Historia del mundo moderno
 9788497390583, 849739058X

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Historia del

Mundo Moderno

Coordinada, por

Luis Ribot Catedrático de Historia Moderna de la a Distancia-UNED

ACTAS 2010

Dirección editorial:

Luis Valiente

1.a Edición: 1992 1. a Reimpresión: 1996 2. a Reimpresión: 1998 2.a Edición: Octubre, 2006 1. a Reimpresión: Marzo, 2010 2. a Reimpresión; Octubre, 2010

© Luis A. Ribot García y los autores.

© Editorial ACTAS, s.l. Isla Alegranza, 3 Polígono Industrial Norte 28709 San Sebastián de ios Reyes. Madrid Tel.: 91 654 67 92

ISBN: 84-9739-058-X Dep. Legal: M-42309-2010

Composición e impresión; STAR IBÉRICA, S.A. Madrid

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento infor­ mático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del Copyright.

COORDINADOR: Luis Antonio Ribot García

Catedrático de la UNED

AUTORES:

Introducción: Luis A. Ribot García

Catedrático de la UNED Tema 1. Manuel Martín Galán

Profesor Titular de la Universidad Complutense de Madrid Tema 2. Alfredo Alvar Ezquerra

Profesor de Investigación del CSIC y Profesor Asociado de la Universidad Complutense de Madrid Tema 3. Pete Molas Ribalta

Catedrático de la Universidad Central de Barcelona Tema 4. Rafael Benítez Sánchez-Blanco

Catedrático de la Universidad de Valencia Tema 5. Teófanes Egido

Catedrático de la Universidad de Valladolid Tema 6. Antonio Cabeza Rodríguez

Profesor Titular de la Universidad de Valladolid Tema 7. Ricardo Franch Benavent

Catedrático de la Universidad de Valencia Tema 8. Adolfo Carrasco Martínez

Profesor Titular de la Universidad de Valladolid Tema 9. Nicolás García Tapia

Catedrático de Escuela Universitaria de la Universidad de Valladolid

Tema 10. Maximiliano Barrio Gozalo

Profesor Titular de la Universidad de Valladolid Tema 11. Carlos Gómez-Centurión Jiménez

Profesor Titular de la Universidad Complutense de Madrid Tema 12. José Miguel Palop Ramos

Profesor Titular de la Universidad de Valencia Tema 13. Cayetano Mas Galván

Profesor Titular de la Universidad de Alicante Tema 14. Carmen Sanz Ayán

Profesora Titular de la Universidad Complutense de Madrid Tema 15. Teresa Canet Aparisi

Profesora Titular de la Universidad de Valencia Tema 16. Enrique Giménez López

Catedrática de la Universidad de Alicante Tema 17. Agustín González Enciso

Catedrático de la Universidad de Navarra Tema 18. Juan M. Carretero Zamora

Profesor Titular de la Universidad Complutense de Madrid Tema 19. Henar Herrero Suárez

Profesora Titular de la Universidad de Valladolid Tema 20. Cristina Borreguero Beltrán

Profesora Titular de la Universidad de Burgos

ÍNDICE Introducción...........................................................................................

11

Parte Primera. EL UNIVERSO ESTÁTICO ....................................

21

1. El régimen demográfico............................................... 2. La economía de subsistencia........................................ 3. La sociedad estamental................................................ 4. Los poderes inmediatos............................................... 5. Del mundo sacralizado a la secularización. Religión y culturas.......................................................

23 55 83 105

Parte Segunda. CAMBIOS Y TRANSFORMACIONES..............

151

1. La segunda mitad del siglo XV y el siglo XVI.............................

151

Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo

Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo

Capítulo

6. La expansión demográfica del largo siglo XVI. El auge de la ciudad. La sociedad.............................. 7. Transformaciones económicas de un «mundo ampliado».................. 8. El estado moderno...................................................... 9. Cultura, ciencia y técnica en el Renacimiento......... ' 10. La división de la cristiandad. Reforma, Contrarreforma y guerras religiosas.......................... 11. Las relaciones internacionales (1494-1598)..............

125

153

181 207 227 247 273

índice

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2. El siglo XVII............................................................................................

Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo

12. 13. 14. 15-

La crisis del siglo XVII............................................... 317 La cultura europea del Seiscientos............................ 343 El auge del absolutismo............................................. 371 Las relaciones internacionales(1598-1700).............. 411

3. El siglo XVIII.......................................................................................... Capítulo 16. Demografía y sociedad................................................ Capítulo 17. La transformación de la economía............................. Capítulo 18. La política interna de los estados. La emancipación de las colonias de Norteamérica........................................................... Capítulo 19. La Ilustración, la cultura y la religión........................ Capítulo 20. Relaciones internacionales (1700-1789): colonialismo y conflictos dinásticos..........................

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315

441

443 467

503 533 565

Historia del Mundo Moderno

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INTRODUCCIÓN

Cuando la Editorial ACTAS me sugirió la tarea de coordinar —en un tiempo récord— la preparación y edición de un libro de texto de Historia Universal Moderna, entendí que la única opción posible era la división del trabajo entre un amplio número de especialistas. Tal fórmula planteaba, como toda obra colectiva, un cierto riesgo para la unidad y coherencia del conjunto, pero, aparte del citado imperativo temporal, ofrecía una serie de ventajas evidentes. Sobre todo, el incremento de la especialización y ri­ gor de cada capítulo, además de una mayor variedad y riqueza expositivas, al involucrar en la redacción a un selecto grupo de autores, encargados, cada uno de ellos, de un tema de su propia especialidad. Creo sinceramente que el resultado final cumple el objetivo pro­ puesto, que no ha sido otro que el de ofrecer al alumno universitario que se inicia en el estudio de la época Moderna un planteamiento —a la vez genérico, profundo y actualizado— de los grandes temas y cuestiones de la Modernidad. Mi responsabilidad esencial ha sido la estructuración y organización del esquema expositivo y los diferentes temas. Por ello, no está de más, en estas páginas, una breve reflexión sobre la historia Moderna, su periodización y sus contenidos.

* * * Introducción

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Más allá de la discusión, interminable, sobre la periodización en la historia, la realidad científica y académica reconoce, en el desarrollo his­ tórico del mundo Occidental, la existencia de una etapa que conocemos con el nombre de edad Moderna. Se trata de un período de límites más o menos dilatados, y también aquí existen divergencias, como muestran, por ejemplo, respecto al tér­ mino final, las distintas tradiciones hístoriográficas inglesa y francesa. Menos dudas caben, sin embargo, sobre las características comunes que definen la modernidad. Desde el punto de vista del pensamiento y la cul­ tura, tal período se distingue por una cierta mayoría de edad con respecto al Medievo. El Renacimiento y el Humanismo serían las primeras ma­ nifestaciones culturales —hablamos, por supuesto, de la cultura de las elites-— de una época en que la mente humana iba a ir alcanzando pro­ gresivos desarrollos que habrían de llevarla a la crítica de lo heredado, a la nueva ciencia y, finalmente, a la Ilustración dieciochesca, base ideológica del Mundo Contemporáneo. Por lo que a la economía se refiere, la edad Moderna aparece marcada por el lento pero progresivo desarrollo del capitalismo, cuyos orígenes mas remotos pueden rastrearse hasta los siglos XII y XIII. La expansión de Europa y la paulatina incorporación económica de los nuevos mundos, al tiempo que suponen un fuerte impulso para la naciente forma de organiza­ ción económica, significan un cambio tan radical con el pasado que por sí solo podría justificar la distinción de dos edades. Vinculada al capitalismo va a ir desarrollándose en los tiempos moder­ nos una nueva figura social: el burgués, poseedor de una mentalidad nueva y artífice principal de la expansión capitalista. Las viejas estructuras de la sociedad estamental, pese a su resistencia, sufrirán un lento y dilatado pro­ ceso de reajuste, en el que a ios antiguos valores se contraponen otros como el mérito o la riqueza. La reacción de los privilegiados llevará, en el límite con la época Contemporánea, a la subversión del orden social por medio de las revoluciones. Burgueses enriquecidos, campesinos y trabajadores de las ciudades formarán los distintos frentes de oposición que terminarán arrum­ bando la sociedad de las desigualdades legales. La edad Moderna, en este sentido, contempla una amplia y variada serie de luchas y enfrentamientos sociales que muestran la crisis de la sociedad estamental heredada de la edad Media. Desde un punto de vista político, el período viene definido por la aparición y desarrollo del llamado Estado Moderno, fenómeno de impor­ tancia decisiva que implica una fuerte dosis de concentración del poder y de la capacidad de acción en manos del monarca. Los teóricos del abso­ lutismo justificarán doctrinal men te ral prepotencia que, no obstante, no se hará efectiva, en la misma medida, en todos los estados europeos. La 12

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época Contemporánea empieza cuando el pensamiento liberal, hijo de la Ilustración, margine las teorías absolutistas en favor de la división de poderes y el constitucionalismo. El Estado Moderno es un vasto fenómeno que lleva consigo roda una serie de transformaciones características, tales como el desarrollo de la burocracia, el monopolio del poder militar por parte del rey, el enorme crecimiento de la hacienda estatal, la aparición y generalización de la diplomacia... Las relaciones entre los estados comienzan a estructurarse sobre principios nuevos; una vez desaparecida la vieja idea medieval del Imperio cristiano -—que tendrá, de alguna forma, continuación con la Monarquía Hispánica— las relaciones interestatales irán ajustándose, len­ tamente, en el marco de una serie de normas que darán origen al Derecho Internacional. En el ámbito religioso, la edad Moderna aparece marcada por la rup­ tura de la unidad cristiana, con Lutero y la Reforma. En otro orden de cosas, a partir del siglo XVII y como consecuencia de la apertura mental que supusieron el racionalismo y la nueva ciencia, se iniciaron fenómenos como la crítica hacia las religiones reveladas y la incredulidad, ampliamente agudizados, en el siglo siguiente, por la Ilustración. Son bastantes, pues, los aspectos que nos permiten distinguir la época Moderna de la edad Media. Sin embargo, es mucho más lo que perma­ nece que lo que cambia. Los hombres y las sociedades, pese al auge de la ciudad, siguieron viviendo en un mundo aplastantemente rural, conti­ nuaron sometidos a una demografía natural y terrible, y fueron víctimas, la gran mayoría, de la incultura y la superstición. Los esquemas y las rela­ ciones sociales y de poder de los siglos anteriores apenas sufrieron modi­ ficación. Pese al desarrollo del capitalismo, la mayor parte de la población europea continuó inmersa en una economía de subsistencia, de escaso ra­ dio de acción, en la que ¡a moneda y los intercambios mercantiles tenían una importancia mucho menor que la que nosotros hemos conocido; una economía, en suma, básicamente idéntica a la del período medieval. Algo parecido ocurriría más adelante. El mundo Contemporáneo, en sus aspectos sociales y económicos, continúa fuertemente ligado a la época precedente hasta avanzado el siglo XIX y —en algunos países, como es el caso de España— incluso en el XX. El fin de la demografía natural, la in­ dustrialización, la revolución agrícola, el predominio de la ciudad sobre el campo, el auge de las comunicaciones, el establecimiento de mercados na­ cionales, los progresos de la medicina y de la ciencia —y la técnica—• han sido fenómenos relativamente recientes. De ahí la gran duda sobre los límites de la época Moderna, que ha propiciado tantas discusiones. Por mi parre considero que los modernistas hemos de estudiar, como mínimo, desde la segunda mitad del siglo XV Introducción

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—en que se inicia la recuperación demográfica, económica y política, se consolida la expansión geográfica del mundo occidental y se difunde el Renacimiento italiano—- hasta los años finales del siglo XVIII y prime­ ros del XIX, en que el fenómeno revolucionario y el pensamiento libe­ ral acaban formalmente con toda una serie de instituciones del Antiguo Régimen.

*** Tal concepción de la época Moderna es por sí misma europeocéntrica, y ello no se debe a ningún menosprecio hacia otros ámbitos o civilizaciones, sino al hecho de que los procesos que hemos considerado característicos de este período se dieron únicamente en el seno de la cristiandad occidental. En algún caso, como ocurrió en ciertos espacios coloniales, particularmente en América, tales procesos fueron transplantados con mayor o menor pre­ cisión, pero la gran mayoría del mundo extraeuropeo continuó viviendo sus propios ritmos históricos, sin que los cambios de Occidente le afecta­ sen para nada. Unas veces se trataba de civilizaciones avanzadas, como las orientales o el mundo dominado por los curcos; en otros casos, y singu­ larmente en el África negra y Oceanía, los siglos modernos contemplaron niveles de desarrollo similares a los de la prehistoria europea, por lo que es dudoso adscribirles a la modernidad. El propio concepto de modernidad, surgido en el Renacimiento y basado en una división tripartita —poste­ riormente cuatripartita— de la Historia, procede del pensamiento histórico Occidental y difícilmente podría incorporarse a otras civilizaciones que, en universos cerrados, tienen sus propios tiempos y períodos. La misma men­ talidad histórica es un producto de la cultura occidental. La edad Moderna -—y éste es otro de los elementos que la distin­ guen— contempló un decidido proceso de expansión de Occidente sobre el resto del mundo, de tal forma que los conceptos de civilización y desa­ rrollo han acabado identificándose, en todo el planeta, con los propios del modelo occidental. Durante la época Moderna, los espacios no europeos fueron, en buena parte, territorio para la expansión económica, militar, política y cultural de Occidente, y en la medida en que esto ocurre, serán tratados en las páginas que siguen, como una especie de telón de fondo de la civilización occidental, objeto de nuestro estudio.

*#* El problema de la periodízacíón no afecta solamente al conjunto de la edad Moderna en cuanto a sus límites con la época Medieval o el mundo Contemporánea, sino que se extiende también al propio espacio crono¡4

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lógico de la modernidad, época histórica que puede subdividirse en una serie de períodos o fases características. Ciertamente, y como ha podido desprenderse de cuanto llevamos di­ cho, toda división en el seno de la historia es por fuerza artificiosa y conven­ cional. Al día siguiente de la caída de Constantinopla, del descubrimiento de América o del inicio de la Revolución francesa, las cosas no habían cam­ biado tanto como para pensar que comenzaba un período distinto. Los hi­ tos históricos son obviamente un convencionalismo. Con todo, el estable­ cimiento de etapas o fases es algo necesario, imprescindible incluso, por su utilidad para la explicación del discurso histórico que, como afirmara Pierre Chaunu, necesita puntos de referencia; bien entendido, sin embargo, que las divisiones cronológicas han de aplicarse siempre de forma flexible, sin fechas fijas ni monolitos inmóviles, indicadores del cambio de una a otra época o de uno a otro período. La mayor parte de la historiografía modernista divide la época Moderna en tres grandes períodos, coincidentes, a grandes rasgos, con los siglos XVI, XVII y XVIII. Tal división procede originariamente de la historia de la cultura (Renacimiento, Barroco e Ilustración), y ha sido, en buena medida, refrendada por la historia económica, a partir de la consta­ tación de la existencia de dos épocas de crecimiento, separadas por una de crisis. Sin duda, se trata de una parcelación excesivamente cómoda y un tanto artificial; sin embargo, no sólo es la más extendida, sino que, con las precisiones oportunas, considero que se ajusta bastante bien a la realidad, en cuanto que existe un largo siglo XVI, que comienza antes de 1500, un período de crisis y reajustes, y un siglo XVIII, iniciado asimismo antes de 1700, y caracterizado por un nuevo crecimiento que abocará a las re­ voluciones y a la crisis del Antiguo Régimen. Hay, por tanto, una cierta coincidencia entre los tres siglos cronológicos y los tres grandes períodos de la historia Moderna europea, lo que me lleva a mantener en el esquema temático la división clásica, con las precisiones y matizaciones que vere­ mos a continuación. La primera etapa, que podemos denominar «El nacimiento de los tiem­ pos Modernos, o el largo siglo XVI», abarca cronológicamente, de forma aproximada, el período entre mediados del siglo XV y las últimas décadas del XVI. La fecha inicial es imposible de fijar con mayor precisión; en cualquier caso, en la segunda mitad del cuatrocientos se dan una serie de procesos característicos de los nuevos tiempos, tales como el inicio de la recuperación demográfica y económica, el auge del Renacimiento, la fase decisiva de los descubrimientos geográficos, los primeros planteamientos reformistas en el seno de la Iglesia, o la potenciación de las principales monarquías occidentales (Francia, Inglaterra, Castilla) tras una serie de guerras civiles.

La fase final de este «largo siglo XVI» se caracteriza por la disminu­ ción del ritmo e incluso, en algunos casos, la detención del crecimiento demográfico, que va acompañada, en el terreno económico, por las pri­ meras muestras de agotamiento de la tendencia expansiva. Desde los años 70/80 del siglo XVI comienza a manifestarse una crisis económica que alcanzará su máximum en las décadas centrales de! siglo XVII y que afec­ tará de formas diversas a los distintos espacios europeos. Desde un punto de vista religioso, concluido el período clásico de la Reforma y tras la muerte de Calvino (1564) y el final del Concilio de Trente (1563), se inicia una etapa de aproximadamente un siglo de duración, caracterizada por los enfrentamientos entre las diferentes ortodoxias, que darán lugar a una serie de grandes guerras religiosas y a los momentos mas ásperos de la Contrarreforma, tanto en el campo católico como en el protestante. En el ámbito de la cultura, superada la fase más esplendorosa del Renacimiento, Europa se encamina lentamente hacia nuevas manifestaciones de la sensi­ bilidad y nuevas formas de expresión que cuajarán definitivamente en la cultura barroca del siglo XVII. En lo que a la política y a las relaciones internacionales respecta, y pese a la continuidad básica entre la época de Carlos V y el período dominado por la España de Felipe II, el fortaleci­ miento de Inglaterra con Isabel I, la revuelta de los Países Bajos y, más adelante, la subida al trono francés de Enrique IV, iniciarán, en las últi­ mas décadas del siglo, un período de conflictos generalizados, cuya carac­ terística fundamental será el enfrentamiento entre las nuevas potencias atlánticas y nórdicas y los Habsburgo de Madrid y Viena. En cualquier caso, la muerte de Felipe II (1598), prácticamente en el límite cronoló­ gico del siglo, y la pacificación general que se realiza en estos años, antes de la gran oleada bélica del siglo XVII, autorizan a retrasar hasta este momento la conclusión del período, en lo relativo a la política y a las relaciones internacionales. La segunda gran etapa de la edad Moderna se extiende, grosso modo, entre 1570/1580 y 1660/1680. Su característica fundamental son las difi­ cultades demográficas y económicas, si bien éstas no afectan de la misma manera a las diferentes áreas geográficas. Dejando a un lado las múltiples variaciones regionales existentes, la crisis conduce a una pérdida de pro­ tagonismo de las economías antaño pujantes del Mediterráneo, en bene­ ficio de Holanda y, más adelante, de Inglaterra. El centro de gravedad de la economía europea se desplaza definitivamente hacia el Atlántico nor­ doccidental. Desde el punto de visca religioso, la época contempla una radicalización de los enfrentamientos cuyos máximos exponentes serán la larga guerra de los Países Bajos (1566-1648), iniciada al final del período anterior, y la guerra de los Treinta Años (1618-1648/1659). La crisis eco­ nómica provoca una mayor rigidez social y un incremento de la presión 16

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de los señores y poderosos frente a los elementos populares, que coincide, además, en Francia o en la Monarquía Hispánica, con los momentos de mayor presión fiscal y reclutadora del Estado. Todo ello generará un sin­ número de tensiones y rebeliones interiores que agudizan la crisis en el terreno social y político. Por lo que a la cultura se refiere, el tímido espí­ ritu crítico del Renacimiento deja paso a una auténtica revolución en las ciencias de la naturaleza, que pone las bases de los conocimientos fisico­ matemáticos y de la ciencia moderna, hasta el siglo XX. El fin de este período dramático puede situarse en una fecha impre­ cisa de la segunda mitad del siglo XVII. Hoy, pocos historiadores dudan que la crisis demográfica y económica comienza a superarse en aquellos años, particularmente en ciertas áreas del Mediterráneo, las más tempra­ namente afectadas por la crisis en el siglo XVI. En la agotada Castilla, los años 60/80 parecen marcar el inicio, aún tímido, de una recuperación que preludia los mejores momentos del siglo XVIII; sin embargo, la recupe­ ración no es general, y no lo será hasta bien entrado el siglo XVIII. En el ámbito cultural y religioso, las últimas décadas del XVII contemplan el fenómeno que Paul Hazard llamó «la crisis de la conciencia europea», base, junto al racionalismo y la nueva ciencia —que se consolida a finales del seiscientos— del pensamiento crítico que cuajará en la Ilustración die­ ciochesca. El cambio, en el terreno político, es, sin embargo, más difícil de fijar. Ciertamente, las paces de Westfalia y los Pirineos (1659) ponen fin a los grandes conflictos de la primera mitad del siglo e inauguran la hegemonía francesa y el auge del modelo absolutista representado por Luis XIV; sin embargo, en ciertos aspectos, la consolidación del sistema internacional diseñado a mediados del siglo XVII no se produce hasta la época de la paz de Utrecht (1713). En otro sentido, a finales de los años ochenta se cierra el ciclo revolucionario inglés y se configura el modelo parlamentario vigente en el futuro. La tercera y última etapa abarca genéricamente desde las últimas dé­ cadas del siglo XVII hasta el inicio de las crisis revolucionarias, que po­ demos situar, simbólicamente, en el año 1789. Este último período de la modernidad se caracteriza, en un primer momento, por una fase de lenta e indecisa recuperación demográfica y económica —en algunos ca­ sos continúa el estancamiento— que se prolonga prácticamente hasta los anos treinta o cincuenta del siglo XVIII. Tras ella, los años centrales y la segunda mitad de la centuria son una época de clara expansión, que lleva a Inglaterra al inicio de la Revolución Industrial y que, aunque en menor grado, afecta también al continente. El auge de la economía se ve acompañado por un nuevo crecimiento demográfico, determinado esen­ cialmente por el retroceso de la mortalidad. En el ámbito de la política, la consolidación, en la segunda mitad del XVII, de dos modelos de estados: Introducción

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el absolutista, y la monarquía parlamentaria inglesa servirá de base para las experiencias y realizaciones del siglo XVIII, cuya manifestación más interesante será el Despotismo o Absolutismo ilustrado, coincidente con el auge de la Ilustración. El movimiento —o mejor, la actitud ilustrada— es la fase culminante en el desarrollo mental y cultural que se inicia en el Renacimiento. El ilustrado dispone del filtro universal de la razón y con ella puede someter a crítica todo lo heredado. La Ilustración aporta así las bases ideológicas para la liquidación del orden vigente; por ello no es extraño que el período concluya con el inicio de los procesos revoluciona­ rios (independencia de las colonias inglesas de Norteamérica, Revolución francesa), que son el resultado del choque de las nuevas ideas y de las clases sociales emergentes contra las viejas estructuras sociales y políticas. La Revolución francesa inicia la crisis del Antiguo Régimen, complejo de estructuras e instituciones sociales, económicas y políticas que, a partir del ejemplo francés, irán desapareciendo en Europa, lentamente, durante el siglo XIX.

#** Una vez analizadas la periodización y los contenidos generales de cada una de las etapas descritas, considero necesario justificar el esquema temá­ tico del libro. Es frecuente observar cómo los libros de texto centran su atención exclusivamente en los cambios e innovaciones de un determinado período histórico, más llamativos, olvidándose de que, en la gran mayoría de los ámbitos, fueron casi siempre más importantes las permanencias, las inercias históricas, o, por decirlo con el término de Le Roy Ladurie, la his­ toria inmóvil. Por ello he tratado de diferenciar una primera parte, la de las permanencias, con el título de «El Universo estático», de la segunda, en la que se analizan los cambios y transformaciones ocurridos en el curso de Jos tres períodos que estudiamos. La segunda parte se divide, a su vez, en tres apartados, de acuerdo con la división secular que he defendido anteriormente. Dentro de cada uno de ellos, la exposición de los temas parte del análisis de los hechos de base: la demografía, la economía y la realidad social, y analiza, posteriormente, en un orden flexible, los fenómenos de tipo cultural y religioso y los he­ chos políticos, para acabar con el estudio de las relaciones internacionales. Ciertamente, el gran problema de los historiadores es la interconexión de los hechos y procesos históricos y la imposibilidad consiguiente de separar lo político de lo económico, lo social, etcétera. Con todo, la necesidad de estudiar la realidad en su conjunto ha de combinarse con la obligación in­ eludible de ■—como dijera Domínguez Ortiz— explicar una cosa después de la otra. !8

Historia del Mundo Moderno

El problema de la interconexión plantea, además, otra cuestión prác­ ticamente inevitable —y más aún en un volumen colectivo— cual es la alusión repetida a ciertos contenidos, en dos o más temas. No obstante, cuando ello se produce, es evidente que cada autor enfoca tales cuestio­ nes desde ópticas y perspectivas diversas, lo que contribuye a enriquecer el libro, en su conjunto, y hace comprender al alumno la imposibilidad, en historia, de separar estrictamente los temas, como si de una disección médica se tratara. No quisiera terminar esta introducción sin agradecer públicamente a la totalidad de los autores su disponibilidad, el esfuerzo realizado, y la paciencia, generosidad y amistad de las que tantas pruebas me han dado. L.R.G.

Valladolid, septiembre de 1992

Introducción

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PARTE PRIMERA

El Universo estático

CAPÍTULO 1

EL RÉGIMEN DEMOGRÁFICO

Manuel M. Martín GaUn

Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid

1. Introducción. La demografía histórica El objeto de la demografía histórica es el estudio de las poblaciones del pasado, es decir, su estado, estructuras y movimiento, tanto natural (na­ cimientos, matrimonios, defunciones) como geográfico (migraciones) y su evolución en el tiempo, utilizando fuentes no estrictamente demográficas, si bien susceptibles de tratamiento estadístico. Su constitución como disciplina1 con metodología propia y rigurosa es muy reciente, señalándose la puesta a' punto, en 1956, del método de reconstrucción de familias * por los franceses Ld Henry y M. Fleury —P. Goubert, por su parte empleaba un método muy^ similar— como el inicio de un camino que, enriquecido posteriormente, con muy diversas aportaciones, entre las que destacan las del denominado; grupo de Cambridge (E.A. Wrigley, P. Laslett, D.C. Eversley...), se ha mos­ trado particularmente fecundo. ¡ El carácter indirecto de las fuentes empleadas (recuentos de población de finalidad casi siempre fiscal o militar; registros sacramentales o parro­ *) quiales impone una serie de limitaciones. Espacio-temporales en primer ■ lltgar. Aunque existen recuentos de población en otros ámbitos y épocas, ( sólo Europa y, en parte, sus colonias y a partir del siglo XVI (aunque 1 El régimen demográfico

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excepcionalmente haya algunos anteriores) cuentan con una fuente como los imprescindibles registros parroquiales. Las investigaciones se han de limitar, pues, a la Europa moderna. Por otra parte, hay aspectos, incluso tan elementales y básicos como el volumen de población, de muy difícil esclarecimiento, por las inevitables ocultaciones de las fuentes fiscales y el uso en ellas de cierras unidades colectivas —vecinos, fuegos o fbgatges en España, por ejemplo—-, que ni siquiera tienen por qué coincidir con las familias, y que precisan de un coeficiente multiplicador para transformar­ las en habitantes. Finalmente, la mayoría de los estudios más detallados han. de centrarse en comunidades pequeñas (parroquiales) y, preferente­ mente, en su fracción de mayor estabilidad geográfica. Admitida la primera limitación, la segunda trata de mitigarse, por lo que respecta a poblaciones grandes, con la aplicación de complejos mé­ todos estadísticos. Las abundantes monografías parroquiales realizadas en casi toda Europa occidental y la realización de amplias encuestas han con­ tribuido a paliar la tercera. Se cuenta así con resultados razonablemente seguros que han mostrado la existencia de pautas de comportamiento de­ mográfico muy similares en buena parte de Europa.

2. El régimen demográfico de tipo antiguo «A finales del siglo XVII, la vida de un padre de familia medio, casado por primera vez a los 27 años, podía ser esquematizada así: nacido en una familia de cinco hijos, no había visto más que a la mitad llegar a la edad de 15 años; había tenido, como su padre, otros cinco hijos, de los que sólo vivían dos o tres a la hora de su muerte. Este hombre, viviendo como media hasta los 52 años, lo que era bastante raro (con una esperanza de vida al nacimiento de 25 años, sólo lo lograban un 20,5% de los nacidos) y le situaba en la venerable categoría de los ancianos, había así visto morir en su familia directa (sin hablar de tíos, sobrinos y primos carnales) una media de nueve personas, enrre ellas uno de sus abuelos (los otros tres habían muerto antes de su nacimiento), sus dos padres y tres de sus hijos. Había vivido dos o tres períodos de hambre y, además, tres o cuatro de carestía, ligados a las malas cosechas, que aparecían como media cada diez años; había vivido, además de las muertes, las enfermedades de sus hermanos, de sus hijos, de sus mujeres, de sus padres y las suyas propias, había conocido dos o tres epidemias de enfermedades infecciosas, sin hablar de las epidemias quasi-permanentes de sarampión, escarlatina, difteria..., que se cobraban vícti­ mas cada año...». 24

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El conocido cuadra trazado por J. Fourastié en 1959, que refleja las duras condiciones de la vida de un hombre medio francés de finales del siglo XVII, nos sirve de introducción. La fecundidad elevada y la cons­ tante presencia de la muerte destacan en él nítidamente. En efecto, ambas características, y el corolario de un crecimiento vegetativo débil, eran, en esencia, los rasgos más destacados del régimen demográfico antiguo o de tipo antiguo que dominaba en la Europa moderna. Veámoslo.

A, Mortalidad

La mortalidad llegaba, efectivamente, a cotas muy elevadas, aunque resulta difícil medirla, por el normal desconocimiento de los volúmenes (ocales de población (problema común al cálculo de todas las tasas) y el frecuente subregistro en los libros de defunciones (afecta especialmente a niños, pobres y transeúntes), acentuado en tiempos de crisis, por la casi imposibilidad de llevar un control puntual de los entierros. Así, y sabiendo que puede haber enormes variaciones en el espacio y el tiempo, incluso en tiempos y espacios muy pequeños, pueden darse como ordinarias (en ausencia de crisis) tasas brutas de mortalidad * del 28 al 38 por mil. Es decir, una mortalidad que triplicaba, incluso muy amplia­ mente, la actual (la tasa estimada por la ONU para el conjunto de Europa en 1990 es del 10 p.m.) pero que, en general, se situaba, como veremos, por debajo de la natalidad y que habría permitido, sin la intervención de otros factores, el crecimiento continuado de la población. Las causas de esta elevada mortalidad son múltiples y están interrela­ cionadas. Hay que buscarlas, en primer lugar, en la propia estructura eco­ nómico-social de la época. Una economía agraria de escaso desarrollo téc­ nico, sujeta a las fluctuaciones climáticas y con una infraestructura muy imperfecta, que no siempre era capaz de cubrir adecuadamente las nece­ sidades alimenticias globales. Y una sociedad con un reparto de riqueza muy desigual, en la que gran parte de la población estaba mal alimentada, con sectores permanentemente subalimentados y más vulnerables, por lo canto, a infecciones de todo tipo. La falta de higiene generalizada, tanto pública como privada, tanto en el mundo rural (donde la proximidad y veces casi promiscuidad de hombres y bestias era frecuente) como en el urbano (sobre todo, en las viviendas de los más humildes), creaba, por su parte, unas condiciones altamente favorables para la transmisión de agentes patógenos. Situemos en lugar destacado la ineficacia de una me­ dicina poco desarrollada, sin conocimientos científicos ni medios técnicos suficientes para combatir la enfermedad. Y no hay que olvidar la iner­ cia y pasividad, cuando no el rechazo abierto, con que podía y aun solía El régimen demográfico

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reaccionar parte de la población ante cualquier posible innovación, por pequeña que fuera, en este terreno. La presencia continua de la muerte había llevado, y no sólo a las capas iletradas, a la aceptación pasiva y fatal de la situación existente, de la aparente imposibilidad de luchar contra ella. Es más, ni siquiera se concebía la posibilidad de que dicho com­ bate pudiera llevarse a cabo. Resulta escalofriante encontrar testimonios de personas cultas como el que, escrito por el académico de la Historia J. Catalina García len 1881! —la persistencia en el interior de España de ciertos rasgos del régimen demográfico antiguo era evidente—, se refería a la provincia de Guadalajara como una tierra sana, porque, aunque en los últimos tiempos habían superado las defunciones a los nacimientos, más de la mitad de aquéllas correspondían a personas sexagenarias o menores de un año, «edades en que el morir es obra de nuestro propio destino, más bien que de influencias sanitarias». La fortísima mortalidad infantil, en efecto, contribuía notablemente a elevar las tasas brutas globales. Los demógrafos la calculan, convencional­ mente, por la relación existente entre el número de niños fallecidos antes de cumplir un año de edad y el total de nacidos. Pues bien, en la Europa moderna eran frecuentes tasas de mortalidad infantil próximas al 250 por mil e incluso algo superiores. Y, casos particulares aparte, no solían bajar del 200 por mil. Es decir, que aproximadamente la cuarta parre de los na­ cidos —o la quinta, en los casos más favorables— moría antes de cumplir un año (la tasa europea actual es del 12 por mil). Alimentación deficiente de las madres y nula atención sanitaria du­ rante el embarazo, partos producidos en precarias condiciones higiéni­ cas y con la única asistencia de comadronas, cuando existían, sin otra preparación que la práctica, hacían que la mortalidad endógena (la ori­ ginada por debilidades y malformaciones congénitas, taras hereditarias, accidentes del parto...) fuera ya muy elevada. Y la mortalidad exógena (la provocada por agentes externos) no lo era menos y, por supuesto, actuaba más allá del primer año de vida, por lo que el número de fallecidos en la niñez se incrementaba considerablemente. Baste señalar a este respecto, por ejemplo, las trágicas consecuencias de las afecciones gastrointestinales veraniegas —las diarreas infantiles— causadas en buena medida por la in­ gestión de aguas contaminadas y alimentos en mal estado. O la frecuencia y malignidad con que se presentaban enfermedades contagiosas específi­ camente infantiles (sarampión, tosferina...) o que tenían mayor incidencia sobre la infancia (viruela), cobrándose un elevado número de víctimas. Ana Magdalena Bach, la segunda esposa del gran Juan Sebastián, se refería a ello a mediados del siglo XVIII en estos términos: «bondadosas mujeres de la vecindad trataban de consolarme (tras la muerte de algún hijo) diciéndome que el destino de todas las madres es traer hijos a este mundo Historia del Mtmdo Moderno

para perderlos luego y que podía considerarme feliz si llegaba a criar la mitad de los que hubiese dado a luz». No andaban muy erradas en sus es­ timaciones aquellas mujeres. El estudio de una cuarentena de parroquias francesas tratadas en conjunto, por ejemplo, muestra que, de cada 1.000 nacidos, los supervivientes a los 10 años eran 479 en 1690-1749, 504 en 1720-1749 y 556 en 1750-1779; otros estudios ingleses indican que, an­ tes de 1750, los supervivientes a la misma edad eran 624. Y aun siendo cierto que determinados factores actúan por encima de divisiones sociales —por ejemplo, el agua, contaminada o no, que se in­ gería en una comunidad era la misma para todos; e idéntica era la inde­ fensión frente a muchos contagios— también lo es que se observa ya el esbozo, o algo más que el esbozo, de comportamientos diferenciales en la mortalidad de la infancia. No suelen aparecer o son más bien débi­ les, generalmente, en el mundo rural, donde ni las diferencias sociales eran muy acusadas ni variaban sustancialmente las condiciones de vida de los distintos individuos. La cuestión cambia al comparar mundo rural y urbano y los grupos sociales de este último. Las cifras suelen ser más negativas en el mundo urbano y, dentro de éste, en los medios sociales de obreros y asalariados. Veamos un par de ejemplos: en Inglaterra, y durante la primera mitad del siglo XVII, los supervivientes al décimo aniversario eran hasta un 30% menos en varias parroquias londinenses que en otras rurales. Y en Rouen, durante el siglo XVIII, las proporciones de falleci­ dos antes de cumplir diez años eran 55 y 43%, respectivamente, para los hijos de obreros y notables. Y ello pese a que entre estos últimos era fre­ cuente la costumbre —común, por otra parte, a otras ciudades francesas y quizá también de otros países— de entregar a los niños a nodrizas de cría residentes, a veces, a bastante distancia. Los presumiblemente menores cuidados de las nodrizas y, sobre todo, el cambio de alimentación (la des­ aparición de los efectos inmunológicos de la lactancia materna en lugar destacado) hacían aumentar la mortalidad. El caso extremo se daba con los niños expósitos y recogidos en inclu­ sas y otras instituciones benéficas. Trátese de Londres, París o Madrid, las cifras son siempre escalofriantes: del 80 al 90% de los niños ingresados fallecían antes de cumplir los seis años (datos de la segunda mitad del siglo XVIII). Superados los años de la infancia, la incidencia de la mortalidad des­ ciende enormemente, salvo en circunstancias muy concretas —las compli­ caciones del parto en las mujeres, por ejemplo—, para volver a acentuarse en la vejez. «Durante el Antiguo Régimen, escribe un historiador francés, n° se moría joven: se moría muy joven o se moría viejo». Con todo, los niveles de mortalidad en las edades intermedias eran siempre superiores a los que hoy conocemos y la vejez llegaba antes que en nuestros días. £Z régimen demográfico 27

Pero el hecho más característico del Antiguo Régimen, desde el punto de vista demográfico, es la periódica aparición de las denominadas crisis demográficas: durante un tiempo más bien corto (unos meses, normal­ mente; uno o dos años en las más duraderas) el número de defunciones aumenta bruscamente duplicando o triplicando las tasas ordinarias (a ve­ ces el incremento es aún mayor). Su alcance geográfico es variable; pueden afectar a un espacio muy reducido, incluso a una sola localidad, o, por el contrario, a territorios más amplios (regionales; pocas veces nacionales); en alguna ocasión las hubo internacionales (es casi obligatorio referirse en este caso a la epidemia de peste negra de mediados del siglo XIV). Y sus efectos no se limitan a la pérdida de una fracción de la población que puede ir desde el 10-15% hasta la quinta o cuarta parte en determinados casos, borrando así repentinamente el incremento demográfico acumulado a veces durante bastantes años. De hecho, las crisis afectaban al normal desarrollo demográfico en todos sus aspectos, provocando movimientos migratorios —los que huían de la calamidad—, reduciendo el número de matrimonios celebrados y haciendo descender también las concepciones durante dicho período. Una vez recobrada la normalidad, los mecanismos de recuperación se ponían en marcha, invirtiéndose los fenómenos alu­ didos: regresaban muchos de los que habían huido; la reconstitución de las familias rotas y el adelanto de las bodas de los jóvenes que se habían quedado solos reactivaba la nupcialidad, y ésta, lógicamente, impulsaba las concepciones. Incluso la mortalidad tendía a descender durante algún tiempo: los más débiles habían sufrido ya el adelanto de su final... Las principales causas de las crisis demográficas, citadas por orden cre­ ciente de importancia, eran la guerra, el hambre y las enfermedades epi­ démicas, s imbolizadas en la peste. A fame, peste et bello, liberanos, Domine, decía una jaculatoria de origen medieval. Tres grandes parcas que, además, no pocas veces hacían su aparición conjuntamente. El papel negativo de las guerras se debía no tanto a los muertos en combate y acciones directas —pese a que las hubo terribles, como algunos asaltos a ciudades— cuanto a las destrucciones, desorganización de la vida económica y múltiples consecuencias indirectas que acarreaban. Como el hecho de que las levas forzosas apartaran de la tierra, y muchas veces de­ finitivamente, a cierto número de hombres, jóvenes en su mayoría. Se ha estimado, por ejemplo, que el 60% de los enrolados en el ejército francés durante el siglo XVIII no volvió a sus lugares de procedencia. Incluso es­ tas consecuencias indirectas podían manifestarse en territorios muy aleja­ dos de los campos de batalla. No está de más recordar a este respecto que el aumento de la presión fiscal derivado de la política de intervención en Europa del Conde-Duque de Olivares contribuyó a agravar la despobla­ ción castellana del siglo XVII. Historia del Mundo Moderno

Por otra parte, los ejércitos en marcha difundían a su paso contagios de todo tipo. Las ciudades asediadas sufrían el hambre y las enfermedades antes que el asalto de las tropas. Y la imposición de contribuciones de gue­ rra, la requisa de granos para alimentar a soldados y caballerías, la destruc­ ción de cosechas y la práctica del pillaje por tropas mal pagadas, habituales en tiempos de guerra, dejaban una secuela trágica de campesinos huidos, campos abandonados y pueblos arrasados que tardarían mucho en volver a habitarse. Estebanillo González calificaba de «langostas de los campos, raposas de los cortijos, garduñas de los caminos y lobos de las cabañas» ¡a unos soldados andaluces que, destinados a campos de batalla europeos, transitaban por la propia Andalucía camino de su punto de concentración! La Guerra de los Treinta Años fue, en este sentido, especialmente destruc­ tiva: amplias zonas del Imperio vieron reducida su población hasta en dos terceras partes, aunque algunas de las más castigadas, como Wurtenberg, no fueron teatro de operaciones, sino zona de paso de los ejércitos, su­ friendo, por lo tanto, confiscaciones repetidas y sistemáticas. Los accidentes meteorológicos (sequías prolongadas, lluvias exce­ sivas...) eran los habituales causantes de las crisis de subsistencias en las economías cerealísticas de una Europa cuyo alimento básico era el pan y en la que los cultivos alternativos —la patata, por ejemplo— cardarían mucho en imponerse. Normalmente, las zonas costeras y de recursos más diversificados solían ser menos afectadas. Las carencias estructurales de la economía preindustrial se revelaban entonces de la forma más descarnada y los mecanismos de compensación y redistribución de la renta (depó­ sitos municipales o eclesiásticos de grano, limosnas...), cuyo papel en la mitigación de estas difíciles situaciones era clave, podían llegar a resultar ineficaces. Incluso era posible que crisis de alcance regional tuvieran efec­ tos dramáticos por la fragmentación del espacio económico y la deficiente infraestructura viaria existente. La repetición de dos o tres años climatoló­ gicamente adversos agravaría enormemente la situación —y era entonces cuando se daban las crisis verdaderamente graves—. Asalariados y jornaleros imposibilitados de comprar un pan que alcan­ zaba precios desorbitados —la tasa o precio máximo oficial de los granos era sistemáticamente burlada—, labradores cuya cosecha no alcanzaba para su propio consumo, artesanos que veían descender sus ingresos por la disminución de la demanda de productos que no fueran alimentos, propietarios que dejaban de percibir las rentas de sus tierras... en los casos mas agudos, toda la sociedad, en mayor o menor medida, podía terminar afectada. Aunque, naturalmente, unos sectores antes y con mayor inten­ sidad que otros. Las capas acomodadas y ricas, de hecho, rara vez vieron peligrar su salud a causa del hambre. Las diferencias socioeconómicas, en estas circunstancias, eran diferencias ante la enfermedad y la muerte. El régimen demográfico

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Salvo en casos extremos y, casi con seguridad, minoritarios, no era el hambre la causante directa de las muertes ocurridas en estos períodos, Pero el hambre impulsaba a ingerir alimentos en mal estado y otros productos que pudieran considerarse alimenticios, aumentando las enfermedades gastrointestinales —«se llegó al extremo de dar patente de comestibles a las materias más repugnantes», recordará Mesonero Romanos del hambre de Madrid de 1812—. Debilitaba los organismos, en bastantes casos ya habitualmence desnutridos, hasta convertirlos en fácil presa de cualquier infección oportunista. Y —lo que para muchos autores fue clave en la multiplicación de las defunciones— incrementaba el número de mendi­ gos y vagabundos y su afluencia hacia las ciudades y atestaba los centros hospitalarios y de caridad, facilitando la difusión de las enfermedades in­ fecciosas —el tifus, tantas veces— que solían surgir en estos momentos. Una vez desatada la epidemia, las barreras socioeconómicas podían perder el carácter diferencial frente a la muerte que tuvieron en un primer mo­ mento. Posiblemente, la más calamitosa de las hambres ocurridas en la Europa moderna fue la sufrida por Finlandia en 1696-1697, que causó la pérdida de un cuarto a un tercio de su población. Pero también podemos recor­ dar, como ejemplo de la frecuencia con que aparecían estos trastornos, la serie de las más graves crisis francesas durante el siglo XVII y principios del XVIII: 1628-1632, 1649-1654, 1660-1663, 1693-1694 y 1709-1710 (hubo, además, otras crisis menores). Braudel consideraba a Francia «país muy privilegiado» en este aspecto. Sarampión, difteria, gripe, sífilis, paludismo (tercianas), tuberculosis, viruela, tifus... Eran muchas las enfermedades infectocontagiosas que fla­ gelaban al hombre de la época Moderna. Algunas, como la tuberculosis y la sífilis, mataban lentamente, sin provocar mortalidad catastrófica: se suelen incluir en el apartado de la mortalidad ordinaria. Las había, como el sarampión, casi universales y de secuelas gravísimas («no es tan común morir de la enfermedad como de sus resultas», escribía en 1774 un tra­ ductor español del médico suizo S. Tissot). Otras, como la viruela y, sobre todo, el tifus, se cuentan entre las grandes asesinas de la historia —en conjunto, es muy posible que el tifus le dispute a la peste la condición de enfermedad más mortífera de la época Moderna—. Pero ninguna susci­ taba tanto temor colectivo y dejó recuerdo can amargo, desde su primera aparición en Europa a mediados del siglo XIV, como la peste. Por su re­ currencia periódica —Barcelona, por ejemplo, sufrió 33 contagios entre 1348 y 1654-—, aunque en esto no se diferenciaba tanto de otras. Por los estragos que causaba en cada aparición —y en esto sí se singularizaba trágicamente—: 48.000 muertos en siete meses, por ejemplo, en Venecia en 1575-1576 (cerca del 30% de la población); 65.000 (la mitad de la JO

Historia del Mundo Moderno

población, prácticamente) en Milán en 1630; 40.000 (más del 40% de la población) en Marsella y sus alrededores en 1720-1722... Y por las per­ turbaciones económicas y de todo tipo que originaba. Causada por un bacilo, la peste bubónica (la mayoritaria en la época Moderna) se transmitía al hombre por la picadura de la pulga específica de la rata negra. Un carbunco negráceo en el lugar de la picadura y unos bubones (ganglios) dolorosos y nauseabundos —¿no permanece la palabra apestar para referirse a un mal olor?— en ingles, axilas y cuello eran las primeras señales externas de la enfermedad, que provocaba fiebre altísima, cefalalgias y diversos trastornos nerviosos y circulatorios, necrosis celular y otras infecciones, y terminaba en gran parre de los casos con la muerte del paciente: la letalidad —proporción de fallecidos entre los afectados— en una epidemia de peste se estima que iba del 60 al 80%, siendo mayor su virulencia en los primeros momentos. Su aparición, como la de otras epidemias, no tenía por qué estar vin­ culada a épocas de dificultades económicas. Atacaba igualmente a aldeas y ciudades, pero era en éstas donde la peste se hacía sentir en toda su siniestra dimensión. Problemas económicos y de abastecimiento (por la prohibición de comerciar con la ciudad afectada) y sociales (agudización de las tensiones, asaltos a los graneros de los poderosos que habían puesto en práctica lo que se consideraba única defensa eficaz contra la peste: «huir pronto, marchar lejos, volver tarde») venían a sumarse a los estric­ tamente sanitarios. Familias enteras desaparecían en el transcurso de unos pocos días (ver el ejemplo del cuadro 1, en que los dos padres y tres hijos mueren entre el 23 de julio y el 3 de agosto de 1646). Cientos y cientos de enfermos llenaban los hospitales o eran abandonados en sus casas, no pocas veces con ventanas y puertas selladas, hasta la muerte. Médicos y sacerdotes (los que no habían huido), siempre insuficientes, trataban de atender a los enfermos (de hecho, poco más que consuelo y cierto alivio de los dolores podían ofrecer) hasta caer ellos mismos víctimas de la enfer­ medad. Curanderos, charlatanes y buscavidas ofrecían supuestos remedios mágicos negociando con el dolor ajeno. Las humaredas de las quemas de ropas de muertos y enfermos se confundían con las de hogueras de hierbas aromáticas y productos de olor penetrante (pólvora, cuernos de carnero, por ejemplo) que trataban de purificar el aire, haciéndolo, en realidad, irrespirable. Los muertos eran sacados con garfios de las casas o abando­ nados en la calle hasta que carros conducidos por los cuervos —muchas veces, presos obligados a realizar estas careas— los recogían para arrojarlos a la fosa común y ser rociados con cal viva. El miedo inspiraba compor­ tamientos de xenofobia (acusaciones a extranjeros o forasteros de haber envenenado aires o aguas) y de la más tremenda insolidaridad: «...que no podían valer los padres a los hijos, e los vivos huían de los muertos, y los El régimen demográfico

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vivos huían unos de otros, los que estaban en el campo de los de las villas, porque no se les pegase, e los muertos se enterraban por dineros», decía Andrés Bernáldez sobre la crisis castellana de 1506-1507. No había sino volver los ojos a la divinidad (la devoción a San Roque y San Sebastián, por ejemplo, está vinculada a la peste), pero las concentraciones en la iglesia y las procesiones no hacían sino difundir el mal. Y los controles establecidos en caminos, puentes y entradas a las ciudades —las murallas eran ahora barreras sanitarias— para tratar de impedir la circulación de hombres y mercancías procedentes de lugares apestados eran burlados con extrema facilidad...

CUADRO 1. EFECTOS DE LA PESTE EN UNA FAMILIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Localidad: Colyton (Inglaterra). Familia compuesta por: Padres

Nacimiento

Matrimonio

1620

Salomon Bird

1620 (30 a.)

Agnes Downe

1589

Hijos

Nacimiento

1. Rawlyn

11/6/1620

2. Robert

25/3/1622

15/8/1641 (19 a.)

3. John

16/1/1625

3/8/1646 (21 a.)

4. George

19/10/1627

3/8/1646 (18 a.)

5- Marie

8/8/1630

30/8/1630 (22 d.)

6. Thomas

9/10/1631

2/8/1646 (14 a.)

Defunción y edad

Defunción 5/8/1646

23/7/1646 Observaciones

Contrae matr. en 1641

Fuente: Wrigley, E. A.: Historia y población, Barcelona, ed. Crítica, 1985, p. 86.

Sin embargo, la peste fue la primera enfermedad vencida en el mundo occidental. Salvo algunos contagios menores, las últimas grandes epide­ mias fueron las de Londres de 1665 y la de Provenza de 1720-1722. Pudo haber causas en su erradicación que se nos escapan. Se habla de mutacio­ nes genéticas en el propio bacilo o en la pulga que le servía de huésped. De cierta inmunidad adquirida por el hombre. O de que la rata negra fue desplazada por la rata gris. Nada de esto se puede comprobar. Pero lo que sí tuvo consecuencias importantísimas en este sentido fue la adop­ ción empírica de medidas profilácticas y preventivas cada vez más eficaces. Venecia, por ejemplo, no volvió a ser afectada tras la epidemia de 1630: exigió drásticas y durísimas cuarentenas a cualquier barco sospechoso. 32

Historia del Mundo Moderno

Y, muy probablemente, se mostró muy eficaz en este sentido el gigan­ tesco cordón militar-sanitario establecido en la frontera habsburgo-oro­ mana (decretos de 1728, 1737 y 1770). Fue precisamente por burlar la obligatoria cuarentena algún miembro de la tripulación del Grand SaintAntoine, procedente de Siria, por lo que Marsella sufrió el contagio de 1720. Terrible, sin duda, aunque, por la acción humana, limitado en su alcance geográfico. Europa sintió entonces temor y preocupación y en las zonas vecinas, como España, las autoridades se emplearon a fondo para tratar de atajar el contagio. Pero tampoco faltó ya, allí donde se sentían a salvo, cierta dosis de curiosidad morbosa por un acontecimiento que parecía cosa de otros tiempos, y que llevó al oportunista Daniel Defoe a publicar, recogiendo relatos de la época, recuerdos oídos a supervivientes y noticias procedentes de Marsella, su Diario del año de la peste, rememo­ rando la londinense de 1665. La mortalidad que acabamos de describir se traducía en una espe­ ranza de vida * al nacimiento muy corta (no olvidemos que en su cál­ culo influye decisivamente la mortalidad infantil); 23,8 y 25,7 años, por ejemplo, para hombres y mujeres, respectivamente, nacidos en Francia en 1740; 28,2 y 29,6, respectivamente, para los nacidos en 1770-1779. En Inglaterra, sin embargo, donde se ha calculado desde 1541, estuvo durante casi toda ¡a Edad Moderna, si exceptuamos algunos momentos, entre 31 y 38 años.

B. Natalidad-fecundidad. Nupcialidad. Familia

La natalidad era también muy alta (se habla de hipematalidad). La tasa *bruta de natalidad (al margen de variaciones aleatorias, locales y tempo­ rales) suele oscilar entre el 35 y el 45 por mil, considerándose la de 40 por mi] como la más representativa (en la Europa de 1990 es del 13 por mil). En circunstancias excepcionales (económicas, de estructura por edades y sexo de la población, de ausencia de enfermedades) se podía llegar hasta ese casi 57 por mil de los colonos del Canadá francés de principios del XVIII. El límite biológico, dadas las características de aquella población, se sitúa en torno al 15 por mil, casi inexistente, por otra parte. Estas tasas de natalidad tan altas se corresponden, lógicamente, con una fecundidad * también elevada (cuadro 2), pero en modo alguno na­ tural. Una serie de factores, biológicos y sociales, tendían a limitarla efi-cazmente. Por lo pronto, condenada moralmente (aunque no en idéntico grado) Por las distintas iglesias la sexualidad extraconyugal, la inmensa mayo­ ría de los nacimientos se produce en el seno de familias legítimamente El régimen demográfico

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constituidas mediante el matrimonio (tratamos por ello conjuntamente en este apartado las cuestiones relacionadas con fecundidad, matrimonio y familia). Los nacimientos ilegítimos (extramatrimoniales) eran, en efecto, escasos —y más en el mundo rural que en el urbano— y no solían suponer más del 1 al 5% del total. Uno por ciento es, por ejemplo, la estimación para Francia durante el siglo XVII y primera mitad del XVHI, aunque aumentan notablemente en la segunda mitad del Setecientos: se mantienen propor­ ciones exiguas en el mundo rural, pero en las ciudades (París al margen) representan ya del 8 al 12%. Debemos, sin embargo, tratar de conciliar la baja estimación general con los datos procedentes de inclusas y centros destinados a recoger niños abandonados o expósitos. Representan éstos, por ejemplo, hasta un 20% del total de bautizados en Valladolid en las prime­ ras décadas del siglo XVIII y casi la tercera parte en el París de finales del mismo siglo. Esos niños, sin embargo, no proceden exclusivamente de la ciudad donde radican los centros, sino de un amplio territorio sobre el que ejercen su influencia. Su proporción real, por lo tanto, ha de reducirse (y aumentarse en el entorno). Además, una fracción de ellos —probablemente no muy alta, aunque variable, en función, entre otras cosas, de la coyuntura económica-— correspondía sin duda a hijos legítimos cuyos padres carecían de medios económicos para criarlos. En cualquier caso, el triste destino que, como hemos visto, esperaba a estos niños hacía que, en la práctica, apenas tuvieran incidencia demográfica significativa.

CUADRO 2. FECUNDIDAD LEGÍTIMA POR GRUPOS DE EDAD* ANTES DE 1750

Grupos de edad

País

20-24

25-29

30-34

35-39

40-44

Alemania

432

399

358

293

138

Bélgica

472

430

366

317

190

Escandinavia

447

412

344

287

166

Francia

467

445

401

325

168

Inglaterra

414

392

332

240

140

Suiza

509

463

398

321

164

* (Nacimientos anuales por í .000 mujeres casadas en cada grupo de edad. Medias pon­ deradas a partir de cierto número de reconstrucciones locales). Fuente: Flinn, M.: El sistema demográfico europeo, 1500-1820, Barcelona, 1989, p. 51. 34

Historia del Mundo Moderno

Las cifras de concepciones prenupciales, sin embargo, varían enormemente de unos lugares a otros, interviniendo en ello normas morales, costumbres quizá ancestrales y otros factores no bien conocidos. No suelen abundar en el área católica, si bien aumentan en la segunda mitad del XVIH. En una muestra de parroquias rurales del Noroeste francés, por ejemplo, no suponen sino del 3 al 4,5% de los primeros nacimientos entre 1690 y 1719. Pero llegan hasta el 15% en vísperas de la Revolución. Quedan, no obstante, muy por debajo de ese 2040% que se ha podido observar en Inglaterra a lo largo de la época Moderna. La transgresión de la norma en el mundo católico se saldaba frecuentemente con la formación de una nueva familia, adelantando, probablemente, el momento del matrimonio. En el caso inglés, sin embargo, la ceremonia religiosa del matrimo­ nio no parece sino la solemnización de una unión de hecho ya estabilizada. Pero el matrimonio distaba mucho de ser universal. El modelo de ma­ trimonio occidental durante la época Moderna, definido por J. Hajnal, supone la existencia de un celibato definitivo * relativamente elevado, también mayor en la ciudad que en el campo, y que, en el caso femenino —el que interesa desde el punto de vista de la fecundidad—, aunque muy variable, sobrepasa con frecuencia el 10%, llegando incluso hasta el 20%. Una proporción de mujeres ciertamente significativa quedaba, pues, al margen de la procreación. Y las tasas de nupcialidad , * muy variables, se situaban entre el 8 y el 12 por mil, con no pocos casos en que se superaba el 15 por mil. (No damos tasas actuales por las variaciones que se han producido en la consideración social del matrimonio y la pareja). El acceso al matrimonio era, por otra parte, más bien tardío. La su­ puesta frecuencia de los matrimonios entre adolescentes, idea en boga durante bastante tiempo, quedó hace bastantes años definitivamente ente­ rrada. Entre mediados del XVII y mediados del XVIII, aproximadamente, solían casarse las mujeres por primera vez a los 25 ó 26 años, como edad media. Y los hombres (aunque normalmente poco influye este dato en la fecundidad), a los 28 ó 30. Y esta edad media que, al parecer, no había' cesado de aumentar desde el siglo XVI, todavía crecería algo (salvo excep-! ciones, como Inglaterra) durante la segunda mitad del XVIII. ' No parece que se hayan dado grandes modificaciones biológicas en' el tiempo por lo que respecta a la edad en que la mujer deja de ser fér-( til, aunque muy probablemente tienda a adelantarse la edad de la meno-¡ pausia en relación con estados de subalimentación. ¿Influían las carencias; alimenticias en la Europa Moderna tanto como para adelantar sensible- j mente este momento? Sea como fuere, las reconstrucciones de familias ¡ que se han efectuado señalan que las mujeres casadas tenían su último, hijo, como media, en torno a los cuarenta años. El período de fecundidad efectiva, con la inhabilitación de una década, aproximadamente, entre la pubertad y el matrimonio, y terminando de heEl régimen demográfico

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cho hacia los cuarenta años, resultaba muy inferior al de fertilidad biológica y, por término medio, no duraba mucho más de quince años.., que en modo alguno se traducían en quince hijos traídos al mundo. Si bien el período * protogenésico no solía ser muy amplio y algo más de la mitad de las mu­ jeres casadas podían ser madres en el primer año de matrimonio, las cosas cambiaban inmediatamente. Hay que sumar a los nueve meses del embarazo el período de amenorrea —esterilidad temporal— postparro, normalmente prolongado por la lactancia materna (casi universal en el mundo rural, quizá no tanto en determinadas ciudades), y hacer intervenir la frecuencia de los abortos espontáneos (Wrigley llega a evaluarlos en un tercio del total de em­ barazos), el descenso natural de la fecundidad y de la frecuencia del coito con la edad... y, en esta última cuestión, también en determinadas tempo­ radas por influencias religiosas (cuaresma) o laborales y sanitarias (veranos y principios del otoño). Los intervalos intergenésicos *, prácticamente siempre bastante superiores a un año y aumentando progresivamente, ofrecen cifras medias que se sitúan entre veinte y veinticuatro meses. Así pues, las posibilidades estadísticas quedan notablemente reducidas y el número medio de hijos nacidos en estas familias denominadas por los demógrafos completas (en las que los dos cónyuges viven hasta que la mujer supera la edad de la menopausia) era, aproximadamente, de 7 (dé­ cimas más o menos, puesto que hablamos de cifras medias). Pero, aunque no existía el divorcio en los países católicos y era muy raro en los protestantes, la muerte rompía muchos matrimonios en pleno período fértil. Cuantitativamente, la mortalidad suele afectar más a los hombres que a las mujeres en estos grupos de edad, pero recordemos que era precisamente en esta etapa cuando las mujeres se veían sometidas a uno de sus peores azotes, las complicaciones derivadas del parto. Las cifras concretas varían de unos lugares a otros, pero no exageramos al estimar en un tercio del total las familias truncadas durante el período fértil por el fallecimiento de uno de los cónyuges. Era frecuente, no obstante, que los viudos contrajeran nuevas nupcias. Más los hombres que las mujeres. En Crulai (la primera parroquia estu­ diada, por L. Henry y E. Gautier, mediante reconstrucción de familias), por ejemplo, se volvía a casar (y pronto, en muchos casos) uno de cada dos viudos y sólo una de cada cinco o seis viudas. En 1786-1787, en España, el número de viudas duplicaba prácticamente al de viudos. En una sociedad con efectivos femeninos mayores que los masculinos, la edad, la situación económica y el número de hijos del anterior matrimonio jugaban en con­ tra de la mujer desde este punco de vista, Estudiando períodos amplios, se comprueba que, en conjunto, los matrimonios en que al menos uno de ios cónyuges era viudo pueden suponer de la cuarta a la tercera parte de los celebrados —la coyuntura puede aumentar o disminuir la proporción—. 36

Historia del Mundo Moderno

Naturalmente, es éste un fenómeno que juega cierto papel en la reactivación de la fecundidad. Con todo, la descendencia media de una mujer casada, teniendo en cuenta todos los casos (familias acabadas, para los demógrafos) y no sólo las familias completas, se reducía sensiblemente, situándose en torno a 5. En un conjunto de 21 parroquias de la región parisiense, por ejemplo, el número medio de hijos en las familias completas era de 6,0, descendiendo a 4,7 al observar todas las familias. El papa Pío II hablaba así, en 1462, de su familia: «Mi madre, Victoria, era una mujer heroica y generosa, tan prolífica que varias veces tuvo gemelos. Parió hasta dieciocho hijos, aunque vivos nunca pasamos de diez; una enfer­ medad implacable los fue matando a todos y sólo sobrevivimos tres, mis dos hermanas Laudomia y Catalina y yo mismo». La tremenda incidencia de la mortalidad infantil —ver un caso extremo en el cuadro 3—, hacía que, en realidad, la cifra media de descendientes señalada fuera muy poco más de lo estrictamente necesario para que se produjera la sustitución generacional.

CUADRO 3. EFECTOS DE LA MORTALIDAD INFANTIL EN UNA FAMILIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Localidad: San Sebastián de los Reyes (Madrid). Familia compuesta pon

Padres

Nacimiento

Ignacio Díaz

Gabriela García Hijos

1697 Nacimiento

Defunción

Matrimonio

1718

11/10/1764

1718 (21 a.)

29/9/1731 (34 a.) Observaciones

Defunción y edad

1. Varón

-

12/12/1718 (rec. nac.)

2. Mujer

-

3/7/1720 (rec. nac.)

3. Mujer

-

3/7/1720 (rec. nac.)

4. Ana

23/11/1721

5. Isabel

29/12/1723

6. Varón

-

7. M.a Teresa

14/7/1728

8. Feo. Ant.°

25/10/1729

2 y 3 mellizas

LLega a adulta

8/10/1735 (11 a.)

25/12/1725 (rec. nac.) 16/9/1728 (2 m.)

28/8/1735 (5 a.)

_9- Varón

28/ 9/1731 (rec. nac.) Obsérvese que la madre fallece de sobreparto un día después que el último de sus hijos muerto recién nacido. Fuente: Hernández Fernández, J.R.: Estudio demográfico de San Sebastián de los Reyes Usante el Antiguo Régimen, San Sebastián de los Reyes, 1989.

El régimen demográfico

37

¿Y no se practicaba en la Europa del Antiguo Régimen ninguna forma de limitación voluntaria de los nacimientos? Responder tajante y negati­ vamente sería desconocer la naturaleza humana. La misma insistencia en su rechazo en los libros de moral está hablando de su práctica. El coitos interruptus está documentando ya en la Biblia. Se sabe de abortos provoca­ dos; incluso hay aisladas, pero inquietantes, noticias de infanticidios. ¿No era, de hecho, el abandono de los niños ilegítimos una forma indirecta de infanticidio? La cuestión, sin embargo, estriba en saber si la limitación vo­ luntaria se practicaba sistemática y generalizadamente. Y ahí la respuesta es, en principio, negativa. No por desconocimiento de métodos, sino por falta de motivos (la expresión es de Chaunu): la necesidad de brazos en la economía agraria, la incertidumbre acerca de los hijos que llegarían a criarse y la posibilidad de su pérdida repentina justificaba la inexistencia de dicho control. Pero se ha demostrado que aristócratas y burgueses lo practicaban habitualmente ya antes del siglo XVIII. La ligera menor inci­ dencia de la mortalidad infantil y el deseo de no dividir excesivamente las herencias, sin excluir razones de simple comodidad, pudo impulsarles a ello. La práctica se fue extendiendo, al menos en algunos países (Francia, Suiza, por ejemplo), apenas empezaron a modificarse las condiciones de la mortalidad y la actitud ante la vida. Primero en el medio urbano. Y en las postrimerías del siglo, en el mundo rural. Pero, en conjunto, parece que influía mucho más, a la hora de regu­ lar la fecundidad, la edad a que la mujer contraía el primer matrimonio. Chaunu llegó a decir que era ésa la gran arma anticonceptiva de los tiem­ pos modernos. Y la combinación de elevada edad al contraer matrimonio y alta proporción de celibato concedía un amplio margen de maniobra para, adelantando la una y reduciendo la otra, respectivamente, restable­ cer el equilibrio tras las crisis demográficas. La importancia de la edad a que se contrae matrimonio y su influencia en la fecundidad es tal que, incluso, se ha podido definir un régimen de­ mográfico de baja presión (existente en Inglaterra, por ejemplo), con edad al matrimonio y celibato definitivo más elevados, y en el que la acción de la mortalidad como factor de regulación de los efectivos humanos se re­ duce un tanto, frente a otro de alta presión, existente en la mayor parte de Europa, con una edad al matrimonio y celibato algo más bajos (con una fecundidad, por lo tanto, algo más elevada) y en el que la intervención de la mortalidad tiene mayor relieve. El matrimonio, la familia, pues, se configura como el gran regulador demográfico de Occidente. Una familia que, por otra parte, había adop­ tado desde la Edad Media una estructura mayo ritari amente nuclear, es decir, compuesta exclusivamente por padres e hijos que abandonaban el hogar paterno al contraer matrimonio, pero coexistiendo con otras for38

Historia del Mundo Moderno

mas más complejas —la organización económica y el sistema de transmi­ sión hereditaria de bienes influyen notablemente en las estructuras fami­ liares—. Así, y siendo conscientes de que la generalización en un asunto tan lleno de matices entraña grave riesgo de falseamiento, mientras el pre­ dominio de la familia nuclear es indiscutible en la Europa noroccidental, las familias complejas * —ya sean simplemente extensas o polinucleares, y éstas, troncales o «hermandades», por ejemplo— abundan en la Europa central y meridional —Francia tendría un Norte de dominio nuclear y un Sur más similar al centroeuropeo— y llegan a ser mayoritarias en la Europa oriental. Sin que se afirme la existencia de una clara línea evo­ lutiva de la familia polinuclear a la simple, lo cierto es que la evolución socioeconómica europea jugará, a largo plazo, a favor de ésta y en contra de aquélla. La forma concreta de la familia será, además, potencialmente variable en el tiempo, en función de su extremada fragilidad y vulnerabilidad ante la muerte —matrimonio, viudo, nuevo matrimonio, posible acogida del padre anciano o de un descendiente colateral huérfano..., por ejemplo—, y su tamaño, reducido en principio por razones biológicas —recordemos lo dicho sobre fecundidad y mortalidad— será función, sobre todo, de cuestiones socioeconómicas. Donde predominaban las familias nucleares, las más numerosas eran sinónimo de posición social preeminente, por el número de criados u otros corresidentes, familiares o no, que podían en­ globar; en los dominios de las polinucleares, reflejarán el número de bra­ zos necesarios para atender la explotación agraria.

C. El ritmo estacional de la vida y de la muerte

El paso de las estaciones siempre se ha dejado sentir en los aconteci­ mientos vitales. De una forma bastante mitigada en nuestros días. Muy acusadamente en la sociedad tradicional. Un reflejo de que el hombre era todavía más dominado que dominante de la naturaleza. Así, la mortalidad presenta, por lo general, un máximo a finales del verano y principios del otoño, provocado, ante todo, por las enfermeda­ des gastrointestinales (con las enterocolitis infantiles en lugar destacado); la incidencia de la peste (la pulga que la difunde es muy sensible al frío y a la humedad) puede reforzar coyunturalmente este pico. Un segundo máximo, normalmente menos pronunciado, se presenta en invierno (más bien al final) y afecta a los adultos; son ahora enfermedades del aparato res­ piratorio sus causantes. Y el mínimo suele situarse durante la primavera... excepto en los años en que el hambre, y las enfermedades que la acompa­ ñaban, dejaban sentir sus efectos en forma aguda. El cuadro, válido para £7 régimen demográfico

39

la Europa meridional y parte de la central, experimenta una variación en la Europa del norte y noroccidental (Escandinavia, Inglaterra...): los veranos no tienen aquí el carácter de estación enferma y suelen presentar los mínimos del año, aumentando, sin embargo, el máximo invernal. El clima, en parte, marcaba el ritmo de la muerte... La estacionaiidad de los nacimientos es mucho más universal. El máximo, destacado, corresponde siempre a los meses invernales, es decir, a concepciones primaverales. Al margen de condicionamientos socioeco­ nómicos que puedan acentuarlo, son causas biológicas las que lo motivan: la «savia general [que] se expande y se insinúa por todo el cuerpo» en pri­ mavera, como escribía el francés Moheau en el siglo XVIII («la primavera, la sangre altera», que dice nuestro refrán). El mínimo de concepciones suele situarse al final del verano (nacimientos en torno a junio): la época de mayor intensidad en el trabajo del campo y, en la Europa meridional, la estación enferma, no era la más propicia para la procreación. La nupcialidad, el acontecimiento en que más intervienen voluntad y decisión individuales, no muestra ya un esquema tan uniforme. El mí­ nimo (aunque no siempre absoluto) de verano, por las razones que acaba­ mos de expresar, suele estar bastante extendido. Incluso se pensaba que no era conveniente el matrimonio en tales fechas. Lope de Vega, por ejem­ plo, hace decir a uno de los personajes de Santiago el Verde: «Bien,/ pero yo no envidio a quien/ se casa en caniculares./ Las cosas tiene sus días;/ quiero decir, su sazón,/ porque las mujeres son/ como las tapicerías:/ que no sirven en verano». Las temporadas de máximos suelen ser los meses fríos y primavera (el orden de intensidad varía de unos sitios a otros), intercalándose dos mínimos relativos en marzo (más acusado) y diciembre debidos a las trabas canónicas que la celebración de matrimonios tenían en cuaresma y adviento; en los países protestantes estos mínimos relati­ vos irán atenuándose con el tiempo. Así pues, se superponen condiciona­ mientos biológicos, económicos, canónicos... en multitud de situaciones y variaciones, sin faltar peculiaridades motivadas por costumbres o devo­ ciones locales.

3. Las estructuras demográficas A. Estructura por edad y sexo

Consecuencia de los elementos demográficos fundamentales que he­ mos estudiado, la pirámide de edades * de la población moderna se pre­ senta como un triángulo casi perfecto, con una base muy ancha y una rápida disminución hacia la cúspide, traduciendo en su perfil los avalares 40

Historia, del Mundo Moderno

del movimiento vegetativo (las compensaciones sin embargo, juegan fre­ cuentemente, enmascarando las muescas profundas). Eran, pues, poblaciones muy jóvenes, con un cincuenta por ciento de sus efectivos, aproximadamente, menor de 25 años, otro tercio entre los 25 y 50 y un grupo ya francamente pequeño —en torno a la sexta parte— superando los 50 años. Como puede verse, no se alejan mucho de estas proporciones-tipo las de Inglaterra en el siglo XVI y España en el XVIII que recogemos en el cuadro 4. CUADRO 4. PROPORCIONES DE LOS DISTINTOS GRUPOS DE EDAD

Inglaterra. 1586

España. 1786-87

Grupos edad

%

Grupos edad

%

0-4

13,64

0-7

5-14 15-24

21,30 18,28

25-59 60+

38,98

7,80

Madrid. 1786-87 Grupos edad

%

18,24

0-7

11,79

7-16

17,68

7-16

16-25 25-40

15,89 21,76

16-25 25-40

] 1,43 18,30

40-50 50+

11,90 14,52

40-50 50+

29,55 12,97 15,96

Fuente: Inglaterra, Wrigley y Schofield: The Population History of England, 15411871, España, Censo de Floridablanca.

A esta estructura por edades le corresponde una relación teórica de de­ * pendencia bastante superior a la de nuestros días. Considerando inactivos a los menores de 15 años y mayores de 60, son normales índices de de­ pendencia en torno al 75-80% (actualmente, dicha relación es, aproxima­ damente, del 50%). En la población inglesa del cuadro 4, por ejemplo, la relación de dependencia era del 74,6%. Puede aumentar todavía si tenemos en cuenta que se era anciano, probablemente, antes de los 60 años. Mantener a una población dependiente tan elevada suponía una tre­ menda carga económica para las sociedades preindustriales. Sobre todo, por el peso en ella de la infancia —en el caso inglés citado, los menores de 15 años representan el 82% de los dependientes— cuyas posibilidades de llegar a adultos eran, además, limitadas. De ahí la poca preocupación que, en general, había por los niños y la tendencia a incorporarlos al mundo del trabajo paulatinamente y tan pronto como tuvieran fuerzas para ello;mucho antes, sin duda, de esos quince años señalados más arriba como límite. De la misma forma que sólo las condiciones físicas determinaban el abandono, también paulatino, del mundo laboral. Los índices de de­ pendencia reales resultarían así bastante más reducidos. El régimen demográfico

41

Por sexos, las poblaciones antiguas solían mostrar cierto desequilibrio en favor de las mujeres. La relación de masculinídad * francesa en 1740, por ejemplo, era 96,4. Sin embargo, nacían más niños que niñas (relación de masculinídad al nacimiento: en torno a 105). Pero la mortalidad afec­ taba más intensamente a los varones a lo largo de toda la vida, excepto —ya lo dijimos— durante la edad fértil femenina. Y las cifras más bajas se encuentran siempre en las edades más altas: las mujeres, en líneas genera­ les, eran más longevas que ios hombres.

B. Población rural

y urbana

La Europa Moderna asistirá, según J. de Vries, al desarrollo de un sistema urbano integrado, conformado por las necesidades de la econo­ mía comercial en desarrollo. El proceso, de gran importancia socioeconó­ mica, no llevó consigo, sin embargo, la destrucción del mundo rural. Y, de hecho, la población europea continuó siendo eminentemente rural y habitando en núcleos pequeños. Sólo del 6 (en 1500) al 10% (en 1800) vivía en núcleos mayores de 10.000 habitantes que, eso sí, doblaron am­ pliamente su número (154 en 1500; 364 en 1800) y triplicaron, no me­ nos ampliamente (de 3 millones y medio a algo más de doce millones), el de habitantes que concentraban. Pero el proceso no fue uniforme ni constante en el tiempo. En el ámbito mediterráneo hubo un crecimiento rápido en el XVI, con caída en el siglo siguiente y una lenta recuperación en el XVIII. En el resto de Europa los períodos de expansión urbana más intensa corresponden a 1550-1650 y la segunda mitad del siglo XVIII. Capitales político-administrativas y ciudades portuarias fueron, en ge­ neral, las más favorecidas. Su tamaño, no obstante, era relativamente mo­ desto, al menos para los criterios actuales. Cerca del 80% de los núcleos urbanos estuvo siempre entre 10.000 y 40.000 habitantes. Algo más de la décima parte, entre 40.000 y 80.000. Y sólo un puñado —ver cuadro 5, al que quizá habría que añadir Sevilla, a finales del XVI y primera mitad del XVII— pasó en algún momento de los 100.000. Ñapóles, París y Londres aparecen como los tres gigantes, por acercarse o sobrepasar el medio mi­ llón. Y sólo la capital inglesa, tras un espectacular crecimiento, se acercará al millón de habitantes a finales del siglo XVIII. El norte de Italia y los Países Bajos eran, por tradición medieval, un ámbito altamente urbanizado y continuarán siéndolo ahora. Pero el peso de la población urbana, en conjunto, sufrió un desplazamiento con el tiempo. Durante el siglo XVI, las penínsulas ibérica e itálica concentraron la mitad de la población urbana europea. El declive experimentado por ambas en el XVII redujo notablemente la proporción, hasta dejarla en un 42

Historia delMundo Moderno

tercio del total, en beneficio de la Europa noroccidentai —sobre todo, de las Islas Británicas—, que doblaba su participación (de una sexta parte a otro tercio) a lo largo del período, mientras el bloque Francia-Alemania se mantuvo constante en una tercera parte prácticamente a lo largo de todo el tiempo. CUADRO 5. PRINCIPALES CIUDADES EUROPEAS DURANTE LA ÉPOCA MODERNA (miles de habitantes)

1500

1600

1700

1750

1800

Londres

40

200

Dublín Amsterdam

< 1 14

675 90 210

865 168 217

Viena Berlín Ham burgo

20 12 14 100 50 150 100

5 65 50 25 40 220 40 281 120

575 60 200 114 55 70

175 90 75

70 510

93 576

97 216 124

114 305 124

138 138 100 110 43

149 156 118

231 150 100 101 581 100 427 135 138

Ciudad

Copenhague París Lyon Nápoles Milán Venecia Roma

100

Palermo Madrid

55 55 < 1

Barcelona Lisboa

29 30

139 105 105 49 43 100

109 50 148

165

163 139 167

115 180

Fuente: Vries, Jan de: La urbanización de Europa. 1500-1800.

Crecimiento urbano e inmigración siempre fueron asociados y sus pi­ rámides de edades tendrán por ello proporciones anormalmente altas en la zona central (ver el ejemplo de Madrid en 1786-87 en el cuadro 4). Es más, las ciudades, se ha afirmado desde el siglo XVII, necesitaban de la corriente migratoria, ya que su saldo vegetativo fue sistemáticamente negativo. Recientemente, sin embargo, se ha discutido esta visión tradicional. Distinguiendo entre población estable urbana e inmigrantes, A. Sharlin afirmó que aquélla experimentaba un crecimiento natural positivo, y eran estos, que encontraban dificultades casi insalvables para contraer matri­ monio, quienes, haciendo descender enormemente la fecundidad, pero El régimen demográfico

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manteniendo su contribución a la mortalidad, creaban la ficción de ese crecimiento negativo. O, lo que es lo mismo, que éste era originado por la inmigración y no a la inversa. Ahora bien, una división tan radical en dos ciudades no parece poder sostenerse. Aunque es probable que los inmigrantes contrajeran matri­ monio más tarde, hay otros estudios que, sin embargo, muestran a inmi­ grantes, en número relativamente elevado, contrayendo matrimonio con naturales de las ciudades e integrándose en la población estable. Las dife­ rencias de comportamiento de los grupos urbanos pueden ser más de tipo socioeconómico que debidas a su origen geográfico, aunque en muchos casos coincidan inmigrantes y estratos socioeconómicos más bajos. Y, por otra parte, los estudios de Wrigley y Schofield sobre Londres muestran que, mientras bautismos y volumen de población mantienen constante­ mente proporciones similares entre sí con respecto a los totales ingleses —la natalidad londinense sería, pues, equiparable a la general-— la pro­ porción de defunciones es siempre superior. Los datos al respecto son todavía fragmentarios. Pero, aunque la fe­ cundidad urbana puede, además, haber variado en el tiempo en función de la composición por sexos y el volumen de la migración campo-ciudad, no está claro, concluye De Vries, que, hoy por hoy, pueda desplazarse a la mortalidad como el principal causante del crecimiento vegetativo de la población urbana.

C. Estructuras socioprofesíonales

Poco más que estimaciones generales se pueden dar acerca de las es­ tructuras socioprofesíonales. Agricultura y ganadería eran, sin lugar a dudas, las ocupaciones mayoritarias, englobando probablemente, en el conjunto de Europa occidental de mediados del siglo XV1I1, de dos ter­ cios a tres cuartas partes de la población activa total. Y, con anterioridad, la proporción sería más alta, llegando incluso en algún momento hasta el 90%. Sólo en algunos países, excepcionales desde este punto de vista, como las Provincias Unidas, los porcentajes descendían notablemente —no es probable, sin embargo, que bajaran del 50%—. Y, naturalmente, también en las ciudades. Aunque no conviene identificar plena y unívo­ camente agricultor con habitante del mundo rural. Primero, porque en las ciudades preindustriales la proporción de agricultores, en sus diversas modalidades, era muy superior a la actual. También porque en los núcleos rurales, dependiendo de su tamaño y función, solía haber un pequeño grupo de artesanos, tenderos y servicios imprescindibles para cubrir las necesidades más perentorias. Y, finalmente, porque el desarrollo del ver44

Historia del Mundo Moderno

lagssystem contribuirá decisivamente a aumentar el número de artesanos rurales. Aunque muchos de ellos compartieran estas tareas con la agricul­ tura, cosa, por otra parte, frecuente en el mundo laboral de la época. Las actividades de transformación eran globalmente minoritarias, si bien se fueron desarrollando paulatinamente. Las hemos visto en el mundo rural, donde, además, determinadas circunstancias favorables —la existen­ cia de alguna materia prima, las necesidades de abastecimiento de una ciu­ dad, por ejemplo— podían originar concentraciones elevadas. Señalemos como ejemplos los casos de Alcorcón (alfarería) y Vallecas (fabricación de pan), en relación con la demanda madrileña. Pero suelen concentrarse en las ciudades, donde llegan a represen­ tar proporciones muy elevadas de su población activa. La Segovia del siglo XVI fue, por ejemplo, una ciudad altamente especializada en la fa­ bricación de paños y hasta las dos terceras partes de los cabezas de familia cuya ocupación se conoce se relacionaban de una forma u otra con ella. Y la proporción de empleados en el sector era, de hecho, mucho mayor por la abundante participación de mujeres en el hilado de la lana: «dentro de esta ciudad y todos los pueblos de su comarca, decía Pedro de Medina a mediados del siglo, el oficio continuo de las mujeres es hilar lanas para los paños que en esta ciudad se labran». Los ramos más desarrollados serían los de textil y cuero (en relación con las necesidades de vestido) y, proba­ blemente, el de la construcción. Aunque la nómina de oficios artesanales de la época preindustrial era interminable. Y en pocas ciudades falcará un pequeño grupo de artesanos de lujo (plateros, orfebres...), a la vez, en muchos casos, prestamistas. Había también actividades terciarias rurales y compartidas con otras: en concreto, el transporte, era ejercido a menudo por labradores como actividad complementaria para emplear el ganado durante los tiempos muertos de la agricultura. Escribanos, médicos, cirujanos, abogados, juristas, mercaderes... acti­ vidades claramente minoritarias, aunque de influencia social grande, es­ tarán un poco por todas partes, pero su concentración era mayor en las ciudades. Dos sectores queremos destacar. El clero, por su importancia en todos los órdenes. Y el servicio doméstico, por ser el mayorirario. El número de clérigos era más alto en el mundo católico que en el pro­ testante, pero nunca fue tan elevado como se ha creído y se denunciaba en la época. En la Castilla de 1590-1591, clérigos seculares y regulares no suponían más allá del 1,4% de la población total, si bien la proporción aumentó, probablemente, en el transcurso del siglo XVII. Y en Francia, en 1667 , se ha estimado su proporción en un 1,2%, como máximo, del total. Con todo, su número sobrepasaba frecuentemente al preciso para cubrir las necesidades reales y su presencia, no del todo universal (contra £7 régimen demográfico

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lo ordenado en el Concilio de Trento) en el mundo rural, se hará notar fuertemente en las ciudades. Respecto al servicio doméstico, cuantas estimaciones se han hecho se­ ñalan su fuerte implantación en las ciudades (en Londres, por ejemplo, a finales del siglo XVII, representaba el 20% de la población activa), aun­ que se encuentra en casi todos los lugares. Su incidencia era grande, por otra parte, en la población femenina. Mujeres que, por otra parte, y dicho sea de forma general, tenían una intensa participación en el mundo laboral. Ante todo, en el ámbito de la economía familiar, mucho más amplio que en nuestros días, pudiendo comprender desde tareas agrarias, sobre todo en época de recolección, y pastoriles, hasta la elaboración del pan y el tejido de parte de la ropa de uso ordinario. Pero también como asalariadas (la presencia del verlagssystem será en esto determinante). Y, por supuesto, en el servicio doméstico. Como podrá comprenderse, dar tasas de actividad u ocupación es prácti­ camente imposible.

4. Movimientos migratorios La sociedad europea de la época Moderna era estructuralmente seden­ taria. Solo algunas minorías —a veces, étnicas, como los gitanos— tenían en el nomadismo su forma permanente de vida y era uno de los elemen­ tos, precisamente, que contribuía a aumentar la desconfianza hacia ellas. Pero esto no quiere decir que se tratara de una población estática. La mo­ vilidad geográfica era una característica destacada de aquella sociedad... que ha de compatibilizarse con la inmovilidad incuestionable de muchas comunidades campesinas. Es un fenómeno, no obstante, de más fácil de­ tección que medida, dificultando su estudio la escasez de fuentes y, muy probablemente, infravalorado en cuantas tentativas de evaluación se han llevado a cabo. ¿Cómo calcular, por ejemplo, el número de vagabundos, mendigos y lisiados errantes de un lugar a otro en busca de limosnas u otras formas de subsistencia? Pero su presencia, uno de los aspectos que se debe subrayar al hablar de este asunto, era constante —hasta estructu­ ral— y aumentaba notablemente en épocas de dificultades. Era, probablemente, en estas épocas de crisis cuando se producían los mayores desplazamientos. En muchos casos el fin de la crisis suponía la vuelta de los huidos y el retorno a la normalidad. Pero no siempre era así: las guerras podían provocar migraciones definitivas y, en todo caso, ori­ ginar a su término corrientes de signo contrario destinadas a repoblar los territorios abandonados. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, en Alsacia y en otras zonas del Imperio en la segunda mitad del siglo XVII. 46

Historia del Mundo Moderno

Hubo también extrañamientos forzados de minorías socio-religiosas. Las expulsiones de judíos (1492), en número desconocido, pero sin duda muy inferior a lo que se vino diciendo tradicional mente, y moriscos (año 1609, de 275-000 a 300.000 expulsos) de España vienen inmediatamente a la memoria. Como la de 200.000 hugonotes franceses, tras la revocación del edicto de Nantes (1685). Y aunque no mediaran decretos de expulsión, la intransigencia religiosa forzó, igualmente, un sinnúmero de huidas y mi­ graciones. Los peregrinos del Mayflowers son un ejemplo simbólico. Los movimientos de colonización propiciados, en pane, desde el poder también produjeron migraciones. Federico II de Prusia atrayendo a sus es­ tados a cerca de 300.000 colonos de otras zonas de Alemania, o las coloni­ zaciones en Hungría tras su reconquista a los turcos a finales del XVII y a lo largo del XVIII son buenos ejemplos de ellos, sin olvidar, a más modesta escala, la colonización de Sierra Morena emprendida por Carlos III. La movilidad geográfica, sin embargo, no era sólo cuestión de mo­ mentos o circunstancias excepcionales. Había, en primer lugar, infinidad de desplazamientos a muy corta dis­ tancia motivados por intercambios matrimoniales o laborales entre parro­ quias vecinas. Hay que tenerlos presentes, pero, de hecho, se encuadran mejor en el marco de la estabilidad que en el de las migraciones. Otros desplazamientos geográficos obedecían a la propia estructura geoeconómica y, no pocas veces, eran claramente estacionales, como los de los ganaderos transhumantes castellanos. En circunstancias normales, las razones básicas de los emigrantes, en­ tonces y ahora, son siempre las mismas; asegurar el mantenimiento, me­ jorar económicamente, buscar la promoción social. «.Por mejoría, mi casa dejaría: buena es la casa propia y la patria, pero si se ofrece ocasión de acrecentamiento, bien se puede dejar», escribía Sebastián de Covarrubias en 1611. Y así, aquellas zonas —rurales y de montaña, por lo general— incapaces de absorber su excedente demográfico —la tierra disponible en los pequeños pueblos era, a fin de cuentas, limitada—, todas aquellas familias, cualquiera que fuera su lugar de residencia, de situación econó­ mica precaria se convertían en emisoras de emigrantes -—adolescentes y jóvenes de ambos sexos, en su mayoría, sin faltar los adultos— en busca de tierra para establecerse, un oficio que aprender, ejercer el ya aprendido o conseguir unos ahorros para hacer frente al matrimonio. O más simple­ mente, complementar sus reducidos habituales ingresos. Se originaba, pues, una notable movilidad que para algunos era esta-. cional, buscando jornales —gallegos del interior hacia la meseta o france­ ses del Pirineo hacia Cataluña en época de recolección, por ejemplo— o ejerciendo sus oficios de pueblo en pueblo —los habitantes de la Auvernia francesa solían ser, por temporadas, quincalleros, buhoneros, caldereros ¿7 régimen demográfico

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ambulantes...—. Y para muchos otros el cambio de residencia podía ser definitivo. En este contexto, cualquier núcleo de cierta importancia ejer­ cía influencia sobre su entorno más próximo. Y, sobre todo, las ciudades, en general, por las múltiples oportunidades que ofrecían tanto en el ser­ vicio doméstico como en multitud de oficios y ocupaciones, eran focos de atracción de emigrantes —ya hemos aludido a ello-—, temporales o definitivos, procedentes de territorios muy amplios. Y para los más audaces estaba América (las colonias, en general). No es fácil calcular el número de los que embarcaron hacia ultramar. Pero se trata de una emigración constante desde 1492, que se incrementa con el paso del tiempo y muy localizada geográficamente: procede en su in­ mensa mayoría de la fachada atlántica y España, Portugal e Inglaterra son los países más afectados. ¿Tuvieron las migraciones consecuencias demográficas de importancia? La respuesta ha de ser matizada. La única corriente migratoria de cierta cuantía cuyo destino trasciende los límites europeos fue la emigración colo­ nial. Su intensidad, sin embargo, no fue lo suficientemente fuerte como para afectar sensiblemente al conjunto del viejo continente. La cuestión puede cambiar si adoptamos la perspectiva de alguno de los países emisores en concreto. En el caso español y en el siglo XVII, por ejemplo, la pérdida con­ tinua de hombres jóvenes —de 3.000 a 5.000 anuales se han estimado-—, en un contexto ya depresivo, ha sido calificada por J. Nadal como uno de los factores que más contribuyó a la despoblación castellana. Son obvias, por otra parte, las consecuencias de las migraciones ex­ traordinarias en las zonas afectadas. Es imposible minimizar, por ejemplo, la perturbación que para el reino de Valencia significó la expulsión de los moriscos, al perder de la cuarta a la tercera parte de sus habitantes. Las migraciones ordinarias, por su parte, redistribuyen los excedentes humanos, tendiendo a equilibrar las relaciones entre población y recur­ sos. En este sentido, son un factor de regulación del sistema y retrasarían la aparición de los llamados controles positivos (mortalidad catastrófica). Y la movilidad temporal, apartando a los hombres de sus hogares du­ rante unos meses, tiende a reducir la fecundidad en los lugares de origen. Idéntico resultado produce el frecuente retraso de la edad del matrimonio en los emigrantes y su posible mayor proporción de celibato definitivo. Pese a todo, tradicionalmente se ha considerado que sus efectos no deja­ ban de ser marginales. M. Flinn, por ejemplo, escribe que «la migración era una consecuencia de las tasas del crecimiento demográfico existente y no una causa que las alterara». Valoración contradicha recientemente por J. de Vries, para quien las migraciones, por su destino mayoritario -—la ciudad, de peculiar comportamiento demográfico—, serán un importante corrector, a la baja, del crecimiento final de la población. 48

Historia del Mundo Moderno

5. Volumen y evolución de la población europea El cuadro 6 recoge una estimación de la población mundial a lo largo de la época Moderna. Ninguno de estos datos, advierte su autor, tiene pre­ tensión alguna de exactitud. Deben tomarse, más bien, como indicadores de magnitud y tendencias. Y lo que nos muestran las cifras es un mundo muy desigualmente ocupado y, a la altura de ¡700, vacío en buena parte. Vacío el continente americano (tercera parte de la superficie terrestre), cuya densidad no llega a 0,3 hab./km? África, en su conjunto, presentaba una densidad de 3,5 hab./km.2, que se ha de reducir si excluimos el área norteña. Y en Asia, millones de kilómetros cuadrados apenas estaban ocupados por el hombre. Frente a estos inmensos espacios casi vacíos, unos pocos territorios llenos. China y la península indostánica concentraban la mitad de la población mundial, cuando su superficie no representa sino la décima parte del total. Sus densidades medias, muy distintas entre sí —por la enorme superficie de China y el reparto desigual de su población—, serían, respectivamente, de 16 y 42 hab./km.2 Alguna otra zona asiática (Japón, por ejemplo, tiene una densidad superior a 60 hab./km.2 en la fecha que consideramos), el entorno (europeo, africano, asiático) del Mediterráneo... y poco más. CUADRO 6. ESTIMACIÓN DE LA POBLACIÓN MUNDIAL

DURANTE LA ÉPOCA MODERNA

(millones de habitantes)

Europa (sin antig. URSS) Antig. URSS China India- Pakistá n-Bangladesh Suroeste asiático Japón Resto de Asia (sin antig. URSS) África del Norte Resto de África América Norte Arn. Centr. y Sur Océan ía

Total

1500

1600

1700

1750

1800

67 84 95 23 10 33 9 78 3 39 3

89 22 110 145 30 11 42 9 104 3 10 3

95 30 150 175 30 25 53 10 97

146 49 330 180 28 25 68 10 92

10 3

111 35 220 165 28 26 61 10 94 3 15 3

461

578

680

771

954

17

2

5 19 2

Fuente: Biraben, J,N.; «Essai sur l’évolution du nombre des hommes», Population, 1979, n.D 1. ! El régimen demográfico

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Europa, con el 3,5% de la superficie terrestre, albergaba al 14% de los habitantes. Su densidad media se mantuvo entre 18 y 22,5 hab./km.2 du­ rante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII, pero también estaba des­ igualmente poblada. Una diagonal imaginaria que fuera de Inglaterra a la península itálica señala la Europa más densamente poblada, con medidas de 30 a 40 hab./km? en el siglo XVII y de 40 a 60 en el siguiente. Es la que corresponde a Italia, con algo menos de 15,5 millones de habitantes, aproximadamente, a mediados del siglo XVIII, y que durante toda la época Moderna mantuvo las densidades más altas de Europa; a Francia, el estado de mayor población absoluta, con unos 25 millones de habitantes (total re­ ferido a las fronteras actuales) por las mismas fechas; a los Países Bajos, que sumaban algo más de cuatro millones de habitantes; y a Inglaterra, que, con 5.700.000 habitantes en 1750, se aprestaba a dar el gran salto demográfico. Al norte y al sur de esa línea, islotes de altas tensiones —en las cuencas del Danubio y del Rin, por ejemplo— en un conjunto mucho menos po­ blado. Esa España que, con sus 10,5 millones en 1786-1787, no tenía más que 20 hab./km.2, es un ejemplo de ello; la Alemania que a mediados del XVIH está terminando de restañar las tremendas heridas de la Guerra de los Treinta Años; o las tierras nórdicas —tres millones de habitantes se repar­ tían a madiados del siglo XVIII las actuales Suecia, Noruega y Finlandia—, buena parte de cuyos territorios estaban aún prácticamente sin habitar. Una Europa que, por otra parte, crecía muy lentamente: ha tardado doscientos cincuenta años —de 1500 a 1750— en incrementar su pobla­ ción en dos tercios, lo que supone un exiguo ritmo de 0,2% anual —ver cuadro 7—-. Es el crecimiento vegetativo resultante de los elementos demo­ gráficos fundamentales vistos al principio de este capítulo. No era un creci­ miento uniforme. En los conjuntos amplios, incluso en los nacionales, las anomalías de las curvas tienden a compensarse, resultando su perfil relativa­ mente suavizado. Pero descendiendo al detalle, veríamos una evolución en forma de dientes de sierra, con altibajos profundos correspondientes a crisis demográficas y períodos de recuperación. Tampoco fue crecimiento cons­ tante. A un siglo XVI de expansión de la población europea, o más bien de recuperación tras la tremenda crisis bajomedieval, le siguió un XVII —su cronología no es rígida ni coincidente en todas las regiones europeas— de quasi-estancamiento global, que encubre pérdidas netas en diversas zonas, entre las que destacan Alemania y las penínsulas mediterráneas. El siglo XVIII vuelve a ser expansivo. De forma más acusada. El incre­ mento es ahora de un 50% a lo largo del siglo, y con un ritmo que se acelera notablemente en su segunda mitad—alcanza el 0,55% anual—. Seguramente, el mayor crecimiento en un siglo conocido hasta entonces en Europa. Y, segunda peculiaridad no menos importante, crecimiento que no volverá a ser truncado por ninguna época desgraciada. Evidentemente, algo estaba empe50

Historia del Mundo Moderno

zando a cambiar. Sin que podamos detenernos en su análisis —será estudiado en otro capítulo de este libro— señalemos muy brevemente sus causas. CUADRO 7. ESTIMACIÓN DEL CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN

EUROPEA DURANTE LA ÉPOCA MODERNA

Población (millones) Indices a) b) Incrementos (% anual)

1500

1600

1700

1750

1800

67

89

95

111

146

100

133

142 100

166 117

218 153

|

0,28

1___

I

0,07

¡

0,31

|

0,55

j

0,20

1___

0,43

La fecundidad presenta una evolución divergente en algunos de los países de mayor expansión demográfica —en Inglaterra, por ejemplo, au­ menta por la disminución de la edad al matrimonio y será uno de los mo­ tores del crecimiento; en Francia, por el contrario, tiende a descender—. Pero el retroceso de la mortalidad es un hecho de la mayor importancia. Hay, ante todo, una atenuación de la mortalidad catastrófica. Ya nos he­ mos referido a la práctica desaparición de la peste. También las guerras —en­ riéndase esto en su justa medida-—, aun con su correspondiente carga mortí­ fera, no van a tener consecuencias tan funestas para el conjunto de la sociedad como en algún momento del pasado. Las crisis de subsistencia no serán tan agudas —J. Meuvret acuñó la afortunada expresión de crisis larvados—. Y también la mortalidad ordinaria empieza a disminuir. No hay nin­ guna causa que, por sí sola, pueda explicar el retroceso de la mortalidad, ni se debe a avances espectaculares en ningún ámbito. Incluso la lucha contra la viruela, iniciada en los años treinta con la práctica de la inocula­ ción, no tendrá su logro más destacado hasta 1796, con el descubrimiento de la vacuna por Jenner, y, probablemente, es más importante por lo que S1gnifica de cambio de actitud ante la enfermedad que por los resulta­ dos concretos obtenidos. Pero, sin olvidar la posibilidad de que actúen factores biológicos —nos referimos a ellos, por ejemplo, en el caso de la peste—, hay una serie de pequeños progresos en diversos campos que se van cntretej iendo y multiplicando sus efectos. Progresos en la producción agrana, que sostendrá el incremento demográfico; en la infraestructura v*aria, facilitando la distribución de alimentos; en las condiciones sanitaE¿ régimen deniogriißco

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rías y, sobre todo, en la higiene, pública y privada. El mismo cambio de actitud ante la enfermedad señalado es de la mayor importancia... El resultado, esas modificaciones en los elementos demográficos fun­ damentales, quizá todavía frágiles a finales del siglo XVIII, pero que se apuntalarán en el siglo siguiente. Las estructuras demográficas empezaban a transformarse. El paso del régimen demográfico de tipo antiguo al mo­ derno, todavía tímidamente y a muy distinto ritmo según los países, se estaba poniendo en marcha.

Breve glosario Se recogen aquí las definiciones de algunos conceptos, señalados con asterisco en el texto, no dadas al hilo de la exposición. Celibato definitivo; Proporción de personas de una generación que per­ manecen solteras durante toda su vida. Estadísticamente se suele conside­ rar como rales a quienes permanecen solteros a los 50 años de edad. Esperanza de vida al nacimiento: Número medio de años vivido por (o que ha de vivir) una generación determinada sometida a lo largo de su vida a unas determinadas condiciones de mortalidad. Esperanza de vida a una edad determinada, X: Número medio de años que quedan por vivir a partir del aniversario x a una generación sometida a determinadas condiciones de mortalidad. Familias (Hogares): Según la clasificación de P Lasiert, éstas se dividen en: 1. Simples. Coincide con la familia nuclear o conyugal, compuesta por los padres (o uno de ellos viudo) y los hijos. 2. Complejas. Aquéllas en las que hay, además, otros miembros emparen­ tados con el cabeza de familia: - Familias extensas, o ampliadas.- A la familia simple se le añade/n alguna/s persona/s emparentada/s con el cabeza de familia: abuelo viudo, hermano soltero, sobrino... - Familia múltiple o polinuclear.- Aquélla en que cohabitan dos o más familias nucleares. Si se trata de dos o más hermanos, estaremos ante una «hermandad». El caso más estudiado es el de la familia troncal, en la que una pareja cohabita con su hijo casado, designado heredero de la propiedad familiar; también están presentes otros hermanos y hermanas solteras que continúan viviendo con sus padres. En todos los casos puede haber, además, servicio doméstico o no. Fecundidad, tasas de; Relación, expresada en tantos por mil, entre el número de nacimientos ocurrido en un año determinado y a) el número total de mujeres en edad fértil (T. de f. general) o b) el número de mujeres casadas en edad fértil (T def legitima). 52

Historia ¿el Mundo Moderno

Las tasas de Fecundidad por grupos de edades expresan, para un año determinado el número de niños nacidos por cada mil mujeres (casadas) del grupo de edad determinado. Intervalos intergenésicos: Tiempo transcurrido (expresado en meses) en­ tre el nacimiento de dos hijos sucesivos. Período protogenésico: Tiempo transcurrido (expresado en meses) entre el matrimonio y el nacimiento del primer hijo. Pirámide de edades: Representación gráfica (doble histograma) de la estruc­ tura por edad y sexo de una población. En el eje vertical (ordenadas) se sitúan, de abajo arriba, las distintas edades. En los semiejes horizontales (abscisas), las proporciones (en tantos por mil) de los efectivos de cada edad de hombres (a ¡a izquierda) y mujeres (a la derecha) con respecto al total de población. Reconstrucción de familias: Método consistente, en esencia, en recoger en fichas defamilias, para su posterior tratamiento estadístico, toda la informa­ ción procedente de los registros parroquiales y relativa a sucesos demográfi­ cos ocurridos en el seno de una familia a lo largo de su existencia. Registros parroquiales o sacramentales: Libros registro de los bautismos (hasta cierto punto asimilables a nacimientos), matrimonios y defuncio­ nes (en buena medida, equiparables a defunciones) ocurridos en el seno de una parroquia. Existen ocasionalmente desde finales del siglo XIV, si bien sólo se van generalizando a lo largo del siglo XVI. En el mundo católico son obligatorios a partir del Concilio de Trento (1563) los dos primeros y de 1614 los de defunciones. Relación de dependencia: Relación existente, expresada en tantos por ciento, entre población no activa (dependiente) y población activa (todo ello, en función de la edad). Su cálculo se efectúa dividiendo la suma de los efectivos de niños y ancianos entre los efectivos de la población activa y multiplicando el resultado por 100. Relación de masculinidad: Número de hombres existente en una pobla­ ción por cada 100 mujeres. Tasas brutas (de natalidad, mortalidad, nupcialidad): Relación, expre­ sada en tantos por mil, entre el número de acontecimientos (nacimientos, defunciones, matrimonios) ocurridos durante un ano en el seno de una población y el volumen total de dicha población. Su cálculo se efectúa multiplicando el número de acontecimientos por mil y dividiendo el re­ sultado por el número de habitantes de esa población.

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Historia del Mundo Moderno

CAPÍTULO 2

LA ECONOMÍA DE SUBSISTENCIA

Alfredo Alvar Ezquerra Profesor de Investigación del CSIC Profesor Asociado de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid

El mundo en el que se movieron nuestros predecesores a lo largo de la Edad Moderna era un mundo dinámico y estático a un tiempo. Dinámico, por cuanto hay unas estructuras que apenas se transforman, o mejor di­ cho, que para más de una generación no se notan; dinámico en cuanto van produciéndose algunos cambios, imperceptibles a corto plazo a veces, muy localizados geográficamente en ocasiones, algunos que fructifican, otros que se pierden, pero todos, a largo plazo, provocarán el movimiento de esas estructuras y la llegada de una época relativamente nueva, la Edad Contem po ranea. Al contemplar la Edad Moderna desde una perspectiva económica, llama la atención el que junto a unas formas de vida campesinas, por ejem­ plo, muy estáticas, las más estáticas, encontramos unos comportamientos económicos muy dinámicos en el mundo financiero. Estos dos mundos se dan cronológicamente en el mismo tiempo, y geográficamente en las mis-= mas regiones. Son dos mundos muy cercanos, y a la vez muy lejanos. En las páginas que siguen trataré sólo y exclusivamente de lo que per­ manece inmóvil a lo largo de estos tres siglos que componen lo que tra­ dicionalmente conocemos como Edad Moderna, manteniéndome al marLa economía de subsistencia

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gen de exponer los factores dinámicos o evolutivos. Me ocupo, en fin, de lo que puede parecer más oscuro y gris, pero que era lo que interesaba y lo que palpaba la mayor pane de la población.

1. El sector primario La mayor parte de la población vivía directa o indirectamente del sec­ tor primario. Indirectamente, en tanto en cuanto la situación del campo repercutía a cono, medio y largo plazo en las ciudades, a las que sería un error considerar como la antítesis del campo.

A. Expansión y regresión en el mundo rural

Podemos ver cómo afecta la situación del campo a la economía en general. Hay dos variables que son esenciales: el volumen de población y el volumen de producción agraria. Así, en primer lugar, supongamos un descenso general de la población (los descensos bruscos comarcales de po­ blación son ocasionados por una epidemia, normalmente peste hasta me­ diados o finales del XVII) que altera el precio del grano, especialmente en las primeras recogidas tras la epidemia; el precio desciende mucho porque puede haber cereal suficiente como para alimentar a los supervivientes, y en lo sucesivo, si no se recupera el volumen demográfico, se mantendrá bajo. Primera conclusión: una caída general de población, implica la caída de los precios del grano. Con respecto a la cuestión de los precios, y en segundo lugar, añada­ mos a lo dicho antes que el precio del grano, por su parte, tiende a ser estable en teoría. Sus variaciones son debidas a agentes externos (clima, población) y por lo tanto, muy bruscas en cuanto se modifica el equili­ brio. Segunda conclusión: en el momento en el que uno de los dos platos de la balanza se descargue, la alteración es muy grande y el equilibrio sólo se recompondrá a medio o largo plazo. Es muy arriesgado, prácticamente imposible, marcar unas tendencias compactas de la evolución de los precios del grano en Europa en la Edad Moderna, porque las diferencias locales y temporales hacen que las varia­ ciones sean notables. Sin embargo se pueden aventurar algunos compor­ tamientos socioeconómicos. La mencionada tendencia teórica a la estabili­ dad del precio del grano (estabilidad que, si no se logra por vía natural, la intentarán por la fuerza los gobiernos como en Castilla con la tasa, o con topes locales) sufre tantas alteraciones año tras año y estación tras estación, que queda relegada sólo a la teoría. Se ha de tener presenre que, en primer 56

Historia del Mundo Moderno

lugar, los precios varían a largo plazo, según el volumen de población; a medio plazo, según estén siendo las cosechas; a corto plazo, según en qué mes del año estemos. Son tres pilares que se alteran, lógicamente, entre sí, y por innumerables agentes externos a la propia economía rural. Dentro del ámbito local o regional (marcadamente distinto del in­ ternacional) y a corto plazo las alteraciones de precios son muy bruscas. Hay una correlación negativa que se da cuando aumenta la producción, pues bajan los precios; o cuando cae la producción, pues se disparan los precios. Por aumento de la producción entenderemos tanto una cosecha buena o excepcionalmente buena, como el período inmediatamente pos­ terior a la siega. Por caída de producción se ha de leer tanto una mala cosecha, como la época aún incierta de la primavera en la que no se puede saber a ciencia cierta si ia recogida va a ser buena o no. Cíclicamente, por Lo tanto, los precios del cereal varían a lo largo del año. A medio plazo, y si hay estabilidad en todos los factores sociales, po­ líticos y económicos, si sube la producción, suben los precios porque se puede pagar, y porque el nivel y la calidad de vida son altos. Por otra parte, y siempre a medio plazo, si estamos en una época inestable, o rui­ nosa, si baja la producción, también lo harán los precios. A medio plazo también, si suben los precios del trigo, se tenderá a consumir sustitutivos, es decir, otros cereales, fundamentalmente cebada. A corto plazo si la escasez es notoria, o a medio plazo si las circunstan­ cias empujan a ello, se fabricará harina de centeno, mijo, o incluso de leguminosas y, peor aún, la dieta se basará más que en cereales, en frutos silvestres: curiosamente en Asturias y en las islas italianas hay testimonios del consumo de castañas desde finales del XVI. Partiendo de las dos premisas aludidas antes, podemos ver cómo res­ ponde a medio plazo la economía en su conjunto, y con ella la socie­ dad, a una alteración en los precios del grano. A grandes rasgos, la Edad Moderna se mueve entre tendencias expansivas y regresivas: las primeras ocuparían casi todo el siglo XVI y parte del XVII y casi todo el XVIII; las segundas, los años finales del XV (en ciertas zonas son de expansión), finales del XVI y casi todo el XVII, y finales del XVIII. Veamos, en primer lugar, un momento regresivo de amplio espacio geográfico (casi toda Europa) y cronológico (los reseñados antes). A una caída de la población, sigue una caída en los precios de los productos de primera necesidad, el cereal por antonomasia. Al haber menos población, la mano de obra se encarece. Al haber menos población, el trabajador puede ser más exigente para con su contratista. Al haber menos pobla­ ron, el campesino que no sea propietario puede exigir un descenso en el arriendo de la tierra, porque, en su defecto, la abandonaría para irse a a C1udad, o permanecería en su casa en el campo, pero haciendo tareas La economía de subsistencia

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para las manufacturas urbanas: en ocasiones ello se traduce en una conso­ lidación de los pagos en moneda, en vez de en especie, pues al congelarse las rentas, el valor relativo del dinero favorece al que paga, y no al que cobra. De esta situación de estancamiento en la producción (porque no es necesario aumentar la oferta) los más perjudicados son, naturalmente, o los propietarios de la tierra, o los países productores. Los más favorecidos son los consumidores, a quienes identificaremos con los habitantes de las ciudades, o los países importadores. Por su parte, un pequeño o medio propietario se verá gravemente afectado por esta situación, ya que per­ cibe menos por los arriendos de las tierras y percibe menos por la venta del grano que pueda sacar al mercado. Además, al mismo tiempo, ha de gastar en esos gastos fijos y temporales: reparaciones en el utillaje, por poner un ejemplo. La franja entre ingresos y gastos se le cierra año a año, y recurre al préstamo en momentos dramáticos (ya no tiene qué perder), o si en época próspera hubiera recurrido a él, ahora se encuentra en gra­ ves dificultades para poder hacerle frente. Social mente, en ese pueblo, los remanentes de los ricos y de los pobres son cada vez más estrechos: la po­ blación rural va arruinándose. Según lo expuesto hasta ahora, es evidente que trabajar en la tierra va siendo cada vez menos rentable, sobre todo para esa legión de pequeños propietarios, que acabarán dejando el campo. Sumemos a sus parcelas de tierra que se van a dejar de labrar, todas aque­ llas que también se abandonaron con el —supongamos-—- mazazo de la peste, y que no se vuelven a roturar, porque —además de lo dicho— no se necesita ya tanto grano al haber menos habitantes. En conclusión, zo­ nas más o menos amplias se asilvestran, bien es cierto que no obligato­ riamente de monte alto, pero se convierten en tierras, en fin, aptas para el alimento del ganado. Este es el gran beneficiado que, de momento, no encuentra límites a su reproducción. Lo que estamos viendo se ha iniciado con una caída de los precios del cereal. Parte de la población dispone de más dinero para gastar en pro­ ductos distintos del trigo: puede destinarlo a consumir mejores alimentos, o distintos. En el supuesto histórico que estamos viendo, han aumentado las cabezas de ganado y mantener rebaños no implica un aumento de costes, ya que se crían en zonas asilvestradas, por lo que es de suponer que la carne se abarate... y que la población se alimente mejor, o que eleve su nivel de vida. También habrá quienes usen parte de sus «ahorros» en comprar más textiles (si el grano es el fundamento de la economía agraria, los tejidos lo son en la manufacturera). Pero como no hay innovación técnica para aumentar la producción, desde las ciudades se recurrirá al campo para hacerlo, normalmente contando con campesinos que trabajen en sus ho­ gares a tiempo parcial, cuando no haya tareas agrícolas, en la manufac58

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tura de tejidos, haciendo sólo una parte del vestido en cuestión. Aquellos campesinos que disfruten de esta situación, también dispondrán de algún dinero extraordinario, y el productor pañero incrementará sus reservas sin haber encarecido el producto: más población podrá comprar textiles. Las ciudades han iniciado su revivir, y desde el campo se les provee de tejidos, pero sobre todo de alimentos, que ahora incluso se han podido modifi­ car ligeramente, cambiándose algunos cultivos dentro de la tradición, por ejemplo, viñedo en lugar de cereal, para dar de beber a la ciudad. Por vía de alimentación y de vestido, la población va aumentando poco a poco su nivel de vida. El periodo regresivo lentamente se ha ido transformando en un período expansivo. Las mejores condiciones alimenticias permiten el aumento de la población. El crecimiento de las manufacturas exige más dinero y éste se dota bien por medio de mayor número o más complejos instrumentos de cambio y crédito, por un más profundo desarrollo del dinero fiduciario, o, sencillamente, buscando más yacimientos de metales preciosos para la acuñación de moneda. Sobre más población y más dinero podríamos apoyar el resto del cre­ cimiento económico. Esa población necesita más alimentos, los cuales están en el tope de su producción, por lo que suben sus precios para bien de todo el mundo agrario. Sin embargo, ahora son los arrendatarios de cierras los perjudica­ dos: los propietarios o señores, al haber suficiente mano de obra imponen sus reglas de juego. Los terratenientes se enriquecen, y ios campesinos quedan más sujetos a la tierra. Al haber aumentado el consumo de alimentos en general, y en par­ ticular en las ciudades, poseer tierras para explotarlas, directa o indirec­ tamente, es rentable. De ahí que se quiera conservar cualquier terruño, por pequeño que sea. Con las mandas testamentarias y con las herencias que se aceptan, la propiedad de la tierra va atomizándose. Pero tal vez no pase ni una generación para que ese mismo agricultor se encuentre que la tierra que posee es insuficiente para producir, o que es muy poco rentable por el esfuerzo que necesita: muchos propietarios, pequeños propietarios, pasan a trabajar a expensas de otros, o incluso llegan a vender tierras que habían heredado con tanta ilusión. En ese mismo sentido de rentabilidad de la tierra, se desarrolla una auténtica fiebre roturadora. Se desempolvan viejos documentos que ates­ tiguan la propiedad de la tierra, o se inventan usos consuetudinarios para quemar bosques o lo que se había asilvestrado y dedicarlo a la labranza. También llega el turno a los pastizales. Poco a poco, se va rompiendo el equilibrio, imprescindible en esta economía, entre agricultura y ganade­ ría. El arado va arrinconando a las cabezas de ganado que tan útiles son en el abonar los campos tras la cosecha. La economía de subsistencia

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Las ganas de poseer tierras, la fiebre roturadora, la vuelta a viejos usos, bien reales, bien inventados, conlleva la proliferación de pleitos entre to­ dos los agentes sociales. De igual manera que la Corona, al darse cuenta del filón existente en el hecho de ser titular de tierras y poder venderlas, impondrá su criterio sobre la costumbre, y traspasará, legítimamente o no, la titularidad de la tierra al campesinado. Este se hace, así, con la pro­ piedad, aunque tuviera el uso. Ahora bien, conforme aumente la presión fiscal, directa o indirecta, y cuando coyunturalmente, vaya pareja al des­ censo de los rendimientos agrarios, también se tendrán que vender esas parcelas para poder hacer frente a tales gastos. En fin, desde el punto de vista cultural, se sentirá el interés por la me­ jora de la situación productiva del campo —habitualmente dentro de la tradición—; así se explica la publicación de libros nuevos, incluso patroci­ nados por las autoridades (en castellano a instancias de Cisneros, Gabriel Alonso de Herrera escribe su Obra de agricultura, que se imprime en 1513 y se reedita por Europa durante el XVI hasta 21 (!) veces). Son textos de carácter pedagógico con títulos tran atractivos para su lectura (por aque­ llos que la hicieran, para transmitirla después al campesino analfabeto), como Breve instrucción de agricultura (alemán, 1590), Breve calendario agrícola (alemán, 1591), Libro de la labranza (inglés, 1554), Cien buenas notas de labranza (inglés, 1557)... en su mayor parte en lenguas vernáculas y no en latín. Muchos de ellos tienen vigencia en el XVIII. Durante este último siglo, expansivo, la agricultura pasa a ser el principal centro de interés de la fisiocracia, y en España, en concreto, las Reales Sociedades Económicas convocan concursos —siguiendo la tradición del arbitrismo agrario y técnico— para mejorar el utillaje y la producción. Pero en medio de cualquier período eufórico, también se están echando las raíces de una nueva etapa de contracción y cambios, pues la máquina económica que está en marcha es el capitalismo, capaz de absorber toda la producción feudal. A fin de cuentas, esa sociedad estaba atada a lazos pro­ fundamente feudales en lo social (en muchas zonas de Europa, la mayor parte de la población vive sometida al régimen feudal, y en muchas cosas los reyes actúan como señores de señores), en lucha con el desarrollo de ese capitalismo, aún sólo comercial y no industrial.

