Historia del pensamiento político español. Del Renacimiento a nuestros días
 9788436271041, 8436271041

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Historia del pensamiento político español (...)
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índice
a modo de introducción
tema 1 el renacimiento español
tema 2 el barroco y la contrarreforma
tema 3 la ilustración española
tema 4 revolución, guerra de la independencia, constitución de cádiz y retorno al absolutismo
tema 5 el liberalismo español en el siglo xix
tema 6 los tradicionalismos
tema 7 los demócratas
tema 8 la restauración
tema 9 el krausismo y la institución libre de enseñanza
tema 10 los regeneracionismos y el espíritu del 98
tema 11 los nacionalismos periféricos
tema 12 los socialistas. Tema 13 el pensamiento político de josé ortega y gassettema 14 las derechas ante la crisis de la restauración
tema 15 la dictadura de primo de rivera
tema 16 la ii república (i). las izquierdas
tema 17 la ii república (ii). las derechas
tema 18 el régimen de franco
tema 19 el pensamiento de la oposición al franquismo
anexo pautas básicas para el comentario de texto
1. concepto de renacimiento
2. la política. los tratados de educación de príncipes
3. el erasmismo español: los hermanos valdés
4. juan luis vives
5. la polémica sobre la conquista. 6. la creación de un derecho internacionalbibliografía
1. contrarreforma y política
2. antimaquiavelismo
3. los tacitistas
4. juan de mariana
5. francisco de quevedo
6. saavedra fajardo
bibliografía
1. semblanza general
2. la luz disipando las tinieblas
3. la educación como prioridad
4. la política
bibliografía
1. repercusiones en españa de la revolución francesa
2. guerra de la independencia, cortes de cádiz y la constitución de 1812
3. el reinado de fernando vii
bibliografía
introducción
1. el liberalismo en tiempos difíciles: trienio liberal y exilio. 2. la construcción del estado liberal3. el moderantismo: donoso cortés, alcalá galiano, joaquín francisco pacheco y andrés borrego
4. el partido progresista: salustiano olózaga y joaquín maría lópez
bibliografía
1. el tradicionalismo como ideología
2. el carlismo
3. el tradicionalismo isabelino
4. neocatolicismo y carlismo
bibliografía
1. el partido demócrata: pi y margall y emilio castelar, socialistas e individualistas
2. el interregno democrático
3. la i república
4. castelar y pi ante la restauración
bibliografía
introducción. 1. antonio cánovas del castillo: el liberalismo ecléctico2. la unión católica: un intento de tradicionalismo alfonsino
3. el historicismo tradicionalista de marcelino menéndez pelayo
4. carlismo e integrismo
5. el posibilismo liberal: sagasta
bibliografía
1. vicisitudes del krausismo español (1840-1875)
2. la institución libre de enseñanza: pedagogía y política
bibliografía
introducción
1. los precursores
2. joaquín costa
3. el "espíritu del 98"
4. el regeneracionismo dinástico
bibliografía
1. sabino arana y el nacionalismo vasco
2. los catalanismos
bibliografía.

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Historia del Pensamiento Político Español Del Renacimiento a nuestros días

PEDRO CARLOS GONZÁLEZ CUEVAS Coordinador ANA MARTÍNEZ ARANCÓN JUAN OLABARRÍA AGRA GABRIEL PLATA PARGA RAQUEL SÁNCHEZ GARCÍA JAVIER ZAMORA BONILLA

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA

HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL. DEL RENACIMIENTO A NUESTROS DÍAS

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© Universidad Nacional de Educación a Distancia Madrid 2016

XXXVOFEFTQVCMJDBDJPOFT

© Pedro Carlos González Cuevas (Coord.), Ana Martínez Arancón, Juan Olabarría Agra, Gabriel Plata Parga, Raquel Sánchez García y Javier Zamora Bonilla

ISBNFMFDUSØOJDP: 978-84-362- 

&diciónEJHJUBM: marzo de 2016

ÍNDICE

A modo de introducción Tema 1. EL RENACIMIENTO

ESPAÑOL.

Ana Martínez Arancón

1. 2. 3. 4. 5.

Concepto de Renacimiento La política. Los tratados de educación de príncipes El erasmismo español: los hermanos Valdés Juan Luis Vives La polémica sobre la Conquista 5.1 Significado de la Conquista 5.2 La figura del Conquistador 5.3 La controversia entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda 6. La creación de un derecho internacional 6.1 Francisco de Vitoria 6.2 Francisco Suárez Lecturas complementarias Bibliografía Tema 2. EL BARROCO 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Y LA CONTRARREFORMA.

Ana Martínez Arancón

Contrarreforma y política Antimaquiavelismo Los tacitistas Juan de Mariana Francisco de Quevedo Saavedra Fajardo

Lecturas complementarias Bibliografía Tema 3. LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA. Ana Martínez Arancón 1. Semblanza general



HISTORIA

DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL.

DEL RENACIMIENTO

A NUESTROS DÍAS

2. La luz disipando las tinieblas 3. La educación como prioridad 4. La política 4.1 León de Arroyal 4.2 Jovellanos y la memoria de defensa de la Junta Central Lecturas complementarias Bibliografía Tema 4. REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO AL ABSOLUTISMO. Pedro Carlos González Cuevas 1. Repercusiones en España de la Revolución francesa 2. Guerra de la Independencia, Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 3. El reinado de Fernando VII Lecturas complementarias Bibliografía Tema 5. EL

LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX.

Raquel Sánchez García

Introducción 1. El liberalismo en tiempos difíciles: Trienio liberal y exilio 2. La construcción del Estado liberal 3. El moderantismo: Donoso Cortés, Alcalá Galiano, Joaquín Francisco Pacheco y Andrés Borrego 3.1 Antonio Alcalá Galiano 3.2 Juan Donoso Cortés 3.3 Joaquín Francisco Pacheco 3.4. Andrés Borrego, el conservador independiente 4. El Partido Progresista: Salustiano Olózaga y Joaquín María López 4.1 Salustiano Olózaga 4.2 Joaquín María López Lecturas complementarias Bibliografía Tema 6. LOS

TRADICIONALISMOS.

Pedro Carlos González Cuevas

1. El tradicionalismo como ideología 2. El carlismo





ÍNDICE

3. El tradicionalismo isabelino 3.1 El moderantismo autoritario 3.2 Jaime Balmes: el tradicionalismo evolutivo 3.3 Juan Donoso Cortés: el tradicionalismo radical 4. Neocatolicismo y carlismo Lecturas complementarias Bibliografía Tema 7. LOS DEMÓCRATAS. Pedro Carlos González Cuevas 1. El Partido Demócrata: Pi y Margall y Emilio Castelar, socialistas e individualistas 2. El interregno democrático 3. La I República 4. Castelar y Pi ante la Restauración Lecturas complementarias Bibliografía Tema 8. LA

RESTAURACIÓN.

Pedro Carlos González Cuevas

Introducción 1. Antonio Cánovas del Castillo: el liberalismo ecléctico 2. La Unión Católica: un intento de tradicionalismo alfonsino 3. El historicismo tradicionalista de Marcelino Menéndez Pelayo 4. Carlismo e integrismo 5. El posibilismo liberal: Sagasta Lecturas complementarias Bibliografía Tema 9. EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE Carlos González Cuevas

DE

ENSEÑANZA. Pedro

1. Vicisitudes del Krausismo español (1840-1875) 2. La Institución Libre de Enseñanza: pedagogía y política 2.1 Proyecto pedagógico 2.2 Proyecto político 2.3 Nación e historia Lecturas complementarias Bibliografía





HISTORIA

DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL.

Tema 10. LOS REGENERACIONISMOS González Cuevas

DEL RENACIMIENTO

A NUESTROS DÍAS

Y EL ESPÍRITU DEL

98. Pedro Carlos

Introducción 1. Los precursores 1.1 Ricardo Macías Picavea 1.2 Lucas Mallada y Pueyo 1.3 César Silió y Cortés 2. Joaquín Costa 2.1 El hombre y su formación intelectual 2.2 Ante el 98 3. El «espíritu del 98» 3.1 Miguel de Unamuno y Jugo 3.2 Ramiro de Maeztu 4. El regeneracionismo dinástico 4.1 Antonio Maura y Montaner 4.2 José Canalejas y Méndez Lecturas complementarias Bibliografía Tema 11. LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS. Juan Olabarría Agra 1. Sabino Arana y el nacionalismo vasco 2. Los catalanismos 2.1 Valentín Almirall 2.2 Prat de la Riba y las Bases de Manresa 2.3 Eugenio D’Ors y el Noucentismo Lecturas complementarias Bibliografía Tema 12. LOS 1. 2. 3. 4.

SOCIALISTAS.

Pedro Carlos González Cuevas

Karl Marx y España Pablo Iglesias Posse y el PSOE Jaime Vera López, el marxismo cientificista Fernando de los Ríos, el socialismo humanista

Lecturas complementarias Bibliografía





ÍNDICE

Tema 13. EL PENSAMIENTO Zamora Bonilla

POLÍTICO DE

JOSÉ ORTEGA

Y

GASSET. Javier

1. El nuevo liberalismo socialista 2. La Liga de Educación Política Española: nueva política frente a la vieja política 3. La segunda etapa del liberalismo orteguiano. Una concepción más personal que política, pero plagada de propuestas sociales 4. España como problema. Europa como solución 5. Defender el liberalismo en tiempos de dictaduras: dudas y afirmaciones 6. «La rebelión de las masas» 7. La apuesta por la República y la temprana desilusión. La tercera etapa del liberalismo Lecturas complementarias Bibliografía Tema 14. LAS DERECHAS ANTE González Cuevas 1. 2. 3. 4. 5.

LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN.

Pedro Carlos

La crisis de la restauración, crisis del liberalismo Supervivencia y renovación del tradicionalismo carlista El catolicismo social El maurismo: La modernización conservadora Los intelectuales y el nuevo nacionalismo

Lecturas complementarias Bibliografía Tema 15. LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA. Pedro Carlos González Cuevas 1. La Dictadura primorriverista como proyecto político 1.1 El tradicionalismo ideológico de la Unión Patriótica 1.2 El Directorio Militar: La reforma de la administración 1.3 El Directorio Civil: La reforma social y económica 2. La Asamblea Nacional Consultiva y el anteproyecto constitucional de 1929 Lecturas complementarias Bibliografía





HISTORIA

DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL.

DEL RENACIMIENTO

A NUESTROS DÍAS

Tema 16. LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS. Pedro Carlos González Cuevas Introducción 1. Manuel Azaña Díaz, el liberalismo revolucionario 1.1 El reformismo 1.2 La apuesta radical 2. El socialismo español, entre el reformismo radical y la revolución 2.1 El bienio reformista 2.2 Luis Araquistáin y Leviatán 2.3 Julián Besteiro, la alternativa reformista Lecturas complementarias Bibliografía Tema 17. LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS. Pedro Carlos González Cuevas 1. La reacción monárquica: Acción Española 2. Tradicionalismo y accidentalismo: Acción Popular y la Revista de Estudios Hispánicos 3. El fascismo español: de las JONS a FE 3.1 Ramiro Ledesma Ramos: El voluntarismo fascista 3.2 Ernesto Giménez Caballero: El esteticismo fascista 3.3 José Antonio Primo de Rivera: El clasicismo fascista Lecturas complementarias Bibliografía Tema 18. EL RÉGIMEN DE FRANCO. Pedro Carlos González Cuevas 1. El franquismo: Síntesis de tradiciones 2. Los teóricos del falangismo: Francisco Javier Conde, Luis Legaz Lacambra, José Luis López Aranguren, Pedro Laín Entralgo 3. La nueva derecha monárquica: Rafael Calvo Serer, Florentino Pérez Embid, Ángel López Amo 4. La crisis del pensamiento falangista: José Luis de Arrese, Adolfo Muñoz Alonso 5. La crisis del tradicionalismo carlista: Rafael Gambra, Francisco Elías de Tejada 6. Gonzalo Fernández de la Mora: La teorización del Estado tecnoautoritario Lecturas complementarias Bibliografía





ÍNDICE

Tema 19. EL PENSAMIENTO Parga 1. 2. 3. 4.

DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO.

Gabriel Plata

¿Un pensamiento democrático? Del catolicismo a la democracia: José Luis López Aranguren El socialismo: Enrique Tierno Galván El comunismo: Manuel Sacristán

Lecturas complementarias Bibliografía Anexo. PAUTAS BÁSICAS González Cuevas

PARA EL COMENTARIO DE TEXTO.

Pedro Carlos





䉴 A MODO DE INTRODUCCIÓN

El manual que el lector tiene en sus manos se ocupa de cuestiones de historia de las ideas, una disciplina, particularmente en España, de la que no siempre se ha visto cuál es su utilidad inmediata. Digamos algo sobre ello, porque la historia de las ideas políticas se enfrenta cuando menos a dos tipos de adversarios: quienes buscan en la filosofía y/o en las ideas políticas una suerte de sabiduría intemporal; y quienes, lisa y llanamente, ponen en duda su interés práctico. El primer tipo de argumentación busca en la historia de las ideas o en las filosofías políticas una especie de enseñanza eterna. En consecuencia, huye de las determinaciones históricas, que, a su entender, y pienso, por ejemplo, en la escuela de Leo Strauss1, son inesenciales respecto de su mensaje. A ese respecto, es necesario responder que la precisión de los conceptos no se gana en lo indeterminado, sino, por el contrario, en las diferencias y en la investigación de fronteras. Pensar sin diferencias es, muy a menudo, pensar banalidades, es decir, no pensar. Los dos grandes y más influyentes manuales de historia de las ideas políticas, el de Sabine y el de Touchard, no parten, en realidad, de supuestas experiencias universales, sino de las propias trayectorias históricas y de los prejuicios —en el sentido de Gadamer2— característicos de sus sociedades, Gran Bretaña y Francia. Y es que el enfoque contextualista resulta, en nuestra opinión, inexcusable. Como ha señalado el filósofo escocés Alasdair Macintyre, los planteamientos filosóficos e ideológicos deben verse en su contexto histórico y considerarse como producto de una fase concreta de la historia de la sociedad en que se produjeron. Las ideas, separadas de ese contexto que les dio vida, pierden su poder y su racionalidad3. 1 2 3

Véase Leo STRAUSS y Joseph CROPSEY, Historia de la filosofía política. México, 1993. Hans Georg GADAMER, Verdad y método. Madrid, 1992, p. 242. Alasdair MACINTYRE, Justicia y racionalidad. Pamplona, 1994, pp. 9, 350 ss.

HISTORIA

DEL PENSAMIENTO POLÍTICO ESPAÑOL.

DEL RENACIMIENTO

A NUESTROS DÍAS

De otro lado, hemos de preguntarnos, ¿cuáles son las razones por las que nuestra formación social —la de España y la de Europa del siglo XXI— puede considerar como legítimo apoyar la investigación y el estudio de la historia de las ideas políticas? La respuesta ha de ser clara y nítida: para saber qué somos, pues nos estamos preguntando por las raíces de Europa —cristianas o no—, por la identidad nacional española o por la propia identidad europea. Y todo esto implica saber cómo ese conjunto de identidades que nos construye ha sido él mismo construido. La historia del pensamiento político español ha chocado, desde el principio, con muchas dificultades. En no pocas ocasiones, se ha llegado a negar incluso su existencia. La presencia de la denominada Leyenda Negra y los temas directamente asociados a ella, como la destrucción de los indios americanos, la Inquisición, la tenebrosa figura de Felipe II, etc., han contribuido a ese planteamiento tan negativo4. Algo que posteriormente continuó en diversas controversias de carácter ideológico y cultural. Es de sobra conocida la polémica suscitada por el francés Nicolás Masson de Morvilliers, quien, en su artículo «España», publicado en la Enciclopedia Metódica, sostuvo que nuestro país no había aportado nada, desde el punto de vista científico y cultural, a Europa. Esta opinión provocó, entre otras cosas, la protesta del embajador español, conde de Aranda, ante el rey de Francia; y un posterior debate en el que intervinieron Antonio J. Cavanilles, Carlo Denina, Juan Pablo Forner, Cañuelo, Iriarte, Samaniego, etc.5. Otra célebre polémica, ya en pleno siglo XIX, fue la protagonizada por el joven erudito cántabro Marcelino Menéndez Pelayo contra los krausistas, los positivistas y los neoescolásticos, todos los cuales negaban, de una forma u otra, la existencia de una ciencia, filosofía o pensamiento español. La polémica se inició en 1876 con una frase del krausista Gumersindo de Azcárate, en una serie de artículos publicados en la Revista España, y luego recogidos en su libro El selfgoverment y la Monarquía doctrinaria, en cuyas páginas de decía: «Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar ge4 Véase Ricardo GARCÍA CÁRCEL, La Leyenda Negra: historia y opinión. Madrid, 1992. El planteamiento clásico de este problema fue la obra de Julián JUDERÍAS LOYOT, La Leyenda Negra y la verdad histórica, contribución al estudio de la verdad histórica, contribución al estudio del concepto de España en Europa, de las causas de este concepto y de la tolerancia política. Madrid, 1914. 5 Véase Ernesto y Enrique GARCÍA CAMARERO, La polémica de la ciencia española. Madrid, 1970.

A MODO DE INTRODUCCIÓN

nialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha ocurrido en España durante tres siglos»6.

Menéndez Pelayo criticó aquella opinión, viendo en ella una continuación de las tesis de Masson de Morvilliers. Luego, entraron en liza Manuel de la Revilla, Nicolás Salmerón y José del Perojo, apoyando a Gumersindo de Azcárate. Intervino en apoyo de Menéndez Pelayo, su maestro Gumersindo Laverde. Y posteriormente los neoescolásticos Alejandro Pidal y Mon y el padre Joaquín Fonseca, quienes negaron la existencia de un pensamiento español, dado que el tomismo era, como filosofía católica, universal. Menéndez Pelayo buscaba, frente a sus contradictores, un pensamiento claramente nacional, que, a su juicio, representaban, entre otros, Raimundo Lulio, Juan Luis Vives y Francisco Suárez7. En nuestra actual situación, no podemos plantear el tema del pensamiento español tal como lo hizo Menéndez Pelayo, si bien es preciso reconocer que llevó a cabo un servicio de indudable transcendencia a nuestra historia intelectual. El problema hoy ha de plantearse, al menos en nuestra opinión, no en la existencia de una filosofía o pensamiento político genuinamente español, sino en el modo en que los autores españoles se enfrentaron, desde el Renacimiento, a la Modernidad. Siguiendo al antropólogo Clifford Geertz, puede decirse que existen tres perspectivas culturales distintas tanto en los individuos como en las colectividades: la religiosa, la científica y la estética8. A nuestro modo de ver, el factor preponderante en el contexto español fue el religioso, hasta bien entrado el siglo XX. El hecho no tiene en sí mismo nada de excepcional si se considera que el factor aislado de mayor peso en la conformación ideológica, mental y cultural de la nacionalidad española, ya desde sus comienzos, ha sido la tradición cristiana en su variante católica, y en los materiales acarreados por esa tradición. Y, en consecuencia, ningún español puede conocer debidamente su habitáculo mental, su «morada vital», como diría Américo Castro, si no se alcanza un cierto nivel de conocimiento en ese sector de la vida colectiva nacional, ya que dicho factor incide, en sutiles combinaciones y subterráneas confluencias con el resto de los ingredientes de la textura existencial española. Y es que, en este contexto cultural, el proceso 6 7 8

Gumersindo DE AZCÁRATE, El selfgovernment y la Monarquía doctrinaria. Madrid, 1877, p. 114. Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, La ciencia española. 3 tomos. Madrid, 1956. Clifford GEERTZ, La interpretación de las culturas. Barcelona, 1990, pp. 114 ss.

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de «salida de la religión» y de «guerra civil de la espiritualidad»9 fue especialmente dramático en España. Hegel, en sus célebres Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, afirmaba que el principio de la Edad Moderna era «la subjetividad», es decir, la «libertad» y la «reflexión». Lo que comporta individualismo, derecho a la crítica, autonomía de la acción y la propia aparición de la filosofía idealista. Los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de subjetividad eran la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa10. Todo ello implica, para Hegel, la libertad de religión, y de toda religión. En la libertad de religión encontramos, el principio de autonomía del Estado. Para que el Estado llegue a su existencia, es necesaria «su separación de la forma de la autoridad y de la fe». El triunfo de la Reforma luterana en algunas sociedades, como la alemana o la inglesa, tuvo como consecuencia la división de la Cristiandad. La mayoría de sus contemporáneos consideraron ese proceso como un desastre. Y se llegó a aceptar el principio de tolerancia como política de Estado sólo porque temían que las interminables guerras de religión destruyeran a las sociedades. Según Hegel, una vez que entendemos que la tolerancia y la separación de las iglesias y el Estado son necesarios para la libertad moderna —para la libertad de la voluntad libre que se quiere a sí misma como libre— podemos reconciliarnos con ella, la aceptamos. La observación contenía, además, un buen ejemplo de lo que Hegel denominaba «astucia de la razón». Paradójicamente, Martin Lutero, uno de los hombres más intolerantes de su tiempo, resultó ser un agente de la libertad moderna11. Y es que el triunfo de la Contrarreforma en España impidió el desarrollo del proceso de pluralismo religioso y de fragmentación de las cosmovisiones. En España, no tuvo lugar la guerra civil religiosa que está en la base de las transformaciones políticas de la época. Como ha señalado Dalmacio Negro Pavón, la religión católica sirvió de «lazo político homogeizador en torno a la Monarquía»12. En consecuencia, el Estado no tuvo oportunidad de mediar entre las distintas confesiones; y tampoco necesitó la búsqueda de un funda9 Para estos conceptos véase las obras de Marcel GAUCHET, El desencantamiento del mundo. Madrid,  2005. La religión y la democracia. Madrid, 2005; y Luc FERRY y Marcel GAUCHET, Lo religioso después de la religión. Madrid, 2007. 10 G. W. F. HEGEL, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Madrid, 2008, pp. 657-701. 11 G. W. F. HEGEL, Principios de la Filosofía del Derecho. Buenos Aires, 1975, pp. 77 ss. Lecciones…, p. 97. 12 Dalmacio NEGRO PAVÓN, «El Estado en España», en Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, n.º 81, 2004, pp. 311-313, 332 ss.

A MODO DE INTRODUCCIÓN

mento legitimador laico y/o neutral. No se produjo, pues, una ruptura entre el Trono y el Altar. Este fenómeno histórico ha incidido decisivamente en algunas de las características más notables del pensamiento político español. El catolicismo dotó a sus distintas tendencias —y no sólo a las de signo conservador, aunque fuese por un proceso de reproducción inversa— de esquemas interpretativos cargados de mitos, símbolos, imágenes, de significados sobre causalidades y acontecimientos del mundo: el providencialismo, la lucha del Bien contra el Mal como motor de la Historia, la perspectiva escatológica —visible, por ejemplo, en la concepción voluntarista del marxismo o en la acción del anarquismo—; la concepción organicista de la sociedad, distinta del individualismo característico del luteranismo, como han señalado, entre otros, Max Weber o Werner Stark13; la presencia de claros contenidos iusnaturalistas, que se expresan en la crítica a Maquiavelo, en las discusiones sobre el sentido de la conquista y colonización de América, e incluso en las manifestaciones revolucionarias del anarquismo, el socialismo y el comunismo; en la glorificación del «pobre», ya sea en un sentido paternalista o reivindicativo y revolucionario. Esta presencia de la mentalidad católica se expresa igualmente en el carácter ecléctico y conservador de nuestra Ilustración y de nuestro liberalismo; y en la debilidad del positivismo, del idealismo o del marxismo. Algo que se encuentra igualmente ligado con la ausencia en el conjunto del territorio español de una burguesía fuerte y de espíritu conquistador. Como señaló Luis Díez del Corral, el liberalismo español tuvo un carácter más hidalgo que propiamente burgués14. Y en que un importante sector de las clases medias, a las que se dirigían los liberales españoles se encontraran ideológicamente hegemonizadas por el catolicismo tradicional, sintiéndose herederas de la vieja hidalguía15. Sólo a partir de finales de los años cincuenta y de los sesenta del pasado siglo se produjo, en la sociedad española, una auténtica ruptura con el conjunto de esas tradiciones. El desarrollo económico de los años sesenta y los cambios producidos en la mentalidad católica por la nueva teología política del Concilio Vaticano II provocaron una profunda crisis que trajo consigo la secularización y la consiguiente desaparición de la cultura cívica tradi13 Max WEBER, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona, 1978. Werner Stark, Sociología del conocimiento. Madrid, 1963. 14 Luis DÍEZ DEL CORRAL, El liberalismo doctrinario. Madrid, 1973, p. 470. 15 Francisco MURILLO FERROL, «Las clases medias españolas», en Ensayos sobre sociedad y política. Tomo I. Barcelona, 1987, p. 237.

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cional. Como señaló el teólogo Olegario González de Cardedal: «Se inicia así un proceso de inmanentización de la realidad con el siguiente cierre al orden trascendente y las promesas escatológicas»16. Lo que abrió el paso a la emergencia de la sociedad civil y a la democracia liberal. Pedro C. González Cuevas

䉴 16

Olegario GONZÁLEZ

DE

CARDEDAL, La teología en España (1959-2009). Madrid, 2010, pp. 52-53.

䉴 TEMA 1 EL RENACIMIENTO ESPAÑOL Ana Martínez Arancón

1.

CONCEPTO DE RENACIMIENTO

En el aspecto cultural, el Renacimiento supone un cambio completo de punto de vista con respecto a los logros intelectuales de la Baja Edad Media. Los humanistas no perfeccionan una filosofía con ayuda de una mejor lectura de los clásicos, sino que directamente hacen filosofía de otra manera o hacen otra filosofía o llaman filosofía a otro tipo de actividad intelectual. Nada revela mejor esta situación de ruptura con la tradición filosófico-teológica de las universidades que las sarcásticas burlas que Erasmo dirige por igual a escotistas y tomistas. Dice que estos teólogos prefieren la autoridad de Aristóteles antes que la de San Pablo o la de los Padres de la Iglesia. El pensamiento se orienta a entender de una forma completamente distinta las relaciones de los hombres entre sí, con el mundo y con Dios. La enseñanza de estos nuevos intelectuales, los humanistas, en la mayor parte de los casos se llevó a cabo, en un principio, al margen y en contra1 muchas veces de las universidades. De la enseñanza humanística surgirá la nueva cultura cuyas manifestaciones literarias y pictóricas conquistarán Europa. Los filósofos renacentistas, pese a su pasión por el mundo antiguo, no comparten su pesimismo. Son optimistas, confían en la «virtú» del hombre, en sus enormes posibilidades. La «humanitas» permite desarrollarlas desde dentro. El ideal del hombre es el del cortesano, magníficamente dibujado por Baltasar de Castiglione, nuncio del papa Clemente VII en la corte de 1 Decimos «en la mayor parte de los casos» porque hay excepciones. La fundación de la Universidad de Alcalá por Cisneros, donde se llevó a cabo una de las obras filológicas más importantes del Renacimiento: la Biblia Políglota. Se funda en 1528 el Colegio Trilingüe, puesto bajo la advocación de San Jerónimo, donde se imparten Retórica, Griego y Hebreo, y a cuyas aulas acuden los que serán después las figuras más destacadas de la intelectualidad española. En 1532 se crea una cátedra de Biblia, dedicada al estudio filológico de los textos sagrados, a la que concurren Fray Luis de León y Arias Montano.

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Carlos V. Los requisitos requeridos para lograr ese ideal son difíciles. El primero es la instrucción en letras y en retórica (humanitas); el segundo, la instrucción en el arte militar (virtú) y el tercero, la Fortuna. La «humanitas» es un aprendizaje práctico. El humanista un hombre que sirve de ayuda a su señor con sus conocimientos. Vive en el mundo, es ambicioso, todo lo contrario del intelectual bajomedieval, separado del mundo y enfrascado en la solución de arduas cuestiones teológicas. Ahora aparece un ideal de sabio más práctico, más orgulloso de sus posibilidades como ser humano y con más deseos de ser protagonista de la historia. Fascina a estos nuevos filósofos la plasticidad del hombre, su capacidad para lo mejor y lo peor, lo abierto de su destino. El Renacimiento supone una fractura definitiva con el Mundo Antiguo, cuya prolongación cristiana es la cultura medieval. Esta fractura, precisamente, hace posible una visión objetiva y distanciada de aquel, una visión histórica. Sin filología, sin el estudio detallado de los textos y sin la comprobación minuciosa de su autenticidad no hay Humanismo, pero tampoco hubiera habido «Ciencia Nueva», porque es en los textos de los autores griegos donde encuentran inspiración los nuevos científicos. Estoy pensando en Copérnico, cuyo sistema heliocéntrico le fue sugerido por ciertas doctrinas pitagóricas. «El experimento y la ciencia experimental surgen de la encrucijada de la física y la mística», dice Eugenio Garín2. A pesar de que el interés por Platón y Aristóteles no decayó durante el Renacimiento, la forma de acercamiento intelectual a estos filósofos fue distinta a la de la Escolástica. Se produjo una suerte de vuelta a Platón. Marsilio Ficino tradujo al latín todos los Diálogos y los comentó extensamente, además de componer un extenso tratado, la Teología Platónica, cuya influencia sobre el pensamiento renacentista y sobre las artes fue enorme. En cuanto a España, se ha discutido por largo tiempo la existencia de un Renacimiento español. Hoy en día cada vez más estudios ponen de relieve la riqueza, frecuencia e intensidad de los contactos entre los intelectuales españoles y sus colegas europeos. Sin embargo, sí es cierto que las peculiaridades históricas (la unificación de España, el descubrimiento del nuevo mundo, la pluralidad de religiones y culturas y su contradicción con el nuevo modelo de monarquía, el problema religioso de los territorios europeos 2

Medioevo y Renacimiento, p. 56.

EL RENACIMIENTO ESPAÑOL

sometidos a la corona española) determinaron que los puntos de interés de los pensadores españoles no siempre coincidieran con los de otros países y que, llevados del espíritu del siglo, buscasen vías nuevas y diferentes soluciones para nuevos problemas. En el terreno religioso se impone en la sociedad cristiana otra manera de enfocar sus asuntos en general, y, en especial, los religiosos y teológicos. Se necesita una nueva filosofía cristiana genuina y además una revisión de preferencias filosóficas en busca de conceptos que armonicen con los conceptos clave del cristianismo: dogma de la humanidad y divinidad de Cristo y mandamiento de la caridad. Esta fue la labor del humanismo cristiano y por estos raíles se movió buena parte del pensamiento español renacentista. El Humanismo, por otra parte, cumple la función de educar al tipo de hombre que la nueva sociedad necesitaba: el hombre de estado, el gran señor laico. Si en los siglos anteriores «clérigo» era sinónimo de hombre instruido, ahora también los «belatores» deseaban y necesitaban una buena educación, entre otras cosas, para gobernar bien sus estados. «La ciencia no embota el fierro de la lanza, ni faze floxa la espada en la mano del caballero», dirá el marqués de Santillana. Las cortes de los reyes y grandes señores civiles y eclesiásticos cuentan con instructores particulares y sostienen a sabios humanistas de prestigio, que, en contraprestación, cimientan su poder. La propaganda es más importante que nunca. De ahí la proliferación del género epidíctico, alabando las excelencias de una ciudad o de un magnate, y de los monumentos escultóricos o arquitectónicos, cuya finalidad era la misma. A este género pertenece el arco triunfal, en la entrada al Castel Nuovo de Nápoles, mandado construir en  1453 por orden de Alfonso V 3 de Aragón, llamado «El Magnánimo» por los humanistas de su corte. Este es el primero de una larga serie de arcos de triunfo y una pieza artística clave del Quatrocentto. La unidad del conjunto viene dada por un minucioso programa humanista: símbolos del poder, que equiparan a Alfonso con los emperadores romanos, y, además, las estatuas de las siete virtudes junto con la de San Miguel, que corona el conjunto, que lo caracterizan como príncipe cristiano. 3 Este rey Alfoso, V de Aragón y I de Nápoles y Sicilia, era castellano de nacimiento y, por tanto, hablaba castellano. Los sabios italianos lo consideraban una excepción entre los «rudos propeque afferatos homines… a studiis humanitatis abhorrentes» de su tierra. A su muerte dejó los reinos italianos a su hijo Ferrante y el reino de Aragón a Juan II.

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La corte de Alfonso en Nápoles, donde residió el rey aragonés hasta su muerte en 1458, fue una de las más brillantes del Quattrocentto, se hablaron en ella, además del latín humanista, el castellano, italiano y catalán, y en todas esas lenguas se compusieron obras admirables. Lorenzo Valla escribió en elegante latín una historia de las gestas de Fernando de Antequera y Ausias March escribió en catalán sus maravillosos poemas. Los Reyes Católicos cuentan en su corte, entre otros sabios ilustres, con Pedro Mártir de Anglería, que entró como preceptor del infante don Juan, y que continúa en la de Carlos V. Sus epístolas latinas son un dechado de elegancia y verdad. Fue y en su obra Décadas de Orbe Novo (1493-1525) donde aparece por primera vez en la literatura europea el mito del «buen salvaje». Un hombre anciano y desnudo se encuentra en Cuba con Diego Colón y le recomienda no hacer el mal a nadie. Esta filosofía del hombre sencillo, no contaminado por la sofisticada y viciosa sociedad, impresionó vivamente en Europa e inspiró de la exaltación del hombre en su estado natural, la valoración de la paz y la tranquilidad, el odio a la guerra y la fe en la solución negociada de todos los conflictos. Ideal que recogen Erasmo y Luis Vives. La fachada y el patio de la Universidad de Salamanca, la fachada y el claustro cisneriano de la de Alcalá, responden también a un complejo programa humanista, donde cada detalle tiene su significación simbólica, difícil de entender para nosotros, pero transparente para las personas instruidas de la época y cuya finalidad es dar prestigio a los monarcas y poner en imágenes una celebración del saber. También resultan significativos desde ese punto de vista de la alianza entre el arte y el poder los magníficos retratos de Carlos V por Tiziano o el estupendo bronce de Leoni en el que el emperador aparece encadenando al furor de la herejía y cuya armadura, articulada y de quita y pon, permite verlo como un príncipe renacentista o como un héroe mitológico.

2.

LA POLÍTICA. LOS TRATADOS DE EDUCACIÓN DE PRÍNCIPES

Dentro del pensamiento político renacentista en España se dan tres corrientes principales: la que se dedica a escribir unos tratados de educación del príncipe según los nuevos ideales, con una gran atención a la historia y a la erudición humanista, que proporcionará modelos adecuados, ya que el

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comportamiento humano es básicamente el mismo a lo largo de los tiempos; la que trata de conciliar las necesidades políticas con el humanismo cristiano y la que, llevada por los acontecimientos, reflexiona sobre los nuevos problemas planteados por la conquista y acaba sentando las bases del derecho internacional. En el primer apartado, y entre los muchos nombres que podrían citarse, como Francisco Monzón o Diego Gurrea, vamos a centrar la atención en Fray Antonio de Guevara (1480-1545). Hijo segundón de una familia noble, fue discípulo de Pedro Mártir de Anglería y ya en tiempos de lor Reyes Católicos llevaba a cabo una intensa actividad cortesana. Tras la muerte de Isabel se hizo franciscano y fue afamado predicador y obispo de Guadix y Mondoñedo, pero la actividad política siguió siendo muy intensa. En la guerra de las Comunidades se puso claramente de lado de Carlos V, considerando la defensa de las libertades comunales y la autonomía de las ciudades era algo perteneciente al pasado, a una organización de la sociedad ya periclitada, mientras que el futuro era una monarquía sólida en un territorio lo más unido posible. En una de sus obras principales. El Relox de príncipes4 aparece una de las primeras manifestaciones de la elaboración utópica del «buen salvaje», ya presente, como vimos en la obra de Pedro Mártir. Se trata del apólogo conocido como «El villano del Danubio». En él podemos ver la misma exaltación del hombre natural y la misma visión extraordinariamente positiva de los pueblos primitivos, que concuerda con la idea que de los indios tenía el padre Las Casas y que tanto difiere, en ocasiones, de la de los historiadores de Indias. En el Relox se da una trasposición, alejando el asunto de la escena contemporánea y transfiriéndolo a tiempos pretéritos: el honrado salvaje es un hombre sencillo que vive orillas del Danubio y el personaje al que dirige su perorata no es Diego Colón sino el emperador Marco Aurelio. De este modo fray Antonio tiene mayor libertad para exponer una contraposición barbariecivilización tan completa y tan favorable para la barbarie que nos hace dudar de las ventajas de la civilización y de su soporte, el poder del príncipe. El villano del Danubio acude al Senado romano para protestar de los abusos e injusticias que perpetraban los romanos en sus conquistas, defendiendo su forma de ser y vivir. Se contrapone el pueblo romano, civilizado pero corrom4

Publicado en Valladolid en 1529.

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pido al pueblo germánico, bárbaro y rústico, sencillo y contento con su pobreza. La tierra es de Dios, no de ningún príncipe, le extraña que los romanos se afanen por conseguir tanta cuando saben que han de tener tan poca cuando mueran. Aunque el tema es clásico y lo encontramos en Tácito y Quinto Curcio, Fray Antonio se sirve de él para mostrar las posiciones de su partido, si es que se puede llamar así, que era el de la reina Isabel de Portugal, que gobernó España durante las largas ausencias de su esposo, y su corte. Este partido hubiera preferido una política más ibérica, con menos proyección internacional y con menos guerras. El villano, por otra parte, «mutatis mutandis» facilitó también la descripción del indio americano como pacífico, humilde, inocente y sencillo, que fue la de Erasmo y Las Casas. En lo que se refiere al monarca ideal, Guevara afirma que la única virtud verdaderamente indispensable es la rectitud moral. Por eso es muy importante que el príncipe tenga excelentes maestros y el rey honrados consejeros, pues, como razona el buen franciscano: «Yo no sé por qué los príncipes y grandes señores son tan curiosos en buscar los mejores médicos para curar sus cuerpos, y junto con esto son tan remisos en buscar hombres sabios para gobernar sus reinos; porque a la verdad, sin comparación es mayor daño la mala gobernación en la república que no la enfermedad en su persona.»

Con el agravante de que el rey es el centro de todas las miradas, por lo que sus errores no sólo serán más manifiestos, sino además corren el riesgo de convertirse en un mal ejemplo para sus súbditos.

3.

EL ERASMISMO ESPAÑOL: LOS HERMANOS VALDÉS

El Humanismo cristiano en los Países Bajos hunde sus raíces en la reforma católica iniciada en el siglo XIV por un importante movimiento espiritual, que produjo la Devotio Moderna, forma de piedad interiorizada cuyo fin es la relación personal de cada hombre con Dios. En la Devotio se inspira Gerardo Groote para fundar las Hermanas de la vida común, congregación femenina dedicada a la enseñanza y al cuidado de enfermos. Algo después, un discípulo de Groote funda los Hermanos de la vida común. Comunidad sin votos, integrada por sacerdotes y laicos cuya organización era flexible y poco centralizada. Los hermanos se dedicaban, en su casa, a la ilustración de libros

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así como a la enseñanza de jóvenes. En el colegio de Deventer estudió Erasmo. Los Hermanos de la vida común desempeñaron un importante papel en el terreno de la enseñanza, promoviendo la educación religiosa de los jóvenes. Esta corriente puede definirse como anti especulativa y anti escolástica y muy práctica. Hace hincapié en la virtud de la caridad, es individualista e intimista, dejando poco espacio a la Iglesia en el proceso de la salvación particular. Busca, además, una vuelta al origen de la religión cristiana. Erasmo, influido por el espíritu de sus primeros maestros y por la fiebre anticuaria de la época trató de volver el cristianismo a sus fuentes originales: Antiguo y Nuevo Testamento, doctrina de los Padres de la Iglesia. Su labor filológica y filosófica es inmensa. Gran amante antigüedades, odiaba el monacato y a los escolásticos, pensaba que una nueva filosofía cristiana debía tomar el lugar de sus silogismos. Entendió la agitación bélica de la sociedad de su época como una consecuencia de la corrupción de sus líderes. Tanto las autoridades religiosas como las civiles habían abandonado su misión de pastores de hombres, encomendada por Cristo, para entregarse a sus intereses personales o asuntos ajenos al beneficio de sus gobernados. Esto había traído como consecuencia la anarquía y el caos total, manifestado en las constantes guerras entre los reinos cristianos. Erasmo veía con esperanza la llegada de Carlos V al poder y creyó providencial que fuera señor de tantos estados, pues creía que este podría ser el príncipe que proporcionara paz a la sociedad cristiana. Esta esperanza se puede ver en su obra Educación de un príncipe cristiano de 1516, dedicada al joven príncipe y futuro emperador, Carlos V, así como en su Querella pacis, de 1517. La Educación…, representa la contribución de Erasmo a la paz y a la solución de los conflictos de la época, pues no ve otro camino para tener un gobernante justo, pacífico y sabio, que la educación. Pero se trata de una nueva educación, en la que se trata más de formar la mente para un recto raciocinio que de llenarla de datos. El sueño erasmista de una política de paz conmovía a clérigos y humanistas, era el ideal mesiánico de una cristiandad unificada y triunfante. Este ideal estuvo al servicio de la política imperial de Carlos V. Dentro del erasmismo español es preciso mencionar a los hermanos Juan y Alfonso de Valdés. El primero no nos interesa tanto, pues su pensa-

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miento derivó por terrenos de profundización religiosa. El segundo fue un destacado propagandista de la política imperial. Alfonso de Valdés nació en Cuenca hacia 1490. Desde muy joven trabajó en la cancillería imperial, pero empieza a adquirir importancia cuando entra en el equipo de Gattinara, que fue nombrado «gran canciller de todos los reinos y estados» durante las Cortes de 1518 en Zaragoza. Había otros cancilleres, de Sicilia, Castilla, Sacro Imperio (después de la coronación de Carlos V como «Rey de Romanos» en 1520), pero Gattinara era el mediador entre Carlos y sus diferentes Estados. La incorporación de Valdés a la cancillería se produce poco antes de 1520. Sus cargos eran escribiente ordinario, custodio de documentos, registrador. De 1520 a 30 pasa a ser secretario personal y su cometido será poner orden en la documentación latina. Sus objetivos políticos coinciden con los de su superior. Estuvo encargado de elaborar los más importantes documentos diplomáticos durante el enfrentamiento de Carlos V y Clemente VII en verano 1526. A partir de 1526, Valdés es nombrado «secretario de cartas latinas» del Emperador. No era el secretario principal. Lo fue, a partir de 1529, Francisco de los Cobos, que llevó toda la política Imperial en Italia y España. Gattinara tenía 55 años cuando fue nombrado canciller por Carlos V. Gran jurista y diplomático, estaba además interesado en Astrología y en las teorías milenaristas de Joaquín dei Fiore. Como muchos de sus contemporáneos creyó que el gran número de estados concentrados en Carlos V era un signo providencial del advenimiento de la Monarquía Universal, en la cual, un gran número de territorios, conservando sus costumbres y peculiaridades, eran súbditas del Emperador. Organizar administrativamente tal cantidad de jurisdicciones sin perder de vista el proyecto de monarquía universal, era la compleja tarea de Gattinara. Entre los consejeros del emperador hay dos líneas políticas diferentes: la francesa flamenca de Lannoy, virrey de Nápoles, vigente hasta fracaso tratado de Madrid 1526 y muerte de Lannoy, y la antifrancesa y proitaliana de Gattinara. A partir del  1527 Carlos V se inclinará más por la de Gattinara. Valdés escribió desde Worms tres cartas a Pedro Mártir de Anglería en 1521. En la primera habla de los orígenes y evolución Reforma desde las 95 tesis hasta 1520, e informa de la quema de libros jurídicos y escolásticos en Wittenberg. La segunda la escribe desde Aquisgran y la tercera, también desde Worms, después de la comparecencia de Lutero.

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La primera y la última se citan como documentos muy precisos en la información que dan sobre la Reforma y por las opiniones de Valdés sobre el particular: Lutero es soberbio y temerario, pero la Iglesia debe ser reformada y para ello debería convocar concilio León X. Los alemanes, descontentos por las exacciones de las indulgencias e indignados por la inmoralidad del clero piden concilio. Pero el pontífice defiende su derecho y «teme la reunión de los cristianos»; exige, en cambio, el Papa «que se ponga silencio a Lutero con la autoridad del César y de todo el Imperio romano». Por eso se explica la relativa violencia, dentro del ambiente erasmista, de Alfonso de Valdés, por otra parte amigo y corresponsal de Erasmo. Él cree en la paz, pero piensa que conseguirla cuesta muchas batallas. En consecuencia, su Diálogo de las cosas sucedidas en Roma justifica el saqueo de la ciudad eterna por las tropas del emperador y la violencia moral ejercida sobre el Papa, ya que éste era culpable por haber hecho caso omiso de su principal deber, que era poner paz entre los cristianos. Esto ha sucedido por una desviación del sentido verdadero de la fe, fijándose en sus aspectos exteriores y no en el espíritu profundo, que es un mensaje de amor, desprendimiento y conciliación. Por eso muchos han criticado erróneamente el saqueo de Roma, juzgándolo blasfemo, «...porque como piensan la religión consistir solamente en estas cosas exteriores, viéndolas así maltratar paréceles que enteramente va perdida la fe»5, cuando lo cierto ha sido que, si bien se han profanado algunas iglesias, lo fundamental ha quedado no sólo intacto, sino salvado de la perdición y fortalecido. La guerra es espantosa para cualquier hombre, pues lo hace menos humano y lo asemeja a una fiera, pero es monstruosa para un cristiano, que profesa ideales de amor y hermandad. Por eso es doblemente culpable el Papa, que provoca una guerra. La paz es el verdadero territorio del hombre, y por eso quien provoca una guerra carga con todos sus males sobre su conciencia. Mayor responsabilidad aún si el provocador es el jefe de la cristiandad, pues «si la cabeza guerrea, forzado es que peleen los miembros». El Papa hubiera debido anteponer la paz a la pérdida de privilegios, poder o riquezas, pero no lo hizo y es culpable. En cambio Carlos V sólo ha entrado en batalla para restablecer la paz, para evitar males mayores. Ha obrado 5

VALDÉS, Alfonso de, Diálogo de las cosas ocurridas en Roma. Madrid, Espasa Calpe 1969, p. 1.

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como enviado de Dios y restaurador de la Iglesia, y su guerra no sólo ha sido justa, sino hasta providencial. El punto de vista de Valdés y el tono satírico de su lenguaje cuando se refiere a la Curia vaticana eran compartidos por una muchedumbre de sus contemporáneos, era una ideología política que no fue inventada por él, pero era la suya. 4.

JUAN LUIS VIVES

Vives es el filósofo más representativo de nuestro Renacimiento y uno de los más importantes en toda la historia del pensamiento español. Su pensamiento, rico y variado, se extiende a muchos asuntos: la educación, a la que dedica varios libros, al papel del humanista, la filología, la psicología, con su Tratado del alma, tan sugerente y profundo, y a los problemas políticos y sociales. Había nacido en Valencia en 1492. Su familia, de judíos conversos, fue perseguida por la Inquisición, de manera que se vio prácticamente obligado a vivir fuera de España. Primero en París, en cuya Universidad estudia y donde años más tarde dictará unos cursos, y a partir de los veinte años en Brujas, que será su hogar. En esta ciudad se casa con otra descendiente de conversos, Margarita Valldaura, y allí vive y estudia, salvo algunas ausencias para impartir cursos en universidades (París, Lovaina, Oxford) o para convertirse en preceptor de la princesa María, hija de Enrique VIII de Inglaterra y Catalina de Aragón, peligroso honor que a punto estuvo de costarle caro. En Brujas muere en mayo de 1540. En 1519 conoció a Erasmo, cuya amistad conservó toda la vida. También gozó de la estima de otros distinguidos humanistas, como Guillermo Budé y Tomás Moro. Amistades bien merecidas, pues es Vives un hombre serio y profundo, pero sin pedantería; con mala salud y escasos bienes, pero sobrellevando esas dificultades con ánimo y hasta con humor; amable y de carácter apacible, leal con sus amigos, firme en sus opiniones pero nunca rígido. Detesta la ignorancia, la intolerancia, la violencia, la estupidez, pero compadeciendo a los hombres que han caído en garras de tan detestables vicios y a los que sigue considerando sus semejantes. Su dulzura, su rigor intelectual, su generosidad, lo convierten en un referente moral.

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Era sinceramente pacifista. Su lema, de hecho, era «Sine querela». Tenía motivo, pues había sufrido en su propia familia los efectos de la crueldad y veía a Europa romperse en luchas doblemente injustas, pues enfrentaban o hacían matarse entre sí a cristianos, a seguidores de un crucificado, de una víctima. Es muy consciente de la dureza de los tiempos, y así se lo escribe a Erasmo en una hermosa y sobrecogedora carta fechada el  10 de mayo de 1534: «Vivimos unos momentos difíciles en los que no podemos ni hablar ni callar sin riesgo». Y sobre todo, le escandaliza que anden los hombres educados y pretendidamente sabios echando leña a la hoguera. ¿De qué sirve la erudición, se pregunta, si no nos hace mejores, más comprensivos, más humanos? Pero no pierde la esperanza. Por eso escribe. Por motivos de espacio no podemos aquí reflejar toda la riqueza complejidad de la obra de Vives, por lo que vamos a centrarnos en su opinión sobre dos problemas que tienen relación estrecha con los objetivos de esta asignatura: el problema de la pobreza y la guerra y la paz. La pobreza y sus remedios fue motivo de una cierta polémica en el Renacimiento. El crecimiento de las ciudades y la influencia de la burguesía, orgullosa de su prosperidad y convencida de la dignidad del trabajo, la influencia del pensamiento de la Reforma, que, como señalaría Max Weber, veía en el trabajo un valor moral, y en la riqueza una prueba del favor divino; fueron cambiando la opinión sobre los pobres, que dejaron de ser criaturas sagradas y fieles imágenes de Cristo. De ser una virtud, la indigencia se convirtió en una desgracia, cuando no en un signo de pereza o imprevisión, y también en un problema urbano: ¿qué hacer con los pobres?, ¿cómo quitarlos de las calles?, ¿de qué forma socorrerlos sin fomentar su crecimiento? Los erasmistas criticaban la caridad indiscriminada, que socorría vagos, pobres fingidos o mendigos profesionales, así como la ostentación de algunas obras benéficas, por ejemplo los magníficos hospitales que derrochaban dinero en suelos de mármol y ricos artesonados, cuando lo que los menesterosos necesitan es pan y calor. Vives publicó su De subventione pauperum en 1525. Allí, en primer lugar, se pregunta por el origen de la pobreza y concluye que no es obra de Dios, que nos ha creado iguales, sino consecuencia de la codicia y la ambición de los hombres, que ha desencadenado la injusticia. Por lo tanto, y dado que es obra de la especie humana, a todos nos compete poner remedio a este mal. No todos están dispuestos a colaborar, y en la mayoría de

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los casos eso se debe al temor de que las limosnas se empleen mal y hasta resulten perjudiciales. Es preciso, pues, hacer un buen uso de ellas, de modo que se remedien mejor las necesidades y, a la vez, se incentive la generosidad de los pudientes. Ahora bien, el socorro a los necesitados ha de ser integral. No basta con dar dinero: el consuelo, la instrucción, el consejo, son tan necesarios como los bienes materiales, y sin ellos no se alcanzará una solución duradera. Por eso, una de las primeras medidas ha de ser prohibir la mendicidad. Vives critica a los mendigos con una contundencia rara en persona tan dulce. Les afea sus trucos y mentiras, su holgazanería y la facilidad con que muchos caen en la delincuencia. El dinero que se les da no solo no les beneficia, sino que puede incrementar sus vicios y poner en peligro su alma. Así que su socorro debe estar a cargo de la administración pública, y es a través de ella como deben canalizarse las limosnas. La solución que propone es un censo detallado de pobres, con sus circunstancias particulares. Unos podrán ser atendidos en sus casas, otros requerirán tan solo algún socorro para una urgencia inmediata, como una enfermedad o cualquier otra desgracia; los enfermos, niños y ancianos habrán de acogerse en establecimientos adecuados, racionalizando y mejorando así su atención. Estarán controlados y recibirán un mejor auxilio y, en el caso de los niños, una formación, que los llevará a un trabajo honrado o incluso les abrirá las puertas de estudios superiores si están capacitados para ello. En cuanto a los que estén sanos y en edad de trabajar, si saben un oficio, se les buscará dónde ejercerlo, y si no, se les instruirá en aquel que parezca más adecuado a sus capacidades. Cada taller estará obligado a admitir a algunos de estos trabajadores, que serán estrictamente vigilados hasta que se vea que han encauzado correctamente sus vidas. Los que parezcan incapaces de aprender se dedicarán a tareas sencillas y rudas (limpieza, obras públicas…), y nadie ha de permanecer ocioso. Incluso los ancianos pueden hacer tareas ligeras. Sólo los locos, ingresados en centros especiales, se verán libres de toda obligación. Para financiar todo esto, Vives combina la caridad privada, la beneficencia pública y los beneficios obtenidos del trabajo de los propios pobres. En cuanto a la administración, correrá a cargo de personas de honradez probada y, si en alguna ciudad sobrase dinero, se enviará a otra que se vea apurada. Con este sistema, se procurará el bienestar material y espiritual de los necesitados, se fomentará la colaboración entre ciudades, se fomentará la caridad y, procurando el bien de los hombres, se glorificará a Dios.

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No era esta una opinión generalizada. Por ejemplo, el dominico Domingo de Soto piensa que los pobres son necesarios. Dios distribuye desigualmente la riqueza para que los ricos la compartan con los pobres mediante el ejercicio de la caridad. Si los pobres mienten o fingen, es culpa nuestra, que tenemos un corazón tan duro que nos cuesta conmovernos y aflojar la bolsa. Si emplean mal lo que se les da, allá ellos con su conciencia. El pobre siempre es sagrado, la caridad siempre ha de ser libre, y, en cualquier caso, es un asunto de derecho divino, que no puede ser regulado ni legislado por ninguna autoridad temporal. Sin embargo, las ideas de Vives acabarían calando, influyendo tanto en la legislación sobre mendicidad como en la literatura sobre el asunto, como por ejemplo el completo tratado de Cristóbal Pérez de Herrera Amparo de pobres. El doloroso asunto de la guerra y la necesidad de concordia entre todo el género humano, y en especial entre los cristianos, es el otro punto fundamental del pensamiento político de Vives, que lo aborda en dos tratados complementarios: De la concordia y de la discordia y De la pacificación. El primero de ellos lo dedica a Carlos V, en vísperas de la celebración del Concilio de Trento, y es una dedicatoria que excede lo convencional, pues exhorta muy seriamente al Emperador a procurar la paz y a buscarla por medio del diálogo y los acuerdos, ya que: «Las amenazas y el hacer alarde de terror pueden cohibir los cuerpos, pero no las mentes, donde no llegan a penetrar las fuerzas humanas.»

Por lo tanto, es inútil vencer si no se convence, y si no se lucha contra la violencia y la ira, ninguna paz podrá ser duradera ni tampoco agradable a Dios, que nos dio un mandamiento de amor fraterno. El libro primero trata sobre las causas de la discordia, ese «monstruo devastador» que nos despoja de nuestra humanidad, equiparándonos a las fieras. El hombre ha sido hecho para el amor. Su misma configuración física, su cuerpo desprovisto de armas naturales, su rostro, tan vario en expresiones, el maravilloso don del lenguaje, le indican que su destino es la comunicación y el intercambio de ideas y sentimientos. Sin embargo, el orgullo, la avaricia, el amor propio, la ignorancia, la envidia y otras pasiones han llevado a los humanos a un punto en que se enfrentan con más ferocidad que las bestias, y hasta los pretendidamente doctos y los supuesta-

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mente cristianos se enfrentan entre sí, injuriando así la sabiduría y profanando la religión, de manera que el siglo que parece más adelantado es el más cruel e inhumano. Se enfrentan los individuos entre sí, las ciudades, las naciones, y se justifican apelando a grandes palabras, como el honor, la justicia o incluso la fe, que en realidad esconden terquedad, vanidades y rencor. Una ira ciega y un perverso gusto por la violencia. El libro segundo explica cómo la discordia nos deshumaniza y nos degrada. Nuestra naturaleza se vuelve contra sí misma y ejecuta aquello que la desmiente y la destruye. La razón pierde todo dominio sobre las pasiones y entonces la ira ciega no se clama con nada, ni aun parece saciarse con la muerte del adversario. Destruirían su alma si pudieran, dice Vives. Y lo más triste es que los propios hombres de letras, los filósofos, que deberían consagrarse a la razón y ser los más moderados, y hasta los ministros de Dios, que deberían ser apóstoles de la caridad, se alistan en estas huestes infernales y atizan las hogueras de la discordia. El libro tercero compara los males de la discordia, bajo cuya tiranía todos quedamos en manos del azar, donde no se distingue la inocencia, se paraliza la cultura, se destruyen vidas, cosechas y ciudades y reinan el caos, la miseria y el crimen, con los bienes de la concordia, gracias a la cual la razón impera sobre las pasiones, se obedecen las leyes, se establecen las bases de la justicia, se favorece el intercambio de ideas y de bienes, con lo que prosperan las ciencias y las artes, que necesitan tranquilidad. Con la paz y la confianza también aumenta la riqueza. Por último, se fomenta el crecimiento de esa flor exquisita de la civilización: la amistad. Además, el que vence en una guerra sólo puede vanagloriarse de haber causado destrucciones y males, de haber sido más bruto o haber tenido mejor suerte. No es como para enorgullecerse. La verdadera victoria es la que nos eleva sobre nosotros mismos y nos perfecciona: «Cualquier hombre, mientras lo sea, debiera combatir y hacer grandes esfuerzos para que nadie le superase en ingenio, en prudencia, en reflexión, en moderación, en templanza.»

Esa batalla sí que vale la pena. En las otras, somos esclavos de la ira, de la soberbia, de todas las pasiones, y si no somos libres ¿cómo podemos decir

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que hemos vencido? Ni recibe más honor por eso, pues el honor reside en el testimonio de nuestra conciencia. Por último, el libro cuarto se ocupa del camino para una paz duradera. Para hallarla, debemos dejarnos guiar por la razón, pues sólo será estable si es justa y se basa en el derecho. De otro modo no merece el nombre de paz, como sucede con la inestable y odiosa quietud de la tiranía. Pero una vez hallado el camino, es fácil seguirlo, porque nuestra naturaleza humana nos inclina a la benevolencia. Se trata de no dejarse arrastrar por las pasiones y escuchar a la razón, y los cristianos lo tenemos muchísimo más fácil aún si seguimos el mensaje de Cristo, pues el amor al prójimo es el principal y casi único deber de los cristianos. El tratadito De la pacificación viene a ser un complemento del anterior, ya que indica cómo procurar la concordia en cada lugar y circunstancia: en la familia, en la escuela, en el trabajo, en la ciudad… insistiendo en la obligación que todos tenemos a este respecto, y exhortando en especial a los sacerdotes, cuya labor ha de ser conducir a sus fieles por el camino del amor. Si en lugar de ello se dedican a alentar disputas, se convierten en objeto de horror, de abominación y de escándalo, a los ojos de Dios y de los hombres.

5.

LA POLÉMICA SOBRE LA CONQUISTA

5.1 Significado de la Conquista El origen de los descubrimientos geográficos del Renacimiento es económico. En efecto, el monopolio de catalanes, venecianos y genoveses en el Mediterráneo para comerciar con Siria y la India, las trabas puestas por el sultán de Egipto y las conquistas turcas mueven a los negociantes de finales el  XIV y comienzos del  XV a buscar una ruta hacia el Extremo Oriente que soslaye el paso por Asia Menor. El infante don Enrique de Portugal, después de la conquista de Ceuta, forma en Sagres un centro de estudios náuticos, que cuenta con cosmógrafos y marineros expertos. Se conocían las navegaciones árabes por el Mar Rojo y la existencia del istmo de Suez. El plan era circunnavegar África y llegar al extremo oriente por el Mar Rojo. Se temía, no obstante, superar el sur de Mauritania (cabo Bojador) porque era peligroso para las naves y porque se creía que a partir de allí comenzaba la espanto-

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sa zona tórrida. En 1434 logra pasarlo Gil Eanes, escudero de D. Enrique, y este hecho dio lugar a la larga serie de descubrimientos portugueses en la costa africana que terminan con la vuelta al cabo de Buena Esperanza en 1486 por Bartolomé Díaz. En esta misma fecha firma Colón el primer contrato con los Reyes Católicos, que lo envían en 1488 a Portugal, una vez que saben del paso del cabo, «para cosas cumplideras a nuestro servicio». Una vez cerciorados de que los portugueses habían encontrado el camino alternativo al extremo oriente empiezan a tomar en serio el proyecto de Colón de llegar a La India y a China navegando hacia el oeste. El móvil de los reyes de España, como el de los de Portugal en este asunto era, en principio, exclusivamente comercial. No se buscaba aumentar las posesiones territoriales ni adquirir nuevos súbditos, sino poder comerciar legalmente y sin impedimentos con Oriente. Los reyes de España pensaron que el proyecto de Colón podía servirles en eso sin entrar en conflicto con Portugal y le apoyaron. Colón tuvo otros valedores en la corte española, el más importante fue el duque de Medinacelli, que quiso correr con los gastos de la expedición, cosa que no consintió la reina. Así pues, podemos concluir que la empresa americana tuvo en sus comienzos un carácter económico y fue una empresa pública. La intervención española en América estuvo subordinada desde sus comienzos a la autoridad de los reyes. Por otra parte los intereses y actuación de conquistadores y colonos divergían muy a menudo de los intereses y directrices del rey, que para asentar su autoridad en los nuevos territorios envió, casi desde el primer momento, representantes suyos con poderes gubernativos y tomó las medidas legislativas e institucionales conducentes a limitar los desafueros y poner orden en las nuevas tierras, ello a pesar de que en muchas ocasiones no se lograra. La intención era reemplazar el poder militar de la conquista por el poder civil emanado del rey. Así, Cristóbal Colón fue sustituido en el gobierno de la Española después de su tercer viaje por Francisco de Bobadilla, que envió al Almirante a España cargado de cadenas, y que, a su vez, fue reemplazado por un gobernador nombrado por los Reyes Católicos: Nicolás de Ovando. El primer acto legislativo puede considerarse el famoso codicilo del Testamento de la reina Isabel en el que define a los indios como vasallos libres de la Corona, encomienda su especial cuidado y cristianización y prohíbe su esclavización y venta. Pocos años después, se reúne en Burgos, por

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orden del rey Fernando una comisión de teólogos y juristas cuyo cometido fue dictaminar sobre la recta actuación de los españoles en la tierra descubierta y colonizada por Colón y sobre la legitimidad del dominio español sobre aquellas tierras y sus pobladores. La causa de que el rey ordenara esta comisión de expertos fue la contundente y conmovedora denuncia de los abusos llevados a cabo por los pobladores de La Española contra los indios por parte de los misioneros dominicos llegados en 1510 para evangelizar6. Fueron creadas por los juristas de la comisión 32 leyes, llamadas las Leyes de Burgos, promulgadas en diciembre de 1512. Se establecía en ellas que los indios eran libres, que debían recibir salario por su trabajo y pagar un tributo al rey. Tenían también derecho a ser cristianizados por cuenta del rey, según lo estipulado en la bula papal. Se aplicó la solución jurídica de la Encomienda, institución castellana usada durante la Reconquista y vuelta a aplicar ahora con un propósito diferente, para regular las relaciones de los colonos con los indios. Tenía la ventaja de ser barata para el rey, pues el encomendero pagaba al sacerdote encargado de la instrucción religiosa de los indios, y de ser económicamente rentable para el colono, pues por la encomienda recibía el derecho de cobrar para sí el tributo de los indios, en dinero, en especie o en trabajo. Con todo, no se contentaron las conciencias de muchos españoles sobre este particular ni la del rey de España y eso dio lugar a interesantes polémicas y a libros decisivos, como veremos más adelante.

5.2 La figura del Conquistador Muchos de los soldados eran veteranos de las Guerras de Italia que buscaban fortuna, oro y maravillas en las nuevas tierras. Eran hombres acostumbrados a la dura vida militar y lo único que sabían hacer era la guerra. Con esto quiero decir que no eran colonos en armas que defendieran frente a los indios unos predios suyos, sino que buscaban el enriquecimiento rápido y el señorío. Quieren que sus esfuerzos e innumerables fatigas tengan 6 Sermón de Fray Antonio Montesinos en La Española, de diciembre de 1511 y memorial presentado al rey Fernando en España poco después.

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como premio la «gobernación de una ínsula», como Sancho Panza. Así el propio almirante Cristóbal Colón, Hernán Cortes y Francisco Pizarro. A pesar de que se les acusa con frecuencia de querer señorear con independencia del rey de España, lo que asombra es su obediencia, su fidelidad y su afán de legalidad. Uno de los pocos casos de rebelión y abierta sedición es el de Lope de Aguirre, que, no obstante su rebeldía, se molesta en redactar un documento legal en el que declara su voluntad de dejar de ser súbdito del rey de España. Hernán Cortés, junto con unos cientos de españoles, llegó a hacerse el amo de un territorio que era más grande, más civilizado y tenía más habitantes que toda Europa, y, sin embargo, su voluntad de seguir siendo fiel al rey le trajo a España para entregar un memorial a Carlos V en el que se defendía de las acusaciones de sus enemigo. La conquista de los imperios azteca e inca fue mucho más rápida y exitosa que la del centro de América, cuyo régimen político era el cacicazgo. Así que podemos pensar que una parte importantísima del éxito, incluso la posibilidad de la empresa misma se debió a la ayuda militar prestada a los conquistadores por los mismos indios, los que estaban descontentos con el régimen. No hay porqué poner en duda los datos aportados por los historiadores de Indias referentes a las adhesiones voluntarias de muchos indios a los españoles, debido a las crueles prácticas religiosas y a las graves cargas que sobre ellos pesaban.

5.3

La controversia entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda

Las Nuevas Leyes de Indias, promulgadas en 1542, y que abolían las encomiendas eran difíciles de cumplir por los colonos americanos, y de hecho no se cumplían. Carlos V, conmovido por las denuncias de las Casas y otros sobre el maltrato a los indios, decidió suspender los permisos o cédulas para explotación de nuevos territorios hasta que fuese decidido por junta de doctos el modo de proceder sin cargo de conciencia en el Nuevo Mundo. Se convoca la junta en Valladolid el 15 de agosto de 1550. Las sesiones de la junta duraron de agosto a septiembre de 1550 y de abril a mayo de 1551. Como teólogos, concurrieron Melchor Cano, Domingo de Soto y Carranza, los tres dominicos, como las Casas, hecho que levantó

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protestas. Como expertos en ambos derechos, Pedro Ponce de León, obispo de Ciudad Rodrigo; el doctor Anaya y el licenciado Mercado por el Consejo de Castilla; el licenciado Pedraza por el de Órdenes y el licenciado Gasca por el de la Inquisición. Juan Ginés de Sepúlveda adapta los argumentos en torno a la guerra justa del Demócrates primus a la guerra de conquista en América en el Demócrates alter sive de iustis belli causis apud indos. Las causas generales de guerra justa son repeler agresiones, recuperar lo arrebatado y castigar a los malhechores. Se precisa además cumplir ciertos requisitos: que haya sido declarada por el príncipe, que no se declare por deseo de venganza o ansia de botín y que cause el menor daño posible. No parece estar muy claro que en las guerras de conquista americana existan las causas ni se cumplan los requisitos. Sepúlveda dice que la servidumbre del indio es de derecho natural, siguiendo a Aristóteles y que las tropelías de los indios: sacrificios humanos, antropofagia y otros crímenes autorizan la intervención militar. Por otra parte los reyes españoles deben cumplir lo estipulado en el contrato con la Santa Sede sobre la obligación de llevar a los indios a la religión cristiana, cosa que no parece que se pueda hacer sino sometiéndolos previamente mediante la guerra. Los españoles están autorizados por el Papa a ejercer violencia sobre los infieles y a dominarlos. La guerra de conquista es justa y santa. Fray Bartolomé de Las Casas responde que la guerra puede evitarse. Aunque, lo mismo que sus contemporáneos, creía justa la guerra hecha a los infieles, desaconsejaba en absoluto la guerra a los indios, porque impedía su efectiva cristianización. Los intereses de la Iglesia se conseguirían de mejor modo por medio de la persuasión de religiosos catequizadores de vida ejemplar que por las acciones violentas y depravadas de los aventureros cuya única meta era saciar su ambición. Tanto los colonos como los indios son súbditos libres del rey de España y deben organizar su convivencia de forma pacífica, como seres racionales que son. Pone como modelo su fundación de Verapaz Las conquista del territorio se legitimaba sólo por la necesidad de evangelizar a los indios. Por su parte, Sepúlveda argumentaba que, debiendo lo superior gobernar a lo inferior, como dice Aristóteles, era de derecho natural y conveniente para los indios mismos recibir la superior civilización europea. Según él, los

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bárbaros, dejados a su mera luz natural, degeneran hasta llegar a ser como animales y por eso es de ley natural que acepten mejores normas de vida, de grado o por fuerza. Es un deber corregirlos y por eso la guerra es justa. Las Casas arguye que hay salvajes y salvajes, y que los indígenas americanos tienen unas cualidades morales que les hacen dignos de mejor destino. Sepúlveda piensa que no serán tan morales si son idólatras, antropófagos y aficionados a los sacrificios humanos. La Biblia muestra cómo castigaba Dios atrocidades parecidas y el Papa lo confirma. Entonces Las Casas dice que para castigar a alguien tienes que tener jurisdicción sobre él, y el Papa no la tiene sobre los no bautizados. Sepúlveda entonces toma otra línea de argumentación y dice que cualquier hombre está obligado a castigar crímenes horribles para defender vidas inocentes, y Las Casas concluye que esas barbaridades las hacen movidos por su religión, por lo que lo más práctico es convertirlos, y eso no puede lograrse por la fuerza, torturándolos y llegando a superarlos en crueldad y saña, sino por la dulzura y la persuasión. Los teólogos estaban con las Casas y los juristas con Sepúlveda, así que no se llegó a nada, pero conviene recordar que esta es la única vez en todas la historia del colonialismo en la que un gobernante pide consejo sobre la fundamentación jurídica y moral de una guerra en curso. En cuanto a Fray Bartolomé de las Casas, se le ha criticado diciendo que su apasionamiento le llevaba a exagerar los desmanes de los colonizadores y que sus datos son inexactos. Lo cierto es que las cosas que describe son espeluznantes y que los crímenes contra la vida y la dignidad de los hombres no son cuestión de número. Además es muy loable su intento por comprender y apreciar las costumbres y el carácter del vencido, así como su gallardía para hacerse su portavoz contra la injusticia de los poderosos.

LA CREACIÓN DE UN DERECHO INTERNACIONAL

6.

Los nuevos problemas generados por el descubrimiento de América impresionaron vivamente a los filósofos, y no sólo españoles, pues también Montaigne7, por ejemplo, hablaría del «salvaje» y de si no era preferible su antropofagia, que se ejercía sobre cadáveres, a los crímenes cometidos en 7

En el capítulo XXXI del primer libro de sus Ensayos.

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personas muy vivas y en nombre de la fe cristiana. En España dio lugar a reflexiones muy serias por parte de teólogos y filósofos, que acabarían sentando las bases del derecho internacional.

6.1

Francisco de Vitoria

Francisco de Vitoria (1486-1546) era dominico y catedrático de Salamanca. Teólogo y jurista, fue en esta segunda faceta donde su pensamiento alcanzó momentos de mayor originalidad. En su tratado sobre La Ley establece la primacía de la ley natural sobre cualquier otra legislación, de manera que todos están obligados a cumplirla, pues ha sido puesta en nuestros corazones por el propio Dios. En cuanto a la ley humana, su fin es el bien común, y será tiranía si busca otro propósito. Este mismo espíritu impregna sus Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra. En primer lugar, reconoce que los indios son hombres, no animales ni dementes, y por lo tanto sujetos de derecho. Además, antes de la llegada de los españoles «estaban en pacífica posesión de sus bienes» y eran sus verdaderos dueños. El ser idólatra o hereje no priva del derecho a disfrutar de la vida y la propiedad, así que ni el Papa ni el Emperador tenían ningún derecho para despojarles de vida y hacienda. Aunque se les anuncie que, según tratados de los que no tienen noticia y en los que no han tenido parte, han pasado a ser vasallos del rey de España, no tienen por qué aceptar semejante vasallaje y es lógico que se rebelen, sin que se les pueda hacer la guerra por esa causa. Ni tampoco por la barbarie de sus costumbres o por su resistencia a aceptar la fe cristiana, pues nadie está legitimado para castigar a los de otra nación con el pretexto de que sus costumbres no estén acordes con la ley natural. Ahora bien, en virtud de esa misma ley «los españoles tienen derecho a recorrer los territorios de los bárbaros indios y de establecerse allí»8. También tienen derecho a comerciar, siempre que no tengan la intención de perjudicar a los naturales del país. Y tienen no sólo el derecho, sino el deber de tratar de llevarlos por el buen camino predicando el Evangelio. Los espa8 VITORIA, Francisco de, Sobre el poder civil, Sobre los indios. Sobre el derecho de guerra. Madrid, Tecnos, 1998, p. 127.

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ñoles pueden reclamar la legitimidad de su soberanía sobre los nuevos territorios por la vía de la amistad (si los indios la aceptan de buen grado, viendo la superior civilización de los conquistadores) o de la guerra, que será justa si es la respuesta a la negativa de los salvajes a que los colonos se establezcan en su territorio, violando así el derecho natural de libre circulación y comercio. En el primer caso, serán tan españoles como el que más y nadie podrá hacerles daño. En el segundo, los españoles, respondiendo a la fuerza con la fuerza, harán una guerra justa y tendrán derecho a privar a los enemigos de vidas, libertad y bienes. Vitoria insiste en que siempre es preciso que los indios hayan atacado primero, que sólo será justa la conquista si es una guerra defensiva. Una vez establecida la legitimidad de la guerra, necesariamente también estarán justificados los males que trae consigo, como el sáquelo de las ciudades o la muerte de muchos inocentes, pero aun en ese caso habrá de evitarse la crueldad innecesaria, obrando con moderación y justicia, y procurando el interés de los bárbaros antes que el provecho propio, teniendo muy presente la misión civilizadora y misionera, y sin perder de vista que el fin de la guerra ha de ser el restablecimiento de la paz. Es muy meritorio este interés por el bien de los vencidos y esta reivindicación de sus derechos, pero al mismo tiempo se ofrecía por fin una salida jurídica bien argumentada para legitimar la conquista.

6.2

Francisco Suárez

Francisco Suárez nació en Granada en 1548. Ingresó en el seminario de la Compañía de Jesús y fue profesor en Valladolid, Roma, Alcalá de Henares y Coímbra. Profundo metafísico y notable jurista, llevó a cabo una intensa renovación del pensamiento de base tomista, lo que, si le causó algunos problemas con algunas mentes estrechas, acabó convirtiéndolo en uno de los mejores exponentes del espíritu de Trento. Sus clases, al parecer, eran muy animadas y siempre estaba proponiendo retos a los estudiantes, haciéndoles ver la diversidad de soluciones que podía tener un mismo problema e incitándoles a reflexionar, a profundizar y a la consulta directa de las fuentes. En su teoría política, Suárez encuentra en la ley la fundamentación de la convivencia ordenada, pero para que la ley sea justa tiene que procurar el bien común y ser justa y equitativa. Si bien los monarcas legítimos tienen autoridad sobre sus súbditos, estos no pueden hacer una entrega total de su

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libertad, del mismo modo que el monarca tampoco puede abusar de ella para oprimirlos, pues en ambos casos obrarían contra la ley natural. Por eso es necesario el acuerdo de gobernantes y gobernados. En lo que respecta al problema que nos ocupa, o sea, el de la legitimidad de la guerra, Suárez no duda en afirmar que la guerra defensiva, e incluso la ofensiva en determinadas circunstancias, no sólo es justa, sino hasta necesaria. El autorizado para emprender una guerra es el príncipe, no los grandes señores ni los virreyes, y no necesita ninguna autorización del Papa, que no tiene jurisdicción sobre él en lo temporal, aunque sí debe prestar oído respetuoso a su opinión y reconocer, como cristiano, su autoridad moral. Además de ser declarada por quien tiene la capacidad jurídica para ello, la guerra será justa si se emprende por una buena causa. No lo son la ambición, la avaricia ni el deseo de gloria, ni el vengar una injuria leve. Sí lo son, en cambio, la agresión contra la integridad del territorio o la respuesta violenta al derecho de libre circulación de personas y bienes. Por cierto, que Suárez considera que esta libertad no se basa en el derecho natural, sino en el de gentes. La diferencia es que, aun basándose también en la ley natural y en la razón, este último no es innato, sino creación humana, fruto de las costumbres de los pueblos. También sería causa legítima de guerra el castigo de una injuria grave. En todos esos casos, la guerra será justa y se podrá luchar en ella sin remordimiento de conciencia. En el caso contrario, quien inicia y toma parte en una guerra injusta lesiona el derecho del otro, y estará moralmente obligado a indemnizarle por los daños que le cause, exactamente igual que si le hubiera robado. En el caso de la guerra contra los infieles, no puede basarse en su mera infidelidad, ni en el deseo de vengar las injurias hechas a Dios: «Dios no dio a todos los hombres el poder de vengar todas sus injurias, ya que Él puede hacerlo fácilmente si quiere.»9

Tampoco la barbarie, o el hecho de ser Emperador o Papa y considerarse con soberanía universal legitiman para la guerra. Ni el hecho de que otros pueblos se nieguen a aceptar el cristianismo, si se limitan a negarse, ya que los asuntos de dogma quedan fuera del derecho. Las guerras de conquista emprendidas por pura ambición o por deseo de riquezas son ilegítimas. 9

SUÁREZ, Francisco. Guerra, intervención, paz internacional. Madrid. Espasa Calpe, 1956, p. 86.

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Es el príncipe quien tiene que asegurarse de la justicia de la guerra que emprende, y si no está muy seguro, aconsejarse con hombres doctos o, en último término, desistir del uso de la fuerza. En cuanto a los súbditos, la obediencia asegura su tranquilidad de conciencia y «no están obligados a hacer ninguna diligencia sobre la justicia de la guerra». Solamente si tuvieran razones bien fundadas para afirmar que no era legítima podrían faltar a su deber de obediencia, pero en casos tan excepcionales de evidencia, que el camino más seguro es seguir las órdenes de los superiores, evitando, eso sí, la crueldad innecesaria. Pues hay que respetar al enemigo, y ello incluye declararle formalmente las hostilidades, sin atacarle por sorpresa, y dejándole clara la causa por la que se toman las armas contra él. Una vez iniciadas las batallas, es lícito causarle al enemigo todo el daño que sea posible, para asegurar la victoria, exceptuando la muerte intencionada de inocentes. Los inocentes serán de todos modos víctimas accidentales, eso es inevitable, pero no se les debe atacar directamente. En cuanto a la guerra de un pueblo contra su soberano, será injusta y sediciosa si el soberano es legítimo. En ese caso, solamente el conjunto del Estado podría deponerlo e incluso matarlo, pero no un particular ni un grupo de ellos. Por lo mismo es ilegítima la lucha de facciones. La modernidad de Vitoria y Suárez no reside tanto en lo que concluyen como en el hecho de que ya no aceptan como mediador del conflicto entre las naciones a un ser revestido de autoridad, como el Papa ni mucho menos el Emperador, sino que establecen unas leyes generales y universalmente aceptables, basadas en la razón, la costumbre y la ley natural, estableciendo las bases jurídicas del derecho internacional y poniendo la solución pactada de los enfrentamientos y las normas de su legitimidad fuera del alcance de opiniones individuales.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Desdichas del siglo «Nunca hubo en el mundo menos benignidad cristianas y nunca cada cual tuvo más alta estima de sí y tan baja de su prójimo. Unos hombres a otros, unas naciones a otras se acusan de impiedad, de ser poco cristianos, como si el que acusa por esto se hallara fuera de toda acusación en lo to-

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cante a su probidad. ¿Cuál es la razón de ello? Todos son igualmente impíos; pero, ciegos para lo suyo, ven sólo lo ajeno. Mejor dicho, no lo ven, sino que van empujados por el ímpetu de su pasión. Ni falta quien en el calor de la disputa llegue a afirmar: soy más cristiano que tú, muchísimo más que tú. Recurren a la espada y mutuamente se acuchillan para hacer ver que luchan ambos por algo que se halla muy lejos de uno y otro. Habiendo perdido el nombre y casi hasta la sombra de cristiandad, con todo cada cual se hace espía de la cristiandad del otro, inquiere, acusa, sentencia y establece la pena correspondiente: la capital, la de fama y la de fortuna.» (Juan Luis Vives, De la concordia y de la discordia)

2.

La verdadera victoria «Así pues, aquella victoria merece la alabanza humana por la que triunfamos en ingenio, juicio, razón, mente, consejo, sabiduría y virtud, todo lo cual es muy propio de hombres y no tiene nada en común con las bestias. ¿Por ventura se ha de tener como gloria el que César haya hecho morir con sus victorias dos millones de hombres?» (Juan Luis Vives, De la concordia y de la discordia)

3.

La autoridad del príncipe viene de Dios «Si fuesse en mano de los hombres poner príncipes, también ternían auctoridad para quitarlos, pero si es verdad, como es verdad, que los pone Dios, a mi parescer ni puede, ni deve quitarlos otro sino Dios; porque las cosas que ya van medidas por el juicio divino, no tiene licencia de echarles el rasero el parescer humano. No sé qué ambición pueden tener los medianos, ni qué embidia los menores, ni qué sobervia los mayores para mandar y no querer ser mandados, pues somos ciertos que en este cuerpo de la república el que vale más valdrá por un dedo cortado de la mano, o por una uña seca del pie, o por un cabello cortado de la cabeça. Viva cada uno en paz en su república y reconozca a su príncipe obediencia, y el que no lo hiziere y contradixere, sépase que como dél procede la culpa, en él redundará la pena; porque antigua sentencia es que el que contra el príncipe alçare lança le ponga a sus pies la cabeça.» (Fray Antonio de Guevara, Relox de príncipes, I, 36)

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4.

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Atrocidades de la conquista «Cuando acordaban ir a saltear y robar algún pueblo de que tenían noticia tener oro, estando los indios en sus pueblos y casas seguros, íbanse de noche los tristes españoles salteadores hasta media legua del pueblo, y allí aquella noche entre sí mesmos apregonaban o leían el dicho requerimiento diciendo: Caciques y indios desta tierra firme de tal pueblo, hacémoos saber que hay un Dios y un Papa y un rey de Castilla que es señor de estas tierras; venid luego a le dar la obediencia, y si no, sabed que os haremos guerra y mataremos y captivaremos. Y al cuarto del alba, estando los inocentes durmiendo con sus mujeres e hijos, daban en el pueblo poniendo fuego a las casas, que comúnmente eran de paja, y quemaban vivos a los niños y mujeres y muchos de los demás antes que acordasen. Mataban a los que querían y los que tomaban a vida mataban a tormentos porque dijesen de otros pueblos de oro, o de más oro de lo que allí hallaban, y los que restaban herrábanlos por esclavos, e iban después de acabado o apagado el fuego a buscar el oro que había en las casas.» (Fray Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias)

5.

Miseria moral de los indios «Comparad ahora estas dotes de prudencia, ingenio, magnanimidad, templanza, humanidad y religión (de los españoles) con las que tienen esos hombrecillos en los cuales apenas encontrarás vestigios de humanidad; que no sólo no poseen ciencia alguna, sino que ni siquiera conocen las letras, (….) y tampoco tienen leyes escritas, sino instituciones y costumbres bárbaras. Pues si tratamos de las virtudes, qué templanza ni qué mansedumbre vas a esperar de hombres que estaban entregados a todo género de intemperancia y de nefandas liviandades y comían carne humana. Y no vayas a creer que antes de la llegada de los cristianos vivían en aquél pacífico reino de Saturno que fingieron los poetas, sino que por el contrario se hacían continua y ferozmente la guerra unos a otros, con tanta rabia que juzgaban de ningún precio la victoria si no saciaban su hambre monstruosa con las carnes de sus enemigos.» (Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios)

6.

Legitimidad de la guerra contra los indios «Los bárbaros, al prohibir a los españoles el ejercicio del derecho de gentes, les hacen injuria; luego, si fuera necesario hacer la guerra para ob-

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tener su derecho, pueden legítimamente hacerla. Pero hay que advertir que siendo estos bárbaros medrosos por naturaleza, apocados y de corto entendimiento, aun cuando los españoles pretendan quitarles el miedo y darles seguridad de sus intenciones pacíficas, es posible que todavía teman, con razón, al ver hombres con extraño atuendo y armados, y mucho más poderosos que ellos. Por consiguiente, si impulsados por este temores se juntan para expulsar y matar a los españoles, les sería lícito a éstos el defenderse.» (Francisco de Vitoria, Sobre los indios)

7.

La guerra acarrea males inevitables «Una vez comenzada la guerra y durante todo el tiempo que duran las hostilidades, es justo inferir al enemigo todos los daños que parezcan necesarios para obtener la satisfacción o para conseguir la victoria, siempre que no impliquen injusticias directas contra los inocentes. (…) Porque si es lícito el fin, también lo serán los medios necesarios; de consiguiente, ningún mal causado al enemigo durante la guerra es calificado como injusticia, si exceptuamos la muerte de inocentes.» (Francisco Suárez, Guerra, intervención y paz internacional)

BIBLIOGRAFÍA Sobre el erasmismo, sigue siendo un libro de referencia el de Marcel BATAILLON, Erasmo en España (FCE, México, varias ediciones). Una visión profunda y amena del periodo estudiado la encontramos en J. A. MARAVALL, Carlos V y el pensamiento político del renacimiento español. Madrid, Espasa Calpe, 1982. 2.ª ed. Sobre la polémica sobre los derechos de los indios véase libro de Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre: la controversia de Valladolid. Madrid, Encuentro, 2009. Sobre Suárez, lo más reciente es el estudio de Benjamin HILL, The philosophy of Francisco Suarez, Oxford, 2012, que pone de relieve los aspectos más actuales de sus ideas.



䉴 TEMA 2 EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA Ana Martínez Arancón

1.

CONTRARREFORMA Y POLÍTICA

El periodo Barroco supone un movimiento de cierre en muchos aspectos: en cuanto a la diversidad del pensamiento, en lo que respecta al sentimiento de comunicación y armonía entre los hombres, en lo referente a la movilidad social… Es un tiempo en el que se adopta una posición defensiva y se buscan argumentos que funcionen como murallas, baluartes de los católicos frente a los protestantes, de los monarcas absolutos frente a concepciones más corporativas, de las nobleza frente a las clases emergentes. El Concilio de Trento, en el que España tuvo una participación muy señalada, convirtió en una obligación del monarca católico la defensa de la ortodoxia y la alianza con la Iglesia. En el caso de España, eso llevó a la sangría de las guerras contra los protestantes en Flandes, sin permitir atisbos de tolerancia, así como a un endurecimiento de la vigilancia ejercida sobre el pensamiento. La reflexión política española gira en torno a dos polos fundamentales. El primero de ellos, la figura del rey. El rey pasa a ser el centro absoluto del poder. Imagen de Dios y responsable sólo ante él, es también encarnación y resumen de su pueblo, y por eso sus virtudes pueden hacer la felicidad de sus súbditos lo mismo que sus vicios privados pueden suscitar una ira divina que traiga consigo la desgracia pública. Se le considera un ser excepcional, casi sobrehumano, y se le compara al sol, a los planetas… como sucedió con Luis  XIV de Francia o con nuestro Felipe  IV, o se reivindican parentescos mitológicos que lo divinicen, como sucede con los reyes de España y su fabuloso parentesco con Heracles. Hasta el propio aspecto físico de los Austrias, con su prognatismo, su palidez, sus rubios y finísimos cabellos, se ve como una prueba de su diferencia esencial, de su carácter casi angélico. El esplendor de la corte adquiere un significado simbólico, y la sencillez de los monarcas renacentistas da paso a un ceremonial estricto

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y a la construcción de palacios más o menos magníficos que sean imagen de la fuerza y extensión del poder real. Estos palacios también pueden, además, reforzar ese aspecto cuasidivino de los reyes, como pasa en el del Escorial, construido a imagen del templo de Salomón y cuya biblioteca está adornada con pinturas que ilustran los trabajos de Hércules. Y en torno al monarca, la nobleza, antes levantisca, ejerce ahora menesteres que a veces recuerdan la servidumbre, como los de ayuda de cámara, doncella o camarera, pero, eso sí, a cambio de reservarse, en premio a su docilidad y sumisión, los cargos de confianza, los empleos importantes y sustanciosos premios económicos. Y como el rey es el depositario del poder y el símbolo del país, se mira casi como usurpadores a los ministros demasiado poderosos, como Buckinghan, Richelieu o el conde duque de Olivares, que son criticados ante todo por el mero hecho de tener poder, sea o no acertada su gestión de los asuntos públicos, como si no hubiera sido el propio monarca quien los ha colocado en posición tan preminente. El segundo polo de atención es en realidad un problema: cómo armonizar la ortodoxia católica y las virtudes que exige con una práctica efectiva de la política real. El Estado no es un hecho natural, sino una creación humana, un artefacto, que como tal tiene su mecánica, responde a un modo de funcionamiento que le es propio, y el secreto del arte de gobernar consiste precisamente en el conocimiento y adecuado manejo de sus mecanismos. Reconociendo así esta autonomía del saber político, el manifiesto rechazo al pensamiento de Maquiavelo por su amoralidad no cegaba a los pensadores sobre el hecho de que ofrecía soluciones eficaces, y por lo tanto éxitos políticos en este mundo terrenal, donde abunda el pecado y nos topamos con semejantes que no siempre abrigan las mejores intenciones. Este reconocimiento hacía necesario buscar alguna solución de compromiso, ofrecer modelos de comportamiento que, sin romper con la moral cristiana tampoco deje inermes a los buenos gobernantes. En estos dos puntos, pues, se fijará la atención de los pensadores que vamos a estudiar en este capítulo.

2.

ANTIMAQUIAVELISMO

Son muchos los autores que reivindican una política cristiana y radicalmente contraria a la amoralidad del florentino, pero podemos afirmar que

EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

el principal representante del antimaquiavelismo es el jesuita Pedro de Rivadeneyra (1526-1611), autor refinado y culto, que vivió mucho tiempo en Italia y desempeñó con éxito delicadas tareas diplomáticas. Pero a la hora de enfrentarse al pensamiento de Maquiavelo no hace gala de mucha diplomacia, pues le llama directamente «ministro de Satanás». Tanto él como quienes a su concepto de la política son afines (y aquí entran en el mismo saco el emperador Tiberio, Tácito y Bodino). Él propone otro modo de comportamiento, y por eso titula la obra que aquí nos interesa El príncipe cristiano. Empieza la obra señalando la importancia de la religión, que es tan grande que hasta los mismos tiranos y los propios filósofos perversos la utilizan para sus fines. Y la más excelente de todas es la religión cristiana, por lo que el príncipe que sigue sus dictados podrá mantener y aumentar mejor sus estados. Como hará a lo largo de todo el libro, demuestra sus afirmaciones con una abrumadora cantidad de citas de grandes poetas y filósofos. Y así puede concluir, con el apoyo de su erudición histórica, que los mejores reyes han sido los más religiosos, por lo que, si los príncipes buscan la gloria de Dios y la anteponen a la suya y a sus intereses terrenos, «Él se los acrecentará y les conservará y aumentará sus reinos, y cuando hicieren lo contrario se los destruirá.»1

Demuestra con cantidad de ejemplos cómo los buenos príncipes acaban triunfando y los malos siendo destruidos, y advierte que un buen rey no solamente ha de regirse por los principios cristianos, sino que también ha de velar para que sus súbditos lo hagan. Ofreciendo una justificación teórica a la sangría de Flandes, aseveró que los filósofos perversos: «... enseñan que los reyes y príncipes temporales no deben atender a la fe y creencia que sus pueblos tienen, sino a conservarlos en justicia y paz, y gobernar la república de tal manera que cada uno siga la religión que quisiere, con tal que sea obediente a las leyes civiles y no turbe la paz. (…) Esta es la libertad de conciencia que enseñan los políticos de nuestros tiempos; ésta es la que han abrazado los herejes luteranos de Alemania; ésta es la que 1

RIVADENEYRA, Pedro de, El príncipe cristiano. Buenos Aires, 1942, p. 38.

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han pretendido algunos rebeldes a Dios y a su señor natural en los estados de Flandes.»2

Además, el gobernante indulgente en estas cuestiones no es verdaderamente muy hábil, pues es imposible que herejes y católicos puedan cooperar, ya que sus fines e intenciones son muy diferentes. La libertad de conciencia siempre es nociva, y los herejes deben ser castigados, pues son causa de desunión, caos y perturbaciones sin cuento. En estos asuntos, no hay faltas leves. El acatamiento de los reyes a la ley de Dios ha de manifestarse también por el respeto que muestren por la Iglesia, por sus representantes, el papa y los prelados, y por los bienes eclesiásticos. Pero no sólo en las acciones ha de ajustarse el buen príncipe a las normas de la fe, sino también en el fondo de su alma. Ha de ser virtuoso, y no sólo aparentarlo, pues simular religión con un corazón impío es un sacrilegio horrible que sólo puede acarrear desgracias para ese malvado y para su pueblo. Pues la prosperidad de las naciones no depende de la opinión de los hombres, que pueden engañarse por las apariencias de piedad, sino de la voluntad de Dios, que ve en lo profundo y que reconoce y premia a los suyos, sin engañarse por imitaciones de virtud, por muy buena que sea la simulación. Por la puerta del disimulo y la hipocresía entra el veneno del maquiavelismo en el cerebro. Por eso, el buen soberano ha de estar atento. Es preciso que «tape los oídos a los silbos de la serpiente venenosa y desvíe los ojos de esta mala doctrina» si no quiere perderse a sí y a sus dominios. Por ahí entra el mal gobierno. La mentira siempre lleva a la ruina. Tan solo en muy contadas ocasiones se podrá recurrir, cuando la importancia de unas negociaciones, muy excepcionalmente, así lo requiera, a la omisión, o incluso al uso de palabras equívocas, pero siempre sin engañar, siempre con mucho tiento y sin que una excesiva prudencia nos haga caer en la perfidia. Otra cosa que separa al buen príncipe de los malvados secuaces de Maquiavelo es el cuidado en cumplir siempre su palabra, sobre todo si se ha ligado por un juramento. Por eso hay que ser reflexivo, pensar mucho las cosas y mirar bien lo que se promete, pero una vez que se ha hecho, no hay 2

Op. cit., p. 47.

EL BARROCO Y LA CONTRARREFORMA

excusa: hay que hacer honor a lo prometido y ser fiel en el cumplimiento de la palabra empeñada, sin alegar pretextos y trucos más dignos de un charlatán que de un caballero cristiano. Esa serie de artimañas que recomiendan los maquiavélicos ni siquiera merece el nombre de política. Otras virtudes del buen príncipe son la clemencia, que los asemeja a Dios, la generosidad, la templanza, la fortaleza (que, a ejemplo de los mártires, no nace de la fuerza bruta, sino de la firmeza de las convicciones) y la prudencia. En este último punto, será muy útil que recurran al consejo de personas tan ilustradas como virtuosas, que puedan iluminarle en sus difíciles decisiones, huyendo de los falsos políticos y de los corruptores lisonjeros y buscando ayuda en personas de sólida fe y probada rectitud, «hombres experimentados y prudentes, virtuosos y de veras amigos de su señor y del bien de su república, y libres en decir con modestia su parecer, mirando más al servicio y utilidad, que al gusto de su amo o su propio interés».

3.

LOS TACITISTAS

Otros autores no se muestran tan intransigentes como el culto jesuita, y buscan soluciones que concilien la realidad de la vida política con la moral de un príncipe cristiano. Rechazando la radicalidad de las propuestas de Maquiavelo, buscan sus modelos en la antigüedad clásica, como Séneca o Marco Aurelio, o en el inteligente historiador y maravilloso escritor Cornelio Tácito. El primero de los tacitistas españoles pertenece propiamente al Renacimiento: es el humanista Benito Arias Montano (1527-1598), que recogió quinientas sentencias de Tácito, por orden de Felipe II, para que sirvieran a modo de manual de prudencia política. Arias Montano era hombre de profunda religiosidad, pero podemos ver cómo es mucho más flexible que Rivadeneyra en cuanto a los procedimientos de actuación. Si algunos consejos son de carácter muy general, como la necesidad de que el rey se ocupe personalmente del gobierno, o que debe velar para que las leyes se cumplan, para lo cual es conveniente que éstas sean claras y que no se cambien con demasiada frecuencia, en otros aspectos encontramos un evidente cambio de tono, como cuando aconseja a los príncipes que las medidas más duras que sea preciso tomar en el gobierno de sus territorios vengan de manos de

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sus ministros, manteniéndose ellos al margen para no sufrir merma en su popularidad, o cuando insiste en la conveniencia de que mezclen rigor y piedad, para que sean temidos con un «temor sin aborrecimiento» y amados «con respeto y reverencia»3, o de que no se prodiguen demasiado y, sobre todo, cuando les recomienda que sean prudentes y sagaces, llegando incluso a la cautela. En estos asuntos se muestra francamente ambiguo, pues si bien, para no perder su prestigio, el príncipe «ha de cumplir con mucha puntualidad todo lo que sus ministros hubieren prometido en su nombre»4, también le está permitida la falsedad en las negociaciones, engañando incluso a sus ministros y embajadores sobre sus verdaderas intenciones, para así lograrlas más eficazmente. También han de cuidar de atribuirse y proclamar sus éxitos y de ocultar lo más posible sus fracasos, de juntar en sus actuaciones la fuerza con la astucia, siendo, a un tiempo, «león y raposa», encubriendo y disimulando sus fines, lo que, si no es estrictamente una mentira, sí que supone un agravio a la verdad. Los hechos de un rey nunca han de ser «tan llanos y claros que no puedan recibir diferentes interpretaciones»5. Otros pensadores siguen también esta estela ya en el siglo siguiente, recurriendo a ese rodeo de aprobar comportamientos algo dudosos con la excusa de atribuirlos a Tácito y no al perverso Maquiavelo. Entre ellos podemos citar a Álamos de Barrientos. Baltasar Álamos de Barrientos nació en Medina del Campo en 1556. Amigo de Antonio Pérez, fue encarcelado a la caída de éste, pero con Felipe III y Felipe IV consigue cargos y honores. Murió en 1644, tras haber escrito una voluminosa obra, el Tácito español ilustrado con aforismos. Álamos de Barrientos cree que todos los hombres tienen una naturaleza común, y que por lo tanto, quien los conozca, quien sea capaz de profundizar psicológicamente en las claves del comportamiento humano, podrá manejar a sus semejantes y adelantarse a los acontecimientos, haciéndose así, en la medida de lo posible, dueño de la fortuna. Para esto convienen cualidades como la prudencia, el secreto y el disimulo. Por ejemplo, si se desea 3 4 5

ARIAS MONTANO, Benito, Aforismos de Tácito. Madrid, 1943, p. 13. Op. cit., p. 16. Op. cit., p. 28.

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alguna cosa, no hay nada más útil para lograrla «que las apariencias de que no se quiere ni desea»6. Por eso: «El príncipe que (…) procede escuramente y en palabras de suerte que no se dexa conocer a dónde se inclina, procede con prudencia.»7

Claro que no hay que olvidar que Tácito era romano y que ahora se quieren dar consejos a los reyes muy católicos, así que nuestro autor se cura en salud, y si bien dice que quien no sabe disimular no vale para reinar, o que para engañar mejor a los enemigos no hay como fingirles amistad, añade enseguida que eso lo decían «los antiguos sin luz de fe cristiana». Pero dicho queda. Y un poco más allá, recomienda como modo muy eficaz de destruir la reputación de un adversario el aumentar sus vicios, disculpándole por ellos, pero sin omitir uno. O sugiere, para evitar una traición, utilizar una gente capaz de mezclarse entre los conjurados y aparentar ser su cómplice. O manifestar tanto más dolor por la muerte de alguien cuantos más motivos reales tenga para alegrarse. Incluso, aunque advierte de los peligros de los odios particulares, que pueden hacer caer en crueldades inútiles, recomienda la discreción a la hora de eliminar enemigos personales, poniendo como ejemplo, sin más comentarios, que muchos «tiranos» recurren para ello, con gran éxito, al veneno, arma poco escandalosa y siempre ambigua. Algunas recomendaciones nos suenan ya a sabidas, como que es preciso que el rey gobierne por sí mismo, aunque ayudado por buenos ministros y sin prodigar demasiado su presencia pública, que ha de procurar ser temido pero sin perder el amor, o que no es bueno introducir demasiadas novedades, especialmente en las leyes. Pero Álamos tiene una finura especial para conocer cómo funciona la mente de los hombres, y así, al ocuparse ocupa de los modos de mantener la buena fama de los reyes, piensa que es muy útil mantener los oídos abiertos, una actitud que permite aprovechar las críticas en provecho propio. También considera conveniente ocultar los deleites y placeres, teniéndolos en lugares secretos a los que se fingirá retirarse por negocios. Pero sobre todo recomienda la prudencia, pensar bien las decisiones, calibrar bien los hechos, con el mayor número de datos posibles, y una vez tomada una resolución llevarla a cabo con presteza, 6 7

ÁLAMOS DE BARRIENTOS, Baltasar, Aforismos al Tácito español. 2 vols. Madrid, 1987, vol. I, p. 53. Op. cit., vol. I, p. 59.

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pues la sorpresa es un factor de triunfo. Vuelve a insistir en cómo el secreto es crucial: «Nunca el príncipe suele descubrir luego los efectos de amor y aborrecimiento que tiene en su ánimo, sino esconderlos y guardarlos, y después de bien crecidos, descubrirlos con mayor daño o provecho del paciente. Y así no suelen conocerse sino por los efectos, tiempo en que no se puede ya poner remedio.»8

Las cosas, en este mundo, son inciertas. Por eso la prudencia y el secreto son grandes aliados. Cuando el enemigo quiere reaccionar, ya es tarde, y también las acciones favorables resultan así más efectistas. Pero hay que saber aprovechar la ocasión. Si pensar las cosas es bueno, tampoco hay que demorarse mucho, dejando pasar el momento favorable. Otro modo de precaverse contra la fortuna es aprender de los fracasos ajenos, tanto actuales como pasados, y no considerar nada como trivial, en asuntos de gobierno, pues muy pequeñas llamas han causado grandes incendios. Por eso «en la paz se suelen fortalecer las ciudades como para resistir una gran guerra»9. Pero la prudencia tampoco ha de ser tan excesiva que se convierta en un defecto, y así si se ofrece alguna empresa que sea necesaria y honrosa, es preciso emprenderla, pese a lo peligrosa que parezca, tratando, eso sí, de hacerlo de la manera más segura posible, para los que serán de gran ayuda todos los consejos anteriores y un exacto conocimiento de las propias fuerzas y del mejor modo de sacarles partido. En esta corriente tacitista podemos también citar a Juan Pablo Mártir Rizo, que en su Norte de príncipes (1626) hace abundantes referencias a este autor, ilustrando además sus afirmaciones con un variado repertorio de ejemplos de la antigüedad. Su visión es muy pragmática, y a la hora de aconsejar un modo de obrar u otro lo hace siempre según criterios de utilidad. El modelo de actuación política que propone es muy similar a lo que hasta aquí hemos visto, insistiendo hasta la saciedad en la necesidad de la prudencia. Así, el príncipe ha de ser reservado, sin confiar demasiado en nadie, ni siquiera en los miembros de su familia. Ha de saber cuándo no darse por enterado, que muchas veces es ya de por sí un remedio de los problemas, y tiene que ser flexible y adaptarse a los cambios de circunstan8 9

Op. cit., vol. I, p. 119. Op. cit., vol. II, p. 895.

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cias, pues en este mundo todo es mudable. Lo más original es la insistencia en distinguir entre la simulación y la disimulación, o sea, entre el engaño y el disimulo. El engaño nunca es aconsejable. Mártir Rizo piensa que es aún peor que el ateísmo, y aprovecha para despacharse a gusto contra Maquiavelo. Pero además de ser inmoral, lo peor es que no resulta útil: quien miente pierde su prestigio, se deshonra a sí mismo, y además, una vez que ha engañado, ya nadie vuelve a confiar en él, con lo que la artimaña pierde su eficacia. En cambio el disimulo está íntimamente ligado a la prudencia y casi puede decirse que es la principal virtud del buen rey. En efecto: «Cuando el príncipe es disimulado, todos procuran vivir bajo las leyes de la razón, porque si no lo hacen así deben juzgar que se saben sus desórdenes y que se callan aguardando el remedio (…). La prudencia y disimulación están tan unidas que el que sabe bien disimular es prudente, y la prudencia no es otra cosa sino conducir las acciones a su fin con disimulación, hasta que llegue tiempo de ejecutar bien lo que se disimula, y cuando esto hacen los príncipes tienen cobardes a los enemigos, los amigos que más de cerca gozan de su favor no le pierden el respeto, porque ignoran en qué altura están de su gracia, disimulada con la industria del príncipe, y por eso cada uno se alienta a mejorarse en su servicio.»10

Otro autor que podemos encuadrar dentro del tacitismo, ya bien entrado el siglo XVII, es Juan Alfonso de Lancina, cuyos Comentarios políticos (1687) no son otra cosa que glosas a Tácito aplicadas a necesidades y casos de la vida pública. Lancina es muy radical; piensa que la política es difícil y que los reyes necesitan conocimientos especiales. Por ejemplo, tienen que conocer muy bien cómo son sus estados y qué carácter y costumbres tienen sus súbditos; también han de saber lo mismo de sus enemigos. Y deben también saber cómo manejar todo eso y cómo hacer el mejor uso de sus fuerzas. Aun así, eso no garantiza el éxito: «A la sabiduría para el acierto se le ha de añadir la buena gracia», o sea, la buena suerte, pues de la fortuna dependen muchas cosas, y la primera lección de los poderosos es que nunca pueden controlarlo todo. Pero aunque no todo se pueda prevenir, el arma principal del buen gobierno es la prudencia, el saber lograr lo que se pretende con la mayor efica10

MÁRTIR RIZO, Juan Pablo, Norte de príncipes. Madrid, 1988, p. 98.

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cia y el menor coste posibles. Hay que ser reservado, pues los designios más ocultos tienen más posibilidades de salir adelante, y «el hacer arcano causa veneración». Es preciso estar atentos a la ocasión, para alcanzar el éxito más fácilmente, pues una vez pasado el momento oportuno, incluso las mejores resoluciones resultan o más difíciles de ejecutar, o del todo imposibles o inoportunas. En cuanto a la moralidad de los procedimientos, uno puede «buscar caminos irregulares» siempre que lo haga con discreción, «sin desazonar al público (…) y sin escándalos». Por mucha palabrería con la que se quieran disfrazar los hechos y mucho que se recurra a los grandes conceptos, «no hay en los estados más honra que la conveniencia y el poder», de manera que no hay que mostrarse excesivamente escrupuloso. Por eso: «La razón de Estado hace muchas cosas lícitas que en otra ocasión serían reprobadas; cuando se hallan desconcertadas las materias, sería imprudencia el obrar con regla; en las máximas de las repúblicas lo primero se ha de mirar a la conservación de ellas y algunas veces es necesario dispensar en los medios, porque sean más acertados los fines. Algunas cosas se reprueban porque los censuradores no pueden ejecutarlas.»11

Aunque no es un tacitista (realmente es un hombre que constituye de por sí una categoría única), no me gustaría dar por cerrado este apartado dedicado a los principios de actuación política sin una mención a la figura de Baltasar Gracián (1601-1658). Ya he dicho que es difícilmente clasificable. Tenía una idea bastante pesimista de la humanidad, ya que la mayoría de los hombres no se rigen por criterios racionales, y de esta manera andan ciegos y se comportan como animales. Para Gracián, la razón es la luz del mundo, la cualidad verdaderamente superior y liberadora. Pero el hombre racional se encuentra en el mundo como un náufrago; está en peligro, como el que vuelve a la caverna platónica después de haber visto la luz. Por eso Gracián rendía un verdadero culto a la amistad, pues con su idea del mundo, los amigos no sólo son compañeros, sino aliados, luchadores en una misma batalla por la luz. En este mundo entregado a los instintos, el hombre racional ha de estar siempre sobre aviso, siempre vigilante, como en una selva. Por eso la desconfianza, la flexibilidad, la capacidad de maniobra es lo que le permiten sobrevivir. Si consigue el triunfo sobre esos monstruos oscuros de la irracionalidad es, verdaderamente, un héroe, como Hércules vencedor de alimañas. Y el mérito es doble en el caso del príncipe, pues a 11

LANCINA, Juan Alfonso de, Comentarios políticos. Madrid, 1945, p. 101.

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este no le basta con salvarse a sí mismo, sino que tiene que encauzar la multitud de sus súbditos, que en su mayoría son brutales y estúpidos. Visto con quien hay que lidiar, o sea, con una masa ciega pero enorme y pesada, más vale maña que fuerza, pues si «con el valor se consiguen las coronas, con la prudencia se establecen»12, y a la hora de buscar un ejemplo encarnado de las virtudes del buen soberano, no se remonta a la antigüedad, sino que escoge a alguien a quien, por cierto, admiró Maquiavelo: a Fernando el Católico. Uno de los recursos más eficaces contra la sinrazón es «valerse siempre de la ocasión», convirtiendo así a la fortuna en una aliada, en vez de un obstáculo más. Por eso la cualidad que más admira Gracián en su modelo es la flexibilidad. «Gobernó siempre a la ocasión»13, amoldándose a las situaciones para sacarles el máximo provecho. Sus cualidades eran muchos, pero eso no basta, pues es preciso que las buenas dotes fructifiquen, y Fernando sabía utilizar sus talentos, ventajas y conocimientos para lograr el éxito de sus empresas, ajustando «su inclinación a la disposición de la monarquía». Era además prudente. La prudencia, según Gracián, es «madre de la buena dicha», porque permite reducir al mínimo el impacto del azar. La época en que vivió este rey fue tiempo de grandes monarcas, preparados y sagaces, pero Fernando los superó a todos. Eso sí, fue «político prudente, no político astuto, que es grande la diferencia»14. La política no puede confundirse con la astucia, y el que engaña, lejos de parecer avisado, da muestras de poca inteligencia, pues la mentira, además de indigna, es inútil y acaba enredando al mentiroso y llevándolo al fracaso. No se pueden confundir las acciones de un soberano con vulgares artimañas. Quienes usaron éstas fueron «reyes de mucha quimera y de ningún provecho». Mentir era para Gracián un atentado contra la razón, que veneraba. Y por eso pensaba que no ya solo un rey, sino un hombre digno ha de estar precavido y no fiarse, pero sí ser alguien en quien se puede confiar. Así, la política de Fernando fue «segura y firme», aunque cautelosa. Pudo mantener ocultos sus designios, pudo ser ambiguo en sus palabras, pero según Gracián, nunca engañó. Estaba siempre atento, sabía bien con qué fuerzas contaba y el modo de emplearlas para alzarse con gran12 13 14

GRACIÁN, Baltasar, El político don Fernando el Católico. Zaragoza, 1985, p. 10. Op. cit., p. 90. Op. cit., p. 104.

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des logros, sin desperdiciarlas nunca en empresas descabelladas. Conocía a sus enemigos y, sin menospreciarlos nunca, podía utilizar sus debilidades en provecho propio. A eso se debieron sus triunfos, y no a trucos indignos.

4.

JUAN DE MARIANA

Vamos ahora a ocuparnos de los autores que se ocupan de una forma general de cómo ha de ser el buen rey. Ya desde el Renacimiento proliferan los tratados de educación de príncipes, y también a lo largo del siglo  XVII vemos obras de este tipo mezcladas con otras más ambiciosas, que tratan de esbozar un ideal de monarca, de aconsejar al actualmente reinante y de abordar los problemas que pueden presentársele en el ejercicio de su poder. Entre todos ellos hemos seleccionado a tres: el padre Mariana, Francisco de Quevedo y Diego de Saavedra Fajardo. Juan de Mariana nació en Talavera en 1536, hijo natural de una madre humilde. Ingresó en la Compañía de Jesús y se distinguió por su inteligencia y erudición. Entre sus obras principales podemos señalar su magnífica Historia de España, llena de reflexiones interesantes, y la que aquí vamos a comentar: Del rey y de la institución real. La escribió en latín y fue su obra más polémica; incluso fue prohibida y quemada públicamente en Francia, tras el asesinato de Enrique IV, pues se interpretó que justificaba el regicidio. Comienza, en la estela de Aristóteles, postulando la natural sociabilidad del ser humano y la conveniencia de vivir en sociedad para hallar más cómodamente todo lo necesario a la vida. En cuanto a las formas de regirse, varias son buenas, y la monarquía es preferible si de alguna forma es una combinación de ellas, siendo un gobierno de uno solo pero que es aconsejado por los más sabios y que gobierna por el bien de todos; en caso contrario, si se pervierte, llega «a parar en la mayor tiranía posible y en la más abominable forma de gobierno»15. La tiranía es el imperio de la codicia, la arbitrariedad, la crueldad y las pasiones. El tirano no conoce freno ni leyes. En el extremo opuesto, el buen rey defiende a los débiles, hace justicia, procura la felicidad común y se somete gustoso a las leyes. El buen rey ejerce su poder con templanza, presta oídos a las quejas y peticiones, procura el bien co15 MARIANA, Juan de, Del Rey y de la institución real, en Obras completas,  2 vols., Madrid,  1950, vol. II, p. 472.

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mún y trata a sus súbditos como a hijos, «sabiendo que ha recibido el poder de manos del pueblo»16. El amor de su pueblo es su mayor defensa. En cambio, los tiranos son odiados y por eso siempre temen, con motivo, pues muchas veces acaban asesinados, lo que en ocasiones extremas resulta comprensible y aun justificable. Si bien es propio de buenos súbditos y mejores cristianos soportar con paciencia los males, y reconociendo siempre que la potestad real tiene un halo sagrado y su autoridad ha de ser acatada, no es menos cierto que, como la dignidad real tiene su origen en el pueblo, éste puede reprocharle sus desafueros, y si no se corrige, pueden despojarle del cetro y la corona. Por otra parte, en la historia siempre han merecido alabanza los asesinos de grandes tiranos, y eso demuestra que «el sentido común, que es en nosotros una especie de voz natural» aprueba su conducta. «El tirano es una bestia fiera y cruel, que a donde quiera que vaya, lo devasta, lo saquea, lo incendia todo, haciendo terribles estragos por todas partes con las uñas, con los dientes, con la punta de sus astas. ¿Quién creerá sólo disimulable y no digno de elogio a quien con peligro de su vida trate de redimir al pueblo de sus formidables garras?»17

Pero hay que hacer una salvedad: si bien es lícito matar sin más consideraciones al tirano que se apropió del poder sin derecho y por la fuerza y que oprime a sus súbditos con crueldad, en el caso de los príncipes legítimos a los que les viene la corona por herencia, es preciso sufrirlos y respetarlos, por grandes que sean sus vicios, pues en caso contrario se originarían desórdenes y caos mucho más perjudiciales. Puede ocurrir, sin embargo, que el mal soberano oprima gravemente a su pueblo cometiendo graves y repetidos crímenes. En este caso, se le amonestará, se le aconsejará por medio de personas sabias y autorizadas y, en último término, *si su crueldad y contumacia persisten, el pueblo podrá retirarle el poder que le cedió. Si, como es previsible, el mal rey se resiste a abandonar el trono y hay riesgo de guerra civil, se le considerará enemigo público y se podrá ejecutarlo, como legítima defensa de su pueblo. Y esta facultad de eliminarlo no reside solo en la comunidad, sino en cualquier particular «que, abandonada toda especie de impunidad y despreciando su propia vida, quiera empeñarse en ayudar de esta suerte a la república»18. Este es el punto más polémico y también el 16 17 18

Op. cit., p. 477. Op. cit., p. 482. Ibídem.

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más original. Y termina advirtiendo a los tiranos y malos reyes que no crean nunca que se han reconciliado con su pueblo mientras no haya cambiado su conducta, pues el poder del pueblo está por encima del suyo. El rey está obligado a cumplir las leyes, pues violentándolas se aparta de la justicia. Su ejemplo, además, será la mejor garantía para que sean obedecidas y respetadas. El acatamiento además le dará legitimidad para castigar a los culpables, lo que no sucedería si él mismo se contase entre los delincuentes. Y si se somete a las humanas, con cuánta mayor razón ha de hacerlo a las divinas, respetando siempre la religión y mostrándose benévolo y moderado. Si queremos evitar los riesgos de la tiranía y si pretendemos que los súbditos no sólo amen y obedezcan a su soberano, sino que le consideren «un ser de estirpe divina, dado por el cielo como la más clara estrella del orbe», lo mejor es forjar el carácter de los futuros reyes mediante una adecuada educación, y a esto dedica Mariana el segundo libro de su obra. La educación del rey ha de empezar en la infancia y tendrá por finalidad corregir sus vicios y enseñarlo a someterse a la razón. Aprenderá así a ser moderado en todo, empezando por la comida y el vestido, a ejercitar su cuerpo y a enriquecer su alma con el estudio de las letras y la música. Se le rodeará de compañeros escogidos que le ayuden a permanecer en la virtud y se le inculcará el amor por la verdad, que le hará huir de los aduladores y de la mentira, pues digan lo que digan otros autores y por más que éstos sean «varones de excelente ingenio», el fingimiento no es propio de un príncipe y además resulta contrario a sus intereses. «Cobrará fama de pérfido e injusto» y sus intereses políticos se resentirán, pues «¿Quién ha de ser entonces su aliado? ¿Quién ha de fiarse de su palabra? (…) Nadie ha de creerle después, aunque lo afirme con juramento; todos han de mirarle con desconfianza y aborrecerle»19. Por último, la justicia, la prudencia y el respeto a la religión acabarán de formar un modelo de príncipe perfecto. El buen rey sabrá auxiliarse de consejeros y ministros. Tendrá en gran consideración a la nobleza, aunque no sea más que por honrar la gloria de sus antepasados. Respetará a obispos y prelados. Cuidará de los ejércitos y no dudará en ponerse al frente de sus tropas en caso de guerra. Será parco en sus gastos y socorrerá a los pobres, pero de modo que procure que salgan de su pobreza, para lo que favorecerá la agricultura y el comercio. Procurará mantener rela19

Op. cit., p. 517.

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ciones cordiales con los demás soberanos y estimará la paz, pero tampoco ha de rehuir la guerra justa. Y como ejemplo de guerra justa, cita la que se hace en defensa de la religión, no sólo porque ser el valedor de la fe es una obligación del príncipe cristiano, sino también en interés de sus propios territorios, puesto que dos religiones dentro de un mismo estado es algo sumamente peligroso para la estabilidad, destruye la armonía interna y engendra el caos.

5.

FRANCISCO DE QUEVEDO

Francisco de Quevedo (1580-1645) es uno de los mayores poetas de la lengua castellana, pero también dedicó muchas energías a la política, tanto con sus escritos (que llegaron a costarle la prisión) como con su actividad en la corte, incluyendo algún episodio novelesco. Entre sus escritos políticos, el más importante es Política de Dios y gobierno de Cristo. La tesis principal del libro es que Cristo es el modelo para los reyes de la tierra y por ello, la primera virtud del rey ha de ser el gobierno personal. Esto se escribe en la época de los Austrias menores, cuando es más grande el poder de los validos. Quevedo se muestra muy contrario a esta forma de gobernar y le atribuye todos los males de la patria. El rey ha de ser bondadoso y escuchar los ruegos de sus súbditos, como hace Dios con nosotros, pero no débil, sino fuerte, como el Señor. Un buen rey no se duerme en los laureles, sino que está vigilante. Es preciso «que sepan los que están a su lado que siente aun lo que ellos no ven»20. Como imagen de la divinidad en la tierra, ha de estar atento en primer lugar a que se le tenga el respeto debido, a mantener la honra y el prestigio de la corona. Esta es una prioridad. Por eso no debe permitir familiaridades ni confianzas, ni tampoco extender sus beneficios hasta empobrecerse. «Ni para los pobres se ha de quitar al rey»21. El soberano es el más legítimo necesitado y los ministros que lo despojan con pretextos varios obran como Judas. Lo mismo sucede con las peticiones de mercedes y beneficios: que el rey sólo conceda aquello que es realmente merecido y que puede otorgar sin grave menoscabo de su hacienda o de su poder. 20 QUEVEDO, Francisco de, Política de Dios y gobierno de Cristo, en Obras completas,  2 vols., Madrid, 1968, vol. I, p. 541. 21 Op. cit., p. 543.

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La corona es una carga pesada, y por eso el monarca necesitará auxiliares, ministros y consejeros, pero no por ello debe abandonar el gobierno personal. Los ministros habrán de ser controlados, corregidos cuando cometan errores y castigados si son malos, como Dios condenó a los ángeles desobedientes. El que no obra así «no es rey, es vil esclavo de la malicia de sus vasallos»22, y además falta a su deber, pues perjudica los intereses del estado al tolerar su mala gestión. En cuanto a los consejeros, bien está pedir su opinión, pero siempre que prevalezca al final el propio criterio, sin dejarse arrastrar por el parecer ajeno. Si se equivoca, padecerá menos su prestigio habiendo errado él que habiéndose dejado llevar al error. A imagen de Dios, el verdadero rey ha de cuidar de su pueblo como un padre. Por eso tiene que ser moderado en las cargas y tributos, pues de otra manera alimentaría su grandeza con la sangre de sus hijos. Los impuestos han de ponerse con motivo y necesidad, repartirse entre los vasallos con justicia y proporción, evitando abusos, y emplearse con prudencia y buen juicio, «porque poner los tributos para que los paguen los vasallos y los embolsen los que los cobran, o gastarlos en cosas para que no se pidieron, más tiene de engaño que de cobranza». Una de las cosas para las que se suelen imponer tributos es para los gastos militares. Si la guerra es justa, y la gente lo entiende así, los dineros afluirán más fácilmente y los soldados marcharán al combate con mejor ánimo, y una guerra es justa cuando lo es su causa, cuando se han agotado las posibilidades de arreglar las cosas de manera pacífica y cuando lo que se intenta es restablecer la paz y hacerla más duradera, y no establecer un semillero de nuevas discordias. Cuidando de su pueblo sin oprimirlo, también ha de estar atento el rey a las quejas razonables de sus súbditos. Ha de imitar al buen pastor, y si no lo hace, al empobrecer y destruir a sus vasallos acaba atentando contra la base de su poder y él mismo acabará perjudicado. «Si los monarcas, que están en la mayor altura y encima de todos, no son como el fieltro, que defiende de las inclemencias del tiempo al que le lleva encima, son como las tormentas, diluvios y piedra sobre las espigas que cogen debajo. Lleva el vasallo el peso del rey a cuestas como las armas, para que le defienda, no para que le hunda.»23 22 23

Op. cit., p. 554. Op. cit., p. 598.

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La culpa de esta situación, que asemeja al rey a los tiranos, la tienen los malos ministros, que ciegan al monarca y lo engañan. Todos estos son discípulos, en último término, del diablo, pero por mediación de los «políticos», de los seguidores de doctrinas perversas que hacen de «la disimulación y la incredulidad» sus principios rectores. «Los reyes son vicarios de Dios en la tierra» y no pueden abdicar de esa responsabilidad, por muy atractivo que le resulte apartarse de la fatiga del gobierno. Los malos ministros, llevados por la ambición, tratan por todos los medios de hacerle abandonar su puesto, y envuelven su propósito con buenas palabras y con ofertas atractivas de descanso y diversiones, pero no hay que olvidar que las tentaciones siempre son apetecibles, desde la primera de todas, pues la serpiente engañó a Eva con una manzana. Pero ceder a ellas es pecado, y el rey que no sabe serlo y abandona su poder y su dignidad en manos de un vasallo comete el peor, se destruye a sí mismo y a su pueblo y fracasará en todas sus empresas, pues Dios le abandonará, y es Él quien concede las victorias.

6. SAAVEDRA FAJARDO Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648) compaginó su obra literaria con una intensa actividad como diplomático, como consecuencia de lo cual viajó bastante por Europa y residió en Roma, Ratisbona, Múnich y Viena. Cierra este tema no sólo por razones cronológicas, sino también porque es un acabado ejemplo del pensamiento político del Barroco español. Teñido por el espíritu de la Contrarreforma, la religión es la guía fundamental del buen gobernante, pero al mismo tiempo es práctico y posibilista, y las abundantes citas de Tácito que jalonan su obra demuestran que estaba abierto a soluciones de compromiso, siempre que no hiriesen su conciencia de cristiano. Su obra más famosa es la Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas, conocida generalmente como Empresas políticas. Se publicó en 1642. Ya el título nos da una idea del carácter de síntesis del pensamiento de Saavedra. Su príncipe ha de ser a un tiempo político (y ese era el nombre que los escritores más intransigentes daban a los pensadores inventores de argucias y más o menos alimentados en la doctrina de Maquiavelo), y cristiano. Este modelo de monarca ideal se desarrolla en

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cien empresas. Una empresa es la unión de una imagen de contenido simbólico y un mote o lema, o sea, una frase en latín o en español que completa y explica el sentido de la imagen.

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A continuación de cada empresa, viene la larga explicación de Saavedra Fajardo, componiendo el retrato del príncipe perfecto. Este nace y hereda su trono, pero necesita una educación adecuada, pues «apenas hay árbol que no de amargo fruto si el cuidado no lo trasplanta y legitima. (…) La enseñanza mejora a los buenos y hace buenos a los malos»24. Esta educación ha de ser inteligente: se ha de enderezar lo torcido, pero sin forzarlo, pues lo que se reprime demasiado acaba estallando. Se debe ser firme, pero de manera que no se le haga perder el gusto por aprender, y combinar los ejercicios corporales y militares con las letras, pues la política requiere ciencia, y por eso «más se teme en los príncipes el saber que el poder. Un príncipe sabio es la seguridad de sus vasallos»25. La religión, la elocuencia y la historia deben figurar entre las principales enseñanzas. Otras disciplinas no están de más siempre que no quiten tiempo para lo principal, que es ante todo la formación de la razón y el juicio y el conocimiento de los hombres. No hay que olvidar que el arte de gobernar no pertenece a la naturaleza, sino que es invención humana, y como tal ha de ser aprendido, pues es la «ciencia de las ciencias». En primer lugar, ha de someter sus afectos a la razón y sus intereses individuales a los del Estado, pues un rey no es un particular y no puede permitirse el lujo de ceder a sus inclinaciones. Dominar la ira y la envidia, no dejarse arrastrar por el deseo de fama, evitar la familiaridad y tener mucho cuidado con lo que dice, que las palabras de un rey no las lleva el viento y pueden volverse en su contra, descubrir sus debilidades o revelar designios que habían de permanecer secretos. Pero si es recomendable el secreto y aun el disimulo, debe ser aborrecido el engaño: «Mentir es acción vil de esclavos e indigna del magnánimo corazón de un príncipe, que más que todos debe procurar parecerse a Dios, que es la misma verdad.»26

La religión, pues, ha de ser el freno de la argucia política, y en general el principio rector de la conducta de los reyes. Ellos están en el punto de mira y su ejemplo es fundamental. Además, si son virtuosos, Dios les concede el triunfo en sus empresas y la prosperidad para sus reinos. «A la virtud de un 24 25 26

SAAVEDRA FAJARDO, Diego de, Empresas políticas. Barcelona, 1988, p. 25. Op. cit., p. 40. Op. cit., p. 90.

