Historia Universal Siglo XXI 26

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Historia Universal Siglo veintiuno Volumen 26

LA EPOCA DE LAS REVOLUCIONES EUROPEAS, 1780-1848 Louis Bergeron Frangois Furet Reinhart Koselleck

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Primera edición en castellano, abril de 1976 Decimosexta edición en castellano la subversión de la disciplina tradicional; los voluntarios alista­ dos después de Varennes son todavía poco numerosos. La verdad es que la guerra equivale al relevo, representa una nueva forma de la explosión revolucionaria francesa y de sus contradicciones. ¿Qué papel desempeñan en ella el aumento de la población y la preponderancia demográfica de Francia en Europa? Cuestión importante, que no ha sido nunca objeto de un estudio siste­ mático. Pero a juzgar por las estimaciones serias de los comités de mendicidad de la Asamblea constituyente —efectuadas, es cierto, inmediatamente después de la crisis cíclica de 1789—, hay que concluir que se produjo una fuerte superpoblación rural y urbana: las crisis ya no matan, como en otros tiempos, pero siguen acusando la fragilidad del equilibrio entre la oferta de los medios de subsistencia, el empleo y una demanda de trabajo cada vez más amplia. La tormenta de 1789 lo demostró. Cuando sobrevengan tiempos difíciles, la guerra revolucionaria ofrecerá una inmensa salida a la superpoblación francesa: dará al campe­ sino y al sans-culotte que parten hacia el frente la ocasión de llevar consigo sus pasiones y la esperanza de un bastón de ma­ riscal. Porque gracias a la guerra, la revolución exporta sobre todo sus problemas políticos y su dialéctica interna. Después de Varennes, la pareja real desea un conflicto seguido de una derrota francesa, como última posibilidad de su restauración: imagina de la manera más natural una Francia debilitada, desintegrada por la revolución, incapaz de resistir a los ejércitos coaligados

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de primos y cuñados. En realidad, va a dar a la revolución toda su fuerza y toda su unidad; frente al derrotismo real y aristo­ crático, el patriotismo revolucionario democratiza la guerra, al mismo tiempo que la aureola con una misión universal. El senti­ miento nacional deja de definir únicamente a la nueva Francia para convertirse en un modelo ideológico, en una bandera de cruzada. Al mismo tiempo, se convierte, cada vez más, en el elemento unificador de la «gran nación», que funde clases ilus­ tradas y clases populares en una pasión común. La filosofía de las luces, ampliamente cosmopolita y europea, sólo había con­ quistado un público restringido, aristocrático y burgués, y casi únicamente urbano. Ahora penetra hasta las masas populares de las ciudades y del campo gracias a un mediador imprevisto: el sentimiento nacional. Acaba por encontrarse transformada v simplificada hasta el punto de que muy pronto la Europa ilus­ trada no podrá ya reconocer en ella «su* filosofía; ¿pero qué importa eso a los franceses? Mediante esta síntesis extraordina­ riamente precoz —y con tantas promesas de porvenir— entre mesianismo ideológico y pasión nacional, los franceses han sido los primeros que han integrado a las masas en el Estado, que han formado una nación moderna. En este sentido, su experiencia es la inversa de la del despotismo ilustrado: contra todos los reyes de Europa, un nacionalismo democrático se hace cargo de la realización de las «luces». Desde ese momento, los objetivos de la revolución reciben una dimensión nueva, y su ritmo una aceleración suplementaria: la guerra con Europa no tiene un final previsible. ¿Las fronteras naturales? El bello libro, tan inteligente y tan ciego (la expre­ sión es de A. Dupront), de Albert Sorel quiere hacer de ellas la finalidad francesa del conflicto: los girondinos lo han dicho, así como Danton, y también Reubell, bajo el Directorio. Pero Brissot habla a su vez, en una carta a Servan, de «prender fuego» a toda Europa. Y el montagnard Chaumette expresa con más viveza el delirio emocional de la cruzada revolucionaria: «El territorio que separa a París de Petersburgo será muy pronto afrancesado, municipalizado, jacobinizado». En realidad, la gue­ rra revolucionaría no tiene una intención definida, ya que hunde sus raíces más profundas en la misma revolución, y sólo con ella puede acabar: por eso las victorias francesas no desembocan, en el mejor de los casos, más que en una tregua; la búsqueda de la paz resulta tan sospechosa como la derrota, ya que ambas son traiciones al patriotismo revolucionario. Puede así calibrarse el extraordinario factor de inestabilidad interior que va a ser la guerra en todas sus fases, derrotas y victorias. Al justificar todas las rivalidades, al llevar hasta el extremo las luchas políti» 45 Copyrighted material