B. La producción agraria

Como hemos visto, la siembra por excelencia es la del cereal, y según los tipos de suelo, se extienden manchas de cereales de mejor o peor ca­ lidad. Es la agricultura tradicional dominante y difícil de cambiar, salvo impresionantes y contadas excepciones. En las zonas en que se mantiene 60

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la agricultura cerealera, podremos hallarnos con cambios hacia el viñedo tras épocas de malas cosechas, y en Castilla en particular, por la demanda de vino desde América. En cualquier caso, el gran período del cereal en Europa será el siglo XVI, y al son de las fluctuaciones de su precio, irán ligados los de los arrendamientos de la tierra, o las formas de propiedad. Ahora bien, tanto la cantidad de tierra disponible, como su capacidad para producir son limitadas, y ello tendrá unos resultados absolutamente negativos para la población. Esta economía rural es fundamentalmente de autoconsumo y local­ mente autárquica. Por contra, mientras el campo vive en esta situación, se están perfeccionando los instrumentos financieros en las ciudades, o el campo se está monetarizando por diversas causas. En un mundo de tran­ sición, como es el de la Edad Moderna, no es de extrañar que afloren las pecualiaridades sectoriales, regionales.., las contradicciones en fin. En la economía agraria tradicional no se usan innovaciones para au­ mentar los rendimientos, sino fundamentalmente varios procedimientos; en primer lugar, sencillamente, se abonan los campos con estiércol. Este estiércol proviene, primero, de la apertura de los campos tras la cosecha a los ganados del lugar, la derrota de mieses, produciéndose un beneficio mutuo entre campesino y ganadero (a aquél se le abona naturalmente el campo, a éste se le engorda el ganado). En segundo lugar, es lo habitual (y sigue siéndolo) el dejar descansar la tierra. Por el sistema de año y vez (que es el más frecuente), tras una cosecha se deja ese trozo de la finca en barbecho, sin plantar, y se utiliza el que hubiera descansado el año anterior. En ocasiones, las parcelas se divi­ dirán en más de dos trozos, y el descanso será rotativo, pero socialmente lo que importa es que cuanta mayor es la división de la parcela, mayor es la presión demográfica. En tercer lugar, se abren nuevos terrenos para ser labrados y obtener más cosecha. Este procedimiento, productivo a corto plazo, es dañino a ' medio plazo. Para roturar más, se tendrán que talar bosques, y así parte de la riqueza cinegética y forestal se pierde. Y no debemos olvidar que la caza es para estas economías de subsistencia un bien muy preciado. Pero en el caso de que no hubiera bosque, y tan sólo monte bajo, lo que se ha hecho ha sido impedir al ganado mayor y menor alimentarse en zonas asilvestradas. Imaginemos que alrededor de una localidad hubiera campos sembrados, pastos y zonas asilvestradas. Si por el aumento de la población (innegable desde mediados del XV y a lo largo de buena parte del XVI) se necesita más grano y se queman las zonas asilvestradas, el número de ca­ nezas de ganado habrá de reducirse porque no tienen ni qué ni en dónde comer. Con esa reducción menguará también el estiércol disponible, y con ello, la regeneración del suelo. Pero aún hay más. Las tierras que abre La economía de subsistencia

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el arado en momentos de presión demográfica son de peor calidad que las ya abiertas (sería ilógico que fuera al revés), y por esa peor calidad, tenderán a cansarse antes, exigiendo del campesino el mismo esfiierzo y la misma inversión en simientes o en reparaciones de sus aperos que aquellas otras de excelente calidad. Así, con el tiempo, los rendimientos irán decre­ ciendo por sí mismos y con respecto al trabajo que necesitan. Por tanto, si en un primer momento pudieron salvar del hambre a la población, tal vez en una o dos generaciones, están costando sudor de sangre para nada.., ¿y quién las abandona? Desde la Edad Media (cuando menos) las comunidades se habían do­ tado de mecanismos de defensa para su subsistencia. Parte de las tierras no tenían propietario individual, sino colectivo. Eran los bienes comuna­ les. Su aprovechamiento por los vecinos de los lugares podía ser gratuito o levemente gravado; prohibido o a elevados precios para los forasteros. Los bienes de «comunes» más frecuentes eran parcelas que se disfrutaban de muchas maneras distintas (por sorteos anuales, de por vida, etc.), y los de «propios» podían ser dehesas boyales en las que guardaban sus animales de labor, los molinos de harina o aceite, los puentes, las barcas para cruzar los ríos, etc. En su origen, por medio de las recaudaciones de propios, se in­ tentaría que los vecinos no tuvieran que pechar, esto es pagar servicios a la Corona. Sin embargo, conforme asciende la presión fiscal, la recaudación (que evoluciona hacia el dinero, abandonándose los pagos en especie, por ejemplo, en la molruración) se hace insuficiente y ios campesinos han de ir entrando en el circuito monetarista por necesidades obvias. Es muy posible que al siglo XVI llegaran grandes superficies de bienes comunales por todo el continente. Son así una atractiva reserva económica que se altera en esta época de mayor expansión demográfica. Pero no sólo se altera la propiedad de la tierra, o su uso, sino también las costumbres comunitarias ancestrales. En Inglaterra, por ejemplo, con el bien conocido fenómeno de los cercamientos (de los endosares} frente al anterior existente de campos abiertos (u open fields)^ en Castilla, por ejemplo, con las perpe­ tuaciones de baldíos roturados (con Felipe II). Circunstancias similares se vivirán de nuevo en el XVIII, o se completará lo iniciado en el XVI. Presión demográfica, por un lado, aumento de las necesidades fiscales de las monarquías, por otro, favorecen este proceso de privatizaciones. Como ocurre con el mundo financiero o con los burgueses, aquí también el individuo se ha impuesto a la colectividad. Pero se ha roto, con conse­ cuencias funestas para esta economía de subsistencias, el equilibrio entre las propiedades públicas y las particulares. A las inclemencias meteorológicas, que daban ai traste con las cose­ chas un año sí y otro no, o a las dificultades técnicas, o a los reparos para las innovaciones, habría que añadir siempre la escasa productividad desde 62

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el momento de la siembra. Hemos de tener presente que, tras la cosecha, lo que podríamos denominar cantidades fijas se perdían en diezmos, tri­ butos civiles o simientes para el año siguiente. Algunas semillas podían ser hueras. Otras se las comían roedores y pájaros. Al final, por lo tanto, -cuánto le quedaba al campesino para su manutención, para reservar para e[ año siguiente por si acaso, o para comercializar? Francamente poco. Todo lo dicho anteriormente tenía que salir de entre 4,5 granos por si­ miente echada (en Polonia) a algo más de 7 (en Inglaterra). Era una rela­ ción de rendimientos dramáticamente baja. Conociéndola, no es de extrañar que se hicieran los esfuerzos que se hacían por preservar bienes comunales, y que su uso estuviera tan regla­ mentado como estaba, pues formaba parte de la supervivencia de la co­ munidad. En cualquier caso, el lector podrá advertir que el trabajo en el campo era una tarea durísima, ingrata y llena de incertidumbres. Vivir mejor de lo habitual sólo era posible de dos maneras: o explotando a otros hom­ bres, o autoexplotándose, y quien lograba sobrevivir así alguna genera­ ción, acababa cayendo en el grupo anterior.

C. El año agrícola. El clima

Sin lugar a dudas, el trabajo en el campo está ligado a las estaciones del año. Toda la economía agraria repite monótonamente, año a año, las mismas actividades. Es tal esta dependencia del tiempo, que la vida social se ve estructurada también por él. Me refiero a las fiestas. Desde la Plena Edad Media, hay códices, ornamentos arquitectónicos y cuantas representaciones y manifestaciones puedan ser contempladas o escu­ chadas por los hombres, en los que se recuerda la rutina de las tareas agrícolas. Una relativa tranquilidad regía las tareas agrícolas desde diciembre a mayo, tranquilidad que se alteraba circunstancialmente por algún trabajo menor. Cuando empezaba de verdad el agotamiento era desde junio, con el esquileo. Después, julio y agosto de cosecha, septiembre de vendimia, octubre de siembra y noviembre de matanza. Esta simple rutina, tan apa­ rentemente sencilla, era durísima, como nos lo dicen miles de testimonios y corrobora la estacionaiidad en las concepciones. Y un año sí, otro no, malas cosechas, cuando no era por frío a destiempo 10 era por calor desmesurado, cuando no por sequía, por inundaciones, y Sl el clima no colaboraba con los destrozos, aparecía alguna oruga, o la lan­ gosta, para encargarse de que prácticamente de ninguna manera sobraran excedentes. No extrañe al lector que aún se sigan celebrando fiestas a San Guitón (protector de los animales), o a San Gregorio —y tantos más— conLa economía de subsistencia

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tra los gusanos de las viñas, que en Castilla se les llamaba el cuquillo, el arrevolvedor, y de mil maneras más. Tal era la indefensión contra esos males, que sólo podían salvar de ellos hábiles intercesores: los santos. Pero como ellos fallaran también —a la vista estaba— el campesino recurría al cambio de un santo por otro, por sorteos, por elecciones... La vida agraria era en todos sus aspectos un profundo mundo, inquietante, en el que tal vez se su­ piera valorar desmesuradamente lo poco que se tenía, y se disfrutaba hasta la extenuación en los períodos festivos, que coinciden —naturalmente— con las épocas de descanso agrícola, cuanto de nacimiento de las nuevas generaciones de insectos, o de propagación de las epidemias. Ese sentido trágico de la existencia explica muchos comportamientos del hombre, y de sus creencias; lo hondo que caló queda de manifiesto en que la mayoría de las fiestas que aún celebramos hoy, aun las más adulteradas, las encontramos ya desde los albores del período que estudiamos. Aunque los estudios sobre las fluctuaciones climáticas están aún por hacer, parece indudable que el siglo XVII fue una época peculiar. Malas cosechas a principios de siglo, de 1628 a 1630 y de 1648 a 1652, por ejemplo, que nada dicen de nuevo con respecto a lo que es habitual en el campo. Más significativo parece, no obstante, el que los árboles crecieran menos, los glaciares no se deshelaran, o que los icebergs se vieran más al sur: en conclusión, parece ser que las décadas iniciales del XVII fueron más frías que lo conocido hasta entonces. Ésta podría ser una explicación más de las raíces de la crisis de ese siglo.

D. Las innovaciones agrarias

Desde los años finales del XVI, el Mediterráneo (Sicilia, norte de Africa, en cierto modo Castilla) va a dejar de ser el granero de Europa en beneficio de Polonia y, curiosamente, de los flamencos, ya que se convir­ tieron en sus grandes intermediarios, almacenando el cereal, fijando sus precios, transportándolo. De aprovisionarse de Francia, primero, pasan a hacerlo de Polonia, pero no sólo para consumir, sino también para do­ minar el mercado internacional. Las rutas marítimas que pasan por el Sund se vuelven holandesas; por tierra, el ganado vivo que viene del este de Europa, va también para engordarse y ser consumido en Holanda. Es muy importante la influencia de este pequeño país en la Europa Central, hasta tal punto que se pueden ver unos anillos von Thünen (alrededor de un espacio geográfico se desarrollan anillos de siembra, después de ga­ nado y, finalmente, de leña) dependiendo de él, y hasta tal punto, que, de no haber sido por su activo comercio y la conquista económica del Mediterráneo, muchas de las ciudades del norte de Alemania habrían po64

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dido desaparecer después de la Guerra de los Treinta Años. La decadencia de la Hansa, evidente en el XVI, se detuvo a raíz de la Guerra Hispanoholandesa (pues con Felipe II consiguen el transporte que se les niega a los holandeses), pero la dramática situación en el XVII, además de la paz de España con las Provincias Unidas, estuvo a punto de acabar con ellas. También en Dinamarca se puede atisbar cierta vitalidad gracias al comer­ cio de la recién nacida república. Hacia 1640 ó 1650 gran parte del comercio francés estaba asimismo en manos holandesas. Sin embargo, a finales del XVII ni Francia ni Inglaterra pueden seguir tolerando este predominio, lo que provoca la guerra comercial por el Lejano Oriente. Las circunstancias tan adversas de su territorio, pequeño para la alta den­ sidad de población que soportaba, también les impulsó a tantear novedades. Desde la Baja Edad Media venían desecando tierras del mar, lo cual hacen con más intensidad en el XVI que en el XVIII. Son también la vanguardia europea en el alto índice de fertilización del suelo gracias a las elevadas tasas de ganado estabulado que tienen y, en tercer lugar, la alternancia de cultivos les permitirá transformar la agricultura extensiva en intensiva. El segundo país que solemos resaltar en la innovación agronómica es Inglaterra. A finales del XVI, la tierra es un bien muy preciado cuya pose­ sión, cerrada y no abierta, ha generado una nueva clase social que se sitúa entre medias de los plebeyos (lo son, pero ricos) y la nobleza (no lo son, pero en muchas ocasiones tienen más poder), los yeomen, que nacen gracias a un sentido agrario innovador, fundamentado en la propiedad privada.

2. El sector secundario Hasta bien entrado el siglo XVIII, e incluso el XIX, parece difícil el que podamos hablar de una verdadera industria en Europa. Cuando lo hacemos, nos estamos refiriendo más a una producción manufacturera que a una industrialización verdadera. Hay, por cierto, fortunas que se invierten en desarrollo técnico para abaratar costes, producir más y ex­ portar más allá de los mercados regionales, pero suele tratarse de raras excepciones. A* El ambiente manufacturero

El rasgo definitorio del sector secundario en la Europa de la Alta ~y°derna es la continuidad con respecto a la Edad Media. En buena meuiua podemos ver más semejanzas entre las manufacturas de 1400 ó 1500 La economía de subsistencia

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con las de 1700, que las de 1800 con las de 1700. Ahora bien, esa conti­ nuidad es evolutiva y casi imperceptiblemente dinámica, hasta tal punto que es la que genera la Revolución Industrial. Desde las últimas décadas del XVII se ha empezado a romper la tradición. La continuidad queda demostrada en la tecnología industrial, que, sin estímulos, o por incapacidad, sigue basándose en la habilidad manual (como el desarrollo agrícola en la autoexplotación). Esta habilidad o peri­ cia serán las que hagan trascendental mente importantes ios movimientos migratorios de artesanos avezados a partes escasamente desarrolladas: las grandes convulsiones religiosas del XVI y las guerras del XVII tendrán, en ese sentido, una importancia decisiva. La continuidad la vemos también en el proceso productivo, desarro­ llado aún en diminutas unidades, normalmente en el calor familiar. Por último, la continuidad viene determinada en buena medida por la carencia de una demanda innovadora: se sigue consumiendo lo mismo; no hay que crear nada nuevo. Pero podríamos seguir mencionando factores que refuerzan la conti­ nuidad. Por ejemplo, quienes consumen, si compran (no olvidemos que la autosuficiencia está muy extendida) sólo pueden hacerlo excepcional­ mente: los bajos niveles de ingresos son determinantes. Además, en buena medida, como el desarrollo técnico es escaso, la producción no puede ofrecer (salvo excepciones, claro está, y fundamentalmente en el sector textil con las renombradas neu> drapperies, o paños peores de lo habitual, pero más baratos) más cantidad a precios más bajos, por lo tanto se com­ pra poco, y no hay beneficios. Por último, los transportes, o lo que es lo mismo, la distribución del excedente, es muy penosa, incluso no es ren­ table: ¿para qué aumentar la producción, si no se puede llevar por tierra a otros mercados regionales? Semejantes círculos viciosos, sin embargo, serán rotos excepcionalniente, y sus consecuencias se verán no con el paso de los años, sino de las centu­ rias. La ruptura de lo tradicional avisará de la llegada de un nuevo mundo. La parte optimista del desarrollo industrial vendría marcada por unos cuantos factores. Primero, frente a la producción agraria, la manufactu­ rera es más elástica, más fácil de reacomodarse a las circunstancias demo­ gráficas cambiantes. Cuando hay despoblación, los precios agrarios caen, y quienes consumen pueden destinar una parte mayor de sus ganancias a gastarlas en manufacturas. En segundo lugar, el siglo XVI (y no digamos el XVIII), por sus pecualiaridades, rompe muchos moldes de la época preindustrial: la aper­ tura de nuevos mercados ultramarinos obligará a un cierto aumento de la producción. Quienes los consigan, se pondrán a la cabeza de la economía europea: Holanda e Inglaterra. La expansión ibérica del XVI se estancó en

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el XVII y se transformó en el XVIII. Los holandeses, por su parre, fue­ ron muy activos entre 1600 y 1640, sin embargo, en la década de 1670 habían cerrado la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, y la Angloafricana. También tiene una importancia capital el crecimiento demográfico, pero para favorecer el desarrollo industrial ha de tener dos condiciones: que aumente el número de consumidores efectivos (mucha población po­ bre no estimula la industria) y que se desarrolle el consumo del sector servicios, o en otras palabras, que crezcan las ciudades. Esta premisa es fundamental, y nuevamente Inglaterra, sobre todo desde finales del XVII, sirve de modelo. Se ha hablado también de que el consumo suntuario fue un gran estimulante industrial. Naturalmente no hay que echar las campanas al vuelo, porque la demanda de lujo sólo beneficia y afecta a unos cuantos. Pero es trascendental que ese lujo «suntuario» se convierta en «necesario», que se eleve el nivel de vida. Así serán más los que se benefician, como consumidores o como productores, y además esa comunidad mirará al futuro con optimismo. Por último, la guerra tiene su vertiente estimulante. Si la destrucción que genera puede llegar a ser espantosa, también es verdad que, según campañas, sus males pueden ser más bien indirectos que directos. Pues bien, conforme avanza el XVI, y a lo largo del XVII y XVIII, son cada vez más los individuos que se enriquecen avituallando a los ejércitos y desa­ rrollando industrias específicas para combatir; una vez llegada la paz, es probable que reinviertan sus beneficios en otras actividades. En cualquier caso, la prosperidad económica de muchas regiones se deberá al desarrollo de bienes de consumo, más que de bienes de equipo. Y de entre aquéllos, el consumo de lana se lleva la palma. Todo el mundo la usa, más o menos apretada, a lo largo del año. Por tanto, el país que po­ sea el ganado lanar, si no desaprovecha esa riqueza, tendrá la oportunidad de controlar parte del comercio internacional. Y el caso es que Castilla lo tuvo, y sin embargo, perdió esa oportunidad en favor de los flamencos: ellos se llevaban la lana y la reexportaban manufacturada. Si en Cuenca, como sabemos, se producía la misma cantidad de lana en 1497 que en 1579, habiendo más demanda, quiere esto decir que la producción de pa­ ños en Castilla fue decayendo a lo largo del XVI. Las causas son múltiples y muy complejas, pero si hubiera que buscar un responsable, éstos serían los monarcas y sus consejeros, que lejos de apoyar las manufacturas nació- " nales, se contentaron con gravarlas, perseguir a la burguesía urbana (en las Comunidades; con los estatutos de limpieza de sangre, etc.) y sentirse con las espaldas cubiertas gracias a la plata americana, sin darse cuenta de que "pan para hoy, hambre para mañana». Fueron muchos sus leales súbditos La economía de subsistencia

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que clamaron por una reactivación de la industria nacional y del comer­ cio, sin encontrar respuesta.

B. La organización de la producción

Por toda Europa existían los gremios desde la Edad Media. Por me­ dio de sus estrictas ordenanzas, que en un principio buscaban la defensa mutua de los productores y, por medio de ese bien hacer, la protección del consumidor, lo que lograron a la larga (en la Edad Media tardía) fue ahogar la producción. En el momento en el que aumenta la demanda, y como las ordenanzas impiden empeorar un producto para producir más, se produce un desajuste que conduce inevitablemente al colapso. Este, sin embargo, es soslayado por individuos emprendedores que entregan la mercancía que se ha de tratar, e incluso las herramientas, a zonas difíciles de controlar por los gremios, preferentemente al campo. Se establece así un Sistema de Trabajo a Domicilio que, burlados los gremios, será capaz de aumentar la producción. Se trata de un sistema intermedio entre la manufactura y la fábrica, nacido en plena Edad Media, fortalecido en el XVI, y robustecido, pues es su época áurea, en los siglos XVII y XVI íl. Este sistema laboral se extendió por Inglaterra, los Países Bajos, las zonas montañosas del sur de Alemania, Castilla (aunque se viene abajo ya en el XVI), etc. Con él se muestra que hay quienes sienten la necesidad de oponerse a las estructuras gremiales, en su propio provecho, pero en bene­ ficio también del campesinado, que aprovecha para producir las épocas de paro cíclico o estacional del campo, y logra superar así sus permanentes condiciones de subsistencia. Con el trabajo a domicilio se aumenta la pro­ ducción, y a más bajo precio que en la ciudad, ya que es posible que los costes fueran algo menores. Los gremios se desarrollaron durante la Edad Media, pero también continuaron activos en los siglos XVI y XVII, llegándose a fundar algu­ nos en el XVIII. Originariamente, su papel social era el de proteger al consumidor frente al productor, manteniendo altas cotas de calidad en la elaboración de los bienes. Con el tiempo, sin embargo, ese importante fundamento se desnaturaliza y acaban siendo organizaciones sólo preocu­ padas por defender sus intereses. AI margen de los gremios, sobrevivían algunos trabajadores libres, pero nunca de ramos agremiados, sino de acti­ vidades en las que, en esa ciudad concreta, no se había llegado a constituir un gremio. Los gremios se sometían a unas Ordenanzas aprobadas por la Corona —por encima del municipio—, aunque éstas regían sólo en el territorio jurisdiccional de la ciudad en que estuvieran asentados. Por su parte, al 68

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frente de cada gremio, una Junta de Gobierno asesoraba a los Veedores, Mayordomos, o demás nombres que recibían sus dirigentes. El gremio estaba constituido por los maestros, los oficiales y los apren­ dices. La base del sistema descansaba sobre las espaldas de los aprendices, individuos que, de jóvenes, eran entregados por sus padres a un maestro para que les enseñara el oficio y les diera de comer y vestir, a cambio de no percibir jornal. Pasados unos años de aprendizaje —-que variaban en buena ley según el trabajo que se estuviera aprendiendo y la capacidad del aprendiz, y en mala ley, según los años que quisiera el maestro— se sometía a una prueba para lograr el puesto de oficial. Superada ésta, podía abandonar la casa del maestro y empezaba a per­ cibir un salario. Su meta ahora estaba en realizar la obra maestra, que era sometida a un examen por los maestros dei gremio. El que los oficiales pasasen a maestros implicaba que abrieran talleres propios y, por lo tanto, la producción y los beneficios había que distribuirlos entre más. Por ello, en muchas ocasiones la formación era intencionaimente insuficiente para que no pasasen la obra maestra —que habían de hacer, además, al margen de las horas de trabajo—o se les encomendaban largos encargos, que era preciso concluir para acceder al examen. Para quienes pasaban de oficiales a maestros, se abría una nueva vida. Pero eran tantos los impedimentos que se ponían, que entre los oficiales el rencor y el resentimiento fueron habituales. Se ha dicho, y no sin razón, que constituyeron un grupo infravalorado que generó, dentro del sistema gremial, un proletariado descontento. El maestro es el dueño del taller y de las materias primas; él controla la formación de sus subordinados, y en él recae la reproducción de los vicios y virtudes del sistema. Como asociaciones laborales, los gremios contribuyen a frenar el de­ sarrollo económico de muchas regiones o países. Las causas podríamos verlas en varios factores. Por un lado, al defender intereses de grupo, se genera dentro de los propios gremios un enfrentamiento, a veces tácito a veces violento, entre aprendices, oficiales y maestros, sobre todo entre los dos últimos grupos, notable ya desde el siglo XIV. En segundo lugar, al tratar de eliminar la competencia entre los maestros, se fomenta el anquilosamiento. En tercer lugar, al estar regulado absolutamente todo, el maestro fabricaba lo mismo durante años, sin poderse plantear cambios para modernizar el producto o para abaratar costes rebajando la calidad. En cuarto lugar, el control contra sus convecinos era mínimo si lo compa­ ramos con el existente contra maestros extranjeros, o simplemente foras­ teros, a los que, a ser posible, se les impedía ejercer. Incluso se generaliza la limitación del número de aprendices por taller, con lo que la competenLa economía, de rubástencia

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cia y el crecimiento de la producción se frenan también, al tener rodos los maestros el mismo número de trabajadores; y ese anquilosamiento tradi­ cional se refuerza aJ situar en una franja muy baja el número de aspirantes a maestro.

C. La producción

Hasta la Revolución Industrial, la producción y manufactura de la lana es la pieza angular de muchas economías nacionales. Su transporte lo es de otras. La lana es, pues, el pilar de la economía preindustrial. Castilla e Inglaterra son los grandes productores de lana; Inglaterra y los Países Bajos (con espectaculares coyunturas de expansión, estancamiento o crisis, según ciudades) son los países manufactureros. El gran desarrollo productor de Castilla, al tiempo que tiene sus cotas más altas en los años centrales del XVI, adolece de graves deficiencias estructurales desde sus orígenes, que la Corona, lejos de corregir, contribuye, incluso, a estimular. En el mundo lanero a lo largo de la Edad Moderna asistimos a una guerra industrial-comercial entre las llamadas viejas pañerías y nuevas pa­ ñerías (oídy new drapperies). Las primeras son de alta calidad, costosas y con un volumen de producción difícil de aumentar; son, en cierto modo, las resultantes del trabajo gremial. Las otras son más baratas, porque su producción tiene menos pasos, aunque la materia prima es igual de buena. El momento de eclosión de las pañerías nuevas son los años centrales del siglo XVI, y la invasión de Europa procede, fundamentalmente, de las ciudades inglesas y de los Países Bajos, que se amoldan a las necesidades de una población en aumento.

3. El sector terciario De los tres sectores económicos, el terciario fue el más dinámico en la Edad Moderna. Se mantuvieron intactas algunas estructuras, como por ejemplo, las desastrosas redes de comunicación terrestre, o los sistemas de convoyes para mantener abierto el comercio español con América (la Carrera de Indias) y las demás rutas comerciales marítimas (báltica, me­ diterránea), o los instrumentos de préstamo entre particulares (censos), entre particulares y el Estado (juros), y los mecanismos por los que se efectuaban esos préstamos y cambios de moneda internacionales (asien­ tos, letras). Es impresionante contemplar esos dos mundos tan lejanos el uno del otro, y a la vez tan próximos. Sin el desarrollo financiero que se fortalece 70

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tras el Descubrimiento de América y se va perfeccionando como nunca antes, y que es la base real del capitalismo, no habría habido Revolución Industrial. Sin embargo, con nuestros ojos, hemos visto en el mundo rural usos iguales a los que existieron en la Europa del XVI. Podemos pregun­ tarnos si el campesino de los siglos XVI al XV11I sintió de alguna manera lo que fue la llegada de metales preciosos de América. La contestación a esta pregunta es tan compleja como la realidad misma. Si lo que espera­ mos es que los campesinos hubieran participado del mundo de inversio­ nes y del ambiente expansionista en lo económico, por supuesto que no. Los cambios que se operan se dan, sobre todo, en el mundo urbano, y si llegan indirectamente al campo, no son ni con la consciencia ni con el estímulo agrícola, sino con el arrastre de los hombres de las ciudades, que mandarán al campo las materias primas cuando el crecimiento de la de­ manda necesite más producción, o que son los que gastan en tierras parte de los beneficios de sus exportaciones, o los que prestarán el dinero a los campesinos para que hagan frente a sus necesidades. El campesino está au­ sente, al margen de las exportaciones de lana a los Países Bajos o a Italia; no entiende o encuentra lejanas lo que son las importaciones de grano del Báltico. Él, sencillamente, día a día, se levanta antes del alba, prepara la muía o el borrico, o el buey, se va a trabajar sus tierras, almuerza, trabaja, vuelve a su casa, cena... Si tiene suerte, y la cosecha es excelentemente buena, cargará el carro hasta arriba, irá a la ciudad, venderá, comprará de aquello que no encuentra en el pueblo y que necesita, y volverá. Que no le hablen ni de asientos, ni de letras de cambio, ni de juros. Acaso sólo, eso sí, de censos. El campesino de algunas partes de Castilla ha tenido que aprender a lo largo del XVI que su pueblo era de realengo y que por la gloria de Dios y de su Rey, para que éste tuviera dinero para pagar a sus ejércitos que estaban en una guerra contra los hijos del diablo, habían querido hacer de su lugar un señorío, y que a campana tañida se habían reunido los vecinos con algún abogado —del que de entrada desconfia­ ban—, o con el escribano de la localidad y tal vez algún juez de comisión del rey, y habían decidido ofrecerle una suma con tal de permanecer bajo la jurisdicción real. Por las mismas fechas, el pueblo había sido visitado por otro enviado real, para ofrecerles una composición de sus tierras bal­ días, de tal manera que, por poca cantidad, se quedaban con la propiedad de las tierras; también habían acudido gentes de la ciudad con documen­ tos que certificaban su condición, avisando de que, si hasta ahora habían tenido que pagar en servicio una cierta cantidad, desde ese momento, y no por gusto de la ciudad, sino por las guerras del rey y la religión, ten­ drían que pagar más. Al final de su vida, en fin, había visto cómo tenía que recurrir a préstamos para poder sufragar todo ello, sin saber muy bien Por qué, pero con la certeza de que si no pagaba le quitarían sus dos muLa economía de subsistencia

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las, su arado, sus tierras. De esta manera indirecta sí que conocen los cam­ pesinos en el XVI y en el XVII, sobre todo, lo que es el mundo exterior a lo que les alcanza el entendimiento. Entre ventas de lugares, o de oficios, cambios jurisdiccionales, privilegios de villazgo y demás, transcurre buena parte de la vida social en el XVI y en el XVII. Como gran parte de esos gastos se recaudan por derramas entre los vecinos, éstos, uno a uno, han de endeudarse y por este camino es por e) que conocen la monetarización de la economía. Pero de no haber habido todas esas alteraciones en la vida cotidiana, de ellos no habrían partido los cambios económicos. A lo largo del XVI las reservas monetarias de Europa se nutrían de metales procedentes del propio continente, de Africa, pero sobre todo, de América. Durante los siglos siguientes el esquema se mantiene, con tres variaciones: desde finales del XVII, por varias causas, Cádiz va ganando el puesto a Sevilla, hasta que finalmente, tras la Guerra de Sucesión, el des­ embarque se hace en esta plaza; en segundo lugar, el hallazgo de minas de oro en Brasil en el XVIII reactiva las mortecinas importaciones de meta­ les preciosos de América, y finalmente, mucho más importante desde un punto de vísta estructural, la proliferación de dinero fiduciario, y de ins­ trumentos de cambio y préstamo, hacen que —aunque importantes— los metales preciosos no jueguen ese papel tan extraordinario que tuvieron en el siglo XVI. Sevilla era la gran plaza de desembarque y distribución de la plata, y lejos de lo que se nos ha hecho creer, nunca hubo a lo largo del XVI y buena parte del XVII un momento en el que la piratería frenase la circu­ lación desde América a España. Se perdieron ocasionalmente navios que se descolgaban de los convoyes; algunos años se suspendió la Carrera de Indias (en los años de la Jornada de Inglaterra por razones obvias), etc. La primera pérdida de una flota entera no tuvo lugar sino en 1628, a manos de holandeses. No iba a haber problema de liquidez en tanto en cuanto no falla­ sen las importaciones de plata. Y éstas empezaron a descender entrado el XVII. En los años cuarenta de este siglo, la plata que llegó a Sevilla no era más que el 60% de lo que había sido a finales del siglo anterior. La causa podría estar en la imposibilidad de reducir los costes de ex­ tracción, la incapacidad de satisfacer toda la demanda de plata, y como conclusión y causa también el fin del metal moneda, ya definitivamente barrido. La constitución de Bolsas, Bancos, Compañías, etc. que no ne­ cesitaran de inmediato para sus transacciones o sus créditos, el dinero contante y sonante, serían prueba de ello. Aun con rodo, los mercados financieros de Europa tenían puestos sus ojos permanentemente en Sevilla; antes de la llegada de las flotas, apenas había actividad, o esa actividad se cubría con la escasa plata procedente de 72

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Europa o África y con dinero fiduciario. En cuanto llegaban las floras, se intentaba, si era el objetivo, convertir cuanto fuera necesario en plata. A principios del siglo XVIII la reactivación económica es un hecho. Pero si aún no se han vuelto a descubrir grandes yacimientos (los auríferos de Brasil son posteriores), ¿cómo se había roto el corsé de la escasez de moneda? Evidentemente, gracias al enorme desarrollo del dinero fiducia­ rio y de la banca. En ese sentido, en Amsterdam se ha podido calcular que si en 1681 había unos 2.000 cuentacorrentistas, en 1710 había más de 2.700. Adviértase que tras cada individuo (o institución) que deja su dinero a un banco para su custodia, hay una confianza, un movimiento de capitales, inversiones, letras, etc. La economía europea (o mejor dicho, la norteuropea) había enfilado un nuevo rumbo. Aunque no sólo por cuestiones monetarias, en la España del siglo XVII la Corona se vio forzada a intentar estimular la circulación de dinero y, por supuesto, para engordar sus arcas, por medio de varias medidas. Por un lado, fabricando más y más monedas, pero no de plata, sino de alea­ ción con cobre. Este metal cada vez era mayor proporcionalmente, des­ plazando a la plata. Otra medida más fue la de alterar el valor nominal de la moneda por medio de los resellas. Finalmente, en 1680 se produjo una trascendental deflación de la moneda cuyos resultados, habida cuenta de la desastrosa situación en que se vivía, fueron al final posirivos. Las consecuencias de esta política monetaria son de sobra conocidas. Para entenderlas es imprescindible tener presente que estamos ante una economía regida por el valor intrínseco de las monedas; es decir, su valor viene dado por el del metal en que se hacen más los gastos de acuñación. Nuestra economía se rige, en cambio, por el valor extrínseco, que es el que da el Gobierno (vinculado a otros agentes económicos externos). En segundo lugar, hay que tener presente que la fabricación de mo­ neda fraccionaria de metales menos buenos no es una medida descabe­ llada, bien al contrario, puede ser un estimulante, ya que los pagos me­ nores pueden hacerse en ese tipo de moneda y no en otras de plata y oro, cuyo fraccionamiento llega a ser imposible. El mal se da cuando la mala moneda prolifera por encima de la buena, cuando el sistema de intercambios pasa a basarse en el cobre en vez de la plata. Por tanto, en el momento en el que aparecen monedas de aleación peor, los precios suben. Suben porque no es lo mismo pagar en plata que en cobre, y suben también porque el ciudadano tiende a retirar de la cir­ culación, a guardarse, la moneda buena (ley de Gresham). Para intentar que parte de esta moneda aflore nuevamente, se establecen premios a la P^ta, de tal manera que lo que se pague con este metal sea más «barato» que lo que se pague con cobre (o vellón). Los premios se establecen desde La economía de subsistencia

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el Consejo de Hacienda, pero es fácil imaginar que los hay tácitos en muchas transacciones. Si a principios del siglo XVII el premio era del 1 al 3%, a mediados fue del 50%. Otra consecuencia funesta, además de la inflacionista, fue el que la escasa producción se resintiera y se retrajera: no existía o podía no existir equilibrio entre pagos y cobros. A corto plazo, en el momento en el que se avisaba de un resello, la inestabilidad suscitaba el pavor, y después los impagos. Como vemos, no era época propicia para dedicarse a la producción o a los intercambios a gran escala. Paradójicamente estas acuñaciones tuvieron una importancia trascen­ dental en Suecia. Sus minas de cobre, monopolio estatal, fueron las que abastecieron a las Casas de la Moneda de Castilla, dándole una prosperi­ dad que le permitió intervenir en la Guerra de los Treinta Años. No fue sólo Castilla el único país en el que hubo acuñaciones de este tipo, sino que también se dieron en Francia, Alemania, Rusia... Las reper­ cusiones sociales que tuvieron fueron parejas a la cautela con la que los gobiernos hicieron uso de este recurso. En cualquier caso, sólo desde los años finales del XVII rodo el continente empezó a superar la situación. Por lo que se refiere a la banca, a partir del XVI, a pesar de haber cierta continuidad con el mundo anterior, se operan unos cambios trascendentales: el crédito se concentra en grandes cantidades, en unas pocas firmas; se multi­ plican y perfeccionan los sistemas crediticios multilaterales e internacionales; todos sus procesos y mecanismos acaban siendo acaparados por especialistas. Muchos de los bancos oficiales de Europa nacieron por necesidades bé­ licas. Hay particulares que dan dinero al gobierno a cambio de privilegios o de elevados intereses, y constituyen una sociedad. Aunque a grandes rasgos, este fenómeno ocurre ya en Venecia en el XII, o es la base de la fundación del banco de San Jorge en Génova en el XV; mutatis mutandis, podemos acercarnos al caso inglés. La Corona necesita dinero en la guerra de Irlanda y lo pide a particulares que se reúnen en la Sociedad Gobernador y Compañía del Banco de Inglaterra, entregando las cantidades que se les solicitan a cam­ bio de ciertos beneficios en algunas rentas reales, como las aduanas, y de la potestad de emitir billetes, negociar con oro, y recibir depósitos del Estado, por lo que puede actuar en y por cuenta de éste. Semejante concentración de capital y funciones conlleva el desplazamiento de los pequeños presta­ mistas, y, a su vez, el que mientras no se hagan arriesgadas operaciones, se consiga aumentar progresivamente los depósitos, porque crece la confianza psicológica de los inversores. Más de medio siglo después, se constituyó en España el Banco de San Carlos (1782). También se necesitaba dinero por cuestiones bélicas (la Guerra contra Inglaterra de 1779-1783), por lo que se procedió a emitir Vales Reales, que circularían como papel moneda con 74

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la facultad de poder pagar con ellos impuestos, compras al por mayor, etc. Por su adquisición se conseguía un 4% anual. La inestabilidad generada por la crítica situación que se vive en las últimas décadas del XVIII los hace poco fiables, por lo que se recurre a su canje —si se quiere— por plata, perdiéndose el derecho del 4%. La institución con potestad para el cambio, depósito, etc., sería el Banco de San Carlos, el cual, además, podría emitir billetes, monopolizar los adelantos al Gobierno, dar préstamos para obras públicas, capitalizar los pagos en el extranjero, gozar del monopolio de ex­ portación de la plata, etc. Para el desarrollo económico europeo fueron igual de importantes los préstamos entre particulares (censos y obligaciones) cuanto los préstamos al Estado (juros). En cualquier caso, el hecho de que de los primeros par­ ticipara una parte importante del mundo rural, nos permite sospechar que desde el XVI la monetarización del campo es un hecho evidente. Los préstamos estatales fueron muy utilizados por todos los grupos sociales, y desde luego, en Castilla, tienen coyunturas y momentos bien conocidos. También para la Monarquía Hispánica funcionaron los asientos, u operaciones financieras a gran escala entre el rey y uno o más banqueros, que eran operaciones de crédito y giro al extranjero, pues solían firmarse para socorrer en breve plazo necesidades económicas en algún lugar del Imperio. El respaldo de estos asientos se basaba en la palabra real, en sus minas de plata y en juros. Las letras de cambio eran fundamentales para la cobranza de las cantidades. Aunque letras de cambio venían circulando desde la Baja Edad Media, las necesidades pecuniarias de la Monarquía Hispana las agilizan por toda Europa. Con ellas, un receptor de una mercancía se comprometía a pagar al dador una cantidad de dinero en tal otro sitio y en tal otra fecha. Este instrumento podía ir pasando de mano en mano, a cambio de más y más mercancías, hasta que se hacía efectivo su importe. Ni que decir tiene que para que este sistema funcionara, era impres­ cindible que existiera el respaldo de otro sistema, el internacional de fe­ rias. Así era, en efecto. Sincronizadas perfectamente, por toda Europa cir­ culaban letras para pagar intercambios. El problema venía con la guerra, o con el retraso en la convocatoria de una feria por falta de mercancías, o de liquidez, ya que las ferias se dividían generalmente en dos partes: unas se­ manas dedicadas a los intercambios mercantiles, y otras a los financieros. Si una fallaba, el edificio podía tambalearse. Con frecuencia en el XVI eso es lo que ocurrió en Castilla, y por ello fueron perdiendo crédito, y tras­ pasándose los cobros de las letras a Madrid o Sevilla. Con respecto al comercio, salta a la vista que los intercambios locales P°r tierra son muy dificultosos. Las regiones de amplias redes fluviales Eendrán ganada la partida a las que no tengan ríos navegables. La economía de subsistencia

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Pero donde verdaderamente se deja notar el rumbo hacia un nuevo mundo, es en el comercio marítimo. Estaba organizado, o de manera mo­ nopolista, o de forma libre. En el primer caso, respondería a los dicta­ dos del mercantilismo, y su mejor exponente era el comercio castellano con América, por medio de la Carrera de Indias, centralizado primero en Sevilla, después en Cádiz. Una fórmula mixta sería la empleada por algunas compañías con par­ ticipación de capital privado, pero atendiendo a unas estrictas normas: los Merchants Adventurers ingleses. Finalmente, las sociedades por acciones. En ellas, el capital era fijo, considerable y esencial. Podían participar en estas compañías quienes qui­ sieran, y el número de asalariados de cada una de ellas, incluidos los técni­ cos en las artes de la mar, es importante. Serían los modelos de las grandes Compañías de las Indias, tanto de ingleses, como de holandeses. Sin embargo, no se puede decir que a lo largo de los tres siglos todo permanezca inmutable. Desde los años 20 del XVII vemos cómo las polí­ ticas económicas de las monarquías europeas, y más tarde de la república holandesa, van encaminadas hacia el proteccionismo nacional con esas prácticas económicas (que no teoría) denominadas mercantilismo. Por tra­ tarse de prácticas y no teoría, es muy difícil de definir qué entendemos por mercantilismo. Además, las circunstancias particulares de cada país inci­ tan a unos usos distintos. Por ello que se pueda hablar de mercantilismos más que de mercantilismo. En cualquier caso, lo que es evidente es que uno de los pilares de estas prácticas era el mantener una balanza de pagos favorable, cerrando las importaciones, aumentando las exportaciones. En líneas generales, no cabe duda que el comercio mediterráneo de­ clinó en el XVII, y lo que sobrevivió a gran escala, quedó controlado por los holandeses, como se ha dicho más arriba. El del Báltico continuó siendo un comercio de subsistencias para el sur de Europa, con granos, maderamen, metales, pertrechos navales, etc. Probablemente los peo­ res momentos para ambos mares interiores corrieron de 1620 a 1660; tras esta fecha, el Mediterráneo se dedicó a intercambios locales, hasta el punto de que probablemente las especias no le llegaban desde el este, sino desde el norte, redistribuidas por Inglaterra u Holanda. Es la república holandesa la que domina el comercio europeo en la segunda mitad del XVII. La ciudad que encarna esa prosperidad es Amsterdam, en donde se concentran los intercambios de cuanto va del norte al sur y viceversa, y del oeste al norte, o del Lejano Oriente a Europa. Amsterdam es a la vez el almacén, el centro de contratación de las flotas mercantes, y el lugar de operaciones financieras. En la Bolsa de Amsterdam se realizan operaciones bancarias, y a su amparo operan los comerciantes, agrupados según ramos o actividades. Tal es el dinamismo 76

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de Amsterdam que en ios albores del XVIII parece casi innecesario (para entendernos) el que en ella residan los comerciantes, y sólo se necesita a [os agentes bursátiles que coordinan las operaciones mercantiles. Pero Holanda era una república estratégicamente débil, por su poca ex­ tensión (y por tanto escasa población, aunque con una alta densidad) y cuya superviviencia se basaba en mantener abiertos sus contactos marítimos. Visto que el gran comercio mundial se va a desplazar hacia el control del oriental, y conscientes de la debilidad holandesa, desde las últimas décadas del XVII y hasta mediar el XVIII, los esfuerzos de Francia e Inglaterra se van a dirigir al debilitamiento de estos incómodos vecinos, para suplantarlos. Inglaterra, por su parte, desde los inicios a los años centrales del XVIII do­ bla sus exportaciones, logrando que un 30% del tonelaje marítimo europeo fuera inglés. Parte de este éxito arranca de la política legislativa del XVII, de las Actas de Navegación de 1660, 1662, 1663, 1673 y 1696, por las que se buscaba asegurar el tráfico colonial a los buques ingleses. Por otro lado, el desarrollo técnico y el aumento de la producción y los bienes producidos (rompiendo la continuidad de la que hablábamos antes); el aumento de las reexportaciones coloniales (de lo que Inglaterra llevaba a las Islas, apenas se quedaba nada en ellas) superando al de los tradicionales paños; y en último lugar, la prosecución de una política marítima de bases navales que prote­ gieran esos intercambios, y que en España sabemos bien en que consistió, son los fundamentos de este extraordinario comercio. Francia, a lo largo del XVIII, acaso multiplicara por veinte sus expor­ taciones, sobre todo reexportando productos coloniales. Los orígenes de este éxito arrancan, de nuevo, del XVII. Francia es, como se sabe, el país en donde las protecciones estatales fueron más profundas. Francia se dotó en la práctica de unos instrumentos semejantes a las Actas de Navegación inglesas, aunque los resultados fueron poco espectaculares y de diversa for­ tuna: las altas tarifas a las importaciones holandesas y la exclusividad de rutas e intercambios para algunas compañías francesas (la del Norte, la del Levante, la de Senegal, las de las Indias Orientales y Occidentales) no habían acabado en 1730 todavía con la incómoda Holanda. Pero como en el caso inglés, el éxito del comercio francés vino dado por el desarrollo de su industria, y paradójicamente, de la que se originó por la iniciativa pri­ vada y no por la estatal. Francia reunía muchas condiciones para el éxito: puertos incluso mayores que los ingleses, un alto desarrollo industrial, más población... Sin embargo, Francia fallaba en los sistemas de crédito, o en la potencia de su marina mercante, lo cual hacía que no pocas veces los Cargamentos de la metrópoli hacia las colonias no pudieran embarcarse y echaran a perder. Holanda podía aprovecharse de esta situación desequi*orada. Y no hay que olvidar que en Francia (como en España) la indife­ rencia hacia el mar de amplios espacios geográficos era muy notable. La economía de subsistencia

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Pero tanto ingleses como franceses sabían que en el éxito del dominio del Atlántico estaba el de la política europea. La única salida era, eviden­ temente, la guerra. Los aumentos y el crecimiento que hemos visto muestran cómo por me­ dio del dominio de los mares, la acumulación de capitales es un hecho evideme, las dificultades técnicas han de ser salvadas, y, a fin de cuentas, se están abriendo las puertas a un nuevo mundo. Su culminación será la Revolución Industrial. Prácticamente nada es nuevo en el XVIII, La proliferación de pa­ tentes industriales en Inglaterra podría tener su parangón en la España de los siglos XVI o XVII, la existencia de sociedades civiles, que buscaban el fomento del progreso técnico, también se dio muíaos mutandis en los siglos anteriores, en las tertulias, o en centros pedagógicos. Pero lo que sí es cierto es que el eco popular que se encuentra en Inglaterra no lo hubo en la España del XVI-XVII, ni la aplicación práctica. Esta puede ser la gran diferencia entre un momento y otro: los condicionantes para cambiar las estructuras se aúnan y aplican, en un país y a un tiempo, dando los resultados por todos conocidos, sin que se rompa ya ni su tradición ni su introducción en todas las facetas del vivir. Inventar deja de ser cosa de locos o entretenimiento, para pasar a ser una necesidad estatal y social; deja de ser un mundo conocido por unos pocos, para pasar a serlo de todos los que lo necesitan. Con ello, aunque en un principio no se rompieran las estructuras in­ dustriales, que se mantenían, salvo excepciones, igual que siempre, se pudo empezar a introducir alguna modificación: el sistema de producción incom­ pleta, que culminaba con la exportación de los bienes sin terminar a zonas que por su pericia tuvieran creadas las redes para terminar la elaboración, estaba a punto de concluir. A pesar de la oposición de muchos jornaleros o de asalariados a las innovaciones técnicas, gracias a las burdas máquinas se iba a conseguir iniciar y concluir el producto casi en el mismo sitio, o cuando menos, en el mismo país. Hasta tal punto que Europa podía incluso imitar la calidad y el diseño de los productos que se habían puesto de moda: los orientales. Textiles, porcelanas y demás (casi como los originales) se po­ dían fabricar en Europa, aunque en talleres muy pequeños aún.

4. Conclusión Hasta ahora, hemos visto los rasgos generales, por sectores, de la economía europea en estos tres siglos, partiendo de ese arranque relati­ vamente próspero que es el XVI. Pero sabemos, sin embargo, que este proceso concluye con la Revolución Industrial. Por ello será preciso vol­ ver brevemente al hilo del inicio de nuestras páginas, haciendo un rápido repaso cronológico. 78

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Podemos imaginamos, sin errar, que el XVI fue más dinámico que el XVII, Los descubrimientos en general (no sólo América, sino el doblar el Cabo de Buena Esperanza, o la vuelta al Mundo) trajeron a Europa lo que buscaba, y otras cosas. Para poderlo pagar, era imprescindible aumentar los niveles de riqueza, o canalizar ese bienestar hacia un aumento del consumo. Todo ello va ocurriendo en el XVI, en donde el equilibrio, esa abstracción tan difícil de conseguir y tan necesaria, entre población y demanda parecía estable. Sin embargo, no debemos olvidar que estamos ante una economía muy inelástica, y que en cuanto una variable de cualquiera de sus compo­ nentes se para, provoca el colapso del resto de la maquinaria. El colapso o el desbarajuste. Más población, más demanda. En principio la maquinaria del bien­ estar se ha puesto en marcha. Pero la producción en la economía europea estaba sujeta a fútiles trabas, a un ordenancismo que iba desde los muni­ cipios a los Estados, desde los gremios a las órdenes reales. El pulso que mantenían el individualismo (alemanes, genoveses, venecianos, flamencos, ingleses) contra la reglamentación social lo llevaban ganado aquéllos desde hacía al menos un siglo. Pero en el momento en el que ese individualismo titubeara, el Estado o los poderes colectivos se le echarían encima: a lo largo del XVI los gremios hacen lo imposible por controlar la producción, resultando absolutamente contraproducentes, al dejarla anquilosada. Lo que se produce no sirve para abastecer a toda la población y no hay ma­ nera de aumentar esa producción, porque no se sabe cómo, o por qué el sistema económico no sólo no incita a ello, sino que lo frena. Unos lo burlarán por medio del Verlagsyítem, pero es insuficiente; lo habitual será el colapso, el caos, las caídas de los precios y, con ellos, la incapacidad de cubrir costes y, por ende, el cierre de ¡os talleres. Además, Europa entera se ve sacudida, a finales del XVI y principios del XVII, por una devastadora peste, justo cuando empiezan los síntomas de recesión (hay pestes que se desatan en períodos de expansión, y sus consecuencias no sólo no tienen por qué ser malignas, sino que pueden ser benignas). En las décadas siguientes, el corazón del continente, y al­ gunos miembros más, están inmersos en una interminable guerra. En los años 20 del XVII se ha querido ver el punto de referencia obligada de esta crisis, que será mucho más profunda en las dos décadas centrales de la centuria. Como consecuencia, unos saldrán beneficiados de la crisis —como siempre-— porque han actuado con más audacia o celeridad, aunque eso n° quiere decir que no sin problemas; otros, medrosos, habrán buscado en la tradición (léase leyes, ordenanzas, etc.) su refugio, y se habrán queQado atrás. Los modelos que siempre se usan son el angloholandés para el primer caso, y el español para el segundo. La economía de subsistencia

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Sea como sea, es indudable que desde la segunda década del XVII hasta me­ diar la centuria, la situación en Europa no es calma; al contrario, está llena de sobresaltos, siempre sustentándose sobre la larga Guerra de los Treinta Años. Así, por ejemplo, nadie puede dudar del descenso demográfico a me­ diados del XVII. Sí que se podrá matizar hablando de migraciones, por ejemplo, pero ello no quiere decir que, además, no hubiera menos pobla­ dores. Sólo desde las dos últimas décadas del siglo se notará de nuevo un aumento demográfico, ligado como siempre en la economía preindustrial, a la prosperidad económica. Lo que sean incapaces de recuperar los meri­ dionales, lo obtendrán los septentrionales. Una de las claves de este desarrollo podría estar en que, en algunas partes de Europa, el proceso inflacionisca del XVI se frenará a finales de siglo, pero no los salarios. Esto provocó, indudablemente, el desajuste entre costos de producción y beneficios, pero también provocó que, a la larga, quienes consiguieran mantener el tipo iban a tener el suficiente capital para poder subsistir, sentando las bases de una economía más prós­ pera en las décadas siguientes. La diferencia entre zonas norteeuropeas y Castilla, por ejemplo, po­ dría estribar en que allí hubiera no sólo más alicientes para producir, sino también más moneda y, desde luego, una red bancaria más madura. Ello permitiría aguantar las dificultades ligadas a la estabilización de los precios y al aumento de los salarios, cosa que Castilla no pudo hacer. No hay duda de que a lo largo del XVI los precios subieron en Europa. Pero esta inflación, lejos de ser calamitosa, era la prueba fehaciente de una economía acelerada. En Castilla, en concreto, las mayores subidas tuvie­ ron lugar al principio de la centuria, y poco a poco fueron estabilizándose hasta el final del siglo. Pero el estancamiento de las zonas productoras desde tiempos de los Reyes Católicos, y la falta de alicientes para el desa­ rrollo industrial, amén de los inmensos gastos de la política bélica, hicie­ ron que aquel imperio con la cabeza de oro, los pechos de plata y ios pies de barro (como fue definido en el XVII) se viniera abajo. Un poco más adelante, durante los anos centrales del siglo, a pesar de las tradicionales y habituales fluctuaciones muy bruscas, los precios de los cereales (que en plata suelen ser el indicador económico que han usado los historiadores, y que no dejan de ser un indicador plagado de inconvenientes, como los tiene el hablar de precios en general, pues las diferencias regionales son abismales) tendieron al descenso, o al estancamiento. Naturalmente que esa caída de los precios tuvo repercusiones muy negativas para el pequeño propietario, al cual, por ejemplo, no le bajaban los impuestos porque caye­ ran los precios. Tampoco obtuvieron ninguna ventaja el jornalero que vivía del trabajo temporal: sencillamente no se le contrataba y pasaba a engrosar las listas de emigrantes a las ciudades o de bandoleros. Así las cosas, con 80

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producciones que no daban para comer, y presumiblemente empeñados, fueron muchos los que tuvieron que deshacerse de sus propiedades, que pasaron a manos de sus prestamistas, o de propietarios lo suficientemente bien asentados para soportar los embates de la deflación o la Guerra de los Treinta Años. Ciudadanos urbanos y terratenientes campesinos parecen ser los más beneficiados de esta situación. También aquellos señores que reci­ bieran las cargas en dinero (no es lo habitual) en vez de en especie. A finales del XVII y principios del XVIII, vuelve a reactivarse la eco­ nomía europea, y muestra de ello es la nueva inflación. De 1690 a 1714 es posible que los precios agrarios (los industriales fluctúan siempre mucho menos) subieran casi un 50% con respecto a 1680 en algunas regiones; de 1715 a 1724, esa subida se frenó, sin volver a caer por debajo de 1680. A lo largo del XVI, pero también del XVII, la concentración industrial en el norte de Europa, así como las innovaciones agrarias, han echado las bases de lo que está por llegar. La maquinaria se acelerará desde el mo­ mento en el que la estructura del consumo varíe: es necesario producir más de lo que se consume, y superar el tradicional vicio de producir sólo lo que se está habituado a vender. Por otro lado, había que romper una segunda tradición: cimentar la riqueza en lo que se traficaba, que era lo que venía haciendo Holanda. Era imprescindible basar esa riqueza en lo que se producía. De no haber existido las ciudades, con amplias capas de consumo diver­ sificado y estimulando el comercio interior; unos ejércitos más numerosos y poderosos; unos Estados lo suficientemente fuertes como para estimular al consumo suntuario (no olvidemos que la «reindustrialización» española del XVIII es de lujo), o a una nueva expansión ultramarina; la introducción del mundo campesino en unos ciertos cánones de consumo de lo producido por las ciudades, etc., no se habría logrado tener una demanda en potencia permanente y elevada. Si a ello unimos el que una situación insular aminora los problemas derivados del transporte terrestre y, en cierto sentido, mengua las distancias (aunque sean mayores por mar que por tierra), tal vez nos s^a más fácil comprender por qué Inglaterra, la región más urbanizada de Europa al acabar el XVII (y paradójicamente de las menos en el XVI), y por supuesto en el XVIII, alcanzó antes el desarrollo industrial. El mundo que nos legó se basó en el gran cambio energético, al abando­ narse la energía animada o sin procesar (la época anterior a la nuestra se puede llamar también eólico-acuífera) y sustituirse por la inanimada y procesada. Desde mediados del XVIII se va rompiendo la continuidad que li­ gaba con el mundo antiguo en todos los órdenes, desde la agronomía a os conocimientos médicos. Pero como siempre le pasará al Hombre, en estos momentos de cambio, la inadaptabilidad estará también al orden del día. Y con ella, las alteraciones sociales. En cualquier caso, el Pasado (tan La economía de subsistencia

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idolatrado por los humanistas) no deja ya huella, porque no es que, sen­ cillamente, haya pasado, sino que ha muerto. Lo antiguo es sólo objeto de estudio, sin aplicación práctica, idea que prevalece aún hoy en nuestra sociedad y quienes nos rigen. Pero viendo el fracaso del sistema actual (tanto el social, como el institucional o político), ¿podemos limitarnos a contemplar la Historia sólo como objeto de decoración intelectual?

Bibliografía El estudiante universitario ha de manejar las grandes síntesis que superan un manual general, al tener un alto contenido de investigación. Para la economía creo que son especialmente importantes la Historia Económica de Europa de Cambridge, publicada en Jaén; los capítulos correspondientes de la Historia del Mundo Moderno también de la Cambridge University Press, publicada en Barcelona por Sopeña, o la Historia económica de Europa coordinada por C.M. Cipolla, y publicada en España por ed. Ariel. Además, Abel, W: La agricultura: sus crisis y coyunturas. Una historia de la agricultura y la economia alimentaria en Europa Central desde la Alta Edad Media. Méjico, 1966. Alvar Ezquerra, A.: La economía europea en el siglo EVI. Madrid, 1991. Braudel, E: Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-XVIII. 3 vols., Madrid, 1984 (1979). Garande, R.: Carlos Vy sus banqueros. 3 vols., Barcelona, 1987 (1943). Carrera Pujal, J.: Historia de la economía española. Barcelona, 1943-1947. Cipolla, C.M.: Historia económica de la Europa preindustrial. Madrid, 1987 (1974). Obra de rápida y muy recomendable lectura. Domínguez Ortiz, A.: Política y Hacienda en tiempos de Felipe IV. Madrid, 1983 (1960). Hamilton, E.J.: El tesoro americano y la revolución de los precios en España. Barcelona, 1975 (1934). Hobsbawm, E.: En tomo a ¿os orígenes de la revolución industrial. Madrid, 1988 (1971). Kriedte, P.: Feudalismo tardío y capital mercantil. Barcelona, 1988 (1980). Miskimin, H.A.: La economía europea en el Renacimiento tardío, 1460-1600. Madrid, 1981. Ruiz Martín, E; Pequeño capitalismo, gran capitalismo. Barcelona, 1990. Slicher Van Bath, B.H.: Historia agraria de la Europa Occidental (1500-1850). Barcelona, 1974 (1959). Ulloa, M.: La Hacienda Real de Castilla en tiempos de Felipe li. Roma, 1963. Vázquez de Prada, V.: Historia económica y social de España (siglos XVIy XVII)Madrid, 1973. Vries, J.: La economía europea en un periodo de crisis, 1600-1750. Madrid, 1979. Wallerstein, I.: El moderno sistema mundial. 2 vols., Madrid, 1984 (1974). Wriglev, E.A.: Gentes, ciudades y riqueza. Barcelona, 1992. 82

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CAPÍTULO 3

LA SOCIEDAD ESTAMENTAL

Pere Molas Ribalta Catedrático de Historia Moderna de la Universidad Central de Barcelona

La sociedad europea durante la Edad Moderna, llamada también de Antiguo Régimen, era mayoritariamente agraria. La mayor parte de la población se dedicaba a la agricultura. La renta agraria manten ía a las cla­ ses privilegiadas, que eran los principales terratenientes. Junto al mundo rural existía una sociedad urbana muy activa. Sin embargo las ciudades preindustriales estaban muy vinculadas con el mundo rural. A veces lo dominaban, otras lo transformaban. Los cambios nunca llegaron a ser to­ tales. La Europa de fines del período seguía siendo una sociedad de base rural, aunque la fuerza del mundo urbano se había incrementado signifi­ cativamente. La sociedad de Antiguo Régimen se estructuraba a partir de criterios jerárquicos muy formalizados. La existencia de privilegios de diversa ín­ dole era un principio rector del orden social. Los privilegios estaban le­ galmente reconocidos. En líneas generales, y salvando las excepciones de algunos territorios, los privilegiados en sentido estricto no llegaban al 5% de la población. La inmensa mayoría de los habitantes eran considera­ dos «plebeyos», aunque dentro de este amplio concepto se encontraban Condiciones económicas y sociales bastante diferenciadas. Esta sociedad se denomina a veces «estamental», por considerar que se organizaba a través La sociedad estamental

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de estamentos sociales y no por clases como las de la sociedad industrial, regidas primordialmenre por criterios económicos. Ciertamente aquella sociedad se orientaba hacia las relaciones entre grupos organizados de di­ versa índole más que hacia relaciones entre individuos aislados. Era una sociedad corporativa y en cierto grado colectivista. La sociedad pre-industrial estaba fuertemente enraizada en un mundo de creencias tradicionales, transmitidas oralmente, y manifestaba un fuerte recelo hacia la novedad, y hacia los individuos ajenos al propio grupo o «cuerpo». El desarrollo del estado siempre copaba con la resistencia de los derechos colectivos establecidos, de una moral comunitaria, que a veces estaba relacionada con actitudes paternalistas de los poderosos. La denominación de Antiguo Régimen fue utilizada por los protago­ nistas de la Revolución Francesa para designar el sistema político y social que ellos querían derribar. De su sentido político, el concepto de Antiguo Régimen se ha extendido al ámbito de la economía y de la demografía. El Antiguo Régimen económico se refiere a la situación previa a la Revolu­ ción Industrial. Se trataba de la sociedad de base agraria que hemos des­ crito, una sociedad, que, en expresión del historiador inglés Peter Laslett, constituye el «mundo que hemos perdido». Sin embargo, existen divergencias entre los historiadores a la hora de fijar los límites cronológicos del Antiguo Régimen social, puesto que los cambios sociales son mucho más lentos que los políticos. Quizá es exage­ rado, aunque tenga alguna base real, el intento de hacer perdurar la socie­ dad tradicional, dominada por la nobleza, hasta los inicios de la Primera Guerra Mundial. Parece más atinada la opinión de Pierre Goubert, el cual considera que la desaparición de la sociedad tradicional se produjo a lo largo de casi cien años.

1. La nobleza, principal estamento privilegiado El grupo privilegiado fundamental era la nobleza, que servía de mo­ delo al resto de la sociedad. La nobleza había sido en su origen una clase de guerreros y de propietarios rurales privilegiados. En algunos países el adjetivo «militar» se reservaba en principio para designar a los miembros del estamento nobiliario, aunque en realidad la vocación militar de la no­ bleza (que estaba en la base de su condición privilegiada, como «defen­ sores» de los demás grupos sociales) disminuyó bastante a lo largo de la Edad Moderna. La nobleza no sólo era la principal propietaria de la tierra, sino que ejercía sobre ella, y quienes la cultivaban una autoridad de tipo político. El mundo rural europeo estaba organizado sobre la base del señorío. En 84

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buena parte de Europa la administración más inmediata no está ejercida por los representantes del monarca, sino por los «señores jurisdiccionales», estos propietarios privilegiados que formaban el orden o estamento de la nobleza. Los señores ejercían sobre sus vasallos funciones de administra­ ción, justicia y hacienda. Se trataba de una evolución del sistema feudal existente en la Edad Media, el cual había ido perdiendo algunos de sus elementos constitutivos de carácter político. Los señores recibían diversos derechos por el ejercicio de sus funciones públicas y una serie de rentas como propietarios de la tierra. En algunos casos se trataba de rentas fijas, que podían quedar devaluadas por la inflación. Pero era muy frecuente que recibieran una parte proporcional de la cosecha, lo que les permitía realizar buenos negocios. Además en la Europa oriental podían disponer del trabajo gratuito de los campesinos, por medio de prestaciones o «cor­ veas». En algunos países de aquella área sólo los nobles estaban autoriza­ dos a poseer tierras. En teoría todos los miembros del estamento nobiliario poseían la misma condición o calidad, para emplear la terminología de la época. Según los tratadistas la nobleza era una et eadem, una sola y la misma para todos los nobles. Pero en realidad había fuertes diferencias de riqueza y de poder. Se suele distinguir entre una alta y una baja nobleza. Pertenecerían a la alta nobleza, en líneas generales, los nobles poseedores de un seño­ río, o los que ostentaban un título: de duque, marqués, conde o barón. Este grupo de los «señores» estaba perfectamente definido en los países germánicos, o en Inglaterra como los «lores». Incluso en el interior de los titulados podía existir un grupo más reducido y prestigioso, como eran los Grandes de España, o los Pares del reino de Francia. La pequeña nobleza estaba constituida a su vez por varias categorías, pero se suelen resumir con la denominación de caballeros o gentileshombres (en inglés gentlemen). En Castilla era común la denominación de hidalgos, una condición que se ha hecho célebre a través de la literatura. Sin embargo, la visión dada por fuentes literarias no siempre refleja la vida real de los hidalgos. Teóricamente la condición nobiliaria sólo se trasmitía por descendenc*a; de este concepto proceden las expresiones de nobleza de linaje o de nobleza de sangre. Pero en realidad el estamento noble constantemente estaba aumentando y renovando sus efectivos mediante la incorporación de nuevas personas y familias que lógicamente provenían de las filas de los plebeyos ricos, de los campesinos acomodados o de las oligarquías urbanas. Los procedimientos de ennoblecimiento eran muy variados según los Plises. Por supuesto el rey podía conceder privilegios o cartas de nobleza, ero era más común el ennoblecimiento por la costumbre, por la acepta­ ron social, la imitación de las formas de vida nobiliarias (more nobilium), La sociedad estamental

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el ejercicio de los diversos cargos públicos que conferían la nobleza (a veces pasado un cierto tiempo, o una generación), una política matrimo­ nial adecuada. En principio se estimaba que vivir de rentas sin dedicarse al comercio, ni por supuesto al trabajo, era una prueba de la condición de vida noble. Había también un sinfín de situaciones prenobiliarias o seminobiliarias, que concedían a algunos grupos sociales (por ejemplo los graduados universitarios) algunos de los privilegios fiscales y honoríficos de la nobleza. La ascensión social por el ejercicio de los cargos públicos, en especial de la administración de justicia, fue relevante en Francia, donde en el siglo XVII surge la expresión «nobleza de toga», para referirse a los ma­ gistrados propietarios de sus cargos. Los magistrados y altos funcionarios tenían amplías oportunidades para ennoblecerse, si no disfrutaban ya pre­ viamente de la dignidad llamada «militar». La compra de jurisdicciones señoriales por parte de plebeyos ricos era un paso previo importante hacia el ennoblecimiento. También se obtenía la declaración de nobleza me­ diante la presentación de testigos favorables. Los privilegios nobiliarios eran diversos. Algunos eran meramente ho­ noríficos y se expresaban en el orden de precedencia en todo tipo de cere­ monias públicas, un extremo muy apreciado en aquella sociedad, puesto que era la expresión visible de la jerarquía social. También se suponía que la nobleza disponía de un derecho preferente para ejercer los cargos públi­ cos, sobre todo los que dimanaban de la autoridad del monarca. En prin­ cipio los nobles estaban exentos de todo tipo de impuesto, puesto que se estimaba que defendían a la sociedad con su esfuerzo personal. La nobleza defendió con ahínco el principio de su inmunidad fiscal hasta el fin del Antiguo Régimen, como se observa en el inicio de la Revolución Fran­ cesa. Sin embargo, y a medida que se desarrolló la monarquía absoluta los nobles se vieron obligados a tributar de una u otra forma, aunque fuera de manera distinta que los plebeyos o «pecheros» (los que pagaban pechos o impuestos). Los nobles disfrutaban también de privilegios en materia de justicia. Eran juzgados, y en su caso castigados de manera distinta a la de los plebeyos, para que su pena no tuviera un carácter infamante. Incluso en caso de ejecución se les decapitaba, mientras a los plebeyos se les ahorcaba, o se les infligía algún tipo de suplicio, según el delito. En este sentido la Revolución Francesa impuso la guillotina como sistema de ejecución igualatorio, y como tal antijerárquico. La nobleza era, evidentemente, el grupo más rico de la sociedad. Pero dentro de la misma había fuertes desniveles. El tema de la pequeña nobleza rural pobre, bien distinta de la aristocracia de la corte, se ha convertido en un verdadero tópico. La pobreza de la nobleza era siempre relativa. Pero incluso en el caso de los fabulosos ingresos de un Grande de España o de 86

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un Lord, debemos pensar también en la enormidad de sus gastos. Habían de mantener numerosos castillos, una abundante servidumbre, una vida social ostentosa y dispendiosa, basada en la prodigalidad, el servicio mi­ litar y político del monarca (que muchas veces exigía aportaciones cuan­ tiosas), los pleitos por razón de herencias y propiedades, etc. Todos estos elementos provocaban que muchas casas nobiliarias vivieran al borde del endeudamiento. El noble que no pagaba sus deudas se daba tanto en la Castilla del siglo de Oro como en el Londres del siglo XVIII. El sistema de herencia jugaba también su papel. Desde la Europa mediterránea y latina se fue extendiendo hacia los países germánicos y anglosajones el principio de sucesión por primogenitura: el «mayorazgo» castellano, el «fideicomiso» germánico, o el «entail» inglés, los últimos en el siglo XVII. En todos estos casos se conservaba la riqueza del linaje, pero quedaba planteado el problema de los segundones para quienes se abría la carrera militar, la burocracia, y en los países católicos la carrera eclesiástica, las plazas de canónigos, las abadías, y los conventos para las hijas, las cuales debían aportar también las correspondientes dotes. La obligación de dotar a las hijas constituía un duro gravamen sobre la economía de las familias nobles. Por otra parte, la privilegiada situación social y política de la nobleza le permitía sortear, con mucha mayor facilidad que los plebeyos, el pago de sus deudas. Contaban con la protección de la corona frente a sus deudo­ res, confiaban en que el monarca les concediera «mercedes» con magnani­ midad, y podían incrementar las rentas y obligaciones de sus campesinos, o utilizar la autoridad señorial para vender los productos de sus propias tierras antes que los campesinos, y por lo tanto a mejor precio. El modelo social de la nobleza cambió a lo largo de la Edad Moderna, en primer lugar por la influencia de la obra del italiano Baltasar de Cas­ tiglione, 11 Cortegiano (1528). La corte difundió un modelo de conducta que controlaba los impulsos de la persona. Un cierto grado de cultura formaba parte de la educación nobiliaria. Los hijos de la nobleza no iban tnayoritariamente a las universidades, sino que estudiaban en sus casas, con preceptores particulares, o en academias especiales, los llamados en España e Italia «seminarios de nobles», en los que aprendían matemáti­ cas, idiomas, baile, esgrima, etc. La nobleza del norte y centro de Europa c°tnpleraba su educación con un viaje de varios años, llamado el Gran °ur> que no dejaba de incluir Italia. En muchos aspectos la educación que recibían los jóvenes caballeros era más funcional que la impartida en las universidades, aunque tampoco fue extraño que los nobles siguie­ ran durante algún tiempo un curso en las aulas, sin terminar una carrera Completa. La nobleza fue en buena parte una clase ociosa, que fue perlendo su función social originaria, pero contó con individuos de elevada La sociedad estamental

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capacidad intelectual y en algunos países conservó unas ideas de libertad política contra el autoritarismo de los monarcas. Una parte significativa de los primeros políticos liberales procedían de familias de la nobleza que renunciaron a sus privilegios jurídicos, unos privilegios que los críticos denunciaban como fruto únicamente de la «casualidad del nacimiento».

2. La población urbana La ciudad formaba, dentro de la sociedad de Antiguo Régimen, un elemento minoritario, pero cualitativamente muy importante por su di­ namismo. En principio la ciudad simbolizaba la economía de base dinera­ da, capitalista, en oposición a la estructura rural tradicional, heredada del feudalismo. En la realidad la situación era más compleja. Las ciudades del Antiguo Régimen estaban muy inrerrelacionadas con el campo, incluso con extensiones cultivables en el interior de sus murallas. En la Edad Moderna la nobleza más importante residía en las ciudades, y la nobleza media tendía a participar en su gobierno. Los grupos dirigentes de las ciudades eran parte rentistas, parte propietarios rurales. Los comerciantes obtenían una parte de sus beneficios del arrendamiento de los derechos señoriales, o bien de los diezmos que el campesino había de pagar a la Iglesia. La población urbana se hallaba extremadamente jerarquizada. El nom­ bre de burgués tenía un sentido originario de habitante de un «burgo» o de una ciudad. Más adelante tendió a designar en algunas lenguas a los grupos sociales que vivían del comercio o del ejercicio de las profesiones liberales. De hecho se tiende a medir el grado de desarrollo social a tra­ vés del crecimiento de alguna de las citadas profesiones: médicos, aboga­ dos, enseñantes, funcionarios, unos grupos que comenzaron a tener un peso significativo en las ciudades italianas de la época del Renacimiento, y también en Inglaterra y los Países Bajos en torno a 1700, dos socieda­ des altamente urbanizadas (sobre todo la segunda) y regidas por valores burgueses. En la mayor parte de las ciudades europeas el grupo dirigente estaba formado por una oligarquía rentista, que vivía de sus propiedades agra­ rias, y de un complicado sistema de préstamos (los llamados censos). Esta burguesía superior constituía un grupo similar y vecino a la nobleza, aun­ que distinto jurídica y formalmente. En los países mediterráneos se les distinguía con el título de «ciudadanos honrados», «burgueses honrados», o similares. En la Francia del siglo XVII vivir «burguesamente» significaba vivir de rentas, no del comercio. Incluso las ricas ciudades holandesas del si88

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glo XVII, cuna del capitalismo, estaban gobernadas por una oligarquía de magistrados rentistas, llamados los «regentes». Las familias de los ciu­ dadanos solían proceder de antiguos mercaderes que de manera gradual abandonaban el siempre inseguro mundo del comercio marítimo para transformarse en propietarios de la tierra, una actividad mucho más pres­ tigiosa, económicamente rentable y generalmente segura. Para designar a los grupos urbanos privilegiados suele utilizarse la ex­ presión patriciado urbano. Tal denominación estaba basada en la ideo­ logía de la época, puesto que los rentistas semiprivilegiados se suponían continuadores de los patricios de la antigua Roma. La ciudad de Venecia, por ejemplo, ha sido definida como una república de patricios. Los parriciados solían establecer gobiernos «cerrados», que excluían a los restantes grupos sociales de la participación en el gobierno de la ciudad. El grueso de la burguesía estaba constituido por el comercio. Tam­ bién aquí puede establecerse una nueva jerarquización. El primer nivel de los hombres de negocios correspondía al comercio del dinero, a los comerciantes-banqueros del Renacimiento, o a los financieros franceses de los siglos XVII y XVIII. Las grandes familias de comerciantes y finan­ cieros, como los Medid, llenaron con sus palacios el centro de la ciudad de Florencia. Lo mismo hicieron en la suya los financieros genoveses del siglo XVI. Las ciudades del sur de Alemania y los puertos de la Hansa, en el mar Báltico, tuvieron también sólidos patriciados. Los hombres que se dedicaban al comercio tuvieron una denomina­ ción oscilante. Primero se les llamó mercaderes. En el siglo XVII se di­ fundió la expresión negociante. En el siglo XVIII se habló más de comer­ ciantes. El mercader se distinguía de los niveles del pequeño comercio por vender al por mayor todo tipo de productos y por dedicarse a todo tipo de negocios (comercio marítimo, industria, seguros) y, por supuesto, banca, una especialización más que podía convertirse en exclusiva. La burguesía de Antiguo Régimen era básicamente mercantil. Las in­ versiones en la industria hasta el siglo XVIII fueron limitadas y escasas. El llamado «empresario» era un comerciante que controlaba el trabajo de talleres dispersos. Sólo en la segunda mitad del siglo XVIII comenzó a desarrollarse en algunos países una burguesía industrial o manufacturera. La burguesía mercantil tradicional, prefería, en todo caso, las distintas inversiones financieras, que eran más acordes con el modelo nobiliario y rentista. La mentalidad nobiliaria tendía a ver al comerciante, no únicamente c°mo un tipo distinto e inferior en la jerarquía social, sino también con­ trapuesto. Se le consideraba inspirado por el lucro «vil y sórdido», situado en las antípodas del honor nobiliario. En los países latinos se desarrolló el La sociedad estamental

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concepto de la «derogeance», según el cual los nobles no podían dedicarse al comercio sin perder su condición. En realidad los nobles comercializa­ ban los productos agrícolas de sus dominios, y en los grandes puertos la relación entre comerciantes y nobles eran bastante fluida. Hubo muchos casos de ascenso a la nobleza por parte de comerciantes, pero casi siempre por la vía intermedia de la compra de señoríos, del ejercicio de cargos de hacienda, o de las relaciones con la administración real. La mayor parte de la población urbana estaba integrada por los arte­ sanos o menestrales, normalmente organizados en corporaciones que reci­ bían diversos nombres: el más común en castellano es el de gremio. Estas corporaciones de oficios tenían unas funciones económicas de reglamentar la producción en sus aspectos técnicos, y sobre todo de la organización so­ cial del trabajo. Tenían también funciones religiosas y de asistencia social, íntimamente enlazadas; se las llamaba también, según lugares y momen­ tos «hermandades», «misterios» o «cofradías». Los gremios eran también la forma de manifestación social de los artesanos. En algunas ciudades te­ nían cierta participación en el gobierno municipal, y en cualquier caso se les atribuían funciones de recaudación de impuestos, reclutamiento mili­ tar, etc. En las grandes ciudades el número de gremios llegaba al centenar, y se incrementaba con la especiaiización de la producción: por ejemplo fabricantes de agujas, fabricantes de medías de seda, etc. Los gremios constituían también una sociedad jerarquizada en torno a los maestros, aunque formalmente igualitaria entre éstos. A partir del siglo XV el examen de maestría se había convertido en una forma de dis­ criminación económica, debido a los elevados gastos de ingreso que se exigían. Los privilegios concedidos a los hijos de los maestros y los matri­ monios endogámicos contribuían a hacer de los gremios unas asociacio­ nes cerradas, o por lo menos poco flexibles. Por debajo de los maestros, los oficiales y los aprendices constituían un proletariado joven y mal pagado. En Francia y en Alemania los oficiales, que se veían excluidos de la condición de maestros, formaron sociedades semisecretas, que en el primer caso son conocidas como «compagnonages», y que han llegado hasta nuestros días de algún modo. Los gremios artesanos habían protagonizado buena parte de las luchas sociales en las ciudades europeas durante los siglos XIV y XV, especial­ mente en Italia, Alemania y Flandes. En cambio durante la Edad Mo­ derna los menestrales se encontraban bien controlados por las autoridades municipales y estatales. Los artesanos formaban un grupo subordinado económicamente a la burguesía, pero distinto del proletariado industrial de épocas posteriores por su mayor independencia formal y su estilo de vida, que se enorgullecía de las tradiciones corporativas. Existía una ver­ dadera cultura artesanal, diversificada según los oficios o sectores de la 90

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producción, con canciones que acompañaban el trabajo, santos patronos que supuestamente habían ejercido el oficio, etc. La estratificación social se incrementó en el siglo XVII con las difi­ cultades económicas. En todas partes se practicaba una distinción entre «gremios mayores» y «menores». Entre los primeros se contaban los mer­ caderes al por menor de tejidos (de lana, seda y telas), de especies y colo­ rantes, así como algunos oficios especializados, que exigían gran habilidad técnica y un capital relativamente elevado para la adquisición de primeras materias y de utensilios de trabajo, como los orfebres o plateros, los fabri­ cantes de tejidos de seda, los libreros e impresores, etc. A pesar de que todos los maestros de un gremio teóricamente gozaban de los mismos derechos, en la práctica existía una diferenciación de base económica. Algunos maestros trabajaban en realidad para comerciantes o para otros colegas suyos ricos. Eran, en expresión de la época, «maes­ tros que trabajan como mancebos» u oficiales. En Francia se distinguía el «maître marchand», del «maître ouvrier»-, sin embargo, éste, a diferencia del trabajador industrial, conservaba la propiedad de sus utensilios de tra­ bajo. Además de los artesanos agremiados vivían en las ciudades europeas una gran cantidad de trabajadores no especializados, sobre codo en tareas que requerían fuerza física, como eran las de carga y descarga de mercan­ cías. Trabajaban por un jornal diario los llamados «ganapanes» o «gagnedeniers», «bergantes», «journeymen». El número de trabajadores libres au­ mentó con la crisis del siglo XVII. Aunque en el siglo XVIII los gremios entraron en un proceso de disolución, la mayor parte de la producción todavía estaba en manos de artesanos formalmente independientes, con­ trolados por el capital comercial. A diferencia de la sociedad actual, en las ciudades del Antiguo Régi­ men vivía un abundante servicio doméstico. Esta situación no se daba sólo en las grandes mansiones nobiliarias, que disponían de un número excesivo y ostentoso de criados, sino en los domicilios de la mediana y pequeña burguesía, las cuales solían contar con uno o dos sirvientes. Los aprendices de los maestros artesanos solían desempeñar funciones domésñcas, bajo la dirección de la mujer del maestro. Los criados de ambos sexos, que acostumbraban a ser solteros, representaban en la Francia del siglo XVIII el 8% de la población activa. Por su falta de vida familiar se les atribuían hábitos de violencia (los «lacayos») y de insubordinación social, X se considera que formaban parte importante de los tumultos urbanos. No era raro que sus amos tardaran en pagarles su sueldo, pero tampoco lo era que les dejaran algún legado en su testamento. p Las clases populares urbanas vivían, en expresión de una historiadora ancesa actual, una «vida frágil». El alojamiento era caro y precario. La La sociedad estamental

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alimentación se llevaba el 50% de los ingresos de un trabajador. Los es­ tudios que se han hecho sobre los salarios de los trabajadores urbanos, a pesar de su sofistificación estadística, pueden ser engañosos, porque parte de los salarios se pagaban en especie, por ejemplo en comida, y no queda­ ron registrados. Aunque algunos historiadores han señalado la soledad del trabajador pobre en una gran ciudad, otros estudios han demostrado que existían muchas formas de solidaridad y ayuda, no sólo las organizadas por los gremios, sino también por las parroquias, y las que procedían de las re­ laciones de vecindad. Las múltiples redes de solidaridad encuadraban la vida preindustrial.

3. El campesinado Los campesinos formaban la inmensa mayoría de la población europea, pero bajo este nombre se daban condiciones económicas y sociales muy di­ versas, que derivaban de diferentes factores: de si el campesino dependía de un señor jurisdiccional o no, de cuál era el régimen de tenencia de la tierra, si disponía de contratos a largo plazo, o prácticamente vitalicios, de arren­ damientos a corto plazo, o incluso de peores condiciones, o si simplemente era un jornalero asalariado. De ordinario, la mayor pane de los campesinos debían a los señores o a los propietarios una parte de la cosecha, el lla­ mado en Francia champart o campi pars. Este tributo en especie se sumaba al diezmo, la décima parte de la producción, debida a la Iglesia, aunque en muchas partes su percepción estaba en manos de los propios señores. En los países del Este de Europa el campesinado estaba sometido a un régimen de servidumbre, lo cual implicaba la obligación de realizar ciertos trabajos gratuitos en beneficio del señor: las llamadas prestaciones, corvées o según su nombre checo el robot. Este consistía en el trabajo personal del campesino sólo, o con sus animales de tiro, según cuál fuera su nivel de riqueza. Las prestaciones obligatorias eran sostenidas por la adscripción del campesino al dominio señorial, sin posibilidad de emigración. La llamada «segunda servidumbre de la gleba» se consolidó en la Europa oriental en la segunda mitad del siglo XVII. El sistema contaba con elementos com­ plementarios, como la prohibición de casarse fuera del dominio señorial, y la obligación que tenían los hijos de los campesinos de realizar labores domésticas al servicio de los señores o de los intendentes de éstos en sus castillos. El gran dominio de la Europa central y oriental se constituía como una unidad cerrada, tanto desde el punto de vista económico como social. 92

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La naturaleza de los contratos agrarios configuraba distintos tipos de campesino. Los más favorables eran los contratos enfitéuticos, por los cuales el campesino obtenía el usufructo de la tierra por largo tiempo, a veces in­ definido, o mientras se cumplieran determinadas condiciones. De ordinario [os enfiteutas pagaban unas cantidades simbólicas, en reconocimiento del dominio eminente del señor, cantidades o productos que no tenían relación directa con la extensión de la tierra o la cuantía de la producción. Los otros tipos de contrato eran menos favorables para el campesi­ nado. El contrato de arrendamiento solía estipularse por períodos cortos, lo que permitía a señores y propietarios adecuar las rencas a la evolución de los precios. El arrendamiento sólo podía favorecer a los campesinos con suficiente capital de explotación, que alquilaban grandes propiedades para una producción orientada al mercado. En cambio la aparcería, muy frecuente en los países mediterráneos, era un contrato propio de campesi­ nos pobres, carentes de capital. En este contrato el propietario aportaba el capital y se llevaba una parte importante de la producción, muchas veces la mitad, como indican los distintos nombres que recibía este contrato a partes en diversos países: mezzadria en Italia, metairie en Francia, halbpncht en Alemania. Para la vida campesina era muy importante la existencia de bienes y de usos de carácter comunitario. Los bosques y los prados comunales ofrecían a los campesinos pobres madera y cierra de pasto para sus ga­ nados. Los derechos comunales permitían también pastar en tierras de propiedad privada después de la siega: es la llamada «derrota de mieses». Para permitir este derecho de «espigueo», tras la cosecha, «alzadas las mie­ ses», era necesario que los campos permaneciesen abiertos, y que todos los cultivadores individuales siguieran un ritmo colectivo de trabajo. La producción agraria estaba, por lo tanto, regulada por la comunidad rural. La parroquia era el centro de articulación de la comunidad. Después de la misa del domingo se tomaban las decisiones sobre el trabajo agrario. No había disociación entre la vida laboral y la festiva. El prado comunal se convertía en lugar de esparcimiento, de juegos y de baile. A lo largo de la Edad Moderna se produjo un retroceso de los derechos X de los usos colectivos, en beneficio de las explotaciones individuales. La defensa de los derechos colectivos fue una fuente de conflictividad en el de que los señores reivindicasen la posesión de los bosques y de los prados. También se producían dificultades con el avance de la economía capitalista, impulsada por los propietarios burgueses o por los mismos campesinos ricos. El cierre de los campos era un símbolo de la nueva agri­ cultura capitalista. También fue duramente conflictiva la desecación de lagunas y marjales para convertirlos en propiedades individuales, lo cual terminaba con los tradicionales derechos comunitarios de pesca. La sociedad estamental

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Un grabado del siglo XVII francés presentaba al campesino como un personaje nacido para el trabajo y abrumado por el pago de muy diversas obligaciones. Mientras los derechos señoriales solían pagarse con una parte de la cosecha, el nuevo impuesto real se exigía en metálico. Para obtener dinero el campesino tenía que vender su producción, lo que no siempre podía hacer en condiciones favorables, pues uno de los privilegios seño­ riales consistía en poder vender su propia producción antes que la de sus campesinos, con lo cual estos no podían obtener los mejores precios. Durante buena parte de la Edad Moderna el campesino no se bene­ ficiaba de ninguna acción estatal concreta a cambio de sus impuestos. Al contrario, el reclutamiento, y sobre todo el alojamiento de soldados cons­ tituía una dura carga para la economía campesina y muchas veces para su propia existencia familiar, por la frecuencia de brutalidades y violaciones que sufrían. Normalmente el campesino pagaba más impuestos que el habitante de la ciudad, y en cambio se encontraba más desprotegido en situaciones de pobreza. No era extraño que viviera en una permanente situación de deudas, sea con los burgueses de la ciudad o con los campesinos ricos. Las deudas se agudizaban en caso de varias cosechas desfavorables. En este caso podían llevar a la pérdida de la explotación, que había sido hipote­ cada como garantía del pago. El endeudamiento era una de las vías más importantes en el proceso de expropiación del campesinado pobre. Existían entre los campesinos diversos niveles sociales, aunque el mundo rural estaba menos jerarquizado formalmente que el urbano. Las diferencias se establecían según la posibilidad de disponer de los medios de producción, en especial de los animales de tiro y de los uten­ silios de labranza. También influían los sistemas de herencia y la natu­ raleza de la producción. Los agricultores especializados (y entre ellos los viticultores) solían estar en mejores condiciones que los limitados a una producción de subsistencias. Muchas veces las instalaciones básicas para la elaboración de los pro­ ductos agrarios estaban en poder de los señores en forma de monopolio, como era el molino, el horno, la prensa, el lagar, la almazara o molino de aceite, etc. En primer lugar encontramos una minoría exigua (en torno al 5%) de campesinos acomodados o ricos. Significativamente se les denominaba «labradores honrados» o «villanos ricos», como si estos sustantivos y ad­ jetivos fuesen en principio incompatibles; también se les llamaba gallos de pueblo. En Inglaterra se les conocía con el nombre de «ycomen». Estos campesinos disponían, en propiedad o con contratos favorables, de pro­ piedades extensas, para cuyo cultivo empleaban a campesinos pobres o jornaleros. Pertenecían a esta categoría no sólo campesinos enfiteutas o 94

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casipropietarios, sino también los grandes arrendatarios del norte de Fran­ cia. Muchos eran los arrendatarios de los derechos señoriales. Se les suele designar como «burguesía rural». El segundo grupo estaba integrado por los campesinos medios, in­ dependientes, pero no «poderosos» (expresión que se utilizaba en Casti­ lla). Este grupo era bastante compacto en los inicios de la Edad Moderna (hasta un 25%), pero disminuyó en el siglo XVII, debido a un proceso de polarización social y por la evolución capitalista de la agricultura. La situación mayor!taria del campesinado europeo (hasta un 60 ó 70%) era la del labrador dependiente, que no disponía de las tierras su­ ficientes para hacer frente a diezmos, rentas e impuestos, ni solventar las malas cosechas y las deudas. Solían emplearse al servicio de los campe­ sinos «poderosos» para el trabajo estacional. Este grupo aumentó como consecuencia de la crisis económica del siglo XVII. En cambio no eran mayoría, en el conjunto europeo, los jornaleros o campesinos sin tierras, que sin embargo eran abundantes en el sur de España e Italia. Más importante era la figura del mozo de labranza, tra­ bajador soltero y eventual, incorporado formalmente a la familia del pro­ pietario. En la Inglaterra preindustrial entre el 25 y el 50% de los jóvenes eran mozos de labranza o servants in husbandry. Todos los observadores de la época coincidían en subrayar la precarie­ dad de la existencia campesina, marcada por el duro esfuerzo físico y un trabajo realizado con útiles rudimentarios. Muchos vivían aislados, lo que producía un sentimiento de desconfianza hacia el exterior. La situación relativa de los distintos grupos campesinos se modificaba a tenor de la coyuntura económica. La crisis del siglo XVII produjo el en­ deudamiento tanto de individuos como de comunidades. Muchas tierras comunales pasaron a manos de la nobleza y de la burguesía capitalista. El proceso de diferenciación social entre la minoría de gros laboureurs y la mayoría en dificultades económicas o en vías de prole tarización, resque­ brajó la comunidad campesina. En el siglo XVIII el incremento de la población, sin cambios estruc­ turales en el régimen de propiedad, hizo aumentar el número de cam­ pesinos pobres y de proletarios. En Inglaterra la llamada «Revolución Agrícola» se tradujo en la sustitución del pequeño campesino por el jor­ nalero agrícola. El campesino pobre dependía de la usura, del trabajo in­ dustrial a domicilio y muchas veces buscaba su futuro en la emigración. Frecuentemente los jóvenes campesinos sin trabajo fijo se convertían en Vagabundos. En la etapa final del Antiguo Régimen, en la segunda mitad del siSIg XVIII, los economistas y los políticos se interesaron por mejorar la condición del campesinado y por reformar las estructuras del mundo ruLa sociedad estamental

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ral. Fue el momento de desarrollo de una política agraria, que de ordina­ rio fue limitada e insuficiente. Con anterioridad el campesino había sido despreciado por las clases nobiliarias y por los habitantes de las ciudades. También había sido objeto de una idealización de la vida rural, por parte de la literatura renacentista, por los poetas y por los moralistas, que veían en la vida de la aldea un conjunto de virtudes muy contrarias al bullicio de las capitales. El teatro español del Siglo de Oro había destacado por dar papeles protagonistas a campesinos independientes, defensores de su dignidad frente a los atropellos de la nobleza. Los tratados de agronomía contribuyeron también a fomentar la figura del propietario rural, como un padre de familia.

4. Pobres y delincuentes La pobreza era una situación sustancial con la sociedad del Antiguo Régimen. Se calcula que un mínimo del 10% de la población vivía con­ diciones de pobreza. La proporción se movía entre el 10 y el 20% de la población de las ciudades castellanas del siglo XVI. La mayor parte de la población, los artesanos y los campesinos, ca­ rentes de reservas alimenticias y de dinero, podían caer en la pobreza con gran facilidad, según los vaivenes de la economía. En algunos recuentos de población los conceptos de trabajador y de pobre eran equivalentes. Las viudas, los enfermos y los ancianos daban las mayores proporciones de pobreza. Era trágicamente normal que las parroquias enterraran a pobres desconocidos, muertos de hambre y de frío. En sentido amplio se puede estimar que cerca de la mitad de la población europea vivía en situación de pobreza. Muchos matrimonios legítimos abandonaban a sus hijos por no poderlos alimentar. El número de pobres aumentó en el siglo XVI. En la segunda mitad del siglo se produjo un deterioro progresivo del nivel de vida. La crisis del si­ glo XVÍI hizo aumentar el número de pobres. En la segunda mitad del siglo XVIII el crecimiento de la población incrementó el número de los des­ validos. En París, según la perspectiva de los observadores, podía considerarse pobre entre un mínimo del 10% y un máximo del 25% de la población. Los inmigrantes rurales suministraban el grueso de los trabajadores no cualifica­ dos y de los pobres. Constituían el problema social más grave de la sociedad del Antiguo Régimen. Vivían pendientes del precio de los alimentos (sobre todo del pan). Tan general como el fenómeno de la pobreza era la existencia de un enorme esfuerzo de caridad social, que sin embargo nunca logró solventar el problema. La asistencia a los pobres experimentó a partir del siglo XVI 96

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un cambio significativo con relación a los siglos anteriores. La visión cris­ tiana tradicional, mantenida en parte por la Iglesia católica, consideraba que la pobreza era una opción voluntaria (había órdenes mendicantes) y que en todo caso el pobre era una cierta representación de Jesucristo, que daba al rico una forma de invertir bien su dinero por medio de la limosna. Los ciegos, por ejemplo, rezaban en favor de quienes les asistían con sus limosnas. Esta visión tradicional fue sustituida a partir del primer tercio del si­ glo XVI por una idea secularizada, basada en la primacía del trabajo. Se pretendía que la acción de los municipios sustituyera la asistencia social de carácter religioso. En las ciudades de Alemania y de los Países Bajos se co­ menzaron a crear organismos de asistencia social, unas «oficinas de pobres», en los que se daba asistencia a los necesitados. La obra de Juan Luis Vives, el humanista valenciano exiliado en los Países Bajos, era tanto un programa de subveníione pauperum, como un reflejo de la política social adoptada por los municipios de la zona central de Europa hacia 1525. La legislación cas­ tellana sobre los pobres fue sistematizada por Felipe II en 1565. La política del Antiguo Régimen con relación a la pobreza se basaba en una idea fundamental: existían «pobres verdaderos» y «pobres fingi­ dos», para emplear la expresión de un médico español (Pérez de Herrera) que escribía a fines del siglo XVI. Los primeros merecían amparo y los segundos «reducción», es decir, control y trabajo obligatorio. Las llamadas en Inglaterra «Leyes de pobres» sustituían la ayuda individual de la li­ mosna por un impuesto generalizado que se cobraba a partir de las parro­ quias, Los pobres integrados en sus respectivas comunidades eran dignos de ayuda, pero los mendigos y vagabundos serían perseguidos y tratados como delincuentes. Este sistema se mantuvo vigente en Inglaterra hasta el primer tercio del siglo XIX. Para hacer frente a la pobreza surgieron instituciones caritativas, como la creada en Francia por San Vicente de Paúl en el siglo XVII. A fines del siglo XV] se fundaron en Italia muchos montes de piedad. Había también legados e instituciones para dar dotes a jóvenes, a fin de que pudieran contraer matrimonio y evitar dedicarse a la prostitución. En muchos mu­ nicipios había «pósitos» y «arcas», que concedían préstamos de cereales y simientes a campesinos en escasez. Pero fue más general el encierro de los pobres en grandes hospita­ les, casas de misericordia, «albergues» o «casas de trabajo», donde se les empleaba en labores poco calificadas y mal remuneradas, y vivían en un r^gimen de dura disciplina social. Las autoridades estaban obsesionadas por los pobres que no se dejaban controlar, calificados generalmente como vagabundos. Pero la mendicidad era con frecuencia la única salida que tenían los necesitados. La mayoría La sociedad estamental

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de los vagabundos eran campesinos que huían del hambre o que habían perdido sus tierras. Los pobres desconocidos afluían a las ciudades, donde se encontraban las precarias instituciones de asistencia social. La existencia de indudables actitudes delictivas entre los mendigos era proyectada por los privilegiados sobre todo el conjunto social. Los «falsos pobres» y los erran­ tes eran perseguidos y sometidos a duras penas, primero a azotes, luego a trabajos forzados o al servicio militar. Los campesinos vagabundos se unían con otras condiciones sociales desarraigadas: soldados licenciados, deserto­ res, peregrinos, oficios ambulantes. Todos ellos constituían grupos poten­ cialmente peligrosos, entre los que existían muchas actividades fraudulentas y delictivas. Los gitanos eran asimilados a este agregado de «gentes de mal vivir», completamente hostiles a la idea de ser encerrados en un gran hospi­ tal o en cualquier centro de trabajo forzoso. El trabajo en las factorías indus­ triales era considerado cosa de pobres en la Inglaterra anterior a 1750. El mal pobre que fingía enfermedades inexistentes no era una inven­ ción de las autoridades, pero en la realidad era difícil establecer una fron­ tera exacta entre «buenos» y «malos» pobres, y sobre todo entre «misera­ bles» y «truhanes», entre pobres y vagabundos y entre éstos y delincuentes. Existían bandas de vagabundos que exigían limosna con amenazas. En las ciudades había grupos marginales, a los que conocemos sobre todo por la novela picaresca. Eran fruto de la pobreza y de la conducta violenta, que estaba muy generalizada a principios del siglo XVI. La ma­ yor parte de los mendigos llevaban una vida familiar irregular. Se ha escrito que la vida de las clases marginales se desarrollaba en torno a tres ejes: la taberna, el burdel y la cárcel. La difusión de los crite­ rios morales de ambas Reformas (la protestante y la católica) acabó con los grandes burdeles organizados de las ciudades mediterráneas, pero na­ turalmente no con la prostitución, que siguió nutriéndose de los niveles de pobreza. Los sacerdotes tronaban contra la existencia de tabernas o «cabarets», centros de sociabilidad popular, que quitaban público a las ce­ remonias religiosas dominicales. Los informes policiales también denun­ ciaban a las tabernas como centros de reunión de delincuentes y posibles hogares de actitudes de subversión. Era muy posible que el «mal pobre», que el miembro de los grupos marginales, terminase en la cárcel. Sin embargo la cárcel no fue en el Antiguo Régimen un lugar para cumplir una condena. El sistema penal del Antiguo Régimen aceptaba todavía en principio la composición de los delitos por dinero, si se trataba de un asunto entre particulares. Las penas solían ser físicas, crueles, y pretendían un carácter ejemplarizante. Un vagabundo que infringiera las leyes de pobres, se arriesgaba en In­ glaterra a sufrir la pena de azotes o incluso a ser marcado con un hierro candente, o a perder nariz y orejas. En los países mediterráneos el estado 98

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podía condenar a los delincuentes a servir como remeros en las galeras. En el siglo XVIII este servicio tradicional fue sustituido por unas nuevas utilidades: el trabajo forzoso en minas, o en fortificaciones y obras públi­ cas. La legislación penal solía tener un fuerte sentido clasista. La nobleza ostentaba entre sus privilegios el derecho exclusivo a la caza, mientras que [os campesinos se veían sometidos, incluso en la Inglaterra parlamentaria del siglo XVIII, a la dureza de las leyes de caza (gante laws). Los cazado­ res furtivos fueron frecuentes en la Inglaterra preindustrial. Se trata de un tipo social que conocemos a través de la literatura. Lo mismo sucede con los presos por deudas, que tenían que mantenerse en la prisión a sus expensas. En cambio los nobles se resistían a satisfacer sus deudas con sus acreedores plebeyos, e incluso alardeaban de ello. La delincuencia organizada en el campo adoptaba la forma del ban­ dolerismo. Sin embargo este fenómeno no se reducía a una lucha de po­ bres contra ricos, sino que involucraba también los hábitos de violencia de los mismos miembros de las clases privilegiadas. El bandolerismo ha sido especialmente estudiado en los países mediterráneos (España, Italia, Balcanes) sobre todo en el siglo XVI, aun cuando continuó en las centu­ rias siguientes, en connivencia con situaciones concretas, fruto del creci­ miento del estado, como era el contrabando. En ocasiones se mezclaban elementos religiosos y políticos, como en los bandoleros balcánicos lla­ mados haiduks, que se han convertido en personajes del folclore eslavo, y en héroes legendarios de la lucha contra los turcos. Lo mismo sucedía en Irlanda con los bandoleros católicos, que luchaban contra los señores pro­ testantes. Uno de los bandoleros más famosos del siglo XVIII francés fue Mandrin, el cual protagonizó una dura lucha contra los recaudadores de impuestos indirectos y terminó dando nombre aun tipo especial de narra­ ciones: las «mandrinades». Las acciones de los bandoleros, y de los jóvenes al borde la ley («valientes» o valentones, «guapos»), formaban uno de los temas preferentes del romancero español del siglo XVIII. Sin embargo la historiografía actual considera que se ha idealizado bastante el fenómeno del bandolerismo como expresión del descontento social, puesto que no altaban connivencias entre los bandoleros y los miembros de clases privi­ legiadas, como se observa en Valencia, en Mallorca y en Ñapóles.

5- Rebeliones populares pesar de que había un amplio consenso sobre las jerarquías sociales, ^Pr°dujeron abundantes rebeliones que afectaban a aspectos concretos Sfa35 re^ac’ones soc'ales y» en algún caso, planteaban una subversión total. n entbargo para una correcta comprensión de la violencia popular debe La sociedad estamental

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tenerse en cuenta que la sociedad de Antiguo Régimen producía elevadas cotas de violencia, y que las ciases privilegiadas eran las primeras en no dar ejemplo de obediencia y subordinación a las autoridades. Exagerando la nota podríamos decir que las rebeliones populares hallaban su ejemplo y justificación en las también abundantes revueltas nobiliarias. Las rebeliones más sencillas eran los tumultos de subsistencia, los mo­ tines del hambre o de carestía, llamados por los británicos food-riots. Las masas populares no reclamaban salarios altos sino precios asequibles en los productos de primera necesidad. La multitud creía en la existencia de unos «precios justos», de una «economía moral». En este caso, como en otros, la actitud violenta del pueblo obedecía a la idea de que las autori­ dades habían hecho dejación de sus obligaciones, en defensa de la moral tradicional. Las reivindicaciones de un motín de subsistencia eran la de­ claración de existencias, la prohibición de exportar granos y la tasa popu­ lar de Jos precios. Los enemigos del pueblo, en este caso, eran los comer­ ciantes especuladores, los molineros y en último término las autoridades. En la Francia del siglo XVIII llegó a difundirse la ¿dea de que existía un complot, por parte de los privilegiados y autoridades, incluido el mismo rey, para matar de hambre al pueblo. Esta idea tuvo bastante fuerza en el clima sicológico que preparó la Revolución Francesa. Los levantamientos campesinos, muy frecuentes a lo largo de toda la Edad Moderna, cambiaron sus motivaciones. Hasta la primera mitad del siglo XVI se produjeron grandes movimientos que culminaron en la Gran Guerra de los Campesinos de Alemania (1525), un movimiento popular en sentido amplio, en defensa del «hombre común», más que estricta­ mente campesino. Durante el siglo XVI las rebeliones campesinas se veían configuradas por elementos religiosos, muchas veces de carácter profetice o milenarista, anunciando el fin del mundo, y la existencia de una socie­ dad sin señores ni privilegiados. Además de las revueltas violentas existía una acción sorda de los cam­ pesinos en contra de los diezmos y de los derechos señoriales; si las cir­ cunstancias jurídicas y políticas lo permitían las comunidades campesinas iniciaban procesos contra determinados derechos señoriales ante los tribu­ nales reales. En el siglo XVII la conflictividad antiseñorial pasó a segundo plano. Los movimientos campesinos se manifestaron contra los impuestos esta­ tales y el alojamiento militar. Uno de los alzamientos políticos de mayor trascendencia fue el de los segadores de Cataluña en la primavera de 1640, una sublevación dirigida en primer término contra la obligación de alojar tropas. Este movimiento fue contemporáneo de las grandes revueltas fran­ cesas de los Croquants y los Nu-pieds, orientadas contra el incremento de Impuestos para financiar las guerras. 100

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Tuvieron especial significado los movimientos contra los impuestos sobre la sal, llamados a veces «guerras de la sal»; su escenario fueron las regiones atlánticas de Francia, o determinadas tierras de montaña (Piainonte, Rosellón), especialmente a fines del siglo XVII. La existencia de impuestos sobre productos de primera necesidad, y en general el régimen aduanero, dio lugar a la existencia del contrabando, una actividad que la mayoría de la población no consideraba ilegal y que, por consiguiente, disfrutaba de un amplio apoyo popular. La ideología de los insurgentes respetaba siempre la figura del rey y se orientaba contra el mal gobierno y los impuestos, descalificados como injustos e ilegales. La gabela, que en sentido estricto era el impuesto so­ bre la sal, se convirtió en sinónimo de impuesto arbitrario y destructivo. La hostilidad popular se canalizaba contra el recaudador de impuestos, el mal era una persona extraña a la comunidad, mientras el noble pertenecía a la jerarquía social y podía ejercer una función paternalista. Las revueltas se basaban en la idea de un derecho consuetudinario, de los viejos buenos tiempos, en los cuales el impuesto era tolerable y el pueblo vivía feliz, en el derecho a imponer la justicia natural o popular por medios violentos, mancomunados y anónimos. En las ciudades fueron frecuentes las luchas por la participación en el gobierno municipal. En el siglo XV se produjeron las tradicionales luchas de los plebeyos contra los supuestos patricios. En Alemania los historiadores hablan incluso de una «revolución gremial», que fortaleció el poder de los artesanos en los consejos municipales. España conoció dos rebeliones importantes, de origen urbano y orientación antinobi­ liaria: las «Comunidades» de Castilla, y la Gemianía de Valencia y Ma­ llorca, considerada un movimiento de menestrales o artesanos, indican en su misma denominación el sentido de fraternidad y de igualdad, la orientación antiprivilegiada de aquellos movimientos urbanos. Aquellas posibles revoluciones fracasaron, y no sólo en España. También en la Europa central se produjo una reacción patricia, una consolidación de las oligarquías urbanas y de las profesiones liberales frente a comercian­ tes y artesanos. La Edad Moderna resultó ser menos revolucionaria, por ¡o que a movimientos populares se refiere, que los últimos siglos de la Edad Media. Sin embargo continuaron las tensiones sociales. En las ciudades aletttanas del siglo XVII fueron continuos los movimientos de los ciudada­ nos contra la oligarquía del consejo municipal, aunque la confiictividad se orientó hacia vías legales y abandonó los cauces violentos. Incluso en repúblicas como la de Holanda o en algunas ciudades suizas, se produje­ tón movimientos de las clases medias contra las oligarquías burguesas que Ce*iian concentrado en sus manos el gobierno municipal. La í/jciedad estamental

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En el siglo XVIII hubo una creciente conflíctivídad laboral, a medida que se producía la concentración de mano de obra en fábricas o factorías. Se formaron asociaciones obreras que las autoridades intentaban desacre­ ditar como «combinaciones» en Inglaterra, o como «cábalas» en Francia. Las primitivas acciones obreras no descartaban la utilización de la violen­ cia y la destrucción de máquinas, sobre todo si éstas eran consideradas culpables del desempleo. En el ambiente políticamente más libre de In­ glaterra se apelaba a los desfiles y al derecho de petición. La defensa de los intereses populares obedecía al rechazo de las no­ vedades o innovaciones que se consideraban nocivas; por el contrario se apelaba a los viejos derechos contra la opresión reciente. Tenemos un ejemplo en la idea del «yugo normando», que en Inglaterra habría venido a someter a una antigua nación de «ingleses libres». Siempre se pensaba en el buen tiempo pasado, una edad de oro, mitificada por el recuerdo. La resistencia a los impuestos daba lugar a una compleja mitología. Existían rumores de que se iban a establecer impuestos absurdos sobre los actos más elementales de la existencia, y se esperaba en la posibilidad de un mundo sin impuestos, en el cual el soberano se limitaría a vivir de lo suyo, es decir de las rentas de su patrimonio real. ¿Quiénes eran los jefes de las rebeliones? Las narraciones procedentes de las clases privilegiadas solían presentarlos como la hez del pueblo, como individuos marginales. Sin embargo las investigaciones han demostrado que podían ser artesanos y campesinos acomodados, o incluso penener a la pequeña nobleza. Las elites locales tenían un papel importante en las revueltas dirigidas contra el exterior. El bajo clero, los curas aldeanos, acostumbraban a ser dirigentes naturales de muchos movimientos campe­ sinos. En las ciudades los frailes podían ser predicadores subversivos. Los antiguos soldados e incluso algún caballero solían ser elegidos para dirigir ios ejércitos espontáneos de los campesinos insurrectos. Los gremios po­ dían constituir una fuerza importante allí donde formaban la base de la milicia urbana. Los maestros artesanos fueron los principales encartados en las revueltas urbanas del siglo XVIII en Inglaterra. No era raro que los caudillos populares adoptaran personalidades ocul­ tas, como el Encubierto de Játiva durante la Germanía, el capitán Pouch en la Inglaterra del siglo XVII, Jean Nu-Pieds en Normandía en 1639, o el Hombre Negro en Hungría en 1570. Los sublevados adoptaban símbo­ los religiosos, sobre todo la Cruz, o las llagas de Cristo; en Italia gritaban ¡Viva María! A veces apelaban a reyes escondidos, el mito del rey oculto o del héroe que vuelve para rescatar a su pueblo de la esclavitud, un tema de fuerte implantación de las grandes revueltas rusas de los siglos XVH y XVIII, dirigidas por los falsos príncipes Dimitri, o por el cosaco Pugachov, que decía ser el legítimo zar Pedro III. 102

Historia dei Mundo Moderno

La mayor parte de los movimientos de revuelta social de la Edad Mo­ derna terminaron con la derrota y la represión. John Elliott opina que ningún movimiento de rebelión podía tener éxito, si no contaba con la inhibición o la simpatía, o la división de una parte de la minoría dirigente. El momento clave para el triunfo de una revuelta urbana era aquél en que la milicia burguesa se negaba a actuar contra los insurgentes. En general el orden social se mantenía con muy pocas tropas de policía interior. Era la aceptación de la jerarquía social establecida y los propios medios de que disponían los privilegiados los que aseguraban la disciplina social. El creciente monopolio de la violencia por parte del estado, que privó a los grupos privilegiados de sus propias fuerzas armadas, planteó el problema de las luchas sociales bajo una nueva perspectiva.

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La sociedad estamental

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CAPÍTULO 4

LOS PODERES INMEDIATOS

Rafael Benitez Sdnchez-Blanco Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Valencia

El individuo y el estado parecen constituir, en la actualidad, los dos polos básicos de la vida social. Tendríamos, por una parte, un individuo autónomo, liberado de trabas, que espera que el estado le garantice la igualdad de oportunidades y le facilite la educación, la sanidad o la pro­ tección. Y frente a él estaría un estado que aspira a conocer y controlar cada vez más la vida de los individuos. Sin embargo, esta dualidad in­ dividuo-estado no ha llegado a constituir todavía, a pesar de que en los ¡ dos siglos transcurridos desde las revoluciones liberales la tendencia a su; reforzamiento ha sido muy fuerte, el único marco de referencia social. ■ Las dificultades actuales del estado del bienestar y la crisis del modelo social del socialismo real, han vuelto a poner de manifiesto la importancia1 de instituciones como la familia. Por otra parte, el individuo ha tomado, conciencia de su fragilidad, de su transparencia ante los poderosos medios; de acción del estado actual, y aspira, cada vez más, a obtener garantías de otras instituciones que le protejan del poder del Estado. Durante la Edad Moderna, con un estado cuyos medios de acción eran infinitamente más limitados que los del actual, existían entre éste y los individuos una serie de instituciones que vertebraban la vida so-, Clal- Instituciones que servían para encuadrar y controlar a hombres y. Los poderes inmediatos

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mujeres, pero que, al tiempo, les otorgaban una protección y seguridad que el estado no estaba en condiciones de garantizar. La familia, la co­ munidad y el señor son los principales poderes inmediatos que enmarcan la vida durante la Edad Moderna. Los tres estaban consolidados mucho antes de que las modernas monarquías se constituyeran y de que los esta­ dos reclamaran para sí parte de las funciones que estas instituciones —y otras— ejercían. Lo característico del período moderno no es, por tanto, el surgimiento de formas radicalmente nuevas de familias, comunidades o señoríos, sino el impacto que sobre las que existían tienen los cambios de todo tipo que durante la Edad Moderna se producen, y particularmente la presión ejer­ cida por los poderes supremos; estados e iglesias.

1. La familia El profesor Laslett ha expuesto cómo en la Inglaterra moderna, para la inmensa mayoría de la población, toda la vida transcurría en el marco de la familia, y cómo sólo los cabezas de familia podían aspirar a tener alguna actuación pública. Y lo mismo puede decirse, con más motivo, del resto de Europa: la familia no es únicamente una unidad de reproducción bio­ lógica; en su seno se desarrollan la mayor parte de las actividades laborales y es la vía habitual por la que el individuo se integra en la sociedad. Es, por tanto, una pieza clave en la reproducción social. Aspectos básicos de la vida como la sociabilízación y la formación profesional, el acceso a los medios de producción o a un oficio, el cortejo, la elección del cónyuge y el momento del matrimonio, la posibilidad de formar y regir una familia propia, dependían directamente del conjunto de tradiciones y normas que regulaban la estructura y el funcionamiento de las familias. La posibilidad de los individuos de escapar a estos condicionamientos era muy limitada.

A. Diferentes modelos familiares europeos

No existía, sin embargo, en Europa, una única forma de organiza­ ción familiar, un único modelo o tipo de familia. Durante el siglo XIX se pensó que lo característico de las familias de la época preindustrial había sido su extensión y complejidad: varias generaciones, múltiples núcleos conyugales, gran número de integrantes viviendo juntos bajo la autoridad de un cabeza de familia. Se creía también que el proceso de industrializa­ ción trajo consigo la ruptura de este modelo de familia y su sustitución por otro más sencillo compuesto por la pareja y sus hijos. Unos autores 106

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valoraban positivamente este proceso por lo que significaba la liberación del individuo de las trabas familiares. Otros, por el contrario, juzgaron que el cambio producía la inestabilidad de la célula social básica y, con ello, la decadencia de la nación. El más conocido defensor de esta visión de la familia es ei francés Frederic Le Play (1806-1882). La defensa que realizó de la familia troncal (famille souche) frente a la legislación indivi­ dualista liberal y los efectos de la industrialización, contribuyó a extender la idea de que era el modelo más general en tiempos remotos. Las investigaciones realizadas en las últimas décadas por el Grupo de Cambridge, dirigido por Peter Laslett, han difundido la visión contra­ ria, defendiendo que, desde que se puede constatar documentalmente a principios de la Edad Moderna, el modelo familiar predominante, en In­ glaterra y otras zonas europeas próximas, era el de una familia sencilla, formada por la pareja y sus hijos. Los trabajos y la metodología del Grupo de Cambridge han servido para estimular investigaciones sólidamente do­ cumentadas y comparables sobre las estructuras familiares, que nos han permitido conocer, para muchas zonas de Europa, qué tipo de familia predominaba. Pero, a su vez, estos trabajos, y otros con una orientación diferente sobre las estrategias y comportamientos familiares, han corre­ gido la tesis de que la familia sencilla, de tipo nuclear, era la típica de la Europa moderna y nos ofrecen una visión más compleja y matizada de los diferentes modelos familiares que existían. Los criterios básicos de organización de los grupos domésticos, según los ha sistematizado Laslett, son: -—• las circunstancias de formación del grupo, donde lo fundamental es la presencia o ausencia de lo que se ha denominado neolocalismo, es decir, la residencia separada, en un hogar aparte, de la nueva pa­ reja, pero es también importante el acceso a la jefatura del grupo; — criterios demográficos y que afectan a la fecundidad, entre los que el principal es la edad al matrimonio, aunque también importan el celibato definitivo y las segundas nupcias de las viudas; — los lazos de parentesco existentes entre los miembros del grupo; — criterios relativos a la organización del trabajo y al bienestar del grupo, particularmente el volumen y composición de la fuerza de trabajo. Encontramos, así, en la Europa moderna, tres grandes modelos fami­ liares: 1) La familia nuclear o sencilla (simple household). Formada por la pareja casada y sus hijos. Pasa, evidentemente, por varias fases: comienza con d núcleo conyugal, al que, en su etapa de plenitud, se añaden los hijos, para concluir el ciclo integrada por uno de los progenitores, normalmente a madre viuda, y algunos de los hijos solteros que han permanecido en Los poderes inmediatos

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la casa. Podemos incluir aquí, como fases del ciclo de la familia nuclear, aunque en la clasificación de Laslett son consideradas realidades distintas, las familias extendidas (extended household) en las que conviven con el nú­ cleo conyugal y sus hijos solteros, un ascendiente, un colateral, o ambos, solteros o viudos. Habitualmente se tratará de un padre o a una madre viudos mayores, que pasan los últimos años de su vida con los hijos, o de un hermano o hermana solteros a la espera de formar su propio hogar. Podrían también considerarse como una etapa final del ciclo de la familia nuclear, los hogares formados por viudos o viudas solitarios. 2) La familia troncal (stem family o famille souche). Se caracteriza por­ que la pareja formada por uno de los hijos y la nuera (o en su caso por una hija y el yerno) y su descendencia, convive con la pareja de progenitores y, también, temporal o definitivamente, con algún hermano o hermana que permanece soltero. Está constituida, por lo tanto, en su fase teórica de plenitud, por tres generaciones, pero de cada una de ellas sólo una pareja casada permanece en la casa. 3) La familia compleja o comunitaria (joint household). Es, al igual que la troncal, una variante del tipo de familia múltiple de Laslett, es de­ cir, una familia con varios núcleos conyugales y su descendencia. Pero, a diferencia de Ja troncal, no se limita a una sola pareja por generación sino que puede estar compuesta por los padres y varios hijos casados; puede incluir varios núcleos de distintas generaciones, de forma que convivan parejas de colaterales, como tíos y primos casados; o puede tener la forma de Xasfréreches francesas, constituidas exclusivamente por hermanos. Aunque estos modelos familiares estaban asentados en Europa desde muy antiguo, y sus orígenes nos escapan, se constara que, durante la Edad Moderna, cada modelo parece adaptarse mejor a determinadas circuns­ tancias socioeconómicas. Así, la familia compleja presenta como una de sus características el disponer de una gran fuerza de trabajo familiar, sin necesidad de recurrir a asalariados, lo que le permite hacerse cargo, de forma continua, de grandes explotaciones. Predomina en zonas donde el poder del señor o del propietario de la tierra es importante y obliga a mantener este alto nivel de fuerza laboral familiar si se pretende continuar con la explotación que se tiene asignada y evitar ser expulsado de ella o confinado a otra menor. La encontramos, por tanto, en el este de Eu­ ropa, coincidiendo en gran medida con el área geográfica de la Segunda Servidumbre. Aparece también en zonas de dominio de la mezzadria o aparcería del centro de Italia y de Francia, y de explotaciones indivisas francesas (comunidades tácitas) o serbias (los zadruga). Tanto el interés del señor como el de los miembros del grupo es impedir que los hijos lo abandonen; conviene, por el contrario, que se casen cuanto antes y que permanezcan en la familia. 108

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La familia troncal, que predomina en áreas de economía pastoril, nor­ malmente montañosas, se adapta al objetivo de la perduración de una casa. Este concepto de casa engloba no sólo una morada, sino una unidad de explotación —tierras, prados—, y una serie de derechos comunitarios de pastos, explotación del bosque, etc. Incluye, también, aspectos inma­ teriales, como el nombre de la familia y, en general, toda la tradición de] linaje. Se pretende que todo este conjunto perdure, y para ello se trans­ mite íntegro a un solo heredero en cada generación ya que, si se dividiera, las partes resultantes no serían suficientes para el mantenimiento familiar, teniendo en cuenta que en estas zonas no resulta fácil completar ia explo­ tación propia con el arrendamiento de tierras ajenas. En consecuencia, el sistema de herencia es desigualitario; los padres, cuya voluntad se impone, eligen como heredero único a uno de los hijos —no necesariamente el mayor, puede ser el menor, o el que se considere más hábil— que traerá una esposa al hogar, donde convivirán ambas pa­ rejas hasta que la muerte, o el retiro del padre, le permita acceder a la jefatura de la casa. El resto de los hermanos y hermanas deberán aban­ donar la casa, bien para integrarse en otra como esposa y nuera, o como yerno destinado a la sucesión si consigue casarse con una heredera, o para ganarse la vida en la emigración, para lo que recibirán una dote. Los que opten por quedarse deberán permanecer solteros y sometidos al cabeza de familia. La familia nuclear era el modelo predominante en la Europa nordoc­ cidental, pero también estaba presente en amplias zonas del área medite­ rránea. No responde a unos objetivos tan específicos como los señalados para la familia troncal o la compleja. Se adapta tanto a un sistema des­ igualitario, como a formas de reparto más igualitarias, pero, en ambos casos, la formación de nuevas unidades domésticas sólo es posible a la muerte del padre, o buscando acomodo en otras tierras o en otras activi­ dades económicas. Así, por ejemplo, en Inglaterra, la tendencia de los hi­ jos es a abandonar el hogar paterno, salvo el heredero que espera a que el padre muera. La dote que reciben les ayuda a constituir un nuevo hogar, sin que puedan reclamar nada más de la herencia, pero la mayor o menor facilidad con que lo puedan hacer dependerá de la situación económica general: si hay escasez de mano de obra y los salarios son relativamente altos, la formación de nuevos hogares se acelera y la edad al matrimonio Asciende; en caso contrario, las nuevas parejas deben esperar más tiempo e incluso algunos deberán renunciar a constituir una familia. En conse­ cuencia, ia dinámica familiar está muy influenciada por el mercado. En Francia, las costumbres hereditarias de las zonas del norte y el °este, zonas de predominio de la familia nuclear, son de tipo igualitar*o, frente a la desigualdad propia del sur. Este igualitarismo presenta, sin Los poderes inmediatos

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embargo, diferencias importantes entre el oeste y la cuenca de París. En regiones como Normandía, donde domina el igualitarismo, el derecho a heredar es independiente de la voluntad de los padres, y los hijos deben aportar al conjunto de la herencia los bienes que hayan recibido en vida de sus padres —normalmente con ocasión de la boda—■ (restauración obli­ gatoria) para que sean repartidos entre todos. Frente a la familia troncal cuyo objetivo era el mantenimiento del linaje vinculado exclusivamente a una casa, aquí se pretende conservarlo dando una oportunidad a todos los descendientes para situarse. En caso de carecer de descendencia, los bienes recibidos de cada una de las ramas familiares, paterna o materna, volverán a los parientes más próximos de esa línea. En la zona de París regía inicialmente un sistema de exclusión de los dotados: recibían una donación, abandonaban la casa de los padres y no tenían derecho a más. En la época del Renacimiento se produce una evolución a un sistema de «restauración» voluntaria, por el que se puede optar a devolver lo recibido y participar en la herencia. Tanto esta última costumbre, como el igualita­ rismo del oeste de Francia, estimulaban la permanencia de los hijos en la aldea, frente a la tendencia más centrífuga inglesa, que hay que poner en relación con el auge de una economía mercantil.

