Historia Y Cultura

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H isto ria y cultura

La revolución de la arqueología

IAN MORRIS

HISTORIA Y CULTURA La revolución de la arqueolog

Traducción de Ignacio Alonso Blanco

edhasa

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T ítu lo original:

Archaeology as Cultural History

D iseño de la sobrecubierta: Edhasa, basado e n u n diseño original de Jordi Sabat.

P rim era edición: abril de 2007

© 2000, Ian M orris © de la traducción: Ignacio A lonso Blanco, 2007 © 2007, de la presente edición: Edhasa Avda. D iagonal, 519-521 Avda. C órdoba 744, 2° piso C 08029 Barcelona C 1054A A T C apital Federal Tel. 93 494 97 20 le í. (11) 43 933 432 España A rgentina E -m ail: info@ edhasa.es E -m ail: in fo @ ed h a sa .c o m .ar

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ISB N : 9 7 8 -8 4 -3 5 0 -2 6 4 8 -2

Im preso en H u ro p e , S. L.

D e p ó sito legal: B - l 2 .2 6 6 -2 0 0 7

Im preso en E spaña



Indice

Relación de ilu stracio n es................................................. Prólogo y agradecim ientos............................................... Abreviaturas de publicaciones p erió d ic as......................

9 13 19

P r im e r a P arte 1. La arqueología como historia c u ltu ra l.....................

23

S eg u n d a P a r te 2. Arqueologías de G r e c ia ............................................... 3. El invento de la Edad O s c u ra ........................... ..

77 143

T e r c e r a P a rte 4. La igualdad para los h o m b re s ..................................... 5. Culturas antitéticas ......................................................

195 273

C uarta P a rte 6. El pasado, O riente y el héroe de L efkandi................ 7. Replanteam iento de tiem po y espacio .....................

337 433

Q u in t a P a rte 8. Conclusiones ................................................................

515

Notas .................................................................................... B ib lio g rafía..........................................................................

523 539

Relación de ilustraciones Capítulo cuarto Plano de la planta de una típica casa a te n ie n s e ............

265

Capítulo quinto Escena misteriosa en un aríbalo p ro to c o rin tio ............

319

Capítulo sexto La región de cultura material de la Grecia central . . . Lugares mencionados en este c a p ítu lo ........................... Casas y tumbas en el área de K arm aniola............ Hierro y bronce utilizados en L e fk a n d i................. .. Edificio funerario a b s id a l....................................... .. Cremación masculina en el edificio funerario ............ Inhumación femenina en el edificio fu n e ra rio ............ Reconstrucción de James Coulton del edificio funerario ab sid al............................................................................... Sección reconstruida de la alzada ................................... Mapa hipotético de Petros Calligas de la distribución de las casas grandes en L efk an d i....................................... Restos de la Primera Edad de Hierro enT erm on . . . . Crátera que señala la ubicación de tumbas en el edificio fu n e ra rio .......................................................................... Cuenco de bronce procedente de Oriente Próximo ente­ rrado en Lefkandi ........................................................

339 340 353 , 366 377 378 379 380 381 382 383 387 406

1o ------------------ La a r q u e o l o g ía

c o m o h is t o r ia c u l t u r a l

Area de la metrópolis. Zonas excavadas en Grotta, Naxos Restos de la Primera Edad de H ierro cerca del mar . . Área de la m e tró p o lis ........................................................ Complejo deTsikalario,siglo i x a . C ............................... Centauro de Lefkandi ......................................................

417 417 418 419 423

Capítulo séptimo Lugares mencionados en este c a p ítu lo ........................... Alfabetos griegos y fenicios del siglo viíi a. C ................ O inochoe hallado en Dipylon, A te n a s ........................... Cantidad de tumbas de la Edad de Bronce provistas de objetos de la Edad de H ierro ..................................... Cantidad de tumbas de la Edad de Bronce con pruebas fehacientes de actividad religiosa . . . ...................... R econstrucción de la Casa Mazzola I V ......................... Casas de los siglos vm y vil a. C. en O ro p o s ................. Figuras (a) y (b) : módulos habitacionales en Z a g o r a .................................................................... 477 y Lugares de Atenas mencionados en este capítulo . . . . C em enterio de Dipylon en la calle del P i r e o ............... Escena de batalla perteneciente al Período G eométrico T a rd ío ............................................................................... Estatuillas de marfil ........................................................... Cem enterio en el río Erídano .......................................

435 442 447 450 451 471 472 479 495 497 498 502 507

E n memoria de Braxton Ross

Prólogo y agradecimientos

En 1997, Mads Raven, un antiguo compañero de excavacio­ nes, me pidió que escribiese un ensayo para un volumen acer­ ca de arqueología e historia que iba a editar en la Archeologi­ cal Review from Cambridge. Redacté un artículo breve titulado «Archaeology as Cultural History» [La arqueología como his­ toria cultural]. La concisión centra la mente.A medida que es­ cribía caí en la cuenta de lo mucho que se había imbuido mi trabajo durante la década de 1990 de la concepción de la Ar­ queología como una disciplina de la historia cultural, y deci­ dí explorar ese camino con más profundidad. . Yo, com o la mayoría de los historiadores, no baso mis razones en construcciones teóricas de nivel superior, sino en el estudio em pírico de un caso concreto: la Edad de H ierro griega (aproximadamente desde el año 1100 hasta el 600 a. C.). En la prim era parte concreto mis términos. La segunda es un estudio historiográfico donde sitúo la arqueología de la Edad de Hierro griega dentro del campo de la arqueología general, y explico la razón por la cual tan pocos arqueólogos la han contemplado como historia cultural. En la tercera expongo mis razones para estudiar este período intentando encarar pre­ guntas importantes acerca de la naturaleza de la igualdad.Y, en la cuarta parte, exploro la arqueología en detalle. Este libro no se asemeja al com ún de los libros de ar­ queología, o a la mayoría de los libros de historia acerca de esa

1 4 ---------------------- L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l disciplina, y creo que ahí radica su importancia. Dedico, apro­ ximadam ente, el mismo espacio a las palabras y los objetos. Ello me expone al peligro de tener que nadar no entre dos, sino entre varias aguas... Pues no se aportan suficientes deta­ lles para satisfacer a los especialistas, aunque se hace demasia­ do hincapié en ellos para los compara tivistas; para los arqueó­ logos se dedica demasiado tiem po a los textos, y para los historiadores demasiado a los registros materiales. Pero son riesgos que merece la pena correr. Sostengo que entraremos en un nuevo estadio del estudio arqueológico cuando la ar­ queología histórica, según la acepción tradicional de dicha dis­ ciplina como períodos concretados en textos documentados, desplace a la prehistoria como escenario principal de creación y debate de conceptos nuevos. Cuando eso suceda, la arqueo­ logía como tal se convertirá en una disciplina más histórica en el más amplio sentido, pues hará una reflexión de este tipo acerca de la gente del pasado. Intento tratar palabras y objetos con el mismo rigor, uniendo los detalles de las fuentes escri­ tas primarias con el análisis de gran cantidad de datos m ate­ riales. Deseo dar las gracias a todos los que han leído y com en­ tado partes de la obra manuscrita en sus diferentes estadios sin, naturalmente, implicarlos en su resultado: David Aftandilian, Anders A ndrén, M artin Bernal, M argot B row ning, Joseph Bryant, Paul Cartledge, R obert Cook, Eric Csapo,Jack Davis, Carol Dougherty, K enneth Dover, Steve Dyson, Mihalis Fo~ tiadis, Charles Hedrick, Michael Herzfeld, Herbert Hoflmann, Sanne H ouby-N ielsen, N ick Kardulias, Leslie Kurke, Hilary Mackie, Lisa Maurizio, Joe M anning, Margaret Miller, Sarah Morris, Greg Nagy, M artin Ostwald, John Papadopoulos, Kurt Raaflaub, Eric Robinson, Kathy St.John, Prichard Sailer, Ches­ ter Starr, George Stocking, Bruce Trigger, Hans van Wees, Pe­

P r ó l o g o y a g r a d e c im ie n t o s

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ter W hite y James Whitley. M e gustaría dedicar un agradeci­ miento particular a Ian H odder Jo sh Ober, Michael Shanks y A nthony Snodgrass por facilitarm e unas propuestas extre­ madamente valiosas en una versión completa del libro más ex­ tensa e intrincada. He presentado algunas de mis razones por escrito en Aus­ tin, Berkeley, Bruselas, Cardiff, Chicago, Cincinnati, C olum ­ bia, Evanston, H ouston, Londres (Ontario, Canadá), Los An­ geles, Nápoles, San José, Standford, Toronto y Washington, y me he beneficiado en gran medida de las subsiguientes discu­ siones planteadas. Parte de este libro trata acerca de la historia institucional de las academias, y por ello he de dar las gracias a los organismos que han favorecido mi labor: el Centro de Estudios Helénicos, donde disfruté de una beca de investiga­ ción entre 1989 y 1990 y m aduré algunas de las ideas plas­ madas en el capítulo segundo; el Instituto de Humanidades de la Universidad de Wisconsin, donde disfruté de una beca de investigación entre 1992 y 1993 y trabajé en lo que con el tiempo sería la tercera parte de la obra; y, en especial, la U ni­ versidad de Standford y la de Chicago. En Standford, las jo r­ nadas del Instituto de historia de Ciencias Sociales y el semi­ nario acerca de la «Antigua Grecia» celebrado en otoño de 1998 m e llevaron a una reflexión más profunda acerca de mis supuestos. Inevitablemente, presidir el Departamento de Clá­ sicas ralentizó la elaboración de este libro, pero tam bién me ayudó a contem plar muchos temas desde un punto de vista diferente. Había estado m editando sobre las cuestiones abordadas en este libro a lo largo de la década de 1990, y es que algu­ nos de sus capítulos me plantearon ciertos problemas acerca de los que ya había escrito en otras ocasiones. H e cimentado el capítulo segundo en «Archaeologies o f Greece», en Ian M o-

1 6 ---------------------- L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l rris, éd., Classical Greece: Ancient Histories and Modern Archaeo­ logies, Cambridge, 1994, pp. 8-47.Y el capítulo tercero en «Pe­ riodization and the Heroes», en M ark Golden y PeterToohey, eds., Inventing Classical Culture : H is to ricism, Periodization, and the Ancient Woñd, NuevaYork, 1997, pp. 96-131. H e reescrito am­

bos artículos en gran medida. La tercera parte desarrolla los argumentos presentados en «The Strong Principle o f Equality and the Archaic Origins o f Greek Democracy», en Josh O ber y Charles Hedrick, eds., Dem okratia:A Conversation on D em o­ cracies, Ancient and Modern, Princeton, 1996, pp. 19-48. Había esbozado algunas ideas del capítulo sexto en «Negotiated Periphetrality in Iron Age Greece», en P. N ick Kardulias, ed., W orld-System s Theory in Practice, Lanham , M aryland, 1999, pp. 63-84; y algunas del capítulo séptimo e h «Burning the D e­ ad in Archaic Greece», en Annie Verbanck-Piérard y Didier Vi­ vi ers, eds., Culture et cité: Vavènement de ΓAthènes archaïque, Bru­ selas, 1995, pp. 45-74. Doy mi agradecimiento a la editorial de la Universidad de Cambridge, Duckw orth, a la editorial de la Universidad de Princeton, R ow m an y Littlefield, y a la U ni­ versidad A utónom a de Bruselas por su licencia para adaptar ese material. C uando cito pasajes largos de autores de la A ntigüedad utilizo las traducciones al inglés siguientes, todas fácilmente asequibles: Aristófanes: Parker, 1969; Aristóteles: Rhodes, 1984; Herodoto: Grene, 1986; Platón: Adkins, 1986 (Apology); Guth­ rie (Protagoras); Tucídides: Warner, 1954; Jenofonte: Pomeroy, 1994. Las traducciones de pasajes más breves son propias, a no ser que se indique lo contrario. Al citar estrofas de poetas ar­ caicos utilizo las siguientes ediciones, de no haber com enta­ rio en contra: Alceo, Safo: Lobel y Page, 1962; Alcmeo, Ana­ creonte, Simonides, Estesícoro: Page, 1962; Arquíloco, Calino, Hipónax, M inerm o, Semónides, Símónides (fragmentos ele-

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P r ó l o g o y a g r a d e c im ie n t o s

gíacos), S olón,T irteo: West, 1991-1992; Baquílides: Snell y Maehler, 1970; Hesiodo, fragmentos: Merkelbach y West, 1967; Píndaro, fragmentos: Maehler, 1989; Jenófanes: Diles y Kranz, 1956. U na de las peculiaridades de la arqueología de la Edad de Hierro griega es que muchos de los hallazgos se conocen só­ lo por sucintos informes preliminares escritos en publicacio­ nes periódicas. M e he apartado del estilo de referencia con­ vencional para evitar hacer la bibliografía aún más extensa, y Emito las citas de esos artículos a las notas al pie. H e confec­ cionado una lista de publicaciones en la sección siguiente. Por último, Ian H odder,Tessa Harvey, Louise Spencely, Cameron Laux y John Davey me han proporcionado su ayu­ da, m uy oportuna, y hubieron de soportar retrasos, sorpresas y cambios de rumbo repentinos. Les estoy muy agradecido por su destreza, erudición y paciencia para ver este libro impreso. Boulder Creek, California

Abreviaturas de publicaciones periódicas

A A :A rchao logischer A nzeiger. A A A :A thens Annals o f A rchaeology. A . Arch. :Acta Archaeologica. A D : Archaiologikon Deltion. A E : Archaiologiki Ephemeris. A E M T h : Archaiologiko Ergo sti Macedonia kaiThraki. A J :Antiquaries Journal. A JA : American Journal o f Archaeology. A nat. St.:Anatolian Studies. Annales E .S .C .: Annales: économies, sociétés, civilisations. A n n . Rev. A n th .: A nnual Review o f Anthropology. A I O N : A nnali di Archeologia e Storia Antica, Istituto Universitario Orientale di Napoli. A n t. K .:A n tik e Kunst. A S A A :A n n u a rio di Scuola Archaeological Reports. A M : Athenische Mitteilungen. B A R : British Archaeological Reports. B C H : Bulletin de Correspondance Hellénique. B IC S : Bulletin o f the Institute o f Classical Studies. B S A : A nnual o f the British School at Athens. C A : Classical Antiquity. C A H : Cambridge Ancient History. CJ: Classical Journal.

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L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l

C lR : Clara Rhodos. C M : Classica et Medievalia. CP: Classical Philology.

CQ : Classical Quarterly. E A : Ephemeris Archaiologiki. H W J: History Workshop Journal. ÏM : Istanbuler Mitteilungen. Jdl:Jahrbuch des deutschen archdologisches Instituts. J H S :Journal o f Hellenic Studies. J M A : Journal o f Mediterranean Archaeology. J M H : Journal o f Modern History. J R S : Journal o f Rom an Studies. N A R : Nom egian Archeological Review. OJh; Jahreshefte des osterreichisches archdologisches Instituts. Q U C C : Quaderni Urbaniti di Cultura Classica. R D A C : Report o f the Department o f Antiquities, Cyprus. T A P A : Transactions o f the American Philological Association. W A : World Archaeology.

PRIMERA PARTE

Capítulo 1 La arqueología como historia cultural Las razones La arqueología es historia cultural o no es nada. M antengo esta proposición como una verdad manifiesta pero, como en muchos otros casos similares, los problemas co­ mienzan cuando se intenta precisar su significado con exac­ titud. Comenzaré con una simple proposición y después inver­ tiré la mayor parte de este capítulo elaborando el razonamiento. La arqueología es el estudio del material cultural superviviente de un pueblo que vivió en el pasado. Es historia en la m edi­ da que trata acerca de gente que vivió en el pasado, y es cul­ tural en la medida que trata acerca de la cultura material. En­ tonces, la arqueología es historia cultural. Parece una aseveración nacida del sentido común aunque, so rp ren d en tem en te, pocos arqueólogos parecen estar de acuerdo con ella. Hace cincuenta años, en Europa se daba por sentado (no tanto en América) que la arqueología estaba al ser­ vicio de la historia. Hoy esa perspectiva parece estar perfecta­ m ente delimitada. Algunas personas podrían contemplarla co­ m o una ciencia natural mientras que otras la tomarían como una ciencia social, probablem ente antropológica. C on todo, otros afirman que la arqueología simplemente es lo que es: la arqueología es arqueología y nada más que arqueología. O qui-

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P r im e r a pa rte

zá sea algo similar a la crítica literaria, e incluso un m étodo de activismo social. Algunos arqueólogos posprocesuales se defi­ nen a sí mismos como historiadores a largo plazo (por ejem­ plo Hodder, 1987a); otros buscan el modo de unir textos y re­ gistros materiales (por ejemplo Kepecs y Kolb, 1997; y Ravn y B ritton, 1997). Pero, sobre todo, el grupo que los arqueó­ logos a duras penas adoptarían como m odelo sería el de los historiadores, el único conjunto de investigadores que se de­ dica sistemáticamente al estudio del pasado humano. N o obstante, afirmar que la arqueología es historia cul­ tural es bastante parecido a una revolución silenciosa, pues la historia cultural ya cuenta con una presencia considerable den­ tro de la antropología, la sociología, la crítica literaria y muchas otras disciplinas.Vivimos en una época que Clifford Geertz (1983: 19-35) llama de «géneros difusos», y uno de sus desa­ rrollos más sorprendentes es el «cambio histórico» en todas las ciencias sociales (por ejemplo: C ohen y R oth, 1995; M cD o­ nald, 1996). Anthony Giddens (1979: 230) afirma sin ninguna clase de rodeos: «Sencillamente, no hay distinciones lógicas, ni siquiera metodológicas, entre las ciencias sociales y la histo­ ria..., concebida del m odo adecuado». William Sewell (1996: 272) explica con detalle las implicaciones de tal aserción: la historia no es el pasado de la sociología, con un increm ento de la cantidad de comparaciones disponibles. Más bien, pen­ sar históricamente requiere una «sociología plena» en la cual «lo temporal [...] es un conjunto de trayectorias dependien­ tes, heterogéneas, subordinadas y reconfiguradas en su estruc­ tura por la acción social subyacente en el núcleo de los m o­ delos explicativos». Si es así, ¿qué significa decir que la arqueología es histo­ ria cultural? Explicaré qué pretendo decir con «historia cul­ tural» en el siguiente apartado pero, por ahora, pondré en re-

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lieve sólo dos aspectos que abordan historiadores .de toda ten­ dencia. En prim er lugar, estudian cómo la gente construye e im pugna la cultura y su interpretación a través del tiempo. Y, en segundo lugar, exploran esos temas empíricamente me­ diante el análisis de personas reales pertenecientes al pasado. A pesar de la relevancia obvia de dicha labor, los arqueólogos parecen tener una comprensión de la función de los historia­ dores m enor que la de m uchos otros grupos de científicos sociales. Para aclarar qué quiero decir con pensar «a través del tiem­ po», recurriré a la conocida proposición de Fernand Braudel: «Diseccionar la historia en varios planos o, por decirlo de otro m odo, dividir el tiem po histórico en tiem po geográfico, so­ cial e individual» (1972 [1949]: 21). Él critica a sus predece­ sores por concentrarse en l’histoire événementielle, los hechos de reyes y diplomáticos medidos según el tiempo individual. Sugiere que el estrato tem poral fundam ental es geográfico, el ritm o apenas perceptible de la longue durée m edido en si­ glos que incluso podría ser Vhistoire immobile. Los sucesos po­ líticos no serían más que «alteraciones superficiales, crestas de espuma que la marea de la historia lleva sobre su fuerte espal­ da» (Braudel, 1980 [1958]: 21). Entre estos niveles yace el tiem­ po de conjonctures, el tiempo social, medido en períodos que va­ rían desde los cinco hasta los cincuenta años.Tal sería la escala en la que funcionan los ciclos económicos e institucionales. La estratificación del tiem po es un aspecto social en el cambio histórico de las ciencias sociales. Al rem ontar la ter­ minología de Braudel hasta la de H enri Bergson, según Giddens: E xisten tres planos de tem poralidad que se intersectan d e n ­ tro de cada m o m en to de reproducción social. Prim ero se e n ­

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P r im e r a pa r te cuentra la temporalidad de la experiencia inmediata, el discu­ rrir diario de la vida cotidiana: lo que Schütz, siguiendo a Berg­ son, llama la durée de la actividad. A continuación está la tem­ poralidad del Daseín, el ciclo de vida orgánico.Y, en tercer lugar, está lo que Braudel llama la longue durée. (Giddens, 1981:19-20)

C on frecuencia, los arqueólogos recurren a las ideas de la Es­ cuela Analista de Historiadores que Braudel dirigió durante veinte años (por ejemplo: Bintliff, l991;K napp, 1992) y man» tienen su énfasis por la longue durée. Pero prestan poca aten­ ción a la reacción posterior de los Analistas contra la «tiranía del largo plazo» (Annales, 1988; 1989).Jean-Yves Grenier (1995) y André Burguière (1995), por ejemplo, deconstruirían la to­ talidad de la noción de una longue durée. En este libro propongo unos pasos menos drásticos; sin embargo, el núcleo de los en­ foques aplicados por prim era vez por científicos sociales co­ mo Bourdieu (1977), Sahlins (1985), y Giddens (1979) yace en la conexión de microanálisis de interacciones sociales con los procesos a largo plazo por medio de los análisis institucio­ nales trabajados en los tres estratos temporales. Aun así, los ar­ queólogos casi han obviado el tiempo humano. Las limitaciones empíricas tienen mucho que ver en ello. Gran parte de la más ambiciosa arqueología posprocesual se centra en el N eolítico europeo, donde las fechas y datos ape­ nas nos perm iten pensar en una escala de tiem po hum ano. El im portante estudio de John Barrett acerca del sur de In­ glaterra entre los años 2900 y 1200 a. C. ilustra esta cuestión. Aunque advierte que «obviamente, estamos tratando con un alto grado de incertidumbre cronológica» (1994: 47), sugiere que el verdadero problema yace en el m odo en que pensamos sobre los «individuos [...] como datos conocidos, preexisten­ tes a las consecuencias materiales de sus actos». Esto reduce

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la discusión a «la cuestión metodológica de cómo deberíamos examinar la vida de un individuo». N o podemos hacer eso en el Neolítico, lo cual lleva a algunos a concluir que «el indivi­ duo no es una unidad útil de estudio analítico». Pero Barrett propone «que deberíamos abandonar todo ese enfoque y, en su lugar, comenzar a investigar cuestiones más interesantes re­ ferentes al m odo en que las vidas se constituían cultas y m o­ tivadas». Ello requiere «apartarnos de preguntas como “¿qué clase de personas crearon estas condiciones?” , para buscar el entendim iento de las posibilidades de un ser hum ano en esas condiciones históricas y materiales» (Barrett, 1944: 4-5). M e refiero al libro de Barrett en particular porque enca­ ra esos asuntos directamente. N o obstante, al hacerlo así, redefine los térm inos del tiem po hum ano más que aborda la cuestión. Los mismos problemas surgen en otras obras posprocesuales que tratan lapsos de tiempo tan vastos. Su influencia es grande, aunque continúan siendo no históricas al no poder vincular estructura y coyuntura al tiempo humano. Nos dejan con lo que Lynn Meskell (1996:7) llama «historias deshabita­ das y pasados sin personas». Muchos prehistoriadores evitan el tiempo individual refugiándose en el evolucionismo o ence­ rrándose en planteamientos teóricos abstractos. E n este libro deseo ofrecer una arqueología histórica más adecuada, tratando con la misma seriedad los tres planos tem~ porales.Yo, siguiendo la práctica habitual de los historiadores, la aplico en un tiem po y lugar concretos: la Edad de Hierro griega (de aproximadamente medio milenio de duración, en­ tre los años 1100 y 600 a. C.). Desde el principio, deseo se­ ñalar dos circunstancias de este período. La prim era es que, en ciertos lugares y contextos, su cronología arqueológica po­ see una precisión excepcional. Eso causa problemas, y ya he expuesto mis puntos de vista al respecto en otros docum en-

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P r im e r a pa rte

tos (I. M orris, 1987:10-18,158-167; 1993a; 1996),pero, apro­ ximadamente, a partir del año 750 a. C. podemos datar algu­ nos tipos de depósitos dentro de un m argen de, más o m e­ nos, veinticinco años. En térm inos prácticos, se trata de un margen tan estrecho que los arqueólogos siempre están dis­ puestos a aceptarlo. N o es lo que Braudel tenía en mente cuan­ do hablaba de tiempo individual y, por otro lado, los historia­ dores modernos podrían pensar que un cuarto de siglo es, en términos cronológicos, absurdamente rudimentario. Pero, co­ mo muestra Anthony Snodgrass (1987:36-66), las tentativas de los arqueólogos clásicos por escribir la narración de la historia política han fracasado. Este marco cronológico nos sitúa en el vértice entre el tiempo social e individual pero, no obstante, es una escala temporal razonable respecto al tiempo hum ano (cf. M anning 1998: 321). Hay más debate en torno a fechas ante­ riores al año 750 a. C., aunque ahora la dendrocronología pa­ rece apoyar la datación tradicional (Kuniholm, 1996). A ndrén propone que los arqueólogos tom an los textos como «analogías contemporáneas». Los textos no son un tipo de prueba diferente que nos dice qué significan los objetos. Tampoco deberíamos esperar que los registros materiales de­ mostrasen com o ciertas o falsas las reseñas escritas.Toda in­ terpretación arqueológica es analógica. Las mejores analogías son las que lan H odder (1982:11-27) llama «racionales», don­ de existen tantas similitudes entre los contextos generales com­ parados, o entre los datos arqueológicos y el modelo etnográ­ fico general, que podemos extrapolar de m odo convincente una comparación histórica o etnográfica a un caso arqueoló­ gico. Andrén argumenta: La cercanía en tiempo, espacio y aspecto (como similitud tec­ nológica) siempre se toma como un buen criterio analógico.

L a a r q u e o l o g ía c o m o h ist o r l a c u l t u r a l — ---------------- 29 Así, el campo de la arqueología histórica puede ser visto co­ mo un caso especial dentro de la arqueología general, pues las analogías muestran una proximidad particular porque el ar­ tefacto y el texto son «analogías contemporáneas». (Andrén, 1998:156) Realizamos argumentaciones analógicas tanto si interpreta­ mos un yacimiento mesolítico mediante etnografía esquimal como si utilizamos literatura contemporánea para entender un depósito clásico. Pero si leemos textos primarios ju n to a los artefactos, nuestras analogías serán más poderosas que cuan­ do confiamos en información procedente de otros tiempos y lugares. Geertz (1973:28) propone que el objetivo de la arqueo­ logía cultural consiste en «obtener amplias conclusiones a par­ tir de hechos muy concretos pero de gran consistencia; apun­ talar aseveraciones generales acerca de la función de la cultura en la construcción de la vida colectiva haciéndolas encajar per­ fectamente con especificidades complejas». El problema es que para los prehistoriadores los hechos pocas veces parecen con­ tener suficiente consistencia y las valoraciones (la palabra que Geertz [1973: 16] prefiere a verificaciones) no son lo bastan­ te rigurosas. Cuanto más variadas y detalladas sean nuestras pruebas, mejores y más sólidas serán nuestras descripciones. Esto es ob­ vio. Las pruebas escritas hacen nuestras explicaciones más es­ pecíficas y m ucho más certeras nuestras analogías. Podemos exponer y confrontar las calidades de nuestras pruebas con más confianza y perspicacia que si hubiésemos de confiar por com­ pleto en analogías con otras sociedades. Pero todo esto no sig­ nifica que la arqueología sólo pueda ser historia cultural cuan­ do dispongamos de textos. C om o señala Barrett (1994: 71),

30

P r im e r a pa rte Tabla 1-1 División cronológica de Grecia central

Baja Edad de Bronce / Micénica Heládico reciente III C

c. c.

Alta Edad de Hierro / Edad Oscura

1600-1200 a. C. 1200-1075 a. C.

c.

1075-700 a. C.

Arcaica

c. 700-480 a. C.

Clásica

480-323 a. C.

Helenística

323-31 a. C.

La Alta Edad de Hierro suele subdividirse según los estilos de la cerámi­ ca. Las fechas varían según la localidad, pero la secuencia referente a Ate­ nas normalmente se data como se muestra a continuación. Submicénico Protogeométrico Geométrico Antiguo Geométrico Medio Geométrico Tardío

c.

1075-1025 a.C . c. 1025-900 a. C.

c. 900-850 a. C. c. 850-760 a. C. c. 760-700 a. C.

«debemos tener en cuenta los conocimientos no lingüísticos y pre lingüísticos como modos prácticos de conocer el m un­ do donde los informantes hubiesen tenido una importante di­ ficultad para la expresión verbal». La cuestión fundamental no es la presencia o ausencia de escritos, sino la densidad, cali­ dad y variedad de los datos de la información. Al estudiar, por ejemplo, el siglo IV o V a. C. en Atenas contamos con una gran riqueza literaria. Es un período histórico completo, aunque haya gran carencia de ciertos estilos com o correspondencia privada, diarios y registros domésticos. Al retroceder hasta el período arcaico (vid. tabla 1.1), el espectro de fuentes se es­ trecha hasta la poesía, y después a los poemas épicos hasta que

L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l ---------------------31 en el siglo IX a. C. ya no queda nada. Pero incluso cuando pen­ samos en el siglo x, tal com o hago en el capítulo sexto, ob­ tenemos buenos resultados al volver la mirada hacia la luz de la poesía arcaica. N o tiene m ucho sentido decir que existe un límite definido por la cantidad, la variedad e incluso la pre­ sencia de fuentes escritas para que un período deba llegar a ser dignificado con el térm ino «histórico». En su lugar, a medida que retrocedemos en el tiempo a partir del siglo IV a. C., o nos apartamos geográficam ente de Atenas, se nos hace gradual­ mente más difícil encontrar fuentes escritas que se adecúen a los desafíos que discuto en este capítulo. Dado que la cantidad de hallazgos pertenecientes a la Edad Oscura se ha incremen­ tado, nuestras explicaciones se han hecho más históricas, aun­ que no hemos encontrado fuentes escritas más antiguas que Hom ero (y probablemente nunca las encontraremos). En unos pocos casos, la consistencia de hechos prehistó­ ricos es lo bastante densa para pensar en algo similar a la es­ cala de tiempo humana. La reconstrucción de las casas alarga­ das del Neolítico o algunos yacimientos de la Europa central pueden dividirse en fases de veinte años (Bradley, 1998: 4348) y, como en Çatal Hüyük, el recubrim iento de las vivien­ das y los entierros bajo sus suelos nos ofrecen unas divisiones cronológicas aún más precisas. E n M atthews y otros (1997: 304) se argumenta: «estas delicadas lentes quizá permitan acer­ carnos a los grados de precisión requeridos para rastrear los restos de acciones individuales o pautas de actuación esencia­ les para las corrientes metodológicas y los objetivos teóricos de la arqueología». Hay casos excepcionales, pero la dendrocronología m antiene la posibilidad de extender las aproxi­ maciones históricas, com binando todos los niveles tem pora­ les, hasta alcanzar el tercer milenio a. C. (Baillie, 1995; Manning, 1998:322-325).

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P r im e r a pa r te

Por lo tanto, la historia cultural no sólo trata de lo con­ cerniente a los arqueólogos apoyados por textos. U na refle­ xión seria sobre la historia cambiará la relación entre la ar­ queología apoyada en textos y la prehistórica. Kathleen Deagan (1988:10) explica que en la década de 1980 la arqueología his­ tórica americana tom ó más conciencia de la teoría y pasó de ser la «sierva de la historia» a ser la «sierva de la arqueología prehistórica», un campo de pruebas para modelos desarrolla­ dos de la prehistoria, donde tuvieron lugar los hechos. La in­ corporación de la escala de tiempo humana implica que la ar­ queología apoyada por textos, que cuenta con las pruebas más sólidas y ricas, debería desplazarse hasta la vanguardia de los debates teóricos y m etodológicos. Algunos arqueólogos his­ tóricos ya están reclamando esa posición'(por ejemplo: Jonson, 1996; Roser, 1996a, b). * ★ *

En la siguiente sección definiré qué quiero decir con historia cultural. Insisto en varios puntos: 1) en un cambio desde la cau­ salidad materialista hacia el estudio de la representación; 2) en el interés en la construcción y refutación de significados, y 3) en la concentración en el voluntarismo. A continuación abor­ daré el análisis cultural en la arqueología, planteando por qué los arqueólogos muestran tan poco interés en la historia cultu­ ral. Lo explico históricamente, centrándome en los efectos del confinamiento institucional. En la cuarta sección someto a dis­ cusión los métodos de este libro y expongo mis argumentos. Confío en llegar a varios públicos. El prim ero en el que pienso es en la ju n ta editorial creadora de la serie Social A r ­ chaeology: una amplia com unidad arqueológica donde se in­ cluyen trabajadores del m undo antiguo y m oderno, desde el

L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l ---------------------33 Paleolítico hasta el siglo X X . Q uiero decir algo interesante pa­ ra los arqueólogos de todo tiempo y lugar. Sin embargo, co­ m o nii argum ento es que la arqueología es historia cultural, abordo mi tarea como un historiador. Com o explico en la úl­ tima sección de este capítulo, las partes tercera y cuarta de es­ te libro consisten en un estudio detallado del cambio de no­ ciones de tiempo, lugar y espacio en la Edad de Hierro griega. Por tanto, deseo que los arqueólogos clásicos y los historiado­ res de la Antigüedad también lean este libro: los métodos de la historia cultural y los argumentos inherentes a la arqueo­ logía no clásica todavía tienen un im pacto limitado en esos campos. Por último, afirmar que la arqueología es historia cul­ tural debería ser tan significativo para los historiadores cultu­ rales como para los arqueólogos. Algunos de los mejores tra­ bajos de la historia cultural m oderna se han realizado a partir de materia cultural, pero pocos estudiosos implicados en ellos parecen interesarse en cómo los arqueólogos se acercan al cam­ po de los objetos.Y así, muy a menudo, prometedoras líneas de investigación coinciden con fronteras institucionales y dis­ ciplinares.Yo confío en tender puentes entre ellas.

Historia cultural Si algún aspecto une a la historia cultural, es la polémica. La «nueva historia cultural» de los últimos quince años llega a tra­ vés de varias escuelas nacionales (la francesa, basada en Fou­ cault y la relectura parisina de Marx; la británica, influenciada en gran medida por E. P. Thom pson y, a menudo, centrada en el lenguaje político; la estadounidense, en unas ocasiones ali­ neada ju n to a Geertz y Sahlins así como a Foucault, y en otras más influenciada por la deconstrucción; y la micro historia ita­

3 4 ------------------------------------------------------------------------- P r im e r a parte liana, salida de la etnografía posmodema), y está dividida por malentendidos y controversias (por ejemplo, C erutti, 1997; Joyce, 1998; Stedman Jones, 1998). Sin embargo vuelven a pre­ sentarse dos temas principales. El prim ero es el rechazo de la causalidad material. Lynn H u n t (1989: 7), en su volum en de ensayos titulado The N ew Cultural History, propone que las «re­ laciones económicas y sociales ni son previas ni determ inan a las culturales; son en sí mismas campos de práctica y deter­ minación cultural...,los cuales no pueden ser explicados m e­ diante la referencia a una dimensión extracultural de signifi­ cado». El segundo surge del primero. En cuanto a las historias sociales más antiguas, con su «casi tiránica preem inencia de la dimensión social, la cual predefine las divisiones culturales que van a ser descritas» (Chartier, 1988:30), debemos sustituir lo que C hartier llama «una historia cultural de la sociedad». Esto se centra en cómo la gente representa su mundo, las ca­ tegorías sociales crean y los conflictos generan: La definición de historia cultural [...] debe ser concebida co­ mo el análisis del proceso de representación..., esto es, de la pro­ ducción de clasificaciones y exclusiones que constituyen las configuraciones sociales y conceptuales propias de un tiempo y lugar [...], [pero] esta historia también debe ser entendida co­ mo el estudio de los procesos por los cuales se construye el sig­ nificado. Al romper con la vieja idea de que la identificación de textos ofrecidos y obras con un significado intrínseco, absolu­ to y único eran tarea del crítico, la historia está dirigiéndose ha­ cia prácticas que confieren al mundo una significación en mo­ dos plurales e incluso contradictorios. (Chartier, 1988: 13-14) Pero hay poco acuerdo más allá de la responsabilidad com ­ partida de extender el análisis cultural a todas las dimensiones

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de la vida, y la inclinación a desenterrar hechos sociales para unirlos al juego de la representación. Yo divido los debates en tres grupos:

I. Historia cultural como comunidad

La prim era línea de pensam iento es que la historia cultural abarca un gran número de circunstancias compartidas que unen a los habitantes de un pueblo, ciudad o nación en un momento concreto. Este concepto es conocido en la mayor parte de las humanidades. En el apogeo del funcionalismo, los estudiosos tendían a imaginar el m undo como un ente conformado por culturas diferenciadas y separadas en el espacio. Cualquier cuen­ to etnográfico comenzaría diciendo «entre tal o cual pueblo» y el público comprendería de inmediato el marco de referen­ cia. Para la mayoría de nosotros, expresiones como el «Anti­ guo R ég im en francés» o los «Estados U nidos jacksonianos» conjuran imágenes específicas (aunque vagas) de «cómo eran las cosas» por entonces.Y por una buena razón: los historia­ dores culturales y los etnógrafos norm alm ente descubren, incluso en las sociedades más conflictivas, ciertas mentalidades que atraviesan todas las fronteras, que les perm iten definir al grupo en cuestión como una «sociedad». Kroeber y Kluckhohn (1952) rastrearon esta idea de cul­ tura hasta la escuela de historiadores de Gotinga del siglo xvm, cuyo enfoque fue m arginado en el siglo x ix por el m odelo rankeano de docum entación de política histórica. R o b e rt D arnton, que ha trabajado muy próxim o a Geertz, es el ex­ ponente más conocido de lo que él llama «el enfoque antro­ pológico». D arnton (1984: 4-5) argumenta cómo la clave de la historia cultural es el hecho de que «lo que fue sabiduría

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proverbial para nuestros ancestros es completamente opaco pa­ ra nosotros [...]. Si no podemos comprender un refrán, un chis­ te o un rito, sabemos que estamos sobre algo. A través del docum ento donde haya mayor opacidad seremos capaces de desenmarañar un sistema de significado extraño. El hilo pue­ de incluso llevarnos a una maravillosa visión del mundo». Tal concepción del mundo, la habilidad para comprender un chis­ te, pertenece a toda la comunidad: Todos nosotros, franceses y «anglosajones», tan pedantes como palurdos, operamos dentro de limitaciones culturales, al igual que compartimos convenciones lingüísticas. Así los historiadores pue­ den ver cómo las culturas determinan estilos de pensamiento, in­ cluso el de los grandes pensadores. Un poeta, o un filósofo, pue­ den llevar el idioma hasta el límite pero, en algún momento, tropezarán con un marco de significado externo. Más allá se encuentra la locura... el destino de Hólderlin o Nietzsche. Sin embargo, dentro, los grandes hombres pueden probar y dar for­ ma a las fronteras del significado. De ese modo, puede haber es­ pacio para Diderot y Rousseau en un libro acerca de las menta­ lités del siglo xvm en Francia. Al incluirlos entre narradores de cuentos iletrados o plebeyos matadores de gatos, he abandonado la conocida distinción entre élite y cultura popular y he intenta­ do demostrar cómo los intelectuales y el pueblo llano hacen fren­ te a la misma clase de problemas. (Darnton, 1984: 6-7)

II. La historia cultural como conflicto

Sin embargo, había chistes en la corte de Luis XVI que los campesinos de Languedoc no entendían, y viceversa, y algu­ nos de los más destacados ensayos de D arnton muestran esta

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incom prensión. La historia cultural trata tanto divisiones y conflictos como acuerdos y visiones compartidas. Retomem os el ejemplo de los Estados Unidos jacksonianos y hagamos una inspección más próxim a de nuestras sensaciones acerca de los fragmentos descriptivos de «cómo sería». Advertimos dis­ tinciones en los mundos de los colonos europeos, los nativos americanos y los esclavos africanos. Incluso dentro de la co­ m unidad blanca encontramos notables diferencias entre subculturas de hombres y mujeres, ricos y pobres, ciudadano y campesino, por no m encionar a los emigrantes de diferentes naciones y miembros de distintas Iglesias. Incluso, digamos, en­ tre individuos masculinos blancos, anglosajones y protestantes hallamos profundos desacuerdos acerca de una de las cues­ tiones más importantes: la naturaleza de una buena sociedad. Algunos se aferraban a una república de pequeños granjeros propietarios de sus tierras; otros promovían vigorosamente la urbanización, la industria y las instituciones financieras m o­ dernas. La cultura se viene abajo; las disposiciones comparti­ das de un hombre son la ideología de otro, una conciencia fal­ sa. Donde los historiadores culturales geertzianos-darntonianos encuentran sentido y complejidad, marxistas y feministas pue­ den ver misterio y opresión. La N orteam érica de la década de 1820 era una sociedad compleja que experim entaba cambios rápidos, pero los et­ nógrafos encuentran distinciones similares incluso dentro de los grupos más aislados. Sea lo que sea lo que la gente tenga en com ún, tiene que perpetuar ciertas actitudes a través del tiempo. Al intentar perm anecer fieles a lo que consideramos la sabiduría de nuestros ancestros, siempre damos con situa­ ciones nuevas y a ellas hemos de adaptar nos. Y, lo que es más, descubrimos con regularidad que otras personas tienen dife­ rentes ideas de cómo hacerlo, y tam bién diferentes ideas de

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cómo es la tradición. A duras penas podríamos dudar que la cultura de los ku n g San sea más hom ogénea que la de los Estados U nidos jacksonianos, pero el contraste entre ambas afecta a las respuestas que se presentan más que a las pregun­ tas que hemos de formular. Chartier (1988:102), al criticar a D arnton, propone tratar esto como «una definición de histo­ ria sensible, más que nada, a las desigualdades en la apropia­ ción de material com ún o las prácticas que han llegado a rea­ lizarse [...]; es indiscutible que hoy la pregunta más acuciante inherente a la historia cultural [...] plantea los diferentes m o­ dos en que los grupos o individuos utilizan, interpretan y to­ man posesión de motivos intelectuales o formas culturales que comparten con otros».

III. La historia cultural de la sociedad

Algunos historiadores culturales afirm an que en cualquier clase de docum ento que se someta al estudio, la realidad de sus textos siem pre atrapa el análisis en u n nivel de juegos de competencia lingüística. Chartier argumenta: «Resulta ob­ vio desde el principio que ningún texto, incluso aquel más docum ental en apariencia, incluso el más “ objetivo” (por ejemplo, una tabla estadística realizada por un organismo gu­ bernamental), m antiene una relación transparente con la rea­ lidad que plasma» (1988: 43). N unca puede haber un refle­ jo neutral y no contam inado de las realidades sociales. N o podem os desplazarnos de cóm o nuestras fuentes presentan al m undo a cómo es el m undo en realidad; cada presentación es una nueva presentación. Todo lo que podem os hacer es confrontar una de esas nuevas representaciones (deform a­ da) con otra.

La a r q u e o l o g ía

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D urante un siglo muchos historiadores han distinguido entre cómo la gente del pasado concebía el mundo y cómo era éste en realidad, explicando el prim ero (cultura) en términos del último (economía y sociedad). En el locus classicus, leemos: «Al igual que nuestra opinión sobre un individuo no se basa en lo que él piensa de sí mismo, no podemos juzgar un período de transformación según su propia conciencia. Al contrario, esta conciencia debería ser explicada a partir de las contradicciones de la vida material» (Marx, 1977a [1859]: 390). Ahora, los his­ toriadores culturales cuestionan el consenso materialista. Gareth Stedman Jones, por ejemplo, hablando acerca de la revolución industrial británica, concluye: «No podemos, por tanto, descifrar el lenguaje político para alcanzar una expre­ sión de interés primaria y material puesto que es la estructu­ ra discursiva del lenguaje político quien concibe y define in­ tereses en prim er lugar» (1983: 22). Para Stedm an Jones, confrontar los textos no sólo abre una brecha entre las repre­ sentaciones de las estructuras sociales y la realidad de las mis­ mas; tam bién rom pe las distinciones entre esas estructuras y los modos en que las construye la gente. Las clases no existen según la concepción marxista de relaciones con los medios de producción, sino en la medida en que la gente interpreta las relaciones productivas en las que nacen o ingresan como re­ laciones de clase. Desplazarse de las representaciones a las rea­ lidades no es que sea complicado, sino que es un error inclu­ so intentarlo, pues la economía y la sociedad están constituidas en sí mismas según su discurso. Algunos historiadores culturales atacan ahora toda forma de análisis estructural. M ientras que Giddens y Bourdieu se m ueven desde las estructuras sociales hacia procesos de es­ tructuración en marcha, Bernard Lepetit lo rechaza de plano a largo plazo:

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P r im e r a parte A las lingüísticas saussurianas oponemos las semánticas situacionales; frente a la determinación por habitus, insistimos en la pluralidad de los mundos de acción. La racionalidad sustanti­ va de los actores económicos es desafiada en nombre de las convenciones de la racionalidad de procedimiento; la antro­ pología estructural es impugnada por el estudio de las moda­ lidades y efectos de culturas históricas. (Lepetit, 1995a: 14)

Para Simona C erutti (1995: 131), la historia se convierte en «la explicación de las estrategias de manipulación de temas so­ ciales frente a la pluralidad de los campos normativos, cuya ca­ racterística principal consiste en que son m utuam ente con­ tradictorios». El trabajo del historiador consiste en compartir la experiencia de actores del pasado y aprovechar su sentido incluso en ausencia de pruebas directas. Según la reveladora frase de Raphael Samuel, los historiadores pasan de ser «bus­ cadores de hechos» a «adivinos». Esto mina la concepción de la labor del historiador, tra­ dicionalmente realista, empírica y documental. Algunos cri­ tican incluso la distinción entre fuentes primarias y secunda­ rias, los cimientos de la ciencia histórica, con el argumento de que fundar narrativas históricas en cuanto a los hechos según fuentes primarias no es distinto de hacerlo según los métodos intertextuales de otros géneros literarios: A ojos de esos críticos la «Historia» se remite en la práctica a otras «historias». Así, no logran ver demasiado, si es que ven al­ go, en la distinción señalada por los historiadores normales en­ tre hecho y ficción, pues la reconstrucción objetiva no es sino construir con «ficciones» adecuadas para la práctica histórica normal, las cuales, por su parte, son premisas de realismo his­ tórico y mimesis realista [...]. Lo normal, es decir, la historia

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tradicional, se muestra como un modo convencional, y por eso arbitrario, de codificar la comunicación de los hechos presen­ tando la representación como si fuese referencial y realista por completo. (Berkhofer, 1988: 445-446) La historia cultural posmoderna celebra el ingenio de agentes que corten las ataduras de las restricciones estructurales, y con­ cede más libertad de acción a la inventiva de los historiadores, hasta el punto de que las fronteras entre historia y crítica li­ teraria pronto pierden su significado. Ha m enudo el punto de referencia es la ya clásica obra de Hayden W hite, M etahistory [Metahístoría]. W hite (1973: 13, 432-33) afirma: «La Historia permanece en el estado de anar­ quía conceptual donde moraban las ciencias naturales duran­ te el siglo X V I, cuando había tantas concepciones diferentes de la “ empresa científica” como posicionamientos metafísicos». Identifica cuatro estrategias de explicación según la organiza­ ción de la trama narrativa, cada una con su m odo específico de discusión, implicación ideológica y tropo literario. W hite concluye que «ciñéndome al terreno histórico no tengo fun­ damentos para preferir una concepción de “ciencia” histórica frente a otra. Tal juicio simplemente reflejaría una lógica preferencial previa, tanto por el modelo lingüístico sobre el cual Tocqueville y M arx prefiguraron el terreno histórico, como por las implicaciones ideológicas de sus figuraciones especí­ ficas del proceso histórico». N o es sorprendente que se hayan producido discusiones acaloradas acerca de tales afirmaciones. H a habido contribu­ ciones teoréticas explícitas (Jenkins, 1997), pero muchos de­ bates se enclavan en polémicas sustantivas, tales como las sur­ gidas en to rn o a la historia de la ciencia o el H olocausto. A principios de la década de 1980, los defensores de un «pro­

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grama fuerte» de constructivismo argumentaron que no había nada especial en conocimiento científico (Barnes y Bloor, 1982). Ellos, muy concentrados en las obras menos estudiadas de los científicos, demostraron cómo factores no científicos (la obse­ sión de N ew ton con la alquimia [Dobbs, 1991], o la de Dar­ win con la inferioridad del pobre [Oldroyd, 1984]) dirigían las agendas de investigación. Sin embargo, a principios de la déca­ da de 1990, hubo una preocupación creciente respecto a todo aquello que no se podría explicar con el programa fuerte, en particular cómo los descubrimientos resisten las pruebas empí­ ricas más allá de su contexto cultural inmediato. N o nos preo­ cupamos de las mismas cosas que los ingleses del siglo X V II , pe­ ro la gravedad aún sigue vigente. U na nueva escuela defendía un «programa duro» incidiendo en que el''constructivismo ra­ dical había fracasado (Schmaus y otros, 1992).Apelan a un ob­ jetivismo modificado. Los partidarios de este programa duro re­ conocieron que el constructivismo había derrocado al heroico modelo de ciencia y que nadie podía regresar a modelos de he­ chos científicos y laboratorios sin valor tan sólo conducidos por fuerzas internalistas y racionales. Pero, añadieron, ahora los his­ toriadores han de explicar cómo coexiste lo natural y lo cultu­ ral, y cómo, dado el poder de las formas discursivas según las cuales percibimos el mundo, las creaciones científicas pueden sobrevivir a la cosmovisión de sus creadores. Después de todo, los misiles de los científicos nacionalsocialistas aún funcionaban después de 1945 (Beyerchen, 1992). El H olocausto plantea preguntas aún más exigentes: si de verdad no hay razones históricas para preferir un método de organización de la trama narrativa frente a otro, ¿sólo podemos valorar las fuentes relativas a ese horror según cómo éstas se ajusten a nuestras preferencias estéticas e ideológicas? W hite (1992) concede que aquí los hechos excluyen por sí mismos

L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l ---------------------43 tramas cómicas y románticas, y propone que los historiadores necesitan un nuevo lenguaje de representación que permita a los hechos hablar por sí mismos, algo similar a la media voz de la antigua Grecia. Algunos historiadores concluyen que el Holocausto es irrepresentable; otros, que es un suceso singu­ lar que requiere un lenguaje específico; y aún otros que ello expone los límites de la historiografía posmoderna, y la nece­ sidad de fundamentar el análisis en las concepciones tradicio­ nales de pruebas, interpretaciones temporales y estructuras.1 Los historiadores culturales han cambiado con los tiem ­ pos. C hartier ha modificado sus primeras aserciones y ahora insiste en que: La exterioridad y la especificidad de prácticas que no pertene­ cen en sí mismas a una naturaleza discursiva en relación a los discursos que, en muchos aspectos, están articulados según di­ chas prácticas. Reconocer que el acceso a tales prácticas no dis­ cursivas sólo es posible descifrando los textos que las descri­ ben, prescriben' prohíben y demás no implica por sí equiparar la lógica que las domina o la «racionalidad» que las «instruye» con las prácticas rectoras de la producción de discursos. La prác­ tica discursiva es, por tanto, una práctica específica [...] que no reduce todas las demás «reglas de práctica» a sus propias es­ trategias, regularidades y razones. (Chartier, 1994: 174-175) N o puede haber mayor error, continúa, que «establecer la ideo­ logía com o el caso determ inante para las operaciones socia­ les mientras todos los regímenes de prácticas estén dotados de su propia regularidad, lógica y razón irreducibles al discurso que los justifican» (1994:177). Stedman Jones defiende el «gi­ ro lingüístico» en la historia cultural británica contra Chartier, pero admite:

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P r im e r a parte Sería estúpido negar la existencia de procesos en el pasado que no están englobados (al menos no lo suficiente o adecuada­ mente englobados) en los lenguajes y discursos del pasado. La urbanización y la población serían buenos ejemplos [...]. En todos esos casos, es posible referirse a prácticas sociales no dirigidas por la racionalidad de agentes individuales, o cuyos efectos macrosociales sólo mantienen una relación paradójica con las intenciones individuales. (Stedman Jones, 1996:27-28)

Marx observó, y lo hizo a las mil maravillas (1977b [1852]: 300), que «los hombres construyen su propia historia, pero no como a ellos les gustaría. N o la construyen bajo las circunstancias ele­ gidas por ellos mismos, sino bajo unas directamente encontra­ das, dadas y transmitidas en y desde el pasado». La gran contri­ bución de historiadores culturales como Stedman Jones reside en mostrar cómo muy a m enudo la gente ha hecho la histo­ ria como le ha apetecido, con fuerzas discursivas (la superes­ tructura de Marx) dominando supuestas infraestructuras no dis­ cursivas hasta el punto que las categorías de Marx necesitan una redefinición. Pero, como los partidarios del programa fuerte, deben reconocer que eso es sólo una parte del cuento, y que el énfasis puesto en la década de 1980 en la autoformación y el lenguaje puede ser tan engañoso como la obsesión en la déca­ da de 1970 por la clase y la producción. Stedman Jones señala que C hartier no puede concretar dónde situar las líneas entre lo cultural y lo social, dada la tex~ tualidad de toda evidencia. Pero podríamos responder con al­ gunos de los métodos más tradicionales de la historiografía es­ tableciendo una jerarquía de fuentes. R etom ando el ejemplo de Chartier referente a la tabla estadística gubernamental (p. 38), dicho documento muy bien podría contribuir y ser cons­ truido dentro de nuevos conceptos de vigilancia estatal, re-

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quiriendo ser leído como parte de una discusión acerca de có­ mo debería ser una comunidad. Pero eso no invalida necesa­ riamente las lecturas que mueven la forma del pasado hacia el contenido. Siempre habrá problemas con esto, pero pertene­ cen a un tipo de dificultad bien conocida y los historiadores disponen de herramientas para abordarla. En algunos casos el discurso del Estado de control opera de un m odo que con­ duce descartar tentativas de ir más allá de la forma; pero eso ha de ser demostrado empíricamente, no asumido. Al leer textos de autores implicados en diferentes juegos de lenguaje, y descubrimos que representan, sin embargo, una realidad económica-social externa en modos similares, ya nos encontramos sobre algo. Com o mínimo, estamos descubrien­ do disposiciones compartidas, cultura en el sentido geertziano, cruzando líneas que en otros contextos actuarían como fronteras; y si los contextos son lo suficientemente diferentes y numerosos, podemos concluir por todas las complejidades del ejercicio que hemos alcanzado una realidad no discursiva percibida por los actores del pasado. Así, cuando Em manuel Le R oy Ladurie (1974: 23-29) encuentra que todas las fuen­ tes relativas a la distribución de tierras en Languedoc desde el año 1400 hasta el 1800 obedecen a un modelo cíclico de con­ centración y dispersión, a pesar de las diferencias entre las m o­ tivaciones y mundos culturales de sus productores, seguramente estaba en lo cierto al inferir que hubo un increm ento en el núm ero de granjas de tamaño medio a expensas de los mini­ fundios y latifundios en el siglo X V , y que muchas de esas pro­ piedades medianas desaparecieron en los siglos X V I y X V II , al­ gunas dividiéndose en varias granjas menores y otras siendo absorbidas por grandes latifundios. Lo que esto significa (una cuestión de interpretación) y por qué sucedió (una cuestión causal) son asuntos distintos.

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Pero los aspectos importantes se concretan en que siempre te­ nemos modos de apartar todo un. m undo de representaciones enfrentadas, y eso es necesario si deseamos una historia cultu­ ral de la sociedad más que un ejercicio literario maquillado y sin vida. Una cosa es reorganizar los cuentos populares del An­ tiguo Régimen, como hizo Darnton con gran habilidad (1984: 9-72); y otra distinta (mayor y más compleja) es leerlos en con­ traste con el trasfondo de una población creciendo como ra­ tones en un granero, com o lo describió un observador del siglo X V II (Le R oy Ladurie 1974: 53), y agotando rápidamen­ te sus recursos. El rechazo a colocar las construcciones cul­ turales de la realidad en sus contextos materiales hacía reali­ dad el tem o r de G eertz (1973: 30) de que el culturalism o pudiese perder contacto con la dura superficie de la vida. Pa­ sar esto por alto implica escribir ese mismo tipo de historia idealista que M ark intentaba terminar.

C onclusión Los arqueólogos estudian la cultura m aterial del pasado y, por tanto, deben tom ar en serio los debates de los historiado­ res culturales. La deriva lingüística dentro de la historia cultu­ ral ha minado historias sociales de cultura más antiguas. En es­ te libro intento escribir algo más similar a la historia cultural de la sociedad que defiende C hartier, reconociendo la ac­ ción individual y los límites de la autoformación. La historia cultural, como Chartier indica en el subtítulo de su colección de ensayos de 1988, es cuestión de caminar entre prácticas y representaciones.

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El materialismo cultural e histórico no puede encontrar que la explicación de la «moralidad» como intereses de clase disfraza­ dos sea convincente, pues la noción de que todo «interés» pue­ da subsumirse en objetivos materiales científicamente determinables no es más que el mal aliento del utilitarismo. Los intereses son lo que interesa a la gente, incluidos aquellos más cercanos a su corazón. U n examen materialista de valores de­ be situarse no según proposiciones idealistas, sino frente al ma­ terial cultural permanente, el estilo de vida de las personas y, sobre todo, sus relaciones familiares y productivas (Thompson, 1978:176). ★ ★ ★

Debemos reconocer varios tipos de tiempo histórico. La his­ toria estructural, a largo plazo, no llega a la raíz de la expe­ riencia a menos que entretejamos en ella sucesos orientados e historias culturales a corto plazo. Los acontecimientos son la categoría principal de análisis. Pero la otra cara de la moneda es que éstos sólo tienen sentido cuando los situamos dentro de mayores corrientes de coyuntura y tiem po estructurado.

Arqueología cultural Los arqueólogos obvian muchas cosas que dicen los historia­ dores. Ello se debe en parte a que los historiadores a m enu­ do declinan extraer consecuencias de los trabajos de cualquiera cuyo interés no se centre en el Conflicto de Investidura, las Leyes del Grano, etc. Con todo, los antropólogos y los críticos literarios encuentran satisfactorio leer en las estanterías de los historiadores. Sólo los arqueólogos parecen sentirse incó­ modos ante el pensamiento histórico, a pesar de ser el único

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otro grupo académ ico definido p o r una obsesiva atención en el pasado humano. ¿Por qué? Eso es de verdad un asunto histórico. M e parece que una especie de inercia institucional, la torpe coacción de los pa­ trones de comunicación rutinarios y ya establecidos, ha difi­ cultado que arqueólogos e historiadores hablen unos con otros. C ien años atrás, los administradores acostumbraban a agru­ par la arqueología prehistórica con la etnología com o parte del estudio de los primitivos. Los artefactos prehistóricos se exhibían en los museos de etnología, y cuando las universida­ des deseaban contratar prehistoriadores (lo cual, en muchos países, no sucedía a m enudo) los incluían en departamentos de antropología o, en Europa, los formaban en departamentos de arqueología. Por otro lado, aquellos que trá-bajan en el M edi­ terráneo se sitúan en departamentos elitistas de clásicas o es­ cuelas de teología, y tienen famosos museos de arte rastrean­ do sus descubrim ientos. A pesar de todo, ninguno de esos grupos mantiene fuertes contactos profesionales con los his­ toriadores.2 Alain Schnapp (1996) ha descrito hábilm ente la lenta emergencia de los acercamientos culturales a los artefactos a partir de la década de 1850, y yo sólo echaré la vista atrás has­ ta principios del siglo X X , cuando los europeístas comenzaron una serie de grandes síntesis de las evidencias. Principalmen­ te, buscaban marcos de trabajo en la etnología, reaccionando a m enudo contra las primeras extrapolaciones antiguas en la historia del Mediterráneo. Gustav Kossinna, rechazado por los dirigentes de la academia alemana (en particular por los clasicistas), insistía en su tremendamente exitoso folleto publicado en 1912, D ie deutsche Vorgeschichte, que los arqueólogos podrían contestar las preguntas de los etnólogos acerca de los orígenes del pueblo alemán mejor que los filólogos. Los etnólogos con­

L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l ---------------------4 9 tem poráneos sostenían que cada Volk tenía su propia K ultur (vid. Stocking, 1996). Kossinna propuso que con la utilización de un «siedlungsarchaologische M ethode» los arqueólogos po ­ drían tratar lo que ellos excavasen como marcas étnicas. Al en­ contrar juntos y sistemáticamente ciertos tipos de artefactos, podrían equiparar Kultur con Volk, documentando así la prehis­ toria de la raza alemana. Ya a principios de la década de 1920 los arqueólogos bri­ tánicos utilizaban la palabra «cultura» de un m odo m uy pa­ recido al de los alemanes (S. Jones, 1997: 16-17). La célebre proposición de G ordon Childe («encontramos ciertas clases de restos... vasijas, lugares de enterram iento, plantas de vi­ vienda... presentándose juntos constantemente. Calificaríamos tal complejo de asociaciones de rasgos característicos regu­ lares de “grupo cultural” o, simplemente, “cultura” . Asumi­ mos que este com plejo es la expresión m aterial de lo que hoy llamaríamos “un pueblo”». [1929: v-vi].) otorga un ca­ rácter formal a lo que ya pensaban muchos arqueólogos. Lo que hizo destacar a C hilde fue la com binación de su m o­ delo con un extraordinario conocimiento empírico y el mar­ xismo. Añadió (aunque sin dejarse llevar) la m igración y la difusión para subrayar los desarrollos internos y las revolu­ ciones. En la década de 1950 los m étodos de Childe se habían introducido en la corriente dominante de la arqueología bri­ tánica. Pero sus implicaciones históricas-políticas cayeron en saco roto. Es un tema recurrente: los confinamientos institu­ cionales de la arqueología la separan de la práctica histórica, y cuando disidentes como Childe intentan superar esas barre­ ras, otros arqueólogos toman las ideas que funcionan bien den­ tro de los marcos existentes e ignoran las que no. La historia cultural de Childe era útil; su historia marxista no.

50 ------------------------------------------------------------------------- P r im e r a parte Los americanistas siguieron un sendero parecido. Los da­ tos norteamericanos eran más pobres que los de Europa cen­ tral, y los sintetizadores confiaban más en la seriación que en la estratigrafía, pero en la década de 1920 ya disponían de prue­ bas suficientes para concluir que los nativos sí tuvieron cierta clase de historia antes de la llegada de los europeos. Los ar­ queólogos com enzaron a utilizar la palabra «cultura» con el mismo sentido que Childe, y fijaron cronologías de sus cultu­ ras describiendo lo que hacían como «historia cultural». Irving Rouse, en un ensayo programático publicado en «The Stra­ tegy o f Culture History» [La estrategia de la historia cultural], enumeró los «objetivos históricos» de la arqueología: la difu­ sión y persistencia de culturas, la invención de rasgos cultu­ rales, la migración y otros mecanismos de'"expansión, la par­ ticipación en la cultura, la aculturación, la adaptación ecológica, los modelos biológicos de filogenia, el desarrollo paralelo, la evolución y un abanico de «otros procesos» (Rouse, 1953:98-

100).

Para los arqueólogos de la década de 1930 era razonable concentrarse en la cronología, dada la situación empírica que encaraban. Pero, como muestra el ensayo de Rouse, lo que lla­ maban «historia cultural» tenía poco que ver con la historia como práctica de los historiadores. Aquella fue una época de agitación en la historiografía americana. C om o los arqueó­ logos crearon la historia cultural, James Harvey R obinson y Charles Beard establecieron la «nueva historia» presentando profundas cuestiones epistemológicas e insistiendo en la cau­ salidad económica y social. Hacia la década de 1950, cuando la historia cultural apenas tenía rivales entre los arqueólogos, historiadores como K enneth Stampp y Stanley Elkins derri­ baron los antiguos modelos consensuados acerca de la escla­ vitud estadounidense y llevaron la erudición histórica al cen­

L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l ---------------------51 tro de la protesta por el racismo (vid. Novick, 1988: 86-108, 250-264, 348-360). Los historiadores culturales estadounidenses reacciona­ ron, incluso más que los europeístas, contra el bajo estatus de la arqueología decim onónica intentando demostrar que los nativos tenían historia, y aseveraron que la arqueología (como única disciplina con acceso directo a ello) no era un m ero apéndice de la etnología. Pero, como sucede a menudo, el de­ bate se desarrolló dentro de los marcos establecidos en perío­ dos anteriores. Los arqueólogos no se apartaron de las ideas acerca de la cultura heredadas por la etnología de finales del siglo X I X , incluso en años donde los historiadores eran fortale­ cidos por cuestiones económicas a las que los arqueólogos po­ drían haberse dirigido bajo otras circunstancias. La separación intelectual e institucional ya era muy amplia. La historia cul­ tural creció sin disponer de muchos intercambios con los de­ más campos. Sus fundamentos eran, como dicen los autores de su único estudio sistemático, «un consenso ad hoc respecto a ciertas generalizaciones empíricas que, en ausencia de teoría, eran incapaces de servir como explicaciones» (Lyman y otros, 1997:11). La excepción que confirma la regla es la extraordinaria obra de Walter Taylor, A Study o f Archaeology [Un estudio de arqueología], 1948.Taylor identifica una contradicción en la arqueología americanista: los arqueólogos enseñaban en los de­ partam entos de antropología diciendo, sin embargo, que su objetivo consistía en recrear la historia cultural. Ataca a los je ­ fes de campo por su confusión y dejadez intelectual, y con­ cluye que estaban escribiendo: Meras crónicas, el ordenamiento de una secuencia de mate­ riales culturales junto a un intento de demostrar sus deriva­

52 ------------------------------------------------------------------------- P r im e r a parte ciones y relaciones interculturales [...]. Han clasificado acon­ tecimientos y piezas etiquetándolos, pero no investigándolos en sus contextos o en sus aspectos dinámicos. Como resulta­ do de tales condiciones, la arqueología americanista no goza de buena salud. Su metabolismo se ha estropeado. Consume y no asimila lo ingerido. (Taylor, 1948: 94) Taylor instaba a los arqueólogos a pensar en el material cul­ tural en tanto que residuos de sociedades operativas, produci­ dos por gente real, más que com o culturas reducidas a enti­ dades abstractas interesantes sólo por las «influencias» de unas sobre otras. Encontró pautas en la historiografía y la historia cultural de la década de 1930, e insistió en que la única dife­ rencia entre las dos consistía en que la primera apuntaba a la comprensión de contextos específicos mientras que la última tendía a la generalidad. Ello significaba que la «etnografía es en realidad una rama de la historiografía y no de la antropo­ logía» (Taylor, 1948: 41), pues trata sobre detalles culturales en su contexto. Hacer arqueología es hacer historia: Uno puede «hacer» historiografía al interpretar el registro es­ crito (archivos, cartas, tablillas cuneiformes, hieroglifos ma­ yas e inscripciones en sellos, monedas y monumentos), el registro oral (información no literaria o procedente de pue­ blos iletrados, o la tradición oral de pueblos con alfabeto) o «documentos no verbales» (hachas de piedra, templos griegos, pirámides toltecas, cerámica Hohokam, arte rupestre magdaleniense). El hecho fundamental es que el dato del momento cultural está sintetizado en un contexto que representa la rea­ lidad del pasado, y el resultado es la historiografía. (Taylor, 1948:41)

L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l ---------------------53 Por lo general, los arqueólogos obviaron a Taylor durante la década de 1950,pero Lewis Binford (1972:2,6, 8-9) identifi­ có A Study in Archaeology como un estímulo para su revolu­ ción particular contra la historia cultural. Com o Taylor, Bin­ ford pensaba que los historiadores culturales trataban las culturas arqueológicas con simpleza, como unidades cuyos artefactos, independientem ente de su función, eran características in ­ tercambiables que podrían ser comparados con artefactos de otras culturas para docum entar mezclas o influencias. Com o alternativa, Binford proponía que «los artefactos poseedores de un contexto funcional prim ario dentro de los diferentes sub­ sistemas operacionales del sistema cultural absoluto mostrarán diferencias y similitudes caracterizadas según los términos de la estructura del sistema cultural del cual forman parte». R e ­ comendaba dividir los artefactos en tres clases, según si fun­ cionaban en primera instancia a) para tratar directamente con el entorno físico (lo que llamaba «tecnómico»), b) para sim­ bolizar estatus o pertenencia a un grupo determinado (su «sociotécnica»), o c) para com unicar una ideología («ideotécnica»). Los desarrollos dentro de cada clase serían diferentes. En vez de comparar artefactos entre culturas los arqueólogos deberían contemplar los subsistemas dentro de las culturas, so­ bre todo aquellos que «funcionan para adaptar el organismo humano, concebido genéricamente, a su ambiente general tan­ to en el plano físico como en el social», porque «la cultura es vista como los medios de adaptación extrasomáticos del or­ ganismo humano» (Binford, 1972 [1962]: 22). A pesar de su adm iración p or Taylor, Binford no tom ó más de su discusión del m étodo histórico que lo que hicieron los historiadores culturales de la década de 1950. La voz soli­ taria de Taylor no se impondría sobre tres generaciones de di­ visiones institucionales y hostilidad antropológica frente al

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historicismo más de los que Childe se había impuesto al em­ pirismo británico. Binford dio por sentadas las definiciones de los historiadores culturales respecto a la antropología, arqueo­ logía e historia. Fundió los métodos de los arqueólogos ame­ ricanistas y los particularistas boasianos para la antropología en una única categoría de pensamiento «histórico», y distinguió su propio enfoque como «procesal». Estas categorías fueron ca­ nonizadas en debates acerca de la nueva arqueología, y la pers­ pectiva histórica de Taylor desapareció. Jeremy SablofFy G ordon Willey (1967), en un enfrenta­ m iento muy influyente, defendieron una explicación «histó­ rica» para exponer el derrum be de la cultura clásica maya, se­ gún la cual el elemento primario había sido una invasión, y no las consecuencias a largo plazo de tendencias sociales y eco­ nómicas. Binford (1972 [1968]: 114-121) respondió, con toda la razón, que incluso de haber habido una invasión alrededor del año 900 d. C., ésta sólo habría llevado a la destrucción de la cultura si se hubiese introducido en los procesos en curso dentro de la sociedad maya. Éste era el tipo de razonamiento que los historiadores sociales habían sostenido durante cuarenta años pero, tanto para los historiadores culturales como para los nuevos arqueólogos, la cuestión iba sobre el conflicto «proce­ so» frente a «historia» tout court. La «historia» perdió. Una dé­ cada más tarde Binford se describió a sí mismo sintiéndose «in­ cómodo» incluso sólo con pensar en pronunciar una conferencia acerca de la arqueología histórica porque «notaba que las per­ sonas que hacían arqueología “histórica” eran diferentes a mí y tenían intereses distintos [...]. ¿Por qué? ¡De nuevo la palabra “histórica” !» (1973:13). N o obstante, superó su incomodidad proponiendo que los arqueólogos culturales tenían una fun­ ción que desempeñar: probarían sus hipótesis frente a datos tex­ tuales haciéndolos casi tan útiles como los etnoarqueólogos.

L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l ---------------------55 D urante la década de 1970, la arqueología académica se desarrolló de un m odo similar en Europa occidental y Esta­ dos Unidos, con una corriente dominante histórico-cultural y una crítica procesal, aunque más fuertes en estos últimos que en Gran Bretaña y, a su vez, más poderosas en el R eino U ni­ do que en el Continente. Los antropólogos culturales y socia­ les se encontraban entonces en plena revuelta contra las ver­ dades funcionalistas que apuntalaban la nueva arqueología; y al final de la década, lan H odder y sus estudiantes en C am ­ bridge comenzaron a implicarse en los trabajos de Giddens y B ourdieu.3 Concluyeron que la cultura material, como toda cultura, era manipulada activamente por gentes pensantes que perseguían sus propios fines. La gente la utilizaba para cons­ truir significados, enviando mensajes a sí mismos y a otros acer­ ca de cóm o deseaban ser vistos, y tam bién construyendo y cuestionando identidades de grupo. Las identidades y jerar­ quías no eran hechos objetivos, aunque la gente pudiese per­ cibirlas como tales, sino que sólo existían porque los actores las aceptaban e intentaban reproducirlos en la práctica. Sobre todo se discutían los significados. Hodder abogaba por una ar­ queología contextual o posprocesual que explorase qué obje­ tos y contextos de actividad im portaban a la gente prehistó­ rica, y la necesidad ... de interpretar sentidos específicos, no generales. Al contra­ rio que en la mayoría de los demás enfoques arqueológicos, el enfoque procesal, próximo a fuertes descripciones, buscaba plantear cuestiones tales como «¿Por qué se utilizaba esta for­ ma o decoración concreta en vez de esa otra?», «¿Por qué las tumbas tenían esa forma?», «¿Qué significaban concretamen­ te las tumbas?». Sólo planteando esas preguntas podemos com­ prender el modo en que la cultura material era socialmente

56 ------------------------------------------------------------------------- P r im e r a parte activa y estaba implicada en los cambios a largo plazo. (Hod­ den 1992: 22-23) Esta sería una arqueología mejor que la nueva arqueología funcionalista y reductivista. Pero, también insistía Hodder, la ar­ queología posprocesual no sólo era estéticamente preferible a otras formas. Era la única forma que tenía sentido, pues «en la arqueología toda inferencia es a través de la cultura material. Si la cultura material, toda ella, posee una dimensión simbó­ lica tal que afecta a la relación entre la gente y los objetos, en­ tonces toda arqueología, económica y social, está implicada» (Hodder, 1986: 3). Sin embargo, reconocía, en realidad hacer arqueología pos­ procesual no era sencillo: En la construcción del mundo cultural, todas las dimensiones (altura y color de la cerámica, por ejemplo) ya poseen asocia­ ciones de significado. Un individuo del pasado está situado dentro de un marco histórico e interpreta el orden cultural den­ tro de su perspectiva. El arqueólogo busca algo para introdu­ cirse «dentro» del contexto histórico, pero, a menudo, el salto es considerable. (Hodder, 1987b: 7) Los posprocesualistas desarrollaron varios modos de realizar ese salto. El principal consistía en contrastar diferentes con­ textos de actividad. Ellos, como los historiadores culturales, re­ conocían que mientras las pruebas siempre podían llegar a no­ sotros ya implicadas en estrategias representativas, esas estrategias no siempre eran las mismas. Si un lugar concreto poseía im­ presionantes edificios rituales pero viviendas uniformes y en­ terramientos pobres y sencillos, podemos deducir que en esa cultura la autopromoción era problemática. Podría haber gen­

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te rica que habría ganado prestigio financiando rituales co­ munales, pero afirmar directamente su posición construyen­ do palacios para sí o tumbas que rivalizasen con las casas de los dioses no hubiera sido apropiado. Los posprocesualistas rá­ pidamente establecieron la ideología como asunto principal. En un principio sus métodos estuvieron dominados por el estructuralismo: como no había informantes que diesen pis­ tas acerca del significado, los prehistoriadores tuvieron que tra­ tar lo que excavaban com o significantes situados, esencial­ m ente, en relaciones arbitrarias para expresar ideas. Esto era productivo, pero tendía hacia el formalismo. Christopher Ti­ lley (1990: 65-66) observa que «diferentes aspectos del regis­ tro arqueológico pueden ser contemplados, desde esta pers­ pectiva, com o la plasm ación de una serie de hom ologías transform ad o nales o inversiones de las mismas relaciones es­ tructuradas de diferencia [...]. Pero el[los] significado[s] de las estructuras recuperadas ha sido interpretado injertando dis­ tintas perspectivas marxistas, hermenéuticas y posestructuralistas [...] y formas estructuralistas de análisis». El significado, el objetivo de la empresa, tuvo que ser im puesto siguiendo unos modos descaradamente intrusivos, al principio median­ te analogías etnoarqueológicas, pero recurriendo cada vez más a la teoría (en particular literaria) posestructuralista. Los arqueólogos posprocesuales, como los historiadores culturales, pasaron de ser buscadores de hechos a adivinos. Al­ gunos se describen a sí mismos como «historiadores a largo plazo» (Hodder, 1987a). H odder propone en sus críticas ori­ ginales al estructuralismo (1986: 77-102; 1992 [1982]: 92-121) que la visión de la historia de R obin Collingwood (1946) co­ mo reimaginación empática podría ser un modelo más útil pa­ ra los arqueólogos que el enfoque científico-natural de Bin­ ford. Pero H odder parece haberse implicado poco más que

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Binford en lo que en realidad hacen los historiadores; como ejemplos de práctica histórica citaba a W eber y Sahlins. Entre sus estudiantes, Shanks yTilley (1989:7) insistían en que «pa­ ra foijar una práctica aceptable de la arqueología [...] necesi­ tamos tomar a la historia en serio», pero su discusión «arqueo­ logía-historia» perm aneció en el severamente abstracto nivel de Nietzsche, A dorno y R icoeur (1987a: 16-22). Del mismo modo, su crítica al pensamiento evolucionista debe m ucho a Giddens y Sahlins, pero poco a la historiografía (1987 b: 137185). Muchos de los comentarios de la arqueología como his­ toria surgidos tras una conferencia posprocesual pronunciada en Cambridge en 1991 fueron incluso más enrarecidos (Hod­ der y otros, 1995: 141-178). A pesar de la retórica posprocesalista, el giro histórico de la década de 1980 fue menos grave en la arqueología que en otras ciencias sociales, sobre todo, creo, porque continuó den­ tro de los esquemas heredados de las discusiones planteadas en la década de 1960 acerca de cultura e historia frente a cultura y proceso y, en última instancia, de las divisiones de la labor aca­ démica del final del siglo xix. Los posprocesalistas asumieron el lenguaje con el que sociólogos y antropólogos hablaban acer­ ca de la historia. Estaban entusiasmados con lo que habían leí­ do en las obras de Bourdieu, Giddens y Sahlins, pero habían tomado la historia de sus manos, y sintieron muy poca nece­ sidad de implicarse directamente con los historiadores.

Palabras y cosas Tomar en serio la historia cultural significa pensar en los tres niveles temporales descritos por Braudel y Giddens. Ello re­ quiere apartarse de la gran teoría para dirigirse a asuntos más

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prosaicos... creando una textura de datos lo más densa posible y una cronología más ajustada. Los arqueólogos apoyados por textos se encuentran en una situación particularm ente bue­ na para encabezar dicho cambio. Existen muchos modos de abordarlo.Yo trabajo sobre to­ do con lo que Andrén llama un m étodo de correlación, bus­ cando similitudes entre la estructura del registro material y los miembros de las fuentes verbales de una sociedad del pasado acerca de sí mismos. A ndrén propone: La correlación a menudo asume la existencia de una asocia­ ción entre las referencias de artefactos y los textos. Así, la co­ rrelación se basa en gran medida en las percepciones de lo pro­ bable, lo cual en última instancia es definido por distintas tradiciones de investigación. Lo que puede ser contemplado desde una perspectiva como una correlación innovadora pue­ de parecer falto de interés, o imposible, desde un punto de vis­ ta diferente. (Andrén, 1998: 166) A ndrén acierta al decir que tales argumentaciones son probabilísticas y sólo pueden ser ciertas en términos de una co­ m unidad interpretativa específica. Pero tal es la naturaleza de todos los argumentos históricos (por ejemplo, Appleby y otros, 1994;M cCullagh, 1998) .Yo desarrollo el énfasis de An­ drén acerca de las tradiciones de investigación competentes en la segunda parte. Pero tam bién quiero poner un acento especial en las comunidades interpretativas de la antigua Gre­ cia en sí mismas. Los escritores griegos representaban el ma­ terial cultural com o algo que debía ser utilizado con creati­ vidad, del m ism o m odo que las palabras, para construir imágenes de sí mismos y de su m undo circundante. Sabían que los estilos de vestir o construir eran diferentes de los es­

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tilos de discurso, pero implicaban al material cultural dentro del mismo juego retórico que las palabras. Logramos dar más sentido al material cultural griego utilizando la más cercana de las analogías: las propias discusiones de los griegos al res­ pecto. Es fácil reunir ejemplos. Homero, nuestra fuente más tem­ prana, atribuye gran parte del éxito de Odiseo a su habilidad para aplicar la noesís, «inteligencia», con más eficacia que cual­ quier otro a los semata materiales, o «signos», con que se en­ contraba en sus aventuras. A lo largo de la Odisea identificaba significados que a otros se les escapaban y obtenía ventaja de ello para perseguir sus propios fines. El héroe tuvo que ser un experto en leer claves no verbales, desde la arquitectura has­ ta las sonrisas (Nagy, 1990: 202-222; Lateiñer, 1995).Y en si­ glos posteriores, cuando contamos con más muestras literarias, es patente la complejidad de leer el material cultural y su arrai­ go dentro de las mismas disputas sobre significado que las fuen­ tes escritas. En el capítulo quinto someto a discusión debates arcaicos acerca del significado de los artefactos procedentes de O riente Próximo. En el siglo V a. C. los autores trágicos es­ taban, en todo caso, incluso más interesados en las ambigüe­ dades de los símbolos materiales. Esquilo daba por sentado que el público asistente a su obra Agam enón, estrenada en el año 458 a. C., comprendería los matices de la famosa escena de la alfombra. Clitemnestra, al desplegar una alfombra púrpura en­ tre el carro en el que regresaba su esposo y la entrada al pala­ cio, atrapó a Agamenón en el dilema de minar su propia au­ toridad rechazando caminar sobre semejante símbolo de realeza u ollar con desmedido orgullo la riqueza plasmada en el va­ poroso material. La obra gira en torno a su vacilación frente a los símbolos materiales del poder (Crane, 1993). E n el siglo IV a. C., donde la densidad de pruebas es mayor, cualquier buen

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orador sabía que una referencia de pasada a un peinado o cor­ te de pelo, la elección de un capote o de la vajilla decía m u­ cho de las malvadas intenciones de su rival (Ober, 1989). A veces, los historiadores clásicos responden a la obsesión antigua con el material cultural con interpretaciones mecáni­ cas directas (I. Morris, 1992:17-21). El método es sencillo: lee­ mos los textos que nos dicen cómo el objeto A representa la idea B, etc. Contemplamos un sarcófago tallado romano y po­ demos decir que la serpiente representa la muerte, el olivo la vida, el huevo es un símbolo de renacimiento, y así sucesiva­ mente. Estas asociaciones específicas no son necesariamente erró­ neas, pero nuestras fuentes ponen de manifiesto que las cosas eran más complicadas. Incluso cuando contamos con textos directamente relacionados con los objetos que hemos exca­ vado, en raras ocasiones podemos asignar «el significado» a un artefacto, o asumir que tiene tal o cual sentido independien­ tem ente de su contexto de uso. Una copa de oro en una tum ­ ba puede significar algo muy distinto de la ofrecida a un dios o la dispuesta en un comedor. Los mejores ejemplos los cons­ tituyen las tumbas de finales del siglo iv y principios del III a. C. llamadas «órficas». Las personas que incineraron a un hom ­ bre en D erveni, M acedonia, alrededor del año 350, utiliza­ ron ofrendas funerarias al igual que sucedía en otras ricas exe­ quias, pero con él quemaron un docum ento de papiro donde se describía una vida después de la m uerte radicalmente dis­ tinta a la dom inante teoría del Hades (Themelis y Touratsoglou, 1997; Most, 1997). Las copas de oro poseían diferentes significados para diferentes enterradores (I. M orris, 1992: 1718,104). Algunas asociaciones se transfieren de un contexto a otro y, en ese sentido, podemos hablar de un núcleo irreducible de

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significado conferido a las copas de oro dado por un grupo determinado en un m om ento determinado; pero muchos sig­ nificados importantes dependían por completo del contexto. Derramar libaciones a los dioses con copas de oro, como hi­ zo la flota ateniense al dirigirse a Sicilia en el año 415, era un gesto elegante y patriótico (Tucídides, 6.32), pero decir que un hombre se enorgullecía de poseer copas de oro era dar a entender que carecía de las cualidades de un verdadero ciu­ dadano (Demóstenes, 22.75).Afirmar que tu enemigo iba por ahí alardeando de sus copas aún era peor..., con ello se evoca­ ban imágenes de un orgullo desmedido y antisocial (Demós­ tenes, 21.133,158). Cuando Andócides (4.29) quiso conven­ cer al jurado de que la conducta de Alcibiades era intolerable para una sociedad civilizada, aprovechó estás asociaciones ale­ gando que el susodicho Alcibiades había intentado hacer creer que los vasos de oro correspondientes a una embajada ate­ niense le pertenecían a él, pretendiendo así no sólo parecer un hom bre mejor, sino m intiendo acerca de su posesión. Enterrar una copa de oro en la tumba de un familiar muer­ to hubiese sido una m uestra de soberbia aún mayor. En las, aproximadamente, tres mil tumbas conocidas pertenecientes a los siglos V y IV a. C. no hay ni un solo ejemplo de ello (I. M o­ rris, 1992: 108-127), aunque sabemos p o r algunas exporta­ ciones a Tracia que los artesanos atenienses creaban magnífi­ cas y hermosas vajillas. Las fuentes literarias no nos proporcionan «el significado» de las copas de oro que debamos de aplicar a nuestros hallazgos. Pero sí nos ofrecen un sentido de la im ­ portancia semántica de los artefactos, las posibilidades al al­ cance de quienes los utilizaban y los límites de una interpre­ tación plausible. N o es lo m ism o el lenguaje verbal que el no verbal. Geertz, uno de los principales valedores de lo que él llama en

L a a r q u e o l o g ía c o m o h is t o r ia c u l t u r a l ---------------------63 antropología el modelo de la «vida es un texto», advierte (1983: 33) de que sus «defensores se inclinan hacia el examen de for­ mas imaginativas: chistes, refranes y artes populares», pero han tenido menos éxito (en realidad apenas lo han intentado) en examinar instituciones, cultos o guerras. La separación entre la cultura m aterial y los textos aún es más prom inente. Ernest Gellner, al discutir los préstamos del estructuralismo lingiiístico tomados por los arqueólogos, observa que «lo único que im porta es esto: [...] las entidades utilizadas en el simbo­ lismo [lingüístico] y la comunicación operan bajo una siste­ ma económ ico bastante especial, sin escasez. O, mejor, al re­ vés: los sistemas simbólicos eligen como unidades, sus vehículos de comunicación, elementos cuyo coste se aproxima a cero» (Gellner, 1985:150). Eso, salta a la vista, no es cierto en el mun­ do material, cuyos símbolos están en su mayor parte gober­ nados por reglas de escasez. U n ateniense no podía decidir sim­ plem ente alardear de copas de oro pues, com o m uestra la historia de Andócides sobre Alcibiades, cierta o no, prim ero había de poseer alguna. Necesitamos unas herram ientas intelectuales diferentes para analizar la cerámica o la poesía, pero debemos analizar ambas de un m odo correlativo, dentro del mismo marco cul­ tural. Las vasijas y los poemas eran utilizados por las mismas personas, quienes (en caso de que fuésemos lo bastante insen­ satos para dudarlo) dejan claro en sus escritos que empleaban ambos en su esfuerzo por construir y enfrentar categorías. Las resoluciones difieren de un contexto a otro, pero para noso­ tros no hay más razón que la defensa de las barreras acadé­ micas para agrupar todo el material cultural, a pesar de su con­ texto de uso, en un discurso y separar toda la cultura verbal en otro, de m odo que podamos buscar «el desacuerdo entre los textos y la arqueología [el cual] pueda articular contradiccio-

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nes im portantes entre contextos sociales operativos» (Small, 1997: 218). En las partes tercera y cuarta argumento que de­ bemos examinar los lenguajes verbales y no verbales juntos, exhaustivamente y en su detalle contextual, para identificar di­ visiones que a m enudo tienen poco que ver con el medio a través del cual los expresa la gente. Tomando otra frase geertziana, todas estas categorías de evidencias son los restos de modelos de realidad (Geertz, 1973: 93). Ni los textos ni los artefactos son ejemplos radicalmente escasos frente a los cuales puedan probarse abundantes des­ cripciones basadas en el otro. Pero buscar las intersecciones de los argum entos basados en tan diferentes tipos de pruebas sujeta nuestras interpretaciones a temas que habrían tenido sentido para los antiguos y aum enta nuestras descripciones. Andrén termina su libro (1998: 180) preguntando: «¿Se­ ría posible para una única persona dominar texto, artefacto y las tradiciones científicas que los rodean, de tal m odo que de verdad puedan construirse contextos nuevos, interesantes y lle­ nos de significado?». Esperamos que los prehistoriadores co­ nozcan no sólo todo el abanico de datos cronológicos, sino que también comprendan las excavaciones, métodos de estu­ dio y los cambiantes debates teoréticos. Los arqueólogos his­ toriadores necesitan hacer todo eso, pero también requieren conocer las pruebas prim arias textuales, las dificultades de localizar y leer textos y los enconados argumentos de los his­ toriadores orientados al texto. Hacer menos sería el equiva­ lente a un prehistoriador decidido a trabajar sólo con datos de estudio que rechazase el material excavado, o que quizá no tu­ viese en cuenta las fuentes literarias secundarias. David Austin protesta, tratando la situación de la arqueo­ logía medieval:

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Tratem os de discutir la Polonia del siglo vil d. C. sin m encio­ nar a los eslavos, o la Inglaterra rural del siglo xill sin hacer referencia al feudo, y nuestras credenciales com o com entaris­ tas del pasado quedarían seriam ente cuestionadas p o r los his­ toriadores. Perm itiríam os, p o r tanto, ser em pujados a la ingra­ titu d , y ello conlleva la o b lig ació n de c o m p re n d e r fuentes primarias, cóm o extraer un sentido social o económ ico de ellas y có m o aplicarlas a las localidades y com unidades que esta­ m os investigando [...].Tras u n a carrera de lectu ra de d o c u ­ m entos, historia y geografía histórica del paisaje m edieval de G ran Bretaña, p o r ejem plo, no obtendría descrédito p o r parte de mis colegas si fuese a decir que tuve poco tiem po, ganas o energía para abarcar todo el m arco de antropología y teoría so­ cial, las principales disciplinas hacia las que han vuelto nuestros colegas los prehistoriadores [...]. El hecho es que hem os que­ dado tan atrapados p o r la agenda marcada p o r los historiadores y lastrados con la parafernalia de la historia medieval que ape­ nas nos sentimos capaces de interpretar y analizar según los m o ­ dos de la arqueología contem poránea. C uando lo intentam os, somos acusados por los historiadores de, en el m ejor de los ca­ sos, ir relevancia o falta de eru d ició n y, en el peor, de proferir una jeringonza de paparruchas. (Austin, 1990: 12-13).

Es pedir demasiado a una persona que domine tantos campos pero, tal como descubrieron los americanistas, la principal pro­ mesa de la arqueología histórica yace en combinar enfoques, transformando potencialmente tanto la historiografía como la arqueología basada en textos. Nuestras instituciones educati­ vas pueden no animar a la gente a sentirse igual de cómoda con Chaucer, pueblos abandonados del siglo xiv y Bourdieu; pero eso no es razón para no intentarlo.