cas, va a conducir sucesivamente tres grupos al poder: los giróndinos, los montagnards y los termidorianos. Del mismo modo que las derrotas tienen sus consecuencias lógicas, la República y el Terror, las victorias tendrán las suyas: el 9 de termidor, el 18 de fructidor, el 18 de bruraario. Esta censura cronológica interna sobrepasa, pues, el marco de las asambleas y las instituciones revolucionarias para acentuar, por el contrario, el de los grupos políticos dirigentes; vieja costumbre que se remonta al siglo xix y que sigue siendo legítima: es evidente que el 2 de junio de 1793 y el 9 de termidor de 1794 son rupturas más importantes que el fin de la Convención, que sobrevive en los termidorianos del Directorio. Pero la guerra sigue siendo el elemento común que domina todo el proceso político: en esta medida, nuestra subdivisión general de la Revolución rompe con una tradición de la historiografía francesa, que consiste en subrayar con más energía la ruptura del 9 de termidor: con la caída de Robespierre termina el período «democrático» y comienza, con el reflujo popular, el reinado de la burguesía. Bajo este aspecto, en el que se adivina el peso de un cierto romanticismo jacobino, y el ulterior del ideal socialista, el corte del 9 de termidor sigue siendo eviden­ temente esencial, si bien los trabajos de Albert Soboul han mos­ trado sus límites: el reflujo del movimiento popular parisino comienza varios meses antes del 9 de termidor. Pero toda !a cuestión está en saber si este punto de vista no interrumpe un poco arbitrariamente el análisis de conjunto del fenómeno revo­ lucionario francés. La caída de Robespierre fue sentida por los termidorianos como el final del Terror, no como el de la Revo­ lución; idéntica reacción se dio en el adversario: los realistas franceses y la Europa monárquica. Y si es cierto que la guerra domina en una gran medida la coyuntura interior francesa —desde la muerte del rey hasta el advenimiento de un nuevo salvador—, termidorianos y aristócratas tienen razón: esta guerra no ha cam­ biado de carácter, mezcla de pillaje económico y de liberación social. Ni Danton, ni Robespierre, ni Carnot, ni Barras pudieron, u osaron, buscarle un término; de hecho, el patriotismo revolu­ cionario, si había dejado de movilizar las masas parisinas, no había perdido nada de su fuerza fundamental al haber revertido en la sed de gloria militar. La historia revolucionaria, con frecuencia obsesionada por el estudio de los grandes dirigentes, subraya sin embargo raras veces que aquella continuidad política fue percibida espontáneamente por la mayoría parlamentaria que sucesivamente sostuvo —o dejó actuar— a girondinos, morttagnards y termidorianos, y que se perpetuó bajo el Directorio con el decreto de los dos tercios.

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Aquellos convencionales de la «Llanura», de los que Sieyés es el ejemplo tipo, encarnan admirablemente, a través de los azares de la coyuntura política, una fidelidad fundamental: quieren cons­ truir contra Europa una gran república sin nobles ni reyes. Y aceptan el pago de su precio, primero el terror,luegoel golpe de estado permanente. En lugar de una paz que es ya la bandera de la monarquía y de la restauración, prefieren infaliblemente la guerra revolucionaria que los mantiene en el poder en nombre de sus sueños de juventud. En realidad, el gobierno de los termidorianos, el sindicato de los regicidas que reina sobre el Directorio, mantiene y cumple las promesas girondinas en su ambivalencia original: la guerra de liberación es también una guerra de conquista. Los sucesores de Robespierre sólo tuvieron sobre los girondinos una posibilidad suplementaria: una vez victoriosos, pudieron sustituir el activismo interior por el mesianismo exterior y liberar su dominación oli­ gárquica de las presiones populares. Pero al continuar y extender una guerra que no podían detener, crearon, como Brissot, como Danton, como Robespierre, las condiciones de su propia caída. Prueba suplementaria de que aquella guerra se había convertido en algo consustancial con la revolución, y casi en su misma na­ turaleza: si ponía fin a la guerra, la revolución se negaba a