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príncipe justo, no a los campos, se han de atribuir las buenas cosechas»27. A mantenerse virtuoso le ayudarán buenos consejeros, capaces de censurarle si obrase mal, el deseo de mantener su prestigio y la comparación con grandes monarcas con el deseo de imitarlos. Pero si la virtud es buena, cuando es verdadera y no fingida, resultará perjudicial si se hace rígida e intolerante y si se ensaña con demasiado rigor con los vicios ajenos, pues la naturaleza humana es frágil, no todos tienen las mismas fuerzas y obligaciones, y hay que ser comprensivos. El príncipe debe exigirse más de lo que pide a sus vasallos, pues su responsabilidad es grande. Ha recibido sus reinos de Dios, directamente, aunque con el consentimiento del pueblo, y a Él ha de darle cuentas de su conservación y buen gobierno. Por eso la corona tiene tanto de oro como de espinas. Como «vicario de Dios» ha de velar para que se respete su dignidad y tiene que administrar justicia y repartir premios y castigos, conjugando las leyes humanas, que tiene jurisdicción sobre los cuerpos, con las divinas, que gobiernan las almas. «El príncipe que sobre la piedra triangular de la Iglesia levantare su monarquía, la conservará firme y segura»28. La cruz ha de ser el estandarte principal del buen rey, y su celo religioso ha de estar atento para que no se introduzcan entre sus súbditos «novedades» y herejías, que acabarían minando la fe y causando desórdenes y caos en el estado. Entre las virtudes propias del monarca, la principal es la prudencia, y una parte muy importante de ella consiste en estar atento a los cambios de las circunstancias. El mundo es mudable, y lo que hoy puede ser adecuado mañana será un error. Si la prudencia es como una columna firme regida por la razón, las acciones concretas han de ajustarse a las ocasiones, a la diversidad de los caracteres humanos, a la diversidad de las empresas que se emprenden: «La misma variedad que se halla en los ingenios se halla también en los negocios. Algunos son fáciles en los principios y después, como los ríos, crecen con las avenidas y arroyos de varios inconvenientes y dificultades. Éstos se vencen con la celeridad, sin dar tiempo a sus crecientes. Otros al contrario, son como los vientos, que nacen furiosos y mueren 27 28

Op. cit., p. 97. Op. cit., p. 170.

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blandamente. En Por con incertidumbre y peligro, hallándose en ellos el fondo de las dificultades cuando menos se piensa. En estos se ha de proceder con advertencia y fortaleza, siempre la sonda en la mano y prevenido el ánimo para cualquier accidente. En algunos es importante el secreto. (…) Otros no se pueden alcanzar sino en cierta coyuntura de tiempos.»29

Por eso no hay que fiarse nunca y hay que estar siempre alerta, y por eso la experiencia a veces resulta más un estorbo que una ayuda, porque resta flexibilidad. Si la reputación es un fuerte sostén de un imperio, el príncipe es su espejo y su representación, y su prestigio será mayor si sabe manejarse tanto en la paz como en la guerra y en diversas circunstancias. Por eso no hay que temer las dificultades ni retroceder ante la adversidad, sino saber manejarse en esas circunstancias, como los barcos aprenden a navegar con vientos contrarios, escogiendo la solución que menos perjudique, sabiendo usar tanto de la fuerza como de la dulzura, según los casos, administrando bien sus recursos, sin ser pródigos ni tacaños, no desdeñando lo que es pequeño, sabiendo callar o incluso disimular sus propósitos cuando convenga, estando siempre vigilantes, desconfiando de las apariencias, guardando en secreto sus resoluciones y siendo rápido en su ejecución. Pero toda esa batería de recursos que tiene que ser capaz de utilizar un rey tiene un límite: nunca hacer nada ilícito ni deshonesto, por justificado que parezca políticamente, porque no «basta sea el fin honesto para usar de un medio por su naturaleza malo»30. La flexibilidad no debe nunca confundirse con despreocupación moral ni mucho menos convertirse en perfidia. Advierte al príncipe contra la confianza excesiva en sí mismo y en sus colaboradores, ministros, consejeros y secretarios, que son precisos para el gobierno, pero también peligrosos. Por eso los elegirá con cuidado y los controlará constantemente, manteniendo a raya su anhelo de libertad y su ambición, renovándolos con la frecuencia conveniente y mostrándose firme. También le recomienda que conozca bien sus dominios (su clima, el carácter de sus gentes) y los de los países vecinos, porque, aunque todos los imperios tienen su auge y su declive, y Dios otorga la primacía ora a un país ora a otro, la imprudencia y las pasiones de los hombres tiene mucha culpa en esas caí29 30

Op. cit., p. 200. Op. cit., p. 277.

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das y pérdidas. Por eso da algunos consejos prácticos: Que se atienda al ejército, pues las armas son el sostén de la corona; que los impuestos no sean excesivos, para no ahogar a sus súbditos y empobrecer su reino en vez de fortalecerlo; que se fomente el trabajo y la riqueza sólida y se estime en menos el lujo y la ostentación y que se fortalezca la autoridad real, suprimiendo el exceso de privilegios y no permitiendo intrigas cortesanas. Que el príncipe esté atento a los asuntos de gobierno, que no descanse con la confianza de victorias pasadas, porque mudan los tiempos y muchas veces se atribuye a la fortuna lo que sólo es consecuencia de la imprevisión, que vele por la justicia y la religión, y mantendrá sus estados, con la ayuda de Dios.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

El maquiavelismo es nocivo «Queda probado que el primero y más principal cuidado de los príncipes cristianos debe ser el de la religión, y que la falsa razón de estado de los políticos, que enseña a servirse de ella cuando les estuviere bien para la conservación de su estado y no más, es impía, diabólica y contraria a la ley natural y divina, y al uso de todas las gentes por más bárbaras que sean, y al juicio de todos los sabios filósofos, y al uso de los prudentes y loables príncipes, y destructora de los mismos estados que por esta razón de estado quieren conservar.» (Pedro de Rivadeneyra. El príncipe cristiano)

2.

¿Secreto o engaño? «El príncipe siempre ha de encubrir el secreto de sus trazas, fingiendo al contrario de lo que desea. Porque dicen muchos que quien no sabe fingir y disimular no sabe mandar, y cuando quiere engañar a otro príncipe o personas con quien trata por medio ajeno y disimular con ellos sus intentos y trazas, el primero a quien ha de engañar y encubrir sus designios es al mismo embajador que tiene (…), para que trate el negocio con más eficacia y para excusar el peligro de que sabiendo la disimulación proceda más blandamente.» (Benito Arias Montano, Aforismos de Tácito)

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3.

Obrar a tiempo «Después de haber consultado bien el negocio, es necesario proceder con buen juicio en la ejecución, apresurándola en su tiempo, para que no se pierda con pasarse la ocasión.» (Álamos Barrientos, Aforismos al Tácito español)

4.

Prudencia contra astucia «Fue era de políticos y Fernando el catedrático de prima. Luego político prudente, no político astuto, que es grande la diferencia. Vulgar agravio es de la política el confundirla con la astucia; no tienen algunos por sabio sino al engañoso, y por más sabio al que más bien supo fingir, disimular, engañar, no advirtiendo que el castigo de los tales fue siempre perecer en el engaño.» (Baltasar Gracián, El político don Fernando el Católico)

5.

Aviso a los tiranos «En la historia antigua como en la moderna abundan los ejemplos y las pruebas de cuán poderosa es la irritada muchedumbre cuando por odio al príncipe se propone derribarle. Tenemos cerca de nosotros, en Francia, uno muy reciente. (…) ¡Triste y memorable suceso! Enrique III, rey de aquella monarquía, yace muerto por la mano de un monje, con las entrañas atravesadas por un hierro emponzoñado. ¡Qué espectáculo! Repugnante a la verdad y en muy pocos casos digno de alabanza. Aprendan, sin embargo, en él los príncipes; comprendan que no han de quedar impunes sus impíos atentados. Conozcan de una vez que el poder de los príncipes es débil cuando dejan de respetarles sus vasallos.» (Juan de Mariana, Del Rey y de la institución real)

6.

Gobierno personal del rey «El buen rey, Señor, ha de cuidar no sólo de su reino y de su familia, mas de su vestido y de su sombra; y no ha de contentarse con tener este cuidado: ha de hacer que los que le sirven y están a su lado, y sus enemigos, vean que

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le tiene. Semejante atención reprime atrevimientos que ocasiona el divertimiento del príncipe en las personas que le asisten, y acobarda las insidias de los enemigos que desvelados le espían. (…) Quien divierte al rey le depone, no le sirve. Por esta causa, los que por tal camino pueden con los reyes, se van fulminando el proceso con sus méritos; su buena dicha es su acusación y hallan testigos contra sí los medios que eligieron, y se ven con tanta culpa como autoridad. (….) Rey o monarca que no abriere los ojos y no despertare, da señas de difunto, que tiene la reputación en poder de la muerte.» (Francisco de Quevedo, Política de Dios y gobierno de Cristo)

7.

La religión, política suprema «A muchos dio la virtud el imperio, a pocos la malicia. En éstos fue el cetro usurpación violenta y peligrosa; en aquéllos, título justo y posesión durable. Por secreta fuerza de su hermosura obliga la virtud a que la veneren. Los elementos se rinden al gobierno del cielo porque perfección y nobleza, y los pueblos buscaron al más justo y al más cabal para entregarle la suprema potestad. (…) Los vasallos respetan más al príncipe en quien se aventajan las partes y calidades del ánimo. Cuanto fueren éstas mayores, mayor será el respeto y estimación, juzgando que Dios le es propicio y con particular cuidado le asiste y dispone su gobierno. (…) No pierde tiempo el gobierno con el ejercicio de la virtud, antes dispone Dios entre tanto los sucesos.» (Diego Saavedra Fajardo, Empresas políticas)

BIBLIOGRAFÍA Por su agudeza, profundo conocimiento del tema, claridad y elegancia en la exposición y por lo acertado y sugerente de sus interpretaciones, siguen siendo imprescindibles: MARAVALL, José Antonio, Estudios de historia del pensamiento español de (Madrid, 1984). (Para este tema nos interesa el tomo tercero.) Un estudio interesante y muy rico en perspectivas es el de: FERNÁNDEZ SANTAMARÍA, José A., Razón de estado y política en el pensamiento español del Barroco (Madrid, 1986).

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Un buen resumen, expuesto de forma didáctica y completado con una antología de textos, es el de: LÓPEZ ALONSO, Carmen, y ELORZA, Antonio, El hierro y el oro. Pensamiento político en España, siglos XVI y XVII (Madrid, 1989).



䉴 TEMA 3 LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA Ana Martínez Arancón

1.

SEMBLANZA GENERAL

Ya desde el último tercio del siglo XVII se empezó a notar un cierto cambio en el pensamiento español, aunque limitado a algunas individualidades destacadas. Este cambio iba en la dirección de una cierta apertura a las ideas y los métodos científicos del resto de Europa y un enfoque más práctico del pensamiento. Con la llegada de la nueva dinastía, en los primeros años del siglo  XVIII, un mayor contacto con las gentes, las ideas y los libros que venían del otro lado de la frontera, así como la decidida voluntad de los nuevos monarcas por introducir medidas modernizadoras, cambiaron de manera notable la mentalidad de muchos españoles. El aspecto de las ciudades también se modifica. Aparece un tipo de arquitectura diferente, más luminoso, inspirado en los modelos clásicos y que da a las poblaciones un aire más europeo. Se cuida más el urbanismo, así como la limpieza y orden de los espacios públicos, que se adornan con paseos y monumentos. También la moda cambia, y las pesadas capas y los colores oscuros se ven sustituidos por telas más claras y ligeras. La gente ya no va por la calle embozada, sino mostrando el rostro, lo que no sólo favorece la seguridad, sino también la comunicación. La vida social se hace más animada con la moda de tertulias y reuniones, y esta sociedad conversadora entra también en contacto con la ciencia y el pensamiento por medio de las sociedades de Amigos del País y de las Reales Academias, y por el nacimiento y proliferación de periódicos. De esta manera, los españoles tienen más facilidades para conocer y hacer circular ideas y para difundir todas aquellas que puedan resultar útiles a la patria. Los ilustrados se sienten, y con motivo, minoría, enfrentados a un país mucho más atrasado y todavía muy apegado a costumbres e ideas irracionales. Son optimistas y creen que la razón acabará imponiéndose, pero también son conscientes de que no va a ser fácil. Por eso piensan que los

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cambios han de surgir por dos caminos: uno, más lento, que es la educación, que irá cambiando las costumbres y el modo de pensar de la mayoría; otro, más rápido, que consiste en la transformación de la sociedad por medio de medidas impuestas desde el poder, reformas que son sin duda benéficas, pero que son aplicadas sin contar con la voluntad del pueblo a cuya mejora van destinadas y sin que éste comprenda siquiera las ventajas que aportan. Por eso se habla de despotismo ilustrado. Con las nuevas lecturas, van penetrando ideas nuevas, como la división de poderes, la conveniencia de la circulación de libros y pensamientos o los derechos individuales, pero todo ello en un plano muy moderado, pensando que las reformas han de estar siempre impulsadas por el monarca y apoyadas por las capas más cultas de la sociedad y, sobre todo, que han de ser eso, reformas, sin afectar a la estructura fundamental del Estado. Los ilustrados tiene fe en el progreso y son unos optimistas convencidos, por lo que están seguros de que, aunque lento, el cambio es inevitable. En este capítulo vamos a fijarnos especialmente en tres aspectos de este proceso modernizador llevado a cabo por los ilustrados: la lucha contra los prejuicios, la superstición y el mal gusto, la preocupación por la educación como puerta imprescindible para mayores libertades y la idea de cómo ha de ser la política.

2.

LA LUZ DISIPANDO LAS TINIEBLAS

El triunfo de la razón, abriéndose paso entre las tinieblas de la ignorancia y la superstición, es lo primero que nos viene a la cabeza cuando pensamos en los ilustrados y, en el caso de España, viene unido al nombre de Feijoo. Fray Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), benedictino, es un hombre de su siglo. Ha leído a Descartes e incluso a Voltaire y sabe de los experimentos y teorías científicas de Gassendi y Newton. Eso no quiere decir que comulgue con todas las ideas de estos autores, pero sí que es decidido partidario de que se conozcan y estudien. Opina que el principio de autoridad ha dañado mucho a la Iglesia, y que los nuevos conocimientos científicos no se oponen a la fe, sino que la confirman, presentándonos una imagen todavía más grandiosa del Creador de semejante maquinaria tan compleja y bien orde-

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nada como es el universo. Para él, lo que se opone a la religión no es la ciencia, sino la superstición. Expone sus ideas en dos voluminosas obras, el Teatro crítico universal y las Cartas eruditas. Son conjuntos de ensayos breves sobre temas muy diversos, y muy diferente también es el tono. A veces parece que estemos leyendo a un hombre del siglo anterior y en otras ocasiones nos parece que estamos ante un librepensador. En general, su principal caballo de batalla es la lucha contra las supersticiones y las falsas creencias y mitos, contra las leyendas populares que fomentan la superstición y un concepto casi mágico de las cosas. Feijoo piensa que el mejor remedio contra estos males que llenan de nieblas y oscuridad las mentes es desarrollar el pensamiento racional y abrir las puertas a las nuevas ideas y conocimientos científicos. Por eso critica la escolástica, que le parece un muro alzado contra cualquier idea nueva y que además resulta funesta por su desprecio de lo sensorial y de los datos de la experiencia. Y es que la razón abstracta no basta para comprender perfectamente los fenómenos naturales. En estos asuntos, es preciso: «...rendirse a la experiencia, si no queremos abandonar el camino real de la verdad; y buscar la naturaleza en sí misma, no en la engañosa imagen que de ella forma nuestra fantasía.»

Es este un trabajo en colaboración, pues también la razón ha de vigilar lo experimental, sin fiarse de pruebas superficiales que puedan conducir a explicaciones erróneas y conclusiones precipitadas. Eso piensa que una teoría bien estructurada y corroborada por unos experimentos bien planificados y rigurosamente controlados exige más delicadeza de in genio que la más alambicada de las disputas metafísicas de que tan orgullosos se sentían los escolásticos. Por eso critica que en España se condene la ciencia moderna sin conocerla, como si se mandase a la muerte a un reo sin oírlo siquiera. Esto es causa de muchos males, pues no solo mantiene a nuestra patria en un atraso notable respecto a otros países europeos sino que además, al no ofrecer una explicación clara y precisa de muchos fenómenos, favorece la superstición y los temores infundados de los ignorantes. Los que conocen las explicaciones científicas no es fácil que crean en brujas o aparecidos ni que caigan en manos de curanderos y saludadores o atribuyan a los demonios cosas que tienen un motivo perfectamente natural. Por eso yerran los pretendidos sabios españoles cuando piensan que todo lo nuevo es peligroso, o

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que la nueva ciencia es un conjunto de fruslerías inútiles, pues, lejos de ello, no hay nada más útil y provechoso y que más eleve nuestra alma al Supremo Hacedor. Hacen así un flaco favor tanto a la fe como a la patria, porque los españoles no son inferiores por su ingenio y habilidades a los hijos de otras naciones, y encauzando bien sus mentes pronto saldrían del atraso e incluso aventajarían a muchos que ahora los desprecian y hacen de menos.

3.

LA EDUCACIÓN COMO PRIORIDAD

Para que las reformas del país tengan buena acogida y sean más eficaces, para que las nuevas ideas científicas sean entendidas y aplicadas, para que el país progrese, es necesario cambiar las mentes por medio de la educación, entendiendo ésta en su doble sentido, restringido uy amplio. En el sentido más restringido, los ilustrados se preocupan mucho por la instrucción de los españoles, con el deseo de adaptar sus conocimientos a las nuevas ideas y proporcionarles una formación más práctica. Convencidos de que la riqueza de un país depende en gran medida de la laboriosidad e inteligencia de sus habitantes, quieren desterrar el desprecio por el trabajo y por los que gracias a su industria se han enriquecido, otorgando al honrado e inteligente artesano una consideración y una utilidad de la que carecen los nobles ociosos. Pero el trabajo no es sólo esfuerzo ciego y requiere unos conocimientos específicos y prácticos. Por eso los monarcas ilustrados emprenden una reforma educativa, modernizando los planes de las universidades y promoviendo escuelas profesionales para la formación de artesanos de diversas clases. Un buen ejemplo de esta reforma es el plan de estudios diseñado para la Universidad de Sevilla por Pablo de Olavide. Piensa Olavide que la situación es catastrófica y que no pide reformas parciales, sino un cambio radical, de modo que los alumnos se instruyan «no en las ciencias inútiles y frívolas, sino en los verdaderos conocimientos permitidos al hombre y de que puede sacar su ilustración y provecho». Así que hay que desterrar de una vez por todas la escolástica y las discusiones frívolas y quiméricas, sustituyéndola por «los sólidos conocimientos de las ciencias prácticas, que son las que ilustran al hombre para invenciones útiles» y le incitan a ser modesto, sincero y trabajador, y no orgulloso y pedante. También Jovellanos, una de las mentes más

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claras y de criterio más amplio de la Ilustración española, se preocupa por fomentar la educación profesional y científica, y además insiste en que debe completarse con una formación literaria, no solo porque la belleza eleva y ennoblece el espíritu, sino también porque las letras ayudan a la claridad de la expresión y favorecen así una mayor difusión de los conocimientos y los hacen llegar a círculos más amplios. No podemos tampoco olvidar la labor formativas y ante todo divulgativa de las Sociedades Económicas de Amigos del País, que aunque empezaron como simples tertulias de personas ilustradas, pronto se reglamentaron, distinguiéndose por su actividad y por el pragmatismo de las soluciones que aplicaban a los diferentes problemas concretos. Además de en Madrid, florecieron especialmente en las zonas periféricas de la península. Especial eficacia tuvieron como educadores de la sociedad los periódicos. Fueron muchos los que se crearon, con vida más o menos efímera, en esos años, y su lectura se puso de moda y vino a ser como un signo externo de modernidad y de interés por los sucesos e ideas actuales. Entre ellos, destacaremos especialmente El Censor y El Pensador. En el primero colaboraron numerosos autores, Luis Pereira, Samaniego, Jovellanos y Meléndez Valdés entre otros, y el segundo se debe prácticamente en su totalidad a la pluma de José Clavijo y Fajardo. Entre los temas que se abordan en los periódicos, cabe destacar la crítica al estilo de los sermones y de las obras de teatro. No es esta una mera cuestión de estética. Teniendo en cuenta la alta tasa de analfabetismo, el teatro y el sermón eran las formas en que la gente sin instrucción accedía a la literatura, así que era importante aprovechar esta única oportunidad para educarla. Esta vía indirecta de educación tenía varias facetas. Por un lado, obras de argumento sencillo y estilo claro y elegante irían puliendo su sensibilidad, y de esta manera se iría logrando que, por efecto de este refinamiento del gusto, insensiblemente las costumbres se fueran haciendo menos brutales, más suaves. Además, gracias a un modo de expresión y argumentación racional, precisamente lo más contrario a los argumentos disparatados y efectos estupendos de las comedias de magia tan de moda en la época y a los excesos de los predicadores barrocos, satirizados con gracia por el padre Isla, se iría acostumbrando a la gente a ordenar sus pensamientos, a razonar sus opiniones y a conversar o discutir haciendo uso de argumentos, abandonando las reacciones irracionales y violentas.

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También pretendían mejorar al pueblo mediante los asuntos de las obras y sermones, inculcando principios morales, favoreciendo el amor al trabajo y el esfuerzo, promoviendo una actitud compasiva y humanitaria y, por último, difundiendo un tipo de religión alejado del fanatismo y de las prácticas devotas rayanas en la superstición. El propio padre Isla, e incluso algunos prelados ilustrados, se quejan de los excesos irreverentes de algunas procesiones y fiestas religiosas, que rayan en la profanación y aun la blasfemia, y adoleciendo de una carencia de verdadero sentimiento religioso, más favorecen la superstición y la inmoralidad que fortalecen la fe. Otro tema frecuente es la crítica de la ociosidad, de la pedantería, tan alejada de la verdadera instrucción, y de la frivolidad de la vida social. De ahí la preocupación por las diversiones nocivas, como el juego o la murmuración, y el lamento por las horas de tiempo perdidas, que podían ser empleadas en el trabajo, el estudio o la conversación provechosa. Y merecen en este apartado una mención especial las repetidas críticas, presentes también en la literatura y el teatro, a la espantosa o nula formación que se daba a las mujeres, manteniéndolas en una ignorancia que, no sólo es un peligro para su moralidad, sino que acaba impidiéndoles educar sensatamente a sus hijos y, desde luego, hace imposible que puedan cumplir el papel civilizador que desempeñan en otros países. Por último, los periódicos, cuya variedad de intereses y frentes de batalla hemos tratado de resumir, se ocupan de asuntos más propiamente políticos y coinciden en señalar, como uno de los indicios más sangrantes de la irracionalidad de la sociedad española la maraña casi impenetrable de la legislación, pidiendo una reforma profunda que se adentre en ese laberinto para derogar leyes incomprensibles, caducas o en desuso, y que redacte y establezca unos códigos breves, racionales, adecuados a los tiempos, redactados en buen castellano y bien ordenados. Si las leyes no se encuentran ni se entienden, resulta muy complicado no sólo ser un buen juez, sino incluso un buen ciudadano. Esta reforma, pues, les parece tan urgente como necesaria.

4.

LA POLÍTICA

Como reformistas que son, los ilustrados no se cuestionan, por lo menos hasta que empiezan a llegar los aires revolucionarios franceses, ya a finales

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del siglo, la legitimidad del régimen político vigente. Y si bien la Revolución francesa provocó curiosidad e interés, y parece que en los cafés se hablaba de Mirabeau o Robespierre con frecuencia y apasionamiento, lo cierto es que, a partir de la ejecución de Luis XVI y de las matanzas del Terror, la reacción que se produce tiene más de repliegue que de entusiasmo: pero, especialmente en los tiempos de Carlos III, a nuestros ilustrados lo que les interesa son las cuestiones prácticas, en especial las económicas: cómo lograr aumentar la riqueza, cómo hacer que esa prosperidad se extienda más o menos a todas los habitantes, favoreciendo así la felicidad general, cómo conseguir introducir hábitos de laboriosidad y mejorar la productividad de los trabajadores mediante una educación práctica; qué hacer con las tierras de España, con una productividad tan inferior a su potencial, y cómo conseguir que la agricultura sea más rentable y racional. Esas son las cosas que preocupan a Campomanes o Jovellanos, y no si la monarquía absoluta es el mejor de los regímenes posibles. El único asunto propiamente político que les ocupa es la defensa de los intereses y privilegios de la Corona frente a la Iglesia. Esta actitud se conoce como regalismo. Los ilustrados eran regalistas y apoyan al Rey en sus conflictos con el Papa, los obispos o los jesuitas. Este enfrentamiento tuvo algunos episodios bastante críticos, sin que por ello muchos de los regalistas, con el monarca a la cabeza, dejaran de considerarse devotos católicos. Ejemplo ilustrativo de ello es la amplia Instrucción del conde de Floridablanca a la Junta de Estado, que comienza recomendando vehementemente que dicha junta: «En todas sus deliberaciones tenga por principal objeto la honra y gloria de Dios y la conservación y propagación de nuestra santa fe y la enmienda y mejora de las costumbres.»

para, a continuación, manifestar una profunda y razonada repulsa a las intromisiones de la Iglesia en materia de política nacional, una no menos apasionada defensa de los intereses de los reyes en este punto, y la conclusión tajante de que, si bien en asuntos espirituales España sigue siendo la hija más fiel y obediente, en lo que toca al Papa en su calidad de soberano de sus estados, no puede ni debe tener otra relación con este país y sus súbditos «que la de comercio y correspondencia, igual a la de los demás soberanos de Italia». Otro de los más destacados regalistas fue Melchor de Macanaz, que pagó su defensa de los intereses de la corona con un sonado proceso inquisitorial. El enfrentamiento con los intereses eclesiásticos dio

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lugar también a una amplia literatura, en la que, por un lado, los tradicionalistas lamentaban la extensión imparable de la impiedad y pronosticaban todo tipo de desgracias para un país tan ingrato con los representantes de Dios en la tierra, mientras que los partidarios de las nuevas ideas satirizaban la ignorancia de gran parte del clero y la avidez insaciable de la Iglesia, tanto en sus apetencias de poder como de dinero. Naturalmente, los ilustrados reformistas, incluso al preocuparse de problemas aparentemente sólo económicos a veces hacían afirmaciones que implicaban consecuencias políticas. Por ejemplo, Jovellanos, cuya honda preocupación por el bien de España le hacía interesarse por aspectos muy diversos que pudieran lograrlo, en su Informe sobre la ley agraria defiende un liberalismo económico total en estos asuntos. La agricultura, abandonada a su propia dinámica, tiende siempre a la mejora, y las leyes no hacen sino entorpecerla, por lo que lo más indicado es «que tengamos pocas, y si usted me apura, ninguna». Sólo cabe dejar que las cosas sigan su curso, y el legislador no ha de tener más función que apartar «los obstáculos que pueden obstruir o entorpecer su acción y movimiento», lo que no dejaba de ser una afirmación política. Pero cree que lo más importante es educar a los agricultores, para que sepan planificar y cuidar mejor los cultivos, construir canales, mejorar los caminos y favorecer la movilidad de las tierras, impidiendo que se acumulen en pocas manos, pues las propiedades de tamaño medio, cuyo dueño las cultiva por sí mismo y con mayor interés, son más productivas. Cree que con estas medidas prácticas se acabaría produciendo, no sólo un incremento del rendimiento agrícola, sino a la larga un reparto más equitativo de las propiedades. Nada revolucionario, como podemos ver. De hecho, afirma que, en estos asuntos, prefiere la práctica y al experiencia a las teorías, por buenas que parezcan.

4.1

León del Arroyal

El liberalismo económico se acaba asfixiando si no hay un marco político que le proporcione la atmósfera idónea. Y eso lo percibe un funcionario de la Real Hacienda, hijo de campesinos acomodados y mediocre poeta: León del Arroyal, que en la década de los ochenta escribe sus Cartas político-económicas al conde de Lerena, publicadas en 1791.

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Ya desde la primera carta manifiesta las dificultades de crecimiento de la economía española, el escaso conocimiento que se tiene de su estado real y el casi nulo resultado de las reformas emprendidas, y añade: «Yo estoy íntimamente persuadido de que en tanto no se verifique una reforma general en nuestra constitución, serán inútiles cuantos esfuerzos se hagan para contener los abusos en todos los ramos.»

El remedio para la escasez de recursos de la Corona no está en subir los impuestos, sino en fomentar la riqueza de los súbditos, y eso es casi imposible con un sistema de contribuciones farragoso, unas leyes prácticamente incomprensibles, una administración lenta y complicada, y una inveterada manía de acumular sobre los problemas una montaña de consultas y comisiones, en vez de ponerse sencillamente a resolverlos. En la segunda carta se muestra de acuerdo con la idea de que la felicidad de los pueblos depende de su prosperidad, pero recalca que ésta última tiene una estrecha relación con el tipo de constitución política por el que se gobierne dicho reino, y por lo tanto, es por ahí por donde ha de empezar la reforma, si se quiere que sea efectiva. Y en este punto, España deja mucho que desear. Se supone que es una monarquía, pero su desorden es tal que oscila entre la anarquía y el despotismo, o sea, lo más alejado de un equilibrio en el que el monarca no oprime a los súbditos, los nobles no se insubordinan ni abusan y el pueblo no se insolenta y se muestra respetuoso. Para demostrar los males que han aquejado desde hace mucho tiempo a este desdichado reino, hace un resumen crítico de la historia de España, desde la Edad Media hasta el advenimiento de los Borbones, concluyendo que, si bien en algunos momentos de ese largo recorrido España pareció grande, no lo era en realidad, pues no es la riqueza y el fausto de la corte lo que hace floreciente a un país y poderoso a su rey, sino la felicidad de los vasallos. Por eso es necesario reformar la constitución del Estado, para que el reino tenga un rey que mande sin oprimir, unos nobles que aconsejen e influyan sin abusar y un pueblo que obedezca y prospere, y donde se procure «extender esta preciosísima alhaja de la libertad civil todo cuanto sea compatible con la felicidad y quietud pública». En la tercera carta reconoce que es difícil fijar los límites de esa extensión porque además cada cual entiende a su manera el contrato social y los compromisos básicos que implica. Lo primero es distinguir la libertad natural de la civil, y pasa a definir esta última:

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«Llamase libertad civil aquel derecho que cada ciudadano tiene para obrar según su voluntad en todo lo que no se opone a los de la sociedad en que vive.»

Esta libertad es fruto de un pacto. La libertad natural del hombre tiene que limitarse para permitirle disfrutar de los bienes sociales, y así se acuerda renunciar a una parte de ella para garantizar el orden y se delega parte de la autoridad. Be este modo se constituye la libertad del ciudadano, la libertad civil. Pero aunque razonable, no deja de ser un sacrificio, por lo que debe exigir a cambio que esa autoridad que ha delegado se emplee realmente en procurar la prosperidad común. Y la ejerza quien la ejerza, la autoridad pública no puede ni restringirse demasiado, pues sería lo mismo que no haber autoridad, ni aumentarse e hincharse en exceso, pues significaría la opresión de las libertades individuales. La dignidad real, elevando a un hombre por encima de todos los demás, le confiere al mismo tiempo grandes obligaciones, lo convierte en siervo de sus vasallos, cuyo bien está obligado a procurar, si no quiere ser un tirano y, por lo tanto, un usurpador de su autoridad, que le ha sido conferida mediante un implícito pacto social. Por ejemplo, si pensamos en los tributos y contribuciones, todos los súbditos están obligados a pagarlos escrupulosamente, pero el rey no puede nacer lo que quiera con esas riquezas, sino que está obligado a emplearlas en beneficio común y para acrecentar la prosperidad de su reino. Y ésta se logra más eficazmente cuando se suprimen aquellas cargas fiscales que obstaculizan la actividad económica y ponen trabas al natural movimiento de mutua ayuda entre los ciudadanos que, al fin y al cabo, fue el fin para el que se instituyó la vida civil. A continuación, se extiende en una detallada crítica contra los diversos gravámenes que se cargan a las diferentes mercancías, muchas de ellas de común uso y primera necesidad. En general, concluye, la tarea del gobierno en estos aspectos ha de ser la menor posible: controlar que todo funciones, deshacer atascos y eliminar abusos. La cuarta carta se extiende en la necesidad de reformar el sistema de rentas, de modernizar y agilizar el sistema judicial, ya que el que actualmente rige más sirve para entorpecer los caminos de la justicia que para facilitarlos, y pone además barreras a los necesarios cambios en la administración, la economía y el régimen político. También aborda en esta carta la necesidad de poner coto a los privilegios económicos del clero, en especial del monacato, lo que, a su modo de

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ver, impide que los clérigos comprendan y pongan en práctica el mensaje evangélico. De acuerdo que algunos, con el auxilio divino, pueden conciliar las riquezas y el poder con la humildad, la austeridad y el desprendimiento, pero éste es un milagro que Dios se digna hacer pocas veces, y en general, «las riquezas y el poder insensiblemente socavan el cimiento de la virtud, que es la pobreza y la humildad», puesto que es muy difícil, casi imposible, como el propio Cristo reconoció, que «mi corazón esté en el cielo y que mi tesoro esté en la tierra». Para que la reforma sea completa y duradera, hay que confiar en los hombres, en su iniciativa, su amor propio y su deseo de prosperar. Y hay que limitar el poder real mediante una Constitución, pues esto, lejos de debilitarlo, lo fortalece y lo pone a salvo de sus pasiones y de sus errores, que los tendrá, por bueno y sabio que sea, porque todos los humanos somos falibles. De hecho, no hay mayor riesgo para una monarquía que un poder omnímodo, como el que el populacho español (sólo el populacho, no las gentes ilustradas) atribuye al rey, creencia con la que expone la corona «a los males más terribles», ya que la priva de un moro que no sólo la contiene, sino también la protege. La solidez de una monarquía «consiste en el equilibrio de la autoridad soberana con la libertad civil». La felicidad de un monarca no puede separarse de la de sus súbditos. La duración y estabilidad de un imperio, su orden interno y su riqueza, no ser consiguen nunca con la opresión, sino con los acuerdos, las leyes y la confianza mutua. Por eso es imprescindible redactar esta ley suprema donde todos los poderes encuentren sus diques y sus cauces, de modo que afirma. «Háganse las mejores reformas, créense las mejores costumbres, introdúzcase el orden más admirable, mientras no se modere la autoridad soberana, todo será en vano.»

4.2

Jovellanos y la memoria en defensa de la Junta Central

Cerramos este capítulo mencionando una obra que ya supera los límites del siglo XVIII, pues se publica en 1811. Jovellanos había comparecido ante el Consejo de Regencia y se sentía agraviado en su honor e incomprendido,

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por lo que, ya en los últimos meses de su vida, pone un interés especial en escribir y publicar esta obra. La obra se divide en dos partes. En la primera, defiende a la Junta Central de las acusaciones de que era objeto, por ejemplo, de haber usurpado la autoridad soberana. No fue así, esa autoridad se la otorgó el pueblo y se reconoció en el Consejo de Castilla y en muchas naciones de Europa y América. Tampoco es cierto que malversara dinero público ni muchísimo menos que fuera infiel a la patria. Por el contrario, la defendió, la salvó de la anarquía «en medio del trastorno de la opinión, del silencio de las leyes y de la ineficacia de la autoridad» y supo, por último, abdicar sus poderes en las Cortes, que es lo más difícil de todo. Es increíble que un esfuerzo tan noble sea calumniado: «Porque ¿quién sino la ignorancia y la envidia puede desconocer el noble y legítimo origen de estos cuerpos, que con admiración de la Europa, aplauso y consuelo de la nación y pasmo y terror del tirano que la oprimía, nacieron en todas las provincias del reino, irritado su pueblo generoso a vista de las cadenas que se le presentaban, se levantó por un movimiento simultáneo, tan rápido y unánime como magnánimo y fuerte y los congregó y instituyó para salvar su libertad?»

Las Juntas, es cierto, nacieron en medio del tumulto y por iniciativa popular. En tiempos tranquilos, esto no se podría permitir sin destruir los fundamentos del Estado, pero en situaciones de emergencia sería atentar contra los derechos más elementales el no permitir y alentar esta insurrección ordenada. Las Juntas obraron por un impulso generoso, sin que las moviera el interés ni la ambición, y la Central las coordinó con una eficacia sorprendente, dado lo difícil de las circunstancias. En la segunda parte, se dedica a explicar su conducta, que no tuvo más motivación que procurar el mayor bien para España, así como sus opiniones políticas, que se inclinan a buscar un equilibrio de poderes que garantice la mayor estabilidad del Estado, lo que sólo se logrará con una monarquía constitucional. De esta manera, con leyes «saludables y prudentes» que garanticen la libertad y la armonía social, España conocerá un estado de libertad, prosperidad y equilibrio. El poder legislativo residiría en las Cortes, formadas por los tres estados (nobleza, clero y pueblo) y cuya primera misión sería elaborar una constitución que estructurase el Estado en un

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equilibrio de poderes, templando los ideales con la prudencia para garantizar la armonía y el buen entendimiento entre todos. Siendo tan moderados sus intentos y tan generoso y verdadero su deseo de trabajar en favor de la patria, se siente Jovellanos dolido por las sospechas y calumnias de que ha sido objeto y que le han impulsado a tomar la pluma. En cualquier caso, su idea sigue siendo la de mantener un cierto orden que garantice una mínima eficacia en la lucha contra el invasor francés, por lo que toca al presente, y un modelo de gobierno monárquico, con respeto a las libertades, pero sin caer en excesos, pues las leyes y las instituciones han de adaptarse al carácter y la evolución del pueblo al que se aplican. Como podemos ver, hasta el último momento la Ilustración española se mostró partidaria del equilibrio, del justo medio, temiendo siempre los excesos y los desórdenes y sin desprenderse del respeto por la institución monárquica y el convencimiento de su utilidad para el bien de la patria.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

La Ilustración se difunde desde arriba «Del buen o mal gusto de una nación no deben decidir las ideas del vulgo, sino las de las personas cultas y literatas. En todas partes el vulgo es ciego y mal estimador de las cosas que no conoce; y yo juzgo que la diferencia entre una nación generalmente culta y otra que no lo es aún del todo, no consiste en que la primera tenga buen gusto y la segunda no, sino en que en la una el buen gusto esté más propagado que en la otra o, lo que viene a ser lo mismo, que en una haya más vulgo y en otra menos.» (Gaspar Melchor de Jovellanos, Carta a Ángel d´Eymar)

2.

Necesidad de una enseñanza práctica «Todas las naciones cultas han trabajado en perfeccionar el método de enseñar las ciencias, estando firmemente persuadidos los sujetos verdaderamente sabios, del atraso que sufren cuando el método de aprenderlas no es acertado y los maestros se dejan llevar de la fácil inclinación de los hombres a disputar y opinar contradictoriamente, arrastrados del amor propio de singularizarse. Es digno de mucha alabanza el conato que se ponga en

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mejorar el método de la enseñanza, encaminando a los estudiosos a lo sólido y útil, depuesto todo espíritu de partido.» (Pedro Campomanes, Discurso sobre la educación popular)

3.

Las letras complementan a las ciencias «Porque ¿qué son las ciencias sin su auxilio? Si las ciencias esclarecen el espíritu, la literatura le adorna; si aquéllas le enriquecen, ésta pule y avalora sus tesoros; las ciencias rectifican el juicio y le dan exactitud y firmeza; la literatura le da discernimiento y gusto y le hermosea y perfecciona. Estos oficios son exclusivamente suyos, porque a su inmensa jurisdicción pertenece cuanto tiene relación con la expresión de nuestras ideas. Y ved aquí la gran línea de demarcación que divide los conocimientos humanos. Ella nos presenta las ciencias empleadas en adquirir y atesorar ideas, y la literatura en enunciarlas; por las ciencias alcanzamos el conocimiento de los seres que nos rodean, columbramos su esencia, penetramos sus propiedades, y levantándonos sobre nosotros mismos, subimos a su más alto origen. Pero aquí acaba su ministerio y empieza el de la literatura, que después de haberlas seguido en su rápido vuelo, se apodera de todas sus riquezas, les da nuevas formas, las pule y engalana y las comunica y difunde y lleva de una en otra generación.» (Gaspar Melchor de Jovellanos, Sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias)

4.

Irracionalidad de las leyes españolas En todas las naciones, cualquiera que sea su forma de gobierno, «es esencial una potestad de hacer leyes por las cuales hayan de decidirse todas las contiendas de los particulares. Y ésta, en España, ni se halla en el pueblo, ni en algún cuerpo que lo represente, ni en los nobles, ni en el príncipe; en un a palabra: falta absolutamente. Los españoles se la atribuyen todos unánimemente a su rey. Más esto debe sin duda entenderse especulativamente hablando. Porque, de hecho, es evidente que no hay tal cosa. Es verdad que, de cuando en cuando, hace algunas ordenanzas y reglamentos que se publican con mucha solemnidad (…). Es verdad también que todos estos se van recogiendo con mucho cuidado, y que hay ya muchos y corpulentos volúmenes en que se hallan todos los que en diferentes tiempos fueron publicando sus príncipes. Pero has de saber que ninguno de éstos tiene ya

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fuerza de ley, y que los otros que se publican de nuevo tampoco la tienen sino mientras no se levanta uno que las deroga a su fantasía». (El Censor, discurso LXV, 18 de Marzo de 1784)

5.

Necesidad de una reforma legislativa «Si las leyes estuvieran reducidas a un cuerpo breve y ordenado (….), el juez encontraría para cada caso ocurrente la ley que corresponde, y no tendría necesidad de otra cosa que usar del buen juicio y prudencia que se necesita para la aplicación, y que sólo podría inspirarle la experiencia, el uso y la buena lectura. (…) El cuerpo de leyes que está hoy en vigor en esta monarquía es una librería inmensa. Son leyes buenas enterradas en el copioso número de otras muchas, o inútiles o malas, y ninguno puede estudiarlas en cuerpo y por su orden, porque ni la vida más larga podría llenar esta ocupación.» (El Pensador. Pensamiento XVI)

6.

En qué consiste la felicidad de un reino «Es verdad incontrovertible que la felicidad o infelicidad de un reino proviene de su mala o buena constitución, de la cual depende el gobierno bueno o malo de él, y de éste las acertadas o erradas providencias que influyen inmediatamente en el fomento o decadencia de la agricultura, las artes y el comercio, que es en lo que consiste la felicidad o infelicidad temporal de los hombres, y por consiguiente, cualquier trastorno en la constitución trae consigo grandes felicidades o infelicidades.» (León del Arroyal, Cartas político-económicas al conde de Lerena)

7.

Intervenir lo menos posible «El mecanismo de una monarquía puede muy bien compararse al de un reloj, a quien un hábil ministro sólo ha de procurar darle cuerda y traerle arreglado, dejando que la máquina por sí misma de las horas.» (León del Arroyal, Cartas político-económicas al conde de Lerena)

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BIBLIOGRAFÍA JOVELLANOS, Gaspar Melchor de. Obras completas, vol. XI: Escritos políticos. Ayuntamiento de Gijón, Instituto Feijoo y KRK editores, 2006. El Censor. Antología. Crítica, Barcelona, 2005. ARROYAL, León del. Cartas político-económicas al conde de Lerena. Madrid, 1968 SARRAILH, J. La España ilustrada de la segunda mitad del siglo  XVIII. FCE, México, 1954 (hay reediciones).



䉴 TEMA 4 REVOLUCIÓN, GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ Y RETORNO AL ABSOLUTISMO Pedro Carlos González Cuevas

1.

REPERCUSIONES EN ESPAÑA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Como ha señalado Francoist Furet, la Revolución francesa estableció históricamente el momento en que se asiste a una auténtica ruptura en el imaginario social con el establecimiento de una nueva legitimidad, la democrática, que cuestionaba radicalmente la sociedad característica del Antiguo Régimen. Por todo lo cual, resulta completamente lógico que el acontecimiento tuviera una importante repercusión en España, como ocurrió en el resto de Europa, contribuyendo, además, a deslegitimar no sólo la estructura del Antiguo Régimen, sino la propia política reformista seguida por los ilustrados. En un principio, la convocatoria de los Estados Generales no inquietó al gobierno español. La mala situación política y económica del país vecino parecía hacer necesaria, a ojos de la elite política española, una reforma del Estado. No obstante, pronto tuvieron oportunidad de percibir los gobernantes españoles que lo que había comenzado en Francia era una auténtica revolución cuyo desarrollo iba a poner fin a la Monarquía absoluta. Ante la nueva situación, se produjo lo que el historiador norteamericano Richard Herr ha denominado «el pánico de Floridablanca», actitud que se extendió a otros ministros ilustrados como el conde de Aranda o Campomanes, que pasaron, con matices distintos, a militar en el campo de la contrarrevolución. El Santo Oficio no descansó durante varios años en la represión de las doctrinas juzgadas heterodoxas y de los intelectuales ilustrados, como Cabarrús, Samaniego, Urquijo, incluso Jovellanos. En ese sentido, un número considerable de intelectuales reformistas, no sólo mantuvieron sus convicciones ilustradas y reformistas, sino que avanzaron hacia posturas liberales, e incluso democráticas. Lo que provocó a escisión entre Campomanes, Cabarrús y Jovellanos.

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Tanto ilustrados como tradicionales criticaron acerbamente los hechos revolucionarios, pero con objetivos muy distintos. Juan Pablo Forner, ilustrado, anticlerical, partidario de la Monarquía absoluta y nacionalista español, condenó in toto la Revolución. Sus poesías de esta época —«A la muerte de Luis XVI, «El año 1793», «La Convención»— están llenas de referencias a la guillotina, a la «cruel cuchilla», a «las degolladas víctimas». El estallido de la Revolución francesa y las guerras contra la Convención propiciaron una mayor influencia del clero y de la Inquisición; pero no una renovación ideológica digna de mención. Escasa innovación supuso la obra del antiguo ilustrado Pablo de Olavide, El Evangelio en Triunfo, en la que expresó su arrepentimiento por su anterior posición política. Tan sólo destaca la obra del jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, Causas de la Revolución francesa, escrita en 1794, pero no difundida hasta 1807. Eclesiástico ilustrado, célebre por su fomento de la instrucción de los sordomudos y de dar normas para ella, Hervás y Panduro defendía, en esa obra, que con la Revolución en Francia había perecido todo gobierno civil y toda religión natural y revelada. Y ello era consecuencia de la dominación intelectual y política de Francia en toda Europa. Las causas de la Revolución eran ante todo de carácter ético y teológico. Tenía como fundamento la alianza de los jansenistas, los regalistas, los filósofos y los protestantes calvinistas. Se trataba fundamentalmente de una revolución que declaraba la guerra a «la religión y a los ricos». La obra, finalizada en 1794, no pudo publicarse de inmediato por la oposición de algunos ilustrados como Joaquín Lorenzo Villanueva. La inspección se hizo de nuevo en 1803 y fue denunciada por la Inquisición, que sometió al libro a censura del arzobispo Amat, quien negó su publicación. Sólo pudo comenzar su difusión en 1807, pero con otra portada. Jovellanos, por su parte, contribuyó, junto a su hermano Francisco de Paula, con mil cuatrocientos reales para la leva del Regimiento de Nobles. Para el asturiano, Francia era un «funesto ejemplo»; lo que no quiere decir que abandonara sus planteamientos reformistas, destacando la importancia de la educación como vía de paulatino cambio social. Por otra parte, la reacción provocada por los acontecimientos y las noticias procedentes de Francia, al igual que la subsiguiente voluntad de silencio sobre estos y su significación, tuvo como consecuencia una labor censora que, en muchos casos, no hizo distinciones excesivamente sutiles

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sobre el contenido de las publicaciones sometidas a su control. Tal fue el caso de las célebres Reflexiones sobre la Revolución en Francia, del liberalconservador Edmundo Burke, que no fueron publicadas en español y tampoco las Consideraciones sobre Francia, de Joseph de Maistre. La obra de Burke fue traducida al portugués, pero no al español. Las Reflexiones fueron recibidas, en versión francesa, en Logroño, hacia 1792; y los inquisidores riojanos las enviaron a Madrid. En  1805 fueron prohibidas por la Inquisición. Al parecer, la obra había sido traducida por Félix Amat, clérigo ilustrado. En comparación con la obra del abate Barruel sobre el jacobinismo y la masonería, lo mismo que la de otros contrarrevolucionarios, la obra de Burke no tendrá, en aquella época, muchos seguidores, quizás porque, como señaló Rodrigo Fernández Carvajal, la reacción antirrevolucionaria en España tuvo un carácter fundamentalmente religioso, interpretando, según hemos visto en Hervás y Panduro, los hechos de 1789 como una falsa reforma eclesiástica en la que intervinieron tanto jacobinos como jansenistas y protestantes. El propio Edmundo Burke hizo referencia España, en uno de sus análisis sobre la situación europea. El diagnóstico burkeano no era excesivamente halagador. A su juicio, España era un país sin nervio, sobre todo por la debilidad de la clase nobiliaria. Y es que, desee antes del advenimiento de la dinastía borbónica, se había tendido a rebajar sistemáticamente a la nobleza, incapacitándola para intervenir en los asuntos públicos por exclusión. En ese sentido, la nobleza española, para Burke, estaba, desde el punto de vista político, aniquilada. La única fuerza independiente y realmente influyente en la sociedad era el clero. El nuevo rey, Carlos IV, desconfió de los antiguos servidores de su padre, tanto de Aranda como de Floridablanca; y en 1792 optó, bajo la influencia de su esposa María Luisa, por nombrar a un hombre de su absoluta confianza, Manuel Godoy. Tras la muerte de Luis XVI, el nuevo favorito decidió acaudillar la reacción monárquica frente a la Convención, declarando la guerra a Francia. Hecho que fue muy bien recibido por el grueso de la opinión católica y tradicional. Fue la Iglesia quien llevó las riendas de la propaganda frente a los revolucionarios franceses. La intervención española se consideró poco menos que «dividinal». En diversas ciudades españolas se desencadenó una auténtica guerrilla urbana contra los elementos franceses. A lo largo de la guerra contra la Convención, El Diario de Valencia pu-

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blicó artículos contrarrevolucionarios; «Dios, Patria y Rey» era el lema de los tradicionales frente a los jacobinos franceses. Ejemplo arquetípico de esta posición fue el opúsculo del Padre Diego José de Cádiz, El soldado católico en guerras de religión, publicado en 1794, donde se decía: «Todo hijo de la Santa Iglesia debe tomar las armas para defenderla de sus contrarios y sus enemigos cuando la necesidad lo pida y lo permitan sus facultades». No obstante, Godoy tardó poco tiempo en convertirse en la bête noire de los tradicionales por su ulterior política profrancesa, su admiración por Napoleón y sus proyectos de desamortización de la propiedad eclesiástica. La política de Godoy siguió la línea del despotismo ilustrado, es decir, la política de reformas en la enseñanza, en la administración religiosa: pero fue conservador en lo político. En el interior, intento cerrar el paso a cualquier intento subversivo. Donde se manifestó en mayor medida su orientación moderada y reformista fue en el fomento de la enseñanza y de los conocimientos científicos, desde los estudios universitarios hasta la enseñanza primaria, creando instituciones como el Real Colegio de Medicina, Cirugía y Ciencias Físicas Auxiliares, la Escuela Veterinaria, el Real Seminario de Nobles, la Junta de Comercio General, etc. El llamado «Príncipe de la Paz» contó, al menos durante algún tiempo, con el apoyo de algunos ilustrados como Forner o Meléndez Valdés; pero no con el de Jovellanos. Contó, además, con la enemistad de la nobleza, deseosa de recuperar una función rectora en la política de Estado junto al Rey. Se trataba de la segunda generación del «partido aragonés», con figuras influyentes como los duques del Infantado, San Carlos, Sotomayor, Cerbellón, Medina de Rioseco, Alagón, Miraflores, etc, que buscaron apoyo en la camarilla del Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, y decidieron trabajar contra el favorito. Sus aspiraciones concretas fueron plasmadas en un escrito de Guzmán Palafox y Portocarrero, conde de Teba, titulado Discurso sobre la autoridad de los ricos hombres sobre el Rey y como la fueron perdiendo hasta llegar al punto de opresión en que se haya hoy, en cuyas páginas se analizaba el proceso por el cual la nobleza fue perdiendo poder social y político, desde la época de los Reyes Católicos hasta Carlos IV, pidiendo, de paso, una mayor participación en la dirección del Estado. Pero Godoy se enajenó igualmente al estamento eclesiástico; y no sólo por su tormentosa vida privada. El «Príncipe de la Paz» continuó la política regalista de estatización de la Iglesia. Ciertamente, Godoy no quiso enemis-

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tarse con la jerarquía eclesiástica y contribuyó a la caída del ministro Mariano Luis de Urquijo, a quien se acusó de intentar promover un cisma a la muerte de Pío VI. Sin embargo, a lo largo de su mandato, se dieron múltiples reales cédulas sobre materias religiosas tocantes a jurisdicciones y privilegios eclesiásticos. Por otra parte, las disposiciones para impedir las cuestaciones y la mendicidad de algunos institutos religiosos suscitaron las protestas, no sólo de las órdenes religiosas afectadas, sino del conjunto de la población. No obstante, su medida más innovadora y polémica fue el recurso, siguiendo los planteamientos jovellanistas, a la desamortización de las propiedades eclesiásticas. En total, se vendieron, entre 1789 y 1808, fincas por valor de mil seiscientos millones de reales. Esta política no tuvo equivalente con respecto a otros estamentos privilegiados, como la nobleza, a la que, en cuanto a tal, nada se le exigió. Godoy cayó víctima de una poderosa combinación de fuerzas en el célebre motín de Aranjuez.

2.

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, CORTES DE CÁDIZ Y LA CONSTITUCIÓN DE 1812

La invasión francesa y la subsiguiente guerra de Independencia fueron acompañadas de una crisis total de las instituciones políticas del Antiguo Régimen. Ante el vacío de poder que produjo la ausencia del rey, la claudicación de la Junta Suprema del Gobierno y el descrédito del Consejo de Castilla, surgió en todas partes, el mismo año de 1808, el proyecto de convocatoria de Cortes. Se adhirieron a él, por diversas razones y antagónicos motivos, los liberales, que aspiraban a plantear la constitución del Estado: los absolutistas, lo conservadores y los tradicionales. Desde aquel momento, todo se volvió precario, incierto, imprevisible. La invasión francesa dividió igualmente a la élite ilustrada, alguno de cuyos miembros acató la nueva autoridad de José Bonaparte, el hermano de Napoleón, al igual que un sector de la nobleza. Nacía así el partido «afrancesado». Evitando parecer como un mero usurpador, Napoleón convocó en Bayona una asamblea de diputados para elaborar un proyecto constitucional. La Asamblea de Bayona debía estar formada por cincuenta nobles; cincuenta eclesiásticos y cincuenta representantes del pueblo; pero tan sólo acudieron sesenta y cinco personas, en su mayoría aristócratas, a los que se añadieron algunos españoles residentes en

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Francia. Finalmente, la Asamblea aprobó una Constitución, en la que se proclamaba la libertad de comercio e industria; la supresión de los privilegios comerciales; la igualdad de las colonias con la Metrópoli; la supresión de las aduanas interiores, la disminución de los fideicomisos, mayorazgos y sustituciones; la igualdad del sistema de contribuciones y la prohibición de la exigencia de calidad nobiliaria para los empleos civiles, militares y eclesiásticos. España se organizaba en una Monarquía limitada y hereditaria, en la que el monarca continuaba ocupando el centro del poder político, aunque con la obligación de respetar los derechos ciudadanos. Junto a unas cortes estamentales, se establecía un senado vitalicio, de nombramiento real, cuya principal función era la defensa de la libertad individual y de imprenta, así como la suspensión de las garantías constitucionales. La Asamblea y Constitución de Bayona tuvieron importantes consecuencias de orden político. A pesar de su evidente ausencia de legitimidad, la nueva Constitución venía a ser una alternativa a la Monarquía absoluta; y su mera existencia ejerció una profunda influencia en el conjunto de la España resistente y en las Cortes de Cádiz. El enemigo más encarnizado de las tropas napoleónicas fue, sin duda, el clero. El propio Napoleón vio en la Iglesia católica al principal soporte del levantamiento y, en su opinión, se trató de una auténtica «revuelta de frailes». Fueron innumerables los textos de sacerdotes, incitando a la lucha «por la Religión» contra el francés. Se actualizó el santiaguismo y la apelación a las advocaciones a la Virgen. Fueron constantes igualmente los paralelos veterotestamentarios: los españoles eran los macabeos, mientras que los ejércitos imperiales estaban simbolizados por las figuras más aborrecibles de la historia de Israel. El liberalismo galo fue estigmatizado como «espíritu de libertinaje y disolución». Se atacó, como portavoz y guía de éstos, a la secta francmasona, «ateísta y materialista». No debemos olvidar, por otra parte, que Napoleón había abolido, mediante los llamados decretos de Chamartín, la Inquisición e iniciado prácticas desamortizadoras. En los comienzos de la contienda, la situación del bando resistente fue de absoluta perplejidad. La Junta nombrada para gobernar en ausencia de Fernando VII careció de operatividad. Tampoco el Consejo de Castilla estuvo a la altura de las circunstancias. Ante aquel vacío de poder, fueron constituyéndose una serie de juntas provinciales organizadas por las clases populares, que, por lo general, llamaron a las autoridades tradicionales destituidas

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para dirigir los nuevos organismos de gobierno. A pesar de todas las rivalidades y enfrentamientos, la unificación no tardó mucho en lograrse. La Junta Suprema Central Gubernativa, luego conocida como Junta Central, se instaló en Aranjuez en septiembre de  1808, bajo la presidencia del conde de Floridablanca y con la presencia de Jovellanos, Garay, Calvo de Rozas y otros. Su preocupación fundamental fue asegurar la centralización contra los peligros de dispersión de las fuerzas resistentes. En octubre, se planteó la posibilidad de convocatoria de cortes, cristalizando dos tendencias en el seno de la Junta: la tradicional defendida por Floridablanca y la reformista de Jovellanos. Fallecido en diciembre Floridablanca, ocupó la presidencia el marqués de Astorga. Jovellanos había propuesto la convocatoria de cortes para que se nombrase una regencia; y luego habría que ocuparse de las reformas necesarias. En abril de 1809, volvió a plantearte el problema de la convocatoria de cortes, pero de forma distinta a la planteada por Jovellanos. Mientras que éste se atenía a las leyes vigentes, otros se mostraban partidarios de responder al desafío de Bayona, con una nueva constitución. Jovellanos intentó en lo posible atenerse a la ley tradicional en lo que respecta a la composición de las cortes en los tres brazos o estamentos; pero dando cabida a un mayor número de procuradores y paulatinamente lograr la aprobación por la Junta Central de dos cámaras y no tres como anteriormente, ni como pedían los liberales. Se trataba de la defensa de un modelo muy próximo al británico. En realidad, el problema estriaba en el concepto de soberanía. Para Jovellanos, era una herejía política decir que la nación era soberana. Sin embargo, los planes jovellanistas no llegaron a buen puerto. A las nuevas generaciones liberales —Quintana, Flórez Estrada, Argüelles, Toreno, etc.— le parecían insuficientes y tampoco encontró apoyo entre los tradicionales. Desprestigiada, la Junta Central se disolvió. Por un decreto, se creó una Regencia, cuyos miembros optaron por obstaculizar la convocatoria de Cortes; pero pronto se vio desbordada por los acontecimientos y decidió, ante la presión de los liberales y las dificultades para convocar por separado al clero y a la nobleza, que fueran las propias cortes las que estipularan su naturaleza. Las Cortes acabaron por reunirse en una cámara única, declarando el dogma de la soberanía nacional. En contra, se pronunció Jovellanos en su Memoria en defensa de la Junta Central. A su juicio, una buena reforma sólo podría ser obra de «la sabiduría y la prudencia reunidas». La democracia le alarmaba; lo inteligente, a su juicio, era la reforma de la constitución tradicional española; y no una nueva constitución. En ese sentido, contemplaba

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dos reformas importantes: la división de poderes y la reforma de las cortes. A los poderes ejecutivo y legislativo era necesario interponer entre ellos una «balanza constitucional», consistente en la división de la representación nacional en dos cuerpos: uno encargado de proponer y hacer leyes; y otro de revelarlas. Algo que se traducía en la existencia de dos cámaras: una compuesta por representantes del pueblo, y otra del clero y la nobleza reunidas. Los dos brazos o estamentos privilegiados debían ser reunidos en uno sólo; y el estamento popular designar sus propios representantes. Jovellanos murió en noviembre de 1811. Reunidas en la industriosa y liberal ciudad de Cádiz, las Cortes habían abierto sus sesiones en septiembre de 1811. Nacían así, al menos formalmente, las «izquierdas» y las «derechas» en la historia de España. Las «izquierdas» estaban representadas por los liberales, donde podía distinguirse un sector laico y un sector formado por eclesiásticos. Entre los más destacados, se encuentran las figuras de Agustín de Argüelles, miembro de la comisión constitucional y redactor del Discurso Preliminar. A su lado, García Herreros y Calatrava, Porcel y Antillón. En el grupo eclesiástico, fueron protagonistas Diego Muñoz Torrero, Juan Nicasio Gallego, José Espiga, Joaquín de Villanueva y Antonio Oliveros. En la «derecha» hay que distinguir dos grupos: absolutistas o tradicionales, de un lado, y reformistas o jovellanistas, de otro. Los distingue el talante ilustrado y conservador liberal de los segundos, mientras que los primeros eran representantes de la mentalidad tradicional, opuesta a la Ilustración. Los segundos estaban influidos por el despotismo ilustrado y eran partidarios de las reformas sociales y económicas, así como de reforzar las prerrogativas del monarca, limitando, al mismo tiempo, el ejercicio de su poder. A pesar de sus diferencias, ambos coincidían en sus supuestos preconstitucionales. Frente a la soberanía nacional, defendían la del monarca —más o menos compartida o limitada— y frente a la idea de Constitución escrita, la de las viejas «Leyes Fundamentales». Entre los tradicionalistas, cabe destacar a Francisco Gutiérrez de la Huerta, José Pablo Valiente, Borrul, Pedro de Inguanzo, Creus y Cañedo. Entre los jovellanistas, Lázaro Dou, Aner, el obispo de Mallorca, Villanueva, etc. No obstante, la contradicción fundamental tuvo lugar entre los tradicionales y los liberales. Mientras los segundos defendieron el principio de so-

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beranía nacional, el equilibrio entre la potestad del monarca, la división de poderes y la supremacía del legislativo, los tradicionales abogaron por las tesis tomistas del origen divino del poder, se opusieron a la posibilidad de que los electores pudieran mutar la forma de gobierno y entendieron la Monarquía como una institución permanente e inmutable. De la misma forma, combatieron el unicameralismo democrático e hicieron una defensa a ultranza de las cortes estamentales. Frente a las disquisiciones y asechanzas de los tradicionales, existió una curiosa inclinación de los liberales, que, en el fondo, se sabían minoría dentro de la sociedad española, a presentar su proyecto constitucional como una reminiscencia de la constitución tradicional monárquica, Esta idea fue desarrollada por el propio Argüelles en el Discurso Preliminar a la Constitución de Cádiz; pero quien llevó al extremo tal interpretación fue Francisco Martínez Marina, en cuya obra Teoría de las Cortes, tiene expresión la ambigüedad ideológica de algunos liberales españoles y un sentido histórico deficiente poco penetrado de la individualidad de los fenómenos históricos, y que tendía a ocultar las diferencias sustanciales entre la libertad concretada en privilegios y el liberalismo como doctrina abstracta. Finalmente, triunfaron los liberales. Distintos autores han insistido en la influencia ejercida en el nuevo texto constitucional por las constituciones francesa de 1791 y la de Estados Unidos de 1787. La Constitución de Cádiz estableció un sistema monárquico parlamentario, en el que las Cortes formulaban las leyes y el rey las sancionaba, promulgaba y hacía respetar. La legitimidad del monarca no estaba en función del origen divino de su poder y, en consecuencia, era un poder delegado por encargo de la nación. Se tendía, además, a limitar los poderes del rey, prohibiéndole, entre otras cosas, abandonar el reino son el consentimiento de las Cortes, enajenar o ceder la Corona o parte del territorio español, o tratados del comercio, imponer contribuciones, expropiar, enajenar bienes nacionales y, sobre todo, no se podía impedir la celebración de las cortes en épocas y casos señalados por la Constitución, ni suspenderlas ni disolverlas. Las Cortes constaban de una sola cámara, elegida por sufragio universal masculino indirecto. No obstante, las concesiones al catolicismo fueron muy grandes. El catolicismo debía de ser la única y exclusiva religión de los españoles «perpetuamente»; y se permitía la existencia de tribunales eclesiásticos ante los que se podían denunciar a cualquier ciudadano sospechoso de herejía. Sin embargo, se

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intentó igualmente reorganizar el cuerpo eclesiástico para adaptarlo a las coordenadas del régimen liberal, continuando la vía regalista de la Ilustración. En el régimen provincial y local hubo igualmente novedades importantes que modificaban su estructura y funcionamiento, como el nombramiento de un jefe superior al frente de la provincia, en quien residía el gobierno político, y una diputación provincial. De la misma forma, se estableció la contribución única, la centralización de todos los fondos de la Tesorería Real. En cuanto a la instrucción pública, se decretó un plan de enseñanza uniforme a todo el reino. Aparte de los diputados tradicionales, uno de los críticos más célebres de la obra gaditana fue el padre Francisco Alvarado, más conocido por el sobrenombre de «El Filósofo Rancio», maestro en el convento dominicano de San Pablo de Sevilla. Anteriormente, había sido autor de unas Cartas aristotélicas, en defensa de un tomismo muy ortodoxo. Huido de Sevilla cuando la invasión francesa y refugiado en Portugal, Alvarado inició su combate contra el liberalismo en 1810. Desde Portugal, sus cartas con tres corresponsales —Rodríguez de la Bárcena, Francisco Javier Cienfuegos y Francisco Gómez— desarrollaron su ideario político, cuyo modelo era la España del siglo  XVI. A su entender, el constitucionalismo no implicaba novedad alguna. La constitución tradicional española estaba ya recogida en las Partidas: una Monarquía templada con cortes que votan las leyes y consientan los impuestos. En este régimen, la facultad de dictar las leyes reside en el monarca, pero con las limitaciones de las cortes, las de los fueros, que deben extenderse al conjunto de España; y de la religión católica, la Inquisición, el voto de los contribuyentes, etc. Todo ello compone la «constitución histórica». El problema político se reduce a reconstruir el régimen tradicional en sus líneas generales. Alvarado critica las libertades modernas, la de imprenta, el jurado, etc.; y abogaba por el mantenimiento de la Inquisición. Las novedades liberales eran fruto del afrancesamiento de las elites intelectuales y de una traición a la Iglesia y al pueblo español. Otro crítico tradicional de las reformas gaditanas fue el capuchino Rafael de Vélez, autor del libro Preservativo contra la irreligión, del cual se hicieron dos ediciones entre 1812 y 1813. La obra era un alegato contra el pensamiento moderno y una denuncia de sus planes con respecto a la religión y al Estado. Vélez comenzaba atribuyendo a la filosofía ilustrada antiguos orígenes; existía, a su entender, una rigurosa continuidad entre la

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herejía y la filosofía moderna, entre Simón el Mago y Napoleón. Con este último, la conjura larvada pasa a campo abierto. España lo resiste, pero la Ilustración penetra a través de la libertad de prensa. Sus planes se caracterizan por negar la divinidad de la religión cristiana, hacerla perjudicial a los pueblos y odiosa a sus ministros. Las Cortes de Cádiz siguieron desarrollando una labor de indudable contenido polémico para las mentalidades tradicionales. Por decreto del 6 de agosto de 1811 se disolvió el régimen señorial. Igualmente, la Inquisición quedó abolida en febrero de 1813.

3.

EL REINADO DE FERNANDO VII

Finalizada la guerra y restaurado Fernando  VII en el trono, la Constitución de 1812 fue fácilmente abolida. A su llegada a España, el monarca recibió, en Valencia, a una delegación de diputados realistas con el llamado Manifiesto de los Persas, donde se deslegitimaba las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Se sometía a crítica la democracia y se rechazaba la soberanía nacional. Al tiempo que se hacía referencia a la necesidad de derogar la libertad de imprenta. Su convocatoria y el propio texto constitucional suponían el «despojo de la autoridad real»; y lo mismo cabía decir de la libertad de prensa. La Constitución era revolucionaria, mera copia de la francesa, sin tener en cuenta la «constitución tradicional», susceptible de amplias reformas. Sin demasiada dificultad, se anuló la obra de las Cortes de Cádiz y se restableció la Monarquía absoluta, la Inquisición, la Compañía de Jesús y las condiciones económicas del Antiguo Régimen: derechos jurisdiccionales, privilegios de la Mesta, gremios, diezmos y primicias. La Iglesia católica sacralizó el absolutismo fernandino. El monarca f ue presentado como el «Mesías», el «Rey Religiosísimo», «El Más Amado», etc. Uno de los principales ideólogos del régimen fernandino fue el Padre Rafael de Vélez, quien, premiado por la Monarquía absoluta con el obispado de Santiago de Compostela, publicó en 1818 su Apología del Trono y del Altar, en cuyas páginas aparecían los mismos planteamientos de Preservativo contra la irreligión, pero desarrollándolos con mayor amplitud. Vélez pretende desarrollar en esta obra una historia de la Ilustración en España. Sus

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etapas tenían una serie de jalones: Campomanes y Aranda, las Cartas de Cabarrús, el proyecto constitucional de Cádiz, etc. De nuevo, defendía la soberanía real y consideraba la nacional y popular como generadoras de discordia. El único derecho de los pueblos, ejercido a través de las cortes, es representar, pedir, suplicar. Los reyes ejercen un poder paterno, como sucesores de los primeros padres. La reacción fernandina contó con otros teólogos como Atilano Dehaxo Solórzano, José Clemente Carnicero y Francisco Puigserver. No obstante, la empresa cultural e ideológica más importante del período fernandino fue la Biblioteca de Religión, publicada, por iniciativa de Pedro de Inguanzo, entre 1826 y 1829. La Biblioteca tradujo, entre otras obras, el Ensayo sobre la indiferencia, de Felicité de Lammenais; Del Papa y De la Iglesia galicana, de Joseph de Maistre, etc. Por aquel entonces, aparecieron los primeros brotes de romanticismo conservador, con las obras de Nicolás Böhl de Faber, seguidor de Schlegel y de Burke, en defensa del teatro español del Siglo de Oro, frente al neoclasicismo dominante a lo largo del siglo  XVIII, por influencia de la Ilustración francesa. Böhl de Faber, padre de la célebre novelista Fernán Caballero, entabló una dura controversia, en Cádiz, con los liberales José Joaquín Mora y Antonio Alcalá Galiano, partidarios del neoclasicismo literario, a los que acusó de antiespañoles. Nacionalizado español y convertido al catolicismo, Böhl de Faber identificó el teatro de Calderón de la Barca con el espíritu nacional español. Sin embargo, no puede considerarse el reinado de Fernando VII como un período histórico homogéneo. En la práctica, resultó ser un conjunto inestable de equilibrios políticos entre realistas moderados, apostólicos y liberales. La esencia de la primera etapa fernandina fue la arbitrariedad. El poder real estuvo en manos de la famosa «camarilla» o tertulia íntima del rey, formada por Escoiquiz, Ugarte, Collado, Ostolaza, el duque de Alagón, etc. El pronunciamiento de Riego abrió paso al denominado «Trienio Liberal», cuyos intentos de reformas provocaron el auge de los elementos contrarrevolucionarios dirigidos por el clero y con base en el campesinado. En junio de 1823, una partida de realistas tomó la plaza de Seo de Urgel, creando una Regencia, compuesta por el marqués de Mataflorida, el arzobispo de Tarragona y el barón de Eroles. La Regencia publicó tres manifiestos, donde se legitimaba su disidencia para liberar al

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monarca de los liberales; y se propugnaba un régimen político católico, monárquico y foral. La Regencia duró poco. Pero el régimen liberal cayó ante la ofensiva de las potencias legitimistas, que, tras el Congreso de Verona, enviaron a España los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, bajo la dirección del duque de Angulema, cuya penetración en territorio español apenas suscitó resistencia. Se inició entonces el período que la historiografía liberal ha denominado la «década ominosa». Sin embargo, se trata de un período mucho más heterogéneo y mucho menos compacto que lo que dicha denominación pudiera dar a entender. Ciertamente, la represión contra los liberales fue, en un primer momento, muy dura. Con todo, la Inquisición no fue restablecida en todo su esplendor; y se fundó la policía, una institución de raigambre napoleónica. Fernando  VII contó con el apoyo de antiguos «afrancesados», como Javier de Burgos y Alberto Lista, que habían sido amnistiados por el rey en 1817. Por otra parte, se dibujó una clara división en el seno del liberalismo, entre «exaltados» y «moderados». Los segundos se arrogaban la herencia de Cádiz, pero evitando cualquier desviación extremista. En sus filas destacaban, algunos desde el exilio en Francia e Inglaterra, antiguos doceañistas como Argüelles, Pérez de Castro, Bardají, el conde de Toreno, Antonio Alcalá Galiano y, sobre todo, Francisco Martínez de la Rosa. Todos ellos habían llegado a la conclusión de que el texto constitucional de 1812 era inviable; lo que les llevaba a tomar en consideración la experiencia de la carta otorgada de Luis XVIII en Francia, Además, tras la caída de Napoleón, se produjo en Europa una clara hegemonía del pensamiento tradicional, antirrevolucionario y conservador, reflejado en el utilitarismo de Bentham, la Escuela Histórica del Derecho de Savigny, las teorías constitucionales de Constant y Guizot, la Economía Política de Juan Bautista Say, los planteamientos de Edmundo Burke, Bonald y de Maistre; el positivismo de Comte, etc. De nuevo, tuvieron lugar una serie de sublevaciones realistas, la más importante de las cuales tuvo lugar en los campos catalanes en 1827. Fue la denominada «guerra de los agraviados». Los rebeldes se instalaron en Manresa, creando una Junta y publicaron un periódico, El Catalán Realista, cuyos planteamientos ideológicos eran tan taxativos como inequívocos: «Viva la Religión, Viva el Rey absoluto, Viva la Inquisición, Muera el Masonismo y toda secta oculta».

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Ante las dimensiones del conflicto, el propio Fernando VII tuvo que viajar a Barcelona; lo que hizo que los rebeldes depusieran las armas. Sólo los cabecillas fueron castigados. Y las intrigas continuaron. Sin embargo, el triunfo de los liberales en Portugal y en Francia, abrió un nuevo contexto político en Europa. Los antiguos «afrancesados», como Lista, Miñano, Javier de Burgos y José Gómez Hermosilla, apostaron por una solución intermedia entre el liberalismo doceañista y el absolutismo. Sus órganos de expresión fueron El Censor, La Miscelánea de Comercio, Arte y Literatura, El Imparcial, etc, donde aparecen, por vez primera, las teorías de Constant, Guizot, Royer-Collard, al lado de Comte, Bentham, Say, Ricardo, etc. En el fondo, se trataba de llegar a un compromiso estabilizador con sectores del Antiguo Régimen. Frente al absolutismo y la democracia, se proponía una Monarquía representativa que garantizara el equilibrio entre el rey y las cortes. Aceptaban la función de la nobleza como poder intermedio que impidiese la desviación de la Monarquía hacia el despotismo. Menos transigentes se mostraban con el clero, atacando su poder económico y mostrándose partidarios de la desamortización. Eran partidarios del Estado confesional pero sin el contenido teocrático de las opciones tradicionales partidarias de la Inquisición. Un tema muy tratado, sobre todo por Javier de Burgos, fue el de la reforma de la administración territorial, basada en la división provincial. En 1823, José Gómez Hermosilla había publicado su obra El Jacobinismo, en cuyas páginas el antiguo «afrancesado» puso de manifiesto su animadversión a la democracia radical. De ahí su preferencia por los gobiernos de hecho frente a los populares. El autor impugna las doctrinas jacobinas: la soberanía popular, el contrato social, el estado de pura naturaleza. Todo esto son vagas quimeras: la soberanía es una noción relativa, referida a alguien sobre el que demanda; y, por ello, el pueblo no puede ser soberano. Sólo pueden ser soberanos los príncipes que se legitiman por prescripción, es decir, «la quieta, pacífica, ni disputada ni interrumpida posesión». En el fondo, el sistema ideal para Gómez Hermosilla sigue siendo el despotismo ilustrado, mediante el cual llevar a cabo las necesarias reformas de carácter social y económico. En enero de 1826, Javier de Burgos envió a Fernando VII una Exposición en la que analizaba la situación española y los medios para resolver los problemas acumulados. Burgos censuraba el exilio de los liberales, su represión y el incumplimiento de las obligaciones financieras en el exterior. Y

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propugnaba una amnistía total, abrir un empréstito interior cuyos intereses y amortización se cubrirían con las ventas de los bienes eclesiásticos; y la organización de la administración civil, Las tendencias reformistas se afianzaron en el régimen con la presencia en el gobierno de Luis López Ballesteros, modelo de tecnócrata, deseoso de modernizar el Estado y la sociedad, introduciendo medidas liberales; y la de Francisco Zea Bermúdez, realista moderado. Lo que alarmó a los sectores tradicionales. El régimen fernandino se hallaba cada vez más dividido; lo que tuvo su concreción en el pleito sucesorio que atenazó al sistema durante años. Fernando VII no tenía descendencia y la muerte de su tercera esposa parecía consolidar las esperanzas de Carlos María Isidro y de sus partidarios. Sin embargo, la decisión del monarca de contraer nuevas nupcias sembró la inquietud entre los realistas más exaltados. Casado con María Cristina de Borbón, Fernando no tardó en tener una heredera. La sucesión estaba garantizada por el nacimiento de Isabel. Poco después se publicó la Pragmática Sanción, mediante la cual se refrendaba el decreto de Carlos IV por el que se suprimía la Ley Sálica, que excluía a las mujeres de la sucesión a la Corona, algo que alarmó a los partidarios de Carlos María Isidro. La muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833 abrió las puertas al estallido de la guerra civil.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Hervás y Panduro analiza la Revolución francesa «Lo civil en todos los hombres, es como consecuencia de lo religioso, a cuyo inflijo oculto o público, se sujeta siempre; por lo que la Revolución francesa, en orden a lo civil, se debe considerar como consecuencia de la revolución religiosa sucedida en Francia (…) El abandono de toda religión es la parte fundamental de la Revolución francesa, y la causa primitiva y efectiva de todos los desastres que a ella ha sucedido y ocurrido (…) la supresión del cristianismo y de la religión natural, destruye necesariamente toda monarquía y produce la anarquía y todos los desastres que de ésta por necesidad resultan: por lo que el fundamento y la raíz de la totalidad de causas morales de la Revolución francesa, consisten solamente en las que han conspirado y producido la supresión de la religión; ya que de esta supresión pro-

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vienen, necesariamente, la abolición de la Monarquía, la existencia de la anarquía y todos los funestísimos males que a ésta acompañan y sigue.» (Lorenzo Hervás y Panduro, Causas de la Revolución francesa, 1794/1803).

2.

Jovellanos defiende la reforma frente a la revolución «Que una buena reforma constitucional sólo puede ser obra de la sabiduría y la prudencia reunida, era muy conforme a entrambas que en el plan de ello se eviten con tanto cuidado el importuno deseo de realizar nuevas y peligrosas teorías como el excesivo apego a nuestras antiguas instituciones, y el tenaz empeño de conservar aquellos vicios y abusos de nuestra antigua Constitución…» (Gaspar Melchor de Jovellanos, Defensa de la Junta Central, 1810)

3.

Constitución de Cádiz «Artículo 1.º La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Artículo 2.º La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia o persona. Artículo 3.º La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra.» (Constitución Política de la Monarquía española, 1812)

4.

La Constitución de Cádiz se inserta en la tradición española «Cuando la Comisión dice que en su proyecto no hay nada nuevo, dice una verdad incontrastable, porque realmente no lo hay en sustancia. Los españoles fueron en tiempos de los godos, una Nación libre e independiente, formando un mismo y única imperio…» (Discurso Preliminar a la Constitución Política de la Monarquía española, 1812)

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5.

El «Filósofo Rancio» critica el liberalismo «Convengamos, pues, amigo mío, que la igualdad por naturaleza que nos presentan estos señores filósofos es un sueño, y un sueño de un frenético, de quienes sabemos que tienen malísimas vueltas. La religión nos enseña todo lo contrario; pero aun cuando ella nada nos dijese, ¿necesitábamos nosotros más que extender los ojos a la misma naturaleza? Vemos en ella mujeres. ¿Y quién será el loco que diga que son iguales a los hombres?» («El Filósofo Rancio», Cartas críticas, 1814)

6.

El Manifiesto de los Persas «El que debemos pedir, trasladando al papel nuestro voto, y el de nuestras Provincias, es con arreglo a las leyes, fueros, usos y costumbres de España. Ojalá no hubiera materia harto cumplida para que V. M. repita al Reino el decreto que dictó en Bayona y manifiesto (según la indicada Ley de Partida) la necesidad de remediar lo actuado en Cádiz, que a este fin se proceda a celebrar Cortes con la solemnidad, y en la forma en que se celebraron las antiguas; que entre tanto se mantenga ilesa la Constitución española observada en tantos siglos, y las leyes y fueros que a su virtud acordaron; que se suspendan los efectos de la Constitución y decretos dictados en Cádiz, y que las nuevas Cortes tomen en consideración su nulidad, su injusticia y sus inconvenientes; que también tomen en consideración las resoluciones dictadas en España desde las últimas Cortes hechas en libertad, y lo hecho contra los disparates en ellas remediando los defectos cometidos por el despotismo ministerial, y dando tono a cuanto interesa a la recta administración de justicia; al arreglo igual de las contribuciones de los vasallos a la justa libertad y seguridad de sus personas, y todo lo que es preciso para el mejor orden de la Monarquía.» (Manifiesto de los Persas, 1814)

BIBLIOGRAFÍA España ante la Revolución francesa CORONA, Carlos, Revolución y reacción en el reinado de Carlos IV. Rialp. Madrid, 1957.

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䉴 TEMA 5 EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX Raquel Sánchez García

INTRODUCCIÓN El pensamiento y la evolución del liberalismo español a lo largo del siglo XIX se hallan estrechamente unidos a la trayectoria política de España. De movimiento cuajado políticamente en la coyuntura bélica de 1808-1814 a base doctrinal de la construcción del Estado contemporáneo, el liberalismo ha pasado por una serie de vicisitudes que se repasarán en las páginas que siguen. Pese a sus diferencias, se pueden señalar unos elementos comunes que, con matices, lo caracterizan. En primer lugar, hay que reseñar la fuerza de la cultura católica en España, lo que obligó a los liberales a limar sus planteamientos laicistas. Si además tenemos en cuenta el peso del sector eclesiástico en las Cortes de Cádiz, se explican algunas de las subordinaciones del liberalismo gaditano a la Iglesia. Por otra parte, y aunque la tradición española siempre ha estado en el fondo de este movimiento, el liberalismo español ha bebido de fuentes inglesas y francesas, tanto en lo teórico como en lo práctico, pues los exilios fueron la oportunidad para la reflexión y el contraste entre la vivencia diaria en otros modelos políticos europeos y la realidad española. Durante buena parte de su existencia, sobre todo en sus primeros años, el liberalismo español puede ser definido como un liberalismo de combate, en tanto que vivió sojuzgado al absolutismo fernandino, lo que acabó desarrollando en él la estrategia de la insurrección como mecanismo para lograr el cambio político. La insurrección, ampliamente interiorizada, se trasladará a la época constitucional, al reinado de Isabel II, y contribuirá a desestabilizar más un sistema ya de por si inestable a causa de la monopolización del poder por parte del sector liberal más conservador y de las intromisiones de la Monarquía y sus camarillas en la vida política. Durante esta época, el reinado de Isabel II, se consolidarán las dos grandes culturas políticas del liberalismo español: el liberalismo moderado y el liberalismo progresista. Sus diferencias se pueden establecer alrededor de cuatro grandes temas: el modelo de ciudadanía, la concepción sobre la articulación territorial (la política municipal y provincial), la definición y amplitud de los derechos y los modelos constitucionales, sobre todo por lo que se refiere al concepto de soberanía y a la composición de las cámaras.

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1.

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EL LIBERALISMO EN TIEMPOS DIFÍCILES: TRIENIO LIBERAL Y EXILIO

La sublevación de Rafael del Riego en 1820 obligó al rey Fernando VII a jurar la Constitución de 1812 que conoció así su primera aplicación práctica. El periodo denominado Trienio Liberal (1820-1823) constituyó una época de gran inestabilidad política en la que, sin embargo, se pudo comprobar, al menos en los entornos urbanos, las posibilidades que ofrecían los canales para la socialización política como las sociedades patrióticas o la prensa. En el terreno del pensamiento político, la libertad de expresión recién decretada facilitó la entrada y la discusión de libros y folletos de autores extranjeros, así como el debate acerca de la necesidad, o no, de transformar algunos postulados de la Constitución de Cádiz. Se fraguaron entonces las dos grandes ramas del liberalismo español que durante el exilio conocerían una evolución política distinta para retornar en 1833-1834 bajo un perfil tamizado. Se trata de los exaltados, herederos del liberalismo doceañista, y los conservadores que, como Martínez de la Rosa, empezaron a pensar seriamente en la modificación de la constitución gaditana. La llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823 puso fin a la primera experiencia liberal y obligó a los liberales a marchar al exilio. El exilio político de 1823-1833 tiene una extraordinaria importancia en la evolución del liberalismo español. Su esencia puede ser contenida en la expresión acuñada por el profesor Varela Suanzes-Carpegna de «abandono del modelo doceañista». Los liberales marcharon prioritariamente a Londres y París, aunque un grupo menos numeroso encontró acogida, a partir de 1826, en Portugal y después en Bélgica. El exilio puso en contacto a los liberales españoles con el pensamiento liberal posrevolucionario, es decir, con las obras de Guizot, Constant, Royer-Collard, Thiers, Comte, Saint-Simon, etc. Básicamente, el liberalismo posrevolucionario se replanteaba la rígida separación de poderes y hacía hincapié en el papel simbólico de la monarquía, que no debía ser menospreciado por los textos constitucionales. De este modo, el concepto de la soberanía nacional quedaba desplazado en favor de la soberanía compartida. Por otra parte, las vivencias personales en contextos políticos muy diferentes al español, más estables, como era el inglés, ofrecieron a los liberales españoles la experiencia del valor social de la tradición y de la negociación. Muchos de estos planteamientos ya habían sido expuestos por José María Blanco White en El Español entre 1810 y 1814. Blanco White había servido de mediador entre los emigrados españoles y la intelectualidad ingle-

EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

sa, en particular con un personaje que tendría gran importancia a este respecto: lord Holland. Los exiliados polemizaron a través de diversas revistas y periódicos acerca de las causas de la crisis del Trienio Liberal, manifestándose así las dos ramas comentadas con anterioridad. Por medio del periódico El Español Constitucional se expresaron los exaltados como Fernández Sardino y Flórez Estrada. A través de Ocios de Españoles Emigrados, los más conservadores. Por lo que respecta a estos últimos, dado el peso específico que tendrían posteriormente, cabe decir que sus reflexiones políticas giraron alrededor de la necesidad de reformar la Constitución de 1812 para hacerla menos rígida, sobre todo en materias como la definición de la soberanía o la separación de poderes, apostando por un mayor pragmatismo en la configuración de los textos legislativos de cara a su adaptación a la realidad española. Los exaltados, por su parte, conservaron el mito de la Constitución gaditana y atribuyeron la crisis del Trienio tanto a las fuerzas reaccionarias como al temor de los conservadores al radicalismo político. 2.

LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL

Con la muerte de Fernando VII se inicia una nueva etapa que es especialmente significativa para el liberalismo español. Durante este periodo, las reflexiones realizadas en el exilio han de confrontarse con las realidades y las demandas que genera la construcción del estado liberal. A todo ello habría que añadir el propio movimiento social que se refleja en la cristalización de una opinión pública que se va a ir formando gracias a la apertura legal en materia de libertad de prensa y de libertad de asociación (muy escasas al principio). La aparición de un gran número de cabeceras periodísticas y la formación de tertulias y sociedades políticas e intelectuales son la prueba de ello. De este modo, el peso de la opinión pública, sobre todo urbana, unida a los determinantes de la acción colectiva, como la formación de juntas o la milicia nacional, son elementos que no pueden dejar de tenerse en cuenta en la formación de los principios políticos del liberalismo español. Como consecuencia de todo ello, pensamiento y acción política iniciaron un diálogo que tuvo como primera derivación la disolución del bloque liberal en distintas corrientes. Como ya se ha dicho, en el exilio, incluso en el Trienio liberal, se habían manifestado diversas tendencias ideológicas, pero será ahora cuando cuajen en las dos grandes culturas políticas que dominarán el panorama ideológico liberal hasta la revolución de 1868: los moderados y los progresistas.

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Puede decirse que las dos corrientes terminan de definirse en las llamadas segundas cortes del Estatuto, es decir, tras la convocatoria de elecciones después de la disolución del Estamento de Procuradores en enero de 1836. De las elecciones nacieron unas nuevas cortes que marcaron con claridad la existencia de estos dos grupos, uno de ellos partidario de la revisión del Estatuto Real, aunque evitando los radicalismos; el otro defensor de la tradición doceañista. En cualquier caso, los gobiernos liberales entre 1834 y 1840 sentaron las bases de la construcción del Estado liberal implementando medidas revolucionarias para el momento como la supresión de la Inquisición, la abolición de la Mesta y de las pruebas de nobleza para el acceso a los cargos públicos y militares y, sobre todo, la transformación del régimen jurídico de la propiedad. Esta última cuestión, clave dentro del esquema de pensamiento liberal para el cual el reconocimiento del derecho de propiedad es prioritario, se plasmó en el proyecto desamortizador impulsado principalmente por Juan Álvarez Mendizábal, que recuperaba anteriores intentos de liberalización de la propiedad, como los llevados a cabo por Godoy. Las dos principales culturas políticas liberales españolas se pueden definir en función de su posicionamiento sobre varias cuestiones. La primera de ellas es el concepto de ciudadanía que cada sostiene, directamente relacionado con el grado de apertura que consideran que debe tener el derecho a elegir y ser elegido. Más abierto el concepto progresista, más cerrado el concepto moderado, ambos son, sin embargo, partidarios del sufragio censitario. Otra cuestión significativa gira alrededor del modelo constitucional propuesto, y en particular, alrededor de su forma de entender la soberanía y el sistema parlamentario uni- o bicameral. La tradición del liberalismo doceañista, partidaria del unicameralismo, se enfrentará aquí a la versión conservadora, que planteará a lo largo de este periodo distintas propuestas en relación, sobre todo, con el Senado. Las divergencias en torno a la cuestión de la soberanía, como se verá a continuación, se hallan plasmadas en los distintos proyectos constitucionales que apadrinaron estas dos culturas políticas. Un tercer aspecto que marca las diferencias entre ambas es el tema del reconocimiento de derechos y si estos deben ser plasmados de forma sistemática en los textos constitucionales (es decir, siendo más garantistas) o, por el contrario, pueden dispersarse a lo largo del código constitucional. Por último, la cuarta cuestión que diferencia a ambos proyectos es el papel que otorgan a la articulación territorial del Estado. La trascendencia política (no sólo administrativa) de esta cuestión es clave. La defensa de la centralización o la

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descentralización se hace en función de criterios que no sólo tienen que ver con la eficacia en la gestión, sino también con argumentaciones de tipo historicista que revelan diferentes concepciones acerca de la nación. Desde 1834 hasta 1868 el liberalismo español (en sus dos culturas políticas) deberá afrontar una serie de desafíos que le obligarán a posicionarse y a remodelar sus planteamientos teóricos y que, en última instancia, marcarán su grado de flexibilidad o sus limitaciones. Uno de estos desafíos vendrá dado por la modernización económica y las transformaciones sociales que la acompañaron. El desarrollo de las clases medias planteó la cuestión de la ampliación del cuerpo electoral a sectores sociales que potencialmente podrían ser partidarios del régimen representativo si podían participar en él. Ésta fue la apuesta de los progresistas, partidarios de adaptar el sufragio censitario a las nuevas realidades. Menos inclinados a ello se mostraron los moderados. Hay que tener en cuenta que la construcción del Estado liberal en España se hace en un contexto muy difícil, pues el país se vio inmerso en una guerra civil hasta 1840, además de que las bases sociales del liberalismo eran relativamente escasas. Eso es lo que explica la intención progresista de ampliar el cuerpo electoral. La modernización económica trajo también consigo la aparición de la clase trabajadora, excluida completamente del sistema político. Ambas corrientes rechazaron la universalización del sufragio. La revolución de 1848 marcó un antes y un después a este respecto. Para los moderados, supuso un giro a la derecha que eligió el recorte de libertades en favor del mantenimiento del orden público. Para los progresistas implicó la separación del ala izquierda de su partido, convencida de que el liberalismo no tenía discurso político para los sectores más populares de la sociedad. Nacería así el Partido Demócrata y, poco después, el republicanismo como opción política, entendiendo el republicanismo más que como la exigencia de una determinada forma en la jefatura del Estado, como un concepto moral y solidario de la política. 3.

EL MODERANTISMO: DONOSO CORTÉS, ALCALÁ GALIANO, JOAQUÍN FRANCISCO PACHECO Y ANDRÉS BORREGO

El moderantismo español nace como una agregación de individuos de distintas tendencias que acabaron confluyendo en una serie de principios ideológicos comunes. Estos principios ideológicos tuvieron un carácter evi-

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dentemente pragmático. Destinados a sostener el trono de Isabel II y a identificar su trayectoria como partido con la Corona, en sus planteamientos prima más que la reflexión teórica, la aplicación práctica de unas ideas generales y dúctiles. La comprensión del periodo de su máxima influencia (la década moderada, 1844-1854) como la «síntesis de los tiempos» viene a significar la convicción, por parte del moderantismo, de hasta dónde podía llegar su defensa del liberalismo. El fortalecimiento de la autoridad real es la base de estos planteamientos, lo que se expresa políticamente en el concepto de la soberanía compartida, de clara raigambre doctrinaria. Se trata de una solución al problema ya planteado por Benjamin Constant acerca de la integración en el sistema de representación política de la figura del monarca. De este modo, queda desactivado el peligro que para los moderados supone la soberanía nacional y establece un carácter mixto a la representación: por una parte, las cámaras de representación, que reflejan el estado social; por otra, la monarquía, que simboliza la continuidad de la nación a lo largo del tiempo. Pasado y presente quedan, de este modo, unidos. Se desactiva también a través de la soberanía compartida la existencia del poder constituyente. No existe un momento fundacional, el poder es legítimo de por sí. El sistema de la doble confianza es la realización práctica de la soberanía compartida. Acompaña a este concepto el sufragio censitario. El sufragio entendido como función que explica que se restrinja a aquellos elementos sociales que por su situación económica son especialmente significativos, aquellos que comprenden los problemas de la sociedad y pueden, con sus conocimientos y experiencia, contribuir a solucionarlos. Ahí alcanza su sentido el concepto de las capacidades. Junto a los más poderosos económicamente, el moderantismo extiende el derecho de sufragio a aquellos individuos que por su preparación intelectual también pueden auxiliar en las tareas de gobierno. Ahí habría que incluir a algunos intelectuales y a miembros de la Iglesia. Los propietarios y las personas ilustradas, por tanto, serán las bases que sustenten la representación política para el moderantismo, lo que se concretaría en la ley electoral de 1846. Por lo que respecta al ámbito de las libertades, el moderantismo defiende la protección de las libertades clásicas: expresión, asociación, etc. Sin embargo, es en este capítulo donde con más claridad se advierten las limitaciones del liberalismo moderado. Las libertades clásicas quedan subordinadas a la defensa del orden público, que se constituye como barrera infranqueable. De este modo, puede decirse que una buena parte de las actividades de una sociedad libre

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quedan recortadas. Los límites a las libertades alcanzaron su máxima expresión desde de la revolución de 1848, momento que marca la frontera intransitable del liberalismo conservador español. A partir de ese momento, el moderantismo comienza una deriva autoritaria mucho más evidente que pone en duda su filiación liberal. Otro aspecto de gran importancia en el pensamiento del moderantismo español lo constituye su defensa del papel social de la Iglesia. Tras el enfrentamiento producido por los procesos desamortizadores, el moderantismo, consciente de la influencia social de la Iglesia, tratará de llegar a un acuerdo con esta institución. En el ámbito de lo tangible, este acuerdo se plasmó en el Concordato de 1851; en el ámbito de lo intangible se manifestó en la cesión a la Iglesia de importantes parcelas de la vida social como, por ejemplo, la educación (a pesar de la ley Moyano de 1857). En el seno del moderantismo se marcaron claramente tres corrientes principales. La primera de ellas, que ha sido calificada por el profesor Cánovas Sánchez como la derecha conservadora autoritaria, era partidaria más que de una constitución, de una carta otorgada. Uno de sus representantes fue el marqués de Viluma. La segunda, llamada facción centrista, es el sector mayoritario del partido y son los doctrinarios más propiamente dichos. Allí nos encontraríamos con el general Narváez, Alcalá Galiano o el primer Donoso Cortés. La tercera facción es la llamada «facción puritana», es decir, la más crítica con los recortes de libertades y con la corrupción política y económica. Dentro de ella se hallan personajes como Javier Istúriz o Joaquín Francisco Pacheco y su referente político es la Constitución de 1837. El carácter pragmático del ideario moderado se manifiesta en un claro afán codificador que tenía como objetivo la construcción administrativa del Estado liberal. Para la defensa del orden público, se creó la Guardia Civil en 1844. También se constituyó la Comisión General de Codificación, que dio lugar al Código Penal de 1848 y al proyecto de Código Civil de 1851, que no llegó a ver la luz hasta la tardía fecha de 1889. Se crearon varios ministerios y se profesionalizó la carrera administrativa por real decreto de junio de 1852. Con respecto a la cuestión territorial, se hace necesario decir que este aspecto tiene un importante significado político dentro del liberalismo español. Los moderados concebían a España como un territorio centralizado alrededor del poder central situado en Madrid. De este modo, traslada-

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ron la figura del prefecto francés al gobernador civil, brazo ejecutor del gobierno en las provincias y contacto directo con las elites locales. Esta concepción del Estado se plasmó en las diversas leyes que dedicaron los gobiernos moderados a la administración local y provincial: Ley de organización y atribuciones de los Ayuntamientos (8.1.1845), Ley de organización y atribuciones de las Diputaciones provinciales (8.1.1845), Ley de organización y atribuciones de los Consejos Provinciales (2.4.1845) y Ley para el gobierno de las provincias (ley de atribuciones de los jefes políticos, 2.4.1845). La expresión más clara del pensamiento del moderantismo se halla en la Constitución de 1845. Este texto se mantuvo vigente hasta la proclamación de la Constitución de 1869, a pesar de que hubo varios intentos para reformarla, a unas ocasiones en sentido más progresista, en otras ocasiones en sentido más conservador: en 1848, por parte de Narváez; en 1852 por el proyecto constitucional de Bravo Murillo; en 1856 a través del acta adicional de O’Donnell; en 1857, con un nuevo intento de reforma por parte de Narváez; y en 1864 con la derogación de Mon. La Constitución de 1845 no se elaboró a partir de un proceso constituyente (en función de lo anteriormente mencionado), sino por las cortes ordinarias elegidas en 1844 que tuvieron como objetivo reformar la Constitución de 1837. Se consagra el principio de la soberanía compartida al eliminar el concepto de soberanía nacional que había regido las constituciones de 1812 y 1837. Se refuerza el poder del monarca al darle la potestad de disolver las Cortes. Se crea un Senado de carácter vitalicio y de designación real. El poder local queda supeditado al gobierno, ya que los alcaldes de las localidades más significativas serían elegidos por el gobierno. Las libertades no se desarrollan de forma explícita, sino de forma dispersa y se establece un claro control de la libertad de prensa al decretarse la supresión del juicio por jurado, que era considerado una garantía en los delitos de imprenta. El desarrollo teórico de los principios políticos del moderantismo se llevó a cabo en las lecciones de derecho político que impartieron en el Ateneo de Madrid tres importantes miembros del partido: Antonio Alcalá Galiano, Juan Donoso Cortés y Joaquín Francisco Pacheco. Por otra parte, se estudiará en este apartado a Andrés Borrego, liberal conservador que prestó especial a la aparición del pauperismo derivado de la modernización económica. Su pensamiento representa, dentro del moderantismo, unos caracteres específicos que lo singularizan.

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3.1

Antonio Alcalá Galiano

Antonio Alcalá Galiano nació en Cádiz en 1789. No recibió estudios universitarios, pero dispuso de la amplia biblioteca de sus familiares, de las conversaciones con estos (que formaban parte de la elite intelectual española) y de la posibilidad de aprender varios idiomas, por lo que pudo leer a muchos autores que no estaban traducidos al español. Desde muy joven se implicó en la política y en el periodismo. Sus primeros pasos profesionales los dio en la carrera diplomática, aunque su interés por la política fue más fuerte y ya en el Trienio Liberal se encontraba en Madrid participando en las tertulias de las sociedades patrióticas. En 1822 fue elegido diputado por Cádiz. A causa de sus ideas liberales tuvo que marchar al exilio en 1823. En el exilio en Gran Bretaña su liberalismo se haría más pragmático y menos extremado. Cuando regresó a España se vinculó de nuevo al mundo del periodismo, colaborando en Revista Española, Mensajero de las Cortes y El Observador. A lo largo de los años treinta, se fue poco a poco relacionando con el liberalismo conservador, sobre todo después del golpe de los sargentos de La Granja en 1836. Con su trabajo en la redacción del periódico El Piloto contribuyó a sentar las bases teóricas del partido moderado sobre todo a través de dos elementos: el apoyo a la Corona y la apelación al orden y la autoridad. Sus ideas se plasmaron más sistemáticamente en las Lecciones de derecho político que impartió en el Ateneo de Madrid en los cursos 1839-1840 y 1843-1844. Se trata de un texto de carácter más sociológico que filosófico en el que se analiza la realidad social y los mecanismos políticos que mejor pueden funcionar en cada entorno y en cada momento histórico, con un evidente carácter pragmático. Sus influencias intelectuales hay que buscarlas en Benjamin Constant, Edmundo Burke y el utilitarismo inglés, Jeremy Bentham en especial. Alcalá Galiano era poco amigo de las abstracciones, por eso en las Lecciones se detecta un desapego por el concepto de libertad en sentido vago, para decantarse por las libertades como concreciones prácticas del libre albedrío. Por otra parte, su obra es una defensa del predominio social de las clases medias, de las clases propietarias, como verdaderas y efectivas fuerzas sociales dinámicas y, por lo tanto, con derecho al sufragio. Siguiendo las influencias de Constant, Galiano dedicó bastante tiempo a reflexionar acerca del papel que cabía atribuir a la monarquía en un sistema político, como era el liberal, que había despojado a ésta de su carácter sagrado. En este sentido, Galiano se sitúa en la línea de

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muchos pensadores liberales del XIX, muy preocupados por conjugar la institución monárquica con los nuevos tiempos. Para Alcalá Galiano, el nuevo papel de la Monarquía no está tanto en ser la personificación del pasado en el presente, sino en convertirse en la representación de la totalidad de los intereses sociales. Por último, y para concluir este breve comentario sobre las Lecciones de derecho político, habría que señalar que éstas están llenas de referencias a cuestiones concretas sobre tácticas parlamentarias, la importancia de la cuestión municipal, los procedimientos electorales, el significado de la responsabilidad ministerial, etc. Su posición conservadora se exacerbó a raíz de la revolución de 1848, tras la que publicó Breves reflexiones sobre la índole de la crisis por la que están pasando los gobiernos y los pueblos de Europa, texto en el que medita acerca del peligro latente que supone el «despotismo de las muchedumbres», como denomina a los movimientos sociales que surgieron con motivo de los sucesos acontecidos, especialmente en París. Su pensamiento entra aquí en un callejón sin salida, pues al tener que elegir entre libertad y orden, se decantará claramente por el segundo. En la última etapa de su vida se dedicó a participar activamente en las conferencias de la Asociación para la Reforma de los Aranceles de Aduanas y se vinculó a las tareas de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia de la Lengua. En 1859 se convirtió en académico fundador de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, para la que escribió trabajos de reflexión como Del gobierno representativo (1861), De los principios tradicional y racional y de sus respectivas ventajas y desventajas (1862) y De la diversa índole del principio de libertad y del espíritu de revolución (1862). En 1864 fue nombrado ministro de Fomento por el gobierno del general Narváez. Murió el 11 de abril de 1865 como consecuencia de los sucesos de la noche de San Daniel.

3.2

Juan Donoso Cortés

Dentro del liberalismo español, Donoso Cortés representa una alternativa ultraconservadora y una crítica al liberalismo, en el seno del cual se educó políticamente. Sus primeros trabajos revelan a un pensador liberal conservador, inserto en el doctrinarismo, que fue evolucionando hacia una teología política que insistía en la necesidad de la presencia del cristianismo

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en la organización política de las sociedades, dada la crisis de moralidad en la que, según su interpretación, había caído el liberalismo. Donoso Cortés nació en 1809 en la provincia de Badajoz. De familia adinerada y liberal, estudió en Sevilla la carrera de derecho. Su trayectoria política se inició con su marcha a Madrid y la publicación en 1832 de una Memoria sobre la situación actual de la monarquía, que dirigió a Fernando VII y en la que defendía los derechos sucesorios de la infanta Isabel. Comenzó su carrera en la administración en 1833, año de la muerte del rey Fernando. Los conflictos existentes entre las diversas corrientes del liberalismo fueron conduciendo a Donoso hacia posiciones más conservadoras, lo que se agudizó tras el golpe de los sargentos de La Granja en agosto de 1836, que forzó a la regente María Cristina a jurar la Constitución de 1812. Durante los años treinta y cuarenta fue consolidando su posición como polemista político a través de su vinculación con varios periódicos, como El Porvenir, El Heraldo, El Correo Nacional, y El Piloto. También publicó trabajos como las Consideraciones sobre la diplomacia. Su influencia en el estado político y social de Europa desde la revolución de julio hasta el tratado de la cuádruple alianza (1834), en el que demostró sus grandes conocimientos sobre la política europea; y La ley electoral considerada en su base y en su relación con el espíritu de nuestras instituciones (1835), que apuntaba ya sus ideas acerca del sufragio censitario. Entre 1836 y 1837 impartió sus Lecciones de derecho político en el Ateneo de Madrid. Estas lecciones recogen la esencia del pensamiento del Donoso liberal y giran alrededor de la soberanía. En ellas desarrolló el concepto de «soberanía de la inteligencia», con el que hacía referencia al derecho de los propietarios (las «aristocracias legítimas») a elegir y se elegidos por ser los únicos ciudadanos con capacidad para conocer las necesidades del país. Los propietarios son, en una clara influencia hegeliana que recoge a través del doctrinario francés Guizot, la personificación de la inteligencia en el momento histórico en el que vive la Europa de su tiempo. De este modo, rechaza Donoso tanto la soberanía absoluta (por anacrónica) como la soberanía popular (por revolucionaria). La llegada al poder del general Espartero en 1840 y la renuncia a la Regencia por parte de la reina María Cristina influyeron de forma importante en la vida de Donoso. La regente se marchó al exilio parisino y el pensador pacense la siguió, ya que mantenía unas excelentes relaciones con ella y con su marido Fernando Muñoz. En el exilio, Donoso escribió unas Cartas

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desde París (1842) que marcan ya un cambio de rumbo en su pensamiento por la introducción de componentes teológicos en su análisis político. A la vuelta del exilio y con la declaración de mayoría de edad de la reina Isabel, Donoso se convirtió en su secretario personal. Su vinculación con el partido moderado le permitió formar parte de la comisión de reforma de la Constitución de 1837, que dio origen a la Constitución de 1845 y que recoge algunas de las ideas de Donoso, como su negativa a la devolución de los bienes desamortizados, lo que le atrajo las críticas de tradicionalistas como Jaime Balmes. El gobierno del general Narváez le nombró embajador en Berlín, donde vivió en 1849, tras los sucesos revolucionarios de 1848, que le impresionaron enormemente. Producto de esta experiencia fue su conocido Discurso sobre la dictadura, que pronunció en el Congreso y que tuvo una amplia repercusión en toda Europa. En este discurso Donoso reflexionaba acerca del peligro revolucionario y de la dictadura como forma política superadora de las instituciones parlamentarias burguesas y sus limitaciones para controlar el desorden social. Sus planteamientos se resumen en la metáfora de elegir entre la dictadura del sable o la dictadura del puñal. En 1850 el gobierno de Bravo Murillo le nombró embajador en París, donde escribió sus Cartas acerca de Francia en 1851 y 1852. En estas cartas plasmó sus impresiones sobre la Francia de Luis Napoleón Bonaparte, en quien creyó ver al dictador que necesitaban las sociedades modernas, para después desengañarse por las veleidades nacionalistas y populistas de Bonaparte. El texto más significativo de su última etapa es el Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (1851), que refleja sus ideas acerca de la presencia de la religión en la vida social.

3.3

Joaquín Francisco Pacheco

El sevillano Joaquín Francisco Pacheco nació en 1808 y estudió derecho. Su formación como jurista marca claramente su pensamiento, como se verá líneas más abajo. Tras su llegada a Madrid, comenzó su vinculación al mundo de la prensa y sobre todo a las publicaciones especializadas en temas jurídicos como el Diario de la Administración, el Boletín de Jurisprudencia y Legislación (fundado por él) y la Crónica Jurídica. Profesionalmente, ejerció como abogado. Tuvo, además, una clara vocación política, lo que le llevó de desempeñar diversos puestos. Llegó, incluso, a ser presidente del Consejo de

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Ministros en 1847. Se dedicó también a la carrera diplomática y fue embajador en varios destinos como Roma, Londres y Méjico. Estuvo vinculado a las instituciones intelectuales más importantes de la época como el Ateneo de Madrid, la Real Academia de Jurisprudencia, la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y la Real Academia de San Fernando. Su aportación más importante a la historia de las ideas hay que buscarla en las Lecciones de derecho político que impartió en el Ateneo de Madrid en el curso 1844-1845, en el momento en que comenzaba la consolidación de los moderados en el poder. Las lecciones de Pacheco han sido generalmente consideradas de menor altura intelectual que las de los autores anteriores. Su enfoque es sobre todo jurídico, por lo que se halla entre la perspectiva metafísica de Donoso Cortés y la empírico-sociológica de Alcalá Galiano. Sus influencias hay que buscarlas en tres ámbitos: la escuela histórica, el utilitarismo y el eclecticismo. Por lo que respecta a la primera, habría que señalar que Pacheco recoge de esta el sentido de la historia y el convencimiento de que las formas jurídicas del Estado han de adecuarse a las realidades sociales. El utilitarismo, por su parte, se percibe en su apego al pragmatismo. Por último, del eclecticismo se observa en Pacheco el claro marchamo doctrinario que impregna su pensamiento, aunque sin las apelaciones filosóficas de los doctrinarios franceses. Lo más interesante de las lecciones de Pacheco está en dos cuestiones principales: el significado de los derechos y la soberanía. Por lo que se refiere a la primera cuestión, Pacheco se muestra muy hostil a las declaraciones de derechos, que entiende como pura retórica, mostrándose más interesado por las efectivas garantías judiciales que deben proteger dichos derechos que por el origen o características de los mismos. En la cuestión de la soberanía Pacheco defiende la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey, en la línea de los moderados españoles, que el profesor Garrorena Morales ha resumido con la expresión «soberanía de lo existente», es decir, de los poderes constituidos. Según palabras del propio Pacheco: «Esta soberanía será real en Prusia, popular en América, parlamentaria entre nosotros». Murió en Madrid en 1865.

3.4 Andrés Borrego, el conservador independiente Puede decirse que Andrés Borrego Moreno (1802-1891) es un liberal poco frecuente en el mundo político español del siglo  XIX. Vinculado al partido moderado, fue un crítico agudo de sus políticas y de la inflexibilidad de sus

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ideas; preocupado por la situación de los trabajadores, se convirtió en empresario de la prensa en varias ocasiones; orgulloso de la tradición española, siempre estuvo muy al tanto de las novedades ideológicas de Europa. Andrés Borrego presenta en su pensamiento tres grandes influencias: la del liberalismo conservador inglés, del que aprendió el valor de las reformas y el peso social de la tradición; los críticos de la economía liberal, que pusieron de manifiesto las diferencias sociales provocadas por el capitalismo; y el liberalismo católico francés de Lamennais, Lacordaire, Montalembert y Gerbert, cuyos planteamientos sobre la separación Iglesia-Estado le permitieron reflexionar sobre sus preocupaciones sociales desde una perspectiva liberal y cristiana. Andrés Borrego no compartía la idea de los economistas clásicos acerca de que el libre ejercicio de la iniciativa individual procuraría el mayor bienestar al mayor número de personas. Su experiencia en los diversos países europeos que conoció le dio pruebas del agravamiento creciente de las diferencias sociales y del incremento del pauperismo. Borrego estaba convencido de que los procesos revolucionarios habidos en Europa a lo largo del siglo tenían su raíz ahí. Desde su punto de vista, el peligro social, que podría arrasar la sociedad civilizada, procedía precisamente de la sensación de desamparo y del rencor social de los más desfavorecidos. Al analizar estos fenómenos, habló de lo que denominaba la «escuela social» o «economía social», conceptos con los que pretendía aludir al tratamiento del problema social desde una perspectiva, como se ha dicho antes, liberal y cristiana. Con motivo de los sucesos de la revolución de 1848, Borrego creyó ver llegado el momento que tanto se temía: el peligro revolucionario se encontraba lo suficientemente desarrollado como para poner fin a las conquistas políticas del liberalismo. Al aplicar su análisis a España, Borrego señaló tres grandes cuestiones que caracterizaban la situación en nuestro país: la religión católica y su significado social; la «democracia indígena»; y el papel de la libertad en la sociedad contemporánea. Con respecto al papel de la Iglesia y la religión, Borrego consideraba que el catolicismo formaba parte de la esencia de la cultura española y que había introducido en ella un elemento de primera importancia para la resolución de los problemas sociales: la fraternidad. Por otra parte, estaba convencido de que el catolicismo podría apartar al pueblo del principio revolucionario. De este modo, y en función del concepto de fraternidad, se podrían superar las diferencias creadas por el capitalismo y la industrialización, ya que la fraternidad implica responsabilidad moral de los más ricos para con los más pobres y respeto de estas a las je-

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rarquías establecidas. Con respecto a la democracia indígena, Borrego alude a un mitificado pasado en el que el conflicto no existía, un mundo preindustrial basado en las relaciones comunitarias y solidarias que se regía por las jerarquías y respetos tradicionales, así como por la responsabilidad moral anteriormente mencionada. La libertad, por último, forma parte intrínseca del pensamiento de Borrego, aunque conceptos como el de democracia indígena puedan hacernos creer que nos encontramos ante un tradicionalista. El periodista malagueño estaba plenamente convencido de los logros alcanzados por el liberalismo en materia política y creía que su desarrollo por medio de una Monarquía constitucional y una opinión pública sólida contribuirían a expandir la propia noción de libertad. La clave para entender el pensamiento de Andrés Borrego estriba en su obsesión por evitar los conflictos de clase y buscar la armonía entre ricos y pobres. Para lograr esta armonía, desarrolló un programa de reformas que por un lado evitaría el peligro revolucionario y por otro restauraría la dignidad de los trabajadores. Se trata de lo que denominó «organización del trabajo». En la organización del trabajo Borrego otorgó un importante papel al Estado, que debía supervisar la acción de los agentes económicos, vigilando los comportamientos del interés individual para favorecer el interés colectivo. De este modo, al Estado le cabría la obligación de encargarse de las grandes obras públicas de infraestructura que crearían empleo, con salarios mínimos que garantizasen la subsistencia de los trabajadores, evitando de esta forma que sólo recurrieran a la caridad y la asistencia benéfica los enfermos y los más desvalidos. Con este proyecto, además, se liberaba a la empresa privada a los trabajadores más cualificados y con más iniciativa. Por otra parte, el Estado debería velar por la creación de instituciones bancarias que permitieran la financiación de proyectos de desarrollo a pequeña escala, proyectos locales. La misma labor habría de desempeñar con respecto al fomento de los montepíos de obreros. El modelo de este tipo de desarrollo creyó encontrarlo al final de su vida en la Alemania de Bismarck, aunque haciendo la salvedad de las limitaciones políticas del Imperio alemán. Asimismo, Borrego valoraba extraordinariamente el papel de los empresarios, en la línea de Say, aunque comprendía su tarea en un sentido diferente. Desde su perspectiva, los empresarios en lugar de buscar la competitividad, deberían formar asociaciones para limitar los efectos de la competencia y mantener el nivel de precios.

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En definitiva, el pensamiento de Andrés Borrego ofrece un interesante análisis del problema social, habitualmente orillado por los liberales españoles, o trasladado a las instituciones benéficas de la Iglesia. Sin embargo, presenta elementos un tanto contradictorios como su apelación a la Monarquía constitucional y su utopía retrospectiva sobre la democracia indígena, o como su rechazo a la competencia económica en un contexto liberal.

4.

EL PARTIDO PROGRESISTA: SALUSTIANO OLÓZAGA Y JOAQUÍN MARÍA LÓPEZ

Al igual que sucedió con los moderados, el Partido Progresista también se formó por un aluvión de personas de distinta tendencias que a la larga marcarían la pauta de lo que podríamos llamar la cultura política progresista. Confluyeron en él los más abiertos en materia política del grupo de los exiliados, los antiguos doceañistas y los más avanzados de los miembros que formaron las llamadas «cortes del Estatuto». Sus bases sociales hay que buscarlas en las clases medias urbanas (profesionales, pequeños empresarios, comerciantes y algunos burgueses y aristócratas), por lo que su mensaje político se halla condicionado por esta cuestión, como se verá más adelante. Para un sector importante del progresismo, la Constitución de Cádiz se convirtió en un referente simbólico de primera magnitud, pues en ella creían ver las raíces más puras del liberalismo español, que había que defender en la nueva coyuntura política que vivía España. Por otra parte, habría que señalar una cuestión de primera importancia, no tanto en el ideario progresista, sino en su práctica política: sus relaciones con la Corona. Los progresistas fueron siempre valedores de la monarquía, pero se vieron orillados de la escena política en numerosas ocasiones por la estrecha relación entablada entre los moderados y la Corona, lo que les condujo en 1863 al retraimiento político. Isabel II no supo desempeñar correctamente su papel de figura al margen de los partidismos, lo que acabó hipotecando a la propia institución monárquica. El ideario progresista parte del concepto de soberanía nacional, ya consagrado en la Constitución de 1812 y que en la Constitución de 1837 se trasladó al preámbulo. Fueron partidarios de las cortes constituyentes precisamente por su creencia en la soberanía nacional. Asimismo, y por el referente de 1812, muchos progresistas abogaron por unas cortes unicame-

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rales, aunque los textos constitucionales de carácter progresista se flexibilizaron y plantearon cortes bicamerales, en las que el Senado sería elegido y renovado periódicamente. Los progresistas también defendieron el sufragio censitario, pero fueron claros partidarios de abrir el cuerpo electoral para dar cabida a las clases medias urbanas y restar protagonismo al mundo rural. La ley electoral de 1837 es expresión de estos planteamientos. Por lo que respecta a la administración territorial, los progresistas eran favorables de la descentralización ya que entendían que cuanto más cerca estuviera la administración del ciudadano, más eficiente sería esta. Sus ideas acerca de la administración territorial tenían un alto componente de pragmatismo político, pues la ampliación del sufragio a ciertos sectores de la clase media daría un campo de acción más amplio a sus propios candidatos en lugar de dejar la acción política en manos de las elites locales en connivencia con el gobierno central, según el esquema planteado por los moderados. Los progresistas entendían la descentralización como la democratización de los poderes locales. En materia de libertades, fueron defensores de las libertades de expresión y de la libertad religiosa, aunque, como plantearía Salustiano Olózaga, la libertad religiosa en España debía ser un desiderátum más que una realidad, pues en un país mayoritariamente católico y analfabeto, declarar la libertad religiosa no serviría más que para facilitar la incorporación de más efectivos a las filas del carlismo. Hay otros dos referentes ideológicos fundamentales en el ideario progresista. Uno de ellos es el jurado popular, entendido como máxima expresión de la garantía de las libertades, particularmente en materia de libertad de imprenta. El otro es la defensa de la Milicia Nacional, que para los progresistas implicaba el compromiso ciudadano en la defensa de las libertades a la vez que del mantenimiento del orden público. Asimismo, en el seno del progresismo se instaló (sobre todo durante la década moderada) la demanda de limpieza del sistema y de regeneración de la vida política, demanda que pasaría a formar parte de las corrientes ideológicas que protagonizaron la revolución de 1868. El progresismo también conoció diversas facciones. La más conservadora, los llamados «legales», fueron partidarios de suprimir la Milicia Nacional y de prescindir del uso de medios insurreccionales para acceder al poder, hasta el momento crítico de 1868, como prueba el caso de Juan Prim. Esta facción mantuvo buenas relaciones con los moderados puritanos. El grupo

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centrista fueron los progresistas más puros. Centrados en la consumación de la revolución liberal, su líder carismático fue el general Espartero. La facción más a la izquierda fue la más preocupada por la cuestión de los derechos. De ella nacerá el Partido Demócrata tras la revolución de 1848, al sentir varios de sus componentes que el liberalismo ya no era capaz de dar respuesta a las nuevas realidades sociales que estaban surgiendo en la Europa del momento. Entre sus miembros podemos citar a José Ordax Avecilla y a Nicolás María Rivero. Los textos legales en los que más claramente se refleja el ideario progresista fueron la Constitución de 1837 y la Constitución non nata de 1856. Por lo que respecta a la primera y como se ha dicho anteriormente, el principio de soberanía nacional pasó de estar en el artículo 3.º (como estaba en la de  1812) a situarse en el preámbulo, sobre todo por recomendación de Olózaga, quien señalaba que la soberanía nacional no podía ser un precepto constitucional más, sino la base del sistema representativo. Sin embargo, esta Constitución incorporó elementos del ideario moderado como la existencia de cámara alta o la presencia de miembros del ejecutivo entre los diputados. Lo más novedoso es que por primera vez se incorporó al texto constitucional una declaración de derechos que reconocía la libertad de expresión, la inviolabilidad del domicilio, la libertad personal, las garantías judiciales, el derecho de propiedad, el derecho de petición y la igualdad en el acceso a los cargos públicos. La Constitución de 1837, por último, estableció un régimen de Monarquía constitucional, es decir, aunque el rey tiene aún muchas potestades (iniciativa legal, sanción y promulgación de las leyes, derecho de veto), es sometido a ciertos controles (frente a la Monarquía parlamentaria, en la que el parlamento tiene la capacidad de controlar directamente al ejecutivo). Por lo que respecta a la Constitución non nata (porque no se llegó a promulgar) de 1856, habría que decir que reúne y actualiza muchos de los planteamientos del progresismo que ya hemos visto en la de 1837, aunque establece más limitaciones al poder de la Corona. Capítulo interesante en el pensamiento progresista es su apuesta decidida por el liberalismo económico y la construcción del mercado nacional. En esto no se diferenciaban de los moderados, pero ellos fueron los encargados de poner en marcha toda una serie de iniciativas legislativas en materia económica como la ley desamortizadora de bienes propios y comunes de 1855 o la ley general de ferrocarriles del mismo año. A los progresistas

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correspondió también crear el entramado financiero que permitiera el impulso inversor a la economía a través de la ley de bancos de emisión y la ley de sociedades de crédito, ambas de 1856.

4.1

Salustiano Olózaga

Olózaga nació en 1805 en la localidad de Oyón, actualmente en Álava, pero en el siglo XIX perteneciente al territorio de La Rioja. Estudió derecho y filosofía. Se implicó desde muy joven en la vida política. En 1831 tuvo que exiliarse a Francia por estar comprometido en las conspiraciones liberales de aquel año. Regresó en 1832 y, tras su paso por la comisión de revisión del Código de Comercio, comenzó una activa carrera política que le llevó a ser gobernador civil de Madrid con Mendizábal y después diputado por Logroño en varias legislaturas. Durante la regencia de Espartero, fue nombrado embajador en París. Tras la caída del general, llegaría a convertirse en presidente del Consejo de Ministros, aunque fue acusado de presionar a la joven reina Isabel para firmar la disolución de las Cortes en 1843. A causa de estos hechos, presuntamente falsos, se marchó de España y no regresó hasta 1847. Repitió varias veces como embajador en París, ciudad en la que murió en 1873. Olózaga, como tantos otros progresistas, se había educado políticamente en la ideología doceañista, a la que trató de actualizar con las lecturas de los pensadores contemporáneos, sus propias reflexiones y experiencias políticas. Una de las primeras oportunidades de las que dispuso para llevar a cabo esta tarea fue en su puesto como secretario de la comisión, presidida por Argüelles, para la reforma de la Constitución de 1812, reforma que daría origen a la mencionada Constitución de 1837. Para Olózaga, la libertad es el concepto previo a todos los demás y de ella debe derivarse la articulación del sistema político. En sus trabajos escritos y discursos se observa una clara influencia de las doctrinas del filósofo utilitarista Jeremy Bentham y es a través de esta influencia como Olózaga introduce en la reflexión sobre la política española un ingrediente racionalista que oponer al historicismo moderado. Desde su punto de vista, el concepto conservador de la libertad como libertades, es decir, como pluralidad de manifestaciones del ejercicio del libre albedrío (frente a la libertad abstracta de origen revolucionario francés) es una muestra del recorte y la limitación de la propia libertad, que es una y se extiende a todas las áreas del comporta-

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miento humano. Lo que Olózaga defiende es una idea unívoca de libertad. La libertad es algo que todos los seres humanos comparten (de ahí su defensa de la igualdad); es algo constitutivo de la humanidad en cuanto tal. Desde su punto de vista, la libertad tiene cuatro formas principales. La primera es la libertad política, entendida como el derecho a participar en aquellos aspectos de la realidad que afectan a la totalidad de los ciudadanos. La libertad política es un derecho de todos los ciudadanos, no sólo de los que tienen determinado rango social o nivel económico. Evidentemente, no todos los ciudadanos están preparados para ejercer la libertad política por falta de conocimientos, por lo que el sufragio (activo y pasivo) debe ser restringido, pero el gobierno ha de ser flexible para abrir el cuerpo electoral a aquellos sectores sociales que vayan adquiriendo más aptitudes. La segunda forma que adquiere la libertad es la libertad económica, que implica el derecho a disponer libremente de la propiedad que se posee, para comprarla, venderla o hacer con ella lo que se crea menester. La tercera es la libertad de enseñanza, por la cual es individuo puede desarrollar sus facultades intelectuales de forma independiente. Su estrecha relación con la libertad política es innegable, por cuanto una abre la puerta a la otra. Por último, la cuarta forma que adquiere la libertad para Olózaga es la libertad de conciencia. Desde la perspectiva de este pensador y político progresista, la libertad de conciencia es la libertad más sagrada porque responde al sentir más profundo del ser humano. Sin embargo, y como se dijo antes, en el ámbito de lo práctico, la libertad de conciencia no se puede trasladar a la libertad de cultos en el momento histórico en el que vive España, según el análisis que de esta circunstancia hacía el pensador riojano-alavés. En definitiva, en Olózaga encontramos un ejemplo claro de liberal progresista que entiende el sistema de representación política como un proceso en continuada reformulación y apertura en función de la evolución de la sociedad, y en particular, de una progresiva incorporación de aquellas capas de las clases medias comprometidas con la conciliación del orden y la libertad.