B. Las tensiones familiares

Las tensiones que se producían en el seno de cada uno de estos mo­ delos familiares, así como sus relaciones con las otras familias y con la comunidad en su conjunto, eran muy distintas y tenían un influjo funda­ mental en la vida de los individuos. El ciclo doméstico, a través del que se renueva la estructura familiar, es el principal responsable de las tensiones y conflictos propios de cada modelo. La familia comunitaria es la que presenta una evolución más lenta, prácticamente ajena a los avarares del ciclo doméstico, y es por tanto la más estable. Para su propia supervivencia debe permanecer cohesionada, a lo que contribuye, en gran medida, el poder patriarcal del cabeza de fami­ lia, que se impone a todos sus miembros. Pero esta cohesión no excluye la existencia de tensiones. El relevo del patriarca es una ocasión de conflicto, al verse relegados algunos de los aspirantes tal vez ante un miembro de una generación posterior; también la convivencia de numerosas parejas es motivo de fricciones. Cuando éstas se hacen insoportables se produce la escisión del grupo y la aparición de una nueva familia, en un proceso traumático pero relativamente raro. Lo habitual es que la vida dentro de la familia comunitaria se desarrolle como en un universo cerrado en el que la voluntad del individuo queda sometida a las necesidades del grupo, 110

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que aúna, a la vez, la mayor parte de los lazos de parentesco y de solidari­ dad, lo que hace que las tensiones puedan ser controladas. La familia troncal se presenta, contra lo que Le Play defendía, como un foco de graves tensiones que a menudo desembocan en violencia. Su ciclo doméstico pasa por dos momentos de especial competencia: la desig­ nación del heredero -—que no siempre tiene que ser el primogénito—■, lo que enfrenta a los hermanos entre sí, y la cohabitación de la joven pareja con la de los padres mientras espera un relevo en la jefatura del grupo, por muerte o retiro del padre, que puede tardar años. Para prevenir la im­ posibilidad de convivencia entre ambas parejas, se establecen en los con­ tratos matrimoniales cláusulas de «intolerancia» que regulan los derechos de cada parte en caso de ruptura. Relevo en la jefatura y convivencia de varias parejas eran también motivo de tensión en las familias comunita­ rias, pero aquí, en la troncal, la competencia y el enfrentamiento son más agudos y, en ocasiones, conducen al crimen. La familia troncal proyecta también estas tensiones en sus relaciones con otros grupos domésticos, cuando llega el momento clave de estable­ cer alianzas matrimoniales. Dominadas por el afán de mantener —y si es posible engrandecer— la casa propia, estas familias desarrollan una estra­ tegia de «conquista» que les empuja a buscar alianzas ventajosas a costa de los vecinos. Ya que el patrimonio inmobiliario no debe tocarse, sino transmitirse íntegro al heredero, es a través de las dotes como se desarrolla la estrategia: conseguir que lo ingresado por la dote de la nuera sea supe­ rior al desembolso de las dotes otorgadas a las hijas. De no ser posible el engrandecimiento de la casa, la estrategia se orienta a la circulación de las dotes a lo largo de varias generaciones, es decir, a conseguir recuperar por medio del juego de las alianzas matrimoniales, normalmente consan­ guíneas, la dote entregada con anterioridad a otra casa. Puede suponerse que la voluntad de los interesados cuenta poco a la hora de la elección matrimonial frente al interés de la casa; el esprit de maison sobre el que se basa este sistema ha calado, normalmente, de forma tan profunda en los interesados, educados en él en un marco autoritario, que lo aceptan sacrificadamente. El ciclo de la familia nuclear, como hemos expuesto antes, comienza con el matrimonio y la constitución de un nuevo hogar y termina con la muerte del cónyuge superviviente, o cuando éste, imposibilitado para vivir solo, es acogido en casa de un hijo casado. El fenómeno, muy extendido en la Europa nordoccidental, del life-cycle servan!, por el que los hijos e "'jas son colocados como criados durante un período de su vida al salir de niñez, hace que las tensas relaciones entre padres e hijos, propias de la acescencia, se proyecten fuera del hogar. Es muy corriente en Inglaterra, Por ejemplo, que la pérdida de fuerza laboral que esta práctica supone, se Los poderes inmediatos

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compense con la entrada en el hogar de criados, en una especie de inter­ cambio de hijos. La socialización de los jóvenes se produce, así, separados de la Familia propia, bajo la autoridad de otro jefe de familia, menos atado por los sentimientos de afecto, en un marco que favorece la preparación para una vida independiente y el desarrollo del individualismo. La ruptura temprana con su familia de origen y el establecimiento de relaciones en un marco social y geográfico más amplio evitaban la exacer­ bación de las tensiones que el relevo generacional y la constitución de un nuevo hogar provocaban en la familia troncal y en la comunitaria. En las zonas donde predominaba el reparto desigualitario, éste no era absoluto; solía compensarse con dotes o herencias en metálico o con una inversión educativa, que permitía a los excluidos abrirse camino en la vida. Por su parte, el heredero debía soportar la autoridad del padre o hacerse cargo de él en su vejez, así como pagar las deudas y cargas motivadas, muchas veces, por las donaciones a los excluidos. En definitiva, se trataba de equi­ librar la continuidad del patrimonio con el deseo de equidad. En las áreas de reparto igualitario, la lucha contra la dispersión patri­ monial obliga a estrategias de cooperación a la hora de la alianza matri­ monial, frente a las de conquista propias de la familia troncal. El objetivo es conseguir, mediante la aportación de los dos cónyuges, una base de sustento lo más autosuficiente posible para la nueva familia; en ocasio­ nes se establece una diferenciación entre los bienes que circulan por vía masculina y los que lo hacen por la femenina. Pero no siempre son los varones los que transmiten los bienes inmuebles, mientras que las dotes se componen de dinero y bienes muebles como forma de evitar una mayor fragmentación de la propiedad de la tierra; cuando lo importante es atraer y fijar mano de obra, las mujeres transmiten casas y tierras. En cualquier caso, se busca la alianza matrimonial en un círculo bas­ tante cerrado, a la vez endogàmico y consanguíneo, en el interior del cual circulan las propiedades del linaje sometidas a un constante movimiento de división, intercambio y agrupación. Pero los motivos de la renovación de los enlaces matrimoniales en el mismo grupo, generación tras genera­ ción, en el límite de las prohibiciones canónicas o comprando la dispensa eclesiástica, no son sólo económicos. Se desea mantener alianzas y víncu­ los sociales que se renuevan y reafirman por el matrimonio, y que refuer­ zan la cohesión de la comunidad. La elección matrimonial, en estos casos, es algo que interesa a toda la comunidad, que cuenta con mecanismos para oponerse a aquellos enlaces que repugnan al sentir colectivo, por afectar a parejas de edad o condición muy diferente, o que rompen la norma de la endogamia, y para animar otros que interesan. Las cencerradas con que se obsequia a los viudos que contraen segundas nupcias se encontrarían entre los primeros, mientras 112

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que las veladas, en que bajo la vigilancia y con el beneplácito de los veci­ nos los jóvenes podían cortejarse, servían para orientarlos hacia la alianza que la familia y la comunidad deseaba.

C, La familia en ei entramado de poderes

La elección de cónyuge no era, por lo tanto, una decisión que se de­ jara plenamente en manos de los interesados, sobre todo entre aquellos que tenían algo que transmitir, Pero no acababan aquí los controles que se ejercían sobre las parejas: las relaciones sexuales fuera del matrimonio, e incluso entre los casados, así como los problemas que pudieran surgir dentro de la familia, eran objeto de vigilancia y sanciones múltiples, ejerci­ das, no sólo por las propias familias, sino también por otros poderes. Evi­ dentemente, eran los padres los más interesados en evitar que una pasión desbordada pudiera llevar a un enlace inconveniente para los objetivos de reproducción social de la familia y, por canco, los que debían controlar, en primer lugar, la sexualidad y la elección del cónyuge. Pero la presión de la parentela, de la comunidad y del señor también se dejaba sentir. Por úl­ timo, la Iglesia y el Estado intervendrán decididamente, en competencia con estos ámbitos inmediatos de poder, en el control de los comporta­ mientos que afectan a la sexualidad y la familia. El efecto combinado de estos influjos tendrá como resultado involuntario un re forzamiento de la pareja y hacer de la familia el reducto principal de la vida privada. A principios de la Edad Moderna, la lealtad y la obediencia de los individuos se orienta más hacia los poderes más inmediatos —la familia, la parentela, la comunidad, el señor— que hacia un príncipe lejano, cuyo poder de protección y coerción es limitado. Es una época en que existe un margen de libertad bastante amplio en la vida sexual y en la elección de pareja, aunque ésta sigue siendo básicamente una negociación de dos grupos familiares. Al no existir un control único, los jóvenes pueden ma­ niobrar entre ellos: apoyarse, por ejemplo, en los parientes o en la co­ munidad en contra de la decisión de los padres. La postura de la Iglesia colabora también a ello al defender el carácter consensuado del vínculo y resaltar que el matrimonio no tiene sólo una finalidad biológica, sino que lrnplica además una relación social entre los cónyuges: la opinión de los contrayentes debe ser tenida en cuenta frente a los intereses de los padres ° de la comunidad, contraria esta til tima a los enlaces de viudos y de personas de edades o condiciones muy diferentes. Por su parte, la relativa onanza económica del tránsito del siglo XV al XVI ofrecía mayores posimdades de establecimiento para las nuevas parejas, sin depender comple­ tamente de los padres. La comunidad, por último, trataba de encauzar las Los poderes inmediatos

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relaciones entre los jóvenes dentro de un marco ritual, pero relativamente benévolo, ante la imposibilidad de un control férreo. A partir del último tercio del siglo XVI y durante siglo y medio, aproximadamente, las iglesias, católica y protestantes, con la complacen­ cia del estado, van a tratar de imponer disciplina en las costumbres, reclu­ yendo la vida sexual al marco matrimonial y controlando, al tiempo, las condiciones de validez y de acceso al mismo, que en la época anterior eran muy elásticas. Se persiguen así los matrimonios clandestinos, realizados sin autorización paterna, y se exige la presencia del oficiante, cuyo papel en la ceremonia se incrementa. En su lucha contra las formas de religiosi­ dad popular, las iglesias se enfrentan a los rituales tradicionales que acom­ pañaban a la ceremonia y que suponían una intromisión de la comunidad en la vida familiar. Pero si con esta política se aumentaba el poder de los padres en la elección matrimonial, y en general el del patriarca sobre los demás miembros de la familia, también se reforzaba la autonomía de la pareja frente al exterior, delimitándose un espacio para la vida privada, y los lazos afectivos entre los esposos y entre padres e hijos. En una época de dificultades, la comunidad se ve obligada a tomar medidas contra la proliferación de los pobres, imponiendo su confina­ miento y presionando contra las relaciones sexuales extramatrimoniales que multiplican los niños abandonados y la población indigente, contri­ buyendo egoístamente a la moralización de costumbres. En su avance hacia el absolutismo, las monarquías fueron sustituyendo la lealtad que antes ligaba los individuos a los poderes inmediatos por la que se debía al principe. Esta política ideológica contribuyó a minar el influjo de la parentela, la comunidad y el señor sobre los individuos. Ade­ más los estados desarrollaron una política cada vez más intervencionista en la vida social. Por lo que respecta a la familia, se preocuparon crecien­ temente de regular, al igual que la iglesia, el acceso al matrimonio; de reglamentar la transmisión hereditaria, enfrentándose al reparto desiguali­ tario, salvo en Jo que concernía a la eiite nobiliaria, donde su postura fue de favorecer la indivisibilidad de los patrimonios por medio de la vincula­ ción; la educación, la sanidad, la beneficencia fueron otros tantos ámbitos que cayeron paulatinamente bajo la atención del estado. Será éste el que durante la época de las luces pretenda ejercer el con­ trol en la vida sexual y familiar, una vez que el poder coercitivo y el influjo de las iglesias retrocede a partir de mediados del siglo XVIII. No siempre lo conseguirá, visto el aumento de la ilegitimidad que se observa en Ingla­ terra y en Francia, lo que hace aparecer al Setecientos como una época de relajación y permisividad, que tampoco es general. Es también el momento en que se difunde el ideal del matrimonio por amor y una mayor intimidad y afecto en el marco familiar. El ideal del amor 114

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romántico, que cobra auge a fines de siglo, provoca, en ocasiones, cuando |a realidad cotidiana se aleja de lo esperado, mayores frustraciones que las existentes en los matrimonios de conveniencia. La familia aparece, no obs­ tante, como un reducto para la intimidad y la vida privada, particularmente en el caso de las elites, cuya vida social, caracterizada por una dura compe­ tencia por conseguir ascender, normalmente mediante el favor de alguien más poderoso, a ser posible el propio monarca, está marcada por la rigidez de las relaciones y el disimulo. Pero también en sectores más populares la decadencia de otras instancias de poder, como la parentela o la comunidad, va a propiciar un reforzamienco de los lazos en el seno de la familia.

2. Las comunidades aldeanas Además de la familia, otras instituciones enmarcaban a los individuos: las principales eran la comunidad y el señorío. En el mundo rural, la co­ munidad aldeana enmarcaba la vida campesina y en muchas zonas, prin­ cipalmente en las de hábitat agrupado, constituye el universo en el que se desarrolla la existencia de la mayoría. Al igual que las diversas formas familiares, la organización comunitaria tiene unos orígenes lejanos y llega a la Edad Moderna con unas característi­ cas plenamente definidas. En su origen responde a un sentimiento y a una necesidad de solidaridad entre las diversas familias, tanto en el aprovecha­ miento del medio natural y en el trabajo, como en otros aspectos de la vida: paz pública interna y defensa frente a las agresiones del exterior, colabora­ ción para poder contar con determinados servicios, o realizar actividades religiosas o festivas, ayuda mutua en la necesidad. La necesaria cooperación en estas tareas acabó generando unas instituciones y convirtiendo a la co­ munidad en un cuerpo social reconocido y aceptado, no sólo por la familia, sino por los otros poderes como el señor, el príncipe, o la iglesia.

A. La parroquia y la cofradía

Entre las instituciones comunitarias que más pronto tuvieron aceptación Por los poderosos y que más influjo desarrollaron en la consolidación de la Comunidad y en su vida posterior está la parroquia. Su área de cobertura suele coincidir con el de una comunidad aldeana, aunque en zonas de hábitat disperso cubre varios lugares de poblamíento. La parroquia encuadra al lndividuo y a las familias, de la cuna a la sepultura, y su intervención se hace Presente santificando todos los pasos fundamentales de la vida, mediante riEos de tránsito que acompañan al nacimiento, al matrimonio, a la muerte. Los poderes inmediatos

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Pero influye también en la vida diaria marcando los ritmos de ios trabajos estacionales —llegando a señalar, incluso, períodos anuales de prohibición para celebrar el matrimonio y tener relaciones íntimas—semanales y dia­ rios. Las campanas de la iglesia servían para regular los ritmos y, además, de aviso y convocatoria para muchas actividades de la vida comunitaria. La parroquia, además de ofrecer en ocasiones el único lugar de reunión y aun de refugio, estimuló la organización comunitaria con la exigencia de hacer frente a algunas de las necesidades del culto. La dotación del lugar y los instrumentos para el culto —construcción y mantenimiento del edificio de la iglesia, compra de ornamentos litúrgicos, etc.—, a veces dejados de lado por la jerarquía eclesiástica o el patrono laico, obligaba a los vecinos a constituir asociaciones, conocidas como fábricas, que se ocupaban de recaudar fondos para ello. La actividad de la fábrica, que exigía la elección de administradores y otros cargos, era una vía para la participación pública de los vecinos. Igualmente, la ayuda mutua, la beneficencia y la enseñanza son acti­ vidades que, bajo el manto protector de la iglesia, exigen una actuación comunitaria. Las cofradías, sociedades de ayuda mutua bajo invocación religiosa, tienen una importante función en algunos de estos y otros cam­ pos y sirven para estimular la acción política. Desarrollan una acción do­ ble: espiritual, orientada en buena medida a facilitar y asegurar el temido tránsito al más allá, y caritativa como la ayuda a los pobres, la creación y mantenimento de un hospital, etc.

B. El municipio

Lo fundamental de la acción y organización comunitaria tenía, sin em­ bargo, carácter civil. Durante la Edad Media las comunidades habían con­ seguido su reconocimiento jurídico por parte de los señores y del príncipe. Esto les permitía contar con instituciones permanentes que actuaban en nombre de todos los vecinos. Sus funciones son muy amplias; su ámbito primario de actuación es el de la regulación de la vida agraria. No en balde se ha querido ver su origen lejano en el grupo constituido para la puesta en explotación de un territorio. Conseguida ésta, la comunidad sigue regla­ mentando muchos aspectos del aprovechamiento de) medio natural y de las labores agrarias. En las zonas de campos abiertos, y particularmente en los de la Europa del noroeste en que predomina la rotación trienal, fijará el cultivo que deberá llevar cada una de las grandes hojas en que se dividen los campos, y las fechas para la realización de las principales labores agranas —siembra, siega, vendimia— o la entrada de los ganados en los barbechos. La propiedad privada, la explotación de cada familia, estaba, así, sometida 1 ¡6

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3 una serie de servidumbres comunitarias cuya regulación corresponde al común. Estas limitaciones se veían compensadas con las posibilidades de aprovechamiento comunitario sin las que la economía familiar campesina no hubiera podido subsistir. Además del uso colectivo de los barbechos, propio de las zonas de campos abiertos, estaba el aprovechamiento de las zona5 de pastos y bosques, fundamentales en el sistema agrario europeo para el mantenimiento del ganado, clave, a su vez, del cultivo del trigo y básico como complemento alimenticio en forma de carne, leche y queso. La comunidad delimitaba espacios para la cría y alimento del ganado de tiro y regulaba cómo y quién podía aprovecharse de las tierras de pastos y bosques, consideradas de propiedad comunitaria. Pero no acababan aquí sus funciones: en un mundo donde la irregu­ laridad de las cosechas era la tónica general y la integración de los merca­ dos reducida, la comunidad debía ocuparse de tratar de asegurar el abas­ tecimiento de la población, limitando la salida de productos en épocas de escasez, mientras procuraba adquirirlos donde fuera posible; creando montepíos que prestaran grano a campesinos necesitados; solicitando a los poderes superiores poder organizar mercados y ferias para atraer a los mercaderes. Algunas obras públicas, como la reparación de caminos o la traída de aguas, eran también objeto de su competencia. Colaboraba con la parroquia en la organización de fiestas que aunaban el carácter religioso con el profano; atendía, en la medida de sus posibilidades, a la sanidad y a la enseñanza. Por su interés en el mantenimiento de la paz entre los miembros de la comunidad le corresponde una primera instancia judicial, ante la que se planteaban, normalmente, los conflictos surgidos por la actividad agrícola y ganadera: ganado que entra en los campos y causa destrozos, incumpli­ miento de las regulaciones comunales, etc. También era una obligación colectiva la defensa del propio territorio. Pero donde más se hacía notar la actuación política del común era en las relaciones de la comunidad con el mundo exterior, con la serie de poderes que desde el exterior estaban inte­ resados en explotar y dominar la aldea, y que son básicamente el señor, la Iglesia y el príncipe. Y frente a ellos, la comunidad va a conocer durante Ia Edad Moderna, notables retrocesos. C' El declive de la comunidad aldeana

El profesor Jacquart ha atribuido este declive de la comunidad aldeana ^res causas principales: su empobrecimiento, las divisiones que se procen en su interior, y la pérdida de su autonomía. El empobrecimiento e traduce en un endeudamiento y en una pérdida de bienes y derechos Los podares in mediatos

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colectivos. Con ocasión de sucesos extraordinarios, pero relativamente frecuentes, como una serie de malas cosechas, una epidemia, la devasta­ ción causada por la guerra, la necesidad de realizar alguna construcción pública, es necesario recurrir al crédito cargando las rentas municipales e hipotecando actuaciones futuras. Cuando el peso de las cargas sea de­ masiado grande habrá que vender parte de los comunales o de otros bie­ nes y derechos colectivos. Sin necesidad de esperar a que la comunidad esté endeudada, el señor y el estado tratarán y, normalmente, conseguirán apropiarse de las tierras comunales, privando a los vecinos de su disfrute. Uno de los ejemplos más significativos de este proceso es el de los cercamientos o enclosures inglesas, pero fenómenos semejantes se encuentran en roda Europa. La división interna de la comunidad es el resultado de los intereses divergentes de sus miembros, lo que a su vez provoca la disolución del sentimiento de solidaridad. Posiblemente esto es más agudo allí donde las diferencias sociales son mayores, donde la propiedad y la explotación se hallan más desigualmente repartidas, ya que esto se reflejará en la repre­ sentación comunitaria. En efecto, ios cargos dirigentes de la comunidad, a los que corres­ ponde tratar los asuntos colectivos, ejercer la justicia y servir de interme­ diarios con los poderosos, están habitualmente en manos de la elite local, entre cuyos miembros se van transmitiendo por cooptación, y que, a tra­ vés de relaciones de parentesco o de clientela, puede imponer sus decisio­ nes a la mayoría. El poder de esta elite se hará sentir a 1a hora de repartir el impuesto con que se haya gravado a la comunidad para que ésta luego lo distribuya entre sus componentes, o cuando sea necesario realizar una leva militar o un alojamiento de soldados; de todo ello tratará de eximirse. Intentará, en cambio, beneficiarse lo más posible del uso de los bienes co­ munales, tan necesarios para la supervivencia de los más pobres, llegando a usurparlos en colaboración con los poderosos del exterior. Una vez más, el ejemplo de las enclosures inglesas en que el señor y las elites locales, apoyándose mutuamente, logran redondear sus propiedades a costa de los comunales y de Los derechos colectivos, es representativo. La pérdida de su autonomía es el último eslabón de la decadencia municipal, ante la presión de ios señores, la iglesia y el estado, que la con­ sideran excesiva. El Estado va a disminuir la esfera de competencias de la comunidad, asumiendo algunas de ellas, pero, sobre todo, controlando su funcionamiento por medio de funcionarios, como el intendente francés. La iglesia dispone de un prestigio y autoridad, lo que le permite un influjo moral notable; la formación más regular del clero en los seminarios, el control que sobre ellos ejerce el prelado a través de las visitas parroquiales, hacen que el mensaje moralizador se transmita al pueblo fiel con mayo! } 18

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eficacia. Los señores, por último, son los que van a tener un mayor poder de intervención sobre la comunidad. No en balde tienen la posibilidad legal de designar, directa o indirectamente, a los líderes de la aldea, o de presionar en su designación. Pero su capacidad de intervención no acaba, normalmente, ahí; sus redes de clientela, su dominio sobre la tierra, su control de la justicia, su influjo político, el recurso a la fuerza, hacen de ellos el principal poder en la aldea. Antes de proceder a su estudio veamos los rasgos propios de la comunidad en el marco urbano.

3, Las comunidades urbanas Las relaciones entre el individuo y el poder, en las ciudades, presentan algunos caracteres específicos, aunque muchos de sus rasgos responden a lo visto en el mundo rural. Como es sabido, la ciudad moderna sólo puede mantener su tamaño gracias al aflujo constante de inmigrantes del campo, y sólo puede alimentarse gracias al suministro de productos, tanto por un hinterland sobre el que extiende un control creciente, como de territorios lejanos. El influjo de inmigrantes hace que el número de mar­ ginados y desarraigados sea enorme y germen de conflictos. No obstante, al igual que en el campo, el individuo se siente integrado en la sociedad a través de su pertenencia a diversas instituciones; también en la ciudad, a pesar de su mayor tamaño, la vida giraba en torno a pequeñas células: la familia, la parroquia, la cofradía, el oficio. Existían, en primer lugar, lazos entre la ciudad y el campo, que faci­ litaban la integración de los emigrantes en estructuras de solidaridad for­ madas por parientes o vecinos afincados con anterioridad, que hacían que el recién llegado no se sintiera como un completo extraño. En la ciudad, por otra parte, las solidaridades verticales, por las que el débil se sentía protegido a cambio de lealtad al poderoso, eran una forma habitual de integración. En los albores de la Edad Moderna, los bandos —clientelas de aliados— tenían un peso notable en la estructura social y una gran responsabilidad en la violencia urbana. Contra ellos se emplearán los po­ deres superiores y principalmente el príncipe. Parroquias y cofradías existen también en la ciudad, sólo que aquí 5e dan en mucho mayor número. La ciudad se dividía en múltiples parroquias, de forma que eran un aglutinante de la solidaridad del barrio, orzando la función de los lazos de vecindad. Contribuían, además, a 0Car al barrio de personalidad e incluso a su participación política. En­ contramos igualmente el fenómeno de las cofradías, muy numerosas en la oad. Algunas agrupan a miembros de un oficio o profesión, pero hay °tras que simplemente engloban a los vecinos bajo la advocación de un Los poderes inmediatos

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santo patrono. Su finalidad es semejante a las aldeanas, pero la abundan­ cia de pobres y marginados hace que su papel asistencial hacia los cofra­ des, o hacia un público más amplio, sea mayor. Las asociaciones profesionales eran, en cambio, características del mundo urbano, aunque sólo una parte de los habitantes de la ciudad par­ ticipe en ellas. Encuadraban a los miembros de los distintos oficios en su tarea laboral y en muchos otros aspectos de su vida. Incluían a los distin­ tos niveles profesionales, pero estaban dominadas por los maestros, que llegaban a utilizarlas para controlar las condiciones laborales y el ascenso de los oficiales. Estos recurrían, en ocasiones, a formar sus propias corpo­ raciones, de carácter clandestino, para oponerse a la hegemonía de aqué­ llos. Dentro de la jerarquía de los oficios, los maestros de los distinguidos constituían el armazón de la vida comunitaria urbana. El dominio de la ciudad estaba, no obstante, en manos de una elite restringida que controlaba todos los aspectos de la vida urbana, dominaba los consejos municipales, las instituciones de caridad y hospitalarias, el orden público y los tribunales, el comercio y la enseñanza. Sus caracte­ rísticas varían mucho de unas ciudades a otras: en unas puede estar cons­ tituida por grandes comerciantes; en otras, éstos han dado paso, a través de un relevo generacional, a letrados. Todos tienden a imitar las formas de vida de la nobleza terrateniente, y a transmitirse los cargos públicos. El poder estatal mira con recelo a las ciudades: el temor a la sublevación incontrolada de la plebe urbana es grande; pero además conoce las posi­ bilidades que los patricios tienen de influir en ellas. El poder y la riqueza de éstos es imprescindible al Estado para hacer frente a sus necesidades financieras crecientes, y para gobernar los centros urbanos. Si la solución de un control estricto del gobierno municipal —por medio de delegados regios— no fuera posible, se opta por dejar a las elites ciudadanas un amplio margen de autonomía, a cambio de su colaboración financiera y militar.

4. El señorío El poder de los señores deriva de dos fuentes: el que poseen como dueños de la tierra —señores territoriales— y el que proviene de su capa­ cidad de mando, tanto militar como judicial. Su capacidad de disposición sobre la tierra les otorga un enorme poder de presión sobre una pobla­ ción que precisa de ella para su trabajo y sustento. Debe tenerse presente, sin embargo, que existen grandes diferencias en el grado de dominio que tiene el señor sobre las tierras del señorío y en la forma de cesión de éstas a los campesinos. 120

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La capacidad de mando del señor provenía de su papel de defensor del territorio y de su función militar. Durante la Edad Moderna, la impor­ tancia militar de los señores irá disminuyendo ante el ascenso de la de los reyes, y el recurso a la fuerza frente a los vasallos quedará en manos del aparato militar de las monarquías. Los señores mantendrán, no obstante, una importante, aunque variada jurisdicción. También sobre ésta preten­ dieron, y consiguieron, los monarcas poner la justicia real. La posibilidad de recurrir a instancias superiores a la corte del señor, no privará a éste completamente de su capacidad de mando inmediato, ya que no todos los campesinos o comunidades estaban en condiciones de seguir costosos pleitos ante tribunales superiores donde, además, el señor contaba con valedores importantes. Es ésta una de las últimas razones del poder señorial durante la Edad Moderna: aunque su poderío militar está muy disminuido y su jurisdic­ ción ha quedado subordinada a la real, su peso, su influjo social sigue siendo muy grande. Su imbricación en los círculos de poder cortesanos le permite tener acceso a los centros del renovado poder monárquico y, a través de ellos, conseguir el apoyo necesario en un pleito con los vasallos o ante una sublevación de éstos. Podemos distinguir varios tipos principales de señorío en Europa, en función de su dominio sobre la tierra, la forma de cesión de ésta, y su poder de coerción sobre los vasallos. En la Europa al este del río Elba, se desarrolla durante la Edad Moderna el fenómeno conocido como la Segunda Servidumbre. En sus rasgos básicos implica tres aspectos: I) una enorme extensión de las reservas señoriales, es decir, de la tierra que el señor se reserva para explotarla directamente; 2) el recurso a la corvea: como contrapartida de las parcelas familiares que el señor les otorga, los campesinos se ven obligados a trabajar, normalmente gratis, en ocasio­ nes a precios tasados por el señor, las tierras de éste una serie de días a la semana, cuyo número va aumentando. Gracias a estas prestaciones en trabajo el señor puede explotar su reserva, que se destina en muchas par­ tes de la Europa del este, particularmente en Polonia, al cultivo del cereal para la exportación a occidente. 3) El último paso en la implantación de la Segunda Servidumbre será, justamente, el sometimiento del campesino a esta: su adscripción a la tierra impidiendo su posibilidad de emigración; el control de los matrimonios, buscando que se realícen dentro del señorío y a edad temprana para que la mano de obra aumente; y las limitaciones al aprendizaje de oficios. El sistema se basa en el enorme poderío nobiliario ante monarquías débiles, como la polaca, u otras que aunque se refuerzan 3 lo largo de la Edad Moderna —-los Habsburgo en Bohemia, Silesia, ungría; los Hohenzollern en Prusia; los Romanov en Rusia— deben conceder a la nobleza el control de sus siervos, a cambio de su apoyo. Los poderes inmediatos

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En la Europa occidental había desaparecido prácticamente la servi­ dumbre en la Edad Moderna; las diferencias de unos modelos de señorío a otros dependen del grado de control del señor sobre la tierra, de la forma en que cede ésta, y del margen de jurisdicción que le queda. En gran parte de Francia, en los territorios de la Corona de Aragón, en el norte de Italia, los señores habían repartido la práctica totalidad de sus tierras a censo en­ tre los campesinos. Esta forma de cesión supone una división del dominio sobre la tierra, en directo, que quedaba en manos del señor, y útil, que correspondía al campesino. Este tenía un amplio grado de disposición so­ bre el dominio útil: podía —bajo ciertas condiciones—- transmitirlo por herencia o dote, venderlo, hipotecarlo. A cambio, tenía que pagar unos censos anuales al señor, normalmente fijados en dinero o en una parte de la cosecha, y reconocer su dominio directo o eminente sobre la tie­ rra. En este reconocimiento se ha querido ver una reminiscencia feudal, pero la realidad es que, al margen del mayor o menor peso del censo, y del laudemio o luismo que hay que pagar por la transmisión de la tierra, el campesino, propietario del dominio útil, dispone casi plenamente de ella. Por otra parte, el poder jurisdiccional del señor, sin desaparecer, ha ido quedando limitado ante la superposición de la justicia real, a la cual pueden acudir los vasallos; su poder militar, importante a principios de la Edad Moderna, ha ido también disminuyendo. En la práctica muchos se­ ñores, aun manteniendo cierto prestigio e influjo en sus vasallos, se com­ portan, a fines de la Edad Moderna, como simples rentistas, procurando recuperar el dominio útil para poder ceder la tierra en arrendamiento a corto plazo y beneficiarse del alza de precios del siglo XVIII. Procuran, también, mantener y aumentar su control sobre la transformación y co­ mercialización de productos agrarios. En el norte de Francia, y el sur de España e Italia, los señores mantie­ nen bajo su control grandes extensiones de tierra que ceden en forma de extensas fincas, en arrendamiento a corto plazo o aparcería. En muchos casos, los grandes arrendatarios se reservan una parte de la finca, que ex­ plotan con asalariados, y subarriendan en parcelas el resto, con la con­ siguiente ganancia. Aunque mantenga un limitado poder jurisdiccional, que ejercerá a través de delegados señoriales, ya que es un señor absentista que vive en la ciudad o en la corte, su influjo se limita casi a su condición de gran propietario. Buena parte de su poder ha pasado a manos de la elite local de grandes arrendatarios, que suelen actuar además como admi­ nistradores y delegados del señor, cobrando las rentas, y que son los que pueden ceder una parcela para el sustento de la familia o contratar como jornaleros a varios de sus miembros. El caso inglés presenta algunas diferencias. Lo típico —aunque exis­ ten zonas que escapan al proceso—• es que el señor vaya aumentando su 122

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reserva a costa de los campesinos, bien comprándoles sus tierras, bien expulsándolos del dominio útil, al aumentarles los derechos de transmi­ sión de la tierra de una generación a otra, o bien expropiándoles puta y simplemente, o usurpando los comunales. Las fincas así constituidas se arrendaban a empresarios capitalistas que emplean asalariados y producen para el mercado. En esta transformación, el señor pierde gran parte de su influjo social; pérdida que se ve acentuada por la disminución de su poderío militar, Pero, por el contrario, el señor inglés, aunque viva tem­ poradas en Londres, mantiene su gran casa señorial en el campo y, dada la precariedad de la administración real inglesa, se encarga de gobernar el territorio, del que depende además su prestigio político en la corte, a tra­ vés de las elites locales que administran justicia, aplican las leyes de pobres y, en general, controlan la comunidad aldeana. En definitiva, los señores van a perder gran parte del influjo inmediato que tenían gracias al contacto directo con sus vasallos, cerca de quienes vivían, a los que protegían del exterior —o sometían— con su propia capacidad militar y judicial, y sobre los que ejercían un fuerte patronato, al disponer de la tierra. La pérdida de su poderío militar, la ruptura del contacto directo con la población al convertirse en absentistas, y su ges­ tión de las tierras, más como propietarios capitalistas que como señores paternales, determinaron una disminución de su poder, si bien éste no desapareció completamente.

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CAPÍTULO 5

DEL MUNDO SACRALIZADO A LA SECULARIZACIÓN. RELIGIÓN Y CULTURAS

Teófanes Egida Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid

La perspectiva de los historiadores (no tanto la histórica) ha tendido a valorar las novedades, las escasísimas rupturas, sobre las permanencias, y de esta suerte no es excepcional la convicción de que los tiempos que se denominan como modernos estén personificados por una secuencia de cambios sucesivos que ocultan la realidad de las continuidades tenaces. Hoy se insiste tanto en lo nuevo como en lo heredado en formaciones sociales que si por algo se caracterizaban era por el componente misoneísta de sus mentalidades colectivas. No fue desafortunado el título (los contenidos resultan más discutibles) de un célebre artículo de Le Roy Ladurie al hablar de «La historia inmóvil». Incluso lo que más contrasta con la llamada Edad Media, la ruptura de la Cristiandad (por entonces esta denominación no había sido superada por la de Europa) con la Reforma protestante si por algo se justificó, además de por otros factores, fue por Sl> aversión a las novedades romanas y por reclamar la vuelta a viejos órde-. nes religiosos y eclesiales. Estas permanencias se hacen más perceptibles aún en territorios his­ tóricos encuadrados en el campo más amplio de las denominadas menta•uades colectivas, en los fondos religiosos y culturales, más resistentes al Del mundo sacralizado a la secularización

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cambio y a la novedad por referirse a los universos mentales, a los com­ portamientos, más arraigados de lo que hasta no hace mucho se solía su­ poner por historiografías demasiado ideologizadas y un tanto restrictivas en sus análisis alérgicos a la historia integral. Desde esta parcela —ininteligible e inexplicable por sí sola y desvin­ culada de las otras fuerzas—, es preciso proceder con algunas claves his­ tóricas que nos abran la comprensión de los tiempos largos en que se suele encuadrar la Edad Moderna. Y, tampoco de forma exclusiva (mucho menos excluyeme), la clave de comprensión menos inadecuada es la de la sacralización, duradera, sólo superada (donde se superó) por la seculariza­ ción del siglo XVIII, mejor dicho, de la Ilustración con raíces que llegan hasta más allá del siglo cronológico. Por sacralización entendemos la subordinación de la vida terrena, con todos sus valores y desvalores, a la que se creía eterna y duradera para siempre; la inexistencia de barreras entre lo natural y lo sobrenatural, que convivían y se intercomunicaban como si de un mismo universo sin fron­ teras se tratara aunque los agentes y las mediaciones de tales intercam­ bios fueran muy diferentes en la Europa católica y en la protestante (y en sus colonias); la fabricación de una escala de valores de acuerdo con estas prioridades y en la que la vida, la tolerancia, la libertad, la razón y las capacidades humanas apenas si tenían entrada. La secularización, por el contrario, se empeñó en la autonomía de la existencia, en la sepa­ ración de los órdenes naturales y sobrenaturales, en llevar a las últimas consecuencias el proyecto humanista, fracasado hacía siglos pero que en el XVIII encontró las condiciones adecuadas. El análisis de estas constantes irá aclarando y desmenuzando lo que a primera vista puede resultar de­ masiado simplificados Conviene, además, advertir que estas realidades, más complejas de lo que dejan percibir las generalizaciones anteriores, no eran vividas ni sen­ tidas de la misma forma por todos. Con ello nos estamos refiriendo a la existencia no de una sino de varias culturas, de varias religiosidades colectivas, a veces coincidentes, casi siempre enfrentadas en una relación dialéctica. Los historiadores suelen hablar de cultura y religión popular, por una parte, y de las elites, las oficiales, las cultas, por otra. El debate, no cerrado aún, suele coincidir en la acepción de la cultura y de la religio­ sidad popular, no tanto en sus orígenes y en su persistencia, que en oca­ siones puede provenir de la inducción por parte de formas y de sectores superiores, no de la espontaneidad que gratuitamente se considera como la nota esencial de lo popular. Lo que no cabe, se afronte como se afronte el problema, es la asimilación de cultura y de religiosidad culta a la de las elites, la condena de inculta, ignorante, supersticiosa, a la popular: son descalificaciones lanzadas por los humanistas, reasumidas por los ilustra126

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Jos, que están expresando la conciencia del monopolio de la verdad que tenían estas minorías privilegiadas. Las páginas que siguen tratarán de ofrecer ambas corrientes, cada una con su lenguaje: la mayoritaria, conquistada a veces por la de los selectos, sorda casi siempre a los denuestos, con frecuencia airados, de las elites. Se esforzarán por hacerlo desde las percepciones, desde los universos menta­ les de entonces, no desde los filtros, a veces ideológicos, y de las transfor­ maciones posteriores a sus mundos.

1. La existencia sacralizada: nacer para salvarse Desde el nacer hasta el morir, y hasta más allá de la muerte incluso, la existencia, en codos sus trances, y desde la Edad Media, disponía de todo un sistema de seguridades que no dejaba resquicios inmunes a la interacción de lo sobrenatural. Se ha insistido, y con rigor, en la historia de los miedos modernos; hay que hacerlo también en la historia de las protecciones. El matrimonio, como es sabido, se celebrase como sacramento o como acto civil en clima sagrado, es decir, fuese católico o protestante, no se con­ traía por amor. Incluso en amplios espacios de Europa «casarse por amores» incluía ciertas referencias denigrantes. Quizá sea algo exagerado decir que hasta la Ilustración no se descubrió el amor matrimonial, y la boda, con­ certada no precisamente por los que se iban a casar, era efecto más bien de contratos con finalidades reproductivas de los patrimonios o de la prole. Los libros parroquiales de casados, los archivos de escribanos, confirman lo que no necesita confirmación. Los catecismos que aprendía de memoria (aunque luego se olvidasen) la mayor parte de los niños de España desde el siglo XVI al siglo XVIII, teologizaban el matrimonio como un sacramento en el que apenas cabía la ternura y hecho «para criar hijos para el cielo». Eos moralistas se encargarían de regular hasta los tiempos aptos para la ge­ neración y para las abstinencias, coincidentes, éstas, en Europa católica con la cuaresma. Los modelos de los santos, sobre todo después de Trento, no serian precisamente los casados, en un estado a todas luces inferior al de los vírgenes. Tampoco era excepcional la convicción profunda, de raigambre nianiquea y agustiniana, de que la unión matrimonial no andaba del todo exenta de cierto tufillo a pecado, al menos venial. Si no existía el amor matrimonial, el amor paternal a la infancia es el Multado de trasposiciones de realidades posteriores a los tiempos de la Modernidad. La excesiva mortalidad infantil bastaría para explicar la famiwidad con la muerte de los niños, el no excesivo aprecio a su vida, sobre QQ si eran niñas. Y este mismo hecho comprobado aclara que las preDel mundo sacralizado a la secularización

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ocupaciones colectivas en aquellas mentalidades no se preocupasen tanto de la supervivencia terrena de las criaturas cuanto de asegurar su salvación eterna. Era, a fin de cuentas, cambiar una vida efímera, incierta, por la que no acababa nunca. En algunos lugares de Centroeuropa eran bien conocidos centros de peregrinación especializados en una taumaturgia pe­ culiar: a ellos acudían los padres con criaturas muertas antes de haber sido bautizadas, y el milagro las resucitaba para recibir el bautizo salvador y para, inmediatamente, volver a morir, con la tranquilidad subsiguiente de los responsables. Constituciones sinodales de numerosas diócesis exigían (y la exigencia se había convertido en ley civil) que las comadronas se so­ metiesen a exámenes no tanto de su pericia en el ayudar a nacer cuanto en el aprendizaje de la fórmula bautismal en casos de necesidad. El bautismo, cuya teología eclesial acentuó Lutero, en el catolicismo se siguió viendo y viviendo como garantía de salvación. Por otra parte, era el acto en el que comenzaba a configurarse, para los supervivientes, el proceso de protecciones sobrenaturales inaugurado con la imposición del nombre, indicador, a la vez, de las predilecciones de aquellas religiosida­ des. Trabajos que trascienden de lo meramente folclórico insisten en que el llamarse (o el llamarle a uno) de una forma u otra no era una cuestión banal. Por de pronto, el nombre, no sometido a las modas en aquellos siglos, era un producto de cuya demanda no podía sustraerse nadie, o, como dice Philippe Besnard, «el nombre presenta dos características parti­ cularmente interesantes: es un bien gratuito y de consumo obligatorio». Por lo que a esta síntesis se refiere, el nombre (cuya elección era casi siempre función de padres y padrinos), al margen de reproducciones de la onomástica familiar, era una especie de distintivo social, económico, cultural colectivo. Los nombres compuestos comenzarán a usarse preferentemente por personas pertenecientes a estados sociales más elevados. En Europa, y donde pervivieron, las comunidades judías se distinguirán por su ono­ mástica viejotestamentaria, al igual que las musulmanas o moriscas, hasta su expulsión, por la suplantación del nombre obligado bautismal por otro familiar. Órdenes religiosas reformadas, por otros motivos que indican la valoración de la profesión, el retiro y aborrecimiento del mundo, borran los apellidos con sus nombres nuevos de religión. Y cuando vaya penetrando la Reforma, incompatible con todo lo que suene a culto a los santos, a protec­ ciones que no sean las de Cristo, los protestantes comenzarán a llamarse con nombres de personajes bíblicos, como acontece en Estrasburgo luterano y, más aún, en la nueva Jerusalén de Ginebra: a partir de 1550, como dice su actual historiador, «se pobló de Abraham, Daniel, Isaac, David, Samuel, de Sara, Judith, María, Susana y Raquel». Ahora bien, el nombre respondía al signo de identificación personal, relacionada, desde los primeros momentos de la existencia, con cierta re128

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[ación feudal entre la criatura y el protector sobrenatural, obligado éste, por ese cuasicontrato, a velar por sus vasallos, y éstos a venerar e imitar a su parrón. El catecismo de Trento, fuente de inspiración de dogmas y actitudes de larga duración, reafirma esta modalidad de cuito a los santos, ai preceptuar que en el bautizo se imponga un nombre «que tiene que ser el de alguien que haya merecido, por su piedad y fidelidad a Dios, estar en el catálogo de los santos, para que por la semejanza del nombre que tiene con el santo, el bautizado se ejercite después en imitar sus virtudes y san­ tidad y para que por su esfuerzo en imitarle le pida y espere que le servirá de abogado ante Dios para la salud de alma y cuerpo». Las preferencias por la elección del señorío son escasamente variadas. Como en la Edad Moderna los nombres romanos, godos, francos, se han cristianizado ya, unos diez nombres sirven, en casi toda Europa, para no­ minar a más del noventa por ciento de las criaturas (de ahí la necesidad en comunidades reducidas del recurso al apodo, al mote). Son advocaciones que indican el instinto teológico popular: predominan notablemente los nombres relacionados con el Evangelio (Manuel, María, Ana, casi todos los apóstoles, menos Judas, con clara superioridad de Juan y Pedro, de Diego o Santiago en España). Siguen los patriarcas de órdenes religiosas: Francisco, Jerónimo, Catalina, Bernardo o héroes de santidad marcada­ mente populares como Antonio, Martín. La diferenciación regional de estas identidades nominales no es excesiva pero existe. La monotonía no acaba de quebrarse ni cuando, como en España, van penetrando desde el siglo XVII los señoríos de Teresa, de Francisco Javier y, sobre todo, de San José, santo que comienza a configurarse como abogado para todo gracias a las capacidades publicísticas de los escritos, tan leídos en el catolicismo, del aposto! de su devoción, Santa Teresa. Cuando se registre el primer intento serio de secularización coherente de la sociedad, de descristianización, uno de los objetivos se cifrará en alterar estas relaciones de identidad personal por otras secularizadas. Fue lo ocurrido en tiempos de la Revolución Francesa: las criaturas de Francia comienzan a llamarse Rosa, Narciso, Jacinto, Laurel, Floreal, Fructidor, Termidor, Montaña, Libertad, Virtud, Victoria. Fue un ensayo intere­ sante pero efímero. Se retornará pronto a costumbres viejas, y la moda en la antroponimia tardará en hacer acto de presencia.

2* Percepción del tiempo, del espacio, del ambiente A los supervivientes se les abría un horizonte con referencias sacrali*adas. El tiempo se percibía, se medía y se databa, en su corta duración fiue es lo que interesaba a las personas), no por las exactitudes posteriores Del >r.undv sacra¡izado a la secularización

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sino por ciclos litúrgicos, por advocaciones del santoral. En fiestas de san­ tos, de la Virgen, se fechaban las cartas, se hacían los tratos y contratos, se firmaban o apalabraban censos, se cosechaban las mieses, se hacían las vendimias. El tiempo anual se percibía por la derrota del Adviento, de la Navidad, de la Pascua de Resurrección, de la Cuaresma y por la Semana Santa. Aunque los protestantes clamasen contra la cuaresma de ayunos y abstinencias, ellos mismos se preocupaban de comerciar productos de pri­ mera necesidad, es decir, salazones, para satisfacer los hábitos alimenticios de los católicos, que en el mes largo de penitencia concebían y engendra­ ban mucho menos y apenas si se casaban. La fiesta se ha estudiado como fermento revolucionario, o como oca­ sión de agitación y revuelta, más fácil por posibilitar la aglomeración de la multitud necesaria. También era el momento propicio para el ocio, para la diversión, aunque tal diversión se cifrara en sermones, procesiones y otros actos de este talante. La Reforma quiso acabar con este tipo de ma­ nifestaciones y lo único que logró fue su multiplicación contrarreformista y desafiante: en el catolicismo postridentino se incrementó el número de santos, de beatificaciones y canonizaciones (sobre todo de frailes y mon­ jas), y llegó a expresiones exacerbadas la celebración de la fiesta más popu­ lar, la del Corpus, con sus procesiones brillantes y proclamado ras de la fe en lo que los protestantes rechazaban: la presencia permanente de Cristo en la Eucaristía. El calendario multiplicó los días festivos puesto que había que satisfa­ cer la demanda de la propia Iglesia, de las ciudades que van tomando con­ ciencia de tales por la identidad colectiva que les proporcionan sus san­ tos, de las órdenes religiosas con sus santos y su prestigio, de los gremios con sus patronos, de las instituciones, etc. Hubo reducciones pensadas como remedio para obreros que no cobraban los jornales de ocio como las decretadas a mediados del siglo XVIII por el papa Benedicto XIV. No obstante, el cambio sólo llegaría cuando se fuera imponiendo la mentali­ dad (o la ideología) de los ilustrados, obsesionados por el trabajo, por la utilidad e irreconciliables con la fiesta. El calendario, de todas formas, estaba determinado por referencias re­ ligiosas, lo mismo para el mundo musulmán, judío, que para el cristiano. Superadas modalidades locales o regionales, desde el siglo VI se fue im­ poniendo el cómputo de la «era de Cristo». En una decisión de poder y de prestigio del papado postridentino, Gregorio XIII modificó las medi­ das en 1582. Aunque los ortodoxos tardaran en acomodarse en algunos sirios, lo rechazaran en otros, era lo mismo: la fecha del cómputo anual era siempre la Pascua de Resurrección. Los intentos jacobinos de cambiar la medición mensual y anual del tiempo indican un esfuerzo, simpático por otra parte, de racionalizar métricamente el tiempo, de acomodarlo 130

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mejor a los datos astronómicos y, sobre todo, de descristianizar algo tan cordial como era la percepción sacra de esta medida. Sólo duró doce años la experiencia (1793-1805), que, como dice Cardini, además de cubrirse de ridículo, «dio lugar a mofas y que nunca llegó a calar en los hábitos del pueblo francés, que siguió festejando a San Miguel el 29 de septiembre y a San Martín el 11 de noviembre, segando entre junio y julio y vendi­ miando entre septiembre y octubre descaradamente frente a las imposi­ ciones de todos los mes i do res y vendimiarlos republicanos». El espacio, en sociedades inmóviles como las del Antiguo Régimen, era variado en su percepción y a tenor de las situaciones urbanas o rura­ les, profesionales y religiosas. Desde la Edad Media, y después fuera de ámbitos protestantes, numerosas comunidades, conventos, monasterios, tenían su propio microcosmos con poco que ver con el común. A pesar de las excepciones, en el campo eran frecuentes las ermitas referenciales, las iglesias, al igual que en las ciudades, mejor dotadas de edificios de institu­ ciones religiosas, con el nomenclátor de calles y plazas, y de movimientos de población, orientados siempre por denominaciones eclesiásticas. No eran infrecuentes los espacios urbanos del fuero, aquellos inmunes a la presencia y acción de fuerzas civiles, y que se habían convertido en reductos de privilegio de universidades, de colegios mayores donde los ha­ bía, de iglesias conventuales y parroquiales. Eran los espacios que permi­ tían «acogerse a sagrado», ejercer —y se ejercía generosamente— el «dere­ cho de asilo» para delincuentes fugitivos de la justicia. En el siglo XVIII, los poderes políticos de acuerdo con las jerarquías, o los suprimieron o los fueron reduciendo a la mínima expresión. No obstante, el sentir popular casi siempre fue afecto a estas inmunidades incompatibles con regímenes absolutistas. La imagen sacra de las ciudades (en ocasiones de apariencia y ocupa­ ción conventual) no cambiaría hasta la Revolución Industrial y hasta las exclaustraciones del Imperio en el siglo XVIII, las desamortizaciones del XIX en España. Lo mismo aconteció con los espacios interiores, con la decoración de los recintos domésticos y sus habitaciones. Investigaciones actuales sobre testamentos, inventarios de bienes y otras fuentes simila­ res demuestran el predominio de motivos religiosos. Reaccionarios del siglo XVIII avanzado no ocultarían su queja ante el avasallamiento de ra­ es imágenes por otras de carácter profano, crecientes a tenor del proceso Secularizador de la sociedad. La percepción del ambiente es otro de los objetivos de la historia de ñientalidades. El grado de cultura, de riqueza, las condiciones perso­ nales y colectivas explican la vivencia de un ambiente que, hasta que se Cubrieran las fuerzas físicas, estaba determinada por fondos de pre­ ndo dualismo. Se contemplaba como el escenario de lucha entre los dos Del mundo sacralizado a la secularización

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señores supremos, Dios y el diablo, enfrentados en guerra permanente a la conquista de vasallos y de almas a costa del otro y por medio de sus huestes, santos, ángeles y demonios de todo tipo. Estas presencias son uno de los signos más elocuentes de la conviven­ cia del cielo y de la tierra, de la interpenetración de lo natural y de lo so­ brenatural sin obstáculos de ninguna clase. Tan arraigada como la de Dios era la creencia en las presencias de demonios, mayores y menores, en le­ giones o aislados, en las casas como demonios familiares o en las personas cuando lograban su posesión. Se creía, y se creyó con más vigor cuando desde el siglo XV se condenó a las brujas y se redactaron en Alemania an­ tídotos contra ellas, en contratos especiales y rubricados (a poder ser con sangre), en poderes excepcionales y sobrehumanos para hacer el mal, en cohabitaciones incubas o súcubas. Lo mismo daba en la Europa católica que en la protestante, porque la Reforma, que se deshizo de todas las me­ diaciones celestiales, contribuyó a arraigar las infernales y al incremento de la persecución de las brujas, capítulo quizá el más negro de la historia europea y de sus colonias hasta que la Ilustración acabara con aquellas matanzas colectivas (que no tuvieron lugar en España, aunque parezca paradójico, a causa de la Inquisición). En efecto, la tipología demoníaca es la misma en Castilla, en Andalucía que en la Alemania de Lutero. El demonio, los demonios, eran uno de los integrantes fundamentales de la imaginaria popular, alimentada por la cultura oral, por relaciones de todo tipo, por la imprenta, por ¡as artes plásticas. Da la sensación de haberse vivido estas realidades, inviables en los principios de racionalidad ilustrados, de forma tan intensa como familiar y connatural. Y es que aquellas sociedades sacraiizadas no estaban des­ provistas de defensas, Al margen de la quema de brujas, contaban con todo un arsenal de armas antidemoniacas. Algunas estaban al alcance de la mano, como armas caseras; cruces, signos determinados, la aspersión de agua bendita para los católicos; la música, «mandarlos a la mierda» era buen remedio para Lutero, que recurre a resortes más soeces (como se ha­ cía en Castilla con las higas), ante los cuales al demonio no le queda mas remedio que la huida asustada. No obstante, la defensa oficial, clamorosa a veces y convertida en es­ pectáculo, eran los exorcismos rituales. Todos los sacerdotes (allí donde el sacerdocio institucional existía) estaban ordenados de exorcistas. No hay santo en la hagiografía católica que no manifestara su poder taumatúr­ gico en enfrentamientos contra el enemigo. Para los especialistas se habían producido auténticos tratados donde se descubrían todas las mañas del sa­ gaz demonio y se daban normas para descubrir sus engaños. La imprenta se encargó de divulgar, en ediciones incontables, el aludido y fontal MrfZZewr maíeficarum (martillo de brujas) de Sprenger del siglo XV, al que se 132

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fueron añadiendo antiguos tratados del canciller francés Gerson como el folleto Del discernimiento de los espíritus; el del enemigo de Lutero, Tomás Jvíurner Sobre el contrato pitónico; la Práctica de exorcistas o flagelo y fusta ¿e los demonios del franciscano de Italia Mengi; la Fuga de Satanás de Pe­ dro Stampa, por citar sólo algunos de los tratados que circulaban por el siglo XVI en toda Europa con resonante éxito comercial. Los demonios rurales actuaban de forma indirecta pero no menos per­ judicial, como instrumentos de la ira de Dios, agitando accidentes atmos­ féricos, desgracias colectivas, y contra la base económica agraria a través de sequías, lluvias, tormentas, de plagas de langosta. También para estos casos estaban previstos los antídotos o los remedios desde los toques de las campanas, conjuros especiales contra la langosta, bendiciones de los campos por San Marcos, y rogativas numerosas. Como es sabido, también estas prácticas fueron combatidas en la Ilus­ tración, sabedora de que tales presencias y milagros se debían a la imagi­ nación, ai miedo, y que los accidentes climáticos o plagas tenían orígenes y causas perfectamente naturales. Otra cuestión es que las convicciones racionales y físicas de los ilustrados penetrasen en los comportamientos populares.

3. Los trabajos y la enfermedad Al igual que el ocio, también las actividades laborales se consideraban protegidas por lo sobrenatural. No es preciso insistir en la vinculación de la labor agrícola a la protección celestial puesto que del cielo (del clima) dependía la buena o mala cosecha. Las relaciones topográficas de tiempos de Felipe II confirman cómo numerosas aldeas castellanas y extremeñas están comprometidas con algún santo o alguna advocación «por voto» gracias a su protección en momentos de crisis agrarias. Los otros sectores, el Industrial y el comercial, se acogen también a celo de su respectivo patrono celestial como valedor de sus faenas, abogado en sus cuitas y a ve­ ces rival de la competencia. La forma artesanal de producción, el gremio, no puede carecer de su natural prolongación en la cofradía respectiva. ^Monopolizadores de la producción, reguladores del comercio, los gremios bregan por el monopolio de sus santos y advocaciones en un proceso de multiplicación hasta el siglo XVIII, tiempo de crisis de estas formas de producción, de comercio y de religiosidad. Mientras tanto, los archivos estan llenos de pleitos a causa de concurrencias, de precedencias procesio­ nales, de predilecciones disputadas. Puede decirse que a fines de la Edad Media se había formado ya el entramado gremio-cofradía-protector. Pero las cofradías, integrante sustanDel mundo sacratizado a la secularización

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cíal en las sociedades del Antiguo Régimen, eran multiformes y la expre­ sión, una de las pocas que se permitían, de la solidaridad indispensable. No podemos entrar en su tipología, tan variada, pero fuesen devocionales, gremiales, penitenciales o asistenciales, todas ellas tenían funciones de ca­ ridad y de ellas dependía la atención hospitalaria, entendida ésta como era en realidad entonces: como establecimientos exclusivamente dedica­ dos a los pobres. Cofrades de distinto talante habían fundado, atendían y gestionaban hospitales, que se irán reduciendo y, en cuanto era posible, mejorando desde el siglo XVIII, cuando comiencen a secularizarse. Mu­ cho antes lo habían hecho los países protestantes, puesto que uno de los primeros objetivos en cuanto penetraba la Reforma era el de suprimir cofradías y conferir al poder civil, al príncipe o al municipio, la gestión de este sector, como signo (entre otros) de concepciones sociales modernizadoras. La historia de la salud y de la enfermedad, la que se fija no sólo en los «avances» de la ciencia médica sino en los cuerpos enfermos, manifiesta los grados de morbilidad de una sociedad acostumbrada a estar enferma. Desarmada ante la peste, tardaría en aprestarse contra la viruela al igual que contra el cólera, epidemia, ésta, que sobrepasa los límites cronológi­ cos de nuestra reflexión. Las carencias se manifiestan cuando se observa no sólo el espectáculo llamativo de estos clásicos «segadores de vidas», sino también las secuelas más o menos letales de otros azotes como la sífi­ lis, las fiebres palúdicas tercianas y cuartanas, que afectan a amplias zonas de la población adulta, inerme ante otras dolencias más cotidianas, desde el mal de piedra hasta los dolores de muelas. La cirugía, que se irá perfeccionando desde el Renacimiento, no acaba de perfilarse en sus técnicas, y no será excepcional el resultado negativo, contribuyendo a incrementar el número de malformados, como se que­ jaban las Cortes de Castilla. Los límites de la medicina preventiva son de sobra conocidos. La terapéutica tardará en incorporar ciertos tratamien­ tos, ciertas drogas como la quina eficaz contra las fiebres. La Ilustración será testigo de las disputas de altura en torno a la modernización de la medicina. Las polémicas, de todas formas, fueron cosa de elites; la in­ mensa mayoría siguió los tratamientos tradicionales de la medicina galé­ nica, ineficaz. Ante tanta ineficacia, no tiene que extrañar que en mentalidades sacralizadas fuesen mucho más valorados los médicos, los abogados celes­ tiales, que los médicos y cirujanos-barberos de la tierra. En Castilla de siglo XVI, Santa Teresa —cuyas cartas numerosas semejan con frecuencia recetarios aconsejados a sus amigos y amigas dolientes— expresaba muy gráficamente su experiencia personal, que era la de la mayoría aunque no siempre tan afortunada como ella en aquella ocasión en que estuvo 134

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prácticamente muerta: «Como me vi tan tullida, y en tan poca edad, y cuál me habían parado los médicos de la tierra, determiné acudir a los del cielo para que me sanasen. Comencé a hacer devociones de misas y cosas muy aprobadas de oraciones, y tomé por abogado y señor al glorioso San José, y encomendéme mucho a él; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas». Por la convicción de portarse como abogados celestiales que socorrían cada uno en una necesidad se fue formando, desde la Edad Media, el cua­ dro de santos terapeutas, bien conocidos en su especialidad cuidadosamente delimitada. No estaría de más ofrecer el catálogo de intercesores de la salud puesto que fueron ellos durante siglos médicos mucho más solicitados por la población que los formados en las Universidades o que los romancistas prácticos. No es posible hacerlo por razones de espacio y porque habría que recordar, también, los centros de peregrinación taumatúrgica que abunda­ ban en Europa católica y las protecciones sobre todos y cada uno de los trances de la vida acogidos al desvelo de los patronos sobrenaturales. No es preciso advertir que estas expresiones de la religiosidad popu­ lar fueron combatidas con tanta dureza como ineficacia por La espiritua­ lidad de los privilegiados y exasperados ante lo que condenaban como desviación del Evangelio, es decir, por humanistas selectos, por jerarquías alarmadas ante los abusos y las (para ellas) desviaciones de la verdadera piedad, por reformadores airados contra tanta abigarrada acumulación de intercesores que oscurecían o anulaban la única mediación de Cristo, por místicos con su experiencia personal, hasta llegar a los ilustrados, que ana­ tematizaron todo este sistema devoción al como productos de la «ignoran­ cia, del fanatismo y de la superstición». La guerra se había declarado no sólo por Lutero y sus continuadores; el propio catolicismo disponía ya de todo el armamento proporcionado por Erasmo y los erasmiscas. Baste con aludir a las invectivas derramadas en el Elogio de ¿z locura, en los Coloquios. Sin tanta agresividad, dice lo mismo en su programático Enquiridion del caballero cristiano, que se divulgó con velocidad. En la bellísima castellanización del Arcediano de Alcor (que suaviza las iras de Erasmo) podía leerse (y se leyó por los pocos que sabían leer) la ironía punzante contra «la devoción de saludar cada día a San Cris­ tóbal, porque tiene creído que con hacer aquello está ya seguro de muerte desastrada»; contra la «adoración a otro santo llamado San Roque, porque cree que le ha de escapar de la pestilencia»; contra «la devoción de ayunar a Santa Apolonia porque no le duela la muela»; contra los tratantes «que prometen de dar a los pobres cierta parte de la ganancia porque su mercaer*a no se pierda por mar»; contra los que «encienden una candelica a San etc>n o a San Antón porque les depare lo perdido», etc. Del mundo sacralizado a la secularización

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4. La muerte y el más allá Todo el sistema de protecciones se dirigía al momento de la muerte, incierta y segura, porque en el Antiguo Régimen era la muerte la protago­ nista paradójica de la vida. Es el capítulo, si no mejor conocido, si el más estudiado por investigaciones modélicas y proliferantes que suelen seguir los modelos trazados por Michel Vovelle, pionero de la historiografía rigu­ rosa, científica, de las mentalidades colectivas reflejadas en esta referencia. Comenzó mirando con lupa altares privilegiados, tan significativos, pero no ha sido tan imitado en estos análisis expresivos cuanto en los de miles y miles de testamentos. Gracias a él y a sus imitadores (a veces demasiado serviles), conocemos al detalle la fuente, las invocaciones, las mandas, los albaceas, las mortajas, las preferencias sepulcrales, las misas y sufragios encargados, y tantas parcelas más, aunque siempre quede la duda de si la mayor parte de las disposiciones y fórmulas testamentarias son propias del testador o producto protocolario del escribano. Por de pronto, baste con advertir que el proceso descristianizador que se detecta en Provenza a me­ dida que se va acercando la Revolución Francesa no se descubre en otros ámbitos de Europa, al menos en España, que cuenta ya con numerosos estudios históricos a este respecto. Pueden constatarse las diferencias, que eran presumibles, sobre todo en regiones o países biconfesionales; entre las clases sociales y niveles de riqueza; incluso entre las profesiones, cuando el testamento o el inventa­ rio post mortem permite acceder a otros datos que los habituales y este­ reotipados. Siguen sin aclararse cuestiones tan sustanciales como la representatividad de los escasos testadores puesto que hay sectores numerosos (en el campo, en la ciudad, en el clero regular, entre los pobres) que no pueden testar o cuyos testamentos se han perdido. Por eso es preciso recu­ rrir, junto a esta inevitable, a otras fuentes cualitativas y habladoras: a los rituales, ya que la muerte tiene mucho de rito en la época de la moderni­ dad; a la correspondencia privada; a la iconografía; a la literatura religiosa que tiene como objetivo, desde la Edad Media, avisar o preparar para el tránsito, y, entre ella, a los sermones y a los libritos que han convertido a la muerte en una especie de arte de bien morir. Ni el propio Lutero se sustrajo de redactar su libro consolatorio para el trance final. Es una demanda historiográfica aún no satisfecha del todo el análisis y la interpretación de lo fundamental en la historia de las mentalidades colectivas: ¡as actitudes hacia la muerte y su percepción. Se conocen las reacciones ante muertes catastróficas provocadas por la peste, creadora de ambientes peculiares, o por epidemias con efectos similares; por desgra­ cias y accidentes; los miedos a la muerte imprevista porque da la sensa­ ción que, para el común, importaba más la forma de morir que el hecho 136

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mismo, asumido. También se han estudiado las muertes de los monarcas y similares, con todo un ceremonial orientado a la propaganda. La des­ aparición de incontables criaturas, de los niños, como se ha dicho, y salvo en los casos aristocráticos en que se ventilaban las esperanzas sucesorias o patrimoniales, no sólo no era lamentada sino que hasta se celebraba: sus funerales no eran tales, eran invitaciones a la alegría por contar con un intercesor más, como se ve en el ritual litúrgico para estos casos. Para los otros grupos, los pobres, cuando no morían abandonados (lo que no era infrecuente), estaban las cofradías de caridad en Europa Cató­ lica y los hospitales al efecto. Sus «honras fúnebres» y sus sufragios estaban asegurados por estas solidaridades. Hay que insistir en las muertes estereotipadas: las del reprobo y las de los santos. Las primeras fueron esgrimidas, inventadas, para escarmiento de los vivos y como arma de combate: cronistas que andaban muy cerca del quemadero en los autos de fe de Valladolid de 1559 testifican cómo los rostros de los reconciliados y reconciliadas quedaban serenos y her­ mosos porque se habían salvado, en contraste con los contadísimos perti­ naces, cuyos rasgos horrorosos anunciaban su eterna condenación. Nada más morir Lutero (y lo mismo se haría con otros, como con Voltaire) corrieron entre los papistas relaciones que probaban y comprobaban el fallecimiento entre blasfemias y excrementos de quienes se sabe que mu­ rieron lo más piadosamente que imaginarse pueda. Los estereotipos más perdurables y unlversalizados fueron los de la muerte de los electos y santos. Las actas de los mártires de Foxe, tan leí­ das en ámbitos anglosajones, fueron instrumentos envidiables para po­ pularizar la versión puritana de las víctimas producidas en Inglaterra por la recatolización de María «la sanguinaria». Los discípulos de Lutero, de Calvino (la muerte trágica de Zwinglio no se prestaba a ello), convirtieron sus trances finales en réplica de los de los santos del catolicismo. Estos, desde finales de la Edad Media, eran sujetos de la hagiografía, género más cercano a la actual creación novelada que a la historia propiamente tal. La Leyenda Áurea, los Flores Sanctorum, acumularon elementos que fueron construyendo el estereotipo en virtud del cual los santos morían casi to­ dos igual, con los signos de su bienaventuranza perceptibles por luces, por sus cuerpos flexibles, por los aromas, tan extraños, celestiales e indescrip­ tibles en sociedades de hedores y que constituían lo que se llamaba «morir en olor de santidad». E inmediatamente se procedía al despojo, porque el santo se había con­ vertido en intercesor, y pocas piezas se consideraban tan rentables espiritual Y taumatúrgicamente como el contacto físico con lo sagrado, es decir, como as reliquias de los santos. A veces se llegaba a extremos de práctico descuar­ tizamiento. Las mutilaciones considerables o mínimas eran una muestra de Del mundo -Mcralizado a la secularización

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veneración y proclamación ostensible de la santidad tan connatural en el barroco para la piedad popular como contraria a las sensibilidades selectas de entonces y a la que se fue imponiendo a partir de la Ilustración. De todas formas estos comportamientos de la religiosidad «popular» eran coherentes con una realidad: la convivencia humana con el más allá, de los vivos con los difuntos, estableciendo una especie de intercambio, de ayudas mutuas en un sistema de seguridad y de asistencia que no se cor­ taba con la muerte. La Iglesia triunfante podía penetrar en la tierra, como hemos visto, con tantas presencias sobrenaturales. La Iglesia peregrina no necesitaba entrar en el cielo, porque los celícolas no lo precisaban, ni en el infierno porque nada podía hacer dadas las visiones y percepciones que de ambos novísimos se tenían y se encargaban de dramatizar los predicadores, no sólo apocalípticos, o escritores espirituales sobre las diferencias entre lo temporal y lo eterno. El limbo era algo extraño, cuestionado ya por los ilus­ trados. Pero el purgatorio, como dice Le Goff «se convirtió en anejo de la tierra y prolongó el tiempo de la vida y de la memoria». Las jerarquías, papa y obispos, lo aprovecharon para extender su jurisdicción al más allá. Esto era lo que exasperaba a Lutero, el de las tesis contra las indulgencias, indignado con tales sufragios, producto de la alevosa invasión pontificia de territorios y señoríos dependientes sólo del poder divino. La reacción contrarreformista se encargaría de acentuar aún más estos sistemas sufragiales. Se tenía la convicción de que las almas del purgatorio se encontraban desvalidas al verse incapacitadas para merecer. Por eso las solidaridades las trataron siempre como objetivo predilecto de su atención, convencidas de que no se podía desoír a estos mendigos de la eternidad. Hasta sus acentos (alaridos) extremecedores se hacían llegar a la tierra con libros como el auténtico best-seller (con más de setenta ediciones en pocos años) de José Boneta, Gritos del purgatorio y medios para acallarlos, Zaragoza, 1689. Estos gritos no sólo se percibían; se atendían. Sólo en este contexto pre­ ilustrado podrá comprenderse el sistema de socorros perfectamente engra­ nado de la cristiandad, luego del catolicismo e inadmisible para la Reforma negadora de otros méritos que no fuesen los de Cristo, más que suficientes. Desde el sentir teológico popular el sufragio principal era la misa, cuanto más numerosa mejor, y más eficaz aún si se celebraba en determinadas cir­ cunstancias de continuidad (gregorianas y similares), en lugares peculiares (altares privilegiados), lo que explica las mandas testamentarias y el con­ cepto de rentabilidad de lo que se miraba como auténticas inversiones. Se recurría a todo (a veces desoyendo advertencias de las jerarquías y de los sínodos) con tal de robar a la eternidad días de sufrimiento (porque el penar de los difuntos se traducía en sufrimientos materiales, relacionados con el fuego purificador). Para eso estaban tas indulgencias cordiales que se «ganaban» como sufragio, de forma permanente o en campañas específicas 138

Historia del Múñelo Moderno

que van perdiendo fuerza desde la denuncia luterana de sus abusos. Como la eternidad se medía por los tiempos terrenos, hasta millones de días se podían ir sustrayendo al purgatorio si se aprovechaban bien todas las oca­ siones. Ya hace tiempo H. Líithy insistía en las similitudes existentes entre atesorar y expender indulgencias y las operaciones bancarias primeras. También muy relacionado con los tráficos comerciales estaba el de los objetos más indulgenciados: las reliquias. No es posible trazar la historia del hambre de reliquias desatada desde la Edad Media y con sus tiempos fuer­ tes en el barroco contrarreformista. Había centros opulentos, con ofertas golosas de millones de días indulgenciados si se veneraban y se aportaba el óbolo correspondiente, y no es necesario ni aludir al tesoro que guardaba Federico de Sajonia, el protector de Lutero, en la iglesia de su castillo de Wittenberg, o el almacén, tan dotado como el anterior, en Halle y bajo el poder del obispo Alberto de Maguncia. En España también había cen­ tros bien provistos y que redistribuían el producto tan demandado, cómo Oviedo. Y estaban los relicarios, altares y capillas dedicadas a las colecciones que se habían ido acumulando y que sembraban toda la cristiandad. Huelga decir que el centro expendedor más valorado y activo, casi monopolista, era Roma, desde donde se esparcían por rodo el catolicismo con el acompaña­ miento imprescindible de indulgencias concedidas y de «auténticas» que certificaban la originalidad de reliquias las más inverosímiles. También en este particular se valoraban más las relacionadas con la pasión, con la cruz, con la corona de espinas, con la Virgen, reyes magos, etc. puesto que no tendría objetivo enumerar lo que resultaba innumerable por su inmensa variedad tan extraña a la religiosidad de las elites.

5. La religiosidad de las elites Fueron precisamente las reliquias y el tráfico de las indulgencias los que desencadenaron las mayores contradicciones por parte de sensibilida­ des religiosas tan lejanas a las llamadas «populares» e incompatibles con lo que veían como superstición. Incluso antes de Lutero y no sólo por pro­ testantes. Erasmo y los erasmistas, corrientes evangélicas profundas del co­ mienzo de la modernidad redescubridoras del Evangelio y empeñadas en una religiosidad, mejor dicho, en una espiritualidad mucho más cristocéntnca, no podían tolerar lo intolerable para su mentalidad. Místicos como San Juan de la Cruz, más esenciallstas y racionales a la vez, no ocultaron la animadversión ante la proliferación de milagros, devociones inconsisten­ tes, ante la indignidad del culto y de la devoción, ante tanta exterioridad, Y vapuleaba desde su Noche oscura la inveterada costumbre de «arrearse con agnusdeis y reliquias y nóminas, como niños con dijes». Del mundo sacralízado a la secularización

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El Barroco, llámese como se llame el tiempo comprendido entre la segunda mitad del siglo XVI y más acá de Westfalia, pareció ceder en las hostilidades entre una y otra forma de religiosidad. El catolicismo se clericalizó aún más, las intolerancias llegaron a sus extremos más trágicos y se impuso la espiritualidad monástica como modelo. Incluso el jansenismo, especie de movimiento recuperador del intimismo, con una antropolo­ gía maniquea indisimulable, estaba teñido de rigorismos en sus actitudes, que recuerdan de cerca retornos a las reformas bajomedievales del rigor y del temor. Con la Ilustración llegó la auténtica crisis de la religiosidad «popular» una vez que en el proyecto ilustrado confluyeron los ideales y los intereses de laicos selectos, de sectores clericales, de las jerarquías y de los poderes civiles, con sus injerencias en la modelación de la vida de sus Iglesias, vistas éstas como ámbito de su jurisdicción. La presencia de los laicos con sus inquietudes y exigencias fue el pri­ mer signo de secularización de la religiosidad (consecuente a la de la so­ ciedad), dirigida y controlada antes sólo por clérigos, por confesores y predicadores. Éstos vieron amenazado su monopolio, y, por ello, no es extraño que en la mayor parte de los países católicos fueran clérigos los voceros del reaccionarismo, prólogo de los integrismos, empeñados am­ bos en retornos a formaciones sociales inexorablemente superadas ya. A los reaccionarios, precisamente, hay que atribuir la difusión del mito de la Ilustración, de la «Filosofía», atea y descristianizadora. Hubo filósofos, cómo no, que preconizaron los ateísmos posteriores, pero eran excepciones y desentonaban del espíritu de la Ilustración, sustancialmente creyente y profundamente religiosa, lo mismo en el catolicismo, en el protestantismo que en el judaismo. Bastaría con recordar la emocionada confesión rusoniana del vicario saboyano, todos y cada uno de los libros de Voltaire, por aludir a dos de los más denigrados, o el proyecto de ilus­ tración y religión católicas que alienta en la obra de Olavide. La secularización se traducía en autonomía. La del Dios de los ilus­ trados, más racional, respetuoso con la libertad humana, descansado en su lejanía deísta por la sencilla razón de que podía fiarse de sus obras bien hechas como perfecto arquitecto y relojero. Una de estas obras era la naturaleza. La otra, el hombre, también autónomo por su esencia ra­ cional, con una vida con sentido en sí misma sin tanta subordinación a la muerte, que, desde el siglo XVIII y con el aumento de la esperanza de vida, dejó de condicionar (así creían los ilustrados) a la existencia. La necesidad de activar la razón en sus capacidades humanas y técni­ cas tenía que conducir, como condujo, a la función crítica. Y la religión fue uno de los objetivos prioritarios en tantas revisiones como se hicieron. Se luchó contra una religiosidad rebosante de irracionalidades o de igno­ rancias supersticiosas en tantos milagros perfectamente explicables por las 140

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fuerzas físicas, en tantas presencias sobrenaturales absurdas como ¡a de los demonios con sus agentes, con sus contratos con las pobres brujas, que dejaron de ser quemadas en uno de los logros más llamativos (y que sólo sería alterado en algunas comunidades puritanas). El fanatismo era el otro enemigo de la racionalidad y de la crítica, que forzosamente tenía que conducir a la tolerancia, incluso a ensayos —fracasados por precoces— de acercamientos ecumenistas. Hubo no una sino varias Ilustraciones, y los ilustrados no carecieron de contradicciones. No obstante, su denuedo (no exento de intolerancias como la general contra los jesuitas) supuso la crisis del Antiguo Régimen gracias a la alternativa de una sociedad autónoma y secularizada en con­ traste con la sacralizada que heredaron y que, en amplios sectores, inmu­ nes a la Ilustración, tardaría en ser superada.

6. Las culturas En este libro se encontrará, en los apartados correspondientes, más detalladamente desarrollado el mundo de la cultura, de las artes, de las ciencias, de la tecnología como capítulo ineludible en la observación inte­ gral de la historia. El deseo de no incurrir en reiteraciones inútiles explica que en estas páginas, entre introductorias y generales, nos limitemos a la reflexión sobre algunas cuestiones que consideramos infraestructurales y actuantes en lo que, tan imprecisa como quizá convenientemente, suele entenderse por cultura.

A. Dos culturas: la popular y la de las elites &

La creencia (porque no pasa de eso, de creencia) de que los tiempos incluidos en la modernidad supusieron un «progreso» lineal en el universo cultural es una apreciación que debe matizarse. Sólo minorías muy reduci­ das se enteraban de las mutaciones profundas que se estaban produciendo en los sistemas de conocimiento y en el mundo de las artes y de las ciencias, no tan diferenciadas en sus «especialidades» como dejan suponer tratamien­ tos históricamente anacrónicos. La inmensa mayoría de la población, no debe olvidarse que agraria y rural incluso en los países más urbanizados, siguió inmune a las novedades y anclada en los hábitos heredados. Al igual que su universo sacralizado permaneció inmutable, y en ma­ yor medida si cabe, su cultura no se vio afectada por las elites, desde los humanistas hasta los ilustrados, empeñados en denigrar como ignorantes los comportamientos que no se adecuaban a sus convicciones y programas Del mundo sacralizado a la secularización

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de acuituración. Quiero decir que sería incorrecto pensar, cuando se habla del pasado, que sólo hubo una cultura, la de las elites, y calificar a la lla­ mada popular como ignorancia cómoda y rutinaria. La historiografía actual está revisando con atención (a veces con sim­ patía) creciente ese otro mundo de las permanencias apenas alteradas. Vi­ ven en sus convicciones entre mágicas y naturales, con referencias y me­ didas que nada tienen que ver con el copernicanismo, convencidos de las derrotas del Sol que marca los días, las noches, las estaciones, los tiempos de la sementera y de la cosecha. Los medios de comunicación y de transmisión de sus «saberes» no son los escritos por la sencilla razón de que valoran más la palabra, incluso para los contratos, que la letra. La tradición oral, la conversación, la me­ moria, son instrumentos sin alternativa. Por eso, lo mismo en España que en Alemania, el refrán o el Sprichtwort, constituye una especie de suma de sabiduría aplicable a casi todo. En esta cultura oral, el sermón es un medio de información, de formación, de catcquesis y propaganda insustituible y que explica la atención otorgada tanto por los protestantes (religión no sólo del libro sino también de la palabra) como por los católicos, siempre empeñados en su reforma. La lectura sólo es indirecta. De poco sirve, desde la posibilidad cul­ tural, la liturgia obligatoria, puesto que las misas católicas se celebran en latín, ininteligible para el pueblo, en contraste con las innovaciones de la Reforma. Más eficaces son los libros de devoción, los almanaques, la lite­ ratura equivalente a pliegos de cordel, a coplas de ciego, tan denostadas por las elites y que se leen por los pocos que pueden hacerlo pero que se escuchan por todos, incluso en ámbitos rurales. La cultura popular, por tanto, y a despecho de las campañas de los huma­ nistas, empeñados en atraer a todos hacia su cultura, propalada como valor social por una república de letrados que no podía esgrimir, en principio, los títulos de nobleza y de riqueza, tardaría mucho tiempo en sentir la necesidad de leer, menos aún de escribir y, todavía menos, de contar con signos escritos.

B. Analfabetismo, lectura y escritura

La cultura del libro y del escrito, en efecto, tiene una historia difícil. La imprenta fue un avance tecnológico, industrial, cultural, mental, re­ volucionario en el más estricto sentido de lo que pueda entenderse como revolución integral que afectó a todos los órdenes, desde el economice hasta el ideológico. Pero su capacidad multiplicadora y su producto, el libro, se encontraron con barreras que, si no podían impedir su presencia, frenaron y retrasaron algunas de sus posibilidades de circulación. 142

Historia del Mando Moderno

Por de pronto, los poderes civiles y eclesiásticos, sabedores de los peli­ gros de la libertad de producción y las ventajas de su control, no tardaron en establecer monopolios, en convertir a la imprenta en una especie de regalía con todas las censuras estatales, religiosas e inquisitoriales que lan­ zaron, casi desde el principio, a los impresos subversivos o sospechosos por las vías de la clandestinidad cuando no ios redujeron al ámbito limitado de las copias manuscritas. Más peso tuvo en dificultar el acceso generalizado al libro la elevación de sus precios, estableciéndose de nuevo la relación di­ recta entre riqueza y posibilidad del libro, convertido, de esta suerte, y du­ rante largo tiempo, en objeto casi de lujo. Los mismos formatos, en cuarto o en folio, actuaron como elementos disuasorios. Por eso, hasta que en el siglo XVIII no cambíen las formas externas, se extienda la costumbre de li­ bros de tamaño menor (de bolsillo) u ofrecidos en entregas (en fascículos), y no se abaraten sus precios, la presencia del libro será escasa, reducida a determinadas bibliotecas institucionales (que tienen que encadenarlos para su seguridad) en la mayor parte de las circunstancias. Con codo y eso, el muro auténtico que limitó la cultura del libro a ciertas élites fue la incapacidad infraestructura! de su lectura: el analfabetismo. La historiografía actual, consciente de la trascendencia de la lectura y de la escritura, está empeñada en seguir los pasos del proceso de alfabeti­ zación de las poblaciones. No podemos entrar aquí en el debate entablado en torno al concepto y a la realidad del analfabetismo sociológico. Sólo aludiré a las conclusiones, no definitivas, a que han llegado tantos estu­ dios cuantitativos como se han elaborado y se están elaborando en rela­ ción con los tiempos modernos y con metodologías que quizá no a todos convenzan por la fragilidad de sus bases documentales. Con el presupuesto (bastante gratuito a veces) de que el escribir pre­ suponía la capacidad para la lectura, y de que el firmar, al menos el firmar con ciertas formas, equivalía a saber escribir, numerosos investigadores se han lanzado a la aventura de detectar la frontera entre el analfabetismo ra­ dical y la alfabetización. Fuentes notariales, fiscales, judiciales, parroquia­ les, inquisitoriales, permitirían seguir estos caminos, a veces vericuetos, del acceso al leer y al escribir. Resumiendo algunas de las conclusiones de tantos trabajos monográficos y minuciosos (a cuyos autores lamento no poder citar) de los que las tomo, y aprovechando en buena medida la sín­ tesis ofrecida por Chartier (CE Ariés-Duby), puede pensarse que Europa y sus colonias registraron un avance lento, que hay que saber valorar por tantas dificultades como había que superar, en su alfabetización. Algunos datos no sobrarán para constatar la tesis general que se va con­ turnando progresivamente, si no se olvida que todo se refiere a tiempos etl que la estadística y las exactitudes, o no se habían descubierto, o no se doraban como se haría más tarde. Mediciones de alcance nacional hablan Del mundo sacralizado a la secularización

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de que, como se puede ver en fuentes diversas, a mediados del siglo XVI] sabían firmar el 25% de los escoceses, el 30% de los ingleses, el 29% de los franceses; estos porcentajes, un siglo después, han crecido de forma muy sensible al 65%, 60% y 48% en los países respectivos. En zonas amplias, como las de Castilla la Nueva, de los testigos que tenían que comparecer ante los inquisidores, según Bennassar y colaboradores, podían firmar el 49% en el siglo XVI, el 54% en el XVII y el 76% en el XVIII. En ciudades como Amsterdam, firmaban el 57% en ¡630 y el 85% a fines del XVIII, y lo mismo exactamente acontecía en Murcia, al menos en el siglo XVIII. No es necesario seguir: en ámbitos distintos la progresión de firmantes da el salto definitivo en el siglo XVIII puesto que los programas de los ilustrados y del llamado Despotismo Ilustrado no fueron estériles. Los anteriores porcentajes se refieren sólo a varones y no atienden a realidades diferenciales que hablan de la discriminación cultural, a juzgar por las firmas, en beneficio de determinados sectores y circunstancias. Las mujeres no tenían tanta necesidad de saber firmar (¿leer, escribir?) como los hombres. En el campo sólo una minoría de varones sabía hacerlo puesto que Ja ciudad no se identificaba sólo por su número de habitantes sino también por su oferta cultural. Hay profesiones y estados sociales, en primer lugar el clero, en los que el 100% de sus individuos firman correctamente. En Turín ciudad, a principios del XVIII firman el 71% de los varones y sólo el 43% (y era un porcentaje elevado, que no casa con el analfabetismo femenino general) de las mujeres; en 1790 lo hacen ya el 83% de los hombres y, nada menos, el 63% de las mujeres, en cifras muy parecidas a las de Amsterdam. Sin embargo, en el ámbito rural de Turín, por las mismas fechas, firman el 21% de los hombres, sólo el 6% de las mujeres (1710), mientras que en 1790 lo hacen el 65% de los hombres y ya el 30% de las mujeres, en proporciones muy parecidas a las de Cuenca, ciertos lugares de Galicia (incluido Santiago) o Mararó. Chartier trata de esbozar el mapa europeo a tenor del grado de alfa­ betización creciente: las zonas más alfabetizadas se sitúan en el norte y en Alemania; las regiones del analfabetismo en el sur y en Europa oriental, simplificación que no acaba de concillarse con algunos datos aducidos anteriormente. Hay que esperar, para llegar a conclusiones menos frágiles, que se analicen otras fuentes (las cualitativas son valiosas) y se atienda a métodos que completen a los hasta ahora empleados. De todas formas, no puede admitirse la correlación exacta entre firmar y leer. Para salvar este vacío, y acercarse más a la realidad de la lectura, se está estudiando la presencia del libro entre sus propietarios y, presumible­ mente, usuarios o lectores. También para ello se ha tenido que recurrir a fuentes difíciles, entre las que predominan las protocolarias de los inven­ tarios. 144

Historia del Mundo Moderno

Los resultados, si no se conociesen por otro tipo de documentación, son los esperables: el retrato de ía casa de Tomás Moro por Holbein en el que todo el mundo, hombres y mujeres, están aplicados y aplicadas a la lectura y con un libro entre las manos, era una excepción que no se co­ rrespondía con la realidad general. El libro no abunda en las casas. Entre tantos inventarios como se han sondeado, la media del siglo XVI en la mayor parte de las ciudades no arroja porcentajes superiores a la presen­ cia de libros, de algunos libros, más que en un 20-25% (Valencia, París, Oviedo) salvo en Canterbury (33%) y pocas más entre las estudiadas. Las hay con porcentajes muy inferiores, incluso más llamativos como Floren­ cia (3%), París (10%), Valladolid y Amiens (12%). La presencia, tanto de propietarios como de unidades de libros, aumenta a medida que se avanza hacia el siglo XVIII: entre el 33% y el 35% París, Grenoble, Oviedo, Be­ sançon; Rennes y Rouen superan el 50%. Dentro de la anarquía de los datos, cabe distinguir, de nuevo, aun­ que sea una perogrullada para los medianamente iniciados, el abismo que, también en la posesión de libros media entre la ciudad y el campo, donde (y cuando) aparecen raramente lo hacen sobre el 3% de los inventarios. En cuanto a la cantidad también hay que establecer el criterio de la riqueza y de la profesión. La nobleza, incluso la española, poseía, además del armario-archivo de los documentos justificantes de sus títulos y ren­ tas, y no de forma excepcional, bibliotecas muy considerables, aunque no todas alcanzasen los 15-000 volúmenes que el conde de Gondomar (coleccionista lo mismo de libros que de reliquias) había reunido en su palacio de Valladolid ni pudiesen compararse con la magnífica del duque Augusto en Wolfenbüttel y de su bibliotecario, nada menos que Leibniz. Desde otro punto de vista, los inventarios que constatan la existencia de libros en manos privadas suelen corresponder a profesionales del derecho, de la medicina, de la religión: la mayoría de sus títulos, contados, son auxiliares para el ejercicio de su función respectiva. Pero hay otros inven­ tarios o índices que no aparecen en la documentación de las escribanías: son los catálogos de bibliotecas de selectos, más abundantes en la Ilustra­ ción, de universidades e instituciones anejas como los colegios mayores, o de monasterios y conventos, que no se han contabilizado en los penosos análisis cuantitativos, y capaces ellos solos de descompensar los resultados de tanta investigación, en ningún caso inúril. Por ultimo, en Europa y sus colonias, es preciso tener en cuenta las diferencias confesionales también en la posesión y lectura de libros. Dada la ayuda que la imprenta prestó a la expansión y afianzamiento de la Re­ forma de Lutero, en contraste con los ecos escasos y geográficamente re­ ducidos de las herejías medievales limitadas a la propaganda manuscrita, se fia generalizado sobre el amor al libro, a la palabra de Dios escrita, en el Del mundo ¡acrahzado a la secularización

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protestantismo. Casos como el de Metz, ciudad biconfesional, en la que en la segunda mitad del siglo XVII el 70% de los inventarios de protestantes se refieren a tenencia de libros frente al 25% de los católicos, parecían con­ firmar la realidad del presupuesto. Sin embargo, no parece que el primer 1 mecanismo, al igual que el calvinismo, incrementasen perceptiblemente el número de lectores, ni siquiera la afición a la lectura, fenómenos ambos que se registraron con el puritanismo y con los pietismos posteriores, cuando la memorización y la lectura repetitiva llevada por párrocos y pastores se convirtió en lectura casera, familiar e individual, incluso silenciosa. En Sue­ cia, en el siglo XVIII, como efecto de Ja política alfaberizadora de la Iglesia estatal luterana, que amenaza con excomuniones a quienes no hagan caso, el 80% de su población tiene acceso a la lectura directa. Al fin del Antiguo Régimen, y al margen ya de las mediciones nu­ méricas, se han producido cambios sustanciales cuantitativos y cualita­ tivos. Desde el punto de vista de la producción, las imprentas facilitan (porque se demanda) una oferta más variada, en la que el predominio de lo religioso va cediendo en beneficio de las artes, de las ciencias, de las letras y de los oficios útiles. La «Enciclopedia» es un modelo, además de instrumento de propaganda, de los objetivos, ideales y preocupaciones de las elites. Se imprime más y mejor, y se divulga la forma moderna de co­ municación de los saberes, hay que insistir en que enciclopédicos, a través de las publicaciones periódicas, combativas con frecuencia. Y aparece o se afianza la «mujer lectora» en casa, en los gabinetes de lectura, en los retra­ tos en que se exhibe con las obras del patriarca de la Ilustración, Locke, como ornato. Es posible que la mutación más decisiva, aunque pueda aparecer sutil, en este capítulo infraestructura!, sea la superación de los miedos a la lec­ tura por la conciencia de la necesidad de saber leer (el escribir tendrá que esperar algo más). Porque en algunos países (no sólo en España), por rece­ los xenófobos, misoneístas, ortodoxos, se había fabricado todo un sistema orientado a sembrar el miedo a la lectura y a ver el libro como enemigo peligroso. No es que el siglo XVIII unlversalizase la libertad de imprenta, pero se sembraron las semillas del liberalismo. Hasta la Inquisición espa­ ñola tuvo que suavizar lo único que la iba quedando, la censura, y que permitir la lectura y la traducción castellana del libro más vedado a los laicos, la Biblia.

C. Hacía la secularización de la cultura

No es posible reproducir la evolución que a lo largo de los siglos de la modernidad se registró en las artes, letras y ciencias. La historia de la en­ 146

Historia del Mundo Moderno

señanza, en sus distintos niveles, desde las primeras letras hasta la impar­ tida en las universidades, puede aclarar aspectos concretos, cuales los del peso del Humanismo, de la Reforma y Contrarreforma en los métodos y contenidos de la transmisión de los saberes. Detallarlo es tarea de otros capítulos. Por el momento, baste con recordar que lo que se suele consi­ derar como «progresos» culturales en el más amplio sentido de la palabra no se podían registrar en instituciones sacralizadas como eran los colegios de primeras y segundas letras o de «gramática», casi siempre regidos por clérigos y orientados hacia la formación clerical, o como podían ser las universidades en su inmensa mayoría, y en las que aunque no hubiese ya controles papales o episcopales, y dependiesen del poder civil, seguía perviviendo la convicción de la servidumbre del resto de las facultades a la de teología y estaban para proveer de funcionarios, imprescindibles para la burocracia civil y eclesiástica de los Estados. Las innovaciones, la nueva sensibilidad cultural, llegarían por otros cauces: por las academias humanistas, las reales academias de los abso­ lutismos o de las sociedades inglesas, los amigos del país asociados, los centros especiales arbitrados por la Ilustración para los oficios útiles, in­ cluso en la preparación de los maestros para su función ahora dignificada. Ahora bien, en este cambio de sensibilidad tuvieron protagonismo in­ cuestionable personas privilegiadas y capaces de romper con el universo mental, con principios, métodos y conclusiones que se creían inalterables. La llamada «revolución» científica, de hecho, en las síntesis y manuales, se identifica con nombres, desde Copérnico, Galileo, Bacon, Descartes, Newton, los ilustrados insignes. Los historiadores tienden a observar, en tanta o mayor medida, el ambiente que posibilitó (y dificultó) sus nuevos planteamientos y sus «avances». El proceso fue complejo. En él se perciben, cómo no, pervivencias de mentalidades y sistemas heredados. Hay una mezcla de ciencia nueva y de magia difícil de alejar desde Paracelso hasta el propio Newton. El vehículo de sus teorías (porque no hay que olvidar que en muchos casos se trató de teorías), incluso, y por mucho tiempo, será el latín, convertido después en agarradero del reaccionarismo an ti ilustrado. Entre éstas, y otras, herencias, se fue introduciendo la autonomía del pensar, del razonar, del experimen­ tar, como método y objetivo de la filosofía y de las ciencias, menos dife­ renciadas entonces que después de la modernidad. Quizá este elemento de secularización, de desvinculación de la revelación y de la razón, fuera el paso decisivo. En ello, Descartes y su método fueron trascendentales. «La filosofía cartesiana fue parte integral de ese gran proceso que abarca, si no desde Copérnico, desde Galileo a Newton y aún más allá, y que ahora nosotros denominamos Revolución Científica. Estableciendo la autono­ mía de la razón, Descartes inició la primera de las “emancipaciones” que Del mundo sacralizada a la secularización

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con el tiempo habrían de llegar a ser la característica más destacada de los siguientes siglos» (Gerhard, 132). Para llegar a ello fue necesario destruir la escolástica, personificada en Aristóteles y que, contra lo que suele decirse, era algo más que un mé­ todo. Era un estilo de pensamiento basado, por una parte, en la dialéctica sutil y en la autoridad correspondiente; una visión del universo (el terreno y el celestial); la summa armónica de todos los conocimientos habidos por esos caminos, no por los de la crítica y de la experimentación. El Humanismo, más platónico que aristotélico, no ocultó la hosti­ lidad, al igual que lo haría Lutero, desde su agustinianismo, contra una especie de sistema en el que no cabía la Escritura como norma y que se había diluido en escuelas similares a las sectas, con sus odios mutuos, con su lenguaje críptico, con sus divertimentos (tomados muy en serio) plagados de sutilezas estériles y sin nada que ver con la realidad. Erasmo, en cuanto le salía al paso, pero de forma más clamorosa en su demoledor Elogio de la Locura, y limitándose al campo de la teología, clamaba contra la escolástica de su tiempo: «De suerte que es más fácil salir del laberinto que de la confusión de realistas, nominalistas, tomistas, albertistas, ocamistas, escotistas, por no aludir más que a las principales entre tantas sectas. En todas ellas es tan profunda la doctrina, y tanta la dificultad, que tengo para mí que los apóstoles precisarían una nueva venida del Espíritu Santo si tuvieran que habérselas con estos teólogos de hoy». No desapareció en el siglo XVI, y hasta la ortodoxia luterana se vio en­ vuelta en sus redes. Tardaría en ser relevado este universo mental por otros más modernos. Incluso cuando estaba herido de muerte (que sería lentí­ sima en el catolicismo), en plena Ilustración, los reaccionarios se asirían a ella como la única alternativa de una «falsa Filosofía» que presentaban como irreconciliable con la verdadera. El conde de Peñaflorida recordará, con desazón e ironía, lo representativo que resultaban actitudes como la de su contendiente, empeñado en ver a Aristóteles como «cristiano viejo» seguro, frente a tantas novedades sospechosas, y al que rezaba todas las noches un padrenuestro.

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Del mundo sacralizado a la secularización

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PARTE SEGUNDA

Cambios y Transformaciones

1. La segunda mitad del siglo XV y el siglo XVI

CAPÍTULO 6

LA EXPANSIÓN DEMOGRÁFICA DEL LARGO SIGLO XVI. EL AUGE DE LA CIUDAD. LA SOCIEDAD

Antonio Cabeza Rodríguez Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid

1. La expansión demográfica en el siglo XVI Los inicios de la Época Moderna estuvieron caracterizados por una clara recuperación de la población europea. Cuantificar este incremento no deja de ser problemático, dado el inconveniente de unas fuentes pre­ estadísticas que limitan decisivamente la precisión de toda respuesta. Pero atendiendo no tanto a lo indeciso de las cifras como a los cambios de ten­ dencia, puede afirmarse que a la altura del año 1560 ya se habían alcan­ zado los índices de población perdidos tras las desastrosas consecuencias de la crisis de mediados del siglo XIV. Traducido a números: si en 1500 Europa contaba con una población próxima a los 82 millones de habitan­ tes, en 1600 éstos rondaban ya los 105 millones. Ello indica por sí solo las elevadas tasas de crecimiento que hubieron de alcanzarse. En efecto, llama la atención que ante condiciones tan pre- ■ carias como las que caracterizaban al régimen demográfico antiguo —-con índices de incremento anual que difícilmente superan el 1,5 por mil—, se lograsen, aunque fuera de forma localizada, tasas anuales incluso su­ periores al 6 ó 7 por mil, permitiendo situar la media de crecimiento del La expansión demográfica del largo siglo XVI

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continente en torno a un 3 por mil. No es, pues, de extrañar que una progresión de esta naturaleza produjera en algunas regiones de Alemania, en Francia e incluso en la poco poblada Inglaterra la sensación de estar viviendo momentos de superpoblación. Independientemente del escaso rigor que se puede achacar a los testimonios contemporáneos alusivos a este hecho, son opiniones que vienen a demostrar la inquietud existente ante el aumento llamativo del número de hombres, un aumento al que difícilmente podía darse respuesta desde la rigidez de las estructuras del Antiguo Régimen.

A. Factores en la evolución del crecimiento demográfico

Hasta los años centrales del siglo XV siguieron prolongándose los efectos de la terrible crisis de mediados del XIV, perfectamente identifi­ cada con la Peste Negra. Fueron cien años de repetidas crisis epidémicas, de desaparición de núcleos rurales, de general ralentización de la activi­ dad económica. Pero, pasada esta coyuntura las adversidades se hicieron menos intensas y más espaciadas en el tiempo, sin llegar a desaparecer aunque sólo fuera para seguir recordando su poder mortífero. Prueba de ello es la peste de 1505 y la que a partir de 1527 asola algunas regiones de Europa por espacio de tres años. A pesar de esta subordinación a las crisis cíclicas, inherente al régi­ men demográfico antiguo, las nuevas circunstancias permitieron un cre­ cimiento ininterrumpido que llegaría a extenderse hasta la década de los años sesenta del siglo XVI. Si es fácil deducir este progreso poblacionai por la multitud de testimonios que así lo avalan, no lo es tanto establecer con exactitud los porcentajes que encierran las estructuras demográficas. En este sentido, resulta significativa la parquedad con que el prestigioso demógrafo Roger Mols alude al dinamismo demográfico de la centuria: «los datos disponibles son demasiado escasos para permitirnos generalizar. Parece como si los matrimonios y nacimientos fueran un poco más fre­ cuentes y las muertes un poco menos». Los ejemplos concretos verifican esta prudente apreciación. En Arezzo la tasa de natalidad se sitúa en el año 1551 alrededor del 56 por mil, aunque éste puede resultar un caso extremo. Lo más habitual es hallar niveles que oscilan en torno al 35 ó 45 por mil, como ocurre en los pueblos que circundan a Valladolid. Este nivel de natalidad, necesariamente algo más elevado al de las muer­ tes para originar el crecimiento referido, estuvo influido por una coyuntura! reducción de la edad de acceso al matrimonio, que a la postre permitiría incrementar en estos años el número medio de los nacidos por pareja. A ello también contribuyó la leve prolongación del período de fecundidad 154

Historia ¿el Mundo Moderno

con motivo del incremento experimentado en la esperanza de vida que, ral como ha señalado Massimo Livi-Baccí, se encuentra en fase de ascenso hasta el primer cuarto del siglo XVII. Intentar transferir dicha mejoría a una cifra media de años vividos, resulta enormemente comprometido, so­ bre todo ante una mortalidad infantil que, por ejemplo, seguirá impidiendo el que más de la mitad de las niñas nacidas lleguen al matrimonio. Aún no está del todo concretado el por qué de esta tendencia generali­ zada de crecimiento, cosa nada extraña ante fenómenos demográficos de los que tan sólo han quedado perfiles difusos. La tesis tradicionalmente admi­ tida alude a la mejora de las condiciones alimenticias, explicación que vendría ratificada por la bondad del clima disfrutado al menos hasta esas fechas de mediados de siglo. Esto último, sin embargo, siendo evidente en el norte y noroeste de Europa, no lo es tanto en las penínsulas mediterráneas. Asimismo, hay que valorar las consecuencias de cambios como los operados en los territorios en que cuajó la Reforma protestante. Allí se efectuó antes que en ningún otro lugar la transferencia a la autoridad laica de la asistencia pública. También en el conjunto del mundo católico se observa este creciente protagonismo por parte del poder civil, redundando en una mayor capacidad a la hora de afrontar las periódicas coyunturas difíciles y al establecer sistemas permanentes de asistencia. Igualmente, las mencionadas transformaciones religiosas influyeron en los comportamientos demográficos. Ello no sólo por lo que se refiere al incremento del potencial reproductor, tras incorporarse a la vida activa el contingente de hombres y mujeres exclaustrados, sino también por lo que afecta a los cambios mentales observados a través de las constantes referencias que acompañan a muchos de los discursos reformadores: junto a los ataques al celibato, que deja de ser el estado virtuoso de antes, se alienta fervientemente a los matrimonios a la procreación. Tampoco conviene olvidar que todos estos factores coinciden en un contexto político favorable, de ausencia de grandes conflictos bélicos. Ello . ahorró a buena parte de Europa de las complicaciones inherentes a la guerra: se evitaron así la destrucción de cosechas y los saqueos indiscri­ minados por el paso de las tropas. Además, esto suponía la restricción de uno de los medios, quizá el más rápido y eficaz, de propagación de enfermedades y epidemias. La península italiana ofrece en este sentido una imagen plena de contrastes. Mientras las poblaciones de los Estados del norte y centro se vieron afectadas por las constantes disputas entre la dinastía francesa de los Valois y la familia Habsburgo, las regiones del sur experimentaban un espectacular incremento demográfico. Este es el caso del reino de Ñapóles, resguardado de posibles conflictos por la sólida presencia española, donde el número de hogares anduvo próximo a dupli­ carse en los primeros cincuenta años de la centuria. La expansión demográfica dei largo siglo XVI

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Estas ventajosas condiciones comenzaron a invertirse en el último cuarto de siglo, período catalogado por la demografía histórica como fase de estanca­ miento y antesala al retroceso demográfico de la centuria siguiente. Para E, Le Roy Ladurie sería el año 1570 el punto que marca la inflexión, y el bloqueo de tipo malthusiano su principal causa. No faltan datos que corroboren dicha interpretación: la subida de los precios del cereal, desproporcionada respecto a la de los salarios, fue un mal generalizado en la Europa de estos años. Gran influencia hubo de tener en dichas fluctuaciones de precios la abundancia de medios monetarios, así como lo crecido del volumen de la demanda. Pero su causa principal fueron, sobre todo, las bruscas re­ ducciones sufridas en la oferta alimenticia con motivo de repetidas malas cosechas. Entra, por tanto, nuevamente en juego la explicación climática. La variación hacia un progresivo enfriamiento atmosférico —lo que se ha venido a denominar «pequeña edad glaciar»— está bien constatada: los inviernos, extremadamente crudos, parecen prolongarse en primaveras y veranos inhabitualmente fríos y húmedos. Con la llegada de la década de los noventa, los efectos negativos acumu­ lados de años anteriores y la continuidad de las malas cosechas se confunden en una crisis general de abastecimiento y carestía: el precio del cereal se hace prohibitivo para la mayor parte de la población, provocando el hambre. Las protestas se multiplican a la par que masas de vagabundos, que arrastran consigo miseria y suciedad, crecen en su peregrinar de una ciudad a otra. No se puede dudar de la participación de tales movimientos en la propagación de enfermedades, teniendo además en cuenta las deficientes condiciones de salubridad del momento y el agravamiento añadido por unos niveles de nu­ trición necesariamente bajos. No es de extrañar que las primeras víctimas de las epidemias se diesen normalmente entre las clases más desfavorecidas, las que por algo acumulaban los mayores porcentajes de mortalidad. Pero no sólo estas deterioradas circunstancias económicas propiciaron el contagio, recordemos aquí, aunque sólo sea como referencia, el peso ad­ quirido por las migraciones de población civil a raíz de las contiendas que en estos momentos asolan a Europa. La ciudad de Ginebra a la altura de 1587 ya había recibido hasta 12.000 refugiados franceses calvinistas, y en la ciudad holandesa de Mídelburgo, capital de Zelanda, entre 1580 y 1591 las tres cuartas partes de los nuevos ciudadanos eran fugitivos del católico Sur. La absorción por parte de las ciudades de estos excedentes, jugó en detrimento de sus propias posibilidades de supervivencia. No olvidemos que hasta el siglo XVIII la enfermedad que más muertes se cobra en el continente sigue siendo la conocida como peste bubónica, transmitida al igual que en el siglo XIV a través de la rata negra, huésped habitual de las ciudades. Pero ahora, a diferencia de las epidemias de la primera mitad de siglo de efectos bastante localizados y atenuados, los contagios, los que se 156

Historia del Mundo Moderno

inician ya con la peste de 1563, afectan a grandes áreas del continente. Así, la que se propaga entre los años 1 575 y 1578 azota a toda la costa me­ diterránea. Lo mismo ocurre con la terrible «peste atlántica» que maltrata desde 1597 y durante los tres primeros años del siglo siguiente a todos los Estados de la vertiente atlántica sin excepción, con unas pérdidas que pue­ den cifrarse en torno al millón de europeos. España fue quizá el territorio que peor parte llevó en esta crisis demográfica, o al menos el que sufrió sus consecuencias de manera más prolongada: Bartolomé Bennassar, tras estimar entre quinientos y seiscientos mil el número de muertos, concluye que fue ésta una de las principales causas que precipitaron el final del protagonismo de Castilla en el conjunto de la Monarquía Hispánica, al perder lo que venía a ser su última baza, la riqueza en hombres. Antes de concluir, conviene hacer referencia a las últimas correcciones efectuadas a esta explicación malthusiana de la crisis demográfica. En tal sentido se inscriben las interesantes reflexiones realizadas por el citado M. Livi-Bacci. Este demógrafo al tratar de demostrar en el tiempo largo la autonomía entre los grandes ciclos epidémicos y el grado de nutrición de la población, pone en entredicho, sin llegar a negar la vinculación entre escasez de alimentos y mortalidad, la total interdependencia de ambas variables. Algo que ejemplifica con el examen de los salarios reales y la frecuencia de las crisis de mortalidad en distintas localidades italianas. En Toscana, por ejemplo, el análisis de períodos de cincuenta años entre los siglos XIV y XVI demuestra que «la frecuencia de las grandes crisis es máxima hasta mediados del siglo XV (cuando los salarios reales llegan al máximo) y decrece fuertemente, cayendo al mínimo en la segunda mitad del siglo XVI, cuando también los salarios reales alcanzan el mínimo». De ahí que un análisis en profundidad exija conjugar otros elementos que, aunque no tan susceptibles de estimación cuantitativa, hubieron ne­ cesariamente de repercutir en las rígidas estructuras de la población. De ahí la importancia de las conclusiones obtenidas por Robert Brenner, tras largo y fructífero debate, considerando determinante en cualquier expli­ cación de los factores demográficos, los condicionamientos que supusie­ ron en sí mismas las diferentes estructuras de propiedad y, por tanto, de producción existentes en la vieja Europa.

B, El cálculo de la población Europea y su distribución

A pesar del estancamiento demográfico descrito, el balance al final de siglo fue claramente positivo. La «plenitud» a la que parecen aludir los con­ temporáneos europeos del XVI, no consistió sino en sobrepasar en veinte millones de personas los efectivos de que se partía a principios de siglo. La expansión demográfica del largo siglo XVI

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Claro está que dicho aumento no quedó distribuido por igual entre los di­ ferentes Estados. Fue Rusia, por efecto de la colonización de nuevos territo­ rios en los Urales, en el mar Negro y en el Caspio, la que acapara un mayor porcentaje: si en 1500 el Principado de Moscú cuenta con nueve millones de habitantes, un siglo más tarde llega a los quince millones y medio. Pero, parece evidente que es en la parte septentrional europea donde, en líneas generales, el crecimiento resultó más equilibrado al ir creándose en paralelo las condiciones que permitirían su posterior consolidación. Como muestra, valga la espectacular progresión de ios Países Bajos, in­ cluido Luxemburgo, que partiendo de 1,9 millones de habitantes —-según cálculos de R. Mols, al igual que el resto de las cifras aquí ofrecidas— al­ canza en 1600 una población de 2,9 millones. También Inglaterra com­ parte esta situación de privilegio, siendo a partir de 1540 cuando —como ha verificado el Cambridge Group— se inicia un largo período de cre­ cimiento que sobrepasa incluso el marco del siglo XVI. Es más, en mo­ mentos de máxima dificultad para Europa, las islas británicas siguieron manteniendo un elevado nivel de nacimientos —se sabe que abundaron los nuevos matrimonios entre 1590 y 1630—, lo que explica que de 4,4 millones iniciales pudiera pasar a los 6,8 millones de habitantes computa­ dos en los últimos años de siglo. INCREMENTO DEMOGRÁFICO EN EUROPA (1500-1600).

Fuente: R, Mots, «La población...», en Cario M. Cipolla, Historia económica de Europa. Siglos XVI y XVII.

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Historia del Mundo Moderno

Más controvertida es la evolución del fragmentado espacio alemán. Frente a la mejora evaluada en tres millones por Roger Mols (según este autor a lo largo de la centuria Alemania pasaría de 12 a 15 millones), las estimaciones más optimistas de Marcel Reinhard y Andre Armengaud proponen una población de 20 millones al finalizar el siglo. Las razones que en los últimos años apoyan esta segunda tesis, alegan un porcentaje de crecimiento medio anual del 5,5 por mil, algo que parece verosímil después de los resultados obtenidos por E Kórner para la Alemania cen­ tral, confirmando tasas de hasta el 7,1 por mil en la floreciente década de los veinte. Por lo que respecta a Francia, aun careciendo de fuentes demográficas precisas no hay dificultad en reconocer en ella la nación más poblada de Europa. No obstante, su crecimiento en el período que nos ocupa fue, comparativamente, bajo: los posibles 16 millones de franceses de 1500 generarían en el transcurso de toda la centuria un aumento de tan sólo 2 millones. Resulta difícil dar una explicación conjunta a este hecho, entre otros motivos porque las pautas demográficas de las comarcas francesas distan mucho de ser uniformes. Así, no parece equiparable el moderado incremento de las provincias del oeste y del norte —excepción hecha de la vitalidad demostrada por la región parisina—, con respecto al dinamismo de regiones del sur como el Delfinado, el Languedoc o la Provenza. Por poner un ejemplo, esta última a la altura de 1540 ya había triplicado los efectivos con que partía en 1470. Pero el comportamiento demográfico de estas regiones francesas del sur guardó enormes parecidos con el de los países mediterráneos; si el cre­ cimiento que experimentan es, efectivamente, muy rápido en la primera mitad de siglo, también lo será su posterior retroceso, de ahí lo exiguo del cómputo final. En esta tónica se mueven las poblaciones de Italia y España, aunque igualmente hay que considerar fuertes contrastes regiona­ les, Así, de los casi tres millones que en conjunto crece Italia (10,5 millo­ nes en 1500, 13,3 millones en 1600) una parte importante corresponde al progreso experimentado por el reino de Ñapóles, que sólo hacia 1561, con claros síntomas de agotamiento, cedería el testigo a los Estados del norte ya restablecidos de las dificultades vividas en la primera mitad de siglo. En España el reino con diferencia más poblado fue Castilla, al que correspondió afrontar los primeros esfuerzos de la repoblación del Nuevo Mundo. A pesar de ello, M. Reinhard ha calculado en un 50% el incre­ mento de su población en el período comprendido entre 1530 y 1594, aunque ya desde 1584 esta vitalidad dio paso a un claro descenso que cobraría tintes dramáticos a finales de siglo. Respecto al número de hom­ bres, la cifra habitualmente manejada para el conjunto de las Coronas La expansión demográfica del largo siglo XVI

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de Aragón y Castilla es de 6 millones al comienzo de la centuria, cálculo ostensiblemente inferior al efectuado por Mols quien, sumando la pobla­ ción del vecino reino portugués (con no más de un millón de almas), ob­ tiene un total de 9,3 millones para 1500, y de 11,3 millones para fechas de 1600. En esta geografía del poblamiento que estamos trazando, queda por situar el reparto de los hombres en el espacio europeo. De las cifras hasta aquí expuestas, se deduce fácilmente que la densidad en la ocupación del suelo ofreció grandes contrastes a nivel general del continente, algo que también ocurre en el caso particular de cada país. Es posible que España marcase uno de los niveles más bajos con una densidad entre 15 y 17 hab./km.2, pero este dato no refleja en absoluto la vitalidad del hábitat de la cuenca del Duero, oscurecido como queda por el paisaje semidesértico de los 8 hab./km.2 de Aragón. De ahí que sea más apropiado tomar como referencia no tanto los Estados como las regiones concretas. Así, los núcleos de mayor densidad de poblamiento se localizan en la cuenca de Londres, en Flandes, en Brabante, en el centro de la región parisina, en los valles del Rhin y del Danubio, en la Lombardía, en la campiña romana, en la llanura de Nápoles... todos ellos superan ampliamente los 30 hab./km.2, la mayoría llega hasta los 45 y no faltan casos, como es la citada Lombardía, donde en momentos excepcionales pueden contabili­ zarse hasta 100 y 120 hab./km.2 El contrapunto a estas cifras está en los terrenos montañosos y boscosos del interior europeo, y ya de forma gene­ ralizada en los países escandinavos y del este de Europa. Tomando como ejemplo una de las comarcas más pobladas del principado de Moscú, tal es la región de Novgorod, hallamos que hacia 1550 la densidad de ocupa­ ción era menor a 5 hab./km.2 Como puede comprobarse las «aglomeraciones» coinciden allí donde el fenómeno urbano fue importante, en íntima conexión sobre todo con actividades de carácter económico, aunque tampoco faltaran motivos de tipo político y social. Ahí está el desmedido crecimiento de las nue­ vas capitales que asumen la administración de las monarquías absolutas. Madrid es uno de esos casos, con unos pocos miles de habitantes cuando es nombrada Corte de los Austrias en 1561, alcanza en tan sólo cuarenta años un vecindario de 65.000 almas. En toda Europa las ciudades no dejaron de crecer durante este período: el número de municipios con más de 10.000 habitantes (cifra límite para distinguir las ciudades que son algo más que un pequeño centro urbano) llegó a finales de! siglo a 200. Las 26 ciudades contabilizadas por R. Mols a principios de la centuria con más de 40.000 habitantes, se convirtieron en 42 en 1600, mientras para el mismo período se duplicaba el número de ciudades con más de 60.000 habitantes. 160

Historia del Mundo Moderno

No obstante, tos porcentajes de residencia en tas ciudades europeas siguieron siendo bajos, ya que la media se mantuvo invariablemente rural en un 80 ó 90% de la población total. Así parece corroborarlo Julius Belloch en la Italia del norte (tomando como frontera sur los Estados de la Iglesia): en 1600 una población de 665.000 personas habitaba en 14 ciudades, lo que venía a representar el 12% del total de la población. De forma puntual pueden hallarse proporciones más altas, como ese 31% de la población de Sajonia que en 1550 vivía en 143 ciudades. LAS MAYORES CIUDADES DE EUROPA A FINALES DEL SIGLO XVI

Más de 200.000

de 150.000

habitantes

a 200.000

Constantinopla Ñapóles París

Londres Milán Venecia

de 100.000

de 60.000

de 40.000

150.000

a 100.000

a 60*000

Mesina Florencia Génova Bolonia Granada Valencia Madrid Lyon Rouen Moscú (?)

Córdoba Barcelona Valladolid Verona Cremona Toulouse Burdeos Marsella Gante Bruselas Leyden Haarlem Hamburgo Danzig Augsburgo Viena Praga Nuremberg Colonia

Roma

Sevilla Amsterdam Lisboa Palermo Amberes (1560)

Fuente: Mols, R.: «La población...», en Carlo M. Cipolla, Historia económica de Europa. Siglos XVI y XVII.

Pero donde, sin duda, el impacto urbanizador tuvo mayores conse­ cuencias, fue en el noroeste europeo, es decir, allí donde antes se veri­ ficó la modernización de las estructuras económicas. Se calcula que en La expansión demográfica del largo siglo XVI

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Brabante un 35% de la población total vivía en ciudades, mientras en Flandes los ciudadanos se contaban en un 40 ó 45%. Este óptimo equi­ librio entre las poblaciones urbana y rural, se consiguió no tanto por el propio crecimiento vegetativo de las primeras, como por el trasvase efec­ tuado desde las gentes del campo en busca de oportunidades de empleo —toda una constante en la interpretación de la demografía urbana—■. Esto explica también la formación a partir de los años setenta de una au­ téntica reunión de ciudades industriales y comerciales en la provincia de Holanda, el denominado Randstad, que abrazaba en una reducida exten­ sión a Amsterdam, Haarlem, Leiden, La Haya, Deíft y Rotterdam.