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P r im e r a pa rte

La estructura de este libro Divido el resto del libro en tres pares de capítulos y una con­ clusión.Ya he m encionado la im portancia de las institucio­ nes donde trabajamos y el público que imaginamos al con­ form ar la investigación. En la segunda parte considero estos factores en las arqueologías de Grecia. Pregunto por qué los arqueólogos formulan las preguntas que hacen, por qué reco­ gen ciertos tipos de pruebas para contestarlas y, específica­ mente, por qué los arqueólogos de Grecia en raras ocasiones interpretan lo que hacen como historia cultural. Existen fuer­ tes tensiones entre los que alinearían la arqueología griega con las antropologías arqueológicas de otras partes del m undo y aquellos que creen que la cosa está bien como está, pero en el capítulo segundo argumento cómo esta oposición es im pro­ ductiva. Sólo podemos comprender los asuntos históricamente. Hace cien años, gente sumamente sensata tom ó decisio­ nes muy razonables acerca de cómo organizar la erudición. Hallaron soluciones para dilemas estéticos, institucionales y políticos, e idearon modos de alinear la arqueología griega con la ciencia al tiem po que m antenían contactos filológicos de alto nivel y contribuían a cuestiones candentes relativas a los orígenes de la europeidad. O btuvieron un acuerdo general re­ ferente a que la arqueología griega era fundamental dentro de las Humanidades. Pero es como si su propio éxito hubiese im­ pedido a generaciones posteriores seguir adelante. En la dé­ cada de 1990 encaramos cuestiones diferentes, pues nuestro dilatado confinamiento académico ya no es tan apropiado, y amenaza el prestigio y los fondos utilizados por los arqueó­ logos clásicos. El análisis histórico de nuestra propia materia no es narcisismo: sólo así podremos com prender por qué he­ mos planteado ciertas preguntas y no otras.Y sólo cuando lo

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sepamos podremos reaccionar ante nuestra situación, lo cual planteará preguntas nuevas y más interesantes que las antiguas. A lo largo del libro vuelvo a este asunto de cómo decidimos cuáles son las preguntas que vale la pena plantear. En el capítulo tercero explico por qué creo que la Edad de Hierro griega es un tiempo y espacio importantes; por qué creo que ciertos aspectos en ella son más relevantes que otros; y por qué creo que ciertas combinaciones de pruebas son más prometedoras que otras. Los académicos de la década de 1890 aceptaron por fin el descubrimiento de Schliemann de una ci­ vilización de la Edad de Bronce como un hecho y, al mismo tiem po, Flinders Petrie cotejó las fechas micénicas con las del im perio N uevo egipcio. Ello creó un problema no pre­ visto: existía un vacío de cuatro siglos entre el final del m un­ do m icénico y la prim era poesía griega. Hasta la década de 1830, esta «Edad Oscura» fue un campo de bajo estatus, al que se le prestó muy poca atención seria, aunque a partir de 1945 se convirtió en un im portante objeto de investigación, sobre todo en Gran Bretaña. Algunos historiadores redefinieron la Edad Oscura com o Edad Heroica, argum entando que H o ­ mero reflejaba más la sociedad de la Edad de Hierro que la de la Edad de Bronce. Los arqueólogos continuaron contemplan­ do la Edad de H ierro como la Edad Oscura, pero dijeron en­ tonces que se creó un m odo de vida griego exclusivo en ella (en especial en el siglo v i i i a. C.). Examino cómo esos pun­ tos de vista radicalmente opuestos coexistieron y cómo se fu­ sionaron en la década de 1980. En la posguerra, los estudiosos de la Edad Oscura convirtieron este campo, un páramo inte­ lectual, en el lugar de transformación que marcó una época, cuando «los griegos» ascendieron por los peldaños de la his­ toria. Estas fueron las afirmaciones que me llevaron a la Edad de H ierro griega a principios de la década de 1980; y con­

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tinúan haciendo que mereciese la pena pensar y discutir so­ bre ella. Utilizo la historia intelectual para desnaturalizar las pre­ guntas que planteamos. Al tom ar en serio a nuestros antepa­ sados, situarlos en su contexto y pensar en ellos como perso­ nas de carne y hueso, en vez de colocarlos sobre pedestales o vilipendiarlos por su estupidez, hacemos que sus preguntas y métodos cobren sentido.Vemos qué intentaban hacer; vemos por qué no deberíamos intentar hacer lo mismo nunca más; y, ojalá, desarrollemos alguna humildad en nuestras afirmacio­ nes. Contem plar las cosas dentro de una escala de tiempo de varias generaciones facilita la comprensión de cómo una eva­ luación seria e imparcial de las pruebas disponibles entonces constreñía las ideas, pero tam bién cóm o fuerzas externas (el poder, el dinero o la política) determinaban qué partes de esas pruebas se tomaba en serio la gente, y qué creían que signifi­ caban. Pero, sobre todo, un enfoque historio gráfico muestra lo que nada más puede hacer, y es que es decisión nuestra, aquí y ahora, concretar la agenda de la arqueología. En los datos de información no hay nada que nos indique por sí mismo qué es im portante. En todo caso, los estudiosos trabajan al revés, pues con nuestras decisiones de lo que es im portante se de­ term ina lo que tomamos como dato. Nosotros decidimos, y cuanto más sepamos de las fuerzas que influyen en nuestras decisiones, más científicos podremos ser. La erudición clásica cuenta con mucha fuerza, pero una debilidad perdurable es la supervivencia de la idea positivista de que el estilo de los investigadores trabaja para la construc­ ción de algún proyecto comunitario. Si todos trabajamos del m odo adecuado, dice la teoría, con el tiempo alguien lo uni­ rá todo en un gran edificio de conocimiento, como las gran­ des enciclopedias clásicas. Los clasicistas hablan a m enudo co-

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m o si implicarse en los argum entos de otros eruditos, em ­ plear tiem po en com probar referencias, releer fuentes, des­ com poner el caso en sus diferentes facciones y ofrecer inter­ pretaciones alternativas fuese un ataque personal muy serio, un acto vandálico contra la estructura sagrada, más que in­ terpretarlo como el más alto cumplido que un especialista pue­ da dedicar a otro. N o puedo compartir esa actitud. A ningu­ no de nosotros nos gusta ver la obra en la que hemos trabajado durante largas horas ser apartada y tildada de superficial, espe­ culativa o equivocada. Pero hacer historia es una conversación. La conversación puede que no alcance respuestas definitivas, pero la historia como disciplina académica se realiza con el ac­ to de la discusión. Ofrezco las partes tercera y cuarta según es­ te espíritu. Cada una consiste en dos capítulos polémicos, ejem­ plos de historia que Lucien Febvre, el padre fundador de los Annales, llamaba combats et débats, esto es, argumentar sobre ideas, pruebas y métodos, y al hacerlo así intentar moldear lo que amigos, colegas y estudiantes creen que merece ser dis­ cutido. En la tercera parte dispongo un área de debates en la que creo que merece la pena hacer historia arqueológica-cultural de la Grecia de la Edad de Hierro. Agrego la historia cultural en la segunda parte: la antigua Grecia es importante en parte por­ que nuestros antepasados la hicieron así. Durante los doscien­ tos últimos años los occidentales definieron a la Atenas clási­ ca como la fuente de la europeidad, el comienzo de una única tradición cultural que nos sitúa aparte (y por encima) del res­ to del m undo. Los académicos de finales del siglo XX con­ tem plan esta espléndida narración con sospecha y, en algu­ nos círculos, cualquier cosa que tenga que ver con la antigua Grecia está contaminada por la asociación de mitos estatuta­ rios eurocéntricos. Algunos piensan que deberíamos olvidar-

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nos de Grecia.Yo creo precisam ente lo contrario. La apro­ piación de Grecia en esta ideología exige que continuem os debatiendo categorías que los intelectuales de los dos últi­ mos siglos han constituido como algunos de los símbolos más poderosos de la identidad occidental. Una teoría nueva sobre el friso del Partenón o del color de la piel de Sócrates son no­ ticias de primera plana, y para los académicos el colmo de la locura es abandonar esta materia cargada ideológicamente a los tópicos y engaños de políticos y agentes de propaganda. Necesitamos tomarnos en serio a la antigua Grecia y llegar a estudiarla con las mismas herramientas que aplicamos en otras partes de la historia mundial. Y cuando lo hagamos, propongo, encontrarem os la se­ gunda razón para estudiar ese pequeño y apartado territorio. Los testimonios griegos se resisten a la apropiación, hacien­ do fracasar con su tenacidad los intentos de encuadrarlos den­ tro de nuestros marcos de trabajo. Es una situación extraña. En particular, argumento, las ideas griegas acerca de la igualdad, vistas a m enudo com o los orígenes deí liberalismo y la de­ mocracia, confunden por com pleto las categorías de pensa­ m iento que los arqueólogos otorgan a sociedades complejas. Sociedades conflictivas como la griega ponen de manifiesto las limitaciones de nuestros marcos de trabajo m ejor que cualquier análisis abstracto. El interés por estas cuestiones despertó en m í en el año 1993, cuando algunas personas parecían intentar trazar una lí­ nea de poder desde Atenas a las modernas democracias repre­ sentativas en el 2.500 aniversario de las reformas políticas de Clístenes.Yo, en la oleada de actividad de aquel año, me en­ contré pensando más y más acerca de qué ideas de igualdad hicieron posibles las instituciones democráticas. En el capítu­ lo cuarto presto atención a las fuentes literarias de los siglos

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y IV a. C. en Atenas. Implicarse en las palabras que los ate­ nienses utilizaban para describir su sistema político hizo de la democracia un asunto de historia cultural. Mi pregunta cla­ ve era qué hizo concebible la idea de democracia, es decir, có­ m o y dónde dibujó la gente líneas imaginarias dentro de la com unidad para delimitar quiénes eran miembros de pleno derecho y quiénes no. Lo que los ateniense llamaban tierno kratia era el gobierno de los hombres. Los hombres atenienses restaban importancia sistemáticamente a la riqueza y la clase social mientras elevaban a niveles inauditos la raza, el sexo y las distinciones cosmológicas. En Atenas, los hom bres p o ­ bres, locales, heredaban la tierra. Atenas no era el paraíso, pe­ ro sigue siendo importante porque era diferente... Eso no cua­ dra en esquemas m odernos ya preparados. En el capítulo quinto pregunto cómo llega a existir una sociedad semejante. Examino las construcciones poéticas so­ bre el ser a lo largo de los siglos vu y vi a. C., argumentando que vemos prim ero la creación y luego el derrum be de una dentro de otra de las antitéticas ideologías «elitistas» y «regu­ lares» sobre la buena comunidad. Estas visiones enfrentadas crea­ ron identidades opuestas. La primera desdibujaba distinciones de sexo y relacionaba a los aristócratas con los dioses, héroes del pasado y gobernadores orientales, con el fin de crear una distinción única entre nobles y plebeyos. La últim a hizo lo contrario.Yo exploro las tensiones y antagonismos entre esas dos visiones del mundo, proponiendo que las nociones de tiem­ po y lugar fueron decisivas para ellas. La tercera parte no trata sobre lo que la mayoría de no­ sotros llamaríamos arqueología. La cultura m aterial desem­ peña sólo una pequeña parte, y sin duda seré acusado de ha­ cer retroceder el campo a su función de «sierva de la historia». Pero los métodos que sigo son cruciales para mi visión de la

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P r im e r a parte

arqueología como historia cultural. Los arqueólogos apoyados en textos y los historiadores interesados en la arqueología se concentran demasiado a menudo en un tipo de prueba y con­ fían la otra a una síntesis secundaria. Creo que la m ejor opor­ tunidad yace en la gente que se siente a gusto con las prue­ bas escritas y mudas, conociendo el potencial y los límites de ambas. En el capítulo quinto argumento que la poesía arcai­ ca proporciona un marco de trabajo para leer el registro ma­ terial, pero también subrayo sus limitaciones. Los procesos panhelenizadores generaron nuestros textos, se creaba poesía relevante para todas las ciudades de Grecia central pero sin es­ pecificar en ninguna de ellas, se trataban temas imperecede­ ros, sí, pero no se pueden relacionar con un suceso concreto. Los poemas nos dejan con cierta sensación de que la arcaica Grecia central era una unidad, pero desdibuja distinciones diacrónicas y regionales y, lo más serio de todo, los textos apa­ recen sólo a finales del siglo V III a. C., precisamente en m e­ dio de los cambios que más necesitamos examinar. En la cuarta parte intento relacionar textos y artefactos. R ecurro a los m étodos de D arn to n (pp. 35-36), rastreando ideas sobre una antigua raza de héroes y las maravillas de Orien­ te hasta el año 1000 a. C., aproximadamente. M e concentro en el lugar de Lefkandi, pero lo sitúo en un contexto mayor, combinando micro y ma ero arqueología, enfoques empáñeos y estadísticos, además de pruebas materiales y mitológicas. Ar­ gum ento que la «Edad Oscura» comenzó en la Grecia central a finales del siglo xi a. C. con la creación de un nuevo orden social y cultural que hizo un pasado útil a partir de las ruinas de la perdida época micénica. Contem plo continuidades en­ tre ideas de helenidad, los héroes, y Oriente, que tomaron for­ ma en el siglo x a. C .,y las correspondientes con los tiempos arcaicos y clásicos; pero tam bién advierto profundas discon-

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tinuidades en el siglo vm , cuando las tradiciones culturales de la Edad Oscura adquirieron un nuevo significado.Yo insis­ to en la importancia de la transformación del citado siglo —con­ tra los revisionistas recientes—, que cambió perm anentem ente los conceptos de riqueza, sexo, origen étnico y cosmología y creó m odelos que identifico en fuentes literarias arcaicas. Fue una ruptura de proporciones foucauldianas. Se creó la nue­ va identidad del ciudadano varón, y ju nto a ella las condicio­ nes previas para una desigualdad de sexos extrema, esclavitud a gran escala (con esclavos tratados como bienes muebles), de­ mocracia masculina y una asombrosa explosión cultural. Una mezcla de todo ello.

SEGUNDA PARTE

Capítulo 2

Arqueologías de Grecia En este capítulo pregunto por qué la arqueología griega no ha sido el tipo de historia cultural que describí en el capítulo pri­ mero, y en estas líneas propongo por qué deberíamos recon­ siderar el campo. Hasta hace poco las discusiones acerca de la arqueología griega han sido ahistóricas, oponiendo modelos rígidos de tradicional-empírica y nueva-teorética erudición.1 Intento ir más allá de esta oposición pero, ni busco remedios fáciles para los males detectados, ni celebraciones de triunfos pretéritos. La historia disciplinaria no es una forma milagro­ sa de autoanálisis que arregla las anomalías ocultas de las co­ m unidades de estudiosos sim plem ente aireándolas pública­ mente. Pero sí nos fuerza a encarar el hecho de que nuestras prácticas académicas están constituidas históricamente y, co­ m o todo lo demás, sujetas a cambio.

Las razones A finales del siglo xvm emergió un ramillete de ideas nuevas acerca de la europeidad. Una de ellas es la que yo llamo hele­ nismo, la idealización de la antigua Grecia como lugar de na­ cimiento de un único espíritu europeo. Para dar sentido al he­ lenismo modifico los tres tipos de división de la arqueología

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S e g u n d a parte

según Trigger (1984), cada uno de ellos representando un m o­ do diferente de apropiarse del pasado. El prim ero de ellos, la arqueología nacionalista, fomenta la unidad dentro de un es­ tado a través del estudio de su antigua grandeza; el segundo, la arqueología colonialista, justifica el control de una región sobre otra mostrando (para satisfacción del dominador) que el dominado siempre fue inferior; y el tercero, la arqueología imperialista, apoya ambiciones a nivel mundial restando im ­ portancia a las historias locales. Lo que hace distinta a la ar­ queología de Grecia es que los helenistas crearon un pasado continentalista insistiendo en las cualidades singulares, incluso sobrehumanas, de Grecia. H ubo disputas acerca de qué nación poseía los derechos más poderosos sobre Grecia, pero los euro­ peos noroccidentales acordaron que ellos "monopolizaban su herencia colectivamente. Ello hizo problem ático el uso na­ cionalista de la antigua Grecia para los griegos contem porá­ neos. Las glorias de la época clásica reafirmaron el orgullo y la unidad de Grecia del mismo m odo que cualquier arqueolo­ gía nacionalista; pero los europeos occidentales habían defini­ do por adelantado la Antigüedad clásica. Se le otorgó a los grie­ gos el papel de antepasados vivientes de la civilización europea, y la arqueología sólo sirvió para reforzar esa idea.2 El arte siempre fue im portante para el helenismo, aunque la arqueología desempeñase una función m enor a lo largo de la mayor parte del siglo XIX. Sin embargo, la arqueología griega experim entó un cambio profundo en la década de 1870. Al­ gunos clasicistas lo vieron com o una amenaza al helenismo. Para el año 1900 toda la arqueología griega estaba absorbida intelectual y administrativamente en el campo de los «clási­ cos» bajo la observación general de filólogos y arqueólogos clásicos, y con todos sus contactos cercenados respecto al res­ to de arqueologías. La arqueología de la Grecia clásica fue neu­

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ia ---------------------------------------------------- 79 tralizada con eficacia. Otras arqueologías, incluida la prehisto­ ria egea, se separaron de la arqueología clásica en métodos y teorías. Desde la década de 1970 las dudas acerca del helenismo han animado debates acerca de la dirección de la especialidad, pero ha habido pocas tentativas de entender por qué las dis­ tintas escuelas de pensamiento tienen semejantes problemas de comunicación. N o sugiero que los arqueólogos «tradicio­ nales» de Grecia sean unos reaccionarios rutinarios e inflexi­ bles, genios maléficos maquinando preservar la supremacía de los varones blancos o víctimas de una falsa conciencia. En vez de eso, reivindico la especificidad histórica de la arqueología y nuestra necesidad de afrontar cambios en los grupos que pa­ gan, producen y consumen nuestras investigaciones. La clase de arqueología que ha dominado Grecia durante un siglo tu­ vo éxito en sus propios términos, pero su público está m er­ mando como parte de un mayor proceso de cambio.Terrenos de investigación que se han percibido, con razón o sin ella, simplemente como el m ito fundacional de la supremacía de Occidente han sido marginados dentro de una cultura acadé­ mica que invierte poco tiempo en tales ideas. M e centro en cómo se llevó la arqueología de Grecia al helenismo y en lo que está sucediendo ahora que ese marco de trabajo se está derrum bando. Privados del helenismo, los clásicos pueden desintegrarse en sus componentes, con la ar­ queología griega refugiándose bajo la arqueología antropoló­ gica; o puede que se reorganicen desde dentro para continuar proporcionando un m odelo particular del pasado grecorro­ mano. Identifico tres reacciones principales dentro de la dis­ ciplina: la primera, obviar la situación; la segunda, reafirmar el helenismo; y la tercera, progresar para plantear qué hay de uti­ lidad en la arqueología griega sin el helenismo.

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S e g u n d a pa r te

Propongo que los arqueólogos de Grecia deberían pen­ sar en lo que Hayden W hite (1973: 31) llama «prefigurar» el objeto de estudio, «el acto poético que precede al anáfisis for­ mal del campo, [en el cual] el historiador crea su objeto de análisis y predeterm ina la m odalidad de las estrategias con­ ceptuales que utilizará para explicarlo». Argumento que la ar­ queología de Grecia se formalizó durante y después de la dé­ cada de 1870 com o una subdisciplina inocua dentro de las clásicas; que las generaciones posteriores fueron sumamente exitosas al perseguir esa visión; y que ésta era en sí misma pro­ ducto de un conjunto único de circunstancias históricas que ahora está desapareciendo. La arqueología cultural en este li­ bro es un intento de replantear la disciplina. «Replantear», tal como uso el término, tiene dos dimensiones: la primera, exa­ minar la historia de la arqueología griega para comprender có­ mo las circunstancias cambiantes han minado las suposiciones decimonónicas acerca de lo que es un objeto valioso de es­ tudio (segunda parte); y la segunda, devolver a la gente al cen­ tro de un territo rio intelectual que ha sido deshumanizado (partes tercera y cuarta). Simplemente contemplar arqueolo­ gías «antropológicas» (enredadas ellas mismas en problemas si­ milares) como la salvación de la arqueología griega o la fuen­ te de corrosión de sus normas oculta la necesidad de reflexionar acerca de para qué sirve una arqueología de Grecia. Bourdieu explica: C u a n d o la investigación llega a estudiar el te rrito rio preciso dentro del cual opera, los resultados obtenidos pueden ser reinvertidos de inm ediato en trabajo científico com o instru m en ­ tos de conocim iento reflexivo de las condiciones y los límites sociales de esta obra, lo cual es una de las armas principales de la vigilancia epistem ológica. E n realidad, quizá sólo podam os

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ia ------------------------------------— ------------ 81 construir nuestro conocim iento del progreso del cam po cien­ tífico utilizando cualquier conocim iento disponible para des­ cubrir y superar los obstáculos de la ciencia que conlleva el he­ cho de ocupar una determ inada posición en el terreno.Y 110, com o tan a m enudo es el caso, reducir las adversarios a

razones

de nuestros

causas, a intereses sociales.Tenemos todos los m o­

tivos para pensar que el investigador tiene m enos que ganar, con respecto a la calidad científica de su trabajo, al m irar a los intereses de otros que a los suyos propios, al com prender qué está m otivado para ver y qué no. (Bourdieu, 1988: 15-16)

La dificultad reside en cómo explicar modelos de pensamien­ to y conducta sin hundirse en teorías conspiratorias inverosí­ miles. Bourdieu observa cómo «lo que puede aparecer como una especie de defensa colectiva organizada por el cuerpo pro­ fesional no es nada más que el resultado total de miles de es­ trategias de reproducción independientes, aunque orquesta­ das; millares de actos que contribuyen eficientem ente a la preservación de ese cuerpo porque son el producto de [una] especie de instinto social de conservación» (1988: 150).

Grandes líneas divisorias Identifico tres fronteras definidoras de la arqueología helenís­ tica m uy importantes. Las llamo, tom ando prestada la term i­ nología de Colín R enfrew (1980), las «grandes líneas diviso­ rias». Renfrew propone que una razón por la cual la arqueología clásica es tan diferente de las demás arqueologías es porque po­ see una «gran tradición» de inform ación detallada, la cual es contemplada por sus practicantes como el m odo de evitar la teorización explícita. El sitúa esta preocupación por el detalle

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S e g u n d a parte

en la filología pero, aparte de eso, adopta una perspectiva in­ temporal. Hay una gran tradición clásica; su ausencia en otro campo ha creado una gran división; deben tenderse puentes. La preocupación por el detalle im porta en todas las ar­ queologías, pero una preocupación exclusiva p o r el detalle fue una estrategia para neutralizar la amenaza que la arqueo­ logía cernía sobre el helenismo. Cuando el helenismo se halla bajo presión, la tradición sufre con ello. Regresaré no sólo a esta línea divisoria, sino a las otras dos. Mediante ellas, la arqueología de Grecia se hizo segura para el helenismo al estar «sin gente». El poder, los conflictos y los cam­ bios sociales (preocupaciones importantes para la gente real) nunca se han legitimado como asunto. Los individuos apare­ cen sólo como grandes hombres (Fidias, eLartista inspirado, o Pericles, el prudente estadista) cuyas decisiones conscientes transformaron directamente el registro material pasivo. La segunda línea divisoria se encuentra dentro de la ar­ queología griega, y R enfrew lo demuestra. Buena parte del impacto de sus escritos se debe a su doble legitimación como destacado arqueólogo antropológico y también como arqueó­ logo de campo en el mar Egeo. Desde la década de 1980 los académicos han dibujado una línea a través de la Edad de Hie­ rro. Regresaré a ello en el capítulo tercero; por ahora sólo ne­ cesitamos apuntar que la época anterior a la Edad Oscura no es propiamente «clásica». Muchas teorías y métodos diferentes lo han tolerado, incluso alentado en una especie de trasformismo, que perm ite a aquéllos cuyas ideas no pueden encajar en la arqueología clásica ingresar en la élite profesional sin fric­ ciones siempre y cuando se m antengan en la época anterior al año 1200 a. C. (como Renfrew, catedrático de la Cátedra Disney de arqueología en Cambridge, y antiguo director del Jesus College, Cambridge, y ahora con un título de lord vi­

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ia ---------------------------------------------------- 83 talicio). Muchos de los arqueólogos de la Edad de Bronce son historiadores culturales, pero desde la década de 1960 una mi­ noría sustanciosa ha obtenido más provecho de los contactos con los prehistoriadores de otras partes del m undo que con los clasicistas. R enfrew realizó un empleo excepcional de la teoría de sistemas para explicar el surgimiento de una socie­ dad compleja en las Cicladas durante el tercer milenio, y con­ tinuó para integrarlo en una perspectiva general de la prehis­ toria europea (Renfrew, 1972; 1973). Su m odelo requirió pruebas que no fueron recogidas en la mayor parte de los tra­ bajos de campo griegos. Desde Schliemann, la Edad de Bron­ ce ha sido el punto débil del helenism o donde se incluyen ideas poco convencionales. N o obstante, me preocupa más la tercera línea divisoria, la trazada entre la arqueología y la historia. M uchos arqueó­ logos clásicos proceden de la filología, lo cual implica la lec­ tura de los historiadores griegos. Pero la arqueología helenís­ tica es radicalm ente distinta de la noción que propongo de arqueología como historia cultural. La arqueología helenísti­ ca está saturada de textos históricos, pero no produce textos his­ tóricos. Más bien, la arqueología se convierte en una fuente de ilustraciones para informes basados en otras fuentes. Este enfoque de «trozos y pedazos» supone una barrera para el de­ sarrollo de la arqueología como historia cultural. La palabra escrita, incluso cuando se encuentra grabada en inscripciones y monedas, está separada y puesta preferen­ tem ente a los demás artefactos. W hite (1987:1-57) argumen­ ta que la consolidación del escrito histórico en narrativa pre­ supone un deseo de moralizar sucesos; al disponer sus textos en austeras formas no narrativas, los arqueólogos hicieron im ­ posible contar historias de importancia (vid. pp. 101-110).

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S e g u n d a pa r te

H elenism o E l pasado romano

Frank Turner propone que «hasta el final del siglo x v i i i los eu­ ropeos [occidentales] más instruidos contemplaban su cultura como romana y cristiana en origen, con unas simples raíces pe­ riféricas griegas [...]. En contraste con esta visible, tangible y persuasiva influencia romana, los griegos, sencillamente, no ha­ bían tocado la vida de Europa occidental» (1981:1-2). El idio­ ma conformaba la parte más importante de esa herencia. Se re­ copiló arte romano durante la Edad Media, y los artistas del Renacimiento buscaron inspiración en la escultura y arquitec­ tura romanas.A principios del siglo xvi losreyes franceses co­ leccionaron estatuas romanas com o parte de su reivindica­ ción de ser «la nueva Roma»; sin embargo, los restos griegos atrajeron poca atención. El m undo antiguo impregnó la vida de la élite, pero era un m undo textual, y latino. Esta prehisto­ ria latina es vital para com prender la arqueología griega. En el imperio occidental, alrededor del año 400 d. C., un intelectual como san Agustín conocía bien poco Grecia (Con­ fesiones, 1.13). Además, el latín continuaba siendo la lengua franca del clero y la diplomacia. La política vernácula y los es­ critos literarios desplazaron al latín en el siglo xiv, pero su en­ señanza no desapareció. Antes al contrario: una de las dimen­ siones más im portantes del R enacim iento italiano fue una fuerte conciencia del pasado. Petrarca y otros humanistas ob­ servaban una discontinuidad radical entre la Antigüedad ro­ mana y el presente. Argumentaban que el presente era, en lí­ neas generales, inferior a la Antigüedad, y sostenían la posibilidad de que los modernos se apropiasen de las excelencias de la An­ tigüedad, e incluso las mejorasen, mediante un estudio serio y

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ia ---------------------------------------------------- 85 prolongado de los restos romanos. La leyenda dice que B ru­ nelleschi comprendió los secretos de la arquitectura limpian­ do de basura las ruinas aún en pie para ver cómo los roma­ nos habían unido los bloques y construido sus cim ientos, mientras Poggio Bracciolini y Niccolo Niccoli registraron los monasterios de Europa recuperando manuscritos latinos y per­ feccionando m étodos filológicos que, insistían, no sólo pu ­ dieran distinguir textos romanos auténticos de falsificaciones, sino también comprender la esencia de la virtud antigua y ayu­ dar a perfeccionar la humanidad. En los siglos x v y X V I los educadores redefinieron el la­ tín como parte de la formación moral de un caballero. Los re­ latos romanos requerían un conocim iento de la historia grie­ ga, pero ésta llegaba a través de fuentes latinas. La teoría política continuó dependiendo de la historia romana. Tras la R evo­ lución Gloriosa de 1688, se dibujaron con regularidad para­ lelismos entre la liberación de Inglaterra de la casa Estuardo y la R om a republicana, desembarazada de sus .reyes en el año 590 a. C., como ejemplos de políticas equilibradas. D ryden y otros aclamaron la poesía latina, en especial a Virgilio y su bri­ llante obra la Eneida, como descripción del ideal de la m o­ narquía constitucional. Los modelos latinos dominaron la al­ ta cultura inglesa hasta el extremo de que el comienzo del siglo X V I I I se llama a menudo Epoca Augusta. Los ideales de la Ilus­ tración (poder, sofisticación, razón) tuvieron su eco en la per­ cepción contemporánea de Rom a.

Johann Joachim Winckelmann

El desplazamiento del interés de R om a a Grecia (el auge del helenismo) comenzó a mediados del siglo xvill. Para algunos

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S e g u n d a parte

historiadores el hom bre decisivo fue Johann Joachim W inckelmann (1717-1768).W inckelm ann fue bibliotecario en el Vaticano y conservador de las antigüedades romanas. Antes de su llegada, la administración papal de las antigüedades había sido irregular, pero él tom ó las riendas. Escribió, basándose en hallazgos que pasaron por R om a, una obra de dos volúm e­ nes titulada Geschíchte und K unst des AIterthums.W inckelmann adaptó un esquema de cuatro estadios para la escultura griega propuesto para la poesía por J. J. Scaliger en 1608. Su prim er estadio, la época anterior al escultor ateniense Fidias (media­ dos del siglo V a. C.), era «recto y duro»; el segundo, o fidiaco, era «grande y cuadrado». El tercer estadio, en el siglo IV , lo nom bró a partir de Praxiteles, y lo llamó «bello y fluido»; por último, en siglos posteriores, el arte fue imitativo. W inckelm ann fue trem endam ente influyente. Fue más allá de las primeras antigüedades explicando no sólo objetos individuales del pasado, sino proveyendo toda una estética nue­ va. Herder, Goethe, Fichte y Schiller, todos ellos, contemplaron la Antigüedad a través de sus ojos. Pero en este caso las pers­ pectivas internalistas ocultaron más que revelaron, y Schnapp (1996:179-273) muestra el lugar de W inckelmann en una his­ toria mayor. Com enzando desde un rudim entario nivel externalista,W inckelmann y su éxito fueron en parte fruto de la resistencia cultural alemana frente a Francia, la autoproclamada «nueva Roma». Hacia la década de 1760 los intelectuales opuestos al uso francés de R om a pudieron nutrirse del cono­ cimiento del Lejano O riente o del Nuevo M undo para cons­ truir alternativas ideológicas, pero Grecia aún era la aspirante más obvia contra R om a. Grecia, incluso desde su posición subordinada a principios de la erudición clásica moderna, ofre­ cía asociaciones más productivas que China, India o las Ame­ ricas.

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ia ---------------------------------------------------- 87 A finales del siglo xvm se extendió el interés por Gre­ cia. La R evolución francesa y la americana hicieron de to ­ do republicanismo, incluso el romano, algo sospechoso a ojos de los conservadores. Los eruditos ingleses a veces estable­ cían analogías políticas con Atenas en los debates celebra­ dos en el siglo xvn acerca de la división de poderes, aunque comenzaron a hacerlo m ucho más hacia el año 1770, al prin­ cipio para demostrar la maldad de la democracia, y más tar­ de para ejemplificar su «moralidad constitucional» (Turner, 1981: 187-234; R oberts, 1993; pp. 106-109). En Francia, las cuestiones acerca de la libertad planteadas por la revolución se debatían a m enudo a través de comparaciones con Atenas. Benjamin Constant lo hizo conscientemente en su obra, pu­ blicada en 1814, Spirit o f Conquest and Usurpation (hay trad, cast.: D el espíritu de conquista, Tecnos, M adrid, 1988); pero más a m enudo el asunto se incluía en proyectos mayores. La pro­ m oción de Grecia tam bién resultó útil dentro de la élite bri­ tánica. En el siglo xvm, las universidades alcanzaron su punc­ to más bajo de prestigio. El énfasis en la gram ática griega concedió a los maestros burgueses un arma contra la aristo­ cracia indolente. Winckelmann también pertenecía a la aún amplia revuelta intelectual de la «contrailustración». Fue una figura clave en la aparición del Rom anticism o,3 la búsqueda del alma libre de la verdad y la belleza en la espontánea creación natural. Inter­ pretaba estrictamente, ésta fue una tendencia combativa entre jóvenes artistas alemanes, británicos y franceses. Desde un pun­ to de vista más amplio, fue una transformación intelectual im­ portante. Charles N odier escribió: «Este último resorte de la m ente humana, cansado de sentimientos ordinarios, es lo que se llama género romántico. Poesía extraña, bastante apropia­ da para la condición moral de la sociedad, para las necesida-

88 ------------------------------------------------------------------------- S e g u n d a parte des de generaciones hartas que piden a gritos sensaciones a cualquier precio» (en Hugo, 1957: 58). Los románticos hacían poco uso de imperios como R o ­ ma, Egipto o China. Las comunidades pequeñas, vivas, llenas de emoción espontánea, originalidad e inocencia infantil eran mucho más interesantes. El cultivado Virgilio era menos apa­ sionante que el rústico Hom ero; R om a parecía decadente y corrupta puesta al lado de la dureza y sencillez de los griegos; y el arte romano era derivativo comparado con la interpreta­ ción de Winckelmann acerca de la libertad de la escultura grie­ ga. La juventud y la vitalidad lo eran todo, y W inckelmann hi­ zo de los antiguos griegos los «hijos naturales» de Europa. Esto fue, com o dice Turner, «una ficción sumamente útil e influ­ yente» (1981:42). Grecia era la fuente de lasque brotaba la cul­ tura europea, y W inckelm ann mostró a sus lectores el cami­ no para regresar a ella. La idealización alemana de Grecia tuvo efectos im por­ tantes en la arqueología clásica. A unque en la década de 1670 los viajeros ingleses y franceses ya visitaban Grecia, los inte­ lectuales alemanes no sintieron tal necesidad. A pesar de las in­ vitaciones, W inckelmann nunca fue a Grecia, y su amigo Jo­ hann von Riedesel es la única personalidad alemana conocida que estuvo allí antes del año 1800. Los eruditos germ anos rechazaron la experiencia física de su ideal. Hicieron de la antigua Grecia un concepto metahistórico, liberando al helenismo de los cánones de análisis habituales. Pa­ recían necesarias respuestas formularias a una Grecia idealizada. Alexander von H um boldt, ministro de Educación prusiano (1808-1810), y una figura clave en el surgimiento del helenis­ mo, pensaba que los alemanes debían ver Grecia «en la distan­ cia, en el pasado, separada de su realidad cotidiana... sólo así el M undo Antiguo se nos hará presente» (en Constantine, 1984:2).

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Clásicos alemanes

Muchos eruditos europeos del siglo xvm fueron hombres de letras aristocráticos. Desarrollaron métodos rigurosos para la descripción de antigüedades (Schnapp, 1996: 238-242), pero sólo en Alemania aparecieron tan pronto investigadores y pro­ fesores universitarios profesionales. La Universidad de Gotinga se fundó en 1734. Allí, entre 1763 y 1812, Heyne entrenó a un equipo de eruditos clásicos, entre ellos aVon Humboldt. El paradigma dominante de investigación fue el concepto de Volksgeist, o espíritu del pueblo. Paradójicamente, algunas téc­ nicas valorativas ayudaron a consagrar a los griegos como se­ res más allá de la crítica histórica. Las impurezas griegas se pur­ garon en la hoguera de la fuente de la crítica para obtener una raza allende de toda comparación. El nuevo campo de la Altertumswissenschaft, la «ciencia de la Antigüedad», fue importante dentro de la ideología política prusiana. Se nom bró aVon H um boldt ministro de Educación con el fin de reparar la moral nacional después de que N apo­ león aniquilase los ejércitos prusianos en Jena, el año 1806. El ministro hizo de la Altertumswissenschaft la base de su nuevo Bi7dung, una experiencia casi religiosa a través de la educación, para rescatar el hundido espíritu nacional. Escribió: N uestro estudio de la historia griega es, p o r lo tanto, un pro­ yecto bastante diferente de otros estudios históricos. Para n o ­ sotros, los griegos escapan al círculo de la historia. Incluso aun­ que sus destinos p e rte n e c ie se n al desarrollo g eneral de los acontecim ientos, eso no nos im porta demasiado. Fracasaremos absolutam ente en el m o m en to de reconocer nuestra relación con ellos si osamos aplicarles las norm as que em pleam os con la historia del resto del m undo. El conocim iento de los grie­

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S e g u n d a parte gos no sólo nos es placentero, útil o necesario... N o , sólo en los griegos encontram os el ideal de lo que deberíam os ser y producir. Si cualquier parte de la historia nos enriquece con su sabiduría y experiencia hum ana, entonces de los griegos to­ mam os algo más que lo terrenal... algo divino. (Von H um boldt, citado en C ow an, 1963: 79)

Algunas pocas naciones más adoptaron completamente el sis­ tema alemán, pero los estudiosos alemanes fueron reconocidos como los más rigurosos, y la Altertumswissenschaft fue reivindi­ cada como una estrategia moral por el rápido resurgimiento prusiano a partir de 1813. El Bildung helenista fue parte del pa­ quete de reformas liberalizadoras de 1807 a 1812, pero tras una revuelta estudiantil desatada entre 1817 y 1819 la reducción se afianzó. El Bildung se restringió más y más a una élite m eritocrática educada en los G ym nasien.A comienzos de la década de 1920, las nuevas Realschulen se centraron en la ciencia y los idio­ mas modernos. El debate Humanismus-Realismus que se abrió a continuación se produjo esencialmente entre los directores de las distintas instituciones y se circunscribió a las participa­ ciones del mercado estudiantil y la obtención de recompensas. En los círculos clásicos surgió un debate paralelo entre un ala histórica liberal (Sachphilologen) y una estrechamente filológica y «científica» (Sprachphilologen), que tuvo importantes conse­ cuencias en la arqueología. Los graduados con educación clá­ sica monopolizaban los empleos del sector público, educativo y legal, pero en la década de 1880 aumentó el desempleo en­ tre aquéllos. U na respuesta fue incrementar la educación cien­ tífica en las universidades; otra consistió en favorecer a la bur­ guesía reduciendo la asistencia a clase de los niños procedentes de las clases más humildes. En 1900 la medida a favor de la cien­ cia venció.4 C on todo, a pesar del decadente prestigio de los

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ia ---------------------------------------------------- 91 clásicos en Alemania, fue entonces cuando el sistema se emu­ ló con más entusiasmo en el extranjero.

Helenismo, orientalismo, imperialismo La definición más antigua de Hellenikon, helenidad, que ha lle­ gado a nuestros días pertenece a H erodoto: «Somos uno en sangre y uno en lengua, los altares de los dioses nos pertene­ cen en com ún, y están nuestras costumbres, engendradas de una misma fuente» (8.144). Lo elaboró en oposición «al Es­ te» en su crónica de las guerras médicas, 480-479 a. C., y de una manera similar los eruditos decimonónicos definieron a la antigua Grecia como manantial de la europeidad. D urante el siglo xvm solía emparejarse Egipto ju n to a R om a como ancestro de la civilización europea. Cuando N a­ poleón invadió Egipto en 1798 im aginó una doble regene­ ración francesa en el país a través de la erudición y el im per rio. Su derrota y la ocupación británica de Egipto en 1801 acabaron con eso, pero el proyecto académico permaneció in­ tacto. El prim er orientalista «moderno», Silvestre de Sacy, ti­ pifica la respuesta francesa. Obtuvo su influencia precisamen­ te por reducir O rien te a algo que podía ser analizado sin abandonar las bibliotecas de París. El orientalismo de Sacy per­ m itió a los europeos conocer Asia m ejor que quienes vivían allí en realidad. Esto tuvo un atractivo especial en Alemania, donde tres factores (los académicos profesionalizados, la tradi­ ción no viajera de los estudiosos y la falta de participación im­ perial) originaron una situación en la cual pocos orientalistas visitaron Asia antes de la década de 1870. Algunos de ellos, comenzando con el propio Sacy en 1805, alcanzaron la posición de asesores políticos, pero el orientalis-

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S e g u n d a parte

mo se subordinó por sí solo a los clásicos. Los helenistas tra­ bajaban sobre Grecia, de donde venía Europa. Los orientalis­ tas estudiaban culturas degeneradas, lo cual definía lo que no era Europa. Sólo unos pocos orientalistas se resistieron frente a ese modelo. Por supuesto, había diferencias entre ellos: unos vinculaban la arqueología a la Biblia hebrea, y otros a princi­ pios científicos laicos.Y los orientados hacia la Biblia aún se dividieron más: en grupos que confiaban en que la excavación confirmase su narrativa histórica, y los influenciados por el cri­ ticismo alemán. A menudo, epígrafos y trabajadores de cam­ po contemplaban la disciplina de m odo totalmente distinto, y su fragmentada profesionalización, con los eruditos dispersa­ dos por distintos departamentos universitarios, sirvió para au­ m entar los conflictos (Kuklick, 1996: 99-122). N o obstante, un principio rector unía a la mayor parte de los estudiosos orientalistas: O riente fue im portante en el pasado remoto, e incluso entonces porque era el lugar del cual los griegos ha­ bían tomado ideas que luego llevaron a buen término. Otras disciplinas dedicaron esa función al orientalismo, y hacia la década de 1930 los helenistas estaban tan seguros de haber eliminado a O riente de la historia que éste ya no im ­ portaba en absoluto. U na vez más los arqueólogos alemanes fueron a los extremos. Kossinna incluso afirmó que la escri­ tura era un invento alemán de la Edad de Piedra (Trigger, 1989: 166). Said sugiere que «muy a m enudo uno se introducía en el [orientalismo] com o un m odo de tener en cuenta los re­ clamos de O riente sobre él; pero también muy a m enudo sus entrenados ojos orientalistas se abrían, por así decirlo, y lo que le habían dejado era un proyecto desacreditado» (1978: 150151). Muchos orientalistas eran helenistas declarados que mos­ traban su amor a Grecia denigrando el Este.

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La guerra de independencia griega

La guerra de independencia griega (1821-1830) juntó hele­ nismo y orientalismo. Los filohelenos occidentales buscaban regenerar Grecia, lo cual regeneraría Europa. Pero había im­ portantes diferencias con respecto al programa de N apoleón para Egipto. En la década de 1820, controlar Grecia directa­ mente era algo impensable. Las visiones políticas y románticas de Grecia se reforzaron mutuamente, con la ayuda de filohe­ lenos particulares, no con la de los administradores del im ­ perio. Los avatares de la guerra que estalló en 1821 complica­ ron la situación. Cuando la resistencia Offriesa se desmoronó en O 1826, intervinieron las grandes potencias y derrotaron a la flo­ ta turca en Navarino, en octubre de 1827. Los griegos iban a gobernar entonces su propio país, pero bajo un rey bávaro y regentes escogidos por los occidentales. Así, a partir de 1830 el helenism o se situó en una posición m uy distinta a la del orientalismo. Grecia, al revés que Egipto, fu e renovada; sin em­ bargo, la actitud de los occidentales frente a los griegos con­ temporáneos era compleja. Los filohelenos m etieron una cu­ ña entre lo antiguo y lo m oderno como seguramente hicieron los orientalistas. Fallmereyer (1830: 143-213) argum entaba que los eslavos habían reemplazado por completo a los hele­ nos, y se hizo com ún sugerir que los pobladores griegos m o­ dernos eran «eslavos bizantinos», no los herederos del Volksgeist heleno. Los griegos quedaron atrapados en un extraordinario apuro cultural. Michael Herzfeld sugiere que... ... O ccid en te apoyó a los griegos [en la guerra] con la supo­ sición im plícita de que los griegos aceptarían a cam bio el pa­ pel de ancestros vivientes de la civilización europea [...]. G re-

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S e g u n d a pa r t e cia p u e d e ser ún ica en el sentido en q u e el país en su c o n ­ ju n to había sido obligado a ejercer los papeles contrapuestos de

U r-E urop a y, al m ism o

tiem po, hum illado vasallo oriental.

(H erzfeld 1987: 19)

Herzfeld (1987:50) señala: «Al contrario que sus patronos eu­ ropeos, los griegos no buscaban regresar a su pasado clásico: en su lugar, buscaban su inclusión en la Europa del presente». Gre­ cia era, a la vez, el estado más antiguo de Europa y su nación más joven. M uchos griegos instruidos argumentaron que ha­ bían suprim ido la influencia de la Iglesia y los turcos pero, en general, aceptaban su imagen en negativo. La peculiar po­ sición de Grecia, libre pero dependiente, indicaba que sus re­ laciones con O ccidente eran m ucho más-complejas que las mantenidas con el m undo árabe. Algunos de los situados en la élite política deseaban construir una nación-estado al estilo occidental a partir de los diferentes grupos griegos. M uchos intelectuales fueron tan entusiastas com o los occidentales a la hora de promover una Antigüedad helenista, que concedía a Grecia un lugar destacado en Europa (Kotsakis, 1991: 6570), pero eso tam bién perpetuó la dependencia griega de la aprobación occidental sobre cómo utilizaban su herencia.

La invención de la arqueología El helenismo se había desarrollado sin gran aportación arqueo­ lógica. La filología, el estudio de las palabras de los antiguos, fue la fuente más im portante de la m odernidad rejuvenecedora. Los artefactos, los objetos relacionados con diferentes as­ pectos de la Antigüedad que ofrecen la oportunidad de con­ templar los cambios y la vida cotidiana a través de los tiempos,

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ia ---------------------------------------------------- 95 no solían ser las pruebas con las que trabajaban los helenistas. Muchos clasicistas se sentían incómodos por ello. A finales del siglo XIX algunos arqueólogos cuestionaron el helenismo, pe­ ro fueron neutralizados con prontitud. La arqueología se re­ constituyó como una técnica subsidiaria inofensiva, del mis­ mo modo que el orientalismo había sido reducido y, con gran alivio, empujado a los límites de la europeidad. Distingo cuatro factores determinantes en este proceso.

Arte griego

Los visitantes de paso por Grecia en el siglo XVII estaban in­ teresados por el arte antiguo, y esto se intensificó en el siglo xvm. En 1751,1a Society o f Dilettanti de Londres, envió a ja ­ mes Stuart y Nicholas R evett a la ciudad de Atenas para bos­ quejar sus ruinas; y en 1758 Le R oy publicó su Ruines des plus beaux monuments de la Grèce. Los artistas comenzaron a pedir su exposición a los restos físicos del· arte griego, confiando en que al regresar a sus fuentes podrían contener la corrup­ ción (sobre todo el industrialismo y el materialismo) y la sal­ vaje sociedad occidental. El concepto de exposición se intensificó. Las vasijas grie­ gas desenterradas por sir W illiam Ham ilton, embajador bri­ tánico en Nápoles, proporcionaron el prim er contacto direc­ to. En 1772, Hamilton vendió su colección al British Museum por la pasmosa suma de 8.000 guineas. Cuando en 1769 Josiah W edgwood creó sus seis primeras vasijas en su taller, las decoró con escenas tomadas de los jarrones de H am ilton, y cuando H am ilton publicó su segunda colección en 1791, pu­ blicó libros baratos para que los artistas jóvenes pudiesen uti­ lizarlos como modelo.

9 6 ------------------------------------------------------------------------- S e g u n d a parte Sin embargo, la escultura y la arquitectura ateniense se te­ nían en una estima mucho más alta. En 1784, el conde de Choiseul-GoufFier, embajador francés en Constantinopla, envió a Fauvel a Atenas como agente suyo y dotado de un permiso para dibujar y hacer moldes de antigüedades. En secreto, tam­ bién le ordenó a Fauvel: «Toma todo lo que puedas. N o des­ perdicies ninguna oportunidad para saquear todo lo saqueable de Atenas y sus alrededores. N o te preocupes ni de vivos ni de muertos» (en St. Clair, 1983: 58) La embajada de lord Elgin ilustra la escalada. Cuando par­ tió hacia Constantinopla en 1798, su arquitecto,Thomas H a­ rrison, lo convenció de que los libros ya no entusiasmaban a los diseñadores europeos. Pero haciendo moldes de objetos rea­ les atenienses, sugirió Harrison, Elgin podría cambiar el cur­ so del arte inglés. Elgin adoptó la idea con entusiasmo. Cuan­ do los británicos expulsaron a los franceses de Egipto, Elgin obtuvo una licencia para excavar y llevarse cualquier cosa que encontrase. Si podía arrancar estatuas de los edificios está me­ nos claro. D errum bó casas en la Acrópolis y encontró estatuas bajo ellas, excavó una estatua enorme de un basurero en Eleu­ sis e incluso proyectó trabajar en Mecenas y Olimpia. No obstante, y a pesar de su influencia artística, ni los «már­ moles» ni los vasos «etruscos» contribuyeron demasiado al dis­ curso helenístico. Incluso los pintores que visitaban Grecia re­ presentaban sus ruinas com o extensiones de u n pasado formalizado, de carácter literario. Jamás se planteó la idea de que las antigüedades pudiesen desafiar las imágenes del pasa­ do. En vez de eso, «los autores apelaban a Grecia como una su­ puesta experiencia humana universal, pero la moral y los va­ lores sociales de la refinada clase alta de la sociedad inglesa marcaban los parámetros de esa experiencia preceptiva» (Tur­ ner, 1981: 51).

A rq u e o lo g ía s d e G re c ia

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Nacionalismo

La filología proporcionó herramientas occidentales para tra­ zar una línea de poder desde la antigua Grecia, y la arqueo­ logía fue un paso más allá. U n museo lleno de arte griego indicaba el estatus de civilización de un país.5 El indecoroso altercado por las estatuas tomadas en Egina muestra hasta dón­ de estaba dispuesta a llegar la gente cuando agentes france­ ses, bávaros e ingleses persiguieron el envío por todo el M e­ diterráneo. Pero, al igual que los artistas, los gobiernos utilizaban las antigüedades para ilustrar el helenismo, no para explorar­ lo. Una vez que un país obtenía un número aceptable de an­ tigüedades disminuía su interés. N o obstante, las respuestas de los griegos hacia su propio pasado fueron más complejas.

«A Itertu mswissenschaft»

Los alemanes interesados en las antigüedades fueron presio­ nados por dos fuerzas opuestas. Por un lado estaban los m éto­ dos de W inckelmann; por el otro, la Altertumswissenschaft filo­ lógica. En la década de 1870 existía cierta preocupación porque al aplicar a las antigüedades análisis rigurosos, exhaustivos y detallados pudiesen impulsarse nuevos modos de contemplar el pasado que, quizá, podrían no encajar dentro del helenismo. Desde luego, los clasicistas británicos más influyentes temían que eso sucediese. U na excavación amplia y detallada, que tra­ tase las minucias de sus hallazgos con la misma seriedad que los críticos literarios tratan los suyos, aportaría pruebas del de­ sarrollo de la vida cotidiana y los cambios a lo largo del tiem­ po que, tal vez, no podrían manejarse del modo adecuado den­ tro de los marcos de trabajo existentes.

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S e g u n d a parte

Com o ocurre m uy a menudo, un extraño que no com ­ partía la conciencia convencional llevó a la crisis. H einrich Schliemann comenzó a excavar Troya en 1870. N o pertene­ cía a la AltertumsuHssenschqft. Su desahogada posición econó­ mica lo liberaba de los controles institucionales y, aunque sus primeras temporadas fueron más destructivas que instructivas, obtuvo fama internacional al demostrar que las excavaciones podrían ir más allá de la recuperación de tumbas. El nacionalismo alemán cambió rápidamente con la uni­ ficación del país en 1871. Schliemann demostró la prominen­ cia alemana en otro campo. La mayoría de los clasicistas ale­ manes lo despreciaron (vid. pp. 156-158),pero su triunfo creó la sensación de que la arqueología podría ser fuente de orgu­ llo nacional. La pequeña escuela artística francesa en Atenas se había centrado en el patriotism o desde 1846 (Radet, 1901: 150), y en tiempos del im perio todas las grandes potencias se peleaban por reafirmar su estatus en Grecia a través del impe­ rialismo académico. Así, Grecia de nuevo se diferenciaba de O riente Próxim o al perm anecer como un territorio neutral con espacio para que todos pudiesen establecerse físicamente sobre su suelo sagrado a través de instituciones de estudio. El Instituto Arqueológico Alemán abrió una delegación en Ate­ nas en el año 1874, el mismo en que Schliemann comenzaba a excavar Micenas. Schliemann demostró el potencial de la arqueología ri­ gurosa en Grecia, pero sería Ernst Curtius (1814-1896) quien sintetizó excavación y Altertumswissenschafi. Curtius com en­ zó intentando obtener dinero para excavar en O lim pia en 1852. En un m em orando remitido a los ministerios prusianos de Educación y Asuntos Exteriores, de agosto de 1853, C ur­ tius argum entaba que los alemanes cumplían un deber para con su cultura nacional al excavar en Olimpia; los franceses

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ia ---------------------------------------------------- 99 estaban comprometidos en otro lugar y los griegos carecían de ganas y recursos. Había cierto interés en encontrar las es­ tatuas de los atletas vencedores. Pero, a pesar de tener de su parte a Alexander von H um boldt y al kaiser, sus planes se vi­ nieron abajo cuando los funcionarios del Estado alemán elu­ dieron las leyes griegas que prohibían la exportación de anti­ güedades. Para disolver los obstáculos se necesitaron los descubrimientos de Schliemann, y la posibilidad de que pu­ diese desplazarse de Troya a Olimpia en 1873, apartando así del Estado la gloria de la expedición. En 1874, el príncipe Federico medió personalmente con el rey Jorge de Grecia, y en 1875 Curtius comenzó a cavar. Curtius insistió en que su objetivo no era encontrar es­ culturas. Deseaba descubrir el recinto com pleto para com ­ prender su plano. Alexander Conze había excavado con la mis­ m a intención en Samotracia en 1873 y 1875, pero Curtius lo hizo a una escala mucho mayor, empleando a más de 800 trabajadores en 1880. Aunque los registros y colecciones fue­ ron mínimos, según los parámetros actuales, Curtius aportó artefactos e información en una cantidad sin precedentes. Des­ cubrió piezas de arte y edificios citados por los autores de la Antigüedad, pero los hallazgos más mundanos creaban pro­ blemas. M archand (1996: 91) propone que uno de los resul­ tados a largo plazo de O lim pia fue que «sacó a la luz m ate­ rial inaccesible (y la consecuencia era inapelable) al individuo m edio del Bildung neohumanista». La arqueología científica no encajaba dentro del helenismo tradicional; «la arqueolo­ gía minaba la muy romántica e idealizada imagen de la anti­ gua Hélade que proveía de ideología a las clases dominantes, y sobre la cual los profesores universitarios y directores podían deshacerse en elogios» (Bowen, 1989:177). Olimpia necesita­ ba, m ucho más que Micenas o Troya, un nuevo lenguaje téc­

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S e g u n d a pa r te

nico y un nuevo tipo de texto. Ambos aspectos m ejor esta­ blecidos en la arqueología de otras partes del m undo que en los procesos helenistas.

E l mundo de la arqueología

La arqueología m oderna nació, probablemente, en Dinamar­ ca alrededor del año 1800 con la investigación cronológica de Christian Thomsen. Los escritos de la siguiente generación de arqueólogos daneses, en especial J. J. A.Worsaae (1821-1885), se habían interpretado entendiendo el tratamiento de la prehis­ toria local como fuente de orgullo nacional ante el tem or por la dominación cultural de Francia y Alentania. Pero Barthold Niebuhr, el clasicista danés más im portante del período, con­ trastaba con ello. N iebuhr le dio la espalda a Dinamarca: que­ ría estudiar en Gotinga (su padre se opuso y lo envió a Kiel, entonces una ciudad danesa). Abandonó el servicio civil da­ nés tan pronto com o pudo y se unió al gobierno prusiano. El internacionalism o de N iebuhr (o, al menos, pangermanismo) es la personalización de las diferencias entre hele­ nismo y prehistoria. U na adecuada arqueología científica en Grecia necesitaba practicar el enfoque escandinavo hacia los artefactos, relacionando seriación con estratigrafía, pero su ob­ jetivo necesitaba más de hombres com o N iebuhr, no como Worsaae. Si los arqueólogos clásicos tom aban demasiado en serio las ideas de los prehistoriadores sobre buenas preguntas y un público adecuado, arriesgaban a confundir la reivindica­ ción de su disciplina de hablar de sus orígenes a todos los europeos occidentales. La idea de que la arqueología fuese una ciencia indepen­ diente y con sus propios objetivos, métodos y lenguaje de ob­

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 101 servación era, en potencia, tan subversiva para el helenismo com o atractiva para algunos arqueólogos. La cultura material griega no necesitaba estar sujeta al helenismo; los antropólo­ gos o los historiadores podían estudiarla, e incluso los no cla­ sicistas. D entro de los principales intereses de los arqueólo­ gos estaba el definir su disciplina, poniendo el énfasis en técnicas científicas como conocer el m odo de dominar la estratigrafía, clasificar secuencias de cerámica y fechar artefactos; pero no podían escindirse de los clásicos, cuyo prestigio era mucho más elevado que el de la arqueología. Los arqueólogos fieles al he­ lenismo, como lo eran la mayoría de los activos en Grecia (tan­ to arquitectos profesionales como W ilhelm Dôrpfeld como fi­ lólogos), utilizaban sus métodos y técnicas para tallar un nicho dentro de los clásicos. Si los arqueólogos clásicos obviaban los nuevos desarrollos, su arqueología no sobreviviría ante los más altos niveles científicos. Pero esas fuerzas, libradas de obstácu­ los, podrían hacer la arqueología griega m ucho más inde­ pendiente de los clásicos.

Batalla p o r la arqueología griega Escribiendo arqueología

Había m ucho enjuego, pero hacia el año 1900 la arqueolo­ gía griega había sido neutralizada. Los problemas se resolvie­ ron desterrando a las personas del discurso arqueológico, reintroduciéndolas a veces al final com o seres románticos cuya decisión espontánea había alterado un material cultural pasi­ vo. El principio general de los textos arqueológicos radicaba en una monografía centrada en los artefactos y la descripción de la arquitectura, escultura y cerámica o en hallazgos m e-

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S e g u n d a parte

ñores procedentes de un lugar concreto. El objetivo de los ar­ queólogos consistía en hacer este modelo tan exhaustivo co­ mo fuese posible. La estrategia ideal se fundamentaba en in­ vertir varias temporadas excavando en un santuario importante, o una ciudad, y publicarlo después en una serie de libros. Olimpia aportó el m odelo con los cinco volúmenes de Eroebnisse (1896-1897). El nivel de detalle en esos trabajos es asombroso. El problema con la arqueología helenística no es su encomiable nivel de detalle, sino la idea de que todo lo que ha­ bía era el dom inio de los artefactos. Cualquier cosa invisible desde el lugar privilegiado de la arqueología, elegido éste se­ gún suposiciones que raras veces se explicitan, no merecía la pena, a priori, someterla a discusión. La elección de un pun­ to aventajado prefigura el campo histórico; es un acto poético que concreta aquello de lo que se puede hablar. A finales del siglo X I X , los arqueólogos de Grecia decidieron que la perso­ na creativa ideal recopilaba y clasificaba la información exca­ vada en un inform e de campo de varios volúmenes. La narrativa había sido el estilo literario más im portante para los anticuarios. Incluso los autores que publicaban colec­ ciones privadas se concentraban más en relatos acerca del desarrollo artístico o la mitología que en la publicación desde el sentido m oderno del térm ino. Los textos no narrativos ad­ quirieron preeminencia en la década de 1880. El catálogo de los vasos de Berlín de A dolf Furtwángler (1885) supuso un hi­ to. Las anticuadas narraciones de Eschewing clasificaron 4.221 vasijas según estructura, período y forma, y las atribuyeron a estilos concretos. Entre 1880 y 1914 comenzaron los proyec­ tos a largo plazo para publicar una obra completa de escultu­ ras, sarcófagos, monedas y vasijas. M archand (1996: 104-115) argumentó que en la década

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 103 de 1870 los historiadores clásicos alemanes se apartaron del modelo de W inckelmann hacia un modelo semicientífico. Los textos analíticos tuvieron gran atractivo.W hite (1987:26) pro­ pone: «Para muchos de esos que transformarían los estudios históricos en una ciencia [...], [una] disciplina que produce na­ rraciones informativas de su contenido como un fin en sí mis­ mo parece, en teoría, poco sólida; algo que investiga sus da­ tos interesándose p o r contar una historia de ellos parece m etodológicam ente deficiente». Los textos no narrativos ali­ nearon a los arqueólogos con los Sprachphilologen. Podían con­ siderarse a sí mismo más científicos que los Sachphilologen, pa­ ra quienes la representación en narrativa constituía el más elevado m odo de explicación. Grafton (1991: 215) muestra que desde la perspectiva de los Sachphilologen los filólogos «no leían (tesen) literatura antigua [o el registro material], lo leían descompuesto (zerlesen) en su frenética búsqueda de materia prim a para com poner nuevos diccionarios y manuales... pero nunca una nueva visión del pasado». Los nuevos arqueólogos de la década de 1880 prefiguraron categorías de artefactos co­ mo objetos de análisis y los ordenaron según estilo y crono­ logía como máximo sistema de explicación. Los eruditos po­ dían discutir el orden de los demás, dividir o aunar categorías, o discutir acerca de la cronología. Pero sólo los anticuarios o los excéntricos irían más allá. El inform e científico de campo y el catálogo producían una narrativa inadecuada. La arqueología no podía contar una historia que desafiara la narrativa basada en textos antiguos (a menudo ellos mismos narrativos) y tampoco podía, por con­ siguiente, amenazar a los estudiosos de la literatura. Al pro­ ducir «análisis» en vez de narraciones, los arqueólogos griegos ganaron estatus científico pero cedieron el principio discipli­ nario (el derecho a desarrollar la historia de la relación entre

1 0 4 ------------------------------------------------------------------------S e g u n d a parte los griegos y O ccidente) con el fin de lograr un nicho pe­ queño pero seguro dentro del helenismo. Algunos arqueólogos resistieron esas presiones, pero una vez abandonaban la seguridad de su puesto dentro de los clá­ sicos perdían influencia.Tres ejemplos británicos ilustran la situación. El primero es Charles N ew ton, conservador de an­ tigüedades en el British M useum , N ew ton fue un pionero en el trabajo de campo, excavando lugares clásicos en Tur­ quía durante la década de 1850. N o tenía un particular in ­ terés por utilizar el arte griego para combatir la modernidad. R echazó el enfoque «infantil de Europa» e intentó emplear una variedad de pruebas para explorar la vida cotidiana y la religión. Se encontraba más cerca de la antropología con­ tem poránea que muchos clásicos. Era tan eurocéntrico co­ mo cualquier helenista, pero sus intereses evolutivos poseían el potencial de com enzar una crítica arqueológica del h e­ lenismo. A lo largo de la década de 1860 utilizó las num e­ rosas vasijas que había donado al British M useum para en­ señar a los estudiantes nuevos modos de explorar la sociedad ateniense (Turner, 1981: 117). Entre los pocos que siguieron su liderazgo se encontra­ ba Jane Harrison, una de las primeras mujeres universitarias en Cambridge. Tiem po después ella recordaba: E n realidad, los helenistas eran al m ism o tiem po [en la década de 1860] u n a «gente sentada en la oscuridad», pero p ro n to íbam os a ver una gran luz, dos grandes luces..., la arqueología y la antropología. Los clásicos se entregaban a su largo sueño. Los viejos com enzaban a ver visiones, y los jóvenes a soñar fan­ tasías. H abía dejado C am bridge ju sto cuando Schliem ann co­ m enzaba a excavar Troya. (H arriso n 1965 [1921]: 342-343)

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 105 En toda Europa se percibió la posibilidad de una arqueología antropológica griega. Los clasicistas alemanes la rechazaron de plano, pero en Gran Bretaña un puñado de arqueólogos an­ tropológicos alcanzó el éxito profesional. El prim er libro de Harrison fue un tratamiento convencional de la escultura, aun­ que pronto empleó la antropología evolutiva, la sociología fran­ cesa y los artefactos para argumentar que los dioses olímpicos procedían de espíritus más antiguos. Ella observó una evolu­ ción de un sistema matriarcal hacia uno patriarcal y derivó to­ da religión griega del ritual (Harrison, 1903 1912). Pero los arqueólogos m ostraron poco interés por su trabajo; sus se­ guidores en la «Escuela de Cambridge» eran, sobre todo, fi­ lólogos. Tras la prim era guerra mundial sus libros se convir­ tieron en sinónimo del peligro de la lectura demasiado alejada de los clásicos, y su enfoque evolucionista en algo disparatado por completo. El arqueólogo antropológico de mayor éxito fue Wilham Ridgeway. C om binó arqueología, antropología y la filología comparativa alemana con asuntos que parecían muy excén­ tricos para los clasicistas de la década de 1880. Ridgeway creía que en 1881 se le había negado una beca de investigación en el Caius College, Cambridge, por tener «sentimientos partisa­ nos» y que, además, los editores del nuevo Journal o f Hellenic Studies habían bloqueado su influyente artículo «The Authors o f Mycenaean culture». Los editores terminaron renunciando, pero crearon un precedente duradero de obstaculización de contribuciones inusuales. Ridgeway percibió que había reci­ bido el mismo tratamiento por parte del periódico en 1887 y 1895 (Ridgeway, 1908: 11, 16). Su obra fue ferozmente exa­ minada durante la década de 1880. Regresó a Cambridge des­ de C ork en 1892, pero no com o clasicista, sino como cate­ drático a tiempo parcial de la Cátedra Disney en la Facultad

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de Arqueología y Antropología .Y, a pesar de sus treinta y cua­ tro años en el puesto, su presidencia del Real Instituto Antro­ pológico, y de recibir el título de sir, no tuvo más impacto so­ bre la arqueología clásica que N ew ton o Harrison.

Historiografía griega

N o obstante, el fracaso de N ew to n , H arrison y R idgew ay no situó a la arqueología helenística como única posibilidad. Una vez segura dentro de lo clásico, la arqueología podría con­ vertirse en un auxiliar de la historia; los arqueólogos y los his­ toriadores dedicados a los textos podrían trabajar en objetivos comunes. Pero eso no llegaría a suceder. '' Atenas fue importante para el liberalismo a comienzos del siglo X I X . Al contrario que los entendidos que utilizaban el he­ lenismo para revitalizar el arte occidental, los historiadores liberales utilizaron a Grecia para hacer lo propio con la polí­ tica mediante una especie de análisis comparativo, donde se encontraba esperando la m odernidad. Si en alguna parte ha­ bría de emerger una arqueología antropológica que enfatiza­ ra el cambio, este lugar sería Londres durante la década de 1850, cuando N ew ton estaba agitando el British Museum. En esa misma época los historiadores liberales se dedicaban a organizar ataques políticos explícitos contra tratados conser­ vadores, como la obra en diez volúmenes de William Mitford, History o f Greece, 1784-1810. Para George Grote, banquero y dirigente w h ig * la obra citada de M itford suponía una im ­ portante propaganda de la ideología antidemocrática. Los his­ toriadores griegos recuerdan a Grote el desenterrador de he* Partido Liberal británico. (N. del T.)

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 107 chos, pero olvidan al Grote crítico del conocim iento políti­ camente implicado. El argumentaba: N o hay m ateria histórica que dem ande más im periosam ente, o que corresponda m ejor, tanto a la filosofía [liberal] com o a la investigación.Y cuando recordam os el extraordinario interés que el giro hacia lo clásico de la educación británica le confi­ rió a casi cualquier otra transacción griega, y la certeza de que la historia griega será más leída en el m undo que prácticamente cualquier otra, lo contem plam os com o algo tan trascendental que el trabajo más convencional en este país sobre la m ateria debería ser abierta y correctam ente apreciado. (Grote 1826:280)

El problema fue m etodológico en parte; Grote observó que «estamos hechos para ser dolorosam ente conscientes de la diferenciación entre el conocim iento real del m undo antiguo que posee o busca el público alemán, y la apariencia de co­ nocimiento que es suficiente aquí» (1826: 281). Grote estaba orgulloso, y con razón, de su dom inio de las técnicas conti­ nentales, pero lo que pretendía era que el público tuviese una visión (liberal) de Grecia. Concretó claramente su agenda po­ lítica al sugerir que la gran reputación de Mitford: Es una prueba sorprendente de cuánto más aparente que real es la atención que se dedica a la literatura griega en este país; y cuánta de esa atención, cuando es sincera y real, está confi­ nada a los tecnicism os del lenguaje, o la com plicación de sus m etros, en vez de ser utilizada para desplegar el m ecanism o de la sociedad y p o n e rle a la vista las num erosas ilustraciones de los principios de la naturaleza hum ana que perm ite el fe­ n ó m en o griego. E n realidad, no es sorprendente que las ideas generales del señor M itford fuesen em inentem ente agradables

1 0 8 ------------------------------------------------------------------------S e g u n d a parte a los intereses reinantes en Inglaterra; ni que los profesores au­ xiliares dedicados a estos intereses evitaran cuidadosam ente p o te n c ia r todas esas cualidades m entales q u e h iciesen a sus alum nos capaces de exam inar las pruebas p o r sí m ism os. [...] Pocas obras podrían llevar a esto con más eficacia que una bue­ na historia griega. (Grote, 1826: 331)

Grote estaba demasiado ocupado como izquierdista en el go­ bierno ivhig de Grey para ser él quien escribiese tal historia. Pero, tras los desastrosos comicios de 1841, comenzó una H is­ tory o f Greece (12 vol., 1846-1856). Los lectores británicos en la década de 1850 dieron por seguro que la historia griega proporcionaba lecciones de po­ lítica moderna. Sólo se discutía el contenidó de esas lecciones. Había buenas perspectivas para una arqueología histórica que pudiese contribuir a esos argumentos. Pero en la década de 1880 los historiadores de la Antigüedad se apartaron del con­ vencimiento de la generación de Grote de que los políticos (británicos o atenienses) pudiesen regenerar la sociedad. Dos factores influían en esto. En prim er lugar, los académicos pro­ fesionales reem plazaron a hom bres de letras com o G rote (Heyck, 1982). Afirmaban ser más científicos, pero no críticos sociales. En segundo lugar, el Tercer Proyecto de Ley R efor­ mista de 1884 y el Proyecto de Ley de la A utonom ía Irlan­ desa de Gladstone en 1886 asustaron a mucha gente instrui­ da, apartándola de la política liberal. Los historiadores griegos no respondieron a la política de masas volviendo a las ideas de M itford, Grote lo había hecho imposible. E n su lugar, con­ cluye Turner, «los estudiantes y participantes en la política de­ mocrática de Inglaterra durante el último tercio del siglo ne­ garon reiteradamente que la democracia moderna se pareciera a la democracia de Atenas» (1981:251). Hacia el año 1900, un

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 109 historiador afín a Grote argumentó que las lecciones políticas de Atenas para la m odernidad habrían parecido totalm ente desfasadas. Eso continuó como cierto hasta la década de 1970. En Francia, distintos planteamientos llevaron al mismo re­ sultado. Ya en 1764 Rousseau había argumentado que sus con­ temporáneos no podían renovarse a sí mismos a través del he­ lenismo, pues los estados modernos eran demasiado diferentes de las antiguas polis.Tras la Revolución francesa, pensadores im­ portantes, como Condorcet, Chateaubriand,Volney y Constant, continuaron observando Atenas con el fin de comprender Pa­ rís, pero llegaron a conclusiones distintas que Mitford o Gro­ te. Constant argumentaba que los modos de hacer la guerra, la participación política y la actuación en los estados antiguos estaban vinculados. En los estados modernos, el comercio, los mediadores políticos a través de representación y el pensamiento van juntos. El hombre contemporáneo ama la libertad civil, no la libertad política.Al revés que Grote, los historiadores france­ ses hicieron hincapié en la esclavitud, representando a los ciu­ dadanos atenienses como una aristocracia gobernante de una población sojuzgada. En 1815 la mayoría de los historiadores franceses, sobre todo los vinculados a instituciones académicas nuevas, defendía lo que PierreVidal-Naquet llamaba una «Ate­ nas burguesa», importante por su arte y filosofía, pero no por su política. Entre 1850 y 1900 este modelo se mantuvo práctica­ mente irrefutable. (Vidal-Naquet 1995: 117). En Prusia, los eruditos de la década de 1820 se encontra­ ban en franca retirada frente a las primeras asociaciones libe­ rales de estudios griegos, reaccionando contra revueltas estu­ diantiles y con miedo a que los fílohelenos que regresaban de Grecia pudiesen causar un efecto dominó (vid. p. 94). Los his­ toriadores alemanes de Grecia se desviaron hacia el análisis po­ lítico rankeano o a la alta cultura.6

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U na arqueología griega alineada con Grote habría sido una materia muy diferente, más parecida a la idea de Newton. Pero incluso en la década de 1850 les era difícil pensar en ello a los innovadores arqueológicos. Las instituciones se endure­ cieron y los eruditos liberales se suavizaron en la década de 1880, los mismos años en que se estableció la arqueología clá­ sica. Com enzó a parecer natural la existencia de una gran di­ visión entre historiadores filológicos y arqueólogos.

Una monografía: estadounidenses y griegos Estudios recientes de arqueología y nacionalismo (Kohl y Faw­ cett, 1995; Díaz-Andreu y Champion, 1996; Atkinson y otros, 1996) muestran cuánto varían ideas e instituciones entre paí­ ses, incluso a pesar de que a un nivel mayor de generaliza­ ción se revela claramente una única tendencia. En vez de ofre­ cer un estudio amplio y superficial de la arqueología helenística, examinaré una única tradición nacional con más detalle. El candidato más obvio es la arqueología estadounidense. Hacia el año 1939, los arqueólogos estadounidenses constituían la presencia extranjera más im portante de Grecia, y continúan siéndolo (vid. Dyson, 1998).

Charles Eliot Norton

Charles Eliot N o rto n tiene una buena razón para ser consi­ derado el padre fundador de la arqueología clásica en Esta­ dos Unidos. En él se encuentran los cuatro factores discutidos en pp. 95-101. N o rto n describía las humanidades como...

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 111 ... las fuerzas más poderosas en la interminable com petición con­ tra las degradantes influencias del espíritu del m aterialismo [...]. La necesidad es grande, digo, para aquellos que tienen las h u ­ m anidades en alta estima y, sobre todo, para aquellos que reco­ nocen en los estudios clásicos, interpretados a fondo y bien com ­ prendidos, la quintaesencia de las humanidades. (N orton, 1900:8)

En 1874 N o rto n llegó a ser el prim er profesor de Harvard en historia de las Bellas Artes aplicadas a la Literatura. El insti­ tuto Alemán en Atenas abrió aquel año, y la decisión de N o r­ ton de form ar en 1879 un Instituto Arqueológico de Esta­ dos U nidos (Archaelogical Institute o f A m erica, AIA) se precipitó al escuchar que Richard Jebb estaba intentando es­ tablecer en Atenas una Escuela Británica. N orton creyó que los estadounidenses podían igualar a los eruditos europeos. D ort sugirió que «los dos objetivos, asegurar para Estados U ni­ dos su justa parcela en los campos de trabajo situados en te­ rritorios de la Antigüedad y llevar a su país grandes obras del arte clásico, eran sin duda los dos motivos primordiales en la m ente del catedrático N orton» (D ort, 1954: 195). N o rto n en persona dijo en 1880 que «lo que deberíamos obtener del m undo antiguo es que tendam os a increm entar el nivel de nuestra civilización y cultura [...] [si] vamos incluso a tener una colección de antigüedades clásicas europeas en este país, debemos hacerlo ahora» (en Hinsley, 1985: 55). N o rto n tam bién m antuvo contacto con el m undo ar­ queológico, e intentó reconciliarlo con el helenismo. En su prim era circular, 1879, presentó al AIA com o una sociedad que «comprendía los emplazamientos de las civilizaciones an­ tiguas en el N uevo M undo al igual que en el Viejo». La se­ gunda serie del American Journal o f Archaeology (AJA) se anun­ ció en 1885 como «dedicada al estudio de todo el campo de

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la arqueología... oriental, clásica, paleocristiana, medieval y americana» (citas extraídas de D onohue, 1985: 3, 5). Pero ya desde el principio hubo confrontaciones entre el m undo de la arqueología y el helenismo. N orton fue atraí­ do desde varias direcciones. Jamás cuestionó el dominio hele­ nista sobre la arqueología griega, y en 1880 escribió a Carly­ le diciendo: «Mi interés en este nuevo Instituto Arqueológico nuestro brota de la confianza en que pueda hacer algo para prom ocionar los estudios griegos entre nosotros» (en Sheftel, 1979: 5). Pero su arqueología era romántica y preprofesional. Admiraba a Curtius, aunque le preocupaba la arqueología científica que apuntaba. D urante un discurso en el AIA pro­ nunciado en 1899, observó que «se ha abierto un pozo a los pies de los arqueólogos [...]. Existe el riesgo de la tentación, presente en todas las ciencias, de ensalzar el descubrim iento de detalles sin importancia hasta hacer de ello un fin en sí mis­ mo» (Norton, 1900: 11). Por entonces la erudición del AIA se había derrumbado. El editor del A J A estaba «deseoso de que la arqueología esta­ dounidense en concreto se convirtiese una vez más en una ca­ racterística im portante del trabajo de este Instituto, y de que encuentre una representación más frecuente en las páginas de este PERIÓ D ICO » (W right, 1987: 3-4), pero a partir de 1890 el AIA hizo bien poco fuera del Mediterráneo. Unos cuantos en­ sayos de arqueología no clásica continuaron apareciendo en el A J A hasta entrada la década de 1930, pero los miembros del AIA eran conscientes de la estrechez de miras del Instituto (Dyson, 1998: 160-167). C om o indica Alice D onohue: Aunque se concedió interés al Nuevo Mundo en los docu­ mentos fundadores tanto del AIA como del AJA, las materias americanas no recibieron el mismo énfasis que los temas clá­

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 113 sicos, a pesar de los grandes intentos de sus estudiantes. D u ­ rante los prim eros años del siglo

XX,

la divergencia entre los

estudios del V iejo y el N u ev o M u n d o llegó a ser lo bastante seria com o para req u erir una extensa discusión y ciertos rea­ justes prácticos. E n retrospectiva, es obvio que la centralización en u n cam po que se expande tan rápidam ente y en tantas di­ recciones nunca habría podido haberse sostenido m ucho tiem ­ po;

era na tural

que organizaciones y publicaciones creciesen

com o respuesta a las necesidades de distintas áreas de concen­ tración. (D onohue, 1985: 8; las cursivas son mías)

N o había nada natural en esta escisión. Grupos más grandes y diversos, como la Asociación Histórica Estadounidense y la Asociación Antropológica Estadounidense no se dividieron. La arqueología estadounidense se fragmentó en tendencias clá­ sicas y no clásicas porque los que trabajaban sobre Grecia acep­ taban el helenism o por completo, tenían poco interés en lo ajeno a la tradición clásica y ocupaban un estatus más elevado dentro y fuera de la academia. M uchos confiaban en desa­ rrollar la sociedad m ediante los clásicos. Hinsley (1985: 56) propone que «para los hombres del entorno y educación de N orton la carga de la ilustración pública era seria y tangible, una noble obligación que servía al mismo tiempo, creían, co­ mo ruta más segura para la paz, el desarrollo social gradual en la comunidad y la nación». La arqueología americanista ca­ recía de importancia en esta agenda. La Escuela Estadounidense de Estudios Clásicos en Atenas, abierta en 1881, desafió la dominación europea y ayudó a or­ ganizar arqueólogos profesionales bajo los auspicios de los clá­ sicos, «permitiendo a los jóvenes eruditos estadounidenses ven­ tajas similares a las ofrecidas por las escuelas alemana y francesa ya existentes en la zona» (N orton, 1900: 5). La Escuela estaba

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excavando en 1886. Después de resultados dispares fuera del te­ rritorio griego en Assos y Cirene, obtuvo un éxito absoluto con la gran excavación de Charles Waldstein en el templo argivo de Hera, entre 1892 y 1895, siguiendo el modelo de «gran ex­ cavación» de Olimpia (Dyson, 1998:68-85).Produjo tesoros ar­ tísticos y generó abundancia de hallazgos menores, de quienes habían comenzado a depender los arqueólogos para definirse a sí mismos como grupo concreto, llevando a las inevitables m o­ nografías. Aunque también ayudó a lograr que el más prestigio­ so campo de trabajo fuese tan caro que sólo las grandes poten­ cias pudiesen mantenerlo (vid. Dyson, 1989:215-216).

/

E l Agora ateniense

En cierto sentido, cada excavación incrementaba el prestigio griego pero, al mismo tiempo, garantizaba el dom inio occi­ dental sobre la herencia griega. En 1885, N orton comprendió que el M etropolitan M useum estaba creciendo y habría espa­ cio para nuevos descubrimientos. R eunió fondos y buscó un buen lugar. Delfos parecía el más prometedor. N o obstante, los franceses habían excavado allí en 1861 y tenían la primera con­ cesión. Es más, como el pueblo de Kastri recubría el lugar, ha­ bría de desplazarse y eso suponía un gran coste. Algunos esta­ dounidenses consideraron poco ético quitarle Delfos a los franceses, pero otros creían que sería un triunfo. E n 1898, W. G. Hale le escribió a N orton diciéndole (según el resumen del secretario del AIA): T ric o u p i [esto es,T rikoupis] expuso in eq u ív o c a m e n te que ten d ríam o s la c o n c esió n si íbam os co n el dinero. D ijo que los franceses «no eran excavadores pacientes y tenaces.

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 115 »La ventaja del país sería m ayor si otra nación [aparte de Grecia] asum e la tarea. G recia necesitaba ser más conocida. El trabajo de los alem anes en O lim pia ha beneficiado al país más que si esas mismas excavaciones hubiesen sido efectua­ das p o r los griegos. »La Sociedad A rqueológica G riega preferiría ten er a los estadounidenses a cargo del trabajo», (en Lord, 1947: 59)

La herencia de Olimpia fue innegable: franceses y griegos no eran bienvenidos porque no alcanzaban esos niveles, y parecía que sólo los estadounidenses disponían del dinero. Los fran­ ceses term inaron otorgando concesiones comerciales con el fin de asegurar sus derechos y, notando que los griegos les da­ ban esperanzas a los estadounidenses, elevar el precio del lu­ gar (Amandry 1992). La concentración en períodos gloriosos de la historia es típica de la «arqueología nacionalista» de Trigger, pero de nue­ vo se da una diferencia: cada excavación y expropiación de te­ rreno aportaba tanto a la imagen de Atenas como origen con­ gelado de la civilización occidental, como al sentido de Grecia como nación. Los griegos habían afrontado un dilema arqueo­ lógico desde su liberación. La mayoría sentía una fuerte vin­ culación con su pasado bizantino y ortodoxo; la Antigüedad clásica le importaba más a quienes tenían relaciones y educa­ ción occidental. Éstos, a m enudo acaudalados, crearon orga­ nizaciones arqueológicas por todo el país a partir de 1829. Los nuevos planos de urbanismo para Atenas en 1831 y 1834 tra­ taron a la ciudad com o un museo de los orígenes europeos así como la capital de la nueva nación, desplazando el asenta­ miento norte para exponer el antiguo Agora. N o obstante, es­ te espacio abierto pronto se llenó de casas. Los gobiernos su­ cesivos limitaron la construcción, pero en 1924 los funcionarios

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decidieron que si iba a haber una gran excavación, entonces debería comenzar en breve. El contexto es im portante. En 1922 Grecia había sufri­ do una aplastante derrota a manos de los turcos, y en 1923 rin­ dió amplios territorios. Más de un millón de refugiados hu­ yeron. La población de Atenas casi se dobló entre 1920 y 1928. El mes de octubre de 1923 fue testigo de un golpe m ilitary en abril de 1924 un plebiscito abolió la monarquía. Una de­ mostración de prestigio griego podría ayudar aVenizelos a cal­ mar a los cada vez más numerosos elementos reaccionarios en­ tre los políticos nacionales. D e todos m odos, la Sociedad A rqueológica se encontraba prácticam ente en bancarrota. En todo el período entre 1924 y 1944 dirigió sólo dos pe­ queñas excavaciones en Atenas (Petrakos, 1987). El Estado no disponía de fondos para comprar las propiedades de los resi­ dentes en el Agora, entre siete y diez mil personas, y el Par­ lamento rechazó un proyecto de ley de expropiación. Las au­ toridades griegas insinuaron que los estadounidenses, los únicos arqueólogos que podrían ofrecer tal suma, deberían asumir el proyecto. El presidente de la Asociación Estadounidense, Ed­ w in Capps, provisto en 1927 de un donativo anónimo, por parte de John D. Rockefeller, de doscientos cincuenta mil dó­ lares, obtuvo la concesión y la expropiación siguió adelante a pesar de la fuerte oposición de los lugareños desplazados. El Agora elevó a la arqueología helenística hasta nuevas cotas. Entre 1931 y 1939 Rockefeller contribuyó con un mi­ llón de dólares; se demolieron trescientos sesenta y cinco edi­ ficios y se sacaron doscientas cincuenta mil toneladas de tie­ rra de un área de 6,47 ha. En 1891 la Escuela Estadounidense había admitido que sus estudiantes no excavaban tan bien co­ mo los franceses y alemanes (Lord, 1947: 81); pero hacia 1936 Leslie Shear Sr. había adiestrado a tantos estudiantes que po­

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 1 1 7 día trabajar en ocho lugares diferentes de la excavación. Se re­ cogieron gran cantidad de datos de m odo muy eficaz (Shear Sr., 1938: 314-318). E n 1928 el AIA rec o n o c ió la Escuela como la principal institución estadounidense en arqueología griega, con la responsabilidad exclusiva del Agora (Lord, 1947: 205). En el mismo año, el gobierno griego legisló que cual­ quier trabajador de campo extranjero tendría que obtener an­ tes la aprobación de su Escuela en Atenas (Zaimis y Petridis, 1928: artículo 2). En diciembre la Escuela completó su m o­ nopolio al prohibir a los estadounidenses colaborar con los ar­ queólogos griegos sin permiso. En 1929, Capps anunció que la Escuela tendría su propia revista, la cual se publicó en 1932 con el nombre de Hesperia. Dirigentes dinámicos como Capps y Shear transforma­ ron la arqueología estadounidense en Grecia. El Agora fue el punto culminante del enfoque centrado en la gran excavación; no podían competir ni siquiera las demás escuelas extranjeras. Ello generó una abundancia de m aterial que ha m antenido ocupados a los investigadores desde entonces, catalogándolo y publicándolo según el estilo canónico, enmascarando la nece­ sidad de explicitar enfoques teóricos frente a la importancia histórica de las pruebas. Cuando sólo controlar el material su­ pone tanto trabajo, los demás asuntos deben ser secundarios. El programa es autor re afirmante. Si un grupo dentro de la pro­ fesión hubiese sido excluido sistemáticamente de los datos, ello habría desafiado las prácticas dominantes; pero en la prác­ tica, la exclusión de artefactos inéditos implicaba la exclu­ sión del campo, y el discurso artificial permanecía intacto. La década de 1930, una década de incertidum bre y relativismo en las ciencias humanas, fue la edad de oro de la arqueología helenística. Tal com o lo presentó D yson (1998: 158-216), entonces se vio «el triunfo de la clase dirigente».

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Más allá del helenismo Setenta años después de que comenzase el proyecto Agora, la arqueología helenística había perdido su inocencia. En esta sección examino los factores influyentes a partir de 1939, des­ de lo individual a lo epistémico. Pongo el acento en los tre­ mendos cambios económicos, sociales e intelectuales. El te­ rreno de estudio desplegado a finales del siglo xvilí, que le otorgaría a la arqueología griega sus metas institucionales un siglo después, se ha movido bajo nuestros pies. Cuando se reanudó el trabajo de campo tras la ocupación alemana, éste se diferenciaba muy poco de la investigación prebélica. Las excavaciones de la posguerra fueron, en general, menores que las efectuadas durante la década de 1930, pero la estrategia continuaba siendo la misma. D e todos modos, no era una conclusión previsible. A mediados de 1944 las guerri­ llas de influencia comunista EAM /ELAS dominaban la ma­ yor parte de Grecia. En Yalta, Stalin reconoció los intereses de Gran Bretaña, pero el país fue rápidamente a la guerra civil. Esta term inó en octubre de 1949 con la derrota total de los comunistas (vid. Iatrides y W rigley 1995). Una victoria comunista habría alineado a la arqueología griega ju nto con las prácticas soviéticas, requiriendo entonces una reorientación hacia el origen étnico, las bases sociales y el conflicto de clases. Sólo podem os im aginar cóm o hubiesen reaccionado, aunque habría habido problemas para obtener per­ misos y fundar campos de trabajo en un territorio comunista. Las ideas helenistas podrían haber sobrevivido, pero la arqueo­ logía se habría desarrollado de otro modo si se separa de la ex­ cavación. La guerra civil y el Plan Marshall lo evitaron.

A rq u e o lo g ía s d e G re c ia

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John Beazley

Durante la década de 1940, con el trabajo de campo tan com­ plicado, el estudio de las colecciones de los museos cobró ma­ yor im portancia. John Beazley, en una conferencia pronun­ ciada en la Universidad de Londres acerca de «El futuro de la arqueología», observó: E n ocasiones se cree que ya se ha trabajado en los m useos, y q u e para o b te n e r nuevas luces sobre el arte antiguo y la ar­ queología el m undo depende de nuevas excavaciones. N u es­ tro estudiante [ideal] no será de esta opinión, pero com pren­ derá, a p artir de los enorm es alm acenes de objetos ya sobre la superficie, que sólo po d rán descubrirse incalculables secretos en núm ero e im portancia m ediante un escrutinio paciente y aplicado. (Beazley, 1989 [1943]: 100)

Beazley había comenzado estudios sistemáticos de vasijas grie­ gas en una fecha tan temprana como 1910, pero éstos llega­ ron a cristalizarse en la nueva atmósfera posbélica en pasmo­ sos catálogos exhaustivos donde se atribuían decenas de miles de vasijas atenienses a artistas, escuelas, estilos, círculos, etc. (Beazley, 1956; 1963). D ietrich von Bothm er sugiere que «su ejemplo sirvió como inspiración y desafío para sus amigos, co­ legas, alumnos y seguidores..., conservadores de museos, pro­ fesores universitarios, excavadores, estudiantes, coleccionis­ tas, y amantes de la Antigüedad por igual». Beazley transformó «lo que en el siglo x ix había sido víctima de diversas y diver­ gentes puñaladas descargadas por los eruditos sobre una com­ pleja y confusa masa de m onum entos menores... en una ver­ dadera disciplina, bien ordenada y clasificada, en la cual no se descuidó ningún aspecto» (Yon Bothmer, 1987: 201). Algunos

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S e g u n d a parte

historiadores de arte presentan a Beazley como un empirista puro que operaba en un vacío teorético (p. e. Oakley, 1998) pero, como señala James W hitley (1997a; cf. Neer, 1997), eso se basa en la extraña suposición de que el prácticamente ab­ soluto silencio de Beazley acerca del m étodo y la teoría im­ plicaba que no tenía ni m étodo ni teoría, en vez de constituir una posición teorética por derecho propio. Como sucede a menudo en las humanidades, el «éxito ro­ tundo [de Beazley], fundamentalmente su autoridad indiscutida, y su renuencia a explicar por escrito cómo estudia sus va™ sijas» (Kurtz, 1983: 69) crearon sus propios problemas.Von Bothm er (1987: 201) había dicho: «No creo que Beazley ha­ ya considerado su palabra como la definitiva, pues jamás dejó de adquirir conocim ientos nuevos o refiriar y perfeccionar su método», pero M artin R obertson (1991: 9) argumenta: «La obra principal [de atribución] ya se ha hecho [...]. Ahora deben o deberían situarse otros enfoques en primera línea de estu­ dio». A m enudo se formulaba la pregunta: ¿Hacia dónde ire­ mos después de Beazley? Una respuesta ha sido extender la investigación hacia abajo y al exterior, es decir, hacia artistas menos conocidos, o a perío­ dos o regiones antes considerados formalmente periféricos. Otra consiste en regresar a la narrativa, pero sin cuestionar el terre­ no despoblado. A la estela de Beazley se publicaron monografías pseudobiográficas de artistas individuales y estudios de la evo­ lución de temas específicos. Las principales excepciones las cons­ tituyen los eruditos influenciados por el estructuralismo y el fe­ minismo (p. e. Bérard, 1989; Goldhill y Osborne, 1994), pero sus historias culturales siguen siendo extravagantes. Beazley no explicó su «escrutinio paciente y aplicado» más allá de decir: «Consiste en extraer una conclusión a partir de la observación de un gran número de detalles» (Beazley, 1918: v).

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 121 Kurtz (1983: 69) sugiere que se inspiró en métodos aplicados por primera vez por Morelli en los estudios de la pintura re­ nacentista. R obertson (1985:26) lo refrenda concluyendo que «Beazley deja claro en sus primeros artículos cómo su trabajo estuvo bajo la influencia de los estudios de Morelli y Berenson acerca de la pintura en vasijas italianas; y, me parece, evidente­ m ente trataba a la cerámica de figuras rojas del Atica como un campo comparable por completo». Si es así, Beazley utili­ zaba la analogía renacentista como una alternativa a la socio­ logía de la pintura cerámica en Atica. R obertson propone: Al distinguir el desarrollo de la pintura de cerám ica ática (fi­ guras negras, figuras rojas y fondo blanco) en térm inos de ar­ tistas individuales (maestros y pupilos, colegas y rivales, que aprendían unos de otros e influían entre sí) nos ahorró una es­ tructura esquem ática similar a la que utilizamos en los perío ­ dos de cerám ica m inoica o heládica; en vez de eso, podem os co ntem plar el m o d o en que el arte fue m odelado p o r h o m ­ bres reales durante trescientos años, igual que podem os obser­ var el m o d o en que los pintores de Florencia, Siena o Vene­ cia m o d elaro n la d o c trin a de sus escuelas d u ran te los siglos posteriores. (R o b ertso n 1985: 19-20)

Sin embargo, en realidad éste no es el caso. Beazley no mos­ tró interés en cómo la gente real determ inó el arte atenien­ se. Sus categorías no son menos esquemáticas que taxones co­ m o H eládico Tardío IIIC lc ; sólo que tienen nom bres más agradables. Cuando Beazley hablaba de contexto social se ba­ saba en fuentes literarias para los ejemplos, con la arqueología utilizada en el clásico estilo helenístico para las ilustraciones (vid. Beazley, 1989 [1943]: 99). Beazley hizo avanzar a la ar­ queología al crear una incomparablemente ajustada cronolo­

1 2 2 ------------------------------------------------------------------------S e g u n d a parte gía de la cerámica ateniense para los siglos ni y IV a. C., pero alienó aún más la influencia humana. Proporcionó la aparien­ cia de una disciplina humanística, pero dispensó a los arqueó­ logos de pensar para qué se utilizaban las vasijas.