4.2

Joaquín María López

Joaquín María López nació en Villena en 1798. A lo largo de su vida, compatibilizó la actividad política con el ejercicio privado de la abogacía. Después del Trienio Liberal (1820-1823) se exilió en Montpellier a causa de sus ideas

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liberales. Desde 1834 hasta 1843 fue diputado por varias provincias españolas, especialmente por Alicante y Albacete. También desempeñó puestos de responsabilidad en el ámbito ministerial, pues fue ministro de Gobernación en el gabinete de José María Calatrava (septiembre 1836/marzo 1837). Presidió las Cortes Constituyentes que elaboraron la Constitución de 1837 y fue elegido alcalde de Madrid en 1840. Presidió el gobierno en dos ocasiones: entre 9 y el 19 de mayo de 1843 y entre el 23 de julio y el 10 de noviembre de 1843, momento en que se declaró la mayoría de edad de la reina Isabel. Sus últimos cargos públicos los ejerció como senador entre 1849 y 1853. Murió en 1855. Su pensamiento puede estudiarse a partir de sus intervenciones en el Congreso y de sus artículos en prensa, sin embargo, resulta más operativo acercarse a su Curso político-constitucional, pues en él aparecen sus principales ideas de forma más sistemática. Estas lecciones de derecho político fueron explicadas por López en la Cátedra de Política Constitucional de la Sociedad de Instrucción Pública desde finales de 1840 hasta ya entrado el año 1841. El tema central que articula su pensamiento político es la legalidad de las actuaciones políticas y judiciales por lo que, para López, la ley debería convertirse en el punto referencial de las actividades del Estado. En sus ideas podemos encontrar influencias de diversos pensadores europeos y españoles, como Benjamin Constant, Auguste Comte, Lamennais, Saint-Simon y Bentham, a quien interpretó a través de la obra de Ramón de Salas. Por lo tanto, los conceptos más importantes que maneja en sus lecciones son los de utilidad, historicismo, racionalismo, progreso y civilización. Como tantos liberales doceañistas, López defiende la existencia de una libertad idealizada en la Edad Media, libertad que quedó cercenada por la Monarquía absoluta y que el liberalismo ha de recuperar. Por lo que respecta al utilitarismo, para López la utilidad es el elemento que guía el interés común del colectivo social, de tal forma que a través de esta relación se combinan los diversos elementos que configuran el sistema representativo. Estos elementos son los siguientes: los derechos individuales (propiedad, libertad civil); libertad de imprenta (garante de los derechos individuales frente a los abusos del poder); sufragio indirecto (que permite conjugar la soberanía nacional con el bajo nivel educativo de la población); división de poderes; poder municipal autónomo; e independencia del poder judicial, defendiendo, a este respecto, el juicio por jurado. De entre los elementos descritos aquí brevemente, merece la pena hacer hincapié en algunos de ellos por su especial relevancia. En primer

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lugar, López defiende la existencia de cinco poderes: legislativo, ejecutivo, real, judicial y municipal, alguno de ellos, como el municipal, especialmente significativos para el conjunto del pensamiento liberal progresista. Sin embargo, habría que destacar la mención al poder real, en una línea claramente inspirada en Benjamín Constant, por la que se otorgan al poder real las funciones de vigilancia y dirección de los demás poderes. En la protección de los derechos, López llevó a cabo una explícita defensa del derecho de propiedad, entendiéndolo como una realidad presocial y como base de todos los demás derechos. Es precisamente en ese estado presocial donde se establece el pacto que da origen a las leyes y, por lo tanto, a la protección de la propiedad (en sus diversas manifestaciones) por parte del Estado. El criterio de utilidad es también aplicado a la propiedad pues es el crecimiento económico lo que permite salvar las distancias entre los más pobres y los más ricos. No hay que buscar en Joaquín María López, por consiguiente, una defensa de los sectores sociales más depauperados, sino una concepción de la sociedad estrictamente burguesa y liberal, que confía en la iniciativa individual como forma de progreso social.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Donoso Cortés defiende la dictadura ante las revoluciones de 1848 «Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura» «Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble.» (Juan Donoso Cortés, Discurso sobre la dictadura, 4-I-1849)

2.

Antonio Alcalá Galiano define el ascenso de las clases medias como sostén del liberalismo moderado «La situación de éstas (las clases medias) es ventajosa, pues por su educación y por la independencia de que generalmente disfrutan, participan de muchas de las ventajas de la clase superior, y por su origen y

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algunos de sus pensamientos participan de la naturaleza de las clases inferiores, y como formadas por esas clases inferiores que van subiendo, no pueden tener ni el brillo ni el espíritu de cuerpo de las antiguas noblezas. Por último, en un siglo mercantil y literario como el presente es preciso que las clases medias dominen, porque en ellas reside la fuerza material, y no corta parte de la moral, y donde reside la fuerza está con ella el poder social, y allí debe existir también el poder político». «Por esta razón a la muchedumbre ignorante y dependiente no puede darse parte en el gobierno de los estados, pues dándosela, como ciega o necia haría uso de su poder dañando al público, a las clases superiores y a sí misma. A los que saben y a los que tienen corresponde, pues, no por provecho particular de ellos, sino por el bien general, que esté el gobierno encomendado.» (Antonio Alcalá Galiano, Lecciones de derecho político, 1844)

3. Andrés Borrego propugna una política social para el proletariado «El Estado no puede asegurar de manera fija y constitutiva trabajo asalariado a todos los que lo reclamen, pero la sociedad puede adoptar reglas y precauciones que den por resultado la armonía de interés, una garantía de deberes y de derechos combinada de tal suerte, que el trabajo libre no pueda faltar de una manera permanente a las clases proletarias, cuyo bienestar, cuya instrucción, cuya moralización serán completas logrando restablecer el equilibrio entre la demanda y la oferta de brazos.» (Andrés Borrego, De la situación y los intereses de la España en el movimiento reformador de Europa, 1848)

5. Joaquín María López define el derecho de propiedad como fundamento de la libertad «(…) el derecho de propiedad es el verdadero derecho por excelencia, el que todos representa, el que los simboliza, el que los comprende a todos. La seguridad personal, la libertad civil no es más que la consecuencia y el respeto que merece el derecho de propiedad que tenemos sobre nosotros mismos: la libertad de imprenta no es más que la misma propiedad que tenemos sobre nuestras opiniones, para cosignarlas en este tipo propagador del pen-

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samiento. La libertad de religión no es más que la propiedad de nuestras ideas aplicada a las materias religiosas, y así no podemos analizar derecho alguno en la línea de los civiles que no se halla contenido en el universal y sagrado derecho de propiedad.» (Joaquín María López, Curso político-constitucional, 1840)

BIBLIOGRAFÍA 1.

Bibliografía primaria

ALCALÁ GALIANO, Antonio: Lecciones de derecho político: Centro de Estudios Constitucionales, 1984, Madrid. BORREGO MORENO, Andrés: De la organización de los partidos en España: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (ed. C. de Castro), Madrid, 2007 (1855). DONOSO CORTÉS, Juan: Lecciones de derecho político: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984. LÓPEZ, Joaquín María: Curso político-constitucional: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987. OLÓZAGA Y ALMADOZ, Salustiano: Estudios sobre elocuencia, política, jurisprudencia, historia y moral: A. de San Martín, Madrid, 1864. PACHECO Y GUTIÉRREZ CALDERÓN, Joaquín Francisco: Lecciones de derecho político: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984. 2.

Bibliografía secundaria

ADAME DE HEU, Vladimiro: Sobre los orígenes del liberalismo histórico consolidado en España (1835-1840): Universidad de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 1997. CÁNOVAS SÁNCHEZ, Francisco: El partido moderado: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1982. CASTRO, Concepción de: Romanticismo, periodismo y política: Andrés Borrego: Tecnos, Madrid, 1975. DÍEZ DEL CORRAL, Luis: El liberalismo doctrinario: Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984.

EL LIBERALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XIX

GARRORENA MORALES, Ángel: El Ateneo de Madrid y la teoría de la Monarquía Liberal, 1836-1847: Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1974. MORENO ALONSO, Manuel: La forja del liberalismo en España: los amigos españoles de Lord Holland: 1793-1840: Congreso de los Diputados, Madrid, 1997. RIVERA GARCÍA, Antonio: Reacción y revolución en la España liberal: Biblioteca Nueva, Madrid, 2006. SÁNCHEZ GARCÍA, Raquel: Alcalá Galiano y el liberalismo español: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2005. SUÁREZ CORTINA, Manuel: El gorro frigio. Liberalismo, Democracia y Republicanismo en la Restauración: Biblioteca Nueva/Sociedad Menéndez Pelayo, Madrid, 2000. — (ed.): Las máscaras de la libertad. El liberalismo español,  1808-1950: Marcial Pons/Fundación Sagasta, Madrid, 2003. — (ed.): La redención del pueblo: la cultura progresista en la España liberal: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria, Sociedad Menéndez Pelayo, Santander, 2006. SUÁREZ VERDEGUER, Federico: Vida y obra de Juan Donoso Cortés: Eunate Ediciones, Pamplona, 1997. TOMÁS VILLARROYA, Joaquín: El sistema político del Estatuto Real: Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1968. VARELA SUANZES-CARPEGNA, Joaquín: La teoría del Estado en las Cortes de Cádiz: orígenes del constitucionalismo hispánico: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2011 (1983). — Álvaro Flórez Estrada (1766-1853), Junta General del Principado de Asturias, Oviedo, 2004. — Política y Constitución en España (1808-1978): Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007.



䉴 TEMA 6 LOS TRADICIONALISMOS Pedro Carlos González Cuevas

1.

EL TRADICIONALISMO COMO IDEOLOGÍA

Para comprender la aparición del pensamiento tradicionalista es preciso comenzar por el desafío que supuso para las sociedades europeas de Antiguo Régimen la emergencia del racionalismo de la Ilustración y, sobre todo, el impacto de la Revolución francesa de 1789. En ese aspecto, intervinieron igualmente las características esenciales de la mentalidad tradicional. Mientras los liberales y los revolucionarios tienden siempre a la teorización con el conservador o el tradicionalista no ocurre lo mismo. Su mentalidad es, como señaló Karl Mannheim, es una estructura mental en armonía con una realidad social y política que ella ha dominado a lo largo del tiempo. No reflexiona, en principio, sobre el proceso histórico. Sólo se hace consciente cuando se ve aguijoneada por las teorías sociales y las ideologías contrarias; descubre y elabora sus ideas ex post facto. Dicho en otras palabras, una actitud tradicional existe únicamente donde lo que hasta entonces de consideraba como tradición ha de afirmarse contra las posibles interrupciones o cuando su continuidad es puesta en duda. Los sectores sociales tradicionales se encontraban tan adaptados a las situaciones incardinadas en aquellas estructuras sociales que tendrían a considerarlas como producto de un determinismo propio de la «naturaleza» y no como una construcción sociohistórica. Así, el tradicionalismo como ideología surge a partir de la experiencia de discontinuidad entre el pasado y el presente. Hoy resulta sencillo sumergir el acontecimiento de la Revolución francesa, con sus rasgos distintivos, en procesos de cambio a largo plazo. Sin embargo, para los contemporáneos aquellos cambios fueron percibidos como si el fin de «su» mundo se tratase. No hay duda de que con la Revolución francesa los principios de «autonomía», «libertad» e «igualdad» comenzaron a imponerse, según puso de relieve François Furet, como una nueva matriz del «imaginario social», es decir, se constituyeron en el punto nodal de la construcción de «lo» político. Esta mutación significa el cuestiona-

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miento de un tipo de sociedad jerárquica y desigualitaria, regida por una lógica teológico-política. El momento clave del comienzo de lo que podríamos denominar «revolución democrática» se ubica así en 1789, aunque la consecución de ese proyecto político hubo de esperar mucho tiempo para consolidarse en las sociedades europeas, y particularmente en la francesa. El tradicionalismo filosófico y político, cuyos máximos representantes fueron Joseph de Maistre y Louis de Bonald, tiene unos orígenes claramente teológicos y se funda en la idea de una tradición inalterable ante las vicisitudes del tiempo. Se trata, ante todo, de una teología política, ligada a una antropología de carácter pesimista basada en la noción de pecado original, que persigue la sistematización del hecho religioso como legitimador de la praxis política. La denuncia de la razón y de su general aplicación pública forma parte de todo un complejo de intereses primordialmente políticos. Esa denuncia se realizar con el objetivo de rechazar las pretensiones críticas de la razón frente a la autoridad política y religiosa, y, sobre todo, para erradicar sistemáticamente lo que se interpreta como gran pecado originario de la Ilustración: la idea de autonomía del individuo. Este proceso político-intelectual implica la funcionalización de la religión cristiana y de sus contenidos dogmáticos en aras de la restauración del sistema político prerrevolucionario, es decir, la alianza del Trono y del Altar, lo mismo que la concepción monárquica de la soberanía frente a la idea de voluntad nacional o popular. En el tradicionalismo ideológico se combina el providencialismo con el historicismo. Tanto la providencia divina como la historia se convierten, como señala Carl Schmitt, en «correctivos del desenfreno revolucionario». El hombre no adopta la libre resolución de convivir con determinados congéneres, sino que nace ya en sociedad. Pero no se trata de una sociedad genérica, sino de varias concretas, que se conjugan entre sí de diversos modos: la familia, la corporación, la aldea, la ciudad, el estado. Contra liberales y racionalistas, los tradicionalistas afirman que la sociedad no es una convención racional de individuos y que resulta absurdo pensar que las instituciones puedan ser creadas y que subsistan mediante la aplicación pura y simple de preceptos racionales. La Revolución pretendía fundamentar sus pretensiones como fruto de una decisión libre y racional de un pueblo que quiere dictar sus propias leyes y su propio destino; lo que conducía a la conculcación de un orden natural tradicionalmente evolucionado. Para Bonald y De Maistre, el legislador nunca hace otra cosa que reunir los elementos preexistentes en las costumbres y en el carácter de los pueblos. Una nación

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no se constituye por deliberación, ni por actos de voluntad, sino a partir de datos suministrados por la historia. Fuera de la historia concreta, las constituciones son hechas para el hombre abstracto. En ese sentido, la constitución de un país no es la creación de un acto único y total, sino de actos parciales reflejos de sistemas concretos y, frecuentemente, de usos y costumbres formados lentamente y cuya fecha de nacimiento es imprecisa. Por otra parte, dentro de esta concepción no cabe, en principio, la despersonalización de la soberanía. Ésta reside en una persona o en unos órganos concretos; y como resultado del desarrollo histórico o como principio inmanente al mismo. Tal poder suele personificarse en el Rey. En el tradicionalismo se muestra igualmente una crítica precoz de la incipiente sociedad industrial, en la que sobresale Louis de Bonald. Su objetivo de restaurar la sociedad integrada, estructurada jerárquicamente y ordenada por estrechos lazos familiares, iba ligada a la defensa de la sociedad agraria y al rechazo de la industrial. La comunión moral religiosa pretendía compensar la desunión creada por el materialismo mercantil y el racionalismo liberal. La familia agraria era autosuficiente y podía alimentarse y proveerse a sí misma; no dependía de otros hombres para asegurar su existencia permanente. En la familia agrícola, se respetaba, además, el orden natural y divino, porque el padre era la autoridad. Esto no sucedía en la familia industrial, cuyos componentes se encontraban aislados y la unión de las familias y, en definitiva, de la sociedad se veía alterada. La industria socava la unidad social; impone una dura labor a los hijos, con lo cual impide su educación y destruye su salud en un ambiente artificial y sucio. La agricultura unifica a la sociedad; mientras que la industria tiende a dividirla en las clases hostiles y antagónicas. Las actitudes e incluso el pensamiento tradicionalista se desarrollaron, en la sociedad española, más tardíamente que en Francia. Sin embrago, el pensamiento contrarrevolucionario español iba a disfrutar a lo largo de más de un siglo de una continuidad, volumen e influencia que difícilmente se dio en la historia intelectual y política europea.

2.

EL CARLISMO

Dos días después de la muerte de Fernando VII, su hermano Carlos María Isidro lanzó un manifiesto proclamando sus derechos a la Corona de

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España. Y el 3 de octubre se produjo el levantamiento carlista en Talavera, principio de una guerra que iba a durar hasta mediados de 1840. El carlismo fue, en la mayoría de sus aspectos, la continuación de los movimientos realistas del período fernandino. El Pretendiente contó con el apoyo de los sectores sociales que se sentían amenazados por el liberalismo: campesinos ligados a la estructura de la propiedad vinculada los privilegios forales, artesanado rural, pequeña nobleza de inestable situación económica, etc. Llama la atención que el grueso de la alta nobleza no apoyara a la causa carlista, y que llegara a ser un soporte de la Monarquía constitucional de María Cristina y de Isabel II. Ideológicamente, el carlismo se movió dentro de unos principios sumamente vagos, generales y abstractos, a partir de los cuales no parece que pueda precisarse de forma clara la existencia de una doctrina política coherente, sino más bien la persistencia de unas actitudes mentales prerreflexivas, de oposición radical al liberalismo. Como señala la historiadora Alexandra Wilhemsen, el carlismo rehuyó «los tratados teóricos de filosofía política» y planteó los temas políticos «en términos de precedentes históricos y de temas candentes del día». El carlismo contó con algunos órganos de expresión como La Gaceta Oficial —luego Boletín de Navarra y de las Provincias Vascongadas—, El Restaurador Catalán, Boletín del Ejército Real de Aragón, Valencia y Murcia, etc. En general, eran dirigidos por eclesiásticos. A ese respecto, destacó el presbítero Miguel Sanz y Lafuente, director y redactor de La Gaceta Oficial, e igualmente rector de la Universidad de Oñate. Otros autores carlistas fueron Vicente Pou y Magin Ferrer. Pou fue profesor en la Universidad de Cervera y autor de folletos como Carlos V de Borbón, Rey Legítimo de las Españas, donde defiende la existencia de una «constitución interna» española y una concepción orgánica de la sociedad que se manifiesta en la diversidad regional, el particularismo estamental y la soberanía absoluta del rey. Magín Ferrer y Pons era profesor de teología. Su principal obra fue Las Leyes Fundamentales de la Monarquía española según fueron antiguamente y según sean en la actualidad, y que fue publicada en 1843, ya finalizada la guerra civil. En esta obra, el mercedario catalán propugna una Monarquía absoluta, hereditaria, basada en el catolicismo, con existencia de un Consejo Real y unas cortes estamentales. De la misma forma, propugnaba la conservación del sistema foral vasconavarro y su extensión al resto de España.

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La génesis y el significado de la guerra civil no era interpretado, por los carlistas, únicamente, ni tan siquiera en primer lugar, como un pleito sobre la legitimidad de origen; era, ante todo, una lucha social y política en torno a la defensa de un determinado modelo de sociedad, Como diría la prensa carlista, la guerra «no es simplemente de sucesión, pues tiene el carácter de una guerra de principios, y que no sólo combatimos al trono de Isabel, sino también a la Revolución, con la cual jamás ha hecho las paces el acreditado realismo de Navarra y las Provincias». El modelo social continuaba siendo el estamental, apoyado por un sector de privilegiados —nobleza y clero—, al que correspondía la dirección del Estado; los estamentos no privilegiados carecían de función política, pero se encontraban bajo la protección de un monarca paternal, iluminado por el catolicismo: «Si nosotros somos más felices, si gozamos de las dulzuras de un Gobierno paternal, no es por las sectas, ni a la filosofía, sino a la Religión Católica, a la que debemos este bien incalculable». De la misma forma, caracterizó al carlismo un fuerte rechazo de la industria y un agrarismo militante, teñido, la mayoría de las veces, de sentimientos radicalmente anticapitalistas: «La industria, pues, entregada a sí misma, sin sentimientos morales, como siempre sucede y sucederá bajo la influencia de la Revolución, es opuesta al verdadero espíritu de un Gobierno cualquiera. No reconoce más interés que el individual: los intereses de la sociedad se tienen en nada, y en menos que nada los principios de orden moral que la sustenta». Su rechazo al proceso desamortizador fue, lógicamente, radical: «Los bienes eclesiásticos no son propiedad de la nación; son única y exclusivamente de la Iglesia, que los adquirió por los medios más legítimos». El objetivo de la desamortización no era otro que «saciar la codicia de especuladores hebreos»; y se señalaban sus funestas consecuencias sociales, al dejar «sin medios de subsistir un número inmenso de pobres, que, sanos y enfermos, eran mantenidos por los bienes de la religión». La guerra carlista, pese a la victoria final de los liberales, terminó, de hecho, militarmente en tablas. El Convenio de Vergara fue, en ese sentido, algo más que un mero pacto entre dos ejércitos. Entre otras cosas, los carlistas consiguieron la conservación del régimen foral y la inserción de las

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jerarquías carlistas en el Ejército nacional, con el grado y la antigüedad reconocidos por el Pretendiente. En definitiva, la guerra carlista condicionó fuertemente la evolución del Estado liberal, tanto en su estructura como en su funcionamiento; y recortó el alcance de todas las reformas administrativas. La tutela militar y los fueros resultaron ser sus consecuencias más llamativas. Y es que el carlismo, gracias a su arraigo social, fue capaz de contrarrestar eficazmente algunos proyectos liberales, suponiendo, de hecho, un importante dique a la consolidación de sus reformas en la sociedad. Lo que determinó, tras un eventual proceso de radicalización liberal, la asunción por parte del régimen isabelino, al menos en su variante conservadora moderada, de algunos de los postulados carlistas, como el ennoblecimiento de las elites políticas y sociales, mayor poder para el monarca o el pacto con la Iglesia católica.

3. 3.1

EL TRADICIONALISMO ISABELINO El moderantismo autoritario

A partir de la muerte de Fernando VII, el régimen liberal logró imponerse. Aparecieron los partidos políticos; se promulgaron constituciones liberales y se respetó la libertad de reunión y de expresión; la legislación rompió privilegios feudales, se modernizó el aparato administrativo, se desvincularon las tierras de la nobleza y se vendieron las de la Iglesia, que perdió poder e influencia. No obstante, como ya hemos señalado, el de los liberales fue un dominio precario o, por lo menos, amenazado por buena parte de la sociedad inserta en los hábitos y en las mentalidades del Antiguo Régimen. Desde el Trienio Constitucional, los liberales estaban divididos entre «exaltados» —luego progresistas— y los «moderados» —o conservadores—. En contraposición a los exaltados, partidarios de la Constitución de  1812, los moderados tendieron a buscar puentes entre el Antiguo Régimen y el liberalismo, a considerar la evolución histórica como un proceso lento, no traumático, que garantizase la estabilidad social y evitara conflictos. Tras la muerte de Fernando VII, los partidos moderado y progresista fueron organizándose. El Partido Moderado fue un partido de aluvión de grupos de notables, con estrechos intereses a corto plazo. En la

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práctica, surgió de un lento proceso de agregación, en donde aparecieron algunos hombres de las Cortes de Cádiz, liberales moderados del Trienio, oportunistas fernandinos, antiguos afrancesados, carlistas reconvertidos tras el final de la guerra civil, jóvenes románticos, antiguos liberales exaltados, etc. En ese sentido, se han podido distinguir, dentro del moderantismo, tres tendencias: la «doctrinaria», la «puritana» y la «autoritaria». La primera fue la más influyente a nivel político y su tendencia ideológica era la liberal-doctrinaria. La «puritana» era su ala izquierda, la más liberal y proclive a un pacto con los progresistas. A su derecha se encontraba el sector que podemos denominar «conservador autoritario» o «tradicionalista isabelino», luego «neocatólico». Su máximo representante político fue el marqués de Viluma. Este sector era partidario de una carta otorgada, de la normalización de las relaciones con la Iglesia católica, de la indemnización al clero por la desamortización. Igualmente, estaba abierto a un acercamiento a los carlistas, para conseguir la reconciliación dinástica. Su base social se encontraba en la aristocracia isabelina más reacia al liberalismo y el sector más conservador del generalato. Sus dos grandes ideólogos fueron Jaime Balmes y el último Donoso Cortés. A ese respecto, siempre será necesaria, a la hora de hacer la historia de la ideología contrarrevolucionaria española, comparar las figuras de Balmes y Donoso Cortés. Y es que ambos tan sólo tienen, como veremos a continuación, una cosa en común: la causa que defienden. La gran oportunidad de los conservadores autoritarios iba a tener lugar en los inicios de la década moderada, tras la turbulenta regencia de Espartero.

3.2

Jaime Balmes: el tradicionalismo evolutivo

Nacido en Vich en 1810, Jaime Balmes y Urpiá fue uno de los iniciadores de la neoescolástica del siglo  XIX; pero sin que en sentido pleno pueda incluírsele en ella. Balmes es, en el fondo, un pensador ecléctico, y aparte de sus planteamientos escolásticos, se siente influido por Descartes, Leibniz y la escuela escocesa del «sentido común». Sus soluciones metafísicas tienden siempre a la síntesis. Por otra parte, tampoco estuvo ausente en su obra la influencia de Joseph de Maistre y Louis de Bonald. Es, sin embargo, en Tomás de Aquino donde se encuentran las líneas fundamentales del sistema balmesiano, en particular su concepción orgánica de la sociedad. Naturalmente, Balmes se encuentra en una situación social y cultural diversa

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a la del Aquinate; y se separa de su modelo al acentuar la individualización y la fuerza de la economía en la sociedad moderna. Balmes fue un crítico acerbo de la Ilustración y del liberalismo; pero aceptó plenamente su concepción de la propiedad, que contempla de la misma forma que Locke, como un derecho natural del individuo y de las corporaciones, sagrado e inviolable. De hecho, en su obra subyace una clara conciencia de los cambios que se estaban produciendo en la sociedad española, que vivía, como el resto de Europa, en un período de «transición». En ese sentido, sus fórmulas políticas se caracterizan por la apuesta por una transacción entre liberalismo y tradicionalismo, planteamiento que le llevaba, a nivel sociológico, a la fusión del impulso capitalista e industrial de su Cataluña natal con las estructuras de orden jerárquico de la sociedad rural. Su programa político se resumía en la máxima de «armonizar la sociedad nueva con la sociedad vieja». Sin embargo, sus análisis y proyectos políticos parten de la premisa del fracaso de la revolución liberal española. Y es que, a diferencia de Francia, el liberalismo era ajeno al sentir de la mayoría de la población española. La victoria liberal había sido consecuencia de los trastornos producidos por la invasión napoleónica de 1808. Los legisladores de Cádiz habían gobernado gracias al heroísmo del pueblo español frente a los franceses; pero «en 1808 nada se vio en España de movimiento liberal». Los motivos del alzamiento fueron «Rey y Religión». En consecuencia, la Constitución de Cádiz supuso la entronización de «la tiranía filosófica, con todo su séquito de teorías descabelladas del siglo XVIII». A la altura de 1840, la opinión dominante seguía siendo, a su juicio, católica y monárquica, no liberal. Ciertamente, la sociedad había cambiado; pero no al nivel de otros países europeos. La sociedad española se encontraba en un proceso de «transición» y, por lo tanto, en una situación «crítica». Y es que el elemento «antiguo» era todavía muy fuerte, con profundas raíces en el tejido social, mientras que el liberalismo, baluarte en realidad de una minoría audaz, no podía imponerse de manera total. La sociedad española carecía, en consecuencia, de dirección. El carlismo seguía siendo depositario del «antiguo espíritu nacional»; pero el liberalismo contaba con la fuerza efectiva del Ejército. Balmes no era militarista. A su entender, el militarismo era producto de la incapacidad de las instituciones liberales para consolidar un poder civil de ámbito nacional. Y es que, al ser el sistema ajeno al sentir y a las

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costumbres de la mayoría, tan sólo podía imponerse mediante la fuerza de las armas. En ese sentido, Narváez no le ofrecía seguridad alguna. No era el jefe de un gobierno nacional, sino de partido, que «se bate con otro partido en estado de insurrección». El final de este anormal período de preponderancia militar sólo podría llegar mediante la fusión dinástica en torno a la boda del conde de Montemolín, heredero de Carlos María Isidro, con Isabel II. A lo largo de su campaña a favor de este acuerdo dinástico, Balmes se esforzó en tranquilizar a los compradores de los bienes desamortizados. Desde su perspectiva, las necesarias transacciones no implicaban un retorno a la estructura de la propiedad anterior a la desamortización. La sociedad se había trasformado; lo que generó, a su vez, una amplia red de intereses, que era necesario respetar. Además, la desamortización había sido aceptada ya por el propio Pontífice y, a partir de ahí, todos los católicos se veían obligados a contemplarla como un hecho consumado. El pacto implicaba, sin embargo, una trasformación del sistema político en un sentido tradicional. Para Balmes, la nación española se había configurado «en su catolicismo, en su monarquía y demás leyes fundamentales». A ese respecto, la Ley Fundamental que debía sustituir a la Constitución de 1837 reconocería tales supuestos esenciales: Catolicismo y Monarquía. Igualmente, Balmes contemplaba la existencia de unas Cortes, basadas, sobre todo, en la representación de los intereses sociales. Su función esencial sería la de «otorgar los tributos e intervenir en los negocios arduos». La fórmula balmesiana una radical acentuación del principio censitario. Se trataba de un sistema bicameral, con una cámara alta en la que estarían representados los poderes estamentales: arzobispos y obispos natos, nombrados por el rey; propietarios que disfrutaran de una renta de cincuenta mil reales; burguesía, con cien mil reales de renta, de los cuales cincuenta mil fueran de bienes raíces. En la cámara baja, no debería entrar nadie que no disfrutase de una renta en bienes raíces de doscientos mil reales. No obstante, la clave del proyecto balmesiano era la alianza del Trono y del Altar. La Monarquía era una institución tradicional garante de la unidad nacional y política. En la Monarquía balmesiana, el rey reúne todos los poderes, si bien se encontraba limitado por la religión y por los intereses sociales. La función social primordial correspondía a la Iglesia católica, que, pese a la disminución de su poder económico, seguía siendo la institución cuya voz podía oírse en todos los rincones de la nación. Se necesitaban organizaciones eclesiásticas de educación y beneficencia, que integrasen a la población.

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Mediante la construcción de este nuevo sistema político, Balmes esperaba enlazar «lo nuevo con lo antiguo» e inaugurar un régimen «puramente español», que preparara la fusión en un solo partido de las fuerzas políticas tradicionales. Un proyecto que significaba la aniquilación política de los liberales. Tanto moderados como progresistas no representaban, a su juicio, más que a una minoría de la población y sólo podía mantenerse mediante el recurso al pronunciamiento militar. En el nuevo régimen político, los progresistas serían declarados fuera de la ley; y lo mismo ocurriría con «una pequeña fracción de los moderados». De la misma forma, el presbítero catalán se sintió interesado —y, al mismo tiempo, alarmado— por la emergencia de las ideas y de los movimientos socialistas en Europa. Sus críticas se centraron en los proyectos de Robert Owen, a los que juzgaba en «abierta oposición con el sentido común, con el grito de la conciencia, con el consentimiento del género humano, con las leyes y costumbres de todos los países». Frente a tales planteamientos, Balmes recomendaba a las clases conservadoras, aparte de la educación religiosa, una actitud paternalista ante las reivindicaciones proletarias: organización de seguros, políticas de previsión social y de acción gremial a cargo de los patronos. Para solventar los conflictos sociales, propuso igualmente el establecimiento de un «tribunal de trabajo», compuesto por compromisarios de patronos y obreros. Su proyecto político fracasó, al rechazar carlistas e isabelinos la posibilidad del acuerdo entre ambas dinastías. Y Balmes no tardó en morir, a los treinta y ocho años de edad en su Cataluña natal, amargado por la inutilidad de sus esfuerzos políticos, lo mismo que por el significado de las revoluciones de 1848 y por las críticas que suscitaron algunos de sus escritos a favor de las reformas preconizadas, en un primer momento, por Pío IX en los Estados Pontificios.

3.3

Juan Donoso Cortés: el tradicionalismo radical

Nacido en Badajoz en 1809, la vida de Juan Donoso Cortés suele dividirse en dos grandes etapas: la primera, racionalista y liberal; fideísta y autoritaria, la segunda. Sin embargo, en Donoso Cortés, las rupturas nunca fueron totales; y bajo la aparente ruptura fluye la continuidad, tanto en los

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temas como en los planteamientos. Su espíritu elitista y contrario a la democracia, la búsqueda de elementos de cohesión en una sociedad en profunda crisis; y el continuo diálogo con los pensadores tradicionalistas, en particular con Bonald y De Maistre, son constantes de su pensamiento político. Las Lecciones de Derecho Político, su primera obra importante, son un breviario de pensamiento liberal-doctrinario. En sus páginas, condena tanto la soberanía absoluta del monarca como la soberanía nacional o popular. Frente a los absolutistas y los demócratas, defiende la «soberanía de la inteligencia», encarnada en las clases medias. La soberanía de la inteligencia debía estar limitada, en circunstancias normales, por los derechos del ciudadano propietario y las instituciones. No obstante, Donoso introduce en las Lecciones el análisis de las situaciones excepcionales y de la dictadura como recurso. En circunstancias excepcionales, es decir, cuando impera la «anarquía» insurreccional o revolucionaria, la inteligencia y la omnipotencia se encarnan social y políticamente en el «hombre fuerte», en el dictador, cuyo poder no tiene entonces otro límite que la propia conciencia moral. La dictadura se encontraba no sólo más allá del derecho positivo y, por lo tanto, de la Constitución, sino que entre sus poderes se encontraba el constituyente, que se legitima por su victoria frente a la revolución. Donoso fue el principal redactor de la Constitución de 1845, que recogió las ideas básicas de los moderados doctrinarios: rechazo de la soberanía nacional y su sustitución por la soberanía conjunta de las Cortes con el Rey; negación de la distinción entre poder constituyente y poder constituido, etc. Los hechos revolucionarios de 1848 contribuyeron a exacerbar el conservadurismo donosiano. Como Tocqueville, Donoso contempló la caída de la Monarquía de Julio en Francia no como un simple cambio de régimen político, sino como una auténtica revolución dirigida contra los fundamentos sociales, económicos, políticos y religiosos de las sociedades europeas. Se trataba del primer intento de revolución socialista ocurrido en Europa. Donoso interpretó este cambio como una consecuencia del proceso de secularización que arrancaba de la Reforma protestante y que culminaba en la Ilustración y en el liberalismo. Su célebre discurso sobre la dictadura, pronunciado en enero de 1849, fue la manifestación más elocuente de ese estado de ánimo. Siguiendo a Louis de Bonald, Donoso estimaba que cuando la religión ha dejado de ser el centro reproductor de las relaciones sociales tan sólo queda el recurso a la dictadura. En este discurso, el político extremeño no añade

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nada nuevo a lo defendido en sus Lecciones de Derecho Político. Se limita a aplicar sus tesis a la situación nacional y defiende el gobierno autoritario del general Narváez. Reitera que la dictadura está más allá de las leyes positivas vigentes, allende la legalidad; y que ésta ha de encontrarse en «una sola mano». Finalmente, intenta probar que en la España de aquella hora se daban las circunstancias excepcionales que justificaban la dictadura, en virtud de lo sucedido en Europa, es decir, la emergencia del socialismo: «El mundo camina con pasos rapidísimos a la constitución de un despotismo, el más gigantesco y asolador de que hay memoria en los hombres (…) las vías están preparadas para una tiranía gigantesca, colosal, universal, inmensa».

En sus discursos, Donoso se dirigía no sólo a las clases gobernantes españolas; lo hizo igualmente a las europeas, para que articularan nuevos métodos de acción política. Y no veía más solución que «la disolución de todos los partidos antiguos y la formación de uno nuevo», que aglutinara a la Iglesia, al Ejército, a la Monarquía, a la burguesía y a la aristocracia. El pensador extremeño establecía, en ese sentido, un paralelo entre el soldado y el sacerdote, en cuyas manos se encontraba por mucho tiempo el destino de las sociedades europeas: «El encargo del militar es velar por la independencia de la sociedad civil. El encargo del sacerdote es velar por la independencia de la sociedad religiosa. ¿Qué sería del mundo, qué sería de Europa si no hubiera ni sacerdotes ni soldados?»

Como señaló Carl Schmitt los discursos donosianos «llegaron a fascinar a todo el continente europeo». Su contenido fue comentado, entre otros, por Metternich, Ranke y otros intelectuales y políticos europeos. Nombrado embajador en París, Donoso tuvo oportunidad de contemplar los progresos del bonapartismo y su triunfo final. En sus análisis del movimiento francés, Donoso, según señala Schmitt, se comportó como «un certero diagnosticador». A su entender, el bonapartismo era «el representante de la reacción universal», cuya fuerza descansaba en haber buscado y conseguido el apoyo del Ejército y de la Iglesia católica, «los dos grandes instrumentos de la organización y conservación que existen en nuestro mundo». No ocultaba entonces su absoluto desprecio hacia la burguesía, una clase materialista y antiheroica, incapaz de «todo género de culto, de abnegación y de sacrificio»; era «la clase discutidora», carente de las dos virtudes esenciales de toda minoría

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dirigente: la obediencia y el mando, característica que explicaba su periódica oscilación entre los extremos de la revolución y de la dictadura. En aquel contexto, nació su obra más célebre, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, que pronto se convertiría en la auténtica biblia, en el texto canónico del tradicionalismo español. Su punto de partida era el providencialismo. Dios es el «autor y gobernador de la sociedad doméstica». El pecado original constituye, para Donoso, el sustrato legitimador, propio de la civilización católica, de los poderes de la sociedad civil: familia, propiedad, jerarquía, coacción y pena de muerte. Sólo la autoridad emanada de la religión podía esclarecer la dominación establecida en el orden social y, por ello, hacer inmune a ésta frente a las críticas de aquellos que se encontraban sometidos a ella. En ese sentido, las posiciones políticas derivaban de sus actitudes hacia la figura de Dios, en las que se perfilaban dos fases sucesivas: la fase negativa y la fase positiva. La fase positiva es cuando domina la creencia en un Dios providente, que interviene directamente en los asuntos humanos. En la fase negativa, se producen tres negaciones sucesivas: el deísmo, que rechaza la providencia divina; el panteísmo, que niega la existencia de un Dios personal y providente; y el ateísmo, que niega la existencia de Dios. El deísmo tiene como consecuencia política, la Monarquía constitucional; el panteísmo, la república democrática; y el ateísmo, el socialismo y el anarquismo. En el fondo, era la razón crítica la causante de todo el desbarajuste social y político. El liberalismo era la consecuencia del proceso secularizador. Sus doctrinas económicas habían puesto los fundamentos a las negaciones socialistas, al haber disuelto las bases del orden social tradicional —Iglesia y familia— con la supresión de los mayorazgos y de la propiedad eclesiástica. A ese respecto, Donoso daba ya por muerto al liberalismo por su carencia de fundamento teológico en sus doctrinas; lo que le hacía profundamente vulnerable a la crítica de los socialistas, cuyo máximo representante era Proudhon. El socialismo, en cambio, llevaba consigo una teología «satánica»; era la consecuencia más radical de la perspectiva secularista y naturalista del liberalismo económico, político y religioso. El socialismo triunfaría sobre el liberalismo por su superioridad teológica; y sólo sucumbiría ante el catolicismo, «que es al mismo tiempo teológico y divino». Al entender de Donoso, la cuestión social encontraría su solución, no en el intervencionismo económico o las reformas sociales, sino en la caridad, en «la limosna a gran escala». Sus tesis fueron muy criticadas por los intelectuales liberales, como Rafael María Baralt, Nicomedes Martín Mateos, José Frexas, Joaquín

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Francisco Pacheco, Juan Varela, etc, que se mostraron, por lo general, escandalizados por la evolución que había experimentado Donoso desde su liberalismo juvenil hacia el tradicionalismo. El político y escritor extremeño no tardaría en morir en París el 3 de mayo de 1853, a la edad de cuarenta y cuatro años. Sin embargo, su mensaje no iba a ser olvidado.

4.

NEOCATOLICISMO Y CARLISMO

No faltaron en el seno del moderantismo autoritario intentos de reforma de la Constitución de 1845. El más conocido fue el auspiciado por Juan Bravo Murillo, amigo y paisano de Donoso Cortés, y que llevó a cabo, aparte de una brillante labor modernizadora en los ámbitos de la economía y de la administración, una de las reivindicaciones más importantes de los sectores católicos y tradicionalistas, como fue el Concordato de 1851, en el que se reconocía al catolicismo como única religión de la nación española. No obstante, Bravo Murillo es conocido igualmente por su proyecto constitucional, nacido al calor del golpe de Estado napoleónico de 1851. Este proyecto era muy breve y no contemplaba los derechos ciudadanos. Su objetivo era «dejar más libre y expeditiva la autoridad real». Concedía al Rey y a las Cortes la iniciativa de preparación de leyes y la posibilidad de hacerlas; pero en caso de urgencia, el monarca, y en concreto el gobierno, podía recurrir al decreto-ley. Mayor importancia tenía el carácter que se pretendía dar al Senado, cuyos miembros lo serían por derecho propio, unos por nobleza hereditaria, con vínculo inalienable de los bienes raíces; otros por méritos en el ejercicio de la función pública; eclesiásticos, militares o magistrados, etc. El Congreso estaría formado por diputados representantes de los distritos de la nación; su número sería de 171. Las discusiones se harían a puerta cerrada. El proyecto constitucional fracasó ante la oposición tajante de los militares y de los partidos políticos. En una carta a Bravo Murillo, Donoso Cortés señalaba que ese fracaso se debía a no haber contado con la ayuda de un general y de no buscar la aquiescencia del «verdadero pueblo», refiriéndose quizás a los carlistas. No obstante, como han señalado algunos autores, la práctica política cotidiana del régimen isabelino estuvo, en general, más conforme con los postulados de Balmes, Donoso Cortés y Bravo Murillo que con los cánones del constitucionalismo liberal.

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Herederos de los planteamientos de Balmes y Donoso fueron los llamados «neocatólicos» de Madrid. Se trata de pensadores de menor talla intelectual que sus maestros. La obra de estos autores se reduce a la organización de un influyente frente polémico contra los liberales y los filósofos krausistas. Tienen órganos de expresión propios como El Pensamiento Español, fundado en 1860. Apologética y política se reúnen en ellos estrechamente. Su acción se extendió al Parlamento y a la prensa; menos en la Universidad. En el Parlamento están representados por Antonio Aparisi y Guijarro y Cándido Nocedal; en la prensa, por Gabino Tejado, amigo y discípulo directo de Donoso Cortés; Eduardo González Pedroso, director de El Padre Cobos; y Francisco Navarro Villoslada. En la Universidad, por Ortí y Lara. El objeto preferido de sus críticas y campañas fueron los filósofos y catedráticos krausistas, a los que acusaron contundentemente de «panteísmo» y de anticatolicismo, y contra los que organizaron la campaña de los «textos vivos» y de los «textos muertos». En el campo carlista, los documentos de Carlos VI, bajo la inspiración balmesiana, intentaron una aproximación a las bases sociales del régimen isabelino. La proclividad liberal de su heredero, Don Juan, erigió en guardiana de la ortodoxia tradicionalista a la viuda de Carlos V, la Princesa de Beira, cuya Carta a los españoles, publicada en 1864, bajo la influencia del obispo Caixal y de Pedro de la Hoz, insistió en la tajante oposición al liberalismo, la defensa del catolicismo y de una Monarquía de derecho divino limitada por las Leyes Fundamentales del Reino. La Carta defendía asimismo el principio de los dos legitimidades, la de origen y la de ejercicio. Era la respuesta a la actitud proliberal de Don Juan. La legitimidad de origen no significaba legitimidad sin más; era necesaria la de ejercicio, que suponía la fidelidad a las leyes fundamentales del reino. El estallido de la «Gloriosa», en septiembre de 1868, y la caída del régimen isabelino acercaron los neocatólicos a los carlistas. Bajo la dirección de Carlos VII, duque de Madrid, el carlismo renació como movimiento político de envergadura. Y suscitó nuevas e importantes adhesiones; no sólo del campesinado, sino de ciertos sectores burgueses, del clero y de los neocatólicos, cuyas figuras más significativas, Nocedal, Aparisi, Navarro Villoslada y Tejado, se pasaron a las filas carlistas. Este nuevo auge del carlismo tuvo su manifestación más elocuente en la proliferación de publicaciones contrarrevolucionarias, de las que fueron testimonio El hombre que se necesita, de Navarro Villoslada; Don Carlos

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o el petróleo, de Vicente Manterola; o El Rey de España, de Aparisi y Guijarro. Igualmente, la prensa carlista conoció un apreciable éxito e incremento: unos ciento sesenta periódicos y revistas, y el número de folletos rebasaba los sesenta. El pensador político más reseñable fue Antonio de Aparisi y Guijarro, a quien se deben casi íntegramente los distintos manifiestos publicados por Carlos VII. De su producción ideológica destaca el proyecto de constitución, elaborado en julio de 1871, para que sirviera a la alianza de carlistas y alfonsinos. En el proyecto, se establecían dos leyes fundamentales: la confesionalidad católica y la soberanía real. Propugnaba asimismo unas cortes corporativas y un Consejo Real que asesorara al monarca. Por su parte, Carlos VII prometió una «Ley Fundamental» en la que se garantizase la unidad católica y se propugnaba un nuevo Concordato con la Santa Sede, cortes corporativas, descentralización, foralismo, proteccionismo industrial, etc. En el campo afín a Isabel II, destaca La Defensa de la Sociedad, revista fundada por Bravo Murillo y donde colaboraron antiguos moderados, carlistas, alfonsinos, liberales, tradicionalistas, neoescolásticos, etc. En sus páginas, se defendió la Monarquía tradicional y confesional, la propiedad agraria como fuente de estabilidad política y social; se criticó al positivismo y al krausismo como filosofías inmanentistas y antinacionales, lo mismo que el sufragio universal.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

El conde de Montemolín propugna, bajo la influencia de Balmes, un aggiornamento del carlismo «Durante los vaivenes de la revolución se han realizado mudanzas transcedentales en la organización social y política de España; algunas de ellas las he deplorado ciertamente, como cumple a un príncipe religioso y español; pero se engañan los que me consideran ignorante de la verdadera situación de las cosas y con designios de intentar lo imposible. Sé muy bien que el mejor medio de evitar la repetición de las revoluciones no es empeñarse en destruir cuanto ellas han levantado, ni en levantar todo lo que ellas han destruido. Justicia sin violencia, reparación sin reacciones, pru-

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dente y equitativa transacción entre todos los intereses, aprovechar lo mucho bueno que nos legaron nuestros mayores sin contrarrestar el espíritu de la época en lo que encierre de saludable. He aquí mi política.» (Manifiesto de Carlos Luis, conde de Montemolín, 23 de mayo de 1845)

2.

Manifiesto de la Princesa de Beira «La planta de nuestra nacionalidad tiene aquellas tres profundas raíces: Religión, Patria y Rey; y si a éstas queremos sustituir las contenidas en la fementida fórmula francmasónica: libertad, igualdad, fraternidad, entonces no mejoramos la planta, sino que la destruimos.» (Manifiesto de María Teresa de Braganza, princesa de Beira, 25-IX-1864)

3.

Carlos VII ante la revolución de 1868 «Sabiendo, y no olvidando, que el siglo  XIX no es el siglo  XVI, España está resuelta a conservar a todo trance la unidad católica, símbolo de nuestras glorias, espíritu de nuestras leyes, bendito lazo de unión de todos los españoles (…) El pueblo español, amaestrado por una experiencia dolorosa, desea verdad en todo y que su rey sea rey de veras y no sombra de rey, y que sean sus Cortes ordenada y pacífica Junta de independientes e incorruptibles procuradores de los pueblos, pero no asambleas tumultuosas o estériles de diputados empleados o de diputados pretendientes de mayorías serviles y de minorías sediciosas.» (Manifiesto de Carlos VII, 30-VI-1869)

4.

Jaime Balmes y la nación española «¿Tiene la nación un pensamiento propio? ¿Será posible formularlo como norma de organización social y de sólido gobierno? Creemos que sí. Estamos convencidos de que la España abunda de elementos de vida: en su catolicismo, en su monarquía y demás leyes fundamentales están las prensas de su tranquilidad y ventura.» (Jaime Balmes, El Pensamiento de la Nación, 1844)

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5.

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Jaime Balmes ante la preponderancia militar y su solución «Mucho se habla en estos últimos tiempos de le necesidad de destruir la preponderancia militar para fortalecer el poder civil; parécenos que la cuestión se ha planteado al revés, y que más bien debiera pensarse en robustecer el poder civil para destruir la preponderancia militar: no creemos que el poder civil sea flaco porque el militar es fuerte; sino que, por el contrario, el poder militar es fuerte porque el civil es flaco (…) Hay en España un gran problema que resolver, y consiste en combinar de la manera conveniente lo antiguo con lo moderno, aprovechando de un y otro lo que pueda servir para dar fuerza al poder asegurando el orden público y fomentando el desarrollo de los verdaderos intereses del país.» (Jaime Balmes, La preponderancia militar, 1846)

6.

Donoso Cortés exalta la función social de la religión frente a las revoluciones de 1848 «Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro político está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la Historia.» (Juan Donoso Cortés, Discurso sobre la dictadura, 1849)

7.

Clero y Ejército como defensores del orden social «No sé, señores, si habrá llamado vuestra atención, como ha llamado la mía, la semejanza, cuasi la identidad entre las dos personas que parecen más distintas y más contrarias: la semejanza entre el sacerdote y el soldado; ni el uno ni el otro viven para su familia; para el uno y para el otro, en el sacrificio y la abnegación está la gloria (…) ¿Qué sería del mundo, que sería de la civilización, que sería de Europa si no hubiese ni sacerdotes ni soldados?» (Juan Donoso Cortés, Discurso sobre Europa, 1850)

8.

Catolicismo, liberalismo y socialismo «Por lo que hace a la escuela liberal, diré que ella solamente en su soberbia ignorancia desprecia la teología y no porque no sea teológica a su mane-

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ra, sino porque, aunque lo es, no lo sabe. Esta escuela no ha llegado a comprender, y probablemente no lo comprenderá jamás, el estrecho vínculo que une entre sí las cosas divinas y las humanas, el gran parentesco que tienen las cuestiones políticas con las sociales y con las religiosas, y la dependencia en que están todos los problemas relativos al gobierno de las naciones, de aquellos otros que se refieren a Dios, legislador supremo de todas las asociaciones humanas.» (Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851)

«El socialismo no es fuerte sino porque es una teología satánica. Las escuelas socialistas, por lo que tienen de teológicas, prevalecerán sobre la liberal, por lo que éste tiene de antiteológica y de escéptica, y por lo que tienen de satánicas, sucumbirán ante la escuela católica, que es, al mismo tiempo teológica y divina.» (Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851)

«Lo que hay aquí de la teoría católica consiste en el reconocimiento de la existencia del mal y del pecado, en la confesión de que el pecado está en el hombre y no en la sociedad y de que el mal no viene de la sociedad, sino del hombre.» (Juan Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851)

9.

Antonio Aparisi y Guijarro define el neocatolicismo «Se me pregunta: ¿Qué sois? Contestamos: «Españoles». ¿Cómo os llamáis? Nosotros nos llamamos: «Ayuntamientos por insaculación» «Empleos», en cuanto lo consientan, por oposición; «Libertad», en la provincia para entender en sus especiales intereses; «Representación nacional-verdad, pero que nunca supedite al Trono; Y en todo y antes de todo y, sobre todo, Religión.» (Antonio Aparisi y Guijarro, Programa de 1857)

BIBLIOGRAFÍA En torno al tradicionalismo como ideología FURET, François, Pensar la Revolución francesa. Petrel. Barcelona, 1980.

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䉴 TEMA 7 LOS DEMÓCRATAS Pedro Carlos González Cuevas

1. EL PARTIDO DEMÓCRATA: PI Y MARGALL Y EMILIO CASTELAR, SOCIALISTAS E INDIVIDUALISTAS Las primeras expresiones de socialismo utópico se registraron en España a partir de 1834, cuando fue restaurado un régimen de libertades públicas y comenzaron a hacerse notar los efectos de la industrialización en regiones como Cataluña. En un principio, su desarrollo se encuentra ligado a personalidades individuales. Las fuentes teóricas de los socialistas utópicos españoles son Lamennais, Saint Simon, y, sobre todo, Fourier y Cabet. Sólo los seguidores de estos dos últimos consiguieron constituir escuelas autónomas. En Cataluña, destacaron las figuras de dos cabetianos, Narciso Monturiol y José Anselmo Clavé, con los periódicos La Fraternidad y El Padre de Familia. Fuera de Cataluña, en Madrid y Andalucía, destaca la influencia de Fourier, cuyo introductor fue Joaquín Abreu, y que continúa con Ramón de Cala y Fernando Garrido, Sixto Cámara, etc. El más prolífico de estos propagandistas fue Fernando Garrido, autor de obras como La república democrática federal, El socialismo y la democracia ante sus adversarios, Historia de las clases trabajadoras, La España contemporánea, Historia del reinado del último Borbón en España, etc. La obra de Garrido se inscribe en un proyecto reformador dentro de la democracia política. La emancipación de los trabajadores se producirá mediante la asociación —con la cooperativa como alternativa económica— y el ejercicio del sufragio universal. Garrido reconoce el hecho de la explotación económica, pero no la lucha de clases, ya que su objetivo es elevar al proletariado hacia el nivel de clase media. Lo esencial es acabar con los restos del Antiguo Régimen y la centralización moderada. Y es que la regeneración de España implica descentralización y democracia. Otro socialista destacado fue Sixto Cámara, quien había publicado algunos libros de propaganda social, como El espíritu moderno y La cuestión social, el más importante, y que era una crítica de la obra de Thiers, De la propiedad, y que desarrollaba una defensa del socialis-

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mo. Por su parte, Ordax Avecilla era autor de La política en España. Pasado, presente y porvenir, folleto de propaganda y de afirmación doctrinal republicano-democrática, en la que se daba una definición del pensamiento democrático, basado en la creencia en la bondad natural del hombre y en el progreso indefinido de la Humanidad. La consolidación del Partido Demócrata en 1849, fruto del impacto en España de las revoluciones europeas de 1848, abrió unas perspectivas de acción política que canalizará —junto, como veremos, a otras opciones políticas de la izquierda del momento—, la mayor parte de las anteriores esperanzas utópicas. En abril de 1849 se había producido una ruptura en el Partido Progresista, que dio lugar a la aparición del Partido Demócrata, cuyos principales líderes fueron, en un principio, Nicolás María Rivero, José María Orense, Ordax Avecilla, Aniceto Puig, Manuel Becerra, Cristino Martos etc. Los disidentes progresistas publicaron un manifiesto que, basado en la supremacía de los derechos de los individuos sobre la ley, defendía la igualdad política, el sufragio universal, los derechos de asociación y reunión, la libertad de pensamiento, la existencia de una sola cámara y la intervención del Estado para disminuir las desigualdades mediante la instrucción pública, la asistencia social y un sistema social más justo. La mayoría de los firmantes eran republicanos, pero se vieron obligados a acatar la Monarquía, porque en la España isabelina el republicanismo era ilegal. A partir de aquel manifiesto, el partido comenzó a organizarse. En el partido existían distintos sectores: tránsfugas del progresismo, progresistas radicales, republicanos socialistas, como Sixto Cámara, Fernando Garrido, Clavé, Javier Moya, Monturiol, etc. La aparición de este partido demostraba que los demócratas españoles no eran ya liberales constitucionales, más o menos avanzados, sino republicanos, federalistas y socialistas. No obstante, los dos grandes ideólogos del nuevo partido fueron Francisco Pi y Margall y Emilio Castelar y Ripoll, representantes de la línea «socialista» e «individualista» o democrático-liberal de los demócratas. Dos libros fundamentales reflejan esa divergencia, La Reacción y la Revolución, de Pi y Margall, y La fórmula del progreso, de Castelar. La primera fue publicada en 1854; la segunda cuatro años después.

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Pi y Margall había nacido en Barcelona, de familia humilde, el 29 de abril de  1824. A los siete años cursó Latinidad y Humanidades en el Seminario de los Escolapios, y a los trece ingresó en la Universidad de Barcelona, para estudiar Leyes. A los dieciséis años escribió obras teatrales, como Coriolano y Don Fruela. Una vez terminados sus estudios universitarios, se instaló en Madrid. Colaboró, primero, en revista como La Enciclopedia y El Renacimiento, donde escribía crítica teatral. Entre 1850 y 1852 redactó una Historia de la Pintura. Sólo publicó el primer tomo debido a que en un capítulo, Pi hizo un estudio crítico y racionalista del cristianismo. El gobierno de Bravo Murillo, por Real Decreto, y a petición de varios obispos, suspendió la publicación el 12 de noviembre de 1852. Y lo mismo le ocurrió cuando pretendió publicar su libro ¿Qué es la economía política? ¿Qué debe ser? La primera entrega fue recogida por las autoridades. Para entonces, Pi había ingresado en el Partido Demócrata el mismo año de su fundación, a petición de sus amigos, Estanislao Figueras y Aniceto Puig. En 1854, se produjo el primer choque en el partido, cuando Nicolás María Rivero estaba decidido a definirlo como monárquico. Pi, al saberlo, dimitió de su puesto en el comité central a través de una carta a su amigo Ignacio Cervera. Ante la revolución de 1854, Pi planteó la idea de llevar el movimiento hacia la República, y entendió la necesidad de un «brazo fuerte», es decir, un militar. Así se lo propuso a la Junta Revolucionara, y busco al general Ametller, quien rechazó su ofrecimiento. Publicó, además, una hoja volante, El Eco de la Revolución, en la que opinaba que el movimiento había fracasado porque no proclamó, desde el principio, la República. La Junta Revolucionaria —presidida por el general Evaristo San Miguel— le mandó detener. Poco después intentó infructuosamente salir diputado por Barcelona como candidato demócrata. Pi decidió entonces someter a críticas a los partidos progresista y demócrata por su actitud poco revolucionaria, al no declararse republicanos. Y, con este fin, escribió su obra La Reacción y la Revolución, cuyas principales fuentes eran Hegel y Proudhon. El ministro progresista de Gracia y Justicia, Joaquín Aguirre y, Luis Sagasti, gobernador de Madrid, le aconsejaron que suspendiera la publicación. Y sólo pudo sacar a la luz el primer tomo, por lo que el resto del trabajo quiso aprovecharlo para dar conferencias en su casa.

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La policía irrumpió en ella, tomó el nombre de todos los concurrentes y Pi recibió la orden de cancelar las charlas. La Reacción y la Revolución consta de dos partes, una teórica y otra práctica, que incluye un proyecto de reforma administrativa. El frente enemigo, el de las posiciones del pasado, es la «Reacción», que Pi define como «la esclava de la tradición histórica, el brazo del poder, y la espada de la propiedad, de la Monarquía y de la Iglesia». Su antítesis es la Revolución, es decir, el progreso. De los cinco elementos de la «Reacción», hay tres sobre los que concentra su acción demoledora. El primero es el confesional. Hay un punto de partida: las creencias religiosas no hacen falta ya que para toda moral basta con la «ley imperiosa del deber». Pi se declara enemigo de todo culto y «ateo» y panteísta. Concretamente caracteriza al catolicismo como un factor históricamente regresivo, que opone la autoridad a la razón; y es la que existía, a su juicio, un antagonismo claro entre la ciencia y la religión. La ética transmundana es un absurdo. Y predice una próxima desaparición del cristianismo. Su antítesis es el socialismo, porque no le promete al hombre goces eternos, pero se los promete para antes del que baje al «fondo del sepulcro». El segundo blanco es la Monarquía, cuyos principios atentan contra los dos valores fundamentales del orden social moderno: sanciona la desigualdad y mata la libertad, al implantar el orden. Sin duda, la institución se había adaptado a los nuevos tiempos, como lo demostraba la aparición de la Monarquía constitucional. Sin embargo, Pi le reprocha la división de poderes, porque «dos soberanías son incompatibles», al igual que el voto censitario, la corrupción del escrutinio y el constante peligro de retorno del absolutismo. En resumen, en la Monarquía constitucional «el rey es un absurdo» y se cae en «la ficción, o lo que es lo mismo, en la mentira». El tercero y más profundo objetivo de la crítica de Pi es el poder mismo. Su postulado inicial es el siguiente: «todo poder es un absurdo; todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano». De ahí que considere tiránicos y absurdos todos los sistemas de gobierno. En ese sentido, el primer paso, sería reducir el poder a su «menor expresión posible», ya que de lo que se trata es de «destruir la autoridad». La idea que sirve de cimiento a toda la teoría de Pi es que «el hombre es para sí su realidad, su derecho, su moral, su fin, su Dios, su todo». Puesto que el hombre es intelectual y volitivamente autónomo, sólo él es árbitro de sus ideas, y sólo él tiene poder sobre sí mismo. Su libertad y capacidad de autodeterminación no está condicionada por nada ni sometida a nada; es «absoluto» e «irreductible». Esta radical

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soberanía del individuo explica la conclusión de que el poder es un absurdo y la de que no hay otra ley aceptable que la que nos damos a nosotros mismos. Evidentemente, la sociedad pimargalliana se construye sobre la voluntad; pero no sobre la «general», que es la rousseauniana, sino sobre la individual, que es la receta proudhoniana. Pi niega la soberanía nacional, que califica de «pura ficción». La democracia equivale al «despotismo de la mayoría». El principio que armoniza, según Pi, la soberanía individual y la de los demás es el pacto, el contrato como base de todas las instituciones políticas y sociales. El poder debía estar reducido a su mínima expresión. La Revolución debía concentrar el poder en una cámara ejercida por sufragio universal, derribar la Monarquía y con ella todo poder ejecutivo, así como el Senado y con él todo privilegio. Luego, debería limitarse el poder mediante la declaración de los derechos imprescriptibles y la federación. Pi propugnaba como alternativa la República federal. Aunque de ascendencia levantina, Emilio Castelar y Ripoll había nacido en Cádiz el 7 de diciembre de 1832. Su padre era un acomodado comerciante, que falleció cuando Emilio era todavía un niño. Su madre lo educó con mimo y con esmero. Castelar cursó el bachillerato en Alicante; y continuó sus estudios en Madrid, donde ingresó en 1848 en la Escuela Normal de Filosofía. Tres años más tarde logró un puesto de profesor auxiliar en este centro, iniciando de este modo una brillante carrera docente que culminaría en 1857, con la obtención del grado de doctor en Literatura. Pocos meses después, consiguió por oposición la cátedra de Historia crítica y de Filosofía de la Universidad Central en Madrid. Afiliado al Partido Demócrata, Castelar se distinguió como un portentoso orador. Su discurso pronunciado en la asamblea del partido celebrada en el Teatro de Oriente de Madrid el 25 de septiembre de 1854, le proporcionó una súbita notoriedad política. Algo que propició su inclusión en las listas electorales del partido. Sin embargo, el fracaso de los demócratas en las elecciones de 1854 le impidió conseguir un escaño; y motivó su dedicación al periodismo, colaborando, de la mano de Sixto Cámara, en diarios como El Tribuno del Pueblo y La Soberanía Nacional; luego, en La Discusión. Pese a su amistad con Cámara, Castelar no participó de sus planteamientos políticos. Junto a Nicolás María Rivero, trató de representar a los sectores más moderados del Partido Demócrata, partidarios de un pacto con los progresistas. Durante este período, Castelar alternó su actividad periodística con la docencia universitaria. Sus intervenciones en el Ateneo de Madrid fueron cimentando su fama de orador. En ese

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sentido, tuvo especial resonancia su ciclo de conferencias, pronunciado entre 1857 y 1858, publicado posteriormente bajo el epígrafe de Historia de la Civilización en los primeros siglos del cristianismo, muy influidas por Hegel. De 1858 data la publicación de su libro La fórmula del progreso, compuesto a base de artículos publicados en la prensa. Son páginas de plenitud. La aparición de la obra constituyó un acontecimiento en la vida política e intelectual española, como lo demuestra la polémica que provocó. Frente a él, estuvieron Ramón de Campoamor, con sus Polémicas sobre la democracia. Y Juan Valera, con La doctrina del progreso. Luego se escribieron libros de controversia como el de Carlos Rubio, Teoría del progreso, publicada en 1859; y el de M. Boada, Emilio Castelar o refutación de las teorías de este orador, en 1872. La obra tuvo dos reimpresiones en 1870 y 1876. Lo que Castelar califica de «fórmula de progreso» es la democracia, concretamente los derechos fundamentales y el sufragio universal. En sus páginas, hay una labor constructiva y una previa acción demoledora de las instituciones más o menos vinculadas al Antiguo Régimen. El vocablo «absolutismo», de marcado signo peyorativo, tiene en Castelar una significación lata, puesto que se aplica a los ideales del llamado partido absolutista, o carlista, y, en cierta medida, también al Partido Moderado. Castelar ataca al llamado derecho divino de los reyes, que el autor califica de la «blasfemia más horrible». Igualmente, impugna el principio hereditario, que juzga incompatible con «la libertad y la justicia divina». La democracia es incompatible con la Monarquía. Las posiciones moderadas o eclécticas entre principios contrapuestos las juzga Castelar como escépticas, incapaces de estimar la necesaria tensión dialéctica. Algo que implicaba, además, «el aniquilamiento del régimen parlamentario» y la «muerte del sistema» falto de «las dos fuerzas, centrípeta y centrífuga». Para Castelar, la noción básica es la libertad, «la fuente de todos nuestros bienes, la raíz de nuestra vida». La condición libre del hombre es algo tan originario que Castelar lo relaciona con Dios y con el «derecho natural». Desde el punto de vista de la experiencia histórica, llega a conclusiones rotundas acerca de la noción de progreso, «una verdad filosófica y una verdad histórica». El progreso tiene en cada edad una fórmula que tiende a la libertad. La fórmula que sea más liberal, esa es la más progresiva. En ese sentido, la fórmula más liberal es la democracia. Frente a los tradicionalistas, la considera compatible con la fe católica. La democracia no era lo contrario del

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cristianismo; era «la realización del cristianismo»; es una doctrina de «paz y de misericordia, como el cristianismo». La democracia consiste en los derechos fundamentales, el sufragio universal, la república federal y el jurado. Los derechos fundamentales como «condición de la existencia moral» del ser humano. Castelar los enumera: libertad de pensamiento, de imprenta y de derecho de asociación. La técnica política por excelencia o procedimiento absoluto es el voto. El sufragio debía de ser universal, porque «queremos la igualdad». El voto censitario es rechazado. Sin embargo, Castelar, como católico, no considera la voluntad nacional como una instancia suprema; podía valer para nombrar los legisladores y para sancionar la ley; pero existe, para el autor, una instancia superior: «la ley de la naturaleza humana grabada por Dios en mi conciencia». Y es que «el Derecho es anterior y superior al dogma de la soberanía nacional». Castelar se refiere al Derecho natural, «obra de la voluntad divina». A ese respecto, rechaza «el despotismo del pueblo», capaz de justificar «todas las injusticias». Las otras instituciones que Castelar considera inseparables de la democracia son la República en su forma «federal». El criterio administrativo es el de la descentralización. Divide las competencias en estatales, provinciales y municipales, citando como ejemplo las provincias vascongadas; y exalta la autonomía municipal. La otra institución predilecta de Castelar es la del jurado, que, según él, estimula la «caridad social», y, sobre todo, permite acabar con la división de poderes: «la sociedad manda y la sociedad juzga». En economía, Castelar defiende el librecambio. Su esquema económico se deduce del clásico: «laissez-faire». La confusión acerca de los objetivos del Partido Demócrata volvió a manifestarse a lo largo de la polémica de Fernando Garrido con José María Orense en  1860, después de publicar el primero un folleto sobre Sixto Cámara, recientemente fallecido. Orense era partidario de un acercamiento a los progresistas, y contrario al «socialismo» preconizado por Garrido. Éste, como sabemos, no era, en realidad, un socialista, sino un cooperativista y coincidía con Orense en su repudio del intervencionismo estatal. La diferencia residía fundamentalmente en el énfasis. Garrido quería que los demócratas formulasen un programa social positivo y una menor concentración en actividades puramente políticas. Orense, como Castelar, conside-

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raba el sufragio universal como la panacea que resolvería todos los problemas sociales y económicos. Pi y Margall intentó mediar entre ambas posiciones con la «Declaración de los Treinta», en la que echaba los cimientos del ideario demócrata, centrado en «el principio de la personalidad humana o de las libertades individuales, absolutas e ilegislables y el del sufragio universal». Sin embargo, las discusiones continuaron, sobre todo a partir del momento en que Castelar comenzó a dirigir La Democracia, que significó un refuerzo del sector antisocialista. Al frente de La Discusión, Pi criticó las posiciones liberales, rechazando los contenidos de los diversos procesos de desamortización. Según Pi, los liberales, como ya había sostenido Flórez Estrada, habían perdido la ocasión de convertir a los jornaleros en clase propietaria, porque en vez de establecer un sistema de tenencia enfiteútica, habían vendido las tierras desamortizadas en mercado libre. A su juicio, el sufragio universal no era suficiente para lograr la democracia. Además, resultaba necesaria la existencia de un campesinado independiente, apoyado en un crédito estatal barato. Los demócratas tenían que comprometerse en un programa social, lo que implicaba legislar sobre la distribución de la propiedad, lo cual hacía referencia especialmente a la propiedad de la tierra. Hostil a la concentración de la propiedad agraria, a las industrias monopolísticas y al monopolio de las facilidades crediticias en manos de los grandes financieros, Pi deseaba una clase campesina de pequeños terratenientes independientes junto a pequeñas industrias regidas por cooperativas obreras, unidas por federaciones libres a las que el Estado proporcionaría créditos ventajosos. Al igual que Proudhon, Pi tendría a ver el crédito a bajo interés como la clave de la reforma social. A diferencia de lo sustentado en La Reacción y la Revolución, ahora Pi justificaba que el Estado interviniera en los asuntos económicos y en la administración de los bienes de interés general. La principal función del Estado sería la de ser un mecanismo regulador que asegurara el equilibrio entre los derechos colectivos y los individuales. En contraste, Castelar y los individualistas continuaban teniendo una fe firme en el libre juego de las fuerzas económicas. El Estado no tenía que entrometerse en las leyes providenciales de la armonía natural de los intereses. La emancipación de los trabajadores sólo podía venir de sus propios esfuerzos. Por tanto, la única finalidad de los demócratas tenía que ser la acción política para acabar con los obstáculos a la libertad de asociación.

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La influencia de Frederic Bastiat, el popularizador francés del libre cambio, era evidente en el pensamiento de Castelar. En los debates del Ateneo sobre el libre cambio, en 1863, en los que Castelar desempeñó un papel destacado, la influencia de Bastiat fue muy marcada entre los demócratas individualistas y los progresistas. En el fondo, las disputas de Castelar con Pi eran un eco de las críticas de Proudhon a Bastiat sobre el libre crédito. Castelar aceptó, para garantizar la unidad del partido, una solución de compromiso, abandonando la presidencia del comité demócrata de Madrid y aceptando la permanencia de los republicanos filosocialistas, en su seno. A cambio, consiguió que el programa demócrata incorporara la mayoría de las tesis que había defendido frente a Pi. Ante la cada vez más evidente deriva autoritaria del moderantismo y, por ende, del régimen isabelino, Castelar adquirió, por sus críticas, un mayor prestigio político. Aupado al poder una vez más, Narváez y su gobierno —eran los tiempos del Syllabus y el Quanta cura— prohibieron que los catedráticos expresaran ideas contrarias al Concordato de 1852 y a la Monarquía, en la Universidad o fuera de ella. Castelar publicó una declaración en la que se oponía a tales limitaciones de la libertad de opinión y de cátedra; y forzó a la opinión pública a tomar partido. Su famoso artículo «El rasgo», en el que acusaba a la propia Isabel II de corrupción económica, inició el desenlace de todo el enfrentamiento con el gobierno moderado. Se pidió la destitución de Castelar. Los estudiantes apoyaron al catedrático republicano; lo que tuvo como consecuencia los sangrientos sucesos de la «Noche de San Daniel». Estos acontecimientos provocaron la caída de Narváez y su sustitución por un gobierno de la Unión Liberal, presidido por Leopoldo O’Donnell, quien repuso a Castelar en su cátedra. Sin embargo, Castelar había llegado a la conclusión de que la opción republicana era inevitable. Eventualmente, demócratas y progresistas sellaron su alianza para acabar con el régimen isabelino. El Partido Demócrata no llegó a participar en el frustrado pronunciamiento militar progresista de enero de 1866, pero sí intervino activamente cinco meses después en la preparación de un levantamiento en Madrid en apoyo a los suboficiales de artillería del cuartel de San Gil. Ante el fracaso del movimiento, Castelar hubo de exiliarse; y lo mismo hizo Pi y Margall. Ni Castelar ni Pi participaron en el pacto de Ostende, entre las fuerzas contrarias a Isabel II: progresistas, unionistas y demócratas. Sí lo hicieron,

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por estos últimos, Cristino Martos y Manuel Becerra. Tras su reconciliación con Pi, Castelar tuvo una participación más activa en la Junta Revolucionaria constituida por los republicanos en París, desde la cual éstos consiguieron coordinar a la mayoría de los comités demócratas que, en numerosas localidades españolas, mantenían una precaria existencia clandestina. Muertos Narváez y O’Donnell, el régimen isabelino se quedó prácticamente sin apoyos sociales y políticos. La coalición cívico-militar antiisabelina, cuya principal figura era el general Juan Prim, triunfó fácilmente en la batalla de Alcolea. La derrota del marqués de Novaliches dejó el camino expedito de los rebeldes hacia Madrid.

2.

EL INTERREGNO DEMOCRÁTICO

Planteado en principio como un golpe de Estado de amplios sectores de la elites dirigentes descontentos con la estrecha gestión de las camarillas de los últimos gobiernos moderados, el movimiento de septiembre de 1868 rebasó, por su propia dinámica, sus primeros propósitos reformistas, al verse obligados a contar con el apoyo de los sectores populares urbanos, cuyas demandas superaban en muchos casos las consignas políticas de profundización en el liberalismo, para entrar en el terreno de las demandas políticas y sociales. Por de pronto, el movimiento derrocó a Isabel II y acabó con el sistema político característico del moderantismo clásico. En el fondo, se estaba ante una experiencia inédita no sólo en España, sino en la mayoría de las sociedades europeas. Sólo Suiza podía ser conceptualizada como una república democrática. Francia lo sería, y con dificultades, años después. Al menos en la esfera político-simbólica, tuvieron lugar cambios cualitativos, si bien pronto estuvieron claros sus límites, ante la realidad de un conjunto social profundamente atrasado. De hecho, la continuidad de las elites fue la característica más llamativa del período. El gobierno provisional, anticipándose a la mayoría de las naciones europeas, decretó la implantación del sufragio universal masculino. No obstante, más trascendentes fueron las innovaciones religiosas. Se instauró la libertad de cultos; poco después se disolvió la Compañía de Jesús, se expulsó a sus miembros y se incautaron sus bienes. Se decretó la extinción de los

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conventos y de las casas religiosas, e incluso se derogó el fuero eclesiástico. El régimen político de 1868 se configuró de acuerdo con las líneas doctrinales del liberalismo radical y democrático. Castelar fue elegido diputado en las Cortes constituyentes de 1869, por la circunscripción de Zaragoza; mientras que Pi y Margall lo fue por la de Barcelona. Sin embargo, el Partido Demócrata se desintegró a partir del debate sobre la forma de gobierno. Una minoría invocó el pragmatismo para aceptar la Monarquía constitucional planteada por el gobierno provisional, a cambio de que éste asumiera la mayor parte del programa demócrata; mientras que la mayoría republicana consideró innegociable esta cuestión y sostenía que Monarquía y democracia eran conceptos antagónicos. La escisión de la minoría monárquica del partido, los denominados cimbrios, para constituir, junto a progresistas y unionistas, el bloque monárquico-democrático, que regiría los destinos del país hasta su propia división en el verano de 1871, fue seguida de inmediato por la creación del Partido Demócrata-Republicano en noviembre de 1868. Dentro del grupo republicano, Castelar llevó la voz cantante. Pi y Margall intervino en el Parlamento para anunciar su rechazo a la solución monárquica, «traidora a la revolución» y afirmar su fe en la República federal. A su juicio, la República no podía salir nunca, «sino de las bayonetas del pueblo». «Creer que pueda salir de la Asamblea, es una locura, es un delirio». Una vez votada la Monarquía como forma de gobierno, Pi y la mayoría de los republicanos, dejaron de pensar en las Cortes como lugar para hacer política. Por su parte, Castelar atacó a la Monarquía señalando su responsabilidad histórica en el secular atraso español. Y, lo que era más grave, la incompatibilidad doctrinal entre Monarquía y democracia. En su opinión, la imposibilidad de conjugar ambos conceptos provenía de que la Monarquía implicaba un gobierno de carácter unipersonal, extraño al carácter electivo y temporal que habían de tener necesariamente las altas magistraturas del Estado para garantizar las libertades individuales que constituían el ideario democrático. Para él, sólo la república podía permitir el establecimiento de un régimen verdaderamente democrático, basado en el derecho de la sociedad a gobernarse a sí misma consignado por el principio de la soberanía nacional, que constituía uno de los fun-

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damentos de la democracia. Siguiendo el esquema hegeliano, Castelar distinguía tres etapas en la Historia de España, cada una de las cuales correspondía al predominio de una de las tres grandes opciones políticas que creía ver en las Cortes constituyentes. El pasado estaría representado por la opción conservadora, alfonsina o carlista; el presente, por la coalición monárquico-demócrata; y el futuro, por los republicanos. Castelar sintetizaba el ideario demócrata en torno a tres principios: soberanía nacional, derechos individuales y el principio de justicia, para concluir que la Monarquía era incompatible con cada uno de ellos y, por lo tanto, con la democracia. El concepto de «progreso» estaba presente, de nuevo, en los discurso del líder republicano, que sostenía la existencia de una relación directa entre la forma de gobierno y el grado de desarrollo de los pueblos. Para Castelar, el «progreso» había hecho que la Monarquía quedara completamente desfasada y constituyera una rémora para el desarrollo de aquellas sociedades que la conservaban como un sistema de gobierno. Castelar rechazó el modelo británico; y puso como ejemplo a Suiza y Estados Unidos. Con respecto a la cuestión religiosa, Castelar rechazó cualquier tipo de relación entre el Estado y la Iglesia católica, acusando a ésta de ser la causante de la creación de un régimen autocrático y de haber puesto fin a la fecunda convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes a lo largo de la Edad Media. Señaló, además, la responsabilidad de la Iglesia católica en la progresiva decadencia de España bajo los Austrias. Por otra parte, la identificación de la Iglesia católica con el absolutismo carlista y con el régimen de Isabel II sirvió a Castelar para rechazar el sostenimiento del clero católico. Frente al canónigo Vicente Manterola, Castelar pronunció uno de los discursos más célebres, «Dios en el Sinaí», de la historia del parlamentarismo español, en el que rechazó la unidad católica de España, a partir de argumentos religiosos para rebatir la tesis de su oponente. Castelar intercaló una gran cantidad de citas bíblicas en defensa de la tolerancia y del carácter voluntario y libre que debía asumir la creencia en cualquier religión: «Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo la acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el más humilde Dios del calvario, clavado en la cruz, herido, coronado de espinas, con la hiel en los labios». El discurso fue comparado, por no pocos, con La Corona, de Demóstenes.

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Defendió, además, Castelar la concesión de la autonomía a las Antillas. En su discurso, definió tres modelos posibles de relación entre las colonias y la metrópoli. El sistema antiguo, dominante entre los siglos XVI y XVIII, incompatible con el régimen liberal. El sistema medio, consistente en asimilar progresivamente el régimen político-jurídico al de la metrópoli. Y el sistema racional, que extendiera a las colonias las conquistas democráticas del 68, mediante el sistema autonómico, cuyo modelo sería Canadá; y la abolición de la esclavitud. Finalmente, en la nueva Constitución quedaron recogidos los derechos de inviolabilidad de correspondencia, de expresión de la libre emisión de pensamientos, de reunión y de asociación. La cuestión religiosa tuvo igualmente un tratamiento avanzado: libertad de cultos, privada y pública, mantenimiento por el Estado del culto y clero, pero con ninguna referencia explícita al valor religioso. Hay que subrayar, además, la inclusión del sufragio universal y se reconocía la soberanía nacional como origen del poder hasta el punto de encontrar en ella la legitimidad de la Monarquía. La división de poderes y la descentralización eran los principios por los que se regían la organización del Estado. El centro del poder residía en las Cortes formadas por el Congreso y el Senado. El monarca aparecía como un rey constitucional, cuyas facultades debían ser ejercidas por los ministros. De hecho, las mayores dificultades de orden filosófico-político vinieron de la necesidad de compatibilizar la Monarquía con los principios democráticos. Contestando a las críticas de los sectores demócratas y republicanos, los miembros de la coalición gobernante —Segismundo Moret, Antonio Ríos Rosas, Manuel Silvela, Romero Girón, etc.— afirmaron la compatibilidad entre Monarquía y democracia en base a dos ideas clave: el Estado que se constituía garantizaba de forma plena y segura los derechos individuales y políticos de los ciudadanos; y que los poderes de la Corona y su misma condición hereditaria se articulaban y limitaban de tal modo que nunca podrían ser obstáculos al ejercicio del poder soberano del pueblo. Se aducía, además, que la jefatura hereditaria del Estado era compatible con la soberanía nacional, ya que el pueblo no abdicaba de su soberanía en el monarca, sino que la delegaba, lo mismo que se hacía en las repúblicas, con la sola diferencia de que en éstas la delegación es temporal y en la Monarquía vitalicia. Esa delegación era vitalicia y, por lo tanto, limitada: a cada heredero se renovaba mediante el requisito de la jura tanto del

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Príncipe de Asturias como del Rey, y las Cortes, representantes de la soberanía nacional, siempre tenían poder para excluir del Trono, a quienes no reunieran las condiciones exigidas; por lo tanto, nunca perdían su poder constituyente. Además, la Monarquía representaba la continuidad de la nación; y el monarca podía ejercer una función moderadora entre las distintas fuerzas políticas. Sin embargo, la coalición vencedora nunca fue estable. El motivo de sus fricciones residía en su mayor o menor dosis de liberalismo, en los acusados personalismos de los líderes y en las distintas opiniones sobre quien debería ser el Rey. En un primer momento, contribuyó a la cohesión la figura del general Juan Prim Prats, nuevo hombre fuerte del régimen. El héroe de los Castillejos excluyó de la candidatura regia el príncipe Alfonso, hijo de Isabel II, y al candidato carlista, Carlos VII, duque de Madrid. Entre los candidatos se contempló la posibilidad de elegir al general Espartero, pronto desechada; y surgieron los nombres de Fernando de Coburgo y Luis  I de Portugal, los duques de Aosta, de la casa real de Saboya; el príncipe Leopoldo de Honhenzollern-Simeringen, o el duque de Montpensier. Finalmente, sólo quedó la candidatura de italiana de Amadeo de Saboya, hijo de Víctor Manuel de Italia. Y, en noviembre de 1870, las Cortes constituyentes eligieron al nuevo monarca, con el nombre de Amadeo I, por 191 votos a favor y 100 en contra y 18 abstenciones. Cifras que mostraban no sólo que su aceptación distaba de ser unánime, sino la debilidad de las bases sociales y políticas del nuevo régimen. Además, Prim murió asesinado el mismo día que Amadeo llegaba a España. Desde el primer momento, Amadeo careció de legitimidad ante el conjunto de la población española. Para los católicos, era un miembro de la familia que había despojado al Papa de su poder temporal. Para los carlistas y los alfonsinos, un usurpador. Naturalmente, tampoco podía contar con el apoyo de los republicanos. De la misma forma, tuvo lugar, a lo largo de este período, una alta conflictividad social y un importante desarrollo del movimiento obrero revolucionario. La Asociación Internacional del Trabajo (A. I. T.) experimentó un avance importante en su número de militantes, treinta mil aproximadamente; lo cual tuvo como resultado, sobre todo a partir de los acontecimientos de la Comuna de París, una gran repercusión política. En noviembre de 1871, se discutió en el Parlamento la decisión gubernamental

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de prohibir la I Internacional en suelo español. En las sesiones parlamentarias, Sagasta condenó la Internacional porque su dirección se encontraba en «el extranjero», y porque quería destruir con «la fuerza bruta». El carlista Nocedal la proscribió porque atacaba a la propiedad privada y al catolicismo. Alonso Martínez porque atentaba a «la moral pública». Cánovas del Castillo la consideró representante del «proletariado ignorante». Por su parte, Castelar criticó la pretensión internacionalista de abolir la propiedad privada, que era la base de las libertades individuales. El concepto de progreso defendido por el líder republicano le condujo asimismo a centrar sus críticas en el anarquismo de Bakunin y Kropotkin, al que consideraba una regresión a las etapas más primitivas de la civilización. Sin embargo, defendió la legalidad de la I Internacional, señalando, entre otras cosas, el carácter inofensivo de la ideología marxista, ya que, a su entender, ésta nunca podría pasar de un estadio puramente teórico. La Internacional fue igualmente defendido por Nicolás Salmerón y Pi y Margall. Para el primero, el derecho de asociación era imprescriptible y anterior al Estado. La Internacional defendía los derechos del «cuarto estado» como portavoz del progreso en ese momento histórico. Pi no distinguió entre los fines de la Internacional y los medios. El fin era completamente lícito: la emancipación del proletariado; y los medios eran igualmente lícitos. Finalmente, Sagasta firmó en enero de 1872 el decreto de disolución de la Internacional. Por otra parte, la nueva coyuntura política animó el debate ideológico en su conjunto, al facilitar la apertura de nuevos discursos culturales y científicos. No sólo el krausismo influyó en las cátedras, sino que aparecieron el positivismo y los planteamientos darwinianos, que potenciaron la controversia intelectual. Todo lo cual supuso un importante desafío para las mentalidades tradicionales. El carlismo entró de nuevo en acción. Carlos VII entró por Vera del Bidasoa, pero fue rápidamente derrotado en Oroquieta. Pero, dentro de sus feudos tradicionales, logró edificar un embrión de Estado. La nueva guerra carlista hostigó, desde entonces, a los sucesivos gobiernos, con indudables repercusiones en la vida política nacional. Amadeo I trató de consolidarse como monarca apoyándose en el Partido Constitucional de Sagasta, y en el Partido Radical, de Ruiz Zorrilla. Sin embargo, la desunión de sus partidarios, la falta de raigambre y de apoyo

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popular, la imposibilidad de orientarse en el campo político español, terminaron por casar a don Amadeo, que sufría la animadversión, además, de la alta sociedad madrileña, fanáticamente proalfonsina. Un grave problema profesional del Cuerpo de Artillería, que quiso zanjar el gobierno con su disolución, acabó con la paciencia del monarca, que abdicó. Las Cortes, al aceptarlo, proclamaron la I República.

3.

LA I REPÚBLICA

La República de 1873 no fue el producto de una explosión popular en las calles ni en las urnas. Llegó porque era, en aquellos momentos, la única solución viable, salvo un golpe militar, que la mayoría quería evitar; y estuvo condicionada por la mayoría parlamentaria de los radicales que habían gobernado con Amadeo I. Su historia fue la de una progresiva pérdida de las bases sociales que hubiera podido tener, frustrándose todos los consensos mayoritarios. Su fragilidad inicial en los órganos de decisión —gobierno, Asamblea Nacional— se concretó en acción recíproca con una serie de desilusiones en la base social y de contradicciones a nivel de órganos de decisión y de ejecución; de ahí vendría una extremada ineficacia de su resortes de poder, cuya legitimidad se niega, con las armas en la mano, por el carlismo en el norte; por los insurrectos cubanos en las Antillas; más tarde por los cantonalistas en las localidades de mayor arraigo republicano; por la conspiración del partido alfonsino dirigido por Cánovas del Castillo, catalizador de los intereses de la aristocracia, terratenientes y alta burguesía, que se presenta con el banderín de enganche de la defensa del orden y de la Monarquía constitucional. A ello se unió la acción de los sectores obreros bakuninistas que incitaron a otras sociedades obreras a desinteresarse de la política de los «burgueses». Y por razones distintas el sector «societario» de la Internacional predicó igualmente la abstención de la vida pública. Tampoco tuvo la I República excesiva fortuna a nivel internacional; en el contexto de una Europa marcada por la hegemonía alemana, sólo fue reconocida por Suiza. En el primer gobierno republicano, ocupó la presidencia Estanislao Figueras, y Pi y Margall se encargó de la cartera de gobernación. Pero, habiendo renunciado Figueras a la presidencia, fue Pi quien la ocupó, lo que hizo desde el 11 de junio al 18 de julio de 1873.

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Desde el punto de vista de la historia del pensamiento político, lo más interesante del efímero período republicano fue el proyecto de constitución federal, auspiciado por Castelar y Pi. El proyecto reconocía como forma de gobierno la República federal, integrada por diecisiete Estados. De ellos trece eran peninsulares: Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias, Castilla La Nueva, Castilla La Vieja, Cataluña, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Valencia y Regiones Vascongadas; dos insulares: Baleares y Canarias; y las dos restantes, ultramarinas: Cuba y Puerto Rico. Las demarcaciones correspondían, por lo tanto, a los territorios y reinos históricos, de los que sólo faltaba León —ya que Santander y Logroño continuaban siendo consideradas como parte de Castilla La Vieja—. El proyecto reconocía autonomía político-administrativa a los Estados federados; pero se trataba de una autonomía limitada por la existencia del Estado, por la soberanía de la nación. Así, se explicitaba que la constitución de cada Estado no podía contravenir la Constitución de la República; el poder federal retenía amplias competencias y, desde luego, las competencias fundamentales: fuerzas armadas, el orden público federal, el mantenimiento de la paz y la declaración de guerra, la unidad e integración nacionales, la forma misma de Estado. Se transferían numerosas facultades y responsabilidades a los Estados federados, como la constitución interna, industria, hacienda, obras públicas, caminos regionales, beneficencia, instrucción e incluso fuerzas policiales y seguridad interiores. Pero, de hecho, el proyecto no era sino un sistema de descentralización regional en la que la unidad del Estado quedada plenamente salvaguardada. El proyecto establecía, además, a través de sus artículos 34 a 37 una absoluta separación entre la Iglesia y el Estado. La nueva ordenación constitucional no pasó de proyecto, y fue rápidamente desbordada por la insurrección cantonal y, sobre todo, por la reacción autoritaria y antifederal provocada por ésta última. El levantamiento cantonal tuvo su localización preferente en la fachada levantina y meridional: Castellón, Vinaroz, Valencia, Alicante, Alcoy, Cartagena, Granada, Málaga, Cádiz, Sevilla, etc, sin que faltasen focos en el interior de la Meseta: Salamanca, Toledo, Béjar, etc. Socialmente, los protagonistas del levantamiento fueron, con la excepción de Alcoy, núcleos locales de carácter republicano federal exaltados.

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Pi y Margall fue sustituido por el más conservador Nicolás Salmerón, que, a su vez, fue sustituido por Emilio Castelar, ya en manifiesta evolución hacia la derecha, ante la negativa de Salmerón a violentar su conciencia firmando unas penas de muerte. Para los cantonalistas, el gobierno de Madrid, al que negaban obediencia, al igual que a las Cortes, era «centralista» y antipatriótico por oponerse a la Federación. Para Castelar, los insurrectos eran unos «separatistas», que, llevados por la «demagogia» de la izquierda intransigente, se habían alzado en armas contra los poderes de la nación para destruir a la Patria. Esta lucha desacreditó por mucho tiempo cualquier proyecto de carácter federalista. Durante el breve período en que estuvo al frente de la República, Castelar experimentó un giro radical en sus planteamientos políticos. En un principio, ante el creciente eco del carlismo entre los católicos, paralizó el proceso de secularización del Estado e intentó llegar a un acuerdo con el Papado en torno a la provisión de sedes episcopales vacantes, que hacía algunas concesiones a la Iglesia a cambio del reconocimiento por Pío IX del derecho de presentación de obispos por las autoridades republicanas. Con respecto al tema antillano, Castelar intentó un consenso con los grupos de presión coloniales. No sólo se resistió a las presiones del ala izquierda del republicanismo para decretar la abolición de la esclavitud en Cuba, sino que permitió que las autoridades de La Habana vendieran en pública subasta a los esclavos pertenecientes a los insurrectos cubanos. En relación a la reforma del régimen político-administrativo cubano, Castelar adoptó una posición ambigua. Por una parte, difirió cualquier tipo de medida final de la crisis colonial y nombró gobernador de la isla al general Joaquín Jovellar, próximo a los conspiradores alfonsinos. Pero, por otro, derogó las facultades excepcionales atribuidas a los gobernadores generales de Cuba. Sus esfuerzos para consolidar la autoridad del Estado le condujeron a buscar el apoyo del Ejército, de la administración colonial y de los sectores conservadores de la sociedad en un intento infructuoso de ampliar la base social de la República. Este intento movió a Castelar al abandono de cualquier intento de aproximación a los insurrectos cubanos para acercarse a los grupos de presión interesados en el mantenimiento del status quo colonial. Todo este proceso de inestabilidad política generó el «Gran Miedo» en extensos sectores de la sociedad, algo que contribuyó eficazmente al triunfo,

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tras el golpe de Estado del general Pavía, de la Restauración alfonsina en diciembre de 1874, de la mano del general Martínez Campos en Sagunto.

4.

CASTELAR Y PI ANTE LA RESTAURACIÓN

Tras la experiencia de 1873, Emilio Castelar perdió por completo su confianza en la capacidad de la sociedad española para disfrutar de una República democrática. Después del triunfo de Cánovas, Castelar constituyó entre 1875 y 1876 el Partido Republicano Posibilista y aceptó el marco político creado por la Restauración, pese a que se basaba en el concepto de soberanía compartida. El antiguo presidente de la I República esperaba convertir a su agrupación en una alternativa reformista al conservadurismo de Cánovas. Siguió siendo teóricamente republicano; pero abandonó cualquier planteamiento de carácter federal para reivindicar una República unitaria y presidencialista, que convirtiese las instituciones republicanas en la principal garantía del orden social y permitiera atraer al republicanismo a los sectores de la burguesía liberal que se habían distanciado de la República por su incapacidad política. Asimismo, dejó de propugnar la separación de la Iglesia y el Estado, mostrándose a favor del sostenimiento del clero y culto católicos. En octubre de 1894, Castelar fue recibido por León XIII durante una visita privada a Roma. Su modelo a seguir no era ya Estados Unidos o Suiza, sino la III República francesa. Al abandonar la vida política, aconsejó a sus partidarios el acercamiento al Partido Liberal de Sagasta. Emilio Castelar falleció el 25 de mayo de 1899. Distinta fue la evolución de Pi y Margall, quien jamás inició una palinodia ni confesó un error. A pesar del fracaso del régimen republicano, lejos de rectificar, defendió su gestión presidencial y aún el caótico sistema en su libro La República de 1873, publicado en 1874. Sin embargo, su obra más célebre fue Las nacionalidades, que data de 1876, como base de su proyecto federalista. Pi trata de considerar en el libro el problema general de las nacionalidades y los criterios adecuados para la reorganización de las naciones europeas. Además, Pi persigue realizar una exposición del modelo teórico federal para luego abordar la dimensión española de la cuestión tanto en su perspectiva histórica como en su vertiente actual. Para Pi, el hombre tiene dos esferas de acción distintas. Una, en la que se mueve sin afectar la vida de sus semejantes; por ejemplo, la de su pensamiento y su conciencia: en ella es autónomo. En la otra

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esfera no puede moverse sin afectar la vida de sus semejantes: tal constituye la vida de relación con los demás hombres: en ella es heterónomo. Absolutamente soberano, el hombre pacta con los demás hombres, conservando la autonomía de su primera esfera. Del pacto, nace la familia. Del pacto, van naciendo todas las sociedades: la ciudad, la provincia, la nación. Cada una de ellas es soberana y autónoma, y, en su respectivo orden de intereses, tiene determinada su órbita y su libertad. Entre ellas, siendo entidades iguales y soberanas sólo cabe un pacto para formar la entidad siguiente, atendiendo lo que es común. Soberanía y pacto, autonomía y federación. El sistema, la federación, el pacto, «se acomoda a la razón y a la naturaleza». Pi está contra la «uniformidad absurda» del Estado, causa de innumerables males, como las guerras. La revolución supondría descentralización, federación, pacto «sinalagmático, conmutativo, limitado y concreto». La revolución equivale a paz; el pacto es «la condición de vida de los individuos y los pueblos». Pi aborrecía las grandes naciones, aunque manifestó su admiración por Alemania y Estados Unidos. La base de la libertad se encontraba en «los países de pequeñas divisiones». Aún le desagradaba más las invocaciones a la raza, el lenguaje, las fronteras naturales e incluso la Historia, que se empleaban para justificar el nuevo nacionalismo. En opinión de Pi, la única base para la creación de nuevas naciones era si preservaba la autonomía de las unidades que habrían de ser reabsorbidas y cediendo sólo al poder central el dominio en cuestiones de defensa y de intereses comunes. A juicio de Pi, España proporcionaba un ejemplo de lo que ocurría si las autonomías locales se sacrificaban a los intereses de un Estado centralizado. Uno de los principales objetivos de la obra era razonar que la unidad nacional española sólo se había conseguido mediante la concesión de fueros a ciudades que de esa manera estuvieron dispuestas a apoyar la posibilidad de unificación. Las «provincias» son, en general, los antiguos reinos, pero Pi admite que después de cincuenta años de existencia de la nueva división provincial, algunas nuevas provincias se habían consolidado. Por consiguiente, las unidades integrantes de la federación son los antiguos reinos y algunas de las nuevas provincias, siendo bajo la iniciativa de unas y otras, sin coerción alguna. Finalmente, acabó considerando que estas provincias son «naciones de segundo grado», con lo cual el concepto de «Nación española» se transforma en «Nación de naciones». A nivel socioeconómico, Pi seguía pensando en un modelo industrial basado en el predominio de la economía urbana y de la multiplicación de los pequeños productores libres e iguales unidos por el pacto, en el seno de

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una sociedad descentralizada y apoyada en la vida autónoma de sus elementos orgánicos. Era partidario igualmente de una reforma social, centrada en el pacto entre obreros y patronos, a través de los jurados mixtos, en el reconocimiento del asociacionismo obrero y en el derecho de huelga. Preconizó una reforma agraria con formas de propiedad y cultivos colectivos, pero no propugnó la expropiación y la distribución gratuita de las tierras, sino la adquisición por compra en forma de transformación de los arrendamientos en censos y la redención de los censos a plazos. Francisco Pi y Margall falleció el 29 de noviembre de 1901.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Pi y Margall define la reacción «La reacción es, en su mayor generalidad, la esclava de la tradición histórica, el brazo de la idea de poder, la espada de la propiedad, de la monarquía y de la Iglesia. Hoy, admite ya límites para las tres instituciones; mas rechazada sin cesar, parte por la fuerza, parte por la de los sucesos, trabaja a pesar suyo por la completa restauración de su principio.» (Francisco Pi y Margall, La Reacción y la Revolución, 1854)

2.

El progreso según Emilio Castelar «La verdad es que no se puede ir contra las leyes de la naturaleza, contra las leyes de la conciencia. El espíritu es uno, como la naturaleza es una en esencia. La ley del espíritu es la contradicción, porque el espíritu es libre. Si no hubiese bien y mal, no habría moral; si no hubiese vicio, no habría libertad; si no hubiera versad y error, no habría ciencia; si no hubiera fealdad y hermosura, no habría arte; si no hubiera materia y espíritu, no habría hombre. Esta es la eterna antítesis de la naturaleza humana.» (Emilio Castelar, La fórmula del progreso, 1858)

3.

Emilio Castelar define la democracia «No existe sólo la ley de las sociedades y del individuo, sino que existe una serie de leyes fundamentales que corresponden a cada una de las facul-

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tades humanas; la voluntad que se expresa en el sufragio universal; la conciencia, en el jurado; la razón, por las universidades, y todas las grandes asociaciones humanas se han de organizar en estos dos principios de libertad y de igualdad, los cuales se resumen en estos otros sublimes, que deben coronar todo el edificio social en el principio de justicia. He aquí toda la escuela democrática.» (Emilio Castelar, Discurso a favor de la forma republicana de gobierno, Diario de Sesiones del Congreso, 20-V-1869)

4.

Emilio Castelar defiende la libertad religiosa «Y, sin embargo, la conciencia humana ha concluido para siempre el dogma de la protección de las Iglesias por el Estado. El Estado no tiene religión; no la puede tener, no la debe tener. El Estado no confiesa, el Estado no comulga, el Estado no se muere. Yo quiero que el señor Manterola tuviese la bondad de decirme en qué sitio del Valle de Josafat va estar el día del Juicio el alma del Estado que se llama España.» (Emilio Castelar, Diario de Sesiones del Congreso, 12-IV-1869)

5.

Emilio Castelar defiende la República como alternativa a la Monarquía «La República es una forma de gobierno saludable, porque impide a un solo hombre, a una sola familia, convertir en ley sus caprichos y arrastrar una sociedad entera en el torbellino de las pasiones, dejando al individuo, al municipio, a la provincia, que se gobiernen dentro de sus propios derechos, y reduciendo el poder central en sus facultades hasta el punto de derivarlo del pueblo, tenerlo sujeto al pueblo, y renovarlo en breve plazo para la voluntad del pueblo.» (Emilio Castelar, «Manifestación republicana», en La Igualdad, 30-XI-1868)

6.

Pi y Margall define el modelo federal «Queremos la autonomía de las provincias todas, y a todas con la libertad para organizarse como lo aconsejan la razón y sus especiales condiciones de vida. Somos federales precisamente porque entendemos que las diversas condiciones de vida de cada provincia exigen no la uniformidad, sino la variedad de las instituciones (…) Diversidad de condiciones de vida exige

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en los pueblos diversidad de leyes, por no partir de este principio el régimen unitario es en España, como en todas partes, perturbador y tiránico.» (Francisco Pi y Margall, Las Nacionalidades, 1876)

7.

Pi y Margall define la nación «¿Qué es al fin un pueblo? Un conjunto de familias. ¿Qué es la provincia? Un conjunto de pueblos. ¿Qué es la nación? Un conjunto de provincias. Ha formado y sostiene principalmente estos tres grupos, la comunidad de intereses ya materiales, ya morales, ya sociales, ya políticos. Los intereses del municipio mantienen reunidos a los individuos, la de la provincia a los pueblos; los de la nación a la provincia.» (Francisco Pi y Margall, Las Nacionalidades, 1876)

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䉴 TEMA 8 LA RESTAURACIÓN Pedro Carlos González Cuevas

INTRODUCCIÓN El advenimiento del régimen de la Restauración supuso el triunfo final del orden conservador-liberal, si se quiere «doctrinario», sobre el proyecto liberal-democrático que se intentó llevar a cabo a lo largo del denominado «Sexenio Revolucionario», primero con la Monarquía de Amadeo I y luego con la efímera I República. Igualmente, fue un triunfo del liberalismo sobre el tradicionalismo carlista y sobre los intentos de retorno al orden moderado de 1845. En ese sentido, el régimen de la Restauración ha sido considerado, según el prisma ideológico del historiador, como el más estable y duradero de la España contemporánea —más de medio siglo— o como un sistema farsante de una España «oficial» divorciada de la «real» e incapaz de modernizarse. La primera interpretación destaca su carácter «civilista» y liberal e igualmente los progresos experimentados por la sociedad española bajo su égida. Frente a esa opinión, la segunda de las interpretaciones destaca sus aspectos negativos: denuncia el autoritarismo, el sistema oligárquico de partidos «turnantes», el caciquismo, la corrupción del sistema electoral, la falta de representatividad popular del Estado y la incapacidad de llevar a cabo las reformas sociales y políticas y una real estabilidad del sistema. Ni que decir tiene que ambas interpretaciones contienen importantes dosis de verosimilitud; pero ninguna de las dos resulta, a nuestro modo de ver, enteramente válidas. No obstante, es preciso señalar que el régimen de la Restauración supuso respecto a las prácticas políticas cotidianas de la España isabelina, una nueva cultura de gobierno para las fuerzas conservadoras. A lo largo de la Restauración, se valoraron más los elementos de consenso en la vida política y existió una mayor sensibilidad hacia lo moderno. Sin embargo, la Restauración fue igualmente el reflejo de la debilidad del liberalismo en la sociedad española. La hegemonía intelectual de los sectores conservadores, sobre todo de la Iglesia católica, fue una de las caracte-

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rísticas esenciales de este período. El conservadurismo liberal terminó cerrando las puertas a la integración de nuevas fuerzas sociales, políticas e intelectuales. La inicial conciliación canovista de las distintas familias políticas liberales, válida, quizás inevitable en 1876, fue una cosa; y otra muy diferente su extensión, por así decirlo, a lo largo de casi cincuenta años.

1.

ANTONIO CÁNOVAS DEL CASTILLO: EL LIBERALISMO ECLÉCTICO

Nacido en Málaga en 1828, Antonio Cánovas del Castillo se distinguió, desde edad muy temprana, por una profunda vocación intelectual y política. A los veinte años, publicó una novela histórica, La campana de Huesca, y poco después acometió una obra, no de investigación, sino de interpretación histórica, Historia de la decadencia de España, de cuyo contenido se arrepintió posteriormente; pero nunca renunció a una visión muy pesimista de la historia de España. Cánovas inició su carrera política en el sector «puritano» del Partido Moderado; y fue el redactor del célebre Manifiesto de Manzanares, origen de la Unión Liberal. En ese sentido, y pese a sus cambios de perspectiva ideológica, existió una profunda continuidad en su trayectoria política. Siempre consideró que la consolidación del Estado liberal pasaba por la reconciliación efectiva entre las diversas familias liberales. Doctrinalmente, Cánovas no se sintió influido por el krausismo; y, en general, estuvo de acuerdo con los críticos católicos. Krausismo equivalía a «panteísmo». Su interés estuvo centrado en las aportaciones de los liberales doctrinarios —François Guizot, en particular—; al igual que en la obra de Edmundo Burke, cuyas Reflexiones sobre la Revolución en Francia, consideraba un monumento de sabiduría política. De igual forma, se identificó con los planteamientos de los moderados «puritanos» como Nicomedes Pastor Díaz, Pacheco y de ilustrados como Jovellanos. Sus relaciones intelectuales con los tradicionalistas españoles y franceses, como Balmes, Donoso o Joseph de Maistre, fueron ambiguas; críticas y asuntivas, a la vez. Tampoco fue inmune a la influencia de la filosofía neoescolástica que el Padre Zaferino González se encargó de difundir en España. Culto y con vocación intelectual, Cánovas careció, en el fondo, de originalidad teórica y de sistematismo. Su idea de socialismo, influida por Pastor

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Díaz, fue muy vaga; y desconoció a Karl Marx. No existen huellas en su pensamiento del positivismo de Augusto Comte, ni del idealismo de Hegel. La base filosófica del político malagueño fue mínima y muy tradicional. Ante todo fue un ecléctico y un pragmático. Su proyecto político se inscribe en la percepción de la crisis y disfuncionalidad del liberalismo democrático en el contexto de una sociedad como la española y en los problemas suscitados por la consolidación del régimen liberal. Su objetivo fue la disolución del potencial subversivo de la articulación entre liberalismo y democracia, reafirmando la centralidad del liberalismo, concebido, ante todo, como defensa del derecho de propiedad, y en oposición al componente democrático que se apoya en la igualdad de derechos y en la soberanía popular. A ese respecto, puede hablarse en Cánovas de un intento consciente de «conservadurización» del liberalismo; y esta es la razón de que el político malagueño recurra a un conjunto de temas del tradicionalismo ideológico, del conservadurismo liberal y de la neoescolástica a la hora de legitimar la desigualdad social y política. Fiel heredero de la tradición conservadora-liberal, el proyecto canovista admitía de modo pragmático aquellas transformaciones políticas y sociales que parecían ya irreversibles; pero intentaba conservar, al mismo tiempo, determinadas concepciones e instituciones tradicionales. A partir de ahí, Cánovas recurre a la teología, si bien desde una perspectiva más secularizada que la de los tradicionalistas, en cuyo marco conceptual podía darse solución a la problemática fundamental de la justificación del orden social, mediante el recurso a la fundamentación divina. Como tradicionalistas y neoescolásticos, Cánovas sometió a una dura crítica los supuestos del positivismo y del krausismo, filosofías ambas inmanentistas y materialistas, propugnando como alternativa el «espiritualismo católico», en el que veía no sólo el más sólido fundamento de las ciencias sociales, sino de la misma sociedad, que sólo podía alcanzar auténtica legitimidad en «las altas regiones de la Metafísica y de la Teodicea». De acuerdo con esta perspectiva, existe en Cánovas una valoración profundamente negativa de las consecuencias sociales y políticas del proceso de secularización, en la que veía una de las causas profundas, quizás la fundamental, de los progresos del socialismo entre las clases trabajadoras. Consecuentemente, está presente en Cánovas una concepción providencialista de la historia. Dios es autor del organismo social y de «los destinos

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peculiares de la humana especie». Lo fundamental del providencialismo eran sus consecuencias políticas, al implicar una visión restringida de la vida social y política. De ahí su insistencia en que sólo podemos aspirar a transacciones —se transige con los males menores, para evitar los mayores—; y sus críticas al igualitarismo, consecuencia y desarrollo, desde la Ilustración a la Revolución francesa, del deletéreo «espíritu moderno». Sin embargo, este providencialismo no implicaba una negación estricta de la libertad humana ni del progreso. La suya no era una concepción catastrofista que en cada avance vive dramáticamente el contraste entre la imposibilidad y del deseo de regreso; era una concepción pragmática que consideraba la historia como un proceso que se desarrolla de manera continua a través de la inserción de lo nuevo en lo viejo, derivado de una evolución y no producto de metas o intenciones. Su mismo concepto de Restauración tenía que ver con ello. Cánovas no buscaba un retorno al pasado sin más, sino un nuevo equilibrio entre las nuevas y viejas realidades políticas y sociales: «(…) continuamos —dirá— lo que no podemos por menos que continuar, que es la historia de España». Sobre la base del derecho natural católico, Cánovas justificó el capitalismo y la libre concurrencia. La propiedad privada era un derecho natural, un derecho absoluto y exclusivo del individuo anterior al Estado. La sociedad civil se constituye como perfeccionamiento de las diferencias reales en el orden de la posesión; en definitiva, la propiedad es «a modo de raíz de esa planta magnífica que apellidamos civilización». Cánovas daba prioridad a la propiedad inmueble sobre la industrial, porque era la garantía de la continuidad social, ya que era capaz de establecer una relación armónica entre los poseedores y la propiedad, al conferir al propietario los derechos y privilegios que la dan su posición en la sociedad, en tanto que no se da por compra, sino por herencia; y que «prolonga más allá del sepulcro la familia, y en la familia la patria, y en la patria el orden social por entero». La propiedad privada tenía por fundamento la existencia de capacidades diferentes entre los hombres. Fue característico de Cánovas, en ese sentido, el recurso a la naturaleza como realidad inmutable a la hora de explicar y legitimar las desigualdades sociales. Estas desigualdades procedían de Dios y las minorías inteligentes «gobernarán siempre el mundo, en una forma u otra». La propiedad privada no sólo simboliza una relación de poder social, sino también una relación de poder político. Si una persona tiene derecho a la propiedad es porque la ley le protege; y, por lo tanto, depende, en última

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instancia, de las instituciones políticas, aunque éstas últimas dependan, a su vez, de la compenetración con las estructuras sociales. Aquí se dan los rasgos característicos de la concepción realista que siempre caracterizó a Cánovas. Pese a su permanente recurso a la metafísica, la esfera de la política fue, para él, la esfera donde se desarrollan las relaciones de poder y dominación, relaciones marcadas por la lucha incesante entre individuos, grupos y clases sociales en torno a la propiedad. Por ello, el concepto de legitimidad que subyace en sus escritos es de claro signo pragmático. El requisito funcional prioritario a partir del cual debía juzgarse la viabilidad o la legitimidad de cualquier sistema político era su capacidad de defensa del orden social concreto: «(…) quien alcance a defender la propiedad ese tendrá aquí y en todas partes, aún cuando nos opusiéramos, la verdadera legitimidad». De esta concepción de la sociedad y de tal fundamento material se deduce el concepto de Estado y la fórmula nacional defendida por Cánovas. En el contexto de una sociedad individualista y competitiva, el ejercicio de la libertad era solo posible en un Estado fuerte. Con su habitual realismo, Cánovas percibió claramente que el individualismo liberal necesitaba recurrir permanentemente a la autoridad del Estado. El resultado del libre juego de las fuerzas sociales y económicas no producía armonía entre los individuos y las clases, sino desigualdad y perturbaciones. En tales condiciones, resultaba necesario configurar un Estado capaz de hacer frente a la conflictividad social. En ese sentido, el Estado es para Cánovas, aunque luego como veremos evolucionó en sus concepciones sociales, una instancia política comisionada de forma prácticamente exclusiva para la defensa del orden social en general y de la propiedad privada en particular. Pero, a juicio de Cánovas, el Estado no es verdaderamente fuerte y poderoso si no resulta ser una «gran creación de los siglos». El Estado canovista es producto y servidor de la nación; no su creador. De ahí su concepto de nación. En principio, Cánovas partía de la diversidad de ambientes geográficos y culturales; y veía en ellos una razón para mantener la diversidad de las leyes y de las agrupaciones humanas. El espíritu de los individuos no es una tabula rasa; se encuentra informado gracias a las tradiciones a las que pertenece; y los propios pueblos se comportan de acuerdo con su historia: «Joseph de Maistre tuvo razón al decir que basta que un Constitución pueda aplicarse a distintos pueblos para saber que a ninguno conviene». Por ello, rechazó el planteamiento voluntarista del hecho nacional, que identificó con las ideas defendidas por Ernest Renan en su conocida conferencia

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¿Qué es una nación? Las naciones sobre «obra de Dios» o de «la naturaleza»; y, en consecuencia, unidas por principios anteriores y superiores a cualquier pacto social expreso; son producto de un largo proceso de agrupación y de formación, «... fábricas lentas y sucesivas de la historia, nacen de una aglomeración arbitraria o violenta, la cual poco a poco se va solidificando y hasta fundiendo al calor del orden, de la disciplina, de los hábitos correlativos de obediencia y mando, que el tiempo hace instintivas, espontáneos, como naturales…»

En consecuencia, la existencia de una nación no se encuentra vinculada a la voluntad de sus habitantes, sino que goza de una superpersonalidad, que no se crea ni se destruye por la voluntad de sus miembros. Cánovas acepta el concepto de voluntad nacional, pero no se trata de la voluntad de los individuos, sino de la tradición histórica. Como creación de los siglos, la nación tiene su propio desarrollo; y éste se configura en torno a la denominada «constitución interna» o «histórica», es decir, la fórmula política acuñada por la nación a lo largo de su historia, y que, en España, se define de acuerdo con el dogma doctrinario por la unión permanente de la Corona y las Cortes. Corona y Cortes no son, sin embargo, términos equivalentes. La Corona no es una simple fórmula de gobierno; es la médula misma del Estado español, que representa, por sí misma, una legitimidad histórica que se encuentra por encima de las determinaciones legislativas. Pero en la valoración canovista de la Monarquía entran no sólo argumentos de carácter historicista. Para Cánovas, la debilidad del liberalismo español, al no surgir espontáneamente de la sociedad, necesita del apoyo y de la tutela de las instituciones tradicionales. Y es que, por otra parte, dada la fragmentación nacional y social, la Monarquía venía a ser el «único vínculo de unidad». Como liberal, su ideal era el de una Estado centralista unido por un sentimiento nacional común sin territorios dotados de instituciones políticas privativas y donde ele eje de la soberanía fuesen la Cortes con el Rey. A juicio de Cánovas, la centralización había supuesto la «civilización y la libertad». Además, la Monarquía venía a sancionar y a defender el principio de propiedad privada y su continuidad social. La idea de trasmisión hereditaria del poder era uno de los principales momentos que ligaba la familia al orden social y estatal. La imagen de la Monarquía era, pues, la imagen ori-

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ginaria del dominio social y político de la propiedad, «su desenvolvimiento histórico». De la misma forma, Cánovas vio en la Monarquía el instrumento más eficaz para estabilizar definitivamente el régimen liberal en España, poniendo fin a la preponderancia militar, mediante la figura del «Rey soldado», en cuya configuración influyó el modelo prusiano. En contraste, la República aparecía, en la formulación canovista, como una forma de gobierno esencialmente revolucionaria y anárquica, que representaba «la utopía religiosa», es decir, el ateísmo; lo mismo que la utopía «política» y «económica», es decir, la igualdad. Por otra parte, Cánovas juzgó esencial para su proyecto político la alianza con la Iglesia católica. Religión y política eran dos caras de la misma moneda. Cánovas contempló a la religión como instrumentum regni. La religión y la Iglesia católica podían garantizar un consenso tácito de amplias capas de la población al sistema político y social. En el fondo, para él, la religión era la única forma de educación directa del hombre carente de ilustración y de propiedad, socializándolo a través de la comunicación autoritaria de dogmas y prejuicios, convirtiéndose, por lo tanto, en la antítesis de la revolución y del socialismo. A lo largo de toda su vida política, Cánovas se mostró como un enemigo encarnizado de la democracia y del sufragio universal, a los que interpretaba como antesala de la revolución y del socialismo, al otorgar potestad decisoria a las masas desprovistas de propiedad. Fue siempre defensor del voto censitario, basado en criterios de propiedad e ilustración. A nivel de la política cotidiana, el método canovista era la transacción, el encuentro en el punto medio; no la aplicación estricta de unas tesis programáticas. La política era, a su juicio, «el arte de realizar en cada momento histórico aquella porción del ideal del hombre que taxativamente permiten las circunstancias». Una vez conseguido el poder, tras el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto, Cánovas gobernó, durante el proceso de asentamiento del nuevo régimen, hasta 1877, con medidas de excepción; fue la denominada «dictadura de Cánovas», en la que se aplicó la represión y el control de las libertades públicas y de prensa, aunque con criterios muy selectivos. Creó, además, su propio partido político, el Liberal-Conservador.

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De inmediato, Cánovas intentó integrar a la Iglesia católica en el régimen. Con ese objetivo, procedió a cambios legales, como el de la diferenciación entre hijos legítimos e ilegítimos, el restablecimiento del matrimonio canónico, la devolución de archivos, bibliotecas, etc., a los cabildos y corporaciones religiosas, y de las propiedades del clero existentes en poder del Estado, exceptuadas la permutación consensuada con la Santa Sede. Se dispuso, además, que fuesen castigados con suspensión los diarios que insertasen insultos contra la Iglesia o la religión católica. La medida más polémica fue la expulsión de la Universidad de los catedráticos krausistas, cuya presencia en los claustros había sido tan criticada por los sectores católicos. Se decretó la fidelidad de toda enseñanza, incluso científica, al dogma católico; y se prohibió que en cualquiera de las explicaciones hubiera afirmaciones contrarias a los principios católicos. La expulsión de los catedráticos krausistas llevó a la fundación de la Institución Libre de Enseñanza, pronto convertida en auténtica bête noire de las fuerzas católicas. En gran medida, los objetivos de Cánovas de cumplieron. El Vaticano reconoció al nuevo régimen. De la misma forma, logró neutralizar al carlismo, todavía en guerra, a los tradicionalistas y a los moderados históricos partidarios del retorno de Isabel II al trono. A los carlistas no sólo los derrotó en el campo de batalla, sino políticamente con la atracción del clero y de la figura de Ramón Cabrera al campo alfonsino. Tras el final de la guerra carlista, se abolió el régimen foral en las provincias vasconavarras. No obstante, Cánovas instauró, como contrapartida, el sistema de concierto económico. Otra de las tácticas seguida por Cánovas para afianzar el régimen por la derecha fue la del ennoblecimiento de las elites militares, empresariales e intelectuales. De hecho, durante la Restauración, se produjo una auténtica edad de oro para la nobleza, que adquirió un nuevo volumen y protagonismo social. Consolidada la situación política, Cánovas convocó, tras unas elecciones por sufragio universal necesariamente fraudulentas, una comisión de notables encargada de redactar las bases de una nueva Constitución. La Monarquía no fue sometida a discusión; era el gobierno «natural», la «constitución interna» de España; y, en consecuencia, no había lugar a deliberar. El principal objeto de discusión fue el artículo 11, donde se postulaba la tolerancia de cultos, y no la unidad católica. Una tolerancia ciertamente muy restrictiva; pero que levantó oleadas de indignación en la Santa sede, en la

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nunciatura, en la aristocracia, en los moderados históricos y en los tradicionalistas. Cánovas, con apoyo de Alfonso XII, se enfrentó a esta ofensiva. Su tesis era fundamentalmente pragmática, señalando que en la inmensa mayoría de los países europeos se practicaba «si no la libertad absoluta, la tolerancia religiosa, por lo menos». En ese sentido, la intolerancia total era incompatible con el mundo moderno. Finalmente, y tras no pocas discusiones, el artículo 11 aprobó la confesionalidad católica del Estado, estableciendo, a continuación, la tolerancia religiosa «salvo en el respeto debido a la moral cristiana» y no permitiendo «otras ceremonias, ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado». Todo lo cual, sobre todo con respecto a la situación inaugurada a partir de 1868, supuso un claro triunfo del catolicismo. A partir de ese artículo, el Estado no se inhibía de la cuestión religiosa; se colocaba al lado del catolicismo; le apoyaba y se dejaba apoyar por él. No reconocía la libertad de cultos; se prometían tolerancias. El «error» era lo que la Iglesia católica consideraba tal. Sólo que, frente a la intolerancia preconizada por la jerarquía católica, tradicionalistas y moderados históricos, el Estado, en tanto que liberal, decía garantizar un mínimo de privacidad donde el «error» debía ser tratado con ciertos límites. El resto de los artículos se aprobó prácticamente sin debate. La Constitución de 1876 siguió los postulados doctrinarios de soberanía compartida entre el Rey y las Cortes. Aumentaron los poderes del Monarca: el Rey podía convocar, suspender y cerrar las Cortes; nombrar y separar libremente a los ministros. Disponía, además, del mando supremo del Ejército y la Armada; lo cual se consideraba vital tanto para evitar nuevos pronunciamientos militares y de partido como para defender de forma más coherente el orden social y político. Sin embargo, ello iba a tener como consecuencia una importante autonomía del poder militar sobre el civil. Las relaciones del Ejército con la Corona no pasaron, sobre todo a lo largo del reinado de Alfonso XIII, por el tamiz del Parlamento. Y, de hecho, el militarismo no desapareció durante la Restauración; simplemente, adoptó nuevas formas y nuevos contenidos; en particular, la militarización de importantes parcelas de la Administración. Las Cortes, formadas por el Congreso y el Senado, eran copartícipes con el Rey en la soberanía nacional. El Congreso estaba compuesto por representantes elegidos, en un primer momento por voto censitario; y luego, a partir de 1890, por sufragio universal masculino. El Senado se configuró como feudo de la aristocracia, de los poderes tradicionales —Ejército e Iglesia— y de las élites sociales y políticas.

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Pronto salieron a la luz las críticas de los grupos liberales y krausistas fuera del sistema restaurador, al que denominaban despectivamente «Monarquía doctrinaria». Así, Gumersindo de Azcárate estimaba que la construcción política de Cánovas dejaba «vivo en el fondo lo esencial del antiguo régimen». Otro krausista, Francisco Giner de los Ríos, acusó permanentemente al doctrinarismo canovista de carencia de sistema, de estar «vacío de contenido», convirtiéndose en mero oportunismo político, al servicio de las oligarquías reaccionarias. Sin embargo, Cánovas tuvo, como veremos, el suficiente talento político para propiciar el acuerdo con algunos sectores políticos provenientes de la Septembrina, de cara a la consolidación del régimen. Cánovas era admirador del modelo bipartidista británico. Dos grandes partidos coincidentes en lo esencial; y que, en consecuencia, fueran capaces de alternar en el poder mediante un pacto previo. Ambos partidos debían ser, según Cánovas, «dos aspectos del mismo organismo, dos fuerzas que indistintamente sean empleadas por la Corona según las circunstancias». A ese respecto, Cánovas distinguió entre partidos legales e ilegales, dinásticos y antidinásticos. Los primeros eran los que aceptaban la Monarquía de Alfonso XII y los principios de la «constitución interna»; los segundos, aquellos que no aceptaban aquellas condiciones. Quedaban, así, fuera de la legalidad de la Restauración republicanos, carlistas y partidos obreros, anarquistas y socialistas. Cánovas evolucionó en sus planteamientos económicos y sociales. De ello fue muestra el proteccionismo que adoptó y su polémica política arancelaria. En un principio, negó que el liberalismo implicara el librecambio. En el fondo, el proteccionismo era la consecuencia natural y lógica de su concepción del hecho nacional. Cánovas consideraba el cosmopolitismo como una doctrina artificial y falsa; tampoco creía en las confederaciones supranacionales. Por ello, definió igualmente a la nación en términos económicos como «una vasta sociedad agrícola y mercantil, y hasta una sociedad cooperativa». Desde tal perspectiva, el librecambismo era «una doctrina irracional y atentatoria ante todo y sobre todo del principio de las naciones independientes». Frente al librecambismo se imponía, en consecuencia, en las naciones pobres la cooperación entre los distintos sectores sociales para defender la independencia nacional, constituyendo mercados nacionales. Otro desafío ideológico vino de la nueva doctrina social de la Iglesia propugnada por León XIII en la encíclica Rerum novarum. A partir de la pro-

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mulgación de la encíclica e igualmente de la política social propugnada por el canciller alemán Otto von Bismarck, teorizada, entre otros, por Lorenz von Stein, Cánovas no dudó en someter a crítica su anterior individualismo económico. A la altura de 1890, Cánovas rechazó la doctrina del laissez faire y propugnó la necesidad de un «eclecticismo práctico sediento de conciliación y de paz». El sentimiento de caridad y de resignación cristiana no eran ya suficientes. Era más ventajoso «el concierto entre patronos y obreros, con o sin intervención del Estado, pero llegando éste siempre que haga falta». Los conservadores presentaron en 1891 y 1892 sendos proyectos de ley sobre descanso dominical y condiciones de trabajo de mujeres y niños, que no lograron suficiente consenso parlamentario.

2.

LA UNIÓN CATÓLICA: UN INTENTO DE TRADICIONALISMO ALFONSINO

A lo largo del primer período de la Restauración, se pusieron de manifiesto las divisiones del carlismo en torno a la política a seguir en el nuevo régimen, tras la derrota militar. Unos eran partidarios del retraimiento político; otros de la preparación de un nuevo alzamiento militar. Existió, sin embargo, un sector de la derecha antiliberal, no proveniente del carlismo, sino de las diversas facciones neocatólicas, dispuesto a la transacción con la legalidad alfonsina. Fue el grupo de la llamada Unión Católica, dirigido por Alejandro Pidal y Mon. Miembro de una acaudalada familia de tradición moderada, Pidal y Mon había nacido en Madrid en 1846. Cursó estudios de Derecho en la Universidad Central y se sintió atraído por la filosofía de Santo Tomás de Aquino. Sus ideas políticas y filosóficas son inseparables de la restauración tomista propugnada por la Iglesia católica a partir del Concilio Vaticano I y la encíclica Aeternis Patris, de 1879. Su maestro por antonomasia fue el Padre Zaferino González y Díaz-Tuñón, en quien Pidal veía al sucesor de Balmes y Donoso Cortés en el campo de la apologética católica. Y tuvo ocasión de recibir sus lecciones en el madrileño convento de la Pasión, al lado de Ortí y Lara y de Eduardo Hinojosa. La neoescolástica ocupó el puesto del tradicionalismo, en tanto que filosofía católica. La Santa Sede condenó el tradicionalismo en sus enun-

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ciados de carácter dogmático —revelación primitiva, denuncia de la razón natural, etc.—; pero aceptó, de hecho, la teoría tradicionalista del Estado y de la sociedad, sobre todo en la autocomprensión práctica de la autoridad eclesiástica. La doctrina tradicionalista de la soberanía fue asumida, a través de la concepción práctica del primado y la infalibilidad del Papa. Pidal ofreció a la Restauración esa filosofía legitimadora. La neoescolástica establecía la razón soberana de Dios y los límites de la razón humana, mediante la restauración de la metafísica. De esta forma, se superaba, a nivel especulativo, la crisis inaugurada por el racionalismo, cuyo principal efecto social y político era la secularización de las sociedades. La metafísica ofrecía la imagen de un mundo acabado y perfecto, sin contradicciones, como producto de la voluntad suprema de Dios. Igualmente, Pidal se mostró acerbo crítico del krausismo, en cuya entraña veía un «panteísmo socialista», que había nacido para dar legitimidad a la revolución. Pidal fue, en un primer momento, uno de los críticos más acerados, desde la derecha, de Cánovas y su proyecto político. Consideró la Constitución de 1876 contaminada de liberalismo, sobre todo por su abandono del principio de unidad católica; y defendió la restauración del texto constitucional de 1845. El político católico fue consciente, sin embargo, de la estabilidad conseguida por el orden canovista y, no sin reticencias, fue adaptándose a la nueva situación, con todas sus consecuencias. Pidal fue un posibilista de derecha, a medio camino entre el tradicionalismo carlista y el conservadurismo liberal de Cánovas. Sin viabilidad, por el momento, su «tesis» de la unidad católica, no vio otra posibilidad que aceptar la «hipótesis», tal y como la veía Cánovas; y confiar al tiempo y a nuevos esfuerzos la tarea de rehacer y revisar el orden político surgido del pronunciamiento militar de Sagunto. «Querer lo que se debe y hacer lo que se puede», tal fue la divisa de su acción política. En ese sentido, su proyecto político fue una reedición del propugnado por Balmes y el marqués de Viluma, es decir, la apertura al carlismo y la extensión del frente político tradicional contra los liberales. En un principio, Pidal lanzó, desde el Parlamento, una llamada a «las honradas masas carlistas», con el objetivo de formar un bloque político católico. El llamamiento fue muy mal recibido por la dirección carlista, que acusó a Pidal de pretender atraerse a sus bases para consolidar en el trono a Alfonso XII y, de paso, al régimen liberal. Lo cual no impidió que los pidalianos y algunos antiguos neocatólicos se reuniesen en enero de 1881, con el pretexto de feli-

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citar al obispo francés Freppel por sus campañas contra la legislación laicista de la III República. A iniciativa de Pidal se redactó una carta de adhesión al obispo en la que aparecían los nombres de importantes miembros de la intelectualidad católica, junto a un buen número de aristócratas: Pidal, Ortí y Lara, Galindo y Vera, Carbonero y Sol, Valentín Gómez, Damián Isern, Sánchez de Toca, Marcelino Menéndez Pelayo, Eduardo Hinojosa, etc. Los anatemas carlistas contra Pidal y sus partidarios no tardaron en llegar; se les apellidó «mestizos», «apóstatas», «traidores» y, sobre todo, «liberales». Pese a ello, Pidal fue organizando la que vino a llamarse Unión Católica, que, en sus comienzos, contó con el apoyo de un sector de la intelectualidad católica y de la aristocracia, con el beneplácito de un influyente sector de la jerarquía eclesiástica. Frente a sus críticos tradicionalistas, Pidal presentó sus objetivos como meramente religiosos, «conservar y defender su Fe y para ejercitarla en obras», «poner dique a la revolución anticatólica y antisocial y para estrechar más y más los vínculos entre sí y sus pastores los Reverendos Señores Obispos». La nueva agrupación se decía heredera de las aspiraciones de los pontífices Pío IX y León XIII, así como de los proyectos de Balmes y de Aparisi y Guijarro. No tenía otro objetivo que la recatolización de la sociedad española, instaurando «el reinado social de Jesucristo». Contra las disensiones de los católicos españoles, León XIII publicó, en 1882, la encíclica Cum Multa, donde exhortaba a unir fuerzas. Pero ni ésta ni las recomendaciones de los obispos hicieron posible el proyecto pidaliano, que en ningún momento pudo disfrutar del apoyo popular del carlismo. En vista de este fracaso, Pidal optó finalmente por integrarse en el Partido Liberal-Conservador de Cánovas. La importancia de la Unión Católica fue, ante todo, de orden intelectual. Entre sus militantes, se encontraba Zeferino González, principal representante de la neoescolástica española, promovido por la Restauración al arzobispado de Sevilla y Toledo; y luego al cardenalato. Fue autor de una serie de obras interesantes como Historia de la Filosofía o La Biblia y la Ciencia, de carácter apologético. El cardenal González no fue, al menos en el contexto español de la época, un reaccionario integral; y, de acuerdo con los postulados de la neoescolástica, sometió a fuerte crítica los puntos más radicales del tradicionalismo filosófico, en particular el fideísmo, el pesimismo y la denuncia de la razón natural. Aunque muy crítico con los contenidos del

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proyecto de la modernidad, consideraba imposible un retorno a la etapa aristotélica, premoderna. Como Balmes, fue un ecléctico. Su programa político consistía en la restauración de una «Monarquía templada», «muy lejos de nuestras monarquías constitucionales en las que el rey reina pero no gobierna»; y en la crítica a la economía política liberal, a la que oponía «la economía política cristiana», centrada, no en el individuo, sino en el «bienestar moral de la comunidad». Otros miembros de la Unión Católica fueron la novelista Emilia Pardo Bazán, autora de Los pazos de Ulloa; el historiador del Derecho Eduardo Hinojosa; el marqués de Vadillo, defensor del derecho natural y crítico de la secularización. Y, sobre todo, el historiador Marcelino Menéndez Pelayo, cuya figura y obra merece párrafo aparte.

