Historia Sencilla De La Ciencia

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Josc Luis Conidias

Historia sencilla deiaCiencia

H istoria sencilla de la ciencia © 2 0 0 9 by José Luis Cornelias © 20 0 9 by EDICIO N ES RIALP, S.A., A lcalá, 290, 28027 M adrid B y Ediciones RIALP, S .A ., 2 0 12 A lcalá, 290 - 28027 M A D R ID (Es­ paña) w w w .rialp.com ediciones@ rialp.com ISBN eBook: 978 -84 -321-3759-4 ePub: Digitt.es

ÍN DICE INDICE INTRODUCCIÓN A lgo sobre la ciencia p rim itiva La revolución neolítica El

sorprendente

hom bre

de

Sto-

nehenge El hom bre aprende a contar La ciencia de los grandes im perios orientales La ciencia m esopotám ica Los egipcios La ciencia de los an tiguos chinos Los tiem pos clásicos El genio de los griegos La gran síntesis alejandrina La ciencia de los rom anos La ciencia en los tiem pos m edievales Las «oscuras som bras» La ciencia árabe Las m atem áticas La astronom ía

La geogra fía La m edicina Lo que tran sm itieron los árabes E sp a ñ a , puente entre culturas Los traductores de Toledo La B aja Edad M edia Las universidades A lgunos nom bres y teorías La m edicina La aventura de la navegación La b rú jula Astrolabio y cuadrante Los m apas Em pieza la exploración del m undo A lgo sobre la ciencia m aya La ciencia del renacim iento La im prenta El descubrim iento del m undo La revolución copernicana La refo rm a del calendario Otros científicos del Renacim iento La Revolución del siglo XVII Descartes: el m étodo y el análisis

Kepler y el triu n fo insospechado de la elipsis G alileo. genio y polém ico Los logaritm os A lgo sobre Torricelli y Huy g ens Leibniz y el cálculo in fin itesim al Newton y la ley del universo La ciencia en el periodo de la ilu s­ tración Las m atem áticas La astronom ía La m edida y el conocim iento del m undo La física y los aparatos La revolución de la quím ica El triun fo de las ciencias naturales La m edicina La época de la revolución industrial El triun fo de la m áq u ina de vapo r El barco de vapor El triun fo arrollad or del ferro ca rril Los avances de la electricidad Los p ro d igios de la luz

La quím ica puede form ularse Los avances en la m edicina La actitud postivista y la gloria de la ciencia A ugusto comte y la d ivin ización de la ciencia La nueva im a gen del U niverso El conocim iento del m undo La an tigüedad de la Tierra El evolucionism o y

el o rigen del

hom bre El im perio de la term odinám ica El o rgullo y desconcierto del «no es m ás que» El hada electricidad La quím ica: el átom o y m ás allá De la quím ica o rgánica a la biología M endel y los o rígenes de la genética Claude B ern ard y la m edicina ex­ perim ental La era de los inventos El inventor El carrusel de los inventos

La tran sform ació n del m undo La prom esa del siglo XX La G ran C risis del siglo XX M ach y la in seguridad Einstein y la R elatividad Planck y la incertidum bre Freud y la p rim acía del instinto La «angustia de la ciencia» Aspectos de la ciencia de hoy El deslum brante p an o ram a del C os­ m os El m undo planetario El m undo estelar La galaxia y las galaxias La expansión del U niverso y el «B ig B an g» El u n iverso de lo ín fim am en te p e­ queño La desintegración nuclear A lgo sobre la energía nuclear Una central nuclear La fusión term onuclear La

propulsión

por

reacción

y_la

conquista del espacio La m edicina del siglo XX Los antibióticos Los trasplantes Los

m isterios

de

la

genética.

desvelados El im perio de la electrónica La quím ica del silicio. Transistores y ch ips La televisión El asom broso m undo de la in fo r­ m ática A modo de conclusión índice onom ástico

IN TRO DU CCIÓ N Escribía Cristóbal Colón en una carta a los Reyes Católicos, a raíz de su tercer viaje, que «aquello que m ueve al h om ­ bre a descubrir es su deseo de conocer los secretos de este mundo». No cabe duda de que tanto Colón com o los dem ás

grandes

descubridores

fueron

m ovidos por otros m uchos alicientes: desde el logro de la fam a hasta el ansia de riquezas, pero en ningún caso puede negarse una cualidad afín a la natu ­ raleza hum ana: querem os saber, y una vez que sabem os, querem os saber más. El doctor Fausto, com o paradigm a de esta ansia hum ana por aum entar sus conocim ientos hasta los últim os e x tre­ m os, se lam entaba, siem pre que recap a­ citaba sobre sus prodigiosos estudios, de no poder llegar nunca a los lím ites del saber. Y es esta curiosidad la que nos ha

perm itido progresar, desde los tiem pos p rim itivos, hasta ahora m ism o, de una form a tal vez no continuada, ni triunfal en todos los frentes posibles, pero sí espectacular y en el fondo im parable. El hom bre es un ser curioso, que siem pre busca realidades nuevas, aspectos hasta ahora no explorados, horizontes desco­ nocidos capaces de abrirle nuevas p u er­ tas al conocim iento de lo que es; y en esta aventura m aravillosa ha em pleado sus esfuerzos y su ingenio para avanzar y seguir avanzando. Sin este afán, qué duda

cabe,

no

hubiera

progresado.

Puede ser cierta o no del todo aquella curiosa afirm ación de Linton: «el índice de progreso de los pueblos se m ide por su capacidad de aburrim iento». Lo que quería decir Linton es que el pueblo que no se aburre no progresa. Bien sabem os que hay personas o m iem bros de deter­ m inadas que

son

culturas capaces

poco de

desarrolladas «estar»

sin

necesidad de hacer (ni de pensar, que puede ser una form a de hacer, y fran ca­ m ente útil). No se aburren, o se aburren m uy poco cuando se lim itan a dejar p asar el tiem po, o sim plem ente vegetar. Pero diríase que la actitud hum ana por excelencia, cuando m enos aquella que ha perm itido cualquier form a de p ro ­ greso, es m uy distinta. El hom bre quiere conocer, actuar, llegar, alcanzar, cam ­ biar. Y cuando realiza una de estas operaciones p rogresa de alguna m a­ nera. De aquí que, aun cuando no siem ­ pre hayam os sabido p rogresar en la dirección m ás conveniente, hoy h a y a ­ m os alcanzado unos estadios de cultura, de civilización, de conocim ientos, de dom inio sobre el m undo que habitam os y sus recursos, que no pudo soñ ar el hom bre prim itivo. La h istoria de la ciencia y de sus aplicaciones es en gran parte la historia del progreso de la hum anidad. De aquí que no podam os

com prender enteram ente nuestra h is­ toria ni sus logros de hoy sin conocer, cuando m enos en sus líneas básicas, la historia de la ciencia. Por supuesto: hem os de poseer de antem ano

una

idea

suficientem ente

clara acerca de qué es la ciencia: una p ala ­ bra que posee distintos sentidos, y cuyo uso se presta por tanto a inevitables confusiones. «Ciencia» viene de scientia, saber, conocim iento. Toda form a de co­ nocim iento im plica por tanto una cien­ cia que puede estudiarse y ser conocida. La carrera de piano no puede ser eje r­ cida sin un estudio, un método, una d isciplina y una práctica, aunque la m ayoría

de

los

p ian istas

opinarán,

probablem ente, que su p rofesión no es exactam ente una ciencia, sino un arte. He aquí que desde el p rim er m om ento em pezam os a tener dificultades. Una definición clásica que aún hoy m an ­ tienen

los diccionarios — incluido el

D iccionario de la Lengua— precisa que «ciencia es el conocim iento cierto de las cosas por sus causas». D efinición que nos convence en un principio, hasta que reparam os que pueden ser objeto de co­ nocim iento científico cosas cuya causa se nos escapa. No es fácil del todo e xp li­ car por qué dos y dos son cuatro. Es un hecho que no nos ofrece dudas de n in ­ guna clase (excepto tal vez a algunos m atem áticos

m uy

conceptuales),

un

hecho que podem os constatar una y otra vez y que siem pre resulta ser v e r­ dad, pero que solo podem os explicar d i­ ciendo que dos y dos son cuatro porque dos y dos son cuatro; del m ism o m odo que a veces afirm am os que las cosas son así porque las cosas son así. Hay v e r­ dades tan evidentes que no necesitan dem ostración. Las llam am os axiom as. Y sin axiom as, el edificio de la ciencia se nos derrum baría. Se atribuye a Newton esta

frase,

entre

hum ilde

y

m uy

enraizada en una concepción p ositi­ vista: «conozco las leyes de la G ra v i­ tación, m as si se me pregunta qué es la G ravitación, no sé qué responder». A los sabios les basta que las cosas sean com o son, y poder constatar de modo seguro e inapelable que son com o son, o por

lo

m enos

poder

determ inarlas,

m edirlas, contarlas, enunciarlas. Q uizás un día descubram os el gravitón, una partícula sobre la que se teoriza sin saber con seguridad que existe; pero el hecho es que podem os operar con pleno éxito sobre las leyes de la gravedad, sin saber exactam ente qué es la gravedad y qué es lo que la produce. Hoy tiende a precisarse m ejor la d efi­ nición de la ciencia com o un «conoci­ m iento riguroso», o «som etido a un m é­ todo riguroso». El rigor parece un a tri­ buto necesario de lo científico. Exigim os que un conocim iento sea riguroso, no podem os

exigir

que

sea

inapelablem ente cierto, porque la h is­ toria de la ciencia es hasta cierto punto (¡afortunadam en te punto!)

la

solo

h istoria

hasta

de

las

cierto equ ivo­

caciones de la hum anidad. La com pli­ cadísim a y p erfectísim a m aquinaria ce­ leste descrita por Ptolom eo en un tra ­ bajo de perfección adm irable cuya v a li­ dez fue aceptada sin discusión por e sp a ­ cio de m il trescientos años, se ha com ­ probado ser falsa, porque se basa en la idea aparentem ente indiscutible, pero equivocada, de que los astros se m ueven alrededor de la Tierra; y hoy sabem os que no es verdad; com o no es verdad la teoría del flogisto para explicar la com ­ bustión, teoría que se m antuvo hasta com ienzos del siglo XIX, com o hasta com ienzos del XX se m antuvo la del éter para explicar la continuidad del espacio allí donde no hay m ateria. ¿C uántas teorías sostenidas hoy com o ciertas no se

resquebrajarán

en

el fu tu ro?

La

ciencia es prudente, y tiende, cuando no está segura de un hecho, a sustituir la tesis por la hipótesis. Precisam ente por eso trabaja con rigor, no se le puede acusar de frívola; y es indudable que sin hipótesis previas no h ubiéram os lle ­ gado hoy a conocer hechos que se pu e­ den defender com o tesis. Lo im portante es el rigor, la seriedad que debe p residir nuestra búsqueda de la verdad, hasta constatarla,

si

es

posible,

d efin iti­

vam ente. A h ora bien: existen disciplinas que exigen un notable esfuerzo m ental y un gran rigor en su tratam iento que no suelen incluirse entre las «ciencias». A hí está la filosofía, que para sus en u n ­ ciados m ás originales y p rofundos ha requerido y sigue requiriendo cerebros excepcionales, y sin em bargo a pocas personas se les ocurre decir que la filo ­ sofía es una «ciencia». Algo por el estilo puede decirse de otras disciplinas de

carácter hum anístico, o las referid as al arte. Pitágoras operó com o un científico cuando descubrió la relación de la lon ­ gitud de las cuerdas de una cítara con el sonido que cada una de ellas em itía; y sin em bargo, la m úsica de la época de los griegos dista m ucho de alcan zar la portentosa com plejidad que hoy ap re­ ciam os en una gran sinfonía: no cabe duda de que el arte m usical se ha des­ arrollado a lo largo de los siglos en un progreso espléndido: y sin em bargo, pese al estudio y a la técnica que su com posición y su ejecución necesitan, tendem os a considerarla, repitám oslo, m ás com o un arte que com o una cien ­ cia. Todo ello nos obliga a una últim a precisión,

que

nos

p erm itirá

acotar

m ejor el espacio reservado a lo que consideram os usualm ente com o «cien­ cia». Hay actividades que exigen un tra ­ bajo

riguroso

o

una

investigación

realizada con m étodos im pecables que solem os encuadrar en el cam po de las «hum anidades» o de las «artes». Otras, m ás relacionadas con el estudio de la naturaleza y de sus fenóm enos, son encuadradas en el cam po de las «cien­ cias». Ello no quiere sign ificar que las d isciplinas

del

p rim er

grupo

sean

m enos «rigurosas» que las del segundo, ni que m erezcan m enos crédito. Tal vez, insinuém oslo siquiera, existe un cierto prejuicio según el cual solo las d isci­ p linas relacionadas con los fenóm enos de la naturaleza — ¡incluso las que estu ­ dian la naturaleza h u m a n a !— disfrutan de la calificación de «científicas», en tanto las dem ás no gozan de ese p riv i­ legio. Desde el siglo XIX, especialm ente desde el p revalecim iento de la m enta­ lidad p ositivista, las «verdades cien tí­ ficas»,

lo

«científicam ente

com pro­

bado», en el cam po de los conoci­ m ientos experim entales, goza de un

prestigio inm enso. Todos sabem os m uy bien que existen d isciplinas en las cu a­ les no resulta hum anam en te posible lle ­ gar a una certeza absoluta. Y, sin em ­ bargo, no podem os negar que los es­ fuerzos que realizam os en el cam po de los conocim ientos filosóficos, h u m an ís­ ticos o artísticos tam bién

nos en ri­

quecen, nos son útiles, y con m ucha fre ­ cuencia nos hacen felices. N ecesitam os tanto los valores «hum anísticos» como los «científicos». En tiem pos antiguos, incluso hasta el siglo XVIII, era fre ­ cuente que unos y otros tuviesen una m ism a consideración, y fuesen p racti­ cados por una m ism a persona. A ristó ­ teles escribió una Física y después una Metafísica. Leonardo fue artista y cien ­ tífico al m ism o tiem po. Tanto D escartes com o Leibniz o Pascal pueden con si­ derarse com o filósofos-científicos. No podem os considerar a Einstein com o un físico violinista, porque sus notables

h abilidades con el violín no tenían que ver con su capacidad para deducir las m ás asom brosas ecuaciones (¿o sí la te­ n ían ?; pero esta pregunta no parece «científica»). El hecho es que el p ro ­ greso

del

conocim iento

hum ano

ha

obligado cada vez m ás a la especialización y al desglose de unas activ i­ dades y

unas

potencialidades

de

la

mente respecto de otras. Las «ciencias» se han separado cada vez m ás de las «letras», porque un ser hum ano no es capaz de contener todos los conoci­ m ientos a la vez. Hoy parece inevitable que una historia de la ciencia se lim ite a aquellas actividades de la m ente h u ­ m ana que se basan en el estudio rigu ­ roso de la naturaleza y de sus fen ó­ m enos; sin que esa lim itación nos im ­ pida tener en cuenta la cultura y las m an ifestaciones

h istóricas

que

m ás

caracterizan a un pueblo o a una socie­ dad y al m om ento en que se produjeron.

A l lado de la ciencia, ocupa un lugar p rivilegiado la técnica. Hay quien habla de ciencia teórica y de ciencia práctica, pero esta división no siem pre es d efi­ nitiva. El m agnetism o dejó de ser un sim ple cam po de curiosos experim entos cuando se descubrió la brújula, y m ás tarde cuando, conocida su relación con la

electricidad,

aparecieron

el

elec­

troim án, la dinam o y el motor. La física nuclear o física de p artículas pareció una ram a de la ciencia sin posible sen ­ tido práctico hasta que se descubrieron sus insospechadas y en ocasiones te rro ­ ríficas aplicaciones. Una ciencia teórica puede convertirse en práctica en cu al­ quier m om ento. Quizá sea preferible hablar de ciencia y de técnica, o tecno­ logía. En el fondo, la técnica no es m ás que la aplicación de la ciencia a un fin práctico. A m bas actividades están m uy relacionadas y m uchas veces necesitan tenerse en cuenta entre sí. Sin su interés

por el estudio de las torm entas, Franklin

no hubiera

descubierto

el p ara ­

rrayos, o si Ericsson no se hubiera preocupado por la geom etría tal vez no nos hubiera proporcionado la hélice propulsora (de barcos, m ás tarde de aviones). Es cierto que en un principio la técnica puede desarrollarse sin cien ­ cia: Edison no estudió ninguna carrera u n iversitaria, em pezó com o un m ecá­ nico hábil, y a lo largo de su vida llegó a patentar m ás de m il inventos; o puede parecer

extrao rd in ario

que

los

h er­

m anos W right, inventores de la a via ­ ción, fuesen

¡dueños de un taller de

bicicletas! Pero a la larga, incluso para p erm itir el desarrollo de los inventos de aquellos hom bres ingeniosos y hábiles, la colaboración con la ciencia fue in d is­ pensable. Hoy las dos actividades están inseparablem ente relacionadas. De aquí que una historia de la ciencia no tenga sentido sin una alusión a los «inventos»

o «descubrim ientos» que tan espectacu­ larm ente han contribuido al progreso hum ano. Una

ciencia

perm anece

fiel

a los

m étodos deductivos tan caros a la filo ­ sofía, y sin em bargo, todos estam os de acuerdo en adm itirla entre las d isci­ p linas «cientificas»: es la m atem ática. Un m atem ático necesita de un orden m ental parecido al de un filósofo, no precisa por lo general de un laboratorio o de experim entos con com plicados aparatos. Sin em bargo, la m atem ática es un instrum ento indispen sable para el científico, que ha de m an ejar una y otra vez fórm ulas y expresiones num éricas y geom étricas, y sabe m uy bien que toda ley de la naturaleza ha de poder ser expresada

m atem áticam ente.

Sin

m atem áticas, las ciencias de la natu­ raleza, de A rquím edes a Einstein, no hubieran podido llegar a sus especta­ culares resultados. No podem os olvidar

la historia de las m atem áticas en una historia de la ciencia, ya desde sus p ri­ m eros y em ocionantes balbuceos. En este sentido, algunos h istoriadores de la ciencia afirm an que no existe un espíritu científico propiam ente dicho hasta el Renacim iento, o hasta los tiem ­ pos de Newton, o hasta los gran des des­ cubrim ientos del siglo XIX. Todo de­ pende, por supuesto, de lo que enten­ dam os por espíritu científico; pero si los babilonios podían extraer raíces cua­ dradas, si Pitágoras supo form u lar un teorem a que sigue siendo fundam ental en la geom etría, o A rquím edes d es­ cubrió un principio del que los físicos no pueden todavía prescindir, si Kepler descubrió las leyes que rigen el m o vi­ m iento de los p lanetas, al m ism o tiem ­ po que se dedicaba a vender horóscopos (de lo contrario no hubiera podido sub ­ sistir), no parece lícito despreciarlos solo porque no hayan tenido lo que en

el siglo XXI se entiende por espíritu científico o m etodología científica. La ciencia, el conocim iento de las cosas a través de su com portam iento y de las leyes que lo rigen, com enzó a d esarro­ llarse en épocas asom brosam ente tem ­ p ranas de la historia de la hum anidad, y continúa desarrollándose ahora m ism o, hasta extrem os im predecibles, a veces basándose en p rincipios y postulados descubiertos hace m uchísim o tiem po. Y el h istoriador no puede perm itirse el lujo de escam otear aquellos rem otos e s­ fuerzos. La ciencia requiere — a veces por h á­ bito, otras por estricta necesidad— un lenguaje m uy especial, que se carac­ teriza por p alabras técnicas o e xp re­ siones m uy sofisticadas, poco com pren ­ sibles al com ún de los m ortales, o em ­ plea fórm ulas m ás o m enos com pli­ cadas, que lo dicen todo con unos cuan­ tos

signos,

m ás

precisos

que

las

palabras, con una concisión y una exac­ titud inigualables, pero que no siem pre una persona que no está versad a en d isciplinas científicas puede interpretar correctam ente, o no lee con gusto, p o r­ que se le exige la incom odidad de un es­ fuerzo suplem entario. Hay historias de la ciencia sum am ente útiles para un científico, pero incóm odas para un n ú ­ m ero grande de lectores, tal vez cultos, tal vez curiosos, pero que no dom inan ni tienen por qué dom inar las e xp re­ siones y la term inología de la ciencia. A lgunas de ellas, por el prestigio de sus autores, han llegado a difundirse am ­ pliam ente, pero m uchos lectores re a l­ m ente interesados, no han podido p asar de sus prim eras páginas, a causa del es­ fuerzo que exige su texto, o de los co­ nocim ientos que requiere seguirlas de principio a fin. En este sentido, no resulta fácil escri­ b ir una historia sencilla de la ciencia. La

ciencia, en sí, es m aravillosa, pero no es sencilla. Y sin em bargo, m uchas p e r­ sonas

sienten

curiosidad

por

saber

cóm o se ha d esarrollado la ciencia hasta alcanzar los niveles propios de nuestros días. Esa h istoria nos trasciende, in ­ form a una buena parte de nuestra cul­ tura, ha m odelado nuestra concepción del m undo y buena parte de nuestras m entalidades, y es digna de conocerse, porque en el fondo nos perm ite cono­ cernos m ejor a nosotros m ism os. La lucha por alcanzar cada vez un grado m ás am plio y m ás profundo del saber es una cualidad sustancial de la natu­ raleza hum ana, y no podem os p erm a­ necer al m argen de esa lucha llena de esfuerzos y de em oción. Es una gran aventura. Y com o tal, este libro va a p rocurar recordarla en toda su g ran ­ deza, sin introducirse en intrincaduras de difícil interpretación para un nú­ m ero grande de lectores, que no tienen

— ni falta que hace en este sen tid o— por qué ser científicos. Un aforism o de la ciencia pretende que la solución m ás verdadera de un problem a es casi siem ­ pre la m ás sencilla. Busquem os en las páginas que van

a seguir, la m ejor

explicación con la m áxim a sencillez.

Algo sobre la ciencia prim íiiba Es absolutam ente im posible precisar cuándo nació la ciencia, sobre todo si el concepto de la ciencia se nos aparece sum am ente resbaladizo. Partim os de la idea de que la ciencia, que no tiene por qué ser solam ente lo que hoy enten­ dem os com o tal, no apareció en los tiem pos

m odernos,

com o

pretenden

algunos historiad ores dem asiado e x i­ gentes, sino m ucho antes. Y no tenem os inconveniente en adm itir que la ciencia, en

cuanto

conocim iento

y

aprove­

cham iento de las cosas y de sus p articu ­ laridades, es tan antigua com o el h om ­ bre, ese ser capaz de saber y de p ro ­ gresar en lo que sabe. Quizá valga recordar aquella reflexión de Ortega que observaba que un tigre de h oy es, en cuanto a sus recursos, intercam biable por un tigre de hace m iles de años,

m ientras que un hom bre de hoy no lo es: el hom bre progresa. Los seres hum anos siem pre se las ingeniaron de alguna m anera para su b­ sistir, para defenderse, para alim en ­ tarse, para v iaja r y transportar, para protegerse de las inclem encias natu­ rales, y en su capacidad de ingenio siem pre avanzaron. Trataron de cono­ cer m ejor la naturaleza, de valerse de sus recursos, de explorar nuevos h o ri­ zontes, en busca de un am biente en que pudieran

desenvolverse

m ejor,

p ro ­

baron alim entos hasta dar con los m ás convenientes, sintieron desde los tiem ­ pos m ás p rim itivos asombro ante los m ás

fascinantes

espectáculos

de

la

naturaleza, y al m ism o tiem po, el afán de dom inarla o controlarla en su propio provecho. U tilizaron al principio téc­ nicas p rim itivas de caza con piedras, lanzadas a distancia o m anejadas a m ano (cada vez m ejor preparadas), o

con azagayas puntiagudas; el conoci­ m iento de los anim ales y de sus costum ­ bres, para el m ayor éxito de sus p a r­ tidas de caza, y de las condiciones de com estibilidad de cada uno... fueron otros tantos frutos del ingenio del ser hum ano para sob revivir y para v iv ir cada vez en m ejores condiciones. Se habla del descubrim iento del fuego com o el p rim er gran paso de la h um a­ nidad. Realm ente, no sabem os cuándo ni cómo exactam ente el hom bre llegó a «descubrir» el fuego. Se ha relacionado siem pre este «descubrim iento» con la llam a divina que arde en el p en sa­ m iento del hom bre, y m uchas m ito­ logías lo consideran com o un don de los dioses. No nos detendrem os en este punto, que se ha prestado siem pre a m uchas elucubraciones sin suficiente fundam ento. Es evidente que ese ser in ­ teligente que es el hom bre no «inventó» el fuego en el sentido de que no lo

produjo por prim era vez com o resu l­ tado de su inteligencia o de su esfuerzo. Se lo encontró cuando un rayo incendió los bosques, o cuando en una zona volcánica la lava ardiente prendió en los m atorrales m ás cercanos. Y huiría del fuego com o los dem ás seres v iv ie n ­ tes. Pero tal vez m uy pronto aprendería a utilizar el fuego com o ningún otro a n i­ m al fue capaz de hacer. Sin duda en tres fases: a) el m anejo del fuego ya e x is­ tente, prendiendo ram as u otros cuer­ pos com bustibles, para valerse de él en su propio provecho; b) la conservación del fuego, en su hogar o cam pam ento, o en el lugar escogido de antem ano, p ren ­ diendo nuevos com bustibles en los que ya

ardían, y

m anteniendo

el

fuego

encendido de una form a perm anente o al m enos durante m ucho tiem po; c) la producción del fuego por propia in icia­ tiva. Este últim o logro, producto insigne del

ingenio

hum ano,

debió

ser

posterior, tal vez m uy posterior, a los otros dos; aunque todas las culturas conocidas sabían obtener fuego, por cierto m ucho m ás hábilm ente que n oso­ tros, m ediante la fricción de trozos de m adera o percutiendo m ateriales duros capaces de producir chispas. El hecho es que en los yacim ientos prehistóricos, por antiguos que sean, se encuentran señales de la utilización del fuego. N aturalm ente que el hom bre p aleo­ lítico no sabía que la com bustión es producto de una violenta com binación quím ica en que el oxígeno y por lo general el carbono quedan im plicados: sabía, ¡y eso le era su ficien te!, que el fuego es útil. Lo em pleó para calentarse durante la estación fría, en las cuevas o abrigos que había elegido para v ivir; para ilum inarse de noche; para asar — m ás tarde cocer— los alim entos y hacerlos m ás digestivos; y lo em pleó tam bién para ahuyentar a las fieras. El

hom bre aprendió a u tilizar el fuego y perdió el m iedo instintivo que sentía hacia él: no era la víctim a, sino el dueño, y esta capacidad de dom inio fue decisiva. En cam bio, los anim ales s i­ guieron y siguen tem iendo el fuego, porque no son capaces de controlarlo ni de m an ejarlo a su servicio. El hom bre descubrió inm ediatam ente que el sol sale todas las m añ anas por una región determ inada del horizonte y al cabo de un tiem po se oculta por la opuesta; después de un lapso sim ilar de oscuridad, el sol vuelve a su rgir ap ro ­ xim adam ente por el m ism o lugar que el día anterior, y se repite un ciclo díanoche

alternativa

e

in in terru m ­

pidam ente. Pronto cobró tam bién con­ ciencia de las fases de la luna y su rep e­ tición indefinida, una circunstancia que le perm itió una m edida aproxim ada del tiem po y, por supuesto, del ciclo de las estaciones con sus alternan cias térm icas

y su reflejo en la vegetación o en el com portam iento de los anim ales; estas sucesiones le ayudaron a contar, pero no es nada seguro que se hubiese agenciado un calendario hasta el neolítico. El paleolítico superior representa un avance singu lar en el progreso humano. Dos novedades sen sacionales nos dan cuenta de la capacidad de aquellos seres p rim itivos. Por un lado, la aparición del arco y las flechas, un ingenio que p er­ m ite lanzar arm as penetrantes a gran distancia, y, adem ás, afin ar hasta un grado m uy notable la puntería. Las puntas de flecha del paleolítico superior son verd ad eras obras de arte y de p a ­ ciencia: qué duda cabe de que sus auto­ res procuraban recuperarlas para in ­ troducirlas en el extrem o de otra flecha cada vez que podían. La técnica es ya incom parablem ente superior a la de las hachas de piedra toscam ente tallada, y su eficacia hubo de ser tam bién mucho

m ayor. El otro logro es el arte. Poco im ­ porta que las pinturas o las tallas del hom bre paleolítico tuvieran un origen ritual, o estuvieran destinadas a lograr un m ayor éxito en la caza: de hecho, fom entaron su creatividad y le sirvieron com o un m edio m aravilloso de e xp re­ sión. No hem os de olvidar, aunque el hecho no guarde tal vez relación alguna con el conocim iento del m undo, que es entonces cuando el hom bre com ienza a enterrar de form a ritual a sus m uertos, un recurso que se relaciona tanto con el respeto a los suyos y al m isterio de la m uerte com o con la creencia de un m ás allá.

La revolución neolítica

Hace unos seis o siete m il años, con m otivo al parecer de un cam bio clim á­ tico, que hizo la Tierra m ás habitable, y m ás fácil la vida, el progreso del h om ­ bre se aceleró de form a espectacular. Hoy es frecuente h ablar de la « revo­ lución neolítica». Por de pronto, los asentam ientos

hum anos

se

hacen

perm anentes y term ina la vida nóm ada. Ello supone la aparición del poblado, con sus vivien d as h abituales, el trabajo de la tierra, que sustituye la sim ple recolección por el cultivo y la caza por la ganadería, y por tanto la d om esti­ cación de anim ales. La utilización de los anim ales, no solo com o reserva alim en ­ ticia, sino com o m edio de transporte da lugar a uno de los inventos m ás insignes del neolítico: la rueda. Com o resultado de las nuevas prácticas, se consagran la propiedad, con todas sus consecuencias;

la organización que requiere una form a, siquiera p rim aria, de poder; la defensa o protección del propio ám bito frente a peligros o am enazas exteriores; la con­ firm ación de la fam ilia com o célula p ri­ m aria de la sociedad, y el principio h e­ reditario; la práctica habitual del tra ­ bajo, y el intercam bio de productos entre fam ilias o grupos. Com o conse­ cuencia de todos estos cam bios, que suponen un inicio de la «civilización», la hum anidad, hasta entonces estable en cuanto al núm ero de m iem bros, o en lento progreso, se d ispara hasta m u lti­ p licarse por treinta, según creen algu ­ nos, en m enos de un m ilenio. En el neolítico, el ingenio del hom bre se aguza hasta por necesidad. La ad m i­ nistración de lo propio y de su in ter­ cam bio originan la econom ía (etim oló­ gicam ente economía es «la ley de la casa») y la necesidad de contar, por ejem plo las cabezas del rebaño, para

com probar si están todas; y así ap a ­ recen

los

sistem as

generalizados

de

num eración. Se hace necesario m edir el tam año de las parcelas asignadas a cada uno o a la propia com unidad, de suerte que aparecen las unidades de m edida y su m anejo sobre el terreno o geom etría (igeometría, «m edida de la tierra»). Es preciso conocer de un m odo seguro las estaciones, y con ello saber cuándo llega la época de la siem bra o de la recogida, o cuándo se aproxim a la estación de las lluvias o de los fríos, para estar p reve­ nidos o guardar la cantidad necesaria de leña o provisiones. De esta suerte, surge el calendario. M ás todavía: la o rgan i­ zación y el ejercicio del poder requieren el concurso de los m ás sabios. Surge una casta de sacerdotes que cultivan los conocim ientos

y

al

m ism o

tiem po,

quizá por superstición o por m an tener sus secretos, los apoyan en ritos m ág i­ cos y en fórm ulas no asequibles a la

m ayoría de los m iem bros de la com u­ nidad. La religión se com plica y se m ez­ cla m uchas veces con la práctica de la hechicería; pero aquellos «magos», que generalm ente pertenecen a una casta superior,

poseen

tam bién

conoci­

m ientos científicos, estudian el m o vi­ m iento de los astros, predicen fen ó­ m enos, m anejan ábacos o cuerdas con nudos que les perm iten contar y re a ­ lizar cálculos cada vez m ás com plejos, y conocen el com portam iento de las leyes de la naturaleza, aunque con fre ­ cuencia engañan a los dem ás, fingiendo que poseen las fórm ulas capaces de conjurar o m odificar los fenóm enos naturales. En determ inadas zonas del m undo,

com o

Oriente,

o en determ inadas culturas

el

Extrem o y

M edio

am ericanas, el paso del Neolítico o la Edad de los M etales a los prim itivos grandes im perios es m ás un fenóm eno cuantitativo

o

de

acum ulación

de

organización y poder que propiam ente cualitativo. Las grandes civilizaciones estaban en m archa.

El sorprendente hombre de Stonehenge

Uno de los m onum entos m ás ap asio ­ nantes de la prehistoria es el cromlech de Stonehenge, que se encuentra en una m eseta cerca de Salisbury, en el sur de Inglaterra. Se trata de un círculo de m enhires de gran tam año, de m ás de 40 m etros de diám etro, en cuyo interior se levantan otras piedras. Fuera del círculo hay un dolm en trilito, llam ado Heel Stone. Todo el conjunto fue edificado por una cultura, luego desaparecida, que habitó en

aquellas

tierras

hace

5 .0 0 0 años. Stonehenge no se diferencia en su disposición de otros m onum entos m egalíticos del m ism o tipo, pero ya en el siglo brieron

XVIII

los

estudiosos descu­

que, observando

desde

Heel

Stone, el principal de los m enhires coincide con el punto de salida del sol en el m om ento del solsticio de verano (para nosotros el 21 de junio). Luego se

descubrieron otras alineaciones: todas coinciden con puntos que señalan la salida o puesta del sol o de la luna en sus distintos ciclos. El cromlech parecía ser

un

auténtico

calendario

a cielo

abierto, que p erm itía conocer la llegada de las estaciones y las fases de la luna. Nunca se supuso que el hom bre del Neolítico

fuese

capaz

de sem ejantes

precisiones, pero la sensación llegó al m áxim o cuando }. A ubrey descubrió alrededor del m onum ento los restos de 56 agujeros que luego fueron rellenados por otras culturas posteriores, que tal vez desconocían su función. Los 56 agu ­ jeros — el Círculo Aubrey— sorprenden por su relación con el «núm ero Saros», o ciclo de años en que los eclipses se repiten en el m ism o orden. Norm an Lockyer fue el prim ero en suponer que las piedras eran un sofisticado in stru ­ m ento para predecir eclipses. Luego Gerald

H aw kins

aplicó

program as

de

ordenador al problem a y obtuvo resu l­ tados sorprendentes. M ás tarde, Fred Hoyle y A lexan d er Thon llegaban a nuevas y sen sacionales conclusiones. La tesis de H oyle es la m ás ingeniosa, y su­ pone que los hom bres del Neolítico em ­ pleaban tres piedras, que iban cam ­ biando periódicam ente de agujero. La piedra blanca, representativa del sol, se m ovía en dirección contraria a las agu ­ jas de un reloj y daba una vuelta com ­ pleta al círculo en un año, es decir, cam biaba de agujero cada 6,5 días (una vez seis, otra siete, y así sucesivam ente). La piedra gris — la luna— se m ovía m ucho m ás deprisa: saltaba los agujeros de dos en dos cada día. A cada p len i­ lunio se ajustaba su posición, si era p re ­ ciso. Y la piedra negra iba m ucho m ás despacio: se m ovía hacia la derecha, y cam biaba de agujero tres veces al año. Cada vez que las tres piedras coincidían en el m ism o agujero, se producía un

eclipse. Las

discusiones

a

la

hipótesis

de

Hoyle no se basan en sus cálculos, que son irreprochables, sino en la duda de que el hom bre prehistórico fuera capaz de utilizar un instrum ento tan so fis­ ticado. Si hace falta una perspicacia m uy

sin gu lar

para

rep resen tar

los

m ovim ientos del sol y de la luna por m edio del cam bio de agujeros que su ­ frían la piedra blanca y la piedra gris (el color es una m era suposición, pero en todo caso el sistem a resulta válido), m ás asom broso resulta el m ovim iento de la piedra negra. Porque la piedra negra — una realidad in visib le— representa los nodos, es decir, los puntos de la eclíptica donde se intersectan las tra ­ yectorias aparentes del sol y la luna, y donde por tanto puede producirse un eclipse. Si esto fue así — y la coinci­ dencia de los datos no puede ser n e­ gad a— hem os de descubrirnos ante la

genialidad

del

hom bre

prehistórico:

hom bre con todas sus consecuencias al fin y al cabo. ¿Qué chispa de su ingenio le perm itió trazar sus alineaciones y sus juegos de piedras y agujeros? ¿La exp e­ riencia? ¿La intuición? ¿La tenacidad de siglo s?

Stonehenge, aún con sus

m isterios no del todo revelados, puede ser un estrem ecedor ejem plo de hasta dónde llega la capacidad del hom bre para ob servar los astros y obtener de ellos datos válid os en orden a su propia organización.

El hombre aprende a contar

En tiem pos m uy antiguos, no sab e­ m os cuándo, el hom bre aprendió a m edir y a contar. Las form as de vida, la organización, la propiedad, que nacen desde el Neolítico, obligaron a em plear valores num éricos y de m edida, tal vez m uy

sencillos

y

elem entales,

pero

necesarios para la existencia ordinaria. Por ejem plo, el contar los días, o cono­ cer el núm ero de cabezas de un rebaño. O m edir el terreno que pertenece a cada uno, o cuántos cazos de gran o necesita una plantación, o cuántas piedras o pie­ zas de adobe son necesarias para edi­ ficar una vivienda. Los conocim ientos fueron aum entando conform e se gene­ ralizó el intercam bio de bienes o la necesidad de hacer viajes regulares. A lgunas form as de cultura prim itiva que han llegado hasta nosotros (o a los antropólogos

del

siglo

XX)

apenas

d isponían de palabras para m encionar los prim eros cinco núm eros: casi siem ­ pre cinco, por el hecho de que tenem os cinco dedos. Los andam aneses del sur no sabían m encionar valores superiores a cinco, pero seguram ente podían decir «cinco y tres», y para ello se aseguraban con los dedos de la otra mano. Las cul­ tu ras m ás d esarrollad as idearon s is ­ tem as de num eración m ucho m ás com ­ plejos. Hoy estam os acostum brados a em plear el sistem a

decim al, no nos

cuesta trabajo m encionar valores fra n ­ cam ente altos, y nos parece que siem pre ha podido operarse así. Pero no nos dam os cuenta de las dificultades que presenta

establecer

un

sistem a

de

num eración. Probablem ente el m ás antiguo es el de base cinco, m uy fácil de em plear con­ tando los dedos de una m ano con la otra m ano. Es m ás fácil recordar cinco nom bres que diez. Y, cuando se aprende

un sistem a de notación, es m ás fácil recordar cinco signos que diez. Para com prender sin dificultad el sistem a, vam os a suponer que se em plea el valor cero para d esignar la carencia de u n i­ dades o el paso a un orden superior (dos cifras, tres cifras...). Escribiríam os: o i 2 3 4. Se nos han acabado los nom bres y los signos, p o r­ que solo conocem os cinco. Tenemos que p asar al orden superior: 10 II 12 13 14. Los núm eros siguientes serían 20, 21, 22, 23, 24 ... Después del 4 4 , puesto que no disponem os del dígito 5, tendrem os que escribir 10 0 , etc. El sistem a nos sirve, es m uy sencillo en su base, pero nos obliga a em plear m uy pronto varias cifras. Para valores bajos, es m ás fácil de recordar, pero incóm odo para los «grandes

núm eros».

El

m atem ático

Yakov Perelm an pone este ejem plo en labios de un hom bre que em plea el s is ­ tem a quinario: «Terminé m is estudios

cuando tenía solo 44 años; un año d es­ pués, siendo un joven de 10 0 años, me casé con una m uchacha de 43. A l cabo de m uy pocos años teníam os una fa m i­ lia de 10 niños...». La frase no encierra ningún disparate. Basta tener en cuenta que este hom bre, tan inteligente com o nosotros, no em plea m ás de cinco gua­ rism os distintos. Es fácil traducir: «Ter­ m iné m is estudios cuando tenía solo 24 años; un año después, cuando tenía 25, me casé con una m uchacha de 23. Al cabo de pocos años, teníam os una fa m i­ lia de 5 niños...». Podríam os em plear tranquilam ente

el

sistem a

quinario,

pero la m ayoría de las culturas, entre ellas la nuestra, em plean el sistem a decim al, por la sencilla razón de que tenem os diez dedos, contando las dos m anos. Fijém onos en la num eración ro ­ m ana: procede de un sistem a quinario que se transform ó al fin en sistem a decim al.

Para

el

p rim er

orden

representaban signos verticales: I, II, II, IIII l . Para el 5 se valían del signo V (la m ano abierta, om itiendo por com o­ didad los dedos interm edios). Para el 10 dibujaban las dos m anos: X. Para el 50 em pleaban L, para el 10 0 , C; para el 500 escribían D. Com o se ve, para el 5 por 10 o por 10 0 , usaban signos especiales. En tiem pos antiguos debieron valerse alternativam ente de los dedos de una m ano o los de las dos. El sistem a de num eración rom ana, que a veces aún em pleam os nosotros cuando nos pone­ m os solem nes, es perfectam ente válido para

expresar

num eración

valores.

arábiga

Así,

nuestra

necesita

para

rep resen tar el año en que se com ienza este libro, cuatro cifras: 20 0 6 ; la num e­ ración rom ana no necesita m ás: M M VI. Lo m alo del caso es que para o p era­ ciones com plejas, los rom anos no cono­ cían la utilidad del cero, y tenían que valerse de un ábaco, o contador de bolas

que se corrían de un lado a otro: es el prim er precedente de nuestra calcu­ ladora, pero su em pleo resulta incó­ modo. Hubo tam bién pueblos que em plearon el sistem a vigesim al o de base 20: se co­ noce que contaban con todos los dedos, de las m anos y de los pies. Había que recordar veinte

nom bres y

em plear

(cuando se em pleaban) veinte signos distintos. No era necesario usar tantos órdenes de cifras, pero había que tener m ás m em oria. Los m ayas, que eran buenos m atem áticos, em pleaban el sis­ tem a vigesim al.

En

algunos

pueblos

— los escandinavos, los escoceses, los franceses, los vasco s— conservan re s­ tos del orden vigesim al. Todavía queda un sistem a em pleado por m uchas cul­ turas de O riente M edio, el duodecim al, que los babilonios convirtieron nada m enos que en sexagesim al. Todavía hoy contam os los huevos por docenas, o los

relojes m arcan doce horas. No se co­ noce bien el m otivo de esta base, ya que los dedos no nos sirven. Quizá, aducen algunos, porque la luna com pleta doce ciclos en un año. El hecho es que el sis­ tem a duodecim al parece el m ás ade­ cuado porque el 12 tiene cuatro d ivi­ sores, el 2, el 3, el 4 y el 6, m ientras que el 10 solo puede dividirse por 2 y por 5. Lagrange, a fines del siglo XVIII, p ro ­ ponía seguir un sistem a duodecim al, con

el

cual

las

operacion es

serían

m ucho m ás fáciles. Pero la costum bre de em plear el decim al estaba ya dem a­ siado establecida, y resultaba incóm odo cam biarla. Al fin y al cabo, tenem os diez dedos. 1

Los rom anos representaban el 4

com o IIII. La form a IV aparece en el R e­ nacim iento.

La ciencia de los grandes imperios orientales Los avances del hom bre del Neolítico y luego de los de la Edad de los M etales originaron para

la

una

serie

creación

de

zaciones. C ivilización

de condiciones grandes

c iv ili­

es, en sentido

etim ológico «aquella form a de cultura que se desarrolla en la ciudad». La ciu­ dad fue una consecuencia del asen ta­ m iento perm anente de las com unidades hum anas en un lugar determ inado. El asentam iento exige, por de pronto, una organización y un poder que la m an ­ tenga y garantice. Conform e las ciu­ dades se fueron haciendo m ás grandes, aum entó la necesidad de afian zar y m ultiplicar los distintos servicios. Las form as de gobierno se afirm aron , y se aseguró la dom inación de los territorios necesarios para el m antenim iento de la com unidad, se distribuyó la propiedad

de las tierras y se hizo necesario no solo acotarlas, sino acotar tam bién la zona geográfica de influencia de la com u­ nidad,

lo

que

significó

el

estable­

cim iento de unas fronteras, que se p ro ­ curó llevar cada vez lo m ás lejos p o si­ ble, y, por supuesto, defenderlas. La creación de unas norm as, la ad m in is­ tración del territorio, la ju sticia, en su caso la guerra, aum entaron las form as de poder. Con el tiem po, unas ciudades prevalecieron sobre otras, o el dom inio de varias de ellas se m ancom unó. A sí se pasó del asentam iento en un poblado a las prim eras form as de territorialidad organizada. Y fue esta necesidad la que obligó a aprender y a aplicar el ap ren ­ dizaje a com unidades que ya no podían llevar una vida espontánea, y habían de atenerse a unas norm as. El calendario, la m edida de las tierras, la arquitectura, el com ercio, el juego de los intereses obligaban al cálculo y a la m edida. El

hom bre

adquirió

conocim ientos

por

pura necesidad, y algunos individuos, que com enzaron a sobresalir por en ­ cim a de otros, ganaron la reputación de «sabios», y gozaron de un estatus esp e­ cial. La ciencia nació así por razones obvias, aunque nada nos im pide supo­ ner que fue im pulsada tam bién por esa cualidad tan afín a la naturaleza que es la curiosidad.

La ciencia mesopotámica

Dos grandes y caudalosos ríos, el Eufrates y el Tigris, nacen en las m on­ tañas nevadas de la región oriental de Turquía, y son capaces de atravesar el desierto

en

un

curso

sensiblem ente

p aralelo de casi dos m il kilóm etros, de­ jando entre ellos una llanura bien re ­ gada y fácil para el cultivo, la M esopotam ia, o «tierra entre ríos». A llí floreció una de las culturas m ás duraderas del m undo antiguo, entre los años 3 0 0 0 y 500 a.J.C. El contraste entre el desierto y la fertilidad de la estrecha zona re ­ gada provocó una extrao rd in aria con ­ centración de población en poco esp a­ cio. Entre las enorm es ciudades que allí crecieron figuran Babilonia, a orillas del Eufrates (al sur de la actual Bagdad), y N ínive, a orillas del Tigris (m uy cerca de la actual Mosul). Pero en cualquier re­ gión de M esopotam ia es fácil encontrar

restos de infinitas poblaciones de so r­ prendente

antigüedad.

Todo

parece

indicar que se trataba de una región m uy poblada y m uy apetecida por d ife­ rentes com unidades hum anas, que se disputaron aquel p asillo verde y feraz, rodeado por el ardiente desierto a un lado y otro. Quizá

en

ninguna

otra

parte

del

m undo sea posible encontrar una su­ perposición tan asom brosa de restos del Neolítico, de la Edad de los M etales, de los sum erios, de los acadios, de los bab i­ lonios, de los asirios, de los neobabilonios, hasta que la región fue invadida por los p ersas hacia el año 500 a.J.C. Uruk, B abilonia, N ínive, fueron cap i­ tales de grandes im perios dom inados por hom bres de pueblos m uy d iversos, y m onarcas tan fam osos com o Sargón, N aran Sin, H am m urabi, A surbanipal, N abucodonosor:

unos

vencieron

a

otros, se sucedieron reinos y razas, pero

la cultura, en general, se m antuvo. Con frecuencia los conquistados, pacíficos, se

la

transm itieron

a

los

con quis­

tadores, guerreros; y el periodo neobabilonio fue com o el epígono de todos los avances científicos anteriores. Se estim a que los pueblos m esopotám icos fueron los prim eros que inventaron la rueda (ya desde los tiem pos neolíticos), y de ella obtuvieron una ventaja inm ensa en orden a la locom oción y el transporte. Luego, aquel invento iría difundiéndose por todo el m undo antiguo. Tam bién de origen m esopotám ico es el torno de alfarero, fundam ental en la fabricación de vasijas y otros utensilios; así com o el ladrillo, hecho de barro cocido en h o r­ nos. Las tierras arcillosas entre los dos ríos perm itieron la fabricación de todo tipo de útiles, y tam bién han tra n s­ m itido hasta nosotros la prim era form a de escritura conocida: la cuneiform e. Ya m uchos

pueblos

neolíticos

trazaban

insculturas en la piedra que tenían que sign ificar algo; pero los prim eros que inventaron un alfabeto con signos u n i­ form es y característicos fueron los cal­ deos de M esopotam ia. Las tablillas de barro grabado y posteriorm ente endu­ recido se m antienen indefinidam ente, y gracias a eso conservam os testim onios directos

procedentes de hom bres de

hace casi cinco m il años. A lgunos

signos

no

palabras, sino núm eros.

represen taban Los caldeos

com enzaron con un sistem a de num e­ ración decim al. Una cuña con la punta m ás aguda hacia abajo representa la unidad; tres cuñas, el tres; una cuña con la punta hacia la izquierda, el diez; una con la punta a la izquierda y cuatro con la punta hacia abajo, el catorce..., y así sucesivam ente. Con este sistem a consi­ guieron consignar valores y realizar cálculos cada vez

m ás com plicados.

Hacia el año 2 0 0 0 a. J.C. com enzaron a

em plear un signo parecido a la A al revés: representa el 6o. Idearon así el sistem a

sexagesim al.

Para

núm eros

pequeños es preferible el decim al, sim i­ lar al nuestro; pero para valores m uy grandes prefirieron la base 6o, que p er­ m ite trazar m enos signos: y no o lv i­ dem os

que

para

los

m esopotám icos

escribir significaba tener que practicar incisiones en el barro. El núm ero 6o es, de todos los de dos cifras, el m ás d iv i­ sible: lo es por i, por 2, por 3, por 4, por 5, por 6, por 10, por 12, por 15, por 30. ¡De ningún otro núm ero de dos cifras puede decirse nada parecido! No sabe­ m os cóm o los pueblos m esopotám icos llegaron a concebir las excelencias de un núm ero relativam ente elevado para contarlo con los dedos. Cierto que die­ ron tam bién im portancia a los d iv i­ sores, especialm ente el 12. El sistem a sexagesim al se prestó a cálculos

m uy

com plicados.

R epresentaron en tablillas de barro las tablas de m ultiplicar.

Sabían, in ver­

sam ente, dividir, y hasta m u ltiplicar un núm ero por sí m ism o, esto es, p oten­ ciar. La tablilla Plim pton, hoy con ser­ vada en la universidad de Colum bia, parece expresar algo parecido al teo­ rem a de Pitágoras. En cálculo m ate­ m ático, los babilonios no tuvieron riv a ­ les; en geom etría, en cam bio, parece que les superaron los egipcios. El sistem a sexagesim al es el único no decim al que ha

llegado

hasta

nosotros.

N uestros

relojes tienen doce núm eros; cada hora se divide en sesenta m inutos, y el m i­ nuto en sesenta segundos. Los ángulos se m iden por grados (y estos en m in u ­ tos, y los m inutos en segundos); un triángulo equilátero m ide 6o°; el rectán ­ gulo 9 0 o (60+30), y la circun ferencia entera, 360 (60x6). Realm ente, algo les faltó a los babilonios para legar a la posteridad

la

m ejor h erram ien ta

de

cálculo de todas las posibles: ¡el cero! Al fin inventaron el signo - para in d i­ car un nuevo orden; lo em pleaban para expresar algo así com o 330; pero no se les ocurrió usarlo para expresar 303. Fue una pena. La m atem ática perdió tal vez dos m il años en su progreso. El cero lo inventaron los hindúes, y lo ap rove­ charían desde el siglo IX los árabes, que fueron por un tiem po grandes m atem á­ ticos. Los m esopotám icos, y especialm ente los babilonios, fueron tam bién rep u­ tados astrónom os. En este cam po, y a diferencia de las m atem áticas, que p rac­ ticaron com o ciencia pura, m ezclaron con el estudio creencias m ágicas que desvirtuaron en ocasiones la concep­ ción del universo; pero no por eso sus h allazgos dejaron de ser válidos. El cielo habitualm ente lim pio de su país les

perm itió

realizar

observaciones

habituales. Desde los zigurats, tem plos

piram id ales escalonados — orientados siem pre con sus aristas hacia los cuatro puntos card in ales— m idieron la altura del sol en cada época del año, y p reci­ saron m ejor que ningún otro pueblo la llegada

de

las

estaciones.

Tam bién

observaron durante la noche la luna, los planetas — que id en tificaro n — y las estrellas. M idieron el tiem po en que la luna com pleta sus cuatro fases, o p e­ riodo sinódico, de 29,55 días, y de ahí pudieron d erivar la concepción del m es com o una útil división del calendario (y la división del año en 12 meses). Algo m ás descubrieron: la luna se va m o­ viendo a lo largo de su trayectoria ap a­ rente entre las estrellas siem pre por las m ism as constelaciones: A ries, Tauro, G ém inis, Cáncer... etc., siguiendo in va­ riablem ente el m ism o cam ino. Los b ab i­ lonios com enzaron a hablar del «ca­ m ino de la luna», lo que luego se lla ­ m aría zodíaco. Se dieron cuenta pronto

de que los planetas siguen tam bién ese m ism o cam ino. Y finalm ente llegaron a la conclusión de que el sol, al que sie m ­ pre consideraron com o un ser divino, m archa

tam bién

por esa

fran ja

del

cielo. Se explicaron m ejor la sucesión de las estaciones, y dieron a aquellos signos celestes un significado m ágico. La astrología se desarrolló al par de la astronom ía. Pero no por eso dejaron de calcular con m ucha precisión los m o vi­ m ientos de los astros, y de predecir sus posiciones en el futuro. ¡E sta capacidad de predecir fue un

avance

e xtrao r­

dinario de la ciencia y al m ism o tiem po un argum ento para la m agia! La m ayor parte de los signos del zodíaco que hoy conocem os (aunque apenas sirvan para otra cosa que la predicción acientífica de los horóscopos) proceden

de los

babilonios. Pero tam bién sirvieron para establecer

efem érides.

En

el

M useo

Británico se conserva una tablilla que se

interpreta com o una regla para la p re­ dicción de eclipses. Quizá llega dem a­ siado lejos Stephen Toulmin cuando afirm a que «las tablas astronóm icas de los babilonios vienen a ser registros m uy sim ilares a los de nuestros a lm a ­ naques náuticos». Los babilonios tam bién inventaron el reloj de sol, aparte de que em pleaban igualm ente el reloj de arena. La división del día y de la noche en doce horas es consecuente con su concepción duode­ cim al. La construcción de gran des ed ifi­ cios les obligó a calcular volúm enes, y por tanto la cantidad de lad rillos que hacen falta para construir cada uno. Poco sabem os de la torre de Babel (que ha querido identificarse con alguno de aquellos enorm es tem plos o edificios), ni de los Jard in es Colgantes de B ab i­ lonia. Solo sabem os que los pueblos m esopotám icos dom inaron com o pocos la

técnica

de

la

arquitectura.

Y

la

necesidad im periosa del riego les obligó — que sepam os por prim era vez en la h isto ria— a construir canales. Es cu­ rioso que el em pleo del barro cocido haya convertido sus m onum entos, d es­ pués de m iles de años, en enorm es coli­ nas artificiales (lo que hoy se llam an tells). En cam bio, este m aterial, aunque frecuentem ente

reducido

a

pedazos,

cuando queda enterrado conserva b as­ tante bien los signos que trazaron para escribir o para calcular. G racias a ellos podem os h oy reconstruir aspectos de su ciencia, la m ás antigua que con certi­ dum bre conocem os.

Los egipcios

Heródoto

de

H alicarnaso,

con si­

derado com o el padre de la H istoria, tuvo alm a de reportero, viajó por países del Próxim o O riente, preguntó y anotó, y gracias a él conocem os por testim onio externo algunas peculiaridades de la cultura

egipcia.

Fue

Heródoto quien

hizo una afirm ación repetida durante dos m il quinientos años: Egipto es un don del Nilo. Sin este otro gran río, Egipto hubiera sido un desierto tan in so p o r­ table com o M esopotam ia sin el Eufrates y el Tigris. Con la ventaja de que el Nilo se

desborda

— entonces

in exp lica­

blem ente— en verano. La crecida del Nilo no solo proporciona abundante agua justo cuando m ás falta hace, sino que la riada arrastra un lim o fértil, procedente del A frica intertropical, que fecunda los cam pos y se desparram a por el delta. Heródoto apunta hipótesis

m uy razon ables sobre la crecida del Nilo. Durante m uchos siglos se ig n o­ raron los m otivos del prodigio. Hoy conocem os m uy bien sus dos causas principales. Prim era, la fusión de las nieves de las altísim as m ontañ as de Etiopía (Nilo Azul); segunda, la estación de las lluvias en la cordillera Ruw enzori y el lago Victoria (Nilo Blanco). El Nilo es el único gran río del m undo que nace en el hem isferio Sur y desem boca en el hem isferio Norte. Otra particularidad de Egipto es la p ersistencia de un m ism o pueblo y una m ism a cultura, durante casi tres mil años,

en

idéntico

escenario.

P rácti­

cam ente no sufrió invasiones, y sus ciu­ dades, por excepción, no estaban defen­ didas por m urallas. Los egipcios no pasaron, m etodológicam ente hablando, de la Edad del Bronce. El h ierro lo a p o r­ taron los «pueblos del mar», y en esca­ sas cantidades. Tanto es así, que en una

tum ba faraónica se encontró una bola de hierro encerrada en un cofre de oro: se concedía m ás im portancia al conte­ nido que al continente. Pero la escasez de m etales duros no im pidió a los egip ­ cios alcanzar una elevada cultura y una ciencia p rivilegiada, que se m antuvo por espacio de m ilenios m erced a una adm irable continuidad histórica, a lo largo de treinta y una dinastías conse­ cutivas. Jam ás pueblo alguno ha d isfru ­ tado de una historia prácticam ente no interrum pida durante tantísim o tiem po. Quizás este m ism o hecho tuvo en cierto m odo un efecto retardatario: los egip ­ cios disfrutaron desde m uy pronto de una de las culturas m ás refinadas del m undo antiguo, pero durante m iles de años apenas la desarrollaron. Un hecho digno de m ención es, por ejem plo, una escritura ideográfica-pictográfica, que ha podido d escifrarse gracias a la Piedra de Roseta, escrita en caracteres egipcios

y griegos. A sí hem os podido penetrar tres m il años en el m isterio de los egip ­ cios. No llegaron a tener nunca una escritura alfabética, com o sus casi veci­ nos los fenicios. E scribieron en la piedra de sus tem ­ plos y sobre todo en hojas de papiro. Con aquella piedra construyeron los im ponentes edificios que son las p irá ­ m ides (la de Keops sigue siendo, d es­ pués de casi cinco m il años, la ed ifi­ cación m aciza m ás grande del mundo), para cuya construcción p recisaban de profundos conocim ientos geom étricos y arquitectónicos. Y tam bién m onum en ­ tales tem plos, com o los de K arnak y Luxor. En ellos trazaban sus solem nes textos jeroglíficos, que han llegado casi intactos a nosotros. Pero para textos usuales, se valían del papiro, una planta que se puede cortar en lám inas m uy finas, que luego se secaban, se gol­ peaban y se pulían, en un proceso que

requería una excelente técnica. E scri­ bían con tinta negra (los grandes e p í­ grafes en tinta roja), y tam bién dibu­ jaban. Sobre el papiro utilizaban carac­ teres m ás sencillos (hieráticos o dem óticos), que podían escribirse m ás r á ­ pidam ente. El papiro escrito se con­ serva bien en am bientes m uy secos. G racias

a esa

vam os

escritos

operaciones

circunstancia de

con ser­

contabilidad,

aritm éticas,

de

de

historia,

hasta un tratado de m edicina, que nos perm iten conocer — bastante m ejor que en el caso de M esopotam ia— la ciencia egipcia. Los

egipcios

fueron

excelentes

geóm etras. Y no tenían m ás rem edio que serlo, porque el lim o de las crecidas del Nilo cubría la tierra y borraba los lím ites de las parcelas: tras cada in u n ­ dación era preciso parcelar de nuevo. Heródoto

llam a

a

esta

operación

geom etría, «m edida de la tierra», y la

palabra ha llegado hasta nosotros. S a­ bían m edir la altura de un edificio por la longitud de su som bra. Podían cal­ cular superficies con facilidad, y áreas de diversas figuras geom étricas: estu ­ vieron m uy cerca de h allar el valo r exacto de «pi», o razón de la circun­ ferencia al radio. Tam bién m idieron con precisión volúm enes. puede

p arecem o s

Un hecho

que

sorprendente:

tra ­

zaban con precisión ángulos rectos v a ­ liéndose de un sistem a m uy ingenioso. En una cuerda m edían m uy exacta­ m ente tres va ra s, y hacían un nudo; luego, cuatro varas, y hacían un se­ gundo nudo; al fin cinco varas, y un nuevo nudo. Cuatro hom bres ponían la cuerda tirante, y el últim o se acercaba al prim ero, hasta que el com ienzo de la cuerda tocaba el tercer nudo. Quedaba form ado un triángulo, uno de cuyos lados era necesariam ente recto. E fecti­ vam ente, 3x 3= 9 , 4 x 4 = 16 y 5x5= 25. El

cuadrado de la hipotenusa es igual a la sum a de los cuadrados de los catetos: 25=16+9. ¡H abían descubierto el teo­ rem a de Pitágoras! En fin: quizá no exactam ente; habían

descubierto que

con tres trozos de cuerda de longitud 3, 4 y 5, se form a un triángulo rectángulo. La explicación teórica necesitaría del genio griego. Para egipcios

sus cálculos geom étricos, los necesitaban

un

sistem a

de

num eración y unos signos capaces de rep resentar los núm eros. E m plearon el sistem a decim al, y unos signos m uy sencillos, parecidos a una U invertida. El diez se dibujaba con un doble signo, y el cien con tres. No intuyeron el cero. Podían realizar operaciones sencillas. Para restar decían: del seis al diez, ¿cuánto me falta? Fueron buenos astró­ nom os, y construyeron las pirám ides con las caras hacia los puntos card i­ nales. La aparición de la estrella Sirio

señalaba el com ienzo del año. Y tenían bien calculada la posición de 36 estre­ llas para ajustar el calendario. C o n ­ taban tres estaciones (inundación, cose­ cha, sequía) de cuatro m eses de 30 días en cada estación. A l final añadían cinco días epaqómenos, para com pletar los 365. Fueron m ejores m édicos que los b ab i­ lonios. Por prim era vez, que sepam os, tenían especialistas: en enferm edades de los ojos y la vista, en afecciones de boca y garganta, en indigestion es o m olestias de

los

huesos.

D iagnosticaban

m uy

bien, y describían m inuciosam ente los síntom as. Y aunque gozaban fam a de eficaces (¿lo eran realm ente?), sus rece­ tas, de las cuales conservam os hasta 900

en el papiro

Ebers,

ap roxim a­

dam ente del año 1650 a.J.C., no parecen m uy eficaces. A lgunas de las hierbas o pociones que describen podían paliar un poco los dolores o m ejorar la salud; otras

pueden

parecer

contraproducentes.

A

p esar

de

que

dom inaban m aravillosam en te la técnica de la m om ificación — los cuerpos de algunos faraones han llegado fran ca­ mente bien conservados hasta noso­ tro s— no se atrevieron dem asiado con la anatom ía. Sí tuvieron felices in tu i­ ciones, com o reconocer en el corazón el m otor de la circulación de la sangre. El hecho es que la fam a de los m édicos egipcios duró m uchos siglos. Un inconveniente de la ciencia egipcia fue su relación con la m agia, con el sim bolism o, con los secretos esotéricos y con los núm eros cabalísticos. Solo los sacerdotes y los altos fun cion arios sa ­ bían leer o calcular, aunque lo hacían m uy bien. Hasta había un calendario popular y otro secreto, m ás ajustado a la realidad, que m uy pocos conocían. Parece ser de origen egipcio el m ito de la piedra filosofal, un producto obte­ nido

a

base

de

com plicadísim as

com binaciones

quím icas,

que

estaría

dotado de poderes m aravillosos: entre ellos el de proporcionar la eterna ju ven ­ tud y el de obtener oro de otros m etales. La alquim ia — que no es otra cosa que la quím ica prim itiva, con sus aciertos o sus errores, que eso es distinto— se desvió m uchas veces a la búsqueda de este producto prodigioso. Los egipcios, los persas, los griegos, los árabes, los europeos

m edievales,

se

desvivieron

buscando la piedra filosofal. Todavía en el Renacim iento se hablaba de ella, o de la

transm utación

de

los

elem entos.

Quizá la afición de los egipcios a lo m isterioso y

a lo oculto retrasó

la

evolución de su ciencia, que progresó m uy poco en 3 .0 0 0 años.

La ciencia de los antiguos éhinos

China fue durante m uchos siglos un m undo aparte. Enorm e y m uy poblada, poco tendente a relacionarse con otros pueblos, tuvo capacidad para v iv ir una cultura propia, llena de originalidad. Los chinos fueron de los prim eros que aprendieron a cultivar la tierra con téc­ nicas adecuadas, de los prim eros en inventar la rueda —y con ella un in s ­ trum ento que parece que no se les puede discutir: la c a rre tilla —, de los prim eros en constituir un gran im perio con una com pleja legislación, y una cu l­ tura m uy refinada; y tam bién disfrutan de una fam a, casi legendaria, de haber figurado entre los prim eros en contar con una ciencia adm irable y d esarro­ llada. Un problem a con que nos en ­ contram os es la tendencia de las le y en ­ das chinas a exagerar la antigüedad de sus inventos. No conviene in cu rrir en el

tópico que confunde «lo chino» con lo «antiquísim o». Sí es m uy antiguo su sistem a de escri­ tura, de carácter pictográfico e id eo­ gráfico, con elem entos fonéticos; una escritura que em plea signos extrao rd i­ nariam ente

com plicados,

que

exigen

una enorm e m em oria y una no m enos enorm e paciencia: las letras habían de ser pintadas con un pincel; eso sí, no representaban

sonidos

sueltos,

sino

ideas o palabras. Tam bién podían escri­ bir valores aritm éticos, y parece que aprendieron pronto las cuatro reglas y cálculos m ás com plicados. M ás tarde llegarían a resolver ecuaciones de se ­ gundo grado. Dedicados a la agricultura y al com ercio, dom inaron bien la conta­ bilidad y la geom etría. Hay vestigios de un sistem a sexagesim al, pero los docu­ m entos que conocem os indican que se em pleaba com únm ente el decim al. Con su capacidad

de cálculo idearon

un

calendario lunisolar. Contaban m eses por lunaciones, y el año, com o en C al­ dea y Egipto, tenía doce m eses. Doce lunaciones suponen 354,5 días. Periódi­ cam ente añadían al año un decim otercer m es, para ajustar el calendario a las estaciones. Fueron excelentes astrónom os. C alcu­ laron las efem érides del sol y de la luna, y llegaron a predecir bien los eclipses. Cuenta la leyenda que a un sabio que no supo p rever un eclipse de sol le cor­ taron la cabeza. H icieron catálogos de estrellas, y distinguieron constelaciones, la m ayoría de ellas de configuración m uy distinta de las nuestras. Y, sobre todo, tom aban un registro m inucioso de todo lo que observaban. G racias a eso sabem os de la aparición de com etas, y del estallido de estrellas novas y supernovas, que los chinos llam aban «estre­ llas invitadas». Los anales chinos son en este sentido m uy útiles a la ciencia

actual. Eso sí, no se hicieron preguntas acerca de por qué sucedían esos fen ó­ m enos. A los chinos se les atribuyen, y con razón, m uchos inventos, aunque hoy tiende

a restárseles

antigüedad.

Por

ejem plo, sabem os que descubrieron la brújula. Pero no pasa de ser una le ­ yenda la m ención a un «carro guiado» en año 2634 a.J.C. Sí pudieron conocer pronto la piedra m agnética y sus p ro ­ piedades. La prim era m ención de una aguja de h ierro que, sostenida sobre una hoja, p erm itía orientarse a los viajeros, data del siglo II d. J.C., y la prim era m ención de una aguja flotante es del XI. De los chinos aprendieron m uy poco después los árabes el uso de la brújula, que perfeccionaron. En cuanto al papel, otro de sus inventos, la prim era refe­ rencia concreta es del año 105 d.J.C. A ntes escribían sobre hojas de bam bú. La pólvora es otro de los inventos

chinos.

Pudieron

em plearla

hacia

el

siglo I; el p rim er relato de una especie de fuegos artificiales es del siglo VII. El hecho de que los chinos no hayan re a li­ zado sus descubrim ientos en los tiem ­ pos antiquísim os que antes se les a tri­ buían no resta su m érito, e indica, ade­ m ás, un hecho no frecuente en otras culturas m uy tradicionales: progresaron en sus conocim ientos. Parece que su edad de oro, por lo que a la ciencia re s­ pecta, se encuentra aproxim adam ente entre el siglo III a.J.C. y el X d.J.C. Una obra casi épica, que nos da la m edida de su tecnología y de su paciencia es la G ran M uralla China, una cadena fo rti­ ficada de m iles de kilóm etros, com en­ zada hacia el año 2 20 a.J.C., y culm i­ nada por la dinastía M ing, después del 12 0 0 de nuestra era. Su trazado puede parecer poco racional y zigzagueante, pero cum plió un papel fundam ental, si no com o bastión defensivo, sí com o vía

de com unicación de insospechadas po­ sibilidades. Los chinos fueron un pueblo laborioso y cuidadoso, idearon m áq u i­ nas sen cillas para sus trabajos, y hasta se les atribuye un ingenio parecido al reloj. Sus instrum entos son em in en­ tem ente prácticos. Si bien hay que reco­ nocer que el m áxim o partido de sus inventos lo obtuvieron los árabes, y m ás tarde los europeos.

Los tiempos clásicos Podem os com enzar de nuevo con una alusión a Heródoto, que fue un h isto­ riador riguroso, pero no exactam ente un científico, tal com o h oy se entiende esta palabra. En su viaje a Egipto quiso enterarse de todo, incluso de la causa de que el Nilo se desborde precisam en te en verano. Y un sacerdote egipcio, cansado de su insaciable curiosidad, le espetó: «Oh, vosotros los griegos sois com o los niños: no hacéis m ás que preguntar». Porque los griegos, y los sucesores de los griegos se hicieron preguntas para saber el porqué de las cosas, fue la cien ­ cia lo que fue en Occidente. Los b ab i­ lonios, los persas, los chinos, los h in ­ dúes,

los egipcios,

los

fenicios,

que

navegaban guiándose por las estrellas, estudiaron m uy bien los fenóm enos, pero

nunca

intentaron

averiguar

su

porqué, no buscaron una explicación de

las cosas. La curiosidad racional de los griegos fue un paso gigantesco en la h is­ toria de la ciencia, y tam bién, por sus consecuencias, en la historia del mundo. La

cultura

clásica

grecolatina,

que

dom inó el espacio m editerráneo y sus contornos sería

un elem ento fu n d a ­

m ental de la cultura europea, y por la expansión de la europea, de gran parte de la cultura universal.

El genio de los griegos

La cultura

griega nace

talm ente en A sia

fu n d am en ­

M enor, donde los

p rim itivo s helenos tuvieron contacto con otros pueblos del Próxim o Oriente, m ás avanzados que ellos. De los fen i­ cios, que poseían un sentido m uy p rác­ tico, tom aron el alfabeto. Los fenicios inventaron

un sistem a de expresión

fonética basado en el dibujo de un ob­ jeto del que tom aban el p rim er sonido. «Buey» se decía aleph: dibujaban es­ quem áticam ente una cabeza de buey, un óvalo con dos astas, y lo em pleaban para rep resen tar el sonido «a». Los griegos dibujaban un signo aún m ás sencillo y lo llam aban «alfa», que ya no significaba

nada m ás que el sonido

m ism o. Bit en fenicio era casa, (dibu­ jaban un plano m uy sencillo) y de ahí viene la «beta». Gamal significaba en fenicio «cam ello» y represen taban su

prim er sonido con dos jorobas; los grie­ gos hicieron un signo m ás sim ple para la

«gam m a»,

y

así

sucesivam ente.

Lograron así un sistem a de escritura rá ­ pida y fácil, que les perm itió ind epen­ dizar los signos de las cosas, expresar las ideas m ás abstractas y una esp len ­ dorosa literatura. Los rom anos im ita­ rían el alfabeto griego con unas v a ria n ­ tes, todavía m ás fáciles, que son p rácti­ cam ente las m ism as que h oy em p lea­ m os en la m ayor parte del mundo. En cam bio, los griegos no inventaron sig ­ nos para exp resar los valores num é­ ricos. Tenían un sistem a decim al — y de ellos lo hem os heredado tam bién la m ayor parte de los seres h um an o s—, pero para rep resen tar los núm eros se valían de letras. Y lo peor es que no concibieron

el cero

com o

un valor

representable. Fueron m ás geóm etras que calculistas, y

m ás filósofos que

geóm etras, pero su afán por explicarse

las cosas tuvo un va lo r incalculable en el desarrollo de la ciencia. Tales de M ileto (624-548 a.J.C.), n atu ­ ral, com o todos los prim eros sabios griegos, de A sia M enor, parece que es­ tuvo en Egipto, y allí aprendió a m edir la altura de las pirám id es por su so m ­ bra. Y quizá de eso extrajo su teorem a, el fam oso «teorem a de Tales» el m ás antiguo que conocem os, y que describe la relación que se establece cuando dos rectas no paralelas cortan a una serie de rectas paralelas. El teorema, el principio dem ostrable: he ahí un h allazgo fu n d a­ m ental del genio griego. Tales opinaba que el agua es el elem ento fundam ental del cual proceden todos los dem ás: se equivocó, pero form uló por prim era vez una teoría, y trató de razon arla. Tam bién observó que el ám b ar (en grie­ go «elektron») atraía partículas m uy ligeras, y de allí nació el interés por la electricidad, un fenóm eno que tardaría

m uchos siglos en explicarse. Acierto definitivo de Tales (y de A naxágoras) fue la explicación de las fases de la luna de acuerdo con la posición que ocupa respecto del sol. La luna no es lum inosa, la ilum ina el sol, y solo vem os la parte ilum inada. Parece que a nadie se le había ocurrido hasta entonces sem e­ jante idea. Y — no m enos im po rtan te— Tales fue m aestro de Pitágoras. Pitágoras, considerado ya en su tiem ­ po com o «padre de los núm eros», fue uno de los grandes pioneros de la cien­ cia griega, y hasta cierto punto, de la ciencia universal. Nacido en la isla de Sam os, vivió aproxim adam ente entre los años 582 y 496 a.J.C. Viajó, como otros, por Egipto y M esopotam ia, cuya ciencia estudió y racionalizó. M olesto con el tirano Policrates, que gobernaba en Sam os, em igró a Crotona, en el sur de Italia, y allí creó la escuela p ita­ górica, que duraría m ás de un siglo. De

aquí que resulte difícil sep arar la obra de Pitágoras de la de sus discípulos. Por otra parte, los pitagóricos form aron una especie de secta a la que se exigían fuertes valores m orales: «no seas nunca esclavo de tu vientre, de tu lascivia, de tu

ira.

Si

obras

m al,

arrepiéntete».

C reían en la inm ortalidad del alm a. Pero tam bién

se dejaron

llevar por

creencias m ágicas y sím bolos m iste­ riosos, que tal vez tom ó Pitágoras de Egipto. La concepción pitagórica fu n d a­ m ental es la de que los núm eros form an parte de la esencia del universo, y por tanto solo es posible expresar la rea­ lidad del universo m ediante núm eros. Esta creencia, sin duda exagerada, fue, sin em bargo la base de la concepción de las m atem áticas com o d isciplina in d is­ pensable para la com pren sión y ex p re ­ sión de la realidad científica. Tam bién creía Pitágoras en la «arm onía u n i­ versal»,

una

especie

de m úsica

que

refleja la bella proporción de la m aq u i­ naria

del universo: una m úsica

suena,

pero

que

no

oím os,

que

porque

hem os nacido con ella y a ella estam os desde

siem pre

habituados.

El hecho

puede tener relación con el interés de Pitágoras por la m úsica. En efecto, la hum anidad debe a Pitá­ goras dos grandes hallazgos: el teorem a que lleva su nom bre y la escala m usical que

h oy

seguim os

em pleando.

Ya

hem os visto cóm o los egipcios, y p o si­ blem ente tam bién los m esopotám icos, conocían una propiedad fundam ental de los triángulos rectángulos; pero solo Pitágoras supo enunciarla de un modo racional: «el cuadrado de la hipotenusa es igual a la sum a de los cuadrados de los catetos». ¡A h í radica justam ente el genio

de

los

griegos!

Saben

racio­

nalizar, saben explicar, saben teorizar, saben definir. A sí em pezó la ciencia teórica en el m undo. El concepto de

«cuadrado»,

que

hoy

seguim os

em ­

pleando, tiene un origen geom étrico, y la expresión de su teorem a la dibujaban los

pitagóricos

justam ente

con

cu a­

drados. Es posible que el teorem a de Pitágoras le haya sido sugerido por el anterior teorem a de Tales. Tam bién el teorem a de Tales pudo in flu ir en su concepción de la escala m usical. Una cítara está fo r­ m ada por una serie de cuerdas p aralelas entre dos líneas divergentes. Y de aquí dedujo Pitágoras la proporción entre la longitud de las cuerdas y la nota que da cada una de ellas cuando la pulsam os. Lo cierto es que la escala m usical que hasta hoy hem os venido em pleando en Occidente es la establecida hace dos m il quinientos años por los pitagóricos. En Atenas hubo, especialm ente en el siglo IV a.J.C., grandes filósofos. Platón pasa por ser un gran geóm etra, y a la puerta del jardín de A cadem os en que

enseñaba hizo colocar su fam oso aviso: nadie entre aquí que no sepa geometría. Con todo, Platón, m ás que geóm etra, fue un gran pensador idealista: para él hay figuras p erfectas o im perfectas, según que se aproxim en o no a su «ideal». La línea m ás perfecta es la circunferencia y la figura m ás perfecta es la esfera. La Tierra y el cielo deben ser grandes esfe­ ras. Esta convicción perduró hasta los tiem pos m odernos. Sin em bargo, el que dem ostró con argum entos que la Tierra es esférica fue su discípulo A ristóteles. Los argum entos aristotélicos son re a l­ mente irreprochables:

I o,

el peso de la

Tierra es tan enorm e, que todas sus p a r­ tes gravitarán sobre sí m ism as; y la única form a de autogravitación en equi­ librio es la esfera; 2o, la som bra de la Tierra en todos los eclipses de luna es circular. La única figura cuya som bra es circular cualquiera que sea su posición es la esfera; 3 0, conform e avanzam os

hacia el norte o el sur, las conste­ laciones brillan en el cielo a una altura distinta; sin em bargo, su figura no cam ­ bia. Si las d ejáram os atrás, esa figura cam biaría por efecto de la p erspectiva; pero com o no es así, lo que ocurre es que, al cam in ar sobre una esfera, n u es­ tra cabeza va apuntando a sitios d is­ tintos del cielo, y las estrellas que ten ía­ m os encim a parecen quedar atrás. Para explicar el m ovim iento de los astros, A ristóteles suponía, com o Eudoxo y com o Platón, una serie de esfe­ ras cristalinas que giraban: una para el sol, otra para la luna, otras para cada uno de los, planetas y finalm ente las estrellas; pero para explicar las d is­ tintas anom alías que se observaban, propuso hasta 55 esferas concéntricas. La teoría de las esferas es falsa, pero se m antuvo durante siglos, porque era la única explicación posible, y los griegos, a

d iferencia

de

los

otros

pueblos

antiguos, querían explicaciones. A ris­ tarco intuyó, para com prender aquellas anom alías, un suprem o descubrim iento: la Tierra no es el centro de Universo: tanto ella com o los planetas giran a lre ­ dedor del sol. Era una teoría dem asiado revolucionaria. Sus contem poráneos le contradijeron y hasta le persiguieron. La teoría heliocéntrica tardaría casi dos m il años en form ularse de nuevo. Parece

absolutam ente

n ecesaria

la

alusión a un m édico, H ipócrates de Cos, considerado tradicionalm ente com o el padre de la m edicina. M édicos hubo en China, en Egipto, en la India y M esopo­ tam ia; pero de nadie sabem os que haya investigado las causas de las e n fer­ m edades y el porqué de los rem edios m ás convenientes. Para nada em plea la m agia, com o los m édicos de culturas anteriores.

H ipócrates intuyó gen ial­

m ente que la fiebre es el resultado de la lucha

del propio

organism o

con

la

enferm edad. Tam bién descubrió la re la ­ ción entre la dieta o los aires y las aguas con la salud; en este sentido, es el fu n ­ dador de la m edicina preven tiva. Sus contem poráneos le atribuyen grandes éxitos, que por lo visto le hicieron fa ­ moso. De H ipócrates se conservan m u ­ chas obras, aunque no sabem os con seguridad cuántas son realm ente suyas. Y sobre todo, los fam osos «aforism os», sentencias breves, fáciles de recordar, y el «juram ento hipocrático» («lucharé solo por la salud, no por m is intereses; guardaré secreto cuando me lo pidan; seré

respetuoso, sobre todo con las

mujeres»),

que tradicionalm ente

han

venido haciendo tantos m édicos al reci­ bir su título.

La gran síntesis alejandrina

Los pueblos orientales desarrollaron la ciencia observando los fenóm enos y anotando los resultados. Los griegos le confirieron un nuevo sentido p regu n ­ tándose el porqué, definiendo, estable­ ciendo p rincipios y teorem as, e x p li­ cando: pero apenas observaron. Llegó un m om ento de contacto entre las dos form as de entender la ciencia, y se u n ie­ ron la observación y la m edida con la lógica y la explicación: fue realm ente un m om ento

glorioso

para

el progreso

científico. Ese m om ento llegó en tiem ­ pos

de

A lejandro

a.J.C.), aquel joven

M agno

(356 -323

extraord inario y

am bicioso, un m ito real casi in e x p li­ cable, que a los dieciséis años ganó su prim era batalla, conquistó toda G recia y luego se lanzó a la conquista del todo el m undo conocido: Egipto, A sia M enor, Siria, M esopotam ia, Persia, la cuenca

del Indo. Interesado por el saber — fue discípulo de A ristóteles—, hizo que un grupo de sabios le acom pañaran en sus cam pañas. De ellos Teofrasto fundaría la botánica, experim entando con p lan ­ tas de todo el m undo, y Dicearco tra ­ zaría m apas de todas las tierras cono­ cidas. A lejand ría, en Egipto, sería su capital. A lejandro m urió a los 33 años, y su im perio fue dividido entre sus gene­ rales. Egipto correspondió a Ptolom eo, tam bién discípulo de A ristóteles, que creó una escuela científica. Su hijo, Pto­ lom eo Filadelfo estableció el M useo, una especie de centro de altos estudios, que llegó a d isponer de una fabulosa b i­ blioteca, la m ás grande del m undo. El M useo fue algo parecido a una u n iver­ sidad y un centro de investigación. Uno de sus directores fue Eratóstenes (272194),

m atem ático,

geólogo y

hasta

físico,

astrónom o,

poeta. Una de sus

hazañas m ás increíbles fue la m edida del tam año del mundo. Supo que en la ciudad de Siena, en un día determ inado, equivalente a nuestro 21 de junio, a m ediodía las colum nas no daban som ­ bra, y la im agen del sol se reflejaba en el fondo de un pozo m uy profundo: es decir, el sol estaba exactam ente en el cénit. M idió la distancia entre A leja n ­ dría y Siena, que era de 4.860 estadios. Y en el día indicado, m idió la distancia angular del sol al cénit en A lejandría, que resultó ser de 7° Entonces hizo una sim ple regla de tres: si 70 suponen 4.860 estadios, 36 0o, o sea la circunferencia entera de la Tierra serán x estadios. A sí llegó a la conclusión de que nuestro m undo

tiene

una

circunferencia

de

2 4 8 .0 0 0 estadios. Si asignam os al esta­ dio, com o hoy se estim a, una longitud de 165 m etros, la Tierra tendría 4 0 .9 0 0 Km. de circunferencia. Hoy sabem os que

tiene

4 0 .0 0 0 .

Fue

una

hazaña

asom brosa,

increíble

para

aquellos

tiem pos. Por su parte, H iparco m idió la d u ra­ ción del año con un error de solo 6 m inutos. Uno de sus m ás im portantes descubrim ientos fue el de la precesión de los equinoccios (el punto en que el sol alcanza la prim avera se va m o­ viendo lentam ente entre las estrellas), y esto le perm itió conocer m ejor la re la ­ ción entre las constelaciones del zo­ diaco y la sucesión de las estaciones. H i­ parco calculó tam bién la posición de unas i.o o o estrellas, y las dividió en «m agnitudes» de acuerdo con su brillo aparente. Fue así el autor del prim er catálogo estelar. Renovó los m étodos m atem áticos e inventó la trigonom etría esférica. Si H iparco fue ante todo a stró ­ nom o y geóm etra, Euclides (330-277 a.J.C.) fue el gran m aestro de la m ate­ m ática en la antigüedad. Sus Elementos son un resum en com pleto y lum inoso

de todo el saber de su tiem po: recoge los h allazgos de Tales, de Pitágoras, de Eudoxo, de H ipócrates. Es lógico, orga­ nizado, sistem ático com o nadie. Parte de axiom as indiscutibles, y de ahí de­ duce teorem as y corolarios con m étodo im pecable. Fue la base de toda la m ate­ m ática y sobre todo de la geom etría en Occidente hasta el siglo XIX. La cultura alejandrina tam bién se d i­ fundió por la zona del Egeo y el sur de Italia, donde ya se había establecido Pitágoras. Uno de los m ás grandes s a ­ bios —y tam bién técnicos— de la a n ti­ güedad fue A rquím edes (287-217 a.J.C.) natural de Siracusa, en Sicilia. Estuvo, com o tantos, en A lejand ría, donde fue am igo de Eratóstenes, y luego regresó a Siracusa, donde estuvo al servicio del rey H ierón, que le protegió. Plutarco atribuye

a

A rquím edes

una

«in teli­

gencia sobrehum ana». Fue m atem ático, geóm etra,

físico

e

«ingeniero»,

en

cuanto que fabricó m ultitud de in stru ­ m entos y

m áquinas producto de su

ingenio. Sus estudios sobre cuerpos en equilibrio le llevaron al descubrim iento de la palanca y de sus leyes: una p a ­ lanca puede m over cuerpos m uy pesa­ dos con poco esfuerzo: todo depende de la longitud de los brazos, el de la «potencia» y el de la «resistencia». Pa­ rece que no es cierto que dijera: «dadm e un

punto

de

apoyo

y

m overé

el

mundo», porque al fin y al cabo era un hom bre realista; pero tuvo conciencia de lo que puede conseguirse de una p a ­ lanca. Tam poco es cierto que corriese desnudo por las calles de Siracusa g ri­ tando ¡E u re k a !, después de descubrir la ley fundam ental de la h idrodinám ica; pero esta ley le sirvió para com probar si la corona que le habían regalado a Hierón era de oro puro o había sido falsificada. La corona, sum ergida en un cubo lleno hasta los bordes, hace que se

derram e una cantidad de agua: esta cantidad tiene un volum en idéntico al de la corona, y por tanto es posible conocer el volum en de la corona. Pe­ sando la corona, se conoce su peso. Y, conocida la densidad del oro, com o el peso es igual al volum en por la den­ sidad, se sabe si la corona es de oro o no. El gran descubrim iento de A rquím edes fue

definido

así: «un cuerpo

sum ergido en un líquido sufre un em ­ puje hacia arriba igual al peso del lí­ quido que desaloja». Un m etro cúbico de agua pesa m il kilos. Un m etro cúbico de m adera pesa seiscientos kilos: la m a­ dera flota. Un m etro cúbico de hierro pesa 7.600 kilos. El h ierro se hunde. En el cam po de la geom etría hizo A rquím edes

contribuciones

decisivas

sobre las áreas y volúm enes de las figu ­ ras y los cuerpos, y determ inó el valo r de «Pi» con m ayor precisión que nadie hasta entonces. Inventó la catapulta y

otras m áquinas de guerra que sirvieron a los de Siracusa para defenderse de los rom anos. No fue suficiente, porque la ciudad cayó, y un soldado rom ano le mató contra las órdenes estrictas que tenía de no hacerlo. A los rom anos les interesaba m ás la persona del p rod i­ gioso A rquím edes que la posesión de la ciudad. La culm inación de la ciencia alejan ­ drina tuvo lugar con Claudio Ptolom eo, ya en tiem pos del im perio rom ano (85165 d.J.C.). Su nom bre nos dice que era ciudadano rom ano, y su apellido que descendía de fam ilia real. Podríam os inscribirlo entre los sabios de la era ro ­ m ana, pero es el últim o heredero de la edad de oro de A lejandría. Escribió la Megalé Syntaxis, o «gran tratado», que ha llegado hasta nosotros con su nom bre árabe de A lm agesto. Ptolom eo, m ás que investigar, recopiló con precisión im pe­ cable

todo

el

saber

m atem ático

y

geom étrico de su tiem po. Com o astró­ nomo, com pletó a Hiparco, e hizo un gran catálogo de estrellas, precisando su posición exacta y su m agnitud. Intentó resolver definitivam ente la estructura del sistem a solar. D escartó la teoría heliocéntrica de A ristarco, que a todos parecía disparatada, a pesar de que explicaba satisfactoriam ente la irre gu ­ laridad aparente del m ovim iento de los planetas (irregularidad debida al hecho de que la Tierra tam bién se mueve). Pto­ lom eo no quiso defender teoría alguna, y se atuvo a los hechos observados. Y así im aginó una com plicadísim a m aqu i­ naria de los cielos, con sus esferas, sus círculos, sus epiciclos y sus deferentes: una estructura genial y ajustadísim a que daba cuenta de todos los m ovim ientos y p erm itía predecirlos con gran exactitud. Ptolom eo se equivocó al aceptar una concepción geocéntrica; sin em bargo, aquel

sistem a,

com plicadísim o,

pero

satisfactorio

para

explicar todos los

m ovim ientos celestes, se m antuvo como verdad indiscutible hasta el siglo XVI. ¡Y todavía sirve, si lo aplicam os correc­ tam ente, para predecir la posición apa­ rente de los astros! Tam bién fue Ptolom eo un gran geó­ grafo, que recopiló datos de todos los viajeros y determ inó las posiciones y las d istancias de países y ciudades de acuerdo con su longitud y su latitud. La visión ptolem aica del m undo perdu ­ raría tam bién Colón.

hasta

los tiem pos de

La ciencia de los romanos

Decía Tito Livio, el prim er h istoriador de Rom a propiam ente dicho, que los rom anos no se preocupan de escribir la historia, sino de hacerla. Es una a fir­ m ación

m ás

orgullosa

que

hum ilde,

porque los rom anos se jactaban de su incansable actividad, y no valoraban dem asiado las lucubraciones y teorías de los griegos. S. F. M asón entiende que los rom anos procedían de una cultura m enos evolucionada que la de los grie­ gos, a los que consideraban dem asiado entretenidos en filoso fías inútiles, poco prácticos y hasta «afem inados». Catón, por ejem plo,

m ostraba

su desprecio

hacia los griegos y sus sutiles juegos m entales. Sea lo que fuere, la ciencia griega decayó desde el siglo II a.J.C., y aunque su epígono alejandrino se m an ­ tuvo un poco m ás, acabó decayendo tam bién, y cuando Rom a se apoderó de

sus tierras, el apogeo científico había ya pasado en su m ayor parte. Los rom anos tenían un alfabeto parecido al de los griegos (sus signos son los m ism os que em pleam os hoy en Occidente), y un s is ­ tem a decim al de num eración que rep re­ sentaba los valores por letras m ayú s­ culas (vid. pág. 24), m ás operativo que el de los griegos; pero no fueron g ran ­ des m atem áticos teóricos, ni geóm etras: destacaron especialm ente en la conta­ bilidad. No por ello hem os de in fravalo rar a los rom anos. C onstruyeron un inm enso im perio que iba de Inglaterra a Egipto, de M esopotam ia a Portugal; se o rgan i­ zaron

m aravillosam ente

en

in stitu ­

ciones m uy sólidas. El derecho rom ano, lógico, preciso y sum am ente práctico, es la base de todas las edificaciones ju rí­ dicas del m undo civilizado. Y como constructores puentes,

de

ciudades,

acueductos,

calzadas,

obras

de

ingeniería, no tuvieron rival. Quizá el arte rom ano no alcanza la delicadeza y el sentido de las proporciones del grie­ go, pero posee una técnica adm irable. Cuántas

edificaciones

aparentem ente

inestables, com o los acueductos, han llegado hasta nuestros días, y cuántos puentes rom anos resisten hoy el peso de los cam iones. Los griegos coronaban sus grandes edificios con un en tabla­ m ento, sobre el que tendían vigas que sostenían un techo plano. Los rom anos introdujeron la bóveda, de techo cilin ­ drico o sem iesférico, todo de cantería, capaz de sostenerse por el contrarresto entre las partes y por su propia solidez; para construir bóvedas em plearon con sabiduría «cim bras» o arm azones de m adera que p erm itían ir colocando las piezas, hasta que com pletada la obra, se sostenían aquéllas por sí m ism as. N ues­ tra civilización de hoy ha heredado tanto el genio del pensam iento griego

com o el riguroso sentido constructivo de los rom anos, y es difícil sep arar estas dos grandes herencias. Plinio el Viejo (23-79 d.J.C.) escribió, con el sentido práctico de los rom anos, su m onum ental Historia Natural, en que estudia con detenim iento los cuerpos celestes, las estrellas, los planetas, la botánica, la zoología, la m ineralogía — se interesó especialm ente por la p ie­ dra im án —, la m edicina y hasta la etnografía; sabe distinguir m uy bien las características de los rom anos, los ibe­ ros, los celtas, los germ anos: sus viajes a España, Francia y A lem ania le p erm i­ tieron precisar los rasgos de cada uno. Y de su interés por la naturaleza da testi­ m onio el hecho de que, al conocer la devastadora erupción

del Vesubio el

año 79, viajara hasta sus laderas, donde encontró la m uerte. Su am igo Lucio A nneo Séneca fue filósofo, y sobre todo m oralista, pero no dejó de interesarse

por fenóm enos naturales; por ejem plo, observó que las colas de los com etas se vuelven siem pre en dirección opuesta al sol. Tam bién predijo que al otro lado del Atlántico se encontrarían tierras desconocidas, aunque el intento de bus­ carlas no llegaría hasta los tiem pos de Colón. El calendario rom ano contaba doce m eses de treinta o treinta y un días, alternados, para un total de 365 días al año. Pero ya es sabido que ¡po r incó­ m odo que se a !, la traslación de la Tierra en torno al sol se com pleta en 365,2422 días, es decir, casi un cuarto de día m ás que los 365 del calendario rom ano. A sí resultó que en tiem pos de Julio César el calendario rom ano, establecido el año 753 a.J.C., se había retrasado unos n o­ venta días, de suerte que las fiestas de prim avera se celebraban en verano, y las de la llegada del verano cuando ya había

com enzado

el

otoño.