2. Las estructuras sociales europeas en el siglo XVI A. El campesinado

El ámbito rural, como ya se ha dicho, el de mayor porcentaje de poblamiento, resultó ser también el sector con mayores contradicciones in­ ternas. Pocos fueron, y es algo que se comprobará a lo largo de este ca­ pitulo, los grupos sociales que no participaron de la realidad agraria de una u otra forma y, sin embargo, la sociedad rural siguió presentando un único semblante, el que ofrecían sus clases campesinas. En términos generales el campesinado europeo gozó de un cierto des­ ahogo hasta el último cuarto del siglo XVI. No obstante, ya a mediados de la centuria existían claros síntomas de estancamiento económico, con una leve, pero imparable, disminución del poder adquisitivo a medida que la inflación avanzaba. Es cierto que esta situación no afectó por igual a los obreros agrícolas, los más numerosos, que a los propietarios en sus diferentes condiciones, lo cual exige hacer un repaso de la diversidad de los tipos rurales europeos a comienzos de la Modernidad. Para ello resulta adecuado atender a las consecuencias sociales que se derivaron de los dife­ rentes modos de tenencia de la tierra. En este sentido, la mejor situación fue la vivida por los cultivadores li­ bres de la Francia del Mediodía y de la Italia del norte, o de los Países Bajos donde la servidumbre era ya un recuerdo del pasado cuando el emperador Carlos V decidió aboliría oficialmente en 1520. Asimismo Iosjéw»#« in­ gleses —campesinos libres— dejaron pronto de pagar los derechos tradicio­ nales a los señores, logrando constituirse en un sector de propietarios con cierta independencia. Por lo que respecta a la península ibérica, en la mayor parte de su territorio las relaciones campesinas se movieron dentro de un alto grado de libertad, tal como queda de manifiesto en el práctico desuso en que fueron cayendo las antiguas prestaciones en trabajo. ¡62

Historia del Mundo Moderno

Esto no quiere decir, sin embargo, que estemos ante un conjunto de propietarios dotados, mejor o peor, de tierra. Lo que realmente carac­ terizó a todas estas zonas europeas fue el general proceso de sustitución de las antiguas condiciones típicas del sistema feudal, por otras fórmulas de carácter contractual. De hecho, en estos momentos pocos campesinos explotaban directamente la tierra, entre otros motivos por el bajo grado de acceso a ella. La gran mayoría las trabaja, y con buenos beneficios du­ rante la primera mitad del siglo, a partir de contratos variados de los que aparcerías y arriendos han sobrevivido hasta nuestros días. Por tanto, la independencia económica de los pocos que tienen la suerte de alcanzaría, se suele reducir a la posesión del utillaje imprescindible para el cultivo y el transporte; en el mejor de los casos esta «fortuna» comprende junto a los caballos y bueyes necesarios para el tiro, una reducida extensión de tierra —el simbólico alodio— y algunas cabezas de ganado ovino o vacuno. En peores condiciones se encuentran aquellos otros campesinos que cultivan la tierra en lugares donde aún seguía manteniéndose en vigor los rasgos propios del señorío procedente de época feudal. Aquí, el poder del señor —no siempre un noble— sobrepasaba los derechos meramente jurisdiccionales, hasta llegar a establecer en beneficio propio una estrecha dependencia económica con los campesinos asentados en sus territorios. Éstos se ven obligados a pagar por el uso del molino, del horno o del lagar que su señor detenta en monopolio. Pero lo más significativo es el modo en que participan en la explotación de las tierras a censo, tierras cultivadas de forma más o menos libre a cambio de un conjunto de variadas rentas, entre las que destaca el censo pagado en reconocimiento del señorío. A esta situación responde la realidad tanto del centro como del oeste europeo, coincidiendo con la mayor parte de Alemania y el norte de Francia. También existen reductos importantes en Dinamarca, Irlanda o en puntos de las penínsulas mediterráneas como son el centro y sur de Italia (incluidas las islas de Cerdeña y Sicilia), y algunos lugares de la Península Ibérica: en la región valenciana, en Galicia y en núcleos al sur de Portugal. Es lógico que en estos territorios fueran permanentes los conflictos entre las comunidades rurales y sus respectivos señores. No faltaban mocivos: derechos de pasto, administración de bienes comunales, pretensiones sobre la caza o la pesca en los ríos, etc. Ciertamente estos litigios se repiten en el resto de Europa, sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en el caso anterior, aquí las disputas se saldaron, casi por costumbre, en contra de la autonomía aldeana. Así, pues, los destinos de estas comunidades quedaron en manos de sus señores, quienes ejercieron eficazmente el poder S1 no en persona, por intermediarios. De aquí se nutre una seudonobleza rural, en el caso francés son los odiados coq du village, que administran La expansión demográfica del largo siglo XVI

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con dureza los intereses del «amo» ejerciendo frecuentemente como sus recaudadores. Estas marcadas diferencias en las relaciones de producción determina­ ron la gran variedad de condiciones de vida registradas en el conjunto de la Europa occidental (sirva de frontera divisoria el río Elba). Las reducidas casas de los jornaleros ya sean del norte de Francia o de Sicilia, sólo permi­ tían en su única y mal iluminada pieza la convivencia de un grupo familiar reducido. El mobiliario es obligadamente escaso, limitado a unos bancos y a las camas distribuidas por la sala, aunque no es infrecuente ver dormir a todos juntos. No se requiere más espacio porque nada hay que guardar. Sin embargo, esta estructura elemental se complica cuando la casa deja de ser núcleo exclusivo de residencia para convertirse en unidad económica de producción. Los propietarios y arrendadores a los que arriba se hizo men­ ción, requerían mayor espacio para cobijar su ganado, con el que frecuente­ mente cohabitaban, además de cámaras para las provisiones y dependencias para entrojar la cosecha, depositar los aperos o transformar la producción, como son hornos y lagares. Ni que decir tiene que los interiores de tales viviendas revisten una mayor variedad en su mobiliario y utensilios. Mientras, en la zona oriental europea los modos de vida campesinos se degradan a medida que transcurre el siglo. Aquí la sociedad se polariza en grandes propietarios —nobles y eclesiásticos— y siervos. Estamos, por tanto, ante una Europa de corte feudal, donde no lograron cuajar las ca­ racterísticas propias del Estado Moderno. Su peculiaridad ha merecido un epígrafe aparte dentro del presente capítulo. Esta población rural, que como se estudió en el apartado de demogra­ fía es la que más crece a lo largo del siglo, permitió incrementar, al menos hasta la década de los años setenta, la producción agrícola de forma espec­ tacular. Gracias a una fuerza de trabajo de tales dimensiones, porque poco cabía esperar de los avances técnicos, pudieron ponerse en cultivo nuevas tierras con las que hacer frente a las necesidades alimenticias de una po­ blación en aumento. Lógicamente este proceso repercutió en una mejora de la renta agraria, ahora bien, el reparto de los beneficios no fue homo­ géneo. Allí donde operan con fuerza las relaciones señoriales, la distribu­ ción de las ganancias no deja de ser mínima, acabando por vía de las más variadas rentas en manos del señor. Sin embargo, cuando los derechos de éste se encuentran limitados al mero reconocimiento de su condición, la participación en el producto es favorable a quien explota la tierra, con independencia de que se trate del propio señor o de campesinos arren­ datarios, porque, en cualquier caso, el cultivador directo se encontrará amparado en el alza general de los precios. Pero, de lo que no hay duda, es que quienes no obtienen ningún bene­ ficio de este boom agrario son aquellos que asumieron la condición de jor164

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naleros. Éstos constituyen el grupo de los grandes perdedores, sometidos como se vieron a una constante degradación en el nivel de sus salarios. De ahí que a pesar de la bonanza económica con ia que suele identificarse a la centuria, el aumento de la pobreza rural fuera también uno de los rasgos más acusados. No obstante, los aspectos que permiten hablar de crisis general en el campesinado no se aprecian, como ya hemos dicho, hasta las décadas de mediados de siglo, coincidiendo con la raientización del crecimiento eco­ nómico. Cuando las favorables condiciones que habían acompañado a la primera mitad de la centuria variaron y se hicieron nuevamente presentes las acometidas de las epidemias, las malas cosechas y la generalización de los conflictos bélicos, quedaron al descubierto las contradicciones de un sector ya en vías de agotamiento. Las consecuencias se hicieron pronto visibles. Una de las más decisivas fue, sin duda, el progresivo endeudamiento que empezó afectando a los más débiles, pequeños explotadores que contaban con una propiedad ya de por sí excesivamente parcelada. Este hecho daría paso a una tendencia que llegó a convertirse en característica permanente de la sociedad rural: la concentración de la propiedad en pocas manos, con el consiguiente incremento de las diferencias sociales en el campo. En efecto, el aumento de la pobreza recortó drásticamente el número de los que hasta entonces podían ser tenidos por campesinos medios, dando lugar al inicio de un proceso de proletarizado n rural que se pro­ longaría por largo tiempo. El pago de las rentas, ya fuesen al rey, al señor o a la Iglesia, al que en otro tiempo se había hecho frente de forma más o menos desahogada, ahora resultó insoportable. En esta situación era fácil caer —-bastaba con una mala cosecha— en manos de prestamistas: hipo­ tecar los bienes para atender a las necesidades más inmediatas, empezó a ser una acción tan frecuente como necesaria. Ello permitió acceder a la propiedad a hombres enriquecidos de las ciudades con anhelo de tierras y con iniciativas para su mejor aprovechamiento, aunque en general los nuevos dueños siguieron desvinculados de la realidad agraria. El endeudamiento afectó asimismo a los concejos aldeanos. Al acudir a la enajenación de bienes comunales para saldar sus obligaciones, éstos provocaron la destrucción irreparable de las condiciones que hasta enton­ ces habían permitido la subsistencia de gran parte de la población campe­ sina. Aunque conviene no olvidar que a ello ayudaron otras medidas no menos impopulares, como son en el caso castellano las ventas de baldíos por parte de la Corona, acentuadas a partir de 1555 por las enormes difi­ cultades de la Hacienda. En Inglaterra, parecidos efectos tuvieron —a raíz de la espectacular demanda lanera— el inicio de los cercados de tierras, las enclosures, y la sustracción de los campos al uso comunal después de la cosecha. La expansión demográfica del largo siglo XVI

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No ha de extrañar, pues, que fuera en el ámbito rural donde surgiese el mayor número de desarraigados, convertidos forzosamente en vagabundos en busca de un empleo estacional. Si en el primer cuarto de siglo fueron las pre­ dicaciones igualitarias de reformistas fanáticos las que alentaban a estas masas a la revuelta (una de las más sangrientas la de los campesinos alemanes en 1524), posteriormente bastaron las malas cosechas, la grave escasez de ali­ mentos y lo abusivo de la fiscalidad para que las protestas violentas estallasen por doquier. Con ellas no se trataba de subvertir el orden social establecido, antes bien son las mismas causas que provocaron la crisis finisecular las que motivaron la generalización de los levantamientos campesinos. De ahí que no exista en estas contestaciones un único programa: unos claman por la aboli­ ción de los diezmos y la mejora en el tratamiento fiscal, otros, los sometidos a un estricto régimen señorial, luchan por sus libertades, pero en el fondo todos buscan la solución a sus deterioradas condiciones de vida. No cabe duda que el enquistamiento de esta situación favoreció otra de las manifestaciones de descontento violento, el bandolerismo. Aunque las motivaciones de un fenómeno de tal índole le alejan de la estricta rei­ vindicación y le envuelven en aspectos de otra naturaleza, más propios de! mundo de la delincuencia. A diferencia del bandidaje protagonizado por nobles descontentos, del que tendremos oportunidad de estudiar algún ejemplo más adelante, el de origen rural contó con un mayor respaldo popular al ser identificado en buena medida con el ideal, un tanto ro­ mántico, del reparto equitativo de las riquezas. Con estos rasgos se dejará sentir, de manera especialmente intensa desde finales del siglo XVI, en las montañas del centro de Francia, en los Pirineos y en los límites entre Aragón y Cataluña.

B. La Nobleza

A caballo entre las sociedades urbana y rural despunta el estado noble. Su explicación no puede concebirse fuera del mundo rural, de donde por naturaleza obtuvo gran parte de su consideración social, pero tampoco se le debe desvincular del ámbito urbano, en donde protagonizará en la Época Moderna un papel de excepción. El perfil con el que va a ser identificado el noble durante la Época Moderna, tomó cuerpo a raíz de los trascendentales cambios políticos operados en la segunda mitad del siglo XV. La magnitud de este proceso afectó a todo el transcurso del siglo siguiente, posibilitando un dinamismo social hasta entonces desconocido. Por lo que respecta a los niveles sociales más elevados, hay que desta­ car la renovación de las aristocracias europeas. En Inglaterra la más ran-

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cía nobleza quedaba prácticamente eliminada con ocasión de las dramá­ ticas guerras que enfrentaron a las casas Lancaster y York (1455-1485). Algo semejante ocurre con la antigua aristocracia castellana, cuyo poder es quebrantado tras tomar partido por el bando de la Beltraneja, perde­ dor en las luchas que llevarían al trono a Isabel I de Castilla en 1479. Con esta ocasión surgen nombres de nuevas familias: son los Saymur, Cecil, Dudley, Cavendish, Rusel!... en Inglaterra; o los Velasco, Enríquez, Toledo, Mendoza, Zúñiga... en el ejemplo castellano. Todos tienen algo en común: su estrecha dependencia del favor real. Pero en cualquier caso, mediando o no conflictos bélicos, la política trazada por los monarcas centralistas desde finales de la decimoquinta centuria, trastocó tanto la composición como el papel de sus antiguos auxiliares nobles en los asuntos del estado. Ahora, los monarcas absolutos requieren la presencia de hombres de confianza, preparados no ya tanto en el ejercicio de las armas como en el de las letras. Estos letrados, proceden­ tes en su mayoría de las facultades de leyes, son quienes desempeñan los altos cargos en los órganos consultivos del gobierno, ocupando el espacio vacante tras la desarticulación de la antigua aristocracia, no olvidemos que era al rey a quien correspondía en exclusiva conferir nobleza. Este hecho facilitó, sin duda, la paulatina superación del viejo régimen señorial, que­ dando limitados los derechos de los notables a partir de este momento al ejercicio jurisdiccional en representación del monarca. No conviene, sin embargo, identificar los planteamientos hasta aquí expuestos con un exclusivo intento por pane de las monarquías moder­ nas de hacer desaparecer a la clase de los antiguos magnates, algo que resultaba contrario a los mismos fundamentos de la sociedad del Antiguo Régimen. El objetivo no fue otro que el de despojar del poder a quienes aún defendían, aprovechando sus atributos militares, una concepción feu­ dal del Estado. Empresa ésta llena de dificultades que no siempre se vio coronada de éxito, como quedaría puesto de manifiesto en las costosas aventuras políticas protagonizadas por la poderosa nobleza francesa en la segunda mitad del siglo XVI. No es, pues, casual el hecho de que en todos los países las aristocra­ cias fuesen atraídas por pensiones y puestos honoríficos hacia las recién creadas capitales permanentes, lo que daría lugar a las esplendorosas cor­ tes renacentistas. En ellas se sustituye su anterior participación en la vida política por un papel de relevancia en el entorno social del monarca. A partir de este momento los valores que priman, los que permiten obtener mayor consideración y prestigio, son aquellos que derivan de la fidelidad al rey. El premio a estas lealtades son nuevos honores, títulos de los que, por cierto, entran a participar cada vez en mayor medida personas hasta entonces ajenas a la nobleza, como es el caso de importantes hombres de La expansión demográfica del largo siglo XVI

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finanzas o destacados gestores de bienes públicos, distinguidos en el ser­ vicio al Estado. Así se explica el incremento que empieza a apreciarse en el número de nobles. Por lo que respecta a España, en la nómina de «grandes» de Castilla elaborada por Carlos I en 1520, tan sólo aparecen 20 familias, a las que se añadirán otros 35 títulos. Porcentajes semejantes se repiten a principios de la centuria en toda la Europa occidental, marcando la excepción Estados italianos como Genova o Venecia. Pero esta tendencia restrictiva, según queda dicho, se invierte a lo largo del siglo: continuando con el ejemplo castellano, en 1597 ya aparecen registrados algo más de un centenar de nobles titulados, augurando el desproporcionado incremento que se experimentará en el siglo siguiente. Estas nuevas circunstancias políticas también causaron transformacio­ nes en los modos de vida. En proporción creciente los nobles dejan de residir en sus posesiones originarias, donde se hallan sus principales señas de identidad: fortalezas y casas solariegas, tierras y otras regalías propias de su condición de señores. Ahora pasan a formar parte de una realidad más dinámica, la que se dibuja en torno a las ciudades, sobre todo en aquellas urbes que asumen funciones de capital política. Participan así en la exten­ sión del nuevo urbanismo renacentista, del que Roma ha sido pionera con sus sesenta palacios y veinte villas aristocráticas levantados a lo largo de la centuria. En Londres la construcción de mansiones con amplios jardines edificadas por cortesanos, llegan a extender los contornos de la ciudad hasta unirla con Westminster. También Valladolid, efímera corte de los Austrias, denota esta presencia nobiliar en los edificios palaciegos cons­ truidos aprovechando el ensanchamiento de calles y la creación de nuevas avenidas, como es la Corredera de San Pablo. Esta presencia sitúa a la cabeza de las jerarquías urbanas a la alta nobleza —ios buenos y antiguos gentilhombres a los que alude Roland Mousnier para el caso de París—, a quien sigue cada vez más de cerca la nueva clase de privilegiados al servicio del Estado: magistrados, miembros de los consejos, etc. Su preeminencia se manifiesta por claros signos de distinción que encajan dentro del peculiar comportamiento nobiliar. No olvidemos que el estilo de vida noble exigía de multitud de gastos aparen­ temente innecesarios, ostentosos por tanto, aunque imprescindibles a la hora de valorar la categoría de cada cual. Muchos y bien conocidos son los conceptos que aquí podrían incluirse, desde el costoso mantenimiento de carruajes y servidumbre, hasta el característico agasajo que lucen sus fiestas. Claro está que para soportar un ritmo de gasto de tal envergadura, contaban con amplios patrimonios. En efecto, en su conjunto la nobleza era rica. Al lado del clero se cons­ tituyó en ¡a mayor propietaria de superficie cultivable, tierra que como 168

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propiedad privilegiada les facultaba para disfrutar de sustanciosos mono­ polios señoriales. Ello permitió el sostenimiento de un nivel de vida como el que va descrito, aunque a finales de la centuria está claro que dichos in­ gresos, administrados sin excesivo cuidado, dejaron de ser suficientes ante una galopante inflación. Además, la transformación de la nobleza hacia funciones cortesanas y urbanas hicieron de ella más que nunca una clase absen tista, aún no preparada para reconocer el valor de la riqueza fuera de una procedencia puramente hereditaria. El empobrecimiento empezaría a ser, pues, uno de los problemas más acuciantes y frecuentes. No bastaban ya las ventajas ofrecidas por el mayo­ razgo, que permitía reservar, como ocurre en algunas provincias francesas, dos tercios de los bienes al hijo mayor mientras el resto era repartido entre los demás hermanos. Estos, tradicionalmente, pasaron a formar parte del grueso de la nobleza en sus estratos inferiores, cuando no recibieron algún cargo eclesiástico adecuado a su categoría. Frente a la teórica homogeneidad que ofrecían los titulados, resulta complicado establecer la estratificación de la numerosa y variada nobleza menor, cuyas «jerarquías» se rigen más por apreciaciones particulares que por una legislación común. No conviene pasar adelante sin recordar la profunda crisis sufrida por este grupo desde finales del siglo XV, momento en que se comienza a cuestionar buena parte de sus valores tradicionales. En el plano militar, quedan marginados de las nuevas concepciones del ejército moderno. Desde el punto de vista económico, tampoco partici­ pan en los periódicos repartos de tierras y honores que han promocionado a lo más alto de la sociedad a unas pocas familias. Y todo ello con un marcado contraste de fondo: frente al auge económico característico de los inicios de la Modernidad, es patente su paulatino emprobrecimiento, algo que les sitúa a un paso de la degradación. Evidentemente, el panorama que acaba de dibujarse varía según las circunstancias de cada territorio. En Alemania adopta tintes dramáticos, ya que el descontento y la falta de futuro empujó a muchos caballeros ha­ cia el bandolerismo. No es extraño que al calor de las nuevas ideas refor­ madoras y ante la posibilidad de participar en el reparto de los despojos territoriales de la Iglesia, protagonizasen en 1522 una fallida revuelta. Mientras, en Inglaterra los caballeros y gentilhombres sí consiguieron beneficiarse de la venta de bienes monásticos, al igual que otros labradores y prósperos mercaderes de las ciudades con intereses en el campo. Todos ellos llegarían a integrarse en la primitiva nobleza rural, la gentry, pense­ mos que bastaba con dar pruebas de un nivel de vida respetable para ser contado entre sus filas. En paralelo, su poder político cobró especial im­ portancia durante la monarquía de los Tudor, que confiaron en sus manos la autoridad local representada en los cargos de jueces de paz y sherififi. La expansión demográfica del largo siglo XVI

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De esta forma, a finales de siglo era ya el grupo mejor representado en la Cámara de los Comunes. Por lo que respecta a España, la ambigüedad que caracterizaba a la nobleza no titulada permitía incluir en ella multitud de condiciones que en la mayoría de los casos no dejaban de ser situaciones prenobiliarias. Aunque al final, todas gravitaban en dos categorías universalmente reco­ nocidas: la del hidalgo y la del caballero. La primera constituía, tal como fuera entendida en la Edad Media, la esencia de la nobleza, el requisito previo para ostentar cualquier título superior. Es más, en Aragón llega­ ban a formar un estamento diferenciado en sus Cortes. No obstante, la hidalguía en Castilla sufrió durante el Quinientos un evidente proceso de devaluación. En buena medida el problema se reducía a la pérdida de la propia identidad, con el arribo a este estatus desde finales del siglo XV de gentes acaudaladas procedentes de la burguesía urbana; serán los llamados hidalgos de ejecutoria. Las motivaciones económicas resultaron, pues, fun­ damentales en este proceso, hasta el punto de que el vocablo «hidalgo», tal como indica el profesor Domínguez Ortiz, «quedó reservado a los nobles de la Meseta y la Montaña, la mayoría poseedores de un pequeño trozo de tierra, no pocos ejerciendo oficios considerados como viles, y algunos de­ gradados hasta la mendicidad». De éstos toma el modelo la literatura del Siglo de Oro español hasta ridiculizarlos en la figura del hidalgo pobre, aferrado a sus privilegios y a la antigüedad de su linaje. Por el contrario, el hidalgo acaudalado pujó desde el control de los órganos de poder local —alcaldías y regidurías— por ser reconocido con el distinguido rango de caballero, categoría que llegaría a formar en España una auténtica clase media nobiliar. Sus aspiraciones estuvieron claramente dirigidas a la difícil consecución de un título, de ahí que no sea infrecuente llegar a encontrar a sus descendientes vistiendo alguno de los hábitos de las prestigiosas ór­ denes militares.

C. Las ciudades

Durante el siglo XVI el concepto de ciudad sufrió en Europa una profunda renovación. No consiste en un cambio de tipo cuantitativo, de crecimiento, ya que conviene recordar que al menos dos tercios de la población urbana seguía residiendo en núcleos de características típica­ mente rurales. Las transformaciones a las que ahora se hace referencia, aluden fundamentalmente a un hecho de civilización, a un progreso en las actitudes y en los comportamientos, algo que no pudo efectuarse sino dentro del régimen de libertades defendido por los municipios ur­ banos. 170

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El nuevo modelo a seguir es el que ofrecen las esplendorosas cortes renacentistas surgidas al calor de las nacientes monarquías absolutas. En ellas se manifiestan en plenitud las formas de vida en sociedad que ya fueran concebidas en las ciudades del Quatrocento y Cinquecento italiano, con un renovado interés por las letras, las ciencias y las artes. Lo intere­ sante es que de estos sentimientos participaría en gran medida el conjunto del cuerpo social. A la par, durante estos años, que Braudel concreta entre 1470 y 1580, Europa experimenta un proceso de promoción social acelerada. Aspecto que se distingue tempranamente en las ciudades mercantiles de Italia, en las de los Países Bajos y en otros importantes centros comerciales de Alemania, tales como Augsburgo o Nuremberg. Quien protagoniza este proceso es la burguesía, una categoría plural con la que tradicionalmente se ha venido a definir a los que, sin gozar de privilegio, lograron una po­ sición social distinguida respecto al resto de la población contribuyente. La clave de esta condición social se halla, pues, en la estructura propia del primer capitalismo comercial, de ahí que sea en la primera mitad de! XVI cuando se manifieste plenamente el espíritu burgués, un espíritu caracte­ rizado por el afán de ganancia y de promoción, pero también impregnado por los nuevos valores del Renacimiento. Aun conociendo las dificultades con que tropieza cualquier intento de sistematización social, es inevitable esbozar las distintas situaciones que pueden englobarse dentro del término «burguesía», tan amplío y, en ocasiones, tan difuso. Su parte más sobresaliente la integran los grandes hombres de negocios dedicados tanto al comercio a gran escala como a las altas finanzas, en íntima conexión con las necesidades hacendísticas del nuevo Estado moderno. Algunos de ellos son bien conocidos: en el sur de Alemania los Fugger, Paumgartner o Welser; en el norte los Loitz, instalados a orillas del Oder en la ciudad de Stettin, o los Hóchstetter de Hamburgo. En Genova encontramos, entre otras muchas, a las familias de los Spínola, Grimaldi o Fieschi; en la ciudad de Lucca, a ios Bonvisi. Todos ellos se dan cita en la cosmopolita Amberes, en conexión con fa­ milias del lugar, como los Schetz, y por supuesto con las españolas de los Ruiz, de Medina del Campo, Espinosa de Valladolid, Polanco de Burgos o Morga de Sevilla, por citar algunos ejemplos. Este distinguido estrato social que, si atendemos a las apreciaciones de Fernand Braudel, en ningún caso llegaría a alcanzar la tercera parte del conjunto de la burguesía, fue dentro de ella el sector que menos proble­ mas encontró al afrontar sus aspiraciones de promoción. A tal fin cuenta con aliados tan poderosos como los propios monarcas, a quienes presta y de quienes recibe en compensación cargos y honores, así como facilidades en la adquisición de prohibitivos feudos y señoríos. Su ennoblecimiento La expansión demográfica del largo siglo XVI

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es, pues, casi inmediato, si no en su propia persona al menos en la de sus descendientes más directos. Además, no sufren el rechazo con que la no­ bleza más rancia suele despreciar a la clase de los advenedizos: en estos ni­ veles, dirá Pierre Goubert, «ya no hay distinción de nacimiento, de casta, de orden o de vanidad». No obstante, fue aquél un proceso lento que solía ir aparejado a un paulatino distanciamiento respecto a la actividad económica primitiva. En tal sentido, Henri Pirenne apunta la existencia de «un mecanismo so­ cial regular» merced al cual dichas familias no prolongarían su actividad comercial más allá de dos o, a lo sumo, tres generaciones. Ciertamente al cabo de ese tiempo es fácil encontrar a miembros de dichas dinastías en puestos honoríficos, o gozando de las saneadas rentas de sus desta­ cados patrimonios, pero fuera ya de los circuitos económicos que ante­ riormente controlaran. Sin embargo, convertir en regla general este com­ portamiento, pudiera suponer renunciar a un análisis más profundo del fenómeno. Así, está demostrado que la decadencia de buena parte de los apellidos arriba citados estuvo vinculada a las dificultades tanto econó­ micas como políticas padecidas en los últimos treinta años del siglo. De ahí que el abandono de una actividad en crisis, como es el comercio en esos años, no fue sino una decisión acertada tanto desde el punto de vista económico como social. En un nivel inferior quedan los burgueses de horizontes más loca­ les, aquellos que por su honorabilidad han obtenido la consideración de «ciudadanos». Es éste un grupo heterogéneo, como queda bien expuesto en el carácter individualista de algunos de sus componentes, contrario, por cierto, al sentir corporativista de la época. Se trata de ricos dirigen­ tes gremiales, de recaudadores de rentas, al servicio del rey o de grandes propietarios señoriales laicos o eclesiásticos. También hallamos a miem­ bros de profesiones liberales, muy especialmente gentes vinculadas a la administración de justicia. Aunque, quienes de nuevo sobresalen son los insustituibles negociantes, en este caso los comerciantes al por mayor que alternan sus ocupaciones de abastecimiento de artículos no producidos en la ciudad, con otras actividades como el crédito. Claro está que dicha condición de «ciudadanos» no les viene a nin­ guno de ellos en reconocimiento de sus respectivas tareas, antes bien, es consecuencia de un estilo de vida distinguido y costoso, con connotacio­ nes próximas a la nobleza. Pero, hasta llegar a esos niveles deben supe­ rarse los vaivenes de las periódicas coyunturas difíciles, no olvidemos que estamos en una sociedad enormemente precaria. Esta estabilidad podía alcanzarse por diversos procedimientos, aunque en todos ellos se aprecia el signo de la distinción social. En este sentido hay que entender las lla­ mativas inversiones en valores mobiliarios, tanto en deuda pública —las 172

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rentas más seguras del momento— como en forma de crédito privado, asegurado por la hipoteca de bienes raíces. Este último fue un mecanismo frecuente a la hora de hacerse con la propiedad de la tierra, dado el gran número de prestatarios de condición campesina, o noble, con escasas po­ sibilidades económicas. Cuando la transferencia se hacía de manos de un privilegiado, entonces los derechos señoriales que recaían sobre la tierra pasaban al nuevo propietario, que si bien no adquiría inmediatamente la condición de noble, al menos incrementaba significativamente su consi­ deración social. Pero, en cualquier caso, aun sin poseer tales alicientes, la propiedad de la tierra siempre mantuvo un enorme poder a la hora de incrementar la honra, de acrecentar el estatus. Por ello no son extraños ejemplos como el del campo valenciano, que quedó hipotecado en un alto porcentaje muy tempranamente. Algo parecido ocurría en Valladolid, donde los campesinos durante la primera parte del siglo acudieron deci­ didos a este medio para acrecentar sus tierras o plantar viñas. Cuando las circunstancias económicas variaron, se puso en evidencia su incapacidad para reembolsar los préstamos y hacer frente al pago de los intereses, con lo que las confiscaciones se multiplicaron en beneficio de los rentistas. Gran repercusión social tuvo, asimismo, el disfrute de un empleo público. A principios de siglo la dificultad de obtención de estos car­ gos representaba una auténtica prueba tanto de la capacidad económica como del poder de influencia en el medio ciudadano. Sin embargo, a mediados de la centuria dicho acceso quedó facilitado por la acelerada política de venta de cargos desarrollada por la mayoría de los Estados europeos. De esta manera terminó conformándose la burguesía en clase dominante, hasta quedar integrada en el patriciado urbano. Eco de este fenómeno es la conocida queja expresada por el clero de la ciudad de Lyon en 1558: «vosotros, señores consejeros de la ciudad, que sois casi todos mercaderes». Precisamente es en Francia donde esta política se efectuó hasta sus últimas consecuencias: la venalidad de los puestos afectó no sólo a la ad­ ministración local —como ocurre en la mayoría de Europa—, sino tam­ bién a las altas dignidades de gobierno, que fueron puestas al alcance de los económicamente más pudientes. Se establecía así una nueva nobleza, la de toga, bien diferenciada de la nobleza tradicional, de espada, que la rechaza impidiendo la integración en sus filas. No cabe duda que estos procedimientos allí donde se implantaron con fuerza, terminaron alejando a la burguesía de su primitivo dinamismo. Fenómeno que ya se evidencia con claridad a finales de siglo en la Europa mediterránea. En España e Italia la falta de estímulo ante las crecientes dificultades económicas, inclinaron a la clase burguesa a desviar buena parte de sus capitales hacia formas de inversión como las hasta aquí desLa expansión demográfica del largo siglo XVI

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critas. Desde luego eran éstas menos productivas que las de la industria o el comercio, pero, a cambio, permitían gozar de una seguridad altamente rentable desde el punto de vista social. Lo impreciso de los límites del grupo burgués que venimos descri­ biendo, permite considerar la inclusión de rangos menores compuestos por todo un enjambre de funcionarios, profesionales y empresarios mo­ destos. También ellos gozan de una cierta independencia, en unos casos gracias al desempeño de un cargo, en otros a la propiedad de un taller o una rienda, donde no es infrecuente bailar personas empleadas a su servi­ cio. Además, sus comportamientos repiten, dentro de su situación y mo­ destas posibilidades, el esquema de las clases superiores: compran tierras y participan en el crédito, aunque éste venga dado bajo formas de empeño. Ahora bien, el protagonismo de estos pequeños burgueses varía depen­ diendo de la importancia de la ciudad en que se bailen. Si se trata de un núcleo urbano reducido —lo más frecuente en esta Europa ruralizada—, encontraremos que adquieren la consideración de pequeños notables con aspiraciones, ante la falta de rivales poderosos, al control de la política lo­ cal. Si, por el contrario, el contexto es una ciudad desarrollada y populosa como son los casos de Viena, Berlín, Rouen, Milán, Sevilla, etc., su papel preeminente quedará restringido al ámbito más cercano del barrio o de la parroquia. Evidentemente es la inestabilidad económica el rasgo que mejor dife­ rencia a estos de aquellos otros burgueses estudiados más arriba. Porque, aunque es cierto que no faltaron quienes desde este estado lograron con­ solidarse y promocionar socialmente, no lo es menos que fueron ellos los que sufrieron con mayor dureza los primeros síntomas de la crisis. Así, muchos terminaron perdiendo la condición de ciudadanos que les distin­ guía, pasando en el mejor de los casos a ser empleados como gentes «de brazo», porque no fueron pocos los que acabaron cayendo en el ancho mundo de la pobreza. El análisis hasta aquí realizado puede ofrecer la falsa imagen de una sociedad urbana equilibrada, regulada por lógicos movimientos de ele­ vación a la vez que por inevitables procesos de descenso, encargados de «seleccionar» periódicamente a los menos preparados; toda una visión darwinista de la sociedad. Pero, evidentemente, la realidad resultó ser mucho más compleja. Baste con considerar que de los no privilegiados la burgue­ sía fue tan sólo una minoría. A diferencia de ella el resto, la gran masa ur­ bana, carecía de perspectivas de mejora. Se trata del intrincado mundo de las gentes de oficio: artesanos jerárquicamente empleados en los talleres, obreros asalariados, jornaleros sin formación acostumbrados a aceptar el primer trabajo que se les ofrece. Y junto a ellos, el otro sector mayoritario dentro de las ciudades, el de los servicios, tan variado como la misma 174

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amplitud del término «criado» permite. El modelo de la ciudad de Lyon es un buen ejemplo de su importancia, en ella la servidumbre representa del 19 al 26% de la población, dependiendo lógicamente del nivel social de los barrios y también de la coyuntura de cada momento: un exceso de población o la llegada de un período de carestía, provocan el disparo de estos porcentajes. A pesar de su heterogeneidad, todos ellos tienen en común la preocu­ pación por el mantenimiento del empleo, única garantía de su precaria subsistencia al carecer de cualquier tipo de renta. Precisamente es esta inestabilidad la raíz de donde surgen las principales tensiones sociales, so­ bre todo entre las gentes de oficio dado lo complicado del acceso al grado de maestro así como las dificultades crecientes para acceder a los medios de producción. Pero no es éste un problema nuevo, no olvidemos que la constitución de hermandades de oficiales para la defensa de sus intereses, en ligas como la de los compagnons franceses, se hereda de época medieval bajo la inocua apariencia de cofradías. En Londres \a.s guildas, nombre con el que se conoce a estas corporaciones, ya han participado activamente en sublevaciones como las del año 1386, por lo que no es de extrañar que en la época que nos ocupa se encuentren ya perfectamente organizadas y reglamentadas bajo la dirección de oficiales. No obstante, hay que tener en cuenta que los levantamientos urba­ nos en el siglo XVI, aunque numerosos, tuvieron un carácter aislado y espontáneo. De ahí que acciones como la famosa huelga que en demanda de mejores condiciones laborales protagonizaron los obreros impresores de Lyon en 1539, no sea en manera alguna objeto de generalización. Es más, rara vez aparecen las cuestiones laborales como único componente de las revueltas, por pésimas que aquéllas fueran, sino que surgen mezcla­ das con problemas tan amplios como puede ser la escasez de alimentos o la insoportable presión fiscal. Esto ayuda a explicar la frecuencia con que trabajadores urbanos y jornaleros del campo se unieron en sus protestas, sobre todo a medida que el estancamiento económico amenazaba el nivel de los salarios y extendía el paro de unos y otros. La distancia que separaba a estos proletarios de la condición de pobres era, por supuesto, mínima. Incapaces de poder afrontar con garantías las frecuentes coyunturas adversas (entre las que hay que incluir ocasiones tan naturales como puede ser la enfermedad o incluso un número exce­ sivo de hijos), los encontraremos franqueando con suma facilidad la ba­ tiera de la pobreza. Esta condición, por reconocida y asumida en el seno de la comunidad, merece ser considerada como el último y más amplio estado social. De hecho, el siglo XVI se caracteriza por un llamativo incremento del pauperismo: los pobres llegan a alcanzar porcentajes de un quinto, o más, La expansión demográfica del largo siglo XVI

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de la población urbana. Una situación de tal índole difícilmente hubiese sido sostenible de no haber concurrido el ejercicio de la beneficencia o, para ser más exactos, de la caridad cristiana, que al socorrer al individuo le integraba dentro del orden social establecido. La ciudad se convierte de esta forma en el eje del sistema beneficia!. Pero, a esta beneficencia me­ dieval basada en la figura del pobre como imagen de Cristo y detentada mayoritariamente por la Iglesia y los particulares, se añade en estos mo­ mentos el interés de los poderes públicos tanto en países católicos como en aquellos que han abrazado la reforma. Desde los municipios se finan­ cian nuevos hospitales en su doble función de centros de recogida y de atención médica; en Inglaterra, por ejemplo, a lo largo del siglo llegan a erigirse 460 instituciones de este tipo. Asimismo, las autoridades civiles se encargan de coordinar ante la llegada de coyunturas críticas los planes de socorro en colaboración con los clérigos de las parroquias, desde donde se reparten auxilios, se conceden licencias para mendigar y, al mismo tiempo, se registran a los pobres en un claro intento por controlarlos. Dichas medidas se incluían en las legislaciones específicas elaboradas por los diferentes Estados, aunque estas leyes de pobres, excepción hecha de las dictadas en Inglaterra a partir de 1536, no se caracterizaron precisa­ mente por su eficacia. En cualquier caso, está claro que con ellas lo que se trataba de resolver era el grave problema planteado por las nuevas masas de desempleados descontentos. De ahí que todos los planes combinasen actuaciones encaminadas a la protección del indigente, cuando de una persona conocida y empadronada se trataba, a la vez que dirigidas a la represión del vagabundo y del mendigo ocioso, es decir, de los desarraiga­ dos considerados como la principal fuente de delincuencia, de disturbios y de transmisión de enfermedades. Éstos son los no adaptados social mente, los que constituyen el disímil terreno de la marginal idad. Su componente es tanto urbano como rural, porque en estos niveles ya se ha perdido la asignación a un espacio deter­ minado. Así, puede hablarse de auténticas «migraciones de subsistencia» tan pronto rechazadas como llegan al lugar de destino, por norma una ciudad. De muy distinta naturaleza son otros movimientos con un marcado tinte étnico. El ejemplo más repetido lo constituyen los gitanos, presen­ tes en el occidente europeo desde principios del siglo XV. Por su propio temperamento llevan a cabo una existencia errante, no carente de perse­ cuciones: acusados de poco laboriosos y aficionados a la adivinación y al engaño, en la mayoría de los reinos se dictan órdenes de expulsión o, al menos, legislaciones tendentes a modificar sus hábitos y costumbres. No faltan lugares, como Hungría y Transilvanía, donde pronto fueron escla­ vizados. 176

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Pero difícilmente pueden quedar perfilados los contornos de estos grupos de marginados y desheredados en una época donde la intolerancia religiosa y política provocó constantes nuevas víctimas. A partir de la dé­ cada de los años cuarenta el movimiento de refugiados se hizo incesante: en Irlanda, entre los diferentes Estados del Imperio, en Francia, en Italia, desde los Países Bajos del sur a las provincias protestantes del norte... Sólo serán bien acogidos los obreros altamente cualificados y aquellos que cuentan con suficiente fortuna; el resto queda condenado a errar en un mundo en el que lo único que parece sobrar son hombres.

3. La sociedad en la Europa central y oriental Desde el siglo XVI la parte este de .Alemania, Polonia, Rusia y Hungría, con sus amplias llanuras constantemente amenazadas por los turcos, expe­ rimentan el ensanchamiento de las propiedades agrícolas detentadas por los grandes señores laicos y eclesiásticos. Entre las causas que explican este fenómeno se halla la creciente demanda de cereal observada a partir del siglo XV desde el occidente europeo, al que hubo de dar respuesta con el grave inconveniente de una escasa población. Esta circunstancia modeló las relaciones entre los distintos estratos sociales: mientras en la mayor parte de Europa, como hemos visto, el sistema señorial ha quedado liqui­ dado, o está en vías de serlo, en las regiones al este del Elba la situación se deteriora hasta conformar, en palabras de Engels una «segunda servi­ dumbre». Es evidente el progresivo empeoramiento del campesinado, que a la vez que pierde todo dominio sobre la tierra ve limitada su propia libertad. Esto se aprecia ya en las primeras décadas del siglo en territorios como Brandeburgo o Prusia, donde la gran nobleza consigue restringir, con ayuda de las autoridades, la potestad del campesino a abandonar la tierra o a heredar propiedades. Los derechos jurisdiccionales allí donde habían sido centralizados en virtud de las monarquías modernas, retornan a ma­ nos de ios antiguos señores feudales o de otros nuevos, como ocurre en Rusia. En este Estado se asiste en los inicios de la Modernidad a la sus­ titución de la vieja nobleza terrateniente, representada en la figura de los boyardos, por una nueva clase de propietarios burgueses (los denominados «nobles de servicio» por integrar el séquito del príncipe), favorecidos por el soberano en el marco del fortalecimiento de la autoridad central. A pesar de carecer del poder político que asistía a sus antecesores —al no poder invocar auténticos derechos feudales—, consiguieron hacerse con eficaces instrumentos de control social tras lograr sustituir los pagos de los arrendamientos hasta entonces percibidos en dinero o en especie, por La expansión demogràfica del largo siglo XVI

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trabajos en la cierra. Y aunque ciertamente estaba legislada la libertad de los campesinos a abandonar aquélla (ratificada por ley en 1550), las res­ tricciones sobre este derecho dieron paso a prácticas con connotaciones feudales: en 1597 un edicto del zar establecía en cinco años el plazo que asistía a los señores para perseguir a sus siervos fugitivos. Se consolidaba de esta forma una rígida estructura social basada en las relaciones personales, con la tenencia de la tierra y la prestación de servicios como soporte. No es de extrañar, pues, que durante la segunda mitad del siglo lleguen a multiplicarse ios días de trabajo del colono en la reserva señorial. En la Baja Austria, por poner un ejemplo, las jornadas de prestación al año pasan de ser seis a doce. De poco sirvieron las violentas protestas provocadas por el empeo­ ramiento en las condiciones de vida. En el citado territorio de la Baja Austria en 1597 los vendimiadores se negaron a trabajar —ante los sala­ rios de miseria que percibían—, protagonizando una sonada sublevación durante tres largos años. Coincidiendo en el tiempo se producen otros le­ vantamientos no menos importantes en Hungría, Rusia o Ucrania, desde donde se extienden hacia Lituania y Polonia. Pero en todos los lugares la dureza de la represión logró someter definitivamente al campesinado. Los únicos restos de violencia quedan concentrados en facciones de bando­ leros, con especial virulencia en Rusia, donde actúan como tales siervos fugitivos y gentes descontentas de las ciudades, sin que faltasen en sus filas los cosacos. En este estado de cosas bien puede comprenderse el que la preponde­ rancia del ámbito rural, controlado por los intereses nobiliarios, se exten­ diera hasta neutralizar la actividad de las ciudades. La red urbana, sin la infraestructura económica que la caracteriza, perdió progresivamente su dinamismo, algo que no podía disimularse desde el precario artesanado que suministra a la reducida demanda local. De ahí que en estos territo­ rios sea nuevamente el papel de centro administrativo que conservan las ciudades el elemento primordial de distinción de éstas con respecto a su entorno. En un marco tan adverso no debe extrañar, pues, la falta de protago­ nismo del estrato burgués, máxime cuando «la nobleza y los monasterios dominaban el comercio y la industria en grao escala», tal como ha estu­ diado Henry Kamen. Tan sólo en ciudades con una tradición comercial consolidada, como es el caso de Lübeck o Danzig, estratégicamente situa­ das en la ribera del Báltico, se pudo conservar el papel y la figura del bur­ gués dentro de los cánones en que es conocida en el occidente europeo. Las consecuencias políticas de dicha debilidad urbana pronto se mani­ festaron: los grupos sociales no privilegiados de las ciudades perdieron su poder de decisión en los órganos representativos de los diferentes Estados. 178

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Su puesto fue ocupado por una nueva clase media, ni que decir tiene que de extracción nobiliar y con la tierra como base de poder. Son los junkers de la Prusia oriental, la szlachta polaca y lituana, o los pomieschikt mos­ covitas. Estos últimos llegaron a arrinconar a la asamblea de los boyardos gracias a la política desarrollada en su favor desde los años sesenta por el zar Ivan IV. En Polonia, el mantenimiento de la nobleza tradicional no fue óbice para que se diera un movimiento ascensional parecido al anterior. Ya desde finales del siglo XV la szlachta, una nobleza rural de escasa capaci­ dad económica pero de enorme autoridad en su entorno local, acaparaba una de las tres cámaras del parlamento nacional. Desde él presiona hasta conseguir en 1565 participar del gobierno de Polonia en igualdad con la aristocracia.

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CAPÍTULO 7

TRANSFORMACIONES ECONÓMICAS DE UN «MUNDO AMPLIADO»

Ricardo Franch Benavent

Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Valencia

1. La superación de la crisis baiomedieval y la apertura del mundo A, Los diferentes resultados de la crisis en el ámbito rural: la configuración de los modelos occidental y oriental

Las consecuencias de la crisis bajomedieval en el ámbito rural no fue­ ron uniformes en el conjunto del continente europeo. En efecto, mientras que en Europa occidental se produjo a raíz de ella una progresiva transfor­ mación de las relaciones feudales clásicas, que tuvo como rasgo más des­ tacado la desaparición de la servidumbre, en la Europa situada al este del Elba se inició un fenómeno de naturaleza inversa que ha sido conocido como la «segunda servidumbre». Como consecuencia de esta evolución divergente, la Europa oriental tendió a convertirse en un área suministra-' dora de las materias primas y los productos alimenticios que necesitaba una Europa occidental más dinámica y emprendedora. Por tanto, con­ viene examinar, aunque sea brevemente, las características básicas de este dualismo europeo. Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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En la Europa occidental, la crisis del siglo XIV aceleró la evolución que ya venía experimentando el sistema feudal desde principios de la Baja Edad Media. Sus consecuencias más importantes fueron la desaparición definitiva de la servidumbre y de las exacciones de carácter denigrante, el abandono de la explotación directa de la reserva señorial, y la conversión de la nobleza en una clase social que percibía unos ingresos de naturaleza básicamente rentista. En efecto, como norma general, la aristocracia ten­ dió a distribuir entre los campesinos las tierras que hasta entonces explo­ taba directamente. Es cierto que hubo muchas excepciones, sobre todo en el caso de Inglaterra, en donde algunos señores se aprovecharon, por el contrario, de la desaparición de los tenentes para consolidar su pro­ piedad y orientarla hacia la explotación ganadera, al amparo de la mayor rentabilidad de los precios de la lana. Sin embargo, la tónica dominante fue la indicada anteriormente, con lo que la exigencia de las prestaciones personales dejó de tener sentido. Las fórmulas de explotación adoptadas fueron muy diversas, destacando entre ellas el contrato enfitéutico, que comportaba el reconocimiento de los derechos de posesión del campesi­ nado sobre la tierra que cultivaba. No obstante, fueron también bastante frecuentes los contratos de aparcería (sobre todo en el sur de Italia y en algunas regiones de Francia) y los arrendamientos de larga duración (muy utilizados en Inglaterra). En todo caso, el campesinado debía de abonar, a cambio de la cesión, unas rentas en dinero o en especie que en muchos casos tuvieron un carácter fijo. La escasez de efectivos demográficos, y la consiguiente necesidad de los señores de atraerse al campesinado, deter­ minó que la entidad de las rentas que se estipulaban fuese bastante mo­ derada. Y esta circunstancia, unida al reequilibrio entre la población y los recursos que se produjo tras la crisis y a la atenuación de las calamidades, facilitó la recuperación que comenzó a experimentar la economía occi­ dental a partir de mediados del siglo XV. En contraposición a esta evolución, en la Europa situada al este del Elba la crisis bajomedieval condujo al afianzamiento del poder de la no­ bleza, la cual fue incrementando progresivamente sus dominios a expensas de las tenencias campesinas y utilizando cada vez más en su explotación la mano de obra forzosa proporcionada por sus vasallos. Este proceso de suje­ ción del campesinado se ha denominado como la «segunda servidumbre», término con el que se pretende indicar que Europa conoció dos oleadas diferentes de servidumbre: una en la Europa occidental entre los siglos IX y XIV; y otra en la Europa oriental entre los siglos XV y XVIII. Ahora bien, cabe tener presente que la servidumbre oriental fue muy distinta a la conocida en el oeste. En principio, porque tuvo un carácter mucho más intenso. En efecto, los señores solían concentrar allí las tres posibles for­ mas de dependencia del campesinado (agraria, personal y jurídica), por lo 7 82

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que pudieron comportarse prácticamente como dueños absolutos de sus vasallos. Por lo demás, la servidumbre oriental se distinguió también de la occidental por el destino del excedente detraído al campesinado, ya que éste se orientó en mayor medida hacia el mercado internacional. Es decir, el estimulante que impulsaba a la nobleza oriental a ampliar su dominio no era principalmente la satisfacción de sus necesidades de consumo o la demanda del mercado local, sino la comercialización de sus excedentes agrarios (principalmente los cereales) hacia los países más avanzados de la Europa occidental, con el fin de adquirir en ellos los productos manufac­ turados que necesitaba para mantener su tren de vida y su estatus social. Precisamente es la existencia de este comercio internacional lo que ha sido considerado por algunos historiadores como la causa fundamental del de­ sarrollo de la segunda servidumbre. Sin embargo, en contra de esta tesis se ha argumentado que el origen de dicho sistema fue anterior al desa­ rrollo del comercio internacional de cereales, por lo que éste no hizo más que extender e intensificar un proceso que ya se había desencadenado. Las causas fundamentales que, según esta argumentación, lo provocaron, fueron el mayor poder social de que gozaba la nobleza, que no podía ser moderado por un mundo urbano muy precariamente desarrollado y que se enfrentaba a una comunidad campesina muy poco articulada. Lo cierto es que las primeras medidas legales que conformaban el sistema se adop­ taron en la segunda mitad del siglo XV en la mayoría de los países de la Europa oriental, teniendo como objetivo fundamental la inmovilización del campesinado en su aldea (estatutos de Piotrkow de 1496 en Polonia; código de Iván III de 1497 en Rusia; estatuto de 1497 y ordenanza de la tierra de 1500 en Bohemia; etc.).

B. La apertura mundial: los descubrimientos geográficos

La apertura de los «universos cerrados» que constituían las diversas culturas existentes en la humanidad fue protagonizada por una Europa que estaba experimentando una vigorosa expansión económica, desde principios de la Baja Edad Media. La crisis del siglo XIV no hizo más que impulsar el proceso. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que I. Wallerstein ha llegado a considerar a los descubrimientos geográficos como «...un prerrequisito clave para una solución de la “crisis del feuda­ lismo”...», puesto que, según su argumentación, ellos permitieron que se constituyese una «economía-mundo» de carácter capitalista basada en la división del trabajo entre las diversas zonas que la integraban. Sin llegar al extremo de admitir que se había producido un cambio completo del sistema social vigente, no cabe duda que los descubrimientos geográficos Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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determinaron que se produjese una progresiva integración de la economía mundial, siendo Europa la más beneficiada por el incremento de las rela­ ciones entre los diversos continentes. La expansión económica experimentada por Europa a partir del si­ glo XI reactivó el comercio internacional, favoreciendo la intensificación de los intercambios con el continente asiático, a través de las rutas terres­ tres que desembocaban en el Mediterráneo oriental y cuyas terminales es­ taban controladas por las ciudades mercantiles italianas. El saldo negativo que éstas experimentaban en dicho tráfico (debido a la importación de productos de gran valor como las sedas y especias) se compensaba por me­ dio de los intercambios efectuados con el Magreb, en donde confluían las rutas caravaneras saharianas que aportaban el oro obtenido en las regiones del Senegal y el Alto Niger. El funcionamiento de este complejo sistema ya se consideró insuficiente a finales del siglo XIII, lo que impulsó las prime­ ras tentativas de exploración atlántica con el fin de acceder directamente a las áreas proveedoras de los productos que interesaban a los europeos sin necesidad de intermediarios. Protagonizadas por las potencias comerciales del Mediterráneo, dichas tentativas fracasaron fundamentalmente por ra­ zones de orden técnico, destacando entre ellas la inadecuación del medio de transporte mediterráneo (la galera) para la navegación atlántica y, sobre todo, la escasa difusión de las novedades introducidas en el arte náutico que permitían una mejora de la navegación. Estas novedades, consistentes en la utilización de la brújula, los portulanos, el astrolabio y las tablas trigonométricas, eran conocidas por la ciencia universitaria europea desde la segunda mitad del siglo XIII. Pero en un principio gozaron de muy escasa difusión, no generalizándose realmente hasta el siglo XV. De ahí que la expansión se retrasase hasta esta época y fuesen entonces los reinos ibéricos los protagonistas del proceso. La Península Ibérica disponía de una serie de condiciones que favo­ recieron su primacía en la exploración oceánica. En principio porque allí se fusionaron las tradiciones de la navegación atlántica y la mediterránea, favoreciendo la aparición de un nuevo tipo de navio que se ajustó muy bien a las exigencias de la empresa descubridora: la carabela. Igualmente, el asentamiento en ella de numerosas colonias de comerciantes genoveses a partir de la reapertura del estrecho de Gibraltar, a finales del siglo XIII, facilitó la difusión de las técnicas mercanriles y financieras que los ita­ lianos habían elaborado. Las condiciones geográficas que reunía para la ejecución de la empresa eran también idóneas, al ser la zona que podía aprovechar a la vez los vientos alisios para la partida y la corriente del golfo y los vientos del oeste para facilitar el retorno. Finalmente, las di­ versas monarquías de la península disponían de una fuerte propensión expansiva debido a la ejecución de la empresa reconquistadora. Al haber / 84

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finalizado ésta en Portugal en el siglo XIII y experimentar su monarquía la influencia de las clases burguesas gracias a su apoyo en la revolución de 1383-1385, fue dicho país el que tomó inicialmente el protagonismo de la exploración atlántica. Las motivaciones que impulsaron el proceso fue­ ron muy complejas, puesto que variaron según las circunstancias de las di­ versas etapas en que aquél se materializó. Así, las primeras acciones sobre Marruecos parecieron estar impulsadas por los afanes de conquista de la nobleza portuguesa y los anhelos de continuar la cruzada contra el Islam. Pero además, el interés portugués por Marruecos procedía también de la dependencia que se tenía en el abastecimiento de cereales de esta zona. Paralelamente a estas campañas, los portugueses emprendieron la coloni­ zación de las islas del Atlántico (Madeira y Azores), en donde difundieron el cultivo de la caña de azúcar. Las necesidades de mano de obra que de ello se derivaron se convirtieron en una motivación más, que impulsó las exploraciones más allá del cabo Bojador. Pero, además, las acciones milita­ res sobre Marruecos desorganizaron las terminales de las rutas caravaneras transaharianas, lo que, unido a la paralización de la producción de plata en Centroeuropa, acentuó las necesidades de metales preciosos. Por tanto, los deseos de conectar directamente con las zonas productoras del oro africano se añadieron a las motivaciones citadas. Finalmente, sólo a partir de mediados del siglo XV, cuando el avance turco en el Mediterráneo oriental dificultó el comercio terrestre con Asia, el deseo de llegar direc­ tamente a este continente bordeando las costas africanas se convirtió en la motivación esencial de las últimas exploraciones. Tras lograrse doblar el cabo de Buena Esperanza en 1488, el objetivo se alcanzó finalmente con la expedición realizada diez años después por Vasco de Gama. Mediante el posterior establecimiento de factorías en la India y el sudeste asiático, los portugueses consiguieron canalizar en su provecho buena parte del comercio europeo con Asia, que ahora podía realizarse sin los sobresaltos derivados de la intermediación musulmana. Cuando los portugueses estaban a punto de culminar sus exploracio­ nes, los castellanos se sumaron al proceso al patrocinar la empresa co­ lombina. En realidad, el proyecto de Colón resulta incomprensible si no se le ubica en el contexto de las exploraciones portuguesas, ya que fue heredero directo de ellas. En la propia personalidad de Colón confluye­ ron las diversas tradiciones que estaban impulsando los descubrimientos; era de origen genovés y, como tal, estaba familiarizado con la navegación mediterránea; se asentó en Lisboa y participó en el tráfico atlántico; y su vinculación matrimonial con los Perestrelo le permitió acceder a las experiencias acumuladas por la exploración portuguesa. Por lo demás, se hallaba en el Portugal de Juan II, en el que el objetivo final de Jas expedi­ ciones ya era la búsqueda del contacto directo con Asia. Es este contexto Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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el que explica la elaboración de su proyecto de llegar a Asia navegando hacia el oeste. En realidad, su idea no supuso ninguna novedad, puesto que el mundo científico de la época admitía la redondez de la tierra. Lo que se negaba era la posibilidad práctica de realizar aquel trayecto, ya que, al desconocerse la existencia de América, se pensaba que el viaje hasta Asia era demasiado largo para la navegación de la época. Por el contrario, el proyecto elaborado por Colón admitía esta posibilidad al basarse en una serie de errores de cálculo (suponer que la extensión del continente euroasiático era mayor, siguiendo a Toscanellí, y otorgar una dimensión me­ nor a cada grado de longitud geográfica, siguiendo erróneamente las tesis del geógrafo musulmán Alfayran). Todo esto le hizo creer que la distancia existente entre Canarias y Cipango (Japón) sería solamente equivalente a la cuarta parte de la que existe en realidad. Con estas bases, elaboró su proyecto, que presentó por primera vez a Juan II de Portugal en 1484. Su rechazo impulsó a Colón a centrar sus esfuerzos en Castilla, en donde sólo tras la finalización de la reconquista consiguió el patrocinio de la Corona en las Capitulaciones de Santa Fe. Ello permitió la realización de la primera expedición colombina, en la que, por medio de la exploración de las islas antillanas, ya se tomó contacto con el oro indígena. No obs­ tante, fue a partir de la segunda expedición, realizada en 1493, cuando se inició la explotación de la isla de La Española, basada en la obtención del oro de los placeres auríferos mediante la utilización de mano de obra for­ zosa indígena. Y será precisamente el progresivo agotamiento de los place­ res y la escasez de mano de obra derivada de la catástrofe demográfica lo que impulsará la exploración y colonización de las islas y del continente, siempre en el marco del Tratado de Tordesillas de 1494, que distribuía las áreas de influencia en el Atlántico entre Castilla y Portugal. Sin embargo, a medida que se tomó conciencia de que las tierras descubiertas forma­ ban parte de un nuevo continente que se interponía entre Europa y Asia, la búsqueda del paso que conduciría a ésta se convirtió en otro de los motivos impulsores de la exploración. Esto es lo que logró la expedición iniciada por Magallanes en 1519 y culminada por Juan Sebastián Elcano mediante la realización de la primera circunnavegación del mundo.

2. La expansión económica del siglo XVI A, La expansión agrícola

El crecimiento experimentado por la agricultura europea durante el siglo XVI tuvo fundamentalmente un carácter extensivo. De ahí que algu­ nos historiadores lo hayan considerado simplemente como una etapa de 186

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restauración o de renacimiento agrario, en la que se volverían a alcanzar unos niveles de ocupación del suelo y de producción agraria similares a los existentes en los años anteriores al desencadenamiento de la crisis del siglo XIV. Lo cierto es que las innovaciones que se realizaron en el mundo agrícola Fueron muy escasas, reduciéndose su incidencia, además, a algu­ nas zonas muy concretas. En efecto, la agricultura europea más innovadora era la practicada en los Países Bajos, en la que ya desde finales de la Baja Edad Media se ha­ bía conseguido reducir o eliminar el barbecho mediante la adopción de rotaciones de cultivos más complejas o, sobre todo, la introducción de la denominada «labranza convertible». Se trataba de sistemas que se habían adoptado empíricamente como fruto de la necesidad de reemplazar los cultivos por la ganadería en una época en que los precios de los cereales tendían a la baja. Sin embargo, la solución supuso la ruptura de la tradi­ cional oposición entre agricultura y ganadería, permitiendo su asociación y favoreciendo, además, la mejora de la productividad de la tierra. De ahí que el sistema resultase ideal para una época de expansión agraria como era el siglo XVI. En todo caso, como fruto de estas innovaciones, los ren­ dimientos agrícolas obtenidos en los Países Bajos eran muy superiores a los de los restantes países europeos, superando habirualmente para los ce­ reales el 7 por 1 y llegando en algunos casos hasta el 10 o el ] 1 por 1. Aparte de los Países Bajos, sólo en Inglaterra se consiguió también una mejora evidente. El descenso de los precios de los cereales durante la Baja Edad Media impulsó igualmente aquí la reconversión hacia la ganadería, aunque sin dar lugar a su asociación con el cultivo agrícola. Esta se pro­ ducirá progresivamente con posterioridad, tanto por la imitación de las técnicas de los Países Bajos como por la incidencia del incremento mayor de los precios de los cereales que los de los productos derivados de la ganadería, a partir de mediados del siglo XVI. Salvo en ambos países, las innovaciones agrarias fueron muy escasas, predominando la existencia de una agricultura cerealista de carácter extensivo, con la presencia del barbe­ cho en rotaciones bienales o trienales y con una productividad media del 4 o el 5 por 1. Al no realizarse una sustancial mejora de la productividad, el creci­ miento del siglo XVI se derivó fundamentalmente de la ampliación de la superficie cultivada. En líneas generales, ésta experimentó dos fases cla­ ramente diferenciadas. La primera de ellas abarcó la segunda mitad del siglo XV, y supuso la puesta en explotación de las mejores tierras aban­ donadas durante la crisis bajomedieval. La segunda se produjo a lo largo de todo el siglo XVI, implicando la roturación de las tierras de carác­ ter más marginal y dando lugar al desencadenamiento de las tensiones malthusianas. En todo caso, resulta evidente que a partir de las primeras Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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décadas del siglo XVI el crecimiento productivo comenzó a ralentizarse, teniendo desde luego un ritmo menor que el alcanzado por el incremento demográfico. La consecuencia lógica de este desequilibrio fue el alza ex­ perimentada por los precios, que iniciaron su ascenso ya desde principios de la centuria. La responsabilidad de la presión de la población sobre los recursos en el origen del alza de precios resulta más evidente si se tiene en cuenta que fueron los cereales y los productos de subsistencia los que experimentaron un incremento más elevado, mientras que los artículos derivados de la ganadería y, sobre todo, las manufacturas, tuvieron un alza más moderada. En todo caso, el vigor alcista de los precios se convirtió en un estímulo adicional para la realización de fuertes inversiones desti­ nadas a la ampliación de la superficie cultivada. Quizás los esfuerzos más importantes en este sentido se realizaron en los Países Bajos y en las costas alemanas del mar del Norte por medio de la construcción de polders con los que se ganaba terreno al mar. Precisamente en los Países Bajos, S. Van Bath ha subrayado la correlación existente entre las operaciones de dese­ cación y la evolución de los precios agrarios. En fin, operaciones de dicha índole o de drenaje de tierras pantanosas tuvieron lugar por todas partes, aunque sin alcanzar la entidad de las mencionadas. Sin embargo, como estas ampliaciones de la superficie cultivada eran insuficientes para satis­ facer la creciente demanda de la población, la presión roturadora acabó orientándose también en detrimento de los bosques y de los prados. El impulso que suponía el alza de los precios de los cereales se evidencia perfectamente por el cambio que experimentó la orientación de los cercamientos que venían realizándose en Inglaterra desde finales de la Baja Edad Media, ya que si en un principio se dedicaban a la ganadería lanar, a partir de 1550 se reconvirtieron hacia el cultivo. De todas formas, a pesar de la expansión de la cerealicultura, la in­ cipiente tendencia hacia la diversificación de la producción agraria que se había experimentado durante la crisis bajomedieval continuó desarro­ llándose. Así, en los Países Bajos se extendió el cultivo de las plantas fo­ rrajeras, integradas en los nuevos sistemas de rotación, y de otros pro­ ductos orientados a satisfacer la demanda urbana e industrial. En el caso de Francia, la vid siguió difundiéndose en la región de París, el valle del Loira y la zona de Burdeos, al igual que el olivo en Languedoc, el pastel en la zona de Toulouse o el cáñamo en Bretaña. En Italia, aparte de la vid y el olivo (que destacaban, sobre todo, en Liguria, Lombardía, Toscana y Ñapóles), fueron muy importantes los cultivos del pastel (en la llanura del Po y Toscana), el azafrán (en los Abruzos) y las moreras (en Sicilia y Calabria). En fin, en España la vid y el olivo se difundieron mucho en Andalucía y Castilla, bajo los impulsos de la demanda del mercado ame­ ricano, mientras que las moreras, aparte de la zona de Granada, se intro188

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dujeron en Murcia y Valencia. Por tanto, existían algunas zonas en las que se produjo una cierta diversificación de los cultivos, e incluso aparecieron tímidos esbozos de especializaron regional. Desde luego, ésta nunca fue completa, puesto que los cereales solían constituir el cultivo dominante en todas partes. Pero la tendencia se vio favorecida por el comercio de importación de cereales desde la Europa oriental. A pesar de que, como afirma Braudel, este tráfico sólo representaba una mínima parte de la pro­ ducción total y únicamente era accesible para las zonas próximas al litoral marítimo, hay que tener en cuenta que los cereales bálticos llegaron a constituir una proporción importante del consumo de dicho producto en las áreas más evolucionadas de la Europa occidental. Tuvieron, además, una presencia cada vez más intensa en los países del sur de Europa a me­ dida que se agudizaba la tensión de la población sobre los recursos y se mostraban insuficientes las zonas productoras del Mediterráneo. Y contri­ buyeron suplementariamente a la difusión de los cultivos comercializables en el occidente europeo, en la medida en que las exportaciones bálticas se saldaban (aparte de las remesas de sal, pescados, tejidos, etc.) con envíos de productos agrarios, entre los que destacaba el vino. El estímulo constituido por la demanda internacional de cereales im­ pulsó a los señores feudales de la Europa oriental a intensificar la ten­ dencia hacia el sometimiento del campesinado que ya habían iniciado a fines del siglo XV. El proceso resulta evidente en el caso de Polonia, en donde la Dieta reafirmó entre 1518 y 1520 el deber de los campesinos de dedicar al menos un día a la semana en concepto de trabajo servil a sus señores, decretando, además, una serie de regulaciones encaminadas a ligar a los campesinos a la tierra más firmemente. Con posterioridad, las prestaciones personales se fueron incrementando, llegando a alcanzar los tres días semanales en 1580. Al mismo tiempo, los dominios señoriales se fueron engrandeciendo, mientras que, por el contrario, la superficie ex­ plotada por el campesinado se reducía. De esta forma, los señores feudales comenzaron a obtener la mayor parte de sus ingresos de la explotación de sus propios dominios, y no de los censos o rentas abonadas por el campe­ sinado. Su interés por la exportación de sus excedentes los impulsó a ob­ tener la libertad de peaje a lo largo del Vístula para los productos agrarios y forestales procedentes de sus heredades. En la misma línea, lograron que se anulara la intermediación que podían ejercer los comerciantes polacos, con el fin de poder establecer un contacto directo con los mercaderes ex­ tranjeros. En fin, todo ello, combinado con su importación de productos manufacturados occidentales, erosionó las bases de la economía urbana. Al mismo tiempo, al sojuzgar al campesinado y reducir sus ingresos, se limitó la posibilidad de expansión del mercado interno. De esta forma, la economía polaca veía limitadas considerablemente sus posibilidades de Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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expansión, vinculándose cada vez más a la Europa occidental en una rela­ ción que adquiría muchos de los rasgos de una dependencia colonial. Por el contrario, en la Europa occidental los señores feudales habían experimentado una evidente atenuación de sus atribuciones sobre el campe­ sinado tras la crisis bajomedieval. Sus ingresos, que procedían fundamental­ mente de los derechos y rentas que abonaban los vasallos, conocieron una clara tendencia hacia el estancamiento o el retroceso a lo largo de la centu­ ria. El impacto de la inflación sobre unas rentas fijas o estipuladas en dinero fue el principal responsable de este fenómeno. De ahí que los señores trata­ sen de combatir esta tendencia mediante la consolidación de su propiedad y el recurso a otras fórmulas de explotación, entre las que destacaba el arren­ damiento de corta duración. Este tipo de contrato fue siendo cada vez más frecuente, puesto que, además de algunos señores, fue sobre todo adoptado por la ascendente burguesía urbana que trataba de consolidar sus fortunas por medio de la adquisición de tierras y bienes inmuebles. De esta forma, ante la doble ofensiva señorial y burguesa, el campesinado experimentó una progresiva reducción de la superficie que poseía.

B. El avance del capitalismo en el ámbito industrial

La producción industrial tuvo también un indudable crecimiento en el siglo XVI, aunque no existió ninguna alteración sustancial de sus es­ tructuras básicas. En efecto, no se introdujo ninguna innovación tecnoló­ gica espectacular que acelerase el ritmo de la producción o favoreciese la transformación del sistema productivo. Ciertamente, tampoco el mercado estimulaba estas innovaciones, puesto que la demanda de productos in­ dustriales era muy elástica, dependiendo de los excedentes de ingresos que existiesen tras la satisfacción de las necesidades alimenticias. De ahí que, si bien el incremento demográfico pudo tener inicialmente un papel posi­ tivo, sus efectos se fueron atenuando a medida que la inflación reducía los ingresos reales de la población. No obstante, la incidencia de la demanda de los mercados extraeuropeos pudo contrarrestar este último fenómeno. De todas formas, a pesar de la continuidad de las estructuras producti­ vas bajomedievales, durante el siglo XVI se produjeron algunos cambios que favorecieron el afianzamiento del control del capital sobre la actividad industrial. Los factores fundamentales que impulsaron este proceso fue­ ron la aplicación de procedimientos técnicos ya conocidos, que requerían fuertes inversiones, y la adopción de modelos organizativos controlados por los intermediarios, entre las diversas fases de producción. El desarrollo de relaciones de producción de tipo capitalista fue evi­ dente en el caso de la minería y la metalurgia. En la minería, fueron los 190

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alemanes los pioneros en la aplicación de métodos ya conocidos en la excavación, el drenaje y el tratamiento de metales que requerían la in­ versión de fuertes capitales. El estímulo para su utilización lo constituyó la explotación de las minas de plata ubicadas en Bohemia, Hungría y el sudeste de los territorios del imperio alemán. Estas minas habían entrado en decadencia a mediados del siglo XIV debido ai agotamiento de sus me­ jores filones. Sin embargo, la revalorización que experimentaron los meta­ les preciosos como consecuencia de su escasez impulsó su reexplotación a partir de mediados del siglo XV. Aparte de obligar a excavar galerías más profundas con el fin de explotar nuevas vetas, ello requirió la introduc­ ción del procedimiento de la amalgama para obtener un rendimiento ma­ yor de los minerales. La elevación de los costes que esto suponía es lo que explica el control que las grandes casas comerciales del sur de Alemania, entre las que destacaron los Fugger, ejercieron sobre estas explotaciones. En estas condiciones, la producción centroeuropea de plata se quintu­ plicó aproximadamente entre mediados del siglo XVy el primer tercio del siglo XVI, época en la que la competencia ejercida por los metales precio­ sos americanos provocó de nuevo su decadencia. Una evolución similar experimentó la producción de cobre, que, al hallarse frecuentemente aso­ ciado al mineral de plata, se obtenía en las mismas zonas. Sólo a finales de la centuria comenzó a alcanzar una cierta entidad la producción sueca. Durante la primera mitad del siglo XVI, los Fugger controlaron buena parte de la extracción y comercialización del cobre europeo, lo que explica su papel central en el mundo mercantil de la época, ya que el cobre y la plata eran esenciales para el comercio con África y las Indias Orientales. Por su parte, la explotación del mercurio fue impulsada por la utilización del procedimiento de la amalgama. De ahí la importancia que adquirie­ ron las minas de Almadén, que sólo a finales de la centuria compartieron su hegemonía con las de Huencavélica. De todas formas, uno de los mi­ nerales más importantes de la época era el alumbre, al resultar impres­ cindible en la industria textil. El descubrimiento de las minas de Tolfa en 1461 pudo contrarrestar el control que los turcos adquirieron sobre las áreas productoras bajomedievales. Con ello, los genoveses perdieron también el práctico monopolio que habían ejercido sobre este mineral, ya que los papas otorgaron inicialmente la explotación de la mina romana a los Médicis, aunque con posterioridad los genoveses y florentinos se alter­ naron en la concesión. La producción alcanzó su apogeo a mediados del siglo XVI, iniciando su decadencia a principios de la centuria siguiente debido tanto al agotamiento de sus filones como a la competencia ejercida por las minas de Lieja e Inglaterra. Era precisamente en estas zonas donde se concentraba también la minería europea del carbón, que adquirió una creciente importancia a medida que se encarecía el carbón vegetal. Fue Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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en Inglaterra donde el carbón mineral sustituyó a éste en mayor medida, sobre todo para la calefacción doméstica, aunque aún no era posible su utilización para la fundición del hierro. Finalmente, también en Inglaterra y Lieja, junto con los territorios del imperio alemán y el País Vasco, se lo­ calizaban los yacimientos más importantes de este último mineral. Aparte de favorecer el capitalismo en las labores de extracción, el tratamiento del hierro también requirió la inversión de fuertes capitales debido a la aplicación generalizada de técnicas ya conocidas. Entre ellas destacan los altos hornos, que se difundieron por el centro y el noroeste de Europa a lo largo del siglo XVI. De todas formas, no cabe duda de que, tanto por su difusión geo­ gráfica como por el número de personas ocupadas o su peso en el tráfico comercial, continuaba siendo la manufactura textil la principal actividad industrial en la Europa del siglo XVI. En este ámbito se produjo a lo largo de dicha centuria un claro relevo entre las áreas productoras más impor­ tantes. Si inicialmente éstas se localizaban en el norte de Italia, el sur de los Países Bajos y el sur de Alemania, con posterioridad fueron el norte de los Países Bajos, Francia, y, sobre todo, Inglaterra, las que consiguieron alzarse con la primacía. Y fue especialmente en estas últimas en donde arraigaron los nuevos modelos organizativos que favorecían el desarrollo de relaciones de tipo capitalista. Es en el caso de la pañería en donde estos cambios fueron más evi­ dentes. A finales del siglo XV, el norte de Italia seguía siendo uno de los centros pañeros más importantes de Europa, localizándose en Florencia y Lombardía las principales áreas manufactureras. La inestabilidad derivada de los enfrentamientos bélicos de la primera mitad de la centuria provocó su decadencia. Es cierto que ésta fue compensada por el auge de la pañería veneciana y que aquellos centros se recuperaron con el restablecimiento de la paz en la segunda mirad del siglo. Pero, al mantener su carácter tra­ dicional, la producción italiana fue perdiendo progresivamente cuotas de mercado ante la competencia de la pañería del norte de Europa. Fue en los Países Bajos en donde tuvieron lugar las transformaciones más importantes. La tradicional pañería urbana flamenca se hallaba en decadencia desde finales de la Edad Media, ya que su organización cor­ porativa le impedía modernizarse y hacer frente a la competencia ejercida por los paños finos ingleses. Pero, frente a ella, había surgido en las pe­ queñas ciudades o en núcleos rurales dej sur de los Países Bajos un nuevo tipo de producción que se conoce globalmente como «nuevas pañerías». Se trataba de unas telas que se confeccionaban con lana más basta, por lo que se adaptaron muy bien a la nueva corriente de importación de lana española en sustitución de la cada vez menos frecuente materia prima inglesa. Pero, además, al ser poco o nada abatanadas, se utilizaba menos 192

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lana en su tejido. Por tanto, eran unas telas más ligeras y mucho más bara­ tas. Por sus características, se ajustaban muy bien a las regiones que tenían un clima más templado. Pero al permitir también la confección de mode­ los más complejos y decorativos, acabaron imponiéndose igualmente en los mercados del norte. Se trataba, pues, de un producto que gozaba de un mercado en expansión, al poder ser adquirido por un mayor número de consumidores y ser capaz de satisfacer las tendencias de la moda. Pero, además, al localizarse su producción en el medio rural o en pequeñas ciu­ dades, libres de reglamentación gremial, la nueva pañería facilitó la difu­ sión del domestic system. Es decir, fueron comerciantes o empresarios los que controlaron la producción, suministrando las materias primas a unos trabajadores que habitualmente habían establecido con ellos relaciones de dependencia y elaboraban los productos en sus domicilios. Posteriormente, eran también aquéllos los que se encargaban de la comercialización de las manufacturas en el mercado internacional. De esta forma, se fue consu­ mando la división entre el capital y el trabajo, favoreciendo la aparición de relaciones de producción de tipo capital ista. Las «nuevas pañerías» se difundieron sobre todo por Artois, Hainaut y Brabante, teniendo su centro más importante en Hondschoote. Sin embargo, los conflictos derivados de la revuelta contra la Monarquía Hispánica provocaron la destrucción de la mayor parte de los centros de producción, provocando una intensa emigración de empresarios y artesa­ nos que difundieron el nuevo tipo de producción en las zonas en las que se asentaron. Entre ellas destacó el norte de los Países Bajos, en donde Leiden se convirtió en el centro de las nuevas pañerías holandesas. Sin embargo, fue en Inglaterra donde la influencia fue más intensa. Este país había logrado consolidar en la Baja Edad Media una poderosa industria pañera que absorbía la práctica totalidad de la materia prima producida por su ganadería. Durante la primera mitad del siglo XVI aquélla se afianzó, ya que las exportaciones inglesas de paños se doblaron aproxi­ madamente. Sin embargo, entre 1550 y 1564 se produjo una disminu­ ción del nivel de las exportaciones, estabilizándose luego durante el resto de la centuria. Quizás la competencia ejercida por la nueva pañería que se estaba desarrollando en el sur de los Países Bajos contribuyese a ex­ plicar dicha inflexión. En todo caso, la posterior afluencia de refugiados procedentes de aquella zona fue el determinante de la enorme difusión que tuvo el nuevo tipo de producción a partir de la década de 1560. Al localizarse sobre todo en el sudeste del país, la influencia de los grandes mercados de la zona favoreció la implantación del domestic system. De esta forma, las nuevas pañerías fueron adquiriendo un peso cada vez mayor en las exportaciones de paños ingleses, constituyendo ya cerca de la cuarta parte de su valor a principios del siglo XVII. Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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Aparte de la difusión de las «nuevas pañerías», la tendencia de la de­ manda hacia la adquisición de tejidos más ligeros y baratos favoreció el crecimiento de las industrias que elaboraban telas confeccionadas con fi­ bras vegetales. A finales de la Edad Media ya destacó en este sentido la producción de fustanes (tejidos de urdimbre de lino y trama de algodón). Su principal área manufacturera se localizó en Suabia, siendo Augsburgo su centro más importante. Aunque el lino era de producción local, la necesidad de importar algodón favoreció el control de la producción por parte de los grandes comerciantes. No en vano, los Fugger comenzaron su andadura en esta actividad. Sin embargo, la inestabilidad que afectó al sur de Alemania a partir del inicio de la Reforma provocó la decadencia de aquella manufactura, que, además, se vio afectada por la competencia ejercida por los tejidos de lino. En la propia Alemania, la región de Silesia se convirtió en una de las áreas manufactureras más importantes de esta última fibra. Pero fue Francia el país más destacado en la producción de tejidos de lino y cáñamo, teniendo en Normandía y Bretaña sus prin­ cipales centros industriales. Se trataba de una manufactura de carácter fundamentalmente rural, por lo que, aunque la frecuente utilización de las materias primas producidas por los propios campesinos favorecía su autonomía, la intervención de los comerciantes e intermediarios que aca­ baban controlando el proceso fue también cada vez más evidente.

C. El triunfo del Atlántico como eje del tráfico: el auge de Amberes

La progresiva constitución de una economía mundial de carácter in­ terdependiente y con epicentro en Europa, a partir de los descubrimien­ tos geográficos, determinó que el Mediterráneo comenzase a perder el papel central que hasta entonces había jugado en el mundo occidental. El eje de los intercambios tendió a desplazarse hacia el Atlántico, ya que allí se producía la confluencia de las corrientes comerciales existentes en el continente europeo con las derivadas del tráfico intercontinental. Los Países Bajos fueron los más beneficiados por dicha tendencia, puesto que su dinamismo económico y su excelente posición geográfica les permitió aglutinar los tráficos más importantes y convertirse en un depósito en el que podían intercambiarse los productos de las más diversas procedencias. Este fue el papel que jugó Amberes a lo largo de casi toda la centuria, to­ mando Amsterdam el relevo cuando se produjo su decadencia. De todas formas, el retroceso de la importancia del Mediterráneo en el tráfico internacional se produjo de forma muy lenta. El fructífero papel que habían ejercido las ciudades italianas como intermediarias entre el comercio asiático y el europeo se vio afectado por el avance turco y, sobre 194

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todo, por la competencia desplegada por los portugueses desde su llegada a aquel continente, Pero el bloqueo que éstos impusieron sobre las viejas rutas que desembocaban en el Mediterráneo oriental fue muy efímero, puesto que Portugal era una potencia demasiado débil. De ahí que, a par­ tir de la década de 1530, la presión turca y veneciana lograra su reaper­ tura. De esta forma, Venecia recuperó el control de una buena parte del comercio asiático a través de sus contactos con Alejandría y Siria. Y ello permitió la reactivación de sus intercambios con el sur de Alemania y los Países Bajos, áreas a las que destinaba los productos asiáticos y que, junto con las manufacturas venecianas, proporcionaban las mercancías necesa­ rias para saldar dicho tráfico (sobre todo el cobre y la plata centroeuropeas). Sólo el asentamiento holandés en Asia desde finales del siglo XVI provocará la irreversible decadencia del tráfico veneciano. Por su parte, Genova ya había desplazado su interés hacia el Mediterráneo occidental a finales de la Edad Media, El avance turco desestabilizó su comercio con el Mediterráneo oriental. Además, el principal producto que allí obte­ nía, el alumbre, fue reemplazado por el producido en las minas de Tolfa. De ahí que fuesen los artículos procedentes de la cuenca occidental del Mediterráneo los que terminaron constituyendo el núcleo fundamental de su comercio. Junto al alumbre romano, cuya explotación consiguieron entre 1531 y 1578, la seda del sur de Italia y de España, la lana castellana, la sal, el azúcar, los vinos y otros productos de la zona fueron las mercan­ cías principales que nutrieron su tráfico, tanto en dirección hacia la pro­ pia Genova y el norte de Italia como hacia los países del mar del Norte. El papel central que en este tráfico adquirió la Península Ibérica impulsó los asentamientos genoveses, lo que facilitó su intervención en las exploracio­ nes adámicas y en el comercio oceánico español y portugués. Contando con estas bases, era lógico que los genoveses asumiesen también un im­ portante papel en las finanzas internacionales. Su máximo esplendor en este sentido lo alcanzaron en la segunda mitad del siglo XVI, después de que la suspensión de pagos decretada por Felipe II en 1557, nefasta para los financieros alemanes, les convirtiera en los principales prestamistas de la Monarquía Hispánica. Esta primacía la mantuvieron hasta que en 1627 otra suspensión de pagos acabara arrastrándoles a ellos mismos. No obstante, a pesar del mantenimiento de la vitalidad de los tradi­ cionales centros mercantiles mediterráneos, las principales metrópolis co­ merciales del siglo XVI se encontraban ya en el Atlántico. Era allí donde se ubicaban las sedes de los monopolios coloniales español y portugués. En el caso español, fue Sevilla la que desempeñó esta función, centra­ lizando un tráfico que resultó fundamental para el continente europeo, sobre todo por la masiva aportación de metales preciosos que comportó. En efecto, mientras que las exportaciones a América estaban constituidas Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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por mercancías (sobre todo vino, aceite y tejidos), las importaciones te­ nían como componente fundamental al oro y, sobre todo en la segunda mitad de la centuria, la plata, que representaron habitualmente alrededor del 90% del valor total de los cargamentos de retorno. Sólo paulatina­ mente las mercancías comenzaron a alcanzar en éstos una cierta significa­ ción. Así, entre 1555 y 1600 representaron el 14% del valor total de las importaciones, destacando los productos tintóreos, los cueros y el azúcar (E. Lorenzo). Muy vinculado con esta incipiente d¡versificación produc­ tiva del continente americano se encuentra el desarrollo del comercio de esclavos, que estaba controlado por Portugal. Su estímulo inicial fue la difusión de la economía azucarera en las islas atlánticas. Pero el nuevo continente se convertirá en el destino fundamental de la mano de obra a partir de mediados del siglo XVI, a medida que la población indígena se iba diezmando y se introducían las plantaciones de cultivos coloniales. Por medio de este tráfico, los portugueses obtenían parte de los metales preciosos que necesitaban para saldar los intercambios que realizaban con África y Asia. Estos continentes aceptaban muy pocos productos euro­ peos, por lo que el comercio que se realizaba con ellos era claramente deficitario. A cambio del oro africano (que sólo alcanzó cierta relevancia en los primeros años de la centuria), el marfil, los esclavos o las especias, Jos portugueses ofrecían una gran diversidad de productos (textiles, ta­ ri rio, objetos metálicos, etc.), entre los que destacaba el cobre, que parece que era incluso más valorado que el oro por los pueblos del Africa occi­ dental. Algo parecido ocurría en las relaciones con el continente asiático, donde las valiosas especias se adquirían a cambio de cobre y, cada vez más, de plata, además de otros productos europeos de diversa naturaleza. Fue precisamente la importancia de dichos metales lo que vinculó el tráfico intercontinental portugués con la economía minera centroeuropea. Y la habilidad de Amberes para convertirse en la intermediaria entre ambas actividades fue uno de los factores fundamentales que determinaron el predominio ejercido por dicha ciudad sobre el comercio internacional du­ rante buena parte de la centuria. El auge de Amberes como centro fundamental del comercio internacio­ nal cabe situarlo en el contexto del territorio en el que se ubicaba: se trata de los Países Bajos, una de las zonas más avanzadas económicamente de Europa occidental, que disponía de una elevada densidad demográfica y un intenso grado de urbanización y que gozaba, además, de una excelente posición geo­ gráfica. Las claves de su éxito proceden de su vinculación con las nuevas pañerías rurales que se difundieron en sus inmediaciones. Pero, además, a partir de mediados del siglo XV, logró también atraer la comercialización de los paños ingleses, desplazados de Brujas por la competencia que hacían a la industria local. Desde entonces, aquéllos eran exportados desde Inglaterra ¡96

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exclusivamente hacia Amberes, en donde se estableció un provechoso ne­ gocio con su teñido y acabado. Fueron las disponibilidades de estos pro­ ductos manufacturados las que favorecieron el establecimiento de relaciones comerciales con el interior de Alemania, intercambiándose los paños de los Países Bajos e Inglaterra por la plata, el cobre, los utensilios metálicos y el fustán alemanes o por los productos italianos y orientales que éstos obtenían en su comercio con el norte de Italia. La importancia de este tráfico atrajo también a los comerciantes portugueses, deseosos de encontrar un centro mejor ubicado que Lisboa para la redistribución de los productos asiáticos y africanos que obtenían. La elección de Amberes les resultó muy provechosa, ya que allí podían conseguir el cobre y la plata que necesitaban para su co­ mercio con aquellos continentes. De esta forma, Amberes se convirtió en el principal mercado redistribuidor de las especias en el continente europeo durante las primeras décadas del siglo XVI. Gozando ya de una amplia pri­ macía en el comercio internacional, la ciudad actuó como un inmenso polo de atracción que hizo afluir hacia ella los tráficos más distintos. Incluso los comerciantes italianos se instalaron allí aportando sus conocimientos técni­ cos y sus capitales para la financiación de las empresas más diversas, puesto que, progresivamente, Amberes se convirtió también en el principal centro financiero de Europa occidental. En este aspecto, los italianos tuvieron que ceder temporalmente la primacía a los comerciantes alemanes, que tenían en Amberes el principal mercado para la plata que obtenían en Centroeuropa y que encontraron en las crecientes necesidades de los estados monárquicos occidentales un medio fundamental para la inversión de sus capitales. Participación financiera tuvieron también los comerciantes de Amberes en el otro sector del comercio internacional que efectuaban los Países Bajos: el tráfico báltico, en el que los holandeses fueron sustituyendo progresiva­ mente a los comerciantes hanseáticos. Se trataba de un tráfico basado en el intercambio de productos muy voluminosos, lo que favoreció el desarrollo de la flota comercial holandesa. Del Báltico se importaban fundamental­ mente cereales; pero también madera, brea, lino, cáñamo, cera, pieles y, a fines de la centuria, cobre sueco. A cambio se exportaba la sal, los vinos y otros frutos mediterráneos, los arenques del mar del Norte, las especias, y los productos manufacturados. Este tráfico tenía a Amsterdam como puerto más importante. Y, aunque su valor resultaba insignificante comparado con la riqueza del comercio efectuado por Amberes, constituyó la base funda­ mental que permitió a aquella ciudad adquirir la primacía sobre el comercio internacional cuando se produjo la decadencia de ésta. La decadencia de Amberes se halla directamente vinculada a las con­ secuencias de la revuelta de los Países Bajos en contra de la Monarquía Hispánica. Sin embargo, previamente ya se habían producido algunas transformaciones en el tráfico internacional que atenuaron su primacía. Es Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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el caso de Ja revítalización del comercio de productos asiáticos a través de] Mediterráneo oriental, que permitió a Venecia competir con Amberes en el abastecimiento de especias a Europa y atraer una parte del comercio alemán de cobre y plata. Igualmente, la afluencia de metales preciosos americanos permitió a los comerciantes portugueses disponer de una fuente alternativa de aprovisionamiento pata su comercio con Asia, por lo que sus remesas de especias hacia Amberes se fueron también debilitando. Pero, además, la competencia ejercida por los metales preciosos americanos provocó la de­ cadencia de la minería centroeuropea, lo que, junto con los efectos de los conflictos religiosos, debilitó el potencial económico del sur de Alemania, cuyo comercio había sido uno de los pilares básicos del auge de Amberes. Finalmente, el potencial financiero de esta ciudad se vio afectado también por las suspensiones de pagos decretadas por diversos estados europeos a finales de la década de 1550 como consecuencia de los elevados gastos béli­ cos que habían tenido en la primera mitad de la centuria. De todas formas, el declive final de Amberes se debió al saqueo de la ciudad por los tercios españoles en 1576 y, sobre todo, al cierre de las bocas del Escalda cuando los holandeses lograron ocupar sus dos orillas en 1585. La decadencia de Amberes benefició al puerto holandés de Amsterdam, que, a partir de entonces y hasta finales del siglo XVII, ejercería una prima­ cía sobre el comercio internacional, superior incluso a la que había alcan­ zado aquella ciudad. La base de su desarrollo había estado constituida por el tráfico con el mundo báltico, lo que le permitió convertirse en el principal mercado abastecedor de cereales de Europa. Fue el incremento de la de­ manda de este producto, a medida que se agudizaba el desequilibrio entre la población y los recursos, lo que favoreció la expansión de su comercio. Este llegó a introducirse en el mismo corazón del Mediterráneo, encontrando en el puerto toscano de Livorno su principal centro de redistribución de los productos nórdicos en esta zona. Pero, aparte del comercio europeo, Amsterdam también lograría, ya en el siglo XVII, atraer buena parte del comercio intercontinental y convertirse en el principal centro financiero in­ ternacional. Todo ello, combinado con la definitiva decadencia de las tra­ dicionales potencias mercantiles del Mediterráneo, consagró el triunfo de! Atlántico como eje del gran comercio a escala mundial.

3. La coyuntura: la revolución de los precios A. Metales preciosos y precios

El incremento experimentado por los precios en el siglo XVI fue tan firme y general que ha determinado la calificación de esta centuria como 198

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la época de la «revolución de los precios». Aunque este concepto puede parecer excesivo si se compara el alza de precios de dicha época con la in­ flación actual, lo cierto es que los contemporáneos no estaban acostumbra­ dos a sufrir un crecimiento tan rápido, por lo que quedaron sorprendidos ante tal fenómeno y trataron de averiguar sus orígenes. En este aspecto, fue un destacado representante de la escuela de Salamanca, Martín de Azpilcueta, quien en 1556 estableció por primera vez una relación directa ente el alza de precios y la abundancia de metales preciosos derivada de las remesas americanas. De esta forma, se adelantaba claramente a Bodín, quien, al defender una tesis similar en 1568, suele ser considerado como el primer formulador de la teoría cuantitativa del dinero. Modernizada por Fisher en la década de 1920, la teoría cuantitativa fue aplicada por Hamilton a la economía española del siglo XVI en los estudios que realizó sobre las importaciones de metales preciosos america­ nos y la evolución de los precios españoles a lo largo de la centuria, lo que provocó un intenso debate historiográfico. A partir de los registros ofi­ ciales, Hamilton logró obtener las cantidades de metales preciosos ame­ ricanos llegados a Sevilla (ver cuadro n.° 1), pudiéndose establecer las si­ guientes fases en su evolución: 1) entre 1503 y 1530 es la época exclusiva del oro; 2) entre 1531 y 1560 las llegadas de plata aumentan con rapidez, aunque el oro conserva su predominio si se atiende al valor de las remesas; 3) entre 1561 y 1580 la plata se consolida como el metal más importante, no sólo en peso, sino también en valor; 4) entre 1581 y 1600 es la época culminante de la afluencia de metales preciosos a España, ya que en estos 20 años las remesas alcanzan un valor superior al del conjunto de los 80 años anteriores, conservando la plata el predominio a pesar de la ligera recuperación de las llegadas de oro. Paralelamente, Hamilton estableció también la evolución de los precios españoles, afirmando que éstos se cua­ druplicaron aproximadamente a lo largo de la centuria y distinguiendo claramente dos fases en su ritmo ascendente: 1) entre 1501 y 1550 se inicia la revolución de los precios, experimentando éstos un alza mode­ rada; 2) entre 1551 y 1600 se produce la fase culminante de la revolución de los precios. La similitud de la evolución de los dos factores estudia­ dos quedaba patente si se procedía a su plasmadon gráfica (ver figura n.° 1), por lo que Hamilton defendió la conclusión de que «...las ricas minas de América fueron la causa principal de la revolución de precios en España...». Esta misma conclusión la extendió posteriormente al conjunto de Europa occidental, teniendo en cuenta que los metales preciosos ame­ ricanos se difundieron rápidamente por el continente debido tanto a los costes de la política internacional de los Habsburgo como a la progresiva participación de las mercancías extranjeras en el abastecimiento del nuevo continente. Por su parte, entre las consecuencias de la revolución de los Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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precios, Hamilton destacó la existencia de un notable desarrollo del capi­ talismo. Para ello se basó en el análisis de la evolución de los salarios, que no lograron seguir el ritmo ascendente de los precios, lo que habría pro­ porcionado a los empresarios la oportunidad de conseguir unos beneficios excepcionalmente elevados. No obstante, el retraso de los salarios respecto a los precios habría sido menor en España que en los restantes países de Europa occidental, lo que explicaría la decadencia económica experimen­ tada por este país a partir de dicha centuria. CUADRO N.° 1 IMPORTACIONES DE METALES PRECIOSOS

AMERICANOS REGISTRADAS EN SEVILLA DURANTE EL SIGLO XVI

(peso en kilogramos y valor en millones de pesos)

Período 1503-1510 1511-1520 1521-1530 1531-1540 1541-1550 1551-1560 1561-1570 1571-1580 1581-1590 1591-1600

Oro (peso) 4.965 9.153 4.889 14.466 24.957 42.620 11.530 9.429 12.101 19.451

Plata (peso) 0 0 148 86.193 177.573 303.121 942.858 1.118.592 2.103.027 2.707.626

Valor Total 1.18 2.18 1.17 5.58 10.46 17.86 25.34 29.15 53-20 69.60

Fuente; Vilar, P: Oro y moneda en la historia (1450-1920), Barcelona, 1974, pp. 138-141.

La estrecha correlación establecida por Hamilton entre metales pre­ ciosos y precios ha sido muy criticada. En principio, hay que tener en cuenta que su tesis se basa solamente en el análisis de la llegada de meta­ les preciosos americanos, sin tener en cuenta la masa monetaria existente previamente en Europa ni las aportaciones derivadas de la afluencia del oro africano o de la producción de plata centroeuropea (que tuvieron su máximo esplendor en el primer tercio de la centuria). Igualmente, tam­ poco contempla la sangría que experimentó la masa monetaria europea para saldar el tráfico deficitario que se realizaba con Asia. De todas for­ mas, aun restringiendo la cuestión a los metales preciosos americanos, cabe tener en cuenta que las cifras que maneja proceden de los registros oficiales, por lo que las llegadas reales pudieron ser distintas en función de los niveles de fraude o de contrabando que existiesen. Parece que estos factores fueron bastante importantes en los primeros años de funciona200

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FIG. 1. IMPORTACIONES ESPAÑOLAS DE METALES PRECIOSOS Y MOVIMIENTO DE LOS PRECIOS EN ESPAÑA (1500-1650) (SEGÚN EJ. HAMILTON)

PRECIOS

METALES PRECIOSOS

---- Importaciones de metales preciosos a Sevilla, expresadas en millones de pesos por período de cinco años (oro y plata mezclados; valor en pesos de 450 maravedís), ------ índice combinado de precios de todas clases en cuatro regiones de España = «Precios generales» (precios reducidos a su contenido plata). Escala aritmética = valores absolutos. Fuente: Vilar, P; Ibíd., p. 104, Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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miento del sistema y a medida que se producía el debilitamiento de la Monarquía Hispánica. Igualmente, los metales preciosos no siempre se incorporaban de forma inmediata a la economía española y se difundían posteriormente por Europa de forma gradual, como presupone Hamilton. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que la parte destinada al estado (que representó el 26,2% de los metales recibidos) solía estar ya com­ prometida en favor de los grandes banqueros internacionales, por lo que tendía a salir de España de forma inmediata. Y con la parte destinada a los particulares ocurría algo parecido en la segunda mitad del siglo XVI, a medida que los productos extranjeros iban desplazando a los de origen nacional en el abastecimiento del mercado americano. De todas formas, no cabe duda que la crítica más importante a las tesis de Hamilton fue la que realizó J. Nadal cuestionando la cronología del alza de precios. Atendiendo a su crecimiento relativo, y no a los valores absolutos, Nadal demostró que el mayor aumento proporcional se produjo en la primera mirad del siglo XVI (incremento del 107%), y no en la segunda (incre­ mento del 98%). Por tanto, si la inflación fue mayor en la primera mitad del siglo XVI, difícilmente puede relacionarse ésta con la mayor afluencia de metales preciosos a España, que tuvo lugar en la segunda mitad de la centuria. Sin embargo, aun desechando la estrecha relación entre metales pre­ ciosos y precios que estableció Hamilton, no cabe duda que aquéllos tu­ vieron una clara influencia en la inflación del siglo XVI, aunque la na­ turaleza exacta de su participación es muy difícil de determinar. En este sentido, P. Viíar, corroborando la metodología de Nadal, afirma que «...las subidas de principios de siglo bajo la influencia de oro poco abundante, pero inesperado y a buen precio, son más violentas que las subidas de fi­ nales de siglo, debidas a enormes llegadas de plata...». En la misma línea, Elliott indica que una mayor cantidad de metales preciosos se pudo in­ troducir efectivamente en la economía española en la primera mitad de la centuria, ya que en la segunda mitad fueron los productos extranjeros los que abastecieron mayoritariamente al mercado americano. En todo caso, es indudable que los metales preciosos fueron un elemento vivificador de la economía europea y que contribuyeron notablemente a mantener el clima de expansión y de elevación de precios. Pero, como subraya P. Viíar, no fueron el «primer motor» del arranque global de la economía europea, que se derivaba, más bien, del proceso de transformación interna que se había experimentado en la segunda mitad del siglo XV. Realmente, el fac­ tor estructural que impulsó el crecimiento de los precios fue la presión de una demanda creciente sobre unos recursos que se incrementaban con mucha mayor lentitud. Es este desequilibrio el que explica que los precios no tuviesen un comportamiento idéntico, creciendo más los de los pro202

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ductos destinados a satisfacer las necesidades vitales. En el caso de España, aquella presión se vio reforzada por el impacto de un súbito aumento de la demanda sobre una economía «subdesarrollada» o poco preparada. Según Ellíott, es ésta la causa principal de la revolución de los precios en nuestro país, explicando también mejor su decadencia económica posterior que ¡a mera contraposición entre precios y salarios en que insistió Hamilton. Aparte de su cuestionamiento general por el pesimismo que comporta para los asalariados, la interpretación que éste hizo sobre el caso español ha sido rebatida por J. Nadal, demostrando que, si se toman unos crite­ rios homogéneos, los asalariados españoles experimentaron una pérdida de poder adquisitivo similar a la sufrida por los franceses o los ingleses. Si la relación entre los metales preciosos y los precios es difícil de de­ terminar en el caso de España, la situación es mucho más compleja en los restantes países europeos. Como norma general, los precios se cuadrupli­ caron aproximadamente en la mayoría de ellos a lo largo del siglo XVI. Igualmente, el inicio de la tendencia alcista se suele producir, como más tarde, en los primeros años de la centuria, aunque el incremento más fuerte tiende a concentrarse en su segunda mitad. Sin embargo, tanto el momento en que comienza el «alza de larga duración» (Vilar) como el ritmo seguido por ésta suelen ser muy distintos en cada país, existiendo asimismo circunstancias particulares que contribuyen a explicar el desen­ cadenamiento del fenómeno. En el caso de Francia, son las malas cose­ chas las que provocan bruscas oscilaciones de precios a partir, sobre todo, de 1520. Sin embargo, es en 1545-1546 cuando el incremento ya no es seguido por una vuelta al nivel anterior, inciándose el «alza de larga du­ ración». En la segunda mitad de la centuria, ésta se verá influenciada por el conflicto bélico, mientras que las devaluaciones monetarias tuvieron una incidencia moderada, con excepción de las efectuadas en la década de 1570. Por su parte, en Inglaterra los precios de los cereales tuvieron un incremento muy moderado en la primera mitad de la centuria, siendo a partir de 1550 cuando iniciaron un brusco ascenso. Entre otros factores, esta tendencia se vio influenciada por la desatención hacia el cultivo deri­ vada de la orientación ganadera de muchas tierras desde la crisis bajomedieval. Finalmente, Italia puede constituir el ejemplo de la diversidad de situaciones que suele existir a nivel europeo. Así, en Roma el alza es deci­ dida desde principios de siglo, pareciendo ser incluso superior en la pri­ mera mitad de la centuria que en la segunda. La expansión demográfica experimentada por la ciudad en la época más brillante del Renacimiento puede contribuir a explicar este fenómeno. En cambio, en el norte de Italia C.M. Cipolla ha llegado a hablar de la «pretendida revolución de los precios», puesto que sólo se produce un alza verdaderamente pronunciada desde 1552 a 1560 (que atribuye, por lo demás, a la reconstrucción del Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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país tras las devastadoras guerras hispano-francesas), siendo luego el incre­ mento moderado y existiendo incluso períodos de retroceso.

B. El deterioro de ¡a coyuntura económica en la segunda mitad del siglo XVI

Aparte de constituir el factor fundamental que desencadenó el alza de precios, el creciente desequilibrio entre una población en ascenso y unos recursos que se incrementaban cada vez con mayor dificultad fue el prin­ cipal responsable del deterioro que experimentó la coyuntura económica en la segunda mirad del siglo XVI. No obstante, sus efectos se vieron agudizados por la tendencia hacia la polarización social que se derivaba del proceso socioeconómico. En efecto, la progresiva fragmentación de las exploraciones como consecuencia del incremento demográfico y de las prácticas hereditarias fue acentuada por la ofensiva de las clases no agrarias sobre la propiedad de la tierra, determinando que la mayoría del campesinado dispusiese de unas propiedades cada vez más reducidas. En el caso de Francia, por ejemplo, Jacquart ha calculado que ya a mediados del siglo XVI el 80% del campesinado disponía de unas explotaciones to­ talmente insuficientes para asegurar la alimentación de su familia, lo que le obligaba a obtener recursos complementarios por medio del arrenda­ miento de parcelas adicionales (lo que incrementaba sus cargas) o la pres­ tación de su trabajo a cambio de un salario. De ahí que sus dificultades tendiesen a acrecentarse y le arrastrasen hacia el endeudamiento. En todo caso, la tendencia hacia la desaparición de las propiedades de tipo medio y el proceso de endeudamiento de! campesinado como consecuencia de su progresivo empobrecimiento parecen constituir un fenómeno bastante común en la Europa de la segunda mitad dei siglo XVI. Desde luego, existieron algunas circunstancias que contribuyeron a intensificar este proceso. Es el caso del cambio climático que experimentó el continente, iniciándose lo que se ha denominado como «pequeña edad glaciar». Parece que ésta estuvo caracterizada por la existencia de inviernos muy largos y rigurosos, acompañados por veranos lluviosos y húmedos, lo que provocó frecuentes pérdidas de las cosechas. Desde luego, el cambio climático no se produjo de forma radical, sino que existieron oscilaciones entre períodos rigurosos y fases de mejora. No obstante, parece que uno de los períodos rigurosos se extendió entre 1580 y 1610. También la in­ tensificación de los enfrentamientos bélicos en la segunda mitad del siglo XVI contribuyó a empeorar la situación, ya que, aparte de sus efectos directos (destrucción e inseguridad), provocaron un considerable incre­ mento de la presión fiscal en la mayoría de los países. 204

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En todo caso, ya fuese por el efecto de la crisis malthusiana, el cambio climático o la incidencia de la guerra, lo cierto es que el descenso de la producción agraria y la frecuencia de las malas cosechas fueron unos fenó­ menos bastante comunes en la Europa de la segunda mitad del siglo XVI. Así, en Francia se ha constatado que la producción agrícola comenzó a mostrar síntomas de retroceso a partir de la década de 1560, intensificán­ dose la tendencia desde 1580. La dimensión del retroceso es diversa según las regiones, pero se ha fijado como media en una cuarta parte a nivel nacional entre 1580 y 1595. Por su parte, en Inglaterra ya habían existido una serie de malas cosechas a mediados de la centuria; pero fue entre 1585 y 1600 cuando hubo un período verdaderamente catastrófico, des­ tacando las cuatro malas cosechas sucesivas que se produjeron entre 1594 y 1597. La década de 1590 fue también catastrófica en Italia y España. En fin, el hecho de que la Europa del sur comenzase a recurrir a las importa­ ciones de cereales bálticos revela perfectamente el retroceso sufrido por su producción agraria. Por su parte, los bruscos incrementos experimentados por los precios agrícolas ponen de manifiesto el dramatismo de la situa­ ción. Finalmente, para acabar de completar este sombrío panorama, las epidemias también volvieron a reaparecer con mayor frecuencia e intensi­ dad a partir de 1575, destacando la que afectó a toda la fachada atlántica europea entre 1596 y 1603. De todas formas, tanto la cronología como la naturaleza del ensombrecimiento de la coyuntura económica fueron muy diversas en el conjunto de Europa. Los síntomas más prematuros de crisis parecen producirse en Francia, y arrancan ya desde la década de 1560. Sin embargo, será sólo en el último decenio de la centuria cuando las dificultades adquieran un carácter general en la mayoría de los países. Pero mientras que en algunos casos (como Inglaterra o las Provincias Unidas) esta etapa no es más que una pausa en su proceso de crecimiento, en otros (sobre todo los países mediterráneos) constituye el inicio de la aguda crisis que se experimentará en el siglo XVII.

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Transformaciones económicas de un «mundo ampliado»

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Historia del Mundo Moderno

CAPÍTULO 8

EL ESTADO MODERNO

Adolfo Carrasco Martínez Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid

1. Nueva concepción del estado y permanencias medievales Es indudable ia existencia de cambios en el mapa político europeo desde mediados del siglo XV, cuyo desarrollo estuvo unido a las trans­ formaciones económicas, el crecimiento demográfico y la evolución de la sociedad. Los cambios, tendentes a la consolidación de poderes dinásticos de vocación centraüzadora, no se produjeron en todas partes de forma simultánea, ni tampoco operaron sobre realidades regionales uniformes. En aquellos lugares en donde el proceso triunfó antes, vieron la luz refor­ mas administrativas, judiciales, militares y fiscales, que permitieron a los gobernantes concentrar recursos y dirigirlos a objetivos de expansión y fortalecimiento de su autoridad. Asimismo, se hizo necesario buscar nue­ vos referentes para la legitimación del poder. En definitiva, el proceso de cambio político constituyó más una práctica que el resultado de una teo­ ría, porque respondió, en cada lugar, a las condiciones preexistentes. No se trata, por tanto, de un desarrollo general y homogéneo, sino de una tendencia que en el Renacimiento se inauguró y en la centuria posterior se desarrolló. Hubo tensiones, retrocesos y fracasos, pero la evolución de los estados fue inexorable. £Z estado moderno

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Ahora bien, en el Renacimiento y el siglo XVI es difícil hablar de esta­ dos modernos en el sentido de «nacionales». El término «nación» significaba entonces -—y hasta la Revolución Francesa-— el origen geográfico, regional o local, de un individuo, y no aludía a la pertenencia a una determinada formación político-territorial. Tampoco el concepto de «Estado» era similar al actual. Nadie se refería a él como una entidad abstracta diferenciada de go­ bernantes y gobernados, sino que se encarnaba en el príncipe y la dinastía.

A. Las bases del estado y de la autoridad del príncipe

Como algún historiador ha propuesto, la Europa de la segunda mitad del siglo XV era un continente de príncipes. En muchas partes, aparecieron perso­ nalidades o familias con proyectos de autoridad de nuevo cuño, que implica­ ron reformas interiores y la transformación de las relaciones internacionales. Consciente de la imagen del poder que deseaba transmitir, el príncipe buscó símbolos que resaltasen la dignidad de su magistratura. Así, la liturgia cortesana respondió a una doble función: por un Jado, recordar continua­ mente a los súbditos la autoridad del monarca y, también, impresionar al visitante extranjero. Los efectos escenográficos que rodearon al príncipe fue­ ron perceptibles en todas las cortes europeas. En Polonia y Moscovia, la per­ sona real se presentaba en público rodeada de oro y con una majestuosidad de regusto asiático, según los relatos de los agudos embajadores venecianos. En cambio, en Europa occidental el ritual cortesano combinó elementos de la idealización caballeresca con las nuevas aportaciones de la cultura huma­ nista. La etiqueta de la corte borgoñona, en tiempos de Carlos el Temerario, fijó un modelo con amplio eco en otros estados. Lo mismo puede decirse del ritual refinado y de raigambre latina de los príncipes italianos. De la unión de las formas italiana y borgoñona se nutrió una nueva generación de gobernantes cuyo prestigio y autoridad quedaban reflejadas en símbolos de fortaleza física, virtud moral y superioridad intelectual. Junto a estos ele­ mentos, el necesario componente religioso completó una imagen del gober­ nante a medio camino entre el semidiós y el campeón de la fe. Más allá del efecto público, al que únicamente tenía acceso un reducido círculo de personas, era preciso un discurso legitimador sólido y amplio. En este sentido, el primer argumento tenía que ser religioso. Sólo una estrecha relación del gobernante con Dios podía justificar el poder autocrático, que resultaba, entonces, emanación de la justicia divina. Todos los monarcas fue­ ron muy cuidadosos en subrayar los rasgos religiosos de su trono. Francisco I, rey humanista y refinado, no dudó en continuar la tradición taumatúrgica de la monarquía francesa. Los grandes duques de Moscovia, desde la caída de Constantinopla, capitalizaron la defensa de la fe ortodoxa y alentaron 208

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la proclamación de Moscú como la tercera Roma. Por otra parte, la justifi­ cación religiosa del poder, al mismo tiempo que exigió la asunción de res­ ponsabilidades, articuló de manera diferente las relaciones entre la autoridad política y la religiosa. La jerarquía eclesiástica de cada país fue objeto de un proceso de «estatalización», con resultados diversos. Allí donde el proceso tuvo resultados positivos, el proyecto de centralización encontró un decisivo refuerzo ideológico y un respaldo económico adicional. La injerencia civil en los asuntos eclesiásticos provocó el recelo de Roma y una tensión larvada que algunas veces estalló en conflictos jurisdiccionales e incluso bélicos. Aparte de la religión, la tradición jugó un papel fundamenta] en la consolidación del príncipe. Dentro del concepto de tradición cohabitaban diversos contenidos, unos ligados ai pasado histórico de las comunidades, otros a la herencia dinástica. Esta tradición histórico-política, de la cual muchos de los nuevos gobernantes difícilmente podían considerarse here­ deros, hubo de ser manipulada, en mayor o menor grado, para resultar vá­ lida a sus intereses. Concretamente, en la península italiana, la justificación de los nuevos poderes principescos en las ciudades con tradición medieval republicana exigió grandes esfuerzos. En Florencia, por ejemplo, el pro­ blema adquirió términos extremos, por la decidida vocación absolutista de ios Medici y la oposición de otras grandes familias. La solución me di cea implicó una política de reforzamiento de la autoridad, basada en obras pú­ blicas y artísticas, que ligase el esplendor de la ciudad-estado al propio de la familia. Medidas de similar naturaleza fueron aplicadas en otras cortes, con dos objetivos: legitimar el dominio del príncipe y borrar de la memo­ ria oscuros episodios del pasado o esplendores rivales. La iconografía artís­ tica, la literatura oficial y otras manifestaciones propagandísticas tendieron a representar al príncipe como heredero del pasado más glorioso, fuera real o aceptado por la mayoría. Así, la apologética castellana consideraba a Isabel I heredera de la monarquía goda, los Tudor se emparentaban con el legendario Arturo, y las genealogías oficiales de Hungría hacían descender al rey Matías Corvino nada menos que de Zeus. Algunas de estas justi­ ficaciones no eran nuevas, pues provenían de la Edad Media, pero en el Renacimiento se hizo especial énfasis en su valor y se enriquecieron con el recuperado elemento clásico. En definitiva, los que aspiraban a legitimarse hubieron de buscar soluciones al viejo problema de la consolidación dinás­ tica y encubrir las violencias que implicaba el mantenimiento del poder. Junto a ello, los gobernantes tuvieron que demostrar sensibilidad para con las tradicionales libertades de su país, pese a las aspiraciones monopolísticas del poder. Maquiavelo señaló que el príncipe debía combinar las cualidades del león con la astucia de la zorra y, además, respetar en lo posible las leyes y la tradición sancionadas por la costumbre, a las cuales el pueblo estaba habituado. La observancia de estos principios obligó en El estado moderno

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muchos lugares a que el príncipe jurase explícitamente el Corpus constitu­ cional y la defensa de las libertades de sus súbditos. Este trámite nunca fue un mero formulismo y se mantuvo como requisito para el acceso al trono del nuevo soberano y la jura del heredero. Al mismo tiempo, el proyecto absolutista encontró alguno de sus límites en la autoridad de los órganos y cuerpos representativos, teóricamente los garantes de la tradición. En resumen, el gobernante de principios de la Edad Moderna revo­ lucionó sólo en parte la concepción del poder. Incorporó aspectos nove­ dosos en cuanto a la imagen de su autoridad, y aspiró, con una ambición reforzada, al control absoluto de las instituciones y los individuos. Pero, en el fondo, la esencia de su autoridad siguió basándose en una concep­ ción dinástico-patrimonial del estado y en la legitimación religiosa.

B, Medios y límites del poder estatal

Sobre las bases descritas, los estados desarrollaron un amplio programa de reformas internas y una política de prestigio exterior que corrió diversa suerte. No se trataba de un marco teórico del que emanó una acción, sino de una prác­ tica política que integró diferentes actuaciones y que sólo alcanzó su verdadera dimensión en los resultados obtenidos en cada país. A pesar de los esfuerzos de algunos teóricos, sobre todo Jean Bodin, por justificar la autoridad superior de los reyes, los logros dependieron de su capacidad de imposición. Por tanto, en los medios a su disposición y los problemas de aplicación es donde se apre­ cian los rasgos característicos que atribuimos al «estado moderno». B. 1. Las empresas bélicas

La guerra fue el medio fundamental del príncipe. Sustancialmente agresivos, los estados encontraron en ella un instrumento polivalente que satisfacía diversas necesidades. La actividad bélica protagonizó tanto la ac­ ción exterior como la interior de los gobernantes, cuya política de presti­ gio no hubiera tenido valor sin el apoyo de la fuerza. En primer lugar, sólo mediante la guerra se impuso el príncipe sobre sus competidores interio­ res, especialmente la aristocracia señorial que mantenía ejércitos privados. En muchos casos, las nuevas monarquías nacieron de conflictos armados civiles, como en la Península Ibérica o en Inglaterra. Los Reyes Católicos, quizá los monarcas que mayor rendimiento obtuvieron de la guerra, hu­ bieron de empeñarse, después de su proclamación, en una larga pugna con la alta nobleza levantisca. Después de domeñar la oposición interior, otra empresa bélica vertebró la acción de los soberanos, la conquista del reino nazarí de Granada. Con ella lograron unificar las aspiraciones y los intereses de la población, sobre todo de sus sectores más belicosos, que 210

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canalizaron en esta empresa su agresividad y, en función de una adecuada propaganda del proyecto, reconocieron sin reservas la autoridad de ios reyes. Tras la victoria, los mismos criterios fueron aplicados en otras cam­ pañas exteriores —las guerras de Italia y la conquista de Navarra—, que marcaron una dimensión diferente de la guerra, la política de prestigio exterior. Las empresas bélicas habían demostrado su valor para unificar el país en proyectos comunes, dirigir las energías de los más inquietos, con­ quistar nuevos territorios y fundamentar la política exterior. Los buenos resultados obtenidos por algunos estados se debieron a una serie de transformaciones en la organización, las tácticas y el armamento militares. Algunos autores han calificado los cambios en la guerra durante el Renacimiento y el siglo XVI como una «revolución militar», que permitió a los estados protagonistas obtener una ventaja decisiva en la lucha por la he­ gemonía. En primer lugar, el uso masivo de la artillería junto con el desarro­ llo de la ingeniería militar, en las campañas finales de la guerra de Granada, plantearon los asedios en términos nuevos. Lo mismo puede decirse de las armas personales de fuego, que otorgaron el protagonismo en los comba­ tes a una infantería disciplinada y oscurecieron a la caballería. Los ejércitos crecieron, se crearon unidades más operativas, los soldados se especializa­ ron en diversos cuerpos y la disciplina pasó a ocupar un papel relevante. Una renovada generación de jefes, cuyas dotes de mando emanaban de la experiencia acumulada y el aprovechamiento del aumento de la capacidad destructiva de las armas, pasó a dirigir ejércitos cada vez más profesionales. La guerra se abrió como una rentable actividad para los especialistas, bien pagados y requeridos por todos los príncipes, como por ejemplo los mer­ cenarios suizos. La nueva organización de los contingentes desterró poco a poco la dependencia de las milicias privadas y colocó definitivamente la actividad bélica dentro de la esfera estatal. En definitiva, el camino hacia el ejército permanente se había inaugurado. Sin embargo, las nuevas armas, los ejércitos de profesionales y el aumento de los contingentes implicaron un crecimiento desmesurado del gasto militar, que obligó a reformas fiscales y el aumento de la presión tributaria. Las haciendas de los estados pasaron a depender de las necesidades militares, incluso en los breves momentos de paz, que se convertían en acuciante compromiso en tiempo de guerra.