3.

EL HISTORICISMO TRADICIONALISTA DE MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO

Nacido en Santander en 1856, Marcelino Menéndez Pelayo fue el historiador por antonomasia de la derecha española. Lo que Hipólito Taine y Numa Denis Fustel de Coulanges fue para la derecha francesa lo fue Menéndez Pelayo para el conjunto de la española. Nacido en un ambiente de clase media tradicional, su formación intelectual tuvo una clara impronta catalana. A lo largo de su etapa de estudio en Barcelona, se impregnó del romanticismo conservador que caracterizó a los ambientes universitarios catalanes. La llamada «generación floralista» representada por Martí D´Eixalá, Milá i Fontanals y Llorens i Barba, fue la más influeyente en la formación del historiador santanderino. A ello habría que añadir la del neocatólico Gumersindo Laverde, muy interesado en el estudio de la ciencia española. Llorens i Barba desarrolló la doctrina idealista del Volkgeist, el espíritu del pueblo. Íntimamente ligada a esta perspectiva filosófica se hallaba la impronta de pensadores tradicionalistas como Jaime Balmes. Para Menéndez Pelayo, el filósofo catalán no sólo supuso un poder intelectual alternativo al liberalismo, sino que expresó, en su opinión, un proyecto político realista y digno de llevarse a la práctica en las circunstancias españolas, como era el final de la excisión dinástica, mediante el matrimonio de Isabel II con el conde de Montemolín y la consiguiente reconciliación entre isabelinos y carlistas. Aquel proyecto era «el único que

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hubiese atajado desastres sin cuento, dando acaso diverso giro a nuestra historia». Igualmente expresó su deuda intelectual con José María Cuadrado, Joseph de Maistre y Edmundo Burke. Menéndez Pelayo se dio a conocer con la célebre polémica de la ciencia española, que fue algo más que una mera digresión sobre el saber filosófico y científico de la España antigua. Se trató, en el fondo, de una polémica sobre la historia de España y el papel del catolicismo en su desarrollo cultural. La cuestión que se desató no fue tanto la existencia o inexistencia de la ciencia española como la definición de lo «lo» español y su necesario correlato, la dirección intelectual y moral de la sociedad española. Frente al krausista Gumersindo de Azcárate y positivistas como Revilla, Menéndez Pelayo intentó rebatir, con gran acopio de datos, la visión liberal-progresista de la trayectoria histórica de España, según la cual el catolicismo —y en particular de la Inquisición— era la causa profunda de la decadencia del país y de la inexistencia de filosofía y ciencia propiamente española. Por el contrario, para el historiador santanderino había existido en España no sólo ciencia empírica, sino tres escuelas filosóficas acordes con su «genio» nacional: el lulismo (Ramó Llull), el vivismo (Juan Luis Vives) y el suarismo (Francisco Suárez). A su entender, la decadencia española a nivel político, social, científico y filosófico se produjo, por el contrario, a partir del siglo  XVIII con el advenimiento de la Casa de Borbón y la Ilustración. No obstante, a lo largo de la polémica, que se prolongó durante años, Menéndez Pelayo hubo de lidiar igualmente con los neoescolásticos como el Padre Fonseca y su propio jefe político Alejandro Pidal, que le acusaron de antitomista. Su hábil y erudita intervención en la polémica le ganó el aprecio de las elites políticas conservadoras y en particular de Cánovas del Castillo. Y, gracias al apoyo de Pidal, logró acceder a la cátedra de Historia de la Literatura en la Universidad Central, a pesar de su juventud. Posteriormente, ingresó en la Real Academia Española, al igual que en la de Historia, Bellas Artes y de Ciencias Morales y Políticas. Tras su paso por la Unión Católica, ingresó, al lado de Pidal, en el Partido Liberal-Conservador de Cánovas. Aunque nunca fue ideológicamente liberal y mantuvo hasta el final su fidelidad a los planteamientos balmesianos, Menéndez Pelayo consideró que sólo en el Partido Conservador se encontraba «hoy la verdadera y genuina representación de los principios tradicionales; sin exageraciones absurdas, fantásticas e imposibles». Como militante

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conservador, llegó a ser diputado y senador por Palma de Mallorca y Zaragoza; pero la política activa nunca le interesó. Sin embargo, en todo momento fue consciente de la dimensión específicamente política del «saber» histórico. La historia, a su juicio, tenía por misión juzgar el pasado e instruir para el porvenir: «No debe ser escrita con esa indiferencia que presume de imparcialidad». Como ya señalamos, en Menéndez Pelayo la influencia del nacionalismo cultural de Herder se complementa con el nacionalismo balmesiano. La influencia de Llorens i Barba impregnó al santanderino de la idea de la nación como un conjunto orgánico dotado de un «espíritu» particular e incardinado permanentemente en ella, a lo largo de su historia. El «espíritu del pueblo» se identificaba con una tradición específica. Como defenderá en su Historia de los heterodoxos españoles, el Volkgeist español era inseparable del catolicismo, «el eje de nuestra cultura». Español equivalía a católico. La historia de España se presenta, en esa obra, como una perpetua disputa entre ortodoxia y heterodoxia religiosa, que se va repitiendo en ciclos de ascenso y decadencia, según sea la Iglesia católica quien dirija moral e intelectualmente a la sociedad española. El «genio» nacional se define por su componente latino y católico. La unidad cultural española procedía de Roma; lo cual excluía la influencia racial y cultural de los germanos. Los visigodos se romanizaron pronto, bajo la influencia de la Iglesia. La conversión de Recaredo al catolicismo dio origen a la unidad nacional, como consecuencia de la unidad de creencias religiosas. La caída del reino visigodo se debió a cuestiones de orden moral, como consecuencia de la relajación de costumbres y el abandono progresivo del catolicismo por parte de la minoría dirigente. Sin embargo, la continuidad del ideal cristiano, como base de la Reconquista, era, a su juicio, evidente. Menéndez Pelayo desdeñaba la influencia de árabes y judíos en la configuración del «genio» nacional. Precisamente, el «carácter» español se forjó en la lucha contra ambos pueblos. Durante el período de la Reconquista, se fortaleció la unidad religiosa y quedó consolidada en la lucha contra el Islam. Inspirada por la Iglesia, la raza hispanolatina obtuvo la victoria final sobre los musulmanes en el reinado de los Reyes Católicos. Menéndez Pelayo justificaba, en ese sentido, la Inquisición con el argumento de que era el instrumento de la unidad religiosa, que tan sólo podía mantenerse mediante el control de las minorías de conversos, judíos, árabes, protestantes y alumbrados. A partir de ahí, Menéndez Pelayo exalta la España de los Austrias, auténtica «Edad de oro», en la que los españoles se convierten en «espada y brazo de Dios»; y donde todo se subordi-

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na a la expansión del catolicismo, sobre todo con el descubrimiento y conquista de América, y con la lucha contra el protestantismo en Europa. La decadencia española fue producto de la modernidad. Se inicia como consecuencia directa del abandono del ideal religioso por parte de las clases dirigentes españolas desde el advenimiento de la Casa de Borbón y de sus ministros ilustrados en el siglo XVIII. Siglo «afrancesado»; siglo de miseria y relajamiento moral; siglo de despotismo administrativo, sin grandeza ni gloria; siglo de impiedad vergonzante, como demostraba la expulsión de los jesuitas; de paces desastrosas, bajo la hegemonía francesa; siglo de centralización administrativa y de asfixia de las libertades municipales y forales. A diferencia de la mayoría de los historiadores españoles del siglo XIX, Menéndez Pelayo no fue castellanista. En su concepción, España era una unidad, sobre todo por la fe, y luego por la historia y la geografía. No obstante, esa unidad «orgánica» no excluía la diversidad regional. Su formación catalana le hizo receptivo a los planteamientos regionalistas —no nacionalistas— que consideraba acordes con la característica espontaneidad del «genio» nacional español, «un gran elemento del progreso y quizá la única salvación de España». La prueba de la superficialidad de la influencia ilustrada en la sociedad española fue la significación de la guerra de la Independencia, auténtico movimiento popular en defensa de la identidad católica y monárquica. Las Cortes de Cádiz supusieron, en contraste, una auténtica traición al significado profundo de la contienda, dando lugar a una Constitución «abstracta e inaplicable». Al santanderino sólo le merecieron elogios Pedro de Inguanzo, Alvarado, Vélez y los demás críticos tradicionales de la obra gaditana. El posterior triunfo y desarrollo del liberalismo fue condenado sin paliativos por Menéndez Pelayo. La desamortización, en concreto, fue, a su juicio, «un inmenso latrocinio», «compra y venta de conciencias». Sin embargo, ello no le llevó a justificar a Fernando VII ni a los carlistas. Seguidor como sabemos de Jaime Balmes, Menéndez Pelayo interpretó las guerras carlistas como guerras de religión; pero nunca se identificó con los partidarios de Don Carlos, e incluso les acusó de ausencia de proyecto político; y es que la cultura carlista «había llegado a tal extremo de penuria que en nada y para nada recordaba a la gloriosa ciencia española de otras edades, ni podía aspirar por ningún título a ser continuadora suya». Tampoco vio en el reinado de Isabel II más que un conjunto de errores y desafueros, condenando tanto a los moderados como a los progresistas,

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a la Unión Liberal y a los demócratas. Sólo Balmes y, con salvedades, Donoso Cortés, y luego los neocatólicos, representaban la genuina tradición nacional. La caída de Isabel II fue interpretada, por Menéndez Pelayo, como una consecuencia no sólo del liberalismo, sino del reconocimiento por parte de España el reino de Italia, que había acabado con el poder temporal del Papa. El «Sexenio» resultó ser una auténtica galería de los horrores, culminación política, social y religiosa del proceso extranjerizante y demoledor que arrancaba de la Ilustración y del posterior desarrollo del liberalismo. El grueso de la culpa lo hacía recaer en los intelectuales krausistas. El antikrausismo de Menéndez Pelayo no tuvo límites; y era heredero de las críticas de Balmes, Navarro Villoslada, Ortí y Lara, Caminero, etc. Para el santanderino, el krausismo llegó a España por casualidad como consecuencia de la «lobreguez» intelectual de Sanz del Río. Negaba asimismo la religiosidad de éstos, que no eran, en el fondo, otra cosa que «ateos disfrazados». Sin embargo, la Restauración no llegó a satisfacerle del todo, al menos en un principio. Como Pidal, aspiraba a una restauración integral del catolicismo, según el proyecto de Balmes. El eclecticismo canovista y su captación de los liberales sagastinos, su aceptación de la tolerancia de cultos, equivalían a una nueva ruptura de la tradición nacional.

4.

CARLISMO E INTEGRISMO

La Unión Católica fue, en realidad, la única aportación del catolicismo tradicional al régimen de la Restauración. El carlismo se mantuvo absolutamente impermeable a las llamadas de Pidal y a los consejos de la jerarquía católica. Sin embargo, fue políticamente ineficaz; y ni tan siquiera supo aprovechar para su causa la conmoción política provocada por la muerte de Alfonso XII en noviembre de 1885. Además, el carlismo demostró nuevamente que era incapaz de mantenerse unido. Cándido Nocedal murió el 16 de junio de 1885. Y Carlos VII, que, en un principio, había apoyado la táctica de retraimiento electoral propugnada por Ramón Nocedal, el hijo del fallecido líder, fue dando mayor protagonismo a los partidarios de la participación política y reorganización del movimiento. Finalmente, nombró su representante político a Francisco

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Navarro Villoslada. La escisión no tardó en llegar. En plena crisis, Nocedal acusó a Carlos VII de no adecuar su actividad política a la legitimidad de ejercicio, acusándole de «traidor» y de «liberal». El Duque de Madrid consumó la expulsión de los disidentes en el Manifiesto de Loredán de 10 de junio de  1888, al que Nocedal respondió con la vehemente Manifestación de Burgos, de 25 de junio de 1889, donde se expuso detenidamente el proyecto político del nuevo Partido Tradionalista o Integrista. El Integrismo llevó hasta sus últimos supuestos el ideal teocrático, según el cual la sociedad el Estado debía estar subordinado a la Iglesia y no tendría que existir la dicotomía entre poder político y poder religioso. Y se apoyaba en los siguientes puntos; absoluto imperio de la fe católica «íntegra», condena del liberalismo como «pecado»; negación de los «horrendos delirios que con el nombre de libertad de conciencia, de cultos, de pensamiento y de imprenta abrieron las puertas a todas las herejías y a todos los absurdos extranjeros»; descentralización regional y un cierto indiferentismo en materia de formas de gobierno. En realidad, su modelo político ideal era el régimen teocrático de Gabriel García Moreno en El Ecuador, que duró desde 1861 a 1875. El teórico más significativo del Integrismo, aparte del propio Ramón Nocedal, fue el propagandista católico Félix Sardá y Salvany, director de la influyente Revista Popular. Su obra El liberalismo es pecado —traducida a ocho idiomas— data de 1885. Para Sardá y Salvany, liberalismo suponía, ante todo, autonomía del individuo con respecto a los dogmas religiosos y a la Revelación. Principios liberales eran, en ese sentido, «la soberanía absoluta del individuo», «soberanía nacional», «soberanía de la sociedad», «secularización», etc. Pero en Sardá y Salvany la crítica al liberalismo adquiría una perspectiva materialista y, en el fondo, anticapitalista y antiburguesa, con la denuncia de la desamortización como «inocuo despojo», base material del liberalismo político. Así pues, para cualquier católico consecuente el liberalismo era sinónimo de «blasfemo, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa de las que las que prohíbe la Ley de Dios y castiga su justicia». La aparición del Integrismo contribuyó aún más a la división de los sectores políticos de la derecha antiliberal. No pudo competir con el carlismo; su incidencia electoral fue escasa; pero ejerció una indudable influencia sobre importantes sectores del clero católico.

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EL POSIBILISMO LIBERAL: SAGASTA

Como hemos tenido oportunidad de ver a lo largo de este capítulo, el régimen de la Restauración nació escorado a la derecha. No obstante, Cánovas del Castillo y los conservadores liberales estuvieron abiertos a la transacción con algunos sectores políticos provenientes de la Septembrina, de cara a la consolidación del sistema político. Los denominados «constitucionales», partidarios del texto de 1869, nominalmente encabezados por el general Serrano, pero bajo la dirección real de Práxedes Mateo Sagasta, aceptaron el papel de oposición dentro del régimen. A partir de  1877, Sagasta se declaró dispuesto a gobernar en el cuadro costitucional de la Restauración. Y es que, tras la experiencia del Sexenio, los liberales más pragmáticos y posibilistas habían llegado a la conclusión de que, antes de haber alcanzado un nivel mínimo de prosperidad y de educación, el experimento democrático-liberal podría ser peligroso. Sagasta supo encarnar esta nueva actitud. Como señaló el historiador Jesús Pabón, con Sagasta «el liberalismo de hoguera y antorcha había de transformarse en un liberalismo al baño maría». Sagasta acató el nuevo régimen, pero proclamando su voluntad de convertirse en «el partido de gobierno más liberal dentro de la Monarquía constitucional de Alfonso XII», al tiempo que afirmaba su fidelidad a la Constitución de 1869: «Amantes sinceros de la libertad, y por lo mismo amantes sinceros del orden; que no hay libertad sin orden ni orden sin libertad». A diferencia de Cánovas del Castillo, Sagasta no fue un doctrinario, sino un político pragmático. Nunca escribió un libro donde expresar de forma abstracta su ideario. Su convicción profunda era que el liberalismo culminaría, tarde o temprano, en la democracia. Y que los liberales debían participar en el consenso político a condición de que hiciera suya paulatinamente los contenidos de la Constitución de 1869. Sagasta intentó llevar a cabo su programa durante el denominado «Parlamento Largo», entre 1885 y 1890. En esos años, el líder liberal fracasó en su proyecto de «fusionar» el conjunto de los grupos liberales en una organización disciplinada. No obstante, su gobierno consiguió un acuerdo con el Vaticano, que permitió, aunque en condiciones muy restrictivas, el matrimonio civil. Acabó con la esclavitud disfrazada de «patronato» en las Antillas. Procedió a la codificación legislativa en el Código civil de 1889,

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que instauró la unidad de la ley en el conjunto del país, aunque respetó también los ordenamientos forales de Navarra y el País Vasco. Estableció el juicio por jurado, símbolo de la democratización de la justicia. Y legalizó las asociaciones, algo que abrió el camino a la participación en la vida pública de los sindicatos de clase y de nuevos partidos políticos. Para rematar su labor, Sagasta consiguió que el Parlamento promulgara la restauración del sufragio universal masculino. Sin embargo, esta ley terminó aprobándose mediante un pacto tácito en el que las virtualidades democratizadoras quedaron muy mermadas. Los liberales sagastinos asumieron, de hecho, la doctrina canovista sobre la soberanía; y, en el fondo, la ampliación del derecho electoral fue para el gobierno un mero sufragiofunción, y no el reconocimiento de un derecho político que implicara la soberanía popular. De hecho, la corrupción electoral siguió siendo uno de los rasgos más acusados del régimen. Y es que, bajo la fachada democrático-liberal, existía una sociedad cuyas estructuras socioeconómicas adolecían de un profundo atraso y un régimen político corrupto. Hechos que adquirieron un mayor relieve a raíz del Desastre de 1898.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

La soberanía nacional según Cánovas del Castillo «Yo no tengo que decir que para mí la soberanía nacional no es la voluntad de un número cualquiera de individuos, ni grandes ni pequeños, ni unánimes, que la soberanía nacional, como su mismo nombre indica, es la voluntad de la nación no es una reunión de hombres fortuitamente reunidas y aglomeradas en cualquier parte. La soberanía nacional es aquel estado de la voluntad de la nación que nace de sí misma, que está, por lo tanto, conforme a su propio espíritu; cuando la nación no se inspira en su propio espíritu, sino que se lanza por otros caminos y sustituye a su vida histórica los caprichos momentáneos de la pasión o de la aritmética, la nación no ejecuta entonces, no puede hacer nunca en tales casos actos de verdadera soberanía.» (Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 17-I-1884)

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2.

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La propiedad según Cánovas del Castillo «La propiedad, representación del principio de continuidad social; la propiedad en que está representado el amor del padre al hijo y del amor del hijo al nieto; la propiedad que desde el principio del mundo hasta ahora es la verdadera fuente y verdadera base de la sociedad humana.» (Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 6-XI-1871)

3.

Corona y Cortes como fundamento de la soberanía nacional «(…) invocando toda la historia de España creí entonces, creo ahora, que deshechas como estaban por movimientos de fuerza sucesivos todas nuestras constituciones escritas, a la luz de la historia y a la luz de la realidad presente, sólo quedaban intactos en España dos principios: de una parte el principio monárquico, el principio hereditario, profesado profundamente, sinceramente a mi juicio, por la inmensa mayoría de los españoles, y de otra parte la institución secular de las Cortes.» (Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 15-III-1876)

4.

Defensa de la Monarquía constitucional «(el rey) es el factor más importante del sistema constitucional, institución elevadísima con atribuciones propias, que exigen la propia iniciativa e inspección continua, como que tiene el derecho y del deber de mantener el concierto de los poderes públicos, imponiendo a todos el respeto a la Constitución del Estado (…) yo no he sostenido nunca la teoría de que el rey reina y no gobierna. Eso, que más bien una frase que una verdadera teoría, eso no ha formado nunca parte de mi credo político (…) tengo al rey por mucho más que un poder moderador.» (Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 8-XI-1876)

5.

Crítica del sufragio universal «El sufragio universal será siempre una farsa, un engaño a las muchedumbres, llevado a cabo por la malicia o la violencia de los menos, de los privilegiados de la herencia y el capital, con el nombre de clases directoras;

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será en estado libre, y obrando con plena independencia y conciencia, comunismo fatal e irreductible.» [Antonio Cánovas del Castillo, «Pesimismo y optimismo» (1871), en Problemas Contemporáneos. Madrid, 1884]

6.

Función social de la religión «Lo único de naturaleza moral que llega al hombre privado de toda instrucción, lo único que fácilmente comprende cuando se lo transmiten los propios padres oralmente, es el límite de la religión verdadera.» (Antonio Cánovas del Castillo, DSC, 8-IV-1869)

7.

Defensa de la existencia de partidos políticos «Los partidos políticos son instrumentos necesarios, absolutamente necesarios del progreso; y unas veces alabados, vituperados en otros, existen en todas partes, y existirán donde quiera que haya vida pública. Ellos son la variedad que dentro de la unidad realiza todas las cosas del espíritu y fecundiza la materia en el mundo.» (Antonio Cánovas del Castillo, Problemas contemporáneos. Madrid, 1884)

8.

Valor político de la unidad católica según Menéndez Pelayo «Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarnos todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ser visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que ese mismo favor del cielo vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece en sus hermanos; y consagra en el óleo de la justicia la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el círculo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño; ¿qué pueblo habrá grande y fuerte?» (Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles. Madrid, 1884)

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9.

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La heterodoxia crimen político «(…) el crimen de heterodoxia tiene un doble carácter; como crimen político que rompe la unidad y armonía del Estado; y ataca las bases sociales, estaba y está en los países católicos penado por las leyes civiles, más o menos duras según los tiempos, pero en la penalidad no hay duda.» (Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles. Madrid, 1884)

10.

Los principios conservadores según Menéndez Pelayo «El partido conservador es, o debe ser, la congregación de todos los hombres de buena voluntad que no han renegado de su tradición y de su casta y que sostienen y defienden la unidad del espíritu español y dentro de él de la riquísima variedad de sus manifestaciones regionales; de los que en vez de la unidad yerta y puramente administrativa sueñan con la unidad orgánica y viva; de la producción nacional, hoy tan comprometida y vejada, y de la fe en materias más altas opinan que la mayor pureza de creencias no es de ningún modo incompatible con los únicos procedimientos de gobierno hoy posibles y con toda la racional libertad que puede tener una política amplia, generosa, expansiva y verdaderamente española, única que puede dar vida a una administración honrada.» (Marcelino Menéndez Pelayo, Discurso al ser elegido diputado por Aragón, 1891)

11.

Sardá y Salvany condena el liberalismo «¿Qué es el liberalismo? En el orden de las ideas es un conjunto de ideas falsas; en el orden de los hechos es un conjunto de hechos criminales, consecuencia práctica de aquellas ideas. En el orden de las ideas, el liberalismo es el conjunto de lo que se llaman principios liberales, con las consecuencias lógicas que de ellos se derivan. Principios liberales son; la absoluta soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de su autoridad; soberanía de la sociedad con absoluta independencia de lo que no nazca de ella misma; soberanía nacional, es decir, del derecho del pueblo para legislar y gobernar con absoluta independencia de todo criterio que no sea el de la propia voluntad, expresada por el sufragio primero y por la mayoría parlamentaria después; libertad de pensamiento sin limitación alguna en política, en moral o en Religión; libertad de imprenta, asimismo absoluta o insuficientemente limitada; liber-

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tad de asociación con iguales anchuras. Estos son los principios del liberalismo en su más crudo radicalismo.» (Félix Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, 1881)

12.

La legitimidad teocrática según Ramón Nocedal «Lo que digo es que el derecho divino consiste en no creer que la autoridad viene de las muchedumbres, ni de las Cortes, ni de los hombres, llámense como se llamen, sino de Dios; consiste en no creer que la nación ni el Estado es el origen de la autoridad ni la fuente primera del derecho, sino que toda autoridad viene de Dios y que no es Estado católico el que no esté subordinado en lo espiritual a la Iglesia.» (Ramón Nocedal, DSC, 24-III-1892)

BIBLIOGRAFÍA General BENAVIDES, Domingo, Democracia y cristianismo en la España de la Restauración. Editora Nacional. Madrid, 1978. BENOIST, Charles, Cánovas del Castillo. La restauración renovadora. Madrid, 1931. BONET, Joan; MARTÍ, Casimir, L´integrisme a Catalunya. Les grans polèmiques, 18811888. Vicens Vives. Barcelona, 1990. BOTELLA Y SERRA, Cristóbal, Don Cándido Nocedal (1821-1885). Barcelona, 1913. CAMPOMAR, Marta, La cuestión religiosa en la Restauración. Historia de los heterodoxos españoles. Sociedad Menéndez Pelayo. Santander, 1987. CANAL, Jordi, El carlismo. Alianza. Madrid, 2000. CÁRCEL ORTÍ, Vicente, León XIII y los católicos españoles. Eunsa. Pamplona, 1989. DÍAZ DE CERIO, Franco, Un cardenal filósofo de la Historia. Roma. 1968. DÍEZ DEL CORRAL, Luis, «Cánovas doctrinario», en El liberalismo doctrinario. IEP. Madrid, 1973. FERNÁNDEZ ALMAGRO, Melchor, Cánovas. Su vida y su política. Tebas. Madrid, 1972. GONZÁLEZ CUEVAS, Pedro Carlos, «El pensamiento político de Antonio Cánovas del Castillo», en Tusell, Javier, Portero, Florentino, Antonio Cánovas del Castillo y el sistema político de la Restauración. Biblioteca Nueva. Madrid, 1998. — Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días. Biblioteca Nueva. Madrid, 2000.

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De la metafísica contra el naturalismo. Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Madrid, 1885. Balmes y Donoso Cortés. Orígenes y causa del ultramontanismo. Madrid, 1887. Zeferino González Historia de la Filosofía. Madrid, 1887. Estudios sobre la Filosofía de Santo Tomás. Madrid, 1887. Estudios científicos, filosóficos y sociales. Madrid, 1873. Los integristas NOCEDAL, Ramón de, Obras. Madrid, 1907. SARDÁ Y SALVANY, Félix, El liberalismo es pecado. Madrid, 1884.



䉴 TEMA 9 EL KRAUSISMO Y LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA Pedro Carlos González Cuevas

1.

VICISITUDES DEL KRAUSISMO ESPAÑOL (1840-1875)

Deseoso de congraciarse con los sectores católicos, Cánovas del Castillo integró, en su primer gobierno, al marqués de Orovio, quien ocupó de nuevo la cartera de Fomento, y redactó de inmediato una circular en la que se establecía que en las cátedras sostenidas por el Estado no se podía impartir enseñanzas en contra de la Monarquía ni del dogma católico. El decreto tuvo como consecuencia la expulsión, el destierro y la renuncia de los catedráticos krausistas, cuya presencia en los claustros universitarios había alarmado a la opinión católica y conservadora a lo largo de la última etapa del reinado de Isabel II y, sobre todo, durante el sexenio democrático. Entre los expulsados se encontraban Francisco Giner de los Ríos, Nicolás Salmerón y Gumersindo de Azcárate, quienes no serían reintegrados en sus cátedras hasta 1881, con la llegada de Sagasta al gobierno. La expulsión condujo a la fundación de la denominada Institución Libre de Enseñanza. Se trataba de un conflicto que venía de lejos. Y es que la Institución Libre de Enseñanza era inseparable de la presencia en España de la filosofía krausista. El krausismo era una filosofía elaborada por Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832), y que, en resumen, resulta ser una síntesis especulativa de teísmo y panteísmo. El Universo está contenido en Dios, el mundo viene a ser una manifestación de Dios; el mundo, dividido entre naturaleza y espíritu, es una síntesis de ambos. Esta doctrina, que tuvo escaso eco en Alemania, sí que la tuvo en Bélgica, algo que facilitó su recepción en España, al ser igualmente vertida al francés, una lengua más accesible a los españoles que el alemán. A nivel político-social, no se trataba de una filosofía de carácter radical o revolucionario. Se trataba de una filosofía antimaterialista, antipositivista, casi mística, liberal y conservadora, aunque reformista, y burguesa, que, en su país de origen, estuvo asociada a posiciones políticas moderadas aunque laicas. Su concepción de la sociedad era organicista, armonicista, en oposición al socialismo y al atomismo liberal. La sociedad

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aparecía como un todo orgánico, que evoluciona desde la familia a la Humanidad; y en el que se relacionan armónicamente, a la manera del cuerpo humano, cabeza y miembros, órganos y funciones. Es claro que, desde esta perspectiva, todo conflicto social —no digamos una revolución— se considera como una situación patológica, una enfermedad que intenta ejercer funciones diversas, a las que les corresponde y que acaba desbaratando la armonía del conjunto social. No en vano, esta teoría social fue acusada por los socialistas españoles de burguesa y contrarrevolucionaria. Su modelo político era liberal-organicista. Enrique Ahrens, discípulo de Krause y célebre jurista, muy influyente en España, abogaba, en sus escritos jurídicos y políticos, por una sistema político bicameral, en el que estuviesen representados los intereses generales y territoriales en el Congreso, y un Senado en el que lo estuvieran los profesionales y corporativos. Se trataba, además, de una filosofía muy interesada en la pedagogía, en la transformación de los hombres mediante la educación. No obstante, lo más conflictivo para su recepción en España fue el factor religioso. Y es que la doctrina krausista pretendía ser, por su forma, racional y no revelada; y por su contenido no quería ser una mera secularización, al modo de las sectas protestantes, de la doctrina católica o cristiana, porque precisamente se mostraba crítica con esa doctrina. No se presentaba, por tanto, como la versión secular o laica de la doctrina cristiana, sino su conculcación. Porque la racionalidad de la doctrina krausista comienza por negar la divinidad personal de Cristo, que es visto como un sabio profeta más de la serie histórica de los sabios o profetas: Moisés, los esenios, Sócrates, Mahoma, etc. De igual manera, se negaba, por ejemplo, el dogma del pecado original; y no se reconocía a ninguna de las iglesias magisterio alguno. Como señala Rafael Orden, es preciso distinguir dos períodos en la recepción del krausismo en España: el de importación (1839-1845) y el de implantación (1845-1860). En un primer momento, la recepción krausista fue protagonizada por algunos sectores del Partido Moderado. Lejos de presentarse en sus inicios como una filosofía progresista, el krausismo fue considerado por este sector de los moderados como una fórmula adecuada para dar un fundamento sólido a su proyecto político, sustituyendo al eclecticismo francés. Es en la figura de Santiago Tejada y su viaje a Alemania en 1837 donde se encuentra el primer acercamiento efectivo a la obra de Krause y cuando se observa

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que puede constituir un ingrediente adecuado para dotar al moderantismo de una filosofía más coherente y sistemática que la ofrecida por Cousin y los doctrinarios franceses. Junto a Tejada, se encuentran las figuras de Eusebio María del Valle y Ramón de la Sagra. Las obras de Enrique Ahrens, Curso de Derecho Natural (1839) y la de Tiberghien, Ensayo teórico e histórico sobre la generación de conocimiento humano, constituyen, en un principio, referentes centrales de la difusión de las ideas del maestro. Con la difusión de las ideas, el armonismo krausista se presentaba a los ojos de Santiago Tejada como el complemento adecuado del espiritualismo francés, ya que la metafísica krausista portaba, a su entender, unos planteamientos de carácter racional que avalaban los contenidos de la fe cristiana y no ponían en cuestión la religión ni la función social de la Iglesia. Igualmente, le resultaban plausibles las aportaciones krausistas en derecho y economía. Tales planteamientos fueron continuados por Eugenio María del Valle, catedrático de la Facultad de Leyes de la Universidad Central y de Economía Política del Ateneo, y su discípulo Ruperto Navarro Zamorano. En el terreno económico, Ramón de la Sagra mostró su adhesión a las ideas del Curso de Derecho Natural, de Ahrens. Sin embargo, tuvo una mayor trascendencia político-intelectual la etapa de implantación protagonizada por Julián Sanz del Río. Y es que, a partir de los años cincuenta del siglo XIX, se produjo una clara ruptura del moderantismo con los planteamientos krausistas y sus representantes españoles. Julián Sanz del Río había nacido en la localidad soriana de Torre Arévalo en 1814. Al quedar huérfano, a la edad de diez años, le acogió un pariente canónigo, por cuya mediación ingresó en el Seminario de Córdoba. Siguiendo al canónigo se trasladó luego a Toledo, donde presentó la Memoria Apuntes sobre los diezmos (1837), y se graduó en cánones. En Granada, se licenció en Derecho. Entre  1840 y  1843, ejerció la abogacía en Madrid, Conoció entonces la versión española del Curso de Derecho Natural, de Ahrens. En 1843, al reorganizarse la recién creada Universidad de Madrid, bajo el gobierno progresista, se le encargó la cátedra de Historia de la Filosofía, y se le encomendó la misión de estudiar en Alemania la enseñanza de la disciplina, Sanz del Río se dirigió primero a Bruselas, donde Ahrens le recomendó instalarse en Heidelberg, porque allí se encontraban los discípulos más activos de Krause, uno de ellos, el barón Leonhardi, su yerno. Allí permaneció algo más de un año aprendiendo el alemán y familiarizándose con el pensamiento krausista. A su regreso a España, renunció a la

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docencia y se retiró a la localidad toledana de Illescas, donde permaneció casi un decenio meditando sobre el krausismo. En 1854 fue nombrado catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad Central, al inicio del bienio progresista. Su primera obra escrita son las Lecciones sobre el sistema de filosofía analítica (1850); luego imprimió su tesis doctoral La cuestión de la filosofía novísima (1856). El primer texto más propiamente original fue su Discurso (1857) de inauguración del curso académico, cuyo contenido alarmó a la opinión conservadora y católica. Simultáneamente apareció Ideal de Humanidad para la vida (1860). Esta obra, muy influyente en la intelectualidad progresista de la época y aún después, fue presentada por Sanz del Río como una traducción y adaptación de la voluminosa obra de Krause, Urbild der Menschheit (1811), pero que, en realidad, fue una traducción literal de unos artículos que el propio Krause había publicado en 1812 en su revista Tagblatt der Menschheit Sens. Enrique M. Ureña, que ha estudiado este asunto no duda en calificar de fraude el comportamiento de Sanz del Río, no sólo por sugerir o por dejar de decir que su Ideal de Humanidad era la expresión y adaptación española de la obra de Krause, sino por dar pistas falsas a fin de ocultar la verdadera fuente de su traducción. El mismo año 1860 publicó Sistema de la Filosofía. Análisis. Sanz del Río no fue un pensador original, sino un epígono, más exactamente un comentador de Krause. Y sus exégesis no son lúcidas, sino, de ordinario, más confusas que los textos del maestro. Y cuando el pensador de Illescas sitúa el krausisismo dentro de la historia de la filosofía como una superación del kantismo, no hace sino dar por ciertas las pretensiones del propio Krause y repetir los pareces encomiásticos de sus discípulos, especialmente de Tiberghien, muchas de cuyas obras fueron traducidas al español. En las posiciones filosóficas de Sanz del Río destacan, en primer lugar, el racionalismo: «sólo de la razón sana y sistemática a la vez espera la Humanidad una ley de vida». En segundo lugar, el armonismo, que no es una yuxtaposición ecléctica de doctrinas anteriores, sino que pretende ser una superación dialéctica. Se trata de conciliar la razón y los sentidos, las leyes y los hechos, el espíritu y la materia, el mundo espiritual y el mundo natural, lo finito y lo infinito. De intenta superar el dualismo lógico entre el sujeto y el objeto; el psicológico, entre el espíritu como actividad reflexiva y el cuerpo; el ontológico, entre a sustancia y el accidente; el teo-cosmológico entre Dios y el mundo; y el his-

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tórico, entre el idealismo y el materialismo. Por eso, se denomina «racionalismo armónico» al sistema de Krause, y se le considera como la culminación del pensamiento filosófico anterior. En tercer lugar, el practicismo. Sanz del Río condena el «conocimiento puro» en la medida en que es «vana abstracción». Postula, por el contrario, que los saberes filosóficos sean «acercados a la vida y utilizados para el destino histórico de la Humanidad». En su opinión, las ciencias filosóficas tienen como motivo y como fin último «el conocimiento y la dirección del hombre mismo». En su polémica con el idealismo absoluto condena reiteradamente lo que denomina «filosofía abstracta», es decir, la que no tiene una dimensión ética, «bellos caminos que no llevan a puerto». En cuarto lugar, el teosofismo. El vocablo que aparece con mayor reiteración en la obra de Sanz del Río es «Dios». Niega el panteísmo; se autodefine como «panenteísta», en el sentido de que sostiene que todo es «en Dios». Pero Dios no se agota en el mundo, y lo trasciende. Considera la religión como «fin último»; y cree en la inmortalidad del alma. Como krausista, Sanz del Río no reconoce la divinidad de la persona de Cristo; niega el dogma del pecado original; y no reconoce a la Iglesia magisterio alguno. Además, atribuye al catolicismo graves responsabilidades en lo que a la «educación del género humano» concierne: supersticiones, mitologías, persecuciones. Las diversas religiones y filosofías preparan, a su juicio, «una organización unitaria de la Humanidad». En quinto lugar, el antimaterialismo. Sanz del Río denomina al «materialismo del siglo  XVIII» «dolorosa experiencia de anteriores pecados». Condena la «moral empírica»; y señalaba que no se debía confundir «el saber empírico, ni menos la ciencia llamada positiva de mundo con el saber y la ciencia sistemática». En sexto lugar, el estoicismo moral. Sanz del Río insistía en la fugacidad de la existencia; denuncia los instintos; y cita como figuras ejemplares a Zenón, Cleantes, Crisipo, Cicerón, Séneca y Epicteto. Políticamente, Sanz del Río manifestó su enemiga hacia el Partido Moderado. La década moderada fue definida por el pensador krausista como «el sistema represivo y reaccionario elevado desde 1843 a la cuarta potencia». Y en 1854 apoyó la revolución de julio, celebrando a la Unión

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Liberal. De acuerdo con su concepción del mundo armonista, su teoría de la sociedad es orgánica. Para Sanz del Río, la sociedad es orgánica «cuando el trabajo de todos está repartido entre asociaciones diversas». Sanz del Río en particular y luego en general sus seguidores no fueron, siguiendo la lógica krausista, pensadores abstractos. Su dimensión política siempre estuvo clara: el krausismo se convirtió en la filosofía cuyo objetivo era disputar la hegemonía ideológica tanto al incipiente positivismo como a la escolástica y al tradicionalismo. No es extraña, pues, la rápida y, en ocasiones, feroz réplica de las distintas tendencias, particularmente la católica. El primer crítico español de Krause fue Jaime Balmes, para quien esa filosofía seguía los derroteros marcados por el idealismo alemán, que «un conjunto de hipótesis sin fundamento alguno en la realidad». El krausismo, según Balmes, era un panteísmo negador de la religión revelada y de toda metafísica. En octubre de 1857, Sanz del Río fue protagonista de un acto académico rutinario, que, debido a su intervención, resultaría trascendental. Sanz del Río leyó el discurso que inauguraba el año académico, en la Universidad Central. Y, en ese sentido, propugnó la reforma de la Universidad y de la sociedad española por una elite intelectual que, en sus líneas generales, debía seguir los planteamientos krausistas. El discurso causó gran sensación, tanto en los sectores progresistas como en los moderados y tradicionalistas. El krausismo se fue expandiendo. En 1860, se fundó el Centro Filosófico en la calle madrileña de Cañizares, presidido por Manuel Ruiz de Quevedo, y donde colaboraron, además, de Sanz del Río, Nicolás Salmerón y Francisco de Paula Canalejas. Los krausistas fueron conquistando, además, ámbitos de la Universidad y de la academia. Francisco Fernández y González ocupó la cátedra de Literatura en la Universidad de Granada y después la de Ética en la Universidad Central. Federico de Castro era catedrático de Historia y, más adelante, de Metafísica en la Universidad de Sevilla. Valeriano Fernández y Ferraz, catedrático de Lengua Árabe en la Universidad de Madrid. A ello hay que añadir un grupo más joven compuesto por Nicolás Salmerón, Gumersindo de Azcárate, Rafael María de Labra, Segismundo Moret, José María Meranges, Juan Uña y Francisco Giner de los Ríos.

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Entre los discípulos de Sanz del Río destacó, en los primeros momentos, la figura de Fernando de Castro y Pajares, antiguo monje franciscano, predicador y capellán de honor de Isabel  II, catedrático de Elementos de Historia General y de España, en el Instituto San Isidro y luego catedrático de Historia General en la Facultad madrileña. Tras unos viajes por el extranjero, perdió la fe, refugiándose en la filosofía krausista. Castro solía asistir a las clases de Sanz del Río en la Universidad Central. Su heterodoxia doctrinal se hizo cada vez más evidente en sus sermones de Palacio y en su célebre discurso académico sobre Caracteres históricos de la Iglesia española. En su denominado «Sermón de las barricadas», de 1 de noviembre de 1861, en conmemoración del terremoto de Lisboa, profetizó un posible terremoto social, criticando el lujo e irresponsabilidad de las clases altas. Además, hizo referencia a «una gran revolución religiosa» y a «una nueva aplicación de las doctrinas cristianas». Algo que le costó su dimisión de la Capellanía de Honor de Palacio. Su Discurso acerca de los caracteres históricos de la Iglesia española, leído en la Academia de la Historia en enero de 1866, fue otra de las manifestaciones de esa rebeldía. En el discurso instaba a la Iglesia española a defender su autonomía frente a Roma, sobre todo en lo referente al principio de infalibilidad pontificia, y a que aceptara los principios de la civilización moderna. Y propuso a la Iglesia española que solicitase al Pontífice la celebración de un concilio ecuménico, en el que se abriera a todas las sectas cristianas a un certamen, igual que el celebrado en Trento en el siglo XVI. Como señalara Juan López Morillas, el krausismo se fue convirtiendo no ya en una filosofía o en una ética, sino en un auténtico «estilo de vida», caracterizado por la confianza en la razón como norma de vida y en la predilección por ciertos temas intelectuales. Algo que igualmente percibieron, aunque en sentido muy negativo, sus más férvidos contradictores, como el historiador católico Marcelino Menéndez Pelayo, en su célebre Historia de los heterodoxos españoles: «Se ayudaban y se protegían unos a otros; cuando mandaban se repartían las cátedras como botín conquistado; todos hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en su aspecto exterior, aunque no se pareciesen antes, porque el krausismo es cosa que imprime carácter y modifica las fisonomías, asimilándolas al perfil de don Julián o de don Nicolás. Todos eran tétricos, cejijuntos, sombríos; todos respondían por fórmulas hasta en

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las insulseces de la vida práctica y ordinarias; siempre en su papel, siempre sabios, siempre absortos en la vista real de lo absoluto».

Todo ello provocó la reacción de los moderados y de los tradicionalistas neocatólicos. El krausismo fue criticado por moderados como el poeta Campoamor, Juan Varela, Pidal y Mon; y neocatólicos como Aparisi y Guijarro, Juan Manuel Ortí y Lara, Francisco Navarro Villoslada, etc. El más prolífico y agresivo fue Ortí y Lara, con obras como Krause y sus discípulos convictos de panteísmo, Lecciones sobre el sistema de filosofía panteísta del alemán Krause, Sofistería democrática, etc. Siguiendo en lo fundamental de la crítica balmesiana, Ortí veía en el krausismo una filosofía panteísta, cuyas consecuencias prácticas conducían a la secularización de la sociedad, «el veneno de la impiedad y de la ciencia». El Pensamiento Español, diario neocatólico, recogió las críticas de Ortí y Lara, arremetiendo contra el espíritu liberal de la legislación. Los neocatólicos se apoyaban en el Concordato de 1851, que establecía el derecho de los obispos a vigilar la instrucción, en todos los grados, para que, desde la enseñanza primaria a la superior, fuese conforme a la doctrina católica. Y demandaban la destitución de los profesores krausistas y heterodoxos. Los sectores neocatólicos desarrollaron la campaña contra los «textos vivos» —es decir, los catedráticos— y los «textos muertos» —es decir, sus libros y doctrinas—. El neocatólico Gabino Tejado clamó contra «las doctrinas de perdición». Navarro Villoslada acusó a los krausistas no sólo de ateos, sino de antinacionales, dado que en España el catolicismo era sinónimo de identidad nacional. La ofensiva coincidió con un momento en que la Iglesia católica, durante el pontificado de Pío IX, condenó el proyecto de la modernidad, con la publicación del Syllabus y la encíclica Quanta cura (1864). Una tendencia que se consolidó en el Concilio Vaticano I, en 1870. Finalmente, el gobierno presidido por Narváez fue asequible a las demandas neocatólicas. En octubre de 1864 se dio a conocer que el gobierno moderado prohibió que los catedráticos expresar ideas contrarias al Concordato y a la Monarquía. Una medida que provocó los disturbios estudiantiles de la «Noche de San Daniel». Tras la caída de Narváez, se levantaron las condenas contra los krausistas. Sin embargo, la ofensiva continuó cuando los moderados fueron de nuevo llamados al gobierno. Un nuevo decreto, firmado por el marqués de Orovio, a la sazón ministro de Fomento, en el que se establecía la expulsión de la Universidad de aquellos que impartieran doctrinas anticatóli-

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cas y antimonárquicas. Y fueron separados de las cátedras Sanz del Río, Fernando de Castro, Salmerón y Francisco Giner de los Ríos. La revolución de 1868 fue, en consecuencia, bien recibida por los krausistas. La Junta Revolucionaria de Madrid, en la que figuraba el krausista José María Moranges, decretó la reposición de los profesores separados o suspensos en sus cátedras. Se nombró Director General de Instrucción Pública a José Echegaray. Se ofreció el rectorado de la Universidad Central a Sanz del Río; pero renunció alegando motivos de salud; murió al año siguiente. El nombramiento recayó en Fernando de Castro. A Sanz del Río se le nombró decano de Filosofía y Letras. Durante esta etapa, Castro pretendió llevar a cabo una reforma de la Universidad. Se fundó el Boletín-Revista de la Universidad de Madrid, cuyo objetivo era divulgar las ideas y realizaciones del equipo universitario dirigente, y en el que colaboraron Giner de los Ríos, Juan Uña Gómez, José Fernando González y otros. Se realizó entonces un primer intento de lo que después se denominaría Extensión Universitaria, y se iniciaron las clases nocturnas para obreros, gratuitas, impartidas por profesores adictos, entre ellos Giner de los Ríos. En general, eran clases prácticas: de higiene, dibujo, matemáticas e idiomas, y de antropología, lenguas clásicas, derecho y economía. El nuevo ministro, Ruiz Zorrilla, decretó el 21 de octubre de 1868 el libre ejercicio de la enseñanza en la totalidad de sus grados. La función docente correspondía a la sociedad; el Estado tendría una función subsidiaria. Fernando de Castro se ocupó de la situación de la mujer, para lo que se fundó la Academia de Conferencias y Lecturas Públicas para la Educación de la Mujer. Tenían lugar en el Paraninfo de la Universidad y se impartían los domingos. Además, los krausistas colaboraron en proyectos de reforma de la enseñanza y del régimen penitenciario. El advenimiento de la Restauración sería, en un principio, muy adverso para los krausistas. Poco después, fallecería Fernando de Castro, cuya célebre Memoria testamentaria fue muy crítica con la Iglesia católica, propugnando una «Iglesia Universal», que aceptara la libertad de conciencia y cuyos profetas fueran, entre otros, Buda. Moisés, Cristo, Sócrates, Dante, Cervantes, Miguel Ángel, Copérnico, Descartes, Kant, etc. Las formas de culto se expresarían mediante el cultivo del Arte y de la Ciencia. Además, el marqués de Orovio retornó a la cartera de Fomento, iniciándose la «segunda cuestión universitaria», de consecuencias mucho más gra-

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ves que la anterior. Orovio puso fin a las academias de profesores, a las asociaciones de alumnos, a las conferencias en la Universidad, a las clases para obreros, al Boletín-Revista; y ordenó incoar expedientes de separación contra quienes explicasen doctrinas contra el dogma católico —«que es la verdad social de nuestro país»— o que redundasen en menoscabo de la persona del Rey o del régimen monárquico constitucional. Giner de los Ríos fue deportado a Cádiz. Salmerón y Azcárate lo fueron a Lugo y Cáceres respectivamente.

2.

2.1

LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA: PEDAGOGÍA Y POLÍTICA Proyecto pedagógico

La expulsión de los catedráticos condujo a la fundación por parte de Giner de los Ríos, Laureano Figuerola, Segismundo Moret, Nicolás Salmerón, Augusto González Linares y Gumersindo de Azcárate de la denominada Institución Libre de Enseñanza, un centro de educación primaria y secundaria que iba a disfrutar de una considerable y muy discutida influencia en la vida cultural y política española en un sentido antitradicional y secularizador. Los krausistas habían llegado a la conclusión de que el fracaso de los revolucionarios del 68 había demostrado que la sociedad española no estaba preparada para el régimen liberal progresista; y que, por lo tanto, se imponía una labor intelectual, pedagógica y moral más lenta, a más largo plazo. En ese sentido, nada cabía esperar ni de la España oficial; y mucho menos de las revoluciones, porque la «de arriba» degeneraba en ordenancismo abstracto y la «de abajo» en barbarie. La sociedad se financió mediante suscripción de acciones en número ilimitado, la matrícula de futuros alumnos y los donativos que recibiese. El gobierno de la Institución correría a cargo de una Asamblea General de socios que habría de reunirse anualmente; una Junta Directiva y una facultativa; esta última compuesta por todo el profesorado titular y dirigida por un Rector. Los cargos de ambas Juntas eran electivos, renovables por bienios, parcialmente y reelegibles. Más adelante, la Junta facultativa tendría un número limitado de componentes. La primera Junta quedó compuesta por Laureano Figuerola (presidente), Justo Pelayo Cuesta (vicepresidente), Eduardo Gasset y Artime, Eduardo Chao, Federico Rubio, Manuel Ruiz de

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Quevedo, Gumersindo de Azcárate y Augusto González de Linares (consiliarios), Hermenegildo Giner de los Ríos (secretario). Figuerola, Azcárate y González de Linares (representantes del profesorado). Figuerola actuó como primer rector; y en los años siguientes lo fueron Montero Ríos, Pelayo Cuesta, Azcárate, Giner, etc. La Institución resaltó que era «...completamente ajena a todo espíritu o interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político, proclamando tan sólo el principio de libertad e inviolabilidad de la ciencia y la independencia de su indagación y exposición respecto de cualquier otra autoridad que no sea la propia conciencia del profesor».

Sentaba así los dos principios básicos de la Fundación: libertad de enseñanza y libertad de cátedra. Entre las asignaturas impartidas se encontraban, en el nivel de segunda enseñanza, gramática latina y castellana; elementos de retórica y poética; nociones de geografía y de historia universal; aritmética y álgebra; geometría y trigonometría; nociones de historia natural, psicología, lógica y filosofía moral; fisiología e higiene. En el año preparatorio para Derecho: historia universal, Principios generales de literatura e historia de España; literatura latina. En la escuela de Derecho: primero y segundo curso de Derecho: derecho romano, derecho civil español común y foral; derecho mercantil y penal; derecho político y administrativo; derecho canónico; economía política; ampliación de derecho civil; disciplina eclesiástica; procedimiento jurídico; práctica forense. En el doctorado: filosofía del derecho y derecho internacional; legislación comparada; historia eclesiástica; y lenguas vivas: alemán, francés, inglés y portugués. El profesorado que tenía a su cargo estas asignaturas era Giner, Azcárate, Moret, Labra, Pelayo Cuesta, Soler, Costa, Montero Ríos, Francisco Quiroga, Laureano Calderón, González de Linares, Eulogio Giménez, José Echegaray y los médicos Federico Rubio y Luis Simarro. En el campo de la pedagogía, destacaron Manuel Bartolomé de Cossío, Serna, Flórez, etc. Se dieron, además, conferencias sobre la naturaleza de la música, a cargo de Gabriel Rodríguez y José Inzenga. El curso académico empezaba el primero de octubre para concluir el 30 de junio, con las interrupciones de las vacaciones de Navidad y las de

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Semana Santa, porque la Institución pretendió ser respetuosa con las creencias y las costumbres de la sociedad en que vivía. Fuera de los domingos, no admitió nuevas festividades religiosas y oficiales. En consecuencia, los alumnos y profesores católicos tenían que asistir a misa sin faltar a clase. Estaba prohibida la fiesta de los toros y el boxeo. La pedagogía institucionista arrancaba de Sócrates, Juan Luis Vives, Jean Jacques Rousseau, Pestalozzi, y Froebel, actualizada por Francisco Giner de los Ríos y su discípulo Manuel Bartolomé de Cossío. Con el tiempo, los sectores krausistas asumieron el positivismo, llegando a hablarse de «krausopositivismo». Ya Menéndez Pelayo, en su Historia de los heterodoxos españoles, señaló la influencia del positivismo en las Lecciones de Psicología, de Francisco Giner, lo que planteaba el paso del krausismo al positivismo. Por otra parte, Salmerón conoció el positivismo francés durante su exilio en Francia. Su prólogo al libro de Hermenegildo Giner de los Ríos Filosofía y Arte era ya claramente positivista. Dicha evolución podía verse igualmente en el libro de Urbano González Serrano, La sociología científica, presentando una línea intermedia entre el krausismo «metafísico» y el los krausistas «positivistas». Un elemento de gran interés a la hora de analizar el krausopositivismo lo aporta la conexión desarrollada por sus seguidores entre el organicismo espiritual —de origen krausista— con el organicismo biológico —de origen positivista—. El krausopositivismo realzó fundamentalmente una mentalidad científica relacionada con la pretensión de Giner de los Ríos de llevar a cabo una «educación integral», científico-humanista. Darwin fue nombrado, en ese sentido, profesor honorario de la Institución Libre de Enseñanza. En su plan de estudios fueron introduciéndose asignaturas como ciencias naturales, psicología, sociología, etc. En cuanto a los métodos de enseñanza, la Institución prescindió de los libros de texto: los alumnos debían servirse de los apuntes de clase y de las obras recomendadas para su lectura y comentarios subsiguientes. Los niños estudiaban durante las horas hábiles de clase, nunca en sus casas. Los llamados deberes estaban prohibidos; el hogar debía dedicarse al descanso, a las aficiones privadas, etc. Una de las bases de la pedagogía institucionista lo constituían las excursiones a laboratorios, museos, a las localidades fuera de Madrid, iglesias, fábricas, fundiciones, imprentas, periódicos, lugares de interés urbanístico y ecológico, etc. Loa días festivos y, sobre todo, las vacaciones de Navidad y Semana Santa brindaban ocasión de aprovechar el mayor número de días libres para las excursiones a las poblaciones próximas: Toledo, Avila,

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El Escorial, Aranjuez, Guadalajara, etc. Durante los veranos, tenían lugar las excursiones largas a Valladolid, Burgos, Palencia, León, Santander, Picos de Europa, Covadonga, etc. Se enseñaba a los alumnos a conocer el país y anotar costumbres, recogiendo canciones populares, refranes, etc. Sus métodos pedagógicos nunca se limitaron a un esquema fijo; ensayaba los que parecían más idóneos, en cada momento de su trayectoria educativa. El punto de arranque para la escuela de niños fueron los kinderganten de Federico Froebel. En febrero de  1887 apareció el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, en cuyas páginas, además sus miembros, colaboraron intelectuales y pedagogos españoles y extranjeros, como Maeztu, Ortega y Gasset, «Azorín», Baroja, Benavente, Pérez de Ayala, Madariaga, Américo Castro, Juan Ramón Jiménez, Santiago Ramón y Cajal, Miguel de Unamuno, Benito Pérez Galdós, Henri Bergson, John Dewey, Emile Durkheim, Giovanni Gentile, Rudolf Ihering, Lucio Lombardo Radice, María Montessori, Rabindranath Tagore, Eliseo Reclus, Bertrand Rusell, Jean Sarrailh, Herbert Spencer, Ugo Spirito, H. G. Wells, etc. El proyecto pedagógico institucionista se centró en la reforma de la sociedad española a través de la educación. Toda la pedagogía de Giner de los Ríos y de sus discípulos tiene como fundamento las tesis de que los seres humanos son diferentes por su temperamento por su carácter; lo que requería una pedagogía individualizada y concreta. La segunda idea es la de la «educación integral» de las inteligencia, del sentimiento estético, de la moralidad y del cuerpo. La espontaneidad y las buenas maneras son los tópicos del pensamiento gineriano. Giner aspiraba a crear un nuevo tipo de «caballero español», distinto, parangonable al británico gentelman. De ahí la crítica de los pedagogos y políticos marxistas, acusándolo de idealista y elitista, y de suponer una renovación de los principios aristocráticos de «cuna, honor, dones naturales, rango, carisma» (Carlos Lerena). El historiador marxista Manuel Tuñón de Lara interpretó el significado de la Institución como portavoz y representante de los intereses de la «burguesía liberal». Con posterioridad, el conservador Florentino Pérez Embid hará referencia a la «izquierda burguesa» al definir a la Institución. Los institucionistas propugnaba una universidad descentralizada y con catedráticos seleccionados al margen del sistema de oposiciones. El punto más polémico de su proyecto pedagógico fue el de la educación religiosa. En los estatutos fundacionales de la Institución se declaraba «completa-

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mente ajena a todo espíritu o interés de comunión religiosa». Giner estimaba que, tras el Concilio Vaticano I, la cuestión religiosa había entrado en una nueva etapa en la que ya no se trataba de decidir entre el catolicismo o el protestantismo sino entre «Religión natural» y «Religión revelada», apostando por la primera en detrimento de la segunda. Esta última era «dogmática y autoritaria», mientras que la «Religión natural» reconocía «la necesidad de un vínculo entre Dios y el hombre», declarándose puramente natural y racional, y rechazando «todo elemento dogmático, todo misterio, toda revelación y todo milagro». En principio, Giner se mostraba respetuoso con las confesiones positivas, pero contrario a la enseñanza confesional. La educación religiosa no requería el «auxilio de dogmas particulares de una teología histórica». El objetivo fundamental de la formación religiosa era «la tolerancia positiva, no escéptica e indiferente, hacia todos los cultos y creencias». En ese sentido, propugnaba la denominada «escuela neutral», no la escuela laica, a la que acusaba de actuar «en nombre del libre examen racionalista y en odio a una religión positiva o a todas», «bandera de un partido, muy respetable sin duda, pero que en vez de servir a la libertad, a la tolerancia, a la paz de las conciencias y de las sociedades, sirve para lo contrario». La «escuela neutral» quedaba justificada por la urgencia de respetar la conciencia del niño. En consecuencia, la enseñanza confesional o dogmática no sólo debería excluirse de las escuelas públicas, sino igualmente en las privadas, porque tanto la escuela pública como la privada deberían ser el campo neutral, maestras de «paz, de tolerancia y de respeto». De la misma forma, la pedagogía institucionista defendía la coeducación: «La Institución estima que la coeducación es un principio esencial del régimen escolar —dirá un Prospecto fechado en 1898— y que no hay fundamento para prohibir en la escuela la comunidad en que uno y otro sexo viven en la familia y en la sociedad».

2.2

Proyecto político

Los planteamientos pedagógicos de los institucionistas no eran sino una parte de un proyecto político más ambicioso basado en la crítica al tradicionalismo, al conservadurismo liberal y al doctrinarismo característico de la

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Restauración. Como señaló Luis Díez del Corral, en los krausistas e institucionistas «la vista casi nunca se desentiende de miras políticas muy concretas». Los planteamientos políticos de la Institución pueden verse en los escritos de Francisco Giner de los Ríos y, sobre todo, en los de Gumersindo de Azcárate. Su modelo político era un régimen liberal y laico. La mayoría de los institucionistas eran republicanos, pero optaron por una táctica accidentalista. La filosofía política de Francisco Giner de los Ríos es la misma que la de Krause y la de Sanz del Río. Nacido en Ronda en 1839, hizo sus primeros estudios en Cádiz, los secundarios en Alicante y los universitarios en Barcelona, donde recibe la influencia de Francisco Javier Llorens, uno de los maestros de Menéndez Pelayo. Prosiguió sus estudios en Granada. En 1863, se instaló en Madrid y se incorporó al Ministerio de Estado como agregado diplomático. Conoció a Sanz del Río y asistió a las reuniones de la calle Cañizares. Consiguió a los veintisiete años la cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad de Madrid. En rigor, no escribió más que tres libros: Principios de Derecho Natural sumariamente expuestos (1873), Lecciones sumarias de Psicología (1874), y Resumen de Filosofía del Derecho (1898). Desde el punto de vista epistemológico, Giner considera que la ciencia es «el primer factor de la Historia de la Humanidad». Ataca, sin embargo, el prurito especialista y preconiza un entendimiento amplio, y en cierto modo clásico, del saber. Como Krause, acepta la distinción entre naturaleza y espíritu, y afirma la existencia de Dios. Por eso, distingue entre Metafísica, de la Cosmología y de la Teología racional. Sin embargo, donde Giner de los Ríos destacó fue en la filosofía jurídica. Para él, el concepto de Derecho podía descubrirse «en vista de lo que inmediatamente nos dice la conciencia», es decir, «partiendo de la percepción inmediata de nuestro propio derecho». El Derecho es un orden «necesario», «inmaterial» e «independiente de la voluntad». Su único fundamento se halla en «nuestra naturaleza». En ese sentido, Giner se opone al formalismo jurídico y proclama la sustancia ética del Derecho, en lo que coincide con el iusnaturalismo cristiano. Al aproximar la ética y el Derecho, Giner niega la distinción clásica que se funda en el carácter coactivo del Derecho y en el simple imperativo moral. Cree que la distinción es más de razón que real. La moralidad es actuar «por amor al bien mismo», y el Derecho es actuar para «el cumplimiento de los fines racionales de la vida». Lo que lleva a la equiparación del Derecho Natural y el positivo; son, según Giner, «una sola y misma cosa».

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El pensamiento social y político de Giner está influido por Enrique Ahrens, basado en una sociedad orgánica de corporaciones autónomas, con ciudadanos que son miembros naturales de un Estado y que se realizan en una pluralidad de personales sociales, y que requiere una fórmula representativa de liberalismo y corporativismo. En ese sentido, deben existir dos cámaras representativas, «una con representación del Estado en su unidad», y otra como «expresión jerárquica del mismo en cuanto consta de estados particulares». Lo cual tiene su complemento en alusiones críticas al esquema demoliberal. Giner niega que el ejercicio del sufragio sea «un derecho individual, natural o civil de todo hombre». De la misma forma, niega su conveniencia. El sufragio debería ser limitado, «más solo en razón de la capacidad del sujeto», «en atención a su estado de desarrollo moral y jurídico». Y es que la democracia conducía a un «despotismo de la libertad, impío, sacrílego, que, por desgracia, no bajó al sepulcro con Robespierre»; y que señalaba el «... advenimiento —harto prematuro, es verdad— del cuarto estado a las funciones políticas: el pueblo es para ella no la comunidad social en toda variedad y riqueza de su interior organismo, sino la masa atomística de los individuos, en abstracto, y su tendencia irresistible, la de funda el principio de privilegio de una clase sobre las ruinas de los privilegios de las demás.»

Las críticas de Giner se centraron, además, en el liberalismo doctrinario, cuyo formalismo le parecía «vacío de contenido», convirtiéndose en mero oportunismo político, al servicio de las oligarquías reaccionarias. Para Giner, el doctrinarismo tenía sus antecedentes en la obras de Rousseau y Montesquieu, y en tratadistas políticos ingleses como Locke y Macaulay, y alemanes como Stahl. En defecto, el doctrinarismo era «la más perfecta encarnación y la más rigurosa consecuencia del sentido que inspira todo el liberalismo contemporáneo en sus diversos matices». El doctrinarismo partía de un planteamiento falso de los problemas políticos. Su preocupación fundamental frente al régimen político es la cantidad, es decir, «la parte de be reconocerse al súbdito en el gobierno, la mayor o menor extensión de las llamadas libertades individuales, la preferencia por la forma republicana o monárquica». No le interesaban al doctrinarismo, en cambio, «la esencia y la cualidad de un sentido político». Su teoría sobre el Derecho era, según Giner, una colección caprichosa de contradicciones entre la libertad y la ley, entre la igualdad y la libertad, entre la utilidad y la justicia, entre el Derecho

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Natural y el positivo, entre la conservación y el progreso. Todo lo cual hacía perder «el concepto del derecho, convertido en una suma de complicada de fórmulas». Y lo mismo ocurría con su concepto de Estado, que pecaba de abstracto, extensivo y mecánico; el cual era preciso sustituirlo por un concepto unitario, ético, íntimo, auténticamente filosófico de Estado. El doctrinarismo no podía tener un concepto auténticamente unitario de Estado por las bases filosóficas de que arranca: ese eclecticismo, que es «... un hacinamiento de principios opuestos sin discernimiento crítico ni proceso interior, que enseña a interrogar las cosas y los hechos de la Historia pasada, en vez del hecho eterno de la conciencia y la voz siempre igual de la razón.»

Más concreto se mostraba Gumersindo de Azcárate en sus críticas al liberalismo doctrinario. Nacido en León en 1840, Azcárate era hijo de Patricio de Azcárate, gobernador civil en varias ocasiones y escritor prolífico. En Oviedo y Madrid, cursó estudios de Derecho y, desde 1873, fue catedrático de Legislación Comparada. Su destierro en Cáceres y los subsiguientes años de cese en sus funciones como catedrático hasta 1881, los empleó en recopilar y escribir varios libros: Minuta de un testamento (1874), que firmó bajo el pseudónimo de «W»; Estudios filosóficos y políticos (1876); Estudios económicos y sociales (1876); El self-government y la Monarquía doctrinaria (1877); y El régimen parlamentario en la práctica (1878). El más significativo desde el punto de vista religioso fue Minuta de un testamento; y, desde el punto de vista político, El self-government y la Monarquía doctrinaria y El régimen parlamentario en la práctica. Minuta de un testamento es el testimonio personal de la pérdida de fe católica y de su sustitución por un racionalismo teísta, que denomina «unitarismo» y «cristianismo liberal». Azcárate cree en un Dios personal y providente y en la vida futura, y su religiosidad, al modo krausista, tiene una marcada inclinación ética, práctica y activa. Su pensamiento social y político resulta representativo de la segunda generación krausista. Metódicamente, este pensamiento arranca de su aceptación de la sociología, planteada desde bases metafísicas. El organicismo biologizante —característico de la sociología positivista, orientada, entre otros, por Herbert Spencer— es sustituido en Azcárate, como igualmente en Giner, por el organicismo espiritualista heredado de Krause. La

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sociología es todavía para él sinónimo de filosofía social, no investigación puramente empírica, sino que implica una actitud normativa y deontológica y se continua en un «arte social», encargado de instaurar la justicia social. Su liberalismo organicista, opuesto al liberalismo individualista y al socialismo colectivista, es el suelo del que brotan sus soluciones políticas y sociales. Por de pronto, Azcárate entiende que deben fomentarse los llamados «cuerpos intermedios» entre el individuo y el Estado, como los municipios y los gremios. Tal pluralismo social supone una concepción jurídica igualmente pluralista, en la que la sociedad tiene una esfera propia diferente del individuo y del Estado. Cada uno de estos centros de actividad se autorregula, con lo que existen diversas fuentes de derecho. Se considera a éste constituido, según la concepción krausista, por «todas las condiciones necesarias para hacer posible el cumplimiento de nuestro destino». Su obra El sel-government y la Monarquía doctrinaria es una crítica al sistema político instaurado por Cánovas del Castillo. La idea de «self-government» es la idea fundamental que vertebra la obra y que sirve de concepto polémico a la construcción política de Azcárate. Se trata del gobierno de la sociedad por sí misma; lo que implica una serie de prácticas esenciales: la existencia de opinión pública, partidos políticos y de un auténtico régimen parlamentario. La obra no es una crítica de la Monarquía en sí, sino de las prácticas políticas concretas, que bajo su égida se estaban produciendo en España desde 1875. Azcárate hace referencia al derecho a la revolución si el autogobierno de la sociedad fuese conculcado; pero optó por una práctica política concreta de carácter reformista. A su entender, la «Monarquía doctrinaria» resultaba incompatible con el «self-goverment». En ese sentido, criticaba la división entre partidos legales e ilegales; algo que conducía a una división social entre privilegiados legales y silenciados ilegales, entre opresores y oprimidos. En su lugar, defiende la existencia de partidos políticos sin restricciones y las libertades básicas. Igualmente, la Monarquía doctrinaria instauraba un gobierno de tipo personal, suponía la negación «parcial» de la soberanía, porque, en su lugar, promovía un «artificio de equilibrios, balanzas, contrapesos, que produjo, entre otros efectos, el descrédito del sistema parlamentario». Acusaba, además, a Cánovas y a las elites de la Restauración de inmovilismo en la concepción del régimen político, ya que concebía a la Monarquía y a la Constitución como un pacto entre los individuos y el monarca, que sacraliza el orden constitucional y la propia figura del rey; y que lo legitima sin aceptar cambios. Por otra parte, la Monarquía doctrinaria

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obstaculizaba el libre desarrollo del régimen parlamentario, mediante la corrupción, el falseamiento de las elecciones y el control de los gobiernos. En la práctica, el Parlamento estaba subordinado al poder ejecutivo. Otro de los defectos de la Monarquía doctrinaria era la centralización, que Azcárate juzgaba contraria al «self-government». Como krausista, era partidario de la descentralización política y administrativa. Desde su modelo organicista, planteaba una forma de descentralización jurídico-política del Estado, en que las particularidades regionales de España como nación tuvieran cabida. La centralización, como sistema de gobierno, dañaba a la educación libre, gradual y progresiva de la sociedad y de las esferas sociales en su vida interior. Otra de sus críticas a la Restauración fue la supresión del jurado, una institución que era, a su entender, un elemento esencial del autogobierno social. Era una conquista propia de los pueblos verdaderamente libres. Y es que de la misma manera que el ciudadano participa en el poder legislativo mediante el voto, debe hacerlo en el poder judicial integrándose en el jurado. No menos graves eran las prerrogativas que la Monarquía doctrinaria atribuía a la Corona. Y es que el rey de la Restauración no sólo reinaba, son que gobernaba. Era inamovible, indiscutible e inviolable; y conservaba prerrogativas tan decisivas como la disolución de las cámaras, el derecho de veto, la sanción y la iniciativa. Todo lo cual le dotaba de un carácter sagrado propio de la Monarquía del Antiguo Régimen. Complemento de El self-government y la Monarquía doctrinaria fue El régimen parlamentario en la práctica, donde denuncia las deficiencias del sistema de la Restauración, el caciquismo, el favoritismo, la política de amigos, la corrupción, etc. El capítulo dedicado al poder y los partidos es un inventario de corruptelas. Lamenta Azcárate que «en vez de servirse el país de los partidos y los partidos de los jefes, éstos se sirven de los partidos y los partidos se sirven del país». Deplora igualmente «el gran mal de los gobiernos de partido»; lo que daba lugar a una cuádruple tiranía: doctrinal, política, administrativa y judicial, y favorecía la corrupción electoral, parlamentaria, burocrática y social, con lo que, en definitiva, resultaba desconocido el fin del Estado. Azcárate propugna, como solución, el retorno a la pureza de la teoría liberal. Era preciso tener siempre presente que los partidos, como las escuelas científicas, «son órganos de una verdad incompleta, de un punto de vista exclusivo, de una tendencia parcial, y precisamente por esto es una condición necesaria para la salud de la sociedad que todos ellos puedan influir en ella». La consecuencia de esta parcialidad constitutiva es la corresponsabilidad. Cada parti-

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do debía reconocer a los otros como «elementos coadyuvantes, admitiéndolos, por tanto, a su lado como compañeros y amigos, no como enemigos y adversarios». La solución del problema se encuentra, pues, en la moralización de la vida política, es decir, en una adecuación de la realidad política al deber-ser, «teniendo en cuenta que su fin es la justicia, su guía la idea, su móvil el desinterés, su regla de conducta con respecto a sí mismos la disciplina, respecto a los demás la tolerancia, respecto a la patria, la paz». En lo que respecta a la cuestión obrera, Azcárate entiende, en sus escritos sociológicos, que es la sociedad, más que el Estado, quien debe resolverla, principalmente mediante una intensa acción cooperativa y educadora. En 1881 concretó su pensamiento: «Para resolver el problema social deben inspirarse: el individuo, en la solución cristiana; la sociedad en la solución socialista, y el Estado, en la solución individualista». Finalmente, Azcárate, como la mayoría de los krausistas e institucionistas, templó sus críticas juveniles al sistema de la Restauración, aunque siempre se mantuvo fiel al liberalismo organicista. El régimen le colmó de honores, nombrándole académico de la Historia, de Ciencias Morales y Políticas y de Jurisprudencia y Legislación. Presidió, además, el Instituto de Reformas Sociales. En  1913 ratificó públicamente su acatamiento a la Monarquía en una célebre visita a Alfonso XIII. Sus enemigos por excelencia fueron los mauristas y, sobre todo, los miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, que les acusaron de heterodoxia religiosa y de radicalismo político.

2.3

Nación e historia

En otro orden de cosas, el krausismo y luego la Institución se mostraron partidarios de una idea orgánica de nación. La nación era una totalidad orgánica, una comunidad unitaria que realizaba de forma peculiar, de acuerdo con sus instituciones y su carácter, todos los fines de la vida. En el pensamiento de Giner de los Ríos, se trata de una comunidad y persona social constituida por la unidad de la raza, de la lengua, del territorio y de la cultura; era un órgano de la Humanidad. Seguidor de Herder, Giner identificó el «genio» español con la tierra, con el paisaje y encontró la expresión de su pasado en el arte y la mística. La pintura de El Greco fue igualmente, para algunos institucionistas como Manuel Bartolomé de Cossío, expresión

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de ese «genio» nacional. A partir de tales planteamientos, los institucionistas realizaron un diagnóstico de la historia de España, haciendo hincapié en la problemática religiosa. El catolicismo no sólo suponía un obstáculo intelectual y moral para el progreso de la nación sino que encarnaba un claro elemento disgregador de la sociedad y del libre desarrollo individual. El ideario histórico de los institucionistas resultaba antagónico del tradicionalismo cultural defendido por Marcelino Menéndez Pelayo, quien, en la célebre polémica sobre la ciencia española, calificó a Gumersindo de Azcárate y al conjunto de los krausistas de antipatriotas. Para el historiador institucionista José Deleito y Piñuela, Menéndez Pelayo era «la insigne cabeza de nuestros pensadores casticistas». Tal «casticismo» llevaba hasta sus últimos límites el tradicional misoneísmo español y su «terror a lo exótico»; lo cual tendría a perpetuar «todo lo propio, aunque sean vicios o errores nacionales, disfrazándolos con piadosos eufemismos». En el fondo, se trataba de un «falso españolismo». Y es que la trayectoria histórica de España fue por buen camino hasta el siglo XVI, cuando la Casa de Austria siguió en el orden interior «una loca política centrífuga», arruinando a España con «lejanas y quiméricas empresas», lo que nos incomunicó espiritualmente con Europa; y fomentó un orgullo patriótico «pueril». Su aspiración a una irrealizable unidad católica convirtió a España en «un inmenso convento», «víctima de ideales generosos, pero suicida». Las reformas borbónicas fracasaron porque sólo fueron emprendidas «para un elite de los más cultos». Y lo mismo ocurrió con la obra de las Cortes de Cádiz, ya que «a la masa general del pueblo le repugnaban las innovaciones, porque olían a cosa extranjera a veinte leguas» Deleito sólo consideraba figuras de positivas a Mendizábal, Sanz del Río y Giner. Y propugnaba una europeización respetuosa con los valores nacionales tradicionales, podando «si es preciso sus ramas secas o añadiendo injertos exóticos, que le vitalicen con nueva y fresca savia». Más respetuoso con Menéndez Pelayo y su obra se mostró otro historiador institucionista, Rafael Altamira y Crevea, cuya obra significa una respuesta a la crisis del 98, desde la perspectiva de la Institución. Algo que puede verse en su significativa obra Psicología del pueblo español. Devoto de Fichte y de Herder, Altamira consideraba el conocimiento de la historia nacional como una condición esencial a la labor regeneradora. Era labor primordial —que Altamira asignaba a las universidades— «restaurar el crédito de nuestra historia para devolver al pueblo español la fe en sus cualidades nativas y en su actitud para la vida civilizada», aprovechando los

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elementos útiles de nuestra ciencia y nuestra conducta pasadas. Sin embargo, se apresuraba a matizar la conveniencia de evitar todo aquello que pudiera conducir a la resurrección de formas pasadas, a un «retroceso arqueológico». Por el contrario, la reforma debía hacerse en el sentido de la civilización moderna, cuyo contacto haría que se vivificase el «genio» nacional español, prosiguiendo «conforme a la modalidad de la época» el quehacer español. A ese respecto, Altamira exaltaba la participación de España en la obra de «civilización universal»: arte pictórico durante la Prehistoria y el período ibérico; romanización, con la figura señera de Séneca; período visigodo, con San Isidro de Sevilla; Reconquista y, al mismo tiempo, convivencia entre cristianos y musulmanes; colonización y civilización de América, con Vitoria y Las Casas; literatura y filosofía en el Siglo de Oro, etc. Su labor como historiador americanista tuvo como objetivo la reivindicación del proceso colonizador. Como posteriormente ocurriría con Joaquín Costa, en Altamira aparece, ante la conciencia de la necesidad de reformas, la idea de «dictadura tutelar» o pedagógica. Ya en 1895, el historiador alicantino pronunció en el Ateneo de Madrid una conferencia sobre «El problema de la dictadura tutelar en la historia», en la que se declaró a favor de la legislación y ordenación jurídica del estado de excepción. El problema esencial era, a su juicio, «la explicación de cómo en un pueblo infante, o enfermo, y aún moribundo, se pueden producir personalidades vivas y superiores que saquen al pueblo de su estado inferior». Progresivamente, la Institución Libre de Enseñanza fue conquistando espacios de influencia en la España de la Restauración, sobre todo a través de la legislación promulgada por el Partido Liberal dinástico. Buena parte de los institucionistas militaron en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez, que defendía la accidentalidad de las formas de gobierno y abogaba por una reforma progresiva en sentido liberal del régimen de la Restauración. Los institucionistas influyeron decisivamente en la creación del Museo Pedagógico de Instrucción Primaria, en el Instituto de Reformas Sociales, en la extensión Universitaria de la Universidad de Oviedo, en la Junta de Ampliación de Estudios y de Investigaciones Científicas, en la Residencia de Estudiantes, etc.

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La labor de Giner de los Ríos —fallecido el 18 de febrero de 1915— fue continuada, hasta 1936, por su discípulo Manuel Bartolomé Cossío —muerto en 1935—, José Castillejo y Alberto Jiménez Fraud.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Krause/Sanz del Río: la religión de la Humanidad «Así como nuestra humanidad está llamada a constituirse en un Reino y Estado sobre toda la tierra, está llamada a reunirse en una sociedad fundamental religiosa (una Iglesia) bajo la subordinación a Dios, y en el amor de todos los hombres en Dios.» (Krause/Sanz del Río, El Ideal de Humanidad para la Vida, 1860)

2. Defectos de las religiones no universales, según Krause/Sanz del Río «La esclavitud y la tiranía reinaron aún largo tiempo en la sociedad cristiana; y en los siglos medios de la Europa cayeron estos pueblos en abominaciones que corren parejas con las del gentilismo: Renegación y martirización del cuerpo, ingratitud para con la naturaleza, su belleza y sus leyes, persecución contra los disidentes, herejías, inquisición, asesinato en masa del pueblos jóvenes (América-Asia), guerras civiles y religiosas (…) tales han sido los efectos del imperfecto conocimiento de la unidad de Dios y del amor de los hombres según fue enseñado por Jesucristo.» (Krause/Sanz del Río, El Ideal de Humanidad para la Vida, 1860)

3.

Julián Sanz del Río y el culto a la ciencia «Abriéndose para nosotros hoy las puertas de la Ciencia, no se nos cierran las puertas de la sociedad entramos en un santuario del gran templo, como cuando entramos en el santuario de la Justicia o en el santuario de las Leyes; y lo significa el involuntario respeto con que nos acercamos a su recinto, para escuchar a los que hablan en su nombre del espíritu que allí reina, y recoger las bellas inspiraciones que despierta en nosotros su voz solemne, y que, pasando con viva y recreadora efusión de nuestra naturaleza, simpática con toda la verdad, bondad y belleza en la vida. Durante al-

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gún tiempo este lugar, silencioso y desierto, ha estado guarda por el Genio titular de nuestra Institución: ¡que no se hizo tan gran fábrica solo para recibir muchos hombres en ella, sino para ser digna morada de una idea divina, y señal visible de que esta idea vive entre nosotros y quiere ser para todos honrada y cultivada, como es honrada la idea del derecho, en el templo de la justicia, la idea de poder en el templo de las leyes, la idea de la unidad social en el trono de los Monarcas!» (Julián Sanz del Río, Discurso inaugural del curso 1857-1858)

4.

Fernando de Castro y la Iglesia Universal o de Los Creyentes «4.º Mandamiento: «Proponerse en todos los actos un fin moral: el cumplimiento del Derecho y realizar siempre el bien libremente y por buenos medios.» (Fernando de Castro, Minuta de un testamento, 1874)

5.

Gumersindo de Azcárate relaciona la libertad política y del desarrollo de la ciencia «Según que, por ejemplo, el Estado ampare la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que abrogue casi por completo su actividad como ha sucedido en España durante tres siglos.» (Gumersindo de Azcárate, El self government y la Monarquía doctrinaria, 1877)

6.

Gumersindo de Azcárate y el principio de self-government «(…) el principio de self-government admitido casi sin contradicción en la esfera de la ciencia, reconocido como base esencial de la organización del Estado en los pueblos que a la par son libres y viven en paz, y meta a que se dirigen aquellos otros que todavía no han hallado un equilibrio estable en este siglo de crisis y de revoluciones. Bien se nos alcanza que la cuestión religiosa, que con razón preocupa hoy a todos los que presencian temerosos y desconfiados de las aspiraciones de la teocracia, deseosa de recobrar el poder que seguramente ha perdido para siempre; cuestión social, que ciertos partidos y determinadas clases se esfuerzan en confundir e identificar

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con algunas de sus manifestaciones, para que así recaiga sobre aquella el anatema de reprobador que solo estas merecen; y la cuestión jurídica relativa a los derechos de la personalidad, de los cuales unos son a la vez civiles y políticos, como la libertad de prensa y de asociación y de reunión, y otros como los de conciencia y de cultos, tan trascendentales que respetarlos es respetar la civilización y desconocerlos es alejarse de ella…» (Gumersindo de Azcárate, El self-government y la Monarquía doctrinaria, 1877)

7.

La Monarquía doctrinaria según Gumersindo de Azcárate «En efecto, sin el monarca recibe su autoridad directamente de Dios, o la deriva de un derecho preexistente, fundado sobre una ley inmutable o en la voluntad de sus predecesores, la nación no puede desconocer, ni modificar, ni siquiera consagrar lo que por sí mismo subsiste y es perfecto y acabado. Por el contrario, su no hay otra fuente de poder que la soberanía de la sociedad, es evidente que la autoridad del rey proceso de la declaración del pueblo, el cual no sólo la reconoce y la consagra, sino que la crea y por lo tanto, se presenta la voluntad de modificarla, y aún sustituirla, dado que los derechos que se refieren al orden social y público no son renunciables.» (Gumersindo de Azcárate, El self-government y la Monarquía doctrinaria, 1877)

8.

Francisco Giner de los Ríos y la democracia «La democracia ha presentado en nuestros días grandes afirmaciones, pero, de un lado, aquellos vicios, y de otro, la escasa cultura de las clases a quienes se abraza para compensar con su peso material el de los antiguos partidos gobernantes, tuercen su primera dirección aún contra sus mejores deseos y la empujan fatalmente hacia ese despotismo de la libertad, impío sacrílego que, por desgracia, no bajó al sepulcro con Robespierre. Por esto señala el advenimiento (harto prematuro, es verdad) del cuarto estado a las funciones políticas: el pueblo es para ella no la comunidad social en toda la variedad y riqueza de su inferior organismo, sino la masa atomística de los individuos en abstracto y su tendencia irresistible, la de fundar el privilegio de un clase sobre las ruinas de los privilegios de las demás.» (Francisco Giner de los Ríos, La política antigua y la política nueva, 1872)

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9.

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Francisco Giner de los Ríos y el sufragio universal «El sufragio, como intervención directa en la gestión oficial del Estado social, no puede ser ejercido sino por aquellos de sus miembros que poseen la plenitud de la facultad de obrar. De aquí el profundo error que encierra el llamado sufragio universal, en tanto que se halla necesariamente limitado el ejercicio de este poder, no debiendo hacer uso de él el loco, el menor, el delincuente, el que no ofrece garantías de actitud intelectual y moral para el bien público: todas las cuales contribuyen, es cierto, poderosamente a la determinación del Derecho social, pero en la forma consuetudinaria.» (Francisco Giner de los Ríos, La política vieja y la política nueva, 1872)

10.

Rafael Altamira ante la crisis de 1898 «En suma, el verdadero problema que ha latido en este dolorosísimo proceso, y que aún palpita, agitando todo el cuerpo social, es el de la patria, planteándose en las formas de su concepto, de su valor, de su estado actual y su historia, de su significación en el mundo y del sentido y carácter que ha de llevar la necesaria regeneración de nuestro pueblo, considerado como una persona claramente definida y real en el concierto de las otras muchas en que se divide hoy la humanidad civilizada.» (Rafael Altamira, Psicología del pueblo español, 1901)

BIBLIOGRAFÍA General ABELLÁN, José Luis, Introducción a Memoria testamentaria, de Fernando de Castro. Castalia. Madrid, 1975. AZCÁRATE, Pablo de, Sanz del Río. Tecnos. Madrid, 1969. CACHO VIU, Vicente, La Institución Libre de Enseñanza. I. Orígenes y etapa universitaria (1860-1881). Prólogo de Florentino Pérez Embid. Rialp. Madrid, 1962. CAPELLÁN, Gonzalo, Estudio preliminar a El self-government y la Monarquía doctrinaria. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2009. — Gumersindo de Azcárate. Junta de Castilla-León. Valladolid, 2005.

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䉴 TEMA 10 LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98 Pedro Carlos González Cuevas

INTRODUCCIÓN El Desastre de 1898 supuso un auténtico aldabonazo nacional, al menos para las elites intelectuales y políticas. Los valores en que hasta entonces se asentaba el concepto de patria española y la legitimación del régimen político se hundieron. Algo que favoreció la emergencia de los nacionalismos periféricos catalán y vasco; y pareció dar la razón a los críticos del sistema, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político. En un primer momento, el Desastre y su repercusión en la opinión pública hicieron presagiar una pronta y próxima caída del régimen, a manos de sus adversarios o simplemente de los militares. A la vista de no pocos, era obvio que el grueso de la responsabilidad política e histórica recaía en las elites dirigentes, en los conservadores y liberales dinásticos y en instituciones como la Monarquía. Sin embargo, la rapidez de la derrota ante Estados Unidos y la atonía con que fue recibida por la mayoría de la sociedad, impidió la organización de un partido de la guerra y la consiguiente articulación de una alternativa autoritaria. Sin embargo, las elites dinásticas recibieron un golpe del que nunca se repondrían. Como ya sabemos, las críticas al régimen de la Restauración fueron muy anteriores al Desastre de 1898. Ya hemos hecho referencia a las críticas de krausistas e institucionistas como Gumersindo de Azcárate o Francisco Giner. Pero ahora surgirá un nuevo tipo de crítica distinta al moralismo y al formalismo jurídico-político de estos autores. La crítica regeneracionista incidiría a la Restauración, influida por el positivismo, el organicismo y el historicismo, en otros factores, como la economía, el atraso social y político. El mismo término «regeneración» es consecuencia de esa concepción organicista de la sociedad que se ve sometida a los mismos procesos biológicos que el de los seres vivos individuales: un organicismo con el que se interpreta tanto el funcionamiento social normal, sano, de la sociedad, como sirve para interpretar sus males, sus enfermedades. De modo que la decadencia de la nación es también decadencia de la raza. Esta concepción organicista se acentuará

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desde 1898, presentando al país como un cuerpo enfermo, sin pulso, necesitado de nueva sangre, de regeneración, de intervención quirúrgica. El tema de la dictadura aparece así como solución, al menos provisional, a los problemas de la sociedad española. En el caso de los regeneracionistas, se trata de una dictadura «tutelar», una tutela excepcional y plena que ciertas naciones requieren en etapas de inmadurez o de crisis. Y es que la crítica regeneracionista no sólo someterá a crítica al régimen de la Restauración, sino a la trayectoria del liberalismo español. No debemos ver en estos planteamientos «prefascismo» alguno, como sostuvo superficialmente hace años Enrique Tierno Galván, suponiendo que dicho término o concepto tenga un contenido preciso. Los regeneracionistas tenían el liberalismo como principio normativo, el autoritarismo como transición práctica y la dictadura comisaria como recurso de excepción, pues, como señaló Carl Schmitt, existe: «la tradición de una dictadura nacida a partir de un racionalismo inmediato y absolutamente consciente de sí mismo: la dictadura educativa de la Ilustración, el jacobinismo filosófico, el despotismo de la razón, una unidad formal que radica en el espíritu racionalista y clasicista, la alianza de la filosofía y el sable.»1

A ello se unirían posteriormente los intelectuales noventayochistas, que, a la problemática específicamente española, sumaron las corrientes antiracionanalistas características de la «revolución intelectual» (Stuart Hughes) finisecular. Además, las críticas regeneracionistas condicionaron progresivamente la dinámica del sistema de la Restauración, algunos de cuyos representantes, como Antonio Maura y José Canalejas, intentaron, desde distintos supuestos, su modernización y adecuación a los nuevos tiempos.

LOS PRECURSORES

1. 1.1

Ricardo Macías Picavea

Nacido en la localidad santanderina de Santoña en  1847, la vida de Macías Picavea no fue novelesca; fue la de un intelectual laborioso, serio, 1

Carl SCHMITT, Sobre el parlamentarismo. Madrid, 1990, p. 68.

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con gran afición a la literatura, a la ciencia y a las humanidades. El periodista Luis Antón del Olmet, lo describió como «maestro modesto de un lugar olvidado, sin un gran genio ni una ciencia muy vasta, pero hombre serio, de recto corazón, buen patriota, de sentido iberista». Macías Picavea procedía de una familia de tradición militar. Su padre llegó a ser teniente coronel de Infantería. La profesión paterna obligó a su numerosa familia a continuos traslados. Por ello, el joven Ricardo comenzó sus estudios primarios en León, y los universitarios en Valladolid, donde se matriculó en Derecho y Filosofía y Letras. Alternó sus estudios con el servicio militar en Madrid, donde conoció a Julián Sanz del Río y se familiarizó con la filosofía krausista. Retornado a la vida civil, residió en Valladolid hasta conseguir por oposición en 1874 la cátedra de Psicología, Lógica y Ética en el Instituto de Segunda Enseñanza de Tortosa. Cuatro años después, ocupó, por traslado, la cátedra de Latín y luego de Geografía e Historia en el Instituto de Valladolid. Miembro del Partido Republicano Progresista, fundó el diario La Libertad; y fue elegido concejal del ayuntamiento de Valladolid, llegando a formar parte de la Comisión de Instrucción Pública. Al cesar como concejal, abandonó la política activa, dedicándose al periodismo, a la literatura y a sus actividades pedagógicas. Elegido miembro de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción, publicó La mecánica de choque y El derecho a la fuerza, novelas en las que se planteaban problemas morales resueltos desde una perspectiva puritana típicamente krausista. Su novela más conocida fue, sin embargo, Tierra de Campos, inserta en una temática galdosiana, que intenta responder a la novela regionalista española, creando un espacio narrativo representativo de Castilla. Fue igualmente autor de una Gramática Latina. No obstante, Macías Picavea adquirió celebridad, en el ámbito del pensamiento español de la época, por su obra El problema nacional, en el que, al socaire del Desastre de 1898, analiza las causas de la decadencia española; y propone un plan de reformas. La obra iba dirigida a «los representantes del país productor», es decir, Cámaras de Comercio, Cámaras Agrarias, Sociedades de Amigos del País, etc. El autor atribuye los males del presente, desde el punto de vista histórico, al «austracismo», o sea, a la llegada de una dinastía extranjera a la dirección del país. La Casa de Austria impone a España un proyecto histórico ajeno a sus intereses, impidiendo la consolidación de la prometedora trayectoria inaugurada por los Reyes Católicos. Por culpa del «austracismo» las cualidades negativas del pueblo español ad-

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quirieron un desarrollo asombroso. Estos males y vicios son los siguientes: cesarismo, caciquismo, centralismo, unidad católica, intolerancia, vagancia, irreligiosidad decadentista, etc. Frente a estos males ofrece un repertorio de «soluciones practicables»: cierre de las Cortes, suspensión de los partidos políticos, corporativismo, descentralización general, y una amplia política hidráulica, pedagógica y moralizadora. Para llevar a cabo este proyecto, el autor desconfía de la Monarquía y de los partidos políticos, tanto dinásticos como antidinásticos. La solución sólo podría venir de un «hombre histórico», una especie de dictador comisario que encabezara la transformación de la sociedad española. Ricardo Macías Picavea murió en Valladolid el 11 de marzo de 1899.

1.2

Lucas Mallada y Pueyo

Como en el caso de Macías Picavea, la vida de Lucas Mallada carece de episodios extraordinarios. Es la de un apacible profesor y científico. A ello se unía su propio carácter descrito por sus contemporáneos como huraño, pesimista, retraído, parco en palabras, proclive al enojo. «Tenía un temperamento», se dijo en el momento de su muerte, «hepático, que se mostraba, a las veces y a pesar suyo, en un carácter malhumorado y desapacible». Nacido en Huesca el 13 de octubre de 1841, en el seno de una familia de clase media baja, Mallada siguió la carrera de Ingeniero de Minas. Y, una vez terminados sus estudios, ocupó una cátedra en la Escuela de Capataces de Langreo. Al consolidarse la Comisión del Mapa Geográfico de España, consiguió ser destinado a ella para realizar su vocación de geólogo de campo y paleontólogo. Su labor en el Cuerpo de Ingenieros de Minas y en el Instituto Geológico y Minero, fue muy importante. Recorrió el conjunto del territorio español confeccionando mapas geológicos. Fue nombrado catedrático de Paleontología en la Escuela de Ingenieros de Minas. Sus méritos científicos le valieron el ingreso en la Real Academia de Ciencias en 1892. Su discurso de entrada versó sobre el tema de los Progresos de la geología española durante el siglo XIX. Al tiempo que científico y profesor, Mallada fue un activo y prolífico arbitrista. En 1881, propuso una nueva división territorial de España, basada en unidades que eran simplemente el producto de los millares de kilómetros cuadrados por el número de habitantes. Esta nueva división su-

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ponía la desaparición de nueve provincias, siendo el número total de las que formarían la nueva distribución, cuarenta. Igualmente, propuso una serie de reformas urbanas en Madrid. Sin embargo, su obra más célebre fue, en el campo del pensamiento político, Los males de la Patria, recopilación de artículos publicados en el diario republicano El Progreso y en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza. El libro salió a la luz en 1890. Los males de la Patria —todo un clásico de la literatura decadentista— era un análisis de la situación social y política española, cuyas deficiencias Mallada atribuía, entre otros factores, a la pobreza del suelo, a la progresiva pérdida de fe religiosa, a los defectos del carácter nacional —mezcla de ignorancia, fantasía, rutina y falta de patriotismo—, al atraso de las comunicaciones, al caciquismo, al desbarajuste administrativo y a la inmoralidad de la clase política. Como soluciones, Mallada abogaba por la reducción de los presupuestos del Estado en algunos ministerios, como el de Gracia y Justicia, Hacienda, Guerra y Marina, que debía ir acompañado de la descentralización de servicios en Fomento e Instrucción Pública. Igualmente, recomendaba una atención preferente a la agricultura. El geólogo aragonés esperaba que a realización de este programa viniera de las nuevas generaciones y, sobre todo, del advenimiento de un caudillo, al grito de «¡Viva España con honra!». Los males de la Patria tuvo su continuación en una serie de artículos publicados en la Revista Contemporánea entre 1897 y 1898, bajo el título de La futura revolución española, en cuyas páginas predice la derrota ante Estados Unidos en Cuba y el estallido de una revolución que acabaría con el régimen de la Restauración. Siete años más tarde publicó sus Cartas aragonesas al Rey Alfonso XIII, en las que realiza una exposición de sus diagnósticos sobre la situación española al nuevo monarca, con motivo de su mayoría de edad, insistiendo en visión pesimista del presente social y político, cuya responsabilidad hacía caer en los partidos dinásticos y en las clases dirigentes —aristocracia, alta burguesía y clero—. Sus esperanzadas se depositaban, en cambio, en el Ejército y en las clases trabajadoras. Desengañado de la viabilidad de sus proyectos, cesaron sus escritos políticos, dedicándose a lo estudios de Geología Aplicada. Lucas Mallada murió en Madrid el 6 de febrero de 1921.

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1.3 César Silió y Cortés César Silió y Cortés nació en la localidad vallisoletana de Medina de Rioseco el 18 de abril de 1865. Su padre, Eloy Silió, fue uno de los representantes más característicos de la burguesía de Valladolid: fundador de la Tejera Mecánica, miembro de la Junta Directiva de la Cámara de Comercio Vallisoletana, accionista de El Águila y de la Sociedad Industrial Castellana, así como fundador de los Círculos Obreros Católicos. Silió estudió la carrera de Leyes en la Universidad de Valladolid y en la Central, licenciándose en derecho civil y canónico. Una vez terminados sus estudios, se incorporó al Colegio de Abogados de Valladolid y, para ejercitarse en la práctica profesional, fue pasante en el despacho de Ángel María Alvarez Taladriz, criminalista adscrito a la escuela positivista italiana de Lombroso, Ferri y Garofalo. La influencia de estos autores fue muy importante en su formación intelectual. En sus primeras publicaciones sobre criminología, Salió se autodefinió como un «positivista crítico», cuyo objetivo era «armonizar la perspectiva materialista y determinista de la escuela positiva con los dogmas del catolicismo tradicional. En ese sentido, Silió sometió a una crítica radical los supuestos del iusnaturalismo. Desde su perspectiva, tanto el jurista como el criminalista no podían partir de conceptos apriorísticos, sino del estudio de las causas, de los datos empíricos que suministraban la antropología, la historia, la sociología, la geografía y demás ciencias positivas. De acuerdo con la perspectiva positivista —y también con la católica— existía una clara analogía entre la sociedad y el organismo. La sociedad en sus varias formas un sistema orgánico, un todo que es más que las partes, y que representa un consenso universal de sus miembros. Ambos, sociedad y organismo, son agregados celulares sometidos a la necesidad de mantenerse en la lucha por la existencia. Y era aquí donde radicaba la posibilidad de aplicar a los organismos sociales las leyes biológicas estructurales y evolutivas. Concebida la sociedad como un organismo, ha de defenderse de sus enemigos: los criminales, los delincuentes, los anarquistas; todos aquellos, en fin, que pretenden subvertir las bases del orden social. Por ello, Silió criticaba, junto a la permisividad de las leyes penales, el juicio por jurado. Junto a la escuela positivista italiana, es perceptible la influencia del sociólogo francés Gabriel Tarde, en quien vio al principal representante de

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la «nueva ciencia» sociológica. La genética de los usos sociales desarrollada por Tarde fue recogida por el vallisoletano en varias de sus obras. Como en Tarde, Silió tiene por base el binomio invención-imitación, donde el elemento realmente importante corresponde al hombre eminente, pensador, soldado, político. Toda sociedad vive en un estado permanente de imitación que es un estado no racional. Se imita por la fuerza del prestigio, no por propio razonamiento. Las clases inferiores imitan a las superiores. En directa relación con esta perspectiva, Silió recogió igualmente las aportaciones del sociólogo Gustave Le Bon sobre la psicología de las multitudes. Como el francés, Silió veía en las masas una serie de peligrosas predisposiciones hacia la violencia y el entusiasmo político, que debían ser canalizadas por las élites. Intelectualmente, la multitud es siempre inferior al individuo, pero moralmente puede ser buena o mala, cobarde o heroica; todo depende de sus minorías directoras. Esta secularizada perspectiva positivista intentaba enlazarse, por parte de Silió, con los supuestos del conservadurismo católico español, lo que él llamaría «la ideología españolista», cuyos máximos representantes eran, a su juicio, Balmes, Donoso Cortés, Cánovas del Castillo, y Menéndez Pelayo. Esta posición ecléctica puede verse no sólo en su posterior producción historio gráfica, sino en su concepción del hecho nacional. Aquí la influencia de Taine es igualmente manifiesta. La ciencia política no podía considerarse en términos estrictamente universales, sino que era preciso atender al proceso singular de formación de cada pueblo. Cada nación se ha constituido a través de las determinaciones del medio físico, geográfico y de las costumbres; lo que venía a dar una imagen peculiar de cada pueblo, de cada nación: el «carácter nacional». «La raza, el territorio, el aire, el cielo, el género de vida, cuanto interviene en la formación del carácter nacional, se refleja en las obras producidas en cada una de esas agrupaciones en que la humanidad se subdivide…». El «carácter nacional» se identifica con una tradición específica. La Patria era «la difusión del alma propia, que se detiene en las lindes del solar reducido en que la vista se esparcía de ordinario, donde reposan las cenizas, de padres y abuelos, sobre la cual se destaca la vieja torre de la Iglesia que escuchó sus plegarias y que fue testigo de su fe, ora se extiende hasta las remotas fronteras abarcándola todo en su solo amor, todo orgullo». La tradición española se identificaba básicamente con la Monarquía y la religión católica. Sin embargo, no nos encontramos ante un ente estático. La nación no es solo la tierra y los muertos, o las institucio-

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nes tradicionales; es igualmente un ente que se proyecta, siguiendo las directrices de los individuos egregios y de las minorías conscientes, en un programa de quehaceres propios que permiten conseguir toda una serie de bienes —utilidad, bienestar, riqueza, civilización—; tal es su perspectiva conservadora y modernizadora, a la vez. Su vida política se inició en las instituciones locales vallisoletanas, siendo concejal y diputado provincial dentro de la corriente gamacista. A lo largo de esta etapa, su interés se centró en los problemas demográficos y de higiene pública que azotaban a la capital castellana: «Valladolid pierde anualmente —dirá en una conferencia— 1041 vidas que podría conservar. La muerte roba a nuestra población batallones cada año». El grueso de la responsabilidad recaía en «la inacción inexplicable de las autoridades y poderes que debieran establecer y reglamentar la higiene públicas». Al mismo tiempo, Silió participó, en 1893, en la fundación de El Norte de Castilla, junto a Santiago Alba, compañero de estudios en la Facultad de Derecho y casado con su prima Enriqueta Delibes. El Desastre de 1898 supuso para el vallisoletano un motivo capital de reflexión política, intelectual e incluso histórica. Su posterior militancia maurista y sus proyectos regeneracionistas son producto directo de la apabullante impresión de decadencia que siguió a la derrota del 98. Para Silió, el Desastre inaguró «una crisis aguda de patriotismo», a la que era preciso poner término. Su visita, como corresponsal de El Norte de Castilla, a la Exposición de París fue la primera ocasión que tuvo para reflexionar sobre las causas de la derrota militar ante los Estados Unidos. Silió quedó verdaderamente asombrado al contemplar la pujanza industrial, política y económica de Francia, Gran Bretaña y Alemania. La insignificancia española, en cambio, le dejó consternado. ¿Cuáles eran las razones de esta situación? Armado con las herramientas del organicismo, de la sociología positivista y del conservadurismo católico, Silió iba a intentar dar una respuesta a esta interrogante, en su obra Problemas del día, publicada en 1900. Siguiendo las teorías de Tarde, Silió estimaba como una de las causas la ausencia de un hombre ejemplar, capaz de mover a los demás a seguirle e imitarle. «No hay multitud sin jefe, y solo vive la multitud mientras conserva una cabeza que la guíe». Por ello, la circunstancia española no podía ser considerada como consecuencia directa de una tara innata del «genio nacional» hispano, y es que, como sabemos, para Silió, la existencia de un sustrato étnico configurador de la nación no era un dato especialmente significativo; el problema

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radicaba en la ausencia de una minoría dirigente digna de tal nombre, capaz de dar forma a la colectividad mediante mecanismos correlativos de ejemplaridad, es decir, «por ausencia total de dirección, por falta de fe, de iniciativas, de ejemplos provechosos de nuestras clases superiores». De esta forma, el vallisoletano adelanta, en su diagnóstico, algunas de las tesis desarrolladas por José Ortega y Gasset en su España invertebrada. El atraso global y la invertebración de la sociedad española se reflejaban igualmente en la influencia del movimiento anarquista en importantes sectores de la clase obrera. Para Silió, el anarquismo no pasaba de ser «una secta de criminales fanáticos», cuyo único objetivo era el retorno «al estado salvaje» y «la destrucción universal». Pero su mera presencia implicaba la existencia de «un profundo trastorno de la economía social». Por todo ello, debía ser combatido no sólo mediante la represión policial, sino con una política de reforma social destinada a erradicar «las desigualdades irritantes». Otro de los factores de decadencia nacional era el escaso nivel demográfico de la sociedad española. España era «el país de la mortalidad indisculpable»; y ello era consecuencia del «abandono incalificable de los preceptos de la higiene» por parte no sólo de los poderes públicos, sino de los particulares. Mayor importancia y transcendencia poseía, sin embargo, la emergencia de los nacionalismos periféricos, al socaire de la crisis del 98. A juicio del vallisoletano, esta aparición se debía a la debilidad de la capacidad directora de los poderes públicos y a la escasa representatividad del sistema político, es decir, «al divorcio grande, total, entre el Gobierno y los gobernados». La nación era concebida por Silió corno un sistema surgido por agregación de unidades inferiores, que se integran en torno a una colaboración común, nacida de la «imitación» y de la interacción entre sus diversos componentes. En ese sentido, tanto el nacionalismo vasco como el catalán suponían un intento regresivo de detener el proceso de articulación orgánica de las distintas unidades sociales en un nivel superior de integración. Se trataba, además, de un movimiento político abiertamente regresivo, cuya idealización de las formas de vida rurales, del pasado preindustrial y de la raza vasca suponían un claro obstáculo a la modernización social y económica de aquella región. Frente a la brutal franqueza del bizkaitarrismo, el nacionalismo catalán se mostraba «menos descarado y radical», pero su actitud ante el resto de la nación española resultaba cuando menos equívoca y, en cualquier caso, «tan escasa de apariencia de grato y dulce deber impuesto por el corazón mismo, que ni nos satisface, ni es posible que satis-

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faga a ningún español». Por otra parte, su insistencia en factores de carácter cultural o lingüístico diferenciadores era, de cara a la legitimación de cualquier proceso independentista, por completo irrelevante. No obstante, el vallisoletano en modo alguno se mostraba partidario de una centralización a ultranza, que juzgaba «una adulteración desdichada del centralismo francés». Y, por ello, propugnaba una reforma de la vida local, que suprimiera la influencia del caciquismo. Todos estos problemas exigían una decisión por parte de los individuos egregios y de las minorías conscientes, capaces de articular una moral nacional y de llevar a cabo lo que él llamaba la «revolución desde arriba». «Una dirección nueva, ejercitada sabiamente desde el poder, que corrigiera con mano fuerte los malos hábitos y fomentara aquellas inclinaciones de cuya práctica y cultivo deriva la grandeza de los pueblos modernos». Silió encontró al líder por antonomasia en la figura de Antonio Maura.

2. 2.1

JOAQUÍN COSTA El hombre y su formación intelectual

Fue, sin embargo, Joaquín Costa quien supo encarnar y teorizar el regeneracionismo. En gran medida, Costa fue una figura anómala. La mayoría de los pensadores y profetas del siglo  XIX español han sido debidamente etiquetados y clasificados. Las doctrinas, influencias y personalidades de Balmes, Donoso Cortés, Sanz del Río, Cánovas o Menéndez Pelayo han sido colocadas en sus respectivos anaqueles del museo de la historia del pensamiento español. Costa sigue, en cambio, sin clasificar, como lo estuvo, por otra parte, en vida, reclamado y repudiado tanto por las derechas como por las izquierdas. Dionisio Pérez lo calificó de «oligarquista». Manuel Azaña, de «conservador». Alfonso Ortí, de «populista». «Prefascista» lo denominó Enrique Tierno Galván; y Gonzalo Fernández de la Mora, de precursor del «Estado de obras». No en vano Rafael Pérez de la Dehesa distinguió entre costismo liberal y costismo autoritario. Ello es debido, al menos en parte, a que la producción costista, por su carácter polifacético, y tal vez hasta contradictorio, no facilita el análisis y la formulación de una valoración global y por ello ha dado lugar a múltiples interpretaciones, hasta el punto que después de su muerte pudieron reivindicarlo políticos e in-

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telectuales de bandos tan divergentes que pronto se enfrentarían en una cruenta guerra civil. Nacido en la localidad aragonesa de Monzón el 14 de septiembre de 1846, Costa procedía de una familia de pequeños campesinos, de profundas convicciones tradicionales y católicas. La pobreza de su origen le acompañaron gran parte de su vida, marcando sus actitudes básicas: la ética del esfuerzo y del trabajo, la lucha contra el destino, el estoicismo y la austeridad, la desconfianza hacia el poder y a los que viven del presupuesto estatal, el realismo y el materialismo de base de la cosmovisión campesina, así como la defensa de una propiedad básica, familiar como garantía de la libertad individual (Cristóbal Gómez Benito). En ese sentido, su niñez y adolescencia fue mucho menos segura y cómoda que la de Macías Picavea, Mallada o Silió. Designado para seguir la tradición campesina familiar, Costa eligió, a contracorriente, la vida intelectual. Y abandonó el hogar paterno para estudiar en Huesca. Mientras trabajaba de peón de albañil, aprendió francés, visitó París y se hizo bachiller. Su estancia en la capital francesa fue decisiva para su evolución intelectual y sus preocupaciones económicas, sociales y políticas, tomando conciencia del atraso español, especialmente en ciencia y tecnología. En medio de increíbles penurias, que le pusieron al borde del suicidio, concluyó sus estudios universitarios de Derecho y Letras en la Universidad de Madrid. Entonces conoció a Giner de los Ríos, quien le introdujo en los círculos krausistas, llegando a figurar en el primer elenco de profesores de la Institución Libre de Enseñanza. Entre 1880 y 1883, dirigió el Boletín de la Institución, en cuyos locales vivía. El influjo de Giner es palpable en los supuestos morales de la obra política y pedagógica de Costa; pero su poderosa y rebelde personalidad rebasó los límites de escuela hasta el punto de que se desdibujaron sus orígenes institucionistas. A diferencia de lo sustentado por algunos críticos, como Enrique Tierno Galván, Costa no fue, en realidad, un autodidacta. Su paso por la Universidad y su contacto con Giner de los Ríos le proporcionó una sólida y polifacética formación. En sus obra, está clara la impronta de krausismo, de la Escuela Histórica del Derecho alemana, con su insistencia en el «espíritu del pueblo» (Volkgeist); y la del positivismo. Del krausismo tomó la primacía de la sociedad frente al Estado; de ahí la primacía de la costumbre (emanación de la sociedad) frente a la ley (emanación del Estado); y también la primacía y de defensa de los organismos intermedios —familia, comunidad, munici-

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pio, región, asociación, etc.— frente a la burocracia y el centralismo estatal. Igualmente, su personalismo y su enfoque sustantivista frente a cualquier tipo de formalismo y doctrinarismo. Del historicismo alemán, el interés por el estudio de las tradiciones —el derecho consuetudinario, la economía popular, el colectivismo agrario, los refraneros como fuentes que expresan las concepciones políticas e ideológicas del pueblo, el conocimiento y el saber populares—. Del positivismo, toma su pasión por el conocimiento de los hechos concretos —su erudición sobre la que apoyar e ilustrar afirmaciones y opiniones—; su optimismo científico, su idea de progreso, ante todo material; y su posición materialista. Su positivismo es también evolucionista y organicista, de clara impronta spenceriana. A pesar de su filiación intelectual, nunca se sintió suficientemente ligado a la Institución; y en 1883 dejó de trabajar en ella, aunque siguiera vinculado personal e intelectualmente a la misma. En 1875, había logrado una plaza de Oficial Letrado de la Administración Económica, algo que le deparó una cierta estabilidad económica. Entre 1876 y 1890, Costa se convirtió en un intelectual conocido y reconocido en la sociedad culta madrileña y en los círculos políticos y culturales. Fue el promotor y fundador de sociedades diversas, como la Asociación para la reforma de los Aranceles de Aduanas en defensa de la libertad de comercio; de la Sociedad Geográfica Comercial y director de la revista del mismo nombre en sus primeros años, organizando el Congreso de Geografía Comercial y Mercantil de 1883 en Madrid, del que saldría la Sociedad de Africanistas. Participó en los congresos de Agricultores de 1880 y 1881, donde presentó su programa de reforma de la agricultura española y su política hidraúlica. Costa era muy crítico con los procesos de desamortización llevados a cabo por el liberalismo a lo largo del siglo  XIX. La privatización de la propiedad tenía como base la concepción romana de dominio absoluto sin ninguna clase de límites. En sus estudios sociales, Costa predica y exalta las ventajas de las instituciones colectivas que sobrevivieron a la desamortización: huertos comunales, comunidades de pastos, etc, por la solución que representaban para los pobres, impidiendo la existencia de desheredados. En ese sentido, Costa se mostraba partidario de la restauración de estas formas de propiedad colectiva. En su libro Colectivismo agrario en España, Costa exalta las figuras de Fray Alonso de Castrillo, Juan Luis Vives, Juan de Mariana y Álvaro Flórez Estrada, precursores, a su juicio, de las doctrinas del economista Henry George; y tendentes a establecer

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limitaciones al derecho de propiedad privada. Otro tipo de autores estudiados por Costa, en esta obra, eran los que bajo el impacto producido en los españoles por las instituciones indígenas americanas llegaron a considerar el comunismo como ideal humano, bien diferente a la corrompida sociedad europea. Ejemplos de esta tendencia eran el jesuita Acosta o Murcia de la Llana. Sin embargo, la doctrina colectivista fue perdiendo vigencia a lo largo del siglo  XVII, al reducirse a los arbitristas. En el siglo siguiente existe una continuidad de estas tendencias; pero finalmente son las doctrinas individualistas de Jovellanos las que triunfan en las Cortes de Cádiz y en la posterior legislación liberal. Algo que, en opinión de Costa, llevaba consigo «el fracaso entero de la revolución». De este estudio, Costa deducía la existencia de una escuela colectivista españolas, cuyas notas comunes eran: reclamación de alguna intervención del Estado en la regulación de la producción y distribución de la riqueza; ausencia de partidarios del comunismo integral, agrarismo, concesión del pleno dominio de las tierras al Estado o a los concejos, transfiriendo a los particulares sólo el dominio en calidad de infiteutas o arrendatarios. Igualmente, Costa se mostraba partidario de una política colonial en África, en un momento de expansión colonial europea. En 1884, se fundó con su participación la Sociedad de Africanistas y Colonialistas, promoviendo más de cinco expediciones exploratorias y científicas a Río de Oro, el Sahara y el Golfo de Guinea. El escaso apoyo gubernamental a todos estos proyectos llevó a Costa a abandonar en 1887 las cuestiones coloniales y reclamar la atención gubernamental a la «colonización interior» de España.

2.2 Ante el 98 A partir de 1890, Costa decide intervenir directamente en política desde la defensa de los intereses de los agricultores y de la población de la comarca de Graus. En 1891 crea la Liga de Contribuyentes de Ribagorza y un año después la Cámara Agrícola del Alto Aragón. Con estas campañas trató de transformar a la agricultura en una fuerza política, con un programa de desarrollo agrario propio, fomentando la agricultura en la comarca a través principalmente de la construcción de canales de riego por cuenta del Estado. La primera campaña de la Cámara Agrícola del Alto Aragón se centró en conseguir la construcción por el Estado del Canal de Tamarite.

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En 1893, la Cámara presentó candidaturas propias a las elecciones municipales, y a las generales en 1896, en las que Costa no logró salir elegido. Su programa abogaba por la construcción de caminos, canales de riego por el gobierno; abrir mercados para producción agrícola, facilitar el crédito territorial, suspender la desamortización civil, dar autonomía administrativa a los municipios, codificar el derecho civil aragonés, introducir economías en el presupuesto nacional, organizar un sistema de seguros de vida, socorros mutuos y cajas de retiro regidos por el Estado, y mejorar la instrucción primaria. Justicia para Puerto Rico y Cuba. Mayor ligazón a Hispanoamérica, para poner freno a la expansión norteamericana. Unión con Portugal y africanismo. En Desastre de 1898 hizo tomar conciencia a Costa de que sus programas de reforma económica y social no podían realizarse en el marco del régimen de la Restauración. A su juicio, era necesaria una «revolución desde el poder», «desde arriba», que sustituyera a la clase gobernante e impusiera un cambio de régimen. Una revolución promovida por las clases «neutras» y «productoras», por la alianza de los intelectuales y de los sectores económicos progresivos. En un principio, lanzó el reto de la «resurrección de España», mediante una «política para la blusa y el calzón corto, ya que por muchos años se ha hecho política para la levita buscando al hombre interior y formarlo para que trabaje y se sacrifique y elabore la obra magna de la resurrección». El 12 de noviembre de 1898, Costa, por medio de la Cámara, lanzó un programa-manifiesto dirigido a todas las Cámaras agrícolas y comerciales, y a los sindicatos, en el que apuesta por un período constituyente, de ruptura radical con el régimen de la Restauración y su clase dirigente; una respuesta para la «total rectificación de nuestra historia», pues España es «una nación frustrada», «amorfa», porque no se había dado a sí misma «una constitución adecuada a su psicología y a la calidad y posición de su territorio». De nuevo, intentó la construcción de una fuerza política ahora de ámbito nacional. El primer paso fue la organización de la Asamblea Nacional de Productores, en colaboración con Basilio Paraíso y Santiago Alba. La Asamblea acordó la creación de la Liga Nacional de Productores, en contra de la opinión de Costa de constituir un partido político nuevo. No obstante, el nuevo movimiento se inspiraba en su pensamiento. Por iniciativa paralela, ajena a Costa, se creó en marzo de 1900 el partido Unión Nacional, pre-

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sidido por Basilio Paraíso y Santiago Alba, en el que se integró la Liga Nacional de Productores, donde Costa estuvo en su directorio. Sin embargo, las disensiones internas sobre la estrategia a seguir y el carácter de la oposición al sistema político, llevaron al fracaso de la Unión Nacional y a su desaparición en 1901. Algo que contribuiría a radicalizar las posturas de Costa, que evolucionó a una posición de crítica radical a la Restauración, a la que calificó de «oligárquica y caciquil». Costa exigió la jubilación de la clase política de la Restauración. Su principal argumento fue histórico. La situación española era semejante a la de Francia tras la derrota de Sedán y los gobernantes españoles debían sufrir la suerte de Napoleón III y sus partidarios, es decir, el fin de la clase política, el cambio de régimen y el acceso de hombres nuevos al poder. Los gobernantes no habían hecho nada; ni tan siquiera se habían disculpado. El Parlamento era «órgano de los oligarcas», «feria de vanidades», «bolsa de contratación del poder». Los partidos eran «oligarcas de personajes sin ninguna raíz en la opinión ni más fuerza que la puramente material que les comunica la posesión de la Gaceta». Esta denuncia era complementaria de su célebre tesis sobre que la constitución real de España no era la Monarquía constitucional, sino un cacicato oligárquico. Era la tesis de la famosa encuesta, que elaboró Costa, celebrada del Ateneo de Madrid en 1901, que llevaba por título Oligarquía y caciquismo, en la que participaron, entre otros, Antonio Maura, Adolfo Bonilla, Rafael Altamira, Adolfo Posada, Pompeyo Gener, Enrique Gil Robles, Damián Isern, Juan Manuel Ortí y Lara, Francisco Pi y Margall, Pedro Dorado Montero, Emilia Pardo Bazán, Antonio Royo Villanova, Santiago Ramón y Cajal, Joaquín Sánchez de Toca, Vicente Santamaría de Paredes, Eduardo Sanz y Escartín, Gumersindo de Azcárate, etc. Hay un texto que sintetiza esa conclusión: «Oligarcas y caciques constituyen lo que solemos denominar clase directiva o gobernante, distribuida o encasillada en partidos»; tales gentes eran, a juicio de Costa, «minorías de los peores según la selección al revés». Tampoco confiaba el aragonés en la dinastía. Durante su juventud, Costa había sido indiferente a las formas de gobierno. A raíz del Desastre, confió en que la Regente María Cristina le diese el acceso al poder. Luego, se hizo antidinástico y, posteriormente, republicano hasta el final de sus días. Costa denunció la ineficacia constitucional del «poder moderador». El Rey, dirá, «es una ficción»; era la española, «una Monarquía absoluta, refugiada entre caciques y oligarcas y en sus miserables instrumentos». La fórmula

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política de Costa une el elitismo y el populismo. El primer impulso de la revolución desde arriba debía venir de la elite, de una minoría del «patriciado natural» no responsable del Desastre; esa elite cancelaría los mitos e ilusiones de la Restauración y elaboraría un programa concreto, movilizando a las «clases neutras», la inmensa mayoría del país; esas clases elegirían un presidente de la República, que ejercería el poder independientemente del Parlamento. El gobernante costista es resueltamente autoritario: el «cirujano de hierro», «brazo de acero», «mucho bisturí», capaz de aplicar un tratamiento quirúrgico, es decir, «físico y coactivo», al conjunto de la sociedad. No en vano en su obra existen multitud de alabanzas a figuras como Cromwell, el conde de Aranda, Colbert, Bravo Murillo, o Bismarck; y estudió la doctrina de la dictadura de Donoso Cortés. El dictador costista ejerce la tutela sobre un cuerpo enfermo, asume la plenitud del poder ejecutivo y nombra a sus ministros «entre las personas más competentes en cada una de las ramas de la Administración, sin tener que sujetarse a compromisos, exigencias o combinaciones de los grupos parlamentarios». Era preciso, además, que las Cortes funcionasen «separadamente del Gobierno y que el Gobierno funcione separadamente de las Cortes, sin que por una crisis o por una votación del uno haya de disolverse el otro». El Parlamento debía conservarse, pero aislado, poniendo «sordina a su voz para obtener, a pesar de él, los efectos bienhechores del silencio, dejándolo al propio tiempo en píe como un ejercicio de aprendizaje; reducirlo, en fin, a la pura función legislativa». El programa costista, sintetizado en los «criterios de gobierno», se concreta en la educación, la higiene popular, la reducción del gasto público, el equilibrio presupuestario, la previsión social, etc. Cuando la «tutela» del pueblo español haya dejado de ser necesaria, porque el empeño regeneracionista se haya cumplido, el presidencialismo, que Costa denomina «neoliberal», dará paso al «régimen parlamentario como ideal», en el «self-government del país por el país». A partir de 1903, Costa se incorpora a la Unión Republicana, ya que juzgaba que la regeneración nacional iba unidad al cambio de régimen político. Ese mismo año se presentó a las elecciones por las circunscripciones de Zaragoza, Madrid y Gerona, saliendo elegido por las tres ciudades, pero no llegó a ocupar el escaño y al año siguiente presentó su dimisión. Progresiva, aunque lentamente, fue perdiendo sus convicciones religiosas, especialmente bajo la experiencia del pleito llamado de «La Solana», en el que intervino

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como abogado de la parte eclesiástica. Y murió el 11 de febrero de 1911 fuera del seno de la Iglesia católica. La vida política de Costa fue una sucesión de clamorosos fracasos. Sin embargo, sus objetivos deslegitimadores se cumplieron plenamente. El régimen de la Restauración nunca se repuso de sus críticas. La clase política fue incapaz de responder intelectual y doctrinalmente a las diatribas de que fue objeto por parte del aragonés. Es más: las interiorizó, aunque, como tendremos oportunidad de ver, no hizo demasiado por solucionar los problemas que suscitaba. Además, los incipientes sectores antiparlamentarios encontraron en la producción costista munición altamente aprovechable. Su resuelta y ambigua denuncia del parlamentarismo y su exaltación del «cirujano de hierro» iba a tener, en lo sucesivo, singular transcendencia.

3.

EL «ESPÍRITU DEL 98»

La crisis del 98 generó una reacción de carácter intelectual, muy semejante a la ocurrida en otros países europeos. Lo que se ha venido en llamar «espíritu del 98» significó una demostración de inconformismo, de rebeldía y de inquietud por parte de las elites intelectuales emergentes con respecto al sistema, la sociedad y al esquema de valores de la Restauración. Algo que, en el fondo, envolvía la búsqueda de una tradición sustentadora de un nuevo nacionalismo español. Esta apelación fue igualmente tributaria del enrarecido momento filosófico y literario finisecular, la «revolución intelectual» (Stuart Hughes), teñida de vitalismo, decadentismo e irracionalismo, heredera de Nietzsche, Schopenhauer y Kierkegaard. Frente a la razón ilustrada, lo irracional resurgía. Algo que explica el voluntarismo de que está impregnado el conjunto de las obras y de las tesis de estos autores. El conjunto de los noventayochistas —Unamuno, Baroja, «Azorín», Maeztu— no fue ni liberal ni demócrata. En ese sentido, autores como Gonzalo Sobejano los han calificado de «anarcoaristócratas». Otros, como Ramón Iglesias Parga, han hecho referencia al «reaccionarismo» de la generación del 98. En realidad, nunca tuvieron una posición política coherente y fija. Aquí destacaremos las ideas de Miguel de Unamuno y Ramiro de Maeztu, los dos noventayochistas de mayor calado intelectual y político.