Los

rom anos no tenían expertos capaces de calcular las causas de esta anom alía. C ésar hizo ven ir de A lejan d ría al sabio Sosígenes, que el año 45 a.J.C. aconsejó un

cam bio

del

calendario.

El

año

com enzaba con las calendas de m arzo. Pues bien: cada cuatro años, al día «sextus calendas m artias» se añadía un día «bis sextus», de donde viene la palabra bisiesto. Se aprovechó la ocasión para rendir culto a la personalidad, y el p ri­ m er m es del verano, «Q uintilis» pasó a llam arse Julius, y se quitó un día a fe­ brero. Cuando Augusto se hizo p ro ­ clam ar em perador, Sextilis pasó a lla ­ m arse Augustus, y febrero quedó red u ­ cido a 28 días, excepto los bisiestos. El calendario juliano se m antendría b a s­ tante satisfactoriam ente hasta 1585. Los rom anos fueron extraord inarios arquitectos. Sus puentes o acueductos, com o queda dicho antes, están con s­ truidos con una técnica adm irable, que

hoy no sabem os m uy bien cóm o lle ­ garon

a alcanzar. En algunas obras

im portantes está grabado el nom bre del arquitecto que la proyectó y construyó, pero es m uy poco lo que sabem os de la vida y la ciencia de cada uno. El único arquitecto del que sabem os con segu ­ ridad que escribió libros de teoría con s­ tructiva fue M arco Vitrubio, que vivió en la época de Augusto, aunque no conozcam os los años de su nacim iento y de su m uerte. Los diez libros del tra ­ tado De Architectura hablan de la con s­ trucción de las ciudades, los tem plos, los edificios, precisan los cánones de los órdenes clásicos — y en este aspecto, su doctrina ha perdurado durante sig lo s—, y tam bién se preocupó de la orientación y sobre todo de la posición del sol. D es­ cubrió que el sol no siem pre alcanza el m eridiano

exactam ente

a

la

m ism a

hora, y estableció el «analem a», o índice del adelanto o retraso del astro del día

respecto de la hora ord in aria; m odificó la técnica de los relojes de sol y precisó la m ejor m edida del tiem po. Los p rin ­ cipios

de

Vitrubio

serían

doctrina

fundam ental para los hom bres del R e­ nacim iento. M encionem os por últim o a un gran m édico, Galeno, que aunque de origen helénico — nació en Pérgam o, quizá en 12 9 —, fue traído a Rom a a causa de su fam a, y en la gran ciudad ejerció com o m édico

de tres em peradores,

M arco

A urelio, Com m odo y Septim io Severo, y destacó, se dijo, por algunas cu ra­ ciones asom brosas. M urió en 216. Fue, con H ipócrates, el m ás grande m édico de la antigüedad. Hoy seguim os lla ­ m ando «galenos» a los m édicos, y su po­ nem os que por algo será. A ficionado a la disección de anim ales, aprendió la anatom ía de los seres vivos, la d isp o ­ sición vasos.

de huesos, m úsculos, nervios, M ás

tarde

fue

cirujano

de

gladiadores, un oficio que le perm itió p rofu n d izar

en

el

conocim iento

del

cuerpo hum ano. Escribió tratados de anatom ía, de fisiología, de patología h u ­ m ana y el tratam iento de las en fe r­ m edades. Se fió poco de las teorías, aunque se reconocía discípulo de H ipó­ crates. Pero siem pre quiso ser ind epen­ diente. Para Galeno, «corto y fácil es el cam ino de la especulación, pero no con­ duce a ninguna parte; largo y penoso es el cam ino de la experim entación, pero nos lleva a encontrar la verdad». Fue tenido com o un hom bre in fa ­ lib le..., aunque com etió errores, com o el suponer que el centro de la circulación sanguínea es el hígado; eso sí, el calor del cuerpo es producido por el corazón. Las arterias conducen sangre, y no aire, com o se suponía. Dedujo bastante bien el papel del aparato digestivo, y com ­ prendió en parte la im portancia del cerebro. Relacionó la frecuencia de las

pulsaciones con la fiebre, y ésta con las enferm edades. Clasificó

m uy acepta­

blem ente las dolencias por sus s ín ­ tom as, y los tratam ientos para cada una.

Por

supuesto,

m uchos

de

sus

p reparados — las fam osas «recetas galé­ n icas»— no son, que sepam os, eficaces, aunque en ocasiones acertó. Al fin quiso encontrar la triaca, un m edicam ento v á ­ lido para todas las enferm edades. No hace falta decirlo: no dio los resultados previstos aquella m aravillosa com bi­ nación, producto de setenta plantas d is­ tin tas... una de las cuales es el opio, que, bien adm inistrado, produce alivio de síntom as. G aleno, con entera razón o no, fue seguido sin discusión hasta los tiem pos m odernos.

La ciencia en los tiempos medievales El concepto de Edad M edia, tal como usualm ente lo entendem os, es propio de la cultura europea. Cuando por algún m otivo lo aplicam os a otras culturas, lo hacem os en un sentido que solo está determ inado

cronológicam ente

por

nuestra propia h istoria occidental. Si hablam os de «China en la Edad Media», querem os decir «China en la época histórica que en Europa llam am os Edad Media». La m ism a expresión podríam os em plear para la cultura árabe, o para la cultura m aya. N aturalm ente, nos re ­ sulta perfectam ente lícito utilizar ese jalón cronológico com prendido m ás o m enos entre los años 500 y 15 0 0 de la era cristiana, siem pre que hagam os esa salvedad. Se trata de un recurso, si se quiere, cóm odo, que no deja, sin em ­ bargo, de tener un va lo r m etodológico.

Es m ás cóm odo hablar de la ciencia antigua, así la refiram os a los chinos, a los m esopotám icos, a los egipcios, a los griegos, porque todas las civilizacion es de la Edad A ntigua nacen com o retoños independientes de un desarrollo, en d is­ tintos escenarios, de la que suele lla ­ m arse hoy revolución neolítica. El con­ cepto «Edad M edia» es m ás incóm odo. Vam os a tom arlo solo com o un encua­ dre cronológico. En el fondo, si la cien­ cia m oderna, tal com o la concebim os, y tal com o ahora m ism o la estam os d is­ frutando, nació en el seno de la c iv ili­ zación cristiana-occidental, no es n in ­ gún disparate u tilizar ese m arco crono­ lógico com o punto de referencia.

Las «oscuras sombras»

Es un tópico entre la m ayoría de los h istoriadores de la ciencia y aun de m u­ chos h istoriadores de la cultura con si­ derar la Edad M edia com o una época bárbara e ignorante, cuyo transcurso significa un retroceso respecto de las conquistas científicas obtenidas en el m undo antiguo. La actitud de la Iglesia, preocupada por la filosofía y la teo­ logía, pero indiferente hacia los fenó­ m enos naturales, habría tenido la culpa de ese retroceso. El tópico, con todo el fundam ento en la realidad que se quie­ ra, pero siem pre exagerado y unido a p alabras denigrantes, se ha m antenido con pertinacia y ha engañado a m uchas personas cultas no especializadas en la m ateria. Es cierto que los eclesiásticos, en los prim eros siglos del m edievo, concedieron preferencia a las ciencias especulativas sobre las naturales, y el

m undo en que vivía n apenas se p res­ taba a otra cosa; pero no por eso dejó de cultivarse la ciencia ni dejó de existir interés por el conocim iento de los fen ó ­ m enos de la naturaleza. Sobre todo a p artir del siglo XII la ciencia se separa de la filosofía com o nunca hasta enton­ ces lo había hecho. Tam poco se puede hablar

de «una

sociedad

ignorante»

com o si la Edad M edia hubiera sido la única isla de ignorancia. El sistem a se ­ xagesim al era conocido por m uy pocos babilonios. La ciencia egipcia fue p atri­ m onio de la casta sacerdotal, que ocul­ taba al resto de la sociedad hasta las reform as que era preciso establecer en el calendario, para poder usufructuar sus secretos. Ni Pericles ni la inm ensa m ayoría de sus contem poráneos cono­ cía el teorem a de Pitágoras. La leyenda del «fabuloso despliegue de la ciencia antigua» habría que reservarla para re ­ ducidísim as m inorías. A los árabes se

atribuye el invento del cero: el hecho no es exacto, com o vam os a com probar m uy pronto; pero lo que no suele de­ cirse es que solo los grandes m atem á­ ticos

utilizaban

este

guarism o:

los

com erciantes árabes, que necesitaban hacer contabilidad, em pleaban el s is ­ tem a sexagesim al derivado de los b ab i­ lonios. Realm ente, la falta de interés por las ciencias, incluso entre personajes d is­ tinguidos, se echó de ver ya en los tiem ­ pos rom anos. Y la cultura m edieval fue heredera

de

Rom a.

Las

invasiones

germ ánicas que destruyeron la arm azón del Im perio, vin ieron a crear una socie­ dad rural, de pequeños poblados en que se practicaban la agricultura y una arte­ sanía rudim entaria. No hubo en la alta Edad M edia grandes ciudades en E u ­ ropa; y ya es bien sabido que la ciencia p rogresa en el seno de la civilización, y la «civilización» es p rivativa de las

ciudades.

Las ciudades necesitan del

contacto

exterior

para

su

m an ten i­

m iento, y alim entan el com ercio a d is­ tancia, y con él los intercam bios de todo tipo. Una sociedad rural tiende a la autarquía, y p rogresa m ucho m ás len ta­ mente. No por ello desapareció la cul­ tura. La cultura se refugió en los m on as­ terios, apartados por lo general de los poblados. En ellos los m onjes custo­ diaron y copiaron viejos textos an ti­ guos, gracias a los cuales el legado de la sabiduría y de la cultura clásica grecolatina — sobre todo de la latin a— no se perdió, y sería transm itido a los siglos futuros. Esa labor supone tam bién un nuevo

tipo

de

soporte

de

conoci­

m ientos: el libro. Cuando decim os que Ptolom eo escribió setenta libros, o que la biblioteca de A lejand ría contenía m ás de m edio m illón de libros, debiéram os hablar de «rollos» o m anuscritos en ro ­ llados, cada uno de relativam ente breve

extensión y de lectura m olesta. P. Chaunu cree que fue en el siglo IV cuando aparece el «volum en», una serie de hojas cosidas una tras otra en un tomo, que puede colocarse en una estantería, con su título escrito en el lom o, y con unas páginas que pueden abrirse por donde interesa, a voluntad. Ha a p are­ cido el «libro» tal com o hoy lo enten­ dem os, y su aparición significa uno de los inventos m ás útiles y m enos v a lo ­ rados de los inicios de la Edad M edia. Entre los sabios altom edievales que se preocuparon am pliam ente de las cien ­ cias podem os m encionar a san Isidoro de Sevilla (560-636), autor, entre otras obras,

de

«las

cuatro

d isciplinas

m atem áticas», en que se refiere con am plitud a la aritm ética, la geom etría, la astronom ía y la m úsica, entendida ésta com o una ciencia exacta. No a van ­ za, en general, respecto de los saberes clásicos,

pero

los

m antiene.

Separa

claram ente la astronom ía de la astrologia, y atribuye esta últim a a su p ers­ tición. Explica el m ovim iento de los as­ tros, y las fases de la luna; el sol es mucho m ás grande que la Tierra y que la luna, y por tanto debe encontrarse m ucho m ás lejos. En otro de sus libros, De Rerum natura, se ocupa de los eclip­ ses, describe tierras, fenóm enos telú­ ricos, anim ales. Com o el libro está lleno de círculos, fruto de su afán de explicar gráficam ente los m ovim ientos de los cuerpos celestes, fue conocido en E u­ ropa com o el Liber rotarum, el libro de las ruedas. Un detalle curioso, que tal vez no conviene olvidar: el libro de Isi­ doro encantó al rey Sisebuto, m uy a fi­ cionado

a

las

ciencias.

Fue

p rob a­

blem ente el p rim er «rey sabio» que hubo en España, aunque el hecho no suela aparecer en los libros generales, y m uchos españoles lo ignoren. Sisebuto contestó a Isidoro con un breve tratado

sobre los eclipses. Hubo varios

por

aquellos años, que m ucha gente estim ó com o señales de m al agüero. Sisebuto rebate esta suposición, y com para los eclipses con «carreras de carros», en que, a causa de su distinta velocidad, unas ruedas pueden ocultar a otras. Y deduce que, com o el sol y la luna no s i­ guen trayectorias en el m ism o plano, no se produce un eclipse de sol cada n o vi­ lunio ni un eclipse de luna cada p len i­ lunio; pero explica m uy bien los fen ó­ m enos, y deja entender que la Tierra es redonda, puesto que su som bra lo es. Por su parte, san Isidoro nos ha dejado tam bién testim onios inestim ables sobre la m úsica visigoda, que solo gracias a él podem os reconstruir. Beda el Venerable (672-735) fue un m onje inglés de gran erudición, teólogo, filósofo, tam bién historiad or y cien­ tífico. Sus textos están destinados a una lectura sencilla: para las acotaciones,

inventó

un sistem a

em pleado

desde

entonces: la nota a pie de página. Es in ­ teresante su estudio «sobre el cálculo del tiempo». Y puede sorprend er su afirm ación de que la Tierra es «redonda com o una bola». Alcuíno de York (735804), nacido el año en que m urió Beda, es otro sabio inglés, pero fue reclutado por C arlom agno para d irigir la Escuela Palatina de A quisgrán. A lcuíno fue uno de los grandes artífices del llam ado «re­ nacim iento carolingio», y consagró la división de las «artes liberales» (las no referentes a filosofía y teología) en dos secciones, el trivium (gram ática, lógica y retórica), que tienen m ás que ver con las «letras»; y

el quatrivium

(aritm ética,

geom etría, astronom ía y m úsica), que tienen que ve r m ás con las ciencias. E s­ cribió varias obras de ciencias, tal como éstas se entendían entonces, siguiendo un m étodo de preguntas y respuestas, que hacía el texto m ás com prensible. El

estudio del trivium y el cuatriviu m se m antendría con los sucesores de A lcuíno, y sería la base de los «estudios generales» y m ás tarde de las u n iver­ sidades. Un sabio que culm ina la época altom edieval fue G erberto

de A urillac

(938-1003), que term inó su vida com o papa Silvestre II. Fue m atem ático y fí­ sico, cuidando m uy bien de diferen ciar am bas ciencias. Se cuenta que realizó cálculos

m uy

com plicados,

con

un

ábaco capaz de alcanzar valores de m iles de m illones. E ideó una serie de instrum entos. Se le atribuye la inven­ ción del reloj de pesas, m ás com plicado que el de arena, pero que poseía ind u ­ dables ventajas, com o la de poder m edir cualquier fracción de tiem po. Luego el reloj

m ecánico

sería

perfeccionado

hasta la introducción del péndulo, por H uygens, ya en el siglo XVII. La m edicina tam bién se practicaba en

los m onasterios. Con procedim ientos elem entales, pero nadie era rechazado. El hospital fue una institución cristiana ligada al m onacato, concebida p rin ci­ palm ente para atender a desvalidos, pero

tam bién

para

curarlos.

Puede

extrañarn os el consejo de C asiodoro en una época a la que suele atribuirse gran suciedad: «han de construirse baños que sean adecuados para el aseo del cuerpo, en los que el agua fresca de los m an an ­ tiales entre y salga con facilidad, para favorecer la salud». La ciencia altom edieval no supuso un avance decisivo respecto de los p erio ­ dos históricos que precedieron, al con­ trario, se nos aparece relativam ente m odesta: pero puso las bases de un p ro­ greso futuro que sí fue crucial en la h is­ toria de la ciencia. Un científico de fines del siglo XIX y com ienzos del XX, Pierre Duhem (1861-1916), trató de averiguar los orígenes de la ciencia m oderna, y

rescató num erosos m anuscritos m edie­ vales en que ve «la raíz» de lo que lle ­ garía a ser el despliegue del R en aci­ m iento y de la actitud científica de fines del siglo XVII y los tiem pos que sigu ie­ ron. El húngaro-am ericano Stan ley Jaki (n. 1924) ha estudiado la poco conocida obra de Duhem y ha am pliado sus tesis. Para Jaki, las ciencias de la antigüedad (China, India, Babilonia, Egipto, Grecia, Roma) no lograron un d esarrollo capaz de continuarse porque aquellas culturas concebían

la

naturaleza

som etida

a

unas divinidades caprichosas. El cristia­ nism o, añade Jaki, ve en la naturaleza el resultado de una creación divina, pero la naturaleza no es Dios, ni está ligada en sus fenóm enos a un capricho divino, sino a unas leyes que pueden ser estu­ diadas de una m anera objetiva, y que no varían. Para Duhem y Jaki, no es una casualidad que la ciencia m oderna haya nacido

en

Europa

de

«una

m atriz

cultural cristiana» que alcanzaría a su tiem po un desarrollo independiente y continuado. La Edad M edia, por otra parte, es pródiga en pequeños inventos prácticos que dem uestran que aquella sociedad poco desarrollada no fue ajena a la tecnología.

Entre

ellos

cuentan,

por

ejem plo, la carretilla tal com o hoy la conocem os, el tonel, el jabón, la ch i­ m enea, los botones, la ballesta, el ta la ­ dro y nuevas aplicaciones del cristal: sobre todo, el cristal para las ventanas, tam bién los cristales coloreados. D es­ tacan los avances en el uso del caballo, no solo com o cabalgadura, sino como su stancial elem ento de transporte y de trabajo: así la silla de m ontar, la h e rra ­ dura , los estribos, la collera, los varales del carro con tiro independiente. Tam ­ bién el arado de ruedas, de tracción an i­ m al, que perm itió dar al instrum ento m ás peso y por tanto m ás profundidad.

Se dice que con la letra de cam bio ap a ­ reció el papel m oneda. Se generalizaron y se p erfeccionaron la rueca y el huso para hilar. Y se consagraron los m oli­ nos que utilizaban las fuerzas naturales: el agua o el viento. Se sabe que por el año io o o había en Inglaterra seis m il m olinos de agua, que servían al m ism o tiem po para hacer papel, serrar, m an e­ jar m artillos o m azos de batanes. Luego vend rían los m olinos de viento, m uy útiles allí donde no hay corrientes de agua (o donde el agua no corre, com o la llana Holanda). Tam bién aperecieron en la Edad M edia los prim eros altos h o r­ nos de fundición (por supuesto, m uy sim ples). Quizá el invento m ás revolu ­ cionario en la h istoria del m undo fue el de la quilla y luego el de su com ple­ m ento, el tim ón, que revolucionaron la navegación a vela. Se relaciona la quilla con la ciudad alem ana de Kiel, pero lo cierto

es

que

los

restos

de

las

em barcaciones

vikin gas

que

con ser­

vam os — del siglo X— m uestran ya una alargada

quilla.

La

quilla

posibilita

tran sfo rm ar la fuerza del viento en un em puje tangencial que perm ite al barco «ceñir» en m uy d iversas direcciones; el tim ón m ejorará

todavía estas fac ili­

dades. Si los europeos descubrieron el resto del m undo y no ocurrió al con ­ trario, fue en gran parte gracias a la quilla y el timón.

La ciencia árabe

De

pronto,

inopinadam ente,

una

nueva cultura irrum pió en la historia del mundo. N ació en A rabia, una tierra casi desértica, cruzada por caravan as y trajinantes. En el siglo VI, La M eca era un centro de rutas com erciales, y uno de aquellos com erciantes, llam ado M ahom a (570-632), dijo haber recibido una revelación del arcángel G abriel, y co­ m enzó a p redicar una nueva confesión religiosa, el Islam , basada en tradiciones judaicas y cristianas, pero dotada de aspectos peculiares. Expulsado de La M eca, M ahom a se refugió en M edina, allí logró m ás adeptos, conquistó la capital y otros territorios, y estableció un poder teocrático. Sus sucesores, Abú B a k r y Omar, se lanzaron a la conquista del m undo conocido, seguidos de m u lti­ tudes

en fervorizad as, y

aquel

entu­

siasm o, unido a otras circunstancias

favorables, les llevó a gran jearse un im perio inm enso, que iba de la India a España, pasando por A sia C entral y el norte de A frica. En 732, un siglo d es­ pués de la m uerte de M ahom a, C arlos M artel detenía en Poitiers a los árabes, que ya habían llegado al centro de Fran ­ cia. Se estableció un califato, con capital en Dam asco (los Om eyas) y luego otro en Bagdad (los Abasíes). Los árabes no poseían una im portante cultura autóc­ tona, pero la conquista de territorios dotados de una alta tradición cultural les p erm itió apropiársela. Por lo que respecta a la ciencia, se valieron del riquísim o

depósito

de

los

m esopo-

tám icos, los hindúes, los persas, los helenísticos de A sia M enor, los alejan ­ drinos.

Incluso

pudieron

tom ar ele­

m entos de los chinos. Todavía m ás: la expulsión de los «filósofos» de A tenas el año 529, que les hizo refugiarse en A sia M enor y en Persia, les resultó m uy

favorable para ponerse en contacto con la ciencia helénica. Y si los árabes p ose­ yeron una concepción teocrática en la política y el derecho, en cam bio acep­ taron la ciencia de los pueblos conquis­ tados, porque otra no tenían, y un gran im perio necesita organización y p la n ifi­ cación. Por otra parte, los prim eros califas de Bagdad, A l-M an su r (770-790), Harun al-R ash id (hasta 808), y A l M am ún, que reinó de 813 a 835, convirtieron a la capital del Tigris en una ciudad fastuosa llena de poetas y científicos. A l-M an su r atrajo sabios de los m ás diversos países, H arun al-R ash id (el de Las M il y Una Noches) se rodeó de artistas y poetas; y A l M am ún, m uy interesado

por las

ciencias, creó la Casa de la Sabiduría, que no fue exactam ente una universidad, com o algunos dicen, pero sí un centro de investigación y de discusión cien ­ tífica, dotado de una biblioteca cada vez

m ás abundante. A llí colaboraron tra ­ ductores cristianos, siríacos, persas, ju ­ díos, que vertieron al árabe obras de A ristóteles,

Ptolom eo,

Arquím edes,

H ipócrates, Galeno, y copias de los m ás altos

sabios

griegos

y

alejandrinos.

Tam bién recibieron aportaciones p er­ sas, hindúes, y posiblem ente chinas. Los árabes, que no tenían tradición cien ­ tífica, reunieron en un solo conjunto todas las tradiciones de la ciencia an ti­ gua, las desarrollaron, y luego las d ifu n ­ dieron por todos sus dom inios. A l fin las aprovech arían los europeos c ris­ tianos,

que

acabaron

obteniendo

de

todo aquel acervo conclusiones que los m ism os

árabes

no

hubieran

podido

im aginar. De aquí el inm enso papel de los árabes, prim ero com o com piladores del saber, luego com o buenos cien tí­ ficos, finalm ente com o tran sm iso res a otras culturas, con o sin intención de serlo. Su papel en la h istoria de la

ciencia es un punto que no puede discu­ tirse.

Las matemáticas

Cuántas veces hem os oído decir que los árabes inventaron el cero. No es cierto, aunque fueron los prim eros en utilizarlo en operaciones com plejas, y en obtener de su em pleo el m áxim o partido. Com o es sabido, los babilonios utilizaron un signo (una raya

h o ri­

zontal) para exp resar un núm ero sin valo r individual, pero que podía rep re­ sen tar un nuevo orden de cifras: pero creyeron que solo podía em plearse al final de una expresión num érica, no para ocupar un espacio interm edio (vid. pág. 29). Fue una pena. Sin em bargo, los hindúes se dieron cuenta de que esa cifra sin valo r en sí podía colocarse en cualquier posición: lo hicieron en el siglo VI. ¡Justo para que se a p ro ve­ charan

de

ello

los

árabes!

C u rio­

sam ente, el prim ero que m enciona el cero tal com o lo em pleaban los hindúes,

fue, en 662, un obispo de Siria, Severo. M uy pronto los árabes conquistadores com prendieron la inapreciable utilidad de aquel hallazgo. El gran m atem ático de la Casa de la Sabiduría fue A l Jw arizm i. De su nom bre viene la palabra «guarism o», cifra; se­ guram ente

tam bién

«algoritm o».

Em pleó el cero con soltura en sus cál­ culos, aunque las cifras «árabes» no fu e ­ ron utilizadas entonces por los árabes, salvo sus m ejores m atem áticos. Al Jw a ­ rizm i escribe el núm ero 1 180 051 492 863, pero en sus m anuscritos se ve ob li­ gado a expresarlo así: «un m il de m il, de m il y de m il; y un ciento de m il y de m il y de m il; y ochenta de m il, de m il y de m il, y cincuenta y uno de m il y de m il, y cuatrocientos m il, y noventa y dos mil, y ochocientos sesenta y tres». No tenía p alabras para expresarse de otra m a­ nera, pero él podía op erar con las ci­ fras. N uestro sistem a de num eración

decim al quedaba consagrado de una vez, lo m ism o que los signos, para rep resentar los valores, signos que son m uy parecidos a los que em pleaban entonces

los

árabes.

Cero

se

decía

«sifr», palabra que en árabe significa «vacío». Com o se ve, dio origen a otra palabra que h oy em pleam os: «cifra». Pero la gran creación de Al Jw arizm i fue el álgebra. L. Jean Lauand pretende que, así com o la concepción cristiana concede una im portancia fundam ental al am or, al perdón, a la renuncia a la venganza, la m usulm ana tiene m uy en cuenta la justicia distributiva, el «a cada cual lo suyo», ya sea el prem io o el cas­ tigo. De aquí que los árabes concibieran el álgebra. Puede ser una teoría m uy ensayística. Lo cierto es el álgebra nació com o un juego de equivalencias sep a­ rado por el im placable signo «igual». Si a una parte le quitam os algo de su valor, tenem os que quitárselo a la otra.

De aquí que cuando un térm ino de una ecuación cam bia de m iem bro, hay que cam biarlo de signo: a + b = c. Entonces a = c - b. A sí por ejem plo, 5 + 3 = 8. Entonces 5 = 8 - 3 . Al Jw arizm i m anejó con soltura los térm inos, de suerte que la equidad se m antuviera siem pre. Eso sí, se sintió obligado a traducir los signos a té r­ m inos com prensibles por sus coetáneos. En vez de a o b (térm inos conocidos) dice «dirhem s» (un dirhem era una m o­ neda);

para

m encionar

la

incógnita

(nosotros escribim os x), dice «cosa». Su lenguaje resulta por dem ás pintoresco: «un dirhem m ás un cuarto de dirhem , m enos tres octavos de dirhem , son la cosa»... pero sus cálculos, a veces m uy com plicados, son irreprochables. Tam bién fue A l Jw arizm i un buen

geóm etra, que, en su afán explicativo, se ve obligado a dibujar figuras . Lo m ism o puede decirse de A l-B atan í (conocido en Occidente com o Albategnius) o Tabib Bencum a, experto tam bién en la fab ri­ cación de relojes de sol.

La astronomía

Se dice que la necesidad de orien tar el «m irhab» de las m ezquitas en dirección a La M eca obligó a los árabes a estudiar la astronom ía. Sin duda hubo m ás: ta m ­ bién necesitaba orientarse una cultura de com erciantes, cam elleros y nave­ gantes que habían de recorrer enorm es territorios, m uchas veces despoblados y carentes de puntos de referencia. Aparte de esto, viviero n en ám bitos com o M esopotam ia,

Persia,

Egipto,

de

gran

tradición astronóm ica. ¿Y por qué no contar tam bién la curiosidad científica? Los árabes no fueron tan propensos a buscar explicaciones com o los griegos, pero

sí resultaron

excelentes

obser­

vadores. La Casa de la Sabiduría fue, ante todo, un gran observatorio. A l-F arari inventó o perfeccionó el astrolabio, un instrum ento que los árabes fabricaron con gran perfección, y que m ás tarde se

introdujo en el m undo cristiano. Con el astrolabio podían m edir ángulos m ucho m ás exactam ente de lo que hubieran podido hacerlo H iparco o Ptolomeo. A sí, Al Sufí realizó un catálogo de e stre­ llas valiéndose del A lm agesto ptolem aico y corrigiéndolo o añadiendo sus propias

observaciones

cuando

hacía

falta. Un detalle: describió por prim era vez los colores de las estrellas. D es­ cubrió el año trópico (el periodo que el sol tarda en regresar al punto de la prim avera), que es ligeram en te distinto al del año solar natural. De sus ob serva­ ciones se valió Al Farghani (Alfragano) para su libro Del conjunto de las estrellas. Del afán de los árabes por las m edidas precisas participó tam bién A l Battani (Albategnius),

que

calculó

con

gran

precisión la oblicuidad de la Eclíptica y la precesión de los equinoccios (suele decirse que fue su descubridor: reco r­ dem os

que ya

la

había

constatado

Hiparco). A l Battani avanzó en el difícil cam po de la trigonom etría esférica. En los cálculos sobre la esfera celeste (y la esfera

terrestre)

los

verdaderos especialistas.

árabes

fueron

La geografía

En efecto, el estudio de la Tierra com o una gran esfera fue tam bién una esp e­ cialidad de la ciencia árabe. La idea de una Tierra esférica deriva, com o es s a ­ bido, de A ristóteles. El hecho de que los árabes llegasen a dom inar territorios inm ensos

les

obligaba

a

conocerlos

m ejor, a calcular distancias y trazar m apas. Se dice que el califa Al M am ún encargó a sus científicos que a veri­ guasen las dim ensiones del m undo. Al Fragán fue el destinado a responder a tan soberbio com etido, aunque otros creen que el cálculo correspon dió a Al Jw arizm í. Probablem ente colaboró en la m isión un equipo de sabios. Pero fue Al Fragán quien encargó a diversos n ave­ gantes que calculasen la posición exacta de las estrellas en un m om ento m uy determ inado desde puntos m uy d eter­ m inados. Por ejem plo, la m áxim a altura

que una

estrella

alcanzaba sobre el

horizonte desde distintas latitudes. De acuerdo

con

los

datos

que

recibió,

determ inó que un grado, m edido sobre la esfera terrestre, tiene una longitud de 56 m illas y 2/3, digam os 56,66 m illas. M ultiplicó este valor por 360, y halló que el cinturón de nuestro planeta mide 20.398 m illas. De acuerdo con el valor que se atribuye a la m illa árabe, la c ir­ cunferencia de la Tierra sería de 40.255 kilóm etros.

¡Un

va lo r

todavía

m ás

asom broso que el de Eratóstenes! (Esta m edida tendría una im portancia fu n d a­ m ental en la historia del mundo: C ris­ tóbal Colón tuvo noticia, a través del h um anista Toscanelli, de esta m edida. Pero pensó que se trataba de millas cristianas, m ás cortas que las árabes. Por eso calculó que la distancia de Europa a C hina era m ás corta navegando hacia el Oeste que hacia el Este. Fue, dice Rey Pastor, «el m ás fecundo error de la

Historia». Este erro r le perm itió descu­ brir un continente nuevo: Am érica). Los árabes fueron tam bién m uy h áb i­ les trazando m apas, aunque lo hicieron m ás tarde. No llegaron a dibujar líneas señalando paralelos y m eridianos hasta después de que lo hicieran los c ris­ tianos. Una particularidad curiosa de los m apas árabes es que colocan el sur arriba y el norte abajo: están al revés que los nuestros. Una vez que a d ver­ tim os este criterio, no nos es difícil orientarnos en ellos.

La medicina

El m ás fam oso m édico de la edad de oro del califato fue Ibn Sina, o Avicena, com o en Occidente se le conoce (9801037). Se le atribuyen curaciones so r­ prendentes. M uy joven aún, atendió al em ir

de

Bukhara,

que

padecía

una

enferm edad que ningún m édico supo diagnosticar. A vicena intuyó que pade­ cía una intoxicación por plom o debida a su costum bre de beber en una lujosa copa coloreada por pigm entos m etá­ licos. Acertó, y se hizo fam oso. M ás tarde curaría con éxito a otros p rín ­ cipes. A vicena conoció los legados de H ipócrates y Galeno, y supo valerse tam bién de sus experiencias, y de las de otros m édicos árabes. Escribió el Canon de la

M edicina,

un

com pendio

que

atiende cuestiones de anatom ía, cirugía, las enferm edades, sus síntom as y su tratam iento,

y

term ina

con

la

farm acopea, de la que proporciona unas 760

recetas.

Com o

anatom ista,

so r­

prende que haya podido conocer tanto cuando entre los árabes estaba p roh i­ bida la disección de cadáveres; intuye el papel de los órganos, describe las v á l­ vulas del corazón, las venas y arterias, los m úsculos y los nervios. El Canon de A vicena fue fundam ental durante varios siglos en las universidades europeas. Al R azes fue tam bién un m édico fam oso.

Lo que transmitieron los árabes

Un papel fundam ental de la ciencia árabe fue lo que tom ó de otras culturas y lo que transm itió m ás tarde a O cci­ dente:

esta

últim a

función,

por su ­

puesto, no fue intencionada, pero sí efectiva. Queda dicho que la enorm e extensión del im perio árabe y su cap a­ cidad para absorber los legados de otros pueblos sirvió para hacerles d ep osi­ tarios de herencias m uy diversas. A sí ocurre que se atribuyen a los árabes inventos que no realizaron . La concep­ ción del cero procedía de los babilonios, y p rincipalm ente de los hindúes, pero fueron Al Jw arizm i y sus com pañeros quienes m ejor redondearon la arm azón posicional de cifras del sistem a decim al, y lo hicieron, adem ás, con unos signos m uy claros y fáciles de trazar, sim ilares a los que hoy em pleam os. La brú jula es un invento chino, que, al parecer sirvió

para orientarse a los viajeros; pero fu e ­ ron los árabes los que utilizaron este h allazgo para la navegación y am p lia­ ron su uso por procedim ientos m ás prácticos; sin em bargo, serían los euro­ peos, en el siglo XII, los que a p ren ­ derían a construir brújulas m uy tra n s­ portables y ligeras, aptas para los n a ­ vios. Lo m ism o puede decirse del papel, otro

invento

chino,

que

los

árabes

adoptaron con éxito; de ellos lo to m a­ rían los europeos. Tam bién de origen chino es la pólvora: los orientales s a ­ bían hacer con ella algo parecido a fu e ­ gos artificiales. Los árabes la u tilizaron para luchar con los cristianos; pero se­ rían m ás tarde los europeos los que supieron construir arm as de fuego de todo tipo y con una eficacia m ucho m ayor. La ciencia árabe cum pliría así un papel fundam ental, quizá m ás que com o creadora, com o sintetizadora de los conocim ientos

antiguos, y

como

tran sm iso ra al m undo de Occidente de la posibilidad de una serie de in ven ­ ciones que los propios árabes no habían realizado, y de las que serían los euro­ peos quienes se aprovechasen m ás a fondo. La cultura árabe, especialm ente por lo que toca a la ciencia, vivió sus m ejores m om entos entre los años 850 y 1050; luego, se p aralizó o decayó. Quizá por la d ivisión del califato en una serie de em iratos

independientes

y

con

fre ­

cuencia enem igos unos de otros; quizá por un cam bio de m entalidad, que p er­ judicó a una de sus cualidades m ás destacadas, el afán del conocim iento científico.

Eípaña, puente entre dos culturas

Curiosam ente, conform e com ienza a decaer la ciencia árabe en Bagdad y otros centros de Oriente m edio, se con­ sagra un nuevo foco en el m ás occi­ dental de los confines de aquella cul­ tura, España. Los rivales de la dinastía abasí, los O m eyas, crearon un em irato en Córdoba, en 756, con A bderrah m an I. La grandeza de los O m eyas llegó a su m áxim o con A bderrah m an III (912-961), que se proclam ó califa, en un desafío al poder suprem o de Bagdad. Córdoba era entonces una ciudad grande, rica y culta. A bderrah m an se hizo rodear de sabios, poetas y m úsicos. Su sucesor, A lh akem II (961-976) erigió una gran bi­ blioteca, que llegó a tener unos 4 0 0 .0 0 0 volúm enes, y una academ ia, en cierto m odo contraparte de la Casa de la Sab i­ duría bagdadí. En ella floreció Al G azal, que fue, entre otras cosas, un reputado

astrónom o. A Córdoba llegaron copias de las obras de los grandes sabios cono­ cidos por los árabes, y de los propios sabios árabes, com o Al Jw a rizm í o A vi­ cena. La decadencia de Córdoba co­ m enzó con el débil Hixem II (976-1003), cuya m inoría fue aprovechada por el am bicioso

y

guerrero

Al

M ansu r

(Alm anzor), que hizo quem ar los libros de la biblioteca, y ejerció una dictadura basada en la continua guerra con los cristianos. En 10 31 se d isolvió el califato de Córdoba, sustituido por el m osaico de los reinos de taifas, pero fue entonces justam ente cuando alcanzó su m áxim o esplendor la ciencia hispanoárabe. Cordobés fue Walid ibn Rushd, Averroes, sin duda el m ás fam oso y tra s­ cendente sabio de A l-A ndalus. M édico de profesión, al servicio de los m ás altos príncipes, en Córdoba y M arrakesh , realizó una soberbia síntesis de la m ed i­ cina antigua y la de su tiem po. Sin

em bargo, su nom bre va íntim am ente unido al de la historia de la filosofía, por cuanto fue el m ejor intérprete de A ristóteles en árabe, e introductor in vo­ luntario de la obra del filósofo en la E u ­ ropa m edieval, un hecho que revestiría la m ayor im portancia. Sin em bargo, la ciencia de observación se desarrollaría especialm ente

en Toledo,

cuyo

m o­

narca, Al M am ún, sería protector de m atem áticos y astrónom os. Ente ellos destaca de form a sin gu lar Al Zarqali, A zarquiel, que, aunque nacido en C ó r­ doba (1029), pasó la m ayor parte de su vida en Toledo. A zarquiel fue uno de los m ás grandes astrónom os de la Edad M edia, e hizo m edidas m uy precisas con enorm es astrolabios, con los que pudo elaborar un catálogo de posiciones de los astros y unas tablas del m o vi­ m iento de los planetas. Aunque siguió la concepción de Ptolom eo, lo superó en un detalle que habría de ser histórico:

intuyó que la única form a de explicarse la trayectoria de los planetas interiores, M ercurio y Venus, consiste en suponer que giran alrededor del sol: ¡de aquí a suponer que giran todos no había m ás que un p aso !, aunque ese paso no se daría hasta Copérnico. Tam bién se dio cuenta de que la órbita de M ercurio es francam ente excéntrica: com enzaban a ponerse las bases de la concepción elíp ­ tica. Las tablas de A zarqu iel p asarían pronto a toda Europa y serían utilizadas hasta los tiem pos de Regiom ontano. Tam bién construyó A zarquiel dos g ran ­ des clepsidras (relojes de agua: en este caso m ás bien calendarios) a orillas del Tajo; los estanques

alim entados

por

ellas se llenaban por com pleto los días de luna llena y se vaciaban en el m o­ m ento de la luna nueva. A sí podían se ­ guir los toledanos el calendario árabe, que, com o se sabe, era lunar. Un sistem a tan ingenioso trató de ser copiado m ás

tarde, pero nadie lo consiguió sa tisfac­ toriam ente. En el cam po de la m edicina desta­ caron Al Zarah m i, autor de una extensa enciclopedia m édica, y quizá sobre todo el sevillano A venzoar (10 9 1-116 2), un hom bre que, contrariam ente a las n o r­ m as usuales entre los árabes, no tuvo inconveniente

en

estudiar

cadáveres

hum anos y en disecar anim ales para estudiar su anatom ía. Su Libro General de la Medicina trata lo m ism o del cuerpo hum ano que de sus enferm edades, sus síntom as y su tratam iento. Proporciona tam bién un buen núm ero de recetas, por lo

que

es considerado

tam bién

com o farm acéutico. En la época de los reinos de Taifas fue Toledo el principal centro científico; pero no faltaron s a ­ bios en la m ism a Córdoba, en Sevilla, donde A venzoar no estaba solo, y en Zaragoza, (110 6 -1138 ).

donde Toda

destacó la

A venpace

ciencia

árabe

acabaría pasando a los reinos cristianos de España, y de aquí a Europa occi­ dental.

Los traductores de Toledo

En 1085 el rey de C astilla A lfonso VI conquistó Toledo. Fue un hecho de gran relevancia

sim bólica,

porque

Toledo

había sido la capital del reino de los godos, y se atribuía a su posesión una especie de derecho a adueñarse de toda la Península. A zarquiel huyó a Sevilla, pero m uchos eruditos, m usulm anes y judíos, quedaron en la ciudad. Fue una ocupación pacífica, pactada de an te­ m ano, que perm itió la convivencia de las tres culturas, una convivencia de la que iban

a derivarse

m uy positivas

consecuencias en el orden cultural y científico. La llam ada «escuela de traductores de Toledo» no fue en sentido estricto una escuela, sino una serie de p ersonas que colaboraron,

unas veces

en

equipo,

otras individualm ente, en la ingente tarea de traducir del árabe al latín o al

rom ance las obras que se conservaban en la biblioteca de Toledo, o en m an u s­ critos particulares. Su labor es p erfec­ tam ente com parable a las traducciones que trescientos años antes se habían hecho en la Casa de la Sabiduría de B ag­ dad, del griego al árabe. Esta nueva v e r­ sión sería básica para el desarrollo de la cultura de Occidente. Hubo dos periodos distintos, aunque nunca dejaron de hacerse traducciones. El p rim ero estuvo m arcado por la in i­ ciativa del arzobispo Raim undo, inte­ resado por la cultura antigua, que hizo traducir las obras de A ristóteles y los com entarios sobre el m ism o por A vicena y

Al Farabí.

tradujeron

Pero tam bién

m anuscritos

se

científicos,

referentes a Ptolom eo, A l H azari y Al Jw arizm i.

La

segunda

etapa

co rres­

ponde al reinado de A lfonso X el Sabio, tan interesado por las ciencias com o por

la

política.

Aquí



que

puede

h ablarse ya, en m uchos casos, de un verdadero equipo, controlado por el m onarca, en que colaboraron eruditos cristianos, árabes y judíos. El papel de los judíos, que conocían el árabe y el «ladino» — latino o rom ance— fue m uy im portante en su labor interm ediaria. Entre los principales traductores figu ­ raron D om ingo G undisalvo, A braham A lfaqui, G erardo de Crem ona, Juan Ben David o Juan de Sevilla, judeoconverso. Tam bién colaboraron, atraídos por la novedad

de las

aportaciones,

sabios

franceses, ingleses y alem anes. Si en el siglo XII se habían hecho traducciones — nada fáciles— del árabe al latín, bajo A lfonso X se realizaron con m ás fre ­ cuencia del árabe al rom ance. No en balde el m onarca consideraba al caste­ llano com o la lengua unificadora de E s­ paña. M ás tarde, y sobre todo con vistas a su difusión por Europa, m uchas de estas traducciones fueron vertid as a su

vez al latín. Y las copias se hicieron en su m ayor parte en papel. Ya los c ris­ tianos de la Península conocían desde siglos antes el papel, que los dem ás europeos

llam aban

«pergam ino

de

trapo»; luego su uso se propagó a todo el continente. A lfonso X fue una p ersonalidad de extraord inario interés. Su labor legis­ ladora (Las Partidas), literaria (Las C an ­ tigas), histórica (La «Grande e G eneral Estoria») se vio com pletada por su tarea científica, especialm ente com o astró­ nomo. No solo hizo traducir las obras de los antiguos y de los árabes, sino que hizo construir un observatorio en el castillo de San Servando de Toledo, encargando directam ente trabajos a sus colaboradores, especialm ente su a stró ­ nom o p rincipal, Isaac ben Cid. A lfonso pudo ob servar personalm ente, y sabe­ m os que era capaz de m an ejar los d eli­ cados instrum entos de m edida de aquel

observatorio. Fruto de sus iniciativas fueron el Libro del Saber de Astronomía , que reúne la obra científica de todos los autores conocidos, e incluye un catálogo de estrellas y describe num erosos in s­ trum entos de observación y m edida; así com o las fam osas Tablas alfonsíes, que predicen

cuidadosam ente

los

m o vi­

m ientos del sol y la luna, sus ortos y ocasos, y las posiciones de los planetas en el cielo. A lfonso X tom a com o base la ciudad de Toledo, y com o punto de partida cronológico el año 1252. Estas tablas fueron utilizadas por sabios y navegantes, y de ellas se vald ría Copérnico. Tam bién hizo com poner A lfonso X el lapidario, un libro en que se recogen datos sobre 360 piedras distintas. No m enos im portantes fueron las tra ­ ducciones de obras m édicas, tanto las de H ipócrates y Galeno, com o las de los árabes (Al Razes, A vicena, Avenzoar, Al Zarahm í). En general, el trasvase de la

ciencia recopilada y tam bién la d esarro­ llada por los árabes a Europa occidental a través de España fue absolutam ente decisiva en la historia. A sí, Toledo, m ás tarde Sevilla, serían la base de gran parte de la ciencia bajom edieval. Pero tam poco hem os de olvid ar a Sicilia, que fue un enclave árabe hasta el siglo XI, de donde pasaron escritos o conoci­ m ientos científicos a Italia. Especial re ­ lieve tiene la figura de Leonardo de Pisa, conocido

tam bién

com o

Fibonacci

(1170 -12 4 0 ). No solo tuvo contacto con las tradiciones dejadas en Sicilia, sino que, com o diplom ático, viajó por E gip ­ to, Siria y Bizancio, recogiendo in fo r­ m ación m atem ática, que luego siste­ m atizó en tres grandes libros. Liber abad, o libro del ábaco, es un tratado de aritm ética, en que ya em plea las cifras árabes, o m ás exactam ente, «las figuras de los indios», un extrem o en el que acierta, y enseña cálculos con núm eros

enteros y fracciones, proporcionando las nociones y reglas para sum ar, restar, m ultiplicar y dividir. Luego se introduce en la aritm ética com ercial. Finalm ente, enseña a extraer raíces cuadradas y cúbicas. Y se m ete con los p rincipios del álgebra: a este respecto m uestra m uchos ejem plos y

plantea y

resuelve

p ro ­

blem as para una m ayor com prensión. Es una obra sum am ente didáctica, y por eso m ism o fue m uy im portante para los m ercaderes de su tiem po. La Practica Geometriae recoge los «Elem entos» de Euclides, pero los perfecciona con a p o r­ taciones propias. El Liber Quadratorum incluye ya un tratado de álgebra en que enseña a resolver ecuaciones de p ri­ m ero y segundo grado, así com o d iver­ sos problem as. Tras él, la ciencia m ate­ m ática ya no tenía nada que aprender de los sabios antiguos o de los árabes.

La Baja Edad Media M ientras florecía, en una explosión inesperada, la cultura árabe, Europa vivía recluida en sí m ism a, sin apenas contacto con el m undo exterior, en sus castillos, en sus m onasterios, en sus pequeñas ciudades am uralladas, y en sus extensos agros, cuyo cultivo era el princip al sustento de una sociedad por lo general sencilla y de escasa cultura. Los conocim ientos se lim itab an a los m onasterios, y, en grado m enor, a los castillos o los palacios de una clase d iri­ gente m uy fragm entada en distintos territorios de señorío. No parece d isp a­ ratado im aginar para la m ayor parte de la sociedad altom edieval un m undo pe­ queño, fam iliar, vinculado casi siem pre al horizonte visible de cada día. Eso sí, aquella sociedad encontraba su d en om i­ nador com ún en una concepción c ris­ tiana de la vida.

Aquel panoram a com enzó a cam biar lentam ente, a p artir del año io o o , y sobre todo a p artir del iio o , es decir, del siglo XII. Por un lado, creció la pobla­ ción, com o no lo había hecho en varias centurias. Es un fenóm eno so rp re n ­ dente cuyas causas habrá que averiguar, y que puede tener relación con la m e­ jora de los m étodos de cultivo. Por otro, se consagró la división del trabajo, de suerte que el que fabricaba m uebles no era el m ism o que dom inaba la técnica de los telares o los tornos de alfarero. En otras palabras, el trabajo se esp e­ cializó y aparecieron los «artífices», y con ellos los distintos oficios. La tecno­ logía se desarrolló notablem ente. Y así se m ultiplicó el intercam bio de p ro ­ ductos m uy diversos y de buena calidad. Este intercam bio, que ya no solo el tra ­ bajo, engendraba riqueza en los peque­ ños m ercados locales, luego en las g ran ­ des ferias periódicas, que se celebraban

en ciudades

determ inadas en

fechas

determ inadas. Los m ercaderes, en cuan­ to interm ediarios y tran spo rtistas, se hicieron tan ricos o m ás que los propios productores. Las ciudades aum entaron su tam año y población, con su m onu ­ m ental

catedral

gótica,

su

palacio

com unal, su m ercado, sus grem ios de artífices y m ercaderes, y el flujo de bienes hacía posible que estas ciudades estuvieran p rovistas no solo de los p ro ­ ductos de su entorno, sino de otros procedentes de lejanas tierras. C om en ­ zaba a consagrarse una cultura de ciu­ dad, esto es, una civilización. Con la diferencia, tal vez interesante, de que estas ciudades no son «enorm es», com o las del O riente, sino de una población m edia, variada, pero fam iliar. París, Londres, Rom a, A quisgrán, Brujas, no suelen pasar de los 5 0 .0 0 0 habitantes. Todos se conocen, aunque sus com e­ tidos son m uy variados. Un m undo no

del todo feliz, porque en esta vida no faltan las penas ni las injusticias, pero en general floreciente, variado y en can­ tador. El desarrollo del com ercio obligó a hacer cuentas y

cuad rar cantidades.

A pareció por entonces la contabilidad por partida doble, y se consagró la letra de cam bio, que hacía innecesario el transporte real del dinero. Con fre ­ cuencia se em plea la regla de tres. Francis Peller escribe en el siglo XIV: «si cuatro cosas iguales valen 9, ¿cuanto vald rán cinco? M ultiplica 5 por 9: re ­ sulta 45. A hora divide 45 por cuatro, y encontrarás II y un cuarto». Cálculos así, aunque resultaran, com o en este caso, fracciones, eran corrientes entre los com erciantes m edievales. Que por la cuenta que tenían en ello, procuraban afin ar sus operaciones. Con el tráfico continuo, las com u ni­ caciones entre

ciudades y

países se

hicieron m ucho m ás fluidas, frecuentes y rápidas, así com o las vías, tanto te­ rrestres com o fluviales o m arítim as. Los conocim ientos y los logros se com u ni­ caban; no solo se viajaba por intereses, sino que se hicieron m ás frecuentes las p eregrinaciones — a Rom a o a Santiago, por ejem p lo—, así com o la la p red i­ cación y la difusión de las órdenes re li­ giosas, que ahora ya no solo se dedican, com o antes, a la vida m onástica, o a lo sum o a la atención de hospitales, sino que se establecen en las ciudades, como los franciscanos o los dom inicos; salen a la calle, buscan a la gente, viajan para predicar o enseñar. O la expansión del arte, que ya no conoce fronteras, y d i­ funde las nuevas escuelas y los nuevos estilos por distintos países. La p orten ­ tosa arquitectura gótica, en que predo­ m inan los vanos sobre los m acizos, en que los em pujes se contrarrestan por contrafuertes,

arbotantes y

pilastras,

son una m uestra de una técnica de equi­ librios

com o

ninguna

cultura

había

alcanzado hasta entonces en el mundo. Viaja tam bién la propia cultura, con la aparición de las universidades, a las que van a estudiar gentes venidas de fuera, o los propios p rofesores que, expresándose en ese idiom a de la cu l­ tura europea que es el latín, van de un país a otro para dictar lecciones en los distintos centros culturales

de O cci­

dente. Un hecho m ás: el aum ento de las ciudades y la prosperidad general o ri­ gina el crecim iento de una clase m edia, que ya no siem pre necesita v iv ir ex­ clusivam ente de su trabajo, y siente la necesidad

de

aum entar

sus

conoci­

m ientos. Se d esarrollan las «artes libe­ rales» — las típicas del trivium y el quatrivium de que ya hem os hablad o—, y con ellas la posibilidad de «trabajar» en oficios que ya no suponen una labor puram ente

m anual

o

un

sim ple

ejercicio de la fuerza física: leer, e scri­ bir, estudiar, enseñar, investigar, in ter­ p retar las leyes o defender pleitos, curar enferm edades. Se consagran así, m ás que antes, las profesiones, y cada una de ellas requiere el dom inio de una ciencia determ inada.

Las Universidades

El desarrollo de la ciencia bajom edieval, o lo que C. H. H askins llam a «el Renacim iento del siglo XIII», se basa en tres pilares: prim ero, la tran sm isión, a través de las traducciones del árabe, de todo el legado de la ciencia antigua; se­ gundo, la consagración de una clase m edia laica, no eclesiástica, deseosa de saber (o deseosa de que sus hijos estu­ dien para adquirir una p rofesión lib e­ ral); tercero, la aparición de las u n iver­ sidades. La universidad es un «invento» especial

de

la

cultura

europea,

que

puede tener una cierta relación con las escuelas del saber propias de otras cul­ tu ras y otras edades; pero que se realza com o

una

institución

independiente,

dotada de una identidad propia, m uy peculiar,

de

autonom ía,

con

re g la ­

m entos que la hacen independiente de cualquier otra entidad, y dotada de una

asom brosa capacidad de perduración, com o que se ha m antenido en sus líneas generales desde el siglo XII hasta — por lo m enos— el XXI. La gestación de las universidades se fue operando poco a poco, pues que d erivan de las antiguas escuelas de artes liberales, patrocinadas por las órdenes religiosas, luego por los obispos

o cabildos

catedrales.

Hubo

escuelas catedrales desde el siglo XI que enseñaban las «artes liberales» en sus dos conjuntos de saberes: las «letras» o trivium y las «ciencias» o quatrivium. La idea de artes liberales tiene que ver con el concepto de los «trabajos liberales», aquellos que no se realizan m ediante el esfuerzo físico. Y están abiertas a todos los que dem uestren preparación su fi­ ciente para estudiarlas, con ind epen­ dencia de su condición. A lgunas de estas escuelas destacaron extraord inariam ente, antes de conver­ tirse en universidades. Por ejem plo, la

de Ch artres, en Francia, que para Jaim e Escobar «sim boliza históricam ente los com ienzos de nuestra era científica y tecnológica». En C hartres se estudiaban con preferencia las ciencias naturales, la m atem ática y la astronom ía, y su carácter independiente de la teología o la filosofía m arca un hito en las orien ta­ ciones del saber sistem atizado. Sin em ­ bargo, las escuelas m ás fam osas fueron por un tiem po las de París, sobre todo las de la catedral de Nótre Dam e, tam ­ bién las de Santa G enoveva y San Víc­ tor. Sabem os que, ya desde antes de constituirse

en

U niversidad,

acudían

jóvenes de las m ás distintas p roce­ dencias a estudiar allí. Llegó un m o­ m ento en que las escuelas se ind epen­ dizaron de las autoridades catedralicias, para adquirir un carácter autónom o, una especie de grem io, o com o dice m uy gráficam ente A lfonso X, «un ayu n ta­ m iento de m aestros e escolares», con

ju risdicción propia. A sí, com enzaron a llam arse «estudios generales» o «u ni­ versidades», entendida esta últim a p ala ­ bra com o «universalidad de saberes», entendam os un centro donde se ense­ ñan y aprenden d isciplinas m uy d is­ tintas.

Esta

capacidad

om nicom -

p ren siva de la universidad fue su cua­ lidad m ás excelsa desde los prim eros m om entos. Se puede hablar de una prim era u n i­ versidad en O xford a fines del siglo XII, y la de Cam bridge se considera com o tal en 1209. Los estudiantes de Bolonia ya estaban agrem iados en 1150, aunque la institución no fue reconocida com o u n i­ versidad hasta 1230. La de París fue adm itida com o centro independiente en 1229. Uno de los redactores de sus esta ­ tutos fue Roberto Sorbon, de donde viene el nom bre de Sorbona que sigue conservando.

Enseguida

se

fundó

la

universidad de Nápoles. En Palencia

existía un estudio general desde 1185. Sin em bargo, el p rim er centro en E s­ paña que recibió el título de universidad fue el de Salam anca, hacia 1230 . Sus estatutos fueron confirm ados por A l­ fonso X en 1254. Pronto surgió la u n i­ versidad de Colonia, m ás tarde la de Heildelberg. El Estudio G eneral de C ra ­ covia seguía conservando este nom bre cuando en él enseñó Copérnico. En total, las universidades creadas en el siglo XIII fueron catorce. Si tenem os en cuenta que a com ienzos del R en aci­ m iento existían veinte, habrem os de reconocer la im portancia que tuvo la época fundacional. Por lo general, se desarrollaban dos ciclos, un p rim ario, en que se aprendían el trivium y el quatrivium , y otro de especialización, en que se buscaba la capacidad para ejercer una profesión, m ediante el consiguiente «título». Para ello

se

crearon

«facultades»

especializadas dentro de cada u n iver­ sidad. A parte de filosofía y teología, había siem pre facultades de derecho y m edicina, que eran las dos profesiones m ás dem andadas. En M on tpellier se dio una im portancia especial a las ciencias naturales, y en Bolonia, aparte del dere­ cho — una carrera que sigue teniendo allí un p restigio esp ecial— se d esarro ­ llaron

am pliam ente

los

estudios

de

m edicina, m atem áticas y astronom ía. Las

universid ad es

inglesas

tuvieron

tam bién un am plio d esarrollo en el cam po de las ciencias de la naturaleza. Una cualidad tam bién «universal» de las universid ad es fue la m ovilidad de sus profesores m ás ilustres. El em pleo de una lengua culta com ún, el latín, sirvió para que cada centro invitara a im partir cursos a m aestros conocidos por su categoría. Roger Bacon pasó de O xford a París. Pedro de Irlan da fue a explicar a la universidad de Nápoles.

A lberto

M agno

Ratisbona,

enseñó

Colonia,

en París,

Friburgo, Padua.

Tomás de Aquino fue profesor de París, Colonia, Bolonia, Rom a, Nápoles. Tam ­ bién los estudiantes viajaban , cuando podían, a las universidades m ás fam o ­ sas. La universidad contribuyó así, ade­ m ás de a d ifu n d ir los conocim ientos m ás am plios y variados, a construir la cultura de Europa. En la A lta Edad M edia apenas se conocía otra filosofía que la platónica. A hora, la traducción de los m anuscritos árabes que habían recogido las doc­ trinas

de

A ristóteles

(com entadas y

enriquecidas por A verroes y otros) con­ firió a la cultura bajom edieval un sen ­ tido de estudio organizado, razonado y riguroso. Las universid ad es p restaron una dedicación especial a la filosofía aristotélica, de donde derivó la esco­ lástica, que redujo a form as m uy estruc­ tu radas santo Tomás de Aquino, sin

duda el m ás célebre y el m ás claro, al m ism o tiem po que el m ás riguroso y sistem ático de aquellos p rofesores u n i­ versitario s. Pero no todo quedó en teo­ logía o filosofía. La m atem ática, la fí­ sica, la quím ica, la astronom ía, las cien­ cias naturales, fueron cu ltivadas ta m ­ bién por m uchos de aquellos sabios. No se desarrollaron tanto com o la teología o la filosofía lógica, pero no dejaron de progresar,

com o

enseguida verem os.

Tratar de ver en la universidad m edie­ val un centro de estudios puram ente teóricos o especulativos es un error, no por difundido m enos desconocedor de la realidad. L. Adáo da Fonseca ha destacado la im portancia de la d ialéc­ tica com o actitud propia de los esco lás­ ticos,

porque

plantea

problem as,

«quaestiones», a que es necesario re s­ ponder. Y exige un m étodo, es decir «la construcción de un sistem a coherente». Con ello se colocan las bases de lo que

será la ciencia occidental. La razón y el orden: he aquí dos norm as suprem as. «N atura est ratio», la natu raleza tiene un sentido, puede explicarse razo n a­ blem ente, y al m ism o tiem po m antiene un orden susceptible de ser reducido a esquem a: «om ne res est ordinatum ». A lejand ro de H alles, profesor de la u n i­ versidad de París, observaba: «el m ism o orden es bello». He ahí una de las acti­ tudes m entales m ás clásicas del p en sa­ m iento de Occidente: la tendencia al orden, a la regularidad de las cosas que pueden

sistem atizarse,

la

cognosci­

bilidad de la naturaleza, que está llena de sentido, y al m ism o tiem po es m ara ­ villosam ente herm osa. «A hora — p re ­ cisa Léopold G énicot— el hom bre quie­ re com prender...; procura p recisar con­ ceptos,

conciliar

contradicciones,

descubrir causas, rem ontarse a los p rin ­ cipios...». Un nuevo cam ino — método significa cam in o— estaba abierto.

Algunos nombres y teorías

A lberto de Bollstadt, m ás conocido com o san A lberto M agno (12 0 0 -12 8 0 ), nació en el sur de A lem ania y estudió en la universidad de Padua, donde se hizo dom inico. Estuvo en seis universidades distintas de d iversos países de Europa, sobre todo en las de París y Colonia (dos veces). Viajó varios m iles de k iló ­ m etros, y siem pre se im puso hacerlo a pie. Fue tal su fam a, que en París se vio obligado a explicar al aire libre (en la plaza M aubert (de «M agnus Albertus»), Uno de sus discípulos fue Tomás de Aquino. En Colonia fue rector y a lo largo de su vida ocupó d iversos cargos y fue asesor de un concilio, pese a lo cual m antuvo sus estudios, que le con vir­ tieron en uno de los sabios m ás p o lifa­ céticos de todos los tiem pos: aparte de sus trabajos sobre teología y filosofía, escribió tratados com o «los fenóm enos

físicos», «el cielo y la tierra», «sobre el aire y los m eteoros», «sobre la fuerza del aire», «sobre el aire y la re sp i­ ración», «sobre los lugares de la natu­ raleza», «de los anim ales», «de los vege­ tales», «de la alim entación», «de la quí­ mica». Por su capacidad enciclopédica fue llam ado Doctor Universalis. En este sentido, nadie m ás «universitario» que él. De sus estudios se dijo que «no tocó tem a

que

no

enriqueciera»,

porque

nunca se lim itó a estudiar a otros, sino que quiso m ejorar sus conocim ientos, y fue un investigador nato. A prendió de A ristóteles y A verroes, pero tam bién discrepó de ellos, y denunció sus e rro ­ res. Su contem poráneo Ulrich Engelbert le consideró «sabio en todas las cien­ cias» y «asom bro de nuestro tiempo». Fue siem pre sencillo, y de vida ejem ­ plar. Una actitud sorprendentem ente m o­ derna para su tiem po es la que se

propone «investigar las causas que ope­ ran en la naturaleza». Y sobre todo esta (tom ada

de

su

tratado

sobre

las

plantas): «el experim ento es la única form a de certificar los conocim ientos». He aquí, en pleno siglo XIII, un cien­ tífico experim ental. En De coelo et mundo dem uestra con m ás claridad que ningún otro que la Tierra es esférica. Desde entonces,

ninguna

persona

docta,

contra lo que tantas veces se ha p reten­ dido, se atrevió a discutir esta tesis. La concepción de una Tierra plana puede corresponder a p ersonas ignorantes, o m ás bien deducirse falsam ente de los m apam undis que entonces se trazaron, pero la esfericidad del planeta fue ad m i­ tida desde el siglo XIII por todos los eruditos. A lberto M agno es al m ism o tiem po geógrafo, y autor de notables m apas. Una afición suya: rep resentar las cadenas de m ontañas. Y el hecho le llevó a estudiar con seriedad los clim as.

La tem peratura varía en función de la latitud geográfica: cuanto m ás se a van ­ za hacia el polo es m ás fría, y cuanto m ás hacia el ecuador, m ás cálida; pero tam bién varía en función de la altitud: las tierras elevadas son m ás frías que las bajas. Com o botánico, afirm a que no basta ob servar las plantas: es preciso seguir todo el proceso de su creci­ m iento, y con ese criterio las describe. Y respecto a De animalia, observa H. J. Stadler: «Si hubiera continuado el estu­ dio de las Ciencias de la N aturaleza por el cam ino em prendido por San Alberto, se hubiera ahorrado un espacio de tres siglos». Su curiosidad no adm ite lím ites. D iseccionó el ojo del topo para tratar de com prender la visión de este anim al que vive en la oscuridad; com paró los huevos de los p ájaros y de los peces para

establecer

sem ejanzas

y

d ife­

rencias. A lberto M agno se dedicó tam ­ bién a la quím ica, y realizó experiencias

en un laboratorio propio. Se sabe que descubrió el arsénico, cuyas p rop ie­ dades describe. Se dio cuenta de que el cinabrio, un m ineral rojo que suele encontrarse en las m inas argentíferas, es una com binación de azufre y m er­ curio. Tam bién describe la preparación del ácido nítrico. Entre las gentes se d i­ fundió la especie de que poseía poderes m ágicos: tal vez por su polifacética sabiduría, tal vez por sus experim entos. Pero fue todo lo contrario de un mago: condenaba la m agia y fue tal vez el p ri­ m ero que negó la posibilidad de obtener la piedra filosofal, que no es m ás que un m ito absurdo: «ninguna operación quí­ m ica será capaz de producir oro». — John H ollywood, conocido com o Juan

de

Sacrobosco

(H ollywood

es

«bosque sagrado») escribió hacia 1250 el tratado De Sphera. C onsidera tam bién, com o Alberto M agno, una Tierra e sfé ­ rica, correspondiente a la esfera de los

cielos. Describe am bas esferas, las con s­ telaciones, y proporciona criterios para m edir la longitud y la latitud, tanto en la esfera celeste com o en la terrestre; m ide la altura del sol cada m ediodía, y sugiere

que

la

latitud

puede

deter­

m inarse por esta altura. Sus ideas tra s­ cendieron especialm ente entre los n ave­ gantes, y llegaron a tener gran d esa­ rrollo en el Renacim iento. Sacrobosco se equivoca al tratar — sin fundam ento científico— de fijar la proporción de tierras y m ares sobre el globo. Fue justam ente este punto el que m ás se d is­ cutió en la época de los grandes des­ cubrim ientos geográficos. — Sin duda el científico por exce­ lencia de la baja Edad M edia fue Roger Bacon (1214 -129 4).

Nacido en In gla­

terra, estudió desde m uy joven a rit­ m ética, geom etría, astronom ía y m úsica (es decir el Quatrivium). Con este bagaje, fue adm itido y pronto reconocido en la

universidad

de

París,

donde

explicó

m atem áticas entre 12 4 1 y 1247. En 1247 regresó a Inglaterra y se convirtió en el m ás fam oso profesor de O xford, donde siguió

explicando

preferentem ente

m atem áticas. Para Bacon, «las m atem á­ ticas son la puerta y la llave de las cien ­ cias». Luego se dedicó a estudiar tem as de física, especialm ente en el cam po de la óptica: experim entó con lentes y con­ siguió

aum entar

el

tam año

de

las

im ágenes; y aunque aspiraba a ob servar el cielo con alguna com binación de sus cristales, es francam ente exagerada la afirm ación de que inventó el telescopio. Tam bién trabajó con espejos y estudió las im ágenes que se pueden obtener con ellos. Com prendió los fenóm enos de la reflexión y la refracción, adelantándose en varios siglos a los estudiosos en esta m ateria. Y se dio cuenta de que el fen ó­ m eno del arco iris no es m ás que el resultado de la refracción de los rayos

del sol en las nubes (diríam os hoy: en las gotitas de agua de las nubes). Tam ­ bién se interesó por fenóm enos como la fuerza de la gravedad o los efectos de la perspectiva: un tem a que interesaría especialm ente a los pintores del siglo XV. Bacon no rechaza el saber de los antiguos; pero tam poco lo acepta sin m ás com o pretendía el fam oso «argu ­ m ento de autoridad»: «no se deben con­ denar las obras de A ristóteles o de Averroes a causa de los errores que haya en ellas; porque la im perfección es in sep a­ rable de las ciencias; así nosotros los m odernos aprobam os esos libros, pero rechazam os

los

errores

que

descu­

brim os en ellos». En 1266 escribió a su protector el papa

Clem ente

IV proponiéndole

la

realización de una enciclopedia de todas las ciencias. El papa le alentó a aquella em presa; pero la m uerte del pontífice en 1268 dejó a Bacon sin patrocinador,

y hasta con una serie de enem igos. Con todo, conservam os parte de esos tra ­ bajos

en

los

libros

titulados

Opus

magnum, Opus minus y Opus tertium, que dan cuenta de la diversidad y la o rig i­ nalidad de sus saberes. Se considera a Roger Bacon (sin entera justicia, porque habría que recordar tam bién a Alberto M agno) el predecesor del m étodo ex­ p erim ental

en

las

ciencias. Tras

su

m uerte, la universidad de O xford m an ­ tuvo una curiosa tradición en el estudio de la óptica, de la gravedad y de la aceleración

de los

m ovim ientos.

Un

especialista en el tem a, de cuya vida sabem os m uy poco, Jordan us Nem orarius (fines del siglo X III— p rincipios del XIV) trató el tem a del m ovim iento sobre un plano inclinado, y cóm o la fu erza de la gravedad, aunque ejerce un em puje

hacia

abajo,

puede

descom ­

ponerse hasta provocar un m ovim iento de d eslizam iento sobre ese plano: fue el

p rim ero que descom puso fuerzas en vectores, un descubrim iento que se a tri­ buye a G alileo, tres siglos m ás tarde. Los m anuscritos p rim itivos de Jordan us no se conservan, pero las ideas que se derivan de sus textos resultan en verdad sorprendentes. — Sin em bargo, fue un curioso p ro ­ fesor francés, Jean Buridan (130 0 -1358 ), que llegó a rector de la Sorbona, el que m ejor trabajó

sobre

los cuerpos

en

m ovim iento. A ristóteles concebía que para que exista el m ovim iento, tiene que existir una fuerza. Tam bién concibe la resistencia: si la fuerza es in ferio r a la resistencia, el cuerpo no se mueve. Hasta ahí, A ristóteles va bien. Pero p en ­ saba que esta fuerza tiene que actuar de m anera continua: así en el caso de un caballo que tira de un carro. Si el caba­ llo deja de tirar, el carro se para. Sin em bargo, hay form as de m ovim iento en que no parece que se esté actuando

sobre el m óvil: por ejem plo, cuando lanzam os una piedra. A ristóteles, a fe ­ rrado a su teoría, pretende que la piedra es em pujada por el aire. Buridan re ­ chaza

indignado

esta

suposición:

al

contrario, el aire la frena. ¿Cóm o es entonces

que

continúa

m oviéndose?

Aquí el profesor francés intuye un con­ cepto nuevo: el Ímpetus. La piedra con ­ serva el im pulso inicial que le fue p ro ­ porcionado, y

sigue

m oviéndose.

Si

acaba cayendo, ello de debe a dos c ir­ cunstancias: a) el aire la frena; b) actúa sobre ella la fuerza de la gravedad, el peso, que tiende a hacerla caer. Supo­ niendo un cuerpo al que hem os com u­ nicado un ímpetus , y no estuviera p e r­ turbado por la fricción del aire ni por la fuerza de la gravedad, seguiría m ovién ­ dose indefinidam ente. A sí intuye ge­ nialm ente Buridan el concepto de in er­ cia, no form ulado hasta los tiem pos de Newton.

M ás todavía: si esa piedra, no p ertu r­ bada por ninguna otra fuerza, estuviera siem pre

im pulsada

por

un

empuje

continuo, no solo m antendría su m o vi­ m iento, sino que lo aceleraría. Buridan acaba de descubrir uno de los elem entos fundam entales de la dinám ica. Y para ello recuerda la fuerza de la gravedad: el peso

está

actuando

continuam ente

sobre un cuerpo que cae, y por eso el m ovim iento de caída de ese cuerpo es uniform em ente acelerado. Es una pena que

los descubrim ientos,

incipientes,

pero válidos, de los físicos bajom edievales, no hayan tenido continuidad — en parte ello se debe a la escasa d ifu ­ sión de sus escritos, en una época en que aún no se había inventado la im ­ p ren ta— y se haya perdido tanto tiem ­ po hasta la consagración de los p rin ­ cipios fundam entales de la física. — Citem os por últim o a N icolás de Oresm e (132 0 -138 2 ), un m atem ático que

trabajó sobre potencias, introduciendo exponentes fraccionarios y operando con ellos; se valió de signos que con sti­ tuyen un precedente de los logaritm os. Si se adelantó hasta cierto punto a Neper, tam bién se adelantó a D escartes cuando trazó sistem as de coordenadas, aunque de form a m uy sencilla. En el cam po de la física destacó, de acuerdo con

Buridan,

en

la

explicación

del

m ovim iento acelerado y teorizó varios puntos de la cinem ática. En 1377 e s­ cribió Le livre du Ciel et du Monde — ya en lengua

rom ance—, que

le

convierte

hasta cierto punto en predecesor de Copérnico:

encuentra

que es m ucho

m ás fácil explicar los m ovim ientos de los astros suponiendo que es la Tierra la que gira sobre su eje que adm itiendo los com plicados m ecanism os teorizados de Ptolom eo.

¡H asta trató de m edir la

velocidad de la luz! Tam bién escribió tratados de econom ía, explicando el

porqué del em pleo de ese bien m ulti­ lateral de intercam bio que es la m o­ neda, y el m ecanism o de la inflación. En sum a, y sin pretender llegar m ás lejos en este punto, parece claro que la ciencia bajom edieval superó con cla­ ridad el nivel de cualquiera de las p rece­ dentes en la historia. Curiosam ente, casi nadie lo sabe.

La medicina

Desde la alta Edad M edia se dispensó atención m édica en los m onasterios, donde por lo general se cuidaba a los enferm os por caridad, o por conciencia de un deber cristiano. A este respecto, ha com entado Laín Entralgo que el con­ suelo a los enferm os, m enos natural en otras culturas, constituyó una suerte de psicoterapia cristiana, que no dejó de su r­ tir efectos en el estado aním ico del p a ­ ciente, y posiblem ente tam bién en su m ejor disposición para la curación. En la baja

Edad M edia

trascienden

las

enseñanzas de H ipócrates, D ioscórides, Galeno, Avicena, y se establecen no ya centros conventuales, sino «hospitales» en el sentido am plio de esta palabra. Los hospitales estaban destinados en principio al cuidado de los cam inantes, con frecuencia agotados o heridos, pero tam bién se fueron consagran do como

centros de atención m édica o q u irú r­ gica. Al m ism o tiem po, en las u n iver­ sidades aparecían facultades de m ed i­ cina, en donde se enseñaba y se p rac­ ticaba, hasta el m om ento de otorgar títulos a los estudiantes capacitados. D estacaron algunas escuelas en p arti­ cular, com o la de C h artres, fam osa ya desde el siglo X, y cuyo prestigio se m antuvo por lo m enos hasta el XII; en ella destacaron Fulberto de C h artres y su discípulo H ildegario. En el siglo XIII se cuenta entre las m ás notables la e s­ cuela de M ontpellier, caracterizada por sus éxitos en el cam po quirúrgico. Henri de M ondeville (12 6 0 -132 0 ) fue profesor de anatom ía en M ontpellier y cirujano del rey de Francia, Felipe el H ermoso. D iscípulo de M ondeville fue G uy de Chauliac, que al m ism o tiem po que practicaba la cirugía, fue tam bién un experto en ortopedia. En la escuela de M ontpellier

destacó

extraord inariam ente

el

valenciano

A rnau de Vilanova (12 3 4 -13 11), que no solo

curaba

enferm edades,

sino

que

tam bién las prevenía: para él una vida sana y la lim pieza corporal son esen­ ciales para m antener la salud. Vilanova fue un m ístico un tanto extraño y v isio ­ nario, cuya vida experim entó in esp e­ rados vaiven es, aunque term inó como m édico del papa. Tam bién buenos ciru ­ janos fueron los m iem bros de la escuela de Bolonia: allí se aprendió por exp e­ riencia que el pus no es una secreción liberadora de m alos hum ores, sino una señal de infección que es preciso evitar: para ello los boloñeses fueron los p ri­ m eros en lavar repetidam ente las h eri­ das, y m an tenerlas lim pias, aunque sa n ­ grasen; para evitar esto últim o in ven ­ taron la sutura o cosido. En cuestión de fracturas, fue fam oso G ianfran co de M ilán, que ideó el entablillam iento para m antener la inm ovilidad del hueso roto.

La escuela de Salerno fue fam osa du­ rante siglos. En ella se exigía una buena preparación, se hacían prácticas y e x á ­ m enes y no se otorgaba el título hasta haber superado d ifíciles pruebas. Fue tal vez la prim era escuela de m edicina en que se adm itieron m ujeres. Se ha dicho que

daba

p referencia

a

los

hechos

observados sobre la teoría, hasta el punto de que algunos la consideran la prim era escuela de m edicina e xp eri­ m ental: por supuesto, dentro de lím ites m uy

m odestos.

A llí

se

em pleaban

p reparados de m ercurio para las afec­ ciones de la piel, así com o algas m ari­ nas. En general, y com o ocurrió desde los tiem pos de los egipcios o de H ipó­ crates, en las distintas escuelas se em ­ pleaban fórm ulas m agistrales m ás o m enos subjetivas, algunas de ellas ab­ solutam ente

inadecuadas,

aunque

la

experiencia pudo aconsejar sobre la u ti­ lidad

de

cada

una

en

distintas

afecciones. En Salerno destacó Ruggiero Frugardi, experto en curar heridas. La m edicina m edieval, com o la antigua o la m oderna hasta el m ism o siglo XVIII, obró m ás por principios consagrados o pequeñas experiencias que por un m é­ todo rigurosam ente científico; pero en m edio de todo supuso un avance re s­ pecto de épocas anteriores.

La aventura de la navegación

Un hecho decisivo en la historia el m undo fue el d esarrollo de las técnicas de navegación en la baja Edad M edia. Ya nos hem os referido en su lugar al in ­ vento de la quilla y el tim ón. La quilla apareció en fechas tem pran as, lo m ás tarde en el siglo X, y tuvo un papel fundam ental en las navegaciones de los vikin gos por las costas del A tlántico y luego

en

sus

probablem ente canas.

audaces hasta

expediciones, tierras

a m e ri­

El tim ón de codaste es algo

posterior, y sustituye al antiguo tim ón em pleado ya por los fenicios, en form a de un rem o largo. El codaste es una só ­ lida viga vertical solidaria a la popa del navio, y en él se sujetaba con bisagras un tim ón cuya caña se podía m an ejar cóm odam ente desde popa. La com bi­ nación q uilla-tim ón dio unas p osibi­ lidades a los navios de poder m an iobrar

y ceñir contra viento, navegando en cualquier

dirección

(para

avanzar

contra viento era necesario ceñir en zigzag: ¡se tardaba m ás, pero era p o si­ ble!). La técnica de navegación avanzó sin cesar a lo largo de la Edad M edia. M ien ­ tras el centro del tráfico fue el M edite­ rráneo, los barcos eran relativam ente ligeros y de no alto bordo: un m ar con abundantes islas y costas relativam ente cercanas perm itía por lo general encon­ trar abrigo frente a un tem poral. Una vieja tradición fenicia y griega perm itió com binar los rem os con las velas. Y fueron

los

m editerráneos,

p arad ó ji­

cam ente, los prim eros en lanzarse a la exploración

del A tlántico (si excep­

tuam os las h azañas de los norm andovikin gos alrededor del año io o o ). Las aventuras atlánticas de los italianos no son bien conocidas, pero se sabe que el genovés

Lancellotto

M allocello

descubrió las islas C an arias en 13 12 (Lanzarote lleva todavía su nombre); poco

después

los

h erm anos

Vivaldi

exploraron por la costa africana todo el territorio que h oy corresponde a M a­ rruecos. En 13 4 1 fueron descubiertas las islas M adeira; y hacia 1346 el catalán Jaum e Ferrer llegó a las costas del Sáhara O ccidental, hasta el lugar que llam ó Río de Oro. Estas aventuras cesaron cuando sobrevino la catástrofe de la Peste Negra (1348-50), que diezm ó los pueblos

m editerráneos.

Por

el

con­

trario, los países del oeste de la P enín­ sula Ibérica (portugueses y castellanos), m enos castigados, se hicieron gran des expertos en la navegación de altura por el Océano, utilizando la com binación quilla-tim ón de codaste, así com o las velas triangulares, m ás adecuadas para ceñir contra el viento. Un descubri­ m iento decisivo fue el de la carabela, un barco relativam ente ligero, ágil, m uy

capaz de navegar en m ala m ar y con todos los vientos posibles. No puede tran sp o rtar

grandes

cargas,

pero

es

ideal para descubrir. La carabela, m uy probablem ente, nació en Portugal, pero m uy pronto la im itaron los españoles de la zona del golfo de Cádiz. A ellos iban a estar reservad os los m ás sen ­ sacionales descubrim ientos de la Baja Edad M edia e inicios de la era ren acen ­ tista. Estos descubrim ientos iban a cam ­ biar el m apa del m undo y la propia h is­ toria del m undo.

La brújula

Com o instrum ento fun dam en tal de orientación se consagró, a fines del siglo XII o com ienzos del XIII la brújula o «aguja». Com o es sabido, las p rop ie­ dades de la piedra m agnética fueron descubiertas

por los chinos,

que se

valieron de este m ineral en los viajes de personajes im portantes, com o los em ­ bajadores. Al parecer, hacían flotar una barra m agnética sobre un círculo de m adera que colocaban en un recipiente con agua. De los chinos tom aron el in s ­ trum ento los árabes, que lo utilizaron en sus viajes y navegaciones. De los árabes pasó a Europa, com enzando por los países m editerráneos. Se atribuye su introducción a Flavio G ioja, de Am alfi. La aguja aparece ya m encionada por A. Neckam ( 1195 ), Guyot de Provins (1203 y 1205) y Jacques de V itry (1218). No sabem os, sin em bargo, si la palabra

significó en principio una piedra im án aguzada o una aguja de h ierro im antada por la piedra, que fue su form a d efi­ nitiva. Ya A lfonso X dice que «la aguja es la m edianera entre la estrella y la piedra», y Raim undo Lulio (12 35 -1314 ) alude a «la aguja tocada por la piedra». La form a definitiva fue la «bussola» o cajita, de donde viene el nom bre. La aguja im antada giraba librem ente sobre un pequeño eje vertical m etido en una caja. La brújula resultaba así tra n s­ portable, y fácilm ente utilizable a bordo de una em barcación, que fue donde prestó durante siglos sus m ás in esti­ m ables servicios. A hora bien: aunque al principio se pensó que la aguja señalaba exacta­ m ente el Norte, pronto se descubrió en los países europeos que no es así. Hoy se sabe que apunta hacia el polo m agn é­ tico, que no coincide con el geográfico y que adem ás se desplaza poco a poco

sobre el área del círculo polar. En la época de A lfonso X o de Colón, la brú ­ jula se desviaba ligeram en te al E. Desde el siglo XVII al XX, ha m arcado un poco hacia el NO, y a com ienzos del XXI está recuperando (para un observador s i­ tuado en las costas atlánticas europeas) casi

exactam ente

la

dirección

N -S.

Hacia 2060 m arcará de nuevo com o en los tiem pos de Colón. Estas d esvia­ ciones provocaron algunos problem as, sobre todo en los países nórdicos, donde la anom alía era m ás m arcada. Por eso se distinguía entre brújulas flam encas, que tenían en cuenta esta desviación, y brújulas

genovesas,

que

apenas

era

necesario corregir. A p esar de estos in ­ convenientes, la brújula prestó un ser­ vicio inestim able a los navegantes y perm itió orientarse en alta m ar con notable precisión.

Astrolabio y cuadrante

Ciertam ente m ás exactas eran las in ­ dicaciones de las estrellas. Para eso era necesario realizar m ediciones m uy p re­ cisas, y por tanto m ás laboriosas e incó­ m odas. Ya los babilonios habían in ven ­ tado aparatos para m edir ángulos, y los árabes fueron verdaderos m aestros en el m enester. Típicam ente árabe fue el astrolabio, un círculo graduado de grado en grado, provisto de una regla que señalaba el punto de partida, y una a li­ dada o aguja m ovible parecida a la de un reloj, que podía deslizarse a lo largo del círculo.

A puntando

a un

punto

determ inado con la regla principal y m oviendo la alidada hasta que apuntase a otro objeto, era posible m edir el ángulo que los separaba, por ejem plo la altura del sol o de la estrella polar sobre el horizonte. Los árabes heredaron de los babilonios la división del círculo en

36o grados. Por tanto, un ángulo recto m edía 90 grados. Esta graduación, p ro ­ pia del sistem a sexagesim al, ha llegado hasta ahora m ism o. Los árabes sabían que la estrella polar se eleva sobre el horizonte un ángulo igual a la latitud del lugar. A sí resulta que en Bagdad la estrella polar se le ­ vanta 3 2 o sobre el horizonte; en M adrid brilla a 4 0 o; en Londres, a 52o. Desde el polo Norte se ve la polar a 90o de a l­ tura, es decir, en el m ism o cénit, y un observador desde el ecuador la ve a o°, justo en el horizonte: es decir, no la ve. Pero tam poco la estrella polar señala el Norte con absoluta precisión, por la sencilla razón de que no se encuentra exactam ente en el polo celeste, sino m uy cerca de él. Todas estas ligeras in e ­ xactitudes (que no im pidieron una b a s­ tante correcta orientación de los n ave­ gantes) no fueron descubiertas hasta los tiem pos

de

Cristóbal

Colón.

Los

m arinos

cristianos

prescindieron

del

astrolabio y utilizaron un instrum ento m ás pequeño y m anejable, el cuadrante. El m otivo es bien sencillo: solo tenían que m edir la altura del sol o de la estre­ lla polar, y ninguno de estos dos objetos puede elevarse a m ás de 9 0 o sobre el horizonte. El cuadrante y luego la b a ­ llestilla, un aparato todavía m ás fácil de m anejar, cum plieron un papel fu n d a­ m ental en la época de los grandes d es­ cubrim ientos geográficos.

Los mapas

Prim ero

en

el

M editerráneo,

m ás

tarde en las costas del Atlántico, a p are­ cieron las prim eras cartas náuticas o «portulanos».

Se

llam an

así porque

señalan ante todo los principales p u er­ tos a que puede arribar una nave; pero tam bién los cabos, las bahías abrigadas, los escollos peligrosos. Lo m ás curioso de los portulanos son las líneas de ru m ­ bos tendidas en todas direcciones. Un navegante no tenía m ás que tran spo rtar la dirección que quería seguir con una escuadra y un com pás, para conocer el rum bo adecuado. La rosa de los vientos, colocada sobre la brújula, que se gene­ raliza en el siglo XIV, perm ite conocer este rum bo a la perfección. No es ex­ traño que los portulanos hayan ap a re ­ cido con posterioridad al conocim iento de la brújula. Sus líneas de rum bos y las de

las

rosas

de

los

vientos

están

intim am ente relacionadas. Cuando en 1270 el rey de Francia, Luis IX, n ave­ gaba hacia Túnez, quiso conocer dónde estaban y cuánto tardarían en llegar a las costas africanas. Los pilotos trajeron entonces un m apa lleno de líneas, y m ostraron al m onarca el lugar exacto en que se encontraban y la p revisión del tiem po en que tardarían en llegar a su destino. El hecho dem uestra que ya por entonces se m an ejaban los portulanos y se podía calcular de m odo satisfactorio la situación de un navio sobre el m apa. Entre los m ás fam osos portulanos figu ­ ran la «carta pisana», la carta de Visconti, o el «atlas catalán» de A brah am Cresques.

Empieza la exploración del mundo

Con todos estos m ateriales com enzó, sobre todo por obra de los pueblos atlánticos de la Península Ibérica, la exploración del m undo en el siglo XV. Les guiaba, qué duda cabe, el incentivo del com ercio y la posibilidad de h allar m etales preciosos o grandes riquezas, que se pensaba existían en O riente; pero tam bién la curiosidad, el afán de cono­ cer. Los españoles llegaron a las C an a­ rias y com enzaron su conquista. Tam ­ bién, en com petencia con los p ortu ­ gueses, llegaron m ás allá con sus ágiles carabelas. Los portugueses viviero n du­ rante sesenta años una aventura mucho m ás am plia, en dem anda de las fabu ­ losas tierras de Extrem o O riente que había descrito con exageración enco­ m iástica a fines del siglo XIII un e x ­ traord inario viajero, M arco Polo. El objetivo era llegar al reino del Preste

Juan, un m onarca cristiano rodeado por los m usulm anes (se trataba sin duda del em perador de Etiopía), a la m isteriosa India, con sus príncipes riquísim os, la gran Isla de las Perlas (Ceylán, hoy SriLanka), y, m ás allá, al im perio del G ran Khan (China) o al de Cipango, o del Sol Naciente (Japón). A h ora bien, para lle ­ gar

a

aquellas

m aravillosas

tierras

había que dar la vuelta a A frica, cuyas verd ad eras d im ensiones ni siquiera se conocían. La aventura era incierta, pero apasionante. En apoyo de la em presa se constituyó una escuela de náutica en Sagres, y en Lisboa una «Xunta dos M athem aticos».

Utilizando

las

ágiles

carabelas y las m odernas técnicas de navegación, G il Eanes rebasó por p ri­ m era vez el trópico de Cáncer en 14 34 ; Fernando Póo cruzó el ecuador en 1468, y en 1481 Bartolom eu Dias superó la punta sur de A frica por el cabo de las Torm entas, que el rey Juan II rebautizó

com o cabo de Buena

E speranza.

El

astrónom o Jo se f Vizinho calculó cui­ dadosam ente la latitud de los lugares descubiertos. Parecía abierto el cam ino de la India cuando apareció en escena un hom bre un poco estrafalario que decía conocer un cam ino m ejor. Se lla ­ m aba Cristóbal Colón.

Algo sobre la ciencia maya

Cuando Colón llegó al Nuevo M undo, no encontró m ás que culturas p rim i­ tivas, que apenas habían alcanzado los niveles del neolítico. M ás tarde, los españoles

encontraron

dos

poderes

fuertes y bien organizados — el inca y la confederación

azteca—, aunque

n in ­

guno de ellos pudo defenderse con éxito frente a los recién llegados, y otras cul­ turas m ás o m enos desarrolladas. G ran parte

de A m érica vivía

en

estadios

p rim itivos. Una cultura, entonces en plena decadencia, había alcanzado en tiem pos coetáneos a «nuestra» Edad M edia un considerable d esarrollo cien ­ tífico: era la de los m ayas, y a ella p a ­ rece que conviene referirse ahora, des­ pués de haber tocado aspectos de la ciencia m edieval y antes de referirn o s a la consecuencia de la incorporación de A m érica a la cultura de Occidente.