B.2. Política hacendística Aunque el gasto militar no dejó de ocupar el porcentaje más alto del gasto del estado, otras partidas, relacionadas con los nuevos medios del po- ■ der —justicia, administración, política de prestigio—, también crecieron. Todos estos requerimientos se tradujeron en cambios en el sector hacendís­ tico que implicaron reformas en la organización y, en especial, aumento de la presión fiscal. Los esfuerzos de los soberanos por aumentar y mejorar la El estado moderno

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recaudación de impuestos chocaron con los privilegios de diversos grupos y los problemas derivados de la propia estructura recaudatoria. En general, la política fiscal abundó en dos líneas básicas. La primera in­ cidió en la diversificación de los ingresos tributarios y, más concretamente, en el interés por los impuestos indirectos. Como éstos gravaban preferen­ temente el consumo —también el comercio, una actividad en expansión durante el período—, permitían obtener rendimientos fiscales de aquellos cuerpos ajenos a la tributación directa y se beneficiaron mientras la evolu­ ción general de la economía europea fue alcista, Además, los indirectos, al afectar a toda la población, parecían, a ojos de la sufrida masa sin privilegio, tributos más igualitarios. En algunos casos, impuestos sobre el consumo y aduanas permitieron eludir el control que sobre el dinero recaudado pre­ tendían ejercer los cuerpos representativos. Así, Enrique VIII de Inglaterra pudo gobernar sin verse obligado a reunir con frecuencia al Parlamento, al combinar la mejora de la gestión del dominio real, que creció mucho a partir de la incautación de las propiedades del dero regular, con el aumento de los impuestos indirectos. Similar medida adoptó Enrique IV de Francia, para beneficiar al Tesoro del crecimiento de la población y de sus activida­ des económicas en la transición del XVI al XVII. Sin embargo, el aumento de los gravámenes sobre los productos ali­ menticios básicos, o la imposición de tasas en artículos anteriormente exentos, podían tener consecuencias peligrosas si se abusaba de tales me­ didas. Así, en 1548, unos 10.000 campesinos se levantaron en armas en la Guyena por la introducción de una gabela sobre el consumo de la sal. En Alemania, antes de la gran insurrección de 1525, se registraron brotes localizados y breves de violencia por motivo del alza de los productos básicos. Más delicado aún resultó el aumento de la fiscalidad directa, que siempre se acompañó de tensiones. Estos impuestos, cuyas repercusiones recaían en los no privilegiados, tuvieron una influencia aguda y nefasta en las modestas economías campesinas. Otras instancias de poder, las que tenían que autorizar los impuestos crecidos, se aprovecharon de sus pre­ rrogativas para obtener contrapartidas del monarca. Las cortes de Castilla, que representaban los intereses de la oligarquía urbana, trataron de obte­ ner ventajas de las concesiones de impuestos ordinarios y extraordinarios. Sin embargo, los esfuerzos por aumentar los ingresos fiscales no estuvie­ ron acompañados, en ningún estado europeo, por medidas similares en cuanto al aparato recaudador. Los tributos siguieron recaudándose mayoritariamente de modo indirecto, a través de intermediarios. Ello provocó que parte del beneficio fiscal quedara en manos privadas y, además, que la imagen del estado dependiera de la acción de particulares. Todos los esfuerzos para obtener más tributos no alcanzaban a sufragar los ambiciosos proyectos de los gobernantes. El dinero se recogía con retraso 212

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y drenaba numerosos bolsillos antes de llegar al Tesoro. Hubo que recurrir, en consecuencia, a expedientes diversos que paliasen el problema de la liqui­ dez. En algunos casos sólo se trató de adelantar las cantidades que luego eran cumplimentadas por los impuestos anuales, pero el recurso del préstamo se generalizó pronto y empezó a gravar con peligro los ingresos regulares, en función de los altos intereses exigidos. Si todos los estados operaban por en­ cima de sus posibilidades económicas, el proyecto imperial de Carlos V y luego la Monarquía Hispánica de Felipe II fueron los que más recurrieron al circuito bancario internacional. Los servicios de las casas bancarias alemanas e italianas —también castellanas—, con sedes en toda Europa, se cobraron a intereses exorbitantes y lastraron las finanzas de los Habsburgo, llegando, incluso, a provocar diversas bancarrotas en 1557, 1575 y 1596. El recurso al crédito de los banqueros, a través de los llamados «asientos», se completó con la emisión de deuda publica, en forma de «juros» que eran situados sobre rentas de la Corona. Estas soluciones distaban mucho de un plan racional de financiación y eran sólo medidas parciales para aportar dinero rápido, aun­ que las consecuencias a largo plazo, como hemos dicho, fueran desastrosas. Aquí estuvieron algunos de los límites más caracterizados del estado, en la inadecuación de la organización hacendística a los ambiciosos proyectos de dominio y el alto costo de los grandes ejércitos. Contradictoriamente, mu­ chos monarcas de vocación absoluta se vieron obligados a renunciar a parce­ las de poder en función de sus necesidades de dinero. Rentas reales, derechos fiscales, territorios, cargos, títulos de nobleza y otros fueron enajenados y vendidos a particulares. Si a ello añadimos la existencia de influyentes aristo­ cracias, cuyo poder socioeconómico nacía del amplio fenómeno del régimen señorial, la realidad de la autoridad de los monarcas era muy irregular. Por esta razón, algunos autores han hablado de un «complejo monárquico-seño­ rial», para definir las dimensiones de la autoridad regia en la Edad Moderna. En cualquier caso, ningún estado renunció en sus aspiraciones a la plenitud del ejercicio del poder, aunque en la práctica distaran mucho de lograrlo. B.3. La burocracia y la administración Si la guerra y su financiación ocuparon gran parte de los esfuerzos de los estados, el desarrollo de la administración fue otro sector, ligado a aquéllos, en expansión. Aunque al final del período estemos aún muy le­ jos del «estado burocrático», es ahora cuando se ponen sus bases. Es más, el campo administrativo permitió realizar avances sustanciales hacia el ob­ jetivo máximo de la centralización del poder, pues en la mayoría de los casos se partió de cero y, en todos, se aprovecharon las rudimentarias ins­ tituciones medievales desde criterios nuevos. Sin embargo, el crecimiento burocrático se produjo sin una planificación adecuada y atendió a las ne­ cesidades de cada momento, lo cual provocó interferencias en las compe­ El estado moderno

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tencias, solapamientos poco funcionales y una estructura administrativa resultante que ha sido calificada por algún historiador como caótica. En la base del problema figuraba la propia concepción del estado, indiferente a la división entre lo patrimonial dinástico y lo público. A partir de los consejos reales que reunían a miembros de la alta jerarquía eclesiástica y la aristocracia con funciones consultivas, se fue produciendo una transformación en dos direcciones: por un lado, el reclutamiento de nuevo personal y, por otro, la progresiva diferenciación de funciones y la articulación en diversos organismos. El sistema de consejos aportó la solu­ ción más adecuada a la compleja estructura sociopolítica, porque permitió mantener la toma de decisiones en la cercanía del rey, posibilitó el acceso de nuevos sectores al gobierno y violentó aparentemente poco las constitucio­ nes preexistentes. A lo largo del XVI, el sistema se desarrolló sobre todo en el seno de la Monarquía Hispánica, cuyo peculiar conjunto de territorios y problemas propició la creación de consejos. En tiempos de Felipe II, quedó perfilada la polisinodta de los Habsburgo, constituida por varios tipos de consejos. Sólo el Consejo de Estado estaba integrado por personas origina­ rias de los diversos territorios y sus decisiones afectaban a toda la monar­ quía. También el de Inquisición tenía jurisdicción en más de un reino, aun­ que no en todos. Aparre de estos dos consejos generales, existían diversos sínodos territoriales —Flandes, Italia, Aragón, Navarra, Indias, Portugal—. En Castilla, el sistema fue desarrollado en razón de una división de fun­ ciones que dio lugar a diversos consejos sectoriales —Cámara de Castilla, Hacienda, Guerra, Órdenes—, además del Consejo de Castilla, el antiguo Consejo Real de la Corona. En otros lugares, como Francia, Inglaterra, o los estados italianos, no fue imprescindible crear complejos aparatos ad­ ministrativos, pero desde fines del siglo XV comenzaron a reformarse las viejas instituciones de gobierno en la misma dirección de dividir funciones e integrar en la burocracia a grupos meso nobiliarios y universitarios. En Francia, el antiguo Consejo Real se oscureció ante el protagonismo cre­ ciente del Consejo Secreto, formado por los colaboradores directos del rey. En la Inglaterra de los primeros Tudor, el Consejo Privado, que carecía de más estatuto que la voluntad regia, se ocupaba de los asuntos de gobierno y justicia. Fueron creados otros órganos para la gestión hacendística, como la Tesorería General y la Cámara Real, en tiempos de Enrique VII. Para completar el perfeccionamiento institucional, se aplicaron nuevos procedimientos en la toma de decisiones. Dentro del régimen de consejos, la «consulta» era el instrumento que ponía en relación al rey con éstos, porque permitía conocer la opinión y las razones de todos los consejeros. Ai final, la decisión competía ai monarca o al hombre que gozaba de su máxima confianza, con lo cual se salvaba el principio de la integridad de la autoridad del soberano. Este elemento tradicional del ejercicio del po­ 214

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der quedaba perfilado, por tanto, con una mejor estructura informativa v el auxilio de individuos preparados. Junto a los órganos colectivos de la administración central aparecieron diversos altos funcionarios, encargados de regular y jerarquizar los asuntos y la toma de decisiones. Los «secretarios» reales y de tos consejos, que también se configuraron en el seno de la monarquía de Carlos V y Felipe II, jugaron un papel decisivo en el gobierno del estado, porque se especializaron en asuntos y controlaron virtualmente el gobierno de los diferentes territorios. A fines del Quinientos, Enrique IV de Francia incorporó cuatro secretarios de Estado, visto el éxito del caigo en la monarquía española. Para los consejos, las se­ cretarías y otros departamentos, se reclutó un funcionariado subalterno que encontró en la administración abundantes expectativas de ascenso social y mejora económica. Los monarcas crearon a su imagen y a sus órdenes cuerpos de gestión compuestos por legistas y abogados nutridos en los sectores -me­ dios y bajos de la nobleza y también pertenecientes al tercer estado. Además, fue necesario organizar estructuras ejecutivas que hicieran efectivas las órdenes reales en las provincias. Una burocracia, a medio camino entre lo profesional y lo clientelar, nació y creció, como principal instrumento de la acción regia. Sin embargo, el proceso de burocratización de los estados, pese a su modernidad esencial, adoptó fórmulas y comportamientos contradicto­ rios, especialmente la patrimonialización de los oficios. Los funcionarios entendieron la administración como un medio nuevo para obtener re­ compensas sociales y económicas que hasta entonces habían estado copa­ das por la nobleza en virtud de sus privilegios de nacimiento. A través de la formación profesional y el servicio fiel al monarca se abrieron oportu­ nidades, para sí o sus hijos, de acceder al honor social y, en muchos casos, al ennoblecimiento. En razón del propio concepto patrimonial del Estado que mantenía el soberano, los burócratas se consideraban propietarios de sus cargos y según esta idea actuaban. En algunos lugares, las dinastías, urgidas por las necesidades dinerarias, empezaron a vender oficios, espe­ cialmente en Francia, y si se adquirieron fue porque resultaba rentable su amortización o el prestigio social que llevaban aparejados. 4. B.

Justicia y legislación

Otro de los pilares fundamentales del nuevo estado fue el ejercicio de la justicia, cuya estructura experimentó un proceso similar al de los órga­ nos administrativos. El punto de partida se encontró en la plenitud juris­ diccional del rey, que provenía de la Edad Media, aunque en la práctica existía un abanico de jurisdicciones privadas y situaciones excepcionales que había impedido tradicionalmente su ejercicio. Por tanto, el esfuerzo de las monarquías se dirigió a poner en vigor unos presupuestos teóricos no nuevos, por medio de una organización burocrática similar a la apli­ Ei estado moderno

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cada en lo gubernamental. En este sentido, los logros más importantes fueron, por un lado, la racionalización de las diversas instancias judiciales en función de su jerarquizacíón y, por otro, la implantación de jueces rea­ les en los niveles medios e inferiores y la fijación de tribunales superiores para las apelaciones y recursos. Sin embargo, pese a los esfuerzos realiza­ dos y las mejoras obtenidas, no se pudo eliminar la constelación de ámbi­ tos jurisdiccionales que siguieron situados al margen de la justicia real. En Europa occidental se ensayaron reformas fundamentales. A media­ dos del siglo XV fueron creados en Francia diversos «parlamentos» pro­ vinciales, siguiendo el modelo del parisino. Eran instancias intermedias de apelación que sirvieron además para vigilar el cumplimiento de la le­ gislación real en el territorio y crear una clientela fiel a los intereses de la Corona. La red, en sus niveles inferiores, se completó con los vizcondes, los bailes y los senescales; por encima de los parlamentos provinciales, el Parlamento de París mantuvo su superioridad. En Castilla, desde fines del XV se organizaron las chancillerías y audiencias, con competencias de apelación sobre las decisiones judiciales de alcaldes y corregidores. En Inglaterra, Enrique VIII sustituyó a los antiguos sheriffi por jueces de paz elegidos entre la gentry, para administrar justicia en los condados, y diver­ sos tribunales superiores fueron encargados de las apelaciones. Pero en ningún lugar la justicia quedó separada de manera radical de los organismos centrales. En Castilla, todos los consejos tenían compe­ tencias judiciales en los territorios o en las áreas a su cargo; sobre todos, el Consejo de Castilla se encargaba de la última instancia y los casos más graves, aparte de la aplicación de la justicia en la capital a través de una de sus salas, la de Alcaldes de Casa y Corte. En Francia el Consejo Real, y en Inglaterra la Star Chamber, tenían funciones superiores similares. Eran, por tanto, las instituciones más cercanas al monarca las encargadas de en­ cabezar el sistema judicial. En ellas recaía directamente y por delegación la superioridad de la jurisdicción regia antes aludida, que predominaba en este nivel sobre las demás jurisdicciones privadas de la aristocracia, la jerarquía eclesiástica o los tribunales municipales. Más arriba se ha hecho referencia al papel de las instituciones judiciales en cuanto al cumplimiento de la legislación real. Fuente de justicia y del ordenamiento, los monarcas utilizaron con frecuencia el recurso a dictar leyes como instrumento de su política de centralización y unificación. En la cabeza del estado se unificaba la función administrativa, la judicial y la legislativa. Aunque en algunos lugares la tradición daba cierta capacidad legislativa a las asambleas representativas, a comienzos de la Edad Moderna todos los gobernantes intentaron crear un derecho real independiente y ori­ ginal. Los objetivos perseguidos eran tres: aumentar el ámbito sujeto a la autoridad real, limitar las jurisdicciones privadas y legitimar las actuaciones 216

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regias. También en estas cuestiones los monarcas buscaron en la tradición eJ punto de partida y empezaron por recopilar la legislación real preexis­ tente. Así, desde 1454 y con más intensidad en los reinados de Luis XII y Francisco I, los parlamentos se dedicaron a fijar por escrito las diversas leyes tradicionales de las provincias de Francia, después de hacerlas pasar por el filtro de la ley regia. Los Reyes Católicos promovieron una recopilación de las leyes castellanas que se publicó en 1484, el Ordenamiento de Montalvo, y en 1567, vio la luz la Nueva Recopilación, cuya vigencia perduró hasta fines del Antiguo Régimen. Al tiempo que se promovían las recopilaciones, se le­ gisló en abundancia, sobre asuntos nuevos y sobre cuestiones viejas, siempre en la dirección de centralizar y unificar el ejercicio de la autoridad.

2. El estado y los otros poderes A. La nobleza

Algunos autores han considerado a la nobleza del siglo XVI menos protagonista de los acontecimientos que la del XV o la del XVII. El es­ tamento privilegiado en el Quinientos habría estado oscurecido por los fuertes poderes principescos y habría tenido que esperar a la centuria si­ guiente para recuperar posiciones anteriores. Sin embargo, muchos datos desmienten esta afirmación, o al menos la matizan. En primer lugar, no pueden hacerse generalizaciones, pues en cada estado las circunstancias fueron distintas. Es cierto que en Rusia, hasta la muerte de Iván IV, los boyardos se vieron desplazados del poder, o que la nobleza castellana ligó sus destinos al servicio de la Corona. Pero no es menos cierto que Polonia afianzó en esta época su régimen de «república nobiliaria», o que la Francia de la segunda mitad del siglo XVI se vio ate­ nazada por unas guerras de religión en las que los príncipes de la sangre dirigieron los bandos. Tampoco es conveniente considerar el estamento como un grupo homogéneo. No tenían las mismas aspiraciones y dere­ chos políticos los miembros de la slazchta que los magnates con capacidad para elegir al rey de Polonia. El protagonismo de los Guisa y otras grandes familias principescas de Francia distaba mucho de la oscura vida de los hobereaux. Por otra parre, parece incontestable que la nobleza, como es­ tamento privilegiado, y a pesar de sus enormes diferencias internas, man­ tuvo en el Quinientos su posición predominante. En el siglo XV, las noblezas se vieron implicadas en las guerras civiles que consolidaron las nuevas monarquías. Los Tudor y los Reyes Católicos sólo hicieron efectivo su poder tras vencer en las confrontaciones interiores en las cuales la nobleza participó activamente. En Inglaterra, gran parce de El estado moderno

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la vieja aristocracia desapareció en la Guerra de las Dos Rosas y ello permi­ tió a Enrique VII y Enrique VIII inaugurar una nueva política. Así, se atra­ jeron a los pares, al repartir entre ellos mercedes y privilegios de los linajes desaparecidos, e hicieron partícipe a la gentry en su proyecto estatal —serán delegados del poder real en los condados—. Por su parte, Isabel y Fernando recompensaron con largueza a los aristócratas que habían abrazado su causa en la guerra civil, e inmediatamente después los incorporaron al proyecto de conquista de Granada, con lo cual algunos linajes prosperaron y, al tiempo, se convirtieron en fieles servidores de la causa de la Corona. En el proyecto de estado, la guerra canalizó gran parte de las expectativas de la gran nobleza. Las empresas bélicas interiores y exteriores, dirigidas por los reyes, tuvieron la virtud de unificar los poderes privados y colocarlos al servicio de intereses más generales. En el siglo XVI, la aristocracia orgullosa y rebelde de la centuria anterior se convirtió en fiel servidora de la Corona porque las oportunidades de medro social y económico dependían de la cercanía a la dinastía. Donde se mantuvo la independencia política de los linajes —por ejemplo, Escocia—, o donde rebrotó ligada a otros conflictos —la Francia de las guerras de religión—■, se vivió un clima de inseguridad poco favorable a todos los sectores comprometidos. Una actitud diferente adoptaron los monarcas con las noblezas media y baja. Si el recelo inicial presidió las relaciones con las grandes familias y su sometimiento fue el objetivo, con respecto a las capas inferiores del es­ tamento se observó desde el primer momento el interés por promocionarlas en la administración y la milicia. Ya hemos visto cómo en las institu­ ciones regias de gobierno y justicia fueron apartados los títulos y grandes y fueron sustituidos por otros nobles y letrados. Se perseguía encumbrar a sectores nobiliarios y mesocráticos, para constituir una nobleza de servi­ cio ligada a la dinastía. Apoyados en ellos, los gobernantes se dotaron de cuerpos fieles y clientelas políticas identificadas con su causa, sin que se minara el orden social. El reparto de mercedes, la congruencia estamental y la legitimación tradicional fueron los elementos de la política nobiliaria de los príncipes.

B. Los municipios y los poderes urbanos

A la Edad Moderna pasaron las ciudades y muchas villas medievales con una sólida tradición de autogobierno. Algunas urbes gozaban del do­ minio de un amplio alfoz sobre el que ejercían funciones señoriales com­ parables a las de la aristocracia o las instituciones eclesiásticas. Gobernadas por potentes oligarquías locales, a veces con participación de la nobleza, en muchas ocasiones compuestas sólo por mercaderes y letrados, las ciu2J8

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dades del XV y el XVI aumentaron su población y monopolizaron gran parte de la actividad económica. En Italia, en España, en Francia, en Alemania, las oligarquías burguesas capitalizaron poder y riqueza en tal medida que pudieron negociar con la monarquía su incorporación al proyecto de estado. Estos poderosos locales discutían, directamente o a través de las asambleas representativas, los im­ puestos con el rey, y exigían a cambio el respeto de sus prerrogativas. En al­ gunos casos, las ciudades vieron una amenaza a sus privilegios en la autoridad creciente de los reyes y reaccionaron de forma violenta. Carlos I de España hubo de hacer frente a la revuelta de las Comunidades de Castilla, sofocada sólo por el concurso de la aristocracia. Pero la derrota no significó el fin de la autonomía urbana, que mediante el control de las Cortes y en las nego­ ciaciones del aumento de tributos siguió defendiendo su autonomía. En el Imperio, determinadas ciudades, por su importancia mercantil y financiera, mantuvieron durante todo el período su virtual independencia frente al po­ der de los Habsburgo y las apetencias de otros príncipes alemanes. En Italia las ciudades tuvieron un papel fundamental en las luchas políticas. Aquí, las ciudades-estado, con larga tradición medieval, se opusieron siempre al predominio de determinadas familias con aspiraciones absolutistas. Pero, a la larga, las luchas internas entre bandos oscurecieron el brillo de las ciudades, e Italia acabó siendo presa de poderes monárquicos extranjeros o de intereses particulares. En el Este europeo, el escaso desarrollo urbano impidió a los grupos burgueses participar en los acontecimientos políticos. Pero en el paisaje europeo no sólo existían centros urbanos grandes y ri­ cos. El mapa estaba pleno de núcleos de población medios y pequeños, con su propio régimen municipal y sus privilegios locales. Sobre ellos, el estado articuló una red de funcionarios con la doble misión de velar el cumplimiento de la ley regia y recaudar impuestos. Para cumplir ambas, se articularon dos medios. El primero, tratado en páginas anteriores, fue la organización de la justicia real en diversas instancias jerarquizadas y a través de instituciones y cargos judiciales de nueva creación. El segundo consistió en una política in­ tervencionista en los asuntos económicos y en los nombramientos de cargos municipales. Los corregidores castellanos, los jueces de paz ingleses y los di­ versos cuerpos de oficiales de Francia asumieron, junto a sus competencias judiciales, la supervisión del gobierno local y los nombramientos de personas afectas para los cargos municipales. En general, se trató de una superestructura que tutelaba el ejercicio del gobierno local, pero que en ningún caso implicó actuaciones más profundas. Articulada la recogida tributaria con regularidad, fomentado el respeto a la autoridad regia y asegurada la estabilidad social, los poderes estatales no fueron más allá dentro de la órbita del poder local. Todo el programa del absolutismo monárquico pasó, en este período, por un acuerdo, un reparto de autoridad, entre las oligarquías locales y el poder central. El estado moderno

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C. Asambleas representativas

Existían en toda Europa diversas asambleas, que en origen habían pre­ tendido ostentar la representación política de los tres órdenes estamenta­ les y constituirse en el símbolo del reino reunido con el rey para decidir sobre las cuestiones primordiales. Aunque su convocatoria dependía del monarca, la teórica legitimidad representativa les permitió hacer frente a las exigencias regias y negociar contrapartidas. En realidad, en ningún país las asambleas actuaron como portavoces de todo el cuerpo social. La nobleza había dejado de interesarse por ellas, pues tenía otros medios de defender sus intereses. Por diferentes motivos, la masa campesina no tenía acceso a esta tribuna pública; sólo en la Diera sueca, compuesta por cuatro brazos —-nobles, eclesiásticos, burgueses y campesinos—, existió representación del mundo rural, aunque únicamente de sus capas más acomodadas. Incluso en Inglaterra, pese al sistema bicameral, el Parlamento estaba lejos de ostentar la representación de todo el reino. En definitiva, las asambleas eran coto reservado de grupos urbanos que mantuvieron su exclusivismo como instrumento de presión sobre la Corona. Apoyadas en su valor simbólico y también en su poder para san­ cionar nuevos impuestos, las asambleas matizaron las aspiraciones absolu­ tistas de los gobiernos. Por ello, los reyes juraban ante ellas el acatamiento a los principios tradicionales del reino —sus leyes y «libertades»—. En la práctica política, este período contempló un juego continuo entre las monarquías y sus respectivas asambleas. En Inglaterra, los Tudor logra­ ron fuentes de financiación sin recurrir al Parlamento, pero en cuestiones graves buscaron implicarlo para legitimar las decisiones, como por ejemplo en la ruptura con Roma y la reforma religiosa. Las Cortes castellanas del siglo XVI, que sólo representaban a algunas ciudades, plantearon su pugna con la Corona en función de las concesiones fiscales, pero no se volvió a producir una ruptura como la de las Comunidades. Francia es un caso pe­ culiar, pues pocas veces se reunieron ios Estados Generales, representantes de todos los estamentos, en el Antiguo Régimen —sólo en crisis agudas-—. Sin embargo, los estados provinciales, de los antiguos territorios constituti­ vos de la Corona, y otras instituciones asamblearias de carácter estamental, además de los parlamentos, actuaron en asuntos políticos y fiscales. En Centroeuropa, las asambleas mantuvieron su superioridad sobre el estado. La nobleza polaca utilizó la Dieta y las dietinas para dominar la vida nacional. Con unas estructuras estatales débiles, la constitución polaca selló la entrega del poder a unos magnates que, a su vez, controlaban las anárquicas asambleas nobiliarias donde el derecho de veto acabó de liquidar cualquier intento de gobernabilidad. En el Imperio, la Dieta, que rigió los destinos políticos desde el siglo XIV, con una composición arbitraria y poco 220

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representativa, limitó el poder de los Habsburgo e impidió la aplicación de reformas central izadoras. En definitiva, allí donde las asambleas gozaban de competencias fiscales, legislativas o militares, los poderes estatales hubieron de pactar con ellas. En donde los monarcas podían convocarlas a su volun­ tad o se buscaron otras fuentes de financiación, se las arrinconó, aunque en todas partes estos cuerpos representativos siguieron siendo depositarios de una legitimidad constitucional que la dinastía debía respetar.

D. Las iglesias y los asuntos religiosos

Desde mediados del siglo XV, todos los proyectos estatales incluyeron a las respectivas jerarquías eclesiásticas y se preocuparon tanto por la legi­ timación religiosa de la autoridad real como por las relaciones con Roma. Pero todo cambió en la centuria siguiente, cuando la Reforma conmovió Europa. Desde entonces, los asuntos religiosos cobraron unas dimensio­ nes políticas de nuevo contenido e inusitada intensidad. Ya antes, la religión había servido como aglutinante en torno al prín­ cipe. En Rusia, la fe ortodoxa se convirtió en una de las señas de identi­ dad nacional. En Castilla, el carácter de Cruzada otorgado a la conquista de Granada y la colonización americana movilizó los recursos y los hom­ bres del reino hacia un objetivo estatal. Sin embargo, desde que Lutero lanzó sus tesis y el problema saltó los límites de lo teológico, la religión se mezcló con los asuntos políticos y terminó por condicionar el proceso de estatalización. Algunos de los puntos reformados afectaban a la auto­ ridad eclesiástica y la obediencia, y estos principios se pusieron en tela de juicio en Alemania, precisamente un territorio que vivía un delicado equilibrio entre el ámbito imperial, el papal y el de los príncipes laicos y eclesiásticos. Una vez roto el postulado de la autoridad papal, y cuestio­ nado el papel del Emperador en la querella, se abrió un amplio campo a la especulación político-religiosa sobre la esencia del poder y su justifi­ cación divina. El proceso se desencadenó en los estados alemanes y con rapidez se extendió por otros lugares, de manera que la recepción de las ideas reformadas influyó notablemente en el diseño de los nuevos estados. El principio de la Iglesia nacional, independiente de cualquier injerencia exterior, se entendió bien con las ambiciones de algunos príncipes. Las nuevas jerarquías eclesiásticas y el proceso anejo de desaparición de ór­ denes religiosas e incautación de sus bienes permitieron encajar dentro del estado una ayuda ideológica y económica de gran valor. Los clérigos se convirtieron en funcionarios del estado y la nueva ortodoxia fue fijada bajo la protección de la autoridad civil, que pasó a dominar lo teológico y lo jurisdiccional de las nuevas iglesias. El estado moderno

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De esta manera, el luteranismo tuvo participación capital en la cons­ trucción de los estados bálticos —Suecia y Dinamarca— y del noreste ale­ mán. Igualmente, el protestantismo revolucionó la vida política y social de Suiza, en donde Calvino ensayó un modelo que tuvo amplío eco en Escocia y los Países Bajos. El caso inglés tuvo una dinámica propia, en la que ele­ mentos de diversas corrientes reformadas y cuestiones políticas se mezclaron para producir el anglícanismo, una iglesia encabezada por el monarca que sólo después de su puesta en marcha diseñó su contenido teológico. Pero, además, la isla quedó abierta a la influencia calvinista y a los radicalismos religiosos, de forma que todo el siglo estuvo marcado por los conflictos de fe nacionales e internacionales. En Francia, donde también arraigó el calvinismo, la tensión religiosa afectó a la autoridad estatal y propició un largo período de crisis en la segunda mitad del siglo. El fraccionamiento re­ ligioso de la población provocó el retroceso de la autoridad regia, hasta que Enrique IV encontró una fórmula transaccional en su conversión personal al catolicismo y mostró una actitud tolerante hacia los hugonotes —calvi­ nistas—, consagrada por el Edicto de Nantes —1598—. En el ámbito europeo que se mantuvo fiel a la ortodoxia católica, el elemento confesional reforzó la cohesión en torno a la dinastía. En España, la rígida defensa de la unidad de la fe a través de la Inquisición había sido uno de los pilares del proyecto monárquico iniciado por los Reyes Católicos. Carlos I y Felipe II abundaron con éxito en estos es­ fuerzos, pues a excepción de algunos brotes de luteranismo contundente­ mente sofocados, los reinos ibéricos e italianos no sufrieron el desgarro del cisma religioso. Sin embargo, las relaciones con la Iglesia romana, fluidas en los asuntos teológicos, no lo fueron tanto en cuestiones económicas, jurisdiccionales y de nombramientos. Los Habsburgo de Madrid, a partir de las bases sentadas por los Reyes Católicos, se valieron con éxito de la influencia ideológica de la Iglesia y de su riqueza para sus fines políticos. Aunque consiguieron aumentar la tutela regia sobre ella, hubo frecuentes enfrentamientos con Roma sobre materias jurisdiccionales y de política internacional, pero el balance fue positivo para los reyes, ya que el ene­ migo común, la Europa protestante, obligó al entendimiento.

3. Las modalidades del estado A. El fracaso de la idea imperial

Si bien en roda Europa hubo cambios fundamentales en la configuración del poder durante este período, no todos se produjeron en la misma dirección. Ya hemos indicado más arriba los avances que la práctica estatal experimentó, 222

Historia del Múñelo Moderno

así como los límites encontrados en cada país. Una perspectiva general obliga a admitir el progreso en la centralización administrativa y el afianzamiento de las instituciones estatales, pero no debemos olvidar que el siglo XVI contem­ pló un intento de revivir la vieja idea romano-cristiana de imperio, Carlos V, depositario de una herencia inmensa —y dispersa—■ protago­ nizó un proyecto imperial de dimensiones mundiales. En sentido estricto, el territorio imperial estaba limitado al Sacro Imperio Romano Germánico, pero Carlos pudo unir a éste el patrimonio familiar, los Países Bajos, la Corona de Aragón, las posesiones italianas, Castilla y América. Asi, la carac­ terística principal de la herencia Carolina era su heterogeneidad y el único lazo de unión entre todos los territorios era la persona del príncipe, que asumía el título imperial, el real, el ducal, el condal o el señorial, según el lugar. Asimismo, Carlos hubo de jurar respeto a las respectivas constitucio­ nes de cada territorio, las libertades de sus habitantes y el reconocimiento de sus instituciones, A pesar de ser reconocido como titular de gran parte del mundo conocido, Carlos encontró múltiples dificultades para canalizar hacia objetivos comunes los recursos de su patrimonio. Sin embargo, muchos creyeron en una reconstrucción de la universitas christiana, aunque fuera por el sistema de agregación en lugar de la uni­ ficación. Bien avenida con Inglaterra, la empresa Carolina sólo contaba, dentro del Occidente europeo, con la oposición de los Valois. El Nuevo Mundo, cuyas posibilidades reales aún se desconocían, podría propor­ cionar los recursos necesarios a un gran proyecto que debía enfrentarse a su formidable enemigo natural, el Imperio Otomano. Finalmente, la corriente humanista y la Iglesia aportaron la legitimación ideológica y di­ vina para reavivar el Imperio cristiano occidental. Aunque se fuera consciente de los problemas para llevar a término el pro­ yecto, nadie había previsto que las dificultades se iniciaran en el interior y que tuvieran carácter religioso. Evidentemente, la estructura del Imperio había de­ mostrado su inoperancia para servir de núcleo centralizador del nuevo poder, pues los Habsburgo no disponían de auténtica autoridad sobre los príncipes alemanes, pero el problema de la Reforma surgió de improviso y enfocó desde un punto de vista nuevo la pugna política. La gravedad del conflicto tardó tiempo en mostrarse por entero y Carlos siguió combatiendo a los france­ ses y a los turcos. Incluso, añadió nuevas coronas a su blasón —Hungría en 1526—- y llegó a ser investido emperador por el papa en 1530, una vez alcan­ zada la cima de un poder aparentemente inagotable y sólido. Los años siguientes evidenciaron las carencias del proyecto. De ma­ nera dramática, la Reforma acabó por dividir a Europa en dos bandos irreconciliables. Por otro lado, Francia no cejó en sus aspiraciones italianas y los turcos consolidaron su poder en la Europa continental y amenaza­ ron las costas más occidentales del Mediterráneo. Fue la concurrencia de El estado moderno

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tantos trentes una causa fundamental para explicar el fracaso de Carlos, El Emperador hubo de multiplicar su presencia en los puntos de tensión y los enemigos aprovecharon sus ausencias para golpear. También fue de­ cisiva la falta de recursos. Si bien eran inmensos, la necesidad de respetar las estructuras constitucionales de cada territorio impedía acumularlos y disponer de ellos en los momentos críticos. Sólo Castilla aporró regu­ larmente fondos a la causa de su rey, por lo que fue preciso recurrir a la banca privada para asegurar los pagos regulares. En último lugar, los dife­ rentes enemigos de Carlos V acabaron por coordinar sus acciones y llega­ ron a ponerle en graves aprietos. Tras el Tratado de Chambord, en 1552, Enrique II de Francia llegó a una alianza con los príncipes alemanes que definitivamente hizo saltar la idea de la solidaridad confesional y presentó en sus más crudos términos la lucha entre poderes estatales. Acosado por todas partes y falto de recursos, Carlos V se vio obligado a reconocer el fracaso de la universitas christiana.

B. El triunfo de las monarquías

Tras las abdicaciones del Emperador, y por su deseo, la compleja es­ tructura que había estado a su cargo se dividió en dos entidades políticas. Felipe II recibió y amplió —en 158] asumió la corona portuguesa— la herencia de su padre para constituir un nuevo proyecto imperial, la «Monarquía Hispánica», configurada por un triángulo con sus bases en el Mediterráneo Occidental —Península Ibérica e Italia— y el vértice en los Países Bajos, aparte del dominio ultramarino. Abandonados los problemas centroeuropeos y asumida la división político-religiosa, los objetivos del complejo monárquico filipino cambiaron con respecto a ios de su padre. Felipe II profundizó en la idea universalista de la autoridad regia, aunque con una marcada aspiración centralizadora según el modelo de la Corona de Castilla, el territorio con mayor tradición estatal y donde encontró los medios más fiables para desarrollar su política. La Monarquía encarnó los principios de la unidad de la fe y de la plena autoridad regia, a través de una desarrollada estructura administrativa —la polisinodia— y mecanis­ mos burocráticos en la toma de decisiones. A pesar de que los frentes de combate siguieron siendo muchos y, además, la estructura continuó con­ figurada como una agregación de territorios heterogéneos, la Monarquía Hispánica se mantuvo íntegra hasta mediadas del siglo XVII. Otros modelos monárquicos de aspiración absolutista se desarrollaron en el período. A la muerte de Isabel I, Inglaterra se había sentado entre las potencias de rango medio y había llevado a sus últimas consecuencias la autoridad estatal, dentro de los límites impuestos por el Parlamento y 224

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los problemas religiosos. En ei Seiscientos, los Estuardo fracasarían al in­ tentar forzar los límites de su autoridad más allá de los logros anteriores. Por otra parte, el poder monárquico en Francia sufrió avances y retroce­ sos. Entre los tiempos de Francisco I y la época de Enrique IV median las ocho guerras de religión que sumieron al país en una crisis profunda y pusieron en entredicho la propia existencia de la monarquía. Pero el programa de reconciliación nacional y reconstrucción económica dirigido por Enrique IV restauró los niveles de organización administrativa y ha­ cendística de la primera mitad del siglo XVI. En otros lugares también el Quinientos fue la hora de las monarquías. En Escandinavia, en Rusia, en Portugal, se desarrollaron procesos que, aunque con éxito diverso, ya no tuvieron marcha atrás. Al final del siglo, la monarquía triunfó como la fórmula estatal de más futuro. Sin embargo, faltaba recorrer aún mucho camino hasta alcanzar plenamente el ejercicio de la autoridad absoluta.

C. Los estados pequeños

Europa estaba no sólo integrada por grandes estados. También existía una constelación de pequeños territorios, más o menos independientes, que si no pudieron sustraerse a los conflictos internacionales tampoco quedaron al margen de la evolución del concepto de autoridad. Aparte del Sacro Imperio, en donde el poder de los Habsburgo estaba muy limitado por los príncipes electores, la península italiana presentó en el siglo XVI un abanico completo de las diversas modalidades estatales. Como sabemos, los principados italianos protagonizaron los primeros ensayos de las nuevas formas políticas, aunque no se logró la creación de una gran unidad política, como aspiraba Maquiavelo. Italia se consagró como un mosaico, dominado por las potencias exteriores, y sólo dos grandes entidades estatales subsistieron: la República Veneciana y los Estados Pontificios. Venecia, una república comercial medieval, entró en un proceso de decadencia lenta que desde el punto de vista polí­ tico implicó la aristocratización de su elite. Por su parte, los Estados Pontificios respondieron a un modelo especial entre la autoridad espi­ ritual del papa y el dominio señorial de diversas familias romanas. Las experiencias de pequeños estados con gobiernos principescos u oligár­ quicos se demostraron poco viables frente a los poderes exteriores. Las potencias continentales dominaron con facilidad a los estados italianos y se aprovecharon del desarrollo demográfico y económico que habían alcanzado. Sin embargo, no todos los estados pequeños acabaron decayendo. El caso suizo fue una excepción notable. Separados del Sacro Imperio y venEl estado moderno

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cída la influencia austríaca, los cantones se organizaron en función de fuertes poderes urbanos. La Reforma y las guerras europeas proporcio­ naron el fermento de identidad propía y, además, los obligó a dotarse de una estructura estatal que aglutinase a los cantones frente a los enemi­ gos externos. En medio de una Europa de monarquías y situados en una zona estratégica vital, los suizos sacaron partido de su geografía y de sus libertades urbanas. Éste no fue el único caso republicano, pues en las pos­ trimerías del XVI comenzó a constituirse en las provincias neerlandesas un nuevo estado, nacido de la guerra contra Felipe II y con una organi­ zación peculiar, pero su configuración definitiva se produjo en el período siguiente.

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Historia del Mundo Moderno

CAPÍTULO 9

CULTURA, CIENCIA Y TÉCNICA EN EL RENACIMIENTO

Nicolás Garda Tapia Catedrático de Escuela Universitaria de la Universidad de Valladolid

1. Humanismo y Renacimiento Aunque existen varios precedentes culturales a lo largo de la Edad Media, al período comprendido aproximadamente entre mediados del siglo XV y los comienzos del XVII se le denomina la época del Renacimiento, a causa del resurgir o renacer del interés por la Grecia y la Roma de la antigüedad clásica. Los protagonistas de este resurgimiento de las ideas clásicas fueron los humanistas, es decir, los que centraron su interés en lo humano. Con estas ideas, estudiaron las fuentes antiguas, buscando campos de conocimiento más amplios, una satisfacción más profunda de los sentidos y un nuevo estilo de comportamiento y actitud ante la vida. Conscientes de que «eran como enanos subidos a hombros gigantes», trataron de elevarse por encima de sus propios conocimien­ tos, apoyándose en los de la antigüedad e intentaron recrear la vida del mundo antiguo, que les parecía estar dotada de mayor belleza y sabiduría que la de su entorno contemporáneo. Según los humanistas, defensores de la resurrección del clasicismo, la caída de la edad dorada de la civiliza­ ción de la antigüedad había provocado una época de barbarie de la que 1 mentaban escapar. Cultura, ciencia y técnica en el Renacimiento

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Primero los escritores y luego los artistas intentaron plasmar este pa­ sado perdido, buscando en él la inspiración para sus obras. El griego y el latín, las lenguas de los antiguos, se convirtieron en los vehículos de expresión y de educación de los humanistas. Con ser esto importante, el Renacimiento fue mucho más que la resurrec­ ción del interés por el mundo clásico. Los grandes viajes de descubrimiento, iniciados por los portugueses en el siglo XV bordeando las costas africanas, y sobre todo, el descubrimiento del nuevo continente americano, ampliaron el horizonte de la tierra conocida. Las nuevas rutas comerciales y las riquezas de América permitieron desarrollar aún más las economías europeas y emplear el dinero en el mecenazgo del arte y de la cultura, símbolos del poder del patrón. La consideración social del artista se elevó desde el anonimato del artesano gremial a la del creador intelectual protegido por un mecenas. El estilo artístico también cambió. El gótico medieval cedió paso a un estilo basado en las formas de los monumentos romanos antiguos, que eran medidos y estudiados por los nuevos arquitectos. El italiano León Battista Alberti (1404-1472) fue el primero que estableció las bases teóricas del nuevo estilo del Renacimiento, al que siguieron numerosos tratadistas. En la escultura se buscaron las fuentes de inspiración en la estatuaria romana. La pintura buscó un mayor acercamiento a la realidad en la representación, empleando las leyes de la perspectiva, producto de los conocimientos geométricos de los clásicos.

2. El concepto de Renacimiento en la cultura y en la técnica El Renacimiento supuso por consiguiente, la recuperación de los valores culturales de la antigüedad clásica grecolatina en el pensamiento, la litera­ tura, el arte y la filosofía. Aunque no puede establecerse una línea divisoria en el tiempo entre la Edad Media y el Renacimiento, se admite que este nuevo concepto cultural se inició en el siglo XV en Italia, extendiéndose a toda la Europa occidental en poco tiempo. Aunque tampoco puede hablarse de una ruptura total con la mentalidad medieval, más aferrada a la tradi­ ción religiosa, sí puede decirse que existió en el Renacimiento una mayor atención hacia el hombre y la naturaleza, en contraste con la casi exclusiva preocupación por Dios que caracterizó el mundo medieval. Los protagonistas de esta nueva actitud fueron, como hemos dicho, los humanistas, es decir, los que sintieron una curiosidad hacia el hombre como centro de la naturaleza. Sus fuentes de estudio eran los escritos de los autores griegos y latinos, recuperados a través de traducciones y copias hechas en los monasterios y difundidos gracias a una nueva invención técnica: la imprenta. 228

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Esta idea del Renacimiento alcanzó todas las ramas del saber humano, incluida la técnica, que había sido relegada a la categoría de los oficios «mecánicos», es decir, los realizados con las manos, sin el concurso de una más elevada actividad intelectual. El humanista del Renacimiento consideró la técnica como una actividad ligada al arte y al pensamiento, susceptible de ser elevada a una categoría estética y, al mismo tiempo, digna de ser considerada sujeto de reflexión y medio para conocer mejor la naturaleza. Esta actitud daría lugar a la invención técnica por una parte, y por otra, al desarrollo de la ciencia, que permitía comprender mejor el comportamiento de las máquinas. En esta nueva mentalidad, fruto del humanismo, tuvo un papel rele­ vante el redescubrimiento de los escritos de ciencia y técnica de la antigüe­ dad clásica, tales como los de Arquímedes, Herón de Alejandría, Plinio, Vitruvio y otros, que trataron asuntos mecánicos y de ciencia aplicados a la práctica cotidiana. En la elevación a categoría artística de las técnicas aplicadas intervino una nueva categoría de profesional, el ingeniero-artista, el hombre que po­ seía el conocimiento práctico del oficio técnico, unido a la preocupación estética y a la sensibilidad artística. El ejemplo más conocido fue el de Leonardo da Vinci, pero numerosos profesionales de la ingeniería respon­ dían a este modelo. Una de las características de este técnico —al mismo tiempo arqui­ tecto e ingeniero— fue el dominio de la representación gráfica, a través de las reglas del dibujo y del conocimiento de la perspectiva, para lo que se necesitaba al mismo tiempo ser artista y saber matemáticas y geometría. El modelo del arquitecto ideal de Vitruvio era lo que estos hombres de­ bían tener presente. En definitiva, el Renacimiento supuso una nueva visión de la ciencia y de la técnica, la aparición de un nuevo tipo de profesional instruido en las artes, una mejora de la consideración social del técnico, el empleo de los conocimientos científicos para la realización de máquinas y obras de ingeniería, una creciente separación de la técnica con respecto a ¡a magia, una nueva concepción de los sistemas mecánicos y la generalización de las invenciones técnicas, que habrían de transformar profundamente el sistema social.

3. Las ciencias básicas. Matemáticas, astronomía y física El concepto de ciencia básica en el Renacimiento comprendía lo que hoy conocemos como la matemática teórica y la física fundamental. A las matemáticas se asociaban otras ciencias como la astronomía y la cosmoloCultura, ciencia y técnica en el Renacimiento

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già. La física comprendía un conjunto de ciencias que se englobaban bajo la denominación de filosofìa natural. Durante el Renacimiento, las cien­ cias especulativas se encontraban aún lastradas por los conceptos erróneos de la ciencia medieval, procedentes de las fuentes aristotélicas y se mezcla­ ban a menudo con el mundo de la magia. De esta forma, sobre la astro­ nomía pesaban las teorías astrológicas de predicción y sobre la química las prácticas alquímicas para la búsqueda de la piedra filosofal. A todo ello se unía el gran peso de la tradición religiosa que imponía la acomodación de la ciencia al dogma de la fe. No ocurría así con las ciencias aplicadas, cuya utilidad inmediata hizo que estuviesen protegidas por los príncipes del Renacimiento. Fue pre­ cisamente gracias a esto como las ciencias básicas lograron avanzar, en función de las necesidades técnicas que imponían un conocimiento más preciso de las leyes de la naturaleza. Por este motivo, dedicaremos un ma­ yor espacio a la ciencia aplicada y a la técnica, haciendo previamente un breve recorrido por los hechos más sobresalientes que permitieron el na­ cimiento de la ciencia propiamente dicha, que puede considerarse que surge en el siglo XVII con la mecánica de Galileo. En las matemáticas, en la segunda mitad del siglo XV, se prolongaron los logros obtenidos por los algebristas árabes y se asimilaron las fuentes grecolatinas con la traducción y la difusión de la geometría de Euclides. Conviene destacar algunos nombres, como el de Nicolás de Cusa (14011464) más conocido como filósofo, pero que afianzó la ciencia de los nú­ meros y que estableció el valor de las matemáticas como la única ciencia humana que permite alcanzar la certeza de las leyes físicas. Johann Müller, conocido como Regiomontano, fue el primero, ya en la segunda mitad del siglo XV, en tratar la trigonometría como un capítulo autónomo de la ciencia. Luca Paccioli, nacido hacia 1445 en Umbría (Italia), escribió una Summa de aritmética, geometría, proporciones y proporcionalidad (1487), que tuvo una gran repercusión en su época, al establecer las bases de lo que llamaba la Divina Proporción de interés en los órdenes artísticos y matemáticos. Sobre la obra científica de Leonardo da Vinci, de mayor interés para la ingeniería, trataremos después. Leonardo no fue el único artista interesado por la ciencia: Alberto Durerò (1471-1528), aunque con una mentalidad no tan amplia como la de Leonardo, fue mejor ma­ temático y su obra fue muy influyente e innovadora en lo que se refiere a la geometría y a la perspectiva. En álgebra destacaron Jerónimo Cardano y Tartaglia quienes, a través de una sonada disputa, consiguieron la reso­ lución de ciertas ecuaciones. En astronomía es indispensable hablar de la llamada «revolución co­ pernicana», que sentó las bases de la moderna concepción del universo, destruyendo la idea de la Tierra como centro inmóvil del cosmos y colo230

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cando en su lugar al Sol. Nicolás Copérnico, nacido el 19 de febrero de 1473 en Thorn (Prusia), expresó su teoría en el libro De revolutionibus orbium coelestium, que no concluyó al menos hasta 1532. La introducción del copernicanismo en Europa fue al principio realizada sin obstáculos mayores, siendo en general muy bien acogida. Según están demostrando unos trabajos recientes, España fue uno de los primeros países en que se introdujeron las ideas de Copérnico y se tradujo su obra. El desarro­ llo del heliocentrismo determinó sin embargo en fechas posteriores una fuerte oposición de la Iglesia católica que culminó en el famoso proceso de Galileo. En la mecánica se inició la separación de las teorías aristotélicas, intro­ duciendo la experimentación científica para la determinación de las leyes naturales. La caída de los graves y el movimiento de los proyectiles fueron los fenómenos que acapararon la atención de científicos como Cardano y Tartaglia, Estos problemas no se resolverían satisfactoriamente hasta la in­ troducción de la mecánica de Galileo en el siglo XVII, que precedería a la de Newron al filo del XVIII, en el que puede hablarse de la culminación de la revolución científica. En el Renacimiento se instauraron por consiguiente las bases de una ciencia que no llegaría a desarrollarse más que dos siglos después. Sin em­ bargo, puede hablarse de una ciencia aplicada de gran importancia para los grandes descubrimientos que caracterizarían la época renacentista.

4. La ¿poca de los grandes descubrimientos En un libro sobre los grandes descubrimientos de su época, el huma­ nista Johanes Stradanus resaltaba los nueve hechos que a su juicio habían revolucionado la forma de ser y de pensar del Renacimiento. Este libro se publicó en 1580, cuando ya empezaban a escucharse las nuevas ideas que caracterizarían el Barroco. Según Stradanus, los grandes hechos que revolucionaron la humanidad fueron, por orden de importancia, el des­ cubrimiento de América, la brújula, la pólvora, la imprenta, el reloj, el guayaco, que se utilizaba para curar la sífilis, la destilación, la seda y, final­ mente, las espuelas, que permitían el combate armado a caballo. Ésta era la percepción de su época por los hombres del Renacimiento y, aunque ahora podríamos hacer alguna variación en el orden de impor­ tancia de los descubrimientos e inventos, o introducir alguno no incluido en la lista, es todavía válida a pesar de la distancia que nos separa en el tiempo y del consiguiente cambio de perspectiva histórica. Señalemos que, en primer lugar, se coloca el descubrimiento de América, lo que es indiscutible por la trascendental ampliación del mundo Cultura, ciencia y técnica en el Renacimiento

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que esto supuso para toda la humanidad. Sigue un instrumento que hizo posible este hecho, la brújula, que, junto a otros instrumentos náuticos, posibilitó la navegación de altura; después, la pólvora, cuyo uso en artille­ ría no sólo facilitó la conquista de América, sino que revolucionó el arte de la guerra. El resto de los hallazgos permitió una mejora de la calidad de la vida en el Renacimiento, incluidos los de carácter médico, como el guayaco y la destilación, símbolos de la nueva farmacopea. Quizá falten, al menos en la visión actual, algunos grandes descubri­ mientos o inventos que posibilitaron mejoras en el transporte o en el uso de la energía, como luego veremos. También hay que indicar que no to­ dos ellos son de la época, aunque se emplearon con más intensidad en el Renacimiento. Finalmente, hay que señalar el origen oriental de muchos: la brújula, la pólvora, la imprenta y la seda, son originarias de China, pero utilizadas en un sentido más práctico por Occidente. Destaca así el carác­ ter universal de la técnica renacentista. Hay algo que ahora puede llamarnos la atención en esta lista. El hecho de que la imprenta sólo aparezca en cuarto lugar en la visión de Stradanus, cuando muchos historiadores actuales la colocan en el primer puesto en el orden de importancia de las aportaciones del Renacimiento. La imprenta, inventada en China en el siglo VIII de nuestra era, en forma de bloques de madera grabados que se entintaban para imprimir una hoja de pa­ pel, fue perfeccionada con los caracteres móviles que permitían componer páginas impresas. Aunque los chinos también conocían esta técnica, fue en Alemania hacia 1440 donde adquirió su forma utilitaria, de la mano de Johann Gutenberg, al concurrir varias técnicas ya inventadas anterior­ mente que lo hicieron posible: la prensa de husillo, el papel, las nuevas tintas de imprenta y los caracteres de fundición. El papel de la imprenta en la cultura lo analizaremos a continuación.

5. La difusión de la técnica del Renacimiento. Manuscritos y libros impresos El descubrimiento de la forma de imprimir libros permitió una mayor difusión de la cultura. Sin embargo, los costes de edición resultaban caros, por lo que todavía continuaba la confección de libros en forma de copias manuscritas. Esto era más patente en los textos dedicados a cuestiones técnicas que necesitaban ilustraciones de máquinas e instrumentos, cos­ tosas de grabar. Muchos libros de arquitectura y materias afines contenían temas técni­ cos, El modelo fue el texto de Vitruvio, Los diez libros de Arquitectura, que presenta materias como máquinas, molinos, grúas y conducción de aguas. 252

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En toda Europa occidental circularon copias de este libro. En España se le manejaba en copias manuscritas antes de la primera traducción de Miguel de Urrea en 1569 y de la edición de Alcalá de Henares de 1582. Libros famosos, como los tratados de arquitectura de Alberti, Serbo y Palladlo, tuvieron en cuenta a Vitruvio y se ocuparon también de cuestiones de técnica y de ingeniería. En Italia, precursora en los tratados de máquinas, citaremos los manus­ critos del siglo XV del sienes Mariano di Jacopo, conocido como Taccola, cuyos tratados influyeron posiblemente en los de Francesco di Giorgio Marti ni y en los de Leonardo da Vinci que quedaron manuscritos. Este último, el más conocido, reunió en sus famosas notas los mecanismos conocidos de finales del siglo XV y principios del siglo XVI. Leonardo, más estudiado como pintor, recogió además numerosas reflexiones sobre la naturaleza, la anatomía, la ciencia experimental y la tecnología, en la que se le atribuyen una serie de invenciones y anticipaciones técnicas, algunas de las cuales era imposible que funcionaran con las posibilidades de la época. Los escritos centroeuropeos se dedicaron al estudio de la minería, donde citaremos los de Georg Agrícola, sobre todo De re metallica, edi­ tado en Basilea en 1556, después de la muerte del autor, y que tuvo una enorme repercusión entre los mineros españoles e hispanoamericanos. También dedicado a la minería fue el de Vanoccio Biringuccio, De la pirotechnia, de 1540. Sería largo reseñar aquí la importancia de los tratados de la ciencia aplicada a otras técnicas, entre ellas la náutica, en la que destacaron los autores españoles, como Pedro de Medina con su Arte de navegar (1545). En las ciencias naturales se hicieron numerosas ediciones de la Materia Médica de Dioscórides, y quedaron manuscritos o se perdieron los que reflejaban la flora y la fauna del continente, como los de Francisco Hernández, realizados por orden de Felipe II. En anatomía, señalaremos el tratado de Vesalio, bellamente ilustrado. Los autores renacentistas de­ dicados a las ciencias puras, como las matemáticas, tampoco desdeñaron las aplicaciones técnicas y es posible encontrar en los libros de Tartaglia, Cardano y otros autores, numerosas referencias a instrumentos técnicos y maquinaria. En el campo específico de las máquinas, ya en la segunda mitad del siglo XVI, es preciso destacar la aportación de los españoles. El conocido arquitecto e ingeniero Juan de Herrera dejó manuscrito un corto texto titulado Archítectura y Machinas en el que trata sobre la teoría de las grúas que se habían hecho para construir el monasterio de El Escorial. Su intetés reside en que es uno de los primeros intentos para analizar científica­ mente el funcionamiento de una máquina. Cultura, ciencia y técnica en el ^taántiento

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El más interesante manuscrito sobre hidráulica del Renacimiento es el conocido por Los veinte y un libros de los ingenios y máquinas de Juanelo, según se indica en una porcada añadida en el siglo XVII, lo que ha hecho que el libro se haya atribuido hasta hace poco al relojero de origen italiano Juanelo Turriano. En realidad, se ha demostrado documentalmente que el original fue escrito por el aragonés Pedro Juan de Lastanosa, por orden del rey Felipe II, entre los años de 1564 y 1575. La copia que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid está bellamente ilustrada con numerosas figuras de máquinas y arquitecturas hidráulicas que constituyen un compen­ dio del saber técnico de la época. Su interés, según se ha comprobado recien­ temente, reside además en que esta obra fue ampliamente consultada y utili­ zada por los arquitectos e ingenieros hidráulicos de la Corte, que la tenían en su biblioteca desde que fue copiada siguiendo el original de Lastanosa, hasta que, dos siglos más tarde, quedó depositada en la Biblioteca Nacional. Otro interesante manuscrito español de hidráulica es el del medinense Francisco Lobato, donde se recogen las invenciones de este personaje en materia de máquinas para molinos y que demuestra el origen español de las turbinas hidráulicas. En este caso se trata de unas notas personales que no tuvieron difusión en su época, pero que proporcionan una interesante información sobre la vida y la técnica del Renacimiento. A finales del siglo XVI comienzan a proliferar los «teatros de máqui­ nas», que llegaron a ser editados. Citaremos entre ellos el libro de Agostino Ramelli, Le diverse et artificióse machine, editado en París en 1588, así como el de Jacques Besson, Théatre des Instruments et figures mathématiques et mécaniques (Lyon, 1602), que muestran ya el predominio de la técnica francesa al filo de 1600. Otros «teatros de máquinas» importantes son los de Vittorio Zonca, Novo teatro di machine (Padova, 1607); el de Fausto Veranzo, Machinae novae, editado en Florencia hacia 1610 con explicaciones en cinco idio­ mas y, finalmente, el de Jacob de Strada, Künstliche Abriss, editado en dos volúmenes en los años 1616 y 1617- Todos estos tratados de finales del siglo XVI y principios del XVII, anuncian ya la técnica barroca con sus complicadas y artificiosas máquinas.

6. El nuevo arte de la guerra Una actividad humana, desgraciadamente casi continua en el Renacimiento, fue la guerra. Su relación con el resto de las tecnologías es muy importante y los primeros ingenieros denominados como rales fueron los militares. También los primeros tratados técnicos del Renacimiento, y los más numerosos, fueron los de ingeniería y arquitectura militar. 234

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Hemos destacado ya el papel del descubrimiento de la pólvora, de origen chino, sobre la tecnología militar de occidente. En 1325 había ya cañones de tipo rudimentario y a partir de 1370 cayeron en desuso los instrumentos de guerra mecánicos del tipo de las catapultas. Hacia 1450 apareció el arma de fuego individual, lo que inició la decadencia de la ballesta y del arco para lanzar flechas. En el siglo XVI se había impuesto el uso del cañón pesado, de los morteros y de las minas explosivas en el asalto a las fortalezas, lo que requirió un nuevo tipo de fortificaciones di­ ferentes a las de los castillos medievales. No sólo se revolucionó el arte militar, sino también la industria de la guerra. La fabricación de la pólvora requería un nuevo tipo de mo­ linos, movidos por agua generalmente, con una tecnología adecuada a las condiciones de seguridad a que obligaba el manejo de las peligrosas mezclas explosivas. La fundición de cañones revolucionó la industria metalúrgica por la necesidad de encontrar nuevas aleaciones más resis­ tentes y por el perfeccionamiento de la fundición del hierro que daría lugar a la aparición de los altos hornos, preludio de la nueva época industrial.

7. La técnica de la construcción, de las obras públicas y del urbanismo En la Edad Media, la construcción de las grandes catedrales requería el concurso de una técnica constructiva basada en el uso de contrafuertes y arbotantes para descargar los esfuerzos de los nervios de las altas bóvedas góticas. El estilo renacentista impuso el uso de la bóveda de cañón y de la cúpula, con problemas diferentes en la técnica constructiva. La cúpula de Santa María dei Fiori de Florencia, iglesia que había sido construida en estilo gótico, supuso un reto para el arquitecto Brunelleschi, quien concibió, en 1420, una cúpula de doble cascarón con una nueva técnica constructiva, que culminaría con la cúpula de San Pedro en Roma, obra de Miguel Ángel en 1546, basada en el mismo principio. En el monasterio de El Escorial, iniciado en 1563 por el arquitecto Juan Bautista de Toledo, discípulo de Miguel Ángel, y terminado en 1584 por Juan de Herrera, se emplearon técnicas constructivas que permitieron la conclusión de la obra en un tiempo asombroso para la época. Hay que ¡ destacar la aplicación de técnicas ingenieriles en la obra de El Escorial,-; como el sistema de abastecimiento y saneamiento de aguas, la instala- ; ción de agua caliente y fría para las cocinas y servicios del monasterio, los : nuevos tipos de grúas y transporte de materiales y, en general, la nueva 1 organización dei trabajo en una obra tan compleja. ' Cultura, ciencia y técnica en el Renacimiento

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La construcción de palacios y villas de recreo para los príncipes rena­ centistas, encomendada a los arquitectos y a los ingenieros, seguía unas pautas basadas en las antiguas villas romanas, donde el agua y los jardines tenían un papel predominante. Esta «técnica del placer» se refleja en las villas florentinas desde el siglo XV, imitadas en las cortes europeas del XVI aún con mayor magnificencia. El considerado como austero Felipe II gozaba de lugares como los Sitios Reales de la Casa de Campo y sobre todo de los jardines de Aranjuez, donde se unieron la tradición árabe del uso del agua con la técnica flamenca de las presas para retener el agua y la estética italiana de las fuentes. El resultado fue el dominio de la natura­ leza, urbanizada con arreglo al gusto renacentista de paseos ordenados en grandes perspectivas y plantaciones de especies vegetales ornamentales y también jardines botánicos con plantas para usos medicinales, uniendo la belleza y la utilidad. El agua, elemento fundamental de los jardines, servía para el riego, para el disfrute en fuentes y estanques donde se celebraban batallas navales, al estilo de las naumaquías romanas, y para navegar por los ríos y canales. La red fluvial sirvió en los países del norte y del centro de Europa para la navegación en el interior. Allí donde las corrientes de agua eran irregu­ lares, era preciso el uso de esclusas y de canales artificiales, como los que se construyeron en el norte de Italia en la segunda mitad del siglo XV. A lo largo del siglo XVI, la técnica de los canales con sus esclusas estaba ya muy perfeccionada en Europa, siendo la navegación por ríos y canales un medio usual de transporte de mercancías, como alternativa a la deficiente red de caminos que apenas había evolucionado desde época romana. También en España se intentaron aplicar estas vías navegables, a pesar del obstáculo que representaba la irregularidad de los ríos y las barreras de los numerosos azudes de los molinos, que impedían la navegación. Como se señala en el manuscrito de Lobato, a mediados del siglo XVI se intentó hacer navegables el Pisuerga y el Duero, instalando esclusas ai estilo ale­ mán. Juan Bautista de Toledo construyó hacia 1560 una esclusa para la navegación de los reyes en Aranjuez, y el ingeniero italiano Juan Bautista Antonelli proyectó en la década de 1580 hacer navegable el Tajo desde Lisboa a Toledo, con la instalación de numerosas esclusas. Estos proyectos fracasaron por la oposición de los dueños de los molinos instalados a lo largo del río.

8. l.as ciencias naturales, la medicina y la farmacia Los progresos de la técnica renacentista influyeron en algunas cien­ cias basadas en la observación de la naturaleza y en el hombre como su 236

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protagonista. La llamada «filosofía natural» era un amplio concepto que abarcaba lo que hoy conocemos como las ciencias físicas y naturales. Estas ciencias de la naturaleza se ampliaron con el descubrimiento de nuevas tierras y, por consiguiente, nuevas especies de animales y vegetales que fueron estudiadas de forma sistemática, alejada de los antiguos mitos de animales fantásticos que se habían difundido a lo largo de la Edad Media. A la curiosidad científica y naturalista, se unía el interés utilitario, al comprobar el poder alimenticio y medicinal de algunas plantas, que eran cultivadas en jardines botánicos y destiladas en gabinetes alquímicos para obtener productos curativos. La medicina era un área que tenía una sólida tradición histórica como primera tekhné que había cristalizado en el mundo clásico, con los nom­ bres de Galeno e Hipócrates, por lo que era considerada con respeto por los humanistas del Renacimiento. Gozaba además de una amplia autono­ mía y peso social, con un relativo gran número de personas dedicadas a ella. La medicina presentaba además múltiples relaciones con otras cien­ cias y técnicas, no sólo con la historia natural, sino con la cosmografía, la geografía y las matemáticas. La cirugía y la anatomía requerían téc­ nicas instrumentales que la emparentaban con la mecánica. El médico era pues un personaje muy representativo de la cultura humanista del Renacimiento, abarcando amplios sectores del conocimiento, por lo que es frecuente verlo introducido en dominios aparentemente alejados de la medicina, como las matemáticas, la cosmografía e incluso en la ingenie­ ría. Confundiéndose todavía con la medicina, la teoría y la práctica de los boticarios empezó en esta época a tener cierta autonomía. La ingeniería sanitaria, en el abastecimiento de aguas a ciudades y en la evacuación de residuos, empezaba a ser tenida en cuenta por los pode­ res municipales. Sin embargo, continuaban aún los usos medievales de consumir el agua sin depurar y la evacuación de aguas por las calles. Sólo en algunos casos aislados se llegaron a instalar depuradoras de agua, como la «máquina de agua clara» inventada por el fontanero español Benito de Morales e instalada en Aranjuez por orden de Felipe II. Acorde con la importancia de las ciencias naturales, está la creación de una de las primeras instituciones científicas y técnicas: los jardines botáni­ cos, que fueron ya amparados en el siglo XV por los príncipes renacentis­ tas italianos. Aunque existían pequeños jardines botánicos en Al-Andalus, el primero que funcionó en España como tal institución científica fue el de Aranjuez, fundado por Felipe II por recomendación de Andrés Laguna, el traductor al castellano del libro de Dioscórides, la obra clásica sobre las ciencias de la naturaleza y su aplicación a la medicina. En estos jardines bo­ tánicos se cultivaron plantas medicinales procedentes de diversos lugares, inCultura, ciencia y técnica en el Renacimiento

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cluidas las que llegaban del Nuevo Mundo, sobre todo por la expedición de Francisco Hernández, realizada en los años de 1570 por orden de Felipe II. Este rey mantuvo también en El Escorial un importante gabinete de destila­ ción para la obtención de productos farmacéuticos. El estudio de las plantas alcanzó en España una gran importancia dedicándose a ello varios médicos y naturalistas españoles. Citemos, por ejemplo, a Nicolás Monardes, el céle­ bre estudioso de la materia médica americana y a Simón Tovar, distinguida figura de la medicina y otras áreas científicas afines. Se sale de nuestros límites el estudiar aquí la obra de los médicos rena­ centistas. Señalaremos sin embargo, como ejemplo de versatilidad de ocu­ paciones, el caso del medinense Gómez Pereira, autor de la obra médica Antoníana Margarita, estudioso del automatismo de los animales en el que se inspiró el mismo Descartes para su conocida teoría. Gómez Pereira fue también un inventor, realizando con Francisco Lobato un molino que funcionaba por medio de un sifón, que luego patentó.

9. Agricultura y regadíos En el Renacimiento se mantuvo, con pocos cambios, la tradición téc­ nica de la agricultura medieval, en lo que se refiere al uso del arado y de los demás instrumentos de cultivo. Hay, sin embargo, una mayor utilización de los abonos naturales y una ampliación de las tierras cultivadas por me­ dio de la roturación de los bosques, como consecuencia de las necesidades impuestas por el aumento de la población. En los Países Bajos se realizó incluso una ampliación de terrenos a costa del mar, con la construcción de largas presas y el uso de compuertas. La desecación de estas tierras se hizo por medio de molinos de viento que movían las bombas de drenaje. Fue una preocupación constante la obtención de tierras para cultivo a base del drenaje de lugares pantanosos, proyectos que contaron con el mecenazgo de los príncipes renacentistas y la colaboración de los ingenieros. En España confluían una tradición agrícola romana, mantenida en parte por los visigodos, y una árabe, basada en el regadío, con el uso de acequias y norias para elevar el agua. Ésta se mantuvo singularmente en las huertas de Aragón y Murcia. En la zona de Levante se elevaron gran­ des presas para fines agrícolas, como las de Tibí, Elche y Almansa. También los renacentistas españoles se preocuparon por alentar los co­ nocimientos agrícolas. El cardenal Jiménez de Cisneros encargó a su cape­ llán Gabriel Alonso de Herrera la compilación de una Obra de Agricultura que Fue editada en Alcalá de Henares en 1513, repartiéndose gratuita­ mente entre los agricultores de la diócesis de Cisneros. Felipe II fue un rey que impulsó personalmente los regadíos de la zona de Toledo y de 238

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Aranjuez, encargando de ello a los mejores arquitectos e ingenieros dispo­ nibles en el momento. Obras como las acequias de Colmenar, de Henares y de Aranjuez, datan de este período.

10. Artes mecánicas e industria artesanal Desde la Edad Media había cobrado una gran importancia la industria artesanal ligada a los gremios. El gusto renacentista introdujo nuevas formas en las artes mecánicas y la técnica produjo instrumentos más perfeccionados para la producción de objetos artesanales. Los italianos eran expertos en la fabricación del vidrio en lugares como Murano y Venecia. Las técnicas eran celosamente guardadas, aunque no pudieron evitar el «espionaje industrial» en este campo, a pesar de la protección que les daban las patentes. Los españoles perfeccionaron el arte árabe de la fabricación de objetos de loza y cerámica, como las célebres de Talavera. El arte de la cerámica pasó a América, donde se hicieron famosas las artesanías de azulejos de Puebla. Los italianos, por su parte, cultivaron el arte de la loza decorada o mayólica, en ciudades de la Romana y la Toscana. A finales del siglo XVI se fabricaban objetos de cerámica en diversos lugares de Europa, difundiéndose las técnicas, a pesar del celo de los gre­ mios en no divulgar los secretos de su fabricación. La artesanía de por­ celanas se extendió a Holanda en 1580 y a Inglaterra alrededor de 1600, Mientras que la mayólica italiana era esencialmente polícroma, en los paí­ ses del norte la ornamentación se realizaba en azul cobalto sobre fondo blanco, típica de la porcelana de «Delft» que trataba de imitar los tonos azules y blancos de la porcelana china. Lo mismo podría decirse de otras industrias artesanas como la textil, que fue perfeccionada en los países del norte de Europa. Pero, a pesar de esta difusión, los métodos locales lograron conser­ varse durante largo tiempo. Fue así como prosperaron las ciudades de los Países Bajos e Inglaterra, en detrimento de la industria local de ciertas ciudades españolas que experimentaron una notable decadencia a fines del siglo XVI. En este declive influyeron más los aspectos sociales y eco­ nómicos que los propiamente técnicos.

11. Relojes e instrumentos de medida La medida del espacio y del tiempo fue una constante del hombre civilizado. Espacio y tiempo son los parámetros en los que el hombre se mueve y la técnica permite conocer su medida. Cultura, ciencia y técnica en el Renacimiento

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En el Renacimiento se perfeccionaron notablemente los relojes me­ cánicos que habían hecho su aparición en la Edad Media y empezaron a aparecer en las torres, en competencia con el sonido de las campanas. La técnica de la relojería permitió gradualmente la concepción de instrumen­ tos más precisos que no sólo marcaban las horas, sino los movimientos de los planetas en los relojes astronómicos. Un reloj famoso fue el que en el siglo XIV había construido el italiano Giovanni Dondi y que en el siglo XVI se regaló a Carlos V con motivo de su coronación. Como estaba estropeado, se llamó al relojero cremonés Giovanni della Torre para que intentase repararlo. El daño era grande, y el italiano construyó otro igual. Este fue el motivo por el cual este relojero pasó a servir al complacido Carlos V, recibiendo el nombre españolizado de Juanelo Turriano, conver­ tido en el autor de los mejores relojes y autómatas de la época, que conso­ laron los últimos días del Emperador en Yuste. Para Felipe II hizo Juanelo la máquina que le dio más fama: un artificio para elevar el agua del Tajo hasta el Alcázar de Toledo, que, en realidad, era un inmenso mecanismo de relojería que movía numerosos cazos de latón que se pasaban el agua de uno a otro. Sobre los otros artificios que se le atribuyeron y sobre el manuscrito que se pensó que era suyo, hemos hablado anteriormente. El hecho es que los avances de la industria de la relojería permitieron la realización de relojes cada vez más pequeños y al mismo tiempo más precisos, que sentaron las bases de lo que sería el ritmo más medido de la vida del Renacimiento. Sin embargo, los avances de la mecánica de relo­ jería no permitieron todavía resolver un problema ligado a la medida del espacio en alta mar, es decir, la determinación de la longitud, a pesar del interés que tenía para los largos viajes al Nuevo Mundo. Este problema técnico sólo se resolvería en el siglo XVII, cuando se inventó un reloj que no estaba influido por las oscilaciones del mar.

12. Las matemáticas y la cosmografía al servicio de la técnica Pero la medida sobre la tierra estaba resolviéndose gracias a la con­ fluencia de dos ciencias que despertaban un gran interés: la primera, la geometría, cuyo desarrollo teórico, partiendo de Euclides, permitió apli­ car el sistema de triangulación o resolución de las medidas de un trián­ gulo, conociendo su base y dos ángulos, que había sido desarrollado por Regiomontano en el siglo XVI; la otra, la astronomía que había desarro­ llado instrumentos como el astrolabio para la medida precisa de la posi­ ción de las estrellas. De los instrumentos astronómicos derivaron los de medida de tierras, como el cuadrado geométrico y los niveles. Los siste­ 240

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mas geométricos, como la triangulación, ayudaron a las medidas agronó­ micas y al replanteamiento de terrenos para el trazado de obras hidráuli­ cas, como canales y abastecimientos de agua. Es así como la ciencia del cosmógrafo sirvió a la del ingeniero, y a veces ambas profesiones eran realizadas por una misma persona. La técnica práctica del ingeniero no bastaba, necesitándose conoci­ mientos geométricos e incluso astronómicos, lo que contribuyó a la apa­ rición del ingeniero culto, con una amplia formación. Matemáticos como Pedro de Esquivel, catedrático en esta materia en Alcalá de Henares, actua­ ron como ingenieros en obras hidráulicas. O ingenieros como Pedro Juan de Lastanosa ayudaron a matemáticos como Esquivel en la triangulación de España en 1565, la primera que se hizo a gran escala, por orden de Felipe II. Cosmógrafos como Jerónimo Girava actuaron como ingenieros, y arquitectos como Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera dirigieron difíciles obras de ingeniería. La técnica de la artillería fue perfeccionada por cosmógrafos como Firrufino. Esta aparente intromisión obedecía a la necesidad de conocer la ciencia para aplicar bien la técnica, lo cual no es­ taba ya en la mano de los simples «mecánicos» que hasta entonces habían dominado en los oficios prácticos, a través de los gremios. La necesidad de conocer las matemáticas con carácter general para todos los oficios, fue una de las preocupaciones de Felipe II, impulsor de estos estudios en España, a pesar de la oposición de los poderes munici­ pales. Felipe II logró crear, sin embargo, una academia de Matemáticas en su Corte, dirigida por su arquitecto y aposentador de palacio, Juan de Herrera. Como se ha demostrado recientemente, esta academia estaba li­ gada al Consejo de Indias, siendo sus profesores los cosmógrafos mayores, los hombres mejor formados en matemáticas, que escribieron una serie de libros y manuscritos en castellano para uso de la academia, facilitando la comprensión de la ciencia a los técnicos que no dominaban el latín. El interés de estos textos se está demostrando ahora gracias a los estudios que se están llevando a cabo y que desmienten el aislamiento científico que se había adjudicado a este período de la historia de España.

13. Minería, metalurgia y combustibles La minería de los metales preciosos, el oro y la plata fue la predo­ minante en el Renacimiento, sobre todo después del descubrimiento de América y las minas de plata de México y Perú. La explotación del mi­ neral de plata, cada vez más impuro, requirió el concurso de una serie de innovaciones para refinado. La más importante fue la amalgamación del mineral de la plata en frío con mercurio, descubierta en 1554 en las Cultura, ciencia y técnica en el Renacimiento

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minas mexicanas por el español Bartolomé de Medina, lo que permitió seguir explotando las ricas minas de plata americanas, importante fuente de ingresos de la corona española. Los problemas técnicos derivados de la minería, como la extracción del mineral, el achique del agua y la ai­ reación, requirieron de máquinas y procedimientos técnicos innovadores que fueron resueltos por los mineros alemanes y españoles que llegaron a América. La demanda de materiales útiles para el consumo y para la industria aumentó la necesidad de combustibles. Numerosos procesos industriales y domésticos necesitaban combustibles, principalmente madera. Por otra parte, la fabricación de barcos, muebles, objetos de arte y máquinas au­ mentó la demanda de esta materia, propiciando la deforestación y aumen­ tando el precio de la madera. Pero el principal consumidor de leña fue el horno de fundición, sobre todo de cañones, una innovación de finales del siglo XV, que creó un enorme problema de combustible en las regiones siderúrgicas. Téngase en cuenta que se necesitaban varias toneladas de leña para fundir una de metal. Desde el siglo XIII se extraía carbón de las minas, para uso doméstico, en el norte de Europa y particularmente, en Gran Bretaña. A medida que se encarecía la madera, se fue empleando el carbón para algunas operacio­ nes industriales. Las ferrerías y la industria del hierro y del acero estaban ligadas cada vez más a la del carbón, y la minería de este combustible iba a representar finalmente uno de los símbolos de la Revolución Industrial inglesa, con todas las consecuencias que esto llevó consigo.

14. Los molinos y la energía del agua y del viento Durante la Edad Media proliferaron los molinos que aprovechaban la energía de los cursos de agua y la del viento. Los molinos hidráulicos eran conocidos desde la antigüedad y los de viento desde el siglo VII en Persia, pero su difusión en Europa se produce hacia el siglo XII, con el auge de las ciudades y la aplicación de las técnicas de la rueda hidráulica y la energía eólica a la fabricación de diversos productos industriales que necesitan de una fuerza superior a la producida por el hombre o los animales. Surgen así numerosos molinos de harina, de papel, de pólvora, batanes, ferrerías y otras industrias movidas por la fuerza del viento o del agua, realizadas por los gremios de constructores. En el Renacimiento, los sistemas de aprovechamiento de la energía co­ mienzan a preocupar, no sólo a los constructores de los molinos, sino a los ingenieros humanistas, que empiezan a abordar el problema de una ma242

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ñera científica. Tratadistas como Francesco di Giorgio Martini, Leonardo da Vinci, Cardano, Jerónimo Girava y Pedro Juan de Lastanosa, entre otros, se ocuparon de los molinos y de la forma de aprovechar más racio­ nalmente la energía de los mismos. Sus diseños para las ruedas hidráulicas se acercan a las modernas turbinas. Es en España, en el siglo XVI, donde se producen las mayores inno­ vaciones en el aprovechamiento de la energía hidráulica, quizá por la con­ fluencia de las técnicas romana e islámica del agua, en un país donde ésta es escasa. Pedro Juan de Lastanosa analiza científicamente en su manus­ crito un nuevo tipo de molino, llamado de «regolfo», tal como se usaba en Aragón. El medinense Francisco Lobato describe este mismo molino en su modalidad castellana, indicando que era una invención española reciente. Lobato perfeccionó este molino, haciendo de la rueda un diseño con forma de turbina. Otro español, Alonso Sánchez Cernido, constructor de los molinos de El Escorial, patentó unos molinos de «regolfo» totalmente cerrados, acercándose así a las modernas turbinas de reacción. Estos molinos de «regolfo» españoles se difundieron hacia el sur de Francia, donde inspi­ raron a Fourneyron en el siglo XIX, lo que se considera como la primera turbina hidráulica moderna.

15. Los inventores del Renacimiento La invención técnica cuyo inicio se remonta al origen del hombre como ser inteligente es la creación de nuevos objetos de carácter utilitario. Es ló­ gico que una cultura humanista como la del Renacimiento considerase la invención como uno de los más altos grados de la creación humana. El reconocimiento del inventor y la protección de sus inventos es una creación del Renacimiento. Esto se hizo bajo la forma de lo que ahora conocemos con el nombre de «patentes de invención». Se considera que la primera patente se concedió en Florencia en 1421, y que en la república de Venecia, en 1474, se establecieron las primeras normas de los sistemas de patentes. Las patentes por invención se extendieron por toda Europa a lo largo del siglo XVI, siendo España uno de los primeros países en adop­ tarlas, ya que la primera que se ha localizado hasta ahora data de 1522. La necesidad de proteger la invención nació a causa de las copias que se hacían de los inventos, que eran luego explotados por personas ajenas al inventor sin que éste recibiese ningún beneficio. Había una especie de «espionaje industrial» en torno a la actividad técnica. El estudio de las patentes de invención es uno de los mejores siste­ mas para conocer la actividad de la técnica en un país. Para la época del Cultura, ciencia y técnica en el Renacimiento to.odf.eu

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Renacimiento se conocen bien las patentes italianas, inglesas y francesas, pero se desconocía hasta hace poco la existencia de patentes españolas, de ahí las infundadas opiniones sobre el secular «atraso tecnológico» español, que es desmentido con el análisis de los privilegios por invención técnica que se conservan. Durante el Renacimiento se produjeron un gran número de invencio­ nes, algunas de las cuales hemos examinado. Su aplicación abarca desde el arte de la guerra a la artesanía. También hemos comentado que mu­ chas de las invenciones provienen de Oriente y de China en particular. En algunos casos se trata de una invención independiente, realizada tam­ bién en Europa occidental, pero en otros, como sucede con la pólvora, lo que se produce es una adaptación utilitaria de una invención que en China se consideraba sólo como un juego o una curiosidad. En el ori­ gen de las invenciones occidentales del Renacimiento influyó también el redescubrimiento de libros técnicos de la antigüedad clásica, como los de Arquímedes, Filón y Herón de Alejandría. Invenciones de la época helenística, como las bombas hidráulicas de Ctesibio, llamadas «tesibicas», fueron redescubiertas por los inventores del Renacimiento, que las adaptaron para elevar el agua, apagar incendios, o achicar el agua en mi­ nas, cimentaciones de obras, o barcos. Las invenciones fueron llevadas a América por los descubridores, que crearon allí también un sistema de patentes similar al español, muy eficaz para la explotación de las nuevas tierras descubiertas. Los inventores tenían una procedencia social muy variada, desde sim­ ples artesanos sin formación, hasta clérigos, humanistas, e incluso miem­ bros de la nobleza. Precisamente el más importante de los inventores es­ pañoles de la época, Jerónimo de Ayanz, era caballero de la Orden de Calatrava y miembro de una destacada familia noble. Sus invenciones, como veremos, tenían un carácter marcadamente utilitario, lo que cons­ tituye una excepción a la idea, comúnmente aceptada, del descrédito de las actividades «mecánicas» entre la nobleza española. Otro miembro de la aristocracia metido a inventor fue Alvaro de Bazán, marqués de Sanca Cruz, quien presentó una patente de invención para un galeón de nuevo tipo. Precisamente las invenciones relacionadas con la náutica fueron las que originaron un mayor número de demandas de patentes de invención. No sólo los instrumentos de navegar, sino los mismos barcos fueron objeto de numerosas patentes. Las necesidades de la carrera de las Indias, así como las frecuentes contiendas navales estimularon la inventiva. No siempre el éxito acompañó al inventor: una de las obsesiones más frecuentes de los que presentaron nuevos tipos de embarcaciones fue el conseguir una que pudiese avanzar en tiempo de calma por medio de ruedas de paletas. El 244

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toledano Blasco de Garay consiguió hacer funcionar uno de estos barcos de ruedas, aunque no llegó a ser práctico en alta mar. Diversos inventores lo intentaron sin conseguirlo, como el dominico de Arta (Mallorca) fray Domingo de Floriana. Tampoco tuvo éxito el dotar a los barcos de calde­ ras de destilación, donde se pretendía hacer potable el agua del mar. En cambio se diseñaron nuevos tipos de bombas de achique basadas en las de émbolo. La búsqueda de tesoros en los barcos hundidos y la explotación de las «granjerias» de perlas, estimuló la invención de equipos de bucear que pudiesen resistir largo tiempo bajo el agua. El mismo Leonardo da Vinci se ocupó del problema, diseñando equipos de buceo que reemplazasen la incómoda campana de bucear. Los molinos de distinto tipo, manuales, de animales, hidráulicos y de viento, fueron objeto de numerosas patentes. Pedro Juan de Lastanosa, además de las mejoras en los molinos hidráulicos, patentó uno movido por pesas, que aparece reseñado en su manuscrito. La búsqueda de un mejor aprovechamiento de la energía fue, como se ha dicho, una de las constantes de la invención española en el Renacimiento. Las patentes no se redujeron a los procesos relacionados con la indus­ tria. Los pequeños útiles domésticos fueron también objeto de atención. Nuevos tipos de lámparas de iluminación, hornos para cocinar, sistemas para conservar los alimentos, pozos de nieve, etc., se cuentan entre los objetos patentados en esta época. El más interesante conjunto de invenciones patentadas, fueron las más de cincuenta presentadas por el navarro Jerónimo de Ayanz (hacia 15501613). Se ocupó de invenciones en barcos, molinos, bombas de elevación y achique y, en general, en todos los campos de la técnica. A diferen­ cia de las famosas invenciones más o menos fantásticas de Leonardo da Vinci, las de Ayanz eran realizables y no menos anticipadoras. No sólo las patentó, sino que logró realizar algunas, como las de equipos de bucear que se probaron con éxito, en 1602, ante Felipe III y su corte, en el río Pisuerga de Valladolid. En su cargo de administrador general de las minas españolas, trató de resolver los problemas técnicos que se planteaban en la minería. Así fue como perfeccionó los procesos metalúrgicos que se reali­ zaban en las minas de Potosí, del virreinato de Perú. Se ocupó del sistema de aireación de las minas y de la forma de achicar el agua. Para ello pensó en la utilización de una forma de energía que habría de revolucionar la técnica: la energía del vapor. Las máquinas que patentó para este fin, en el año de 1606, eran similares a las que un siglo después inventaría el inglés Thomas Savery para desaguar las minas inglesas. Invenciones de este tipo, aunque no llegaron a tener la necesaria continuidad, fueron las que en el siglo XVIII sirvieron para iniciar en Inglaterra la Revolución Industrial. Cultura, ciencia y técnica en el Renacimiento

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16. Conclusiones El Renacimiento fue una época de cambios que afectó a la técnica, considerada como una actividad digna de ser estudiada por los humanis­ tas. Iniciadas en Italia en el siglo XV, las innovaciones técnicas pasaron a los distintos países del Occidente europeo, gracias a la difusión del pen­ samiento por los manuscritos y por la imprenta. El científico, médico o naturalista, vio en la técnica un apoyo para su trabajo, con lo que ciencia y técnica iniciaban una fructífera colaboración, que propiciaría el naci­ miento de la mecánica de Gal ileo y de Newton y culminaría con el estu­ dio científico de las máquinas, en beneficio de la futura era industrial.

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CAPÍTULO 10

LA DIVISIÓN DE LA CRISTIANDAD. REFORMA, CONTRARREFORMA Y GUERRAS RELIGIOSAS

Maximiliano Barrio Gozalo Profesor Titular de Historia Moderna de ¡a Universidad de Valladolid

1. La Reforma protestante El término «reforma» era de uso corriente a finales del medievo y sig­ nificaba la purificación interior que cada cristiano había de operar en sí mismo y, sobre todo, las transformaciones que se esperaban de la Iglesia. Pero, a partir de Lutero, la palabra «reforma» designó la renovación de la Iglesia iniciada en 1517 fuera de Roma y en contra de la misma. La Reforma protestante tiene una importancia central en la historia de la Iglesia y de la cristiandad occidental, al romper la unidad cristiana de Europa. El año 1483, en que nace Martín Lutero, toda Europa es católica y obediente al pontífice de Roma, exceptuando los países do­ minados por la media luna y el gran ducado de Moscú, que obedecía al metropolitano de Kiev-Moscú, unido a Constantinopla; pero el año 1546, en que muere el reformador, casi la mitad de Europa se ha sepa­ rado de Roma. ¿Qué ha ocurrido entre estas dos fechas?: El fenómeno protestante, esto es, la reforma luterana, la calvinista y el cisma de Enrique VIII en Inglaterra. La división de la cristiandad

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A. Causas de la Reforma La causa inmediata y decisiva del luceranismo y la que le infundió alma y carácter fue el mismo Lucero, pero él solo no habría podido arrastrar a pueblos y naciones, separándolos de la religión tradicional, de no haber encontrado unas condiciones favorables que le preparasen el terreno y unas causas o fuerzas más hondas que le ayudasen en su tarea gigantesca. Mucho antes del estallido de la reforma protestante se desarrollaron hechos, se propagaron ¡deas y se despertaron sentimientos que facilitaron una sublevación contra la Iglesia, la favorecieron y la provocaron, hacién­ dola casi inevitable. Causa, pues, de la reforma protestante en un sentido amplio fue la disolución del orden medieval y de los supuestos fundamentales que lo sostenían, así como el no haberlos sustituido oportunamente por las for­ mas nuevas que los tiempos pedían. En primer lugar hay que mencionar la ruptura de la unidad que en­ globaba coda la vida política y religiosa: una Iglesia y una cristiandad, representadas por la unidad del pontificado y el imperio. El pontificado mismo contribuyó a romper esta unidad, al debilitar el poder del imperio. Durante algún tiempo pareció como si el papa pudiera empuñar tam­ bién las riendas del mando político, pero cuanto más se dilataba su poder, tanto más tropezaba con la resistencia de un mundo cada vez más dife­ renciado nacionalmente y más consciente de su independencia. Pronto se combatió, junto a las pretensiones injustificadas del papado, al papado mismo. La consecuencia fue el destierro aviñonense de los papas, que vinieron a depender en gran parte de Francia. El papado se despreocupa en cierta medida de los intereses de la Iglesia universal, pero organiza un sistema fiscal para explotar a los países de Europa, lo que provoca su irritación. El cisma de Occidente acrecienta la decadencia del papado y oscurece la unidad de la Iglesia. El conciliarismo pareció la única salida posible para recuperar La unidad. Después del concilio de Constanza (1414-1418) esta corriente de opinión siguió viva y sólo fue vencida por medios polí­ ticos. Por medio de concordatos, es decir, de alianzas con los estados, los papas trataron de defenderse de las corrientes democráticas y sustraerse a la incómoda reforma. Es más, cuando en 1437, en el concilio de Basilea, estalló de nuevo el cisma, la suerte de la Iglesia quedó en manos de los poderes seculares. El papa hubo de comprar caro el reconocimiento por parte de los príncipes alemanes, el emperador y el rey de Francia, y otor­ gar al Estado amplios poderes sobre la Iglesia. El resultado fue el «sistema de iglesias nacionales», es decir, la dependencia de la Iglesia de los poderes seculares: monarquía, príncipes o ciudades, con la posibilidad de interve248

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nir a fondo en la vida interna de ella. En el curso del siglo XV, los papas, en lugar de acentuar su misión religiosa frente a la secularización, se con­ virtieron más y más en príncipes entre príncipes, con quienes pactaban o guerreaban. En segundo lugar hay que mencionar el clericalismo, que se apoya en el monopolio cultural de los clérigos y en sus privilegios de estamento. Misión de la Iglesia fue trasmitir a los germánicos, no sólo la revelación de Jesucristo, sino también los bienes de la cultura antigua. Ello condujo a una superioridad de los hombres de la Iglesia que iba más allá de su estricta misión religiosa. Pero, a medida que el hombre medieval se iba sintiendo mayor de edad, quería contrastar por sí mismo el legado de fe y cultura que se le había ofrecido, lo que exigía que la Iglesia debía renunciar a aquellos campos de acción que sólo subsidiariamente había ocupado y a los derechos que no se ligaran directamente con su misión religiosa. Como no se llegó a semejante relevo pacífico, los movimientos en que entraba en juego la aspiración de los laicos a la independencia se tiñeron de color revolucionario. La Iglesia afirmó posiciones caducas y el mundo (individuos, estado y sociedad) tuvo que conquistar a fuerza de lucha su independencia. Así se llevó a cabo el proceso de secularización contra la Iglesia bajo el santo y seña del subjetivismo, el nacionalismo y el laicismo. Y en tercer lugar, en el encuentro con la antigüedad y como fruto de su propia investigación y de la experiencia el hombre descubre realidades que no habían nacido en suelo cristiano, que eran evidentes por sí mismas y no necesitaban ser confirmadas por la autoridad. Sin duda los represen­ tantes de la nueva ciencia querían ser cristianos; pero, como la Iglesia se identificaba con lo antiguo y tradicional, lo nuevo (presentado con el na­ tural alborozo de un descubrimiento) producía un efecto de crítica contra ella. Así, en los círculos humanistas se propagaba una atmósfera antiesco­ lástica, anticlerical, antirromana y, en cierta medida, ajena a la Iglesia. Si no se tomaba una postura agresiva contra ella, los espíritus se distanciaban de sus dogmas, sacramentos y oración. Como «causa inmediata de la reforma protestante» hay que mencio­ nar los abusos en el clero y pueblo y la imprecisión dogmática. Cuando se habla de desórdenes en la Iglesia en vísperas de la reforma, se piensa en primer término en los «malos papas» y, sobre todo, en Alejandro VI, aun­ que quizá fue más peligrosa la descomposición bajo León X. Este vástago de los Médici tomó posesión de su cargo con un gran desfile que imitaba una procesión del Santísimo, a la vez que se leía en un gran cartel: «an­ taño imperó Venus (Alejandro VI), luego Marte (Julio II), ahora empuña el cetro Palas Atenea». Los humanistas celebraban así a su protector y mecenas, pero anunciaban también la frívola mundanidad y ligera negliLa división de la cristiandad

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gencia que caracteriza el pontificado de León X, en el que Letrero da el compás de entrada a la reforma protestante. «El vicio —diría poco des­ pués Adriano VI— ha venido a ser tan natural, que los con él manchados no sienten ya el hedor del pecado». En el alto y bajo clero no andaban las cosas mejor. Sin fijarnos en las deficiencias de orden estrictamente moral, el clero había convertido a la Iglesia en una propiedad que procuraba provechos y goce económico. Obispos y párrocos no se consideraban a sí mismos como titulares de un oficio, para cuyo ejercicio se les proveía del necesario sustento, sino que se sentían como propietarios de una prebenda en el sentido del derecho feu­ dal germánico. Esta prebenda era un beneficio, al que iban ligadas algunas obligaciones y servicios, pero éstos podían traspasarse a un representante mal pagado, a un vicario. Así, para daño de la cura de almas, varios obispados u otros cargos con cura de almas podían estar unidos en una sola persona. Todavía en 1556, el cardenal Alejandro Farnerse, nieto de Paulo III, poseía 10 obispados, 26 abadías y otros 133 beneficios inferiores. Efecto devastador tenía el hecho de que en la mayor parte de las naciones y, de forma especial en Alemania, las sedes episcopales y abadías estuvieran reservadas a los segundones de las familias nobles, que por lo general no se encargaban de la cura de almas, sino que lo que les importaba era ¡levar una vida lo más placentera posible. Cuanto menor era el espíritu religioso en la curia papal y en el resto del clero, tanto más escandalizaba el fiscalismo de la Iglesia y el afán de lucro. Con un refinado sistema de tarifas, impuestos, donaciones más o menos voluntarias y con el dinero de las indulgencias, se procuraban lle­ nar las arcas de la curia. Pero dado el costoso tren de vida de una corte am un dan ada, la extensa actividad constructora y los altos costes de la gue­ rra, los apuros financieros eran permanentes. No es casualidad que con este fiscalismo esté relacionado el tráfico de las indulgencias, que ofreció la ocasión inmediata para el estallido de la reforma. Los abusos descritos produjeron un extenso descontento contra la Iglesia, que fue subiendo de tono hasta convertirse en resentimiento e incluso odio contra Roma. Durante un siglo se clamó por la reforma en la cabeza y en los miembros, y la desilusión se repitió una y otra vez. En 1455 se presentaban, por primera vez, los gravamina de la nación ale­ mana. Este conjunto de quejas contra el papado se expuso luego de forma reiterativa, sin que Roma pusiera ningún remedio, lo que atizó el senti­ miento antirromano en Alemania. En su escrito A la nobleza cristiana de la nación alemana, Lutero hizo suyas estas quejas y se convirtió así en héroe del pueblo. También Zwinglio supo explotar el descontento y ordenó a sus discípulos no predicar pri­ mero sobre la doctrina, sino sobre los abusos y necesidad de reforma. 250

Historia del Mundo Moderno

El clamor de reforma y la oposición que con él iba unida hizo que muchas gentes, aunque no tenían nada que ver con la nueva doctrina, se unieran a los reformadores porque parecían traer la tan ansiada reforma. El terreno estaba preparado para recibir las consignas que prometían lo que se necesitaba, pero también estaba acumulado el explosivo que espe­ raba la mecha encendida. Por muy graves que sean los abusos descritos y por mucho que contribu­ yeron a la aparición y triunfo de la reforma protestante, no les corresponde la importancia máxima en este contexto. Más decisivo que la personal defi­ ciencia de papas, sacerdotes y laicos fue la falta general de claridad dogmá­ tica. El campo del error y de la verdad no estaba suficientemente deslindado. Lutero pensaba estar aún dentro de la Iglesia después de calificar al papa de Anticristo, y en 1530, en la «Confesión de Augsburgo», Melanchthon quería hacer creer que no había contradicción alguna con la Iglesia romana y sólo diferencias de opinión respecto de algunos abusos. La incertidumbre era particularmente grande en torno a la idea de Iglesia. Por culpa del cisma de Occidente (el último antipapa Félix V no abdicó hasta 1449) no era uni­ versalmente claro que el papado fuera esencial a la Iglesia. Al no poderse afirmar quién era el legítimo papa, se dejó de pensar en ello y la gente se fue acostumbrando a pasar sin papa. La reforma protestante recibió fuerte im­ pulso del hecho de que, para muchos, Lutero traía sólo la ansiada reforma, sin advertir que ponía en tela de juicio doctrinas esenciales de la Iglesia.

B. Lutero

En la fuerte personalidad de Martín Lutero (1483-1546), hijo de un minero sajón, se mezclan la vitalidad de sus orígenes populares con su profunda conciencia religiosa, influenciada más por la fuerza del cora­ zón que de la razón. Después de estudiar con los Hermanos de la Vida Común en Magdeburgo y en la universidad de Erfurt, en 1506 profesa en los eremitas de San Agustín de esa ciudad. En 1508 es trasladado a Wittenberg (Sajón i a), en cuya universidad enseña filosofía y teología. Inspirándose en San Pablo y San Agustín, y en oposición con los humanistas, conforma una visión pesimista del hombre, subrayando el carácter irremisiblemente pecaminoso de la naturaleza humana y la ne­ cesidad de la gracia divina, única capaz de salvarle. Lutero niega el libero arbitrio del hombre y todo lo remite a la misericordia divina, es decir, a la justificación por la fe, que se convierte en la piedra angular del protes­ tantismo oficial. De acuerdo con esta doctrina, Lutero desarrolla su crítica contra las indulgencias, que favorecían una piedad superficial y alejaban al cristia­ La división de la cristiandad

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nismo de las verdaderas fuentes de la salvación. En 1517, ante la predi­ cación de las indulgencias que el papa León X concedía a los que contri­ buyeran con sus limosnas a la reconstrucción de San Pedro, Lutero invitó a los teólogos a que reflexionaran sobre el tema, a la vez que él lo bacía en sus 95 tesis sobre «la virtud de las indulgencias». Lutero no pretendía aportar ninguna nueva doctrina con sus tesis; sin embargo, afirmaba que sólo Dios puede perdonar Jas culpas de aquellos que se arrepienten since­ ramente, de forma que la absolución dada por el sacerdote le parecía útil pero no indispensable, a la vez que negaba a la jerarquía poder suficiente para borrar las penas del purgatorio. Por otra parte, afirma que el cristiano tiene una doble naturaleza: el hombre interior que halla su plena libertad en la fe, en la relación con Dios y en la lectura de la Biblia, que es donde se manifiesta de forma auténtica la voluntad divina; y el hombre exterior, que se pone en relación con los otros hombres en el marco de la vida social. Las obras buenas no sirven para salvar al hombre interior (que se salva únicamente por la fe), sino para gobernar al hombre exterior y ayu­ darlo a vivir en armonía con el interior. Las consecuencias de esta valoración absoluta del diálogo directo entre el hombre y Dios son de gran transcendencia. En primer lugar, se deva­ lúa el papel de los sacerdotes como intermediarios entre Dios y los fieles. Lutero afirma el «sacerdocio universal de todos los bautizados», sin que exista frontera alguna entre laicos y eclesiásticos, simples delegados por la comunidad para el desempeño de un determinado oficio. En segundo lugar, la «lectura y la interpretación de la Biblia» era un derecho de todos los creyentes y no, como afirmaba la Iglesia, un monopolio reservado a los sacerdotes. Y en tercer lugar, de la doctrina del sacerdocio universal deriva una valoración de los «sacramentos» diversa. Los siete sacramentos de la Iglesia católica son reducidos a tres por Lutero. Sólo la eucaristía, cierra forma de penitencia y el bautismo se fúndan en la Biblia, los otros eran el fruto de las distorsiones introducidas por la autoridad eclesiástica.

C, El desafío de Lutero La difusión y resonancia de las 95 tesis no tardó en provocar una viva reacción. Mientras que el arzobispo de Maguncia y los dominicos, en­ cargados de la Inquisición, denunciaban a Lutero ante la curia romana, se desencadenaba la polémica en Alemania. El proceso romano contra Lutero quedó en suspenso por la muerte del emperador Maximiliano I y las dilaciones de León X. Se reanudó después de la elección de Carlos V y terminó con la publicación de la bula de León X (15-VI-1520), en la que se le declaraba excomulgado si en un plazo de sesenta días no se retractaba. 252

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Lutero respondió quemando un ejemplar de la bula, el 10 de diciembre, ante los profesores y estudiantes de la universidad de Wittenberg. Poco después, en la dieta de Worms, inaugurada a principio de 1521 por el nuevo Emperador, se convocó a Lutero para que se retractara de su doctrina, pero él rehusó «porque no es bueno ni sincero obrar contra la propia conciencia». La negativa consumó la ruptura y un edicto im­ perial (26-V-1521) le proscribió en el Imperio. Al día siguiente Lutero abandonó Worms, y su señor natural y protector, el príncipe Federico el Sabio, organizó un asalto ficticio y fue llevado a Wattburg, donde pasó más de seis meses escribiendo algunas de sus principales obras. Después se estableció en Wittenberg, donde vivió hasta poco antes de morir, en que volvió a Eisleben, su ciudad natal, donde fallece en 1546. Cuando Lutero fue convocado a la dieta de Worms no era ningún disidente solitario, pues durante los años 1518-1521 se habían adherido a su doctrina muchos humanistas alemanes, que veían en el monje sajón un liberador de la vida religiosa. Entre ellos estaban Ulrico de Utten y Felipe de Melanchton. Este último llegó a ser el discípulo predilecto del reformador y dio forma en 1521 a la doctrina del maestro. Algunos artis­ tas (Durero, Holbein), la pequeña nobleza y los burgueses urbanos se in­ clinaron también por la Reforma. Después del Edicto de Worms (1521), la Reforma fue adoptada por numerosas ciudades alemanas y varios prín­ cipes que, en 1525, se negaron a ejecutar el Edicto de Worms. Poco des­ pués, en 1529, una nueva dieta trató de ponerlo nuevamente en vigor y seis príncipes y catorce ciudades protestaron, lo que dio origen al nombre de «protestantes».

D. Zwinglio

Después de Alemania, el otro gran centro de la Reforma fue Suiza, donde las nuevas doctrinas fueron introducidas por Ulrich Zwinglio (1484-1531), canónigo de la catedral de Zurich. Humanista y seguidor de Erasmo, subrayó siempre su independencia de Lutero y, en efecto, su acti­ vidad reformadora se diferenció netamente de la del monje agustino. Entre 1524 y 1525 Zwinglio reformó ampliamente la iglesia de Zurich: abolió las imágenes de las iglesias, anuló el celibato de los sacer­ dotes, suprimió los conventos y destinó sus bienes a la asistencia pública, sustituyó la misa por un rito estremadamente simple y sobrio, y abrogó el sacramento de la eucaristía, negando la presencia real. Además, atacó con vehemencia el servicio militar mercenario que los campesinos suizos más pobres practicaban en gran número, juzgándolo indigno de un buen cristiano. La división de la cristiandad

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Como todos los grandes personajes de la Reforma, también Zwinglio tuvo que enfrentarse con movimientos extremistas que amenazaban con comprometer el delicado equilibrio existente entre los reformadores y la autoridad pública. La amenaza interna a la Reforma de Zurich proviene de los anabatistas, dirigidos por Konrad Grebel y Félix Manz. Los anabatistas querían dar vida inmediatamente (y no con la cautela de Zwinglío) a una comunidad de santos, de fieles puros y libres de cualquier imposi­ ción legal, negaban la validez del bautismo de los niños y afirmaban que todos los verdaderos fieles debían ser rebautizados (de donde procede su nombre, del griego anabatistés = rebautizados). Los anabatistas predica­ ban también la igualdad social en consonancia con el dictado evangélico. Zwinglio intentó, en varios debates públicos, convencer a los anabatitas para que renunciaran a sus ideas y entrasen en la iglesia reformada de Zurich, pero se encontró con una oposición irreductible, por lo que inter­ vino la autoridad civil, condenando a muerte a muchos de ellos. A pesar del carácter moderado que, al menos en el ámbito político y social, presentaba el experimento de Zwinglio en Zurich, suscitó el recelo en el resto de los cantones de Suiza, que veían con hostilidad la propa­ ganda de Zwinglio contra los mercenarios y miraban con temor el éxito que la Reforma de Zurich estaba alcanzando en Berna y Basilea. En 1531 un ejército católico asaltó Zurich y consiguió una aplastante victoria en la batalla de Kappel, donde murió el mismo Zwinglio. De momento, la di­ fusión de la Reforma fue bloqueada en Suiza, con excepción de Ginebra.

E. Calvino y el calvinismo

En la ciudad de Ginebra, en la Suiza de lengua francesa, se desarrolla la actividad de Juan Calvino (1509-1564), un francés huido de su patria por la represión que se inicia contra los luteranos, cuya doctrina había abrazado en 1533. Calvino se establece en Basilea, donde entra en con­ tacto con la doctrina de Zwinglio, muchas de cuyas ideas recoge en la obra que publica en 1526: Institución de la religión cristiana. Obra que alcanza gran éxito editorial y se convierte, edición tras edición, en una verdadera summa teológica de la Reforma, Después de breves estancias en Ferrara, Ginebra y Estrasburgo, Calvino se establece definitivamente en Ginebra en 1541, y allí permanece hasta su muerte, acaecida en 1564. Las relaciones de Calvino con Ginebra no fueron fáciles, pero al final, después de decenios de actividad incansable, de contrastes, de fracasos y de éxitos, Calvino consigue hacer de aquella ciudad de 13.000 habitantes una especie de Estado-Iglesia, una comunidad pronta a encarnar el mo­ delo calvinista de sociedad. Este modelo de sociedad estaba presidido por 254

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la idea de la predestinación, que ya Lutero había apuntado y que Calvino elaboró y completó en los últimos años de su vida. La doctrina calvinista experimenta una importante evolución. En un principio, al igual que Lutero antes de 1525, enseña que la iglesia es esen­ cialmente invisible y, en consecuencia, el sacerdote (pastor) no es más que un delegado de los fieles, con los que comparte el sacerdocio universal. Sin embargo, con el paso del tiempo y por influencia de otros reformadores, revaloriza la iglesia visible y ordena que hay que honrarla y mantenerse en su comunión, a la vez que precisa la doctrina sobre la predestinación, es decir, que Dios encamina a unos a la vida eterna y a otros a la conde­ nación. La salvación no depende de los méritos del individuo sino de la gracia divina. Pero el individuo no debe resignarse pasivamente al propio destino, sino buscar dentro de sí los signos de su pertenencia a la iglesia de los elegidos. Esta búsqueda activa e incesante se debía ejercitar también en la vida de cada día, cumpliendo bien con su deber. Para dar vida a esta comunidad ideal Calvino utilizó ampliamente los instrumentos de la política, orientados al control de la religión y de la mo­ ral. Un consistorio, compuesto por doce laicos y algunos pastores, vigilaba la conducta de los ciudadanos en lo referente a las cuestiones doctrinales y a la disciplina eclesiástica. El sistema educativo fue completamente re­ formado. La conducta moral y la observancia religiosa de los magistrados ciudadanos estaba sometida a un estricto control. Un viento moralizador impregnó la vida pública y privada de los ginebrinos: se prohibieron los juegos de azar, los espectáculos, el lujo, se cerraron las tabernas. Los peca­ dores eran excluidos de la comunidad y la sanción provocaba de hecho su marginación social. Ginebra se convierte en el punto de referencia y en el refugio de todos aquellos que, en Italia, Francia, Alemania u Holanda, eran perseguidos por sus ideas religiosas. Bajo el aspecto estrictamente religioso Calvino fue de una intransigencia extrema y, en ocasiones, utilizó la tortura y la con­ dena a muerte, como sucedió con el español Miguel Servet (151 1-1553), hombre de gran cultura y figura de primer plano en la historia de la cien­ cia moderna, acusado de hereje por negar el misterio de la Trinidad. Su muerte, sin embargo, no fue inútil porque abrió entre los hombres cultos una importante discusión sobre la tolerancia religiosa.

F. La Reforma anglicana

Enrique VIII e Isabel I no pueden compararse con los grandes refor­ madores del siglo XVI. Su obra religiosa, inspirada por el deseo de subor­ dinar la vida eclesiástica a los intereses del Estado, no hubiera sobrevivido La división de la cristiandad

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de no haber estado tan mal considerado el papado en las Islas Británicas desde tiempo atrás, y si la Iglesia de Inglaterra no hubiera estado habi­ tuada a vivir de forma autónoma. En 1527, después de diecisiete años de matrimonio, Enrique VIII, que había escrito contra Lutero, quiso que Roma anulase su matrimonio con Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena, dama de la Reina. Ante la negativa de Roma, en 1534, el monarca hizo aprobar al Parlamento el Acta de Supremacía, que convertía al rey en el jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra. La separación de Roma, en un primer momento, no afectó de forma sustancial a la doctrina, se limitó a suprimir los monasterios y a naciona­ lizar sus bienes, cuya venta creó una aristocracia terrateniente muy adicta a la Reforma, y a someter a la jerarquía eclesiástica al poder político. El equilibrio entre la antigua y la nueva doctrina siguió siendo máxima de la política religiosa hasta el final del reinado de Enrique VIII. Durante el reinado de Eduardo VI (1547-1553) invadió la vida de la Iglesia de Inglaterra un amplio frente de pensamiento protestante. Se pro­ cedió de acuerdo con el sentido práctico de los ingleses, al no prescribir las nuevas doctrinas como fórmulas de fe, sino que se las introdujo bajo el ropaje de una nueva liturgia, manteniendo muchas formas tradicionales. Al morir Eduardo VI el 6 de julio de 1553, su sucesora, María Tudor (1553-1558) que deseaba restaurar el catolicismo, actuó con cautela, da­ dos los intereses creados por la secularización de los bienes eclesiásticos y la desconfianza del pueblo inglés hacia Roma. Después de casarse con el príncipe Felipe de Austria, hijo de Carlos V, prosiguió la restauración del catolicismo. Un legado papal absolvió de todas las censuras papales en que se había incurrido desde la época de Enrique VIII y el Parlamento abolió las leyes votadas anteriormente contra la autoridad pontificia, aunque se tuvo especial cuidado en mantener la situación creada por la secularización de los bienes eclesiásticos. Así, gracias a una hábil política, el catolicismo parecía restablecido en Inglaterra. Pero la resistencia protestante fue más firme de lo esperado y la Reina, tolerante al principio, no tardó en emprender el ca­ mino de la intransigencia, acrecentando así el odio contra el «papismo». La prudente y culta hija de Ana Bolena, Isabel I (1558-1603), empezó por asegurarse el trono con una política exterior en extremo cauta, a la vez que mostraba el rumbo que deseaba imprimir a su política religiosa. Una nueva acta de supremacía y uniformidad (1559) puso en vigor diez leyes eclesiásticas de Enrique VIII y Eduardo VI que habían sido abolidas en el reinado anterior. Los obispos nombrados bajo María, que opusieron resistencia, fueron depuestos y sustituidos por otros dispuestos a prestar el juramento de supremacía. Los pocos monasterios restaurados fueron suprimidos. La raya, pues, de separación entre defensores de la antigua fe quedó inequívocamente trazada. Sin embargo, la persecución despiadada 256

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no comenzó hasta que Pío V lanzó sobre la Reina la excomunión y depo­ sición (25-11-1570). La ruptura estaba consumada. En los últimos años del reinado isabelino se resumió la doctrina y constitución de la Iglesia anglicana, quedando con ello conclusa la formación de un tipo nuevo de iglesias protestantes.

G. La Europa reformada

El ámbito de la difusión de la Reforma en Europa fue muy amplio. En Francia penetró con bastante rapidez gracias a la iniciativa del humanista Lefebvre d’Etaples, que se había adherido a las ideas de Lutero (y que tuvo entre sus alumnos a Calvino). La conducta prudente de sus seguidores evitó la persecución y hasta 1534 el luteranismo hizo prosélitos sin encontrar grandes obstáculos. Pero ese año todo cambia. Se difunden manifestaciones violentamente anticatólicas e incluso se fijan en los muros del palacio real. Francisco I, ante esta iniciativa de apariencia subversiva, desencadena la re­ presión contra los luteranos y muchos (como Calvino) abandonan el país. Con su sucesor, Enrique II, la represión se hace más sistemática. Mayor éxito tuvo en Francia el calvinismo. Calvino era francés y cuidó con particular empeño la difusión de la Reforma en su país. A pesar de que algunos reformadores fueron condenados a muerte, en 1561 se con­ taban en Francia cerca de 670 pastores hugonotes (nombre con el que se conocía a los calvinistas franceses). Hacia el 1600 los hugonotes sumaban casi un sexto de la población francesa y contaban con un importante nú­ mero de nobles y hombres de negocios. En Alemania la difusión del calvinismo encontró un fuerte obstáculo en el luteranismo, sólidamente asentado. Sin embargo, esto no impide que el calvinismo penetre en algunos principados renanos y particularmente en el Pala tinado. El calvinismo suplantó al luteranismo en Hungría, donde hacia 1580 había conquistado el 50% de la población. También alcanzó gran éxito en los Países Bajos, donde se vio favorecido por la hostilidad de la población contra el dominio de la católica España. La corriente luterana de la Reforma se impone de manera hegemónica en la Europa septentrional. En 1523 Gustavo Vasa, apenas nombrado tey de Suecia, se adhiere al luteranismo y confisca todos los bienes de la Iglesia. En 1536 lo hicieron Noruega y Dinamarca, y en 1539 Finlandia (políticamente sometida a Suecia) e Islandia. También fue importante la penetración del luteranismo en los países de Europa oriental, aunque per­ manecieron en su mayoría católicos. Dejando el peculiar caso de Inglaterra, ya mencionado, en Escocia prevalece el calvinismo, gracias a la predicación del reformador John Knox La división de la cristiandad

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(1507-1572), que introduce una organización caracterizada por la igual­ dad entre los eclesiásticos, conocida con el nombre de presbiterianismo, en contraposición a la organización episcopal de la Iglesia anglicana. Al contrarío que Inglaterra y Escocia, Irlanda se mantiene católica.

2. La Reforma católica y la Contrarreforma Al iniciar el estudio de la Reforma católica surge un interrogante: ¿se puede hablar de Reforma católica o más bien de Contrarreforma?, es de­ cir, ¿la renovación que surge en la Iglesia católica durante el siglo XVI es esencialmente una reacción contra el protestantismo y, por tanto, poste­ rior a la ruptura de Lutero o se trata más bien de algo que ya existía en el interior de la Iglesia y había empezado a dar sus primeros resultados antes de 1517? Para la historiografía tradicional protestante, la Reforma católica es una simple reacción contra la Reforma protestante, lo que niega la his­ toriografía tradicional católica. La historiografía actual, por su parte, afirma que en la Iglesia del siglo XVI se detecta una tendencia espontá­ nea hacia la reforma, que se observa desde la base y se manifiesta ya en el tardo medievo, y una reacción contra el protestantismo que se desa­ rrolla bajo la guía del papado, recurriendo incluso a la coacción y a la fuerza. Hubert Jedin designa a la primera actitud Reforma católica y a la segunda Contrarreforma, precisando que la Contrarreforma sofocó no sólo los errores sino también los fermentos positivos contenidos no tanto en el luteranismo cuanto en el erasmismo y en el humanismo cristiano de Lefebvre d’Etaples y otros. Por otra parte, la Contrarreforma no se puede reducir a una obra de represión (erradicación de abusos y ratificación de la doctrina tradicional) y a una acción de reconquista político-religiosa. Existe también un sincero esfuerzo de renovación religiosa, aunque insu­ ficientemente desarrollado y divulgado.

A. Precedentes de la Reforma católica

La Reforma católica saca sus fuerzas de los intentos de renovación re­ ligiosa de fines del medievo, que pudieron mantenerse en Italia y España sin ser interrumpidos por la Reforma protestante. Sin embargo, su desa­ rrollo sólo fue posible cuando, bajo el pontificado de Paulo III, triunfó en Roma el movimiento reformista y empezó a remover los obstáculos que oponía la curia romana. Después, el Concilio de Trento extendería la reforma a toda la Iglesia. 258

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En Italia los inicios de la reforma están unidos a diversas asociaciones laicas (hermandades o cofradías), que se proponen un doble fin: la cari­ dad hacia los pobres enfermos, y la piedad eucarística. Los miembros de estas asociaciones, que se difundieron por toda Italia, llevaban una vida religiosa muy estricta, y algunos acabaron por fundar institutos religiosos, como después veremos. Aunque nunca faltaron en la Curia defensores de los programas de reforma, durante aquellos años en la mayor parte de los cardenales preva­ lecían los intereses mundanos. Con Paulo III las cosas fueron cambiando y empezó a prevalecer el partido de la reforma, aunque las resistencias de la curia torpedearon varios planes. Algo similar sucedía en el episcopado, cuyas sedes más importantes estaban en manos de cardenales que no re­ sidían o habían pasado por resignación a sus parientes. No obstante, el modelo de la futura reforma tridentina en el terreno diocesano vino a ser la que efectuó el obispo de Verona en su diócesis. Organizó de forma sis­ temática la cura de las almas, estableció la obligación de la predicación y la instrucción religiosa, y procuró elevar el nivel cultural y moral del clero, instituyendo un seminario sacerdotal. El Concilio Lateranense V (151217) fue el único intento de reforma general de la Iglesia en vísperas de la escisión protestante, pero sus resultados fueron escasos. De la Península Ibérica salió el impulso más eficaz de reforma. Mientras en Italia los apoyos de la reforma católica estaban en las asocia­ ciones de clérigos y laicos, en España el episcopado y las órdenes religio­ sas, apoyados por los Reyes Católicos, se convirtieron en los protagonistas de la renovación religiosa y eclesiástica. En el concilio nacional de Sevilla de 1478 se llegó a un acuerdo entre los monarcas y los obispos sobre la reforma de la Iglesia, que se ejecutaría por ambas potestades, evitando posibles interferencias foráneas. Esta colabora­ ción resultó fecunda para la reforma, porque la reina Isabel nombró para va­ rias sedes de Castilla obispos idóneos y celosos de la reforma, como el primer arzobispo de Granada, Fr. Hernando deTalavera (1493-1507), que resultó ser un verdadero precursor y modelo del obispo de la Reforma católica. Más amplio fue el radio de acción del cardenal Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo (1495-1517), que con mano firme impulsó la reforma del clero secular y regular, y en la Universidad de Alcalá, por él fundada, se creó un centro de humanismo y teología positiva, cuya realización más importante foe la Biblia Políglota. También en la vieja universidad de Salamanca el do­ minico Francisco de Vitoria inicia la renovación de la teología escolástica. De su escuela salieron los grandes teólogos españoles del Concilio de Trento y obispos eminentes de la época de la Reforma. La contribución de España a la Reforma católica está en su episco­ pado, que la fomentó y practicó, y en la teología de Salamanca. Obispos La división de la cristiandad

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y teólogos españoles configuraron en parte ei Concilio de Trenco, porque tras ellos estaba el Emperador.

B. El Concilio de Trento

El papa Paulo 111 (1534-1549), a pesar de seguir creyendo en la efica­ cia de la represión y de la estirpación violenta de la herejía, no fue insen­ sible a las instancias reformadoras del catolicismo. En 1536 nombró una comisión encargada de analizar los motivos de la crisis y de proponer los medios necesarios para subsanarla. La comisión elaboró un detallado in­ ventario de los males del catolicismo y apuntó una serie de propuestas de carácter disciplinar y moral. Pero a amplios sectores de la misma jerarquía eclesiástica les parecía claro que fenómenos como la escisión protestante no podían afrontarse únicamente recurriendo a reformas parciales. No estaba sólo en juego la represión de los abusos de carácter disciplinar, sino la recuperación de toda la religión católica: la doctrina, la vida moral y espiritual, la eclesiología. Por esto, el mundo cristiano pedía desde hacía tiempo la convocatoria de un concilio ecuménico, que afrontase global­ mente los problemas de la reforma y pusiese remedio a los males que afligían al mundo cristiano. Los papas del siglo XV habían obstaculizado la convoca­ toria del concilio, porque temían que renaciera la corriente conciliarista, que sostenía la superioridad del concilio sobre el papa. El éxito de la Reforma protestante, sin embargo, hizo urgente su convocatoria a fin de restaurar la unidad de la cristiandad. Así pensaban muchos católicos, como los carde­ nales Morone, Sadoleto o Pole, y luteranos, como el más cercano colabora­ dor de Lutero, Melanchton. Pero en ambos campos no faltaban los que se oponían a todo acuerdo: católicos que exigían de los protestantes la simple retractación y sumisión, y protestantes que querían humillar al papado. El concilio fue convocado en Trento por Paulo III en mayo de 1542. Se escogió la ciudad de Trento para no molestar a católicos ni protestan­ tes, porque, aunque era una ciudad italiana, territorialmente pertenecía al Imperio. Los trabajos se alargaron cerca de veinte años y, a causa de las guerras entre Carlos V y Francisco I, no comenzaron de hecho hasta di­ ciembre de 1545 (después de la paz de Crépy) y se concluyeron en 1563, no sin una tentativa de trasladar la sede a Bolonia (en los años 15471549) y una interrupción de diez años (de 1552 a 1562) por la hostilidad del papa Paulo IV. Antes de que el concilio iniciase sus sesiones habían pasado ya los de­ seos de reconciliación. Los protestantes decidieron no participar, porque no aceptaban la preeminencia que el papa pretendía tener y la asistencia única de eclesiásticos, lo que estaba en contradicción con el sacerdocio 260

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universal de los fieles que ellos defendían. Por tanto, el encuentro se con­ virtió en una asamblea interna del mundo católico. La inspiración del concilio era ecuménica, pero la participación fue muy restringida tanto en el número (60 participantes en la primera sesión y 235 en la última) como en la representación geográfica: cerca de los dos tercios eran italia­ nos, seguían los españoles, franceses, alemanes e ingleses. Desde el primer momento se enfrentaron en el concilio dos tenden­ cias: la que pretendía que se tratasen de forma preferente los problemas de carácter institucional y disciplinar (defendida por el Emperador, pre­ ocupado por hallar un acuerdo con los príncipes protestantes que hiciera menos inestable el cuadro político alemán), y la que quería dar una pre­ eminencia a las cuestiones dogmáticas y teológicas (sostenida por el pontí­ fice). Para evitar que estas diferencias desembocasen en un enfrentamiento abierto, se decidió organizar los trabajos de modo que los dos aspectos, el dogmático y el disciplinar, se tratasen paralela y orgánicamente.