HISTORIA

3.1

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Miguel de Unamuno y Jugo

Nacido en Bilbao el 29 de septiembre de 1864, Miguel de Unamuno fue el principal representante del «espíritu del 98». Como la mayoría de los noventayochistas, no fue liberal ni demócrata; fue un «ocasionalista» (Carl Schmitt), es decir, un representante del romanticismo político, para quien las ideas y/o los acontecimientos eran tan sólo «ocasiones» para la exhibición de un hipertrofiado «yo». Unamuno se dejó seducir, primero, por el fuerismo; después, por el socialismo; más tarde, por la república; y, finalmente, por la contrarrevolución. El primer credo político del bilbaíno no fue, como a veces suele sostenerse, el nacionalismo vasco, sino el fuerismo, o más exactamente, el fuerismo «intransigente» de los euskalerriacos, que iría abandonando cuando marchó a Madrid para estudiar en la Universidad, donde descubrió el pensamiento moderno —Kant, Hegel, Spencer—; y pierde la fe religiosa. En 1884, se doctoró, con el grado de sobresaliente, con una tesis titulada Críticas del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, en la que defiende que en la lengua vasca hay muchos elementos tomados del latín o del románico. Progresivamente, Unamuno consideró que el vascuence carecía de porvenir como lengua en la cultura moderna. Ya en posesión de su cátedra de griego en Salamanca, se acercó a los socialistas, manifestando su animadversión hacia las elites industriales vascas, cuya figura descollante era Víctor Chávarri, el fundador de Altos Hornos de Vizcaya. En 1894, Unamuno ingresó en la Agrupación Socialista de Bilbao, a la que perteneció hasta 1897. Su órgano oficial era La lucha de clases, en la que colaboró Unamuno desde su cuarto número. También colaboró en El Socialista, La Nueva Era, La Revista Socialista, y en órganos anarquistas como Ciencia Social y La Revista Blanca. El socialismo para Unamuno era una doctrina económica, cuyo fundamento era la socialización de los medios de producción; pero igualmente un ideal por realizar, un ideal de reforma intelectual, moral, económica y política; una nueva concepción total de las relaciones humanas. La influencia de Marx en sus escritos fue escasa. Según la mayoría de los estudiosos de su pensamiento, debía más a otros pensadores como Achille Loria, Nittti, Henry George, Costa, Spencer, Tolstoi o Ruskin. Unamuno se mostraba partidario de la industrialización del país. Defendía, además, el individualismo, ya que, a su juicio, el capitalismo no veía en el hombre un fin, sino un medio; algo que el socialis-

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mo tenía que superar. Y es que el socialismo era, en realidad, el auténtico liberalismo, si continuación y realización, al consolidar sus bases materiales para el desarrollo individual, es decir, la capacidad crítica, el uso de la razón y la insumisión. La organización socialista garantizaría la espontaneidad creadora de los artistas frente a un capitalismo que afeaba y degradaba tanto el entorno social como el propio arte, al que convertía en mera mercancía. En fin; Unamuno concebía el socialismo como un capitalismo que funciona sin proteccionismo, con altos salarios y como Estado industrial; algo a lo que habría que llegar no mediante la violencia revolucionaria, sino a través de reformas. En 1897, Unamuno abandona la Agrupación Socialista de Bilbao, para seguir otra línea de actuación pública, alejado ya de la anterior tendencia cientifista, obsesionado por los temas de Dios, la inmortalidad personal y el problema de España. Su obra En torno al casticismo, escrita en 1895, entraba de lleno en su preocupación por el problema español. Se trataba de una crítica directa a los supuestos del tradicionalismo representado por Menéndez Pelayo, de quien había sido discípulo en Madrid. En Salamanca, había polemizado igualmente con el tradicionalista Enrique Gil Robles. Deseoso de dar fundamento a una nueva idea de nación española, Unamuno opuso al concepto de tradición el de «intrahistoria», basado en «la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a su campo a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor como la de las madréporas subocéanicas echa las bases sobre las que se alzan los islotes de la Historia.»

La «intrahistoria» era «la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no tradición mentida que se suele ir a buscar al pasado encerrado en los libros y papeles, y monumentos y piedras». La vía propuesta para acceder a la «intrahistoria» no era sino una relectura vitalista de las tesis positivistas de Hipólito Taine, según las cuales el pasado y el presente forman una sola y única realidad, dada la similitud de los condicionamientos geográficos y raciales que vienen conformando desde los más remotos orígenes hasta el momento actual de la comunidad nacional. Por el contrario, los tradicionalistas eran meros «desenterradores de osamentas», «los dedicados a ciertos estudios llamados históricos y esfuerzos por escapar a la

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ley viva de la prescripción y del hecho consumado y sueños de restauración». Unamuno consideraba a Castilla como la forjadora de la unidad nacional española. Lo castellano era «lo castizo», cuya mejor expresión era el teatro de Calderón de la Barca. El casticismo castellano, reflejado en la España del siglo  XVI, se caracterizaba por el «horror al trabajo», «la resignada indolencia y medida parsimonia», «la holganza y la pobreza», el «sofoco de la libertad civil», el «ordenancismo», la «bárbara ley del honor», etc. El lazo social de aquella época era la religión, fundada en la «hermandad entre el sacerdote y el guerrero». Unamuno pensaba que, pese a los cambios experimentados por la sociedad española, pervivía el espíritu casticista frente a los intentos de europeización. En ese sentido, la labor de los «españoles europeizados» no era la creación de abstractos proyectos políticos, sino redescubrir los tesoros ocultos del «alma» del pueblo, herencia de un pasado que el propio pueblo desconocía, del que no tenía memoria expresa, porque era inconsciente. La solución debía encontrarse en el «presente vivo y no en el pasado muerto», en que la juventud se vuelva «con amor a estudiar al pueblo, que nos sustenta a todos, y abriendo el pecho y los ojos a las corrientes todas ultrapirenaicas y sin encerrarse en los capullos casticistas, jugo seco y muerto del gusano histórico, ni en diferenciaciones nacionales excluyentes, avive con la lucha reconfortante de los jóvenes ideales cosmopolitas el español colectivo intracastizo que duerme esperando un redentor». En 1901, Unamuno pronuncia un discurso en Bilbao como mantenedor de unos Juegos Florales, donde proclama como compensación a la pérdida de las últimas colonias en América una política no centrífuga, sino centrípreta, en la que las regiones y los pueblos tendrían que renovar y salvar a Castilla y a España entera. Para ese programa el vascuence resultaba «estrecho». Con todo, no debemos, sin embargo, tomar excesivamente al píe de la letra el europeísmo o el liberalismo unamunianos. Obsesionado con el tema de la inmortalidad personal, abominó luego, en su obra El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, de la idea de progreso como representación de una «enfermedad que arranca del pecado original». Condenó la cultura moderna, calificando a los europeístas españoles de «papanatas». Terminó rechazando, además, el regeneracionismo, calificándolo de «hórrido». Para entonces, su antiguo amigo Joaquín Costa aparecía como «un archiespañol», «uno de los espíritus menos europeos que hemos tenido».

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A lo largo de su vida. Unamuno se convirtió en un «agitador de espíritus». Criticó la Restauración, la Dictadura de Primo de Rivera, la II República; y apoyó a los sublevados de 1936, para luego criticados igualmente. Pero fue incapaz de articular un proyecto político coherente.

3.2 Ramiro de Maeztu Más coherente se mostró Ramiro de Maeztu, nacido en Vitoria el 4 de mayo de 1874. Tras los avatares que supusieron la ruina familiar y su accidentada trayectoria vital por tierras de Francia, Cuba y Bilbao, y su posterior instalación en Madrid, se convirtió en uno de los más afamados periodistas de la España finisecular. Anonadado por la derrota española ante Estados Unidos, su ideal era, por entonces, «otra España». Las adversas circunstancias en que hubo de desenvolverse en su juventud, le abocaron a una formación de autodidacta y de aluvión, que convirtió su producción periodística de la época en un acervo de perspectivas filosóficas y doctrinales muy diversas. Sus ídolos intelectuales eran, en aquellos momentos, los representantes del vitalismo, del darwinismo social y del decadentismo: Schopenhauer, Huxley, Kidd, Wells, D´Annunzio, Nietzsche, Sudermann. Novicow, Ibsen, Malthus, Stirner y Spencer, a los que habría que añadir Marx, Costa y Unamuno. Sus reflexiones delatan una acusada nostalgia de un desarrollo capitalista español y el análisis de los factores limitativos del mismo. Según sus propias palabras, aspiraba a convertirse en «hacedor de los hombres que hagan dinero». El elitismo intelectual fue una de las constantes de su pensamiento político. El intelectual, a su juicio, era el agente por excelencia del cambio social. Íntimamente ligado a ello, se encontraba la misión de activar la conciencia nacional mediante la doble función de preservar y legitimar su futuro, dando respuesta a las necesidades de la sociedad de la que la nación depende. En el fondo, el intelectual era igualmente el creador de la nación, «un ideal aglutinador de regiones antagónicas y de clases sociales en pugna, un ideal que extrae su fuerza del mutuo instinto de conservación». Aquí entraba la influencia nietzscheana, cuya impronta nunca le abandonó del todo. La explosión de vitalidad que implicaba el superhombre nietzscheano era lo que necesitaba la sociedad española. En él se conjugaban «el hombre idea» y el «hombre voluntad», capaz de conducir a la socie-

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dad a «una vida más grande, más noble, más intensa». En Maeztu, el ideal de revolución industrial se expresa y tiene como sujeto al superhombre; se trata de una labor suprahumana, fáustica. El escritor vasco depositaría su esperanza en la capacidad transformadora de heroicos capitanes de industria e individualidades «sensatas» y «enérgicas», que impulsaran sin trabas el desarrollo económico de la nación. Complemento de su nietzscheanismo era el darwinismo social. Herbert Spencer era, a su entender, «el verdadero creador de la ciencia social moderna». La sociedad era concebida por Maeztu como una parte perfectamente homogénea de las leyes cósmicas de la naturaleza: las relaciones sociales eran relaciones de competencia, de lucha entre individualidades y clases. El desarrollo de las sociedades consistía en la elevación de los grados de sociabilidad. El máximo exponente de cohesión social era la nación, concebida como una sociedad que engarza en su seno tanto a individuos como a clases sociales. En el joven Maeztu, la nación no se define como una sociabilidad adscriptiva, sino como un proyecto, como un proceso, que es preciso realizar para trascender su propia situación atrasada en el esfuerzo de desarrollo económico y modernización. En ese sentido, el patriotismo esclarecido debía de ser crítico, es decir, dirigido hacia la sociedad nacional por el camino de progreso social; y no de la glorificación del pasado. A ese respecto, Maeztu veía en Costa «la posibilidad de un patriotismo popular, de un patriotismo en el que se funden las ideas de patria y pueblo, un patriotismo que se proponga fundamentalmente la educación y el bienestar del pueblo». En ese sentido, Maeztu se mostraba muy crítico con el régimen de la Restauración, un sistema político y social que calificaba de «burocrático, teocrático y militar». Igualmente, se mostraba muy adverso al catolicismo, ya que el proceso de modernización era inseparable de la secularización de las conciencias. El papel social de la Iglesia católica en el aparato educativo era negativo, porque impedía la cristalización de una mentalidad pragmática y desarrollista en el seno de las clases dirigentes. La educación católica era incapaz de crear «hombres de voluntad e inventiva». Además, el catolicismo español era tan «ácido» que sólo servía para «llenar de bilis el estómago»; y, en consecuencia, era incapaz de garantizar la cohesión social. Esta crítica se extendía a sus portavoces intelectuales, como Menéndez Pelayo, a quien no dudó en calificar de «triste coleccionador de muertas naderías». Los nacionalismos periféricos catalán y vasco eran otra de las grandes amenazas para el proceso de modernización y consolidación nacional. Las

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bases sociales del bizkaitarrismo se reclutaban al margen de las clases sociales progresivas como eran la alta burguesía y el proletariado industrial. Sus tesis fundamentales —la raza, la lengua, localismo y ruralismo— carecían de virtualidad histórica. Y es que la construcción de una sociedad moderna y del mercado nacional exigía la asunción de un centro lingüístico, capaz de asumir plenamente la función unificadora, eliminando en lo posible la diversidad de idiomas y dialectos, al igual que la urbanización y la mezcla de etnias. El catalanismo le parecía «menos instintivo y violento»; era «una mixtura de agua y fuego, de corderos y lobos, de trovas y aranceles, tan inconsistente al análisis como incomprensible al corazón». En realidad, la misión histórica de vascos y catalanes, y sobre todo de sus burguesías industriales, no era la construcción de naciones alternativas a la española, sino la colonización de la subdesarrollada Meseta castellana, «un doble negocio de importancia suprema para el litoral». Muy crítico se mostraba Maeztu igualmente con el socialismo español, al que acusaba de exclusividad clasista, al negarse a establecer alianzas con otros partidos de izquierdas y/o liberales. Pablo Iglesias predicaba «la lucha de clases a palo seco» y defendía un marxismo dogmático carente de contenido positivo; algo que culminaba en unas actitudes abiertamente antiintelectuales. Los dirigentes socialistas no parecían ser conscientes de la necesidad de tener «espíritus superiores que critiquen magistralmente el sistema social». De ese desprecio nacía la simplicidad de los análisis socialistas nacidos de la pluma de sus militantes. La solución al problema español vendría, para Maeztu, no sólo del desarrollo económico capitalista, sino de una auténtica reforma intelectual y moral. En primer lugar, de un nuevo modelo educativo, cuyo objetivo fuese la racionalización de la sociedad, basado, por tanto, en saberes empíricos, ciencias positivas, sociología y geografía. Igualmente, era indispensable promover y estimular entre la población los deportes: equitación, gimnasia, esgrima y tiro al blanco. Por su parte, los intelectuales y artistas debían elaborar imágenes y mitos configuradores de un nuevo espíritu nacional español. Y, de la misma forma, pedía al Ejército colaboración a la hora de socializar entre la población «ese espíritu nacional que tanto contribuye al resurgimiento de la ciencia, de las letras, de la industria y las demás actividades de la ciencia moderna». Por aquel entonces, Maeztu se autodefinía como «militarista convencido». En realidad, lo fue siempre.

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En 1905, Maeztu viajó a Inglaterra como corresponsal de La Correspondencia de España, donde haría suyos, durante algún tiempo, los ideales del «nuevo liberalismo» británico, para luego evolucionar hacia planteamientos corporativistas y católicos.

4.

EL REGENERACIONISMO DINÁSTICO

Ante tal cúmulo de críticas, las élites políticas dinásticas —o, al menos, un sector de éstas— fueron capaces de percibir el agotamiento táctico de la vía política característica del conservadurismo liberal, tras el Desastre. En ese sentido, el regeneracionismo dinástico tendría dos adalides fundamentales: Antonio Maura y José Canalejas.

4.1

Antonio Maura y Montaner

Por la derecha dinástica, quien encarnó las nuevas tendencias regeneradoras fue el mallorquín Antonio Maura. Nacido en 1853, había entrado en política en el Partido Liberal, de la mano de Germán Gamazo. Como ministro, elaboró un proyecto de autonomía para Cuba, que fracasó. Luego, a la muerte Gamazo, pasó al Partido Conservador, convirtiéndose en su líder frente a Raimundo Fernández Villaverde. Maura era ideológicamente un liberal, pero su pensamiento político presentaba, al mismo tiempo, acusados perfiles conservadores e incluso tradicionalistas. Para Maura, el catolicismo era la «médula histórica de nuestra nacionalidad»; y la Monarquía, una institución intangible a priori, la médula misma del Estado español, el «núcleo de la nacionalidad». En ese sentido, su proyecto político renovador pretendía desenvolverse en el continuidad de la vida histórica tradicional, no pretendía «variar el sentido y el genio del pueblo», sino establecer «sobre su total integridad las instituciones políticas». De la misma forma, participaba de la concepción organicista de la sociedad. Sin embargo, la defensa del organicismo y del voto corporativo no pasaba de ser, en su pensamiento, una solución correctora de las deficiencias del sistema y no implicaba, por lo tanto, una crítica trascendente al liberalismo. El proyecto maurista nace de la percepción del agotamiento del modelo político canovista. Como diría en uno de sus discursos, la crisis política y

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de legitimidad era consecuencia de que «la inmensa mayoría está vuelta de espaldas, no interviene para nada en la vida pública». Al socaire de este diagnóstico, Maura utilizó, como Costa, el concepto de «revolución desde arriba», consistente en reformas de carácter político, para lograr el «descuaje del caciquismo» y la movilización de las «masas neutras». En su contestación a la encuesta sobre Oligarquía y caciquismo, de Joaquín Costa, Maura se mostraba muy crítico con la situación política, denunciando que la sociedad española era un ente invertebrado, sin jerarquías sociales sólidamente establecidas y cuyas instituciones representativas eran muy débiles y carentes de auténtico apoyo ciudadano; y en donde la única organización vigorosa era precisamente el caciquismo: «Debajo de la mentida armazón constitucional, lo que de veras existe es un cacicato, editor de la Gaceta y distribuidor del presupuesto». No obstante, juzgaba que, dada la situación social del país, una destrucción inmediata del entramado caciquil podía sumir a la nación «en la anarquía, porque todos los órganos legítimos de su vida pública están atrofiados o muertos». Se imponía, pues, una reforma paulatina de las costumbres y de las prácticas políticas, que, con el tiempo, lograra erradicar «la abstención y la abdicación de los auténticos y legítimos partícipes en las funciones políticas de gobierno y dirección social». La «revolución desde arriba» maurista pasaba por la renovación de la vida política local, de los procedimientos electorales y de la representatividad parlamentaria y de reforma electoral. Fue, sin embargo, la pretensión gubernativa de descentralizar e introducir el voto corporativo en la vida municipal, así como la elección de segundo grado en la designación de diputados provinciales, lo que mayor polvareda levantó en la oposición liberal y republicana. Finalmente, los proyectos mauristas no pudieran aprobarse. A lado de la aprobación de estas medidas, Maura intentó una política de reconstrucción militar, sobre todo de la Marina, y la reafirmación de los valores que él y sus partidarios consideraban inherentes a la nación española. Durante el «gobierno largo» maurista (1907-1909), la Institución Libre de Enseñanza, y en particular la Junta de Ampliación de Estudios, sufrió graves quebrantos. Igualmente, derogó la Real Orden de Matrimonio Civil; y su actuación contribuyó a conservar la influencia del clero en la enseñanza, si bien aumentó la escolaridad obligatoria de los seis a los doce años. Bajo su mandato, se creó el Instituto Nacional de Previsión y se aprobaron las leyes

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de Conciliación y Arbitraje, que sentaron en jurisprudencia el concepto de Jurados Mixtos y el de huelga. Este proceso de modernización conservadora acabó abruptamente como consecuencia de los graves sucesos de Barcelona —la llamada «Semana Trágica»— y la represión subsiguiente, sobre todo la ejecución del pedagogo Francisco Ferrer Guardia, que produjo una clara ofensiva antimaurista tanto en el interior como en el exterior, y que contó incluso con el apoyo del Partido Liberal. Alfonso XIII se adelantó, ante la marejada política, a la dimisión del mallorquín, abriendo el paso a los liberales.

4.2

José Canalejas y Méndez

Tras la muerte de Sagasta, en 1903, el Partido Liberal tardó en encontrar el líder adecuado. Segismundo Moret y Eugenio Montero Ríos fueron incapaces de llenar el hueco dejado por el prócer riojano. Las nuevas tendencias liberales estuvieron representadas por el gallego José Canalejas. Nacido en 1854, Canalejas procedía de una familia de la burguesía. Su tío, Francisco de Paula Canalejas, representaba un liberalismo de signo progresista, adscrito al republicanismo y a la influencia del krausismo. Sin embargo, su sobrino acabó desembocando en el ala izquierda del liberalismo dinástico. Para ello, reinterpretó la tradición progresista y la herencia de «La Gloriosa», dando un giro democrático al liberalismo de la Restauración sobre unas bases programáticas que nacían de una raíz común: la defensa del Estado. A su juicio, si algo podía salvar en España los intereses morales y los materiales era «la soberanía del Estado». Una convicción que se desplegó en tres dimensiones ideológicas y prácticas distintas, pero inseparables: la afirmación de las prerrogativas del poder civil frente al clericalismo, la intervención estatal en las relaciones sociales y, como suma de sus preocupaciones, la fusión de todas las energías nacionales en torno a la Monarquía. Esta última faceta, identificada con el nacionalismo español de cuño liberal. Antes de la crisis de 1898, Canalejas había abogado por conservar las posesiones ultramarinas a cualquier precio y se opuso a la concesión de la autonomía a Cuba. Uno de los aspectos más discutidos de su proyecto político fue el anticlericalismo. Canalejas ha sido definido como un «anticlerical católico» (Javier

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Moreno Luzón): profesaba la fe católica, pero distinguía entre la religión, que constituía un factor básico en la sociedad española y un elemento positivo en la cultura nacional, y el clericalismo, influencia ilegítima y un peligro para el progreso de España. Canalejas no pensaba en la separación de la Iglesia y el Estado, sino que prefería algún tipo de patronato del segundo sobre la primera. El programa anticlerical abogaba igualmente por la regulación del matrimonio civil para que los contrayentes no tuvieran que abjurar de la fe católica; la eliminación del juramento en el acceso a los cargos públicos; o el ejercicio de las atribuciones estatales para regular las enseñanzas impartidas para los colegios religiosos y defender, al mismo tiempo, una escuela pública neutra que respetase la libertad de conciencia de profesores y alumnos. No obstante, el problema fundamental se ubicaba en la relación de las órdenes religiosas con las autoridades. En ese sentido, era necesario, a juicio de los liberales, someter el funcionamiento de las órdenes religiosas al derecho común. De la misma forma, Canalejas se mostró interesado en la cuestión obrera. Estimaba acabada la era del liberalismo abstencionista; y aseguraba que había llegado el «período de sociabilidad», consistente en una mayor intervención del Estado en las relaciones sociales. En este aspecto, las fuentes doctrinales de Canalejas eran el catolicismo social, el estatismo alemán, el nuevo liberalismo británico y el organicismo krausista. Como nacionalista, Canalejas abogaba por un Estado activo que integrara a todos los ciudadanos en una comunidad unida y fuerte. Para ello, vio en la Monarquía un instrumento de nacionalización. Creía que la nación, en la era de las masas, podía galvanizarse mediante el imaginario monárquico. Y fue partidario de la implicación española en Marruecos, mediante la penetración pacífica, a través del comercio y las obras públicas. Con respecto al catalanismo, lo definió como un instrumento de subversión de los «elementos de la Patria». El político gallego estaba muy identificado con la estructura unitaria y centralizada del Estado liberal. Canalejas asimiló catalanismo a separatismo y con el clericalismo y el tradicionalismo. No obstante, durante su gobierno se llegó al acuerdo de la Ley de Mancomunidades. Tras no pocas luchas en el seno del liberalismo dinástico, Canalejas accedió al gobierno, con el apoyo del propio Alfonso XIII, en febrero de 1910; y se dispuso a realizar su proyecto. Su célebre y discutida «Ley del Candado» pro-

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hibía la creación de nuevas asociaciones pertenecientes a órdenes o congregaciones religiosas canónicamente reconocidas, sin la autorización del Ministerio de Gracia y Justicia. En el ámbito social, destacó la Ley de Supresión del Impuesto de Consumos. Igualmente, a lo largo de su gobierno, se aprobaron una serie de leyes que regulaban las condiciones de trabajo. La denominada «Ley de la Silla», que obligaba a tener asientos para las mujeres en los lugares de trabajo. Otra ley prohibía el trabajo industrial nocturno de las mujeres en talleres y fábricas y establecía un descanso mínimo consecutivo de once horas entre jornada y jornada. Importante fue la reforma de la composición y funcionamiento de los Tribunales Industriales. Y la Ley de Reclutamiento, que establecía el servicio militar obligatorio, aunque luego, en la ulterior Ley de Servicio Militar, se introdujo la figura del soldado de cuota. En el verano de 1911, Canalejas ordenó la ocupación de las ciudades de Larache y Alcazarquivir, que intentó frenar las intenciones expansionistas de Francia; y sentó las bases de un entendimiento que fructificaría en el Tratado Hispano-Francés del 27 de noviembre de 1912. El gobierno de Canalejas contó con la oposición no sólo de la derecha más clerical y tradicionalista, sino de socialistas y anarquistas, que provocaron una aguda conflictividad a lo largo del período. El 12 de noviembre de 1912 Canalejas moriría asesinado en Madrid, víctima de un atentado anarquista.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Ricardo Macías Picavea aboga por la abolición temporal de las Cortes «¿Cuál es el nido de aquella borra, el avispero de ese pus, el foco de semejante gangrena? ¡Las Cortes al uso!. Caigan, pues, las tales Cortes al impulso de la misma sentencia. ¡Siquiera para no injuriar más al nombre de las cosas!. No conozco medicina más indicada. Clara e incondicionalmente precisa. Son las Cortes la navaja de Albacete que España lleva metida en el costado y por cuya ancha herida viértesela la sangre a borbotones y éntresela la infección traumática y purulenta a manos llenas. Hay que extraer antes que nada el mohoso hierro y acudir al cuidado de la herida profunda y envenenada.» (Ricardo Macías Picavea, El problema nacional, 1898)

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2.

Lucas Mallada y el carácter nacional «Serán cuestión de raza, serán cuestión de latitud geográfica, serán cuestión de añejas costumbres; influirán las ventajas obtenidas, en todas las manifestaciones de trabajo, por otras naciones más civilizadas; influirán nuestras discordias civiles, tan largo tiempo sostenidas, e influirán si los optimistas lo permiten, y si es verdad aun cuando no lo permitan, la pobreza de nuestro suelo; pero son de todo el mundo conocidas, y por nosotros repetidamente confesadas, nuestra insigne pereza, nuestra afrentosa ignorancia, nuestra grande apatía. Es nuestra pereza tan inmensa como el mar, cuyos límites no se pueden distinguir de una sola ojeada y cuyo fondo no se puede comprender sin largo y distinguido sondeo.» (Lucas Mallada, Los males de la Patria y la futura revolución española, 1890)

3.

La crisis según César Silió «Se ha perdido en España hasta tal punto la noción real de lo que es o significa el poder público, que toda ley, todo mandato, parecen abusiva imposición, concitadora de protestas y justificadora de rebeliones, por lo mismo que a los que mandan y gobiernan parece el ejercicio de su autoridad función libre de toda traba y de todo obstáculo, sin más limitaciones que las impuestas por el propio capricho, ni más finalidad, muchas veces, que la de entretener el apetito de la clientela política. A la anarquía mansa de arriba, responde como un eco la anarquía desordenada de abajo. El poder no se ejerce como tutela paternal sobre los súbditos, encaminada a mejorarlo. La ley no se obedece, la autoridad no se respeta, porque se nos antojan tiránicas e injustas.» (César Silió, Problemas del día, 1900)

4.

Costa contra la Restauración «Monarquía, partidos, Constitución, Administración, Cortes, son puro papel pintado con pasajes de sistema parlamentario, dice Macías Picavea; a un Estado de derecho regular y perfecto, agrega Silvela, se opone en España un Estado de hecho que lo hace del todo en todo ilusorio, resultando que tenemos todas las apariencias y ninguna de las realidades de un pueblo constituido según ley y orden jurídico…» (Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo, 1902)

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«En conclusión: no es la forma de gobierno en España la misma que impera en Europa, aunque un día lo haya pretendido la Gaceta; nuestro atraso en este respecto no es menos que en ciencia y cultura, que en industria, que en agricultura, que en milicia, que en Administración pública. No es nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario, viciado por corruptelas y abusos, según es uso entender, sino al contrario, un régimen oligárquico, servido que no moderado, por instituciones aparentemente parlamentarias. O, dicho de otro modo, no es el régimen parlamentario la regla, y excepción de ella los vicios y las corruptelas denunciadas en la prensa y en el Parlamento mismo durante sesenta años: al revés eso que llamamos desviaciones y corruptelas constituyen el régimen en la misma regla.» (Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo, 1902)

5.

Costa invoca al cirujano de hierro «Se requiere sajar, quemar, resecar, amputar, extraer pus, transfundir sangre, injertar músculo; una verdadera política quirúrgica…que tiene que ser cargo personal de un cirujano de hierro.» (Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo, 1902)

6.

Miguel de Unamuno socialista «Sólo el socialismo puede unir los miembros naturales, sólo la solidaridad económica universal, basada en el libre cambio de la producción socializada puede acabar con estos vastos sindicatos que llamamos naciones. El socialismo es quien, uniendo económica y libremente a los pueblos, puede darles más ancho margen para que cada cual desarrolle sus peculiares aptitudes. Al integrarlos, favorecerá su diferenciación.» (Miguel de Unamuno, «¿Qué es la nación?», en La lucha de clases, 6-VIII-1898)

7.

La intrahistoria según Miguel de Unamuno «Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del «presente momento histórico», no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros de registros, y una vez cristalizadas así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro.

LOS REGENERACIONISMOS Y EL ESPÍRITU DEL 98

Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que, como las madréporas suboceánicas, echa las bases sobre las que se alzan los islotes de la Historia. Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido, sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la Historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentida que se suele ir a buscar en el pasado enterrado en libros y papeles y monumentos y piedras.» (Miguel de Unamuno, En torno al casticismo, 1895)

8.

Ramiro de Maeztu ante el Desastre del 98 «¡Responsabilidades! Las tiene nuestra desidia, nuestra pereza, el género chico, las corridas de toros, el garbanzo nacional, el suelo que pisamos, el agua que bebemos, y puesto que a todos alcanzan, a todos —aun a los más sensatos que la catástrofe preveíamos— nos llegue, por no haber gritado contra la corriente patriotera de los periódicos, hasta quedarnos sin laringe, todos, absolutamente todos, debemos sufrir el castigo.» (Ramiro de Maeztu, Hacia otra España, 1899)

9.

Industrialización como respuesta al problema español «Si España presenta una resistencia a la iniciada industrialización burguesa, nuestra nacionalidad será arrollada por extranjeras manos (…) Si España cambia con decidido paso hacia delante, podemos esperar de nuestros suelos mayor bienestar, de nuestra fecundidad un pueblo más grande, y de nuestro espíritu un renacimiento intelectual.» (Ramiro de Maeztu, Hacia otra España, 1899)

10.

La crisis de la Restauración según Antonio Maura «Las Cortes que son uno de los más principales órganos de Poder y como una irradiación del Gobierno, mueren sin duelo y nacen sin alegría. ¿Por qué? En primer lugar, porque la inmensa mayoría del pueblo español

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está vuelta de espaldas, no interviene para nada en la vida política. De los que quedan, eliminad las muchedumbres socialistas, anarquistas y libertarias; restad las masas carlistas y las masas republicanas de todos los matices; id contando mentalmente lo que queda; subdivididlo entre las facciones gobernantes, y decidme la fuerza verdadera que le queda en el país a cada una, la fuerza que representa cada organismo gobernante con su mayoría, con su voto decisivo, con la acción y dirección que ejerce en los negocios de la nación.» (Antonio Maura, DSC, 15-VII-1901)

11.

El nacionalismo español de Canalejas «Nosotros no somos centralistas; nosotros somos, en el recto sentido del vocablo, yo lo soy, por lo menos, nacionalistas, somos hombres que queremos una solidaridad de todos los elementos y de todas las fuerzas de la Patria española. En ese concepto, somos solidarios, tenemos esperanza en la grandeza de la Nación, a la cual representamos, que es el objeto de todos nuestros amores, lo que suscita nuestros entusiasmos, por lo cual nos parecerían exiguos todos los sacrificios, la Nación española.» (José Canalejas, DSC, 7-XI-1907)

BIBLIOGRAFÍA Sobre el desastre, la crisis finisecular y el espíritu del 98 ABELLÁN, José Luis, Sociología del 98. Península. Barcelona, 1973. CACHO VÍU, Vicente, Repensar el 98. Biblioteca Nueva. Madrid, 1997. FERNÁNDEZ DE LA MORA, Gonzalo, Ortega y el 98. Rialp. Madrid, 1979. HUGHES, Stuart H., Conciencia y sociedad: la reorientación del pensamiento social europeo, 1890-1930. Aguilar. Madrid, 1972. LAÍN ENTRALGO, Pedro, La generación del 98. Espasa-Calpe. Madrid, 1998. SCHMITT, Carl, Romanticismo político. Universidad de Quilmes. Buenos Aires, 2005. SOBEJANO, Gonzalo, Nietzsche en España. Gredos. Madrid, 1967. TUÑÓN DE LARA, Manuel, España. La quiebra del 98 (Unamuno y Costa en la crisis de fin de siglo). Sarpe. Madrid, 1986.

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䉴 TEMA 11 LOS NACIONALISMOS PERIFÉRICOS Juan Olabarría Agra

1.

SABINO ARANA Y EL NACIONALISMO VASCO

La aparición del nacionalismo vasco se asienta sobre una serie de antecedentes locales de larga data. Es el primero la prolongada vigencia de una institución medieval, el Señorío de Vizcaya gobernado mediante un sistema foral. La foralidad vasca sirvió de argumento para la obtención de privilegios, el más importante de los cuales fue la declaración de la hidalguía universal de todos los vascos, dada su supuesta «pureza de sangre», no mezclada con moros o judíos. Desde el siglo  XVI se desarrollo una abundante apologética foral, cuyo rasgo común fue «el afán de sacar consecuencias políticas de las diferencias culturales… un rasgo que caracterizará con el tiempo al nacionalismo romántico». Según este discurso los vascos serían los pobladores primigenios de España, salvados de todas las ulteriores invasiones, y no mezclados con la sangre mora o judía. Eran, por tanto, «españoles de primera» y cristianos viejos, cuya proclamada limpieza de sangre los convertía también en católicos de primera. Es así como desde el siglo XVI hasta finales del  XIX la defensa del privilegio aparece asociada en el País Vasco a «una trayectoria crecientemente particularista… un largo proceso de ensimismamiento, un movimiento resistencial, que va acentuándose, contra la ilustración, liberalismo, democracia, industrialismo». Las élites locales, organizadas en torno al carlismo o al liberalismo moderado (cuyos miembros acabarán transitando con el tiempo hacia la extrema derecha neocatólica primero e integrista después), intentan preservar de la «amenaza liberal» al «oasis vasco navarro», refugiándose en la literatura vasquista legendaria, parapetándose tras los restos de gobierno local y creando un cultura política profundamente anti-liberal. Así en 1867 el diputado Ortiz de Zárate (un cacique local pasado de la derecha liberal al carlismo) proclama con orgullo que» en el País Vasco la colectividad lo es todo y nada el individuo», a la vez que propugna «hacer una política puramente vascongada… contra el liberalismo individualista… que se asentase sobre

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una base familiar y local como alternativa al sufragio universal de los demócratas». La historia del siglo  XIX en el País Vasco se caracterizó por el predomino de unas élites locales, muy vinculadas al catolicismo político y empeñadas en el mantenimiento del privilegio y el combate contra las consecuencias de la revolución liberal. La abolición foral que siguió a la última derrota carlista en 1876 y la modernización industrial subsiguiente provocaron en las élites (un heterogéneo conglomerado de integristas, carlistas y fueristas tibiamente liberales) un estado de ánimo muy próximo al separatismo. Pero el catalizador del nacionalismo se activó como consecuencia de dos hechos sincrónicos: la última abolición foral y la industrialización. La primera produjo un aumento del nivel de protestas de signo foralista, pero los efectos más importantes son los que se vinculan con la revolución industrial en Vizcaya. Esta significó la aparición de una nueva y reducida élite de poder económico político, la «Piña», un grupo de industriales adheridos al partido canovista liberal conservador, muy bien conectados con el gobierno de Madrid, del cual obtuvieron la ventaja del proteccionismo para la siderurgia. Además los inmigrantes necesarios para cubrir las nuevas necesidades laborales comenzaron su organización política en torno al socialismo y sufrieron un rechazo generalizado de las antiguas élites que, para referirse a ellos, pusieron en circulación el término despectivo «maqueto» (adulteración del clásico «meteco»). Finalmente hay que tener en cuenta a una serie de grupos sociales que, aunque económicamente resultasen favorecidos por el proceso, se sentían excluidos políticamente y percibían la decadencia de la cultura autóctona: las élites tradicionales, las nuevas clases medias administrativas, la clase obrera autóctona y la gran burguesía excluida de la «Piña» y de sus privilegiadas relaciones con la Corte (tal es el caso del naviero Ramón de la Sota). A la larga esta será la cantera social y política que alimentará al nacionalismo. Sabino Arana Goiri (Abando, Bilbao, 1865; Pedernales, Vizcaya, 1903) era hijo de una prominente familia carlista dedicada a la construcción naval; su padre subvencionó la sublevación a favor del Pretendiente en 1872, razón por la cual la familia hubo de exiliarse a Francia hasta la victoria y pacificación liberal, que permitió la vuelta de sus miembros. En su niñez recibió una educación católica muy estricta orientada por los jesuitas. A la muerte de su padre en 1883 parte de la familia se desplaza a Barcelona, donde Sabino se matricula en Derecho, carrera por la que no sentía vocación y que dejará inacabada. Según confesión del propio autor su

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«conversión» al nacionalismo habría tenido lugar en 1882 por influencia de su hermano Luis, es decir a los 17 años. Esta proclamada confesión habría tenido lugar el domingo de Resurrección, hecho asociado a la resurrección de la patria vasca y explicado como una revelación debida «al favor de Dios». Al margen de esta evocación legendaria sabemos que Sabino Arana evolucionó del carlismo puro al carlismo fuerista primero y al integrismo más tarde hasta concluir en el nacionalismo independentista. Diversos autores han supuesto la influencia del concepto de raza, vigente en las corrientes catalanistas de la época. Sin embargo, tal como ha demostrado Pedro José Chacón, la más importante influencia que sufre el joven estudiante proviene en realidad del integrismo católico, encarnado en la importante figura del sacerdote Félix Sardá y Salvany (El liberalismo es pecado). El integrismo desvinculó a la extrema derecha católica de la causa carlista, poniendo la religión por encima de la fidelidad dinástica e incluso de la forma de gobierno monárquica: este alejamiento respecto al carlismo venía produciéndose desde 1885, aunque la escisión integrista no se produce hasta 1888. La desvinculación inicial del integrismo respecto al carlismo influyó en Sabino Arana y la ruptura explícita de 1888 pudo influir posteriormente, facilitando el paso de los militantes integristas al PNV. Por otra parte el integrismo, que tenía numerosos partidarios en el País Vasco, extremó en esos años su programa fuerista. Otro rasgo del integrismo quedó indeleblemente grabado en la retórica sabiniana: la seguridad dogmática de tener el monopolio de la verdad religiosa, por encima de los otros católicos y el odio implacable al adversario político, tomado como enemigo de Dios. Por otra parte Arana toma la obsesión integrista por la pureza religiosa y la mezcla con su propia obsesión por la pureza racial, de tal manera que perder la raza supondría perder igualmente las cualidades morales que hacen posible la salvación eterna. Con esto se intensificó al máximo el racismo y la xenofobia preexistentes en el País Vasco. Los primeros documentos sabinianos que certifican su nacionalismo son los Pensamientos (1886) que constituyen un documento privado y los Pliegos Histórico-Políticos (escritos en 1886 y publicados en 1888, por tanto, su primer acto de propaganda política). En los Pensamientos se encuentra ya en germen toda la doctrina sabiniana: la Vizcaya independiente en el pasado era una comunidad racial pura cuyo fin primordial no era otro que la salvación eterna. «Bizkaya» (pues en principio no se habla del País Vasco) conservaba su lengua y sus leyes e instituciones antiguas. Esa situación

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idílica se vio alterada por la «anexión» ejecutada por el Estado liberal español en 1839. «Bizkaya», perdió su independencia institucional a la vez que, desde la industrialización fue invadida por gentes venidas de España, lo que dio lugar a la pérdida de la lengua, a la mezcla de la raza indígena y al consiguiente alejamiento de Dios, «eterno señor de Bizkaya». En estos primeros escritos aparece ya el lema «Jaungoikoa eta Lagi-zarra («Dios y Ley Vieja»): «Ley, raza y lengua pueden reducirse a una y ser incluidos en la idea de Ley, forman el cuerpo del Estado; el elemento Dios constituye su espíritu. Así como el cuerpo debe sujetarse al espíritu… así también la Ley debe subordinarse a…Dios». Para nuestro autor «Dios y patria vasca son inseparables, de manera que “pecar” contra la patria es pecar contra Dios y “pecar” contra Dios (siendo liberal) es pecar contra la patria». De esta manera cualquier opción política que no fuera el propio nacionalismo sabiniano era pecado: el carlismo y el integrismo por se contrarios a la patria vasca y el liberalismo por se contrario a Dios. Por otra parte el odio y la violencia, constantes en su obra posterior, se expresan ya en esta sombría premonición: «Quien hace de tripas corazón, puede mañana hacer una muralla de muertos». El racismo teológico será la esencia del nacionalismo sabiniano, alcanzando su máximo desarrollo en un artículo muy posterior: Efectos de la invasión (1897). En este escrito el pecado original aparece como la causa del mal en el hombre y el liberalismo como uno de sus efectos: «El liberalismo teórico o doctrinal se aprende… pero el práctico está en la propia naturaleza humana, empezó con el pecado original y está expreso en muchos, latente en todos: manifiesto está en el carácter y las costumbres del español.»

Es decir que el pecado hereditario no afecta a todas las razas en la misma medida (idea que pudo tomar del tradicionalista francés Joseph de Maistre); por eso el pecado original está latente en unos, manifiesto en otros». El autor pensaba que los vascos padecían el pecado original en estado de latencia, pero si establecían uniones matrimoniales con los españoles (degenerados como todos los latinos), este pecado pasaría al estado de realización plena, lo cual alejaría de Dios a la raza vasca, haciendo imposible su salvación eterna, máximo objetivo que debe perseguir una sociedad. «Salvar a nuestros hermanos, proporcionándoles los medios adecuados para alcanzar su último fin, he aquí el único y verdadero fin del nacionalis-

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mo (…). Si en las montañas de Euskeria ha resonado al fin… el grito de independencia, SÓLO POR DIOS HA RESONADO» (mayúsculas del autor). El racismo sabiniano entronca con la teoría de los cristianos viejos, [como] raza como «limpieza de sangre» (La pureza de la raza, 1895), pero también se acoge a las teorías pseudocientíficas de la época, cuya negación «sería querer coartar la natural e inevitable libertad de la razón y entorpecer el adelantamiento de las ciencias» (Efectos de la invasión, 1897). De hecho este nacionalismo de base religiosa parece considerar a Dios y a la Patria Vasca, como dos objetos de culto de similar importancia: «Ideológicamente hablando antes que la Patria está Dios, pero en el orden práctico y del tiempo, aquí en Bizkaya para amar a Dios es necesario ser patriota y para ser patriota es necesario amar a Dios» (La Patria de los Vascos, 1895). Por otra parte Sabino Arana toma implícitamente conceptos prestados del liberalismo, como la soberanía popular; así cuando deposita el poder político en «la raza tradicional… por la cual se constituye el pueblo vizcaíno, único depositario en principio de los poderes constituyentes, legislativos y ejecutivos» (La Pureza de la raza, 1895). La doctrina sabiniana comienza a extenderse en 1890 a partir del artículo Bizcaya por su independencia, reeditado en 1892 con una Advertencia en la que por primera vez Arana utiliza para designar a los españoles la palabra «maqueto», tomada de vocabulario utilizado en la época por los partidos fueristas. Los «maketos» serán en adelante el objeto preferente de su odio: «ese camino del odio al maqueto es mucho más directo y seguro que el que llevan los que se dicen amantes de los fueros, pero no sienten rencor hacia el invasor. Si fuese moralmente posible una Bizkaya foral y euskalduna (o con euskera), pero con raza maketa, su realización sería la cosa más odiosa del mundo, la más rastrera aberración del pueblo» (Los invasores, 1893). En 1893 Sabino Arana es invitado por el naviero Ramón de la Sota y los fueristas «euskalerríakos» al convite de Larrazabal, y pronuncia un discurso independentista intentando inútilmente su adhesión. Son varios los puntos de fricción con los comensales: su liberalismo de origen, su fuerismo autonomista y su participación como capitalistas en la transformación industrial del País Vasco. Sin embargo, los contactos con los euskalerríakos, a los que Arana llamaba despectivamente «fenicios», no cesaron hasta que en 1898 se produjo su definitiva adhesión. En el mismo año 1893 se edita el

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primer periódico nacionalista («Bizkaitarra») y se funda el «Euskeldun Batzokija», embrión de partido político bajo la cobertura de «Círculo Euskaldún». Bajo el lema »Dios y leyes viejas» se establece un reglamento en el que los socios aparecen clasificados según un criterio racial en «originarios», «adictos» y «adoptados», pudiendo sólo los primeros acceder a los cargos directivos». Es a partir de este año cuando el proyecto independentista aparece ampliado a todo el País Vasco, incluidos los departamentos franceses. La nueva patria lleva el nombre de «Euskeria», que será transformado en «Euskadi» a partir de 1902. En 1895 el proceso de difusión ideológica acabó cristalizando en la fundación del Partido Nacionalista Vasco. Por entonces Sabino Arana proyecta para un futuro independentista un plan de segregación racial basado en las restricciones jurídicas y territoriales, para las «familias mestizas», reservándose la ciudadanía plena a las «familias originarias». Pues la pureza de la raza permanece como el principal objetivo del nacionalismo sabiniano: «Si se diera una Bizkaya, libre sí, pero constituida por la raza española, ¿sería en verdad Bizkaya? Sólo en los mapas… valiera más que (al territorio) le hundiera un terremoto» (La pureza de raza, 1895). 1898 es un año decisivo en la expansión del PNV: se produce la pérdida de las últimas colonias españolas, con el consiguiente desprestigio para la metrópoli y para la idea de nacionalidad española y es entonces cuando Sota y los euskalerriakos se incorporan al PNV, aportando pragmatismo político y apoyo económico a una propaganda impresa deficitaria. Sota, que era autonomista, quiere romper el monopolio de poder de la «Piña», participar en la política local y conseguir favores del gobierno central, alcanzados bajo el gobierno maurista (derecho diferencial de bandera, nombramientos por real decreto en la alcaldía de Bilbao). Nacionalistas y fueristas son dos grupos incompatibles ideológicamente, pero complementarios en la práctica: el uno aporta el entusiasmo militante de la pequeña burguesía y el otro el pragmatismo y respetabilidad conservadora de las élites mesocráticas. Por otro lado y como producto de una alianza antiliberal con los carlistas e integristas, Sabino Arana consigue un puesto representativo en las elecciones a la Diputación de Vizcaya. Todo ello implicará a medio plazo un cierto éxito político gracias a las adhesiones de antiguos euskalerríakos, carlistas e integristas, avance en el proselitismo que la represión esporádica del gobierno y el encarcelamiento ocasional de su líder no bastarán a frenar.

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Paralelamente se inicia en Sabino Arana un cambio más aparente que sincero hacia la moderación, atenuando y ocultando en un segundo plano la parte más radical de su ideología independentista, a la vez que aceptaba los beneficios del industrialismo. Incluso llegará al final de su breve vida (1902-1903) a proponer una «liga vasco españolista», como tapadera contra la persecución gubernativa, proyecto truncado por su muerte en 1903. En realidad esta política pragmática en el corto plazo no le había impedido «mantener tesis básicas de su doctrina acerca de la raza y de la religión… mitigando sus connotaciones más extremistas». Tras su muerte convivirán las tendencias moderada (Sota) y radical (Arana) luchando perpetuamente en el seno del PNV.

2.

LOS CATALANISMOS

2.1 Valentín Almirall Durante la primera mitad del siglo se produce una conciencia del particularismo catalán («provincialismo»), basada en las diferencias idiomáticas, en el recuerdo de las antiguas instituciones de gobierno y el contraste entre la prosperidad catalana y el retraso español. En 1860 los diputados provinciales de Barcelona elevan una proposición a las Cortes en la que declaran: «La provincia (…) no es una mera circunscripción administrativa, sino una entidad natural e histórica (…) esta peculiar condición de su ser, que presentan las provincias de España, aconseja (…) dejarlas en libertad de desenvolvimiento con voluntad y medios propios.»

En los años  50 y  60 se perfila también un provincialismo cultural (Renaixença) animado desde 1859 por los «juegos florales» e influido por la escuela del historicismo romántico (Herder y Savigny). La filosofía histórica de la «Renaixença» fuertemente influida por el catolicismo, se basa en la existencia de un «espíritu nacional» o «comunidad natural catalana», pero sin que esto se traduzca en un movimiento político ni suponga la ruptura de la unidad española. El paso del provincialismo al catalanismo político se produce después del sexenio revolucionario y sus causas son: la demanda de proteccionismo

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económico para la industria catalana y la crítica al estado liberal-democrático por una burguesía que desde la experiencia del Sexenio, se siente amenazada por los movimientos revolucionarios. Por otra parte en el catalanismo van a confluir los dos grandes movimientos que en 1876 ya habían sido derrotados: desde la izquierda el federalismo republicano y desde la extrema derecha el carlismo, ambos adscritos a programas descentralizadores. Durante la Primera República Pi y Margall había intentado llevar a cabo sus teorías federalistas que descentralizaban el poder desplazándolo hasta el nivel local. Teóricamente se trataba de dar paso a una concepción radicalmente voluntarista e individualista de la democracia como contrato libre y recíprocamente realizado en los niveles básicos de la sociedad. La sociedad, según Pi y Margall, ha de fundarse en el consentimiento expreso y permanente de todos sus individuos. El «pacto social» se descompone en una serie de micropactos hasta llegar a la célula social base», siendo esta una fórmula para la reducir al máximo el poder estatal mediante su subdivisión y segmentación territorial. La teoría federalista podía atraer tanto a los partidarios radicales de la «democracia de base» como a los descentralizadores de inspiración catalanista, ya que su autor incurría en una notable contradicción: por un lado apelaba a la libre voluntad del individuo en la formación del Estado, y, por el otro, a la existencia de entidades territoriales «naturales» organismos heredados de la historia. Valentín Almirall, que había militado en el republicanismo federal, resolvió abandonarlo a partir de 1881 para fundar el primer catalanismo con vocación política. La conversión de Almirall al catalanismo implicaba varios cambios decisivos respecto los principios doctrinales del federalismo: Cataluña será ahora el objetivo exclusivo de su acción política debiendo «tener por única bandera el amor a Cataluña». Los principios idealistas utópicos proyectados sobre el porvenir serán sustituidos ahora por el positivismo, entendido como necesidad de aceptación de lo existente, como herencia necesaria. Consecuencia de ello será el rechazo del voluntarismo político individualista y la aceptación de la nacionalidad como un hecho necesario, incompatible con la libre elección de los individuos: la nación es un hecho natural y hereditario no el resultado de un libre acto humano. El individualismo federalista se trueca ahora en colectivismo nacional, dado que la nación es una colectividad de seres que comparten una identidad común here-

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dada de los antepasados. Es la diferencia colectiva hereditaria y no el plebiscito quien hace la nación. Frente al federalismo, considerado como expresión individualista y democrática del contrato social y como exigencia del racionalismo utópico, Almirall propone un modelo basado en la experiencia histórica y en la identidad colectiva. Así, en 1885 critica el racionalismo individualista de Pi y Margall «que no reconoce otra fuente de verdad que la razón individual, ni otras bases sociales o científicas que las que en esa misma razón se fundan». La utopía del racionalismo es sustituida por la adhesión a una concepción de la historia, inspirada en Hipólito Taine y la escuela positivista francesa: «El regionalismo, hijo de la realidad, toma las sociedades tal y como son… no parte de los sueños de igualdad absoluta contrarios a todas las enseñanzas de la naturaleza». Para Almirall «España es una nación plural o, mejor dicho, un agregado de naciones»: «España no es una nación» ya que existe «una gran diversidad de razas… el grupo central-meridional, bajo la influencia de la sangre semítica… se distingue por su espíritu soñador… el grupo pirenaico, salido de las razas primitivas, se muestra mucho más positivo». Por otra parte en su obra capital, Lo catalanisme de 1886, Almirall no duda en fundir la personalidad individual con la nacional: «Cada agrupación de hombres tiene su personalidad propia que, por herencia, se transmite de generación en generación». Así pues el pueblo catalán, debido a su base racial, a su lengua y a su desarrollo histórico, tiene una psicología colectiva que lo hace más apto para «la libertad y la vida moderna». Almirall identificará la nacionalidad catalana con el Renacimiento, la Revolución francesa, la secularización cultural, la urbanización y el industrialismo. Se trata de librar a Cataluña de las ensoñaciones medievalizantes y cristianizadoras que se habían vuelto características del catalanismo reaccionario de su época y de programar hacia el futuro su proyecto nacional. En  1882 se funda el Centre Catalá, una asociación cultural donde Almirall converge con los hombres de la Renaixença, que representan al catalanismo conservador. En el «Centre Catalá» se propugna la creación de partidos de ámbito exclusivamente catalán, sin que tal proyecto llegue a realizarse. En 1885 y bajo la influencia de Almirall el «Centre» presenta ante Alfonso XII un memorial de demandas catalanistas [al que posteriormente titularon Memorial de Agravios. En síntesis el «memorial» propone una organización federal de la monarquía, autonomía para Cataluña

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(con un sistema representativo parcialmente corporativo), proteccionismo para su industria y oficialidad del catalán]. Por otra parte el proyecto republicano de revolución radical y social dirigido por los menestrales se transforma ahora en un proyecto de revolución democrática liderado por la burguesía catalana. Almirall sueña como sujeto de su proyecto político con una burguesía laica y modernizadora capaz de romper sus lazos con los «elementos reaccionarios» que rigen la política española, aunque sin romper con el Estado español. Almirall fue un precursor del catalanismo político, aunque fracasó en lo inmediato debido a que la «burguesía progresista» que buscaba para su proyecto le dio la espalda y ello a pesar de las concesiones hechas al catalanismo conservador, fundamentalmente el corporativismo, que figura no sólo en el «Memorial», sino en su principal obra, Lo Catalanisme (1886). Es más: el sector conservador abandonará en 1886 el Centre Catalá», bloqueando así el proyecto de acción conjunta ideado por Almirall. En esta época el catalanismo conservador se manifestó sobre todo en dos textos: en 1887 se publicó El regionalismo de Mañé y Flaquer, que intentaba atraer al sistema de la Restauración a las masas carlistas. Se trata de un texto a la derecha del liberalismo conservador, lleno de invectivas contra el racionalismo, la Revolución francesa, el individualismo, el parlamentarismo, los derechos del hombre y el «centralismo jacobino». Para Mañé «el parlamentarismo y el toreo» son típicamente españoles. En 1892 apareció La tradición catalana, de Josep Torras y Bages, futuro obispo de Vich. Se trata de una versión clerical e integrista del catalanismo, que, además tuvo una considerable influencia en Prat de la Riba. Para Torras las naciones han sido creadas por Dios y por la naturaleza; estas agrupaciones humanas poseen un personalidad común que el hombre no debe alterar. Todos los movimientos modernos, como el Renacimiento y el liberalismo o incluso «las calaveradas del arte» y su búsqueda de la originalidad, son incompatibles con la tradición catalana, tradición que se funde con el catolicismo. El «pensamiento nacional» es unitario y excluye el pluralismo. «El estudio del pensamiento nacional es de una importancia esencial quien se apodera del pensamiento de un pueblo se hace su amo, lo posee, domina y dispone de él». Torras y Bages, representante de un catalanismo teocrático, pensaba que la tarea de descubrir el «pensamiento nacional» es misión del sacerdocio».

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2.2

Prat de la Riba y las Bases de Manresa

Enrique Prat de la Riba fue, tanto por su actuación práctica en el terreno político como por su elaboración doctrinal, el verdadero fundador del catalanismo político. En 1885 Prat de la Riba, Guimerá y Doménech fundan la Unió Catalanista, organización de los conservadores de la «Renaixença» contrarios al federalismo de Almirall. En 1891 asume la secretaría de la «Unió Catalanista» con el objetivo de transformar el catalanismo cultural en una fórmula institucional de autogobierno. Al año siguiente Prat de la Riba convoca una magna asamblea catalanista en Manresa, con el objetivo de elaborar un proyecto institucional que dé salida política a las aspiraciones del regionalismo catalán. El resultado de esta convocatoria, de la que fueron excluidos Almirall y su grupo, se plasmó en la redacción de las «Bases de Manresa», proyecto autonomista radical. Según las «Bases» el poder central radicaría en el Rey asesorado en su función legislativa por una asamblea de las regiones. Las competencias de esta «monarquía federal» consistirían en Defensa, representación exterior, aduanas y obras públicas de interés general. El «poder regional» en cambio estaría dotado de numerosas y exclusivas competencias. En la base 6 se determinaba que «Cataluña será la única soberana de su gobierno interior». La lengua catalana será la única que podrá usarse en Cataluña y en las relaciones de la región con el poder central (base 3.ª). Tanto las Cortes de Cataluña como los ayuntamientos tendrían una composición basada en el sufragio orgánico, dado que sus miembros serían elegidos como representantes de los gremios y de las distintas actividades económicas y sociales, exigencia que constituía una de las demandas del tradicionalismo. Por otra parte se propugnaba una constitución interna inspirada en el foralismo y en los principios historicistas de Savigny: «En la parte dogmática de la Constitución catalana se mantendrá el temperamento expansivo de nuestra legislación antigua» (base 2.ª). Finalmente Cataluña se reservaba la acuñación de moneda propia, que debería circular por toda España así como las demás «monedas regionales». Las «Bases de Manresa» no fueron satisfechas por el gobierno central, pero funcionaron como doctrina y como propaganda política en el interior de Cataluña. La estrategia política de Prat se basó en las siguientes premisas: en primer lugar transformar las aspiraciones culturales en objetivos políticos, mediante la creación en 1901 de un partido propio, la Lliga Regionalista de Cataluña, entendida como organización bisagra entre católicos y republica-

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nos. En el mismo sentido consiguió aglutinar electoralmente a las fuerzas políticas del territorio en torno a un programa común (Solidaritat en 1907), acción con la cual Prat consiguió expulsar de la escena a los partidos dinásticos e imponer en la agenda política los objetivos catalanistas. Esta acción aglutinadora requería un alto grado de ambigüedad en la formulación de los principios con el fin de combinar elementos contrarios: la teocracia del obispo Torras con un mínimo de autonomía frente a la Iglesia (conseguía así servirse del apoyo eclesiástico, sin verse subordinado al catolicismo integrista). Prat reconcilió a la ciudad liberal con el campo carlista de donde él mismo provenía. Ya en 1893, en el Compendi de doctrina catalanista presentaba a carlistas y liberales como «campeones de la libertad catalana». Este sincretismo sin escrúpulos entre principios poco compatibles fue precisamente la clave de su éxito como aglutinador político. Pero además Prat aspiraba a ir consiguiendo la instauración de instituciones catalanistas, tales como la Mancomunidad de Cataluña en 1913 obtenida por real decreto gracias a sus buenas relaciones con el conservadurismo español en el poder. La obra doctrinal más importante de Prat de la Riba es La nacionalidad catalana, obra publicada en 1906, pero que recoge conceptos elaborados y expresados por el autor en obras anteriores: el Compendi de doctrina catalanista de 1893 y, sobre todo, las conferencias sobre la nacionalidad, escritas en 1897 y transcritas literalmente en La nacionalidad catalana. Tampoco hay que excluir la posibilidad de que algunos capítulos, sobre todo los referidos al imperialismo, pudiesen deberse a la pluma de su discípulo más aventajado: Eugenio D’Ors. Son muchas las influencias intelectuales en lo formación ideológica de Prat de la Riba: Herder y su teoría de la lengua como molde del pensamiento nacional, los historicistas románticos como Savigny o los intelectuales catalanes de la Renaixença; tradicionalistas como José de Maistre; positivistas como Hipólito Taine que contrapone las determinaciones del hecho histórico a las «utopías» del racionalismo político. Así, al fundar la nacionalidad en la naturaleza, y en la historia, la idea de autogobierno quedaba desvinculada de sus connotaciones democráticas, y del voluntarismo político asociado a la Revolución francesa. Especial importancia tuvo la influencia del «nacionalismo integral» de L’Action Françoise, fundada por el nacionalista autoritario y antiliberal Charles Maurras: las principales ideas que el nacionalismo catalán tomó

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del «nacionalismo integral», fueron su exigencia de sustituir el parlamentarismo liberal por la representación corporativa, la primacía absoluta de la nación sobre las personas, la monarquía federal y autoritaria («un César con fueros»). Sin embargo, Prat de la Riba, adscrito al romanticismo medievalizante y hostil Renacimiento, rechazó la restauración del clasicismo propugnada por Maurras. Por el contrario sería Eugenio D’Ors quien hiciese del clasicismo maurrasiano uno de los puntales de su filosofía. Prat entiende la nación a la manera romántica como una comunidad humana que participa de los mismos rasgos distintivos. Los estados son productos artificiales de la historia, pero las naciones, los pueblos, son producto de la naturaleza y existen desde el principio de los tiempos. La labor de los intelectuales nacionalistas consiste en «despertar» a la nacionalidad dormida, volviendo así a los principios naturales que la historia jamás debió alterar. Se trataba de un concepto ya acuñado por el obispo Torras y Bages, principal inspirador de Prat. En «La nacionalidad catalana» se define al pueblo como «la unidad fundamental de los espíritus», frase que engloba prácticamente lo esencial del libro. Los factores de esa identidad común son físicos (la raza), pero sobre todo lo es la cultura, entendida como una forma de ser y de pensar común a todos los individuos que componen la nacionalidad. Parte esencial de esa psicología colectiva es la que proviene de la lengua, ya que ésta no es sólo un medio de comunicación, sino un molde para el pensamiento («la lengua nos da hechas las ideas»). Así, todos los rasgos de la personalidad le son arrebatados al individuo para transferirlos a la colectividad nacional. Rebelarse contra la pertenencia nacional, no luchar por la nacionalidad es el mayor pecado que puede cometer un individuo. El ideal de absorción del individuo puede realizarse también con los inmigrantes mediante el trabajo incesante por inculcar una «cultura común»: «Poned bajo el espíritu nacional gente extraña y veréis como suavemente… va modificando sus maneras, sus instintos, sus aficiones, infunde ideas nuevas en su inteligencia… Y si, en vez de hombres ya hechos le dais niños recién nacidos, la asimilación será radical y perfecta.»

Si para Torras era misión del clero nacionalizar a los catalanes, para Prat esta función corresponde a un partido, que, además, se identifica con la nación: «no somos un partido político, somos un pueblo que renace». Prat de la Riba concebía al Estado español como una federación de pueblos diferentes y a la institución regia como una monarquía federal agluti-

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nadora de distintos estados dotados de un considerable grado de autonomía. Cataluña debía ejercer una función hegemónica en lo económico y en lo cultural, utilizando para ello el entramado de su articulación política en el Estado español e incluso llegando a las zonas de influencia hispano portuguesa en Iberoamérica: «Ya en el nacionalismo catalán ha comenzado la segunda función de todos los nacionalismos, la función de la experiencia exterior, la función imperialista», con el fin de «aglutinar el conjunto de pueblos americanos, hijos de Castilla y Portugal». A veces, incluso da la impresión de que el imperialismo soñado no se limitará a la influencia cultural o económica: «Entonces será la hora de trabajar para reunir a todos los pueblos ibéricos, desde Lisboa al Ródano, dentro de un solo Estado, de un solo Imperio…como la Prusia de Bismarck».

2.3

Eugenio D´Ors y el Noucentismo

Eugenio D´Ors (Barcelona, 1881-1954) estudia derecho en Barcelona donde entra en contacto con la Lliga y comienza su colaboración en diarios catalanistas como La Veu de Catalunya donde publicará una serie de artículos recopilados como Glosari. Muy pronto llega a ser un joven y exitoso intelectual del partido bajo la protección de Prat de la Riba. Tras doctorarse en Madrid con una tesis sobre Genealogía ideal del imperialismo recibe una beca que le permitirá estudiar en París (1904-1906) donde recibe la influencia de Charles Maurras fundador del nacionalismo integral de L’Action Françoise, grupo político de la extrema derecha monárquica. También se inspirará en el nacionalismo de Maurice Barrés cuya influencia se transparenta en La bien plantada, modelo d’orsiano de la mujer catalana y mediterránea, cuya cualidad esencial es un sólido realismo asentado en un sentido clásico de la medida. A partir de 1911, y bajo la influencia del maurrasiano «Círculo Proudhon» inspirado por Georges Sorel, D’Ors ensaya la propagación de fórmulas prefascistas basadas en la unión de nacionalismo y sindicalismo: «el triunfo conjunto del nacionalismo y del socialismo, dos fuerzas que, si se llegasen a unir, nadie se les resistiría». En 1913 es nombrado director de Instrucción Pública de la Mancomunidad. Pero a partir de la muerte de Prat de la Riba en 1917 la carrera de D´Ors en el nacionalismo catalán sufre un rápido declive: será obligado a abandonar sus cargos en la Mancomunidad y acabará por abandonar la Liga en 1919, desvaneciéndose así su sueño de convertirse en un líder autoritario de sus juventudes. En adelante y hasta su muerte en 1954 pasará

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a integrar las filas intelectuales de la extrema derecha españolista, sin que ello suponga un cambio sustancial en sus principios político-culturales. Desde el comienzo de su carrera publicística Eugenio D’Ors experimenta la influencia maurrasiana al menos en varios aspectos: en primer lugar en cuanto a la estructura política basada en un monarquismo antiliberal de carácter federalizante, a fin de hacer compatible un poder central autoritario con el desarrollo de las culturas regionales del movimiento «felibre». En segundo lugar un modelo ideológico en el que el individuo quedara subsumido en la nación, pero concibiendo ésta al margen de cualquier definición relacionada con la Revolución francesa o con el romanticismo germánico. Maurras no aceptaba la herencia revolucionaria según la cual la nación depende de la voluntad política de los ciudadanos. Tampoco aceptaba la concepción historicista de Herder, para quien la nación se define como una comunidad dotada de rasgos culturales diferenciales y surgida en un momento determinado de la historia. Para Maurras la «diosa Francia» no podía depender de los avatares de la historia ni de la voluntad de los hombres. Finalmente el modelo cultural debía atenerse al clasicismo (aquí el mismo Maurras debía mucho a la influencia de la «Escuela Romana» del poeta Jean Moréas y del clasicismo católico). La sustancia cultural francesa se asentaba en una hibridación de catolicismo romano y clasicismo latino inspirado en la Antigüedad. El retorno al clasicismo servía de base cultural a un nacionalismo tan hostil al refrendo democrático revolucionario como al par ticularismo cultural herderiano. El modelo clasicista se inspira en la perfección y en cuanto perfecto es universalizable, y eterno; además este clasicismo teñido de rasgos mediterráneos se opone al modelo surgido del romanticismo germánico (como diría Menéndez y Pelayo, uno de los inspiradores del clasicismo católico en España, «lejos de mí las hiperbóreas nieblas»). Finalmente, Maurras emprendió una batalla cultural contra el romanticismo, movimiento cuya subjetividad y sentimentalismo considera femeninos, decadentes y demoledores para el mantenimiento de una cultura y una sociedad que aspiren a la permanencia. La filosofía política de Eugenio D’Ors se despliega en torno a dos conceptos fundamentales: Imperialismo y Novecentismo o «Noucentisme». El imperialismo se presenta como la fase superior del nacionalismo: «El imperialismo ha comenzado la segunda función de todos los nacionalismos, la función de la influencia exterior, la función imperialista». Paradójicamente el destino

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del nacionalismo triunfante es una transmutación en la que perderá los rasgos individualizantes y efímeros de diversidad e historicidad. La nación se transforma en Imperio y como tal adquiere unos atributos que trascienden el particularismo y la contingencia. El Imperio significa influencia externa y, por tanto, va más allá de los límites territoriales de la primitiva nación. Pero el imperio significa también una forma alternativa de nacionalismo, en la cual la nación transformada ha sido puesta a salvo de la historicidad y de la contingencia. López Aranguren ha hecho notar que D’Ors intenta obtener para la nación catalana «una victoria sobre el tiempo y sobre la diversidad espacial». Pero el precio a pagar es la desaparición de la nación herderiana entendida como particularidad colectiva surgida en la contingencia temporal de la historia, como justificación de la diversidad de lenguas y culturas. Así, para este nacionalismo transformado en imperialismo universalista, unitario, inmutable y eterno, la nación sufre «una crucifixión» del sentimiento patrio (particularismo) en «el ara impasible de la unidad universal de la cultura». D’Ors, que había recibido de Prat de la Riba un concepto de nación romántico, legitimador de las diversidades culturales, particularista, ruralista y medievalizante, lo transformó en un modelo de aspiraciones hegemónicas universales, inspirado en la ciudad antigua y en una cultura mediterránea en la que se armonizasen catolicismo romano y latinidad clásica. En la creciente inclinación d´orsiana por este nuevo modelo de clasicismo perenne, caracterizado por la unidad y la eternidad, modelo que él consideraba universalista, influyeron diversos precedentes: el clasicismo católico de Menéndez y Pelayo, pero sobre todo el clasicismo cultural de Charles Maurras y la Escuela Romana de Moréas. Naturalmente, esta ruptura con el modelo del nacionalismo romántico originó tensiones permanentes «entre un localismo nacionalista y un universalismo mediterraneísta… esta lucha entre localistas y universalistas fue feroz. Posiblemente el localismo nacionalista acabó imponiéndose». Ello se debió sin duda a la derrota personal del propio Eugenio D´Ors y de su proyecto político autoritario para Cataluña. La gran empresa cultural d’orsiana fue el novecentismo, movimiento artístico e intelectual que tuvo vigencia en Cataluña entre 1906 y 1923 en oposición al modernismo, que era la tendencia cultural predominante en la

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Barcelona finisecular. Para D´Ors el decadentismo modernista no es sino la consecuencia del romanticismo iniciado por Rousseau. Sus atributos son el culto a la naturaleza, al hombre primitivo, y a la espontaneidad y al sentimiento. Además en su fase de pleno desarrollo el romanticismo ha predicado el subjetivismo del arte como expresión del yo, la ruptura con la tradición en pos de la originalidad, la diversidad particularista, la anarquía en cuanto falta de reglas, la ruptura con el pasado como oportunidad de cambio, la infinitud como superación de límites. El nuevo paradigma cultural propuesto por D’Ors, el Noucentisme que desde un principio aparece vinculado al concepto de clasicismo, es la antítesis del romanticismo modernista: «Somos imperialistas y defendemos una tradición humana enriquecida con matices diversos, pero fundamentalmente única, es decir, derivada de la cultura grecolatina y proseguida en el transcurso de los siglos constantemente, aunque con interrupciones y temporales medievales, románticos.»

El Novecentismo opone la civilización a la naturaleza, el esfuerzo a la espontaneidad, el aprendizaje de la tradición (el padre) frente a la originalidad (el hijo), la unidad frente a la diversidad, la continuidad frente a la ruptura, el perfil y la forma como límite y medida frente a la infinitud ilimitada de la materia, la jerarquía y las normas frente a la anomia anárquica, la razón y el artificio frente a la irracionalidad instintiva, permanencia frente a cambio. Volver a las reglas y reanudar el contacto con la tradición será tanto una norma de vida como una estética. «Sólo hay originalidad verdadera cuando se está dentro de una tradición… copiará fatalmente quien no sepa heredar…cuanto no es tradición es plagio».

LECTURAS COMPLEMENTARIAS El racismo teológico de Sabino Arana «Entre el cúmulo de terribles desgracias que afligen hoy a nuestra amada patria, ninguna tan terrible y aflictiva… como el roce de sus hijos con los hijos de la nación española… ni la extinción de su lengua, ni el olvido de su historia, ni la pérdida de sus propias y santas instituciones e imposición de otras extrañas y liberales, ni la misma esclavitud política… que padece, la equiparan en gravedad y trascendencia (…) borradas han quedado las fronteras que apartaban a la familia euskeriana de la familia española, rota

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y deshecha la barrera que a una de otra separaba… en el solar de la familia euskeriana penetra la española a título de amiga, y de amiga pasa luego a pariente… se hablan sin recelos sus inteligencias, se comunican sus corazones, se compenetran sus espíritus; y el criterio extraviado vence y ahoga al buen sentido moral, la malicia a la bondad, la corrupción a la pureza… y ya la familia euskeriana, acosada y estrechada por la impetuosa invasión, va viendo perecer, arrollados por el inmundo torbellino, a todos sus hijos, no quedándose ya libre del general naufragio más que la cumbre de sus más altas montañas, cuna de nuestra raza.(…) Si hoy nuestra lengua… fuese adquirida y usada por el invasor, y … Euskeria gozase de sus instituciones tradicionales y estuviera cristianamente legislada… ¿qué valor tendría todo aquello… al lado del contagio del carácter social del español, naturalmente impío e inmoral? ¿Qué le importaría de todo ello a Euskeria, si, a pesar de su lengua nacional… de sus propias instituciones y de su libertad política, aún del catolicismo de su gobierno… el roce íntimo y fraternal de la sociedad española descarriaba las inteligencias de sus hijos, pudría sus corazones y mataba sus almas?».(…) Para el hombre solamente una cosa es importante: la salvación de su alma… nada que no sea procurarle al hombre el conocimiento y el cumplimiento de sus deberes podrá constituir el fin de la sociedad o de la familia… Bizkaya, dependiente de España, no puede dirigirse a Dios, no puede ser católica en la práctica.» «No es, no, el liberalismo del gobierno… la causa inmediata y principal de la perversión de nuestro pueblo… el liberalismo teórico se aprende… pero el práctico está en la naturaleza humana, empezó con el pecado original y está expreso en muchos, latente en todos: manifiesto está en el carácter y en las costumbres del español… la sociedad euskeriana se pierde en su roce con la española y es preciso aislarla para salvar a sus miembros… el carlismo, el integrismo y el moderno regionalismo católico no podrán jamás salvar a Euskeria, porque desde el momento que establecen la íntima unión social del pueblo euskeriano con el español, se oponen a que aquél cumpla su fin, sirvan sus hijos a Dios y salven sus almas» (…) «Si la causa es justa… y necesaria como único remedio de un gravísimo mal moral, Dios nos manda servirla»… Se trata de salvar almas: perecen las de nuestros hermanos… Si en las montañas de Euskeria… ha resonado al fin en estos tiempos de esclavitud el grito de independencia, SOLO POR DIOS HA RESONADO.» (Sabino Arana, Los efectos de la invasión, 1897)

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Las Bases de Manresa Base 6.º Cataluña será la única soberana de su gobierno interior; por lo tanto dictará libremente sus leyes orgánicas, cuidará de su legislación civil, penal, mercantil, administrativa y procesal; del establecimiento y percepción de los impuestos; de la acuñación de la moneda… Base 7.º «Las Cortes se formarán por sufragio de todos los cabezas de familia agrupados en clases, fundadas en el trabajo manual, en la capacidad o en las carreras profesionales, en la propiedad industrial y el comercio, mediante la correspondiente organización gremial que sea posible». (Bases de Manresa, 1892)

Torras y Bages. La nación catalana como obra de Dios «La infusión de la gracia divina se hizo en una raza fuerte, juiciosa y activa… el elemento humano, fecundado por aquél elemento divino, produjo una virtud y energía que se desarrolló en una organización resistente y armónica»… «La Iglesia es regionalista porque es eterna… Los Estados se hacen y deshacen según las circunstancias… reaparecen las antiguas naciones, las unidades sociales naturales formadas en los eternos consejos de la providencia divina.» (Josep Torras i Bages, La tradició catalana, 1892)

Prat de la Riba. Personalidad nacional «Y viene entonces un gran pensador (Torras y Bages) y nos enseña que Cataluña tiene… un espíritu y un carácter nacionales… un pensamiento nacional… de pensamiento, carácter y espíritu nacionales sacábamos la Nación, es decir, una sociedad de gentes que hablan una lengua propia y tiene un mismo espíritu… la existencia de la Nación era un hecho natural…» España como Estado plurinacional: «España no es nuestra patria, sino una agrupación de varias patrias; que el Estado español es el Estado que gobierna la nuestra como las otras patrias españolas… el Estado es una entidad artificial, que se hace y deshace por la voluntad de los hombres, mientras la patria es una comunidad natural, necesaria, anterior y superior a la voluntad de los hombres, que no pueden deshacerla ni mudarla».

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La nación es la unidad espiritual. «El pueblo es un principio espiritual, una unidad fundamental de los espíritus, una especie de ambiente moral que se apodera de los hombres y los penetra y los moldea y trabaja desde que nacen hasta que mueren. Poned bajo la acción del espíritu nacional gente extraña, gente de otras naciones y razas y veréis como suavemente… va revistiéndolas de barniz nacional, va modificando sus maneras… infunde ideas nuevas en su inteligencia y hasta llega a torcer un poco sus sentimientos. Y si en vez de hombres ya hechos, le dais niños recién nacidos, la asimilación será radical y perfecta». El hombre y la nación: «Y el hecho para los sociólogos es este. El hombre nace, crece, se forma y vive dentro de una sociedad»… «Su espíritu se despierta a la vida de la inteligencia con los acentos de una lengua determinada, que le da hechas y acabadas las ideas y todo un sistema de vínculos intelectuales que se apodera de su entendimiento de niño y le pliega y moldea a voluntad». (…) «La sociedad le ha formado y él vive su vida… su espíritu individual queda orgánicamente soldado para siempre con el alma colectiva» (…). «La sociedad que da a los hombres todos estos elementos de cultura, que los liga forma con todos una unidad superior, un ser colectivo informado por un mismo espíritu, esta sociedad natural es la NACIONALIDAD». Contra el racionalismo abstracto y el individualismo, culpables de la Revolución francesa: «el idealismo abstracto y generalizador… que llegó a la cima de su esplendor con el triunfo del doctrinarismo apriorista de la Revolución francesa… provocó un reacción vigorosa… la gran revolución romántica… Thierry, el historiador artista, se siente… herido por la intuición del papel de las razas en la vida de los pueblos y se eleva a la concepción etnológica de la historia, detrás de Herder»… «Schelling fue el hombre que generalizó el concepto introducido por De Maistre de la evolución orgánica. Y esta idea fue acentuándose, como reacción natural …contra el individualismo atómico que iba invadiendo las instituciones y las leyes». La cultura común es, por encima de la raza, el elemento esencial de la nacionalidad: «el hombre nace miembro de una raza, recibe por herencia los caracteres que un trabajo de siglos ha acumulado… pero la raza no es la nacionalidad, por más que sea un factor importantísimo… el pueblo que no ha sabido construir una lengua propia, es un pueblo mutilado, porque la lengua es la manifestación más perfecta del espíritu nacional»… «El pueblo es… un principio espiritual, una unidad fundamental de los espíritus, una especie de ambiente moral que se apodera de los hombres y los

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penetra y los moldea y trabaja desde que nacen hasta que mueren. Poned bajo la acción del espíritu nacional gente extraña… de otras naciones y razas y veréis como suavemente, poco a poco… va modificando sus maneras, sus instintos, sus aficiones, infunde ideas nuevas en su inteligencia y llega hasta a torcer poco o mucho sus sentimientos. Y, si en vez de hombres ya hechos, le dais niños recién nacidos, la asimilación será radical y perfecta». (Enric Prat de la Riba, La nacionalitat catalana, 1906)

Eugenio D’Ors. Alianza de la tradición y el nacionalsindicalismo «Somos imperialistas y defendemos una tradición humana enriquecida de matices diversos, pero fundamentalmente única, es decir, derivada de la cultura grecolatina y proseguida en el transcurso de los siglos constantemente, aunque con interrupciones y con temporales medievales románticos… somos, en fin, sindicalistas y comulgamos con la noción de una nueva era proletaria… y hacemos, incluso, con Georges Sorel la apología de la Violencia. Pero esta violencia… nada tiene que ver con el revolucionarismo democrático. La revolución, concepto esencialmente aburguesado y parlamentario nos repugna esencialmente… un Georges Sorel se encuentra hoy con un Charles Maurras para decir: "Debemos liquidar, contradecir, la obra de la Revolución".» (Eugeni D’Ors, Glosari, 1910)

Contra los «metecos»: «el hecho de una renovación constante, por obra de turbias fuentes de inmigración, en nuestras masas populares ciudadanas… el deslizamiento irruptor de gentes sin valor social, inciviles e ignaros —humana arena de los desiertos— dócil para alzarse a los vendavales de los agitadores… un proteccionismo de raza… ¿no sería legítima defensa en nosotros?» (Eugeni D’Ors, Glosari, 1910)

BIBLIOGRAFÍA Sobre el nacionalismo vasco CHACÓN DELGADO, Pedro José, «Introducción al estudio de la etapa barcelonesa de Sabino Arana Goiri (1883-1888)», en Letras de Deusto, n.º 134, 1991.

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䉴 TEMA 12 LOS SOCIALISTAS Pedro Carlos González Cuevas

1.

KARL MARX Y ESPAÑA

La difusión del marxismo fue en España sorprendentemente pobre. A la hora de explicarlo, se ha recurrido a factores como el arraigo del anarquismo, espacialmente en Levante, Cataluña y Andalucía. Igualmente, a la amistad de algunos líderes obreros españoles, como Rafael Farga Pellicer y Gaspar Santiñón, con Mijail Bakunin. Por otra parte, Suiza, Italia y España fueron los países donde la concepción marxista de una Internacional centralizada y disciplinada chocó con una mayor oposición. La atmósfera de suspicacias que se creó en torno a este problema, entre «autoritarios» y los defensores de federaciones autónomas, fue la causa decisiva del hundimiento de la I Internacional. Las disidencias entre Marx y Bakunin en el terreno teórico afectaban a puntos tan fundamentales como el papel del Estado, pero tenían, en realidad, que ver con la interpretación global de la táctica y la estrategia que ambos propugnaban. Marx establecía un orden de prioridades, en el que el espontaneísmo y el instinto de las masas debían someterse a disciplina y educación, a fin de que la acción política no recayera en el utopismo, sino que se orientase a partir de un proyecto sociopolítico acorde con esas prioridades. Para Bakunin, las palabras «libertad» o «revolución» parecían tener, en cambio, un contenido por sí solas o, al menos, que las masas se lo darían sin necesidad de ser dirigidos por «tutores» de las Humanidad. Las ideas internacionalistas llegaron a España en el último tercio del siglo  XIX a través de los seguidores de Bakunin, como Giuseppe Fanelli, con la consiguiente deformación del pensamiento del adversario que suele ser habitual en toda polémica de carácter político, lo que obstaculizó la difusión del pensamiento de Marx. De la misma forma, es necesario señalar el atraso industrial de la sociedad española a lo largo del siglo  XIX; y añadir factores de carácter cultural e intelectual, sobre todo la ausencia de una importante tradición de pensamiento filosófico sistemático en España. Ni el idealismo ni el positivismo disfrutaron de un gran pre-

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dicamento en nuestro suelo. España, a diferencia de Italia, no tuvo su Benedetto Croce ni su Giovanni Gentile y, por lo tanto, tampoco su Antonio Gramsci. Karl Marx y Friedrich Engels se interesaron por la situación social y política española e incluso por su historia. En una carta a Engels, Marx se decía admirador de la literatura española, en particular de Calderón de la Barca, cuyo Mágico prodigioso consideraba antecedente del Fausto, de Goethe; y Miguel de Cervantes, cuyo Don Quijote leyó con pasión. En momentos de ocio, aprendió español. E incluso leyó en este idioma las obras de Chateaubriand y de Bernardin de Saint Pierre, que en su lengua original le era imposible digerir. Marx nunca estuvo en España. Sí lo estuvo su hija Laura, acompañada de su marido Paul Lafargue, que, en su huida de la represión de la Comuna de París, fue a parar a España en 1871. Marx comenzó a ocuparse de la situación española a partir de 1854, con motivo de los sucesos revolucionarios de aquel año. Lo hizo como periodista del New York Daily Tribune, diario fundado por el admirador de Fourier, político antiesclavista y partidario de Abraham Lincoln, Horace Greely. A la hora de escribir sobre España, Marx se documentó a partir de las obras de Marliani, Toreno, Southey, Hughes, Miñano, Jovellanos, Blanco-White, Ford, Napoleón, Miraflores, etc. Marx analizó la realidad española desde la perspectiva de lo que hoy denominaríamos teoría de la modernización: España era un país que emergía «del estado feudal», que se movía «hacia la civilización de clase media»; y que, como cualquier otro pueblo, se distinguía por «el peculiar colorido derivado de la raza, la nacionalidad, el lenguaje, las costumbres del lugar y el vestido». Como señaló en su día el filósofo Manuel Sacristán, los análisis de Marx de la historia española están centrados en factores que, desde la perspectiva marxista, denominaríamos supraestructurales —tradición, cultura, política, religión, etc.— en detrimento de los infraestructurales. Llama la atención igualmente, como ya denunció el hispanista Gerald Brenan, que Marx apenas mencione los procesos desamortizadores de las tierras eclesiásticas y comunales. Marx estimaba que no existía otro país, salvo Turquía, tan poco conocido y tan sumariamente juzgado en Europa como España. Algo que conside-

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raba una consecuencia de la ignorancia de los recursos y de la fuerza de los pueblos en su organización provincial y local. Ante todo, España era una sociedad con un Estado muy débil. El movimiento de las Comunidades fue, en el fondo, «la defensa de las libertades de la España medieval contra el avance abusivo del modelo absoluto». Carlos  I intentó transformar la Monarquía feudal de los Reyes Católicos en una Monarquía absoluta, atacando a las Cortes y ayuntamientos. En esa lucha, «las viejas libertades de España perecieron». Con la Inquisición, la Iglesia se transformó en «el instrumento más formidable del absolutismo». Sin embargo, la centralización nunca logró echar raíces en suelo español porque mientras la aristocracia se sumía en la impotencia sin perder sus privilegios, las ciudades perdieron su poder medieval, sin adquirir importancia moderna. Desde el establecimiento de la Monarquía absoluta las ciudades vegetaron en una continua decadencia. De ahí que, según Marx, la Monarquía española, al igual que Turquía, debiera ser incluida en «la clase de las formas asiáticas de gobierno». España era «una aglomeración mal administrada de repúblicas regidas por un soberano nominal». Y es que no impidió que subsistiesen en las provincias leyes y costumbres distintas, banderas militares de distintos colores y diferentes sistemas fiscales. «El despotismo oriental —señala Marx— ataca el antagonismo municipal sólo cuando se opone a sus intereses directos, pero permite gustosamente que esas instituciones persistan mientras descarguen de los hombros del déspota la obligación de hacer algo y le liberen de la preocupación de administrar regularmente.»

Al invadirla, Napoleón se encontró con una sociedad «llena de vida y que cada una de las zonas rebosaba capacidad de resistencia». Como consecuencia, se produjo «el gran movimiento nacional», dividido entre una elite liberal y el pueblo tradicional. La Junta Central se dividió entre las figuras de Floridablanca y Jovellanos. El primero era «un burócrata plebeyo», el segundo «un filántropo aristocrático». Floridablanca era un «déspota ilustrado», Jovellanos, un «amigo del pueblo», que esperaba elevar a éste a la libertad «con una serie penosamente prudente, de leyes económicas y la propaganda literaria de doctrinas generosas». Los dos eran hostiles al feudalismo; pero Floridablanca desconfiaba de la «espontaneidad popular»; y Jovellanos no era un «hombre de acción revolucionaria», sino un «reformador bienintencionado, que, por exceso de escrupulosidad con los medios,

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jamás se habría atrevido a cumplir un objetivo». Se encontraba, además, muy inclinado a la «anglomanía de Montesquieu». Según Marx, la Junta Central, dirigida por «semejantes reminiscencias sobrepasadas», no podía llevar a cabo una revolución. Su labor fue, pues, reaccionaria, ya que ordenó suspender la venta de los bienes de las manos muertas; no reformó un sistema fiscal «proverbialmente injusto, absurdo y engorroso»; y fue incapaz de romper con las cadenas del feudalismo. Marx incidió igualmente en factores desencadenados por el conflicto como la guerrilla, en cuyo desarrollo distinguió tres períodos. En el primero, que correspondió el momento del levantamiento, la población de las provincias tomó las armas. En el segundo, la guerrilla estuvo formada por los restos del Ejército español, por los desertores del Ejército francés y por contrabandistas. A la vez, este sistema de guerrillas hizo surgir del pueblo a una serie de héroes. Estos factores incidirían posteriormente en el proceso que condujo al pretorianismo. Debido a la debilidad del Estado, el Ejército tuvo un papel de primer orden en la historia contemporánea española, tanto cuando tomaba una iniciativa revolucionaria cuanto echando a perder la revolución bajo su influencia. En ese sentido, Marx se extrañaba que la innovadora Constitución de 1812 saliera de «la cabeza de la vieja España monástica y absolutista, justamente en la época en que parecía totalmente absorbida en una guerra santa contra la Revolución». A su entender, la Constitución de Cádiz no era una mera imitación del texto francés de 1791, sino la «reproducción de los antiguos fueros, pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las necesidades de la sociedad moderna»; era fruto de «un compromiso establecido entre las ideas del siglo  XVIII y las oscuras tradiciones de la teocracia»; «un vástago genuino y original de la vida intelectual española, que regeneró las antiguas instituciones nacionales, que introdujo las medidas de reforma clamorosamente exigidas por los autores y estadistas más célebres del siglo XVIII, que hizo inevitables concesiones a los prejuicios populares». Finalmente, dada la situación del país, las Cortes de Cádiz se caracterizaron por tener «ideas sin acción», mientras que en el resto de España hubo «acción sin ideas». Por todo ello, la Constitución de Cádiz pudo ser abolida fácilmente por Fernando VII y por los sectores sociales más interesados en derogarla: los Grandes, el clero, los abogados, etc. Fernando VII era «un cobarde despótico, un tigre con corazón de liebre, un hombre tan ávido de autoridad como

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incapaz de ejercerla, un príncipe en pos del poder absoluto para poder renunciar a él dejándolo en manos de sus lacayos». Tampoco los liberales moderados salían mejor parados de su pluma. Por ejemplo, Martínez de la Rosa era caracterizado como «un verdadero partidario de la escuela doctrinaria de Guizot, consistiendo la moderación de esos caballeros en su idea fija de que las concesiones a la masa de la humanidad nunca pueden ser de un carácter demasiado moderado»; en «erigir una aristocracia liberal y el dominio supremo de la burguesía combinado con el mayor número posible de abusos y tradiciones del antiguo régimen». La revolución de 1820-1823 fue «una revolución de clase media y, más específicamente, una revolución urbana, mientras el campo ignorante, perezoso, aferrado a las pomposas ceremonias de la Iglesia, permanecía espectador pasivo de una lucha de partidos que apenas entendía». El campesinado se consideraba «hidalgo» y era «indiferente u hostil a las nuevas leyes». Y es que la legislación liberal apenas contribuyó a la mejora de sus formas de vida. Muy al contrario, arrojó la tierra de «... manos de los indulgentes monjes a las de los calculadores capitalistas, perjudicó la situación de los antiguos labradores por elevar las rentas que éstos tenían que pagar, de forma que la superstición de esa numerosa clase, herida ya por la venta del santo patrimonio quedó exageradamente engrosada por las sombras de intereses materiales.»

La guerra carlista supuso el exterminio «a fuego y hierro» de los «elementos antiguos de la sociedad española». Dada la tradición española, esta lucha tomó la forma de lucha de dos intereses dinásticos opuestos: «La España del siglo XIX hizo su revolución —dirá Marx— con facilidad cuando se le permitió darle la forma de las guerras civiles del siglo XIV». La figura de Espartero, como beneficiario de la revolución de 1854, centró igualmente la atención del pensador alemán. Sus conclusiones fueron muy negativas. Se trataba de un personaje ambiguo, cuyos méritos militares y políticos resultaban muy discutibles, «pura suerte». Además, un hombre «falto de valor para romper las cadenas del régimen parlamentario». Ni Marx ni Engels analizaron la revolución de 1868; pero sí el advenimiento de la I República. En su opinión, la Monarquía, como forma de gobierno, había entrado ya en decadencia, marchando hacia formas de cesarismo. Sin embargo, la república no corría mejor suerte, porque ya no

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existían, a su juicio, republicanos puros. La república era «la más acabada forma de la dominación burguesa» y, a la vez, «la forma de Estado en la que la lucha de clases se libra de sus últimas cadenas y que prepara el campo de batalla para esa lucha»; su «campo de batalla». La sociedad española se encontraba retrasada industrialmente; y, por ello, seguía habiendo mucho que hacer a favor de una república burguesa, cuya misión no era otra que «dejar limpio el escenario para la lucha de clases que se avecina». La república preparaba «el terreno para una revolución proletaria en unas condiciones que sorprenderían incluso a los obreros españoles más avanzados». Sin embargo, la experiencia terminó en fracaso, según Engels, a causa de la influencia de los anarquistas. En su artículo «Los bakuninistas en acción», acusó a los anarquistas de ser los promotores de los levantamientos cantonales y de fomentar el apoliticismo de las masas obreras; todo lo cual incidió en el fracaso de la I República. La actitud de los anarquistas fue, para Engels, «un ejemplo insuperable de cómo no se hace una revolución». Marx no fue un admirador de los procesos de independencia hispanoamericanos. Así lo demuestra su interpretación de la figura de Simón Bolívar, a quien comparaba no ya con Napoleón III —su gran enemigo—, sino con Soulouque, el emperador haitiano. Marx vio en Bolívar un remedo de bonapartismo o, mejor dicho, un tipo de dictador bonapartista. Fue, según él, un «cobarde, brutal y miserable». Los escritos de Marx y Engels sobre España fueron traducidos muy tardíamente al español. La primera traducción, que no incluía la totalidad de los textos, corrió a cargo de Andrés Nin. Y los escritos fueron comentados por el historiador conservador-maurista Antonio Ballesteros. Posteriormente, en 1960, el filósofo Manuel Sacristán realizó una traducción más completa, pero tampoco exhaustiva, porque todavía no se conocían la totalidad de esos escritos marxistas. Sólo en 1998 Pedro Ribas publicó el grueso de los artículos. Entre los propagandistas del marxismo en España destacó la figura de Paul Lafargue, yerno de Marx, nacido en Cuba den 1842. Su conducta se ajustó, frente a los bakuninistas, a las instrucciones de Engels: organizar un sector fiel al Consejo General de la AIT y a difundir las doctrinas marxistas. De acuerdo con ellas, Lafargue entró en contacto con los redactores del periódico internacionalista de Madrid, La Emancipación e inició desde sus páginas una campaña contra los anarquistas y a favor de las concepcio-

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nes marxistas reflejadas en los acuerdos del Congreso de Londres sobre la necesidad de acción política del proletariado. La tarea de difusión ideológica de Lafargue se reflejó en sus numerosos artículos sin firma publicados en La Emancipación: «La Huelga de los ricos», «La organización del trabajo», «Pío IX en el Paraíso». Su «marxismo hedonista» (Kolakowski) tuvo influencia en los socialistas españoles. El derecho a la pereza era citado por el propio Pablo Iglesias. Y, en las bases socialistas, sus obras de carácter anticlerical y antirreligioso, como La religión del capital, etc. Aparte de la labor del yerno de Marx, se habían traducido al español algunos capítulos de Miseria de la filosofía y el capítulo IV de El Capital, con anterioridad a 1880. El Discurso inaugural de la AIT, en 1869; en 1871, La guerra civil en Francia; y al año siguiente, Manifiesto Comunista. Entre 1880 y 1894 se abrió una nueva época en la difusión de Marx: cuatro ediciones del Manifiesto Comunista. En 1886 se publicó por vez primera, aunque incompleto, el volumen I de El Capital. La primera obra de Engels traducida al español, en 1884, fue El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado. Del socialismo utópico al socialismo científico se hizo la primera edición en 1886; y una segunda en El Socialista cuatro años más tarde. En 1887, fue publicada La situación de la clase obrera en Inglaterra.

2.

PABLO IGLESIAS POSSE Y EL PSOE

El 2 de mayo de 1879 se fundaba, en la clandestinidad, en Madrid, el Partido Socialista Obrero Español, cuyo programa era casi una traducción del defendido por l´Égalité, que apareció en Francia desde 1877. Las relaciones de Paul Lafargue y de otros socialistas españoles con el dirigente francés Jules Guesde hicieron en cierto modo del PSOE transunto de lo que andando el tiempo se denominaría en Francia «guesdismo». Jules Guesde (1845-1922) era el pseudónimo de Mathieu Jules Bazile, fundador del Partido Socialista Francés y director del diario L´Égalité. Era un creyente en la irreversibilidad del socialismo como resultado del desarrollo económico capitalista hacia una concentración cada vez mayor de poder. Igualmente, se mostraba partidario de la acción parlamentaria para conseguir reformas inmediatas y, a la vez, estaba convencido de que el derrocamiento del capitalismo sólo sería posible mediante la acción revolucio-

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naria. Opuesto, frente a Jean Jaurès, a toda colaboración con los republicanos, lo era también a la política de empresas municipales y a la administración pública de ciertos servicios, porque podrían favorecer la política de los gobiernos burgueses. No era menos hostil a la autonomía del movimiento sindical, que, según él, dividía a los obreros en intereses corporativos. Pensador poco original, autor de algunos modestos folletos, fue divulgador de un marxismo determinista y mecanicista que ejerció una profunda influencia sobre Pablo Iglesias Posse, el líder por antonomasia de PSOE. Durante la Gran Guerra, Guesde incurrió, finalmente, en el pecado de colaboracionismo, ya que formó parte entre 1914 y 1916, como ministro de Estado, del gobierno de «Unión Sagrada» de Viviani y Poincaré constituido para dirigir el conflicto contra Alemania. Ferrolano de 1850, Paulino de la Iglesia Posse fue hijo de un modesto empleado en el ayuntamiento de El Ferrol, Pedro de la Iglesia Expósito, a quien el capellán de la incluso de Orense le regaló el nombre y los dos apellidos. Muerto el padre, en 1859, la madre, Juana Posse, cargó con sus hijos Paulino y Manuel; y marchó a Madrid. Finalmente, los dos hermanos acabaron recogidos en el hospicio de Madrid. Dos años estuvo en el centro benéfico. Los malos tratos y el cariño a la madre le forzaron a salir del hospicio. Luego comenzó su vida azarosa de imprenta en imprenta; y se hizo obrero tipógrafo. De muy joven, dejó las prácticas religiosas. Su diversión favorita fue la lectura. Sus autores preferidos fueron muchos y de índole y producción muy variada: desde Plutarco a Cervantes; desde Dante a Víctor Hugo, Maquiavelo y Voltaire, Proudhon y Condorcet, César Cantú, Büchner, Darwin, Haeckel, Draper, Nordau, etc. En lo referente al marxismo, Iglesias leyó algunas obras de Engels como Socialismo utópico y socialismo científico, Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, etc. Hay que añadir el Manifiesto Comunista, que, según todos los testimonios, fue su evangelio. Sin embargo, la mayor influencia en su pensamiento fue ejercida por Lafargue y Guesde. Nunca intentó Iglesias presentarse como un teórico marxista. Su única ambición en ese terreno fue difundir algunas «verdades escuetas» que sirvieran de pauta para el comportamiento del partido y del sindicato UGT. En sus escritos, más que elaboraciones teóricas, se encuentran incesantes repeticiones de los principios marxistas elementales o exhortaciones al esfuerzo de los militantes. El punto de partida de Iglesias se encuentra en la consideración de que el proceso de concentración capitalista se halla prácticamente consumado en España, reduciendo el antagonis-

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mo a dos, y sólo dos, polos opuestos: el Ejército, la magistratura, el clero, la policía, etc., no son clases sociales, sino instituciones mantenidas o creadas por la burguesía para que defiendan sus intereses. Semejante reduccionismo permitía alcanzar una división básica entre «política obrera» y «política burguesa» en que concluyen una serie de connotaciones económicas, políticas y morales. Para comenzar, la situación de la burguesía como clase dominante determina la subordinación a la misma del aparato estatal, que se limita a administrar sus intereses. No cabía, pues, abrigar la menor esperanza respecto a un reformismo legal, abordado desde el Estado burgués. Una y otra vez, Iglesias negó validez a las posibles intenciones reformistas de la clase en el poder. El gobierno siempre es definido como un gestor de los intereses políticos de la burguesía y, en consecuencia, la encarnación de las notas que caracterizan la política burguesa: falsedad, incoherencia y tendencias represivas frente a la clase obrera. Junto a la clase burguesa, otro de los enemigos del proletariado son los partidos republicanos, a los que Iglesias pretendía desenmascarar como desmovilizadores de la acción revolucionaria del proletariado y, por otra parte, como defensores de los intereses básicos de la clase explotadora. Los republicanos eran «falsos revolucionarios», portadores de una ideología que no persigue la emancipación de los trabajadores, desviándolos de los procedimientos trazados por el socialismo. Iglesias repitió este argumento una y otra vez para legitimar su negativa a cualquier alianza o pacto con los partidos republicanos. En ese sentido, el líder socialista insistía en el inexorable proceso de proletarización de las pequeñas burguesías, que la conduciría al «campo del socialismo llena de coraje y ardor para pelear contra sus enemigos de hoy y enemigos implacables del mañana». El determinismo económico proporcionaba la seguridad de una pronta revolución. De ahí su alusión a la «ceguera burguesa». El objetivo último de la constitución del PSOE no era otro que alcanzar el socialismo mediante la revolución; y su aceptación del marco político burgués sólo tiene por objeto utilizar una plataforma para la difusión de unas ideas llamadas a triunfar a corto plazo, «la hora de la desaparición de los antagonismos sociales y era de la paz y de armonía entre los hombres está muy próxima». Incluso la plataforma electoral carece de valor en sí misma y su única función es servir de soporte a la preparación revolucionaria. El sufragio universal tan sólo servía de «barniz de legitimidad» al poder

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burgués. La transición al socialismo se define por una vía revolucionaria en que la organización obrera se vería favorecida por el proceso de proletarización de la pequeña burguesía y la crisis económica. La revolución se haría mediante «la fuerza». Y la conquista del poder significaba el inicio de la dictadura del proletariado «para expropiar a la burguesía» e impedir «todo intento de rebelión por parte de los individuos de aquella clase contra el nuevo orden de cosas, vigilará la conducta de las colectividades productoras para que todos sus individuos perciban el fruto de su trabajo». Una vez expropiada la burguesía y eliminado el régimen de salariado, se organizará la «producción social», «entregando a las colectividades productoras, no en propiedad, sino para que realicen aquélla». En 1909, como consecuencia de los sucesos de la denominada «Semana Trágica» de Barcelona, se produjo un cambio evidente en ciertos aspectos del discurso socialista. El cambio de contexto político hizo que Iglesias modificara en alguna media los contenidos de su esquema de pensamiento. Pactó con una fracción de los republicanos, articulando la llamada «conjunción republicano-socialista»; y, por vez, primera, Iglesias pudo acceder al Parlamento español. Sin embargo, el planteamiento maniqueo se mantuvo, aunque ahora más en el plano directamente político. En aquellos momentos, la Monarquía vino a ser la encarnación del Mal y la República del Bien. La Monarquía era responsable «con los políticos débiles que la complacieron, de muchas desdichas nacionales y de grandes desastres». El nuevo Mal se encarna en los políticos dinásticos, sobre todo en Antonio Maura, el hombre que, según Iglesias, «lanzó a España a la guerra del Rif en las desastrosas condiciones en que lo hizo; que despreció profundamente la opinión del país contrario a ella; que abolió todas las libertades para que no se protestase contra tan dañoso y torpe error». Por esta vía, llegó a justificar el «atentado personal». Igualmente aparece en el discurso de Iglesias un profundo anticlericalismo. Desde la fundación del PSOE, apareció invariablemente la voluntad de los fundadores de dar una expresión netamente laicista a toda la sociedad. Para el líder del PSOE, la Iglesia católica no era otra cosa que «una servidora celosa de la burguesía, la encargada de sancionar en nombre de Dios todas las tropelías, todos los despojos y todas las infamias que con los asalariados comete aquélla». Sin embargo, Iglesias no quería que se confundiera a su partido con los agresivos anticlericales burgueses republicanos, que intentaban persuadir a los trabajadores de que la causa principal

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de su malestar y miseria se debía a «la existencia de las religiones, y, sobre todo, en la que tiene por director y jefe a León XIII». Las energías revolucionarias del proletariado debían ir hacia los patronos. Además, Iglesias creía que España era «uno de los países más escépticos del mundo, y en el que late como en ninguno el odio hacia el clero regular y secular». A su entender, bastaba con aplicar la supresión de las subvenciones del Estado a la Iglesia católica para que el clericalismo finalizara. Y es que, según Iglesias, la casa real y la aristocracia palaciega eran «el verdadero núcleo del clericalismo español», rodeado de varias filas del capitalistas, «que se sirven de su clericalismo para apoderarse de los monopolios y de los altos cargos que disfrutan de retribución generosa». A diferencia de otros líderes socialistas europeos, como Lasalle o Jaurès, Iglesias no dio excesiva importancia, en sus escritos, al tema nacional español ni a los nacionalismos periféricos. Los socialistas españoles aceptaron el marco nacional; pero rechazaron en todo momento cualquier política expansionista o colonialista. Criticaron la guerra de Cuba y luego la de Marruecos. Los socialistas rechazaron la fiesta del 2 de mayo por su carácter nacionalista. En su lugar, propugnaron la del 1 de mayo. El programa del PSOE no recogía términos y conceptos como «nación», «patria» o «España». Iglesias y sus partidarios fueron inmunes a los planteamientos del austromarxismo de Otto Bauer y Karl Renner. No obstante, existió una historiografía de carácter socialista y obrero en la que podía percibirse la ambivalencia que la idea nacional provocaba entre algunos militantes socialistas. Así, Francisco Mora, en su Historia del Socialismo Obrero Español desde sus primeras manifestaciones hasta nuestros días, expresó una postura internacionalista y antinacionalista desmitificadora de la historia de España, relacionada, sobre todo, con el descubrimiento de América, las campañas militares de los Austrias y la guerra antinapoleónica. Por el contrario, Juan José Morato, en sus Notas para la historia de los modos de producción en España, se muestra más identificado con la historia nacional, siguiendo, por lo general, las pautas de la historiografía de Modesto Lafuente, Picatoste, Seignobos, Buckle, Dozy, Menéndez Pelayo y Joaquín Costa. En esta obra, se valora positivamente la presencia árabe y judía en España. Se critica la lectura tradicional de la Reconquista y sus motivaciones. Rebaja el entusiasmo de algunos historiadores por las instituciones políticas de la Edad Media, como concejos, cortes, fueros,

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franquicias y libertades. Los Reyes Católicos eran presentados como los fautores de la unidad nacional, pero igualmente de la decadencia de España. El descubrimiento de América fue, a juicio de Morato, una gloria nacional, pero que trajo aparejado graves efectos como una profunda crisis industrial, comercial y demográfica, incidiendo en la ruina del país y en la explotación de la población indígena. Su valoración de las Comunidades era negativa, mientras que las Germanías eran representadas como una manipulación de la lucha de clases. Los reinados de Carlos I y Felipe II son calificados de desastrosos, al igual que los de sus sucesores. La dinastía Borbón causó, a su juicio, menos males y algunos de sus miembros de «preocuparon, con buenos resultados, del bien público». Juzgaba «necesaria» la revolución liberal. En la Guerra de la Independencia, distinguía Morato dos grupos, los reformistas liberales y los «fanatizados por curas y frailes». En consecuencia, se valoraba positivamente la labor de las Cortes de Cádiz y de forma absolutamente negativa el reinado de Fernando VII. Morato interpretaba las guerras carlistas como el enfrentamiento entre partidarios del Antiguo Régimen y los elementos avanzados. La desamortización civil es sometida a crítica por cuanto privó de los medios de vida a «muchos infelices» y cegó la principal fuente de ingresos de los concejos. La implantación del régimen burgués convirtió a la alta burguesía en clase dominante, dando paso a un nuevo ciclo revolucionario protagonizado por la pequeña burguesía en 1868. Finalmente, Morato señalaba que «ninguna reforma beneficiosa para los trabajadores ha sido llevada a la legislación durante el tiempo que lleva la dominación burguesa». Durante bastante tiempo, el PSOE estuvo cerrado hacia las elites intelectuales; algo que fue muy criticado, entre otros, por Ramiro de Maeztu y José Ortega y Gasset. En sus estatutos, la Agrupación Socialista Madrileña establecía que «los obreros intelectuales» quedaban excluidos de cualquier cargo y representación de tipo colectivo. En contraste, Pablo Iglesias desarrolló una especie de ideología carismática y de claro contenido religioso secular, de cara a garantizar su mandato y la cohesión del partido. En la propaganda socialista, Iglesias aparece como un «santo laico» o, más aún, un santo anticlerical e irreligioso. El líder del PSOE era, desde esta perspectiva, un compendio de virtudes, ya que encarnaba la «honradez», la «austeridad», la «abnegación», la «rectitud» y la «sinceridad». Era, además, el «profeta» del socialismo, el «apóstol de las reivindicaciones proletarias», el «redentor del obrero», «el otro Mesías». Sus enemigos eran definidos

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como «judas», «traidores» o «sacrílegos», que sólo movidos por las fuerzas infernales podían poner en duda la santidad del «redentor del obrero». Con posterioridad, ya más paternalmente, sería conocido como «El Abuelo». Los órganos intelectuales y periodísticos socialistas aparecieron muy lentamente y con muchos altibajos. En 1886, apareció El Socialista. En 1897, La Ilustración del Pueblo, que desapareció aquel mismo año. La Nueva Era, en  1903. La Revista Socialista, el mismo año que la anterior. Acción Socialista, que se publicó entre 1914 y 1915; y Nuestra Palabra, entre 1918 y 1920.

3. JAIME VERA LÓPEZ, EL MARXISMO CIENTIFICISTA Una excepción al antiintelectualismo dominante en el PSOE fue la figura del doctor Jaime Vera López. Nacido el 20 de marzo de 1859, era hijo de Rafael Vera, amigo de Pi y Margall y del general Prim, demócrata, fundador de varios periódicos y, durante la I República, fue jefe superior de Estadística en Filipinas y tesorero general del Archipiélago. El joven Jaime cursó las primeras letras en el colegio Internacional, fundado por los krausistas. En el Instituto San Isidro, obtuvo el grado de bachiller, en junio de 1873. Posteriormente, cursó la carrera de Medicina, convirtiéndose en alumno predilecto del doctor Esquerdo. En el primer curso, conoció a Alejandro Oncina, antiguo miembro de la Internacional, quien le facilitó los primeros textos marxistas. Mientras estudiaba Medicina, leyó el Manifiesto Comunista y El Capital. Según manifestó en alguna ocasión, no llegó al socialismo «por odio a la sociedad», ni por «sentimentalismo», ni por «romanticismo», sino por «plena convicción científica, como deberían estar cuantos, sincera y seriamente, buscan la verdad». En 1877, se adhirió al grupo de los «socialistas autoritarios», frecuentando las tertulias que se celebraban en el café de Lisboa y en el del Brillante, donde solían celebraban reuniones generales. En el curso 1878-1879 se licencia en Medicina. En junio de 1880 obtuvo el grado de doctor. Afiliado al PSOE, fue en todo momento un defensor del materialismo científico, aplicado a la psicología y al derecho penal. Su celebridad como pensador socialista vino de la mano de la redacción del Informe presentado por el PSOE en 1884 a la Comisión de Reformas

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Sociales. Un documento que ha sido considerado como la más clara y más elocuente vulgarización de las ideas marxistas en la España de finales del siglo XIX. Según Juan José Morato: «El pensamiento del socialismo español es Jaime Vera en el Informe». A lo largo de sus páginas, aparecen los temas de las luchas de clases sociales como consecuencia de la evolución capitalista, entre obreros (oprimidos) y poseedores (opresores). Los obreros vienen «desnudos de todas las armas a la lucha por su existencia». Vera hace referencia igualmente a la acentuación progresiva de las divisiones entre las clases, que lleva a la lucha final. Considera el sistema capitalista como transitorio e inevitable la revolución proletaria. Defiende el derecho del trabajador al producto íntegro de su trabajo, algo que había criticado Marx. Somete a análisis el proceso económico capitalista: mercancía, capital, jornada de trabajo, salario, plusvalía; el antagonismo entre producción colectiva y apropiación individual dentro del sistema, lo que lleva al antagonismo de clase y la anarquía de la producción. Sostiene la necesidad histórica de la sociedad socialista como consecuencia de las contradicciones internas del desarrollo capitalista. Y la propiedad social de los medios de producción como único camino abierto a la evolución y progreso económico y como solución científica del problema social, «en cuanto es la única compatible con la realidad económica, tal como se presenta en su desarrollo natural». La caracterización del gobierno y, por ende, del Estado como simples administradores de los intereses de la clase capitalista. La función de los intelectuales en la sociedad capitalista y en la futura sociedad socialista. Finalmente, y por lo que se refiere a la sociedad española, Vera analiza el retraso en la evolución económica capitalista; las características que ha de seguir el desarrollo económico en España; la crítica a la organización y eficacia de la Comisión de Reformas Sociales; la Monarquía y la República en relación a los intereses de la clase obrera española; la posible colaboración, siempre condicionada por los antagonismos de clase, con los sectores progresistas de la clase burguesa; y la necesidad de que el proletariado ejerza sus derechos políticos de la manera más plena posible. Las fuentes consultadas por Vera en relación al Informe fueron el Manifiesto Comunista, el primer tomo de El Capital, Socialismo utópico y socialismo científico, de Engels; La ley de los salarios y sus consecuencias, de Jules Guesde, etc. A lo que hay que añadir Adam Smith, Necker, Lassalle, Ricardo, Say, Bastiat y Linguet.

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Vera considera que el sistema capitalista no podrá responder a los retos de la sociedad contemporánea y que, por lo tanto, «pasará como pasaron otras concepciones sociales, religiosas y políticas que se creyeron perdurables». Por su parte, la clase burguesa «desposeída de sus medios de producción, que monopoliza, nada es, nada vale, nada representa, para nada sirve. No encarna ninguna idea, ni religiosa, ni filosófica, ni científica». La evolución histórica es irreversible; la revolución proletaria, inevitable. Y es que la ciencia y la moral condenan el sistema social burgués; expresan la «tendencia natural del desarrollo económico» y fortalecen la necesidad y evolución histórica hacia el socialismo. Quedan así identificados el desarrollo económico y la evolución histórica con la verdad científica; y, a su vez, la verdad científica es un argumento a favor del determinismo histórico. Vera no propugna, sin embargo, la pasividad, sino que, en más de una ocasión, hace hincapié en la necesidad de acción política tanto por parte del proletariado como de la burguesía. Incluso en no pocas ocasiones propugna la acción violenta del proletariado. En concreto, las candidaturas socialistas al parlamento no eran sino «un episodio de la guerra de clases próxima a desencadenarse en el terreno de la fuerza». Sin embargo, no debe exagerarse la influencia de Vera en el aparato y dirección del PSOE. Vera discrepaba de Iglesias en lo relativo a la alianza con el republicanismo de izquierda. E igualmente sobre el papel de los intelectuales en el movimiento socialista. Fue uno de los escasos socialistas españoles que mostró interés por el estatuto y la función social del trabajo intelectual y de la ciencia en el marco de un equilibrado concepto del nexo entre teoría y práctica. Vera creía en una futura identificación de ciencia y proletariado, algo que luego matizaría. Nunca tuvo responsabilidad ni cargo alguno político dentro del PSOE. Su labor quedó limitada a la presentación ritual como candidato socialista a las elecciones a diputado, en las que siempre salió derrotado; y la asistencia al Congreso Internacional Obrero de Londres celebrado en 1896. El determinismo optimista de Vera sufrió una inflexión a raíz del estallido de la Gran Guerra. En diversos artículos e intervenciones, atribuyó el desastre a los intereses económicos y al imperialismo. En el X Congreso del PSOE, su postura fue a favor de Francia y Gran Bretaña y contraria a Alemania, lamentando que «el espíritu nacionalista y autoritario haya nublado la conciencia política en gran número de los socialistas alemanes y

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de sus poderes directores». En cambio, Vera recibió, como la mayoría de los socialistas, positivamente el triunfo de la revolución rusa, aunque no tuvo tiempo de analizar su desarrollo. Murió en Madrid el 19 de agosto de 1918.

4.

FERNANDO DE LOS RÍOS, EL SOCIALISMO HUMANISTA

Con el tiempo, la presencia de los intelectuales en el seno del PSOE fue  en aumento. Aparte de Vera López, militaron en sus filas, Julián Besteiro —procedente de la Institución Libre de Enseñanza—, Fabra Ribas, Verdes Montenegro, Núñez Arenas, Miguel de Unamuno, Luis Araquistain y Fernando de los Ríos. El más reseñable e innovador fue, sin duda, Fernando de los Ríos Urruti. Nacido en Ronda el 9 de diciembre de 1879, pertenecía a una familia de la alta burguesía rondeña. Estudió Derecho en Madrid, relacionándose con Francisco Giner de los Ríos —su tío— y con la Institución Libre de Enseñanza. «Venerado» y «amado maestro», dirá refiriéndose a Francisco Giner, al cual dedicó un extenso libro sobre su filosofía jurídica y varios artículos necrológicos. De los Ríos se formó en el krausismo y fue uno de los pocos españoles que se remitió a los textos germanos originales. Se autodefinió como «hombre de la Institución». Después de su viaje por Alemania en 1909 abandonó el krausismo y adoptó elementos del neokantismo, del positivismo y del marxismo. Este eclecticismo le mantuvo muy alejado de la ortodoxia marxista característica del PSOE. En Alemania, aprendió alemán, y se familiarizó con las obras de Kant, Cohen, Rickert, Nartorp y Eucken. En 1911, obtuvo la cátedra de Derecho Político en la Universidad de Granada. Militó en la Liga de Educación Política, patrocinada por José Ortega y Gasset, y en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez. Colaboró en el diario El Sol y en la revista España. Como institucionista educado en los principios krausistas, De los Ríos defendió el organicismo social. En plena crisis de la Restauración, denunció la «garrulería e incompetencia» del sistema parlamentario de la Restauración. En ese sentido, propugnó lo que denominaba «sofocracia» o gobierno de los que saben, basado en «la competencia y profesionalismo como sus ejes ideales». El sistema político tenía por base dos cámaras, una política y otra corporativa. De los Ríos atribuye a la primera, que es el clásico congreso de los diputados, la función

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de acordar «qué hacer» sobre las cuestiones fundamentales de la política, como el Derecho público subjetivo, la guerra, la suspensión de garantías, etc. En cambio, a la «cámara sindical o profesional» atribuye «el cómo realizar lo que es necesario a los intereses profesionales, las unidades sindicales, no las clases». De los Ríos se sitúa muy distante de la dialéctica marxista y no cree que se deba «mantener totalmente separados, como lo están hoy, el interés del personal administrativo y obrero y el de los capitalistas, personal técnico y obrero deben elaborar conjuntamente la regla jurídicoeconómica que va a fijar la situación de cada cual». Este esquema político no fue abandonado por De los Ríos cuando ingresó en el PSOE. Un esquema parecido fue defendido por Julián Besteiro, educado igualmente en la Institución Libre de Enseñanza. Existe en la filosofía de Fernando de los Ríos una evidente religiosidad de raigambre krausista, muy crítica con el catolicismo. La teología y los dogmas eran producto, a su juicio, de «la actividad religiosa, pero no son en sí religión y, no obstante, pretenden inmovilizar la religiosidad y dar una fórmula de razón que aquiete a los que anhelan y suplante el lugar que solo puede corresponder a esa fuente viva y fecunda de la intimidad sentimental»; y es que la religiosidad era «emoción, anhelo, poesía, y el dogma es el otro extremo polar, un tejido de conceptos de cuya defensa se encarga a las iglesias». Por ello, el catolicismo era incapaz de dar satisfacción a «las almas anhelantes, a los espíritus que, encendidos por el ansia de infinito, de lo absoluto, viven lo religioso en la esfera que a mi juicio es peculiar a este: en el seno de la sentimentalidad». El catolicismo era cada vez menos religioso y más teológico. Además, el catolicismo español era antisocial, porque se encontraba «íntimamente solidarizado con el capitalismo». Como historiador del pensamiento español, De los Ríos centró su interés en la España del siglo  XVI y en la colonización de América. Significativamente, fue colaborador de la revista conservadora Raza Española, que dirigía la escritora menéndezpelayista Blanca de los Ríos. Su perspectiva moderadamente crítica contrastaba con la dominante en los círculos institucionistas; y es que aspiraba a estudiar «objetivamente y no de modo partidista» la historia de España. A su entender, la nación española, tras la Reforma protestante, «se encierra dentro de sí misma, Estado y sociedad nacional se funden para un empeño religioso para salvar los valores espirituales que España vio simbolizados en la causa del catolicismo». En ese

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«Estado-Iglesia» español no había lugar para «las minorías, para la heterodoxia, para las posiciones discrepantes». Era un «Estado-Iglesia», en el que luego vería una premonición de la «fe civil» de Rousseau y del totalitarismo de Giovanni Gentile. Pero esta interpretación, en buena medida ucrónica, no llevó a de los Ríos a una descalificación histórica global de la España de la Contrarreforma, ya que valoró positivamente las aportaciones de juristas como Francisco Vitoria, Domingo de Soto, Alonso Cano, Suárez, etc., fundadora, en su opinión, del Derecho Internacional moderno. Igualmente, interpretó la guerra de las Comunidades como «el último acto del drama entre privilegios establecidos, de carácter más o menos medieval, y el moderno Estado absolutista. A lo largo del reinado de los Austrias, España fue «una fuerza directiva». El conjunto de los países europeos seguían las «modas españolas, traducían e imitaban a los poetas españoles, así como a los escritores dramáticos y a los novelistas»; «un país que exportaba primeras materias y productos industriales». De los Ríos, que llegó a autodefinirse como heredero de los erasmistas españoles, insistió en el papel de Erasmo en el reinado de Carlos I, con «su idea de interiorización, tan congénita con el estoicismo español», de tolerancia, etc. De la misma forma, hizo hincapié en el desarrollo de la colonización española de América. En su opinión, las críticas a la colonización estaban justificadas; pero lo que estaba «fuera de disputa es la increíble firmeza y temeridad con que emprendieron las más audaces proezas». No sólo Bartolomé de las Casas defendió a los indios; lo hicieron igualmente «y con mayor ecuanimidad y eficiencia» Montesinos, Minaya, Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, Vitoria, etc. Fracasada su experiencia política reformista, Fernando de los Ríos ingresó, en 1919, en el PSOE, consiguiendo un escaño por Granada. Junto a Daniel Anguiano, De los Ríos acudió al II Congreso de la Tercera Internacional, en 1920. Ambos llegaron a Petrogrado y celebraron largas conversaciones con los miembros del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista y muy particularmente con Lenin. En su libro Mi viaje a la Rusia sovietista, De los Ríos narró su conversación con el líder bolchevique. «—¿Y la libertad, compañero Lenin? —La libertad ¿pour quoi faire?». Es decir, libertad, ¿para qué? Este testimonio fue muy criticado por algunos historiadores marxistas como Manuel Tuñón de Lara, quienes lo acusaron de descontextualizar el contenido de aquella conversación.

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Anguiano y De los Ríos retornaron a España con criterios diametralmente opuestos. En el Comité Nacional del PSOE, la proposición de Anguiano fue rechazada. Fernando de los Ríos, apoyado por Pablo Iglesias, propuso la ruptura con la III Internacional. Este proposición fue igualmente rechazada; y, por acuerdo unánime, se convocó un congreso extraordinario encargado de tomar la decisión definitiva, que fue la de no afiliarse a la nueva Internacional. En 1923, De los Ríos ganó las oposiciones a la cátedra de Estudios superiores de Derecho Político de Doctorado de la Universidad Central. En 1926, publicó su obra más significativa El sentido humanista del socialismo. Para De los Ríos, el socialismo debía ser «un método a desarrollar mediante la elección de los medios adecuados» y «no como posición de clase, sino con la exigencia humana nacida del análisis general». El humanismo era la base de su concepción del mundo y de la praxis política. Este humanismo procede de un triple origen histórico: Renacimiento, Reforma y Racionalismo. El Renacimiento suponía la «exaltación del hombre y, por ende, de las fuerzas psicológicas que son capaces de coadyuvar a ir enriqueciendo de espiritualidad lo humano». La Reforma era un eco en el mundo religioso, pese a sus defectos de intransigencia, del impulso histórico que dio vida al Renacimiento, al estatuir la soberanía de la conciencia. La Reforma «humaniza la religión al interiorizarla en la conciencia y en el sentimiento y hacerla, por tanto, inmanente». El racionalismo era evaluado por De los Ríos a partir de la concepción de Kant y de los neokantianos. El racionalismo implica una ética, desde esta perspectiva: la consideración del ser humano y de la Humanidad como un fin en sí mismo. No obstante, De los Ríos critica a Kant por su ruptura entre espíritu y naturaleza, algo que contribuía a desvitalizar la herencia renacentista, «una ruptura entre lo terrestre y lo moral». De los Ríos celebra la Revolución francesa como heredera del Renacimiento, la Reforma y el Racionalismo, pero criticaba su individualismo económico, ya que «vio armonía donde las fuerzas expansivas de la actividad económica han revelado discrepancias radicales». El desarrollo del régimen liberal, seguía en ese sentido según De los Ríos, tres fases sucesivas: constitucionalismo formal e individualista, que se orienta en la defensa de la libertad civil y de las garantías personales; el constitucionalismo liberal-democrático, donde las libertades y la participación se hacen más gene-

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rales; y la etapa que De los Ríos denomina «constitucionalismo social», cuyos orígenes se encuentra en la Constitución francesa de  1848 y cuyos precedentes serían las ideas de Fichte y Krause, continuando con Lasalle, Jaurès y el movimiento neokantiano de Lange, Natorp, Cohen, Vorländer, Staudinger y Eduard Bernstein. De los Ríos se muestra muy crítico con Marx, a quien acusa de determinismo, economicismo y positivismo. Marx era el defensor de una «interpretación económica y mecánica de la vida humana», desde cuya perspectiva era imposible edificar una ética y crear una política, es decir, un deber-ser. Sin embargo, valoraba algo más positivamente sus críticas al capitalismo. Y es que el capitalismo no consideraba al hombre como un fin en sí mismo, sino un medio, como un objeto económico. Capitalismo y humanismo eran dos términos «antitéticos, contradictorios»; y, en ese sentido, lo consideraba consustancial con la indiferencia, cuando no la hostilidad, ante el humanismo. El antihumanismo capitalista radicaba en «la preeminencia de las cosas sobre las personas». «El capitalismo forma una tabla de valores en que las cosas materiales tienen la más alta jerarquía». Lo propio del capitalismo es «desentenderse del carácter de hombre de quien se utiliza como mercancía, comprando su trabajo», mediante «un contrato de explotación». El socialismo, por el contrario, era el control y sometimiento de las cosas para lograr así la libertad de las personas. El socialismo sustraería al hombre del mercado, y con respecto de las cosas, «someter la vida del mercado a las exigencias de interés general». En el socialismo se invierte la relación desigual entre productividad y rentabilidad, entre trabajo y propiedad, característica del capitalismo. De los Ríos insistía en todo momento, en la «primacía de la productividad», es decir, del trabajo. No obstante, mostraba un cierto temor hacia la lucha de clases y rechazaba la lucha armada, e igualmente la fórmula de dictadura del proletariado. El contenido de El sentido humanista del socialismo fue bien recibido por la prensa liberal, que señaló que el libro suponía la primera formulación española de un socialismo no marxista, de un socialismo liberal, algo que podía encaminar al PSOE hacia posiciones reformistas, dejando de lado las posiciones de las líneas «obreristas» y revolucionarias. Por el contrario, la prensa socialista no expresó excesivo entusiasmo ante las tesis defendidas en la obra. Julián Zugazagoitia señaló que el libro de Fernando

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de los Ríos era «el primer libro revisionista español sobre la doctrina marxista», cuyo contenido no satisfacía «a muchos de los jóvenes socialistas». Por su parte, Julián Besteiro, que se mostraba como seguidor de Kautsky, criticó, en su conferencia La lucha de clases como hecho y como teoría, su antimarxismo y su rechazo del conflicto clasista. Para entonces, Pablo Iglesias había muerto en diciembre de 1925; y dos años antes se había producido el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, acontecimiento que contribuyó a la división en el seno del PSOE. Un sector, capitaneado por Besteiro y Francisco Largo Caballero, se mostró partidario de la colaboración con el nuevo régimen, mientras que De los Ríos e Indalecio Prieto rechazaron esa estrategia. Finalmente, triunfó la primera opción.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Marx y la historia de España: el despotismo oriental «España, igual que Turquía, continuó siendo una aglomeración, mal administrada, de repúblicas regidas por un soberano nominal. El despotismo cambiaba su carácter en las diferentes provincias según la interpretación arbitraria de virreyes y gobernadores daban a las leyes generales. Pero aun siendo el gobierno despótico, como lo eran no impidió que subsistiesen en las provincias leyes y costumbres distintas, banderas militares de distintos colores y diferentes sistemas fiscales. El despotismo oriental ataca el antagonismo municipal solo cuando se opone a sus intereses directos, pero permite gustosamente que estas instituciones persistan mientras descarguen de los hombros del déspota la obligación de hacer algo y le liberen de la preocupación de administrar regularmente.» (Karl Marx, «La España revolucionaria», 1854)

2.