Economía y sociedad en Grecia, Í 9 4 9 - Í 9 9 9

Dyson (1989) propone que la economía cambió la arqueolo­ gía clásica más que cualquier otro factor. En las décadas de 1930 y 1940 las grandes excavaciones resultaban baratas para los e x ­ tranjeros: un cambio de divisa favorable y el subdesarrollo fi­ nanciero griego hicieron que el dinero occidental llegara lejos. Una política fiscal más ortodoxa por parte de Karamanlis cam­ bió todo eso durante la década de 1950. Se hizo más difícil lle­ var cada verano a Grecia a expertos y estudiantes, y contratar grupos de trabajadores. Com o antes de la guerra, los arqueó­ logos con fondos privados trabajaban todo el año en Atenas, pero había menos excavaciones lo bastante grandes para generar una cantidad de material que requiriese emplear a equi­ pos de eruditos para su descripción. El coste aumentó aún más con la crisis energética de 1973. Algunos excavadores adopta­ ron técnicas intensivas de recuperación para mantener el flujo de artefactos, pero ello generó materiales que exigían pericia no clásica. Otros volvieron a la inspección. Es barato, pero, como las semillas y los huesos de las excavaciones intensivas, los artefactos que se descubrían requerían técnicas nuevas. Las primeras observaciones sistemáticas intensivas en Grecia las efectuaron arqueólogos dedicados a la Edad de Bronce, y el pri­ m er especialista consagrado a una etapa posterior a la Edad de Bronce en organizar un proyecto semejante fue Michael Jamesón, como historiador de textos y como arqueólogo.

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 123 La lucha contra el colonialismo dificultó la arqueología eurocéntrica en África, Asia y América. En Grecia, los desafíos más serios se presentaron tras la elección del partido socialista PASOK en 1981 como una tribuna, por primera vez desde 1947, en la cual se cuestionaba la hegemonía estadounidense. Se en­ dureció la actitud hacia Occidente. Desde 1928, la ley griega había limitado a cada escuela extranjera a un permiso de tres excavaciones anuales (Zaimis y Petridis 1928: artículos 2-3; Kardulias, 1994). En 1988 la ley se amplió a las inspecciones.

A nthony Snodgrass

Anthony Snodgrass dirigió la primera revolución seria contra la arqueología helenística. Llegó a la arqueología británica clá­ sica en la década de 1950 por una ruta convencional, con una disertación en O xford acerca de pruebas arqueológicas refe­ rentes a corazas y armas de la Edad de Hierro. Snodgrass lle­ vó a cabo una concienzuda recolección de pruebas (1964). Los clasicistas británicos colonizaban la Edad Oscura en la dé­ cada de 1950, aplicando los sistemas de Beazley para su cerá­ mica y produciendo estudios analíticos (vid. el capítulo terce­ ro). N o obstante, Snodgrass se mantuvo cronológicamente al margen, con sus problemas y métodos traslapados con los de la arqueología de la Edad de Bronce. Más aún, las cuestiones pronunciadas por Snodgrass habían sido planteadas antes y en gran medida por historiadores estudiosos de textos. Andrén (1998: 23, 121-126) apunta que los pioneros de la arqueología histórica se concentran por norma general en la «protohistoria», donde la arqueología puede rellenar los hue­ cos en los textos fragmentarios. Snodgrass, respondiendo a es­ ta oportunidad, colocó los hallazgos en un sólido equilibrio

1 2 4 ------------------------------------------------------------------------S e g u n d a parte cuantitativo. Demolió las versiones impresionistas sobre el cam­ bio del bronce al hierro y fue más allá de «rellenar huecos» pa­ ra poner en entredicho los modelos de cambios sociales en la Grecia arcaica (Snodgrass, 1965). El hecho de que trabaja­ se en armas de hierro tam bién alejó su obra de la arqueolo­ gía clásica. Los objetos poseían poco atractivo estético, y qui­ zá por esa razón nunca fuesen objeto de análisis sistemáticos. Snodgrass no tenía mucho en común con los historiadores del arte, sino con los arqueólogos de la Edad de H ierro de otras áreas, y planteó sus mismas cuestiones. Snodgrass argumenta: La historia antigua y la arqueología clásica han [...] llegado a acercarse mucho más. Una vez los historiadores lleven sus in­ tereses de los sucesos políticos y militares a los procesos socia­ les y económicos, es obvio que las pruebas arqueológicas po­ drán ofrecerles mucho más. En cuanto los arqueólogos clasicistas pasen de las extraordinarias obras de arte a la totalidad de pro­ ductos materiales, entonces la historia (interpretada así con más amplitud) los proveerá de un marco de trabajo más práctico [...]. Como resultado de este acercamiento, a un futuro inves­ tigador le será difícil embarcarse en una materia histórica den­ tro del campo de la Grecia arcaica sin llegar a implicarse en cuestiones arqueológicas, o viceversa. (Snodgrass, 1980a: 13) Al igual que muchos arqueólogos de la Edad de Bronce, contem plaba la dem ografía com o factor principal (Snodgrass, 1977). A partir de esta inquietud Snodgrass se convirtió, tras Michael Jameson, en el prim er erudito del período posterior a la Edad de Bronce en abogar por la inspección intensiva. Shanks (1996:132-143) habla de una «escuela Snodgrass» de arqueología social. Si esto es válido, su prim er rasgo sería el

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 125 eclecticismo. Quantifie ación, comparaciones diversas y distin­ tos préstam os interdisciplinarios, todo es útil siempre que lleve a ideas nuevas acerca de la sociedad antigua. Su segunda característica son los elementos en com ún con la historia an­ tigua. Snodgrass ha llevado la arqueología social hasta el siglo V a. C. y sus estudiantes han continuado hasta la época roma­ na (Alcock, 1993). Snodgrass, al desbaratar las barreras entre la práctica arqueológica y la histórica, apuntó en la agenda la idea de arqueología griega como historia cultural.

C am bio epistém ico Podríamos construir una explicación para los cambios en cur­ so dentro de la arqueología helenista a partir de esos detalles. La dificultad para generar nuevos tipos de indicios tradicio­ nales estimuló métodos innovadores para utilizar el material ya disponible, o para crear nuevas clases de pruebas a partir de proyectos más baratos. Una respuesta, planteada en prim er lu­ gar por Snodgrass cuando la arqueología clásica se encontró con la historia antigua y la arqueología prehistórica, consistió en concentrarse en significados sociales y contextos de sedi­ mentación. Esto centró el interés en cómo los arqueólogos de otras partes del mundo abordaban los mismos problemas y pro­ vocó una crisis de confianza. C om o análisis interno es muy recomendable, sí, pero sólo es una parte de la historia. El debate interno de la arqueología griega coincide con una fragm entación de las arqueologías antropológicas en la cual los críticos buscaban su salvación. Ambos fenómenos for­ man parte de un cambio más amplio, pues se han transforma­ do todas las ciencias humanas. Las expresiones posmodernistas y la posmodernidad comenzaron a escucharse a mediados de

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S e g u n d a parte

la década de 1970, prim ero entre los arquitectos y después en las demás Humanidades. Esas palabras, en cualquier caso, son incluso más difíciles de definir que «romanticismo» o «he­ lenismo». N ovick propone que para los historiadores la pos­ modernidad «es el símbolo de una circunstancia de caos, con­ fusión y crisis en la cual todos tienen la fuerte sospecha de que las reglas convencionales ya no son practicables, pero nadie sa­ be con certeza qué se está gestando» (1988: 524). Abundan las definiciones. Christopher Jencks, quien po­ pularizó la palabra posm odernism o en la arquitectura, con­ templa la clave como un «código doble», una conciencia iró­ nica de la imposibilidad de librarse de las ataduras de lo que ya se había dicho y hecho. Los arquitectos presentaron los pri­ meros estilos con un espíritu pluralista y ecléctico: «el arqui­ tecto debe proyectar para distintos “gustos culturales” [...] y diferentes conceptos de la buena vida» (Jencks, 1991: 8). Algunos en la izquierda contem plan esta descentraliza­ ción de la disciplina dentro de un pastiche de discursos so­ lapados como una retirada de la implicación política (Eagleton, 1996). Fredric Jameson (1989) argumenta que esto causó la mengua del afecto, pues se evaporó la ansiedad debida a la propia conciencia de soledad; la desaparición de modelos arrai­ gados, la distinción dialéctica entre lo esencial y lo aparente, la freudiana entre lo latente y lo manifiesto, la existencial en­ tre lo auténtico y lo falso; la semiótica entre significante y sig­ nificado; y la pérdida de un genuino sentido del pasado co­ mo diferencia.Tacha a la cultura posmoderna de superficial y esquizofrénica. Jürgen Habermas va más lejos: al defender «el proyecto de modernidad», una corriente filosófica proceden­ te de Kant y dirigida a un razonamiento basado en una lógi­ ca universal, representa al posm odernism o com o el culm en de la desesperación del siglo X X por la racionalidad objetiva

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 127 y, por tanto, como neoconservador (Habermas, 1984). JeanFrançois Lyotard, al responder directamente a Habermas, acep­ ta que los posmodernistas rechazan «hacer un llam amiento explícito a algunas narrativas elevadas, como a la dialéctica del Espíritu, la herm enéutica del significado, la emancipación de lo racional o la materia de trabajo, o la creación de riqueza», pero argumenta que «el conocimiento posmoderno no es sim­ plem ente una herram ienta de las autoridades; refina nuestra sensibilidad ante las diferencias y refuerza nuestra habilidad para tolerar lo inconmensurable». El conocim iento se con­ vierte en «muchos juegos de palabras diferentes..., una hete­ rogeneidad de elementos. Sólo da origen a instituciones en territorios..., a un determ inism o local» (Lyotard, 1984: XXIII, XXIV, xxv). Otros discrepan de algunos o todos esos puntos. David Harvey (1989) cuestiona la división m oderno-posm oderno que otros ven tan importante, señalando que la indeterm ina­ ción del significado y el flujo constante eran esenciales para el pensamiento modernista. En El manifiesto comunista, un texto primordial, Marx y Engels resumen la década de 1840 diciendo: La burguesía no existe sino a condición de revolucionar ince­ santemente los instrumentos de producción y, de ese modo, las relaciones de la misma y con ello el conjunto de relaciones so­ ciales [...]. Este cambio continuo de los modos de producción, este incesante derrumbamiento de todo el sistema social, esta agitación y esta inseguridad perpetuas distinguen a la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones sociales tradicionales y consolidadas, con su cortejo de creencias y de ideas admitidas y veneradas, quedan rotas: las que las reempla­ zan caducan antes de haber podido cristalizar. Todo lo que era sólido y estable es destruido; todo lo que era sagrado es pro-

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S e g u n d a parte fañado, y los hombres se ven forzados a considerar sus condi­ ciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión. (Marx y Engels, 1977 [1848]: 224)

Para Harvey, la posmodernidad es una tendencia de vanguar­ dia que enfatiza esta corriente de la m odernidad sobre aque­ llas que buscan dom inar el caos de las relaciones capitalistas im poniendo orden y fijeza. Sugiere que «modernidad y posm odernidad, ambas, deben su estética a cierta clase de lucha con el hecho de la fragmentación, lo efímero y caótico del flu­ jo» (Harvey, 1989: 117). La m odernidad buscaba estabilidad mediante las instituciones y el entendimiento a través de apar­ tar las apariencias que enmascaran el núcleo oculto subyacen­ te a las alteraciones superficiales. La posmodernidad se delei­ ta con la inestabilidad, con la relajación del control institucional y juega con el acto de enmascarar y con los detalles de las pro­ pias máscaras. C om o se señala en el capítulo primero, en los últimos treinta años todas las ciencias humanas se han des­ plazado de la estructura a la cultura, de las profundidades a la superficie. Harvey argumenta que esta variación en las élites culturales fue determinada por cambios económicos..., el co­ lapso de la producción capitalista centralizada y a gran escala frente a unidades menores y más flexibles. El posmodernismo intenta interpretar el hecho, pero también lo aviva al justificar sus consecuencias: El posmodernismo ha llegado a la mayoría de edad en medio de este clima de hechizo económico, de construcción y des­ pliegue de la imagen política, [...] de la formación de una nue­ va clase social [...], del intento de deconstruir las institucio­ nes tradicionales de poder en las clases trabajadoras (los sindicatos y los partidos políticos de izquierda), [y] la ocultación de los

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 129 efectos sociales de los privilegios de las políticas económicas [...]. Una retórica que justifica el desempleo, los sin techo, la creciente pobreza, la pérdida de poder y demás, mediante la apelación a unos supuestos valores tradicionales de indepen­ dencia y emprendimiento empresarial alabará de buen grado la variación de la ética a la estética como el sistema de valor dominante [...]. «Una vez los pobres se hayan idealizado, la po­ breza en sí saldrá de nuestro campo de visión social», excepto como una descripción pasiva de la otredad, la alienación y even­ tualidad dentro de las condiciones humanas. Cuando «la po­ breza y la falta de vivienda sirven al placer estético», entonces en realidad la ética se sumerge en la estética invitando, por tan­ to, a una triste cosecha de políticos carismáticos y extremismo ideológico. (Harvey, 1989: 336-337) Hago hincapié en la variedad de teorías acerca de lo que ha sucedido y por qué sucedió, pues la falta de consenso es uno de los pocos rasgos de la posmodernidad en la que' todos coin­ ciden. Alex Callinicos, en una vena más cínica, sugiere: El discurso del posmodernismo es, a partir de entonces, me­ jor viste como el producto de una intelectualidad móvil den­ tro de un clima dominado por la retirada en Occidente del movimiento obrero y el «sobreconsumismo» de la época Reagan-Thatcher. Desde esta perspectiva, el término «posmo­ derno» parecería ser un significante indeciso por medio del cual esa intelectualidad ha buscado articular su desilusión po­ lítica y su aspiración a un estilo de vida orientado hacia el con­ sumo. (Callinicos, 1990: 115) Puede perdonarse al observador desconcertado por contem ­ plar todo esto como nada más que una bruma de palabrería y

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S e g u n d a parte

posiciones académicas, pero hay algunos temas compartidos, como la descentralización de la disciplina y la negación de un punto de vista único, el uso poco sistemático del pasado sin ate­ nerse al contexto y el rechazo a las metanarrativas unidoras que proporcionan un significado coherente en la historia. Los posmodernistas a m enudo rechazan los modos tradicionales de identificar lo cierto y objetivo haciendo de la crítica literaria, en vez de la ciencia, el m odelo para investigar en la condi­ ción humana. El núcleo se derrumbó. Algunos eruditos se man­ tuvieron en modelos eurocéntricos como el helenismo; unos buscaron nuevas certezas en la cuantificación y otros todavía adoptaron formas de relativismo. Las líneas divisorias no siem­ pre son políticas. Muchos marxistas se resistieron a la tenden­ cia posmodernista de fragmentar el conocimiento científico en discursos incompatibles, y filósofos posmodernos como Jean Baudrillard se han convertido en los niños mimados de la de­ recha. Algunas disciplinas establecidas se desintegraron en subespecialidades que no pueden comunicarse entre sí. Estas actitudes son antitéticamente opuestas a los objeti­ vos de los estudios clásicos desde finales del siglo xvm. Seguir la pista de la descendencia occidental desde Grecia es un ana­ tema dentro de los asuntos que iban a dom inar la academia. W. R o b ert C onnor ha escrito un breve ensayo sobre el efec­ to de eso en los clásicos. Propone que la idea dominante an­ tes de 1960 era: Como nuestras universidades aumentaron el bien público edu­ cando a los ciudadanos, y (se esperaba) a los dirigentes, esos fu­ turos mandatarios estudiarían al poder y sus implicaciones den­ tro de las culturas altamente politizadas de griegos y romanos. Al hacerlo así, ganarían perspectiva en su propia sociedad, des­ cubrirían los valores que deberían regir el uso del poder y, al

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 131 mismo tiempo, serían introducidos en la tradición literaria que moldeó su cultura. Así, las universidades contribuirían a un mundo mejor. Esta fue una poderosa base lógica hasta que lle­ vó a las desordenadas luchas de finales de la década de 1960. De pronto, la noble retórica pagó las consecuencias. Estudian­ tes radicales, y otrora colegas fiables, nos dijeron que si deseá­ bamos un mundo mejor entonces sería mejor que las univer­ sidades se convirtieran en el vehículo para el cambio social y político, aquí y ahora. Todo, excepto una reforma política in­ mediata, se volvió sospechoso. Todos conocemos las discusio­ nes y batallas de aquella época y la reacción que produjo en la década de 1970. Los resultados son evidentes hoy en día: una concentración de intereses privados e incluso, a veces, mundos privados. La literatura fantástica habita en feliz convivencia con las guías para el éxito y la influencia. (Connor, 1989: 29) El resultado global fue que los clasicistas... ... han perdido algo, pues uno de [los] efectos es que es mucho más difícil para las humanidades clásicas reclamar una función esencial en la educación liberal. Y, si se realiza esa petición, es mucho más difícil cumplir con lo prometido [...]. ¿Qué debe­ mos colocar en lugar de la antigua base educativa que selec­ cionaba, presentaba e interpretaba un canon de escritores clá­ sicos por su crítica inquietud con el poder y los detentadores de ese poder? Hemos perdido esa base y todavía no hemos en­ contrado un sustituto. (Connor, 1989: 34) La filología clásica decim onónica había m antenido el alto nivel académico, pero al ajustarse a una fragmentada intelec­ tualidad posmoderna cedió su posición. Si los clasicistas per­ severan con los objetivos y métodos establecidos podrían caer

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S e g u n d a pa r te

en la especie de oscuridad que envolvió a la egiptología tras 1880; si abrazan lo nuevo, tendrán que rendir sus reivindica­ ciones a una superioridad que no necesita dem ostración ni probar su valor. Es todo un dilema. Arqueologías alternativas

Entonces, no es sólo que los arqueólogos clásicos no hayan es­ tado a la par de los gurús de Ann Arbor o Cambridge. Otras arqueologías están igual de implicadas en los movimientos in­ telectuales de los últimos treinta años. Nuevas arqueologías emergieron al mismo tiempo en Gran Bretaña y Estados Unidos y, aunque había diferencias, ambas ofrecían certezas évaluables en un mundo ¡donde las viejas ver­ dades se estaban desintegrando. Los nuevos arqueólogos es­ cribían su propia historia con un estilo interno y festivo. Da­ vid Clarke sugiere que la arqueología se estaba desplazando a través de un proceso de tres estadios, desde la autoconciencia a la consciencia y, de ahí, a la conciencia crítica de la propia identidad, cuando «se efectuaron tentativas para controlar la di­ rección y el sentido del sistema [p. e. la arqueología] mediante un entendimiento más detenido de su estructura interna y el potencial del medio externo» (1973:7). Clarke veía la arqueo­ logía impulsada por la introspección, su «pérdida de inocencia». Binford presentaba el surgimiento de la nueva arqueología co­ mo una odisea personal apartada de la inocencia.Vio su adop­ ción de la lógica hempeliana convencer a arqueólogos jóvenes y de mente abierta gracias a su superioridad manifiesta frente a los métodos más antiguos cuando pasó de perder su empleo en la Universidad de Chicago a recibir una ovación con el pú­ blico en pie en el encuentro de la Asociación Estadounidense de Antropología, celebrado en 1966 (Binford, 1972: 6-13). R e ­

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 133 presentaba la nueva arqueología como una ruptura con la dis­ ciplina del pasado, declarando la historia (la historia de su disci­ plina así como la disciplina de la historia) como redundante. Estas pseudohistorias son tan groseramente dualistas como cualquier otra cosa relativa a la arqueología griega. Patterson y Trigger ofrecen en su lugar críticas concentradas en economías e instituciones. Patterson (1995: 42-46) describe una «clase di­ rigente del este» tradicional recibiendo un ataque en la década de 1960 por parte de una «cultura central» más profesionaliza­ da basada en el m edio oeste y el sur, abogando por la nueva arqueología (Binford, 1972:11,340, lanza explícitamente su hos­ tilidad contra R obert Brainwood con esos términos). Patterson ve fuerzas similares en Gran Bretaña alrededor de 1980, expli­ cando el posprocesualismo como «un comentario y una críti­ ca de la altamente centralizada organización jerárquica de la co­ munidad arqueológica británica; de los altos niveles de empleo precario experimentado por los arqueólogos recién formados y de la transformación neoliberal de la sociedad británica du­ rante los años de Thatcher» (1995: 138). Trigger contemplaba la nueva arqueología estadouniden­ se como parte de la transición del colonialismo a la mentali­ dad im periahsta.Vincula su éxito al auge económico de la dé­ cada de 1960, y a una confiada clase media trabajando en la naturalización mat eriahsta de su posición como un resultado evolutivo inevitable. La nueva arqueología cuadraba con el pragmatismo estadounidense al justificar sus conclusiones co­ mo socialmente útiles mientras castigaba otras arqueologías ca­ lificándolas de irrelevantes; y, argumenta Trigger, su ofensiva general encajaba con el intervencionismo económ ico y mi­ litar estadounidense al insinuar que las culturas locales care­ cían de importancia.Todo podía ser subsumido dentro de un discurso estadounidense único.Trigger (1989: 315) vincula, en

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S e g u n d a parte

la década de 1970, su énfasis en la demografía, ecología y teo­ ría de la catástrofe a los fracasos de la política exterior esta­ dounidense, sobre todo en V ietnam , y a una incertidum bre creciente dentro de la clase media. Para Trigger, las agitaciones económicas de la década de 1970 hicieron la segunda fase de la nueva arqueología rele­ vante para las inseguras clases medías de las demás naciones occidentales. N o obstante, mientras la nueva arqueología es­ tadounidense avanzaba desde el colonialismo (denigrando la cultura de los indios americanos) hacia el imperialismo (jus­ tificando las intervenciones estadounidenses), la nueva ar­ queología británica se retiraba del colonialismo hacia el na­ cionalismo o, al menos, al eurocentrismo. La segunda revolución del radiocarbono en la década de 1960 mino la prehistoria di~ fusionista, y el trabajo de R enfrew (1972; 1973) sobre la in­ vención múltiple y el cambio sistémico podría ser visto como parte de una reconsideración del orientalismo, que creaba una trayectoria europea distintiva ya en el Neolítico. Pocos arqueólogos se apresuraron a buscar un lugar en el posmodernismo hasta mediada la década de 1990, pero aho­ ra su obra está bien representada en series como la Social A r ­ chaeology de Blackwell y la Material Cultures de R outledge. M uchos posprocesualistas simplemente obviaron la nueva ar­ queología, pero la década de 1990 también contempló un de­ sarrollo más saludable. Algunos arqueólogos han buscado un terreno interm edio aceptando los énfasis posprocesuales en el organismo, el simbolismo y la ideología, mientras mantenían el interés de la nueva arqueología por la ecología, la evalua­ ción de hipótesis y la generalización (p. e. Preucel, 1991;Yoffe y Sherratt, 1993).

A r q u e o l o g í a s d e G r e c ia

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C onclusiones N o estoy diciendo que los arqueólogos de Grecia deban pa­ sarse al posmodernismo. Pero sí que durante los últimos cua­ renta años se ha desmoronado la idealización helenista de Gre­ cia com o único origen de Occidente. C om o la arqueología griega trabaja en gran medida para defender tal idealización, su valor es susceptible de ser cuestionado. Muchos críticos den­ tro de la arqueología griega desean reorientar el trabajo ha­ cia un público arqueológico más amplio. El problema es que no existe una com unidad unida a la que apelar. Los arqueó­ logos antropológicos se encuentran, en todo caso, aún más di­ vididos que los clasicistas. La nueva fe de los arqueólogos en ellos mismos com o científicos observadores desinteresados ahora parece ingenua, pero no se ha dado ningún caso con­ vincente para adoptar fuentes alternativas de legitimidad. Veo tres posibles respuestas para los arqueólogos de Gre­ cia. La prim era es negar el problema. A juzgar por los docu­ mentos en las publicaciones más importantes y los encuentros anuales del Instituto A rqueológico de Estados U nidos, ésta es la posición más generalizada. Si hacen esto los suficientes eruditos, entonces los clásicos pueden continuar por sus tri­ llados caminos siguiendo el ejemplo de la egiptología de ha­ ce ciento cincuenta años, la cual compró el derecho a conti­ nuar con su estrecha labor rindiendo a los clásicos el irrelevante derecho de definir Egipto. La segunda respuesta es reafirmar la transhistórica rele­ vancia griega. James R edfield (1991) señala una «oposición natural entre filología y democracia», citando a la filología co­ m o una clase de autoridad tradicional enfrentada con la so­ ciedad m oderna. Los clasicistas podrían alzarse en defensores «de un cierto nivel» (según lo plasmó Redfield) de resisten-

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cia ante la decadencia general, como a m enudo hacen los in­ telectuales. Proyectar el aprendizaje helenista como una crí­ tica hacia los males de una sociedad constituye un asunto po­ lítico radical, y Victor Hanson y John Heath han avanzado hacia esa función. Ellos argumentaban que los clasicistas estaban sien­ do expulsados, pues «la irrelevancia, la incoherencia y la autopromoción profesional se han convertido en hermanos de san­ gre en una especie de perverso pacto suicida» (Hanson y Heath, 1998: 151). En respuesta, a finales del milenio ofrecieron «la sabiduría griega» a Estados Unidos (1998: 36-58), un legado de «ley constitucional, propiedad privada, la distinción entre religión y política [y] el chauvinismo de la clase media» (1998: 40). C oncluyeron que «cada aspecto del m undo de la anti­ gua Grecia revela las ideas y principios que han definido la for­ ma (y determinado el curso) de la cultura occidental» (1998: 58). Sugieren: La muerte de griegos y romanos implicó la eliminación de to­ do un modo de ver el mundo, un estilo diametralmente opues­ to a los nuevos dioses que hoy dirigen Estados Unidos: lo te­ rapéutico, el relativismo moral, una alianza ciega con el progreso y la glorificación de la cultura material. La pérdida de los co­ nocimientos clásicos y del espíritu clásico como antídoto con­ tra la toxina de la cultura popular ha sido dañino para Esta­ dos Unidos, y ello puede percibirse en el auge de casi todo lo antitético a las ideas y valores griegos: la erosión de la pa­ labra escrita y hablada; el aumento de compromisos, orales y escritos, que no son vinculantes; la búsqueda de gratificación material y sensual en vez del crecimiento espiritual y el sa­ crificio; el crecimiento del conformismo en la vida urbana a expensas del individualismo y los valores y actitudes del in­ dividualismo, al ahistoricismo, a una rendición completa al pre-

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 1 3 7 sente y a la desaparición de la clase media. (Hanson y Heath, 1998:159) Hanson y Heath proponen que si los profesores universitarios de griego desempeñasen su labor adecuadamente, y llegasen a esos que dirigen las empresas estadounidenses, «mucho podría haberse aprendido de los griegos durante la década de 1980, y se hubiese evitado buena parte de nuestra locura de el-ganador-se-lo-lleva-todo» (1998: 155). La «sabiduría griega» es asequible m ediante un estudio detallado de un grupo p e­ queño y concreto de obras que atesoran (a los instruidos pa­ ra leerlos) valores morales eternos (1998: 214). En un sentido cínicamente profesional, Hanson y H eath ofrecen más espe­ ranza a los clasicistas que a los enfoques al estilo del avestruz, pues harían de lo griego algo tan básico para la instrucción más elevada como hizo Von H um boldt. Pero proponían po­ co incluso para los arqueólogos más conservadores. Se preo­ cupan sólo de un pequeño grupo de autores. La cultura ma­ terial sólo im porta «sí usted puede ver que la arqueología no es sino una herram ienta, no el puente en sí mismo [hacia la sabiduría griega]» (1998: 184). La tercera respuesta es reconocer que la estructura de la arqueología griega de los últimos cien años es el resultado de unas circunstancias históricas determinadas, las cuales ahora ya han desaparecido. D urante un siglo, el mero hecho de que los objetos que estudiaban los arqueólogos procediesen de Gre­ cia justificaba la existencia de la disciplina y las financiacio­ nes espléndidas .Ya no es el caso, pero no tenemos a mano fuen­ tes de legitimación alternativas. «Polemizar» es el térm ino del que más se ha abusado en el vocabulario humanista, pero es el mejor para describir la ta­ rea de los arqueólogos griegos. Es vano tanto obviar la estre­

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cha definición decim onónica de la disciplina, com o regoci­ jarse en ella o condenarla. Nosotros, ya finalizando el siglo xx, necesitamos preguntarnos qué beneficios aporta a cualquier persona el estudio del material cultural de la antigua Grecia. Decir esto no es rechazar el estudio desinteresado en favor de los proyectos políticos; nuestra obsesión secular por la cro­ nología y la atribución es ideológica de por sí y, más aún, per­ tenece a una ideología que es difícil mantener a finales del mi­ lenio. La respuesta más provechosa, creo, consiste en no inten­ tar hacer retroceder el tiempo hasta la edad dorada, cuando los clasicistas eran gente decorosa, sino replantear las decisiones de la década de 1870. La arqueología griega sería más útil si se alejara de las metas planteadas p or los filólogos de hace un siglo, y une las grandes divisiones que señalo en las páginas 8183. La primera fue entre la arqueología clásica y la antropoló­ gica. Ahí es donde Snodgrass concentra su discusión. M i de­ sacuerdo no tiene que ver con la noción de que los arqueólogos de Grecia deban com prender las teorías, métodos, datos y las conclusiones de los antropólogos antropológicos en otras áre­ as sino, más bien, con el supuesto de que eso sanaría todos nuestros males. La segunda división era entre la arqueología clásica y la prehistórica. Muchos prehistoriadores del Egeo ya tienen fuer­ tes vínculos con los arqueólogos antropológicos de otras re­ giones, con beneficios obvios para sus investigaciones. Las ten­ tativas por rebasar la Edad Oscura y llevar los métodos de los prehistoriadores a la Grecia clásica ya han producido resultados, en particular mediante una intensa inspección de la superficie. Ambos cambios son im portantes. Pero creo que tender puentes en la tercera partición, la separación entre arqueólo­ gos e historiadores, es la que más promete. H acer arqueolo­

A r q u e o l o g ía s d e G r e c ï a ---------------------------------------------------- 139 gía cultural histórica implica reconfigurar nuestro pensamiento en dos aspectos. El prim ero es el sentido propuesto por W hi­ te (1973) al discutir la figuración del paisaje intelectual del his­ toriador: hemos de cambiar nuestra perspectiva. Los arqueó­ logos clásicos realizan, demasiado a menudo, descripciones del registro material como si ello fuese el fin último. Hacer his­ toria cultural significa tratar las pruebas como un medio en vez de un fin, concentrándose en los usos del material cultu­ ral en la Antigüedad, incluso cuando eso implique que invir­ tamos más tiempo hablando de los objetos que no han llega­ do a nosotros que de los que sí lo han hecho. El segundo aspecto deriva directam ente de éste. Al abandonar las pers­ pectivas convencionales, fragmentamos nuestro campo de vi­ sión en los incontables puntos de vista de los actores del p a ­ sado..,, es decir, redefinimos la arqueología clásica en el sentido de tratar el material cultural como algo utilizado por gente de verdad en la persecución de sus objetivos cotidianos. James Wiseman (1980) sugiere que muchos problemas de­ saparecerían si los arqueólogos clásicos de Estados U nidos estudiasen, com o a m enudo sucede en Europa, en departa­ mentos de arqueología en vez de en departamentos clásicos. La consecuencia de mi argumento es que eso sólo es cierto en parte. Los arqueólogos de Grecia necesitan m antener tanto contacto con los historiadores de la Antigüedad y los críticos literarios como con antropólogos y otros arqueólogos. A fina­ les del siglo X I X , para los clásicos era im portante aislar la ar­ queología griega de influencias externas perjudiciales. Ahora se m antiene precisamente lo contrario. Pero derribar barre­ ras tiene su coste. Es lógico; si esperamos que los arqueólogos de Grecia se encuentren cómodos con conceptos desarrolla­ dos en estudios de la antigua M esoamérica o la R evolución francesa, o la teoría de la recepción, no podemos suponer que

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les sean tan conocidas la filosofía, literatura y las lenguas de los antiguos como se da por sentado que lo son. Los arqueólogos de Grecia deben superar obstáculos for­ midables si quieren ir más allá de su función asignada de rama inferior del clasicismo. La estructura institucional del campo no es una cuestión menor. La mayoría de los arqueólogos grie­ gos (sobre todo en Norteamérica) están empleados en depar­ tamentos universitarios de clásicas, y no en los departamentos de arqueología, arqueología o historia. Para ser útiles, deben contribuir a un currículum clásico, lo cual norm alm ente im­ plica enseñar lengua y mitología más que arqueología m un­ dial, sus m étodos o sus teorías. C om o en la Alemania de fi­ nales del siglo XIX, las expectativas del m ercado laboral desplegaron poderosas restricciones en el modo en que los aca­ démicos reproducen su campo. R o m p er con dichas restric­ ciones (es decir, escoger tener internalistas, preocupaciones in­ telectuales que anulan las externalistas e institucionales) requiere más valor del que los profesores universitarios fijos norm al­ m ente necesitan mostrar aunque, por supuesto, son los estu­ diantes graduados en la nueva arqueología clásica quienes co­ rrerán el riesgo del paro laboral. Pero los riesgos y restricciones son nuestra propia obra, el resultado de incontables decisiones locales, realizado en cada caso de nom bram iento o prom o­ ción... ¿Cuál es el campo de estudio apropiado para un de­ partamento de clásicas? ¿Debería haber departamentos inde­ pendientes de arqueología? ¿Cómo podríamos estudiar mejor el m undo m editerráneo antiguo dentro de nuestras institu­ ciones? Es asunto nuestro reproducir o invalidar nuestros m o­ delos seculares, según los veamos encajar.

A r q u e o l o g ía s d e G r e c i a ---------------------------------------------------- 141 Al intentar reconfigurar la arqueología griega como historia cultural quiero llamar la atención sobre las tendencias con­ cretas que influyen en varios puntos del desarrollo de la dis­ ciplina y sacar las implicaciones de las prácticas del pasado pa­ ra obras futuras. Los arqueólogos de Grecia a menudo parecen no ser conscientes de que cualquier tendencia histórica se en­ cuentra involucrada en lo que ellos hacen. Mi objetivo en este capítulo consiste en estimular la conciencia de identidad propia al reflexionar acerca de para qué existe una arqueología griega. El siguiente paso, creo, es mostrar que los arqueólo­ gos de Grecia están haciendo algo que m erece la pena ha­ cerse: estamos ganando una posición destacada, y no here­ dándola.

Capítulo 3 El invento de la Edad Oscura Introducción La Edad de H ierro fue un extenso territorio fronterizo en la arqueología helenística, pero Snodgrass (1998a: 132) puede ahora decir: «Dentro de una sola generación, [este] episodio notoriam ente desatendido de la protohistoria se habrá troca­ do en un campo estudiado con mucha intensidad». Antes de 1870 no existía el concepto de Edad de Hierro; la Grecia an­ terior a los poetas líricos del siglo vil a. C. se imaginaba como una Edad Temprana o Heroica representada por Homero. H a­ cia 1870, muchos miembros de la primera generación de aca­ démicos profesionales acordaron que podríamos saber m uy poco sobre eso. U na serie de datos nuevos, e inesperados, des­ truyó tal consenso... Primero fue el descubrimiento de la Edad de Bronce por parte de Schliemann, y después la sincroniza­ ción de Flinders Petrie referente a la caída de los palacios m icénicos con la decimonovena dinastía egipcia, alrededor del año 1200 a. C. Esto colocaba cinco siglos entre M icenas y los poetas líricos. Los clasicistas alteraron el consenso de la dé­ cada de 1860 y revivieron la idea de una Edad Heroica his­ tórica, situándola entonces antes del año 1200. La arqueolo­ gía de la Edad de Bronce era importante e interesante porque H om ero y los hallazgos se ilustraban entre sí, y Hom ero se si­

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tuaba en el principio de la literatura occidental. Pero H om e­ ro nos dice bien poco acerca del período subsiguiente, y su ar­ queología derrama poca luz sobre el rapsoda. Ésta fue una Edad Oscura, o una especie de Edad M edia griega, lo que la hizo insignificante. La filología dirigía a la arqueología. La ciencia requería que los trabajadores de campo registrasen los mate­ riales de la Edad Oscura si llegaban a encontrarlos, pero ape­ nas nadie dedicó gran parte de su carrera a este período (el ca­ so de las mujeres es ligeramente distinto). La Edad Heroica fue interesante, im portante y m erecedora de la atención de los eruditos. La Edad Oscura no. La distinción entre una Edad H eroica, anterior al año 1200 a. C.,y una Edad Oscura a partir del año 1200 se derrumbó después de 1945. Las teorías de M ilman Parry de un H om e­ ro oral, el desciframiento de la escritura Lineal B micénica, y la acumulación de hallazgos posmicénicos m inaron la situa­ ción de Homero como referente de la vida en la Edad de Bron­ ce. Moses Finley argumentó en prim er lugar que Homero nos hablaba sobre todo de los siglos x y IX a. C. y, en segundo, que este período contenía la clave del desarrollo económico y so­ cial a largo plazo en la sociedad antigua. Y al mismo tiempo, los arqueólogos británicos también es­ taban replanteándose el período. Esta escuela, más dirigida por una urgencia empiricista de rellenar el hueco que por un de­ seo de vincular la cultura material y la literaria, conservó el m o­ delo de Edad Oscura, pero alegó que su estudio merecía la pe­ na. La distinción prebéüca entre Edad de Bronce/Edad Heroica y una Edad de H ierro/E dad Oscura se trasformó en la pos­ guerra en una distinción entre una Edad Heroica filológica y una Edad Oscura arqueológica. Ambos grupos admitieron que la Edad de Hiero era importante, pero escribieron reseñas muy distintas sobre ella. C on todo, no existía confrontación entre

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los dos modelos. En su lugar, una serie de grandes síntesis ar­ queológicas barrió silenciosamente el campo durante la dé­ cada de 1970, aunque durante el proceso se fragmentó la agen­ da de los arqueólogos de arte histórico. Cuando comencé mi trabajo de licenciatura en 1981 se había llegado a un consenso nuevo dirigido por la obra de An­ thony Snodgrass, Archaic Greece [Grecia arcaica]^1980a), y la de Oswyn Murray, Early Greece [Grecia primitiva] (1980). Eso hi­ zo del siglo vm a. C. un período decisivo para la civilizacióngriega. Alrededor del año 1200, los palacios micénicos que­ daron reducidos a cenizas y la civilización de la Edad de Bron­ ce decayó rápidamente. Hacia el año 1100 Grecia entró en una Edad Oscura de aislamiento, estructuras sociales sencillas y des­ moronam iento demográfico. Esto term inó alrededor del año 750 a. C. con un estallido demográfico, la reanudación de los viajes de larga distancia, una transformación económica y el auge de las ciudades-estado griegas. La revolución del siglo V IH a. C. cambió la historia antigua. La década de 1980 fue el punto culminante de las arqueo­ logías sociales de la Edad de Hierro griega. Durante la déca­ da posterior, algunos eruditos pusieron en tela de juicio si de verdad los sucesos acaecidos alrededor de los años 1200 y 700 a. C. de verdad catalogan a la Edad de H ierro como un período definido. En su lugar, pusieron el acento en las con­ tinuidades de la Edad de Bronce a través de los tiempos ar­ caicos, o argum entaban que hasta el año 480 Grecia perte­ neció a una koiné del M editerráneo oriental. Es demasiado pronto para decir qué tipo de postsíntesis de la Edad de H ie­ rro nacerá, pero ahora los debates más im portantes se cen­ tran en esos desafíos. En este capítulo pregunto por qué hemos prefigurado la Edad de Hierro de ese modo. Argumento que los eruditos han

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afrontado datos y nuevas ideas con imparcialidad y una aten­ ción escrupulosa por el detalle. Pero, por lo general, las han in­ corporado a estructuras disciplinarias preexistentes (la distin­ ción historia-arqueología, y la subordinación de ambas a la filología) y agendas profesionales (la relevancia de investigar un relativamente inflexible canon de autores griegos), más que utilizarlas para enfrentarlas con esos programas. Estas estruc­ turas y agendas han hecho mucho para modelar nuestras ideas acerca de en qué consistía en realidad la Edad de Hierro. H an resistido los desafíos de los nuevos datos, y han mitigado la in­ fluencia de ideas de otras áreas de la academia. Com o en el ca­ pítulo segundo, no intento desacreditar investigaciones ante­ riores mostrando que las estructuras profesionales moldearon su pensamiento: para eso valen las estructuras profesionales. Pero, a m enos que com prendam os por qué hace cincuenta años los eruditos se preocupaban de unos asuntos y no de otros, no podrem os entender qué estaban haciendo, ni qué parte de su obra aún es valiosa hoy, ni por qué ciertos debates son importantes en la década de 1990 mientras otros permanecen al margen.

Antes de la Edad Oscura Tucídides (1.1-12), que escribió alrededor del año 400 a. C., nos provee de nuestra crónica narrativa más antigua sobre la Grecia anterior al año 700. El confiaba en ciertas pruebas si­ milares a las que nosotros utilizamos veinticuatro siglos des­ pués: leyendas, Homero, arqueología y analogías etnográficas. Observó un firme crecimiento del poder griego a partir de la guerra de Troya seguido de disturbios y movimientos de po­ blación. Entonces se reanudó el progreso y continuó hasta sus

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días. Puso fecha al tumulto más importante, la invasión doria, ochenta años después de la caída de Troya, añadiendo: «Los grie­ gos apenas disfrutaron de paz durante un largo período» (1.12), pero siguió adelante directamente para describir la migración jonia y las colonias griegas del siglo V III a. C. diciendo senci­ llamente: «Todas ésas fueron fundadas tras la guerra de Troya». Snodgrass (1971: 7) señala que, en contraste con los m o­ delos m odernos, «la historia de Tucídides es uno de un pro­ greso consistente, aunque extremadamente lento; no hay una “cresta” en la Edad Heroica seguida de una “depresión” ha­ cia una Edad Oscura, en parte porque uno de sus objetivos consistía en modificar la valoración de los poetas sobre los lo­ gros de la Edad Heroica». Las primeras tentativas modernas por leer a Homero como historia obviaron tal contraste y crea­ ron un período «primitivo» forzando la épica dentro del mar­ co de trabajo de Tucídides. Algunos lectores dieciochescos, abandonando lecturas alegóricas anteriores, contem plaron a H om ero desde una perspectiva protorromántica... «Blackwell y Gravine,Word y M erian trabajaron para derribar a H om e­ ro de su pedestal jonio, para desnudarlo de sus austeras ropas clásicas y engalanarlo con los burdos tejidos y los mantones de pieles de un narrador tribal alrededor de la hoguera» (Grafton y otros, 1985:10). Lo descarnado y real fue de suma im por­ tancia para los románticos homeristas, sobre todo en Gran Bre­ taña, donde los lectores tendían a imaginarse un período ho­ m ogéneo desde el poblam iento de Grecia hasta la prim era Olimpiada, el año 776 a. C. Los dos historiadores británicos más conocidos en el si­ glo X V III ilustran esto.Temple Stanyan, en su obra Grecian H is­ tory [Historia griega] (1739), divide los capítulos para abarcar Grecia hasta el año 510 a. C. geográficamente en vez de cro­ nológicam ente, tratando en cada uno de ellos una ciudad-

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estado de la Edad Heroica. Siguió el sistema de datación cro­ nológica del obispo Usher, contando apenas un milenio antes de la caída de Troya. A partir de Eratóstenes, situó este suceso entre los años 1184-1183 a. C. (Stanyan, 1739: prólogo p. 12; texto principal,p. 55). Para Stanyan, la guerra «puso un fin ade­ cuado a la infancia de Grecia» (p. 39), pero, aparte de señalar, igual que Tucídides, que «sufriese lo que sufriese Troya, los grie­ gos no tenían grandes razones para alardear de sus conquis­ tas» (1739: 55), no identifica cambios reales en Grecia antes y después de la guerra. De nuevo, como Tucídides, el detalle de su historia decae tras el regreso de los heráclidas; tras cuaren­ ta y tres páginas acerca de Argos, desde su fundación a la caí­ da de los reyes,la cual situó alrededor del año 1000 a. C a p a ­ ra los doscientos cincuenta años posteriores sim plem ente comentó: «En este estado florecieron los argivos durante m uchas generaciones» (1739:61-62). La crónica de Stanyan cambia a partir del año 1000 por­ que sus fuentes contienen m uy pocas referencias de la pos­ guerra. Insistía en que «el primero de quien recibimos una luz aceptable acerca de los asuntos griegos es Herodoto [sic]» (1739: prólogo, p. 5), pero confiaba en H om ero y mitógrafos poste­ riores durante sus cinco primeros capítulos. Profesaba un des­ dén similar por aquellos que cuestionaban la fiabilidad de H o ­ mero que por quienes «se agarran codiciosos al últim o resto de Antigüedad», aunque estaba decidido a salvar a H om ero de los críticos. M antenía que H om ero gozaba de buena infor­ mación acerca del período de la guerra de Troya. N o discu­ tió la fecha de H om ero respecto a la guerra, pero alegó que «Homero no fue ni el prim ero ni el único autor (como al­ gunos lo consideran) en ofrecer una crónica de esta expedi­ ción. Existen varios registros anteriores a él que, sin duda, co­ pió» (texto principal, pp. 40-41).

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W illiam M itford (p. 106) fue más crítico con las fuentes, y se mostraba en desacuerdo con la elevada datación crono­ lógica de Usher e Isaac N ew ton para la fundación de Sición, la más antigua de las polis. Stanyan había advertido los pro­ blemas, pero aún así siguió a U sher (Stanyan, 1739: 15). N o obstante, Mitford aseveraba que «a duras penas un cazador nó­ mada habría puesto un pie en el Peloponeso en una época tan temprana como la fecha asignada por los cronólogos incluso a la fundación de Argos» (Mitford, 1784: 25-26). A pesar de su política idiosincrásica, el bosquejo de M itford acerca de los primeras etapas difiere en muy poco del propuesto por Stan­ yan. M itford identifica un solo período desde la llegada del hombre hasta la época arcaica. Haciéndose eco de Stanyan, lla­ ma a la captura de Troya: «La compra de un amor, un triunfo lastimero» (1784: 80), pero no describe consecuencias más allá de los problemas dinásticos. En notas al m argen cita a Tucí­ dides 1.1-12 como su fuente. Para Stanyan y Mitford, H om ero proporciona un acceso directo a la edad anterior a las ciudades-estado. M itford, si­ guiendo a H erodoto (2.53), situó a Hom ero alrededor del año 850 a. C., pero aseveró con falsedad que ningún escritor de la Antigüedad había fechado la caída de Troya. M itford (1784: 228-235), obviando no sólo la fecha precisa proporcionada por Eratóstenes, los años 1184-1183 a. C., sino también a Tucídi­ des al situar a Hom ero «muchos años después» de la guerra de Troya (1.3), argum entó que H om ero vivió antes del regreso de los heráclídas, es decir, menos de ochenta años después de acabada la guerra. Así, H om ero se convirtió casi en una fuen­ te primaria, creíble incluso en los detalles. La única crítica de M itford hacia las leyendas es revelador: concede que Agame­ nón jamás sacrificó a Ifigenia, pero sólo porque H om ero no lo menciona (1784: 77). Defendió a Hom ero finalmente con­

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tra «algunos escritores de lápidas de los últimos tiempos» que osaban afirmar que la guerra de Troya era sólo un cuento (1784: 81-84). Sin embargo, m ientras aún se estaban produciendo las obras de Mitford, un enfoque filológico radical ganaba terre­ no en Alemania. Esto es más conocido a través de la obra de August Wolf, Prolegomena ad Homerum (1985 [1795]). W olf ale­ ga que H om ero había compuesto la Ilíada hilvanando diver­ sas narraciones populares. Mitford (1784:85) propone que H o ­ mero era mejor como una guía de «las costumbres y principios de su época». W olf no com enta directamente la implicación histórica, pero su teoría se utilizó durante el siglo xix para apo­ yar las razones que hacían a la Ilíada útil sólo como fuente pa­ ra los valores y actitudes de los tiempos de Hom ero, muy pos­ terior a la guerra de Troya. El éxito de W olf definiría los térm inos de la «Cuestión Homérica» durante los siguientes ciento cincuenta años. Tal como lo resume Frank Turner: La cuestión consistía [...] en realidad en una serie de pregun­ tas acerca de la composición de la Uíada y la Odisea, Entre ellas se incluían: ¿Esas dos épicas se deben a un único autor? ¿Ba­ jo qué condiciones se compusieron? ¿Hubo un núcleo ori­ ginal en la Ilíada y la Odisea sobre el cual se realizó más tarde un poema mayor? ¿Cuál fue la relación de la Uíada con la Odi­ sea? [...]. El auge de la filología como disciplina central en las universidades alemanas fue lo que planteó las preguntas acer­ ca de la problemática de Homero para un importante grupo de estudiosos. La Cuestión Homérica se convirtió en un ve­ hículo sobre el cual trabajaban los filólogos para reivindicar su superioridad cultural en la intelectualidad europea, y en par­ ticular la alemana. La crítica homérica constituyó un terreno

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donde la academia filológica podía mostrar sus técnicas para transformar dos de las obras más monumentales de la literatu­ ra europea en objeto de análisis académico. (Turner, 1997:123) A un lado se encontraban los analistas wolfianos (separatistas o desintegradores). Estos solían argum entar, bien que H o ­ mero fue el autor de una breve Ilíada-Ur, alrededor de la cual se unieron otros poemas hasta form ar la inconsistente obra maestra que llamamos Ilíada; o bien que H om ero hilvanó relatos populares anteriores a él para crear un gran poema. Por el otro se presentaban los unitarios, quienes alegaban que H o­ mero era un solo rapsoda inspirado que compuso la Ilíada co­ mo un único gran poema, más o menos con la forma en que lo conocemos. H ubo pocos analistas o unitarios puros, aunque la retórica de ambos bandos da la impresión de dos escuelas ra­ dicalmente opuestas de la poética y la historia griega. Dos factores influyeron en la polarización. El primero fue el nacionalismo: el unitarismo se contemplaba, en general, co­ m o británico y el análisis com o alemán. Ello cultivó un se­ gundo estereotipo: que la filología alemana era simplemente una dimensión de una aberración teutona más seria, la exal­ tada crítica de la Biblia. Estos trasfondos quizás ayudasen en gran medida a apartar del debate a eruditos no británicos, ni alemanes. D iderot había traducido a Stanyan al francés ya en 1743, pero en Francia la historia griega continuó siendo m e­ nos popular que la romana. Cuando a principios del siglo X I X los escritores franceses trataron este período, tomaron una lí­ nea parecida a la británica. Clavier, por ejemplo, trataba a H o­ mero como una fuente primaria de la narrativa histórica des­ de Inacho hasta la época arcaica (Clavier, 1809: prólogo, pp. 11-12), y entró en debates cronológicos con N ew ton (prólo­ go, pp. 25-40). Fauvel, en 1812 y refiriéndose a excavaciones

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de tumbas atenienses del Geom étrico Tardío, simplemente si­ guió a H erodoto (1.105; 2.44; 6.47) y Tucídides (1.8) al asu­ m ir que tan extrañas vasijas fueron elaboradas p o r colonos orientales (en Poulsen, 1905:10). Pero a mediados de siglo, los escritores franceses sencillamente obviaron el debate anglogermano. El texto más notable es La cité antique [La ciudad an­ tigua] (1864), de N um a Denis Fustel de Coulanges. Fustel fue una estrella dentro del reaccionario círculo católico formado alrededor de la emperatriz Eugenia. Él, un feroz antigermano, rechazó todos los métodos innovados por los filólogos del otro lado del R in y escribió un polémico tratado breve donde ape­ nas cita a la erudición contemporánea. Alegaba que todas las sociedades indoeuropeas estaban fundadas según el culto a los antepasados concretado en las tumbas alrededor de las casas, lo cual originó que la sociedades griega y romana se basasen en linajes agnaticios. La historia clásica consistía en las luchas entre la monarquía y los políticos. Periódicamente, éstas lle­ gaban al punto crítico de una revolución, lo cual, argum en­ taba Fustel, siempre era malo. La Grecia primitiva también fue útil para los debates po­ líticos desarrollados dentro de las naciones-estado. Mitford ex­ puso advertencias de la historia acerca de los peligros del re­ publicanism o. A rgum entaba, a partir de H om ero, que «la m o n a r q u í a absoluta [...] era desconocida entre los griegos como institución legal. El título de REY, por tanto, suponía pa­ ra ellos, como para nosotros, no un Derecho de Poder Abso­ luto, sino una Superioridad Legal de Dignidad y Autoridad en U na persona sobre todas las demás, y en su beneficio» (1784: 250). Afirmaba: «Nuestra Monarquía encaja perfectamente con la idea griega de un gobierno Regio» (1784: 255). Al leer a Hom ero como un registro de los primeros tiempos, M itford concluyó que había florecido en la Edad H eroica una m o­

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narquía al estilo británico sólo para ser reemplazada en los tiempos arcaicos por las repúblicas. Infería que si Inglaterra quería evitar la ley de la calle de las repúblicas griegas, haría m ejor asegurándose de que su monarquía no tomase el mis­ mo camino que la de Homero. La descripción de Grecia propuesta por M itford levantó la ira liberal (vid. pp. 107-108). Cannop Thirlwall fue el pri­ mero en contestar con detalle, y lo hizo mediante una obra de ocho volúmenes titulada History o f Greece [Historia de Gre­ cia]. Turner (1981: 211) llama a Thirlwall «el prim er historia­ dor británico en poner el vasto logro de la erudición clásica alemana al servicio de la historia griega», pero, como apunta Mahafiy (1890:13),Thirlwall torció las reglas de la fuente crí­ tica para ponerlas a su servicio, e hizo un amplio uso de las le­ yendas. Por ejemplo, al discutir los orígenes de Grecia,Thirl­ wall adoptó una postura rígida frente a las pruebas, afirmando: «Si jamás hubiese existido una persona como Helena, su nom ­ bre se habría inventado tarde o temprano» (Thirlwall, 1835: 80); pero después aceptó casi toda la genealogía. Sin embargo, Thirlwall, al investigar la guerra de Troya, mientras que ale­ gaba que «el poeta [...] no se sintió prisionero por su cono­ cimiento de los hechos» (1835:157), concluyó que «según las reglas de la crítica sensata, deberían requerirse argumentos muy convincentes para llevarnos a rechazar como una mera ficción una tradición tan antigua, tan aceptada universalmente, tan in­ superable, y tan entrelazada en el conjunto de recuerdos na­ cionales como es la guerra de Troya» (1835:151). A diferencia de M itford, Thirlwall acentúa constantemente los problemas de utilizar a Homero, pero su posición frente al rapsoda como fuente documental de la guerra de Troya y también de las cos­ tumbres de su propia época era más cercana a M itford que a Wolf. D e nuevo, como Mitford,Thirlwall hizo de la Edad He~

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roica un período prelírico homogéneo: «Lo que [Homero] re­ presenta con más fiabilidad es el estado de la sociedad griega próxim o a sus días; pero si tenemos en cuenta los efectos de cambios imperceptibles, o el colorido de la poesía, no corre­ mos el peligro de caer en ningún error material al proyectar sus descripciones en todo el período que llamamos Heroico» (1835:159). Grote, en el prólogo de su History o f Greece, explica que comenzó a escribir para refutar a M itford, pero Thirlwall ya había hecho eso. Entonces Grote insistió, presumiblemente pa­ ra evitar ofender a su viejo amigo de colegio, en que él sólo siguió adelante con sus libros porque ya estaban muy avanza­ dos cuando aparecieron los de Thirlwall (Grote, 1846a: iii-iv). A pesar de los elogios que dedicó aThirlwáll, Grote discrepa­ ba por completo con él en sus planteamientos sobre la Edad Heroica. Grote favoreció un acuerdo entre analistas y unitarios, con­ templando los libros 1,8 y 11-12 de la Uíada como una central «Aquilíada» (1846b: 118-209), pero alegaba que la historia no puede basarse en la mitología (Grote, 1843). Grote reconocía que las leyendas podían contener inform ación objetiva, pero no veía el m odo de distinguir entre historias verdaderas y fic­ ciones verosímiles. Dedujo que la guerra de Troya era: En esencia una leyenda y nada más. En caso de que se nos pre­ guntase si no se trata de una leyenda con partes de material histórico incorporado, y construida sobre una base real [...], si no hubo, históricamente, una guerra de Troya como ésa, nues­ tra respuesta debería ser que no puede negarse como posibi­ lidad, y tampoco puede afirmarse como realidad [...]. Quien quiera a partir de ahí aventurarse a diseccionar a Homero, Arktino y Leschês, y tomar ciertos pasajes como datos reales, mien-

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tras desecha lo demás como ficción, debe hacerlo confiando plenamente en sus propios poderes de adivinación histórica, sin ningún otro medio para probar o verificar sus conclusio­ nes. (Grote, 1846a: 321) Grote se mostró más sólido que sus predecesores. Insistía en que Homero era útil para los historiadores sólo como una fuen­ te relativa a las costumbres de su tiempo. Mantenía que «exac­ tam ente las mismas circunstancias que despojan a los com ­ positores [de los cantos épicos] de toda credibilidad com o historiadores, los hacen m ucho más valiosos como exposito­ res, inconscientes, de su propia sociedad contem poránea» (1846b: 57). Grote invirtió setenta y dos páginas en recons­ truir las costumbres en tiempos de Homero, época que situó alrededor del año 800 a. C. Para Grote, la historia comienza en el año 776 a. C., con la prim era Olimpiada. Antes de ese evento no podemos decir nada. Para Grote, todos los demás estudios cronológicos de sucesos anteriores, refiriéndose a Us­ her y N ew ton, eran inútiles (1846b: 34-57). La idea de Grote fue polémica. Algunos contem plaban su agnosticismo com o característica de una m ente pedestre. John Stuart Mill, por ejemplo, le escribió a Carlyle en 1833 diciéndole que «es un hom bre de bien, pero no posee un inte­ lecto de primera clase, es exigente y mecánico, en ningún m o­ do agudo; con menos sutileza que ningún otro hombre instruido y capaz que haya conocido nunca» (en Momigjiano, 1952: 11). En lo que respecta a John Stuart Blackie (1886: 247), Grote «declara la guerra a todo instinto literario y poético, y a todo sentido com ún de hombres corrientes en el asunto de la poe­ sía de Homero».Y para Andrew Lang (1910: 234), Grote era «un excelente banquero, pero no un gran crítico de poesía». C on todo, para William Geddes (1878: iv), la lectura de Grote

1 5 6 ------------------------------------------------------------------------S e g u n d a pa r te acerca de H om ero era la única «científicamente sostenible». Hacia la década de 1860, este último punto de vista se había impuesto en la mayoría de lectores británicos y alemanes. Grote era mejor filólogo que sus rivales, e incluso en un ambien­ te más conservador, como el posterior a 1870, no había m o­ do de retomar las ideas anteriores a él. Crecía un acuerdo general relativo a lo poco que podríamos saber acerca de la Grecia an­ terior al siglo vm a. C. y a que, incluso entonces, el conoci­ miento se restringiría a usos y costumbres, no a política.

El

invento de la Edad Oscura, 1870-1939

La Edad Heroica de Schliemann

Heinrich Schliemann había abandonado su educación en 1836, a la edad de catorce años, sólo para regresar a Homero en 1866 tras una pintoresca carrera en varios negocios, entre ellos la Fiebre del Oro californiana. Para entonces, su creencia en una Troya real hacía de él un maniático pasado de moda. Pero sus descubrim ientos, com enzando con el deTroya en 1870,1o cambiaron todo. Schliemann reclamaba una visión completamente nueva de los primeros tiempos de Grecia. Alegaba que había existi­ do de verdad una Edad Heroica, asociada con los palacios m icénicos, respecto a la cual H om ero constituía una fuente fia­ ble. En algún momento los palacios ardieron hasta los cimientos y la Edad Heroica terminó. Eso tuvo que suceder antes del si­ glo vu a. C., pero no podía datarse con más precisión. La te­ sis de Schliemann hacía caso omiso de la erudición ortodoxa. Los desarrollos institucionales dieron un filo cortante a la controversia subsiguiente. La academia se estaba profesionali-

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zando, con estudiosos asalariados reemplazando a clérigos y hombres de letras comprometidos con los asuntos sociales. Los filólogos reivindicaron el rigor de su erudición, y los arqueó­ logos clásicos se unieron a esos principios. La falta de entre­ namiento de Schliemann, sus métodos destructivos y frecuentes cambios de parecer lo exponían a la acusación de que no era un científico. Stillman se opuso a él en Estados Unidos, pero Schliemann colocó a la opinión pública de su parte. En Gran Bretaña, los clasicistas profesionales cerraron filas contra él, pero Schliemann obtuvo de nuevo el apoyo popular. Su posi­ ción era muy curiosa; los hallazgos del excavador alemán sos­ tenían el antiguo m odelo de los unitarios británicos, el de un H om ero fiable. Schliemann vendió sus ideas con habili­ dad, pidiéndole a Gladstone que escribiese un prólogo para su libro Mycenae [Micenas]. Gladstone dudó, percibiendo que Schliemann se aproximaría a Charles N ew ton. Pero, Schlie­ mann insistió y Gladstone aceptó. Schliemann prevaleció. Hacia 1941, la mayoría de los he­ lenistas alegaban, o asumían, que Hom ero describió una Edad Heroica auténtica. El argumento definitivo fue por supuesto los espectaculares hallazgos de Schliemann, precisamente don­ de H om ero dijo que se encontrarían. Los clasicistas querían ser científicos, y encararon las pruebas nuevas con sus mejo­ res habilidades. El consenso de la década de 1860 de que la Edad H eroica era una leyenda y H om ero sólo nos hablaba de la cultura del siglo V III a. C. se desmoronó. La arqueolo­ gía de la Edad de Bronce transformó modelos históricos, pe­ ro fiie absorbida por los proyectos filológicos. En 1914, la Cues­ tión Homérica todavía dominaba al conjunto de eruditos. Para los unitarios del siglo xx, Hom ero era un poeta de la Edad de Bronce cuyas obras sobrevivieron intactas a tiempos arcaicos. Para los analistas, fue el editor de las narraciones del siglo vm

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o IX a. C. Los clasicistas rechazaron las implicaciones históri­ cas de la posición de Grote, mientras preservaban sus métodos filológicos, como hicieron los prehistoriadores con la arqueo­ logía de Childe (p. 49). Los eruditos cambiaron sus ideas a la luz de los nuevos hallazgos, aunque perm itieron sistemáticamen­ te que las fuerzas institucionales m oldearan la im portancia de esas pruebas. Los debates fueron de una intensidad particular en Gran Bretaña, donde el peso ideológico de H om ero había crecido a lo largo del siglo XIX. El único asunto en el que coincidie­ ron Gladstone (1857:1-56) y Jebb (1907:565-567) fue en que los poemas serían cruciales en la educación de la élite. Dis­ crepaban en si la interpretación la deberían controlar aficio­ nados como Schliemann y Gladstone o profesionales com o Jebb. Éste denunció a Schliemann con ferocidad. Insistía (1887: 38) en que «el griego hom érico exhibe todas las característi­ cas y aptitudes esenciales que distinguen su descendencia de la época clásica», y no podía pertenecer a un rem oto m undo prehistórico. Los clasicistas debatieron el asunto en el Journal o f Hellenic Studies, el portavoz más im portante de la emergen­ te profesión clásica en Gran Bretaña (vid. p. 105). Jebb insis­ tía en que Hissarlik no era Troya, y Micenas y Tiro eran for­ talezas bizantinas. Otros se situaron ju nto a la opinión publica (y, como resultó al final, con los hechos) contra la autoridad de Jebb.1A finales de la década de 1880 la com ente había cam­ biado a favor de Schliemann. Incluso en Alemania, un afian­ zado analista como Cari Schuchhardt admitió: «Homero, pa­ ra ciertos párrafos de las descripciones, no podría haber tenido ante sí otros modelos que no fuesen el arte y civilización m icénica» (1891: 313). H om ero estaba firm em ente vinculado con los palacios. El único modo de disentir consistía en el circunloquio. Geor-

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ge Botsford, en su muy leída Hellenic History [Historia heléni­ ca], sólo cita a Hom ero una vez en las veintitrés páginas dedi­ cadas a la Edad de Bronce, y en un párrafo redactado con am­ bigüedad sugiere que H om ero «pudo haber creado ambas obras, la Ilíada y la Odisea , no m ediante la incorporación de relatos anteriores o poemas épicos ya existentes, sino con crea­ ciones totalm ente nuevas, pero a partir de tradiciones conte­ nidas en cantos existentes y concretos [...]. La vida que des­ cribe no es homogénea, sino una mezcla de lo tradicional y lo ideal con hechos contemporáneos» (1924: 43). Pero incluso esta diplomática evasión representó una posición minoritaria. Mahaffy afirmaba: «Ahora, incluso el escéptico más recalci­ trante no niega que debe existir alguna verdad en la historia legendaria» (1890: 18); Isham (1898: 3) simplemente plantea que Schliemann había descubierto «el Período Micénico, cu­ ya vida sin duda se refleja en los poemas homéricos». El cambio en las ideas de J. B. Bury ilustra la fuerza cre­ ciente de la posición de Schliemann. En la primera edición de su History o f Greece, Bury adoptó una postura analítica. La Ilia­ da original describía la ira de Aquiles y la m uerte de Héctor, y en el siglo ix a. C. se expandió en algo similar al poema que conocemos, mientras que la Odisea sólo tom ó forma durante el siglo V III. Cada poema tiene dos interpretaciones históricas. C oincidía con Schliem ann en que «el viejo poem a aqueo, sin duda, reflejaba fielmente la forma y los rasgos de su tiem ­ po» (1900: 67), pero también concede importancia a la redac­ ción. Hom ero reflejaba el auge de la ciudad-estado, que en un comentario marginal en la página 72 data en el siglo X o IX . En el margen de la página 74 propone que el episodio deTersites fue «compuesto en el siglo IX a. C.» como una reacción regia ante las nuevas ideas de la ciudadanía. El retrato original de B ury contenía varias interpretaciones, era más optimista

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que el de Grote pero carecía de las certezas de Schliemann. N o obstante, en la segunda edición se evaporaron casi todas las dudas de Bury. Simplemente planteaba que «nuestro regis­ tro escrito más antiguo, la Uíada de Homero, se refiere a la gen­ te y civilización del siglo x i i i a. C. [...]. El retrato que plasma H om ero es una imagen consistente, muy próxima, en sus ras­ gos principales y detalles extraordinarios, a las pruebas que se han recuperado en el terreno recientemente» (1913:5,50). En su artículo «Homero» publicado en la Cambridge Ancient H is­ tory, Bury aún se mostraba más seguro: Como los poemas no fueron compuestos, según todas las teo­ rías, hasta unos tres siglos después de la guerra de Troya, el lu­ gar natural para recapacitar sobre ellos^y plantear preguntas asociadas al nombre de Homero podría parecer que no es és­ te, sino un estadio posterior en nuestra historia. Existe, no obs­ tante, una buena razón para la anticipación de la cronología. Los poemas homéricos casi no nos dicen nada directamente acerca de la historia de su propio tiempo. Es la civilización micénica la que reflejan. (Bury, 1924: 498) La nueva ortodoxia tuvo sus propios problemas. En 1871, Palaiologos había hallado ricas tumbas fuera de la puerta del Dipylon, en Atenas, que definían con claridad un D ipylonzeit posmicénico. En la década de 1880, la mayoría de los arqueó­ logos situaban el fin de los palacios en una fecha tan tardía co­ m o el siglo XIII a. C., lo que lleva a un breve D ip ylo n zeit. Schuchhardt (1891: 316) fue típico al colocar la fecha de la transición alrededor del año 1000 a. C. Si los palacios duraron tanto, es fácil afirmar que un editor del siglo x o IX a. C. co­ nociese la poesía micénica. Sin embargo, en 1890 Petrie pre­ sentó cerámica micénica contemporánea a la Decimonovena

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Dinastía egipcia, concretando así la caída de Micenas alrede­ dor del año 1200 a. C. Com o con los hallazgos de Schliemann, acaecidos veinte años antes, los homeristas encararon las pruebas, aunque ello complicase sus teorías. Lang (1906: 315-319) hizo explícito lo que probablemente muchos habían asumido: que los poemas épicos fueron compuestos antes del año 1200 a. C. y conser­ vados después en Lineal B o papiro hasta la invención del al­ fabeto, momento en que se copiaron en un texto nuevo. Otros probaron caminos nuevos. Bury argumentaba que los cantos épicos alemanes de la Edad Media demuestran que los poe­ tas orales podían preservar hechos históricos; y más aún, que «la inconmensurable superioridad de los griegos en el arte de la poesía [...] implica un método inteligente, lúcido y selecti­ vo al tomar y manejar el material» (1924: 512-513). Leaf (1915: 296) afirmaba que la poesía de la Edad de Bronce era el or­ gullo y la alegría de los reyes jónicos posmicénicos, de modo que «bajo tales condiciones no es necesario hacer un gesto de sorpresa si la tradición de la época aquea se había preservado religiosamente intacta [...]. La tradición era el sello distintivo del poeta aristocrático, y todo se conservaba con la mayor tenacidad porque había de competir con otros poetas que no eran aristócratas». D e un m odo u otro, hacia 1914 la mayoría de los h o ­ meristas estaba de acuerdo en que los poemas alcanzaron, más o menos, su forma m oderna hacia el año 700 a. C., pero des­ cribían un m undo m icénico que había desaparecido alrede­ dor del año 1200. Petrie fue tan importante como Schliemann en el m om ento de crear la Edad de H ierro como una cate­ goría: los eruditos ya no se enfrentaban a una transición bre­ ve entre los palacios y las ciudades-estado, sino a una época mayor de la que sabían muy poco.

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La primera Edad Oscura

Entre 1870 y 1914, los conceptos de la antigua Grecia cam­ biaron hasta quedar írreconocibles. Los debates surgidos al­ rededor de la Cuestión H om érica parecían entonces pasados de moda. Los historiadores reconstruyeron los años anteriores al año 700 a. C. en dos períodos..., una Edad Mícénica, des­ crita por H om ero y sacada a la luz por los poemas; y un m un­ do posmicénico que Hom ero no describe, y no rellena el trasfondo de los poemas. Era obvio que el conocim iento de este medio milenio era deplorablemente inadecuado y sólo los ar­ queólogos podían llenar el hueco. C on todo, pocos estuvie­ ron interesados en hacerlo. En medio de todo esto, los eruditos tenían tres buenas ra­ zones para interesarse en la Edad de Hierro. En prim er lugar, m uchos sentían que la llegada de los dorios perfeccionó la mezcla racial de los griegos (J. Hall, 1997: 4-13). El racismo científico constituía una fuerza im portante en aquellos tiem­ pos, y cuando se hallaban esqueletos, los cráneos pudieron m e­ dirse con el fin de probar que los dorios eran arios. Si no ha­ bía huesos, entonces los debates se animaban discutiendo si ciertos estilos de pintura eran dorios. El segundo factor fue la percepción de que los orígenes del arte griego yacían en la Edad de H ierro. Las excavacio­ nes proporcionaban más y más cerámica de la Edad de H ie­ rro, y los historiadores del arte identificaron diferentes estilos y fijaron su cronología al catalogarla. Pero sólo se produjo una monografía sobre la Edad de H ierro antes de 1939 (Schweit­ zer, 1917). Peter Kaen completó un estudio de la cerámica geo­ m étrica ática en la década de 1930, pero nunca la publicó.2 Los arqueólogos, en apariencia, sentían que sus energías se in­ vertirían m ejor en el estudio de otras épocas. Beazley cubrió

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la etapa entre el año 1200 y el 700 a. C. para la Cambridge A n ­ cient History con una sola frase: «Entre el florecimiento de la civilización cretomicénica y el Período Geom étrico propia­ mente dicho se encuentra un largo período de tiempo llama­ do, con no m ucho acierto, Protogeom étrico: un período de decadencia cultural, sin duda de invasiones y conflictos ince­ santes» (Beazley y R obertson, 1926: 580). Sobrevivió menos arte que en la Grecia arcaica, aunque Beazley tam bién dejó claro que el declive cultural robó el interés de este material. La tercera razón fue el consenso acerca de que la religión griega tom ó forma entre los años 1200 y 700 a. C. Esto ins­ piró cierto trabajo de campo. La Escuela Británica se centró directamente sobre los estratos más antiguos del templo de Ar­ temisa Ortia, en Esparta, a partir de 1906, publicándolos des­ pués de inmediato. En opinión de George Macmillan (1911: X X , xxii), fue éste, y no Knossos, el proyecto más im portante de la Escuela. En Olimpia, Curtius halló entre 1875 y 1881 mucho material de la Edad de Hierro redepositado, el cual pu­ blicó rápidamente. Furtwángler (1879; vid. pp. 100-104). Aun­ que en otros lugares las primeras fases de culto fueron menos atractivas. Los descubrimientos de Schliemann habían causa­ do menos impacto en Francia que en otros lugares, donde se acomodaron al esquema evolutivo de Fustel sin incomodarlo. Victor Duruy, por ejemplo, sencillamente evitó el asunto ar­ gumentando que como los griegos habían creído las leyendas, los historiadores deberían hacer lo mismo (1887: 45; cf. M ahaffy, 1890: 30). La mayoría de los historiadores franceses le quitó importancia a los primeros tiempos de Grecia (p. e. Francotte, 1922: 3-8; R . Cohén, 1939: 35-56). D e igual modo, los arqueólogos franceses tenían poco estímulo. Las excavacio­ nes comenzaron en Délos en 1873, pero los sondeos no fue­ ron im portantes en los niveles geom étricos hasta 1904, y la

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primera publicación im portante sólo llegaría en 1934. Picard resumió los primeros depósitos en una conferencia pronun­ ciada en 1947, pero no sería hasta 1958 cuando Gallet y Santerre publicaron un monográfico sobre el santuario prearcaico (Plassart, 1973). Del mismo modo, los directores de la «grande fouille» de Delfos entre 1892 y 1901 no exploraron los p ri­ meros niveles, que hubieron de aguardar hasta la década de 1920 (Bommelaer y otros, 1992). Los arqueólogos no estaban m uy interesados. Los hallaz­ gos relativos a la Edad Oscura norm alm ente aparecían en ex­ cavaciones destinadas a otros períodos, como en los casos de Olimpia, el cementerio de Cerámico en Atenas (donde las ex­ cavaciones de las tumbas del siglo rv a. C. comenzaron en 1863, pero los sepulcros de la Edad Oscura sólo recibieron una atención sistemática en 1927), Knossos y el Agora ateniense. La ar­ queología clásica ateniense funcionaba según los textos en un intento de iluminar la filología, no desafiarla. La Grecia posmicénica fue importante sobre todo por ser un vacío m olesto. Para M artin N ilsson (1933: 1), H om ero «se encuentra en la penumbra del amanecer de la historia grie­ ga y vuelve la mirada hacia un período anterior que, según él, era una época de un esplendor m ucho más brillante y hom ­ bres más valerosos que la edad en la que él había vivido. La pregunta es si H om ero nos puede ayudar a tender un puente sobre el golfo de las edades oscuras que separan la Edad M i­ cénica griega de la histórica». La Edad de H ierro fue «la épo­ ca más pobre y oscura de toda la historia griega a excepción de la Edad de Piedra» (1933: 246). El concepto de Edad Os­ cura se asentó rápidamente (p. e. G. Murray, 1907: 29; Bury, 1913: 57). Gilbert M urray lo contempló como «un caos don­ de una civilización se hace añicos, se hace caso omiso a sus le­ yes, y la intrincada maraña de expectativas habituales que con­

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forman la propia esencia de la sociedad humana se rompe tan­ to y tan a m enudo por continuas desilusiones que al final de­ ja de haber ninguna clase de esperanza». Para las historias que deseaban contar los clasicistas en las décadas de 1870 y 1930,1a Edad de Hierro no era un pe­ ríodo atractivo, y pocos arqueólogos destacados en Grecia adap­ taron los objetivos de investigación de la prehistoria europea. En palabras de Snodgrass (1971: vii), la Edad Oscura se pre­ sentaba com o «un interludio insatisfactorio que interrum pe cualquier patrón de desarrollo continuado, aunque no pro­ porciona la prueba positiva necesaria para demostrar un im ­ prescindible cambio de dirección». Nada ilustra la marginalidad de la Edad de H ierro m e­ jo r que la feminización parcial de su estudio. Las mujeres di­ rectoras eran más im portantes en los lugares de la Edad Os­ cura que en los de cualquier otro período. Dos de las mayores excavaciones de la Edad Oscura fueron llevadas a cabo en Creta por H arriet Boyd Hawes (1901) y Edith Hall (1914), aunque ambas eran minoicas de elección (Allsebrook, 1992; Bolger, 1994). La division del trabajo estaba muy lejos de ser completa, y algunos individuos excavaron sitios de la Edad de H ierro mientras que Boyd Hawes (1908) cavó en lugares minoicos. Pero incluso su im portante proyecto sobre la Edad de Bronce, en el pueblo de G ournia, fue periférico en una época en la que los arqueólogos más im portantes excava­ ban en palacios y archivos. Hasta hace poco la suya se m an­ tuvo com o la única excavación a gran escala de un pueblo minoico. La arqueología prearcaica más interesante era excavar un palacio vinculado con un héroe homérico, como Schliemann había hecho en Troya y Micenas. Otros arqueólogos intenta­ ron repetirlo. El más esquivo fue el palacio de Odiseo en Ita-

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ca. Schliemann lo investigó durante un período breve, y W il­ helm Dorpfeld invirtió trece años en Lefkas en su creencia de que era la Itaca micénica. En 1931, lord Rennell de R o d d ini­ ció un proyecto británico en Itaca, con William H eurtley co­ m o director. H eurtley también fracasó en localizar el palacio, pero halló im portantes depósitos de la Edad de Hierro. P u­ blicó algunos de ellos, pero transfirió una responsabilidad con­ siderable a Hilda Lorim er y Sylvia B enton.3

Héroes y oscuridad, 1945-1980 La nueva Edad Heroica

Si entre los años 1875 y 1900 se contempló un m undo micé­ nico definido como una interesante Edad Heroica y la Edad de Hierro como una insustancial Edad Oscura, tras 1945 los historiadores redefinieron ambos modelos. Dos sucesos tuvie­ ron una im portancia particular. El prim ero fue gradual. An­ tes de la guerra, el trabajo de campo en Serbia llevó a Milman Parry (1971 [1928-1937]) a concluir que Homero fue un poe­ ta oral, y Albert Lord (1960), su antiguo ayudante, extendió la comprensión de la oralidad minando argumentaciones como las de Bury o Leaf acerca de la transmisión de la poesía a tra­ vés de la Edad Oscura. Los modelos más antiguos aún tenían defensores. Cuan­ do Moses Finley se declaró agnóstico a la manera de Grote acerca de la guerra de Troya en una emisión radiofónica, emi­ tida en octubre de 1963, varios eruditos veteranos se unie­ ron en defensa de la historicidad de la guerra (Finley y otros, 1964). U no de ellos, Goeffrey Kirk, argüía por un com pro­ miso en una nueva edición de la Cambridge Ancient History pa-

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ra m antener la figura de un m onum ental creador unitario cu­ ya poesía se había transmitido de memoria, pero situándolo en la Edad Oscura, y viendo en ella pocas vestigios m icénicos (Kirk, 1975 [1964]). Kirk era menos radical que muchos se­ guidores de Parry, pero su ensayo mostró un fuerte contraste con los de Bury en la primera edición de la C A H . El segundo suceso fue más repentino. En 1952, Michael Ventris descifró el Lineal B confirmando que los palacios mi­ cénicos se asentaban sobre una base económica completamente diferente a la de la sociedad hom érica. Moses Finley (1981 [1959]: 199-232) alegó que los palacios micénicos tenían más en com ún con O riente Próxim o que con Homero. Finley llegó a la historia antigua desde un trasfondo cien­ tífico social, y estaba más interesado por los debates entre los historiadores sociales y económicos que en iluminar el canon de autores griegos. En su prim er libro adaptó el m odelo de reciprocidad de Karl Polany para alegar que la Atenas clásica era una economía compleja donde era importante el dinero y el mercado, pero que no podría tildarse de capitalista (Finley, 1952). Entonces intentó explicar cómo había llegado a pro­ ducirse su form ación socioeconómica. Finley, tom ando otro modelo de Polany, sugirió que en contraste con la reciproci­ dad civil, los palacios micénicos eran sistemas económicos redistributivos y la clave para com prender Atenas residía en ex­ plicar el cambio desde la redistribución a la reciprocidad. Eso hizo im portante a la Edad Oscura. Finley, utilizando también a Marcel Mauss, argumentó en The World o f Odysseus [El m undo de Odiseo] (1954) que la economía homérica descansaba sobre el trueque de regalos, lo cual creaba y expresaba la jerarquía entre los héroes. Finley, nutriéndose de Parry y haciendo analogías con El cantar de R ol­ dan, tam bién alegó que H om ero no reflejaba ni los tiempos

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micénicos ni los suyos, sino una época interm edia alrededor del año 900 a. C. (Finley, 1954: 48). Según la idea de Finley, el estilo económico de regalos de H om ero reemplazó a las economías re distributivas micénicas hacia el año 1200 a. C. En algún m om ento entre el año 800 y 500, estos sistemas de estatus clasificado sufrieron una segun­ da transformación hacia un m undo donde ciudadanos libres e iguales practicaban intercambios recíprocos. Finley ofrecía un «modelo muy esquemático de la historia de la sociedad anti­ gua. Se pasó de una sociedad donde el estatus altamente siste­ matizado seguía una línea continua a uno en el cual los estra­ tos terminaban en dos grupos en los extremos, los esclavos y los libres» (Finley: 1981 [1964]: 132). En 1959, Finley publicó el prim ero de una serie de in ­ formes donde ofrecía su explicación para tal transformación: la esclavitud. Las revoluciones sociales arcaicas, com o la que llevó a las reformas de Solón en Atenas, año 594 a. C., barrie­ ron la gama de estratos homéricos reemplazándolos con una situación donde los hombres (es llamativa la ausencia de m u­ jeres en la historia de Finley) se polarizaron en dos grupos: li­ bres o esclavos (Finley, 1981 [1959-1965]: 97-195). A mediados de la década de 1960 Hom ero había sido se­ parado de la Edad de Bronce. Cuando Finley reeditó The World o f Odysseus veinticinco años después, sus cambios principales consistieron en borrar las secciones donde atacaba al modelo micénico porque «hoy ya no se mantiene seriamente [...] que la Ilíada y la Odisea representan a la sociedad micénica» (Finley, 1979: 10).Tan completo fue el cambio que John Bennet com enzó su reciente estudio «Hom er and the Bronce Age» preguntando: «¿Por qué dedicar incluso un espacio en un tra­ bajo de resumen de los estudios hom éricos de finales del si­ glo XX a lo que parece ser una no pregunta?» (1997:514). Con

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todo, Finley llevó poco más allá la investigación hasta finales de la década de 1970. En parte puede deberse a los pocos his­ toriadores de la Antigüedad que compartían su entrega polí­ tica. Su razonamiento, como el de Grote tras 1870, pudo ha­ berlos convencido, pero su sentido de la im portancia de la historia no necesitó hacerlo. Más aún, el mismo Finley aban­ donó en buena parte el período. Quizá creyese que había re­ suelto los problemas principales, y tras 1958 jamás volvió a pu­ blicar nada acerca de la sociedad homérica; en vez de eso se volvió a las últimas fases de su «modelo esquemático». Finley redefinió la Edad de Bronce del Egeo como la pe­ riferia de un sistema palaciego más amplio propio de O rien­ te Próximo, y la Edad de Hierro como un m undo de héroes jerárquico y complejo del cual emergió la sociedad ciudada­ na clásica. Por primera vez, la Grecia posmicénica era im por­ tante dentro de una narrativa histórica mayor.

La nueva Edad Oscura

Los arqueólogos aceptaron a la Edad de H ierro incluso con más entusiasmo. C om o sucedió con la influencia de Parry en la filología homérica, hubo raíces prebélicas. Dorotea Grey (1954:240) sugirió que el interés databa de la década de 1930, con las excavaciones británicas en Itaca y Karphi; y Vincent Desborough comenzó sus estudios de la cerámica protogeométrica como estudiante de la Escuela Británica de Atenas des­ de 1937 hasta 1939. Pero las monografías importantes sólo apa­ recieron en la década de 1950, y la arqueología de posguerra difería claramente de las versiones prebélicas al concentrarse sobre todo en la historia del arte. La religión perdió terreno y, aunque se recurrió a las migraciones para explicar los estilos,

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fijarse en las invasiones pasó a ser una especialidad del este de Europa. La acumulación de hallazgos sin analizar era importante. NikolaosVerdelis (1958) sistematizó la cerámica protogeométrica de Tesalia, Gallet de Santerre (1958) puso en orden los primeros restos de Délos y Paul C ourbin (1966) clasificó la cerámica geom étrica del trabajo francés en Argos. Pero los principales arqueólogos de la Edad Oscura fueron b ritán i­ cos. La obra Homer and the M onuments [Homero y los m onu­ mentos] (1950), de Hilda Lorimer, fue el estudio hom érico sistemático más importante publicado desde la década de 1880, y el prim ero en tratar la Edad de H ierro tan seriamente co­ mo la Edad de Bronce. Pero la obra de Desborough, Protogeometric Pottery [Cerámica pro to ge orné trie a*] (1952), marcó un hito, pues revolucionó los estudios de la Edad Oscura al hacer posible la comparación sistemática entre regiones; y desde 1957 hasta 1960 J. Nicolas Coldstream , com o D esborough estu­ diante de la Escuela Británica de Atenas, hizo un tratamiento similar del final de la Edad Oscura en una tesis doctoral pu­ blicada con el título de Greek Geometric Pottery (1968). N o está claro por qué tantos arqueólogos británicos co­ lonizaron la Edad de Hierro, ni tampoco por qué sus intere­ ses tendían a sistematizaciones panhelénicas en vez de hacia la publicación de los hallazgos realizados en excavaciones b ri­ tánicas como la de Knossos o el trabajo en Esmirna entre 1948 y 1951. Si el trabajo de campo era el factor principal,Tubinga, hogar de Karl Kübler, el excavador del Cerámico, debería haber sido el centro de la Edad Oscura durante la posguerra. Los arqueólogos británicos no explican su nuevo inte­ rés. Desborough (1952: xv) dice sólo que desea estudiar las interrelaciones de los estilos protogeom étricos; obtiene otras pruebas, com o las tumbas de donde proceden las vasijas, «pa-

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ra apoyar el cuadro general». Coldstream describe su trabajo de un m odo similar, como «preocupado sólo por el estilo y la cronología» (1968:3). Los libros crean la impresión de que es­ tudiar tan vasto conjunto de material apenas conocido es al­ go tan obvio que no necesita explicación. Com o lo planteó Coldstream (1968: 1): «Para el historiador de arte, el estudio de la cerámica protogeométrica es un fin en sí mismo». Q ui­ zá veamos aquí la expansión del m odelo de Beazley, ya fir­ m em ente establecido en Gran Bretaña durante la década de 1950 y su búsqueda de nuevas salidas. En esos libros, los argumentos de los historiadores acer­ ca de la Edad de H ierro llaman la atención por su ausencia. D esborough describió su libro publicado en 1964, The Last Mycenaeans and Their Successors [Los últimos micénicos y sus sucesores], como una investigación histórica del período has­ ta alrededor del año 1000 a. C., pero nunca menciona los nue­ vos enfoques respecto a Homero; su bibliografía ni siquiera in­ cluye la obra de Finley, World o f Odysseus, ya con una década de antigüedad cuando se publicó el libro de D esborough. Este lo explicó diciendo: «pretendo utilizar la prueba arqueo­ lógica como material básico, y al mismo tiempo asumo como cierta la existencia de importantes movimientos de población señalados en la tradición [literaria]» (1964: x v i i ). Esta escisión supuso un nuevo desarrollo. Hasta la segun­ da guerra mundial, se esperaba que los homeristas y los ar­ queólogos de la Edad de Bronce tuvieran un conocim iento básico del campo del otro. En Homer and the Monuments, por ejemplo, Lorim er (1950: viii) explica que la demostración de Parry de la antigüedad de algunas fórmulas requería un libro como el suyo, donde se recogen todas la pruebas arqueológi­ cas desde la llegada de los griegos hasta los tiempos de H o­ mero. Lorimer tenía metas distintas de las planteadas por Des-

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borough; ella no cerraba su libro con una relación de las prue­ bas materiales, sino con una extensa crónica de lo que nos di­ ce la arqueología acerca de la Cuestión Hom érica (1950:462528). La obra de Myres y Grey, Homer and His Critics [Homero y sus críticos] (1958), y la de Wace y Stubbing, Companion to Homer [Manual de Homero] (1962), compartían objetivos pa­ recidos pero, como Homer and the Monuments , ambas le debían mucho al período de entreguerras. El libro de Myres com en­ zó como una serie de conferencias en Bangor en 1931, fue re­ visado para ser leído en Harvard en 1937 y 1938, retrasado por la guerra y completado por Grey tras el fallecimiento de M y­ res en 1954; por otro lado, Wace había ideado el Companion antes de la guerra, y (como algunos de los colaboradores) m u­ rió antes de que Stubbing pudiese completar el libro. Algunos capítulos del Companion se aferraban al viejo modelo que si­ tuaba la sociedad hom érica en los palacios micénicos, m ien­ tras Myres, Grey y Lorim er preferían una imagen compuesta, que ponía el énfasis en la mezcla de material cultural micénico y de la Edad de Hierro presente en los poemas. Los tres li­ bros unen textos y arqueología, asumiendo que el interés fi­ lológico en Homero debe preceder al interés en la arqueología. Hacia la década de 1960, estos libros parecían pasados de moda. Los nuevos historiadores sociales de la Edad Heroica y los nuevos historiadores de arte de la Edad Oscura veían, en apariencia, pocas ganancias en el trabajo de los otros. Grandes sistematizaciones como Protogeometric Pottery y Greek Geome­ tric Pottery pueden haber hecho más para dividir a los eruditos que para unirlos. Cada libro incluía una sección de «conclu­ siones históricas», pero ninguna era lo que los historiadores so­ ciales reconocían como una síntesis histórica.

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Las primeras arqueologías sociales

Chester Starr hizo el primer esfuerzo serio para tratar la arqueo­ logía como historia social en su obra The Origins o f Greek C i­ vilization [Los orígenes de la civilización griega] (1961). Starr trabajó sobre todo acerca de R om a y la historia moderna, pe­ ro había combinado pruebas textuales y visuales de una ma­ nera novedosa. En 1953 decidió aplicar técnicas similares a los comienzos de la civilización clásica. Aceptó algunas de las ideas de Finley sobre la sociedad homérica (Starr, 1961:123-138), pe­ ro su influencia básica no fue The World o f Odysseus. En lugar de eso, basó gran parte de su razonamiento en la cerámica recién publicada procedente del Cerámico, y en el estudio de las co­ lecciones de museos entre 1959 y I960.4 Él explicaba: El historiador [...] utilizará esta cerámica con la debida limi­ tación. El puede, en realidad debe, ir más allá del restringido campo de la mayoría de los estudios modernos de material, pues los especialistas se limitan a la clasificación descriptiva o morfológica con el objetivo de concretar una cronología evo­ lutiva y las ínter relaciones entre las diferentes estructuras. Es­ ta es una base necesaria y muy útil que reduce la masa de ha­ llazgos esparcidos a términos ordenados, pero eso no es todo. Por otro lado, el estudiante cuidadoso no será capaz de seguir con detalle las muy sutiles, a veces prácticamente místicas, in­ terpretaciones de la primera cerámica griega que de vez en cuando se han adelantado. (Starr, 1961: 101) Origins tiene su propio com ponente de idealismo y teoriza­

ción racial, pero las cuestiones sociales de Starr eran muy di­ ferentes a las colegidas por Desborough. Starr (1974) alegaba, con agudeza, que el enfoque de Desborough no sólo era ahis-

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tórico, sino antihistórico. Starr deseaba ir más allá de la cerá­ mica hasta llegar a un modelo totalizador. Identificaba dos dis­ continuidades importantes. La primera implicaba que «el m o­ delo de civilización al que llamamos Grecia surgió, en sus líneas básicas, durante el siglo xi a. C.»; la segunda, que «la época de la revolución, 750-650 a. C., supuso el desarrollo más dramá­ tico de toda la historia griega [...]. Rápidam ente, con golpes simples aunque definidos, los griegos erigieron un sistema co­ herente y entrelazado política, económica y culturalmente, que perduró a lo largo del resto de su vida independiente» (Starr, 1961: 99, 190). Desborough había anticipado el prim er argu­ mento de Starr, al ver en la Atenas del siglo X I a. C. «ciertas in­ novaciones que iban a afectar a casi todo el m undo egeo, y [que] pueden considerarse el punto de partida desde el cual se desarrollaría más tarde la civilización griega» (Desborough, 1952: 298); y la idea de un renacimiento en el siglo V III a. C. había estado presente desde que se definió la Edad Oscura. Pe­ ro en vez de dividir a la Grecia posmicénica según períodos estéticos, como hizo Desborough, o equipararla con una «so­ ciedad homérica» estática, como Finley se vio obligado a ha­ cer al limitarse a las fuentes escritas, Starr construyó un m o­ delo dinámico donde enfatizaba el cambio a través del tiempo y los contrastes regionales.