C. Las conclusiones del Concilio

La obra del concilio constituyó no sólo el fundamento de la restaura­ ción católica, sino también de los principios en que descansó la labor de la Iglesia católica hasta tiempos recientes. En el plano doctrinal el concilio precisó la doctrina católica frente a la interpretación protestante. Se reafirma la validez de los siete sacramentos, confirmando la presencia real de Cristo en la eucaristía y el bautismo de Los niños. Contra la tesis luterana del «sacerdocio universal de los fieles», se acentúa la separación entre clero y laicado, y se defiende la institución divina del sacerdocio. Contra la tesis del «libre examen» de los reforma­ dos, se define que sólo la Iglesia jerárquica puede interpretar la Biblia y declara oficial la versión latina de la Biblia conocida con el nombre de Vulgata. A la tesis de la «justificación por la fe», contrapone el principio de que la salvación se obtiene por medio de la fe y de las obras. El concilio recomienda también el culto de los santos y de la Virgen. En el ámbito disciplinar se tomaron importantes medidas para resolver los problemas que de tiempo atrás habían creado un profundo malestar en el pueblo cristiano. Se afirma la obligación del celibato eclesiástico y se impone la residencia a todos los titulares de beneficios con cargas pastorales (obispos, párrocos), prohibiéndose la acumulación de beneficios. A los obis­ pos se les manda efectuar visitas regulares a las parroquias de sus diócesis (visitas pastorales) para controlar el comportamiento de los fieles y de los eclesiásticos. Para combatir la ignorancia del clero se dispuso la creación de seminarios, a fin de seleccionar y formar a los futuros sacerdotes. La división de la cristiandad

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En el concilio se acordaron otras innovaciones de gran utilidad. Una de las más importantes fue la elaboración del catecismo. Una disposición conciliar ordenaba a los curas enseñar a los fieles la doctrina cristiana en lengua vulgar. A tal efecto, el concilio encargó a una comisión, presidida por el arzobispo de Milán, Carlos Borromeo, redactar un Catecismo ro­ mano, que fue publicado en 1566. Este manual para uso de los sacerdotes, que contenía de manera simplificada la doctrina del concilio, tuvo gran importancia al divulgar los principios de la ortodoxia tridentina entre los eclesiásticos y los fieles. El concilio no consiguió restablecer la unidad de la cristiandad, pero este fracaso aparente no disminuye en nada la importancia histórica del Tridentino. Muestra la fuerte capacidad de recuperación de la Iglesia ca­ tólica, acentúa la unidad dogmática y disciplinar y abre una época nueva en la historia de la Iglesia y, en cierto modo, fija los rasgos principales que van a modelar a la Iglesia hasta época reciente.

D. Actitudes represivas y actitudes reformadoras

La sistematización doctrinal y la codificación de la disciplina estuvo acompañada de una paralela acción represiva, que expresó más directa­ mente el espíritu duro y luchador de la Contrarreforma. Un espíritu que se entrecruza con (as actitudes reformistas. Para comprender la intersec­ ción de estos dos impulsos basta considerar que el papa Paulo III, que convocó el Concilio de Tremo, fue el que dio nuevo vigor al tribunal de la Inquisición en su lucha contra la herejía, al traspasar el cuidado por la pureza de la fe, «aquende e allende de los Alpes» a una comisión de car­ denales, la Congregación del Santo Oficio, cuyos poderes se extendían hasta imponer la pena de muerte a «herejes contumaces». Esta política represiva se acentúa durante el pontificado de Paulo IV (1555-1559), que interrumpe el Concilio de Trento. Convencido de la inutilidad de esta asamblea y hostil a cualquier innovación que no proceda del papado, el pontífice intenta restaurar el poder de la Iglesia a través de una lucha encarnizada contra la «herejía» y una serie de medidas de carácter disci­ plinar. Mientras los tribunales de la Inquisición actuaban con renovada intensidad, las sospechas del Papa se centraron incluso sobre aquellos cardenales que en Trento habían manifestado entusiasmo reformador y fueron acusados de simpatías heréticas: Morone fue encarcelado y Pole se vio obligado a emigrar. Paulo IV reorganizó también la censura sobre las publicaciones y fijó los criterios para la compilación del índice de libros prohibidos, un catálogo que contenía todos los títulos de los libros que los católicos no debían leer. 262

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Las actitudes represivas, sin embargo, sólo muestran un lado de la Iglesia católica del XVI. La voluntad de realizar una reforma del cato­ licismo a través de nuevas formas organizativas, de conseguir la morali­ zación del clero y de intervenir de forma concreta en la sociedad, había surgido antes de Trento, con la fundación de toda una serie de órdenes religiosas y de instituciones de carácter asistencial. En 1524 se funda la orden de los teatinos, orientados a la reforma moral del clero y a la predi­ cación; en 1528 la de los capuchinos, orientados a la predicación popular y a la asistencia a las víctimas de la peste; en 1535 la asociación de las ursulinas para la instrucción de las jóvenes. Otras muchas surgieron en los anos siguientes. Al igual que en el siglo XIII la fundación de las órdenes mendicantes contribuyó a poner freno a las herejías, la proliferación contrarreformista de cofradías y nuevas órdenes religiosas expresa la voluntad de relanzar la presencia de la Iglesia en la sociedad, rechazando cualquier tentación heterodoxa. Al margen de su misión específica, los religiosos se volcaron en la actividad misionera dentro de la lacerada cristiandad euro­ pea, a través de la predicación, el ejemplo y el compromiso social. La más importante de las nuevas instituciones fue la Compañía de Jesús, fundada en 1540 por Ignacio de Loyola (1491-1556). Un militar español que, herido durante el asedio de Pamplona, sufrió una crisis reli­ giosa y decidió dedicarse al apostolado religioso. El nuevo instituto, que tuvo un rápido desarrollo (5.000 miembros en 1581 y 16.000 en 1625), preveía una formación larga y meticulosa de sus candidatos. Reclutados a través de una selección rigurosa, los jesuítas eran hombres de Iglesia que unían a su basta cultura y capacidad, una obediencia de tipo militar. La estructura interna era rigurosamente jerárquica y toda la autoridad se con­ centraba en las manos del general. Frente al rigor interno de la orden, los jesuítas eran muy flexibles en las relaciones con la realidad en que se movían. Teniendo como objetivo principal la reconquista de la cristiandad a los principios morales y doc­ trinales de la Iglesia romana, la Compañía se las ingenió para penetrar lo más posible en la realidad política, social y cultural de Europa, evitando actitudes excesivamente rígidas en sus enfrentamientos con los herejes, los incrédulos o los indecisos. Tal actuación se desarrolló con éxito sobre todo en dos campos: la colaboración con los gobiernos y la promoción de las instituciones educativas. El prestigio intelectual y el rigor moral de la Compañía provocó una gran demanda de profesores jesuítas por parte de los príncipes y de las ciudades, hasta el punto que Ignacio de Loyola debió crear en Roma un colegio central, el «Colegio Romano», para la instrucción de los novicios. Miembros de la orden conquistaron las uni­ versidades católicas, pero sobre todo fundaron escuelas de educación pri­ maria y secundaria, que pronto fueron acaparadas por los jóvenes de las La división de la cristiandad

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clases superiores. Como educadores los jesuítas tuvieron también acceso a las corres y, en muchos casos, se convirtieron en los confesores oficiales de los príncipes y soberanos. Los jesuítas también se preocuparon de extender su propia influencia en las capas más bajas de la sociedad, utilizando el sistema más eficaz para captar la atención del pueblo analfabeto: el culto a las imágenes y las pro­ cesiones. La Compañía de Jesús se retiró pronto del campo de las obras asistenciales, pero no abandonó su actividad misionera ultramarina: San Francisco Javier, uno de los primeros colaboradores de Ignacio de Loyola, obtiene notables éxitos en la India y Japón, y Mateo Ricci en China, lo que indica que las renovadas energías del mundo católico eran capaces de intentar conquistar incluso a los no creyentes de países lejanos.

3. Las guerras de religión El período comprendido, grosso modo, entre la ruptura de Lutero y la paz de Wesrfaüa se caracteriza en Europa occidental y central por tres tipos de conflictos, que se repiten de forma reiterativa en uno u otro país: las guerras religiosas entre los protestantes que se defienden y los católicos que contraatacan, la resistencia que nobles, burgueses o campesinos opo­ nen al avance del Estado absoluto, con su intolerancia religiosa, su cen­ tralismo y sus impuestos, y, por último, la resistencia que los campesinos opusieron a la reacción señorial. Este período se puede dividir en dos fases: una primera que llega hasta principios del siglo XVII, y otra que comprende los años sucesivos hasta la paz de Westfalia. Durante la primera fase (que es la que aquí estudia­ mos) los dos tipos de conflictos se estrecruzan entre sí. Y éste es el caso de la lucha que los príncipes alemanes mantienen con el Emperador, el largo conflicto civil que fueron las guerras de religión en Francia, en que los hugonotes combatieron contra la monarquía para defender su libertad religiosa y autonomía, o la insurrección de los Países Bajos, en la que los insurrectos combatieron contra la España católica por defender su liber­ tad religiosa e independencia política.

A. Guerra y paz religiosa en Alemania

En Alemania las convulsiones políticas y religiosas de la Reforma se mezclan con vastas sublevaciones sociales. Los primeros en moverse fue­ ron los caballeros, es decir la pequeña nobleza. Se trata de señores orgu264

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ílosos de su tradición guerrera, pero marginados por los príncipes y des­ provistos de medios económicos adecuados a su rango. Muchos de ellos subsistían como soldados de ventura, aventureros o bandidos. Los caba­ lleros hallaron en la predicación de Lutero una invitación a apoderarse de la gran propiedad eclesiástica y empuñaron las armas. Guiados por Franz von Sickingen y por el humanista Ulrichl von Bureen, que veían en los caballeros la futura clase dirigente del Imperio, con capacidad para unifi­ car el Estado alemán y abatir el poder de los príncipes, en 1521-1523 des­ encadenan una auténtica guerra civil, pero una liga de príncipes laicos y eclesiásticos reprime la revuelta que Lutero condenó con duras palabras. Mucho más grave fue la revuelta de los campesinos en cuyo origen subyacen la reacción señorial y las ideas de Lutero. La situación social del campesinado alemán se hace explosiva a partir de 1524, cuando se inician los primeros alborotos en Suabia y en la zona de la Selva Negra. A principios del siguiente año el movimiento se extiende por buena parte de Alemania centro-meridional, se difunde por algunas ciudades y llega a las minas del Tirol. A diferencia de las revueltas campesinas del pasado, en algunas regiones suroccidenrales el movimiento se intentó dotar de una organización y un programa. El fracaso de las negociaciones con los señores les lleva a elaborar los Doce artículos, especie de manifiesto que re­ cogía las principales reivindicaciones de los campesinos y sirvió de punto de referencia para la lucha en los meses siguientes. Aunque la mayor parte de estas reivindicaciones no tenían nada de re­ volucionario y tendían básicamente a restablecer las relaciones consuetudi­ narias entre campesinos y señores, que éstos habían alterado en su prove­ cho, la constante llamada al Evangelio, inexplicable sin la difusión de las ideas luteranas, las daba cierto matiz subversivo. Los campesinos invocaban a Lutero como su paladín y esperaban que asumiese la dirección del movi­ miento. Lutero intuyó el peligro y reaccionó criticando duramente el pro­ grama y las reivindicaciones campesinas, a la vez que negaba a los campesi­ nos cualquier derecho de apelar al Evangelio, porque el Evangelio excluye la violencia y la rebelión. Cuando los señores inician la represión, las palabras de Lutero se hacen muy duras e invita a los soldados a no tener misericor­ dia con los campesinos, sino ira e indignación hasta exterminarlos. La postura de Lutero sorprendió y desilusionó a muchos que habían escuchado con estusiasmo su mensaje y que ahora no comprendían por qué no se podía conciliar con la lucha armada contra la injusticia. En el mes de mayo de 1525 las huestes campesinas sufrieron graves reveses y los señores ahogaron en sangre la revuelta. Provocaron un verdadero extermi­ nio de campesinos y se cifra en más de 100.000 el número de los que mu­ rieron en la batalla y en la horca. La actitud de Lutero, aunque le enajenó parcialmente la simpatía de las clases populares, le granjeó un firme apoyo Zji división de la cristiandad 265

por parte de los príncipes. Ésta es la razón por la que durante largos años el destino dei luteranísmo quedó vinculado a la suerte de quienes ejercían el poder político. En la dieta de Spira de 1529 el partido luterano evidenció su cohe­ sión al protestar contra el intento imperial de poner en vigor el Edicto de Worms (1521), que condenaba el luteranísmo. En 1530 Carlos V, con la esperanza de restablecer la unidad religiosa, convocó la dieta de Augsburgo, pero sus esperanzas quedaron defraudadas, ya que ni siquiera entre los reformados se pusieron de acuerdo, presentando tres confesiones de fe distintas. La división de los protestantes hizo creer al Emperador que era posible solucionar el problema y obligó a la Dieta a tomar una resolución por la que se concedía a los reformadores un plazo de siete meses para abandonar su doctrina y someterse. Los príncipes protestantes y algunas ciudades, creyéndose amenazados, crearon la Liga de Smalkalda y, a partir de entonces, el protestantismo alemán se convirtió en una po­ derosa fuerza política, cuya acción se proyectó hacia el exterior a través de negociaciones con potencias extranjeras. En los años sucesivos, los progresos de la Reforma luterana se vieron facilitados por la amenaza turca y la guerra con Francia. Para detener la marea protestante, Carlos V intentó, sin éxito, llegar a un acuerdo con los príncipes sobre la cuestión religiosa. Obligado a luchar en varios frentes, tuvo que hacer concesiones en materia religiosa (Spira, 1544), remitiendo el problema al próximo concilio. Sin embargo, el éxito alcanzado en el asunto de Gueldres y La firma de la paz de Crépy le brindó la oportunidad de en­ frentarse militarmente a la Liga de Smalkalda, a la que derrotó en Mühlberg (1547). La Liga parecía aplastada para siempre y el Emperador procuró so­ lucionar la cuestión religiosa adoptando el Interim de Aubsburgo, una fór­ mula conciliadora de profesión de fe, con la que el Emperador trataba de ganar a los protestantes y católicos, pero que no satisfizo a ninguno. Los protestantes, que no perdían la esperanza de un próximo desquite, llegaron a un acuerdo con Enrique II de Francia (Tratado de Chambord, 1552) y se reanudó la guerra. El Emperador, comprendiendo la imposi­ bilidad de poner fin a la resistencia protestante, encargó a su hermano concluir en Passau un acuerdo con los protestantes que anulase el Interim de Aubsburgo, para dirigir sus fuerzas contra Enrique II. El deseo de paz y la convicción de la necesidad de una concordia religiosa se impuso por fin en Alemania. El 25 de septiembre de 1555 se firmaba la paz religiosa de Aubsburgo, que regulaba el estatuto religioso del Imperio de acuerdo con el principio cujus regio, eius reiigio, o sea, que los súbditos se veían obliga­ dos a seguir la religión de su soberano. La escisión religiosa fue definitiva y se creó la coexistencia jurídica de dos confesiones, la católica y luterana, no así de la calvinista. 266

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B. Las guerras de religión en Francia

En Francia las divisiones religiosas, unidas al malestar social y a una grave crisis política, condujeron, en la segunda mitad del siglo XVI, a una auténtica guerra civil. «En ningún otro país —escribe Gerhard Ritter— la lucha por la vida y por la muerte entre catolicismo y protestantismo al­ canza un carácter tan dramático y violento como en Francia». El año 1559 el joven rey de Francia Enrique II muere en un torneo organizado para celebrar la paz de Cateau-Cambrésis. Sube al trono Francisco II (1559] 560), un joven de quince años, que la razón de estado había desposado, un año antes, con María Stuart, futura reina de Escocia. Dada su minoría de edad, se hacen cargo de la regencia el duque Francisco de Guisa y el cardenal de Lorena. Francisco II muere después de un año de reinado y le sucede Carlos IX (1560-1574), un niño de diez años. La regencia pasa ahora a las manos de Catalina de Médicis, descendiente de la gran familia florentina por parte de su padre y la alta nobleza francesa por parte de su madre. La situación que la Regente debe afrontar es muy difícil. A los pro­ blemas económicos y financieros de casi medio siglo de guerra, se une la disidencia religiosa. A pesar de las medidas represivas adoptadas por Enrique II, los hugonotes habían continuado haciendo prosélitos y, ha­ cia 1560, casi un millón de franceses se habían pasado al calvinismo. La división religiosa también se daba en la nobleza cortesana: a la facción católica, dirigida por la familia de los Guisa, se contraponía la protestante comandada por Coligny. La influencia de estas poderosas familias se in­ crementa aún más con la repetida subida al trono de monarcas jovencísimos y a causa del temperamento inestable de Catalina. La Regente, que trataba de no caer en las manos de ninguna de las dos facciones (particularmente de los Guisa, que podían llevar a Francia a la órbita de la católica España), opta por aplicar una política de pacificación religiosa, garantizando una relativa libertad de culto a los calvinistas. Pero su proyecto fracasa rápidamente ante la exasperación del odio político y religioso. Los hugonotes (apoyados por Inglaterra y por los protestantes de los Países Bajos, como los católicos por España) eran muy inferiores en nú­ mero pero estaban mejor organizados. En los territorios y en las ciudades por ellos controladas asumían todas las funciones de gobierno, sin dejar espacio alguno a sus adversarios. Donde se encontraban en minoría tra­ taban de colocar a sus hombres en la administración, creando una red de funcionarios hugonotes unidos entre sí. «Así podían —escribe el embaja­ dor veneciano— en un día, a una hora precisa, y con todo secreto, hacer explotar una insurrección en cualquier parte del reino». La división de la cristiandad

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En 1562 los Guisa, al descubrir un intento de golpe de Estado por los hugonotes, tomaron las armas y mataron a un buen número de pro­ testantes. La conjura fallida y este episodio, conocido como la «masacre de Vassy», dieron inicio a una larga serie de guerras civiles que llevaron a Francia al borde del abismo. En vano la Regente trató de actuar como mediadora entre los contendientes: un nuevo acuerdo alcanzado en 1563 en Amboise, por el que los hugonotes conseguían la libertad de culto, fue enseguida puesto en crisis por los nuevos enfrentamientos, que cul­ minaron con la matanza de la Noche de San Bartolomé (24-VIII-1572). Miles de hugonotes reunidos en París para celebrar la boda de Enrique de Navarra fueron masacrados. La matanza se generalizó por codo el reino desde el 25 de agosto al 3 de octubre, dando muerte a más de 30.000 protestantes en París y provincias. Mientras la guerra civil se hacía más encarnizada que nunca, el pres­ tigio de la monarquía tocaba los niveles más bajos. La masacre de San Bartolomé provocó en vastos sectores de la sociedad francesa un nuevo replanteamiento. Se formó así un grupo de opinión —los llamados políti­ cos— de inspiración erasmiana, compuesto por nobles, mercaderes, hom­ bres de leyes y funcionarios, que rechazaban el fanatismo y buscaban la pacificación religiosa. Pero los tiempos no estaban todavía maduros para esta solución. La muerte de Carlos IX y la subida al trono de su hermano Enrique III (1574-1589) no cambió la situación, sino que la agravó. La facción protestante se reorganizó bajo la dirección de Enrique de Navarra y obtuvo éxitos militares importantes, y la católica, dirigida por Enrique de Guisa, se constituyó en una Liga Santa. Los sucesos interna­ cionales, mientras tanto, incidían cada vez más en la situación francesa: ios Guisa estrechaban aún más sus relaciones con la monarquía española y se prepara una intervención militar española en Francia. El asesinato de Enrique III cambia el panorama, al ser designado nuevo monarca el jefe de los hugonotes, Enrique de Navarra, con la condición de que vuelva el catolicismo. La proclamación de Enrique IV (1589-1610) alarmó a Felipe II, que decide intervenir militarmente en Francia, mientras que el papa Sixto V (1585-1590) declaraba nula la sucesión al trono francés. Un ejército es­ pañol mandado por Alejandro Farnese se une a las fuerzas católicas de la Liga Santa y llega a París, pero la reacción popular, el temor de que la corona cayese en manos españolas y la habilidad de Enrique IV evita­ ron el desastre. En 1593 el Rey abjuraba solemnemente del calvinismo y se proclamaba católico. Con ello se vencieron las últimas resistencias del partido católico y el mismo papa Clemente VIII absuelve al rey de Francia y reconoce sus derechos al trono. 268

Historia del Mundo Moderno

En 1598 Francia y España firman la paz de Vervins, con lo que las tropas españolas salen del país. La pacificación interna se sella también ese mismo año con la publicación del Edicto de Nantes: se concede a los hugonotes libertad del ejercicio público del culto reformado en aquellos lugares en los que hasta entonces se hubiera practicado, se les reconoce la capacidad de acceder a todos los cargos públicos y, como garantía, se ¡es entregan 150 plazas «de refugio». Esta medida de pacificación no difiere mucho de otras anteriores (par­ ticularmente el Edicto de Poitiers de 1577), pero el cansancio general per­ mitió que el Edicto de Nantes sobreviviera durante 87 años, creando en Francia una estructura dualista que transformaba el Estado en católico y protestante a la vez.

C. La revuelta de los Países Bajos

Las ideas luteranas alcanzaron un éxito inmediato en los Países Bajos. Pero Carlos V, que disponía aquí de mayor fuerza que en Alemania, consi­ guió en cierto modo detener su difusión, organizando en 1522 un sistema represivo calcado en la Inquisición española. A partir de 1540 comienzan a penetrar las ideas calvinistas y hacia 1570 la Iglesia reformada ya está fuertemente arraigada. Aquí más que en ninguna otra parte se transforma en un riguroso teocentrismo y en una doctrina de la predestinación que inspira a los reformados de los Países Bajos la «teología combativa» que les iba a permitir resistir a los españoles durante ochenta años. De todas formas, la suerte del calvinismo estuvo estrechamente ligada al conflicto político entre el rey de España y una nobleza ansiosa de defender las liber­ tades tradicionales de las diecisiete provincias. La rebelión de los Países Bajos está ligada a los cambios que Felipe introdujo en su gobierno en 1559. En primer lugar, ordenó el estableci­ miento de una guarnición de tres mil soldados españoles en las fortalezas de los Países Bajos. Luego decretó una reorganización radical de la estruc­ tura eclesiástica del país, con la creación de catorce nuevos obispados; y, por último, estableció inquisidores en cada una de las nuevas sedes para perseguir la herejía con mayor eficacia. Si el Rey hubiera permanecido en Bruselas para supervisar la puesta en marcha de esta nueva política quizá todo hubiera funcionado bien. Sin embargo, se volvió a España y dejó el gobierno en manos de un consejo presidido por el obispo de Arras (conocido como Cardenal Granvela), al que nombró su ministro principal en los Países Bajos. En realidad, Granvela parecía el único ministro del Rey, pues sólo con él discutía los asuntos públicos. Esta exclusión de sus líderes naturales colocó a ios Países La división de la cristiandad

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Bajos en la pendiente de la rebelión, pues muchos nobles se consideraban con raneo derecho como Granvela para ser consultados por el Rey. Tres de ellos, consejeros de Estado (el conde de Horn, el conde de Egmont y el príncipe de Orange), estaban especialmente resentidos. Al principio, estos nobles y sus partidarios demostraron su hostili­ dad al sistema impuesto por Felipe II y, en pocos años, consiguieron su abolición. En 1561 forzaron al Rey a retirar las guarniciones españolas, en 1562 paralizaron la organización de los nuevos obispados y el tra­ bajo de los inquisidores y en 1564 consiguieron que Felipe II retirase a Granvela. La clave de estas concesiones estaba en la ofensiva turca en el Mediterráneo, que los nobles flamencos conocían y aprovechaban para presentar sus demandas. Mientras duró el peligro turco presionaron al Rey para que suspendiera las leyes contra la herejía y, en julio de 1566, el monarca aceptó levantar todas las órdenes de persecución contra sus súbditos neerlandeses por motivos religiosos. Sin embargo, la introducción de la tolerancia religiosa originó nuevos problemas que los nobles fueron incapaces de solucionar. En 1566 grupos de calvinistas se dedicaron a destruir las imágenes de las principales igle­ sias de Amberes, Brujas y otras ciudades, convirtiéndolas en sus lugares de culto. Ante esta situación de anarquía, el gobierno de Bruselas informó al Rey el 29 de agosto de 1566, con tonos un tanto exagerados, que la mitad de toda la población de los Países Bajos estaba infectada por la herejía y que cerca de 200.000 hombres se habían levantado en armas para destruir a la Iglesia católica. En este contexto de aparente anarquía y rebelión generalizada debe enmarcarse la decisión de Felipe II de reprimir la revuelta por la fuerza, enviando al duque de Alba con un ejército de 10.000 veteranos que, a sangre y fuego, restauró el poder real y puso en práctica las medidas po­ líticas y religiosas diseñadas en 1559 y luego abandonadas. Las guarni­ ciones españolas se instalaron en bases permanentes. El nuevo sistema de obispados, incluyendo los inquisidores, se hizo operativo y las leyes contra la herejía recobraron todo su vigor. Estas y otras medidas de carácter legal y fiscal provocaron el descontento de la población, que supo aprovechar el príncipe de Orange para apoderarse en 1572 de las provincias de Holanda y Zelanda, que se convirtieron en el bastión de las fuerzas rebeldes. Ni el duque de Alba ni sus sucesores lograron doblegar la resistencia de los rebeldes, pero Guillermo de Orange tampoco consiguió dominar todo el país. Estuvo a punto de conseguirlo después del saqueo de Amberes por las tropas españolas (1576). La Pacificación de Gante, que se produjo inmediatamente después, rehízo momentáneamente la unidad del país y Guillermo de Orange dirigió con éxito una campaña contra Felipe II para obligarle a conceder medidas de tolerancia religiosa y cierta autonomía 270

Historia del Mundo Moderno

política. Felipe II accedió a estas demandas, pero poco después hizo volver a los tercios y retiró las concesiones religiosas. Los extremistas protestantes repitieron las prácticas iconoclastas de 1566 y los católicos fueron atraídos de nuevo al bando realista, dirigido desde octubre de 1578 por Alejandro Farnesío, que supo sacar partido de las peleas de sus oponentes y conven­ ció a los católicos para firmar la paz por separado y unir sus fuerzas a las realistas. Comenzaba así la verdadera conquista de las provincias rebeldes, que la decisión de Felipe II de diversificar sus fuerzas, primero contra Inglaterra (1587-1588) y después contra Enrique IV en Francia (15891598), impidió consolidar. En 1607 cesaron las hostilidades y dos años más tarde se acordaba la tregua de doce años, que de hecho reconocía la independencia de la República de las Provincias Unidas y el triunfo de la religión protestante en su territorio; en cambio, en las provincias del sur, sujetas a la monarquía española, se imponía el catolicismo.

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La división de la cristiandad

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CAPÍTULO 11

LAS RELACIONES INTERNACIONALES (1494-1598)

Carlos Gómez-Centurión Jiménez Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid

1. Guerra y paz: los instrumentos de la política exterior A. La política exterior de los príncipes

La política exterior constituyó en el siglo XVI la principal ocupación de los soberanos. Conservar sus posesiones, acrecentarlas, adquirir repu­ tación y gloria, fueron sus objetivos habituales, impulsándoles a ensayar combinaciones matrimoniales, a concluir y quebrantar alianzas, o a em­ prender operaciones militares. En raras ocasiones esta política persiguió metas que puedan calificarse de «nacionales». Los estados de cada príncipe consistían en un agregado de territorios que la Corona intentaba incre­ mentar, sobre la base de pretensiones más o menos jurídicas, con el fin de superar a sus rivales. En una Europa construida por una intrincada red de obligaciones feudales y de reclamaciones surgidas por la práctica secular de matrimonios dinásticos, el status quo podía ser alterado con facilidad por un fallecimiento afortunado o por la exhumación de algún antiguo derecho. Las fronteras carecían del carácter lineal y rígido con que hoy las co­ nocemos, aunque los avances en la cartografía o el desarrollo de las aduaLas relaciones in temacionedes (1494-1598)

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ñas contribuyeron a darlas más consistencia. Aparte, la dispersión de las propiedades territoriales de los príncipes era algo bastante común, aunque las distancias encareciesen su administración y su defensa. La fidelidad a un monarca o a una dinastía solían ser los lazos políticos predominantes, con mucha mayor fuerza que los sentimientos patrióticos o la conciencia nacio­ nal, aún vagos y relegados habitualmente a ámbitos sólo regionales. Durante el Medievo, las relaciones entre los pueblos se habían limitado, o poco menos, a una relación de vecindad. De repente, con los nuevos des­ cubrimientos geográficos, se extienden a través del espacio. Los europeos, lanzados a la conquista de los mares, se ponen en contacto con territorios desconocidos o apenas explorados: América, África ecuatorial y meridional o el extremo oriente asiático. Pero aunque se extienden prodigiosamente las redes de las relaciones internacionales, siguen contando, antes que nada, los espacios conocidos, y el occidente europeo constituye aún el centro nervioso de las relaciones entre las monarquías más poderosas. Tres de ellas mueven en función de sus intereses el juego de la política internacional: la francesa, la española y, en menor medida, la inglesa. El Imperio y el Papado, que du­ rante la Edad Media han sido frecuentemente protagonistas, no ejercen ya la misma autoridad universal ni tienen el mismo esplendor. Han perdido su carácter supranacional, aunque ambos conserven una preeminencia honorí­ fica que cada vez es más discutida. La Reforma no hará sino acelerar la pér­ dida de protagonismo de uno y de otro. Si es posible hablar de Alemania, aunque sólo sea como conjunto de territorios autónomos unidos por un lazo federativo bastante débil, Italia no pasa de ser una expresión geográfica, donde la unidad es aún inconcebible. En el norte de Europa, la ruptura de la unidad escandinava, el provechoso control de los estrechos del Sund y los esfuerzos de los hanseáticos por conservar su posición comercial actuarán como fermentos de los conflictos. En el extremo oriental del continente, el Gran Ducado de Moscú, tras la unificación rusa de Iván III, se extiende con Iván IV el Terrible por el Volga y Siberia, proclamándose valedor de la ortodoxia oriental. El ritmo, cada vez más acelerado, de las relaciones entre los grandes príncipes en Occidente obligará a transformar los instrumentos de la gue­ rra y la diplomacia para poder cumplir su cometido.

B. La diplomacia y las embajadas permanentes

Es en la Italia renacentista donde se encuentra el origen de las em­ bajadas permanentes. La paz de Lodi (1454), que estableció un relativo equilibrio entre los principales territorios italianos, sirvió también de es­ tímulo para que los príncipes se decidieran a mantener un agente con 274

Historia del Mundo Moderno

carácter estable en las demás cortes con el fin de vigilar su política. Los venecianos ganarían pronto una merecida fama de maestros en el arte de la diplomacia y harían de sus informes todo un modelo a imitar. Hacia el comienzo de las guerras de Italia, Milán, Venecia y Nápoles empezaron a su vez a enviar representantes permanentes a España, Inglaterra, Francia y la corte imperial. Entre los grandes monarcas, Fernando de Aragón fue el primero en imitar a los estados italianos. Desde 1480 tuvo representa­ ción diplomática en Roma y, años más tarde, dispuso también de emba­ jadores en Venecia e Inglaterra. Francia siguió la tendencia en tiempos de Luis XII, pero la mayoría de los príncipes continuaron prefiriendo enviar a las demás cortes representantes temporales, ya que los gastos eran mu­ cho menores y no era necesario mantener el principio de la reciprocidad. Predominaron, pues, los embajadores extraordinarios, comisionados para negociar algún asunto importante o ejercer funciones protocolarias. Aunque la diplomacia se convirtió en una actividad habitual entre es­ tados, tardaría mucho en crearse un cuerpo de funcionarios consagrados a dicha labor. Los embajadores permanentes se preocupaban sobre todo de las investigaciones y de los informes —para lo que debían contar con una tupida red de informadores—; ni su rango, por regla general, ni sus cre­ denciales los calificaban para negociar cuestiones de especial importancia. Durante bastante tiempo, las autoridades receptoras de embajadores y re­ sidentes desconfiaron de ellos. Se les acusaba a menudo de tejer intrigas, dedicarse al espionaje o servir de aglutinantes a la oposición, de manera que, en ocasiones, servían más para enconar conflictos que para resolverlos pacíficamente. Y la Reforma no hizo más que agudizar esta desconfianza. La disparidad de credos creaba situaciones muy delicadas, y obligaba a ne­ gociar la libertad de culto privado para los embajadores. Felipe II e Isabel I recibieron a sus respectivos embajadores durante años, pero los expulsaron también en repetidas ocasiones. Los conflictos religiosos, a la postre, fueron reduciendo las redes diplomáticas, y los monarcas católicos, con excepción del francés, dejaron de enviar representantes a los países protestantes.

C. El ejército y la guerra terrestre

Todavía durante la mayor parte del siglo XVI fueron pocos los sobe­ ranos de Europa que contaron con ejércitos permanentes bien adiestrados y preparados para combatir. Los monarcas tenían su guardia personal, las fortalezas claves estaban guarnecidas, y ciertos servicios, como el de pa­ gaduría o artillería, eran fijos, pero en caso de guerra había que recurrir a las levas feudales, a reclutar voluntarios y a contratar a los imprescindi­ bles soldados mercenarios. De hecho, los ejércitos de los grandes prínciLas relaciones internacionales (1494-1598)

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pes se componían de elementos muy heterogéneos, y todavía contaban a la hora de movilizar fuerzas los antiguos contingentes feudales, armados solamente en tiempos de guerra. La obligación feudal del servicio militar, pese a la mediocridad de sus aportaciones, siguió siendo a menudo invo­ cada por los soberanos. El noble aún era educado para la guerra, pero el papel táctico de la caballería había disminuido y el principal problema era conseguir una buena infantería. Las milicias de origen popular eran más baratas y planteaban menos problemas que los soldados mercenarios, pero carecían del adiestramiento y del nervio de las tropas profesionales, y eran más susceptibles al pánico en combate. Las de mercenarios a sueldo, en cambio, sobre todo si se trataba de veteranos, constituían La fuerza de choque más importante y más efectiva: Alemania, Suiza y Valonia acaba­ ron siendo los grandes mercados de mercenarios europeos. El gran peligro de estas tropas, con frecuencia díscolas y exigentes, era el amotinamiento en caso de no ser pagadas puntualmente. Los años que transcurren desde las primeras guerras de Italia hasta la de los Países Bajos fueron más decisivos en la evolución de las artes bélicas que cualquier período subsiguiente hasta el siglo XVIII. Época de cambios importantes —se habla de «revolución militar», incluso—, pero época también de transición: distintas armas y distintas técnicas, viejas y nuevas, serían empleadas simultáneamente durante mucho tiempo hasta que fue posible evaluar correctamente sus méritos respectivos. Ya en las primeras guerras de Italia los ejércitos españoles comenza­ ron a ganar fama en Europa. El contingente más esencial, la infantería, estaba compuesta —a imitación de los suizos— por formaciones macizas de piqueros, auxiliados cada vez más por arcabuceros y mosqueteros que habían desplazado a arqueros y ballesteros. La infantería era apoyada, a su vez, por dos tipos de caballería, la pesada —con armadura completa y lanza larga, y cuya importancia fue decayendo rápidamente-—-, y la ligera —sin armadura y con lanza corra y espada—. La artillería ligera, capaz de seguir con facilidad la marcha de los ejércitos, fue haciéndose cada vez más importante, con una eficacia demostrada tanto en el sitio de plazas fuertes •—lo que obligó a un reforzamiento de las fortificaciones-— como en el campo de batalla. Sólo la falta de unificación en los tipos y calibres podía dificultar el aprovisionamiento de munición. De hecho, la potencia de fuego de la artillería y de las armas portátiles acabaría siendo el factor más importante a la hora de dar la victoria a uno de los contendientes. La estrategia militar, en cambio, sufrió menores variaciones. Continuó predominando la guerra de desgaste, consistente en ganar posiciones con el asalto de plazas fuertes, y obstaculizar el avituallamiento del enemigo aso­ lando el país o cortando sus líneas de comunicación. Las grandes batallas, de resultado incierto, eran rehuidas, mientras se multiplicaban los asedios. 276

Historia del Mundo Moderno

La guerra se hizo más lenta y, por consiguiente, más cara. Las nuevas armas, los mayores efectivos de los ejércitos y los problemas de avitua­ llamiento hicieron subir progresivamente los costes de las campañas, de forma que sólo los grandes príncipes, con un fuerte respaldo hacendístico __ y, aun así, a duras penas—, podían permitirse conflictos prolongados. El peso de la opinión pública en los conflictos internacionales fue siempre pequeño, pero no por eso los príncipes renunciaron a presentar siempre sus conflictos armados como «guerras justas» y, con el desarrollo de la producción impresa, la pubiicística, como instrumento polémico de discusión de los asun­ tos internacionales, fue cobrando importancia. Pese a algunos lentos progresos en los principios jurídicos del derecho internacional, y pese a las llamadas de al­ gunos círculos humanistas para establecer una paz perpetua entre los príncipes cristianos, en la cotidianidad se impuso un realismo mucho más pragmático, y la guerra —con todas sus secuelas de ruina y sufrimiento— fue a menudo considerada como un fenómeno inevitable, consustancial a la naturaleza hu­ mana como la enfermedad o el hambre, un estado casi permanente de la hu­ manidad. Pocos Rieron los avances humanitarios que se consiguieron en el de­ sarrollo de la guerra: se recurría habitualmente a la prácdca de tierra quemada para impedir el avituallamiento del enemigo, las ciudades eran sometidas, por regla general, al pillaje sistemático de los asaltantes, y sólo se mantenía con vida a los prisioneros si se tenía la esperanza de cobrar un rescate. Y, aunque la práctica de la «buena guerra» fuera defendida por algunos, los avances solían ir seguidos de retrocesos, como ocurrió durante las guerras de religión, cuya fuerte carga emocional las hizo aún más violentas y crueles.

D. La marina

Todavía en el siglo XVI, la guerra en el mar solía ser no una contienda entre estados, sino entre súbditos, no entre marinas reales, sino entre cor­ sarios y mercantes armados. La práctica indiferenciación de las unidades mercantes y de guerra —sobre todo, en el Atlántico—, hacía que éstas últimas fuesen muy a menudo buques mercantes mejor armados para la ocasión y abarrotados de tropas. La guerra en el mar, entonces, seguía estando estrechamente vinculada al comercio, del que dependía y con el que competía por los escasos recursos de navios y marineros. Del mismo modo que las tropas permanentes representaban sólo una pequeña parte de los ejércitos en tiempo de guerra, los navios reales cons­ tituían sólo una pequeña proporción de las flotas reunidas para el com­ bate. Sólo dos potencias mediterráneas, Venecia y el Imperio Otomano, disponían de una poderosa marina de guerra permanente y sostenían asti­ lleros para la construcción continua de galeras. Las relaciones internacionales (1494-1598)

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EUROPA EN 1500

Alberto Tenenti, La formación del manda moderno. Siglos XIV-XVH, Barcelona, Crítica, 1985> P 278

Historia del Mando Moderno

Las relaciones internacionales (1494-1598)

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Volcada tanto hacia el Mediterráneo como hacia el Atlántico, España se constituyó a lo largo del siglo como una primerísima potencia naval, pero a través de un proceso lento y con numerosas dificultades. Cuando era necesario organizar una flota, la Corona solía estipular contratos con particulares para el alquiler de embarcaciones —casi siempre for­ zosos—, y se encargaba de artillar y preparar las naves para el combate. En momentos de emergencia eran corrientes las requisas de navios de cualquier nacionalidad que se encontrasen en los puertos. Y la construc­ ción de grandes navios, susceptibles de armarse en tiempos de guerra, se estimulaba a través de subvenciones oficiales o mediante un derecho de prioridad en los fletes, pero las unidades de gran tonelaje seguían siendo poco rentables para el comercio en tiempo de paz. Durante la segunda mitad del siglo XVI, sin embargo, Felipe II se vio obligado a gastar gran­ des sumas para el mantenimiento de una poderosa flota de galeras en el Mediterráneo, y el fracaso de la Armada Invencible hizo que se incre­ mentase el número de buques reales para hacer frente a los conflictos del Atlántico. Como las terrestres, la táctica y la estrategia navales sufrieron mo­ dificaciones a lo largo del siglo. En el Mediterráneo se utilizaban pre­ ferentemente las galeras, cuya autonomía propulsora las hacía ideales para surcar las aguas tranquilas del Mare Nostrum. En el combate, la artillería desempeñaba un papel secundario y el abordaje era el factor decisivo, razón por la que se embarcaban grandes contingentes de in­ fantería. En el Atlántico, en cambio, se utilizaba el galeón, navio «redondo» de alto bordo, coronado por elevados castillos, y más y mejor artillado cada vez. La artillería, en concreto, se convirtió en el elemento más caro de la guerra naval. La sustitución del hierro forjado por el bronce en la fabri­ cación de piezas artilleras disparó su precio, y sólo el dominio inglés de la técnica del alto horno permitió la obtención de artillería de hierro colado abundante y a precios razonables. El combate entre la Armada Invencible y la flota inglesa en las aguas del canal de la Mancha puso en evidencia la importancia que iba a tener en adelante el fuego artillero como elemento primordial de combate en la guerra naval. De ahí que, hacia finales del si­ glo, se impusiera la necesidad de diferenciar progresivamente las unidades de combate de los mercantes armados, haciendo crecer —según las líneas trazadas por Inglaterra—- los tonelajes de los buques de guerra para que fueran capaces de transportar artillería más numerosa y de mayor calibre; esta evolución se concretaría en la universalización del navio de línea, he­ redero y sucesor del galeón, mientras los comerciantes tenderían con el tiempo a preferir el velero de poco tonelaje, rápido y ágil, y cómodo para completar la carga. 280

Historia del Mundo Moderno

2. Las guerras de Italia Entre 1494 y 1516 Italia va a ser el gran escenario de los principa­ les conflictos europeos: su glorioso pasado, su esplendoroso presente y, sobre todo, su fragmentación política convierten a la península italiana en un campo abonado para las rivalidades entre los grandes príncipes, en un botín tentador que anima empresas de conquista y de dominio. La costumbre contraída por los príncipes italianos de buscar la ayuda fran­ cesa para resolver sus propias disputas, el rápido desarrollo de los reinos españoles como potencia mediterránea, o la soberanía imperial sobre la Italia del centro y del norte constituyen el caldo de cultivo ideal para las intervenciones extranjeras. Francia, que manifiesta tempranamente tendencias expan sionistas tanto hacia Italia como hacia los Países Bajos —las dos regiones más fuertemente industrializadas y donde concurren Jas principales rutas comerciales europeas que ponen en comunicación el Mediterráneo y el mar del Norte—, llevará durante años la iniciativa bé­ lica. Pero sus pretensiones chocarán, por un lado, con la Casa de Aragón que le disputa el control de la cuenca occidental del Mediterráneo y, por otro, con el Imperio que desea mantener un cierto protectorado sobre el norte italiano. Fue en 1492, al cumplir su mayoría de edad, cuando Carlos VIII co­ menzó a pensar seriamente en conquistar el reino de Nápoles. Como he­ redero de los viejos derechos dinásticos de los Anjou, el joven monarca francés bien podía reclamar su herencia, tal y como le animaban a hacer los barones napolitanos emigrados, descontentos con la Casa de Aragón. Al fin y al cabo, Nápoles constituía un puesto avanzado en dirección a Tierra Santa y, muerto el rey Matías Corvino, Carlos abrigaba esperan­ zas de liderar la Cruzada que contra el turco había convocado el papa Inocencio VIH. El mismo pontífice le había animado en alguna ocasión a intervenir, exasperado por sus malas relaciones con el rey Ferrante de Nápoles. Con el fin de tener las manos libres en Italia, Carlos habrá de fir­ mar, sucesivamente, con sus principales opositores una serie de tratados que intentan liquidar los viejos conflictos renacidos durante la guerra de Bretaña: el tratado de Étaples (3-XI-1492) con Eduardo VII restauraba las buenas relaciones con Inglaterra; el de Barcelona (19-1-1493), resti­ tuía a Fernando de Aragón los condados del Rosellón y de la Cerdaña —empeñados a Luis XI—, y el de Senlis (23-V-1493), hacía deponer las armas a Maximiliano de Habsburgo, soberano de los Países Bajos y futuro emperador. Tratados que le aseguran las manos libres en Italia y le acercan al reconocimiento de los demás príncipes cristianos como jefe militar de esa cruzada que parece prepararse y con la que sueña. Las relaciones internacionales (1494-1598)

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ITALIA A COMIENZOS DE LA EDAD MODERNA

Leyenda

X F A N M B P L

Batalla Fornovo 1495 Agnadello 1509 Novara 1513 Marignano 1515 Bicocca1522 Pavía 1525 Landriano 1529

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MARQUESADO DE MANTUA

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MARQUESADO DE SALUZZO

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DUCADO DE MÓDENA

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DUCADO DE FERRERA

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MARQUESADO DE MONFERRATO

Fuente: Richard Lodge, The Close of the Milddle Ages: European History, 1273-1494, London, London University Press, 1910. Citado por Richard Mackenney, La Europa del siglo XVI. Expansion y conflicto, Madrid, Akai, 1996, p. 276. 282

Historia del Mundo Moderno

Muerto el rey Ferrante a principios de 1494, Carlos, que ya había concentrado un fuerte ejército en Lyon, reclamará oficialmente el reino de Nápoles y pondrá en marcha la expedición. El terror que inspira la artille­ ría francesa y la desunión de los pequeños estados italianos, convierten el avance de su ejército en poco más que un paseo militar. Las tropas france­ sas llegan a Nápoles en febrero de 1495 sin apenas disparar un solo tiro y Carlos VIII, exultante con la victoria, se hace coronar solemnemente rey de Nápoles revestido con las insignias de emperador de Bizancio —dig­ nidad que le ha sido cedida a buen precio por el pretendiente Andrés Paleólogo-—. Pero la presencia francesa en Nápoles comienza pronto a alarmar a los estados italianos. Venecia y la Santa Sede, en malas relaciones desde hacía tiempo, se tienden las manos para oponerse a los franceses. Maximiliano de Habsburgo y Fernando de Aragón prometen colaborar. Carlos VIII, alarmado ante la tempestad que se anuncia, consigue retirar hacía el norte el grueso de su ejército, no sin antes enfrentarse con los venecia­ nos en Fornovo (6-VII-1495). Mientras, los españoles, bajo el mando de Gonzalo de Córdoba, se encargan de desalojar de Nápoles al resto de las guarniciones francesas. La aventura napolitana había concluido. La muerte de Carlos VIII en 1498 no supuso, sin embargo, el fin de las aspiraciones francesas sobre Italia. El nuevo soberano, Luis XII, des­ ciende de los Visconti y reanudará la política italiana reclamando para sí el ducado de Milán, en posesión ahora de los Sforza. Antes de lanzarse contra el ducado, Luis pactará un favorable reparto con los venecianos (tratado de Lucerna, 16-III- 1499), e intentará asegurarse las retaguardias mediante acuerdos con Inglaterra, con Felipe el Hermoso —soberano de los Países Bajos— y con los cantones suizos. Entre agosto de 1499 y abril de 1500 el Milanesado es conquistado por Francia, desalojado y vuelto a recuperar. Tras este éxito indiscutible, Luis XII vuelve a hacer suyos los proyectos de su antecesor sobre Nápoles. De nuevo se habla de iniciar una Cruzada, y el Rey Cristianísimo conquista a Alejandro VI colmando de favores a su hijo predilecto, César Borgia. Obtenido el permiso papal, inicia las nego­ ciaciones con Fernando de Aragón para llevar a cabo una conquista co­ mún (tratado de Granada, 11-XI-l500). En el verano de 1501 un ejército francés y otro español se apoderan del reino de Nápoles, pero para Francia esta segunda ocupación será casi tan breve como la primera. Pronto surgen incidentes y conflictos entre los dos ejércitos, mientras los soberanos no se ponen de acuerdo sobre el reparto. Desde mediados de 1502 los antiguos aliados se encuentran en guerra. Las victorias de Gonzalo de Córdoba en Seminara, Ceriñola y Careliano, y la muerte del papa Alejando VI deci­ dirán la suerte de Nápoles a favor de los españoles, mientras los franceses, Las relaciones internacionales (1494-1598)

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replegados hacia el norte, han de retirarse definitivamente a comienzos de 1504. Desde esta fecha, el sur de Italia —Aragón poseía ya Cerdeña (1325) y Sicilia (1409)— quedará incorporado a la Monarquía Católica por espacio de dos siglos. Una nueva posibilidad de intervención militar en suelo italiano se abre para Luis XII, en diciembre de 1 508, con la constitución de la liga de Cambrai, formada por Francia y el Emperador y apoyada por el Papado contra la poderosa República de Venecia. La derrota de los venecianos en Aguadel (14-V-1509), arroja a los representantes de la república a iniciar rápidamente conversaciones con Roma para restituir la mayor parte de los lugares reivindicados por la Santa Sede —Ravena, Rimini, Faenza-—. Y, Julio II, satisfecho, no sólo levanta solemnemente la excomunión que pesa sobre los venecianos (24-11-1502), sino que comienza a intentar seria­ mente disminuir la influencia francesa sobre la península italiana. Cuenta para ello con la alianza de los cantones suizos, preocupados por asegurar su aprovisionamiento de trigo desde la Lombardía controlada por Luis XII quien, además, ha prescindido últimamente de contratar a su infante­ ría, sustituyéndola por tropas de aventureros franceses. Tratando de neutralizar la acción amenazadora de la diplomacia pon­ tificia y contando con el apoyo del clero francés, Luis XII conseguirá la convocatoria de un concilio extraordinario en Pisa, donde se debía dis­ cutir la reforma de la Iglesia y, sobre todo, del papado. Julio II contesta convocando un segundo concilio en Letrán, y en octubre de 1511 se ha formado ya una Santa Liga cuyo fin es, bajo la declaración de defender la unidad de la Iglesia y la integridad de los Estados Pontificios, arrojar a los franceses —ios barbari— de Italia. Participan en ella j unto al Papa, Venecia, Suiza, los Sforza —que esperan recuperar Milán— y Fernando de Aragón. La liga se declara abierta a todos los soberanos cristianos e Inglaterra brinda su adhesión. Pronto lo hará también el Emperador. Desde la primavera de 1512 la situación es crítica para los france­ ses: se suceden la sublevación de Genova, la evacuación de la Lombardía —donde se vuelven a instalar los Sforza—, la victoria suiza en Novara y el cerco de Dijon, el desembarco inglés en Picardía y la ocupación del reino de Navarra —donde hay comprometida desde años antes una lucha de influencia entre franceses y españoles— por Fernando de Aragón. Tras la muerte de Luis XII en 1515, será Francisco I quien retome la ofensiva. Derrota a los suizos en Mariñano (14-XI-1515) y, por tercera vez en quince años, Milán asiste a la entrada triunfal de los franceses. Es entonces cuando el sucesor de Julio II, León X, decide salir al encuentro del vencedor y entenderse con él. La entrevista de Bolonia (11 al 14-XII1515) pone fin a la guerra en Italia, que quedará en adelante dividida en­ tre la influencia francesa, al norte, y la española, al sur. Se vuelve a hablar 284

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de Cruzada y el papado llega a un acuerdo para firmar un concordato que ponga fin al irritante problema de las relaciones enrre la Iglesia de Francia y la Santa Sede, pendiente desde hacía generaciones. Por todas partes se habla de una paz general y se suceden los acuerdos. Fernando de Aragón ha muerto en 1516 y su nieto, Carlos de Habsburgo, se pone de acuerdo con Francisco I para enterrar todas las viejas disputas (Tratado de Noyon, 18-VIII-l 516). Los cantones suizos se avienen a firmar una Paz Perpetua (27-XI-l516). ¡Maximiliano acepta también firmar con el Rey Cristianísimo un acuerdo por el cual se garantizan sus respec­ tivas posesiones (Tratado de Cambrai, 11 -III-l 517), y Enrique VIH pone igualmente fin a sus antiguos litigios con Francia (Tratado de Londres, 4-X-l 518). Pero, a pesar de lo que se espera, la paz no está llamada a durar.

3. El Imperio de Carlos V Muerto en enero de 15] 9 el emperador Maximiliano, el 28 de junio de aquel mismo año era elegido para asumir el título imperial, en competencia con la candidatura del soberano francés, su nieto Carlos de Habsburgo. Carlos había reunido una fabulosa herencia territorial, fruto de la intensa política matrimonial de sus antecesores. La muerte de su padre, Felipe el Hermoso, ocurrida en 1506, puso en sus manos la herencia borgoñona de Carlos el Temerario: los Países Bajos y el Franco Condado, mientras el du­ cado de Borgo ña, bajo soberanía francesa, pasaría a constituir una reivindi­ cación permanente. De su abuelo Fernando de Aragón, recibió en 1516 la corona aragonesa —incluido el reino de las Dos Sicilias—, y de su abuela Isabel, la de Castilla —incluidos el reino de Navarra y los territorios ame­ ricanos recien descubiertos—, aunque nominalmente compartiría durante años el gobierno de ésta con su madre, Juana, encerrada en Tordesillas a causa de sus transtornos mentales. La muerte de Maximiliano había aña­ dido las tierras patrimoniales de la Casa de Habsburgo y la posibilidad de recibir la corona del Sacro Imperio Romano Germánico. Sin duda alguna, la elección imperial abrió una nueva fase en la histo­ ria de las relaciones internacionales. Justo cuando el ideal del Imperio pare­ cía haber periclitado definitivamente en Europa, se hablará durante décadas de la posibilidad de construir mía Monarquía Universal bajo la dirección de los Habsburgo. La inmensidad del poder reunido en manos de César Carlos —que prácticamente no conocía antecedentes en la historia europea—, su profundo sentido de la responsabilidad que entrañaba la dignidad impe­ rial, la necesidad de detener el avance turco, y La aparición del luteranismo, que amenazaba con romper de una vez por todas la unidad espiritual de la Las relaciones internacionales (1494-1598)

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Cristiandad medieval, fueron factores decisivos que contribuyeron a conven­ cer al Emperador del papel fundamental que estaba llamado a desempeñar en la historia europea. Para financiar tan costosa política, Carlos contará con el recurso fundamental de la hacienda castellana y de los tesoros americanos que, a pesar de todo, no siempre fueron suficientes para sostener sus empresas. Los retratos legados por la historiografía sobre Carlos V nos lo presentan a menudo como el último Emperador que intentó hacer valer los derechos universalistas de su título. Pero en el día a día de su política internacional los conflictos a los que tuvo que hacer frente comparecen con un carác­ ter mucho más realista y conservador, menos utópico. El conflicto con los príncipes alemanes dentro del Imperio era ya una historia vieja, aunque la Reforma viniera a darle un nuevo cariz; lo mismo puede decirse de la lucha contra el Islam que, en rodo caso, pierde valor de referencia y capacidad de movilización en Europa; y, en cuanto al monumental enfrentamiento con los Valois, no es sino la amplificación de los conflictos que décadas antes ha­ bían enfrentado a Francia con España y con los Habsburgo. A la luz de esta política real, el César Carlos parece, sobre todo, un afortunado heredero de territorios con tradiciones e intereses a menudo divergentes, de cuya con­ traposición y heterogeneidad derivarán las complicaciones y los fracasos de su política en Europa. El Imperio fue, más que nada, la expresión de una voluntad dinástica y el sueño de algunos círculos intelectuales.

A. El enfrentamiento Habsburgo-Valois

Aparte del enfrentamiento con el Imperio Turco, la lucha contra los soberanos franceses, Francisco I y Enrique II, constituye la trama prin­ cipal de la política exterior del reinado de Carlos V. En medio de esta rivalidad, Inglaterra o el Papado dudarán entre apoyar a uno u otro de los contendientes, tratando siempre de evitar, eso sí, la hegemonía indis­ cutible de cualquiera de ellos. Francia contará, además, con buenas opor­ tunidades para oponerse a su rival agitando las divisiones intestinas del Imperio a causa de la Reforma, o apoyándose en el empuje turco para dis­ traer las fuerzas del Emperador. La lucha tendrá por objetivos inmediatos, de una pane, el Milanesado, antigua dependencia del Imperio, y de otra, el ducado de Borgoña, un fragmento desgajado de la herencia de Carlos el Temerario. Y abarca cinco guerras sucesivas, separadas por períodos más o menos largos de tregua y aparente conciliación. El enfrentamiento entre Carlos V y Francisco I para obtener la co­ rona imperial parecía llamado a desembocar necesariamente en un con­ flicto armado. A lo largo de 1520 ambos soberanos trataron de ganarse el apoyo de Enrique VIII (entrevistas del Campo del Paño de Oro y de 286

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Gravelinas), y ambos recibieron promesas de apoyo por parte del mo­ narca inglés. Al año siguiente, aprovechando la ausencia de Carlos V de la Península Ibérica y el levantamiento comunero, el ejército de Francisco I se lanza contra Navarra, con la excusa de defender los derechos al trono navarro de la Casa de Albret. Rápidamente, los franceses son obligados a retirarse al otro lado de la frontera, con excepción de la plaza fuerte de Fuenterrabía que permaneció en su poder hasta 1524. Al tiempo, en los Países Bajos, Roberto de la Marck, vasallo del Sacro Imperio, abría las hostilidades sostenido por Francisco I, respondiendo los imperiales con el sitio de Méziéres. Pero Italia no podía quedar al margen del conflicto. Las tropas imperiales se lanzan sobre Milán, expulsan a los franceses y entregan el ducado a Francisco María Sforza. La importancia de este territorio se ha incrementado con el paso del tiempo: para los Habsburgo representa la mejor plataforma de comunicación entre sus do­ minios ibéricos y los germánicos; para Francisco I supone la posibilidad de romper dicha conexión y la hegemonía en Italia. Carlos se afirma en este momento, indudablemente, como el más fuerte, y a finales de año se le han unido Enrique VIII y el Papa. Teniendo que hacer frente a la vez a las fuerzas inglesas, alemanas, fla­ mencas y españolas y a la deserción del duque de Borbón, Francisco I se obstinará, sin éxito, durante los años siguientes en recuperar el Milanesado. Hasta que en febrero de 1525, mientras pone cerco a las tropas imperiales encerradas en Pavía, cae prisionero de un ejército de refuerzo que se abate desde el norte sobre franceses y suizos. Cautivo del Emperador, el mo­ narca francés se ve obligado a firmar en Madrid un tratado (13-1-1526) por el cual renuncia a toda pretensión sobre Milán y otros territorios ita­ lianos, así como a la soberanía francesa de Flandes y Artois, prometiendo, finalmente, la restitución de Borgoña. A partir de este momento, el poder del Emperador parece excesivo, lo que provoca el abandono de sus antiguos aliados y la inmediata for­ mación, en mayo de 1526, de la Liga de Cognac, que reunía del lado francés a Inglaterra, el Papado y las repúblicas de Venecia y Florencia —todo ello al tiempo que los turcos asaltan Hungría y amenazan la fron­ tera oriental del Imperio—. Desencadenada la ofensiva por Carlos V con­ tra Clemente VII, los lasquenetes alemanes del ejército imperial —-lutera­ nos en su mayoría—, descontentos por no haber recibido la paga, fuerzan a sus oficiales a conducirlos a Roma, se apoderan de la ciudad eterna (5V-1527) y la someten durante varios días a la violencia, el pillaje y la pro­ fanación, reteniendo al Papa en el castillo de Sant’Angelo. La noticia del «Saco de Roma» cae como un trueno sobre la cristiandad —para muchos justo castigo de la impiedad de la Iglesia romana—, pero no modifica la marcha de la contienda. Las relaciones internacionales (1494-1598)

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EL IMPERIO DE CARLOS V

H.G. Koenigsberger y George L. Mosse, Europa en el siglo XVI, Madrid, Aguilar, 1974, p- 1^4288

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Las relaciones internacionales (1494-1598)

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Hasta enero de 1528 Francisco I no se siente con fuerzas de enviar al Emperador una declaración de guerra. Se llega a hablar, incluso, de un de­ safío y de un duelo personal entre los dos soberanos. Pero la guerra toma los rumbos ya conocidos y tiene por principales escenarios el Milanesado y el reino de Ñapóles. Sólo la defección del papa Clemente VII y la del almi­ rante genovés Andrea Doria con su flota obligan a los franceses a detenerse. Los progresos de la Reforma en Alemania y la amenaza turca aconsejan a Carlos V, por su lado, llegar a acuerdos. Y en la ciudad de Cambrai, Margarita de Austria, tía del Emperador, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I, fir­ man la que será llamada Paz de las Damas (3-VIII-1529). En ella se ratifican sustancialmente las condiciones del Tratado de Madrid, con excepción de la Borgoña que permanece francesa. Comienza así en 1529 una pausa de varios años. La paz imperial reina en Occidente y Carlos V, reconciliado con el Papa, recibe de sus manos en Bolonia la Corona de Hierro de los lombardos y la del Sacro Imperio Romano Germánico (22 y 24-11-1530). La tercera guerra será desencadenada por Francia a causa de la sucesión del ducado de Milán, tras la muerte sin herederos de Francisco Sforza (X-1535). Francisco I reivindica el ducado para su hijo, el duque de Orleans, y comienza por atacar los territorios del duque de Saboya (11-1536), poco dispuesto a faci­ litarle el paso de los Alpes para no enemistarse con el Emperador. La respuesta imperial será la invasión de Provenza y Picardía, pero ambos contendientes tienen cada vez más dificultades para continuar la lucha. Aun así, Carlos, agra­ viado por el apoyo francés a los príncipes protestantes alemanes y al turco, se resiste a aceptar una tregua. Sólo la intervención del papa Paulo III consigue el acuerdo, y en Niza (18-VI-l 538), negociando por separado con cada uno de los soberanos, obtiene una tregua de diez años y el compromiso conjunto de unir a los príncipes cristianos en una cruzada contra el turco o contra los lute­ ranos, además del apoyo a un concilio general. Un mes después, Francisco I y Carlos V se reúnen al fin en Aigüesmortes en un cordial encuentro que parece sellar sus diferencias. Como prueba de la amistad francesa, Carlos es autori­ zado al año siguiente a atravesar Francia de camino a Gante para sofocar una revuelta, y es objeto de una recepción solemne en París (1-1-1540). Pero la paz tampoco iba a ser duradera en esta ocasión. En julio de 1542 el Cristianísimo rompe la tregua y ataca los Países Bajos con el apoyo del duque de Cléves, mientras en el Mediterráneo la escuadra francesa, con el apoyo de la turca de Barbarroja, se apodera de Niza. La respuesta de Carlos V vuelve a ser contundente. Contando de nuevo con la alianza de Enrique VIII (11-11-1543), y con el apoyo de los príncipes alemanes en la Dieta de Spira (1544), el Emperador reúne un ejército en Alemania y pe­ netra por Champagne en dirección a París, mientras los ingleses desembar­ can en Normandía. Viendo su capital amenazada, Francisco I se apresura a tratar en Crepy (19-IX-I544) sobre la base de los acuerdos de 1538. Se 290

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apuesta por una futura política matrimonial y por la posible entrega de los territorios disputados —Milán, los Países Bajos— en concepto de dote. Un nuevo período de paz se prolonga durante siete años. Para Carlos V son prioritarios los asuntos internos del Imperio, la lucha contra los prínci­ pes protestantes (victoria de Mühlberg, 24-IV-l 547) y la esperada convoca­ toria de un concilio general que se reúne, por fin, en Trento en 1545. Para Francia cuentan ahora las malas relaciones con Inglaterra. Los Guisa, muy influyentes en la corte francesa tras la muerte de Francisco I y la subida al trono de Enrique II, acuerdan el matrimonio de la reina de Escocia, María Estuardo, con el delfín Francisco, lo que no hace más que empeorar las relaciones franco-inglesas y dar paso a un nuevo conflicto. Debido a esto se retrasa el acuerdo que los Valois llevan años gestando con los príncipes protestantes del Imperio (Tratado de Chambord, 1-1552). De acuerdo con ellos, Enrique II se apodera de Metz, Toul y Verdún, mientras Carlos V debe salir huyendo de Innsbruck a uña de caballo para no verse atrapado por las tropas de Mauricio de Sajonia (V-1552). Fracasados los intentos de recuperar las plazas perdidas, Carlos V se retira a los Países Bajos y se man­ tiene durante los años siguientes a la defensiva ante los ataques del monarca francés. Pero, poco a poco, va desmoronándose. Se resigna a sellar la paz en el Imperio a costa de la fragmentación religiosa (Paz de Augsburgo, 25-IX1555) y acaba asimismo reconociendo la soberanía francesa sobre los obis­ pados de Metz, Toul y Verdún en la tregua de Vaucelles (5-II-1556). Cansado, envejecido y sintiéndose sin fuerzas de proseguir la lucha, Carlos V se decide a abdicar de sus estados. En octubre de 1555, en una ceremonia so­ lemne y conmovedora celebrada en Bruselas, abdica el gobierno de los Países Bajos en favor de su hijo Felipe. Cinco meses después renuncia a sus reinos de España e Italia, y cede a su hermano Femando la corona del Sacro Imperio, olvidando definitivamente la posible sucesión imperial de Felipe. Dos años más tarde, morirá en su retiro extremeño de Yuste (21-IX-1558) y será a Felipe II a quien corresponda poner fin a las guerras entre Habsburgos y Valois. Volverán a ser los asuntos de Italia los que provoquen la ruptura de la tregua de Vaucelles. La llegada de Paulo IV —un napolitano declaradamente antiespa­ ñol-— al trono pontificio servirá como factor detonante de las hostilidades. Pero la guerra no se decide en Italia, sino en suelo francés. Felipe II, casado ahora con María Tudor, consigue que Inglaterra intervenga a su lado y envía sobre París un ejército mandado por Manuel Filiberto de Saboya, el cual inflige una com­ pleta derrota al condestable de Montmorency ante las murallas de San Quintín, sitiando y tomando la plaza (5-VTII-] 557). La falta de recursos económicos im­ pide proseguir a los españoles y el ejército francés se apodera de Calais (1-1558), la última plaza inglesa sobre suelo francés. El acuerdo se hace inevitable para las dos panes, agotadas económicamente y con importantes problemas religiosos que resolver en el interior de sus respectivos reinos. Las relaeio nes in ternacionales (1494-1598)

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EL SACRO IMPERIO EN 1550

M.B. Bennassar, J. Jacquarr, E Lebnui, M. Denis, y N. Blayau, Historia Moderna, Madrid, Akal> 292

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La paz se firma por fin en Cateau-Cambresis (2-3-IV-l 559) para po­ ner fin aJ largo duelo entre Habsburgos y Valois. Francia se compromete a renunciar en Italia a Milán y Nápoles —ahora en manos de Felipe II— y a devolver Saboya y el Piamonte a su príncipe legítimo, Manuel Filiberto de Saboya. Córcega, conquistada en 1553 a los genoveses, les es también restituida. A cambio, Enrique II consigue la posesión provisional de Calais —con una opción a compra transcurridos ochos años—, y mantiene los obispados de Metz, Toul y Verdún sobre los que nada se trata. Así, mien­ tras el soberano español conserva el control sobre Italia, el francés refuerza sus fronteras al norte y nororeste. El matrimonio de Felipe II —viudo desde hace algunos meses de María Tudor— con la hija primogénita de Enrique II sella los acuerdos diplomáticos.

B. El avance turco y la guerra en el Mediterráneo

La lucha por la hegemonía entre las monarquías europeas no debe hacernos olvidar la existencia de otro gran conflicto: el que enfrenta al mundo cristiano y al Imperio Otomano en Europa central y en las aguas del Mediterráneo, interrumpido sólo por treguas ocasionales. Desde la conquista de Constantinopla (1453), el Imperio Otomano constituía un bloque homogéneo que comprendía, en Asia, Anatolia, y en Europa, la Península de los Balcanes: Grecia, Bulgaria, Servia, Albania, Bosnia y Herzegovina, así como los principados vasallos de Moldavia y Valaquia. Los reinados de Selim I (1512-1520) y de Solimán el Magnífico (15201566) corresponden al momento de máximo poderío turco, extendiendo sus dominios a Siria, Palestina, Egipto y Arabia, penetrando en Hungría y avanzando por el Mediterráneo. Sólo el enfrentamiento con Persia, al este, los distrae periódicamente de su penetración en Occidente. En la frontera húngara, con frecuencia, los turcos se lanzaban a realizar profundas incursiones, tras las cuales regresaban casi siempre a sus primi­ tivas bases sin establecerse en el país. Pero a partir de la toma de Belgrado (1521), y durante los años veinte, su avance se hizo más peligroso y deci­ dido. En Mohacs (1526) la artillería turca derrota a la caballería húngara y cae muerto el rey Luis II Jagellón, dejando abierta la sucesión de Bohemia y Hungría. Su cuñado, Fernando de Habsburgo —hermano de Carlos V—, reclama la herencia y recibe sin dificultad el reino de Bohemia. Pero en Hungría, la Dieta prefiere elegir como monarca al voivoda de Transilvania, Juan Zapolya. Éste, auxiliado por Solimán contra su rival, se apodera de la mayor parte del disputado país húngaro y se convierte en vasallo de la Sublime Puerta, dejando a Fernando solamente la posesión de una estrecha franja al oeste del lago Balaron. 294

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EL IM PERIO OTOMANO EN EL SIGLO XVI

Las relaciones internacionales (1494-1598)

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En 1529, con Solimán a la cabeza, las tropas otomanas pondrán sitio a Viena, mientras las incursiones de los jinetes turcos llegan hasta Ratisbona, haciendo cundir el pánico en el Occidente cristiano. La ciudad, sin em­ bargo, no capitula y, en Centroeuropa las fronteras van a permanecer en adelante estables. Sólo en 1541 los turcos se establecen sólidamente en Hungría —la ciudad de Buda incluida—, tras la muerte de Juan Zapolya, y el último gran empuje turco en esta dirección, en 1566, quedará roto con la muerte de Solimán. Durante todo este tiempo, la defensa contra los turcos en el frente hún­ garo será en su mayor parte responsabilidad de Fernando de Habsburgo, gobernador en nombre de su hermano de los territorios patrimoniales de la Casa de Austria, y, desde 1531, elegido rey de Romanos —es decir, su­ cesor de la corona imperial—. Para contener el peligro otomano, los im­ periales edificarán todo un tendido fortificado a lo largo de la frontera de Hungría y establecerán una flota de alerta en el Danubio medio. Debido a la lejanía de las bases turcas, las fortificaciones cumplen a la perfección la función de obstaculizar al ejército otomano hasta el final de cada cam­ pana —a principios del invierno—, deteniendo así su avance. Más grave sería la situación en el Mediterráneo que, hasta finales del siglo XV, había sido, fundamentalmente, un mar controlado por los cris­ tianos. Poco a poco, el avance turco y la extensión de la piratería berberisca fueron restando seguridad a la navegación, disminuyendo la importancia de los intercambios comerciales y haciendo cobrar tensión bélica al Mare Nostrum. Los musulmanes del norte de África habían abrigado siempre en sus puertos, en Bugía particularmente, naves ligeras cuyo destino era dar caza a las cristianas. Su número había aumentado sensiblemente tras la con­ quista de Granada y, a partir de 1516, Argel se convierte en su base privi­ legiada de actividades, desde donde se organizan, incluso, golpes de mano contra las costas de la Península Ibérica. Para contrarrestar la acción de los piratas berberiscos, los españoles ha­ bían ido tomando posiciones en el norte de África: Melilla (1497), Mersel-Kebir (1505), Orán (1509), Bugía y Trípoli (1510). Para neutralizar a Argel, construyen en 1515 la fortaleza del Peñón, sobre un islote que guarda la entrada del puerto, e instalan allí una guarnición. Entretanto, fuerzas navales turcas, compuestas en buena parte por unidades corsa­ rias armadas en el Egeo, comienzan a recorrer las costas de Berbería. Su jefe, Arrudj, presta oídos a la invitación argelina de instalarse en su ciu­ dad, pero sucumbe en un encuentro armado con los españoles frente a los muros de Tremecen. Su hermano, Jairr-al-Din —conocido luego como Barbarroja—, asume el mando de los corsarios y se pone bajo la protección del sultán. De esta forma el poder otomano se instala en el Mediterráneo ¿96

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occidental: en L 525 la posesión de Argel adquiere un carácter definitivo, y la fortaleza del Peñón cae en 1529. El avance turco, renovado desde el ascenso de Solimán el Magnífico, tiene su contrapartida en las aguas mediterráneas, y la caída de Rhodas en su po­ der (1522) es todo un símbolo para la cristiandad: los caballeros de la Orden de San Juan deben abandonarla y encuentran refugio, gracias a Carlos V, en Malta, una isla semidesierta dependiente del reino de Ñapóles. Y mientras los ejércitos turcos conquistan Hungría y franquean dos veces la frontera austríaca, la iniciativa naval corresponde a Barbarroja. Sus piratas atacan una y otra vez los navios y costas españolas, mientras los compromisos continen­ tales del Emperador retrasan una y otra vez la gran expedición contra Argel que se le reclama. 1.a incorporación de la armada genovesa a la causa impe­ rial (1528) constituye un breve alivio ya que, en adelante, Barbarroja, que en 1533 ha sido nombrado capitán en jefe de las fuerzas navales del Imperio otomano, contará con el apoyo francés. En 1534 consigue conquistar Túnez, lo que acerca peligrosamente las bases de acción otomano-berberiscas al sur de Italia. Al año siguiente se prepara una movilización general cristiana y Túnez es recuperado, Muley Hacen —aliado del Emperador— repuesto en el trono, e instalada una guarnición española en 1.a Goleta. Disminuidas las operaciones militares turcas en el este, hay un resurgir de las acciones navales a partir de 1537. Los otomanos buscan ensanchar sus territorios a costa de las posesiones venecianas. El principal episodio de la guerra es un encuentro, a la entrada del golfo de Arta, frente a la fortaleza de Prevesa (27-IX-l 538), entre las fuerzas turco-berberiscas de una parte, y las de Venecia de otra, ayudadas por contingentes pontificios e imperiales. Andrea Doria, que va al frente de los cristianos es forzado a retirarse por su antiguo adversario, Barbarroja. Venecia firma la paz en 1540 y abandona sus últimas posiciones en el archipiélago del Egeo y en Motea. En 1541, Carlos V pone por fin en marcha la tan esperada empresa de Argel, pero la ciudad resiste el cerco mientras una tempestad dispersa la flota. La retirada debe hacerse en pésimas condiciones y con grandes pér­ didas para evitar un desastre todavía mayor. A partir de aquí, la situación en el Mediterráneo irá empeorando progresivamente. Durante la cuarta guerra entre Carlos V y Francisco I la colaboración militar entre franceses y turcos se puso en evidencia durante el asedio de Niza (VIII-1543) y en la posterior invernada de la escuadra turca en Tolón, que tanto escándalo causa en la cristiandad. En el norte de Africa se irán perdiendo sucesivamente varias bases: Trípoli, mal defendida por los caballeros de Malta, cae en poder del corsa­ no Dragut -—sucesor de Barbarroja, que ha muerto en 1546—, en 1551; le siguen el Peñón de los Vélez (1554) y Bujía (1555). A estas alturas del siglo, el Mediterráneo se ha convertido casi en un lago otomano. Las relaciones internacionales (1494-1598)

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3. La hegemonía española El marco de las relaciones internacionales en Europa, después de la paz de Cateau Cambresis, presenta importantes novedades. Las viejas dis­ putas dinásticas y territoriales continúan, el control del mar y de las gran­ des rutas comerciales constituye -—si cabe con más fuerza— un objetivo prioritario para la mayoría de los monarcas, pero estos motivos de riva­ lidad se complican ahora con un antagonismo agudo, casi irreductible, que va enfrentando de forma implacable a católicos y reformados. Las pasiones religiosas, que desgarran en conflictos civiles a los estados, pasan a veces a un primer plano en la escena internacional, matizando enemis­ tades y alianzas, creando nuevas solidaridades o, incluso, modificando en ocasiones seriamente el equilibrio de fuerzas. Pero la Reforma no cambia sustancialmente el cuadro de las relaciones internacionales, sólo añade un nuevo elemento a la oposición de intereses entre las potencias, haciendo más complejos los conflictos. Durante las décadas que quedan de siglo, será el Rey Católico, Felipe II, quien detente la hegemonía gracias a sus inmensas posesiones, extendidas por todo el globo. Una monarquía extensa y poderosa, pero difícil y cara de defender. Pese a que existe una incuestionable heren­ cia espiritual transmitida por Carlos V a su hijo respecto al ideal de la Universitas Christiana, Felipe II no fue nunca, como a veces se ha di­ cho, el campeón de la Contrarreforma en Europa. Cierto que comparte el anhelo de restaurar la unidad religiosa y extirpar el protestantismo —tarea que llevará a cabo de forma concienzuda en el interior de sus estados—. Pero el objetivo prioritario de su política exterior será, antes que nada, la conservación de la Monarquía Católica —integridad de sus territorios y seguridad en las comunicaciones— frente a los enemigos que la amenazan. Los grandes conflictos que desgarraron Europa durante la primera mitad del siglo se habían ido extinguiendo a medida que los contendientes caían agotados uno a uno; durante los años siguientes a 1559 los príncipes intentarán evitar el estallido de una nueva conflagra­ ción general, ya que ni siquiera el poderoso monarca católico será capaz de sostener con éxito más de un frente de batalla a la vez. Cambian los escenarios bélicos y, poco a poco, el océano irá adquiriendo la tensión que pierde el continente. Buena parte de los conflictos de Felipe II con sus vecinos europeos estuvieron condicionados por las alteraciones de los Países Bajos. Lo que en un principio nace como un conflicto político y constitucional entre Felipe II y sus vasallos adquiere, a partir de 1566, un nuevo tinte religioso que encona el conflicto y amenaza con internacionalizarlo. Pero, pese a las tentaciones de intervención extranjera, la Guerra de los Ochenta Años, en 298

Historia clel Mundo Moderno

su primera fase, mantendrá su carácter fundamental de conflicto interno Je [a monarquía española.

A, Los imperios frente a frente

La relativa tranquilidad del escenario europeo en los años inmediatamente posteriores a Cateau-Cambresis permitió a Felipe II articular sin grandes trabas la defensa del Mediterráneo, poniendo en entredicho la supremacía turca. Para los reinos de España se trataba de una empresa prioritaria, ya que las incursiones de la marina turca y de los corsarios del norte de África ponían en peligro las rutas marítimas que unían a la península con sus posesiones italianas y con el granero de Sicilia. En 1560 la Sublime Puerta alcanzó su última gran victoria en aguas mediterráneas, derrotando en Los Gelves a la expedición española que —enviada desde Sicilia al mando del duque de Medinaceli— trataba de recuperar Trípoli. Cuatro años de inactividad de la marina turca fueron, sin embargo, pro­ videnciales para el rearme español y la construcción de nuevas galeras; en 1564 se recuperó el Peñón de Velez y, un año más tarde, se lograba defen­ der Malta, poniendo en fuga a la escuadra turca dirigida por Piali-Bajá. Las alteraciones de los Países Bajos (1566) y la revuelta de los moriscos granadinos (1568) retrajeron el empuje español durante algún tiempo. Aprovechando esta debilidad, en enero de 1570, el virrey de Argel, Euldj Alí destronó al emir de Túnez —aliado de España—, y en marzo el sultán Selim II dirigía un ultimátum a la república de Venecia y desembarcaba en Chipre. Fue entonces cuando los llamamientos del papa Pío V para organizar una cruzada contra el Imperio turco fueron escuchados. Tras varios meses de negociación, en mayo de 1571, se concluyó la formación de la Liga Santa compuesta por el Papado, Felipe II y los venecianos. Al mando de don Juan de Austria la flota cristiana consiguió cercar y derrotar a la escuadra turca en el golfo de Lepante (7-X-1571), capturando 117 barcos y produciendo cerca de 30.000 bajas al enemigo. La victoria supuso un enorme triunfo moral para la Liga, ya que el halo de invencibilidad del poderío turco que­ daba roto. La cristiandad celebró el triunfo con una profusa producción de pinturas, medallas y recuerdos, pero militarmente los resultados no fueron tan efectivos como cabía de esperar. La muerte de Pío V al año siguiente y el abandono de Venecia en 1573 —que firma una paz separada con los tur­ cos— dejaron a solas a los españoles frente a la reconstruida flota otomana. Don Juan de Austria conseguiría apoderarse de Túnez (9-X-1573), pero un año después los turcos se desquitaban tomando La Goleta —-en posesión española desde 1535— y reconquistando Túnez. Las relaciones internacionales (1494-1598)

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EUROPA EN EL SIGLO XVI

A. Corvisicr, Historia Moderna, Madrid, Ed. Labor, 1977. 300

Historia dei Mundo Moderno

Las relaciones internacionales (1494-1598)

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A partir de estas fechas no vuelven a producirse ya grandes enfren­ tamientos entre ambas escuadras. Obligado a combatir en otros frentes, Felipe II acaba firmando una tregua con la Puerta en 1578 que se renovará periódicamente. El Mediterráneo parece quedar «fuera de la gran Historia», mientras los principales beligerantes son arrastrados en otras direcciones: los turcos, hacia Persia, y Felipe II hacia los Países Bajos y el Atlántico. Concluida la guerra entre las escuadras regulares, el corso, sin embargo, se mantuvo tan activo como siempre, aunque las correrías de los corsarios argelinos fueran cada vez más contestadas por navios cristianos.

B. La empresa de Inglaterra

En Francia la situación interna comenzó a deteriorarse rápidamente tras la muerte de Enrique II —sobrevenida el 10 de julio de 1559 a con­ secuencia de las heridas recibidas en un torneo celebrado para festejar los matrimonios reales acordados en Cateau-Cambresis—. Dejaba una prole de hijos enfermizos, tres de los cuales reinarían sucesivamente en un país desgarrado por la discordia civil y los conflictos religiosos. Las ocho gue­ rras civiles que sacuden Francia entre 1562 y 1598, provocadas por la ex­ pansión del calvinismo, le restarán capacidad efectiva de intervención en los conflictos continentales, salvo en muy raras ocasiones. Más bien serán otros soberanos europeos quienes intervengan en su suelo: Inglaterra y el Palatinado, esporádicamente, en pro de la causa protestante, y Felipe II, de forma más permanente, en favor de los católicos. Con Francia inmovilizada hasta los últimos años del siglo, España e Inglaterra, con unas relaciones cada vez más deterioradas, acabarían en­ frentándose la una a la otra con una violencia que parecía difícil de sos­ pechar en 1559. La oposición de intereses económicos, políticos y reli­ giosos que ambas monarquías defendían acabaron llevando a Felipe II y a Isabel I al encontronazo naval de 1588, pero aún durante casi tres décadas prevalecieron, sobre las diferencias religiosas o la rivalidad en el Atlántico, otros factores mucho más poderosos: la tradicional alianza dinástica —fo­ mentada por el mutuo antagonismo con Francia—, la necesidad española de asegurar las comunicaciones marítimas con los Países Bajos, o la complementariedad económica de estos territorios con Inglaterra. La muerte sin hijos de María Tudor, en noviembre de 1558, supuso un importante fracaso para los planes de Carlos V, interesado vivamente en afianzar la alianza inglesa y proporcionar así un sólido respaldo estraté­ gico a los Países Bajos, destinados a formar parte de la herencia de su hijo Felipe. Por los mismos motivos, éste se vio obligado a apoyar a la nueva soberana, Isabel I, durante los años sucesivos. Cierto que Isabel parecía 302

¡-[istoria del Mundo Moderno

inclinada a favorecer en su reino la causa pro restan te, pero la otra opción que le quedaba a Felipe II, apoyar las pretensiones de María Estuardo a la herencia inglesa, resultaba políticamente inaceptable. María era ca­ tólica, pero también era reina de Escocia, sobrina de los Guisa y esposa ._ pronto viuda— de Francisco II de Francia. Si los franceses llegaban a invadir Inglaterra para sentar en su trono a la Estuardo, las Islas Británicas quedarían en el futuro indisolublemente ligadas a los intereses franceses, y los Países Bajos a merced de los ejércitos enemigos. Por ello, Felipe II mantuvo su apoyo a la soberana inglesa. Luchó durante años con la Santa Sede para evitar la excomunión de Isabel y, al producirse ésta en 1570, evitó la difusión de la bula papal en todos sus estados. Cuestiones religiosas aparte, un importante motivo de fricción entre Inglaterra y la Monarquía Católica durante los años sucesivos fueron los intentos de los marinos ingleses de romper el monopolio comercial es­ pañol en el Nuevo Mundo. El reparto de las tierras descubiertas al otro lado del Atlántico entre castellanos y portugueses, sancionado por las Bulas Alejandrinas, nunca había sido reconocido de manera oficial por los demás soberanos europeos. Las inmensas riquezas del comercio americano —que tan celosamente controlaban los castellanos—, y las noticias sobre sus fa­ bulosos tesoros animaron desde fechas tempranas a franceses e ingleses a probar suerte en el Nuevo Mundo. En 1565 tuvieron que ser destruidos por los españoles los asentamientos hugonotes de la Florida. En cuanto a los ingleses, John Hawkins llevó a cabo, entre 1562 y 1568, tres expedicio­ nes negreras al Caribe que le reportaron pingües beneficios. Pero a la vuelta de su último viaje fue atacado y derrotado por la flota de Nueva España en San Juan de Ulúa, teniendo que regresar a Inglaterra —junto a su lugarte­ niente Francis Drake— con tan sólo dos navios de su flota. A partir de entonces las acciones de los ingleses en el Atlántico ame­ ricano se hicieron más violentas y más audaces. En 1571 Drake inició una campaña de piratería por el Caribe, capturando bocines y prisioneros, que pronto extendió hacia el resto del litoral americano. Al año siguiente realizó una nueva expedición contra Panamá y volvió a PIymouth cargado de metales preciosos. Su gran hazaña, sin embargo, sería dar la vuelta al mundo entre 1577 y 1580, alcanzando el Pacífico por el estrecho de Magallanes, siendo a su regreso recibido en la corte inglesa como un au­ téntico héroe. Pero a pesar de que las correrías inglesas constituían un desafío a la autoridad del Rey Católico, nunca pusieron auténticamente en peligro la seguridad o la integridad territorial de los territorios americanos. Por ello los auténticos problemas en las relaciones hispano-inglesas surgirían en el escenario europeo a raíz de la sublevación de los Países Bajos contra Felipe II. Las relaciones internacionales (1494-1598)

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LOS PAISES BAJOS



Ciudades en las que empezó la rebellón de 1572

Países de la Generalidad, incorporados “““S a las Provincias Unidas en 1648 H Unión de Utrecht 1579 |

A. Tcnenti, 304

| Países Bajos españoles en 1648

formación del mundo moderno, Barcelona, Crítica, 1985, p. 305.

Historia del Mundo Moderno

LA HEMOGENÍA HISPANA

M. Rivera Rodríguez, Diplomacia y relaciones exteriores en la Edad Moderna. De la cristian­ dad al sistema europeo, 1453-1794, Madrid, Alianza Editorial, 2000, Las relaciones internacionales (1494-1598)

-.anto___

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El juego político de las grandes potencias europeas se seguía desarro­ llando en el Continente y no en Ultramar. Fue la llegada del duque de Alba a Bruselas con su ejército, en agosto de 1567, para reprimir la re­ belión de aquellos estados, el acontecimiento que iba a marcar un punto de inflexión importante en las relaciones internacionales, provocando du­ rante cinco años una revolución diplomática que aproximaría a Inglaterra y Francia contra Felipe II. Justamente antes de esta fecha, en la mente del gobierno inglés el mayor peligro lo constituía todavía Francia. El máximo temor se cernía en torno a los Guisa y a su pretensión de utilizar a María Estuardo y a Escocia como escalones para alcanzar el trono inglés. Esta preocupación y la dependencia económica de Amberes —etapa para la co­ mercialización de los paños ingleses-— había inclinado al Consejo Privado de Isabel a mantener la alianza española. Pero la llegada de Alba a los Países Bajos cambiará todo esto. La presencia de sus tropas en un territo­ rio cuyas fronteras distaban poco más de 100 kilómetros de París, unas 30 millas de la costa de Kent y, aproximadamente, un centenar de Londres y del estuario del Támesis provocaron de inmediato la alarma en los países vecinos. La preocupación española por asegurar las comunicaciones con el ejército de los Países Bajos y la firme decisión de sus enemigos por obsta­ culizarlas, iban a representar una constante en la historia europea durante los siguientes ochenta años. Es dentro de este contexto donde hay que encuadrar la primera rup­ tura hispano-inglesa, sucedida a finales de 1568. En el mes de diciembre, Isabel incautó el dinero genovés destinado a pagar las tropas del duque de Alba que transportaban varias naves españolas, obligadas a buscar refugio en los puertos ingleses para esquivar a los corsarios de La Rochela. A raíz de este incidente quedaron interrumpidas las relaciones comerciales entre ambas monarquías y, en gran medida, las comunicaciones marítimas es­ pañolas con los Países Bajos, hasta 1573. De resultas, el tráfico lanero de Castilla hacia Flandes quedó yugulado, mientras el gran comercio húrga­ les caía en picado. En este intervalo de tiempo, aprovechando la influencia que el partido protestante ejercía en la corte de Carlos IX, Francia ofreció su alianza a Inglaterra con vistas a una posible intervención conjunta en los Países Bajos. El tratado de Blois (IV-1572) estipulaba una alianza defensiva entre ambos monarcas —nada se decía de los Países Bajos, como hubieran de­ seado ios hugonotes—, e incluía varios acuerdos comerciales que trataban de compensar en parte la pérdida inglesa del comercio de Amberes. Pero el acercamiento anglo-francés se rompió bruscamente con la matanza de la Noche de San Bartolomé (22-VIII-1572), que ponía fin además a las pretensiones galas de una intervención armada en los Países Bajos. No cabe duda de que la masacre de San Bartolomé marcó, y de una manera 306

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profunda, la política exterior inglesa, obligada durante más de diez años a continuar manteniendo el equilibrio de la alianza española (tratado de Bristol de 1574), sujeta a su vez a los avalares políticos y militares de los Países Bajos, De hecho, a principios de 1572, conforme se estrechaban lazos con Francia y se acercaba la firma del tratado de Blois, Inglaterra había con­ tinuado intentando un acercamiento a España. El 1 de marzo de 1572 Isabel I se decidió a expulsar de las costas inglesas a los corsarios holande­ ses que hasta entonces habían encontrado abrigo en sus puertos. Aunque se trataba de un gesto amistoso hacia el duque de Alba, la medida tuvo funestas consecuencias al lanzar a los «mendigos del mar» contra las costas de Holanda: el I de abril tomaron el puerto de La Briel, haciendo saltar la chispa de un nuevo levantamiento general por toda la franja costera del norte de los Países Bajos. Sobre todo, la pérdida de Flesinga (6-IV-l572), situada en la misma desembocadura del Escalda, habría de tener funestas consecuencias para el gran comercio de Amberes, Uno tras otro, irían ca­ yendo en manos de los rebeldes todos los grandes puertos de Holanda y Zelanda, impidiendo las comunicaciones entre la Península Ibérica y los Países Bajos a través de la ruta del canal de la Mancha. Estas primeras operaciones de los «mendigos del mar», modestas en su dimensión bélica, habrían de tener mucha mayor trascendencia para la Monarquía española que la aplastante victoria de Lepante obtenida unos meses antes. La oportunidad de contraatacar en el Atlántico con una fuerza su­ ficiente no se le presentó, sin embargo, a Felipe II —agobiado por las urgencias militares del Mediterráneo, del ejército de los Países Bajos y de la ocupación portuguesa— hasta la década de 1580. Con la agregación de la corona de Portugal a la Monarquía Católica no sólo se alcanzaba la unidad de la Península Ibérica, sino también la anexión de los territorios coloniales portugueses, que se extendían desde el Brasil hasta la India y el sureste de Asia, pasando por los establecimientos africanos, Portugal cons­ tituía ahora la plataforma ideal para una renovada contraofensiva atlántica y, de hecho, fueron las victorias obtenidas en las Azores (1582-1583) con­ tra la flota francesa que apoyaba al pretendiente don Antonio el pretexto perfecto para que el almirante don Alvaro de Bazán resucitase el viejo proyecto de invadir Inglaterra. Pero los éxitos de Felipe II habían asustado a Isabel de Inglaterra, La incorporación de Portugal, los avances de Alejandro Farnesio en Flan des y Bravante y la inmovilización francesa, tras el estallido de la guerra civil en la primavera de 1585, decidieron a la Reina a intervenir directamente en los Países Bajos, En agosto de 1585 se firmaba el tratado de Nonsuch por el que Inglaterra prometía ayuda militar a las Provincias Unidas a cambio de instalar guarniciones en La Briel y en Flesinga, los puertos relaciones internacionales (1494-1598)

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más aptos para una invasión contra las costas inglesas. Una expedición de 7.000 soldados cruzó a finales de año ei canal al mando del conde de Leicester, dispuesta a obstaculizar las campañas de Farnesio. En septiem­ bre del mismo año, Isabel autorizó a Drake y a su flota a tomar represalias por el embargo realizado sobre los barcos ingleses durante aquel verano en la Península Ibérica. El primer ataque tuvo lugar en las vulnerables costas de Galicia, asaltando los ingleses la ciudad de Vigo. Desde allí, Drake se dirigió al Caribe, cayó sobre Santo Domingo —a la que durante un mes sometió al saqueo sistemático— y, por último, se apoderó de Cartagena de Tierra Firme, incendiándola antes de retirarse. La guerra estaba decla­ rada, y la ejecución de María Estuardo (18-11-1587) no hizo sino acelerar los planes de Felipe II para lanzar una gran ofensiva contra Inglaterra. Hasta la primavera de 1588 no estuvieron concluidos los preparativos de la Felicísima Armada —como la llamaron entonces los españoles—, compuesta por 130 barcos y cerca de 30.000 hombres, destinada a es­ coltar a los tercios de Alejandro Farnesio que debían cruzar en barcazas el canal de La Mancha y desembarcar en Inglaterra. El 21 de julio la Armada partió de La Coruña y una semana más tarde entraba en las aguas del canal. Pese a tres encuentros sucesivos con la flota inglesa, la Armada española llegó el 6 de agosto frente a Calais sin haber perdido más que dos unidades. La noche del 7 al 8 de agosto, los brulotes lanzados por los ingleses deshicieron el orden de batalla de la Armada, obligando a los españoles a derivar hacia las costas de los Países Bajos. Frente a Gravelinas tuvo lugar el último y más duro combate. La Armada fue duramente cas­ tigada por la artillería inglesa, y estuvo a punto de sufrir un completo desastre cuando el viento impulsó a sus navios hacia los bancos de arena flamencos. Afortunadamente, el viento cambió de dirección y le permi­ tió esquivarlos, pero continuó durante los días siguientes impulsando a los españoles hacia el norte, haciendo imposible su retorno al canal y el encuentro con la infantería embarcada de Farnesio. La Armada hubo de rodear las Islas Británicas para tomar La ruta de vuelca a España, pero a la altura de Irlanda sufriría sus más importantes pérdidas a causa de las tor­ mentas que hicieron naufragar un gran número de navios. El fracaso de la Armada constituyó un enorme choque emocional para España, ya que se contaba con el apoyo divino para una empresa de aquellas características y se esperaba una rotunda victoria de la causa católica. Pero las pérdidas materiales no fueron tan enormes como aveces se ha dicho: volvieron a las costas peninsulares cerca del 70% de los navios que componían la flota, y en los años sucesivos Felipe II consiguió incrementar notablemente sus efectivos navales. El fracaso de la contraofensiva inglesa sobre La Coruña y Lisboa, en 1589, demostraría las dificultades de una invasión por mar de la Península igual que la de Inglaterra. .308

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ruta seguida por la armada invencible

Las relaciones internacionales (1494-1598)

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La derrota de la Armada tuvo también consecuencias inmediatas en Francia. Animó a Enrique III, que hasta entonces había cedido a las pre­ siones de la Liga Católica —apoyada por Felipe II—, a desembarazarse de los Guisa, cabecillas del partido católico. Tras el asesinato de éstos, el propio Enrique III caería víctima de un atentado (1-VIII-1589), de­ jando como heredero de la corona al protestante Enrique de Navarra. Ni la conversión de Enrique IV, ni la posterior coronación de Chartres (2711-1594) disuadieron a Felipe II en su propósito de oponerse a aquella sucesión. Pero la intervención militar en Francia complicó enormemente el escenario internacional, multiplicando los frentes de guerra y agotando los recursos financieros de que disponía el Monarca Católico. Las cam­ pañas en Francia distrajeron a Alejandro Farnesio de sus objetivos mi­ litares en los Países Bajos, mientras los rebeldes al mando de Mauricio de Nassau iban de triunfo en triunfo. Inglaterra y las Provincias Unidas —independizadas de hecho de la Monarquía Católica— se adhirieron en una liga antiespañoia con Enrique IV (24-V-1596), y Cádiz fue asaltado y saqueado durante dos semanas por la flota inglesa que dirigía el conde de Essex (VI-1596). Fue necesaria una nueva suspensión de pagos -—la tercera del rei­ nado—, decretada por Felipe II en noviembre de 1596, para forzar las ne­ gociaciones. Durante sus últimos meses de vida, Felipe II trataría de hallar una solución de compromiso para los numerosos conflictos internaciona­ les abiertos que, salvando el honor de la Monarquía, librase a ésta de la to­ tal bancarrota. La firma con Enrique IV de la paz de Vervins (2-V-1598) —que ratificaba en lo esencial las estipulaciones de Cateau-Cambresis— y la cesión condicionada, ese mismo año, de los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia y al archiduque Alberto —tratando de tender un puente a ios rebeldes con el alejamiento de la imagen del «dominio español»—, constituyeron un último esfuerzo para legar a Felipe III una situación exterior aceptable. La paz con Inglaterra no llegaría hasta la muerte de Isabel I (1604), firmándose poco después con las Provincias Unidas una tregua por espacio de doce años (1609).

4. La ludia por la hegemonía en el Báltico y el avance Ruso A finales del siglo XV, la irrupción del Gran Ducado de Moscú en Novgorod había contribuido a deteriorar el comercio hanseático en el Báltico, ya en decadencia por la descomposición de los vínculos que unían a las ciudades alemanas y la marcha de los grandes bancos de aren­ ques dei Báltico a las costas flamencas del mar del Norte. Hasta entonces, la Hansa —con la ciudad de Lübeck a la cabeza— había gozado en el 310

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espacio báltico de la misma hegemonía comercial que la República de Venecia detentara en el Mediterráneo. A lo largo del siglo XVI su posi­ ción se iría degradando irremediablemente y el centro de gravedad de las operaciones mercantiles tendería a desplazarse hacia el oeste, en beneficio de Hamburgo —el puerto más occidental de la autoridad hanseática— y, desde luego, en beneficio de sus principales competidores: holandeses e ingleses. Ya Christián II (1513-1522) de Dinamarca había intentado sacudirse la tutela hanseática favoreciendo la entrada de los holandeses en los cir­ cuitos comerciales bálticos. Los hanseáticos habían respondido apoyando la rebelión sueca que pondría fin a la vieja Unión de Kalmar (1397): con el apoyo de Lübeck, Suecia se sacudiría la tutela danesa en 1523, nom­ brando rey al caudillo que le había llevado a la victoria, Gustavo Vasa. Pero Federico I (1523-1533) seguiría la misma política que su antecesor: mantener en su poder los estrechos del Sund que abrían las puertas del Báltico y favorecer el comercio de las ciudades de los Países Bajos en con­ traposición a los intereses hanseáticos. Este hecho explica la nueva inter­ vención de Lübeck en la llamada guerra de los Condes, suscitada a raíz de la muerte de Federico I y de la sucesión danesa, siendo derrotada en Svendborg (5-VI-1535), esta vez por las fuerzas reunidas de Dinamarca y Suecia. Pero la hegemonía danesa difícilmente podía mantenerse, puesto que a ella se oponían Suecia, Polonia y Rusia. Para Suecia, la libertad del Báltico constituía una garantía indispensable para su recién conquistada independencia. Para Polonia, el Báltico implicaba dos problemas distin­ tos: libertad para la exportación de sus cereales, vía Danzig, y la posibi­ lidad de detener la arremetida rusa mediante la adquisición del baluarte de Livonia. En cuanto a los grandes duques de Moscú, abrirse paso en el Báltico representaba para ellos abrirse paso hacia Europa y su comercio, pudiendo estar presentes en un área que ya dominaban sus potenciales competidores. El gran objetivo de Moscú era desde hacía mucho avanzar hacia el oeste, ya que sólo Estonia le separaba del mar abierto. Por fin, en 1558 Iván IV toma las armas y ocupa Narva, principal puerto de entrada de las mercancías occidentales. Las tierras y ciudades amenazadas por la acome­ tida del Zar buscan el amparo de los vecinos. Reval y el norte de Estonia se acogen a la protección de Suecia. En la isla de Oesel se establecen los daneses, mientras la mayor parte de Livonia ofrece su vasallaje al rey de Polonia. Al tiempo, estalla la llamada guerra de los Siete Años (15631570) entre suecos y daneses, tanto por el permanente conflicto de la libertad de tránsito por el Sund como por la nueva cuestión de Estonia. El conflicto, que durante años perturbará enormemente el comercio báltico Las relaciones internacionales (1494-1598)

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para rodas las naciones, acaba en la paz de Stettin con el agotamiento de los dos contrincantes. Pero los tratados firmados en Stettin abrirán una nueva época en el Báltico. La libertad de navegación por sus aguas, so­ lemnemente proclamada, se convierte en un principio fundamental del derecho público internacional. El dominio del mar Báltico con el que cada adversario había soñado no es para nadie. Pero el avance ruso, esta vez hacia Lituania, provoca otro conflicto impor­ tante. Ante la amenaza de Moscú, Polonia y Lituania estrechan lazos en una asamblea celebrada en Lublin: sus representantes deciden que, en adelante, las dos coronas no formarán más que un mismo cuerpo, con un solo soberano y una sola Dieta. La Unión de Lublin ( 1569) estaría destinada a durar dos siglos, pero no era bastante. Suecia se alía con Polonia para detener a Iván IV que, desde 1563, ocupa Polock y la mayor parte de Lituania hasta Vilna. La confe­ deración polaco-sueca logrará grandes éxitos: Polock es reconquistada en 1576 y las tropas del Zar son derrotadas totalmente en Venden (1578). Iván IV reco­ noce el fracaso de sus armas y renuncia a sus proyectos sobre Livonia y Estonia (tratado de Yam Zapolski con Polonia, en 1582, y armisticio de Narva, 1583, con Suecia). Desde esta fecha, Rusia ve cerrarse, y por más de un siglo, la estre­ cha ventana que había conseguido abrir sobre el Báltico. Todavía en los últimos años del siglo la unión de Polonia y Suecia está a punto de producirse. Después del reinado efímero de Enrique de Valois, y después del de Esteban Bathory, los polacos, en 1586, eligen como mo­ narca a Segismundo Vasa, hijo de Juan III de Suecia y de Catalina Jagellón. Católico militante —conocido pronto como el «rey de los jesuítas»—, Segismundo encontraría una gran oposición para hacerse con la corona sueca a la muerte de su padre (1592). Su tío, Carlos de Sudermania, de religión luterana, la acabaría ciñendo, tras la derrota de Segismundo, con el nombre de Carlos IX (1599).

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Las relaciones internacionales (1494-1598)

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2. El siglo XVII

CAPÍTULO 12

LA CRISIS DEL SIGLO XVII

José Miguel Palop Ramos Profesor Titular Je Historia Moderna de la Universidad de Valencia

1. Coyuntura de crisis y debate interpretativo El siglo XVII ha sido caracterizado historiográficamente con el término de «crisis». Quizás porque, a diferencia de otras épocas (Renacimiento, Reforma, Ilustración), ha carecido de otro argumento en torno al que organizar de forma operativa el relato histórico. Y, ciertamente, cualquier aproximación, sea desde un punto de vista económico, social o político, nos sitúa ante un período de tensiones, de contracciones y de cambios, en definitiva, de «crisis». La crisis económica podrá ser discutida en su cronología, diversidad regional, causas, naturaleza y alcance, pero sus resultados parecen claros y apuntan hacia una evolución diferencial de las formaciones económicosociales europeas, con el estancamiento de unas áreas y el despegue de otras por vías capitalistas. La crisis social parece igualmente actuante a tenor de los comportamientos de «reacción social» que impulsan las clases' dominantes, el empobrecimiento de los sectores populares y la presencia apabullante y «universal» de una serie de fenómenos conflictivos (guerras, revoluciones, rebeliones, disturbios de toda índole) cuya simple enumera­ ción cubriría varias páginas. Finalmente, la crisis política ha sido destacada La crisis del siglo XVII

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por la historiografía más reciente: las insuficiencias del sistema de poder organizado en torno a las monarquías estamentales del Renacimiento exi­ gen, a la altura de esta centuria, la reconversión, a menudo traumática, de las formaciones políticas hacia el despliegue de la monarquía adminis­ trativa, en la que culmina el Estado absoluto como fórmula para seguir ejerciendo el control social de las poblaciones. En la base de la crisis del siglo XVII los historiadores han situado las dificultades económicas de una coyuntura hasta hace un tiempo eti­ quetada sin paliativos y con carácter general de recesiva. La idea de una especie de «gran depresión», que llenaría el siglo, ha sido tomada de los historiadores de los precios, con sus teorías de los ciclos económicos se­ culares, y asumida por el resto. Esta «crisis secular» o depresión vendría marcada por la caída de los indicadores económicos. La población ve el final de un crecimiento activo desde las postrimerías del siglo XV y entra en una era de estancamiento. Los precios equilibran en los comienzos del XVII la espectacular inflación de la centuria anterior, evolucionando a la baja a partir de entonces. Las fechas iniciales del tal caída son muy dife­ rentes según las zonas y lo mismo ocurre con las de la recuperación, pero en conjunto Abel y Slicher van Bath califican el período de 1650 a 1750 como de «inversión de la tendencia secular», y «depresión insólitamente prolongada». Baja también en las llegadas del tesoro americano, indicador apreciado por aquellos cuantitativistas que asocian las tendencias de los precios con las importaciones españolas de plata, por lo que conceden una gran importancia al declive de las aportaciones americanas a partir de 1625. Al margen de un eventual impacto sobre los precios, el flujo de plata se encuentra ligado al comercio americano y éste, tras alcanzar su cénit en 1608-1610, experimenta un firme descenso desde 1622. Pero el tráfico sevillano-atlántico no es el único en crisis. Entre los años 20 y 50 todas las rutas comerciales se ven afectadas: el tráfico de esclavos, en ascenso de 1500 a 1750, sólo deja de crecer entre 1625 y ¡650. Tampoco aumenta entre 1620 y 1650 el volumen del comercio con las Indias Orientales. Por último en Europa desde 1624 se suceden caídas bruscas en el intercambio báltico o en el tráfico vacuno de Dinamarca, Países Bajos y Renania. Más sombrío si cabe resulta el panorama industrial de la primera mitad del siglo, con el desmoronamiento de los centros urbanos manufactureros de mayor solera, desde las potentes industrias del norte de Italia a los textiles franceses del Beauvais, Amiens o Reims, pasando por nombres míticos como la lana de Lille o el estambrado de Hondschoote en Flandes; in­ cluso las exportaciones de telas inglesas sufren un intenso repliegue entre 1615 y 1630. En cuanto a la producción agraria, y especialmente la signi­ ficativa de los cereales, todo indica que el cambio de tendencia se remonta a la parte final del siglo XVI y que el estancamiento se prolonga en la 318

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mayor parte de Europa con altibajos durante todo el XVII. Y algo similar sucede con la productividad, que afecta más a los cereales inferiores que a los superiores y menos a la Europa occidental que al resto. En definitiva, los indicadores clásicos señalan que en la primera mitad del siglo XVII ha comenzado el fin de la gran expansión europea ante­ rior y advierten la entrada en una nueva fase de la historia económica de Europa. Durante la segunda mitad los signos de renovación se localizan en la recuperación de los comercios coloniales y el crecimiento de la pro­ ducción industrial inglesa. A fines de siglo los indicios de recuperación se amplían. Sin embargo esta visión, caracterizada por subrayar la recesión econó­ mica de la coyuntura, sólo puede tener un sentido de tendencia general. Ni su alcance es universal ni su cronología es homogénea; dentro de un mismo sector hay comportamientos opuestos y dentro de un mismo país las diferencias regionales e incluso locales pueden ser fuertes. En el pri­ mer aspecto conviene señalar que no todos los países se vieron igualmente afectados por la crisis. Mientras España, Italia o Polonia se hundían en una regresión que adquiría ribetes de involución, otros tan sólo se retrasa­ ron brevemente o experimentaron un crecimiento escaso, como Francia, Alemania, Escandinavia o Europa central. En cambio, para las Provincias Unidas e Inglaterra la crisis tuvo efectos liberadores, generándose un gran dinamismo y consiguiendo, en el caso inglés, ventajas decisivas. En el ho­ landés su comercio exterior, su industria textil y su población crecieron tan rápidamente durante los dos primeros tercios del siglo que esta época constituye su auténtica edad de oro. La diversidad cronológica todavía es mayor: si en términos generales se puede establecer la tendencia precoz de las economías mediterráneas, cuya decadencia comenzó antes (entre la segunda mitad del XVI y la primera década del XVII) y terminó también más tempranamente (1680-1690), y la más tardía de la Europa nórdica (1650-1660 a 1730-1735), al descender a las evoluciones particulares de países y regiones el panorama es tan variado que resulta caótico. La com­ plejidad se incrementa cuando se observan las disparidades internas en el seno de un mismo sector económico, caso del comercio, donde el atlán­ tico y el mediterráneo divergen en un mismo momento y donde puertos de un mismo ámbito se oponen entre sí. En cuanto a la diversidad regio­ nal baste citar el crecimiento provenzal estudiado por R. Baehrel o los contrastes entre la España interior hundida, la dinámica periferia noratlántica y el moderado crecimiento de la vertiente mediterránea señalados por J.M. Pérez García. Esta diversidad, esta complejidad y estas disparidades forman tan sólo una parte mínima de un debate fecundo que va mucho más allá de estos aspectos puntuales para centrarse en la cuestión de fondo: el concepto, La crisis del siglo XVI!

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alcance y, sobre todo, naturaleza de la crisis. La polémica, en la que se han involucrado numerosos modernistas, ha servido, de entrada, para arrum­ bar aquellas explicaciones monocausales que rodo lo cifraban en contra­ dicciones de tipo malthusiano, en interpretaciones de signo cuantitarivista o monetarista o en la destructividad de la guerra. Y no porque tales argu­ mentos no sirvan. Siguen siendo útiles, pero localizadamente, para casos concretos. Lo que carecen es de validez universal. Descartada la causa simple y única, el debate ha puesto de relieve y se ha nucleado en torno a explicaciones complejas, integradoras, atentas a la naturaleza de la crisis y planteadas desde perspectivas económicas y sociopolíticas. No olvidemos que las dificultades del siglo no son úni­ camente económicas. En su base puede haber un problema económico más o menos grave y, por lo que se ha visto, no general; pero la crisis afecta a la sociedad y alcanza a la forma de organizar su poder político. En este sentido, pues, discurren las principales aportaciones a un debate que se ha polarizado en líneas bien distintas. Desde su inicio en los años 50 se distingue la perspectiva económica de la óptica gubernamental. E. Hobsbawm, auténtico desencadenante de la discusión, representa la in­ terpretación económica, mientras que R. Mousnier y especialmente H. Trevor Roper han impulsado la vertiente sociopolítica. E. Hobsbawm se aleja de explicaciones basadas en fuerzas exteriores —como la presión demográfica, los metales o la guerra— y se concen­ tra en la economía misma y su organización social. Es, pues, una crisis estructural y no coyuntura!. Son las contradicciones internas del sistema las que plantean la crisis. La estructura social que sostiene el sistema eco­ nómico feudal impone límites al crecimiento. Su sociedad de campesinos y propietarios ofrece mercados muy limitados y el capital comercial se ve condenado a una frustrante inversión. Aunque sea una crisis general no se trata de una regresión generalizada, al estilo de la depresión bajomedieval. Al contrario, significa, para una parte de Europa, la última fase de la transición de la economía feudal a la capitalista, ya que la con­ centración de recursos que provoca puede ser aprovechada por aquellas formaciones económicas que, como la holandesa o la inglesa, reaccionan introduciendo cambios cualitativos en la organización social de la pro­ ducción. Subraya el valor de la manufactura, por encima del comercio y las finanzas, y ello explica que Inglaterra sea a la larga la gran beneficiaría de esta crisis. H. Trevor Roper, más atento a la conflictividad social y política del siglo, vincula la crisis al rechazo social que suscita la nueva forma de go­ bierno absoluto y las cargas que el mantenimiento del aparato del Estado suponen para la población. Se trata, pues, de una crisis de las relaciones Sociedad-Estado, que enfrenta al País con la Corte. Las tensiones son pro320

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vocadas por la inflación de cargos administrativos, la presión fiscal y la centralización política y el detonante lo sitúa en el lujo y derroche super­ fino de la corre. La hipertrofia del entramado burocrático-estatal sólo es asimilable en coyunturas expansivas. En períodos de recesión se desvela su carácter monstruoso, parasitario e inasimilable. Cuando las monarquías fracasan en sus reformas aurolimitativas se desencadena la revolución, so­ breviene la crisis. En torno a estas posturas se ha organizado la mayor parte de la po­ lémica modernista posterior. Así por ejemplo, los planteamientos guber­ namentales de Trevor Roper han dado lugar a matizaciones significati­ vas acerca de los sectores enfrentados por parte de Kossman o de Pérez Zagorín, sobre el peso desmedido del Estado, inexistente para L. Stone en la Inglaterra Estuardo o acerca de la mayor gravosidad del factor bélico (Elliott, Hexter), aspecto, este último, parcialmente admitido por Trevor Roper. Las interpretaciones económicas han dependido de cómo consideren los historiadores la definición del sistema socioeconómico imperante en el XVII. Para aquellos que como A.D. Lublinskaya y muy destacadamente I. Wallerstein consideran que la sociedad es capitalista, la crisis lo es ya de este signo. Para Wallerstein la crisis no es ningún momento final de la transición, sino la primera contracción del sistema capitalista, que va a permitir la consolidación de la economía-mundo a través de una re­ ordenación de papeles, concentrándose el capital en el centro, subdesa­ rrollándose la periferia y oscilando la semiperiferia entre ambos extremos según coyunturas y posibilidades posteriores. En cambio, para quienes mantienen la vigencia del sistema feudal, incuestionablemente la mayoría, la crisis del sistema, debido a bajos niveles de productividad, ofrece una amplia gama de etiologías y de resultados. Puede facilitar la transición, como postulan Hobsbawm, Brenner y un largo etcétera. Puede, al con­ trario, provocar una involución, como han visto R. Romano y R. Villari desde su ámbito italiano. Esta «lectura italiana» de las tesis de Hobsbawm nos ilumina el panorama de la Europa meridional, donde la crisis es si­ nónimo de refeudalización, o mejor de señorialización, en definitiva, de consolidación de las antiguas formas de producción, de trasvase de capi­ tales e iniciativas de la industria y el comercio al campo y la renta agraria, de extensión del señorío y de exclusión de la formación social de todo lo que no sea integrable en las estructuras feudales. En cuanto a las causas de la crisis feudal, R. Brenner reivindica el papel protagonista de la estructura de clases agraria. En su tipología di­ ferente radicaría la divergencia de destinos de Inglaterra y Francia ante la crisis del XVII. La tríada capitalista inglesa (señor-arrendatario-asalariado) hace posible la inmunidad del país a las crisis agrarias que azotan el contiLa crisis del siglo XVII

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nente y el crecimiento agrario que sentó las bases del desarrollo global del XVIII. En cambio, la continuidad de la propiedad campesina se conver­ tiría en factor retardatario del crecimiento francés. También la estructura de clases es sustantiva para G. Parker, sólo que en su conformación resulta fundamental el impacto de la guerra, entendida como factor orgánico, interno de la sociedad. La crisis refleja las contradicciones en los sistemas de poder del feudalismo; y una básica es la que opone el bajo nivel de productividad a las exigencias de la guerra. N. Sreensgaard nos ha advertido acerca de las insuficiencias de los enfoques unidimensionales, que todo lo centran en la producción, valo­ rando en cambio la distribución como clave interpretativa. Se trataría así de una crisis de distribución de la renta y no tanto de producción de la misma. Y quien incide de manera más contundente en la distribución de la renta, de forma que ésta acaba transformando la sociedad, es el sector público. De nuevo, pues, en esta brillante e integradora aportación apa­ rece el Estado, la construcción del absolutismo con sus exigencias fiscales y militares, en el transfondo central de la crisis; de una crisis que, aunque abarca toda Europa, no es una regresión general, ya que afecta desigual­ mente a sectores distintos, nunca coïncidentes y en diferentes tiempos y grados. Por último, M. Morineau ha desmitificado recientemente los medios tradicionales de diagnóstico de la crisis, rebajando la importancia de los signos que evidenciaban la misma y cuya garantía no resulta ser total ni su lectura social adecuada. Su revisión crítica del tráfico americano ha desvelado los graves problemas del fraude, la incidencia asombrosa del contrabando o la inconsistencia de los argumentos basados en el to­ nelaje de las flotas, demostrando que no disminuyó la llegada de metal tras 1650. En el comercio en general no se puede hablar de crisis y sí de orientaciones especializadas en las que unos ganan y otros pierden. Ha llamado la atención sobre la ambivalencia económica de los precios, cuya coyuntura no es intrínsecamente buena o mala per se, sino que lo es en función de los grupos sociales afectados. En suma, pues, una inteligente llamada a relacionar las dificultades del siglo con los grupos humanos que las soportan. En resumen, con la información hoy disponible acerca de la crisis lo más adecuado parece hablar no de una crisis general, que califique la centuria, sino de las consecuencias derivadas de la acumulación de una serie de crisis parciales, sectoriales, coyunturales, de tipo epidémico, bé­ lico, económico, financiero, social y político, que no afectan al mismo tiempo y con la misma intensidad a todas las regiones europeas, pero que sí configuran un contexto conflictivo, tensionado, jalonado por oleadas de disturbios sociales, y un contexto también difícil, de «crecimiento in322

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deciso» (P. León), «menor crecimiento» (P Chaunu) o «retroceso relativo» (P. Vilar). Un período de dificultades en el que el asalto a la renta por parre de los poderosos, tanto de las clases dominantes (J. Jacquart) como del Estado, reviste una singular responsabilidad. Sin embargo, parece igualmente evidente que esta lectura recesiva ha de ser completada con la interpretación, quizás de mayor alcance histórico, que pone el acento en el cambio. En los cambios profundos, de signo es­ tructural y geográficamente muy selectivos, que se producen en esta etapa y que facilitan el despliegue de ¡a sociedad capitalista. Porque el debate ha servido para señalar que la crisis genera transformaciones sectoriales que apuntan a una redistribución de los papeles en la economía mundial, a un relevo en el liderazgo y el desarrollo de las formaciones socioeconómicas, y que serán aquellos países mejor adaptados al cambio, porque han in­ troducido modificaciones cualitativas en la economía y transformaciones en su organización social, quienes rentabilizarán el reajuste. Será el caso de Provincias Unidas primero e Inglaterra después y más duraderamente, donde el nuevo sistema capitalista se consolidará.