Los pueblos m ayas ocuparon un área relativam ente reducida en zonas de la p enínsula de Yucatán — M éxico— y parte de lo que h oy son H onduras y Guatem ala. Nunca se unieron entre sí: form aron una serie de pequeñas ciud ades-es-tado,

regidas

por

caciques

poderosos y por una casta sacerdotal teocrática. Su periodo de m áxim o es­ plendor tiene lugar aproxim adam ente entre los años 6 0 0 y 9 0 0 de nuestra era. Luego com enzaron a decaer, por causas aún no bien aclaradas. Se habla de un cam bio clim ático, provocado, tal vez, por los m ism os m ayas, que d eforestaron grandes extensiones de selva para dedicarlas al cultivo, especialm ente del m aíz, que consum ían en parte y en parte exportaban. Los estudios re a li­ zados

recientem ente

sobre

sem illas

fósiles dem uestran que a p artir del siglo X hubo cada vez m enos bosques y m ás m atorrales. La erosión arrasó las tierras

m ás fértiles y d ism inuyó su producción. Otros estudios m odernos parecen con­ firm ar una dism inución de la tasa a li­ m entaria y la existencia de duraderas sequías. Tengam os en cuenta que la eco­ nom ía m aya se basaba casi exclu si­ vam ente en la agricultura. Su artesanía estaba poco desarrollada, a p esar de la calidad de su arquitectura y su arte. No conocían la rueda. En el siglo XVI, cuando

llegaron

los

españoles,

los

m ayas no tenían m ás que gloriosos re ­ cuerdos y sorprendentes ruinas. Pero durante un m ilen io los m ayas habían edificado la cultura quizá m ás refinada que hubo en A m érica. No te­ nían grandes ciudades, pero sí m ag n í­ ficos edificios decorados con altorrelieves, tem plos, canchas para el juego de pelota que practicaban, y sobre todo pirám ides, todas o casi todas las cuales tenían

una

finalidad

religiosa

y

al

m ism o tiem po científica, puesto que los

sacerdotes

eran

m atem áticos,

al

m ism o

tiem po

astrónom os, jerarcas y

hechiceros. La existencia de pirám ides es un hecho sorprendente, que pone en relación — siquiera de sim ilitu d — a los m ayas con pueblos m uy lejanos, como los del N.O. de la India, los babilonios o los egipcios. No parece que pudiera existir contacto alguno. Las pirám ides m ayas se difundieron por la zona, y las im itaron luego los toltecas y los aztecas. Eran pirám ides escalonadas, com o las babilónicas, y orientadas de acuerdo con los puntos cardinales. En M esopotam ia se orientaban las aristas; en E gip ­ to, las caras. En las m agn íficas p irá ­ m ides m ayas —Tikal, Copán, Uxm al, C h ich en -Itzá— la orientación de las caras sigue aproxim adam ente — ¡pero no exactam en te!— los puntos card i­ nales. Si suponem os que aquellos indios no

dom inaban

geom etría

de

adecuadam ente posición,

la nos

equivocaríam os. Sus sacerdotes calcu ­ laban de m anera m uy precisa el orto y ocaso de los astros, las estaciones, las efem érides del sol, la luna y los p la ­ netas, y podían predecir eclipses. Parece ser que daban una im portancia d esm e­ surada a Venus, y orientaban una cara de la pirám ide en la dirección del orto helíaco de Venus en el m om ento de su m áxim a declinación. O tras pirám ides parecen estar orientadas en dirección al punto en que sale el sol el día en que pasa por el cénit. En aquella zona, al sur del trópico de Cáncer, el sol pasa por el cénit dos días al año, en m ayo y agosto. En fin, las pirám ides m ayas están re la ­ cionadas con

los astros

(aunque

de

acuerdo con una lógica m uy distinta de la nuestra), y probablem ente eran, ade­ m ás de lugares de culto, observatorios. En lo alto de aquellas pirám ides había siem pre un tem plete. Los

m ayas

tenían

un

sistem a

de

num eración vigesim al, y

una

form a

m uy clara de rep resen tar los núm eros. Es probable que hayan inventado el cero antes que los hindúes, y por tanto que los árabes (los babilonios lo h icie­ ron antes, pero no sabían em plearlo en todos los casos, vid. pág. 29). Usaban tres tipos de signos: el cero, que

servía

para

exp resar

«núm eros

redondos» — no parece que los m ayas llegaran a abstraer el concepto de valo r n ulo—, los puntos o pequeños círculos, que expresaban las unidades, y las rayas o

barras

horizontales,

que

rep re­

sentaban el valo r 5; em pleaban por tanto una curiosa m ezcla del sistem a vigesim al con el quinario. A hora bien, a p artir del núm ero 20 representaban cuatro barras para la num eración ord i­ naria, pero para sus cálculos a stro ­ nóm icos continuaban trazando puntos hasta convertir el 260 en «núm ero re ­ dondo». O encerraban valores de 20

unidades en una especie de «paquetes» o «cartuchos». No conocem os bien la devoción de los m ayas hacia el 260, que hoy no nos dice nada, pero que segu ra­ mente está relacionada con otra curiosa devoción hacia el planeta Venus, al que concedían

una

im portancia

e xtrao r­

dinaria. En efecto, Venus es visible, ya al atardecer, ya al anochecer, por p erio ­ dos aproxim adam ente de 260 días (aun­ que ese periodo es ligeram ente v a ria ­ ble). Ya hem os visto tam bién com o la orientación

de las

pirám ides

parece

tener que ver con Venus. El

calendario

m aya

era

so rp re n ­

dentem ente exacto. Tenía un año de 18 m eses de 20 días (en total 360), m ás cinco o seis epagóm enos, com o los de los egipcios. Cada cuatro años, in tro ­ ducían seis epagóm enos, com o nuestros bisiestos. Conviene saber que las actua­ les

corrientes

indigenistas,

en tu sias­

m adas con los logros de los m ayas,

llegan a afirm ar que su calendario era m ejor que el occidental europeo «hasta los tiem pos de la N ASA» (la N A SA no se dedica a m odificar el calendario). En realidad, según se deduce de los estudios de B. y V. Bóhm , calculaban un año de 365, 265 días, m enos exacto que el gregoriano del siglo XVI. Los citados autores creen que los m ayas, que desco­ nocían los decim ales o los quebrados, tenían que operar, para alcan zar cierta precisión, con «grandes núm eros», de m illones de días o m iles de años, y, naturalm ente, aunque nos dan cifras teóricas enorm es, nunca tuvieron tiem ­ po de com probarlas. Pero al m ism o tiem po em pleaban otro calendario de 20 m eses de 13 días, o sea que contem ­ plaba un año de 260 días, ese fam oso núm ero sagrado. Las afirm aciones de que con arreglo a ese calendario efec­ tuaban las faenas agrícolas no tiene explicación, ya que tales faenas deben

ajustarse al año natural. Eso sí, los sacerdotes eran los únicos que (¡com o los egipcios!) conocían la m edida del año con exactitud, y podían señ alar las fechas de cada tarea. Por las noticias que tenem os, ese calendario corto es­ taba destinado, aparte de las celebra­ ciones religiosas, a «la gente inferior». El com ienzo de los años largos y los años cortos vo lvía a coincidir cada 52 años, y a esta cíclica coincidencia se concedía tam bién una gran im portancia sim bólica. La m atem ática de los m ayas alcanzó una notable precisión para la m edida del tiem po y para los cálculos de efem é­ rides astronóm icas. Se usaba tam bién para la contabilidad; pero no hay n oti­ cias de que se realizaran operaciones com plejas. M uchos códices m ayas fu e ­ ron destruidos. Escritos sobre cortezas vegetales, se conservaban Diego

Landa

nos

ha

m al.

Fray

proporcionado

traducciones de textos recitados de viva voz por los indios. Se conservan tres códices im portantes, el m ayor en D resde (con efem érides de Venus), y otros dos en M adrid (M useo Arqueológico) y París. Los m ayas em pleaban una escri­ tura

pictográfica

que

al parecer no

expresaba claram ente conceptos ab s­ tractos.

La

expresión

num érica

365

puesta en p alabras era «cinco en la m arca diecinueve». Es difícil saber si un día

encontrarem os

la

fórm ula

d escifrar del todo aquella escritura.

para

La ciencia del renacimiento A lo largo del siglo XV la cultura europea experim entó un cam bio espec­ tacular. No repentino, pero sí conti­ nuado. Las antiguas vision es que p re ­ tendían identificar el R enacim iento con un m ovim iento eclosivo y antim edieval han sido sustituidas ahora por la de una lenta evolución a p artir de lo m edieval, pero que llega a destinos finales m uy distintos. Lo cierto es que se registra en Europa, de una form a todo lo paulatina que se quiera, pero irreversible, un cam bio en la m anera de pensar que tiene tam bién su proyección al mundo de la ciencia. Tam poco se m antiene hoy la tesis de J. Burckhardt, que cifraba en el Renacim iento «el descubrim iento del hom bre por sí m ismo». Porque es p re­ ciso reconocer que la Edad M edia cul­ tivó un elevado h um anism o y tuvo un alto concepto de la razón de ser del

hom bre y de su alta dignidad. M ás bien cabría entender en el Renacim iento un descubrim iento de las posibilidades del hom bre en este m undo, y de aquí que podam os encontrar en el panoram a histórico una vertiginosa aventura de conquistas y de logros m ovidos por una juvenil am bición de llegar cada vez m ás allá, de alcanzar nuevas m etas, nunca antes logradas. Personifica el tipo del homo faber, el hom bre cuyo destino es hacer, y alcanza un destino tanto m ás elevado cuantas m ás y cuantas m ejores cosas hace. El político realiza el ideal del «Príncipe», crea la poderosa m aqu i­ naria del Estado M oderno, un ejército profesional, una burocracia eficiente, y se siente orgulloso del alcance de su poder. El artista del Renacim iento a s­ pira a los ideales de la belleza clásica, pero pretende superar todo lo anterior, hasta logros nunca alcanzados que le deparen honra y fam a. El hom bre de

negocios crea casas de banca, em ite le ­ tras de cam bio, establece redes fin an ­ cieras y com erciales, y aspira a una r i­ queza que le perm ita conquistar el p re s­ tigio y el buen nom bre. No le basta ser rico, sino que quiere que todo el m undo lo sepa. Com o el m ilitar aspira a d om i­ nar nuevas tácticas y asom b rar a sus enem igos con su iniciativa, su in teli­ gencia y su valor, con los que llega a conquistar territorios hasta entonces no poseídos. O el navegante atraviesa los m ares en dem anda de tierras e islas nuevas al otro lado de los océanos, y busca en ellas la gloria y la fam a. La actitud del hom bre del Renacim iento, en sum a, es la de un vencedor nato, que pretende alcanzar una m eta d ifícil y gloriosa, y cuando al fin la consigue se siente

feliz.

En cuanto científico, el

hom bre del Renacim iento no llega tal vez tan lejos com o los conquistadores los políticos o los artistas, pero persigue

tam bién con entusiasm o el logro de nuevos y espectaculares horizontes. El «hum anism o» pretende el d esa­ rrollo de las ciencias hum anas, la cul­ tura basada en el principio de la «razón independiente».

Y

estas

«ciencias

hum anas» son, al m enos en principio, las clásicas grecolatinas, el legado de los antiguos, la lengua de los griegos del tiem po de Pericles y de los rom anos del tiem po de Cicerón; el arte basado en el «canon»

y

el

equilibrio,

la

secu la­

rización de las universidades, la legis­ lación que se apoya en el predom inio del estado m oderno, y con ella el p rin ­ cipio de la «razón de estado»; el conoci­ m iento de la realidad corporal del h om ­ bre, y de aquí los estudios de anatom ía com parada y el progreso de la cirugía m ás que de la m edicina clínica y fa r­ m acológica, el estudio de las razas y pueblos que la curiosidad de los euro­ peos descubre m ás allá de sus fronteras.

El h um anism o es tam bién en este sen ­ tido un interés del hom bre por el h om ­ bre, o, com o quiere Strieder «un entu ­ siasm o por el m ás acá». No es que des­ aparezca el esplritualism o, que sigue disfrutando

de

insignes

cultivadores;

pero renace, com o tantas otras concep­ ciones clásicas, la idea de Protágoras de que «el hom bre es la m edida de todas las cosas». El interés del hom bre re n a ­ centista es, por lo general, m ás hum ano, o, por m ejor decirlo, antropocéntrico: el predom inio del príncipe, la conquista, la riqueza, la fam a, la prosperidad, el lujo. Y tam bién un ansia indisim ulable de cosas nuevas, hasta entonces nunca vistas. Parece com o si el m undo hubiera entrado en una fase de renovada acti­ vidad. M uchos aspectos del Renacim iento no interesan centralm ente al objeto de este libro. Los grandes h um anistas, del tipo

de

Lorenzo

Valla,

Pico

della

M irandola, Erasm o, Tomás M oro, Luis Vives se preocuparon, y es lógico, por las «letras» m ucho m ás que por las ciencias, aunque no dejaron de alentar el progreso científico. Y en el cam po del arte destacaron los nom bres insignes de Brunelleschi, M iguel A ngel, R afael, Leo­ nardo da Vinci, que p erfeccionaron las técnicas, qué duda cabe, pero de los que apenas

puede

decirse

que

fueran

«científicos» en el sentido estricto de la palabra, salvo en el caso de Leonardo, inventor de m áquinas y aparatos que se adelantan a su tiem po, y quizá por eso, o porque la técnica de entonces no podía d esarrollarlos, no llegaron a tener auténtica virtualidad histórica, aunque hoy nos adm iren aquellas ingeniosas m aquetas. Sí la tuvo un invento que iba a m ultiplicar hasta extrem os im pen ­ sables la difusión de los conocim ientos.

La imprenta

Hay quien coloca la fecha de 14 53, en que

salieron

im presos

ejem plares de la

los

prim eros

Biblia editada

por

G utenberg, com o el hito que inicia la Edad M oderna. Puede servir p erfec­ tam ente, aunque otros p refieran el año 1492, en que Cristóbal Colón avista A m érica. Lo cierto es que el descubri­ m iento de la im prenta es m ucho m ás que un avance de la técnica hum ana. Vino a cam biarlo todo hasta extrem os im pensables. El uso de caracteres grabados en tacos de m adera que, m ojados en tinta, s e r­ vían para im p rim ir signos sobre una hoja de papel nació com o obra de un grupo de m onjes budistas chinos, al parecer el año 593. Ya nos hem os refe­ rido a este h allazgo en su lugar. La p ri­ m era obra im presa, con ilustraciones, tam bién en China, data del año 868. El

logro fue im portantísim o, pero no se d esarrolló especialm ente desde enton­ ces. La razón es sencilla: la escritura china requiere caracteres m uy com pli­ cados, y tan num erosos — son m ás de diez m il—, que la tarea de grab arlos, ordenarlos

y

m an ejarlos

resultaba

extraord inariam ente difícil. A llá por el siglo XI los m onjes cristianos, sin saber nada de los chinos, idearon el m ism o sistem a, con un alfabeto m ucho m ás sencillo. Con todo, apenas lo u tilizaron m ás que para im p rim ir la letra inicial, generalm ente con tinta roja, de sus p re ­ ciosos m anuscritos caligráficos. Tam ­ bién se hicieron xilo grafías — grabados hechos con m ad era—

representando

figuras reales o alegóricas. La u tili­ zación de escritos im presos con carac­ teres m óviles habría de esperar todavía m uchos años, hasta el siglo XV. Hay quien atribuye el m érito al holandés Laurens

Coster.

O tros

creen

que

em pezaron antes los grabadores de E s­ trasburgo. Lo cierto es que una m áquina de im prenta realm ente eficaz y de una cierta capacidad industrial no aparece hasta Gutenberg. Johann

G utenberg

(1395-1467)

era

natural de M aguncia, y se dedicaba, entre otras actividades, a la grabación de m onedas con destino a su acuñación. Este oficio, qué duda cabe, estim uló su inventiva. Se sabe que estuvo en E stra s­ burgo, y este hecho puede ser im p o r­ tante por lo que antes hem os dicho. De nuevo en M aguncia, inventó un aparato de im p rim ir con caracteres m óviles que, debidam ente alineados, se introducían en una prensa (la palabra im prenta, o la m ism a palabra «prensa» vienen de ahí). Pero la realización de la idea no era tan sencilla. Los tacos de m adera se m an ­ chaban de tinta y después de usados m uchas veces, era casi im posible lim ­ piarlos. G utenberg recurrió a piezas

m etálicas, que era preciso fu nd ir en un m olde de hierro; el m etal de estas piezas habría de tener un punto de fusión m ás bajo

que

el hierro,

por ejem plo

el

plom o. Luego se utilizó una aleación de plom o y estaño. La dificultad de su tra ­ bajo obligó a G utenberg a asociarse al banquero Johann Fust. Com o la im ­ prenta, de m om ento, no dio los bene­ ficios esperados, Fust puso pleito a su com pañero y lo ganó. Gutenberg vio incautada su im prenta, y tuvo que p a r­ tir otra vez de cero. Los inventores son tenaces, y G utenberg se asoció al dibu­ jante y grabador P. Schóffer. En 14 4 7 logró im p rim ir un pequeño calendario. Y entre 1450 y 1453 consiguió sacar a la luz el p rim er libro im preso p rop ia­ m ente dicho: una Biblia com pleta, cuya edición le llevó tres años de trabajo. No era fácil p reparar los «plomos», a li­ nearlos, ajustarlos, elegir la tinta, enca­ jar los tipos en su «caja», y em plear la

prensa.

¡A l principio usó Gutenberg

una prensa para uvas del R h in ! Aquella Biblia fue una m aravillosa obra de arte. Es increíble cóm o pudo obtenerse una im presión tan perfecta y tan lim pia. Los ejem plares que se conservan no tienen precio. Y nunca consiguió Gutenberg igualar aquel trabajo. Tuvo nuevos p ro ­ blem as

económ icos, y

m urió

pobre,

protegido por el arzobispo de M agu n­ cia, a fines de 1467 o com ienzos de 1468. La im prenta triunfó después de su m uerte, conform e fue posible grabar varias páginas por día: a fines del siglo XV ya podían im prim irse 50 páginas. Las guerras que asolaron a M aguncia llevaron al exilio a m uchos discípulos de Gutenberg: N um eister, Keffer, Ruppel, M entel, Speyer. Europa se llenó de im presores alem anes: antes de 1500 , había 10 0 en Italia, 30 en Francia y 26 en España. En 15 10 habría ya 4 17 im ­ prentas.

El prim er libro

en

España

parece que se im prim ió en Segovia en 1472: no está fechado. Sí lo está otro im preso en Valencia en 1475. Enseguida hubo im pren tas en Zaragoza, Barcelona y sobre todo en Sevilla, que a causa de la riqueza generada por el descu bri­ m iento de A m érica se convirtió en la M eca de los im presores. Tam bién lo fueron Venecia o A m sterdam . La in ­ m ensa ventaja de la im pren ta viene de su capacidad «industrial» para producir libros. A ntes era

preciso copiar los

m anuscritos, uno a uno. Cada copia e x i­ gía un trabajo de una paciencia casi infinita, y aún así, es difícil encontrar dos copias de la m ism a obra cuyos tex­ tos coincidan exactam ente. En las v e r­ siones a im prenta son tam bién posibles las erratas, pero, una vez corregidas, pueden hacerse centenares o m iles de copias, todas exactam ente iguales, y m uy fácilm ente

legibles.

m ultiplicó

m odo

de

El libro se sorprendente.

Hacia

15 10

estaban

editados

unos

4 0 .0 0 0 títulos, con un total de m edio m illón de ejem plares. La difusión del saber tran sfo rm ó la cultura del m undo occidental, e hizo infinitam ente m ás fácil la tran sm isió n de las ideas y los conocim ientos. Sin la im prenta, la h is­ toria hubiera sido diferente. Y sin duda m ucho m ás lenta.

El descubrimiento del mundo

A lo largo del siglo XV, los p ortu ­ gueses exploraron toda la costa occi­ dental africana (vid. pág. 82). Lo que les interesaba realm ente era llegar a las fabulosas tierras de Extrem o Oriente. Al fin, en 1497, Vasco da G am a, en una aventura extrao rd in aria, consiguió lle ­ gar a la India. Dos m undos que hasta entonces habían vivid o la historia por su cuenta quedaban enlazados de una vez para siem pre. El viaje, que, re a li­ zado por tierra, en caravanas sucesivas, y am enazado por m il peligros, requería tres años, podía realizarse con m uchas m enos

com plicaciones,

y

en

pocos

m eses, por mar. A quellas tierras no eran tan inm ensam ente ricas ni tan lle ­ nas de exóticas m aravillas com o p re­ tendía la leyenda; pero se hacían p o si­ bles el com ercio y los intercam bios, p ri­ m ero por obra de los portugueses, m ás

tarde tam bién por la iniciativa de otros pueblos

europeos,

que

establecieron

pequeñas colonias o factorías en aque­ llas lejanas tierras. No hubo, en cam bio, un am plio contacto entre culturas y co­ nocim ientos científicos: en parte tal vez porque las culturas orientales no se en ­ contraban en su m ejor m om ento. Poco antes del viaje de Vasco de G am a, en 1492, un navegante genovés, alm irante de la arm ada española, C ris­ tóbal Colón, llegaba a las costas de A m érica, aunque estaba por entonces m uy lejos de suponer que se trataba de un Nuevo M undo. Su idea, basada en la suposición de que A sia estaba m ás cerca de Europa por el oeste que por el este, no es en realidad suya. Colón fue un navegante dotado de una extraord inaria intuición, pero no llegó a ser un acep­ table científico sino después de su des­ cubrim iento. La idea — equivocada— de la distribución de tierras y m ares sobre

el planeta fue realm ente de un h u m a­ nista italiano de segunda fila, Paolo del Pozzo

Toscanelli.

H abiendo

leído

Toscanelli que (por los cálculos de Al Farghani), la circunferencia de la Tierra m ide 2 0 .0 0 0 m illas (vid. pág. 59), creyó que se trataba de m illas cristianas, que eran las únicas que conocía; im aginó por tanto un m undo que sería solo un 65 por 10 0 de su tam año real. Dando fe por otra parte a las exageraciones de M arco Polo sobre la inm ensa lejanía a Extrem o O riente, pensó que la distancia de Lisboa o C an arias a Cipango (Japón) era de unos 6 .0 0 0 km.; m ás o m enos la que separa las costas europeas de las A ntillas.

Los

portugueses

conocían

m ejor las dim ensiones del planeta que el teórico italiano, y no le hicieron caso; pero Colón quedó entusiasm ado por la teoría, y quiso ponerla en práctica. E x­ puso — confusam ente, porque no quería que se le ad elan taran — su propósito de

llegar a las Indias por el Atlántico, pero el rey de Portugal, que se fiaba m ás de la Xunta dos Mathemáticos que de aquel extraño extranjero, se negó a apoyar su em presa. Entonces Colón se vino a E s­ paña, el otro país de las exploraciones atlánticas y de las carabelas. D espués de largas conversaciones con los expertos españoles — que tam poco estaban de acuerdo con sus id eas—, el navegante genovés encontró al fin la protección de los Reyes Católicos, y se lanzó a una de las aventuras m ás em o­ cionantes de la historia, a través del Océano. En un increíble viaje, lleno de incidencias, descubrió la variación de la declinación de la aguja m agnética en función de la longitud geográfica, la C o­ rriente Ecuatorial del Norte, el M ar de los Sargazos, que los alisios se p ro ­ longan indefinidam ente a lo largo de todo el Atlántico; y sobre todo que la estrella

Polar

no

se

encuentra

exactam ente en el polo norte celeste, y por tanto hay que calcular de otro m odo la latitud. Este descubrim iento fue probablem ente el m ás im portante que hizo Colón, después del propio des­ cubrim iento de A m érica. A l fin, después de un viaje interm inable y cuando las tripulaciones estaban a punto de am o ti­ narse, llegó a un islote de las Baham as llam ado

G uanahan í,

que

él

bautizó

com o San Salvador, nom bre que hoy ha vuelto a d esignar a aquel pequeño te rri­ torio. No intuyó haber llegado al Nuevo M undo, sino a una

parte del Viejo

(Asia). Siguiendo noticias de los indios, alcanzó las costas de Cuba, que creyó que correspondían a Cipango (Japón), luego a C atay (China). M ás tarde creyó identificar a La Española (Haití) d efi­ nitivam ente con Cipango. La aventura de Colón supuso una revolución geográficos.

en Por

los de

conocim ientos pronto,

se

ofrecieron m iles de voluntarios para su segundo viaje. Sin em bargo, los esp a­ ñoles tom aron progresivam en te con­ ciencia de que las tierras descubiertas, que resultaron ser m uchas y m uy v a ria ­ das, no pertenecían a A sia. El tercer viaje colom bino estuvo destinado a lle­ gar a la Trapobana (hoy Sri Lanka). Llegó realm ente al delta del Orinoco, y Colón, a la vista de un río que endul­ zaba las aguas en un área de m uchas m illas, intuyó que se encontraba ante «una tierra gran dísim a, de la cual no se hubo noticia». Había descubierto A m é­ rica; pero, em pecinado en su deseo de llegar a A sia, no valoró su propio d es­ cubrim iento. En el cuarto viaje p re ­ tendió llegar al estrecho de Catigara (de M alaca) para alcan zar la India. A lcanzó de hecho A m érica Central. Colón jam ás encontró lo que buscaba, pero nunca quiso reconocer su error. Ni quiso reco­ nocer que lo por él descubierto era

realm ente un nuevo continente dotado de infinitas posibilidades, que iba a cam biar el curso de la historia u n i­ versal. Los viajes colom binos, aunque técnicam ente supusieron una equivo­ cación, condujeron al descubrim iento y conquista de los extensos territorios del Nuevo M undo y a la transform ación del A tlántico en el nuevo Mare Nostrum. Los cosm ógrafos españoles fueron com ple­ tando el m apa del continente y sus islas, se hicieron im portantes h allazgos en el cam po de la antropología, la etnología, la geografía, la clim atología, adem ás de h allar al otro lado del Océano incalcu ­ lables riquezas, m uchas m ás que las que se suponían en A sia. El oro y plata de A m érica

p erm itieron

una

m u ltip li­

cación enorm e de las posibilidades de la econom ía del m undo occidental. Si el problem a del R enacim iento era el au­ m ento de la producción, no com pen­ sado por un aum ento del dinero, y al fin

todo se hubiera venido abajo por obra de la deflación, la abundancia de m etal perm itió un espectacular desarrollo de la velocidad de circulación de la r i­ queza, con unas consecuencias que no se esperaban y que fueron los españoles — M artín

de A zpilicueta, Tomás del

M ercad o— los prim eros en estudiar: la inflación. En fin, la prim era vuelta al m undo por Juan Sebastián Elcano en 15 19 -15 2 2 dem ostró por prim era vez experim entalm ente la esfericidad de la tierra, y supuso el últim o de los avances espectaculares en el conocim iento de nuestro planeta por el intrépido h om ­ bre del Renacim iento.

La revolución copemicana

De vez en cuando se produce, en el cam po de las ciencias, un cam bio de p aradigm a, una nueva concepción inte­ gral que lo tran sfo rm a todo y obliga a planteam ientos

radicalm ente

nuevos.

Herbert Butterfield considera que un cam bio de paradigm a equivale a «ver el m undo con unas gafas nuevas». D iría­ m os que se queda corto en su com pa­ ración, a no ser que el hom bre que es­ trena las gafas sea un cegato que hasta ese m om ento no se había dado cuenta cabal de lo que tenía delante. Un cam bio de paradigm a significa una revolución que echa por tierra no todo, com o a veces exageradam ente se ha dicho, sino gran parte de lo hasta entonces ad m i­ tido. A sí ocurrió en el cam po de la quí­ m ica en tiem pos de Lavoisier, o en el de la física y la cosm ología con la Teoría de la R elatividad de Einstein. Un cam bio

de paradigm a supone un avance rep en ­ tino, deslum brante; pero por eso m ism o deslum bra, desconcierta, y sobre todo resulta incóm odo de aceptar, después de tanto tiem po en que se venía ad m i­ tiendo un hecho que se tenía com o v e r­ dad indiscutible: de aquí que ante cada cam bio de p aradigm a haya existido un m ovim iento de perplejidad y actitudes de apasionada oposición, de tal modo que la realidad descubierta tarda m ucho tiem po hasta ser adm itida por todos. Un hecho que se venía considerando com o indiscutible, porque es palm ario, se ve y se contem pla todos los días, es que los astros, incluidos el sol y la luna, salen por el este y se ponen por el oeste: giran alrededor de la Tierra. La Tierra debe ser así el centro del Universo, y los dem ás cuerpos describen trayectorias circulares en su torno. Es cierto que, en cuanto com enzó a ob servarse deteni­ dam ente el m ovim iento de los astros, se

com probó que unos giran m ás deprisa que otros: por ejem plo el sol da una vuelta cada 24 horas, la luna cada 24 horas 50 m inutos. Los planetas giran un poquito m ás despacio que el sol. Y las estrellas son las que giran m ás deprisa: dan una vuelta en 23 horas 56 m inutos. Y hay retrogradaciones. En fin: la teoría geocéntrica acaba por resu ltar incó­ moda, pero parece tan evidente... De aquí que los sabios procurasen e x p li­ carla suponiendo una serie de «epici­ clos» en cada astro, especialm ente en los planetas. Ptolom eo llegó a desa­ rro llar

un

m odelo

extrem adam ente

com plicado, pero absolutam ente p re ­ ciso. La m aquinaria del U niverso es cualquier todo

cosa

podía

m enos

sencilla,

explicarse

pero

satisfac­

toriam ente desde el punto de vista de la pura cinem ática (el m ovim iento). Hasta era posible predecir el com portam iento futuro de los astros, com o es posible

predecir el de las agujas de un reloj. Sin

em bargo,

siem pre

hubo

d isi­

dentes. A ristarco (vid. pág. 41) form uló la teoría de que la Tierra giraba sobre su eje, y este m ovim iento explicaba m ejor la trayectoria aparente de los astros, pero su idea se consideró tan p ertu r­ badora, que fue perseguido por ella. A lgunos astrónom os árabes insinuaron la m ism a teoría, pero no quisieron lle ­ varla dem asiado lejos, y no prosperó. A zarquiel (vid. pág. 62) propuso que los planetas interiores, M ercurio y Venus, giran alrededor del sol, y esta hipótesis sim plificaba las cosas. Nicolás de O resme (vid. pág. 76) encontraba «m ás sen ­ cillo» aceptar que es la Tierra la que gira sobre su eje, y rebatió la tesis de A ristóteles, según el cual si fuera así, una piedra lanzada al aire se quedaría atrás respecto de la rotación

de la

Tierra: ¡es que el aire, decía Oresm e, form a parte de la Tierra y tam bién gira!

Con todo, la teoría no fue conocida por m uchos y no fue aceptada por nadie. N icolás 1473 - 1543 )

Copérnico

(Koppernigh,

nació en Polonia, a orillas

del Vístula, y estudió en C racovia filo ­ sofía y m edicina, pero allí m ism o se a fi­ cionó a las m atem áticas y a la astro­ nom ía. A los 23 años viajó a Italia, para estudiar derecho en la fam osa u n iver­ sidad de Bolonia. Después estuvo en Rom a, donde se relacionó con m edios eclesiásticos y científicos. Parece que se ganó la vida trabajando com o médico. Posiblem ente fue en Italia donde co­ m enzó a concebir sus teorías; pero las d esarrolló después de su regreso a Polo­ nia en 1505. Fue nom brado canónigo y ocupó d iversos cargos, sin dejar sus estudios astronóm icos. Copérnico fue observador, pero ante todo se valió de los datos de otros m ás avezados a la m edida de las posiciones de los astros para desarrollar sus ideas. Su punto de

partida (al parecer sim ilar al de O resme) es que existe una explicación «m ás sencilla» para dar cuenta de los m o vi­ m ientos celestes. Desde entonces se ha convertido en una especie de aforism o científico el suponer que «la explicación m ás sencilla es por lo general la m ás verdadera». Por de pronto, todo cobra m ás sentido si suponem os, com o A zarquiel, que M ercurio y Venus giran a lre ­ dedor del sol. Pero ¿es cierto que el u n i­ verso entero, los astros todos, hasta las estrellas lejan ísim as, giran alrededor de la Tierra? ¡Qué velocidad casi infinita han de tener los cuerpos m ás alejados! ¿No es m ás fácil ad m itir que es la Tierra la que gira sobre su eje, y este «efecto de tiovivo» produce la im presión de que son los astros todos — ahí está el se ­ creto, todos, cercanos y lejan o s— los que se m ueven a nuestro alrededor? La rotación de la Tierra explica m u ­ chas

cosas

y

perm ite

im agin ar

un

m ecanism o

ciertam ente

m aravilloso,

pero en sí m ás sencillo. Y hay m ás toda­ vía. A h í está el año: el año tiene un com portam iento cíclico, en que reto r­ nan

periódicam ente

las

estaciones,

varía la altura de sol, las estrellas vu e l­ ven a verse en la m ism a posición justo en el periodo de un año, com o si la Tie­ rra regresase siem pre al m ism o sitio y diese cara, tras 365 días, al m ism o punto del cielo. Este continuo retorno solo puede explicarse si suponem os que la Tierra, adem ás de girar sobre sí m ism a, se traslada a lo largo de un año hasta regresar al punto de partida. ¿En torno a qué se traslad a?. Lo m ás lógico y explicativo es que lo haga alrededor del sol, un hecho que nos perm ite com ­ prender enseguida las estaciones. N ues­ tro m undo tiene por tanto dos m o vi­ m ientos: uno de rotación, que d eter­ m ina los días, otro de traslación, que determ ina

los

años.

Este

descubrim iento es todavía m ás revo lu ­ cionario que el prim ero porque supone el destronamiento de la Tierra. La Tierra no es el centro del Universo, lo es el sol. (Copérnico no estaba aún en d ispo­ sición de suponer que tam poco el sol es el centro del Universo). Y si la Tierra gira alrededor del sol, la única form a de explicar el m ovim iento de los planetas es suponer que tam bién se m ueven a lre ­ dedor del sol. ¡A h ora sí se com prenden las

desconcertantes

retrogradaciones!

Cuando la Tierra se m ueve m ás deprisa que un planeta, parece que este re tro ­ cede porque queda atrás. Lo im portante es que la Tierra es un planeta, lo m ism o que los dem ás, aunque posea el altísim o p rivilegio de albergar vida, y vida in ­ teligente. Copérnico tardó m uchos años (por lo m enos de 1505 a 1520), tom ando datos y m ás datos conform e los iba conociendo o

se

los

iban

sum in istrando,

en

com pletar su teoría. Tuvo que pensar m ucho y

calcular m ucho m ás

para

asegurarse. En 1533 se decidió a dar a conocer un

avance, el Comentariolus,

anim ado por el papa Clem ente VII. Y solo cuando tuvo m aduro su trabajo y creyó no encontrar dem asiadas op o si­ ciones, publicó en 1542 De Revolutionibus orbium coelestium. N aturalm ente, la p ala ­ bra

«revolución»

significaba

m o vi­

m iento circular. Pero fue una revo ­ lución en toda regla, una de las m ás grandes de la historia, no solo en el plano científico, sino en el filosófico. Copérnico m oriría m uy poco después de ver publicada su obra, pero la polé­ m ica, a veces escandalizada, que su s­ citó, sería enorm e. El p aradigm a de una Tierra inm óvil rodeada de círculos que los astros siguen por los cielos era tan lógico y estaba tan arraigado, que p asa ­ rían m uchos años, incluso para algunos, siglos, antes de ser sustituido por la

concepción copernicana. Un

hom bre

dram ática (1546 -16 01),

intentó

discusión: un

terciar

en

Tycho

Brahe

fam oso

la

astrónom o

danés que protegido por el rey Federico II fundó el im presionante observatorio de

Uranienborg,

dotado

de

in stru ­

m entos enorm es de observación visual, por m edio de los cuales determ inó con precisión las posiciones de las estrellas y el m ovim iento de los planetas. Sus ta ­ blas fueron de incalculable utilidad, y de ellas se valió Kepler para establecer sus fundam entales tres leyes. Tycho Brahe presentó un m odelo que conciliaba los descubrim ientos de Copérnico con la tradición clásica. De acuerdo con este m odelo, el sol gira alrededor de la Tie­ rra, y por eso ésta conserva su posición central; pero los planetas giran alre­ dedor del sol. La teoría de Tycho, en principio ingeniosa y hasta cierto punto convincente, se h aría insostenible en el

siglo XVII. La concepción copernicana, por

transgresora

que

pareciese,

fue

im poniéndose m uy poco a poco por obra de la lógica y de la propia ob ser­ vación.

La reforma del calendario

Copérnico fue encargado de realizar una cada vez m ás necesaria reform a del calendario

que

se

em pleaba

en

el

m undo occidental. Se esforzó en ello, pero no tuvo tiem po de aquilatar todos los extrem os precisos. Esta reform a no se efectuaría hasta 1582. ¿Por qué era n ecesaria? Ya sabem os que César, en el siglo I a.J.C. fue advertido del escan ­ daloso adelanto de las estaciones del año, y recurrió al sabio Sosígenes para que hiciera un nuevo calendario (vid. pág. 46). Sosígenes propuso intercalar un año de 366 días cada cuatro años, y así nació el año bisiesto. El sistem a p a­ reció m archar satisfactoriam ente du­ rante siglos. Pero poco a poco se fue operando un ligero desfase, en sentido contrario al advertido en tiem pos de César. Si el periodo de 365 días se queda corto, el propuesto por Sosígenes, de

365,25, se pasa un poquitín de largo. La duración del año es, com o sabem os, de 36 5,2422 días. A lo largo de los siglos, el equinoccio (el día igual a la noche) de la prim avera se fue adelantando de modo que en el siglo XVI no ocurría el 21, sino el 11 de m arzo. ¡Llegaría un m om ento, andando los siglos, en que las estaciones estarían com pletam ente cam biadas! En 1582, el papa

G regorio

XIII decidió

poner fin a este desfase. Llam ó a una com isión de sabios entre los que d esta­ caban el alem án Schlüssel (Clavius) y el español Chacón. La com isión propuso dos m edidas: prim era, saltar diez días en el calendario. Se p asaría del jueves 4 de octubre al viern es 15 de octubre: los días interm edios no existieron. Segunda m edida: no serían bisiestos los años term inados en dos ceros cuyas dos p ri­ m eras cifras no fueran m últiplos de 4. A sí el año 16 0 0 fue bisiesto; no lo fu e ­ ron 170 0 , 18 0 0 y 19 0 0 ; lo ha sido 2 0 0 0 ,

pero no lo será 2 10 0 . La reform a grego­ riana

está

adm irablem ente

hecha, y

podrá durar m iles de años. Con todo, la C om isión Internacional de M edida del Tiem po ha ordenado que el año 4 0 0 0 no sea bisiesto. «Veremos» si le hacen caso. Y si entonces existen seres hum anos y no se ha inventado otro calendario. La reform a gregoriana, m uy conve­ niente en sí, obliga a ciertas precisiones históricas. Por ejem plo, Cristóbal Colón encontró A m érica el día que en sus tiem­ pos se llamaba 12 de octubre. Hoy le lla ­ m am os 22. En su D iario de N avegación anota el 30 de septiem bre una fuerte m ar de fondo con viento en calm a: p ro ­ ducto, es preciso inferirlo, de una to r­ m enta tropical que azotó las Baham as. Ese día era nuestro 10 de octubre. Colón no hubiera llegado a las B ah am as el 12 de octubre, porque dos días antes las carabelas hubieran

zozobrado. A fo r­

tunadam ente, llegó el 22. Otro hecho

curioso, aunque no pasa de anecdótico: santa Teresa falleció apenas pasada la m edianoche del 4 de octubre de 158 2... y fue enterrada el 15. Por unos m inutos, las Teresas celebran su onom ástica once días m ás tarde que si no se hubiera v e ri­ ficado la reform a. Esta reform a fue aceptada en los países católicos. Los protestantes y los cristianos orientales la rechazaron por ser una m edida «pa­ pista». A l fin tuvieron que adaptarse a los hechos. Los luteranos lo hicieron en 170 0,

cuando

llevaban

once

días y

m edio de retraso. Los ingleses no lo hicieron hasta 1752. En Rusia no se aceptó la reform a papal, hasta el ad ­ venim iento del régim en soviético, que no

era

«ortodoxo»;

aunque

curio­

sam ente los rusos siguieron celebrando la «Revolución de Octubre» el día de su aniversario, el 7 de noviem bre. Y los griegos no pasaron al nuevo cóm puto hasta

1927,

cuando

sus

calendarios

m archaban ya con 13 días de retraso.

Otros científicos del Renacimiento

Las técnicas de navegación se d es­ arrollaron prodigiosam ente en la época de los grandes descubrim ientos geográ­ ficos. En la Casa de la C ontratación de Sevilla se crearon cátedras de m atem á­ ticas,

astronom ía

y

cartografía,

al

m ism o tiem po que se elaboraba el «Pa­ drón

G eneral»

o

m apa

del

Nuevo

M undo. Cada piloto tenía obligación de hacer un m apa de las tierras por él descubiertas, m apa que iba enrique­ ciendo el G eneral. Parece que fue Diego G utiérrez el que consiguió elaborar en 1562 un m apa com pleto y enorm e del continente am ericano. A lonso de Santa Cruz fue autor de unas «cartas esfé­ ricas» que suponían una nueva técnica en la representación de una superficie esférica sobre un plano, y Pedro de M e­ dina escribió navegación.

un fam oso tratado de

El alem án Johann M üller, m ás cono­ cido com o R egiom ontanus por haber nacido en Kónigsberg (1436-1476), fue el m ejor m atem ático y geóm etra de su tiem po. Su Algorismus demonstratus fue un excelente tratado de cálculo, y una obra

posterior,

De

triangulis,

puede

considerarse el p rim er tratado p ro p ia­ m ente dicho de trigonom etría. Sustituye las cuerdas por los senos, y explica cóm o se puede resolver un triángulo conociendo tres de sus elem entos (dos ángulos y un lado o dos lados y un ángulo). La ciencia de la trigonom etría, con

todas sus

espectaculares

conse­

cuencias, estaba en m archa. Niccoló

Fontana,

que

adoptó

él

m ism o el nom bre de Tartaglia, porque era tartam udo, (1499-1559) fue un in ­ signe m atem ático italiano, que teorizó sobre las leyes de la balística y estudió la caída de los cuerpos, preludiando los trabajos de G alileo y de Newton. Ideó el

fam oso «Triángulo de Tartaglia», una serie de núm eros en que cada térm ino es la sum a de los dos que están sobre él. Parece un sim ple entretenim iento o un juego cabalístico, pero resulta de gran utilidad en el orden de las progresiones o para calcular la potencia enésim a de un binom io. Tam bién logró dar criterios para la resolución de la ecuación de te r­ cer grado, que era la bestia negra de los m atem áticos de entonces. En este punto sostuvo una larga y fam osa polém ica con Jerónim o C ardano (1501-1576), un m atem ático entre genial, egoísta y loco, que tam bién trabajó sobre el tem a, y fue uno de los introductores del álgebra en Europa. Se dice que Cardano, que p rac­ ticaba la pseudociencia de los h orós­ copos, profetizó la fecha de su muerte. Com o llegado el m om ento gozaba de buena salud, y estaba em peñado en acertar, se suicidó. En orden al progreso del

álgebra,

no

podem os

o lvid ar

a

Sim ón Stevin (14 4 8 -1520 ), que propuso tom ar com o inicio de la serie de los núm eros el cero y no el uno. De ahí pasó a concebir los núm eros negativos. Una persona que no tiene dinero, pero lo debe no es lo m ism o que otra que sim plem ente no lo tiene: la prim era «posee» un caudal negativo, y la se­ gunda un caudal cero. A hora ya es p o si­ ble restar 4 3 5 -6 2 3 = -188 . Y com o caso curioso, recordem os a G. Frisius (15081555), autor de una Aritmeticae practicae methodus facilis, destinada a los com er­ ciantes y contables. En 40 años se h icie­ ron 60 ediciones de este libro: fue un auténtico «best seller». — En el cam po de la m edicina hem os de destacar la figura de Paracelso (Teofrasto de H ohenheim , 14 9 3-154 0 ), un suizo inquieto y rebelde, que viajó por toda Europa, de España a G recia, p a­ sando por Suecia, y visitó tam bién lu ga­ res de A sia y A frica. En su tiem po se

seguía com o a autoridades indiscutibles a los clásicos. Paracelso se rebeló contra la tradición, y en un acto espectacular quem ó las obras de G alen o y Avicena. Pretendía una m edicina nueva, aunque no estuvo a salvo de prejuicios y a rre ­ batos m ísticos. Laín Entralgo advierte que «no entenderá la obra de Paracelso quien no vea en ella un intento de re h a ­ cer (...) los saberes hum anos, pero no m ediante la lectura y reflexión, sino m erced a una fervorosa y om ním oda pesquisa personal». A hí estuvo su p rin ­ cipal defecto: la excesiva confianza en sí m ism o, y el deseo de hacerlo todo él, com o si fuera una especie de profeta inspirado. Eso sí, rechazó a los clásicos, pero tam bién com batió todo tipo de hechicerías, m uy frecuentes aún en su tiem po. Intentó descubrir la causa de las enferm edades, y cuando m enos acertó aconsejando la m ayor asepsia posible, y los

baños,

m ejor

baños

en

aguas

m inerales. Form uló p reparados a base de m etales: m ercurio, plata, oro, cobre, de los que creyó obtener las «esencias», por m ás que se tratase en la m ayoría de los casos de productos ineficaces, cuan ­ do no perjudiciales. Su espíritu e x tra ­ ñam ente m ístico le llevó a creer que los m edicam entos actúan en virtud de un poder

espiritual

o

«quintaesencia».

Acertó en unos puntos, se equivocó en otros; pero dio una idea de lo que es la «iatroquím ica» o quím ica m édica. Pa­ sado m ucho tiem po, aquella idea aca­ baría fructificando en productos de sín ­ tesis quím ica que constituyen la base de la m edicina clínica actual. —A ndrés Vesalio (Wessel), era belga de nacim iento (1514-1564), pero tam ­ bién viajó m ucho, y se fijó por largo tiem po en Padua, la principal escuela de m edicina por entonces, donde fue p ro ­ fesor de anatom ía. Al contrario que otros

m aestros,

disecaba

él

m ism o

delante de sus discípulos, e iba d escri­ biendo y analizando los distintos órga­ nos del cuerpo. Llegó a ser m édico de Felipe II de España, aunque su principal actividad

fue

la

anatom ía.

Su

obra

m agna, De fabrica humani corporis fue du­ rante m ucho tiem po la base de los co­ nocim ientos anatóm icos. Para Vesalio, la arm azón de esa «fábrica» son los huesos; la carne se afian za en ellos por los tendones y m úsculos; luego vienen las arterias y las venas, que conducen la sangre; en el interior del cuerpo están los órganos: el corazón, los pulm ones, el estóm ago, el hígado, los riñones, que realizan cada cual una función vital d is­ tinta. Lo que m ás adm ira en Vesalio son sus

m aravillosas

lám inas,

realizadas

con una pulcritud y una precisión ex­ traord inarias. Vesalio es uno de los grandes introductores de la m edicina m oderna: com enzó siguiendo a H ipó­ crates y G aleno para irse separando de

ellos, pero sin adoptar nunca posturas com bativas. — El m ecanism o de la circulación de la sangre quedaba aún pendiente. Tardó un tiem po en ser com prendido. Un m é­ dico revolucionario y heterodoxo, a la m anera de Paracelso, el español M iguel Servet — aragonés o navarro, según las versiones, 15 11- 15 5 3 — m ezcló sus teo­ rías religiosas con las m édicas; en un libro en que pretendía reform ar el c ris­ tianism o (De restauratio fidei christianae) form uló la idea de que la sangre nece­ sitaba purificarse, y lo hacía gracias al aire que aportaban los pulm ones: de aquí que se le atribuya el descu bri­ m iento de la pequeña circulación de la sangre, o circulación pulm onar. Eso sí, relacionaba

el aire

inhalado

con

el

«pneum a» o espíritu. Servet fue conde­ nado a perecer en la hoguera por otro reform ista, Calvino. Cinco años después de la m uerte de Servet, en 1558, Realdo

Colom bo, p rofesor en Padua, se refería con m ás claridad a la parte derecha y la izquierda del corazón; la prim era en ­ viaba la sangre a los pulm ones, de donde regresaba a la parte izquierda. Sin em bargo, una explicación com pleta de la circulación de la sangre no llegaría hasta el m édico inglés W illiam H arvey (1578-1657), buen clínico y m ejor ob ser­ vador, al que ya podríam os incluir entre los grandes científicos del siglo XVII. Distinguió, en ese m aravilloso m otor que es el corazón, el papel de las a u rí­ culas y el de los ventrículos, y separó la circulación pulm onar de la general. La sangre, im pulsada por el ventrículo iz ­ quierdo, sale por las arterias, y después de regar todo el organism o regresa por las venas. Una teoría tan correcta causó sin em bargo extrañeza. John Aubrey, biógrafo de H arvey, dice que cuando éste form uló la teoría de la circulación, m uchos

de

sus

pacientes

le

abandonaron, loco.

porque

le

tenían

por

La Revolución del siglo X V II En nuestra estim ación m ás habitual, el Renacim iento, en los siglos XV y XVI, es m ás brillan te que el barroco, que ocupa una época que transcurre en el XVII y parte del XVIII. Identificam os el barroco con lo desm esurado, lo in n e­ cesariam ente com plicado, hasta con lo irracional. El siglo XVII es tenido como una época de decadencia. Se registra en Europa

una

grave

crisis

económ ica,

m otivada en parte por la dism inución de los aportes m etálicos y del tráfico con

el

Nuevo

M undo

(Am érica

va

aprendiendo a valerse por sí sola), de dism inución de la población europea por obra de una serie de pestes terribles, y por guerras interm inables, entre ellas la G uerra de los Treinta A ños, que asoló a gran parte del continente. Por si fuera poco, hay en m uchos países m onarcas indolentes y m inistros corruptos, tal

vez porque la excesiva com plejidad de la adm in istración del estado hace la función de gobernar cada vez m ás incó­ m oda, y no se han inventado funcion es nuevas. Todo eso es cierto. Pero tam ­ bién es cierto que el siglo XVII es el siglo de Cervantes, Shakespeare, Velázquez, Rem brandt; com o tam bién lo es, en el cam po científico, de Descartes, Kepler, Galileo, Neper, Leibniz, Newton. O que en la m úsica consagra las tonalidades y las form as que hoy seguim os con si­ derando «clásicas». Hay en el siglo XVII un m isterio, capaz de suscitar grandes genios y grandes innovadores, en m edio de una época convulsa, llena de d ificul­ tades y que m uestra signos de la n ­ guidez. La ciencia, por su parte, se in d e­ pendiza de la filosofía, racionaliza sus m étodos, observa los fenóm enos, de­ duce leyes, y utiliza instrum entos de cálculo desconocidos o poco conocidos hasta entonces, que perm iten un avance

espectacular, com o tal vez ningún otro siglo había conocido. Y de este avance d eriva la «ciencia clásica», tal com o se la concibe y se la practica en el siglo XVIII y sobre todo en el XIX.

Descartes: el método y el análisis

Suele identificarse, según los criterios, a D escartes o a G alileo com o «el in tro ­ ductor de la ciencia m oderna». Quizá con cierta im precisión, por cuanto la m oderna concepción científica fue lle ­ gando poco a poco, tuvo sus p rede­ cesores y m ás tarde sus confirm adores; pero es cierto que tanto D escartes como G alileo tuvieron un evidente sentido «moderno», aunque cada cual a su es­ tilo, que independizaron la ciencia de cualquier otro tipo de conocim iento, que buscaron lo riguroso y que dieron una especial im portancia a la relación entre la razón hum ana y la experiencia. Descartes goza de una fam a especial com o filósofo, y esa fam a es m erecida, pero no puede sep ararse su filosofía de su espíritu científico. Tanto es así, que su obra m ás fam osa, el Discurso del Método, no es m ás que el prólogo a un

libro general de ciencias, el «Tratado del Mundo», del cual solo llegó a publicar tres partes: «Dióptrica», «M eteoros» y «Geom etría».

René

Descartes

(1596-

1650) nació en La Haye, Turena, Fran ­ cia. Estudió con los jesuítas, y m ás tarde cursó derecho, pero la carrera no le convenció. Durante un tiem po participó com o m ilitar en la guerra de los Treinta Años, y sirvió a M auricio de N assau. En 1619 sufrió un im pulso interior, que él interpretó com o una revelación, que le condujo a dedicar su vida al hallazgo de un m étodo infalible para alcan zar la verdad. Desde entonces fue filósofo y científico a un tiem po. A diferencia de otros autores del siglo XVII, no esta­ blece una distinción específica entre la filosofía y la ciencia. Estuvo en Italia, m ás tarde en H olanda, donde publicó la m ayor parte de sus obras. A l final de­ cidió establecerse en Suecia, donde la reina

C ristin a

quería

recibir

sus

lecciones. El frío invierno sueco agravó su enferm edad pulm onar, de la que fa ­ lleció cuando tenía 54 años. Descartes parte de la idea de que no cabe apoyarse en los conocim ientos antiguos,

porque

contienen

muchos

errores y no es posible p artir de lo equi­ vocado. En realidad, el conocim iento ha sido

hasta

el m om ento un

m ar de

dudas. Y D escartes siente un ansia in fi­ nita de alcanzar lo cierto, lo absolu­ tam ente indiscutible. Le encantan las m atem áticas, y cree saber por qué: las m atem áticas no fallan, llevan a conclu­ siones apodícticas, sin posible recurso en contra. «Las m atem áticas dem ues­ tran todo lo que expresan , expulsan todas las dudas». ¿N o podría en con­ trarse para las dem ás ciencias, para la m ism a

filosofía,

un

«método

m ate­

m ático» capaz de alcan zar en todos los ám bitos una certeza absoluta? Toda su vida

estuvo

obsesionado

con

la

búsqueda de ese método. En el Discurso del Método, com o es bien sabido, parte de una «duda metódica», en que se re fu ­ gia en sí m ism o, com o si lo dem ás no existiera (o no fuese seguro que e x is­ tiera), y en ese refugio encuentra un hecho que se le aparece com o evidente, com o un axiom a que no se puede d is­ cutir: cogito, ergo sum, pienso, luego e x is­ to. D escartes parte así de su propio yo, del hecho de «su» pensar y de la conclu­ sión de «su» existencia. Introduce un elem ento subjetivo, aunque le parece evidente. Y a p artir de este hecho de­ duce la existencia de Dios, que hay una «res

cogitans»,

digam os

un

espíritu

capaz de pensar, y una «res extensa», es decir, una m ateria conocible. Y por este cam ino va reconstruyendo la realidad, que resulta ser m ás o m enos com o le han dicho. ¡A h !, pero la adm ite no p o r­ que se la han dicho, sino porque él la ha com probado.

Con

Descartes

se

introduce el papel del yo com o suprem a instancia, la correspondencia entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, y el uso de la razón com o suprem o árbitro en la elucidación de la verdad. Una concepción de esta natu raleza será la base de toda la ciencia clásica desde entonces hasta la gran crisis científica del siglo XX. Y, por supuesto, la ad m i­ sión de la m atem ática com o la base — «la puerta» dice D escartes— de todo el desarrollo del conocim iento. Por lo que se refiere a la ciencia en sentido estricto, la m ayor aportación de D escartes fue la geom etría analítica, lla ­ m ada tam bién geom etría cartesiana. Ya otros habían trazado ejes de coorde­ nadas, pero es él quien generaliza el método, y, sobre todo, quien de acuerdo con el sistem a de referencia que esos ejes crean (llam ando x a los valores en ordenadas, e y los valores en abscisas), aplica el álgebra a la geom etría. Así,

representando una circunferencia, una elipse, una parábola en función de los puntos que estas figuras ocupan re s­ pecto de un eje de coordenadas, deduce las ecuaciones de la circun ferencia, de la elipse, de la parábola. Las figuras pue­ den

rep resentarse

por ecuaciones, y

puede operarse con ellas com o si fueran las propias figuras. La geom etría a n a lí­ tica significó un avance de im portancia colosal en el m étodo m atem ático, y p er­ m itió las m ás insospechadas ap lica­ ciones. M ás aún: hem os escrito las p ala­ bras «en función de», un concepto que hoy em pleam os con frecuencia para m uchas cosas, no solo estrictam ente científicas. El concepto de «función» sería tom ado m ás tarde por Leibniz para introducir los fundam entos del cálculo infinitesim al. Descartes, efecti­ vam ente, había abierto la puerta.

Kepler y el triunfo insoípeéhado de la elipse

Johannes Kepler (1571-16 30) es quizá m enos fam oso entre las p ersonas re la ti­ vam ente cultas que sus contem poráneos D escartes o G alileo, pero no por eso es m enos im portante, si no lo es m ás. Eso sí, no fue un rebelde ni am igo de gestos espectaculares. Hijo de una fam ilia re­ lativam ente m odesta, nació en Weil, W ürtenberg, A lem ania, y con el p rop ó­ sito de hacer la carrera eclesiástica es­ tudió filosofía en la universidad de Tubinga. A llí encontró un p rofesor de m atem áticas y astronom ía, que cam bió su destino. «Yo iba a ser teólogo — es­ cribió una vez K epler—. Luego me di cuenta de cóm o Dios se m an ifiesta tam ­ bién

vivam ente

en

la

obra

de

sus

m anos». En 1594 fue profesor en G raz, A ustria, y vivió en una m odesta casita que aún se conserva. Su fam a de sabio

creció de tal m anera, que en 1602, a la m uerte de Tycho Brahe, el em perador Rodolfo II le nom bró su astrónom o ofi­ cial. Kepler disfrutó de la inm ensa v e n ­ taja que suponía poder d isponer de las num erosísim as

y

p recisas

o b serva­

ciones de Brahe, y tuvo el inconveniente de estar obligado a hacer horóscopos — una actividad que él bien sabía que era anticientífica—, porque el oficio de astrónom o im perial incluía tal com e­ tido y Rodolfo se lo reclam aba. Kepler apenas fue observador. No dispuso

de

los

com plicados

in stru ­

m entos que Brahe había tenido en Uranienborg, y su enferm edad de la vista hubiera dificultado su labor. Fue en cam bio un fabuloso calculista, y adem ás estaba convencido de que los cielos están

regidos

por

leyes

expresables

m atem áticam ente. Partió de la concep­ ción copernicana, pero halló un obstá­ culo

al

estudiar

detenidam ente

la

retrogradación de los planetas. Sobre todo en el caso de M arte, el m ás fácil de estudiar,

la

retrogradación

variab a

según la posición de aquel astro en el cielo, y adem ás era tanto m ás fuerte cuanto m ás brillan te aparecía M arte, (es decir, podía colegirse: cuanto m ás c er­ cano). No todos los acercam ientos de M arte se producían a la m ism a d is­ tancia.

Copérnico

había

tratado

de

resolver este problem a suponiendo que las órbitas de los planetas eran circu­ lares, pero el sol no estaba exactam ente en el centro de estos círculos. Kepler se dio cuenta de que tal explicación era in ­ suficiente. La solución m atem ática era m uy sencilla, pero m uy insatisfactoria: ¡los planetas giran en torno al sol des­ cribiendo una órbita elíptica! Ya en 1605 se dio cuenta de que no podía ser de otra m anera, pero su im aginario, in ­ fluido por convicciones de m ilen ios, se resistió durante unos años a adm itirlo,

hasta que al fin hubo de rendirse ante la evidencia. En 1609 se decidió a form ular sus fam osas tres leyes: i.

Los planetas describen una elipse en su

movimiento en torno al sol, el cual se en­ cuentra en un foco de esa elipse . Es la m ás sencilla de exp resar de las tres, pero tam bién, aunque hoy estem os m uy lejos de im aginarlo, la que a sus contem ­ poráneos pareció m ás revolucionaria. El m ism o Kepler intentó buscar otras explicaciones: no le gustaban las órbitas elípticas, pero al fin hubo de atenerse a los hechos. El m undo científico vivía in ­ m erso en las concepciones pitagóricas sobre la arm onía universal, y en la idea de Platón de que la circun ferencia es la línea m ás perfecta de todas, y la figura m ás perfecta es la esfera. Y los cielos son

perfectos,

como

proclam aba

A ristóteles en una afirm ación que nadie se

había

atrevido

a

negar.

R ecor­

dém oslo porque es curioso: un científico

tan inconform e con la autoridad y tan progresista com o G alileo escribía a Ke­ pler: «vuestras elipses me quitan el sueño.

Pensar

que

los

m ovim ientos

celestes no son perfectos supone que cualquier día todo el m ajestuoso edificio de la Creación puede ven irse abajo. Os lo repito: vuestras elipses no me dejan dormir». Hoy no se nos ocurre pensar que una elipse pueda ser m enos «per­ fecta» que una circunferencia, o que la m aquinaria de los cielos corra peligro por el hecho de que las órbitas sean elípticas: pero la resistencia a un cam ­ bio de paradigm a es tenaz hasta en los científicos m ás preparados. 2.

El radio vector de un planeta barre

espacios proporcionales al tiempo empleado en recorrerlos. Lo que viene a sign ificar que un planeta se m ueve tanto m ás rá ­ pidam ente cuanto m ás cerca se encuen­ tra del sol, y m ás lentam ente cuanto m ás lejos. Puesto que las órbitas son

elípticas, un planeta se m ueve unas veces m ás que otras: acelera y decelera. En M arte el fenóm eno es m ucho m ás visible. En la Tierra, no tanto, pero lo es tam bién. La m ayoría de las p ersonas cultas — pero no todas, ciertam ente— saben que en diciem bre la Tierra se e n ­ cuentra m ás cerca del sol que en junio (por supuesto, la distancia al sol no tiene nada que ver con las estaciones). Pero quizá no nos hem os dado cuenta de que, en el h em isferio Norte, el ve ­ rano dura 94 días y el invierno 89: basta tom ar un calendario para com probarlo. Y es que la Tierra m archa m ás deprisa en d iciem bre-enero que en junio-julio. En M arte la diferencia es m ás escan ­ dalosa: en el hem isferio Norte, el v e ­ rano dura 183 días y el invierno 158. Todo porque

la órbita

m arciana

es

m ucho m ás m arcadam ente elíptica que la terrestre. 3. El cuadrado del tiempo de revolución

(digamos el año de un planeta) es propor­ cional al cubo de su distancia al sol. Esta tercera ley fue establecida por Kepler años m ás tarde, después de arduos cál­ culos, y nos sirve para conocer la d is­ tancia al sol de cada planeta: n atu ral­ m ente, siem pre que conozcam os la de un planeta determ inado. Por ejem plo, podem os ob servar que Júpiter da una vuelta com pleta al sol en 1 1 ,8 años. Aplicando la ley, resulta que Júpiter dista del sol 5,2 veces m ás que la Tierra. Para conocer la distancia exacta tene­ m os que saber de antem ano la de la Tie­ rra al sol. Esta distancia, hallada por triangulación, o por los pasos de Venus por delante del disco solar, era entonces m uy difícil de determ inar. H orrocks, en 1639, calculó una distancia de 90 m illo ­ nes de kilóm etros, pero H uygens, en 1659, la estim ó en 160 m illones. Fue un acierto increíble para aquellos tiem pos. Hoy sabem os que el sol, está a 150

m illones

de kilóm etros

de nosotros.

Conocida la distancia al sol, conocida la de los dem ás planetas. El siglo XVII term inaba con este sensacional logro que perm itía conocer con notable ap ro­ xim ación las dim ensiones del sistem a solar. Por otra parte, las leyes de Kepler serían básicas para que Newton, antes de term in ar aquella centuria, descu­ briera la ley de la G ravitación U ni­ versal.

Galileo, genio y polémico

G alileo G alilei (1564-1642) nació en Pisa, hijo de un m úsico notable, p rogre­ sista y rebelde, que pretendía realizar experim entos con los sonidos y lograr una m úsica nueva. Su retoño heredó unas cuantas de sus cualidades, entre ellas un carácter polém ico y la afición a la m úsica, que no dejó de practicar toda la vida. El padre, Vincenzo, le hizo estu­ diar m edicina en la universidad de Pisa, pero G alileo salió tam bién rebelde y dejó la carrera para apren der m atem á­ ticas y física. Llegó a catedrático, y fue siem pre original. Tuvo unas dotes de observación

extraord inarias.

Su b ió ­

grafo V iviani cuenta que, durante una función en la catedral de Pisa, observó las oscilaciones de una lám p ara que col­ gaba de la bóveda: las oscilaciones eran isócronas,

aunque

cada

vez

m enos

acentuadas, es decir, el recorrido de la

lám para era cada vez m enor, pero el tiem po que em pleaba en cada ciclo o vaivén, era siem pre el m ism o. Si fue así, descubrió de joven la ley del péndulo, aunque no la publicó hasta m uchísim o m ás tarde. Tam bién se cuenta, aunque no es nada seguro, que arrojó una serie de bolas de plom o y de m adera desde lo alto de la Torre inclinada de Pisa, para dem ostrar, contra la teoría de A ristó ­ teles, que todos los cuerpos caen a la m ism a velocidad, y no, com o se decía, que los m ás pesados caen m ás de prisa. Si hizo tal experiencia, falló ante sus contrincantes. Porque es cierto que en el espacio libre, donde no hay atm ósfera — digam os en la luna—, cae con la m ism a velocidad una bola de plom o que una plum a; pero en nuestro m undo, por el rozam iento del aire, la plum a lo hace m ás despacio. La teoría era genial, la práctica, tal com o la hizo, parecía dar la razón a sus contrarios. G alileo era un

hom bre rebelde. Odiaba vestir la toga en la universid ad , que entonces era la prenda reglam entaria; y lo que es peor, escribió un epigram a sarcástico contra los que usaban toga. Sus in tem perancias le ganaron enem igos, y fue expulsado de la universidad. Le invitaron entonces a enseñ ar en la universidad de Padua, donde estuvo du­ rante dieciocho años (1592-1610). A llí destacó com o m atem ático y com o fí­ sico. Se dedicó a la dinám ica, al estudio de los cuerpos en m ovim iento y a la de­ term inación del centro de gravedad de las d iversas figuras geom étricas. Tam ­ bién m ejoró el principio de A rquím edes sobre la flotabilidad de los cuerpos. Aunque se quejaba de que no le pagaban lo suficiente y protestó con frecuencia, su vida hubiera sido relativam ente p lá­ cida si un hecho no hubiera venido a alterarla de form a dram ática en 1610. M uchas personas creen que G alileo fue

el inventor del telescopio. No es exacto. Ya Bacon hizo un instrum ento para aum entar el tam año aparente de los objetos lejanos, aunque no sabem os en qué consistía (vid. pág. 74). Y sabem os que por 1580 un individuo vendía por las calles de Sevilla un tubo para «catar lejos» (catalejo). Estos inventos no die­ ron resultado, a lo que parece. En 1608 un fabricante de lentes flam enco, Hans Lippersey, colocó en un extrem o de un tubo una lente convexa y en el otro ex­ trem o una lente cóncava, y observó con asom bro que aum entaba el tam año de los objetos

lejanos,

com o

una

lupa

aum entaba el de los cercanos. El in ­ vento era de utilidad incalculable para los m arinos, y L ippersey dio a conocer por escrito su descubrim iento: fue este escrito el que le dio difusión, con inde­ pendencia de que otros hubieran lo ­ grado

antes lo m ism o.

En

1609 un

com erciante y m arino flam enco recaló

en Venecia y enseñó su catalejo. G alileo, que ya había hecho experim entos de óptica, com prendió la utilidad del h a­ llazgo, fabricó un instrum ento igual y se dispuso a sacarle partido. Esta iniciativa cam bió la historia. Las

p rim eras

observaciones

teles­

cópicas de G alileo parece que se h icie­ ron desde lo alto del C am panile de San M arcos de Venecia, naturalm ente sobre objetos terrestres: navios o edificios lejanos. El Dux y los caballeros que le acom pañaban quedaron entusiasm ados, y le ayudaron. G alileo pudo fab ricar así telescopios cada vez m ayores. Ya en Padua, observó m anchas en el sol (que él atribuyó a nubes solares, escand a­ lizando a los que sostenían que el sol es inm aculado); las m ontañas de la luna (¡la luna es un m undo com o la Tierra, con m ontañas y al parecer m ares oscu­ ros!); las fases de Venus (¡Venus tiene fases com o la luna, y esto solo se

explica si unas veces está m ás lejos que el sol y otras m ás cerca!); los satélites de Júpiter (la prim era noche vio tres «estrellitas» en torno al planeta, la se ­ gunda vio cuatro, y volviendo a ob ser­ va r noche tras noche, llegó a la conclu­ sión de que giraban alrededor de Jú p i­ ter: ¡luego hay unos astros que giran alrededor de otros, y no todos alrededor de la Tierra!). No tuvo tanta suerte con Saturno:

le parecieron

tres

planetas

ensartados uno a otro; años m ás tarde, creyó ver un planeta en form a de huso con dos agujeros: su m odestísim o teles­ copio le producía estos efectos ópticos. Sólo en 1655 C h ristian H uygens, ope­ rando con un telescopio m ucho m ás p o­ tente, descubrió los anillos de Saturno. El últim o descubrim iento astronóm ico de G alileo fue que la Vía Láctea se reso l­ vía en m illones de estrellas individuales. Tuvo que ser m ás una intuición que una constatación, porque su aparatito no

daba para m ás. Pero esa intuición venía a d estruir para siem pre la idea de «la esfera de las estrellas». Estas se encuen­ tran a d istancias m uy distintas, algunas infinitam ente m ás lejos que otras. Los descubrim ientos de G alileo v e ­ nían a trastorn ar la concepción del C os­ m os. Por supuesto, levantaron polé­ m icas, que el sabio pisano disfrutaba fom entando. El astrónom o papal, el alem án C lavius, uno de los autores de la reform a del calendario (vid. pág. 98) creyó escandalizante que la luna pu ­ diera tener m ontañas. G alileo llevó su telescopio a Rom a, y allí Clavius quedó plenam ente convencido. Otra polém ica tuvo con el P. Scheiner, que tam bién había descubierto las m anchas del sol: am bos discutieron sobre quien las había descubierto

prim ero

y

cuál

era

su

verdadera naturaleza. Pero el hallazgo que G alileo quiso considerar prim ordial fue

el

de

los

satélites

de

Júpiter:

reforzaba la concepción copernicana, pues aunque no dem ostraba que los p la ­ netas giran alrededor del sol, dejaba en claro que unos satélites giran alrededor de un planeta, y no de la Tierra. En 16 10 publicó Sidereus nuntius («el m ensajero celeste»), y, se lo dedicó a Cosm e II de M édicis: com o el gran sabio era un m agnífico vendedor, llam ó a los saté­ lites de Júpiter los A stros M edíceos. Ni que decir tiene que Cosm e II se sintió halagado, recibió con los m ás altos honores a G alileo y le hizo su A stró ­ nom o M ayor. David

B rew ster

escribe

que

«la

im prudencia con la cual G alileo insistió en hacerse enem igos sirvió aún m ás para que éstos se alienaran de la v e r­ dad». Fue un perjuicio para am bas p a r­ tes. Y creó una falsa leyenda m uy difícil de desarraigar. Una encuesta reciente recoge el dato de que el 30 por 10 0 de los

un iversitarios

cree

que

G alileo

m urió en la hoguera de la Inquisición, y un 8o por 10 0 que fue torturado. No sufrió daño físico alguno, y m urió, casi octogenario, en su m agnífica «villa» de A rcetri. Un hecho que puede so rp ren ­ dernos en principio es que Copérnico, canónigo de C racovia y descubridor del sistem a heliocéntrico, no fue m olestado por ello; que Kepler, otro hom bre p ro ­ fundam ente religioso, no solo aceptase la teoría copernicana, sino que descu­ briese las leyes que rigen el m ovim iento de los planetas alrededor del sol, sin encontrar enem igos (como no fuese el propio G alileo, m ás conservador, que no podía tolerar la idea de las elipses). Y que en cam bio, G alileo, que no des­ cubrió en este cam po m ás que el m o vi­ m iento de los satélites de Júpiter, y no precisam ente en torno al sol, generase dram áticos problem as con la Iglesia. Es m uy posible que en los inicios del B a ­ rroco,

por

razones

del

cam bio

de

m entalidad y por intuirse el peligro de la interpretación libre de la Biblia que defendían los protestantes, se hubiera hecho m ás conservadora. Es indudable tam bién que la época barroca es ex­ trem adam ente tendente a polém icas. Y que G alileo era polém ico, y adem ás sa r­ cástico, por naturaleza. Se ha discutido si aquel hom bre genial se consideraba a sí m ism o «el m ensajero celeste» o si esas palabras se refieren solo al libro que escribió con ese título. El hecho pudo escandalizar. Ludovico G eym onat pretende que G alileo quiso instrum entalizar a la Iglesia para hacer triu n far su doctrina. Si en las U niversidades, cen­ tros m uy ligados a la Iglesia, se en se­ ñaba com o verdad oficial el heliocentrism o, y con él las teorías de G alileo, el sabio adquiriría un renom bre u niversal. Sea de ello lo que fuere, G alileo viajó a Rom a en 16 11, y fue recibido por todos con

adm iración

com o

un

gran

científico. El telescopio fue colocado en los jardines del Q uirinal, y hasta el papa contem pló adm irado las m anchas del sol y otras m aravillas. El sabio estaba a punto de conseguir su objetivo. De m o­ m ento todo fue bien, aunque, como en todas m igos,

partes, pero

G alileo sobre

encontró

todo

en e­

entusiastas

partidarios. La cosa com enzó a estro­ pearse cuando uno de esos entusiastas, el P. Foscarini, pretendió encontrar en la Escritura pruebas de la teoría h elio­ céntrica. Y lo peor fue cuando el propio G alileo em pezó a hacer exégesis bíblica por su cuenta. Se estaba m ezclando innecesariam ente la interpretación de los libros sagrados con hechos cien tí­ ficos, de una naturaleza distinta. G alileo fue objeto de num erosas denuncias ante la Inquisición. No llegó a juzgársele, pero el cardenal B ellarm ino, prim era autoridad sobre la cuestión en aquel m om ento,

pidió

a

G alileo

que

no

enseñara el h eliocentrism o com o un hecho com probado, sino solo com o una hipótesis, en tanto no pudiese demostrarla. Ni triunfo apoteósico ni fracaso com ­ pleto.

G alileo

regresó

a

Florencia,

donde siguió siendo sum am ente esti­ mado. Continuó haciendo experim entos sobre la gravedad de los cuerpos, e in ­ ventó el p rim er tipo de term óm etro, todavía un tanto im perfecto. Eso sí, so s­ tuvo una polém ica con el jesuíta O razio G rassi sobre la naturaleza de los com e­ tas. N inguno acertó. En 1623 fue elegido papa M affeo Barberini, que tom ó el nom bre de Urbano VIII. El cardenal B arberini era uno de los incondicionales adm iradores de Galileo, y éste vio su cam ino abierto. Para cum plir su p ro ­ m esa de no defender com o tesis la teo­ ría heliocéntrica, utilizó un recurso m uy socorrido entonces: la form a literaria del Diálogo. Fue el Diálogo sobre los dos sistemas del Mundo, publicado en 1630.

Los principales protagonistas son Salviatti,

copernicano, y

Sim plicio,

un

aristotélico de ideas rancias que hacen honor a su nom bre. La obra es, en efec­ to,

sucesión

de

argum entos

contraargum entos,

una

en

que

y

Salviatti,

digam os el autor, se m uestra m uy su p e­ rior a su contrario. La obra resulta in ge­ niosa, aunque en extrem o satírica y d es­ pectiva hacia los teóricos tradicionales. El Diálogo fue buen recibido, y Galileo volvió a Rom a decidido a im poner su criterio. El papa y la m ayoría de los cardenales le recibieron calurosam ente. No es fácil saber cóm o se torció de nuevo la cosa. Los enem igos de Galileo se m ovieron activam ente. Una de las acusaciones consistió en la supuesta identificación de Sim plicio con Urbano VIII, algunas de cuyas ideas se recogen, en

efecto;

pero

im probable

que

sem ejante

acto

parece G alileo de

sum am ente com etiese

im prudencia

con

quien adem ás se consideraba su amigo. Lo cierto es que las acusaciones aca­ baron prom oviendo un juicio por parte de

la

Inquisición

que

sorprendió

a

todos. G alileo sufrió una decepción tre­ m enda y lo pasó m al, porque adem ás se consideraba un fiel católico. Tam poco los inquisidores disfrutaron con el p ro­ ceso. Se encontraron en la dram ática situación de tener que d efinirse entre dos concepciones del m undo, un asunto m uy com prom etido entonces, y en el cual no hubieran debido entrar. M. A rtigas ha encontrado recientem ente docum entos en que se aprecia que los inquisidores

no

querían

condenar

a

G alileo; pero se veían presionados por las denuncias y por el peligro de aceptar oficialm ente una doctrina que podía ser falsa. Al fin, y com o era im posible un acuerdo, decidieron som eter el asunto a votación. Fue la votación la que decidió por m ayoría: G alileo fue condenado.

Teóricam ente a prisión. Se deduce que todo fue fruto de un consenso, puesto que no llegó a estar preso nunca. Vivió durante un tiem po en el Q uirinal, des­ pués en la residencia del arzobispo de Siena, y finalm ente en su villa de A rcetri. No podía enseñar en la universidad, aunque sí seguir investigando y recibir visitas. La condena de G alileo fue un baldón para la Iglesia, puesto que a la larga (entonces era im posible) se de­ m ostró que la teoría heliocéntrica era la verdadera. Las repercusiones históricas de esta condena, aunque hubiera sido m ínim a, y hoy siga siendo tergiversada y exagerada, fueron inm ensas. La frase atribuida a G alileo al salir del tribunal, eppur si muove («y sin em bargo [la Tie­ rra] se mueve») fueron inventadas en el siglo XVIII, aunque todo el m undo se las crea. La condena a G alileo fue revocada en 1741, cuando ya el sistem a h elio­ céntrico estaba claram ente probado.

El científico pisano siguió trabajando. En A rcetri practicó sus m ejores exp e­ riencias. R ealizó un estudio decisivo sobre resistencia de m ateriales, y sobre todo sobre la caída de los graves. G a li­ leo descubrió y form uló la ley del p én ­ dulo, pero no fue capaz de construir un reloj de péndulo (lo conseguiría Huy­ gens en 1656), pero ideó un ingenioso reloj de agua con un frasco cuidado­ sam ente graduado que le perm itió com ­ probar el m ovim iento uniform em ente acelerado de los cuerpos que caen. Este principio, no lo olvidem os tam poco, había sido enunciado en el siglo XIV por los tan olvidados Buridan y Oresm e (vid. pág. 75); pero fue G alileo quien lo com probó

experim entalm ente

m e­

diante un m étodo im pecable. Se valió de un plano inclinado, tam bién graduado, y de bolas que se d eslizaban por una ra ­ nura experim entando una m ínim a fric ­ ción, y siem pre constante. Com o pronto

com probó que las bolas que caen por un plano inclinado suben luego por otro colocado a continuación y cuesta arriba, descubrió tam bién la ley de la inercia. A m bos descubrim ientos colocan a G a li­ leo entre los pioneros de la m ecánica experim ental y form ulada: realm ente fue el prim ero que aplicó la m atem ática al m ovim iento de los cuerpos. Sus d es­ cubrim ientos serían básicos para los que después efectuaría Newton. G alileo fue perdiendo la vista, y fa ­ lleció en A rcetri el 8 de enero de 1642.

Los logaritmos

Com o expresó uno de sus inventores, H enry Briggs, «los logaritm os son unos núm eros inventados para resolver m ás fácilm ente los problem as de aritm ética y geom etría». Esa invención se realizó a principios del siglo XV II, y ya por 1660 era conocida por la m ayoría de los m atem áticos. La idea no partió de B ri­ ggs,

que

era,

efectivam ente,

m ate­

mático, sino de un propietario de tierras y aficionado a hacer cuentas, que se lla ­ m aba John

N apier (generalm ente es

conocido com o Neper) barón de M erchiston. N eper (1550-16 17) fue un a r­ diente patriota a quien preocupaba la posibilidad de una invasión de las Islas Britán icas por los españoles, hacia los que sentía m ucha rabia, y a este efecto inventó sistem as de fortificaciones y cañones de grueso calibre que no lle ­ garon

a

fabricarse

nunca.

Tam bién

publicó libros de teología, que fueron su obra entonces m ás fam osa, de los que se hicieron m uchas ediciones. A N eper le fastidiaba hacer cuentas, sobre todo ele­ va r a potencias y extraer raíces. Y de aquí que idease un sistem a de op era­ ciones aritm éticas sim plificadas, m e­ diante lo que él llam ó «núm eros a rtifi­ ciales», que luego pasaron a ser cono­ cidos com o «logaritm os». El sabía que para d ividir potencias bastaba restar exponentes. Pues bien, operem os con exponentes. Partió de la correspon dencia entre dos progresiones

123456 2 4 8 16 32 64 La prim era es una progresión a rit­ m ética en que cada núm ero es igual al anterior m ás uno. La segunda es una progresión

geom étrica

en

que

cada

núm ero es el doble del anterior. Pues bien, el i es el logaritm o de 2, el 2 el logaritm o de 4, el 4 el logaritm o de 16, y así sucesivam ente. En 16 14 N eper es­ cribió un libro sobre «las m aravillosas propiedades

de

los

núm eros

a rtifi­

ciales». Tales son los logaritm os neperianos, que siguen teniendo un im p o r­ tante valo r m atem ático. Pero poco des­ pués, el m atem ático H enry B riggs, que visitó a N eper y conoció su invento, prefirió valerse de una base decim al. A sí, el logaritm o de 10 es I; el de 10 0 , 2; el de 10 0 0 , 3, y así sucesivam ente. Los logaritm os de B riggs o logaritm os deci­ m ales son los que em pleam os u su al­ mente. Para m ultiplicar basta sum ar, para d ivid ir basta restar, para potenciar basta m ultiplicar y para rad icar basta dividir. Las operaciones m ediante lo g a­ ritm os se hacen m ucho m ás sencillas. Lo com plicado es hacer una tabla de logaritm os,

ya

que

no

todos

los

núm eros son exponentes de io. A sí, el logaritm o decim al de 584 es 2,766412 8 4 7 1124 ;

el

logaritm o

3,302330928 68 44.

de

20 0 6

N aturalm ente,

es el

logaritm o de un m illón es 6. Neper em pleó 23 años en elaborar sus tablas, y B riggs por lo m enos 13. Pero una vez que el calculista conoce esas tablas, sus operaciones

se

hacen

in co m p ara­

blem ente m ás rápidas. (Y por lo gene­ ral, no hace falta em plear tantos deci­ m ales com o aparecen en las tablas). Kepler difundió los logaritm os por Eu­ ropa, y Blas Pascal les encontró toda clase de aplicaciones. Cálculos que e x i­ gían sem anas enteras podían realizarse en un día. Sim ón de Laplace dijo que «los logaritm os han duplicado la vida de los m atem áticos» (en el sentido de que les han ahorrado m uchísim o tiem ­ po). Sin duda se quedó corto. Solo a fines del siglo XX y en el siglo XXI, con las

m áquinas

calculadoras

y

los

ordenadores, las tablas de logaritm os se han

quedado

obsoletas.

Pero

cum ­

plieron una función histórica e in su sti­ tuible durante tres siglos.

Algo sobre Torricelli y Huygens

En 1642 el G ran Duque de Toscana, Fernando de M édicis, había decidido construir una nueva fuente en los ja r­ dines de su palacio, y los obreros esta­ ban abriendo un profundo pozo. C o n ­ form e aparecía el agua, la extraían por m edio de una bom ba, para que p udie­ ran continuar las obras. Sin em bargo, al llegar a los 11 m etros de profundidad, el agua dejó de subir por el tubo, por afanosam ente que trabajara la bomba. Nadie se explicaba el fenóm eno. La idea vigente desde los tiem pos de A ristóteles era que el agua, o cualquier fluido, se n ­ tía «h orror al vacío», y tendía a llen ar todo espacio que se dejase vacío de aire. A sí funcionaban las bom bas, y nadie discutía tal principio. ¿Por qué el ex­ tractor de agua dejaba de sen tir «horror al vacío» a p artir de once m etros de desnivel? Curiosam ente, la inexplicable

falta de h orror del agua llenó de h orror a los entendidos. Nadie se explicaba aquella falta flagrante a las leyes de la naturaleza. El G ran Duque consultó con el m atem ático de la corte, Evan gelista Torricelli, que se propuso resolver el m isterio. Torricelli era ya un científico reco­ nocido. Había sido secretario de Galileo en la últim a etapa de su vida, y por eso precisam ente fue su sucesor en la corte de los M édicis. Intuyó que alguna fuerza em pujaba al agua a subir por un tubo cuando en él se hacía el vacío, pero esta fu erza no era ilim itada: no podía con el peso del agua cuando esta llegaba a poco m ás de diez m etros de altura. No cabía pensar en el h orror al vacío. Y a Torricelli se le ocurrió la idea de que el agua subía por el tubo porque estaba em pujada por el aire. Probó con un lí­ quido m ás pesado que el agua, el m ás pesado de todos: el m ercurio. Encontró

un tubo de cristal de m etro y m edio de longitud. Llenó el tubo de m ercurio, lo invirtió con la boca hacia abajo, y lo su ­ m ergió en una cubeta llena del m ism o m etal. El m ercurio descendió hasta una altura de 76 centím etros por encim a del nivel de la cubeta. En la parte superior del tubo se había hecho el vacío. ¡Y el peso de una colum na de m ercurio de 76 centím etros de altura es igual al de una colum na de agua de 10 ,13 m etros! El aire pesa, esa fue la deducción de Torricelli. Y es ese peso el que hace subir un fluido por un tubo en el que se ha hecho el vacío. Pero no indefinidam ente: el peso de ese fluido nos indica cuál es el peso del aire. Es falso que el aire no pesa, com o se creía por entonces. P re­ siona sobre todas las cosas, sobre n o so­ tros m ism os. Y si no som os aplastados es sencillam ente porque las partes hue­ cas de nuestro cuerpo no están vacías... están llenas tam bién de aire. Torricelli

inventó el baróm etro, es decir, un in s­ trum ento para m edir el peso o presión del aire. N aturalm ente, hoy em pleam os el baróm etro com o un m edio para p re ­ decir el tiem po, puesto que la presión del aire es m ás baja en el seno de las bo­ rrascas que en el de los anticiclones. Eso Torricelli no lo sabía, pero el descubri­ m iento del baróm etro iba a ser fu n d a­ m ental en el m undo de la física, y dejó en claro que los gases tam bién pesan: unos m ás que otros. Torricelli

descubrió

otras

m uchas

cosas: por ejem plo la velocidad de s a li­ da de un fluido por un tubo, un hecho relacionado tam bién con la presión, y con la altura del nivel del fluido (es el llam ado «Principio de Torricelli»), T ra­ bajó, com o Galileo, a quien perfeccionó, sobre el centro de gravedad de los cuer­ pos, e intuyó la posibilidad de m an ejar valores infinitesim ales, adelantándose a Leibniz y a Newton. Sin duda aquel

sabio

laborioso

y

sencillo

hubiera

descubierto m uchas cosas m ás, si una fiebre tifoidea no se lo hubiera llevado inesperadam ente cuando tenía 39 años. — Otro sabio tam bién sencillo y h u­ m ilde, a quien no se dio dem asiada im portancia en su tiem po fue el h olan ­ dés C h ristian H uygens (1629-1695). Fue discípulo de D escartes, a quien conoció en los viajes que éste hizo a Holanda, y hasta le alojó en su casa. M ás tarde v ia ­ jaría

a Inglaterra,

donde

conoció

a

Newton. H uygens se convierte así en una especie de enlace entre dos grandes generaciones de científicos. Fue el típico sabio que abarcó los m ás diversos sabe­ res. Conocía el latín y el griego, escribía m úsica, pulía lentes y fue un excelente m ecánico. Pasó quince años (1666-1681) en Francia, donde Luis XIV le hizo m iem bro de la Real A cadem ia de C ien ­ cias. A llí hizo m uchos de sus m ás n o ta­ bles descubrim ientos. M ejoró el sistem a

de pulim ento de lentes y construyó el m ejor telescopio de su tiem po. Con él resolvió

el

fam oso

problem a

de

Saturno: no era un planeta triple, ni un astro con asas, sino que tenía un b ri­ llante anillo alrededor. Y adem ás d es­ cubrió un satélite de Saturno, Titán. Tam bién observó M arte, e hizo los p ri­ m eros dibujos de este planeta. Se dio cuenta de que los accidentes m arcianos no ocupaban siem pre la m ism a p o si­ ción, y así calculó la rotación del p la ­ neta, que gira sobre sí m ism o en poco m ás de 24 horas, ¡casi com o la Tierra! Al m ism o tiem po trabajó con lentes en la observación de objetos m uy peque­ ños,

y

junto

Leeuweenbroek

con

su

descubrió

com pañero el

m icro s­

copio: fue el p rim er hom bre que con­ siguió ver las células de nuestro cuerpo (aunque no pudo interpretarlas). En

París

oscillatorium,

publicó en

que

da

Horologium cuenta

del

descubrim iento del reloj de péndulo. G alileo, descubridor de la ley del p én ­ dulo, se había esforzado inútilm ente en construir

un

reloj.

H uygens,

m ejor

m ecánico, no solo hizo relojes, sino que inventó el péndulo com puesto, que co­ rrige la dilatación de la longitud del péndulo por efecto del calor, con lo cual sus oscilaciones son isócronas bajo las m ás d iferentes tem peraturas. ¡Y m uy poco después descubrió el reloj de re ­ sorte! M ediante un m uelle en espiral, logró un m ovim iento constante de la m aquinaria sin necesidad de péndulo. Un reloj de resorte es transportable, y puede

llevarse

de

cualquier

form a,

cam inando, o bien a bordo de un navio. N aturalm ente, necesitaba aún m uchos perfeccionam ientos antes

de que un

reloj así pudiese m archar de form a satisfactoria.

Con

Newton

discutió

sobre la naturaleza de la luz, y concluyó que

era

un

fenóm eno

vibratorio.

Trabajando con espejos y prism as dejó en claro las leyes de la reflexión y re ­ fracción de la luz. A veces es difícil sep arar lo que son descubrim ientos de H uygens de los que pertenecen a N ew ­ ton. Otro trabajo de H uygens que m ás tarde resultó útilísim o a Newton fue la teoría de la fuerza centrífuga. De ahí de­ dujo que la Tierra debe ser achatada por los polos y abultada en el ecuador. Y tam bién enunció m ejor que G alileo la ley de la caída de los cuerpos en el vacío. Todo ello nos hace ver lo m ucho que le debe su am igo Newton. Otra aportación de H uygens fue un tratado com pleto sobre el cálculo de p robabi­ lidades. Fue, en sum a, el científico del siglo XVII que tocó m ás tem as e hizo m ás descubrim ientos. Nunca se enzarzó en una polém ica. Era tím ido y am able, y siem pre respetó la obra de los dem ás. Tuvo la m ala suerte de que la m ayor parte de sus escritos no llegaron

a

publicarse por entonces, al m enos de una m anera am plia, de m odo que solo fue bien conocido con posterioridad a su muerte. Y aun así, es posible que nunca se le haya hecho justicia.

Leibniz y el cálculo infinitesimal

Z en ón de Elea, un filósofo griego del siglo V a.J.C., que pasa por ser el in ven ­ tor del arte de discutir, propuso una serie de problem as o «aporías» que pese a la aparente sencillez de su p lan tea­ m iento, sus contem poráneos no p udie­ ron rebatir, aun sabiendo que las teorías de Zenón eran absurdas. La «aporía» m ás conocida es la que se refiere a la apuesta entre Aquiles y la tortuga. El héroe «de los alados pies» fue desafiado por una tortuga a que nunca la alcan ­ zaría en una carrera, siem pre que le diese una determ inada ventaja. Su pon­ gam os, para entendernos m ejor, que A quiles corre diez veces m ás rápido que la tortuga, y que concede a ésta cien m etros de ventaja. Cuando A quiles ha corrido esos cien m etros, la tortuga ha corrido diez, esto es, aún va diez m etros por delante. Cuando A quiles recorre

esos diez, la tortuga ha recorrido uno, y todavía le lleva un m etro de ventaja al héroe. Cuando este ha recorrido ese m etro, la ventaja de la tortuga es aun de diez centím etros. Y si A quiles avanza esos centím etros, la tortuga le llevará un centím etro. Cuando el héroe recorra ese centím etro la ventaja de la tortuga será de un m ilím etro, después será de una décim a de m ilím etro, de una cen té­ sim a

de

m ilím etro,

y

así

su cesi­

vam en te... Pero Aquiles nunca alcan ­ zará a la tortuga. Nosotros nos dam os perfecta cuenta de que la argum entación encierra un so ­ fism a... y los griegos tam bién lo sabían, porque eran dueños de una lógica tan depurada com o puede ser la nuestra; pero con su tosca

contabilidad

por

m edio de ábacos, no encontraban m a­ nera de contradecir a Zenón. La tram pa consiste en escoger cada vez trechos m ás

pequeños,

hasta

llegar

a

los

infinitam ente pequeños, siem pre dentro del ám bito en que Aquiles no ha alcan ­ zado a la tortuga. Los últim os trechos acaban siendo irriso rio s, al fin absolu­ tam ente despreciables. Reparem os en el recorrido de Aquiles antes de alcan zar a la tortuga: cien m etros, diez m etros, un m etro, un decím etro, un centím etro, un m ilím etro, una décim a de m ilím etro... Lo que, expresándonos

en

m etros

viene a ser: 10 0 + 10 + i + 0 ,1 + 0 0 1 +... O, lo que es lo m ism o, i i i , i i i i i i n i i i i . . . m etros. Por este cam ino no llegarem os nunca hasta el m om ento en que Aquiles alcanza a la tortuga, porque necesi­ tam os escribir un núm ero infinito de unos, y no tenem os una p izarra en el m undo donde quepan todos. Ese punto exacto al que querem os, pero al que no podem os llegar es el límite en el cual el alcance se produce. N aturalm ente que Aquiles alcanza a la tortuga. Sin ir m ás lejos, en el m etro 112 ya la adelantado

en casi 89 centím etros *. El concepto de límite ya fue teorizado por m uchos m atem áticos, pero fue Lei­ bniz el que lo expresó m ás claram ente que nadie. G ottfried W ilhelm Leibniz (1646-1716) fue quizás el últim o sabio universal. Fue teólogo, filósofo, jurista, historiador, lingüista, diplom ático, y al m ism o tiem po uno de los grandes ge­ nios del cálculo. Para B. R ussell fue una de las inteligencias m ás p reclaras de todos los tiem pos. G auss, uno de los grandes m atem áticos del siglo XIX, le critica por haber desperdiciado su en o r­ me talento para el cálculo, al haber dedicado

gran

parte de su precioso

tiem po a otros y m uy variado s m en es­ teres. Pero Leibniz fue así: polifacético, y al m ism o tiem po dotado de una ilim i­ tada ansia de síntesis. Quiso abarcarlo todo. D om inaba el latín, el griego, el alem án, el francés, el inglés, conocía el español y el italiano y se interesó por el

chino. La prim era de sus grandes ideas unificadoras, cuando le hicieron diplo­ m ático, fue conseguir una versal.