Pablo Iglesias y la Iglesia católica «Enfrente de los miopes de la burguesía que afirman que la Iglesia constituye hoy una clase social con intereses propios y distinta de las otras, hemos sostenido nosotros que, muerta como clase desde que perdió el Poder, desde que la arrebataron la fuerza material con que dominaba a los

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demás elementos sociales, la Iglesia no es otra cosa que una servidora celosa de la burguesía, la encargada de sancionar en nombre de Dios todas las tropelías, todos los despojos y todas las infamias que con los asalariados comete aquélla.» (Pablo Iglesias, «La Iglesia y el socialismo», en El Socialista, 25-III-1887)

3.

Pablo Iglesias y el republicanismo «Si: cuando nosotros decimos que los partidos republicanos son tan burgueses como los monárquicos por defender con igual interés que éstos los privilegios de la clase capitalista su respuesta es el silencio. Cuando decimos que todos ellos, desde el posibilismo que dirige Castelar hasta el federal que acaudilla Pi, sostienen el régimen del salario, es decir, la explotación de unos hombres por otros, y por consecuencia la esclavitud de una clase, nada responden a ello.» (Pablo Iglesias, «Los enemigos principales del Partido Obrero», en El Socialista, 2-IX-1887)

4.

Pablo Iglesias y la alianza con los republicanos «Socialistas y republicanos deben marchar de acuerdo, deben ponerse en contacto siempre que haya necesidad de realizar algún acto que favorece la finalidad de la Conjunción. Pero, fuera de esto, socialistas y republicanos, deben mantener su independencia para trabajar con entera libertad por lo que constituye el programa de su respectivo partido (…) Los socialistas defenderán y propugnarán la lucha de clases, la socialización de los medios productivos y de cambio, la conquista del Poder político por la clase trabajadora y cuantas consecuencias derivan de estos principios.» (Pablo Iglesias, «Nada de confusiones», en El Socialista, 12-I-1910)

5.

Pablo Iglesias contra el maurismo «Tan ignominiosa sería para el país la vuelta inmediata de Maura al Gobierno, que a todo sería necesario aprobar antes que tal cosa suceda (…) Y si alguien intentara llevarle a él, si con el esfuerzo de los suyos, Maura pretendiera ocuparle de nuevo todo, todo estaría justificado para impedir-

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lo; desde la protesta ruidosa, la huelga general y la revolución, hasta el atentado personal.» (Pablo Iglesias, «Los mauristas», en La Mañana, 7-I-1910)

6.

Jaime Vera y el socialismo «(…) estoy con el Socialismo, y a él vine, por plena convicción científica, como deberían estar cuantos sincera y seriamente buscan la verdad. Mi tarea profesional es buscarla; la he visto en el Socialismo y a él he ido. He aquí por qué soy socialista: por plena y absoluta convicción científica. Y la verdad está en los obreros, porque el interés y la causa de éstos es el interés y la causa de la sociedad, de todos. Está con ellos la verdad, dada por la observación de las cosas y de los hechos.» (Jaime Vera Discurso en el Liceo Rius, 1901)

7.

Jaime Vera ante la Comisión de Reformas Sociales «Bien evidente resulta que el progreso de los tiempos no ha modificado todavía el fondo de las relaciones sociales; que la revolución burguesa, de la que sois conservadores, no dio fin con la clasificación de los elementos sociales en jerarquías subordinadas. Cambió únicamente la forma de dependencia. Era personal en la esclavitud y la servidumbre; es hoy enteramente impersonal, derivada tan sólo de relaciones económicas, pero no es menos efectiva y tiránica.» (Jaime Vera, Informe de la Agrupación Socialista Madrileña ante la Comisión de reformas Sociales, 1884)

8.

Fernando de los Ríos y el Renacimiento «La facundia del Renacimiento pónenos de manifiesto cuando se piensa en su fuerza renovadora. Al concentrar al hombre en sí mismo y afirmar que su valor nace de él, de su interior, y no de un motivo extraño a él ni trascendente de lo humano, cambió el sistema de normas, cambió la concepción de la vida y, por tanto, la aparición del valor de éste y de su finalidad; se modificó la física y al par varió la apreciación de la Historia; se ensanchó y cambió la concepción mecánica del Universo y el rectificó la idea

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que se había formado de su lugar en él; podía más de lo que había imaginado, pero su lugar era menos preeminente de lo que creyera.» (Fernando de los Ríos, El sentido humanista del socialismo, 1926)

9.

Fernando de los Ríos y el marxismo «Marx, al que tanto debe el socialismo para el análisis genial a que sometió al régimen capitalista y por su capacidad profética, no sólo para encender una nueva fe, sino para dictar reglas de conducta política que han impelido a una acción conjunta a inmensas masas sociales, dejó al movimiento socialista, a más de eso y en parte por eso mismo, una pesada herencia que le embaraza y dificulta en su camino; y la primera oposición que para el socialismo humanista suscita el marxismo es la interpretación económica y mecánica de la vida humana.» (Fernando de los Ríos, El sentido humanista del socialismo, 1926)

10.

Fernando de los Ríos y el capitalismo «La sensibilidad humanitaria, hija de la concepción humanista de la vida, choca desde el comienzo con el moderno capitalismo, juntos vienen al mundo de la Historia, y ni por un instante cesa la pugna entre el ideal que la una favorece y la realidad social en que el otro se forma y a la cual fomenta (…) Capitalismo y humanismo son, en efecto, dos términos antitéticos, contradictorios, la oposición con ellos es esencial, y por mucha que sea la elasticidad del capitalismo en cuanto régimen económico, y es extraordinaria, no puede, en tanto perviva, negar lo que le es consustancial: su indiferencia, cuando no hostilidad, ante lo humano; es su Némesis.» (Fernando de los Ríos, El sentido humanista del socialismo, 1926)

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䉴 TEMA 13 EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET Javier Zamora Bonilla

Se presenta un pensamiento, el de José Ortega y Gasset, políticamente complejo a la luz de los distintos momentos de su biografía (1883-1955), centrándonos en el periodo de su juventud y primera madurez hasta el final de la Dictadura de Primo de Rivera. Resumiendo mucho, podríamos decir, y habría que ir matizando en cada etapa, que el ideario político de Ortega se sustenta en el liberalismo político (defensa de los derechos y libertades fundamentales y del parlamento) y en la democracia como forma de representación, pero entendidos a la altura del «siglo  XX», es decir, un régimen político más eficaz que los decimonónicos, lo que supone que el parlamentarismo no frene constantemente al poder ejecutivo (o sea, Gobiernos fuertes, lo que no quiere decir autoritarios), y necesidad de llevar a cabo la reforma social como modelo para corregir las consecuencias antisociales del liberalismo económico del siglo  XIX, para integrar así a las clases obreras en la sociedad política (educación pública y seguros sociales financiados a través de impuestos progresivos) pero evitando que el Estado se convierta en un Leviatán todopoderoso que entierre a la sociedad civil. 1. EL NUEVO LIBERALISMO SOCIALISTA Podemos hablar de tres etapas distintas del liberalismo de Ortega. La primera pivota en torno a «La reforma liberal» (1908), cuando el liberalismo aparece como una «Idea», un sistema de abstracciones y una ética científica. El liberalismo, le dice Ortega a su novia en 1906, es sólo una palabra, y el liberal tiene que ser ahora más que liberal, «por ej. socialista». A este credo socialista no le llevaba ni el materialismo dialéctico, ni la creencia en la lucha de clases, sino la convicción de que «sólo en él serán posibles de un lado las libertades íntimas, de otro las virtudes viriles» En 1908, desde la nueva revista Faro, el joven José Ortega y Gasset lanza un proyecto de reforma del liberalismo con el artículo citado sobre «La reforma liberal». Entiende que el liberalismo es un ideario político que antepone la realiza-

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ción del ideal moral a la utilidad de cualquier grupo o nación. Al liberalismo ningún régimen le parece, afirma, definitivamente justo; por eso, siempre permanece en el pueblo el derecho sobreconstitucional de transformar las constituciones. Este derecho es a lo que llama «revolución», y el liberalismo, según el joven filósofo, había sido siempre un «sistema de revolución», lo que le parecía, sin duda, mucho mejor que una revolución sin sistema. Frente a este liberalismo, lo que en Europa se llamaba «el nuevo liberalismo», el liberalismo conservador, el conservadurismo se detiene, según el filósofo, ante las exigencias ideales, se ancla en lo que hay o pretende el retorno a formas políticas pasadas. No es una idea —«¡supremo nombre!», escribe—, sino un instinto. Ortega pensaba que los conservadores españoles habían conseguido convencer a los liberales de que la libertad implica sólo tolerancia —laissez faire, laissez passer—, mientras que en verdad es siempre una amonestación del estancamiento de la ley política. El liberalismo no es pensar un futuro utópico, afirma, sino la anticipación de una realidad futura. Y la realidad futura que se presentaba a principios del siglo XX en Europa se llamaba, dice con rotundidad, «socialismo». El liberalismo, según el filósofo, tenía que hacer suyos los valores éticos del socialismo. Por esas mismas fechas le hablaba a Joaquín Costa en una carta de construir un «socialismo ético» y a Miguel Unamuno en otra, de la necesidad de que el Partido Socialista fuera el gran partido constructor de cultura y europeizador. Hacía falta, según Ortega, un verdadero partido liberal y una prensa que vociferara enérgicamente las nuevas ideas políticas, abandonando su actual colaboracionismo con la vida parlamentaria y con la «parsimonia académica», para que naciera una España «salubre, enérgica e inteligente». El pensamiento político de Ortega pasaba en estas fechas por el neokantismo de Marburgo, por el socialismo de cátedra de sus maestros Herman Cohen y Paul Natorp. Citando a su querido Ernest Renan, Ortega escribe en otro artículo publicado en Faro, «La conservación de la cultura», que el liberalismo era la forma más elevada del desarrollo humano. El nuevo liberalismo, decía kantianamente, era un deber y un ideal. Él estaba en el plano de la «Política» con mayúscula y si querían acusarlo de antipatriota, que lo acusaran. A él le interesaba España en la media en que se integrara espiritualmente en Europa, y para eso nuestro país necesitaba tener una vida íntima que le permitiera ocuparse de «lo universalmente justo, verdadero y bello», señalaba con claros ecos kantianos. La libertad, frente a lo que afirmaba Gabriel Maura, con quien polemiza sobre el tema, no se había hecho conservadora,

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sino socialista, los que se habían hecho conservadores eran los liberales; de ahí que se atreviera a decir que en España no había más que conservadores. 2.

LA LIGA DE EDUCACIÓN POLÍTICA ESPAÑOLA: NUEVA POLÍTICA FRENTE A LA VIEJA POLÍTICA

Hubo un cierto momento en que los jóvenes de la Generación del 14 tuvieron la esperanza de que el régimen de la Restauración emprendiese un camino democrático; fue cuando el rey, a principios de 1913, recibió, tras el asesinato de José Canalejas, a Santiago Ramón y Cajal, José Castillejo, Gumersindo de Azcárate y Manuel B. Cossío, prohombres de las ciencias y de la pedagogía en España. Pero estas esperanzas, por lo menos en algunos como Ortega, se disolvieron pronto. Miembro de una de las familias más importantes del liberalismo dinástico, los Gasset, rompe con éste en 1913 de forma explícita con un artículo publicado en El Imparcial, el periódico de su familia, y que le supone el abandono del mismo. En él califica al Partido Liberal de «estorbo nacional». Este planteamiento rupturisma, que no quiere transacciones con la vieja política, es el que aparece en la Liga de Educación Política Española que varios jóvenes de la que será conocida como Generación de 1914 fundan en el otoño de 1913. Ortega la presenta en público, ya en marzo de 1914, con una conferencia titulada «Vieja y nueva política». En ella, el joven intelectual, ya catedrático de Metafísica desde 1910, hizo una demoledora crítica del sistema político de la Restauración, de la «vieja política», de la que, decía, formaban parte no sólo el Gobierno y el Parlamento sino también «los periódicos», «las Academias», «las Universidades» y «unos partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas». Presentó al régimen como una mezcla de falsedad e incompetencia. «La Restauración, señores —afirmó—, fue un panorama de fantasmas, y Cánovas el gran empresario de la fantasmagoría». La Restauración era el pasado. Ortega y la Liga representaban el futuro o, por lo menos, así veían a sí mismos. La Liga estaba formada por un grupo de hombres que se hallaban «en el medio del camino de la vida» y que venían a expresar «ideas», «sentimientos», «energías», «resoluciones comunes», compartidas por haber vivido «un mismo régimen de amarguras históricas» al haber nacido «a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898» y no haber vivido ni «un día de gloria ni de plenitud», ni siquiera «una hora de suficiencia». Aseveró que los miembros de su generación no habían tenido maestros y, sin embargo, habían sabido vivir con «severidad y con tristeza» y

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«rehacerse las bases mismas de su espíritu», sin negociar «con los tópicos del patriotismo». Para el filósofo, los jóvenes «al escuchar la palabra España» no recordaban «a Calderón ni a Lepanto», no pensaban «en las victorias de la Cruz», sino que «meramente» sentían, y eso que sentían era «dolor». La Liga se dirigió a «aquellas minorías» que gozaban «del privilegio de ser más cultas, más reflexivas, más responsables», aunque eran conscientes de que sólo había política donde intervenían «las grandes masas sociales». Deseaban movilizar a estas minorías para hacer una «nueva política», que partiera, como decía Fichte —al que Ortega cita, no sin intención, como constructor de la nación alemana—, del reconocimiento de la realidad, de «declarar lo que es». Una política que fuera a un tiempo «pensamiento» y «voluntad» para buscar en el «alma colectiva» las «opiniones inexpresas». Según el filósofo, era necesario proponer nuevos usos porque no era suficiente con corregir los abusos del sistema, sino que había que idear, proyectar, ensayar, aumentar y fomentar «la vitalidad de España» desde «toda una actitud histórica» para «servir a la sociedad frente a ese Estado, que es —añade— sólo como el caparazón jurídico, como el formalismo externo de su vida». Por eso, la Liga se proponía constituir «órganos de socialidad, de cultura, de técnica, de mutualismo, de vida, en fin, humana en todos sus sentidos», «cooperativas, círculos de mutua educación, centros de observación y de protesta» para «impulsar» un «imperioso levantamiento espiritual de los hombres» en las ciudades, pueblos y aldeas de España. Ortega afirmó que los integrantes de la Liga veían en el «partido socialista» y en «el movimiento sindical» las «únicas potencias de modernidad», pero sus «credos dogmáticos» les parecían «inconvenientes para la libertad», por lo que no podían seguirlos. En el fracaso de la Restauración y de sus partidos turnantes, «alas anquilosadas» en expresión del filósofo, veían también el fracaso del republicanismo tradicional. Ante este panorama, sólo podían poner sus ojos en el nuevo republicanismo del Partido Reformista de Melquíades Álvarez y Gumersindo de Azcárate, pero durante la conferencia Ortega no señaló una vinculación estricta: «No vamos a ocultar —dijo— nuestra gran simpatía por un movimiento reciente que ha puesto a muchos republicanos españoles en ruta hacia la Monarquía», pero a la vez criticó la visión accidentalista de las formas de gobierno que era, en ese momento, uno de los pilares ideológicos del reformismo. La mayoría de los miembros de la Liga, según afirmó su presentador, no habían sido nunca republicanos; para ellos lo importante era el ejercicio práctico de la función y no una teo-

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ría ideal. Pensaban que todavía eran posibles reformas dentro del sistema que permitiesen hacer la experiencia monárquica, con una Corona que se recluyese «dentro de la Constitución» y que justificase cada día «su legitimidad». «Somos monárquicos, no tanto porque hagamos hincapié en serlo, sino porque ella —España— lo es», afirmó con palabras que en los días sucesivos la prensa de izquierdas criticó duramente. La Liga no fue nunca un órgano del Partido Reformista aunque varios de los firmantes de su manifiesto (Manuel Azaña, Luis de Zulueta, el propio Ortega) formaron parte de la junta directiva del Partido. Ortega abandonó el Partido en 1915. El filósofo señaló en su conferencia algunos principios que debían ser las bases de la nueva política, aunque no quisieron presentar un programa ni buscar el voto, es decir, convertirse en partido político. Estos principios fueron «liberalismo» y «nacionalización». Liberalismo, entendido como un liberalismo radical, es decir, verdaderamente defensor de todos los derechos y libertades fundamentales, incluida la libertad de cultos que no recogía explícitamente el artículo 11 de la Constitución de 1876 en tanto que sólo permitía el ejercicio privado de otras religiones distintas a la católica; un liberalismo que supiera al mismo tiempo asumir «los ideales genéricos, eternos, de la democracia», que incluía «en sí, naturalmente, todos los principios del socialismo y del sindicalismo en lo que éstos tienen —afirma— de no negativos, sino de constructores»; un liberalismo, en fin, ético y jurídico que ensalzase la justicia, la eficacia, la competencia, y que mirase a Europa como modelo para la necesaria modernización de España. «Nacionalización», que no nacionalismo en el sentido de que una nación impere sobre otras, sino en el de anteponer el bien común a cualquier interés de parte, por lo que era necesario, entre otras cosas, nacionalizar la Monarquía, el ejército, el clero, el obrero, es decir, que todos los grupos sociales e instituciones dejasen de guiarse por sus propios intereses y mirasen al general para construir «una España en buena salud, nada más que una España vertebrada y en pie».

3.

LA SEGUNDA ETAPA DEL LIBERALISMO ORTEGUIANO. UNA CONCEPCIÓN MÁS PERSONAL QUE POLÍTICA, PERO PLAGADA DE PROPUESTAS SOCIALES

En esta segunda etapa, que abarca desde mediados de la segunda década del siglo XX a finales de los años 30, lo que caracteriza al liberalismo or-

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teguiano es, más que una visión del sistema político y de los fundamentos y funcionamiento del mismo, la definición del liberalismo como una nota radical sobre la vida de cada uno; lo importante de su concepción liberal es, por tanto, la franquía en que queda todo hombre para desarrollar su propia personalidad. En esta época, Ortega ha dejado atrás el progresismo utópico de Saint-Simon y Auguste Comte, el neokantismo socialdemócrata de Marburgo y el socialismo nacional de Ferdinand Lasalle y Jean Jaurès, y se ha volcado en una interpretación crítica de la democracia. Esta segunda etapa coincide con el proceso de maduración de la filosofía de la razón vital e histórica, sin la cual no se puede entender bien el pensamiento político orteguiano. Son años en los que se produce un proceso de «conservadurización» de su pensamiento político, más acentuado desde finales de los años 20, frente a la primera etapa que hemos visto. Se refleja, por ejemplo, en su matizada oposición inicial ante la dictadura de Primo de Rivera y en la concepción social que expresan textos como España invertebrada y La rebelión de las masas, que luego comentaremos. Esta concepción del liberalismo no supone, en cualquier caso, una ruptura radical con la primera etapa. De hecho, hay bastante continuidad entre las propuestas de política social defendidas entre 1908 y 1920 y las que presenta la Agrupación al Servicio de la República que Ortega funda en 1931 y que lleva su programa a las Cortes Constituyentes de la Segunda República. El verano de  1917 marco un antes y un después en la crisis de la Restauración. La posición de Ortega era claramente rupturista con el régimen y con el sistema del turno de partidos, que estaba ya gravemente en crisis. Según el filósofo, había que barrer la vieja política y dejar que se mostrasen las nuevas sensibilidades sociales. El levantamiento de las Juntas Militares de Defensa a principios de junio fue recibido como un síntoma de vitalidad nacional. Aunque a Ortega le hubiese gustado que el elemento que provocase la quiebra del sistema fuese otro, en concreto la expresión del sufragio, las Juntas se le presentaron como el actor que podía hacer el papel de barrendero. España estaba, en su opinión, «Bajo el arco en ruina», como tituló un artículo en 1917, y había que dar paso a una nueva situación, a Cortes Constituyentes. El diario El Sol, que nace a finales de este año, se convertirá en el altavoz de las voces reformadoras tanto desde las filas intelectuales como de las sociales y económicas. Ortega será editorialista de este diario desde su nacimiento hasta 1920 y publicará casi íntegra toda su

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obra en él hasta 1931. Desde sus páginas propone un amplio programa de reformas, coincidente en gran parte con los planteamientos del Partido Reformista. Los tres pilares del programa eran la reforma constitucional, la descentralización y la política social. Cuando en 1919 se oyeron voces que pedían la dictadura, el filósofo dijo que eso era sinónimo de anarquía y que los pueblos ya no admitían dictadores. Sólo irónica y desesperadamente se atrevía a decir que los militares debían jugar el papel de Hércules en el establo de Augias como limpiadores de los escombros del viejo régimen. El camino preferido por Ortega era la vuelta al «ejercicio normal del Parlamento», impidiendo que la Corona ejerciera su poder moderador inmoderadamente. El filósofo criticaba el particularismo de todos los grupos e instituciones españoles, que se negaban a contar con los otros y presentaban a los políticos como la fuente de todos los males cuando, en realidad, estos no eran peores que el resto de los ciudadanos. Ortega deseaba que se diese paso a una nueva situación mediante unas elecciones sinceras para convocar Cortes Constituyentes, que redactasen una nueva Constitución. Lo importante era que hubiese nuevos usos que impidiesen que los abusos se convirtieran en norma. Ortega proponía que se garantizase la libertad de conciencia, se secularizase el Estado aunque éste mantuviese las cargas de culto y clero, se evitase la constante suspensión de las garantías jurídicas y se estableciese un recurso de defensa de los derechos fundamentales. Ortega pensaba que se debía llamar a formar Gobierno a los regionalistas y a los «izquierdistas» moderados que defendieran «un verdadero e integral liberalismo». En este grupo, incluía a los reformistas, cuyo principal problema, decía, era seguir bajo la bandera del Partido Reformista; a los socialistas más moderados, y a profesionales independientes (médicos, abogados, profesores); en definitiva, a hombres ejecutivos «libres de todo radicalismo extravagante», pues ni los liberales, ni los conservadores, ni los «evaporados» republicanos tenían nada que ofrecer. El filósofo, como en 1914 con la Liga de Educación Política, proponía la formación de un «directorio» formado por ingenieros, abogados, profesores, comerciantes, industriales y otros profesionales independientes, y socialistas que, sin constituirse en partido sino como un movimiento social genérico y abierto que excluyese a todos los que hubiesen gobernado en España, recorriesen los pueblos para formar a la opinión pública y constituir asambleas gremiales que obligasen al gobierno a prestar atención a la España vital.

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La segunda de las reformas que proponía Ortega era la concesión de autonomía a las distintas regiones españolas, de forma que España se constituyese en una «organización federativa». Tras la puesta en marcha de la Mancomunitat catalana en 1914, a finales de 1918 se estaba discutiendo en las Cortes la concesión de un estatuto de autonomía para Cataluña, que finalmente no se aprobó. Durante los años de la Dictadura de Primo de Rivera, el filósofo defenderá en varias ocasiones la organización de España en diez regiones autónomas (Galicia, Asturias, Castilla La Vieja, País Vasconavarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla La Nueva). Reunió en un libro los artículos publicados en El Sol entre noviembre de 1927 y febrero de 1928 y les añadió otro censurado por Primo de Rivera. Tituló el libro La redención de las provincias y la decencia nacional (1930). El filósofo proponía que las regiones autónomas —ya no hablaba de «federación»— asumiesen la mayoría de las competencias y el Estado central conservase para sí las relativas a ejército, justicia, comunicaciones de interés general, asuntos exteriores, educación, ciencia, economía y derecho a intervenir en los asuntos de régimen local para actuar cuando las regiones no cumpliesen con la ejecución de sus propias competencias. Ortega preveía que cada región tuviese un gobierno ejecutivo, nacido de y fiscalizado por una asamblea legislativa cuyos miembros fueran elegidos por sufragio universal en circunscripciones que agrupasen a varios de los distritos anteriores para impedir el caciquismo. Estas asambleas elegirían luego a los noventa o cien diputados que compondrían el parlamento español. En el organigrama territorial propuesto por el filósofo, los municipios tendrían cierta autonomía para sus asuntos propios, pero desaparecería la provincia —de la que Ortega creía que se debía borrar hasta el recuerdo—, cuyas funciones asumirían unos consejos de circunscripción elegidos por los ayuntamientos. Frente a la reforma de la sociedad y del hombre que defendía el filósofo, esta cuestión territorial era secundaria, pero Ortega pensaba que en las regiones, así organizadas, aparecerían grandes capitales que contribuirían al cambio del hombre y de la sociedad, pues elevarían el tipo medio del ciudadano español curando su provincianismo. El filósofo quería revitalizar la vida provincial e intentar que el mayor número de ciudadanos se interesasen por la política. Unos años más tarde, en la discusión constitucional de las primeras Cortes republicanas y en el debate posterior para la aprobación del Estatuto

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de Autonomía de Cataluña (1931-1932), Ortega definirá estrictamente los conceptos de federación y autonomía con la soberanía como referencia, y apostará claramente por la organización de España en regiones autónomas, porque esta solución no pondría en cuestión la unidad de la soberanía del pueblo español, lo que sí haría una posible federación basada en soberanías independientes de los distintos Estados que compusiesen un Estado federal. Sobre todo, le parecía que no tenía sentido hablar de federar unas regiones que ya lo estaban, que ya convivían en unidad y bajo una misma soberanía nacional desde la Constitución de 1812. A pesar de su autonomismo, Ortega se mostró en las Cortes republicanas muy reticente a la cesión de algunas competencias a Cataluña en materia de economía, justicia y educación. El tercer punto —aunque el primero en prioridad, según indica— del programa mínimo de gobierno que Ortega proponía en torno a 1918-1920 era la política social. Tras la represión de la huelga del verano de 1917 y el encarcelamiento de los principales líderes sindicales, el filósofo había dicho que se debía hacer un esfuerzo de comprensión para entender «el fondo común y nacional de justas exigencias» que había en las reivindicaciones obreras, a pesar de lo que Ortega consideraba errores de táctica. El filósofo proponía que se caminase paulatina y democráticamente hacia la consecución de buena parte de las peticiones socialistas por medio de la política parlamentaria. Más política y menos huelgas, solía decir, y añadía que para eso era necesario que no se falsease el sufragio y así, creía, llegarían más diputados socialistas a las Cortes. También proponía que se crease un Ministerio de Organización Obrera, una especie de sindicato de sindicatos, dirigido en gran parte por los propios trabajadores, y que, separado de los conflictos huelguísticos, asumiese las competencias para el desarrollo de las políticas que mejorasen la condición social de los obreros, como la regulación de las condiciones de trabajo, el fomento de la educación, los incentivos a la vida cooperativa y la previsión para las situaciones necesitadas de seguridad social. Ortega pensaba que ese Ministerio debería tomar como base la ya intensa labor del Instituto de Reformas Sociales y que debía dotarse con fondos que se sustrajesen de lo destinado a la política militar. Ortega también proponía que los obreros participasen en los órganos de decisión de las empresas, sobre todo en temas de contratación laboral, horarios, despidos y otros que afectasen directamente a los trabajadores. El filósofo estaba convencido de que el capitalismo había desmoralizado a la humanidad. Para superarlo, la sociedad debía organizarse según el princi-

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pio del trabajo, que suponía que nadie dejara de ganar un cierto mínimo ni nadie ganara más de lo que su trabajo efectivamente valiera, teniendo presente que el trabajo tiene tres dimensiones: la calidad, el esfuerzo y la capacidad de ahorro de que es capaz cada trabajador. Su propósito era incrementar los salarios más bajos y evitar que muchos hogares llegasen a fin de mes con deudas. También preveía un aumento de los impuestos sobre aquellos que más tenían y una disminución para los que tenían menos. Esta idea se traducía en un impuesto progresivo sobre la renta y una fuerte imposición sobre las herencias. 4.

ESPAÑA COMO PROBLEMA. EUROPA COMO SOLUCIÓN

Desde sus primeros textos, Ortega defendió la europeización de España como el único camino posible para su modernización, pero si en 1910 afirma que los miembros de su generación pronto se dieron cuenta de que «España era el problema y Europa la solución», en 1914, incluso antes del estallido de la Gran Guerra, el filósofo era ya consciente de que Europa era también un problema, que estaba en crisis, que estaban en crisis sus fundamentos filosóficos. Por eso, ya no se trataba tanto de europeizar España, labor a la que Ortega, por otro lado, nunca renunció, sino de dar respuesta a esta crisis europea, y para eso se hacía necesario insertar los valores de la cultura española en la cultura europea como parte de la cultura occidental porque el racionalismo, el cientifismo no habían servido para dar respuesta suficiente al hombre. Esta es la propuesta de Meditaciones del Quijote (1914). La cultura europea no se podía entender sin la obra espiritual, intelectual, española y, dentro de ella, a pesar de los muchos errores, había también algunos aciertos que merecían atención y estudio. El Quijote, como cumbre de la obra cervantina, era, por ejemplo, uno de los hitos de la tradición en que apoyar la modernización de España, la cual seguía siendo para Ortega un problema a la altura de 1914, pero quizá porque sentía nacer una nueva sensibilidad, frente a las muchas expresiones críticas de años atrás en que veía a España como «una turbera de detritus históricos», calificativos presentes incluso en Vieja y nueva política, ahora definía su país como «proa del alma continental» y «promontorio espiritual de Europa». Ortega inicia en diciembre de 1920 la serie de artículos que después formarán la primera parte de España invertebrada. Llevó por título

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«Particularismo y acción directa. Bosquejo de algunos pensamientos históricos». España invertebrada, a pesar de ser un libro que trata la actualidad política española, es un ensayo analítico, un intento de explicación histórica de España, una meditación sobre su país y sobre el porqué de la circunstancia alcanzada. Cuando Ortega abrió sus ojos a la vida intelectual, allá en su adolescencia, el ambiente era propicio para entender la historia de la España presente como una decadencia desde los tiempos gloriosos del Imperio. La visión de España como una raza formidable, que vivía en una tierra rica y fértil y había sido capaz de llegar a cabo grandes hazañas —así la describían las Historias generales del tipo de la de Modesto Lafuente—, había dado paso a un análisis crítico de la raza y de la tierra. La literatura regeneracionista del último cuarto del siglo  XIX insistía en las carencias de España, frutos de una historia imperfecta. El Desastre de 1898 fue un aliciente más para que esta tendencia prosperase, y quizá el elemento decisivo, pero no el origen. Ortega se sentía hijo intelectual de aquel Desastre. Si Costa se había aventurado a ver el principio de la decadencia hispana en las primeras contrariedades bélicas que sufrió el Imperio, Ortega iba más allá y se atrevía a decir que no se podía hablar de decadencia española en sentido estricto porque para decaer hay que caer desde algún sitio y España no había llegado a cúspide alguna, pues incluso sus éxitos más encomiados eran más aparentes que reales. El único hecho verdaderamente importante había sido, en opinión del filósofo, la colonización, y era muy relevante que, frente a la elitista colonización inglesa, la española había sido obra del pueblo. Según Ortega, España había tenido una «embriogenia defectuosa» porque el elemento diferenciador de las naciones europeas, el elemento bárbaro, era en sí mismo ya decadente. El godo frente al franco o a los otros pueblos bárbaros que colonizaron el antiguo Imperio Romano era un pueblo débil. La base autóctona (ibera, gala, etc.) y el componente uniformizador romano eran secundarios frente a ese factor esencial en la constitución de las naciones europeas. La debilidad de ese elemento es lo que hizo que España no tuviera feudalismo. Por éste, Ortega entendía una concepción de la vida donde lo predominante era el valor, el espíritu caballeril de lucha, la defensa de los propios derechos, que nada tiene que ver con la imagen de injustos privilegios que se tenía y se tiene del feudalismo. La carencia de feudalismo, de personalidades autónomas fuertes, es lo que había permiti-

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do que la unidad nacional se hiciera antes que en otros pueblos continentales. Castilla fue capaz de imaginar un «proyecto sugestivo de vida en común», que, a la postre, es lo que permite unir a varios pueblos dispersos en una nación, y así se convirtió en la hacedora de España. La historia de una nación, dice Ortega siguiendo a Mommsen, es «un vasto sistema de incorporación», de convivencia, que crece por unión de grupos dispersos y no por dilatación de un núcleo inicial. La incorporación no deshace los núcleos iniciales, que siguen existiendo con su personalidad propia, pero ahora compartiendo el quehacer hacia adelante. La identidad de raza, de sangre, no es suficiente para constituir la nación, hace falta una fuerza ideativa proyectada hacia el futuro. De ahí que Ortega remita a la idea renaniana de que la nación es un plebiscito cotidiano. El poder creador de naciones, dice Ortega, es un quid divinum, un saber querer y un saber mandar, que no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una «sugestión moral» unida a una «imposición material». Por eso, en el surgimiento de toda nación, la fuerza, siendo un elemento fundamental, tiene siempre un carácter adjetivo frente al papel esencial que juega el proyecto de futuro. En el siglo  XV, Castilla supo mandar y superar «la tendencia al hermetismo aldeano» de los otros pueblos ibéricos. Su proyecto de futuro fue la unidad nacional y la fusión de dos políticas internacionales, la de Aragón hacia el Mediterráneo y la de Castilla hacia África y hacia el Continente y, poco después, hacia América. La visión global de Castilla junto al «espíritu claro, penetrante, de Fernando el Católico» hizo posible España, que tuvo su máxima expresión en una original Weltpolitik. Ortega tomaba esta perspectiva histórica para analizar lo que sentía como una España enferma. Esa peculiar y esquemática forma de acercarse a la historia, con fundamentos más que discutibles, era un intento de autoorientación. Para él una nación es una comunidad de individuos, «una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos». La forma jurídica que esa sociedad adopte puede ser todo lo democrática que se quiera, pero la forma transjurídica, la realmente vivida por los hombres, será siempre aristocrática, será por ley natural «la acción dinámica de una minoría sobre una masa». La enfermedad de España no era, en opinión de Ortega, solamente política. Si sólo hubiese sido política no hubiera sido grave porque lo político es siempre el dintorno o cutis de la sociedad. La enfermedad de España era

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social. Los españoles, creía, se equivocaban al achacar todos los males de la patria a los políticos, porque estos en el fondo no eran peores que el resto de los ciudadanos, a pesar de ser fiel reflejo de los «vicios étnicos». España se estaba disociando como nación, pero también como sociedad. Ortega pone nombre a esa enfermedad, la llama particularismo, que es «aquel estado de espíritu en que creemos no tener que contar con los demás», donde todos quieren vivir a parte y no formar parte de un todo. A la integración unificadora de Castilla siguió casi inmediatamente la desintegración, cuyo origen Ortega sitúa en el reinado de Felipe II y concretamente en el año 1580. A la pérdida de los Países Bajos, del Milanesado y de Nápoles, siguió a principios del XIX la de la mayor parte de las colonias americanas y, ya a finales, la de los últimos territorios antillanos y de Oceanía. Con falta de perspectiva histórica, olvidando las revueltas independentistas anteriores y toda la tradición cultural y política decimonónica de algunas regiones españolas, Ortega dice que justo tras la pérdida de Cuba y Filipinas empezó el intento de descomposición intrapeninsular. Catalanismo y bizcaitarrismo son los máximos ejemplos de esa descomposición, pero no son artificios sino que muestran un sentimiento profundo, verdadero, aunque desenfocado porque tienen una hipersensibilidad para lo que consideran males propios. Dice Ortega que a todas luces es falsa la visión que Cataluña y el País Vasco tienen de ser pueblos oprimidos, pues, en ese momento, son los territorios más prósperos de España, pero eso no significa que el sentimiento que les hace tener esa apreciación sea falso. En cualquier caso, es erróneo, según Ortega, pensar que el particularismo es algo peculiar de estas regiones, pues, por contra, es algo que cunde en toda España, aunque sólo allí había adoptado una forma agresiva. Además, el primer particularista fue el poder central: «Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho». Ortega duda de que las regiones nacionalistas hubieran conseguido la unidad de España y les critica que no hayan sido capaces de idear un nuevo proyecto de futuro cuando Castilla dejó de hacerlo. El grave problema de la España de los años veinte no es, en cualquier caso, según Ortega, el particularismo regionalista, sino el particularismo de todas las clases e instituciones. En España, afirma, nadie quiere contar con nadie, y por eso se odia al político, no en cuanto gobernante sino en cuanto parlamentario, porque el Parlamento liberal es la expresión de la necesidad de contar con los otros. La Iglesia, la Monarquía, los militares

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son tan particularistas como lo puedan ser los nacionalistas. Todos los particularismos coinciden en no querer contar con nadie y en preferir la acción directa al consenso, la imposición de las propias opiniones al diálogo; son compartimientos estancos, cerrados hacia adentro, que ni conocen ni quieren conocer las ideas y los deseos del resto. Siguen la táctica del victorioso y no la del luchador, y eso es lo que ha permitido que no se establezca una fuerte confrontación entre los distintos grupos sociales, porque cada uno de ellos desprecia a los otros, ni siquiera quiere luchar contra ellos. Así, piensa Ortega, se ha llegado a una parálisis de la vida nacional porque todos tienen fuerza para deshacer pero ninguno para construir. La Iglesia y la Monarquía no se han preocupado de los intereses de la nación, sino de los suyos propios, y han producido una selección inversa, prefiriendo siempre a los peores. Ortega estaba convencido de que había que transformar el concepto de democracia añadiendo a la declaración de derechos una declaración de obligaciones. Junto a los derechos igualitarios, había que señalar los «derechos diferenciales y máximos». La igualdad no podía ser un principio político general, pues sólo tenía sentido como base de la política para la expresión de la soberanía y para el reconocimiento de los mínimos de convivencia y de humanidad, que ya hemos visto que para Ortega eran bastante amplios dada su proximidad al socialismo. Más allá de esos mínimos, la desigualdad era evidente. Había que formar una nueva aristocracia y establecer «un sistema de rangos». Esta aristocracia estaría basada en la capacidad de esfuerzo de cada uno, en la inteligencia, en la cultura, y no conllevaría privilegios injustos, sino justos reconocimientos a los esforzados y mejores. De los distintos particularismos que Ortega veía en el panorama nacional, salvaba o, mejor, diferenciaba el particularismo obrero, que no era el «espontáneo y emotivo» de las clases e instituciones españolas, sino que respondía a una teoría y, además, no era exclusivo de España. Según Ortega, nuestro país es, como Rusia, una raza pueblo, cuya característica más acusada es el ruralismo, la visión centrada excesivamente en lo inmediato, en lo próximo. Todo lo importante en la historia de España lo había hecho el pueblo, pero el pueblo, decía Ortega, no puede hacer muchas cosas, y esas cosas se habían quedado sin hacer por falta de una minoría. Entre esas cosas que el pueblo no puede hacer, Ortega citaba —con notable injusticia en muchos casos— la ciencia, el «arte superior», «una

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civilización pertrechada de complejas técnicas», «un Estado de prolongada consistencia» o «destilar de las emociones mágicas una elevada religión». La contraposición minoría-masa es una idea central en la filosofía orteguiana. Encontrará su expresión más desarrollada en La rebelión de las masas, pero es una constante en su pensamiento. Ya en 1908 había dicho que en España no había más que pueblo, que faltaba la levadura para la fermentación histórica. Según Ortega, España vivía bajo «el imperio de las masas», muy significativamente afirmaba que de las masas de la clase media y superior. Que la subversión de las masas hubiera llegado a la política, significaba que ya había hecho todo el recorrido social, por lo que la gravedad era extrema. En España, dice el filósofo, falta ejemplaridad y sobra indocilidad. Hay «aristofobia», odio a los mejores.

5.

DEFENDER EL LIBERALISMO EN TIEMPOS DE DICTADURA: DUDAS Y AFIRMACIONES

Contra la vieja política creyeron Ortega y Nicolás María de Urgoiti, fundador de El Sol, que iba el general Miguel Primo de Rivera, quien se pronunció en Barcelona en septiembre de 1923 y al que el monarca decidió encargar la formación de un nuevo Gobierno, lo que suponía una clara vejación de la Constitución. Ortega, cuyas diatribas contra los gobiernos anteriores —a pesar de todo constitucionales— habían sido tan duras, no se pronunció ahora inmediatamente. Hacía tres años que no era editorialista de El Sol y sus artículos ya no tenían la inmediatez política de años anteriores, pero el silencio resultó llamativo a muchos. En realidad, tanto él como Urgoiti pensaban que el nuevo dictador venía a cumplir el papel de barrendero de la vieja política que desde 1917 reclamaban. Dos meses después El Sol y Ortega se darían cuenta de que el dictador no venía a cumplir la misión que ellos pensaban e iniciaron una campaña consejera para que la Dictadura pudiera dar paso a una nueva situación constitucional. Algunos de los artículos de Ortega críticos con «los generales septembristas» fueron censurados. Ortega solicitaba por estas fechas, como hemos visto, una rebelión de las minorías contra las masas, porque si éstas constituían la opinión pública se volvería a la vieja política. Lo que había hecho el Directorio militar en los primeros tres meses —el barrido de la vieja política— era fácil, pero lo que había que emprender ahora —la construcción de algo nuevo—,

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era una labor más difícil y se tenía que hacer, le decía Ortega al dictador, contando con el pueblo. En distintas ocasiones durante la Dictadura, intentará Ortega exponer en la prensa sus ideas políticas, pero acabará siempre chocando con la censura. El filósofo insistirá en estos años en la idea de que la principal reforma que había que emprender en España era la del hombre y, a partir de ella, la de la sociedad, porque toda transformación de los usos políticos sería insuficiente sin una mejora del hombre concreto. Desde sus primeros artículos y conferencias, como «La pedagogía social como programa político», de 1910, había insistido en la necesidad de la educación como elemento clave para la convivencia. Ortega no tuvo veleidades con el fascismo y creía que de este movimiento, como del comunismo soviético, no se podía esperar nada de cara al futuro, pues eran un síntoma de la crisis del liberalismo y no una nueva aurora. Ortega sabía, y se lo decía públicamente al dictador desde la prensa que en un momento u otro habría que volver a gobernar con el parlamento, pero afirmaba que la Dictadura podía ser en toda Europa una «admirable experiencia pedagógica» para que las masas, «que no se convencen con razones, sino por los efectos sufridos en su propia carne», aprendieran que ciertas libertades no eran cuestiones políticas sobre las que cupiese discusión. Para Ortega, estas libertades habían dejado de ser banderas de combate y se habían convertido en principios universales «como los de la cortesía». Cualquier régimen político futuro en Europa tenía que tomar como bases el liberalismo y la democracia, aunque Ortega pensaba que estos dos conceptos estaban alarmantemente confundidos en las cabezas de su tiempo, cuando en realidad eran muy diferentes. La democracia, afirmaba, se preocupa de quién debe ejercer el poder público y considera que debe ser el conjunto de los ciudadanos, pero nada dice de los límites de este poder. De esto, de los límites, es de lo que se preocupa el liberalismo, que viene a decir que ejerza quien ejerza el poder hay unos derechos previos a toda injerencia del Estado, hay siempre unos privilegios, unas franquías inviolables que el propio individuo tiene que defender. Según el filósofo, la confusión de estos conceptos había llevado a pensar que la democracia es el régimen más liberal, cuando en realidad la autocracia más feroz es la del demos, como demostraba la historia de Grecia y Roma, que no conocieron el liberalismo.

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Ortega ya había criticado en 1917 la «democracia morbosa», el intento de llevar más allá de la política el imperativo cuantitativo del número que acabaría en el triunfo del «plebeyismo» en todos los órdenes de la vida. A Ortega le interesaba fundamentalmente que la política fuese liberal y la organización y gestión de la misma democrática, pero estaba alarmado porque se intentase imponer la democracia en todos los aspectos de la cultura, pues creía que acabaría predominando el mal gusto y todos tendríamos que rendirnos a los mismos ocios y negocios. Si para el Ortega de principios de siglo el liberalismo era un «sistema de revoluciones», cuyo fundamento estaba en no considerar nunca un régimen político lo suficientemente justo y luchar por transformarlo, ahora el liberalismo parecía quedar reducido a una serie de franquías individuales que el propio individuo debía sostener y que ni el Estado ni otras organizaciones o individuos debían violar. La concepción orteguiana del liberalismo, sin dejar de ser política, se centraba en este momento mucho más en el individuo, al tiempo que como entonces otorgaba al Estado un importante papel en la transformación de la sociedad, aunque había que evitar que éste se extralimitase, pues era el mayor peligro. Ortega no estaba contra las masas sino contra el hombre-masa, cuyo mejor representante era el pequeño burgués. En 1926, el filósofo llamaba con ecos unamunianos de la Vida de don Quijote y Sancho a los jóvenes para llevar a cabo la restauración de España —la otra había sido de la Monarquía— y lanzaba como grito de guerra: «¡Halalí, halalí jóvenes: dad caza al pequeño burgués!», aunque matizaba que con las únicas armas de la voluntad y de la inteligencia. 6. «LA REBELIÓN DE LAS MASAS» Ortega analizó el fenómeno del ascenso de las masas en su obra más famosa, La rebelión de las masas, publicada como libro en 1930. Allí señala que el hecho que caracterizaba su tiempo era el hecho del lleno, de la aglomeración. De pronto, en unos pocos años, nos dice el filósofo, todos los lugares públicos, muchos de ellos antes vedados para las masas, se habían llenado de gente. Todo estaba lleno: la calle, los cines, los teatros, los restaurantes, las exposiciones, los estadios deportivos… El hecho tenía una explicación cuantitativa: el enorme aumento de la población europea a lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX, pero a Ortega esta explicación le parecía insuficiente porque «el lleno» se había producido de forma repentina, en

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muy pocos años, sin que el aumento de la población durante los mismos hubiera sido significativamente mayor que en años anteriores. La explicación cuantitativa era insuficiente y había que buscar una explicación cualitativa: la subida del nivel histórico. El hombre medio había mejorado su nivel de vida y tenía acceso a una serie de bienes de los que hasta entonces no había podido disfrutar, entre ellos uno muy importante: el ocio, el tiempo libre. Aunque las diferencias sociales seguían siendo muy evidentes en tiempos de Ortega, lo cierto era que importantes capas de población, las clases medias, habían mejorado su condición, habían conseguido ganar más dinero con menos horas de trabajo y por eso podían ahora disfrutar de un tiempo de ocio para el que las nuevas grandes urbes (un fenómeno estrechamente asociado a la sociedad de masas) empezaban a ofrecer importantes alicientes. Las posibilidades de gozar han aumentado en lo que va de siglo de una manera fantástica, afirma Ortega. El progreso de la alfabetización y paralelamente de la educación técnica había jugado un papel importante en este ascenso del nivel de vida. La vida había mejorado no sólo para el ocio sino también en lo cotidiano gracias a la luz eléctrica, los nuevos medios de transporte (el tranvía, el metro, el automóvil) que ensanchaban las ciudades espacialmente pero las reducían en tiempo de desplazamiento, las canalizaciones de agua y al alcantarillado, las mejores construcciones de las viviendas, los medicamentos y las nuevas vacunas. No todo el mundo podía gozar de los nuevos lujos, pero éstos eran muy visibles gracias a los nuevos medios de comunicación (diarios de grandes tiradas gracias a las rotativas, revistas a color con grandes fotografías, el cine y más tarde la radio). La buena vida parecía al alcance de la mano. La publicidad la ofrecía en sus diversas formas: vestidos, bebidas como el champagne, automóviles, tabaco, jabones, etc. Para Ortega, la rebelión de las masas presentaba un aspecto bifronte. Por un lado un aspecto positivo, la subida del nivel histórico, y, por otro, un aspecto negativo, el surgimiento de un nuevo tipo de hombre, el hombremasa, que era el que propiciaba la rebelión de las masas: «El advenimiento de las masas la pleno poderío social» y el surgimiento de movimientos políticos típicos de hombres-masa como el bolchevismo y el fascismo, que surgían frente a la democracia liberal, cuya verdad, según Ortega, debía conservar cualquier régimen político que para Europa se idease en el futuro. Esa verdad era para el filósofo la confianza en la razón y en el diálogo y la creencia firmemente asentada del respeto al otro, a las minorías, porque en

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el fondo el hombre desconfía de que en algún momento pueda tener toda la razón. La sociedad es para él siempre una relación dinámica entre dos factores: las minorías y las masas. La sociedad es siempre aristocrática, pero esta división no es una división en clases sociales, ni de castas. Si las minorías imponen unos buenos principios y las masas los siguen dócilmente, todo funciona, pero las masas, según Ortega, a veces se rebelan. El hombre-masa es un «tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas abstracciones», «vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas ‘internacionales’ (…), más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece de un ‘dentro’, «tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate—, snob», «hostil al liberalismo» y «no tiene auténtico quehacer», por eso cae en un «politicismo integral» y es «un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna estancia superior». «La masa —escribe Ortega— es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas sólo ni principalmente ‘las masas obreras’. Masa es «el hombre medio (…): es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico», y de ahí la «coincidencia de deseos, de ideas, de modo de ser en los individuos» que integran la masa. Pero «la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo —en bien o en mal— por razones especiales, sino que se siente ‘como todo el mundo’ y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás» frente al hombre humilde que reconocería sus limitaciones y se sentiría mediocre y vulgar. «La vieja democracia —escribe el filósofo— vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy —añade— asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas

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como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo —escribe— que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia». Y añade: «Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el intelectual. Tal vez padezco un error; pero el escritor, al tomar la pluma para escribir sobre un tema que ha estudiado largamente, debe pensar que el lector medio, que nunca se ha ocupado del asunto, si le lee, no es con el fin de aprender algo de él, sino, al revés, para sentenciar sobre él cuando no coincide con las vulgaridades que este lector tiene en la cabeza. Si los individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos no más que un caso de error personal, pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica: ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese “todo el mundo” no es “todo el mundo”. “Todo el mundo” era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo la masa.»

El hombre-masa, afirma Ortega, «carece de proyecto y va a la deriva», es «un hombre primitivo surgido inesperadamente en medio de una viejísima civilización», es un hombre nacido de la democracia liberal y de la técnica del siglo  XIX (investigación científica más industrialismo), que no son creaciones del XIX sino anteriores, pero que cuajan en ese siglo, que es también el del colectivismo, aunque aparentemente triunfe el liberalismo. Un hombre que vive en medio de una «omnímoda facilidad material», y que se permite la «libre expansión de sus deseos vitales», al tiempo que tiene una «radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible su existencia», tiene la «psicología del niño mimado» y no quiere «contar con los demás», sobre todo no quiere «contar con nadie como superior a él». Considera las cosas

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de que disfruta como una «naturaleza» y sólo le preocupa su bienestar pero al mismo tiempo es insolidario «de las causas de ese bienestar». Este tipo de hombre mezcla en sí «dos formas puras»: «la masa normal y el auténtico noble o esforzado», de ahí su indocilidad política, y lo que es aun más grave, señala el filósofo, su indocilidad intelectual y moral, que le lleva a usar la violencia y la acción directa como principales armas políticas y sociales. Es un tipo de hombre que no quiere tener razón sino imponer la suya. Esta situación se había producido, según Ortega, por «la deserción de las minorías directoras», lo que había hecho que el mundo pareciera «vaciado de proyectos, anticipaciones e ideales», porque «nadie se preocupó de prevenirlos». Pero no se trataba de hacer borrón y cuenta nueva de toda la historia política reciente. De los logros de la democracia liberal y la técnica durante el siglo XIX, Ortega saca tres consecuencias: «Hecho tan exuberante nos fuerza, si no preferimos ser dementes, a sacar estas consecuencias: primera, que la democracia liberal fundada en la creación técnica es el tipo superior de vida pública hasta ahora conocido; segunda, que ese tipo de vida no será el mejor imaginable, pero el que imaginemos mejor tendrá que conservar lo esencial de aquellos principios; tercera, que es suicida todo retorno a formas de vida inferiores a la del siglo XIX». Ortega analiza en la primera parte de La rebelión de las masas la «desmoralización de Europa», y en la segunda, titulada «¿Quién manda en el mundo?», plantea un proyecto de futuro que podría sacar a Europa de esta desmoralización: «los Estados Unidos de Europa». Bolchevismo y fascismo, las dos grandes novedades políticas de la época, eran, según Ortega, movimientos de hombres-masa, y la crisis institucional de las democracias liberales era también un reflejo de la desmoralización europea que había desembocado en la rebelión de las masas. No sé sabía qué hacer con las viejas instituciones liberales como el Parlamento, pero eso no significaba que la democracia liberal hubiese caducado, sino sencillamente que se quería verter en odres viejos los nuevos vinos que habían fermentado durante la Gran Guerra, por ejemplo el ascenso de los partidos socialistas y la incorporación de la mujer al mundo laboral y a la vida política. Y Ortega, al que tanto se ha acusado —y precisamente por este libro— de tibieza democrática y aun liberal, cuando no explícitamente de prefascista o fascista, era aun más contundente unas líneas después:

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«Más valía recordar que jamás institución ninguna ha creado en la historia Estados más formidables, más eficientes que los Estados parlamentarios del siglo  XIX. El hecho es tan indiscutible, que olvidarlo demuestra franca estupidez. No se confunda, pues, la posibilidad y la urgencia de reformar profundamente las Asambleas legislativas, para hacerlas «aún más» eficaces, con declarar su inutilidad.»

A Europa, según Ortega, se le había secado la fontana de desear, de idear nuevos proyectos. Nadie, según el filósofo, había sustituido a Europa en el mando, porque ni Washington ni Moscú podían de momento sustituirla en tal función dado que en realidad eran partes de ella que, al disociarse, habían perdido su sentido. Estados Unidos le parecía a Ortega una aplicación pragmatista de la cultura europea; y del bolchevismo le interesaba sobre todo lo que tenía de ruso, no lo que tenía de comunista, porque esto último era una herencia europea, y lo otro era lo que realmente podría suponer nuevos «mandamientos». A Ortega le faltó perspicacia para darse cuenta de lo que Washington y Moscú iban a representar en el futuro inmediato. Le preocupaba mucho que Europa se acostumbrase a no mandar, porque pensaba que, si esto sucedía, en muy pocos años el mundo entero caería en la inercia moral, en la esterilidad intelectual y en la barbarie omnímoda. Lo que Europa necesitaba era un gran proyecto ilusionante. El filósofo, como otros muchos en la época, proponía construir «los Estados Unidos de Europa», un gran Estado supranacional que permitiese desarrollar todo el potencial que los europeos llevaban dentro, y ponía como ejemplo el mundo económico, porque no sucedía que el empresario alemán o francés se sintiera con menos capacidad que el norteamericano sino que se encontraba con una serie de trabas que le impedían acceder a un mercado tan amplio como en el que aquél vendía sus productos. Y así en todos los ámbitos de la vida europea. Si tiempo atrás el inglés, el francés o el alemán encontraban que siendo inglés, francés o alemán eran lo máximo que se podía ser, ahora se habían dado cuenta que ser inglés, francés o alemán era ser provinciano y que la parte europea constitutiva de cada uno de ellos era mucho mayor y no podía desarrollarse plenamente porque faltaba una estructura política que lo permitiese. La unidad política de Europa era para Ortega además de un proyecto capaz de tensar las almas de los europeos hacia nuevos blancos, una política defensiva contra el bolchevismo. Sobre esta propuesta de constituir unos Estados Unidos de Europa Ortega volverá una y otra vez tras la Segunda Guerra Mundial, especialmente en la conferencia que dio en Berlín en 1949 titulada De Europa meditatio quaedam.

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7.

LA APUESTA POR LA REPÚBLICA Y LA TEMPRANA DESILUSIÓN. LA TERCERA ETAPA DE SU LIBERALISMO

En los últimos años de la Dictadura, Ortega se pondrá al lado de los jóvenes que se habían rebelado contra el régimen y dimitirá su cátedra de Metafísica de la Universidad Central de Madrid —en la que luego sería repuesto—. Esos jóvenes, que asistieron masivamente a su curso público sobre ¿Qué es filosofía?, continuación del que venía dando en la Facultad, le reclamarán una mayor implicación política. Ortega acabará decantándose abiertamente por la transformación de España en una República y constituirá un movimiento político bajo el nombre de Agrupación al Servicio de la República, que pedirá el voto para las candidaturas republicanas en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 que trajeron la República, y obtendrá trece diputados en las Cortes Constituyentes republicanas. Las intervenciones de Ortega en éstas no fueron muchas y su voz no tuvo el eco que él esperaba. Pronto se desilusionó del rumbo que tomaba la política republicana y lanzó famosas diatribas contra la misma: «¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo», escribió en septiembre de 1931. Su propuesta de rectificar la República por medio de un partido nacional, insuficientemente elaborada, no encontró los apoyos esperados y se diluyó rápidamente. Se recluyó entonces en la elaboración de su filosofía, que había descubierto en la razón vital e histórica un método para acercarse a la comprensión del hombre y del mundo. Sólo volvió a alzar su voz públicamente para denunciar el accidentalismo de la Confederación Española de Derechas Autónomas, pidiendo «claridad» y gritando «Viva la República» tras las elecciones de noviembre 1933 en un famoso artículo. La revolución obrera de octubre de 1934, la radicalización del lenguaje y de las formas políticas y la violencia desatada en la primavera de 1936 le hicieron perder definitivamente la confianza depositada en la República, que ya no era la suya ni creía que pudiese ser nacional, es decir, de todos los españoles. Podemos hablar de una tercera etapa del liberalismo orteguiano centrada en «Del Imperio Romano» (1940) y en Sobre una interpretación de la Historia universal (1948-1949), en la que la libertad ya no sería para Ortega la resultante de una pluralidad de fuerzas que se enfrentan sino un simple estar a gusto un pueblo con las instituciones vigentes. Los viejos liberales, decía Ortega en el primero de estos textos, se habían empeñado en convertir

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la libertad en unas cuántas libertades y pensaban que si éstas se establecían en un texto legal, la sociedad iba a funcionar perfectamente. El liberalismo no había caído en la cuenta de que la vida como libertad es algo mucho más profundo que unas cuantas libertades, las cuales son sentidas en cada momento de forma diferente y mañana aparecerán otras apremiantes ni siquiera pensadas años atrás. Esto le había impedido al liberalismo, según el filósofo, ver que el hecho fundamental de la historia de Occidente frente a la de Oriente es la vida como libertad. La libertad es, en el fondo, la franquía en que está o debe estar el hombre para afrontar su destino, es decir, su vocación. A la altura de los años cuarenta, el «liberalismo avuncular», decía en referencia al siglo  XIX, le parecía una filosofía política con «ingredientes de extremada ternura», como el respeto a las minorías, pero que había sido ciego para ver cuánto de maldad hay en la sociedad. Por eso el liberalismo había despreciado el papel del Estado, porque creyó que la sociedad marcha «como un relojín suizo» con sólo laissez faire y laissez passer, cuando la sociedad es una cosa «terrible», donde se dan a la par la beneficencia y el crimen. En realidad, dice Ortega, ninguna sociedad ha llegado nunca a ser tal sino que todas son «conato o esfuerzo, más o menos intenso para llegar a serlo, cuando no es todo lo contrario: descomposición y desmoronamiento de una relativa socialización antes lograda». No olvidemos que esto se escribe en 1940. Este error de perspectiva del liberalismo estaba costando ahora, afirma el filósofo, «los más atroces tormentos». Había que ser conscientes de que «todas las cautelas, todas la vigilancias» eran pocas para conseguir que «lo social» predominara sobre las fuerzas insociales, porque no siempre, aunque sí con frecuencia, la sociedad se regula «miríficamente a sí misma, como un organismo sano». El Estado, «necesidad congénita de toda sociedad» en cuanto poder público no como forma política determinada, es el que vela porque predominen las fuerzas sociales, y para eso no queda más remedio que utilizar «en última instancia» la violencia. Cuanto mejor vaya la sociedad, menos necesidad habrá de que actúe el Estado, y éste será sentido como una piel. Pero en otros momentos el Estado es, añade Ortega, una cosa tremenda. Es siempre, en todo caso, una «presión de la sociedad sobre los individuos», como lo son los usos y vigencias sociales. La limitación de nuestro albedrío que el Estado «incuestionablemente representa es —escribe— del mismo orden que la impuesta a nuestros músculos por la dureza de los cuerpos; es decir, que esa antilibertad pertenece a la condición básica del

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hombre, forma parte inalienable de nuestro ser». Según sea esa opresión, que no es solamente jurídica, así será la libertad política de cada tiempo. Y Ortega señala que el europeo nunca ha admitido que el poder público invada toda su persona. Aunque en este mismo texto afirma que el «dulce liberalismo» —refiriéndose al decimonónico, al que califica de «mermelada intelectual»— ha muerto, lo cierto es que Ortega seguía siendo un liberal porque creía firmemente que la libertad es elemento esencial de toda la vida humana auténtica —Ortega contraponía la «vida como libertad» a la «vida como adaptación»—, pero es evidente que la idea del liberalismo político como un sistema de revoluciones y su idea de un liberalismo social habían quebrado y que, quizá impotente, y constreñido por las circunstancias estaba dispuesto a asumir las consecuencias de la «vida como adaptación», entre escéptico e ilusionado de que su palabra todavía podía ejercer alguna influencia. Junto a la libertad, la otra clave para la convivencia entre los hombres es para el Ortega de los años 40 la concordia, que se expresa en último término en el acuerdo sobre quién debe mandar (y en algún momento pensó que la mejor opción para España podría ser la vuelta de la Monarquía). Concordia y libertad son los fundamentos políticos que el filósofo español lanzaba a un mundo en guerra. Su gran proyecto político seguía siendo entonces, no obstante, la construcción de los Estados Unidos de Europa.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Masificación «(…) en una nación en que la masa se niega a ser masa, esto es, a seguir a la minoría directora, la nación se deshace, la sociedad se desmembra y sobreviene el caos social, la invertebración histórica.» (José Ortega y Gasset, España invertebrada, 1922)

2.

Ausencia de minorías en España «Mírese por donde plazca el hecho español de hoy, de ayer o de anteayer, siempre sorprenderá la anómala ausencia de una minoría suficiente.

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Este fenómeno explica toda nuestra historia, incluso aquellos momento de fugaz plenitud.» (José Ortega y Gasset, España invertebrada, 1921)

3.

Dos Españas, la oficial y la vital «(…) dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida; y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la Historia.» (José Ortega y Gasset, Vieja y nueva política, 1914)

4.

Europeización «Europa no es una negación solamente; es un principio de agresión metódica, al achabacanamiento nacional (…) La europeización es el método para hacer esa España, para purificarla de todo exotismo, de toda imitación. Europa ha de salvarnos del extranjero.» (José Ortega y Gasset, «Nueva Revista», El Imparcial, 27-IV-1910)

5.

Nacionalización y nacionalismo «Nacionalización del ejército, nacionalización de la Monarquía, nacionalización del clero, nacionalización del obrero, yo diría que hasta nacionalización de esas damas que de cuando en cuando ponen sus firmas detrás de unas peticiones cuyas importancia y trascendencia ignoran (…) No se entienda, por lo frecuente que ha sido en este mi discurso el uso de la palabra nacional, nada que tenga que ver con el nacionalismo. Nacionalismo supone el deseo que una nación impere sobre otras, lo cual supone, por lo menos, que aquella nación vive. ¡Si nosotros no vivimos!. Nuestra pretensión es muy distinta: nosotros nos avergonzamos tanto de querer una España imperante como de no querer una España de buena salud, nada más que una España vertebrada y en pie.» (José Ortega y Gasset, Vieja y nueva política, 1914)

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6.

Crítica de la Restauración «¿Qué es la Restauración? (…) La Restauración significa la detención de la vida nacional (…) Hacia el año 1854 —que es donde en lo soterráneo se inicia la Restauración— comienzan a apagarse sobre este haz triste de España los esplendores de aquel incendio de energías; los dinamismos van viniendo luego a tierra como los proyectiles que han cumplido su parábola: la vida se repliega sobre sí misma. Este vivir el hueco de su propia vida fue la Restauración.» (José Ortega y Gasset, Vieja y nueva política, 1914)

7.

Interpretación del fascismo «El fascismo tiene un cariz enigmático, porque aparecen en él los contenidos más opuestos. Afirma el autoritarismo y la vez organiza la rebelión. Combate la democracia contemporánea y, por otra parte, no cree en la restauración de nada pretérito. Parece proponerse la forja de un Estado fuerte y emplea los medios más disolventes, como si fuera una facción o una sociedad secreta. Por cualquier parte que tomemos el fascismo hallamos que es una cosa y a la vez la contraria, es A y no A». «Sólo puede imaginarse una situación en que, efectivamente, a un puñado de hombres le es fácil adueñarse del poder público: cuando éste es res nullius, cuando el resto del cuerpo social no se siente solidario de él, cuando nadie estima las instituciones vigentes. Entonces, claro está, cualquiera que tenga alguna resolución y no se ande con miramientos podrá echar mano a un gobierno que todos, en rigor, han desamparado.» (José Ortega y Gasset, «En torno al fascismo», en El Espectador, 1925)

8.

La rebelión de las masas «(…) las masas ejercitan hoy un repertorio vital que coincide en gran parte con el que antes parecía reservado exclusivamente a las minorías (…) las masas gozan de los placeres y usan los utensilios inventados por los grupos selectos que antes sólo éstos usufructuaban. Sienten apetitos y necesidades que antes se calificaban de refinamientos, porque eran patrimonio de pocos (…) las masas conocen y emplean hoy, con relativa suficiencia, muchas de las técnicas que antes manejaban sólo individuos especializados.» (José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 1929)

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BIBLIOGRAFÍA 1.

Obras de carácter político

Vieja y nueva política. Madrid, 1914. España invertebrada. Madrid, 1922. La rebelión de las masas. Madrid, 1930. La redención de provincias y la organización de la decencia nacional. Madrid, 1930. Rectificación de la República. Madrid, 1932.

2.

Obras sobre José Ortega y Gasset

CEREZO GALÁN, Pedro, Voluntad de aventura. Ariel. Barcelona, 1984. GRAY, Rockwell, José Ortega y Gasset. El imperativo de la Modernidad. Una biografía humana e intelectual. Espasa-Calpe. Madrid, 1994. LASAGA, José, José Ortega y Gaset (1883-1955). Vida y Filosofía. Fundación Ortega y Gasset/Biblioteca Nueva. Madrid, 2000. LÓPEZ CAMPILLO, Evelyne, La Revista de Occidente y la formación de minorías. Taurus. Madrid, 1972. MARÍAS, Julián, Ortega, circunstancia y vocación. Revista de Occidente. Madrid, 1967. MÁRQUEZ PADORNO, Margarita, La Agrupación al Servicio de la República. La acción de los intelectuales en la génesis del nuevo Estado. Fundación Ortega y Gasset. Madrid, 2003. REDONDO, Gonzalo, Las empresas políticas de Ortega y Gasset. Rialp. Madrid, 1970. SÁNCHEZ CÁMARA, Ignacio, La teoría de la minoría selecta en el pensamiento de Ortega y Gasset. Tecnos. Madrid, 1986. ZAMORA, Javier, Ortega y Gasset. Plaza y Janés. Barcelona, 2002.



䉴 TEMA 14 LAS DERECHAS ANTE LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN Pedro Carlos González Cuevas

1.

LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN, CRISIS DEL LIBERALISMO

El Desastre de 1898 puso en duda los valores en que hasta entonces se asentaba el concepto de patria española y la legitimación del régimen político. Lo que favoreció, además, la emergencia de los nacionalismos periféricos catalán y vasco como movimientos políticos de envergadura. Sin embargo, la rapidez de la derrota ante Estados Unidos y la atonía con que fue recibida por la mayoría de la población, impidieron la formación de un partido de la guerra y la consiguiente articulación de una alternativa de carácter autoritario y antiparlamentario. Pero el Desastre del 98 no puede considerarse un hecho esencialmente castizo de la historia de España. Existió también un «98» portugués, francés e italiano. En estrecha coincidencia con ello, la Europa finisecular experimentó un período histórico de profundos cambios psicológicos, filosóficos y culturales, produciéndose una «revolución intelectual», que puso en cuestión los fundamentos del positivismo, dando lugar a la creación de nuevas perspectivas en el pensamiento europeo. En ese momento, como señala Stuart Hughes, se definen las rupturas con el positivismo a cargo del historicismo culturalista, el intuicionismo, el irracionalismo, la estética literaria, etc. Frente a la razón ilustrada, lo irracional resurgía. Consecuentemente, las tendencias antiparlamentarias y nacionalistas fueron ganando posiciones en las sociedades europeas, al socaire tanto de la ineficacia de las instituciones parlamentarias ante la sucesión de crisis políticas, sociales y coloniales como ante la crisis de la razón ilustrada. En Francia, aparece L´Action Française, cuyo máximo teórico fue Charles Maurras, quien abogaba por la instauración de un sistema político monárquico, tradicionalista, antiliberal, antiparlamentario y descentralizado. La Monarquía tradicional encarnaba, a su juicio, el «nacionalismo integral» para Francia, mientras que la República era sinónimo de anarquía y desnacionalización, provocada por los partidos políticos, la lucha de clases y la influencia de judíos y «metecos». Este proyecto político incidía igualmente en factores de ín-

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dole estética, contraponiendo polémicamente clasicismo, que implicaba orden y jerarquía, a romanticismo, sinónimo de individualismo y anarquía. En directa relación con los planteamientos maurrasianos, apareció en Portugal, a raíz de la caída de la Monarquía, el Integralismo Lusitano, fundado en 1914 por Antonio Sardinha e Hipólito Raposo. Los sectores católicos se agruparon, en respuesta al anticlericalismo de los republicanos, en asociaciones y partidos como el Centro Católico Portugués, con un programa corporativo, confesional y antiliberal; y en cuyas filas militó Antonio Oliveira Salazar. También en Italia salió a la luz un nuevo nacionalismo, distinto del francés, representado primero por escritores como Giovanni Papini, Giuseppe Prezzolini y Gabriele D´Annunzio, que abogaba por un sistema político autoritario y por la expansión imperial. En 1910, se fundó el Partido Nacionalista Italiano, por escritores, intelectuales y políticos como Luigi Federzoni, Alfredo Rocco, Francesco Coppola, Paolo Orano y Enrico Corradini; algunos de los cuales tendrían cargos importantes en el régimen fascista. Tras la Gran Guerra, surgió el fascismo italiano como movimiento político-social de envergadura, en oposición tanto al bolchevismo ruso como al régimen liberal de partidos. Se trataba de un fenómeno político nuevo. Era una manifestación de modernismo político opuesto a la modernidad racionalista, liberal o socialista, basado en la movilización de masas, la expansión colonial, la sacralización de la política, la subordinación total del individuo al Estado totalitario y la organización corporativa de la economía, a través de la ampliación de la esfera de intervención del aparato estatal y de la colaboración de las clases productoras bajo el control del régimen, con el objetivo de garantizar el desarrollo capitalista sobre bases centralizadas y el engrandecimiento de la nación concebida como comunidad orgánica. La Gran Guerra contribuyó a la aceleración de la crisis del sistema liberal. Ante todo, tuvo como consecuencia el aumento por doquier del papel del Estado. El conflicto llevó a los países participantes a exaltar el intervencionismo del aparato estatal, convertido en principal adquisidor de bienes y creó sistemas productivos que potenciaban la capacidad autárquica de las naciones. El Estado y los grandes centros de poder económico estrecharon sus vínculos e imprimieron su impronta en las políticas económicas del período de paz. Por otra parte, el desarrollo del conflicto decisivamente a la transformación de la mentalidad y la cultura política de las masas, a lo que el historiador George L. Mosse ha denominado «brutalización de la políti-

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ca», es decir, la indiferencia ante la muerte en masa y del deseo de destruir al enemigo, un fenómeno que se perpetuó a lo largo de la etapa posterior. A ello se unió el desafío provocado, a partir de 1917, por el triunfo y la consolidación de la revolución bolchevique en Rusia. Al final de la Gran Guerra, las sociedades europeas entraron, en consecuencia, en una fase de inquietud interna y profunda inestabilidad política. Las viejas elites sociales se batieron en retirada. Las legitimidades tradicionales entraron en una profunda crisis. La Monarquía cayó en Grecia, Rusia, Alemania, Austria, Hungría, etc. Este eclipse de la legitimidad tradicional favoreció el desarrollo y la expansión de nuevas legitimidades políticas, como la democrática y la carismática. Por otra parte, en la nueva coyuntura se desarrolla el período descrito por Charles S. Maier como de «refundación» de la Europa capitalista. Maier denomina «corporativo» al nuevo sistema institucional, cuya edificación implicaba la creación de nuevos mecanismos para la transacción entre intereses sociales, en detrimento de un parlamentarismo cada vez más debilitado y a favor de las fuerzas organizadas de la economía. La sociedad no podía ser concebida ya como un mero conglomerado de individuos atomizados; tampoco podía seguirse manteniendo que la voluntad política fuese el resultado de la agrupación de voluntades individuales. En la sociedad española la recepción de estas tendencias nacionalistas, antiparlamentarias y autoritarias iba a ser mucho más lenta que en otros países europeos. Al socaire de la prolongada crisis de la Restauración, se produjo una renovación, a nivel político e ideológico, del tradicionalismo carlista; apareció el catolicismo social y político; la decadencia de los partidos dinásticos y el final del «turno» darían lugar al maurismo como grupo político diferenciado; algunos intelectuales evolucionaron, desde el regeneracionismo, hacia posiciones nacionalistas y antiliberales. Pero el nacionalismo autoritario como proyecto político no cristalizará hasta la Dictadura de Primo de Rivera y, sobre todo, a partir del advenimiento de la II República.

2.

SUPERVIVENCIA Y RENOVACIÓN DEL TRADICIONALISMO CARLISTA

Pese a su derrota en 1876, la aparición de la Unión Católica y la escisión integrista de 1888, el tradicionalismo carlista continuó siendo una fuerza

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política importante en la sociedad española. Lo que resulta más fascinante en el carlismo es su homogeneidad, su capacidad de supervivencia, a lo largo de más de un siglo, fenómeno sin paralelo en la historia política europea. Algo que ha sido interpretado como fruto de su éxito a la hora de lograr articular una peculiar cultura política, basada en los usos y costumbres de la familia troncal, capaz de movilizar y de renovar su militancia en áreas geográficas concretas. Sin embargo, su actuación tras el Desastre del 98 no fue muy significativa. No obstante, a diferencia de otros partidos de la derecha, los carlistas consiguieron dotarse de nuevas formas de organización y de acción políticas para conseguir sus objetivos y garantizar su supervivencia. La nueva organización combinó nuevos tipos de acción, desde el mitin a la propaganda oral, manifestaciones, actos conmemorativos, celebraciones de fiestas, círculos tradicionalistas, organización de juntas y de milicias como el Requeté. Además, el ideario carlista fue sometido a un proceso renovador bajo el impulso de Enrique Gil Robles, primero, y luego de Juan Vázquez de Mella. El primero fue el doctrinario más sistemático del tradicionalismo a comienzos del siglo  XX. Catedrático de Derecho Político en Salamanca, traductor de Stahl, crítico del krausismo, Gil Robles atribuía a la «revolución burguesa» triunfante en el siglo  XIX las patologías propias del liberalismo, la oligarquía y el caciquismo. La clave de su proyecto restaurador fue la crítica al liberalismo y la articulación de una alternativa al mismo. Su punto de partida era el concepto orgánico de sociedad, desde cuyos marcos de referencia se considera «lo social» como un ámbito autónomo ante lo que el Estado, si no reducido a la pasividad absoluta, ha de tener una intervención secundaria. Consecuencia de esta concepción organicista de la sociedad es la doctrina de la «democracia cristiana», es decir, la atribución y el reconocimiento al pueblo del status, de la posición que le corresponde en el conjunto social; y, además, la soberanía ejercida por los grupos sociales intermedios, familia, municipio región, Iglesia, conservando su esfera de autogobierno, a través de las organizaciones corporativas y gremiales. De esta forma, se articula la soberanía específicamente «social» distinta de la «política» como «el derecho que corresponde a la persona superior de una sociedad para obligar a los miembros de ella a los actos conducentes al fin social, en cuanto por naturaleza y circunstancias, sean incapaces esos

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miembros de ordenarse a dicho bien o fin». Lo que conduce a la legitimación de la autocracia monárquica, en la que el rey ocupa «la plenitud del poder legislativo, ejecutivo y judicial que cada persona ejerce en la de su correspondiente autarquía». Esta concepción de la soberanía y de la sociedad culmina en la doctrina de la representación, donde se desenvuelve la soberanía política del monarca y las «autarquías» de los diferentes cuerpos intermedios. La representación se resuelve en las peticiones y consultas que se realizan a través del diálogo institucional entre el rey y el pueblo organizado corporativamente en cortes estamentales. La representación debía articularse en dos cámaras: la cámara baja, nutrida fundamentalmente de diputados y procuradores de los cuerpos intermedios; mientras que la cámara alta tendría un fuerte componente selectivo y aristocrático, dando representación a los estamentos de la nobleza y de la Iglesia. Sin embargo, la figura política por excelencia del tradicionalismo carlista, a lo largo del último período de la Restauración, fue Juan Vázquez de Mella, quien a partir de las premisas social-católicas y tradicionalistas, se esforzó en construir su propia variante corporativa, el «sociedalismo jerárquico» que se coloca en una posición radicalmente antiestatista. De ahí que defienda, como Gil Robles, una doble soberanía, la social y la política, en cuyo dualismo se encuentra la salvaguardia de los libertades concretas, al cristalizar en él las «autarquías» de los grupos sociales y de los gremios, que emergen de la familia como núcleo esencial de la integración del individuo en la totalidad social. La sociedad civil se encuentra estratificada jerárquicamente en clases sociales, a cada una de las cuales corresponde una función determinada. Vázquez de Mella divide la sociedad en tantas clases cuantos son los intereses colectivos, en torno a los que se agrupan las personas: religiosos, intelectuales, morales, aristocráticos y de defensa. De acuerdo con ello, entre las clases figuran la intelectual —Universidad—, religiosos y morales —la Iglesia—, económicas —agricultura, comercio e industria—, militar y aristocrática. Son estas clases, y no los partidos, las que deben estar representadas en los Ayuntamientos, en las Juntas Regionales y en las Cortes de la Nación, a través de las cuales se ejerce la soberanía social. La concepción orgánica de la sociedad llevaba a Vázquez de Mella a planteamientos regionales y foralistas. España era, a su juicio, una federación de regiones, es decir, una unidad política superior compuesta de regiones autárquicas, en las que el soberano, es decir, el rey, comparte con ellas la soberanía. En la concepción mellista, las regiones son pequeños

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estados autónomos, en los que el rey común posee la concepción medieval de Conde de Barcelona, Rey de Castilla y de Navarra, Señor de Vizcaya, etc. De ahí que la Monarquía tradicional hubiera de tener una estructura federativa: las regiones disfrutarían del derecho a estar representadas por las Juntas y Diputaciones; conservarían el derecho privativo y su lengua; y dispondría de «autarquía social y económica». El discípulo por antonomasia de Vázquez de Mella fue Víctor Pradera Larrumbe. Con Pradera, se acentuó la evolución del tradicionalismo carlista hacia la defensa de la unidad nacional frente a los nacionalismos periféricos; la afirmación del regionalismo y del corporativismo. Desde los comienzos de su vida pública, Pradera fue un crítico implacable de los nacionalismos periféricos, en particular del vasco. A su juicio, tanto el catalanismo como el bizkaitarrismo carecían de fundamento histórico y racional en sus reivindicaciones de carácter político. La irracionalidad del nacionalismo vasco resultaba proverbial. La raza, por ejemplo, aparte de ser un concepto oscuro, privaba a la comunidad política y, por ende, a la nación de su calidad de fuerza mantenedora del Estado, porque, en el fondo, suprimía la comunidad de cultura. Tampoco resultaban histórica y políticamente convincentes las argumentaciones nacionalistas en lo relativo a la defensa de una supuesta identidad ajena al conjunto español. La lengua, en concreto, no podía servir de fundamento a la configuración de un Estado independiente. La oficialidad de la lengua castellana era perfectamente compatible con la existencia y vigencia social de las lenguas vernáculas, como el catalán y el vascuence. Los nacionalismos periféricos compartían, además, con el liberalismo su centralismo y su unitarismo uniformista, incompatibles con las autarquías forales, como lo demostraban sus planes anexionistas de Navarra. La alternativa a los nacionalismos periféricos y al centralismo liberal era el «foralismo» o «regionalismo». Siguiendo en lo fundamental a Vázquez de Mella, Pradera partía de una concepción organicista de la sociedad, que considera al Estado descompuesto en varias partes —familia, municipio, región— en cuya cúspide y por un proceso de agregación natural, se sitúa la nación. Desde esta perspectiva, el poder central ha de aceptar esa organización preexistente, «natural», en tanto que las regiones son unidades anteriores a él, con sus rasgos propios, configurados orgánicamente a lo largo de la historia. En ese sentido, España se presentaba como un «Imperio»; era una

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unidad política superior compuesta por regiones autárquicas o, lo que es lo mismo, una federación de regiones en la que el soberano, es decir, el Rey, comparte con todas ellas la soberanía nacional. En contraste, Vascongadas no podían ser considerada una nación, sino una «sociedad menor» dentro de la unidad superior de la nación española. La restauración de las autarquías regionales sólo podía tener lugar en el marco político e institucional de la Monarquía tradicional y federativa, único sistema capaz de garantizar, al mismo tiempo, la «unión social» entre las distintas regiones y sus identidades diversas. El marco histórico de referencia de Pradera era, a ese respecto, la Monarquía de los Reyes Católicos, que consiguió conjugar la diversidad de los distintos reinos con la necesaria unidad política. Otra de las preocupaciones de Pradera fueron los temas sociales y económicos. Su concepción organicista de la sociedad le sirvió para legitimar el orden capitalista. Una de las consecuencias del organicismo social era la concepción de la empresa como una comunidad de intereses entre los distintos factores de producción: patronos, técnicos y obreros. En el marco de la empresa, cada una de las clases sociales ejercía su función «natural», que era interdependiente de las demás; en consecuencia, la lucha de clases era un absurdo; todo conflicto social era una situación patológica, una enfermedad que intenta ejercer funciones diversas a la que le corresponde y que acaba por desbaratar la «armonía» del conjunto social. En el fondo, la empresa era concebida por Pradera una sociedad familiar en un sentido amplio, donde la empresa se confunde con la sociedad patronal, una condición en que las relaciones son de superior e inferior; y, por lo tanto, son relaciones de desigualdad, como lo son las de padre-hijo. El «patrono» es, en la empresa, lo que el padre en la familia, es decir, a quien compete dirigir el proceso productivo. Por todo ello, Pradera se mostraba ferviente partidario del capitalismo, al que consideraba el único «modo de producción» «natural», «racional» y «científico». Sus defectos debían ser imputados, no a su esencia y organización, sino al pecado original, «la manifestación eterna del estado de caída del hombre». La Gran Guerra contribuyó a dividir al movimiento carlista. A lo largo de la contienda, Vázquez de Mella fue un incondicional partidario de los imperios centrales y, sobre todo, del kaiser Guillermo II, estimando que la derrota de Gran Bretaña redundaría en beneficio de España, que podría conseguir, libre de la presión inglesa, la consecución de lo que denominaba

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«tres dogmas nacionales», es decir, la unidad peninsular, la reconquista de Gibraltar y la reorientación de la política exterior española hacia Hispanoamérica. Finalizada la guerra, Don Jaime de Borbón, sucesor de Carlos  VII desde 1909, publicó un manifiesto donde desautorizaba a los que, como Vázquez de Mella, habían defendido posturas germanófilas. El líder tradicionalista rechazó el contenido del manifiesto, abandonando el carlismo, y fundando, junto a Pradera y otros, el Partido Tradicionalista. Ante la crisis de la Restauración, Vázquez de Mella y sus partidarios apostaron por la dictadura militar.

3.

EL CATOLICISMO SOCIAL

El Desastre del 98 tuvo otra de sus consecuencias en el replanteamiento de la influencia de la Iglesia católica en la sociedad española. La España de comienzos del siglo  XX experimentó un nuevo rebrote de anticlericalismo. La importante participación del clero católico en la propaganda de la guerra contra Estados Unidos y, sobre todo, la percepción cada vez mayor de la influencia católica en el aparato educativo, en las instituciones, en la vida social e incluso su creciente poder económico fueron algunos de los hechos que llevarían a ese replanteamiento del problema de la secularización. Además, el catolicismo español hubo de enfrentarse al tema cada vez más acuciante de la cuestión social. Caracterizó a la doctrina social católica una concepción jerárquica de la sociedad, la rehabilitación del régimen corporativo-gremial y la concepción de la democracia no como gobierno del pueblo sino para el pueblo. Las encíclicas papales de la época no abandonaron, por otra parte, el principio tradicionalista de que el pensamiento moderno —liberalismo, socialismo, democracia, nacionalismo, etc.— era radicalmente erróneo. En las encíclicas, uno de los pilares fundamentales era la defensa de la propiedad privada, sancionada como de acuerdo con la naturaleza humana. Sin embargo, frente al liberalismo abstencionista, las encíclicas defienden un cierto intervencionismo estatal, que tiene como complemento la doctrina de la subsidiariedad, según la cual el Estado debe tener una función subsidiaria con respecto a las asociaciones intermedias —familia, gremio, iglesia, etc.—, cuyo contenido está constituido por la ayuda —subsidium— que les aporta.

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Estas ideas tuvieron una amplia difusión en la sociedad española, pero la organización del catolicismo social y político fue relativamente tardía. La posición privilegiada del catolicismo obstaculizó su movilización social y política. Además, tanto en su nivel cultural como en su capacidad intelectual reflejó una profunda mediocridad. El catolicismo español de la época hizo hincapié en factores de religión popular, con motivos coloristas y sencillos de intenso valor simbólico y acento emocional. Un catolicismo pasadista, con un mensaje teológicamente magro e históricamente arcaizante. La Iglesia católica española no se vio afectada por el modernismo, ni participó en la renovación de la escolástica que arranca del Concilio Vaticano I. Como respuesta al reto social y cultural, el Padre Ángel Ayala fundó en 1909 la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, de cara a la creación de élites de orientación y a la articulación de un movimiento unitario siguiendo como norte ideológico las encíclicas papales. No menos importante fue la labor católica en lo relativo a los medios de difusión de la ideología. En ese aspecto, fueron esenciales las Campañas de Propaganda y, sobre todo, la aparición de El Debate como portavoz de la opinión católica. Sin embargo, en lo referente a la ideología la aportación de la Asociación fue escasa. En todo momento, siguió las líneas generales del pensamiento tradicionalista español que arrancaba de Balmes y de Menéndez Pelayo, al lado de los planteamientos social-católicos perfilados en las encíclicas papales. El líder de la Asociación, Ángel Herrera Oria, personificaba la pobreza intelectual del catolicismo español; su pensamiento fue una reiterativa exposición de los esquemas clásicos de la escolástica y del tradicionalismo menendezpelayista. Doctrinalmente, Herrera era un monárquico tradicional de profundo sesgo patrimonialista y paternalista. La Monarquía se encontraba de acuerdo, a su juicio, con el principio de que todo poder nacía del derecho que poseía el padre de mandar a sus hijos; y era, además, la garantía de la unidad política y de la continuidad social. Como Menéndez Pelayo, Herrera identificaba la nación con el catolicismo y el régimen monárquico. Su rechazo de la democracia liberal era taxativo; ya que iusnaturalismo y voluntarismo jurídicos resultaban incompatibles. Su modelo institucional era, según sus propias palabras, «una forma de democracia orgánica que empiece a vivificar con savia del pueblo las primeras instituciones de la vida pública y de las organizaciones económicas». «Las más importantes instituciones en ese sentido, después de salvar los derechos de la familia, son el municipio y la corporación».

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La actividad de los católicos no se limitó a la creación de elites de orientación, ni a los órganos de difusión ideológica; de la misma forma, intentó configurar formas de religiosidad interclasista, a través del sindicalismo. Sin embargo, los primeros pasos del sindicalismo confesional fueron decepcionantes, sobre todo en el ámbito industrial, a causa de su paternalismo y de su directa dependencia de los patronos. Los católicos tuvieron un mayor éxito en las zonas rurales, a través de la Confederación Católico-Agraria, que logró integrar a los pequeños agricultores y a los grandes propietarios.

4.

EL MAURISMO: LA MODERNIZACIÓN CONSERVADORA

Ante las críticas de que fue objeto el régimen de la Restauración, un sector de su clase política fue capaz de percibir el agotamiento táctico de la vida restrictiva del canovismo. La figura más sobresaliente del reformismo dinástico fue Antonio Maura, líder del Partido Conservador. Su proyecto político nacía de la percepción del agotamiento del modelo canovista. La crisis política y de legitimidad era consecuencia de que «la inmensa mayoría está vuelta de espalda, no interviene para nada en la vida política». Al socaire de este diagnóstico, Maura popularizó, asumiendo algunas de las críticas regeneracionistas a la Restauración, el lema de la «revolución desde arriba», consistente en reformas de carácter político, para lograr el «descuaje del caciquismo» y la movilización de las «masas neutras»; lo que pasaba por la renovación de la vida local, de los procedimientos electorales y de la representatividad parlamentaria, que intentó plasmar en sus discutidas leyes de Administración Local y de Reforma Electoral. Los graves sucesos de la «Semana Trágica» de Barcelona contribuyeron decisivamente a su caída, sobre todo por la ejecución del pedagogo Francisco Ferrer Guardia, que produjo una clamorosa ofensiva antimaurista en el interior y en el exterior; y que contó con la solidaridad de los liberales dinásticos, lo que contribuyó a romper la solidaridad del «turno». El propio Alfonso XIII se adelantó a la dimisión de su primer ministro; un golpe del  que nunca se repondría. Maura suscitó la admiración de Charles Maurras, que le consideró «el enérgico sucesor de Cánovas», «el ilustre campeón del regionalismo y del autoritarismo español». Los nacionalistas franceses defendieron a Maura frente a las izquierdas tras la «Semana Trágica» y el propio Maurras justificó la ejecución de Ferrer Guardia.

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La promoción del conservadurismo «idóneo» de Eduardo Dato, en 1913, consumó la división de la derecha dinástica, produciendo la aparición del maurismo como «facción» política diferenciada. El nuevo movimiento político fue, aunque no desde el principio, la manifestación española más próxima al paradigma del nacionalismo autoritario. Con el maurismo entró en la arena política una nueva generación: Antonio Goicoechea, José Calvo Sotelo, José Félix de Lequerica, el conde de Vallellano, César Silió, Gabriel Maura, etc. Desde su óptica, las reformas políticas propugnadas por Maura iban a tener un carácter más concreto. Se trataba de un proyecto de modernización conservadora, de racionalización económica y vertebración política, cuyo objetivo era el establecimiento de las premisas sociales a partir de las cuales se hiciera viable el desarrollo industrial controlado por las elites tradicionales. La elaboración de ese proyecto coincidió con el estallido de la Gran Guerra; lo que agravó la crisis del liberalismo clásico y la emergencia de un nuevo orden socioeconómico «corporativo», consistente en la articulación de nuevos mecanismos de distribución del poder que favorecieran a las fuerzas organizadas de la economía y la sociedad en detrimento de un parlamentarismo cada vez más debilitado. Esta nueva realidad fue claramente percibida por los mauristas. Así, Antonio Goicoechea presentó al maurismo como la superación del canovismo. No el liberalismo doctrinario, sino la democracia conservadora; no el centralismo, sino el regionalismo; no el individualismo posesivo, sino el intervencionismo estatal; y, sobre todo, no el resignado pesimismo canovista, sino la fe en «el espíritu creador y en las inagotables energías de la raza». Y es que, a su juicio, las nuevas realidades socioeconómicas habían superado la concepción social característica del liberalismo; y, en consecuencia, se imponía un nuevo tipo de democracia «conservadora» y «orgánica», síntesis de la representación corporativa e individual. La nueva política que se perfilaba en el horizonte era el ascenso del imperialismo y del proteccionismo, del paternalismo estatal y del aumento del poder estatal sobre la sociedad civil. En síntesis, el tránsito del liberalismo a la «sociocracia». Los mauristas se erigieron en portaestandartes del nacionalismo económico. El Estado debía participar directamente en la actividad económica garantizando el proceso industrializador en un sentido abiertamente proteccionista, a partir del fomento de la iniciativa privada y del impulso a las

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industrias nacionales; lo que implicaba igualmente la transformación del aparato estatal, aumentando el nivel de burocratización y de las exigencias administrativas. Por su parte, José Calvo Sotelo abogaba por la edificación de un Estado benefactor, organización general de retiros y pensiones, de seguros contra el riesgo y la enfermedad. En la edificación de este Estado benefactor tendría una función esencial el sindicato. El sindicalismo encerraba la doble virtud de garantizar la descentralización de los servicios públicos y, sobre todo, de otorgar la preeminencia a los problemas de carácter social y económico. Estas transformaciones no debían acarrear la pérdida de la identidad nacional, concebida en un sentido abiertamente tradicionalista. En el discurso maurista, la tradición adquiría un claro sesgo normativo; lo que era perceptible en su idea nacional, cuya explicación se hace en referencia al pasado. En la tradición de la Monarquía y del catolicismo se encontraba la esencia de la Patria. De ahí la condena por antinacionales del krausismo, el costismo, el institucionismo y el noventayochismo, productos de una intelligentsia descastada y europeísta. Por ello, César Silió propugnaba una «pedagogía nacional» basada en las humanidades clásicas y en el catolicismo. El regionalismo era igualmente otro de los puntos programáticos de la derecha maurista. Goicoechea criticaba el centralismo y los intentos del Estado de absorber la vida local. Su regionalismo era, en cambio, adverso al federalismo, cuyas tesis no hacían sino reproducir la concepción contractualista de Rousseau, que contemplaba la nación como un producto convencional, nacido el pacto social originario. De acuerdo con la concepción organicista de la sociedad, las partes estaban en función del todo; y, por ello, la autonomía regional no podía tener otro fundamento que la unidad nacional superior, «una unión indestructible de regiones indestructibles».

5.

LOS INTELECTUALES Y EL NUEVO NACIONALISMO

La crisis del 98 generó igualmente una reacción de carácter intelectual, muy semejante a la de otros países europeos. Lo que se ha venido a llamar el «espíritu del 98» significó una manifestación de inconformismo por parte de las elites intelectuales emergentes con respecto al régimen y a la socie-

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dad de la Restauración; y que envolvía la búsqueda un nuevo nacionalismo español. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en Francia, esta reacción no se identificó, en principio, con la derecha. Y es que en la sociedad francesa, desde el siglo XVIII, se produjo una transferencia del sacralidad desde el espacio religioso hacia un nuevo medio intelectual portador de sentido. Así, el intelectual ocupó el terreno que anteriormente correspondía al sacerdote; algo que en España estaba todavía lejos de ocurrir. Bajo la hegemonía del clero, al conjunto de la derecha española los intelectuales le resultaban sospechosos. De ahí la ulterior acusación de heterodoxia a los noventayochistas. Sin embargo, no pocos de los planteamientos de estas nuevas elites intelectuales concordaban con el nuevo conservadurismo fraguado en otras naciones europeas, a partir de la experiencia de la crisis de la razón ilustrada de finales de siglo; y luego con la crisis del liberalismo posterior al estallido de la Gran Guerra, en 1914. José Martínez Ruiz, «Azorín», terminó militando en el conservadurismo dinástico dentro de la facción acaudillada por Juan de la Cierva. Pero su conservadurismo no era el liberal, sino que tomó a Charles Maurras y Maurice Barrès como ejemplo. El nuevo conservadurismo habría de basarse, a su juicio, en la física social de Comte; su estética en el lema barresiano de «la tierra y los muertos»; y la economía en la defensa de las estructuras agrarias de producción. Todo lo cual era contrario a los principios liberales de sufragio universal, parlamentarismo y juicio por jurado, que debían ser erradicados de la vida pública. Tras su etapa liberal-socialista, Ramiro de Maeztu evolucionó, sobre todo tras el estallido de la Gran Guerra, y bajo la influencia del «guildismo» británico y de escritores como Hilaire Belloc, Cecil Chesterton y Thomas Ernest Hulme, hacia los principios católicos, tradicionales y corporativos. Esta evolución es visible en su obra La crisis del humanismo, publicada primero en inglés y luego traducida al español. Bajo la impresión del desarrollo del conflicto europeo, Maeztu acusaba al relativismo y al subjetivismo característico tanto del humanismo como del romanticismo de ser la causa de aquella catástrofe. En el Renacimiento, apareció un nuevo tipo de hombre, seguro de su individualidad y cada vez más alejado de la trascendencia; libre de frenos, la ética se antropormizó, relativizándose. El hombre se convirtió en esclavo de sus propias pasiones. Y en este relativismo ético se encontraba la raíz de los dos errores característicos de la modernidad: el libe-

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ralismo y el socialismo estatista. El liberalismo tenía como sustrato el individualismo atomista, que no contemplaba otra fuente de certeza que el individuo aislado, sobre el cual resultaba imposible fundamentar una sociedad bien organizada. De igual forma, el socialismo, a pesar de sus diferencias ideológicas con el liberalismo, tenía su raíz última en el relativismo subjetivista, sustituyendo la arbitrariedad del individuo por la del Estado, error en el que habían incurrido Hegel y el conjunto de la intelectualidad alemana. El proyecto socialista convertía al Estado en el único propietario de los medios de producción, que, de esta forma, asumía las funciones de juez y parte en su relación con la sociedad civil, encarnado en una burocracia despótica. Frente a todo ello, Maeztu propugnaba la superación del relativismo mediante el retorno al principio de «objetividad de las cosas», es decir, la defensa de los valores eternos, que se encuentran por encima de la subjetividad humana, como la Verdad, la Justicia, el Amor y el Poder, cuya unidad se encarna en Dios. Desde tal óptica, el hombre ha de servir, no a su particular subjetividad, sino a esos valores superiores. Sobre la base de esa moral objetiva, era posible edificar una teoría objetiva de la sociedad. Maeztu se servía para ello de las aportaciones de León Duguit, en cuánto éste negaba en su obra la noción de derecho subjetivo individual y admitía los derechos objetivos nacidos de la función de cada uno en el conjunto social. La organización de la sociedad en torno al principio de «función» puesto al servicio de los valores objetivos conduce a una estructura social corporativa. El conflicto entre autoridad y libertad, individuo y sociedad es superado mediante la restauración de los gremios, que servirían de corrección tanto al individualismo anárquico como al estatismo de los socialistas. La razón de ser de los gremios era la de la existencia de una pluralidad de clases sociales y de sus respectivos intereses. El principio funcional comprende todas las actividades del hombre y sanciona cada una de ellas con los derechos correspondientes a esa «función». En el reparto de funciones y competencias se encuentra la garantía de las libertades reales, concretas. Maeztu se inclinaba, a ese respecto, por la tesis «pluralista» frente al principio de soberanía estatal. Conceptos tales como «voluntad general» defendido por Rousseau o «Estado» defendido por Hegel carecían de contenido real. Antes al contrario, la sociedad ofrecía el espectáculo de multitud de grupos sociales y corporaciones, dueños cada uno de su propia esfera y servidores de sus propios fines y funciones.

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Otro intelectual afín al nacionalismo conservador fue José María Salaverría, un auténtico outsider en la derecha española por su agnosticismo religioso. Admirador de Nietzsche, de Schopenhauer y de Maurras, Salaverría propugnaba un nacionalismo español dinámico y laico, frente a los nacionalismos periféricos y a la ofensiva del movimiento obrero. El nacionalismo salaverriano se distinguía por su escaso apego a la Iglesia. Tenía por base la historia y las figuras carismáticas que habían forjado España; pero la tradición invocada no era la católica. Exaltaba a los conquistadores españoles de América, como Cortés y Pizarro, en un sentido heroico, vital, individual, tan próximo a Carlyle como a Nietzsche; y no a los evangelizadores del indio.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Enrique Gil Robles ante el fenómeno oligárquico-caciquil «La oligarquía presente es una burguesocracia en que todas las capas de la clase media se han constituido en empresa mercantil e industrial para la explotación de una mina: el pueblo, el país; es una tiranía y un despotismo de clase en contra y en perjuicio, no de las otras, porque ya no las hay, sino de toda la masa inorgánica, desagregada y atomística que aún sigue llamándose nación.» (Enrique Gil Robles, Contestación a la Encuesta Oligarquía y caciquismo, de Joaquín Costa, 1902)

2.

Enrique Gil Robles define su concepto de «democracia cristiana» «Llamamos, pues, democracia al total estado jurídico del pueblo, es decir, a la garantía y al goce de todos los derechos privados, públicos y políticos que corresponde a la clase popular, la cual si no es soberana, es también imperante y gobernante en proporción a su valor y fuerzas sociales. Esencial condición y medio de mantenerlos y hacerlos efectivos es el gremio, o sea, la asociación permanente de los populares para todos los fines e intereses legítimos de clase en corporaciones formadas por los industriales de un mismo análogo oficio.» (Enrique Gil Robles, Tratado de Derecho Político según los principios de la Filosofía y el Derecho Público Cristianos, 1899)

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3.

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Juan Vázquez de Mella define su concepto de «soberanía social» «La soberanía social es la jerarquía de personas colectivas, de poderes organizados, de clases, que suben desde la familia, que es su manantial hasta la soberanía, que llamo política, concretada en el Estado, que deben auxiliar, pero también contener.» (Juan Vázquez de Mella, Discurso en el Parque de la Salud, de Barcelona, 17-V-1903)

4.

La sociedad según Juan Vázquez de Mella «Entre el Estado nacional y ello hay una jerarquía intermedia de sociedades que han precedido como causas al Estado, que es su efecto. Antes le precedió la familia, y con las necesidades múltiples de la familia el municipio, y en las hermandades de comarcas, la región, que por punto general fue el Estado; y ahora él, el último que llega, quiere crear los anillos anteriores, sin los cuales él no existiría. Es la cúpula y la techumbre social, y dice que él tiene derecho a hacer los muros y los cimientos del edificio, cuando claro es que, si los muros y los cimientos no preexistieran, la cúpula y la techumbre estarían en el aire; lo cual quiere decir que el Estado estaría en el suelo, como los escombros.» (Juan Vázquez de Mella, Obras Completas. Tomo VIII)

5.

Víctor Pradera critica los fundamentos ideológicos del nacionalismo vasco «Las sociedades nacen de la combinación del carácter sociable de la naturaleza humana, con hechos que determinan la eficacia de la acción de la autoridad en un cierto número de familias, que podían ser de la misma o de diferente raza (…) La raza es una realidad que no constituye una diferencia de humanidad, sus notas no arrancan de la esencia humana, sino que son añadidos al hombre por efecto de influencia exteriores.» (Víctor Pradera, Regionalismo y nacionalismo. Madrid, 1917)

6.

Víctor Pradera define la realidad española «España, en substancia, nunca se ha podido llamar reino, ni lo ha sido jamás. España ha sido un Imperio. El Rey de España tenía este título, pero este título era el que le daba la soberanía absoluta; más al lado de este título

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ponía otro que hoy aparece todavía como un resto que parece muerto, pero que está dormido (…): Rey de Guipúzcoa, Rey de Navarra, Rey de Castilla, Rey de Andalucía, y Señor de Navarra, y Conde de Barcelona (…) España es una suma de pueblos; esto es, en España no hay más que una Patria y un solo Estado, al cual pertenecen todas las personalidades que se llaman Castilla y León, Aragón y Navarra y Cataluña (…) Hay que decir que era una confederación nacional que era una Patria, la Patria de todos.» (Víctor Pradera, El misterio de los Fueros Vascos. Madrid, 1918)

8. Antonio Gocoicoechea define el maurismo como antítesis del canovismo «El canovismo y el maurismo son, indudablemente, cosas diversas, como correspondientes que son a diversos períodos históricos. Cánovas era doctrinario y nosotros somos demócratas: Cánovas era centralista y nosotros somos partidarios de la autonomía local; Cánovas era, a despecho de sus amores al cristianismo práctico de Bismarck, un individualista convencido, nosotros venimos a la vida pública respirando un ambiente social de protección ilimitada al débil; Cánovas era un pesimista resignado, nosotros somos optimistas, porque tenemos fe en el espíritu creador y en las inagotables energías de la raza.» (Antonio Goicoechea, Hacia la democracia conservadora. Madrid, 1914)

9.

José Calvo Sotelo critica el liberalismo económico «El liberalismo cree dar plena libertad al obrero, ¡en realidad se la arrebata! Y se le arrebata porque le priva de toda defensa al prohibirle su asociación profesional como algo pecaminoso y hasta criminal (…) Esa es la obra del liberalismo. Con el «laissez faire laissez passer» promueve una brutal libre concurrencia; un strugle for life, en que los débiles perecen bajo los zapatos de los fuertes.» (José Calvo Sotelo, El proletariado ante el socialismo y el maurismo. Madrid, 1915)

10.

«Azorín» y el nuevo conservadurismo «Gobierno parlamentario es gobierno de incoherencia. No se podrá hacer obra duradera en un país de parlamentarismo. Lo que haga de fecundo y de bienhechor un Gobierno lo destruirá otro. Los Gobiernos serán pandi-

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llas de políticos profesionales. Sólo una fuerte dirección suprema que neutralizara en lo posible, si no anulara, los efectos del régimen, podía hacer que un país parlamentario progresara (…) El sufragio universal es una superstición, como lo es el jurado.» («Azorín», Un discurso de La Cierva. Madrid, 1914)

11.

El régimen social-católico según Ángel Herrera Oria «Se debe desechar el principio de sufragio universal y la llamada democracia inorgánica (…) Ha de defenderse una forma de democracia orgánica que empiece a vivificar con savia del pueblo las primeras instituciones de la vida pública y de las organizaciones económicas. Las más importantes instituciones en ese sentido, después de salvar el derecho de la familia, son el municipio y la corporación.» Conferencia en la ACNP (Ángel Herrera Oria, 1930)

12.

Ramiro de Maeztu critica el Renacimiento «El hombre del Renacimiento ha perdido el freno espiritual porque no se siente pecador. Es el hombre de Shakespeare: Otelo, Macbeth, Falstaff, Romeo, Hamlet. Nada le detiene. Es una ley para sí mismo, para usar la feliz palabra de San Pablo. Precisamente porque no cree más que en sí mismo, está a punto de cesar de ser hombre; no es sino un esclavo de sus propias pasiones.» (Ramiro de Maeztu, La crisis del humanismo. Barcelona, 1919)

13.

El liberalismo según Ramiro de Maeztu «El error fundamental del liberalismo individualista consiste en considerar el individuo aislado como el origen de todo bien y como el bien supremo (…) Querer construir la sociedad, no sobre solidaridades positivas, sino sobre barreras que impidan la coacción de unos individuos por otros, es como querer fundar el matrimonio no en el sacramento, ni en el amor, ni en el hogar, ni en la futura familia, ni siquiera en obligaciones mutuas, sino sencillamente en el sentido de profesarse respeto inviolable a la personalidad, de conservar cada uno de los cónyuges su vivencia particular, sus me-

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dios de fortuna y sus costumbres de soltería, de no hacer preguntas indiscretas, de no sentirse obligados el uno al otro y de no tener nada en común.» (Ramiro de Maeztu, La crisis del humanismo. Madrid, 1919)

14.

El socialismo según Ramiro de Maeztu «Es evidente que el socialismo de Estado abolirá también la riqueza del rico cuando establezca la propiedad en común de los instrumentos de producción, distribución y cambio, confiriendo al Estado su propiedad y administración. Lo que no habrá abolido es el poder ilimitado de los poderosos. El Estado socialista no será, en efecto, un ente de razón, sino un gobierno, un poder ejecutivo, una burocracia, y los hombres asumirán el poder que ahora ejercen los capitalistas, serán hombres de carne y hueso, constituidos en clase gobernante.» (Ramiro de Maeztu, La crisis del humanismo. Madrid, 1919)

15.

José María Salaverría ante el socialismo «El obrerismo actual no admite esa leyes naturales; protesta contra todo abuso de la biología, y quiere dar al mundo el sentido de la igualdad absoluta que los dioses no acordaron crear desde el principio.» (José María Salaverría, En la vorágine. Madrid, 1919)

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䉴 TEMA 15 LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA Pedro Carlos González Cuevas

A diferencia de Italia, la crisis del sistema liberal en España no condujo a la constitución de un movimiento antiliberal unitario. Las distintas fuerzas autoritarias —tradicionalismo, maurismo y social-catolicismo— carecieron de cohesión y de liderazgo; lo cual abrió el camino a la intervención del Ejército y luego a la instauración de una dictadura de carácter militar. En ese sentido, la Dictadura de Primo de Rivera se configuró como un intento de encauzar la crisis del sistema liberal a través del corporativismo, el dirigismo económico, la política de obras públicas y el nacionalismo conservador.

1. LA DICTADURA PRIMORRIVERISTA COMO PROYECTO POLÍTICO 1.1

El tradicionalismo ideológico de la Unión Patriótica

El advenimiento de la Dictadura tuvo importantes consecuencias tanto en el plano social como en el económico y político, a corto, medio y largo plazo. Por de pronto, supuso un profundo corte en la trayectoria del liberalismo español. Sin dudarlo, Primo de Rivera suspendió la Constitución de 1876, el pluralismo partidario, la libertad de prensa; estableció la censura previa y un Directorio militar. Y, lo que es más significativo, el conjunto de la sociedad no se manifestó en su contra. De la misma forma, la llegada de la Dictadura supuso el ascenso de nuevas elites políticas derechistas formadas en el regeneracionismo, el catolicismo social, el maurismo y el tradicionalismo, en cuyo horizonte mental sobresalía el rechazo de la tradición liberal. Unas elites inclinadas al respeto de la disciplina, la debilidad por la conducción autoritaria de las masas; y que soñaba con una sociedad regimentada, por lo cual se mostraba tan sensible al encanto de los experimentos corporativos y dirigistas.

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La Dictadura fue un sistema político personal y apenas institucionalizado; por lo cual, resultó inseparable de la personalidad de Miguel Primo de Rivera. Marqués de Estella, miembro de la aristocracia militar, antiguo militante del Partido Conservador, su mundo se configuró en torno a los cuarteles y los círculos de la alta sociedad madrileña y andaluza. Primo de Rivera careció de inquietudes de tipo cultural e intelectual. Su mentalidad fue una curiosa amalgama de espíritu militar, arbitrismo regeneracionista, nacionalismo conservador y tradicionalismo aristocratizante. En su mentalidad subyacía una perspectiva fundamentalmente antipolítica, que intentaba suplantar los conceptos políticos por categorías morales. Como señaló en su célebre manifiesto de septiembre de 1923, no quedaba a los auténticos patriotas otra salida que liberar a España de «los profesionales de la política»; y es que la política no era otra cosa que una «entelequia y un enredo». Miembro del Centro de Acción Nobiliaria, destacaba en sus escritos el paternalismo social característico del estamento a que pertenecía. Primo de Rivera se mostraba partidario de una política de «nivelación social», «sin populachería, doctrinarismos, ni espíritu de desquite», «con espíritu cristiano y democrático, pero con disciplina». Lejos de pretender dejar cuanto antes el poder, Primo de Rivera quiso, desde el principio, dar continuidad a su política más allá del transitorio Directorio Militar. Fundó la Unión Patriótica, que, fruto en un principio de los proyectos políticos de Ángel Herrera Oria y de los propagandistas católicos, pretendió ser algo semejante a un partido político moderno; y el Somatén se extendió por toda España. En su desarrollo, la Dictadura de Primo de Rivera reflejó las contradicciones e insuficiencias de un poder político excepcional, que, nacido en un principio como meramente «comisario», intentó posteriormente convertirse en una dictadura auténticamente «soberana», es decir, «constituyente». Primo de Rivera tuvo siempre dificultades a la hora de dar una visión clara de lo que era —o debía ser— la Unión Patriótica. El Dictador la definió, en alguna ocasión, con inepcias tales como «asociación de hombres de buena fe» o «liga de ciudadanos para un fin concreto». Más claro pareció ser su propósito de recoger la herencia no sólo del regeneracionismo costista, sino del conjunto de la derecha antiliberal, tradicionalista, social-católica y maurista. A su entender, la Unión Patriótica habría de convertirse en «la nueva forma derechista conservadora».

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En torno al diario La Nación y la revista Unión Patriótica se gestó una especie de equipo intelectual, en el que destacaron José María Pemán, José Pemartín, Vicente Gay, Manuel Bueno, Wenceslao González Oliveros, Eduardo Aunós, José Calvo Sotelo, Ramiro de Maeztu, etc. Finalmente, el ideario primorriverista se decantó por una suerte de «tradicionalismo ideológico», en el sentido que define este término el sociólogo Gino Germani, es decir, un proyecto político que surge en sociedades que, a través de un proceso de rápidos cambios, están pasando por una etapa de democratización fundamental; y cuyo objetivo no es el rechazo liso y llano del desarrollo económico y la modernización, sino la aceptación parcial de los mismos y el intento de limitar sus efectos socioculturales tan sólo a la esfera técnico-económica. En ese sentido, la situación social y política ideal consistía en una sociedad que mientras puede valerse de una estructura capitalista más o menos desarrollada, mantiene todo el resto de la sociedad en las instituciones tradicionales: familia, Monarquía, Iglesia, educación y estratificación social. El punto de partida del ideario político de la Unión Patriótica fue la concepción del hecho nacional español dotado de una «constitución interna» dentro de la cual los valores histórico-institucionales y religiosos adquirían una dimensión normativa. Decir nación española equivalía, según José María Pemán, a Monarquía y Catolicismo, «las dos máximas realidades españolas». La nación engloba el conjunto social concebido de forma preestatal, como un orden de asociaciones, clases y gremios, que se comprende desde una óptica general organicista y jerárquica, regida, en el fondo, por una lógica teológico-política. A ese respecto, los ideólogos de Primo de Rivera ignoraron por completo las innovaciones políticas características del fascismo italiano. Mientras Mussolini defendía los principios del totalitarismo —«Todo en el Estado, nada contra el Estado»—, Primo de Rivera siguió anclado en los principios tradicionales de «Patria, Religión y Monarquía». En concreto, José María Pemán acusó al fascismo italiano de defender un «estatismo dogmático», imposible de transplantar a una sociedad como la española. No obstante, este tradicionalismo ideológico pretendió compaginarse con una política regeneracionista y de modernización económica. El recurso a la «tradición» no significaba el rechazo del desarrollo económico, sino,

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como ya adelantamos, la aceptación parcial del mismo. En ese sentido, José Pemartín abundaba no sólo en cifras y estadísticas relativas a la eficacia económica de la Dictadura, sino en cantos líricos al «brillo plateado de pantanos y embalses». En ese sentido, en los planteamientos primorriveristas subyacía una concepción «conservadora-burocrática» de la gestión del Estado, cuyo sentido último era reducir la actividad política al mínimo necesario, subordinándola a la actividad administrativa y al desarrollo económico. En palabras de Wenceslao González Oliveros, «anteponer la gestión económica y estimular la producción nacional». Lo cual es igualmente perceptible en la producción intelectual de Ramiro de Maeztu a lo largo del período primorriverista. Tras su colaboración en el diario El Sol, el escritor vasco dio su apoyo a la Dictadura, afiliándose a la Unión Patriótica y colaborando en La Nación. En aquellos momentos, Maeztu consideraba al Ejército como la única fuerza vertebradora de la sociedad española. En su obra Don Quijote, Don Juan y la Celestina, teorizó sobre su nuevo ideal político. Se trataba de un estudio sobre las tres figuras literarias, en la que Don Quijote aparece como la encarnación del Amor; Don Juan, del Poder; y la Celestina, del Saber o la Verdad. En definitiva, representan la versión española de los atributos divinos que Maeztu había establecido en La crisis del humanismo. A partir de este análisis, Maeztu buscaba la época histórica en que España encontró la síntesis de estos atributos; y fijó su interés en el Siglo de Oro, que, con su arte, su arquitectura, su literatura y su política, reflejaba «una voluntad de idea y de creencia que sobrepone a la realidad a la evidencia de los sentidos y al natural discurso». Los sujetos sociales de este proyecto sobrehumano habían sido el hidalgo y el sacerdote. No obstante, Maeztu consideraba que aquella época adoleció de «menosprecio de las cosas temporales». La solución, en ese sentido, no era otra que la síntesis del ideal mundano y del ultramundano, de tradición y modernidad, es decir, la canalización progreso material y económico, a través de un ideal nacional basado en los principios católicos. Algo que teorizará con su discutida tesis del «sentido reverencial del dinero», un intento de compatibilizar el catolicismo tradicional con el liberalismo económico. La Dictadura se configuró como una variante de los regímenes militarburocráticos, donde los altos cuerpos del Ministerio de Hacienda, y en particular los de Abogados del Estado, disfrutaron de una amplia influencia y autonomía, algo que permitió introducir un cierto aire mangerial en el seno del Estado.

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La trayectoria de la Dictadura puede dividirse en dos grandes períodos: el Directorio Militar y el Directorio Civil.

1.2 El Directorio Militar: la reforma de la administración Sin embargo, lo más significativo del período bajo la hegemonía del Directorio Militar fueron las transformaciones de la estructura del Estado, a través de los estatutos municipal y provincial de 1924 y 1925. Obsesionado con el caciquismo, Primo de Rivera hizo suya la tesis conservadora de reformar el régimen local, y así eliminar de una vez por todas la lacra caciquil. Para llevar a cabo tales reformas, el Dictador recurrió a José Calvo Sotelo, quien había recibido positivamente, desde el principio, el advenimiento de la Dictadura. Primo de Rivera le ofreció el cargo de Director General de Administración Local, que éste aceptó. Su proyecto de Estatuto Municipal pretendió seguir los planteamientos anteriormente defendidos por Antonio Maura. Calvo Sotelo contó a la hora de llevar a cabo la reforma con mauristas y social-católicos como José María Gil Robles, el conde de Vallellano, Luis Jordana de Pozas y su hermano Leopoldo. El proyecto quedó ultimado en un mes y medio. Fue presentado y debatido en tres sesiones. Resultaron desestimadas propuestas como la de conceder el derecho al voto a las mujeres; solo lo consiguieron las españolas mayores de veintitrés años, no sujetas a la patria potestad, autoridad marital, etc. Tampoco prosperó el derecho electoral pasivo a los sacerdotes, o la municipalización de las finanzas y del inquilinato. Prosperó, en cambio, la propuesta de que los maestros fuesen habilitados para desempeñar cargos de alcalde y concejal, de igual modo que las mujeres y los parlamentarios. El Estatuto Municipal constaba de 585 artículos más una disposición adicional y 28 transitorias. En su preámbulo se establecía que el Municipio no era hijo ideal del legislador; era «un hecho social de convivencia anterior al Estado y anterior también, y además superior a la ley». Tomando este concepto como punto de partida, el Estatuto no discriminó la mayor o menor concentración de ciudadanos. Igualmente, quedó admitida la personalidad municipal de los anejos y entidades locales menores y tanto estos como los municipios tendrían plena capacidad jurídica. El Estatuto derogó definiti-

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vamente la legislación desamortizadora, que afectaba a los municipios y entidades locales menores. Se estableció la representación corporativa para los ayuntamientos. El alcalde representaba al gobierno y dirigía la Administración. Su elección sería entre los concejales o por los electores con capacidad parta ser concejales; lo que suponía la ruptura con la vieja costumbre de nombramiento de alcaldes de real orden. Se ampliaba el régimen de incompatibilidades; se eliminaban las suspensiones y nombramientos de carácter gubernativo, por lo que era preceptiva la decisión de la Audiencia Provincial para suspender en su ejercicio a los concejales. Los acuerdos de los Ayuntamientos no podían ser revocados por ninguna autoridad gubernativa, sino exclusivamente por la judicial; y los recursos eran gratuitos. Se atribuían numerosas competencias a los ayuntamientos en ferrocarriles, suburbanos, obras de ensanche, urbanización, saneamientos, etc. Reconoció igualmente la municipalización de servicios con carácter de monopolio. Se creó el Cuerpo de Secretarios de Ayuntamiento y el Cuerpo de Interventores de la Administración Local. Sobre la Hacienda Municipal prosperó el criterio de aumentar los ingresos de los ayuntamientos. De igual forma, sustrajo el intervencionismo de los gobernadores civiles en la vida financiera y municipal a favor de los Delegados de Hacienda, pasando las reclamaciones de los contribuyentes a la jurisdicción de los Tribunales económico-administrativos provinciales. La regulación de los presupuestos extraordinarios fue la ocasión aprovechada para encubrir el déficit de los ordinarios. El recurso al crédito público fue otra novedad aportada por el Estatuto. El instrumento para lograr el adecuado desarrollo crediticio fue el Banco de Crédito Local. Una vez en vigor, el Estatuto Municipal, se redactó el Provincial, completándose la reforma del régimen local en España. El Estatuto incidía en la tendencia descentralizadora, limitando los poderes de los gobernadores civiles, cuyas funciones se redefinían, que ya no presidirían las diputaciones, ni tendría voto en las mismas; tampoco podrían suspender sus acuerdos, salvo en el caso de infracción manifiesta de las leyes o destituir a sus miembros. Los acuerdos de las diputaciones y los ceses de sus componentes tan sólo podrían ser determinados por los tribunales. Las atribuciones que se les concedían iban desde la construcción de ferrocarriles, al tendido de líneas telegráficas, pasando por la Beneficencia, la Sanidad, la Cultura, etc. Por lo que se refiere a su composición, se establecía que la mitad de los diputados serían de elección directa, y la otra mitad nombrados por los concejales de los diversos ayuntamientos. Los primeros formarían la comisión

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provincial. El mandato de los diputados de elección directa sería por seis años. En las elecciones se mantenía el voto de las mujeres. Y se convertía a la provincia en una circunscripción única, con el propósito de luchar contra el caciquismo. Para hacer frente a los gastos que suponían las nuevas competencias, el Estado asignaba a las diputaciones recursos no inferiores a los que hasta entonces habían asignado a las tareas delegadas, al tiempo que se configuraba un sistema de tributos locales basados fundamentalmente en el recargo de contribuciones estatales. Según la mayoría de los estudios sobre el tema, ambos estatutos reafirmaron, en la práctica, el control de los gobernadores civiles, como portavoces del poder central, sobre todo en la Administración Local. La decisión última de los nombramientos y destituciones de los ayuntamientos y diputaciones quedó en sus manos, siendo los hombres de la Unión Patriótica los que ocuparon ese espacio de poder. Sin embargo, se mantuvieron los preceptos que afectaban a la racionalización económica y administrativa de los municipios, y a su eficacia y limpieza gestoras, con mayor vigilancia de las corruptelas de la vida local, Los Estatutos de Calvo Sotelo lograron regular las haciendas locales españolas, fijando una estructura de los presupuestos municipales y provinciales que se mantuvo a lo largo de varios años. Los gastos municipales aumentaron hasta el 15,8% frente a un 16,9% de los ingresos. Las burocracias locales salieron reforzadas, hasta el punto de que la principal partida de gasto municipal a partir de entonces estuvo constituida por los gastos en Administración (46,3% en 1926). La imposición municipal también mejoró ostensiblemente.

1.3

El Directorio Civil: la reforma social y económica

A finales de 1925, el Directorio Militar dio paso al Directorio Civil, reclutado entre mauristas, social-católicos, técnicos y militares. Sus miembros más representativos fueron José Calvo Sotelo, en Hacienda; y Eduardo Aunós, en Trabajo. Los años de la Dictadura fueron cruciales en el proceso de la formación de la sociedad capitalista española. Sus dirigentes se erigieron en acérrimos defensores del nacionalismo económico. Como habían defendido sobre todo los mauristas, el Estado debía participar directamente en la actividad eco-

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nómica, garantizando el proceso industrializador en un sentido abiertamente proteccionista, mediante el fomento de la iniciativa privada y el impulso a las industrias nacionales; lo que implicaba igualmente la transformación del aparato estatal, aumentando el nivel de burocratización y de sus exigencias administrativas. A ese respecto, fue muy significativo la creación en marzo de 1924 del Consejo de Economía Nacional, que «reunirá todas las funciones referentes a la formación de los aranceles y aduanas, defensa de la producción y gestión, y negociación de convenios comerciales, que se encuentran actualmente repartidos en los distintos departamentos ministeriales». Su política económica se caracterizó, pues, por el nacionalismo económico, el intervencionismo estatal, las prácticas de monopolio, el apoyo al poder financiero, los ensayos de nuevas fórmulas de fomento de la producción y de distribución de la renta; ordenación corporativa, nuevas entidades crediticias, retoques al sistema tributario, etc. En la Dictadura, el poder estatal no se limitó ya a mantener, mediante la fuerza coactiva, un orden establecido y legitimado de relaciones de producción, sino que entró en la fase activa de cooperar mediante inversiones, subvenciones, ayudas administrativas, grandes pedidos con las grandes industrias y los servicios claves. De esta forma, el poder revistió un matiz social de formas más precisa que cuando constituía un mero defensor de la propiedad. Al frente del Ministerio de Hacienda, José Calvo Sotelo inició una discutida gestión que duró cuatro años. El antiguo maurista propugnó una política de reformismo audaz, que chocó, en más de una ocasión, con los intereses de los sectores económicamente hegemónicos. A juicio de Calvo Sotelo, la corrección por parte del Estado de los efectos disfuncionales de la sociedad capitalista competitiva, no sólo era una exigencia de justicia social, sino igualmente una necesidad política. Sus proyectos de reforma tributaria y sus medidas contra el fraude fracasaron ante la oposición de las clases altas. Triunfó, en cambio, su empeño de creación del monopolio de petróleos, la CAMPSA, encaminado al afianzamiento de la vía nacionalista del capitalismo español. El proceso de nacionalización e intervención económica exigía la creación de nuevos mecanismos institucionales de distribución del poder social que implicaban un desplazamiento a favor de las fuerzas organizadas de la economía y de la sociedad. Y a ello fueron encaminados los intentos de edificación del sistema corporativo de la Dictadura. El 26 de noviembre de 1926 se esta-

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bleció la Organización Corporativa Nacional, cuyo principal objetivo era que los distintos elementos sociales «se articulen y colaboren», «conseguir su concentración y convergencia en un esfuerzo general para el progreso, para la justicia…». Como ministro de Trabajo, correspondió a Eduardo Aunós Pérez la plasmación de aquel proyecto. Antiguo militante de la Lliga Regionalista y exsecretario de Francecs Cambó, luego miembro de la anticatalanista Unión Monárquica Nacional, Aunós era un hombre formado en las corrientes social-católicas, organicistas y tradicionalistas. Desde su juventud, fue lector de La Tour du Pin; y luego, durante sus estudios de Derecho en El Escorial, se familiarizó con Le Play, Ketteler y otros representantes del corporativismo católico. En ese sentido, Aunós siempre se mostró receloso y crítico respecto del corporativismo fascista, al que frecuentemente acusó por estar monopolizado por el partido único y, sobre todo, por su «exagerado estatismo». En realidad, el corporativismo primorriverista se mostró mucho más afín a la vertiente social que a la estatista. La organización corporativa española tuvo por eje el comité paritario sobre cuyos mecanismos de arbitraje y conciliación se establecía la corporación obligatoria, supeditada al Estado como «órgano de derecho público», que ejercía sus funciones por delegación estatal. De esta forma, se creó una institución de conciliación y arbitraje obligatorios, que pretendía coordinar todos los comités paritarios locales y que funcionaba como un cuerpo profesional del Estado. La corporación no era una agrupación sindical, pero necesitaba a los sindicatos para su funcionamiento. A ese respecto, el sistema español seguía el modelo socialcatólico basado en el «sindicalismo libre en la corporación obligatoria». A diferencia del sistema fascista, por entonces en proceso de edificación, el modelo primorriverista careció de la presencia fundamental del partido único y de la Magistratura de Trabajo, al igual que del Consejo de Corporaciones. Por otra parte, Aunós buscó la colaboración de los socialistas de la UGT, intentando convertir ese sindicato en un órgano de gestión y colaboración de clases. Algo que fue muy discutido y criticado por las organizaciones sindicalistas católicas, que lo interpretaron como una peligrosa concesión a los socialistas. Y lo mismo ocurrió con el conjunto de las clases conservadoras, que comenzaron a ver en el intervencionismo primorriverista una amenaza para sus intereses más inmediatos. Junto a las reformas socioeconómicas, la nacionalización de las masas españolas. Uno de los primeros decretos del Directorio militar fue el de po-

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ner en práctica una serie de medidas para la represión del «separatismo», en septiembre de 1923. En el texto, se establecía que serían juzgados por Tribunales militares «los delitos contra la seguridad y unidad de la Patria y cuanto tienda a disgregarla, restarle fortaleza y rebajar su concepto, ya sea por medio de la palabra o por escrito». No se podría «izar ni ostentar otra bandera que la nacional en buques, edificios, sean del Estado, de la provincia o Municipios, ni en lugar alguno». Las penas oscilaban entre seis meses de arresto y multas de quinientas o cinco mil pesetas. La ofensiva primorriverista se centró sobre todo en el nacionalismo catalán, prohibiéndose izar la Senyera, cantar «Els Segadors» o usar el catalán en las comunicaciones oficiales, al tiempo que se castellanizaban los nombres de las calles y los pueblos. Igualmente, se estableció la obligación de publicar solo en castellano los anuncios de las obras teatrales, limitándose los bailes de la sardana, etc. En octubre de  1923, una circular de la Dirección General de Enseñanza dirigida a los inspectores declaró la educación exclusiva en castellano, y en febrero de 1924 exigió a los inspectores el control ideológico y lingüístico de las escuelas privadas. Primo de Rivera disolvió el 12 de enero de 1924 las diputaciones provinciales, salvo en las provincias vascas. Esta decisión supuso una virtual disolución de la Mancomunidad de Cataluña. Sin embargo, el anticatalanismo primorrevirista chocó con la Iglesia católica, ya que la prohibición del uso del catalán en lugares públicos afectó a la liturgia; y puso al clero en primera línea de la defensa de la lengua vernácula y de la autonomía cultural. Esta política anticatalanista fue muy criticada por los tradicionalistas Víctor Pradera y Juan Vázquez de Mella, que falleció en 1928. Coherentemente, la Dictadura contempló a la escuela como el principal vehículo de socialización y nacionalización. A lo largo del período primorriverista, La enseñanza estatal experimentó una expansión extraordinaria. Entre 1924 y 1929, el número de escuelas primarias aumentó un 23%; ascendió igualmente el número de profesores. La enseñanza media aumentó un 20%. El crecimiento de la enseñanza superior fue notable: el alumnado universitario aumentó un 7% anual en el curso 1925-1926; pero en los siguientes el crecimiento fue de un 20%.