2. Demografía La población europea atraviesa durante el siglo XVII una etapa de es­ tancamiento, de crecimiento limitado, que pone fin a la tendencia expan­ siva vigente desde fines del XV. Pasar de 70,6 millones de habitantes en 1600 a 75 millones cien años después significa un crecimiento muy escaso para Europa, muy por debajo de la expansión anterior y del crecimiento posterior a mediados del XVIII. No obstante, esta mediocridad resulta un artificio. La crisis de crecimiento no es general y el resultado medio en­ cubre una amplia variedad de situaciones en el tiempo y en el espacio, al par que difumina la violencia de la crisis en algunas zonas. El cambio de tendencia se produce tempranamente en el Mediterráneo, donde las últi­ mas décadas del XVI ya lo detectan asociado a crisis agrarias y epidémicas. Aquí el retroceso es fuerte, aunque con grandes contrastes locales. A la primera fase señalada y que alcanza las dos primeras décadas del XVII ca­ bria añadir otra etapa singularmente negativa y que abre la peste de 16471652, dura prueba para este mundo debilitado, y se cierra a partir de los años 80. Italia pasó de 13 a 11 millones en la primera mitad de la centuria y sus pérdidas alcanzaron a la cuarta parte en su zona norte. En España contrasta el hundimiento demográfico de la mayor parte de su territorio, la zona interior arcaica, con el moderado crecimiento del área mediterrá­ nea y el dinamismo de la franja litoral nórdica, demográficamente mu­ cho más avanzada. La Europa centro-oriental sufrió la máxima inversión La crisis del siglo XVII 323

demográfica. Su protagonismo bélico, al asociar los efectos de la guerra con brotes epidémicos de peste, está en la base explicativa de los fuertes descensos registrados, al menos por su efecto multiplicador y agravante. El conjunto alemán experimentó una pérdida del 40% de su población y del 33% de la urbana, siendo notablemente mayor en los escenarios del conflicto. A Polonia la Guerra del Norte le supuso pasar de 3,8 a 2,5 millones entre 1655 y 1660, mientras que Bohemia retrocedía de 1,7 a 0,9 millones entre 1618 y 1654. En cuanto a Francia, su estabilidad rela­ tiva enmascara oscilaciones muy bruscas, en torno al 20%. Su coyuntura demográfica se invirtió pronto en algunas zonas (fines del XVI), pero la mayor parte del territorio siguió creciendo. Los años 30, con la guerra y la fiscalidad, imprimieron un duro viraje a muchas provincias y la década de los 50 representó un nuevo revés. A pesar de estos golpes, el estanca­ miento y el descenso generalizado no llega hasta los años 80, alcanza su cénit con las crisis brutales del período 1690-1715 y se perpetúa hasta mediados del XVIII. En cambio, en el norte y noroeste de Europa no hay retroceso demográfico. El crecimiento de la población continúa con tasas altas hasta la segunda mitad del siglo, en que tan sólo se ralentiza. Esta situación positiva es tal que logra compensar los decrecimientos y maras­ mos de otras regiones y arrojar ese ligero superávit del conjunto europeo que veíamos al principio y, sobre todo, conduce a un cambio decisivo en la distribución de la población en Europa: desde la primera mitad del si­ glo la población del norte y el oeste, aumentando relativamente respecto al resto, pasa de ser el 50%, al 70% de la del Mediterráneo. En el transfondo explicativo de que unos grupos humanos vean fre­ nada su expansión, limitado su crecimiento y sean, con inusitada frecuen­ cia, golpeados por crisis de mortalidad potentes, se encuentra su fragilidad económica, el deterioro de su situación social y su alta vulnerabilidad a las fuerzas de la naturaleza, sea la ecología bacterial o el clima. La inversión de la tendencia demográfica en el XVII constituye, pues, la respuesta a y es consecuencia de problemas de carácter malthusiano y social, sin olvi­ dar que ambos aspectos dejan más expuesta a la sociedad a los embates de la naturaleza. Son tanto las consecuencias del crecimiento excesivo y desequilibrado del XVI, con el empeoramiento de la situación económica que genera, como el aumento de la apropiación del producto agrario por terceros. El resultado es la indefensión de la población ante fuerzas ele­ mentales que se desencadenan con singular virulencia en esta centuria. Por un lado las enfermedades de tipo epidémico, entre las que hay que destacar la reactivación de la peste bubónica. Por otro, esa «pequeña edad glacial» que se ha detectado para el siglo y que se tradujo en una desacos­ tumbrada frecuencia de inviernos duros y fríos y veranos excesivamente húmedos, de gran nocividad para las cosechas. 324

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El comportamiento de las variables demográficas contribuye a perfilar ¡a personalidad del seiscientos en este aspecto. El primer factor a contabi­ lizar es la mortalidad. En el S. XVII hay una presencia intensa de eleva­ ciones bruscas y repentinas de las tasas de mortalidad. Tradicionalmente tales crisis demográficas se han vinculado a crisis de subsistencias y a epidemias, al margen de la obvia responsabilidad puntual de la guerra. Hasta hace poco tiempo la crisis de subsistencias, que cuando va aso­ ciada a una crisis demográfica se caracteriza por la coincidencia de un alza excepcional de los precios agrarios con un crecimiento de la morta­ lidad, un reflujo de las concepciones y una elevada movilidad humana, constituía para algunos autores el primer responsable de esas elevaciones bruscas de la mortalidad. Sin embargo existen serias dudas de que la co­ nexión malthusiana entre condiciones económicas e índices de mortali­ dad funcione normalmente. Significaría que a principios de siglo Europa habría llegado a un techo económico ral, a un equilibrio tan precario entre población y suministro de víveres, que estaría permanentemente amenazada por cosechas insuficientes. Y más dudas aún en que, de existir tal conexión, constituyese la causa esencial de las dificultades demográfi­ cas de la centuria. Ciertamente hay una coincidencia, demasiado amplia para ser dejada al azar, entre crisis de subsistencias y crisis demográficas, pero hoy resulta incuestionable que tal concordancia ni es mecánica ni es universal. Existen zonas sin tales subproducciones agrarias e igualmente devastadas de forma periódica por la mortalidad. Existen otras en las que la legislación de pobres, su accesibilidad a los mercados de granos, la pre­ visión institucional o el desarrollo agrícola (casos de Inglaterra y Países Bajos entre otros) les permiten amortiguar los golpes de las crisis agrarias. Además, con las limitaciones de la información de la época resulta impo­ sible distinguir estadísticamente cuando la mortalidad se debe a simple inanición, enfermedad imputable o no a subalimentación, o contagio, que sí suele ser inseparable de un estado de penuria. Todo lo más que se puede decir es que las «hambres» provocan subalimentación, debilita­ miento de las poblaciones, ingestión de alimentos sustitutivos de dudoso valor nutritivo si no directamente nocivos, y que todo ello constituye el caldo de cultivo idea! para que se sucumba en masa ante las epidemias. Y en este contexto sí merece una especial consideración el sector de po­ blación marginal —pobres y mendigos—, estructuralmente no resguar­ dado del hambre, y que se pone en movimiento durante las crisis; sobre él actúa la mortalidad y él es altamente responsable de la propagación de enfermedades asociadas al «hambre». De todas formas, los fenómenos compensadores que se producen al término de una crisis: disminución de fallecimientos, baby-boom, matrimonios retardados, etc., significan la recuperación, la reabsorción de las pérdidas. La crisis del siglo XVII

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Actualmente se concede al factor epidémico una responsabilidad mu­ cho mayor en las crisis demográficas. Lo que mata es la epidemia, no el hambre —se dice ahora—, aunque el hambre propicia el desarrollo de todo tipo de enfermedades. Destaca la peste bubónica, pero también otros contagios menos virulentos: tifus, viruela, gripe. Las pestes del XVII son las más fuertes desde el XIV, no están ligadas directamente al estado de la economía europea y responden a una dinámica propia. Las comu­ nidades afectadas se vieron impotentes para controlarlas a pesar de las medidas desplegadas, básicamente aislamiento, higiene y abastecimiento públicos. Andalucía conoció oleadas en 1599-1600, 1616 y 1648-1649; de esta última le fue difícil recuperarse. Valencia la sufrió en 1647-1652, perdiendo la quinta parte de su población urbana y la séptima de su total. Y un nuevo embate sobrevino en 1676-1678. Las plagas de 1576-1577 y 1630 complicaron los problemas industriales del norte de Italia. Las pes­ tes de Amsterdam (1624, 1636 y especialmente 1655 y 1664) se llevaron la tercera parte de su población. En Londres el famoso contagio de 1665 ocasionó 70.000 víctimas. Pero hay que tener en cuenta varias considera­ ciones para su correcta evaluación. Sus pérdidas no fueron irreversibles: en el noroeste de Europa sólo significaron reveses temporales, mientras que en el centro y sur la recuperación sí tuvo que ser obra de generaciones. Las pestes tendieron a desaparecer del mapa europeo precisamente cuando se estanca la población tras 1660. Las restantes enfermedades epidémicas continuaron, pero su impacto se restringía a áreas concretas, grupos de edad o sectores sociales determinados. En suma, los desastres demográficos, fueran motivados por la guerra, el hambre, el contagio o, lo más peligroso, por la combinación de rodo ello, constituyen un rasgo permanente de la historia de la población del seiscientos y su repetida aparición influyó en la ruptura del crecimiento. Pero no son causas determinantes, pues las posibilidades de recuperación existen tras cualquier crisis demográfica. Ocurre que estas posibilidades dependen en cada región de sus condiciones socioeconómicas: existencia de tierra disponible, tipo de orientación productiva, grado de presión se­ ñorial o estatal, etc. Una vez más la estructura de clases, la situación social incide sobre la demografía. La natalidad, directamente ligada a la nupcialidad en la época, consti­ tuye otro regulador básico de las poblaciones. En el siglo XVII se observa un comportamiento generativo voluntario que reduce la fecundidad a tra­ vés de la contracepción —práctica excepcional, muy localizada e irrele­ vante—, el celibato, que desborda el ámbito eclesiástico y resulta difícil de calcular (quizás el 10%), y, muy destacadamente, del atraso en la edad de contraer matrimonio. Es ésta la causa fundamental, ya que, el retrasar las nupcias de los primeros años de la década veinte de la mujer a los últimos 326

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Je esa década se traduce, necesariamente, en una disminución del número de hijos por matrimonio. Parece una lógica reacción ante las dificultades económicas de la centuria y así lo confirma la prueba «a contrario» de las regiones con manufacturas rurales, donde las mayores posibilidades de ingresos y de trabajo se reflejan en un adelanto de la edad matrimonial y un crecimiento de la población. Además, el fenómeno opera incluso en sectores sociales superiores —aristocracia inglesa, burguesía ginebrina, nobleza veneciana, propietarios de Frisia—, en donde posiblemente tra­ duce no tanto un imperativo de supervivencia como un deseo de ajustar la familia a un determinado nivel de vida. Por último, no se puede olvidar el papel de los movimientos de redis­ tribución de la población y, en especial, las migraciones campo-ciudad, que, regionalmente, pueden ser factores explicativos de primer orden, como ocurre en Castilla o ante el poder de atracción desorbitado y la necesidad de renovación permanente de sus efectivos de las nuevas metró­ polis del noroeste europeo.

3. Las actividades económicas A. La agricultura

La Europa del siglo XVII es una sociedad predominantemente rural, en la que entre el 70 y el 95% de la población es campesina. Su economía es, pues, de base mayoritariamente agraria, lo cual significa tanto que su producción es lo que sustenta al resto de las clases sociales y al Estado y sus políticas, como que es en sus problemas, más que en desórdenes mo­ netarios, reflujos del comercio o crisis del primer capitalismo, donde hay que buscar las auténticas dificultades del siglo. Pues bien, esa economía rural, salvo excepcionales lugares y períodos de prosperidad, manifiesta una incapacidad profunda para realizar un crecimiento equilibrado. Al contrario, la producción global del suelo se estancó, incapaz de alcanzar y rebasar los niveles de siglos precedentes, mientras que sus rendimientos mediocres reflejaban una baja de la productividad de la tierra e incluso del trabajo humano. Por encima de depresiones violentas, penurias pun­ tuales que agravaban la recesión, como las terribles de 1630-1631, 1648 o 1693-1694, y más allá de ese marasmo persistente, el siglo se caracteriza por la agravación de las dificultades de la agricultura. Estas se estaban planteando ya desde la segunda mitad del XVI, cuando comienza la ten­ dencia a la baja de los salarios reales, la pequeña explotación parcelaria sufre los primeros efectos del endeudamiento y de las divisiones, la pro­ piedad comunitaria entra en conflicto con los apetitos de los poderosos, La cristi del siglo XVII

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y las nuevas exigencias de los propietarios ponen en marcha el proceso de degradación jurídica y económica del campesinado oriental. El XVII no hará más que acentuar estos rasgos. La actividad agrícola se desenvolvía en el marco de un tradicionalismo abrumador de los sistemas de cultivo y del cultivo mismo. Los prime­ ros se basaban en rotaciones bienales o trienales, que exigían una fuerte presencia del barbecho. El segundo derivaba de la milenaria «manía del trigo», que imponía el monocultivo cerealero. Esta agricultura tradicional era presa de sus propias necesidades de barbecho y de estiércol, un círculo vicioso difícil de superar. La crisis del siglo podía haber supuesto un de­ tonante para escapar de él, pero la respuesta mayoritaria discurrió por los cauces tradicionales de una reconversión agraria equivalente al mero paso de la cerealicultura al pastoreo y, ocasionalmente, a cultivos industriales. Sólo en Inglaterra, a partir de la segunda mitad del siglo y de forma lenta y acumulativa pero decisiva, se adoptó una solución innovadora, relati­ vamente similar, aunque no igual, a la que había permitido a los Países Bajos superar la crisis bajomedieval: rotaciones más complicadas y enriquecedoras, con inclusión de legumbres, leguminosas y plantas de raíz; cultivos forrajeros que nitrogenaban los suelos, exigían un cuidado inten­ sivo de los mismos, restauraban su fertilidad sin necesidad del barbecho, permitían el incremento de la ganadería y desembocaban en un aumento de la producción cerealícola cuando este producto entraba, al cabo de un tiempo, en la rotación. Los avances técnicos hacia una agricultura organi­ zada comercialmente en Inglaterra, el policultivo holandés de regadío que excluye el barbecho, y algunos otros cambios cualitativos en la estructura de cultivos en partes de Lombardía, norte de Francia o Cataluña y lito­ ral noratlánt'co español, constituyen la excepción original al panorama tradicional visto y en el que, a lo sumo, se puede distinguir una relativa especialización de Europa entre un predominio cerealícola por todas par­ tes, una ganadería ovina transhumante en Castilla o sur de Italia y vacuna en el este y norte de Europa, engordada en el Atlántico, y una agricultura más intensiva, especializada y orientada hacia el mercado, restringida a los hinterlands urbanos. Sobre este panorama mayoritario se abaten los signos de la crisis coyuntural: caída de los precios agrícolas y de las rentas agrarias; alza de los salarios reales que multiplican los costos de producción; fenómenos de desertización y despoblación, vigorosos en Alemania, Castilla, Campania y Languedoc; contracción del intercambio internacional de productos, con el declive de las exportaciones bálticas de granos durante la segunda mitad del siglo o la disminución del tráfico húngaro de ganado; paralización del proceso de expansión agraria ante el descenso de ingresos agrícolas y del valor de los campos; y reconversión agraria en el sentido conservador men328

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clonado. Pero hay excepciones. Ya hemos visto que la reconversión pudo adoptar pautas originales. Tampoco la detención del proceso de conquista de tierras es general. El retraso en la bajada de los precios en el norte de Europa hizo posible que la primera mitad de siglo fuese la edad de oro de jos saneamientos holandeses: la polderización de la época incrementó en una cuarta parte su tierra cultivable, mientras que la superficie cultivada inglesa se amplió a lo largo del siglo con la roturación de montes, la trans­ formación de pastos en trigales y el drenaje de los Fens. La producción cerealícola, obtenida principalmente a partir de fuentes diézmales, se ha convertido en el indicador más significativo de la evolu­ ción coyuntura! agraria, en claro declive secular. Su información delimita tres modelos regionales. Por un lado Europa oriental, con una produc­ ción ligada a una demanda occidental en retroceso progresivo, y con una productividad en la que la servidumbre se traduce en una baja de los rendimientos no compensada por el aumento de tierras roturadas. Aquí la crisis, amplificada por los efectos de las guerras, el régimen de explota­ ción y los levantamientos campesinos, alcanza las máximas proporciones, llegando a evocar el sombrío panorama occidental del S. XIV. Con signos ya inequívocos a fines del XVI, se extiende escalonadamente a lo largo de la primera mitad del XVII (pronto en Hungría, tras 1625 en Alemania, desde 1650 en Polonia). Su recuperación, donde se puede hablar de ella, fue muy lenta: en tierras alemanas a lo largo de la segunda mitad del XVII, en tierras polacas y danubianas no hasta avanzado el XVIII. En segundo Lugar, Europa noroccidental registra una centuria floja en general, aunque no homogénea, ya que los períodos 1600-1630 y 1660-1680 son bastante positivos. Tras esta última fecha, el estancamiento se prolonga hasta las primeras décadas del XVIII. Inglaterra se des marca del modelo con un re­ corrido brillante: tan sólo la guerra civil interrumpe su expansión secular. Por último, la Europa mediterránea, afectada quizá más pronto, sale tam­ bién antes del marasmo, situando a mediados de siglo el momento más grave de la crisis. En la Italia de la ruralización, y la señorialización, hasta su avanzado norte ve retroceder la orientación comercial que su agricul­ tura tenía antes. En cuanto a España, ofrece grandes contrastes: por un lado, la agricultura de secano, cerealícola, petrificada en su arcaísmo, pro­ pia de la mayoritaria zona interior, con una producción hundida desde 1565- ] 585 a 1640-1688 y en lenta e insuficiente recuperación desde en­ tonces hasta 1710-1720; por otro, el dinámico modelo cantábrico y noratlántico, cuyo crecimiento se nuclea en torno al maíz, que influye en el retroceso del barbecho, la intensificación y el individualismo agrarios, y que, al contrario que todos, vive expansivamente las décadas centrales del siglo. Y en medio, la vertiente mediterránea, con una crisis menos fuerte que la del interior y una recuperación más potente, y en la que destaca La crisis del sigla XVII

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una agricultura poco desarrollada, que sólo en las cuencas fluviales dis­ fruta de oasis de policulrivo intensivo de altos rendimientos y de una, todavía en gestación, agricultura comercial. Si en líneas muy generales la producción cerealícola ofrece estos re­ sultados coyunturales, la consideración de la de otros productos (gana­ dería, viticultura, plantas industriales, frutas, oleaginosas, etc.), a pesar de que representen una respuesta a las dificultades del siglo o a las pre­ siones del mercado, a largo plazo no parece mucho más favorable. A fines de siglo la conclusión más corriente es la inercia de las capacidades productivas, la falta de aptitud para el crecimiento nominal, en suma, el debilitamiento. Y lo mismo ocurre en el plano de la productividad, donde la tendencia a la baja es particularmente evidente en la segunda mitad del XVII respecto a cien años antes: 17% en Europa oriental, 18% en Alemania y Escandinavia; incluso Inglaterra, en este caso en la primera mitad de la centuria, registra un 13% de descenso respecto de la del siglo XVI. El debilitamiento de la producción y de la productividad tuvo reper­ cusiones negativas sobre el precario equilibrio de las explotaciones agríco­ las. La extrema fragilidad económica de la célula de producción agraria, la explotación campesina, constituye el núcleo central sobre el que deberán girar los demás aspectos que configuran la crisis del mundo rural: avatares de la coyuntura, inclemencias climáticas —más responsables de «las cri­ sis» puntuales que de «la crisis» secular—, efectos de las guerras, acción del Estado y de sus clases dominantes, etc. Esa explotación resulta, en este siglo, extremadamente vulnerable por su exiguo tamaño, rentabilidad ínfima, alta tasa fiscal (feudal y estatal) y débiles rendimientos (lo normal es de 4 por 1). En ella el equilibrio producción-consumo es inestable y bordea la miseria. Apenas suficiente —y ello en las condiciones más favo­ rables— para asegurar la subsistencia dei grupo familiar, la «reproducción simple», basta la alteración de cualquiera de sus variables (la elevación de la tasa fiscal, una mala cosecha o un rendimiento inferior) para que se produzca el déficit y se ocasione el endeudamiento, la hipoteca, la ruina del cultivador. La crisis económica tiene, lógicamente, repercusiones de orden social.

B. Las manufacturas

La crisis económica del siglo XVII se manifiesta asimismo en el ám­ bito de las actividades manufactureras. Y también, al igual que en el de las actividades agrarias, pero con mayor ímpetu, se generan soluciones innovadoras capaces de superar con éxito la crisis. Además, el contexto 330

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secular favorece, en términos relativos y por diversos medios, el desarrollo industrial. El problema es que ni los factores son favorables para todos ni todos sabrán aprovecharlos. Por un lado la coyuntura depresiva agraria impulsa el aumento relativo de la demanda de productos manufactura­ dos, al tiempo que estimula el paso del trabajo agrícola al industrial. Por otro, factores políticos favorecen una redistribución de las industrias al provocar movimientos forzosos de mano de obra cualificada —como la emigración de artesanos de Hondschoote a Leiden (Holanda) y Norwich (Inglaterra)—, o estimular nuevos centros productivos —como la meta­ lurgia sueca—, o, más convincentemente, al desarrollarse políticas mer­ cantiles de cuño proteccionista, de consumado éxito en el caso inglés y de resultado menos efectivo en el francés. Finalmente, presiones econó­ micas, derivadas de la alteración producida en la estructura del comercio internacional, ocasionarán un fuerte aumento de la demanda al crecer el comercio transatlántico y crearse nuevos mercados coloniales, lo que beneficiará a Holanda e Inglaterra, al tiempo que el retroceso de ios mer­ cados centro-orientales y meridionales empeora los terms oftrade en estos ámbitos, disminuye sus márgenes de maniobra y les fuerza a una división internacional desigual del trabajo, en el que la reconversión hacia activi­ dades primarias constituye su única alternativa. La crisis industrial es completa e irreversible en las penínsulas me­ diterráneas y tanto más llamativa debido a su anterior esplendor. En Italia el derrumbe afecta a toda su producción textil, cuyos mercados de exportación pasan a manos de Inglaterra y Holanda. La incapacidad italiana para responder elásticamente a las nuevas exigencias del siglo vuelve sus paños de calidad no competitivos con las neu> draperies ba­ ratas y atractivas del noroeste. En la base del fracaso italiano se hallan la fuerte presión tributaria, altos costes salariales y rigidez de la organi­ zación gremial, que caracterizan a sus grandes centros urbanos septen­ trionales. En España, básicamente Castilla, el derrumbe industrial es similar. También aquí su mercado de exportación por excelencia, ade­ más de restringir su demanda, cae en manos del comercio extranjero (a fines de siglo sólo el 5% de las mercancías embarcadas en Sevilla rumbo a América son de origen español). Pero también en la base del fracaso español se encuentra la falta de competid vi dad de unos centros fabriles antes equiparables a las manufacturas europeas más punteras. El largo proceso de desindustrialización comienza en 1580 y se consuma cien anos después. Cuando acaba el siglo ambas penínsulas se han conver­ tido en exportadores de materias primas e importadores de productos manufacturados y servicios. En contraste con esta situación, los países no rocci den tales y en me­ nor grado los centrales, sin desconocer la crisis, evidente en la mayoría La crisis del sigla XVII

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de las manufacturas urbanas, encuentran soluciones innovadoras que les permiten salir de ella y crecer. La clave pasa por el traslado de la industria al campo. Pero se ensayan otras soluciones. Se forman grandes empresas, de carácter capitalista (industria pesquera holandesa, de blanqueo de lino en Haarlem) o estatal (astilleros y arsenales navales, manufacturas privi­ legiadas de Colbert) y que concentran gran número de mano de obra asalariada. Su operatividad no será duradera. La renovación técnica y la especial ización harán posible el éxito mayor de algunas industrias urba­ nas, como aquellas de las Provincias Unidas que suscitan la envidia de otras áreas (caso de Cataluña a fines de siglo), deseosas de introducir los métodos de fabricar tejidos «a la flamenca». En Francia, Suecia, Suiza y parte de Alemania son patentes los esfuerzos regeneradores. Sin embargo, la mayoría de las manufacturas urbanas acusan la evolución de la coyun­ tura recesiva, los efectos de la guerra y, pronto, la competencia airosa de la industria rural. La respuesta adecuada a la crisis reside en lo que conocemos como protoindustrialización, los cambios graduales pero profundos en la orga­ nización y localización de las industrias, como consecuencia de su des­ plazamiento al campo y el sistema de trabajo a domicilio, todo ello im­ pulsado y coordinado por el capital comercial. Y su trascendencia es aún mayor. Si resulta incuestionable que la ruptura definitiva a la hora de ha­ cer más elástica la producción industrial como respuesta a la demanda en expansión se produjo con la Revolución Industrial de fines del XVIII, no es menos cierto que la protoindustria precedente puso los cimientos de tal transformación al conseguir, dentro de los límites todavía de la «tec­ nología renacentista», una reducción notable de los costos, un aumento esencial de la oferta, así como la formación de una amplia mano de obra cualificada. La coyuntura agraria y social del XVII puso a disposición de la industria una mano de obra creciente y barata. El capital pudo así externalizar los costos del trabajo al hacerlos descargar sobre un sector agrario desprotegido gremialmente y que aceptaba remuneraciones bajas ante la precariedad de su situación económica, la dificultad para cubrir su mera subsistencia con la explotación agraria, y la participación en el trabajo de todos los miembros de la familia. Por otra parte, las presiones sobre el capital comercial, en forma de altos costos de la industria urbana, inelasti­ cidad de la oferta de las ciudades y ampliación «mundial» de la demanda, forzaron el paso de la industria al campo. El fenómeno no era nuevo, pero el XVII lo aceleró, incluyendo sectores complejos, y el siglo siguiente lo consolidaría aún más. Implicó la elaboración de amplias redes de circui­ tos que conectaban a los trabajadores rurales entre sí —en los diferentes estadios productivos— y con los mercados exteriores. La economía rural aumentó su nivel de comercialización y de dependencia de las ciudades. 332

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A comienzos del XVIII el alto potencial competitivo de estos distritos rurales había suprimido la viabilidad de las industrias urbanas orientadas a mercados exteriores. Las densas redes protoindustriales habían triunfado en Gran Bretaña (UIster, West Riding, Cotswolds, East Anglia), Países Bajos (Flandes, Valle delTwente), Francia (Maine, Picardía, Languedoc) y Alemania (Wesrfalia, Silesia, Sajonia meridional). Su consecuencia social más significativa, al margen de los cambios demográficos en el modelo familiar ames apuntados, fue la cristalización de una clase socioeconómica de asalariados y campesinos pobres. En este panorama general merece una consideración final el caso in­ glés, dado ei enraizamiento de sus manufacturas en el proceso de creci­ miento interior de su economía. Este hecho, a diferencia de la situación holandesa, en la que sus industrias no dejan de ser un mero anexo de su posición hegemónica coyuntural en el comercio mundial, contribuirá a una liberación más temprana del capital industrial en Inglaterra de la tutela del capital comercial. Un hito significativo puede verse en la potenciación de sus industrias del carbón y los efectos que ello tendrá sobre los rendimientos de la extensa lista de manufacturas que lo utili­ cen. También en la cantidad de industrias que ya en el XVII gozan de una gran concentración de capital fijo (extractivas, cervecerías, papel, vidrio, azúcar, etc.).

C. Comercio internacional y comercio regional

Durante las primeras décadas del siglo se quiebra el sistema comercial anterior, basado en la plata americana. El comercio tradicional medite­ rráneo ha entrado en crisis con anterioridad y el báltico de cereales inicia ahora un estancamiento que será retroceso a partir de 1650. El hundi­ miento afectará secularmente a España, Italia y el este del Elba. Pero el tráfico atlántico y colonial experimentará una gran expansión desde ba­ ses organizativas distintas a las del XVI. En la clave de la superación del sistema antiguo, y en consecuencia de la crisis, está la respuesta innova­ dora en forma de intensificación de las relaciones existentes, superando las limitaciones de un intercambio bilateral, creación de nuevos mercados, coordinación de la producción con la demanda y reducción de los costos de distribución. Será la oportunidad para que nuevas potencias releven a las que no se adaptan y asuman el liderazgo marítimo: primero Holanda, cuyo comercio hasta 1672 estuvo en la vanguardia del desarrollo técnico y vinculó a Europa a su red comercial y financiera centrada en Amsterdam; después Inglaterra, cuyo comercio, tras la Restauración, construirá una dinámica economía atlántica. La crisis del siglo XVII

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Los holandeses, especializados desde antes en el transporte de productos voluminosos (cereales, sal, madera, ladrillos), resultaron altamente compe­ titivos en cuanto ampliaron sus horizontes hacia mercancías de alto precio y escaso volumen (tejidos de lana, seda, especias, productos coloniales). Las razones de su éxito en Europa descansan en la drástica reducción de costos y en la diversificación comercial. Lo primero fue conseguido gracias a un nuevo cipo de barco, especializado en transporte, el Fluitschip, que com­ binó la máxima capacidad de carga con el mínimo coste de construcción y de explotación, y a un tipo de financiación, el sistema Rederijen, por el que multitud de pequeñas empresas muy flexibles aportaban capital diversifi­ cando los riesgos. Lo segundo derivó de la apertura progresiva de nuevas rutas comerciales: el Mediterráneo, Rusia, Antillas, Indias Orientales. Los resultados fueron que Holanda, con una flota mercante superior en los años setenta a la de todos los demás países juntos, acaparó la mayor parte del comercio europeo, convirtiendo a Amsterdam en sede principal de pro­ ductos y de dinero. Sus avances financieros, encaminados a la mejora de la información y de los pagos (Banco de divisas en 1609, Bolsa en 1611, publicación periódica de cotizaciones desde 1613, etc.) consolidaron su hegemonía. El deterioro final del sistema —-especialmente en su vertiente comercial, ya que las actividades financieras continuaron en los primeros puestos de la Europa del XVIII—, agravado por la involución social de sus clases más dinámicas, se vinculó a las políticas económicas y militares de sus competidores. En el terreno bélico (guerras navales anglo-holandesas, invasión francesa de 1672) los resultados, aunque indecisos, desgastaron a Holanda encareciendo los costos. En el plano económico, el proteccio­ nismo inglés de sus Actas de Navegación resultó un factor decisivo, mucho más eficaz que el mercantilismo francés. Durante el último tercio de! siglo el liderazgo comercial pasa a manos inglesas. Para ello el sistema inglés ha tenido que renovarse: abandonar su carácter estático, monopolístico y reglamentado; adoptar técnicas holan­ desas; diseñar una política mercantilista adecuada; reestructurar su indus­ tria textil para tener una base de intercambios sólida: los tejidos baratos procedentes de sus new draperies; ampliar su gama de mercancías con pro­ ductos coloniales y mundializar sus conexiones comerciales. En cuanto al comercio colonial, el XVII conoce la crisis de los siste­ mas coloniales ibéricos, puramente extractivos. La innovación mayor será ahora el basarse en una economía de plantaciones que gira en torno a la caña de azúcar —más tarde también el tabaco—-, trabajada con mano de obra esclava africana. El tráfico de esclavos que exige será la fuerza motriz para el surgimiento de ese Triangular Trade, que enlaza a las metrópolis europeas con África y América, vertebrando una dinámica economía at­ lántica. Holandeses, franceses e ingleses participan en el nuevo sistema, 334

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pero sólo los últimos alcanzarán la cima al conseguir reorientar su econo­ mía en el sentido de los tráficos comerciales extraeuropeos. Finalmente, el comercio asiático registra el declive de las rutas terres­ tres ante la penetración de las Compañías inglesa y holandesa de las Indias Orientales. A ellas se debe la diversificación de productos introducidos en sus circuitos, las modificaciones en el peso específico de las mercancías objeto de intercambio e incluso una participación creciente en el tráfico interasiático, como medio de financiar sus importaciones a Europa. Todo este pujante comercio extraeuropeo se expande con el apoyo de fórmulas organizativas y financieras nuevas. Frente a las institucio­ nes monopolísticas ibéricas, las nuevas potencias coloniales (Inglaterra, Francia, Holanda) se basan en compañías comerciales, más o menos privadas, organizadas como sociedades anónimas que trabajan con un fondo social y que reciben del Estado el monopolio de determinados mercados y ciertos derechos de soberanía. La más famosa de estas com­ pañías por acciones fue la V.O.C. holandesa (Verenigde Oost-Indische Compagnie), fundada en 1602 y que contó desde el principio con capi­ tal social permanente. En paralelo al espectacular desarrollo conseguido por el comercio in­ ternacional conviene no olvidar el papel jugado por los tráficos regionales y locales, a menudo infravalorados y, sin embargo, tan capaces como los extraeuropeos de influir en el crecimiento económico. Una vez más la capacidad de respuesta ante las oportunidades comerciales diferenciará los desarrollos del noroeste respecto del este y sur europeos. Así, la inversión occidental en infraestructura de transportes •—-carreteras de peaje y em­ barcaciones de cabotaje en Inglaterra, canales en Francia y Holanda— lo­ grará reducir sus costos, con las lógicas implicaciones; mientras que la desidia en este aspecto en España gravitará pesadamente sobre su destino económico. El aumento de la población dependiente del mercado en el noroeste, fruto del tipo de urbanización allí imperante (aumento de las ciudades mayores a costa de las pequeñas y redistribución de la población hacia las ciudades de la costa atlántica), de las instalaciones militares y de las áreas de industria rural, alteró sustancialmente la estructura de los comercios tradicionales de aprovisionamiento, forzando la emergencia de nuevas redes, nuevas especializaciones y nuevos sistemas de financiación. Las innovaciones en la utilización de combustibles —turba en Holanda y hulla en Inglaterra— permitieron a estos países, no sólo dinamizar sus circuitos comerciales internos, sino sentar las bases de su expansión indus­ trial. Esto último resulta particularmente claro en el caso inglés. En rea­ lidad en éste, como en todos los planos vistos, destaca Inglaterra, que ya desde mediados de siglo procede con éxito a integrar su sector industrial en el sistema económico atlántico. La crisis del sigla XVII

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4. La crisis social La coyuntura social refleja también, durante el siglo XVII, una si­ tuación de crisis. No tanto a causa del retroceso productivo, aunque éste sea más evidente en el ámbito agrícola y las dificultades mayores se produzcan en el mundo rural, como, y sobre todo, debido al asalto a la renta que protagonizan las clases dominantes y el Estado mismo. Su re­ sultado: fenómenos socialmente extendidos de empobrecimiento, dife­ renciación social, endeudamiento, expropiación y alienación económica y, a veces, jurídica; en suma, una degradación de las condiciones vitales, más intensa cuanto más se desciende en la escala social, y que explica la universalidad de levantamientos y conflictos populares que acompañan la centuria.

A. La ofensiva de ios poderosos y el empobrecimiento rural

La crisis social del mundo rural europeo obedece, en última instan­ cia, a la acción combinada y depredatoria de las clases superiores y del Estado sobre la renta campesina. Ellos son responsables de una nueva distribución de la misma que perjudica a sus productores. La renta constituye un objetivo de apropiación tanto para un sector público en expansión, como para unas clases dominantes ansiosas de incrementar sus ingresos en una época de debilitamiento de los mismos, así como por cuestiones de estrategia social (vía de ennoblecimiento, ideal ren­ tista, etc.). El que resulte más decisiva la presión estatal o la de los sec­ tores dominantes dependerá de unas zonas u otras del mapa; igual que los mecanismos de la ofensiva, sus consecuencias y sus beneficiarios va­ riarán también en función de los modelos de estructura de clases agraria en que todo ello se desenvuelva. En todas partes la acción de las clases superiores opera con un doble signo: hacia la concentración de tierras y en el nivel de las detracciones. En todas partes también, las crisis coyunturales del siglo, sean de etiología subproductiva cíclica o bélica, no harán más que ahondar en el debilitamiento del potencial reproductivo de la economía campesina, facilitando la acción expropiativa a través del endeudamiento. En líneas generales, el responsable máximo de las dificultades campe­ sinas, de los cambios en la distribución de la renta y su mayor beneficia­ rio en el oeste y centro absolutista de Europa es el Estado, su voracidad fiscal. Ésta viene condicionada por las necesidades de la guerra y se tra­ duce en un aumento de la tasa tributaria, alojamientos de tropas, abu­ sos de la soldadesca y destrucciones puntuales. Más secundariamente la 336

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presión fiscal responde al crecimiento del aparato burocrático inherente al despliegue de la monarquía administrativa. Aquí, la ofensiva de las clases superiores resulta más importante en el acaparamiento de tierras __ aunque no triunfe la gran propiedad— que en el aumento de las de­ tracciones. Beneficia principalmente a la burguesía urbana, y, tras ella, a la Iglesia y a la nobleza. Tiene en el endeudamiento su instrumento bá­ sico de expropiación y afecta prioritariamente —y ello es común a toda Europa— a las tierras comunales, vulnerables por su indeterminación jurídica. La acción de los grandes propietarios y explotadores ingleses tiene más éxito. Los corolarios de la revolución de 1640 proporcionaron vía libre a la concentración de tierras al dejar a todos los colonos en precario. No obstante, también aquí el ámbito favorito es el de la confiscación de los comunales, ahora con la complicidad del Parlamento. Los ceceamientos a que se da lugar, aunque espectaculares, son limitados y su triunfo total será obra del siglo siguiente muy avanzado. El proceso de concentración de tierras inglés tiene una lectura de desarrollo económico agrario inne­ gable. En la Europa del este la crisis se vincula al modo de producción feudal mismo: la superexplotación a que da lugar el incremento de la presión señorial en un contexto de servidumbre es el desencadenante de la crisis social. La extensión de las reservas afecta esencialmente a la propiedad colectiva y beneficia a la alta nobleza. La ofensiva se distingue aquí por un ataque profundo al estatuto social y jurídico del campesino, extendiendo y consolidando la servidumbre y traduciéndose todo en un aumento pe­ sado de las corveas. Las consecuencias sociales de esta ofensiva, en una coyuntura econó­ mica de dificultades persistentes y salpicada por crisis brutales, provoca, a todos los niveles de la sociedad rural, una grave crisis. Su signo más visible: la polarización interna del campesinado, con el ensanchamiento pavoroso de su base, formada por los más pobres. Pero también acusan la crisis los grupos intermedios: campesinos medios y pequeña nobleza, ambos en decadencia. Ni los grandes agricultores escapan, al menos en la segunda mitad de la centuria, contribuyendo a agravar el malestar de las capas bajas al intentar descargar sobre ellas sus propias dificultades. En este marco, significativamente caracterizado por el desprecio social con que lo contempla el siglo, alcanza especial relevancia la crisis de ia comunidad rural, garantía de cohesión social y supervivencia económica para muchos, y ahora empobrecida al perder sus bienes y derechos co­ lectivos, atacada en su autonomía por los poderosos y debilitada por la división interna de sus componentes. Su ruina traduce el lento agota­ miento del sentido de solidaridad rural y es el exponente de un mundo La crisis del siglo XVII

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que se desmorona ante los embates de la coyuntura, los hombres y las instituciones.

B, Pauperización urbana y policía de pobres

La polarización de la sociedad se reflejó, con mayor nitidez si cabe, en las ciudades, donde tienden a concentrarse, aparte de sus sectores habitua­ les, las clases propietarias del campo, pero también las masas campesinas desplazadas por la crisis, que acuden a los sistemas urbanos de socorro or­ ganizado. A la pauperización de las clases populares de la ciudad, debida a los propios problemas del artesanado, se suma, pues, el aporte de la crisis rural, magnificando las cifras de mendigos y desclasados. Si ios pobres estucturales de una ciudad —los que lo son al margen de las incidencias de la coyuntura— suponen normalmente el 10% de su población, las crisis cíclicas elevan el porcentaje al 30 ó 40%. La magnitud del pauperismo plantea un problema de gobierno, asusta a las autoridades ante su potencial conflictivo, desborda las soluciones tra­ dicionales basadas en la caridad y da lugar a una nueva actitud ante la pobreza. Sin que la distinción sea exacta, los países católicos siguen desa­ rrollando su caridad reglamentada, ahora con iniciativas de santos o filán­ tropos, como es el caso de San Vicente de Paúl en Francia. En los países del norte triunfa una nueva orientación, de cuño calvinista, basada en la represión y el trabajo obligatorio. Ha comenzado la época del «gran internamiento de pobres». Es la línea tenazmente seguida y precozmente inau­ gurada por Inglaterra con sus Poor Laws (1596-1597, 1601) y continuada por Flandes, Holanda —con sus Rasphuti para hombres y Spinhuis para mujeres-— e incluso por la católica Francia con sus Hospitales Generales. Entre la caridad y la represión la balanza ha comenzado a inclinarse por ésta última.

C. Las revueltas populares

El siglo XVII contabiliza una excepcional proliferación de levan­ tamientos campesinos y movimientos urbanos, que han pasado a la Historia como la respuesta social a la crisis. No fue la única reacción, pero sus otras manifestaciones son menos espectaculares y más difíciles de constatar: huida ante la guerra o la servidumbre, lentitud en el trabajo y pasividad o fraude en la satisfacción de obligaciones, resignación y ri­ tuales religiosos o pararreligiosos ante los desastres naturales. También la resistencia violenta es variada y la época conoce desde el bandolerismo 338

Histeria del Mundo Moderno

social, forma equívoca y activa en el Mediterráneo o Rusia, hasta las «emociones», disturbios breves sin alcanzar la dimensión de revuelta e imposibles de calcular dada su cotidíaneidad. Pero el protagonismo se centra en las revueltas, que movilizan a muchos miles de insurrectos, se extienden a regiones enteras y se convierten en auténticas guerras cam­ pesinas, que ponen en jaque al Estado y necesitan la intervención de ejércitos para su represión. Aunque se puedan distinguir las rurales de las urbanas, rara vez se dan ambas en estado puro; la interrelación campociudad es constante y el éxito de una revuelta, siempre relativo, depende a menudo de esa conexión; así, sólo la apoyatura en ciudades permite durar a una rebelión campesina. Estas revueltas populares se extienden desde las últimas décadas del XVI hasta los años 70 del XVII, quedando el último tercio virtualmente libre de ellas, así como algunos años de sus primeras décadas. H. Kamen e Y.M. Bercé nos han ofrecido su nómina y rasgos distintivos. Destacan en una primera oleada los Croquants del Périgord y del Limousin (1594), los campesinos de la Baja Austria (1596-1597) y Bolotnikov en Rusia (16061607). La conflictividad se reanuda a partir de 1625-1630 (Alta Austria en 1626, Inglaterra en 1628-1631, Croquants del centro y oeste francés de 1636-1637 y Nu-Pieds de Normandía en 1639), alcanzando su culmen y una extensión «universal» a mediados de siglo, a menudo en el contexto de rebeliones de mayor significado (revolución inglesa, Fronda, revuelta de Cataluña, Ñapóles o Sicilia, sublevación de Ucrania, etc.) o careciendo de tal marco (alteraciones andaluzas de 1648-1653, guerra de los campe­ sinos suizos en 1653), y se prolonga hasta 1675 (cosacos de Stenka Razin 1669-1671, Bonnets rouges de Bretaña 1675). En todas las revueltas se observan pautas de comportamientos simi­ lares. Su composición social desborda las capas inferiores de la colectivi­ dad, por lo que no pueden ser interpretadas en exclusiva como los gritos del sufrimiento. Pueden comenzar por un incidente mínimo, como un mero rumor, pero que amplifica sus efectos al incidir sobre una situación de tensión latente. Con frecuencia es la innovación, que vuelve brusca­ mente inaceptable una situación sufrida hasta entonces con resignación. La pasividad inicial de los grupos sociales influyentes locales facilita la consolidación del movimiento, que procede a formar un deficiente ejército popular. Su jefatura suele adoptar connotaciones misteriosas y míticas (Lady Skimmington en Dorset, Jean Nu-Pieds en Normandía) cuando no mágicas (la faltriquera del capitán Pouch en los Midlands o los poderes sobrenaturales de Stenka Razin). Ocasionalmente asume el mando un pequeño noble (La Motte de la Forêt entre los Croquants). La violencia tiende a ser selectiva, poco anárquica y ejercida con patrones Simbólicos y rituales: despedazamiento de un recaudador, saqueo de los La crisis del siglo XVII

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bienes de las figuras odiadas por la multitud en los disturbios urbanos, etc. El tiempo opera en contra de las revueltas y las negociaciones las debilitan y dan tiempo a la reacción: toma decidida de postura de los notables ante el miedo social y llegada de las tropas. La restauración del orden suele ser sangrienta. Los motivos esenciales de las protestas urbanas, de carácter más puntual y efectos limitados, son el hambre y los impuestos. Complementariamente los abusos de poder de las oligarquías dirigentes. El primer aspecto tiene un rotundo respaldo en la coincidencia de las pésimas cosechas de 1645 —50 con la hiperactividad de los disturbios (Granada, Sevilla y CórdobaÑapóles y Palermo; Moscú y Estambul)—. El hambre, o mejor la ame­ naza de su llegada, actúa como precipitante de una situación explosiva por otras causas que, en el caso de los movimientos urbanos, suelen ser de origen fiscal. La interpretación de las revueltas rurales es más compleja. Y.M. Bercé distingue la resistencia oriental a la servidumbre de la oposición occiden­ tal al centralismo estatal. Entendiendo ambas latu sensu, y con la salve­ dad inglesa, el esquema parece correcto. Responde a las líneas vistas de la ofensiva de los poderosos que deteriora el campo. Atribuirles lecturas de frentes de clase (Porschnev) o de luchas de liberación nacional para el cen­ tro y sureste europeos (Pascu) es ir muy lejos. En todo caso, la resistencia campesina se nuclea en torno a tres ámbitos: el agravamiento del régimen señorial, el ataque a los derechos tradicionales del campesinado y las exi­ gencias fiscales del Estado en expansión. El primer aspecto es propio de la extensión e intensificación del modo de producción feudal basado en la servidumbre de la Europa del este. Ucrania en 1648 constituye un ejem­ plo clásico. Lo que no quiere decir que las connotaciones antiseñoriales no subyazcan en el fondo de algunos levantamientos occidentales, como en el de Bretaña de 1675. El segundo aspecto, también con presencia en otras partes, es arquetípico de los movimientos anticercados ingleses. El asalto a la propiedad y a los derechos colectivos amenaza a una sociedad más igualitaria. Por último, la acción en contra del desarrollo estatal, de su fisco insaciable, pero también de sus exigencias militares y uniformizadoras, resulta particularmente ciara en el oeste y centro de Europa, y en especial en la Francia de Richelieu. El «Viva el Rey sin la gabela» de esta última resume la filosofía programática de las revueltas campesinas en general, más incursas en planteamientos milenaristas, de restablecimiento de míticas edades de oro, que en cuestiónamientos más o menos rigurosos del sistema y ofrecimiento de alternativas racionales, apenas perceptibles en casos muy localizados como los diggers ingleses. Todo tipo de resistencia campesina fracasa. Todas las formas alienan­ tes del endeudamiento, la inseguridad en la propiedad, a veces la pérdida 340

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de libertad personal, las causas profundas de la crisis social, triunfan. La crisis del mundo rural es el desmoronamiento de un modelo de vida an­ cestral que, como señala L. Accati, se puede simbolizar en lo que resulta más destruido y es también el argumento de reacción más movilizador: la comunidad campesina.

5. Conclusión La crisis del siglo XVII ha supuesto el estancamiento de la pobla­ ción, el retroceso agrario, las dificultades para la industria urbana y el comercio tradicional. En un mundo mayoritariamente rural el campe­ sinado ha sufrido los embates de la naturaleza, la coyuntura, las clases propietarias y dei propio Estado. Ha sido el gran perdedor. Y, no obs­ tante, ni social, ni económica, ni regionalmente la situación ha sido homogénea. Al contrario, la crisis, igual que ha polarizado el mundo rural, ha polarizado también a los países, a los sectores económicos y a la misma burguesía. Ha habido grandes beneficiarios de la crisis; y para ellos el XVII sólo puede leerse en términos de expansión, de desarrollo. Son aquellos sectores de la economía que han reaccionado ante la crisis reconvirtiendo su estructura productiva y su organización social: la agri­ cultura inglesa y holandesa, el comercio holandés y más tarde el inglés, la industria rural de numerosas áreas. La burguesía ha tenido en el siglo su oportunidad: la demanda ha crecido con la ampliación de los mer­ cados coloniales, con el aumento de la población europea dependiente del mercado (ciudades mayores, industria rural, reconversión agraria) y a causa de las presiones del Estado; el capital acumulado existía para ser invertido. El problema ha sido actuar adecuadamente en una sociedad de ideales aristocráticos. La respuesta predominante ante las dificultades de la coyuntura ha consistido en el abandono de la actividad económica, la adquisición de bienes raíces, cargos, papel del Estado, el refugio en la renta, en suma, el camino de la involución. Italia y España ofrecen un desastroso ejemplo de agotamiento burgués. Francia fue afectada y ni la propia Holanda se vio libre de esta trayectoria en el último tercio del si­ glo, cuando la burguesía comercial de los regentes inició su peculiar re­ conversión social ante la competencia inglesa. Pero hasta ese momento la burguesía holandesa ha sido un modelo de dinamismo. Como lo es, en general, la burguesía europea conectada con la economía atlántica y lo es también, en particular, la sociedad inglesa, donde el valor del dinero es ya claramente superior al del nacimiento. Aquí, en el seno del país que ha hecho lo necesario para salir triunfante de la crisis, es donde la sociedad se encuentra en un grado más avanzado de desarrollo, donde La crisis del siglo XVTl

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la convergencia social entre los sectores altos de la nobleza y de la bur­ guesía se ha consumado y donde la burguesía en ascenso (comerciantes a comisión, de industria a domicilio, coloniales, empresarios industriales innovadores, etc.) sí es una auténtica realidad. La participación de los comerciantes en su institución parlamentaria y la ausencia de barreras institucionales y de prejuicios sociales que se interpongan entre lage^ny y la burguesía comercial y manufacturera han ayudado a esa evolución. Inglaterra, modelo triunfante junto con Holanda de la crisis del XVII, tiene allanado el camino del desarrollo capitalista.

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CAPÍTULO 13

LA CULTURA EUROPEA DEL SEISCIENTOS

Cayetano Mas Galván

Profesor Titular de Historia Moderna de la Universidad de Alicante

1. Barroco y clasicismo A. Precisiones conceptuales

Consolidadas por el uso, las nociones de «Barroco»/ «Clasicismo» dis­ tan, sin embargo, de transmitir significados claros y unívocos. La compren­ sión de las mismas y por ende de la realidad de la cultura europea del siglo XVII, en especial la artística, podría efectuarse desde dos puntos de vista. En primer lugar, desde una visión ceñida a los aspectos estético-for­ males. Vistas así las cosas, el Clasicismo resulta absolutamente incompa­ tible con el Barroco. Un Clasicismo que desempeñaría el papel de co­ rriente paralela o de resistencia frente al Barroco, directamente heredada de los moldes renacentistas, para tener su expresión por antonomasia en la Francia de Luis XIV. Por su parte, el Barroco se habría constituido en la i forma de expresión dominante en Europa y sus colonias durante la mayor parte del Seiscientos. Estéticamente se hallaría vinculado a conceptos tales como los de naturalismo, contraste, exuberancia... A este tipo de visiones pueden contraponerse las ofrecidas sobre todo por la historia social de la cultura. En ellas, se parte de vincular las expre­ La cultura europea del Seiscientos

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siones estéticas a los valores que las sustentan, y por tanto a cada una de las formaciones históricas, en toda su complejidad. Desde esta aproxima* ción, la cultura barroca dejaría de ser un simple estilo (o conjunto de es­ tilos) definido meramente por sus elementos formales, para convertirse en la cultura específica de una época histórica. En el caso que nos ocupa, la de la crisis del siglo XVII. Lógicamente, las filiaciones estéticas se ven pro­ fundamente matizadas. Así, la frontera entre el Barroco y el Clasicismo pierde su estanqueidad, y el empleo de uno u otro patrón ya no se juzga en relación con el patrón grecorromano, sino con las exigencias de la pro­ pia época.

B, Las características de la cultura del Barroco

Hechas estas advertencias, se encuentra generalmente aceptada hoy, entre la historiografía que nos es más próxima, la definición del Barroco como cultura específica de una época histórica, la del siglo XVII. La no­ ción de crisis y de conflicto, o al menos la conciencia de la misma, ha proporcionado la piedra angular en las interpretaciones más profundas y amplias del Barroco: conciencia de crisis que presenta como novedad, tras el paso del Renacimiento, la idea de que es posible la intervención humana para atenuarla o incluso reconducirla, en una cultura que por muchos conceptos viene a ser la primera auténticamente moderna. El Barroco se asentaría, pues, sobre un cúmulo de fuerzas contrarias. Ante todo, constituye la respuesta cultural desplegada desde un poder que se siente «amenazado» desde los múltiples frentes de la crisis. Ahora bien, esa respuesta ya no puede consistir únicamente en la pura fuerza, sino que es necesaria una auténtica operación de adoctrinamiento y «propaganda». En este terreno, tampoco puede aspirarse al simple retorno al orden y a los ideales medievales, no ya porque la sociedad del Seiscientos registre en su seno una mayor complejidad —como resultado de la aparición de nuevos grupos sociales—, sino porque la impronta renacentista —secu­ larización, individualismo, libertad...— en modo alguno podía resultar totalmente anulada, sino a lo sumo controlada y reconducida. En este y en otros aspectos, pocas obras como el Quijote cervantino pueden consti­ tuirse en mejores exponentes del Barroco, A partir de ese conflicto, y de su extensión temporal y espacial, pue­ den determinarse las características, la geografía y la cronología de la cul­ tura barroca. No es, pues, la barroca una cultura espontánea y popular, sino clara­ mente inducida desde el poder. En este sentido, para Maravall, los carac­ teres sociales del Barroco serían los de una cultura dirigida, masiva, ur344

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baña y conservadora. Así, nos encontramos con una poesía o una historia directamente encargadas desde las distintas instancias del poder; o con una preceptiva retórica o poética, incluso de cuño clasicista, que insiste frente al deUctare-docere clásico, en la necesidad de «mover» el ánimo, de suspenderlo, arrebatarlo y apasionarlo: en definitiva, suscitar adhesiones. Tampoco nos encontramos ya en una cultura ciudadana como la renacen­ tista, sino urbana: ahora se produce, por vez primera, una cultura vulgar para masas anónimas, como lo prueban los miles y miles de comedias de consumo, o el inicio de una auténtica producción en serie de objetos de arte. En este sentido, la urbe es el marco privilegiado de la cultura barroca, como gran núcleo de concentración de artistas, de poderosos y de una masa potencialmente peligrosa y desarraigada. Y en la urbe, a la sombra del anonimato colectivo, la ley que rige —al contrario que en el mundo rural donde dicho anonimato no existe— es la de la ostenta­ ción opulenta, la del deslumbramiento del poderoso sobre el que no lo es. Evidentemente, son los rasgos de una cultura voluntaria y profundamente conservadora, en la que no se rechaza lo novedoso, sino que tales impul­ sos, exacerbados, distorsionados, retorcidos, son desviados hacia esferas consideradas poco peligrosas en el futuro, y así se permite la innovación en el campo del capricho poético o artístico, pero en absoluto en el de la religión, el derecho o la ciencia. Lo que no implica que estén efectiva­ mente ausentes las innovaciones en estos campos o que se trate de una di­ cotomía inmoviíismo/innovación, sino de un reforzamíento conservador en todos ellos. Tampoco es la barroca una cultura monolítica. Podemos hallar un Barroco brillante y triunfante: el de la Iglesia romana ante todo, el de los triunfos de la fe, el de Bernini y Borromini. En este sentido, desde los trabajos de Weisbach, se ha solido presentar el Barroco como arte de la Contrarreforma. Pero, amén de lo que pueda tener de aceptable este término hoy día, la Contrarreforma no es más que un eslabón dentro del Barroco, en el que en todo caso pesan más los factores eclesiásticos que los religiosos. Se defienden, pues, los múltiples intereses de la iglesia en cuanto que institución, sobre todo en aquellos países o momentos en que halla una vinculación estrecha con los factores políticos (Italia, España). Sin embargo, la barroca —como bien percibieron los propios contempo­ ráneos— no es exclusivamente una cultura eclesiástica o religiosa, sino que continúa y acentúa la secularización iniciada por el Renacimiento. También nos hallamos con un barroco negro y pesimista, el de. Caravaggio y Ribera, bien como expresión de un poder que busca delibera­ damente difundir sentimientos de violencia, de infundir canta admiración como temor entre la masa, bien como una de las escasas manifestaciones de escape o de protesta individual. El primero se halla palmariamente La cultura europea del Seiscientos

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elaborado por y para la glorificación del poder; el segundo se traduce en la voluntad de fuga, en lo que se ha denominado apertura del Trasmundo, en el pathos gesticulante de la obra y del mismo hombre barroco, que reacciona ante las fuerzas de la autoridad yr ante el alto grado de frustra­ ción individual que genera la realidad cotidiana. No es raro, pues, que el individualismo —herencia renacentista— constituya un elemento funda­ mental en el Barroco. Teniendo siempre presente el referente de la extensión, la duración y la profundidad de la crisis (y de su conciencia) en el Seiscientos, podemos referirnos a la cronología y la geografía barrocas. Puesto que el Barroco necesita un período de tiempo lo bastante extenso para poder cristalizar, su impronta es mayor en países como Italia y España. En otros casos, nos hallamos en posiciones intermedias o con variantes específicas, como ocurre con Francia, o con los territorios habsburgos centroeuropeos. En cualquier caso, tiene su mayor intensidad en los países de la Europa mo­ nárquico-absolutista, eclesiástica, señorial y campesina. En cuanto a la cronología, se hace móvil en función de cada país e in­ cluso de cada autor. Generalmente se acepta que el Barroco nace en Italia en torno al año 1600 (aunque la frontera entre el último Manierismo y el Barroco resulta imprecisa), tiene su máxima intensidad en las décadas centrales del siglo (hasta 1650-1660), y va extinguiéndose, como tal cul­ tura histórica, a medida que, antes de acabar el siglo, Europa entra en una nueva coyuntura. Lo que no excluye que ejemplos como los de Calderón en España, o Fénelon en Francia, trasciendan estos límites; y que los «ele­ mentos expresivos» barrocos se prolonguen durante buena parte del si­ glo XVIII o incluso que evolucionen hacia otros estilos (como el Rococó), pero ya en un contexto histórico muy distinto.

C. Los límites del Barroco

A tenor de lo expuesto, los límites entre el Barroco y el Clasicismo, entendiendo por tal fundamentalmente el francés que florece sobre todo entre 1660 y 1685, el de Boileau, Corneille, Racine, Molière y Versalles, lejos de resultar claros y estancos, resultan permeables y tienden a difuminarse desde aproximaciones de mayor calado que las estéticas. Así, una preceptiva retórica como la hispánica, durante este siglo, más que hacer compatibles con el Barroco las normas clasicistas, ofrece un resultado pro­ fundamente barroco en los fines culturales y sociales que persigue. Más aún, el clasicismo francés, en el momento en el que se produce, tam­ poco se explica sin el Barroco. Fundamentalmente impulsado por un Rey (Luis XIV) y su Corte, hemos de recordar que las monarquías absolutas 346

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no corresponden únicamente a ideales de norma y razón, sino que se con­ figuran sacralizadas y de origen divino. Así, la desmesura y solemnidad re­ tórica, paradigmáticamente encarnada por el palacio de Versalles, resulta barroquizante. En el otro extremo, sería el mismo caso del Escorial his­ pano, y de lo que se ha denominado barroco severo de los Austrias. Otra cosa es que voluntariamente se postergue el elemento eclesiástico frente a la glorificación del poder de la monarquía y su cabeza, lo que •—como se ha dicho— tampoco resulta incompatible con el Barroco. El universo cultural barroco, con ser el dominante en la Europa del Seiscientos, no prevalecerá total y exclusivamente. Existirán otros mundos, con los que -—tampoco aquí— podemos establecer una frontera estanca, pero en los que el Barroco no llega a cristalizar. Los casos paradigmáticos serán los de Inglaterra y—-muy especialmente— la República de Holanda, país que no conoce los efectos negativos de la crisis del siglo. Creador de una cultura necesariamente abierta y tolerante (aunque no fuese de modo continuo), sus grupos dirigentes se vinculan al comercio y las finanzas, no tratándose por tanto de una burguesía que sitúa su ideal en el paradigma nobiliario. No debe olvidarse, aunque tampoco magnificarse, el elemento religioso —cuyas implicaciones pueden extenderse al resto de los países reformados—, pues el cristianismo reformado impone un marco estricto que limita considerablemente o prohíbe los recursos estéticos o los temas habitual mente puestos en juego por el Barroco católico.

2. Las manifestaciones religiosas A. Geografía de la división religiosa

El siglo XVII recibe de la centuria precedente una Europa definitiva­ mente dividida y enfrentada en lo religioso. Sin embargo, el componente confesional —con ser importante— irá viendo reducido su peso en los conflictos armados del siglo. El ejemplo de la intervención francesa en la Guerra de los Treinta Años ofrece un caso muy significativo a este res­ pecto. Por lo que respecta a las Iglesias, el siglo comienza, merced al apoyo habsbúrgico y a la actuación de órdenes religiosas como la Compañía de Jesús, con una contraofensiva católica que asegura o restablece en deter­ minados territorios el catolicismo surgido de Trento (zonas meridionales de los Países Bajos y el Imperio, Polonia...). Los reformados (a causa de sus divisiones internas) no llegaron a oponer un frente unido, pero el éxito del empeño católico distó de ser total, y, en realidad, el mapa religioso europeo permaneció esencialmente estable. Así, junto al exclusivo dominio La cuitara europea del Seiscientos

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católico en los Estados italianos y en la Monarquía Hispánica, ocurre lo propio en Suecia y Dinamarca (luteranos) o las Provincias Unidas (calvi­ nismo). En otros países la situación presenta amplios matices. El cuadro más problemático y conflictivo se produce en el Imperio, donde a partir de la expansión calvinista del último Quinientos y de la reacción católica, desde comienzos del Seiscientos comienzan a formarse uniones religiosopolíticas enfrentadas (Unión Evangélica, 1608; Liga Santa, 1609), que preparan los posteriores enfrentamientos armados. Los intentos de tole­ rancia en algunos territorios particulares (Carta de Majestad en Bohemia, 1609) dieron frutos limitados. También Francia, con predominio cató­ lico, presenta una situación peculiar por lo que se refiere a los grupos pro­ testantes. Con el Edicto de Nantes (1598), promulgado ante la imperiosa necesidad de pacificar el reino, los hugonotes hallan reconocida —aunque con notables restricciones— la libertad de culto. Igualmente razones de política estatal, más que la personal actitud religiosa de Luis XIV, fueron las que llevaron a la revocación en 1685 dei citado edicto, y el subsi­ guiente y masivo exilio de los hugonotes franceses. Por su parte, determi­ nados países protestantes no escapan tampoco a situaciones muy comple­ jas. En Inglaterra, se parte del descontento que produce el anglicanismo oficial tanto para los aún numerosos católicos como para los puritanos, que desean implantar el modelo presbiteriano existente en Escocia. Más adelante, sobre todo en torno a los años de la guerra civil, la República y el Protectorado de Cromwell, asistimos a una extraordinaria floración de nuevas tendencias e ideas religiosas: junto a los principales grupos puri­ tanos (independientes y presbiterianos), más próximos al poder, nos en­ contramos con un conjunto de grupos de mayor o menor importancia, que aspiran, por lo general y desde argumentos profundamente religiosos, a reformas sociales o políticas radicales: levellers o niveladores, diggers o cavadores, ranters, ¡eekers, cuáqueros, milenaristas como los quintamonarquianos... Finalmente, el grado de libertad y de tolerancia religiosa fue incluso mayor —salvo contados períodos— en la República de Holanda, sobre cuyo ejemplo ha centrado sus estudios L. Kolakowski. Si el mantenimiento del clima de enfrentamiento religioso implicaba la necesidad de cubrir las retaguardias cerrando filas ideológicamente, el esfuerzo más activo (frente a la atomización protestante) lo ofrece la Iglesia católica. A este hecho corresponde en buena medida el desarrollo —plenamente intencionado—■ de una religiosidad basada en los resortes de captación de masas: culto de santos y reliquias, protagonismo de las órdenes religiosas, predominio del sentimiento y lo exterior sobre la inte­ riorización razonada... En ello no debe verse únicamente una reacción an­ tiprotestante, sino un esfuerzo positivo de cristianización, que se extiende tanto en el interior como más allá de las fronteras europeas, a través de la 348

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continuación del trabajo misionero en Asia o el inicio de las reducciones del Paraguay. De nuevo, la Compañía de Jesús será en estos trabajos, que cubren desde el desarrollo de dichas misiones hasta la formación y adoc­ trinamiento de las elites merced a su consolidada red de colegios, la orden protagonista durante el siglo. Por otra parte, merecen mención especial San Francisco de Sales (1567-1622), cercano por formación y por talante a la Compañía, representante de la corriente del humanismo cristiano, del que después hablaremos; o San Vicente de Paúl, llamado el «apóstol de los pobres» por su dedicación, con un pleno espíritu misionero, a los menos favorecidos. En definitiva, del mismo modo que el Barroco no es exclu­ sivamente la cultura de la Contrarreforma, tampoco toda la religiosidad católica del Seiscientos puede reducirse a fórmulas contrarreformistas, si entendemos por tales las destinadas a la lucha antiprotestante.

B. Ortodoxia y heterodoxia

Estos hechos no hacen que las distintas iglesias se hallen exentas de polémicas internas, de la generación de heterodoxias —a medida que la ortodoxia va siendo definida—, o de la aparición de nuevos desarrollos en relación con la religión. Por lo que toca a las polémicas internas, en el lado protestante corres­ ponde al calvinismo la mayor inquietud, frente a un luteranismo desvita­ lizado y formalista. La discusión más notable se establece en las Provincias Unidas a propósito de la predestinación, entre arminianos y gomaristas (que toman el nombre de los teólogos Arminius y Gomar). Las impli­ caciones políticas del asunto harán que el arminianismo (apoyado por el pensionario de Holanda, Oldenvarnevelt, frente al estatúder Mauricio de Nassau) sea condenado como heterodoxo bajo la acusación de criptocatolicismo, lo que costó la muerte al Pensionario, y la persecución de perso­ najes tan destacados como Grocio. En el lado católico, el debate fundamental —y diríamos que equi­ valente al anterior— se presenta en torno a la cuestión de la gracia. En efecto, el Concilio de Tremo había afirmado de forma general la existen­ cia del libre arbitrio, así como la necesidad de la gracia para toda obra buena. Sin embargo, no matizó la cuestión y dejó sin concretar qué parte correspondía a la gracia y qué parte tenía el hombre en la obra de la jus­ tificación y la salvación, dejando así abierto el problema a distintas inter­ pretaciones y polémicas teológicas. Sobre estos particulares, el siglo ya ha­ bía comenzado con una de las batallas (las controversias de auxiliis, entre dominicos y jesuítas) más violentas que nunca haya conocido la teología, a la que Pablo V puso fin en 1607 sin conclusión positiva. La cultura europea del Sedeientos

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De esta manera, en adelante pueden diferenciarse dos líneas. Una, quizá la de mayor amplitud, que parte de una antropología optimista, es la del llamado humanismo cristiano o devoto, abanderada por los jesuítas. Su expresión teológica, minimizadora de las consecuencias del pecado ori­ ginal, se encuentra en la obra de Luis de Molina {Concordia liberi arbitrii, 1588) quien da nombre al molinismo. La fuerza de estas tesis, debida a que encarnan una religión conciliadora con las debilidades de la natura­ leza humana (de hecho, sus oponentes acusarán a las doctrinas morales molinistas, probabilistas, de estar cayendo en el puro laxismo) y a la gran pujanza social y política de la Compañía de Jesús, no debe hacernos olvi­ dar que este humanismo se había visto profundamente desnaturalizado y reorientado por lo que respecta ai contenido crítico que poseyó durante el Quinientos. El frente de oposición más fuerte a la tesis molinista surgirá del mundo de la Contrarreforma septentrional. Se trata del jansenismo, que tomará el nombre del obispo de Yprés, Cornelio Jansenio, y hallará sus primeros valedores —amén del propio Jansenio— en la Universidad de Lovaina, así como en el abad de Saint-Cyran, y a partir de éste en la abadía de Port-Royal. Surgido como reacción teológica agustinista, muy próxima por otra parte a las tesis reformadas en materia de gracia, de inmediato se colocará en el punto de mira de los jesuítas. De hecho serán éstos quienes conseguirán la condenación por Roma (1642) del manuscrito inédito de­ jado a su muerte por Jansenio y publicado por los lovainenses (Augustinus, 1640), y más tarde, en 1653, de cinco proposiciones del mismo Augustinus en las que queda definida la herejía jansenista. Sin embargo, la polémica entre jesuítas y jansenistas no había hecho más que comenzar. Constituido el núcleo del jansenismo por una doctrina en torno a la gracia y el libre albedrío (la formalmente condenada por Roma), pronto irán adquiriendo protagonismo otros matices. Primero los morales, vinculados a los sacra­ mentos desde concepciones rigoristas (Arnauld, De la comunión frecuente; Pascal, Provinciales). Finalmente, los jurisdiccionales, a partir de unas concepciones eclesíológieas de tipo episcopalista e incluso presbiteriano («richerismo») que Ies llevarán a confluir con los galicanos, opuestos a la publicación en Francia de la bula Unigénitas (1713), que condenaba las ideas de P. Quesnel, máximo exponente de este «segundo jansenismo». De esta forma, el jansenismo pasó del inicial núcleo teológico a convertirse en una auténtica mentalidad de oposición en la Francia de las postrimerías del reinado de Luis XIV, e incluso se extendería a otros países europeos, perviviendo hasta el siglo XIX. Con todo, hemos de notar que el galicanismo —al igual que el regalismo hispano— posee un desarrollo propio y anterior, y ofrece frutos señeros, como la Declaración del clero galicano (1682), que nada tienen que ver con el jansenismo. 350

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Igualmente en el extremo contrario al humanismo jesuítico, aunque desde un plano diverso al del jansenismo, es preciso referirse a los desa­ rrollos místicos, que parten del tronco representado por la espiritualidad española del Quinientos y encarnan una religión teocéntrica e inconci­ liable con el mundo. Podría situarse en primer término la escuela fran­ cesa de espiritualidad, con Pierre De Bérulle (1575-1629) y su Oratorio al frente, desde una perspectiva agustiniana, austera y rigorista. Sin em­ bargo, la mística encontrará su mayor eclosión, y al mismo tiempo su práctica final, con el caso —que resultó muy sonado— de Miguel de Molinos (1628-1696). Este aragonés, que pasó algunos de sus años en Valencia, lograría en Roma (donde residió desde 1674) un extraordina­ rio éxito con sus doctrinas, explicitadas en la Guia espiritual (1675), base del «molinosismo» o «quietismo» que aspiraba a conseguir la salvación por una total pasividad del alma. El caso, estudiado profundamente por Tellechea, presenta múltiples perfiles, de los cuales el dogmático (la Guia soporta una lectura ortodoxa pese a la condenación papal) no es el único. Por un lado, el choque con la corriente jesuítica; por otro, la contempla­ ción pasiva podría sustituir cualquier otra forma de vida religiosa, lo que equivale a poner en peligro todo el edificio eclesiástico, y de ahí en último término su peligrosidad. Fenómeno esencialmente reducido a las elites y fruto del ambiente católico barroco, el quietismo no se reduce ni se limita a Molinos, sino que este mismo no se explica sin sus raíces en la espiritua­ lidad anterior, notablemente la hispánica. El quietismo tendría su princi­ pal eco y epígono en Francia, con Mme. de Guyon y el obispo Fénelon (Explicación de las máximas de los santos, 1697), que le valió una polémica con Bossuet. Crítico con la política de Luis XIV (Aventuras del Telémaco, 1699), la censura papal de algunas de sus Máximas constituirá una pieza más en la caída en desgracia de Fénelon, quien sin embargo —junto con el resto de los quietistas— aceptará sumisamente la censura. Por lo que se refiere al lado protestante, vías como la mística se vie­ ron reducidas a sectas de carácter espiritualista o protestas individuales, porque se produjo una reacción institucional más rígida aún que en el bando católico, y porque el recurso a la Biblia delimitaba la experiencia posible. Una de las escasas derivaciones que podrían señalarse con cierto fundamento en esta dirección, y que aquí citamos por su importancia en el siglo XVIII alemán es la del «pietismo», corriente iniciada por Philipp Spener(1635-1705) en la Renania luterana a partir de 1670. Lo advertido acerca de Holanda, de Inglaterra y de las derivaciones he­ terodoxas antes citadas hace patente que el siglo XVII no puede contem­ plarse únicamente desde el punto de vista de las dos grandes iglesias, cató­ lica y reformada. Incluso dentro de esta última, como señala Kolakowski, se produce un conjunto de movimientos religiosos que, brotando genéLa cultura europea del Seiscientos

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ticamente de las tres grandes iglesias reformadas (luterana, calvinista y ■zwingliana), se volvieron contra ellas, acusándolas de ser inconsecuentes y de aceptar compromisos con el «mundo», bien en el terreno de la teolo­ gía, bien en el de las costumbres, la vida religiosa o la política: anabaptis­ tas, antririnitarios o socinianos, cuáqueros, mennonitas... Dentro de estas corrientes, en una estructura analítica que comprende la mística católica, Kolakowski ha estudiado lo que denomina tentativas de cristianismo no confesional, de un «cristianismo sin Iglesia», en la medida en que se sos­ tiene que existe un antagonismo radical entre los valores fundamentales del cristianismo, por una parte, y la colectividad eclesiástica, por otra. Este cristianismo, siempre de carácter minoritario, por definición indi­ vidualista y antiinstitucional, presenta diversos desarrollos y tendencias en contacto con influencias como las del evangelismo, el pensamiento irónico o el racionalista, la mística... Y junto a este cristianismo sin iglesia, también en el siglo XVII se abren los caminos que, desde el terreno de la filosofía y el pensamiento en un sen­ tido más amplio, conducirán, desde el racionalismo, a la religión natural, al deísmo e incluso al ateísmo que surgirán en el siglo siguiente. Desde este punto de vista, el de la trascendencia posterior de las doc­ trinas religiosas del Seiscientos, vuelve a surgir una figura fundamental: la de Erasmo de Rotterdam. El humanismo erasmiano, que nos permite enlazar con la Cristiandad anterior a la Reforma, estuvo lejos de zozo­ brar en el contexto contrarreformista católico o protestante. Así, el propio Kolakowski ha podido distinguir, dentro del cristianismo no confesional, una versión mística de otra erasmiana, presente, v. gr., en las formulacio­ nes de un Camphuysen. Y, por su parte, el profesor Trevor-Roper ha seña­ lado que los orígenes religiosos de la Ilustración no se sitúan precisamente en ninguna de las ortodoxias, sino en grupos minoritarios tenidos por heterodoxos tanto por protestantes calvinistas como por católicos, que recibieron directamente la herencia erasmiana: arminianos y socinianos en el lado reformado; Montaigne, de Thou, Dávila, Sarpi y oratorianos como Malebranche o R. Simón, en el católico.

3. El pensamiento La importancia del siglo XVII en la configuración del pensamiento mo­ derno, tanto filosófico como político y científico, resulta extraordinaria. Al glosar estos nuevos desarrollos, sin embargo, hemos de recordar la plena vigencia del pensamiento anterior, en especial en las instituciones universi­ tarias. Así ocurre en el mundo católico con el pensamiento aristotélico-escolástico, prácticamente dogmatizado por la Iglesia con la Contrarreforma. 352

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A. Las ideas filosóficas

Las nuevas construcciones filosóficas se dirigen en dos sentidos fun­ damentales. El primero, inaugurado por Descartes, es el del racionalismo sistemático o «dogmático», propio del Continente. El segundo será el del empirismo inglés, cuya máxima figura es Locke. El racionalismo continental, fundado por Descartes, parre del pre­ supuesto de un Universo que es en sí necesario y posee una estructura racional. Participando del esfuerzo secularizado r e individualista del pen­ samiento del siglo, sigue siendo expresión de un supuesto metafísico y a la vez religioso, por el cual hace de Dios la suprema garantía de las verda­ des racionales, apoyo ultimo de un universo concebido como inteligible. La aportación de Rene Descartes (1596-1650), nacido en Francia pero afincado durante buena parte de su vida en Holanda, reside ante todo en la construcción de un nuevo método filosófico. Así, partiendo de la convicción personal acerca de la inexistencia de criterio seguro para dis­ tinguir lo verdadero de lo falso, Descartes decide prescindir de todos los anteriores sistemas filosóficos para hallar un criterio metodológico nuevo v absolutamente seguro del que partir. Tal es el sentido del conocido co­ gito, ergo sum, piedra angular a partir de la cual Descartes extiende sus elaboraciones siguiendo siempre el criterio de la duda metódica apoyada en la razón, sustancia única y universal e igual en todos los hombres. Las reglas a las que habrá de someterse el método cartesiano son, pues, y en este orden, las de evidencia (la claridad y la distinción son los caracteres fundamentales de una idea evidente), el análisis (dividir cada dificultad a considerar en el mayor número de partes posibles), la síntesis (comenzar por los objetos más simples de conocer para ascender gradualmente hasta los conocimientos más complejos), y la enumeración (relativa a la revisión y comprobación de los pasos anteriores). Por supuesto que Descartes no se reduce a las preocupaciones meto­ dológicas, ni al Discurso del método (1637), pues construirá una visión de Dios, el mundo y el hombre de acuerdo con los principios que había esbo­ zado. Sin embargo, tal visión, eminentemente deductiva y cerrada, admitía la existencia de ideas innatas, resultaba tan metafísica y abstracta como pudieron haber sido aquéllas a las que renunció, y planteaba problemas de difícil resolución (así, su división del mundo en dos sustancias, res cogitans y res extensa, radicalmente diferentes), que podían llevar a colocarle en el borde —en otro orden de cosas— de la ortodoxia religiosa. Este conjunto de hechos, y la infinidad de problemas e implicaciones que de ellos se derivaban, presidieron la evolución del racionalismo conti­ nental, en sus distintas y sucesivas formulaciones. Estas son, básicamente, tres. La cultura europea del Seiscientos

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La primera corresponde a N. Malebranche (1638-1715). Clérigo oratoriano, Malebranche ofrece la posibilidad conciliadora entre cartesia­ nismo y religión, reformulando el esplritualismo agustiniano por medio de las pruebas derivadas de la nueva filosofía. La segunda formulación es la del judío holandés B. Spinoza (16321677), cuya concepción de un monismo panteísta, es decir, de un sistema único y total, en el que sólo existe una sustancia (Deus sive natura, Dios o Naturaleza), disuelve las oposiciones propias del Barroco y hará de él la mayor «bestia negra», el hereje o el ateo por antonomasia, tanto para su propia comunidad judía como para el clero calvinista holande's y, de forma mediata, para la Iglesia católica. Por otra parte, su Tractatus theologico-politicus (1670, publicado anónimo) contenía implicaciones demo­ ledoras tanto para las instituciones eclesiásticas como para los gobiernos que obstaculizan el ejercicio de la libertad de pensamiento al no reconocer el principio de igualdad entre los hombres. La tercera formulación corresponde al alemán G.W. Leibniz (16461716), auténtico espíritu universal: autor jurídico, historiador, filósofo, matemático —desarrolló, paralelamente a Newton, el cálculo infinitesi­ mal—, y activo diplomático. En el terreno filosófico, Leibniz aporta al problema de la relación y comunicación entre las sustancias, que había presidido las anteriores elaboraciones racionalistas, su concepción de la armonía preestablecida, según la cual la realidad está constituida por un número infinito de sustancias individuales y cualitativamente diversas o «mónadas», cada una de las cuales realiza a su modo el proceso general del mundo, que la pone en armonía con las restantes. De acuerdo con esto Leibniz aspirará a construir una ciencia universal que abarque el sistema total de verdades, y al concebir éste como el mejor de los mundos posibles, fundamentará un optimismo universal, esencial para la consolidación de la idea de progreso que animará el espíritu de la Ilustración. Esa misma búsqueda de un orden universal, que es fundamental en su pensamiento, lleva implícita una concepción tolerante en la que encuentren sitio y se armonicen espontáneamente los distintos puntos de vista, y presidirá sus intentos de aproximación con los católicos (caso de su correspondencia con Bossuet), o de organizar una especie de «República de las ciencias» en la cual participarían, a través de las academias nacionales, los sabios de toda Europa. Precisamente será en Alemania donde el racionalismo siste­ mático, en su concepción leibniziana, prolongará su vida durante todo el siglo XVIII, merced a su discípulo C. Wolff. Durante la Ilustración, sin embargo, el racionalismo cedería su an­ terior protagonismo filosófico en favor de las fundamentaciones empiristas. Habían nacido éstas también durante el siglo XVII, en Inglaterra, de la mano de J. Locke (1632-1704), y su An Essay Conceming Human 354

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Understanding (1690). El punto de partida de Locke es semejante al de Descartes: el rechazo de los antiguos sistemas, y la búsqueda de la claridad de una verdad inmediata y de un método tan seguro como sencillo. El fruto, sin embargo, será distinto, frente al elevado grado de abstracción deductiva cartesiano. Así, el postulado epistemológico fundamental será —rechazando las ideas innatas— el de que todo conocimiento procede de la experiencia, es decir, de los datos sensoriales, en una elaboración radicalmente nueva del antiguo principio escolástico según el cual nihil est in intellectu quodprius non fuerit in sensu. Así, las ideas o conceptos no son otra cosa que un complejo de sensaciones, y se forman —de las más simples a las más complejas o compuestas— por combinación. Las con­ secuencias de estos postulados fueron inmensas. Se trataba de una nueva filosofía, que marcharía de la mano de la triunfante ciencia newtoniana, y que proponía un sistema inductivo y abierto, en el que la naturaleza había de ser conocida y dominada por la experiencia, y que en la experiencia hallaba la demostración constante de su veracidad. De hecho, como se ha dicho, el empirismo sensualista (que conoció distintas elaboraciones), constituyó la base filosófica dominante para la Ilustración, cuando Voltaire divulgó en el Continente los trabajos de Locke y de Newton.

B. El pensamiento político

El desarrollo del Estado durante el siglo XVII —con las profundas crisis que llevó aparejadas— produjo igualmente un conjunto de aporta­ ciones absolutamente fundamentales por lo que atañe a su fundamentación teórica y por su trascendencia posterior en el pensamiento político. Teorías tales como las del contrato, el derecho natural, o el individua­ lismo como base de toda la argumentación teórica nacen o adquieren en este siglo su formulación moderna. Como no podía ser de otro modo, el centro de las especulaciones teó­ ricas lo constituye el Estado absolutista, tanto si le son favorables como si no. Existe, evidentemente, todo un conjunto de obras y autores que vienen a justificar directamente la práctica absolutista, sobre todo en el Continente. En líneas generales, la línea dominante —que se prolongará hacia el siglo siguiente—, tiende a la sustitución/desvirtuación de las an­ tiguas teorías de corte pactista o populista por las de una monarquía de derecho divino, donde el rey únicamente es responsable de sus actos ante Dios y en las que es sistemáticamente anatematizada toda posibilidad ten­ dente al regicidio o el tiranicidio. En el caso español, se acentúa la preocu­ pación práctica ético-pedagógica (v. gr. con la literatura emblemática y la de «empresas»), sobre todo en lo que se refiere a la educación del príncipe La cultura europea del Seiscientos

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y al tópico de la prudencia; o hallamos doctrinas como las tacitistas, he­ rencia erasmiana a medio camino entre un maquiavelismo encubierto y el neoestoicismo filosófico contemporáneo. Sin embargo, el máximo ex­ ponente en esta dirección lo hallamos en el caso francés, y en concreto en La Politique tirée des propres paroles de l’Ecriture Sainte, del obispo Bossuet (1627-1704), una de las mayores figuras de la Corte de Luis XIV y pre­ ceptor del Delfín. Bossuet sustituyó el Derecho Divino en Deber Divino, donde el rey —amén de identificarse con el Estado— confundía su pro­ pia naturaleza con la divina, constituyendo la sola razón el único límite teórico de sus actos. Nótese que si, formalmente, nos hallamos ante con­ ceptos teocráticos, su finalidad y resultado práctico no es precisamente el reforzamiento del poder eclesiástico, sino al contrarío, la magnificación de la instancia estatal, o lo que es lo mismo, permitir al mundo secular determinar sus propias leyes. En el mismo sentido secularizador, es preciso referirse también a otras corrientes que poseen carta de naturaleza propia, y en concreto al dere­ cho internacional o de gentes, y al iusnaturalismo, cuyos máximos re­ presentantes son, respectivamente, el holandés Hugo Grocio y el alemán Samuel Pufendorf. En el caso de Grocio (1583-1645), de quien ya hemos indicado su filiación arminiana, desarrolla la primera teoría completa del derecho internacional {Mare liberum, 1608; De iure belli acpacis, 1625), basada esencialmente en el derecho natural y guiada por un claro fin in­ mediato; amparar jurídicamente la expansión mundial holandesa frente a sus oponentes, tanto ibéricos como ingleses. Grocio identifica lo natural con lo racional, liberando a esto último -—sin implicar despreocupación religiosa-— de toda implicación teológica. De esta forma, Grocio tiende a fundar la teoría del derecho como una pura ciencia racional deductiva, y afirma que el derecho basado en la naturaleza humana (la razón): «exis­ tiría aunque se admitiese lo que no se puede admitir sin delito: que Dios no existe o que no se cuida de los asuntos humanos». Esta corriente del derecho natural halla su máxima expresión con Pufendorf (1632-1694), autor de De jure naturae et gentium (1672), en un sentido justificador del absolutismo poco usual y propio de la Alemania posterior a Westfalia. Desde este punto de vista, el iusnaturalismo ofrece una faz, ya práctica, ya neutra, capaz de justificar regímenes políticos diversos. Junto a estas aportaciones, la singularidad del caso inglés resulta ex­ cepcional, dada la propia evolución política del país. En primer lugar, nos encontramos con la figura de Thomas Hobbes (1588-1679), exiliado en Francia entre 1640 y 1651 por ser partidario de los Estuardo. Su pensa­ miento antropológico y político (Leviatán, 1651), dentro de unas coorde­ nadas axiomáticas y deterministas, representa una justificación extrema del absolutismo que, a decir verdad, no gustó ni al futuro Carlos II. Pero los 356

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contenidos intelectuales puestos en juego en esta obra exceden con mu­ cho esta dimensión. La base de la construcción hobbiana no es otra que el individuo, cuya existencia se guía por dos postulados de la naturaleza humana: el apetito natural y el principio de autoconservación. Ese indi­ vidualismo absoluto se conjuga, además, con una antropología pesimista (homo homini lupus), lo que le hace concebir un «estado de naturaleza» original en el que todos se hallaban en guerra contra todos. Si, en cambio, [a sociedad ofrece orden y seguridad, ello se debe a la celebración de un «contrato» (la idea tiene antiguas raíces), irreversible, que es el origen de la vida civilizada. A partir de aquí, se produce la solución absolutista: ese contrato tiene la forma de delegación de los derechos individuales (los de­ rechos naturales, por tanto) en una persona soberana, origen a su vez del «Leviatán», nombre bíblico con el que Hobbes designa al Estado. John Locke ofrece el contrapunto —como ideólogo del sistema que se inaugura con la Revolución Gloriosa— a las conclusiones de Hobbes, y constituye la piedra de toque del liberalismo anglosajón. Ante todo, hemos de recordar que su pensamiento político (expresado en sus dos tratados Del Gobierno civil) forma un todo con el filosófico, y que corre parejo al triunfo de la ciencia newtoniana. También parte de los concep­ tos de individualismo y estado de naturaleza que define —de forma no pesimista— como de perfecta libertad e igualdad, de paz y armonía. Sin embargo, la existencia de violaciones a esa armonía lleva igualmente a la constitución de un pacto, en el que se origina la sociedad civil, donde do­ mina la mayoría. La sociedad civil es, pues, la depositaría de un conjunto de derechos, y la misión del Estado será la de garantizarlos. Aquí aparece inmediatamente la verdadera naturaleza de la construcción lockiana y el sentido de su liberalismo. Así, el derecho de libertad se encuentra íntima­ mente ligado al de propiedad, hasta el punto de que ésta determina una desigualdad política: la libertad y la política, la sociedad civil, se consti­ tuyen realmente en la esfera de los propietarios. Y en ella el Estado no puede intervenir más que garantizando la seguridad de su disfrute. Por eso en Locke la soberanía reside en la sociedad civil, y los poderes del Estado deben ser limitados mediante garantías constitucionales. De ahí la doctrina de separación de poderes, aún poco precisa, pero que más tarde desarrollaría plenamente Montesquieu. Por último, no podemos dejar de mencionar los movimientos radica­ les que florecieron al calor de la Revolución de 1640 (estudiados por Ch. Hill), y notablemente a Levellers y Diggers, estandartes de una revolución social fracasada en la Inglaterra de la época. Muchas de las ideas puestas en juego por estos movimientos (donde los levellers ocupan el extremo menos radical) tienen un sorprendente aire de anticipación: igualdad de todos los hombres por el simple hecho de serlo, laicismo político, sufragio La cultura europea del Seiscientos

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universal, propiedad común de la tierra, reparto equitativo de los bienes según las necesidades...

4. La revolución científica Al siglo XVII corresponde el triunfo de la que se ha venido en de­ nominar «primera revolución científica». Y ciertamente, el avance en los conocimientos resulta grande en gran cantidad de campos, pero es en el de lo que actualmente entendemos como disciplinas físico-matemáticas donde llega a constituirse un nuevo y pleno paradigma científico —según la definición de Kuhn— con anterioridad a las restantes.

A. Las nuevas condiciones del trabajo científico

La revolución científica no llegó a producir un cambio realmente no­ table en la condición social de los cultivadores de la ciencia, pero sí en lo referente a las instituciones y a la difusión de los conocimientos. Durante el Renacimiento dominó un cultivo individual y con escasas vinculacio­ nes —-siempre personales— entre los científicos. En el aspecto técnico, por lo demás, pesaba enormemente la idea de un secreto profesional que se efectuaba mediante una transmisión oral muy selectiva. Por otra parte, las universidades se hallaban esencialmente preocupadas por el manteni­ miento y la transmisión del saber escolástico, así como en la formación profesional de quienes se dedicaban a las disciplinas que a la sazón ocu­ paban el lugar dominante en la escala tradicional de los saberes (esto es, teólogos, juristas y médicos). De hecho, en general las universidades ac­ tuaron como freno para la innovación científica, como mínimo hasta el siglo XIX. La muestra más notoria de esta situación se halla en el confi­ namiento de los estudios que hoy conocemos como física y de las demás disciplinas de la naturaleza dentro del estudio más amplio de la filosofía, conceptuadas como filosofía natural. Las universidades italianas del Renacimiento, con todo, fueron las primeras en abrirse a los estudios científicos modernos, en especial ma­ temáticas y física. Poco después se inició la enseñanza sistemática de la anatomía moderna en Padua, seguida por otras universidades italianas, pero también españolas y francesas. Las insuficiencias señaladas, sin embargo, llevaron a la creación de ins­ tituciones sustitutorias, tales como las Academias. En la gestación de estas academias, y en general en la institucionalízación del saber científico y técnico —como también en las artes y en las letras—, tuvo un especial 358

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peso el mecenazgo, sobre todo por el aumento del prestigio y la mejora de la cultura científica entre los acomodados, notoria ya a finales del siglo XVI. Durante el XVII asistimos a una intensificación de los contactos en­ tre los científicos, bien a través de una mayor frecuencia en los viajes, bien merced al establecimiento de unas densas redes de relación epistolar. En este sentido la actuación del padre Mersenne entre 1620 y 1648, ofrece el ejemplo más notable. El incremento en los contactos lleva implícito lo propio en cuanto al intercambio de información, centrado en el surgimiento de tertulias científicas o en la creación de gabinetes y bibliotecas. Estas tertulias fue­ ron el embrión de las sociedades propiamente científicas. La primera de ellas sería la academia romana dei Lincei (1603-1651), a la que perteneció Galileo. En la misma Italia es imprescindible referirse a la academia del Cimento, creada en Florencia a iniciativa de Fernando II, que tuvo, una trayectoria corta pero decisiva entre 1657 y 1667, dada su completa dedi­ cación a la experimentación colectiva. Sin embargo, en este caso estamos ante el ejemplo de una sociedad que es capaz de proporcionar una gran cantidad de información nueva pero no de solucionar cuestiones impor­ tantes en cuanto a la teoría y la interpretación de los fenómenos. Podrían hallarse otros múltiples ejemplos de este tipo de sociedades, de ámbito normalmente local y ciudadano, en distintos países. Sin embargo, son dos grandes sociedades surgidas durante el siglo XVII las que han de llamar nuestra atención. Se encuentra en primer lugar la Royal Society inglesa, creada según el patrón baconiano, siempre muy limitada de fondos. Las actas de la R.S. están llenas de experimentos, pero éstos adolecen de la necesaria continuidad, del sentido del plan o del fin, lo que llevó a sus miembros a abandonar la idea de hacer labores importantes en común, dedicándose a investigaciones particulares y remitiendo informes a la so­ ciedad de tiempo en tiempo. Al igual que los precedentes de la academia francesa pueden situarse en la labor desplegada por el P. Mersenne, los de la Royal Society pueden verse en la sociedad particular de astrónomos, físicos o matemáticos que se reunían en el Gresham College en torno a 1648. Más tarde, y pasadas las convulsiones civiles, se convertiría primero en una sociedad oficial y finalmente en una sociedad dotada de privilegio (entre 1660 y 1662). De cuño bastante distinto fue, en la Francia del gran siglo, la Academie Royale des Sciences, creada en 1665 por Luis XIV y Colbert. Con la aca­ demia francesa estamos ante el caso de una institución directamente con-' trolada desde el poder. Sus miembros, limitados, eran nombrados por la Corona, recibían pensiones de ella, y debían asistir a unas sesiones, que por lo común, no eran públicas. No eran infrecuentes las presiones ofi­ ciales, que sin ir más lejos hicieron dimitir al holandés Huygens, su más La cultura europea del Seiscientos

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destacado miembro, por oponerse a la política militarista de Luis XIV. No es menos cierto que en compensación, esta academia dispuso de un exce­ lente observatorio astronómico y de experimentación física, y pudo llevar a cabo —codo con cargo al Estado— empresas muy costosas. Indesligable de la tarea de las academias en el proceso de institucionalización de la ciencia y de difusión de la información científica, fue la edición de las actas de las mismas academias, así como de revistas a ellas vinculadas, tales como las Phtlosophicals Transactions y el Journal des Savants, respectivamente en Inglaterra y Francia, lo que vino a reforzar la idea baconiana de que la ciencia era una tarea universal en la que la coo­ peración era indispensable. Por último, no podemos dejar de mencionar la gran labor de inven­ ción o perfeccionamiento de los necesarios instrumentos de medida y ob­ servación, sin los cuales no hubieran sido posibles los grandes descubri­ mientos del siglo: así, la lente astronómica, el telescopio (tanto refractores como reflectores), el microscopio, el barómetro, el termómetro... gracias a los progresos técnicos experimentados en el trabajo del vidrio tanto en Italia como en Holanda.

B. La fundación de la física moderna: Kepler y Galileo

En realidad, el verdadero sistema heliocéntrico de la astronomía mo­ derna no fue descrito por Copérnico sino por Kepler, en su tratado sobre Marte publicado en 1609, y el impacto efectivo de la astronomía copernicana sólo se dejó sentir desde comienzos del siglo XVII, cuando los estu­ dios de la física de la Tierra móvil plantearon problemas en la ciencia del movimiento, cuya resolución requirió la construcción de una nueva física de la inercia que nada tuvo que ver con Copérnico, sino que surgió de la obra de Galileo, Descartes, Kepler, Gassendi y Newton. Antes de entrar en las aportaciones de éstos, es preciso aludir a la figura deT. Brahe (1546-1601), el más importante astrónomo observacional de su época, quien pese a su oposición al heliocentrismo, contribuyó con sus observaciones de los cometas que atravesaban el sistema planetario a poner en cuestión desde el punto de vista empírico la teoría tradicional de las esferas cristalinas. Brahe, interesado sobre codo en la astrología, legó estos datos a Kepler (1571-1630). Kepler, situado por Kearney también dentro de la tradición mágica y pitagórica, conservó del sistema copernicano los dos axiomas más gene­ rales: que el Sol permanece inmóvil y que la Tierra rota, pero rechazando la compleja maquinaria del revolutionibus copernicano elaboró un sis­ tema astronómico nuevo y diferente, y postuló una nueva base dinámica 360

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para toda la astronomía. En efecto, también un creyente convencido en ¡a astroíogía, Kepler situaba su mayor orgullo en haber descubierto una relación directa entre el número, el tamaño y la disposición de las esferas planetarias y los cinco cuerpos geométricos regulares, pretendiendo, por ejemplo, demostrar la relación entre las órbitas planetarias y las armonías musicales: una evidencia del hecho, común en la constitución de la cien­ cia moderna, de que pueden alcanzarse conclusiones ciertas desde presu­ puestos falsos, o mejor dicho, extracientíficos. En su Astronomía nova (1609), Kepler trató por vez primera de hallar las causas físicas de los movimientos celestes, en lugar de inventar o mejorar esquemas puramente geométricos a este propósito. El Sol real —y no el Sol medio, abstracto, de Copérnico— ocupaba el centro, porque en opinión de Kepler era la sede de las fuerzas que causaban aquellos movimientos, y los planetas recorrerían elipses libres —y no círculos dentro de esferas— en las que el Sol ocupaba uno de los focos. Además, y gracias a la ley de áreas, ex­ plicó por qué el desplazamiento de un planeta es más rápido en el perihelio que en el afelio. Con Kepler, y su concepto de los planetas como cuerpos inertes, desaparecieron también dos milenios de pensamiento dominados por la idea del movimiento natural intrínseco a cada cuerpo. Galileo fue el primer y principal científico en desarrollar el nuevo arte de la ciencia experimental. Copernicano, pero mecanicista, su actividad principal dentro de un proyecto científico de mayor calado y difusión que el kepleriano, abarcó al menos cuatro campos:

- Astronomía telescópica. A través de sus observaciones de la Luna, Venus y los satélites jovianos, publicadas en 1610, con­ virtió en realidades las suposiciones heliocéntricas. - Principios y leyes del movimiento. Demostración de que todos los cuerpos y no sólo los graves caían hacia la tierra con un movimiento uniformemente acelerado, independencia de las velocidades vectoriales, primera formulación de la inercia. Sin embargo, Galileo en estos puntos no sobrepasó la construc­ ción de una verdadera dinámica, permaneciendo dentro de los límites de la mera cinemática. - Relación entre matemática y experiencia, desarrollando leyes matemáticas que concordaran con los movimientos verificados en la naturaleza, y la idea de que las leyes fundamentales de la naturaleza debían ser matemáticas. - Ciencia experimental. En efecto, no tenía precedentes el mé­ todo de someter las leyes de la física descubiertas a la prueba experimental. Integró asimismo en su ciencia el método expe­ rimental junto con el análisis matemático. La cultura europea del Seiscientos

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No entraremos aquí a valorar el archífamoso episodio de los problemas habidos por Galileo con el Santo Oficio romano. Simplemente destaca­ remos que se escondía en el fondo de la cuestión la pugna existente entre el sometimiento de los saberes al esquema tradicional teológico (en virtud del cual todo dato empírico que fuese en contra de las interpretaciones filoso fico-teológi cas tradicionales había de ser imputado a error humano) y por otra parte la exigencia gaiileana de una autonomía del conocimiento natural con respecto a ese control. En definitiva el problema de la au­ toridad en el conocimiento que durante tanto tiempo acompañaría a la constitución de la ciencia moderna.

C. El método: Bacon y Descartes

Ciertamente, enlazando con cuanto acabamos de decir, la combinación entre las matemáticas y el experimento propia del nuevo método científico venía a socavar radicalmente los cimientos del argumento de autoridad. No es de extrañar, por este y otros conceptos, que una de las preocupaciones centrales en el desarrollo de la revolución científica fuese la del método, lo que nos lleva a introducir las figuras de Bacon y Descartes. Hombre cercano al poder en la Inglaterra de los Estuardo, ambiguo, quizá neoaristotélico, desdeñoso con aportaciones como las de Copérnico y Galileo, y más filósofo de la ciencia que científico, en Bacon habría que distinguir aquí al menos cuatro facetas. — La propiamente epistemológica, con su rechazo de la lógica deduc­ tiva y la propuesta de un nuevo método inductivo en el sentido de que un solo caso negativo bastaba para refutar una inducción. Sin embargo, Bacon no contemplaba la integración de las matemáticas en su método. - Establecimiento de una clasificación en las ciencias, rechazando por estéril la mera acumulación de datos y las hipótesis no experimentales. — Su convicción de que la ciencia había de ponerse al servicio de una mejor calidad de vida y del dominio del hombre sobre la naturaleza. Era una convicción profundamente anclada en raíces calvinistas, y que se ex­ presa claramente en una frase de Bacon citada por C. Hill: «Todo cono­ cimiento ha de estar limitado por la religión, y ha de tener como punto de referencia la utilidad y la acción». En ese sentido, Bacon incitaba al estudio del libro de la naturaleza como complemento del texto bíblico. - El haber concebido el proyecto de una comunidad científica organi­ zada. Algo que Bacon no vio realizado en vida, pero que indudablemente tuvo gran influencia en la gestación de la Royal Society. El ataque más profundo contra el aristotelismo y contra la tradición hermética renacentista, así como la formulación plena de la concepción 362

Historia del Mundo Moderno

mecanidsta de la naturaleza, vendría de la obra de Rene Descartes, a la que ya nos hemos referido. Recordemos que su método, esencialmente lógico y matemático, fue concebido para ser aplicado a cualquier inves­ tigación racional, incluida la física, cuya verdad estaba garantizada por la veracidad de Dios. Para Descartes todas las sustancias y fenómenos físicos surgían de la materia en movimiento (un movimiento conferido por Dios en la creación y eternamente conservado), siendo la acción por contacto entre porciones extensas de la materia la única forma de cam­ bio en la naturaleza. Esto le llevó a establecer una aproximación cierta del principio de inercia, más tarde terminado de elaborar por Newton. Esta visión puramente mecánica, en modo alguno alejada de la noción de divinidad, partía sin embargo, de métodos enteramente deductivos e hipotéticos, racionalistas, en los que la observación y la experimentación distaban mucho de quedar plenamente integradas. Descartes no concibió sus modelos mecánicos como una descripción de los mecanismos físicos presentes en la naturaleza (de hecho su física sería totalmente destruida por la newtoniana), sino como una simple ilustración de la posibilidad de explicar los fenómenos naturales en términos de materia en movimiento. Sus intenciones eran esencialmente filosóficas, y por lo que se refiere a la naturaleza, pretendía demostrar que «no existe un solo fenómeno en el universo que no pueda explicarse mediante causas puramente físicas, totalmente independientes de la mente y del pensamiento».

D. La revolución newtoniana

Con Isaac Newton llegamos a la culminación de la revolución cien­ tífica. La personalidad de Newton (1642-1727) resulta extremadamente compleja, incluso desde el punto de vista sicológico, pero extraordinaria y abrumadora a poco que entremos en un inventario sumario de sus logros científicos en un amplio abanico de campos: matemática pura y aplicada (con el desarrollo del cálculo infinitesimal); óptica y teoría del color y la luz; diseño de instrumentos científicos; codificación de la dinámica y formulación de los conceptos básicos del tema; invención del concepto principal de la ciencia física (masa); invención del concepto y la ley de la gravitación universal y elaboración de un nuevo sistema sobre esa base; formulación de la teoría gravitado nal de las mareas; formulación de la nueva metodología de la ciencia... Al margen del desarrollo de nuevos instrumentos imprescindibles para sus estudios (como pudieran ser, el método de las fluxiones en el cálculo o la creación del primer telescopio reflector), nosotros vamos a centrarnos aquí —dentro de lo que puede considerarse el plano estrictamente cien­ La cultura europea del Seiscientos

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tífico— en dos aspectos; la ley de la gravitación universal, y el método, y ello porque a través de ambos logros, Newton ofreció un esquema con­ ceptual bastante simple de unificación de las leyes naturales, y una lección de método que pareció ejemplar no sólo en la física, sino también en la biología, la medicina, la epistemología y hasta la teoría política. Por lo que respecta a la gravitación universal, y aunque la célebre anécdota de la manzana puede dejarse a la leyenda, al menos resulta grá­ fica para significar que Newton esbozó muy pronto la idea fundamental, probablemente en torno a 1666, cuando estableció un nexo preciso entre la regla galileana de la caída de los cuerpos y la fuerza que en razón inversa al cuadrado de sus distancias mantiene a los planetas y satélites en sus órbitas. Sin embargo, como quiera que los cálculos iniciales no ajustaban suficientemente (por la escasa precisión de la medida del diámetro terres­ tre, la carencia de una técnica matemática suficiente...) Newton abandonó esta primera aproximación hasta 1679. En realidad, a ésta sólo faltaba la incorporación del principio carte­ siano de inercia (por mucho que Newton fue un anticartesiano desde su juventud), la referida técnica matemática (que desarrolló en estos mismos años) y la posesión de medidas más acertadas del diámetro terrestre. De hecho, la formulación de la ley de la gravedad se encontraba ya madura en el ambiente científico. Pero no demostrada. Esa fue la aportación fun­ damental de Newton plasmada en los Philosopiae naturalis principia mathematica, presentados a la Rojal Society en 1687. La importancia científica e histórica del gran libro no se encuentra tan sólo en la suma de los resultados de estudios seculares, sino en haberlos inte­ grado a la luz de una teoría válida tanto para los cuerpos de cualquier dimen­ sión como para los remotos sistemas estelares, a partir de la cual demostraba la estructura del sistema del mundo, dando un diseño lógico y relativamente simple (en el que la misma ley regía la caída de la manzana y las trayectorias orbitales de los planetas), prestando coherencia al sistema copernicano y lle­ vando a término la revolución astronómica, así como solucionando al paso toda una serie de problemas físicos y astronómicos hasta entonces no resuel­ tos en un contexto unitario (como la precesión de los equinocios, la nutación del eje terrestre, las mareas, la trayectoria de los cometas...). La cuestión del método resultó fundamental en ios logros obtenidos. Como el propio Newton dijo, había sentado los principios de la filosofía, principios no filosóficos, sino matemáticos. Es decir, por vez primera se tra­ taba de una metodología no superpuesta a los fenómenos, sino empíricomatemática. En la codificación de la misma intervinieron tanto los cánones experimentales galileanos como la tradición del nominalismo empirista in­ glés, de forma que Newton apelaba siempre al control sensible como banco de pruebas de la verdad. Distinguiendo cuidadosamente las proposiciones 364

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físicas de las matemáticas, Newton consideró las primeras como punto de partida y de llegada del razonamiento científico, y las segundas como mo­ mento de la fase demostrativa intermedia. Así, en un proceso de dos fases repetido en niveles cada vez más amplios y generales, la observación y medi­ ción matemática de los fenómenos proporciona algunos postulados o axio­ mas generales, a partir de los cuales, como en geometría, es posible construir por vía deductiva demostraciones matemáticas ciertas. Así, frente a la ciencia natural de Aristóteles y de Descartes, toda construida sobre arbitrarias hi­ pótesis a pnori, Newton formula las leyes desde el enunciado empírico, y el procedimiento hipotético-deductivo (que es la extensión lógico-matemática de las experiencias) viene a convertirse sólo en mía fase intermedia de la in­ vestigación, la que sólo se concluye mediante la verificación empírica de la fórmula lógica o matemática. Newton elaboraba así un método para el estu­ dio del mundo físico en el que todo apriorismo y toda metafísica quedaban al margen, o lo que es lo mismo, dotaba al análisis físico de una completa autonomía. Lo que se traduce en el estudio exclusivo del cómo de los fenó­ menos (su descripción de acuerdo con un modelo matemático preciso), y no del porqué. Newton, tanto en el estudio de los fenómenos ópticos como gravitatorios, no entra a considerar cuál es la esencia última de la luz o de la atracción, sino en la averiguación de las leyes según las cuales actúan. ¿Se trata de una física sin metafísica? Formalmente sí, salvo en un as­ pecto: la introducción por parte de Newton de las nociones de espacio y de tiempo absolutos. Efectivamente, ambas nociones constituyeron en Newton extrapolaciones metafísicas, de las que después nos ocuparemos; pero por otro lado, no es menos cierto que representaron postulados matemáticos operativos. En el primer sentido, constituían aberraciones respecto del pro­ pio método codificado en los Principia, que eliminaba cualquier hipótesis no deducida de la experiencia, pero en el segundo sentido actuaban como principios operativos puramente formales y necesarios, en un método en el que, en cualquier caso, podían ser discriminados los principios lógico-empí­ ricos de las hipótesis no conectadas con la exacta experiencia. Este Newton mecanicista y empirista es el que ha perdurado a lo largo del tiempo, el Newton de los textos modernos de la ciencia física, preci­ samente por esa última virtud del método. Sin embargo, hemos advertido que la personalidad newtoniana es mucho más compleja, un Newton que es tanto el primero de los científicos modernos como el último de los ma­ gos, un Newton que quizá consagró (como demuestran los manuscritos de la colección Portsmouth) más páginas y tiempo a los estudios de alqui­ mia, de interpretación de los textos bíblicos y en especial los pro fóticos, y a cálculos herméticos completamente oscuros e ininteligibles, que a sus extraordinarios descubrimientos científicos. Un Newton, en suma, com­ pletamente traspasado de inspiración religiosa. La cultura, europea del Seiscientos

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Para comprender esta dimensión olvidada por las visiones positivistas y cienrifistas, quizá debamos remontarnos a la misma frase con la que pretendía caracterizar su método. «Hipótesis non fingo», dijo sir Isaac, para afirmar que rechazaba incorporar a su física las hipótesis no verificables. Pero esto en modo alguno significa que renunciase a la constante formula­ ción de hipótesis, y no sólo guiado por motivos científicos (si es que éstos pueden desligarse en su obra). Y es que Newton nunca renunció a una explicación última del cos­ mos (un cosmos que él había hecho infinito) en términos teológicos. Como observó Keynes, al traducir en exactas fórmulas matemáticas la es­ tructura real del cosmos, Newton estaba descifrando el criptograma del Omnipotente, reproduciendo en cada punto el diseño divino y realizando el sueño de los magos del Renacimiento, revelando el enigma de los he­ chos pasados y futuros preordenados por voluntad divina. No es extraño, por tanto, que Newton, permaneciendo dentro de la investigación cien­ tífica, jamás renunciase, aunque sin éxito esta vez, a formular una teoría unificada de todos los fenómenos naturales, no sólo de los macroscópicos, sino también de los microscópicos, ahora sobre la base de la constitución íntima de la materia, lo que le llevó a pensar privadamente en algún tipo de espíritu eléctrico o de éter. Tal es el punto de llegada de esas otras in­ vestigaciones efectuadas durante toda su vida. En modo alguno puede ser entendido Newton sin el recurso a sus ideas religiosas. Su concepción mecanicista nada tiene que ver, por ejemplo, con el mecanicismo cartesiano, pues utilizando las objeciones formuladas con­ tra éste por Gassendi y Henry More, consideraba que si la extensión fuera cuerpo, quedaría abierta la vía hacia el ateísmo. Esto fue lo que le llevó a las ideas atomistas, después integradas en una teoría del éter. Por otra parte, la atribución de un dinamismo intrínseco a la materia siempre fue en él acom­ pañada de la habitual referencia a la suprema actividad de Dios, que repitió enfáticamente para rechazar las acusaciones de materialismo lanzadas contra él por Leibniz. En cualquier caso, la consciencia de las tremendas impli­ caciones filosófico-teológicas que todo esto comportaba —pues en algún aspecto podría quedar, por ejemplo, peligrosamente cercano a las doctrinas de Toland— fue uno de los principales motivos para que Newton fuese siempre en extremo cauto a la hora de expresar estas opiniones, que por lo demás según su método científico no podía demostrar. Las miles de páginas dedicadas a la exégesis profètica y a la historia sacra y profana deben entenderse, por tanto, dentro de una idea coherente en la cual Newton intentaba hacer coincidir la nueva visión del mundo físico con la reconstrucción de la historia de la salvación. La religión de Newton, sin embargo, no puede entenderse sin más desde el calificativo general de purita­ nismo. En realidad, retomando planteamientos formulados por Trevor Roper, 366

Historia del Mundo Moderno

su posición en este aspecto, lejos de la ortodoxia, ha sido calificada por Casini como profundamente herética, algo que sólo sabían unos pocos íntimos. Efectivamente, educado en un ambiente puritano (su padrastro fue un cié' rigo), Newton fue desde la juventud un adepto de las doctrinas unitaristas, an□trinitarias, en contra del dogma defendido tanto por la Iglesia católica como por la anglicana. Semejante herejía se encontraba difundida en un reducido grupo de estudiosos ligados, como Locke, a los teólogos arminianos holande­ ses, o como Thomas Firmin, a los socinianos polacos, y ponía el acento en la unidad de la persona divina, reduciendo al máximo los dogmas (en realidad a los solos dos artículos de amar a Dios y al prójimo), concibiendo la Iglesia como una comunidad moral (negando la jerarquía y añorando la iglesia pri­ mitiva), y refutando la autoridad de los Padres y de los Concilios en nombre de la exclusiva autoridad de las Escrituras. Unas concepciones que se revelan en su Histórica! Account, donde, como hiciera ya Erasmo, rechaza como filoló­ gicamente inadmisible el célebre pasaje del comma ioanneum. De hecho, la ac­ tividad proselirista de la secta en los primeros años del régimen de Guillermo y María la hizo sospechosa, y el Acta de Tolerancia de 1691 excluyó a quienes negaban la doctrina trinitaria. Más tarde, en 1711 y 1714, hombres de iglesia estrechamente ligados a Newton, como Whiston y Clarke, fueron procesa­ dos por avanzar opiniones análogas. Eran motivos más que suficientes para que Newton fuese extremadamente cauteloso, como hombre público que era. Todos estos aspectos son importantes para comprender la convergencia espon­ tánea que se estableció en el Setecientos entre deísmo y newtonianismo. Las repercusiones de las ideas de Newton fueron inmensas. Desde el punto de vista filosófico, político y personal sus teorías no pueden dejar de ser vinculadas a la epistemología empirista de Locke y, en general, al partido whig (recordemos que debió su ascenso social a la amistad con Montague). También desde ese punto de vista, Newton es, con Locke, uno de los padres indiscutible de las Luces. Insistimos no sólo en el aspecto filosófico, sino también en el político. De hecho M. Jacob ha podido distinguir una ilus­ tración newtoniana y moderada evidente en un texto del propio sir Isacc: «El mundo natural entero, que consiste de los cielos y la tierra, significa el mundo político entero, que consiste de los tronos y del pueblo. Los cielos con lo que hay en ellos, significan los tronos y dignidades y aquellos que los gozan; la tierra con lo que hay en ella, la gente inferior, y las partes más bajas de la tierra, llamadas hades o infierno, la más baja y miserable porción del pueblo». Así pues, un universo en el que las fuerzas espirituales contro­ laban la naturaleza como los reyes y los oligarcas sus estados, construido a la medida de la sociedad monárquica de la Inglaterra hannoveriana. Y por otra parte una ilustración radical, que conservaba la tradición de la magia natural, base para un panteísmo, que por el camino de la divinización de la naturaleza, conduciría al materialismo ateo de Holbach. La cultura europea del Seiscientas

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Newton, sin embargo, no fue inmediatamente aceptado en el conti­ nente. Uniendo las tradiciones mecanicista, mágica e incluso aristotélica, construyó una visión del mundo y de la divinidad muy compleja y tendió un puente entre el mundo que acababa y el que nacía. De hecho, ésta fue la clave última del rechazo que en principio experimentó, por parte de hombres como Huygens o como Leybniz. Y sólo cuando Voltaíre divulgó en Francia, hacia 1730, las ideas newtonianas, éstas comenzaron a gozar de un claro favor. Pero se trató ya de un Newton traicionado en su inte­ gridad. Newton, el gran anfibio, en definición de Kearney, sólo sobrevivió desde un entendimiento puramente mecanicista.

5. El cambio de dirección Superados ya en buena medida los planteamientos del gran libro de Paul Hazard acerca de la «crisis de la conciencia europea» que se habría producido entre los años de 1680 y 1715, y a la vista de cuanto hemos expuesto en las páginas anteriores, es evidente la importancia del legado del Seiscientos en la plena conformación de la cultura europea moderna, muchos de cuyos planteamientos constituyen la base de la Ilustración. Para que ésta se produjese habría de verificarse, efectivamente, antes que un conjunto de desarrollos concretos, un verdadero cambio de mentali­ dad así como un clima histórico favorable. Respecto de lo primero, no hay dudas: en las dos últimas décadas del siglo XVII el principio de autoridad, de la mano de la ciencia moderna y del racionalismo, ha quedado dinamitado en sus cimientos, incluyendo los propiamente religiosos (con la aparición del deísmo como muestra). Y la generación a la que pertenecen los Newton, Locke o Leibniz como figuras más señeras será ya la de los padres de la Ilustración. Al tiempo, se afirma —tras la «querella de los antiguos y los modernos»— una idea vinculada al pensamiento excéptico-optimista que constituirá un valor fundamental para los ilustrados: la de progreso, en cuya virtud el hombre moderno puede igualarse y superar el paradigma de los clásicos antiguos. Finalmente, también a la luz de lo expuesto, se comprende la diversidad de corrientes y matices que darán vida a las Luces. El triunfo de esta nueva mentalidad no hubiera sido posible sin un clima histórico favorable, tal como ha estudiado Th. Rabb. Así, la so­ ciedad de fines del siglo aparece más ordenada y menos dividida que la de los tremendos años centrales. Y sobre todo, más segura de sí misma. En este contexto, el Barroco —montado para transmitir confianza en un clima negro e incierto— pierde su caldo de cultivo, por mucho que siga mostrando vitalidad. Nos encontramos, por muchos conceptos, en un 368

Historia del Mundo Moderno

momento de transición en el que no sólo figura el clasicismo francés, sino la poesía de Dryden, o la «Comedia de la Restauración» en Inglaterra. En general, se trata de un arte que pondera el formalismo frente a la emoción; los tonos pastel frente a los contrastes extremos; la serenidad frente a la agitación; las obras concebidas para el salón frente a los grandes lienzos- un arte más para el disfrute y la decoración que para la excitación emocionada o la exhibición del poder. El triunfo de los científicos fue, en este sentido, tan significativo como extraordinario. Pues la ciencia no sólo triunfó por sus propios logros, sino porque transmitió el mensaje que se deseaba escuchar: el de un mundo naturalmente armonioso y accesible con las solas luces de la razón.

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CAPÍTULO 14

EL AUGE DEL ABSOLUTISMO

Carmen SanzAyán

Profesora Titular de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid

1. El absolutismo monárquico y su significado A El concepto teórico de absolutismo y sus límites

La utilización del término «absoluto» en lo relativo a la acepción del Poder, significó en los años finales del siglo XVI y durante el XVII, que el monarca gozaba de superioridad respecto a las normas y al derecho creado por cualquier poder humano, incluyendo el que el propio soberano hu­ biera podido consolidar en algún momento. El rey que se denominaba absoluto ya no era el superior feudal, sino el titular de un poder supremo que procedía de Dios y que ejercía de modo directo e inmediato sobre todos sus súbditos. Esto no significaba que el poder del príncipe y la acción que de él derivaba careciera de norma, sino que todos los actos positivos de legis­ lación, administración y jurisdicción se apoyaban en su última instancia de poder. Esta definición de poder absoluto no era incompatible con la exis­ tencia de unos límites también teóricos. De hecho los necesitaba para su propia definición pues una vez marcados se podía saber en qué espaEl auge del absolutismo

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ció ejercía su plena superioridad. Esos límites fueron invocados toral o parcialmente por teóricos del absolutismo como Hobbes (1588-1678) o por el propio Juan de Mariana (1536-1624). Entre los más repetidos se encontraban el derecho privado y la propiedad; la representación cor­ porativa y el papel de las asambleas; y, por último, el concepto de leyes fundamentales. Con respecto al primer límite, se defendía que era necesario mantener rigurosamente lo particular y lo privado para definir con claridad y en toda su amplitud la zona en que el monarca podía reivindicar plenamente su condición de soberano. La salvaguardia de la esfera de la propiedad exigía que no se entrara en ella por vía de impuestos de forma ilegal. Así pues en materia de tributos el monarca debía contar en principio con el acuerdo del gobernado. Otra de esas limitaciones teóricas al absolutismo se encontraba en la participación de cuerpos considerados orgánicamente como miembros del reino y que, en representación de éste, tenían su parce en el gobierno. Las asambleas-cortes-parlamentos, eran los órganos que podían asegurar la contención del poder absoluto del monarca en el Estado. Se ha venido señalando tradicionaimente que en la época de vigen­ cia del absolutismo, la mayor parte de las asambleas quedaron reduci­ das a cuerpos consultivos, perdiendo la mayoría su carácter deliberante, y aunque se siguieron reuniendo, tan sólo conservaron funciones de asentimiento y reconocimiento. Lo cierto fue que la mayoría ejercie­ ron, en numerosas ocasiones, severas críticas a las directrices de los go­ biernos absolutos y, por esta razón, los soberanos procuraron reunirlas ran sólo cuando, por necesidades económicas, su convocatoria se hacía ineludible. Con respecto al tercer límite apuntado, fue precisamente en el marco de la monarquía absoluta en el que se desarrolló la doctrina de las leyes fundamentales. Sólo en aquel régimen en que se daba un poder que podía situarse sobre las leyes humanas y positivas, existía la necesidad de apelar a unos principios fundadores del orden que no se podían tocar y de los que emanaba la capacidad de hacer, dispensar o abrogar las leyes ordinarias. La modificación o desconocimiento de estas leyes por el rey, como di­ ría el padre Mariana en De Rege (1599), llevaba consigo la transformación de éste en tirano y, por tanto, existía un legítimo derecho de resistencia del reino contra él. Estas leyes venían a recoger las cláusulas del contrato de sujeción entre rey y república, y Mariana incluía entre ellas las leyes so­ bre la religión, sobre la sucesión al trono, sobre la imposición de tributos y aquellas que, por costumbre, se hubieran reservado a la participación de la comunidad. 372

Historia del Mundo Moderno

Sin embargo en la monarquía de Luis XIV, de Felipe IV o de Carlos I de Inglaterra, por poner sólo tres ejemplos significativos, estos principios limitativos se incumplieron en varias ocasiones. No fueron un freno obje­ tivo y positivamente exigible, aunque tuvieron siempre la fuerza estimable de un mito. Actuaron como una instancia de contención mítica e indeterminable, y en algunos casos, efectiva, y en ese sencido no sólo fueron compatibles con la doctrina absolutista, sino que representaron un elemento constitu­ tivo de ella.