La síntesis arqueológica

En la década de 1970, los tres arqueólogos británicos de la Edad Oscura más im portantes produjeron síntesis de los informes esparcidos y las difíciles monografías de especialistas (Snod­ grass, 1971; Desborough, 1972; Coldstream 1977). Éstas ejer­ cieron una gran influencia, y modelaron la disciplina durante

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los veinte años siguientes. Desborough y Coldstream trabaja­ ron en gran parte dentro de las tradiciones artísticas e históri­ cas de posguerra; sólo Snodgrass (1971: vm ),ya entonces in­ teresado en cuestiones sociales más amplias, destacó a Starr en particular com o su influencia. D esborough y Snodgrass (los estudios de Coldstream sólo com enzaron alrededor del año 900 a. C.) señalaron al siglo x i i como la época de una ruptu­ ra súbita. La herencia micénica desapareció en la región del mar Egeo alrededor del año 1100, sobreviviendo sólo de for­ ma atenuada en zonas atrasadas. Ambos coincidían en que la sociedad egea del siglo X I a. C. tom ó un rum bo diferente a las del resto del Mediterráneo. Snodgrass (1971:237-249) vincula eso al desplome del comercio de larga distancia acaecido a par­ tir del año 1025 a. C.: el Egeo perdió contacto con el m un­ do exterior y basó su economía en el hierro. El regionalismo se hizo más pronunciado, y un área «avanzada» tomó forma en el mar Egeo (Snodgrass, 1971: 374-376).También coincidie­ ron en que la Edad Oscura term inó en una im portante re­ cuperación en el siglo vm a. C. Snodgrass (1971:378-380; 1987:188-210) basaba esa idea en la economía. Cuantificó los enterramientos de la Edad Os­ cura y alegó que hubo una explosión demográfica en el si­ glo vm a. C., que alcanzó en Atenas un 4 por ciento anual, un crecimiento tan rápido como jamás hubo. Contemplaba al au­ m ento de población y la intensificación agrícola llevando el sistema hacia una creciente complejidad social y terminando con una Edad Oscura de, quizá, grupos de pastores pequeños, nómadas e igualitarios. La competencia por las tierras fértiles desencadenó la centralización política. Las nuevas ciudadesestado recurrieron a guerras frecuentes e intensas, a coloniza­ ciones en ultramar y desarrollos culturales como la construc­ ción de tem plos, a mayores sacrificios y a la veneración de

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los antepasados fallecidos m ucho tiem po atrás que pudiesen garantizar la reclamación de terrenos (Snodgrass, 1977; 1980a: 15-84). La idea arqueológica de Snodgrass respecto a la Edad Os­ cura se mantenía en fuerte contraste con la Edad Heroica micénica de Finley, basada en textos.Tal como Snodgrass (1993: 35) resume: «Existe una antigua división de opiniones entre aquellos que creen que la sociedad griega de la Alta Edad de H ierro era, en general, bastante igualitaria, y quienes, por el contrario, sostienen que estaba fuertem ente estratificada. H a­ blando en términos generales, los arqueólogos han tendido a encuadrarse en el prim er grupo y los historiadores [...] en el último». Para Finley (1970: 73) tiene poco sentido hablar de una Edad Oscura: «En el sentido [...] de que nosotros andamos a tientas en la oscuridad, y sólo en ese sentido, es legítimo em­ plear la convención de llamar “ edad oscura” al extenso perío­ do de la historia griega com prendido entre los años 1200 y 800 a. C.». Por otro lado, la idea de Starr recuerda a la de Gil­ bert Murray: «Durante las Edades Oscuras [...] los hombres lu­ chaban por sobrevivir y mantener unido el tejido social» (1977: 47). La distinción temporal prebélica entre Edad Heroica m icénica y Edad Oscura posmicénica fue reemplazada por una distinción metodológica entre dos períodos posmicénicos di­ ferentes: una Edad Heroica basada en textos y una Edad Os­ cura basada en artefactos. Quizá debería haber habido un debate académico para com petir con el de la década de 1880, pero no ha sucedido nada similar. Snodgrass (1974) utilizó la antropología com ­ parativa para renovar la alegación de Lorim er de que H om e­ ro mezclaba elem entos pertenecientes a m uchos períodos, mientras Finley (1979:155) acusaba a Snodgrass de una «con­ fusión entre objetos e instituciones». Gladstone y Jebb habrían

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juzgado esta situación como dócil, pero era un clásico cambio de paradigma: sin la publicación de un debate sostenido, el mo­ delo arqueológico se extiende rápidamente por el campo. Las pruebas más claras son institucionales. D urante la década de 1970 los prim eros arqueólogos griegos asum ieron las fun­ ciones más importantes de las universidades británicas. Colds­ tream y Snodgrass ocuparon puestos en la arqueología clási­ ca en Londres y Cam bridge respectivamente, y Desborough regresó a Oxford. Fuera de Gran Bretaña, las publicaciones de los cuatro congresos más importantes sobre Grecia entre los años 1200 y 700 a. C. sugieren que en 1980 lingüistas y filó­ logos, así como arqueólogos, dieron por sentado el modelo ar­ queológico de Snodgrass (Anuario Delia Scuola Archeologica di A tene,vols. 59-61 [1981-1983]; Hágg, 1983a; Deger-Jalkotzy, 1983; Musti y otros, 1991). El prim er capítulo de la obra Early Greece, de Oswyn Murray, presentó el modelo arqueológico de la Edad Oscura como una idea práctica (O. Murray, 1980: 13-20). Paradójicamente, el éxito de la síntesis ayudó a reorientar a los homeristas hacia las cuestiones de Finley y Polany (más recientem ente, D onlan, 1997;Tandy, 1997). Al abandonar la afirm ación de Finley de que H om ero reflejó una sociedad en funcionam iento alrededor del año 900 a. C., llegaron a un acuerdo (existió una verdadera Edad Oscura entre los años 1100 y 800 a. C., pero el siglo v i i i fue como la Edad Heroica) enlazado con el modelo arqueológico por medio de la idea de Snodgrass acerca de la explosión demográfica y la creación del Estado. Gregory Nagy halló una explicación para el contras­ te entre la prueba arqueológica de la variación regional y la homogeneidad de la sociedad homérica, argumentando: «Es­ ta tradición poética sintetiza la distinta tradición local de ca­ da ciudad-estado en un m odelo unificado panhelénico que

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encaja con la mayoría de las ciudades-estado pero no se co­ rresponde con ninguna en concreto» (1979: 7). Este éxito requiere una explicación. Propongo que el fac­ tor crucial fue que la arqueología produjo descripciones más dinámicas y consistentes que la filología. Hasta finales de la dé­ cada de 1960, los arqueólogos crearon lo que a los extraños les parecía una forma limitada de historia del arte oculta, por lo general, en densas monografías técnicas. Pero las síntesis de la década de 1970, sobre todo la de Snodgrass, lo cam biaron todo. En ellas se incluían variaciones regionales y cambios de un siglo a otro, mientras que las ideas más antiguas derivadas de H om ero proporcionaban un m odelo único y estático. Al ofrecer un panoram a más amplio y vincularlo a cuestiones convincentes acerca de la evolución social, los arqueólogos po­ dían reclamar haber generado una explicación mejor. El alma de la arqueología de la nueva Edad Oscura fue la integración. Los historiadores se quejaban a menudo de que no existían pruebas suficientes para decir nada acerca de la Edad Oscura, pero al combinar las publicaciones y recoger to­ das las referencias a las tumbas descubiertas en la expansión urbana, los arqueólogos amasaron grandes series de datos, y al publicar el listado de los lugares perm itieron a otros repro­ ducir su investigación. Snodgrass, en una declaración inusita­ damente explícita, explica: El método de este trabajo es empírico [...] y trata de exami­ nar el período completo según una secuencia cronológica ins­ peccionando cada prueba como llega, reuniendo los hechos e intentando encararlos por todos los medios. Eso suena bastan­ te trivial, pero en este caso implica el abandono de las priori­ dades habituales de los historiadores, los estudiosos literarios o los arqueólogos clásicos [...]. Este método también conlleva

E l in v e n t o d e la e d a d o s c u r a ------------------------------------------179 una insistencia casi obsesiva en la cronología. Mucho de este material disponible es en sí mismo trivial y ambiguo para las conclusiones que pueden sacarse de ello; con todo, este mis­ mo material otorga cierta seguridad como base para una com­ prensión del período más amplia, en un sentido en el cual ni inferencias ni analogías a partir de períodos o regiones mejor conocidas puedan ser seguras. (Snodgrass, 1971: vil) Snodgrass llevó el rigor tradicional de la arqueología clásica a todos los artefactos, y se concentró tanto en el contexto de la sedimentación como en los objetos en sí. Este enfoque in­ ductivo y empírico es el gran legado m etodológico de la dé­ cada de 1960 y 1970: tanto si lo inspiran cuestiones marxistas, feministas o postestructuralistas, un arqueólogo de la Edad Os­ cura debe reunir todas las pruebas, mostrando qué pertenece a modelos más amplios y qué es único.

Más allá de la síntesis: a partir de 1980 La escuela Snodgrass

A finales de la década de 1970, Finley y Snodgrass ocupaban cargos en Cambridge, que emergía como centro de estudios de la antigua Grecia. Shanks (1996:132-143) habla incluso de «la escuela Snodgrass de estudios de la Edad de Hierro». La co­ rriente de estudios de la Edad de Hierro a partir de estudian­ tes de Snodgrass constituye, probablemente, el más continuo asalto académico sobre este período en toda su historia. El pri­ mer grupo de estos libros desarrollaron la arqueología social de Snodgrass, pero examinaban áreas menores con mayor deta­ lle, utilizaban herramientas más cuantitativas, y buscaban lee-

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tores en otras arqueologías (I. Morris, 1987; Morgan, 1990;Whitley, 1991a). Compartían muchas de las preguntas de Snodgrass, pero en ocasiones alcanzaban respuestas diferentes. M i libro Burial and Ancient Society [Entierros y sociedad antigua], basado en investigaciones realizadas entre 1981 y 1986, lleva las señales de este contexto. Seguí el énfasis depo­ sitado por Snodgrass en la demografía, pero también el de Finley en la ciudadanía y la esclavitud. Los arqueólogos procesuales buscaban rangos jerárquicos en los enterramientos, y los posprocesualistas ideología.Yo había llegado a la mayoría de edad en el fuertemente dividido m undo industrial de las M id­ lands inglesas de la década de 1970 (el clásico de Paul Willis, Learning to Labour [Aprendiendo a trabajar, Akal, 1988], 1977, ca­ si pudo ser escrito refiriéndose a mi propio instituto de ba­ chillerato). La desigualdad basada en la riqueza parecía, obvia­ mente, el objeto de estudio más valioso. El traslado desde la Universidad de Birm ingham a la de Cambridge en 1982 só­ lo sirvió para intensificar este sentimiento. Yo alegué que las tumbas atenienses del siglo v i i i a. C. no reflejaban el cambio de una sociedad igualitaria a una estra­ tificada. En vez de eso, com o a m enudo suele ser el caso en el registro arqueológico de otras zonas de la Edad de Hierro en Europa y O rien te Próxim o, los funerales entre los años 1025 y 750 a. C. dibujaron una línea dentro de la sociedad. La mayoría de los enterramientos excavados pertenece sólo a una parte de la población adulta, mientras otros adultos y la m a­ yoría de los niños fueron despachados de maneras que ofre­ cen poca visibilidad arqueológica.Yo, recurriendo a H om e­ ro, argumento que esta distinción se basa en el rango; las tumbas excavadas pertenecen a una clase superior, a lo que los grie­ gos llamaban agathoi, o «buena gente», mientras que los estra­ tos más bajos (kakoi o «mala gente») se disponían de modo que

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apenas los encontramos. Propongo que los excluidos kakoi de­ pendían de los agathoi, más acaudalados, quienes poseían la ma­ yor parte de las tierras. En el siglo vm a. C., esta distinción ritual se desmoronó. Acepté la idea de una Edad Oscura en­ marcada por las rupturas de los siglos xn y vm, pero las reinterpreté. El siglo vm a. C. no contem pló el regreso de la je ­ rarquía a Grecia; más bien fue el origen del orden social de ciudadanos libres y esclavos que dominó el trabajo de Finley y, en todo caso, fue una época de debilitamiento del poder aristocrático.Yo combiné suposiciones posprocesuales con los mé­ todos empíricos de la arqueología de la Edad Oscura vincu­ lándolos con los argum entos de la historia social de Finley. Los primeros estudios de la «escuela Snodgrass» eran en gran parte historias sociales de cultura, trato de los enterra­ mientos, culto y estilo, como modo de llegar a realidades sub­ yacentes. Com o observa Shanks (1996:137), «el material cul­ tural cumple la función de expresar la estructura social; el estilo de este funcionamiento es inexplicable». Una segunda oleada,de libros publicados a finales de la década de 1990 se apartó de es­ tos asuntos y planteó preguntas acerca de la construcción de la identidad étnica y sexual, tomándolas tanto de la historia cultural o del arte como de la arqueología social (J. Hall, 1997; Shanks, 1999). Éstos tienen vínculos con obras anteriores y se alejan de las preguntas sociales de Snodgrass. En ello compar­ ten muchos aspectos con los desarrollos dados entre otros gru­ pos de eruditos.

Religión y arte

Pocos estudiosos franceses se han concentrado en la Edad de Hierro, pero François de Polignac (quien estudió con Finley

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y Snodgrass, así com o con Jean-Pierre Vernant) com binó el estructuralismo con la arqueología social en La naissance de la cité grecque [El nacimiento de la ciudad griega] (1984), exami­ nando cóm o las polis utilizaban los santuarios para definir sus fronteras. El apoyaba la idea de Snodgrass acerca de la re­ ligión como idea crucial en la construcción del Estado. Pero la versión desde una perspectiva nueva en Cults , Territory and the Origins o f the Greek C ity-State [Cultos, territorio, y los orí­ genes de las ciudades-estado griegas] (1995a) presentó un cua­ dro más complejo donde se utilizaban nuevas pruebas de los cultos de la Edad Oscura para defender cambios más gradua­ les. El siglo vm a. C. seguía siendo im portante para él, pero menos que para la escuela Snodgrass; y concluía diciendo que estamos en un «punto donde el térm ino tradicional de “Edad Oscura” no se utilizará más» (De Polignac, 1995 b: 7). Otros eruditos franceses también escribieron sobre la Edad de Hierro en la década de 1980 y, como en la reciente obra de Polignac, restaron importancia a las rupturas acaecidas alrede­ dor de los años 1200 y 700 a. C., contem plando desarrollos más graduales. El trabajo de Schliemann había recibido un tra­ tamiento similar en Francia, pues se atemperaron las rupturas que implicaba para preservar el m odelo evolutivo de Fustel (p. 163). Esta prolongada tradición historiográfica puede ser el legado más poderoso de Fustel. Una estrategia es proyectar las instituciones clásicas ha­ cia los tiempos micénicos. H enri van Effenterre argumenta a favor de la continuidad rechazando caracterizar la sociedad de la Edad de Bronce en términos de palacios. Propone que és­ tos fueron imposiciones externas sobre un Volksgeist igualita­ rio que se remontaba hasta la «llegada de los griegos» duran­ te el III m ilenio a. C. (1985: 68).Van Effenterre ve más allá de la esfera palaciega «una vida comunal (¿ya podría decir uno

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“política”?) en la cual ciertos rasgos parecen insinuar o prefi­ gurar el sistema que será el de la cité [clásica]» (1985: 96). Pie­ rre Carlier incluso identifica en la Edad de Bronce «comuni­ dades que practicaban una forma embrionaria de democracia» (1984:130). Él lo modifica posteriormente, proponiendo que mientras «sería una exageración hablar de democracia com u­ nal [...], no obstante los damoi micénicos constituyen una for­ ma primaria de organización colectiva, y quizás en ellos yazcan los orígenes de los deme de una ciudad como Atenas» (1991:87). La idea tiene que ver directamente con mis argumentos centrales de las partes tercera y cuarta. La principal asevera­ ción de Carlier es que en Lineal B kekemena significa ‘tierra com unal’, y que su incidencia en la palabra damo, ancestro de la clásica demos, muestra que las estructuras comunales del pueblo eran importantes (1984:68 n. 369). Pero la filología no es tan sencilla (Carpenter 1983), y el razonamiento de Carlier está viciado. Finley vio el problema m etodológico hace cua­ renta años: «Para dar con la idea de “p u eb lo” o “ colectivi­ dad” [como traducciones de damo], incluso como convención, hay que introducir una interpretación muy precisa y trascen­ dental por la puerta de atrás [...] ninguno de estos significados está determinado o controlado por el contexto; todos se han deducido filológicamente» (Finley, 1981) [1957-1958]: 209). Si utilizamos la literatura clásica para deducir los significados de damo y kekemena, entonces afirmamos que hemos descu­ bierto continuidades semánticas desde la Edad de Bronce a la época clásica, y que ello refleja continuidades instituciona­ les; no hemos logrado demasiado. Van Effenterre proyecta los conceptos clásicos de ciu­ dadanía a la Edad de Bronce al equiparar el Lineal B ereutero con la palabra ateniense de la época clásica eíeutheros (‘hom ­ bre libre’). Argumenta que «ereutero significa ‘el que no debe

1 8 4 ------------------------------------------------------------------------S e g u n d a pa r te nada a nadie’. Él ya existía. La libertad perm anece com o la cualidad fundamental del ciudadano» (1985:155). Pero la se­ mántica de estas palabras mina esta asociación. Ereutero «con­ nota el espacio en el que es posible la autonom ía en rela­ ción al palacio: autonomía para producir y quizá para los seres de sexo masculino» (Garlan, 1988: 29). Esto es muy distinto del ciudadano ateniense como eleutheros (capítulo cuarto). Po­ demos rastrear en detalle la historia de la palabra clásica eleut­ heria, traducida norm alm ente como «libertad». Eleutheria era un grito de unión aristocrático contra la tiranía a finales del siglo vi a. C., después fue un lema democrático en el siglo v, sólo para que en el siglo iv los filósofos la volviesen contra la democracia (Raaflaub, 1985). Dados tales cambios en sólo dos siglos, no podemos asumir significados fijos'para los ocho an­ teriores y basar en ello hipótesis de continuidades socioló­ gicas. El vínculo de Carlier entre la micénica damo y la clásica demos también obvia cambios lingüísticos bien documentados. En la Grecia arcaica, demos era un concepto flexible que cam­ biaba de significado a través del tiempo y según el contexto, a veces denotando al conjunto de la com unidad y a veces a toda esa com unidad excepto sus dirigentes (Donlan, 1970). Dadas las claras pruebas de m anipulación táctica de la pala­ bra entre los años 700 y 500 a. C., sería ingenuo asumir una estabilidad anterior durante casi un milenio. U na segunda estrategia consiste en abandonar los inte­ reses de los historiadores y arqueólogos sociales sobre política y Estado a favor de los tradicionales intereses franceses por la religión y el arte (pp. 109-110). De Polignac critica a los arqueó­ logos sociales por hacer hincapié en la polis (¡a cité), «inter­ pretada como un tipo de sociedad y organización política en­ tendido en referencia al modelo de la ciudad-estado clásica y

E l in v e n t o d e la e d a d o s c u r a ------------------------------------------185 sus instituciones». Él pregunta: «¿Es necesario [...] olvidar la polis para pensar en la sociedad [oublier ¡a cité pour penser la société]?», (1995b: 7,9). Algunos historiadores de arte tienen la misma sensación. Sarah M orris concluye: P uede que sea el m o m e n to para una reform a de nuestra ac­ tual adulación hacia «el Estado» en la antigua Grecia, u n es­ p ectro que ha ad q u irid o u n a c o m p e ten c ia de poderes m o ­ nolíticos y casi autoritarios sobre los eruditos contem poráneos. E n m i o p in ió n , la c o m u n id a d -p o r-e l-c o n se n so evolucionó lenta, gradual y co n tin u am en te desde la Baja E dad de B ro n ­ ce [...] sin la «explosión» o el «renacim iento» atribuido al si­ glo vin a. C. (S. P. M orris, 1992a: xvn)

Calificando la Edad de H ierro un campo «agotado», suplica: «Por favor, ¡no más disertaciones sobre la Alta Edad de H ie­ rro!» (1995: 184-185). Redefinir las fronteras de la Edad Os­ cura y Edad Heroica cambia las historias que pudiésemos na­ rrar y el valor de estudiar el período.

E l problema de Oriente

El helenismo separó a griegos y orientales. Nadie puede ne­ gar las influencias de O riente Próximo en la literatura y el ar­ te del siglo vu a. C., sobre todo en la obra Teogonia, de H e­ siodo, pero, com o cualquier paradigma, el helenismo pudo poner las anomalías a un lado. Si la Edad O scura fue la in­ fancia de Grecia, los siglos vn y vi a. C. fueron su impresiona­ ble adolescencia, cuando seguía la dirección de otros sin pre­ guntar, antes de alcanzar la madurez en el siglo V I , guardando lo mejor de su juventud y deshaciéndose de lo demás. Sin em­

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S e g u n d a parte

bargo, como siempre, algunas pocas personas se obsesionaron con los casos difíciles. Cuando M artin West escribió un co­ m entario sobre la Teogonia, no pudo evitar la cuestión orientalizadora, y concluyó que «Grecia es parte de Asia; la litera­ tura griega es literatura de O riente Próximo» (1966: 30-31). Siguiendo la norma habitual, la superioridad filológica de West fue respetada, mientras que sus conclusiones históricas fueron tratadas de excéntricas. Pero esto cambió en la década de 1980. La obra de Walter Burkert D ie orientalisierende Epoche [De H o ­ mero a los magos: la tradición oriental en la cultura griega] (1992 [1984]), un cuidadoso estudio de la literatura griega y aca~ dia, mostró la omnipresencia de los contactos en los siglos v iii y vil a. C., mientras que M artin Bernal en su obra Black A t ­ hena I [Atenea negra: las raíces afroasiáticas de4a civilización clási­ ca] (1987) demuestra cómo los clasicistas habían pasado por al­ to este asunto durante doscientos años. El trabajo de Burkert fue un catalizador para los clasicis­ tas incómodos con el helenismo. Sarah M orris, en su im por­ tante estudio Daidalos and the Origins o f Greek A r t [Dédalo y los orígenes del arte griego] (1882b) va más lejos que Burkert o West, argumentando que desde la Edad de Bronce a lo lar­ go de la arcaica, la cultura egea fue parte de la coiné cultural del M editerráneo oriental. Las conexiones egeas-libanesas no se desmoronaron a partir del año 1100 a. C.; más bien, la cul­ tura preclásica griega siempre fue una «cultura oriental» (1992b: 101-149). Sólo las guerras médicas, 480-479 a. C., provocaron una reacción contra O riente, y una «desarticulación delibera­ da en el período clásico» (1992b: xx) de la sociedad m ulti­ cultural arcaica. Afirma que esta cultura oriental... ... sobre todo su religión, fue continua desde la Edad de B ro n ­ ce a través de la E dad de H ierro , ju stificando el uso del té r­

El

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m in o «Grecia prim itiva» para englobar el p rim e r y segundo milenio. La definición epigráfica de los períodos históricos crea la artificial «Edad Oscura», que después debe ser «reconcilia­ da» con las «inconsistencias» de registros más fieles de esa con­ tinuidad, poesía y arqueología [...]. Los orígenes de la cultura urbana griega com ienzan antes del año 1200 a. C. con una de­ saparición, no una culm inación, en el siglo v a. C. (S. P. M o ­ rris, 1992b: 115, 124)

Este largo período de la «Grecia primitiva» tiene más en co­ m ún con los estudiosos de la época pre-Schliem ann (e in ­ cluso pre-Grote) que con la Edad Oscura o Heroica de pos­ guerra. A principios de la década de 1990, los clasicistas planificaron nuevas áreas de discusión en los programas de conferencias, los debates públicos y números especíales en las revistas. Las grandes preguntas se centraban entonces en qué regiones de O riente Próxim o tuvieron la mayor influencia (¿Egipto? ¿Anatolia? ¿Líbano?), cuándo se dieron las mayores transm isiones de ideas (¿En la Baja Edad de Bronce, en el siglo v i í a. C., o fue algo continuo?), y si estamos tratando con préstamos tomados por los griegos o era una cultura común. Estas preguntas a m enudo tom an la form a de una reacción airada contra el helenism o. Ellos activaron el campo, pero los filólogos e historiadores de arte clásico que plantearon los temas se inspiraron m uy poco en los trabajos respecto a esos mismos asuntos en historia cultural y antropología. Los en­ foques «orientalizados» constituyeron potencialmente un cam­ bio de paradigma, y una historia cultural que siga las líneas que esbocé en el capítulo primero debe enfrentarse a los asun­ tos que proponen; pero también argumento en las partes ter­ cera y cuarta que esas preguntas, aunque fructíferas durante la década de 1980, ahora están ya muy limitadas.

1 8 8 -------------------------------------------------------------- S e g u n d a

p a rte

Por ejemplo, Burkert critica «la tendencia de las teorías culturales modernas a enfocar la cultura como un sistema evo­ lucionado a través de su propio proceso de econom ía inter­ na y dinámica social, lo cual reduce todas las influencias ex­ ternas a factores insignificantes», y continúa alegando: Puede que todavía sea cierto que el simple hecho de que [Gre­ cia] tom ara préstamos [de O rien te Próxim o] sólo debería pro­ veer de un pu n to de partida para interpretaciones más direc­ tas; y que el m o d o de selección y adaptación, de revisión y com postura en u n sistem a nuevo sea revelador e interesante en cada caso. Pero la «transform ación creativa» de los g rie ­ gos, aunque im portante, no debería ocultar el verdadero h e ­ cho de préstam o; esto equivaldría a otra estrategia de in m u n i­ zación pensada para em pañar lo que es extranjero e inquietante. (Burkert, 1992: 7)

B urkert ataca a uno de los tópicos de helenism o, la distin­ ción radical entre griegos y orientales. Pero lo hace refor­ zando otro, la despoblación de la Antigüedad, reduciéndola a bloques culturales monolíticos de «Grecia» y «Oriente Próxi­ mo». Esto tiene muy poco en com ún con la historia cultural que describo en el capítulo primero. D e modo similar, el úni­ co análisis de West sobre la dinám ica cultural plasmado en un estudio de seiscientas cincuenta páginas acerca de las in­ fluencias de Asia occidental en la poesía griega es que la «cul­ tura, como cualquier gas, tiende a expandirse desde la zona donde es más denso a las áreas anexas donde sea menos den­ so» (1997: 1). Estos estudios son em píricam ente ricos, pero concep­ tualm ente pobres. Concentrarse en «el verdadero hecho del préstamo» descarta lo que Chartier (1988:102) contempla co-

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mo la base de una historia cultural adecuada, «una definición de historia sensible principalm ente a las desigualdades en la apropiación de materiales o prácticas comunes». Los actores en estas historias son los sistemas culturales deshistorizados; lo que los estudiosos helenistas habían dividido en dos sistemas se ha unido en uno. B urkert señala que su énfasis «no trata de excluir inter­ pretaciones más sutiles de los logros griegos como una con­ secuencia» (1992: 8), y los estudios más recientes tienen más en cuenta a los organismos y acepciones discutidas. Margaret Miller alega en Athens and Persia in the Fifth Century B C [Ate­ nas y Persia en el siglo V a. C.] que «ninguna sociedad com ­ pleja responderá como un m onolito a los mismos estímulos. Cuanto más rica sea la textura, más variada será la respuesta, porque los objetos extranjeros tienen, en potencia, diferentes usos y sentidos para los distintos estratos sociales» (1997:247). Pero en vez de exam inar qué grupos diferenciados de ate­ nienses utilizaban objetos persas para construir identidades ;y debatir las fórmulas de la buena vida, Miller materializa la «tex­ tura social» proponiendo que la cultura material persa apela­ ba a una élite indiferenciada porque en el siglo v a. C. «la tex­ tura social era cada vez más rica y estaba cada vez más necesitada de diferenciado res externos de estatus» (1997: 251). El libro de Miller es un avance importante, pero W hitley (1994a: 60-62) ya había mostrado la necesidad de una aproximación socioló­ gicam ente más matizada hacia el orientalismo en la cultura material arcaica. Yo quiero avanzar más en esa dirección recu­ rriendo, como Whitley, a desarrollos en campos ajenos a los clásicos. Akhil Gupta y James Ferguson, al criticar lo que lla­ man «el molde estereotipado “entre paisanos”» para la etno­ grafía, proponen que:

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S e g u n d a pa r te Cualquier asociación entre lugar y cultura que pueda existir debe ser abordada como un problema de investigación an­ tropológica más que como el terreno que uno toma como punto de partida; los patrimonios culturales (como los étnicos o los nacionales) han de ser entendidos como resultados com­ plejos dependientes de los procesos políticos e históricos en curso. Son dichos procesos, y no las identidades cultural es­ ter ritoriales preadjudicadas, los que requieren un estudio an­ tropológico. (Gupta y Ferguson, 1997: 4)

El «modelo bola de billar» que representa al m undo como una bolsa de culturas diferenciadas y unidas no funciona a finales del siglo X X . Puede funcionar m ejor en otros períodos, pero eso es algo que hay que demostrar, no asumir; y en el caso del m undo del M editerráneo oriental en la Edad de Hierro, tes­ tigo de drásticos cambios en la cantidad y modos de viajes de larga distancia, es particularmente necesario comenzar los aná­ lisis con agentes activos e inteligentes...Tal como Gupta y Fer­ guson lo concretaron, «en lugar de la pregunta: ¿Cómo está vin­ culado lo local con lo m undial o lo regional?, preferim os, entonces, comenzar con otra pregunta que permita una pers­ pectiva del asunto muy diferente: ¿Cómo se creaba y vivía la com prensión de localidad, com unidad y región?» (1997: 6). Com o veremos en la tercera parte, la literatura griega deja claro que «el Este» era una categoría discutida a fondo. Algunos griegos aceptaban un Este imaginario; otros denun­ ciaban ferozm ente su propio O riente imaginado. Las inter­ pretaciones de Sarah M orris de la «Grecia primitiva» com ­ ponen uno de esos puntos de vista en el largo debate de los griegos; el viejo modelo helenista está bastante cerca del otro, pero la historia cultural requiere que aceptemos todo el aba­ nico de ideas.

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Conclusion El m odo en que otras personas prefiguran un campo a m e­ nudo se nos antoja extraño hasta que lo situamos en su con­ texto y entonces cuestiones que consideramos ahora peculia­ res pueden parecer buenas ideas en su m om ento. El objetivo más im portante de la historia disciplinar es hacernos com ­ prender que nuestras propias categorías pueden no ser más sen­ satas que las de cualquier otro. Los programas de investigación son palestras para el debate. Llevamos a cabo dichas discusio­ nes mediante las pruebas disponibles dentro de marcos de tra­ bajo heredados del pasado, facilitados por las instituciones don­ de trabajamos y moldeados por las expectativas sobre audiencias que estas instituciones alientan. Necesitamos saber tanto de las posiciones desde las que contemplamos el pasado y las fuerzas externas que nos afectan com o de las pruebas en sí. Q uizá de verdad podamos trascender la situación de tiempo, espacio y orden social en el que nos encontramos y alcancemos una perspectiva panóptica. Pero la única esperanza de lograrlo con­ siste en discutir estos factores abiertamente. La historia disciplinaria es, en parte, un ejercicio de rela­ tivismo, pero comprenderlo todo no significa necesariamen­ te perdonarlo todo. M í proyecto de investigación sin duda pa­ recerá tan extraño dentro de cincuenta años como ahora me parecen a mí los de Lorimer y Desborough. Confío en que mi trabajo supere la prueba del tiempo pero no veo la necesidad de preocuparme por ello, pues los lectores son tan prisioneros del tiem po y el espacio com o los escritores. Escribo, aquí y ahora, sobre lo que me parece im portante en el pasado con la esperanza de convencer a otros para que compartan mis ideas. En la tercera parte explico por qué merece la pena hacer una historia cultural de la Edad de H ierro griega informada ar­

1 9 2 ------------------------------------------------------------------------S e g u n d a pa r te queológicamente, y en la cuarta parte muestro mi desacuerdo con los gradualistas, quienes desdibujarían las diferencias en­ tre la Grecia de la Edad de Hierro y la Edad de Bronce, así co­ mo entre la sociedad griega y otras del M editerráneo orien­ tal. Ellos no han logrado com prender cóm o la arqueología social cambió la disciplina para siempre, y se han beneficiado incluso menos de la revolución en la historia cultural acaeci­ da en la década de 1980. Continúan basados en los dogmas de la arqueología clásica anterior a la década de 1970, con sus m é­ todos parciales y la oclusión sistemática de organismo, poder y conflicto.

TERCERA

PARTE

Capítulo 4 La igualdad para los hombres Las razones E n la tercera parte explico el m odo en que prefiguro la ar­ queología de la Edad de Hierro. Me inspiro en varias líneas de pensamiento que describo en la segunda parte, pero hago hin­ capié en la tradición anglosajona retrocediendo hasta Mitford, encontrando en Grecia una buena manera de pensar en po­ lítica, igualdad y justicia. Esto, creo, no es algo erróneo. La dé­ cada de 1990 se ha llamado la década de la democracia. Des­ de Pekín hasta Berlín, los desafíos realizados en nom bre del poder del pueblo han sacudido los regímenes totalitarios, y los mismos académicos que fracasaron tan espectacularmente en predecirlo ahora salen a primera línea para decirnos qué sig­ nifica todo eso. Su descubrimiento más notable es que la his­ toria ha terminado. Según Lutz N ietham m er (1993) hemos entrado en la posthistoria, algo muy similar a lo que Francis Fu­ kuyama (1992) denomina «el final de la historia». La gran dia­ léctica histórica ha terminado, y el capitalismo y la democra­ cia representativa se han m ostrado com o indudablem ente superiores a todos los demás sistemas. Acaecerán muchos más sucesos, pero la historia se ha reducido a su sentido más par­ co de una-maldita-cosa-detrás-de-otra. Las ideas e institucio­ nes han alcanzado su última forma.

1 9 6 ---------------------------------------------------------------------- T e r c e r a pa rte Si la historia tiene un telos (un final), también tendría un arje (un principio), que los caprichos del calendario suminis­ traron pronto en el 2.500 aniversario de las reformas de Clístenes en Atenas. Las revoluciones democráticas entre 1989 y 1992 pudieron ser interpretadas como el final de un ciclo de dos milenios y medio de antigüedad. Barry Strauss ha iden­ tificado el contenido central que presenta este asunto: La dem ocracia que existe hoy en día com enzó en Atenas. E n otras palabras, la dem ocracia tiene una genealogía [...]. C ual­ q uier genealogía sem ejante es tam bién una ideología [...]. La n o ción de que la dem ocracia nació entre la ciudadanía de A te­ nas (y no en Sum eria, ni el antiguo Israel, ni en R o m a , ni en el Calvario, ni entre los esclavos, ni en la Inglaterra anglosajona, ni en la co n gregación p u ritan a, ni entre los iraqueses, ni en las com unidades acéfalas de sociedades no urbanas, ni en la tra­ dición del republicanism o clásico, ni en el p rim e r capitalismo, por tom ar sólo algunas de las genealogías alternativas que se han planteado) implica una elección ideológica. (Strauss, 1997:141)

¿Qué hay involucrado en esta elección ideológica? ¿De ver­ dad la clásica demokratia ateniense está vinculada a la m oder­ na democracia pluralista? Yo propongo que para responder a estas cuestiones tenemos que preguntar qué hizo concebible la primera democracia. Ello requiere dos preguntas más: qué en­ tendían los ateniense por igualdad, y por qué la extendieron a todos los adultos nacidos en la localidad, sin tener en cuenta el nivel económico, la familia, la educación o cualquier otro criterio... pero a nadie más. En m i opinión, estas preguntas otorgan su importancia a la arqueología de la Edad de Hierro igual que para Finley otras preguntas similares se la dieron a la historia de la Edad Heroica. Sin embargo, sólo podemos con­

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testarlas entrelazando palabras y cosas en una historia cultu­ ral única. Presentar la m ateria de este m odo m e expone a acusa­ ciones de teleología. D e Polignac (1994:18), por ejemplo, in­ siste en que necesitamos «suprimir el estudio de la sociedad y el culto en los períodos Arcaico y Geométrico del marco de trabajo conceptual impuesto a posteriori mediante el m ode­ lo de la ciudad clásica».Yo no estoy de acuerdo. Precisamente es la ciudad clásica lo que hace im portante a la Edad de H ie­ rro. R ecurro a una observación hecha por Chartier (1993:7): «La historia desnuda de toda tentación teleológica se arries­ garía a convertirse en un inventario sin ñn de hechos incone­ xos, abandonados a su ingente incoherencia por falta de una hipótesis para establecer entre ellos un orden posible». Com o señalan los historiadores sociales, las críticas a la metanarrativa suelen convertirse en simples razones para metanarrativas alternativas, como cuando Catherine M organ (1994:108) ale­ ga que «el hecho de que la polis, sensu stricto, ocupó un perio­ do de tiem po relativamente corto en la vida política de in­ cluso los estados clásicos más renombrados, debería dejar clara la im portancia de considerar la evolución a largo plazo». Su historia se concentra en los grandes y poco firmes estados de la Grecia occidental, y podría term inar en la época helenísti­ ca o la romana más que en la clásica. Por consiguiente, en­ cuentra diferentes cosas im portantes en la Edad de Hierro. El problema no es si vinculamos los datos de la Edad de Hie­ rro dentro de una narrativa. Conozco interpretaciones de una deconstrucción nada seria sobre la Edad de Hierro que lo ha­ cen de otro modo. Más bien, la cuestión es cual sería la histo­ ria más im portante que narrar referente a este período..., si de verdad alguna historia es importante.

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parte

Igualdad y dem ocracia Comienzo al final de m i historia, en la Atenas del siglo rv a. C., donde las fuentes son más caudalosas. Mogens Hansen propo­ ne que «fueron las instituciones políticas las que moldearon al “hom bre dem ocrático” y la “vida dem ocrática”, no al revés» (1991: 320). La versión de Hansen es procedimental, poniendo énfasis en las reglas; yo argumento que una perspectiva histó­ rica mayor muestra que las instituciones no determinan las iden­ tidades, y que debemos equilibrar su enfoque con una versión normativa, examinando actitudes y valores (cf. Sartori, 1973:315). Una institución democrática, propongo, era el resultado po­ sible del surgimiento de una cultura igualitaria dentro de las am­ plias comunidades de ciudadanos masculinos. Esta cultura es lo especial de Grecia, y lo que más necesita de una explicación. Yo estructuro mi análisis alrededor de lo que R obert Dahl llama el «Firme Principio de Igualdad». Él propone: Es obvio [...] que el surgimiento y persistencia de un gobier­ no democrático entre un grupo de personas depende en al­ guna manera de sus convicciones [...]. En un grupo donde todos sus miembros se consideran igualmente bien capacitados pa­ ra participar en las decisiones de la comunidad, las posibilida­ des de que se gobiernen mediante alguna clase de proceso de­ mocrático son relativamente elevadas. (Dahl, 1989: 30-31) Este Firme Principio de Igualdad se apoya en dos proposicio­ nes más: Todos los miembros están lo suficientemente bien preparados, en general, para participar en la toma de decisiones colectivas vinculantes respecto a la asociación que afectarán de un mo­

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do im p o rta n te a su bienestar e intereses. E n cu alquier caso, n in g u n o está tan in d u d ab lem en te m ejo r cualificado que los demás a los que se les podría confiar la to m a de decisiones co­ lectivas y vinculantes. (Dahl, 1989: 89)

La primera de estas proposiciones es lo que Dahl (1989:55,8586,167) llama Principio de Consideración Equitativa de Inte­ reses. Esto confiere a cada ciudadano el mismo respeto y dere­ cho a ser escuchado, pero reserva la posibilidad de que algunos ciudadanos puedan conocer cuáles son los mejores intereses para todos y puedan estar capacitados para tomar decisiones en nombre de todos. Propongo que algo parecido al Principio de Consideración Equitativa apareció en el siglo V III a. C .,y al­ go similar al Firm e Principio de Igualdad a finales del siglo V I a. C. En la cuarta parte me centro en la primera de estas trans­ formaciones, y pienso explorar la segunda en otro lugar. El Firm e Principio de Igualdad no es sinónimo de de­ mocracia. Pero cuando la gente posee ideas de ese tipo llega a ser posible (incluso lógico) responder a la caída de una oli­ garquía con nuevas concepciones de un gobierno de la ma­ yoría, en vez de buscar un nuevo grupo de protectores.Y eso es lo que sucedió en Grecia en los años 508-507 a. C. El Firme Principio de Igualdad dentro de un grupo ciu­ dadano unido se cristalizó en buena parte de Grecia entre c. 525 al 490 a. C. Com o insinúa Dahl, una vez sucedido esto no es tan sorprendente el establecimiento de la democracia. Lo que sí es sorprendente es que tal mentalidad se impusiera en prim er lugar. El Firm e Principio de Igualdad ateniense se basaba en lo que yo llamo la cultura general del hom bre civil. La cate­ goría cultural más im portante fue el metríos o mes os, el «hom­ bre medio». Se suponía que tal individuo era moderado, con­

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tenido, respetable y piadoso. Los que iban más allá corrían ries­ gos. Si sus acciones se interpretaban com o la expansión de su honor a expensas de otros se enfrentaban a la desaproba­ ción e incluso a condenas legales. Los atenienses eran aún más cautelosos acerca de los vínculos personales más allá de la po­ lis. R eclam ar una posición especial debido a unos ancestros extraordinarios era poco corriente; la amistad con no ate­ nienses, sobre todo con potentados orientales, era peligrosa; y pocos reivindicaban vínculos privilegiados con los dioses. En las raras ocasiones en que los atenienses toleraran tales afir­ maciones, las bloqueaban basándose en que la singularidad en una esfera no implicaba dom inancia en otras. Había ciuda­ danos que no com partían esta visión del m undo, y desafia­ ban constantemente los valores comunes y Este capítulo es un ejercicio de fabricación de modelos. U n m odelo, un tipo ideal, no es el resum en de las pruebas supervivientes; más bien: El tipo ideal se consigue mediante la acentuación parcial de uno o más puntos de vista y la síntesis de muchos fenómenos in ­ dividuales difusos, diferenciados, más o menos presentes y, en ocasiones, ausentes, organizados según esos puntos de vista par­ ciales y enfatizados en una construcción mental unificada. En esta pureza conceptual, esta construcción mental nunca se encontrará empíricamente en la realidad. Es una utopía. (We­ ber, 1940: 90) U n m odelo es una herram ienta para hacer un trabajo con­ creto. Simplifica y selecciona las complejidades de la vida real para mostrar cómo funcionan los factores más importantes. Otros historiadores, planteando otras preguntas, querrán cons­ truir otros modelos.

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Hay tres modos principales de discutir sobre modelos. Pri­ mero, aunque un modelo no tiene que explicar todos los da­ tos, debe ajustarse a los hechos. Si demasiadas pocas piezas de evidencia lo apoyan, o demasiadas lo contradicen, no es útil. Es relativamente fácil probar la adecuación-de-ajuste con m o­ delos cuantificables, mientras podamos acordar los parámetros y su relevancia, pero los cualitativos requieren una exposición más prolongada. Segundo, aunque sea empíricamente sólido, el m odelo podría identificar las variables erróneas; mientras que un erudito puede mostrar que buscando en diferentes fac­ tores se produce un modelo más poderoso.Tercero, los estu­ diosos pueden concluir que la cuestión que trata el modelo no es importante, en cuyo caso pueden concentrarse en otros rasgos de la prueba. En la práctica, por supuesto, las tres res­ puestas se solapan. Los historiadores griegos a menudo parecen confusos res­ pecto a los m odelos. Algunos, razonando que ningún m o­ delo puede acomodar todos los datos, deciden que ellos pue­ den no hacerlo a ninguno. Así, desplegando velas en un mar de detalles sin cartas de navegación, intentan incorporar toda afir­ mación antigua en sus narrativas, incluso cuando ello signifi­ ca sacrificar rigor intelectual y poder explicativo... Es lo que Finley (1985: 61) llama la escuela de historiografía de «diga todo lo que sabe de X». Otros actúan como si los modelos no fuesen más que descripciones simplificadas de la realidad. Así, Gabriel H erm an (1993; 1994; 1998) y David C ohén (1991; 1995) han construido cada uno modelos valiosos del com ­ portam iento ateniense, el prim ero presentando a los atenien­ ses com o gente excepcionalm ente cooperativa, evitando la búsqueda violenta del honor, y el segundo viendo la típica agresividad «mediterránea» m erodeando tras los textos. Pero más que enfrentar a ambos modelos entre sí y preguntar cuál

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es correcto, podríamos plantear un enfoque más provechoso investigando qué nos dice cada cual y las situaciones en las que son útiles. E ncontram os un am plio abanico de actitudes y com ­ portam ientos en las fuentes atenienses. N o estoy afirmando que los valores medios siempre, y en todas las situaciones, dominasen la vida en Atenas; sólo que to meson era 1) un m o­ delo nativo poderoso y 2) proveyó de los valores que hicie­ ron concebible la dem ocracia. Para com prender la dem o­ cracia griega, primero hemos de entender su visión del mundo sobre la cual descansaba el Firme Principio de Igualdad ate­ niense. Pero, para lograrlo, debemos reconocer la parcialidad del to meson; dedico un espacio considerable en la tercera par­ te a la contraposición de los valores medios y los argum en­ tos acerca de los límites de una buena sociedad. Pero parte de la razón para m odelar estos valores es poner en mayor re­ lieve que no se ajusta a esta visión del m undo: p o r citar de nuevo a W eber (1968: 21), «cuanto más claro y preciso se construya el tipo ideal, y así más abstracto y poco realista es en ese sentido, m ejor podrá desarrollar su función para for­ m ular term inología, clasificaciones e hipótesis». M i objeti­ vo en este capítulo es construir un m odelo de to meson tan preciso com o sea posible, para perm itirm e formular las cla­ sificaciones e hipótesis que busco en los tres capítulos si­ guientes. Tras describir la ideología media y las ideas de igualdad que implica, me vuelvo a las ideas competidoras de la buena sociedad y a cómo la media dominante las suprimió. Conclu­ yo dirigiéndome a aquellos fuera de la media, sobre todo m u­ jeres, esclavos y extranjeros.

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Cultura media clásica La prueba literaria

Yo, siguiendo la práctica com ún, divido las fuentes literarias en dos grupos. La primera, que someto a discusión en esta par­ te, consiste en cerca de un centenar de discursos públicos pro­ nunciados en cortes judiciales, asambleas políticas, funerales de guerra estatales entre los años 430 y 320 a. C., y aproximada­ m ente cuarenta obras de teatro representadas a finales del si­ glo V a. C. Someto a discusión el segundo grupo de fuentes en las páginas 231-232. En m enor o mayor medida, los textos del primer grupo expresan una cultura media, alabando la com­ postura de los ciudadanos y la sabiduría colectiva. Estos textos medios fueron escritos por hombres instrui­ dos pero, a pesar de su contexto elitista de producción, fueron pronunciados (éstos, o algo parecido a éstos) ante audiencias masivas. Cualquiera podía asistir al teatro o a los rezos por los caídos en combate; cualquier ciudadano varón mayor de veinte años podía acudir a las asambleas políticas; y cualquie­ ra mayor de treinta podía ser miembro de un jurado. Nacer de padres ciudadanos determinaba la ciudadanía. N o importaban otros factores com o la riqueza, ocupación, educación o pa­ rentesco.1 Los festivales de teatro estatales reunían a audiencias de más de quince mil espectadores, mientras que unos seis mil ciudadanos (de una población ciudadana total, masculina y adulta, de unos treinta mil individuos en el siglo IV a. C.) asis­ tían a las, aproximadamente, cuarenta asambleas anuales. Los jurados los componían ciudadanos en un número entre dos­ cientos uno y mil quinientos uno, dependiendo de los cargos. Mil quinientos ciudadanos, o más, podrían sentarse en los tri­

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bunales de las, aproximadamente, doscientas jornadas jurídicas anuales.Todas estas instituciones estaban m uy atareadas. H ansen (1991: 156) calcula que entre los años 403 y 322 a. C. la Asamblea publicaría unos treinta mil decretos. Para animar a participar a los pobres, el Estado com enzó a pagarles a los miembros del jurado un pequeño estipendio alrededor del año 460 a. C .,y extendió esta medida a la Asamblea en el 403 a. C. Hacia el año 350, los ciudadanos también recibieron un sueldo por acudir al teatro en los días festivos. En estos con­ textos, los dirigentes de Atenas entraban en discusiones p ú ­ blicas ante auditorios masivos, sometiéndose a su juicio según los valores y normas populares.Josiah O ber argumenta que los discursos que pronunciaban eran dramas sociales, en los cua­ les los oradores de élite y el gran público participaban de fruc­ tíferas ficciones compartidas: Los ciudadanos asistentes al teatro «aprendieron» a suspender el descreimiento [...]. Este «entrenamiento» ayudaba a los miem­ bros del jurado a aceptarlas representaciones ficticias de sus pro­ pias circunstancias y de su relación con las masas atenienses por parte de los litigantes de élite. La complicidad entre orador y la audiencia para crear y aceptar ficciones dramáticas respecto al estatus social representaba un factor importante en el mante­ nimiento del equilibrio social ateniense. (Ober, 1989:153-154)

Hombres medios

Los oradores asumían que Atenas era una comunidad de metrioi u «hombres medios». Se decía que el metrios se contenta­ ba con «poco» dinero (Esquines, 3.218), aunque Demóstenes (29.24) e Iseo (7.40) podían utilizar el térm ino metrios para

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describir a algunos de los hombres más ricos de Atenas. C on la expresión hoi mesoi, «estos de en medio», los atenienses no designaban a la «clase media» en un sentido económico o pro­ fesional. Los metrioi se definían sobre todo por sus actitudes, las cuales determinaban cómo utilizarían sus fondos. Cualquier metrios con los medios suficientes no tenía motivos- para per­ seguir más riquezas (Dinarco, 3.18). El metrios poseía aischune, 'dignidad’ (Esquines, 3.11), la cual ponía sus apetitos bajo control. Ejercitaba la contención en asuntos sexuales (p. e. Es­ quines, 1.42; Demóstenes 54.17) y en la bebida (Demóstenes 54.15), así como en los gastos, manteniéndose tranquilamen­ te ocupado en sus asuntos (Hipérides, 4.21), y haciendo el bien tanto a su familia como a la comunidad (Dinarco, 2.8). Los oradores asumían que todos los ciudadanos, excepto aquellos a los que definían como enemigos, pertenecían a la media. Formaban, a sus ojos, una com unidad de metrioi m o­ derados y sensatos que compartían una homonoia, ‘misma m en­ talidad’. Dem óstenes (25.89) proponía que la aischune era la clave para la homonoia, mientras que Andócides (2.1) m ante­ nía que, como la polis era una posesión com ún de todos los ciudadanos, todos contemplaban las situaciones de un m odo similar. La homonoia generaba filia, el aglutinante que m an­ tiene unida la com unidad de verdaderos metrioi. Filia se tra­ duce normalm ente como «amistad», pero conlleva un sentido de interdependencia mucho más fuerte. Los Filoi son esas per­ sonas en las que no sólo podem os, sino debem os confiar. Aristóteles comentaba que la opinión pública identificaba la homonoia con la filia percibida p o r los ciudadanos (Etica, 1167a26-29), y que las democracias contenían más filia, pues sus ciudadanos eran más iguales (1161a9-10). Los oradores presentaban a la com unidad de metrioi co­ m o un ser bajo la amenaza de los grupos marginales carentes

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de sus virtudes. U n hom bre considerado com o situado en algún extremo (es decir, no en la media) era uno que carecía de control. En palabras de Jack W inkler (1990: 45-46), estaba «socialmente apartado de la norm a en todo su ser, [un hom ­ bre] cuya desviación fuese visible principalmente en un com ­ portam iento que violaba o contravenía flagrantemente la de­ finición social dom inante de m asculinidad [...], el kinaidos, m encionado sólo con risotadas o indignación, es el antim o­ delo irreal, aunque temido, presente detrás de cualquier indi­ viduo». El idioma de clase constituía un lenguaje im portante para pensar en esos extremos. Cuando un orador tildaba de ri­ co a un rival, sobre todo a uno joven, implicaba que su ene­ migo era propenso al orgullo desmedido, definido por N ick Fisher (1992: 1) como «un asalto serio al Honor del otro, que posiblemente cause vergüenza y lleve a la ira e intentos de ven­ ganza». Aristóteles (Retórica, 1378b28-29) explica: «Creen que con eso muestran su superioridad», y Fisher (1992: 493) con­ cluye que el orgullo desmedido era «contemplado constan­ temente como un crimen importante que hacía peligrar la co­ hesión de la com unidad así com o la autoestima e identidad esenciales en el individuo». La pobreza, por otro lado, obligaba a un hom bre a reali­ zar tareas indecorosas, exponiéndolo a la explotación. David Halperin (1990: 99) propone que, según la idea popular, el po­ bre, «privado de su autonomía, de seguridad en sí mismo, y de su libertad de acción (en pocas palabras: de su dignidad mas­ culina) , corría el peligro de ser equiparado no sólo con los es­ clavos sino con las prostitutas, y a la larga con las mujeres: corrían el riego de ser feminizados por la pobreza». Cuando los atenienses se llamaban a sí mismos metrioi, se imaginaban unos a otros como granjeros autosuficientes con sus propias tierras, cabezas de familia, esposos con hijos, piadosos, respon­

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para los h o m bres

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sables y ponderados (cf. Hanson, 1995: 87-88). La falange de hoplitas era una metáfora crucial referente a la solidaridad de los ciudadanos. N o más de la m itad de los ciudadanos es­ taban cualificados para ser hoplitas pero eso no era im portan­ te para los atenienses. Los rezos funerarios por los caídos en com bate los representaban a todos com o hoplitas (Loraux, 1986:34,37,98,151), aunque a m enudo fuesen más cuantio­ sas las bajas entre los pobres remeros. Lo im portante era que cada ciudadano era un metrios y un filos, y todos compartían la homonoia.

Por acuerdo general, una suspensión voluntaria del des­ creimiento, los hombres atenienses veían a los demás como metrioi y filoi. «Rico» y «pobre» funcionaban como categorías de exclusión. La filosofía del metrios era una ficción democrá­ tica muy útil, un principio estructurador y guía de com por­ tamiento. La participación completa en la comunidad y su po­ lítica se originaba en el hecho de haber nacido como varón libre: como H alperin (1990: 103) apunta sin rodeos, «el len­ guaje simbólico de la democracia proclamaba en nom bre de cada ciudadano: “yo tam bién tengo falo”». La sociedad ciudadana ateniense era igualitaria, pero en un sentido m uy particular. La igualdad en un aspecto de la vida implica, inevitablemente, desigualdades en otros. Las sociedades liberales m odernas tienen com o motivo de honor la igualdad de oportunidades, la creencia de que cada per­ sona tiene el mismo derecho para com petir por las recom ­ pensas de la vida, pero tolera las desigualdades en origen. Los críticos ayudarían a los menos privilegiados restringiendo las iguales libertades de los triunfadores, con políticas tales co­ m o la discrim inación positiva, o prohibiendo la educación y la sanidad privada. Los defensores de los diferentes m ode­ los de igualdad se acusan unos a otros de tratar a la gente in-

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debidamente. D e m odo similar, en la Atenas del siglo IV a. C. los partidarios de la igualdad «geométrica» podían afirmar que la «aritmética» democrática era injusta: al conceder a to ­ dos los hombres el mismo poder para votar, se les trata desi­ gualmente en términos de com petencia y virtud (F. D. H arvey, 1965). D ependiendo de las opciones políticas, los distintos «es­ pacios» para la igualdad parecen obvios o naturales. Amartya Sen (1992:15) señala que «las críticas al igualitarismo tienden a tomar la forma de ser (en su lugar) igualitarias en algún otro espacio». Los conflictos se agrupan alrededor de los intentos de im poner tales elecciones sobre otras. En la mayoría de las situaciones, un grupo impone su idea de que una cualidad de­ terminada (riqueza, nacimiento, fuerza, educación, belleza o lo que sea) es el bien dom inante. Al solicitar m onopolizarlo intentan convertir su m onopolio sobre un bien en el m odo de acaparar los demás. Así, en una plutocracia, los mismos derechos para hacer dinero e invertirlo libremente permitirán al rico crear desigualdades en otras esferas, como la política, la subsistencia o la salud. Habrá bolsas no convertibles, no será posible comprar la gracia divina o la belleza, pero los posee­ dores del bien dom inante lucharán por abrir una brecha en esos bastiones de resistencia. Michael Walter observa que «como el dominio siempre es incompleto y el m onopolio imperfecto, el gobierno de to­ da clase dirigente es inestable. Está continuam ente desafiado por otros grupos en nom bre de modelos alternativos de con­ versión». Así, contra los plutócratas, una nobleza poseedora de ciertos bienes (digamos tierras, altos cargos, dignidad o el fa­ vor real) no puede comprarse. Si tienen éxito en el progreso de sus reivindicaciones, la plutocracia cederá gradualm ente el paso a la aristocracia, con la distancia genealógica como ni-

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vel para juzgar la igualdad, con la riqueza haciendo de séqui­ to: «Todas las cosas van a parar a aquellos que tienen lo mejor» (Walter, 1983:11). En Atenas, una de las mejores cosas era ser un varón ciu­ dadano de nacim iento. Otros bienes, incluso el dinero, sólo podían incluirse en la ciudadanía bajo circunstancias extraor­ dinarias. La exclusión de las mujeres y la casi imposible natu­ ralización no eran sino singularidades desafortunadas en un, por lo demás, sistema admirable. El firme principio de igual­ dad era esencialista... Según la ingeniosa formulación de Bourdieu (1984: 24), «en lo referente a la existencia como efluvio de la esencia, [los esencialistas] no colocan un valor intrínse­ co ni en [sus] buenas obras ni en sus fechorías... Las premian en la medida en que manifiestan claramente, con los matices de su actitud, que su única aspiración es perpetuar y celebrar la esencia por virtud de la cual están formados». Las oraciones de un funeral ateniense dan esto por sentado (p. e. Tucídides, 2.42; Platón, Menéxeno, 234C). Cada hombre ateniense era un metrios; m erecedor de igual respeto y participación en la po­ lis a no ser que perdiese su derecho. Lo que importaba era que Atenas era un grupo de metrioi. Cada metrios poseía una parti­ cipación en la comunidad, y nadie más la tenía. Al m enos ésa era la idea. En la práctica, los atenienses reconocían que los no ciudadanos hacían todo tipo de rei­ vindicaciones. La ley de la soberbia protegía a los extranjeros e incluso a los esclavos (Demóstenes, 21.47), aunque parece inconsistente respecto a las suposiciones presentes en muchos escritos atenienses (tantas que los eruditos m odernos intentan con cierta regularidad encontrar una explicación convincen­ te para la afirmación de Demóstenes). Del mismo modo, en la Atenas del siglo IV a. C. se erigieron tribunales marítimos es­ peciales para ayudar a los extranjeros en la ciudad o en los ne-

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godos, y perm itieron a ciertos esclavos acumular sus propios recursos. La ideología media dominante era imperfecta, se la com­ batía y tuvo que alcanzar compromisos con otras visiones del mundo. Regresaré a ello más adelante; pero, dados tales con­ vencim ientos, el m odo lógico de lograr una tom a de deci­ siones consistía en reunir a tantos ciudadanos como fuese po­ sible y averiguar con qué estaban de acuerdo... Según la expresión griega común, llevar el asunto es meson, al medio de la comunidad. Una comunidad que se veía a sí misma bajo esa luz se encontró con las condiciones necesarias para el Fírme Principio de Igualdad de Dahl (p. 198). Pero los informes te­ oréticos más completos referentes a esto no proceden de los defensores de la democracia, sino de sus enemigos más pers­ picaces. En un diálogo de Platón, Protágoras argumenta que puede enseñarse la virtud. Platón rechaza esta afirmación y en­ tonces Protágoras narra un m ito donde se justificaba la de­ mocracia a través de una teoría de igualdad ontológica (Pro­ tágoras 320c-28d). Protágoras afirma que cuando Zeus creó el mundo, perm itió a Epim eto distribuir poderes a cada ani­ mal. Cuando llegó a los humanos ya se había quedado sin do­ nes. Zeus envió a Hermes para otorgarle a la hum anidad res­ peto por los otros, sentido de justicia y sabiduría política. Zeus le ordenó dar una parte de esas virtudes a cada uno. Pone Pla­ tón en boca de Protágoras: Así es, Sócrates, y p o r eso los atenienses y otras gentes, cuan­ do se trata de la excelencia arquitectónica o de algún tem a pro­ fesional, o p in an que sólo unos pocos deben asistir a la deci­ sión, y si alguno que está al margen de estos pocos da su consejo, n o se lo aceptan, com o tú dices.Y es razonable, digo yo. Pero cuando se m eten en una discusión sobre la excelencia políti­

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ca, que hay que tratar enteram ente co n justicia y m oderación, naturalm ente aceptan a cualquier persona, pues es el deber de todo el m u n d o participar de esta excelencia; de lo contrario, no existirían ciudades. Esa, Sócrates, es la razón de esto. (Pla­ tón,

Protagoras , 322d-323a)

Platón hace argumentar a Sócrates que la teoría de Protago­ ras es incoherente. Los clasicistas discrepan acerca de si Platón retrata a Protágoras con lealtad. Pero, puesto que la crítica de Platón ha parecido m erecer la pena incluso entre sus amigos filosóficos, tenemos que asumir que eran habituales unas ideas similares a ésas. Las normas de la democracia se enseñaban me­ diante la participación en los discursos públicos (pp. 243-244); sólo sus críticos querían teorías explícitas, por escrito. Com o dice Eugene Genovese (1969: 216), hablando de otra sociedad esclavista, «deseaban que su ideología fuese despreocupada, pragmática, inarticulada, desorganizada, perezosa; sólo los po­ líticos fanáticos, los filósofos y los lunáticos pueden vivir de alguna otra manera». La narración más formal sobre la media procede de la obra de Aristóteles (1295a25-1296a22) Política. Este texto puede estar compuesto por las notas de las conferencias que Aristóte­ les daba en el Liceo, su escuela filosófica en Atenas, y se sabe que fue escrita para pequeños grupos de debate, no para audien­ cias multitudinarias. Aristóteles propone que la virtud (arete) es la medida (mesotes) de todas las cosas, el punto equidistante en­ tre el exceso y la deficiencia (Ética, 1106al4-1107a27). En con­ secuencia, el curso m edio de la vida es el m ejor (Política, 1295a38).Alega que cada estado está dividido en tres partes:los ricos, los pobres y los hoi mesoi. El rico tiende a la soberbia y el pobre a las fechorías, así que ninguno posee verdadera filia. Por tanto, la política la deberían controlar hombres medios.

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Tercera

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Pero no está claro quiénes son los mesoi de Aristóteles. Su rnesos posee propiedades «medias y suficientes» (1295b40),pero no define esto. O ber (1991:119-120) ve los mesoi de Aristóte­ les como los estratos más bajos de la clase acomodada, quizás el 5 por ciento de la ciudadanía. Ste. Croix (1981:71-76) cree que se trata de un grupo más amplio, mientras Finley (1983:10-11) incluso argumenta que los mesoi no encajan, de ningún modo, en las categorías de Aristóteles. Aristóteles no ve a los hoi mesoi como la columna vertebral de la democracia. En vez de eso, el filósofo razona que los estados controlados por quienes disfru­ tan de menos propiedades tienen democracias más irresponsa­ bles (1296a3). U n estado dominado por la media sería una politeia, o «estado constitucional», no una democracia (1293-1294). Los eruditos han intentado, en vano, darle’'sentido a estos pá­ rrafos, pero esta ambigüedad puede ser una parte importante en el pensamiento de Aristóteles. La Política no era un informe ob­ jetivo de las relaciones sociales. Aristóteles redefine tendencio­ samente conceptos populares (Nightingale, 1996). Para él,la demokratia no era el gobierno de muchos, sino el gobierno de los pobres, sin tener en cuenta el número (1289b2-5). Por definición, los hoi mesoi no podían dominar una democracia, aunque con­ cedía que las democracias duran más que las oligarquías porque honran a los hoi mesoi (1296al3-16). Aristóteles reform a las ideas populares del estilo medio para sus propios fines.

Haciendo el trabajo medio Políticas democráticas y la media

La media fue un m odo de estructurar la experiencia. Era una ideología basada en la clase y el sexo; trabajaba por los inte­

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reses de los hombres menos acomodados, pero dejaba espacio para que otros la utilizasen con vistas a sus propios fines. El problema era que cada vez que Atenas llevaba un asunto es me­ son , los oradores siempre tenían opiniones encontradas. Para algunos atenienses, la conclusión era que la ideología media, y la democracia, era una tontería. Pero los atenienses adapta­ ban el conflicto dentro de la ideología media afirmando que en realidad sus rivales no eran, en m odo alguno, metrioi. Cual­ quiera que discrepara de la comunidad no era un filos, sino un ejzros, u n enemigo. Sólo los hombres extranjeros, los nacidos esclavos o los sobornados por forasteros podrían, posiblemen­ te, engañar a la gente tan profundamente. Los oradores solían argumentar que sus rivales entraban en una o más de estas ca­ tegorías y se lanzaban unos a otros, retóricamente, fuera de la comunidad. Los fiscales hacían hincapié en sus antiguas ene­ mistades con los rivales, haciendo de la animadversión una re­ lación semiformal, no para presentarlos como individuos quis­ quillosos, sino para retratar a sus enemigos como hombres con los que ningún ciudadano razonable haría amistad. Al acosar a los rivales en los tribunales (a veces durante generaciones) los oradores preservaban la perfección de Atenas desenmasca­ rando a quienes carecían de los valores medios (Ober, 1989: 149-150,167,180-181). Podían incluso reinterpretar la polí­ tica llena de conflictos de la ciudad com o un estado cons­ tante de homonoia (Loraux, 1991). Era complicado ser un ateniense medio. Com o com uni­ dad, Atenas tenía reputación de poseer una energía sin límites y ser dada al au to engrande cimiento. Pone Tucídides en boca de un orador corintio: Los atenienses, que siempre fueron vuestros adversarios, amigos de novedades, m uy agudos para inventar los m edios de las co-

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sas en su pensamiento, y más diligentes para ejecutar las ya pen­ sadas y ponerlas en obra [...].Y entre trabajos y peligros afanan toda la vida, sin gozar mucho tiempo de lo que han ganado, con codicia de adquirir más. Tienen por fiesta el día en que hacen aquello que les cumple, y por cierto que el descanso sin prove­ cho es más dañoso a la persona que el trabajo sin descanso. De manera que por abreviar razones, si alguno dijese que por su natural son de tal condición que ni reposan, ni dejan reposar a los otros, acertaría en lo que dijese. (Tucídides 1.70) Los corintios de Tucídides estaban haciendo una labor retóri­ ca, intentaban llevar a los espartanos a la lucha, pero también parece haber algo de la propia opinión de Tucídides (8.96). Aseveró, por boca de Pericles en su oración por los falleci­ dos en combate, que todos los ciudadanos necesitaban impli­ carse en los asuntos de la polis (2.40), pero, no obstante, los oradores particulares se apartaron de su paso para no dar la im­ presión de que se tenían com o mejores que los demás. N o siempre fue fácil m antener esta ficción. Los oradores presen­ tarían sus razones como un sentir común, utilizando a modo de introducción expresiones com o «todos sabéis», o incluso afirmando ser malos oradores, ciudadanos silenciosos puestos en el candelero contra su propia voluntad. Así, Esquines (1.31) mantenía que mientras un hom bre fuese bueno, sus palabras serían útiles, simples y poco elegantes, como debían. El concepto ateniense consistía en que eran, com o co­ lectivo, los hombres más dinámicos de Grecia, pero que en so­ litario eran casi intercambiables.Todos se ocupaban de sus pro­ pios asuntos, pero harían lo que fuese necesario por el grupo. En palabras del corintio de Tucídides: «En cuanto a sus cuer­ pos, los tienen com o prescindibles por el bien de la ciudad, como si no fuesen suyos; y cada hom bre cultiva su propia sa-

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biduría, de nuevo con vistas a hacer algo notable para la ciu­ dad», (1.70). Esto crea ciertas tensiones. La democracia necesitaba hom ­ bres que pudiesen adelantarse para aconsejar a la asamblea. Sin embargo, sus acciones los distinguían de los demás ciudada­ nos, quienes en raras ocasiones hablaban ante tan enorm e reunión.Y eso, autom áticam ente, da razones para que la «me­ dianía» sospechase. Los atenienses del siglo rv a. C. reorganizaron un grupo (probablemente nunca mayor de cien individuos) a cuyos miembros llamaron rhetores, o «políticos». El rhetor que se dirigía a la asamblea necesitaba convencer a sus compañe­ ros de que estaba cualificado para dar consejos que todos ha­ brían de seguir, y pudiera necesitar presentarse como alguien especial. Demóstenes (18.320) recuerda a un jurado cómo se había «revelado a sí mismo» en la gran crisis del año 338 a. C.: «He realizado mejores discursos que cualquier otro hombre, y todo fue desarrollado mediante mis decretos, mis leyes y mi diplomacia». Por tanto, dijo, gracias a esa pretérita demostra­ ción de singularidad, el jurado debía votar entonces a su fa­ vor. C on todo, pocos minutos antes había insistido en que el rhetor sim plem ente había expresado los deseos del pueblo (18.280). En otro discurso, Demóstenes (9.54) se excusa por ir en contra de los deseos de la gente sugiriendo que alguna clase de dem onio la había poseído. Pero al realizar una ins­ pección más detallada, Demóstenes, incluso en 18.320, mati­ za su reivindicación como persona especial: salta a primera pla­ na en el año 328 a. C. en un concurso de patriotismo, ganando por ser el más patriota mientras sus espléndidos rivales cria­ dores de caballos se im ponían com prom etiéndose con ex­ tranjeros. Incluso estas cualidades únicas simplemente expre­ saban el patriotismo que sentía cada ciudadano. Los rhetores se cuidaban de limitar las implicaciones de sus comentarios.

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Tucídides, en uno de sus pasajes famosos (6.16), hace de­ cir a Alcibiades en un acalorado debate, año 415 a. C., que los atenienses deberían escucharlo, pues los había honrado el año anterior al ganar tres premios en la carrera de carros de O lim ­ pia; pero el historiador prologa su discurso (6.15) diciendo de m odo explícito que Alcibiades, con la crianza de caballos y otras extravagancias, hizo que la mayor parte de los ciudada­ nos sospechasen de él y lo temiesen. M ediante consejos re­ tóricos parecidos a los de D em óstenes, «se m antuvo la ilu­ sión de un hom bre sencillo relatando la verdad sin ninguna clase de barniz a los representantes del demos, que aplicarían su inteligencia colectiva para alcanzar un veredicto justo» (Ober, 1989:176). Incluso el rhetor más ambicioso deseaba presentar­ se como un metrios y, a ojos de Tucídides, él error de Alcibia­ des fue no hacerlo así.

La excelencia heredada

U na de las críticas más corrientes a los conceptos liberales de igualdad de oportunidades es que la gente de éxito lega va­ rios tipos de capital a sus vástagos, y así los niños comienzan la carrera de la vida por delante de los hijos de las personas con menos éxito. La apelación a los hechos de los antepasados era problemática. W alter D onlan propone que ante la resis­ tencia popular «los antepasados no pueden presentarse sólo como determinantes de superioridad de clase». Algunos hom ­ bres se arriesgaban a que les guardasen rencor por actuar co­ mo si sus familias hubiesen hecho de ellos personas especia­ les, aunque por norma general lo hacían alegando que su propio comportamiento era lo excepcional.Y luego afirmaban, según palabras de Donlan, que «las tendencias intelectuales y m ora­

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les se originan en un personaje, el cual, en un análisis final, se determ ina genéticamente» (1980: 139). La importancia de la eugeneía, ‘buen nacim iento’, se ha sometido a un debate cons­ tante. U n personaje de una tragedia incompleta expresa muy bien el modelo medio: Es declaración excesiva alabar la

eugeneía

en los m ortales. H ace

m ucho tiem po, cuando com enzam os a existióla tierra, nuestra m adre, dio a luz a los m ortales, y la tierra nos proporcionó una apariencia parecida a todos nosotros. N o tenem os rasgos pe­

(idion); hayamos nacido en buena cuna (eugenes) o en (dysgenes), todos pertenecem os a un único linaje, pero el

culiares mala

tiem po, m ediante la costum bre, ha hech o de [la buena cuna]

u n m otivo de orgullo. (Eurípides, A lexander, fragm ento 52.1-8)

La historia de que todos los atenienses eran autóctonos, na­ cidos de una misma tierra, era un im portante mito cívico. N o daba lugar a que algunos hom bres reclamasen mejores as­ cendencias que otros, reduciendo tales apelaciones a una cues­ tión de costumbres (nomos) hechas contra natura (physís). C on todo, algunos individuos estaban dispuestos a opo­ nerse a esto. D e nuevo Alcibiades constituye un buen ejem­ plo. Tucídides (5.43) dice que en el año 421 a. C. los atenien­ ses lo tenían en alta estima gracias a su familia, pero le concedían menos im portancia a eso de lo que él mismo lo hacía, pues prefirieron seguir el consejo de Nicias. Algunos historiadores ven en la gennetai, hombres (como Alcibiades) que pertene­ cían a grupos de linaje llamados gene, una aristocracia de na­ cimiento bien definida. Sugieren que los gene dominaban las polis arcaicas pero, tras el año 500 a. C., comenzaron a sufrir una paulatina pérdida de influencia. Hace más de un siglo, We­ ber (1976 [1896]: 149-151) mostró que eso estaba equivoca­

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do, y Felix B ourriot (1976) y Denis Roussel (1976) han re­ petido la demostración. Los gene apenas figuraban en la lite­ ratura arcaica; ganaron, no perdieron, im portancia a partir del año 500 a. C. N o eran supervivientes de una aristocracia arcaica, sino instituciones clásicas ficticias. Más aún, Roussel (1976:71-74) muestra que mientras unos textos utilizan el tér­ m ino oennetai como sinónimo de «noble», otros no lo hacen. Stephen Lambert (1993: 31-57,107-112: cf. B ourriot, 1976: 1347-1366) argumenta que los gene simplemente constituían una subdivisión de las fratrías o hermandades a las cuales, su­ giere, pertenecían todos los ciudadanos; e incluso podría cues­ tionarse su estatus de grupo de ascendencia. Algunos gennetai del siglo IV a. C. inventaron historias don­ de se presentaban a ellos mismos como uná antigua orden aris­ tocrática (Bourriot, 1976: 694-710), pero ello causó muy po­ ca mella en el discurso dom inante. D em óstenes (18.10) lo resume al afirmar que pertenece a m ejor cuna que Esquines, pero inmediatamente añade que «sabes que mi familia y yo so­ mos, que no se tom e como algo ofensivo, tan buenos como cualquier otros metrioi». Por norm a general, los atenienses evitaban afirmar más que eso en disertaciones públicas, y los escasos fragmentos don­ de los hombres hacen hincapié en la eugeneia ilustra la fuerza de la ideología media. Hacia el año 397 a. C., una talTesias acu­ sa a Alcibiades de haber robado un tronco de caballos de ca­ rrera. Alcibiades ya había m uerto, pero como su hijo hom ó­ nimo había cumplido la mayoría de edad,Tesias lo demandó. Isócrates escribió el panegírico Sobre el tronco de caballos en de­ fensa del joven Alcibiades. Era un asunto delicado, dado el m o­ do en que los oradores hacían causa com ún respecto al adje­ tivo hippotrophos (cría de caballos) para acusar a sus rivales de carencia de actitudes medias. Licurgo (1.140),por ejemplo, in-

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sistía en que ningún hombre que criase caballos y corriese con carros m erecía la gratitud del pueblo y, para D em óstenes (61.23), la cría de caballos significaba elitismo. NiTesias ni Al­ cibiades podían haber esperado ganarse la simpatía popular por una contienda sobre caballos de carrera. Quizá por ello Iso­ crates (16.25-28) adoptó una estrategia audaz. Más que recal­ car que era un metrios, puso el acento en la nobleza de su li­ naje. Su padre procedía .del genos de los Eupátridas (literalmente, ‘los bien nacidos’), y su madre de los Alcmeónidas, que había m antenido lazos matrimoniales con los tiranos pisistrátidas, y cuyo fundador, Alcmeón, fue el prim er vencedor de una ca­ rrera de carros olímpica. Entonces, sin embargo, Isócrates lle­ vó esa genealogía de vuelta al universo medio. El verdadero honor de la familia, proponía, procede del rechazo de los Alcmeónidas a com partir la tiranía y de su exilio subsiguiente. Mejor aún, Clístenes, el fundador de la democracia, era un Alcmeónida. D e ellos heredó el joven Alcibiades su filia por el de­ mos. Estos extraordinarios juegos malabares envuelven la eu~ geneia en democracia: Alcibiades reclama una posición especial porque sus ancestros lo hicieron especialmente democrático. U n orador desconocido, durante un discurso p ronun­ ciado probablemente un año después, también llamó la aten­ ción sobre el nacim iento de una manera remarcable (Lisias, 18.10-12). Entre los años 404 y 403 a. C. una limitada oli­ garquía, conocida como los Treinta Tiranos, dominaba Atenas. Ellos, posteriormente, se convirtieron en el prototipo del go­ bierno tiránico y fuera de la media (Wolpert 1995). Los de­ mócratas exiliados comenzaron una guerra civil. El orador por entonces sólo era un niño, y afirma que cuando el rey espar­ tano Pausanias entró en Atenas los demócratas lo colocaron a él y a su herm ano ante las rodillas del rey. Le dijeron que los Treinta Tiranos matarían a niños como ésos debido a su es­

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trato social y condición económica. Pausanias se conmovió, apoyó a los demócratas y llevó la guerra a un rápido final.Y por todo ello, sugiere el orador, la democracia no debía despojar­ lo de su propiedad. Los ejemplos se multiplican. Los hom bres podían sacar provecho de unos ancestros extraordinarios, pero siempre usa­ ban la eugeneía para reivindicar los valores medios. El pasado no era la fuente de la honra personal; más bien fue el demos quien se apropió del lenguaje de la aristocracia. Lisias (30.14), Esquines (1.124) y Dinarco (3.18) aseguraban, todos ellos, que el demos era en conjunto los verdaderos kaloíkagazoi (los ‘her­ mosos y buenos’ o los ‘caballeros’). Lisias (19.14) también tra­ taba la eugeneía como algo definido por el pueblo en su con­ junto.

Los derechos de familia

Una ciudad de hombres medios e intercambiables requería a sus miembros que se identificasen, en prim er lugar, con la co­ m unidad. N o obstante, existía el acuerdo general de que la filia dentro de un oikos, traducido normalmente como «fami­ lia» o «casa» (en el sentido de hogar familiar), era incluso más fuerte que la aglutinadora de la polis. Probablemente, muchos ciudadanos sufrieron tensiones entre ambos tipos de filia en uno u otro m om ento. Se dijo que el propio Pericles, que ha­ bía renunciado a su familia y amigos como muestra de lealtad hacia el pueblo, e incluso había cedido a Atenas sus propie­ dades en el año 431 a. C. para evitar la vergüenza por el apre­ cio hacia el rey espartano, su amigo y huésped (Tucídides 2.13), había rogado a la Asamblea que otorgase el derecho a voto a su último hijo vivo, e ilegítimo, haciendo una excepción a la

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ley de ciudadanía que él mismo había propuesto (Plutarco, Perieles 7, 36),2 Los teóricos exageran los resultados extremos. Los trági­ cos exploraron cómo la homonoia comunal podría fragmentar­ se en cuanto los ciudadanos desarrollasen sus propios oikoi a ex­ pensas de los demás, mientras que Platón (República, 457c~61e) deseaba abolir la familia sin más. Para el desarrollo de la vida cotidiana, Atenas marcaba espacios para la filia familiar que no amenazasen a la filia civil. La postura habitual era que la única vida digna de ser vivida era la pública (ta koina o ta demasía), mientras que la vida privada (ta idia) era débil y afeminada (p. e. Tucídides 2.40; Demóstenes 19.203-204; 24.192-194; Aristó­ teles, Ética, 1163b5-15; Retórica, 1381a). En público, los hom ­ bres habrían de ser ciudadanos autónomos, obviando sus pro­ blemas personales. Para hacer que esto funcionase, los oradores manipulaban la frontera entre lo público y lo privado. Isocra­ tes (16.22) y Licurgo (1.149) maximizaban la esfera privada pa­ ra conseguir una ventaja táctica afirmando que sólo el acto de poseer un cargo oficial era público, mientras que todo lo de­ más pertenecía a «la otra vida», y no le concernía a nadie más. Escindían el espacio civil en miles de cotos secretos. En otras ocasiones, los escritores aseveraban que todo lo situado fuera del límite físico de los muros del hogar era público y suscep­ tible a ser juzgado por toda la polis (p. e. Lisias 16.11-12); Je­ nofonte, Memorabilia, 4.4.1-2,4.6.14). Esquines (1.122; 2.182) afirmaba que toda su vida era pública, vivida ante la mirada de otros ciudadanos. Andócides (1.149) fue incluso más allá. Es­ te, acusado de traicionar a su padre, alegó que los ciudadanos como un todo eran su padre, hermanos e hijos. David Cohén (1991: 74) propone que imaginemos las ideas atenienses acer­ ca de la privacidad como la piel de una cebolla: cada capa pue­ de contarse como privada en relación a las demás.

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El hombre medio debía ser el cabeza de familia y defen­ der su estatus, pero todos los componentes de su hogar esta­ ban inmersos en el espacio público. El buen ciudadano no po­ día reclamar honores especíales para su familia, pero tenía que defender su posición. El espacio físico de la casa asumía una importancia tremenda en todo esto (vid. p. 264). Cruzar el um­ bral sin haber sido invitado era una ofensa muy seria, algo pa­ recido a atravesar un cuerpo (p. e. Demóstenes 21.79; 47.5256). Y aquellos a los que se les perm itía entrar al jardín aún podían ser apartados de dependencias interiores más privadas (p. e. Lisias 3.23; Demóstenes 37.45-46). Entrar en el núcleo del hogar de otro hom bre era un acto de soberbia (Lisias 1.4, 25, 36; Dem óstenes 18.132), disminuía su virilidad y exigía una respuesta enérgica. Al parecer, la ley-ateniense perm itía matar a los adúlteros o ladrones encontrados en el hogar, aun­ que, como muestra H erm an (1993), cuando Eufíleto hizo jus­ tamente eso (Lisias 1) se arriesgó a parecer que anteponía la se­ guridad de su familia a la paz del conjunto de la polis.

Hombre y dios

El discurso civil ateniense, entonces, hacía complicado el he­ cho de reivindicar la grandeza mediante vínculos con el pa­ sado, aunque algunos se las arreglaban para conseguirlo. El ge­ nos de los Gefireos no pagaba impuestos (Demóstenes 20.29, 127), si bien era por una razón muy democrática: descendían de H arm odio y Aristogiton, quienes, según la creencia popu­ lar, precipitaron la caída de la tiranía con el asesinato de H iparco, el año 514 a. C. Los Eteoboutadai monopolizaban el sa­ cerdocio de Atenea Polias y Heracles Ereczeos, mientras que los Eumólpidas y los Kerykes siempre proveían los sacerdo­

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tes para oficiar los M isterios de Eleusis; y, además, los E u­ molpidas tenían leyes religiosas privadas (Esquines 2.147; Li­ sias 6.10).También otros gene tenían sus propios cultos. Las relaciones con los dioses eran fundamentales para la propia definición de Atenas. El caso más famoso es cuando H erodoto (8.114; p. 57) definió lo griego: la religión domina. La religión establecida situaba a la humanidad es meson; según la contundente frase de Vernant (1980: 130-167), el sacrificio suspendía a los griegos entre las bestias y los dioses. Aristóte­ les (Política, 1319b25),por tanto, apremió a los reformadores democráticos a abolir los cultos privados. Los atenienses sí admitían que ciertos ciudadanos se en­ contraban más próximos a los dioses que otros. Conceder que esos pocos podían alcanzar el reino divino fuera de la com u­ nidad m atiza drásticam ente las creencias medias pero, con todo, hemos sabido de muy pocos entre estos individuos que intentasen convertir tal cosa en otra clase de poder, más allá de historias posteriores de que los Eteoboutadai pudiesen exhi­ bir retratos de sus parientes en el templo Ereczeion, en la Acró­ polis (Plutarco, Moralia, 843E; Pausanias 1.26.5). Los atenien­ ses toleraban estas excepciones, pero también las limitaban con el poder religioso popular. Incluso los Kerykes y los Eum ol­ pidas estaban reglamentados, y com partían el control de los M isterios con dos magistrados elegidos anualm ente por un sorteo celebrado entre todos los ciudadanos mayores de trein­ ta años (Lewis, 1981: n. 6 —Fornara, 1983: n. 75). Casi todo el sacerdocio se desenvolvía en esa línea (Garland, 1984). Isocra­ tes (2.6) dijo incluso: «Creen que el oficio de [...] sacerdote es algo que cualquier hom bre puede desempeñar». Cualquiera tenía libertad para hacer un sacrificio sin la mediación de un especialista religioso, y Herodoto (1.132) se asombraba de que los persas necesitasen llamar a un mago cada vez que realiza-

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ban una ofrenda. La autoridad de los especialistas religiosos era informal en la medida en que Atenas los reconocía. La Asam­ blea incluso consultó el oráculo de Delfos en el año 480 a. C. (Herodoto 7.140-143); y en el año 413 a. C., cuando la gen­ te juzgó que los intérpretes del oráculo la habían engañado, los atacó (Tucídides 8.1). O tro m odo de foqar vínculos especiales con los dioses consistía en efectuar grandes gastos en la adoración. Los ciu­ dadanos podían representar eso como la obtención del favor divino para toda la comunidad, pero así también se concedía a los grandes patrocinadores de sacrificios el derecho a recla­ mar una situación especial. Los individuos adinerados podrían presentar sus actividades religiosas como actos medios de pie­ dad y obediencia a la ley (p. e. Iseo 1.39; 2Í36; Isócrates 13.43), pero Aristóteles (Etica, 1123M 9-21) vio las dos partes de la ecuación. Gastar dinero en ofrendas votivas, sacrificios y to ­ do lo concerniente a los dioses siempre tributaba honor, de­ cía, porque se dirigían al bien com ún (1123a4-5). Pero, con­ tinuaba, un hombre pobre jamás podría obtener honor de este m odo, pues si gasta demasiado en sacrificios puede ser ina­ decuado y ridículo para él (1122b 27-33; vid. p. 463). Jeno­ fonte y Sócrates están de acuerdo; este último contemplaba los espléndidos sacrificios de Cristóbulo como algo bueno para todos, pero sobre todo para el propio Cristóbulo, quien jus­ tificaba así su posición prom inente. N o obstante, añadía Só­ crates, de ese m odo Cristóbulo tam bién se atrapaba a sí mis­ mo. Si dejaba de hacer sacrificios, tanto los dioses como sus conciudadanos podrían enojarse (El administrador ; 2.5-6). Neoptolem o ilustra esta ambigüedad. Ganó honores en su co­ munidad de Paiania al restaurar un santuario y en la polis por otros actos religiosos (Woodhead, 1967: n. 116; Plutarco, M o ­ ralia, 843F), pero Demóstenes lo presenta como una figura si-

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niestra cuya excesiva riqueza amenazaba a los ciudadanos (21.215). Una respuesta consistía en reírse de los hombres que pen­ saban que los sacrificios los harían especiales (p. e.Teofrasto, Caracteres, 21.7; Menandro, Disco lo, 447-453). Discuto esta téc­ nica más adelante, en pp. 238-244. O tra consistía en reducir los sacrificios de los hombres adinerados a una insignifican­ cia relativa: Atenas, como polis, presentaba sacrificios y festivi­ dades que em pequeñecían incluso a los que pudiesen reali­ zar los personajes más pudientes. Se han excavado pocas ofrendas votivas costosas, pero los inventarios de los templos recogen ofrendas espectaculares, casi todas de la polis, no de individuos (D. Harris, 1995). Las pruebas arqueológicas de sa­ crificios animales se reducen principalmente a ovejas, cabras y animales menores (M. H. Jameson, 1988: 90-93), y los cinco calendarios de sacrificios existentes, originarios de demes ru­ rales, nos informan de pequeños festines muy similares (W hi­ tehead 1986:176-199). Los sacrificios de reses se restringían en gran medida a las fiestas financiadas por el Estado. En cierta ocasión, en el año 410 o 409 a. C., en las profundidades de la crisis financiera tras la Expedición Siciliana, Atenas gastó 5.114 dracmas en ganado para sacrificarlo en la Gran Panatenea (cuan­ do la Asamblea presentó el pago, el año 403 a. C., el jornal de un hom bre medio ascendía a medio dracma diario) ; y en el año 343 o 342 a. C., un grupo de funcionarios vendió los cueros de unas mil quinientas reses que habían sido sacrifica­ das (Lewis, 1981: n. 375.7). Los animales se pagaban en gran medida mediante liturgias impuestas a hombres ricos, algunos de los cuales, según podemos saber por las intervenciones en los tribunales, afirmaron que así mostraban su devoción ha­ cia Atenas y, por tanto, justifie aban su tratamiento especial. Pe­ ro un panfletista político anónimo de finales del siglo v a. C.,

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conocido com o Viejo Oligarca (2.9), veía esto sólo como la explotación de una clase, con el Estado obligando a pagar a los ricos para que los pobres comiesen carne de buey. Los atenienses se tom aban el control popular de los sa­ crificios muy en serio. Una de las disputas más feroces de la his­ toria religiosa de Atenas estalló en el año 399 a. C., cuando N icómaco, quien se había ocupado durante años de revisar el código legal, fue procesado por descuidar ciertos ritos tradi­ cionales mientras introducía otros nuevos (Lisias 30; Andócides 1.81-89). Nicómaco parecía haber impuesto ceremonias extras a los ricos aum entando los sacrificios estatales, mientras que unos oponentes no identificados querían derogarlas. C onnor (1991: 52-54) relata el juicio com o una amplia lucha por el control popular de la religión, lo cual también salió a relucir en el despiadado proceso contra Sócrates aquel mismo año. Al parecer, Sócrates casi había renunciado a los sacrificios. Eso le mereció la mofa en la obra de Aristófanes Las nubes, año 423 a. C., pero en la delicada situación del año 399 eso su­ ponía una amenaza tal que el demos lo ejecutó. Estaban pre­ parados para utilizar la fuerza de la ley contra cualquiera que rehiciese el espacio cosmológico. Según Plutarco (Temístocles 22), un suceso capital en la pérdida del favor de Temístocles durante la década de 470 a. C., y su subsiguiente huida para evitar el enjuiciamiento, fue su decisión de construir un tem ­ plo a Artemisa Aristóbulo (Artemisa del Buen Consejo, alu­ diendo a sus propios consejos durante la batalla de Salamina) al lado de su casa, con una estatua de sí mismo frente al san­ tuario.3 Temístocles intentó convertir el prestigio militar en honores religiosos, pero juzgó mal la situación. Los atenienses no vieron la necesidad de quitarles los privilegios heredados a los Eteoboutadai o a los Eumolpidas, pero la autopromoción de Temístocles era demasiado peligrosa.