Luego trató

paz u n i­

de recon ciliar a

católicos y protestantes. Era luterano, pero se fue acercando progresivam ente al catolicism o; sin em bargo, se negó a convertirse, porque lo que quería era lo­ grar una única confesión cristiana. No hace

falta

decir

que

fracasó

en

su

propósito (era dem asiado idealista, y los tiem pos no eran quizá los m ás p ro p i­ cios para aquella m isión, pero por lo m enos no dejó de intentarla). M ás tarde concibió la idea de unificar todas las form as de conocim iento hum ano: al parecer fue la lectura de Raim undo Lulio, a quien Leibniz ad m iraba, el que se la sugirió. El ideal era una sciencia generalis,

expresada

por

un

lenguaje

com ún y perfecto, la lingua characterica. De aquí la búsqueda de «un m étodo en que todas las verdades de la razón sean

reducidas a un tipo de cálculo». A Leibniz, lo m ism o que antes a Descartes, le seducía el lenguaje m atem ático, porque lo encontraba infalible, sin posibilidad alguna de error. Si todas las p ro p o si­ ciones de la razón hum ana pudieran ser expresadas m ediante un lenguaje p are ­ cido

al

m atem ático,

desaparecerían

todas las dudas. Tam poco hace falta decir que Leibniz no encontró este len ­ guaje, pero se le considera el prim er gran pionero de la lógica m atem ática. Leibniz, cuya

p rofesión

era la

de

diplom ático, estuvo en París, Londres, Berlín, Rom a, A m sterdam . Fue en París (1873-1879) donde conoció a H uygens, que

le

instruyó

en

los

principios

m atem áticos. Leibniz ya había estu ­ diado

aritm ética

y

geom etría,

pero

quizá nunca hubiera llegado a ser un gran genio del cálculo sin esa fecunda am istad. Filósofo com o era, intuyó m uy pronto la im portancia de los sistem as

de num eración, y teorizó com o nadie el sistem a bin ario (el que hoy em plean los ordenadores); enseguida desarrolló el cálculo com binatorio y la teoría del cá l­ culo de probabilidades, dos cam pos a fi­ nes, en que la m atem ática iba a d esarro­ llarse m uy am pliam ente en el futuro. Pero m uy pronto se preocupó de lo que él llam ó el calcul de l’infinément petit. Del concepto de lím ite llegó al del in fin i­ tesim al. No olvidem os que en París se fam iliarizó Leibniz con la geom etría cartesiana. Una curva puede ser rep re­ sentada en un sistem a de coordenadas, y esta representación puede ser e x p re ­ sada por una ecuación. A hora bien, una curva está form ada por infinitos p u n ­ tos. Y un punto no es curvo, ¡es solo un punto! ¿Puede ser localizado e id enti­ ficado un punto? Sí, por su posición exacta respecto del eje de coordenadas. Leibniz pensó entonces en una serie de rectas tangentes a la curva. Podem os

trazar todas las tangentes a la curva que queram os, cada una de ellas tendrá una inclinación, pendiente, distinta. Y cada tangente toca a la curva en un solo punto. Ese punto, solo ese punto, será com ún a la curva y a la tangente que toca con ella. Y la pendiente de la ta n ­ gente es perfectam ente determ inable, y coincide adem ás con la pendiente de la curva en ese punto. La pendiente de cada punto de la curva coincide con la pendiente de una recta tangente a ella. Aunque la curva, en ninguno de sus puntos, «es» la recta. Ni la recta, en ninguno de sus puntos, «es» la curva. Y nadie puede protestar. Basándose en esta equivalencia, que es perfectam ente válid a, llega Leibniz a los supuestos del «cálculo», lo que lla ­ m am os hoy cálculo infinitesim al. D es­ cartes había expresado el concepto de función (un punto de una curva puede determ inarse en función de los ejes de

coordenadas: (vid. pág. 105). Pues bien, Leibniz idea la función derivada (hoy sim ­ plem ente «derivada») con la que puede operarse com o si ese segm ento in fin i­ tesim al de una curva fuese una recta. Y esa posibilidad de op erar sobre té r­ m inos equivalentes abre un inm enso cam ino a los recursos del cálculo, antes inim aginables.

El descubrim iento

del

cálculo infinitesim al fue probablem ente el avance m ás im portante de la ciencia m atem ática en m uchos siglos. Y gracias a la m atem ática, lo fue tam bién de la fí­ sica, de la ingeniería, de la astronom ía y de otras m uchas ciencias. Si nuestra ci­ vilización ha llegado a donde ha llegado es en gran parte gracias al cálculo in ­ finitesim al. A hora bien: la invención del cálculo infinitesim al no puede atribuirse ú n ica­ m ente a Leibniz. Ya lo insinuó clara­ m ente B arrow años antes. Y contem po­ ráneam ente, lo descubrió Newton. El

«análisis» de Leibniz fue publicado en Acta eruditorum en 1684, y los Principia de Newton en 1687; pero desde mucho antes habían descubierto los dos genios, con absoluta independencia, los fu n d a­ m entos del nuevo cálculo. Ya en 1676 había expuesto Leibniz lo que el lla ­ m aba differentia (diferencial) y hasta es­ cribió la notación que hoy se em plea, dx, o diferencial de equis. Pero Newton asegura que la idea se le ocurrió ya en el annus mirabilis de 1666, cuando por culpa de una peste tuvo que refu giarse en su finca de W oolsthorpe: y todo es posible. Varios testigos lo aseguran. Y tam bién es cierto que cuando Leibniz estuvo en Londres en 1673 conoció a Newton o supo cuando m enos de sus trabajos. Va­ rias veces se escribieron los dos sabios, y se com unicaron algunos de sus secre­ tos, pero fueron em pleando un lenguaje cada

vez

m ás

cabalístico

conform e

tem ieron que el otro le plagiara. La

denuncia de plagio partió al fin de N ew­ ton, ya cuando am bos habían publicado sus trabajos. Y siguió una polém ica ingratísim a, e indigna de dos de los s a ­ bios m ás grandes de todos los tiem pos, azuzados por sus respectivos am igos. Leibniz era tan ingenuo, que som etió la disputa al arbitraje de la R oyal Society de Londres... cuyo presidente era N ew ­ ton (!!). Innecesario es decir cuál fue el veredicto. Hoy tiende a considerarse que am bos fueron

descubridores

independientes

del cálculo m oderno. Tal vez Newton se adelantó un poco, pero Leibniz lo fo r­ m uló mejor. Las expresiones que hoy em pleam os

son

las de

Leibniz,

que

parecen m ás claras. De hecho, am bos pueden com partir con todos los h on o­ res la gloria de haber realizado un d es­ cubrim iento que la hum anidad agradecerles a lo largo de los siglos.

debe

Newton

Nadie

y la ley del Uníberso hubiera

apostado

por Isaac

Newton el día que nació, ni siquiera algunos años m ás tarde. Las distintas biografías dan com o fecha de su n aci­ m iento el 14 de diciem bre de 1642, o el 4 de enero de 1643, no porque existan dudas sobre la cuestión, sino porque entonces regía en Inglaterra el calen­ dario juliano, y los ingleses no querían aceptar una reform a, por científica que fuera, establecida por decisión de un papa. En todo caso, el padre de Isaac, un gran jero de W oolsthorpe, Inglaterra, había m uerto tres m eses antes. Y nació sietem esino. Quizá sean exagerad as las in form aciones según las cuales solo pe­ saba dos libras (un kilo); sí está claro que vino al m undo com o un ser enclen­ que, y enclenque se m antuvo durante su niñez. Por si fuera poco, su m adre volvió a casarse cuando el pequeño

tenía dos años, y el padrastro no quiso cargar con él, de suerte que Isaac se crió en la gran ja con sus abuelos. M ucho se ha hablado de la relación de estos he­ chos con su vida retraída: es im posible asegurarlo. Sus abuelos lo enviaron a una escuela cercana, donde no destacó por sus estudios, ni tuvo am igos: sí m ostró interés por los juguetes m ecá­ nicos: inventó un cochecito m anejado por una m an ivela, un m olino de viento, una com eta que llevaba luces encen­ didas... M uerto su padrastro, la m adre volvió a W oolsthorpe y pretendió convertir a Isaac en un buen granjero, pero el m uchacho descuidaba sus deberes, y siem pre lo encontraban leyendo libros de m atem áticas... A sí fue com o por con ­ sejo de un tío lo enviaron, a los 18 años, a estudiar en el Trinity College de la U niversidad

de C am bridge,

no

m uy

lejos de W oolsthorpe. Obtuvo m edia

beca y lo alojaron com o «estudiante s ir­ viente», es decir, com o criado de sus com pañeros, aunque podía recibir lec­ ciones com o los dem ás. Hasta entonces no había destacado gran cosa, pero lo descubrió el m atem ático Barrow , que encontró en él un extraord inario d iscí­ pulo. Era ya un destacado u niversitario cuando, con m otivo de la peste de 1664, cerró

la

universidad

de

Cam bridge.

Isaac volvió a la gran ja de W oolsthorpe, donde

trabajó

m uy

poco y

m editó

mucho. Fue en aquellas circunstancias cuando según él m ism o, y sobre todo según sus partid arios, vivió el annus mirabilis de 1666. De acuerdo con estas versiones solo en ese año descubrió la Ley de la G ravitación U niversal, la ley de desarrollo del binom io, las leyes del m ovim iento, y las «fluxiones», nom bre que él daba a las «tasas de cam bio en las variab les en un intervalo infinitam ente pequeño»,

es

decir,

las

propias

del

cálculo

infinitesim al.

Parece

lógico

suponer que no desarrolló en su in te­ gridad todas las teorías; hubiera sido un auténtico m ilagro. Pero pudo, en sus reflexiones solitarias, h aber intuido el núcleo de m uchas de las que luego se­ rían sus principales aportaciones a la ciencia universal. La fam osa h istoria de la m an zana ha sido siem pre tenida por falsa, pero no debem os olvid ar que fue el propio N ew ­ ton quien la inventó. A bsolutam ente nadie puede negar que una noche de ve ­ rano, cuando la luna llena brillab a en el cielo, oyera caer una m anzana. Conocía perfectam ente ese ruido característico. Y pudo preguntarse, en aquel m om ento o bien m ás tarde, por qué, si cae una m anzana, no cae tam bién la luna. ¿Cuál es la diferencia entre la m anzana y la luna? Cualquier otro científico hubiera podido señ alar cien d iferencias, pero Newton

halló

la

fundam ental:

la

m an zana parte del reposo, m ientras que la luna está en m ovim iento. C oncre­ tam ente, da vueltas alrededor de la Tie­ rra. Y porque da vueltas, no cae. De sobra conocía Newton lo que es la fu e r­ za centrífuga. Es m ás, si la luna da vu e l­ tas alrededor de la Tierra y sin em bargo no sale disparada com o la piedra de la honda de los pastores, es precisam ente porque la Tierra la atrae. El sabio tuvo que m editar profundam ente sobre la cuestión. Si la luna no cae sobre la Tie­ rra, pero tam poco sale disparada, sino que se m antiene siem pre en la m ism a órbita, es porque, solicitada por dos fuerzas, la centrífuga y la centrípeta, se m antiene

en

equilibrio

dinám ico.

¿Cóm o puede explicarse ese equilibrio? A Newton le habían fascinado las leyes de Kepler, tal com o se las había e x p li­ cado Barrow. Y trabajando con aquellas leyes y con los hechos observados, de­ dujo, no sabem os exactam ente cuándo,

porque entre aquella prim era reflexión y la solución definitiva pudieron m ediar años y m uchos cálculos, la Ley de la G ravitación U niversal: dos cuerpos se atraen entre sí en razón directa de sus m asas, e inversa del cuadrado de su d is­ tancia. Se ha dicho — al m enos durante siglo s— que es la ley m ás im portante del Universo. Es posible que durante el m ism o v e ­ rano m aravilloso intuyese Newton los principios del cálculo infin itesim al, y, por supuesto, el desarrollo del binom io y las leyes del m ovim iento. Todo está relacionado en cierto modo. Y todo lo iría m adurando en años sucesivos. Sin em bargo, p asarían m ás de veinte años antes de que se decidiese a publicar sus Principia mathematica, en que todo ello está expresado. ¿P or qué esa in e x p li­ cable tardan za? El genio de Newton es m uy difícil de com prender. Sabem os que su m entalidad un poco retorcida era

enorm em ente susceptible a las críticas; y él vivía en una época extrem adam ente propicia a la polém ica. Newton era un genio, y poseía un altísim o concepto de sí m ism o. No podía sop ortar que le contradijesen: m ontaba en cólera, se ponía m alo. Y, cuando m enos varias veces, aseguró que no quería publicar sus teorías ante la posibilidad de que a l­ guien las negase. Pudo ser así, pudo sen tir el deseo de dejar sus p rincipios irrebatiblem ente asentados, pudo existir cualquier circunstancia psicológica que le im pidiera expresar en público lo que había

descubierto.

Lo cierto

es que

cuando al fin publicó los Principia, en 1687 — redactados al parecer entre 1684 y 1686— todos aquellos p rincipios esta­ ban

descubiertos

mucho tiem po

por

Newton

desde

antes, y, en algunos

casos, desvelados ya a sus discípulos. En el cam po del cálculo infinitesim al llegó a casi los m ism os resultados que

Leibniz, aunque por un cam ino en cie r­ to m odo distinto. Leibniz partió exclusi­ vam ente de la geom etría analítica y de la identificación de puntos en que una curva y una recta tangente se encuen­ tran. Newton estaba m ás preocupado por el m ovim iento. Sobre todo el m o vi­ m iento de los astros. Las leyes de Ke­ pler, el hecho de que las órbitas de los planetas sean elípticas le hicieron ver que el m ovim iento uniform e se da m uy pocas veces. Los astros, contra lo que se hubiera podido suponer un siglo antes, aceleran

y

deceleran.

Esta

conside­

ración fue el punto de partida que le perm itió deducir la Ley de la G ra v i­ tación

U niversal.

A hora

bien,

para

determ inar una órbita, es preciso cono­ cer con exactitud todos los puntos que recorre, y el m om ento en que ese cuer­ po estará en cada uno de esos puntos. De aquí la necesidad de calcular las «fluxiones» y recom poner las órbitas.

Newton recurrió tanto al concepto de derivada com o a la recom posición de todos esos infinitésim os en form a de «integral». Quizá las expresiones que usó no resulten tan cóm odas ni a p ri­ m era vista tan claras, pero su trabajo fue tan genial y tan irreprochable com o el de Leibniz. Fue justam ente el cálculo de la órbita de un com eta el que le m ovió a dar publicidad por escrito a su m étodo de cálculo. Veamos. En 1682 se hizo visible un gran com eta. El astrónom o Edm und H alley encontró sim ilitudes entre la tra ­ yectoria aparente descrita por aquel llam ativo astro y la de los com etas que se vieron en 1531 y en 1607. ¿Se trataría quizás del m ism o com eta que regresaba a las cercanías de la Tierra una y otra vez? El periodo parecía ser de 75 o 76 años. Si esto era así, los com etas no son astros

errantes

que

surgen

cuando

m enos se piensa y luego desaparecen

para

siem pre:

vuelven,

después

de

haber descrito una órbita cerrada. ¡Qué gran id ea!: los com etas no son unos m onstruos siderales que anuncian d es­ gracias, sino astros com o los dem ás, solo que sus órbitas son m ucho m ás alargad as que las de los planetas. ¿P u e­ den

calcularse

estas

órbitas?

H alley

recurrió a Newton, del que sabía que ya había encontrado un m étodo nuevo que p erm itía calcular trayectorias celestes. De sus conversaciones con el gran genio pudo H alley con firm ar sus ideas, y al m ism o tiem po le anim ó insistentem ente a publicarlas de una vez. Fue así como m ás o m enos entre 1683 y 1686 Newton se puso a redactar los tres im p resio ­ nantes

libros

de

sus

Principia

mathematica. La tenacidad de H alley en este sentido fue decisiva, y tenem os que agradecérsela. Por otra parte, H alley pudo calcular que el com eta vo lvería a aparecer en 1758. Para esa fecha, el

astrónom o había fallecido, pero su re ­ torno sobrevino con absoluta puntua­ lidad.

¡La predicción se había cum ­

plido! En honor de Halley, el fam oso com eta fue bautizado con el nom bre de aquel astrónom o. Pero la intervención de Newton fue tam bién decisiva. O tros dos puntos im portantes que tam bién se tocan en los Principia son la fórm ula para el d esarrollo del binom io y las leyes del m ovim iento de los cu er­ pos. La fórm ula de d esarrollo del bin o­ m io facilita enorm em ente el cálculo. Casi todos sabem os que (a+b)2 = a2 +2ab +b2. M enos gente sabe que (a+b)3 = a3 + 3a2b + 3ab2 +b3 . Y así su cesi­ vam ente. Cuanto m ayor sea la potencia a la que deseam os elevar un binom io m ayor es el núm ero de térm inos que hem os de em plear. Pero Newton dio con la fórm ula aplicable a todos los casos, e intuyó que por ese cam ino podía operar con series polinóm icas

infinitas. Y

por lo que se refiere al m ovim iento,

Newton

form uló

m entales;

I a,

tres

leyes

fu n d a­

la de la inercia: un cuerpo

inicialm ente en reposo, si no es so li­ citado por ninguna fuerza, perm anecerá indefinidam ente en reposo. Un cuerpo en m ovim iento, si no es solicitado por ninguna fuerza, perm anecerá in d efin i­ dam ente en m ovim iento, y ese m o vi­ m iento será uniform e. (Es lo que ocurre con un cuerpo lanzado al espacio, cuan­ do no es atraído por ningún otro cuer­ po).

2a, la fuerza que im pulsa constante­ m ente a un cuerpo es igual a la m asa por la aceleración. Es decir, ese cuerpo se

m ueve

de

form a

uniform em ente

acelerada. Todavía hoy se llam a «new ­ ton» (N) a la fuerza que hay que ejercer sobre una m asa de i kg. para que ad ­ quiera una velocidad de i m. S2 . De aquí que la energía sea igual a la m asa

por el cuadrado de la velocidad. Y por eso la velocidad es el factor m ás im p o r­ tante cuando sufrim os un accidente de carretera. 3 a: toda fuerza ejercida sobre un cu er­ po provoca en éste otra fu erza de reac­ ción equivalente a la que ha recibido. Si desde un bote que flota sobre el agua em pujam os otro bote para apartarlo, el bote se sep arará de nosotros, pero tam ­ bién nuestro bote se separa de él. Es una experiencia que nos extrañ aba de niños, y a la que nos hem os ido acostum ­ brando. Cuando d isparam os una ca ra ­ bina, sentim os un em puje hacia atrás que, si no estam os preparados, hasta puede tum barnos de espaldas. Todos estos

principios eran

m ás o m enos

conocidos, pero nadie los había form u ­ lado

m atem áticam ente

(y por

tanto

nadie los había explicado y u n lve r­ salizado) com o Newton. La publicación de los Principia en

1687 hizo a N ew ton fam oso de la noche a la m añana. Habría que añ adir al hecho otro m ás coyuntural, pero deci­ sivo: la revolución inglesa de 1688, que, de rebote y por circunstancias políticas, lo convirtió en un héroe. Pronto fue ele­ gido parlam entario, luego le nom braron director («Guardián») de la Casa de la M oneda. Este hecho alejó a Newton de la U niversidad. Fue m uy celoso de su cargo: inventó un sistem a de pequeñas estrías en el borde de la m oneda que la hacían m uy difícilm ente falsificable, es­ trías que aún conservan las m onedas actuales. Por cierto que nuestro hom bre fue im placable con los falsificadores. Luego le hicieron «sir», y le nom braron presidente de la R oyal Society. Había llegado al m om ento de su m áxim a glo­ ria, pero en cam bio se había acabado el de los grandes descubrim ientos. En 1704 publicó su últim a obra, Opticks (en su tiem po se escribía así), pero

sus experiencias en el cam po de la óptica fueron m uy anteriores, y hasta las había realizado públicam ente ante la Academ ia. Newton, operando con p ris ­ m as, observó que éstos desviaban la luz y al m ism o tiem po la descom ponían en los distintos colores del iris. Ya Bacon en el siglo XIII (vid. pág. 74) había observado y enunciado el fenóm eno, pero no pudo teorizarlo ni form ularlo com o

Newton.

Tam bién

Descartes,

entre otros, lo había observado, pero creía que la luz era unitaria y que el p rism a producía un efecto falso. N ew ­ ton intuyó que la luz del sol «está com ­ puesta por rayos diversam en te refractables», de m odo que el prism a descom ­ pone lo que es ya diverso. Por e x p e ri­ m entos dem ostró que el color blanco es la sum a de los distintos colores. Es m ás, añadía Newton, «posiblem ente la luz es una

com binación

de

pequeñ ísim as

partículas de diferentes tam años, siendo

las rojas las m ayores y las violetas las m ás pequeñas». H uygens había p ro ­ puesto que la luz es un fenóm eno on ­ dulatorio (vid. pág. 118). Newton, en cam bio, creyó que era un fenóm eno corpuscular, e intuyó los fotones. Los dos acertaron, puesto que hoy la teoría cuántica adm ite que la luz es un fen ó­ m eno corpuscular y ondulatorio a un tiem po. Los fotones no tienen tam año propiam ente dicho, pero acertó en cie r­ to m odo Newton, puesto que el rojo tiene una longitud de onda m ás larga que el violeta. Otro invento im portante: el teles­ copio de espejo. Los telescopios de le n ­ tes obraban un poco com o p rism as, y descom ponían ligeram ente la luz: los bordes de la luna o de los planetas aparecían

irisados.

Newton

corrigió

este defecto construyendo un telescopio cuyo objetivo no era una lente, sino un espejo.

Hoy

se

le

sigue

llam ando

telescopio new toniano. Curiosam ente, el gran sabio inventó un nuevo tipo de telescopio, pero no fue un asiduo obser­ vador, como lo habían sido G alileo o H uygens. m iento

No

hay

ningún

observacional

que

descubri­ podam os

atribuirle. Los últim os treinta y tantos años de Newton fueron casi perdidos para la ciencia. M ucho se ha especulado sobre la «crisis de 1693», que dejó al sabio sin ánim os. Pudo estar provocada por un pequeño incendio que destruyó gran parte de sus papeles: y ya es sabido que Newton, com o su ém ulo Leibniz, es­ cribió m ás que publicó. Bien es verdad que m uchos de los m anuscritos que no publicó carecen de interés científico. Es increíble que un hom bre com o él cre­ yera en los horóscopos, ya entonces desacreditados,

y

que

practicase

la

astrología, que pretendiese h allar la p ie­ dra filosofal, que escribiese farragosos

tratados de cabalística, y que idease una teología de escasa altura, m uy poco o ri­ ginal. Tam bién es triste que su friese ata­ ques

de

«m elancolía»

(entendam os

depresión), que le costase cada vez m ás entenderse con la gente, que fuese d es­ confiado y receloso, y que en las sesio­ nes de la A cadem ia, que tenía que p re­ sidir, se quedase invariablem ente d or­ mido. La explicación m ás com pasiva es la de B ertrand Russell: el increíble es­ fuerzo m ental de Newton en sus años de plenitud le dejó intelectualm ente ago­ tado, incapaz de seguir m ás adelante. Su cuerpo aguantó m uy bien

hasta los

ochenta y cuatro años. M urió en 1727, y fue enterrado con todos los honores en la abadía de W estm inster. Con él se coronó la increíble revolución científica del siglo XVII. 1

Escribiendo

núm eros

quebrados,

podem os decir que Aquiles alcanza a la

tortuga en el m etro m + 1/9 . Con esta expresión,

no

necesitam os

infinitos

decim ales. D ividam os 1 entre 9 y v e re ­ m os por qué.

La ciencia en el periodo de la ilustración Cuenta Paul H azard en uno de sus m ejores libros sobre el espíritu del siglo XVIII esta curiosa anécdota. Un cono­ cido contertulio ilustrado, M. de Lagny, se encontraba gravem ente enferm o, y los am igos que rodeaban su lecho inten­ taban sin éxito hacerle hablar. Hasta que llegó el Director de la Academ ia de Ciencias, M. de M aupertuis, y aseguró que podía hacerlo. Dijo sim plem ente: — M onsieur de Lagny: ¿el cuadrado de doce? — Ciento cuarenta y cuatro— m u r­ m uró el enferm o con voz débil. Fueron sus últim as palabras. M onsieur de Lagny estaba dispuesto a cualquier cosa

m enos

a parecer un

ignorante en cuestiones m atem áticas. Tal fue el espíritu de la Ilustración. El siglo XVIII fue m ás bien pacífico (y

la m ayor parte de las guerras que en él tuvieron lugar, concebidas casi como partidas de ajedrez, fueron poco m ortí­ feras), en él apenas hubo grandes epid e­ m ias, se registró un aum ento de la p ro ­ ducción agrícola m erced a los nuevos sistem as de cultivo, y gracias a ello un increm ento general de la población, m ejoraron los sistem as de m an ufactura, nuevos tipos de navios (fragatas, cor­ betas, bergantines) cruzaron el A tlán ti­ co y realizaron am plias exploraciones en el Pacífico; y, en general, se registra entonces una etapa de desarrollo econó­ mico y de las condiciones de vida de la m ayor parte de la sociedad en Europa. No solo la nobleza, que ahora procura hacerse culta y dom inar los m étodos científicos, sino tam bién una próspera burguesía, enriquecida con el ejercicio de la industria y el com ercio, o con la práctica de las profesiones, buscan estar al

tanto

de

los

avances

del

conocim iento, y particularm ente de la ciencia. En todos estos aspectos fue el XVIII un siglo p articularm ente am able, consciente de que las cosas m archan bien. Quizá por eso m ism o el progreso se convierte en un m ito, y los sabios o eru ­ ditos de entonces escriben esa palabra con m ayúscula. Para Robert N isbet fue aquella la centuria m ás optim ista de la historia, la m ás confiada en el futuro de la hum anidad. El interés por la m ejora del saber se m anifiesta en la form ación de num erosas Academias, que proceden m uchas veces de tertulias particulares de personas cultas o de sabios, provistas del espíritu atildado y educado de la época, a las que asisten caballeros v e s­ tidos de casaca y tocados de pelucas em polvadas y rizadas a tenaza, que d is­ cuten razonablem ente, sin levantar la voz y de acuerdo con un turno riguroso. A lgunas de estas academ ias acaban siendo reconocidas por el poder, porque

tam bién los gobernantes creen en el progreso y se sienten en el deber de estim ular el desarrollo de la ciencia. El zar Pedro I de Rusia tenía su propio planetario, el duque de O rleans su la ­ boratorio particular, el rey de Inglaterra Jorge III coleccionaba aparatos cientí­ ficos. Ya en la segunda m itad del siglo XVII nacieron algunas de ellas, com o la Royal Society de Londres que presidió Newton, la Real A cadem ia de París, fundada por Colbert, m inistro de Luis XIV, o la de B erlín fundada por Leibniz. En el XVIII las academ ias oficiales lle ­ garon a ser m ás de setenta, repartidas por toda Europa, de Lisboa a San Petersburgo.

Las

academ ias,

en

cierto

modo, relevan a las universidades en el papel de adelantadas de la ciencia. La U niversidad, m ás tradicional, m ás ape­ gada a sus viejos usos, queda en oca­ siones superada por las nuevas socie­ dades

de

sabios

y

eruditos

que

constituyen la «República de las Letras y las Ciencias», en form a de in stitu ­ ciones m ás libres, com puestas por un núm ero lim itado de personas, en que se enseña m enos y se aprende m ás, y en que el contacto entre sabios contrasta descubrim ientos

y

experencias

que

luego se publican y se difunden por todas partes. O rganos de este nuevo e s­ píritu científico son revistas com o «Le Journal des Savants», las «N ouvelles de la République des Lettres» o el «Acta Eruditorum ». En ellas se defiende la idea de la ciencia como un libre d es­ envolvim iento de la capacidad de la razón hum ana por alcanzar la verdad sin necesidad de recurrir a instan cias superiores, y esta tendencia m uestra tam bién un carácter ideológico, cuyas consecuencias se tocarán después de las R evoluciones que conm overán a Europa y A m érica a fines del siglo XVIII y p rin ­ cipios del XIX. La confianza en la R azón

m anejada exclusivam ente por el h om ­ bre es uno de los elem entos susten­ tadores del optim ism o de la época ilu s­ trada. Otra característica de la ciencia d ie­ ciochesca es el afán de conferir un sen ­ tido práctico a los saberes. Ya no se concibe el adelanto del conocim iento sin una aplicación concreta al desa­ rrollo de la vida. El estudio debe con­ ducir a conclusiones útiles. Ya no basta descubrir, es preciso tam bién «in ven­ tar». La ley de la dinám ica de los gases ha de estar relacionada con la m áquina de vapor, la observación de la d ila ­ tación de los cuerpos con el calor con­ duce a la invención del term óm etro, los experim entos sobre las propiedades de la electricidad sugieren la pila eléctrica, la geom etría esférica perm ite establecer rutas m ás racionales y m ás cortas para la

navegación.

m áquinas

para

Se

inventan

tejer

y

para

nuevas hilar,

después para fun d ir m etales. Se sigue discutiendo si la revolución industrial com enzó ya en el siglo XVIII o hay que esperar al XIX para ver la historia h u ­ m ana drásticam ente m odificada por el avance de los m edios de producción; lo único indudable es que la ciencia de la Ilustración busca «aplicaciones p rác­ ticas» a sus experiencias y sus descubri­ m ientos, aunque los logros estuviesen todavía m uy lejos de ser espectaculares. Pero se im pone ya la concepción de una «ciencia útil», que no va a contentarse con la constatación del m ero saber. El siglo XVIII es, por otra parte, una época de coleccionistas. El afán por reu ­ nir es m uy característico de la m en ta­ lidad ilustrada. Y para reu nir ord en a­ dam ente es preciso clasificar. Se d is­ tingue entre unas especies y otras, entre unas clases y otras. Linneo clasifica plantas, Buffon clasifica anim ales, De Beer

clasifica

insectos

o

Lalande

clasifica estrellas. El m undo queda así m ás «ordenado» en la m ente de aque­ llos sabios. A la idea de la «razón» acom paña así la del «orden», la de cada cosa en su sitio, que perm ite proceder a un estudio m ás sistem ático. En ade­ lante, ya no será fácil prescin dir de este afán ordenador y clasificador tan p ro­ pio de la ciencia m oderna de Occidente. Hasta las p alabras son ordenadas y clasificadas en los num erosos d iccio­ narios y enciclopedias que aparecen por entonces; y ese orden perm ite encon­ trarlas y u tilizarlas correctam ente en cuanto

queda

clara

su

acepción.

El

deseo de clasificar conocim ientos h a ­ llará su m áxim a expresión en la gran Enciclopedia dirigida por Diderot y D’Alem bert, en la que colaboraron m ás de sesenta sabios y eruditos. En 1770 se calculaba que iba a ocupar diez grandes tom os, de los cuales salió el p rim ero en 1772; pero la prim era edición com pleta,

en 1780, constaba de 35 volúm enes. La Enciclopedia es la m ás depurada rep re­ sentación del espíritu el siglo XVIII, no solo por su prurito de alcanzar todos los sectores del conocim iento hum ano —y m uy especialm ente el científico—, sino por su afán clasificatorio y por su m ism a ideología, m uy preocupada por d estacar la capacidad de la razón h u ­ m ana y por atacar los conocim ientos tradicionales. M iles de suscriptores en toda Europa financiaron aquella obra, que im prim ió carácter a una época, hasta el punto de que se habla del «enci­ clopedism o» o se califica de enciclo­ pedistas a m uchos racionalistas ilu s­ trados, hubieran colaborado o no en la elaboración de la obra. M ás tarde m u­ chos de aquellos artículos, y otros nue­ vos,

dieron

lugar

a

la

Enciclopedia

Metódica, que adopta una una c la sifi­ cación por áreas de conocim iento, y no sim plem ente alfabética.

La ciencia del siglo XVIII experim entó m uy notables avances, y no puede de­ cirse que, por lo que a logros respecta, desm erezca

respecto de la del siglo

anterior; pero no es fácil encontrar grandes genios, com o los que form an aquella serie increíble que va de Des­ cartes a Newton. Por eso quizá resulte conveniente ordenar la m ateria no por autores, sino por disciplinas.

Las matemáticas

La revolución del cálculo operada en el siglo XVII puso las bases de la nueva m atem ática. Su desarrollo hasta las m ás altas posibilidades tuvo

lugar en

el

XVIII. Los B ernouilli (herm anos Jacques y Jean, luego hubo toda una dinastía, ¡h asta siete Bernouilli gran des m atem á­ ticos!) fueron m aestros en el cálculo in ­ finitesim al: a Jacques se debe el térm ino «integral» — el concepto fue intuido por N ew ton— que h oy se usa. Tam bién d es­ arrollaron

el

cálculo

com binatorio

(variaciones, com binaciones, p erm uta­ ciones), un arte de d istribuir elem entos de suerte que se puedan com binar unos con otros sin repetirse y sin obsta­ culizar las series. La com binación fue una verdadera obsesión del siglo XVIII, y aunque a nosotros nos parezca poco m ás que un juego, su papel en ciertos aspectos de la vida

práctica resulta

indispensable. Pensem os, si querem os descender a esos extrem os, que sería prácticam ente im posible organ izar el Cam peonato

N acional

de

Liga

sin

dom inar el cálculo com binatorio. Tam ­ bién los B ernouilli estudiaron el cálculo de probabilidades, nada despreciable en situaciones en que conviene d eterm inar qué va lo r o qué alternativa tiene m ás opciones de sa lir que otra cualquiera. ¿Por qué, en una serie infin ita de opcio­ nes de sim ilar grado, éstas tienden a igualarse? Im aginem os que echam os un dado sobre una m esa seis m illones de veces, y el dado no está trucado. El resultado será un m illón de unos, un m illón de doses, un m illón de treses, etc. etc.,

con

diferencias

porcentuales

pequeñísim as que al fin acaban resu l­ tando

com pletam ente

despreciables.

Com o si hubiese una invisible ley de las com pensaciones que reparte suerte, a la larga, equitativam ente. Por supuesto,

puede salir el cinco en cuatro tiradas consecutivas: pero en ese m om ento, es el cinco el valo r menos probable en la ti­ rada siguiente. Los buenos jugadores de azar, que tienen el vicio m etido en el cuerpo, pero que no tienen por qué no ser inteligentes, llevan estricta cuenta de las jugadas anteriores para saber el núm ero al que deben apostar: es el que m enos veces

ha salido en

la serie.

Com o, naturalm ente, en cada caso no se cum ple el cálculo de probabilidades, sino en series m uy altas, el jugador sigue em pecinado en un em peño que puede ser ruinoso. El afán de apostar por una opción determ inada fue el que m ovió

a

diversos

gobiernos

diecio­

chescos, en Francia, en España, en Ita­ lia, a crear la lotería, en que siem pre hay un ganador seguro: el que la o rga­ niza. D iscípulo de los Benouilli, y suizo com o

ellos

fue

Leonhart

Euler

(1707-1783),

posiblem ente

el

m ejor

m atem ático del siglo XVIII. Tenía una m em oria y una capacidad para realizar operaciones de cálculo realm ente fab u­ losa. Llevado por B ernouilli a la Corte de C atalina I de R usia, fue adm irado por todos e ingresó en la A cadem ia de San Petersburgo. A llí resolvió en tres días un problem a que los académ icos calcu ­ laban que exigiría un trabajo de varios m eses. Luego estuvo en la corte de Fede­ rico el G rande de Prusia, otro m onarca adm irado por el progreso de las cien ­ cias y protector de sabios. Finalm ente regresó a R usia, contratado por C ata­ lina II. Perdió un ojo por causas desco­ nocidas (se dice que por una concen­ tración visual en sus cálculos, por un incendio, por un accidente), y siguió trabajando,

incluso

cuando

fue

p er­

diendo el uso del otro ojo, hasta quedar com pletam ente ciego. Aun en ese e s­ tado,

siguió

dictando

sus

cálculos:

seguram ente es exagerada la afirm ación según la cual «escribió» la m itad de su obra después de h aber perdido la vista. Fue un hom bre bondadoso, m uy p ia ­ doso y am igo de los niños. Tuvo 13 hijos, cuyos gritos y juegos no le im p e­ dían concentrarse en el cálculo. Euler cultivó todas las m odalidades de la m atem ática, especialm ente el cálculo infinitesim al y el álgebra. D esarrolló hasta sus m ás im pensadas posibilidades la com binación de am bas, las ecuaciones diferenciales, indispen sables hoy a los m atem áticos,

físicos

e

ingenieros.

R epresentó por m edio de signos núm e­ ros que no pueden rep resentarse de otra m anera; así, generalizó el uso de n (razón de la circunferencia al diám etro), e (la base de los logaritm os naturales o neperianos) o i (raíz cuadrada de -1), y, es m ás, escribió una fórm ula que em ­ plea los seis valores m ás im portantes de las m atem áticas: em +1 = o. «Pi» (tí) es

el valo r m ás im portante en la geom e­ tría, e el m ás im portante en el cálculo, i es el sím bolo de los núm eros im a gi­ narios, que Euler prácticam ente in au ­ gura

com o

térm inos

operativos.

La

im portancia de los núm eros o y I es que son los dos únicos que no alteran el resultado de una operación; el o, la sum a o la resta: así, 7+0=7; 7 -0 = 7 ; y el 1 la m ultiplicación y la división: 7 x 1 = 7; 7/1= 7. La cosa no parece tener im p o r­ tancia, pero para los m atem áticos la tiene. La obra de Euler es inacabable. Las actuales obras com pletas de este autor ocupan 87 volúm enes con un total de m ás de 8 00 tratados distintos. Hoy aún se siguen leyendo sus m anuscritos. N ingún m atem ático (ni posiblem ente ningún hom bre) escribió tanto jam ás. Joseph Louis de Lagrange (1736 -1813) nació en Turín, de fam ilia francesa. Com o tantos ilustrados viajeros, pasó gran

parte

de

su

vida

en

Berlín,

protegido por el rey de Prusia, Federico II el G rande; allí perm aneció veinte años, hasta que falleció el m onarca, y se trasladó a París. Fue m iem bro de la Academ ia Francesa, la Revolución le respetó, aunque no le ensalzó, y luego fue protegido por Napoleón.

Siendo

joven, escribió a Euler, planteándole un problem a que era incapaz de reso l­ ver. El bondadoso sabio encontró la solución, pero solo dio a Lagrange las pistas necesarias para que la h allara por sí m ism o, de m odo que el descu bri­ m iento fue atribuido a Lagrange. Este m atem ático, valiéndose de las dos gran ­ diosas aportaciones de Newton, el cál­ culo infinitesim al y la Ley de la G ra v i­ tación, fue un m aestro en el cam po de la mecánica analítica, una obra que fue ca li­ ficada por H am ilton de «poem a cien ­ tífico». Uno de sus logros fue la de­ term inación por cálculo de lo que se denom inan «puntos de Lagrange», o

puntos donde un cuerpo, atraído por otros dos, se estabiliza en función de dos atracciones que se com pensan. El cálculo de los puntos lagrangianos tiene hoy una im portancia fundam ental en la era de los satélites artificiales — el saté­ lite Soho, por ejem plo se encuentra en un punto

lagrangiano

«equidistante»

m ecánicam ente de la Tierra y el so l— ; y hasta se aplica a altas cuestiones de cosm ología. Pierre Sim ón de Laplace (1749-1827) fue considerado por sus com patriotas «el Newton francés». Tal vez no llegó a la genialidad de aquél, pero se le parece en su portentosa facilidad para el cál­ culo y la am plitud de los tem as que tocó. Cultivó tam bién aspectos de la astronom ía y de la física. Por ejem plo, fue uno de los descubridores del fen ó­ m eno de la osm osis, o paso gradual de las m oléculas de un líquido a otro a tra ­ vés de una m em brana. Fue un m aestro

del álgebra y de ese tem a recurrente que fue entonces el cálculo de p robabi­ lidades; para Laplace, que quería en con­ trar a todo una solución natural, «en el fondo, la teoría de probabilidades es solo el sentido com ún expresado en núm eros». Fue sobre todo un calculista de órbitas. Se descubrieron entonces pequeñas perturbaciones en las órbitas de Júpiter y Saturno, y el hecho sem bró la alarm a en la com unidad científica: para Newton las órbitas tenían que ser estables, porque de no ser así, tarde o tem prano el U niverso tenía que ven irse abajo. Laplace descubrió que los dos planetas gigantes se atraen m utuam ente hasta el punto de m odificar sus trayec­ torias, pero lo hacen con un periodo que se com pleta en 929 años, a p artir de los cuales el proceso se repite una y otra vez, indefinidam ente. No debem os a la r­ m arnos: las órbitas, en definitiva, son estables. Com o fruto de sus estudios,

publicó Exposition du Systéme du Monde (1796), y

la fam osa Mécanique céleste

(1799-1825),

dos tratados

que siguen

considerándose fundam entales. A Laplace se debe tam bién la teoría de la form ación del sistem a solar a p artir de la contracción de una nebulosa p rim i­ tiva: con gran habilidad supo dem ostrar cóm o un m ovim iento de contracción puede convertirse en un m ovim iento rotatorio. Hoy la teoría de Laplace ha quedado superada, pero sus p rocedi­ m ientos chables.

m atem áticos

son

irre p ro ­

La astronomía

El XVIII fue un siglo no solo de g ran ­ des calculistas sino tam bién, y quizá sobre todo, de grandes observadores. Se consagran los fam osos observatorios de G reenw ich (Londres), París, Berlín, M a­ drid, Cádiz (luego trasladado a San Fer­ nando). De acuerdo con las directrices de Newton, se fabrican gran des teles­ copios reflectores (de espejo), aunque siguen construyéndose tam bién refrac­ tores (de lentes), que no dejan de tener sus ventajas. Se elaboran tam bién d eli­ cados instrum entos de m edición, d esti­ nados a precisar posiciones celestes o m edir ángulos. El descubrim iento del sextante de reflexión perm itió calcular la posición relativa de determ inadas estrellas cercanas a la posición de la luna. Con ello, con una tabla de efem é­ rides y con un buen cronóm etro fue posible vencer a la bestia negra de la

navegación de altura: el cálculo de la longitud geográfica. Ya Colón pudo cal­ cular m ás o m enos bien la latitud, pero durante

m ucho

tiem po

la

d eterm i­

nación de la longitud (la posición de un barco o un país con respecto a los m eri­ dianos) se consideró «el lím ite que la Providencia ha puesto a la m ente h u ­ mana». El m ism o Colón quiso deter­ m inar la longitud de la isla de Jam aica, por un eclipse de luna, pero se equ i­ vocó. Felipe II ofreció un prem io elevadísim o a quien inventara un m étodo para m edir la longitud; años m ás tarde, G alileo optó a él ofreciendo la ob ser­ vación de los eclipses de los satélites de Júpiter; pero estos fenóm enos son m uy d ifíciles de cronom etrar con un catalejo desde alta mar. A parte de esto, no basta un catalejo, sino que es preciso un buen reloj, y un reloj de péndulo se para con el balanceo de un barco. En 1707 la escuadra

del

alm irante

Shovell

se

estrelló contra las islas Scilly, catástrofe que costó la vida a m ás de 2 .0 0 0 m a ri­ nos, y el parlam ento inglés ofreció otro prem io sustancioso a quien resolviese el dichoso problem a. Realm ente, se fue resolviendo poco a poco; los catalejos fueron perfeccionados, y los relojes de escape y de áncora de G rah an y H arrison

(luego

nos

referirem os

a ellos)

p erm itieron cada vez una m ayor p reci­ sión. Justo la precisión fue uno de los g ran ­ des pruritos de los astrónom os del siglo XVIII, preocupados de obtener m edidas cada vez m ás exactas, em pleando a veces una paciencia infinita. Y tam bién por supuesto, predom inó el afán de catalogar y clasificar. John Flam steed, director del observatorio de G reenw ich publicó ya a com ienzos de la centuria el m ás com pleto catálogo de estrellas que se había realizado hasta entonces. Pero Flam steed p refería m edir la posición de

las estrellas con instrum entos enorm es, que no podían u tilizar m ás que la vista hum ana. Joseph Jerom e Lalande (17321807) usó un telescopio m uy bien orien ­ tado, y con él hizo un catálogo, para aquellos tiem pos fabuloso, de 4 7.00 0 estrellas. Quedaba claro que las estrellas son de m agnitudes m uy distintas, y por tanto hay m ás m otivos que nunca para pensar que se encuentran a distancias tam bién m uy distintas. Y es m ás: la Vía Láctea, com o ya había intuido Galileo, quedó confirm ada com o un conjunto de in num erables estrellas. Podía parecer una cinta de m aravillosa riqueza estelar que rodeaba el U niverso; pero el filó ­ sofo Enm anuel Kant (1724-1804), que tam bién

se ocupaba de estas cosas,

intuyó que la Vía Láctea es el propio U niverso. Concretam ente, el U niverso tiene la form a de un disco o lenteja: estam os m ás o m enos en el centro de ese disco: si m iram os hacia los bordes

del disco, verem os m uchas m ás estrellas y m ucho m ás lejanas que si m iram os hacia los planos. La intuición resultó cierta, y Kant adivinó la form a ap ro ­ xim ada de la G alaxia; com oquiera que intuyó que podían existir adem ás otros «universos islas» (digam os otras gala­ xias), tuvo una idea relativam ente ap ro ­ xim ada, que m ás no podía exigirse en su tiem po, de la m aravillosa estructura del Universo. Pero volvam os a Lalande. La ciencia tiene que agradecerle bastante m ás que su trabajoso y m uy preciso catálogo de estrellas. Otra de sus grandes apo rta­ ciones fue una extrao rd in aria m edida de precisión. Se puso de acuerdo con su colega Lacaille. Lalande se fue a B erlín y Lacaille a la Ciudad de El Cabo: dos ciu­ dades situadas en el m ism o m eridiano, pero en m uy distinto paralelo. Llegado un día determ inado, am bos m idieron la posición exacta de la luna desde sus

respectivos puntos de observación. A sí se pudo determ inar un triángulo B erlínE 1 C abo-el centro de la luna. Conocidos dos ángulos y un lado, resuelto el triá n ­ gulo.

La

luna

estaba

—y

está—

a

38 4 .0 0 0 kilóm etros de distancia. Nunca hasta entonces había podido nadie m e­ dirla con tal precisión. Lalande orga­ nizó

otras

m uchas

ternacionales:

fue

expediciones el

p rim er

in ­

«inter-

nacionalizador» de la astronom ía. Una profesión entonces m uy p rac­ ticada entre los astrónom os fue la de «cazador de cometas». Una vez com ­ probado el regreso del com eta Halley, quedó dem ostrado que estos cuerpos giran alrededor del sol, aunque en órb i­ tas m uy alargadas. Cada una distinta, pero siem pre con el sol en uno de sus focos.

¿Qué

naturaleza

tienen

estos

extraños cuerpos? ¿H asta dónde se ex­ tienden esas órbitas? parabólicas,

¿Son elípticas,

hiperbólicas?

La

perfección del cálculo perm itía ya eva ­ luar sus elem entos, y el h allazgo de un nuevo com eta hacía fam oso a su descu­ bridor. Uno de los m ás renom brados fue C harles M essier (1730 -18 13), un hom bre de origen hum ilde, que solo destacaba com o dibujante. Pero, una vez dem os­ trada su vista extrao rd in aria, se le con­ cedió el puesto de astrónom o en el observatorio de París. Descubrió trece com etas, uno de los cuales lleva su nom bre. Pero su fam a le viene de un aparente fracaso. Con gran alegría d es­ cubrió un «com eta» nuevo en la conste­ lación de Tauro. Era el año 1758, y todo el m undo estaba ansioso por encontrar el predicho por H alley: ¿reto rn aría o no? El que lo descubriese se haría fa ­ m oso \ M essier anotó su posición, y se dispuso a ob servar su m ovim iento en las noches consecutivas. Pero el com eta no se m ovía.

Incom prensible. Hasta

que, después de dos sem anas, llegó a la

conclusión decepcionante de que aquel objeto no era el com eta que se buscaba, sino

una

nebulosa.

Hasta

entonces

nadie había concedido im portancia a las

nebulosas.

M essier,

despechado,

tom ó buena nota de aquel falso com eta (hoy conocido com o M essier i) y de­ cidió hacer un catálogo de otros objetos tan inútiles com o aquél, «con el fin de evitar que los astrónom os pierdan el tiem po observándolos». Con los años encontró n o nebulosas, cuya posición anotó cuidadosam ente. Hoy esos n o objetos figuran entre los m ás fam osos del cielo. El m ás im portante observador del siglo XV III fue W illiam Herschel (1730 1817), alem án de origen e inglés de adopción. Es una de las figuras m ás curiosas y sim páticas de su tiem po. E x­ perto en lenguas, aficionado a la m ito­ logía

clásica,

m úsico y

com positor,

director de orquesta... y descubridor de

Urano. Su afición a la astronom ía fue creciendo gradualm ente, hasta que por 1780 se construyó un telescopio gigan ­ tesco, de 12 m etros de longitud y 1,50 m. de diám etro: jam ás un ser hum ano había podido d isponer de un ojo tan grande para asom arse al cielo. Herschel encontró m illares de objetos celestes, entre ellos uno que tenía form a de un circulito azulado. Lo observó durante varias noches consecutivas: ¡se m ovía, pero no era un com eta! No pudo e xp li­ carse el m isterio. Ni siquiera cuando lo bautizó com o Georgium Sidus, el A stro de Jorge, en honor de Jorge III de In gla­ terra. A nadie se le ocurrió que pudiera ser un planeta. ¿No se había dicho siem pre que los planetas eran seis, y no podían ser m ás de seis? Al fin se venció el prejuicio, y al nuevo planeta se le dio el nom bre de Urano. Bien sabía H ers­ chel que Urano era el padre de Saturno. El descubrim iento de Urano fue tal vez

el hecho astronóm ico m ás im portante del siglo XVIII l . Herschel descubrió adem ás unos 2.500 objetos notables: varios satélites, nuevos com etas, m ás de m il estrellas dobles, cúm ulos,

nebu­

losas, y esos m isterios de entonces que hoy conocem os com o galaxias. M uerto Herschel, siguió observando

su h er­

m ana M argarita, que vivió 97 años y a los 80 descubrió un com eta. Su hijo, John H erschel, fue tam bién, en el siglo XIX, un fam oso astrónom o. La centuria acabó, sim bólicam ente, con un nuevo descubrim iento. En la noche del 31 de diciem bre de 18 0 0 al

Io

de enero de 18 0 1, casi todos los h ab i­ tantes de Palerm o estaban en la calle, celebrando alborozadam ente el cam bio de siglo. Una de las pocas excepciones era Giuseppe Piazzi, director del obser­ vatorio, que no perdía ocasión de seguir trabajando, ni aun en excepcionales c ir­ cunstancias. Y aquella noche encontró

un pequeño planeta, situado entre las órbitas de M arte y Júpiter. Todo el m undo estaba buscando aquel objeto, pues

en

esa

zona

se

producía

un

«hueco» que rom pía la regularidad de la distribución de los planetas en el sis­ tem a solar. Pero nadie daba con «el que faltaba». La verdad es que lo que en ­ contró Piazzi era un cuerpo m uy p e­ queño, que no llegaba a los 1.0 0 0 Km. de diám etro: m ucho m enor incluso que la luna. Pero era un planeta, y venía a restablecer la regularidad. Se le dio el nom bre de Ceres. En realidad, Ceres es considerado h oy un «asteroide» o p la ­ neta menor. En el siglo XIX se descu­ brieron cientos de ellos, y hoy se sabe que son m uchos m illares. Piazzi se hizo fam oso por el hallazgo. M ás fam oso se hizo m ás tarde con un descubrim iento que sugirió la posibilidad de conocer la distancia a las estrellas. En su m om ento lo verem os.

La medida y el conocimiento del mundo

En el siglo XVIII renace el ansia exploradora, ahora por vía m arítim a. Todas las expediciones van acom pa­ ñadas de científicos, astrónom os o n a ­ tu ralistas, que, adem ás, realizan am ­ plios relatos de sus aventuras. Los libros de viajes fueron devorados con e x tra o r­ dinaria avidez por los lectores ilu s­ trados. Los españoles habían llegado a A m érica y los portugueses a Extrem o Oriente a fines del XV y p rincipios del XVI. M agallanes y Elcano habían dado la prim era vuelta al m undo en 1 5191522. M ás tarde, a los descubrim ientos habían seguido las conquistas. El Pací­ fico

fue

explorado

por

españoles

(Saavedra, M endaña, Quirós, Torres) en el siglo XVII. A lgunos archipiélagos, com o las M arianas, las C arolinas o las Salom ón fueron incorporados al im pe­ rio

español,

aunque

apenas

colonizados. El interés renació en la se­ gunda m itad del XVIII. El francés Louis A ntoine de Bouganville hizo un viaje de circunnavegación del m undo en 17671769, y descubrió varias islas de Po li­ nesia.

Se

detuvo

especialm ente

en

Tahití, una isla que por su clim a d eli­ cioso, sus p aisajes fascinantes, su flora exótica y sus indígenas acogedores le hizo p ensar en un m aravilloso paraíso. Se piensa que los entusiastas relatos de Bouganville

y

com pañeros

con tri­

buyeron a crear el «m ito del buen sa l­ vaje», tan extendido en la época ilu s­ trada, y que iba a encan dilar a R ou s­ seau. El alm irante Cook hizo dos viajes de vuelta al m undo, el p rim ero de ellos en 1768-71. Se detuvo tam bién en Tahití, en este caso para una m isión fu n d am en ­ talm ente científica, la observación el tránsito del planeta Venus por delante del

disco

del

sol,

uno

de

los

acontecim ientos m ás deseados por los astrónom os, para m edir la distancia Sol-Tierra. De resultas de estas ob serva­ ciones y otras m uchas, se supo que el astro solar se encuentra a unos 150 m illones de Km. de nosotros. Cook p re­ tendía encontrar una gran tierra a u s­ tral. La m ayoría de los continentes se encuentran en el hem isferio Norte, y desde los tiem pos de Ptolom eo se e sti­ m aba que tenían que existir gran des tie ­ rras en el Sur, para «equilibrar» nuestro planeta. Ya Torres adivinó A ustralia. Cook la exploró en grado suficiente para saber que es todo un continente. Sin em bargo, no bastaba. Se pensó que tenía que e xistir un continente todavía m ayor. Por eso hizo Cook un segundo viaje

en

1772-75.

Descubrió

nuevas

islas, pero el Pacífico Sur resultó ser un enorm e océano casi desolado. Hasta el siglo XIX no se descubriría la A ntártida. Por supuesto, la idea de la necesidad de

un «contrapeso» había sido abandonada m ucho antes. Estrictam ente científica fue la expe­ dición de los franceses Godin y

La

Condam ine y los españoles Jorge Juan y A ntonio de Ulloa a las costas de Ecua­ dor y Perú en 1736-38. Su finalidad princip al era la de m edir un arco de m eridiano en la región ecuatorial, y com probar así si la Tierra es abultada por el ecuador (que es achatada por los polos ya lo habían descubierto H uygens y Celsius). Los dos equipos m idieron cuidadosam ente los ángulos, y para tra ­ zar m apas realizaron triangulaciones: un

m étodo

absolutam ente

preciso.

Tam bién m idieron la altura del volcán Chim borazo, y concluyeron que era la m ontaña m ás alta del m undo: de hecho era la m ás alta conocida entonces. ¿Lo sigue siendo h oy? He aquí una curiosa polém ica. Si por altura concebim os el punto m ás alejado del centro de la

Tierra, el Chim borazo, gracias al abultam iento ecuatorial, reúne esa cualidad. Si la altura se m ide sobre el nivel del m ar, com o estim an los criterios actua­ les, la gloria se la lleva el Everest. Jorge Juan y Ulloa p erm anecieron m ás tiem ­ po en A m érica, y al fin trazaron un m apa m uy exacto de toda la costa del Pacífico. Conocida la curvatura de la Tierra cerca del polo y en el ecuador, quedaba conocer la curvatura en latitudes m e­ dias. Hubo m uchas m edidas, pero la definitiva fue otra vez francoespañola. En 1792 se determ inó exactam ente el ángulo entre la horizontal de D unker­ que y de Barcelona, dos ciudades situ a­ das en el m ism o m eridiano, pero en d is­ tinto p aralelo (estas m ediciones dieron lugar

a

nom bres

barceloneses

m uy

conocidos, com o La M eridiana y

El

Paralelo). Y se adoptó com o unidad u n i­ versal de m edida el metro

La física y los aparatos

Desde los tiem pos de New ton se hizo inevitable que la física se hiciera in ­ separable de la m atem ática, com o sigue ocurriendo hoy día. La concepción m ecanicista

del

siglo

XVIII

contribuyó

tam bién a esta relación. Aunque la fí­ sica necesita de la m atem ática, tam bién es cierto que en ocasiones los p ro ­ blem as físicos hicieron trabajar a los m atem áticos en el sentido que la física reclam aba. Ya se sabía que los cuerpos se dilatan con el calor. En el siglo XVIII se quiso saber cuáles se dilatan m ás y cuáles se dilatan m enos, o cuál es el coeficiente de dilatación de cada uno. A h ora bien, no se sabía qué es el calor. Se teorizaba sobre el «calórico», un m aterial que afectaba a los cuerpos, y los calentaba. Incluso un quím ico tan inn ovad or com o Lavoisier, al que nos referirem os m uy

pronto, consideró que el «calórico» era uno de los elem entos quím icos fu n d a­ m entales. La dilatación de los cuerpos, especialm ente de los m etales, sugirió m uy pronto la idea de m edir la tem pe­ ratura m ediante esa dilatación. Ya G alileo ensayó un term óm etro de agua, que surtió

pocos resultados. Fue G abriel

Fahrenheit (1686-1736), un hábil e in teli­ gente constructor de aparatos, el que fa ­ bricó los prim eros term óm etros fiables, p rim ero de alcohol (1709), luego de m ercurio

(1714).

N aturalm ente,

para

m edir la tem peratura, hacía falta una escala convencional. Fahrenheit colocó el cero de su escala en la tem peratura m ás baja que consiguió obtener, m e­ diante una m ezcla de hielo y cloruro am ónico. Este punto cero, que Fah­ renheit im aginó com o «cero absoluto», equivale a - 18 grados en la actual escala centígrada. Y el 10 0 estaría en el punto de evaporación del cloruro am ónico, a

37,5

grados centígrados. Esta tem pe­

ratura coincide tam bién, casi exacta­ m ente, con la del cuerpo hum ano. (En Inglaterra, durante doscientos años, los niños estaban d ispensados de acudir a la escuela

si su tem peratura

sobre­

pasaba los 10 0 grados). Si continuam os esta escala hacia arriba, resulta que el punto de ebullición del agua — cuando el agua com ienza a hervir, a presión n o rm al— es de 2 12 grados Fahrenheit. Esta escala, que apenas necesita deci­ m ales en el uso corriente, es para la m ayoría de la gente, en el m undo no anglosajón, un poco incóm oda (llegar a N ueva York un agradable día de p rim a­ vera, y encontrarse con que los term ó­ m etros m arcan 75 grados sorprende bastante). El sueco A nders C elsius (1701-1744), p rofesor de la universidad de Upsala, observador de auroras boreales, y p artí­ cipe en la expedición a las regiones

árticas para m edir allí la curvatura de la Tierra, propuso en 1744 una escala de cien grados siendo el va lo r o el de la congelación del agua y el 10 0 el del punto de ebullición. La escala de Fahrenheit no preveía los valores n ega­ tivos; la de Celsius los adm ite. Con fre ­ cuencia, en invierno nos encontram os con tem peraturas bajo cero, y no hay inconveniente

en

m edirlas.

En

Oi-

m iakon, Siberia, se ha llegado a - 7 6 o, y en la A ntártida a - 8 5 o. Desde lord Kelvin, a fines del siglo XIX, se sabe que el «cero absoluto» se encuentra en el -2 7 3 de la escala centígrada: en su m om ento habrem os de referirn o s a ello. Tam bién la escala C elsius perm ite m edir tem pe­ raturas superiores a 10 0 grados. A sí, podem os decir que el hierro se funde a 1.536 grados. La escala C elsius es cohe­ rente con el sistem a m étrico decim al, y se usa en la m ayor parte de los países del m undo.

Tam bién se sabía que los gases se dilatan — y m ucho m ás que los sólidos o líq uid os—

con el aum ento de la

tem peratura. Ya en el siglo XVII Robert Boyle (1627-1691) advirtió esta relación, aunque la tasa de expansión de los gases no sería form ulada hasta G ay Lussac, a principios del XIX. Pero se encontró una aplicación m uy espectacular ya a fines del XVIII: el globo aerostático. En 1783 los h erm anos Joseph y Etienne M ontgolfier, que no eran científicos, sino fabricantes de papel, pero sabían que el aire caliente es m ás ligero que el frío, fabricaron el p rim er globo — ¡de p a p e l!— que se elevó hasta 12 m etros de altura. El hom bre había construido un aparato capaz de volar. Al año s i­ guiente se realizó, con gran peligro para el aeronauta, pero en m edio de un éxito apoteósico, el prim er vuelo tripulado. Luego,

los

M ontgolfier

utilizaron

el

hidrógeno, un gas descubierto en 1766,

m ás ligero aún que el aire caliente. Los M ontgolfier tuvieron m uy pronto auda­ ces com petidores, de m odo que los vu e ­ los tripulados se convirtieron ya a fines del XVIII en un espectáculo de m u lti­ tudes y en un m agnífico negocio para los

aeronautas,

que,

por

supuesto,

cobraban grandes cantidades por sus ascensiones. Reyes, nobles, burgueses, gentes del pueblo, acudían en m asa a p resenciar el increíble espectáculo. El prim er vuelo tripulado en España tuvo lugar en la m adrileña plaza de la A rm e ­ ría delante del rey C arlos IV, el m inistro G odoy y hom bre

una había

inm ensa cum plido

m ultitud.

El

el fabuloso

m ito de Icaro. No siem pre con éxito: m uchos audaces aeronautas perdieron la vida trágicam ente, y el espectáculo fue prohibido por un tiem po en varios países. Una aplicación si se quiere m enos v is ­ tosa, pero m ucho m ás práctica de la

dilatación de los gases fue la m áquina de vapor. Ya por 1712 Thom as Newcom en inventó una m áquina im pulsada por vap or recalentado, todavía m uy tosca, a la que se encontraron pocas aplicaciones. En 1764 Jam es Watt fa ­ bricó una m áquina de vap or que m ovía un ém bolo vertical, que se elevaba, al final de su recorrido perdía el vapor, y vo lvía a caer hasta recibir una nueva m asa de gas caliente. En 1776 Watt con­ siguió ya m áquinas de vap or útiles a la industria. El socio de Watt, Boulton escribía al rey Jorge III de Inglaterra: «Majestad: tengo a mi disposición lo que el mundo necesita; algo que impulsará más que nunca la civilización, al librar al hombre de todas las tareas indignas: tengo la máquina de vapor». El invento no iba a cam biar el m undo tan rápidam ente com o Watt im aginaba, ni tam poco iba a hacer fe li­ ces a todos los m iem bros de la sociedad (al contrario, la m áquina suplantó al

hom bre), pero la profecía iba a cu m ­ plirse, y acabaría siendo la base de la revolución industrial. — Otro tem a que el hom bre del siglo XVIII tom ó con enorm e interés fue el de la energía eléctrica , o electrom agnética. La electricidad es realm ente una fuerza conocida por los antiguos. Los griegos llam aban elektron al ám bar (resina fósil), y sabían que una va rilla de ám bar, convenientem ente frotada, atraía obje­ tos ligeros, com o virutas u hojas secas. El hecho llam ó la atención de los sabios m ed ievales o renacentistas, aunque no consiguieron explicarlo. Los científicos del siglo XV III experim entaron con la electricidad y encontraron m étodos m ás eficaces

para

obtenerla. Y

algo

tan

im portante o m ás: m edios para alm ace­ narla. Por 1744 se descubrió la botella de Leyden, por obra de varios p ro fe­ sores de aquella universidad holandesa. Una botella m edio llena de agua — m ás

tarde con lám in as de d iversos m eta­ le s— cuyo corcho es atravesado por un alam bre, puede recibir una carga eléc­ trica, previam ente obtenida por fro ta ­ ción. Si en cualquier m om ento tocam os el cable, recibim os una pequeña d es­ carga. O tam bién, aproxim ando otro m etal, es posible obtener una chispa. Eso sí, la descarga es cada vez m ás débil: la botella se descarga pronto. Alessandro Volta (1745-1827) obtuvo hacia 18 00 la prim era pila eléctrica, a base de dos m etales y un trapo húmedo. No era m ucho

m ejor

que

la

botella,

pero

mucho m ás m anejable. M ás tarde, D avy perfeccionaría el invento. En el siglo XIX las p ilas serían cada vez m ás p rác­ ticas y duraderas. Otro italiano com o Volta, Luigi G alvan i (1737-1798) descubrió que una d es­ carga eléctrica puede activar los m ú s­ culos de una rana. Esta propiedad p o r­ tentosa de la electricidad de producir

m ovim ientos autom áticos en los seres vivos causó sensación en su tiem po, y sugirió al rey de Francia, Luis XV, la p eregrina idea de electrificar a su cuer­ po de guardia, para p rovocar en los so l­ dados

m ovim ientos

instan táneos

de

prodigiosa precisión. El proyecto, irre a ­ lizable por otra parte, fracasó, entre otros m otivos, porque los soldados se negaban a recibir d escargas eléctricas. Uno de los pioneros de la electricidad, de nom bre bien conocido por todos, es el político

norteam ericano

B enjam ín

Franklin (1701-1790), aficionado, com o tantos hom bres cultos de su tiem po, a hacer experim entos. Inventó la m ece­ dora, las gafas bifocales (m uy toscas todavía), un taladro de h ierro ... ¡d es­ cubrió la Corriente del G olfo! Sintió un entusiasm o especial por la electricidad, ese gran m isterio de la época. E intuyó que los rayos que se producían en las torm entas eran chispas eléctricas de

enorm e potencial. Para com probarlo, hizo un experim ento de casi todo el m undo conocido: construyó una co­ m eta, provista en su parte su perior de una punta m etálica (como las de la botella de Leyden), y acom pañado de su hijo, la hizo vo lar un día de torm enta. A fortunadam ente para él, o para el niño, que sujetaba el hilo de vez en cuando, com enzó a llover, y padre e hijo se refugiaron bajo un cobertizo. A sí evitaron que la parte del hilo que soste­ nían en las m anos se m ojara; de lo con­ trario, es probable que hubieran p ere­ cido. Franklin ató una llave al extrem o del hilo; cada vez que acercaba otro ob­ jeto m etálico a la llave, se producía una pequeña chispa. Ya estaba claro: ¡los rayos son fenóm enos eléctricos! De ahí devino el p ararrayos, un invento que no dejó de producir beneficios a la h u m a­ nidad. Poco después Coulom b enun­ ciaría su fam osa ley: la fu erza que se

ejerce entre dos cargas eléctricas es p ro ­ porcional al producto de las cargas e inversam ente p roporcional al cuadrado de la distancia. Nos recuerda, no sin fundam ento, a la Ley de la G ravitación U niversal.

En

honor

a Coulom b

se

llam a culom bio a la cantidad de electri­ cidad, com o en honor a Volta se llam a voltio a la unidad de tensión eléctrica. No olvidem os otros aparatos típicos del siglo XVIII. Ya nos hem os referido al reloj de bolsillo o reloj transportable. G rah am inventó el sistem a de escape de áncora y H arrison preparó los prim eros relojes de cuerda de gran resultado. Un reloj de H arrison fue llevado en una expedición a Jam aica: en 161 días atrasó 165 segundos: un segundo por día. M ás tarde fabricó otros que solo variab an un segundo cada tres días. Ya era posible navegar conservando la hora del punto de partida, y m idiendo la hora local con el

sextante:

la

diferencia

de

horas

perm ite conocer la d iferencia de m eri­ dianos. El ingenio del hom bre había conseguido vencer el fam oso problem a de las longitudes geográficas. Ya era posible orientarse en alta m ar, o deter­ m in ar la posición exacta de un lugar desconocido. Para preven ir torm entas, fue m uy útil el descubrim iento del b aró ­ m etro aneroide, transportable, por J. E. Zeih er (1793). E. R egnier descubrió en 1798 el dinam óm etro de resorte, base, por ejem plo, de la báscula. Y la balanza de torsión, descubierta el m ism o año por H. Cavendish, perm itió m edir la densidad de la Tierra.

La revolución de la química

A ntoine de Lavoisier (1743-1794) fue un revolucionario en el sentido de que aceptó los p rincipios de la Revolución francesa, fue elegido diputado y ocupó cargos. Aunque, para hacer bueno el principio de que «la revolución devora a sus propios hijos», m urió en la gu illo­ tina. Hom bre m oderado, antes y d es­ pués de los sucesos de 1789, fue ante todo un revolucionario en el cam po de la quím ica: nadie en toda la historia había

im prim ido

a

esta

ciencia

un

avance tan espectacular. Con razón se le considera el «padre de la quím ica moderna». Ciertam ente, antes de L avoi­ sier hubo buenos quím icos en el siglo XVIII: su m aestro, J. F. Rouelle, que experim entó con ácidos, Joseph Black que descubrió un cuerpo que se encuen­ tra en el aire, que procede de la com ­ bustión,

¡incluso

de la

resp iración !,

pero que no es aire; se referia al dióxido de carbono, aunque todavía no podía llam arlo así; C. W. Scheele, que d es­ cubrió el m agnesio, H. Cavendish, que descubrió el hidrógeno, al que dio el nom bre de «aire inflam able»; J. Priestley, que descubrió el oxígeno, aunque ni le dio este nom bre ni acertó con su papel en la com bustión. A ntes de Lavoisier, y especialm ente después de las teo­ rías de G.E. Stahl, se adm itía la e x is­ tencia del flogisto, un cuerpo invisible que ardía: los cuerpos m ás com bustibles son los m ás ricos en flogisto. Este p ro ­ voca la com bustión, y después de arder, se difunde en el aire. Pero ¿qué es el flo­ gisto? ¿Com o se le puede aislar? La re s­ puesta tópica era que no se le podía a is­ lar, porque solo existía en los cuerpos com puestos: pasaba de un com puesto a otro, pero nunca se daba en estado libre. El m isterio del flogisto p erm a­ neció inexplicado hasta que Lavoisier

dem ostró que no existía. Por otra parte reinaba una caótica confusión sobre cuáles son los elem entos básicos, que, com binándose con otros, producen los cuerpos com puestos. Ya en el siglo XVIII los quím icos dudaban de la teoría de

los

cuatro

únicos

elem entos,

de

Em pédocles: la tierra, el agua, el aire, y el fuego, pero discutían si alguno de estos cuatro es un verdadero elem ento, si hay otros cuerpos que tam bién lo son. Igualm ente se hablaba del «calórico» com o de un elem ento quím ico: ¿cóm o es que

algunas

reacciones

producen

calor? El calor parece ser parte esencial de esas reacciones. Y aún había quien creía, si no estrictam ente en la piedra filosofal, sí en la posibilidad de tra n s­ form ar un elem ento en otro m ediante una reacción quím ica. Lavoisier, constante y m etódico, se propuso acabar con los tópicos que aún lastraban la quím ica, sin duda por el

fuerte peso que conservaban las tra d i­ ciones

clásicas.

No

especuló,

expe­

rim entó. Sus instrum entos preferidos eran la retorta o el m atraz, una balanza de precisión y la «caja neum ática», un recipiente cerrado en que se podían introducir gases que quedaban aislados respecto del entorno. Ante todo, acabó con la alquim ia. Dem ostró que el agua no

produce

sedim entos:

estos

sed i­

m entos pueden estar disueltos en agua, y al evaporarse ésta, aparecen conver­ tidos en residuos sólidos; pero estos residuos no forman parte del agua, ni están «producidos» por ella. La idea del agua com o «m adre» de otros elem entos quedó destruida. Tam poco es cierto que la tierra produzca m adera. Los vege­ tales nacen de la tierra, pero lo hacen alim entándose de sustancias que la tie­ rra contiene (sobre todo si esas su stan ­ cias son fácilm ente asim ilables cuando están disueltas), pero no es la tierra, ni

el agua que disuelve esas sustancias, la que «crea» los vegetales, sino éstos, los que al poseer una form a determ inada de vida, se alimentan y tran sfo rm an esas sustancias en com ponentes de la planta, com o el organism o de los anim ales transform a tam bién las sustancias de que se alim enta. La idea de que el agua o la tierra, elem entos fundam entales, son «m adres» de otros cuerpos, quedaba en entredicho. Luego la em prendió con el flogisto. El flogisto, com o lo había definido Stahl, era

otro

m entales»

de de

los

«elem entos

Em pédocles,

el

fu n d a­ fuego.

Todos los cuerpos contienen flogisto, que se desprende de ellos al arder en form a de llam a. Esos cuerpos que han ardido quedan «desflogistizados», y han perdido una parte de su m asa. Siem pre las cenizas pesan m enos que la m adera o el papel. Lavoisier hizo arder una serie de m ateriales en frascos cerrados.

El frasco, después de la com bustión, m antenía exactam ente su peso. Lo que había perdido el cuerpo al arder lo había ganado el gas contenido en el frasco. ¿Qué era ese gas, flogisto? No: un com puesto de carbono, tal com o lo había descubierto su m aestro Rouelle, lo que h oy llam am os CO o CO2. El flo ­ gisto no existe. La llam a es el resultado de una reacción m uy violenta, que li­ bera una gran cantidad de calor. Pero pesando todos los com ponentes de la m ateria que entra en com bustión, la m asa es la m ism a. «No se crea m asa, tam poco se destruye, solo se tra n s­ form a». El gran triunfo de Lavoisier llegó

cuando

m etales,

por

consiguió ejem plo

hacer

arder

estaño,

luego

plomo. ¡El m etal había ganado peso, no lo había perdido! En cam bio, la can ti­ dad de aire que había en el recipiente había dism inuido. El peso total del con­ junto se m antenía invariable. ¿Qué es lo

que hace que un m etal gane peso al arder?

¡El óxido!

El aire posee un

com ponente que oxida, al que Lavoisier llam ó oxígeno (que genera óxido). No hay flogisto, hay oxígeno, y la com bus­ tión es una reacción quím ica. A hora bien: cuando un cuerpo arde, el oxígeno se com bina con él y form a un cuerpo com puesto. Sin em bargo, queda un gas, que no es oxígeno, y que no reacciona con la com bustión. Se m an ­ tiene sin

com binarse.

Lavoisier d es­

cubrió que este otro gas es inerte. Si lo respiram os, nos ahogam os. Por eso le llam ó «ázoe» (sin vida). Hoy le lla ­ m am os nitrógeno. En el aire hay dos gases m ezclados: el oxígeno y el ázoe o nitrógeno. El oxígeno oxida y reacciona con m uchos elem entos; el nitrógeno es neutro, refractario a com binarse (Lavoi­ sier lo im aginaba

así: realm ente, el

nitrógeno tam bién se com bina, aunque m enos fácilm ente). Total: que el aire no

es un elem ento, sino una m ezcla de dos elem entos. ¿Y el agua? ¡E l agua tam ­ bién oxida! Lavoisier dem ostró que el agua contiene oxígeno, y por eso genera óxidos, pero tam bién

otro

elem ento

m uy ligero, ya descubierto por C avendish, que es el hidrógeno. En otras p ala ­ bras: el aire no es un elem ento, sino la m ezcla de dos elem entos; el agua ta m ­ poco es un elem ento, sino la m ezcla — m ás bien la com binación— de dos elem entos. El aire y el agua no son ele­ m entos: lo son el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno. Tam poco la tierra y el fuego son elem entos. Todo lo que que­ daba de la quím ica clásica cayó por los suelos. En 1789 publicó Lavoisier su Traité élémentaire de Chimie. En él distinguía hasta 32 elem entos diferentes, a los que llam ó principios. Estos elem entos o cuer­ pos sim ples pueden com binarse q u ím i­ cam ente,

produciendo

cuerpos

com puestos. Com prendió m uy acep ta­ blem ente las bases de las com bin a­ ciones quím icas, definió los m etales y los m etaloides, los ácidos y las sales, y la

form a

com o

pueden

com binarse

entre sí. No acertó plenam ente, ni se le podía exigir tal cosa. Por un lado, se quedó corto, porque los elem entos son m uchos m ás que 32. Hoy se conocen unos 12 0 , aunque solo 86 son estables. Y por otro lado se pasó de largo, porque adm itió com o cuerpos sim ples la cal (óxido de calcio), la alúm ina (óxido de alum inio) o la sílice (óxido o sal de sili­ cio)... e incluso el calórico... Lavoisier descubrió

que

la

com bustión

oxida,

pero no supo explicar la causa del calor que produce. De todas form as, como observa

B.

Bensaude-Vincent,

«hizo

olvidar todas las quím icas que le habían precedido y puso las bases de la quím ica m oderna». A p artir de él la ciencia que estudia la com posición de los cuerpos y

sus com binaciones no h aría m ás que avanzar.

El triunfo de las ciencias naturales

El espíritu del siglo XV III se m ostró m uy interesado por la realidad de los países exóticos, sus paisajes, sus v o l­ canes, su fauna, su flora. Los viajes se m ultiplicaron, com o hem os visto p ág i­ nas m ás atrás, y los viajeros trataron de reflejar en m em orias y estudios aspec­ tos de la naturaleza de m uy distintos países. Puede decirse que, en este sen ­ tido, la fam iliarid ad

del hom bre de

Occidente por su m undo habitual quedó enriquecida por el conocim iento d es­ criptivo y m uchas veces científico de gran parte del resto del mundo. El viaje se convirtió en una especie de deber de las clases cultas. En este sentido, con ­ viene d estacar la práctica del Grand Tour, una gira por distintos países que debían realizar los alum nos m ás aristo ­ cráticos de las universid ad es británicas al fin alizar su carrera. A nthony A shley

escribía ya en 1707, que «el escenario del m undo es la verdadera escuela de todas las ciencias que un caballero debe conocer, y que no encontrará nunca en los colegios». El deseo de disecar a n i­ m ales raros, coleccionar plantas o reu ­ nir

m inerales

curiosos

form ó

parte

tam bién de este afán no solo de cono­ cer, sino de poseer y de clasificar. Nada tiene de p articu lar que haya sido en el siglo XVIII cuando se realiza un estudio generalizado, y sobre todo una clasificación u n iversal de los a n i­ m ales y plantas, y tam bién, hasta cierto punto de los m inerales. El afán clasi­ ficador de la m entalidad ilustrada a l­ canza en este punto sin duda su ápice m ás espectacular. Karl von

Linné,

o C arlos

Linneo

(1707-1778) era sueco, y estudió en la universidad de Lund, de donde pasó a Upsala. Concretam ente, se hizo m édico, pero

su

afición

prim ordial

fue

la

botánica. Participó en la expedición que para m edir el arco de curvatura terres­ tre recorrió Laponia, y allí se fa m i­ liarizó con las especies vegetales de la región. Tam bién viajó al Cáucaso, a Inglaterra, a Francia, y perm aneció tres años en Holanda, donde aprendió de otros botánicos y pudo estudiar aque­ llos «jardines» exóticos tan apreciados en la Europa de su tiem po. Fue ju sta­ m ente en H olanda donde publicó su Systema Naturale, en que realiza una com ­ pleta clasificación de las plantas, ante todo por sus órganos de reproducción: fanerógam as son las que tiene flores visibles, y criptógam as las que no las m uestran. Estudió los pétalos, los sép a­ los, los estam bres, los pistilos, y las d iferencias entre los distintos tipos de flores. Al fin adoptó los m ódulos de «clase», «orden», género», «especie» y «variedad»: tal es el orden que acepta en el subtítulo de su libro. M ás tarde se

introdujo tam bién en el reino anim al, y trató

de establecer una

clasificación

m ás o m enos sim ilar. Y, aunque no llegó a ser un m ineralogista p ro p ia­ mente dicho, estableció los tres «rei­ nos»: el anim al, el vegetal y el m ineral, dotados de las siguientes características: «los m inerales crecen; los vegetales cre­ cen y viven ; los anim ales crecen, viven y sienten». El Systema Naturale fue reci­ bido con gran éxito en la m ayor parte de Europa. En la décim a edición esta­ blece Linneo el sistem a binom ial: con solo dos p alabras distingue el género y la especie. Por lo general, la prim era palabra es un sustantivo y la segunda un adjetivo. Este sistem a perdura hasta hoy, aunque, naturalm ente, el núm ero de nom bres se ha m ultiplicado casi hasta el infinito. A sí, la quercus pedunculata es el roble com ún, la quercus rotundifolia es la encina y la quercus súber el alcornoque: tres árboles m uy

parecidos, pero con características que pueden distinguirse entre sí. De m ism o modo, hay que distinguir entre el canis canis, el perro; el canis lupus, el lobo, y el canis vulpes, el zorro. Linneo se hubiera vuelto loco ante la cantidad de perros — producto de cruces— que hay ahora. Hasta la pulga recibe el m erecido nom ­ bre de pulex irritans. (Hay, n atu ral­ m ente, otras clases de pulgas que no m olestan al hom bre). Linneo recurre al latín, no solo porque aún era el idiom a com ún de la cultura, sino para evitar los m uy d iversos nom bres que a los m is­ m os seres vivos se daban en los d is­ tintos

idiom as,

y

que

provocaban

confusiones. Hasta entonces, la clasifi­ cación de anim ales y plan tas era caó­ tica. Desde Linneo quedó perfectam ente establecida, y el sistem a, en líneas gene­ rales, se m antiene hasta nuestros días. G eorges Louis Leclerc, conde de Bu­

trón

(1707-1788),

riguroso

contem poráneo de Linneo, fue un entu­ siasta observador de la naturaleza, au n­ que no tan sistem ático com o el sueco. Viajó por Suiza, Italia, Inglaterra, y se enam oró de los paisajes, y de las esp e­ cies que los anim an. A diferencia de Linneo, prestó m enos atención a las plantas y m ás a los anim ales y hasta a los m inerales, com o que se le puede considerar uno de los padres de la m i­ neralogía. A tendiendo a la lenta fo rm a­ ción de las rocas y de los sedim entos, dedujo que la edad de la Tierra era m ucho m ayor de la que se le atribuía: se atrevió a sugerir una antigüedad de 5o .o o o a 75.0 0 0 años, lo que en aque­ llos tiem pos no dejó de parecer una exageración. Tam bién realizó audaces —y equivocadas— teorías sobre el o ri­ gen de los planetas. No es cierta su tesis de que hubo un tiem po en que el m ar cubrió la totalidad del planeta (Buffon encontró conchas fósiles hasta en los

Alpes), pero no deja de ser verdad que aquellas regiones donde se encuentran esas conchas estuvieron alguna vez en el fondo del mar. Luis XV le hizo director del «Jardín du R o í » (hoy «Jardín des Plantes»), en que

se reunían especies vegetales traídas de todas las partes del m undo; y allí a p ren ­ dió Buffon m ucho m ás. Su obra es en o r­ me, y abarca los 36 tom os de su Historia Natural, en la que trata lo m ism o de los orígenes de la Tierra que de las especies m enos

conocidas.

Para

Buffon,

la

m ayoría de los anim ales son m ás p are ­ cidos entre sí de lo que se supone: todos respiran, digieren, tienen una sangre que circula, se reproducen. Todos ellos parecen ser producto de «un plan». Tam bién intentó desterrar los tópicos: «el león no es el rey de los anim ales, ni el gato es in fiel...» BufTon fue hom bre al que le gustaba la polém ica. Sus discu­ siones con R éam ur fueron violentas. Y

pretendió que sus sistem a de clasifi­ cación era superior al de Linneo, y le retó a un debate. El sueco prefirió no entrar en él. La verdad es que el sistem a de Linneo es que ha prevalecido, p erfec­ cionado a com ienzos del siglo XIX por Cuvier. A Buffon le perdió un poco su excesivo entusiasm o y su cierto d eso r­ den, pero ello no im pide considerarle el pionero de la zoología.

La medicina

La revolución científica del siglo XVII quizá no tuvo, en el cam po médico, otro hecho

im portante

que

el

descubri­

m iento de la circulación de la sangre por H arvey (vid. pág. 102). Sirvió m ás para el desarrollo de la fisiología h u ­ m ana que para favorecer el tratam iento clínico, pero fue un hito fundam ental. Quizá m erezca m encionarse tam bién el h allazgo de la quina com o rem edio contra las fiebres palúdicas, las te r­ cianas y la m alaria. Los indios a m e ri­ canos de la zona del Perú se valían ya de la corteza de la quina, y fueron los m isioneros jesuítas los que conocieron y difundieron su uso. Parece que fue la condesa de Chinchón la prim era p er­ sona que la trajo a España. Conocido es el hecho de que el Lord Protector de Inglaterra, O liver Crom w ell, m uy a n ­ ticatólico, contrajo el paludism o, pero

se negó a utilizar la quina, a la que consideraba un «m edicam ento papista». Y m urió. Solo en el siglo XIX se obten­ dría el extracto de quinina, de m uy a m ­ plia aplicación. En el siglo XVIII, la ciencia m édica no avanza

todo lo que hubiera

esperarse.

Las

discusiones

podido

entre

los

partid arios de la m edicina tradicional y los de la innovación a ultranza fueron interm inables, sin que los inn ovadores lograsen abrir nuevos cam inos alter­ nativos. Los especialistas en la cuestión afirm an que la m edicina no pudo p ro ­ gresar porque aún no se conocían bien las funciones de los órganos del cuerpo hum ano. Quizá sea m ás im portante el hecho de que tam poco se conocían los gérm enes patógenos. Existía ya el m i­ croscopio, pero no se habían aislado e identificado

los

m icroorgan ism os,

ni

era fácil relacion ar a éstos con las enferm edades.

El

hecho

es

que

la

profesión m édica no gozaba de m ucho prestigio,

sin

que

por

ello

muchos

enferm os llegasen a acudir al galeno cuando

su

m al

cobraba

caracteres

am enazadores. Los rem edios prescritos, todavía en el siglo XVIII, eran las san g­ rías (se suponía que la enferm edad es­ taba en la sangre) y la dieta (después de com er suele subir la fiebre). El P. Feijóo, un clásico del criticism o propio de la época, refiere un caso sangrante, au n ­ que

hoy

nos

parezca

gracioso.

Un

am igo suyo se puso enferm o, y el m é­ dico le prescribió dieta: solo pan y agua. Com o su m al em peoraba, el doctor se m ostró m ás exigente: solo agua. El e s­ tado del paciente se hizo m ás grave todavía:

¡dieta absoluta, ni agua s i­

quiera!

El

am igo

de

Feijóo

se

en­

contraba gravísim o cuando le visitó Fray Benito. —A m igo m ío: tal como está, ya no puede ponerse peor: com a y beba

usted

lo

que

quiera.

El buen

hom bre com ió y bebió a su gusto, y se puso

estupendam ente.

La

anécdota,

probablem ente, no es cierta, pero revela el descrédito que en plena época de la Ilustración rodeaba todavía a la clase m édica. Entre las disputas figuran, por ejem ­ plo, la de los p artidarios de que la d iges­ tión es un fenóm eno físico, y los que pretendían que es un fenóm eno quí­ mico: al final, parecieron llevar razón estos últim os, pero faltaba m ucho para que se conociera en grado suficiente la quím ica orgánica capaz de sacar p a r­ tido de ese descubrim iento. John Brow n era partidario de d ispensar a los p a ­ cientes grandes dosis de fárm acos, para reforzar su actividad; pero en ocasiones prevalecían los efectos secundarios, y resultaba peor el rem edio que la en fe r­ m edad. Frente a él se alineaba Hahnem ann, a quien se considera el padre de la hom eopatía, que estim aba preferible

la adm in istración de m edicam entos a dosis m uy pequeñas, pero de m anera continuada. Franz M esm er, que des­ cubrió, com o G alvan i, la acción electro­ m agnética sobre los m úsculos, fue una especie de precursor de la m agnetoterapia,

pero

sus

experim entos

no

tuvieron un resultado terapéutico. W i­ lliam Cullen atribuía las enferm edades a un exceso o bien a una deficiencia de la energía nerviosa, y era por tanto a los nervios a los que convenía atender. G. M agnani estim aba que la enferm edad está localizada en una parte del cuerpo, y era esta parte aquella a la que había que prestar atención: y acertó m uchas veces; pero tam bién confundió m uchos síntom as con la raíz de la enferm edad. No faltaron clasificadores: en el siglo XVIII esta tendencia era inevitable. S i­ guiendo el m ism o sistem a que Linneo y Buffon,

Sauvage

intentó

d ivid ir

las

enferm edades en diez grupos, con 195

géneros y 2 .4 0 0 especies distintas. El sistem a no dejaba de ser ingenioso, pero no encontró aplicaciones prácticas. Por supuesto, se realizaron avances, algunos

de

M ejoraron

indudable los

im portancia.

conocim ientos

an ató­

m icos y progresó la cirugía. Las op era­ ciones tuvieron cada vez m ás éxito. Tam bién m ejoró la obstetricia, y au n ­ que la m ortalidad en el parto — de la m adre o de la criatu ra— siguió siendo elevada, dism inuyó notablem ente: he ahí un factor, todo lo m odesto que se quiera, del crecim iento dem ográfico del siglo XVIII. A m brose Paré im puso la ligadura de vasos, venas e incluso arte­ rias, en lugar de la cauterización de heridas, que resultaba dem asiado trau ­ m ática. Lázaro Spallanzoni descubrió el jugo gástrico, responsable de la d iges­ tión estom acal. Sin duda el descu bri­ m iento m ás im portante del siglo fue el de la vacuna contra la viru ela, una

enferm edad que causaba m uchos m iles de m uertes al año, sobre todo en épocas de

epidem ia

(en

Rusia

parece

que

m urieron dos m illones de p ersonas en un solo año), y que dejaba adem ás secuelas para toda la vida. Parece que fue la esposa del em bajador británico en Turquía la que contó que las m ujeres circasianas pinchaban a sus hijos con agujas infectadas en vacas que padecían la enferm edad: esos niños no llegaban a contraer nunca la viruela. Edw ard Jenner, un m édico rural inglés, intuyó la utilidad del rem edio com o m edida p re ­ ventiva. Supo de varios casos de in fec­ ciones sim ilares en gran jas inglesas que inm unizaban a quienes las contraían. El secreto consistía en inocular una can ti­ dad insuficiente de m ateria contagiosa, para estim ular las defensas del orga­ nism o. Al fin, cuando estuvo seguro de sus resultados, probó con un niño, que a los

pocos

días

se

puso

ligeram ente

enferm o, luego sanó, y nunca llegó a contraer la viruela, incluso durante las m ás

graves

riencias

epidem ias.

del

m ism o

Otras

tipo

expe­

surtieron

idénticos resultados. Había descubierto la vacuna antivariólica (la palabra «va­ cuna» viene precisam ente de vaca. Las vacas padecen

de costras variólicas,

pero no graves). El gran descubrim iento causó sensación, y tam bién una fuerte polém ica. Hubo caricaturas que rep re­ sentaban a Jenner con cabeza de vaca. Pero el sistem a produjo resultados sen ­ sacionales, y no m uchos años m ás tarde Jenner figuraba com o uno de los g ran ­ des benefactores de la hum anidad. 1 Curioso: el H alley lo descubrió en 1758 un pastor alem án, llam ado Palizsch. 2 Otro hecho curioso: Urano se d is­ tingue, aunque débilm ente, a sim ple vista, en una noche oscura. M uchos

astrónom os, que no d isponían de un instrum ento tan potente com o el de Herschel,

lo

catalogaron

com o

una

estrella (que, por cierto, no volvió a verse en el punto que señ alaba cada catálogo). Pero algunas culturas p rim i­ tivas conocían la existencia de Urano, entre ellos los indígenas de Tahití, que hasta le habían dado un nom bre. Otro hecho anecdótico que tal vez conviene recordar. Urano fue visto com o sosp e­ choso de no ser una estrella por Le M onnier , que anotó su posición en el papel de un paquetito para em polvar pelucas. A lguien tiró aquel papel, y Le M onnier se desesperó buscándolo. D es­ pistes de sabios, que a veces tienen m alas consecuencias.

La época de la revolución industrial A fines del siglo XVIII y com ienzos del XIX la revolución política cam bió los destinos del m undo occidental. El A ntiguo Régim en, caracterizado por la suprem acía del poder real, fue su sti­ tuido por un Nuevo Régim en cuyos principios fundam entales son la lib er­ tad, el derecho del pueblo a la sobe­ ranía, la separación de poderes y el ejercicio del legislativo por un p arla ­ m ento elegido. No siem pre los electores fueron la m ayoría, ni m ucho m enos la totalidad, pero por lo general se ejerció, en m ayor o m enor grado, el principio representativo. Tam bién se presum ió de libertad de expresión y de prensa, y nacieron

los

partidos

políticos.

El

Nuevo Régim en se im puso en los d is­ tintos países de A m érica y en los de Eu­ ropa

occidental.

En

Europa

central

tendría que esp erar m ás, y m ás todavía en Europa oriental; pero el am biente de libertad cundió en casi todos los países del m undo civilizado, y el hecho no dejó de tener repercusiones en el d esarrollo de la ciencia, que contó en adelante con m enos entorpecim ientos, y hasta, por lo general, con un am biente ad m irador del progreso

científico.

Tal

adm iración

existió ya, ciertam ente, por parte de algunas clases d istinguidas, en la época ilustrada; pero en el siglo XIX alcanzó un

ám bito

incom parablem ente

m ás

am plio. Tan im portante com o la revolución política fue la revolución social que la acom pañó. En general, la vieja nobleza de sangre perdió en parte o del todo su antiguo poder, y fue sustituida en la m ayoría de los puestos de m ando por la «burguesía». Esta palabra, puesta de m oda por la historiografía m arxista, re ­ sulta

h oy

bastante

resbaladiza.