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En agosto de 1926, se puso en marcha la reforma del bachillerato, que incluyó la implantación de un texto único, medida que dividió al clero. Para un sector de éste, constituía una ventaja económica para la familia; para otro, una imposición estatal intolerable. De todas formas, Primo de Rivera, de acuerdo con el ideario de «Patria, Religión y Monarquía», aumentó la influencia del clero en el aparato educativo. Se destituyó a maestros e inspectores librepensadores y se dieron órdenes para hacer obligatoria la asistencia a misa de profesores y alumnos. Miembro de la ACNP y catedrático de Derecho Natural en la Universidad de Valladolid, Eduardo Callejo, ministro de Instrucción Pública, puso énfasis en la educación tecnocientífica; en la Historia de España, estudiada y difundida desde una óptica tradicionalista; y que declaraba obligatoria la asignatura de Religión en los estudios secundarios. En noviembre de 1927, Callejo presentó un proyecto para la Reforma de los Estudios Universitarios, cuyo punto más polémico fue su artículo 53, donde se reconocía la concesión de títulos a las universidades confesionales, como la de los Agustinos de El Escorial y la de los Jesuitas de Deusto; algo que provocó un amplio rechazo en el profesorado universitario y graves revueltas estudiantiles. Como vehículo de nacionalización, se utilizaron un conjunto de fiestas patrióticas: el aniversario del golpe de Estado, el Día de la Raza, la Fiesta del Árbol, ceremonias de bendición de la bandera del Somatén. En muchos casos, los sacerdotes de la localidad ofrecían una misa en la que bendecían la bandera nacional, mientras que los alumnos cantaban himnos patrióticos. Se creó la Fiesta del Libro en febrero de 1926 para conmemorar el nacimiento de Cervantes cada 7 de octubre. Tuvieron lugar desfiles militares o de los somatenes locales, discursos patrióticos de las autoridades militares y religiosas. Los delegados gubernamentales organizaron conferencias patrióticas y se publicaron catecismos ciudadanos. En esa misma línea, la Dictadura se esforzó en acercarse a los países iberoamericanos, patrocinando ampliamente una visión del hispanismo muy acorde con el sustrato tradicionalista de su proyecto político; y que había tenido su órgano de difusión en la revista Raza Española, dirigida por la escritora Blanca de los Ríos, cuya influencia reconoció el propio Primo de Rivera. La Dictadura procuró crear, entre otras cosas, una infraestructura diplomática, que no existía o que era muy precaria. A ello

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respondió el nombramiento de Ramiro de Maeztu como embajador en la Argentina.

2.

LA ASAMBLEA NACIONAL CONSULTIVA Y EL ANTEPROYECTO CONSTITUCIONAL DE 1929

El 5 de septiembre de 1926, Primo de Rivera anunció la convocatoria de una Asamblea Nacional, donde estuvieran representados «con debida ponderación todas las clases e intereses». Un año después, se hacía público un Real Decreto estableciendo la Asamblea Nacional Consultiva. Esta nueva institución trabajaría normalmente, según el proyecto que la dio vida, en Secciones y Comisiones. Se dividía en dieciocho secciones, integradas por once asambleístas cada una, dirigidas por la Presidencia. La composición de la Asamblea estaba sujeta a las siguientes normas: un representante municipal y otro provincial por cada una de las provincias españolas; un representante de cada organización provincial de la Unión Patriótica; representantes del Estado, a quienes se confiriera carácter de asambleísta; representantes por derecho propio; representantes de la cultura, la producción, el trabajo, el comercio y «demás actividades de la vida nacional». Con aquel Decreto, la Dictadura pasaba de ser meramente «comisaria» a «soberana». Lo que, naturalmente, fue muy mal recibido por los partidarios del retorno de la Monarquía constitucional, que rechazaron cualquier participación en la Asamblea Nacional. La convocatoria provocó en el PSOE y en la UGT una serie de discusiones en torno al mantenimiento de la colaboración con la Dictadura. En una nota oficiosa, se dio una lista de posibles asambleístas, en las que aparecían los nombres de personas consideradas de izquierda o liberales opuestos a Primo de Rivera, que rechazaron de inmediato su participación; y lo mismo hicieron los socialistas y los miembros de la UGT. De esta forma, nacida desde el poder y sin ninguna autonomía política, la Asamblea careció de legitimidad y de operatividad. La representación de redujo a grupos de interés corporativo, a miembros de la Unión Patriótica y a sectores conservadores. Políticamente inoperante, la Asamblea Nacional Consultiva, tuvo mayor trascendencia en su proyección constitucional. Su Sección Primera elaboró un anteproyecto de Constitución que sirviera para establecer una

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nueva legalidad política. Su composición fue netamente conservadora: José Yanguas Messía —presidente—; José María Pemán —secretario—, Ramiro de Maeztu, Antonio Goicoechea, Víctor Pradera, Alfonso Sala, Juan de la Cierva, César Silió, Gabriel Maura, Mariano Puyuelo, Diego Crehuet, Carlos María Cortezo, Carlos García Oviedo, el marqués de Santa Cruz, etc. En una de las primeras sesiones, intervino Primo de Rivera para establecer una especie de «guía» sobre el desarrollo de los temas que era preciso tratar en las discusiones. El Dictador se mostraba partidario de una nueva Constitución en la que estuvieran presentes los principios de unidad nacional, confesionalidad católica del Estado, preeminencia del poder ejecutivo, monarquismo, independencia del poder judicial, unicamerialismo, instrucción obligatoria, intervencionismo estatal en las relaciones laborales y representación corporativa. Los miembros de la Sección Primera se dividieron en partidarios de una mera reforma de la Constitución de 1876 y los partidarios de un nuevo texto constitucional. Triunfaron los segundos. Los principales fautores del anteproyecto fueron Antonio Goicoechea y Gabriel Maura. El 17 de mayo de 1929 se hizo público su contenido. Se trataba de un producto híbrido, que intentó armonizar las corrientes corporativas y organicistas con el tradicionalismo ideológico y elementos del liberalismo doctrinario. El régimen de gobierno seguía siendo la Monarquía constitucional y se mantenía la confesionalidad católica del Estado. El sistema constitucional respondería «al doble principio de diferenciación y coordinación de funciones». El matrimonio y la familia estarían «bajo la especial protección del Estado». La propiedad privada estaría garantizada, señalando que nunca se impondría la confiscación de bienes. El trabajo gozaría de «la especial protección del Estado», que proveería «con el concurso de las clases interesadas, por el seguro o por otros medios, a la conservación de la salud y capacidad de trabajo del obrero manual o intelectual, y a las consecuencias económicas de la enfermedad, la vejez y los accidentes que procedan del riesgo profesional». Se garantizaban los derechos de libertad de expresión y de reunión. Quedaba suprimido el Senado, por una cámara única de composición mixta. La mitad sería elegida por sufragio universal, en el que se incluían por vez primera a las mujeres; y otro por derecho propio, designación real y elección corporativa. El cor-

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porativismo laboral adquiría rango constitucional, a tal efecto la ley podría estatuir «un sistema jerárquico de organismos paritarios u otros diversos con análoga finalidad, y atribuir a esos organismos la misión de reglamentar el trabajo, aprobar contratos individuales o colectivos y resolver con jurisdicción arbitral las diferencias que se produzcan entre patronos y obreros». Se establecía la posibilidad de considerar esos organismos como «instituciones de Derecho público y gocen de plena capacidad jurídica». De la misma forma, se podría atribuir «el carácter de servicio público a determinadas industrias o empresas que satisfagan las necesidades de interés general y reconocer al Estado el derecho de explotarlas, con monopolio o sin él, por sí mismo, mediante concesión o por arrendamiento». El territorio español seguiría divido en provincias; y se reconocía la «personalidad del Municipio, como asociación natural de personas y bienes, determinadas por necesarias relaciones de vecindad». Las Diputaciones de dos o más provincias contiguas «podrían agruparse en mancomunidades administrativas, previo cumplimiento de los requisitos legales, para la realización, con carácter interprovincial, de los fines que la ley asigna a cada cual de ellas». Los establecimientos de enseñanza y educación estarían «bajo la inspección del Estado»; y se garantizaba el derecho a la enseñanza pública con el fin de que «se facilite el acceso a la instrucción y a los grados a cuantos alumnos posean capacidad y carezcan de medios para obtenerlo». Los poderes del Monarca salían reforzados. Y es que los temas referentes «a la política exterior y las concordatarias, defensa nacional o reforma constitucional, y las que impliquen rebaja de las contribuciones o aumento de los gastos públicos serían de «exclusiva iniciativa del Rey con su Gobierno responsable». La pieza clave del proyecto constitucional era el llamado Consejo del Reino, que acumulaba grandes poderes y cuya función era asesorar al Monarca. La institución estaría compuesta por un Presidente, de nombramiento real; un vicepresidente y un secretario general, elegido por los consejeros. La mitad de estos últimos ocuparían su puesto por derecho propio o por designación real; el resto por sufragio universal o corporativo, a partes iguales. Serían consejeros por derecho propio: el heredero de la Corona, los hijos del Rey, el arzobispo de Toledo, el capitán General del Ejército y de la Armada, el Presidente del Consejo de Estado, el Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, el de Hacienda Pública, el Presidente del

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Consejo Supremo del Ejército y del Decano-Presidente de la Diputación Permanente de la Grandeza. Una vez conocido el contenido del texto, fue rechazado por el conjunto de la opinión pública. Incluso ministros como Calvo Sotelo se mostraron contrarios; y el propio Primo de Rivera acabó rechazándolo. Tan sólo los social-católicos de la ACNP y El Debate dieron, al menos en un primer momento, y con matices, su apoyo al anteproyecto. Para entonces, los días de la Dictadura estaban contados. A lo largo de su mandato, Primo de Rivera se había enemistado con sectores del Ejército, como el Cuerpo de Artillería, por la supresión de la escala cerrada; con un sector de la Iglesia católica, por su pretendido regalismo en materia educativa y por su conflictos con el clero catalán; con los empresarios y la aristocracia, por su política social; con los sectores catalanistas, por su centralismo; con los intelectuales y estudiantes universitarios, por su política universitaria. Por su parte, los partidarios de la Monarquía constitucional conspiraron contra la Dictadura, recurriendo a los militares. El propio Alfonso XIII fue retirando progresivamente su apoyo al Dictador. Sin el apoyo del Ejército y del Monarca, sin haber podido crear un auténtico movimiento político, Primo de Rivera no tuvo otra salida que la dimisión, que presentó al rey el 28 de enero de 1930.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Primo de Rivera critica el sistema de partidos de la Restauración «Nada tan absurdo y perturbador como la periodicidad con que los partidos turnaban en el Poder; nada tan falso e hipócrita como las elecciones verificadas bajo la regencia de un partido llamado a gobernar, y nada tan sorprendente como el triunfo que siempre obtenía, por lo menos en nuestra casa. Esto era posible, y aún fácil, y me aventuraría a decir que necesario, por la indiferencia y el escepticismo del cuerpo electoral, corrompido además, en la mayoría de los distritos rurales, en los que se cotizaba como mercancía el voto y se les otorgaba al mejor postor.» (Miguel Primo de Rivera, Prólogo a El hecho y la idea de la Unión Patriótica, de José María Pemán, 1929)

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2.

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José María Pemán define el ideario de la Unión Patriótica «La nueva trilogía «Patria, Religión, Monarquía», representa sobre la antigua «libertad, igualdad, fraternidad», el triunfo de las realidades positivas, sobre los derechos del individuo (…) Sobre los derechos individuales puede fundarse una revolución, no una política. Una política tiene que fundarse sobre aquellos valores externos e inmutables, que superando lo individual, lo limitan y lo unen: por ejemplo, sobre la Patria, la Religión y la Monarquía.» (José María Pemán, El hecho y la idea de la Unión Patriótica, 1929)

3.

José María Pemán critica el fascismo italiano «Porque no es cierto, como Rocco cree, que el Estado moderno concebido como creador de sus fines y de su derecho, deje de ser agnóstico. Tan agnóstico es como el Estado liberal: porque el mismo agnosticismo hay en encogerse de hombros y no proclamar afirmación alguna, que es lo que hace el Estado liberal, que en escoger arbitrariamente, porque sí, como una libre determinación de su voluntad soberana, la afirmación fascista o la afirmación soviética. Desde el momento en que la afirmación no nace del reconocimiento de unos fines objetivos, reales, exteriores y superiores a él, el Estado sigue siendo agnóstico.» (José María Pemán, El hecho y la idea de la Unión Patriótica, 1929)

4.

Ramiro de Maeztu exalta el desarrollo económico «Empieza a sentirse una voluntad que no se contenta con la herencia de las glorias históricas, sino que quiere reinar sobre los vivos y reverdecer con otros nuevos, y propios de los tiempos, los laureles antiguos (…) El tiempo ha de luchar ahora con el espíritu que le cierra el paso a sus depreciaciones. Los trenes, cuya impuntualidad nos ridiculizaba a los ojos del mundo, siguen el ritmo nuevo y llegan a su hora. Las carreteras se hacen transitables; Madrid se encuentra un día con un ferrocarril subterráneo, como París y Londres. El turismo deja de ser un sueño y empieza la era de la multiplicación y adecentamiento de los hoteles (…) La aristocracia se sacude el horror a los negocios y cada prócer empieza a cuidar de sus olivos y viñas, a refinar su aceite y a dar a los vinos el aroma que trueca en exquisitos caldos populares.» (Ramiro de Maeztu, «El ritmo de un reinado», Unión Patriótica, 17-V-1927)

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䉴 TEMA 16 LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS Pedro Carlos González Cuevas

INTRODUCCIÓN Era evidente que, dada la constelación de fuerzas políticas y sociales que propiciaron su advenimiento, la II República nació escorada, desde sus inicios, a la izquierda. Por vez primera en sesenta años, el liberalismo de izquierda y el socialismo ocupaban el poder. Sin embargo, las izquierdas españolas se hallaban profundamente divididas en sus proyectos políticos y sociales. En el socialismo existió una clara división entre reformistas y revolucionarios. Por su parte, la izquierda republicana adolecía no sólo de una escasa base social, sino de una profunda ambigüedad ideológica: demoliberal y jacobina a un tiempo. Como ha señalado Stanley Payne, a la altura de 1930, España había caído en una especie de «trampa del desarrollo», que, situada en una fase intermedia de la modernización, es la que desata el conflicto más grave. El crecimiento había sido lo suficientemente grande como para fomentar la reivindicación de mejoras más rápidas; sin embargo, no se disponía de medios para responder a esas demandas hasta que país no lograra alcanzar una fase de modernización madura. De repente, España se vio embarrancada a mitad de camino, que es la situación más peligrosa, y el potencial de radicalización lo agravó aún más la estructura demográfica. Al igual que en Rusia, Alemania e Italia, en términos absolutos la nueva generación española había alumbrado la cohorte de jóvenes varones más nutrida de la historia, que proporcionalmente también era más grande que ninguna de las cohortes anteriores. El nuevo régimen tuvo, desde sus inicios, una clara voluntad de ruptura con el pasado más inmediato. En ese sentido, supuso un serio intento de transformación de la sociedad y del Estado. Sentó los principios de igualdad ante la ley, laicismo, autonomías regionales, reforma social y económica. Pero en muchos casos, los intentos iban a ser puramente voluntaristas,

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dada la escasa base social de los gobiernos, la división de las izquierdas o la precariedad del aparato estatal. Como era de esperar, la aplicación de tales proyectos, contó con la resistencia de los sectores más representativos de la derecha social y política. No era para menos. Los grandes temas se convirtieron pronto en grandes problemas generadores de conflicto. Así ocurrió con las relaciones Iglesia/Estado, ya que los proyectos de secularización desembocaron en una clara ofensiva anticlerical; y lo mismo puede decirse de los intentos de reforma agraria, de descentralización del Estado o de control estatal de las relaciones laborales. Todos estos intentos, asumidos en el texto constitucional de 1931, provocaron, a derecha e izquierda, y desde el principio, profundos resentimientos en los grupos afectados, que se extendieron luego al conjunto de la sociedad. La Constitución de 1931, aprobada por republicanos de izquierda y socialistas, establecía la posibilidad de nacionalización y socialización de la propiedad; la plena secularización de las instituciones; la prohibición a las órdenes religiosas de ejercer la industria, el comercio y la enseñanza; la disolución de la Compañía de Jesús; la jurisdicción civil de los cementerios; y la transformación de la estructura del Estado. Los dirigentes republicanos fueron, en ese sentido, incapaces de lograr un consenso básico entre la mayoría de la población. De ahí que un analista político tan agudo como el italiano Guiglielmo Ferrero no dudara en calificar a la II República como una forma de gobierno «prelegítima»1. Con frecuencia, se ha denominado a la II República, «la República de los intelectuales». Indudablemente, importantes sectores de la intelectualidad española tuvieron, en principio, un papel de primer en el advenimiento del nuevo régimen. Pero luego fueron las elites intelectuales las primeras en deslegitimar la II República. Ortega y Gasset no tardó en criticar el desarrollo de los acontecimientos, para luego tirar la toalla. Luis Araquistáin, después de un momento de euforia republicana, se mostró partidario de la dictadura del proletariado. Ramiro de Maeztu no vio otra tabla de salvación que una dictadura militar que restaurara la Monarquía. De hecho, en el campo del pensamiento político, la II República no produjo ninguna obra digna de recuerdo. Sus fundamentos políticos e ideológicos se encuentran en el proyecto republicano cuyo máximo teorizador fue Manuel Azaña Díaz; y en las diversas posiciones dominantes en el socialismo español, a lo largo de su existencia. 1

Guiglielmo FERRERO, El Poder. Los Genios invisibles de la ciudad. Madrid, 1988, p. 142.

LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

1.

MANUEL AZAÑA DÍAZ, EL LIBERALISMO REVOLUCIONARIO

1.1. El reformismo Manuel Azaña había nacido en la localidad madrileña de Alcalá de Henares en 1880, en el seno de una familia burguesa de tradición liberal. Su bisabuelo fue uno de los alcalaínos que proclamaron la Constitución de 1812 desde el balcón del Ayuntamiento. Su abuelo había participado en la revolución de 1868 y su padre se integró en las filas de la Monarquía constitucional de la Restauración, después del período revolucionario entre 1868 y 1873. Fue enviado a estudiar Derecho a una de las instituciones que formaban a las futuras elites del régimen, regentada por los agustinos, en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Su experiencia no fue positiva; y lo mismo le ocurrió, entre otros, a José Ortega y Gasset o a Ramón Pérez de Ayala con los jesuitas. En su novela autobiográfica El jardín de los frailes sometió a dura crítica la enseñanza eclesiástica y expuso gráficamente algunas de las obsesiones permanentes del futuro líder republicano, como era el papel del clero en la sociedad española de su tiempo y la interpretación tradicionalista de la historia nacional. Aquella interpretación se caracterizaba, a su juicio, por «su aridez inhumana» y, sobre todo, por la vinculación absoluta de la nación española a la Monarquía católica del siglo  XVI. En el fondo, Azaña aspiró a ser un Menéndez Pelayo al revés, liberal; su gran contradictor. Frente a la tradición católica imperial, el escritor alcalaíno llegó a oponer «la tradición humanitaria y liberal». De todas formas, Azaña no tenía una mala opinión intelectual de Menéndez Pelayo, «poeta, humanista, filósofo, orador elocuente aunque algo tartamudo», «de gran entendimiento, sapientísimo, en su corta edad». Sin embargo, no coincidía con el polígrafo santanderino en su valoración de la ciencia y la filosofía del siglo  XVI, que eran, salvo en la figura de Juan Luis Vives, muy pobres, «apenas puede citarse otro nombre en aquella época que haya influido en el pensamiento filosófico de Europa». Azaña nunca fue miembro activo de la familia krausista e institucionista, aunque mostro su admiración por Francisco Giner de los Ríos: «Hombre extraordinario, fue el primero que ejerció sobre mí un influjo saludable y hondo (…) Cuando yo comencé a frecuentar la clase de Giner de los Ríos ya se habían apagado los últimos rescoldos de la religiosidad que me infundieron los frailes». En su relación con el problema religioso, los institucionistas y Azaña no parece que recorriesen el mismo camino. Sus manifestaciones

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están muy lejos de la emoción religiosa de un Miguel de Unamuno o de un Luis de Zulueta. Azaña se acercó a la religión desde sus dimensiones políticas y jurídicas, despachando su relación personal con la religión y remitiéndose al terreno privado. La religión, para Azaña, es un territorio de la conciencia individual. Colabora en las revistas Brisas del Henares, Gente Vieja y periódicos como La Correspondencia de España y El Imparcial. En sus primeros escritos, sobre todo en su trabajo La libertad de asociación y, posteriormente, en su conferencia El problema español, se mostraba ya partidario de la democracia liberal. Y es que el problema de España era un problema de constitución del Estado y esto sólo podría solucionarse mediante la democracia, arrancándolo «de las manos concupiscentes que lo vienen guiando». Becado en París por la Junta de Ampliación de Estudios en 1911, se sintió muy identificado con las ideas y las instituciones de la III República francesa, aunque, hasta el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, no se declaró republicano, mostrándose partidario de la reforma de la Monarquía de la Restauración en sentido demoliberal. En la capital francesa, Azaña siguió los cursos de Derecho, entre ellos varios en la Escuela Nacional de Chartres, dependiente de la Sorbona, como el impartido por el célebre jurista Saleilles y el hispanista Morel-Fatio. Igualmente, asistió a las conferencias del modernista Loisy. En 1913 fue elegido secretario del Ateneo madrileño; y es uno de los firmantes del Manifiesto de la Liga de Educación Política, dirigida por José Ortega y Gasset. Milita en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez. Candidato a un acta de diputado por Alcalá de Henares, pierde la elección. Años después, le ocurre lo mismo en la localidad toledana de Puente del Arzobispo. A lo largo de la Gran Guerra, Azaña es un apasionado aliadófilo. En su conferencia Los motivos de la germanofilia, lamenta la «forzosa» neutralidad española en la contienda, ya que se encontraba, de hecho, en la parte del mundo amenazada por el pangermanismo. Pese a ello, los germanófilos se servían de los viejos pleitos históricos entre España, Francia e Inglaterra, como el tema de Gibraltar, para defender sus viejos prejuicios antiliberales y absolutistas, algo que constituía, a su juicio, una aberración. Los germanófilos pretendían una «restauración de la política imperialista de hace tres

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siglos» bajo la protección de Alemania. Sin embargo, el interés de España se encontraba en la alianza con Francia e Inglaterra. En 1919 publica sus Estudios de política francesa contemporánea, una especie de incubación de su proyecto político. En el prólogo a la obra, Azaña afirma expresamente que estos estudios se habían hecho pensando en su aplicación concreta a España. Un primer capítulo en que se define la política militar y se establecen los límites históricos y metodológicos del problema. Luego, se estudian los antecedentes políticos de la reforma militar de la III República francesa. Los cuatro últimos capítulos están dedicados a la democratización del Ejército, la oposición contrarrevolucionaria —Renan, Taine, Maurras, Barrès—, la oposición de extrema izquierda, socialista, marxista y sindicalista, y las vísperas de la Gran Guerra. Para Azaña, la originalidad francesa radicaba en que, a diferencia de España, donde el Ejército era costoso y constituía una amenaza para las libertades públicas, había sabido construir una poderosa fuerza militar dejando incólumes la soberanía y el carácter civil del Estado. A su juicio, un Ejército que mereciera ese nombre debía tener en su base una «concepción política fuerte», es decir, un número de ideas sobre la vida humana, la organización social, fines del individuo, etc. «Cuando esta base falta, el Ejército no será una construcción consciente y racional, propia de una nación civil». En 1920 funda la revista La Pluma; y tres años después aceptó la dirección de España, puesto el que sucedió la Ortega y Gasset y a Luis Araquistáin. El advenimiento de la Dictadura primorriverista supone la ruptura de Azaña con el reformismo de Melquíades Álvarez y con la institución monárquica. Su Apelación a la República supone su adhesión nítida al republicanismo. Y es que el apoyo de Alfonso XIII a una dictadura militar mostraba el carácter antinacional de la Monarquía. «La cuestión es siempre —dirá— la misma: querer la libertad o no quererla». En su ensayo sobre el «Idearium de Ganivet», analiza las raíces históricas de la debilidad del liberalismo español. Al contrario que el escritor granadino, Azaña estimaba que el movimiento de las Comunidades de Castilla era un movimiento revolucionario que luchaba contra el absolutismo representado por Carlos I. Los comuneros encarnaban, por tanto, el liberalismo. Por ello, desde el siglo XVI, con la derrota de las Comunidades quedó cortado «el normal desenvolvimiento del ser español». En ese sentido, Azaña negó, en su conferencia «Tres generaciones del Ateneo», la existencia de una auténtica revolución liberal en

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España. Los moderados fueron los que canalizaron el pacto de los escasos liberales españoles «con la nobleza, más aún, con la dinastía». «Transigen con la Iglesia y en apoyo del Estado, nacido de la Revolución, llamaron a potestades en cuyo menoscabo la Revolución se había hecho». El precio de aquellas transacciones fue nada menos que «la libertad de conciencia, lo más valioso del principio liberal». Cánovas había sido el creador del «sistema más irreal de la historia española»; un sistema político que proscribía «el examen de las realidades del cuerpo español». Todo lo cual explicaba la facilidad del triunfo del golpe de Estado de Primo de Rivera, auspiciado por el Rey, la Iglesia y el Ejército. Azaña propugnó entonces «una ideología poderosa, armazón de las voluntades tumultuarias», que emancipase a la sociedad española de «la Historia». Pero Azaña extendió su crítica hacia el espíritu del 98, que innovó y transformó los valores literarios, pero, a nivel político e ideológico, lo dejó todo como estaba anteriormente. Su supuesto profeta, Joaquín Costa, cuyo nombre invocaban los partidarios de la Dictadura, era, en la práctica, un hombre que «quisiera dejar de ser conservador y no puede». Su cirujano de hierro no pasaba de ser, en el fondo, «un modesto jefe de República presidencial», «un artificio improvisado por la desesperación» y de su «pesimismo radical y de su recelo de la democracia». En el fondo, la suya era «una revolución conservadora». En ese sentido, Azaña no fue un mero reformista liberal. Como ha señalado Manuel Aragón, su liberalismo era revolucionario, encaminado a «la total transformación de las instituciones». Típico constructivista, aspiraba a diseñar una España poco menos que exnihilo. Como dijo en una de sus conferencias más célebres, «Tres generaciones del Ateneo»: «Ninguna obra podemos fundar en las tradiciones españolas, sino en las categorías universales, humanas». Este espíritu rupturista resulta evidente en su tratamiento de la cuestión nacional. En marzo de 1930, ya caída la Dictadura de Primo de Rivera, había reconocido, en un discurso en Barcelona, la hipótesis de la secesión, la aplicación incondicionada del principio de autodeterminación: «Y he de deciros también que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella tomar sola su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, como el menor perjuicio posible para uno y para otros, y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida pudiésemos establecer al menos relaciones de buenos vecinos.»

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Posteriormente, matizaría muy mucho esta opinión; pero el concepto de nación española nunca estuvo claro en sus escritos. Y es que Azaña nunca fue, en rigor, un auténtico pensador político; es decir, careció de una teoría. Sus planteamientos son, en general, respuestas coyunturales a problemas políticos específicos. Y, en muchos casos, predomina en sus respuestas la dimensión estético-literaria sobre la reflexión genuinamente política. No existe en sus escritos y discursos la menor mención o una posibilidad de diálogo con lo más creativo del pensamiento político y social de la época. Marx no aparece nunca; tampoco Max Weber, Carl Schmitt o Hermann Heller. Su provincianismo cultural fue proverbial. El mundo de Azaña fue el de la España decimonónica, al lado del de la III República francesa: Juan Varela, Ángel Ganivet, el 98; y poco más. En su obra, no aparece la menor reflexión sobre la revolución rusa, el fascismo italiano, el nacional-socialismo alemán o el New Deal. La crisis del modelo capitalista liberal o del parlamentarismo no parece que suscitara su interés. De la misma forma, llama la atención su desconocimiento absoluto de los temas de carácter económico-social.

1.2 La apuesta radical La II República, para Azaña, debía de ser para los republicanos. No era un mero cambio de forma de Estado, sino que se encontraba ligada a un proyecto de transformación social y política, que se concretaba en la secularización de las instituciones, la reforma agraria y la revisión de la estructura territorial del Estado. Quien hubiese quedado f uera de las Constituyentes de 1931, quedaba igualmente fuera de la vida política activa. En ese sentido, pretendía que la «derecha» del régimen estuviera representada por el Partido Radical de Alejandro Lerroux; la «izquierda», por el Partido Socialista Obrero Español; y el «centro», por él y por su partido, Acción Republicana. Como luego se vería, nada más fuera de la realidad política concreta. Y es que ese esquema abstracto y voluntarista dejaba fuera del régimen a importantes fuerzas políticas y sociales, sobre todo en la derecha tradicional, en particular a la Iglesia y a los católicos. Igualmente, a los revolucionarios de la izquierda obrera, anarquistas y comunistas. Azaña siempre se declaró partidario de la alianza con el sector reformista del PSOE.

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En el gobierno provisional republicano, Azaña ocupó el ministerio de la Guerra, desde el cual se propuso reformar el Ejército. En primer lugar, promulgó un decreto en el que se exigía fidelidad al nuevo régimen; y quienes deseasen pasar a la situación de retiro conservarían su sueldo y quedarían libres para ejercer cualquier actividad. Además, se redujeron el número de divisiones y de regimientos. Se suprimieron las regiones militares y capitanías generales, transformándolas en divisiones orgánicas. Se eliminaron los empleos de capitán general y de teniente general. Se crearon tres inspecciones generales con cuartel en Madrid. Acabó con la autonomía jurisdiccional de las Fuerzas Armadas, cuyos órganos de justicia sólo podrían atender los delitos específicamente militares y bajo la dependencia, en última instancia, de una sala del Tribunal Supremo. Se creó el cuerpo de suboficiales. Se suprimió la Academia General Militar, etc. Junto al Ejército, la Iglesia. El 13 de octubre de 1931 Azaña se erigió, como jefe de gobierno, en indiscutible líder de las Cortes y de la II República. Allí pronunció, dentro de un contexto verosímil, su célebre frase, que, aislada, constituía la declaración de guerra por parte de la II República no sólo a la Iglesia, sino a la misma religión profesada todavía por una gran mayoría de los españoles: «La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado de forma tal que quede adecuado a esta fase nueva de la historia del pueblo español». Y señalaba: «Que haya en España millones de creyentes, yo no lo discuto; pero que queda al ser religioso de un país, de un pueblo, de una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el ritmo que sigue su cultura». Algo que llevaba no sólo a la separación de la Iglesia y del Estado, sino a la supresión del derecho a la enseñanza a las órdenes religiosas, medida que Azaña juzgaba de «salud pública». Y es que la influencia de las órdenes religiosas había sido nefasta para la evolución política, social y espiritual de la burguesía española. Las Cortes, seducidas por Azaña, aprobaron el artículo 26, con lo que quedaba extinguido, en un plazo de dos años, el presupuesto del clero; las órdenes y las congregaciones religiosas se sometían al estatuto de asociaciones civiles; sería inmediatamente disuelta toda orden ligada al Vaticano con un voto de especial obediencia; lo que suponía un ataque directo a la

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Compañía de Jesús; y se prohibía a las demás el ejercicio del comercio, la industria y la enseñanza. Ya como presidente del gobierno, hubo de enfrentarse a temas como el Estatuto de Cataluña y la reforma agraria. Se había aprobado en Barcelona el llamado Estatuto de Nuria, cuyos puntos más conflictivos era necesario armonizar con los contenidos del texto constitucional de 1931. Además, el filósofo José Ortega y Gasset, líder de la Agrupación al Servicio de la República, había criticado, en sus intervenciones parlamentarias, algunos puntos del Estatuto, y al nacionalismo catalán. A su juicio, Cataluña adolecía de «señerismo», una voluntad de «vivir aparte», que resultaba incoercible, y que tan sólo podía «conllevarse» por parte del resto de los españoles. No se mostró el filósofo partidario de ceder a las instituciones la enseñanza ni el orden judicial. Había que dar satisfacción, sin duda, al «anhelo regionalista»; pero sin merma de la soberanía nacional. El 27 de mayo de 1932 Azaña pronunció un largo discurso, de más de tres horas, en el que fijó su posición «histórica» en el debate. Se trataba, a su juicio, de una cuestión cuyo encaje dentro de la República era «principal y primordial en la organización del Estado español», en tanto que el Estatuto era un proyecto legislativo «que aspira, ni más ni menos, que resolver el problema político que está ante nosotros». Un problema que Ortega había considerado insoluble; algo que Azaña consideraba exagerado. El problema político que había que afrontar, en suma, era el de «conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o voluntad autonomista de Cataluña (y de las regiones españolas) con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República», tal y como lo definía la Constitución. Azaña no creía, como Ortega, que el problema tan sólo pudiera «conllevarse». Por el contrario, el líder republicano estimaba que una «política inteligente» podía forjar modos satisfactorios de convivencia nacional si sabía armonizar «tradición» y «razón». Además, en el caso de las libertades regionales españolas y de los diversos pueblos peninsulares, la razón no estaba en desacuerdo con la propia tradición española. La política seguida por la Monarquía y por la Dictadura había consistido en negar la existencia del catalanismo. Un error que podía ser subsanado por una política que fuera capaz de corregir la tradición mediante el uso de la razón, definida como «una fuerza de invención y de creación que introduce en la vida política un giro nuevo». En concreto, Azaña propone la aprobación del Estatuto de autonomía, que ha de mantenerse dentro de los límites concep-

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tuales de la Constitución. Una vez aprobado, su significación estaba clara: «el organismo de gobierno de la región —en el caso de Cataluña, la Generalidad— es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni defensivo, ni agresivo, sino una parte integrante de la organización del Estado de la República española». Frente a Ortega y Gasset, Azaña no era partidario de una doble Universidad; era mejor una sola para lograr la compenetración moral e intelectual mediante la convivencia y la comunicación diaria entre jóvenes que emplean como primera lengua el catalán y el castellano. La cuestión de la lengua y de la enseñanza era, en palabras de Azaña, «la parte más interesante para los que tienen el sentimiento autonómico, diferencial o nacionalista, porque es la parte espiritual que más les afecta y singularmente lo es de un modo histórico porque el movimiento regionalista, particularista y nacionalista de Cataluña ha nacido en torno a un movimiento literario y de una resurrección del idioma». Y es que la República debía ser «más generosa y comprensiva con el sentimiento catalán». La Universidad «única y bilingüe» era «el foco donde pueden concurrir unos y otros». Para Azaña, el castellano no necesitaba ninguna protección política, ya que no puede «suponer que los catalanes y los vascos o quien fuera autónomo en España, quieran dejar de hablar castellano», por su propio interés; y, de hecho, «la expansión de la lengua castellana en las regiones españolas no se ha hecho nunca de real orden». El debate del Estatuto catalán se complicó, al coincidir con la discusión de la ley de reforma agraria. Poco interesado en los problemas de carácter económico-social, Azaña apenas se implicó en ese debate. Sin embargo, el pronunciamiento militar acaudillado por el general José Sanjurjo y su posterior fracaso tuvieron como consecuencia la aprobación tanto del Estatuto como de la reforma agraria. Por expresa iniciativa de Azaña se incluyó a última hora en la ley de reforma agraria una vindicativa disposición para expropiar sus tierras a la Grandeza de España, a la que se consideraba inserta en la conspiración y en la que se veía a la clase social enemiga por excelencia de la República. Sin embargo, tras estas victorias políticas, iba a iniciarse, a muy corto plazo, el declive político del líder republicano. El escándalo por la matanza de Casas Viejas, la reorganización y auge de las derechas tradicionales; y, a nivel exterior, la llegada de Adolfo Hitler al poder, condicionaron la caída de Azaña. La victoria de las derechas y del Partido Radical de Alejandro Lerroux en las elecciones de 1933, fue, lógicamente, muy mal recibida por

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Azaña, quien consideró una traición a la esencia de la República la posible participación de la CEDA en el gobierno. Azaña llegó a poner en duda la legitimidad y la legalidad de los resultados de las elecciones. Algo que, indirectamente, favoreció a los planteamientos subversivos de un sector del PSOE y de las izquierdas nacionalistas catalanas. Relacionado sin pruebas con el intento revolucionario de la izquierda socialista en Asturias y de la izquierda catalanista en Cataluña, la figura de Azaña terminó convirtiéndose en aglutinante de las izquierdas, para la ulterior organización del Frente Popular. Tras la victoria electoral de la coalición de izquierdas, Azaña preside el gobierno y luego, una vez destituido Niceto Alcalá Zamora, la presidencia de la II República. Durante la guerra civil, la labor político-literaria de Azaña adquirió nuevos perfiles. Todos sus discursos estuvieron presididos por una preocupación casi obsesiva, la de que él representaba «el Estado legítimo». «Mi presencia en este atrio —dirá en Valencia en  1937— significa y denota la continuidad del Estado legítimo republicano». Su pesimismo era absoluto. Nunca creyó en una posible victoria de los republicanos; y el porvenir de España como nación era muy oscuro: «Durante cincuenta años los españoles están condenados a pobreza estrecha y trabajos forzados». Se sintió traicionado, además, por el «eje» Barcelona-Bilbao, constituido por nacionalistas vascos y catalanes, desleales a la causa republicana y deseosos de conseguir la independencia pactando con las potencias extranjeras. Temía, además, la hegemonía de los sectores revolucionarios en el Estado republicano. Su obra más significativa fue, en este período, La velada en Benicarló, una significativa pieza político-literaria, en la que ofrece su interpretación del significado de la guerra civil y reflexiona sobre la trayectoria histórica de España. En la obra, Azaña se desdobla en los personajes de Garcés y Elíseo Morales. A su entender, la sociedad española buscaba, desde hacía cien años, «un asentamiento firme». «No lo encuentra. No sabe construirlo». La II República había pretendido ser una solución a ese problema; una solución de «término medio». Lo fundamental era, en su opinión, defender «la República legal», no la revolución social ocurrida en España tras el estallido de la guerra civil, «un derrame sindical, paralizante como un derrame sinovial», fruto del «cabilismo social de los hispanos». Azaña volvía a sostener, en esta obra, que en España «no se había consumado la revolución liberal»; el siglo XIX había sido «un siglo de liberalismo superficial».

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Vencido y desanimado, Manuel Azaña pasó el  4 de enero de  1939 a Francia. Dimitió de su cargo de presidente de la República el 27 de febrero; y murió el 3 de noviembre de 1940 en la localidad francesa de Montauban.

2.

2.1.

EL SOCIALISMO ESPAÑOL, ENTRE EL REFORMISMO RADICAL Y LA REVOLUCIÓN El bienio reformista

Al producirse la caída de la Monarquía, el Partido Socialista Obrero Español asumió un nuevo papel histórico como máximo soporte de la nueva legalidad republicana. El socialismo pasó a ser la piedra angular del nuevo régimen. Los socialistas españoles habían participado en las instituciones y organismos estatales de reforma social. Existió, además, una clara colaboración del PSOE y la Dictadura de Primo de Rivera. Francisco Largo Caballero, el líder de la Unión General de Trabajadores, había ocupado el cargo de consejero de Estado en la etapa primorriverista. Algo que fue muy criticado por comunistas y anarquistas, que habían sido perseguidos a lo largo del período dictatorial. El heterodoxo comunista Joaquín Maurín, en su discutido libro Los hombres de la Dictadura, presentaba a Largo Caballero y Pablo Iglesias, entre otros, como propiciadores y colaboracionistas con Primo de Rivera. Y es que, para Largo Caballero y sus seguidores, las formas de gobierno venían a ser accidentales e instrumentales al lado del imperativo básico, la consolidación del sindicato y del partido en la sociedad española. Tanto en sus artículos periodísticos anteriores a la Revolución rusa, como en su defensa de los comités paritarios en 1927, o en su librito Presente y futuro de la UGT, la argumentación es la misma: el deber de protección que respecto a sus asociados corresponde a las organizaciones obreras, exige «vigilar permanentemente en los sitios donde se trate algo que directa o indirectamente se relacione con los intereses obreros; abandonar esos sitios es abandonar la defensa de esos intereses en beneficio de los patronos y dejar el campo libre a toda clase de enemigos». De modo similar se explica la permanencia de representantes obreros en los gobierno de izquierda en los dos primeros años de la II República. En las elecciones municipales de 1931, Largo Caballero defendió la forma de gobierno republicana como único marco posible del socialismo. Sin embargo, no era posible

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ceñirse a colaborar en las instituciones del nuevo régimen. Apoyados en un reconocimiento explícito de la debilidad de la burguesía republicana, los socialistas condicionaron su participación al momento en que la II República fuera autosuficiente. De esta suerte, en los sucesivos congresos y en las reuniones de los órganos directivos del partido —con la constante oposición de la minoría acaudillada por Julián Besteiro— se establecieron unos límites morales y materiales de una colaboración que se fue prolongando en el tiempo. En este contexto, proliferaron, a lo largo del primer bienio republicano, una serie de publicaciones socialistas de signo reformista, al lado de los manifiestos oficiales del partido, los discursos de los líderes de la central sindical, y las intervenciones de los diputados socialistas al discutirse el texto constitucional. Cuatro libros del momento, destacan en ese sentido: Los socialistas y la revolución, del dirigente sindical Manuel Cordero; Nosotros los socialistas. Lenin contra Marx, del periodista Antonio Ramos Oliveira; La UGT ante la Revolución, de Enrique de Santiago; y El Estado socialista. Nueva interpretación del comunismo, de Javier Bueno. La argumentación de esta publicística se redujo a destacar la necesidad de la intervención socialista para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, a intentar contrarrestar las acusaciones de «socialfascismo» y «colaboracionismo» con Primo de Rivera, que llovían desde el comunismo y el anarquismo. «La República —explicaba Ramos Oliveira— está haciendo socialismo. Para mañana, eso vamos ganando los socialistas. Que no nos ocurra lo que a los rusos: que la República nos dé resuelto o casi resuelto un problema que después de la revolución socialista, hurtaría esfuerzos formidables al nuevo Estado». En el libro de Manuel Cordero, la argumentación central es la de Eduard Berstein: mediante una constante evolución podrá ser suprimido el capitalismo, «emancipando al trabajador de la esclavitud del salario», «desapareciendo las clases en pugna». De Santiago critica la actitud de los anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo, «producto de la reacción de la burguesía ignorante, explotadora y perversa de nuestro país, y desaparecerá con ella tan pronto como el obrero se eduque y pueda respirar libremente». Justificaba, además, la estrategia socialista ante la Dictadura, que había sabido desarrollar una oposición constructiva frente a Primo de Rivera. Lo fundamental era garantizar la protección del trabajador, promulgando una legislación que los patronos que comprometiesen a

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cumplir. Sólo si el capitalismo incumpliera ese compromiso «su arrogancia precipitará el término de la etapa capitalista». Por su parte, Javier Bueno, militante de la UGT, no del PSOE, proponía un proyecto de Estado socialista como Estado sindical. A su entender, el capitalismo había llegado a su fin; y tenía que ser sustituido por una nueva organización social, en donde las clases desapareciesen y fueran sustituidas por «los núcleos o agrupaciones profesionales, los Sindicatos». La organización de este Estado cobraría forma mediante núcleos sociales o sindicatos profesionales, desde los primeros del taller, fábrica, oficina o distritos, pasando por los «sindicatos o consejos regionales» hasta el «Congreso de los sindicatos (Parlamento)». Como consecuencia, «el Congreso de representantes de los Sindicatos es en el Estado socialista la máxima representación de la soberanía popular». En los sucesivos gobiernos republicanos del primer bienio, los socialistas ocuparon diversas carteras ministeriales. Indalecio Prieto fue ministro de Hacienda y de Obras Públicas. Fernando de los Ríos, ocupó las de Justicia, Instrucción Pública y Bellas Artes y la de Estado. Y Francisco Largo Caballero la de Trabajo y Previsión Social. Sin duda, la más discutida fue la gestión de éste último. El rasgo esencial de su proyecto político fue la pretensión de colocar la maquinaria de las relaciones de trabajo en el corazón mismo del Estado, que supusiese un control global del mundo del trabajo desde el poder, abandonando la concepción de la regulación las relaciones laborales como un actividad subsidiaria o paliativa, que era la idea del liberalismo intervencionista desde comienzos del siglo  XX. Prestó, en cambio, menos atención a los asuntos de la Seguridad Social. Su proyecto de control obrero no llegó a ser discutido en el Parlamento. Muy polémica fue igualmente la Ley de Jurados Mixtos, objeto de resistencia por parte de los empresarios, las derechas y los anarcosindicalistas. No menos polémica fue la de Contratos de Trabajo, tachada de amenaza contra el orden social. Y lo mismo ocurrió con la de Términos Municipales. Dada la oposición suscitada, los objetivos de la legislación no se cumplieron; lo que, según Julio Aróstegui, desencadenó una profunda revisión de la dinámica futura del sector socialista que representaba Largo Caballero. La radicalización posterior, fue consecuencia de su salida del gobierno, de la crisis económica y del temor a la destrucción de la obra legislativa llevada a cabo a lo largo del bienio.

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Fuera ya del gobierno y perdidas las elecciones de noviembre de 1933, buena parte del PSOE consideró imposible realizar su proyecto político dentro de la «democracia burguesa». Largo Caballero y otros líderes socialistas hicieron referencia a la «dictadura del proletariado» y se valoró positivamente la experiencia bolchevique. Se denunció al nuevo gobierno presidido por el líder radical Alejandro Lerroux, que encarnaba, a su juicio, la «reacción fascista» y al que, posteriormente, se calificó de «dictadura burguesa». De aquella nueva coyuntura nació el mito de Largo Caballero como «Lenin español». Y el líder socialista hizo llamadas a la insurrección a la revolución social. No fue Largo Caballero, sino Indalecio Prieto quien elaboró un programa revolucionario para el PSOE, en el que se propugnaba, entre otras cosas, la abolición de la Guardia Civil y del Ejército, la socialización de la propiedad agraria, no de la industrial, la reforma radical de la enseñanza, la disolución de las órdenes religiosas, etc. A ello añadió Largo Caballero el planteamiento de la organización de un «movimiento francamente revolucionario», con participación de otros partidos obreros.

2.2 Luis Araquistáin y Leviatán En mayo de 1934 apareció la revista Leviatán, cuya dirección recayó en el periodista Luis Araquistáin Quevedo. Nacido en la localidad santanderina de Bárcena de Pie de Concha en 1886, Araquistáin era un periodista autodidacta, asiduo colaborador España, El Sol, La Voz y El Liberal. Su estancia en Alemania le facilitó la toma de contacto con círculos filosóficos e intelectuales, empezando por el neokantiano Hermann Cohen y los sectores de influencia diltheyana. Sus escritos delatan igualmente la influencia de Joaquín Costa, Friedrich Nietzsche y Marcelino Menéndez Pelayo. En ese sentido, su insistencia en la importancia de factores como «el carácter nacional» resulta muy significativa. En realidad, Araquistáin nunca fue un marxista; ni conoció con profundidad el pensamiento de Marx. En sus análisis de la situación española brillaba por su ausencia del materialismo histórico. Para Araquistáin, el problema de España tenía sus raíces en la psicología; era un problema psicológico en el que la religión católica tenía un papel de primer orden. La «hipertrofia de la domesticidad» que padecían, a su juicio, los españoles era consecuencia del «espíritu originario de renuncia del catolicismo, que, al predicar que el hombre no se preocupe salvo de la gloria ultraterrena, le induce al desdén por lo mundanal y a no ver cual-

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quier aspiración de tejas abajo sino pecado de vanagloria». El catolicismo español había retrasado, además, por su estructura de imperio universal, «la formación psicológica de la nacionalidad». Durante el primer bienio republicano, Araquistáin comparte el reformismo radical de Largo Caballero. Antes de su embajada en Alemania, entre 1932 y 1933, colaboró estrechamente como subsecretario del Ministerio de Trabajo, al mismo tiempo que intervino como miembro de la Comisión Parlamentaria en la preparación del texto constitucional de 1931. Suya fue la paternidad oficial de la célebre fórmula de España como «República de trabajadores de toda clase». En aquellos momentos, creía que había que completar el programa expuesto en sus libros anteriores acabando con los residuos feudales existentes en la sociedad española en aras de una modernización que relegaba a largo plazo los objetivos genuinamente socialistas. Tampoco aplicó, en estas circunstancias, categorías marxistas al análisis de la circunstancia española. Acentuó incluso su fidelidad a la «psicología de los pueblos» y veía en la «decadencia del carácter español» el motor de la crisis a superar en la España de los años treinta. El corte teórico que condujo al escritor santanderino hacia posiciones revolucionarias fue el provocado por la crisis de la coalición republicanosocialista y el asentamiento de las derechas en el poder. Igualmente tuvo influencia, aunque mucho menor de lo que ha solido afirmarse, la crisis de la social-democracia alemana y el ascenso del nacional-socialismo al poder. Durante un año, ocupó la embajada española en Alemania y tuvo oportunidad de contemplar los progresos del nacional-socialismo. Incluso pronunció una conferencia sobre Menéndez Pelayo y la cultura alemana, muy elogiosa hacia el historiador cántabro. Araquistáin dimitió de su cargo poco después de la llegada del Hitler al poder, obligado, además, por la promulgación de la ley de incompatibilidades, que, entre otras cosas, contenía la prohibición de desempeñar simultáneamente el cargo de diputado y los libre nombramiento por el gobierno. Sin embargo, no creía que en España hubiera, por el momento, un peligro fascista, ya que no existía, diría en un informe, «ni un Mussolini, ni tan siquiera un Hitler». Para entonces, estimaba que el reformismo socialdemócrata había periclitado; tan sólo quedaba la alternativa revolucionaria y el recurso al marxismo como criterio de análisis. De esta experiencia y de estas premisas nació la revista Leviatán. El término «leviatán» había formado

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parte del léxico de Araquistáin. Se trata de designar un símbolo de poder sobreimpuesto a las fuerzas individuales, ya sea un sistema político, una situación o un artefacto guerrero. En 1934, el precursor es claramente Thomas Hobbes. Sólo la viñeta recuerda al monstruo bíblico del Libro de Job. Para Araquistáin, el título de Leviatán aludía, por tanto, al nuevo Estado que se estaba gestando en las entrañas de la sociedad contemporánea como única salvación en el caos a que le ha conducido la anárquica economía individualista. En consecuencia, el Estado absoluto de Hobbes como sistema de poder que se ejerce sobre la colectividad en su propio interés, para superar los conflictos individuales, representa en los preliminares de la sociedad burguesa lo mismo que el nuevo Leviatán, la dictadura del proletariado, prevista por los fundadores del socialismo científico para cancelar definitivamente las contradicciones de dicha sociedad. Leviatán, como sistema de poder absoluto, surge en los inicios de la sociedad burguesa y sella su desaparición. El núcleo más coherente de colaboradores de la revista procedía del PSOE. Figura igualmente un fuerte contingente de extranjeros, y en particular de hispanoamericanos. Entre los primeros, colaboran inicialmente los prohombres del partido, como Julián Besteiro, Fernando de los Ríos, Rodolfo Llopis, o Luis Jiménez de Asúa, que abandonaron sus páginas posteriormente conforme se acentuaba el radicalismo de la revista. La continuidad se aseguró a través del círculo interno de escritores allegados al director, como Francisco Carmona Nenclares, Antonio Ramos Oliveira, Juan Falces Elorza, Alfredo Lagunilla, Julio Álvarez del Vayo, etc. Otros colaboradores fueron comunistas y sindicalistas como Andrés Nin, Joaquín Maurín, Ángel Pestaña. Entre los extranjeros, destacan Otto Bauer e Ilya Eremburg. Para Araquistáin y sus colaboradores, la alternativa estaba clara. El dilema no era ya Monarquía o República, sino «dictadura capitalista o dictadura socialista». La vía reformista, propugnada por el PSOE entre 1931 y 1933, quedaba olvidada. Así lo señaló entre otros, Antonio Ramos Oliveira en su entonces famoso libro El capitalismo español al desnudo, en cuyas páginas afirma que el fracaso de la experiencia reformista del primer bienio republicano sólo podría explicarse a la luz de la dominación ejercida por las clases titulares del poder económico sobre el aparato estatal que en teoría escapaba a su control. Una de las secciones permanentes de la revista era la selección de textos de Karl Marx y Friedrich Engels, particularmente AntiDühring. Karl

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Kautstky se consideraba peligroso, por ser «la fuente del reformismo». De la misma forma, se sometió a crítica severa el New Deal, de Roosevelt, al que se presentaba como un «prolegómeno del fascismo». El fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán son analizados, en Leviatán, como frutos de la crisis económica; el apoyo de parados ganados por formulaciones demagógicas; sus bases sociales provenientes de las clases medias, de los artesanos, etc; el apoyo del gran capital como beneficiario del proceso de fascistización. Luis Araquistáin establecía un paralelo entre los partidos fascistas y las bandas de la Italia renacentista, «una banda de condottieros, un ejército privado de mercenarios que pagan los grandes industriales de ambos países por temor al comunismo». Además, Araquistáin creía que el problema de la universalidad del fascismo dependía de «las variantes psicológicas de la clase media de cada nación». Existían naciones con «espíritu de mercenarios» (Italia y Alemania), de «vocación aventurera» (España) y las poseedoras de colonias que le sirve de «válvula de escape» (Francia e Inglaterra). En las páginas de Leviatán se popularizarían las tesis de Wilhelm Reich sobre la psicología de las masas del fascismo. En contraste, existía una valoración muy positiva de la Unión Soviética, que, en opinión de los redactores, se iba encaminando hacia un régimen de democracia perfecta, al borde de la desaparición definitiva de las diferencias de clase. Era, a juicio de Segundo Serrano Poncela, la transformación de la dictadura en «democracia social». En las páginas de Leviatán se dio igualmente una mitificación de la figura de Pablo Iglesias como revolucionario y marxista. Según Ramos Oliveira, Iglesias era «un intérprete inteligentísimo del marxismo». Y, de acuerdo con esta interpretación, su trazado doctrinal resultaba incompatible con las pretensiones de modificar el sistema económico mediante reformas graduales. El fundador del PSOE era colocado en la trayectoria ideológica que llevaba de Marx y Engels a Lenin, al reconocer, según Araquistáin, «como necesaria la conquista revolucionaria del Poder por el proletariado y la dictadura de la clase obrera inmediatamente tras esa conquista». Leviatán se mostró extremadamente agresivo con algunos intelectuales de la derecha, como Ramiro de Maeztu, Armando Palacio Valdés o Salvador de Madariaga. No obstante, el más atacado fue José Ortega y Gasset, a quien Araquistáin tachó de «profeta del fracaso de las masas», «corruscante escritor», «pequeño burgués», «romántico» —en el sentido de Carl Schmitt—,

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«egocéntrico», etc. Luego, descalificó su pensamiento como «inconcluso y contradictorio», «como obra casi siempre improvisada por lo general y desprovisto de una información completa o bastante amplia, cuyas fuentes, por otra parte, rara vez aparecen en sus escritos». Ortega y Gasset era un «individualista vitalista a ultranza, para quien la sociedad, ahora y siempre, tiene una inmutable estructura». Su vitalismo era, en consecuencia, «esencialmente contrarrevolucionario», heredero de Schopenhauer y Nietzsche. El largocaballerismo no sólo estuvo representado por Leviatán y su filial Claridad, sino por las Juventudes Socialistas, dirigidas por Santiago Carrillo. La causa de la unidad obrera, el enfrentamiento con los sectores disidentes del socialismo y la preparación para el asalto revolucionario alcanzaron en su acción, una explicación contundente. El proceso de bolchevización terminó, tras la unificación de las Juventudes Socialistas y Comunistas en abril de 1936, en el desplazamiento de un sector importante de las Juventudes al PCE. Largo Caballero hizo mención reiteradamente a la necesidad de organizar milicias socialistas, a las que se refería como «nuestro ejército». Un prólogo a este proceso insurreccional fue la huelga campesina puesta en marcha por la Federación de Trabajadores de la Tierra, finalmente fracasada ante la acción del gobierno. Finalmente, la reiterada amenaza de huelga general revolucionaria se hizo realidad cuando el líder católico José María Gil Robles logró acceder al gobierno con tres carteras ministeriales. La insurrección de octubre de 1934 se caracterizó por su mala organización y sólo pudo triunfar momentáneamente en Asturias durante dos semanas. Sin embargo, «Octubre» se convirtió en un mito positivo para la mayoría de los socialistas.

2.3

Julián Besteiro, la alternativa reformista

Frente a estas tendencias claramente revolucionarias, surgió la defensa del reformismo, cuyo principal teórico fue Julián Besteiro Fernández. Nacido en Madrid el 21 de septiembre de 1870, en el seno de una familia de clase media, Besteiro había sido alumno de la Institución Libre de Enseñanza. Fue discípulo de Giner de los Ríos, de quien declaró: «él era mi mayor afecto y él influyó decisivamente en los derroteros de mi vida», «fue mi maestro, fue mi padre espiritual, fue mi todo». Entre 1896 y 1900 publicó varios artículos breves de psicología en el Boletín de la Institución; pero no aceptó la

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filosofía krausista. Inició sus estudios en la Universidad Central. Una vez obtenido el título, se trasladó a París y Alemania en viaje de estudios, donde recibió la influencia del positivismo y del neokantismo. Besteiro se vio igualmente influido por el guildismo británico. A su regreso, concursó y obtuvo en 1911 la cátedra de Lógica en la Universidad de Madrid. En un principio, militó en el republicanismo primero en la Unión Republicana y luego en el Partido Radical de Alejandro Lerroux, hasta 1912, año en que solicitó el ingreso en el PSOE. En el XI Congreso de la UGT fue elegido miembro del Comité Nacional del sindicato; y al año siguiente, en el X Congreso del PSOE, miembro del Comité Nacional del partido. Durante la crisis del 1917, fue miembro del Comité de Huelga del movimiento de agosto; y, una vez fracasado, condenado a reclusión perpetua, junto a Anguiano, Largo Caballero y Andrés Saborit. Su participación en la revolución política de 1917 tenía como fundamento su concepción de que, para llegar al socialismo, era preciso que España tuviera un desarrollo capitalista y unos cambios políticos. Para él, «España es un país de negociantes y rentistas que explotan al pueblo». Las movilizaciones en pro de la amnistía cobraron importancia, y en las elecciones a diputados de febrero de 1918, el Comité de Huelga resultó elegido para la representación parlamentaria y, por tanto, fue amnistiado. Desde entonces, Besteiro se asoció al reformismo teórico de los sectores de la UGT, que encarnaron los líderes Saborit, Trifón Gómez y Lucio Martínez, partidarios de potenciar como valor fundamental la estabilidad y la disciplina de la organización. En 1926, sucedió a Pablo Iglesias en la presidencia del PSOE y de la UGT. Aunque se declaró marxista, Besteiro heredó de la Institución el organicismo social; y fue siempre partidario de una segunda cámara de representación de intereses sociales, la sustitución del Senado por una «Cámara corporativa», en la que estuvieran representados el trabajo manual y la inteligencia. La otra Cámara sería la clásica demoliberal, surgida del sufragio universal. Besteiro dimitió de la presidencia del PSOE y de la UGT en febrero de 1931, en la antesala de la proclamación de la II República. Y es que no consideraba conveniente la participación del PSOE, primero en el Comité Revolucionario, y luego en los posibles gobiernos republicanos, de acuerdo con su idea de que el papel de la burguesía no debía desempeñarlo el proletariado, y de que éste colaborase en el poder sólo cuando pudiese realizar plenamente sus fines políticos.

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Elegido diputado en julio de  1931 fue presidente de las Cortes Constituyentes. Como presidente de la UGT, se mostró contrario a la apuesta revolucionaria de Largo Caballero y sus partidarios. Quedó, sin embargo, en minoría en la discusión del Comité Nacional de la UGT de 27 de enero de 1934, dimitiendo a continuación de la presidencia. Besteiro llegó a calificar la tendencia defendida en Leviatán de «socialismo mitológico». La defensa de las posiciones de Besteiro corrió a cargo del semanario Democracia, fundado por Andrés Saborit en junio de 1935. La pretensión del semanario era, según su director, la vuelta del PSOE a «táctica gloriosa y tradicional». Enfatizaba su oposición a cualquier tipo de dictadura, «somos, por el contrario, defensores de la democracia, sin pactos, confusiones ni colaboracionismos de carácter permanente con los partidos burgueses». «Para todos, nuestro respeto, nuestra solidaridad, nuestro apoyo frente al fascismo, esto es, frente a la dictadura». Democracia no sólo sirvió de plataforma Besteiro en su polémica con Leviatán, sino que reprodujo artículos de Indalecio Prieto y otros socialistas críticos con las posturas revolucionarias de Largo Caballero. En sus páginas, colaboraron Trifón Gómez, Lucio Martín Gil, Juan José Morato, etc. El peso de la línea teórica cayó en Saborit y su blanco principal fue la bolchevización del partido impulsada por las Juventudes Socialistas. Los textos clásicos socialistas reproducidos fueron traducciones de Kautsky y ocasionalmente aparecieron colaboraciones ajenas al socialismo, con las firmas de «Fabián Vidal», Xanti de Meabe y Ángel Pestaña. Democracia tan sólo duró seis meses; pero las tendencias besteirianas no se limitaron a dicha publicación. Besteiro llevó a cabo la edición de otro órgano socialista, titulado Los marxistas, con la colaboración de Gabriel Mario de Coca, que intentó cubrir el vacío teórico para el que Democracia había resultado del todo ineficiente. Otro órgano fue Tiempos Nuevos, dirigido por Saborit, donde se insertaron textos del «planista» belga Henri de Man, partidario de una economía mixta con intervención del Estado. La campaña de Besteiro culminó con la publicación del libro de Gabriel Mario de Coca, Anti-Caballero. Sin embargo, el principal texto de la corriente reformista fue Marxismo y antimarxismo, discurso de entrada en la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Julián Besteiro, pronunciado el  28 de abril de  1935. Para

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Besteiro, el marxismo es ciencia y, concretamente, su método ha de ser el de las ciencias físicas. El marxista ha de proceder como el físico, el biólogo o todos los investigadores u hombres de ciencia. En último término, esta metodología marxista tiene valor en sí mismo, como instrumento de conocimiento científico. Algo que tiende a relegar a un segundo plano la praxis revolucionaria en nombre del evolucionismo. Según Besteiro, «el triunfo del socialismo es función de la ciencia». La teoría precede a la praxis y determina la ciencia social. Besteiro concibe la dialéctica como la dinámica de las ideas, al afirmar que «la dialéctica es movimiento de las ideas, que progresan, que se transforman por causas internas, inmanentes, como dicen los filósofos, dadas por ellos mismos, no por causas que vienen del exterior». En el ámbito de lo específicamente político, el autor valoraba positivamente las experiencias reformistas europeas y el New Deal norteamericano. La defensa del reformismo se asienta en la «teoría de la impregnación», de raíz fabiana, que entendía la penetración progresiva del socialismo en la sociedad capitalista, prueba empírica de su validez. Es un principio que preside todo el discurso: «Las tendencias opuestas al progreso del socialismo se han ido impregnando de la misma doctrina que combatían». Al desarrollarlo, Besteiro proclama su fe en la capacidad de transformación social de gobernantes como Roosevelt, y de tránsfugas del socialismo como MacDonald o Millerand. De la misma forma, celebra las tendencias «planistas» de Henri de Man. Besteiro veía igualmente impregnación socialista en el fascismo y en el nacional-socialismo alemán. La ideología fascista era «una nueva forma de romanticismo». Su función histórica consistía en la eliminación del poder de la burguesía liberal. Sin embargo, esta toma del poder por el fascismo es sólo el precio a pagar por la defensa a ultranza de la propiedad privada. El recurso al fascismo le sirve a Besteiro para criticar la doctrina de la dictadura del proletariado. A su entender, Marx, cuando empleaba dicho concepto, quería decir «ejercicio democrático del poder por la clase obrera». Y señalaba que un Partido Socialista fuera del poder que acentuara el culto a la violencia «puede fácilmente degenerar en un reformismo revolucionario y violento de psicología y actuación muy semejante a la del fascio». Para Besteiro, se trata de contraponer «un socialismo autoritario, cuartelero, despótico dominado por pasiones ciegas» y «un socialismo inteligente, dueño de sus propias acciones y verdaderamente libertador de los esclavos del capitalismo», y en cuanto a tal marxista: el socialismo democrático.

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La respuesta de Leviatán no se hizo esperar. Araquistáin publicó en la revista dos largos artículos titulados «El profesor Besteiro o el marxismo en la Academia» y «Un marxismo contra Marx». Para Araquistáin, los supuestos de Besteiro no eran marxistas, sino fabianos. Le reprochaba su admiración por Roosevelt, al igual que la apología de los tránsfugas del socialismo. Le acusaba, además, de superficialidad en su análisis del fascismo y del nacional-socialismo: «El fascismo —como Roosevelt— sirve a la burguesía en la sociedad y en el Estado, que son una misma cosa. Si a la burguesía, mientras sea dueña del capital, no le conviniesen las dictaduras de Hitler y Mussolini y los paños calientes de Roosevelt, estos hombres no estarían en el Poder ni veinticuatro horas. Pensar otra cosa es no darse cuenta del marxismo ni de lo que está ocurriendo en el mundo». En definitiva, el de Besteiro era un marxismo «para uso de académicos», «un marxismo contra Marx». Y es que, a diferencia de lo sustentado por el catedrático de Lógica, el marxismo no era evolucionista, ni partidario de la democracia liberal, sino partidario de la revolución, de la violencia y de la dictadura: «Estado burgués y democracia burguesa son sinónimos, instrumentos ambos de opresión del proletariado por la burguesía». Las luchas políticas e intelectuales continuaron en el seno del PSOE a lo largo del período republicano, incluso tras la victoria electoral del Frente Popular, en el que los socialistas habían entrado coaligados con la izquierda republicana y los comunistas. Buena prueba de ello fue la rivalidad y la animadversión entre Claridad y El Socialista, que terminó a bofetadas entre Luis Araquistáin y Julián Zugazagoitia durante la ceremonia de proclamación de Manuel Azaña como presidente de la II República el 10 de mayo en el Palacio de Cristal del Retiro madrileño. Al estallar la guerra civil, Largo Caballero, fue nombrado presidente del gobierno, pero caería en mayo de 1937, víctima de la estrategia comunista. Aislado políticamente, Besteiro acabó dando su apoyo al golpe de Estado del coronel Segismundo Casado contra Juan Negrín. La unidad del PSOE tardaría mucho en restablecerse. Desde sus exilio, Luis Araquistáin, años después, expresó una valoración muy negativa de su labor político-intelectual realizada en Leviatán: «Algunos amigos y yo marxistizamos un poco en la revista Leviatán durante dos o tres años de la República, pero sin entrar muy a fondo en el

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tema y más bien con propósito de vulgarización. En suma, repito: de verdadera originalidad nada.»

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Crítica de Azaña a la revolución liberal española «El moderantismo se instala para siempre mediante una corta oligarquía de hombres entendidos en la administración y en los negocios, y acaba por anexionarse el Estado, convirtiéndole en dependencia de un partido. Su política consiste en hallar un orden legal que cubra el despotismo y en cebar las ambiciones con el fomento de los intereses materiales.» (Manuel Azaña, Tres generaciones del Ateneo, 1930)

2.

Crítica de Azaña a la Restauración «Cánovas, político de realidades, ha creado el sistema más irreal de la historia española. La restauración proscribe las realidades del cuerpo español; no podía progresar dentro de sus líneas y se condenaba a la esterilidad; o si progresaba iba derecha a su propia destrucción. Cánovas, lo sabía. Nadie ha tenido de los españoles peor opinión que Cánovas, y al caer fulminado como pertenecía a sus pretensiones de titán, llevándole quizás la convicción de que su patria no le había merecido, rodó también el fardo que llevaba a cuestas.» (Manuel Azaña, Tres generaciones del Ateneo, 1930)

3.

Crítica del regeneracionismo de Costa «A Costa le faltó comprender por qué un pueblo puede sublevarse, en ciertos momentos, para cambiar la Constitución, y no se subleva para que le construyan pantanos. Todo Costa es, seguramente, realizable el día menos pensado, sin que desaparezcan ninguna de nuestras aspiraciones actuales. Por añadidura era jurista. Su tragedia es la de un hombre que quisiera dejar de ser conservador, y no puede. Caso muy español. Entre su historicismo, su política de «calzón corto», su despotismo providencial y

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restaurador, y el análisis, la introspección y la egolatría de los del 98 hay un mundo de distancia.» (Manuel Azaña, «¡Todavía el 98!», España, 20-X-1922, 2-IV-1923)

4.

La República para los republicanos «(…) la República sería, habría de ser para todos los españoles, pero que ha de estar pensada, gobernada y dirigida por los republicanos. Esto es la evidencia misma, y sin embargo, esto se olvida todos los días por algunos republicanos (…) cuando se habla de República, se habla de política republicana, se habla de doctrina, de medidas de gobierno, de propósitos que los partidos republicanos españoles, pueden tener en su ideario y en la competencia de partidos, que es indispensable para el desenvolvimiento del régimen.» (Manuel Azaña, «Los partidos y la República», DSC, 22-VI-1932)

5.

Secularización de la enseñanza «(…) en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido, ni yo, en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregándose a las órdenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la República.» (Manuel Azaña, «El artículo 26 de la Constitución», DSC, 13-X-1932)

6.

Autonomía de Cataluña «(…) no puedo suponer que los catalanes o los vascos o quienes fuesen autónomos en España, puedan dejar de hablar en castellano; y si dejaran, allá ellos; la mayor desgracia que le pudiera ocurrir a un ciudadano español sería atenerse a su vascuence o a su catalán, y prescindir del castellano para las relaciones con los demás españoles, con los cuales vamos a seguir tratándonos, y para las relaciones culturales, mercantiles, etc, con toda América. ¿Adónde va a ir un fabricante catalán, un exportador catalán sin el castellano? ¿Adónde va a ir? A Zaragoza, no será.» (Manuel Azaña, «El Estatuto de Cataluña», DSC, 21-V-1932)

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Ante la guerra civil «El daño ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses nacionales son solidarios; y, donde uno quiebra, todos los demás se precipitan en pos de su ruina, y lo mismo le alcanzan al proletario que al burgués; al republicano que al fascista; a todos igual. Durante cincuenta años los españoles están condenados a pobreza estrecha y a trabajos forzados si no quieren verse en la necesidad de sostenerse de la corteza de los árboles.» (Manuel Azaña, Discurso en el Ayuntamiento de Barcelona, 18-VII-1938)

8.

Luis Araquistáin presenta Leviatán «En última instancia, el Leviatán de Hobbes es el Estado sin derechos individuales, singularmente el de propiedad, fuente de toda injusticia; pero un Estado donde no exista el derecho de propiedad individual acaba necesariamente siendo un Estado sin clases. Es el Estado perfecto. Tan perfecto que su existencia se hace inútil. Leviatán concluye devorándose a sí mismo, porque, después de todo, es un buen monstruo (…) En rigor, Marx y Engels no hace sino completarla, llevarla a sus últimas consecuencias; no habrá paz civil hasta que los expropiados se apoderen del Leviatán, y con su fuerza expropien a los expropiadores, socializando, definitivamente, la propiedad.» (Luis Araquistáin, «El mito de Leviatán», en Leviatán n.º 1, mayo 1934)

9.

Lucha de clases «La Historia es una guerra civil permanente, y ¡ay! de los que lo ignoran o no quieren reconocerlo, o de los que pretenden estar a bien con todos los beligerantes: a la postre, serán aplastados o esclavizados (…) No fiemos únicamente en la democracia parlamentaria, incluso si alguna vez el socialismo logra una mayoría: si no emplea la violencia, el capitalismo le derrotará en otros frentes con sus formidables armas económicas.» (Luis Araquistáin, «La nueva etapa del socialismo», en Leviatán n.º 1, mayo 1934)

10.

Defensa del gradualismo en Besteiro «En las lucha revolucionaria de nuestro tiempo no sean los cañones ni la fuerza ciega de las materias explosivas lo que dé el triunfo; será la inteli-

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gencia, porque a la naturaleza social como la naturaleza física no se la puede utilizar ni dominar ni vencer más que de un modo: conociendo sus leyes y sometiéndose a ellas.» (Julián Besteiro, Marxismo y antimarxismo, 1935)

11.

Reformismo social «Si, con una inspiración marxista, pudiéramos optar, sin duda alguna habríamos de decidirnos por la solución que representa Inglaterra y los Países Escandinavos.» (Julián Besteiro, Marxismo y antimarxismo, 1935)

BIBLIOGRAFÍA Sobre la II República GIL PECHARROMÁN, Julio, La II República española (1931-1939). Biblioteca Nueva. Madrid, 2002. PAYNE, Stanley G., La primera democracia española, la II República,  1931-1936. Paidós. Barcelona, 1995. REY, Fernando del (dir.), Palabras como puños. La intransigencia política en la II República española. Tecnos. Madrid, 2011. TUÑÓN DE LARA, Manuel, La II República. Siglo XXI. Madrid, 1976. Sobre Manuel Azaña AGUADO, Emiliano, Don Manuel Azaña Díaz. Nauta. Madrid, 1972. ARAGÓN, Manuel, Introducción a La velada en Benicarló, de Manuel Azaña. Castalia. Madrid, 1972. BLAS, Andrés de, Tradición republicana y nacionalismo español (1876-1930). Tecnos. Madrid, 1991. — «Azaña y la cuestión nacional», en Escritos sobre nacionalismo. Biblioteca Nueva. Madrid, 2008. GIMÉNEZ CABALLERO, Ernesto, Manuel Azaña (Profecías españolas). Turner. Madrid, 1974.

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LA II REPÚBLICA (I). LAS IZQUIERDAS

Obras de Luis Araquistáin — Ocaso de un régimen. Madrid, 1930. — El pensamiento español contemporáneo. Losada. Buenos Aires, 1962. — Marxismo y socialismo en España. Fontamara. Barcelona, 1980.



䉴 TEMA 17 LA II REPÚBLICA (II). LAS DERECHAS Pedro Carlos González Cuevas

Como hemos señalado en el anterior capítulo, la II República nació con una clara vocación de ruptura social y política. La reacción de las derechas no se hizo esperar; pero no fue completamente homogénea. Un sector, representado por los social-católicos de Ángel Herrera, optó por la revisión constitucional en un sentido corporativo, confesional y autoritario. Monárquicos y carlistas, promovieron, desde el principio, la insurrección y el golpe de Estado militar. Durante el período republicano, apareció el fascismo español como proyecto autónomo. Uno de los mayores handicaps de la II República fue la inexistencia de una derecha genuinamente republicana.

1. LA REACCIÓN MONÁRQUICA: ACCIÓN ESPAÑOLA En diciembre de 1931, salió a la luz el primer número de la revista Acción Española, organizada igualmente como sociedad de pensamiento monárquico y como editorial. Su principal promotor fue el joven integrista Eugenio Vegas Latapié. Su maître a penser fue Ramiro de Maeztu, quien, desde 1934, se ocupó de la dirección de la revista, tras una primera etapa en que ejerció esa función el conde de Santibáñez del Río. La revista, cuyo título era de claras resonancias maurrasianas, pretendió ante todo actualizar el pensamiento tradicionalista español.; y servir de aglutinante al conjunto de las derechas tradicionales de cara al retorno de la Monarquía, que, a diferencia de la de la Restauración, ya no seguiría el modelo liberal-constitucional, sino el tradicional y corporativo. No obstante, en modo alguno puede considerársele como un mero remedo de L´Action Française, de Charles Maurras, ya que el positivismo que servía de base a la construcción maurrasiana fue explícitamente condenado por Maeztu, al igual que su agnosticismo religioso y su nacionalismo omnicomprensivo. Su inspiración fue sobre todo católica. La revista consiguió congregar en sus páginas, lo mismo que en la sociedad de pensamiento homónima, a los diversos sectores de la derecha nacional. Antiguos mauristas como José Calvo Sotelo y Antonio

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Goiceoechea; carlistas como Víctor Pradera y el conde de Rodezno; socialcatólicos, como el marqués de Lozoya; integristas, como Vegas Latapié; primoriveristas, como Eduardo Aunós, José Pemartín y José María Pemán, etc. Partiendo de la percepción de que la democracia republicana llevaba, dada la situación social española, a la revolución social, sus promotores confiaban en el colapso más o menos próximo del régimen político y en la posibilidad de convertirse en la elite orientativa de una eventual dictadura militar previsible o preparada por ellos mismos. El núcleo esencial del proyecto político de Acción Española fue el de la «tradición» nacional. Según Ramiro de Maeztu, la nación no dependía del suelo, ni de la raza, ni de la economía, ni de la lengua, ni de otros factores singularmente tomados; lo que la nacía surgir y permanecer era el «espíritu» dominante, «un nexo, una comunidad espiritual, que es al mismo tiempo un valor de historia universal». Esa idea nacional se configura como una amalgama de universalismo cristiano, voluntad de afirmación dinástica y tradicionalismo católico. En ese aspecto, resulta esencial la figura de Marcelino Menéndez Pelayo como intérprete dotado de autoridad, ya que en su obra los monárquicos encontraron el paradigma historiográfico a través del cual frenar los avances de la secularización y las transformaciones sociales. La nación española era inseparable del catolicismo; y la pervivencia nacional se encontraba condicionada a la continuidad de su «espíritu». La historia de España comprendía momentos verdaderos y falsos, que engendraban un proceso cíclico de decadencia y ascenso que siempre coincidía éste último con el apogeo del catolicismo como religión de Estado y la forma de gobierno monárquica, pero con una clara preponderancia del factor religioso. La nación española es hija de la herencia romana y cristiana. Tras la caída del Imperio romano el cristianismo asume con Recaredo el papel de religión de Estado, lo que supone la definitiva cristalización política y simbólica de la nación española. La invasión jarabe puso de manifiesto la capacidad integradora del ideal católico. La Reconquista se encarnó en Castilla, quien la condujo a través de su estilo y de su lengua. El papel desempeñado por árabes y judíos en la cristalización de la identidad española fue negativo. La españolía auténtica rechazó ambas influencias. De hecho, el carácter nacional español se forjó en la lucha contra los dos pueblos. Con los Reyes Católicos se consigue la unidad nacional y espiritual. Fiel a su destino provi-

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dencial, España fue la única nación europea que se mantuvo fiel a su sustancialidad católica. En 1492, no sólo se logró la unidad nacional, sino que, con el descubrimiento de América, nació la «Hispanidad», base de la «cultura universal» y de la «unidad moral de todos los hombres». A lo largo de los siglos aúreos, España se convirtió en un instrumento del catolicismo. La decadencia nacional se inició en el siglo  XVIII, a causa de la discontinuidad del ideal católico. Se trata de un siglo mimético, vulgar imitador de la cultura francesa y de los postulados secularizadores de la Ilustración. Esta decadencia se prolonga a lo largo del siglo  XIX con el triunfo del liberalismo, lo que es sinónimo de fragmentación, disgregación y descomposición. Las guerras carlistas fueron consecuencia del conflicto entre catolicismo y liberalismo;. La I República resultó ser el punto de máxima dispersión de la historia española contemporánea. Pero la Restauración canovista tampoco llegó a ser una alternativa plausible y positiva a ese proceso degenerativo, por su pacto con el liberalismo y su incapacidad para la defensa del orden frente a las fuerzas subversivas liberales, democráticas, socialistas y comunistas. La identificación de la nación española con el catolicismo llevaba igualmente a la condena de todas las tradiciones intelectuales juzgadas heterodoxas, tales como el krausismo, la Generación del 98, Ortega y Gasset, etc. La crisis de la modernidad exigía el retorno a la tradición hispánica, adaptada a la nueva situación social, política y económica. El fin del liberalismo económico, la crisis de la democracia, la emergencia de los fascismos y del comunismo habían puesto en cuestión los fundamentos de la sociedad liberal. En consecuencia, era necesario edificar un régimen político monárquico, intervencionista y corporativo. Frente a la República, la Monarquía tradicional y católica era el garante de la unidad nacional y de la defensa social. Un poder político fuerte, como el de la Monarquía, podría descentralizar sin peligro para la unidad nacional. La Monarquía tradicional se vincula al sistema corporativo. En las Cortes, tendrían representación, no los individuos, a través del sufragio universal, sino las clases sociales, la magistratura, el Ejército, la Iglesia y la aristocracia. Pieza esencial sería el Consejo del Rey, que asesorara al monarca. Este régimen autoritario-corporativo defendería un nuevo modelo de capitalismo. En la revista, las páginas económicas corrieron a cargo de José

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Calvo Sotelo, el antiguo ministro de Hacienda de la Dictadura, para quien eran ya disfuncionales las fórmulas del capitalismo liberal, lo que hacía necesario la edificación de un Estado interventor, gestor colectivo en índole subsidiaria del capital privado. La «economía dirigida» operaría eficazmente como factor de racionalización del aparato productivo, de la supresión de los desequilibrios y de las crisis cíclicas que en el capitalismo liberal se producían periódicamente. El modelo económico debería seguir la orientación hacia adentro. Junto al intervencionismo, el proteccionismo y el nacionalismo. Lo que llevaba consigo el fomento de la iniciativa privada y el estímulo a las industrias nacionales. Complemento e instrumento esencial de este proyecto era el corporativismo laboral, cuyo máximo teorizante fue Eduardo Aunós, quien defendió el modelo católico-social del período primorriverista con algunas modificaciones. La representación del trabajo y del capital convergería en el Consejo Superior de las Corporaciones, dependiente de la presidencia del Consejo de Ministros. Cuatro clases de representaciones, aparte de la de Estado, se reunirían en ese Consejo: la patronal de las corporaciones de trabajo, agrícolas e industriales; la obrera; la de los consumidores —cooperativas, mutualidades, jefes de familia—; y la de los técnicos, elegidas por sus respectivos mandatarios en los consejos corporativos nacionales. Tal esquema corporativo era inseparable de un modelo de relaciones laborales, basado en el contrato colectivo de trabajo, en virtud del cual el Estado aceptaba a su lado, para la creación de derecho, a los grupos sociales interesados en la representación de los intereses de los miembros y llegar a acuerdos para fijar las normas que regularan las condiciones de trabajo. A nivel internacional, la revista se mostró partidaria de la constitución de una comunidad hispánica de naciones: la «Hispanidad», basada en los principios católicos. No se trataba de un ideal imperialista; era el proyecto de «convertir en una sola familia a todos los pueblos de la tierra». La «Hispanidad» llevaba implícita la idea de pluralidad, a semejanza de la Cristiandad; era el conjunto de los pueblos hispánicos, dando a esa palabra «su sentido latino y general», sin que ninguno de ellos —y tampoco España— tuvieran derecho a monopolizarlo. Acción Española ejerció una profunda influencia doctrinal en el conjunto de las derechas españolas; especialmente en la monárquica representada primero por Renovación Española, bajo la dirección de Antonio Goicoechea;

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y, sobre todo, en el llamado Bloque Nacional, que intentó aglutinar a los monárquicos alfonsinos y carlistas, y cuyo máximo dirigente fue José Calvo Sotelo.

2.

TRADICIONALISMO Y ACCIDENTALISMO: ACCIÓN POPULAR Y LA REVISTA DE ESTUDIOS HISPÁNICOS

En contraste con los monárquicos de Acción Española, la derecha católica accidentalista dirigida por Ángel Herrera Oria y José María Gil Robles, partidarios del acatamiento de las instituciones republicanas con el objetivo de transformarlas en un sentido corporativo y confesional, no desarrolló una labor intelectual tan intensa. A las dos semanas de proclamada la II República, se constituyó una organización política de signo conservador que adoptó el nombre de Acción Nacional. Y el 7 de mayo de 1931 hizo público su primer manifiesto bajo el lema «Religión, Familia, Orden, Trabajo, Propiedad». En el manifiesto, la organización se presentaba como dique contra la revolución y se autodefinía como un grupo de «defensa social», que se proponía actuar en la vida pública dentro del sistema establecido «de hecho» para defender «instituciones y principios no esencialmente ligados a una forma de Gobierno, sino fundamentales y básicos en cualquier sociedad que no viva a espaldas a veinte siglos de civilización cristiana». Sin embargo, la candidatura de la nueva organización política no consiguió apenas representación parlamentaria en las elecciones a Cortes constituyentes. A finales de año, la jefatura de Acción Nacional recayó en el abogado y diputado salmantino José María Gil Robles y Quiñones. Nacido en  1898, era hijo de Enrique Gil y Robles, el pensador tradicionalista. Formado en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, colaboró con la Dictadura de Primo de Rivera. Su tesis doctoral, titulada El Derecho y el Estado y el Estado de Derecho, escrita en 1922, es una buena síntesis de su pensamiento político juvenil. Se trata de una obra profundamente influida por el pensamiento de su progenitor, junto a la perspectiva de otros autores como Ahrens, Bossuet, Santo Tomás de Aquino, Balmes, Vázquez de Mella, Taparelli, Taine, etc. El liberalismo era presentado como producto del «individualismo igualitarista dominante en la Edad Moderna, que in-

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fundió en los espíritus y en los corazones un hábito de extraviada independencia»; y la Revolución francesa, «errónea en sus principios y doctrinas, injusta en sus fines e inmoral e inicua en sus procedimientos». Defendía, además, la restauración de los gremios, a los que consideraba un modelo a seguir ante los nuevos retos sociales y económicos. Esta perspectiva tradicionalista y social-católica le hizo rechazar, desde el primer momento, el fascismo como alternativa política. Gil Robles consideró los movimientos fascistas «inadmisibles para quien afirma los principios cristianos del Derecho Público»; y es que el fascismo era «una manifestación más aguda del socialismo que hoy domina en los países modernos». En el fondo, se trataba de una revolución filosófico-política que comenzaba con «el individualismo criteriológico y el subjetivismo psicológico de Descartes, para concluir en el monismo panteísta de Hegel». El ideal de Gil Robles y su partido era un régimen corporativo, sin partidos políticos —cuya existencia consideraba «un mal en sí mismo»—, «un orden nuevo», cuyo modelo más próximo era el Estado novo portugués, presidido por Antonio de Oliveira Salazar. Bajo la presidencia de Gil Robles fue aprobado el programa de Acción Nacional. A la cabeza aparecía, no el accidentalismo respecto al tema de las formas de gobierno, sino la inhibición ante aquella problemática. Lo prioritario era la defensa del catolicismo amenazado por la legislación laicista y anticlerical republicana. Íntimamente ligado a ello, la defensa del nacionalismo español frente al «universalismo pacifista y socialista» y «la degeneración malsana del regionalismo extremista», afirmando la «sustantividad de España». Otro punto esencial era la defensa de la propiedad privada, definida como «condición necesaria para el ejercicio provechoso de las actividades humanas y base insustituible y perpetua de toda organización digna de tal nombre». Era necesario, además, «vigorizar el principio de autoridad». Su programa social consistía en los supuestos reformistas del catolicismo social: accionariado obrero, salario familiar, seguros sociales, etc. Se consideraba inaceptable la Constitución de 1931, al ser obra de un solo partido, el socialista, al que se presentaba como enemigo de «todo conato de vida libre, digna y civilizada». Tras el fracaso de la intentona golpista acaudillada por el general José Sanjurjo, los sectores accidentalistas se vieron obligados a una definición

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más clara de su actitud legalista. El Debate condenó la insurrección y recomendó a las líderes de Acción Popular, nueva denominación del partido exigida por el gobierno republicano, dar un paso más en el sentido de aclarar su relación respecto a la República, teniendo como norte las directrices de León XIII sobre el acatamiento al orden establecido, aunque absteniéndose de manifestaciones de republicanismo explícito y manteniendo la bandera de la revisión constitucional. Línea que triunfaría en la asamblea de Acción Popular celebrada en octubre de 1932. Meses después, el 28 de febrero de 1933, tuvo lugar en Madrid, a instancias de Acción Popular y de la Derecha regional Valenciana, el Congreso que dio lugar a la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), al que asistieron delegaciones de los distintos grupos accidentalistas. El Congreso aprobó un programa de acusados perfiles contrarrevolucionarios. La CEDA declaraba, en el primero de sus puntos, que «su finalidad principal y la razón fundamental de su existencia es laborar por el imperio de los principios del derecho público cristiano en la gobernación del Estado, de la región, de la provincia y del municipio, sin más límite que la posibilidad de cada momento político». Y, en ese sentido, expresaba «su más enérgica protesta contra el laicismo de Estado y contra las leyes de excepción, y de la persecución de que se ha hecho víctima a la Iglesia católica en España», demandándose la anulación de todas las leyes de carácter anticlerical y laicista, lo que llevaba a la revisión constitucional. Se propugnaba el régimen corporativo, tanto a nivel político como a nivel social; «el robustecimiento del Poder Ejecutivo», regionalismo y municipalismo; defensa de la familia; libertad de enseñanza; rechazo de la lucha de clases, etc. A lo largo de de su existencia, la CEDA fue un conglomerado mal articulado de grupos y tendencias —conservadores autoritarios, tradicionalistas, democristianos, social-católicos— donde el carisma de José María Gil Robles fue esencial. Los ideólogos del partido elaboraron una suerte de ideología carismática en la que Gil Robles aparecía como «el Jefe» e incluso como «el Caudillo», cuya presencia en la vida pública adquiría un carácter providencial. Un caudillaje que para sus prosélitos enlazaba históricamente con los defensores de la tradición católica española, tales como el Padre Zeballos y «El Filósofo Rancio», pasando por Balmes, Donoso Cortés, Aparisi y Nocedal. La táctica accidentalista dio, en un primer momento, buenos resultados electorales. En las elecciones de 1933, la CEDA consiguió ciento quince di-

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putados, convirtiéndose en la primera fuerza parlamentaria. Siguiendo su táctica posibilista, Gil Robles apoyó, en un principio, a un gobierno presidido por el líder radical Alejandro Lerroux. Pero la participación de tres ministros cedistas en un nuevo gobierno provocó la insurrección socialista de octubre de 1934, que, en Asturias, solo pudo ser sofocada mediante la intervención del Ejército; lo que tuvo como consecuencia una radicalización aún mayor de la vida política española; y, en concreto, de la derecha católica, cuya perspectiva tradicionalista se agudizó. Así lo demuestra la salida a la luz, en enero de 1935, de la Revista de Estudios Hispánicos, cuyo perfil ideológico, si excluimos el tema monárquico, fue similar a la de Acción Española. La revista nacía bajo el patronzazo de Menéndez Pelayo, del pensador integralista portugués Antonio Sardinha, de Milá y Fontanals y de Luis de Camoens. El enemigo era «la Revolución, cuyo pensamiento es siempre antagónico de España, por lo que España representa». El equipo intelectual de la revista fue reclutado sobre todo en torno a los miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, muchos de los cuales eran igualmente colaboradores de Acción Española, como su director, el marqués de Lozoya, Miguel Herrero García, Rafael García y García de Castro, Oscar Pérez Solís, etc. La Revista de Estudios Hispánicos defendió en todo momento, como Acción Española, una concepción teológica de la política, contraponiendo Donoso Cortés a Karl Marx, estableciendo, al modo donosiano, analogías entre la metafísica de una época y la acción de los hombres en sociedad: «Es preciso —dirá el marqués de Lozoya— que busquemos sus fundamentos en los principios eternos, que solo en Dios pueden tener origen». Siguiendo el paradigma menéndez-pelayista, la revista desarrolló un concepto de cultura nacional antagónico de los supuestos laicistas y secularizadores. La identidad española era inseparable del catolicismo. A partir de tal planteamiento fue desarrollándose en sus páginas la alternativa político-cultural: un Estado confesional, que garantizara la influencia católica en la sociedad, sobre todo en la enseñanza; y corporativo, según los parámetros de la doctrina social católica. La Revista de Estudios Hispánicos tuvo una existencia efímera; desapareció en febrero de 1936. En total, catorce números.

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Mención aparte merece la Juventud de Acción Popular (JAP), rama juvenil del partido. Frente a las izquierdas, la JAP negó en todo momento su carácter fascista, alegando no comprender «la deificación del Estado». Su estadista favorito no era Mussolini, mucho menos Hitler; como en el caso de Gil Robles, admiraban a Oliveira Salazar, cuyo régimen político marcaba el camino a seguir. Un régimen autoritario, no totalitario, sin partido único y basado en las encíclicas papales. Se trataba, según los jóvenes católicos, del «justo medio sin caer en la democracia degenerada ni en el estatismo absorbente y panteísta». Sus críticas hacia el partido fascista español, FE-JONS, fueron muy duras, asociándole a la heterodoxia doctrinal de la generación del 98 y de Ortega y Gasset, y cuyo programa político calificaba de «sencillamente monstruoso» y «enteramente revolucionario».

3. EL FASCISMO ESPAÑOL: DE LAS JONS A FE Polémica sigue siendo hoy cualquier definición del fenómeno fascista. No obstante, la historiografía más solvente suele presentar el fascismo como una «derecha revolucionaria», cuya ideología consistió en una síntesis de nacionalismo y socialismo. Desde el punto de vista sociológico, fue la expresión de unas clases medias «emergentes», deseosas de una participación mayor en el poder social y político. En ese sentido, tanto el movimiento como luego el régimen fascista se distinguen de los sistemas políticos conservadores clásicos en cuanto promueven la movilización de las masas y por su pretensión de mostrar una nueva faz de civilización, su idea de crear un hombre nuevo y una nueva sociedad bajo la égida del líder carismático y del partido único. Desde el punto de vista económico, fue un intento de lograr el desarrollo industrial capitalista mediante la intervención del Estado a gran escala y sobre nuevas bases centralizadas. Desde la óptica religiosa, el fascismo resultó ser un producto de la época de la secularización; sus fundamentos filosóficos eran inmanentistas y activistas. El fascismo español apareció en la escena política nacional a lo largo del período de la II República como resultante de sucesivas fusiones, que, entre 1931 y 1934, protagonizaron una serie de movimientos políticos e intelectuales unidos por una común perspectiva nacionalista. El fascismo español tuvo como principales promotores políticos e intelectuales a Ramiro Ledesma Ramos, Ernesto Giménez Caballero y José Antonio Primo de

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Rivera, quienes, como tendremos oportunidad de ver, defendieron posiciones no siempre coincidentes desde el punto de vista ideológico y estratégico.

3.1

Ramiro Ledesma Ramos: el voluntarismo fascista

A finales de febrero de 1931, se hizo público un manifiesto que llevaba por título La Conquista del Estado, y que servía, además, para preparar publicitariamente la aparición de un semanario homónimo, que saldría a la luz en marzo y cuyo director era Ramiro Ledesma Ramos. Nacido en 1905, Ledesma Ramos había sido discípulo de Ortega y Gasset, colaborador de la Revista de Occidente; y era un ávido lector de Nietzsche, Maurras, Heidegger, Gentile y Unamuno. Fue, sin duda, el primer y más destacado teorizante del fascismo español. La mayor parte de lo que luego sería el corpus ideológico de Falange procede de su pensamiento, en particular su antiliberalismo, populismo y nacionalismo dinámico. Ledesma Ramos fue, además, un gran creador de símbolos: la bandera roja y negra, el grito «Arriba España», los lemas «Una, Grande, Libre», «Patria, Paz y Justicia», «Revolución nacional», etc. Ledesma tenía una concepción leninista del partido. La subversión contra el sistema liberal había de actuar bajo la dirección del partido, como auténtico guardián de la conciencia nacional. Había de ser un partido centralizado y jerarquizado en torno a una elite. Su tarea fundamental era la de explotar todos los elementos y formas de oposición y canalizar todas las energías dirigidas contra el régimen republicano, utilizándolas para sus propios fines. Ledesma Ramos definió el fascismo como producto de la rebelión política y social de las clases medias. Sus características eran las siguientes: «Idea nacional profunda. Oposición a las instituciones demoburguesas y al Estado liberal parlamentario. Desenmascaramiento de los verdaderos poderes feudales de la actual sociedad. Incompatibilidad con el marxismo. Economía nacional y economía del pueblo frente al gran capitalismo financiero y monopolista. Sentido de la autoridad, de la disciplina y de la violencia». Esencial en su proyecto político fue la definición del hecho nacional. En ese aspecto, Ledesma Ramos siguió a Ortega y Gasset, Renan, Hegel y Gentile. La nación era, para Ledesma, una realidad moral: el asidero superior a la efímera vida personal, porque el individuo solo adquiría plena realidad objetiva como miembro de la comunidad nacional. La nación no era

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un ente estático, cuya explicación pudiera darse con exclusiva referencia al pasado; era un proyecto. Por ello, el objeto preferido de sus críticas fue la concepción tradicionalista de la identidad nacional, ligada al catolicismo. Esta crítica era de principio; y ello debía ser así porque existía una contradicción fundamental entre el catolicismo y la idea moderna de nación. Legitimarse mediante la nación y no mediante Dios era una forma de preferir la propia nación en detrimento de los principios universales. A causa de su universalismo, el catolicismo era incompatible con la idea nacional. Además, Ledesma juzgaba que el catolicismo había sido en España un instrumento de «debilidad y resquebrajamiento». Históricamente, la unidad nacional no podía considerarse en sí misma una aspiración; era una realidad desde los Reyes Católicos, pero se trataba de una unidad «en peligro, deficiente y a medias». La tarea de consolidación de la unidad nacional recaía en una nueva elite dirigente y en la construcción de un nuevo Estado. Y es que el problema de España era un problema de Estado, porque el régimen liberal no sólo era un gestor y administrador ineficaz, sino que, además, se había mostrado incapaz de consolidar la unidad nacional. De ahí que el problema solo podría ser solucionado a partir de la elevación del Estado a la categoría de absoluto. Lo verdaderamente esencial era que el pueblo y la nación pudieran dotarse de unas estructuras de poder eficaces, porque los pueblos y las naciones no son sujetos de la historia hasta que no se constituyen realmente en Estado. Así, el Estado totalitario y unipartidista no es sino un poder fuerte, capaz de llevar a cabo el desarrollo nacional, social y económico tardío de una sociedad dejada al desamparo por la inestabilidad gubernamental y la corrupción del pseudoEstado parlamentario. Su objetivo era, pues, edificar un Estado moderno, cuyo designio esencial era reformar y modernizar la sociedad a escala nacional, mediante el dirigismo económico, el corporativismo de Estado y el partido único como cauce de integración de las masas en la vida pública.

3.2

Ernesto Giménez Caballero: el esteticismo fascista

Distinta fue la concepción del fascismo de otro de sus principales teóricos en España: Ernesto Giménez Caballero. Escritor vanguardista, en su pensamiento se impone la literatura a la dimensión práctica. Colaborador de la Revista de Occidente y discípulo de Ortega y Gasset, fue el fundador de La Gaceta Literaria, publicación asombrosamente plural, en la que colabo-

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raron escritores de las más variadas tendencias políticas: comunistas, socialistas, monárquicos, católicos, fascistas, republicanos etc. Influido por el «futurismo» de Marinetti, Giménez Caballero evolucionó hacia el fascismo, tras el advenimiento de la II República. Su obra Genio de España fue la primera teorización del fascismo español. En esta obra, Giménez Caballero parte del concepto unamuniano de «intrahistoria», en el sentido de una auténtica historia del pueblo español, que discurre por debajo de la superficie. El «genio» es básicamente la acumulación de esencias históricas de una patria. Giménez Caballero reconoce tres vastos y fundamentales «genios»: el oriental, el occidental y, como mística asunción de ambos, el «genio» de Cristo o universo católico. Occidente es el individualismo, mientras que Oriente significa colectivismo. El «genio» de Cristo es la síntesis de ambos; incorpora el libre albedrío, gracia, progreso material, moral e intelectual, combinado, a su vez, con aspectos del «genio» oriental. El «genio» cristiano se identifica con la Roma de Mussolini, que había conseguido garantizar el equilibrio entre Oriente y Occidente, a través de la síntesis dialéctica establecida por el fascismo entre capitalismo y socialismo, entre libertad y jerarquía, entre orden y libertad. Como nación, España no se identifica ni con Oriente ni con Occidente. Ocho siglos de Reconquista supusieron una lucha entre el Islam y la tradición cristiana germánica. De ahí que España fuese una nación de síntesis, es decir, «Cristiandad», «Catolicidad», «Genio de Cristo», «Genio Romano-Germánico», «fundidor y antirracista». De esta forma, sólo los partidarios del fascismo eran, en realidad, leales al «genio nacional». La referencia de Giménez Caballero a la «Catolicidad» española no significaba una adhesión al catolicismo como fe religiosa o teología política. Así lo sostendrá en otra de sus obras, La Nueva Catolicidad, donde especifica que por «Catolicidad» no hay que entender «catolicismo», sino «universalidad». El fascismo es una «catolicidad», pero no un catolicismo. Se trata de una idea secular, propia de la cultura política del siglo  XX. De hecho, el nuevo Estado fascista no sería confesional, ya que «la Iglesia no deberá mezclarse en el Estado, porque sólo el Estado podrá garantizar la misión religiosa». Se debe a Giménez Caballero igualmente una teorización de la estética fascista, defendida en Arte y Estado. En sus páginas, el autor descalifica el principio liberal de autonomía del arte. La creación artística es, sobre todo, «propaganda», no mera imagen. Tampoco es la expresión de un ser en sí, sino de las características esenciales del «genio» nacional. El arte español era, en consecuencia, un arte sintético, «universo, integrador, fecundo, ecu-

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ménico, catolizal»; y su expresión más genuina era el clasicismo cristiano, síntesis del misticismo asiático y del romanticismo occidental. El clasicismo cristiano era la respuesta a la crisis que padecía el arte europeo, debida a tres causas: el maquinismo, el «purismo» y la ausencia de mercado. La emergencia de artes mixtas, como el cine, la radio, las artes gráficas y de propaganda, demostraba que la máquina amenazaba el monopolio del artista en la expansión estética. El «purismo» significaba la tendencia a elaborar un arte para iniciados, cuyo arquetipo era el «cubismo». La falta de mercado era fruto de la ausencia de poder adquisitivo por parte del público. Todo ello obligaba al artista a pedir protección al Estado, a convertirse en «funcionario» al servicio de la política. Al someterse al Estado, el artista lograría protección; saldría de la introspección y entraría en contacto con el «genio» nacional. El nuevo Estado totalitario debía practicar una política artística deliberadamente antiformalista, ligada a la vida social y a las masas. En ese contexto, la misión del artista español era crear un arte en consonancia con el «genio» nacional, un arte clásico, cristiano, sintético, cuyo paradigma arquitectónico no podría ser otro que El Escorial.

3.3

José Antonio Primo de Rivera: El clasicismo fascista

Nacido en 1903, José Antonio Primo de Rivera era el primogénito de Miguel Primo de Rivera, un hecho que marcó de forma indeleble su trayectoria vital. La reivindicación de la memoria de su padre fue, en el fondo, la razón profunda de su entrada en la vida política activa. Sus orígenes políticos fueron, por tanto, netamente conservadores. Sin embargo, tras su militancia en la Unión Monárquica Nacional, que agrupó a los primorriveristas, su pensamiento se radicalizó. Era un lector entusiasta de Ortega y Gasset, Unamuno, D’Ors y Maeztu. No hay duda de que el fundador de Falange Española era más mesurado, más conservador que Ledesma Ramos, y que careció de la imaginación de Giménez Caballero. Nunca pretendió, como Ledesma Ramos, emanciparse de la tradición católica. Aunque partidario de la separación de la Iglesia y el Estado, siempre afirmó su catolicismo. En no pocos aspectos existe una clara influencia del tradicionalismo, perceptible en la referencia, frente a Rousseau, a una verdad política permanente, objetiva, anterior a la época liberal. El liberalismo había destruido un mundo estable, comunitario, en el que los hombres se hallaban seguros dentro de una

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realidad social espiritualmente unificada. A ese respecto, Primo de Rivera reconocía virtualidad a los planteamientos socialistas: la crítica antiburguesa del marxismo coincidía con el tradicionalismo en u enemistad hacia los liberales partidarios de la racionalización a ultranza. Su ataque al liberalismo puso mayor énfasis en acusarle de individualista y abstracto, de racionalista y antisocial, que olvidaba la concreta realidad humana practicando una inhibición que entregaba la vida social a la lucha de todos contra todos. No obstante, la legitimidad del socialismo acababa ahí, ya que resultaba inaceptable su insistencia en la lucha de clases y en una cosmovisión de carácter materialista. Frente al liberalismo y al marxismo, Primo de Rivera proponía, en su discurso fundacional de Falange Española, un modelo político-social conforme al cual el Estado practicara un programa de intervención en los intereses sociales bajo la dirección de un movimiento político, el «antipartido», que estableciera los lazos de «hermandad» entre las distintas clases sociales. La clave de su proyecto político se encontraba en el concepto de nación. Siguiendo en buena medida a Ortega y Gasset, Primo de Rivera definió el hecho nacional como «unidad de destino en lo universal». Ser español no significa únicamente haber nacido en un lugar concreto del globo, sino ser llamado a una empresa específica que realizó y realizará España en la historia universal. La nación se justifica por su misión consistente en defender en el mundo la preeminencia de los valores cristianos occidentales. Del concepto de «unidad de destino» se deriva un patriotismo que se presenta como «clásico», como racional, frente al patriotismo «romántico», basado en sentimientos elementales como la lengua, la raza, la geografía, etc. En ese sentido, los nacionalismos periféricos catalán y vasco era producto del espíritu romántico, sentimental, nativista, particularista, localista. Pero no sólo ellos; igualmente entraba en la categoría de nacionalismo «romántico» el nacional-socialismo alemán, frente al «clasicismo» que caracterizaba al fascismo italiano. Como el resto de las fuerzas políticas de la derecha española, Primo de Rivera concebía la nación y, por ende, a la sociedad como un ente orgánico. En consecuencia, la representación política no tendría como sujeto a los individuos y a los partidos políticos, sino a las «unidades naturales de convivencia», es decir, la familia, el municipio y el sindicato. Mediante éstas, pero a su servicio, se articulaba el Estado, que viene obligado a reconocerlas. A comienzos de 1934, se produjo la unificación entre las muy minoritarias Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas, de Ledesma Ramos, con

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Falange Española, de Primo de Rivera. Una unificación llena de recelos por ambas partes. Ledesma Ramos siempre sospechó de Primo de Rivera por excesivamente conservador; mientras que éste consideraba al líder jonsista un radical. A pesar de tales diferencias, se mantuvo la unidad a lo largo de unos meses. Ambos líderes redactaron un programa de 27 puntos, que equivalían a un moderado proyecto de modernización social y política en sentido fascista. Falange dio preeminencia a la España rural como «vivero permanente» de la nación. En el programa, se hizo mención igualmente a la nacionalización de la banca, así como a la reforma social de la agricultura. Uno de los temas más debatidos fue el de las relaciones Iglesia-Estado, llegando a una solución ecléctica: «La Iglesia y el Estado concordarán sus facultades respectivas, sin que admita intromisión o actividad alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la integración nacional». Este punto provocó el abandono de Falange por parte del marqués de la Eliseda, que era uno de los grandes apoyos económicos del partido. Desde entonces, Falange entró en declive. Ledesma Ramos intentó infructuosamente desbancar a Primo de Rivera del liderazgo falangista. Expulsado del partido, el fundador de las JONS llegó a la conclusión de que en España no existía, a la altura de 1935, fascismo; había, eso sí, «fascistizados», a saber, los monárquicos de Acción Española y del Bloque Nacional, la CEDA, la propia Falange y un sector del Ejército; tales fuerzas, con «una acción militar convergente», tenían, en su opinión, «muchas posibilidades». No obstante, con aquellas palabras Ledesma Ramos redactó el epitafio del fascismo español.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

El Siglo de Oro como ejemplo y momento culminante de la historia de España «Tómese la esencia de los siglos XVI y XVII: su mística, su religiosidad, su moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora. Nos mostrarán una obra a medio hacer, una misión inacabada (…) Para los españoles no hay otro camino que el de la antigua monarquía para servicio de Dios y del prójimo.» (Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad. Madrid, 1934)

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Concepción idealista de la nación «(…) la patria es espíritu; España es espíritu; la Hispanidad es espíritu; aquella parte del espíritu universal que nos es más asimilable, por haber sido creación de nuestros padres, de nuestra tierra (…) lo que forma la patria única es un nexo, una comunidad espiritual, que es al mismo tiempo de un valor universal o de un complejo de valores a los elementos ópticos. Toda patria es, en suma, una encarnación.» (Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad, 1934)

3.

España nación católica «Toda la historia de España es, en el más ambicioso sentido del vocablo, historia eclesiástica. Los triunfos de que nos ufanamos son esplendor de la Cristiandad y luz celeste de los fastos católicos.» (Eugenio Montes, «Discurso a la Catolicidad española», en Acción Española, n.º 50, 1-IV-1934)

4.

La dictadura como régimen de emergencia; la Monarquía como régimen permanente «La dictadura es régimen de emergencia; la Monarquía de permanencia. La dictadura se establece para conjurar un peligro urgente; la Monarquía para vivir siglos. La dictadura se funda en la necesidad del momento; la Monarquía en la justicia.» (Ramiro de Maeztu, «La dictadura», en ABC, 8-VI-1935)

5.

Gil Robles ante la democracia liberal «En el mundo entero están fracasando el parlamento y los excesos de la democracia. Por eso, nosotros no sólo atacamos a la Constitución en su parte dogmática, donde se encuentran todos los atropellos a nuestra conciencia, sino también a la parte orgánica que contiene un exceso de democracia. El parlamentarismo está hundiéndose en el mundo entero. Ante esas corrientes antidemocráticas que llegan a España, las próximas Cortes pueden suponer el desprestigio del Parlamento. No podemos caer envueltos en ese descrédito. Las derechas deben constituir la reserva para el porvenir, cuando hayan fracasado los partidos del centro.» (José María Gil Robles, Alocución radiada a toda España, 18-XI-1933)

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6.

La CEDA ante el fascismo «Doctrinalmente, los movimientos fascistas son inadmisibles para quien afirme los principios cristianos del Derecho Público. El fascismo viene a mantener la identificación de la nación con el Estado y la función del Estado con un partido político, con total anulación de la personalidad individual. El fascismo es, en definitiva, una manifestación más aguda del socialismo que hoy domina en los países modernos.» (José María Gil Robles, «El pensamiento de la CEDA ante el fascismo», en El Debate, 21-III-1933)

7.

El pensamiento de la Juventud de Acción Popular (JAP) «La JAP manifiesta su decisión de trabajar por todos los medios lícitos que estén a su alcance, para instaurar en España una nueva vida de disciplina, autoridad, de continuidad, de limitación de las libertades criminales, dando de un lado a los falsos dogmas del liberalismo e inspirando sus doctrinas en las tradiciones de España, dentro del sentido moderno y constructivo de la realidad.» (JAP, n.º 45, 21-XII-1935)

8.

El fascismo según Ledesma Ramos «El fascismo nace y se desarrolla en capas sociales desasistidas y en peligro. Su representación más típica la constituyen las clases medias, que después de experimentar la inanidad de la democracia liberal no se entregan sin embargo a la pasión clasista de los proletarios (…) Son gentes descontentas de la poquedad de su patria, de la indefensión de sus pequeños patrimonios o negocios, de la rapacidad e ineptitud de los partidos, de la impotencia del Estado demoburgués en presencia de los conflictos sociales y de la crisis, de la monotonía y el vacío de la vida nacional encarnecida y, en fin, de sentirse preteridos o subestimados en las injusticia de los poderes dominantes.» (Ramiro Ledesma Ramos, ¿Fascismo en España? Madrid, 1935)

9.

Fascismo y catolicismo «¿La moral católica? No se trata de eso, camaradas, pues nos estamos refiriendo a una moral de conservación y de engrandecimiento de «lo espa-

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ñol», y no simplemente de «lo humano». Nos importa más salvar a España que salvar al mundo. Nos importan más los españoles que los hombres (…) El hecho de que los españoles —o muchos españoles— sean católicos no quiere decir que sea la moral católica la moral nacional. Quizás la confusión tradicional en torno a esto explica gran parte de nuestra ruina. No es a través del catolicismo como hay que acercarse a España, sino de modo directo, sin intermediario alguno. El español católico no es por fuerza, y por el hecho de ser católico, un patriota. Puede también no serlo o serlo muy tibiamente.» (Ramiro Ledesma Ramos, Discurso a las juventudes de España. Madrid, 1935)

10.

Fascismo y Estado «El Estado es ya para nosotros la suprema categoría. Porque o es la misma esencia de la Patria, el garante mismo de las supremas coincidencias que garanticen el rodar nacional en la historia, o es la pura nada.» (Ramiro Ledesma Ramos, «Ideas sobre el Estado», en Acción Española, n.º 24, marzo de 1933)

11.

La nación según José Antonio Primo de Rivera «La nación no es una realidad geográfica, ni étnica, ni lingüística; es sencillamente una unidad histórica. Un agregado de hombres sobre un trozo de tierra sólo es nación si lo es en función de universalidad, si cumple un destino propio en la historia; un destino que no es el de los demás. Siempre los demás son quienes nos dicen que somos uno.» (José Antonio Primo de Rivera, «¿Euzkadi libre?», en FE, 7-XII-1934)

12.

El Estado falangista «Nuestro Estado será instrumento totalitario al servicio de la integridad patria. Todos los españoles participaran en él a través de su función familiar, municipal y sindical. Nadie participará a través de los partidos políticos. Se abolirá implacablemente el sistema de partidos políticos con todas sus consecuencias: sufragio inorgánico, representación por bandos en lucha y Parlamento de tipo conocido.» (Puntos programáticos de Falange Española de las JONS, noviembre de 1934)

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13.

El Escorial como símbolo del Estado español «Ahí está como símbolo de su Estado supremo alcanzado un día, unos años del siglo  XVI: El Escorial. Estado hecho piedra, jeroglífico, esfinge. Hoy fundido en el tiempo, como en una sima desde cuyo fondo, sus torres, campanas, cruces y cúpulas, nos dan voces de angustia, de socorro, de templo sumergido para que una generación titánica española lo vuelva a sacar a la luz y a vértice de su historia.» (Ernesto Giménez Caballero, Arte y Estado. Madrid, 1935)

14.

Fascismo como «Nueva Catolicidad» «Cuando yo decía que el Genio de Oriente significa Dios sobre el Hombre y el de Occidente el Hombre sobre Dios, y el Genio romano, crismático, la Armonía de Dios y el Hombre, el espíritu de conciliación, sentaba con nuevas diseminaciones el dogma trinitario. Y al referir ese espíritu de conciliación, de Espíritu Santo al fascismo —sobre el bolchevismo (Oriente) y liberalismo (Occidente)— asignaba al fascismo, certeramente, la misión continuadora de una «nueva Catolicidad.» (Ernesto Giménez Caballero, Arte y Estado. Madrid, 1935)

BIBLIOGRAFÍA General BORRÁS, Tomas, Ramiro Ledesma Ramos. Editora Nacional. Madrid, 1971. BULLÓN DE MENDOZA, Alfonso, José Calvo Sotelo. Ariel. Barcelona, 2004. GALLEGO, Ferrán, Ramiro Ledesma Ramos y el fascismo español. Síntesis. Madrid, 2005. GIL PECHARROMÁN, Julio, José Antonio Primo de Rivera. Retrato de un visionario. Temas de Hoy. Madrid, 1996. GONZÁLEZ CUEVAS, Pedro Carlos, Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936). Tecnos Madrid, 1998. — Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días. Biblioteca Nueva. Madrid, 2000. — La tradición bloqueada. Biblioteca Nueva. Madrid, 2002.

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䉴 TEMA 18 EL RÉGIMEN DE FRANCO Pedro Carlos González Cuevas

1.

EL FRANQUISMO: SÍNTESIS DE TRADICIONES

La sublevación militar fue apoyada por el conjunto de las fuerzas de la derecha, cuya situación, por otra parte, era de enorme perplejidad. Los falangistas estaban huérfanos de liderazgo, con la muerte de José Antonio Primo de Rivera; los carlistas y alfonsinos, divididos por fidelidades dinásticas; la CEDA, desprestigiada por su participación en las instituciones republicanas. Los monárquicos supervivientes de Acción Española optaron por ponerse al servicio de los militares; pero sus planes de hegemonizar la sublevación sufrieron un duro golpe con la muerte del general Sanjurjo en accidente de aviación. También su sumaron a la sublevación los militantes del Partido Agrario, del Partido Radical de Alejandro Lerroux y los catalanistas de la Lliga, cuyo militante Juan Estelrich dirigió la propaganda de los rebeldes en los países no fascistas. Y numerosos intelectuales, entre los que destacaron Unamuno, Ortega y Gasset, Menéndez Pidal, Zuloaga, Pemán, Manuel Machado, Wenceslao Fernández Flórez, Concha Espina, Ernesto Giménez Caballero, Eduardo Marquina, Pío Baroja, Gregorio Marañón, Manuel García Morente, Salaverría, Manuel Halcón, Agustín de Foxá, Melchor Fernández Almagro, etc. El intelectual más comprometido con los sublevados fue Eugenio d’Ors, a quien el alzamiento había sorprendido en París. Consecuente con su pasado y su ideología próxima a L’Action Française de Charles Mauron, optó por los nacionalistas con todas sus consecuencias. Su Glosario reapareció en 1937 en el diario Arriba España, que se editaba en Pamplona; e ingresó en Falange. Luego fue nombrado Jefe Nacional de Bellas Artes. Sus textos ilustraron los números de la revista Jerarquía, órgano intelectual de Falange, dirigida por el sacerdote Fermín Yzurdiaga; y donde colaboraron, entre otros, Pedro Laín Entralgo, Bruno Ibeas, Carlos Foyaca de la Concha, Gonzalo Torrente Ballester, etc. Pero la legitimación del alzamiento correspondió más al clero que a los intelectuales. La teología política de la sublevación se inició con la carta

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pastoral publicada por el cardenal Pla y Deniel el 30 de septiembre de 1936, donde se analizaba, desde una óptica agustiniana, los inicios del conflicto, legitimando la acción de los rebeldes, que estaban llevando a cabo una auténtica»Cruzada» religiosa. No obstante, fue el cardenal Isidro Gomá, Primado de España, el teólogo por excelencia de la «Cruzada». Creía Gomá que la guerra daría comienzo a una nueva era en la vida de los hombres. Continuamente, aparecieron en sus pastorales frases implacables para mostrar el carácter «satánico» de la revolución; su aspecto criminal e inhumano: «antidivina», «nihilista», «destructiva», «bárbara», «anticristiana». La participación de Gomá en la redacción de la Carta colectiva del Episcopado español sobre la guerra civil fue decisiva. De esta manera, los rebeldes ganaron una importante baza propagandística, tanto a nivel nacional como internacional. Las jerarquías militares consiguieron imponer su hegemonía en las fuerzas políticas sumadas a la sublevación. La Junta de Defensa comenzó a actuar como mando supremo del Ejército; y también como gobierno en ciernes. Y otorgó el mando único al general Francisco Franco Bahamonde, uno de los fundadores de la Legión y prototipo del militar africanista. Nacido en 1892, durante la II República había sido votante de la CEDA, amigo de Víctor Pradera y fue suscriptor de Acción Española. No era un hombre de pensamiento; pero sí, como luego demostraría, un político frío, realista e implacable, imbuido de una idea casi mesiánica de su misión histórica. En el fondo, fue un hobbesiano, un conservador escéptico hacia las ideologías, cuya convicción última era que, como había demostrado la experiencia republicana, el gobierno y el orden sólo pueden surgir de la autoridad omnipotente y de una comprensión astuta de las pasiones de los hombres. Un pragmático que llegó a la conclusión de que sin un Leviatán que castigase a los revolucionarios la sociedad era incapaz de escapar al caos. Seguramente, se creyó llamado a ejercer la función de «dictador tutelar», por la que tanto habían clamado los regeneracionistas finiseculares. En ese sentido, el principal problema que se le planteó fue la coordinación de las distintas fuerzas políticas, sobre todo de Falange y de la Comunión Tradicionalista, convertidas, tras el estallido de la guerra, en los grupos hegemónicos de la España nacionalista. Para ello, contó con la ayuda de su cuñado Ramón Serrano Súñer, jurista, afiliado a la CEDA, amigo de José Antonio Primo de Rivera y admirador de Mussolini. Como arbitro político de la situación, Franco era del todo consciente que, para ganar la guerra,

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necesitaba un frente y una retaguardia perfectamente unidos. Y el 19 de abril de 1937 hizo público el Decreto de Unificación, redactado por Serrano Súñer; y que establecía el partido único, nombrando tan sólo a Falange y al Requeté como «los dos exponentes auténticos del espíritu del alzamiento nacional». Se daba por hecho que en España se establecía un «régimen totalitario», cuya norma programática eran los puntos de Falange. La nueva entidad, Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, era definida como «Movimiento» y sería una organización intermedia entre la sociedad y el Estado. Los órganos rectores serían un Secretariado o Junta Política y el Consejo Nacional. El decreto dejaba abierta la posibilidad de «instauración» de la Monarquía. La unificación no dejó de producir tensiones entre los dirigentes de Falange y de la Comunión Tradicionalista. Manuel Fal Conde sufrió destierro; y Manuel Hedilla, el jefe nacional falangista, fue detenido y condenado a muerte, tras los sucesos de Salamanca, donde se pusieron de manifiesto las divisiones en Falange. Sin embargo, Acción Española fue integrada en el partido único. Antonio Goicoechea disolvió Renovación Española. Y Gil Robles dio su apoyo a la unificación. No debemos ver, sin embargo, en el nuevo régimen una mímesis estricta del totalitarismo fascista. En realidad, el partido único iba a tener una escasa importancia en la configuración del sistema político. Algunos sociólogos, como Raymond Aron, han clasificado al régimen español, al lado de la Francia de Pétain y del Portugal salazarista, como carente de partido político hegemónico. El historiador Ernst Nolte, por su parte, señala que la unificación decretada por Franco «fue más allá de lo que un partido fascista puede soportar en síntesis; por la misma razón, el partido estatal de la España franquista no debe contarse entre los partidos fascista». En ese sentido, la caracterización más aproximada a la esencia del régimen fue la elaborada, años después, por el constitucionalista Rodrigo Fernández Carvajal, al definirlo como una «dictadura constituyente». Y es que lo que significativamente se llamaría con posterioridad «franquismo» fue un sistema mucho más personal que institucionalizado. Una «dictadura soberana», es decir, que no reconoce ni puede reconocer una normatividad preexistente y, en rigor, se atiene al «autoctoritas, no veritas facit legem» de Thomas Hobbes. Al igual que toda dictadura, la soberana está sujeta y, en última instancia, referida a la figura de un hombre. Esa incapacidad de disociar la estructura del régimen de la personalidad en que se encuentra el poder —que no es un

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órgano o una figura jurídica— marca a fuego toda dictadura soberana; y fue el talón de aquiles del régimen nacido de la guerra civil, que, hasta el final de sus días, se identificó con la figura de Francisco Franco. El papel de su autoridad como «Caudillo» fue decisivo. Franco acertó a situarse por encima de las tendencias políticas y, gracias a su imagen de vencedor de la guerra y de «Salvador de España», le fue atribuida una personalidad carismática, de la que se aprovechó para afianzar su poder. Su carisma estuvo impregnado de un claro componente religioso. La fórmula «Caudillo por la gracia de Dios» era producto no sólo del propio contexto social, sobrecargado de instancias religiosas, sino de la propia situación en que hubo de perfilarse su liderazgo. No era el jefe de un partido político; ni, por su condición de militar, podía ser exaltado como tribuno del pueblo. La legitimidad religiosa contribuyó a enfatizar su carácter irresponsable. En tales circunstancias, las fuerzas políticas concurrentes en el alzamiento no pudieron tener otra estrategia que la de, por emplear la expresión de Carl Schmitt, el «acceso al poderoso». Y es que, lejos de ser monolítico, el nuevo régimen fue, de hecho, plural, una maraña inextricable de organizaciones rivales, de camarillas dirigentes, que se hostilizaban entre sí. El predominio de una u otra corriente cambiaría, según los períodos, las coyunturas y, sobre todo, la voluntad de Franco, que tuvo, desde el primer momento, el papel de árbitro y mediador entre aquellas abigarrada constelación de fuerzas sociales y políticas. A ese respecto, lo que ha venido en llamarse «franquismo» resultó ser el recipiente en el que confluyeron todas las corrientes políticas de la derecha española, viejas y nuevas, de modo que, en un primer momento, pudo presentar las dos caras de un movimiento, que, por un lado, al menos retóricamente, auspiciaba un nuevo orden regido según los modelos de Italia y de Alemania; y unos sectores conservadores que querían la preservación del orden social tradicional. Tras la unificación, Falange salió aparentemente reforzada; y los sectores tradicionales recelaron de su posible influencia. El cardenal Gomá se escandalizó, en una de sus Pastorales de Guerra, de que el Discurso a las juventudes de España, de Ledesma Ramos, con su claro componente laicista y anticatólico, pudiera publicarse en la España nacional. Y posteriormente, opondría al totalitarismo fascista el totalitarismo «divino». Y José Pemartín, monárquico de Acción Española, invocó, en su obra ¿Qué es lo nuevo?, al «Caudillo Hacedor de Reyes» y a la «Monarquía ReligiosoMilitar» frente al Estado unipartidista.