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Los hombres medios γ el ancho mundo

Algunos hombres intentaron elevar su posición forjando víncu­ los fuera de sus polis. En la obra Las avispas (líneas 1.176-1.207), representada en el año 422 a. C., Aristófanes se mofa de los pretenciosos intentos de Bdelicleón de hacer de su padre Filocleón un aristócrata. Bdelicleón suponía que contar histo­ rias de experiencias en Olimpia o en embajadas era una par­ te importante del estilo de un aspirante a la élite. Pero Filocleón desbarata el proceso ideando cuentos domésticos (kat’ oikian) sobre un ratón y una comadreja, mientras que su viaje al ex­ tranjero se había limitado a servir en la flota, y su único con­ tacto con un atleta olímpico fue ser parte del jurado que lo condenó. Para entender el hum or de Aristófanes, su público habría de admitir la observación de Bdelicleón: «Así suelen ha­ blar las gentes cultas» (1196). Los atenienses necesitaban en­ viar hombres en embajadas (Miller 1997: 109-133) y desea­ ban la gloria de las victorias olímpicas, de ese modo se extendían las oportunidades de autopromoción; pero el demos también quería controlar la interpretación de esas actividades. Una manera de que un hom bre se definiese como parte de un mundo más amplio era casarse fuera de Atenas, pero eso se representaba com o algo que los tiranos hacían continua­ m ente y que ningún hom bre m edio querría hacer.Vernant (1980: 60) argumenta que el uso de m atrimonios para foqar alianzas políticas con miembros de otras polis disminuyó re­ pentinam ente a partir del año 507 a. C. El m atrim onio aún era un buen cimiento para la alianza política, pero entonces se practicaba sobre todo dentro de la propia Atenas (Davis, 1971: tabla 1), y así fue exclusivamente tras la ley promulgada en el año 451 o 450 a. C., la cual requería la doble endogamia co­ mo requisito para la ciudadanía.

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El m odo más im portante de expansión espacial fue la xe­ nia, la relación am igo-huésped con hombres de otras polis. Los atenienses no prohibieron la xenia debido a su dimensión religiosa, pero limitaron sus consecuencias. Interpretaban la xe­ nia como algo característico de los aspirantes a la aristocracia en conflicto con el ciudadano medio. H erm an (1987: 8) su­ giere que «a veces los lazos horizontales que unían a las élites de comunidades distintas eran más fuertes que los verticales que los unían con los estamentos inferiores de sus propias co­ munidades». Los conciudadanos podrían contemplar a un hom­ bre con muchas amistades extranjeras como un traidor en po­ tencia dispuesto a cambiar su ciudad por el más amplio mundo de sus iguales: «A lo largo de la historia griega, era la com u­ nidad la que se situaba contra el antiguo Héroe, contra los xenoi [los huéspedes], señalando su expolio, sometimiento y ex­ plotación [...]. Entonces, en el m undo griego de las ciudades, a diferencia del m undo m oderno, las nociones de “traición” y “patriotismo” contenían un trasfondo de lucha de clases» (Her­ man, 1987: 157-160). Alcibiades es, una vez más, un ejemplo típico, pero el asunto tam bién se desarrolló en el enfrenta­ m iento de Dem óstenes con Esquines, el año 330 a. C. D emóstenes afirmaba que Esquines conspiraba ju nto al rey xenos Filipo durante sus embajadas en M acedonia, mientras que él era un ciudadano leal que evitaba tales lazos. Los vínculos más problemáticos en ultramar se presenta­ ban en O riente. C om o muestra M iller (1997), un continuo goteo de atenienses mantenía el contacto directo con Persia, y existía una gran cantidad de artefactos persas en Grecia. Par­ te del plan de Bdelicleón para hacer de Filocleón un m iem ­ bro de la élite, por ejemplo, consistía en embutirlo en una pe­ lliza persa (Aristófanes, Las avispas, 1.132-1.156). Parte de la arquitectura popular se basaba en diseños persas, quizá para

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anunciar que Grecia había reemplazado a Persia como poder im perial. Sin embargo, en el discurso público Persia era el arquetipo de la decadencia, pasividad, soberbia y servilismo... cosa que no se correspondía con ningún ciudadano medio (E. Hall, 1989). Para H erodoto y Esquilo (en su tragedia Los persas, representada el año 472 a. C.), la debilidad persa ex­ plicaba su derrota a manos griegas en el año 480 a. C. H ero­ doto se imaginaba el m undo como un rectángulo, más o m e­ nos, con Grecia situada en su centro. Hacia el este se encontraban los persas, al norte los escitas, al sur los egipcios y al oeste pueblos bárbaros con escaso interés. Estos extre­ mos se reflejaban entre sí en clima y geografía; y también en costumbres y temperamento (Hartog, 1988). Herodoto era fa­ m oso p o r adm irar elem entos de la cultura egipcia, persa y escita, pero su explicación de la victoria griega se debió a lo que Paul Cartledge (1993:60-62) llama «la ley de Herodoto»: sólo Grecia, situada en el centro, está perfectam ente equili­ brada en geografía y clima, y produce así hombres libres, fuer­ tes y valientes. Para hacer entender el asunto de que las gue­ rras médicas trataban, en última instancia, sobre diferentes tipos de masculinidad, H erodoto termina su relato con la narración de cómo alrededor del año 550 a. C. Artembares había pro­ puesto a los persas que abandonasen las montañas y se esta­ bleciesen en las llanuras. Ciro lo rechazó, contestando que el «efecto natural de un clima delicioso era el criar a los hom ­ bres delicados» (9.122). Grecia producía hombres duros.

Conclusión: espacio-tiempo ateniense Nancy M unn, en su estudio de Gawa, una isla del océano Pa­ cífico, argumenta que la competencia por la fama (butu) es fun­

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damental en la definición masculina. Cuando un individuo de Gawa controlaba el huía* de conchas en realidad se extendía por el espacio, pues estaba presente en las mentes de los hombres de otras islas cuando hablaban de la concha, y también en el tiem­ po cuando los hombres venideros recordasen su posesión del ob­ jeto. La estudiosa explica en un párrafo densamente redactado: El sistema de actuación implica el medio de generar un con­ tinuo en el cual el presente actual (el campo espaciotemporal) se percibe como una constante superación de sí mismo al in­ volucrarse en el futuro; y el pasado es un ser continuo mez­ clándose con el presente que lo supera. Me refiero a este pro­ ceso, en el cual la expectación y la referencia al pasado (y la coordinación de diferentes referencias espaciales) se forman regularmente dentro del presente, como un caso de síntesis es­ paciotemporal [...]. Los sistemas de acciones socioculturales (o las actividades según las cuales se hacen operativos) no conti­ núan simplemente en o a través del tiempo y el espacio, sino que forman (estructuran) y constituyen (crean) la diversidad espaciotemporal donde ellos «continúan». Los actores deben «crear» esa diversidad, produciendo concretamente su propio espacio-tiempo. (Munn, 1983: 280) U n hom bre que se desenvolviese bien como proveedor o re­ cibidor de conchas se extendía, literalmente, en el tiempo y el espacio «como si su nom bre asumiese su propio movimiento in tern o a través de las m entes y conversaciones de los de­

* El kula consiste en la circulación de dos tipos de artículos (sól dos) entre los pueblos habitantes de varias islas de Nueva Guinea. El pri­ mer artículo, unos collares de concha roja llamados «soulava», se despla­ zan en el sentido de las agujas del reloj; el segundo, unos brazaletes de concha blanca, se mueven en sentido contrario. (N. delT.)

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más» (Munn, 1986: 105), mientras que el espacio-tiempo de un hom bre sin éxito se restringía, se convertía en algo pareci­ do a un durmiente, incluso un muerto. El concepto «espacio-tiempo» es muy empleado por los antropólogos, pero no por los historiadores de la A ntigüe­ dad. N o obstante, es una herram ienta poderosa para com ­ prender la cultura de la clase media ateniense. M unn advier­ te vínculos entre el butu de Gawa y el kleos hom érico (Munn, 1986: 292 n. 14). Com o en Gawa, el héroe hom érico busca­ ba expandirse a través del tiempo y el espacio. Pero en el siglo V a. C., el buen metrios hacía precisamente lo opuesto. Su ideo­ logía media giraba en torno al presente y la localidad. U n buen hombre era feliz siendo similar a cualquier otro ciudadano ate­ niense. La comunidad como un todo deseaba una fama infi­ nita y, según las oraciones funerarias, el hoplita m uerto por Atenas compartía parte de esa fama colectiva. Sin embargo, cualquiera que intentase definirse a sí mismo superando a la co­ munidad masculina ateniense se arriesgaba al desastre. Las ge­ nealogías aristocráticas y heroicas eran problemáticas; y tam­ bién las relaciones demasiado especiales con los dioses. El matrimonio fuera de la polis les costaría la ciudadanía a los hi­ jos del hom bre, y lanzarse a hacer am igos-huéspedes fuera de Atenas exponía a acusaciones de traición. Las relaciones con O riente eran las más peligrosas. Entender esta relación espaciotemporal es crucial para explicar el igualitarismo y la de­ mocracia entre la población masculina ateniense.

Desafiando a la media

M unn (1983:280) advierte que en Melanesia los «distintos sis­ temas de actuación dentro de una misma sociedad pueden

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construir diferentes formaciones espaciotemporales». Los gru­ pos minoritarios de Atenas foijaron ideales espaciotemporales muy distintos. C om entaba en la página 203 que las fuentes se dividían en dos grupos. Ahora retom o el segundo de esos grupos, textos que fueron pensados para circular en soporte escrito. Su público era reducido. Entre un cinco y un diez por ciento de los atenienses estaban alfabetizados, e incluso entre esos «alfabetizados» el térm ino ha de entenderse en sentido restringido. Algunas de estas fuentes im itan situaciones de representación a medio camino entre las reuniones masivas y las lecturas privadas, como en las conversaciones de nuestros cócteles donde «el sector cultivado» se enzarza en conversa­ ciones políticas y filosóficas. M uchos de esos textos se oponen a ï'a cultura media, y es probable que fuesen deliberadamente subversivos y dirigi­ dos a lectores con mentalidades afines. Algunas fuentes vin­ culan la escritura, y en particular los códigos legales, con la igualdad (p. e. Eurípides, Las suplicantes, 433; Aristóteles, Polí­ tica, 1286a9-17), pero otros sospechan de la escritura: una téc­ nica asociada con O riente, el secreto y los tiranos. D eborah Steiner (1993: 227-241) explica estas tensiones como parte de la lucha de la democracia para dom eñar esta tecnología: m u­ chos atenienses percibían que la escritura se prestaba a la ma­ nipulación de las élites intelectuales, y habrían de arrebatárse­ la y neutralizarla representándola en discursos públicos. Por ejemplo, los atenienses querían leyes escritas, pero no juristas profesionales que pudiesen controlarlas. Incluso después de las reformas del año 403 a. C., eran los grupos de ciudadanos co­ rrientes quienes creaban la ley, y las leyes en raras ocasiones guiaban las decisiones con detalle. En su lugar, era com peten­ cia de los protagonistas decirle a los miembros del jurado qué leyes eran relevantes, mientras los ciudadanos escuchaban y de­

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cidían según el sentido com ún medio qué era lo justo (De­ móstenes 39.40)... es decir, qué conformaba la homonoia y la filia y qué no. Aristóteles (Constitución de los atenienses, 9.1) con­ templaba esta libertad para interpretar la ley como un bastión de la democracia. Los códigos legales escritos garantizaban la igualdad porque los ciudadanos corrientes los interpretaban a través del discurso público. La mayoría de ios textos del siglo IV a. C. era producida por hombres que se consideraban a sí mismos com o la élite cultural. O ber (1998) propone que uno de los objetivos más importantes de Platón, Aristóteles y Tucídides consistía en crear un espacio intelectual desde el cual se desafiara la reivindica­ ción hegemónica de ideología media. Ellos argumentaban, de diferentes formas, que la auténtica realidad yacía en un lugar más profundo que las meras apariencias que pasaban como verdades en democracia. Platón ofreció la crítica más sofisti­ cada del discurso popular. Contrastó las opiniones de muchos, doxa, con el verdadero conocim iento, o episteme, al cual sólo podían llegar los filósofos. Sugirió que el entendim iento or­ dinario guardaba la misma relación con la realidad que las sombras proyectadas en las paredes de una cueva respecto a las criaturas que las producían. Es como si el hombre corriente estuviese encadenado y sólo pudiese ver la sombra, mientras que los filósofos rompían las cadenas y llevaban la luz. Al prin­ cipio se quedaban perplejos ante lo que veían, pero pronto com prenderían que todo lo que habían conocido antes era una m era ilusión (República, 514e~521c). En consecuencia, tom ar decisiones para la com unidad acordes con lo que las masas creyesen era una locura. El buen hombre prestaría aten­ ción a la sabiduría de unos pocos (p. e. Crito, 43a-48a), y el gobierno sólo será perfecto cuando los filósofos se convier­ tan en reyes (República, 471c~473e). El problema era que na-

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die que viese la luz podía sobrevivir en democracia, pues ten­ dría que oponerse al deseo de las masas, las cuales term ina­ rían ejecutándolo ('Apología, 3 le-3 2 a).A n d rea N ightingale (1995:10) sugiere que «“la filosofía” tal como la concebía Pla­ tón no sólo se componía de la investigación analítica de cier­ tos tipos de objetos, sino de un conjunto único de com pro­ misos éticos y metafíisicos que dem andaban un nuevo estilo de vida». Platón respondió retirándose de la vida pública a una com unidad opositora, form alizada en su escuela filosófica en la Academia, situada a un corto trecho más allá de la m u­ ralla de la ciudad. Algunos críticos estaban menos alienados. La Com edia Antigua implicaba una especie de crítica institucionalizada (vid. p. 239), y O ber (1996: 143) supone "que «en cada pue­ blo y vecindario de la polis había hombres y mujeres con los que se podía contar para, con hum or o amargura, examinar distintos aspectos del orden de las cosas». Una afirmación co­ m ún decía que sólo los hombres lo bastante acaudalados pa­ ra llevar una vida de ocio podían cultivar la verdadera sabidu­ ría, m anifestar dignidad y m ostrarse com edidos. En cierto sentido, este argumento simplemente restringía las disposicio­ nes de la ideología media a un grupo restringido. El Viejo Oli­ garca, por ejemplo, sostenía que: Entre la m ejor gente

[to beltiston] se da el m en o r

desenfreno e

injusticia, y la más precisa preocupación p o r las cosas de valor; pero en el

dem os

existe la m ayor ignorancia, el m ayor desorden

y los mayores vicios. Pues la pobreza tiene una fuerte tendencia a llevarlos p o r senderos vergonzosos, ju n to a la falta de educa­ ción y la ignorancia que la falta de dinero causa en ciertas per­ sonas. (Viejo Oligarca 1.5)

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Sus sentimientos pueden corresponderse con los de un ora­ dor m edio, excepto que él reduce la bondad a unos pocos «hombres mejores», definidos en contraposición al demos. La gran masa de ciudadanos comunes eran poneroi, «la gente que no cuenta» (1.1), quienes reconocían que la virtud era innata en los personajes ilustres (hoi jrestoi), pero también que cierta virtud era adversa a sus intereses de clase (2.19). K urt Raaflaub (1989: 60-68) ha construido un debate imaginario, de gran utilidad, entre un demócrata y un crítico basando cada declaración en las ideas plasmadas en las fuen­ tes. Muestra que los opuestos a la democracia no rechazaban la igualdad. Más bien afirmaban que la democracia no era igual. Su igualdad aritmética trataba a todos los hombres como igua­ les por nacimiento. Esto, argumentaban, obvia aspectos de la vida más importantes, tratando injustamente como iguales a hombres cuya virtud o refinamiento los hacen diferentes. La ideología media dominaba la Atenas clásica, pero los ciudadanos corrientes en contadas ocasiones intentaban llevar sus principios a todas las esferas sociales creando una igualdad de condiciones por medio de insistir en que nadie podía ser más rico, estar m ejor educado o ser más activo en la política que otro (Tucídides 2.37-40). Los atenienses no hacían hin­ capié en la riqueza, las tierras o la influencia en la persecución estricta de una misma dignidad. Esto no sucedía porque sólo valorasen la igualdad de la oportunidad política, tal como con­ cluye Hansen (1991: 83-85), sino porque la oposición por par­ te de los ricos lo dificultaba. Más aún, no necesitaban igualdad de recursos para garantizar la dimensión elemental de igual­ dad de actitud y respeto entre los ciudadanos. Algunos estados arcaicos cancelaron deudas, redistribuyeron tierras, controla­ ron las herencias e incluso masacraron a los ricos, pero a par­ tir del año 500 a. C. esto sólo sucedería cuando los estados se

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encontrasen des estabilizados como consecuencia de la gue­ rra (Link, 1991; Gehrke, 1985). El modelo de Jonathan Parry y Maurice de «órdenes transaccionales» puede ayudarnos a comprenderlo. Observaron que en muchas (quizás en todas) las sociedades la mayoría de la gente identificaba el orden transaccional a largo plazo como una com posición correcta entre dioses y mortales, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, ricos y pobres, etc. La ideología media fue el orden transaccional a largo plazo dominante en la Atenas clásica. Si el orden cósmico tiene que funcionar del m odo adecuado, la gente debe reproducir estas norm as sin pensar en tom ar ventajas personales. A casi todo el m undo le gusta pensar que los atenienses lo hacían pero, al mismo tiem­ po, ellos sí tenían intereses personales y una vida por hacer. Todos nosotros tenemos un pie metido en el mundo de las ga­ nancias a corto plazo. Parry y Bloch sugieren: Todos estos sistemas crean (en realidad

tienen

que crear) cierto

espacio ideológico dentro del cual las adquisiciones individua­ les son objetivos legítimos, incluso plausibles; pero [...] tales ac­ tividades están relegadas a una esfera articulada y subordinada ideológicam ente a otra esfera de actividad relacionada co n el ciclo de reproducción a largo plazo. (Parry y Bloch, 1989: 26)

La gente busca el equilibrio. Convierte sus ganancias en el or­ den a corto plazo en la reproducción a largo plazo, interpre­ tando la ventaja personal como algo bueno que beneficia a to­ dos. Este equilibrio se construye de m odos diferentes en situaciones diferentes y grupos distintos. Parry y Bloch: M ientras que el ciclo a largo plazo siem pre es asociado a pre­ ceptos fundamentales de moralidad, el orden a corto plazo tien-

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de a la in d eterm inación m oral, puesto que atiende a propósi­ tos individuales que en gran m edida son irrelevantes respec­ to al o rd e n a largo plazo. N o obstante, si lo o b te n id o en el círculo individualista a corto plazo se transform a para servir a la rep ro d u cció n de los térm in o s a largo plazo, entonces se c o n v ierte en algo m o ralm en te positivo (com o el p ago «bo­ rracho» en Fidji o el dinero ofrecido com o

daña

entre los hin ­

dúes de la India). Pero, del m ism o m odo, siem pre existe la p o ­ sibilidad o p u e sta (y ello suscita la censura más fu erte), la posibilidad de que la relación individual en el ciclo a corto pla­ zo se convierta en u n fin en sí m ism o que ya no esté subor­ dinado a la reproducción en u n ciclo m ayor o, más aterrador aún, que la o b te n c ió n de logros individuales desvíen los re­ cursos del ciclo a largo plazo para sus propias transacciones a corto plazo. (Parry y B loch, 1989: 26-27)

C om o los m iem bros de cualquier otra com unidad, los ate­ nienses medios toleraban ideas alternativas acerca de la igual­ dad, enraizadas en otro espacio-tiempo, siempre y cuando no traicionasen la igualdad civil básica, el orden transaccional a largo plazo m oralm ente superior. Los individuos que m ero­ deaban por las escuelas filosóficas diciendo cosas que otros ciu­ dadanos no lograban comprender no eran considerados auto­ m áticam ente como inmorales, aunque podrían serlo. Pero si sus actividades aparentaban estar convirtiendo el bien de la po­ lis a largo plazo en su propio bien a corto plazo, como cuan­ do antiguos seguidores de Sócrates derrocaron la democracia y se constituyeron en los Treinta Tiranos, el año 404 a. C., en­ tonces la filosofía sí empezó a parecer algo muy sospechoso. Sócrates se había opuesto a los Treinta Tiranos, pero aun así lo ejecutaron el año 399 a. C. Esquines (1.173) dice que se de­ bió a que ellos estaban furiosos por los vínculos de Sócrates

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con la oligarquía, mientras que Platón (Estadista, 299c) da a entender que los atenienses creían que intentaba ser más agu­ do que las propias leyes. Del mismo modo, los participantes en los banquetes de la época podían acometer sus animadas em­ presas, pero en cuanto les conviniese los metrioi podrían ata­ car, y los participantes del simposio sospechosos de m inar la democracia profanando los misterios el año 415 a. C. fueron perseguidos sin piedad.

Cultura

civil:

el chismorreo institucionalizado

Existen historias recientes acerca de que los atenienses per­ seguían a los intelectuales como ejercicio rutinario, pero pro­ bablemente son apócrifas. Los ciudadanos atenienses medios no defendían el orden transaccional a largo plazo mediante el reino del terror, sino con la hegemonía cotidiana de una cul­ tura civil que marginaba a los críticos: una especie de coti­ lleo institucionalizado. El miedo al ridículo puede ser decisi­ vo para la creación de la identidad (Herzfeld 1985: 79-84), actuando, según palabras de David Gilmore (1987a: 50), como un «puño invisible» que castigaba a esos que se desviaban de­ masiado de las expectativas. Los atenienses hubiesen estado de acuerdo. Esquines (1.128-129; 2.145) llama R u m o r a una diosa, identificándola con la voluntad de las masas, y un comentarista posterior de sus discursos afirmaba que los ateniense erigieron un altar a la susodicha diosa R um or. A ristóteles (Retórica, 1400a23-29, 1416a36-38) advirtió que el único modo de combatir los chismorreos era con más chismorreo. Los chismes atenienses se mo­ faban tanto de los que no alcanzaban el nivel medio como de quienes tenían pretensiones de superarlo. Gilmore (1987a: 60-

La

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64) presentó en su estudio de Fuenmayor (una población agra­ ria andaluza de unos ocho mil habitantes) una tipología de co~ tílleos de tres niveles, comenzando con vecinos entrometidos hablando en la calle, continuando con las charlas mantenidas en bares y peluquerías hasta llegar a periódicas reuniones ge­ nerales de toda la población, tales como las cosechas o el car­ naval.* Atenas no era una comunidad del cara a cara y sus chismorreos se podían clasificar de un m odo semejante (Hunter, 1994: 97-100; S. Lewis, 1996: 9-23). Pero añadieron un cuar­ to nivel, un cotilleo eficazmente institucionalizado como un foco importante de la cultura civil. A diferencia de los vecinos de Fuenmayor, los ciudadanos atenienses no estaban someti­ dos a un Estado territorial mayor: ellos eran el Estado. El car­ naval de Fuenmayor es subversivo y contestatario, incluso fue prohibido en tiempos de Franco (Gilmore, 1987a: 96-125), pero los «festivales del chismorreo» atenienses no sólo estaban apoyados por el Estado, sino que incluso se utilizaba la vio­ lencia estatal para respaldar los criterios comunitarios. El ejemplo más notable es la Vieja Comedia de finales del siglo V a. C., representada en festividades importantes que reu­ nían a una m ultitud de miles de individuos. En dicho con­ texto, el poeta cómico intervenía como la persona sabia que guía a la ciudad acusando a los individuos causantes de des­ viaciones de prácticamente todos los males de la comunidad. Los poetas, como las chirigotas en los carnavales modernos, atacaban a individuos reales, personajes ficticios y grupos par­ ticulares, pero siempre con restricciones genéricas. Ralph R o ­ sen (1988a: 78) propone que en la más famosa de estas con­

* La obra es un estudio antropológico de las gentes de Fuentes de Andalucía, municipio perteneciente a la provincia de Sevilla, bajo el nom­ bre de Fuenmayor. (N. del T.)

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tiendas «los detalles de las discusiones entre Aristófanes y Cleón pueden contemplarse fácilmente en una elaborada ficción, ca­ paz de pasar de una comedia a otra, ganando nuevas adiciones y entresijos y facilitándole al poeta nuevas inspiraciones». Aris­ tófanes nos presenta la voz del cómico «yo» criticando los des­ víos en las normas de la comunidad ideal. La obra Las avispas nos proporciona buenos ejemplos. El cosmopolita y acauda­ lado Bdelicleón (Έ1 que odia a C león’), en un arreglo eco­ nómico sólo posible en una obra dramática, encierra en casa a su empobrecido y obsesionado padre Filocleón (Έ1 que ama a Cleón’). Cuando un coro compuesto por miembros de un ju ­ rado, ancianos y vengativos, se presenta para liberar a Filocle­ ón, Bdelicleón se queja ante ellos afirmando que Atenas se ha vuelto loca: Durante cincuenta años, ni una sola vez oí ese dichoso nom­ bre de tiranía; pero ahora es más común que el del pescado sa­ lado, y en el mercado no se oye otra cosa. Si uno compra orfos y no quiere membradas, el que vende estos peces en el puesto inmediato grita al momento: «Ese hombre quiere re­ galarse como durante la tiranía». Si otro pide puerros para sa­ zonar las anchoas, la verdulera, mirándote de soslayo, le dice: «Puerros, ¿eh? ¿Quieres restablecer la tiranía?». (Aristófanes, Las avispas, 493-495) El pescado era caro, y los griegos lo vinculaban a los caprichos y la renuncia de control sobre los apetitos (Davidson, 1997:3-35, 288-290), de modo que el vecino podía encajar a Bdelicleón en un patrón aceptable. Pero Aristófanes mina esa posibilidad de in­ mediato al no retratar al individuo de al lado como alguien con mentalidad cívica, sino como alguien que busca su propio pro­ vecho. Hacía escarnio de las pretensiones de quien se alimenta-

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ba de pescado y de la mezquindad de quienes se enfrentaban a ellos en un tiempo en que había verdaderos maleantes, como Cleón, tragando bienes públicos a una escala mucho mayor. Aristófanes afirmaba que sus ataques hirieron tan pro­ fundamente a Cleón que éste lo llevó a los tribunales, pero de­ beríamos cuidarnos de tomar las afirmaciones del cómico en prim era persona como referentes a cualquier situación ajena al m undo de la comedia. Los chismes operan negando la ima­ gen que tiene la víctima de sí misma, y se alimentan del mie­ do. Si la víctima ignora el ridículo, afirma que el atacante no merece crédito. El mayor éxito de los satíricos mediterráneos modernos es llevar a la víctima a contestar, admitiendo que le duele; si la víctima se niega a hacerlo, el satírico puede simu­ lar que sí lo ha hecho. R osen (1988a: 64) argumenta que «las alusiones de Aristófanes a una acusación de Cleón eran un ele­ m ento de una ficción de hostilidad existente entre ellos di­ fundida por el poeta. Tal ficción sería sumamente provechosa para él, y tam bién un m odo de felicitarse, pues cuantos más problemas afirmase el poeta haber sufrido a causa de Cleón, más pondría de manifiesto su poder y efectividad». Pero las diferencias entre las festividades antiguas y m o­ dernas son, de nuevo, más instructivas que sus similitudes. En Andalucía, los estratos sociales más altos (los ricos, los grandes, o los capitalistas)* sencillamente obviaban las payasadas de los po­ bres* abandonando la ciudad o quedándose en casa durante los carnavales (Brandes, 1980:24-25). Los pobres de Fuenmayor saben que eso no significa que los ricos los teman: la éli­ te busca una separación,* que Gilmore (1987a: 102) minimiza definiéndola como «una extendida tradición de la exclusivi­ dad elitista [...]. La élite m enosprecia y desdeña la cultura * En español en el original. (N. delT.)

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popular». Los lugareños pobres perciben que habitan en un mundo diferente al de los ricos, e incluso sus propias festivi­ dades lo subrayan. Brandes (1980: 30) sugiere que los pobres de M onteros se veían a sí mismos como unos ingenuos fren­ te a los decorosos ricos. El contraste con la Atenas democrática a duras penas po ­ dría ser más agudo. Cleón, presumiblemente, no disfrutaría del escarnio público, pero quizá fuera cómplice de ello. Ser igno­ rado por Aristófanes podría ser peor que cualquier ridículo. Los aspirantes a la élite se tomaban la comedia m uy en serio. ElViejo Oligarca lo percibía como un arma de clase: Ellos [los pobres] no permiten que se haga del populacho el objetivo de las comedias ni que se hable mal de ellos, para que así no puedan escuchar nada malo de sí mismos. Pero alientan las comedias acerca de individuos, si alguno desea satirizar uno, sabiendo muy bien que el blanco de la comedia rara vez es el populacho o la mayoría, sino los ricos, los de buena cuna o las personas poderosas... mientras que las comedias se burlan de pocos de entre los pobres y vulgares, a no ser que se trate de entrometidos intentando conseguir más de lo que tiene la gente común, así que no dan pena cuando tales individuos son blanco de la comedia. (Viejo Oligarca 2.18) El ejemplo más célebre es el ataque de Aristófanes contra Só­ crates en Las nubes, el cual Platón contemplaba como un fac­ tor influyente en la ejecución del filósofo, el año 399 a. C. Aris­ tófanes describía a «cierto Sócrates que era llevado de un lado a otro del escenario afirmando que volaba y diciendo otras muchas necedades» (Platón, Apología, 19c). Ésta era una re­ presentación típica, pero lo era probablem ente porque fun­ cionaba muy bien a la hora de cristalizar los chismorreos con-

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tra los hábitos antisociales de los filósofos. Las palabras que Pla­ tón puso en boca de Sócrates durante su juicio casi podrían corresponder a un etnógrafo m oderno del Mediterráneo: En efecto, estos acusadores son muchos y me han acusado du­ rante ya muchos años, y además hablaban ante vosotros en la edad en la que más podíais darles crédito, porque algunos de vosotros erais niños o jóvenes y porque acusaban in absentia, sin defensor presente. Lo más absurdo de todo es que ni si­ quiera es posible conocer y decir sus nombres, si no es preci­ samente el de cierto comediógrafo. Los que, sirviéndose de la envidia y la tergiversación, trataban de persuadiros y los que, convencidos ellos mismos intentaban convencer a otros, son los que me producen la mayor dificultad. En efecto, ni siquie­ ra es posible hacer subir aquí y poner en evidencia a ningu­ no de ellos, sino que es necesario que yo me defienda sin me­ dios, como si combatiera sombras, y que argumente sin que nadie me responda. (Platón, Apología, 18d-e) Era en los tribunales de justicia donde los atenienses daban rienda suelta a sus habladurías. La dramática metáfora de Ober respecto a los políticos atenienses (vid. p. 204) capta la conti­ nuidad entre las instituciones. Los tribunales de justicia y las asambleas funcionaban incluso de un m odo más deliberado que el teatro como lugar de chismorreo (Hunter, 1994: 101— 111). Los fiscales analizaban minuciosamente la vida de los de­ fensores, haciendo relato de sus actos más nimios (reales o no). U n determinado modo de caminar o la elección de un capote (Demóstenes 19.314: 36.45), la m anera de llevar un bastón (Demóstenes 27.52), optar por un peinado determinado (Li­ sias 16.18-19; Esquines 1.64; 3.118), la afición a comidas ex­ quisitas (Esquines 1.65), m antener a cortesanas bien vestidas

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(Demóstenes 48.52-55), y muchas otras flaquezas implicaban el desprecio del rival hacia la igualdad de los ciudadanos.Y en estos contextos los oradores de élite se exponían al desastre... La derrota no sólo podría costarles el desprestigio, sino tam­ bién las propiedades, 1a. ciudadanía o la vida. Gilmore (1987a: 33) describe la opinión pública de un pueblo m oderno como un ser «incluso más vigilante, implacable y riguroso. Son to ­ dos y no es nadie [...]. La gente siempre dice que es el pueblo* (la gente) o la ciudad quien m urm ura, ridiculiza, aísla o ad­ mira». Esto tam bién se aplica a Atenas, excepto por la dife­ rencia de que las opiniones sostenidas en Atenas contaban con el apoyo del Estado. Su expresión más cruda era una especie de concurso anual de antipatía, ostrakismos, durante el cual los ciudadanos podían enviar a un sujeto amenazador al exi­ lio durante diez años. M ediante la ocupación de puestos en las instituciones de oratoria pública, los atenienses aprendían a tolerar a quienes se adelantaban para aconsejar a la población cómo ser ciudadanos democráticos y cómo lanzar a una persona contra las demás. Pla­ tón puso en boca de Meleto, uno de los acusadores de Sócra­ tes, que los jóvenes atenienses aprendían la virtud escuchando los discursos en los tribunales de justicia y en la Asamblea (Apo­ logía, 24e-25b);y en la de Protágoras que todos los ciudadanos enseñaban virtud política: «Te quejarías echando de menos la maldad de los tipos de aquí. Ahora, en cambio, gozas de paz, por­ que todos son maestros de virtud, en lo que puede cada uno, y ninguno te lo parece. D e igual modo, si buscaras algún maestro de la lengua griega, no encontrarías ninguno». (Protágoras, 327e.)

* En español en el original. (N. del T.)

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El problema de la riqueza El asunto más im portante para la cultura civil era la riqueza. Por acuerdo general, las desigualdades en la riqueza eran co­ mo las desigualdades en el intelecto, la elocuencia o cualquier otro aspecto: no im portaban hasta que desafiaban a la igual­ dad de respeto entre todos los hom bres. La mayoría de los escritores coincide en que mientras los ricos mostrasen que compartían los valores de los metrioi, la riqueza era asunto de ellos (p. e. Jenofonte, Memorabilia, 2.4.6; 3.4.12; Lisias 16.9-12; Isócrates 15.276-285;Demóstenes 20.24; 21.210; 23.246; 58.65; Aristóteles, Política, 1256al-1259b22). El mejor m odo de de­ mostrar una mentalidad media consistía en compartir esa ri­ queza con la gente. Com o parte de la filia, todo el mundo de­ bía sentir jaris, un sentimiento de aprecio hacia el otro. El rico habría de expresarla con regalos a la polis. Los ciudadanos juz­ garían si el donativo se había realizado con el espíritu de jaris adecuado (Ober, 1989:226-230,245-247). Si- así fuese,la gen­ te habría de corresponder al donante mediante su apoyo; pe­ ro un individuo sin jaris no era un metrios (p. e. Lisias 30.6; D e­ móstenes 18.131). Los atenienses desarrollaron un léxico amplio para «el rico» (hoiplousioi, hoi euporoi, etc.). N orm alm ente aplicaban estos térm inos a una clase acomodada de unos mil doscien­ tos o dos mil ciudadanos que no tenían que trabajar para vi­ vir (Davies, 1981: 6-14, 28-35). En la mayor parte de las oca­ siones, estos térm inos tenían una co n n o tación neutra. La riqueza de un hom bre sólo se convertía en un asunto de in­ terés público si su utilización parecía un acto de soberbia. Cuando los oradores querían colocar a sus oponentes en esa categoría podrían describir a «los ricos» como la representa­ ción de una amenaza colectiva para la democracia. Así, D e-

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móstenes (21.140), al atacar a Meidias, le dice a los m iem ­ bros del jurado: «Por esta razón hacéis causa común, para que cuando os descubráis individualm ente como peores que los demás, tanto en riqueza com o e n filo i o cualquier otra co­ sa, ju n to s podáis m ostraros más fuertes que cualquiera de vuestros enemigos, y contener así su soberbia». Isócrates abor­ daba una línea diferente, buscando com pasión para los ri­ cos quejándose de que los atenienses los veían peor que a los criminales (15.160). Su argumentación presupone que los ciu­ dadanos corrientes tom aban tal actitud como injusta, y que el simple hecho de la riqueza no debería dividir a la socie­ dad. C uando D em óstenes (21.211) sugirió que Midias no iba a sufrir terriblem ente si tuviese que vivir con los mismos recursos que un ateniense norm al, ello no se debía a que la riqueza fuese intrínsecamente mala, sino a que Midias era un soberbio. La retórica ateniense acerca de la riqueza es radicalmen­ te distinta a lo que los etnógrafos afirman con respecto al M e­ diterráneo actual. En la mayoría de las situaciones contem ­ poráneas el concepto de h o n o r masculino se confina en su clase social. Los pobres se sienten a m erced de los ricos: de­ penden de ellos para trabajar, para ad q u irir una vivienda, para recibir ayuda en los tiem pos difíciles y no osan o p o ­ nerse a sus patrones (Davis, 1977: 81-101, 107-125). Los al­ deanos a m enudo culpan de su humillante situación a la con­ centración de tierras en unas pocas manos. M uchos de esos aldeanos son proletarios rurales. M uchos andaluces son tra­ bajadores sin tierra que trabajan cosechando olivares ajenos para ganarse la vida. Se tambalean al borde del desastre m ien­ tras viven rodeados de vastas extensiones de terreno. U n tra­ bajador dijo: «Nuestra tierra es extraordinaria y muy rica [...]. El único problema es que está dividida entre sólo un puñado

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de personas (cuatro personas) .* El resto de nosotros no tiene nada» (en Brandes, 1980: 31). El odio de clase, que puede estallar en violencia, es una ley de vida. Jacob Black-M ichaud (1975: 160-178) llama a esta situación, a la com binación de ansia de tierra relativa y absoluta, «carestía total», argum en­ tando que ello intensifica el conflicto de clases y enfrenta las casas pobres entre ellas, llevando a una visión del honor ag­ nóstica, de todo o nada. Algunos clasicistas, impresionados por la frecuencia de esta situación en el M editerráneo m oderno, argumentan que el patronazgo a gran escala y la dependencia rural son res­ puestas de adaptación a la ecología mediterránea. Si los textos antiguos nos dicen poco acerca de ello entonces nos inducen a error, pues reflejan una ideología que niega las realidades de la vida ocultando la dom inación de la élite tras una máscara de igualitarismo (p. e. Gallart, 1991: 143-169, tom ando m o­ delos m editerráneos de Davis, 1977 y Gellrier y Waterbury, 1977). David Small (1977: 220) propone: «Aunque a los his­ toriadores les pueda parecer poco corriente que se argumente sobre el patronazgo en la antigua Grecia (vid. Millet, 1989), para un arqueólogo antropológico existen algunas razones in­ terculturales extrem adam ente poderosas sobre su existencia. Es de vital importancia el marco ambiental, como se ha com ­ probado en varias culturas donde se requiere la dependencia de los pequeños campesinos frente a los grandes terratenien­ tes para asegurar la subsistencia». Esto perm ite al m odelo in­ validar los datos, en vez de seguir a W eber en el uso de un ti­ po ideal para destacar las peculiaridades de un caso particular, lo cual puede entonces m odificar la abstracción original (I. M orris, 1997a).

* En español en el original. (N. delT.)

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Incluso com o descripción de las relaciones contem po­ ráneas, el «mediterranismo» (una situación donde unos po­ cos hombres dom inan la propiedad de las tierras, los pobres son dependientes, y todos compiten entre sí por el honor, que se concentra en el control de la castidad femenina) es sospe­ choso. Herzfeld (1980) nos muestra que este modelo no pue­ de describir el abanico de relaciones en la Grecia m oderna. En su lugar, propone una gama que va desde el marginal, po­ bre pueblo de Glendi, en Creta, donde la ética más valorada es un egoísmos agresivo, hasta poblaciones acomodadas como Pefko, en Rodas, donde la mayoría de los hombres definen elfilotimo (el honor) como un valor cooperativo.4 Proyectar el «mediterranismo» sobre la Grecia clásica obviando las pro­ pias afirmaciones de los atenienses agrava los problemas. Brau­ del (1972) y Le R oy Ladurie (1974) proponen que las pro­ piedades concentradas del campo actual sólo se remontan hasta finales del siglo XVI. En el siglo xv los pequeños propietarios vivieron una edad de oro, relativamente hablando, de distri­ bución de terrenos y una independencia sustancial. Antropó­ logos como Davis (1977: 5-6, 12-15, 255) y Gilmore (1982: 178-179,187) obvian estas pruebas al afirmar que el «medite­ rranismo» se remonta a la Antigüedad. Los escasos datos de la Atenas clásica sugieren que la tie­ rra estaba distribuida con relativa igualdad entre los ciudada­ nos. A este respecto, Atenas tenía más en com ún con el Lan­ guedoc en el siglo XV que con A ndalucía en el siglo XX. Conocem os más o menos la superficie de tierra cultivable y la población aproximada de Ática en el siglo iv a. C., y p o ­ demos calcular los ingresos anuales que necesitaba la clase aco­ modada para mantener su estilo de vida. R obin Osborne (1991: 128-136; 1992) y Lix Foxhall (1992) proponen, por separado, que si las dos mil familias más acaudaladas obtenían sus fon-

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dos solamente de la tierra, y las cosechas eran más o menos igual de fructíferas, entonces el 7,5-9 por ciento de los ciuda­ danos debería poseer aproximadamente entre e l6 5 y e l7 5 p o r ciento de la tierra. Existen indicios de que entre el 15 y el 30 por ciento de los ciudadanos no poseía tierras, o no las su­ ficientes para garantizar la subsistencia, dejando apenas un 50 por ciento de los terrenos al resto de ciudadanos, entre el 60 y el 75 por ciento. Esto, desde luego, es desigual. Todo el m un­ do en Atenas sabía que unos ciudadanos eran más ricos que otros. Sin embargo, al resaltar la desigualdad, Foxhall (1992: 159) y O sborne (1992: 25) pasaron por alto la cuestión más im portante: en térm inos relativos (el único m odo de juzgar tales asuntos) este sistema de posesión de terreno era extre­ madamente igualitario. Los historiadores económ icos cuantifícan a m enudo la distribución de tierras mediante el cociente de Gini de desi­ gualdad, anotando las distribuciones desde 0, o la igualdad to­ tal, donde todos poseen exactamente la misma cantidad de tie­ rra (como en la legendaria distribución de Licurgo en Esparta), hasta 1, donde toda la tierra pertenece a una persona. La idea de Aristóteles respecto a Atica en el siglo vu a. C., donde «to­ da la tierra estaba en manos de unos pocos» (Constitución de Atenas, 2.2), sería un resultado cercano a 1. El cociente de Gi­ ni (G) es una referencia tosca, aunque su m érito es la solidez. Funciona incluso en casos como el de Atenas, donde nuestros datos son muy escasos. Si dispusiésemos de más información, podríamos construir una curva de Lorenz más matizada, pero incluso con tres o cuatro datos podemos calcular G con un margen de error no superior al ± 10 por ciento. Calcular los cocientes de Gini para Atenas requiere m u­ chos supuestos, y O sborne y Foxhall hacen hincapié en que sus cifras pueden subestimar las posesiones de la élite, puesto

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que los ricos necesitaban efectivo equivalente a al menos esa cantidad de tierra. Aunque también suponen que los ricos ge­ neraban sus caudales exclusivamente de la tierra, que no era el caso. Edgard C ohén (1992: 191-207) muestra cómo muchos atenienses ricos se implicaban con fuerza en algo que ellos lla­ maban «economía invisible», un m undo de transacciones de dinero líquido y préstamos donde circulaban grandes sumas y participaban mujeres, esclavos y extranjeros. Los atenienses guardaban silencio acerca de su participación en bancos y be­ neficios rápidos, cuestión que fácilmente podría interpretarse como la búsqueda de ganancias a corto plazo frente a los be­ neficios a largo plazo de la polis. Preferían m ucho más pre­ sentarse como granjeros medios y honestos que cuidaban de sus cosechas al m odo tradicional. Osborríe y Foxhall tom an esta imagen como algo poco fiable pero, como muestra C o­ hen, existían beneficios sustanciales en la economía invisible. N o veo una manera lógica de valorar las dos incertidumbres, por eso tom o las cifras de O sborne y Foxhall como las m e­ jores estimaciones. El cociente de Gini para la posesión de terreno en la Ate­ nas del siglo IV a. C. es 0,39 según los cálculos de Foxhall, y de 0,38 según los de Osborne. Ambas cifras son inferiores a cual­ quiera de los siete resultados calculados en diferentes lugares del Imperio romano por Richard Duncan-Jones (1990:129142; G = 0,39 hasta 0,86). R o g er Bagnall (1992) calcula los resultados de cuatro nomos en el Egipto del bajo Imperio ro­ mano; todos son superiores a los resultados atenienses (G — 0,52 hasta 0,71).5 El censo de 1292 para Orvieto, en Italia (Waley, 1968: 28) revela una cifra de 0,62. Davis (1977: 88) calcu­ ló los resultados en siete comunidades rurales mediterráneas entre las décadas de 1950 y 1970; sólo dos alcanzaron cifras in­ feriores a las de Atenas (G = 0,22 hasta 0,87). Podríamos am~

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pliar la lista, pero la cuestión ya está clara: la posesión de tie­ rras era inusitadamente igualitaria en la Atenas del siglo IV a. C. Nuestros datos son pobres, pero calcular las cifras del G ateniense y compararlas con otras sociedades mediterráneas seguram ente es m ejor que asumir que los ricos dom inaban la posesión de terrenos y los pobres dependían de ellos en gran medida, a pesar del propio sentim iento de los atenienses de que esto era falso.Y, además, otros índices señalan el mismo ca­ mino. Cuando los datos son demasiado pobres, incluso para el cociente de G ini, los historiadores suelen tratar la propor­ ción de toda la tierra arable en la propiedad más grande a m o­ do de guía general. En los casos romanos de Duncan-Jones, esto abarca del 7,6 al 21,6 por ciento. La propiedad mejor co­ nocida de la Atenas del siglo IV a. C., la de Fanipo (Demóstenes 42), sólo representa el 0,1 por ciento de la tierra arable del Ática (Ste. Croix, 1966). Alison Burford (1993: 67-71) su­ giere que se trataba de una granja tan grande com o los ate­ nienses pudiesen tolerar, y Aristóteles dice que Solón y otros legisladores limitaban la cantidad de tierra que cualquiera pu­ diese comprar (Política, 1266b 17-19). Las propiedades con­ fiscadas a Adimanto y Oionias en el año 415 a. C. eran mucho mayores, pero éstas se encontraban enTasos y Eubea, estados comprendidos dentro del im perio ateniense, no en Atica. De hecho, los atenienses exportaban desigualdad económica. Finley (1983: 41) sugirió que Atenas se caracterizaba por una amplia masa de ciudadanos propietarios de terrenos más o menos iguales. M uchos puede que luchasen al borde de la viabilidad, como argumenta Gallart (1991),pero se encontra­ ban en mejor posición que esos campesinos del Mediterráneo m oderno que dependen de sus patrones porque sus propie­ dades se encuentran bajo el m ínim o necesario para la subsis­ tencia. Foxhall (1997: 132) advierte: «Una propiedad parti-

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cular de la m oderna M ethana se situaría en algún lugar pró­ ximo a la base de las thetes, según las cifras que han llegado a nosotros», esto es, en lo más bajo de las clases propietarias de Atenas en el año 594 a. C. Los atenienses eran relativamente acomodados. Las fuentes describen tres modos fundamentales de tra­ bajar un terreno. U n hom bre podría a) cultivarlo él mismo, con su familia u otros trabajadores; b) contratar a un capataz para vigilar a los trabajadores; o c) arrendarlo. La prim era op­ ción era probablemente lo normal entre la mayoría de los ciu­ dadanos. La parcela media consistía en unas cuatro o cinco hectáreas, m uy cerca del m ínim o viable. M ichael Jam eson (1977-1978; 1992) propone que los atenienses optaban para sacar provecho de la tierra p o r co m p rar'u n esclavo o dos para que trabajasen la tierra con ellos, e intensificar así la pro­ ducción. Contempla a los ricos utilizando grandes partidas de esclavos con capataces. Ellen W ood (1988:42-80) argum en­ ta que los individuos acaudalados preferían alquilar sus terre­ nos. Ellos, m ejor que comprar esclavos, arrendarían las tierras a ciudadanos pobres, generando así ingresos al tiem po que proporcionaban a los pobres unas parcelas mayores sin que na­ die necesitase re c u rrir al trabajo de los esclavos. O sborne (1988:127) muestra que cada año se arrendaba una gran par­ te de los terrenos, pero todos los arrendadores conocidos eran ricos, en vez de la clase propietaria de W ood. M ucho de to ­ do esto depende de cómo interpretem os el lenguaje utiliza­ do para describir las labores. El argumento de Jameson de que términos como ergates y ergazomenos significan, literalmente, «trabajador», en referencia a los esclavos, es el más convin­ cente. Sin embargo, a pesar de este debate filológico, Burford (1993: 178) señala una cuestión im portante: todas nuestras pruebas se refieren a contratos de arrendamiento breves, y «la

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tenencia, obviamente, no creaba las relaciones duraderas en­ tre el terrateniente y el arrendatario típicas de ciertas ocupa­ ciones de tierra en Inglaterra». Tanto si los ciudadanos traba­ jaban junto a los esclavos su propia tierra, o como arrendatarios de la de otros, no hay pruebas de un proletariado rural im ­ portante. Paul M illett (1989) va más allá y propone que el pago es­ tatal actuaba como un mecanismo de tope para cuidar de los ciudadanos pobres durante los malos tiempos sin tener que re­ currir a las dádivas de los ricos. U na vez los pobres tuvieron el control del Estado en la democracia del siglo v a. C., efec­ tuaron una distribución de riqueza hacia abajo a través de las instituciones. Según Aristóteles: Pericles fue el primer hombre en conceder pago por el servi­ cio como jurado como medida política para contrarrestar la ge­ nerosidad de Cimón. Cimón era tan rico como tirano: ejecu­ taba las liturgias públicas con generosidad; y mantuvo a muchos paisanos de su demos, pues cualquier hombre lacíada que lo de­ sease podía acudir a él a diario y satisfacer sus necesidades bá­ sicas, y todos sus terrenos estaban sin vallar, de modo que quien quisiese podía deleitarse con la fruta. La propiedad de Pericles era insuficiente para proporcionar esta clase de servicio. Fue, por tanto, aconsejado por Damónides de Ea (quien parecía ha­ ber sido el causante de la mayor parte de las medidas de Peri­ cles y, por esa razón, condenado más tarde al ostracismo) para que, al contar con menos patrimonio privado, le concediese a la gente su propia posesión; por eso concibió el pago a los miem­ bros del jurado. (Aristóteles, Constitución de Atenas, 27.3-4) La historia bien puede ser una racionalización, pero ilustra las percepciones de los atenienses de sus propias circunstancias.

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T e r c e r a pa r te

Los ciudadanos pobres utilizaron la democracia para votar su paga, lo cual los apartó de la dependencia de hombres como Cim ón, que había amasado su fortuna con los botines de las guerras de Atenas contra los persas. Small (1997: 220) sostiene que «el argumento de que los desembolsos del Estado al demos en concepto de servicios en asambleas y tribunales, o en la marina, compensaron sus en­ deudamientos no puede mantenerse, pues carecemos de cual­ quier tipo de información estadística (cuánto se pagaba, a cuán­ to ascendía la deuda, qué efecto tenía sobre los poderes financieros habituales, etc.)». Esto acentúa las dificultades. La cuantificación de Aristóteles es problemática (Constitución de Atenas, 24.3; y más aún en Aristófanes, Las avispas, 707-711), pero las pruebas respecto al tamaño de la flota permitió a R.osivach (1985) y Gabrielsen (1994:105-125) presentar una idea aproximada del impacto del pago. Pocos ciudadanos, en con­ tra de las aseveraciones de los autores atenienses de clase alta, se mantenían por completo sin las pagas del Estado, pero ha­ bía el suficiente dinero en circulación para crear una barrera contra el patrocinio personal. Conclusión: en la Atenas clásica existía una dualidad pa­ trono-cliente como la existente en el paisaje agrícola del M e­ diterráneo actual. Finley (1983: 46) seguramente estaba en lo cierto al afirmar que C im ón no fue el único ateniense en uti­ lizar su riqueza para obtener seguidores. Pero el contexto lo­ cal es importante. El «patronazgo» no es una construcción m o­ nolítica que una sociedad tiene o no. En Atenas, el poder popular (político y financiero) restringía las oportunidades abiertas a los ricos con tanta severidad como para transformar el patronazgo en algo nuevo. En la década de 460 a. C., Peri­ cles dirigió un movimiento alejado del patronazgo de Cim ón actuando como un administrador de los recursos del Estado.

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En vez de im poner una analogía lejana que no encajara en la prueba, deberíamos inspirarnos en la discusión de Herzfeld (1984:446) acerca de otro supuesto modelo panmediterráneo: «Es el marco de trabajo, más que los estudios etnográficos [en este caso históricos] que supuestamente organiza, el que debe ser replanteado y quizás incluso desechado a favor de al­ go más productivo». Cualquier reconstrucción simplifica, necesariamente, lo que debieron ser patrones complejos de propiedades agríco­ las, pero el ideal de un granjero metrios independiente sí pare­ ce ajustarse razonablemente bien a las experiencias vividas. Sin duda, algunos atenienses pobres acabaron en los pueblos; otros sobrevivieron com binando una labor intensa (incluyendo la de los miembros de su familia y los esclavos) de sus pequeñas parcelas ju nto con tierras arrendadas las labores de temporada y las pagas estatales. La vida era dura para muchos, pero, libe­ rados de las dádivas de los ricos, la mayoría de los ciudadanos podían contemplarse a ellos mismos, y a los demás, como mçtrioi independientes. Dada la debilidad de nuestras pruebas, no podem os es­ clarecer las relaciones superficiales entre la propiedad iguali­ taria de terrenos y las creencias medias. La igualdad agraria no genera una igualdad política: por ejemplo, en el siglo xvii, los campesinos de Alemania occidental poseían el 90 por cien­ to del terreno; pero eran los príncipes, no los propios labrie­ gos, quienes obtuvieron el poder político a expensas de los nobles (Brennër, 1985: 56). Sin embargo, en el siglo V a. C., a los hombres propietarios de tierras suficientes para ser inde­ pendientes en gran medida de sus vecinos acaudalados les pa­ recía natural que debiesen ser iguales a ellos en honor, y pu­ diesen participar en la tom a de decisiones democráticas. Al mismo tiempo, a quienes contemplaban al Estado como una

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com unidad de ciudadanos corrientes les parecía lógico que debiese haber un reparto de tierras justo, garante de la inde­ pendencia de todos los ciudadanos, y que el Estado debiese extender esa idea a través de pagos y otras medidas de redis­ tribución. La economía, la política y la ideología se unieron en un círculo cerrado. Si la distribución equilibrada de la tie­ rra se desmoronaba, con algunos ciudadanos haciéndose muy ricos y un gran número de individuos dependiendo de ellos, la ideología media se tambalearía y la democracia se haría in­ sostenible. Tal como lo planteó Hanson: «Sólo un campo ha­ bitado por numerosos campesinos pequeños podría propor­ cionar el colectivo esencial para un gobierno constitucional y solidaridad igualitaria» (1995: 27). Pero lo contrario tam ­ bién implica que si la ideología m e d ia re debilita, y la oli­ garquía reemplaza a la dem ocracia, para los ricos sería más sencillo concentrar las tierras. Todo esto llegó a suceder du­ rante el siglo III a. C., pero en el IV y v los ciudadanos medios podían hacer que el m undo y su idea de él se ajustasen ra­ zonablemente bien.

Los excluidos La ideología media construyó una sociedad de ciudadanos masculinos pura, hom ogénea y consensual. H e discutido las percepciones de los ciudadanos respecto a sus relaciones con los dioses, la muerte y los no griegos. Ahora me dirijo a sus re­ laciones con las personas que eran cohabitantes de la misma comunidad geográfica, pero no eran miembros de la com uni­ dad política.

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Las mujeres

La ideología media ponía a las mujeres al margen. Incluso en­ tre los críticos de la democracia, sólo Platón (p. 221) y, en me­ nor medida Jenofonte (p. 262) sometieron a discusión esta cir­ cunstancia. La m ujer no tenía derechos políticos, y gozaba de derechos legales sólo a través de un kyrios o «señor» mas­ culino (norm alm ente su padre, esposo, herm ano o hijo). Sus derechos económicos eran limitados y las herencias eran por línea paterna. Si el único heredero de un hombre era una m u­ jer, eËa operaba como heredera residual y se casaría con el pa­ riente masculino más cercano. La ley sólo permitía a las m u­ jeres realizar contratos por un valor m enor a un medimmos de cebada, es decir, lo suficiente para alim entar a una familia durante una semana. Las mujeres con recursos hallaron m o­ dos de esquivar tal disposición (E. Harris, 1992), pero la su­ posición es obvia: una mujer sólo estaba vinculada con la co­ munidad a través de su kyrios, pues no era un ser completo en la m edida en que su m arido sí lo era. A ristóteles (Política, 1260al3) argum entaba que aunque la m ujer posee faculta­ des racionales, sus mentes carecen de una autoridad comple­ ta (akyron): En consecuencia, la naturaleza preparó al hombre para gobernar a la mujer (1259b2). N o obstante, incluso en la sistematización aristotélica hu­ bo problemas. Las mujeres no eran ciudadanos, pues los ciuda­ danos eran los que gobernaban y eran gobernados por turnos (Política, 1275a23-24) pero, a pesar de esa exclusión, com po­ nían la mitad de la población (1260b20). Su papel reproduc­ tor complicaba aún más las cosas. Muchas ciudades, incluida Atenas a partir del año 451 o 450 a. C., exigieron la doble endogamia para conceder la ciudadanía, lo cual implicó que Aris­ tóteles tuviese que definir «madres ciudadanas» como las que

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habían nacido de ciudadanos en ambas ramas de la familia (1275b23). Cynthia Patterson (1986) y Edgard C ohen (2002) sugieren que los historiadores exageran la exclusión de las mu­ jeres al concentrarse en la política y la econom ía. N o obs­ tante, al hacerlo así, los clasicistas siguen el modelo del hom ­ bre ateniense. Algunas mujeres probablem ente desarrollaron discursos contrahegemónicos, pero no hemos podido resca­ tarlos. Johnstone (1998) muestra que a pesar de que muchas disputas atenienses involucraban a mujeres y esclavos, la ley exigía un hom bre para situar sus casos como conflictos entre ciudadanos; y Zeitlin (1996:1-15,341-416) demuestra que in­ cluso en la tragedia, que otorga a las mujeres papeles im por­ tantes, los actores masculinos vestidos como personajes feme­ ninos literalmente estaban «representando ál otro», interpretando las inquietudes masculinas acerca de las relaciones entre se­ xos y no dándole voz a las mujeres. La tragedia cuestionaba los papeles de los sexos perm i­ tiendo a las mujeres m eterse en política, pero tam bién los reafirmaba mediante los resultados desastrosos de tales trans­ gresiones. Las mujeres estaban apartadas de los hombres por la naturaleza de sus cuerpos, su ocultación, sus conspiracio­ nes y su debilidad. En la comedia, Aristófanes imaginaba una Atenas donde las mujeres dictaban la política exterior (Lisistrata) o asumían el poder político (La asamblea de las m u­ jeres), e incluso veía resultados positivos; aunque su hum or se basaba en lo absurdo de los actos de las mujeres como una inversión de todo lo que tiene sentido. En la Atenas de Praxágora se descontrolaron los vicios fem eninos de prom is­ cuidad, gula, alcoholismo y m entira, en lo que H elene Fo­ ley (1982: 6) llama una «vida infantilizada y priva tizada de fiesta continua». La m ujer era la antítesis de to meson. E n to ­ dos los sentidos, las mujeres de estas obras producidas por

L a ig u a l d a d p a r a l o s hom brjes — — --------------------------------2 5 9 y para los hom bres se revelan com o carentes de los atribu­ tos medios.

Isómaco y su esposa

La discusión más sistemática se encuentra en un texto filosó­ fico de principios del siglo iv a. C. : la obra E l administrador; de Jenofonte. Com o la explicación dada por Aristóteles sobre el hoi mesoi en la obra Política, él une las suposiciones que en­ contramos en otros textos y los supera construyendo una al­ ternativa. Jenofonte comienza afirmando presentar un diálo­ go entre Sócrates y Cristóbulo acerca del manejo de un oikos, definido éste como todas las cosas que contribuyen al bien in­ dividual. Pero durante la mayor parte del texto Sócrates vuel­ ve a contar una conversación con Isómaco, a quien había se­ ñalado com o un hom bre que de verdad era un kaloskagazos (vid. p. 220). En ella se desarrolla otra conversación entre Isó­ maco y su esposa, cuyo nom bre no se dice. Foucault (1985: 143-165) y Johnstone (1994) argumen­ tan que Jenofonte no escribió su obra como una guía para ad­ ministrar una hacienda, sino como «un manual del estilo aris­ tocrático», describiendo el «trabajo estilizado» que sitúa a un verdadero señor aparte de quienes han de trabajar para vivir. Sócrates fue famoso por su pobreza, y Jenofonte lo hacía in­ sistir en que, a pesar de poseer menos que Cristóbulo, en rea­ lidad era más rico porque tenía todo lo que quería y Cristó­ bulo no (2.2-3). Sócrates incluso persuade a Cristóbulo de que un hom bre pobre puede ser bueno (11.3-6). Jenofonte utili­ za la ideología media pero, como el Viejo Oligarca (p. 158), se desvía de ella con un estilo elitista. Isómaco era a todas luces rico, y su buena vida se basaba en el ocio.

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Isómaco dice que se casó con su esposa cuando ella tenía quince años (7.5; Cristóbulo dice cosas parecidas en 3.13). Es­ tá orgulloso de que ella no supiese hacer nada excepto hilar y dar órdenes a las sirvientas (7.6). Sócrates ya le había dicho an­ tes que un marido ha de entrenar a su mujer en la virtud (3.11), y Cristóbulo hizo exactamente eso. Com enzó su educación «en cuanto la tuvo lo bastante mansa y domesticada para que fuese capaz de llevar una conversación» (7.10). Jenofonte usa la metáfora acostumbrada de representar a una m ujer como un animal al que se necesita domar: Medea, en la obra de Eu­ rípides (Medea, 623), habla de la «recién domada» esposa de Jasón.Y C reón, el personaje de Sófocles ('Antigona, 477-478, 579) habla de «embridar» a Ismene y Antigona. Las instruc­ ciones de Isómaco merecen la cita completa: Como tanto las labores de interior como las de exterior re­ quieren trabajo e interés, creo que el dios, desde el mismo co­ mienzo, diseñó la naturaleza de la mujer para trabajos e intere­ ses del interior, y la naturaleza del hombre para labores al aire libre. Pues preparó el cuerpo y la mente del hombre para ser más capaz de soportar el frío y el calor, los viajes y las campañas militares, y por eso le asignó el trabajo exterior. Pues la mujer era físicamente menos capaz de resistir, creo que el dios ha crea­ do, evidentemente, las labores interiores para ella.Y como el dios era consciente de haber implantado y asignado a la mujer la crianza de los recién nacidos, le concedió una cantidad de afec­ to hacia los recién nacidos mayor de la que confirió al hom­ bre. Y como el dios también asignó a la mujer la labor de guar­ dar lo llevado a la casa, al darse cuenta que la tendencia a estar asustada no es una desventaja para cuidar de las cosas, le dio una proporción de miedo mayor que la del hombre.Y al saber que la persona responsable de las labores de exterior habría de ser-

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vir como defensor frente a cualquier malhechor, le otorgó una mayor cantidad de valor. (Jenofonte, El administrador, 1 .22-25) Jenofonte ubicó una serie de polaridades entre los ámbitos masculino y femenino: Masculino

Femenino

Agricultura Exterior Producción Dureza Agresión Resistencia

La casa Interior Consum o Suavidad Crianza Debilidad

Los dioses confirieron a cada sexo sus cualidades. Permanecer dentro de casa es bueno para la mujer pero malo para el hom ­ bre; lo contrario se cumple en el exterior (7.30), lo cual hace duro a un cuerpo (5.4; 7.2). Pero Jenofonte se apartaba, de los valores principales al sugerir que un hom bre podía educar a una m ujer de m odo que sus cualidades llegasen a ser virtu­ des en vez de vicios. Los dioses concedían virtudes (aretai) a cada sexo, y ésas eran interdependientes (7.27-28), de m odo que un buen m atrim onio era una asociación (7.13). La mujer bien entrenada desdibujaba la frontera entre lo masculino y lo femenino; al final de la explicación de Isómaco, Sócrates ex­ clamó: «¡Por Hera! ¡Según tu explicación, tu esposa posee una mentalidad verdaderamente masculina!» (10.1). Jenofonte in­ sistía en que la virtud puede enseñarse, y que el hombre ver­ daderamente bueno podría formar a una m ujer a su semejan­ za. D ejó claro que ésta era una actitud novedosa al hacer a C ristóbulo adm itir que probablem ente hablase m enos con su esposa que cualquier otro (3.12).

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T e r c e r a parte

Al creer que la preparación filosófica desafiaba la distin­ ción de sexos, Jenofonte y Platón probablemente siguieron a su maestro Sócrates. Pero incluso en casa de Isócrates el sexo era jerárquico. U na m ujer adiestrada llevaría orden al hogar, trocando su función de consumidor en el de organizador (3.24), aunque el esposo siempre permaneciese como el único pro­ ductor y elemento exterior cara al público. Isómaco instruyó a su esposa para organizar las bodegas como las estibas de los barcos (8.11-23). La clave residía en controlar sus apetitos, de m odo que ella pudiese dom inar la debilidad de su sexo (7.6; 12.11-15), del mismo m odo que a los esclavos domésticos se les debía enseñar autodisciplina (9.11-12) y los hombres te­ nían que dominar sus deseos (1.17-23). Una esposa instruida querría aumentar su patrimonio. Utilizando otro símil animal (p. 299), Isómaco compara a su esposa con una abeja reina or­ ganizando las labores domésticas (7.17, 32, 33, 38). N o obstante, existían más trabajos para la esposa (ergon) que la supervisión de los siervos. Isómaco (10.2-13) dijo que una vez encontró a su mujer maquillada y con zapatos de ta­ cón. La convenció de que tales engaños sólo servían para ha­ cerla parecer más atractiva sin afectar a su ser. Para ser verdade­ ramente bella debería vestir con modestia y ejercitarse vigilando a los esclavos, amasando el pan o colocando la ropa. «Se lo di­ je después de que se esforzara así para que disfrutase más de su comida, fuese más saludable y experimentase una auténti­ ca mejora en su com plexión. Pues, comparada con una es­ clava, una esposa adecuadamente bien vestida y sin adornos se convierte en un estimulante sexual, sobre todo cuando tam­ bién desea complacer, mientras que a una esclava se la obliga a obedecer» (10.11-12). Los autores griegos hablaban con regularidad de la actividad sexual entre marido y mujer refi­ riéndose a ello como «trabajo» de producción de descenden-

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cia legítima, en contraste con la paidia o «juego», sexo no pro­ creador que no la produce (Carson, 1990). El trabajo del hom ­ bre consistía en obtener alimentos cultivando la tierra, y el de la m ujer en producir hijos m ediante el ergon del sexo legíti­ mo; su cuerpo se sembraba con el trabajo sexual de su espo­ so (DuBois 1988).

E l espacio de la mujer

La esposa de Isómaco perm anecía en el interior del hogar. Cuando había que hacer algo fuera, eran los esclavos quienes se ocupaban del asunto (7.35). Párrafos como esos animan a los historiadores a imaginar la «reclusión oriental» de las mujeres atenienses, pero eso es claramente un error. Sabemos de muje­ res en muchas actividades exteriores. Las mujeres tenían ami­ gos entre los vecinos y existen vasijas pintadas representando a grupos de señoras. Sin embargo, la ficción del aislamiento fe­ m enino fue crucial para la identidad masculina; las infraccio­ nes cotidianas suponían problemas. Los paseos de las muje­ res a pozos y manantiales eran particularmente frecuentes. Los escritores y pintores los describían como lugares donde se co­ metían frecuentes violaciones y seducciones. Aristóteles (Polí­ tica, 1300a7,1323a5-7) protesta porque en las democracias es imposible evitar que las mujeres trabajen, lo que implica que tal prevención es algo deseable. A juzgar por Demóstenes (57.3031), una respuesta consistió en pretender que sólo las extran­ jeras o las esclavas trabajaban fuera del hogar. El caso de D e­ móstenes le hizo negarlo, y entonces el filósofo se replegó utilizando una estrategia alternativa: una mujer libre podría de­ sempeñar esas labores, pero no querría hacerlas. Fue la crisis eco­ nómica posterior al año 403 a. C. la que obligó a la madre de

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Euxiteo y otras mujeres libre a ser nodrizas (57.35). Los ora­ dores utilizaban el tema de la reclusión femenina para demos­ trar lo buenos hombres que eran, rechazando las reclamacio­ nes de otros oradores de virilidad media sugiriendo que no eran capaces de dom inar a sus mujeres. Esto era, com o dijo Foucault (1985: 22), «una ética para hombres». El espacio doméstico era importante. Las casas atenienses norm alm ente constaban de varias habitaciones alrededor de un jardín, accesible desde la calle a través de una puerta es­ trecha (Nevett, 1995; vid. Ilustración 4.1). Dicho umbral re­ presentaba una transición importante (vid. p. 222), y Lisias (3.6, 23) y Dem óstenes (47.45-52) dan a entender que tam bién existía un área interna, el gynaikon o gynaikonitis, que era de interés especial para las mujeres (cf. Lisias f. 9; Jenofonte, E l ad­ ministrador, 9.2-5). Nevett (1994) argumenta que las casas grie­ gas eran sexualmente asimétricas, con áreas públicas utilizadas sobre todo por los hombres, mientras el resto del edificio era la zona adecuada para las mujeres, aunque prohibida a los ex­ traños. La teoría consistía en que las mujeres permaneciesen dentro de las zonas menos accesibles del hogar, «encerradas, ocultas, guardadas, oscuras» (D. Cohén, 1991: 72). En un caso extremo, un orador afirmó que la vida de su hermana y sobri­ nas era tan ordenada que se avergonzaban hasta cuando los ve­ ían sus parientes (Lisias 3.6). El sexo era fundamental en la ideología media. Todos los ciudadanos eran iguales en virtud a su masculinidad; y los hom­ bres de verdad m antenían a sus mujeres ocultas a la vista. La casa debía unirse a la ciudad sólo a través de una puerta an­ gosta; del mismo modo, una m ujer debía participar en la so­ ciedad civil tan sólo a través de su kyrios. La experiencia puede contradecir esta teoría pero, con todo, funcionaba marginan­ do y dividiendo a las mujeres. C ualquier desarrollo femeni­

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no en contra era enterrado por los autores masculinos ate­ nienses y en el material cultural de la ciudad (I. Morris 1998a: 211-220). La cultura dom inante negaba a las mujeres el de­ recho a ocupar un puesto es meson, en la comunidad de ciu­ dadanos iguales.

Ilustración 4.1 Plano de la planta de una típica casa ateniense: Casa del Agora C (basada en Hesperia 20 [1951] 204, Fig. 11).

Esclavos y metecos

La exclusión de los esclavos era aún más extrema. Los esclavos atenienses eran bienes muebles, normalmente llevados en gru­

266 ---------------------------------------------------------------------- T e r c e r a p a r te pos pequeños y vendidos en Atica. Según la influyente defini­ ción de Orlando Patterson (1982:13), «la esclavitud es la do­ minación permanente y violenta de personas nacidas por lo ge­ neral alienadas y sin honra». Atenas es un caso paradigmático. Los esclavos nuevos se introducían en el hogar con ritos simi­ lares a los dedicados a los recién casados y se les daban nuevos nombres, acabando así con su identidad anterior. La ley restringía la violencia contra los esclavos (p. 209), pero los esclavos no po­ dían demandar a sus amos. Según Esquines (1.17), «el legisla­ dor no se preocupaba por los esclavos, pero deseaba acostum­ brarte a mantenerte muy apartado de la altivez hacia los hombres libres, por eso prohibió la soberbia incluso hacia los esclavos». Demóstenes (22.15) afirmaba que la diferencia entre hom­ bres libres y esclavos era que estos último^ respondían con su cuerpo por todo. Las comedias están llenas de escenas de hu­ m or superficial acerca de la violencia em pleada contra los esclavos, y Aristófanes (Las avispas, 1.298-1.299) hace bro­ mas porque los atenienses llaman a los esclavos «muchacho» (país) sin tener en cuenta su edad porque reciben palizas (paiein). El testimonio de los esclavos sólo se aceptaba en los juicios si habían sido torturados previamente, de nuevo un motivo pa­ ra el hum or de Aristófanes. En Las ranas (618-624), Jantias ofre­ ce a un niño esclavo para que sea torturado diciendo: «Átalo a una escalera, dale de palos, desuéllalo, tortúralo, échale vina­ gre en las narices, cárgale de ladrillos; en fin, emplea todos los medios».Y Éaco responde: «Muy bien dicho; pero, si le doy demasiado fuerte y lo estropeo... los daños se le pagarán a ti». De todos modos, aunque los litigantes empleaban la tortura judicial en raras ocasiones, el público encontraba esas escenas de lo más divertido. La idea de la esclavitud estaba firm em ente arraigada. El esclavo era un andrapodon, una «criatura que anda con los pies»

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no del todo hum ana. Aristóteles (Política, 1253b33-1254al) argum entaba que la única alternativa a la esclavitud era la automatización.Y como eso era imposible, entonces la escla­ vitud era lo natural, y los dioses habían hecho a algunas per­ sonas esclavas de otras. Según su propuesta: Se es esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los de­ más seres de que acabamos de hablar, no pueden hacer cosa mejor que someterse a la autoridad de un señor; porque es es­ clavo por naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que precisamente le obliga a hacerse de otro es el no poder llegar a comprender la razón sino cuando otro se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo [...]. La naturaleza misma lo quiere así, puesto que hace los cuerpos de los hombres libres diferentes de los de los esclavos, dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de la sociedad, y haciendo, por lo contrario, a los primeros incapaces de doblar su erguido cuerpo para de­ dicarse a trabajos duros, y destinándolos solamente a las fun­ ciones de la vida civil, repartida para ellos entre las ocupacio­ nes de la guerra y las de la paz. (Aristóteles, Política, 1245b21-31) Concede que griegos no serviles podían ser esclavizados ac­ cidentalmente en las guerras, y que algunos pensadores con­ templaban la esclavitud como un hecho contra natura. Peter Garnsey (1996:107-127) muestra que la teoría de Aristóteles en su obra Política difiere de las suposiciones plasmadas en la Etica, y concluye que el modelo absoluto de esclavitud natu­ ral, lo que Garnsey (1996: 107) llama «el maltrecho naufra­ gio de una teoría», fue exclusiva de la obra Política. N o obs­ tante, algunas de las ideas de Aristóteles se presentan en otros textos. Para Homero, es un tópico que el doulion hemar; «el día de la esclavitud», se llevaba la mitad del valor de un hombre.

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H erodoto (4.1-4) cuenta la historia de que una vez los gue­ rreros escitas conquistaron M edia y perm anecieron allí du­ rante veintiocho años. Las mujeres escitas, abandonadas y so­ las, mantuvieron relaciones sexuales con los esclavos y tuvieron hijos. Cuando los escitas regresáronlos hijos de los esclavos los combatieron hasta que los guerreros guardaron sus armas y los atacaron con látigos. Cuando los hijos de los esclavos los vieron se mostró la esencia de su naturaleza y huyeron a la des­ bandada. El mensaje es claro: el esclavo es menos que un hom ­ bre completo, pues carece de las cualidades del metrios. N o pudo haber m enos de cincuenta mil esclavos en la Atenas del siglo V a. C., y probablemente no más de cien mil. Los esclavos com ponían entre un 10 y un 30 por ciento de la población. Pero, dentro de estos límites; no hay razón pa­ ra adm itir lo que Finley (1980: 79-80) desprecia com o «el juego de los números». La esclavitud estaba ampliamente ex­ tendida y, aunque no hay pruebas cuantificables de su em ­ pleo, sabemos de esclavos desempeñando casi todas las fun­ ciones. Algunos esclavos eran manumitidos, aunque no sabemos hasta qué punto esto era lo corriente. En muchas sociedades esclavistas, particularm ente en Africa, la esclavitud funciona como un proceso en el cual el esclavo puede comenzar sien­ do una mercancía, pero va introduciéndose gradualmente en la com unidad de los amos adquiriendo lazos de parentesco (Kopytoff, 1982). Pero en Atenas se frenó ese proceso desde el principio. U n esclavo varón liberto tenía pocas posibilidades de convertirse en ciudadano. En vez de eso, los libertos ins­ talados en Atenas pasaban a ser residentes extranjeros (meteeos) . Sólo una reunión de la Asamblea podía conferirle la ciu­ dadanía a un m eteco. La naturalización de los m etecos permaneció como una práctica extremadamente anómala has-

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ta el siglo π a. C. (M. J. O sborne, 1981-3), y Davies, (19771978: 111) observa que los atenienses defendían la descen­ dencia com o criterio único para la ciudadanía con una in­ tensidad que rozaba la paranoia. N o todos los metecos eran antiguos esclavos; también lo eran los ciudadanos procedentes de otras polis que se trasla­ daron a Atenas por razones personales. M uchos eran pobres, pero algunos (entre ellos un selecto grupo de libertos) no lo eran. Céfalo, el padre siracusano de Lisias el orador y anfitrión en la República de Platón, se encontraba entre los hombres más acaudalados de Atenas; pero ni su riqueza ni los servicios ren­ didos a Atenas por su hijo le concedieron la ciudadanía. Los m etecos tenían que pagar un im puesto de residencia y co­ locarse bajo la protección de un patrón ciudadano. La histo­ ria de Pasión, uno de los pocos libertos en obtener la ciuda­ danía, es ilustrativa. Sabemos de él por prim era vez alrededor del año 400 a. C., retratado como un esclavo habilidoso a car­ go de un banco perteneciente a ciudadanos. Los esclavos y las mujeres eran im portantes en la banca, quizá porque su fun­ ción dentro de la «economía invisible» exponía a sus practi­ cantes bajo sospecha de una participación malsana en el or­ den a corto plazo. Pero había grandes beneficios que lograr. Pasión prosperó. E n el año 393 a. C. ya había com prado el banco y su libertad. Realizó grandes donativos a la ciudad de Atenas durante la crisis militar, y recibió la ciudadanía en la década de 370 a. C. El lenguaje utilizado por su hijo Apolodoro para describir los donativos (Demóstenes 45.85) es re­ velador: sugiere que la generosidad de Pasión mostraba que, por algún milagro, de verdad compartía la jaris esencial de la «atenidad». Para los marxistas, Atenas es un ejemplo im portante de la M odalidad de Producción Esclavista, en el cual «la oposi­

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ción de clases sobre la que descansaban las instituciones so­ ciales y políticas ya no era la nobleza y el pueblo llano, sino los hombres libres y los esclavos» (Engels, 1972 [1884]: 180181). Pero mientras nosotros podemos designar a los esclavos como una clase social con respecto a los medios de produc­ ción, ellos jamás se unieron com o clase. El m ejor ejemplo lo tenem os en el relato deTucídides (7.27), cuando el año 413 a. C., destruida la flota ateniense y con los espartanos ocu­ pando Decelea, más de veinte mil esclavos aprovecharon la situación, no para revelarse, sino para protagonizar huidas in­ dividuales sólo para term inar vendidos de nuevo com o es­ clavos. Cartledge (1985) explica el contraste entre esos su­ cesos y las rebeliones de los esclavos en R om a, o en las Indias Occidentales, frente a la fragm entación de los esclavos ate­ nienses. La mayoría de los esclavos trabajaba en pequeños gru­ pos domésticos que hacían difícil la organización. Los grupos eran más numerosos en las minas, pero estaban fuertem ente vigiladas y en ausencia de las grandes esclavizaciones al esti­ lo romano, las barreras lingüísticas y culturales los dividie­ ron aún más (I. M orris, 1998a: 197-211). Los marxistas m o­ dernos tienen que defender las proposiciones de Engels de que la esclavitud era una contradicción im portante en A te­ nas redefiniendo términos clave como contradicción (Vernant, 1980: 1-18) y clase (Ste. Croix, 1981: 63-69). El m undo de los metecos se encontraba igualmente frag­ mentado. Cuando se describían en inscripciones o eran hon­ rados por Atenas, los metecos se identificaban más como ciu­ dadanos de sus polis que como metecos de Atenas (Whitehead, 1977: 27-34, 164-167). M uchos pudieron haber preferido la ciudadanía ateniense para sí, pero aceptaron el principio de exclusión y jamás actuaron como grupo.

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Conclusión: la media clásica La mayoría de los ciudadanos atenienses se veían a sí mismos como hombres medios. Utilizando la terminología de M unn, podríamos decir que mantenían su espacio-tiempo cerrado al­ rededor de ellos mismos, a la vez que afirmaban proporcio­ narle a la polis un vasto y eterno m undo de fama. Les gusta­ ba creer que su com unidad era hom ogénea y consensual. Y, dice la teoría, como todos los ciudadanos pensaban más o menos igual, para los atenienses tenía sentido ser una dem o­ cracia. Había ciudadanos que discrepaban, creyendo que era absurdo obviar las disparidades en inteligencia (o valentía, ri­ queza, educación, etc.) y tratar a todos los hombres nacidos en la misma ciudad como iguales. Sin embargo, muchos ciuda­ danos medios de la época marginaban a tales individuos, quie­ nes serían más parodiados que temidos, sobre todo cuando la democracia dominaba un imperio. Si un ciudadano hacía des­ pliegues de actitudes que minaban los principios medios, co­ m o pensaba M eleto que hizo Sócrates, y Demóstenes que ha­ cían Meidias y Esquines, esa mala semilla debía ser arrancada. Los oradores afirmaban que sus rivales pertenecían a esa cate­ goría y los llevaban ante los tribunales de justicia. Ser dema­ siado rico, ambicioso, contestatario o cualquier otra aberra­ ción podría causar problemas, pero uno de los ideales de la democracia es que toleraba excentricidades que no la amena­ zasen. M ientras un hom bre fuese un metrios en el fondo, sus particularidades eran razonables. Existen similitudes im portantes entre las ideologías de­ mocráticas antiguas y modernas, pero no hay un vínculo di­ recto entre ellos y nosotros. Para com prender Atenas (o sea, decir por qué el orden social de Atenas descansaba sobre es­ tas creencias particulares acerca de la virilidad, igualdad, raza

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y teología en vez de en otras que podrían haber funcionado igual de bien pero hubiesen producido un m undo diferen­ te) tenemos que conocer el proceso histórico singular a tra­ vés del cual los atenienses crearon su espacio-tiempo mascu­ lino medio.

Capítulo 5 Culturas antitéticas Introducción La cultura media en la Atenas clásica descansaba sobre el Firme Principio de Igualdad. La versión ateniense de ello sorpren­ de hoy día a muchos por misógina y chauvinista, y ninguna civilización documentada había promovido antes la esclavitud com o bienes muebles a tal escala. Pero los atenienses tam ­ bién insistían en que dentro de una pequeña ciudad-estado, todos los hombres nacidos en la localidad eran iguales sin im ­ portar ningún otro criterio. Eso hizo posible la particular de­ mocracia ateniense. ¿Pero qué hizo posible la cultura media clásica? En es­ te capítulo sigo las discusiones de los griegos acerca de la buena sociedad rem ontándom e hasta los tiempos arcaicos. Al hacerlo extiendo mis argum entos desde Atenas a todo el m undo griego. Es inevitable. M ientras que casi toda la li­ teratura clásica procede de Atenas, poco m aterial arcaico lo hace. Pero eso tam bién es conveniente, porque cuanto más atrás van las fuentes escritas, vemos una versión de la ideología media cubriendo un área mayor. To meson no era un principio ateniense, sino griego. Para com prender la de­ mocracia ateniense necesitamos tener una perspectiva panhelénica.

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A rgum ento que a partir del siglo VI11a. C. ya son visibles los rasgos centrales del hom bre m edio ideal. Pero, igual que otras versiones del bien y otros patrones de conversión desa­ fían constantemente la cultura clásica media, también una idea alternativa se oponía a las creencias medias arcaicas. Lo llamo ideología elitista. Este elitismo, propongo, era más virulento que las críticas a la democracia en tiempos clásicos. La ideo­ logía media trazó una línea alrededor de una com unidad de ciudadanos masculinos iguales y negó la importancia de otras comunidades. Los elitistas, por el contrario, identifican a una aristocracia internacional, que incluye (en diferentes grados) a hombres, mujeres, griegos, asiáticos, dioses y héroes. La ver­ dadera excelencia sólo existía en esta comunidad: los campeo­ nes de la comunidad local eran simples campesinos. E. P. Thompson, sometiendo a discusión la cultura popu­ lar y la elitista en la Inglaterra del siglo xvm d. C., propone: «La cultura plebeya no puede ser analizada independientem ente [de un] equilibrio; sus definiciones son, en algún momento, an­ títesis a la definición de cultura cortés». Los enfoques históri­ cos tradicionales, argumenta Thompson, nos restringen a la pers­ pectiva de la aristocracia que, sim plem ente, «más allá de las puertas de los parques, de las vegas de las mansiones de Lon­ dres, veían una brum a de indisciplina». Pero, argumentaba, los historiadores podían reconstruir un «“ contraescenario” de los pobres» opuesto a las construcciones de la élite. Contemplaba la lucha de los pobres contra la hegemonía de la clase superior como un asunto vital dentro de la historia del siglo xvm: El control de la clase dominante del siglo xvm se localizaba principalmente en una hegemonía cultural, y sólo con una im­ portancia secundaria en una expresión del poder económico o físico (militar). Decir que era «cultural» no implica aseverar

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que fuese inmaterial, demasiado frágil para el análisis e insus­ tancial. Definir control en términos de hegemonía cultural no significa abandonar las tentativas de análisis, sino prepararse pa­ ra analizar en los puntos que debe hacerse: en las imágenes de poder y autoridad, las mentalidades populares de insubor­ dinación. (Thompson, 1991: 43) Al igual que el m odelo espaciotem poral de M unn, el valor del concepto de Thom pson acerca de culturas antitéticas resi­ de en cómo fracasa en el m omento de aplicarlo a Grecia.Yo, co­ mo hace Thom pson, coloco la cultura en el escenario princi­ pal pero, mientras su historia trata de la resistencia popular ante la aristocracia dominante, en la Grecia central arcaica eran los aspirantes a aristócratas quienes combatían contra la hegemo­ nía cultural de los ciudadanos corrientes. Argumento que los historiadores de la Antigüedad han interpretado la poesía ar­ caica de un m odo demasiado literal, confundiendo sistemáti­ camente una línea de pensamiento que llamo ideología elitista con una reseña objetiva de las relaciones sociales caracterizadora de las polis arcaicas como sociedades agonales de «todo o nada» dominadas por contiendas acerca del honor. Propongo que la posición elitista fue una «ideología dominante» sólo en el sentido en que Abercrombie y otros (1980; 1990) utilizan la expresión: refuerza la solidaridad dentro de los aspirantes a la éli­ te, convenciendo a sus miembros de la justicia de sus reivindi­ caciones. Pero eso ejerció menos influencia en otros grupos. N o era una «falsa conciencia» que engañase a la gente para llevarla a aceptar la autoridad de la aristocracia. Al contrario, era una oposición que trabajaba m ejor fuera del espacio civil, en los intersticios del m undo de la ciudad-estado, a través de vínculos aristocráticos interestatales y simposios cerrados, y una filosofía «media» la combatía en todos sus aspectos.

2 7 6 ---------------------------------------------------------------------- T e r c e r a parte En este capítulo y los dos siguientes, desarrollo cuatro ar­ gumentos: 1. H ubo enormes cambios sociales a lo largo de Grecia cen­ tral durante el siglo vm a. C., donde se generó una concep­ ción de Estado como com unidad de ciudadanos masculinos «medios». 2. N o a todo el m undo le gustaba esto. Los descontentos argumentaban que la autoridad residía fuera de las com unidades medias, en unas aristocracias naturales de polis diferen­ tes y vinculadas a dioses, a héroes y a Oriente. 3. La historia social arcaica se comprende mejor como un conflicto entre estas culturas antitéticas. 4. A finales del siglo VI a. C., la ideología elitista sufrió una serie de reveses importantes. Se hizo más difícil reclamar una sa­ biduría negada a otros ciudadanos. U na vez sucedió esto, la de­ mocracia ciudadana se convirtió en un sistema de gobierno viable.