Hay

m uchas form as de entender lo que es la burguesía. M arx la asocia a la noción de «plusvalía», es decir, a la obtención por el «burgués» de un m argen de beneficios abusivo en detrim ento de un p role­ tariado «explotado» por los poderosos. Proletario será así aquel trabajador que recibe com o salario una cantidad in fe ­ rior a lo que vale su trabajo. En este sentido solo serían «burgueses» los ca­ pitalistas que han em prendido un nego­ cio, se enriquecen con él, y pagan un bajo salario a sus trabajadores. Sin em ­ bargo, las revoluciones suelen colocar en el poder a otro tipo de «burguesía», la que podem os llam ar clase política, form ada fundam entalm ente por abo­ gados y funcionarios. Tam bién existe una «burguesía intelectual», que es la que da las ideas, y con frecuencia las de­ fiende en los p arlam entos o en los periódicos.

R aras veces la burguesía

intelectual —y lo m ism o podríam os

decir de la «burguesía cien tífica»— re ­ cibe m ás de lo que vale su trabajo. Con frecuencia ocurre todo lo contrario. De todas form as conviene recordar dos h e­ chos: prim ero, que existe en el siglo XIX una «m entalidad burguesa» m uy ca­ racterística, que abarca en cierto modo a todos los ciudadanos de las clases m e­ dias; y segundo, que quizá precisam ente por eso cabe una suerte de alianza, consciente o inconsciente, entre las d is­ tintas burguesías. Son las p ersonas acom odadas, que poseen un suficiente capital inicial, las que inician un m ovim iento tan grande por lo m enos com o el político, o el so ­ cial: la transform ación del m undo por la producción m asiva de productos cada vez m ás perfectos y sofisticados que lle ­ nan los m ercados, y por la aparición de m edios de com unicación y transporte que ponen en contacto a sociedades m uy d iversas y contribuyen a acortar

d istancias que en otro tiem po se con si­ deraban casi insalvables. Este progreso, lo m ism o en el cam po de la producción industrial que en las facilidades de d es­ plazam iento y transporte, m odifica las condiciones de vida de m illones de seres hum anos, hace el m undo m ás pequeño y crea nuevas e insospechadas form as de relación. Es lo que se conoce con el nom bre de Revolución Industrial. Esta revolución obedece al invento de nue­ vos instrum entos válidos para la u ti­ lidad hum ana, o cuando lo m enos para la de determ inados hom bres, y se p re ­ vale de la técnica, que viene a ser, decía­ m os la aplicación de la ciencia a un fin práctico. En adelante ya no podrem os prescin dir de la técnica. Pero conviene tener en cuenta que el triunfo de la téc­ nica

no

puede

conseguirse

sin

una

nueva alianza: el ingenio del in ves­ tigador o inventor, y los m edios ap o r­ tados por quien es capaz de hacer

posible la conversión del invento en una realidad am pliam ente producida y fácilm ente

distribuible. Con el d es­

cubrim iento de aparatos útiles a la p ro ­ ducción, que la hacen m ás fácil, m ás eficaz o m ás barata, se pasa, en com en­ tario de S. Lilley, de la m an ufactura a la maquinofactura. Hace falta el hom bre que con su ingenio sepa fabricar o sepa cóm o se fabrican esos aparatos. Pero para fabricarlos en serie y distribuirlos hace falta dinero. De aquí la asociación, buscada o no, pero casi siem pre in d is­ pensable, del inventor y un socio ca­ pitalista.

El triunfo de la máquina de vapor

La revolución industrial com enzó en G ran Bretaña. Se han dado m uchas ex­ plicaciones al caso. Una de ellas es que en ningún otro país fue tan fácil al inventor encontrar su socio capitalista. Parece com o si los ingleses adinerados hubiesen intuido antes que nadie las ventajas que representaba la invención de nuevas m áquinas. Goethe com entaba a com ienzos del siglo XIX que «los ingleses son libres para descubrir, para u sar su descubrim iento y para valerse de él para descubrim ientos nuevos. A sí se explica por qué están m ás avanzados que nosotros en todo». H ay otras m u­ chas explicaciones, entre ellas la de que ya había en Inglaterra una rica b u r­ guesía

com ercial

deseosa

de nuevas

inversiones, o la costum bre de u tilizar carbón m ineral. En otras partes se em ­ pleaba carbón de m adera, pues una

vieja leyenda pretendía que el de piedra desprendía gases venenosos. Los prim eros inventos se realizaron en el sector textil. Dos hom bres de ape­ llido m uy parecido, Richard A rkw righ t y Edm und C artw righ t inventaron, re s­ pectivam ente, el huso y el telar m ecá­ nicos. C artw righ t era un clérigo a n gli­ cano que deseaba favorecer a la h u m a­ nidad y facilitar el trabajo a los obreros, y se encontró, paradójicam ente, con la prim era revuelta social en el cam po de la industria, porque las m áquinas h a ­ cían el trabajo de los hom bres y d ism i­ nuían la contratación de m ano de obra. Com enzaba

así

la

dolorosa

con tra­

dicción entre el progreso industrial y la p auperización

de

unos

trabajadores

condenados a elegir entre salarios bajos o el paro. Los instrum entos, m anejados durante siglos por los propios o p era­ rios, a m ano o m ediante pedales, p asa ­ ron a utilizar la fuerza anim al, y de ahí

el nom bre de una de aquellas m áquinas, la mulé jenny. Luego, conform e se fa b ri­ caron m áquinas m ás grandes, se trató de aprovechar la fuerza de las co rrien ­ tes de agua. La historia de los in stru ­ m entos textiles, aunque sum am ente in ­ teresante, no debe ocuparnos d em a­ siado en el sentido de que no fue obra de científicos propiam ente dichos. Hasta que apareció la m áquina de vapor, y entonces cam bió el mundo. Ya

por

170 8 -1712 ,

Thom as

New-

com en, a quien ya hem os m encionado (pág. 145) había inventado una m áquina de vapor: el vap or recalentado im pu l­ saba un ém bolo em butido en un cilin ­ dro. Sin em bargo, la m áquina era b as­ tante tosca, y

apenas se usaba, sin

m ucho éxito, para extraer agua. Jam es Watt (1736-1819) no fue un científico de prim era fila, pero conocía la ley de la cinética de los gases, tal com o la había form ulado Boyle, y se dispuso a obtener

de ella el m áxim o partido. En prim er lugar,

introdujo

en

la m áquina

de

vap or dos geniales innovaciones: a) una caldera independiente, que es alim en ­ tada por vap or a presión de form a con­ tinua, de m odo que el ém bolo sube y baja sin parar, y siem pre a la m ism a velocidad, y b) el cigüeñal, un ingenio inspirado en el pedal de los afiladores, que tran sfo rm a el m ovim iento lineal en otro circular; y así, el eje o biela hace girar una rueda. Poder m over una rueda m ediante una m áquina de vap or fue un adelanto sin el cual no hubiera podido desarrollarse la revolución industrial. Otros logros de Watt fueron unos c ilin ­ dros m uy perfectos y unos ém bolos m uy bien ajustados, que aprovechaban toda la fuerza del vap or; y finalm ente, el sistem a de doble em puje, con ém bo­ los por los dos lados de la rueda; cuando uno subía, el otro bajaba, y la rueda no dejaba de recibir em puje ni un solo

m om ento. En 18 0 0 , Watt había fabricado 496 m áquinas de vapor; de ellas 164 eran u tilizad as com o bom bas de agua, 24 para los fuelles de los altos hornos, y 308, o sea la m ayoría, para sum in istrar energía a otras m áquinas (generalm ente textiles). Hay que tener en cuenta que una m áquina de vap or (de 1800) d esa­ rrolla una fuerza equivalente a la de cien hom bres, o doce caballos. Los fu e ­ lles a su vez insuflaban una gran can ti­ dad de aire a los altos hornos, de suerte que la industria siderúrgica se desa­ rrolló con im pulso increíble conform e avanzaba el siglo XIX. La revolución industrial estaba en m archa. En 18 30 había en G ran B retaña unas 10 .0 0 0 m áquinas de vapor. Su secreto no solo radica en su capacidad de trabajo, sino en su autonom ía: ya no necesita de la fuerza anim al, de la corriente del agua o del aire, com o a lo largo de los siglos; es

autónom a y funciona dondequiera que se la coloque. Solo necesita de carbón y agua. Pronto revolucionará tam bién los sistem as de transporte.

El barco de vapor

El am ericano Robert Fulton (17651815) fue uno de esos típicos inventores que se dedican a m últiples actividades. Trabajó en el taller de un joyero, fue pintor, trazó canales y esclusas, e ideó un m olino para

aserrar el m árm ol.

Ensayó torpedos, y proyectó un su bm a­ rino lanzatorpedos que convenció

a

Napoleón, el cual contrató sus servicios. El fam oso barco de Fulton se p artió en dos en aguas del Sena, y el desgraciado inventor hubo de regresar a Estados Unidos. A llí ideó un barco de vapor, aunque ya nadie le hacía caso: se h a ­ blaba de «las locuras de Fulton». Sin em bargo, esta vez el proyecto resultó: en 1807 el Clermont, dotado de una m á ­ quina de vap o r que m ovía unas paletas, rem ontó el curso del río Hudson de N ueva York hasta A lbany en 32 horas (a una velocidad de unos 7 Km ./ hora). No

era un éxito sensacional, pero se había descubierto un nuevo sistem a de tra n s­ porte. En 1812 funcionó el Comet, con s­ truido en Glasgow , que podía rem on tar las aguas del Clyde. Casi al m ism o tiem ­ po em pezaron a funcion ar barcos de vap or en el Escalda (Bélgica) y en el G uadalquivir. En 1816 se botó el Real Fernando, un barco que cubría el tra ­ yecto entre Sevilla y Sanlú car en 9 horas. El G uadalquivir, después de las grandes riadas del siglo XVII, se había hecho casi innavegable para barcos de vela a causa de los «tornos» o m eandros que obligaban a continuas y peligrosas m aniobras.

La

travesía

podía

durar

entre uno y ocho días. A hora, el barco de vap or podía cam biar de dirección a voluntad, con absoluta independencia del viento. La ventaja era m anifiesta, porque al m ism o tiem po el barco de vapor, que podía tran spo rtar grandes cargas, era m ás barato que el transporte

a lom os de m uías. Com o podem os observar, los barcos de vap or navegaban por los ríos, en los que las tem pestades no levantan fuerte oleaje. En m ar abierto eran torpes, b an ­ deaban peligrosam ente, las ruedas o paletas se hundían de form a desigual en las olas, y derrochaban m ucha energía. Por otra parte, una navegación a través del A tlántico obligaba a dedicar el 8o por lo o de la carga a carbón y agua, con lo cual la carga útil se reducía a un 20 por 10 0 : aparte de que el peligro de una navegación oceánica en barcos tan poco estables era francam ente grande. En la prim era m itad del siglo XIX atrave­ saban el m ar algunos barcos m ixtos de vap or y vela. El vap or funcion aba ju sta­ m ente cuando no hacía viento. Pero la navegación oceánica se practicaba fu n ­ dam entalm ente en barcos de vela hasta que en 1859 se inventó un artilugio de extrao rd in aria

eficacia:

la

hélice.

Y

sobre todo desde que en 1869 se abrió el canal de Suez.

El triunfo arrollador del ferrocarril

El p rim er barco de vap o r surcó las aguas con éxito en 1807; el p rim er tren sobre raíles, arrastrado por una m á­ quina de vap or lo hizo en 1825, es decir, con 18 años de retraso; sin em bargo, la revolución

ferroviaria

sería

in fin i­

tam ente m ás rápida y espectacular en la prim era m itad del siglo XIX. R eal­ m ente,

la

inventada francés,

prim era por

un

Nicolás

locom otora ingeniero

Cugnot,

fue

m ilitar

en

1769.

Im pulsada por una m áquina de vapor, se m ovía, sin raíles, a la no m uy asom ­ brosa velocidad de 4 km/h. Lo m alo del caso es que consum ía todo el carbón que podía cargar en 12 m inutos, y era preciso aprovision arla de nuevo. Luis XV quiso conocer aquella m aravilla, que fue probada en el palacio de Vanves, donde, por un defectuoso sistem a de dirección

y

de

frenos,

derribó

un

precioso m uro. ¡Qué fuerza, pero qué desastre! El rey no quiso saber nada del invento, y, com o de costum bre, la gloria de la aparición del ferrocarril corres­ pondió a los ingleses. El sistem a solo funcionó cuando se unieron el «carril» — vías de m adera, luego de hierro, que hacían

m ás

fácil el m ovim iento

de

vagonetas, generalm ente en las m in a s— con la m áquina de vap or locom otora. En 18 0 0 , R ichard Trevithick construyó la

prim era

locom otora,

que

tra n s­

portaba 8 toneladas de carga, ¡pero la vía se h undió!. Fueron precisos muchos ensayos hasta que en 1825 George Stephenson (1781-1848) logró hacer correr un tren con locom otora y 36 vagonetas de carbón entre Stockton y D arlington, a 16 kilóm etros de distancia. La v e lo ­ cidad no era m ucha, pues delante del convoy iba un hom bre m ontado a caba­ llo con una bandera, para preven ir a los viandantes. M ás tarde, el tren adm itió

tam bién viajeros. El sistem a tuvo tal éxito, que el go­ bierno británico abrió un concurso para construir una vía férrea entre Liverpool y M anchester, dos ciudades distantes 65 kilóm etros. Lo ganó Stephenson, que presentó la «Rocket», una locom otora capaz de hacer la asom brosa velocidad de 15 kilóm etros por hora. El fue el téc­ nico, y una sociedad se encargó de asu ­ m ir los gastos. La explotación de la línea fue un com pleto éxito, y Ste­ phenson fabricó locom otoras cada vez m ás potentes, hasta alcan zar velo ci­ dades de 40 km/h. La fam a del inventor se propagó por el m undo entero, y todas las naciones se lo disputaban para contruir líneas de ferrocarril. En 1832 C h arles Fox inventó el sistem a de agu ­ jas, que perm ite el cruce de dos trenes (con vía doble solo en las estaciones). La fiebre ferroviaria fue uno de los fen ó­ m enos

del

siglo.

En

18 30

estaban

contruidos 50 kilóm etros de vía; en 1850, alcanzaban los 35.0 0 0 . En 1875, 2 2 0 .0 0 0 . Y en 19 0 0 , ¡un m illón de k iló ­ m etros de via tendida! Entretanto, la velocidad de los trenes pasó de 20 a m ás de 10 0 km/h. Los tren es cubrían continentes

enteros,

transportaban

m illones de toneladas de carga y m illo­ nes de viajeros. Los gastos eran in m en ­ sos, e hicieron trabajar a fondo a los ingenieros: nuevos m ateriales, estudio del terreno, resistencia de los carriles y precauciones para evitar que la d ila­ tación de las vías con el calor provoque una catástrofe, trazados de no m ás de un 3 por 10 0 de pendiente, con puentes, viaductos, trinch eras y túneles: la cien ­ cia avanzó increíblem ente con la revo ­ lución ferroviaria, y la econom ía de los países adelantados tam bién. C onstru ir una línea costaba m ucho dinero, pero los beneficios eran todavía m ayores. Hasta para las clases m odestas se abrió

el cam ino de las m igraciones y la po­ sibilidad de transportes baratos. Los precios de los productos lejanos b a ja ­ ron, y los dom ésticos se u nificaron en todo país, gracias a la facilidad de co­ m unicaciones. Los poetas cantaban al ferrocarril com o a la m aravilla de los nuevos tiem pos, y Sain t-Sim on los creía garantes de una «paz perpetua en el m undo» por su capacidad para unir naciones. Tal fue lo que se conoce como la railway age.

Los avances de la electricidad

A lessand ro Volta (vid. pág. 146) había conseguido alm acenar energía eléctrica en una pila form ada por dos m etales distintos. Su capacidad de carga era m uy lim itada, pero una prueba de lo sensacional de su descubrim iento fue el interés de N apoleón, que llam ó al físico a París, y, adm irado por su descubri­ m iento, lo llenó de honores. En 1808 H um phrey D avy (1778-1827) construyó una pila de gran tam año y m ucha m ás capacidad,

form ada

por

250

placas

m etálicas. D avy descubrió tam bién la electrólisis, un método para sep arar un elem ento quím ico de otro bañándolo en un líquido eléctricam ente cargado. Por este sistem a pudo, por ejem plo, sep a­ rarse el oxígeno del hidrógeno en el agua. Y otro descubrim iento de Davy, m enos genial, pero m uy práctico, fue la lám para que lleva su nom bre, capaz de

evitar las explosiones de gas grisú en las m inas de carbón, entonces en plena explotación por el auge de la industria siderúrgica. El

danés

Hans

C h ristian

Oersted

(1771-1851) descubrió una sorprendente relación entre electricidad y m agn e­ tism o. Parece que por una afortunada casualidad. Acercó una

pila con un

cable conductor a una brú jula que es­ taba enseñando a sus alum nos, y la b rú ­ jula se desvió considerablem ente, com o si le hubieran acercado un im án. ¡La electricidad atrae! A esta m ism a con­ clusión llegó el francés A ndré M arie Am pére. Es m ás, las cargas eléctricas se atraen o repelen. Por sim ilitud con el im án, em pezó a llam arse a estas cargas «positivas» y «negativas», y la corriente eléctrica no parecía ser otra cosa que un fenóm eno

de

atracción y

repulsión.

Em pezaban a descubrirse las p osib i­ lidades de la electricidad com o fuente de

energía utilizable m ecánicam ente. Un paso m ás lo dio el británico M ichael Faraday

(1791-1867),

que

intuyó

la

inducción eléctrica: la energía eléctrica no solo se transm ite a través de un cable, sino que puede sentirse cerca del cable (por eso es peligroso acercarse a un cable de alta tensión). A pareció el electroim án, una barra de h ierro no previam ente m agnetizada, que sin em ­ bargo, atrae cuando se la rodea de una bobina por la que pasa una corriente eléctrica. Y entonces se le ocurrió a Faraday construir un aparato que el llam ó de «rotación eléctrica». Fue el prim er m otor eléctrico de la historia. Todavía no encontró una aplicación industrial, pero acababa de darse un paso de inm ensas posibilidades.

Los prodigios de la luz

Huygens había intuido que la luz era un fenóm eno ondulatorio; por el con­ trario, N ewton creía que consistía en un fenóm eno corpuscular. En todo caso, los corpúsculos o las ondas se d esp la­ zaban

a

una

velocidad

endiablada.

Nadie fue capaz de m edir en la Tierra la velocidad de la luz. Pero un contem ­ poráneo de Newton y H uygens, O laf Róm er, se dio cuenta de que los eclipses de los satélites de Júpiter se retrasaban cuando el planeta estaba lejos de n o so­ tros, y se adelantaban cuando se acer­ caba. Com o no cabe suponer que el p e­ riodo orbital de los satélites sufra tales m odificaciones, la conclusión era ló ­ gica: cuando Júpiter está lejos, su luz tarda m ás en llegar a nosotros que cuando

está

cerca.

Los

cálculos

de

Róm er, que no disponía de los m edios necesarios, no fueron m uy exactos, pero

ya en el siglo XIX se supo que la luz se desplaza en el vacío a una velocidad de 3 0 0 .0 0 0 kilóm etros por segundo. Sin em bargo, los científicos de la p ri­ m era m itad del siglo XIX se preocu­ paron m enos de la teoría que de la práctica. El hecho puede parecer ex­ traño en una época en que p revalece en el am biente la m entalidad rom ántica. Pero los sabios de la era rom ántica fu e ­ ron poco rom ánticos, y sí m uy realistas. Joseph Fraun hofer (1787-1826) era fab ri­ cante de cristales de alta calidad. Hacía m agníficos espejos, y soberbias lám ­ paras de cristal de Bohem ia. Tam bién fabricaba lentes, y descubrió que su ­ perponiendo dos lentes de cristales de distinta refringencia, podía elim in ar el crom atism o de las im ágenes que tanto m olestaba

a

los

astrónom os:

había

descubierto la lente acrom ática. Era un artista, pero al m ism o tiem po m uy a fi­ cionado a las ciencias. O bservó que un

p rism a descom pone la luz en los colo­ res del iris (eso ya lo había descubierto Newton, pero Fraun hofer en su ju ven ­ tud aún no lo sabía). Entonces se dedicó a fabricar prism as cada vez m ás gran ­ des y con m ayor capacidad de re fra c­ ción, algo

que Newton

nunca pudo

perm itirse, porque no era un orfebre en cristales. Obtuvo fran jas de colores de m ás de un m etro de longitud. Y de pronto descubrió que en esta fran ja de colores aparecían unas líneas oscuras m uy finas. En 18 14 experim entó con la luz del sol. Sorpresa: la fran ja del arco iris, debidam ente

am pliada, aparecía

cruzada por infinidad de líneas negras. A m pliando el «espectro» todo lo posible y observando con una lupa la sucesión de colores, desde el rojo hasta el violeta, contó

hasta

600

líneas.

Increíble.

Fraunhofer no supo a qué se debían aquellas rayitas m isteriosas. Lo descu­ briría Kirchoff. Pero había puesto las

bases del análisis espectral. Robert Bunsen (1811-1899) era q u í­ mico. Estudió la técnica de los altos hornos, y se dio cuenta de que perdían un 50 por 10 0 de com bustible. ¡C uántas veces el técnico trabaja de espaldas al científico, o el científico de espaldas al técnico! Pero cuando se asocian, los resultados

son

espectaculares.

Desde

entonces, la industria siderúrgica ob­ tuvo los m ejores rendim ientos. Uno de sus inventos fue el «m echero Bunsen», que consta de dos fuentes ind epen­ dientes, de gas y de aire: graduando una y otra hasta obtener los m ejores resu l­ tados, se puede conseguir una llam a que no despide humo. El m echero Bunsen, m ucho m ás lim pio que las dem ás fu en ­ tes de luz y calor, encontró m últiples aplicaciones; una de ellas fue el análisis espectral, cuando se asociaron el quí­ m ico Bunsen y el físico Kirchoff, que e s­ taba interesado por los experim entos de

Fraunhofer. Un prism a acoplado a un pequeño catalejo fue el p rim er espec­ troscopio. Y el m echero Bunsen resultó el m ejor em isor de luz lim pia. Bunsen y K irch off observaron que un gas in ter­ puesto entre el m echero y el espec­ troscopio produce un espectro de rayas características. Por ejem plo, el sodio m uestra dos rayas gem elas en la región del am arillo; el calcio una raya ancha en la región del rojo, el hidrógeno, m ul­ titud de líneas m uy finas en la región del azul... ¡Cada cuerpo se distingue por sus rayas propias, distintas de las de los dem ás

cuerpos!

Una

noche,

cuando

nuestros dos sabios estaban cenando en un lugar cerca de H am burgo, vieron un voraz incendio a gran distancia. A pu n­ taron el espectroscopio a la luz del incendio, gem elas

y en

descubrieron la

región

del

dos

rayas

am arillo.

¡Sod io! Al día siguiente supieron que había ardido un alm acén de sal. Estaba

perfectam ente claro: el espectroscopio es un m agnífico instrum ento para an a­ lizar los cuerpos, sin necesidad de efec­ tu ar operaciones quím icas. Y

enseguida se les ocurrió: ¿Y el sol?

C onstruyeron un anteojo m ayor, aco­ plado a un potente prism a, y lo d iri­ gieron al sol. C asi no fue sorpresa, p o r­ que en cierto m odo lo esperaban: en el sol descubrieron las rayas del sodio, del calcio, del hidrógeno, y hasta de un cuerpo desconocido en la Tierra, que por parecer privativo del sol, llam aron helio (Hoy se conoce la existencia de helio en nuestro planeta, aunque en es­ casa proporción). Habían analizado por prim era vez la com posición quím ica del sol, un hecho que parecía im posible. M ás tarde se pudo d irigir el espec­ troscopio a las estrellas, a través de grandes telescopios: tam bién el h id ró ­ geno, el helio, el calcio, el sodio, el o x í­ geno, el h ierro ... Increíble: el hom bre

podía conocer la com posición quím ica de los astros. Cuando, ya a fines de siglo, se publicó el hallazgo de oro en el sol, los periódicos difundieron el hecho en grandes titulares, y la noticia causó sensación en el m undo civilizado, com o si el descubrim iento pudiera hacer ricos a los h om bres... Pero en definitiva, una conclusión era clara: el U niverso entero está fabricado con los m ism os m ate­ riales. Fue un descubrim iento que con­ tribuyó a dar una idea de la unidad de la Creación. Una aplicación de la óptica, m enos profunda, pero sum am ente práctica, fue la fotografía. Ya a fines del siglo XVIII D avy descubrió que las sales de plata se ennegrecían con la luz, y consiguió algunas im ágenes proyectándolas sobre una placa revestida con estas sales. Pero aquellas

«fotos»

p rim itivas

duraban

m uy poco, porque pronto, con la luz natural, se ennegrecía todo el papel. En

1827, el francés Niepce obtuvo rep ro ­ ducciones algo m ás estables, pero fue en 1831

cuando

su

com patriota

Louis

D aguerre logró obtener im ágenes d en­ tro de una cám ara, en placas recu­ biertas de yoduro de plata. Luego las «fijaba» con una disolución concen­ trada de sal com ún. La sal hacía que el yoduro de plata dejase de ser sensible a la luz, y la im agen pudiese conservarse. O btener una fotografía no era cosa fácil. Para que la placa se sen sibilizara hacía falta una exposición de vario s m inutos, a veces de m edia hora: naturalm ente, era m ucho m ás fácil obtener una rep ro ­ ducción de una casa o de un paisaje que de una persona. En 1839 Daguerre con­ siguió ya exposiciones de m enos de un m inuto: con cierto esfuerzo, el retratado era capaz de m antenerse sin m over un m úsculo. Por 1842, la exposición era ya de diez o doce segundos. Los habitantes de París se vo lvían locos por conseguir

su propio «daguerrotipo», y el inventor hizo su agosto. Luego, se fueron descu­ briendo m étodos m ás fieles de rep ro ­ ducción y exposiciones m ás cortas. Con todo, era preciso em plear una cám ara de gran tam año sostenida por un tr í­ pode. El proceso de fijación y revelado era largo; pero el proceso valía la pena, y el invento de Daguerre, secundado por otros, se difundió por el mundo. John Dalton (1766-1844), hom bre de origen hum ilde y de gran talento, fue m atem ático, físico, quím ico, zoólogo, botánico, Hizo

m eteorólogo... y

infinidad

daltónico.

de estudios sobre

tiem po atm osférico, y

el

llevó durante

m uchos años constantes registros m e­ teorológicos: hasta cientos de m iles de datos. Intuyó que la causa de la lluvia no depende precisam ente de la presión, sino del enfriam iento del vap o r de agua contenido en la atm ósfera. Sin em ­ bargo, al darse cuenta de que tenía una

apreciación de los colores distinta a la de sus am igos, dedicó varios años al estudio de los colores. Intuyó — aunque otros d esarrollarían m ejor estos conoci­ m ientos— que las cosas no «son» b la n ­ cas, verdes, am arillas o rojas, sino que reflejan, o bien todos los colores (las blancas), o bien el verde, el am arillo o el rojo. Un papel blanco, ilum inado solo por una luz roja no es que se vuelva rojo, sino que, aunque puede reflejarlo todo, no recibe otra luz qué reflejar que la roja. Sobre todo intuyó el papel de la retina al provocar las sensaciones de los colores que recibe. A lgunas retinas p ro ­ vocan reacciones sim ilares ante colores distintos, y de ahí las confusiones en que incurren los «daltónicos» com o él. Con todo, la gran aportación de Dalton a la ciencia se centró en el cam po de la quím ica, com o enseguida vam os a ver.

La química puede formularse

Lavoisier,

a fines

del

siglo

XVIII,

había puesto los cim ientos de la quí­ m ica m oderna. Había acabado con v ie ­ jos m itos, com o la alquim ia o el flogisto, e intuyó la existencia de cuerpos sim ples o «principios» y de cuerpos com puestos. Pero no siem pre acertó. No tuvo una clara idea del m ecanism o de las reacciones. Un paso fundam ental lo dio el personaje al que acabam os de aludir, John Dalton, que descubrió que en una reacción quím ica los elem entos se com binan en «proporciones fijas». Por ejem plo, para form ar agua, se com ­ binan el oxígeno y el hidrógeno, pero siem pre en la m ism a proporción: el peso del oxígeno ha de ser ocho veces m ayor que el peso del hidrógeno * . Si añadim os una m ayor proporción de oxígeno o de hidrógeno, tendrem os una parte sobrante. Lo m ism o ocurre si

com binam os cloro y sodio para form ar sal com ún, etc. Los cuerpos se com ­ binan siem pre entre sí en proporciones fijas. Estudiando las form as de com bi­ nación y los cuerpos resultantes, Dalton escribió sus Principios de filosofía química. Por prim era vez, Dalton establece una distinción esencial entre cuerpos sim ­ ples y cuerpos com puestos. Los cuerpos sim ples están form ados exclusivam ente por átom os iguales. Los átom os son in ­ divisibles,

perfectos,

exactam ente

idénticos a los dem ás del m ism o cuerpo, e indestructibles. No hay nada m ás p e­ queño que el átomo. Dalton concebía los átom os de h ierro o de cloro como «el principio esencial» del hierro o del cloro. Los átom os son los determ inantes de los caracteres de los cuerpos sim ples: en ellos está com o contenida su natu ­ raleza fundam ental. Pero los cuerpos sim ples pueden para

form ar

com binarse entre cuerpos



com puestos.

Dalton da el nom bre de «átom os de com puesto» a lo que h oy llam am os m oléculas. Una m olécula está form ada por vario s átom os, generalm ente de distintos cuerpos sim ples. La m olécula del agua es el resultado de la com bi­ nación de dos átom os de hidrógeno y uno de oxígeno; una m olécula de sal com ún es la com binación de un átomo de cloro y otro de sodio; una m olécula de ácido sulfúrico es la com binación de un átomo de azufre, cuatro de oxígeno y dos de hidrógeno. Cada m olécula de un cuerpo com puesto es igual a otra cu al­ quiera del m ism o cuerpo: dos m oléculas de agua son iguales entre sí. Pero ya no son «perfectas», «unitarias» ni «in des­ tructibles».

Dalton

aún

no

alcanza

plenam ente el concepto de «valencia», ni tam poco puede p recisar el m eca­ nism o de las com binaciones, pero sí da con las proporciones n ecesarias para cada una y con el concepto que deduce

acerca de lo qué es átomo y lo que es m olécula. El sueco B erzelius aclaró m ejor el nú ­ m ero de átom os de cada elem ento que se unen para form ar una m olécula, cal­ culó el llam ado «peso atómico», e inició un sistem a de notación sim bólica, con letras para designar cada elem ento y subíndices (realm ente B erzelius escribía exponentes) para d esignar el núm ero de átom os

que entraban

en

la

com bi­

nación. Pero fue el italiano Stanislao C annizzaro el que arbitró los signos que hoy se usan, con una o dos letras del nom bre latino de cada elem ento. El m ás im portante o el prim eram ente conocido lleva solo una letra: H es hidrógeno; B, boro; C carbono... etc.; en tanto que He es helio; Hg (H ydrargirium ), m ercurio; Ba, bario; Ca, calcio. Con este sistem a de notación a base de una o dos letras, y el conocim iento que ya existía sobre las com binaciones

de

elem entos,

fue

posible form ular reacciones quím icas con la m ism a precisión con que se m anejaban

expresiones

m atem áticas.

Era posible form ular una reacción sobre la pizarra, antes de que ésta se p rod u­ jese en el laboratorio. La quím ica clá­ sica había nacido.

Los avances en la medicina

La ciencia m édica com ienza a ex p e ri­ m entar en la prim era m itad del siglo XIX un progreso en sus conocim ientos y sus m étodos que ya no se in terrum pirá hasta ahora m ism o. Caducan d efin iti­ vam ente

sistem as

antiguos

com o

la

dieta generalizada o la san gría, se ab an ­ donan las viejas tradiciones galénicas, se estudian las enferm edades y se re la ­ cionan con sus síntom as corresp on ­ dientes, a la vez que se procuran rem e­ dios específicos para cada una de ellas. Proliferan los h ospitales y los centros de salud, y el estudio de la m edicina se independiza

d efinitivam ente

del

de

otras ciencias. La m ayor parte de los grandes m édicos del p rim er cuarto del siglo XIX son franceses. En parte por casualidad, en parte porque los m aes­ tros destacados tienden a crear escuela. G eorges

C abanis

(1774-1808)

se

preocupó m uy especialm ente por la h i­ giene. No se conocía aún el origen de la m ayoría de las enferm edades, pero es­ taba claro que m uchas de ellas se tra n s­ m iten especialm ente en am bientes poco lim pios. El cuidado corporal, del a m ­ biente dom éstico, de la calle, y, quizá m ás aun, de los hospitales, justo donde los contagios son m ás fáciles, fueron para C abanis principios fu ndam entales en la m edicina

preventiva.

G aspard

Bayle (1774-1816) fue un especialista en anatom ía patológica. Relacionó m ejor de lo que nadie había hecho antes cada enferm edad con sus síntom as esp ecí­ ficos. Distinguió hasta seis tipos d is­ tintos

de

tisis.

Auscultaba

cuidado­

sam ente a sus pacientes, atendiendo a las pulsaciones de su corazón o a los ruidos respiratorios que se producían en el pecho, y de todo ello sacaba sus conclusiones. Fue uno de los pioneros de la m edicina experim ental. Tam bién

experim ental fue el m étodo de Pierre Louis (1787-1822), al que m uchos con si­ deran el iniciador de la medicina de observación. C lasificó hasta 50 hechos clínicos distintos, y los relacionó con enferm edades específicas, que requ erían cada cual su tratam iento. En este últim o aspecto, la m edicina no logró aún dar su paso decisivo, aunque Louis prohibió term inantem ente las sangrías, y estim ó la im portancia de la fiebre. Fue el p ri­ m ero en aplicar a los enferm os un nuevo y sensible tipo de term óm etro, el term óm etro clínico, siguiendo ciudadosam ente la evolución de la tem peratura. A

m ayor tem peratura,

casi

siem pre

m ayor gravedad del m al. Pero se dio cuenta tam bién de que la fiebre tiende a bajar por la m añana y a elevarse por la tarde, sin que ello represente una m ejo­ ría o un em peoram iento de la e n fer­ medad. Los rem edios de la época rom ántica

no fueron m uchos ni infalibles, pero supusieron un paso. Se sabía utilizar la m orfina contra el dolor intenso, la qui­ nina (un extracto de la quina) era útil para com batir la fiebre y especialm ente la m alaria; el yodo era un buen d esin ­ fectante; el tanino un eficaz astringente. En 1831 com enzó a usarse el cloroform o com o anestésico, y con él la cirugía cam bió de estilo. Hasta entonces había prim ado la rapidez, para evitar su fri­ m iento al operado. A hora se pudo dar m ás im portancia al cuidado, la p reci­ sión y la eficacia. Al m ism o tiem po, el d esarrollo de la asepsia y la antisepsia d ism inuían las com plicaciones postope­ ratorias,

que

hasta

entonces

habían

provocado m ás m uertes que la o p era­ ción m ism a. Cada vez se curaban m ás y m ejor los m ales tradicionales. No había llegado todavía la época de los grandes específicos, m ucho m enos la de los m e­ dicam entos de síntesis, pero el genio del

hom bre com enzó a obtener victorias cada vez m ás espectaculares sobre la enferm edad, y este hecho, reconocido por todos, revalorizó social y p ro fesio ­ nalm ente la im agen del m édico, hasta entonces, recordém oslo, un tanto d es­ preciada. Sin em bargo, a com ienzos del siglo XIX pareció consagrarse un nuevo enem igo: la tisis o tuberculosis. Un tó­ pico

m uy

repetido

pretende

que

la

tuberculosis es una enferm edad ro m án ­ tica. ¿E s así realm ente? ¿Pudo existir una m utación que hizo que el bacilo de Koch adquiriera

nueva viru lencia, o

todo es una sim ple im presión, producto del hecho de que unos cuantos literatos o artistas rom ánticos m urieron tu ber­ culosos? ¿O bien es que antes se había confundido la tuberculosis con otras enferm edades pulm onares? La discu­ sión continúa, y no cabe decidirse sobre ella. Lo cierto es que m uchos m édicos se

dedicaron a estudiar detenidam ente la tuberculosis y la form a de com batirla. Uno de ellos fue el citado Bayle. Pero sin duda el m ás luchador fue Theophile Laennec (1781-1826). Uno de sus des­ cubrim ientos fue el estetoscopio, un aparato m uy sencillo que facilita la au s­ cultación.

A

m uchos

pacientes

les

m olestaba que el m édico aplicara el oído a su cuerpo; las m ujeres, esp ecial­ m ente, sentían un cierto pudor. El este­ toscopio no solo evitaba estos inconve­ nientes,

sino

que

p erm itía

escuchar

m ejor los ruidos internos, y localizarlos con precisión, según el punto sobre el que se aplicaba sucesivam ente el ap a ­ rato. Laennec aprendió m ucho sobre las dificultades respirato rias y sobre la fre ­ cuencia o las irregularid ad es cardíacas. M uchas de sus indicaciones siguen con­ servando h oy validez. Pero sobre todo, se aplicó al caso de la tuberculosis, cuyos síntom as determ inó m uy bien.

G anó batallas, perdió la guerra. M urió a los 45 años, víctim a de la enferm edad con la que había estado en tan estrecho contacto. Fue, si se quiere, un m ártir de la ciencia. Aquellas batallas acabarían por surtir resultados, y eso es lo que la hum anidad debe agradecerle. i

Por si hace falta recordarlo, d este­

rrem os para siem pre la idea in fantil de que el hidrógeno «pesa hacia arriba». Tiende a subir en la atm ósfera, porque es m enos pesado que el aire; pero en el vacio el hidrógeno pesa, aunque sea el m ás ligero de los elem entos.

La aétftud posftibista y la gloria de la ciencia Decía un personaje de Dickens: «lo que yo quiero son hechos; hechos es lo que hace falta en el m undo. Es preciso desterrar

para

siem pre

la

palabra

imaginación». La im aginación había sido una cualidad propia del hom bre ro ­ m ántico; Dickens, autor realista, quiere hechos, se atiene a los hechos, no a las fantasías. Está expresando claram ente un cam bio de m entalidad, una m enta­ lidad que deja atrás las form as del rom anticism o. El sentido realista hace decir a un científico y d ivulgador de la ciencia, Frangois A rago, allá por 1850: «no es con bellas p alabras com o se ob­ tiene el azúcar de la rem olacha, ni con versos alejandrinos com o se extrae la sosa de la sal m arina». Es la afirm ación de un positivista que fue en vida, au n­ que

no

rom ántico,

m uy

com bativo.

¿N os

sentim os

m ovidos

a

darle

la

razón ? Por supuesto, la poesía no sirve para esas cosas, pero m uchas p ersonas de categoría tienen derecho a pensar que «sirve» para algo m uy im portante. Lo que interesa a A rago es defender aquellos conocim ientos encam inados a fines prácticos. Otra cita que tam bién puede p arecem o s necesitada de m atización es del gran creador de la m ed i­ cina

experim ental,

Claude

Bernard:

«Kant, Hegel, Schelling, etc., no in tro ­ dujeron la m ás insignificante verdad en la tierra. Solo los científicos pueden h a ­ cerlo». De nuevo el desprecio a las ac­ tividades del espíritu que no son cien­ cia. M illones de p ersonas alegarían que la filosofía busca encontrar la verdad tanto com o la ciencia m ism a, y no tiene por qué ser, en sí, m enos rigurosa ni m enos respetable. Pero aquí, com o es frecuente en la época, h allam os una m ilitante

defensa

del

conocim iento

práctico. La nueva m entalidad alcanzó a todos los órdenes. Un m inistro de N apoleón III, Em ile O livier observaba en un discurso que «hem os acum ulado en nuestros corazones suficientes im á­ genes, dem asiados sueños... Para que todo eso sea útil, debem os colm arnos de hechos prácticos». Probablem ente no son necesarias m ás citas. Llegó un m om ento en que, dentro de nuestra cultura occidental, el ro m an ­ ticism o leyendas,

soñador, las

que

cultivaba

quim eras,

los

las

sueños

im posibles, y que concedía en el cam po del arte y de las costum bres, tanta o m ás im portancia al corazón que a la ca­ beza, apareció de pronto com o pasado de m oda, y se im puso lo práctico, lo útil, lo que da resultado. Esta nueva actitud se denom ina, en el arte y la lite­ ratura, realism o; en la ciencia, y tam ­ bién por lo que se refiere a cierto m odo de entender la vida, positivism o. No

cabe duda de que la nueva m entalidad es m ás pragm ática, en algunos aspectos tam bién m ás m aterialista. No se trata en este punto de destacar los aspectos positivos o negativos que pueda tener en la vida y en las conciencias; sí es e v i­ dente que esa nueva m entalidad estaba a favor de una concepción m ás cien ­ tífica del m undo, e iba a favorecer com o pocas en la h istoria el desarrollo de la ciencia y sobre todo el de sus ap lica­ ciones. La edad del optim ism o por naturaleza es la positivista. Nunca estuvo el h om ­ bre tan seguro de su p orven ir en este m undo, del avance del Progreso como en la segunda m itad del siglo XIX. Y ello gracias justam ente a su ilim itada con ­ fianza en una ciencia que estaba cam ­ biando el planeta y las condiciones de la vida del hom bre civilizado sobre él. La ciencia conduce al progreso y perm ite form as

de desarrollo

cada vez

m ás

avanzado; y a su vez el progreso dota de nuevos m edios al científico, que ahora ve facilitada su labor, y se siente alen ­ tado y apoyado com o nunca lo había sido. Una concepción basada en la p rác­ tica y la eficacia provoca tres hechos e s­ pectaculares: a) un avance de las cien­ cias que desborda todos los precedentes, sobre todo en aquello que respecta al conocim iento aplicado; b) una m od ifi­ cación sustancial de los m edios que de pronto son puestos a disposición del hom bre, y por tanto un progreso im p a ­ rable

de

eso

que

se

conoce

com o

civilización; y c) el dom inio del mundo, m ares, tierras, m ontañas, selvas y de­ siertos, por el hom bre de Occidente, com o jam ás se había visto. Las rep ercu ­ siones de estos hechos son esp ecta­ culares. Com o observa Stephen Toulm in con referencia a la ciencia y la téc­ nica de la segunda m itad del siglo XIX, «m uy pocos sueños colectivos de los

hom bres se han realizado de form a tan com pleta com o éste». Tratem os de estu­ diar — de m om ento

sin

pararn os

a

aventurar ven tajas o inconvenientes— esta increíble aventura.

Augusto Comte y la díbinización de la ciencia

Puede parecer una gran paradoja — y m uy probablem ente lo es— que el gran adalid del positivism o haya sido un ro ­ m ántico soñador. Augusto Com te (17981857) fue un filósofo francés, discípulo de un socialista utópico, Henri de SaintSim on, que soñaba una hum anidad fra ­ terna y feliz. Desde su adolescencia, e s­ tuvo preocupado por la idea de que E u ­ ropa se encontraba en crisis, sin crite­ rios de seguridad m oral, sin certezas absolutas. Se había caído en una «an ar­ quía espiritual». ¿Cuál era la causa de tal fenóm eno? Com te estim ó que se tra ­ taba de un debilitam iento de las creen­ cias religiosas. La Revolución había d es­ truido

los

presupuestos

del A ntiguo

Régim en, y el sistem a de respetos en que

se

basaba.

perm itían

al

Los

prin cipios

hom bre

que estar

absolutam ente seguro de un sistem a de certezas se habían oscurecido (el m ism o Com te no era creyente); y, por eso se hacía necesario encontrar un sistem a cuyos postulados nadie pudiera discutir, capaz de p erm itir un grado de certi­ dum bre absoluta. Y esa certidum bre solo podía proporcionarla, a su juicio, la ciencia. A hora bien: las ciencias se habían equivocado durante m ucho tiem po. Era preciso llegar a un grado de conoci­ m iento científico sin posible recurso en contra. Com te, con un ensayism o harto discutible, creyó encontrar una ley de la evolución de todas las ciencias. «Estu­ diando el desarrollo total de la in teli­ gencia hum ana — escribió en su «Curso de

filosofía

p o sitiva» —

creo

haber

descubierto una gran ley fu nd am ental... Esta ley consiste en que cada ram a de nuestros conocim ientos... pasa sucesi­ vam ente

por

tres

estadios

teóricos

diferentes: el estadio teológico, el esta­ dio m etafísico y el estado positivo, que es el verdaderam ente científico». Es lo que se ha llam ado «la ley de los tres estados», aunque parece p referible h a ­ blar de «estadios» o etapas. Esta triple división, que Com te considera com o una especie de ley u niversal, es tal vez lo m ás forzado de su teoría. ¿En qué consiste esa pretendida evolución in e vi­ table? En que cuando una ciencia atra ­ viesa su estadio teológico, se atribuyen los fenóm enos naturales a una causa trascendente. Zeus era para los antiguos la causa de los truenos. D urante el esta ­ dio m etafísico, se teorizan los fen ó­ m enos, pero no se analizan; se p erm a­ nece en una estéril abstracción, que se pierde en conceptos u n iversales, pero no concreta. A sí la distinción m ateria

prim a

y

form a

entre

sustancial.

Cuando llega el estadio positivo, el co­ nocim iento abandona las explicaciones

teóricas y se funda en la ob servación de los hechos, para determ inar sus leyes. En la concepción de Com te, todos los fenóm enos

se

ajustan

a unas

leyes

inm utables y eternas. Estas leyes se obtienen por inducción, esto es, por la repetición de los fenóm enos m ediante la observación, y, m ás aun, m ediante la experim entación. Si no conocem os la ley que rige el com portam iento de un fenóm eno determ inado, es que aún no hem os observado o experim entado ese fenóm eno de la m anera conveniente. Pero todo obedece a leyes natu rales, y llegam os al conocim iento de esas leyes cuando las hem os experim entado un núm ero «suficiente» de veces, cuando ya no puede caber duda de que el fen ó ­ m eno se repetirá cuantas veces lo ex­ perim entem os. El conocim iento de las leyes de la naturaleza conduce a un grado de certeza absoluta, porque esas leyes no pueden fallar. Y la certeza, lo

absolutam ente seguro, lo siem pre constatable, es la base de la verdadera cien ­ cia. Cuando la conocem os, se alejará de nuestro espíritu el fantasm a de la duda. A hora bien: no todas las ciencias, dice Com te, han llegado al estadio positivo. A lgunas sí lo han alcanzado, y pueden considerarse «infalibles». Por ejem plo, la cabalística, con sus núm eros sim bó­ licos de significados m ágicos, se ha con­ vertido en m atem ática, y la m atem ática no se engaña. La astrología, que atribuía a los cuerpos celestes m isteriosas in ­ fluencias sobre los hom bres o los acon ­ tecim ientos, se ha convertido en astro­ nom ía, y la astronom ía es ya una cien­ cia absolutam ente racional, en que los hechos, com o las órbitas o los eclipses, pueden predecirse, y se cum plen in exo­ rablem ente. La alquim ia, que creía en elixires m ágicos o pretendía obtener oro m ediante la piedra filosofal, se está convirtiendo en quím ica, una ciencia en

que las com binaciones de los cuerpos pueden form ularse y predecirse. La fí­ sica se está convirtiendo tam bién en una ciencia, conform e se conocen los fenóm enos y sus leyes; la m edicina p ro ­ gresa, y se están desterrando viejos p re­ juicios: pronto será una ciencia con todas las de la ley. O tras se encuentran m ás retrasadas, especialm ente las que estudian el hom bre: la biología, la etno­ logía, la antropología. Com te pretendía sobre todo dom inar las leyes que rigen los com portam ientos hum anos. Toda­ vía no conocem os cóm o y por qué obram os com o obram os; pero en el fu ­ turo lo sabrem os, y el filósofo francés espera pronto conocerlo: «Haré e v i­ dente — escribe a su am igo Vallot— que hay leyes tan determ inadas para

el

d esarrollo de la especie hum ana como para la caída de la piedra». Y el día en que puedan conocerse esas leyes, p od re­ m os dom inar los secretos del hom bre y

m odificar aquellos factores que los p er­ turban. En el futuro, dom inadas las ciencias que explican el m ecanism o m e­ diante el cual hacem os esto o lo otro, o no hacem os lo que debem os, habrem os encontrado el cam ino de la felicidad, de la justicia en las relaciones hum anas, de una auténtica solidaridad, que Comte creía posible alcanzar por m edios e s­ trictam ente científicos. Al

final,

el filósofo

paradójicam ente,

en

francés

una

cayó,

especie

de

exaltación m ística, y creyó en un p ro ­ greso absoluto, continuo y necesario, gracias

al

descubierto.

m étodo

que

Im aginaba

creía una

haber

sociedad

regida por sabios — solo por ellos, por tanto m uy poco dem ocrática, en el sen ­ tido que hoy dam os a esta p alab ra—, y acabó erigiendo la «N ueva Religión de la Humanidad», una religión que id enti­ ficaba con la Ciencia, pero que no de­ jaba de tener sus form as de culto. Los

grandes sabios serían los sacerdotes, habría tem plos, liturgia, sacram entos y hasta un nuevo calendario. Se estable­ cieron tem plos positivistas en Europa y A m érica. En ellos se adoraba sobre un altar una pequeña locom otora, com o sím bolo del Progreso. Y este Progreso garantizaba de una vez para siem pre la felicidad del género hum ano. Aún que­ dan algunos tem plos p ositivistas, por ejem plo, en Brasil. Es m uy difícil asegu rar que la utópica filosofía p ositivista haya originado la actitud

científica

positivista,

tal

com o

históricam ente la conocem os, y el cientifism o com o principio dom inante en la segunda m itad del siglo XIX. El p ositi­ vism o científico es todo lo opuesto al idealism o soñador de Com te que pod a­ m os im aginar. ¿Fue todo una sim ple coincidencia?

¿Im prim ió

el

filósofo

francés un decisivo golpe de tim ón a la h istoria,

o

ese

giro

se

hubiera

experim entado de todas form as? Algo hay de com ún entre la nueva religión de la humanidad del pensam iento com tiano y la concepción de la ciencia com o una realidad sagrada e infalible por parte de algunos m iem bros del cientifism o. He aquí algunas citas llam ativas. Etienne Vacherot:

«N osotros

creem os

en

el

dogm a del Progreso com o el creyente en su fe». Ernest Renán: «La ciencia es una religión; la ciencia por sí sola re ­ suelve para el hom bre los problem as eternos, de los cuales su naturaleza exige im periosam ente la solución». Pierre Berthelot: «La ciencia es la bienh e­ chora de la hum anidad, y com o tal re ­ clam a la dirección intelectual y m oral de las sociedades. Del conocim iento de la ciencia derivará un hom bre no solo cada vez m ás sabio, sino cada vez m ejor y cada vez m ás feliz». De esta concep­ ción derivan dos actitudes: una es la absoluta

seguridad

del

hom bre

p ositivista en la capacidad de la ciencia para hacer cada vez m ás felices a los hom bres y llevarles a la verdad integral. La otra es la que pudiéram os llam ar el «orgullo del sabio», infatuado y dogm á­ tico. Por fortuna no todos los sabios del positivism o, sino m ás bien una m inoría y sobre todo los m enos cualificados, hicieron gala de este orgullo, que es tal vez el rasgo m ás antipático del cien­ tífico positivista. La m ayoría de ellos, y m uy especialm ente los m ás em inentes, fueron m ás bien hom bres sencillos y nada pretenciosos. Con todo, es preciso tener en cuenta que el cientifism o o cientificism o constituye un m ovim iento de seguridad absoluta en el progreso del hom bre y su futura y total felicidad g ra ­ cias a los avances de la ciencia. Sea lo que fuere, el orgullo p ositivista y su tre­ m enda

seguridad

caerían

d ram áti­

cam ente por los suelos a raíz de la revo ­ lución científica de com ienzos del siglo

XX. La ciencia p ositivista progresó de m a­ nera espectacular en la segunda m itad del siglo XIX. Descubrió leyes y ap lica­ ciones, pues estuvo dotada de un sen ­ tido em inentem ente práctico. El op ti­ m ism o quedaba en buena parte ju sti­ ficado por los resultados que se obte­ nían. Su lim itación radicaba en el hecho de que se conform aba con la consta­ tación de los fenóm enos, en la «fisis» o form a de m an ifestarse las cosas, en lo que de ellas puede contarse, m edirse, pesarse, no en lo que son las cosas, y m enos en la com prensión de su porqué. El positivism o huye com o del fuego de las últim as preguntas. Se queda en los com portam ientos,

u — hoy

lo

sab e­

m os— en la apariencia de esos com ­ portam ientos. Aquella actitud supuso una lim itación, quién lo duda, pero tam poco puede criticarse sin m ás el método,

la

observación

y

la

experim entación

continuada

de

los

científicos de la segunda m itad del siglo XIX.

La nueva imagen del Uniberso

El progreso de la astronom ía en la centuria decim onónica, y en particular durante su segunda m itad, fue im p re­ sionante. Sobre todo, se fue pasando de la astronom ía de posición a la m oderna ciencia de la astrofísica. La astronom ía de posición, cultivada especialm ante en los siglos XVII y XVIII, calculaba de form a cada vez m ás perfecta el lugar exacto que ocupaban los astros en la bóveda celeste, sus m ovim ientos, sus órbitas y perm itía por tanto d eterm inar con exactitud sus efemérides, es decir, predecir las posiciones que habrían de ocupar en tiem pos sucesivos. Los astró­ nom os, desde la antigüedad, se habían preocupado de hacer efem érides, pero el grado de precisión con que podían predecirse los fenóm enos astronóm icos desde el siglo XVIII llegó a parecer casi m ilagroso.

Ello

fue

debido

a

la

observación con instrum entos de m e­ dida m uy precisos y a los progresos realm ente

adm irables

en

el

cálculo.

Pero en el siglo XIX va naciendo la astrofísica, que no se conform a con p re­ decir los eclipses de sol, sino que p re ­ tende estudiar el sol, o com prender cuál es la causa de que sea una inagotable fuente de luz y calor. Ni es suficiente trazar un m apa detalladísim o de la posición de las estrellas, sino de saber qué son las estrellas, cuál es su natu­ raleza, cuál es su origen, su evolución, su muerte. El planeta Urano había sido descu­ bierto por Herschel en 1781; Neptuno, el gran planeta siguiente, en 1846. Sólo tran scurrieron

sesenta y

cinco

años

entre un descubrim iento y otro, después de m ilenios en que no se im aginaba la existencia de m ás planetas. Pero el d es­ cubrim iento de Neptuno se operó de una

m anera

com pletam ente

distinta,

com o sím bolo de los nuevos m étodos u tilizados

por

el

hom bre.

Efecti­

vam ente, se había com probado que el m ovim iento de Urano a lo largo de su órbita no se ajustaba exactam ente a los cálculos: unas veces se adelantaba li­ geram ente y en otras ocasiones se re tra ­ saba. No cabía adm itir ningún capricho en el m ovim iento de un planeta. Tenía que existir una causa capaz de provocar tales anom alías, y esta causa no podía tener sino una naturaleza gravitatoria. En otras palabras, el m ovim iento de Neptuno era perturbado por la atrac­ ción de otro planeta desconocido. En 1843, la A cadem ia de Ciencias de Gottingen

ofreció

descubriese

el

un

prem io

astro

a

quien

perturbador.

N um erosos científicos se lanzaron a la búsqueda del desconocido, no m ediante la observación telescópica, que hubiera significado

buscar una

aguja

en un

p ajar (¡qué enorm e suerte había tenido

H erschel al encontrar Urano!), sino por m étodos de cálculo m uy sofisticados. En septiem bre de 1846 un calculista m uy m eticuloso (tan m eticuloso que sus com pañeros

le

juzgaban

antipático),

Urbain Leverrier, concluyó su la rg u í­ sim o proceso, y escribió al director del observatorio de B erlín, J.G. G alle, que observase el punto del cielo en que tenía que estar el astro m isterioso. Solo cinco días bastaron a G alle para encontrar un disquito azulado que no era una estrella, y no figuraba en los m apas. ¡Un nuevo p laneta! G rande com o Urano, a 4.50 0 m illones de kilóm etros de distancia, y recorriendo

una

enorm e

órbita

que

tarda 165 años en com pletar. Ya no que­ daban dioses de la m itología que conti­ nuar en orden ascendente, y al nuevo m iem bro del sistem a solar se le dio el nom bre de Neptuno, el dios de la p ro ­ fundidad de las aguas. Pero lo im p re­ sionante no fue el descubrim iento en sí,

sino la form a de realizarlo: m ediante el cálculo. La observación no hizo m ás que refrendarlo. «Con la punta de su plum a — escribía el científico y político Fran^ois A ra go — ha encontrado Leverrier un nuevo mundo». Era un m otivo de orgullo para la nueva form a de con­ cebir la ciencia. Tam bién un m otivo de orgullo para Francia. L everrier pasó a convertirse

de

hom bre

d esagrad a­

blem ente m eticuloso en héroe nacional. La discusión vino después. Pronto se supo que dos años antes que Leverrier, el

inglés

John

Couch

A dam s

había

determ inado la posición de Neptuno con la m ism a exactitud; pero los a stró ­ nom os A iry y C h allis, a los que había escrito, no hicieron gran caso de aquel casi desconocido, y no se habían m oles­ tado en escud riñar el cielo. Fue una cuestión nacional, com o la ocurrida casi doscientos años antes con Newton y Leibniz. Pero esta vez no hubo violentas

discusiones:

la

com unidad

científica

reconoció conjuntam ente a Leverrier y a A dam s com o descubridores de Neptuno. Ya se conocían las d istancias de la Tierra a la luna y de la Tierra al sol. Las d istancias a los planetas pudieron ser calculadas aplicando la tercera ley de Kepler. Pero, ¿ y la distancia a las estre­ llas? Se suponía que era enorm e, cu an ­ do no infinita, y todos los esfuerzos que se habían realizado resultaron inútiles. Una pista de valo r inestim able la p ro ­ porcionó Giuseppe Piazzi, a quien ya conocem os como el descubridor del p ri­ m ero de los asteroides, Ceres (vid. pág. 141). En los años siguientes hizo Piazzi un com pleto catálogo de m ás de 7.000 estrellas. Era una tarea m uy del siglo XVIII, que él quiso com pletar. Y se e n ­ contró con que una de aquellas estrellas, la 61 del Cisne, no ocupaba el m ism o lugar que había registrado H evelius en

1690. Era extraño: H evelius fue un m uy concienzudo observador. ¿E rro r en el catálogo? Era lo m ás probable, pero Piazzi, con su prudencia acostum brada, anotó el dato y se dispuso a esperar. En 1816 volvió a m edir la posición de la 61 del Cisne: con asom bro descubrió que se había m ovido un poco m ás; la estrella se desplazaba hacia el norte. Piazzi siguió esperando, y al fin en 1823 dio a conocer a la com unidad científica que había descubierto una estrella que se m ovía entre las dem ás. La llam ó «la estrella volante». Sorpresa en todo el mundo. Desde siem pre se había ad m i­ tido que las estrellas, situadas a una d is­ tancia infinita o casi infinita, ocupan siem pre el m ism o lugar en la esfera ce­ leste: desde los tiem pos de los egipcios, si querem os m ás exactitud, desde los tiem pos de Ptolom eo, se m antenían en la m ism a posición unas con respecto a otras. Y he aquí que hay una estrella que

se m ueve. Nadie podía explicarse el fenóm eno. Hasta que en 1831, el m ás grande m ate­ m ático de su tiem po, W ilhelm Bessel intuyó que la 61 del Cisne m ostraba un m ovim iento apreciable, no por ser una estrella distinta a las dem ás, sino por ser una estrella cercana. El conocía m uy bien el efecto de paralaje, producido por la

perspectiva. Todos

sabem os

m uy

bien que cuando viajam o s en tren, los postes o los árboles cercanos parecen quedarse atrás con gran rapidez, m ien ­ tras que un castillo o una m ontaña, v is ­ tos a distancia, parecen m overse m uy lentam ente. Si la estrella denunciada por Piazzi estaba m ás cercana al sol que las dem ás, su d istancia podía ser m e­ dida por un m étodo m uy sencillo. Pues­ to que la Tierra gira alrededor del sol, y la distancia al sol es de 150 m illones de kilóm etros, está claro que el

Io

de julio

nos encontram os a 3 0 0 m illones de

kilóm etros del lugar que ocupábam os el i° de enero. N aturalm ente que las de­ term inaciones de Bessel fueron in fin i­ tam ente m ás com plicadas de lo que p a ­ rece; pero en sus líneas generales pode­ m os adm itir que tom ó com o base de un triángulo el diám etro de la órbita te­ rrestre. D isponía, gracias a la p rod i­ giosa técnica del siglo XIX, de in stru ­ m entos para m edir ángulos de e xtrao r­ d inaria precisión. ¡Y acertó! La p osi­ ción exacta de la 61 del Cisne, con re s­ pecto a las dem ás estrellas, no era la m ism a un día determ inado que seis m eses m ás tarde. El efecto de p ersp ec­ tiva fue m edido una y otra vez. La des­ viación de la estrella, vista desde dos puntos opuestos de la órbita terrestre resultó ser de o ”585, un ángulo peque­ ñísim o,

que

ningún

ojo hum ano es

capaz de apreciar ni rem otam ente. Pero es un ángulo, al fin y al cabo. Bessel cal­ culó que la distancia a la 61 del Cisne es

de 105 billones de kilóm etros. Las g ran ­ des cifras nos proporcionan una idea m uy grosera de la realidad. Algo m ás expresiva es una form a de m encionar las d istancias estelares que aún se m an ­ tiene hoy día: el año-luz. La luz, que se m ueve a una velocidad

de 3 0 0 .0 0 0

km/s. y por tanto puede recorrer una distancia equivalente a siete vueltas al m undo por cada latido de nuestro cora­ zón, tarda dieciséis años en llegar de la 61 del Cisne hasta nosotros. El m undo se

adm iró

ante

las

«cifras

astro­

nóm icas» que son capaces de m edir los científicos. A fines del siglo XIX se había podido m edir geom étricam ente la distancia de unas 60 estrellas. Otras d istancias se determ inaron de form a aproxim ada, te­ niendo en cuenta el color y la com po­ sición. Quedaba perfectam ente claro: la distancia a las estrellas, siem pre asom ­ brosa, es m ucho m ayor en unos casos

que en otros. Pero no siem pre su brillo aparente tiene que ver con su lejanía. Hay estrellas

relativam ente

cercanas

que no se ven sino con un potente teles­ copio, en tanto hay otras cuya paralaje no se pudo determ inar en el siglo XIX, y deben encontrarse a d istancias in m en ­ sas, y sin em bargo, figuran entre las m ás brillantes del firm am ento. H ay por tanto estrellas gigantes y estrellas en a­ nas

(si

concedem os

a

la

palabra

«enana» un sentido m uy relativo). Y, era curioso, las estrellas rojas parecían ser las m ás gigantes o bien las m ás en a­ nas: este m isterio no podría d escifrarse hasta el siglo XX. Ya es sabido que K irch off había conseguido conocer m e­ diante an álisis espectral la com posicion del sol (vid. pág. 167). M ás tarde, y sobre todo en la segunda m itad del siglo XIX, se conocieron los espectros de num e­ rosas estrellas, y se com probó que el U niverso

entero

está

form ado

por

elem entos quím icos ya conocidos en la Tierra. Por otra parte, se dedujo que las estrellas azuladas son m ás calientes que las rojizas. Los sabios no consiguieron adquirir ideas claras sobre la relación de colores, m asas y tem peraturas de las estrellas, ni tam poco sobre su evolución, pues algo parecía indicar que las estrellas nacen, se d esarrollan y acaban por extinguirse, aunque

en

periodos

larguísim os

de

tiem po. Y, lo que era m ás interesante todavía, no se sabía de dónde procede la fabulosa energía de las estrellas. La idea de que aquellas inm ensas m asas de gas se calientan por com presión — pues ya entonces se conocía la teoría cinética de los gases— se vino pronto abajo. El sol no podría tener m ás allá de 3 0 0 .0 0 0 años de antigüedad, cuando está claro que calentaba a la Tierra desde hace m illones de años. Pero la ciencia p ositi­ vista

no

se

arrugaba

ante

las

ignorancias. Sabía que se encontraba en el buen cam ino, y, progresando por él, todos los m isterios habrían de reso l­ verse con el tiem po. La ciencia p ositivista no solo alentaba la absoluta seguridad del hom bre en el progreso de su conocim iento, sino que gustaba de escand alizar a las m entes m ás conservadoras. Daba por supuesta la existencia de un U niverso infinito y eterno — por tanto incread o—, aunque ninguna

ley o ninguna

constatación

cierta podía asegurarlo. El positivism o, en virtud de su concepción inm anente de la razón y de la capacidad de averi­ guación científica del hom bre, no pudo evitar caer en la contradicción de los dogm atism os. Y tam bién estaban de m oda los destronam ientos. En tiem pos de Copérnico la Tierra había sido d es­ tronada

com o

centro

del

Cosm os.

A hora le tocaba el turno al sol, que era sim plem ente

una

estrella

como

cualquier otra, y no precisam ente de las m ás grandes o de las m ás lum inosas. Un nuevo tipo de destronam iento, aunque a escala m enos enorm e que la del m undo estelar com enzó a defenderse antes de que term inara el siglo XIX. En 1881, el italiano Schiaparelli descubrió unas lí­ neas finas y rectas que atravesaban la superficie rojizoam arillen ta del planeta M arte. Les llam ó «canales» de m anera convencional, sin pretender dar a la palabra connotación alguna; pero m uy pronto em pezó a hablarse de los «cana­ les» de M arte com o obra de seres in teli­ gentes, dotados de una técnica m uy superior a la del hom bre, porque aque­ llas supuestas obras de ingeniería tenían m iles de kilóm etros de longitud y p are­ cían trazad as con sum a perfección. Se dijo que M arte, un m undo viejo y en gran parte desértico, estaba habitado por unos seres de larga historia y a m ­ plio desarrollo tecnológico, que habían

trazado aquellas construcciones para aprovechar la poca agua que quedaba en el planeta. El m illonario am ericano Percival Low ell, entusiasm ado por la idea, hizo construir en Flagstaff, A rizona, el m ayor observatorio del mundo, dedicado especialm ente al estudio de M arte. El propio Low ell llegó a trazar dibujos de una red increíble de «cana­ les» que recordaban a un m apa de fe­ rrocarriles. No solo existían seres ex­ traterrestres, sino que, al m enos los m arcianos, eran m ás inteligentes y ade­ lantados que nosotros. El astrónom o C. Flam m arion escribió un libro, La pluralité des mondes habités, que en 1892 co­ noció 36 ediciones. Y el novelista b ritá ­ nico H. G. Wells publicó en 1898 La gue­ rra de los mundos, en que se relataba la invasión de la Tierra por los m arcianos. La obra causó sensación, y hasta en m u ­ chos casos m ovim ientos de pánico. El afán iconoclasta del p ositivism o tuvo

estas consecuencias paradójicas: por un lado, el hom bre está en el verdadero ca­ m ino del progreso y del conocim iento u niversal; pero al m ism o tiem po ap a ­ rece com o un ser lim itado y am en a­ zado. O tras hum illaciones esperaban al género hum ano fruto de los avances científicos de entonces *.

El conocimiento del mundo

En el siglo XIX el hom bre occidental coronó la exploración del m undo en ­ tero, hasta sus últim os detalles, y ta m ­ bién, en gran m anera, lo dom inó m e­ diante su presencia y control. La exp lo ­ ración del m undo, que es el aspecto que en este punto nos interesa, constituye una m ezcla de aventuras y m ision es científicas dotada de un atractivo esp e­ cial. La sim ple exploración de m ares desconocidos y tierras exóticas ya no tiene sentido si no va acom pañada por el estudio y el an álisis sistem ático. De este interés derivó un grado de conoci­ m iento com o nunca hasta entonces se había alcanzado sobre la realidad del m undo en que vivim os y los procesos que han contribuido a su form ación. Las dos expediciones m arítim as m ás fam osas del siglo fueron la realizada por Robert Fitz-R o y en 18 36 -18 4 1, y por

C h arles W yville-Thom son en 1872-76, am bas con el patrocinio de la Corona británica. El capitán Fitz-R oy em barcó en el Beagle a todo un equipo de a stró ­ nom os, oceanógrafos, natu ralistas, geó­ grafos,

físicos,

botánicos.

Nunca

un

barco había albergado a tantos cien tí­ ficos. El Beagle atravesó el Atlántico, ex­ ploró las costas brasileñ as y p atagó­ nicas, y después de invernar antes de lanzarse a la parte m ás difícil de la aventura, exploró el estrecho de M aga­ llanes y encontró en él un paso m ás corto, el que sigue llam ándose Canal de Beagle. A llí los expedicion arios m idie­ ron cuidadosam ente la talla de los p ata­ gones y la longitud de sus pies. Desde el viaje de M agallanes y los relatos un poco exagerados de su cronista Pigafetta, se pensaba que los habitantes de la Tierra del Fuego eran gigantes dota­ dos de pies enorm es, a cuya som bra po­ dían tum bados d orm ir la siesta. Todo se

debe, al parecer, a las huellas dejadas en las p layas por los grandes m ocasines usados

por

los

patagones.

A quellos

aborígenes de gigantes no tenían nada, y sus pies eran m ás bien pequeños. Ya en el Pacífico, los expedicionarios confirm aron la idea de la corriente fría de Humboldt, y m idieron la tem pe­ ratura de las aguas. En las islas G a lá ­ pagos un m édico natu ralista, C harles D arw in, observó que la diferencia entre estructura som ática de las tortugas y ciertas aves variaba ligeram en te de isla en isla, y siem pre de m anera progresiva conform e se avanzaba en la m ism a dirección. De aquella

curiosa obser­

vación obtendría D arw in m ás tarde las m ás asom brosas consecuencias. Los del Beagle confirm aron — falsam en te— que el C him borazo era la m ontaña m ás ele­ vada del m undo. D escubrieron m ultitud de archipiélagos en el Pacífico, y d es­ pués

de

una

larguísim a

travesía

observaron con sorpresa que N ueva Z e ­ landa era un país «europeo» por su clim a y su paisaje, totalm ente apto para ser colonizado. Conocieron m ejor Indo­ nesia y la naturaleza del océano índico. Exploraron el sur de A frica, descu­ brieron la corriente de N am ibia, y s i­ guieron con detalle no solo la costa a fri­ cana,

sino

las

sorprendentes v a ria ­

ciones del clim a de un extrem o a otro. R ealizaron un detallado estudio de las islas de Cabo Verde, y al fin, después de un viaje de cinco años, recalaron en Londres, donde publicaron los m ás in ­ teresantes inform es.

La m em oria

de

Fitz-R oy ocupaba dos tom os; la de Darw in, uno. A quellos textos son una m ezcla curiosa de adm iración ante p ai­ sajes exóticos y vírgen es, fascinante

belleza,

entre

llenos

de

continuas

aventuras, y un estudio científico deta­ llado y riguroso de las realidades físicas y biológicas del planeta.

A m ediados del siglo, el am ericano F. M au ry realizó un estudio oceanográfico para determ inar los vientos y las co­ rrientes m ás frecuentes en los océanos. El barco de vela no debía escoger la ruta m ás corta, sino la de vientos m ás favo­ rables. G racias a las indicaciones de M aury, el viaje de San Francisco a G uayaquil pasó a durar de 41 a 18 días. De Nueva York a C aliforn ia (por M aga­ llanes) se tardaban 180 días; M au ry los redujo a 10 0 . El trayecto de ida y vuelta L on dres-Sid n ey se com pletaba en 205 días. M au ry propuso una ruta, dando la vuelta al m undo, que podía hacer lo m ism o en 13 0 días. El trabajo de M au ry hubiera sido una revolución en el arte de navegar si bien pronto no se hubiera im puesto el barco de vap o r en m ares abiertos. Poco m ás tarde, Brooke in ven ­ taba un nuevo tipo de sonda que no se desviaba de la vertical, y cuyas m edidas de

los

fondos

m arinos

eran

com pletam ente fiables. El últim o de los grandes viajes cien tí­ ficos fue el del Challenger, un navio m ixto de vela y vapor, p rovisto de grúas, cabrias, sondas, y capaz de en ­ frentarse a las condiciones m ás difíciles. Su

com andante,

C h arles

W yville-

Thom son, era ya un experto oceanó­ grafo, y con él viajaron científicos de todas clases. En cuatro años (1872-1876) recorrieron

7 0 .0 0 0

m illas,

cosa

de

10 0 .0 0 0 km, en un periplo doble que el del Beagle, pero de m enor duración. Fue una vuelta al m undo con m uchos z ig ­ zags, pues exploraron tanto las islas A leutianas, en el A rtico, com o las costas de la A ntártida. M idieron la salinidad de las aguas, y las p rofundidades oceá­ nicas (en la fosa de las M arian as la sonda descendió a 8 .10 0 m etros). S o r­ presa: la tem peratura de los m ares d es­ ciende con la profundidad, pero se de­ tiene en los 4 ° C. Es el punto de m áxim a

densidad del agua. Si ésta se enfría m ás, sube, y si se h iela... flota, com o ya todo el m undo sabía. Esta prodigiosa cua­ lidad del agua (en estado sólido pesa m enos que en estado líquido) es la causa de que el m undo no se convierta en un carám bano. De m odo que por debajo de los hielos hay agua líquida y m ás tem ­ plada. Otra sorpresa: el fondo de los m ares no es una llanura fangosa, como se suponía. En las regiones abisales hay cordilleras, rocas, barrancos. Al fin se explicaba que los cables subm arinos se rom pieran

con

tanta

frecuencia.

Se

estudiaron las corrientes, los vientos, la form ación y evolución de las borrascas y su relación con la presión b aro m é­ trica. Se intuyeron por prim era vez los frentes de lluvias. Y durante el viaje se descubrieron m ás de 10 .0 0 0 especies de seres

vivos

hasta

entonces

desco­

nocidas. La m em oria científica publi­ cada

por

los

sabios

del

C hallenger

ocupaba 4 0 tomos. La exploración de las tierras requirió m ás bien iniciativas individuales. Fue aquella la época de las grandes aven ­ turas pioneras por inm ensas regiones desconocidas de A frica, A sia y A u s­ tralia. El explorador es casi siem pre un tipo curioso: curioso en dos sentidos, original en su carácter y form a de ser, y lleno de curiosidad. La m ayoría no eran atletas, y algunos, com o R olh fst o Livingstone, enferm izos; pero dotados de una

enorm e voluntad,

una

fabulosa

resistencia (Barth sobrevivió no solo a sus guías, sino a sus cam ellos), una especial

capacidad

de adaptación

al

m edio, facilidad para aprender las len ­ guas indígenas y atraerse a los natu­ rales, y hasta con una increíble facultad cam aleónica: varios saron

países

árabes

de ellos

atrave­

d isfrazad os

de

p eregrinos que decían ir a La M eca; aún no

se

sabe

com o

Huc

y

Gabet

consiguieron llegar a Lhassa, la Ciudad Prohibida, disfrazad os de m onjes b u d is­ tas.

Uno

de

aquellos

exploradores,

Nachtigal, escribió: «siento m enos inte­ rés por mi vida que por m i curiosidad». A travesaron selvas y

desiertos, cru ­

zaron altísim as cordilleras, estuvieron som etidos a todos los clim as. M uchos m urieron en su em presa, la m ayoría regresaron y relataron sus aventuras en libros que fueron leídos por m iles o m illones de personas: pocas figuras hay m ás populares y ad m iradas en la se ­ gunda m itad del siglo XIX que la del explorador.

La

m ayoría

corren

sus

aventuras sin otro interés que el cien­ tífico, y con escasos m edios. Su actitud con los pueblos indígenas, al contrario de lo que luego pudo p asar con los co­ lonizadores, fue cordial y generosa. Livingstone abandonó la búsqueda de las fuentes del Nilo, para quedarse con los naturales de Ujiji, a los que evangelizó,

enseñó

y

curó,

pues

de

B razza

Savorgnan

era

médico.

aconsejaba:

«perm aneced en contacto con los in d í­ genas. Esforzaos por conocer no solo su lengua, sino tam bién su m entalidad. Visitad sus poblados, hablad con las m ujeres y los niños. No llevéis arm as ni escolta. Recordad que sois intrusos a los que no se os ha llamado». Y todos ellos, científicos o no, anotan los datos que pueden recabar, m iden tem peraturas o lluvias, estudian plantas, trazan m apas. Uno de ellos, Vogel, hacía buenos dibu­ jos y logró carto grafiar el lago Chad. Preguntado

por

los

indígen as,

re s­

pondió que lo hacía para conocer m ejor el m undo. A quellos hom bres lo m ata­ ron para apoderarse de la varita m ágica que em pleaba, pero no consiguieron conocer m ejor el m undo. La varita era un lápiz. El interés por la exploración del p la­ neta

suscitó

por

toda

Europa

la

fundación de Sociedades G eográficas. Las m ás im portantes fueron las de Lon­ dres, París, B erlín, Lisboa, Turín, Viena. Según M iége, en

1881

contaban con

3 0 .0 0 0 socios y publicaban 25 revistas. En 1860, m ás de la m itad de la su p er­ ficie de los continentes era desconocida del hom bre blanco. En 1880 se había lle ­ gado a todas partes, incluso a la A n tá r­ tida. Solo restaban objetivos que esta­ ban reservad os al hom bre del siglo XX: alcanzar los polos y ascender a la m on ­ taña m ás alta del globo (que resultó ser la descubierta en Nepal por lord George Everest). Conocido el mundo, era p re­ ciso representarlo de form a definitiva. Todos los m apas trazados hasta enton­ ces eran parciales o defectuosos. En 1891 se constituyó en Berna la C om isión del M apa U niversal, bajo la dirección de A lbrecht Penck, y com enzó a editarse un

m apa

detallado

com pleto y del

globo,

perfectam ente la

«Carta

del

M undo labor

a la m illonésim a». inm ensa,

que

exigió

Fue una recabar

m illones de detalles y fijar su posición exacta. Otra m edida obligada consistía en determ inar un eje de coordenadas universal. No hubo problem a con los paralelos, que se contaban por grados, m inutos y segundos desde el ecuador (o° oo), al polo (90°00). La dificultad estribaba en los m eridianos y en d esig­ nar un m eridiano central. El problem a de las longitudes estaba ya resuelto g ra ­ cias a los sextantes de precisión, y a los cronóm etros; pero ¿dónde colocar el m eridiano cero? Los franceses p ostu­ laron París, la Ciudad Luz, capital de la cultura. Ya algunos países habían adop­ tado la «hora de París». Enseguida la re ­ cién unificada A lem ania propuso B e r­ lín. El m eridiano de Berlín tiene la v e n ­ taja de que es aquel que atraviesa m ayor extensión de tierras em ergidas, desde el cabo Norte en el extrem o de Noruega

hasta la Ciudad del Cabo, en el extrem o sur de A frica. Resurgía la rivalid ad francoalem ana, m uy avivada desde la guerra de 1871. Entonces surgió la candidatura de Lon­ dres, o m ás exactam ente, para no favo­ recer a ninguna ciudad, la del ob ser­ vatorio de G reenw ich, el m ás antiguo de Europa. El m eridiano de G reenw ich no atraviesa tantos países, pero tiene la ventaja

de que el antim eridiano,

la

incóm oda línea del cam bio de fecha, va desde el estrecho de B ehring hasta la A ntártida: ¡no atraviesa ninguna tierra! Nadie sald ría perjudicado. El m eridiano de G reenw ich com o m eridiano cero y la hora de Greenw ich com o referente del «tiem po universal» fueron adoptados en 1884. Ya era posible en cerrar en un eje de coordenadas esféricas el planeta entero.

La antigüedad de la Tierra

Después de la geografía, tenía que ven ir la geología, la ciencia que estudia la estructura de la Tierra, y la fo rm a ­ ción de los continentes, de las m on ­ tañas, las rocas o los fondos m arinos. Pronto se unió el interés por esta e s­ tructura de nuestro planeta con el de su origen e historia: eran dos aspectos que no se podían separar. Desde un tiem po antes discutían los catastrofistas, que pensaban que en otro tiem po una serie de fenóm enos violentos habían m ode­ lado la realidad de nuestro mundo, con los gradualistas, que pretendían que las condiciones que ahora obran sobre la superficie de la Tierra y m odifican su aspecto

fueron

las

m ism as

en todo

tiem po. En ese caso, sería preciso ad m i­ tir una antigüedad enorm e del planeta que habitam os, ya que los fenóm enos que ahora lo están m odificando obran

m uy lentam ente. Tam bién, parte, discutían

por otra

los neptunistas, que

solo se explicaban las cosas suponiendo que por un tiem po todo el m undo es­ taba cubierto por las aguas (y de ahí la enorm e cantidad y extensión de te rre­ nos sedim entarios, y los fósiles de a n i­ m ales m arinos que se encuentran en tierra

firm e), y

los vu lcanistas, que

concedían m ás im portancia al calor in ­ terno de la Tierra y su capacidad para fu n d ir las rocas o provocar el a lz a ­ m iento de las m ontañas. El p recursor de la ciencia geológica fue C harles Lyell, m atem ático y n atu ra­ lista, que publicó Principies o f Geology, un libro que fue evolucionando en sus d is­ tintas ediciones desde 1833 a 1863. Se opuso a los catastrofistas, y concibió un m undo que se fue form ando m uy len ta­ m ente, m ediante una sucesiva superp o­ sición de capas. Por m ucho que cave­ m os, siem pre encontram os sedim entos

distintos, que tuvieron que tardar m iles o m illones de años en form arse. Y cuan ­ to m ás

profundicem os,

encontram os

capas cada vez m ás antiguas. Por otra parte,

las

rocas

em plearon

tam bién

m ucho tiem po en en friarse, partirse, cristalizar o ser desgastadas por la ero­ sión. Tam bién encontró Lyell fósiles de anim ales antiguos, que le dieron una idea del desarrollo de los seres vivos en las épocas geológicas, y de la relación entre las distintas especies de fósiles y las épocas en que parecen haber vivido. Si la idea de una Tierra enorm em ente antigua causó sensación y en muchos escándalo, m ás lo provocó la publi­ cación en 1863 de Geological evidence o f anticjuity o f Man. Lyell se equivocó al atribuir a los restos hum anos una edad sim ilar a la de las eras geológicas, pero parecía claro que el origen del hom bre era m ucho m ás antiguo de lo que se pensaba. En este sentido, Lyell cum ple

un papel fundam ental en la nueva y tran sgresiva actitud del cienfífico po­ sitivista. Es la m ism a actitud que adoptó Lam arck en su com entario despectivo: «¡qué grande es la antigüedad del globo terrestre! ¡Y qué cortas las ideas de los que le atribuyen una edad de seis m il y pico de a ñ o s !». Entre 1860 y 1880 se fundam entaron con m ás seguridad los principios de la geología. Se supo que el m undo no se form ó siem pre con la m ism a cadencia, que se atravesaron épocas m uy d is­ tintas, y cada una de ellas dejó su huella en form a de capas, rocas y sedim entos que pueden distinguirse con cierta faci­ lidad unos de otros. No siem pre es cier­ to que cuanto m ás se profundice se en ­ cuentran capas m ás antiguas. Hay en superficie rocas gran íticas que parecen form ad as en los prim eros estadios de la historia del planeta, o a cierta p ro fu n ­ didad se encuentran otras que parecen

relativam ente recientes. Se aprendió a distinguir los m ateriales de cada época y se supuso con m ás y m ás fundam ento que fenóm enos violentos (aunque tal vez m uy duraderos) provocados por em pujes y plegam ientos invierten con frecuencia el nivel o la profundidad de los estratos. En las m ontañ as es fácil ver algunos de estos estratos titá n i­ cam ente m ental

retorcidos. era

Pero

distinguir

lo

las

fu n d a­

diferentes

capas geológicas, identificar sus p rop ie­ dades y datar, si no su antigüedad, sí cuando m enos su orden cronológico. En esta tarea cum plió un papel im portante Louis A gassiz, suizo, que com enzó estu­ diando los A lpes y trató de reconstruir su historia. En altas m ontañas encontró conchas y peces fósiles. Era cierto que aquellas tierras, ahora tan

elevadas,

estuvieron un tiem po en el fondo de los m ares;

pero

A gassiz

no

se

adhirió

plenam ente a la teoría neptunista: cabía

la posibilidad de que capas terrestres situadas hoy m uy por encim a del nivel del m ar hubiesen yacido en tiem pos rem otos en el fondo de los océanos; pero tam bién es posible que terrenos su bm arinos hubiesen sido un día parte de continentes. La Tierra es un planeta inquieto, lleno de em pujes, que pudo adoptar

en

otros

tiem pos

con figu­

raciones m uy distintas. Otro descubri­ m iento de Suess fue que en gran parte de Europa existen form aciones de tipo sim ilar a los glaciares suizos que él tan bien conocía, pero que se encuentran ahora en com arcas tem pladas: y dedujo que hace m ucho tiem po existió una era glacial en que los hielos cubrían grandes extensiones

de

nuestro

continente.

Suess m archó a Estados Unidos, fue p rofesor de la U niversidad de H arvard, y se dedicó a la zoología y a la oceano­ grafía. Dos grandes congresos, celebrados en

París (1878) y en Bolonia (1881) sirvieron para que los especialistas se p usieran de acuerdo sobre la denom inación de las capas geológicas. Se clasificaron cinco grandes eras: A rcaica, Prim aria, Secun­ daria, Terciaria, Cuaternaria. En cierto modo, el C uaternario es una especie de «regalo» a nuestro tiem po, ya que no constituye m ás que un dim inuto ap én ­ dice del Terciario; pero es en él cuando aparece el hom bre. La era A rcaica se caracteriza por rocas eru ptivas m uy antiguas, procedentes de una Tierra ca­ liente y de fuerte actividad volcánica. La p rim aria conoce ya rocas com puestas, com o el gneiss, las p izarras, y, por com presión de las m asas arbóreas, las rocas carboníferas. La secundaria abu n­ da en vida: grandes anim ales y peces, responsables en parte de abundantes depósitos de caliza. En la era terciaria se distinguen capas de arcilla, gredas, etc.

En

la

C uaternaria

surgen

las

glaciaciones, y luego un «óptim o clim a­ térico» en que ahora vivim os. Después se particularizó m ás y se dividieron los grandes periodos en subperiodos m uy característicos, no tantos, sin em bargo, com o los que hoy se distinguen. Pero el esquem a aceptado en el congreso de Bolonia sigue siendo válido en sus lí­ neas generales. Y nadie se escandaliza de que el m undo haya tardado en fo r­ m arse — se dice en el siglo XX I— 4.50 0 m illones de años. Esa cifra

es m ás

asom brosa, y nos proporciona una idea de la gran diosidad de la Creación como tal vez los escandalizados de hace cien ­ to veinte años no podían tener.

El evolucionismo y el origen del hombre

C h arles D arw in no figuraba entre los científicos m ás fam osos que vivieron la aventura del Beagle (vid. pág. 185). Era m édico aficionado al naturalism o. Pero su ingenio y su intuición, sin duda tam ­ bién su facilidad para escribir de una m anera atractiva, rom ántica, pero al m ism o

tiem po

rigurosa,

sus

expe­

riencias viajeras, contribuyeron a su prestigio y le ganaron m iles de lectores. D arw in regresó del viaje enferm o de una dolencia tropical, no pudo llevar una vida activa, y se retiró al cam po, donde se dedicó a rodearse de libros y recibir todos los inform es que sus a m i­ gos le fueron enviando. Com o ya sab e­ m os, una sospecha le asaltó en su visita a las islas G alápagos, y quiso con fir­ m arla m ediante estudios m uy pacientes. Al fin, en 1859, después de veintitrés años

de

trabajo,

publicó

su

obra

fundam ental: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural. Ya la gente sabía que en aquel libro D arw in iba a hacer revelaciones sensacionales; y sus partid arios, quizá m ás entusiastas que él, se dedicaron a airearlo. Fue así que el m ism o día en que apareció el libro se agotó su prim era edición: jam ás se recordaba sem ejante avidez de los lectores. Enseguida se hicieron nuevas ediciones, y la obra fue traducida a todos los idiom as cultos. D arw in no era precisam ente un ex­ perto en genética, una ciencia que no había nacido por entonces, pero sí sabía que los caracteres transm itidos de gene­ ración en generación

adm iten cierta

holgura, porque los hijos no son un calco exacto de sus padres. Esta «hol­ gura» puede ad m itir variaciones en un sentido o en otro, y si las sucesiones se operan de form a aleatoria, la especie no su frirá alteraciones significativas; pero

si actúa siem pre — por causas exógen as— en la m ism a dirección, una especie puede evolucionar, e incluso, llegado el caso, tran sfo rm arse en una especie distinta. Tres leyes o fuerzas operan en este proceso: a) La adaptación al m edio — intuida ya por Lam arck—, que prem ia al in d i­ viduo m ás adaptable o m ejor adaptado sobre el que m enos capacidad tiene de hacerlo. Un cam bio clim ático influye en la vida y la alim entación de las distintas especies, y prim a a aquellas que son m ás capaces de adecuarse a las nuevas condiciones. Las especies que tienen m enos capacidad de adaptación, e m i­ gran, se debilitan y tal vez acaban des­ apareciendo.