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La Iglesia fue, al lado del Ejército, el pilar fundamental del régimen. En realidad, la originalidad de éste radicó principalmente en sus pretensiones de ser el exponente más claro en Europa de un proyecto restaurador del catolicismo. Las leyes y la legislación tuvieron un acusado carácter confesional. El régimen reprimió hasta la saciedad a los enemigos del catolicismo. La Iglesia ejerció el control y la vigilancia en materia de enseñanza y moral en todo tipo de escuelas; y la censura de obras literarias y artísticas. Además, suprimió el divorcio. Importante fue también la promulgación en marzo de 1938 del Fuero del Trabajo, que aunó las tendencias conservadoras, social-católicas y falangistas. Influencias católicas fueron el salario mínimo, el subsidio familiar, el fomento del artesanado, el acceso a la propiedad, el papel subsidiario del Estado, etc. La huelga quedó proscrita como «delito de lesa patria». El Fuero asumió también el legado falangista, considerando al nuevo Estado como «instrumento totalitario al servicio de la integridad patria». El sindicato «vertical» se configuraba como un ente unitario, exclusivamente de «productores» y, a la vez, como un organismo de carácter público, integrado en el Estado. Desde el punto de vista económico, se reforzaron las tendencias autárquicas del capitalismo español. El proteccionismo arancelario, el nacionalismo económico y el intervencionismo estatal crecieron a niveles inigualados. En su intento de dotarse de legitimidad histórica, el régimen hizo uso del tradicionalismo cultural de raíz menendezpelayana. Basta consultar cualquier publicación de la época para leer alabanzas del Siglo de Oro y de la España de los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II, al lado de críticas absolutas contra el siglo  XVIII, la Ilustración y el liberalismo. La escolástica adquirió el rango de filosofía cuasi oficial en las universidades. La concepción nacionalista del nuevo régimen no admitió hechos diferenciales, ni pluralidades lingüísticas en pie de igualdad, ni descentralización de los poderes del Estado, ni concesiones de autogobierno.

2. LOS TEÓRICOS DEL FALANGISMO: FRANCISCO JAVIER CONDE, LUIS LEGAZ LACAMBRA, JOSÉ LUIS LÓPEZ ARANGUREN Y PEDRO LAÍN ENTRALGO Mientras duró la Guerra Mundial y la hegemonía del Eje en Europa, el falangismo logró influir de manera importante en la gestación del nuevo

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Estado. Los falangistas consiguieron que se creasen organismos nuevos, como el Instituto de Estudios Políticos, y su órgano doctrinal; la Revista de Estudios Políticos y la Facultad de Ciencias Políticas. El 31 de julio de 1939 se aprobaron los estatutos de FET de las JONS, atribuyendo al Jefe Nacional el Movimiento el título de «Caudillo», bajo cuya autoridad funcionaba el Consejo Nacional del Partido. Las juventudes fueron organizadas en el famoso Frente, siguiendo el modelo italiano y alemán. La influencia falangista fue importante en el mundo universitario; y por la Ley de Ordenación Universitaria, profesores y alumnos quedaron alistados en el Sindicato Español Universitario. La Sección Femenina pretendió servir de vehículo de adoctrinamiento de las mujeres en la exaltación de los valores tradicionales: madre y hogar. El sector falangista contó, además, con un selecto grupo de intelectuales, algunos de los cuales se consideraban discípulos de Eugenio D’Ors y de Ortega; o habían estudiado en Alemania e Italia y se sentían seducidos por la experiencia fascista. Ninguno de ellos había militado en Falange durante la II República. Algunos procedían de la derecha republicana, como Legaz Lacambra; otros, como Francisco Javier Conde, de la izquierda socialista, o de la FUE, como Antonio Tovar; no faltaban católicos más o menos independientes como Laín Entralgo o López Aranguren. Nacido en 1908, Luis Legaz Lacambra se había formado primero en la escuela de Kelsen y luego fue influido por Carl Schmitt. Se le puede considerar el primer teórico del partido único. Legaz partía de la crisis del Estado liberal, «un Estado desintegrado en falsos antagonismos». Su contraste, el Estado unipartidista, no estaba basado en la polémica, sino en la exclusión del principio de alteridad. Para Legaz, el partido no es un órgano del Estado, ni un ente autárquico, ni una corporación de derecho público; era una «ecclesia», que guarda con el Estado una relación ontológica y jerárquica a lo que, en tesis católicas, mantiene el Estado católico con la Iglesia católica. De lo que se deducen una serie de consecuencias. El credo y el dogma deben ser respetados por el Estado, que constituye el movimiento político, y que adquiere el compromiso de protegerlo jurídicamente, persiguiendo la «herejía política» y exigiendo a los altos cargos lealtad a los ideales. No menos importante fue la labor teórica de Francisco Javier Conde, el principal discípulo español de Carl Schmitt. Desde la perspectiva schmittiana, Conde criticó el formalismo kelseniano y las doctrinas «pluralistas» del Estado, cuya consecuencia era la «tiranía de los grupos sociales»

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que pretendían arrancar su soberanía al Estado. No obstante, la aportación más reseñable de Conde a la legitimación del nuevo régimen fue, empero, su teoría del caudillaje, a la que no fue ajena la influencia de Max Weber y de Carl Schmitt; sobre todo en la crítica de este último al intento kelseniano de sustituir el mando y el poder de los hombres concretos, capaces de acaudillar carismáticamente, por imperio de las normas abstractas. A su lado, cabe destacar la labor intelectual del filósofo, médico y ensayista Pedro Laín Entralgo. Nacido en 1908, había colaborado en Arriba España, Jerarquía y FE. Admirador de Ortega y D’Ors, sus primeros escritos tienen como claro objetivo perfilar una ética nacional falangista acorde con los valores católicos. En aquellos momentos, no era viable, para Laín, la alianza del Trono y del Altar, por la «total pérdida de vigencia social por parte de la idea monárquica dinástica». Igualmente, criticaba la democracia cristiana, que no era, a su juicio, una alternativa adecuada para la restauración de los valores católicos. De lo que se trataba, en el fondo, era de dar una interpretación no tradicionalista de la fórmula falangista de «incorporar el sentido católico a la reconstrucción nacional». La solución era el Estado totalitario; y por ello criticaba las reticencias del catolicismo oficial en relación a la Alemania nacional-socialista, cuya «estrecha amistad» era vital para la nueva España. Pero la principal obra de Laín fue, en aquellos momentos, la que efectuó, al lado de sus camaradas Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar, con la creación de la revista Escorial, órgano cultural ligado a Falange. Su objetivo era la búsqueda de fundamentos teóricos, culturales e ideológicos para el Estado totalitario que se proyectaba. Los promotores de la revista se manifestaron reiteradamente favorables a la entrada de España en la Guerra Mundial, en defensa del «Nuevo Orden» europeo, de las seculares reivindicaciones del nacionalismo español —Gibraltar, África, Riotinto—; y de los tres ejes radicales de la europeidad: la Antigüedad clásica, el Cristianismo y la Germanidad. No obstante, Escorial iba más allá en sus objetivos; la revista aspiró a integrar a los miembros de la comunidad científica e intelectual que no se habían exiliado. Y dio audiencia en sus páginas a viejas glorias de la literatura, la historia y la filosofía española: «Azorín», Menéndez Pidal, Baroja, Marañón, etc. Se comentaron elogiosamente los nuevos trabajos del exiliado Ortega y Gasset. Y se ofreció oportunidad de expresarse a las nuevas

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generaciones intelectuales, desde antiguos colaboradores de Acción Española y propagandistas católicos, pasando por falangistas y discípulos de Ortega: Montes, Aunós, García Valdecasas, Calvo Serer, Dámaso Alonso, Marías, García Gómez, Fernández Almagro, Zubiri, Gullón, etc. Entre los colaboradores de la revista se encontraba igualmente el escritor católico José Luis López Aranguren, que, por aquel entonces, pasaba por ser el principal discipulo de Eugenio d’Ors, a cuya obra dedicó uno de los primeros libros. En sus páginas, López Aranguren hacía suya «la filosofía militante» del catalán, «una Aüfklarung católica, esto es, religioso-universal y tradicional». Y celebraba su lucha contra «el sentido espiritual del luteranismo y todo su cortejo de males para la inteligencia, a saber, soledad, abstracción, vida interior, individualismo, libre examen, antitradicionalismo y nacionalismo religioso». Y es que, a su juicio, era imposible separar lo político de lo teológico. Por su parte, Laín inició una reinterpretación del legado menendezpelayano y noventayochista, con vistas a establecer una genealogía del pensamiento político falangista y de su concepción de la historia de España. Laín estimaba que el polígrafo santanderino no había sido, en el fondo, el integrista que dibujaron los hombres de Acción Española y sus herederos intelectuales. Hombre de su tiempo, Menéndez Pelayo supo sobrepasar, en su madurez, gracias a su conocimiento de la cultura europea moderna, tanto el «extremismo progresista», característico de krausistas y positivistas, como el «extremismo reaccionario», de los escolásticos y tradicionalistas. En esa misma línea, reivindicó el legado noventayochista y orteguiano, continuando la línea de Ledesma Ramos, Primo de Rivera y Giménez Caballero. Su meditación sobre el  98 se sintetizaba en el «problema de España». Los noventayochistas fueron el primer grupo intelectual español que supo sustituir el amor declamatorio y pasadista de la historia española, por su patriotismo crítico y proyectivo, cuyo heredero principal era Ortega y Gasset, que asumió el auténtico «ideal de eficacia» tendente a la europeización definitiva de la sociedad española, aunque cometió, a juicio de Laín, el error de no tener en cuenta la importancia de la tradición católica. Tales planteamientos fueron, como tendremos oportunidad de ver, muy criticados por otros sectores político-intelectuales integrados en el régimen, sobre todo los herederos de Acción Española, capitaneados por Rafael Calvo

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Serer. Pero, en cualquier caso, el sueño falangista de un Estado totalitario pleno se disolvió pronto en retórica inútil, dada la realidad interior de una España en ruinas y tutelada por un clero tradicionalista reacio a tales novedades; y que, además, vio deshacerse, tras el final de la Guerra Mundial, las empresas políticas de Italia y Alemania.

3.

LA NUEVA DERECHA MONÁRQUICA: RAFAEL CALVO SERER, FLORENTINO PÉREZ EMBID, ÁNGEL LÓPEZ AMO

De hecho, a partir de 1942, el régimen comenzó a dejar explícitas sus diferencias ideológicas con las potencias del Eje. En la Revista de Estudios Políticos, Alfonso García Valdecasas manifestó que no podía ponerse en el mismo plano al Estado español y a los Estados totalitarios. Y es que España había mantenido una postura ética en defensa de los valores objetivos religiosos frente al maquiavelismo de las otras naciones europeas. De ahí que en la tradición española no tuviera cabida la visión del Estado como fin en sí mismo: «Por encima del Estado —dirá— hay un orden de verdades y preceptos a que él debe atenerse». Franco comenzó a dar perfil institucional a su régimen. El 17 de julio de 1942 se promulgó la Ley de Constitución de las Cortes Españolas. En esta Ley, las Cortes se configuraban como «instrumento de colaboración» en la tarea legislativa, que era atribución del Jefe del Estado. Su función era deliberativa y auxiliar. Los llamados «procuradores» se dividían en dos categorías: natos y electivos, con gran diferencia de los primeros sobre los segundos, ocupando la mayoría el escaño en función del cargo público o administrativo que desempeñaran. Existían, además, un número de «procuradores» —no superior a cincuenta— directamente designados por el Jefe del Estado. La idea básica en la que se sustentaban las Cortes era el organicismo. La nación española era contemplada no como un conglomerado atómico de individuos, sino como «un organismo unitario formado por grupos sociales naturales y permanentes»·. Tras el final de la Guerra Mundial, el monárquico de Acción Española José Pemartín propugnó, en la Academia de Legislación y Jurisprudencia, una evolución del régimen al socaire de las nuevas circunstancias políticas e internacionales, pero sin romper con su estructura esencial. Pemartín cri-

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ticaba al fascismo como portaestandarte de un «idealismo totalitario» y de una «revolución de signo contrario». Derrotados los fascismos, el enemigo más temible era, naturalmente, el comunismo, contra el que era necesario elaborar una alternativa política viable y realista, que, en el caso español, no podía ser otra que la «democracia orgánica tradicional». No fueron, en principio, los monárquicos quienes fueron llamados para llevar a cabo la necesaria reacomodación política. Franco recurrió a los más cualificados representantes del catolicismo político oficial, a los discípulos de Ángel Herrera Oria. Los cambios ministeriales del 18 de julio de 1945 significaron un auténtico salto cualitativo en la influencia y poder de los sectores católicos plenamente integrados en la ideología de la «Cruzada». Franco renovó los titulares de ocho ministerios y dejó sin cubrir momentáneamente la Secretaría General de FET de las JONS. En el nuevo gobierno aparecieron importantes miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, como Ibáñez Martín, José María Fernández Ladreda y Alberto Martín Artajo. La Iglesia católica aparecía como el principal sostén político e ideológico, tanto a nivel interior como exterior. Se inició un claro proceso de «desfalangización», cuyo máximo exponente fue el llamado Fuero de los Españoles, obra en parte del Primado Enrique Pla y Deniel. Se trataba de una especie de declaración de derechos fundamentales entre los que se encontraba la igualdad ante la ley, libertad de expresión, libertad de residencia, habeas corpus, libertad de asociación, seguridad jurídica, etc. Al mismo tiempo, se afirmaba la confesionalidad del Estado, que se hacía compatible con la afirmación de libertad de cultos. El reconocimiento de los derechos estaba condicionado a la protección de los «principios fundamentales del Estado» y de la «unidad espiritual, nacional y social de España». Igualmente, se daba apoyo a la doctrina social de la Iglesia. A diferencia de los falangistas y luego de los herederos de Acción Española, los discípulos de Ángel Herrera siguieron sin distinguirse por la densidad conceptual de su pensamiento político. Como sus antecesores, siguieron siendo, más que nada, hombres de acción. Sus principales representantes, aparte del propio Herrera, fueron Fernando Martín SánchezJuliá, Joaquín Ruíz Giménez, José Larraz, Alberto Martín Artajo, José María Sánchez de Muniaín, etc. Tras la guerra civil, su Boletín y el diario YA, heredero de El Debate, continuaron desarrollando, sin excesiva originalidad, las pautas ideológicas de su proyecto político: corporativismo,

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tradicionalismo cultural, anticomunismo, monarquismo, etc, cuya base ideológica era el pensamiento papal. Esta mediocridad cultural se vio paliada, en cierta forma, por la creación de la Biblioteca de Autores Cristianos y la Editorial Católica, donde, aparte de la célebre Biblia Nácar-Colunga, se publicaron una importante antología de Menéndez Pelayo; y las obras completas de Donoso Cortés y de Jaime Balmes. El proyecto católico pasaba por la instauración de la Monarquía tradicional. Los sectores sociales y políticos partidarios del retorno de la Monarquía fueron, en su mayoría, desde el principio, uno de los puntales de apoyo al régimen nacido de la guerra civil. Sin embargo, las relaciones entre Franco y Juan de Borbón pasaron, sobre todo a partir del final de la Guerra Mundial, por períodos de profunda enemistad. Los consejeros más próximos al versátil pretendiente, en particular Pedro Sainz Rodríguez y José María Gil Robles, pensaron que Franco y su régimen caerían bajo la presión de Gran Bretaña y Estados Unidos. Lo cual no significaba que ambos políticos hubieran evolucionado ya entonces hacia posturas demoliberales; en realidad, su opción era puramente pragmática. Se trataba, en el fondo, de salvar lo salvable de la victoria de 1939. Siguiendo esta táctica, el conde de Barcelona instó al general Franco a la restauración de la Monarquía tradicional; y en marzo de  1945 hizo público el llamado Manifiesto de Lausana, donde denunciaba al régimen como «inspirado en los sistemas totalitarios de las potencias del Eje, tan contrarios al carácter y la tradición de nuestro pueblo» y «fundamentalmente incompatible con las circunstancias que la guerra presente está creando en el mundo». Como alternativa, ofrecía un «Estado de Derecho», basado en la «concepción cristiana del Estado». La Monarquía tradicional sería garante de una serie de reformas: una constitución, libertades públicas, regionalismo, amnistía, etc. El manifiesto no fue bien recibido por los monárquicos del interior. Tan sólo el duque de Alba, el conde de Vallellano y el infante Alfonso de Orleans dimitieron de sus cargos en el Estado. Por contra, Antonio Goicoechea, Ramón de Carranza, el marqués de Sotohermoso, el duque de Alcalá y otros criticaron el contenido del manifiesto.

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En febrero de 1946, el conde de Barcelona se trasladó a la localidad portuguesa de Estoril. Y poco después se hicieron públicas las Bases Institucionales de la Monarquía Española, obra de Gil Robles, Sainz Rodríguez, el conde de Rodezno y Antonio Iturmendi. El contenido de las Bases era claramente tradicionalista. La nación española descansaría en los postulados «esenciales» e «inalterables» del catolicismo y la Monarquía tradicional. Se hacía explícita la confesionalidad del Estado; y, al modo carlista, se insistía en la «autarquía» de las regiones. El rey ejercería sus prerrogativas asistido por el Consejo del Reino, como entidad consultiva, integrada por miembros de derecho propio, de nombramiento real y electivo. Existiría una sola cámara de carácter corporativo, cuya función sería deliberativa y auxiliar. A su vez, Franco tenía ya un proyecto de Ley de Sucesión, que coincidía ampliamente con los postulados de las Bases: confesionalidad católica, Monarquía tradicional, Consejo del Reino, Consejo de Regencia, etc. No obstante, la Ley atribuía nominalmente la Jefatura del Estado a Franco y no a Juan de Borbón. Además, algunos de sus puntos eran un arma de Franco contra éste; en particular aquella que establecía la ley de las dos legitimidades, la de origen y la de ejercicio. El Jefe del Estado podía excluir de la sucesión a las personas que se desviasen de los «principios fundamentales del Estado», e incluso el Consejo de Regencia podía proponer un Regente en lugar de un Príncipe. En un principio, el conde de Barcelona rechazó la nueva Ley, que fue aprobada en referéndum; lo que fue aprovechado por Gil Robles para llegar a un pacto con los sectores no revolucionarios de la izquierda en el exilio, capitaneados por Indalecio Prieto. No obstante, el pretendiente optó finalmente por jugar la carta de Franco, entrevistándose con éste en el yate Azor, donde se llegó a una serie de acuerdos, entre ellos que su hijo Juan Carlos, heredero al trono, vendría a estudiar a España. A partir de ese momento, se abrió un nuevo período en las relaciones de los monárquicos con el régimen. Un período en el que tuvo lugar un nuevo proceso de renovación ideológica del conservadurismo tradicional, a través de las actividades de una nueva generación de intelectuales que sustituiría a la vieja guardia de los supervivientes de Acción Española. La nueva derecha monárquica comenzó a manifestarse ideológicamente a través de la revista Arbor, órgano del Consejo Superior de Investigaciones

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Científicas. Desde el final de la guerra, el Consejo se había convertido en la contrarréplica católica de la Junta de Ampliación de Estudios. La idea de su creación partió de José María Albareda, científico miembro de la asociación religiosa Opus Dei. A través de su influencia, la Obra iría ocupando gran número de cátedras universitarias. El Opus Dei había sido fundado en octubre de 1928 por el sacerdote José María Escrivá y Albás, que luego propició el cambio de su apellido por el de Escrivá de Balaguer, más tarde ennoblecido, además, con el marquesado de Peralta. Seguramente, Escrivá no fue inmune a la influencia de Acción Española, como no lo fueron algunos de sus seguidores, entre ellos Rafael Calvo Serer, Juan José López Ibor o Leopoldo Eulogio Palacios. Su célebre obra Camino fue la expresión de sus ideas religiosas y políticas. Una especie de réplica a Formación de selectos del Padre Ángel Ayala. El hombre del Opus Dei ha de ser un creyente viril, ambicioso, a la par que sumiso; y siempre al servicio de la fe católica y de la Obra: «Tienes ambiciones… de saber… de acuadillar… de ser audaz. Bueno bien. Pero por Cristo, por Amor». El Opus Dei no sólo esperaba de sus afilados que ejercieran su profesión civil, sino que cumplan de manera ejemplar las tareas relacionadas con su trabajo. La teología moral y política de Escrivá se apoyaba en una constante defensa de lo secular, de lo corpóreo, de lo terrenal; en un deseo de «materializar lo espiritual». En el fondo, el proyecto de Escrivá fue la creación en el seno del catolicismo español de nuevas elites de orientación, cuyo objetivo era lograr la simbiosis entre la mentalidad tradicional católica y el pragmatismo característico de la burguesía empresarial. La revista Arbor fue fundada en Barcelona, en marzo de 1943, por Rafael Calvo Serer, Raimundo Paniker y Ramón de Roquer. La mayoría de sus colaboradores y miembros directivos pertenecían al Opus Dei: Calvo Serer, Rafael de Balbín, Víctor García Hoz, Rafael Gibert, Vicente Rodríguez Casado, Alvaro d’Ors, Ángel González Álvarez, Florentino Pérez Embid, Federico Suárez Verdeguer, Ángel López-Amo, Vicente Marrero, etc. Tampoco faltaron las firmas de algunos supervivientes de Acción Española, como José Luis Vázquez Dodero, José Pemartín, Eugenio Vegas, etc. Y también colaboraron intelectuales no pertenecientes a la Obra, como Gonzalo Fernández de la Mora. Los grandes animadores de Arbor fueron Calvo Serer y Pérez Embid. Ninguno de los dos eran pensadores políticos de altura, pero sí buenos or-

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ganizadores. Sus colaboradores de mayor prestancia intelectual fueron Ángel López-Amo, nacido en 1917, profesor del Príncipe Juan Carlos y teórico de la Monarquía «social» en la línea de Von Stein. Y, sobre todo, Gonzalo Fernández de la Mora, barcelonés de 1924, representante de un neoconservatismo abierto a la modernización económica y tecnológica. Pero Arbor no fue la única plataforma de la nueva derecha monárquica; lo fueron también los diarios ABC e Informaciones; las revistas Nuestro Tiempo y Ateneo; y, sobre todo, la Biblioteca del Pensamiento Actual, editada por Rialp, quizás la empresa ideológica más ambiciosa de la historia de la derecha española contemporánea. En ella se publicaron una serie de obras de escritores y filósofos españoles y extranjeros, entre los que destacaban Vicente Palacio Atard, Calvo Serer, Fernández de la Mora, López-Ibor, Gambra, López-Amo, Millán Puelles, Elías de Tejada, Muñoz Alonso, Guardini, Haecker, Gilson, Schmitt, Fanfani, Dawson, Wust, Massis, Löwith, Voegelin, etc. Favorables a un entendimiento entre Juan de Borbón y Franco, su alternativa institucional era la Monarquía «tradicional, hereditaria, antiparlamentaria y descentralizada». Esta invocación a una Monarquía de resonancias maurrasianas, se veía completada por las aportaciones de la perspectiva «social» de Lorenz von Stein. No fue López-Amo el introductor de Von Stein en España; anteriormente, había expuesto sus ideas y planteamientos Manuel García Pelayo en las páginas de la Revista de Estudios Políticos, a la altura de 1944; y luego, por Luis Díez del Corral, al prologar Movimientos sociales y Monarquía, del pensador alemán. Lo que hizo López-Amo es desarrollar esas ideas, adaptarlas al caso español y convertirlas en alternativa política. Basándose en Von Stein, López-Amo estimaba que no existía comunidad política propiamente dicha si el Estado no podía independizarse de la sociedad, colocándose a su servicio. Si la sociedad dirige al Estado el poder se encuentra en manos de la clase dominante; y esta situación de desequilibrio conduce a la injusticia; y, en último término, a la guerra civil. Si el Estado, como en el fascismo, tiende a la absorción de la sociedad, ésta queda indefensa y termina tiranizada. La democracia tiende a edificar la sociedad con el Estado; por eso, el triunfo de la legitimidad democrática sitúa a la sociedad y al individuo en una disyuntiva total: o el Estado es dueño de la sociedad; y entonces hay dictadura de clase; o la sociedad se adueña del Estado y, en consecuencia, habrá lucha de clases sin cuartel. De ahí que el Estado, para servir a la sociedad y recobrar su soberana independencia,

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como había señalado Von Stein, tendría que tener una estructura y un contenido monárquico, cuya legitimidad le hacía estar por encima de las discordias civiles y los intereses sociales y económicos en liza, constituyendo un poder neutro, capaz de servir de moderador de los demás poderes del Estado y la sociedad. Era, en fin, el monárquico el único poder legítimo capaz de realizar la reforma social. Arbor y la Biblioteca del Pensamiento Actual acogieron igualmente las ideas de pensadores carlistas como Rafael Gambra y Francisco Elías de Tejada, partidarios de una Monarquía tradicional, según fue esbozada en su día por Juan Vázquez de Mella: católica, social, representativa y federativa, como alternativa al totalitarismo falangista. Pero los jóvenes monárquicos no se limitaron a defender los viejos esquemas menendez-pelayistas. Igualmente, se produjo una revalorización de la Monarquía ilustrada de Carlos III, como garante de un proyecto de modernización social sin ruptura con los fundamentos de la tradición católica. Así, el historiador Vicente Rodríguez Casado sostuvo que en el siglo  XVIII tuvieron lugar en España importantes cambios en la estructura social, análogos a los iniciados en Gran Bretaña o Francia. Era el intento de una «revolución burguesa» desde arriba propiciada por los «ilustrados cristianos». Y es que la restauración a la que aspiraban tenía por base una clara filosofía conservadora de la historia. Calvo Serer distinguía, en la marcha del tiempo histórico, tres momentos interrelacionados: revolución, reacción y restauración. En esa dialéctica, montada sobre la metafísica del filósofo alemán Peter Wust, la restauración venía a ser una síntesis del pasado/presente. La restauración implicaba un desarrollo histórico no revolucionario, cuya posibilidad se habría creado con la nueva relación de fuerzas sociales, económicas, políticas y culturales, suscitadas por el éxito del movimiento contrarrevolucionario: «Lo viejo necesita de lo nuevo para remozarse y poder mantener su duración y vigencia; lo nuevo necesita también de lo viejo para no degenerar en un movimiento sin sentido para adquirir las categorías de duración y permanencia». En un sentido análogo, el filósofo Antonio Millán Puelles estimaba que el criterio para determinar el carácter de la historicidad no podría consistir en el ser «recordado», ni tampoco en el ser «testimoniado», sino en la permanencia virtual del ser histórico. La existencia histórica aparecía, para Millán Puelles, como radicalmente paradójica si se pretendía concebirla dentro de los moldes de una contraposición abso-

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luta entre el ser y el no-ser, porque estriba en un «no ser ya», que, sin embargo, «es, de algún modo, todavía». La existencia histórica es, en suma, la virtualidad de un pasado en el presente condicionado por él. De ahí la síntesis entre tradición y progreso. La institucionalización del régimen político era inseparable de la profundización en el proceso de articulación de la «conciencia nacional unitaria», iniciada tras la guerra civil y basada en los supuestos del tradicionalismo menéndez-pelayista, con su identificación entre catolicismo y espíritu nacional. Gracias a la obra del polígrafo santanderino, España había dejado de ser problemática. Y, una vez fuera de discusión el tema de la identidad nacional y restaurada la Monarquía, podría darse solución a los problemas concretos de la sociedad española, en particular los de carácter socioeconómico, asumiendo los supuestos del neocapitalismo, e intentando compatibilizarlos con la visión católico-tradicional del mundo. Como diría Pérez-Embid, se trataba de lograr la «españolización de los fines y la europeización de los medios». Arbor asumió los supuestos de la economía de mercado, e insertó en sus páginas las críticas del economista liberal Friedrich von Hayek al «constructivismo» y al «historicismo» como bases filosóficas del colectivismo contemporáneo. La economía capitalista era, sin duda, el marco más adecuado para acrecentar la productividad y asegurar la innovación tecnológica, asegurando el consumo de las masas: «Todo el progreso social del siglo  XIX —señalaba Salvador Milet— se basa en el hecho de que durante el período en cuestión predominaron más que en otra época cualquiera, el sistema de mercado y el sistema de competencia». Ángel LópezAmo criticaba, en ese sentido, los supuestos del sindicalismo vertical y del intervencionismo estatal. La sociedad civil era distinta del Estado; lo social era el ámbito ante el que lo estatal debía permanecer, si no inactivo, sí, al menos, respetuoso de su autonomía esencial. López-Amo condenaba, en cierta medida, al Estado a la pasividad, confinado en el desarrollo orgánico de las formas sociales y en el sentido positivo de las comunidades naturales. El antisocialismo tenía su correlato ético en una clara oposición al totalitarismo. Para Gonzalo Fernández de la Mora, el Estado totalitario suponía «la consagración de la tiranía y la amputación de las más inalienables libertades del hombre». Anteriormente, Fernández de la Mora se había distinguido por su crítica a la autarquía económica y su defensa del europeís-

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mo y del cosmopolitismo. No menos polémica fue, en su día, su defensa del Tribunal de Nüremberg y su decidido apoyo a la constitución de entidades supranacionales que juzgaran los crímenes de guerra. Sin embargo, la nueva derecha monárquica se caracterizó, en el ámbito cultural, por su militancia abiertamente antiliberal. La constitución de la «conciencia nacional unitaria» exigía una labor censora. La censura debía considerarse, según José María García Escudero, como «la defensa de una serie de libertades, y esencialmente la libertad de ser lo que somos, y uno de los valores más altos que los mismos valores estéticos». Especialmente radical fue su crítica a la política cultural seguida por el nuevo ministro de Educación Nacional, el católico Joaquín Ruiz Giménez. El ministro no era, por entonces, un liberal, sino un franquista incondicional. En sus discursos invocaba a José Antonio Primo de Rivera, a Menéndez Pelayo y al propio Franco; y anatematizaba la «revolución materialista» y la «apostasía». Pero, al mismo tiempo, bajo la influencia de Laín Entralgo, propugnaba una cierta apertura intelectual, afirmando «la importancia y la urgencia del diálogo», la necesidad de «asimilar cuanto halla de valioso en cualquier sector de la cultura o de la política y para desprendernos de cuanto sea caduco y estéril». En ese sentido, juzgó necesaria la normalización de la vida cultural e intelectual española. Y en torno a su ministerio se agruparon Laín Entralgo, Tovar, Pérez Villanueva, Ridruejo, Fernández Miranda, López Aranguren, Maravall, etc. Bajo su dirección se realizaron homenajes a Menéndez Pidal, Unamuno, Ortega y Gasset, Zubiri, etc.; y se promovió el regreso de algunos catedráticos exiliados como Arturo Duperier, Recasens Siches, Miaja de la Muela, etc. Los jóvenes monárquicos tacharon aquella política de «Yalta cultural». Calvo Serer atacó a los falangistas, en particular a Laín y Tovar, acusándoles de «estatismo heterodoxo», heredero de todas las herejías modernas: enciclopedismo, afrancesamiento, institucionismo, orteguismo, etc. Se inició entonces la polémica entre los partidarios de la «España sin problema» y los de la «España como problema», entre los «excluyentes» y los «comprensivos», protagonizada no sólo por Calvo Serer y Laín Entralgo, sino por revistas como la propia Arbor, Nuestro Tiempo, Ateneo, Alcalá, Alférez, Revista, Cuadernos Hispanoamericanos, etc. En realidad, seguía siendo una polémica dentro del régimen y su ortodoxia ideológica. Además, el ámbito de coincidencia entre ambos bandos era, en el fondo, bastante amplio. No se trata-

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ba de una pugna directa entre tradicionalismo y liberalismo, sino entre distintos sectores del régimen, que compartían el hispanismo, el catolicismo y la fidelidad al nacionalismo español. En el fragor de la batalla intelectual, Calvo Serer publicó, en la revista francesa Ecrits de París, un artículo sobre la situación política española, donde se sometía a crítica la actitud de los distintos grupos políticos convergentes en el régimen. A los católicos de Herrera les acusaba de carecer de proyecto político; mientras que a los falangistas aparecían como totalitarios y enemigos de las instituciones tradicionales. Además, Ruiz Giménez había cometido el error de iniciar una nueva política de mano tendida a los vencidos en la guerra civil, al dar el poder a los falangistas de izquierda. El programa del falangismo seguía siendo el mismo, A la tolerancia con error de la ideología anticristiana vencida en 1939». Frente a todo ello, se alzaba lo que él llamaba «Tercera Fuerza», constituida por los herederos de Acción Española, caracterizada por la «solidaridad con cuanto positivo se ha realizado en la España de Franco». El artículo costó a su autor la expulsión de sus cargos en el CSIC, aunque no su cátedra universitaria. El proyecto monárquico tradicional tendría, en alguna medida, continuidad en la revista Punta Europa, fundada en 1956 y dirigida por Vicente Marrero. Al frente de la revista aparecían tradicionalistas, hombres del Opus Dei, social-católicos, monárquicos, etc: José Luis de Oriol, Juan José López Ibor, José Camón Aznar, Santiago Ramírez, José María Millas Vallicrosa, Carlos Ruíz Castillo, Fernando Martín Sánchez Juliá, José Ramón de Sampedro, Joaquín Entrambasaguas, Gregorio Marañón, etc. Entre los colaboradores, había filósofos e intelectuales españoles y extrenjeros, como Arnold J. Toynbee, Christopher Dawson. Henri Massis, Romano Guardini, Evelyn Waugh, Russell Kirk, Vintila Horia, George Uscatescu, etc. Los españoles estaban representados por Vicente Risco, Alberto Martín Artajo, Manuel Lora Tamayo, Antonio Millán Puelles, José María García Escudero, Jorge Vigón, Gerardo Diego, José María Pemán, Rafael Morales, José García Nieto, Victoriano Crémer, Francisco Umbral, etc. Nacida bajo el mecenazgo de la familia Oriol, su máximo definidor fue Marrero, cuyos ídolos intelectuales eran Menéndez Pelayo, Ramiro de Maeztu y el Padre Santiago Ramírez. Sus enemigos, Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar, es decir, el «trust de cerebros falangista» revisor de los valores tradicionales; pero, sobre todo, Ortega, a quien

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dedicó un libro muy crítico, no exento de ingenio, titulado Ortega, filósofo mondain. Alternativa política era la Monarquía católica, social y representativa. Las disputas entre las distintas facciones continuaron. La muerte de Ortega en 1955 tuvo un importante impacto en la juventud universitaria. El entierro del filósofo fue el anuncio de un cambio en la situación. Poco después se proyecto un congreso de escritores jóvenes, que contó con el apoyo de Laín, como rector de la Universidad Complutense. Luego, se pidió la convocatoria de un congreso de estudiantes. Se rechazaron, además, los candidatos oficiales del SEU para los puestos de delegados de curso. Pero se suspendieron las elecciones y los estudiantes antifalangistas se apoderaron de la Facultad de Derecho y asaltaron el local del SEU. Todo lo cual culminó en los sucesos del 9 de febrero de 1956, con motivo de las ceremonias del estudiante caído. Ante la magnitud de los acontecimientos, Franco resolvió la crisis despidiendo a Ruiz Giménez y al secretario general de Movimiento, Raimundo Fernández Cuesta. Dioniso Ridruejo fue detenido. Y destituidos Laín y Tovar, como rectores de las universidades de Madrid y Salamanca. Todos ellos pasarían, junto a López-Aranguren, José María Valverde, etc, a la oposición al franquismo, o a un ambiguo «exilio interior». La actitud de López Aranguren, el antiguo d’orsiano, fue, sobre todo a partir de su expulsión de la Universidad en 1965, arquetípica. En su libro Ética y política, sostuvo que «el totalitarismo comunista es menos malo que el fascista… y pretende realizar los fines de lo que nosotros llamanos Ética social por medios no morales».

4. LA CRISIS DEL PENSAMIENTO FALANGISTA: JOSÉ LUIS DE ARRESE, ADOLFO MUÑOZ ALONSO El nuevo secretario general del Movimiento, José Luis de Arrese y Magra, creyó llegada el momento de detener la operación restauradora y relanzar Falange. Nacido en 1905, Arrese fue en todo momento un falangista leal a Franco. Hasta entonces, su producción ideológica había tenido como objetivo, sobre todo tras el final de la II Guerra Mundial, renovar el ideario falangista, en un sentido abiertamente social-católico y conservador. A ese respecto, se esforzó en negar el carácter totalitario del pensamiento de José Antonio Primo de Rivera. Cuando el fundador de Falange empleaba el tér-

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mino «totalitario» hacía referencia a un Estado que integra a todos los ciudadanos y a todas las clases sociales en la nación, sin hacer distinciones de origen, religión, raza o lengua, a través de las estructuras básicas de la sociedad, es decir, la familia, el municipio y el sindicato. Bajo su impulso, se constituyó una comisión de la que formaron parte González Vicén, José Antonio Elola-Olaso, Diego Salas Pombo, Rafael Sánchez Mazas y Francisco Javier Conde, que pronto abandonó sus labores de doctrinario político para iniciarse en la diplomacia. Transcurridos unos meses, la comisión entregó un dictamen detallado, acompañado de varios anteproyectos. En su exposición de los proyectos, Arrese destacaba como dogmas esenciales del régimen la aceptación de la moral católica como norma individual y colectiva de la vida, la organización democrática de la sociedad, a través de las entidades naturales de convivencia; la estructura económica anticapitalista y antimarxista; la estructura social de la empresa como participación del obrero en los beneficios y en la dirección; la estructura sindical de la colectividad y la proclamación del pueblo como depositario del poder. Frente a las críticas de los monárquicos, el dirigente falangista estimaba que la Monarquía no era algo esencial para el régimen, ni podía entrar, por lo tanto, en «lo incuestionable desde el punto de vista del dogma político»; a lo sumo, era accidental. El órgano encargado de la definición de los dogmas permanentes era el Consejo Nacional. Esta función no podría recaer en el futuro Jefe de Estado, porque esa jefatura se ejercería «con valor simbólico». El jefe del Gobierno sería elegido libremente por el Jefe del Estado entre los militantes del Movimiento y éste respondería de sus actos ante el Consejo Nacional, al igual que los ministros responderían de la suya ante las Cortes. De inmediato, el proyecto suscitó la oposición de los restantes grupos políticos, desde el militar hasta el católico, pasando por los monárquicos, capitaneados por el conde de Vallellano y Jorge Vigón. No obstante, el golpe de gracia vino de la jerarquía eclesiástica, que presentó a Franco una declaración en la que se rechazaban las pretensiones de Arrese, que se comparaban con los programas totalitarios del nacional-socialismo, del fascismo y del peronismo, «formas todas condenadas por la Iglesia». Era el final de Falange como fuerza política influyente en el seno del régimen. El pensamiento falangista, que, tras la derrota del Eje, había entrado en una profunda crisis, fue incapaz de articular un auténtico proyec-

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to de futuro; y acabó limitándose a repetir las viejas fórmulas políticas sin posibilidades de renovación. Y es que, además, su alternativa autárquica, proteccionista y totalitaria chocaba con las necesidades de la economía española y con las líneas generales diseñadas por los organismos internacionales en los que España se había integrado. El cambio de gobierno de febrero de 1957 fue el comienzo del giro radical en la política económica, que culminaría en el Plan de Estabilización de 1959; y de la adquisición de nuevos criterios de legitimidad para el régimen. Hacienda y Comercio fueron ocupados por hombres del Opus Dei, como Alberto Ullastres y Mariano Navarro Rubio. Luis Carrero Blanco sería nombrado Subsecretario de la Presidencia del Gobierno. Laureano López Rodó obtuvo la de Administración Pública y la Oficina de Coordinación y Programación Económica. José Antonio Girón fue cesado, tras once años, en el Ministerio de Trabajo. Arrese ocupó el ministerio de la Vivienda. Quizás donde pueda percibirse con mayor claridad la crisis ideológica del fascismo español sea en la obra del filósofo agustinista Adolfo Muñoz Alonso. Nacido en 1915, Muñoz Alonso se distinguió como político activo y como un prolífico doctrinario. Plenamente inserto en el aparato político franquista, su objetivo fue enfatizar aún más el carácter católico del pensamiento falangista, en la línea de las corrientes «personalistas». La ambigüedad de sus planteamientos tuvo la manifestación más nítida en su estilo literario, plagado de paradojas y retruécanos. Más que un fascista estricto sensu, era un católico-social. Desde su perspectiva, persona y sociedad son dos realidades «completantes», en el sentido de que el hombre, al hacer «socio», se «personaliza», es decir, se realiza como persona; y mediante el proceso estructural de realizarse como persona, se «socializa», se integra en las pautas de la comunidad social. Para Muñoz Alonso, el hombre es un ser dinámico en constante interacción social; lo que lleva a una definición esencial de la persona como realidad y la sociedad como un invento necesario. En definitiva, el hombre es «un ser de relaciones», «relaciones de subordinación a personas divinas, de ordenación a las cosas, de cooperación con las cosas». Ello se concretaba en la familia; era un ser familiar por naturaleza, no como ser social, que no sólo no lo es, sino que aparece en el mundo como asocial, aunque con capacidad de serlo, pero a costa de un proceso de «socialización» dentro de la familia, porque en ésta radica su medio «connatural» y su atmósfera vital».

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A ese respecto, el problema político por antonomasia es la consecución del «Bien Común», «la razón que legitima la autoridad; la razón que fundamenta a la sociedad y la funda; la razón que justifica a la ley». Por «Bien Común» ha de entenderse «el bien de la persona humana en cuanto persona, si la persona es, en cuanto persona, social», «el bien exigido a las personas en virtud de su condición de personas». Ni el comunismo ni la democracia liberal podían garantizar, en ese sentido, el «Bien Común». El primero tendía a «la comunidad, como fuerza; con desprecio para la persona, como debilidad»; aspira a «una comunidad de bienes, no de personas»; sustituía «a la persona humana por la comunidad social». «Se hipostasia a la sociedad, mediante la despersonalización singular». Por ello, Muñoz Alonso criticaba igualmente al totalitarismo, al concebir el «Bien Común» «como función estatal, y no social», subordinando al Estado «a cualquier otra consideración, con la pretensión noble, pero falaz e irrealizable, de encuadrar a las personas en un formalismo rígido de formulación social y política». La democracia liberal era, en cambio, «un estado de permanente rebeldía por lograr algo que le resulta imposible de ejercer», o sea, el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo. Era «la más perfecta anarquía política y social». Además, el liberalismo tenía como consecuencia la injusticia a nivel socioeconómico y la secularización a nivel espiritual y religioso: «El capitalismo ha ensayado la más diabólica de las tentaciones y la más tentadora invitación a la apostasía de las masas (…) El individualismo agota los valores y su consideración en el individuo. No defiende la supremacía de la persona, sino que se reduce la persona al individuo como mónada sin ventanas abiertas a la trascendencia moral.»

Siguiendo al filósofo italiano Antonio Rosmini y a José Antonio Primo de Rivera, Muñoz Alonso anatematizaba la existencia de los partidos políticos, porque «se enfrentan con la justicia y con la moralidad, precisamente en cuanto partidos». Su nacimiento era «antisocial, injusto, deshonesto». Y es que los partidos políticos perseguían «las ventajas de las clases sociales»; consagraban «las costumbres como fórmula de vida social»; y favorecían «las pasiones del pueblos». El «Bien Común» sólo podía ser defendido y garantizado por un «Estado fuerte, nacional —que no es precisamente nacionalista—, autoritario», «única solución frente al Estado inestable, paradójicamente anti-estado, espectante de las luchas electorales; pero es también, la única solución

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presente frente a un Estado tiránico». Un Estado bajo la dirección no de un partido, sino de un «antipartido»; en fin, «una democracia con forma aristocrática», es decir, el orden «cultural humano, el jerárquico, el ordenamiento racional». No era Muñoz Alonso un entusiasta de la libertad de prensa; y se mostraba partidario de «asegurar el territorio de contaminaciones», denunciando que «la radiactividad informativa de desnacionalización penetra por todos los poros, que no están cubiertos por la fortaleza de una fe, de unos valores morales y de una organización jurídica aplicada por un Estado fuerte». De ahí que juzgara necesaria «la garantía informativa frente a los poderes indirectos». A propósito de la organización social y económica, defendió siempre la unidad sindical y la «obligatoriedad de la sindicación», aunque pidió igualmente «una más amplia, clara y pura autenticidad representativa». Tanto el control de la opinión pública como el sindicalismo vertical eran la garantía del «Bien Común» frente al liberalismo capitalista y frente al marxismo. El régimen autoritario garantizaba un Estado interventor, pero no destructor de la sociedad civil. Su función social era, siguiendo la doctrina pontificia, subsidiaria. El filósofo era consciente, por otra parte, de la debilidad del sector falangista en el interior del régimen. Su biografía intelectual de José Antonio Primo de Rivera, titulada Un pensador para un pueblo, fue más que nada el canto del cisne del falangismo. El Movimiento Nacional no era identificable ya con «El Estado nacional-sindicalista»; y las razones eran múltiples, pero existía una esencial, y era «la impresionante personalidad del general Franco y su capacidad para residenciar fervores revolucionarios en aras de una progresiva continuidad evolutiva que no violentara la convivencia ni alterara el equilibrio de otras fuerzas, efectivas o presuntas, del país».

5.

LA CRISIS DEL TRADICIONALISMO CARLISTA: RAFAEL GAMBRA, FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA

El carlismo se hallaba dividido, desde el Decreto de Unificación, entre colaboradores y disidentes respecto al régimen de Franco. En el fondo, la del 36 fue la primera carlistada que habían ganado. En el País Vasco y Navarra, impusieron su moral social, sus símbolos y sus monumentos. No consiguieron recobrar los fueros; pero tampoco hicieron demasiado por re-

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clamarlos. Franco contó con el apoyo de tradicionalistas como la familia Oriol, Esteban Bilbao, Iturmendi, etc., que, por lo general, ocuparon el Ministerio de Justicia. Otros, como el conde de Rodezno, tras colaborar con Franco, optaron por apoyar la candidatura de Juan de Borbón y colaboraron en la redacción de las Bases de Estoril. Este sector daría un paso más, al reconocer al heredero de Alfonso XIII, como rey en Estoril en diciembre de 1957. Juan de Borbón se solidarizó con el tradicionalismo invocando la figura de Carlos  VII en ese mismo acto; y caracterizó su modelo de Monarquía como el perfilado en la Ley de Sucesión., «Tradicional, Católica, Social y Representativa». Por último, otro sector tradicionalista, acaudillado por Manuel Fal Conde, criticó la colaboración con el régimen y a los partidarios de la fusión dinástica. En un primer momento, la familia Borbón-Parma jugó la carta de Franco, quien los utilizó para atemorizar a Juan de Borbón. En 1962, concedió a Carlos Hugo —hijo y heredero de Javier— el título de duque de San Jaime. Esteban Bilbao apostaba por la candidatura de Carlos Pío Habsburgo, conocido como «Carlos VIII», que murió en 1953. Javier de Borbón-Parma había hecho pública su pretensión al trono español en 1952; y solía jurar en Guernica y en Montserrat los fueros vascos y catalanes. Su hijo Carlos Hugo siguió, en un principio, los dogmas tradicionalistas, esperando que Franco tuviera en cuenta su candidatura. Pero la familia Borbón-Parma fue expulsada de territorio español por unas declaraciones de Carlos Hugo, que no gustaron al régimen. Al tiempo que el nombramiento de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco en 1969 selló su ruptura con Franco. Desde entonces, Carlos Hugo se hizo portavoz de una confusa y contradictoria alternativa «socialista autogestionaria», basada en el autogobierno a nivel provincial, local y comunitario; el control obrero de las empresas; y una Monarquía, que descansaría en un «pacto» entre el Rey y el pueblo. La Comunión Tradicionalista pasó a ser Partido Carlista, e incluso se intentó avalar ideológicamente el cambio mediante una nueva interpretación histórica del carlismo defendida, entre otros, por el periodista Josep Carles Clemente, en la que éste aparecía como un movimiento popular y anticapitalista contra al oligárquico y centralista Estado liberal. Sin embargo, el tradicionalismo carlista hubo de enfrentarse a otro tipo de problemas, no menos graves, de cara a su supervivencia. Como conse-

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cuencia del desarrollo económico de los años sesenta, la sociedad agraria tradicional acabó disgregándose; y la modernización social llevó a la secularización cultural y a la progresiva deslegitimación de la tradición católica, que fue erosionada de manera radical. A ello se unieron las repercusiones del Concilio Vaticano II, que fueron igualmente determinantes. Su contenido doctrinal —nuevo concepto de Iglesia y del papel de los laicos, nueva forma de ver la relación del catolicismo con la modernidad, declaración de libertad religiosa, etc.— deslegitimó la teología política tradicional. Como señaló el tradicionalista Miguel Ayuso: «solamente a la crisis de la Iglesia en la segunda mitad del siglo XX no ha podido resistir el carlismo, porque no le afecta solo accidentalmente, sino que toca esencialmente a su soporte, que es la cosmovisión de la cristiandad». En ese contexto, se desarrollaron las obras de los últimos doctrinarios del tradicionalismo carlista: Rafael Gambra Ciudad y Francisco Elías de Tejada. El «socialismo autogestionario» carlista careció de doctrinarios; fue tan sólo una veleidad oportunista, que rompía, de hecho, con la trayectoria histórica del legitimismo español. El pensamiento de Rafael Gambra fue fundamentalmente tomista, si bien estuvo influido por Henri Bergson y por la reacción antirracionalista y antipositivista representada por Albert Camus y Etienne de Saint-Exuspérry, Gustave Thibon, etc. Desde sus primeros escritos se mostró adverso al falangismo y, sobre todo, a las tendencias democristianas, que asociaba con el modernismo. Igualmente, rechazó el nacionalismo integral de Charles Maurras, por su tendencia secular; a su modo de ver, era «un tradicionalismo de izquierdas». Su enemigo fundamental fue, sin embargo, el progresivo aggiornamento de la Iglesia católica, cristalizado en el contenido del Concilio Vaticano II; y que concluiría en las leyes de libertad religiosa del franquismo. Contra ello, publicó su libro La unidad religiosa y el derrotismo católico, en defensa de la unidad católica y la confesionalidad del Estado español. Su doctrina política era básicamente una renovación de los supuestos de Vázquez de Mella. Gambra concibe la vida humana, no como autorrealización o liberación de trabas, sino como entrega o compromiso e intercambio con algo superior que se asimila espiritualmente. Ligado a esto se encuentra la concepción de la sociedad como una organización en el espacio y en el tiempo. La sociedad es una proyección de las potencialidades humanas, incluida la individualidad; y que tiene igualmente una fundamentación religiosa, ya que sus orígenes se encuentran en unas creencias y

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en una cosmovisión colectivas. Si el hombre es un compuesto de alma y cuerpo llamado por la gracia al orden sobrenatural y, por otra parte, la sociedad emerge como eclosión de la misma naturaleza humana, también la de un poder en alguna manera santo y sagrado, es decir, elevado sobre el orden puramente natural de las convenciones o de la técnica de los hombres. A partir de tales planteamientos, Gambra defiende una concepción organicista de la sociedad y el régimen monárquico tradicional y federativo. El principio representativo se encuentra encarnado en la corporación. El proceso federativo consiste en la progresiva superposición y espiritualización de los vínculos unitarios, contrapunto del Estado liberal o de la nación sacralizada de los fascismos y de los separatismos nacionalistas. El federalismo es, según Gambra, algo radicado en la misma historia de España, porque en su seno perviven y coexisten en su superposición mutua regiones de carácter étnico, como la vasca; geográficas, como la riojana; políticas, como la aragonesa o la Navarra. El vínculo superior que las une es la catolicidad y la Monarquía. A partir de tales supuestos, Gambra criticó, en su obra Tradición o mimetismo, el centralismo franquista, lo mismo que su aceptación de los principios laicistas y tecnocráticos, sintetizados en su reconocimiento de la libertad religiosa. Iusfilósofo e historiador de las instituciones políticas, Francisco Elías de Tejada intentó, a diferencia de Gambra, teorizar, en plena guerra civil, sobre el derecho público nacional-sindicalista, aunque su pensamiento político fundamental se rigió posteriormente por los paradigmas del tradicionalismo y el iusnaturalismo. En su primera etapa, Elías de Tejada se adelantó a Francisco Javier Conde a la hora de dar una interpretación del caudillaje de Franco. Para él, el Caudillo era esencialmente un jefe militar, siendo la magistratura más análoga la de jefe supremo del Ejército. En aquellos momentos, su rol era el de dirigir a la masa a través del Estado, con la ayuda de los brazos militar y civil, es decir, el Ejército y el partido único. Su misión era doble: de un lado, impartir órdenes; de otro, simbolizar la continuidad del Estado. A ese respecto, la esencia del Estado nacional-sindicalista era la simbiosis de un elemento activo, el Caudillo, con tres pasivos: el Pueblo, el Ejército y la Falange. Por aquel entonces, dedicó igualmente un estudio al escritor Ángel Ganivet, llegando a la conclusión de que se trataba de un pensador tradicional.

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Posteriormente, Elías de Tejada evolucionó en sus opiniones sobre el caudillaje franquista, tachándolo de «artificial»; en el fondo, se trataba de una «herejía de carácter protestante» y era una «tiranía anticatólica». En esos momentos, Elías de Tejada se erigió en uno de los partidarios más firmes del tradicionalismo carlista y del iusnaturalismo jurídico. A su entender, el carlismo era el único tradicionalismo legítimo. Por ello, llegó a descalificar a Jaime Balmes, como un pensador que ignoraba la tradición jurídico-filosófica catalana; era un liberal revolucionario. De igual manera descalificó a Donoso Cortés, a Ramiro de Maeztu y al grupo de Acción Española, al que calificó de remedo de L’Action Française, de Charles Maurras. La tradición política española se manifiesta, para Elías de Tejada, en dos cuestiones fundamentales: la concepción católica de la vida y la Monarquía federativa de «las Españas». En su opinión, la causa diferenciadora de las comunidades políticas no la constituye ningún factor físico, ni la raza, ni la lengua, ni la cultura, ni el espíritu, ni motivos psicológicos; esta causa diferenciadora radica en la tradición y en la nación. Las comunidades políticas tienen una finalidad que cumplir en la historia. Por nación se entiende aquella nota característica de un pueblo a lo largo de todo un período de la Historia. La tradición es el sustrato que cada uno de esos períodos deja, el alma de las gentes forjadas en el fraguar de esas empresas colectivas. Para Elías de Tejada, la tradición política española se forja durante la Edad Media, con la Reconquista, y alcanza su punto culminante en el reinado de Felipe II. España se forja en el catolicismo y considera esencial a esa identidad el «federalismo histórico», «el federalismo de nuestra tradicional monarquía orgánica, hija de la historia y de las necesidades nacionales, españolísima y foral, magnifica y patriota; es la organización clásica de los fueros». La tradición española está integrada por el conjunto de las tradiciones de los pueblos que la componen, a tenor de la idea de los fueros. En la Península, comprende las tradiciones particulares de Castilla, Galicia, del Portugal, de Euskalerría y Cataluña, de Andalucía, de Aragón; en América, la de todos los pueblos que hay desde Río Grande para el Sur; en Oceanía, las Filipinas; en Occidente, Nápoles, Cerdeña y Flandes. Así, pues, los tres conceptos principales de la tradición española son la religión católica, cuya traducción política se plasma en la unidad católica; la Monarquía federativa y misionera; y los fueros, «conjunto de normas peculiares por las que se rige cada uno de los pueblos españoles basados en la concepción del hombre como ser concreto histórico».

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GONZALO FERNÁNDEZ DE LA MORA: LA TEORIZACIÓN DEL ESTADO TECNOAUTORITARIO

El cambio de gobierno de febrero de 1957 fue el comienzo de un giro radical en la política económica, que culminaría con el Plan de Estabilización de 1959; y de adquisición de nuevos tipos de legitimidad por parte del régimen. Una de las luminarias del Opus Dei, Laureano López-Rodó, catedrático de Derecho Administrativo, se reunió con Gonzalo Fernández de la Mora en El Escorial, para elaborar las primeras bases de la Ley de Principios del Movimiento Nacional; y de lo que luego sería la Ley Orgánica del Estado. Promulgada el 17 de mayo de 1958, la Ley de Principios del Movimiento Nacional era el triunfo final de los conservadores autoritarios sobre lo que quedaba de Falange. Suponía una clara continuidad con la Ley de Sucesión de 1947, ratificando como forma política la Monarquía tradicional. No se reconocía ningún papel esencial a Falange. El Movimiento se definía como «comunión de los españoles en los ideales que dieron vida a la Cruzada». Se garantizaba la confesionalidad católica; y hacía suya la doctrina social de la Iglesia. La representación corporativa era la única representación legal. Y los principios eran, por esencia, «permanentes e inalterables». Tanto López-Rodó como Fernández de la Mora suponían, por una parte, que el desarrollo económico era, en aquellos momentos, la necesidad prioritaria; lo que implicaba, por otra, mayor libertad económica y, por supuesto, autoridad política como instrumento eficaz para las reformas, capaz de vencer los obstáculos que a ellas se opusieran. No es extraño que López-Rodó prologara las obras de un teórico del desarrollo económico como Walt Whitman Rostow e hiciera suya su teoría de las etapas de crecimiento. Curiosamente, en los escritos de López-Rodó aparecía una nueva legitimación de la figura carismática de Franco, en la que ya no aparecían factores religiosos, sino económicos. Franco cubría, en esta etapa, el papel de los grandes hombres, como Bismarck, catalizadores, a través de su carisma, de los impulsos endógenos que garantizaban el «despegue» económico de las naciones. Sin embargo, el teórico por excelencia de lo que podemos llamar, siguiendo a Manuel García-Pelayo, Estado tecnoautoritario, fue Gonzalo Fernández de la Mora, quien en 1965 publicó, en la editorial Rialp, El crepúsculo de las ideologías, obra que supuso un cambio de paradigma en el desarrollo doctrinal de la derecha española. Fernández de la Mora acepta-

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ba, en esta obra, la conciencia moderna, que es tanto como decir la racionalidad funcional del cálculo y la eficacia; la racionalidad que acepta el «desencanto del mundo»; y con ello la fragmentación de cosmovisiones; la pérdida de la unidad cosmovisional religiosa y, sobre todo, la experiencia del relativismo. En consecuencia, descartaba por completo el pesimismo, el integrismo religioso o la visión cíclica de la historia. Al contrario, su concepción del proceso histórico, tomada de Comte, era decididamente progresista. La historia es «el laboratorio del mithos al logos». Progreso es sinónimo de racionalización de los distintos aspectos de la vida social y política. En ese sentido, el pensamiento de Fernández de la Mora gira en torno a los esquemas correlativos de «logos/pathos». Complemento de esta concepción racionalista del proceso histórico es la afirmación explícita de la necesidad de modernización social y desarrollo económico. El ideal por antonomasia de le edad contemporánea es el desarrollo económico, «motor primigenio de la Humanidad», cuyas consecuencias sociales eran sumamente importantes: homogeneización de las clases sociales, pragmatismo, bienestar y moderación política. En consecuencia, eran necesarias formas más racionalizadas de organización política y económica. La organización política evolucionaba desde el estadio «carismático» al «ideológico» para culminar en el «científico». En aquellos momentos, las sociedades más avanzadas se encontraban en un período de transición entre la edad «ideológica» a la «científica o positiva». Fernández de la Mora definía las ideologías, siguiendo a Vilfredo Pareto, como «derivaciones», es decir, conjuntos de razonamientos seudológicos que construye el hombre para persuadirse y persuadir a los demás para que crean ciertas cosas o ejecutar diversas acciones; son «mitos», «creencias», filosofías políticas «simplificadas», «patetizadas». Las ideologías a batir y a extinguir eran, en aquellos momentos, el socialismo, el liberalismo, la democracia cristiana y el nacionalismo. Para demostrarlo, Fernández de la Mora recurre a una serie de apreciaciones sobre hechos sociales contemporáneos: la despolitización, el alto nivel técnico y asistencial de las sociedades desarrolladas, el fin de la lucha de clases y, en consecuencia, la «convergencia» entre ideologías hasta entonces aparentemente antagónicas, como el liberalismo y el socialismo. Por otra parte, la religión iba siendo desplazada a la periferia social y política, recluyéndose en la «intimidad»; era el momento de la «interiorización de creencias». A ese respecto, la democracia cristiana no era el testimonio de la religiosidad genuina, sino el producto de una táctica política; y, además, resultaba anacrónica. El

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nacionalismo venía a ser una afirmación sentimental, polémica e irracional, que respondía a una mentalidad primitiva. La progresiva racionalización de la vida política impelía a formaciones de carácter supranacional, como el Mercado Común. El socialismo, sobre todo en su versión marxista, era insostenible racionalmente. Y el sistema demoliberal había degenerado en partitocracia; y, en consecuencia, distaba mucho de ser representativo. Tampoco el laissez-faire, después de Keynes, podía sostenerse. Así, tal era el diagnóstico: se imponía en la vida económica el intervencionismo estatal, la planificación indicativa y las políticas de bienestar; en la vida política, la preeminencia de los «expertos» sobre los ideólogos, y la autoridad del ejecutivo sobre el legislativo, lo mismo que la representación de intereses, no por ideologías; y en la política internacional, el cosmopolitismo. El tipo de Estado que se correspondía con la nueva «edad positiva» no era el demoliberal, ni el socialista, ni el nacionalista; era lo que denominaba «Estado de razón», plenamente desideologizado, sustituyendo las ideologías por la «ideocracia», es decir, por la soberanía de las ideas rigurosas y exactas, basadas en las aportaciones de las ciencias sociales; y cuya élite directiva no eran los ideólogos, sino los «expertos». Su legitimidad no radicaba en la voluntad nacional o popular, ni en la nación, ni en una utopía social, sino en la «eficacia», es decir, en la capacidad de garantizar el orden, la justicia y el desarrollo económico. La concreción española de ese «Estado de razón» era el régimen franquista, a quien llegó a denominar «Estado de obras», por su capacidad para modernizar a la sociedad española, a lo largo de su égida. Pero la «racionalización» no se reducía únicamente a la economía y a la política; implicaba igualmente una auténtica reforma intelectual y moral. Fernández de la Mora, como crítico del pensamiento español contemporáneo, elaboró, a partir del dualismo «pathos/logos», un nuevo canon de la historia cultural española. La nueva realidad social y política exigía el rechazo de las perspectivas irracionalistas, perceptibles en la obra de los tradicionalistas radicales, como Donoso Cortés y Vázquez de Mella; en el krausismo, que había rechazado la ciencia positiva; y, sobre todo, en el espíritu del 98, cuya figura arquetípica era Miguel de Unamuno. Frente a ellos, el ejemplo a seguir era el de Menéndez Pelayo, que había asumido las nuevas tendencias historiográficas; el de Ortega y Gasset, como superador del anárquico espíritu noventayochista; el de Ángel Amor-Ruibal, Antonio Millán Puelles y, sobre todo, el de Xavier Zubiri, quienes desde la perspectiva católica estaban abiertos a los nuevos horizontes científicos y filosóficos.

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Los planteamientos de Fernández de la Mora fueron muy criticados en todo el espectro ideológico de la época. Para tradicionalistas y falangistas, eran antipatrióticos, secularizadores y suponían la desnaturalización del régimen. Para la oposición liberal y de izquierdas, eran elitistas y antidemocráticos.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

Francisco Javier Conde define su doctrina del caudillaje «El criterio específico del caudillaje es el principio de legitimidad inmanente que está a su base. Ese principio esencial es el carisma. Acaudillar es mandar carismáticamente.» (Francisco Javier Conde, Espejo de caudillaje, 1942)

2.

Francisco Javier Conde define el Estado totalitario «El Estado totalitario es, a nuestro juicio, el modo de organización de la gran potencia en su plenitud, por cuanto despliega hasta el límite máximo las posibilidades implícitas en el concepto de gran potencia. Y como quiera que la posibilidad límite es la guerra total, el Estado totalitario es el modo de organización que tiene a la gran potencia capaz de mantenerse contra todos los demás, apretada en sí misma, instrumento que hace posible la guerra total.» (Francisco Javier Conde, «El Estado totalitario, forma de organización de las grandes potencias», 1942)

3.

Rafael Calvo Serer expone su proyecto político restaurador «Frente a las doctrinas políticas que el siglo  XX nos ha ofrecido como nuevas —el totalitarismo en todas sus formas— y frente a la democracia liberal que confiesa su impotencia ante el enemigo, cobra nuevo valor nacional y universal la doctrina política de la tradición española: Monarquía no cortesana, sino tradicional, hereditaria, antiparlamentaria y descentralizada.» (Rafael Calvo Serer, España sin problema, 1949)

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Defensa de los fueros por parte del Francisco Elías de Tejada «En el pensamiento hispano los Fueros suponen dos cosas: barreras y cauce. Barrera defensora del círculo de acción que a cada hombre corresponde según el puesto que en la vida social ocupa como padre de familia, como profesional, como miembro de un municipio o de una comarca; y cauce por donde fluye su acción libre, enmarcada jurídicamente en los márgenes de su posición en el seno de la vida colectiva.» (Francisco Elías de Tejada, La Monarquía tradicional, 1954)

5.

Rafael Gambra denuncia la libertad religiosa «La separación del poder político respecto del orden moral y religioso no puede ser aceptada por un espíritu cristiano, ni aun creyente de otra fe, más que a modo de apostasía o como pecado. El régimen estatal o de convivencia neutra nació en realidad con la escisión religiosa del siglo XVI, pero no se erigió en teoría hasta el racionalismo y el estatismo que son plantas de suelo arreligioso y agnóstico.» (Rafael Gambra, La unidad religiosa y del derrotismo católico, 1965)

6.

Adolfo Muñoz Alonso critica la democracia «(…) la democracia es un estado de permanente rebeldía por lograr algo que le resulta imposible de ejercitar. La democracia no es la satisfacción política del pueblo, sino la insatisfacción permanente, la insurrección continua. La mayoría del pueblo —que no es la democracia— es la más perfecta anarquía política y social (…) La atribución de autoridad a quien no puede ejercerla sólo tiene sentido demagógico y anárquico.» (Adolfo Muñoz Alonso, Persona humana y sociedad, 1956)

7.

Rodrigo Fernández Carvajal define el proceso de organización del régimen «Se trata de injertar una monarquía limitada en el tronco de una dictadura constituyente y de desarrollo; o si se quiere renovar la metáfora, se trata de utilizar a esa dictadura como vehículo que ponga en órbita a una monarquía limitada.» (Rodrigo Fernández Carvajal, La Constitución española, 1969)

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8. Gonzalo Fernández de la Mora define los criterios de legitimidad del régimen político «El grado de cumplimiento de los fines sociales refleja con exactitud la efectividad del Estado. El legítimo juicio político no es a priori, sino a posteriori; no se remite en función de un módulo abstracto, sino de logros concretos. Lo alcanzado en orden, justicia y desarrollo es un dato objetivo y mensurable. Y el consenso que tales resultados suscita no es retórico, sino empírico y, por ello, resistente al arbitrario adoctrinamiento y a la propaganda falaz.» (Gonzalo Fernández de la Mora, Del Estado ideal al Estado de razón, 1972)

BIBLIOGRAFÍA General DÍAZ, Elías, Pensamiento español en la era de Franco. Tecnos. Madrid, 1983. DÍAZ, Onésimo, Rafael Calvo Serer y el grupo Arbor. PUV. Valencia, 2010. FUSI, Juan Pablo, Franco, autoritarismo y poder personal. El País. Madrid, 1985. GONZÁLEZ CUEVAS, Pedro Carlos, Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días. Biblioteca Nueva. Madrid, 2000. — El pensamiento político de la derecha española en el siglo  XX. De la crisis de la Restauración al Estado de partidos. Tecnos. Madrid, 2005. — La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, biografía político-intelectual. Biblioteca Nueva. Madrid, 2015. LÓPEZ GARCÍA, José Antonio, Estado y derecho en el franquismo. El nacional-sindicalismo de F. J. Conde y Luis Legaz Lacambra. C. E. C. Madrid, 1996. PAYNE, Stanley G., El régimen de Franco. Alianza. Madrid, 1992. — Franco y José Antonio. El extraño caso del fascismo español. Planeta. Barcelona, 1997. TUSELL, Javier, Franco y los católicos. Alianza. Madrid, 1985. Social-catolicismo HERRERA ORIA, Ángel, Obras selectas. BAC. Madrid, 1963. MARTÍN SÁNCHEZ-JULIÁ, F., Ideas claras. Reflexiones de un español actual. BAC. Madrid, 1959.

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RUÍZ JIMÉNEZ, Joaquín, Diez discursos. Aguilar. Madrid, 1954. — Del ser de España. Aguilar. Madrid, 1962. Neofalangismo ARRESE, José Luis, El Estado totalitario en el pensamiento de José Antonio. Ediciones del Movimiento. Madrid, 1945. CONDE, Francisco Javier, Espejo de caudillaje. Ediciones del Movimiento. Madrid, 1942. — Introducción al Derecho Político actual. Madrid, 1942. FERNÁNDEZ CARVAJAL, Rodrigo, La Constitución Española. Editora Nacional. Madrid, 1969. LAÍN ENTRALGO, Pedro, Valores morales del nacional-sindicalismo. FE. Madrid, 1941. — España como problema. Madrid, 1947. LEGAZ LACAMBRA, Luis, Introducción a la teoría del Estado nacional-sindicalista. Bosch. Barcelona, 1941. MUÑOZ ALONSO, Adolfo, El bien común de los españoles. Euroamérica. Madrid, 1954. — Persona humana y sociedad. Ediciones del Movimiento. Madrid, 1955. — Un pensador para un pueblo. Almena. Madrid, 1971. Tradicionalismo carlista ELÍAS DE TEJADA, Francisco, La Monarquía tradicional. Rialp. Madrid, 1954. GAMBRA, Rafael, La Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional. Rialp. Madrid, 1954. GAMBRA, Rafael, La unidad religiosa y el derrotismo católico. Sevilla, 1965. — Tradición o mimetismo. IEP. Madrid, 1976. Monarquismo restaurador CALVO SERER, Rafael, España sin problema. Rialp. Madrid, 1949. — Teoría de la Restauración. Rialp. Madrid, 1956. LÓPEZ-AMO, Ángel, Poder político y libertad. La Monarquía de la reforma social. Rialp. Madrid, 1951. MARRERO, Vicente, La guerra española y el trust de cerebros. Punta Europa. Madrid, 1960. PÉREZ EMBID, Florentino, Ambiciones españolas. Editora Nacional. Madrid, 1953.

EL RÉGIMEN DE FRANCO

Neoconservadurismo tecnocrático FERNÁNDEZ DE LA MORA, Gonzalo, El crepúsculo de las ideologías. Rialp. Madrid, 1965. — Del Estado ideal al Estado de razón. Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Madrid, 1972.



䉴 TEMA 19 EL PENSAMIENTO DE LA OPOSICIÓN AL FRANQUISMO Gabriel Plata Parga

1.

¿UN PENSAMIENTO DEMOCRÁTICO?

En la España de la posguerra, la expresión de un pensamiento de oposición a la dictadura era imposible. El régimen lo ocupaba todo, situarse al margen era la nada. Los intelectuales, periodistas, escritores, catedráticos, o quienes aspiraban a serlo, debían poner en marcha alguna estrategia de aproximación a la esfera oficial. Por eso, la norma entre la intelectualidad de la época —también entre la que más tarde será la intelectualidad opositora— era el contacto o la colaboración con el régimen por medio de alguno de los grupos o familias que lo apoyaban. Esta aproximación podía revestir diversas actitudes: resignación, oportunismo, cinismo a veces; en ciertos casos, podía venir dictada por el miedo (las delaciones, la depuración, las condenas, los fusilamientos…); pero lo normal, a juzgar por lo que se escribía o decía, era que viniese acompañada de un grado mayor o menor de sinceridad, convicción, compromiso personal o hasta entusiasmo —de lo contrario, habría que atribuir a los protagonistas una doblez en la que no hay por qué pensar—. La cultura oficial era lo bastante sincrética —en su vertiente falangista— y variada —había también equipos católicos o monárquicos— para ofrecer diversas modalidades o pretextos de enganche; los más inquietos o de inclinaciones más izquierdistas podían encontrar en el radicalismo de una parte de Falange un medio de justificación o desahogo. Por otra parte, el Movimiento Nacional contaba con medios de expresión intelectualmente exigentes e ilustrados, como lo muestra la bibliografía actual; baste recordar la Revista de Estudios Políticos, editada por el Instituto de Estudios Políticos, por parte del sector falangista; y —pese a su cerrada intransigencia— la revista Arbor, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, animada por Rafael Calvo Serer, por parte del sector católico y monárquico. Y esto también contribuye a hacer comprensible la atracción hacia la órbita del régimen de muchos intelectuales de procedencia liberal.

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En las revistas dependientes del SEU, el Sindicato de Estudiantes Universitarios, y en otras publicaciones juveniles oficiales —La Hora, Alcalá, Laye, etc.— latía la inquietud de la joven generación que no había hecho la guerra, el malestar por la distancia entre los ideales nacionalsindicalistas y el conservadurismo clerical del régimen, la curiosidad por las modas culturales europeas, etc. Estas revistas eran parte del Movimiento Nacional (o de la oposición dentro del Movimiento), pero aun así sirvieron de bases adiestramiento y de partida de futuras trayectorias antifranquistas, y en ellas pueden rastrearse los gérmenes de una oposición intelectual que aún estaba por nacer. Las desavenencias en el marco del régimen —que no era monolítico— no deben confundirse con la verdadera oposición al régimen como tal. Los incidentes en la Universidad de Madrid de febrero de 1956, a raíz de la frustrada convocatoria de un Congreso Nacional de Escritores, provocaron una crisis ministerial y mudaron la atmósfera en la que se había vivido hasta entonces. Una parte de la intelectualidad de Falange y su entorno, decepcionada por la caída del ministro de Educación Nacional, Joaquín Ruiz-Jiménez, y por el fracaso de su política culturalmente integradora, se apartó del régimen. Nació una nueva oposición interior de carácter democristiano, socialdemócrata, socialista y revolucionario (el Frente de Liberación Popular), en la que militaban muchos jóvenes de familias de los vencedores de la guerra, y el Partido Comunista adoptó una estrategia de «reconciliación nacional», mejor adaptada a la evolución de los tiempos. Los incidentes precipitaron una ruptura generacional, que alejó del régimen a las jóvenes promociones universitarias. Todo lo cual constituía un punto de referencia nuevo para la actuación de los intelectuales. Para muchos había llegado el momento de abrirse a las corrientes progresistas. La aparición de una cultura progresista u opositora fue posible por una liberalización cultural limitada pero efectiva, que se produce en los años sesenta, sin esperar a la Ley de Prensa e Imprenta de 1966. Esta liberalización se opera en el contexto de la petición oficial de asociación de España a la Comunidad Económica Europea en febrero de 1962, y del rechazo de dicha asociación, en tanto España no fuera una democracia, por parte de los grupos de oposición en el llamado «contubernio» de Múnich. Desde entonces, aunque con sobresaltos, fue posible exponer, en libros y revistas, doctrinas de fundamentos y objetivos opuestos a los de la dictadura: ideas democráticas (Ética y política, de José Luis López Aranguren, es de 1963); ideas socialistas

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(Humanismo y sociedad, de Enrique Tierno Galván, es de 1964); e ideas revolucionarias (el semanario Triunfo, dirigido por José Ángel Ezcurra, educó, desde 1962, a parte de una generación de españoles en una cultura política de izquierda radical, con un lenguaje nada críptico ni indirecto, sino transparente y preciso). El análisis de las insidias de la censura no debe hacer que se pierda de vista la otra vertiente del asunto, lo que sí se publicaba. La censura ya no era férrea, sino tortuosa e imprevisible; prohibía una cosa y admitía otra equivalente. Para publicar era más seguro mantenerse en un plano teórico, abstracto o, si se descendía a comentar casos concretos, referirse siempre al extranjero, como si España no existiese. Aventurarse en una crítica de la situación política española resultaba peligroso o suicida, como lo demuestran los numerosos secuestros, expedientes y multas que padeció la revista Cuadernos para el Diálogo, de orientación demócrata-cristiana y socialista, creada en 1963 por Ruiz-Jiménez; y el cierre en 1971 del diario Madrid, de línea liberal democrática, editado por Calvo Serer. Todo esto se puede describir como una liberalización notable, que permitía llegar muy lejos por ciertos caminos, entrecortada por arbitrariedades y escarmientos lesivos y odiosos. La aparición de la cultura de oposición no representaba «la reconstrucción de la razón»; la razón es una facultad común a los seres humanos, no el patrimonio de unos grupos, y con su ayuda se han justificado regímenes y doctrinas de todo tipo. ¿Representaba la reconstrucción de una «razón democrática»? En Occidente los años cincuenta habían estado envueltos en una atmósfera de conservadurismo y pragmatismo, y había llegado a hablarse del fin de las ideologías. Por el contrario, los años sesenta conocieron un reverdecimiento de las esperanzas revolucionarias y de las ansias neorrománticas latentes en el mundo contemporáneo. Fue por entonces cuando muchos intelectuales rompieron con el franquismo y se abrieron a las corrientes progresistas. El progresismo de aquella década insistía en ver en el socialismo el futuro de la humanidad y, desengañado del comunismo soviético, esperaba su advenimiento por diversas «vías» —el nacionalismo revolucionario del Tercer Mundo, los comunismos heterodoxos, experiencias ambiguamente democráticas como la de Salvador Allende en Chile, los autoritarismos militares progresistas, etc.—; al mismo tiempo, la «nueva izquierda» rechazaba como alienante la sociedad de consumo y se rebelaba contra todas las constricciones que las costumbres, las normas y las creencias imperantes imponían sobre la conciencia individual. Esta doble orientación era internamente conflictiva —el rigor revolucionario

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no casa bien con la indisciplina romántica—; ofrecía las mejores promesas y el estilo nuevo de aquel tiempo; y condicionó la especulación de los intelectuales, más sensibles que los demás ciudadanos a los aires de la época. Estos aires arrastraron a todo el que se expuso a ellos, con independencia de su edad, y en este punto, los estudios concretos no muestran diferencias esenciales de talante entre las generaciones del 36, la del medio siglo y la del 68. Así, en las revistas, en los libros y en las elaboraciones ideológicas progresistas, la «utopía» revolucionaria, el sueño de la transformación profunda de estructuras y mentalidades, estaba omnipresente, e imponía sus propios condicionamientos sobre todos ellos. Democracia (liberal) y revolución son términos difícilmente compatibles; la idea de revolución comportaba prioridades y valores distintos de los de la democracia, y por su propia lógica empujaba aceptar —donde era necesario— exigencias autoritarias (que podían venir acompañadas de sus gotas de irracionalismo). No era casual que hasta Cuadernos para el Diálogo, a la altura de 1974, dudara de si prefería para Portugal una democracia de tipo occidental o un autoritarismo militar izquierdista. Todo esto evidenciaba una cultura política muy deficiente desde el punto de vista de la democracia liberal. Las monografías sobre revistas y autores señalan numerosos extremos de discontinuidad entre la cultura política de la oposición de izquierdas y la democracia actual; antes que una relación de causa a efecto entre la una y la otra, lo que se observa es que la democracia, que llegó por sus propios caminos, fue la que disolvió el empecinamiento radical de muchos intelectuales. Entre la ruptura generacional e ideológica con la dictadura de 1956 y la asunción de una compartida concepción democrática en los ámbitos intelectuales, se interpone todo un capítulo de la historia intelectual española, el del radicalismo sesentayochista, que no se cierra hasta la consolidación de la democracia a comienzos de los años ochenta. (Este capítulo es muy importante en la historia de España. Fuera de él no se acaba de entender la ETA y su mundo. El nacionalismo revolucionario era un ingrediente —envenenado de irracionalismo— del espíritu del 68, y como tal tenía su cuota de presencia en Triunfo). Como término de comparación, es interesante observar que tampoco en Francia los autores liberales gozaron de verdadera legitimidad intelectual hasta que, a mediados de la década de los setenta, por razones diversas, pasó a un primer plano la denuncia del totalitarismo, y el anticomunismo dejó de ser un pecado.

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Este esbozo, que se mantiene en el plano de las doctrinas y las culturas políticas, debe ser contrastado y afinado con datos y observaciones de signo distinto. Cuando, desde 1956, los intelectuales elevaban reclamaciones colectivas a las autoridades dictatoriales, utilizaban un «lenguaje de democracia» (derecho de huelga, libertad de expresión, etc.). Se ha señalado que Cuadernos para el Diálogo realizó la campaña de defensa de la teoría y la práctica de los derechos individuales más intensa quizá de toda la historia de España. No faltaban elaboraciones ideológicas que anudaban estrechamente, como fines en sí mismos, Estado de derecho y estructuración socialista; obra de referencia en esta línea fue Estado de derecho y sociedad democrática (1966), de Elías Díaz. El «proyecto de transición» de las fuerzas opositoras (la ruptura), inspirado en el realismo político y trazado con la intención de dar al país una salida a la muerte de Franco, apuntaba a una democracia de corte occidental. La presión de la oposición —intelectual, política, sindical, eclesiástica, social, etc.—, ejercida en una situación de inferioridad y en muchos casos de riesgo, negó al franquismo cualquier perspectiva de prolongación tras la muerte de Franco. Además, la historiografía señala cuatro corrientes culturales de la oposición que dejaron su impronta en párrafos significativos de la Constitución de 1978 y, en este sentido, hicieron su contribución a la democracia actual; a saber: la tradición liberal, representada en la ponencia constitucional por Miguel Herrero de Miñón; la tradición socialista, representada por Gregorio Peces Barba; la eurocomunista, por Jordi Solé Tura; a las que hay que añadir la nacionalista, con Miquel Roca. En líneas generales, ya fuera por la gravitación forzosa hacia la dictadura en el primer franquismo, ya por los ímpetus radicales del 68, los intelectuales, el pensamiento y la cultura política de la oposición de izquierdas presentaban una actitud ambigua, equívoca, hacia la democracia; de todo lo cual resulta un panorama enrevesado, paradójico, difícil de comprender desde las categorías actuales. El triunfo de la democracia hace que resulte incómodo, inoportuno, tanto el recuerdo del periodo de aproximación al franquismo como el del radicalismo sesentayochista, que a menudo vemos más o menos velados en evocaciones y relatos. Algo de lo apuntado en este epígrafe puede observarse en los tres autores que siguen, que nos dejaron algunas de las trayectorias intelectuales más interesantes de la España de aquel tiempo.

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2.

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DEL CATOLICISMO A LA DEMOCRACIA: JOSÉ LUIS LÓPEZ ARANGUREN

José Luis López Aranguren nació en Ávila en 1909, en una familia burguesa acomodada. Estudió en el colegio de los jesuitas en Chamartín de la Rosa, en Madrid, y cursó las carreras de Derecho y Filosofía y Letras. Al estallar la guerra civil fue soldado en el bando nacional. En la posguerra entró en contacto con el grupo de jóvenes escritores e intelectuales de significación falangista, cuyas figuras prominentes eran Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo. Dedicó su primer libro a La filosofía de Eugenio d’Ors (1945), por entonces el intelectual más prestigioso del Movimiento Nacional. Católico ferviente, escribió libros y artículos de temática religiosa y filosófica (Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, 1952, Catolicismo día tras día, 1955, etc.). Siendo Joaquín Ruiz-Jiménez ministro de Educación Nacional, el rector de la Universidad de Madrid, Pedro Laín, le propuso opositar a la cátedra de Ética y Sociología, que ganó en 1955. De la «Memoria» de cátedra surgió su libro más importante desde un punto de vista académico, Ética (1958). La ética de Aranguren se apoyaba en Aristóteles y en Santo Tomás, y desarrollaba conceptos de Zubiri y Ortega. No quería ser una ética meramente formal, y se abría a Dios y a la religión, sin los cuales, reconocía, era muy difícil dar un contenido material, normativo, a la moral. La aspiración de Aranguren era constituir un grupo católico seglar, fiel a la Iglesia, pero autónomo respecto de la jerarquía, en el contexto de la «autocrítica» del catolicismo español de los años cincuenta y de las conversaciones de intelectuales católicos de San Sebastián y Gredos. Sufrió ataques de sectores intemperantes del clero, y participó en las polémicas de aquellos años en torno a autores heterodoxos como Unamuno y Ortega. Todo lo apuntado hasta aquí muestra a un intelectual inserto en la vida cultural que se desenvolvía dentro los límites, los equipos y los conflictos internos de la cultura oficialmente aceptable en la época. Pero Aranguren iba a alejarse de estas bases de partida. En un artículo de 1953 («A propósito de nuestra generación») proclamaba su infidelidad y anunciaba que no se sentía embarcado con su generación. Algunos factores iban a precipitar el cambio de rumbo. Los incidentes en la Universidad de Madrid de febrero de 1956 provocaron la destitución, entre otros, del ministro Ruiz-Jiménez y del rector Laín, hicieron cristalizar una conciencia juvenil de ruptura con el régimen y fueron el punto de partida de una oposición política interna, que constituiría en adelante un punto de atracción y de referencia.

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Además Aranguren sufrió, hacia finales de los cincuenta, una crisis honda, personal, de «fe» en la metafísica. Los grandes sistemas metafísicos empezaron a antojársele grandilocuentes, remotos, vacuos; nuestra época carecía de metafísica. El escepticismo metafísico dejaba sin fundamento las éticas normativas —como la del propia Aranguren—. Y así, desde los años sesenta empezó a volverse hacia los problemas sociopolíticos. Por entonces trazó su propia concepción del intelectual («El oficio del moralista en la sociedad actual», 1959) como conciencia moral, voz de la porción minoritaria de la sociedad, que remueve el orden establecido y alumbra nuevos proyectos de existencia. El cambio de orientación se hizo claramente visible en Ética y política. Este libro de 1963 no contiene una defensa embozada o en clave de la democracia y el Estado de derecho; sencillamente, la democracia y el Estado de derecho son el supuesto que se da por descontado como base de toda la argumentación. Pero no se trataba de una democracia liberal ni tampoco de un Estado benefactor. Había que erigir un Estado de Justicia, un Estado intervencionista que organizase la producción, la democracia y la libertad. El Estado de Justicia promovería la educación política, socializaría la enseñanza y los medios de comunicación de masas, todo con el fin de asegurar el bien común en lo material y de sentar las bases de la democracia y la libertad reales. Esto suponía una limitación de la libertad, pero precisamente para salvaguardarla en su núcleo esencial. El malhadado Estado de bienestar arrastraba consigo el utilitarismo, el conformismo, la desmoralización; sólo los intelectuales estaban en condiciones de resistir las asechanzas de la propaganda moderna. Por eso, en el Estado de Justicia correspondería a los intelectuales una labor de vigilancia que diese conciencia y moción a las masas. Ética y política ofrecía, pues, un proyecto, de dirigismo político, económico y cultural ejercido en democracia, en pos de una regeneración moral, custodiada por los intelectuales, entendida como resistencia a la desmoralización del Estado de bienestar. Dirigismo estatal, regeneración moral, rechazo del utilitarismo, aquí estaba casi todo el Aranguren progresista. Las clases y las actividades de cátedra de Aranguren desde 1955 contribuyeron a airear el ambiente enrarecido de la universidad, poniendo en relación la ética y la sociología con problemas de actualidad e introduciendo nuevas perspectivas, como las éticas anglosajonas, el marxismo crítico, etc. La firma de Aranguren empezó a ser frecuente en las cartas de protesta que

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expresaban la disidencia de los intelectuales desde los años sesenta. En 1965 la agitación estudiantil contra el SEU alcanzaba su momento álgido. Algunos profesores fueron a meterse en el ojo del huracán de las protestas. Aranguren, Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo fueron expulsados de la universidad, y otros padecieron sanciones menores. La expulsión confirió a Aranguren un aura incomparable de intelectual disidente de un régimen que embocaba ya su tramo final. Se le invitaba a pronunciar conferencias, acompañadas de entrevistas, en muchas provincias españolas, capitales europeas y latinoamericanas y en Estados Unidos. Con el despertar del sueño metafísico el contenido de la moral se tornaba cuestionable; pero lo que nada nos podía arrebatar —proclamaba Aranguren— era la «actitud» ética. Ésta se cifraba en someter a continua crítica nuestro código moral, para inventar nuevas formas de comportamiento. La moral como actitud se exponía por primera vez en Lo que sabemos de moral (1967), un libro que insistía en la condena del consumo como fin último de la existencia, de la americanización de la vida, etc. Desengañado de la metafísica, Aranguren se entregó a la búsqueda ansiosa, a tientas, de nuevas fuentes de la moralidad, que le llevaron a dar rodeos por el marxismo, por el cristianismo heterodoxo y, más tarde, por la contracultura norteamericana. No creía Aranguren en el valor científico del marxismo, pero apreciaba su sentido moral, y veía aquí el plano del diálogo entre cristianos y marxistas, en boga por aquellos años. Rechazaba un marxismo cerrado y monolítico, y defendía un marxismo abierto y problemático (El marxismo como moral, 1968). Análogamente, reclamaba la transformación del catolicismo en una estructura abierta, capaz de acoger las formas heterodoxas de relacionarse con él (La crisis del catolicismo, 1969). El acercamiento de marxismo y cristianismo obedecía a que «en el mar de escepticismo occidental» subsistían «como dos grandes islas de fe y esperanza». Seguramente Aranguren pasaba durante estos años por una crisis íntima de fe. En  1969 Aranguren obtuvo un puesto estable como profesor en la Universidad de Santa Bárbara en California. Eran los años de apogeo de la contracultura hippy. Aranguren se despojó de su atuendo sobrio y encorbatado, se dejó crecer las patillas y la melena. Moralidades de hoy y de mañana (1973) reflejaba la influencia del entorno californiano y contribuyó a acuñar con rasgos más precisos el perfil progresista que había hecho suyo Aranguren. Por una parte se acentuaba la crítica, la náusea, ante la cultura

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del neocapitalismo, del hedonismo, del puro bienestar, que ya se insinuaba en Ética y política; y se proponía como alternativa una «moral como actitud», exigente, pero desnuda, sin contenido concreto, testimoniada en la «contestación permanente», la revisión incansable del código establecido, de lo que se aceptaba sólo porque siempre había sido así. Alejada la posibilidad de una ética normativa, Aranguren desembocaba en una especie de tenso formalismo ético, materializado en la revolución moral, familiar, religiosa, cultural, pedagógica, artística, literaria… Atravesaba a Aranguren un desasosiego espiritual que se manifestaba en el rechazo de la sociedad capitalista avanzada, en la búsqueda de nuevas moralidades, en la disposición a bañarse en aguas siempre nuevas, a ensayar otras formas de vida y otros modelos de sociedad. Esta disposición confería a Aranguren su peculiar carisma profético o pastoral, que hacía tan seductora su figura. Los comentarios de lecturas recopilados en La cultura española y la cultura establecida (1975) pendían de esta misma clave mágica de la transgresión de los códigos, de la rebeldía literaria comunicada a la vida, de la función subversiva y revolucionaria de la creación artística. El dirigismo estatal de Ética y política y la moral como contestación permanente de Lo que sabemos de moral y Moralidades de hoy y de mañana se fundieron en la soberbia serie de artículos que Aranguren publicó entre 1976 y 1978, y que lanzó en La democracia establecida (1979) como un desafío para la izquierda y los intelectuales en los nuevos tiempos que comenzaban. Era un proyecto de dirigismo anarquizante. Cerrados los caminos de la revolución social, la subversión cultural sí era posible, la transformación radical, desde el Estado y en democracia, de todas las costumbres, concepciones e instituciones establecidas, en los planos de la familia, la sexualidad, la escuela, el sistema penitenciario, la Iglesia, la idea de España…, pues sólo hay moral cuando hay tensión de cambio. Desconcierta el radicalismo disolvente de esta concepción de la vida como transgresión sin límite (cuya consecuencia obvia es la anomia), una atrevida modulación de la vertiente romántico individualista del progresismo sesentayochista.

3.

EL SOCIALISMO: ENRIQUE TIERNO GALVÁN

Enrique Tierno Galván nació en Madrid en 1918, hijo de un suboficial del Ejército. Hizo la guerra como soldado en una oficina de reclutamiento

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en el bando republicano. Se licenció en Derecho al acabar la contienda. El pasado republicano no impidió que contase con el apoyo, en su carrera académica, de jóvenes catedráticos del bando vencedor. El tradicionalista Francisco Elías de Tejada, catedrático de Filosofía del Derecho, le orientó hacia el estudio del pensamiento político español de la época de los Austrias y dirigió su tesis doctoral; Carlos Ollero, catedrático de Derecho Político, falangista, hizo a Tierno profesor auxiliar en la Facultad de Ciencias Políticas; Francisco Javier Conde, también catedrático de Derecho Político, le llevó a colaborar como comentarista de libros en la Revista de Estudios Políticos, el laboratorio doctrinal del Nuevo Estado. En 1948 Enrique Tierno ganó la cátedra de Derecho Político de la Universidad de Murcia. Hasta aquí, la trayectoria de Tierno se inscribía en los contextos culturales, humanos e institucionales del Movimiento Nacional. En 1953 Tierno Galván pasó a la Universidad de Salamanca. Al año siguiente fundó allí, con un grupo de alumnos, la Asociación para la Unidad Funcional de Europa, cuya importancia radica en haber sido el germen de lo que sería su propio grupo político, en el que destacaría por su capacidad organizativa Raúl Morodo. El Boletín Informativo de la Cátedra de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, que se empezó a publicar en 1955, dio a conocer corrientes novedosas como el neopositivismo y los marxismos. Tierno tradujo el famoso Tractatus de Wittgenstein, y estudió la sociología norteamericana. Al mismo tiempo, fundó con Jaime Miralles y Joaquín Satrústegui el grupo monárquico Unión Española (1956). Tierno pensaba que la monarquía de don Juan de Borbón podría facilitar, tras la muerte de Franco, el pacto entre el viejo régimen y las fuerzas democráticas no vinculadas a la Segunda República. Los contactos con exiliados y con el grupo opositor de Dionisio Ridruejo provocaron una pasajera detención de Tierno y varios miembros de su grupo en 1957. Desde mediados de los años cincuenta el pensamiento de Tierno venía definido por una extraña, original y sugestiva mezcla de filosofía analítica y sociología norteamericana; a lo cual se sumó en los años sesenta, sin discontinuidad ni ruptura, el marxismo. Este pensamiento se expresó en libros y trabajos como Sociología y situación (1955), «La realidad como resultado» (1956-1957), «Erotismo y trivialización» (1958), «Ambigüedad y semidesarrollo» (1960), Tradición y modernismo (1962), etc. La lectura del marxismo, a la que Tierno se entregó en  1963 en Puerto Rico, se acusa en Humanismo y sociedad (1964), Diderot como pretexto (1965) y La humanidad

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reducida, que recoge dos conferencias de 1967 y 1968. La filosofía analítica enseñó a Tierno que las preguntas metafísicas no tenían respuesta, que la trascendencia es un vicio lingüístico, y que el mundo y el lenguaje constituían un horizonte irrebasable. Por tanto, había que buscar el perfecto ajuste de la humanidad a la inmanencia, sin dramatismo, vacío existencial ni nostalgia de la ascética. Pero no era Tierno antirreligioso; el cristianismo, la religión, subsistirían como juego o adorno, «trivializados», como una función mundanal más. La sociedad moderna —como mostraba la sociología norteamericana— avanzaba precisamente en este sentido. Era la sociedad del consumidor satisfecho, del bienestar como bien supremo. La aspiración a vivir mejor disolvía irracionalidades morbosas, volvía risible el entusiasmo cultural, dejaba sin razón de ser la intimidad como ámbito de oposición del individuo al mundo. En la sociedad del consumidor satisfecho el gobierno se identificaba con la administración, la libertad era sólo un sentimiento, un ingrediente del bienestar. El pasado, la historia, perdían toda función activa con relación al presente, ni lo condicionaban ni lo justificaban; se apagaba la protesta moral y social, individual y colectiva. Ni tradición ni modernismo representaban ya nada. Hablar de nación o divinidad como aglutinantes era un arcaísmo. El deber del intelectual consistía en destruir los viejos prejuicios para acelerar el proceso de trivialización y el triunfo del bienestar como bien supremo. Así, con una coherencia desconcertante y provocativa, Tierno iba trazando su ideal: el perfecto ajuste de la especie a la inmanencia en una sociedad trivializada. El marxismo introdujo desde 1964 una inflexión, pero no una ruptura, con todo lo anterior. Ante todo, mostró un escollo en el camino hacia el ideal: el capitalismo, la sociedad de clases, el falso humanismo de la compatibilidad entre la moral de los ricos y la de los pobres; se hacía preciso el humanismo de la incompatibilidad violenta, de la revolución. En la sociedad socialista se haría realidad el ser humano del futuro, sin intimidad, sin vacío ni zozobra, igual a sus semejantes, identificado con la máquina, «en un presente continuo y sin sobresaltos». La superación del capitalismo y el control científico de las relaciones humanas abrirían un horizonte de felicidad en el que la libertad ya no sería echada de menos. El sentido de la civilización estaba en disolver la contradicción entre los instintos y las instituciones, alcanzar la plenitud de la animalidad, la plenitud de la especie. El socialismo haría del hombre un ser libre, un animal perfecto.

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Tierno se expresaba en un lenguaje abstracto, oracular, con tensa y chocante coherencia, no exenta de humor. Había algo de visionario en la nueva que anunciaba. Su mirada era escatológica, prodigiosa, vislumbre de una humanidad futura perfectamente ajustada a la inmanencia, a la máquina, al grupo, sin desgarro ni desconsuelo, sin aspiraciones infinitas ni impulsos irracionales. Una gélida utopía, tramada a base de filosofía analítica, sociología moderna y revolución marxista. Tierno volvería años más tarde en su libro más conocido, ¿Qué es ser agnóstico? (1975), sobre este extraño, original e inquietante pensamiento, que no ofrece conexión alguna con el liberalismo, ni mucho menos con el libertarismo con el que a veces se le relaciona. En 1963, el año de la lectura de Marx, Tierno entró en el PSOE, en el que sólo permaneció tres años, y empezó a presentarse en público como socialista. En 1965 fue expulsado de la cátedra por apoyar, con José Luis López Aranguren y Agustín García Calvo, entre otros, las protestas y manifestaciones estudiantiles contra el SEU. La expulsión de la cátedra incrementó su actividad política. Tierno y su grupo poseían un despacho de abogados en la calle Marqués de Cubas, que constituyó un benemérito nudo de iniciativas de la oposición tolerada: defensa de acusados de delitos políticos, contactos con líderes políticos y sindicales clandestinos, gestiones ante las embajadas y ante la prensa extranjera, etc. En 1968 Tierno y Morodo decidieron transformar el informal «grupo Tierno» en un partido, el Partido Socialista en el Interior, más tarde llamado Partido Socialista Popular. El PSP ofrecía un socialismo marxista, radical, autogestionario, una alternativa al capitalismo y a la propiedad privada de los medios de producción, y se distanciaba expresamente de la socialdemocracia europea. Esta imagen de radicalismo se contrapesaba con las constantes invocaciones de Tierno a la prudencia, la mesura, la negociación, la legalidad, los métodos democráticos y gradualistas… La opción radical del PSP era paralela a la radicalización marxista del pensamiento de Tierno. Razón mecánica y razón dialéctica (1969) propugnaba la sujeción de la ciencia —la «razón mecánica»— al servicio de la política y de la revolución —la «razón dialéctica»—, tal y como acontecía en el marxismo. Los tres «momentos colosales» de la práctica marxista habían sido el soviético, el chino y el cubano, cuando la ciencia había servido de instrumento analítico de la práctica dialéctica. En La rebelión juvenil y el problema en la universidad (1972) Tierno interpretaba

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el malestar juvenil como el principio del fin del régimen capitalista, y pedía el «no dialéctico» a la sociedad establecida. Se ha interpretado la radicalización de Tierno, a la que arrastró a su partido, como una maniobra táctica o hasta oportunista para desbordar al PSOE por la izquierda, pero lo cierto es que brotaba del fondo de la personalidad del profesor. La figura del gran intelectual aparece revestida de un carisma sacerdotal, heredado del clero, que la hace proclive a la profecía y a las soluciones salvíficas. La autenticidad de las posturas (en este caso, revolucionarias) se comprueba cuando aparece la oportunidad de ponerlas en práctica. A comienzos de 1973 Tierno visitó Chile, que se debatía, con el presidente Salvador Allende, en un equívoco proceso de tránsito al socialismo por vías democráticas. En Santiago de Chile Tierno presentó una ponencia en torno al «Derecho Constitucional de Transición hacia una sociedad socialista». El concepto de «Derecho Constitucional de Transición» se acuñaba para avanzar hacia el socialismo respetando las libertades formales y haciendo innecesaria la dictadura del proletariado. El poder político no sería administrado por un partido único, sino por «un grupo dirigente representativo», constituido por los diferentes partidos que aceptasen «la crisis de la ideología burguesa de la clase dominante» y admitiesen «un sistema constitucional que vaya contra la permanencia y los privilegios de esa clase». Se trataba, pues, de una especie de régimen de pluralismo limitado, que hacía depositarios del poder a los grupos que aceptaran la transición al socialismo. Pero además, Tierno apreciaba la necesidad de una adaptación fluida, cotidiana, del Derecho Constitucional, por medio de la consulta inmediata «a los organismos representativos del pueblo», a las organizaciones obreras, menos rígidas que los partidos políticos por su mayor proximidad a la base… El sangriento desenlace de la experiencia chilena no hizo que Tierno dejase de invocar el «modelo Allende», pero reforzó su prudencia y su apuesta por la vía democrática. La visión profética de Tierno, desde los años cincuenta, llegaba mucho más allá de una democracia convencional. El marxismo le parecía necesario como «motor» o estímulo en el avance hacia la utopía. A comienzos y a mediados de los años setenta corresponden sus manifestaciones más decididamente revolucionarias. Sin embargo, en lo que se refiere a la política española y desde la segunda mitad de los años cincuenta, el compromiso de Tierno en el combate contra el franquismo, por la efectiva reconciliación nacional y por la salida democrática con la monarquía, están fuera de toda

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duda. Sus esperanzas radicales quedaron en vía muerta cuando, tras los pobres resultados electorales del PSP (seis diputados), sus correligionarios impusieron la fusión con el PSOE, y cuando Felipe González, en los congresos de 1979, forzó el abandonó del marxismo sin que Tierno se atreviese a encabezar una candidatura alternativa a la dirección del partido. Relegado a un puesto importante pero simbólico, como alcalde de Madrid, Tierno seguiría predicando el marxismo como una ética que imprimiera dirección a la vida colectiva y facilitara el reverdecimiento del viejo mesianismo. 4.

EL COMUNISMO: MANUEL SACRISTÁN

Manuel Sacristán Luzón nació en Madrid en 1925, estudió Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona y pasó por una etapa significativa de radicalismo falangista. En 1947 fue codirector de la revista del SEU Quadrante, y en 1950 se incorporó como redactor jefe y editorialista a Laye, otra revista universitaria de Falange, de notable nivel intelectual, deudora de José Antonio Primo de Rivera y de José Ortega y Gasset. Laye, como otras publicaciones semejantes, sirvió de expresión de las inquietudes de la joven generación que no había hecho la guerra y de punto de partida de futuras disidencias contra el régimen. Una beca permitió a Sacristán estudiar lógica y filosofía de la ciencia en Münster entre 1954 y 1956, y a su regreso se incorporó como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona. Pero para entonces se había producido un giro decisivo en su vida. En Münster Sacristán leyó a Marx y a Engels, y recibió las señas del contacto del PCE en París. Ya en Barcelona, se entregó a una agotadora actividad clandestina en ambientes estudiantiles, intelectuales y obreros, redactando textos, ofreciendo charlas, y accediendo a los órganos de dirección del PSUC —el partido de los comunistas catalanes— y del PCE. Al mismo tiempo, emprendía una importante labor de traducción de obras de filosofía analítica y de los clásicos del marxismo. Habiéndose significado como comunista cuando todavía era un simple profesor no numerario, no encontró los apoyos precisos para acceder a la cátedra de Lógica de la Universidad de Valencia, y en 1965 fue despedido sin gloria de la Universidad de Barcelona cuando no se le renovó el contrato. Los años de mayor influencia de Sacristán dentro del PCE fueron los comprendidos entre la crisis de 1964 —expulsión de Fernando Claudín y Jorge Semprún— y las nuevas tensiones de 1969 —a raíz de la invasión de Checoslovaquia por las tropas

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del Pacto de Varsovia—. Emprendió entonces un proceso de alejamiento del Partido. Se reconoce a Manuel Sacristán como el pensador marxista más competente y riguroso habido en España. Animaba a Sacristán un impulso primario, moral, de veracidad revolucionaria. Esta veracidad obligaba a ir en serio por el camino de la revolución y a no dar oídos a los cantos de sirena reformistas; obligaba también a un conocimiento riguroso, pero no reverente, de los clásicos del marxismo, y a aceptar las limitaciones científicas de la doctrina marxista; eventualmente, la veracidad podría llevar a reconocer el incumplimiento de las previsiones de Marx y el fracaso sin paliativos de la Tercera Internacional. Pero nada de esto iba a desgastar la adhesión moral a unos juicios básicos sobre el bien y la verdad, situados más allá de los desengaños históricos. Como pensador marxista Sacristán giró en torno a la posibilidad de la dialéctica, es decir, de un tipo de conocimiento de sociedades concretas del que se pudiese deducir una estrategia revolucionaria. Este empeño se dio a conocer en una serie de prólogos, conferencias y artículos de revistas, entre los que sobresalen «La tarea de Engels en el Anti-Dühring» (1964), prólogo a la traducción de esta obra de Engels, y «El filosofar de Lenin», conferencia pronunciada en la Universidad Autónoma de Barcelona en 1970; a los que hay que añadir «La veracidad de Goethe» (1963), «La formación del marxismo en Gramsci» (1967), «Al pie del Sinaí romántico» (1967) y, más tarde «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia» (1978). La ciencia moderna procedía de manera analítica y abstracta, y se formulaba en términos matemáticos. El conocimiento se fragmentaba y las ciencias se escindían del resto de la cultura. Esto permitía penetrar de manera eficaz en la realidad, pero el proceder analítico destruía los «todos» concretos y complejos (una persona, una clase, una sociedad, el mundo en su conjunto, etc.). Las «totalidades concretas», inasibles para las ciencias positivas, eran precisamente el objeto de la dialéctica. El pensamiento dialéctico, sintético, totalizador, permitía salvar la fragmentación del conocimiento, atrapar las «totalidades» y alumbrar el camino de la praxis transformadora, de la revolución. Este era el desiderátum, el sueño de fondo que animaba los materiales de Sacristán sobre Marx y marxismo.

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Sacristán repasó críticamente las posturas de las grandes figuras del marxismo ante la dialéctica. Engels (como antes Goethe) confundía los niveles científico y dialéctico, pretendiendo extender la dialéctica a los ámbitos específicos de la ciencia y las matemáticas. Lukács había recusado implícitamente la actividad científica al considerarla como un fenómeno ideológico, ora expresión de necesidades del sistema social, ora bizantinismo formalista. Frente a la incomprensión de Engels y Lukács, Sacristán reclamaba el respeto hacia el conocimiento científico como un momento necesario de la teoría revolucionaria; pero esta requería además una mediación dialéctica. Gramsci, por su parte, había aceptado que la ideología era inevitable en el pensamiento revolucionario, que el marxismo debía tomar la forma cultural de las religiones y las concepciones del mundo, y no había llegado a ver la posibilidad —en la que insistía Sacristán— de una mediación entre clase y revolución de carácter racional, crítico, antiideológico. Una teoría revolucionaria debería reunir dialécticamente retazos científicos con valores y fines, pero todo formulado sobriamente, racionalmente, sin imposturas cientificistas ni vaguedades románticas. La unión racional de ambos extremos se encontraba, según Sacristán, en el «materialismo acabado» de Lenin, que hacía de la práctica un principio del conocimiento. La acción práctica era el catalizador que permitía que las abstracciones científicas fragmentarias cristalizasen en un nuevo saber, el saber de lo concreto. En la práctica se consumaba el conocimiento dialéctico. En el marco de la historia del pensamiento, la especulación de Sacristán recreó en España, al más alto nivel, los afanes del marxismo europeo de desarrollar un conocimiento dialéctico que, mediante un gigantesco esfuerzo intelectual, uniese ciencia, moral y política en un todo racional y coherente; afanes que quisieron hallar un término de llegada o de reposo en la teoría activista del conocimiento de Lenin. Este tipo de trabajos dieron prestigio a Sacristán en los círculos marxistas y comunistas; pero su nombre alcanzó a un público mucho más amplio con el opúsculo Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores (1968), gracias a la polémica que provocó la respuesta de Gustavo Bueno. Sacristán creía que los saberes filosóficos eran pseudoteorías, y que no existía un saber superior a los saberes positivos. En consecuencia, Sacristán proponía suprimir las secciones de filosofía de las facultades de letras, y las asignatu-

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ras de filosofía de la enseñanza media. Se trataba de destruir el imperio de la ideología filosófica dominante, la filosofía sistemática tradicional, recusada como servil e ideológica. Desde la segunda mitad de los años sesenta Sacristán empezó a perder confianza en el destino del movimiento socialista y en toda la tradición de la Tercera Internacional, al mismo tiempo que padecía un proceso depresivo. La pérdida de certezas y esperanzas, la perplejidad y el pesimismo, eran achaques comunes al marxismo occidental, que se encontraba en un callejón sin salida histórico desde la frustración de las expectativas revolucionarias que siguieron a la revolución rusa. Aun así, la renovación del socialismo checoslovaco emprendida por Alexander Dubcek (la Primavera de Praga, 1968) reanimó pasajeramente sus esperanzas, y permitió atisbar el tipo de socialismo con el que soñaba Manuel Sacristán («Cuatro notas a los documentos de abril del Partido Comunista de Checoslovaquia»). Resplandecía ante todo la voluntad de veracidad, de honradez, de ciencia, visible en los documentos del Partido Comunista checoslovaco, el tono político apagado, modesto, la racionalidad del lenguaje, la libertad de la información, la profundidad de la autocrítica, el impulso hacia una democracia socialista. Ahora bien, de acuerdo con el propio Dubcek, la democracia socialista no era una copia del parlamentarismo de la democracia formal; ninguna fuerza no socialista podría beneficiarse de ella; confirmaba el centralismo democrático leninista y la función dirigente del partido comunista; y sus fuentes teóricas residían en las preocupaciones del propio Lenin al final de su vida, y en ciertos documentos del Partido Comunista de la Unión Soviética y de Mao Tse-Tung… En 1969 Sacristán abandonó todos sus cargos en el PSUC y en el PCE. El cuarteamiento de convicciones no debilitó la entrega del comunista barcelonés a la transformación de un mundo radicalmente injusto. Por aquellos años —primera mitad de los setenta— se sintió atraído por combatientes de causas acaso desesperadas, pero moralmente muy dignas de ser tenidas en cuenta, como el indómito jefe apache Gerónimo y la terrorista alemana Ulrike Meinhof. Sacristán vio en el eurocomunismo —una estrategia hacia el socialismo respetuosa de las formalidades de la democracia liberal— el último repliegue de un movimiento comunista en derrota. En 1978 abandonó el Partido. Tal vez hubiera que reconocer el error de toda la perspectiva marxiana.

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Pero había que aguantar. No desnaturalizarse. No rebajar el programa único: el comunismo. La dialéctica marxista había sido el trabajo con lo difícil, con lo impreciso. Lo que había que hacer era repensarla. Y en efecto, en las elucubraciones del ecologismo acabaría por encontrar Sacristán, ya en la Transición y hasta su muerte en 1985, un sucedáneo de la dialéctica tal y como siempre la había concebido: la integración de datos científicos (biológicos, demográficos, climáticos, económicos, etc.) en una interpretación más amplia y arriesgada, metacientífica, pero racionalmente formulada, del curso de las cosas, como asiento de una política transformadora. Todo traspasado por los acentos dramáticos y escatológicos de siempre. La raíz moral explica que el impulso de Sacristán no se agotase y que llegue hasta nuestros días de la mano de sus discípulos, que ven en él al precursor de la nueva izquierda «altermundista» que tomó vuelo en los años noventa, después de la caída de los regímenes del Este.

LECTURAS COMPLEMENTARIAS 1.

José Luis López Aranguren. La crisis de la metafísica «(…) cabe incluso volver a replantear el problema metafísico; pero partiendo de la convicción de que nuestra época no dispone ya de una metafísica y de que, por tanto, en el mejor de los casos, tendrá que ir, paso a paso, lográndola (…) La fabricación a gran escala de impresionantes sistemas metafísicos es sentido como algo grandilocuente y vano. En el fondo se piensa (…) que los solemnes sistemas metafísicos son meras secularizaciones de la religión, para uso de pequeñas sectas filosóficas, compuestas por hombres que perdieron y añoran la fe.» (José Luis López Aranguren, Implicaciones de la filosofía en la vida contemporánea, 1963)

2.

El Estado de Justicia según Aranguren «Si la moral tiene que ser, a la vez, personal y social, esto significa que el viejo Estado de Derecho, sin dejar de seguir siéndolo, tendrá que constituirse en Estado de Justicia, que justamente para hacer posible el acceso de todos los ciudadanos al bien común material, a la democracia real y la libertad, tendrá que organizar la producción y tendrá que organizar también

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la democracia y la libertad (…) También la democracia política —una democracia compatible con un poder ejecutivo eficaz— tiene que ser promovida, es decir, organizada socialmente. Y esto mediante el fomento, a la vez teórico y práctico, de una auténtica educación política, y mediante la socialización, sin estatificación centralizadora, de la enseñanza y los medios de comunicación de masas. La Universidad, la radio, la televisión, etc., tienen que ser convertidas, no política, sino administrativamente, en servicio público (…) Que esto supone una limitación de la libertad es innegable. Pero se trata de limitarla precisamente para su salvaguardia y para la democratización de su núcleo esencial.» (José Luis López Aranguren, Ética y política, 1963)

3. Aranguren propone revisar los códigos para crear nuevos patrones morales «La moralización consiste, pues, no en rechazar todo código o construirnos uno arbitrariamente a nuestro subjetivo capricho, sino: 1) En poseer el valor moral e intelectual suficiente para someter a crítica y revisar no sólo los «artículos», por llamarlos así, de nuestro código moral sino, remontándonos a su fundamento, los principios que lo inspiran (…) Obrar conforme a normas o principios morales que aceptamos dócilmente sólo porque están vigentes en nuestro grupo social, pero sin que nosotros veamos su razón de ser, no es obrar moralmente, porque de ese modo no contribuimos a la progresiva moralización (…) La moralización consiste también, 2) en poseer la suficiente inteligencia práctica, y el necesario talante moral, para crear nuevas pautas de comportamiento, nuevos patrones de vida, todo ese élan creador de moralidad (…) Esta y no otra es la tarea del reformador moral constructivo, progresista, creador.» (José Luis López Aranguren, Lo que sabemos de moral, 1967)

4.

Aranguren anuncia la revolución cultural «Nuestra época demanda, junto a la crítica, la acción; es época de «contestación», lo cual significa no solamente oposición doctrinal, sino repulsa activa y global. Nuestra época es, dicho de modo más drástico, revolucionaria aunque o, precisamente, porque no ha hecho, pero está anunciando y consiste en anunciar, la revolución: revolución literaria y artística, pedagógica, familiar, moral, política, religiosa, cultural. La palabra «anarquismo»,

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anarquismo no individualista, sino comunitario, es la que mejor caracterizaría el «estilo de vida» de nuestro tiempo.» (José Luis López Aranguren, Moralidades de hoy y de mañana, 1973)

5.

Enrique Tierno Galván. El ajuste perfecto «Estas reflexiones no son, en cierto sentido, sino una contribución modesta a la lucha contra la intimidad. Yo creo, y me parece que hay bastantes personas cultas que piensan lo mismo, que la intimidad es el obstáculo mayor para obtener la felicidad material y espiritual. Me refiero a la intimidad tal y como se empezó a evidenciar en Séneca y llegó hasta hoy. La intimidad entendida como «espacio psíquico» desde el que nos oponemos al mundo (…) Tenemos que ajustar de modo absoluto con el mundo, de modo que la conciencia de ese ajuste sustituya a la intimidad.» (Enrique Tierno Galván, La realidad como resultado, 1957)

6.

El primado del conformismo como sentido de nuestra época, según Tierno Galván «(…) no cabe otra actitud, vivida con profundidad, en nuestra época, que la trivialización. Es paradójico, pero es cierto que el conformismo es el modo más auténtico de vivir nuestra situación actual en cuanto estamos en el proceso de trivialización. Pero el conformismo, en cuanto acepta, en todo o en parte, la reducción a la trivialización, pierde el sentido del altruismo, del sacrificio, de la autonegación cristiana. Su fórmula es la fórmula del bienestar (…) ¿Cuál es el deber moral del intelectual en la época de la trivialización? Quienes tienen conciencia del primado del conformismo, responden sin titubeos: destruir. La destrucción del los viejos prejuicios acelerará el proceso de la trivialización y el logro del bienestar como bien supremo.» («Erotismo y trivialización», 1958)

7.

En el bienestar se disuelven conservadurismo y revolución, según Tierno Galván «(…) en el conservadurismo del bienestar, ni revolucionarios ni conservadores tienen demasiado que hacer. Tan sólo en algunos países semidesarrollados, y no mucho tiempo, la mentalidad conservadora y la revoluciona-

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ria podrán seducir (…) El proceso de secularización ha concluido y no caben entusiasmos secularizados. Por otra parte, el bienestar repugna al entusiasmo (…) Revolucionarios y conservadores desaparecen (…).» (Enrique Tierno Galván, Tradición y modernismo, 1962)

8.

Inserción del marxismo en el pensamiento de Tierno Galván «(…) hay humanismo siempre que se sostiene que la moral y las instituciones de los ricos son perfectamente válidas para los pobres (…) El humanismo en cuanto inventor o dador de sentido es inexcusable para los ricos, no lo es para los pobres, porque en el ámbito de la pobreza el mundo es una suma de fracciones. La miseria se vive como fracción, el pedazo de pan, el instante de bienestar o alegría (…) En un fraccionamiento mecánico, vivido con plenitud desde los mismos niveles de consumo y consumiendo las mismas cosas, nos habremos aproximado a la libertad real (…) El mundo esquizoico será unitario cuando no haya posibilidad capitalista de diferenciar un pequeño mundo de otros pequeños mundos, cuando el ser humano, sin intimidad ni pretensiones de oponer su individualidad al grupo, sea a través del control científico de la naturaleza, uniforme e igual, sin angustias ni sobresaltos (…) Pero hasta tanto, el humanismo de la fracción puede ser incluso el humanismo de la incompatibilidad violenta.» (Enrique Tierno Galván, Humanismo y sociedad, 1964)

9. La ciencia («mecánica») al servicio de la revolución («dialéctica»), en Tierno Galván «(…) los tres momentos colosales de la práctica marxista, el soviético, el de la China roja y el cubano, han intentado, con inexcusable lealtad a sus principios, imponer el materialismo dialéctico por el proceso de la praxis, haciendo de la ciencia el instrumento analítico del proceso dialéctico. Manteniendo inconmovible el principio del proceso de la subsunción progresiva de los contrarios, han entrenado o están entrenando de acuerdo con las exigencias del saber científico a las nuevas generaciones. Son tres pueblos en que la distinción entre mecánica y dialéctica comienza a no tener sentido.» (Enrique Tierno Galván, Razón mecánica y razón dialéctica, 1969)

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10.

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Un Derecho Constitucional de Transición para Chile, en propuesta de Tierno Galván «(…) el propio concepto de Derecho Constitucional de Transición parece acuñado para construir una normatividad jurídica constitucional que haga innecesaria la aplicación del criterio de la dictadura del proletariado (…) El grupo dirigente puede estar constituido por partidos que teniendo Concepciones del Mundo diferentes acepten el supuesto general de la crisis de la ideología burguesa de la clase dominante, y admitan por consiguiente un sistema constitucional que vaya contra la permanencia y los privilegios de esa clase (…) Otro punto de vista se refiere a una transformación fluida en la que la consulta inmediata a las organizaciones populares permitiera el cambio automático del Derecho constitucional. Esto implicaría la introducción en el seno de una Asamblea Parlamentaria de modos de iniciativa para la transformación de la normatividad constitucional que pudieran hacer de ésta una normatividad cotidianamente adaptable.» (E. Tierno Galván, «Especificación de un Derecho Constitucional para una fase de Transición», 1973)

11.

Manuel Sacristán Luzón. Los «todos», ámbito de la dialéctica «Los conceptos de la ciencia en sentido estricto —que es la ciencia positiva moderna— son invariablemente conceptos generales (…) Los «todos» concretos y complejos no aparecen en el universo del discurso de la ciencia positiva (…) Pues bien: el campo o ámbito de relevancia del pensamiento dialéctico es precisamente el de las totalidades concretas. Hegel ha expresado en su lenguaje poético esta motivación al decir que la verdad es el todo.» (Manuel Sacristán, «La tarea de Engels en el Anti-Dühring, 1964)

12.

Sacristán crítica a Engels por aplicar la dialéctica en ámbitos propios de la ciencia «No faltan en el Anti-Dühring pasos que precisan, con mayor o menor detalle, el ámbito de relevancia de la dialéctica, el nivel al cual tiene sentido pasar del desmenuzamiento abstracto, analítico y reductivo de la realidad por la ciencia positiva al lenguaje sintético, recomponedor, propio de la concepción dialéctica (…) Sin embargo, aún más frecuentes son en el Anti-

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Dühring los ejemplos de una aplicación impropia de la dialéctica fuera de su ámbito de relevancia (…) a niveles y para tareas propios del análisis reductivo de la ciencia.» (Manuel Sacristán, «La tarea de Engels en el Anti-Dühring», 1964)

13. Crítica de Sacristán a Gramsci por concebir la dialéctica como una nueva ideología «La formación idealista-culturalista de Gramsci le hace identificar «teoría», la palabra usada por Marx, con «ideología». Gramsci no ve pues la posibilidad de que la mediación entre la fuerza social (la energía de la clase obrera) y la intervención revolucionaria sea de naturaleza científica, de la naturaleza del programa crítico. Para él, la única mediación posible es una nueva ideología, la adopción por el marxismo de la forma cultural de las religiones y de los grandes sistemas de creencias.» (Manuel Sacristán, «La formación del marxismo en Gramsci», 1967)

14. Lukács incurre en irracionalismo al recusar la actividad científica, según Sacristán «Abundan, por el contrario, en El asalto a la razón concepciones de un extremado ideologismo que ven, por ejemplo, la génesis de investigaciones científicas especiales, de nuevas acotaciones del saber positivo, en necesidades exclusivamente ideológicas del sistema social (…) Por ese camino de ideologización de todo hecho de conocimiento, llega Lukács a posiciones parcialmente infectadas por cierto irracionalismo, esto es, a posiciones de recusación implícita de la actividad científica.» (Manuel Sacristán, «Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács», 1968)

15. La Primavera de Praga hace soñar a Sacristán con una democracia socialista «La veracidad del análisis, la libertad de la información, la democracia en el aún necesario mal del estado y del aparato —o sea, del poder político— y la racionalidad del pensamiento y el lenguaje se funden en un impulso global (…) Las fuerzas productivas que el socialismo no tenía por qué

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haber reprimido en su fase de «acumulación originaria» y de las que imprescindiblemente necesita para su salto a una fase superior componen un complejo indescomponible de racionalidad y libertad, una libre racionalidad que define la democracia socialista.» (Manuel Sacristán, «Cuatro notas a los documentos de abril del Partido Comunista de Checoslovaquia», 1968)

16.

La práctica como último principio del conocimiento, en Sacristán «La dialéctica del conocimiento de lo concreto requiere un elemento más, otro principio que añadir a los de abstracción y concreción. Ese principio nuevo tiene (añadiendo una metáfora más a las de Engels y Lenin) una función de catalizador, promotor del salto cualitativo: tiene que hacer reaccionar las varias (no infinitas, por más que numerosas) abstracciones ya conseguidas para que cristalice el conocimiento de lo concreto. El nuevo (y último) principio de la concepción leniniana del conocimiento es el principio de la práctica.» (Manuel Sacristán, «El filosofar de Lenin», 1970)

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䉴 ANEXO PAUTAS BÁSICAS PARA EL COMENTARIO DE TEXTO Pedro Carlos González Cuevas

Objetivos 1. Bajo la dirección puede ser una de las vías esenciales de aprendizaje activo y participativo. 2. Se deben evitar dos riesgos en que suelen incurrir los alumnos: a) Hacer una paráfrasis del texto. b) Utilizarlo como un mero pretexto. Y es que un comentario no puede ser una repetición parafraseada del texto, es decir, una repetición con otras palabras del contenido. Tampoco puede derivar en un ejercicio donde se usa el texto como pretexto para explicar un tema general que guarde alguna relación directa o indirecta con el texto. 3. El comentario debe consistir en un intento: 1. De comprender el sentido histórico del texto. 2. De establecer su relación y vinculación con el contexto histórico en que se generó, al que se refiere y sobre el que actuó. Debe quedar bien claro que el comentario de un texto siempre remite, no sólo a las ideas expresadas en él, sino igualmente al contexto histórico donde se fraguó y donde adquiere su sentido y significado. Debe quedar bien claro, al mismo tiempo, que ningún modelo de comentario es útil si faltan los conocimientos históricos mínimos y adecuados para comprender el asunto reflejado en el texto. Sin ese conocimiento, ningún método o pauta de lectura e interpretación puede rendir frutos válidos y carecería de todo sentido su aplicación. Método 1. Lectura atenta y comprensiva del texto. Es conveniente hacer dos lecturas del texto.

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La primera, rápida, para extraer una idea global de la forma y el contenido del texto y hacerse una composición de lugar básica. La segunda, pausada y reflexiva, para entender en todo su alcance el significado de las palabras e ideas presentes en el texto y el sentido de los razonamientos y argumentos contenidos en el mismo. Esa labor exige el subrayado de expresiones y conceptos citados en el texto e incluso la enumeración de frases y oraciones. 2. Encuadramiento y contextualización del texto. Se trata de comprender el marco histórico e intelectual de donde surge y adquiere sentido preciso un texto escrito. Tres aspectos esenciales: 1) Determinación de la naturaleza del texto: qué es o podría ser el documento escrito. Lo que implica distinguir el tipo de texto, diferenciando entre los diversos contenidos que pudieran reflejarse: a) b) c) d)

Jurídicos: leyes, tratados, protocolos, etc. Políticos: discursos, proclamas, manifiestos, etc. Testimoniales: cartas, diarios, memorias, etc. Económicos: contratos, catastros, etc.

También puede establecerse la distinción entre documentos atendiendo a su naturaleza privada o públicas (según los destinatarios), a su enfoque interpretativo (artículo de opinión periodístico), etc. 2) Determinación del autor o autores del texto: Señalar quien o quienes son los responsables de los textos y de las palabras comentadas. Es conveniente conocer y enunciar la trayectoria biográfica del autor del texto, con el propósito de iluminar la comprensión del texto y apreciar el modo y manera como se manifiesta en el mismo su personalidad, ideología, intereses, experiencia vital y profesional. 3) Localización cronológica: Cuándo y dónde: cuál es su tiempo, su circunstancia y operatividad. Si no se proporciona explícitamente la fecha, la datación de un documento escrito no puede ser precisa, pues depende de las noticias contenidas en el mismo. Pero siempre será necesario deducir de un modo razonado y argumentado su marco histórico aproximado.

ANEXO

4) Análisis formal y temático del texto: Una vez hecho todo lo anterior, se puede proceder al análisis, es decir, a la descomposición, disección y desmembración del documento. Esta operación consiste en: Separar y señalar las unidades formales y temáticas que pueden estar presentes en el texto en un doble plano: a) Formato estilístico y arquitectura narrativa y lógica que sirve de soporte a los contenidos semánticos del texto en sus partes constitutivas, examinando los modos de razonamiento, la coherencia o incoherencia argumentativa, el uso de fórmulas expresivas (metáforas, comparaciones, hipérboles, personificaciones, etc). b) Descubrir, identificar sus ideas, conceptos fundamentales, expresados mediante ciertos vocablos, palabras, oraciones, etc. 5) Explicación del contenido y significado del texto. Explicar, es decir, dar cuenta y razón de lo que dice el texto y por qué lo dice. Esto requiere progresar desde unos datos empíricos (lo que dice el texto) hasta las configuraciones externas (históricas e intelectuales) que lo envuelven y en los cuales cristalizan y adquieren todo su sentido literal. Estamos ante lo específico del comentario: 1.

Reexponer y glosar el contenido o contenidos en virtud de sus conexiones ideológicas e históricas: texto y contexto. 2. Lo que implica referirse y aludir a coyunturas, personajes, instituciones, procesos, tradiciones o fenómenos históricos e intelectuales coetáneos al texto y enlazados por razones esenciales con el mismo. Todo lo cual se encuentra evidentemente relacionado con el nivel del alumno. 6) Conclusión: No se trata de una valoración subjetiva, del tipo «a mí me parece» o «en mi opinión». Consiste más bien en una síntesis final interpretativa del texto: – – – – –

su sentido global. sus antecedentes próximos o remotos. sus consecuencias directas o indirectas. su grado de trascendencia histórica. su similitud con fenómenos paralelos o semejantes anteriores o posteriores, o a lo ocurrido en otros países.





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