Las fuentes literarias Veintiocho mil líneas de Hom ero y casi el doble de otros poe­ mas han llegado a nosotros de entre el año 750 al 480 a. C. Buena parte de esta literatura sólo se conoce gracias a acota­ ciones de autores posteriores o a fragmentos de papiros egip­ cios. Es difícil interpretar el material. Sabemos m uy poco de su com posición o ejecución, aunque m uchos de esos poe­ mas se transmitían, de alguna manera, por tradición oral. Fuen­ tes posteriores describieron las vidas de los poetas, pero son, en gran medida, ficticias. N i siquiera podemos fiarnos de lo que los propios poemas dicen acerca de sus autores. Nagy (1990:

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48 n. 40) sugiere que m ucho de lo que llega a nosotros bajo el nom bre de poetas concretos se creó en realidad mediante un proceso más amplio: «La tradición panhelénica de la poe­ sía oral se apropia del poeta, transformando potencialm ente incluso figuras históricas en personajes genéricos que simple­ m ente representan las funciones tradicionales de su poesía». Nagy argumenta que antes del siglo vm a. C. existía una gran variedad regional de poesía oral, pero que hacia el año 700 algunos rapsodas recorrían grandes distancias. Estos poe­ tas observaron discrepancias entre las versiones locales de las narraciones y comenzaron a producir poemas válidos para to­ das las zonas de Grecia, pero sin ser específicos de ninguna. Desarrollaron algunas ideas fijas acerca de cómo su objeto de trabajo, o sea, una Edad Heroica ya desaparecida, debía haber sido. Se presentaban a sí mismos no como recreadores de le­ yendas orales, sino com o rapsodas no compositores que de­ clamaban textos fijos. La mitología local se marginó frente a la althea, «las cosas inolvidables», que afirmaban conocer los rapsodas itinerantes de elevado prestigio. C uando la tradi­ ción se fusionó, los rapsodas realizaron proyecciones retros­ pectivas hasta los poetas-Ur internándose en el pasado remo­ to: prim ero Homero, después Hesiodo, luego Arquíloco y un abanico de diferentes personajes, en busca de un estatus panhelénico. Estos poetas fueron probablemente gente real, pero ya en los tiempos arcaicos se encontraban inmersos y reorga­ nizados dentro del género. Sólo a finales del siglo VI a. C .,pro­ pone Nagy, los poetas individuales emergieron como autores en algo similar a la acepción m oderna del térm ino (Nagy, 1996). Este es un argum ento polém ico, pero da explicación a ciertas particularidades de los textos. La más sorprendente es la poesía de Anacreonte. Aparte de los, aproximadamente, tres­

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cientos sesenta versos que retroceden hasta el siglo vi a. C.,los filólogos han sabido durante siglos que más de un millar de lí­ neas anacreónticas fueron escritas mucho tiempo después. Una serie de poetas, activo en tiem pos de Bizancio, tom aron el nom bre de un personaje poético reconocido, «Anacreonte», para com poner poemas sobre el amor y el vino (Rosenmeyer, 1992). Existen indicios de procesos similares en los mil tres­ cientos ochenta y ocho versos firmados con el nom bre de Teognis. Las líneas 1.103-1.104 parecen referirse a sucesos de principios del siglo vi a. C., y la línea 894, donde se crítica a los tiranos cipsélidas de Corinto, debe de datar de antes de 585 a. C. Buena parte de la tradición antigua sitúa a Teognis un po­ co después, alrededor del año 540; pero la línea 775, donde se expresa la preocupación por una invasión persa, debe de per­ tenecer al siglo V a. C. Más aún, cuarenta y dos de los versos de Teognis también son atribuidos a otros autores. Se han pre­ sentado varias explicaciones, pero la que parece contener más verdad es contemplar la disputa sobre la autoría y la ciudad de origen de Teognis (¿Megara en Beocia o Megara en Sicilia?) como una prueba de retrospecciones competidoras, y la ex­ tensión cronológica de los poemas como el reflejo de un per­ sonaje poético, «Teognis», el cual todos podían interpretar pa­ ra com poner en este género (Nagy, 1985). Las encarnaciones socarronas de poetas cómicos del siglo V a. C. (p. 239) descendían directam ente de las de los arcai­ cos poetas yámbicos. La más conocida, Arquíloco, se tom a a m enudo como el prim er poeta individual en reflejar sus sen­ timientos internos. C on todo, los nombres de sus personajes han levantado grandes sospechas por el m odo en que descri­ ben las funciones de sus portadores en los poemas. Miralles y Portulas (1983: 22) argumentan que los poemas se parecen al género «embaucador» conocido a lo largo y ancho del m un­

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do, en el cual un personaje astuto, travieso y tramposo burla a sus enemigos con un apetito insaciable y desenmascara su hipocresía... es «el paria capaz de convertir a cualquier otro en un marginado social, el personaje que ha sido excluido pero que tiene poder para excluir». La exclusión más extrema nos llega en dos tradiciones emparejadas: la primera, cuando Arquíloco maltrató tan salvajemente a Licambes que éste se ahor­ có; y la segunda cuando H ipónax le hizo otro tanto a Bupa­ lo. Es posible que estos dos poetas empujasen a sus enemigos a escoger la misma clase de suicidio, pero R osen (1988b) su­ giere que es más probable que se trate de dos versiones de un único topos literario. Cratino y Aristófanes, cómicos del si­ glo V a. C., se presentan a sí mismos como herederos de Arquíloco e Hipónax, aludiendo a sus poemas con regularidad. R osen (1988a: 79) argumenta que «Cleón pudo ser para Aris­ tófanes lo que Licambes para Arquíloco, y Bupalo para H ipó­ nax». Sabemos que Cleón existió, pero la comedia lo ha miti­ ficado como un personaje típico (p. 240). Para mi razonamiento, hay poca diferencia si Licambes y Bupalo, o Arquíloco e H ipónax fueron personas reales o no. Lo que sí im porta es que todos ellos fueron recreados en la poesía como personajes arquetípicos.Varios de los personajes de Arquíloco aparecen en una inscripción del siglo III a. C. (Kondoleon, 1964), pero en vez de vincularlos a sucesos ex­ ternos esto sólo refuerza la imagen del tradicionalismo. El tex­ to fue plasmado p o r un tal M nesipo, nom bre que significa «el que recuerda las palabras». En este punto estamos tratando con una invención a largo plazo de la tradición, con el m odo en que los griegos de la época helénica se apropiaban de las narraciones antiguas para emplearlas para sus propios fines. Estas observaciones influyen en cómo interpretamos los textos. H em os identificado continuidades entre ciertos gru­

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pos de poetas, y los poderes restrictivos del género. H e distin­ guido tres implicaciones. La primera: el cuerpo principal de los textos, desde los hexámetros épicos de Hom ero y Hesio­ do, probablem ente de alrededor del año 700 a. C., hasta los cantos epinicios, comenzados alrededor del año 520, sólo pue­ den enfocarse desde un punto de vista sincrónico. Al rastrear una evolución intelectual dentro de este corpus hilando los poemas en un supuesto orden cronológico se encuentran cam­ bios que obvian la continuidad, explicando diacrónicamente todas las diferencias. Los historiadores literarios que hacen es­ to actúan de un m odo muy parecido a Mnesipo, compartien­ do la invención de la tradición. La segunda: no podemos reconstruir sucesos concretos. Arquíloco y Alceo pudieron haber sido personas reales can­ tando acerca de otras personas reales, pero cuando actúan ellos pasan a ser personajes. Cantan utilizando tropos convencio­ nales. Cuando Alceo llama a Pitaco «seboso» y «bastardo» (67.4; 75.12; 106.3; 129.21; 348.1; Kurke, 1994) no debemos asumir que esos insultos son ciertos, ni siquiera que el poeta espera­ se que les pareciesen creíbles a cualquiera. U n hom bre can­ tando a Alceo se ponía de parte de un m undo hom ogéneo y traicionado, intentando recrear un ideal, marginando al ene­ migo tradicional del mismo m odo que Arquíloco marginó de entre las personas decentes a Neobule, su desleal amante, un nombre similar a la expresión «la veleidosa»; o cómo Hipónax relegó a Bupalo,‘falo de toro5(que R osen [1988b: 32] tradu­ ce con más precisión como «picha grande»),y cómo Dem óstenes iba a segregar a Esquines m ediante la inverosímil acu­ sación de origen servil (Ober, 1989: 268-279). Los objetivos de la poesía difamante podían haber sido tan reales como Es­ quines pero, aunque estas expresiones insultantes funcionasen, una cosa está clara: si tomamos cualquier cosa citada en estas his-

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toñas como un dato fiable, estaremos incurriendo en un se­ rio engaño. Estos dos han sido argumentos negativos, pero el tercero es positivo. Los tropos poéticos poseían una inmensa im por­ tancia cultural. Podríamos concebir estas arcaicas tradiciones com o discursos coexistentes, siempre traslapados, pero sus­ ceptibles de ser agrupados en jerarquías ideológicas más o m e­ nos coherentes. En este capítulo hago míos los argumentos de Leslie Kurke (1992) de que, con propósitos analíticos, pode­ mos simplificar este cambiante conjunto de actitudes agluti­ nándolo en dos amplias ramas de pensamiento, las que yo lla­ mo las ideologías media y elitista. Los poetas o tradiciones que agrupo como «medios» expresan muchos valores que más tar­ de se encontrarán en el núcleo de la democracia clásica; los que llamo elitistas dan voz a una visión radicalmente opuesta. M i distinción entre voces medias y elitistas es una sim­ plificación, otro tipo ideal (cf. p. 200). N o podemos confiar en subsumir dentro de una rúbrica sociológica única todas las actitudes plasmadas en una creación individual, y menos toda una tradición poética. Por ejemplo, mientras yo trato a Alcmeón como elitista, en su párrafo 17 aparentem ente adopta un personaje medio, yámbico, llamándose a sí mismo el comedor de todo (pamphagos) que celebra los alimentos corrientes (ta koina) igual que el resto de la gente (ko damos). Quizás advirta­ mos aquí una desavenencia entre quién se suponía que era Alcm eón y con qué se identificaba, una ambivalencia reflejada en su «autobiografía». En la Antología palatina del siglo X d. C. (7.18, 19, 709) se le llama lidio y tam bién espartano, vincu­ lándolo fuertem ente con el elitismo, pero la Suda, algo simi­ lar a una enciclopedia bizantina de la época, hacía de él un des­ cendiente de esclavos, la quintaesencia del yámbico segundón. Pero esto no es razón para suponer que una fuente supiese más

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sobre el A lcm eón histórico que la otra. Más bien se im pug­ nan los propios poetas ju nto con categorías como to meson. Más aún, ningún artista creativo expresa siempre el mismo punto de vista.Yo quiero ir más allá de la simple oposición de la ideología media frente a la elitista pasando a un modelo más flexible, pero todavía unidimensional, de la gama de valores, con las ideologías media y elitista tal com o las construyo re­ presentando sus extremos. Cada poeta podría ocupar no un punto en el espectro, sino un tramo de su longitud traslapando áreas ocupadas por otros líricos. Algunos poetas (sobre todo los parecidos a Focílides, de quien sólo nos ha llegado un puña­ do de versos) ocupan un espacio pequeño dentro del abani­ co, presentando sólo unas ideas relativamente consistentes; otros, como Alcmeón, llenan un espacio mayor. Én líneas generales, cuanto más texto poseemos de la obra de un autor, más espa­ cio ocupa en el espectro. El descubrimiento reciente de nue­ vos fragmentos de Simónides, por ejemplo, extiende el rango de actitudes que podem os asociar a él. U n fragmento habla de oro, marfil y soberbia, mientras otro parece contar el relato de un viaje a una isla para m antener relaciones sexuales con otro hombre, que conduce al rejuvenecimiento (21,22, [West, 1991— 1992]). Lo que yo separo como discursos medios y elitistas pue­ den haberse traslapado de modo consciente. Pero deben de ha­ ber habido tiempos, situaciones de conflicto, donde se separaban en ideologías irreconciliables; y existen indicaciones en los tex­ tos donde se plasma que los poetas sí contemplaban el m un­ do según los términos de estos dos componentes.Yo constru­ yo modelos para esclarecer los temas más im portantes en el pensamiento social arcaico. Podría m antenerm e fiel a la complejidad de las pruebas abandonando el abanico unidimensional para tom ar un m o­ delo multidimensional, separando las actitudes frente a la cla~

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se, el sexo, la raza y la religión que agrupé para crear mi es­ pectro medio-elitista. Pero, como en cualquier ejercicio des­ tinado a comprender la realidad, existe una contrapartida. Cuan­ to mayor sea el m odelo, y más datos subsume, más holgado le sienta a la realidad, y su capacidad para explicar cada deta­ lle es menor. Cuanto más complicado y específico sea el m o­ delo, y describa con más precisión un dato particular, conten­ drá menos poder explicativo general. El único modo de apreciar la prueba en toda su riqueza sería reproducir los textos al com­ pleto. La omisión es el precio de la interpretación. Tenemos que decidir qué tipo de modelo deseamos según las pregun­ tas que formulemos. Para mis propósitos, un espectro simple trabaja mejor, pues en él se acomodan buena parte de las evi­ dencias y, aun así, también provee de un marco de trabajo des­ pejado. Hasta cierto punto, las distinciones entre la poesía media y elitista son genéricas. Los eruditos dividen por convención la poesía arcaica según la métrica en épica (hexámetro), yám­ bica (tetrámetro o pentám etro), elegiaca (dístico, o la alter­ nancia entre hexámetros y pentámetros) y lírica (una variedad de formas cantadas con acompañamiento de lira o algún ins­ trumento de viento hecho con madera). Las fronteras eran per­ meables, pero la lírica dominaba la tradición elitista. En la tra­ dición media, los pensam ientos nobles y serios acerca de la compostura y la virtud se expresaban con versos elegiacos y el hum or escandaloso con yámbicos, los cuales, com o advirtió Aristóteles (Poética, 1449a), imitan los ritmos del discurso co­ tidiano. El hexám etro se utilizaba en ambas tradiciones, con Homero situándose en cierto modo como la cabeza de la ideo­ logía elitista, y Hesiodo la de la media; pero ninguno de los dos casos es totalmente nítido.

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La m edia arcaica E l concepto de media

Como los oradores del siglo rv a. C.,los poetas arcaicos se ima­ ginaban a los hoi mesoi como granjeros independientes. Llamar a un hom bre «rico» o «pobre» lo excluía de este grupo. C o­ mo en tiempos clásicos, el concepto to meson era flexible. Je­ nofonte y Aristóteles adaptaron el lenguaje de la media para sus propios fines; y en algunos poetas medios de la época ar­ caica la desconfianza hacia los pobres se trocó en abierta hos­ tilidad. Las actitudes deTeognis son más complejas (vid. SteinHolkeskamp, 1997). Incluso anima a sus oyentes a «conducir el rebaño de cabezas-huecas a patadas, arrearlos con aguija­ das afiladas y uncirles el m ortificante yugo al cuello; no en­ contraréis entre estos hombres a los que el sol desprecia una gente que ame más a un amo que ésta» (líneas 847-850). Sus mesoi, como el de Aristóteles, constituían la media de una co­ munidad aristocrática, no toda una ciudad-estado. C om o ve­ remos, otros poetas, entre los que se encuentran Solón y Focílides, concebían el to meson de un modo más amplio; aunque algunos historiadores generalizan las actitudes de Teognis su­ poniendo que las polis arcaicas excluían a los pobres. Estos historiadores a m enudo vinculan sus lecturas de la poesía arcaica con la teoría de la «reforma hoplita», un supuesto cambio en el armamento y las tácticas acaecido alrededor del año 650 a. C. que le concedía un nuevo poder militar a una clase media económica, o Mittelschicht (p. e. Spahn, 1977). El argum ento dice que cuando los granjeros acomodados de­ mostraron su valía militar, la aristocracia fue otorgándoles de­ rechos políticos gradualmente. Pero los pobres continuaron al margen hasta el año 480 a. C., cuando los remeros atenienses

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desempeñaron una función crucial en Salamina. Después de esto tam bién fueron incluidos en el demos, con el reconoci­ miento de ese hecho explicitado en las reformas de Efialtes en los años 462-461 a. C. Las pruebas de estos cambios de principios del siglo v a. C. son escasas (Ceccarelli, 1993; los debates en Morris y Raaflaub, 1997), y las de los sucedidos en el siglo vir a. C. son incluso peores (Van Wees 1996; 1997;Raaflaub, 1997). Nada puede to­ marse como cierto, pero el modelo de Mittelschicht lee la poe­ sía arcaica con demasiada literalidad. Cuando los atenienses evocaban el to meson, se referían a una categoría a la cual todos los ciudadanos podían afirmar pertenecer, sin tener en cuen­ ta su riqueza. Pero no tenemos pruebas de a quién se le con­ sideraba «medio» en las polis arcaicas. Cuando los poetas arcaicos utilizaban la palabra «demos», siempre se referían a toda la com unidad masculina o, más a menudo, a todos los hombres excepto los ricos; nunca a todos los hombres excepto los pobres (Donlan, 1970). La filología no da motivos para creer en un ensanchamiento económico gradual de la categoría del demos desde el siglo vu alv a. C. Más aún, siempre que los poetas arcaicos contextualizan el concepto to meson, lo vinculan con las actitudes de los cam­ pesinos. Aristóteles (Retórica, 1418b), al comentar el fragmen­ to decimonoveno de Arquíloco, un estridente ataque contra los valores elitistas (p. 323), advierte de que éste puso esas palabras en boca de Caronte, un carpintero. Aristóteles infirió que eso se debía a un intento por evitar decir algo agroikia, «al estilo campesino», con su propia voz. H erm ann Fránkel (1975: 138) nota que, al menos desde H om ero (Ilíada, 3.60-61), «el carpintero era un ejem plo arquetípico del hom bre indus­ trioso», con lo que se situaban firm em ente estos com enta­ rios medios dentro del m undo de los ciudadanos corrientes.

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Safo compartía esta suposición. Ella se lamentaba porque una de su círculo, Andrómeda, estaba obsesionada con una agroiotis} «una m uchacha campesina, vestida con una túnica rústi­ ca, que no sabe siquiera cómo levantarse los harapos por en­ cima de sus tobillos» (57). El gram ático D em etrio, en sus comentarios sobre el fragmento centesimo décimo, dice que Safo se mofaba de una pareja de novios campesinos (agroíkon). Todo aquello que no gustaba a los elitistas, ju n to con cual­ quiera al que no le gustasen los elitistas, se relacionaba con lo campesino. La ideología media tal como se expresaba en la poe­ sía arcaica era una refracción literaria de la clase superior de lo que los poetas instruidos tomaron como la voz de los hom ­ bres y mujeres de la calle. La media arcaica pudo haber tenido m ucho en com ún con las ideas atenienses clásicas: cuando los poetas medios can­ taban al to meson quizás imaginasen una com unidad a la cual pertenecían todos los ciudadanos, y no sólo un reducido gru­ po de nobles. Pero se obtiene poca cosa forzando demasiado este argumento. Simplemente no sabemos cuántos ciudadanos de las polis arcaicas esperaban ser vistos como mesoi con fun­ damento. N o existen pruebas adecuadas de que el demos se ampliara gradualmente desde el siglo vu alv a. C., aunque la contraprueba que he aducido a partir de Arquíloco y Safo es poco mejor. La media arcaica pudo haber incluido a la mayo­ ría de los hombres locales, aunque sólo porque en un m un­ do donde la base industrial y la «economía invisible» eran mu­ cho menores que en la Atenas clásica casi todos los griegos eran granjeros (aunque sabemos bien poco acerca de cómo es­ taban distribuidas las tierras). Pero al ûnal este asunto puede que no sea el más importante. Cualquier cosa que esos poetas imaginasen com o media, lo que nosotros sabemos acerca de la composición y la representación de las obras nos indica que

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casi todos los poemas llegados a nosotros pertenecían a la «éli­ te», en el sentido que estaban creados por y para las élites por nacimiento, riqueza o instrucción. A diferencia de las alocu­ ciones clásicas atenienses, pronunciadas ante públicos num e­ rosos, la mayoría de la poesía arcaica que ha sobrevivido has­ ta nuestros días se representaba en las pequeñas fiestas con bebida celebradas en los círculos aristocráticos. La rivalidad entre las tradiciones existentes consistía principalmente en un conflicto dentro de los círculos sociales más altos acerca de qué constituía la cultura legítima. N o poseemos pruebas directas de qué opinaban los ciudadanos corrientes acerca de todo eso. La ideología elitista pertenecía a un grupo que quería mos­ trarse a sí mismo com o una clase dirigente m ediante la rei­ vindicación de una cultura superior situada más allá del al­ cance de las masas, mientras que aquellos hombres acaudalados que cantaban a los valores medios en sus simposios mostraban su poder transgredido deliberadamente, confiriendo un alto estatus a valores y objetos excluidos de la estética de los pri­ vilegiados (cf. Bourdieu, 1984: 40, 47-50, 88, 92-93). Pero la estética popular no era simplemente un fracaso al adoptar los gustos elitistas, sino un rechazo consciente entre los miembros del pueblo llano y también entre los de la élite. N o cejaron en sus reivindicaciones por conformar una clase dirigente: cuan­ do un ponente acaudalado alababa el to meson durante un sim­ posio era algo muy distinto a cuando un pobre granjero pro­ nunciaba esas mismas palabras. N o obstante reclam aban el liderazgo por ser unos miembros especiales dentro de la po­ lis, no como una comunidad aristocrática diferenciada del ti­ po creado por la tradición elitista. Los aristócratas medios no lucharon durante los siglos vu y vi a. C. para establecer una dem ocracia. Pero la consecuencia no intencionada de sus creencias fue que, cuando la ideología elitista se derrumbó des-

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pues del año 525 a. C., la aceptación generalizada de los valo­ res medios hizo de la democracia una posibilidad real.Y siem­ pre que se hunde una oligarquía, com o sucedió en Atenas, el año 507 a. C., las instituciones democráticas son una posi­ ble respuesta.

La Ascra de Hesiodo

Las obras Teogonia y Los trabajos y los días, de Hesiodo, se en­ cuentran entre nuestras primeras fuentes; ambas fechadas pro­ bablemente alrededor del año 700 a. C. Pertenecen a unas am­ plias tradiciones teogónicas y de conocimiento pertenecientes al Mediterráneo oriental con unos poderosos paralelismos con O riente Próximo (West, 1997: 276-333, y pp. 294-295). Hesiodo se describe a sí mismo como un campesino beo­ d o a quien las Musas habían concedido la poesía mientras se ocupaba de sus ovejas. (Teogonia, 22-35; Los trabajos y los días, 633-640). Se presenta a sí mismo com o la encarnación del hom bre medio... un alma honrada tratada muy indignam en­ te por su herm ano Perses, quien, ayudado por los señores lo­ cales, lo estafó quitándole su herencia. C on Los trabajos y los días advierte a Perses y a los señores de que Zeus siempre vi­ gila y restaurará el equilibrio cósmico. Existen diferencias im portantes entre la buena sociedad de Hesiodo y la reflejada en los discursos públicos atenien­ ses, pero muchos de los elementos fundamentales de la ideo­ logía media ya estaban presentes en su obra (cf. Hanson, 1995 91-126). Com o el metrios clásico, el buen hom bre de Hesio­ do estaba casado y tenía hijos (Los trabajos y los días, 376-380, 695-705) y, como ideal, posee una parcela, dos toros (436-437), una esclava (405-406), un trabajador asalariado (602-603), y

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diferentes personas a su cargo a las que les proporcionaba co­ mida (470, 502, 559-560, 573, 597, 607-608). Los hom bres buenos sabían que los dioses llenaban los graneros de aquellos que ordenaban sus labores metria, «con la justa medida» (Los trabajos y los días, 306). Los dioses recompensaban el trabajo duro (303-314, 381-382); la única alternativa era m endigar (397-400). Los dioses habían creado dos tipos de lucha. Una es mala y perjudicial, pero la otra lleva al hombre a trabajar du­ ro (11-24). Mientras los hombres fuesen piadosos, sus trabajos contribuirán a un bien com ún duradero, perpetuando el or­ den cósmico de Zeus. Pero si son impíos, sus ganancias serán sólo a corto plazo, y corroerán el orden adecuado. La comunidad ideal de Hesiodo es masculina en todos sus aspectos. Las fuerzas femeninas habían sido pequdiciales a lo largo de toda la historia del cosmos y, además, Zeus había crea­ do a la mujer como una adición posterior, como parte del do­ loroso proceso de separar mortales de inmortales (Los trabajos y los días, 58-92; Teogonia, 570-612). Hesiodo está furioso por­ que, mientras las mujeres causan el mal y se alimentan del tra­ bajo del hombre, al mismo tiem po son necesarias y también deseables. Zeus creó a Pandora, la prim era mujer, como una «hermosa calamidad» (Teogonia, 585), «como una diosa inm or­ tal su rostro, como una hermosa y adorable virgen su cuerpo» (Los trabajos y los días, 62-63). Loraux (1993: 81-83) argumen­ ta que, para Hesiodo, Pandora no es sino una imagen elegante y bella: la mujer es simplemente un engaño. Los hombres, con el fin de perpetuar el mundo, han de vivir con las mujeres, que son unas zánganas (Teogonia, 594-601) que utilizan el atractivo del sexo para ganar los frutos del trabajo del hombre (Los tra­ bajos y los días, 373-375) y consumir su energía con su lujuria (586). Ellas se entretienen ociosamente en el hogar mientras que el hombre combate al invierno fuera (519-525).

2 9 0 ----------------------------------------------------------------------T e r c e r a parte U na im portante fuente de poder para una m ujer es que las m urm uraciones acerca de ellas podrían deshonrar al es­ poso: «Pon en esas cosas la mayor atención, no vaya a ser que tu desposorio cause la irritación de tus vecinos» (Los trabajos y ¡os días, 701). La sexualidad de las mujeres es una amenaza y necesita vigilancia. Com o en Atenas, los chismorreos eran una im portante fuerza de control (715, 719-721), aunque Hesio­ do, al igual que Aristófanes, critica a otros por cotillear dema­ siado. Le aconseja a Perses que evite lugares como el mercado y la herrería (29, 493-494). Hesiodo jamás utiliza palabras como astoi o politai para re­ ferirse a los ciudadanos. Su comunidad consta de vecinos (geitones). Esto puede indicar que no había surgido ningún con­ cepto de ciudadanía pero, por otro lado,Ή concepto geitones poseía una larga historia como tropo poético (p. e. Simónides 7.110;Alceo 123; Anacreonte 354; Píndaro, Nemeas, 7.87-89) que continúa vigente en la oratoria del siglo IV a. C. (D. Cohén, 1991: 85-90). Hesiodo le aconseja a Perses que los vecinos im­ portan más que los parientes (Los trabajos y los días, 343-345), y aunque la filia entre hermanos debiera ser más fuerte que la existente entre camaradas (hetairoi), no siempre es así. Sus veci­ nos viven con cierta tensión. U n hom bre debía respetar a sus iguales pero también ser sensible ante los desaires, equilibran­ do la rivalidad incluso en las relaciones, ayudando a los amigos e hiriendo a los enemigos (p. e. 23-24, 342-345, 709-713). El poeta aconseja: «Mide estrictamente lo que recibas de tu veci­ no, y devuélveselo exactamente [metro], y aun con creces, si pue­ des, a fin de que más tarde halles pronto socorro en caso nece­ sario». (349-351). U n hombre debe ser hospitalario pero duro: «Da siempre exactamente el salario convenido a tu amigo. E in­ cluso con tu hermano, sonríe... y ten un testigo. La credulidad y la desconfianza pierden por igual a los hombres» (370-372).

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La actitud del buen hom bre hacia «los pobres» es bas­ tante parecida a la del metrios clásico. N o deben ser vejados, pero tampoco hay que confiar en ellos, pues sus estómagos va­ cíos los degradan y los hacen m entir (717-718; Teogonia, 2 6 28). Las relaciones con los ricos eran más complejas. En Los trabajos y los días (38-39,202-212,263-264), Hesiodo llama a los nobles (basilees) «devoradores de presentes, que quieren juz­ gar los procesos» y que confían en la violencia, no en el dere­ cho: «¡Insensatos! N o saben hasta qué punto la mitad a veces vale más que el todo, y hasta qué punto son un gran bien la malva y el asfódelo» (40-41)... es decir, es m ejor un reparto justo que tomarlo todo injustamente, y la comida de los cam­ pesinos es m ejor que el lujo. Pero en Teogonia (79-93), alaba a los basilees a quienes las Musas han concedido lenguas que apaciguan una disensión grande y son dulces como la miel. El conjunto del pueblo los trataba como a dioses cuando entra­ ban en sus asambleas. N o hay ninguna contradicción ahí. La Teogonia coloca,el ideal de poder señorial com o el preservador de las transac­ ciones a largo plazo, y Los trabajos y los días lo muestran mina­ do por la injusticia del mundo. Cuando los nobles guardan el respeto adecuado, la ciudad florece; cuando no, la Vergüenza vuela al Olim po y Zeus castiga a toda la comunidad. Después la Soberbia, otra im portante preocupación durante el siglo IV a. C., destruye la ciudad (Los trabajos y los días, 174-201,213218, 225-264, con Fisher, 1992:185-200, 213-216). En ambos poemas los basilees poseen el derecho divino para zanjar disputas, manifestado en su elocuencia y respeto hacia dioses y hombres. Aquí la visión del m undo de Hesio­ do es sorprendentemente distinta de la del siglo ív a. C. La ex­ plicación dada por Hesiodo respecto a las virtudes de los ba­ silees corre paralela a las dadas p or H om ero en la Odisea

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(8.166-8.177), y ambas probablemente fueron tomadas de una tradición de poesía consejera hexamétrica (R. P. Martin, 1984). Zeitlin (1986) muestra que en la tragedia clásica,Tebas fun­ cionaba como un tropo poético que simbolizaba el lugar don­ de las cosas siempre salían mal. Ascra es así mismo un tropo: era el lugar donde la voluntad de Zeus, personificada por los buenos basilees de la Teogonia, es minada por la soberbia. M ar­ cel D etienne (1996: 55-67, 81-88, hace hincapié en Teogonia, 27-28) sostiene que, en Hesiodo, alezeia no expresa la «verdad» abstracta, sino el «discurso mágico y religioso» de reyes, poe­ tas y adivinadores que tienen acceso a un reino invisible y to ­ man de él sabiduría, justicia y profecía. En Los trabajos γ los días, Hesiodo apela a fuerzas de autoridad externas, concretándo­ las en un inmigrante recién llegado (Los tmbajos y los días:, 633640), en un «individuo del exterior con acceso a confidencias» (R. P. Martin, 1992:14) cuya posición cercana a la comunidad le proporciona informaciones privilegiadas. Nagy (1990: 67) sugiere que en Ascra «la función del basüeus, ‘rey’, como la au­ toridad que dice qué es y qué no es zemis, ‘ley divina’, m e­ diante su dike, ‘sentencia’, es asumida por el propio poema». Los poetas elegiacos arcaicos conform an un puente entre las ac­ titudes de Hesiodo hacia los basilees y las actitudes clásicas ha­ cia la ley como producto de deliberación civil. Los poetas ele­ giacos se vinculan con frecuencia a legisladores semilegendarios que acudieron a Delfos o a Creta para legitimar sus códigos, que después plasmaron por escrito y llevaron al seno de la com u­ nidad (Szegedy-Maszak, 1978). C om o Hesiodo, estos poetas aceptan que la ley procede de fuentes divinas exteriores a la comunidad pero, al revés que él, quieren asentarla en la polis de un m odo concreto, colocándola cada vez más bajo el con­ trol civil. U n tercer estadio comenzó hacia el año 500 a. C., cuando los ciudadanos asumieron el pleno control de la ley

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M artin Ostwald (1969:55) argumenta que la palabra del siglo V I a. C. para designar la ley, zesmos, implica «algo impuesto por un agente externo, concebido como una posición separada y en un plano superior al ordinario»; mientras que el vocablo del siglo V a. C., nomos, implica algo «menos motivado por la autoridad del agente que lo impuso que por el hecho de ser contem plado y aceptado com o válido por aquellos que vi­ ven bajo él». A partir de todas estas diferencias respecto a la ideología media, Los trabajos y los días es el ejemplo más antiguo de una concepción de la buena sociedad propia de la Grecia central como com unidad de granjeros medios. Esta puede ser la ra­ zón por la cual continuó siendo tan popular durante la Anti­ güedad: ju nto con la Teogonia, proporcionaba los estatutos pa­ ra un orden transaccional religioso-moral a largo plazo. Al tildar esta idea como «propia de la Grecia central» no pretendo m i­ nimizar sus vínculos con lo que Seybold y Von Ungern-Sternberg (1993:233-236) llaman «la coiné del Mediterráneo orien­ tal en el siglo V I I I a. C.». Pero, según sucede a m enudo en las comparaciones culturales, las diferencias son tan esclarecedoras como las semejanzas. Existen fuertes paralelismos con la literatura científica egipcia. La obra, más o menos contemporánea, Instructions o f Amenemopet [instrucciones de Amenemopet] (Pritchard, 1955: 407-410) coincide con H esiodo en muchos puntos, el más sorprendente que los beneficios deshonestos son breves (9.1610.13), pero comparte poco de su igualitarismo masculino. In­ cluso en la semejanza superficial de la obra del Imperio M e­ dio Protests o f the Eloquent Peasant [Protestas del campesino elocuente] (Lichtheim, 1973: 80.1: 169-184), el buen admi­ nistrador Rensi trata al campesino Jun-A nup de una manera que habría sido considerada culpable de soberbia en Ascra.

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T e r c e r a pa r te

La historia com ienza con el burro de Jun-A nup com iendo unas briznas de la cebada de Nemtynajt. Entonces Nem tynajt golpea a Jun-A nup y le roba el burro. Jun-A nup apela a R en si, quien estaba interesado por el caso porque creía que la her­ mosa retórica de aquél entretendría al faraón. Rensi escucha en silencio para prolongarlas disertaciones, forzando así a JunA nup a realizar nueve demandas. Después de la tercera, el administrador «ordenó a dos guardias que fuesen hacia él con látigos [hacia Jun-Anup] y flagelasen todos sus miembros». Al final Rensi concedió la demanda, pero no hay insinuaciones de que fuera culpable de m altratar a Jun-A nup; en realidad Rensi es el héroe imparcial del relato. La obra Instructions o f Onqheshoquy [Instrucciones de O nqheshoquy] (Lichtheim, 1973: 80.Ill: 159-184) presenta paralelismos más poderosos con Los trabajos γ los días, pero fue confeccionada al menos 500 años después de Hesiodo, y Peter W alcot (1962) argumenta que se trata de un poeta egipcio im itando la- citada obra del autor griego. Pero, incluso pasando por alto estos asuntos, Onqheshoquy , com o otros textos egipcios, es m ucho más jerár­ quico que Los trabajos y ¡os días (p. e. 7.12-15; 8.11; 17.17,25; 18.7-8,12). Los profetas hebreos, Amos en particular, tam bién tie­ nen mucho en com ún con Hesiodo (Walcot, 1966; Seybold y Von U ngern-Sternberg, 1993). Se describen a sí mismos co­ mo ajenos a la élite tradicional, y la mayor parte se sitúa en­ tre los siglos vil y vm a. C.Amós (1:1), como Hesiodo, dice de sí mismo ser un pastor visitado por Dios e inspirado median­ te una visión. Los profetas critican la concentración de rique­ za (Oseas 12, 9; Isaías 2, 7). Acusan a los ricos de comprar to­ das las tierras (Isaías 5,8; Miqueas 2,2) y de ser terratenientes fraudulentos que estafan a los pobres (Oseas 12, 8; Amos 8, 5; Miqueas 2 ,1 -2 ). C om o en Los trabajos y ¡os días, los ricos

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juzgan a los pobres y tom an sus decisiones influenciados por los sobornos (Isaías 1, 23; Miqueas 3,11; 7, 3). Gastan sus ga­ nancias en viviendas lujosas (Oseas 8,14; Amos 3, 15; 5, 11), vestidos (Isaías 3,16-24) y en su elevado estilo de vida (Isaías 5,11-12; Amos 6,4). Los ricos forzaban a los pobres sin mise­ ricordia. La ley israelita, en teoría, cancelaba las deudas cada siete años (Deuteronom io 15, 1, 4), pero los ricos perseguían cruelm ente a sus deudores (Amos 2, 6-8; 8, 6). Los profetas describían las condiciones sociales y económicas de forma muy parecida a la de la Ascra de Hesiodo (Isaías 3,14-15; 10,2; 11, 4; Amos 4,1 ; 5, 12), e insistían en que Dios ama a los mansos y que los ricos son impíos (D euteronom io 10, 18; Prover­ bios 22, 22-23). Podríamos plantear una hipótesis acerca de un igualita­ rismo extendido por el M editerráneo O riental en los tiem ­ pos arcaicos o, al menos, esbozar similitudes entre las condi­ ciones en Israel y Grecia. Pero existen dos razones para hacer tanto hincapié en las diferencias entre estas dos regiones co­ m o en sus similitudes. La prim era es una fuente de proble­ mas. Igual que m uchos clasicistas argum entan que Ascra es un tropo poético y toda la gente en ella son personajes poé­ ticos tradicionales en vez de individuos reales (p. e. Nagy, 1990: 36-82; R osen, 1997), tam bién m uchos críticos bíbli­ cos (p. e. P. R . Davies, 1992; 1996) sostienen que buena par­ te de la Biblia hebrea fue escrita tras el regreso del exilio en Babilonia, el año 539 a. C., com o un fuero místico para ciertas tendencias dentro del judaismo. Éste fue un período de fuertes conflictos entre los descendientes de aquellos de­ portados en el año 586 a. C. y quienes habían perm anecido en Israel. Ambos grupos reinterpretaron su pasado para jus­ tificar sus posiciones (p. e. Berquist, 1995; Barstad, 1996; M u­ flen, 1997).

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N o existe acuerdo acerca de si el igualitarismo fue un rasgo de la sociedad israelí a partir del final de la Edad de Bronce, o si fue principalm ente una ficción perteneciente a los siglos V y IV a. C. Pero, no obstante, e independientemente de adonde nos lleve este debate, es incluso más im portante señalar que si bien Hesiodo, Amos e Isaías presionaban a la élite para hacerla regresar a un estilo de vida respetuoso con las expectativas de Zeus o Dios, tam bién es cierto que ahí term inan sus similitudes. M ientras las instrucciones de H e­ siodo instaban a los basilees a com partir el poder con los geitones, los profetas pretendían que los reyes de Judea e Israel reformasen el sacerdocio. El rey Ezequías (717-687 a. C.) co­ menzó la reforma pero, según 2 Reyes 22, 8-23, el rey Josías (640-609 a. C.) halló un libro oculto (quizás el D euterono­ mio) en el año 621 a. C .,y fraguó una «segunda alianza» con Dios apartando a los israelitas de sus vecinos m ediante leyes de pureza. El igualitarismo y la buena sociedad presentan di­ ferencias fundamentales entre lo escrito en los libros de los profetas y lo propuesto por Hesiodo y los poetas griegos ar­ caicos, pues los primeros se orientan más hacia los preceptos religiosos y el mismo valor de las almas, y m ucho menos ha­ cia un control secular de la ley y la dism inución de la jerar­ quía social. Procesos similares de crecimiento demográfico, concen­ tración de riqueza y competencia entre la élite pudieron ha­ ber afectado a gran parte del M editerráneo durante el siglo vm a. C. Pero sus resultados variaron, y alrededor del año 700 emergió en el Egeo una ideología y sentido de la virilidad me­ dia e igualitaria.

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La media elegiaca

Los elem entos centrales de la persona ideal según H esiodo se repiten a lo largo de la elegía arcaica, a pesar de los im por­ tantes cambios en el parecer del público. Hesiodo cantaba pa­ ra todos los oyentes, pero tam bién sabía que las canciones se limitaban a «aquellos que comprendían» ffroneousi). El las lla­ maba ainos (Los trabajos γ los días, 202), que significa «elogios», y estaban dirigidas al pequeño grupo de «los sabios». El vo­ cablo ainos también es la raíz de ainigma, lo que denota un dis­ curso codificado. Teognis llama a sus versos «ainigmata ocultas por mí para los hombres honestos» (681). Pero a pesar de ser producida por y para los aristócratas, «la poesía elegiaca en ge­ neral equivale a una expresión formal de la ideología de la po­ lis, y la noción de orden social se imagina como la distribu­ ción equitativa de la propiedad com unal entre los iguales» (Nagy, 1990: 270). En esta poesía algunos aristócratas llegan a ponerse de acuerdo con la polis de ciudadanos medios mien­ tras adquieren un arma muy útil en las luchas intestinas de la élite. Los poetas y su público aún podían contemplarse a ellos mismos como hombres prudentes y poseedores de una sabi­ duría y piedad especiales, por las cuales los demás ciudadanos les perm itían convertirse en dirigentes políticos. Lo que de­ cían los ciudadanos medios importaba: como en Ascra y la Ate­ nas clásica, las murmuraciones eran un arma de control social.1 Pero esto no conformaba los valores y actitudes democráticas. Los poetas medios presentaban su simposio como la consu­ mación de la compostura y el buen sentido,2 en contraste con los deseos elitistas de tener una cultura distintiva, aunque, no obstante, «los sabios» afirmaban conocer qué era lo bueno pa­ ra los ciudadanos corrientes m ejor que esos mismos ciuda­ danos.

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Estar en la media era lo mejor. Solón se llama a sí mismo escudo entre ricos y pobres, un lobo acorralado por la jauría, un legislador tanto para los buenos como para los malos y un hito colocado en medio de ellos (4c; 36.26-27,18-20; 37.9-10; cf. 5; 24.1-4). Focílides simplemente dice «yo sería mesos en la polis» (12; cf. 11), y para Teognis «la media es lo m ejor en to­ do». La compostura y la m oderación eran básicas, la prim era expresada com o aidos, y la segunda com o sofrosyne (Cairns, 1993:160-175; N orth, 1966:12-18). El metrios necesitaba una riqueza moderada de terrenos, resumida por Focílides en unos términos que recuerdan a Hesiodo: «Si queréis riqueza, pose­ ed una granja fértil: pues dicen que la granja es el cuerno de Amaltea» (7). Teognis sólo deseaba «ser rico sin preocupacio­ nes malvadas, sin daño, sin desgracias» (1.153-1.154). Com o en Hesiodo y el siglo iv a. C., la media se definía contra los po­ bres al igual que contra los ricos. Los hombres limitados por la pobreza (Solón 13.41;Teognis 173-182,383-398,649-652, 1.062) y las víctimas de la pobreza «no pueden hacer ni decir na­ da, y su lengua está atada» (Teognis 177-178). Según Teognis (267-270,621-622,699-718,927-930; cf. Alceo 360), todos los hombres despreciaban a los pobres, cuyos estómagos vacíos eran la culpa de su falta de dignidad y autocontrol (Arquíloco 124b; Hipónax 128, con West, 1974:148). Para Solón, la cantidad su­ ficiente («lujo del vientre, pies y costados») era igual a la pla­ ta, el oro, las tierras y los caballos de los ricos (21.1-4). Si la riqueza moderada era un requisito para la vida m e­ dia desde el siglo v i i i al iv a. C., el ogro de la codicia fue su enemigo constante. Algunos hombres buscaban lograr rique­ za por cualquier medio, sin poner límites (Solón 13.71-76 = Teognis 227-232). Solón (13.7-11) yTeogms (145-148; 465466; 753-756) coincidían con Hesiodo en que los beneficios deshonestos sólo traen la ruina. La riqueza y la soberbia eran

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inseparables (Teognis 603-604,731-752,833-836,1.103-1.104). Solón describe un caída hacia el desastre de un modo muy si­ milar a Hesiodo: «El exceso alimenta la codicia cuando una gran riqueza sigue a hombres que no poseen una mente com­ pleta» (6.3-4). La soberbia destruye las polis: «Los propios ciu­ dadanos, obsesionados por la codicia, están preparados para arruinar a esta gran ciudad» (4.5-6). El año 594 a. C. Solón fre­ nó la decadencia dándole a Atenas una eunomia, «un m undo bien ordenado» que «hace a todas las cosas sabias y perfectas entre los hombres» (4.39). Los legisladores arcaicos prestaban atención al control de las mujeres, y los yambos del siglo vu a. C. intensificaron la misoginia de Hesiodo. En Los trabajos γ ¡os días, Hefestos creó a Pandora mezclando tierra y agua. En el fragmento séptimo Simónides separa los dos elementos haciendo que cada uno de ellos represente a un tipo de mujer, y después añadió ocho especies de animal: la cerda, la zorra, la perra, la burra, la ga­ ta, la yegua, la mona y la abeja. De todas ellas, sólo la abeja po­ see una imagen positiva (cf. p. 262). Semónides juega con es­ tructuras tradicionales: las fábulas de animales eran recursos típicos en los yámbicos. Loraux (1993: 91) advierte de que el número de especies también es significativo: «Nueve mujeres para el sufrimiento del hom bre y la décima para su gozo, al igual que los griegos invirtieron nueve años asediando Troya y O diseo pasó nueve años lejos de ítaca, antes de lograr la vic­ toria o el regreso: éstos son núm eros simbólicos». Sem óni­ des, haciendo explícitas las raíces de sus palabras dentro del marco m itológico, term ina el poem a haciendo alusión a los caídos en Troya en el nombre de Helena (7.117-7.118). Semónides seguía a H esiodo al aseverar que Zeus creó primero al hombre sin la mujer (7.1-2), y la mujer fue el peor mal de todos (7.96-97,115-116). Las maldades de los tipos de

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mujer también elaboraron el código de Hesiodo. La mujer de tierra y la burra no hacían nada excepto comer, lo cual era en verdad cierto para las mujeres en general (7.25, 46-47, 101102). La burra y la gata ofendían por su lujuria (7.48-49, 5354), mientras que la yegua ofende igual por sus manías, pues sólo acepta pareja bajo coacción (7.62). La cerda (7.2-6) re­ pugnaba a Semónides por estar sentada con ropas sucias en una casa repleta de excrementos, y de nuevo la yegua lo eno­ ja por hacer lo contrario, lavarse dos o tres veces al día (7.6264). Pero sus quejas más numerosas se referían a los chismorreos. La zorra, la perra, y la gata se enteraban de todo, sembrando comentarios malvados y creando problemas (7.715, 55). La perra no se callaría aunque un hom bre intentase persuadirla, amenazarla o machacarle los dientes con una pie­ dra (7.16-18). La mayor alabanza de Semónides para con la abeja era que ella no disfrutaba cotilleando sobre sexo (7.9091). Pero los chismes eran, sin embargo, algo crucial: no había nada m ejor que ser alabado por tener una buena esposa, pues una m ujer del mar podía engañar a veces a un extraño para que confiase en ella, ni nada peor que se rieran de uno por te­ ner una esposa fea como una m ona (7.74; cf. 6; 7.108-111). Focílides redujo esa diatriba a ocho líneas, lo cual sugie­ re que los perfiles tradicionales eran lo suficientemente bien conocidos com o para que pudiese lograr el efecto deseado simplemente aludiendo a ellos: Y Focílides dice esto: de cuatro clases son Las tribus de las m ujeres. Está la perra, está la abeja, La cerda de aspecto salvaje, y la yegua de largas crines. La hija de la yegua es veloz, burlona y de buena figura; La de la cerda de aspecto salvaje n o es ni buena ni mala; La de la perra es zafia y de m al carácter; pero la de la abeja

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Es una buena esposa y conoce su trabajo. Es ella, querido amigo, por quien deberías rogar para tenerla en de­ seable matrimonio. (Focílides, 3) El ideal de ciudadano medio en los tiempos arcaicos, como su predecesor retratado p o r H esiodo o el buen ciudadano de las disertaciones del siglo IV a. C., se encontraba bajo la ame­ naza constante de los márgenes excluidos... las mujeres, los po­ bres, y los ricos, todos compartiendo la falta de control. Aho­ ra me dirigiré a la tradición elitista con el fm de explorar los peligros que éstos suponían para el mesos.

La tradición elitista y el conflicto de valores Los héroes de Homero

En cierto sentido, la tradición elitista comienza con Homero. Nuestros textos probablemente se retraen a los poemas de fi­ nales del siglo vm a. C. dictados a viva voz (Janko, 1998), si bien es cierto que refractados a través de subsiguientes recesiones y generaciones de eruditos alejandrinos. La Uíada y la Odisea na­ rran las aventuras de una antigua raza de héroes. La primera se centra en Aquiles y unos cuantos días críticos de la batalla de Troya; la última, en el regreso de Odiseo a su hogar tras la caí­ da de la ciudad. Las historias están ambientadas en un pasado remoto pero, si aceptamos la postura de Grote (pp. 154-156), ahora la mayoría de los historiadores suponen que el trasfondo social refleja las condiciones del siglo vm a. C. (p. e. Raaflaub, 1998). A unque la única certeza es que se trata de un m undo im aginario tal como un poeta (o poetas) dentro de la tradi­

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ción de pensamiento del siglo VIII a. C. creía que debía haber si­ do un mundo heroico. Los rapsodas tomaban por lo general va­ lores de su época limitados por las expectativas genéricas y tra­ dicionales. Los poemas son, por tanto, unas guías tremendamente valiosas para el pensamiento del siglo vm a. C., pero no hay mo­ do de separar las construcciones poéticas acerca de un mundo ya desaparecido con el fin de hallar una fuente documental de cualquier tiempo o lugar concretos (cf. I. Morris, 1997b). Nagy (1979:7) insiste, y con razón, en que «esta tradición poética sin­ tetiza las diferentes tradiciones locales de cada ciudad-estado im­ portante dentro de un modelo panhelénico unificado que se ajusta a la mayoría de dichas ciudades-estado pero no se co­ rresponde con ninguna». La época heroica era un tiem po en que los nobles, atractivos, valientes, fuertes/ricos y muy agresi­ vos, protegían a sus seguidores. Los débiles aceptaban que de­ pendían de los héroes para sobrevivir, y los seguían a guerras devastadoras antes que verlos deshonrados. Arjun Appadurai (1981: 201) observa que a pesar de la importancia de las narraciones históricas para legitimar el pre­ sente, «el pasado en raras ocasiones es un lienzo ilimitado pa­ ra las fiorituras contemporáneas». Siempre existen unas de­ marcaciones para especificar qué historias del pasado son creíbles. Los sacerdotes y aldeanos hindúes que estudia A p­ padurai saben de historias oficiales producidas por las élites instruidas, y aceptan que sus propias versiones deben con­ cordar con ellas. Pero no existe una tradición escrita semejante en la Edad Oscura griega. En su lugar, los poetas aprendían del pasado a través de unas diosas, las Musas.4 Cuanto más inspi­ rasen las Musas a un rapsoda, mejores serán sus palabras y más precisa podría considerarse su narración. Odiseo alababa la ver­ sión de D em ódoco acerca de la caída de Troya diciendo:

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D e m ó d o co , m uy p o r encim a de todos los m ortales te alabo: seguro que te h an enseñado M usa, la hija de Zeus, o Apolo. Pues con m ucha belleza cantas el destino de los aqueos —cuán­ to hicieron y sufrieron y cuánto soportaron—com o si tú m is­ m o lo hubieras presenciado o lo hubieras escuchado de otro ■allí presente. (H om ero,

O disea,

8.487-8.491)

Odiseo había estado en Troya y por eso podía juzgar la pre­ cisión del canto; no obstante, los fenicios, y quién no, también reconocían a Dem ódoco como el mejor de los poetas (8.472). A lo largo de toda la Odisea el público juzga la calidad y ve­ racidad de los poetas (p. e. 1.351-352; 8.496-498), haciéndo­ selo saber muy claramente cuando fallan (1.336-342; 8.536541). La versión de un poeta habría de cum plir con las expectativas del público acerca de cómo era la Edad H eroi­ ca, la cual podría ser fantástica, pero en última instancia de­ bía apoyarse en la experiencia que tenían acerca de cómo fun­ cionaba el mundo. El poeta «lleva los ideales del presente a^la realidad de un pasado heroico imaginario» (Van Wees, 1992: 253). Pero dentro de esos límites existía espacio para la com ­ petencia entre ideas históricas. Nagy (1979: 65) argumenta que el canto de D em ódoco (Odisea, 8.72-82) revela el conoci­ m iento de una Uíada diferente, que se centra no en la ira de Aquiles contra Agamenón, sino en la disputa con Odiseo; y Lord (1960: 194) incluso sugiere que existía una Uíada en la cual tuvo éxito la embajada de Aquiles, libro noveno. H ero­ doto (2.112-2.120) conocía otra historia, una en la cual H e­ lena pasa diez años en Egipto en vez de navegar hasta Troya ju n to a Paris. H erodoto dice que la conoció por boca de sa­ cerdotes egipcios, pero Estesícoro (192) ya la conocía en el si­ glo vi a. C .,y quizá también Hesiodo en el Vil (fragmento 358).

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Aquellos a quienes gustaba la representación de H om e­ ro de la Edad H eroica anim aron a que se escribiese y pre­ sentase com o la versión fidedigna, fijando esa idea del pasado en un tiem po en que los valores estaban cambiando rápida­ mente (pp. 440-448). El magnífico lenguaje de H om ero mos­ traba que su inspiración era la más favorecida por las diosas y, por tanto, la más fiable de entre todos los rapsodas. Yo he ar­ gum entado (I. M orris, 1986) que H om ero presenta la Edad Heroica como un tiempo en el que nobles guerreros gober­ naban la sociedad con mano de hierro, y que esa imagen era conveniente en extremo para los aristócratas del siglo VIII a. C. Los héroes eran «susceptibles» (Van Wees, 1992:109).Veían insultos por todos lados y respondían a los deslices percibidos con amenazas o violencia. En un estudio dé gran influencia, Art­ hur Adkins argumenta que Homero no tenía palabras para cri­ ticar la violencia; kakon o aisjron, ‘malo’ o 'desgraciado’, sólo se aplica a hombres que muestran debilidad. Adkins concluye: Si exam inam os la cultura revelada p o r esos térm inos de valor, descubrirem os una sociedad cuyo m áxim o encom io se o to r­ ga a los hom bres que con más éxito exhibían sus cualidades co­ m o guerreros, pero que tam bién habrían de ser hom bres acau­ dalados y de buena posición social [...]. Ésta es u n a escala de valores aristocrática, pero [...], es razonable concluir que, p o r lo general, tal escala de valores era aceptada. (Adkins, 1960: 34)

Adkins propuso que la sociedad hom érica se encontraba en un estado de lucha constante. Los débiles necesitaban de una protección trente a los fuertes. Sin héroes para defenderlos, las familias podrían perder sus posesiones y su honor, los m en­ digos serían vendidos como esclavos y las comunidades serían destruidas por sus rivales. La sociedad hom érica «era m ucho

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más una aglom eración de hogares “ciclópeos” que una so­ ciedad integrada» (Adkins, 1960: 54). Van Wees (1992:28-58) muestra que buena parte de la so­ ciedad de H om ero tiene consistencia interna y se solapa con prácticas griegas posteriores. H om ero hacía creíbles a sus hé­ roes tomando aspectos de la vida contemporánea y llevándo­ los al extremo. Los héroes eran más grandes, valientes, fuertes y furiosos de lo que cualquier hom bre pudiese serlo aunque, no obstante, se mantuviesen reconocibles actuando de la ma­ nera en que la gente creía que habrían de comportarse hom ­ bres tan grandes, valí entes, fuertes y furiosos. Los valores de la vida heroica se traslapaban con los de Ascra, aunque Homero solía ofrecer valoraciones morales distintas. Hesiodo insiste en que Zeus hace cumplir la moralidad e injuria a los basilees que im parten sentencias tendenciosas, pero H om ero asume que, mientras que hombres y dioses gustan de ser justos, «las obli­ gaciones frente a parientes y amigos tienen prioridad sobre las demandas de justicia» (Van Wees, 1992: 146) . D e m odo simi­ lar, todos los autores griegos contem plan la soberbia com o un crim en, y Fisher (1992: 176) concluye que el trasfondo del m undo en la obra de Hom ero es «totalmente compatible con el encontrado en nuestro estudio sobre la hybris en la Ate­ nas clásica». Pero de nuevo se da una diferencia: la soberbia ho­ mérica no es castigada por la comunidad, como en Atenas, o por Zeus, como en Ascra, sino por la violencia (bie) o la astu­ cia (metis) de un héroe concreto. Si la víctima de la soberbia no pudiere responder combatiendo, quedaría más deshonrado que el perpetrador de la ofensa. A gam enón, en un pasaje clave, decide probar la moral de los aqueos cuando la guerra va mal convocándolos en asamblea para decirles a las tropas que desea retirar el asedio. Los aqueos, encantados, rom pen filas y co­ rren hacia sus naves, pero son detenidos por Odiseo. Él per-

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suade a los basilees con palabras suaves y a la masa con golpes e insultos (Uíada, 2.188-206). Cuando los aqueos regresan a sus puestos, Tersites, un militar de clase baja, critica a Agamenón y a otros basilees. Odiseo se vuelve contra él, increpándolo: —¡Tersites parlero! A unque seas orador facundo, calla y no quie­ ras tú solo disputar con los reyes. N o creo que haya un h o m ­ bre peor que tú entre cuantos han venido a Ilion con los A tridas. P or tanto, no tom es en boca a los reyes, ni los injuries, ni pienses en el regreso. N o sabemos aún con certeza cóm o es­ to acabará y si la vuelta de los aqueos será feliz o desgraciada. Mas tú denuestas al A trida A gam enón, porque los héroes dá­ ñaos le dan m uchas cosas; p o r esto lo zahieres. Lo que voy a decir se cumplirá: Si vuelvo a encontrarte delirando com o aho­ ra, no conserve O diseo la cabeza sobre los hom bros, ni sea lla­ m ado padre deT elém aco, si no te echo m ano, te despojo del vestido (el m anto y la túnica que cubren tus partes verendas) y te envío lloroso del ágora a las veleras naves después de cas­ tigarte con afrentosos azotes. Así, pues, dijo, y con el cetro diole u n golpe en la espalda y los hom bros. Tersites se encorvó, m ientras una gruesa lágri­ m a caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda debajo del áureo cetro. Sentose, turbado y dolorido; m iró a to ­ dos con aire indeciso, y se enjugó las lágrim as. Ellos, aunque afligidos, rieron con gusto y no faltó quien dijera a su vecino: - ¡ O h dioses! M uchas cosas buenas hizo O diseo, ya dan­ do consejos saludables, ya preparando la guerra; pero esto es lo m ejor que ha ejecutado entre los argivos: hacer callar al inso­ lente charlatán, cuyo ánim o osado no lo im pulsará en lo su­ cesivo a zaherir con injuriosas palabras a los reyes. Así hablaba la m ultitud. (H om ero,

Ilíada,

2.247-278)

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Estos golpes y la respuesta del ejército m antienen más simili­ tudes con Egipto que con Ascra (p. 294).Tersites era el kakos, «hombre malo», paradigmático; como explica Adkins (1960: 42), «ser kakos es ser la clase de persona a la que se le pueden hacer kaka [cosas malas] con impunidad». Los aqueos están tris­ tes, probablemente porque desean ir a sus casas, pero perciben queTersites es el único que incurre en soberbia por decir lo que piensa. Al golpearlo, Odiseo restablece el orden adecuado. Los clasicistas debaten qué nos dice este episodio res­ pecto a la sociedad del siglo vm a. C. Algunos creen que H o­ mero cuestiona al basÜeis permitiéndole hablar a Tersites (R o­ se, 1988;Thalmann, 1988), y les parece escuchar un tono crítico en los poemas (p. e. Rose, 1992:43-91; 1997). Pero Nagy (1979: 259-262) contempla un comentario más sutil en los elogios, la culpa y el orden social en esta asamblea de aqueos. Advier­ te que H om ero describe la reprimenda de Tersites a Agame­ nón como neikos (2.224), «culpar», y que en el pasado Tersi­ tes había hecho neikos contra Aquiles y Odiseo (2.221). Neikos era una palabra clave para describir a la «poesía de culpa» yám­ bica, como los versos de Arquíloco e Hipónax; una poesía que, al burlarse de los valores heroicos, era opuesta a la poesía elo­ giosa de H om ero (Nagy, 1979: 223-225). C om o Arquíloco, Tersites intenta reírse públicamente de las afirmaciones de los demás sobre la superioridad social (2.215). Pero Nagy sugie­ re que en este episodio «el epos es quien ríe el último en la poe­ sía de culpa» (1979: 262). H om ero proporciona un comenta­ rio metafórico, y quizá su propia idea de la clase de hombre (medio) que apreciaría el yambo.Tersites, en oposición a una raza de héroes definidos por la belleza, fue «el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hom ­ bros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabe­ za puntiaguda y cubierta por rala cabellera» (2.216-219).

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Estamos tratando con lo que Rose (1992:160) ha llama­ do «asuntos del conflicto discursivo». R osen (1990; 1997) ve, en el relato de Hesiodo sobre su singular viaje por mar hasta Calcis para cantar en los juegos de los funerales por el héroe Anfidamante (Los trabajos y los días, 618-694), el reverso del epi­ sodio de Tersites, asegurando la superioridad de la didáctica so­ bre la poesía heroica. La oposición se hace explícita en E l cer­ tamen entre Homero y Hesiodo , que presenta a los poetas y los hace com petir en Calcis. El público quiere darle el premio a Homero, pero el juez se lo concede a Hesiodo porque alaba la paz y no la guerra. El texto presenta la competición como una historia narrada por el oráculo de Delfos al emperador Adria­ no el año 130 d. C. En semejante tradición poética abierta, tie­ ne poco sentido preguntar si el texto es auténtico o una falsi­ ficación; pero lo que sí importa es si la historia se retrotrae hasta los tiempos arcaicos. El argumento básico aparece en un pa­ piro del siglo III a. C., pero no hay otro anterior. Esto suscita una pregunta interesante: ¿Hasta dónde es posible rastrear con eficacia las ideas más allá de su prim er testimonio escrito, ya dentro de contextos prehistóricos? Volveré a la cuestión en la página 394. Para mi argumentación actual, lo que más im por­ ta es que una tradición poética arcaica y elitista se apropió de la idea heroica de Homero para crear un pilar donde apoyar un conjunto de valores que se encuentran en contradicción di­ recta con los defendidos por la tradición media.

Hoplitas y héroes

La autoridad del héroe dependía de su poderío militar. En ple­ na batalla de Troya, Sarpedón preguntó:

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-¡Glauco! ¿Por qué a nosotros nos honran en la Licia con asien­ tos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a ori­ llas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar? Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lance­ mos a la ardiente pelea, para que diga alguno de los licios, ar­ mados de fuertes corazas: «No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia; y si comen pingües ovejas y beben exquisi­ to vino, dulce como la miel, también son esforzados, pues com­ baten al frente de los licios. (Homero, Uíada, 12.310-321) La im agen del «buen campo de batalla» era en sí misma un campo de batalla retórico entre las tradiciones elitistas y m e­ dias. Los defensores de una reforma en el cuerpo de hoplitas argum entan sobre todo que el cambio de los héroes indivi­ duales en las batallas homéricas a las apretadas filas citadas por algunos poetas del siglo VII a. C. implica que debió de existir un cambio en la táctica militar alrededor del año 650. Pero esa prueba forma parte de las contiendas por la construcción de un guerrero ideal y, a través de él, de los ideales del ciudada­ no y la com unidad. Cualesquiera que fuesen las innovacio­ nes tácticas acaecidas en el siglo vu a. C., al leer estos poemas encontramos un imaginario marcial que utiliza imágenes de la batalla para evocar aspectos globales de la vida. Es ingenuo ac­ tuar como si sencillamente pudiésemos interpretar las inten­ ciones de los poetas para llegar a una verdad militar directa. Los historiadores utilizan a menudo la desaparición de re­ ferencias al combate de estilo heroico para fechar la reforma hoplita. El problema es que sólo encontramos escenas heroi­ cas en poetas elitistas y escenas de hoplitas en poetas medios. Por ejem plo,T irteo alaba la v irtu d de la m oderación y las excelencias de combatir en una falange hoplita; M inermo, por

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T e r c e r a pa rte

otro lado, ensalza el vino, el amor y, en general, el alto nivel de vida, pero su único poema marcial (14) que nos ha llegado des­ cribe con tono épico a un guerrero adelantándose para de­ rrotar a la caballería lidia. Compárese con Alceo: Toda mi casa resplandece de bronce; todo su techo está, en h o ­ n o r de M arte, adornado de resplandecientes cascos con crines blancas ondeando en ellos... ornato de cabezas de fuertes va­ rones... de grebas, potentes defensas contra saetas. Corazas, forradas p o r den tro de lino nuevo, y cóncavos escudos yacen p o r el suelo; espadas de Calcis y m uchos cin tu ­ rones y túnicas. N ada de esto hay que p o n e r en olvido, que son lo prim erísim o de nuestros presentes trabajos... (Alceo 140)

Al describir las armas y la coraza colgadas en la pared, Alceo utiliza la terminología épica (kunia, lophos, knamides), lo cual, como señala Denys Page (1955: 222), se parece mucho al m o­ do en que H erodoto (1.34) describiría más tarde la armadu­ ra lidia. A la vez que lo hace heroico, quizá Alceo evoque a O riente... técnica central de la imagen propia de los elitistas. Anne B urnett (1983: 123-126) sugiere que la prim era parte de este poem a recrea una situación de calma y orden, apro­ piado para com partir un pacífico festín; pero en la segunda parte Alceo cambia el ritmo. N os desplazamos a un m ontón de armas desperdigado sobre el suelo, descrito en términos no épicos, sobre todo la spathe, el vocablo para designar a la espa­ da en comedias y charlas coloquiales. El contraste entre las ar­ mas heroicas y el desorden de las cotidianas quizás aluda al principal tema de Alceo, la sórdida fragmentación de la fra­ ternidad ideal, y la guerra civil en Lesbos. Las armas del héroe simbolizan la comunidad aristocrática perfecta, ahora rota.

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Más que una reseña objetiva de técnicas militares, estos pa­ sajes son una sinécdoque: la parte identifica al todo. Cuando un poeta hace referencia a la guerra heroica, se evoca una gran cantidad de valores heroicos, lealtades y dependencias. La poe­ sía elitista da por supuesta la apropiación de la Edad Heroica por parte de Homero, y el guerrero heroico se convierte en un símbolo muy poderoso. Com o en la tradición de batalla homé­ rica, M inerm o y Alceo empujan hacia el fondo la desagrada­ ble necesidad de tener masas de infantería en el m undo real. Los poetas medios adoptaron un punto de vista distinto. Para ellos, como para los oradores atenienses clásicos, la falan­ ge representaba la solidaridad ciudadana (p. e.Tirteo 10, 12; Calino l;Teognis 1.003-1.006). Arquíloco se mofaba del m o­ delo heroico describiendo con lenguaje épico cóm o había abandonado su «armamento sin tacha» (entos amometon) ante un miembro de una tribu de Tracia..., pero a Arquíloco no le im portó y todo ese episodio le pareció divertido (5). Él pre­ fería a un hom bre bajo con las piernas arqueadas y los pies asentados en el suelo antes que a un oficial alto, elegante y he­ roico (114). Según Hesiodo, mendigar era la única alternati­ va al trabajo duro (Los trabajos y los días, 397-400); y a man­ tenerte firme según T irteo (10.1-14). N o hay explicaciones transparentes para los cambios tácticos: eran intercambios en­ tre dos tradiciones poéticas, otro ejemplo de los conflictos dis­ cursivos de Rose.

Lujo, amor y Oriente

El guerrero heroico era una imagen muy útil para los poetas eli­ tistas, pero buena parte del m undo lírico era muy distinto a ese matadero que fue Troya. Era un lugar de delicadeza, moda­

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les sofisticados, dulces perfumes y riqueza.5 Todos estos temas estaban presentes en la Edad Heroica, y Safo (44.5-10) asocia de modo explícito la riqueza con los héroes; pero los poetas del siglo V i l a. C. los moldearon en una nueva forma de cultura eli­ tista. Page DuBois (1995: 45-46,192) lo resume diciendo que mientras que los poemas «del corpus sáfico [...], saturado de re­ ferencias homéricas, encarnan una conciencia del contexto épi­ co, de su militarismo, su atmósfera de disputas y combates mas­ culinos», sin embargo, «Safo [...] hace suyos los discursos de Homero, Hesiodo, mito y ritual, y mientras alude a ellos cons­ truye otra realidad de frescura nocturna, belleza y anhelos». La sencilla afirmación de Safo, «amo el brillante lujo» (habrosyne: 58.25), se encuentra en oposición directa a Focílides «yo sería mesos en la polis». El lujo no*sólo hace la vida placentera... destruye la distancia entre la aristocracia y los dioses, los héroes, y los grandes gobernadores de Lidia. Safo describía a los dioses vestidos de oro, viviendo en casas de oro, escanciando bebidas en copas de oro y acudiendo a los fie­ les que les hacen ofrendas en copas similares tam bién de oro (1.7-8; 2; 33; 54; 96.27-28; 103.6; 13; 123; 127). B runo G en­ tili (1988: 83-84) observa que Safo funde el lujo mortal y di­ vino en epifanías personales, al afirmar tener «experiencias religiosas privilegiadas que la llevaban a una com unión cer­ cana con el dios». El lujo tendía un puente sobre el abismo que separaba a dioses y mortales. Safo y los suyos se imagi­ naban en un reino más parecido a la Edad H eroica que al siglo vu a. C. Los dioses se movían entre ellos. Safo se iden­ tificaba con Afrodita con tanta fuerza como Odiseo con Ate­ n e a ^ en el fragmento 129,Alceo «mantiene una relación ca­ si sacerdotal» con Zeus, Hera y Dionisos (Burnett, 1983:161). La exhibición de lo espléndido hacía de la aristocracia algo más que seres humanos.

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Los verdaderos aristócratas se sentían cómodos utilizan­ do a O riente y moviéndose dentro de su propia interpreta­ ción de la cultura lidia. H om ero ya había anticipado algo de esto. Los clasicistas a menudo argumentan que Homero no ha­ cía distinción entre griegos y troyanos, pero Hilary Mackie muestra que la Ilíada «imagina una completa etnografía de len­ guaje para cada bando» al presentar el discurso aqueo como más frontal, directo y agresivo que el de los troyanos. Concluye apuntando que las «diferencias señaladas entre griegos y tro­ yanos son numerosas, variadas y sutiles y, obviamente, no son reducibles a un m étodo de evaluación único»; pero, continúa diciendo, «en ciertos aspectos la Riada “feminiza” a los troyanos» (Mackie, 1996: 5,9, 80). Los troyanos eran más blandos y acostumbrados a una vida de mayor lujo que los aqueos. Los fenicios de H om ero son igualmente interesantes. Al­ gunos eran honestos (Odisea, 12.272-286), aunque con más frecuencia eran bastante sinvergüenzas y charlatanes (p. e. Ilia­ da, 23.741-744; Odisea 14.288-289; 15.415-416,'448-489,459470;W inter, 1995). Pero los objetos fenicios son maravillosos. Menelao valora una crátera fenicia de plata recibida de parte del rey de Sidón como «el más hermoso y el de más precio» de todos sus tesoros (Odisea, 4.613-619 = 15.113-119). Una crátera sidonia parecida que «superaba en herm osura a todas las de la tierra» (Ilíada, 23.740-748), y un freno de un caballo hecho de marfil y teñido en púrpura por una meonia o caria era apropiado para figurar entre el tesoro de un rey (Ilíada, 4.141-145). Menelao había pasado ocho años amasando teso­ ros en Chipre, Fenicia, Egipto, Etiopía y Fenicia, lo cual, en opinión de Telémaco, hacía rivalizar su palacio con la m ora­ da de Zeus... A unque el propio M enelao, al contrario que los poetas elitistas posteriores, se apresuró a negarlo (Odisea, 4.71-85). Su hermosa esposa, Helena, el personaje más sensual

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y erótico de Hom ero, tam bién estaba vinculada con O rien ­ te. Sus tesoros de oro y plata procedían de la Tebas egipcia, y era experta en drogas egipcias (Odisea, 4.120-132,226-232). Los poetas líricos llevaron m ucho más allá las ideas h o ­ méricas acerca de la suavidad y el espléndido material cultu­ ral de O riente. El lujo y el poder oriental, a finales del siglo V il a. C. normalmente relacionado con Lidia más que con Egip­ to o Fenicia, se convirtieron en temas cruciales al hacer es­ pecial hincapié en otro tema hom érico: la belleza de la éli­ te.6 Para Safo, el mayor halago a una mujer consistía en decirle que sobresaldría incluso entre las mujeres lidias (96.7-8). Sa­ fo comparaba los atractivos de Anctoria con una hueste de ca­ rros lidios (16.17-20), ambas cosas peligrosas y seductoras a la vez.7 Las cintas para el cabello decoradas procedentes de Li­ dia eran lo m ejor para resaltar la belleza, aunque Safo opina­ ba que a las rubias les quedaban m ejor las coronas de flores (98a). Safo unía constantemente las guirnaldas de flores, los le­ chos suaves, los perfumes adecuados para las reinas y las ropas teñidas con la carísima púrpura fenicia (p. e. 98a; 132), como en este fragmento muy incompleto: D e verdad que m o rir yo quiero pues aquella llorando se fue de mí. Y al m archar m e decía: «Ay, Safo, qué terrible dolor el nuestro que sin yo desearlo m e voy de ti». Pero yo contestaba entonces: «No m e olvides y vete alegre, sabes b ien el am or que p o r ti sentí, y, si no, recordártelo quiero, p o r si acaso a olvidarlo llegas [...] cuánto herm oso a las dos nos pasó y feliz: las coronas de rosas tantas y violetas tam bién que tú ju n to a m í te ponías después allí, las guirnaldas que tú trenzabas y que en to rn o a tu tie rn o cuello enredabas haciendo con flores m il [...] perfum ado tu cuerpo luego con aceite de nardo to d o y con leche y aceite del de jazm ín, recostada en el blando lecho [...] delicada m uchacha en flor,

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al deseo dejabas tú ya salir. Y ni fiesta jam ás ni danza, ni tam poco u n sagrado bosque al que tú no quisieras conm igo ir. (Safo 94)

Com o dice DuBois (1995:178), «las palabras en griego se en­ trelazan unas con otras, los adjetivos modifican al sustantivo de un modo que imita a un entrelazado floral, las palabras se tren­ zan y se hieren unidas, creando un poema que es por sí mismo una guirnalda, una corona para el destinatario, para el lector». La belleza, com o el lujo y los objetos lidios, unían el círculo de Safo con los dioses: «Me parece igual a los dioses ese hom bre que ahora está frente a ti sentado, y tu dulce voz a tu lado escucha mientras le hablas...» (31.1-5). El deseo eró­ tico, «agridulce Eros» (130), era la em oción más importante, la sensación más ensalzada, pues transportaba al amante a nue­ vas cotas, destruyendo los mismos límites de la mortalidad. Eve Stehle (1990:108) argumenta que «a través del uso de su m i­ rada para disolver la jerarquía, Safo crea el mismo tipo de es­ pacio abierto para las relaciones sexuales improvisadas según el modelo que hace posible las de la diosa con el joven m or­ tal. Siguiendo este medio, Safo puede representar una alter­ nativa para las mujeres frente a las normas culturales». El imaginario de Safo es un ejemplo perfecto de lo que Jack Goody llama una «cultura floral», una ideología com ún entre las élites euroasiáticas, revelada en una evidente desvia­ ción de energías hacia la belleza, los modales, el vestido y los perfumes que utiliza las flores como símbolos principales. En la mayoría de los casos, a esta cultura se le opone otra desde­ ñosa ante el gasto despilfarrador de las frivolidades, la cual en ocasiones (como en la antigua Grecia, o en Israel) se con­ vierte en dominante (Goody, 1993:422). Marcel Detienne dis­ cute la lógica de esta oposición vivida en Grecia. Las espe­

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cias aromáticas, asociadas sistemáticamente con O riente, «ha­ cen posible, mediante el poder de su perfume, unir a seres ha­ bitualmente separados entre sí» (1977: 62)... Es decir,los per­ fumes forjan vínculos verticales entre dioses y m ortales, y horizontales entre hombres y mujeres. El gran número de frascos de perfume protocorintios ha­ llados en los cementerios y santuarios arcaicos sugieren que el perfume se conseguía con facilidad. Foxhall concluye que «los menos acaudalados consumían estos productos de vez en cuan­ do (frecuentemente, uno podría suponer, en ocasiones espe­ ciales, con el entretenimiento como factor influyente), m ien­ tras que para los ricos tales artículos podrían ser los que se esperaban utilizar en la vida cotidiana». Los pobres podrían un­ gir a sus muertos con perfumes de producción local, mientras que los ricos quizá dispusiesen de esencias samias y especias egipcias. Foxhall sugiere que nosotros vemos «la posesión de productos a través de la cual los individuos se vinculan con un conjunto de valores e ideologías más amplias y globales [...]. Las élites pueden percibirse a ellas mismas com o diferentes, mientras que los pobres pueden sentir que, al menos por un momento, pueden subir un peldaño de la escalera» (1998:305306). D etienne (1977) argumenta que los perfumes pertene­ cen a la esfera de Adonis, la evocación a O riente, el desen­ freno sexual, la frivolidad, la seducción, el gasto y las actividades no productivas. Su opositor directo era todo lo podrido, ma­ loliente, apocado e im potente que lleva a la m uerte y la des­ composición. La cultura civil encontró el punto medio ade­ cuado y productivo, en el cual los hombres serios cultivaban cereales, y las parejas casadas tenían sexo procreador (cf. p. 262). Los griegos podrían consum ir a título individual productos orientalizados según sus propósitos, sus actitudes hacia la me­ dia, y su sentido personal de dónde se encontraba exactamente

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la frontera entre los placeres sensatos y la decadencia elitista. Quizá fuese mojigato rechazar tener algo que ver con los per­ fumes, las ropas bonitas y el sexo no productivo pero, por otro lado, el consentimiento excesivo podría perfectamente pare­ cer sospechoso. Los insultos de Semónides hacia las mujeres comienzan a tener sentido. La sexualidad era religiosa y política, así como un asunto de preferencias personales. Simónides ataca a la ye­ gua, quien «cada día se baña dos veces, a veces tres, y se unge con perfumes; siempre lleva su cabello muy bien peinado y co­ ronad o de flores. Una esposa como ésta es buena para que la miren los otros hombres, pero es una calamidad para cualquier hombre que la posea, a menos que sea un tirano o un rey con cetro, un hom bre cuyo corazón se regocije con tales orna­ mentos» (7.63-70). Marilyn Arthur observa que Semónides ha­ ce de la misoginia una crítica a la cultura elitista (Arthur, 1973: 47-48). Pero él también ataca a la estúpida cerda, revolcándo­ se en su propia mugre y sus olores asquerosos. Al igual que las festividades atenienses como laTesmoforia ubicaban a las es­ posas de los ciudadanos entre estos dos extremos (Detienne, 1977: 97-98), el poema de Semónides fijaba la idea de esposa ideal (la abeja productiva) en el punto medio de los códigos ol­ fativos, higiénicos y sociológicos. Las labores de la mujer eran fundamentales para esta ideología... no podían dejarse ocio­ sas, como en el desdén de la cerda por las labores del hogar o el de la yegua por las relaciones sexuales legítimas, sino que han de ser controladas, con fines productivos, por los hombres. Hasta cierto punto, el interés de la élite por la vestimen­ ta elegante, las emociones fuertes y el placer físico constituían una alternativa para la ideología de sexo. Kurke (1999: cap. 5) argumenta que unos quinientos hetairoi elitistas, de los «com­ pañeros» que acudían a simposios, inventaron un nuevo tipo

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de mujer, las hetaira, como su equivalente. Anacreonte y otros poetas distinguían a las hetairai de las pornai, ‘prostitutas’, por su sofisticación, gracia y elegancia.Vistas desde el prisma de un m undo de simposios, la jerarquía de sexo era poderosa, y es­ tas mujeres estaban presentes en este ámbito para servir a los deseos sexuales del hombre. Pero, vistas desde fuera, la cosa más destacable de las hetairai consistía en su relativa igualdad fren­ te a los masculinos hetairoi, lo que desdibujaba las barreras con­ vencionales de las reuniones masculinas. Oriente, el lujo, la belleza y las relaciones privilegiadas con los dioses se fusionaron. Aristeo, por ejemplo, quien allá por el siglo V i l a. C. se supone recorrió toda Asia contemplando bes­ tias mitológicas (Herodoto 4.13-16), también era un ferviente devoto de Apolo. La religión de la élite adoptó ritos orientales en los siglos vil y v i i i a. C., y los mismos temas dominaron los nuevos estilos de cerámica «orientalizada». Durante el siglo vil, las formas más comunes eran pequeños frascos de perfume: los aríbalos y alabastrones. Las vasijas distribuidas con mayor am­ plitud procedían de Corinto, a menudo decoradas al estilo protocorintio (vid. Ilustración 5.1). Los motivos florales, un eco de los perfumes contenidos en el frasco, disfrutaban de una popu­ laridad especial y estaban fuertem ente vinculados al erotismo (Shanks, 1999: cap. 3). Shanks muestra que los artistas griegos se apoderaron de los motivos vegetales de O riente Próximo y los desarrollaron dentro de un sistema mayor: «Los siguientes temas están relacionados con el floral: juventud, perfume, be­ lleza y erotismo, culto y divinidad, poder, vino, refinamiento y otro m undo aparte de la vida ordinaria, el contraste con el trabajo y la agricultura, el pan y el matrimonio». El simposio aristocrático, el contexto de representación para buena parte de la poesía arcaica, tuvo su propia revolu­ ción orientalizadora a partir del año 700 a. C., con la adapta­

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ción de habitaciones y mobiliario al estilo oriental (Kyrieleis, 1969; Fehr, 1971; Dentzer, 1982; Boardman, 1990) y, en par­ ticular, el de Palestina (Burkert, 1991). Los aristócratas, recli­ nados en lechos al modo de O riente Próximo y utilizando va­ sos de tipo lidio, cantaban a la vestimenta lidia, a las mujeres y el poderío militar, y juzgaban la vida griega según estos m o­ delos. Los nuevos símbolos justificaban las reivindicaciones de superioridad por parte de los usuarios... casi se mezclaban en­ tre los dioses, igual que los héroes, de quienes dependía la sociedad para su propia existencia; y se sentían como los po­ derosos reyes de Asia.

Ilustración 5.1 Escena misteriosa perteneciente a un aríbalo protocorintio de c. 675 a. C. atribuida a Ajax el Pintor (Museo de Bellas Artes de Boston 95.12, extraído de Hurwit 1985: 156, Fig. 65).

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La cultura simpótica elitista se oponía frontalm ente a la ideología media. Oswyn M urray (1990a: 7) señala: «En m u­ chos aspectos, el simposio se convirtió en un lugar apartado de las normas habituales de la sociedad, con su propio y es­ tricto código de honor en la pistis [confianza] allí creada, y su propio deseo de establecer convenciones opuestas fundamen­ talmente a las de la polis en su conjunto». Los atractivos pri­ marios eran la belleza, la juventud, el erotismo, la afición al vi­ no, los conocimientos arcanos de la mitología y las habilidades atléticas. Quizá los juegos le debiesen tanto a O riente como los propios simposios; ambos se fundían en una amistad ri­ tual para crear una cultura coherente más allá de la m orali­ dad de la polis. En teoría, ninguna regla impedía a los ciuda­ danos participar en los juegos, pero en lá^práctica el nivel de habilidad requerido sí lo hacía; y, en cualquier caso, la mag­ nitud de las recompensas hacía de la victoria un trampolín pa­ ra la rápida prom oción hacia los círculos de la élite. Los com­ petidores serios conformaban ante sus propios ojos una élite interestatal. Los ciudadanos corrientes disfrutaban contem ­ plando los conflictos de la élite y honraban a los vencedores, de un modo muy similar al que los miembros de los jurados de Atenas contemplaban a los litigantes acaudalados (Ober, 1989: 144). Pero para los participantes, la victoria atlética renovaba la gloria de su hogar, de los suyos (Kurke, 1991:15-62). Al igual que ejercer un uso correcto del lujo, tener a un vencedor en la familia identificaba al verdadero aristócrata, alguien que se encontraba muy próxim o a dioses y héroes. El m ovim iento orientalizador era un fenóm eno de cla­ se. La apetencia por los ritos orientales, los vestidos, perfumes, imágenes y utensilios era algo político. Los que los adoptaban pretendían form ar parte de un m undo m ayor y más gran­ dioso que el de los labriegos ignorantes de su alrededor.

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C urtin (1984) y Appadurai (1986) documentan situaciones si­ milares en otras culturas, con los grupos que se sentían apar­ tados injustamente del poder tendiendo a recibir de buena gana ideas nuevas y disruptivas. al tiempo que los grupos más asen­ tados se resistían a las novedades. Lo que hace de la Grecia pri­ mitiva algo inusitado es que aquí no se trataba de un grupo mercantil emergente, o de una juventud muy instruida, quien se sentía excluido, sino los aspirantes a aristócratas. Eran estos autoproclamados nobles quienes miraban al pasado, a O rien­ te, y a lo divino en busca de su justificación, y extendían su espacio-tiem po en oposición a las restrictivas previsiones de la ideología media. Los poetas medios se resistían ante todas esas creencias. Para ellos, los dioses elitistas les parecían tan frívolos como sus salvajes guerreros heroicos y las eróticas y descontroladas m u­ jeres. A ojos de Jenófanes, los dioses de la épica representa­ ban «todo lo malo y censurable entre los hombres... roban­ do, com etiendo adulterio y mintiéndose entre ellos» (11; cf. 10,12-16). Los dioses de la ideología media,lejos de ser com­ pañeros de la élite, como lo habían sido de Safo, mantenían los fines de la vida ocultos a todos los hombres.8 O riente inspiraba los más recios ataques. Para Focílides, «una polis ordenada y asentada sobre una roca es mejor que la alocada Nínive» (5), y Jenófanes cuenta cómo los colofonios: C o n superfluos refinam ientos

ptabrosynai] aprendidos de los li-

dios, cuando aún no conocían la odiosa tiranía, acudían a la reu n ió n en el m ercado todos teñidos de p ú rp u ra en u n n ú ­ m ero no inferior a millar, regocijándose orgullosos de sus ca­ bellos ornados de oro y rociada su fragancia co n esm erados ungim ientos. (Jenófanes 3)

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Jenófanes relaciona deliberadamente a los habrosynai con Orien­ te, la tiranía, el oro y los perfumes. La tiranía en sí misma a me­ nudo se vinculaba con Oriente, y la palabra tyrannos puede ha­ ber sido un préstamo lidio. Arquíloco, en el fragmento 19, pone en boca de Caronte: «No me im portan los montes de oro de Giges, jamás m e dom inó la am bición y no anhelo el poder de los dioses. N o codicio una gran tiranía. Estas cosas están, desde luego, lejos de mis ojos». Lo que rechaza es un virtual catálogo de la élite... deseos de riqueza a una escala semejan­ te a la del rey de Lidia, rivalizar con los dioses, y (al menos an­ te los ojos de los críticos) ser un tirano, es decir, la expresión definitiva de la soberbia. Pero, quizás, el ataque más eficaz contra las pretensiones de la élite procede de Hipónax, quien insülta la delicadeza, el erotismo y el orientalismo que Safo y otros contemplaban co­ mo fuentes del poder social. El héroe cubierto de mugre del párrafo 92 se encuentra en un baño público con una m ujer que realiza un acto poco claro en su ano al tiem po que bate sus genitales con una rama de higuera. El fragmento termina con una nube de escarabajos zum bando alrededor de la in ­ mundicia. La m ujer es una lydizousa, alguien que «habla co­ mo una lidia». Parece que todo el episodio era tan popular que ni siquiera implicase a una verdadera lidia. Éste es el clásico in­ sulto yámbico, hacer difícil tomar la ideología del habrosyne en serio; y quizá, seguramente, ese fuera su objetivo.

Conclusiones Según la ideología media, no había modo de trascender la po­ lis. N i siquiera una victoria atlética acercaría a un hom bre a los dioses o los héroes; y Tirteo (12.1-12) Jenófanes (2) y So-

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Ion (al menos según D iodoro 9.2.5) rechazaban el ideal del atleta en favor de tipos con más utilidad social. Las diferencias entre las dos tradiciones al final convergen en un solo punto. Los elitistas legitimaban su situación especial desde fuentes aje­ nas a la polis y los poetas medios rechazaban tales reivindica­ ciones. Los primeros desdibujaban la distinción ente lo mas­ culino y lo femenino, el presente y el pasado, lo m ortal y lo divino, lo griego y lo lidio, para reforzar su particular distin­ ción entre la aristocracia y el pueblo llano; los últimos hacían lo contrario. Cada facción era culpable de com portam iento indigno y corrupto ante los ojos de la otra. Para los elitistas, una buena comunidad debería abarcar a los aristócratas de toda Grecia, e incluso de fuera de Grecia. Pero en raras ocasiones esto fue algo más que un sueño de oposición: la «aristocracia griega» fue una élite inmanente, una comunidad imaginada evocándose en los intersticios de la po­ lis... en los juegos interestatales, en la llegada de un xenos, o tras las puertas cerradas de un simposio. En términos prácticos^ la fragmentación fue más fuerte, como individuos persiguien­ do su honor personal a expensas de los intereses de clase (SteinHolkeskamp, 1989). El poder político perm aneció investido en polis independientes, donde la ideología m edia era, en general, triunfante.

La emergencia de la democracia griega R etom ando el modelo de Dahl, podríamos decir que m ien­ tras los modelos elitistas que obtenían su autoridad desde fue­ ra de la comunidad seguían siendo poderosos, existían buenos argumentos para afirmar que algunos hombres en realidad es­ taban m ucho m ejor cualificados que los ciudadanos corrien-

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tes y que serían ellos quienes deberían tomar las decisiones co­ lectivas y vinculantes.Tenía sentido gobernar las ciudades co­ m o oligarquías. Pero a finales del siglo vi a. C., esto dejó de aplicarse. Según H erodoto, durante esos años se realizaron varios experimentos respecto al gobierno popular. Aproximadamen­ te una generación antes de Clístenes, D em ónax de M antinea fue invitado a Cirene durante una crisis dinástica. Los cirineos siguieron la antigua tradición del arbitraje, pues reconocían que las fuentes de poder externas podían anular las facciones locales. Pero una vez llegado, Dem ónax dividió a los ciudada­ nos en tribus nuevas, dejando algunas tierras y cargos a los re­ yes, y «dio todos los derechos y regalías que habían tenido an­ tes los reyes al cuerpo de la república» (es meson to demo 4.161). Es difícil saber qué quiso decir exactamente Herodoto, o in­ cluso si su historia es cierta, pero utiliza un lenguaje similar en otros tres pasajes más. En el año 522 a. C., dice, M enandrio deseaba dejar su tiranía sobre Samos. Erigió un templo dedi­ cado a Zeus Libertador y ofreció isonomia, «igualdad ante la ley», al pueblo (3.142). En una historia famosa, aunque singu­ lar, Herodoto afirmaba que justo al año siguiente el noble per­ sa Otanes propuso que todo el imperio persa habría de ser una democracia (3.80).Todos esos planes quedaron en nada, pero H erodoto también menciona, de pasada, que el año 499 a. C. el demos de Naxos expulsó a ciertos hombres acaudalados (5.30), y que en algún m om ento alrededor del año 500 a. C. Cadmo, tirano de Cos, inspirado por la justicia (dikaiosyne), «renunció en manos de los cóseos» (es meson Kooisi: 7.164), y se mudó a Sicilia. Probablemente allí se sintió a gusto: en el año 491 a. C., el demos siracusano expulsó a sus notables e instauró su propia democracia (7.155). H erodoto sabía que no todo el m undo creía su historia sobre Otanes, así que hizo hincapié en có­

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mo en el año 492 a. C. los persas establecieron democracias por toda Jonia (6.43). Todas estas historias tienen problemas bien conocidos, y no debería presionarse demasiado sobre ninguna de ellas (R o­ binson, 1977:103-122). Lo mismo puede aplicarse a una ins­ cripción de Quíos, datada alrededor del año 550 a. C. o in­ cluso algo después, referente a alguna clase de bole demosie, un «concejo popular» (Meiggs y Lewis, 1969: n. 8; [trad. Fornara 1983: n. 19]; R obinson, 1997: 90-101). Al contrario que las historias de Herodoto, nosotros no podemos desestimar la ins­ cripción como un anacronismo, no sabemos quiénes se sen­ taron en ese concejo y qué hicieron. N o obstante, dejando a un lado todos los demás proble­ mas, la agrupación cronológica es sorprendente.10 Herodoto no tenía un interés particular en el origen de la democracia, pero exactam ente dos generaciones después de los hechos m enciona en com entarios aparte siete u ocho episodios de distinta fiabilidad referentes a los cambios del poder político hacia una amplia comunidad masculina entre los años c. 525 y 490 a. C. N o parece razonable negar que hubiese una ten­ dencia del demos hacia la toma de una autoridad mayor a fi­ nales del siglo VI a. C. En Atenas, la democracia fue estableci­ da tras un violento rechazo hacia la autoridad externa, cuando los ciudadanos no aceptaron el fundam ento de Hipias en el grupo de tíranos interestatales, y el de Iságoras en Esparta, y se pusieron a favor de la total dedicación de Clístenes hacia el de­ mos (vid. Ober, 1996: 32-52). Los cambios en la política y en el registro arqueológico sugieren que esto fue parte de un am­ plio desarrollo acaecido durante las últimas décadas del siglo VI a. C .,y que la democracia fue algo concebible gracias al co­ lapso de la ideología elitista. Dicha transformación fue tan com­ pleja como la sucedida en el siglo VIH que someto a discusión

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en la cuarta parte. H e resumido las pruebas materiales en otros lugares (I. M orris, 1998b: 31-36), pero el período comprendi­ do entre los años 5 5 0 y 4 5 0 a.C.requiere un análisis más com­ pleto del que yo puedo ofrecer aquí, por eso pretendo reto­ mar el asunto en un ensayo aparte. Alrededor del año 520 a. C.,los aristócratas comenzaron a encargar odas en h o n o r de los atletas victoriosos que re­ gresaban a casa; estas obras serían cantadas por coros en sus res­ pectivas ciudades natales. Esta poesía compartía la gloria del vencedor con la com unidad. Era una idea vieja. Los héroes se habían preocupado por lo que pudiese decir «alguien» (tis) de entre las masas (De Jong, 1987), pero los nuevos poetas epi­ nicios fueron más allá incorporando a todos los ciudadanos en un único canto. Los elogios de los demás nobles no eran sufi­ cientes. H ubo una crisis en las alabanzas. Surgió un grupo de poetas profesionales que acepta­ ban pagos por sus representaciones. Argumentaban que la loa com ún era imprecisa y fútil, en tanto que ellos podían con­ cretarla. La alabanza podía encauzarse mal, convirtiéndose así en simples ru m o res.11 Los poetas se presentaron com o un grupo neutral, que actuaba com o mediadores entre la masa y la élite, y apartando la envidia.12 En una ocasión Píndaro se describe a sí mismo com o amigo y huésped de Sógenes de Egina (Nemeas, 7.61-65), en otra como un ciudadano co­ rrien te (Píticas, 2.13), identificándose con cada uno de los grupos según se presente la necesidad. Kurke (1991: 86-90, 135-147) argumenta que m ediante un uso cuidadoso de re­ ferencias a sus huéspedes-am igos, Píndaro aseguraba a los vencedores de las pruebas atléticas que aún pertenecían a la élite interestatal, incluso cuando los incluía entre los ciuda­ danos (p. e. Olímpicas, 7.89-90; 13.3; Píticas, 3.69-71: Istmicas, 1.50-1; 6.66-72).