C ualquier

crisis

de

la

naturaleza es un filtro por el que pasan solo los m ás capacitados. b) La selección natural. Los m iem bros m ás dotados de una especie tienden a p revalecer m ejor sobre las condiciones

que han de soportar. Viven m ás tiem po, y, algo im portante, se reproducen m ás, con m ás facilidad que otros, o con m ás frecuencia: y su descendencia hederará sus condiciones p rivilegiadas. c)

La lucha por la existencia. Los in d i­

viduos m ás dotados de cada especie, o las especies m ás fuertes o inteligentes, vencen, expulsan, suprim en o devoran a los dem ás. La vida es una continua lucha. El ser vivo ha de alim entarse de otros seres vivos, vegetales o anim ales. Ha de ser im placable en esta lucha, o se debilitará y perecerá. La naturaleza no es un paraíso en que puedan convivir felizm ente todos los seres, bien ave­ nidos. tiem pos

Con

frecuencia

duros

o

sobrevienen

necesidades

ap re­

m iantes, y los m ás aptos tienden a prevalecer. Es de esta form a com o, en cam bios paulatinos, m uy lentos, pero obrando siem pre en el m ism o sentido, seres

vivos de una m ism a varied ad pueden llegar a hacerse de otra variedad, y en un tiem po m ucho m ás lato todavía, lle ­ gar a constituir una nueva especie. La teoría

era

lo

m ás

sen sacional

que

concebirse podía, pues que siem pre se había supuesto que las especies a n i­ m ales son inm utables a lo largo de los tiem pos. Cada especie es ella m ism a, y no cabe pen sar en una transform ación. Solo D arw in, recalcando la idea de la «holgura» de los caracteres genéticos, y la tendencia, por condiciones externas, a cam biar siem pre en la m ism a d irec­ ción, podía in sin uar un hecho tan in ­ quietante com o la evolución. Su tesis encerraba una idea m uy cara al espíritu de los positivistas: la del progreso con­ tinuo y necesario. Si los individuos m ás dotados tienden a p revalecer sobre los m enos dotados, y a tran sm itir a sus d es­ cendientes

sus

caracteres,

es

lógico

suponer que las razas, las especies, las

fam ilias, son cada vez m ás perfectas; los seres m enos p reparados tienden a decaer o a extinguirse al cabo del tiem ­ po. La perfección tiende a p revalecer en la naturaleza. A h ora bien, C h arles D arw in, hijo de un pastor anglicano y profundam ente religioso él m ism o, no incluyó entre las susceptibles de evolución a la especie hum ana. Tal vez dejaba entender que los caracteres som áticos del hom bre son sensiblem ente sim ilares a los de los sim ios,

pero

reconocer una

descen­

dencia directa del ser hum ano respecto del m ono le parecía una gravísim a falta de respeto a la concepción del hom bre no solo com o hijo de Dios, sino a la de una

creación

directa,

m ediante

las

«m anos» de Dios, que m odeló el barro para dar existencia a ese ser excep­ cional y lleno de una especialísim a d ig­ nidad que es el hom bre. Es cierto, y ese aspecto com enzaba a considerarse poco

a poco, que la vida se originó en la tie ­ rra m ojada, esto es, en el barro: pero que el hom bre hubiera de p asar por una transform ación de especie en especie hasta llegar a la perfección suprem a en este m undo, parecía una irreveren cia que era necesario evitar. ¿Qué duda cabe de que D arw in pensó que el h om ­ bre desciende de los sim ios, pero jam ás se le hubiera ocurrido exp resar sem e­ jante idea? Fueron sus am igos, o sus m ás entusiastas partid arios, los que le presionaron para que h iciera públicas sus sospechas. D arw in se sintió cada vez m ás acosado, incluso tam bién m ás adelantado por otros que se atrevían a in sin uar lo que él no deseaba declarar. Las presiones continuaron hasta que en 1871, doce años después de su obra, se decidió a publicar The Descent o f Man. Con la m ayor delicadeza que le fue posible, confesó su sospecha: «Debem os reconocer, a lo que creo, que el ser

hum ano, con sus nobles cualidades, con la consideración que siente por los m ás desdichados, con la benevolencia que m uestra no solo hacia sus sem ejantes, sino con su sim patía hacia los seres v i­ vientes m ás hum ildes, con su divina in ­ teligencia, que le perm itió descubrir los m ovim ientos y la constitución de los astros,

debem os

reconocer

que

con

todas sus sublim es facultades, el h om ­ bre lleva en su estructura som ática el sello indeleble de su hum ilde origen». La palabra que tantos estaban esp e­ rando que pronunciase, estaba dicha al fin. El escándalo de las personas m ás conservadoras ante la teoría d arw inista fue m ás fuerte y m ás dram ático que ante ningún otro descubrim iento de la ciencia positivista. Aquellos que p ro fe­ saban

una

interpretación

dem asiado

literal de los textos bíblicos se sintieron profundam ente heridos. Y aun p rescin ­ diendo del sentido religioso, la idea de

que el hom bre parecía

desciende

m onstruosam ente

del m ono hum illante

para la dignidad de la naturaleza h u­ m ana. N im rod Reade refiere el caso de un joven que se suicidó después de leer a D arw in. Por otra parte, la teoría darw inista, si bien por un lado defendía la idea del progreso necesario, tam bién insinuaba algo trem endo e im placable, una ley externa a nosotros m ism os, a la cual estam os sujetos sin rem edio todos los seres vivos: la lucha im placable por la existencia, con el prevalecim iento del m ás fuerte. ¿Qué duda cabe de que este principio insp iró una de las teorías m ás brutales de N ietzsche? Y m ás aún: la idea de ese «humilde», pero salvaje o ri­ gen pudo in sp irar tam bién a Sigm und Freud la tesis de un inconsciente m ás fuerte —y m ás auténtico— que el con s­ ciente, y la enorm e carga de bestialidad prim itiva que se esconde todavía, la ­ tente, pero efectiva, en el corazón del

hom bre. El im pacto del evolucionism o en la conciencia de las personas cultas o sem icultas de su época fue inm enso. Desiderio Papp com enta que «en toda la h istoria de la ciencia hubo m uy pocos investigad ores...

que

lograsen

una

repercusión tan poderosa com o C harles Darwin». «M erced a su obra llegó a té r­ m ino, en la segunda m itad del siglo XIX, para el m undo de las estructuras vivas, una

profunda

innovación

de

ideas,

sem ejante en sus alcances a la revo ­ lución copernicana que se produjo en el Renacim iento». O de alcances mucho m ás profundos: en p rim er lugar, porque afectaba no a la naturaleza inanim ada, sino al hom bre m ism o; y en segundo lugar, porque se produjo en una época en que la difusión las ideas científicas llegaba a una proporción in co m p ara­ blem ente m ayor de conciencias. M ás que

D arw in,

fueron

los

entusiastas

d arw in istas

los

que

procuraron

esa

difusión, y la llevaron hasta sus últim os extrem os. Tan fam oso en su tiem po com o D arw in fue el sociólogo Herbert Spencer. Seguidor entusiasta de Com te, aunque a su m anera, declaró en sus Principios de Sociología (1862) que «el p ro­ greso no es un accidente: es una nece­ sidad». Y profetizó, como Com te, que, conocido suficientem ente un individuo, podría p rofetizarse su com portam iento. El darw in ism o vino

a darle

nuevas

arm as. La evolución biológica, es, según él, un proceso necesario e inevitable, que form a parte de un prin cipio todavía m ás am plio. La ley fundam ental que rige cualquier form a de vida es la de que «todo pasa de la hom ogeneidad ind e­ finida a la heterogeneidad definida». Lo m ism o en la evolución de las especies, que en el arte o en los idiom as, en las form as de gobierno. La idea era en aquellos

tiem pos

tan

sugestiva,

que

solam ente en Estados Unidos se v e n ­ dieron 36 8 .0 0 0 ejem plares de la obra, sin contar las ediciones piratas, que fu e ­ ron m uchas. Todo parecía reducirse a leyes u n iversales y eternas. Y el evolu­ cionism o fue tan propagado y en tu siás­ ticam ente defendido m erced a la obra de Spencer com o a la del propio D a­ rwin. La tesis del evolucionism o com enzó a cobrar un nuevo cariz a raíz de la publi­ cación en 1894 de la tesis de G rego ry Bateson (1861-1926) , según la cual los cam bios en las especies no se producen, com o quería D arw in, por obra de v a ria ­ ciones casi insensibles de generación en generación, sino m ediante saltos b ru s­ cos. Del evolucionism o se pasaba al transform ism o. En 19 0 1 Hugo de Vries (1848-1935) descubrió la teoría de las m utaciones, en el seno de una ciencia genética todavía en em brión. Hoy la concepción de De Vries com o tal está

superada, pero se estim a la posibilidad de un «salto» que en el plazo de una generación puede dar lugar a una esp e­ cie distinta. Se trata del fenóm eno lla ­ m ado «disociación». El ser vivo que ha sufrido este cam bio en sus crom osom as (muy poco frecuente, pero posible), se vuelve in fértil en su apaream ien to con otros anim ales de su especie, a no ser que se cruce con una pareja que posea la m ism a m utación: entonces podría dar lugar a una especie nueva. Es lo que se llam a «especiación instantánea». Lo que probablem ente jam ás lleguem os a saber es en qué m om ento exacto surgió la especie que conocem os com o Homo Sapiens.

El imperio de la termodinámica

Desde los tiem pos m ás rem otos, el hom bre conoció el uso del calor para com batir tem peraturas m uy in feriores a la de su cuerpo, para p rep arar a li­ m entos, m ás tarde para fundir m etales. Pero

ignoraba

las

posibilidades

del

calor para realizar trabajo. Qué duda cabe de que la m áquina de vap or fue la pionera de la revolución industrial, la que prom ovió el estudio del fenóm eno del calor, sus m an ifestaciones y sus po­ sibilidades de aprovecham iento. La ley de G ay Lussac, form ulada en 1809, que relaciona la presión de un gas con la tem peratura, constituyó el p rim er paso de una nueva especialidad de la física, la term odinám ica, que alcanzó su edad de oro precisam ente en la era positivista. La relación entre el calor, la presión, la fuerza, la energía, el trabajo, fue cui­ dadosam ente estudiada, y se obtuvieron

de aquellos estudios las m ás especta­ culares consecuencias. Quedó claro que la energía cinética, aquella que anim a a los

cuerpos

tran sfo rm arse

en en

m ovim iento, energía

puede

calorífica.

Una m áquina en funcionam iento se ca­ lienta. Todo trabajo engendra calor, su­ pone la conversión de la energía cin é­ tica en energía calorífica. Pero tam bién, a la inversa, está claro que el calor engendra m ovim iento. La m ayor parte del m ovim iento de m áquinas o de m e­ dios de transporte que el hom bre logró en el siglo XIX se basa en la expansión del vapor, o lo que es lo m ism o, en la ley cinética de los gases. Tam bién el calor es el responsable de otro de los elem entos fundam entales de la re vo ­ lución industrial, la fusión de los m eta­ les, m ediante los altos hornos, in tro ­ ducidos por Derby, perfeccionados por Bunsen y llevados a su m áxim a p erfec­ ción por Siem ens. Trabajos en otro

tiem po irrealizables se hicieron posibles y hasta relativam ente fáciles m erced a una producción científica e industrial del calor. Los p rincipios de la term odinám ica fueron d esarrollados por Joule, Clausius, H elm holz y lord Kelvin. Parecen principios sencillos, a veces casi p ero­ grullescos, pero tuvieron un inestim able valo r lo m ism o para conocer el calor y sus m an ifestaciones físicas que para obtener las m ás eficaces aplicaciones. John M addox discute si el d esarrollo del estudio de la term odinám ica favoreció el aprovecham iento de la energía para fines prácticos o si fue este aprove­ cham iento (ya es sabido que los in ge­ niosos inventores tienen a veces un sen ­ tido de la intuición que no poseen los científicos) lo que favoreció el desa­ rrollo de la ciencia en el cam po de la term odinám ica. Lo m ás probable es que am bos

hechos

se

hayan

influido

recíprocam ente. Jam es P. Joule (1818-1889) fue d iscí­ pulo de Dalton, y figura com o uno de los inventores del m otor eléctrico. Se dedicó al estudio de la energía. E n ­ contró, por ejem plo, que una corriente eléctrica, al fluir a través de un con­ ductor, lo calienta (si este conductor ofrece

fuerte

resistencia,

se

calienta

mucho: de ahí vend rán después el in ­ vento de la lám p ara eléctrica y del horno eléctrico). Su m ás im portante descubrim iento teórico fue el principio de la conservación de la energía: «en un sistem a cerrado la energía total p erm a­ nece

constante».

Cierto

que

puede

tran sfo rm arse, y de unas form as de energía se pasa a otras; pero la energía total

se

m antiene.

R u d o lf

Clausius

(1822-1888: el apellido no es una la tin i­ zación, sino lituano) nació en Koscelin, ahora Polonia, y fue p rofesor en varias universidades alem anas. Perfeccionó la

teoría cinética de los gases. Y en 1850 enunció el segundo principio de la te r­ m odinám ica: «ningún proceso esp on ­ táneo puede p erm itir el paso del calor de un cuerpo a otro m ás caliente» (prin­ cipio de la irreversibilidad de la e n er­ gía). En 1865 bautizó a esta irre ve r­ sibilidad com o «entropía». El concepto de entropía se ha convertido con el tiem po en uno de los prin cipios fu n d a­ m entales de la term odinám ica y hasta de nuestra idea del U niverso entero. La energía se m antiene, ha dicho Joule, y tiene razón; pero no toda la energía utilizada es reutilizable en sentido in ­ verso, y esta tendencia es la que desde el m om ento m ism o de la Creación está enfriando al U niverso. H erm ann von H elm holtz (1821-1894), m édico y físico insigne, pasó del estudio del calenta­ m iento de los m úsculos por el trabajo, al tem a, apasionante entonces, de la te r­ m odinám ica,

y

supo

expresar

sus

principios con fórm ulas m atem áticas im pecables. Ludwig Boltzm ann gene­ ralizó el concepto de entropía, y en ­ contró una fórm ula fundam ental. Esta fórm ula es la que figura sobre su tumba: S = K. log w en que S es el valo r de la entropía, K una constante descubierta por B oltz­ m ann, y w el estado term odinám ico de un gas. En una visión histórica no nos corresponde explicar ni desarrollar la ley de Boltzm ann, pero sí recordar que por prim era vez se escribe una fórm ula fisicom atem ática sobre una lápida fu n e­ raria, com o sím bolo del casi religioso respeto por la ciencia que existía en la era del positivism o. Boltzm ann descubrió en 1877 que el calor es producto del m ovim iento de las m oléculas en un cuerpo: cuanto m ás rá ­ pido se m ueven, m ayor es la «cantidad de calor» de ese cuerpo. C om prendem os

m ejor que si m ezclam os en un m ism o recipiente

dos

líquidos

a

diferentes

tem peraturas, el caliente hace su bir la tem peratura del frío, pero a su vez p ier­ de parte de su calor: la tem peratura de la m ezcla acaba por igualarse. ¡He aquí, en un ejem plo m uy sencillo, una e x p li­ cación de las dos leyes fundam entales de la term odinám ica! La energía total se m antiene, pero el cuerpo caliente ya ha perdido su posibilidad de seguir calen ­ tando al frío. Esta irreversibilidad es justam ente lo que llam am os entropía. La relación de la entropía con la «ten­ dencia al desorden», relación u niversal e im placable, es uno de los tem as m ás apasionantes de la ciencia en nuestros días, pero su d esarrollo exigiría m ás extensión que la que es posible en este libro. Quede cuando m enos fijada la idea de que la irreversibilidad de la energía útil está ligada a una tendencia a lo que llam am os «desorden» en la

naturaleza. Todos estam os de acuerdo en que el desorden es m ás «fácil» que el orden. Las aplicaciones de la term odinám ica para la transm isión de la energía, el tra ­ bajo, el m ovim iento, fueron infinitas. P. Chaunu, en un ensayo sobre la ciencia positivista, considera a 1877 (no sin una cierta dosis de ironía) com o «el año de la ciencia perfecta del cosm os infinito del orden perfecto». A h ora bien: si el calor no es m ás que el m ovim iento de las m oléculas, ¿qué ocurre cuando las m oléculas no se m ueven? W illiam Tho­ m son, m ás conocido com o lord Kelvin (1824-1907) nació en Belfast, Irlanda, aunque pasó la m ayor parte de su vida en la U niversidad de Glasgow , Escocia. Fue uno de los físicos m ás gran des de su siglo. Form uló la ley de la disipación de la energía: «aunque la cantidad de en er­ gía en un sistem a perm anece constante, la

parte

utilizable

de

la

m ism a

dism inuye continuam ente»; que m atiza el principio de Joule y explica m ejor el de C lausius, al tiem po que deja en claro la irreversibilidad de la energía utilizable. Lord Kelvin es conocido por m u ­ chos de sus logros (por ejem plo, fue el que encontró un sistem a para tender un cable subm arino entre Europa y A m é­ rica), pero por todos es conocido como el

descubridor

del

«cero

absoluto».

Efectivam ente, si el calor consiste en el m ovim iento m olecular, cuanto m ayor es este m ovim iento, m ás alta es la tem peratura;

por

el

contrario,

un

m enor m ovim iento m olecular se tra ­ duce en una tem peratura m ás baja. ¿H asta dónde puede bajar la tem pe­ ratura?

El

com binando

trabajo

de

genialm ente

lord

Kelvin,

la

e xp eri­

m entación con el cálculo, llegó a una conclusión

d efinitiva:

a una

tem pe­

ratura teórica de 273 grados centígrados bajo cero, las m oléculas de un cuerpo

no se m ueven: hem os llegado al cero absoluto. No puede existir una tem pe­ ratura

m ás

baja

que

esa.

N osotros

seguim os utilizando la escala Celsius, con su cero en el punto de congelación del agua. Los científicos necesitan usar con frecuencia la tem peratura absoluta, m edida en grados Kelvin. No es nada difícil de calcular, porque la diferecia entre grado y grado es la m ism a que en la escala C elsius, solo que el cero se co­ loca en - 2 7 3 °C. Una tem peratura de 3 0 0 °K es la propia de un herm oso día de verano. Pero estam os m ás acostum ­ brados

a los valores

cen tígrados, y

nadie nos prohíbe usarlos.

El orgullo y desconcierto del «no es más que»

El calor no es m ás que el m ovim iento de las m oléculas. El sonido no es m ás que la sensación de la vibración del aire. El color no es m ás que la sensación que produce

la

frecuencia

de

las

ondas

lum inosas. Y la m ism a luz no es m ás que la vibración de im pulsos electro­ m agnéticos. Vale la pena que nos deten­ gam os, solo por un m om ento, en estos extrem os,

porque

constituyen

una

m uestra por una parte del desentrañam iento de secretos hasta entonces desconocidos, y por otra parte tam bién del dogm atism o cientifista, y del afán de desconcertar a los no científicos, propio de la

m entalidad

tám oslo

positivista.

igualm ente

m om ento:

ese

exactam ente

a

afán los

A d v ir­

desde el prim er no

corresponde

científicos,

salvo

casos m uy aislados, sino m ás bien a los

entonces m uy frecuentes y am igos de epatar divulgadores de la ciencia, leídos entonces quizá m ás que nunca, a pesar de lo desconcertante de sus a firm a ­ ciones, ¡o precisam ente por eso! De decir que tal fenóm eno «no es m ás...» a decir que el calor no existe, sino que es tan solo una vibración, que el sonido no existe, porque es solo un estím ulo que el tím pano transm ite al nervio auditivo para acusar la vibración del aire; que el color no existe, porque «nuestro ojo nos engaña», y no pasa de ser una sensación de nuestra

retina

ante

las

distintas

longitudes de onda de la luz, no va m ás que un paso. La ciencia positivista nos descubre hechos inesperados, tan so r­ prendentes com o constatados m ediante una técnica im pecable; pero destruye o parece destruir conceptos seculares que de siem pre habíam os adm itido. Y en la época positivista no existe una filosofía reconocida

por

todos

y

lo

suficientem ente fiable por parte de los apóstoles de la ciencia, capaz de e x p li­ carnos que las cosas existen realm ente, que hay vibracion es, m ovim ientos, e stí­ m ulos que proceden de fenóm enos ab ­ solutam ente objetivos, y la inform ación que de ellos nos transm iten nuestros sentidos es perfectam ente válid a para nuestro correcto d esenvolvim iento en la vida.

Sería

m olesto,

hasta

estúpido,

negar que las hojas de los árboles son verdes, y que lo único que ocurre es que reflejan tan solo una parte de la rad ia­ ción electrom agnética que reciben, co­ rrespondiente a una gam a entre 5 .10 0 y 5.300 angstróm s. La causa de estos m alentendidos está probablem ente en la disociación entre ciencia y filosofía, y el desprecio de los cientifistas hacia los conceptos filo só ­ ficos. Hay hechos, no conceptos, dicen los científicos. Y las p alabras que em ­ pleam os

en

el

lenguaje

corriente

corresponden

a conceptos.

No hace

falta conocer la frecuencia o longitud de onda del rojo para saber que un objeto es rojo. Y rojo es el nom bre que dam os a una determ inada longitud de onda de la luz que nos refleja un objeto. Los d es­ cubrim ientos de la ciencia positivista son perfectam ente correctos. Las p ala ­ bras que usam os en el lenguaje co­ rriente, si son adecuadas a las sen ­ saciones que recibim os, tam bién son correctas. Y esas sensaciones responden a una realidad objetiva que nuestros sentidos «traducen» a un lenguaje in ­ teligible, una vez que nosotros a rb i­ tram os una palabra para designarlos. Las palabras no son las cosas, pero son la form a que tenem os para expresar las cosas. No podríam os ser lo que som os ni saber lo que sabem os sin palabras. Tam poco tenem os derecho a decir que nuestros

sentidos

in form ación

no

nos es

engañan. de

Su

naturaleza

científica —y no por eso esencialm ente in fe rio r—, pero nos sirve para des­ envolvernos

adecuadam ente

en

este

mundo. Sin esas ventanas abiertas a nuestro exterior que son los sentidos, no podríam os vivir. Cierto: nuestras sensaciones no nos proporcionan m ás que una inform ación lim itada de la re a ­ lidad. La retina solo es sensible a una cienm ilm illonésim a del espectro total de las radiaciones electrom agnéticas, pero vem os todo lo que necesitam os ver. ¡H asta vem os las estrellas! El tím ­ pano solo es sensible

a vibracion es

entre 32 y 4 .0 0 0 ciclos por segundo. Por debajo están los infrasonidos, por encim a los ultrasonidos, pero no pode­ m os oírlos (los perros, por ejem plo, son m ás sensibles que nosotros a los u ltra ­ sonidos, porque ello les conviene). Los hum anos oím os en la vida corriente lo que necesitam os oír. H elm holz inventó aparatos para m edir la frecuencia de

sonidos que no hem os escuchado jam ás, pero disfrutaba enorm em ente con la m úsica clásica. El hecho de que la cien ­ cia haya alcanzado conocim ientos que están fuera de nuestras posibilidades de percepción es un logro adm irable de la inteligencia hum ana. Pero estos conoci­ m ientos no pueden decir que aquello que conoce el hom bre de la calle y le perm ite dar pleno sentido a su e x is­ tencia sea falso o esté trucado. R espe­ tem os todas las form as de conocer, siem pre que resulten válidas.

El bada electricidad

El dom inio sobre la electricidad fue una de las grandes conquistas del hom ­ bre del siglo XIX. A prendió a p rodu­ cirla, a tran spo rtarla, a alm acenarla, a aprovechar su energía en todas sus fo r­ m as. Y la electricidad tran sfo rm ó el mundo. Volta, G alvan i, Coulom b, A m pére, Oersted, Ohm, Faraday p erm i­ tieron un conocim iento cada vez m ás com pleto de la energía eléctrica y sus m anifestaciones. M axw ell convierte en fóm ulas y leyes las intuiciones de Fara­ day y en su Treatise on Electricity and Magnetism

(1873)

expresó

m atem áti­

cam ente la física de la electricidad y su relación con el m agnetism o hasta dotar al hom bre de finales del siglo XIX de un instrum ento

de

im pensad as

p osibi­

lidades. No es de extrañ ar que la electri­ cidad se haya convertido en la época p ositivista en un sím bolo del progreso

del hom bre y de su dom inio sobre la naturaleza. Si en los tiem pos de St. Sim ón y Com te, ese sím bolo era la loco­ m otora, treinta o cuarenta años después el sím bolo era esa fuerza casi invisible, explicable en térm inos científicos, pero en cierto m odo m ágica, que es la electri­ cidad. Una novela de Julio Verne, no publicada

entonces,

Paris

ou

la

vie

eléctricjue, p rofetiza un siglo XX d om i­ nado por la electricidad. P arís sería la Ciudad Luz, ilum inada por m illares de lám p aras eléctricas, los vehículos se m overían por la electricidad, las d is­ tracciones y

espectáculos

(en

cierto

m odo adivin a el cine y la televisión) estarían proporcionados por la energía eléctrica. Ella sustituiría a los hom bres en todo tipo de trabajo. Y no hay que olvidar que la m ascota de la Exposición U niversal de París fue el Hada E lectri­ cidad, una dam isela, que volaba soste­ nida

por

un

cable

invisible,

e

iba

encendiendo m ediante una varita m á­ gica los m iles de puntos lum inosos de aquel

m aravilloso

espectáculo

del

mundo. La producción de energía eléctrica se hizo cada vez m ás fácil gracias al gen e­ rador, un juego de inductor e inducido de bobinas y electroim anes. El inductor gira rápidam ente sobre el inducido, y el resultado es la producción de electri­ cidad. N aturalm ente, para que el gene­ rador gire con rapidez hace falta una fuente de energía, prim ero una m áquina de vapor, después una turbina h id ráu ­ lica. La serie de producción y transporte necesita por lo general de los siguientes elem entos: i° Una m áquina m otriz que hace girar el generador. La m ás útil, la turbina h i­ dráulica, fue introducida por Parsons. 2o El propio generador, que produce energía

eléctrica.

Faraday

ya

ideó

generadores

de

buena

calidad.

Los

m ejoró Tesla. Siem ens dio form a al generador de alto rendim iento o d i­ namo. 3° Un alternador. El generador p ro ­ duce corriente continua. La corriente continua es m ás fácil de obtener, pero se pierde en gran parte en la conduc­ ción. Es preferible tran sfo rm arla en co­ rriente alterna. 4 ° Un conductor, que lleve la energía a su lugar de destino. Por lo general, es un cable — o m uchos cables— de cobre, un m etal hasta

entonces m uy poco

apreciado por ser quebradizo, pero que es un excelente conductor de la electri­ cidad. 5o Un transform ador, que lim ite la tensión de la corriente antes de llegar a su destino. 6o Una red de distribución, que la lleve a cuantos lugares la requieran.

La

electricidad

encontró

pronto

m últiples aplicaciones. Para su conduc­ ción conviene un hilo que ofrezca m uy poca resistencia. Pero, en cam bio, una fuerte resistencia hace que el hilo se ca­ liente, es decir, produce calor, ¡hace trabajar a la electricidad!

La «resis­

tencia» es el fundam ento del horno eléctrico (hoy se em plea en la industria, en la cocina, en la plancha, en la cale­ facción), y tam bién de la lám para eléc­ trica, cuando se calienta al «rojo b lan ­ co». La electricidad

servirá

tam bién

para com unicaciones a distancia: telé­ grafo, teléfono, radio, para reproducir el sonido, para m over m edios de tra n s­ porte, en el siglo XIX el tranvía, el m etro, etc. La galvanotecnia tiene ap li­ cación especial a la hora de recubrir un m etal

por

otro

inoxidable

(dorado,

niquelado, cromado). La energía eléc­ trica tardaría m uchos años en igu alar la potencia de una m áquina de vap or (esto

no ocurriría hasta el siglo XX). Pero su asom brosa versatilid ad quedó de m an i­ fiesto m uy pronto, tal fue la clave de la ilim itada confianza puesta en ella. En 1897 escribía José Echegaray, el prim er español Prem io Nobel de Literatura, que era adem ás ingeniero: «la electricidad, ese fluido m aravilloso para engendrar luz, para engendrar calor, para tra n s­ portar fuerzas, para realizar trabajos, desde los m ás sutiles, aquellos que re ­ quieren dedos de hadas hasta los que reclam an

m úsculos

de titán ...

es

la

últim a form a, el paso suprem o del p ro ­ greso humano».

La química: el átomo y más allá

Dem ócrito, en el siglo IV a.J.C., habia intuido que la m ateria no puede d iv i­ dirse indefinidam ente. La base de la m ateria es el átomo («sin partes»). La teoría de D em ócrito fue discutida du­ rante siglos, y solo cuando Dalton, en 1808 (vid. pág. 168) descubrió que las reacciones quím icas se operan en « pro­ porciones fijas», la teoría del átomo quedó afianzada. Los átom os «son p er­ fectos en núm ero, en dim ensiones y en peso», y, para cada elem ento, «dotados de caracteres im borrables im presos en ellos». M axw ell, siguiendo a Dalton, estableció la triple d ivisión de la m ate­ ria en partículas (la porción m ás pe­ queña que puede obtenerse por m edios m ecánicos), m oléculas (la porción m ás pequeña que puede obtenerse por m e­ dios físicos) y átom os (la porción m ás pequeña

que

puede

obtenerse

por

m edios quím icos). No hay m ás allá. El átomo es rigurosam ente indivisible. En 1869, un quím ico ruso, D im itri M endeleiev, tuvo la fecunda ocurrencia de ponerse a ordenar los elem entos de acuerdo con su peso atómico. N atural­ m ente, no es posible m edir el peso de un átomo. Pero sí se puede d eterm inar la relación del peso de dos elem entos que entran en una com binación. De acuerdo con las proporciones de Dalton, es preciso com binar dos partes de hidrógeno con una de oxígeno para que se nos form e agua, H2O. Para obtener agua, hay que em plear 8 veces m ás peso de oxígeno que de hidrógeno. Com o en la com binación entran dos átom os de hidrógeno por cada uno de oxígeno, el átomo de oxígeno pesa 16 veces m ás que uno de hidrógeno. M endeleiev, decía­ m os, se puso a ordenar los elem entos de acuerdo con su peso atómico. El m ás li­ gero es el hidrógeno. Le siguen, por este

orden, el helio, el litio, el berilio, el boro... etc. Y se encontró con que las ca­ racterísticas de estos elem entos se re p i­ ten llam ativam ente de ocho en ocho \ No siem pre era así, pero M endeleiev intuyó finalm ente que los «huecos» que quedaban en la tabla para com pletar la periodicidad correspondían a elem entos aún no descubiertos (en vida del q u í­ mico ruso se descubrieron el galio, el germ anio y el escandio). Pero lo im p o r­ tante era lo siguiente: si las propiedades de cada elem ento son fijas, propias solo de él e intransferibles, ¿cóm o es que m uchas de ellas se repiten en m ú lti­ plos? La única explicación posible es la de que los átom os no son á-tom os, sino que son a su vez m últiplos de «algo», y ese algo determ ina algunas de sus cu ali­ dades. Un

largo

cam ino

de treinta

años

(18 70 -19 0 0 ) separa a M endeleiev de Rutherford. Poco a poco se fue sabiendo lo

que, en el átomo — que ya no m erece este n om bre—, son el núcleo y los elec­ trones;

cóm o

los

electrones

poseen

carga negativa y por tanto el núcleo — los p rotones— han de tenerla p osi­ tiva; y cómo, sin em bargo, la m asa de un núcleo form ado exclusivam ente por protones no es suficiente para ga ra n ­ tizar la estabilidad del sistem a, y es p re ­ ciso reconocer la existencia de otras partículas dotadas de m asa, pero de carga neutra: los neutrones. Niels Bohr intuyó los distintos «pisos» de elec­ trones, porque, a diferencia de los p la­ netas, varios electrones discurren por la m ism a órbita; saturada una órbita, se form a un nuevo «piso», y así su cesi­ vam ente. Podía im aginarse el átomo com o una suerte un poco especial de sistem a solar, y la analogía podía su ge­ rir algo así com o la unidad del U ni­ verso: m ás tarde com prendería Bohr, y con gran disgusto por su parte, que las

cosas son distintas de com o en p rin ­ cipio pueden im aginarse, y, por su ­ puesto, m ucho m ás com plicadas. El co­ nocim iento de la estructura del átomo vendría a ser así uno de los factores de la crisis epistem ológica del siglo XX. Pero aún no hem os llegado a ese punto dram ático.

De la química orgánica a la biología

Pronto descubrieron los quím icos que dos elem entos tetravalentes, el carbono y el silicio, poseen una fabulosa cap a­ cidad para com binarse con otros, dando así una cantidad increíble de cuerpos com puestos, algunos de ellos de una enorm e com plejidad. Con una fu n d a­ m ental d iferencia entre ellos dos. El s ili­ cio da lugar a una varied ad casi infinita de m inerales: puede decirse que no e x is­ ten dos rocas que tengan exactam ente la m ism a com posición, ¡ni siquiera la tie­ nen dos granitos distintos de arena! En cam bio, el carbono está presente, fo r­ m ando com binaciones tan com plejas si no

m ás,

(y

sobre

todo

mucho más

organizadas) en los seres vivos. Todos los seres vivos, desde los m icroorgan ism os hasta el hom bre, pasando por las p la n ­ tas, contienen carbono. Sin carbono no hay vida. Un quím ico francés, M arcellin

Berthelot (1827-1907), m uy com bativo, dedicado finalm ente a la política, fue uno de los padres de la quím ica orgá­ nica. Por entonces se obtuvo la síntesis del alcohol o la del m etano, el m ás sen ­ cillo de los hidrocarburos. Pero B er­ thelot se esforzó sobre todo en dem os­ trar que la vida es un fenóm eno quí­ mico. Todo depende, naturalm ente, de lo que se entienda por vida. Hoy sabe­ m os, por supuesto, m uchas m ás cosas de esa inm ensa com plejidad que cons­ tituye la realidad m aterial y la organ i­ zación interna de los seres vivos. Ni Bethelot, ni Erw in Schródinger, que p u ­ blicó hacia 19 0 0 el ensayo ¿Qué es la vida?, ni siquiera

D.T. W atson, que

intuyó las bases de la biología m ole­ cular, llegaron a tener una idea acabada de esa realidad. Pero se había abierto el cam ino hacia un cam po de in vesti­ gación m uy im portante. A h ora

bien,

los

seres

vivos

son

dem asiado com plejos, su organización es dem asiado adm irable com o para que los quím icos del siglo XIX pudieran estudiarlos en profundidad. Se dedi­ caron, o bien a an alizar y a ser posible sintetizar vam ente

cuerpos sencillos,

orgánicos

relati­

com o

h id ro­

los

carburos, los alcoholes o los aldehidos, o bien los seres vivos de estructura m ás sim ple, los m icroorganism os. C om o­ quiera que pronto se intuyó que muchos de estos seres dim inutos tienen que ver con las enferm edades, el sentido p rác­ tico de los investigadores p ositivistas se dedicó

con

afán

al

estudio

de

los

«m icrobios». Ese instrum ento esencial para ob servar lo m ás pequeño que es el m icroscopio

nació

práticam ente

al

m ism o tiem po que el telescopio, en el siglo XVII. C om pañeros de G alileo fu e ­ ron los prim eros que en la Accadem ia dei Lincei observaron las patas o las alas

de

los

insectos.

El

holandés

Leeuw enhoek fabricó los prim eros m i­ croscopios de gran aum ento, y tanto él com o M alpighi o Robert Hooke vieron los prim eros m icroorgan ism os: M a l­ pighi vio los glóbulos rojos, a los que atribuyó el color de la sangre, y Hooke observó con detalle los m aravillosos cristalitos de hielo que form an la nieve. M ás aún, en los tejidos vivos descubrió unas celdillas («células») que llam ó así porque le recordaban las de un panal. Sin em bargo, la observación m icro s­ cópica no avanzó com o la telescópica en el siglo XVIII y prim era m itad del XIX. Para ver seres pequeñísim os era preciso aislarlos. Se hicieron «p rep a­ rados» sobre cristales, y se descubrieron los in fu sorios del agua, y otros m icro or­ ganism os.

Pero

era

preciso

obtener

p reparados m ás sofisticados, por ejem ­ plo, con diversos tipos de aceites. A l fin se utilizaron colorantes com o la anilina, que

p erm itían

distinguir

unos

m icroorgan ism os de otros, ya que eran m uy sen sibles a los colorantes. Se cono­ cieron m ejor las células de los seres vivos, y se com enzó a distinguir la m em brana, el protoplasm a y el núcleo. A penas se

pudo saber qué son

los

crom osom as. Son los años com pren­ didos entre 1880 y 19 0 0 , com o observa Friedm ann, aquellos en que se re a li­ zaron los m ás espectaculares descubri­ m ientos bacilos,

bacteriológicos: bacterias,

toxinas,

gérm enes, vacunas,

sueros; gracias a la labor de unos cuan­ tos biólogos extraord inarios: Pasteur, Koch, Ebert, Klebs, Touissiant, B ehring, Roux, Yersin. Curiosam ente, «las p ri­ m eras decadas del siglo XX no parecen p resentar la m ism a densidad de d es­ cubrim ientos». Louis Pasteur (1822-1895) fue el típico investigador de laboratorio; todo lo tra ­ taba de experim entar, y pocos le su pe­ raron entonces en esa tarea. Hom bre

sencillo, honesto, m uy religioso — en contraste con otros científicos p ositi­ v ista s—, unía a su carácter m etódico una prodigiosa intuición. Fue el p rin ­ cipal

investigador

de

los

m icro or­

ganism os capaces de producir en fe r­ m edades. Com enzó por la fermentación o descom posición de los cuerpos orgá­ nicos. A llí donde hay descom posición hay

gérm enes

patógenos.

M uchos

científicos de su tiem po defendían la «generación espontánea», la aparición de seres vivos allí donde el m edio favo ­ rece su proliferación. Pasteur era en e­ m igo de esta teoría. A lojó preparados orgánicos en un m atraz aislado, y no se form aron gérm enes. Hizo otros e x p e ri­ m entos, y todos produjeron el m ism o resultado: era falsa la teoría de la gene­ ración espontánea. La sim ple quím ica no crea vida: solo un ser vivo puede o ri­ ginar otro ser vivo. Para com batir la descom posición,

que

siem pre

atrae

m icroorgan ism os — no los crea— y les perm ite reproducirse rápidam ente, in ­ ventó el sistem a de «pasteurización», que consiste en som eter el objeto que se quiere con servar incontam inado a una elevada tem peratura, y encerrarlo d es­ pués en un recipiente sellado, en el que no pueden penetrar los gérm enes. La pasteurización

dio

m agníficos

resu l­

tados, por ejem plo, con la leche, que pudo

ser

conservada

en

recipientes

cerrados durante largo tiem po. La p as­ teurización

resultó

ser

fundam ental

para la salud y para la conservación de los alim entos. Pasteur descubrió y aisló gran n ú ­ m ero de gérm enes patógenos, que pudo identificar

y

com batir

con

m edios

específicos para cada cual. D istinguió los bacilos («bastoncitos», llam ados así por su form a ante el m icroscopio) de los «cocos» o gérm enes redondeados, entre ellos

los

estafilococos

y

los

estreptococos. Contra ellos com enzó a u tilizar la desinfección y la profilaxis. Uno de los descubrim ientos m ás cono­ cidos de Pasteur fue el de la vacuna contra

la rabia. Esta terrible

e n fer­

m edad, transm itid a por la m ordedura de perros infectados, tam bién de otros anim ales,

no

tenía

cura

posible,

y

aum entaba la angustia y el dram atism o de la persona afectada y de sus fam ilares el hecho de que tarda sem anas en incubarse. Al fin vienen las in so p o r­ tables convulsiones, hasta que sobre­ viene la m uerte. Pasteur consiguió p re ­ p arar una vacuna preven tiva, que in ­ cluso puede u tilizarse con gran des p ro ­ babilidades de éxito después de recibida la m ordedura, si no ha transcurrido m ucho tiem po. M iles de personas m o­ rían de rabia. La enferm edad se hizo cada vez m enos frecuente entre h u m a­ nos, incluso entre anim ales. Robert Koch (18 43-19 10), otro gran

benefactor de la hum anidad, fue el p ri­ m ero en obtener cultivos de bacilos puros. La operación de «aislar» bacilos perm ite estudiarlos de m anera p rivativa y an alizar su com portam iento y la m a­ nera de com batirlos. Koch viajó a la India para conocer m ejor una de las m ás terribles enferm edades epidém icas: el cólera. Cuando el bacilo del cólera llegaba a una zona del m undo en que no se desarrollaba habitualm ente — tal E u­ ro p a — sobrevenía desastrosas

una

epidem ia

consecuencias.

de

M orían

cientos de m iles o m illones de personas. En la India, el cólera era endém ico: de suerte

que

aunque

había

personas

enferm as, las dem ás estaban hasta cie r­ to punto vacunadas y los contagios no eran m asivos. Koch expuso su vida, en contacto con la terrible enferm edad, hasta que en 1883 consiguió aislar el ba­ cilo, y poco después apareció la vacuna anticolérica, cuyos efectos fueron bien

pronto perceptibles. Según M onod, la epidem ia de cólera de 1886 m ató en E u­ ropa solo a la m itad de personas que la de 1866; la de 1892, a la tercera parte. El cólera sería prácticam ente erradicado de Europa a com ienzos del siglo XX. El gobierno

alem án

declaró

la vacuna

obligatoria, y lo m ism o hicieron poco m ás tarde otros países. Koch aisló ta m ­ bién el bacilo de la tuberculosis (lla­ m ado

«bacilo

de

Koch»).

No

pudo

encontrar una vacuna adecuada, pero sí se arbitraron m étodos preventivos y profilácticos. La tuberculosis, la fam osa enferm edad de los rom ánticos, se ha ido haciendo cada vez m enos frecuente y m ás fácilm ente com batible en el siglo XX.

Mendel y los orígenes de la genética

Durante m ucho tiem po fue m uy poco o nada conocida la figura de G regor M endel (1822-1884), y tal vez por eso una de las ram as m ás im portantes de la biología, la genética, apenas progresó hasta la segunda m itad del siglo XX. M endel, hijo de un gran jero m oravo, y experto en injertos de árboles frutales, fue

luego

m onje

agustino, y

asiduo

cultivador del huerto que los religiosos tenían contiguo a su convento. Se a fi­ cionó al cruce de especies vegetales, tra ­ bajó durante ocho años con 10 .0 0 0 plantas distintas, y experim entó con nada m enos que 22 varied ad es de gui­ santes. El hecho m ás conocido es que, cruzando

guisantes verdes

con

gu i­

santes am arillos, el resultado era siem ­ pre el prevalecim iento de los am arillos. Sin em bargo, en la siguiente generación, aunque

los

am arillos

seguían

predom inando, reaparecían los verdes, siem pre en la proporción de 1/4. Otros m iles

de

pacientes

experim entos

le

p erm itieron escribir en 1866 un Ensayo sobre los híbridos vegetales. De su estudio creyó deducir tres leyes que parecían cum plirse siem pre:

Ia:

El híbrido h ere­

dero de dos varied ad es distintas no es un interm edio entre los caracteres de sus progenitores, sino que en él predo­ m inan los de uno o los del otro (ley de los «caracteres dom inantes»). 2a: Los caracteres del que no predom ina no se pierden, sino que perm anecen latentes, y se m an ifiestan en la siguiente gene­ ración, siem pre en una proporción fija (ley de los «caracteres recesivos»), 3 a: Cada una de las características de una variedad

se

transm ite

con

ind epen­

dencia de las otras características (pon­ gam os un ejem plo hum ano para enten­ dernos: de una pareja en que un p roge­ nitor es de pelo rubio y ojos azules y el

otro de pelo oscuro y ojos castaños, el hijo puede tener el pelo rubio y los ojos castaños, o bien el pelo oscuro y los ojos azules: aunque se parecerá m ás a su padre que a su m adre, o viceversa). M endel había descubierto las leyes fundam entales de la genética, aunque no sabía lo que era la genética, y el porqué de tan sorprendentes resultados. La verdad es que desde m ucho antes se había com entado — especialm ente por lo que se refiere a seres h u m anos— el m ayor parecido de un hijo respecto de uno de sus progenitores, o la re a p a ­ rición de determ inados caracteres p ro ­ pios de un abuelo, que en los hijos no se habían advertido. Ya con m otivo de la colonización de A m érica por los esp a­ ñoles se habían advertido varied ad es com o «blanco», «m estizo», «castizo» y «salta atrás». El retroceso inesperado del «salta atrás», que recuperaba carac­ teres de sus antecesores que ya parecían

perdidos, dio lugar a innúm eros com en­ tarios. Pero nunca se conoció la causa de tales com binaciones. Las pacientes clasificaciones de híbridos hechas por M endel hubieran perm itido un avance de cien años en la ciencia de la genética. Pero su obra perm aneció prácticam ente desconocida de la com unidad científica.

Claude Bernard y la medicina experi­ mental

Aunque no hubiera escrito la fam osa Introduction

á

l’étude

de

la

médécine

experimentale, Claude Bernard (1813-1878) hubiera pasado a la historia no solo com o el introductor de un nuevo con­ cepto de la m edicina, sino com o uno de los representantes m ás definitivos de la ciencia positivista. Tan p ositivista

o

m ás que Com te o que Spencer. No fue en absoluto un idealista. El análisis de la realidad, la prueba y el m étodo. Lo dem ás no im porta: no tiene utilidad tra ­ tar de averiguar el porqué de las cosas, sino el qué y el cómo: lo que sirve para algo. M ucha gente piensa que Claude Bernard fue un gran m édico; m ás que clínico

fue

un

analista,

un

e xp eri­

m entador. No se dedicaba fu n d am en ­ talm ente a curar enferm os, sino a estu ­ diar enferm edades. M ás que hom bre de

hospital, que no dejó de serlo, fue ante todo hom bre de laboratorio, paciente, trabajador, dotado de un m étodo im pe­ cable. Para él, la ciencia, ante todo, «debe dedicarse al estudio de los fen ó­ m enos naturales dentro de la realidad objetiva de las cosas»: con una fe total en la capacidad del experim ento com o m edio para conocerlo todo y dom inarlo todo sin confusión alguna: fue el suyo un optim ism o objetivista que hoy, hasta cierto punto, nos produce envidia. El m étodo es lo fundam ental: — en prim er lugar se im pone la observación, detallada y ciudadosa de los fenóm enos. — luego, la construcción lógica de una hipótesis basada estrictam ente en lo observado; — en tercer lugar, la verificación de la hipótesis m ediante todos los e xp eri­ m entos

adecuados

para

poder

com probarla. No bastan las pruebas, hay

que

realizar

tam bién

con tra­

pruebas; solo cuando todas las con tra­ pruebas han fallado es posible... —

la tesis o conclusión, a la que se

llega después de haber aceptado todo lo verdadero y desechado todo lo falso. M aestro

de

la

fisiología,

Bernard

dedicó su atención preferente al proceso digestivo, y a todas sus fases, desde la deglución a la elim inación. Com prendió el papel de la saliva, del estóm ago, sus ácidos y sus jugos, del duodeno, donde la acción de los activos estom acales se com plem enta con la aportación de la vesícula biliar y los jugos pancreáticos; del papel del hígado y del com plejo tracto intestinal. Se encontró con su s­ tancias («jugos» o enzim as) que el orga­ nism o no recibe: por tanto, el propio organism o las produce, com o un la ­ boratorio, por m edio de sus órganos o

sus glándulas: en este sentido fue Bernard un p recursor de la endocrinología. O bservó que el hígado no solo ayuda a la digestión, sino que introduce azúcar en la sangre: de ahí deviene la tasa de azúcar, y por tanto el hecho de que la diabetes no se deba únicam ente a la cantidad de azúcar que se ingiere, sino a la proporción que el hígado presta a la sangre.

Tam bién

estudió

el

sistem a

m uscular y el nervioso, y la com bi­ nación de am bos — el nervio actúa, el m úsculo se contrae— para producir los m ovim ientos de los seres vivos, y espe­ cialm ente de esa m aquinaria perfecta y coordinada que es el hom bre. Claude Bernard no habrá salvado con su in ter­ vención personal m uchas vidas; pero sus

conocim ientos

perm itieron

un

avance sin precedentes en la m edicina de la segunda m itad del siglo XIX. i

Es

difícil

com prender

cóm o

Schiaparelli, Low ell o A ntoniadi lo g ra­ ron «ver» tantos y tan perfectos canales en M arte. Hoy sabem os m uy bien que no existen. Se trató, sin duda, de con fu ­ siones ópticas. La vista tiende a h acer­ nos creer que son regulares form aciones m uy lejanas y confusas que no podem os colum brar con seguridad. Las letras de un libro, a dos m etros de distancia, nos parecen líneas rectas y continuas. 2

Este ciclo de ocho en ocho solo es

aplicable

hasta

el

calcio.

Luego,

la

periodicidad es otra. Pero no p reten ­ dem os com plicar las cosas al lector, y solo llam ar la atención sobre el hecho de una cierta periodicidad.

La era de los inventos Un historiad or británico de la ciencia y

la

econom ía,

G. W addington,

ha

hecho una curiosa reflexión, no exenta de sentido del humor.

Supongam os,

dice, que sir Horacio W alpole, erudito, académ ico y político inglés de fines del siglo XV III, invita a través del túnel del tiem po a su tocayo H oracio, el gran poeta latino del siglo I a.J.C., a visita r el Londres de 18 00. El gran literato clásico no hubiera tenido problem as de le n ­ guaje, porque sir Horacio dom inaba perfectam ente el latín. Por dem ás se h u­ biera encontrado un Londres donde se hablaba una lengua bárbara (bar, bar bar, no sabían latín ni griego), pero la gente era culta y educada. Su extrañeza no hubiera sido grande. Las calles eran estrechas y em pedradas, com o las de Roma. A las casas de piedra o ladrillo se subía por escaleras, com o en Rom a. Se

abría la puerta principal con enorm es llaves de hierro, com o en Roma. Se cocinaba con leña o carbón de leña, com o en Rom a, y con leña se calen ­ taban las gentes en invierno. En los m ercados se com erciaba con m onedas de oro, plata o cobre, de acuerdo con el valo r de los productos, lo m ism o que en Roma. Los que no m archaban a pie lo hacían a caballo, o en coche de caballos, com o en la patria de Horacio. Y a caba­ llo se transportaban de un lugar a otro las m ercancías. Llegados los dos H ora­ cios a orillas del Tám esis, verían barcos de rem os o de vela, no m uy distintos de los rom anos. En sum a, el gran poeta la ­ tino no hubiera experim entado gran des sobresaltos. Supongam os

ahora

que

el

m ism o

Horacio es invitado a visita r el Londres de un siglo m ás tarde, en 19 0 0 . Hubiera ido de sorpresa en sorpresa. Las calles eran m ucho m ás am plias, y por ellas se

verían circular extraños vehículos dota­ dos de un trole, que se m ovían a gran velocidad ¡sin necesidad de caballos! Las casas eran de m ateriales distintos, y en m uchas de ellas, en lugar de subir por las escaleras, bastaba encerrarse en una especie de arm ario, que subía solo (?), hasta los pisos, a los cuales se en ­ traba m anejando una llave dim inuta, pero m uy com plicada. Para alum brarse no había candelas de cera ni de aceite, sino que bastaba accionar un botón para que toda la sala quedase ilu m i­ nada, casi com o si fuese de día. Las cocinas eran grandes planchas m etá­ licas, alim entadas con carbón de piedra. En los m ercados se com praban a rtí­ culos de todas clases, procedentes algu­ nos de países del otro extrem o del mundo, y en vez de m oneda se em p lea­ ban rectángulos de papel. La extrañeza de H oracio hubiera llegado al m áxim o viendo

vehículos

inm en sos

y

m uy

pesados, de centenares de pies de largo, que se m ovían a gran velocidad sin necesidad de tiro anim al, y llegaban a las estaciones de Victoria o de Paddigton: y su extrañeza se hubiera trocado en h orror al descender a los abism os y encontrarse con vehículos del m ism o tipo, potentes y ruidosos, que circu­ laban por las entrañ as de la ciudad. A orillas del Tám esis, el poeta se hubiera sentido desconcertado ante gigantescos navios sin rem os ni velas, que se m o­ vían sobre las aguas despidiendo un terrorífico hum o por largas chim eneas. Y tal vez hubiera presenciado un p ro ­ digio suprem o: un enorm e navio aéreo, en form a de huso alargado, que no era un ave m onstruosa, y que transportaba seres hum anos en una cabina. H oracio no

hubiera

encontrado

hexám etros

para exp resar su asom bro. Quizá h u ­ biera

m uerto de un infarto, p erfec­

tam ente

explicable.

A sí

es

com o

W addington nos hace ver que las fo r­ m as de vida del m undo occidental se tran sfo rm aron m ás espectacularm ente en cien años, el siglo XIX, que en los dos m il años anteriores.

El inventor

La que K. Jaspers llam a Edad Técnica se caracteriza por un progreso esp lén ­ dido de la ciencia, pero sobre todo por un progreso incom parablem ente m ás espectacular todavía de las aplicaciones de la ciencia a un fin práctico, es decir, de la técnica. Tantas aplicaciones se h allaban, que el quizá m ás insigne físico del siglo, H. von H elm holz, encargado de la cátedra de Tecnología y Física de la U niversidad de Berlín, reconoció la im ­ posibilidad de im p artir conjuntam ente las dos asign atu ras... y se quedó con la de Física. Sin la ciencia, la tecnología no hubiera podido progresar, pero en cier­ to m odo los m ás asom brosos avances de la tecnología los logran hom bres que no son sabios, a veces ni siquiera u n i­ versitario s, que poseen gran sentido práctico y una facultad asom brosa para idear

ingenios

nuevos

y

revolucionarios, que van a cam biar la historia del mundo. A h í están los n om ­ bres

de

Bessem er,

Edison,

Siem ens,

Daguerre, Daim ler, Lum iére, M arconi. Y su capacidad de inventiva no tiene fin. Quizá sea honesto recordar que el prim er avión que voló con éxito fue ideado por los herm anos W right, que eran dueños de un taller de bicicletas. Henri Bessem er (1813-1898) inventó el cuño de correos, un nuevo sistem a para la extracción del zum o de caña, una bom ba que utilizaba la fuerza cen trí­ fu ga... y el convertidor de acero, que transform ó a éste de un m etal sem iprecioso en el rey de la sid eru rgia de fines del siglo XIX, flexible y duro al m ism o tiem po, capaz de superar los m ás fu er­ tes rozam ientos y aplicable por con si­ guiente a las m ás sofisticadas form as de m aquinaria. Sin el invento de un m é­ todo fácil de obtención del acero, la téc­ nica

hum ana

hubiera

progresado

m ucho m ás lentam ente. Thom as A lva Edison (1847-1931) fue educado por su m adre porque en la escuela no lo acep­ taron,

considerándolo

un

retrasado.

Pero era ingenioso com o él solo. Vendió periódicos, luego fabricó una im pren ta de su invención y publicó su propio periódico; term inó siendo un experto en toda clase de aparatos, incluidos los eléctricos. A lo largo de su vida patentó m il inventos: entre ellos un aparato para el recuento de votos; un indicador del precio del oro en la Bolsa; las pilas alcalinas, el m icrófono de carbono, un nuevo tipo de horm igón, el gram ófon o o

tocadiscos,

la

lám para

eléctrica...

N aturalm ente, no todos sus inventos (puede calificársele de «inventor com ­ pulsivo») dieron resultado, pero Edison tuvo un especialísim o sentido com er­ cial, que le perm itió apoyarse en los m ás rentables, y term inó dueño de una fortuna

inm ensa.

W erner

Siem ens

(1816-1892)

patentó un

aparato

tele­

gráfico que im prim ía señales: el ope­ rador ya no tenía que escrib ir los m en ­ sajes que recibía (im pulsos eléctricos de acuerdo con el código Morse), sino que los m ensajes quedaban im presos; en 1867

patentó

el

generador

electro­

dinám ico, que tran sfo rm ab a el trabajo m ecánico en energía eléctrica: una vez perfeccionado,

lo

denom inaría

«di­

nam o»; en 1879 dio a conocer la loco­ m otora eléctrica, y en la Exposición de París de 1881 presentó el tranvía, que com enzó a fun cion ar el año siguiente en varias ciudades europeas. Proyectó el m etro de Londres, que se inauguró en 1890. En 1882 patentó la lám para de arco, que durante un tiem po pareció m ás útil que la lám para de filam ento de Edison: las noches de B erlín se hicieron deslum brantes con sus arcos voltaicos en las calles. Luego inventó el ascensor eléctrico. Descubrió un convertidor de

acero, de uso m ás ind ustrial que el de Bessem er, etc. La figura del «inventor» es m uy ca­ racterística de la segunda m itad del siglo XIX. Nunca hubo tantos ni tan prolíficos

inventores.

A ctivos,

in ge­

niosos, originales, constituyeron un tipo de ejem plar hum ano m uy rep resen ­ tativo de la época en que viviero n , dota­ dos de una fe indestructible en sí m is­ m os y en el adelanto hum ano. Su deseo de hacer la vida m ás cóm oda, m ás fácil, m ás feliz a sus sem ejantes, es com pa­ tible con su ansia de enriquecerse g ra ­ cias a sus ideas, y de desbancar a la com petencia. Con frecuencia se cop ia­ ron sus inventos, o se in sp iraron unos en otros, provocando infinitos pleitos hasta que se estableció la O ficina M u n ­ dial de Patentes en Berna, en 1883 (uno de sus em pleados se llam aba A lbert Einstein). Son quizá, por su sentido práctico y conquistador, los m ás típicos

representantes de la era p ositivista. Sin em bargo, tuvieron m uy poco de intelec­ tuales, ni siquiera de cientifistas. No pretendieron inventar una filosofía del progreso, sino sim plem ente progresar. Fueron, si se quiere adm itirlo así, «po­ sitivistas prácticos», sin dem asiado afán de atacar o defender principios. Pero contribuyeron

com o

nadie

a

tra n s­

form ar el estilo de vida de las socie­ dades d esarrolladas.

El carrusel de los inventos

No cabe en este libro una relación detallada de los m uchísim os inventos realizados en la segunda m itad del siglo XIX, porque ello nos obligaría a dedicar al tem a una extensión desm esurada, y porque hacerlo parece m ás propio de una historia de la tecnología en cuanto tal que de una historia de la ciencia. Con todo, sería injusto no dedicar un apartado a tan decisivas aportaciones. Dos

p recisiones

parecen

ante

todo

necesarias: — prim era: es difícil determ inar la fecha exacta de un invento y el nom bre de su autor. Todos los inventos tienen sus

precedentes y

tam bién

p rotago­

nistas de m odificaciones decisivas. El calendario

que

exponem os

a

conti­

nuación es bastante exacto y ponde­ rado; pero pueden hacerse, y de hecho se hacen, otros calendarios distintos,

igualm ente razonables; — segunda: es preciso distingu ir desde el p rim er m om ento entre la fecha de la invención y la de la aplicación, o de la generalización social de lo inventado, que llega norm alm ente bastantes años después. Teniendo en cuenta estas cau­ telas, es válid a la lista siguiente: -1 8 5 1 S eg ad o ra m ecán ica (M e C orm ick) - 1853 A scensor con m áq u in a de vapor (Otts) -1 8 5 5 C e rra d u ra de seg u rid ad (Vale) - 1856 M áq u in a de coser (H ow e, Singer) -1 8 5 7 C onvertidor de acero (Bessemer) -1 8 5 9 Hélice propulsora (Ericsson) -1 8 5 9 C om bustión del petróleo - 1860 M áq u in a esquiladora - 1860 Pavim entación con asfalto (Holley) -1 8 6 1 C erilla (Lundstróm ) - 1862 C onvertidor alto (Siemens) - 1864 Biciclo (Lallem ent, Meyer) -1 8 6 4 M áquina de escribir (Sche11er)

— 1864 M otor eléctrico (Gramme) — 1865 R efrigeración (F. von Linde, Charles Tellier) — 1865 Calefacción central (Bald win) — 1866 D inam ita (A. Nobel) — 1 867 H o rm ig ó n arm a d o (M onier) — 1870 H o rn o eléctrico (Siemens) — 1872 M o to r de gasolina (Bruyton) — 1873 D inam o (Siemens) — 1876 Teléfono (G raham Bell) — 1877 Rodam iento a bolas (Stan­ ley) — 1878 A lternador (Gramme) — 1879 Lám para eléctrica (Edison) — 1880 Fonógrafo (Edison) — 1880 Ascensor eléctrico (Siemens) — 1881 Tranvía (Siemens)

Aquí term ina la serie. Sería difícil prolongar una lista tan densa en la p ri­ m era m itad del siglo XX. A p artir de entonces, el m undo presencia la d ifu ­ sión y perfeccionam iento de lo descu­ bierto m ás que nuevos descubrim ientos. Una lista de 54 inventos, cada uno de ellos capaces de m odificar las condi­ ciones de la vida ordinaria, en el plazo de 55 años, no es un hecho corriente en la historia. No sería del todo fácil e x p li­ car por qué esto fue así.

La transformación del mundo

i. Los inventos lo cam biaron todo. N uevas form as de vida, antes apenas im aginadas, se hicieron realidad de la form a m ás espectacular, y alim entaron com o ningún otro factor la conciencia del «progreso».

R epresentaron, entre

otros hechos, la victoria del hom bre sobre los inconvenientes de la natu ­ raleza: la oscuridad, el frío, el calor, la distancia. Y el hom bre se convirtió m ás que nunca, en este sentido al m enos, en R ey de la Creación: y así lo procla­ m aban los optim istas. i .i

La victoria sobre la noche se basó

fu ndam entalm ente en la luz eléctrica. Por un tiem po com pitieron el arco vo l­ taico de Siem ens y la lám p ara de in can ­ descencia de Edison. El prim ero despide una luz cegadora, propia m ás para la ilum inación de exteriores. Las calles céntricas

de

B erlín

destellaban

radiantes, com o si la noche se hubiera convertido en día. Pero el sistem a obli­ ga a cam biar con frecuencia los elec­ trodos de carbono, que se gastan fá c il­ m ente, y, adem ás pronto se descubrió que aquella luz (que em ite en gran parte en la frecuencia del ultravioleta) era d a­ ñina para la vista. A hora apenas usan ese sistem a m ás que los soldadores, eso sí, con sus ojos protegidos por cristales oscuros. Por su lado, Edison tropezó con dificultades. Creía que sus re sis­ tencias, encerradas en una bom billa de cristal en la que se había hecho el vacío se pondrían al rojo blanco, pero no arderían, porque no tendrían un m edio com burente donde arder. Y, en efecto, no ardían, pero se fundían por la a ltí­ sim a

tem peratura

que

alcanzaba

la

resistencia. Probó con hilo de algodón, con viru ta de abeto, con pelo de oveja, hasta con el de su barba o el cabello de su m ujer: todo se fundía. Logró m ejor

resultado con filam ento de carbono, pero aquella resistencia no duraba m ás que los electrodos de Siem ens. La cosa m ejoró con resistencias de osm io. Y finalm ente se encontró la com binación perfecta: una aleación de osm io y w olfram (se le dio el nom bre de O SRAM ). Hoy se prefiere el zirconio. La E xp o­ sición de París, en 1881, estaba ilu m i­ nada por 1.0 0 0 bom billas. En 1882, seis generadores alim entaban a 10 .0 0 0 lám ­ paras eléctricas en Nueva York. El p ri­ m er edificio que dispuso de luz eléctrica interior fue el palacio de Buckingham en Londres, y luego, la O pera de París, no sin que m ediaran violentas discu­ siones. A fines del siglo XIX, m uchas ca­ lles y m uchas casas de Europa y A m é­ rica estaban ilum inadas por luz eléc­ trica. Lo que ello supuso fue un cam bio drástico en los horarios y en la calidad de vida. 1.2 La victoria sobre el frío se obtuvo,

m ás que por el em pleo de radiadores alim entados por resistencias eléctricas — un m edio no utilizado hasta el siglo XX debido a su alto consu m o—, por la calefacción central. El sistem a de cir­ cuito cerrado de Baldw in, gracias a una única caldera de agua para toda la casa o todo el edificio, alim entada por ca r­ bón de piedra, y con una circulación continua debida al hecho de que el agua caliente tiende a subir y la fría a bajar, fue un m edio relativam nente barato y fácil de m ontar. C om enzaron a fu n ­ cionar

radiadores

de

calefacción

en

grandes edificios, com o el palacio del Elíseo, en París. Curiosam ente, uno de los prim eros en d isponer de calefacción con caldera central fue el célebre ca s­ tillo

m edievalizante

de

Neus-

chw anstein, en los A lpes, erigido por Luis II de Baviera. La victoria sobre el calor parecía m ás difícil, y sin em bargo el sistem a de

refrigeración fue inventado por Linde y Tellier justam ente el m ism o año que la calefacción central. Se basa en la d es­ com presión de un gas. Com o ya se conocía m uy bien por entonces, un gas que se com prim e se calienta, y un gas que se dilata se enfría. C harles Tellier descubrió

la

técnica

de

la

descom ­

presión en 1863, y com enzó a u tilizar su prim eros aparatos frigoríficos en 1865. La técnica fue progresando; si Linde se dedicó

a

fabricar

frigoríficos

in d u s­

triales cada vez m ás perfectos, Tellier soñaba con barcos frigoríficos capaces de tran spo rtar m ercancías perecederas durante m uchos días. A sí se botó al agua Le Frigorifique, un barco de vap or de bodegas refrigerad as, que en 1876 llevó toneladas de carne de Buenos A ires a Rouen: la m ercancía llegó en perfecto estado. No hace falta decir que el m étodo fue una de las bases de la prosperidad del cono sur am ericano y

de la decadencia de la ganadería en Eu­ ropa. G ran Bretaña viviría de la carne de ultram ar, y de productos traídos de fuera que hasta m odificaron el paisaje inglés y produjeron la afluencia m asiva de los propietarios a las grandes cap i­ tales financieras e industriales (eso sí, trayéndose un pedacito de cam po en form a de jardín, obligatorio en la In gla­ terra victoriana). 2.1

La victoria sobre la distancia se

obtuvo en dos cam pos distintos, aunque perfectam ente com plem entarios: a) las com unicaciones; b) el transporte físico de personas y m ercancías. El inventor del telégrafo eléctrico fue el am ericano Sam uel M orse, (1791-1872), dibujante y pintor, que a p artir de los cuarenta años se interesó de pronto por la posibilidad de establecer com unicaciones a través de descargas eléctricas transm itid as por un cable. En 1835 presentó su prim er sistem a telegráfico, y en 1838 inventó el

alfabeto o código M orse, de puntos y rayas (descargas largas y cortas), cuyas com binaciones representan letras. A sí era posible, m ediante descargas, tra n s­ m itir m ensajes. En 1844 circuló el p ri­ m er m ensaje entre Baltim ore y Boston. El m undo civilizado em pezó a quedar cubierto por líneas telegráficas. M ás difícil era unir islas o continentes sep a ­ rados. En 1850 se estableció la prim era línea a través del canal de la M ancha. Pero cuando se intentó tender un cable entre Europa y A m érica, en 1860, los fracasos fueron continuos. Por razones deconocidas, los cables se rom pían al poco tiem po. No se supo, hasta la exp e­ dición de W yville Thom pson, en 1876, que el fondo de los océanos está cru ­ zado por cordilleras y barrancos. Lord Kelvin consiguió un tipo de cable en tre­ cruzado de gran resistencia. Aun así, los m ensajes tenían que ser transm itidos de estación

en

estación,

porque

no

soportaban

líneas

de

extraord inaria

longitud. En 1878 la reina Victoria de Inglaterra envió un telegram a al p re si­ dente norteam ericano Buchanan, m en ­ saje que tardó 17 horas 40 m inutos en llegar a su destino. Se consideró aquella h azaña com o un prodigio de la técnica. Pues bien, en 1896, con m otivo de la jubilación de lord Kelvin, sus am igos le enviaron

un

telegram a

G lasgow -

Glasgow, vía A m érica, A ustralia y E gip ­ to, que llegó a su destinatario en siete m inutos, después de dar la vuelta al mundo. Es necesario suponer que los operadores de cada estación estaban perfectam ente «conjurados» para re ­ tran sm itir el m ensaje al instante. Hasta ahí llegó la técnica del siglo XIX. Pero

entretanto

se

había

logrado

mucho m ás: la transm sión directa, a distancia, de la voz hum ana. Fue el escocés A lexan d er G rah am Bell (18471922), un hom bre preocupado por la

percepción de los sonidos — com o que se

casó

por

am or

con

una

sord o­

m uda—, quien se dio cuenta de que el tím pano hum ano vibra a la m ism a fre ­ cuencia que los sonidos que percibe. Com prendió que una lám ina capaz de vib ra r ante un sonido, acoplada a un m icrófono (descubierto por Edison), a través de una bobina de inducción, y un cable

conductor

de baja

resistencia,

podía em itir leves descargas de idéntica frecuencia a otra lám ina situada a d is­ tancia, que vib raría con los m ism os sonidos que había recibido. Colaboró en unos casos con Edison, riñó en otros con él, com o todo buen inventor. Y aprovechó

m uy

oportunam ente

la

Exposición U niversal de Filadelfia, en 1876, que celebraba el p rim er centenario de los Estados Unidos, para dar a cono­ cer su gran invento: el teléfono. Dos aparatos, situados a una m illa (cerca de dos kilóm etros) de distancia, p erm itían

una conversación entre dos personas. Bell ganó m ucho dinero m ostrando su prodigioso aparato, y m ás todavía h a ­ ciendo apuestas con los incrédulos, que eran m uchos... y ganándolas todas. El prodigio fue calificado de im posible, y hasta se tachó al inventor de espiritista. G rah am Bell, convertido ya en ciu d a­ dano norteam ericano, m ontó los p ri­ m eros telefonos de Nueva York, y fundó luego la prim era com pañía telefónica, la Bell Telephon Inc. En 1880 fu n cio­ naban en A m érica 3 0 .0 0 0 teléfonos. En 19 10 habría 12 m illones de líneas. El teléfono se im pondría en las gran des ciudades del mundo. Tardaría algo m ás en ser un m edio de com unicación a m uy larga distancia. Un avance espectacular se daría ya a fines del XIX y com ienzos del XX. En 1885 el físico alem án H einrich Rudolph Hertz (1857-1894) descubrió unas ondas del espectro electrom agnético de baja

frecuencia (ondas h ertzianas) que po­ dían tran sm itirse a través de la atm ós­ fera, y él m ism o logró las prim eras transm isiones. El ruso Popov hizo un descubrim iento im portante: la antena, que

p erm itía

tran sm itir y

recibir

a

m ayor distancia. Un italiano extrao rd i­ nariam ente intuitivo y tenaz, G uglielm o M arconi, fue perfeccionando el invento hasta lograr en 1895 el prim er tra n s­ m isor y receptor de ondas hertzianas: le llam ó «telegrafía sin hilos». Su im p o r­ tancia radicaba en que, al no necesitar cables de transm isión, perm itía em itir y recibir desde cualquier punto. La tele­ grafía sin hilos fue fundam ental en los barcos, que podían estar en contacto con sus bases o con sus arm adores en alta m ar; o pedir auxilio en caso de p eli­ gro. Tam bién sirvió a exploradores que no podían d isponer en tierras exóticas de telégrafos o teléfonos. La telegrafía sin

hilos

transm itía

im pulsos,

u tilizando el código M orse. M arconi e s­ tudió m uy pronto la posibilidad de u ti­ lizar el m ism o sistem a para tran sm itir no sim ples ruidos, sino sonidos. Fueron necesarios m uchos estudios y muchos ensayos

hasta

obtener

un

com plejo

aparato: el tran sm iso r y receptor de la voz hum ana. M arconi le llam ó «tele­ fonía sin hilos», luego se llam aría ra ­ diotelefonía, o sim plem ente radio. Fer­ viente católico, regaló una estación de radio al papa Pió X: fue Radio Vaticano, la decana de las em isoras del mundo. 2.2

La victoria sobre la distancia no

solo perm itió tran sm itir m ensajes, sino el transporte físico de hom bres y m er­ cancías de un lugar a otro. No lo o lv i­ dem os: al fin alizar el siglo XIX, las vías férreas se extendían sobre un m illón de kilóm etros

(vid.

pág.

163),

tra n s­

portando a m illones de viajeros por todas las partes del m undo; y los trenes llegaban a alcan zar velocidades de 12 0

km/h. Los barcos de vap or surcaban los m ares, y unían los continentes. Desde la generalización de la hélice en su sti­ tución de las «ruedas» o paletas, los barcos se hicieron m ás largos y m ás rápidos, el consum o de carbón m ucho m ás barato, y el vap or se im puso d efi­ nitivam ente sobre el velero. La apertura del canal de Suez, en 1869, m ejoró y abarató el tráfico entre Europa y O rien­ te. Un papel sim ilar iba a cum plir a poco de com enzado el nuevo siglo el canal de Panam á. Un papel m ás im portante de lo que se cree cum plió el transporte urbano. Dos vehículos com pletam ente distintos con­ tribuyeron a m odificar la distribución de las ciudades. Uno de ellos fue el biciclo o bicicleta. Cuando se inventó, por los años sesenta, era un m olesto artilugio, con una rueda delantera de gran tam año, m anejada por pedales. Pese a su

incom odidad,

los

burgueses

deportistas, y sobre todo sus hijos, acu ­ dían orgullosos a los paseos públicos, y saludaban

cerem oniosam ente

a

sus

vecinos con un peligroso som brerazo, para m ostrar el sorprendente «caballo de hierro». Por los años ochenta, g ra ­ cias a la cadena de transm isión — m ás tarde

los rod am ientos—

fue

posible

construir bicicletas m ás estables, m ás rápidas, de ruedas iguales, y m ás cóm o­ das. Sin em bargo, gracias a la produc­ ción en serie, su precio bajó. No deja de resultar sim bólica la segunda película rodada por los h erm anos Lum iére en 1897: «salida de los obreros de una fá ­ brica de París». Varios de ellos m ontan en su biclicleta y ruedan en dirección de la cám ara: por cierto que la im agen causó el pánico en la sala, pues muchos espectadores creyeron que iban a ser atropellados. Pero el testim onio es sig ­ nificativo m ucho

de un hecho: la bicicleta, m ás

perfecta

que

la

de

veinticinco años antes, ya no es un a rtí­ culo de lujo, sino un instrum ento útil para los trabajadores. El otro invento es el tranvía eléctrico. Ya había líneas de coches de caballos que circulaban sobre carriles; pero el tranvía fue el prim er vehículo urbano propulsado por fuerza no anim al. La facilidad para tender líneas eléctricas en las calles confirió al tranvía una p osib i­ lidad que durante décadas no tuvieron los trenes. Presentado por Siem ens en 1881, com enzó a circular m uy pronto por

d iversas

ciudades

europeas.

En

M ilán causó num erosas víctim as, pues la gente no relacionaba el sonido de cam pana que hacía oír el vehículo con un peligro callejero. En 1891, com o ya queda señalado, se inauguró el tra n s­ porte subterráneo de Londres, tam bién con vehículos dotados de trole bajo un cable cargado eléctricam ente. El otro polo se obtenía directam ente de la vía.

Tanto el tranvía com o la bicicleta cam ­ biaron las condiciones de vida de la ciu­ dad. Ya eran posibles ciudades enorm es, de un m illón o m ás de habitantes. Y tam bién era posible v iv ir a gran d is­ tancia del lugar habitual de trabajo. Se construyeron nuevas vivien d as y am ­ p lias avenidas, para favorecer la circu­ lación. En 18 7 5-19 0 0 la población de París aum entó en un 25 por 10 0 ; el trá ­ fico rodado, en un 4 0 0 por 10 0 (por su ­ puesto: se incluye tam bién el de trac­ ción anim al). Si tenem os en cuenta que los periódicos alcanzan por prim era vez tiradas de un m illón de ejem plares al día (gracias a la linotipia y la ro ta­ tiva, tam bién a la alfabetización y a la rápida d ifusión de noticias de todo el mundo), que es posible recu rrir al cine, al tocadiscos, al teatrófono (teatro por teléfono: tuvo su época de furor), a los viajes fáciles y baratos, al desarrollo de los sistem as de saneam iento e higiene, a

los grandes parques públicos, com pren ­ derem os cóm o cam bió la vida de la ciu­ dad, en contraste con el ritm o mucho m enos d esarrollado del cam po. Y por ende, el increm ento de la m igración agro-ciudad. El transporte a larga distancia, lo hem os visto hace poco, siguió d epen­ diendo

fundam entalm ente

del

ferro ­

carril y del barco de vapor. Pero no debem os olvidar los logros de la tecno­ logía que desem bocaron en la gen era­ lización del m edio de transporte m ás utilizado en el siglo XX: el autom óvil. Por 1885 D aim ler y Benz inventaron m odelos

de

vehículos

m ovidos

por

m otores de explosión. Karl Benz trataba de «construir un vehículo que pueda m overse por la calle sin caballos, pero sin raíles». Y el citado año presentó un coche de tres ruedas, un tanto ruidoso, pero sorprendente, que logró rodar a una velocidad de 20 kilóm etros por

hora. D aim ler construyó en 1886 un vehículo que ante la adm iración general recorrió toda la ciudad de Carnstatt. Benz habia fabricado 67 coches en 1894, 135 en 1895, 438 en 1898. Por los años 90 se introdujeron las versiones m ás ade­ cuadas de cilindros y bujías. En Francia, se celebró en 1898 la prim era Feria In ­ ternacional del Autom óvil, y una ca­ rrera en que el vencedor logró circular a 27 km por hora. París, en 1906, contaba con 7.000 vehículos, y en 19 14 estaban m atriculados en Francia 9 0 .0 0 0 coches. El transporte por aire no fue posible hasta que el hom bre aprendió a dotar al globo aerostático de un m otor y un tim ón. En 1888 el conde Ferdinand von Zeppelin logró el p rim er m odelo de dirigible, aunque los p rim eros vuelos útiles no se lograron hasta 1908. U tili­ zando el hidrógeno, m ás ligero que el helio, se logró una m ayor capacidad de sustentación.

Los

«zepelines»

eran

enorm es husos de alrededor de 10 0 m e­ tros de largo, que llevaban una cabina en la que cabían de 24 a 72 pasajeros. La velocidad, en 1908, no sobrepasaba los 48 Km. por hora, m uy superior, ciertam ente, a la de los autom óviles. El m ayor triunfo de un dirigible fue la vuelta al m undo en 1929. El sistem a parecía

haber

desbancado

al

avión

— m ás rápido, pero capaz para un n ú­ m ero cuando

m uy en

reducido 1937

el

de

p asajero s—

dirigible

gigante

Hindenburg, de 240 m etros de longitud, que transportaba un centenar de p er­ sonas, después de haber cruzado el A tlántico, estaba aterrizan do en New Jersey. Una chispa provocó un incendio, el hidrógeno ardió instantáneam ente, y el aparato quedó convertido en chatarra en un minuto. Desde entonces, se de­ cidió abandonar la construcción de d iri­ gibles, y todos los esfuerzos se dedi­ caron al avión.

El vuelo de aparatos voladores m ás pesados que el aire fue considerado du­ rante m ucho tiem po com o im posible, pese a que los p ájaros gozan de esa cua­ lidad. En 1889, Otto Lilienthal escribió un buen tratado teórico sobre El vuelo de los pájaros como fundamento del arte de volar,

pero

todos

los

m odelos

que

ensayó fueron un fracaso, hasta que en uno de ellos halló la muerte. Clem ent A der inventó otro m odelo el Avión, con alas tipo m urciélago, con el que pudo vo lar 3 0 0 m etros. En un tercer intento se estrelló. Solo perduró, curiosam ente, el nom bre. El p rim er m odelo útil lo consiguieron

en

19 03

los

herm anos

W right con un biplano que logró volar casi a ras del suelo 260 m etros. En años sucesivos se fabricaron aparatos m ás perfectos, hasta que en 1909 uno de ellos realizó la h azaña de cruzar el Canal de la M ancha. Pero la historia de la aviación apenas había com enzado.

La promesa del siglo X X

En 1898 el biólogo A.A. W allace pu ­ blicó The Wonderful Century. El siglo m a­ ravilloso era, por supuesto, el XIX, a punto

de

finalizar.

«N uestro

siglo

— escribía W allace— es superior a cual­ quiera de los anteriores». «A los h om ­ bres del siglo XIX nos ha faltado tiem po para exaltarlo. El sabio y el necio, el poeta y el periodista, el rico y el pobre, todos se apiñan form ando el coro de los adm iradores de los m aravillosos d es­ cubrim ientos

e

inventos

de

nuestra

época». De m odo que «puede afirm arse que el siglo XIX constituye el inicio de una nueva era del progreso humano». La sim ple lógica hacía p rever que si el siglo XIX podía calificarse de m ara vi­ lloso, la m aravilla quedaría potenciada en el venidero siglo XX. Reinaba enton­ ces, escribe Bertrand R ussell, «una su er­ te de optim ism o científico que hizo

creer a los hom bres que el Reino de los Cielos estaba a punto de in stau rarse en la tierra»..., y por obra del propio h om ­ bre, sería preciso añadir. Tal es el espíritru de la oda de Sw inburne, que em ­ pieza con un « \gloria al hombre en las alturas!». El optim ism o p ositivista había llegado a un grado de suprem a e x al­ tación. Lo que Carlton Hayes llam a «la p ro ­ m esa del siglo XX» tiene m ucho de m esianism o — puram ente hum ano, es preciso rep etir—, que cree, por obra de la seguridad p ositivista y por la con­ ciencia de los im presion antes logros científicos, llegada una edad nueva y m aravillosa,

en

que

desaparecerán

todos los m ales del mundo. El ham bre será un recuerdo de épocas superadas. La producción puede aum entar con las nuevas técnicas de cultivo y el desa­ rrollo

de

una

ganadería

planificada

hasta cubrir las necesidades del género

hum ano. Pero gracias a la ciencia ni s i­ quiera será necesario comer. Berthelot profetizaba el uso de unas «pastillas azoadas» que dotarían al hom bre de todos los principios necesarios para el m antenim iento de su vida, al tiem po que

podrían

potabilizarse

enorm es

cantidades del agua de los océanos, para acabar de una vez para siem pre con la sed. La abundancia de artículos, gracias a una producción cada vez m ás m asiva y barata, desterraría la pobreza. Las leyes

de

educación

establecidas

por

todos los estados civilizados, que con­ tem plaban la alfabetización obligatoria, p erm itía esp erar que en poco tiem po todos los hom bres sabrían leer y escri­ bir: hasta los m ás salvajes, gracias a la obra civilizado ra de la colonización. Se profetizaba el vuelo individual, posible con unas pequeñas alas y un m otor casi silencioso; los hom bres p o­ drían dar la vuelta al m undo en pocos

m inutos, subirían sin fatiga a las m ás altas

m ontañas

y

descenderían

con

escafand ras hasta las m ás profundas fosas m arinas. El clim a podría ser alte­ rado, y se provocaría, cuando hiciera falta, la lluvia artificial. N uevos trajes térm icos podrían aislar a los hum anos, en cualquier m om ento, del frío y del calor. Podría vencerse a la gravedad y crearse la antigravedad. Los avances de la m edicina acabarían por encontrar el rem edio para todas las enferm edades, sobre todo ahora en que era posible a is­ lar y conocer los distintos gérm enes patógenos, destinados a desaparecer de la tierra. La vida hum ana sería m ucho m ás larga, y sobre todo m ucho m ás feliz. Cierto que el desarrollo científico y tecnológico perm itía fab ricar arm as cada vez m ás sofisticadas y destruc­ toras. Pero los continuos intercam bios habían convertido al m undo en un sis­ tem a de vasos com unicantes, y a nadie

podía ocurrírsele la absurda idea de una guerra general, d esastrosa para todos, aparte de que el grado de civilización alcanzado parecía haber superado al fin la posibilidad de un hecho tan bárbaro y antiguo com o la guerra. F. Brouta se atreve a hacer esta predicción: «en el siglo XX, a la paz arm ada sucederá la paz

d esarm ada,

porque

el

conven­

cim iento de que una guerra no genera sino destrucción general d erivará fo rzo ­ sam ente en una situación de desarm e de todos, y la hum anidad entera, unida en estrecho lazo habrá de trabajar fra te r­ nalm ente en la obra com ún del p ro ­ greso y de la ciencia». El optim ism o científico-p ositivista su m ás

alto

grado.

había

alcanzado

No tardaría

sobrevenir el desengaño.

en

La Gran Crisis del siglo X X « La física del siglo XIX — escribe John D. B ern al— fue una m ajestuosa conquista de la m ente hum ana, un p ro ­ greso que, entre los que lo consiguieron, produjo la im presión de encam inarse hacia una nueva y definitiva im agen de la naturaleza y de sus fuerzas, sobre la segura base de las leyes descubiertas, ciertas e infalibles. Esta visión estaba destinada a ven irse abajo nada m ás com enzado el siglo XX». Fue, de nuevo, un cam bio de p a ra ­ digm a. De pronto, todo resultaba ser distinto. Hechos que se tenían com o ab­ solutam ente fiables, por lo bien dedu­ cidos o inducidos que estaban, y porque la realidad del m undo físico era un todo racional y coherente, quedaban d esbor­ dados por nuevos y sorprendentes d es­ cubrim ientos. Las cosas no eran tan sencillas, tan

«explicables»

com o

se

suponía, y

era

preciso

aceptar, por

doloroso que resultara, una realidad in ­ finitam ente

m ás

com pleja, y,

sobre

todo, era preciso renunciar a una com ­ prensión racional de las realidades m ás profund as

que era

dado

conocer al

hom bre; y eso en todos los ám bitos: desde las partículas subatóm icas, p a­ sando por los secretos de la vida, hasta las inm ensidades insondables del C o s­ m os. Fue un varap alo trem endo, si se quiere

una

hum illación

inesperada,

para m uchos traum ática, de la actitud orgullosa de una ciencia que ya, por obra de la concepción positivista y de la fe en la capacidad de la razón hum ana para p enetrar hasta el fondo de la re a ­ lidad, se sentía capaz de responder sin vacilación a las últim as preguntas. La crisis de com ienzos del siglo XX es en realidad m ucho m ás vasta que un cam bio de paradigm a en las concep­ ciones científicas. Afectó tam bién al

pensam iento, al arte, a la literatura, a las

coordenadas

de la cultura

occi­

dental. En el fondo, puede rep resen tar una crisis de la dogm ática confianza del hom bre positivista en sí m ism o. De pronto pierde esta confianza, y, com o­ quiera que había abandonado otras in s­ tancias anteriores y superiores a él, se queda angustiosam ente solo. No es este el lugar en que proceda ahondar en la cuestión. Pero, para com prender m ejor los alcances de la «angustia de la cien ­ cia», tam bién conviene recordar que la crisis se opera en todos los ám bitos. Sobreviene una ruptura que quiebra los m oldes de lo clásico y lo racional para penetrar en un

m undo

de som bras

indefinidas o de bellezas irreales. A pa­ recen los «ism os» — el sim bolism o, el cubism o, el suprem atism o, el abstrac­ tism o, el dadaísm o, el fauvism o: los expertos han citado m ás de cuatro­ cientos— que representan una rebelión

contra las norm as de lo razonable y al m ism o tiem po una fragm entación de las corrientes casi hasta el infinito. Lo que valía ya no vale: y com oquiera que se rechaza la anterior validez de la norm a, esos nuevos cam inos divergen en m uy variad as direcciones. En tér­ m inos generales, la im presión que nos produce, al m enos a prim era vista, la crisis de com ienzos del siglo XX es la sustitución del superracionalism o po­ sitivista y la concepción realista de la vida — incluso en el cam po del arte o de la literatu ra— por una nueva visión desconcertante cuya nota com ún es lo irracion al y lo inexplicable. Se im ponen la filosofía existencial, la pintu ra no figurativa, la poesía no form al que no significa, solo sugiere; el teatro del ab­ surdo, la m úsica atonal. Y el resultado es la dificultad para «com prender» por parte de quien recibe el m ensaje. Es

curioso

que

un

fenóm eno

sorprendentem ente p aralelo se registre en el m undo de la ciencia. La ciencia, a lo que parece, debería seguir una tra ­ yectoria distinta, por una razón m uy sencilla. Tenemos la im presión — que hasta cierto punto podría ser fa lsa — de que la filosofía, la literatura, la pintura, la m úsica cam bian porque cam bia la m entalidad del creador y su concepción de las cosas; la filosofía cam bia porque cam bia la concepción del filósofo, la pintura cam bia porque cam bia la del pintor, la m úsica cam bia porque cam ­ bia la del com positor. Y quien hace arte, pensam iento o literatura vive inm erso en un m undo, en una m entalidad que le sugieren

nuevos

cam inos

de

orden

subjetivo, las corrientes, las m odas, las actitudes dom inantes, lo que está en la cresta de la ola. Pero la ciencia cam bia — ¡y en este punto tam bién nuestra im presión podría ser fa ls a !— porque la naturaleza de lo observado resulta ser

distinta a lo que antes se suponía. No es el científico el que varía de actitud, sino que la realidad estudiada le obliga a v a ­ riar. En ocasiones, los nuevos descubri­ m ientos desconciertan al sabio, hasta le ponen de m al hum or: una reacción que se puede ad vertir m uy claram ente en Planck, después en Niels Bohr. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Que la orientación de las ciencias cam bia porque cam bian las m entalidades? ¿O es que las m enta­ lidades cam bian porque cam bia la v i­ sión de lo observado? Esta últim a even­ tualidad es m ucho m ás fácil de aceptar. Y, sin em bargo, ofrece m uchos p ro ­ blem as. Cabe adm itir la posibilidad, por poco probable que en prin cipio p a ­ rezca, de que la m entalidad del cien ­ tífico cam bie al tenor de los tiem pos. Se ha dicho que Bracque, uno de los crea­ dores del cubism o, era am igo de un fí­ sico. Posiblem ente ese físico no conocía a fondo — en aquel m om ento casi nadie

las conocía— las teorías de Einstein: y sin em bargo se ha dicho que Bracque o Picasso representan un universo de n dim ensiones. Lo cual es posible, pero m uy discutible. Se ha dicho que la poesía hecha con palabras sacadas al azar de Tristan Tzara está relacionada con la teoría cuántica, lo cual es m ás discutible todavía. O que la Verlust der Mitte, «la pérdida del centro» de que trata Seld m ayr tiene que ver con la aleatoriedad de los sistem as de refe­ rencia. La m ayoría de las personas cul­ tas saben m uy bien que los artistas o escritores de com ienzos del siglo XX s a ­ bían m uy poco sobre la ciencia que es­ taba sorprendiendo

a los sabios, ni

acertaban a com prender su significado o su falta de significado. Los dos fen ó­ m enos se dan sim ultáneam ente sin re la ­ ción alguna entre sí, a pesar de sus notas com unes. ¿O existe esa relación y no podem os ad ivin arla?

Maéh y la inseguridad

Si en algún caso existió una actitud previa e intencionada por parte del científico para destruir los supuestos de su tiem po, el m áxim o representante de esa actitud fue M ach: con la agravante de que atacaba esos supuestos en n om ­ bre del positivism o. Ernst M ach (18381916) fue profesor de Física en la u n iver­ sidad de Praga. Sus aportaciones en el cam po de la m ecánica, de la óptica y de la

acústica

no fueron

nada

d esp re­

ciables. La m ás conocida se refiere a la relación entre la velocidad de un cuerpo y la velocidad del sonido; y a la onda de choque que se produce cuando un cuer­ po en m ovim iento rom pe la «barrera del sonido». Pero M ach, adem ás de em i­ nente científico, fue filósofo, m uy in ­ fluido por Kant y sus «juicios sintéticos a priori». En 1888 com enzó a estudiar los apriorism os de los científicos, y diez

años m ás tarde publicó la versión d efi­ nitiva de su Contribución al análisis de las sensaciones. M ach pone el dedo en la llaga al ob servar que los científicos son incoherentes

con

sus

propios

p rin ­

cipios. Si la ciencia solo cree en los fenóm enos y deja a un lado los con­ ceptos porque son «filosóficos», ¿cóm o sigue adm itiendo conceptos que en el fondo no son m ás que abstracciones? ¿Por qué, si adm itim os que el color o el sonido no son m ás que conceptos, y en cuanto tales no existen (vid. pág. 200), no decim os lo m ism o del espacio, el tiem po, el m ovim iento? fenóm enos

son

Si solo los

verificables,

quedé­

m onos en la descripción de los fen ó­ m enos, y no dem os por supuestos los conceptos que em pleam os para explicar la pura fenom enolgía. Por ejem plo, la m ecánica debe quedar reducida a cine­ m ática (cinem ática: la ciencia que estu­ dia los m ovim ientos sin atender a sus

causas). M ach va contra la aceptación u n i­ versal del principio de causalidad. Si ocurre un fenóm eno, e inm ediatam ente después de él ocurre otro, ¿tenem os «razón suficiente» para decir que el p ri­ m ero es causa del segundo? Es posible que estem os presuponiendo, por com o­ didad o por prejuicio, una dependencia de los fenóm enos entre sí. Los filósofos ya habían alertado contra la falacia de decir post hoc, ergo propter hoc. Si a un eclipse

de

luna

sucede

el

d esb or­

dam iento de un río, no tenem os derecho a afirm ar que el eclipse es la causa de la crecida.

M ach

lleva

esta

precaución

hasta el extrem o. Nunca sabem os si un fenóm eno es «causa» de otro, sino que sigue a otro, y eso es lo único que pode­ m os afirm ar con seguridad. El ataque al principio de causalidad com o un p re­ juicio, o tan siquiera com o una ex p re ­ sión de certeza absoluta, viene a h erir

profundam ente uno de los m ás caros supuestos de la ciencia p ositivista. Toda una poderosa arquitectura del p en sa­ m iento científico, basada en la intercausación,

en

la

relación

causa-efecto,

queda en entredicho, o por lo m enos se convierte en algo hasta cierto punto discutible. Pero M ach llega m ucho m ás lejos cuando denuncia la fragilidad del con­ cepto de «ley». El método científico po­ sitivista

es el inductivo: ob serva un

fenóm eno, o, para ganar tiem po, lo ex­ perim enta: com prueba que una vez y otra y otra el resultado es el m ism o. Si hacem os caer una piedra sobre el estan ­ que, se form arán una serie de ondas concéntricas. Si arrojam os otra piedra, se repetirá el m ism o fenóm eno. E ig u al­ mente ocurrirá cuando arrojem os otra, y otra y otra piedra. Entonces, dicen los científicos, la repetición indefinida nos perm ite

inducir

la

ley.

A hora

bien,

¿hasta dónde hem os de llegar con la observación

de

un

fenóm eno

para

poder estar seguros de que se repetirá siem p re?

¿Tenemos derecho a dete­

nernos cuando hem os arrojado diez mil piedras al estanque, y quedam os d is­ pensados de arro jar la piedra diez m il uno? Porque, y eso ningún científico sería capaz de negarlo, una sola excep­ ción basta para quebrar la ley. La ley será, en todo caso, «una probabilidad que tiende a infinito», nunca una segu ­ ridad absoluta. ¿Por qué hablam os de leyes universales y

perpetuas

si no

podem os tener la com pleta seguridad de que van a cum plirse en todos los casos? Pero es que aún hay m ás: com o que existen leyes que no se cum plen. La ley de Boyle precisa que el volum en de un gas, a tem peratura constante, es in ver­ sam ente

proporcional

a

la

presión.

¡Pero si ningún gas obedece exacta­ m ente a esta ley! En cada caso hay que

aplicar un

factor

de corrección.

Es

decir, no hay «gases perfectos»; o por m ejor decirlo, no hay leyes perfectas. Y si una ley no es perfecta, no es le y De M ach deriva la filosofía del «como si». Puesto que hem os de ren unciar a los conceptos, si nuestras ideas sobre la relación de los fenóm enos entre sí obe­ decen a juicios a priori, si no podem os estar absolutam ente seguros de que un fenóm eno provoca otro, no podem os operar m ás que por analogía. Newton, afirm a M ach, «fue m ás allá de los h e­ chos». Cayó en lo hipotético al enunciar la Ley de la G ravitación cuando la idea de gravitación no es m ás que un con­ cepto. No puede decirse: «dos cuerpos se atraen entre sí en razón directa de sus m asas e inversa del cuadrado de su distancia»; sino en todo caso: «dos cuer­ pos se com portan entre sí como si se atrajeran...». Es curioso: el orgullo de la ciencia positivista sufrió un duro golpe

por obra de un hom bre que proclam aba un p ositivism o radical. Fue un ataque con las m ism as arm as. Siem pre podía decirse que las ideas de M ach no p asa ­ ban de ser las lucubraciones de un filó ­ sofo. M ach fue un filósofo, en efecto. Pero fue al m ism o tiem po un em inente científico.

Einstein y la Relatividad

En 1887 el físico A lbert M ichelson in ­ ventó un interferóm etro para m edir la velocidad de la luz. En realidad, no se trataba tanto de esta m edida com o de su perar la teoría del éter. El éter, com o la piedra filosofal o el flogisto, era uno de los grandes m itos de la ciencia, concebido por m uchos para explicar el m ovim iento de la luz y de otras ra d ia ­ ciones a través del espacio. A sí com o el sonido necesita un m edio en el cual m o­ verse (concretam ente la atm ósfera; el sonido tam bién se transm ite a través del agua, de los m etales, etc., pero no en el vacío), parecía necesario adm itir un m edio a través del cual pudiera circular la luz. En este caso, la discusión sobre el éter no nos interesa, excepto para negar su existencia: las radiaciones se tra n s­ m iten sin necesidad de m edio alguno. M ichelson se asoció con otro físico, F.