C u l t u r a s a n t it é t ic a s

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Los poetas epinicios adoptaron la imagen del ciudadano medio (Píndaro, Nemeas, 11.47-48 ; ístmicas, 6.66-72; Pean, 1.25; 4.32-53), com partiendo las actitudes de la media hacia las fuerzas corrosivas del hambre (Píndaro, ístmicas, 1.49) y la po­ breza (Píndaro, fragmento 109; Baquílides, Oda, 1.168-171). Píndaro aceptaba que el «nivel medio» (ta mesa) contenía la prosperidad más duradera (Píticas, 11.52-53), alabando a quie­ nes perseguían lo principal: vivir con justicia (Píndaro, Píti­ cas■ 2.86-88; 3.107-108; 5.14; 10.67-68 ; Nemeas, 7.87-89). La soberbia era el crimen más grave.13 Para Baquílides, cualquie­ ra con buena salud que viviese de su propia hacienda rivali­ zaba con «los primeros hombres» (Oda, 1.165-168). Pero los poetas epinicios no se limitaron a continuar con la tradición media. R econocían una élite distinguida por algo más que la sabiduría y la moderación. Píndaro afirmaba sin ro­ deos que «la dirección de las polis, en manos de los nobles, pa­ sa de padres a hijos» (Píticas, 10.71-72). Píndaro divide al m un­ do entre dioses, hombres extraordinarios y hombres ordinarios. Para él, como señala G lenn M ost (1985: 75), «los dioses son superiores porque siempre poseen la felicidad, los hombres ex­ traordinarios lo son porque la habían conseguido al menos una vez y durante un lapso breve». Pero ésta no era la élite intré­ pida de Safo y Alcmeón. La victoria atlética aún proporcio­ naba vínculos con dioses y héroes,14 pero el esfuerzo que se invertía en estos triunfos se hacía entonces «por el interés común».15 Los éxitos de los nobles obligaban a todos los ciu­ dadanos a corresponderles conjaris, otro im portante concep­ to clásico; y el poeta convertía entonces esejaris en una ala­ banza segura. Como los individuos en el simposio de Jenófanes, los hom­ bres extraordinarios de Píndaro eran lo bastante sabios para ser piadosos. Sin embargo, Píndaro también creía que los dioses

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T e r c e r a parte

pagaban la piedad con favores, lo que se traduce en riqueza, para ser invertidos en los juegos (Píndaro, Olímpicas, 2.5356; 5.23-24; Píticas, 2.56; 5.1-2, 14; 6.47). Su riqueza se con­ vertía en «una estrella brillante, la luz más válida para un hom ­ bre» (Píndaro, Olímpicas, 2.55-56), que ilum inaba a toda la ciudad. La única alternativa a gastar en público era atesorar en la oscuridad, ocultando la fama de la familia.16 Allí no había espacio para el manejo sáfico del lujo. Los poetas epinicios describían repetidamente a los no­ bles con sus copas de oro, como los dioses del Olimpo,17 y vin­ culaban las riquezas de los aristócratas con las de los héroes.18 Sin embargo, los poetas se alinearon ju n to a la tradición m e­ dia al ver un abismo infranqueable separando lo mortal de lo divino. «Una es la raza de los hombres, utíá es la de los dioses -explica Píndaro—, y ambos alentamos [hemos sido origina­ dos] de una sola madre. Pero un poder divisor nos ha separa­ do, de manera que los unos somos nada, y el broncíneo cielo perm anece com o la siempre estable sede.» (Ñemeos, 6.1-4.) N ingún logro era posible sin la ayuda de los dioses,19 y nin­ gún hom bre podía esperar igualarse a los dioses.20 En O riente los aristócratas fueron aislados con la misma brutalidad. Los persas habían aplastado Lidia en el año 546 a. C. y, según H erodoto (1.71), como resultado habían asimilado el lujo. En el siglo V a. C. Persia se imaginaba como la fuente más importante del lujo oriental, y Lidia casi desapareció de la poe­ sía. El fragmento 29 de Esquilo, de Edonoi, describe a D ionisos vestido con ropas lidias, y Píndaro (Nemeas, 6.16-18) ofre­ ce a Ayax una cinta para el cabello ornada con un poema, al cual asociaba entonces con un mítico sacerdote de Afrodita, uniendo varios elementos característicos de la más antigua ideo­ logía elitista. U n fragmento de la obra satírica de Ion de Quíos Onfale (la reina lidia que esclavizó a Heracles durante un año

C u l t u r a s a n t it é t ic a s

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y lo hizo vestir de mujer), dice «es m ejor conocer los perfu­ mes y la mirra de Lidia y los adornos para la piel de Sardes que los modales de la isla de Pélope» (Radt y otros, 1977: n. 24). Los temas son antiguos, pero no sabemos ni quién habla ni en qué contexto; y, dado el hum or anárquico de las obras satíri­ cas, ni siquiera podem os im aginarnos las insinuaciones que pretendían concretar. Lidia fue reducida a poco más que una fuente de obras musicales (Píndaro, Olímpicas, 5.19; 14.17-18; Nemeas, 4.45; 8.15; fragmento 125; Baquílides, fragmento 14). En la época de la obra Los persas, de Esquilo, en el año 472 a. C., el lujo oriental era cada vez más negativo: la riqueza, la suavidad y la soberbia explicaron la derrota persa, sufrida entre los años 490-479 a. C. Com o muestra Miller (1997), algunos atenien­ ses sí utilizaban la cultura persa como un modo de subrayar su sofisticación. Pero las fuentes hacen un despliegue abrumador del lujo persa com o un símbolo de la soberbia y la decaden­ cia (E. Hall, 1989; Cardedge, 1993: 36.62). Los aristócratas, despojados de legitimación externa, re­ currieron a ellos mismos y a la polis. La única alternativa con­ sistía en replegarse a cultos misteriosos pero, como apunta D etienne (1996: 120), «los magos y los iniciados vivían en la periferia [social] de la ciudad, aspirando sólo a una transfor­ mación interna general». Incluso una vez transformados, la su­ perioridad de un sacerdote frente a un hombre común era pu­ ramente interna. Pues para aquellos situados en lo convencional, las definiciones esenciales de la nobleza ya no contenían nin­ gún bien. Según Simónides: «Es difícil llegar a ser un hom ­ bre excelente, cuadrado de manos, de pies, de inteligencia, ter­ minado sin reproche» (542.24, 2-3). Lo m ejor a lo que podía aspirar un hombre era a evitar hacer algo vergonzoso, y a preo­ cuparse por la justicia civil (542.27-29; 34-35). Gentili (1988:

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T e r c e r a parte

63-71), no sin razón, habla de la «desacreditación de los va­ lores aristocráticos por parte de Simónides», o Detienne (1996: 107-117) señala, refiriéndose también a Simónides, la degra­ dación de la alezeia, las verdades asentadas en valores externos, a favor de las doxa, las apariencias. La virtud era relativa, defi­ nida desde el punto de vista de la polis. Simónides lo resumió en un fragmento elegiaco: «Es la polis la que instruye al hom ­ bre» (15 [West 1991-1992]). Dahl sugiere que el gobierno democrático sólo funciona cuando la mayor parte de los miembros de un grupo cree que goza aproximadamente de la misma cualificación para partici­ par en la toma de decisiones. La ideología media consistía en tal creencia entre los ciudadanos masculinos al final de la época ar­ caica. Había sido im portante desde el siglo’v i i i a. C., pero en­ tre los años 525 y 500 todas las alternativas viables se derrum ­ baron. Sin duda, muchos nobles tanto enTebas como en Egina o Atenas continuaban creyendo que eran seres especiales, pero reconocían cada vez más la necesidad de ser juzgados como ta­ les no sólo por los otros nobles, sino también por sus conciu­ dadanos. M uchos debieron de continuar creyendo que el go­ bierno aristocrático debería guiar a la gente del mismo m odo que la alabanza y el reproche debían ser encauzados por los poe­ tas profesionales. El derrumbe de la fe en las fuentes externas de autoridad no llevó automáticamente a la democracia, pero hi­ zo de ella una posibilidad. Los aristócratas tenían que abrirse ca­ mino entre comunidades de hombres más o menos iguales.

Conclusión preliminar En la tercera parte he argumentado que desde el año 700 has­ ta el 500 a. C. la ideología media dominó el pensamiento grie-

C u l t u r a s a n t it é t ic a s

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go. En los tiempos arcaicos era desafiada constantemente por su rival, el m odo de pensar elitista, pero alrededor del año 500 a. C. el elitismo se desmoronó, lo que anunció el comienzo de una época de consenso. La com unidad im aginada en el siglo V consistía en un modelo moderado de ciudadanos igua­ les, apartado del pasado y de O riente. El hot mesoi no era tan­ to una Mittelschicht como una construcción ideológica, parte de una pareja de culturas antitéticas que perm itía a todos los ciudadanos ubicarse en la media si así decidían hacerlo. Según los térm inos de Walzer, la única cosa buena era nacer como ciudadano masculino. Todos los demás bienes fluían hacia los hombres que lo eran. Llamar a un hom bre rico o pobre para negar su estatus medio significaba expulsarlo de la polis ideal. A finales del siglo v a. C., unos estilos de crítica nuevos to ­ m aron forma entre los ciudadanos ricos y altamente instrui­ dos, pero seguían unas líneas muy diferentes de las del elitis­ m o del período arcaico (Ober, 1998). Tenemos el perfil de una historia cultural de la historia del igualitarismo griego, pero nada más que eso. Los textos tie­ nen tres poderosas limitaciones. La prim era es geográfica. En el capítulo cuarto someto a discusión las pruebas atenienses y, aunque los poetas de este episodio proceden de distintas ciu­ dades, el proceso de la form ación de textos, en particular la promoción de la poesía a un estatus panhelénico, tuvo un efec­ to hom ogeneizador.Tenem os un único discurso «griego», a pesar de que los datos arqueológicos y las narraciones de H e­ rodoto y Aristóteles indican fuertes variaciones regionales.Yo, retomando el material cultural en la cuarta parte, argumento que desde el siglo XI a. C. en adelante advertimos cuatro agru­ paciones regionales principales (vid. Ilustración 6.1). La ma­ yor parte de los poetas que he comentado en este capítulo pro­ ceden de la zona central, y es aquí donde encontramos las polis

3 3 2 ----------------------------------------------------------------------T e r c e r a parte democráticas clásicas m ejor conocidas, y tam bién las prim e­ ras democracias.21 W hitley (1991b: 344) señala la tendencia de los historia­ dores a extrapolar a partir de H om ero la idea de una sociedad única en la «Grecia primitiva», lo que les hace concluir que «el problema [es] separar los aspectos que puedan referirse a un tipo de sociedad de los que se refieran a otra». Pero las difi­ cultades son más profundas. Es demasiado fácil tom ar a H o ­ mero como un espejo de la realidad externa, aunque defec­ tuoso, y contemplar nuestra labor como un medio de utilizar la arqueología con el fin de pulir su distorsionada superficie y crear un reflejo de las realidades sociales. En vez de eso, argu­ mento que ni la épica era una especie de narrativa histórica de mala calidad, ni la poesía una fuente docum ental incorrecta. Entre los siglos viii y Vi a. C., tratamos con unas construc­ ciones literarias basadas en lo que los distintos grupos de per­ sonas pretendían que fuese el mundo. H om ero sitúa sus com ­ posiciones en una tierra de héroes legendaria; los poetas elegiacos, yámbicos o líricos lo hacían en su m undo contem ­ poráneo, pero igualmente imaginario. N o podemos pulir las superficies, pero sí podemos combinar estos discursos litera­ rios ritualizados con los restos de otros discursos igualmente ritualizados excavando bajo la poesía panhelénica para ver has­ ta qué punto las comunidades griegas coincidían acerca de có­ mo habría de ser una buena sociedad. Esto nos conduce al segundo problema, el cual es socio­ lógico. Los textos nos atrapan en un territorio determ inado de conflictos discursivos, principalmente asociados al simpo­ sio aristocrático (Kurke, 1999). Podemos rastrear los conflic­ tos dentro del m undo de los banquetes, pero tenemos muy pocos indicios del m odo en que los que estaban excluidos de éste compartían sus ideas o cómo desarrollaban alternati-

C ulturas

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vas. En la cuarta parte, argumento que comenzando alrededor del año 750 a. C.,los debates vistos en el registro literario tam­ bién parecen haber inform ado las prácticas que crearon el registro arqueológico, mientras que antes de esa fecha las prue­ bas excavadas parecen encontrarse estructuradas dentro de unos principios significativamente distintos. Y esto nos lleva al tercer punto, que es cronológico. C o mo las fuentes escritas no van más allá del año 750 a. C., y H o­ mero y Hesiodo ya revelan la fuerza de las ideologías media y elitista, no hay manera de demostrar a partir de los textos si las creencias en dichos sistemas conform aban un fenóm eno nuevo en el siglo v i i i a. C., eran fuerzas que emergieron más gradualmente durante la Edad de Hierro, o eran elementos de un espíritu «griego» eterno. Sólo la arqueología podrá escla­ recer esta pregunta. También argumento en la cuarta parte que contemplamos cambios importantes en el material cultural ha­ cia el final del siglo X I y otra vez en el siglo v i i i a. C., y que esto revela unos profundos cambios espaciotemporales: las raí­ ces del Firme Principio de Igualdad griego.

CUARTA

PARTE

Capítulo 6 El pasado, Oriente y el héroe de Lefkandi Introducción Sabemos m ucho más de la Edad de H ierro de lo que cono­ cíamos cuando hace un cuarto de siglo aparecieron las grandes síntesis. Confío en tratar con detalle todo el abanico de prue­ bas en otro lugar, pero de m om ento m e lim itaré al área si­ tuada alrededor de las costas del mar Egeo a la que llamo «Gre­ cia central» (Ilustración 6.1). H e argumentado que podemos identificar cuatro regiones referidas al material cultural, las cua­ les tom an forma durante el siglo XI a. C. y se extienden hasta el VI y más allá (I. M orris, 1997b; 1998b). Estas regiones no eran homogéneas. N unca dos lugares arqueológicos son exac­ tamente iguales, y dividirlos en unidades geográficas siempre es un acto interpretativo. Otros arqueólogos, buscando dife­ rentes elementos dentro de un asentamiento general, podrían llegar a disposiciones espaciales diferentes.Tampoco las fron­ teras entre las regiones que identifico están siempre diferen­ ciadas con claridad. Pero, en lo concerniente a todos los pro­ blemas de la delimitación, esta organización de datos clarifica más que oscurece. Snodgrass (1971: 228-268) ve modelos re­ gionales parecidos en la decoración de la cerámica, el uso del metal y las construcciones. Sus «avanzadas» regiones de la Gre­ cia protogeom étrica se corresponden más o m enos con mi

3 3 8 ------------------------------------------------------------------------- C u a r t a parte área de la G reda central (Snodgrass, 1971: 374-376), alrede­ dor de las costas del m ar Egeo. Salgo de esta zona en dife­ rentes ocasiones, pero m e concentro en ella porque ahí va a encontrarse la mayor parte de las ciudades-estado sometidas a discusión en la segunda parte, y porque desde el siglo XI a. C. esta región se desarrolló de una manera diferente a cualquier otra parte del M editerráneo.

C ultura posm icénica Alrededor del año 1200 a. C. se vivieron unas convulsiones gi­ gantescas en todo el Mediterráneo oriental (Ward y Joukowsky, 1992; Gitlin y otros, 1998). En Grecia, los :p alados micénicos fueron destruidos y abandonados. La escritura lineal B, la ar­ quitectura m onum ental de piedra y otras habilidades «supe­ riores» desaparecieron. La población disminuyó quizás en un 75 por ciento entre el año 1250 y 1100 a. C. En todo ello de­ bieron de mezclarse la em igración desde las zonas centrales micénicas, las hambrunas y las plagas de enfermedades. Los pa­ lacios habían dom inado gran parte de la econom ía cultural, y su destrucción quizá anunciase el desastre económico. En algunos lugares, los desplazamientos fueron bastante pequeños: enT irinto (Ilustración 6.2),la Oberburg [ciudad su­ perior], donde se había erigido el palacio, fue abandonada ca­ si por completo alrededor del año 1200 a. C., y floreció una nueva población en la Unterburg [ciudad inferior].1 Pero otros lugares fueron evacuados cuando gente de la Argólida cons­ truyó nuevas casas en las islas Cicladas, en la Falcidia, la Gre­ cia occidental y lugares tan distantes como Chipre y la costa de Asia M enor. D urante el siglo XII a. C. se realizaron inten­ tos de preservar elementos de la cultura de la Baja Edad de

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Bronce. La construcción de casas y tumbas, la adoración a los dioses, y muchos trabajos artísticos continuaron siguiendo las mismas líneas que en el siglo XIII. H ubo incluso una especie de renacimiento micénico alrededor del año 1150 a. C., qui­ zás una edad dorada de los aristócratas locales, liberados en­ tonces del control palatino (R utter, 1992). En K oukounaríes, isla de Paros, floreció una m ansión de estilo m icénico completada con un trono con accesorios de marfil (Schilardi, 1984), y las tumbas de Peratia contenían importaciones pro­ cedentes de O riente Próximo (Iakovidis, 1969). En Micenas,

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1 Anfípolis 2 M ende 3 Z erm on 4 Zeotokou 5 Anfklea 6 Andikira 7 Elatea 8 Kalapodi 9 O ijóm enos 1OVranesi 11 Acraifia 12Tebas 13 Calcis 14 Lefkandi

C uarta

15 Eretxia 16 Eleusis 17 Atenas 18 Lazourisa 19 Anavissos 20 Salamina 21 Istmia 22 C orinto 23 Klenia 24 Micenas 25 Argos 26 Tirinto 27 Asina 28 H eraion

29 Prosimna 30 Berbad 31 Azikia 32 Epidauro 33 Pilos 34 Ayia Irim 35 Filacopi 36 Tinos 37 R inia 38 Délos 39 Koukounaries 40 Iría 41 Grotta 42 Tsikalario

43 Donoussa 44 Minoa 45 Knossos 46 Kameiros 47 [alisos 48 Asarlik 49 Cos 50 Mileto 51 Éfeso 52 Es mima 53 Troya

parte

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algunos fragmentos de los frescos pueden datar del siglo xii a. C., aunque todavía no hay pruebas de escritura posteriores al año 1200 a. C. Hacia el año 1100 a. C. esto estaba cambiando. Nuevas destrucciones y movimientos migratorios golpearon muy fuer­ te en la Grecia central. H ubo un brusco descenso de pobla­ ción. Continuaron las ocupaciones en algunos de los lugares más grandes del territorio continental, pero su carácter cam­ bió. En Tirinto, la Unterburg fue quemada y abandonada. Só­ lo se ha encontrado una casa del siglo xi a. C., otra ju n to a las murallas, en la zona exterior, y un mero puñado de frag­ mentos datados en el siglo X a. C.Y lo que podríamos llamar la «nueva frontera», las islas de Acaya y Chipre, se hundió. Kou­ kounaries y Lefkandi fueron incendiadas, y sus ocupantes a duras penas podían malvivir entre las ruinas. Pero hacia el año 1050 a. C., esto también term inó. Filacopi, en la isla de M e­ los, Ayia Irini, en C eo s,y m uchos otros lugares fueron des­ truidos. La riqueza de cultura m aterial dism inuyó a partir del año 1100. Las variaciones regionales aum entaron, y los contactos con lugares lejanos probablemente se hicieron m u­ cho menos corrientes. En la Grecia central, las últimas huellas del estilo de vida m icénico habían desaparecido definitiva­ m ente en el año 1000. En su lugar, vemos la creación de lo que com únm ente se conoce como cultura submicénica. Desborough lo contempla como un sustrato en toda la Grecia cen­ tral, el sur de Tesalia y Elide caracterizado por «casi siempre el mismo tipo de cerámica, la misma clase de tumbas, cistas y cue­ vas funerarias excavadas, y tipos de ornamentos similares» (Desborough, 1972: 75).2

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C uarta

parte

La invasión doria

Los escritores clásicos hablan de la invasión de Grecia por par­ te de los dorios, suceso queT ucídides (1.12) sitúa ochenta años después de la guerra de Troya, es decir, en el siglo xn a. C. Esto podría explicar la transformación de la cultura ma­ terial sufrida en la Grecia central.Y ocupa un lugar prom i­ nente en las discusiones acerca de la Edad de Hierro, aunque en pocas ocasiones se explican en detalle los problemas m e­ todológicos. Existen dos problemas en relación a los textos. El p ri­ mero, Tucídides vivió unos 700 años más tarde y, en realidad, los informes más detallados proceden de autores romanos. H u­ bo muchas ocasiones en que le fue útil a varios grupos fabri­ car historias y Jonathan Hall (1997) muestra que diferentes mi­ tos sobre el regreso de los aqueos Heráclidas y una invasión de los dorios probablem ente aún se estaban construyendo y refundiendo bien entrados los tiempos arcaicos. En segundo lugar, las fuentes se contradicen entre sí. N o podemos juzgar a partir de ellas si debemos creer en una o va­ rias invasiones, si implicaron a mucha gente o poca, si duró un lapso de tiempo breve o, en cambio, se extendió durante dé­ cadas. Los arqueólogos que buscan demostrar las leyendas es cierto que identifican muchos objetos de apoyo en la Grecia del siglo XII a. C .,p ero todos ellos tenían unos buenos ante­ cedentes en el m ar Egeo ya antes del año 1200 a. C. (Vanschoonw inkel [1991] revisa las pruebas). C on todo, como las fuentes son tan vagas acerca de lo que se supone que sucedió, no podemos afirmar si esto falsea las teorías de la invasión o muestra que dicha infiltración comenzó en el siglo XIII a. C. En los últimos veinte años, los arqueólogos han identifi­ cado un tipo de alfarería hecha a mano, bautizada como «uten-

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silios bárbaros», consistente en cerámica bruñida con pocos vín­ culos obvios respecto a los estilos micénicos. Com o otras pre­ suntas antiguallas de los invasores, los utensilios bárbaros se die­ ron antes del año 1200 a. C .,y su relevancia depende de cómo imaginemos que se produjeron dichas invasiones. Small (1990) interpreta la alfarería como una respuesta económica ante el desmoronamiento de la producción centralizada de la cerámi­ ca, la cual causó una regresión hacia tecnologías más sencillas, pero R u tte r (1990) señala similitudes entre los estilos de esta alfarería desde Corinto hasta el sur de Italia, y sugiere que las migraciones explicarían m ejor las fechas de datación. A pesar de estudios detallados (p. e. Reber, 1991), nadie ha identifica­ do todavía un área donde esta cerámica representase el estilo habitual antes del año 1250 a. C .y que pudiese ser la tierra na­ tal de los invasores; pero es perfectamente posible que los «uten­ silios bárbaros» se debiesen a un estilo híbrido creado durante el propio proceso del movimiento. Hall (1997: 62) señala tam­ bién que las fuentes literarias son tan vagas sobre cuál era la pa­ tria de los invasores como lo son las arqueológicas para con­ cretar el lugar de origen de esos utensilios bárbaros. Vincular la cerámica submicénica hecha con torno de al­ farero con la de los invasores es aún más difícil. Estos utensi­ lios simples y repetitivos le deben m ucho al Heládico Tardío IIIC , incluso aunque han desechado m uchos de sus rasgos (Snodgrass, 1971: 28-40). En C orinto (si bien no en Micenas ni enT irinto) los dos estilos se estratificaron juntos, y en Asi­ na el Submicénico se desarrolla orgánicamente fuera del H e­ ládico Tardío III.3 Posiblemente el Submicénico y los utensi­ lios bárbaros eran ambos híbridos de tradiciones locales y costumbres traídas desde fuera. Algunos arqueólogos asocian las casas de paredes curvi­ líneas y con un solo habitáculo que aparecen en los lugares

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C uarta

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submicénicos con los invasores. Tales casas eran comunes en la zona del mar Egeo antes del año 1600 a. C., pero fueron reem­ plazadas en gran medida (aunque no del todo) por casas rec­ tilíneas en los tiempos micénicos (Mazarakis Ainian, 1989). M ichel Sakellariou afirma que las casas ovales y absidales con techos inclinados eran más fáciles de construir, y menos du­ raderas, que las casas micénicas rectilíneas, de varias habita­ ciones y techos planos, y que deberíamos asociar las casas nue­ vas con invasores nómadas procedentes del norte (Sakellariou, 1980: 118-126:1981). La ecuación de forma de la casa, la du­ ración, la com plejidad social y la raza es algo m uy popular. Gerhard Kleiner (1966: 21-22; 1970: 119), al observar las ca­ sas absidales de M ileto correspondientes al siglo vm a. C., vio las casas y los tem plos de los carios desplazados por los griegos que vivían en habitáculos rectilíneos. E n Esm irna, Ekrem Akurgal (1983:31-32) vinculó los edificios curvilíneos con los griegos hablantes del dialecto eolio, y los rectilíneos con los hablantes del jonio. En la Lazourisa del siglo vu a. C., Hans Lauter (1985a: 69-70,73,77-78, 83) vuelve a suponer que fue­ ron los inmigrantes nómadas los constructores de las casas ab­ sidales. N inguno de estos arqueólogos proporciona alguna clase de teoría de alcance medio. Podemos esperar que los nóm a­ das construyan refugios tem porales más que casas perm a­ nentes, pero no podemos leer tan fácilmente com portam ien­ tos económ icos u orígenes étnicos a partir de las plantas de las viviendas. Algunos de los pueblos nómadas de la actuali­ dad que viven en tiendas apenas dejan residuos materiales, mientras que otros utilizan plataformas hechas en piedra y pe­ sos, dejando restos sustanciosos. R o g er C ribb (1991: 84-99) proporciona una tipología de viviendas nómadas, desde tien­ das hasta casas permanentes. En un ejemplo tom ado en Be-

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luchistán, la única diferencia perceptible desde un punto de vista arqueológico entre la base de piedra para una casa y la base para una tienda es que la primera necesita un poste cen­ tral para sujetar la techum bre y la últim a requiere tres agu­ jeros para los postes. En el siglo XI a. C., los habitantes de la Grecia central utilizaban las mismas técnicas para la cons­ tru cció n de los m uros de sus casas absidales (adobe sobre base de piedra), que las escogidas por los micénicos para eri­ gir sus casas rectilíneas. N o hay razón para suponer que las vi­ viendas absidales debían corresponderse con refugios a corto plazo levantados por pastores nómadas, y no hubo tentativas por identificar los tipos de asentamientos que Cribb (1991: 76) sugiere com o típicos de los nóm adas. Los habitantes de la Grecia del siglo XI a. C. debieron de haberse basado más en la carne y los desplazamientos que los m icénicos, y pu­ do haber desplazamientos de población por la zona, pero has­ ta ahora no hay una prueba directa de ninguna de las dos co­ sas. Los cambios en los enterramientos se han tratado de un m odo similar. Las tumbas submicénicas son las típicas inhu­ maciones individuales en cistas de piedras alineadas, bien ex­ tendidas, bien contraídas. Los arqueólogos a m enudo dicen que el cambio de los enterram ientos múltiples a los indivi­ duales después del año 1100 a. C. significa que la gente aban­ donó la planificación a largo plazo inherente a las cámaras fu­ nerarias porque carecían de confianza en el futuro. Pero entonces las teorías divergen. Desborough (1964) argumenta que los invasores llegados desde el noroeste causaron esta in­ seguridad, mientras que Snodgrass recalca las similitudes en­ tre las cistas funerarias, la cerámica hecha a mano y las casas absidales de los tiempos submicénicos con las de la Edad de Bronce Media. Sugiere que estas características materiales se

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C uarta

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habían suprimido en la época micénica por otros «rasgos exó­ ticos y en esencia intrusivos»; bajo este barniz «yace un estra­ to que ahora podríamos reconocer como esencialmente grie­ go» (1971: 385). D akoronia (1987: 145-152) com bina estas ideas proponiendo que la cultura de la Edad de Bronce M e­ dia sobrevivió durante la época m icénica en el noroeste de Grecia, y que los invasores la llevaron de nuevo a la Grecia cen­ tral en el siglo XI a. C. Sin embargo, Jonathan Hall argumenta: «La aparente si­ tuación de punto m uerto entre proponentes y oponentes de una invasión doria visible desde el pun to de vista arqueo­ lógico surge del hecho de que ambos campos suscriben la misma falacia... concretam ente, que un grupo étnico haya de ser reconocible en el registro arqueológico» (1997: 128129). D esb o ro u g h y D ak o ro n ia d iero n p o r sentado que los invasores se aferraron a las costum bres de sus tierras de origen, y Snodgrass que las tum bas en cista, las casas y la alfarería eran elementos de la identidad étnica griega. Al­ rededor del año 600 a. C., las casas absidales y la cerámica bruñida hecha a mano eran cosas del pasado, e incluso las cis­ tas funerarias constituían un fenóm eno restringido. C on to ­ do, no diremos que los griegos arcaicos y clásicos eran m e­ nos griegos que los del siglo XI a. C. Estos enfoques de la invasión doria se basan en m odelos étnicos fundam entales que se derrum ban cuando confrontamos la complejidad de las pruebas y la construcción discursiva y subjetiva de la iden­ tidad. Tanto si los invasores que utilizaban cistas funerarias des­ cendieron desde el noroeste, como si la población local deci­ dió revivir un m odo de vida apenas recordado (o ambos ca­ sos, o ninguno de ellos), estamos contem plando una serie de decisiones que cambiaron la cultura material. A lo largo del si-

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glo XII a. C., mucha, o la mayoría, de la gente que vivía en la Grecia central intentó reproducir algo similar al estilo m icénico, aunque sin una clase palaciega dom inante. A finales del siglo XI pocos seguían haciéndolo, o quizá nadie. Podemos atribuirlo a una población indígena que volvía la espalda al pa­ sado micénico, relativamente reciente, quizá para recrear al­ guna idea de lo que creían que habría sido el m undo prem icénico. O podríamos ver en ellos a unos recién llegados que desplazaron a la población local, no sentían ningún vínculo con el pasado egeo, mantuvieron deliberadamente sus propios usos e hicieron concesiones a las costumbres de su nuevo ho­ gar. Sea como fuere, el resultado fue que el orden simbólico de la Edad de Bronce se derrum bó rápidam ente después del año 1075 a. C.

E l fin del Viejo Orden

En vez de continuar argumentando acerca de las hipótesis de la invasión, prefiero concentrarm e en cómo se desarrolló ese rechazo hacia el estilo micénico. Los cementerios submicénicos de mediados del siglo vu a. C. crean la impresión de un caos simbólico, rozando la anarquía, y de un amplio abanico de actitudes hacia la herencia micénica. El siglo xi a. C. fue una época de cambios apabullantes. Las inspecciones intensi­ vas casi no han identificado lugares definitivamente submicénicos en la Grecia central. Esto puede ser resultado de los escasos hallazgos de trozos de cerámica, pero las excavacio­ nes tam bién sugieren que el núm ero de lugares descendió a partir del año 1100 a. C. Probablemente se abandonó buena parte del campo, o quedó muy poco poblado. La mayoría de la población vivía en pequeñas aldeas.habitadas entre 50 y 300

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C uarta

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años. W hitley (1991b) sugiere que los asentamientos se orga­ nizaban alrededor de grandes hombres, y que el fin de una di­ nastía principal podría implicar el fin de toda la comunidad. Pero también había asentamientos permanentes más amplios, como Argos y Atenas, donde la población probablemente nun­ ca bajó de mil o dos mil personas (I. M orris, 1991:29-34). Los pueblos sobrevivieron en los lugares micénicos im portantes dentro de la llanura argiva, pero en Ática, aparte de las últimas tumbas en Perati, no se han encontrado tumbas fuera de la misma Atenas y del cem enterio de Salamina, a unos quince kilómetros de distancia.

Tabla 6.1 Grecia central: tumbas submícénicas M e ta l

Cerámica N úm ero de tumbas

Promedio

Coeficiente

Promedio

Todas las áreas Atenas Atica Lefkandi Argos Tirinto Tebas

354 193 105 24 15 5 9

1,4 1,1 0,6 1,9 1,0 1,4 1,0

0,511 0,54 —

0,48 0,69 0,13 0,67

Coeficiente de G in i

de G in i

1,2 1,2 0,2 2,2 0,7 2,6 0,9

0,83 0,88 0,80-1,0 0,65 0,77 0,52 0,70

1 No se cuentan las tumbas de Salamina Fuentes: vid. Snodgrass, 1971: 203-297; además, Atenas: I. Morris, 1987: 228-233; A D , 33:2 (1978) 13; 34:2 (1979) 16-17; 38:2 (1983) 23-25; Æ R . 1994-1995:4. Lefkandi: Popham y otros, 1980. Argos: Hágg, 1974. So­ bre los coeficientes de Gini, vid pp. 249-250.

El

pasado ,

O

r ie n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

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Más de la mitad de todas las tumbas submicénicas cono­ cidas en la Grecia central se encuentran en Atenas (Tabla 6.1). Podemos explicar algo de esto mediante la historia de las ex­ cavaciones. El descubrimiento y publicación de más de un cen­ tenar de tumbas en el Arsenal de Salamina fue un golpe de suerte, así como la meticulosidad de los excavadores alemanes en el C erám ico al publicar 115 tumbas alrededor de Pom p eion.4 Pero incluso sin éstas, todavía tenem os 122 tumbas submicénicas de Atenas frente a sólo 72 en el resto de la Gre­ cia central. La intensa arqueología de rescate efectuada en Ate­ nas a comienzos del repentino crecimiento urbano de las dé­ cadas de 1960 y 1970 cuenta para la mayor parte del modelo, pero debemos señalar que las excavaciones en Atenas a m e­ nudo descubren tumbas en grupos de 8 a 15 (p. e. en las calles Vassilisis Sofías, Kriesi, Drakou y Erejzeiou),5 mientras que fue­ ra de Atenas las tumbas normalmente se encuentran solas o en pareja. Existen algunos grupos comparables: en Argos seis tum ­ bas en la colina Deiras y siete en el terreno Kourou; nueve en la puerta de Electra enTebas; y veinticuatro en el campo de Skoubrís de Lefkandi.6 En Lefkandi, Popham y otros esti­ man que han excavado «no más de una cuarta parte del total del cementerio [Skoubris]» (1980:103), de modo que este lu­ gar de enterram iento podría ser comparable al Cerámico y a Salamina. Los cem enterios de Lefkandi pertenecientes a la Edad de H ierro se extienden a lo largo de un área enorm e, aunque la mayor parte del material parece ser un tanto poste­ rior.7 Pero Argos y Tebas también han sido testigos de un in­ tenso trabajo de recuperación y, con todo, no tienen nada que ver con la densidad ni la extensión de las tumbas atenienses. Atenas parece ser el mayor asentamiento de la Grecia del si­ glo XI a. C. La leyenda dice que después de la guerra de Tro­ ya (probablemente entre los siglos XII y XI a. C.) Atenas se con­

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virtió en el centro para los refugiados de los desastres acaeci­ dos en toda Grecia. Pudo haber algo de verdad en eso: Atenas creció mientras la campiña de la Grecia central se vació. A diferencia de las tumbas del siglo x o x i a . C .; la ma­ yor parte de los enterramientos submícénicos contienen muy pocos bienes... quizás una vasija, pero a m enudo nada en ab­ soluto (tales tumbas están datadas en terrenos estratificados o por asociaciones seguras respecto a tumbas similares que con­ tienen objetos). C o n todo, tam bién a diferencia de las tum ­ bas del siglo X , unas pocas contienen ofrendas bastante valio­ sas. Así, en Atenas, donde la cantidad m edia de objetos por enterram iento es de 1,2, la tumba 108 del Cerámico contie­ ne veinte anillos de hierro y bronce, treinta y una fíbulas de bronce, tres alfileres de bronce, un brazalete de bronce, frag­ mentos de cristal, y cuatro vasijas. El hierro se limita a las tum ­ bas más ricas de este período, como la tumba 8 de la calle R en ­ dí, en Atenas, la cual contenía un anillo de hierro junto a diez de bronce y plata. En Lefkandi, donde la media es de 2,2 ob­ jetos de metal, la tum ba 38 de Skoubris contiene dos pen­ dientes de oro, cinco objetos de bronce, tres objetos de hierro y tres fragmentos de marfil; y en los cementerios de Tirinto, en general un poco más ricos, con una cifra media de 2,6 ofren­ das de metal por tumba, la notable tumba 1957/28, un ente­ rramiento doble de un hom bre y una mujer, es el último se­ pulcro conocido durante tres siglos que contiene una armadura de bronce (un casco y el tachón de un escudo).8 Hay varios modos de interpretar esto. El más obvio, es que los desastres acontecidos alrededor del año 1100 a. C. pudie­ ron haber empobrecido la zona central de Grecia, y la poca ri­ queza disponible quedó en manos de los caciques locales, los herederos de los últimos funcionarios micénicos. C om o al­ ternativa, podríamos estar tratando con actitudes diferentes ha-

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cia los bienes dejados en las tumbas, con unos pocos que creían en la necesidad de ofrendas generosas, mientras otros consi­ derasen unos ritos más simples como el m odo más apropia­ do para despedirse de los muertos en su viaje al otro mundo. Incluso concediendo la imprecisión de las dataciones arqueo­ lógicas, parece que el abandono de las tradiciones micénicas fue cualquier cosa menos abrupto. Mientras que la mayoría de la gente adoptó los nuevos ritos de las tumbas en cista a prin­ cipios del siglo xi a. C., algunos no lo hicieron. En la colina Deiras de Argos, seis cámaras funerarias continuaron emplean­ do el otro m étodo bien entrado el siglo X I , y la tumba 20 fue excavada de nuevo probablemente en una fecha tan tardía co­ mo el año 1050 a. C. En el extremo occidental de la Grecia cen­ tral, en Anficlea y Elatea, las cámaras funerarias probablemen­ te continuaron utilizándose incluso durante el siglo IX a. C .9 Pero no existen correlaciones definidas entre los distintos ele­ mentos de la organización funeraria. Algunas de las personas que realizaron enterramientos en las tumbas en cista en Salamina o en el Cerámico depositaron vasijas que parecían más «micénicas» que algunos de los recipientes hallados en las tum ­ bas de Perati, donde continuaron efectuándose enterram ien­ tos colectivos durante el siglo xi a. C .10 Ésta fue una época de cambios rápidos y derrum bam ien­ tos de ideas. Las prácticas funerarias tuvieron una fluidez que no volveríamos a ver hasta finales del siglo v i i i a. C. La ma­ yoría de la gente cambia a tumbas en cista, pero algunos no. M uchos decidieron utilizar la serie de vasijas limitada y sim­ ple que llamamos submicénica pero, de nuevo, algunos no. Los bienes depositados eran tremendamente variados y distribui­ dos de m odo desigual, en lo que W hitley (1991a: 96-97) lla­ ma «modelos de deposición casi aleatorios y no discriminato­ rios». Los enterram ientos poseen un com ponente de «todo

3 5 2 --------------------------------------------------------------------------C u a r t a pa rte vale» lo cual refleja, para Whitley, una situación donde pocas reglas controlaban la creación de identidades sociales. Gunther Krause (1975: 18-19) señala que éste fue el único período en el cual incluso en el Cerámico se difuminaron las distinciones de sexo. En Asina algunos edificios rectilíneos de estilo micénico continuaron utilizándose ju n to con las nuevas casas absidales hasta alrededor del año 1000 a. C. (Wells, 1983:117), pero en varios lugares donde existen pruebas de una ocupación con­ tinua durante el siglo XI los cementerios con tumbas de cista se excavaron en las ruinas de casas micénicas (p. e. en Argos, Asina, Micenas, Naxos,Tebas y T irinto). En la Acrópolis de Atenas y enYolcos, en el sur de Tesalia, fueron cavados inclu­ so entre los restos desmenuzados de los otrora poderosos pa­ lacios (Styrenius, 1967: 22-23: Sipsíe-Eschbach, 1991). Una interpretación de esto podría ser que los asentamientos submicénicos en realidad sí continuaron ocupando el mismo lugar que los micénicos.Y que, como sucede en lugares del si­ glo XII a. C. como Lefkandi y T irin to ,11 los griegos de la Gre­ cia central del siglo XI a. C. cavaron tumbas entre sus casas o bajo el suelo de las mismas; pero dado que las casas absidales submicénicas eran tan endebles, los edificios en sí fueron des­ truidos, dejando bajo ellos solamente las tumbas, cavadas a buen recaudo bajo la superficie. E n el siglo X a. C. encontram os un caso definitivo de un enterram iento realizado intramuros en el área de Karmaniola, en Asina. Los asentamientos conti­ nuaron sin interrupción en ese lugar desde el siglo xn hasta el vm a. C. y, aunque no hay tumbas submicénicas en la pequeña zona excavada, se han encontrado una serie de enterram ien­ tos protogeométricos comenzados alrededor del año 1000 a. C. (Ilustración 6.3;Wells, 1976; 1983).

El

pa sad o ,

O

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Ilustración 6.3 Casas y tumbas en el área de Karmaniola en Asina (ba­ sada en planos de Wells, 1976; 1983).

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N o obstante, este m odelo no funciona en otros lugares. Se descubrieron muros del siglo xi a. C. entre las tumbas de Naxos, pero pertenecían a estructuras funerarias, no a vivien­ das (Lambrinoudakis 1988: 235). En Argos y T irin to (Hágg, 1974: 23-27,79-82), se han encontrado pocos materiales per­ tenecientes a asentamientos submicénicos alrededor de las tum­ bas, y es improbable que hubiese casas originales sobre ellas, mientras que en Micenas, concluye explícitam ente D esborough, «la probabilidad de que cualquiera de estas tumbas fue­ ra interna, en el sentido de que se efectuasen enterramientos dentro de una casa mientras aún se vivía en ella, parece bas­ tante pequeña».12 Los griegos submicénicos crearon un nuevo panorama al enterrar a sus muertos en viviendas derruidas y construir sus casuchas en otra parte. Casi parecían estar declarando que el m undo micénico como tal había muerto. Se distanciaron del pasado en vez de intentar reproducirlo. La gente escogió cavar tumbas en las ruinas micénicas o evitar las mismas, y emplear nuevos tipos de tumbas, alfarería y metalistería o la perseveración en el desarrollo de los métodos antiguos, no como res­ puestas pasivas ante una incertidum bre, sino porque parecía que eso era lo que había que hacer dadas las circunstancias. U n núm ero de personas m ucho m enor (de nuevo mediante un proceso de toma de decisiones que no podemos recono­ cer) continuó utilizando cámaras funerarias o, com o aquellos que cavaron la tumba LH 12 en Asina, una tum ba de cista ca­ vada en el dromos de una cámara funeraria del siglo XII a. C. (Frodin y Persson, 1938: 158), adaptaron sus sepelios a ellas. Sólo puedo contemplar estas decisiones como motivadas por un deseo de mantenerse en contacto con el pasado micénico. Pero la mayoría de las elecciones efectuadas alrededor del año 1050 a. C. parecen intentos deliberados de romper con ese pa-

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sado. Incluso aunque de alguna manera se hubiesen olvidado las técnicas básicas necesarias para excavar cámaras funerarias o construir casas de varias habitaciones, había muchas tum ­ bas micénicas que podrían haber sido reutilizadas y casas que, al menos, podrían haber sido arregladas. Ambas cosas sucedie­ ron alrededor del año 1100 a. C., pero unos cincuenta años después la mayor parte de los griegos de la zona central se dis­ tanciaron de su pasado en vez de intentar reproducirlo. La Grecia central se había convertido en algo semejante a un m undo fantasma. Prácticamente cada elevación del te­ rreno y cada puerto había tenido sus ocupantes anteriores, pe­ ro alrededor del año 1050 a. C. la campiña estaba moteada por las ruinas de una época más gloriosa. Sólo enumerar un lista­ do de ejemplos no podría evocar el ambiente de aquellos días. La experiencia de trasladarse por un paisaje moldeado tan po­ derosamente por una raza extinta puede ser comprendida in­ tuitivam ente, pero no es una tarea fácil. Cada época inter­ preta las ruinas a su m anera, com o A nton B am m er (1994) muestra en su estudio de las reacciones ante los restos de Éfeso durante los últimos dos siglos. Para G eorg Simmel (1968 [1911]: 261) «es la fascinación de la ruina la que hace que las obras de los hombres nos parezcan frutos de la propia natura­ leza». En un m undo desesperado y frenético, la hiedra y los li­ qúenes reptando sobre los castillos alemanes anclaron a Sim­ mel a una realidad más auténtica y reflexiva; en la Francia y la Italia de la Alta Edad Media los habitantes de un mundo atra­ sado poblaban con santos y dem onios las magníficas villas romanas, para entonces tomadas por bosques y animales sal­ vajes (Fumagalli, 1994:71-75).Y Sarah Semple (1998:121) ha­ bla de «la demonización del túmulo [prehistórico]» en la In­ glaterra anglosajona. Pero ¿qué sucedía en la Grecia del siglo XI a. C.? Aquí el pasado seguramente era más tangible que el

C u a r t a parte

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presente. Por todas partes, sólidos restos micénicos eclipsaban las endebles cabañas levantadas bajo su sombra. Boardman ha propuesto que: La presencia física del m u n d o de la E dad de B ronce aún de­ bía de ser poderosa y sobrecogedora en lugares com o M ic e nas y Knossos durante los siglos inm ediatam ente posteriores a la caída de los reinos m icénicos [...]. Su presencia constituía para los griegos u n reco rd ato rio constante de lo que podría ser la vida si los dioses querían, y siem pre se encontraba ante ellos el desafío de em ular lo que habría, p o r fuerza, de ser atri­ buido a la obra de héroes, dioses o gigantes. (Boardm an, 1982: 793)

Tres o cuatro generaciones de griegos de la zona central ha­ brían luchado para afrontar el desafío, pero las siguientes lo abandonaron. Si algún tramo de la Edad de Hierro merece ser llamado Edad Oscura, entonces debe ser éste. Desde ciertas perspectivas, tales como las de las clases inferiores que traba­ jaron en la construcción de los palacios micénicos y se esfor­ zaron para cumplir con sus cuotas, o la de los aristócratas lo­ cales dominados por los wanakes [soberanos] y sus funcionarios, las destrucciones acaecidas alrededor del año 1200 a. C. pu­ dieron haber sido una bendición. Pero hacia el año 1050, los costes del cambio (no sólo la pérdida de una civilización ele­ vada, sino tam bién los trastornos y una m ortalidad alta) su­ peraron los beneficios obtenidos por cualquier grupo. Los do­ cumentos egipcios recogen informes de malas cosechas justo en esa época (Kitchen, 1986: 247). La gente com ún de la Gre­ cia central podría haber sido menos vulnerable a las carestías al no tener que m antener a las élites palaciegas, pero sin los mecanismos de almacenamiento palatinos las crisis alimenti-

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cías pronto podrían convertirse en hambrunas, enfermedades y despoblación. Los enterramientos sugieren que hacia el año 1025 a. C. el m odo de vida y los valores micénicos ya no proporciona­ ban modelos prácticos. En sus funerales, la gente parece más preocupada en mostrar lo que no era que lo que era. Los grie­ gos de la zona central habían perdido la sofisticación de otros tiempos, y dejaron de realizar un último esfuerzo por repro­ ducir el estilo micénico; pero parece que no formularon una alternativa coherente. Quizás esto se corresponda tanto con una cultura posmicénica como con la submicénica (cf. p. 125). Com o señalaba Desborough, «todo es una extraña mezcla en­ tre un final y un comienzo» (1972: 340). El viejo m undo se había acabado y el nuevo aún no había nacido.

La hipótesis de la escasez de bronce En Burials and Ancient Society [Enterramiento y sociedad antigua] (I. M orris, 1987) argumento que el caos del siglo X I a. C. ter­ minó con la creación de una nueva estructura social que im ­ puso el orden y la estabilidad sobre el fluctuar submicénico. La m ejor prueba la encontramos en las tumbas. Los funerales dividían al m undo entre una élite internam ente homogénea, quizás un tercio o un cuarto de la población adulta, y unas cla­ ses bajas excluidas cuyos restos tienen una escasa visibilidad ar­ queológica. La élite, propongo, dominaba la posesión de te­ rrenos. Esta tesis tiene sus críticos (p. e. Sallares, 1991:122-129; Papadopoulos, 1993; Humphryes, 1993:103-104),pero su con­ traargumentación no me ha convencido (respondo en I. M o­ rris, 1992: 7 8 -8 0 :1993b; 1988c).Todos los nuevos análisis de­ tallados del C erám ico han confirm ado la hipótesis de la

3 5 8 ------------------------------------------------------------------------- C u a r t a parte exclusión (Whitley, 1991a; 1994a; Houby-Nielsen 1992; 1995; D ’O nofrio 1993), aunque debaten algunas de las implicacio­ nes históricas que obtengo de ellos; y Cavanagh (1996: 664) sugiere que los nuevos hallazgos en el cem enterio norte de Knossos apoyan la extensión de mi argumento a Creta. Aún sabemos poco acerca de los asentamientos del siglo X a. C. (Mazarakis Aínian, 1997, recoge la evidencia) pero, co­ mo en el siglo anterior, cada región disponía de un emplaza­ miento principal con varios cientos, o incluso miles, de almas, y una dispersión de aldeas (p. 349). De la religión sabemos in­ cluso menos. Las ceremonias, igual que las tumbas y las casas, tienen escasa visibilidad. Mazarakis Ainian (1997) sugiere que gran parte de las actividades de culto tenían lugar en las casas de los caciques, las cuales, como en el casó de las tumbas, tra­ zaban con eficacia una línea entre aquellos incluidos en los ri­ tuales más importantes y los excluidos de ellos.Volveré a este asunto en el capítulo séptimo. Aquí deseo desarrollar estas historias de cultura m ate­ rial. El final del siglo XI a. C., propongo, no sólo experim en­ tó la creación de un orden social nuevo y rígido que reafir­ maba las diferencias entre los que tenían y los que no, sino también un m odo nuevo de contem plar el mundo. Esto fue tan importante para el desarrollo a largo plazo de Grecia co­ mo las nuevas estructuras sociales. H e sugerido en el capítulo primero que se construye una mejor historia cultural basándose en análisis económicos y so­ ciales que abandonándolos, y quiero comenzar desde una de las hipótesis más importantes acerca de la Edad de Hierro de­ sarrolladas hasta ahora. Snodgrass, revisando las pruebas dis­ ponibles entonces, advirtió que justo cuando los bienes de hie­ rro depositados en las tum bas com enzaron a aparecer con regularidad en la Grecia central (alrededor del año 1000 a. C.

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según la cronología utilizada aquí), el bronce, el oro, el marfil y otros materiales importantes se hicieron escasos. En las tum ­ bas del Protogeom étrico M edio (c. 1000-950 a. C.) el hierro incluso llegó a utilizarse para alfileres de ropa, anillos y fíbu­ las, aunque fuese m ucho más sencillo hacerlos de bronce. El patrón era tan sólido que Snodgrass llegó a formular una hi­ pótesis sobre una escasez de bronce ocasionada por el desmo­ ronamiento del comercio con O riente Próximo. Los griegos de la zona central habían aprendido los métodos del trabajo del hierro en Chipre hacia el año 1050 a. C. y, con la drástica dis­ m inución del acceso al estaño anatolio, volvieron al mineral de hierro para cubrir todas sus necesidades. La situación du­ ró hasta finales del siglo x a. C., cuando en las tumbas reapa­ recieron las ofrendas hechas en bronce. Hacia el año 900 se enterraron con los muertos bienes terminados en Oriente Pró­ ximo (Snodgrass, 1971:228-268; 1980b). Fuera de Grecia existen abundantes evidencias que lo co­ rroboran. N ingún objeto griego hallado en Chipre o en las costas asiáticas puede fecharse con seguridad entre, aproxima­ damente, los años 1025 y 925 a. C., y la política en O riente Próxim o proporciona un contexto razonable para la dismi­ nución dé los contactos. En la obra egipcia Story ofW enamun [Relato de Wenamun] (Lichtheim, 1973-1980. II: 224-230) se describe a Sidón y Biblos com o poderosos centros com er­ ciales poco después del año 1100 a. C. Pero, como se señala en la p. 295, muchos estudiosos sugieren ahora que los libros «his­ tóricos» de la Biblia hebrea fueron redactados en una época tan tardía como el siglo i a. C., y nos narran bien poco acer­ ca de los verdaderos sucesos acaecidos desde el siglo XI al v m (vid.Van Seters, 1983; P. R . Davies, 1992). La arqueología de la Edad de H ierro II Israel tam bién m uestra que las narra­ ciones bíblicas necesitan una modificación pero, con todo, la

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C u a r t a parte

imagen general es un agudo incremento de la riqueza y la cen­ tralización política durante el siglo x a. C , lo cual al menos es coherente con las historias de un reino unido bajo los reina­ dos de Saúl, David y Salomón (Barkay, 1992). La Biblia hebrea dice que hacia el año 1050 a. C. los fi­ listeos habían derrotado a los israelitas en Ebenezer (1 Samuel 4, 1-10), y durante tres décadas dom inaron las costas entre Gaza y el m onte Carm elo debilitando las ciudades fenicias con sus asaltos. Se han encontrado ánforas transportadas desde Fenicia en tumbas chipriotas de comienzos del siglo XI a. C., pero ninguna posterior al año 1050. Alrededor del año 975 los israelitas destruyeron el poder filisteo, y Tiro surgió bajo el rey H iram 1 (969-936 a. C.) com o un centro de com er­ cio de larga distancia desde donde se realizaron expediciones comerciales, en colaboración con Salom ón de Israel, hasta Ofir, quizás al sur del mar R ojo, y Tartesos, quizás en España (1 Reyes 9, 10; 10, 22; B riquel-C hatonnet, 1992: 271-287). Algunas de ellas visitaron el m ar Egeo durante sus viajes al M editerráneo occidental. La cerámica griega aparece una vez más en las costas de Asia alrededor del año 900 a. C., aden­ trándose hasta el mar de Galilea y el valle del Amuq. Los fe­ nicios ya estaban en el mar Egeo hacia el año 900 a. C., y po­ drían haberse instalado artesanos en Knossos y en Rodas. Unos pocos pueblos de las islas del mar Egeo y de las costas occi­ dentales de la actual Turquía habían utilizado los estilos de la cerámica griega durante la Edad Oscura, pero entre los años 9 5 0 y 900 a .C .s u núm ero se increm entó de manera dramá­ tica, indicando quizás una expansión de asentam ientos, o incluso apuntando hacia la «migración jonia» de las historias posteriores. Sobre todo, parece que la Grecia central y Creta fueron incluidas en un sistema económico mayor a finales del siglo X a. C .13

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Sorprendentem ente, la poderosa hipótesis de Snodgrass provocó muy poca discusión. Los arqueólogos de la Edad de Hierro de otras áreas aceptaron y aplicaron su modelo (Wertime y Muhly, 1980; Sorenson y Thomas, 1989a). Pero los clasicistas, incluyendo aquellos que llaman a la Grecia preclásica «cultura oriental» (vid. p. 185), no han respondido. Respecto a esas fechas, defiendo la tesis de Snodgrass de que el comer­ cio descendió en el M editerráneo oriental a partir del año 1200 a. C. y casi desapareció entre los años 1050-1025 sólo para resucitar un siglo después. Pero tam bién com plico su interpretación al proponer que los nuevos hallazgos muestran cómo el comportamiento de la Grecia central no sólo era una respuesta pasiva ante fuerzas económicas no fluidas. Más bien, la gente entendía su m undo cam biante dentro de los siste­ mas de pensamiento existentes, pero modificaron e incluso re­ volucionaron esos sistemas en cuanto no pudieron hacer fren­ te a las realidades de la vida. Cuando Snodgrass form uló la hipótesis de la escasez de bronce, casi todas las pruebas procedían de las tumbas. La Ta­ bla 6.2 muestra la distribución de los metales en los enterra­ mientos fechados con seguridad y ahora conocidos. Incluso realizando distinciones rudimentarias entre los estilos submicénicos, protogeométricos y geométricos medio o temprano, existe un notable descenso de los bienes de bronce en favor de los de hierro a partir del año 1025 a. C., seguido por un in­ cremento del empleo del oro en detrim ento del hierro des­ de el año 900 a. C. en adelante. Pero en realidad Snodgrass ar­ gumenta que las pocas tumbas protogeométricas datan todas de comienzos del G eom étrico Temprano,14 teniendo así más en com ún con las tradiciones submicénicas que con las del si­ glo x a. C., o todo lo más a finales del período Protogeomé­ trico Tardío, conformando el principio de la rica tradición en

362

C u a r t a pa r t e

metales del siglo ix a. C. Argumenta que hubo «una secuen­ cia transitoria hacia el hierro, después un intenso empleo del mismo, y luego una vuelta parcial hacia el bronce durante los últimos años del Protogeom étrico [...]. El bronce prevale­ ce durante los primeros y últimos estadios del Protogeom é­ trico [...]. En m edio, la dependencia del hierro es general» (Snodgrass, 1971: 237). Si agrupamos esas tumbas del final del Protogeom étrico con los hallazgos correspondientes al G eo­ m étrico Temprano-M edio, entonces, algo así como el 85 por ciento de los bienes de metal depositados en las tumbas du­ rante el período de la escasez de bronce señalado por Snod­ grass (c. 1000-925 a. C. según la cronología que utilizo aquí) sería de hierro. Nuestro dominio de la cronología de la Edad Oscura no nos perm ite hacer distinciones'muy precisas, y po­ dríamos desear concentram os en la Tabla 6.2, que es bastante sorprendente; aunque muchos expertos en realidad fechan las tumbas tal como sugiere Snodgrass. Esto podría significar que casi desaparecieron todos los metales excepto el hierro en los enterramientos de la Grecia central efectuados entre los años 1025 y 950 a. C. Cuando Snodgrass identificó este modelo a finales de la década de 1960, sólo Atenas, M icenas,Tirinto y Zeotokou, en el sur de Tesalia, tenían tumbas bien documentadas. Todo lo que él podía decir respecto al resto de la Grecia central era que «la conform idad con las prácticas en Atica [...] es menos ri­ gurosa en los demás lugares» (Snodgrass, 1971:237). Ahora dis­ ponemos de más datos pero, aun así, sólo un puñado de tum ­ bas fechadas en un lapso de tiem po cercano contradice su modelo.13

E l p a sa d o , O r ie n t e

y

e l h é r o e d e le f k a n d i

----------------- 3 6 3

Tabla 6.2 Uso de las ofrendas funerarias de metal en la Grecia central. Submicénico-Geométrico Medio N úm ero

P eríodo

Subniicénico Protogeométrico Geométrico Temp rano /M edio Total

N ú m ero

de objetos

de tu m b a s

de m e ta l

H ie rro

B ronce

O ro

P lata

376 390

354 446

6% 41%

89% 48%

4% 11%

1% 0%

392

778

27%

45%

27%1

1%

1.158

1.578

26%

55%

18%

1%

1 Asumiendo sólo un ornam ento de oro de Esciro, citado en B S A , 11 (19041905): 78-80. Fuentes: Vid.Tabla 6.1, y además: Atenas: A D , 34: 2 (1979) 16; 38: 2 (1983) 19; 40: 2 (1985) 25-27; 43: 2 (1988) 24. Atica: A D , 40: 1 (1985) 221-223; 42: 2 (1987) 100; 46: 2 (1991) 71; 47: 2 (1992) 57. Argos: Courbin, 1974; A D , 26: 2 (1971) 79; 27: 2 (1972) 192, 197, 200, 205; 28: 2 (1973) 95, 97-99, 115; 29: 3 (1973-1974) 219; 40:2 (1985) 86-88; 46:2 (1991) 91-92,98-99; B C H , 96 (1972) 162;A E , 1977:171-194. Argólida: Hágg, 1974; Wells, 1976; BS.4, 68 (1973) 87\ 0 i ; A D , 36:2 (1981) 105-107;35: 2 (1980) 124; 37: 2 (1982) 85; Grecke y otros, 1975:27-28; A A A , 7 (1974) 15-24. Beocia: A D , 27:3 (1972) 316; 29: 3 (19731974) 425, 439; 39:2 (1984) 126; A E , 1976 chronika 12; Andreiomenou, 1989; y vid.Tabla 6.5 abajo. Corintia: Salmon, 1984; Dickey 1992. Eubea: vid.Tabla 6.3 abajo. Cicladas, vid. p. 318 n. 41 del capítulo sexto, y además Cambitoglou, 1981 : 99-102; Praktika, 1978: 203. Dodecaneso: vid. tablas 6.6 y 6.7 abajo.

La prueba más im portante procede de Lefkandi. Com o muestran la Tabla 6.3 y la Ilustración 6.4, las fases del Proto­ geométrico M edio y Tardío muestran aquí más uso del hierro y menos del bronce. Catling y Cading (1980: 263-264) afir­ man que el «declive del bronce» en Lefkandi fue posterior al de Atenas, pero la prueba más reciente para la cronología re­ lativa (Catling y Lemos, 1990: 94) sincroniza los modelos con precisión.

364

C u a r t a pa r te

El patron ha resistido la prueba de los nuevos hallazgos, pero contemplar los cambios como «una respuesta involunta­ ria y temporal hasta cierto punto frente a las circunstancias» (Snodgrass, 1971:239) quizá sea simplificarlos demasiado. Cuan­ do observamos con detalle el empleo del metal, la similitud en los patrones de deposición de fragmentos en toda la Grecia cen­ tral, Tabla 6.4, muestra el empleo del hierro, bronce y oro pa­ ra importantes tipos de artefactos en los tres yacimientos protogeométricos m ejor conocidos: Atenas, Lefkandi y Argos. En Atenas y Lefkandi el cambio del bronce al hierro implicó tam­ bién un cambio en los tipos de artefactos, desde fíbulas y ani­ llos hasta armas y prendedores. Seis de cada siete armas y cua­ tro de cada cinco prendedores eran de hierro, mientras que muchas fíbulas y anillos continuaban haciéndose de bronce. En Atenas, las fíbulas y los anillos componían el 83 por ciento de la colección de metal submicénico, pero sólo el 27 por ciento del protogeométrico, al tiempo que armas y anillos crecieron desde el 17 hasta el 80 por ciento. En Lefkandi, las fíbulas y los anillos disminuyeron desde el 80 por ciento de la colección submicénica hasta el 49 por ciento de la protogeométrica, y las armas y anillos crecieron del 20 al 38 por ciento. Podríamos formular dos hipótesis a partir de estos datos. Más que reflejar una escasez de bronce, el cambio de gusto en la ropa podría haber originado un incremento en las ofrendas de hierro. Los hombres del siglo x a. C. iban ataviados para su funeral con espadas y lanzas, y las mujeres con prendedores, mientras que fíbulas y anillos pasaron de moda. Es fácil foqar con hierro anillos y armas largas y rectas; en cambio, no lo es hacer fíbulas y anillos de diseño complicado. ¿Cómo podríamos afirmar si los cambios en el suministro de metal estimularon la aparición de modas nuevas o si las variaciones en al atuendo crearon la falsa impresión de que hubo cambios en el suminis-

E l p a sa d o , O r ie n t e

y

e l h é r o e d e le f k a n d i

----------------- 3 6 5

Tabla 6.3 Proporción de bienes metálicos de diferentes materiales ofren­ dados en tumbas de Lefkandi. Porcentaje total de ¡a colección Período

Hierro

Submicénico

6

Bronce

86

Cantidad Oro

de tumbas

Cantidad de objetos

8

23

49

Protogeométrico Temprano

23

74

3

12

39

Protogeométrico Medio

39

33

27

13,5

33

56

28

17

11,5

9

Protogeométrico Tardío

34

27

39

32

155

Subprotogeométrico I

21

39

40

32,5

113

Subprotogeométrico II

14

25

61

25,5

131

Subprotogeométrico III

3

31

65

8,5

95

Protogeométrico Medio (excluidas las tumbas heroon)

Todas las tumbas Núm ero de objetos

20

38

42

123

231

261

147

615

Notas: Las tumbas y los bienes ofrendados datados como transitorios (p. e. Pro­

togeométrico Tardío/Subprotogeométrico I) se dividen igualmente en dos Ja­ ses. Los objetos dorados se cuentan por separado según el material del núcleo del objeto y según el oro. Los grupos de objetos pequeños (abalorios o puntas de flechas) se tratan como un solo objeto. Fuentes: Popham y otros, 1980; 1993; Popham y Lemos, 1996;Tabla 1; BS/l, 77 (1982) 213-248; O JA, 11 (1995) 103-107,151-157.

tro de metal? Para mayor confusión, las pruebas externas en Oriente Próximo favorecen la primera hipótesis, aunque bue­ na parte de las evidencias internas responden a cualquiera de las dos lecturas. Allí donde Snodgrass observa prendedores de ropa hechos de hierro y rematados con cabeza de bronce y ve una señal de que el bronce aún es un material deseable pero escaso (1971:232), Desborough infería que «la adición de la cabeza de bronce era resultado de una preferencia personal, no necesaria­ mente una señal de escasez» (1972: 318).

C u a r t a parte

366

Fase cronológica

Ilustración 6.4 Empleo del bronce y el hierro ei£-Lefkandi, desde el Sub­ micénico hasta el Subprotogeométrico.

Pero añadir un tercer sitio, Argos, a la comparación in ­ clina la balanza. Aquí, el cambio general del bronce al hierro es similar al de Atenas, pero la proporción de la colección com­ puesta por armas y anillos en realidad cae de la cifra submicénica del 63 por ciento al 39 por ciento de la protogeom étrica. Las fíbulas desaparecieron por completo (y fueron escasas en los enterramientos de cualquier zona dentro de la llanura argiva), pero los anillos, más que com pensar esto, aum enta­ ron y pasaron de representar un 18 por ciento de los hallazgos al 61 por ciento. En Atenas y Lefkandi, todos los escasos ani­ llos del protogeom étrico eran de bronce, pero en Argos el 23 por ciento era de hierro. Más aún, mientras que es m uy probable que las armas de hierro se reconociesen como m e­ jores que las de bronce (pues el hierro continuó dominando esta categoría a partir del año 900 a. C.),los atenienses y argivos no pensaron que fuese «natural» hacer prendedores de hie-

E l p a sa d o , O r ie n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

----------------- 3 6 7

rro. E n los tres lugares, entre el 78 y el 84 por ciento de los prendedores protogeométricos eran de hierro. El hecho de que el hierro fuese m enos dem andado para los prendedores de las tumbas submicénicas (6 por ciento en Atenas, 22 por cien­ to en Lefkandi y ausencia total en Argos) no es una sorpresa, pues probablemente fue un metal valioso antes del año 1050 a. C. Pero si la importancia de los bienes de hierro ofrendados en las tumbas del período Protogeom étrico simplemente es un efecto colateral del hecho de que fuese más fácil hacer pren­ dedores de hierro, entonces es difícil explicar por qué la pro­ porción de dicha clase de prendedores cayó desde el 79 hasta el 39 por ciento a partir del año 900 a. C. en Atenas, y del 76 al 42 por ciento en Argos (aunque se incrementase del 84 al 93 por ciento en Lefkandi). La explicación más sencilla es que los atenienses y los argivos preferían los prendedores de bron­ ce a los de hierro, y cambiaron su demanda cuando a partir del año 900 a. C. se dispuso de más bronce. U n cambio en el atuendo en Atenas y Lefkandi no cau­ só el cambio en las proporciones de hierro y bronce de las tumbas. Más aún, ambos atuendos y ofrendas responden a una disminución subyacente en la disponibilidad del bronce y el oro. Personalmente, no puedo ver cómo podría interpretar de otra manera un hallazgo com o el prendedor de hierro den­ tro de una tumba infantil protogeométrica deTirinto, que ha­ bía sido cuidadosamente bañado en bronce para presentarlo como un prendedor de bronce macizo.16 N o obstante, tam bién habríamos de sacar una segunda conclusión. Q uienes realizaron los enterram ientos en A te­ nas, Argos y Lefkandi, respondieron de diferente manera a la caída del comercio de larga distancia. Ellos mediaban unas irre­ sistibles fuerzas macro econom ic as a través de los com porta­ mientos rituales, y analizar los bienes ofrendados en las tumbas

C u a r t a pa r te

368

Tabla 6.4 Empleo del bronce, hierro y oro en los principales tipos de ar­ tefacto en Atenas, Lefkandi y Argos C antidad total de objetos Hierro

a) Atenas I) S u b m icén ico Armas Prendedores Fíbulas Anillos II)

Oro

según el tipo de artefacto

1 2 0 7

2 34 50 115

0 0 0 6

1% 17 24 59

18 41 13 0 0

3 11 6 2 5

0 0 0

20 50 18 2 9

31 7 4 0 5 0

1 9 4 29 1 0

3 0 17 18

24 14 8 22 18 14

2 0 0

7 20 12

0 0 4

20 44 36

18 41 13 0 0 0 0

3 11 6 2 5 0 0

0 0 0 0 4 8 7

20 50 18 2 9 5 4

P rotogeom étrico

Armas Prendedores Fíbulas Cuencos Anillos III) Geom étrico Temprano / M ed io Armas Prendedores Fíbulas Cuencos Anillos Cintas/diademas b) Lefkandi I) S u b m ic én ico Prendedores Fíbulas Anillos II)

Bronce

Porcentaje de la colección

P 4

0 2

P rotogeom étrico

Armas Prendedores Fíbulas Cuencos Anillos Cintas/diademas Accesorios

E l p a sa d o , O r ie n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i Tabla 6.4

369

(C o n tin u a c ió n )

Cantidad total de objetos H iaro

III) S u b protogeom étrico Armas Prendedores Fíbulas Cuencos Anillos Cintas/diademas Accesorios

Bronce

Oro

Porcentaje de la colección según el tipo de artefacto

19 25 13 0 0 0 0

0 2 78 12 1 0 1

0 0 1 0 74 13 30

0 0 0 0

2 5 2 2

0 0 0 0

18 45 18 18

0 14 7

1 4 21

0 0 2

2 37 61

16 30 0 0 1

1 41 7 5 58

0 0 0 0 15

10 41 4 oo 43

7% 10 34 4 28 5 12

A rgos S u b m ic én ico

Armas Prendedores Fíbulas Anillos ) P rotogeom étrico Armas Prendedores Anillos III) G eom étrico T e m p ra n o /M e d io Armas Prendedores Fíbulas Cuencos Anillos Notas: Vid.Tabla 6.3. Fuentes'.Vid .Tablas 6.1 y 6.3.

370

C u a r t a parte

es, en prim era instancia, un ejercicio de historia cultural. Es más sencillo hacer un prendedor largo de hierro que una pe­ queña fíbula del mismo material. En el siglo X a. C., los ha­ bitantes de Argos y Tirinto dejaron de incluir fíbulas (y quizás incluso de utilizarlas en la vestimenta) en las tumbas. A partir del año 1000 a. C .,los habitantes de Atenas utilizaron fíbulas para sujetar los sudarios de sus muertos con menos frecuencia que antes, pero no dejaron de emplearlos por completo. Más de dos tercios de sus fíbulas protogeo metric as eran de hierro, a pesar de las consabidas dificultades técnicas. Los enterrado­ res de Lefkandi tomaron un camino medio, haciendo con hie­ rro una sexta parte de sus fíbulas protogeométricas. Las pruebas obtenidas de otros contextos también mues­ tran cómo la zona central de Grecia podía controlar al m e­ nos sus respuestas frente a fuerzas mayores, y obtener senti­ do de ellas en sus propios términos. Ahora está disponible la prueba de un asentamiento pequeño. Se encontraron dos ce­ rrojos de hierro y bronce, fechados c. 1000-950 a. C., en un gran edificio de la Toumba de Lefkandi (Catling y Lemos, 1990:12, 27, 71-72), aunque dadas las peculiaridades del edi­ ficio, es difícil saber qué hacer con ello (vid. pp. 374-403). Los hallazgos en Asina son más sugerentes.Aquí, sólo un enterra­ m iento protogeom étrico de la pequeña área residencial ex­ cavada, tum ba 1970-15, contiene metal y se ajusta al patrón del hierro, pero no del bronce (Wells, 1976: 16-19). Sin em­ bargo las casas proporcionaron siete objetos de bronce e in­ dicios de trabajos en hierro y bronce (Wells, 1983). Estos ha­ llazgos sugieren que al menos se encontraba algo de bronce en la zona central de Grecia durante el siglo X a. C., lo cual implica de nuevo que los enterradores disponían de un ele­ m ento de elección en la desaparición del bronce en las ofren­ das funerarias.

E l p a sa d o , O r ie n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

----------------- 3 71

El análisis químico de los objetos de bronce de las tum ­ bas señala el mismo camino. En caso de que los griegos de la zona central hubiesen abandonado el empleo de bienes fune­ rarios hechos de bronce como una respuesta mecánica a la es­ casez del suministro de estaño, podríamos esperar que hubie­ sen intentado hacer que el poco estaño del que disponían les durase más tiem po y que, p o r tanto, los objetos de bronce del siglo X a. C. contuvieran un m enor porcentaje de estaño. Sin embargo, no es el caso. La cantidad de estaño en los cien­ tos dos objetos de bronce analizados en Lefkandi, fechados en­ tre los años 1100 y 900 a. C., permanece estable, alrededor del 5 por ciento. R ichard Jones (1980: 457) concluye que «hubo una disponibilidad adecuada de los metales básicos para los or­ febres de Lefkandi durante la época de los cementerios».Tam­ bién existen conjeturas acerca de dónde los griegos de la zo­ na central podrían haber encontrado estaño en el siglo X a. C. U n puñado de fragmentos procedentes del Mediterráneo orien­ tal aparecieron en los contextos protogeométricos de Lefkan­ di, y los utensilios locales muestran vínculos estilísticos con los estilos de la cerámica oriental (Cading y Lemos, 1990: 56,95); y unas nuevas e importantes excavaciones realizadas en Calcídica han revelado refugios atenienses y eubeos florecientes a lo largo de los siglos X y XI a. C. Snodgrass (1994: 91) se en­ cuentra entre los primeros en señalar que esto significa que los griegos de la zona central permanecieron en contacto con Ma­ cedonia, donde existía una buena disponibilidad de estaño cen­ tro europeo. Hay más cosas respecto a estos bienes ofrendados aparte de la simplista cuestión de si la Grecia central era una «cultura oriental» durante el siglo x a. C. Desde luego no lo era, pero encuadrar así la discusión oculta el hecho de que esos bie­ nes fueron depositados en las tumbas por individuos conscientes,

372

C u a r t a parte

y que todavía podemos observar algunos de los modos en que ellos manejaban los hechos económicos. Los atenienses, argivos y eubeos del siglo X a. C. tuvieron que aceptar su propia decadencia frente a las ruinas que llenaban su paisaje; y así, tam­ bién hubieron de encarar la decadencia de los lazos que los unían con un mundo M editerráneo mucho mayor. A unque sin duda disponían de cierta cantidad de bronce, en los funerales realizados entre los años 1000 y 925 a. C. hi­ cieron hincapié en el empleo de objetos de hierro, como ar­ mas y prendedores. ¿Qué significa esto? Los arqueólogos clá­ sicos a menudo contemplan estas elecciones como una «simple moda», o bien demasiado superficial, o bien demasiado arrai­ gada psicológicamente para que merezca la pena pensar en ella. Pero las funciones del bronce y el hierro en la poesía griega más antigua sugieren que este cambio contenía dos trasfondos simbólicos importantes. El primero es que Homero, sistemáticamente, hace luchar a los héroes de Troya con armas de bronce, restringiendo el hierro a símiles obtenidos por la experiencia de sus oyentes. Hilda Lorim er señala la importancia de ello: La con v en ció n del em pleo de arm as de b ro n ce en la poesía heroica debió de haber sido m antenida durante generaciones de hom bres que en batalla jam ás em p u ñ a ro n otra cosa que es­ padas y lanzas de h ierro [...]. C u a n d o e n el espacio [de dos siglos] tras la caída de M icenas el hierro se estableció por com ­ pleto, al principio no existió una tendencia por realizar un cam­ bio en los poem as, pues los rapsodas y el público sabían p e r­ fectam ente que estaban tratando co n un pasado ya rem oto, y que las armas de h ierro eran una invención m oderna. (Lori­ m er, 1950:453)

E l p a sa d o , O r ie n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

373

D urante el siglo Vin a. C. la relación entre el bronce y el hie­ rro fue histórica: el bronce era al hierro com o la raza de hé­ roes al m undo contem poráneo. Posiblemente esto fuese una invención hom érica, pero la interpretación de Lorimer, que el bronce era el metal del pasado presente a lo largo de toda la Edad Oscura, es m ucho más probable. Ello implica o que cuando la gente se apartó del bronce a finales del siglo XI a. C. eran consciente de estar trazando una línea entre ella y ese pa­ sado, o (más probablemente) que con el paso de más o menos una generación, los griegos de la zona central se habían dado cuenta de que se había cortado un lazo más simbólico rela­ cionado con la Antigüedad. Esto incluso pudo ser bien reci­ bido después de generaciones de caos. Mientras dividían su comunidad en una nueva élite y sus subordinados, los auste­ ros rituales del siglo x a. C. creaban orden y coherencia a par­ tir de la anarquía descrita en las páginas 351-352. El segundo es que el hierro aleja, simbólicamente, a sus usuarios de Oriente. Era un producto del terreno local.Yo pro­ pongo que dado el declive sufrido en el contacto con O rien­ te a partir del año 1050 a. C., y la desaparición del bronce y el oro de los enterramientos, el hierro pasó a ser el símbolo de los nuevos y más estrechos horizontes del m undo m oderno. Eso es parte de una ideología volcada hacia la introspección y el m om ento presente. Sorenson y Thomas (1989b: 17) distinguen entre la Alta Edad de H ierro de lo que llaman «sociedades “funcionales” , tales como aquellas situadas en el M editerráneo y la Europa occidental, y las sociedades “rituales”, como las de la Escandinavia y la Europa septentrional, donde la riqueza y la atención se canalizaban, en apariencia, en actividades rituales y religio­ sas más que en la inversion en infraestructuras y producción». Pero el contraste puede decirnos más acerca de las priorida-

374

C u a r t a parte

des de los diferentes grupos de prehistoriadores que de los in­ tereses de esas personas del pasado. Existen pocas pruebas de herramientas de hierro antes del siglo vi a. C., y no debería­ mos concebir esa Edad Oscura como una «Edad de Hierro» en el sentido funcional. Pero esto no disminuye la im portan­ cia del cambio del bronce al hierro en las ofrendas de los en­ terramientos. A únales del siglo XI a. C. el hierro asumió una función más im portante (podría decirse la función más im ­ portante) en el simbolismo funerario. El hierro definió la or­ den de la élite del siglo x a. C.

El

héroe de Lefkandi y la carrera del hierro

E l descubrimiento en Toumba

De haber escrito hace veinte años, podría haber afirmado con razón que en este cuadro se sintetizaban los enterram ientos del siglo X a. C. Pero en 1980, durante el proceso de excava­ ción en la colina de la Toumba en Lefkandi, adyacente a un cem enterio im portante ya conocido desde 1969, aparecieron restos de un edificio protogeométrico mayor (Popham y otros, 1982; 1993; 1996; Catling y Lemos, 1990). D urante la festi­ vidad de la panagia, en agosto, el dueño del terreno intentó demoler el lugar, para hacerse una residencia de verano antes de que el Servicio Arqueológico lo expropiase. Pero se frus­ tró su plan, aunque sólo después de haber dañado muy seria­ mente la m itad de la construcción. A comienzos de 1981, la excavación anglo-greca sacó a la luz un complejo notable (Ilus­ tración 6.5). Se habían hecho dos huecos en el lecho de ro­ ca. U no de ellos contenía dos enterramientos. El prim ero co­ rrespondía a las cenizas de un hom bre en un ánfora chipriota

E l p a sa d o , O r ie n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

375

de bronce fechada en el siglo xii a. C., cerrada con un cuen­ co de bronce (Ilustración 6.6). Junto con la urna se encontró una piedra de afilar, una espada de hierro, una punta de lanza y una navaja. El segundo entierro (Ilustración 6.7) correspon­ de a la inhum ación de una mujer, adornada con un anillo de electro, prendedores de hierro y bronce, y joyas de oro, in­ cluyendo entre ellas una gargantilla probablemente originaria de la antigua Babilonia, que ya tenía mil años de antigüedad en la fecha del entierro (Popham 1994: 15).Junto a su hom ­ bro derecho había un cuchillo con pom o de marfil. El segun­ do hueco contenía los restos de cuatro caballos, y había una crátera m onum ental colocada sobre las tumbas. Todo el con­ ju n to estaba encerrado dentro de un inmenso edificio absidal de unos cincuenta metros de largo (Ilustración 6.8), que más tarde se rellenaría para hacer un enorme túmulo oval (Ilus­ tración 6.9).17 Los cascotes del suelo, del relleno de los hue­ cos de la tumba y del montículo siempre fechan al conjunto del complejo como Protogeom étrico medio, probablemente c. 1000-950 a. C. Los enterramientos de la Toumba no sólo son más ricos que los otros, más o menos, doscientos cincuenta sepulcros de la Grecia central publicados: es que están más allá de cualquier com paración. E n otros lugares hay pocos rastros incluso de simples marcadores de tumbas anteriores al año 900 a. C., y por el contrario el túmulo de la Toumba habría requerido en­ tre quinientas y dos mil jornadas individuales de trabajo (Pop­ ham y otros, 1993:56). En la Grecia central no se conocerá un edificio de un tamaño comparable durante los siguientes tres­ cientos años. La superficie de la estructura de Lefkandi supe­ ra en más del doble el tamaño de cualquier otra construcción del siglo X a. C. Del mismo modo, el impacto visual de este cem enterio no tiene parangón: el túmulo se encuentra sobre

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C u a r t a parte

la cima de una colina situada al oeste del asentamiento de X erópolis, dom inando la vista de la llanura lelantina. A partir del año 950 a. C., se construyeron a su alrededor los cemen­ terios más ricos de Lefkandi. El único paralelismo en la Gre­ cia central anterior al siglo vu a. C. respecto al sacrificio de ca­ ballos dentro de un edificio absídal es la tumba 68 de la Toumba, justo a la entrada del edificio. Los excavadores incluso sugi­ rieron que «la inesperada presencia de un cuchillo en un en­ terramiento femenino, su situación cerca de la cabeza y la apa­ rente disposición cruzada de manos y pies, que podrían haber sido atados, deja abierta la posibilidad de al menos la suttee» (Popham y otros, 1993: 21). Este espectacular descubrim iento se enfrenta a todo lo que creíamos saber acerca de la Grecia del·'siglo x a. C., pero las discusiones se han centrado más en sus problemas estratigráficos que en su más amplia relevancia. La destrucción su­ frida en el año 1981 dañó las capas situadas sobre los ente­ rramientos. M ervyn Popham, el principal excavador, cree que el enterram iento sucedió prim ero y que el edificio se erigió encima com o un santuario, y más tarde se rellenó (Popham y otros, 1993: 15, 99-100). Algunos críticos argumentan que prim ero se construyó el edificio, probablem ente la casa del hom bre m uerto, y que los sepulcros se excavaron en su base antes de que todo el conjunto fuese enterrado bajo el túm u­ lo (Calligas, 1988; C rielaard y Driessen, 1994; A ntonaccio, 1995: 236-241; Mazarakis Ainian, 1997: 53-57).Yo me sitúo junto con los críticos (I. M orris, 1994), aunque la cuestión ca­ rece de importancia respecto a las preguntas que planteo aquí, y probablemente Popham tenga razón cuando dice que el es­ tado del lugar «dificulta cualquier interpretación y la hace pa­ recer extravagante, si no improbable» (Popham y otros, 1993: 101).

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Ilustración 6.5 Edificio absidal de la Toumba y cem enterio en Lef­ kandi (según Popham y Lemos 1996, lamina 4).

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Ilu stració n 6.6 Lugar de la cremación masculina en Toumba (fotogra­ fía por cortesía del comité director de la Escuela Británica de Atenas).

La fascinación por los problemas estratigráñcos podría ex­ plicar por qué tan pocos arqueólogos han intentado situar el edificio dentro de un marco más amplio. Los defensores de la igualitaria, pobre y aislada Edad Oscura dicen poco acerca de los hallazgos; mientas que al otro extrem o Sarah M orris afirma que «la arqueología reciente en Eubea ha hecho des­ vanecerse la “Edad Oscura” griega» (1992b: 140), como si de alguna manera estos dos enterramientos hubiesen anulado el resto de pruebas. Tampoco ningún enfoque acepta el desafio interpretativo. Necesitamos una interpretación de este perío­ do que pueda acomodarlos descubrimientos de la Toumba con el resto de nuestros hallazgos, sin obviar ninguna de las pruebas.

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Ilustración 6.7 La inhumación femenina de la Toumba (fotografía por cortesía del comité director de la Escuela Británica de Atenas).

Zerm on, ¿un paralelismo?

Una segunda razón por la cual pocos arqueólogos han adop­ tado un punto de vista más amplio puede ser que en la déca­ da de 1980 el complejo de la Toumba parecía tan distinto a cualquier otro hallazgo de la Edad de Hierro que no había un elemento de comparación. Petros Calligas (1988) sugirió que

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james Coulton (según Popham y otros, 1993: lámina 28).

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Ilustración 6.9 Corte del edificio y sección reconstruida donde se mues­ tra la superficie original del túmulo (según Popham y otros, 1993:54, ilus­ tración 1).

los asentamientos del siglo x a. C. consistían en una media do­ cena de casas grandes al estilo de la de Lefkandi esparcidas por las colinas circundantes, con las viviendas de los menos p u ­ dientes y los principales cementerios situados en las laderas de dichas colinas (Ilustración 6.10). El contemplaba esas casas co­ m o centros de nuevas estructuras sociales emergentes hacia el año 1000, aglutinándose alrededor del oikos de un gran hom ­ bre, como sucede en los relatos de Homero. Durante los ága­ pes de las casas grandes, sugiere, se desarrollaban las tradiciones orales acerca de los ancestros de los dirigentes. Los aristócra­ tas del siglo vm a. C. sentían nostalgia de la antigua sociedad oikos y, a su vez, desarrollaron esos cantos en poemas épicos. Entonces, la cultura de la élite en la Edad Oscura habría te­ nido mucho que ver con el modelo de Lévi-Strauss de «la so­ ciedad de las casas» (Carsten y Hugh-Jones, 1995), y el m o­ delo de Calligas concuerda con la interpretación de W hitley (1991b) sobre los patrones de asentamiento.

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Dustración 6.10 Mapa hipotético de Petros C alligas de la distribución de las casas grandes en Lefkandi (según CaUigas, 1984-1985:267, ilustración 3).

Sabemos tan poco acerca de los asentamientos en la Edad de H ierro que muy bien podría haber casas grandes aguar­ dando a ser descubiertas, pero de m om ento continúan siendo una hipótesis- N o obstante, desde 1992, las nuevas excavacio­ nes realizadas en la antigua ubicación de Z erm on, en Etolia (Ilustración 6.11), han revelado paralelismos respecto a ciertos hallazgos de Lefkandi.18 El prim er edificio principal, el absidal Megarón A, se construyó probablemente hacia el año 1600 a. C. y se mantuvo en pie durante varios siglos. Papapostolou descubrió en cartas inéditas que Sotiriadis había hallado dos grupos de posibles enterramientos con el M egarón A. El pri­ mero consistía en dos o tres huecos practicados en el ábside.

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Ilustración 6.11 Restos de la Alta Edad de Hierro en Zerm on (según Mazarakis Ainian, 1997: ilustración 45a).

Sotiriadis los llama tumbas en una carta fechada en 1898, di­ ciendo que uno de ellas contenía huesos humanos, carbón, ce­ niza, cascotes, fragmentos de bronce y delgados anillos de oro. N o obstante, el informe del yacimiento sólo indica huecos con huesos de animal. Sotiriadis encontró frente al M egarón A un único agujero con cinco espadas de hierro y una vasija in ­ completa protogeométrica. Sin embargo, más tarde sugirió que

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al menos un hueco-tumba se encontraba bajo el muro del M e­ garón A.19 Mazarakis Ainian sugiere que la única vasija publi­ cada en esa parte del yacimiento, una taza protogeom étrica, procedía de uno de esos huecos. Situó todos esos enterra­ mientos en la Alta Edad de Hierro, argumentando que el M e­ garón A todavía se mantenía en buenas condiciones pasado el año 1200 a. C. El, al igual que Sotiriadis y Papapostolou, cree que el edificio fue utilizado durante el siglo X I a. C., incluso durante el x, como un santuario para el culto de las personas allí enterradas.20 Exactamente al sur del M egarón A se encuentra el gran M egarón B con forma rectangular, ahora fechado con firme­ za en la Alta Edad de Hierro.21 Con sus 21,4 x 7,3 m, era ca­ si la m itad de grande que el edificio dé'L efkandi.Y al sur de Megarón B, Papapostolou encontró un pequeño cúmulo de piedras, tierra y cenizas de unos sesenta centímetros de altura señalado por una losa triangular. Entre las piedras había un cu­ chillo de hierro. El cúmulo de piedras había sido enterrado por acumulación mientras el Megarón B aún se encontraba en uso, pero el m ojón triangular todavía era visible. Cerca de este de­ pósito se encontraba un conjunto de tres puntas de lanza, un cuchillo de hoja curva, dos estructuras redondeadas de piedra de ochenta centímetros de diámetro y tres huecos pequeños. El primero contenía ceniza y un cuchillo de hierro; el segun­ do tierra oscura, madera carbonizada y una jarra de la Alta Edad de Hierro; y el tercero contenía, alineado con dos losas de pie­ dra, tierra oscura, una punta de lanza de hierro, fragmentos de cerámica y huesos de animal.22 Los círculos de piedras se aso­ cian a menudo con el culto a los muertos (Hágg, 1983a). Pa­ papostolou contempla algunos de estos depósitos, o todos, co­ mo sepulcros humanos, proponiendo que el Megarón B, como el M egarón A, era un santuario de culto a los difuntos.23

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La prueba del radio carbono aplicada a la madera sitúa la destrucción del M egarón B alrededor del año 814 a. C.24 Sotiriadis encontró sobre sus ruinas un grueso estrato oscuro del siglo vm lleno de objetos de bronce. Sobre éste se encontraba un peristilo de columnas de madera sobre pedestales de pie­ dra, reemplazado probablemente a finales del siglo vu a. C. por el Templo C (Mazarakis Ainian, 1997:134-125). El M egarón B probablemente tuvo asociaciones sagradas durante la Edad de H ierro pero en el siglo vm a. C. alguna de estas asociacio­ nes pasó de un culto a los difuntos a un culto a Apolo o, en caso de que el área siempre se hubiese dedicado al dios, la li­ turgia de la celebración del culto cambió drásticamente. Tanto en Z erm on com o en Lefkandi nos encontramos con grandes edificios de la Alta Edad de Hierro. Com o el M e­ garón B fue destruido hacia el año 830 a. C., pudo ser tan an­ tiguo como el edificio de Lefkandi y pudo continuar con una tradición que se rem onta al M egarón A. El edificio de Lef­ kandi se asocia sin lugar a dudas con una cremación y, a su vez, los Megarones A y B pueden ser asociados con cremaciones (aunque no hay pruebas concluyentes de enterramiento hu­ mano, y no está clara las relaciones cronológicas del M ega­ rón A). A pesar de las incertidumbres estratigráficas de ambos ya­ cimientos, existen indicios de que los enterradores utilizaron una tradición cultural compartida. Si en los huecos abiertos bajo el M egarón A había cremaciones humanas, si hubo una continuidad entre el M egarón A y el B, y si los huecos pró­ ximos al M egarón B tam bién son enterram ientos, entonces esa tradición podría remontarse unos setecientos años, hasta el final de la Edad de Bronce. Com o en los demás casos de apa­ rentes continuidades de la M edia Edad de Bronce en la Gre­ cia central de la Edad de Hierro (p. 344), podemos imaginar­

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los como renacimientos posmicénicos o como algo recupera­ do en la Grecia central por parte de los nuevos pobladores. Ello implica la cremación, a m enudo de hombres con armas, en una casa grande o cerca de la misma. En Zerm on la casa se convierte en un centro de culto, destruido posteriorm ente a finales del siglo ix a. C. En el siglo vm a. C. el lugar se dedi­ có a sacrificios, y a finales del siglo vil se convirtió en un tem ­ plo de Apolo. En Lefkandi la casa pasó a ser un gran túm ulo y el centro de un cementerio. Dejó de utilizarse a finales del siglo IX a . C. pero, para entonces, el conjunto de la Toumba ya se había abandonado.

Estirpe de héroes, estirpe de hierro

El modelo de Calligas y los hallazgos en Zerm on aportan un contexto interpretativo para algunos rasgos de la Toumba, pe­ ro en ningún caso para todos. Pudo haber, en la Alta Edad de Hierro, una tradición extendida desde Etolia hasta Eubea con­ sistente en quemar a un gran dirigente delante de la casa que durante su vida había sido el centro de la comunidad, o den­ tro de ella, y que tras su fallecimiento se convertiría en su san­ tuario. Pero hay más cosas en la Toumba aparte del tamaño de la vivienda.Todavía encontramos un contraste singular entre lo que hicieron los enterradores de Lefkandi y las, aproximada­ mente, otras doscientos cincuenta tumbas de la Grecia central fechadas en el siglo x a. C., las cuales crean una imagen de una élite austera, sólida y homogénea volcada en sí misma y aleja­ da del pasado y de un m undo M editerráneo más amplio. Los enterramientos bajo el edificio absidal no sólo rompieron las reglas de proporción: al contrario de los hallazgos en Zerm on, le dieron la vuelta al orden espaciotemporal vinculando los di-

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funtos con el pasado y O riente mediante espectaculares reli­ quias importadas y el extraordinario motivo orientalizador del árbol de la vida plasmado en la crátera (Ilustración 6.12). Po­ demos contemplar las antigüedades como una respuesta fun­ cional ante la caída del comercio de larga distancia, el último recurso de los enterradores que deseasen efectuar un gasto fuer­ te, pero que no pudiesen obtener nuevas importaciones orien­ tales. D e todos modos, esto podría pasar por alto su poder sim­ bólico. En los relatos de Homero, nada añade valor a un objeto con tanta eficacia como una antigüedad destacada, pues per­ m ite a su dueño (como a los hombres de Gawa, vid. p. 230) enum erar a quienes la poseyeron, remontándose idealmente hasta un dios. Para alguien de alrededor del año 1000 a. C.

Ilustración 6.12 La crátera que marcaba las sepulturas de la Toumba (se­ gún Catling y Lemos, 1990: lámina 54).