M orley, y realizó un sensacional ex­ perim ento. Dicho de una m anera m uy sim plificada, el interferóm etro consistía en unos espejos que giraban a gran velocidad. Se suponía que, cuando se m ovían el dirección contraria a una co­ rriente de luz, las partículas lum inosas llegarían a la superficie de los espejos con m ás velocidad que cuando se ale­ jaban de la fuente lum inosa. Esto p are ­ cía un postulado fundam ental de la m ecánica. Se conocía ya con bastante precisión la velocidad de la luz, pero el interferóm etro

de

M ich elson-M orley

perm itiría afin ar esta precisión todavía m ucho m ás (y de paso com probar o rechazar la existencia del éter). Sin em ­ bargo, el delicadísim o instrum ento no acusó diferencia alguna. La luz llegaba a los espejos con la m ism a velocidad cuando se acercaban que cuando se a le ­ jaban de la fuente lum inosa. Nadie se explicó este fracaso, que fue, com o se ha

repetido m uchas veces, «la m ás im p o r­ tante experiencia negativa de la h is­ toria». ¿Qué ocurría? ¿E l instrum ento estaba m al concebido? ¿E xistía tal vez un defecto de fabricación? Las discusiones sobre un hecho tan inesperado se generalizaron . Y en 1905, un físico, em pleado de la O ficina de Patentes en Berna (vid. pág. 216) lla ­ m ado A lbert Einstein, publicó un a rtí­ culo en la revista A nnalen der Physik titulado «Sobre la electrodinám ica de los cuerpos en m ovim iento», en que lle ­ gaba a la conclusión m ás sorprendente: el interferóm etro de M ichelson estaba perfectam ente concebido y fabricado, y sus m edidas eran exactas. Lo que ocurre es que el valo r de la velocidad de la luz es absoluto con independencia del s is ­ tem a de referencia que lo em ite o lo percibe. A lbert Einstein había nacido en Ulm (Alem ania) en 1879, y m oriría en Princeton, Estados Unidos en 1955. No

fue un estudiante aventajado, pero tam ­ poco tan torpe com o a veces se ha dicho. Se hacía y hacía continuas p re­ guntas, un hecho que m olestó a algunos profesores. Y tuvo siem pre un espíritu m uy independiente. A l fin se n acio­ nalizó suizo, y aunque no logró ser p ro ­ fesor u niversitario, encontró em pleo en la O ficina de Patentes. En los ratos li­ bres, se dedicaba a escribir artículos sobre tem as de física y de cálculo. Los tres trabajos que envió en 1905 revo lu ­ cionaron los conceptos de espacio y de tiem po, e iniciaron la desconcertante visión científica del siglo XX. De aquí que si se ha considerado annus mirabilis el de 1666, por ser el m ás fecundo de la vida de Newton, se haya vuelto a dar la m ism a consideración al de 1905, quizá el m ás im portante de la nueva revo­ lución científica. De la teoría de Einstein se deduce que un cuerpo es tanto m ás corto cuanto

m ayor es su velocidad. Con frecuencia se ha citado la paradoja del tren: un tren que es algo m ás largo que un túnel, si circula a m áxim a velocidad, resulta que la cabeza de la locom otora estará en la salida del túnel cuando el final del vagón de cola esté justo en la entrada: es decir, tendrá, para un observador, el m ism o tam año que el túnel. La única velocidad absoluta y al m ism o tiem po la m ayor posible, es la de la luz, de suerte que si un cuerpo se m oviera a la velocidad de la luz, se acortaría de tal modo, que dejaría de tener una d im en ­ sión: sería alto y ancho, pero no sería largo: sim plem ente un plano. Una p ara ­ doja todavía m ás sorprendente es la de los dos gem elos: supongam os dos seres hum anos de la m ism a edad; uno em ­ prende un viaje espacial a una velo ­ cidad asom brosa, y otro se queda en la Tierra; si el p rim ero regresa, se encon­ trará con que es m ás joven que su

herm ano: tendrán edades distintas. El hecho es, en sí, inverificable; lo único que puede decirse es que el viajero «m edirá» un tiem po m ás corto que el que perm anece en reposo. Este punto sí que pareció com probado, cuando, en 1980 un reloj atóm ico hizo un viaje de largo

recorrido

en un avión

su p er­

sónico: al regreso estaba m uy lige ra ­ mente retrasado — en una pequeñísim a fracción de segundo— respecto de otro reloj atóm ico sincronizado con él, y que había quedado en tierra. A lgo por el e s­ tilo pudo experim entarse después con un acelerador de partículas que parecía «alargar el tiem po» de los «muones», unas p artículas de vida m uy corta. N aturalm ente,

estas

m edidas

no

pudieron ser realizadas en tiem pos de Einstein. Pero sí otras, relacionadas con la Teoría G eneral de la Relatividad, ex­ puesta en 19 15-19 16. Según la Teoría G eneral, la gravedad y la aceleración

form an parte de una m ism a realidad. Si viajam o s en un vehículo y este frena, serem os

em pujados

hacia

adelante,

com o si fuésem os atraídos en esa d irec­ ción. Si el vehículo describe una curva brusca, recibirem os un em puje lateral hacia el lado convexo de la curva. En el fondo, los planetas en sus órbitas no ex­ perim entan otra cosa que un fenóm eno de aceleración. Este efecto se describe en física clásica com o inercia, un fen ó­ m eno m uy bien descrito por Newton; pero

Einstein

supera

a Newton, en

cuanto que nos proporciona un con ­ cepto m ucho m ás profundo (y mucho m enos intuible por una persona no v e r­ sada en el tema). De acuerdo con la R e­ latividad G eneral, el tiem po y el espacio están

profundam ente

interpenetrados

entre sí, de m odo que constituyen un «espaciotiem po» sin duda no fácil de explicar por los m étodos ligados a la ló ­ gica tradicional, pero form ulable por

ecuaciones m atem áticas deducidas im ­ pecablem ente. Resulta que el espacio se curva en torno a una m asa, y en conse­ cuencia, puesto que hay m asas en el U niverso, el espacio es curvo. No se trata de que en el espacio haya curvas, sino que la curvatura es una propiedad del espacio. A l curvarse sobre sí m ism o, acaba cerrándose sobre sí m ism o, com o ocurre con una línea que se cierra (una circunferencia) o una superficie que se cierra (una esfera). El espacio es así una realidad de cuatro dim ensiones, de las cuales nosotros, seres lim itados, solo podem os percibir tres (delante-detrás, derecha-izquierda,

arriba-abajo);

la

cuarta solo es perceptible, a lo sumo, por el tiem po. Quizá podam os com ­ prender m ejor lo que es la «hiperesfera» de Einstein, con sus cuatro dim ensiones, si leem os la curiosa novela de E. Abbot Planilandia, un país donde sus in teli­ gentes habitantes no perciben m ás que

dos dim ensiones, longitud y anchura, y en ese espacio pueden entenderse y relacionarse. El p rotagonista encuentra a un habitante de «Linealandia», para el cual solo hay delante y detrás, y se sie n ­ te superior al pobre desgraciado que solo concibe las líneas (el cual, por su ­ puesto, es feliz en su m undo lineal). En cam bio, se sorprende cuando se en ­ cuentra con un habitante de Espaciolandia — entendam os un h om b re— que concibe

tres

dim ensiones.

El

plani-

landés trata de com prenderle, pero al fin lo tom a por loco. Es un curioso en ­ sayo sobre espacios de n dim ensiones. A h ora bien: si el Universo se curva hasta cerrarse sobre sí m ism o, resulta que el «U niverso es finito, pero carece de lím ites». (En español y en la m ayoría de los idiom as es difícil encontrar una expresión

m ás

adecuada).

Es

finito,

puesto que se cierra, y se pueden en u n ­ ciar d istancias que de hecho no existen.

Pero carece de lím ites puesto que no co­ m ienza ni term ina en ninguna parte: com o una circunferencia no com ienza ni term ina en ninguna parte (o, si que­ rem os, com ienza en el punto que noso­ tros m ism os elijam os arbitrariam ente, y term ina en ese m ism o punto, «después de haber dado

una vuelta

sobre



misma»). Hoy existen m uchas teorías sobre las dim ensiones y la curvatura del espacio, y se estim a que la concepción de Einstein no es necesariam en te la m ás correcta; pero las líneas generales de un continuum espacio-tiem po, la im p o si­ bilidad de verificar desde dos sistem as de referencia fenóm enos sim ultáneos, la existencia de un espacio de n d im en ­ siones y la m ism a curvatura del espacio se m antienen incólum es, y hoy se sigue estim ando a Einstein com o uno de los m ás grandes científicos de todos los tiem pos. El año 20 0 5, centenario de los fam osos

artículos

einstenianos,

fue

declarado Año Internacional de la Fí­ sica. Las teorías de Einstein causaron sen ­ sación en la com unidad científica, y en muchos casos tam bién escándalo. Se le acusó por algunos de loco y de quim é­ rico. Las discusiones fueron enconadas. Se pidieron pruebas. Y la m ás espec­ tacular fue sin duda el eclipse de sol de 1919. De acuerdo con las teorías de la Relatividad, la propia luz del sol sería desviada por la m asa de la luna; m ás exactam ente, sería desviado el espacio, y con él la propia luz. Los e x p e ri­ m entos, realizados con la m ayor p reci­ sión posible, d em ostraron la valid ez de la afirm ación de Einstein, y la conm o­ ción por este hecho, en principio in ex­ plicable, fue inm ensa. Según Paul Jo h n ­ son, «ni antes ni después ningún ep i­ sodio de verificación científica atrajo nunca tantos titulares o se convirtió en tem a

de

com entario

universal».

La

Teoría de la R elatividad quedó re fo r­ zada, pero subsistieron hasta los años 30 reticencias o incom prensiones de m uchos físicos; hasta se buscaron teo­ rías alternativas, un poco m ás acep­ tables por la lógica hum ana. N inguna de ellas prosperó. En 1921 le fue conce­ dido al físico judíoalem án el Prem io Nobel de Física, y viviría el resto de su vida com o un mito. La teoría de la R elatividad, qué duda cabe, es en alto grado perturbadora, y nos viene a decir que el m undo no es com o nos lo habíam os im aginado; y lo peor del caso es que no podem os im agi­ narlo tal com o es, porque resulta in im a­ ginable a nuestra mente. Se puede fo r­ m ular, no se puede «com prender». En com entario de Roland Strom berg, con Einstein «desapareció del Cosm os un apoyo aparentem ente sólido y el U ni­ verso se tornó m enos am istoso para la hum anidad y m enos a la m edida del

hombre». Hem os de resignarn os a la idea de que hay realidades cuya e x is­ tencia

se

puede

fund am entar

m ática

y

hasta

experim entalm ente,

m ate­

pero que no resultan fácilm ente com ­ p rensibles para la inteligencia hum ana, y m ás p articularm ente para la in teli­ gencia de personas tal vez cultas, pero no especializadas. Se dijo a m ediados del siglo XX que sólo seis m entes p ri­ vilegiadas eran capaces de com prender la teoría de la Relatividad. Realm ente, la teoría de la Relatividad no está d esti­ nada a ser «com prendida», sino a ser form ulada, aplicada y asum ida. A ntes

de

term in ar

resulta

conve­

niente aclarar dos puntos. Prim ero: se ha hecho frecuente, sobre todo en n u es­ tros tiem pos, confundir relatividad con relativism o, es decir, pensar que las teorías de Einstein dem uestran la idea de que no es posible distinguir el bien del m al, la verdad de la m entira, lo bello

de lo feo, y, en sum a, que «todo es re la ­ tivo».

M uchos

trabajos

realizados

precisam ente con m otivo del Año In ­ ternacional de la Física destacan que la R elatividad es precisam ente m ás sólida, m ás coherente con una últim a realidad absoluta, que las ideas, aparentem ente tan razon ables e indestructibles de la Física Clásica. El m ism o Einstein reco­ nocía su «hum ilde adm iración por el ilim itado espíritu superior que se revela en los detalles que podem os p ercibir con nuestra frágil y débil mente». No pretendió nunca que todo es relativo; sino que la realidad está tan lejos de nuestra lim itada com prensión hum ana, que no podem os penetrarla hasta el fondo,

porque

es dem asiado

grande

para nosotros. Y segundo: el hecho de que «las cosas no son com o las vem os» no afecta en absoluto a nuestra vida ordinaria. La realidad de que vivam o s en un espacio de cuatro d im ensiones no

nos im pide v iv ir y

ser felices

— si

som os, por otra parte, capaces de e llo — en el espacio de tres dim ensiones que intuim os. Que la gravitación no sea m ás que una form a de aceleración, que la línea recta no sea, a escalas m acrocósm icas, la m ás corta entre dos p u n ­ tos, no nos im pide sostenernos v á lid a ­ m ente sobre la superficie de la Tierra o trazar una recta perfectam ente válid a a escala hum ana. Que un hom bre, a una velocidad cercana a la de la luz pueda v iv ir

m illones

de

años

— según

su

form a peculiar de m edir el tiem p o— es un hecho irrelevante para nuestra e x is­ tencia,

puesto

que

nunca

podrem os

alcanzar esa velocidad ni m edir ese tiem po.

Para

defendern os

en

este

m undo — o si llega el caso para v iaja r a M arte— nos basta y nos sobra la p reci­ sión de nuestros relojes. Una cosa es la realidad total de un U niverso en gran m anera m isterioso e indescifrable — y

por eso m ism o m ás m aravilloso que nunca—, y otra m uy distinta la validez de las

form as que nos sirven

entendernos en este mundo.

para

Planélc y la incertidumbre

Cuando nos referíam os al cálculo in ­ finitesim al, recordábam os una de las fam osas «aporías» de Zenón de Elea, la de Aquiles y la tortuga (vid. pág. 119). Puesto que hem os prom etido ocuparnos de otra aporía, la expondrem os breve­ mente. El sagitario tensa su arco y d is­ para una flecha. A p artir de ese m o­ m ento, ¿la flecha se m ueve o no? Todo el m undo dice que sí, excepto el siem pre original Zenón. Supongam os, dice, que la flecha, en un m om ento determ inado, está en un punto determ inado. Un in ­ finitésim o de tiem po después ¿está en el m ism o punto?

Si está en el m ism o

punto, no se ha m ovido, y com o el tiem po está com puesto de infinitésinos de tiem po, la flecha no se m ueve en ninguno

de ellos.

Por tanto,

no se

mueve. Si no está en el m ism o punto, y com oquiera que no h ay tiem po entre un

infinitésim o de tiem po y el siguiente, la flecha tam poco se ha m ovido, sino que ha dejado de existir en un punto y ha com enzado a existir en el otro. Tam ­ poco eso es «m ovim iento». Bien: si el problem a de A quiles y la tortuga queda satisfactoriam ente resuelto por el cál­ culo infinitesim al, el de la flecha que deja de existir y com ienza a e xistir en otro punto da la razón a Zenón — no con respecto a las flechas, por su ­ puesto— por obra de la m ecánica cuán­ tica. De aquí que el efecto de la m ecá­ nica cuántica en el conocim iento h u ­ m ano sea todavía m ás perturbador que el de la Relatividad. Un día de 19 0 0 el director de la cáte­ dra de Física Teórica de la U niversidad de Berlín, M ax Planck, dijo a su hijo al regresar a casa: «me parece que he hecho un descubrim iento que va a cam ­ biar el mundo». Planck intuía lo que e s­ taba diciendo, aunque no podía calcular

exactam ente sus consecuencias. Había dedicado m ucho tiem po a estudiar la «radiación de un cuerpo negro», un ex­ trem o en que aquí no vam os a entrar, y al fin se fue dando cuenta de que todos los valores de cualquier form a de en er­ gía que pudo m edir son m últiplos de un núm ero

pequeñísim o,

que

podem os

enunciar com o 6, 626 x 10 -2 7 erg. El ergio es una unidad de energía (la capaz de m over un gram o un cen tí­ m etro durante un segundo). La e xp re­ sión diez elevado a m enos veintisiete equivale a escribir un cero, una com a y veintiséis ceros seguidos antes de un 1. Tan pequeñísim o valor está tan lejos de nuestra capacidad de im aginación como la distancia a los astros m ás rem otos. De aquí que en la vida práctica parezca carecer de valor. ¡Pero todas las form as de

energía

que

conocem os

están

constituidas por una cantidad casi in fi­ nita

de unidades de energía

peque­

ñ ísim as! A esta pequeñísim a unidad de energía, por debajo de la cual no existe ninguna otra, llam ó Planck quantum. Un quantum equivale en cierto modo, por tanto, a un átomo de energía. M uy bien: conocem os lo que es un átomo de m ate­ ria, ahora conocem os lo que es un átomo de energía: la física clásica p a ­ rece que ha llegado a su culm inación. El descubrim iento provocó las m ejo­ res sen saciones en la com unidad cien­ tífica, aunque Planck intuyó desde el prim er m om ento que sem ejante con sta­ tación iba a p lantear m uy serios p ro ­ blem as (el m ism o Planck confesó, al darse cuenta de ellos, que se sum ió «en un estado de desesperación»), Y esos problem as

no

sobrevinieron

por

la

existencia de un átom o de energía, sino por

el

descubrim iento

átom os de la m ateria

de

que

los

no son tales

átom os, sino que están com puestos por partículas todavía m ás pequeñas. Estas partículas se fueron descubriendo poco a poco, hasta p resentar un panoram a com pletam ente nuevo (vid. pág. 205). Resultó que los electrones se m ovían, o varios por la m ism a órbita, o varios por distintas órbitas. N iels Bohr, que por un m om ento

creyó

poder

ofrecer

una

hipótesis coherente con la ciencia clá­ sica, se dio cuenta de lo que eran los «pisos»

de

los

electrones,

y

cóm o

pequeñas diferencias de carga provocan el salto de un electrón de una órbita a otra. A h ora bien: los m ovim ientos de los electrones requieren una energía menor que un quantum . ¿Cóm o explicar sem ejante contradicción? La suposición m ás lógica, si la lógica pudiera entrar en estas cuestiones, sería la de que el quantum está m al establecido, y hay unidades de energía m enores todavía. Pero la observación dem ostraba que no

era así. Bohr, y Dirac llegaron a la con­ clusión de que las p artículas atóm icas no se m ueven en el sentido que solem os dar a esta expresión: saltan, y si que­ rem os decirlo de form a m ás ajustada, dejan

de

existir

en un

punto

para

com enzar a existir en otro. Si querem os predecir estos saltos, nos sentirem os sum idos en un m ar de incertidum bres; puede saltar esta p artí­ cula o la otra, puede saltar ahora m ism o o un instante m ás tarde. Esos cam bios de posición, que no desplazam ientos, son instantáneos, im predecibles, como si estuvieran som etidos a un sorteo. La certeza se ve sustituida por la p roba­ bilidad, y nunca podrem os saber de antem ano qué partícula va a ser la p ri­ m era en dar el salto, ni tam poco sab re­ m os de dónde a dónde. La física clásica se basaba siem pre en la absoluta regu la­ ridad de los fenóm enos, en su rigurosa previsibilidad.

En

la

física

cuántica,

acertar de antem ano la verificación de un fenóm eno concreto es una sim ple quim era condenada al fracaso. De aquí el desconcierto

de los científicos

al

penetrar en el com portam iento de los com ponentes m ás pequeños de la natu ­ raleza, las partículas subatóm icas. Estos com portam ientos, ¿están determ inados por el capricho? No, en cuanto que el equilibrio del sistem a se m antiene esta­ ble estadísticam ente; sí, en cuanto que no existe una norm a que determ ine el cóm o y el cuándo de la verificación de cada fenóm eno. Todo parece fu ncion ar m ás por casualidad que por causalidad. Dando un paso m ás en este descon­ certante

cam ino, W erner H eisenberg

observa en 1927 que si tratam os de d efi­ nir el punto en que se encuentra una partícula, no tenem os la m enor p osib i­ lidad de establecer su m ovim iento; si, por el contrario, intentam os establecer su m ovim iento, se nos convierte en una

onda cuya posición no podem os fijar nunca.

Es

el

llam ado

principio

de

incertidumbre, una de las m ás descon­ certantes paradojas de la física de p artí­ culas. ¿Corpúsculo u onda? H uygens había creído que la luz era un fenóm eno ondulatorio. Newton que era un fen ó­ m eno corpuscular, form ado por peque­ ñísim os cuerpos que luego se llam aron fotones. ¿Cuál es la verd ad ? Las dos, pretenden ahora los físicos; un fotón se com porta com o un corpúsculo cuando lo exam inam os de determ inada m anera, o com o una onda, cuando lo estudiam os de otra. Posee una doble personalidad; se m anifiesta com o dos cosas distintas, según la m anera de observarla o según el observador, pero sin em bargo esas dos cosas no son m ás que una. M aurice de Broglie trató de encontrar un con­ cepto nuevo capaz de «explicar» esta naturaleza dual. A vanzó, pero no lo en ­ contró ¿O será tal vez, com o pretenden

otros, que una partícula no es ni un cor­ púsculo ni una onda, pero se com porta com o esas dos cosas a la vez? No lo sabem os. Para J.D. Bernal, la m ecánica cuántica introduce en la serenidad de la ciencia un elem ento «perturbador», capaz de «producir m alestar», un conjunto de fenóm enos

desconcertantes

que

solo

pueden expresarse m ediante «núm eros m ágicos», que poseen «un cierto sabor cabalístico». No hubo m ás rem edio que arb itrar nuevos térm inos y nuevos sím ­ bolos, no ya para «explicar» esos fen ó­ m enos, que son por naturaleza in exp li­ cables; sino tan solo para expresarlos de alguna m anera. Pero esos fenóm enos contradicen los p rincipios m ás elem en ­ tales de la lógica. Una partícula «está» y «no está». «Es» una cosa y «es» la otra. Para Jean Guitton, científico y filósofo al m ism o tiem po, «la teoría cuántica nos dice que para aprehender lo real

hay que renunciar a la noción de lo real. Que el espacio y el tiem po son ilusiones. Que una m ism a partícula puede ser detectada en dos puntos a la vez. Que la realidad fundam ental es incognoscible». Si la R elatividad sum ió a la com unidad científica en un torbellino de m ag n i­ tudes cósm icas, la teoría cuántica la hizo en trar en un m undo de radicales contradicciones.

Freud y la primacía del instinto

Desde que fueron difundidas las teo­ rías de D arw in, una im presión p esi­ m ista, degradante, que afectaba a la d ig­ nidad de la condición hum ana, se in s ­ taló en m uchas conciencias. Esta im p re­ sión quedaría potenciada con una teoría que no se refería al origen del hom bre, sino a su propia naturaleza. Sigm und Freud (1856-1939) fue un m édico nacido en Freiberg, M oravia, hoy República Checa, que se estableció en Viena, cada vez m ás aficionado a la psiquiatría. Su visita al fam oso especialista en en fe r­ m edades n erviosas, Jean -M artin C harcot, en París (1885), decidió su vocación. Exploró los m ás diversos sistem as cu ra­ tivos de las anorm alidades psíquicas, com enzando

por la cocaína,

que él

consideraba como un sim ple estim u­ lante, hasta que se dio cuenta de sus efectos perversos. Luego se inclinó por

la h ipnosis, un método entonces de m oda, con el que no obtuvo los resu l­ tados que esperaba. Al fin intuyó la práctica de la libre «asociación» — el paciente asocia una palabra, una idea, una im agen con otra, por m ás que no tengan relación lógica entre s í—, aso­ ciación que, según Freud, perm ite el an álisis de lo inconsciente. Otro m edio de rastrear los repliegues del in cons­ ciente es para Freud el estudio de los sueños, que creyó un elem ento reve­ lador de un algo m uy oculto en la personalidad de cada uno. Su prim er libro im portante, El lenguaje de los sueños (1900), defiende la im portancia de lo in ­ consciente com o elem ento definidor de la persona, m ucho m ás revelador que el consciente. Finalm ente, Freud puso en práctica el psicoanálisis, obteniendo la total relajación del paciente, y dejando que, por asociación o por instinto, h a ­ blara de sí m ism o o de lo que estaba

pensando

o im aginando.

El

psicoa­

n álisis tuvo sus horas de gloria, y aún está de m oda en algunos p aíses, esp e­ cialm ente am ericanos, por m ás que m u ­ chos psicólogos sigan dudando de su eficacia terapéutica. Freud separó com o nadie había hecho hasta entonces el concepto del con s­ ciente y del inconsciente. Lo m ás ele­ m ental que anida en el hom bre es el deseo prim ario, anterior a toda refle­ xión, de felicidad y placer, expresado ante todo por el apetito sexual. En el in ­ consciente se encuentran tam bién «aso­ ciaciones», relaciones irracion ales, pero prim igenias, que generan curiosos com ­ plejos, no racionalm ente explicables, pero existentes, y propios de cada in d i­ viduo, que pueden condicionar su con­ ducta y su form a de reaccionar ante los estím ulos que recibe. A l inconsciente, centrado en torno al ello, el objeto del deseo, se opone el consciente, que, por

efecto del raciocinio, o bien de form as y convicciones aprendidas por contacto con otras personas o m ediante la educa­ ción, trata de refren ar sus instintos, y erige un super yo que trata de sublim ar sus

viven cias,

desviar

sus

instintos

hacia otros centros de atención com o la ciencia, el arte o el deporte, y obrar de acuerdo con una ética. La obra de Freud tiende a considerar auténtico y natural el m undo del inconsciente, m ientras que el consciente tiene un com ponente a r­ tificioso, que, adem ás, ejerce una «cen­ sura»; y

esta

censura

significa

una

form a de «represión» que aparta al su ­ jeto de lo m ás íntim o y elem ental de su ser. Es cierto que la represión le con­ vierte en un ser correcto, educado y am igable. Pero es producto de una v io ­ lencia sobre lo natural. La censura es sin

duda necesaria para

la hum ana

convivencia y para el desarrollo de una cultura organizada; pero es artificial, y

algo así com o una película, una careta que desfigura lo m ás íntim o y profundo, y

produce

una

apariencia

falsa,

de

superficie, de lo que realm ente es cada ser hum ano. En él late, quiera que no, lo m ás elem ental y prim ario de su in s­ tinto, lo m ás brutal, lo m ás grosero, que puede m an ifestarse en cualquier m o­ m ento, por elevado que sea el nivel cul­ tural de una civilización. Cuando estalló la prim era guerra m undial entre g ran ­ des potencias supercivilizad as, en 1914, Freud m anifestó que el hecho era la m ejor dem ostración de sus teorías. La

concepción

freudiana

introdujo

nuevos planteam ientos, y por m ás que las técnicas del p sicoanálisis hayan sido siem pre

discutidas

— hasta

ahora

m ism o—, y por m ás tam bién que se haya tildado a su autor de poco cien ­ tífico, m ás tendente al ensayism o que al rigor, m uchas de sus intuiciones p are­ cieron convincentes, e hizo m uy pronto

grandes adeptos, com o tam bién se ganó tenaces enem igos. Su afición a la polé­ m ica, sus afirm aciones dogm áticas y su oposición indignada a quienes no o p i­ naban com o él favorecieron la belico­ sidad entre adm iradores y detractores que siem pre le rodeó y todavía hoy, aunque, m itigada, le sigue rodeando. M uchas ideas freudian as — brillan tes son

todas,

porque su

autor era un

m agnífico y sugestivo escritor, dotado de una especial capacidad de p ersu a­ sió n — son hoy aprovechables, y han servido para nuevos planteam ientos en el cam po de la psicología y la p siqu ia­ tría.

Otras

son

teorías,

ensayo

tan

sugestivo com o sin fundam ento su fi­ ciente, y

por naturaleza

discutibles,

aparte su pesim ism o, que trata de dejar en p rim er plano los aspectos m ás in n o­ bles o m ás «anim ales» de la naturaleza hum ana. No deja de ser curioso que las doctrinas

m arxistas

y

neom arxistas,

que pueden parecer de natu raleza ra d i­ calm ente distinta, hayan exaltado la fi­ gura y la doctrina de Freud, hasta m i­ tificarla. El punto com ún reside en la idea de que el hom bre no aspira m ás que a satisfacer sus necesidades m ate­ riales; y, en la dem anda de la sa tis­ facción

de este

deseo,

se encuentra

siem pre con la oposición de las estru c­ turas

establecidas,

que

ejercen

una

«censura» e im ponen una «represión». Tam bién las distintas ideologías lib er­ tarias y p erm isivistas encontraron en m uchas p alabras de Freud un excelente apoyo. No cabe duda de que los en tu ­ siastas freudianos llegaron m ucho m ás lejos que Freud, y exageraron sus p ostu­ lados. Pero siem pre quedó la idea de un hom bre cuyos instintos son m ás au­ ténticos y m ás determ inantes que sus actos racionales, un hom bre cuya lib er­ tad es coartada continuam ente, y del

cual desaparece una distinción clara entre el ser y el deber ser, entre el in s­ tinto y la racionalidad, entre el bien y el m al. Y la de que ese hom bre, en el fondo, no es libre.

La «angustia de la ciencia»

El brusco cam bio de p aradigm a que supone la revolución científica de co­ m ienzos del siglo XX representa un tránsito decisivo, en ocasiones d ram á­ tico, en las actitudes y en las concep­ ciones de la realidad, que afecta no solo a los hom bres de ciencia, sino por su difusión en el seno de una sociedad cada vez m ás culta y desarrollada, a todo el m undo occidental, y originó una crisis de conciencia de vastas p ro p o r­ ciones en la m entalidad de los hom bres de Occidente. Este tránsito se opera en las siguientes direcciones. Se pasa: 1. De la fe indiscutible en la ciencia propia de los tiem pos p ositivistas y re a ­ listas, a la duda dram ática en sus p rin ­ cipios. 2. De un am biente de seguridad a otro de incertidum bre. 3. De la afirm ación de la razón como

fuente de certeza a la conciencia de lo irracional. 4. Del dogm a de un progreso nece­ sario y asegurado a la idea de una deca­ dencia (el m ovim iento «decadentista», La Decadencia de Occidente).

5.

De

la

creencia

en

la

corres­

pondencia entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido a la de la incognoscibilidad de las cosas y la soledad del yo. 6. Del orgullo de nuestra civilización a un com plejo de inferiorid ad de O cci­ dente. El nuevo panoram a, en sus líneas generales, fue visto con desolación por una generación propensa, por lo dem ás, al pesim ism o. Uno de los grandes h isto­ riadores del prim er tercio del siglo XX, Johan

H uizinga escribía: «La ciencia

presenta hoy un panoram a para cuya com prensión

al

parecer

no

está

p reparado el organism o hum ano. Y este panoram a, de consiguiente, produce un efecto de agobiadora angustia, que llega hasta la desesperación». Para A rthu r Koestler, «la relojería m ecánica que se r­ vía de m odelo al m undo del siglo XIX ya no es m ás que un m ontón de chatarra». Los científicos no presentaban por entonces un panoram a m ás optim ista. F. H. Bradley: «La naturaleza en sí no tiene realid ad... El espacio es solo una relación entre térm inos que nunca p u e­ den encontrarse». John W heeler: «Todo lo que conocem os procede de un océano infinito de energía que tiene la ap a ­ riencia de la nada». Niels Bohr, que por un tiem po trató de encontrar una conci­ liación entre la física clásica y la m o­ derna,

acabó

confesando

que

«nada

tiene sentido, y no tiene sentido tratar de encontrarlo». Y así contestó a un científico que vino a m ostrarle una nueva hipótesis: «Su teoría es insensata,

m as no lo suficiente para ser ve rd a­ dera». Fue aquella la actitud que G astón Bachelard definió com o la angustia de la ciencia.

Aspeólos de la ciencia de boy En el prim er cuarto del siglo XX ocu­ rrió un cam bio del paradigm a de la re a ­ lidad física

que resultó, com o otros

sobrevenidos a lo largo de la historia, traum ático y desconcertante. Com o al m ism o tiem po se operó un fenóm eno de tránsito a lo irracion al en otros m uchos cam pos de la cultura propia del hom bre de Occidente, la nueva concepción del m undo resultó en alto grado p ertu r­ badora. Todo ello quedó potenciado por el desencadenam iento de la prim era guerra m undial (1914-1918), un en fren ­ tam iento brutal entre países ultracivilizad os (y sin un m otivo evidente) que ya m uchos juzgaban im posible, y que constituyó la m ayor catástrofe bélica que hasta entonces recordaban los s i­ glos.

En

19 18-19 23

publicó

O swald

Spengler La Decadencia de Occidente, un libro

de

m uy

alta

difusión

en

los

am bientes cultos y que tuvo una re p er­ cusión m uy especial en las conciencias. No faltan m otivos para suponer que el m undo siguió loco. Se habla de «los locos años veinte» (en otras partes, especialm ente en España, por la p ro s­ peridad económ ica, «los felices», siem ­ pre desenfadados); vinieron luego la G ran Depresión, los totalitarism os y la segunda guerra m undial, m ás espantosa aún que la prim era, pero que ya no pilló a nadie por sorpresa. Con todo, llegó un m om ento en que el p esim ism o radical fue dejando de estar de m oda. La se ­ gunda m itad del siglo XX, aun con los problem as de la guerra fría, el tem or a una catásrofe nuclear, el surgim iento de nuevas potencias, o de enferm edades nuevas, no puede calificarse

exacta­

mente de angustiada; y sobre todo no parece, al m enos en el cam po a que aquí nos hem os venido refiriendo, que pueda seguir hablándose de una «angustia de

la ciencia». Y esto, sin duda por dos razones: a), el hom bre occidental, su pe­ rado el traum a que significó despertar del sueño de la cóm oda seguridad de la época

p ositivista,

quedó

curado

de

espantos, y se ha ido haciendo a la idea de que el m undo que nos rodea está lleno

de

realidades

incom prensibles

para la lógica hum ana; pero que esas realidades existen, pueden form ularse, e incluso en m uchos casos pueden u tili­ zarse; y b) porque la entidad profunda del universo no afecta a la concepción del m undo particular en que nos d esen­ volvem os y de la vida propia del h om ­ bre de la calle, porque todo puede m a r­ char con independencia de que lo com ­ prendam os a fondo. Al fin y al cabo, el hom bre fue capaz de adaptarse poco a poco si no a la com prensibilidad, sí a la existencia de los nuevos p aradigm as, sin abandonar por ello la com odidad de los parad igm as desechados, que siguen

siendo válid os en la vida ordinaria. Por otra parte, aunque adm itim os los p u n ­ tos fundam entales de la nueva faz del m undo físico, tom am os su filosofía con una cierta dosis de indiferencia, porque a la actitud de angustia existencial de la prim era m itad del siglo XX ha sucedido otra actitud, la posm oderna, que evita intranq uilizarse por lo que no atañe directam ente a la vida y a los intereses de cada uno. Tam poco sabem os m uy bien si lo que hem os descubierto es d efi­ nitivo, o quedará m atizado por nuevos descubrim ientos aún por realizar. La im presión de algunos científicos es la de que nos encontram os en una etapa de transición. Otros p iensan que nos en ­ contram os ante un logro en cierto modo definitivo: a ello nos referirem o s al final. Pero de una form a u otra, acti­ tudes de «desesperación» com o las que hem os

advertido

en

determ inados

científicos e intelectuales de hace casi

un siglo, no están ahora de moda. A hora bien, y esto es lo que ahora m ism o debe interesarn os, un hecho está claro: la ciencia del siglo XX, sirvien do m uchas veces

a

la

m ás

sofisticada

tecnología, en otras ocasiones sirv ié n ­ dose de ella, ha avanzado hasta extre­ m os sorprendentes, que en otro tiem po hubiéranse considerado m ilagrosos u obra de extrañ as brujerías. Aunque la ciencia clásica llegó a su ápice en el siglo XIX, el avance experim entado en la vigésim a centuria parece casi sobre­ hum ano. Lo que el hom bre ha llegado a saber no cabe entero en el entend i­ m iento, en la capacidad del m ás insigne de los sabios. Leibniz fue un genio del saber universal: filósofo, jurista, diplo­ m ático, calculista, geóm etra, físico, teó­ logo. Todavía en la época de la Ilu s­ tración encontram os hom bres de m uy diversos saberes. Los sabios positivistas tendieron a especializarse en una ram a

del conocim iento, pero poseían la su fi­ ciente cultura com o para codearse con buenos conocedores de otras ram as de la ciencia. En el siglo XX, el volum en de lo conocido obliga a avanzar en un frente m uy reducido de cada sector del saber: lo que se gana en profundidad es preciso perderlo en extensión. Hemos llegado

a una

época

de

superespe-

cialización. Se trabaja en equipo. Cada científico no puede saber «todo» lo que saben los otros... ni siquiera sus com pa­ ñeros. Y sin em bargo — aquí radica el p roblem a— no es posible dom inar un estrecho terreno del saber sin conocer otros m uy diversos. El físico ha de em ­ plear a fondo las m atem áticas. El quí­ m ico ha de tener en cuenta la física de partículas. El biólogo ha de m an ejar con soltura la estadística. El cosm ólogo que estudia las m ás enorm es extensiones de lo conocido ha de p enetrar en la re a ­ lidad de lo m ás ínfim am ente pequeño

para em pezar a explicarse algo. De aquí que para avan zar en la ciencia sea p re ­ ciso un esfuerzo heroico por dom inar la especialidad

sin

abandonar

conoci­

m ientos colaterales que resultan im ­ prescindibles. Con todo, los logros han alcanzado

un

nivel

abrum ador.

sabem os todavía hasta

No

dónde podrá

alcanzar el genio del hom bre. A los protagonistas de la vida ord i­ naria nos cuesta m ucho trabajo m eter­ nos en el m eollo del científico y en los inextricables problem as que se encuen­ tran en la necesidad de resolver. E sta­ m os por lo general m ucho m ás h ab i­ tuados a las conquistas tecnológicas, sobre todo las m ás generalizadas en la existencia de todos los días, que a los h allazgos teóricos. Por escasos que sean nuestros

conocim ientos

científicos,

m an ejam os con soltura el televisor, la calculadora, el ordenador, el teléfono m óvil

o

el

m icroondas.

No

nos

interrogam os dem asiado sobre los p rin ­ cipios, sino sobre las aplicaciones, a las que sabem os extraer partido sin p arti­ cular esfuerzo: si algo se estropea, lo dejam os en m anos de los técnicos, «que son los que entienden». Basta que en ­ tiendan unos pocos. Pero esta actitud, reconozcám oslo

tam bién,

no

quiere

decir que «el hom bre de la calle», com o suelen

llam arle

con

frecuencia

los

científicos, se desinterese por los asu n ­ tos cruciales de la ciencia. Hay tem as que fascinan a casi todo el mundo: la conquista del espacio, el descubrim iento de planetas habitables (y la posibilidad de que existan «extraterrestres»), el «Big Bang», la fisión del átomo, las nuevas energías, la ingeniería genética. El inte­ rés por la ciencia, o por el progreso en algunos cam pos de la ciencia es casi tan grande como en los tiem pos del p ositi­ vism o, y de aquí la publicación de re v is­ tas no especializadas, asequibles a todo

el m undo, de libros de vulgarización , o de artículos científicos en la prensa ordinaria. Quizá este interés del público haya tenido su parte de culpa en una actitud poco deseable por parte de algu ­ nos científicos: el afán de adelantarse, de dar a conocer su presunto descubri­ m iento antes de que su estudio haya quedado constatado, el afán de sensacionalism o. Pero el interés de la gente por la ciencia está plenam ente ju sti­ ficado. Es bueno que se m antenga, que no decaiga jam ás. Resulta

m aterialm ente

im posible

tocar todos los tem as que se refieren a la ciencia del siglo XX: h arían falta para ello m uchos libros. Es preciso lim itarse a unos cuantos cam pos, los que puedan p arecem o s

m ás

representativos

de

nuestro tiem po. Con esta lim itación podrem os trazar cuando m enos las lí­ neas m ás destacadas del avance del hom bre en esa m aravillosa aventura

com enzada en los tiem pos rem otos, que se ha m antenido a lo largo de los siglos y que aún no sabem os a qué extrem os puede llegar, com o es la búsqueda de nuevos conocim ientos científicos, y de nuevas aplicaciones de nuestro conocer.

El deslumbrante panorama del Cosmos

Lo que el hom bre del siglo XX ha lle ­ gado a saber del U niverso que le rodea depende, m ás que de la construcción de enorm es y fabulosos telescopios — que tam bién cuenta— de tres factores com ­ plem entarios: i)

El poder «ver» en todas las frecu en ­

cias del espectro.

La vista

hum ana,

com o ya sabem os, solo puede alcanzar una fracción pequeñísim a de ese espec­ tro, aunque esa fracción nos resulta perfectam nente útil para agenciárnoslas en la vida ordinaria. Hoy disponem os de

instrum entos

que

nos

perm iten

ob servar en el in frarrojo cercano, el in frarrojo lejano, las ondas subm ilim étricas, las m ilim étricas, las centim étricas — las de radar, por ejem plo— o las m étricas, u ondas radio. Por otro lado, podem os observar en el u ltra ­ violeta cercano, el lejano, la frecuencia

de rayos X o la de rayos gam m a. Esta facultad de ver fuera del visible nos ha descubierto un panoram a fascinante. 2) La posibilidad de enviar al espacio sondas de observación. No solo hem os lanzado naves espaciales — trip u lad as o no— que han perm itido llegar a otros m undos y obtener inform ación de ellos, sino que contam os tam bién con sen ­ sores colocados en órbita terrestre, o m ás lejos, que pueden ob servar sin las dificultades que interpone la atm ósfera terrestre. Sin estos instrum entos que trabajan fuera de nuestro planeta no h ubiéram os llegado a saber m ucho de lo que h oy conocem os. 3) El estudio de las m ás dim inutas partículas y radiaciones que constituyen la base de la m ateria y de la energía. Pa­ rece un contrasentido, pero la verdad es que sin un conocim iento preciso de lo ínfim am ente pequeño no hubiéram os podido saber tantas cosas acerca de lo

inm ensam ente grande; com o, viceversa, el conocim iento de las realidades m ás p rofundas del Cosm os nos ha perm itido saber de la existencia

de partículas

subatóm icas que sin ese conocim iento no h ubiéram os llegado tal vez ni a ad i­ vinar. Con todos esos m edios y un estu­ dio continuado y tenaz, el hom bre ha logrado d esentrañar la realidad de un U niverso en verdad fascinante.

El mundo planetario

A fines del siglo XV III fue descubierto un séptim o planeta, Urano. A m ediados del XIX, el octavo, Neptuno. En 1930, el noveno, Plutón. Un joven ranchero de A rizona, aficionado a la astronom ía, Clyde Tombaugh, logró em plearse en el observatorio de Flagstaff, y en varias placas

fotográficas

d iferentes

logró

identificar el nuevo planeta que se b us­ caba en la región de G ém inis. Se le llam ó Plutón. Hoy ya no es seguro que los planetas sean nueve, ni que Plutón sea un planeta. Por de pronto, su h a ­ llazgo fue una decepción: no era un g i­ gante, com o los que van de Júpiter a Neptuno, sino un cuerpo helado, m ás pequeño que M ercurio, incluso que la luna, que recorre una órbita bastante excéntrica. A fines del siglo XX y co­ m ienzos del XXI se han descubierto centenares

de

cuerpos

lejanos

y

helados, de órbita excéntrica, algunos de ellos m ás grandes que Plutón. Se les llam a «objetos transneptunianos», y a ninguno de ellos se le ha reconocido la categoría de planeta. En ese caso, y pese a la tradición que nos han enseñado en el colegio de «los nueve planetas del s is ­ tem a solar», resulta que, o adm itim os centenares de planetas, o destituim os a Plutón de esa categoría. No vale la pena hablar aquí de las encendidas polém icas que con este m otivo se han suscitado en el seno de la Unión A stronóm ica In ­ ternacional *. Lo cierto es que en el fu ­ turo se im pone una definición de lo que es un planeta, y una clasificación m ás coherente de los planetas rocosos (de M ercurio a M arte), los planetas gaseo­ sos (de Júpiter a Neptuno), los aste­ roides, los objetos transneptun ianos, y los com etas, m uchos de los cuales son m ás parecidos a los objetos tran sn ep ­ tunianos de lo que hasta hace poco se

adm itía: sea cual fuere el concepto de planeta que se haya de adoptar. Desde 1969, naves espaciales, trip u ­ ladas o no, se han posado en la Luna, Venus, M arte y el satélite de Saturno, Titán; otra ha penetrado — y se ha d es­ truido— en la atm ósfera de Júpiter; otras han recogido m uestras de dos com etas y un asteroide, y va ria s se han acercado a M ercurio, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, aparte de las que están analizando de lejos el sol. Dos naves han abandonado ya el sistem a planetario. N uestro conocim iento de la realidad

física

de

los

planetas,

su

com posición, su atm ósfera, su tem pe­ ratura, sus form aciones y paisajes, ha crecido de form a sorprendente, aunque quizás el descubrim iento m ás im p o r­ tante ha sido, por valo r de contraste, el de la realidad diferencial de nuestro propio m undo, el planeta Tierra y sus increíbles propiedades, únicas hasta el

m om ento en todo el Universo conocido, que le hacen susceptible de albergar vida, y vida inteligente. El m ilagro de ese «planeta distinto» que es la Tierra resulta m uy difícl de explicar, pero lo cierto es que está ahí, o, m ás exacta­ m ente, está aquí.

El mundo estelar

La física estelar ha sido durante la m ayor parte del siglo XX el cam po predilecto de la astrofísica. Si en 19 0 0 se conocía la distancia a unas 60 estrellas, hallada por m étodos geom étricos, a lo largo de la últim a centuria ha sido p osi­ ble calcular la distancia a m iles de estrellas por m étodos físicos, por ejem ­ plo

la

relación

m asa-lum inosidad.

Conocida la m asa de una estrella, cono­ cida su lum inosidad; y, conocida su lu ­ m inosidad, conocida su distancia. El pe­ riodo de determ inadas estrellas v a ria ­ bles, com o las cefeidas, p erm itió m ás tarde h allar distancias aún m ayores. En general, se determ inó el tam año de nuestra

G alaxia,

el

sistem a

al

cual

pertenece nuestro sol, en un orden de m ás de cien m il años-luz, existiendo en ese inm enso conjunto alrededor de d os­ cientos m il m illones de estrellas: unas

gigantes, otras relativam ente enanas, unas azules supercalientes, otras rojas relativam ente frías. Los tipos de estre­ llas quedaron claram ente configurados. Pero incom parablem ente m ás im p o r­ tante fue el conocim iento de la fuente de la energía estelar. Las estrellas tienen en su superficie una tem peratura de m iles de grados, y en su interior deben alcan ­ zar m illones de grados. N inguna e x p li­ cación física era suficiente para dar cuenta de tan fabulosa energía. Fue necesario recu rrir a la física de p artí­ culas para explicarse lo que sucede en el corazón

de

las

estrellas.

Fueron

H.

Bethe, C.V. W eiszacker y G. G am ow los que teorizaron que en una estrella m e­ diana com o el sol la energía se produce m ediante un proceso de fusión term o­ nuclear, en el cual el hidrógeno se tran sfo rm a en helio m ediante la acción catalítica del carbono y el nitrógeno. Este proceso en cadena desencadena

tem peraturas del orden de catorce a veinte m illones de grados. El sol es así un horno nuclear capaz de seguir « ar­ diendo» por espacio de m iles de m illo­ nes de años. Cuando el hidrógeno se ha agotado, y en cam bio es ya alta la tasa de helio, arranca la fusión term onuclear del helio, y la tem peratura del núcleo puede llegar a m ás de cien m illones de grados: el sol, o la estrella que llega a ese

estadio,

se

hincha

m on stru o­

sam ente, hasta tran sfo rm arse en una gigante

roja;

por supuesto,

planetas

com o la Tierra quedarán entonces com ­ pletam ente abrasados. Agotado el helio, el sol, u otra estrella de su tipo, colapsarán sobre sí m ism as, y dejarán en su entorno lo que se llam a una «nebulosa planetaria». m asa

O tras

tendrán

dram ático:

el

un

estrellas fin

proceso

de

gran

m ucho

m ás

term onuclear

im plicará otros elem entos cada vez m ás pesados, hasta que al final la estrella

estallará en una catástrofe inm ensa, en form a de «supernova»: al final quedará una

dim inuta

estrella

de

neutrones,

superdensa, y una enorm e nebulosa en torno. A l fin fue conocido el secreto de las estrellas.

Tam bién

se

pudo

teorizar

entonces que las estrellas nacen, evolu­ cionan y m ueren: a diferencia de los seres vivio s, cuanto m ayor sea su m asa, m enor es la duración de su vida, ya que las

estrellas

gigantes

«viven»

m uy

intensam ente. Hoy se han com prendido de una m anera bastante satisfactoria los procesos que dan lugar al nacim iento, la evolución y m uerte de una estrella. Ya Kant y Laplace intuyeron que las e stre­ llas se form an por la contracción de una nebulosa. Solo en el siglo XX fue posible explicar cóm o esta contracción se opera precisam ente en las zonas m ás frías de esa m asa de gases, donde abunda el hidrógeno

m olecular.

Una

vez

desencadenado el proceso de colapso de un sector de la nebulosa, este proceso ya no se detiene. Y ya es sabido que cuando un gas se com prim e, se calienta. Llega así un m om ento en que en el cen ­ tro de la m asa de gas que se contrae, la tem peratura alcanza m illones de g ra ­ dos, y es entonces cuando arrancan las reacciones

nucleares,

que

m antienen

«viva» la estrella durante m uchísm o tiem po. Ya hem os advertido que cuanto m ás m asiva es una estrella, m ás corta es su vida y pasa por m ás vicisitudes, hasta que estalla com o una supernova. En tanto se expande una nube de gases, el núcleo queda reducido a una «estrella de neutrones», de solo pocos kilóm etros de diám etro,

pero

de una

densidad

espeluznante, que gira a una velocidad angular no m enos portentosa; im agi­ nem os un cuerpo de ocho kilóm etros de diám etro girando a cien vueltas por se­ gundo:

¡realm ente

no

podem os

im agin arlo !, pero la observación nos dem uestra que es y puede ser así. Para estrellas de m asa m uy grande el d esen­ lace es todavía m ás asom broso: lo que se form a no es una estrella de neu­ trones, sino un agujero negro, uno de los cuerpos m ás asom brosos teorizados por la física. La densidad de un agujero negro tiende a infinito, de suerte que ninguna form a de m ateria o de energía puede escapar de allí: ni siquiera la luz, por eso

ese

«agujero»

se considera

negro. En él se rom pen todas las leyes de la física, hasta el espacio m ism o queda «roto». Im aginem os un granito de arena que posee un peso tan grande com o toda la m asa del Pirineo: nos habrem os quedado ridiculam ente cor­ tos. Las nubes form adas por restos de supernovas pueden condensarse a su vez y form ar, al cabo de m uchísim o tiem po,

una

nueva

estrella.

M uchas

estrellas, entre ellas nuestro sol, son de segunda o tal vez de tercera generación. No deja de resultar sobrecogedor pensar que el sol, y con él nuestro m undo, in ­ cluso nuestra propia realidad corporal, com o m ateria que es, contiene, por ejem plo, hierro (en el cuerpo hum ano, sobre todo en la sangre, hay unos pocos gram os de hierro). Y el h ierro solo puede sintetizarse en una supernova. Pensar que, en nuestra m aterialidad, som os «polvo de estrellas» nos obliga a reflexio n ar sobre

la grandeza

Creación en su conjunto.

de la

La Galaxia y las galaxias

Desde los tiem po de G alileo y de H uygens se sabe que la Vía Láctea, esa cinta plateada, dotada de una especial suavidad, que se distingue en las noches oscuras,

está

form ada

por

m iles

o

m illones de estrellas m uy lejanas. Puede parecer una especie de cinturón que rodea a las dem ás estrellas; pero poco a poco se fue intuyendo que este efecto es un fenóm eno de p erspectiva. Ya Kant intuyó que el U niverso tiene form a de disco, y la Vía Láctea no es sino la p ro ­ yección de la visual hacia los bordes del disco. Este esquem a fue aceptado por la m ayoría de los científicos del siglo XIX, incluso cuando lord Rosse, trabajando con un enorm e telescopio, hacia 1850 descubrió las p rim eras «nebulosas e sp i­ rales».

D urante

un

tiem po

aquellos

extraños objetos fueron considerados, efectivam ente, com o nebulosas, m asas

de gases, probablem ente en rotación. No fue hasta entrado en el siglo XX cuando se descubrió en ellas la p re­ sencia de inn úm eras estrellas, sin duda a d istancias incalculables. En 1908 Henrietta Leavit descubrió estrellas v a ria ­ bles cefeidas en la Nube de M agallanes, un conjunto de cientos de m illones de estrellas visible desde el hem isferio sur com o una m isteriosa nube celeste, que extrañó a los prim eros exploradores de Sudam érica.

Las

cefeidas

son

unas

estrellas cuya lum inosidad es p ro p o r­ cional a su periodo. Y conocido su pe­ riodo, conocida su lum inosidad, y por tanto su distancia. La Nube de M aga­ llanes podía estar a unos 2 0 0 .0 0 0 añosluz, fuera ya del ám bito de la G alaxia. Luego, con gigantescos telescopios, fue posible encontrar cefeidas en lejanas nebulosas en espiral, y por tanto cal­ cular su distancia: no se trataba de nebulosas, sino de galaxias situadas a

m illones de años-luz de distancia. Se em pezó a hablar de «otros universos». Y fue así com o los científicos, entre ellos H arlow

Shap ley (1885-1972), se

dieron cuenta de que nuestra G alaxia, o nuestro propio universo, posee, com o otros, una estructura espiral, de varios brazos enroscados. Curiosam ente — y quizá afortunadam en te— nuestro sol es una estrella situada en una zona interbrazos, tranquila, poco propensa a p er­ turbaciones, y que goza, digam os, de «buena vista» hacia el entorno. N uestra G alaxia posee un bulbo central form ado por estrellas viejas, y una serie de b ra ­ zos — de cinco a siete— que se extien ­ den sobre un espacio de m ás de cien m il años-luz. En la G alaxia puede haber doscientos m il m illones de estrellas, algunas de ellas con planetas, racim os o cúm ulos estelares, nebulosas que un día pueden generar nuevos soles, u otras que son rem anentes de supernovas que

han estallado. La G alaxia, bastante bien conocida en sus dim ensiones y estruc­ tura a fines del siglo XX es un conjunto portentoso de soles, cuerpos oscuros, m asas de gases lum inescentes, estrellas de neutrones, agujeros negros, em isores de rayos X o de rayos gam m a, todo un universo cuyo estudio com pleto llevará tal vez m uchos sig lo s..., pero no es m ás que una galaxia. A m illones, cientos de m illones o m iles de m illones de años-lu z de d is­ tancia existen otras galaxias, m ás o m enos tan grandes com o la nuestra. Desde los años 30 com enzó a con s­ truirse el que entonces fue el ob ser­ vatorio

m ás

grande

M ount

Palom ar,

del

m undo

C alifornia,

en

aunque

hasta después de la segunda guerra m undial no llegó a p restar servicios útiles. A strónom os com o H arlow Shapley (1885-1972) y Edw in Hubble (18891953) clasificaron las galaxias. No todas

son

espirales.

A lgunas

son

elípticas

— generalm ente las m ayo res—, otras son barrad as, algunas irregulares. Hubble descubrió una realidad portentosa: cuanto m ás débil se m uestra la luz de una galaxia (y por tanto, lógicam ente cuanto m ás lejana está), m ás fuerte es el corrim iento de las rayas espectrales al rojo: esto significa alejam iento. De aquí se ha colegido el principio de expansión del Universo. Por otra parte, las gala­ xias no se distribuyen aleatoriam ente por

el

espacio:

generalm ente

están

agrupadas en cúm ulos de galaxias (la nuestra pertenece a uno de ellos) y los cúm ulos se agrupan a su vez en supercúm ulos. Cada uno de ellos puede con­ tener m iles de m illones de galaxias (y no olvidem os que cada galaxia puede contener m iles de m illones de soles). No se sabe si los supercúm ulos son la u n i­ dad de agregación m ás grande del Uni­ verso.

Se

calcula

que el «horizonte

cósmico», allí donde puede llegar n ues­ tra capacidad de m ensura, se encuentra m ás o m enos a quince m il m illones de años-luz.

La expansión del Uniberso y el «Big Bang»

Ya H um ason, por 1930, dedujo el alejam iento de las galaxias valiéndose de m edios ópticos; m uy poco después, Hubble se dio cuenta de que que este alejam iento es tanto m ayor cuanto m ás distante es una galaxia; para aquellas que apenas pueden colum brarse en las placas m ás sen sibles obtenidas con los telescopios gigantes, la velocidad de recesión es de m iles de kilóm etros por segundo: el U niverso entero está en expansión, y la tasa de esta expansión aum enta con el espacio. El hecho está conform e con las teorías de Einstein, de acuerdo con las cuales el U niverso tiene que expand irse o contraerse: ocurre que se expande. En realidad, quizá no sea lo m ás correcto afirm ar que las galaxias se alejan unas de otras, sino que es el espacio

el

que

se

dilata

progresivam ente, y por tanto aum enta la distancia entre sus d iversos puntos. Para un observador situado en nuestra G alaxia, son las dem ás galaxias las que se alejan; para un observador situado en otra galaxia es la nuestra la que se aleja, junto con las dem ás, y tanto m ás aprisa cuanto

m ás

lejana.

Los

cosm ólogos

em pezaron a hablar de que el Universo entero se encuentra en un estado de «explosión». Esta

idea

sugirió

inm ediatam ente

otra: si pudiéram os vo lver la película del tiem po del revés, el espacio se esta ­ ría contrayendo, es decir, cabe suponer que

sus

dim ensiones

fueron

tanto

m enores cuanto m ás lejos en el tiem po pasado. Hace m iles de m illones de años, el U niverso era m enor que ahora. De ahí a llegar a concebir un «tiem po cero» solo había un paso, aunque ese paso había

que

darlo.

Fue

el

teólogo

y

cosm ólogo belga G. Lem áitre el que por

los años 30 teorizó la hipótesis del «átomo prim itivo», de acuerdo con la cual la Creación fue puntual e in stan ­ tánea. Con el tiem po, los cosm ólogos fueron erigiendo distintos m odelos teó­ ricos, sin apartarse nunca dem asiado de la idea inicial. En 1948 G. G am ow d es­ cribió bastante bien lo que puede im a gi­ narse que fue esta «explosión inicial». Curiosam ente, fue un científico con­ trario a esa teoría, Fred Hoyle, el que definió burlescam ente a esa explosión com o «Big Bang». Los sabios, que tien ­ den a buscar nom bres graciosos para expresar lo m ás sublim e — quizá por ley de com pensacion es— aceptaron la expresión, que aún hoy perdura. En 1965 A. Penzias y R. W ilson descu­ brieron la radiación de fondo de m i­ croondas, que se consideró el «eco» de la gran explosión. Por los años 70, S. H awking teorizó el inicio de un tiem po finito.

Por

los

años

80,

el

satélite

captador de altas energías COBE pudo obtener im ágenes virtuales del fondo de m icroondas, que se considera testigo de la G ran D iferenciación posterior al Big Bang. Las teorías sobre el Big Bang y la ulte­ rior expansión del U niverso (incluyendo lo que se llam a «inflación») son d em a­ siado com plejas com o para expresarlas aquí. Una vez producida la gran explo­ sión inicial, se estim a que hubo un pe­ riodo de tiem po cortísim o, pero deci­ sivo, el tiempo de Planck, que se estim a de 10 -3 5 segundos, del cual no podem os decir absolutam ente nada. A p artir de ese m om ento es posible teorizar la e x is­ tencia de una m asa enorm e de m ateriaenergía, equivalente a toda la m asa y toda la energía del Universo reunidas, a altísim a densidad y fabulosa tem pe­ ratura, en vertiginosa expansión. En un principio el U niverso naciente era ab­ solutam ente

sim étrico,

sin

d iferenciación alguna; las cuatro g ran ­ des fuerzas de la naturaleza, la gravitatoria, la electrom agnética, la nuclear fuerte y la nuclear débil constituían una única fuerza (teoría de la G ran U nifi­ cación); conform e se expandía aquella realidad

prim igenia,

com enzaron

a

existir las p rim eras partículas y se p ro ­ dujo un fenóm eno físicam ente m uy d ifí­ cil

de

explicar,

pero

absolutam ente

necesario para que hoy existan «cosas»: la ruptura de la sim etría; se d iferen ­ ciaron las partículas, se sep araro n las fu erzas fundam entales y sobre todo, se d iferenciaron la m ateria y la energía. A p artir de entonces, y sin que el U niverso dejara de expandirse, la m ateria, em pu ­ jada por la energía, se dividió en nubes discretas: es decir, la propia m ateria se transform ó en una serie de form as d is­ tintas;

se

aparecieron

com binaron los

los

prim eros

átom os, elem entos

(com enzando por el m ás fundam ental,

el hidrógeno), y aquellas nubes d eri­ varon tal vez en los prim eros supercúm ulos de galaxias. Hay teorías que suponen que form as pequeñas se ag re ­ garon para constituir otras m ayores, y otras

pretenden

que

ocurrió

preci­

sam ente lo contrario. De allí derivaron los astros y conjuntos de astros, y al cabo de m ucho tiem po sobrevino la realidad física tal com o la conocem os. La edad del Universo, desde su origen a la actualidad, puede ser sim ilar al h o ri­ zonte cósm ico, entre doce y quince m il m illones de años. El origen y la historia del U niverso es tan im presionante como su propia entidad.

El uníberso de lo ínfimamente pequeño

«La realidad — com entaba E in stein —, cuanto m ejor la conocem os, m ás com ­ plicada resulta ser». Si en lo in m en ­ sam ente grande la Tierra no es el centro de Universo, si el sol tam poco es el cen ­ tro del U niverso, resulta que tam poco el conjunto de cientos de m iles de m illo­ nes de soles — la G a la x ia — es el centro del Universo, puesto que existen por lo m enos cientos de m iles de m illones de galaxias. A todo esto, el U niverso no tiene centro. Un desconcierto sim ilar fue

sorprendiendo

a

los

científicos

cuando se adentraron en el m undo de lo ínfim am ente

pequeño.

En

la

fisico­

quím ica clásica (vid. pág. 205) se pudo dividir la m ateria en partículas, m olé­ culas y átomos. Luego resultó que los átom os no son tales, sino que están a su vez com puestos por «partículas», o m ás exactam ente

por

partículas

subatóm icas. Quizá de form a incon­ gruente, la palabra partícula («partecita») fue tom ada para designar dos realidades pequeñas distintas, pero una incom parablem ente m ás pequeña que otra. Hoy ya apenas se em plea esa p ala ­ bra para designar la parte m ás pequeña desde el punto de vista m ecánico: el se­ rrín, la h arina; sino que que la voz «partícula»

está

relacionada

con

el

m undo del átomo y la m ecánica cu án­ tica. Hem os llegado al m undo su ba­ tóm ico, tan com plejo y tan difícil de entender com o el propio u niverso en o r­ me. A hora ya la vieja asignatura de fi­ sicoquím ica

suele

llam arse

física

de

partículas. El átomo de hidrógeno, el elem ento prim ario y m ás abundante en el Uni­ verso, posee un diám etro de 10 - 10 m, (es decir, un valo r que se escribe con un uno dividido entre un uno seguido de diez ceros). Una gota de agua contiene

m il trillon es de átomos. El átomo re­ sulta así tener un tam año pequeñísim o; pero que resulta prácticam ente nulo si lo com param os con su m asa, que es de 1,7 x 10 -2 7 g- Esto significa que su den­ sidad es tan increíblem ente baja, que el átomo tiene que ser casi hueco, o, si querem os decirlo de form a m ás co­ rrecta, está casi vacío, com o el inm enso espacio

intertestelar

está

casi vacío

tam bién. Sería im posible ponernos a im aginar el tam año — si es que de ta ­ m año puede siquiera h ab larse— de las partículas subatóm icas. Lord Rutherford (1871-1937) form uló el prim er m o­ delo atómico, sobre la base de un núcleo constituido por protones, de carga p o si­ tiva, y una serie de electrones de carga negativa, que parecen girar alrededor del núcleo. Ya en el siglo XX, R utherford com prendió que el núcleo era m ás pesado que lo que podía rep resen tar su carga

en protones, y

fue

así com o

postuló la existencia de otras partículas en el núcleo, con m asa pero sin carga, que denom inó neutrones. Realm ente, el neutrón no fue identificado hasta las experiencias de Jam es Chadw ick, en 1932. Pero ya en 19 13 Niels Bohr (18851962), que había partido de los m odelos de R utherford, com prendió la necesidad de recurrir a la m ecánica cuántica para explicar el «m ovim iento» — es decir, los saltos instantáneos e im pred ecib les— de los electrones con respecto al núcleo; y m ás tarde la existencia de «pisos» u «órbitas» distintas de los electrones, y la posibilidad de que una partícula «salte» de un «piso» a otro \

El átomo de

hidrógeno tiene un electrón, el de helio tiene dos... el de uranio tiene 92; pero no caben todos en la m ism a órbita. La prim era órbita o capa solo puede con­ tener dos electrones; en

la segunda

caben hasta 8; las órbitas sucesivas

pueden contener m ás, pero de acuerdo con una distribución que aquí sería en o­ josa de concretar para los no enten­ didos. Los elem entos m ás pesados son aquellos que contienen m ás electrones, en un núm ero m ayor de órbitas o pisos, hasta que, por la dificultad de m antener una estructura tan com pleja, se hacen inestables. Los cuerpos radiactivos son siem pre elem entos de escasa estabi­ lidad. No todo se queda en protones, elec­ trones y neutrones, aunque son éstas las partículas m ás frecuentes. En 1931 Paul Dirac

postuló

la

existencia

de

una

nueva partícula elem ental, el positrón, dotado de la m ism a m asa que el elec­ trón, pero con carga positiva \ C asi al m ism o tiem po W olfgang Pauli predijo la existencia del neutrino, una partícula m ucho m ás difícil de detectar, puesto que no tiene m asa ni carga. Sin em ­ bargo, en 1967, Raym ond Davies llegó a

establecer un detector de neutrinos en el fondo de una m ina de Dakota. Hoy existen otros detectores de neutrinos, siem pre enterrados a gran profundidad, com o el que se encuentra a 3 .0 0 0 m. bajo el M ont Blanc o en Kam iokande, Japón. Y se sabe que hay va ria s clases de neutrinos, algunos con alguna m asa, aunque m ínim a: los m ás pesados son 2 0 0 .0 0 0 veces m ás ligeros que un elec­ trón. El neutrino carente de m asa, como partícula «libre» que es, puede atravesar la Tierra sin el m enor obstáculo. En 1935,

Hideki Yukawa postuló la e x is­

tencia del mesón, una partícula mucho m ás pesada que el electrón, pero de vida m uy corta: puede d urar no m ás que una m illonésim a de segundo; pero que no deja de tener su im portancia. En 1947 se com probó que puede ser de dos tipos, el pión y el muón. Hoy se conocen m ultitud de p artículas exóticas, algunas de ellas «predichas» —valga la im propiedad de

la p alab ra— para los prim eros in s­ tantes de la Creación, inm ediatam ente después del Big Bang, y luego d esap a­ recidas, o bien inasequibles a nuestra experiencia partículas

de

hoy.

En

subatóm icas

general pertenecen

las a

dos tipos m uy distintos: los hadrones, som etidos a la fuerza nuclear fuerte, com o son el protón, el neutrón, el hiperón, el m uón; y los leptones, som etidos a la fuerza nuclear débil. Sin en trar en honduras,

cualquier

persona

m ed ia­

nam ente culta se da cuenta de que es m ucho m ás fácil vencer la fuerza débil (en un laboratorio) que la fuerza fuerte (una apocalíptica reacción nuclear). El m undo de las partículas subató­ m icas se ha m ultiplicado así casi hasta el infinito, y m ás si adm itim os la e x is­ tencia de las antipartículas, sim étricas de las que detectam os, com o vistas «al otro lado del espejo», que constituirían la

antim ateria.

Puede

existir

la

antim ateria (y no falta, por supuesto, quien la haya «predicho»), pero no p a ­ rece que m ateria y antim ateria puedan adm itir una coexistencia física «pací­ fica». El contacto entre m ateria y an ti­ m ateria dejaría reducido todo a rayos gam m a. Y para term inar, ¿cabe afirm ar que son las p artículas subatóm icas las ú ltim as unidades posibles de la m ate­ ria? La m ecánica cuántica establece un lím ite en la energía, que si son ciertas nuestras ideas, ya no adm ite divisiones. Y las partículas subatóm icas son una suerte de m ateria-energía. Con todo, ahí tenem os el quark, una partícula, si tal puede considerarse, que form a parte del protón y del neutrón. No sabem os m uy bien qué es el «quark», sí que se m an i­ fiesta de d iversas form as o «sabores», a los que los científicos, con ese estilo de im penitencia ante lo m isterioso, dan nom bres hum orísticos.

La desintegración nuclear

En 1896 H. Becquerel descubrió unas radiaciones m uy intensas que em itían ciertos cuerpos: h oy llam am os a ese fenóm eno radiactividad. Dos años m ás tarde, los esposos Pierre y M arie Curie descubrieron el p rim er elem ento ra ­ diactivo, el radio. Los elem entos rad iac­ tivos son m uy pesados y de estructura inestable. Se van desintegrando poco a poco, hasta tran sfo rm arse en otros; el últim o resultante es el plomo. Algunos tienen realm ente una vida m uy corta. La m ayor parte de ellos no han llegado siquiera hasta nosotros. Pronto se des­ cubrió que el radio, cuyas radiaciones son realm ente m alignas, puede, sin em ­ bargo surtir efectos benéficos cuando se lo em plea para destruir células a su vez m alignas, por ejem plo, para com batir el cáncer. Los Curie siguieron estudiando las radiaciones, y descubrieron que son

de tres clases m uy diferentes, que de­ nom inaron alfa, beta y gam m a. Hoy se conocen

m ucho

m ejor

las

altísim as

energías de las radiaciones gam m a. M ás tarde, hacia 1930, los fam osos esposos descubrieron que un elem ento estable puede tornarse radiactivo si se le bom ­ bardea con partículas m uy aceleradas. Y

he aquí que un viejo sueño de los

alquim istas, m antenido a lo largo de m uchos siglos, la transm utación de los cuerpos por obra de la piedra filosofal o de otros artilugios no m enos p rod i­ giosos, un sueño desechado y d esp re­ ciado por la ciencia m oderna, cobró form a de nuevo, si bien sobre bases incom parablem ente m ás rigurosas, por los años 30 del siglo XX. El átomo no es, com o entendía Dalton, la esencia p er­ fecta e indivisible de los cuerpos sim ­ ples; pero sí es cierto que el átomo de un elem ento cualquiera posee un nú ­ m ero fijo de protones, de neutrones, de

electrones. Si se cam bia el núm ero de protones y neutrones de un núcleo... ese átomo ya no es de tal elem ento, sino de otro.

H abrem os

conseguido

«tran s­

mutar», que decían los alquim istas, un elem ento quím ico en otro elem ento quí­ mico. Com o las partículas de un núcleo atóm ico están unidas entre sí por la «fuerza nuclear fuerte», es m uy difícil separarlas. Nada m ás fácil que sep arar los electrones que se m ueven en torno a un núcleo, pero de ello no se derivan m ás que consecuencias bien conocidas. La «esencia» de un elem ento, que h u ­ biera dicho Dalton, está en el núcleo m ism o. Pero los Curie acertaron con el m étodo que perm ite atacar el núcleo, m ediante partículas m uy aceleradas. En un principio, se utilizaron las partículas m ás m anejables, las «alfa». Pero lo que hacía falta era construir un acelerador de partículas. En ese cam po se ha es­ tado trabajando desde 1930 hasta ahora

m ism o. En 1932 John Cockroñ y Ernest W alton lograron, m ediante un m u lti­ plicador voltaico, la desintegración de átom os de litio en dos partículas alfa. ¡Em pezaba a atisbarse el m ilagro de la transm utación de los cuerpos! En 1935, Van de G ra a f logró un generador elec­ trostático para acelerar p artículas que alcanzaba los cinco m illones de voltios. Sin em bargo, el gran salto se produjo cuando Ernest O. Law rence diseñó el ciclotrón, en la universidad de Berkeley. Un ciclotrón es un tubo especial circular o anular, rodeado de m uy potentes elec­ troim anes que aceleran las partículas que se m ueven en él. (Perm ítasenos una excursión a tiem pos recientes: el ciclo­ trón d erivaría en el sincrotrón, mucho m ás potente. Por ejem plo, la O rgani­ zación Europea de Investigación N u­ clear dispone, cerca de G in ebra, de un acelerador de partículas en form a de un tubo circular de pocos centím etros de

diám etro, que tiene una longitud total de 6,5 kilóm etros. Las partículas, in d u ­ cidas por centenares de electroim anes, dan unas 14 0 .0 0 0 vueltas al circuito en solo

tres

segundos,

y

term inan

su

d esenfrenada carrera de aceleración con una energía equivalente a quinientos m il m illones de voltios). D isponiendo de grandes energías, no solo se pudo utilizar com o «proyectiles» a los protones, sino tam bién a los e v a ­ sivos neutrones. En la universidad de Colum bia, Nueva York, Harold Urey descubría un isótopo del hidrógeno, el deuterio, cuyo poder desintegrador era diez veces m ás potente que el de los protones. En 1936 Urey y los suyos lograron utilizar el neutrón. En 1938, Otto H ahn y Fritz Strassm an n con si­ guieron producir átom os de bario m e­ diante el bom bardeo con neutrones del uranio. ¡A quí sí que podía h ablarse p ro ­ piam ente de transm utación !

El viejo

sueño de los alquim istas podía tra n s­ form ar el m undo. Bien es verdad que podía tam bién destruirlo. En 1939 quedó claro que era posible la fisión (desinte­ gración) del uranio. Los experim entos de O.Frisch, P. Joliot (hijo de los Curie), John W heeler, Enrico Ferm i o L. Szilard, dejaron clara la posibilidad de provocar la desintegración del uranio en un proceso en cadena, y convertir este proceso en una fuente inm ensa de energía. El m ism o Einstein, prudente en un principio ante las posibles conse­ cuencias de avan zar en tal sentido, de­ claró en 1939 que «es de esp erar que el elem ento uranio pueda convertirse en una nueva y m uy im portante fuente de energía en el fu tu ro ..., m ediante una reacción nuclear en cadena». La gran palabra estaba dicha. La segunda guerra m undial vino a cam biar las cosas. Era previsible que la energía nuclear se utilizase al servicio

del hom bre y representase un paso de incalculable im portancia en el cam ino del progreso. Pero la contienda entre las grandes potencias (A lem ania y los E sta­ dos Unidos contaban con los m ejores físicos del m undo) generó la terrible idea de utilizar la energía nuclear como arm a de destrucción. Llegó un m om ento en que los alem anes, que ya no veían otro m edio de ganar el conflicto que recurriendo

a sus científicos, in ven ­

taron los m isiles o cohetes teledirigidos (arm as V-i y V-2), pero se estancaron en la fabricación de la bom ba atóm ica, porque necesitaban obtener «agua p e­ sada» (a base de deuterio) y estas fá b ri­ cas, situadas en N oruega, fueron des­ truidas una y otra vez por la aviación aliada. Al otro lado del océano, los am ericanos no tenían el m enor peligro de padecer bom bardeos. En 1941 p u sie­ ron en m archa el Proyecto M anhattan, destinado

a obtener un

isótopo

del

uranio, el U -235, que es m ucho m ás fisionable que el 238, y puede producir reacciones en cadena. La m ayor parte del uranio que se encuentra en las m inas es de la variedad 238, y solo una pequeña proporción es de la variedad 235. Para invertir los térm inos hace falta un laborioso proceso de «enrique­ cimiento». Luego, era preciso un s is ­ tem a capaz de provocar la fisión in m e­ diata. En noviem bre de 1942 se inauguraba en Nuevo M éxico el laboratorio de Los A lam os, bajo la dirección de Robert O ppenheim er. El 16 de julio de 1945 se realizó la prim era prueba de un arte­ facto nuclear en el desierto de Nuevo M éxico. La explosión fue form idable, aunque solo una m undo

se enteró.

pequeña

parte del

El hom bre

había

conseguido un arm a de destrucción m a­ siva fabulosam ente superior a cuantas había ideado a lo largo de la historia. Ya

no hacía falta em plearla contra A le ­ m ania, que se había rendido en mayo. Sin em bargo, el presidente Trum an, en una decisión que no corresponde ju zgar a la ciencia, ni siquiera a los h isto­ riadores de la ciencia, ordenó utilizarla contra Japón, que aún resistía en una guerra que podía costar todavía m uchas vidas. El 6 de agosto una bom ba ató­ m ica de uranio, arrojada desde un avión y suspendida de un paracaídas (para dar tiem po al avión de huir) estallaba sobre la ciudad de H iroshim a, que quedó a rra ­ sada, con un balance de 6 5.0 0 0 víctim as m ortales, que serían luego m uchas m ás por efectos de la radiactividad residual. Dos

días

bom ba,

m ás

m enos

tarde,

una

potente,

segunda

caía

quizás

innecesariam ente sobre el gran puerto de N agasaki. No hicieron

falta m ás

(bien es verdad que los am ericanos ta m ­ poco d isponían entonces de m ás bom ­ bas). Japón pidió inm ediatam ente la

paz. La segunda guerra m undial te r­ m inó por obra de un logro im p re­ sionante de la ciencia, un logro que, por desgracia, había de m arcar por m ucho tiem po la conquista fabulosa de la fisión nuclear.

Algo sobre la energía nuclear

Una vez term inada la guerra, el op ti­ m ism o científico — tal vez en ocasiones una propaganda interesada en b o rrar el recuerdo de su m ortífero com ienzo— originó un vendaval de loas desatadas a la energía nuclear y sus ilim itad as po­ sibilidades.

El

hom bre

había

descu­

bierto la energía por antonom asia, y el m undo viviría feliz con una fu erza que sustituiría a todas las dem ás a bajo coste. La Tierra se cubriría de centrales nucleares, en que una pequeña cantidad de m ateria podría convertirse en una cantidad fabulosa de energía. Esta e n er­ gía im pu lsaría las m áquinas, produciría luz y calor, m overía los autom óviles y los trenes, los aviones y los barcos. La realidad no respondió a tan lison jeras esperanzas. Por de pronto, la «guerra fría» que seguidam ente se hizo patente entre

el

Este

y

el

Oeste,

y

p articularm ente entre los Estados U ni­ dos y la Unión Soviética siguió fom en ­ tando la fabricación de arm as nuclea­ res. Los rusos consiguieron construir su prim era bom ba atóm ica en

1949, y

desde entonces se desató una im p re­ sionante carrera de arm am entos, en que la obtención de artefactos

nucleares

acaparó el interés princip al de am bos virtuales contendientes. En 1952 con si­ guieron los am ericanos, y en 1961 los soviéticos, que a costa de titánicos es­ fuerzos procuraban no irles a la zaga, un nuevo tipo de explosivo in co m p ara­ blem ente m ás potente que el obtenido de la fisión: el procedente de la fusión termonuclear (a la que pronto nos re fe ri­ rem os) o bom ba de hidrógeno. La ca­ rrera de arm am entos continuó de la form a m ás irracional, diríase que sin sentido, com o en una locura suicida, al punto de que por 1980 am bas superpotencias poseían un potencial nuclear

capaz de d estruir tres veces el mundo, por si no bastase con destruirlo una vez. Se llegó a una situación que H enry Kissinger calificó

de M AD. La palabra

«mad» en inglés significa locura, pero K issinger la usó com o acrónim o de «M utual A ssured Destruction», destruc­ ción

recíproca

garantizada.

A lgunos

analistas, com o R aym ond A ron con si­ deraron que, pese a todo, esta absurda y costosísim a locura no dejó de su rtir sus frutos, puesto que el terror a un desastre atóm ico evitó m uy probablem ente la tercera guerra m undial. No es cuestión de en trar ahora en estas consideraciones; lo cierto es que la carrera de arm am entos nucleares re ­ trasó la utilización pacífica de la en er­ gía atóm ica, aunque no dejó de m a r­ charse

por este

cam ino

desde

m uy

pronto (1946). Por cierto que la prim era versión de una caldera de fisión nuclear controlada se proyectó tam bién para un

arm a de guerra, aunque nunca llegó a utilizarse com o elem ento destructivo: el subm arino atóm ico, capaz de navegar indefinidam ente rencia

de

los

sum ergido, subm arinos

a

d ife­

con ven­

cionales. Solo llegó a construirse un barco de superficie m ovido por energía nuclear, el Savannah: pronto se aban ­ donó este sistem a. Solo se construyeron centrales nucleares capaces de producir energía útil.

Una central nuclear

La energía procedente de la fisión nu ­ clear necesita

de unas

instalaciones

m uy com plejas y costosas, aunque a la larga resultan rentables. Ante todo, es preciso obtener el uranio, elem ento no m uy abundante en la naturaleza, depu­ rarlo de toda su ganga y p repararlo para su utilización. Luego viene el p ro ­ ceso de enriquecim iento, pues el uranio que se encuentra en las m inas tiene una baja proporción de U -235, que es el m ás fácilm ente fisionable. Esta operación, naturalm ente, hay que realizarla en la ­ boratorios m uy especializados. a)

El U -235 se dispone en form a de

«barras de com bustible», que son por lo general lám inas planas colocadas a una cierta d istancia unas de otras, para p er­ m itir la circulación del fluido — m uchas veces sim plem ente agua, o «agua p e­ sad a»—

que

transporta

el

calor

generado por la fisión. El núcleo es la parte fundam ental del reactor, que se aloja en un recipiente lleno de líquido y fuertem ente protegido del exterior. b) El «m oderador» regula la velocidad de los neutrones que provocan la fisión. Para que el proceso se d esarrolle en ca­ dena y se m antenga indefinidam ente, es necesario que los neutrones dism inuyan su velocidad y puedan seguir colisio­ nando con los núcleos atóm icos del u ra ­ nio. c) Las «barras de control», hechas de cadm io o boro, capturan los neutrones sobrantes y evitan una fisión incon­ trolada. d) El refrigerante es un fluido, casi siem pre agua, que extrae el trem endo calor generado en el núcleo de la cal­ dera por el proceso de fisión nuclear. El agua evita una tem peratura excesiva y, a su vez recalentada, puede servir com o fuente de calor.

e)

La carcasa de protección. Las b a­

rras de uranio están protegidas por una caja que las aísla del m edio exterior; pero todo reactor atóm ico está rodeado después de un blindaje m uy sólido, que evita que las radiaciones salgan al exte­ rior y puedan dañar a cualquier ope­ rario o ser peligrosas para p ersonas situadas cerca de la central. Hoy día, las centrales nucleares son m uy

seguras,

y

resulta

extrao rd i­

nariam ente difícil que las radiaciones trasciendan al exterior. Las de torio — un derivado del u ran io — lo son toda­ vía m ás, si bien es preciso obtener p re­ viam ente torio, que no se encuentra en la naturaleza, por ser un m aterial ra ­ diactivo de corta vida. Con todo, no puede descartarse un accidente nuclear en

una

central

antigua

o

d eficien­

tem ente construida. En 1971 se produjo una grave avería que quem ó la central de Three M ile Island, en Pensilvania,

(USA), aunque sin provocar víctim as m ortales; y en 1986 otra m ucho m ás grave en C hernobyl (Ucrania, entonces URSS), que provocó unos 30 m uertos en las p rim eras sem anas, y un núm ero no bien determ inado de enferm os a largo plazo. Aunque hoy día una central es m uy segura, el tem or a lo «nuclear» ha im pedido su proliferación generalizada. Existen unas 450 centrales nucleares en el m undo, y son abundantes, por ejem ­ plo, en Estados Unidos o en Francia, m ientras que en España, por ejem plo, son pocas y tienden a clausurarse. La rentabilidad de estas centrales es alta, sin llegar a la prodigiosa capacidad de producir energía baratísim a que en un principio se había vaticinado. G racias al aislam ento del m aterial en fisión, no contam inan el am biente, com o otros com bustibles. Tienen en cam bio el in ­ conveniente de los residuos que han de ser

retirados

en

form a

de

otros

m ateriales radiactivos, algunos de corta vida,

pero

otros

de larga

duración,

com o esos elem entos exóticos que son el curio, el neptunio o el am ericio, que pueden durar cientos o m iles de años en m oderada actividad. Estos m aterales se encierran en contenedores aislantes y se entierran en excavaciones m uy p ro ­ fundas. No es posible asegu rar todavía si la energía nuclear de fisión, una vez garantizada su seguridad absoluta, y desaparecido el tem or de una parte de la sociedad, va a ser la form a m ás h ab i­ tual de energía en el futuro, o si habrá que p rogresar en el cam ino de las en er­ gías alternativas.

La fusión termonuclear

La fisión es la partición del núcleo de un átomo de un elem ento pesado en dos propios de un elem ento m ás ligero. Su desintegración en cadena puede, como queda visto, d esarrollar una cantidad ingente de energía. La fusión es el p ro­ ceso inverso: dos núcleos de un ele­ m ento ligero colisionan entre sí para form ar un núcleo de un elem ento m ás pesado: el proceso puede resu ltar in fin i­ tam ente m ás com plejo de com o lo esta­ m os enunciando, pero el resultado es la liberación de una tasa de energía tod a­ vía m ucho m ayor. La fusión es el p ro ­ ceso term onuclear que m antiene en un estado de desbordam iento fabuloso de energía al sol o a las dem ás estrellas. Ya hace tiem po lo descubrieron G. G am ow y otros (vid. pág. 252), de m odo que, una vez llegada la era nuclear, el h om ­ bre,

que

había

sido

capaz

de

desencadenar el proceso de fisión, sintió m otivos

para

ensayar

el de

fusión.

M ucho m ás fácil que una fusión contro­ lada y utilizable es lograr una form a de fusión no controlada y explosiva, capaz de lib erar en el plazo de una fracción de segundo una tasa de energía inm ensa: por eso, y porque la guerra fría m ovió a los científicos de las superpotencias a una actividad frenética, en noviem bre de 1952 los norteam ericanos lograron hacer estallar una bom ba de hidrógeno (el hidrógeno se tran fo rm a en el s i­ guiente elem ento m ás pesado, el helio). En 19 6 0 -6 1 consiguieron lo m ism o los soviéticos. La guerra fría y el afán de cada potencia de presentarse com o la m ás capacitada para destrozar a la otra, llevaron a estas consecuencias. La cien ­ cia se desarrollaba, por desgracia, en form a de carrera de arm am entos. Es m ás, los rusos, quizá sin llegar a alcan ­ zar en ningún m om ento la técnica m ás

sofisticada, hicieron estallar las bom bas m ás poderosas que se fabricaron nunca en el m undo: siem pre, por supuesto, en lugares desiertos. Incom parablem ente m ás difícil es lo­ grar la fusión term onuclear controlada. La idea consiste en reunir una m asa grande de núcleos de hidrógeno, o m ás bien de un isótopo m ás pesado, el deuterio, en un estado de altísim a presión y tem peratura, hasta un estado especial llam ado «plasma». En ese estado, los núcleos de hidrógeno colisionan entre sí, form ando núcleos de helio y libe­ rando una energía fabulosa. Esta en er­ gía podría ser aprovechada por el h om ­ bre con un rendim iento in co m p ara­ blem ente superior a todas las otras conocidas.

¿Por

qué

disponem os

de

centrales nucleares de fisión, y no de centrales term onucleares de fu sión? Los científicos afirm an que ya han dicho sobre este tem a la últim a palabra: ahora

la tienen los ingenieros. La dificultad suprem a consiste en lograr una carcasa o envoltorio capaz de m antener el p las­ m a, que, som etido a una presión in au ­ dita, genera una tem peratura de m u­ chos

m illones

de

grados.

Se

están

proponiendo varias soluciones al p ro ­ blem a, y en ello trabajan dos grandes proyectos: el ITER, de la Unión Europea y Japón, y el NIF en que trabajan los am ericanos. De una form a u otra, es m uy probable que el hom bre consiga fabricar

un

día

centrales

term on u­

cleares, y entonces se habrá resuelto para siem pre el problem a de la energía. El hidrógeno es fácil de obtener por descom posición del agua, y el único residuo

que

la

reacción

produce

es

helio, un gas inerte y nada peligroso. Con todo, es seguro que habrá que espe­ rar cuando m enos a la segunda m itad del siglo XXL Entretanto, habrá que se­ guir pensando en nuevas form as de

energía alternativa.

La propulsión por reacción y la conquista del efpacio

Otro

de los descubrim ientos

efec­

tuados durante el periodo bélico fue el de los

m isiles,

o p royectiles

teledi­

rigidos. La técnica de los cohetes es en sí m uy antigua, y se basa en el principio de

acción-reacción,

enunciado

por

Newton (vid. pág. 127). Si un gas sale despedido violentam ente de un tubo por la acción de un émbolo, una explosión u otro procedim iento cualquiera, el gas se aleja del tubo, pero a su vez el tubo es em pujado en dirección opuesta por la reacción del gas. El sistem a a reacción perm ite una velocidad de vuelo m uy superior a la de la propulsión por h é­ lice, que difícilm ente puede alcanzar la velocidad

del sonido, y tiene, sobre

todo, una ventaja inm ensa: es capaz de im pu lsar un m óvil en el vacío, m ientras la hélice necesita «enroscarse» en el

aire. Tropieza, en cam bio, con el grav í­ sim o inconveniente de la enorm e canti­ dad de energía que consum e. Los ale­ m anes utilizaron cohetes cargados de explosivos en la fase final de la guerra m undial. Prim ero el V-i, parecido a un tosco avión, todavía con un rudim ento de alas; por eso fue llam ado in d istin ­ tam ente «avión sin piloto» o «bomba volante». Luego, el V-2 fue ya un p ro ­ yectil

teledirigido.

Tam bién

los

ale­

m anes utilizaron en la batalla final de Las A rd enas los prim eros aviones a reacción, pero todavía m uy ru d im en ­ tarios y en cantidad insuficiente. Los am ericanos alcanzaron poco d es­ pués la técnica a reacción, y con si­ guieron

contratar

a

W ernher

von

Braun, descubridor de la V-2, que llegó a ser director de la N ASA. La tecnología de los m isiles ha avanzado m uchísim o desde entonces, buscando los m ateriales m ás resistentes, los com bustibles m ás

adecuados, sistem as de guiado m uy p re­ cisos, refrigerad ores para las toberas, etc. Para la aviación com ercial — y tam ­ bién para gran parte de la m ilitar— se ha sustituido el cohete de retrop ro­ pulsión propiam ente dicho por una tu r­ bina que com prim e y envía a la tobera el

gas

propelente

(turborreactor),

procurando un ahorro m uy grande de com bustible. Los reactores sin turbina ocasionan un gasto desproporcionado. De aquí que en el terreno m ilitar e x is­ tan: a) misiles balísticos, que son im p u l­ sados por reacción solo en un periodo inicial, hasta que adquieren una trayec­ toria determ inada; a p artir de ahí, se com portan

com o

proyectiles,

obe­

dientes a la inercia y a la gravedad. Y b), misiles de crucero, que m antienen todo el tiem po su propulsión a reacción, pero solo pueden ser utilizados en trayectos cortos, por su elevado consum o. El cam po en que ha perdurado la

técnica de cohetes (hasta ahora b alís­ ticos) sin alternativa posible, es el de la astronáutica. Una vez que se obtuvieron m edios para construir cohetes de gran potencia, se quiso cum plir uno de los m ás fabulosos sueños del hom bre, como es el de sa lir de su planeta natal. Para ello era preciso superar la velocidad de escape, aquella que es necesaria para vencer indefinidam ente la atracción de la Tierra, que es del orden de II kiló­ m etros por segundo. Y esta velocidad solo puede lograrla un cohete de gran potencia y enorm e gasto de energía. Este cohete puede liberarse

d efin iti­

vam ente de la atracción terrestre, y la n ­ zar al espacio un pequeño astro a rti­ ficial, som etido a las m ism as leyes que los astros, o este pequeño astro, im pu l­ sado por el cohete, puede sim plem ente su perar el lím ite de caída libre, pero quedar dom inado por la atracción de la Tierra, que lo h ará girar en su torno

com o un satélite. Un satélite artificial requiere m enor consum o de energía, y, aunque no puede continuar su viaje por el espacio, es capaz de prestar servicios inestim ables. Contra todas las p re v i­ siones, fueron los rusos los que se ade­ lantaron. El 4 de octubre de 1957 la n ­ zaron el prim er satélite artificial, el Sputnik I, una esfera de 60 cm. de d iá­ m etro y 84 kilos de peso, que en poco m ás de dos horas circundaba la Tierra a varios cientos de kilóm etros de altura. Y un m es m ás tarde lanzaron, con un efecto p ropagandístico todavía m ayor, el Sputnik II, tripulado por una pequeña perra, Laika, que sobrevivió en órbita varios días, dem ostrando que era p o si­ ble la vida en la ingravidez. Y conti­ nuaron los éxitos soviéticos: en sep ­ tiem bre de 1959, un m isil balístico ruso, el Lunik I, conseguía hacer im pacto en la luna. Y el 12 de abril de 1961, un a via ­ dor

soviético,

Yuri

G agarin,

se

convertía en el prim er hom bre que salía vivo de este m undo, describiendo una órbita

alrededor

de

la Tierra,

para

regresar dos horas después en una cáp ­ sula p rovista de paracaídas. Con todo, los Estados Unidos poseían m ás m edios y una tecnología cada vez m ás sofisticada, capaz de ganar esta otra carrera, la carrera espacial. En 1962,

John

Glenn

realizó

el prim er

vuelo orbital de la N ASA. Siguieron otros, y pronto surgió la idea de enviar un hom bre a la luna. Fue así com o se pusieron en m archa el program a Gem ini y el program a Apolo. Las naves Apolo estaban im pulsadas por cohetes de varias fases — com enzando por el gigantesco Saturno V—, y sus m ódulos tripulados contaban con una pequeña cantidad de energía de reserva que les p erm itía

ligeras

rectificaciones,

d es­

cender sobre la luna suavem ente, y d es­ pegar de ella. ¡Tan im portante com o

llegar a la luna era regresar a la Tierra! Uno de los m ás grandes sueños del hom bre fue cum plido, no sin sacrificios. El Apolo I term inó en desastre, y solo el Apolo 7, en 1968, consiguió que tres hom bres diesen la vuelta a la luna, sin p osarse en ella, com o en la fam osa n o­ vela de Julio Verne. El cum plim iento del proyecto tuvo lugar el 20 de julio de 1969, cuando Neil A rm strong y Buzz A ldrin pusieron por prim era vez pie en el polvoriento suelo de nuestro satélite. «Este es un pequeño paso para un h om ­ bre, pero un salto m uy grande para la hum anidad», transm itió A rm strong al hollar las desoladas llanu ras del Mare Tranquilitatis.

En total,

seis

m isiones

Apolo, con doce seres hum anos, alcan ­ zaron la luna entre 1969 y 1972, y tra ­ jeron a la Tierra varios centenares de kilos de rocas lunares. Fue un especatcular logro para el prestigio de los Estados Unidos, pero tam bién para el

progreso de la ciencia. En 1973 el p ro ­ gram a Apolo fue suspendido, por su alto coste y porque los am ericanos ya habían tom ado una clara delantera. No por eso cesó la carrera espacial. Los cohetes podían llegar a otros p la ­ netas. Los rusos, equivocadam ente, e li­ gieron Venus, sím bolo de la paz, pero que es un verdadero infierno con sus tem peraturas de m ás de 4 0 0 grados y sus lluvias de ácido sulfúrico. Las naves Venera apenas pudieron su bsistir unos m inutos,

aunque

lograron

algunas

fotografías

tran sm itir

de aquel m undo

inhóspito. En cam bio, los am ericanos eligieron M arte, que aunque en m ito­ logía es el sím bolo de la guerra, resulta ser un planeta frío y

relativam ente

pacífico. Las naves M arin er tom aron im ágenes del planeta a corta distancia, y las Viking se posaron sobre su su p er­ ficie. Segu irían otras m uchas. Hoy in ge­ nios hum anos se han posado sobre

Venus,

M arte

y

Titán,

satélite

de

Saturno y han tom ado m uestras de dos com etas y un asteroide. Todos los g ran ­ des planetas han sido explorados desde cerca, y dos naves, las Voyager han s a li­ do ya del sistem a solar. La posibilidad de salir al espacio exterior es uno de los m ás grandes logros de la ciencia y la tecnología perspectivas com o

hum anas. no

pudiera

son

Con tan

pensarse.

todo,

las

h alagüeñas El

hom bre

puede un día, antes de que term ine el siglo XXI, p isar M arte, no establecerse en él. Llegar a otro planeta es p rácti­ cam ente im posible, a no ser que en un m om ento — al cabo de cientos o m iles de añ os— se pueda cam biar el clim a de Venus. Y llegar a otros sistem as es em ­ presa en la que no cabe pensar. Aun así, la llam ada «conquista del espacio» re ­ sulta ser una de las aventuras m ás ad m irables de la historia.

La medicina del siglo X X

Ya sabem os que desde los tiem pos m ás antiguos hubo preocupación por la salud hum ana, su conservación y la lucha contra las enferm edades que la ponen en peligro. Con todo, hem os observado tam bién que a lo largo de la historia, el éxito no siem pre respondió a esta preocupación. La sim ple exp e­ riencia no fue suficiente para con ferir a la m edicina un carácter riguroso de ciencia a la altura de otras de resultados m ás indiscutibles. En la segunda m itad del siglo XIX, la m edicina experim ental y el h allazgo de determ inados m edios, m ás que para com batir la enferm edad, para p reven irla, com o la higiene o las vacunas, com enzaron a ganar batallas, ya que en este tipo de lucha no cabe pensar en ganar la guerra. La e x p e ri­ m entación y el dom inio creciente de la quím ica

orgánica

p erm itieron

la

obtención progresiva de m edicam entos específicos. En

1897 se descubrió la

aspirin a o ácido aceltilsalicílico (vid. pág. 218). Los dem ás m edicam entos de síntesis fueron obtenidos en el siglo XX, y fue entonces cuando su núm ero as­ cendió a m uchos m iles. El d esarrollo de las prácticas terapéuticas y quirúrgicas, asociado a una tarea cada vez m ás esp e­ cializada de investigación, perm itió que en las farm acias del siglo XX, en vez de árnica, tisanas, tintura de yodo, o fó r­ m ulas m agistrales que requ erían una preparación en la rebotica, se d ispen ­ sasen cada vez m ás m edicam entos de síntesis

elaborados

por

laboratorios

especializados: y estas m edicinas eran a su vez especializadas (específicas) en el sentido larm ente

de

que

resultaban

indicadas

para

p articu ­

una

deter­

m inada enferm edad o deficiencia. La m edicina progresó tam bién por la especialización de los propios m édicos,

por la m ejora del utillaje, en especial el de naturaleza quirúrgica, por la crea­ ción de h ospitales y clínicas bien dota­ das en que era posible trabajar en con­ junto, con la colaboración de personal auxiliar.

Florence

N ightingale,

que

cuidó a los heridos en la guerra de C ri­ m ea (1854) fundó en Londres, en 1860, la prim era escuela de enferm ería: desde entonces existe oficialm ente la p ro fe­ sión. A ello hay que añad ir nuevas m edidas h igiénicas, asépticas y an tisép ­ ticas,

y

las

facilidades

para

el

diagnóstico tendidas por los avances de la ciencia y de la técnica: rayos X, an á­ lisis clínicos, form as de escaneo, rad io­ terapia, TAC),

tom ografía

(especialm ente

endoscopias,

gam m agrafías,

resonancias m agnéticas, etc. Tam poco puede olvidarse, sobre todo por lo que se refiere a los países m ás d esarro ­ llados, la ayuda del estado a la sanidad pública, con la consiguiente m ejora de

los m edios, y la posibilidad de acceder a los centros de salud gratuitam ente o con poco gasto. Los avances en el siglo XX fueron m ás espectaculares que en n in ­ gún otro m om ento anterior de la h is­ toria,

y

p erm itieron

vencer

e n fe r­

m edades que en principio se con si­ deraron

incurables,

o casi

desterrar

otras que en un tiem po fueron terribles am enazas para

la hum anidad. A lo

largo del siglo XX, la esperanza m edia de vida casi se duplicó en los países d es­ arrollados, y

aum entó en la m ayor

parte del mundo: m ás que por una espectacular prolongación de la an cia­ nidad — la proporción de centenarios no ha aum entado gran

cosa en un

siglo —, por la dism inución de la m orta­ lidad en la edad adulta y especialm ente de la m ortalidad infantil, y tam bién la m ortalidad postparto. A la m ejora de la salud contribuyó tam bién el desarrollo del nivel de vida, la m ejor alim entación

(no siem pre, por desgracia y por ca p ri­ cho hum ano, la m ás sana), y por la m ism a facilidad de los m edios de tra n s­ porte, ya del m édico, ya del enferm o, que han perm itido una atención m ás inm ediata. Hoy en los países d esarro­ llados, la m ayoría de las m uertes por enferm edad

no

provienen

de

m ales

contagiosos, sino de cardiopatías, cán ­ cer,

trom bosis.

M uchas

m uertes

no

sobrevienen por enferm edad, sino por accidentes traum áticos. No cabe aquí una referencia detallada a todos los avances de la ciencia m édica en el siglo XX. Baste siquiera una alu ­ sión a dos de los aspectos m ás especta­ culares: en el cam po de la terapéutica, el em pleo de los antibióticos; en el de la cirugía, la técnica de los trasplantes.

Los antibióticos

El nom bre puede ser poco acertado. «Anti» significa contra, y «bios», vida. Contra la vida. Contra la vida de algu ­ nos de sus individuos m ás pequeños los «m icrobios», habría que entender. Y para la defensa de la vida hum ana. Ya en el siglo XIX se em plearon productos desinfectantes de acción local, com o el alcohol o la tintura de yodo. Por lo dem ás, y com o se ha visto en su lugar, pudieron p repararse vacunas, que no actúan contra los gérm enes, sino que p reparan al organism o para com ba­ tirlos. En 19 0 0 , el bacteriólogo alem án R u d o lf von

Em m erich

descubrió

un

p reparado que en un tubo de ensayo podía destruir los gérm enes del cólera y de la difteria, pero que se m ostró in e ­ ficaz en el tratam iento de esas e n fe r­ m edades

aplicado

al

organism o

hum ano. En 1909, otro alem án, Paul

Ehrlich,

encontró

un

producto

que

podía atacar de m anera selectiva a los m icroorgan ism os infecciosos sin dañar al m ism o tiem po los tejidos hum anos, que era realm ente lo que se estaba ne­ cesitando; pero sus aplicaciones resu l­ taron lim itadas a unas cuantas en fe r­ m edades. Bastante m ás tarde, en 1929, G erh ard t Dom agh, basándose en los estudios de Erlich, em pleó un colorante, el prontosil, que le perm itió salv ar la vida de su hija, que se estaba m uriendo de septicem ia. Poco después em pezaron a em plearse con éxito las sulfonam idas, por sim plificación sulfam id as, que fu e­ ron propiam ente los prim eros antibac­ terianos que se em plearon de form a ge­ neralizada. Entretanto, se produjo un descubri­ m iento que, por casual que fuese, iba a cam biar la historia. En 1928, el m édico y m icrobiólogo escocés A lexand er Fle­ m ing (1881-1955), que investigaba sobre

diversos

gérm enes,

observó

que

un

hongo había invadido una de sus placas de cultivo, en tanto que habían d esap a­ recido la m ayor parte de las bacterias contenidas en ella. Quizá otro científico m enos intuitivo hubiera arrojado a la basura aquel cultivo estropeado. Fle­ m ing, que era m uy m inucioso, aisló el hongo, que resultó ser el penicillium notatum, un m oho verde que se rep ro­ duce por esporas, y repitió el e x p e ri­ m ento. En todo caso, se operaba la d es­ aparición o dism inución de los g ér­ m enes. Había descubierto la penicilina, el prim ero de los antibióticos p ro p ia ­ m ente dichos. Sin em bargo, Flem ing no disponía de m edios para obtener la necesaria

concentración

del

hongo.

H ubieron de tran scu rrir diez años antes de que el descubrim iento trascendiera lo suficiente, y

otros

investigadores

se

p usieran a la tarea. En 1938, H.W. Fiorey y E.Chain concentraron preparados

de penicillium notatum y com probaron sus efectos espectaculares; pero su p ro ­ ducción en m asa era sum am ente labo­ riosa, porque para obtener la penicilina suficiente para la curación de un en ­ ferm o era necesario el cultivo de tre s­ cientos

m atraces.

Los

investigadores

em igraron a Estados Unidos, y encon­ traron nuevos m edios. En 1943 se d es­ cubrió

una

nueva

varied ad

de

penicillium, m ás fácil de obtener y m u lti­ plicar, y m ejoraron por otra parte las técnicas de la elaboración de la p eni­ cilina. La fam a del descubrim iento se difundió rápidam ente, y en 1945 se con­ cedió a Flem ing, Florey y Chain el Pre­ m io Nobel. Las p rim eras vidas salvadas por la penicilina fueron de soldados com ba­ tientes en la segunda guerra m undial. En la subsiguiente paz, el uso de los antibióticos se generalizó. El hom bre había

encontrado

al

fin

un

m edio

realm ente eficaz, y de resultados so r­ prendentes, para com batir las bacterias. Por los años 40 se produjeron p en i­ cilina G y p enicilina K; en los 50, la penicilina S y la V. Otra form a de p en i­ cilina, la am picilina, fue obtenida en 1961 por Doyle; y hacia 1965 la am oxicilina, conseguida por N ayler y Sm ith. A l fin y al cabo, el descubrim ien tro con­ siste en que un ser vivo destruye a otro ser vivo: los hongos del penicillium d es­ trozan las m em branas de los gérm enes, y éstos revientan. Entretanto, Selm an W aksm an (18881973)

descubrió

las

p osibilidades

de

otros hongos del género streptomyces, y obtuvo nuevos antibióticos, com o la es­ treptom icina, eficaz contra otros g ér­ m enes poco sensibles a las penicilinas. Hoy se pueden obtener centenares de antibióticos distintos, m uchos de ellos m uy específicos y eficaces contra deter­ m inados agentes patógenos; otros lo

son en cam bio de am plio espectro, v á li­ dos para com batir gérm en es m uy d is­ tintos, que con frecuencia aparecen cru ­ zados en num erosas enferm edades. Hay antibióticos obtenidos sim plem ente por síntesis quím icas m uy com plejas, como la tirotricina, pero el daño que p ro­ ducen en el organism o aconseja su uso puram ente tópico, en form a de p om a­ das aplicables exteriorm ente. La m ayo­ ría de los antibióticos que hoy se em ­ plean

proceden

de

hongos,

m usgos,

algas, etc., eso sí, debidam ente proce­ sados y com binados m ediante m étodos quím icos m uy sofisticados, o utilizando ya las posibilidades que nos brinda la genética, m odificando la com posición de algunas de sus m oléculas, que alteran sus propiedades y m ejoran su efecti­ vidad. A sí nació la era de los antibióticos, uno de los grandes logros del siglo XX. Y una de las luchas m ás titánicas del

hom bre contra la enferm edad, porque a la p rogresiva superación de los biólogos y bioquím icos en la obtención de m e­ dios para com batirla, han respondido inesperadam ente que la

provocan

los dim inutos seres con súbitas m u ta­

ciones, en una suerte de increíble cap a­ cidad de supervivencia. Hoy la genética nos explica bastante bien la naturaleza de estas m utaciones, pero no deja de ser sorprendente que los agentes patógenos posean tal capacidad de tran sfo rm arse para m antener su actividad. Em pezó a h ablarse de gérm enes o cocos penicilinresistentes, que m ás tarde se hicieron estreptom icin -resistentes, y así su cesi­ vam ente, hasta exigir de los científicos una renovación constante de sus p rep a­ rados. Se dice que el hom bre fue co­ brando ventaja hasta los años ochenta del siglo XX. Hoy la lucha sigue con in ­ cierta suerte y hasta parece que a co­ m ienzos del siglo XXI lleva ventaja el

enem igo, pero la investigación encuen­ tra

siem pre nuevos cam pos en que

podrá d em ostrar su eficacia frente a enem igos cada vez m ás sofisticados. Lo cierto es que los antibióticos no han lo­ grado operar el m ilagro m aravilloso que se im aginaba por los años cuarenta y cincuenta; pero han salvado m uchí­ sim as vidas y las seguirán salvando en el futuro. Los antibióticos son eficaces contra todo tipo de bacterias. Pero hay en fe r­ m edades, algunas terribles, que no son provocadas

por

bacterias,

sino

por

virus. Los virus son una form a ru d i­ m entaria, si se quiere, de vida. C rista ­ lizan com o los m inerales. Los únicos rasgos propios de los seres vivos que poseen son justam ente los únicos que necesitan: se nutren y se reproducen. Se nutren a costa de otros seres vivos, fu n ­ dam entalm ente

las

células

anim ales.

Son m uy voraces. Y cuando encuentran

m ateria orgánica suficiente para su sub ­ sistencia, se m ultiplican a una velocidad endiablada. Los virus, contra lo que pueda creerse ingenuam ente, son e x tra ­ ñam ente débiles y efím eros. M uchos de ellos, si no encuentran m ateria a costa de la cual subsistir, perm anecen inertes, o bien m ueren, por lo general en pocos m inutos. Pero son siem pre m iles de m illones

los

que

la

encuentran.

Se

transm iten casi siem pre a través del aire, englobados en aerosoles. La re sp i­ ración hum ana libera cantidades in gen ­ tes de m oléculas de agua, a bordo de las cuales viajan los virus. Si en plazo breve estas m oléculas entran en el sis­ tem a respiratorio de otra persona, se produce

el

contagio.

Pueden

tra n s­

m itirse tam bién a través de la sangre, por ejem plo, por inyecciones o tra n sfu ­ siones, en ocasiones tam bién por vía se­ xual.

Hoy conocem os m uchas cosas

sobre los virus, pero no la form a de

com batirlos. La m ayoría de los rem e­ dios que em pleam os son sim plem ente sintom áticos, suprim en algunas m an i­ festaciones externas de la enferm edad, no la enferm edad. Hace cien años, se pensaba que se había encontrado el rem edio contra la gripe: la aspirina. Realm ente, la aspirina favorece la flu i­ dez de la circulación, puede reducir la fiebre o suprim ir el dolor, no cura la enferm edad. La única terapéutica se­ gura o relativam ente segura es la v a ­ cuna: recordem os, la tran sm isió n de una tasa no p eligrosa de un virus, que sirve para estim ular las d efensas del organism o, a la m anera de un ejercicio de

entrenam iento;

enferm edad, m ejor

cuando

nuestro

preparado

llega

organism o

para

resistir.

la está Las

d efensas naturales de nuestro cuerpo son m ás eficaces que los m edicam entos, todo hay que confesarlo. Estim ulados por

un

sistem a

inm unitario

adm irablem ente dispuesto, los leuco­ citos rodean y aíslan a sus enem igos: un com portam iento heroico, que, a costa de sensibles pérdidas propias, im pide a las fuentes del m al proliferar, hasta provocar

su

derrota.

Hoy

podem os

m atar bacterias, aún no hem os a p ren ­ dido a m atar virus. Lo único que hem os logrado es protegernos de ellos y e sti­ m ular el sistem a d efensivo de nuestro organism o. Existen vacunas contra la gripe, por m ás que la variedad de cepas de esta enferm edad tan vu lgar como u n iversal hagan m uy d ifícil predecir cuál será la predom inante en la p r­ óxim a arrem etida. Y aún no hem os conseguido descubrir una vacuna eficaz contra una terrible enferm edad de fines del siglo XX, el SIDA, que ataca p reci­ sam ente

al

m ecanism o

que

podría

com batirlo, el sistem a inm unitario. Se dice que a nuevas técnicas, nuevas e inesperadas enferm edades, o que no

estam os preparados para hacer frente a epidem ias de nueva especie. Lo que está claro es que la biología y la ciencia m é­ dica avanzan cada día, y que alguna vez, m añana o pasado m añana, el h om ­ bre h abrá conseguido obtener rem edios contra enferm edades que hoy se con si­ deran incurables.

Los trasplantes

La cirugía del siglo XX, gracias a la alta

especialización

de

los

m édicos

encargados de practicarla y de los p ro ­ gresos tecnológicos que pusieron a su disposición m edios cada vez m ás so fis­ ticados, progresó hasta extrem os d ifícil­ m ente

im aginables

anteriores.

en

las

Se practicaron

centurias con éxito

operaciones a corazón abierto, extrac­ ción de tum ores, injerto de tejidos y hasta delicadísim as intervenciones de neurocirujanos en ciertas regiones del cerebro, o la separación de herm anos siam eses. Al m ism o tiem po, m ejoraron considerablem ente

los

sistem as

de

anestesia, hasta p erm itir operaciones de larga duración, sin grave riesgo para el enferm o. Si la cirugía fue durante siglos una ram a derivada de la m edicina, y no siem pre bien valorada, en el siglo XX se convirtió

en

una

especialidad

universalm en te reconocida, de suerte que un cirujano suele hacerse m ás fa ­ m oso, o sus éxitos se publican con m ás frecuencia en los m edios de com u ni­ cación que los éxitos de un m édico tera­ péutico. No cabe duda que uno de los éxitos m ás espectaculares de la cirugía novocentista fue el trasplante de órganos, hasta el punto de que tam bién se ha querido llam ar al XX «el siglo de los trasplantes». perm itido

La

éxitos

nueva que

técnica

alcanzaron

ha la

adm iración del mundo, si bien parece evidente que aún queda m ucho por avan zar en este cam ino. Los prim eros intentos

se verificaron

en la

Unión

Soviética, tal vez por no existir allí los reparos que en m uchas conciencias del m undo occidental existían ante el hecho sin precedentes de que un ser hum ano pudiera subsistir con un órgano proce­ dente de otro ser hum ano, aunque este

hubiese fallecido. En 1933, el cirujano u craniano

A. Voronoy

trasplantó

el

riñón de un hom bre de 60 años a una joven en estado de com a urém ico. La operación en sí se realizó con éxito, pero la joven falleció a los tres días. Intentos sim ilares fueron realizados en la Unión Soviética en los años cuarenta, siem pre con resultados fatales. La idea de p racticar un trasplante fue éticam ente

adm itida

com o

lícita

en

Occidente a p artir de la segunda guerra m undial. En el caso del riñón, era p o si­ ble p rivar de uno de estos dos órganos a una persona viva para traslad arlo a otra. Sobre todo si el cam bio se operaba entre herm anos. La razón no era solo de disposición por parte del donante, sino por m otivos técnicos. En efecto, pronto se supo que el sistem a inm unitario del organism o

receptor

no

reconoce

al

órgano que le ha sido trasplantado, y provoca una situación de «rechazo»,

que, en tanto no se consiguieron los rem edios adecuados, acababa con la vida del recipiendario. En el caso de p a­ rientes

(y

sobre

todo

de

herm anos

gem elos) el riesgo en este sentido es m í­ nim o. El p rim er trasplante de riñón realizado con cierto éxito tuvo lugar en Boston en 1947. A una joven en com a profundo por urem ia se le introdujo un riñón de un hom bre que acababa de m orir. El riñón trasp asad o secretó orina el prim er día, reanudando la e lim i­ nación norm al, y dejó de fu ncion ar el segundo día, pero en tanto, el riñón propio, ya estim ulado, reanudó su fu n ­ ción, de suerte que la joven se curó, al m enos por un tiem po. En 1952, en el hospital Necker de París, se realizó la prim era operación de trasplan te entre h erm anos; tuvo un éxito efím ero, pero dio una idea que luego se pondría en práctica m uchas veces. En 1954 se re a ­ lizó

un

trasplante

de

riñón

de

un

gem elo a otro: esta vez el éxito fue duradero. La operación siguió re v is­ tiendo un riesgo evidente durante los años 6o; m ás tarde, se ha venido efec­ tuando con resultados cada vez m ás exitosos. En el caso de órganos unitarios, el trasplante

entre vivos

es

im posible,

salvo si se trata del hígado, que se puede seccionar en parte, y tanto en el cuerpo del donante com o del donado, la viscera crece hasta cobrar un tam año p rácti­ cam ente norm al. (Lo m ism o ocurre con los trasplantes de trozos de médula.) En los dem ás casos, es preciso que el do­ nante acepte ofrecer el órgano en caso de m uerte súbita, por accidente o por una enferm edad que no afecte al órgano a trasplantar. Si se trata de un niño de corta edad, basta el consentim iento de sus padres. El p rim er trasplante de h í­ gado fue efectuado por el doctor Th. Starzl en 1963. A un niño de tres años

gravem ente enferm o le fue traspasad o el hígado de otro niño m uerto de un tum or cerebral. El beneficiado no lo fue tanto, porque falleció a las cinco horas de la operación. M ás éxito tuvo Starzl m eses m ás tarde cuando consiguió im ­ plantar un hígado en un hom bre de 48 años. La operación fue considerada un éxito, porque el receptor m urió a los veintidós d ías... de una em bolia p u l­ m onar. El trasplante de hígado presenta siem pre dificultades, pero se practica cada vez con m ejores y m ás duraderos resultados,

incluso,

hoy,

inter

vivos,

com o ya hem os precisado. M ás dificul­ tades ofrece el trasplante de páncreas, que consiguió por prim era vez Richard Lillehier en 1966. En diciem bre de 1967 el m undo se conm ovió al conocer la noticia de un trasplante de corazón. Lo consiguió en la clínica «Groote Schuur» de Ciudad del Cabo el joven y audaz cirujano

C h ristian Barnard. Era algo que casi nadie esperaba poder obtener tan p ron ­ to. Un hom bre de 54 años, Louis Washkansky,

padecía

una

cardiopatía

isquém ica en estado term inal. Ningún rem edio convencional hubiera podido ya salvarle. B arnard había estudiado la técnica del trasplante de corazón, y no deseaba sino ponerla en práctica. Fal­ taba un donante. Estaba ingresada en el m ism o hospital una joven que había padecido un accidente de autom óvil, y su fría una lesión cerebral irreversible. El cirujano pidió a sus padres el cora­ zón de la hija. Hubo unos m inutos de duda dram ática, hasta que el padre re s­ pondió: «si ya no existe esperanza para m i hija, intente sa lv a r a ese hombre». Con todo, B arnard esperó hasta siete m inutos después de que la joven dejó de respirar. El corazón fue extraído aún caliente, y

en

una

com pleja

in ter­

vención le fue injertado a Louis. Pronto

la viscera im plantada com enzó a latir de nuevo, ya con otro portador. A los diez días, el desahuciado podía cam inar por la habitación. La sensación que d es­ pertó la noticia fue inm ensa, y tan grande la adm iración del m undo entero por el doctor B arnard com o la sim patía general por el restablecido Louis Washkansky, que dem ostró ser un hom bre bondadoso y de buen corazón... aunque aquel corazón ya no era el suyo. El re ­ chazo provocó problem as, y, cuando ya parecía superado, el enferm o falleció. La técnica de trasplantes fue m ejo­ rando lentam ente. No solo por lo que se refiere a la seguridad de la operación en sí, sino a la prevención del fenóm eno del rechazo, que obligó a provocar m o­ dificaciones en la reacción del sistem a inm unitario. Los trasplantes de corazón se sucedieron en años sucesivos, con un porcentaje cada vez m ayor de su p e rv i­ vientes, y con una duración de vida

cada vez m ás larga. En 1981 se consiguió el p rim er trasplante sim ultáneo de p u l­ m ón y corazón, logrado por los doc­ tores Schum w ay y Reitz. Un trasplante de órganos nunca fue una pura rutina, aunque se lo siguió utilizando com o re ­ curso en que otro procedim iento no resultaba viable. No parece que la vida de un trasplantado pueda igualar a la del m ism o individuo si la operación no hubiese sido necesaria; pero esa o p era­ ción ha salvado, a veces por un tiem po considerable, num erosas vidas. Se e s­ pera que en el futuro m ejoren los resu l­ tados, o hasta sea posible v iv ir con algunos órganos artificiales. Por otra parte,

la técnica

de los trasplantes,

prohibida por algunas religiones, pero aceptada por la m ayoría, y esp ecial­ mente por la Iglesia Católica, que fue la prim era en d estacar la generosidad que im plica por parte del donante, ha con­ tribuido a fom entar la solidaridad entre

los seres hum anos.

Los misterios de la genética, desvelados

O bserva Horace F. Judson, uno de los tratadistas m ás conocidos en el tem a de la biología m olecular, que en el cam po de la física la gran revolución se operó a principios del siglo XX, con Einstein y Planck; m ientras en el de la biología una revolución sim ilar habría de espe­ rar a fines de la centuria. Una de las causas de este retraso se debe, al p are ­ cer, al desconocim iento que se tuvo de la obra de G regor M endel (vid. pág. 209), no descubierta hasta los tiem pos de H. De Vries (1848-1935) y W. Bateson (1861-1926), y tam bién a la necesidad de nuevos m edios de observación, com o el llam ado m icroscopio electrónico y el m étodo

de

difracción

por

rayos

X.

A rchibald E. G arrod (1857-1936) se dio cuenta, en una serie de trabajos p ub li­ cados entre 19 02 y 1923, de que hay enferm edades o determ inados tipos de

trastornos que son hereditarios, y que hay cualidades o aspectos que p erm a­ necen

latentes

durante

generaciones

enteras... pero que al cabo reaparecen entre

determ inados

descendientes.

Bateson, inglés com o G arrod, observó que las especies tienden a evolucionar no de una m anera continua, sino a sa l­ tos. Fue el p rim ero en em plear la p ala ­ bra genética. El norteam ericano Thom as M organ (1866-1945) se especializó en m utaciones. Estudió la m osca del v in a ­ gre, drosophila, que tiene un ciclo vital de solo diez días, y perm ite por tanto el estudio de generaciones y generaciones en un breve periodo de tiem po. De acuerdo con los cruces que estableció, obtuvo m oscas de ojos rojos o de ojos blancos. ¡R epetía los experim entos de M endel, pero con m edios m ás so fis­ ticados y con m ucha m ás rapidez! En 1928 publicó M organ La teoría de los genes.

A h ora bien, ¿qué son los genes? En esa enrevesadísim a investigación radicó la m ás ardua labor de los biólogos du­ rante m ás de m edio siglo. Estaba claro que las células, el m ás pequeño con­ junto funcional de los seres vivos, están form ad as por m oléculas orgánicas m uy com plejas: todas ellas contienen átom os de carbono, com ponente fundam ental de los seres vivos, adem ás de otros m u­ chos elem entos, entre ellos el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno, el fósforo, etc. Pues bien, es frecuente que en una sola m olécula haya cientos de átom os de carbono m uy diversam ente com bi­ nados con otros elem entos. Form ular de acuerdo con las notaciones clásicas esta sofisticada form a de quím ica orgánica es infinitam ente com plicado. Pero la conciencia de que el estudio de esta form a com plejísim a de quím ica puede ayudar a conocer la form a de tra n s­ m isión de la vida fom entó el estudio de

la biología

m olecular,

en busca

del

siem pre apasionante conocim iento de la m ás íntim a estructura quím ica de los organism os. Para Francis Crick, «casi todos los aspectos de la vida, tal cual pueden ser observados, se organizan a nivel m olecular, y si no entendiéram os estas m uy com plejas m oléculas, nuestra com prensión de la vida com o fenóm eno bioquím ico,

sería

m uy

incompleta».

Pues bien, el ya citado M organ estim ó que un gen es m ás que una m olécula: parece ser un conjunto de m oléculas orgánicas con afinidad quím ica: en d efi­ nitiva, «una entidad quím ica m uy com ­ pleja y m uy organizada». Por entonces ya era bien conocida la estructura de las células, que contribuyó a desentrañ ar Santiago Ram ón y C ajal (1852-1934). En el núcleo de una célula se form an los crom osom as,

que

juegan

un

papel

fundam ental en la reproducción de la propia célula, y tam bién, según se supo

m ás tarde, en la com pleja estructura de la transm isión genética de generación en generación. Los crom osom as son pequeñísim os filam entos m uy enm ad e­ jados: cada uno de estos filam entos, de­ bidam ente desenrollado, podría tener unos dos m etros de longitud; en cam bio su grosor es solo de m illonésim as de m ilím etro. En el núcleo de una célula existen los llam ados ácidos nucleicos, de los que los m ás im portantes son el ácido r i­ bonucleico (ARN) y el ácido desoxirribonucleico

(ADN),

cuyo

papel

es

fundam ental en la genética. El ADN es una suerte de m acrom olécula portadora del «código» o de la «inform ación» genética del organism o, y perm ite que cada ser plasm e en sus sucesores los caracteres típicos de su especie. (O bsér­ vese cóm o se em plea un lenguaje p ro­ pio de la inform ática, que para m uchas personas no especializadas en genética

puede d istorsionar los conceptos. Quizá un día puedan em plearse otras p ala­ bras). En realidad, el ácido desoxirribonucleico fue descubierto ya en 1868 por el suizo Friedich M iescher; pero su función no fue aclarada hasta 1944 por el canadiense O swald A very (1877-1955). Trabajando en Estados Unidos con sus colegas M ac Leod y Me Carthy, creyó deducir que el ADN es el m aterial gené­ tico por excelencia. El descubrim iento encontró opositores: otros daban p refe­ rencia a las proteínas. La cuestión no se aclaró definitivam ente hasta que pudo aplicarse la técnica de la difracción por rayos X. La joven investigadora britá­ nica

Rosalind

Franklin

(1920-1958),

m uerta a los 38 años, sugirió que la com plicada estructura del ADN tenía dos cadenas distintas, y poco después M aurice W ilkins, trabajando con m ode­ los en tres dim ensiones, halló que las fi­ b ras de ADN obedecían a una estructura

que se enroscaba en form a de doble h é­ lice. El paso fundam ental estaba dado, aunque restaba todavía un largo ca­ mino. Ya en el últim o tercio del siglo XX, Francis Crick (1916- 2004) y Jam es Watson (1928) precisaron esta estructura, y encontraron que tales cadenas están form ad as fundam entalm ente por cuatro com puestos quím icos básicos o nucleótidos, llam ados citosina, tim ina, adenina y guanina, conocidos por sus in i­ ciales, C, T, A, G. El orden en que se suceden estos principios o «bases» es fundam ental en la organización de la m ateria viva. Com oquiera que la estru c­ tura del ADN se distribuye en form a de una doble hélice, es preciso h ablar de «pares de bases», correspon diendo a cada

p ar

una

distribución

p erfec­

tam ente correspondiente respecto del otro par. Existen algo así com o tres mil m illones de pares de bases, ordenados

de tal form a, que la constitución de los organism os vivos es posible. Se trata, si de esta form a prefiere h ablarse, de una «inm ensa

casualidad»

que

hace

que

cada ladrillo de la vida ocupe p reci­ sam ente su lugar, en orden adm irable. Fred Hoyle, que adem ás de afam ado cosm ólogo, se ha ocupado del origen de la vida, recurre a una socorrida com pa­ ración: es tan difícil que se opere el orden de los pares de bases com o que un ejército de sim ios, operando sobre un teclado, lleguen

a com poner las

obras com pletas de Shakespeare. El código genético, com binando esas bases de una form a funcional, con s­ truye

«frases»

com o

GGCATTA-

AAGGATCGGTG, que para un ajeno a la cuestión carecen de sentido, pero que ordenan el m aterial genético capaz de constituir las m ás variad as células de los m ás delicados tejidos. El texto ínte­ gro

de

las

células

hum anas

está

com puesto por unos 3 2 0 0 m illones de «letras». Una «palabra» o una «frase» — perm ítasenos el em pleo de térm inos m etafó ricos— es lo que constituye un gen. Por eso el núm ero de genes es m uy in ferio r al de pares de bases, contra­ riam ente a lo que se suponía en un principio. El genom a hum ano no pasa de 3 0 .0 0 0 genes: eso sí, cada uno de ellos es asom brosam ente com plejo. Un gen es así un segm ento de la secuencia de ADN que actúa com o patrón para la conform ación de las células del o rga­ nism o y de sus distintas funciones. El conjunto de genes o genom a se puede entender com o el libro en que está es­ crita toda la inform ación necesaria para la

construcción,

m antenim iento

y

perpetuación de los seres vivos. Solo en los últim os años del siglo XX fue posible poner en m archa el am bicioso Proyecto G enom a Humano. Para lograrlo, hubo una verdadera carrera entre el National

Human Genomic Research Institute de los Estados Unidos, dirigido por Francis Collins, y la tam bién norteam ericana em ­ presa privad a Celera Genomics, en un p rogram a dirigido por J. C raig Venter. Fue este segundo proyecto el que se ade­ lantó, dando a conocer al m undo el m o­ delo concreto de genom a hum ano el 26 de junio de 2 0 0 1. Con todo, las p risas — m uy típicas en estos proyectos por llegar el p rim ero— dieron lugar a cier­ tas im precisiones o lim itaciones, que se han ido corrigiendo en años sucesivos. Hasta aquí, la investigación p ro p ia ­ mente dicha, el progreso del saber. Pero toda investigación aspira

a d esarro ­

llarse con fines prácticos. Desde los p ri­ m eros m om entos —y sobre todo desde las ya citadas investigaciones de G arro d — se supo que hay enferm edades que son hereditarias, y la transm isión de la tendencia a reproducirse en los descendientes tiene una clara relación

con las leyes de la genética. Si ocurre a l­ guna irregularid ad durante la división o duplicación de los genes, puede p rod u­ cirse un nuevo tipo de gen en el in d i­ viduo, y este nuevo tipo puede pasar a las siguientes generaciones. Ha ocurrido una m utación genética. Unas veces, esta m utación no supone ningún cam bio sensible, pero en ocasiones se produce una variación en el funcion am iento del gen. Estas variacion es pueden producir enferm edades de origen genético, com o la diabetes, determ inados tipos de cán ­ cer, la h em ofilia, etc. El hom bre no puede crear vida; puede cam biar aspec­ tos de la vida a base de otra vida. En el cam po de la m edicina, puede curar enferm edades, atar ligam entos, hasta realizar trasplantes. Lo m ism o ocurre en el orden genético. H. B oyer y S. Cohén encontraron un m étodo para reordenar una célula de ADN en un tubo de ensayo, con el fin de obtener

células híbridas. R. D. H otschkins fue el p rim ero en em plear el térm ino «inge­ niería

genética»

construcciones.

para Hoy

d esignar estas pueden

m od ifi­

carse genes para curar en ferm edades o im pedir su transm isión. Y cabe sustituir un segm ento de ADN de una célula por otro: el organism o que surge de esta sustitución se llam a «transgénico». Las técnicas transgén icas se u tilizan sobre todo para m ejorar la producción de especies vegetales,

obteniendo

com o

resultado frutos m ayores, m ás abun­ dantes o de resultados m ás satisfac­ torios. Con todo, se m antienen ciertas prevenciones contra los transgénicos — a veces resultado de intereses econó­ m icos que buscan una m ayor produc­ tivid ad — cuyos efectos a la larga, en algunos casos, ya que no en todos, pudieran resultar indeseables. Sustituciones del m ism o tipo pueden operarse en seres anim ales, y en el

m ism o ser hum ano. La evitación de enferm edades hereditarias o de m alfo r­ m aciones es en todo caso un hecho positivo. Llegar m ás lejos por este ca­ m ino puede conducir, según los casos, a avances espectaculares o a una m an ip u ­ lación irrespon sable o de consecuencias peligrosas.

El

resultado

m ás

espec­

tacular hasta el m om ento de la m an ip u ­ lación genética es la clonación. En b io ­ logía, un clon es un organ ism o m u lti­ celular genéticam ente idéntico a otro. Un ejem plo natural de clon es el de los h erm anos gem elos procedentes de un m ism o zigoto, o germ en resultante de la unión de un gam eto m asculino con otro fem enino, que naturalm ente se duplica (gemelos univitelinos). Por lo general, la clonación artificial no llega tan lejos, y se lim ita a aislar y obtener copias de un gen determ inado, o un fragm ento de ADN. Para ello, se aisla este fragm ento y se im planta en otro, por lo general de

un m icroorganism o. La clonación tiene m uchas aplicaciones, la m ayor parte de ellas p ositivas y de resultados deseables. Sin em bargo, el hecho m ás sensacional en los últim os tiem pos no es exacta­ m ente una clonación, sino un proceso relativam ente sencillo, pero de insólitas consecuencias, com o fue el del n aci­ m iento de la oveja «Dolly», producto de una fecundación en que se em plearon tres ovejas: una «donó» — a la fuerza, por supuesto— un óvulo, otra el núcleo portador de la m ayor parte del ADN, y otra fue la que quedó em barazada y fue autora del parto. D olly no fue una «oveja artificial», com o se dijo p re ­ tenciosam ente, sino que fue engendrada y d esarrollad a a través de elem entos ya vivos procedentes de tres «m adres» d is­ tintas. Los artífices de esta m an ipu ­ lación fueron los científicos del Instituto Roslin de Edim burgo, Ian W ilm ut y Keith Cam pbell. D olly nació — eso sí,

fruto de un parto n atu ral— en 1997. En 1999 dio m uestras de envejecim iento prem aturo, padeció artritis p rogresiva y m urió a com ienzos de 2003.

Desde

entonces crecieron las críticas sobre los inconvenientes, peligros e irresp o n sa­ bilidades de la m anipulación genética. Las consecuencias a m edio o largo plazo de los avances en el cam po de la ingeniería genética son m uy d ifíciles de predecir, y lo m ism o pueden conducir a una vida m ás feliz, m ás sana y m ás respetuosa con las fuentes de la vida m ism a que a m an ipulaciones irre sp o n ­ sables. Existe m ucha literatura de fic­ ción sobre las consecuencias terribles de estas m an ipulaciones, y hoy por hoy estam os bastante lejos de sem ejantes horrores; pero la posibilidad de que, a n ­ dando el tiem po, de un m odo u otro se produzcan —y no solo por obra de especialistas o técnicos de buena con­ ciencia— no es una ficción, y resulta

necesario p reven irse contra sus riesgos, que pueden conducir a peligros p re vi­ sibles, o lo que es peor, im previsibles, o atentar contra la dignidad de la natu ­ raleza hum ana y el respeto a la m ism a vida. Por ello es necesario que al p ro ­ greso de la biología se corresponda tam bién el progreso de la bioética.

El imperio de la electrónica

Los espectaculares avances de la cien ­ cia en el cam po de la genética nos im presionan, en ocasiones es posible que nos alarm en si nos ponem os a p en ­ sar en el panoram a que puede ofre­ cernos el futuro a m edio o largo plazo. Pero, en cam bio, no sentim os que esos avances

se

encuentren

presentes

en

nuestra vida ordinaria. Por el contrario, la electrónica, una de las especialidades cientificotécnicas que de form a m ás re ­ volucion aria se han desarrollado en los tiem pos presentes, se ha introducido en nuestra vida

ordinaria

en todos los

cam pos posibles. Nos valem os de la electrónica cuando llegam os a nuestra casa y p ulsam os un botón del ascensor dotado de m em oria, cuando calentam os el

café

en

un

m icroondas,

cuando

hablam os por teléfono, cuando regu ­ lam os el term ostato de la calefacción,

cuando escucham os la radio, o pone­ m os

un

CD

para

escuchar m úsica,

cuando seleccionam os un canal de la televisión, cuando m anejam os el ord e­ nador o nos conectam os a internet, cuando hacem os cuentas en una calcu­ ladora o cuando abrim os m ediante un m ando la puerta de nuestro coche y arrancam os el motor, sin saber tal vez que es un sistem a electrónico el que provoca el encendido y elige, sin que nosotros intervengam os en ello, el ré g i­ m en de revoluciones que m ás conviene desde

el

p rim er

m om ento.

V ivim os

rodeados de recursos electrónicos, au n­ que a veces no seam os del todo cons­ cientes de que es así. La electrónica es la ram a de la física —y de la in gen iería— que se ocupa de obtener y utilizar circuitos eléctricos m uy sofisticados, y que es capaz de su perar la sim plicidad — tan adm irada y realm ente adm irable en el siglo XIX y

com ienzos del XX— de las instalaciones eléctricas

convencionales.

La

elec­

trónica es uno de los protagonistas m ás im portantes y m ás característicos de la época final del siglo XX y de com ienzos del XXI. Por 1950 em pezó a h ablarse de «electricidad de alta precisión» — fue entonces cuando se pusieron en m archa el radar, la frecuencia m odulada, las calculadoras eléctricas, la técnica del guiado a distan cia—, y esta precisión fue aum entando a lo largo de toda la se­ gunda m itad de la centuria. Desde el siglo XIX se dibujaban esquem as eléc­ tricos en que aparecían representados los hilos conductores, las resistencias, las bobinas, los rectificadores, las v á l­ vulas. Cada vez se hicieron esquem as m ás com plicados, que guiaban la con s­ trucción de circuitos eléctricos tam bién m ás com plejos. Cuando la com plejidad alcanzó un grado de alta tecnología, puede

decirse

que

em pezó

la

electrónica. La electrónica com enzó a desarrollarse especialm ente en los E sta­ dos

Unidos,

en

parte

com o

conse­

cuencia de las investigaciones em p ren ­ didas durante la segunda guerra m un­ dial, y la llam ada «guerra fría», tam bién com o

producto

de

una

m entalidad

industrial apoyada en la alta in vesti­ gación. Los progresos fueron trascen ­ diendo al resto del m undo, y hoy dia la electrónica puede ser em pleada, aunque por solo unos pocos, hasta en los países m enos desarrollados.

La química del silicio. Transistores y

ébíjjs La quím ica orgánica se basa en un elem ento tetravalente, el carbono, cuya presencia es fundam ental para la vida, y todos los progresos en el cam po de la m edicina, la farm acia y la biología se basan en ella. Porque su conocim iento afecta a la vida, el hom bre se ha e sfo r­ zado por avan zar en su conocim iento m ás especializado. Solo a fines del siglo XX ha com enzado a utilizarse la com ­ plicada quím ica del carbono para a p li­ caciones industriales y para la obten­ ción de m ateriales de últim a generación y p eculiar uitilidad. La quím ica del s ili­ cio, el otro elem ento tetravalvente, que perm ite

tam bién

obtener

com bina­

ciones de casi infinita variedad, p erm a­ neció durante un tiem po m ás retrasada, tal vez porque no se encontraba un ca­ m ino

fácil

para

obtener

de

ella

resultados rentables.

Por otra

parte,

aunque la m ayoría de las rocas y los suelos de la superficie terrestre son com puestos de silicio, el aislam iento del silicio puro requiere una buena técnica. Pero la situación cambió. Hoy u tili­ zam os silicio o com puestos de silicio lo m ism o para la protección de naves espaciales que para com ponentes m uy delicados

de autom óviles o aviones,

para la fabricación de placas solares o fotovoltaicas, o para trazar circuitos integrados en transistores o m icrochips de los m ás diversos instrum entos que m anejam os. El centro de investigación m ás sofisticado del m undo se encuentra en el llam ado Silicon Valley, o Valle del Silicio — es un com plejo de m ultitud de em presas m ás o m enos asociad as—, en California. El silicio, del cual se obtu­ vieron

los

prim eros

instrum entos

hum anos en la Edad de Piedra, puede vo lver a ser la base de los principales

instrum entos del futuro. A la im portancia del silicio como m aterial útil es preciso su m ar las po­ sibilidades de la física cuántica. Si en un principio, la física cuántica sum ió a la ciencia en un piélago de nebulosas incertidum bres (vid. págs. 238 y ss.), lle ­ garía un m om ento en que se obtendrían de

ella

m ism o

asom brosos que

en

resultados.

Lo

el conocim iento

del

átomo — aunque en el caso anterior quizá con m ás utilidad to d avía— un descubrim iento

que

parecía

ser

ex­

trem adam ente teórico ha resultado po­ seer un caudal increíble de aplicaciones prácticas. La electrónica no hubiera lle ­ gado a donde hoy se encuentra — ni a donde, según las m ás razon ables con je­ tu ras se encontrará en el fu tu ro — sin un nuevo cam po de la física cuyas p o­ sibilidades apenas han com enzado a ser exploradas. Hay

elem entos

que

son

buenos

conductores de la electricidad, como por lo general son los m etales (muy especialm ente el cobre). Otros ofrecen fuerte resistencia al paso de la corriente, y desde m uy pronto se hizo patente la necesidad

de

«resistencias»

disponer Sin

tam bién

resisten cias

de sería

im posible conseguir un circuito eléc­ trico com plejo. Es m ás, la resistencia de un cuerpo al paso de la corriente es la m ejor form a de aprovechar su energía: en una lám para eléctrica, en un horno eléctrico, en una estufa. El silicio es un «sem iconductor» en el sentido de que su conductividad varía según la tem pe­ ratura, el cam po eléctrico a que está som etido, la intensidad de la corriente o gracias a pequeñas b arreras o su p er­ conductores que pueden introducirse en una lám ina que se llena de circuitos. Puede ejercer así el papel de una re sis­ tencia variable con ventaja sobre otros m ateriales. A sí se consagró el concepto

de «sem iconductor», un cuerpo o s is ­ tem a que puede v a ria r o regular una co­ rriente que pasa a través de él. El sis­ tem a fue d esarrollado por tres físicos norteam ericanos,

John

Bardeen, W i­

lliam Shackley y W alter Badstain, a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta; recibió el nom bre de transfer resistor, o resistencia de tra n sfe ­ rencia. Por abreviación de las dos p ala­ bras inglesas se ha consagrado m un ­ dialm ente el nom bre de transistor. La m ayoría de la gente relaciona esta p ala­ bra con un aparato de radio portátil, y com ete

con

ello

una

notable

inco­

rrección: sí es algo m ás correcto h ablar de «una radio de transistores», puesto que los transistores figuran entre sus com ponentes fundam entales. Durante los dos prim eros tercios del siglo XX, la m ayor parte de los aparatos de radio funcionaban a base de válvu las cató­ dicas, o válvu las de vacío, que hacían el

papel

de

rectificadores

o

am p lifi­

cadores: eran lo que llam ábam os co­ rrientem ente «lám paras de radio». Con aquellos

aparatos,

generalm ente

de

buen tam año, dotados de un com pli­ cado esquem a y de un buen núm ero de lám p aras,

podíam os

escuchar,

especialm ente en onda extracorta, em i­ soras de todo el mundo. Eso sí, hasta la aparición de la frecuencia m odulada, era difícil evitar interferen cias y ruidos parásitos. Un receptor de transistores com o los que hoy em pleam os es a li­ m entado por unas p ilas de escaso v o l­ taje, lleva una pequeña antena in cor­ porada (no com o la de nuestros abuelos, que podía m edir cien m etros), y tiene, evidentem ente, m enos alcance (en los m odelos com erciales que se nos o fre ­ cen). Ello queda com pensado por el hecho de que hay m uchas m ás em i­ soras, y repetidores herzianos que p er­ m iten conectar con cadenas de em isoras

m uy diversas. Pero lo que hem os de tener en cuenta desde el p rim er m o­ m ento es que el tran sisto r es una lám ina o m uchas lám inas de silicio que form an parte de com plejos circuitos integrados, y que el sistem a de transistores se aplica tanto a nuestro televisor, a nuestro telé­ fono a nuestro tocadiscos, a nuestro ordenador com o a nuestros aparatos de radio. En relación con la conductividad m odificable de los tran sisto res están los com plicados sistem as eléctricos que son los circuitos im presos y — sobre todo h oy— los circuitos integrados. Es p o si­ ble reunir una cantidad m uy grande de conexiones eléctricas, con sus con si­ guientes elem entos m odificadores, en un espacio m uy pequeño, gracias a las posibilidades de las placas de silicio. Una

com binación

entre

transistores,

m odificadores y resistencias dio lugar a circuitos integrados m uy com plejos. El

prim er circuito integrado fue obtenido por Jack K ilby en 1958. Desde entonces, no han hecho m ás que m ultiplicarse tanto los circuitos com o sus ap lica­ ciones a todas las ram as de la elec­ trónica y a los instrum entos m ás v a ria ­ dos.

Un pequeño

circuito

integrado,

concentrado en una «pastilla» es lo que se llam a chip. Y si todavía es m ás p e­ queño

— ¡no

por

eso

m enos

com ­

p le jo !— m icrochip. Una de las ventajas de la m icroelectrónica es, ciertam ente, su tam año. Un aparato de radio p ro ­ visto de vá lvu la s era un m ueble; un aparato de radio hoy (o un teléfono m óvil) puede llevarse en el bolsillo. Un ordenador ocupaba en sus prim eros tiem pos el tam año de una habitación, por los años sesenta o setenta el de un arm ario.

Hoy

existen

ordenadores

m enores que una petaca. Lo m ism o puede decirse de cualesquiera in stru ­ m entos

electrónicos

p rovistos

de

transistores,

circuitos

integrados

y

m icrochips. Si hoy padecem os o no una cierta m anía de lo innecesariam ente dim inuto es cuestión que no hay por qué discutir aquí; sí cabe ad m irarse en todo caso del hecho de que sistem as cada vez m ás com plejos y m ás p e r­ fectos ocupen progresivam ente m enos espacio.

Para

determ inadas

necesi­

dades, en centros científicos, o, por ejem plo, en la aviación o en la cirugía, la m iniaturización supone una ventaja fundam ental.

Otra

reducción

ig u al­

m ente asom brosa, pero con toda p roba­ bilidad m ás práctica, es la posibilidad de realizar funciones m uy im portantes con un consum o m uy bajo de energía. La reducción de tam año y la com ple­ jidad tecnológica, aunque parezcan ten ­ dencias en sentido inverso, son p ro ­ ducto del m ism o orden del progreso h u ­ mano. Por los años setenta del siglo XX, un

chip

incluía

m edia

docena

de

transistores; por los años noventa, un m icrochip (mucho m ás pequeño) estaba com puesto por m illones de transistores. Lo cierto es que la electrónica, a fines del siglo XX y principios del XXI, ha transform ad o la vida del hom bre y sus posibilidades com o m ínim o en un grado com parable al de los grandes inventos «prácticos» de la segunda m itad del siglo XIX. Y puede decirse que aún esta­ m os com enzando el cam ino de la elec­ trónica.

La televisión

El descubrim iento de un sistem a de captación de im ágenes lum inosas por un sen sor y su transm isión por m edio de ondas h erzianas a aparatos capaces de reproducir esas im ágenes sobre una p antalla no es posiblem ente la con­ quista m ás m eritoria de la electrónica, pero sí ha constituido un fenóm eno so ­ cial de prim er orden, pues que son m iles de m illones los seres hum anos que lo utilizan y de una form a u otra se dejan seducir y conducir por este m edio de

com unicación.

Siquiera

sea

por

razón de esta aceptación m asiva y del influjo o form as de vida que de ella pue­ dan d erivarse, m erece la pena dedicar un breve apartado a la historia de la televisión. La idea de tran sm itir im ágenes a d is­ tancia, por procedim ientos m ás o m enios sim ilares a los que ya existían para

tran sm itir

sonidos,

es

relativam ente

antigua. Si cabe enviar sonidos m e­ diante placas vibrato rias, cuyas v ib ra ­ ciones son reproducidas por otra placa que recibe los m ism os im pulsos, ¿por qué no era posible enviar y recibir im á­ genes m ediante vibracion es recibidas de las ondas lum inosas? El problem a con­ sistía en que si las vibracion es sonoras pueden ser reproducidas por una lá ­ m ina que vibra sesenta, cien, quinientas veces por segundo, las vibracion es de la luz son del orden de m iles de m illones por segundo, y no pueden ser rep ro ­ ducidas por sim ilares procedim ientos. Sin em bargo, se intuía la posibilidad de encontrar

un

cuerpo

«fotoeléctrico»,

capaz de tran sfo rm ar en señ ales tra n s­ m isibles la energía lum inosa, y de re ­ producirlas tam bién en form a de em i­ siones de luz; en definitiva, se trataba de buscar un m edio para descom poner una fotografía o im agen en líneas y puntos

claros y oscuros, y al m ism o tiem po, lo ­ grar una pantalla que pudiese rep ro ­ ducir aquellos im pulsos tal com o se h a­ bían recibido. Poco a poco se fueron conociendo las propiedades de un ele­ m ento que acusa m últiples sensaciones producidas por la luz. El selenio, al ser ilum inado por una luz de d iversas fre ­ cuencias, em ite electrones de esas fre ­ cuencias que pueden recogerse y tra n s­ m itirse. Todo consiste en fabricar un com plejo de células de selenio, em itir la señal que produjesen, y recibirla en una pantalla capaz de reproducir las m is­ m as frecuencias, y d istribu irlas en el m ism o orden espacial en que se habían transm itido. G. C asselli, en 1863, in ­ ventó

el «pantelégrafo»,

un

aparato

todo lo prim itivo que se quiera, pero que le perm itió enviar a través de cable dibujos de París a M arsella. En 1875, el norteam ericano C arey proyectó tra n s­ m itir

im ágenes

desde

un

em isor

form ado por 2.500 células de selenio hasta una p antalla form ada por otras 2.500 lám paras, unidas cada una a sus respectivas células por m edio de 2.500 cables. El proyecto resultó dem asiado com plicado y caro, y no consiguió la ayuda

necesaria.

Con

todo,

estaban

dados los prim eros pasos en la tra n s­ m isión de im ágenes. A hora

bien:

la

transm isión

tele­

gráfica, y después la telefónica y la radiofónica son diacrónicas, es decir, perm iten em itir y recibir sonidos suce­ sivos, com o son los de una conver­ sación o una pieza m usical. ¿E ra p o si­ ble pasar de la im agen estática a la im a­ gen en m ovim iento? Tal posibilidad represen taría el equivalente del paso de la fotografía (1840) al cine (1896). El proceso tam bién fue, en este caso, m uy lento. En 1884 el ingeniero alem án Paul N ipkow inventó un disco de explo­ ración lum ínica (disco de Nipkow). Este

disco estaba perforado por una serie de agujeros dispuestos en form a de espiral. Colocado el disco delante de una im a­ gen, el ojo no podía ver m ás que partes m uy pequeñas de la m ism a; pero si se lo hacía girar con rapidez, era posible ver la im agen com pleta. Es preciso recor­ dar, en una observación válida tam bién para el cine, que el ojo hum ano no puede retener im ágenes que duran, por ejem plo, una centésim a Esta

lim itación

tiene,

enorm es ventajas.

de segundo. por

paradoja,

Sustituyendo,

por

ejem plo, cada fracción de segundo, una im agen por otra m uy parecida (por ejem plo, la de un hom bre que adelanta cada vez m ás un poco m ás el pie) podrem os

obtener

la

sensación

de

movimiento: cada im agen es fija, pero la sucesión m uy rápida de im ágenes nos hace parecer que el hom bre cam ina. De aquí los dibujos para niños en libritos cuyas

páginas

se

hacen

p asar

velozm ente, el zootropo, un juguete m uy didáctco en los laboratorios de física de los colegios, o el cine, en que la «cruz de m alta» del proyector establece un casi im perceptible m om ento de oscuridad, que se aprovecha para sustituir una im agen por la siguiente. Si la su sti­ tución se opera a una frecuencia in fe ­ rior a 16 im ágenes por segundo, ob ser­ varem os que el m ovim iento se opera «a saltos»; una velocidad m ayor produce todavía una cierta sensación de p a r­ padeo (observable en m uchas películas antiguas). A hora bien, con el disco de Nipkow, si giraba lentam ente, no se apreciaba bien la sensación de m o vi­ m iento: si lo hacía m uy deprisa, apenas podía verse nada. El sistem a no estaba m al pensado; solo que era preciso p e r­ feccionarlo. Y la versión definitiva no podría llegar hasta la era de la elec­ trónica.

El

británico

John

L.

Baird

realizó los prim eros experim entos en

1926, al tran sm itir 12 im ágenes por se­ gundo: ¡todavía una velocidad in su fi­ ciente,

pero estaba en la verdadera

línea!

En

1928

consiguió

resultados

mucho m ás aceptables. En ese m ism o año,

un

ruso-am erican o,

W ladim ir

Sw orykin , inventaba el tubo iconos­ copio, un elem ento fundam ental para la reconstrucción de im ágenes. En el ico­ noscopio, una cám ara proyecta la im a ­ gen sobre un mosaico fotoeléctrico reves­ tido por m illares de gotitas m icro s­ cópicas de cesio, sen sibles a la luz. Cada una recibe la señal lum inosa de una parte de la im agen, e irradia a su vez lo que ha recibido, para su transm isión. Esta señal es captada por un receptor provisto de tubos que reproducen cada uno de los fragm entos de señal re ci­ bidos, y los proyectan sobre una p an ­ talla. En 1930, la BBC británica com enzó sus

em isiones

de

televisión.

En

un

principio, la escasa definición de las im ágenes (30

líneas, y

con

in terfe­

rencias), pareció un fracaso, y hasta se pensó en suspender las sesiones: llegó a pensarse que la televisión tenía un du­ doso p orvenir (!); pero por los años 30 se perfeccionaron los sistem as y se ve n ­ dieron unos 10 .0 0 0 receptores. Sin em ­ bargo, fue el m étodo electrónico de Sw orykin el que se im puso d efin iti­ vam ente, y

perm itió

afin ar la d efi­

nición. La televisión ya estaba en m ar­ cha como sistem a audiovisual aceptado por m iles de personas, cuando llegó la guerra m undial (1939-1945), y desap a­ recieron casi todas las em isiones dedi­ cadas al público (excepto en USA). Por 1945-55, la televisión llegó a todo el m undo desarrollado, y en la década s i­ guiente, a todo el resto del planeta. A com ienzos del siglo XXI existen m illa ­ res de estaciones em isoras y m ás de m il m illones de receptores en toda clase de

dom icilios, porque la penuria econó­ m ica no frena el ansia de poseerlos antes que otro bien disfrutable. Ya por 1958 «France-Soir» com entaba que en las chabolas de los alrededores de París, carentes de los servicios m ás elem en ­ tales, no faltaba nunca una antena de televisión. El fundam ento de la televisión m o­ derna es m ás com plejo que el del c i­ nem atógrafo. La sensación de conti­ nuidad se consigue con la ilum inación de un determ inado núm ero de cuadros por segundo, con los m ism os efectos visu ales que en el cine. La im agen se d i­ vide en una serie de líneas que son barrid as de izquierda a derecha y de arriba a abajo. Para una m ejor ad ap ­ tación visu al del espectador (aunque el espectador no se fija en nada, com o no sea la im agen com pleta que cree ver), alternan las líneas pares con las im pa­ res. Nunca vem os todas las líneas a la

vez, ni siquiera todos los puntos. Es lo m ism o; la retina los retiene todos como si fueran sim ultáneos. La calidad de la im agen es tanto m ayor cuanto m ás alto sea el núm ero de líneas. En Europa se ha adoptado la norm a de em itir — y por tanto recib ir— en 625 líneas. La televisión, com o el cine, ha pasado del blanco y negro al color, y ha adqui­ rido las form as m ás d iversas de difusión de sus em isiones: por repetidores, por cable, por satélite, la versión digital, que aum enta la definición. Las pantallas de tubos tienden a sustituirse por pantallas p lanas de plasm a. Por otra parte, la po­ sibilidad de colocar en órbita satélites geosincrónicos, que a 36 .0 0 0 km de la Tierra giran en torno a ésta en 24 horas, les perm ite estar siem pre encim a del m ism o continente, de suerte que su señal pueda ser captada por antenas fijas, sea cual sea la distancia a que se encuentre

la

estación

em isora.

El

sistem a de televisión no solo es un se r­ vicio,

público

o

privado,

m ación,

distracción,

actos

en

de

in fo r­

transm isión

directo,

de

reportajes,

espectáculos de todas clases... publi­ cidad, sino que se em plea tam bién en circuitos cerrados para inform ación o vigilancia.

El

m undo

está

lleno,

y

probablem ente lo estará cada vez m ás, de cám aras y p antallas que em iten, reciben y reproducen sin cesar.

El asombroso mundo de la informática

El avance de la electrónica — hoy es preciso hablar de m icroelectrónica— en el m undo se debe ante todo a las p o r­ tentosas p osibilidades que nos ofrece la técnica en el cam po de los transistores, los circuitos integrados y los chips. La aplicación de estos m étodos, a los que ya nos hem os referido en sus térm inos generales, ha enriquecido hasta p osibi­ lidades inim aginables a las com u ni­ caciones, a la industria, a la cibernética o arte de ingeniar instrum entos que se m anejan y controlan por sí solos, a la robótica, o em pleo de m áquinas que pueden sustituir — ¡tal vez su p la n ta r!— las funciones del trabajo hum ano; y, sobre todo la inform ática, una ciencia m uy com pleja que designa funciones m uy diferentes entre sí, com o pueden ser la de calcular, la de alm acenar y ordenar datos, la de diseñar m odelos, o

v irtu a liza r

im ágenes

a

tres

dim en­

siones, o la de procesar cualquier serie de inform ación, incluidos textos escri­ tos enteram ente revisables a voluntad. M uy probablem ente, el cam po donde m ás espectacularm ente y con m ás am ­ plias aplicaciones se ha d esarrollado la electrónica

es

la

informática.

In fo r­

m ática, nom bre tom ado de dos p ala ­ bras,

«inform ación» y

«autom ática»,

suele d efinirse com o la tecnología que se ocupa de obtener y procesar toda clase de inform ación m ediante sistem as autom áticos. En general, las funciones m ás requeridas en este enorm e ám bito son las de cálculo y las de ordenación o procesam iento; m ás tarde, por la p o­ sibilidad

de

asociar

un

instrum ento

electrónico a una red o base de datos, tam bién la búsqueda de inform ación en sí. De aquí los nom bres que se han dado a los instrum entos de esta naturaleza. Prim ero predom inó el de «com putador»

o «com putadora», que alude a su em ­ pleo en funciones de cálculo. Este nom ­ bre se ha m antenido en inglés, y, quizá por su influjo, se em plea en la m ayor parte de los países de habla española en A m érica. Después se ha hablado de «ordenador». En España, por los años ochenta del siglo XX, los centros cien tí­ ficos

preferían

tador»

para

el

térm ino

m áquinas

«com pu­

o program as

orientados a tareas de cálculo; y «orde­ nador» para los destinados p referen ­ tem ente a bases de datos o a tareas de procesam iento. Hoy se prefiere la p ala ­ bra «ordenador», con independencia de las

casi

infinitam ente variad as

fu n ­

ciones y aplicaciones que esté p rep a­ rado

para

realizar

el

instrum ento,

según, por supuesto, los program as que se introduzcan en él. Se com enzó, y desde hace m uchísim o tiem po, por la com putación, es decir, por el cálculo m atem ático. El ábaco

(vid. p. e j., pág. 25) p erm itía realizar operaciones

sencillas.

John

Neper,

inventor de los logaritm os (vid. pág. 115) fabricó un aparato con palillos im p re­ sos que facilitaba las operacion es de m ultiplicación y d ivisión; y m uy poco después

B las

Pascal

(vid.

pág.

116)

inventó la prim era calculadora m ecá­ nica. Su padre era funcion ario de H a­ cienda, y para él ideó un aparato de ruedas dentadas en que cada una hacía avan zar un paso a la siguiente cuando com pletaba una vuelta. G iraban m e­ diante una m an ivela, en una dirección para sum ar y en la otra para restar. A fines del XV II, Leibniz (vid. págs. 12 0 ss.) inventó una m áquina que podía m ultiplicar,

d ividir y

obtener raíces

cuadradas. En 1801 el fran cés Jacquard inventó el sistem a de tarjetas p erfo ­ radas, y en 1879 el am ericano Hollerith lo perfeccionó para trabajos estad ís­ ticos.

Las

tarjetas

p erforadas,

que

perm iten

ad vertir concom itancias en

una serie de datos, ahorraban m ucho tiem po de búsqueda y clasificación. Las tarjetas perforadas constituyen el p ri­ m er sistem a de «ordenador» que existió. En 19 0 0 el m ism o H ollerith inventó una m áquina que podía clasificar 3 0 0 ta r­ jetas por m inuto, y en 1924 fundó la prim era com pañía inform ática, la In ­ ternational

B usiness

M achines,

IBM .

Sus aparatos funcion aban por sistem as puram ente m ecánicos, pero ya rendían resultados que podían ah orrar m uchí­ sim o tiem po. La

electrónica

perfeccionó

in creí­

blem ente los sistem as, los hizo m ucho m ás rápidos y les confirió una serie de aplicaciones hasta entonces in im agi­ nables. Por 1935, el bulgaroam ericano John V. A tan asso ff obtuvo la prim era calculadora digital, que operaba en sis­ tem a binario. Fue el prim ero en llam ar al

aparato

«Computer».

La

guerra

m undial, por el interés de los conten­ dientes, aceleró el proceso, y en 1943 se inició el proyecto ENIAC (Electronic N um erical Integrator and Computer), cuyos resultados com enzaron a tocarse en 1947. El ENIAC tenía 19 .0 0 0 v á l­ vulas,

1.500

relevadores

eléctricos,

7.500 interruptores, m ás de 10 0 .0 0 0 resistencias y 800 kilóm etros de cables. Pesaba unas treinta toneladas, y ocu­ paba trescientos m etros cúbicos. Nece­ sitaba un edificio especial para él. Eso sí, podía realizar 5 .0 0 0 sum as por m i­ nuto, una velocidad m aravillosa para aquella época. Entretanto, los alem anes, en el bando contrario, habían inventado la com putadora Z 3, ideada por Konrad Zusse; en 19 44, la m áquina fue des­ truida por un bom bardeo aliado, pero se conservó el esquem a, que perm itió, unido ya a los am ericanos, m ejorar los resultados. Los transistores y los sistem as de

circuitos

integrados

im pulso

im prim ieron

definitivo,

un

m ultiplicaron

espectacularm ente las aplicaciones de los ordenadores y dism inuyeron d rá sti­ cam ente su tam año. Las válvu las y sus accesorios fueron sustituidos por chips y m icrochips. El ordenador pasó de tener el tam año de una casa al tam año de un arm ario, luego al de un objeto com o una m áquina de escribir... o de una billetera. Lo que antes era preciso d epositar en un decím etro cúbico de ferrita cabía ahora en un chip de pocos m ilím etros. Por los años 70 las com pu ­ tadoras

podían

realizar

operaciones

m uy com plejas, hacer diseños, trazar m odelos, ordenar y relacionar datos, controlar otros instrum entos. En 1971 se creó el p rim er p rogram a para enviar correo electrónico. En 1976 se estable­ cieron

las

com pañías

M icrosoft

y

Apple. Y en 1980 apareció el ordenador personal,

m anejable

en casa, y

Bill

Gates inventó el lenguaje W indow s, m uy ágil y asequible a cualquier ope­ rador. El sistem a operativo W indows, com o tal, se desarrolló por M icrosoft en 1985. Desde 1984 se consagraron los sis­ tem as operativos M acintosh, com ercia­ lizados por Apple. Por los años 90 se difundió el sistem a operativo L inux... etc. Entretanto, se había encontrado la posibilidad no solo de conectar un orde­ nador con otro situado a gran distancia, sino hacerlo a una base de datos, o a una red m uy am plia de inform ación com partible por m uchos usuarios. A sí nació internet, en principio red de o r­ denadores interconectados, luego una red extensísim a de fuentes de in fo r­ m ación en línea, que perm ite acceder a m iles de m illones de «portales» y p ág i­ nas distintas. En 1996 se creó Internet 2, que

perm ite una

gran velocidad

de

conexión y descarga. En 20 0 6 el nú ­ m ero de usuarios de internet en todo el

m undo alcanzó los cien m illones. Los ordenadores, com o casi todo el m undo

sabe,

funcionan

en

sistem a

binario. Es el m ás sencillo, porque solo conoce dos dígitos, pero en cam bio necesita m uchas series de dígitos para rep resen tar valores o significados. De m om ento al m enos, es p referible con fi­ gurar las m áquinas en un sistem a b in a­ rio. Un ordenador no conoce, por tanto, m ás que dos dígitos, digam os para sim ­ bolizarlos, o y i. Cada dígito es un binary digit, o, com o se escribe de form a resum ida, un «bit». Podem os darles un significado determ inado, «positivo» y «negativo»,

«abierto»

y

«cerrado»,

«encendido» y «apagado», «blanco» y «negro», según el program a que esta­ blezcam os. Si trabajam os con dos bits para conocer el estado de dos bo m b i­ llas, podem os rep resentar cuatro com ­ binaciones: o o , las dos apagadas; 10, la prim era

encendida

y

la

segunda

apagada; o í, la prim era apagada y la se­ gunda encendida; n , las dos encendidas. Se estim a que con ocho bits se puede expresar

una

construcción

m ín im a­

mente lógica; este valor de ocho bits se llam a «byte». Un byte adm ite ya 256 com binaciones

de

dígitos.

En

abre­

viatura se representan bit com o b y byte com o B. Un ordenador funciona con m illones o billones de elem entos, au n­ que pertenezcan todos al sim plicísim o sistem a

binario.

Los

m últiplos

m ás

conocidos son «kilo», m il; «mega», un m illón; «giga», m il m illones; «tera», un billón. Com binando m iles de m illones o billones de datos, es posible realizar todas

las

operaciones

im aginables.

N aturalm ente, la función que realizan estos datos depende de los program as o software que se h ayan introducido en el disco duro o hardware, que es el gigan ­ tesco alm acén que los contiene y con­ trola todos.

Innecesario parece seguir con la h is­ toria cada vez m ás prodigiosa del ord e­ nador. Hoy existen m áquinas capaces de las m ás variad as funciones, dotadas de una capacidad casi ilim itada, que pueden operar a velocidades increíbles. Se estim a que no se logrará jam ás una «inteligencia artificial» capaz de in ge­ niárselas por sí sola — o de rebelarse contra los propios hum anos, com o se ha

pretendido

dram áticam ente

en

novelas o películas de ficción— : al fin y al cabo, una m áquina es obra de h u m a­ nos y solo opera en los sistem as p re ­ vistos y ordenados por hum anos. Su ló­ gica es una lógica program ada por seres capaces de p ensar —y de concebir, com o aquéllas no conciben, ideas ab s­ tractas—,

con

libertad,

con

im agi­

nación, y, lo que tal vez es m ás p ro d i­ gioso, con intuición. No podem os exigir abstracción,

libertad,

im aginación

ni

intuición a un ordenador, por m ucho

que sim ule tenerlas. Pero su velocidad de respuesta es incalculablem ente supe­ rior a la que tiene el hom bre, y no sabe­ m os todavía a dónde puede llegar. 1 En agosto de 2006, una nueva sesión de la Unión A stronóm ica Internacional renovó

la

polém ica

hasta

extrem os

im pensados. En principio se decidió declarar

planetas

a

Ceres,

Caronte

(satélite de Plutón,!), Sedna y Xena, con lo que el núm ero total de planetas ascendería a doce. A últim a hora, p osi­ blem ente con m ejor criterio, se votó la exclusión de Plutón y

de todos los

dem ás cuerpos m enores de la lista de planetas

propiam ente

dichos.

Aún

queda por decidir una buena clasifi­ cación de los cuerpos del sistem a solar. 2 En física de partículas se pueden form ular los fenóm enos, y tam bién p re­ decir su estadística, no los hechos con­ cretos, pero a la hora de su explicación

p rim aria es preciso operar por an a­ logía, y de ahí la necesidad de em plear tantas palabras entre com illas. 3

En el cam po de la física de p artí­

culas y otros de la física m oderna, hay que distinguir entre el hecho de «pos­ tular» (llegar a la conclusión de que es necesaria u obvia la existencia de algo) y «descubrir», que es com probar ex p e ­ rim entalm ente su existencia. En oca­ siones se em plea, quizá im propiam ente el verbo «predecir». No todo lo predicho o postulado llega a ser com pro­ bado o descubierto de una m anera efec­ tiva, aunque existen m otivos para su po­ ner que las cosas son com o las «pre­ dicen».

A modo de conclusión La ciencia progresa, ha progresado siem pre. Cabe, asum ida su naturaleza y la propia naturaleza del hom bre, que siga progresando de una m anera u otra en el futuro. El hom bre es un ser que quiere alcanzar cada vez objetivos m ás am plios, y por consiguiente nunca se conform a con lo que ha logrado saber o con lo que ha podido conseguir. En oca­ siones se equivoca, pero no deja de p ro ­ gresar cuando tras reconocer su equ ivo­ cación rectifica. Se han com etido a lo largo de la h istoria de la ciencia gruesos errores, que en determ inado m om ento se han corregido. Tam bién se dan en ella m om entos de progreso y m om entos de estancam iento, pero hay al m ism o tiem po una curiosa sustitución en el protagonism o de los avances m ás n o ta­ bles. Los chinos o los caldeos eran los pioneros de la ciencia en el mundo

cuando los griegos apenas habían d es­ pertado a la llam ada del saber. Luego fueron los griegos los que alcanzaron nuevas y desconocidas fronteras.

La

ciencia clásica, tras siglos de esplendor, se estancó tras la decadencia del im pe­ rio rom ano, pero, a poco de consagrada esta crisis, los árabes fundieron la ap o r­ tación de va ria s culturas, y se con vir­ tieron los m ejores científicos de la Tie­ rra. D ecayeron justam ente cuando la ciencia de Occidente tom aba el relevo y llevaría la delantera al resto del m undo durante siglos. Siem pre hubo alguna o algunas culturas p articularm ente desta­ cadas en la preocupación por el conocer científico, y hasta cabe aceptar la suge­ rencia de que, tom ando en cada m o­ m ento histórico el grado de desarrollo de la cultura m ás avanzada, el progreso de la ciencia no se detuvo nunca. Los tiem pos m odernos, por lo m enos desde

fines

del

siglo

XV II,

han

presenciado

una

espectacular

acele­

ración del saber científico en el ám bito de Occidente, una aceleración que no se ha detenido todavía, y que ha llevado a la cultura occidental a ejercer una fu n ­ ción de liderazgo que se extiende hasta los tiem pos de la globalización. Aún hoy, la ciencia que desarrollan con éxito otras culturas es heredera directa en casi todos los casos de la ciencia occi­ dental. A dónde puede llevarn os este proceso de aceleración cada vez m ás espectacular es un extrem o que nos atañe m uy p articularm ente, que nos interesa, nos apasiona y hasta nos p reo ­ cupa, pero en cuya naturaleza no pode­ m os entrar cuando nos lim itam os a rep asar la h istoria de la ciencia. La h is­ toria falta a su naturaleza cuando se atreve a atisbar el futuro. La aceleración del progreso científico es uno de los hechos m ás espectaculares de los tiem pos que vivim os, y no puede

por m enos de producir una dosis m uy grande de adm iración. Este proceso, que en unos casos ha decidido los destinos del m undo, que en otros ha suscitado, junto con esa adm iración, una cierta alarm a e incluso tem or (a las form as de energía atóm ica, a las m an ipulaciones sobre la vida, a la «inteligencia a rti­ ficial», a la degradación del m edio am ­ biente, al paro originado por la su p lan ­ tación del trabajo hum ano por el de otros ingenios m uy eficaces) ha p rovo­ cado las m ás inesperadas reacciones en los analistas y en la m ism a sociedad. Se ha destacado que el progreso en sí ha de resultar siem pre positivo, pero sería en alto grado deseable un progreso arm ó­ nico y equilibrado. Resulta intuible que, incluso sin salir del m undo científico, el progreso ha sido o está siendo mucho m ás acelerado en unas áreas de conoci­ m iento que en otras; y, si salim os de su m undo

específico,

tam bién

parece

cierto que el progreso científico, en general,

resulta

dem asiado

grande

com parado con otros ám bitos de p ro­ greso en que el desarrollo hum ano ha experim entado m enos avances, o in ­ cluso en determ inados valores fu n d a­ m entales para el sentido m ás profundo del ser y

el existir

hum ano

puede

encontrarse en regresión. Esta d esp ro­ porción en los distintos com ponentes del progreso, que ya preocupaba a O r­ tega y G asset, puede rep resen tar para un especialista en «filosofía del p ro ­ greso» com o Robert Nisbet, un «des­ coyuntam iento», sim ilar al de un h om ­ bre cuyo brazo derecho o cuya oreja iz ­ quierda

crecen

m ucho

m ás

que

los

dem ás m iem bros, en tanto los pies o las m anos se atrofian o se anquilosan: un hom bre tal acabaría convirtiéndose en un m onstruo. No es criticable el p ro ­ greso en sí, sino su aceleración en solo unas direcciones determ inadas. Quizá

en el futuro se vea clara la necesidad de una arm onización de todos los valores que nos realizan com o seres inteligentes y responsables. El progreso científico ha vivido, en especial a p artir del arranque de su aceleración a fines del siglo XVII, fases iconoclastas. La ciencia antigua se ha presentado m uchas veces com o d esp re­ ciable, equivocada y por lo m ism o ab­ solutam ente digna de ser fustigada y desechada.

Luego,

la iconoclastia

se

suaviza, y se reconocen los aciertos de los antiguos, evitando sus errores y superando sus lim itaciones. La geom e­ tría no euclidiana no tiene por qué desterrar a Euclides, cuyos p rincipios siguen siendo perfectam ente válidos en la vida corriente, y constituyen el in s­ trum ento habitual de los m ism os cien tí­ ficos. Einstein no ha condenado a Newton, aunque ha m odificado sus con­ ceptos;

pero

las

ecuaciones

new tonianas siguen siendo tan útiles com o hace siglos para el cálculo de órbitas o para evaluar la caída de los cuerpos. Lo nuevo no destruye todo lo antiguo,

ni tam poco hubiera podido

establecerse sin el apoyo previo de lo antiguo: p recisam ente por eso sigue siendo útil y en m uchos casos necesaria la historia de la ciencia. Para term inar. En algunas ocasiones, el optim ism o am biente, atizado por los logros espectaculares, hizo pensar que la h istoria de la ciencia se encontraba cerca de su final; o, en otras palabras, que el progreso científico poseía una m eta, y esa m eta estaba a punto de ser alcanzada.

La

Ilustración,

el

P ositi­

vism o, pero tam bién el salto gigante de los últim os años han dado pie a especu­ laciones de una u otra naturaleza, pero siem pre en un sentido análogo. El «fin de la h istoria» — com o tal tam bién en sentido

genérico,

com o

pudieron

concebirla Hegel, M arx o Fukuyam a— rep resentaría una época de plenitud, una especie de paraíso en la tierra, en que ya

estarían

gozosam ente

alcan ­

zadas todas las m etas deseables: los h istoriadores piensan que eso no deja de ser una bella utopía. En un libro m uy leído — o m uy com enzado a le er—, com o que fue un best seller a fines del siglo

XX,

el

cosm ólogo

Stephen

H awking term inaba con una afirm ación sorprendente: «si un día logram os una fórm ula capaz de expresar la realidad del U niverso — se refería a la Teoría de la G ran U nificación— habrem os con se­ guido p enetrar en la m ente de Dios». Un poco

pretenciosa

puede

parecer

esa

suposición. El hom bre posee una ben ­ dita ansia de saber, y saber cada vez m ás. Pero, con toda la excelencia que le caracteriza, es un ser lim itado, y no puede

asp irar

D em asiados

a

un

saber

desengaños

infinito. nos

ha

proporcionado ya la orgullosa segu ­ ridad de haber alcanzado un grado de conocim iento absoluto sin otro m edio que la razón, por adm irable que sea esa h erram ien ta

concedida

al

hom bre,

com o para que caigam os de nuevo en la m ism a equivocación. El endiosam iento del sabio (y m ás aún el de quien cree ser sabio) ha sido siem pre peligroso, lo es y lo seguirá siendo. ¿Q uiere sign ificar un reconocim iento de esta lim itación que habrá de llegar un m om ento en que tendrem os que renunciar a aum entar nuestros conoci­ m ientos? Todavía no estam os en condi­ ciones de tocar los lím ites de la ciencia posible, entendam os la ciencia asequi­ ble al hom bre. Por un lado, es m ucho m ás todavía, por increíble que pueda p arecem o s, lo que resta por conocer que lo que conocem os; por otro, la capacidad de la inteligencia hum ana puede potenciarse m ás y m ás en el

futuro. Tenemos todavía un am plio ca­ m ino por delante, tal vez hasta h o ri­ zontes que hoy ni siquiera som os cap a­ ces de im aginar, com o nuestros an tep a­ sados, con poseer una rica im aginación, tam poco im aginaron m uchos de los lo ­ gros

actuales.

M antenem os,

por

lo

m enos el m ism o grado de curiosidad que los prim eros y

sen cillos exp lo ­

radores de la naturaleza, un ansia ilim i­ tada de conocer realidades nuevas y de resolver m isterios; y m antenem os, o debem os m antener siem pre, com o nos exige la ética de la ciencia, un incond i­ cional am or a la verdad, a alcan zar la verdad, en vez de tratar de im ponernos a ella.

ÍNDICE ONOMÁSTICO -AA bderrah m an I A bd errah m an III Abú Bakr Adam s, John C. Adáo da Fonseca, L. Ader, Clem ent A gassiz, Louis A iry Al Batanní A l Farghani Al Fragran (v. Al Farghani) A l G azal Al Hazari Al Jw arizm i A l M am ún Al Razes A l Sufí Al Zarah m i A lberto M agno, san Alcuíno de York

A ld rin Buzz A lejandro M agno A lfaqui, A braham A l-F arari A lfonso VI A lfonso X A lhakem II A l-M an su r A lm anzor A m pére, A ndré M. A naxágoras A ntoniadi Aquiles A rago, Francois A ristarco A ristóteles A rkw righ t, Richard A rm strong, Neil A rquím edes A rtigas, M. Ashley, A nthony A surbanipal A ta n a sso ff

Aubrey, John Augusto Avenpace A venzoar Averroes Avery, O swald Avicena A zarquiel A zpilicueta, M artín de -BBachelar, G astón Bacon, Roger Badstain, W alter Baird, John Baldw in Barberini, cardenal Bardeen, John Barnard , C h ristian B arrow Barth Bateson, G rego ry Bateson, W. Bayle, G aspard

Becquerel, H. Beda el Venerable Behring Bellarm ino, cardenal Bensaude-Vincent, B. Benz, Karl Bernal, John D. Bernard, Claude Bernouilli, herm anos Berthe Berthelot, M arcellin Berthelot, Pierre Berzelius Bessel, W ilhelm Bessem er Black, Joseph Bodh Bóhm , V. Bohr, Niels Bollstadt,

A lberto

M agno) Boltzm ann, Ludwig Bouganville, Louis A.

de

(v.

Alberto

Boulton Boyer, H. Boyle, Robert Bracque Bradley, F. H. Brahe, Tycho Briggs, H enry Broglie, M aurice de Brooke Brouta, F. Brow n, John Brunelleschi Bruyton Buffon Bunsen, Robert Burckhardt, J. Buridan, Jean Butterfield, Herbert -CC abanis, G eorges Calvino, Italo Cam pbell, Keith C annizzaro, Stanislao

Cardano, Jerónim o C arey C arlom agno C arlos IV, rey de España C artw righ t, Edm und Casiodoro C asselli, G. C atalina I de Rusia C atalina II Cavendish, H. Celsius, A nders Cervantes, M iguel de Chacón Chain, E. C hallis Charcot, Jean -M artin C h artres, Fulberto de Chauliac, G uy de Chaunu, R Cicerón C lasius, R ud olf Clavius Clem ente IV, papa

Clem ente VII, papa Cockroft, John Cohén, S. Colbert Collins, Francis Colom bo, Realdo Colón, Cristóbal Com m odo Com te, Augusto Cook, alm irante Copérnico, Nicolás Coster, Laurens Coulom b C raig Venter, J. Crem ona, G erardo de C resques, A braham Crick, Francis C ristin a de Suecia, reina Cronw ell, O liver Cugnot, Nicolás Cullen, W illiam Curie, Pierre y M arie Cuvier

-D D’A lem bert Daguerre, Louis D aim ler Dalton, John D arw in, C harles Davy, H um phrey De Beer De Vries, H. Dem ócrito Derby Descartes, RenéDias, Bartolom eu Dickens, C harles Diderot Diesel D ioscórides Dirac Dom agh, G. Doyle Duhem, Pierre Dunlop -E -

Eanes, Gil Eastm an Ebert Echegaray, José Edison, Thom as A lva Einstein, A lbert Einthroven Elcano, Juan Sebastián Em m erich, R u d olf von Em pédocles Engelberg, Ulrich Erasm o de Roterdam Eratóstenes Ericsson Erlich, Paul Escobar, Jaim e Euclides Eudoxo Euler, Leonhart Everest, George -FFahrenheit, G abriel Faraday, M ichael

Fausto, doctor Federico II de Prusia Feijóo, fray Benito Felipe el H erm oso, rey Felipe II Ferm i, Enrico Ferrer, Jaum e Fibonacci Fitz-Roy, Robert Flam m arion, C: Flam steed, John Flem ing A lexand er Florey Fontana, Niccoló (v. Tartaglia) Foscarini, P. Fox, Charles Franklin, Benjam ín Franklin, Rosalind Fraunhofer, Joseph Freud, Sigm und Friedm ann Frisch, O. Frisius, G.

Frugardi, Ruggiero Fukuyam a Fulton, Robert Fust, Johann -G Gabet G abriel, arcángel G agarin, Yuri G aleno G alileo, G alilei G alle, J. G. G alvani G alvan i, Luigi G am a, Vasco da Gam ow, G. G arrod, A rchibald G ates, Bill G ay Lussac Génicot, Léopold G erberto de A urillac G eym onat, Ludovico G illette G ioja, Flavio

G lenn, John Godin Godoy, M anuel Goethe G raaf, van der G rah am Bell, A lexander G raham G ram m e G ran Khan G rassi, O razio G regorio XIII, papa G uilm et Guitton, Jean G undisalvo, Dom ingo G utenberg, Johann G utiérrez, Diego -HHahn, Otto Halles, A lejand ro de Halley, Edm und H am ilton H am m urabi. H arrison

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H ollerith Holley H ollywood, John (v. Sacrobosco, Juan de) Hooke, Robert Horacio Horrocks H otschkins Howe Hoyle, Fred Hubble, Edw in Huc H uizinga, Johan Hum ason Humboldt H uygens, C h ristian -IIsaac Ben Cid Isaac Peral Isidoro de Sevilla, san

-JJaky, Stanley Jaspers, K.

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Laennec, Theophile Lagny, M. de Lagrange, Joseph L. Laín Entralgo, Pedro Lalande, Joseph J. Lallem ent Lam arck Lanchester Landa, fray Diego Laplace, Pierre S. Larson Lauand, L. Jean Lavoisier, Antoine Lawrence, Ernest Le M onnier Leavit, H enrietta Leeuweenbroek Leeuwenhork Leibniz, G ottfried W. Leonardo da Vinci Leverrier, Urbain Lilienthal, Otto Lillehier, Richard

Lilley, S. Linde, F. von Linneo, C arlos Linton Lippersey, Hans Livingstone Lockyer, N orm an Louis, Pierre Lowell, Percival Lucio A nneo Luis II de B aviera Luis IX, rey Luis XIV Luis XV Lulio, Raim undo Lum iére, herm anos Lundstróm Lussac, Guy Lyell, C harles - MM ac C arth y M ac Leod M ach

M agallanes, Fernando de M agnani, G. M ahom a M allocello, Lancelloto M alpighi M arco A urelio M arco Polo M arconi, G uglielm o M artel, C arlos M arx, Karl M asón, S. F. M aupertius, M. de M aury, F. M axw ell Me Corm ick M édicis, Fernando de M edina, Pedro de M endaña, M endel, G regor M endeleiev, Dim itri M entel M ercado, Tomás del M ergenth aler

M esm er, Franz, M essier, C harles M eyer M ichelson, A lbert M iége M iesche, F. M iguel Angel M ilán, G ianfranco de M ileto, Tales de M irandola, Pico della M ondeville, Henri de M onier M onod M ontgolfier, Etienne M ontgolfier, Joseph M organ, Thom as M orley, F. M orse, Sam uel M üller, Johann (v. Regiom ontanus) -NN abucodonosor N achtigal N apoleón III

N aran Sin N assau, M auricio de N ayler Neckam, A. N em orarius, Jordanus Neper New com en, Thom as Newton, Isaac Niepce Nietzsche N ightingale, Florence Nipkow, Paul Nisbet, Robert Nobel N um eister - O -

Oersted, Hans C. Ohm O livier, Em ile Ornar O ppenheim er, Robert O resm e, Nicolás de Ortega y G asset, José

Otis

- P, Q Papp, Desiderio Paracelso Parsons Pascal, Blas Pasteur, Louis Pauli, W olfgang Pedro I, rey de Rusia Peller, Francis Penck, A lbrecht Penzias, A. Perelm an, Yakov, m atem ático Pericles Piazzi, G iuseppe Picasso, Pablo R. Pigafetta Pío X, papa Pisa, Leonardo de Pitágoras Planck, M ax Platón Plim pton

Plinio el Viejo Policrates Póo, Fernando Priestley, J. Protágoras Provins, Guyot de Ptolom eo Filadelfo Ptolom eo, Claudio Q uirós -R Rafael Raim undo, arzobispo Ram ón y C ajal, Santiago Reade, Nim rod Réam ur Regiom ontanus Regnier, E. Reitz Rem brandt Renán, Ernest Rey Pastor Reyes Católicos Rodolfo II, rey

Rolh fst Róm er, O laf Róntgen Rosse, lord Rouelle, J. R Rousseau, J. J. Roux Ruppel Rusell, Bretrand Rutherford -S Saavedra Sacrob o sco ,Ju an de Saint-Sim on, Henri Salviatti Santa Cruz, A lonso de Sargón Sauvage Schaller Scheele, C. W. Scheiner, R Schelling Schiaparelli

Schlüssel Schóffer, P. Schródinger, Erw in Schum w ay Seldm ayr Séneca Septim io Severo Servando de Toledo, san Servet, M iguel Severo, obispo Sevilla, Juan de Shackley, W illiam Shakespeare, W illiam Shapley, H arlow Shovell, alm irante Siem ens, W erner Silvestre II, papa Sim plicio Singer Sisebuto, rey Sm ith Soborgnan de Brazza Sorbon, Roberto

Sosígenes Spallanzoni, Lázaro Spencer, H erbert Spengler, O swald Speyer Stadler, H. J. Stahl, G. E. Stanley Starzl, Th. Stephenson, George Stevin, Sim ón Strassm ann, Fritz Strieder Strom berg, Roland Suess Sw orykin , W ladim ir Szilard, L. -T , U Tabib Bencum a Tartaglia Taylor Tellier, C harles Teofrasto

Teresa, santa Tesla Thom son, W illiam Thon, A lexand er Tito Livio Tomás de Aquino, santo Tomás, M oro, santo Tom baugh,Clyde Torres Torricelli Toscanelli, Paolo del P. Touissiant Toulim, Stephen Toulmin, Stephen Trevithick, Richard Trum an, presidente Tzara, Tristan Ulloa, A ntonio de Urbano VIII Urey, Harold -VVacherot, Etienne Valla, Lorenzo

Vallot Velázquez, Diego de Verne, Julio Vesalio, A ndrés V ilanova, A rnau de Visconti Vitrubio, M arco Vitry, Jacques de V ivaldi, herm anos Vives,Luis Vizinho, Jo se f Vogel Volta, A lessandro Von Braun, W ernher Voronoy, A. - W -

W addington, G. W aksm an, Selm an W allace, A. W alpole, H oracio W alton, Ernest W ashkansky, Louis W atson, D. T.

W atson, Jam es Watt, Jam es W eiszacker W ells, H. G. W heeler, John W hitecom W ilkins, M aurie W ilm ut, Ian W ilson, R. W right, herm anos W yville-Thom son, C harles -Y , Z Yale Yersin Yukaw a, Hideki Zeiher, J. E. Zenón de Elea Zeppelin, Ferdinand von Zusse, Conrad