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habituado a los funerales de la élite, el com portam iento de los enterradores de Lefkandi habría sido impactante. Este fu­ neral desgarró el tejido del tiempo y el espacio. ¿Quién pudo hacer algo así? Esta es la pregunta más im ­ portante que plantean los enterram ientos de Toumba, y no si podemos o no llamar «Edad Oscura» al siglo x a. C. Para res­ ponderla necesitamos m irar más allá de los restos físicos. Yo propongo que los cambios en los ritos de m uerte acontecidos a finales de siglo X I fueron parte de un replanteam iento de identidades más amplio, el cual transformó las categorías mi­ tológicas, históricas y geográficas. Eso dejó su huella en la poe­ sía griega más antigua que ha llegado a nosotros, escrita unos trescientos años después. Según la obra de Hesiodo Los trabajosÿ los días (109-201), al principio Cronos creó una estirpe de hombres semejantes a dioses, que no conocían ni el trabajo ni el dolor. Con el tiem­ po la tierra ocultó a esa generación de hombres, que se con­ virtieron en una especie de espíritus que m oraban sobre el suelo (epijzonioi). Los dioses crearon después una generación diferente y menos noble, un linaje argénteo. Los niños vivían con sus madres durante un siglo, pero los adultos no se en­ contraban obligados ni por las malas acciones ni por los sacri­ ficios a los dioses. Así que Zeus, que para entonces ya había sucedido a Cronos com o rey de los dioses, los enterró bajo tierra, donde se convirtieron en espíritus del inframundo (hypojzonioi). Zeus creó una tercera generación, broncínea esta vez, de hombres fuertes y terribles y muy distintos a los de la edad anterior. Estaban llenos de soberbia, no comían pan y amaban la guerra. «Y sus armas eran de bronce y sus moradas de bron­ c e ^ trabajaban el bronce, porque aún no existía el hierro ne­ gro», nos cuenta Hesiodo (150-151). Se destruían a ellos mis­ mos y bajaban al Hades, sin nombres. Entonces «Zeus Crónida

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suscitó otra divina raza de héroes más justos y mejores [andros heroon zeion genos], que fueron llamados semidioses [Hemizeoi] en toda la tierra por la generación presente» (158-160). Algu­ nos fueron muertos en Tebas luchando por los rebaños de Edipo,y otros combatiendo por Helena, enTroya.Y Zeus aún en­ vió a otros a las islas de los Bienaventurados para vivir felizmente más allá de los confines del mundo. Hesiodo finaliza: «¡Oh, si no viviera yo en esta quinta generación de hombres, o más bien, si hubiera m uerto antes o nacido después! Porque aho­ ra hay una raza de hierro [genos sidereon], y los hombres no ce­ sarán de estar abrumados de trabajos y de miserias durante el día, ni de ser corrom pidos durante la noche, y los dioses les prodigarán amargas inquietudes» (Los trabajos y los días, 176180). Los héroes fueron importantes a lo largo de la Antigüe­ dad. Los semidioses de la guerra de Troya representaban la quin­ taesencia de los héroes, pero los griegos tam bién elevaron a ciertos hombres de su tiempo a la categoría de héroes tras su muerte. Los guerreros excepcionales, los atletas victoriosos y los fundadores de las ciudades eran quienes tenían más posi­ bilidades de recibir esos honores. En el caso más famoso, el año 422 a. C?, el pueblo de Anfípolis mezcló dos de estas catego­ rías al decidir que el general espartano Brásidas, quien acaba­ ba de m orir defendiendo la ciudad frente a Atenas, era su ver­ dadero fundador, y no el ateniense H agnón, quien había establecido el asentamiento cincuenta años atrás.Tucídides su­ giere que los anfip olí taños manipularon cínicamente el pro­ ceso de hacerlo un héroe: Pasado esto, todos acom pañaron al cuerpo de Brásidas arm a­ dos, y le sepultaron dentro de la ciudad delante del actual m er­ cado, d o n d e los de A nfípolis le h icie ro n sepulcro m u y sun-

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tuoso, y u n tem p lo co m o a h éroe, d edicándole sacrificios y otras fiestas, y honras anuales, dándole el título y n o m b re de fundador y poblador de la ciudad, y todas las m em orias que se hallaron en escrito, pintura o talla de H agnón, su p rim e r fun­ dador, las q u itaro n y rayaron, ten ie n d o y rep u tan d o a B rásidas p o r fundador y autor de su libertad. H acían esto p o r agra­ dar m ás a los lac e d e m o n io s p o r el te m o r q u e te n ía n a los atenienses, y tam bién porque les parecía más provechoso para ellos hacer a Brásidas aquellas honras que no a H agnón, a cau­ sa de la enem istad que naturalm ente tenían con los aten ien ­ ses. (Tucídides 5 .1 1)25

Pero también sabemos de personajes como Filipo de Croto­ na, elevado a la categoría de héroe a causa dé su belleza, y O nésilo de Ama tonta, tam bién prom ocionado a esa misma cate­ goría tras la interpretación de un extraño augurio ofrecido por el oráculo (Herodoto, 5.47,114). En todos los casos, conferir la categoría de héroe siempre sucedía en o después de la muerte. Incluso en el relato de H om ero sobre la guerra de Troya, la edad en la que todos los hombres podrían ser llamados héroes era, por encima de todo, mediante una buena m uerte y su fu­ neral cuando un héroe obtenía auténtica fama, conm em ora­ da por los rapsodas de todos los tiempos venideros. Los cánti­ cos y las tumbas [sema] eran inseparables, y el túmulo funerario constituía una metáfora de la épica (Ford, 1992:158). U n hé­ roe verdadero tenía que m orir bien, su cuerpo se volvía más y no menos hermoso si quedaba destrozado por efecto de las crueles armas de bronce.Vernant (1991: 50) señala que «como si fuera una iniciación, tal m uerte dotaba al guerrero de un conjunto de cualidades, honores y valores por los que los miem­ bros de la élite, los aristoi [los “mejores hombres”], competían a lo largo de sus vidas». U na buena muerte, ju nto al funeral y

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el cántico asociados a ella, elevaban a un hom bre a un autén­ tico estatus de héroe. Los ritos de m uerte hacían al héroe, un hom bre parecido a los dioses situado fuera del ñujo temporal, disponible para todos gracias a la mediación de un poeta ins­ pirado. En los tiempos arcaicos y clásicos, un héroe vivo era un oxímoron. La frontera entre los mortales y los semidioses era permeable y, en ocasiones, grandes hechos o la intervención de un oráculo mostraba que un hom bre había estado a la al­ tura de los patrones de los héroes. Una vez convenientemen­ te muerto, podía ser ascendido a héroe con un santuario en su tumba. El paisaje de la Grecia clásica estaba moteado de esta clase de templos, algunos de ellos dedicados a héroes panhe­ lénicos, famosos p o r los cantos épicos, y otros sólo conoci­ dos en las inmediaciones, o incluso anónimos (Farnell, 1921; Brelich, 1958; Kearns, 1989).Tal como Burkert resume la ele­ vación a héroe, «el parentesco con las divinidades no suponía una condición previa, aunque muchos de los hijos de los dio­ ses eran contemplados como héroes. Incluso un criminal que hubiese encontrado un final espectacular podría convertirse en héroe [...]. Es una cualidad lo que hace al héroe; algo m ipredecible e increíble se deja atrás y queda presente para siem­ pre». La consecuencia, como propone Burkert, era la siguien­ te: «Los dioses son algo remoto, y los héroes se encuentran a mano» (1985:207-208). Yo propongo que este rasgo distintivo griego de héroe tom ó forma a finales del siglo XI a. C. Argumentaba, en la obra Burials and Ancient Society; que los grandes cambios aconteci­ dos en las costumbres funerarias form aron parte de la cons­ trucción de una nueva élite. Ahora propongo que la nueva cla­ se dominante acabó con el caos simbólico comenzado alrededor del año 1100 a. C .,la sensación de que todo estaba desapare-

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ciendo y nada lo reemplazaba, e impuso un orden. En los m i­ tos y rituales de m uerte proclamaban que Zeus había creado un m undo nuevo, una estirpe de hierro. Nada podría ser más apropiado hacia el año 1100, cuando en la zona central de Gre­ cia se empleó el hierro tan a conciencia en su simbolismo fu­ nerario. Ellos fijaron este m undo emparejando a la estirpe de hierro con una segunda invención, una imagen de lo que no eran: la heroica estirpe de hombres semejantes a dioses a quie­ nes llamaban semidioses. Por lo general, arqueólogos e historiadores interpretan las ideas griegas acerca de los héroes como recuerdos distorsio­ nados del pasado micénico, una especie de historia inservible. Pero eso es justo lo que no es. En el siglo X I a. C.,los griegos de la zona central crearon la estirpe heroica-para conferirse a sí mismos un pasado útil para com prender las ruinas y la evi­ dente decadencia que los rodeaba. PaulVeyne propone que deberíamos imaginarnos a los antiguos griegos pensando en las diferencias entre su propio tiem po y un m undo perdido heroico de un m odo m uy parecido a como el horizonte li­ mitaba su visión: La época m ítica sólo tenía u n vago parecido con la tem p o ra­ lidad cotidiana 1...]. U n o no percibe el límite de los siglos guar­ dados en la m em o ria más que la línea que confina su cam po de visión. U n o no ve a los siglos oscuros extendiéndose más allá de ese ho rizo n te. U n o sim plem ente deja de ver, y eso es todo. Las generaciones heroicas se en cu en tran en otro m u n ­ do, al otro lado de este h o riz o n te tem poral. (Veyne, 1988:18)

Para la gente del siglo x i i a. C. que luchó por preservar los usos de la Edad de Bronce, el m undo micénico y sus restos físicos se encontraban en la zona próxima del horizonte temporal, a

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la vista, y merecía la pena aferrarse a ellos. Pero hacia el año 1000 este pasado comenzó a desvanecerse en el horizonte y se hizo parte de la mitología recreado como una edad de hé­ roes. N o podía esperarse de la estirpe de hierro que constru­ yese palacios poderosos o estableciese relaciones comerciales con los reyes de Egipto y Ugarit. C on todo, por débil que pu­ diese ser la estirpe de hierro, formaba parte del orden de Zeus y era inseparable de su pasado imaginado. Vernant com pren­ de la sustancia de la idea del mito de Hesiodo sobre las estir­ pes al decir: «En el pensamiento mitológico, cualquier genea­ logía al m ism o tiem po tam bién es una estructura [...]. La sucesión de las estirpes a lo largo del tiempo refleja un orden del universo perm anente y jerárquico» (1983: 5-6). Esto da más sentido a nuestros datos complejos que ob­ viar, o bien los hallazgos de Lefkandi, o bien el 99 por ciento de los sepulcros restantes. Q uienquiera que fuese el hom bre enterrado bajo el edificio absidal de Lefkandi, quienes lo co­ locaron allí afirmaban que había superado la tristemente de­ rrotada estirpe de hierro, saliendo del degenerado presente pa­ ra entrar en un m undo mejor. La reforma de los rituales de m uerte a finales del siglo X I a. C. fue parte de una revolución intelectual mayor, que acomodaba las ruinas esparcidas por el entorno con las limitaciones del horizonte en el presente. Tan­ to si se creó de la nada en el siglo xi, como si se adoptó de en­ tre las creencias procedentes de la M edia Edad de Bronce, o se estableció a partir de un m ito de O riente Próxim o acerca de estirpes decadentes de oro, plata y bronce, esto fue un clá­ sico estatuto de fundación para naturalizar el evidente decli­ ve de poder y sofisticación desde los tiempos micénicos y pro­ mover la estabilidad de las nuevas élites. N o había razón para rebelarse contra las limitaciones de los mortales, pues tal era el deseo de Zeus. Pero, sin embargo, las fronteras entre el pasado

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y el presente eran permeables. U n hom bre extraordinario po­ dría trascender el presente, como sucedió en Lefkandi. Su éxi­ to, en vez de desafiar al igualitarismo interno de la clase do­ minante, lo reforzaba. Al ser elevado tras su muerte (pero nunca antes) a la paridad con los héroes, dejaba intacto el orden de la Edad de Hierro. N o obstante, existen problemas evidentes al intentar vin­ cular Lefkandi con el m ito de Hesiodo. El prim er testim o­ nio literario aparece tres siglos después de los enterramientos de Toumba. ¿Tan antigua era la tradición en tiempos de H e­ siodo? La carencia de versiones escritas anteriores no con­ forma, por supuesto, un argumento en contra de la relación, puesto que no existen fuentes literarias anteriores al año 750 a. C. Pero todavía podemos afrontar una de las "cuestiones más im ­ portantes planteadas en el estudio de los primeros mitos grie­ gos: «¿Tenemos derecho a creer que ciertas instituciones, o convenciones, existían antes de que se realizase la primera men­ ción explícita de ellas en los docum entos en nuestro poder? ¿Podemos extrapolarlo a partir de las pruebas disponibles pa­ ra nosotros? ¿Podemos realizar una reconstrucción inversa, ha­ cia atrás?» (R. P M artin, 1993:113). La palabra heros probablemente ya tenía una larga histo­ ria antes de H om ero y Hesiodo. Dos tablillas escritas en Li­ neal B m encionan a la diosa Hera. En la O f 28 de Tebas apa­ rece sola, pero en la T n 316 de Pilos también se m enciona a Zeus, esposo de H era según Hom ero, y a una diosa llamada Diwija, desconocida en las fuentes clásicas. Etim ológicam en­ te, Diwija podría ser la consorte de Zeus, llamado Diwios (aun­ que Burkert [1985: 44] infiere a partir de la coincidencia de Zeus y Hera e n T n 316 que ya estaban casados en la m itolo­ gía de la Edad de Bronce).Walter Potscher (1961), al advertir la variedad de las funciones de Hera, el hábito de H om ero

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de llamarla potnia (‘señora’), y su tendencia a tener santuarios separados de los dedicados a Zeus, propone que en la Edad de Bronce Hera representaba a una poderosa deidad natural con un consorte llamado Heros. Algunos filólogos vinculan a H e­ ra, Héros y Hora, «estación», proponiendo que «Hêrâ podría haber sido la diosa micénica de la primavera [...]. [Hêrâs] po­ dría haber sido “ quien pertenece a la diosa de las estaciones” [...], [entonces] los primeros griegos podrían haber entendido que hêrâs era el “hom bre de la estación” de Hêrâ, inoportu­ no por su m uerte prematura» (O ’Brien, 1993:117). Heros no consta en las tablillas, aunque tiriseroe significa «tres veces hé­ roe» (Burkert, 1985: 429 n. 2). Según esta teoría, Hera y H e­ ros se separaron entre los años 1200 y 700 a. C., y Diwíja de­ sapareció. Hera contrajo un incómodo matrimonio con Zeus, y Heros, poco oportuno por su muerte prematura, se extendió hasta pasar de ser el consorte de H era a designar una estirpe de hom bres semidioses, igualm ente im portunados por una muerte prematura, con Hera como madre protectora (O ’Brien, 1993:156-166). Este replanteamiento podría haber sucedido en cualquier m om ento de la Edad de Hierro, o a lo largo de ella. N o obs­ tante, existen indicios de que el emparejamiento de la estir­ pe de los héroes y el hierro tuvo lugar de una manera abrup­ ta. Los mitos de las estirpes metálicas de virtud declinante son conocidos en varias zonas de O riente Próxim o (West 1978: 174-177).Todos posteriores a Hesiodo, pero West (1997:314— 319) muestra que los detalles del mito de Hesiodo tienen pa­ ralelismos que se rem ontan hasta el segundo milenio antes de la era cristiana. Concluye que «su mismo formalismo es po­ co griego», y que «parece necesario postular una fuente co­ m ún situada a principios del prim er milenio» (West, 1997:312, 319). D e modo similar, Ludwig Koenen sospecha que «los m o-

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tivos de esta historia, asi como la propia historia, ya disfruta­ ban de una larga vida antes de los tiempos de Hesiodo», pero piensa que «nombrar la época contemporánea según el hierro [...], parece muy difícil antes del siglo ix o X a. C.» (Koenen, 1994: 25 n. 59). La filología no puede resolver el problema, pero la arqueología me sugiere que la Grecia central de en­ tre los años 1025 y 925 a. C., cuando el hierro tuvo su ma­ yor poder como símbolo separador del m undo m oderno con respecto del pasado, supone el contexto más probable para la creación de algo parecido al mito de Hesiodo. Propongo que los griegos de la zona central de Grecia añadieron las estir­ pes de hierro y de los héroes a una tradición mediterránea más antigua sobre tres linajes metálicos para crear una cronología coherente. Esto no implica afirmar que los conceptos de las cinco es­ tirpes se mantuviesen estables desde la época de los enterra­ mientos deToumba hasta los días de Hesiodo. Hace cien años, Erwin R o h d e (1966 [1890]) argum entó a partir del empleo hecho por Hom ero de la palabra heros que ésta estaba vincu­ lada en origen al culto a los antepasados, y West (1978: 370373) sugiere que Hesiodo unió dos diferentes interpretacio­ nes del térm ino empleadas en la Edad de Hierro. En la Ilíada, heros simplemente significa «guerrero», sin connotaciones re­ ligiosas. Sólo en una ocasión H om ero utiliza una expresión al estilo de Hesiodo: hemizeon genos andron, ‘generación de los hombres semidioses’ (Ilíada, 12.23).West sugiere que H om e­ ro tom ó las historias jonias sobre la guerra de Troya, en la cual los héroes eran simples guerreros que vivieron en el pasado, mientras que Hesiodo procedía de una tradición continental en la que los héroes no tenían nada que ver con la guerra de Troya pero eran «los difuntos honrados y los numina más des­ pegados de lo terrenal en una zona» (1978: 373).West argu­

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menta que, como la épica heroica jonia se hizo muy popular en el continente durante el siglo vm a. C., Hesiodo o su fuen­ te unieron las dos acepciones del térm ino heros, igualando a los héroes épicos con los locales. Snodgrass (1988: 22) sugie­ re que la distribución geográfica de las pruebas arqueológi­ cas relacionadas con la veneración de restos de la Edad de Bron­ ce fechadas en el siglo vm a. C. avala la tesis de West. La actividad del culto se concentraba en el continente, con un puñado de casos presentes en las islas y ninguno en Jonia. Los lingüistas y los críticos literarios han atacado las eti­ mologías de West y sus suposiciones de que Hesiodo era un sencillo campesino que no podía conocer la mitología de Jo­ nia y O riente Próximo. Nagy observa que Homero suele des­ cribir a los combatientes de la guerra de Troya desde una pers­ pectiva comprendida dentro de la historia, oficiando de narrador portavoz de las Musas. Por tanto, sería inapropiado para él con­ ferir al térm ino heros un sentido religioso. Pero en la 1liada, 12.23, se da «uno de esos escasos m om entos en que la narra­ ción de la llíada se distancia de la acción épica [...]. La pers­ pectiva se desplaza desde el pasado heroico al aquí y ahora del público hom érico» (Nagy, 1979: 159), y eso ayuda a com ­ prender que H om ero llame a los héroes «generación de los hom bres semidioses». N agy no percibe una distinción geográfica-cronológica, sino una genérica y, del mismo modo,Van Wees concluye que «Homero sí comparte la idea de Hesio­ do de que los héroes son una estirpe distinta, extinta y semidivina» (Van Wees 1992: 8; la cursiva es mía). Com o carecemos de pruebas anteriores al año 750 a. C., los debates lingüísticos no pueden ser decisivos.Vincular tex­ tos posteriores con la arqueología de la Edad de Hierro es muy peligroso, pero nos ofrece nuevas posibilidades. Yo propongo que hay algo entre las líneas del mito de las cinco estirpes que

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va unido al final del siglo X I a. C. El pasado micénico entró en la m itología com o una estirpe de héroes, m uchos de ellos rotos por una m uerte prem atura enviada por Zeus. Pero los héroes no habían desaparecido para siempre: durante el mi­ lenio siguiente, los oráculos anunciaban continuam ente que un extraño grupo de hombres (desde Brásidas hasta crimina­ les comunes) había alcanzado el nivel de la perdida estirpe de héroes y merecían honras religiosas. El enterram iento masculino deT oum ba Lefkandi es el ejemplo más antiguo del conjunto ritual que iba a definir el es­ tatus de héroe durante más de un milenio. Los enterradores, al retomar lo antiguo y lo oriental, vinculaban a los héroes con un m undo perdido más grande y glorioso. Los declamadores de historias y los enterradores de grandes hombres crearon un lenguaje simbólico com partido. U n gran túm ulo era parte de los derechos del héroe (litada, 16.457; 671-675; 23.44-47; Odisea, 1.239-240; 14.366-371; 24.188-190), y una fuente de renovado honor para sus descendientes (Uíada, 7.79-86; 23.245258; Odisea, 5.311; 14.366-371; 24.93-95). El héroe debía ser incinerado y enterrado en una urna de metal. H éctor (Uíada, 24.795) incluso tuvo una urna de oro, mientras que Aquiles y Patroclo compartieron una (Iliada, 23.243: Odisea, 24.73-75). Hacia el siglo v a. C., urna, túmulo y estela eran metáforas apli­ cadas a un héroe en la tragedia ateniense; el dramaturgo sólo tenía que m encionar una de ellas para que el público supiese que iban a situarlo ante la presencia de los grandes héroes de la guerra de Troya (p. e. Esquilo, Las coéforas, 323-325,351-353, 686-687, 722-724; obra representada en el año 458 a. C.). Las similitudes entre los hallazgos de Toumba y la versión de H om ero del funeral de Patroclo (Uíada, 23.110-183) ani­ maron a los excavadores a llamar al hombre enterrado «el hé­ roe de Lefkandi» (Popham y otros, 1982).26 N o obstante, ad­

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vierten algunos críticos, los cultos clásicos y arcaicos a los hé­ roes producen a veces pruebas claras de sacrificios y banque­ tes en honor del difunto, como en el caso de un ejemplo ha­ llado en la reciente excavación de un túm ulo en Orgame, a orillas del mar Negro, fechado alrededor del año 600 a. C. don­ de se continuaron haciendo ofrendas hasta el año 200 a. C. (Lungu 1998). N o se han encontrado tales pruebas en Lef­ kandi. El túm ulo, en vez de ser acondicionado com o san­ tuario, se convirtió en el centro de un cem enterio suntuoso. Algunos de los críticos de Popham proponen que no se pue­ de hablar de héroe al no existir rastros de culto. Carla A ntonaccio, por ejemplo, concluye que «aunque se ha calificado de heroôn y al hom bre allí enterrado de héroe, seguram ente se trate de un anacronismo» (1995: 243; cf. Mazarakis Ainian, 1997:57). Sin embargo, el mayor peligro de anacronismo es la su­ posición de que el culto al héroe en el siglo X a. C. parecería igual que el del siglo v a. C. Com o veremos en el capítulo sép­ timo, eso no es cierto para los ritos dedicados a los dioses del panteón olímpico, cuyo culto cambió en casi todos los aspec­ tos durante el siglo Víll a. C. R o b in Hágg (1987) muestra que la cerámica dedicada a los cultos arcaicos en las tumbas de la Edad de Bronce era m uy parecida a la dedicada a los dioses durante ese mismo período; entonces, el m étodo más sólido para decidir si la ausencia de tales hallazgos en Lefkandi es un argum ento decisivo contra la interpretación del enterra­ m iento como una «heroización» debería ser la comparación con otras formas de culto en el siglo x a. C. La adoración a los dioses en la Grecia central durante el siglo x a. C. es casi invisible para la arqueología. En Kalapodi, en el borde del área de m i Grecia central, y quizá tam ­ bién en Éfeso, parece haber una continua actividad de culto

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a lo largo de la Edad de H ierro; y probablem ente perciba­ mos cultos en Istmia y Asina alrededor del año 1000 a. C. La dedicación de cerámicas comenzó a producirse en varias ci✓ mas de las colinas de Atica hacia el año 900 a. C .,y en nuevos yacimientos descubiertos en la Cicladas, com o K oukounaries en Paros y M inoa en Amorgos, mientras que los hallaz­ gos de Iría, en Naxos, podrían rem ontarse más allá en el si­ glo X a. C .27 Las excavaciones más antiguas podrían haber dejado pasar pruebas pertenecientes a ese siglo, pero incluso en las mejores búsquedas los resultados son escasos. N o hay edificios o aras distintivas y, norm alm ente, se encuentran un puñado de vasijas de arcilla probablemente desechadas para su uso en las comidas más que utilizadas como ofrendas votivas. Incluso los depósitos de cenizas de los alimentos apenas pro­ porcionan muchos indicios. De Polignac (1995a: 16) habla de «una relativa carencia de determ inación espacial, sin una dife­ renciación clara entre espacio sagrado y espacio profano». En varios de estos yacimientos, los arqueólogos no habrían sabi­ do que estaban excavando depósitos religiosos de la Edad Os­ cura de no haber habido sobre ellos restos arcaicos y clásicos específicos, como los de Ayia Irini, en Ceos, y Apolo Maleatas, en Epidauro, casi con toda seguridad restos de lugares sa­ grados de la Edad de H ierro aunque no se tengan noticias de hallazgos del siglo X a. C.28 La actividad de culto en la Edad Oscura tom ó varias for­ mas, pero todas son de escasa visibilidad. Si la gente veneró al hombre enterrado bajo el túmulo deToum ba desde el año 950 hasta el 825 a. C. (cuando se abandonó el cementerio) del mismo m odo que veneraba a los dioses, y sobre todo si lo ha­ cían en la cima de una colina muy erosionada (vid. Ilustración 6.9), no es sorprendente que no tengamos evidencia de ello. Toda la actividad religiosa antes de c. 750 a. C. tiene poca vi-

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sibilidad arqueológica, y poco podemos inferir a partir de la ausencia de pruebas claras de culto en Lefkandi. Los enterradores continuaron utilizando elementos del conjunto de ritos que vimos por primera vez en Lefkandi has­ ta los tiempos helenísticos, siempre que deseaban otorgarle el estatus de héroe a un difunto. Este enterramiento se m an­ tiene a la cabeza de una tradición cultural milenaria. Los ha­ bitantes de Lefkandi anunciaban que el hombre enterrado ba­ jo el túm ulo era un héroe que superó la estirpe de hierro. Lo incineraron, colocaron sus huesos en una urna que había sido pasada de mano en mano durante doscientos años y quizá ma­ taron a su esposa, o concubina, y a sus caballos. Dejaron los ca­ dáveres a su lado, lo rodearon de armas y ofrendas al estilo oriental y antiguo, y lo enterraron, a él y a su edificio absidal, bajo un túmulo. Popham hace hincapié en las similitudes con el entierro de Patroclo, concibiéndolo com o «parecido al descrito por Homero, y sin duda elaborado, como la clase de funeral que un guerrero o un rey de este período podrían haber recibido» (Popham, y otros, 1993:22). Pero cuando contemplamos el re­ gistro arqueológico en su conjunto, vemos que la im portan­ cia de este enterram iento yace precisamente en que no es la clase de funeral que un guerrero o un rey dec. lOOOa.C.podrían haber recibido. Eso era parte de la invención de una tra­ dición nueva. La «Edad Heroica» no era la edad micénica, y jamás lo fue; fue una creación de finales del siglo XI a. C., un espejo donde las nuevas élites se definían a sí mismas. ★ ★* Al final no hay manera de probar que este complejo mítico tomara forma a finales del siglo XI a. C .,y esto es adivinación,

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no búsqueda de los hechos, pero el gran m érito de este m o­ delo es que ayuda a com prender la mayor parte de nuestros datos, literarios y arqueológicos, más que cualquier otro m o­ do de abordarlos. Los arqueólogos, o bien han obviado el 99 por ciento de los enterramientos conocidos para enfatizar el de Lefkandi, o bien han catalogado Toumba como una ano­ malía dentro del patrón estadístico dominante. La interpreta­ ción que adelanto aquí no requiere de nosotros hacer ningu­ na de estas dos cosas. Pero eso también complica nuestro entendimiento de las ideas de la antigua Grecia acerca del pasado y de Oriente. Aun­ que mediante este proceso de complicación se nos ofrecen nue­ vos modos de aprovechar los orígenes de las ideologías arcai­ cas que someto a discusión en el capítulo quinto. Hacia el año 1000 a. C.,las comunidades de la Grecia central estaban do­ minadas por unas élites que se presentaban a sí mismas como internamente igualitarias. Yo argumentaba en Burials and Ancient Society que éstas se definían en gran medida por el control de la tierra y el trabajo de los subordinados.Volvieron su espalda al pasado y a un mundo más amplio. Pero un puñado de hombres mostró que ellos conservaban las cualidades de los héroes an­ tiguos, vistos como los habitantes de las ruinas micénicas. En el primero de estos enterramientos conocidos, los dolientes crea­ ron un conjunto ritual vinculado justamente con el ancho mun­ do que, presionados por las circunstancias, se negaban a sí mis­ mos en su vida cotidiana. La escala del trabajo en el túm ulo implica que alguien, de alguna manera, convenció a cientos de personas de la justicia de esta reivindicación. La relación entre este enterramiento y las prácticas normativas de la élite sugie­ re que la gente percibía una triste decadencia respecto a la es­ tirpe de los héroes. Los límites impuestos por Zeus sobre la estirpe de hierro los aislaba del pasado y del ancho mundo.

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Q uinientos años después, encontramos ciudades-estado dominadas por élites internam ente igualitarias de ciudadanos masculinos definidas por ascendencia y sexo, pero no por ri­ queza, que dominaban a los grupos excluidos y fragmentados de mujeres y esclavos (comentado en la tercera parte). Estos ciudadanos también volvieron su espalda al pasado heroico y al m undo oriental, pero en esta ocasión desde una perspecti­ va de superioridad. Una élite más escasa en número, pero su­ perior en riqueza, ascendencia e instrucción, reclamaba su pre­ ponderancia sobre estas asociaciones de campesinos. Su habilidad para manejar la cultura lidia y actuar como los hé­ roes, e incluso como los dioses, constituían ante sus ojos prue­ ba de ello. Las continuidades duraderas y las discontinuidades repen­ tinas son evidentes. Crear una clase dominante internamente igualitaria mediante el rechazo a O riente y al pasado no fue invención de los atenienses clásicos, ni siquiera de Hesiodo: se remontaba al principio de la Edad de Hierro: Pero entre el si­ glo X y el VI a. C. sucedió algo que convirtió a la élite de la Edad Oscura en la comunidad clásica de ciudadanos medios.

Redefiniendo el pasado y Oriente en el siglo ix a. C. Las relaciones establecidas hacia el año 1000 a. C. entre la lo­ calidad y O riente, y entre el presente y el pasado, sobrevivie­ ron en líneas generales hasta mediados del siglo vm a. C. Pe­ ro hacia el año 900, unas ideas alternativas desafiaron dichos planteamientos. La cultura del siglo X a. C. explicaba el aisla­ miento Egeo y su decadencia frente a glorias pasadas, pero ha­ cia finales de este siglo se rompió el aislamiento. Esto resulta más obvio en los bienes ofrendados en las sepulturas, sobre to-

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do el oro. Coldstream (1977: 55-781) habla de un «despertar a mediados del siglo X a. C.» seguido de un período de «con­ solidación» a medida que los bienes funerarios aum entaron desde el año 900 al 850 a. C., y luego disminuyeron hasta el 750. Esto es im portante pero, de nuevo, el patrón estadístico sólo revela parte de la historia. Los cambios acontecidos alre­ dedor del año 900 a. C. en las minuciosas ofrendas funerarias y los m onum entos empleados fueron tan significativos como el incremento cuantitativo. Y, mientras que la distribución de las ofrendas funerarias se mantuvo con una estabilidad relati­ va durante los siglos ix y x a. C., hubo importantes variacio­ nes en el ámbito de los sitios individuales. Para aclarar esto re­ sumiré brevemente los siete grupos funerarios más importantes de la Grecia central.

í. Eubea

U n rico cem enterio desarrollado alrededor de Toumba a par­ tir del año 950 a. C .29 La tum ba 49/1, probablemente el pri­ mer enterram iento tras el túmulo, ya contenía anillos de oro, brazaletes dorados, y prendedores de hierro. De poco antes del año 900 a. C., en la tumba 39 había veinte vasijas, un hacha de hierro, una daga, la contera de una lanza, una fíbula, siete or­ namentos de oro, un jarro y una fíbula de bronce, y un par de ruedas de bronce, quizá de origen chipriota. Entre la cerámi­ ca vidriada y decorada se incluía un anillo con un dios con ca­ beza de carnero como engaste, un león tumbado, dos frascos, un askos} y un collar de noventa y seis cuentas. La tumba 70, también de finales del siglo X a.C ., proporcionó seis fíbulas de bronce, un jarro, tam bién de bronce, nueve anillos dorados, diademas doradas, anillos de hierro con engarces de cristal, y

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un notable cuenco grabado hecho en bronce dorado y pro­ cedente de O riente Próximo. La tumba 42, de poco después del año 900 a. C., incluía (además de un aro de oro y seis ac­ cesorios), 9.250 cuentas de cerámica vidriada y decorada y una sítula de bronce importada de Egipto; y la tumba 55, de la mis­ ma época, contenía cinco anillos de oro, dos pendientes de oro, otro cuenco de bronce, sirio en esta ocasión (Ilustración 6.13), y dos prendedores dorados, uno de ellos con un extraordina­ rio globo de conos de cristal. Dadas las evidencias, los habitantes de Lefkandi se ade­ lantaron al desarrollo de cualquier otro lugar de la Grecia cen­ tral. Hacia el año 850 a. C., los sepulcros con una docena de ornamentos de oro, o más, eran comunes en el cementerio al­ rededor deToumba, y la tumba 59 de Skoubris es análoga en riqueza. Pero justo cuando las sepulturas alcanzaron su pico de suntuosidad, allá entre los años 850 y 800 a. C., dejaron de uti­ lizarse todos los cem enterios y el asentam iento quizá fuese destruido. Hay pocos enterramientos en cualquier otra parte de Eubea pertenecientes a este período. Se han encontrado tumbas profanadas en Malakonda, pero sólo se ha informado de cerá­ mica. En Calcis se ha hallado el sepulcro de un niño fechado hacia el año 1000 a. C. sin ninguna pieza de metal en ella, al­ go que cabría esperar, pero los otros siete sepulcros conocidos datados entre los años 925 y 825 también son pobres. Las tum ­ bas correspondientes a la fase de consolidación de Coldstream sólo se conocen en Eretria. De las dos fechadas entre los años 850 y 800, una contenía sólo cerámica y la otra una espada de hierro. Cuatro tumbas más pertenecían al principio del siglo vin a. C. Una de ellas, la inhumación de una mujer joven, con­ tenía cuentas de ámbar, y la otra, una cremación primaria, una diadema lisa de oro.30

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Ilu s tra c ió n 6.13 Cuenco de bronce grabado procedente de O riente Próximo hallado en laToumba de Lefkandi, sepultura 55 (por Popham y Lemos, 1996: lámina 133).

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Ninguna de esas tumbas es tan rica como los ejemplos del siglo IX a. C. hallados en Lefkandi, y los contrastes entre las tumbas de este siglo situadas tan juntas puede ser im portan­ te. N o obstante, las muestras fuera de Lefkandi son escasas, y sería prematuro construir algo sobre ello.

2. Atica

El desarrollo en Atenas parece más titubeante que en Eubea. Vemos intentos de desafíos de la austeridad protogeométrica poco antes del año 900 a. C. N o había sepulcros con metal y objetos importados como en Lefkandi, pero las tumbas del Ce­ rámico PG 39,40 y 48 contienen veintidós, dieciséis y treinta vasos respectivamente, y dos o tres objetos de bronce cada una. La tumba P G 48 es el prim er ejemplo donde se ve la boca de una urna cerrada con un cuenco de bronce, que se convirtió en una práctica habitual en el siglo ix a. C. Es como si los en­ terradores tanteasen cautelosamente los límites de las normas protogeométricas. Pasado el año 900 a. C., sus sucesores fueron más allá. Se excavó un conjunto de sepulcros de guerreros bien surtido (etí el Cerámico, tumbas G2, 38; cf. G 7, con dos ani­ llos de oro) junto a las sepulturas PG 39,40 y 48, seguidas por otras, G 41-43, fechadas hacia el año 850 a. C. Estos enterra­ mientos superaron mucho los experimentos anteriores. La tum­ ba G 14, por ejemplo, contenía diez fibulas de bronce, un cuen­ co de bronce, dos prendedores dorados de hierro, tres anillos de oro y un patito de marfil; mientras que la urna de la G 42 estaba sellada con la prim era im portación oriental auténtica conocida en Atenas, un cuenco levantino grabado con una es­ cena de caza, datado más o menos una generación después del prim er cuenco de ese tipo hallado en Lefkandi.31

4 0 8 ------------------------------------------------------------------------- C u a r t a parte Entre los años 850 y 825 a. C., ya no eran extrañas las se­ pulturas con objetos de oro. La tumba G 13, situada diez m e­ tros al oeste del terreno citado en el párrafo anterior, conte­ nía dos diademas lisas de oro, una espada y una daga; veinticinco metros al norte, la extraña hS 109 contenía una espada de hie­ rro, una punta de lanza y otra diadema de oro. Conjuntos si­ milares aparecieron alrededor de toda la ciudad de Atenas c. 850 a. C. En la calle Kriezi, las tumbas 1968/2, 7 y 14 conte­ nían cintas de oro; y en el Agora tardía, la tumba H16:6, el en­ terramiento ateniense más rico conocido y perteneciente a la Edad de Hierro, presentó veintinueve vasos, tres prendedores de bronce, seis anillos de oro, un espectacular par de pendien­ tes de oro, tres piezas de marfil y una gargantilla de diecisiete cristales y más de mil cuentas de cerámica vidriada adorna­ da.32 Esta gargantilla, com o el cuenco de la tum ba G 42 en el Cerámico, probablemente fue importada, y los pendientes delatan el conocimiento de técnicas de O riente Próximo. Sin embargo, ninguna de las diademas de oro, tan comunes en las sepulturas del siglo IX a. C., tenían grabadas escenas de tipo oriental; todas era lisas, o bien estaban decoradas con meandros. H ubo un aum ento generalizado de las ofrendas funera­ rias, con muchos conjuntos constando de uno o varios ricos enterramientos (vid.Whidey 1991a: 133),y una tendencia ha­ cia el empleo de vasijas com o marcas de tumbas. Al mismo tiempo, algunos conjuntos se presentaron claramente com o más ricos, y sólo unos pocos contenían objetos orientales auténticos. Esto podía apuntar hacia una variación en el ac­ ceso a O riente o a cierta inseguridad en los atractivos asiáti­ cos, pero la escasa disposición general a plasmar abiertamen­ te ornamentos orientales en la cerámica y la orfebrería favorece la segunda posibilidad.

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Las ofrendas funerarias comenzaron a declinar en Atenas antes del año 800 a. C. N o hay tumbas ricas del Geométrico M edio II en el Cerámico, aunque Barbara Bohen (1.997) ar­ gumenta a partir de la alta calidad de los fragmentos de prin­ cipios del siglo vm a. C. presentes en el relleno del túm ulo G, del siglo vi a. C., que los constructores de este m onum en­ to destruyeron los sepulcros más ricos de este período. En otros lugares de Atenas datados hacia el año 800 a. C., la tum ba 1985/1 de la calle A ktaiou contenía una cinta de oro y dos anillos, de oro también; la tumba B de la calle Kavalotti con­ tenía una delicada estatuilla de Isis; y la tumba 4 de la calle Zeofilopoulou contenía otra cinta de oro. U n grupo de sepul­ cros del G eom étrico M edio II situado cerca del gimnasio Kynosarges aportó doce ornam entos de oro; y la tum ba 1986/12 de la calle Kriezi contenía tres más y cuatro vasijas de bronce.33 Estos sepulcros no son tan suntuosos como los fechados c. 850 a. C., sin embargo, en la cam piña de Atica sucede lo contrario. Coldstream (1977: 78) propone la exis­ tencia de una «descentralización de la riqueza», con asenta­ mientos nuevos y más ricos situados a lo largo de la costa des­ viando de Atenas lujosas ofrendas funerarias. En la tumba de Anavissos 1966/2 (c. 800 a. C.) había siete ornamentos de oro y un escarabajo de cerámica vidriada adornada, y la riqueza de las tumbas Alfa e Isis de Eleusis tiene pocos equivalentes. Cada una de ellas, ju nto con la 1966/51 de Anavissos, conte­ nía un par de pendientes de oro que rivalizaban con los ha­ llados en la H16:6 del Ágora, así como la misma abundancia de joyas de oro, plata y bronce. La tumba Isis contiene tres es­ carabajos de cerámica vidriada adornada, gargantillas de ám­ bar y cerámica vidriada y estatuillas de marfil.34

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3. La Argólida

Argos siguió en buena medida el modelo de Atenas. Los bie­ nes funerarios aum entaron y se diversificaron hacia el año 900 a. C. Hágg (1974: 30) fecha la tum ba 3, en el edificio de la O T E (la compañía telefónica), con dos volutas de oro, y la tumba 6, con dos cintas de oro, al final justo del período Protogeométrico. Pero éstas son las primeras ofrendas funerarias ricas. Los argivos parecen, respecto al lujo, aun más caute­ losos que los atenienses. Incluso hacia el año 850 a. C., los enterram ientos más ricos son la tum ba 1 Papanikolaou, con sólo tres adornos de oro, y la tum ba 2/1 M akris, sin oro pe­ ro con diecisiete objetos de bronce. N o se han encontrado verdaderas im portaciones orientales, aunque e n T irin to , la tumba 13 del Cem enterio Suroeste (probablemente del Protogeom étrico Tardío) contiene una placa de cerám ica v i­ driada y esmaltada; la tumba 2, de hacia el año 900 a. C-, con­ tenía un par de prendedores de hierro con cabezas de marfil; la tum ba 1972/6, de principios del siglo ix a. C., una gar­ gantilla con las cuentas hechas de cerám ica vidriada y ar­ cilla. Com o en Atenas, los sepulcros ricos pasaron de moda ha­ cia el año 800 a. C. N inguna tum ba del G eom étrico M edio contiene oro. Las ofrendas más espléndidas proceden de la tum ­ ba 6/1 del Cem enterio Sur, probablemente alrededor del año 775 a. C., con veinticinco objetos de bronce y seis prendedo­ res de hierro; y en una sepultura de Berbati, en la campiña argiva, fechada c. 825 a. C., se hallaron treinta y seis vasijas y catorce objetos de bronce.35

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4. Corintia

Tras un intervalo a partir del Submicénico, se han encontra­ do en C orinto cinco tumbas correspondientes al Protogeom étrico Tardío. Son pobres, como los apenas veinte enterra­ mientos fechados entre los años 900 y 750 a. C. U na tumba datada alrededor del año 900 a. C. contenía cuatro objetos de bronce, y otra treinta y dos vasijas. La prueba es coherente con el esquema general de un incremento de la riqueza a par­ tir del año 900 a. C., pero es demasiado exigua para confiar en ella. Avanzado el siglo IX a. C., una tumba de Azikia presentó veintitrés objetos de bronce, y otra en Klenia ocho objetos de bronce y dos espirales doradas de bronce.36

5. Beoda Las primeras tumbas enVranesi y Andikira probablemente da­ tan de poco después del año 900 a. C., pero muchas de las va­ sijas recuperadas parecen pertenecientes al siglo IX a. C. Los informes originales m encionan ornam entos de oro y bron­ ce, pero no hay datos cuantificables. Otro informe antiguo in­ dica que una tumba de Oqórnenos fechada en el siglo ix a. C. contenía cuentas de cristal. U no más cita una urna de incine­ ración sin ofrendas funerarias enTaji, c. 900 a. C.; las únicas tumbas antiguas publicadas en excavaciones recientes están en Acraifia, comenzadas c. 925 a. C. Son bastante ricas en objetos de bronce, pero no contienen oro ni objetos importados. H u ­ bo una ligera disminución del metal después del año 825 a. C., pero la muestra es pequeña (vid.Tabla 6.5) .37

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C u a r t a parte

Tabla 6.5 Cantidad media de bienes funerarios por enterramiento adul­ to en Acraifia, c. 925-750 a. C.

Antes de 82b 825-750

n

Vasijas

Bronce

Hierro

Cristal

5 5

3,4 4,6

5 ,2

1,0 0,8

0 ,2

4,2

0

Notó: Antes de 825 ~ tumbas ΔΔ/151, Grava 2, Γ Η Π /16, 30 y 31; 825-750 = tumbas Γ Η Π /19,25,27,32 y 123. N o he incluido la tumba desvalijada ΓΗΠ/132. Fuentes: Andreiomenou, 1991; Praktika, 1989: 127-132.

6. E l Dodecaneso

En el pequeño cem enterio de Asarlik, la tumba A, en uso ha­ cia el año 1000 a. C., sólo contenía vasijas y armas de hierro; mientras que la tum ba C, en uso durante la época del G eo­ m étrico (y, con certeza, a principios del siglo vm a. C.), tam ­ bién contenía bronce y oro. En Rodas, las primeras tumbas conocidas datan de poco después del año 900 y conform an un pequeño grupo de incineraciones de adultos e inhum a­ ciones infantiles. Tres tumbas de Kameiros son protogeom étricas,y otras tres pertenecen al Geométrico Temprano o M e­ dio. Todas son pobres, aunque la cantidad de vasijas aumenta notablem ente después del año 900 (vid.Tabla 6.6). En Ialisos, las cuatro tumbas protogeométricas también son pobres, pero la tum ba 1936/43 (perteneciente al G eom étrico Tem­ prano) presentó objetos de bronce y de cerámica vidriada ador­ nada, incluyendo una estatuilla egipcia de Bes. Dos de sus vasijas eran de im portación chipriota.38 Las escasas pruebas obtenidas en Asarlik y Rodas siguen los mismos patrones que los yacimientos continentales, pero

El

pasado ,

O

413

r i e n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

Tabla 6.6 Cantidad media de ofrendas funerarias por enterramiento en Rodas, desde el Protogeom étrico Tardío hasta el Geom étrico Medio. C a n tid a d m e d ia de objetos p o r tu m b a P eríodo

Ialisos Protogeométrico Ialisos, G. Tardío Kameiros, P. Tardío Kameiros G.Temp./G. Med.

n

V asijas B ronce

H ie rro

C erá m ica v id ria d a

4 1 3

3,75 12,0 3,0

0 8,0 0

1,5 1,0 0

0 3,0 0

3

7,3

0

0,3

0

Fuentes: Ialisos: A D , 23: 1 (1968) 82-3, tumba 98; C IR , 3.(1929), tumba 470; 8

(1937) 7-207, tumbas 44, 45 (todas Protogeométrico Tardío); tumba 43 (Geo­ métrico Temprano). Kameiros: C IR , 6-7 (1993) 7-129, tumbas 43, 45, 84 (Pro­ togeométrico Tardío), 39, 80, 83 (Geométrico Tem prano/Geométrico Medio).

los cem enterios de Cos son más grandes y complejos. Alre­ dedor de cincuenta enterramientos fechados c. 925-750 a. C. se excavaron entre las ruinas de una población de la Edad de Bronce en un m om ento muy cercano, o ya pertenecien­ te, al asentamiento de la Edad de H ierro de la época (Kantzia 1988:181). Hay cierta inseguridad en la fecha de datación, puesto que muchas de las tumbas no contienen ofrendas, pe­ ro a este período pertenecían entre uno y quince adultos, y setenta y tres niños (vid.Tabla 6.7). Algunas de las tumbas in­ fantiles protoge o métricas eran ricas. Siete de ellas contenían entre uno y tres adornos de oro, y la tumba 10 tenía más de un millar de cuentas de cerámica vidriada adornada.Y, en con­ traste con las sepulturas de los adultos en toda la Grecia cen­ tral, la riqueza en los enterramientos infantiles disminuyó des­ pués del año 900 a. C. Ninguna tumba de adulto perteneciente al Geom étrico Temprano o M edio que contuviese ofrendas incluía oro entre ellas, y m uy poca cerámica vidriada ador-

414

C uarta

parte

Tabla 6.7 Ofrendas funerarias en Cos, desde el Protogeométrico hasta el Geométrico Medio. E n te rr a m ie n to s a d u lto s P eríodo

PTardío-G. Medio Máximo Mínimo

n

Vasijas

O ro

P la ta B ronce H ie rro C e r á m ic a

15 1

0,3 2,0

0 0

n

Vasijas

O ro

63 31

2,7 44

0,2 0,4

0 0

0,7

42 10

4,1 14,5

0 0

0 0

0 0

0,6 c. 2,0

c.

0,3 0

0 0

E n te rr a m ie n to s in fa n tile s P eríodo

P. Tardío-G. Temprano Máximo Mínimo G. Medio Máximo Mínimo

P lata B ronce H ie rro C e r á m ic a

1,5

0 0,1

50,9 106,6

0,5 2,0

0 0,1

0,1 0

Fuentes: A S A A , 56 (1978) 9-427; A D , 3 5 :3 (1980) 552-3; 39: 4 (1984) 331;

42:3 (1987) 625.

nada (aunque la tum ba 1 de Fadil contenía trece objetos de bronce).39 En 1984, una pequeña excavación descubrió una urna de incineración perteneciente al Geom étrico M edio I, según el estilo dedicado en Rodas a los adultos, ju n to a una segunda vasija y adornos de bronce. Esto sugiere que Cos tenía un ce­ m enterio separado para adultos, aún sin excavar.40

7. Las islas del mar Egeo Se conocen pocas tumbas. Naxos es la única isla donde se ven indicios de actividad continua. Aquí, un insólito grupo de

E l p asad o, O r ie n te y e l h é r o e d e le fk a n d i

------------------415

Tabla 6.8 Bienes funerarios del Protogeométrico Temprano y Medio en las islas Cicladas.

Cantidad Cantidad media por sepultura

Tumbas Vasijas Bronce Hierro Oro 29 129 23 5 8 ---

4,4

0,8

0,2

0,3

Fuentes: Vid. las notas 41 y 42 del capítulo sexto; Cambitoglou y otros, 1971:

10 n. 15; Cambitoglou, 1981: 99-102.

sepulturas se rem onta hasta c. 1000 a. C. (vid. p. 416). La tum ­ ba Syrivli 2 en Esciro puede datarse hacia el año 950 pero, por lo demás, no hay tumbas anteriores al año 925 o 900. Sus ofren­ das funerarias son parecidas a las halladas en los sepulcros con­ tinentales (Tabla 6.8), aunque no hay un núm ero suficiente para hacer distinciones elocuentes entre aquellas anteriores o posteriores al año 850. Esciro tiene los enterramientos más ri­ cos, muy parecidos a los de Eubea.Tres contenían oro, y dos piezas de cerámica vidriada adornada. La tumba Kardiani 1, en Tinos, poseía un poco de ámbar, y la tumba de principios del siglo vm a. C. M inoa 3, en Amorgos, tenía once cuentas de cerámica vidriada. Los escombros vertidos en Rinia cuando se purificó Délos, año 426 a. C., contenían finos trabajos de cerámica, pero no metalistería. Los purificadores debieron de robar el oro y la plata, pero seguramente no el hierro vie­ jo y el bronce.41 Estos lugares se ajustan al argumento de Snodgrass de que la carencia de bronce term inó hacia el año 900 a. C., y la re­ cuperación del comercio con Fenicia pudo proporcionar el contexto adecuado (vid. p. 359). N o es una sorpresa que, da­ da la nueva situación internacional, llegasen a Grecia central bronce, oro y los objetos elaborados en O rien te Próxim o.

416

C uarta

parte

Barrett (1994:65) critica con acierto a los prehistoriadores por asumir que tales exotismos siempre minan los sistemas simbó­ licos, pero en este caso dichos objetos debieron de crear pro­ blemas a la ideología de la estirpe de hierro. Esto hubiese te­ nido sentido en una época en que tales artefactos y los orientales que los traían fuesen cosa del pasado; pero en un mundo ya cambiado, tales objetos no proporcionan una idea coherente. Los funerales del siglo I X a. C. pusieron en tela de juicio las certezas del viejo orden. Las fronteras entre la estirpe de hierro y los héroes extin­ tos, tan diáfanas durante el siglo x a. C. y por entonces b o ­ rrosas, como redefinición de las relaciones espaciales con O rien­ te estimularon el replanteamiento de las relaciones temporales con esos héroes. U no de los hallazgos más;'interesantes proce­ de de la capital de Naxos (Ilustración 6.14). Se han encon­ trado cinco tumbas cistas en el área de Grotta fechadas entre los años 925-900, cuatro de las cuales eran cremaciones. Todas se hallan dentro de una pared curva que utiliza parcialmente los muros de una casa micénica, y la tumba 5 tenía una vasija del siglo X I I a. C. sobre las losas que la cubrían. Estos enterra­ mientos se convirtieron en el centro de la actividad de culto hacia el año 900. Sobre ellos se construyeron pequeños alta­ res destinados a sacrificios o ágapes. Otras excavaciones reali­ zadas a unos sesenta metros de distancia, fuera de la iglesia de Metrópolis, descubrieron sepulturas que se rem ontan hasta c. 1000 a. C. U na estela alta señala una cista que contenía restos incinerados fechados poco después del año 900. A principios del siglo I X a. C. se añadió a dicha estela una pequeña habita­ ción. Com enzó a colocarse sobre la tumba una serie de de­ pósitos de cenizas y altares, que alcanzaron una profundidad de un metro. N o hubo enterramientos nuevos a partir del año 900, pero el complejo se extendió y se añadieron varias plata-

El

pasado ,

O

r ie n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

417

Ilustración 6.14 (a) Las áreas excavadas en Grotta, Naxos; (b) los restos de la Edad de Hierro cerca del mar; (c) área de la metrópolis. (Según Mazarakis Ainian, 1997: ilustraciones 330-333).

418

C uarta

parte

formas circulares. Lambrinoudakis (1988:239) señala que dos de los rasgos (plataformas ovales revocadas y una caja conte­ nedora de cenizas hecha de adobe) muestran unos paralelis­ mos cercanos al edificio absidal de Lefkandi; y los naxios de nuevo im itaron a los pobladores de Lefkandi en el siglo vin a. C., cuando enterraron todo el complejo bajo un túmulo de adobe que fue respetado hasta la época romana. A diez kilómetros de Tsikalario, com enzó a construirse alrededor de los años 850-825 a. C. un grupo de más de vein­ te grandes túmulos, algunos de ellos marcados por grandes es-

El

pa sa do ,

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Ilu stra c ió n 6.15 Complejo del siglo ix a. C. enTsikalario (según 21:3 [1966] 394).

419

AD,

telas, que contenían cremaciones. Entre los túm ulos se en­ contraban habitaciones pequeñas como las de Metrópolis (Ilus­ tración 6.15). U na de ellas contenía un altar redondo de pie­ dra, y un períbolo semicircular trazado alrededor de una mesa de piedra dedicada a las ofrendas. Y a veinte kilómetros al es­ te de Naxos, en Donoussa, se halla un conjunto contem porá­ neo de habitaciones pequeñas, llenas de cenizas, señales de grandes hogueras y cerámica parecida a la deTsikalario. Colds­ tream (1977: 91) sugiere que éstas fueron resultado del de­ rrum bam iento de un túmulo, que las hizo parecer aún más si­ milares a las deTsikalario.42

420

C

u a r t a parte

Desde el comienzo del Protogeom étrico hasta poco des­ pués de su final, no hubo un punto interm edio entre los ritos de la mayoría de los funerales, rígidos, introvertidos y n o r­ mativos, y la extraordinaria inversión destinada al héroe de Lef­ kandi. Pero éste ya no fue el caso a principios del siglo IX a. C. El sistema simbólico se empleó con más flexibilidad. En los tres grupos de Naxos, y quizá tam bién en el de Donoussa, los enterradores almacenaron elementos del conjunto presen­ te en el enterramiento del héroe de Lefkandi (incineraciones, edificios funerarios, cajas de arcilla para las cenizas y túm u­ los) con el fin de reclamar un estatus similar para sus difuntos. Del mismo m odo que los especialistas no coinciden en de­ term inar si el edificio absidal de Lefkandi se trata de un san­ tuario o de una casa, se han planteado debates acerca de si los sitios de las Cicladas son asentamientos o cementerios (Themelis, 1976). Lambrinoudakis (1988:244) yAntonaccio (1995: 201-202) probablemente tengan razón cuando dicen que los descubrimientos en Naxos revelan cultos familiares a los an­ cestros, m ientras que el tam año del com plejo de Lefkandi indica una implicación comunal m ucho mayor. Pero aunque los naxios no hubiesen logrado persuadir a tanta gente como hicieron los pobladores de Lefkandi, ellos estaban haciendo reivindicaciones similares para sus difuntos, describiéndolos como seres heroicos cuyos logros sobrepasaban al mundo con­ temporáneo. Las reliquias de la Edad de Bronce aparecen en la Grecia central justo en este m om ento. Aparte de los enterramientos del héroe de Lefkandi, la única sepultura del Protogeométrico M edio con reliquias es la Tumba 12B, situada a la entrada del edificio absidal, que contiene dos sellos de pasta con paralelis­ mos a los del siglo xm a. C. Pero el sepulcro 79 (875-850 a. C.) de Toumba, donde se hace explícita la «heroización» y es la

El

pasado ,

O

r ie n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

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única incineración conocida del siglo ix cuyas cenizas se guar­ daron en una urna de cobre, incluía (junto a ornamentos de cobre y armas de hierro) un sello cilindrico del norte de Si­ ria de alrededor del año 1800 a. C. Encontramos actitudes similares en toda Grecia central a principios del siglo ix.Ya he mencionado la vasija micénica pre­ sente en la cubierta de la tumba 5 en Grotta, Naxos. La tum ­ ba 2 de la Puerta de Electra, en Tebas, incluía otra vasija del siglo xii a. C., mientras que la rica tumba 10, una sepultura in­ fantil de Serraglio, en Cos, tenía tres. Algunas reliquias eran ma­ yores. Otro enterramiento de un niño cóseo, la tumba B de Sabrie, contenía la punta de una jabalina. En Esciro, el sepulcro protogeom étrico de un guerrero incluía escarapelas m icénicas de oro y numerosas cuentas de cerámica vidriada adorna­ da, y la tumba 1972/6 deT irinto tenía un conjunto de gemas talladas. Aparecieron espadas de estilo micénico hechas en bron­ ce en dos yacimientos de Beocia. U no de ellos es una sepul­ tura inédita ubicada en Oqóm enos, y cerca de Andikira se en­ contró una espada en una cista de cremaciones situada justo encima de tumbas micénicas, y también había en ella cuentas de oro y pendientes. N o había reliquias enVranesi, a sólo cin­ co kilómetros de distancia, pero un rico túmulo cónico con­ tenía cremaciones e inhumaciones de los siglos X y ix a. C.43 Los arqueólogos no han contemplado estos hallazgos co­ m o parte de un m odelo coherente. Popham y Lemos expli­ can la presencia de la cerámica de O riente Próximo, el sello cilindrico sirio y las armas de hierro en la tumba 79 deToum ba llamando a su ocupante «comerciante guerrero», mientras que Snodgrass (1971: 382-383) propone que las reliquias del siglo IX a. C. halladas en otros yacimientos eran un último «in­ dicio de privación» tras años de aislamiento. Sugiere que las costumbres tesalias influyeron en los túmulos deVranesi (Snod-

422

C uarta

parte

grass 1971:159). De modo similar, Coldstream (1977: 92) vin­ cula los túmulos de Tsikalario con M acedonia. Pero al colo­ car los nuevos símbolos dentro de la nueva tradición com en­ zada con los enterramientos de héroes de Toumba en Lefkandi, podemos relacionar el incremento de bronce, marfil y oro con el interés por las reliquias y la aparición de altares, túmulos, y en un caso incluso las cenizas de una cremación guardadas en una urna de bronce, como elementos de un único proceso que reestructuraba simbólicamente las relaciones entre el pasado y el presente, y entre Grecia y Oriente. El hallazgo más intrigante de todos es la famosa figuri­ lla de arcilla encontrada en Lefkandi que representa a un cen­ tauro (Ilustración 6.16). La cabeza procede de la sepultura 1 de Toumba, y el cuerpo de la tum ba 3; ambas piezas da­ tan de c. 900 a. C. La figura muestra, sin lugar a dudas, una rodilla herida, y siete siglos más tarde Apolodoro (2.85) des­ cribió a Q uirón, el centauro que educó a Aquiles, con exac­ tam ente esa misma herida. El argum ento a favor de las con­ tinuidades duraderas en la mitología es poderoso. Igual que no podem os asumir que la prim era constatación escrita de un mito coincide con su creación, tam poco esta prim era re­ presentación plástica no significa necesariamente que el mi­ to de Q uirón y Aquiles se inventase alrededor del año 900. Pero es sorprendente que un objeto tan evocativo ingrese en el registro justo en este período. N o se trata de un ejemplo aislado. U n centauro parecido, pero sin la herida, se encon­ tró en la tum ba 7 de Fadil, Cos, y tam bién fechado alrede­ dor del año 900, y la pierna de otro, de la misma época, se ha encontrado en el suelo de una casa de M ende, en Calcídica.45

El p a sa d o , O r i e n t e y e l h é r o e d e le f k a n d i

423

Ilu stra c ió n 6.16 El centauro de Lefkandi, encontrado en los enterra­ mientos 1 y 3 de Toumba (fotografía por cortesía del comité director de la Escuela Británica de Atenas).

Discusión

La penetración fenicia en el mar Egeo hizo el acceso a los bie­ nes procedentes de O riente Próxim o más fácil de lo que lo había sido durante todo un siglo. N o podem os saber cómo percibieron esto los griegos a nivel particular, aunque nuestro marco de trabajo para el pensamiento podría construirse a par-

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C uarta

parte

tir de las discusiones de C urtin (1984) y Appadurai (1986) so­ bre el m odo en que personas de otras sociedades han tratado episodios análogos. La lectura comparativa no prueba nada aplicable al caso griego, pero sugiere algo acerca del abanico de factores psicológicos, sociológicos y culturales que nece­ sitamos tener en cuenta. Los rituales de principios del siglo X a. C. reservaban un lugar para lo oriental; su escaso empleo supuso una circuns­ tancia mediante la cual los enterradores atribuyeron una ca­ tegoría especial al héroe de Lefkandi. Podemos esperar que los griegos de la zona central hubiesen reaccionado de maneras diferentes cuando estos objetos se hicieron m ucho más ase­ quibles, dependiendo éstas de la frecuencia del contacto con los fenicios, de las circunstancias locales, dé las actitudes per­ sonales y de tradiciones familiares. Podemos imaginarnos una tipología de respuestas. Los más conservadores pudieron ha­ ber resistido a la novedad, contemplándola como una corro­ sión del orden moral de la estirpe de hierro. Otros podrían darle la bienvenida a la oportunidad de presentar a sus parientes fallecidos como personas más importantes y complejas, mien­ tras confiaban en m antener dominadas las fuerzas potencial­ mente disruptivas. En Atenas vemos cómo la gente seleccio­ na vasijas con figuras humanas para marcar los sepulcros, pero las esconden en los márgenes de la decoración, y entierran cin­ tas de oro, aunque las decoran con los tradicionales meandros. Otros, quizá, darían saltos ante la oportunidad de crear nuevas identidades, percibiendo las ideologías del siglo x a. C. com o códigos restrictivos y desfasados que im ponían artifi­ cialmente casi el mismo estatus a todos los miembros de la éli­ te. Podría haber sido posible utilizar los nuevos objetos para reforzar el sistema antiguo, pero también ofrecían fuentes al­ ternativas de valor haciendo del acceso al oro y el marfil la ba-

El

pasado ,

O

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425

se de la valía, en vez de la actuación en el campo de batalla o donde fuera que hubiese obtenido tal honra el héroe de Lef­ kandi. Sin duda habría desacuerdos dentro de cada com uni­ dad, e incluso de cada familia, acerca de qué debería hacerse, y éstos se concretaron parcialmente en los rituales que pro­ dujeron las variantes observadas en el metal utilizado en los cementerios. Según los resultados de esos debates, distintas co­ munidades podrían haber adoptado o rechazado a Oriente. La gente que utilizó el cem enterio de Toumba durante el siglo posterior al enterram iento del héroe mostraba un particular entusiasmo por los vínculos con el Este y el pasado, quizá con­ tem plándolo com o lo único adecuado para que los descen­ dientes de un hom bre así (asumiendo que eso era lo que ellos pensaban que eran) se distinguiesen de la chusma vulgar; mien­ tras que según los limitados indicios presentes, los cercanos cal­ cidicos no estaban en m odo alguno interesados en realizar se­ mejante tipo de alardes. Los fenicios podrían haber encontrado en Lefkandi una puerta a la que llamar más amable que Cal­ cis, y Atenas les habría parecido un lugar más acogedor que Argos o C orinto, además del contraste entre comunidades, lo que proporcionó a las citadas Lefkandi y Atenas más in­ centivos para emprender viajes particulares hacia Oriente. Este modelo simple es especulativo, y está basado en mis propias percepciones acerca de cómo podría reaccionar la gen­ te ante circunstancias cambiantes y en mi lectura comparati­ va sobre cómo ha reaccionado la gente frente a otros marcos históricos. Pero su ventaja es que nos perm ite pensar en los datos en términos de disposiciones y prácticas humanas en vez de reducir las culturas a bolas de billar, como sucede con los enfoques más influyentes dedicados a las relaciones entre Gre­ cia y O rien te (vid. pp. 185-190). Los usos tradicionales su­ frieron una presión creciente en cuanto más miembros de la

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C uarta

parte

élite comenzaron a enterrar a sus difuntos con, al menos, un puñado de baratijas para insinuar de este modo un puesto más elevado en la historia de lo que hubiese perm itido el sistema antiguo. Quizá se tratase de un breve intento de imitar una de­ licadeza oriental que ya habría rebasado las fronteras del tiem ­ po y el espacio. Algunos enterradores aprovecharon el simbo­ lismo «semiheroico» y crearon los hallazgos descubiertos en Naxos y Beocia, aunque convenciesen a poca gente ajena a su familia para que compartiese la elevada opinión que tenían de sí mismos. Otros pensaron en más modos de vincular el pre­ sente con el pasado. En Atenas comenzó a realizarse una prác­ tica nueva hacia el año 900 a. C. consistente en dejar una pe­ queña depresión en el h u eco de la tum ba para que los descendientes del difunto regresasen a dejar ofrendas, m ien­ tras que en Argos se experim entó una evolución hacia el uso de tumbas cista que permaneció vigente durante varias gene­ raciones. Los funerales de principios del siglo IX a. C. fueron ha­ ciéndose más competitivos. Algunas personas emplearon ob­ jetos más valiosos, rompiendo la igualdad de los difuntos, cu­ yo simbolismo los vinculaba con más anchos horizontes. Tal escalada es patente en muchos aspectos. W hidey propone que para entonces algunos atenienses escogían con más cuidado la cerámica destinada a las tumbas, de modo que los motivos plas­ mados en ellas aumentaban las diferencias entre los muertos. Para ellos «la emulación estilística se convirtió en una com ­ petición por sí misma» (Whitley, 1991a: 134-137). Los miem ­ bros de la élite también definían con más rigor a los miembros de su grupo al reivindicar con más agresividad la prom inen­ cia de sus muertos. En Atenas, el único lugar con diferencias óseas fiables respecto de la diferencia sexual, las distinciones funerarias entre hombres y mujeres son menos evidentes a par-

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pasado ,

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tir del año 900 a. C., mientras que aumentan las planteadas en­ tre los adultos y los niños al tiempo en que la proporción de enterramientos de jóvenes no adultos visibles desde el punto de vista arqueológico presenta una disminución notable (I. M o­ rris, 1987: 57-62). En Atenas y Argos, los pocos enterramien­ tos infantiles conocidos de niños son relativamente ricos, lo cual refuerza la impresión de que la pertenencia a la élite se adjudicaba tras la m uerte sólo a hijos de gente muy especial. En el cem enterio de Toumba en Lefkandi, la proporción de niños en el siglo IX a. C., una cantidad extraordinariam ente elevada (el 40 por ciento del total, comparado con el 6 o 7 por ciento de Atenas y Argos), puede estar vinculada a la preten­ sión de los enterradores de reclamar un estatus especial m e­ diante la descendencia de un héroe. Los miembros de otras fa­ milias habrían de alcanzar la edad adulta para form ar parte de lo que H ouby-N ielsen (1995: 145) llama «enterramiento familiar», pero en esos casos bastaba con nacer. El gasto de los funerales de la élite aumentó con regula­ ridad y se acentuaron las fronteras entre estos enterramientos y los de las clases más bajas. Pero el ciclo de tres generaciones de aumento de inversiones se terminó a partir del año 825 a. C. N o deberíamos exagerar la situación, pero en Atenas, Argos, Eubea y Esciro, y quizá tam bién en Acraifia, hubo una dis­ minución en el empleo de riquezas y ofrendas funerarias orien­ tales, y también un m enor número de enterramientos al esti­ lo arcaico o heroico (aunqueTsikalario podría serla excepción). Coldstream (1977: 103) ve en esto «un curioso estanca­ m iento en el trato con Oriente»... curioso porque mientras la orfebrería oriental vuelve a escasear en Grecia hacia el año 800 a. C., las vasijas griegas son abundantes en el M editerrá­ neo oriental. El yacimiento más importante es Al Mina, en Si­ ria, donde la cerámica de Atica y Eubea llega a ser tan abun-

428

C uarta

parte

dante que muchos arqueólogos creen, o bien que se trata de un centro comercial griego, o una ciudad de mercaderes sirios que mantenía una relación especial con Grecia. Los primeros niveles donde se halla cerámica griega suelen datarse alrede­ dor del año 800 por fragmentos de escifos de semicírculos col­ gantes, pero Rosam und Kearsley (1995) rebajaría la fecha de datación de todo ese estilo de cerámica argumentando que los utensilios griegos sólo fueron importantes a partir del año 750 a. C. N o obstante, incluso en el caso de que eso fuese correc­ to, la cerámica griega está bien representada en otros yacimientos orientales a partir del año 900 a. C. (vid. p. 316 n. 13). Los primeros hallazgos griegos en el M editerráneo oc­ cidental (vasijas de Eubea, o de estilo eubeo, en sepulcros de Sicilia, Cerdeña, Etruria y Cartago, un depósito más sustan­ cioso en Otranto, y una crátera ática del período Geométrico M edio II en H uelva, el puerto deTartesos, en España) co­ menzaron hacia el año 800 a. C., o poco después (Shefton, 1982; D ’Andria, 1982; Markoe, 1992; Ridgway, 1992: 26-29, 129-138; 1994; D octer y Niemeyer, 1994). Los griegos y los orientales mantenían necesariamente contacto con Occidente; los metales italianos atraían a griegos igual que a fenicios, y hay motivos para pensar que algunos hallazgos griegos fueron llevados por los fenicios, o que los griegos viajaban en barcos fenicios (Markoe, 1992; Ridgway, 1994). D e cualquier m o­ do, las pruebas encontradas en Occidente apuntan a un incre­ mento, no un descenso, en el contacto con el resto del mundo M editerráneo a partir del año 825 a. C. Los modos funerarios cambiaron: a finales del siglo ix a. C., pasó de moda enterrar a los difuntos con ofrendas orientales. Yo propongo que hacia el año 800, los griegos de la zo­ na central habían llegado a un acuerdo con O riente. Incluso a mediados del siglo IX a. C., existía cierta indecisión con res-

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pasado ,

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429

pecto a la exposición de riquezas al m odo oriental. O riente y el pasado quizá fuesen tan amenazadores como liberadores. A finales de siglo, los griegos de la zona central controlaban el mundo con sus ritos, sintiendo así poca necesidad de impre­ sionar al otro almacenando en sus tumbas vasijas sirias o es­ tatuillas egipcias.

C onclusiones O riente y el pasado fueron asuntos de actualidad durante la Edad de Hierro. Estudios recientes han hecho grandes cosas para llevar a los helenistas a pensar acerca de O riente, pero los marcos de trabajo propuestos son simplistas. A mediados de la década de 1980, hubo un avance radical al sugerir que O rien­ te P róxim o desarrolló una función im portante en la crea­ ción de la civilización griega, pero el debate no se ha movi­ do demasiado desde entonces. En vez de retomar las mismas preguntas (¿Era Grecia parte de una coiné de la cultura orien­ tal? Y si lo fue, ¿cuándo?) necesitamos poner enjuego las he­ rramientas de la historia cultural. N o nos lleva a ninguna par­ te utilizar m étodos parciales, sacando los enterramientos del héroe de Lefkandi fuera de contexto y asumiendo que su­ prim en la necesidad de estudiar el resto de pruebas. La poe­ sía arcaica que someto a discusión en el capítulo quinto mues­ tra que las relaciones con O riente Próximo eran importantes en el pensamiento griego de los siglos Vil y vi a. C., y que exis­ tían opiniones muy diferentes respecto a cómo habrían de ser. N o podemos asumir que la Grecia del siglo IX a. C. era un lu­ gar tan simple que todos coincidían en qué significaba O rien­ te. Dada la com plejidad del registro arqueológico y el trasfondo de los nuevos contactos después del aislamiento casi

430

C uarta

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absoluto del siglo x a. C., existen muchas razones para creer que se dieron grandes desacuerdos y hubo acalorados debates; pero no tuvieron que ser los mismos desacuerdos y acalorados debates vividos en el período arcaico. El prim er paso es definir un contexto analítico apropia­ do. Las ideas referentes a O riente estaban ligadas a las del pa­ sado. En los días oscuros alrededor del año 1000 a. C., los ri­ tos funerarios hacían hincapié en el aislamiento de la nueva élite. Pertenecían a una estirpe de hierro; los grandes hombres cuyas ruinas llenaban la campiña difuminándose en el ho ri­ zonte temporal. El pasado ya no proporcionaba un modelo de lo que era la buena vida, como les había sucedido a los aris­ tócratas del siglo X I I a. C. que construyeron mansiones en las Cicladas y rediseñaronTirinto. Se convirtió en un tiempo de héroes, semidioses destruidos en Troya yTebas. La belleza de la estirpe de los héroes radicaba en que Zeus no la había des­ truido por completo. D e vez en cuando, un hom bre grande de verdad demostraba con sus hechos que tras su funeral po­ dría ser elevado a la andron heroon zeion genos. Cuando el si­ glo X I I a. C. se dirigió hacia su violento final, los aspirantes a micénicos navegaron cada vez menos hacia O riente, y hacia los últimos años del siglo X I ya no zarparon más barcos con rum bo a Asia. En el siglo x, O riente y el pasado se fundie­ ron para crear el m undo de los héroes, lleno de oro, marfil y bronce, un lugar extraño y maravilloso. Era todo lo que no era el presente. Esto, sugiero, representó un m odo de pensamiento útil al­ rededor del año 1000 a. C.Tiene sentido explicar la patente de­ cadencia del poder y la sofisticación como parte de un plan de Zeus. Pero a finales del siglo X esa idea ya no funcionó tan bien. Cuando el orden regresó a O riente Próxim o y los fenicios comenzaron a desviarse de vez en cuando hacia el mar

El

pasado ,

O

r i e n t e y el h é r o e d e l e f k a n d i

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Egeo en sus viajes hacia Occidente, proliferó la clase de obje­ tos asociados en el pasado con los tiempos perdidos. Quizá si toda la población de la Grecia central hubiese interiorizado la idea de las estirpes de héroes y de hierro, todos habrían per­ manecido indiferentes, y los orientales habrían evitado el mar Egeo al considerarlo com o el hogar de unos pueblos poco amistosos. Pero eso, por supuesto, no sucedió. Bastantes grie­ gos aceptaron de buen grado las nuevas posibilidades.Y hacia el siglo I X a. C. circulaban objetos procedentes de Oriente Pró­ ximo por todas las ciudades importantes de la Grecia central. E n apariencia, no eran cosas apropiadas para ofrecérselas a los dioses, pues apenas se conoce la existencia de alguna en los sencillos santuarios del siglo I X , pero cada vez más y más fa­ milias vinculaban a sus parientes difuntos con los grandes mun­ dos que evocaban tales artefactos. Alrededor del año 850 a. C. algunos grupos invertían fuertes sumas de dinero en ofren­ das funerarias, con temas comunes de estilo oriental, de igual manera que generalizaban el simbolismo de la m uerte heroi­ ca utilizando túmulos funerarios y reliquias de la Edad de Bron­ ce. Pero este proceso disminuyó, incluso se detuvo, antes del año 800. A usted le puede parecer convincente esta exposición, o no. D udo que mi pensamiento hubiese tomado estos derro­ teros de no haber sido por el descubrim iento del heroon de Lefkandi, y puede que un solo descubrimiento importante me obligue a abandonar mi modelo. Pero el asunto más im por­ tante es que ésas son la clase de preguntas que debemos plan­ tearnos acerca de O riente y del pasado. Hablar sólo de una abstracta «cultura griega» y de cómo era de «oriental» o «micénica» es sólo una versión de la historia cultural de los años noventa del siglo pasado (p. 47-50). Las herramientas que ne­ cesitamos son las del historiador cultural, sensible a continui-

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dades a largo plazo, cambios repentinos, y construcciones de significados competitivos. H e sugerido que algunos de los asun­ tos que obsesionaban a los poetas de los siglos Vil y v i a. C., y a los oradores de los siglos V y iv , en realidad eran m uy an­ tiguos. Ya hacia el año 1000 a. C. las comunidades griegas es­ taban dominadas por unos grupos de élite que se definían fren­ te al pasado y a Oriente. En la Atenas clásica vemos un tipo de élite diferente, el cuerpo intrínsecamente igualitario de ciu­ dadanos masculinos, que también se definían frente al pasado y a Oriente. Aquí tenemos una continuidad de setecientos años pero, tom ando la term inología analista de M ichael Vovelle (1990: 8-9), distingo entre mentalidades duraderas que con­ templaban O riente como un desafío exótico (y una amenaza) y al pasado com o un m undo de héroes,-^ ideologías efíme­ ras, el uso político que la gente hace de sus creencias com ­ partidas. Las élites de la Edad Oscura en la Grecia central y las comunidades arcaicas y clásicas de ciudadanos eran muy distin­ tas, aunque utilizasen las mismas ideas para marcar los límites a su alrededor. Del mismo modo, los desafíos planteados du­ rante el siglo IX frente a la estirpe de hierro de la Edad Oscu­ ra eran radicalmente diferentes de los planteados por los eli­ tistas arcaicos frente a la ideología media en los siglos VII y v i. La cuestión fundamental es saber qué sucedió en el siglo v m a. C.

Capítulo 7 Replanteamiento de tiempo y espacio El derrumbamiento de la distancia Y después de planteada la pregunta, la respuesta, propongo, es que los griegos de la zona central redefinieron las fronte­ ras de sus comunidades. En cierto sentido, casi no tenían otra opción. El M editerráneo era un lugar más pequeño en el año 700 a. C. de lo que lo había sido en el 800, un siglo antes. Los griegos navegaban de un confín a otro del mar y hacia el año 750 algunos de ellos habían construido hogares nuevos en Sicilia e Italia. A unque hay mucho terreno abierto para la discusión de cifras, unos diez mil griegos o más pudieron ha­ berse trasladado a las colonias hacia el año 700 a. C. La mayo­ ría de los griegos probablem ente aún viviese toda su exis­ tencia sin alejarse más de unas horas a píe de su lugar de nacimiento, pero el grupo más dinámico se movió de un la­ do a otro entre las colonias, el mar Egeo y Asia abriendo nue­ vos horizontes. A juzgar por la abundancia de cerámica de O riente Próxim o y las inscripciones semíticas, Pizecusa, un asentamiento griego establecido en la costa de Italia hacia el año 750 a. C., era algo así como un crisol cultural (Boardman, 1994; D octer y Niemeyer, 1994). La Odisea, uno de los fun­ damentos de la literatura griega, podría incluso ser llamada la primera etnografía (Hartog 1996: 11-45).

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Tucidides dice: Los griegos entonces se dedicaban más a navegar que a otra cosa, y todos cruzaban la m ar co n naves pequeñas, no c o n o ­ ciendo aún el uso de las grandes. D icen que los corintios fue­ ro n los prim ero s q u e in v en taro n los barcos de nueva fo rm a

[m eta jeirisai ta p erí tas naus],

y que en C o rin to , antes que en

ninguna otra parte de Grecia, se hicieron trirrem es. Sé que el corintio A m inocles, m aestro de hacer naves, hizo cuatro a los samios, cerca de trescientos años antes del fin de esta guerra que escribim os [esto es,

c.

704 a. C.], para lo cual A m inocles

vino a Samos. La más antigua guerra que sepamos haberse h e ­ cho p o r m ar fue entre los c o rin tio s y los corcirenses, hará a lo más doscientos sesenta años

[c.

660 a. É .]. (Tucídides 1.13)

Por lo general, esto se ha leído interpretando que los trirre­ mes, barcos de guerra rápidos con tres órdenes de remos y m u­ cha capacidad de maniobra que dominaron los mares duran­ te el siglo V a. C., se llevaron a C orinto (quizá desde Fenicia) en el siglo v i i i a. C. y ya se había extendido su empleo hacia el año 700 a. C. Tucídides (1.14) continúa diciendo que in ­ cluso en el siglo vi a. C. las armadas griegas «no parecían po­ seer muchos trirremes, sino que estaban compuestas, como en los tiempos antiguos, por naves largas y trirremes pequeños de cincuenta remos», aunque muchos historiadores han conside­ rado el final del siglo v i i i a. C. un pun to de inflexión en la construcción naval griega (Morrison y Williams, 1968:12-69; Casson, 1971:43-60,71-76). Más recientemente, H.T.Wallinga (1993) ha argumentado que en los textos de Tucídides no de­ beríamos traducir metajeirisai ta peri tas naus como «construc­ ción naval» sino como «empleo de naves», indicando que los corintios crearon la prim era flota estatal, en vez de confiar

R e p l a n t e a m ie n t o

1. Corfú 2.Tesalónica 3. AyiosYeoryios Larisa 4. D elfos 5. Olimpia 6. Nijoria 7. Argos 8. Asina 9. Heraion 10. Micenas 11. Corinto 12. Perajora

d e t i e m p o y e s p a c io

13.Tebas 14. Paralimni 15. Lefkandi 16. Eretria 17. Oropos 18. Menidi 19.Turkobunia 20. Maratón 21. Sunion 22. Zóricos 23. Lazourisa 24. Tinajones 25. Atenas

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26. M onte Imeto 27. Eleusis 28. Megara 29. Salamina 30. Egina 31. Sagora 32. Delos 33. Koukounaries 34. Naxos 35. Iria 36. Minoa 37.Tera 38. Eleuzerna

39. Knossos 40. Arcades 41. Kameiros 42. Cnido 43. Cos 44. Halicarnaso 45. Mileto 46. Samos 47. Éfeso 48. Esmirna 49. Emborio 50. Kato Fana 51. Troya

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en las contribuciones de ciudadanos particulares, y que lo que hacía de Aminocles un caso singular fue que construyese cua­ tro barcos para la polis de Samos, no que simplemente cons­ truyese cuatro trirrem es. Wallinga m antiene que los trirre­ mes sólo fueron comunes a finales del siglo vi a. C. Esto sería coherente con los com entarios de H erodoto (1.166; 3.39), aunque limita el significado de las palabras deTucídides. Pero, como quiera que se interpreten éstas,Wallinga sugiere que los vasos griegos pintados y las ayudas de los fenicios muestran que los nuevos tipos de naves de bancos elevados con dos órdenes de remos aparecieron a mediados del siglo vm a. C., y concluye: «Esta época aparece como una de importancia cru­ cial en el desarrollo de la navegación griega» (1993: 45). Probablemente habría pocas diferencias entre los barcos de guerra y los mercantes antes del año 525 a. C., pero a fi­ nales del siglo vm a. C. griegos y fenicios ya habían creado na­ vios más rápidos y seguros, algunos de los cuales transporta­ ban grandes cargas. Estos avances técnicos estimularon lo que Giddens (1981: 83) llama «convergencia espacio-temporal»; la gente, las mercancías y la información podrían desplazarse con más seguridad y mayor rapidez a través de distancias que has­ ta hacía poco tiempo parecían inconcebiblemente vastas. C o­ mo los colonos griegos se extendieron por las costas del M e­ diterráneo y los mercenarios helenos comenzaron a combatir en Egipto y Babilonia, el m undo de exotismo y aventuras fue desplazándose sin cesar, hasta que historias como las de Aristeo fueron situadas en Asia central (p. 318). Al mismo tiempo, pudo existir una mayor tendencia ha­ cia el localismo dentro del m undo griego. Snodgrass (1980a: 35-37; 1987:188-209) ha argumentado que hubo una evolu­ ción parcial del pastoreo nómada hacia la agricultura seden­ taria durante el siglo VIH a. C .,y D e Polignac (1995a: 38) se

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basa en eso para contem plar la creación de una concepción nueva del campo durante este período, en la cual cobró im ­ portancia la definición nítida de los límites y la propiedad de áreas concretas. De igual m odo,W hitley (1991b) propone que los pueblos anteriores al siglo vm a. C. gozaban de una vida m uy corta, y las comunidades se habrían desplazado repetida­ mente dentro de la misma zona de asentamiento más que de­ sarrollar la idea de asentarse definitivamente en un lugar es­ pecífico. R ich ard Bradley sugiere que dichas poblaciones nómadas tenían normalmente una idea del campo más amplia que los granjeros sedentarios. Mientras que estos últimos pen­ saban en clave de poblados y terrenos fijos, los primeros con­ cebían una red más extensa de «senderos, ideas y lugares» (Brad­ ley, 1997:7). Todavía sabemos poco acerca de las prácticas de subsis­ tencia y las dinámicas de asentamiento en la Edad Oscura, y ta­ les ideas todavía no son más que hipótesis interesantes. Pero si estuviesen bien fundadas, el siglo VIII a. C. habría experimen­ tado dos procesos diametralmente opuestos: por un lado, la am­ pliación del sentido de espacio cuando el conjunto del M edite­ rráneo se convirtió en el patio trasero de los griegos (de algunos); y por otro, una idea de lugar más limitado cuando el campo se llenó, decayó la movilidad y las fronteras se fortalecieron. Harvey describe precisam ente este fenóm eno com o la «compresión espacio temp oral», es decir, «procesos que revo­ lucionan las cualidades objetivas del espacio y el tiempo de tal m odo que estamos obligados a alterar, a veces de m odo radi­ cal, la manera en que representamos el m undo [...], reducien­ do las barreras espaciales de manera que el m undo parece de­ rrumbarse sobre nosotros». Sugiere que «la experiencia de la compresión espaciotemporal es desafiante, emocionante, es­ tresante, y a veces m uy problemática, capaz de desencadenar

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una variedad de respuestas sociales, culturales y políticas» (1989: 240). En los tiempos m odernos, apunta, «los desplazamientos de la clase trabajadora son [...] por lo general mejores orga­ nizando y dom inando un lugar que dom inando un espacio» (1989: 236), y aunque aún quedan muchas incógnitas acerca de la organización del comercio a larga distancia y los viajes en la antigua Grecia (Bravo, 1977; 1984; Mele, 1979; 1986), existe un consenso general en que la aristocracia dominaba es­ te ámbito. Los argum entos obtenidos p o r analogía no de­ muestran nada, aunque descubren posibilidades sobre todo a la luz de la poesía arcaica (vid. capítulo quinto), donde tene­ mos razones para sospechar que la compresión del espacio (y quizá del lugar) durante el siglo v i i i a. C. fue, como propone Harvey, emocionante y muy problemática:' Hace apenas cien años, las nuevas formas de transporte y com unicación fom entaron el episodio de compresión espaciotemporal más radical que el m undo había contemplado ja­ más, lo que transform ó toda clase de pensam iento, desde la pintura hasta el militarismo, y que contribuyó en gran medi­ da al deslizam iento del m undo a la guerra de 1914 (Kern, 1983). En los últimos veinte años las nuevas tecnologías han promovido cambios más vertiginosos (Castells, 1996). Los fac­ tores influyentes en el mar Egeo hacia el año 700 a. C. fueron mucho más débiles, pero aún revolucionarios en potencia. N i­ cholas Purcell ha criticado a los historiadores por obviar la im­ portancia de los desplazamientos durante la Grecia arcaica. Propone (1990: 58) que nos ha engañado la imagen de una «Grecia pequeña» que «fue creada durante el final del siglo vi y durante el siglo V a. C. cuando los griegos cobraron con­ ciencia de sí mismos y se hicieron xenófobos». Pero com o en la década de 1980 se volvió a relacionar la historiografía griega con Oriente, Purcell fomenta un modelo único de grie­

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gos viajeros que participaban en un mundo más amplio. N ece­ sitamos diferentes modelos para com prender este fenómeno. La expansión del m undo era excitante y problemática. A tra­ vés del período arcaico una ideología elitista hizo hincapié en las ventajas de este nuevo control del espacio, mientras que las ideas medias apoyaron con fuerza el hecho del enraizamiento en un lugar, del vínculo a una localidad autárquica. Harvey sugiere que: Las concepciones de espacio y tiem po nunca son neutrales con respecto a los asuntos sociales. Siempre expresan algún tipo de clase u otro contenido, y se centran, con mayor que m enor fre­ cuencia, en intensas luchas sociales

D u ra n te las fases de

m áx im o cam bio, las bases espaciotem porales de re p ro d u c ­ ción del o rd en social están sujetas a los trastornos más seve­ ros [...] es precisam ente en estos m om entos cuando tienen lu­ gar los m ayores cam bios en los sistemas de rep resen tació n , form as culturales y pensam iento filosófico. (Harvey, 1989:239)

En esta primera parte exploro nuevas concepciones de espa­ cio y las vinculo con técnicas innovadoras que comprimieron el tiem po con el fin de argum entar que esta convergencia espaciotemporal generó precisam ente la clase de resultados que previo Harvey. Los griegos de la zona central mantuvie­ ron intensas discusiones acerca de los límites de la buena co­ munidad y cómo imaginar su situación en el tiempo y el es­ pacio. R astreo estos debates entre los restos de santuarios, asentamientos y cementerios, y concluyo que entre los años 750 y 700 a. C. los griegos revolucionaron los sistemas de creen­ cia heredados de la Edad Oscura. En esta revolución, argu­ mento, podemos encontrar los orígenes del espectro intelec­ tual desde las ideologías medias hasta las elitistas.

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Compresión espaciotemporal Escribiendo la poesía del pasado

En el siglo v i i i a. C., los griegos de la zona centro comenza­ ron a escribir poesía heroica, teogónica y probablemente ge­ nealógica. Esto revolucionó sus relaciones con el pasado, cir­ cunscribiendo la libertad del poeta a la com posición de representaciones.1West (1985:164-171; cf. Farenga 1998) su­ giere que hacia el año 750 o 650 a. C. los poetas itinerantes mezclaron los diferentes mitos locales uniéndolos en una gran genealogía «extendida por todo el lienzo panhelénico». C o ­ mo vimos en el capítulo quinto, hubo debates acerca de qué significaba esta historia.West (1985: 11) hate hincapié en que un poem a com o E l catálogo de las mujeres no es «lo que “los griegos” supiesen o creyesen respecto a su pasado. Represen­ ta una construcción particular hecha en una época particular y desde un punto de vista particular». A los poetas les gustaba juguetear con los detalles; pero durante el período arcaico las versiones autorizadas produjeron tratamientos rituales. Los textos escritos proporcionaron nuevos modos de re­ troceder a través de las épocas, y hay muchos indicios de que la escritura era una tecnología con carga ideológica. El alfa­ beto estaba basado directamente en los textos consonanticos semíticos occidentales, probablemente el fenicio (Ilustración 7.2). Algunos griegos creían que la escritura procedía de Egip­ to, y un puñado la reivindicaba como un invento griego in­ dependiente; pero éstas eran posturas m inoritarias (Powell, 1991: 5-10). Los griegos solían llamar a las letras foinikeia, «co­ sas fenicias», y a los rollos de papiro bybloi, por la ciudad de Bi­ blos, en Fenicia.Y en una inscripción cretense, el término uti­ lizado para designar al escriba era poiníkastas. H erodoto (5.58)

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dice que Cadmo, un fenicio residente en Tebas durante la épo­ ca heroica, fue quien llevó la escritura a Grecia. Los descen­ dientes de Cadmo modificaron su escritura para adaptarla a la lengua griega y, después de reformas posteriores por parte de los jonios asentados en los alrededores deTebas, se convirtió en el alfabeto (del siglo v a. C.) moderno. La primera prueba de un alfabeto griego pueden ser cua­ tro o cinco fonogramas rayados en un frasco encontrado en la tumba 482/3 en Osteria dellO sa, Italia, que difícilmente po­ dría ser posterior a los años 800-775 (Bietti Sestieri, 1992: 184185). Se debate si en realidad se trata de una palabra griega, pero se conocen inscripciones en al menos una docena de lu­ gares datadas hacia el año 700 a. C. Algunos semitistas argu­ mentan que a pesar de que los hallazgos más antiguos perte­ necen al siglo vm a. C., la forma de las grafías utilizadas (sobre todo la mi de cinco trazos y la ómicron puntuada) es muy cer­ cana a los fonogramas fenicios del siglo X I a. C. (Naveh, 1982). Esto podría implicar que la escritura se conocía en Grecia ha­ cía unos trescientos años, aunque su empleo resulte invisible para la arqueología. La analogía obvia es Chipre, donde exis­ te un silabario bien documentado del siglo vm a. C., pero hay un espetón de bronce, encontrado en una tumba en Pafos que parece datar de poco después del año 1000 a. C .,y que tiene inscrita la leyenda O -PE-LE-TA -U (Karageorghis, 1983:411415). Se plantean algunas preguntas referentes al contexto pe­ ro, aunque disminuyéramos la datación del espetón de Ofel­ ias, el silabario chipriota arcaico, sin embargo, derivaría de la escritura chiprom inoica que dejó de emplearse en el siglo X I a. C. Diez generaciones de chipriotas conocieron la escri­ tura, pero apenas sí dejaron huellas. Esto necesariamente no tiene por qué ser cierto en Grecia, pero se encontró en una tum ba de Knossos un cuenco de bronce con una breve ins-

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C

H ip o tético H ip o tético Hipotética grafía frllivalor nombre.' da. S. IXfon ético fenicio fenicio vi ii a. C.

Grafios g riegas seleccionadas Grafía griega V alor N o m b re trn la coiné del en tre v a rian tes epicó ricas. fonético g rie g o siglo tv a. C. -Siglos v iii-v a. C . (de izquierda o (todas d e d e re c h a izq u ierd a) g rie g o derecha}

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