B. Características de la práctica del absolutismo monárquico

Por supuesto, las monarquías del siglo XVII no se construyeron en ninguna parte conforme al modelo teórico esquemáticamente descrito más arriba, ni siquiera en la Francia de Luis XIV. Por eso, si hablamos de monarquía absoluta, aplicando el término a un lugar y a un momento concretos, hemos de entender por tal una forma de Estado que «tiende abierta y eficazmente, en mayor o menor medida, y nunca plenamente» a absolutizar el poder. En la segunda mitad del siglo XVI y sobre todo durante el XVII, la concepción de «poder absoluto» fue instalándose en el aparato de las distintas monarquías. Estas extendieron su mano progresivamente sobre los distintos grupos sociales con la pretensión de reconstruirlos y domi­ narlos. En este sentido hay que señalar, en primer lugar, que el absolutismo monárquico llevado a la práctica no eliminó la capa de relaciones seño­ riales existentes, ya que el régimen señorial sobrevivió en su período de vigencia, pero procuró absorber esta pluralidad de jurisdicciones, privile­ gios, derechos tributarios, etc. superponiéndose e imponiéndose a ellos. La nobleza aceptó ese papel del rey a cambio de que éste mantuviera y fortaleciera ciertos derechos señoriales. Otro aspecto destacable en la génesis del absolutismo monárquico real fue el hecho de que, sobre todo durante el siglo XVII, se produjeron re­ vueltas y revoluciones en las que todos los grupos sociales participaron. Contra ese absolutismo que se pretendía divinizado, se producirá en Inglaterra la primera revolución de eficacia definitiva. En Francia se co­ nocerán una serie de movimientos subversivos, unos aristocráticos y otros con carácter de revuelta popular, tales como la Fronda, a mediados de siglo. La monarquía de los Austrias también se vio conmovida por levan­ tamientos en los que se mezclaba frecuentemente la protesta popular con el descontento de las clases dirigentes de diversos territorios. La fatídica El auge del absolutismo

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década de los cuarenta, con revueltas en Cataluña, Portugal, Nápoles o Sicilia fue el momento culminante de la crisis. Por último hay que hacer referencia a las grandes líneas del complejo institucional que tradicionalmente han definido la práctica política del absolutismo monárquico: la existencia de un ejército y una burocracia permanentes y crecientes, la puesta en práctica de un sistema nacional de impuestos, la creación y perfeccionamiento de un derecho codificado y el desarrollo de una diplomacia nacional. A ellas hay que añadir también, como una característica consustancial, el fenómeno del «valimiento» o del «ministeriado». En efecto, empezando por este último punto, la mayoría de los sobe­ ranos de este tiempo estuvieron a la cabeza de un gobierno que diversificó y complicó sus funciones y medios. Por ello necesitaron depositar su con­ fianza en un ministro particular que dirigiera sus acciones de gobierno, las coordinara y supervisara. Apareció así la figura del «privado», basada en el vínculo personal dei monarca con su primer confidente, y cuya presencia se verifica igualmente en Inglaterra, Francia, España o Suecia, por poner diversos ejemplos. Con respecto a la necesidad de un «ejército permanente», la persisten­ cia casi continuada de conflictos armados en Europa fue una de las notas características de todo el clima del absolutismo. Esto era así porque, toda­ vía en este período, la posesión de más tierra era el modo del que disponía un príncipe para demostrar su fuerza. Por ello, ios estados absolutistas eran máquinas construidas especialmente para el campo de batalla, y des­ tinaban entre el 80 y el 90% del total de sus rentas a gastos militares y al perfeccionamiento y crecimiento de sus ejércitos. Por lo que se refiere al desarrollo de la «burocracia civil permanente», ésta se nos presenta, en la práctica del absolutismo monárquico, con tintes paradójicos. Por un lado, el desarrollo de la función pública re­ presentaba una transición hacia la administración legal racional. Estos funcionarios desempeñaron sus empleos en virtud de una relación eco­ nómico-profesional y contaron además con una situación estatutaria dictada por el soberano. No obstante, los cargos burocráticos eran trata­ dos por el rey como una propiedad vendible y ahí se encuentra precisa­ mente la paradoja. La llamada «venalidad» en los oficios públicos cubría varios objetivos. Por un lado, el rey pretendía procurarse ingresos para desarrollar sus proyectos políticos y bélicos por medios extraordinarios, sin acudir a la convocatoria de los parlamentos o asambleas. Pero ade­ más, la venta de cargos cumplía una función política, pues al convertir la adquisición de oficios dentro de la administración en una transacción mercantil y al dotarla de derechos hereditarios, bloqueaba la formación dentro del Estado de los sistemas clientelares que giraban alredor de la 374

Historia del Mundo Moderno

alta aristocracia. De este modo, el rey se procuró una clientela propia que dependía de contribuciones en metálico y no de las conexiones y el prestigio de un gran noble. Los hombres de negocios que avanza­ ron préstamos al rey, arrendaron impuestos y acapararon cargos en el siglo XVII, eran mucho menos peligrosos para la monarquía absoluta que las dinastías provinciales del siglo XVI. Con respecto a la gestación del «sistema nacional de impuestos» y a su crecimiento en volumen y en tipos, el desarrollo de la fiscalidad obe­ deció también a la necesidad de hacer frente a los gastos bélicos crecien­ tes. Como veremos, prácticamente todas las monarquías absolutas multi­ plicaron los impuestos tanto directos como indirectos a lo largo de este período. En cuanto a la implantación del «derecho codificado», era ésta una tendencia que, como en el caso de casi todas las características citadas, se venía gestando desde el Renacimiento, aunque fue ahora cuando encon­ tró una concrección mayor. La adopción de la jurisprudencia romana sir­ vió para que los gobiernos monárquicos incrementaran el poder central. Así, dos máximas del derecho romano: la de que la voluntad del príncipe tenía carácter de ley y la de que los príncipes estaban libres de las obliga­ ciones legales anteriores, se convirtieron en ideales constitucionales de las monarquías renacentistas primero, y de las absolutas después. Al mismo tiempo, estas monarquías se asentaron en un cualificado estrato de legistas que llenaron las filas de sus maquinarias administrativas en proceso de expansión. Por último, la «diplomacia nacional» fue otra de las innovaciones que, aunque iniciada en el Renacimiento, alcanzó un desarrollo sin pre­ cedentes en esta época. En la Europa medieval las embajadas solían ser simples viajes de salutación —esporádicos y no retribuidos— que podían ser enviadas tanto por un vasallo de un territorio a otro subvasallo o en­ tre un príncipe y un soberano. A partir del Renacimiento se produjo un sistema formalizado de intercambio interestatal, con el establecimiento institucional de las cancillerías recíprocamente asentadas en el extranjero y con comunicaciones e informes diplomáticos secretos. Con todo, estos instrumentos de la diplomacia, desarrollados e incrementados durante el período de vigencia del absolutismo monárquico, no debemos tomarlos como indicio de un moderno Estado nacional en el sentido contemporá­ neo, ya que en esta época, la última instancia de legitimidad era la dinascía y no el territorio. El estado se concebía como patrimonio del monarca' y> por tanto, el título de su propiedad podía adquirirse por una unión de personas, es decir, mediante un matrimonio. Precisamente el matrimonio fue, como veremos a continuación, el mecanismo supremo de la diploma­ cia y el símbolo del fin de la guerra. £/ auge del absolutismo

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2. La Monarquía Hispánica durante el siglo XVII A, El reinado de Felipe III (1598-1621)

A la muerte de Felipe II (1598), el prestigio de la monarquía espa­ ñola era inmenso. Poseía el único gran imperio ultramarino ya que tras la anexión de Portugal (1580), las colonias lusas de las Indias Orientales se habían sumado a los tradicionales territorios americanos. En Europa, los estados patrimoniales que heredara Felipe II permanecían intactos, a pesar de la violenta disidencia de los Países Bajos durante todo su reinado. La preeminencia de los Habsburgo de Madrid procedía, en primer lugar, del resultado favorable de la política matrimonial dinástica gestada en tiempos de los Reyes Católicos y, por supuesto, de la abundancia de metales preciosos procedentes del Nuevo Mundo, que les daban una su­ perioridad económica para emprender campañas militares. Durante el reinado de Felipe II, varios rasgos típicos del absolutismo monárquico se consolidaron. Se había establecido la corte fija en Madrid y la maquinaria administrativa se había desarrollado para que el control del monarca sobre los asuntos de estado fuera lo más férreo posible. Mientras el Consejo de Estado, compuesto por los Grandes, seguía teniendo teó­ ricamente la competencia de deliberar sobre los asuntos de gobierno más importantes, Felipe II había equilibrado su fuerza desarrollando las com­ petencias de otros consejos —el de Castilla, por ejemplo— y, sobre todo, concediendo gran protagonismo a sus «secretarios» que, procedentes de la pequeña nobleza, eran ante todo y sobre todo juristas-funcionarios. En cuanto a la conjunción de los variados territorios que formaban la monarquía, Felipe II no pretendió una suicida centralización de sus estados. Tras el conflicto abierto en los Países Bajos, cuando se ejercieron presiones central i zadoras éstas fueron mucho más sutiles -—el caso de los territorios italianos por ejemplo— y, en general, la autonomía constitu­ cional y legal de los territorios fue respetada. Durante la primera mitad del siglo XVII, el ejército y la armada de la Monarquía Hispánica siguieron siendo los pilares básicos de su preeminen­ cia en Europa, a pesar del prolongado conflicto de los Países Bajos y del importante revés de la Gran Armada en 1588. A comienzos de ese siglo, el ejército español era el más grande de Europa, con 150.000 hombres, y hasta la simbólica derrota de Rocroi (1643) frente a los franceses, su infantería or­ ganizada en los famosos tercios se consideraba prácticamente invencible. Con toda esta evidente grandeza, el horizonte que se vislumbraba tras la muerte de Felipe II era bastante sombrío. En el terreno económico, aunque los envíos de plata estaban llegando a sus niveles más altos en la última década del siglo XVI, los conflictos 376

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bélicos exteriores, acrecentados a lo largo del reinado, cuadruplicaron la presión fiscal, y aun a pesar de ello, el Rey se vio obligado a suspender los pagos de los créditos que recibía de manos de los banqueros internaciona­ les en varias ocasiones, la última en 1596. Esta difícil situación, impulsó a Felipe III a cerrar los frentes de guerra que su padre había dejado abiertos, inaugurando el período denominado de la Pax Hispánica^ que más que un proyecto político era una auténtica necesidad para la supervivencia de la monarquía. Felipe III clausuró el conflicto con Inglaterra (1604) y aletargó por doce años el que se mante­ nía con las Provincias Unidas (1609). A pesar de ello, fue necesario acudir a una nueva suspensión de pagos (1607) e iniciar un expediente del que siempre había huido Felipe II, y que consistía en la devaluación de la mo­ neda de vellón que circulaba en la corona de Castilla. Los principios de la Pax Hispánica se quebraron en 1618 cuando, por razones dinásticas y religiosas, Felipe III entró en la Guerra de los Treinta Años. La otra medida de carácter interior más destacable durante este rei­ nado fue la expulsión de los moriscos de los reinos ibéricos (1609) que, con todas las consecuencias negativas que arrastró —pérdida de población (250.000 habitantes aproximadamente), colapso económico para Valencia y Aragón, dramas humanos, etc.—, obedecía a una política del más puro estilo absolutista, pretendiendo acabar con la diversidad de una minoría que había demostrado su recalcitrante resistencia a la asimilación. El reinado de Felipe III fue copado en las tareas de gobierno por su «va­ lido», el duque de Lerma, hasta 1618, y después, por el hijo de éste, el duque de Uceda. El peso de la historiografía decimonónica y las críticas del equipo de gobierno que se impuso a comienzos del reinado de Felipe IV, cargaron las tintas en los aspectos negativos de la personalidad de Lerma, describién­ dole como un personaje mediocre, ambicioso sin límites, y corrompido. Sin negar el desmedido afín de enriquecimiento del favorito, quizá haya que poner entre paréntesis algunas de estas rotundas afirmaciones, sobre todo a la luz de nuevos trabajos de investigación que se están llevando a cabo y que insisten en que Lerma pretendió coordinar hombres y esfuerzos, con un eminente sentido práctico, no exento de cierto genio político.

B. Los primeros años del reinado de Felipe IV y Olivares (1621-1635)

El advenimiento de Felipe IV, el 31 de marzo de 1621, supuso un. gran cambio en la orientación de la política interior y exterior. El va­ lido del joven Rey, Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares (15871645), amigo personal del monarca y miembro de una rama secundaria de los Medina Sidonia, persuadió a Felipe IV de la necesidad de regenerar El auge del absolutismo

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la monarquía, que a sus ojos y a los de destacadas personalidades políticas de la época —Zúñiga, Osuna, Gondomar—, había hecho dejación de sus derechos en Europa durante el reinado anterior. Felipe IV, que no era un monarca abúlico ni poco inteligente, com­ prendió y apoyó las razones de un estadista como Olivares que, a pesar de concentrar un gran poder en sus manos, nunca llegó a los niveles de control adquiridos por Lerma. El programa político de Olivares (1624-1625), obsesionado por recu­ perar el prestigio que la monarquía había tenido en los mejores tiempos de Felipe II, pretendió reformas en un doble sentido: económico-sociales por un lado, que afectarían sobre todo a Castilla, y políticas, con el obje­ tivo último de revitalizar la autoridad del rey. Entre las primeras, pretendió remozar los proyectos de erarios públi­ cos, proyectó una política tributaria nueva que aumentara los ingresos y disminuyera los gastos de recaudación, y propició una recuperación social de los descendientes de judeoconversos para incorporarlos a la sociedad como elementos renovadores de ella y como posibles motores de una revitalización de la industria y del comercio. Con respecto al fortalecimiento de la autoridad real, era necesario re­ cuperar el prestigio perdido en el exterior y, al mismo tiempo, propiciar una «verdadera unión» de toda la monarquía. El primer paso consistía, según Olivares, en hacer que todos los reinos que la formaban se compro­ metieran en su defensa, pues hasta entonces el mayor peso del gasto bélico lo había soportado Castilla. Este proyecto se conoció con el nombre de Unión de Armas y fue presentado a Felipe IV en 1625. A él se resistieron en extrema medida Aragón y, sobre todo, Cataluña, celosos ambos de su amplia autonomía y de su favorable situación fiscal. En lo que respecta al desarrollo de la administración central, ésta se había organizado definitivamente en el siglo XVI en doce consejos, siendo los más importantes los del Estado, Castilla, Guerra, Inquisición, Hacienda e Indias, y los territoriales. Esta complicada maquinaria se había hecho pesada y lenta, de manera que, ya desde finales del reinado de Felipe II comenzó a funcionar el sis­ tema de «juntas», de las que formaban parte miembros de varios consejos y que pretendían solucionar asuntos urgentes que no admitían demo­ ras burocráticas. Dentro de este mismo espíritu de agilización y control, Olivares puso en marcha una especie de consejo secreto conocido como «Consulta», y formado por el propio valido, el confesor del Rey y los secretarios de Estado que, con la aprobación del Rey, se ocupaban de las cuestiones de gobierno más importantes. Tras los primeros años de sonoras victorias bélicas en el exterior (16241626), la prolongación de la Guerra de los Treinta Años y la entrada de 378

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Francia en el conflicto internacional (1635), junto con la intensificación de los ataques de las Provincias Unidas en Ultramar, pusieron en una si­ tuación económica extrema a la monarquía. Se declaró una nueva suspensión de pagos en 1627, las devaluaciones y revaluaciones del vellón prosiguieron, el volumen del comercio trans­ atlántico descendió y la flota de la plata no pudo llegar en 1640, Los crecientes gastos militares provocaron nuevos tributos sobre el consumo, la reducción de los intereses de la deuda pública (juros), el embargo de los metales preciosos privados procedentes de América y la venta de honores y jurisdicciones de realengo, pero aun así, los esfuerzos fueron insuficien­ tes, por lo que se consideró una prioridad poner en marcha el proyecto de Unión de Armas,

C. La crisis de 1640, las revueltas periféricas y el final del reinado de Felipe IV (1635-1665)

El intento de comprometer a todos los reinos periféricos de la monar­ quía en la defensa del Imperio Hispano era sumamente peligroso. Antes de 1640 se habían producido disturbios de carácter antifiscal en Vizcaya, en Galicia y en Portugal con los sucesos de Evora (1637). El primer levantamiento importante, el de Cataluña en 1640, hunde sus raíces en las disensiones del principado frente a la política centralista del conde duque de Olivares; en última instancia, vino propiciado por la obligación impuesta a los catalanes de servir en el ejército hiera de su pro­ vincia y por el malestar creciente que suponía mantener los alojamientos de tropas en su territorio desde 1635, a raíz de la entrada de Francia en la Guerra de los Treinta Años. El 7 de junio, cuadrillas de segadores fueron a Barcelona con motivo del Corpus Christi y asesinaron al representante del Rey en Cataluña, el virrey Santa Coloma. A partir de entonces se organizó la lucha armada, constituyéndose un partido separatista que en septiembre de ese año recurrió a Francia para poder mantener sus pre­ tensiones frente a Felipe IV. Se inició así una guerra que no finalizó hasta 1652 y que concentró la atención prioritaria de la monarquía en el con­ texto de los múltiples levantamientos periféricos iniciados en la fatídica década de los cuarenta. Hay que destacar que, a pesar de la larga guerra catalana, la mayor parte de las leyes particulares del reino fueron respeta­ das tras su pacificación. El otro conflicto, de consecuencias más graves para la integridad de la monarquía, fue el que Portugal inició en diciembre de 1640. Su desen­ lace desembocó en la desmembración del reino, formalmente reconocida por la regente Mariana de Austria, en 1668, cuando ya Felipe IV había El auge del abiolutiímo

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muerto. En el caso de Portugal, las novedades fiscales impuestas por el Conde Duque generaron gran malestar y, finalmente, Juan de Braganza, apoyado por el clero y gran parte de la nobleza, inició con éxito una in­ surrección en Lisboa, que desembocó en su proclamación como rey de Portugal con el nombre de Juan IV. A lo largo de la década, otros territorios también se vieron sacudidos por esta fuerza centrífuga que amenazaba con desmembrar la monarquía: los conatos de revuelta nobiliaria en Andalucía (1641) y Aragón (1648) que tuvieron muy poco eco popular y las rebeliones de Ñapóles y Sicilia (1647-1648), con un fuerte trasfondo social, pudieron ser contestadas, pero fueron elementos añadidos al cataclismo general vivido en estos años por Felipe IV y sus colaboradores. Olivares no permaneció en el gobierno toda la década de crisis. La pérdida del Rosellón, en 1642, y la derrota del ejército español en Lérida marcaron el final de su valimiento. Tras unos meses de gobierno en soli­ tario, Felipe IV comenzó a apoyarse en don Luis de Hato (f 1661). Su programa de gobierno contemplaba un solo objetivo: salvar todo lo que se pudiera. Su labor se saldó con un relativo éxito, a tenor de la extrema si­ tuación vivida. En efecto, cuando murió Felipe IV, en 1665, el Rosellón y Portugal eran las dos únicas pérdidas apreciables de la monarquía, pues la paz firmada con las Provincias Unidas, en 1648, reconocía una situación de independencia que, de hecho, era anterior a los sucesos de 1640.

D. El reinado de Carlos II y el fin de los Habsburgo de Madrid (1665-1700)

El único hijo varón de Felipe IV superviviente de sus dos matrimonios fue Carlos II. Nacido en 1661, accedió al poder con cuatro años y una re­ mora de enfermedades que propiciaron el que las distintas cortes europeas hablaran del reparto de la Monarquía Española, casi al mismo tiempo que nació el frágil heredero. El gobierno lo asumió su madre, Mariana de Austria, que según el deseo de su difunto marido debía ejercer el poder asesorada por una Junta de Gobierno, que el propio Felipe IV había nom­ brado. Mariana prescindió de ella siempre que pudo y se dejó aconsejar por su confesor y valido, el padre Juan Everardo Nitard. Tras su caída (1669) le sucedió otro primer ministro más intrigante y arrivista que el anterior, Valenzuela. Ninguno de los dos aportaron grandes soluciones a la gobernabilidad de la monarquía. Tras la mayoría de edad del Rey, declarada en 1675, las voces aristo­ cráticas excluidas del gobierno empezaron a dejarse oír. Primero en 1677, cuando el hermanastro de Carlos II, D. Juan José de Austria, apoyado por los grandes y tras apartar a la Reina Madre del poder, comenzó a gobernar 380

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al lado de su hermano. Después, en 1680, con el duque de Medinaceli ejerciendo de primer ministro y, más tarde, en 1685, con Oropesa al frente del ejecutivo. A pesar de los intentos de recuperación económica y política en la década de los ochenta, los avances fueron limitados. Algunas reformas en materias hacendística, monetaria y administrativa dejaron traslucir las buenas intenciones de los hombres de gobierno que protagonizaron este período, pero tras la evidencia de que Carlos II no podía tener descenden­ cia, la cuestión sucesoria fue el tema central de las camarillas y grupos de poder en Madrid. La diplomacia austríaca trabajó a favor del candidato austracista, mientras la tupida red de ministros y pensionados de Luis XIV lo hizo para el que al final resultó ser el heredero, Felipe de Anjou. La ha­ bilidad diplomática de Luis XIV se impuso y el testamento firmado por Carlos II pocos días antes de su muerte (noviembre de 1700) se decantaba por una sucesión francesa.

3. La formación y el triunfo del Estado absoluto en Francia (1589-1715) A. Enrique IV y el restablecimiento de la autoridad monárquica (1589-1610)

Desde la muerte accidental de Enrique II (1559) hasta la proclama­ ción de Enrique IV (1598), Francia atravesó un difícil período durante el cual la monarquía estuvo a punto de zozobrar. La hábil construcción política establecida por los Valois durante la primera mitad de siglo se vio comprometida por treinta años de guerras civiles con trasfondo religioso. Enrique IV, rey en teoría desde 1589, y monarca efectivo desde 1594, tuvo que superar en primer lugar las secuelas de las guerras civiles. Buscó la paz interior del reino tras su conversión al catolicismo (1593) redu­ ciendo los fenómenos de bandolerismo, reprimiendo levantamientos ru­ rales y prohibiendo la tenencia de armas, además de pacificar las últimas provincias de la Liga Santa (Bretaña 1598). No obstante, el primer problema a resolver era el de asegurar la coexis­ tencia de las dos religiones. Para ello, proclamó el Edicto de Nantes, el 13 de abril de 1598, que duraría hasta 1685. Por él se restableció la religión católica en todo el reino, se otorgó la libertad de conciencia a los protes­ tantes y se reguló la libertad de culto, permitiendo a los reformadores ellibre acceso a empleos públicos. A partir de entonces, el absolutismo francés inició el camino hacia su madurez. Enrique IV estableció la presencia real y el poder central en París. La pacificación civil fue acompañada de una atención especial hacía El auge del absolutismo

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la recuperación agrícola y la promoción del comercio de exportación. El magnetismo personal de Enrique IV restauró el prestigio de la monarquía. No se convocaron los Estados Generales a pesar de las promesas hechas en este sentido durante la guerra civil y se conservó la paz exterior para que los gastos del Estado crecieran en menor medida. Uno de los colaboradores más importantes con los que contó el fun­ dador de la nueva dinastía borbónica fue el duque de Sully (1560-1641), El canciller hugonote de Enrique IV duplicó los ingresos netos del Estado, sobre todo por medio de impuestos indirectos. Pero la evolución institu­ cional más importante del reinado fue la introducción de la paulette, en 1604. Consistía este procedimiento en hacer hereditarios los cargos del aparato del Estado que ya se habían vendido, a cambio del pago de un pequeño porcentaje anual sobre su valor de compra. Con la recuperación que vivió el país en estos años, renacieron las ambiciones de intervención exterior. La ocasión se presentó con motivo de la sucesión de los ducados de Cléves y de Juliers (1609). El Emperador deseaba apoderarse de esta posición estratégica en el Rhin inferior. Los príncipes protestantes alemanes, agrupados desde 1608 en la Unión Evangélica, se inquietaron. Enrique IV les ofreció su apoyo y preparó la guerra. Así, disgustó a los medios católicos franceses. Su esposa, María de Médicis (1573-1642), se adhirió a ellos y consiguió ser coronada y designada regente mientras Enrique IV se encontraba en campaña (13 de mayo de 1610). Un día después de la proclamación, un desequilibrado asesinó al soberano. Enrique IV dejó el reino en una situación bastante favorable, tanto política como materialmente, pero la fragilidad de su obra era evidente. Su desaparición abrió la puerta a los desórdenes de una nueva minoría.

B. La minoría de Luis XIII (1610-1624)

La devolución del trono a un Rey joven (9 años) en 1610, dio lugar a una serie de dificultades y rivalidades políticas. La regente M.a de Médicis se orientó hacia una política católica proespañola, en la que se inscribía el proyecto de doble matrimonio entre Luis XIII de Francia con la princesa española Ana de Austria, y el de la infanta francesa Isabel de Borbón con el futuro Felipe IV. Esta política de acercamiento a España produjo inquietud en los sec­ tores protestantes y también entre los grandes nobles que estaban apar­ tados del Consejo de Regencia. Para calmar ese comienzo de agitación, en mayo de 1614, la Regente se comprometió a convocar los Estados Generales. 382

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Éstos se reunieron en octubre de ese año en París, aunque las disen­ siones entre los tres órdenes —nobleza, clero y estado llano—- los hicieron prácticamente inoperantes. Mientras los diputados del clero —entre ellos el joven Ríchelieu— reclamaban la aplicación en Francia de los cánones del Concilio de Trento, los representantes de la nobleza pretendían abolir la paulette, considerando que era un instrumento indigno de ascensión social y de usurpación política. Tras la disolución de los Estados Generales sin acuerdo, en marzo de 1615, María de Médicis decidió celebrar las bodas españolas en noviembre de ese año. Su asesor político en estos momentos era Concino Concini, caballero florentino que se ganó la confianza de la Reina. Concini supo rodearse de hombres adictos y capaces, entre ellos el propio Richelieu, pero fue muy impopular. Ante esta situación, el propio Luis XIII, con tan sólo 16 años y em­ pujado por su favorito Luynes, tomó el poder en sus manos y ordenó, en abril de 1617, el asesinato de Concini. La privanza de Luynes se hizo muy pronto tan detestable como la de Concini. En febrero de 1619, María de Médicis se escapó de Blois, donde estaba desterrada, y entró en contacto con algunos grandes que, en junio de 1620, decidieron apoyarla en un levantamiento armado. Tras dos me­ ses de enfrentamientos y mediante los auspicios de Richelieu, en agosto de 1620, María de Médicis y su hijo hicieron las paces. La recompensa para Richelieu, por entonces obispo de Lu^on, fue el capelo cardenalicio. El otro problema al que Luis XIII debió hacer frente fue el de los protestantes. El Edicto de Nantes había traído la paz a costa de la consti­ tución del protestantismo como cuerpo político. El colectivo protestante tenía apariencia de estado dentro del estado (se le reconocían plazas de seguridad, gobiernos regionales y guarniciones, junto con garantías terri­ toriales, militares y políticas). El conflicto estalló en 1620 a causa de la práctica del culto católico en el interior del Bearn, una zona de clara demarcación protestante. Fue Luis XIII quien, en una demostración militar que terminó con la rein­ tegración del condado de Bearn y del reino francés de Navarra a la co­ rona de Francia, propició el conflicto. Los protestantes respondieron con una serie de alzamientos militares en las provincias hugonotes, inicián­ dose una guerra que asoló, entre 1621 y 1622, el Garona central y el alto Languedoc. Tras ella, Luis XIII se vio obligado a negociar con los protestantes, renovando en su integridad el Edicto de Nantes (octubre de . 1622). Ya por entonces Luis XIII detectó la falta de una dirección firme en los asuntos de gobierno, rodeado como estaba de personajes mediocres y oscuros. Tras las múltiples instancias de su madre, el Rey decidió llamar El auge del absolutismo

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a su lado a Richelieu, en abril de 1624, nombrándole jefe del Consejo Real.

C. Richelieu y Luis XIII (1624-1642)

Tras las primeras reticencias a la persona de Richelieu, Luis XIII es­ timó su valor como político y le otorgó su confianza hasta el final del reinado. En efecto, la capacidad política de Armand Jean du Plessis de Richelieu (1585-1642) no puede ser discutida. El principal problema al que tuvo que hacer frente hasta 1630 fue el de los protestantes. Entre 1625 y 1626 se desató un nuevo conflicto reli­ gioso que Richelieu zanjó, renovando en 1626 el acuerdo de 1622, hasta tanto conseguía una flota poderosa para atacar la verdadera plaza fuerte de los hugonotes, La Rochelle. La Guerra de la Rochelle (julio de 1627-octubre de 1628), obedecía a un plan diseñado por el primer ministro en el que no se trataba sólo de acabar con los rebeldes hugonotes, sino también de procurarse el dominio de todos los puertos de Francia, controlando el gran comercio marítimo. Los ingleses, que apoyaron a los rebeldes, lo hicieron por esta razón y no sólo por cuestiones religiosas. Tras la toma de la ciudad, ésta fue asolada y despojada de sus privilegios, y mediante el Edicto de Gracia (1629), las garantías de Nantes fueron modificadas y se suprimieron los privilegios políticos y militares. Mientras se desarrollaban estos acontecimientos, se configuraron dos partidos que pretendían orientar de modo distinto la política del reino. Por un lado, el «partido de los buenos franceses», en el que se apoyaba Richelieu. Su programa político contemplaba, en el interior, el deslinde entre los intereses del estado y los de la religión, y en el exterior, el debili­ tamiento de la Casa de Austria. Frente a este grupo, se formó el «partido devoto» en el que se encua­ draba ahora la propia María de Médicis, que pretendía derogar el Edicto de Nantes, extirpar el protestantismo del reino, y apoyar a la Casa de Austria. Ante la disyuntiva de inclinarse por uno u otro partido, en julio de 1630, Luis XIII reiteró su apoyo a Richelieu. A partir de ese momento, Richelieu, instalado en el ejercicio total del poder, subordinó la política interior de Francia a la lucha contra la hege­ monía continental de los Habsburgo de Viena y de Madrid. Por fin, en mayo de 1635, Francia declaró la guerra a Felipe IV. Esta guerra movilizó todas las fuerzas del reino hasta 1659, superando en el tiempo el ministerio de Richelieu. Los frentes fueron múltiples: los Pirineos, Rosellón, Lorena y Flandes. El tesoro real fue sometido a una 384

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gran presión que repercutió automáticamente en el crecimiento de la fiscalidad. La taille, impuesto que pagaban casi en exclusividad los cam­ pesinos, duplicó su importe en 1634, justo un año antes de iniciarse la guerra. Para agilizar, mejorar y controlar el cobro de impuestos y para garanti­ zar el orden público, Richelieu creó una especie de comisarios del Consejo del Rey, los «intendentes» que a partir de 1630 se fueron estableciendo en cada provincia. Encargados de los asuntos judiciales y de administra­ ción militar, a partir de 1642 tuvieron que desempeñar además el trabajo de oficiales de finanzas controlando el cobro de impuestos. Fueron, por tanto, la urgencia bélica y la presión fiscal los dos motores que impulsaron la creación de un aparato administrativo centralizado. A pesar de los esfuerzos económicos, los éxitos en el campo de batalla tardaron en llegar. De hecho, en 1636 las tropas españolas amenazaron las puertas de París. El mantenimiento de la guerra y el crecimiento de la pre­ sión fiscal generaron revueltas y oposiciones. En 1635 se produjeron su­ blevaciones en Guyena, en 1637 en el Perigord y en 1639 en Normandia. A los levantamientos populares había que añadir las intrigas cortesanas que se sucedieron en 1632, 1636, 1637, 1641 y 1642 y que tenían como punto de mira la desaparición de Richelieu. Por ello cuando éste murió, en diciembre de 1642, la noticia se acogió con alivio en los círculos de la corte. Luis XIII sin embargo permaneció fiel a su primer ministro y mantuvo su mismo personal ministerial, destacando entre todos ellos Mazarino. Casi al mismo tiempo que murió Luís XIII, en mayo de 1643, la po­ lítica llevada a cabo por él y su difunto primer ministro dio sus primeros frutos simbólicos apreciables, con la derrota de las tropas de Felipe IV en Rocroi (1643).

D. La minoría de Luis XIV, Mazarino y la Fronda (1643-1661)

A la muerte de Luis XIII la corona volvió una vez más a un rey menor de edad. Luis XIV tan sólo tenía cuatro años cuando accedió al trono. La reina madre Ana de Austria se convirtió en gobernadora, asesorada por un Consejo de Regencia que duró poco tiempo y del que formaba parte Giulio Mazarino (1602-1661). Este diplomático de familia romana era el heredero del pensamiento político de Richelieu. Tras deshacerse del Consejo de Regencia, prosiguió la política exterior de su predecesor. Las cuestiones financieras recayeron en manos de un técnico, Particelli d’Emery, que ideó los sucesivos expedientes extraordinarios que se necesi­ taban para continuar la guerra. El a uge del absolutismo

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El gobierno de minoría controlado por un extranjero fue cada vez más impopular, mientras los nuevos arbitrios fiscales afectaban sobre todo a la burguesía parisina, entre la que creció el descontento. Por su parte, la alta nobleza trató de imponer su tutela a la monarquía, buscando incluso el apoyo de los enemigos exteriores. Por último, la situación de los grupos populares era explosiva, no sólo por la creciente presión fiscal, sino por las crisis de subsistencia desatadas entre 1648 y 1652. Todos estos malestares se reflejaron en el estallido de la Fronda (16481653), que fue la expresión desordenada pero temible de una profunda crisis del estado, de la sociedad y de la economía. La primera parte del movimiento (fondista se conoció con el nombre de la «Fronda Parlamentaria» (agosto de 1648-marzo de 1649). Durante ella, los procuradores de tos tribunales soberanos —Tribunal de Cuentas, Tribunal de Apelación, Gran Consejo y, finalmente, el propio Parlamento de París— elaboraron un decreto de unión y, poco después, un programa político articulado, en el cual todo el trabajo de absolutización llevado a cabo durante veinte años de gobierno pareció desvanecerse. Mazarino, acorralado ante las presiones parlamentarias, llamó a los intendentes pro­ vinciales a París, revocó las innovaciones fiscales y suspendió las recau­ daciones de impuestos. El poder en las provincias volvió a manos de los gobernadores y magistrados locales. Tras diversas maniobras para ganar tiempo, Mazarino inició un golpe de fuerza sacando al pequeño Rey de París y asediando la capital con el apoyo militar del príncipe de Condé. Los parlamentarios se asustaron por la presión militar del primer ministro y por la agitación de los ambientes populares en sus propias líneas de defensa. Por ello, llegaron a un com­ promiso con Mazarino, «la Paz de Rueil» (marzo 1649), por la cual los parlamentarios obtenían un perdón general a cambio de no celebrar más reuniones con los tribunales soberanos. La segunda parte de la Fronda, conocida como la «Fronda de los Príncipes», se desarrolló a lo largo de 1650. Tras el fortalecimiento de Condé en los disturbios frondistas, éste pretendió sustituir a Mazarino. Por ello fue arrestado junto con otros dos grandes, Con ti y Longueville. Sus partidarios intentaron sublevar a las provincias, pero la situación sólo fue grave en Guyena y Burdeos. Las victorias militares de Mazarino frente a los príncipes fortalecieron su posición y levantaron el recelo del Parlamento de París, que decidió exigir la libertad de los príncipes y rea­ nudar el programa de 1648. Se inauguró así la fase conocida como «la unión de las dos Frondas» (diciembre de 1650-septiembre de 1651). Esta vez parecía que podía aca­ barse con el destino político de Mazarino. El cardenal se vio obligado a exiliarse con el firme convencimiento de que lo único que unía a los 386

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conjurados era su animadversión hacia él. En efecto, tras su desaparición, los frondistas fueron incapaces de entenderse. En septiembre de 1651, Condé abandonó ruidosamente la capital para reunirse con sus partida­ rios en Guyena. También en ese mes, se proclamará la mayoría de edad de Luis XIV. La marcha de Condé desencadenó la última fase de la Fronda, deno­ minada la «Fronda de Condé» (septiembre de 1651-agosto de 1653). Será la más desastrosa para el reino. Mazarino, que había vuelto a Francia en diciembre de 1651, sabía que lo único que mantenía las puertas de París cerradas para el Rey era su propia presencia. Tras su segundo autoexilio, en agosto de 1653, Ana de Austria y Luis XIV entran triunfales en la ca­ pital, en medio de aclamaciones. Luego de los sucesos de la Fronda, el sentimiento de cansancio pre­ valeció en el país y la población en general aceptó la reacción absolutista. Mazarino preparó para el Rey un matrimonio español, garantía de paz victoriosa, en 1659, y opción velada a la sucesión española. La Paz de los Pirineos constituyó el broche final de su asombrosa carrera política. Cuando murió Mazarino, en marzo de 1661, el rey de Francia era, por fin, el soberano más poderoso de Europa.

E. Francia y la monarquía absoluta de Luis XIV (1661-1715)

Tras la muerte del italiano, el joven Luis XIV anunció su intención de gobernar solo. A partir de ese momento, el Rey no permitió que ninguno de sus consejeros tuviera un puesto preeminente. Luis XIV heredó de Mazarino sus principales ministros: Le Telíier (1641-1691) para asuntos militares; Colbert (1619-1683) se ocupó de la dirección de la hacienda, la casa y la armada reales; Lionne (t 1672) diri­ gió la política exterior y Séguier (t 1672) cuidó de la seguridad interior. Estos administradores competentes y disciplinados formaron la cima del orden burocrático al servicio de la monarquía. Ninguno procedía de la familia real, el alto clero o la alta nobleza. Casi todos ellos se habían enno­ blecido recientemente y debían su posición y su fortuna al monarca. El Rey presidía personalmente las deliberaciones del Consejo Superior, que comprendía a estos servidores políticos de mayor confianza y que se convirtió en el supremo organismo ejecutivo del estado, mientras el Consejo de Despachos se encargaba de los asuntos provinciales y el Consejo de Finanzas de los económicos. En un plano inferior, la red de '^tendentes cubría la totalidad de Francia, asistidos por los subdelegados. Una de las preocupaciones del monarca fue el «control de los gran­ des cuerpos del Estado». Los gobernadores de provincia siguieron siendo El auge del absolutismo

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grandes nobles, pero tenían la obligación de residir al lado del Rey y no en su provincia. La corce, sobre todo a partir de 1682 con la instala­ ción definitiva en Versalles y el complicado ceremonial instaurado por Luis XIV, cumplió dos funciones. Por un lado, realzó el propio prestigio del monarca; por otro, apartó a la nobleza de sus tareas locales. En cuanto a los organismos colegiados existentes, las Asambleas del Clero se vigilaron cuidadosamente. Los parlamentos debieron consignar los edictos sin deliberación ni voto y sólo pudieron presentar «respetuosas amonestaciones». A la menor tentativa de oposición por parte de algún parlamentario, éste era desterrado. Por último, los estados provinciales si­ guieron existiendo, pero la elección de sus miembros ya no era libre. En cuanto a las ciudades, éstas se vieron privadas del derecho de elegir a sus magistrados municipales, haciéndolo en lo sucesivo el Rey, que además dio una amplia capacidad de maniobra a los intendentes para controlar la vida municipal. Todas estas medidas iban encaminadas a controlar férreamente las ins­ tituciones tradicionales y a evitar disturbios tan desestabilizadores como los de la Fronda. Ya desde el siglo XVI se había pretendido reagrupar la multitud de mandatos reales en códigos ordenados y metódicos. Colbert hizo que se procediera a la redacción de grandes ordenanzas, que resumieran el derecho y fijaran la jurisprudencia. En ese sentido, en 1665, se creó un Consejo de Justicia que redactó seis grandes códigos: la Ordenanza ci­ vil de Saint Germain (1667), la Ordenanza de aguas y bosques (1669), la Ordenanza criminal (1670), el Código mercantil (1673), la Ordenanza ma­ rítima (1681), y la Ordenanza colonial (1685). Por supuesto, hubo una distancia amplia entre esos textos y su aplicación, pero el compendio re­ sultaba un paso previo ineludible. Otro objetivo prioritario del reinado fue el ordenamiento de la «fiscalidad estatal». El mérito esencial correspondió también a Colbert. Aprovechando el relativo período de paz entre 1660 y 1672, el ministro puso en orden el erario y aseguró un presupuesto equilibrado, gracias a una severa contabilidad y a una disminución de las cargas acumuladas du­ rante el período de Richelieu y Mazarí no. Para ello, se anularon rentas, se disminuyeron intereses de deudas contraídas con anterioridad y se some­ tió a investigación a los financieros que habían negociado con la corona, para reducir el importe de La deuda acumulada por el estado. Los impuestos eran, al mismo tiempo, gravosos e insuficientes. El im­ puesto principal, la taille, que suponía el 55% del total de Los ingresos del estado, como ya señalamos, recaía casi en exclusividad sobre los campesi­ nos. Para no hacer insoportable la presión fiscal sobre los mismos, Colbert incrementó las rentas a partir de impuestos indirectos nuevos, como la 388

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gabela de la sal, que debían pagar también el clero y la nobleza. Estos esfuerzos de racionalización fiscal dieron sus frutos y en la primera década del reinado, las rentas del estado se duplicaron, permaneciendo en una situación de superávit hasta 1672. En cuanto a la política económica, Colbert fue un fiel seguidor de los principios mercantilistas, que no eran nuevos en la Europa del tiempo. Lo que resultó más novedoso fue el esfuerzo sistemático que emprendió para dirigir la economía francesa, transfiriendo así los principios absolutistas al terreno económico. La protección a las manufacturas francesas y el im­ pulso decidido a la construcción marítima fueron quizá sus dos logros más destacables. Mientras las tarifas aduaneras impuestas a los productos ingleses y holandeses supusieron de hecho una prohibición velada, la flota comercial francesa pasó de 130.000 toneladas en 1663, diseminadas en pequeños barcos de cabotaje, a 150.000 toneladas hacia 1700, repartidas en barcos de gran capacidad. Todas estas realizaciones organizativas del absolutismo borbónico es­ taban destinadas al objetivo superior de la expansión militar. La «reorga­ nización del ejército» correspondió a los secretarios de Estado de Guerra, principalmente a Le Tellier, ya citado, y a su hijo el marqués de Louvois (1641-1691). En primer lugar, formaron un cuerpo de oficiales y fija­ ron la jerarquía de los grados por el sistema de antigüedad. Adecuaron el sistema de levas y acudieron a la recluta de extranjeros con una profu­ sión no conocida. En 1688 formaron una milicia de hombres suministra­ dos por las parroquias, instaurando de esta manera un servicio nacional. Generalizaron la utilización del uniforme y emprendieron la renovación técnica de las armas, sustituyendo el tradicional mosquete por el fusil, que se había impuesto a la altura de 1700. Se construyeron cuarteles para rebajar en la medida de lo posible el malestar que generaba en la pobla­ ción el sistema de alojamientos, y se puso en marcha el Hospital de los Inválidos, para acoger a veteranos enfermos. De este modo, el ejército pasó de tener 120.000 hombres, en 1672, a casi 400.000 en 1703. Un impulso, si no similar sí al menos muy importante, experimentó la marina de guerra durante este reinado. La Flota Real, que can sólo tenía nueve navios de línea en 1660, pasó a tener 120 en ]683. Para tripular estos navios se recurrió al embarco obligatorio de marineros reclutados en los puertos, sustituyendo este sistema por uno de reemplazos, en 1671. Con respecto al desarrollo diplomático, Luis XIV dispuso de un per­ sonal de primer orden, repartido por todas las cancillerías europeas y di­ rigido por los sucesivos secretarios de Estado para el Extranjero. Existía toda una tupida red de informadores oficiales y oficiosos que enviaban noticias al monarca. Estos informes describían con todo detalle la vida y los entresijos de las diferentes cortes europeas, pero minimizaban la imíZ auge del absolutismo

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portancia de la mentalidad colectiva, por lo que la idea de Europa que tenía Luis XIV fue, a menudo, incompleta y falseada. Con rodo, su red de informantes era la más importante en esos momentos y los males de su cuerpo diplomático eran extensibles al resto de las cancillerías de la época. Por último, dentro del programa absolutista de Luis XIV, ocuparon especial atención las «cuestiones religiosas». Celoso de sus derechos sobre la iglesia de Francia y preocupado por restablecer en el reino la unidad de la fe, en un gesto más de afirmación de la plenitud de sus poderes, entró en conflicto con el Papa, con los protestantes —al revocar el Edicto de Nantes— y también con los jansenistas. En lo que respecta a los conflictos con el papado, Luis XIV, desde los primeros años de su reinado afirmó unos principios «galicanistas». El galicanismo político se definía como la defensa de las libertades de los eclesiás­ ticos del reino y la limitación de la autoridad pontificia en cuestiones no espirituales. Esta libertad del clero francés con respecto a la Santa Sede se correspondía, de hecho, con una sumisión temporal de la iglesia al estado. Los choques con el pontificado fueron continuos y alcanzaron su punto más alto en 1682, cuando el obispo de Meaux, Jacques Bossuet (1627-1704), haciéndose eco de Las teorías de Luis XIV, incitó a la Asamblea del Clero francés a que publicara una declaración Llamada de los Cuatro Artículos, en la que se manifestaba que la autoridad del papa sólo era espiritual, que es­ taba limitada por la autoridad del concilio y —Lo que era más radical— por las «libertades galicanas». En este camino creciente de enfrentamientos con Inocencio XI (1676-1689), Luis XIV ocupó el territorio pontificio de Avignon en 1688. La muerte del Papa, al año siguiente, y la delicada situa­ ción vivida por Luis XIV en los conflictos europeos, obligaron al monarca a llegar a una situación menos tensa con la Santa Sede. A diferencia de su política con el pontificado, Luis XIV no inició desde el comienzo de su reinado el enfrentamiento con los protestantes. Hasta 1679 mantuvo una postura de moderación, aunque siempre fue consciente de que el Edicto de Nantes (1598) era un obstáculo para la unidad de fe en el reino, y ésta era esencial si quería fortalecer su poder y el del propio estado. Antes de 1679 se ejercieron algunas presiones para que, poco a poco, las comunidades hugonotes descendieran en número y en importancia. Se redujo progresivamente el número de templos, se fundó una «caja de con­ versiones» para animar las abjuraciones, y se prohibieron las recaudaciones de impuestos hechas para atender a las necesidades del culto reformado. Entre 1679 y 1685, las posturas se endurecieron y Luis XIV añadió al Edicto de Nantes toda una serie de variantes que lo vaciaron de con­ tenido. A esa violencia legal se sumó, por último, la militar, imponiendo 390

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como un castigo los alojamientos del ejército en lugares de tradicional población hugonote (las Drago nadas). Pueblos y ciudades abjuraron en bloque de su religión ante el anuncio de la llegada de los soldados. En esta situación de debilitamiento protestante, el 18 de octubre de 1685, Luis XIV firmó el Edicto de Fontainebleau, que revocaba el de Nantes. A pesar de las conversiones, unos 200.000 hugonotes fieles a su religión —artesanos, banqueros, comerciantes, etc.— buscaron refugio en la Europa protestante. La revocación produjo un gran malestar en­ tre las potencias reformadas y fue una razón añadida de hostilidad hacia Luis XIV. Por último, el «jansenismo», llamado así por el obispo de Ypres, Jansenius (t 1638), era una sensibilidad religiosa católica que recalcaba el poder total de la gracia divina en la salvación de los hombres. Esta familia espiritual tuvo su centro en el monasterio de Port-Royal, al sur de París, y contó con un gran prestigio intelectual y social entre los círculos reforma­ dores católicos. Sin embargo, la condena que recibió de Roma, en 1653, y el recelo del poder político hacia un grupo con mucha influencia en el clero y los magistrados de París, hicieron que el jansenismo se considerara peligroso. Por ello, Luis XIV lo reprimió y dispersó a sus seguidores, aun­ que como corriente de pensamiento duró todo el siglo XVIII.

4. La quiebra del absolutismo inglés (1603-1689) A, Jacobo I, El advenimiento de los Estuardo (1603-1625)

El fin de los Tudor en 1603, con la muerte de Isabel I, hizo recaer la corona por ley sucesoria en su primo Estuardo, el rey Jacobo VI de Escocia, que reinó en Inglaterra bajo el nombre de Jacobo I. La población católica inglesa depositó, a comienzos de su reinado, al- ' gunas esperanzas en el hijo de María Estuardo. Los católicos todavía eran numerosos en el norte del país y en Irlanda y un tercio de las familias nobles inglesas seguían fieles a Roma. Muy pronto (1605) sin embargo, Jacobo I dejó claro que asumía la realidad religiosa inglesa, persiguiendo a los católicos como el mejor anglicano. Con respecto a la orientación política que pretendía dar a su monar­ quía, la dinastía Estuardo transplantada a Inglaterra persiguió los ideales de la realeza absolutista. Jacobo I, acostumbrado a un país como Escocia, en el que los magnates territoriales hacían sus propias leyes y el Parlamento contaba poco, se encontró un reino en el que el militarismo de la alta no­ bleza había desaparecido y no fue capaz de ver que el Parlamento repre­ sentaba el núcleo central del poder nobiliario. El auge del absolutismo

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A fines del siglo XVI, el Parlamento inglés funcionaba según el sis­ tema de las dos cámaras. La de los Lores, nombrada por el rey, quien po­ día aumentar a su gusto el número de Pares llamados a ocupar un escaño, y la de los Comunes, elegida por un sistema de sufragio censitario, en el que sólo votaban los propietarios ricos que pagaban un alto impuesto. El Parlamento se reunía frecuentemente, pero no existía una periodicidad prefijada, aunque debía ser consultado, al menos, en cuestiones fiscales y militares. Esta alta institución representaba por tanto a la antigua nobleza inglesa ligada a la tierra, pero también a la reciente, vinculada a la ciudad y a los negocios. Su representación daba gran importancia a la nobleza terrateniente: la Gentry (los caballeros). Hasta 1612, la actitud de Jacobo I fue moderada. Asesorado por sir Roben Cecil (f 1612), trató con consideración a las dos cámaras, que se limitaron a votar impuestos mientras el déficit financiero dejado por Isabel I crecía año tras año. Pero a partir de 1616 y bajo la influencia de su favorito, el duque de Buckingham, el Rey prescindió de convocar al Parlamento para obtener subsidios y recurrió a expedientes extraordina­ rios tales como enajenaciones del patrimonio real, venta de nuevos títulos nobiliarios y multiplicación de monopolios, vendidos, en su mayor parte, a particulares próximos a la camarilla de Buckingham. En 1618 el crédito de la corona era tan precario que sólo podía obtener préstamos obligando a la ciudad de Londres a que los avalase. Finalmente, en 1621, dada la imperiosa necesidad de dinero que tenía el monarca, puso como pretexto para convocar el Parlamento el llamamiento que su yerno, el elector palatino, le había hecho durante el inicio de la Guerra de los Treinta Años. Sus miembros aceptaron votar varios subsidios, pero aprovecharon la ocasión para criticar severamente el proyectado matrimo­ nio del futuro Carlos I con la princesa María de España, y denunciaron los medios extraordinarios con los que se había financiado la corona en años anteriores. Una vez que obtuvo los subsidios pedidos, en diciembre de 1621 el Rey disolvió el Parlamento, sin llegar a ninguna medida legis­ lativa. Convocado de nuevo en 1624, se aprobó una legislación contra los monopolios y, a cambio, Jacobo I obtuvo un subsidio, aunque menor que el que había demandado. Cuando el soberano murió, en 1625, el divorcio entre el Parlamento inglés y la corona era evidente. Tal enfrentamiento no se dio sin embargo en Escocia o en Irlanda, donde las aristocracias locales fueron atraídas mediante un calculado patronazgo del Rey. La tendencia de Jacobo I hacia un absolutismo desarrollado tropezó en Inglaterra con ciertos obstáculos estructurales. En primer lugar, allí no apareció un aparato burocrático profesional procedente de la pequeña nobleza. La aristocracia desempeñó estas funciones directamente desde 392

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[a Edad Media. Además, no existía ningún peligro social procedente de abajo que obligara a reforzar lazos entre la monarquía y la gentry, ya que el nivel impositivo soportado por los campesinos ingleses era un tercio o un cuarto del que existía, por ejemplo, en Francia. Si la nobleza no tenía por qué temer insurrecciones rurales, tampoco tenía interés en que existiese una fuerte máquina coactiva y centralizada a disposición del Estado. Así pues, muchas de las premisas que se dieron en otras monarquías para la consolidación del absolutismo no existían en Inglaterra.

B. Carlos I (1625-1642)

En 1625, Carlos I abordó de un modo más consciente la tarea de construir un absolutismo avanzado. Perdió enseguida la popularidad que su juventud y prestancia le valieran a su llegada al trono y mantuvo a Buckingham como principal consejero, permaneciendo e'ste a su lado hasta 1628, fecha en la que fue asesinado. En junio de 1625 convocó al Parlamento por primera vez. Cuando por fin se reunieron los Comunes, no recibieron ninguna petición con­ creta para subvencionar a la corona, pero tampoco escucharon explicación alguna sobre las directrices políticas que seguiría la monarquía. Votaron apresuradamente el importe de los derechos arancelarios más importan­ tes, el Tonage y el Poundage, que más adelante se convertirían en el ver­ dadero caballo de batalla del Parlamento, aunque lo hicieron sólo por un año, en lugar de aprobarlos con carácter vitalicio, como era costumbre al comienzo de cada reinado. La orientación de su política exterior también debilitó la posición de Carlos I. Desde sus inicios, las derrotas de la flota inglesa en la guerra con­ tra España, en 1625, y el fracaso ante la Rochelle (1627-1628) en el con­ flicto con Francia, contribuyeron a aumentar la impopularidad del Rey. El Parlamento, que denunció con vigor estas intervenciones internacionales, fue disuelto indefinidamente por influencia del propio Buckingham. Al convocar el segundo Parlamento del reinado (febrero de 1626), Carlos I y su favorito excluyeron de él a los líderes más destacados de la oposición en el anterior, nombrándolos sheriffs. Los Comunes prometie­ ron votar tres subsidios, pero los ataques del Parlamento a Buckingham inclinaron a Carlos I a disolverlo. La crisis llevó inmediatamente a la corona a asumir poderes extraor­ dinarios, rompiendo el tradicional equilibrio entre el Rey y las Cámaras. Una de las mayores alarmas fue la imposición de cinco nuevos subsidios sin consentimiento del Parlamento, que debían recaudarse además en el breve espacio de tres meses. Era un signo más de la creciente presión fisEl auge del absolutismo

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cal durante el reinado de Carlos 1. Pero como ocurriera en la Monarquía Hispánica de Felipe III y Felipe IV o en la Francia de Luis XIV, los ingre­ sos procedentes de los impuestos no fueron suficientes para llevar a cabo una política de corte absolutista y, por esa misma razón, en Inglaterra, en 1635, el 60% de los ingresos ordinarios de la corona ya habían sido co­ brados por anticipado, a través de hombres de negocios que prestaban el dinero al Rey, a cambio de tener en su poder las rentas del estado durante varios años. A pesar de las tensiones descritas, un nuevo Parlamento abrió sus puer­ tas en 1628. El Rey se limitó a pedir dinero y, a partir del año siguiente, ordenó la percepción de los derechos arancelarios sin consultar la renova­ ción a los Comunes. Ante la orientación que tomó el tercer Parlamento, ocho dirigentes de la oposición en la Cámara Baja fueron amonestados y, finalmente, Carlos I lo disolvió (marzo de 1629). Tras esta acción, el Rey tomó la determinación de gobernar como mo­ narca absoluto, sin convocar a las Cámaras. Este período de gobierno en solitario (1629-1640) se conoce con el nombre de «la tiranía». Durante ella, Carlos I tendió a acercarse a la alta nobleza, mientras el grueso de la gentry y de los nuevos intereses mercantiles fueron excluidos del concierto real. Sus consejeros durante estos años fueron Wentworth, antiguo miem­ bro de los Comunes que pasó ahora al servicio dei Rey con el título de conde de StrafFord, y para los asuntos religiosos Laúd, destacado enemigo de los puritanos, al que nombró, en 1633, arzobispo de Canterbury. La política económica de StrafFord estuvo encaminada a imponer un régimen de austeridad tanto cortesano como militar. Aunque los gastos de corte no descendieron, puso fin al doble conflicto que permanecía abierto con Francia y España. Con respecto a las cuestiones fiscales, recurrió a todos los posibles instrumentos extraparlamentarios para obtener ingresos y, de he­ cho, fue por estos años, cuando la venta de cargos se convirtió en una fuente importante de ingresos reales (del 30% al 40% del total). También restableció numerosos monopolios en beneficio de la corona (vino, sal, jabón) y desen­ terró impuestos y exacciones caídas en desuso, tales como el Ship Money. Este antiguo impuesto permitía al rey de Inglaterra exigir, en caso de guerra, a los puertos y a los condados del litoral, un determinado número de naves o, en su defecto, el pago en dinero de la cantidad correspondiente. Entre 1634 y 1637, el Ship Money fue demandado por la corona en tres ocasiones hasta que, en 1640, el Parlamento denunció públicamente su ilegalidad. Mientras StrafFord dirigía los asuntos financieros, Laúd procuró ven­ cer toda posible oposición al anglicanismo. Su principal problema fueron los puritanos. Pero, ¿qué era el puritanismo? Bajo la influencia calvinista, muchos reformados ingleses no acepta­ ron los compromisos del anglicanismo. En Escocia, la Reforma había sido 394

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más radical que en Inglaterra. Esta iglesia, llamada presbiteriana, conservó el espíritu contestatario de la reforma original. Rechazaba la estructura jerárquica y autoritaria, el cuito a los santos, la fastuosidad de las ceremo­ nias y cualquier interpretación de la Biblia que no fuera literal. Este presbiterianismo se extendió en Inglaterra bajo el nombre de «puritanismo», sobre todo en el sureste. Por escisión de los puritanos, aparecieron otras ramas incluso más radicales, por ejemplo los congregacionistas, partida­ rios de las iglesias locales autónomas y enemigos de cualquier injerencia del estado en materia religiosa, o los bautistas, que rechazaban los bautis­ mos tempranos. Con Jacobo I y Carlos I, todas estas disidencias fueron rechazas, imponiendo el anglicanismo. La distancia entre puritanos y an­ glicanos fue más grande aún cuando apareció entre los obispos ingleses la llamada corriente artniniana, que criticaba ciertas tesis calvinistas como la predestinación y modificaba la liturgia oficial en un sentido católico. De hecho, la imposición de la política religiosa de Laúd en Escocia fue el desencadenante de la guerra que se inició allí contra el Rey y el principio del fracaso de la política absolutista de Carlos I. En 1638, el clericalismo carolino, que ya había amenazado a la no­ bleza escocesa con la recuperación de las tierras y con la secularización de los diezmos eclesiásticos, provocó finalmente un levantamiento religioso al imponer una liturgia anglicanizada. Los estados escoceses se unieron para rechazar las innovaciones y su alianza contra esa imposición adquirió una inmediata fuerza material porque en Escocia la aristocracia y la gentry no estaban desmilitarizadas. En febrero de 1638 se puso en marcha el pacto nacional o Covenant, Los Covenanters consiguieron establecer un frente sólido en la asamblea. El comisionado del Rey, Hamilton, suspendió las sesiones, pero la asam­ blea ignoró su autoridad. Una mayoría de la nobleza y de la gentry tomó partido desafiando al Rey y al clero y, con ayuda de las ciudades, organi­ zaron un gran ejército que se enfrentó a Carlos I y lo venció en el corto espacio de unos meses (junio de 1639). Los grandes y los propietarios reunieron a sus agricultores armados, los burgos proporcionaron fondos para la causa, y el mando de su ejército, respaldado por los Pares, fue confiado a un general, Leslie, que había sido antiguo lugarteniente del rey Gustavo Adolfo de Suecia en la Guerra de los Treinta Años. El parlamento inglés, convocado finalmente por el Rey para que tratara sobre la derrota militar ante los escoceses (1640), procedió a suprimir, uno a uno, codos los avances de la monarquía Estuardo en materia absolutista. En estas circunstancias, estalló la rebelión católica en Irlanda. El segundo eslabón débil en la paz de los Estuardo había saltado. La lucha por conse­ guir el control del ejército inglés, que ahora era preciso crear para suprimir la insurrección irlandesa, condujo al Parlamento y al Rey a la guerra civil. El auge del absolutismo

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C. La Guerra Civil (1642-1649)

El inicio de la Guerra Civil se concretó en la constitución de un co­ mité insurrecto generado en el propio Parlamento, que sublevó a Londres y obligó a Carlos I a huir, en enero de 1642. El conflicto enfrentó, por un lado, al Rey, que era apoyado por la igle­ sia anglicana, sus prelados y fieles, la alta nobleza, incluso la católica y, en general, los condados del norte y del oeste del país. En el bando opuesto se encontraban los jefes puritanos, la burguesía de las ciudades, los arte­ sanos y asalariados de Las grandes ciudades, sobre todo de Londres, y los campesinos de los condados del este y del sur. El ejército que defendía las posturas del Parlamento fue conocido con el nombre de Nuevo Ejército Modelo y sus componentes fueron llamados «cabezas redondas», por el especial corte de pelo que les diferenciaba y que simbolizaba el rigor pu­ ritano. El Nuevo Ejército Modelo, dirigido por Cromwell y Fairfax e ins­ pirado en la experiencia sueca, estaba formado por puritanos fanatiza­ dos y bien entrenados. La lucha contra el Rey y los realistas se convirtió para ellos en una cruzada, que ganaron en junio de 1643 en la batalla de Naseby. Tras la victoria dei ejército parlamentario, Carlos I se quedó prácticamente solo. Durante cuatro años fue encarcelado y secuestrado varias veces, convirtiéndose en la moneda de cambio de facciones riva­ les. Finalmente, fue citado ante los restos del Parlamento (Rump), cuyos miembros habían sido depurados. Esta asamblea residual decidió juzgarlo por alta traición, condenándole a muerte en enero de 1649.

D. La república y el protectorado de Cromwell (1649-1660)

Tras la desaparición del Rey, la monarquía quedó abolida, proclamán­ dose una república (Commonwealth) el 19 de mayo de 1649. Al suprimir la Cámara de los Lores, el Rump que juzgó a Carlos I era el único órgano detentador de poder. Ejercía directamente el legislativo y, de modo in­ directo, el ejecutivo, al nombrar un Consejo de Estado formado por 41 miembros, entre los que se encontraba Oliver Cromwell. Tanto los miem­ bros del Consejo como los parlamentarios eran destacados hombres de fe, a los que se Les suponía un alto valor moral y religioso dentro del más estricto puritanismo. A estas características se adecuaba el propio Cromwell, nacido en 1599 en una familia de terratenientes medianos (gentry), de los alrede­ dores de Cambridge. Con un alto sentido de la responsabilidad, jugó un papel político destacado en su condado y fue elegido diputado en 1628 396

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y 1640, en la Cámara de los Comunes. Durante la Guerra Civil fue el jefe indiscutible del ejército parlamentario y fue este hecho, sobre todo, el que le singularizó como la personalidad política más destacada tras la desaparición del Rey. La naciente república tuvo que hacer frente a varios problemas. Por un lado, las oposiciones tanto de signo conservador como de carácter radical y, por otro, los conflictos abiertos de Escocia y de Irlanda. Con respecto a las oposiciones políticas dentro del propio reino de Inglaterra, los defensores de la Iglesia anglicana y de la monarquía legítima, aunque silenciados tras la derrota, no habían desaparecido. Además, desde las filas de los propios republicanos surgió una tendencia radical, los levelers, que, encabezados por líderes como Lilburne o Winstanley, reivindicaron ade­ más de la igualdad política y social, el reparto de tierras. Estas demandas encontraron eco entre los elementos más populares del Ejército Modelo y, ante la inquietud social existente, fue el propio Cromwell, siempre pre­ ocupado por el orden social y aferrado al derecho de propiedad, el que inició un movimiento de depuración, eliminando y encarcelando a los líderes de los levelers. En cuanto a los problemas de Escocia y de Irlanda, a pesar de que, tras el inicio de la Guerra Civil, el Parlamento contó con representantes de las llamadas tres repúblicas (Irlanda, Inglaterra y Escocia), en Irlanda existía una sublevación desde 1641 que el nuevo régimen, sumido en las cuestio­ nes internas inglesas, no pudo aplacar. Por ello, el Rump envió a Irlanda al Nuevo Ejército Modelo, encabezado por Cromwell (1649-1650), res­ tableciendo el orden con una brutalidad inusitada y expropiando a los campesinos católicos, que desde este momento pasaron a ser aparceros de sus antiguas propiedades. Tras zanjar la cuestión irlandesa, el ejército de Cromwell debió ha­ cer frente a los problemas desatados en Escocia. Allí, el Parlamento de Edimburgo había reconocido como rey, tras la muerte de Carlos I, a su hijo Carlos II, que en 1650 regresó a Escocia desde su refugio holandés para ponerse a la cabeza de sus súbditos. Cromwell se enfrentó con los ejércitos legitimistas en Dumbar, en septiembre de 1650, y, tras su vic­ toria, sometió a todo el sur de Escocia. El enfrentamiento de Worcester, justo un año después, se saldó también a favor de Cromwell y convirtió al Escocía en un país ocupado y vencido en el que no quedó rastro de nin-i guna institución autónoma. ( Los triunfos de Cromwell en Irlanda y Escocia le singularizaron comoi la figura política más destacada de la república, mientras, al mismo tiempo, i se agravaban las tensiones entre el Rump y el Nuevo Ejército Modelo. El' ejército reprochaba a los parlamentarios su incompetencia y éstos se in-‘ quietaban por la existencia de un ejército numeroso y disciplinado que se El auge del absolutismo

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inmiscuía constantemente en los asuntos políticos. Finalmente, Cromwell decidió eliminar al Rump, de acuerdo con el Consejo de Oficiales del ejér­ cito, disolviendo por la fuerza el Parlamento (abril de 1653). Tras la disolución del Rump, Cromwell instituyó un nuevo Consejo de Estado, de 13 miembros, y convocó un nuevo Parlamento de 70 di­ putados, no elegidos sino nombrados por el Consejo de Estado. Este Parlamento fue inoperante y se autodisolvió ocho meses después de la desaparición del Rump. Días después, un texto elaborado por el Consejo de Estado y por el Consejo de los Oficiales confió el poder a Cromwell con el título de «Lord Protector» de la República de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Durante el «protectorado» ejercido por Cromwell (1653-1658), se pretendió una remodelación profunda del país, pero en realidad no se resolvió ninguno de los grandes problemas que había planteado la desa­ parición de la monarquía. De hecho, el Lord Protector se vio obligado a recaudar impuestos y a reclutar tropas sin las garantías parlamentarias, y aunque se emprendieron algunas reformas en el ordenamiento jurídico y en la legislación civil, el ejército siguió teniendo un papel rector. Con respecto al orden moral y religioso, la república de Cromwell fue extremadamente estricta, según las directrices puritanas. Se prohibieron diversiones ancestrales como las carreras de caballos, los bailes y el teatro, se cerraron los cafés y los burdeles, se prohibieron los duelos y se castigó el adulterio con la muerte. Esta postura religiosa tuvo consecuencias en el terreno de la educación, pues la lectura de la Biblia y la multiplicación de escuelas de religión favoreció la alfabetización. En cuanto a la política exterior llevada a cabo por la república, Cromwell no encontró una oposición abierta en los países monárquicos y católicos, sino en la republicana y protestante Holanda. En efecto, fueron los conflictos de intereses comerciales y coloniales los que llevaron a la Commonwealth a un enfrentamiento exterior. Tras la primera guerra anglo-holandesa (mayo 1652- abril 1654), las Provincias Unidas aceptaron el Acta de Navegación proclamada por el Rump en 1651, que reservaba a los barcos ingleses el comercio de importación de productos extranjeros a las Islas Británicas, privando así a los holandeses de un fructífero comercio de redistribución. El resto de las intervenciones de Cromwell en política in­ ternacional estuvieron orientadas a erigirse en paladín del protestantismo —defensa de los valdenses en Saboya-— y a reforzar los primeros soportes coloniales británicos (guerra contra España en 1655). Antes de morir (1658), Oliver Cromwell restableció la Cámara de los Lores y obtuvo del Parlamento el derecho para designar a su sucesor. El elegido fue su hijo Richard, que no poseía el carisma político y militar de su padre y que se vio obligado a abdicar el 25 de mayo de 1659. Tras su renuncia, el poder ejecutivo quedó en manos del Consejo de Oficiales, 398

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que convocó en varias ocasiones el Rump, del que quedaban ya pocos miembros. El clima de anarquía existente propició la convocatoria de elecciones parlamentarias en 1660. El nuevo Parlamento, conocido con el nombre de Parlamento Convención, incluyó entre sus miembros una impor­ tante mayoría monárquica. En mayo de ese año, tanto los Lores como los Comunes aprobaron la restauración monárquica en la persona de Carlos II (27 de mayo de 1660). No obstante, la restauración no puso las cosas en la situación de 1642. La larga crisis experimentada durante estos años sirvió para fortalecer la institución parlamentaria que, al ser el instrumento a través del cual se había restaurado la monarquía, se colocó en plano de igualdad con ella.

E. La restauración monárquica y el reinado de Carlos II (1660-1685)

Tras la restauración, Inglaterra vivió un período de reacción a la revo­ lución puritana, tanto en las costumbres como en la orientación política. El Parlamento Cavalier, elegido tras la proclamación de Carlos II, inició una política de revancha en la que se inscribieron acciones como la per­ secución de destacados personajes de la república, la depuración del ejér­ cito republicano, y la devolución de tierras a los emigrados y a la Iglesia anglicana. Las disidencias protestantes no tuvieron cabida mientras los católicos se beneficiaron, sobre el papel, de una amplia tolerancia que les permitió mantener su culto y acceder a cargos públicos, aunque la opi­ nión inglesa, en su mayoría, siguió siendo tan intransigente como antes con respecto a ellos. A pesar de esta reacción, en otros aspectos la evolución parlamentaria no podía dar marcha atrás. El Triennal Act, votado en 1664, estableció que el Rey no podía prescindir del Parlamento durante más de tres años. En política exterior, la única medida impopular que adoptó Carlos II durante los primeros anos de su reinado fue la venta de Dunkerque a Francia, en 1662. Pero las otras dos acciones emprendidas por el mo­ narca, la política antiespañola reflejada en la alianza matrimonial con Portugal (1662), que además reportó a la corona beneficios coloniales (Tánger y Bombay), y el enfrentamiento con las Provincias Unidas por rivalidades comerciales (segunda Guerra Anglo-Holandesa 1665-1667), foeron aplaudidas y ratificadas por el Parlamento. A parar de 1668, el Rey se inclinó hacia una política más personal de alianza con Francia y tolerancia hacia los católicos. Apoyándose en su Consejo Privado pretendió conseguir dinero sin recurrir al Parlamento y firmó con Luis XIV, en 1670, el tratado de Douvres por el que, a cambio El auge del abí&lwfiitiia

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de 225.000 libras, se comprometió a ayudar a Francia contra Holanda y, en cláusulas secretas, aceptó trabajar por el restablecimiento del catoli­ cismo en Inglaterra. En 1672, con la Guerra Anglo-Holandesa ya iniciada (1672-1674), el Rey emitió una declaración sin consultar con el Parlamento, en la que concedía la libertad de culto a los católicos y a los protestantes disidentes. El Parlamento reaccionó e impuso al Rey una rectificación de la orden, además del mantenimiento del bilí ofTest, que obligaba a los funcionarios a rechazar los dogmas de la Iglesia romana. Tras este rechazo parlamentario, Carlos II reanudó una política angli­ cana impulsada por Thomas Osborne, conde de Danby, pero este giro no terminó de calmar las opiniones inglesas sobre la existencia de complots papistas. Tras el pronunciamiento del Parlamento sobre la exclusión de los pares católicos de la Cámara de los Lores, Carlos II lo disolvió luego de 18 años de reuniones. Durante esta última y dilatada etapa parlamentaria, se habían gestado dos tendencias políticas con una línea coherente y a las que se empezó a denominar partidos; uno liberal, los whigs, antiaristocrático y hostil a los personajes más absolutistas de la familia real (como por ejemplo, el hermano del Rey, Jacobo, duque de York, católico desde 1670) y otro conservador, los torys, según el cual no podía existir un estado poderoso sin una fuerte autoridad real, por lo que defendían a la alta aristocracia, a la Iglesia anglicana y al ejército. Tras la disolución del Parlamento, las elecciones para elegir uno nuevo giraron en torno al problema sucesorio, ya que Carlos II no tenía un he­ redero directo. La Cámara de los Comunes que salió de las elecciones en febrero de 1679 fue de mayoría whigy votó el «bilí de exclusión», que apartaba al duque de York de la sucesión. El Rey no aceptó esta decisión, disolvió el órgano recién elegido, y volvió a convocar nuevas elecciones. Esta maniobra hubo de repetirla dos veces más, y ante el reiterado peso de los whigs en la Cámara de los Comunes, en marzo de 1681, disolvió ambas cámaras sine die. Aunque la toma del poder en solitario por parte del Rey creó una situación interior grave, la mayoría de los ingleses no deseaban el retorno a una guerra civil, y los whigs se hicieron impopulares al tratar de recurrir a la fuerza a través de varios complots. Carlos II puso como pretexto la situación de emergencia, para mantener un ejército permanente, resta­ blecer la censura y suprimir la carta de libertades a 65 ciudades, ademas de Londres. Por añadidura y valiéndose de subsidios franceses, consiguió gobernar casi como un soberano absoluto sin convocar al Parlamento. Finalmente, murió en febrero de 1685, convirtiéndose al catolicismo en su lecho de muerte. 400

Historia del Mundo Moderno

E El reinado de Jacobo II (1685-1688)

Como los lores no votaron el bilí de exclusión, el duque de York suce­ dió a su hermano sin dificultad, con el nombre de Jacobo II. De hecho, este Rey fue tolerado por su avanzada edad (52 años) y porque tanto sus herederas como sus esposos eran protesrantes. El nuevo Rey tuvo conflictos continuos con el Parlamento; mantuvo una férrea alianza con Luis XIV en el mismo momento en el que éste revocó el Edicto de Nantes; orientó la vida religiosa hacia el catolicismo, otorgando favores y tolerancia a los papistas; y por último, cuando en ju­ lio de 1688 su esposa, también católica, dio a luz un niño, cuyos derechos primaban sobre los de las princesas protestantes fruto de su primer matri­ monio, el heredero fue bautizado por un sacerdote católico. El acontecimiento inquietó al mismo tiempo a los ingleses, que se encontraron ante la perspectiva de una sucesión católica, y a Guillermo de Orange, que necesitaba la alianza inglesa contra la Francia de Luis XIV. El Parlamento se planteó seriamente cambiar de rey y las esperanzas reca­ yeron en el yerno de Jacobo II, marido de María, la hija mayor del Rey. Guillermo de Orange, esiatuder de las Provincias Unidas, fue solicitado tanto por los Whigs como por los Tories, y a sus instancias, atravesó el mar del Norte, el 1 de noviembre de 1688, con 600 navios y un ejército de invasión considerable. El Príncipe fue investido sin batalla, por el en­ tusiasmo popular, que proclamó la afirmación de la religión protestante y la libertad del Parlamento, mientras Jacobo II huyó sin intentar una mínima defensa. El 28 de diciembre de 1688, Guillermo de Orange entró en Londres.

G. La «Gloriosa Revolución» de 1689

Al llegar a Londres, Guillermo de Orange no se apoderó de la co­ rona. Hizo que los Lores le confiaran el gobierno provisional del reino y decidió elegir una nueva cámara de los Comunes, a fin de constituir un Parlamento Convención. En él se realizó, en muy poco tiempo, un gran trabajo legislativo que sigue siendo la base de las instituciones inglesas contemporáneas. En febrero de ese año, Guillermo y María fueron pro­ clamados conjuntamente reyes de Inglaterra y prestaron juramento al bilí of Rights, en donde se enumeraban como leyes fundamentales los prin­ cipios violados por los Estuardo, que habían suspendido la ejecución de las leyes, recaudado dinero y reclutado ejércitos sin el consentimiento del Parlamento. En este documento quedaron reafirmadas también las leyes de Habeos Corpus^ base de todo régimen liberal y las libertades de reunión El auge del absolutismo

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y opinión, mientras que la libertad de conciencia quedó limitada a las iglesias reformadas. La revolución de 1689 fue la clara ilustración del principio desarro­ llado por John Locke (1632-1704), según el cual, el contrato que man­ tenía al rey a la cabeza de un pueblo podía ser deshecho si éste no era honesto. La tendencia whig, hostil a cualquier poder sagrado, se impuso a partir de entonces en Inglaterra.

5. Los ensayos de absolutismo en Europa central durante el siglo XVII A. El Sacro Imperio, la monarquía austríaca y el fracaso en la construcción de un Estado absoluto (1619'1705)

Al comenzar el siglo XVII, la casa de Austria había registrado algu­ nos avances moderados en la construcción del Estado, aunque la unidad política de sus posesiones era todavía muy tenue. En cada una de ellas, el dominio dinástico se asentaba en una base legal diferente y no había instituciones comunes aparte del Consejo de Guerra. Mientras la dinastía permanecía como pilar de la Iglesia romana y de los principios de Trento, la mayor parte de la nobleza de sus tierras se pasó al protestantismo. La aristocracia terrateniente checa se hizo luterana, la nobleza magiar adoptó el calvinismo y, por último, las grandes familias nobles de Austria también eran protestantes a comienzos del siglo XVII. Esta evolución era un signo seguro de conflictos más profundos, que quedaron patentes en el conten­ cioso bohemio que generó la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Fernando II (1619-1637), una vez elegido Emperador, se consideró ante todo jefe de la Cristiandad y defensor del catolicismo en Alemania y Europa. Por ello, después de la victoria de la Montana Blanca (1618), transformó al electivo y autónomo reino de Bohemia en un estado cató­ lico, hereditario y ampliamente germanizado. Estos logros iniciales extendieron por vez primera el poderío de los Habsburgo en Alemania del norte y abrieron la posibilidad de un nuevo imperio germano, más centralizado y dominado por la Casa de Austria. Pero la intervención sueca, durante la década de 1630, en la Guerra de los Treinta Años aniquiló esta ambición que mantuvo sin éxito Fernando III (1637-1658). Los tratados de Westfalia (1648) confirmaron el fracaso del intento de los emperadores, Fernando II y Fernando III, para convertir al Sacro Imperio en un Estado alemán centralizado y católico. La división polí­ tica y religiosa de Alemania quedó confirmada en 1648. Dentro de sus 402

Historia M Mundo Moderno

estados, los príncipes eran prácticamente independientes y disfrutaban de casi todos los derechos de la realeza: recaudar impuestos, acuñar moneda, mantener ejércitos y firmar tratados internacionales, a condición de que no fueran contra el Emperador y contra el imperio. En lo sucesivo, las prerrogativas del Emperador serían puramente honoríficas. Fernando III, obligado a abandonar el viejo ideal del imperio y de la Cristiandad, se volvió hacia sus estados austríacos y hacia sus reinos de Bohemia y Hungría, y se dedicó a formar un amplio estado danubiano. En este proceso, el largo reinado de Leopoldo I (1658-1705) Fue decisivo. El nuevo monarca se preocupó sobre todo de la sucesión de España, que pretendió trabajar en su propio beneficio y en detrimento de Luis XIV Pero esto no le impidió dedicarse a mejorar la organización de sus estados. Entre sus planes más inmediatos se encontraba el de aplicar al reino electivo de Hungría un proceso similar al que Fernando II aplicó a Bohemia. La conversión fue larga y plena de oposiciones nobiliarias y reli­ giosas pero, al final, Leopoldo obtuvo la asimilación hereditaria del reino, en 1683, aunque éste conservó sus instituciones políticas autónomas. Paralelamente a estos esfuerzos, Leopoldo I procuró reorganizar el conjunto de sus posesiones en el intento de forjar un poderoso estado moderno. Estableció un ejército permanente a partir de 1680, puso en marcha impuestos indirectos regulares, y fortaleció la administración tradicional, dotando a rancias instituciones como el Consejo Secreto, la Cámara Áulica o el Consejo de Guerra, de nuevas y más amplias atribu­ ciones. AI mismo tiempo, Viena, a pesar de no ser la única capital del imperio —Budapest y Praga eran las otras dos—, cumplió cada vez más el papel predominante de corte. A pesar de todos estos esfuerzos, a finales del siglo XVII, el estado austríaco carecía de unidad. Los pueblos que lo habitaban permanecían separados por la lengua, las tradiciones y la reli­ gión, y la unión política no se había logrado.

B. Brandeburgo y la formación del Estado prusiano (1614-1713)

En la primera mitad del siglo XVII, los Hohenzollern, electores de Brandeburgo, consiguieron triplicar la extensión de sus estados mediante alianzas matrimoniales, limitadas intervenciones bélicas, y casualida­ des hereditarias. En 1614 se anexionaron el rico ducado de Cléves, en el Rhin, y los condados de Mark y Ravensberg. En 1618 el ducado de Prusia, y tras la Guerra de los Treinta Años, en los tratados de Westfalia (1648), el elector Federico Guillermo (1640-1688) consiguió la anexión de otros territorios como la Pomerania oriental y los obispados seculariza­ dos de Minden, Halberstadt y Magdeburgo. Tras este engrandecimiento El auge del absolutismo

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territorial, su principal tarea política consistió en hacer de ese conjunto heterogéneo una unidad política lo más sólida posible. Su preocupación inmediata fue asegurar una base financiera estable, con la que crear un aparato militar permanente para la defensa e inte­ gración de sus reinos. Privó por ello a las asambleas provinciales de sus estados de las prerrogativas financieras que gozaban, de modo que los im­ puestos fijados y recaudados hasta entonces por cada Landtag, lo fueron a partir de entonces por los funcionarios del elector. Además puso en marcha una nueva administración estatal, basada en el funcionamiento de un «Consejo de Estado Secreto», con sede en Berlín, que se convirtió en el gran órgano de gobierno. Estableció consejeros lo­ cales en cada uno de sus estados, para que absorvieran, poco a poco, la parte esencial de la administración provincial. Por último, repobló algu­ nas de sus posesiones territoriales hasta entonces desérticas, acogiendo a todos los perseguidos por razones religiosas en distintos países europeos. Ese relativo enriquecimiento, unido a la recaudación de impuestos regu­ lares, le permitió realizar su primordial objerivo: la creación y manteni­ miento de un ejército permanente de 30.000 hombres, bien mandados y armados, que fue el instrumento de conservación y engrandecimiento de sus dominios. El sucesor de Federico Guillermo, su hijo Federico III (1688-1713), de un talante más débil que el de su predecesor, consiguió sin embargo del emperador Leopoldo I el título de rey de Prusia, en 1700, a cambio de prestarle apoyo en la Guerra de Sucesión que iba a iniciar contra Luis XIV por la corona española. Este acontecimiento, que en principio pudo pare­ cer anecdótico, tuvo un importante alcance. Los Hohenzollern fueron, en lo sucesivo, superiores al resto de tos príncipes alemanes.

6. Ensayos de absolutismo en la Europa oriental y nórdica A. Apogeo

y estancamiento de Suecia (1594-1697)

Cuando Gustavo Adolfo II Vasa (1594-1632) llegó al trono sueco en 1611, la monarquía sueca se había convertido en hereditaria en su familia desde 1544. A pesar de los intentos por introducir los principios trentinos, el luteranismo se había impuesto como religión desde 1627. La Suecia de Gustavo Adolfo se extendía sobre los actuales territorios suecos y finlandeses y estaba prácticamente despoblada —unos 900.000 habitantes—. El Rey tenía grandes capacidades como hombre de estado y como jefe militar, pero la situación que su padre le había dejado no era fácil. 404

Historia del Mundo Moderno

El legado de su antecesor no sólo consistía en la hostilidad de la alta aristocracia, sino en tres conflictos internacionales abiertos contra Polonia, Dinamarca y Rusia, que se habían producido aJ pretender cierto dominio sobre el Báltico. Gustavo Adolfo se ganó ia confianza de la nobleza confirmando sus privilegios, y obtuvo a cambio su cooperación militar. Poco después, firmó paces negociadas con Dinamarca, en 1613, y con Rusia, en 1617. A partir de entonces, se dedicó a la organización interior de su reino. Para ello, se apoyó en la aristocracia, y de modo particular, en uno de sus representan­ tes, el canciller Axel Oxenstierna (1583-1654). La organización del poder central se orientó hacia la consolidación de la autoridad real. Las instituciones políticas suecas eran la Dieta, el Consejo del Reino y el rey. Gustavo Adolfo consiguió ganarse la confianza de la Dieta, compuesta por cuatro órdenes —clero, nobleza, burguesía y campesinos—. Diversas medidas como la división del Consejo Supremo en cinco consejos temáticos, la reforma de la justicia, y la de las finanzas, contribuyeron a dar a Suecia una administración eficaz. Desde el punto de vista económico, adoptó una política basada en prin­ cipios mercantiles e intensificó la explotación metalúrgica, especialmente la extracción y comercialización del cobre, fundando nuevas ciudades como Göteborg y multiplicando las medidas en favor del comercio y la marina. Pero los esfuerzos prioritarios del Rey se encaminaron a la creación de un ejército poderoso, con un método de reclutamiento homogéneo, un armamento perfeccionado, una moderna táctica. La guerra de Polonia, impulsada activamente a raíz de ia paz con Rusia, le permitió lograr una serie de victorias, firmando una tregua, en 1629, por la que Polonia en­ tregó a Suecia la Livonia marítima y las rentas de aduanas de Dantzig. Dos años más tarde se produjo la fulgurante campaña en Alemania durante la Guerra de los Treinta Años. En ella, consiguió doblegar las posiciones de los Habsburgo en el Imperio, desde Brandeburgo hasta Baviera, a través de Renania. Su ejército por entonces contaba con 72.000 hombres, de los que algo más de la mitad eran soldados nativos. Gustavo Adolfo era el árbitro de Europa cuando murió en la batalla de Lützen (1632). Tras su muerte, la Dieta reconoció a su hija Cristina como reina, pero ésta no tomó el poder hasta 1644. No obstante, a la soberana no le gus­ taba gobernar. Rehusó casarse y en 1650 hizo que la Dieta designara a su primo Carlos X Gustavo como sucesor (1654-1660). El período de 1632 a 1660 estuvo marcado por una ascensión política y económica de la nobleza y por la extensión máxima de los territorios suecos. El Estado, empobrecido por guerras continuas, se vio obligado a vender las tierras de la corona, que pasaron a pertenecer a la nobleza, de manera que, en 1650, el 70% del suelo sueco era de régimen señorial. £7 auge del absolutismo

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El siguiente monarca, Carlos XI (1660-1697), accedió al trono con cinco anos, y durante su período de minoría, las tendencias políticas in­ teriores continuaron como en los dos reinados precedentes. A partir de 1679, y una vez preservada la integridad de su reino, decidió arreglar el desorden interior y proceder a la recuperación de todas las tierras de la corona enajenadas en años anteriores. Consiguió además el permiso de la Dieta para poder legislar sin tener que convocarla. Puede decirse que Carlos XI entró en la corriente absolutista de su época y que el intento de instauración de un régimen aristocrático había fracasado. Después del reinado relativamente tranquilo y próspero de Carlos XI, se inauguró en Suecia un período de decadencia. Las guerras emprendidas por Carlos XII (1697-1718) para conservar sus territorios, se saldaron con sendas derrotas y el Báltico dejó de ser un lago sueco. La segunda conse­ cuencia de esta febril actividad bélica fue el vacío político que se generó en el reino a raíz de las largas ausencias del monarca, y que desembocaron más adelante, con sus sucesores (1723) en un régimen parlamentario, a pesar de que las pretensiones iniciales de Carlos XII fueron las de ser un soberano más absoluto que su padre.

B. Dinamarca y el camino hacia el absolutismo (1588-1699)

La evolución de la monarquía danesa presenta muchas características semejantes a las de la monarquía sueca durante el siglo XVII. La diferen­ cia residía en que a estas alturas la monarquía en Dinamarca seguía siendo electiva. Bajo Cristian IV (1588-1648) y su hijo Federico III (1648-1670), a pesar de las derrotas militares exteriores que evidenciaron el fracaso de Dinamarca frente a Suecia por el dominio del Báltico, la evolución de la monarquía danesa tendió hacia el absolutismo. Territorialmente el reino danés se extendía desde el norte de Jutlandia, incluyendo las islas, hasta la actual Noruega, incluyendo además el paso del Sund. Su peso poblacional era similar al de Suecia. Cristian IV, ven­ cido primero por el Emperador y luego por los suecos, se vio obligado a pactar en el interior con una aristocracia rica y poderosa. La omnipotencia de la nobleza chocó con el Rey y con los otros dos grupos con representación en la Dieta: el clero y la burguesía. Por ello cuando la Dieta se reunió en 1660 en Copenhague, y ante la resisten­ cia de la nobleza a contribuir a los gastos militares, la asamblea declaró hereditaria la corona. Un año después, Federico III proclamó su poder absoluto e inició una serie de reformas que dotaron a Dinamarca de una monarquía confesional luterana y de derecho divino, y de una adminis­ tración modernizada, siguiendo el modelo sueco. Bajo Cristian V (1670406

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1699), la antigua aristocracia danesa fue desplazada por una nueva no­ bleza cortesana, de origen germánico. El fortalecimiento del absolutismo monárquico prosiguió con sus sucesores.

C. Rusia: agitación, restauración y absolutización (1613-1725)

Con el advenimiento de Miguel Romanofif, proclamado zar en 1613, Rusia salió de un largo túnel de agitaciones, que habían conmovido a los hombres y a las instituciones de aquel país, dándole un aspecto de de­ rrumbamiento general. Los dos primeros soberanos: Miguel, que reinó hasta 1645, y su hijo Alexis, que lo hizo de 1645 a 1676, emprendieron una tarea de restaura­ ción interior y exterior. Durante su reinado, Miguel Romanoff, ayudado por su padre, Fílateles, controló la asamblea representativa, puso orden en la hacienda pública y aumentó los efectivos de las tropas del zar, esti­ mulando la actividad económica y fortaleciendo la jerarquía de la Iglesia ortodoxa. Su hijo Alexis favoreció los poderes del soberano en perjuicio de la asamblea representativa, que no se volvió a convocar desde 1653, y orga­ nizó una administración centralizada y articulada a través de ministerios, que perduraron durante el reinado de Pedro el Grande. Alexis definió los derechos y deberes de los distintos grupos sociales y, sobre todo, consagró la vinculación de los campesinos a la tierra, política que se mantendrá en los siglos siguientes. Pero los intentos de organiza­ ción de Rusia en estado centralizado, el aumento de los impuestos y el creciente proceso de servidumbre de los campesinos, provocaron fuertes levantamientos populares en 1648, 1650 y 1669-1671. A su muerte, Alexis dejó dos hijos de su primer matrimonio: Fedor e Iván, y varias hijas, entre ellas Sofía, además de un hijo de su segundo matrimonio: Pedro. Conforme a la voluntad del difunto Zar, le sucedió Fedor, pero éste murió a los 20 años después de un corto reinado (16721682), durante el cual el poder fue ejercido por Sofía y su familia. Antes de morir, Fedor designó a su medio hermano Pedro como sucesor, pero Sofía promovió una revuelta para colocarse como regente (1682-1689), hasta tanto su hermano Iván y su hermanastro Pedro alcanzaran la mayo­ ría de edad. Pedro y su madre manipularon la opinión, que no era favorable a una regencia femenina, y promovieron un golpe de estado, encerrando a Sofía en un convento y apartando del poder a Iván V (1689). Todavía en 1698, Sofía encabezó una revuelta contra Pedro I, que fue duramente reprimida. £7 auge del absolutismo

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En la fecha en que Pedro I (1689-1725) tomó el poder, Rusia no había alcanzado aún el Báltico ni el mar Negro, pero incluía entre sus territorios Smolensko, una parte de la Rusia Blanca, Kiev y toda la Ucrania oriental, llegaba al Cáucaso y al mar Caspio, y abarcaba toda el Asia septentrional hasta el Pacífico. Pedro I, zar a los 17 años, entregó el mando a su madre Natalia y al patriarca de la Iglesia ortodoxa Joaquín, y se dedicó a sus actividades militares. Supo rodearse de consejeros instruidos y cualificados, tanto ex­ tranjeros como rusos. Prentendió abrir Rusia a Occidente introduciendo medidas de todo tipo, políticas, económicas, religiosas y sociales, a través de un método pragmático de acciones muy concretas y sin perspectivas a largo plazo. A la muerte del patriarca Joaquín (1690) y de su madre Natalia (1694), Pedro tuvo que hacerse cargo directamente del poder. Se plan­ teó el acceso de Rusia a los mares útiles. Tras varias tentativas sin éxito, por fin, en 1700, consiguió un acceso al mar Negro con la firma de una tregua de 30 años con los turcos, que le cedieron Azov y Kuban. Estos enclaves no fueron suficientes para sus ambiciones marítimas y militares, y en el período 1700-1721 emprendió la Guerra del Norte, contra Suecia, para procurarse un acceso al Báltico. En pleno conflicto y tras anexionarse Estonia, Ingria y Livonia, en 1703, junto al Neva, fundó San Petersburgo, la ciudad del Báltico que en 1725 era ya la capital de Rusia. El ejército permanente que le permitió estos logros estuvo inspirado en el modelo sueco. De 1699 a 1705 pasó de ser una tropa de volunta­ rios a tener un carácter mixto, con soldados vitalicios reclutados obligato­ riamente entre campesinos, tanto libres como siervos, y con voluntarios burgueses y cosacos. Además, Pedro I constituyó una marina que, al final de su reinado, contaba con cerca de 500 barcos destacados en los accesos marítimos. Para financiar las operaciones militares, Pedro I aumentó los impues­ tos y creó otros nuevos. El servicio por «hogar» fue sustituido en 1718 por la capitación personal, y los tributos indirectos se multiplicaron. Pedro I estableció además diversos monopolios sobre explotaciones lucrativas, de manera que los ingresos del Estado se cuadruplicaron entre 1710 y 1725. Impulsó también las actividades industriales, sobre todo en los Urales, donde instaló una moderna industria de hierro que habría de convertir a Rusia en uno de los mayores productores de metal de la época. En cuanto al fortalecimiento del poder central, el Consejo del Zar, compuesto por miembros de la alta nobleza (Dama), desapareció en 1700 y fue sustituido por un Senado de 20 miembros, dotado de numerosas atribuciones centralizadoras, entre las que destacaban las fiscales, las de justicia suprema y las de reclutamiento del ejército. Al frente de este or408

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ganlsmo, un procurador general que hacía las veces de primer ministro coordinaba las acciones y controlaba a los diversos gobernadores de pro­ vincias. El sistema administrativo se reorganizó en gobiernos, provincias y distritos, a la vez que se doblaba el tamaño de la burocracia.

D. Polonia; El final del siglo de oro, decadencia y anarquía (1587-1696)

A comienzos del siglo XVII, Polonia se extendía desde el Báltico a los contornos del mar Negro y de la desembocadura del Vístula al nacimiento del Dniéper. Su poder parecía grande, pero el siglo de oro polaco llegaba a su fin. Su unidad era demasiado frágil y además, como hemos visto, otros estados se desarrollaron territorialmente a expensas suyas. Bajo la dinastía de los Jagellón (1386), Polonia había prosperado, ex­ tendiendo su territorio durante el siglo XVI. Pero la muerte de su úl­ timo representante, en 1572, produjo una crisis dinástica, y el principio de electividad de la monarquía, nunca perdido del todo, tomó con esta circunstancia gran fuerza. La Dieta polaca tenía el poder legislativo, y en la práctica, incluso el ejecutivo. Por último, el derecho de desobediencia al rey, codificado a principios del siglo XVII, era un instrumento de insu­ rrección en manos de la nobleza, que funcionó a lo largo de toda esa cen­ turia y que bloqueó los intentos de los distintos monarcas por consolidar algunas estructuras estatales. A partir de 1587, los Vasa de Suecia fueron los titulares del reino po­ laco. Con Segismundo III (1587-1632) y con su hijo Ladislao IV (16321648), Polonia vivió algunos años de grandeza, pero empezaron a surgir las primeras dificultades, tanto interiores como exteriores. En el plano interno, el intento realizado por Segismundo para que la monarquía fuera hereditaria fracasó tras una insurrección legal de la nobleza (1606-1609). En el exterior, los anhelos de dominio territorial terminaron en fracasos. Segismundo pretendía recuperar el trono sueco y este encono sólo le propició la pérdida de Livonia. También inició, entre 1610 y 1612, una campaña para procurarse la corona de Rusia. Aunque con amplios períodos de tregua, los reyes de Polonia no renunciaron a esta pretensión hasta 1635. El reinado de Juan Casimiro V (1648-1668), hermano de Ladislao IV, coincidió con el hundimiento territorial más claro de Polonia. Rusia se anexionó varias regiones polacas (además de Ucrania oriental y parte de la Rusia Blanca); la población polaca quedó reducida a un tercio, con regiones enteras devastadas y con un comercio exterior hundido. El período del llamado «diluvio», se clausuró con la abdicación de Juan Casimiro. El auge del absolutismo

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Entre 1668 y 1674, la Dieta eligió a un príncipe polaco como rey, Miguel Koribut, quien fue incapaz de hacer frente a una invasión turca. El militar que se enfrentó y frenó el ataque otomano fue proclamado rey bajo el nombre de Juan III Sobieski (1674-1696). A pesar de su valor militar y de su relativa inteligencia, durante su mandato se acentuaron las causas interiores de la decadencia de Polonia y creció la anarquía, merced al principio electivo de la monarquía que manejaban los nobles a su an­ tojo. La evolución social que siguió al diluvio condujo a un hundimiento de la burguesía y a un incremento del vasallaje.

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Histo ría del Mu ndo Moderno

CAPÍTULO i 5

LAS RELACIONES INTERNACIONALES (1598-1700)

Teresa CanetAparisi Profesora Titular de Historia Moderna de la Universidad de Valencia

1. Hacia una nueva definición del sistema internacional Durante el siglo XVII el sistema internacional experimentó importan­ tes transformaciones que afectaron, básicamente, a tres aspectos: las posi­ ciones en el liderazgo hegemónico, el número de entidades políticas im­ plicadas en las contiendas internacionales y los principios condicionantes de las relaciones entre los estados. Todos esos cambios fueron asentándose mediante procesos no exentos de tensiones que acentuaron, en su mo­ mento, la belicosidad de la centuria y dificultan, hoy, la definición del ca­ rácter del sistema internacional vigente en el Seiscientos. En este sentido, frente al siglo XVI, marcado por el despliegue de unas potencias hegemónicas, y frente al siglo XVIII, caracterizado por la consolidación de un sistema de equilibrio entre las grandes potencias, el XVII aparece como una etapa de «transición» en la que entran en colisión las dos tendencias señaladas. Ambas fórmulas (preponderancia hegemónica-equilibrio entre potencias) estuvieron vigentes en el período 1598-1700, aunque la mayor parte de la centuria discurrió bajo el sistema de una Europa jerarquizada y sometida a liderazgos hegemónicos. A mediados de siglo el Congreso de Westfalia (1648) permitió la implantación de un equilibrio que, aunque Las relaciones internacionales (1598-1700)

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efímero, resultó una experiencia decisiva en la configuración de la política internacional del XVIII. Sin ninguna duda, la búsqueda de un sistema de relación más equi­ librado, más en pie de igualdad, entre los estados europeos parece ser la tónica dominante en las relaciones internacionales del XVII. Objetivo nada fácil no sólo porque implicaba el derrumbamiento de la hegemonía española, aún vigorosa, sino también porque —como demostró la evolu­ ción de Francia bajo Luis XIV-— al vencedor en tal empresa le resultaría difícil resistir la tentación de sustentar un nuevo liderazgo. En cualquier caso, en el XVII toma carta de naturaleza la idea de equilibrio como prin­ cipio rector del sistema internacional. La primera mitad del siglo, por la multiplicación e intensificación de las crisis internacionales, propició una profunda renovación de Europa. La ruptura, creada por la ambición política de los estados y acentuada por la Reforma de las Iglesias, arraigó de tal manera que hizo surgir un sistema auténticamente «europeo» en el que coexistían estados católicos y protestantes. Al mismo tiempo, las pre­ tensiones de los Habsburgo a una monarquía universal quedaban arrui­ nadas. Muy lentamente, a lo largo de la centuria la guerra fue perdiendo su carácter de «juego de príncipes» y, junto a la política egoísta de cada estado, empezó a esbozarse un sistema general y europeo. En él el derecho de intervención —hasta entonces más o menos legitimado en nombre de la solidaridad religiosa— fue sustituido por el dogma de la «garantía» que toma forma en los tratados de Westfalia. La pulsación de los resortes que debían hacer efectivo el equilibrio interestatal en la Europa del XVII correspondió al monarca francés Enrique IV. Su meta de reconstrucción interna de Francia a fines del XVI pasaba por la necesidad de obtener una pacificación internacional basada en el equilibrio entre potencias. En ese objetivo resultaba esen­ cial frenar el progreso de España, máxime cuando ésta se sacudió el fermento de inestabilidad interna que representaba la minoría morisca con su expulsión en 1609; la cuestión de los Países Bajos pasó entonces al primer plano y Enrique IV supo no sólo neutralizarla, sino también hacer entrar a las «provincias rebeldes» al rey de España en el cuadro de estados soberanos, suscribiendo con la república una alianza defen­ siva. Las restantes líneas maestras de la estrategia francesa pasaban por el mantenimiento de la alianza con los príncipes protestantes del Sacro Imperio para contener a la Casa de Austria y garantizar el equilibrio en­ tre los príncipes y el Emperador; por la alianza con los cantones helvéti­ cos, las ligas grisonas y Saboya para mantener a raya el poder español en Italia; y por los tratados suscritos con Inglaterra, quien —junto con las Provincias Unidas— debía facilitar a Francia el freno de la hegemonía hispánica en los mares.

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La muerte de Enrique IV en 1610 representó un duro golpe para el triunfo del principio de equilibrio entre los estados. No obstante, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) resucitó la oportunidad de con­ solidar el sistema. Los tratados de Westfalia se convirtieron en piedra an­ gular para la construcción europea durante un siglo y medio. Por primera vez se estableció una auténtica organización de naciones, aunque en ella estuvo ausente Inglaterra, ocupada en problemas internos. Más aún, el desenlace de la Guerra de los Treinta Años situó a las Provincias Unidas como fiel de la balanza en el sistema de equilibrio entre ¡os estados euro­ peos y los resultados del Congreso de Westfalia auspiciaron una auténtica «revolución diplomática» que convirtió a los antiguos enemigos (EspañaProvincias Unidas) en nuevos y eficaces aliados. El objetivo en la nueva situación era contener el poder de Francia para garantizar no sólo el prin­ cipio de equilibrio sino también la propia seguridad. El sistema volvió a derrumbarse en la segunda mitad de la centuria. Luis XIV fue el artífice del impulso transformador que, finalmente, pro­ dujo resultados no deseados por el «Rey Sol». En 1661 Europa disfrutaba de un feliz reposo tras medio siglo de agitación política, religiosa y mili­ tar; resultó ser una simple tregua para la génesis de antagonismos moti­ vados por ambiciones fundamentalmente territoriales. En el curso de los mismos la hegemonía francesa se instalará sobre Europa; su despliegue fue paralelo al de Suecia, que pugnaba en el norte por la hegemonía báltica, y al de Turquía que en el este rivalizaba con los Habsburgo de Viena en el ámbito balcánico-danubiano. Pero por un azar singular esta misma época coincide con una fase de grandes mutaciones en el centro del continente; se trata del período en el que los Habsburgo austríacos encontraron ha­ cia el este la vocación frustrada en 1526. Al simultanear la resistencia a Luis XIV y la expansión oriental a costa del Imperio Otomano, Austria adquirió un singular prestigio que le permitirá desempeñar un papel fun­ damental en política internacional hasta la entrada en escena del reino de Prusia. Mientras tanto, la revolución que excluyó a Jacobo II del trono inglés y entronizó a Guillermo de O tange produjo, también, resultados fecundos en Europa y el mundo. El Estatúder-rey, al dinamizar las coali­ ciones contra el imperialismo francés, otorgó a Inglaterra un papel deci­ sivo como árbitro del sistema internacional a fines de la centuria. La oposición a los hegemonismos habsburgués y borbónico durante la primera y segunda mitad del siglo, respectivamente, produjo —además de los ya mencionados cambios en el liderazgo político y de las modifica­ ciones en los principios rectores de las relaciones exteriores («equilibrio», «europeo» y «laico»)-—■ un incremento del espacio geográfico del sistema internacional y del número de entidades políticas implicadas en los con­ flictos. Las relaciones internacionales (1598-1700)

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La connivencia de la Polonia de los Vasa con el eje Madrid-Viena y la política exterior hostil a Suecia, Rusia y Turquía desarrollada por Segismundo III (1587'1632) implicaron, en diferente medida, a esos es­ pacios en el curso de la Guerra de los Treinta Anos y episodios posteriores. La rivalidad sueco-polaca trataba de dirimir el predominio báltico y la res­ tauración de los Vasa católicos en Suecia; la oposición polaco-rusa nació con el intento Vasa de intervenir en los asuntos internos moscovitas du­ rante el período de las «turbaciones», a comienzos del XVII; finalmente, la oposición a Turquía, materializada en las actuaciones polacas sobre los principados de Transilvania, Moldavia y Valaquia —vasallos del sultán— otorgó a Hungría un puesto en el mapa de la gran historia. Asimismo, el imperialismo sueco en el ámbito báltico contribuyó, con sus reiteradas devastaciones y requisiciones sobre Brandeburgo-Prusia, al surgimiento de un estado fuerte llamado a desempeñar un importante papel en el juego internacional. En suma, al finalizar la centuria la po­ lítica exterior no se dirime únicamente entre las potencias occidentales; se ha abierto un frente oriental con un peso específico en la balanza del equilibrio. Estados nuevos (Provincias Unidas, Prusia) o hasta entonces ausentes (Rusia) participan en el concierto internacional; toda Europa ar­ ticula sistemas de alianzas en los que el factor religioso no constituye, ya, un obstáculo: las relaciones internacionales se han secularizado de manera definitiva. También han crecido en complejidad y por ello la fórmula de la coalición se ha instaurado de forma definitiva en los esquemas de las alianzas. Con un precedente claro en la coalición de Greenwich (1596), suscrita por Francia, Inglaterra y Provincias Unidas contra Felipe II, el sistema se dinamizó de nuevo durante la Guerra de los Treinta Años y ratificó su permanencia como aglutinador de las oposiciones contra el im­ perialismo de Luis XIV. Esta tendencia, junto con el recurso a congresos, reuniones y conversaciones, evitando el choque armado y primando la vía diplomática en la resolución de los conflictos, están en la base de la toma de conciencia de la «realidad europea» que cobra un notable empuje en el siglo XVII. Descendiendo al nivel concreto de los acontecimientos, el siglo XVII presenta dos grandes etapas, separadas por una breve fase intermedia. La primera mitad de la centuria está marcada por la pervivencia de la hege­ monía española; apoyada por el Imperio y Polonia conforma la que se ha dado en llamar «diagonal de la Contrarreforma». La segunda etapa corres­ ponde a la hegemonía francesa durante el reinado de Luis XIV; al coin­ cidir con el predominio sueco en el Báltico y el otomano en el ámbito baicánico-danubiano configura un «triángulo hegemónico». El período intermedio entre estas dos etapas corresponde al efímero intento de equi­ librio europeo propugnado en Westfalia. 414

Historia del Mu ndo Modero o

La centuria se inaugura con la denominada «primera generación pa­ cifista del Barroco», calificativo otorgado por la serie de conflictos a que pone término. El estallido de la Guerra de los Treinta Años en 1618 en­ terró este espíritu iniciando una generación decididamente belicista. Las paces de Westfalia (1648) y Oliva (1659) ratificaron el retroceso de la hegemonía española que fue heredada por Francia, en el continente, y por Provincias Unidas e Inglaterra en el mar. En el norte, los acuerdos de Copenhague-Oliva situaron a Suecia como estado dominante. La segunda mitad del Seiscientos, y más concretamente desde los años sesenta, es testigo del ascenso de Francia bajo la dirección de Luis XIV (1661- 1715). Los primeros 25 años de su reinado se saldaron con un ba­ lance favorable para Francia (Guerra de Devolución, Guerra de Holanda, y política de las «reuniones»), aunque los aliados franceses comenzaron a perder posiciones ya en el último cuarto del siglo XVII: derrota sueca en Fehrbellin frente a Prusia y derrota otomana en Kahlenberg frente a la Polonia de Juan Sobieski. El retroceso general del «triángulo hegemónico» se consumará a partir de 1689 con la formación de una gran coalición: la Liga de Augsburgo, que asestó un duro golpe al imperialismo francés. La paz de Ryswick (1697) y la de Karlowitz (1699) —consecuente a la de­ rrota turca en Zentha frente a Eugenio de Saboya— ratifican la tendencia descendente que hallará su desenlace definitivo en acuerdos de paz firma­ dos en las primeras décadas del XVIII.

2. La generación pacifista: de la neutralidad armada al conflicto generalizado Las décadas iniciales del siglo XVII, calificadas historiográficimente como «primera generación pacifista del Barroco», fueron en realidad una etapa de neutralidad armada para Occidente y tiempos de agitación en el este y norte de Europa. Desde el punto de vista cronológico, el XVII comenzó inmerso en una serie de problemas planteados a fines de la cen­ turia anterior. Por lo que atañe a Europa occidental, la alta política gira en torno a la formación de la Coalición de Greenwich (1596) contra el poderío hispánico. Su ruptura mediante paces concertadas por cada uno de los coaligados y España marcó el inicio del período sin guerras abier­ tas, que ha dado nombre a esta etapa. Felipe II firmó la paz de Vervins con Francia (1598); con la renuncia española al trono galo, Enrique IV abandonó la coalición. Inglaterra siguió el mismo camino en 1604, al firmarse el tratado de Londres entre Jacobo I Estuardo y Felipe III. El úl­ timo coaligado, las Provincias Unidas, suscribió una tregua de doce años con España en 1609. Las relaciones internado nales (1598-1700)

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Tal situación, y sobre todo la desaparición de Enrique IV —impul­ sor de la ofensiva antiespañola a fines del XVI— dio nuevas fuerzas a la Monarquía Hispánica, garantizando la supervivencia de su hegemonía du­ rante una generación. Así, en la década posterior a 1610 se impuso una «Fax Hispánica» pero de carácter relativo, puesto que sólo tiene sentido si se la compara con la situación de los años noventa del XVI o con los posteriores a 1620. La calma en el norte hizo gravitar el interés político hacia el Mediterráneo e Italia. Efectivamente, España conoce un «interlu­ dio mediterráneo» al orientar hacia el sur su política exterior, retomando una dirección abandonada por Felipe II en 1570-1580. En conexión con la expulsión de los moriscos (1609-1614) se encuentran las expedicio­ nes para suprimir la influencia otomana en el norte de África e islas del Mediterráneo central; las operaciones anfibias contra las costas berberiscas y Malta (1611), Túnez (1612) y Marruecos (1614) se saldaron con notable éxito. Al aprovechar las dificultades del Imperio Otomano, ocupado en una guerra contra los persas en su frontera oriental y perturbado por graves crisis internas, la Monarquía Hispánica fortificó los nexos comerciales y de comunicación en la cuenca del Mediterráneo occidental. Este hecho ad­ quirió una singular importancia de cara a los futuros acontecimientos. Por su parte, las potencias vecinas de España o relacionadas de al­ guna manera con ella se mantenían en una actitud vigilante. Enrique IV, incluso después de Vervins, no podía olvidar que España mantenía ejér­ citos en la península italiana y en los Países Bajos del sur, unidos me­ diante una red de pasillos militares (el «camino español») por los que podían desplazarse hombres, munición y dinero desde Milán a Bruselas y viceversa. En caso de estallar una guerra con los Habsburgo, la segu­ ridad de Francia dependía de la ruptura de esa red de comunicaciones a su paso por territorios aliados de España: Saboya y Lorena. Ese interés estratégico motivó la intervención francesa en la sucesión al marque­ sado de Saluzzo (1600-1601), enclave alpino rodeado por las tierras del duque de Saboya. Por la paz de Lyon (1601) Francia se anexionó los territorios de Bresse, Bugey y Gex, pertenecientes a Saboya, mientras que ésta conservó una estrecha franja, el valle de Chezery, que permitía el paso de tropas y dinero español de Lombardía al Franco Condado. La sucesión a los ducados de Clevéris-Jülich, Mark y Berg (1609-1610) dio a Francia una nueva oportunidad para obstaculizar intereses relacio­ nados con el sistema español. En esta ocasión la movilización francesa quedó frustrada por el asesinato de Enrique IV; la etapa de la regencia (1610-1614) propició un acercamiento a España, ratificado con el do­ ble matrimonio del futuro Felipe IV con Isabel de Borbón, hermana de Luis XIII, y de la infanta Ana de Austria con el monarca francés (tra­ tado secreto de Madrid, 1612). 416

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EUROPA HACIA 1600

Ch. Morazé y Ph. Wolff, Las siglos XVIIy XVIIL París, A.Colín, 1953. Citado por M.B. Ben nass a r, et. al.. Historia Moderna, Madrid, Akal, 1980, p. 398. Las relaciones internacionales (1598-1700)

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La política exterior holandesa se mantuvo también extraordinaria­ mente activa en el período que nos ocupa. Por un lado desarrolló una continua obstrucción del tráfico ultramarino hispano-portugués. Por otro, su diplomacia trabó alianzas con todos los enemigos potenciales de España. Mediante tratados con el jerife de Marruecos (1608), con el sul­ tán otomano (1611) y con Argel se convirtieron en los más importan­ tes aliados de los gobernantes islámicos en su oposición a las potencias ibéricas. Sus acuerdos con el Palatinado (1604), Brandeburgo (1605), la Unión Protestante alemana (1613), Suecia (1614) y las ciudades hanseáticas (1616), y el intercambio de embajadores con Francia e Inglaterra (1609) y con Venecia (1615) prolongaban el enfrentamiento hispano-holandés, tras cesar la guerra abierta, allí donde se produjera una crisis in­ ternacional. En la lógica de tales alineamientos se inscribe la participación de las Provincias Unidas en la segunda crisis por la sucesión de CleverisJülich (1614) y la intervención en asuntos italianos: sucesión de MantuaMonferrato (1612) y guerra de los uskaks (1615). En este último caso, los conflictos mencionados ponían en riesgo un importante enclave español, el ducado de Milán, que se convirtió en el punto de mayor peligro en el período 1614-1618. Milán estaba situado entre dos potencias de importancia secundaria (Venecia y Saboya), tras las que se perfilaban las Provincias Unidas, Francia y los estados protestantes de Renania. La postura antiespañola adoptada por Saboya tras la firma del tratado de Buzzolo con Francia en 1610, se manifestó al estallar el problema de la sucesión mantuana. Reclamada por Saboya en contra de la opinión de España —que defendía la reversión del feudo imperial a los Habsburgo— la sucesión de Mantua dio lugar a una breve guerra que finalizó con la paz de Asti (1615). Aunque se restauró el status quo ante bellum, Saboya había desafiado el poder español y había sobrevivido. Simultáneamente estallaron las hostilidades entre Venecia y el archi­ duque Fernando de Estiria a causa de los daños infligidos al comercio veneciano por los uskoks, refugiados cristianos de origen balcánico bajo la protección de los Habsburgo. El alineamiento de Saboya, Holanda e Inglaterra en favor de Venecia y contra Fernando de Estiria, apoyado por España trás la invasión veneciana de la Austria Interior, a punto estuvo de hacer estallar un conflicto general. La paz de Wiener Neustad (1618) lo evitó; pero a raíz de estos acontecimientos, en el Adriático y en la frontera alpina se había consolidado una línea de cooperación entre las dos ramas de la Casa de Austria, de profundas consecuencias en el futuro. Ese logro, fraguado en las cancillerías de Praga y Viena, así como los alcanzados en Londres, París o Venecia, fueron la obra de políticos como Oñate, Zúñiga, Gondomar, Cárdenas y Bedmar. Las negociaciones en que intervinieron 418

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desde sus respectivas embajadas cambiaron sustancial mente el equilibrio político europeo en favor de España. La confrontación últimamente señalada marcó también la emergencia de tensiones en el este de Europa, donde estalló la guerra austro-turca en 1593- En principio ni el emperador Rodolfo II ni el sultán otomano deseaban reanudar las hostilidades, y el tratado de 1547 fue renovado en 1590 para preservar la paz en Hungría. La frontera austro-turca, que os­ cilaba en torno a ciudades fortificadas, era fácil de violar; suministraba un medio de vida a los uskoks y fue el desencadenante del conflicto en los Balcanes. La ofensiva an ti turca lanzada por Rodolfo II con apoyo del Papado y los principados semiautónomos de Moldavia, Valaquia y Transilvania fue contestada por Mehmet III (1595-1603), con un avance sobre Hungría que se saldó con la victoria otomana en Mezo (1596). Tres años después, la ruptura de la alianza entre los principados balcánicos provocó una reacción en cadena en la Europa sudorienta! que implicó a Polonia en las veleidades de estas demarcaciones. El resultado final fue un nuevo sometimiento de los principados al poder otomano y la instalación en ellos de gobernantes favorables a Estambul desde comienzos del XVII. Esta confrontación debilitó, no obstante, las posiciones de Turquía frente a Persia que logró reconquistar la región del Cáucaso (1603-1605) y hacer retroceder la frontera otomana hasta Anatolia. Mientras tanto en el Imperio la guerra turca abrió la crisis entre Rodolfo II y sus súbditos. Los protestantes instrumentalizaron las necesi­ dades económicas dei Emperador en la coyuntura bélica para consolidar sus posiciones políticas y religiosas. El fracaso calvinista en este intento fue paralelo al incremento de la fuerza de los príncipes católicos. Éstos pasaron a controlar las instituciones imperiales, pudieron defender cons­ titucionalmente sus intereses y provocaron, de rechazo, la emergencia de un extraconstitucionalismo protestante de notables consecuencias. La pri­ mera manifestación de estas tensiones fue la formación de dos alianzas confesionales dentro del Imperio. Integraban la Unión Evangélica (1608) 9 príncipes y 17 ciudades imperiales, dirigidos por el elector palatino, Federico V, y comandados militarmente por Cristian de Anhalt. La Liga Católica se constituyó en 1609, auspiciada por Maximiliano de Baviera y bajo el mando militar del barón de Tilly. Felipe III se erigió en su pro­ tector, en tanto que Inglaterra sellaba su alianza con la Unión en 1612 y Holanda lo hacía en 1613. En estos dos últimos casos los pactos se refor­ zaban con lazos familiares, dado que Federico V del Palatinado, sobrino de Mauricio de Nassau, pasó a ser yerno de Jacobo I en 1613. En el norte de Europa tos problemas internos de la casa Vasa y la geopo­ lítica de su imperio se erigieron en factores de inestabilidad internacional. Cuando Segismundo Vasa, elegido rey de Polonia en 1587, accedió al trono relaciones internacionales (1598-1700)

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sueco (1592) quedó constituido un formidable imperio que se extendía desde el Ártico hasta el mar Negro. La deposición de Segismundo III y el acceso de su tío Carlos IX convirtió a los dos estados en rivales en la lucha por las tierras bálticas de la orden teutónica, disputadas desde hacía más de medio siglo entre Polonia, Rusia y Suecia. A comienzos del XVII la guerra de Livonia se resolvió a favor de Polonia; resucitada en los años veinte, la cuestión se zanjaría de manera positiva para Suecia. Antes de llegar a ello, Suecia tuvo que dirimir sus diferencias con Dinamarca. El constante bloqueo de Riga, en el Báltico, a consecuencia de las cam­ pañas suecas en Livonia, y la competencia entablada por los suecos con los colonos y funcionarios daneses en la margen ártica de Escandinavia, motivaron la declaración de guerra de Cristian IV a Suecia en 1611. Al coincidir con la muerte de Carlos IX, correspondió a Axel Oxenstierna afrontar la coyuntura durante la minoría del heredero sueco, Gustavo Adolfo. La paz de Knared (1613) obligó a Suecia a abandonar, de mo­ mento, sus pretensiones en el Báltico y Laponia, mientras que la amenaza persistente de Segismundo Vasa —que pretendía recuperar el trono sueco desde Polonia— propició su acercamiento a Provincias Unidas (1614), la Unión Evangélica (1615) y Dinamarca (1619). El vacío de poder creado en Moscovia por la extinción de la dinastía Rurik y hasta el ascenso de los Romanov añadió un nuevo motivo en las tensiones sueco-polacas. A medida que la centuria cumplía su segunda década el escenario se iba completando para la inauguración del conflicto generalizado. En especial, la crecida tensión política podía desembocar en guerra abierta en cuatro zonas: Países Bajos, donde la tregua hispan o-holandesa expiraba en 1621; el Imperio, por la presencia de dos ligas confesionales y el enfrentamiento entre los estados protestantes y el Emperador católico; en el Báltico la di­ visión religiosa, reforzada por rivalidades dinásticas, enfrentaba a Suecia y Polonia; finalmente, la rivalidad entre Francia y los Habsburgo convertía zonas estratégicas (Lorena, Saboya, cantones suizos y ducados indepen­ dientes del norte de Italia) en focos potenciales de conflicto.

3. La Guerra de los Treinta Anos La Guerra de los Treinta Años ha pasado a la historia como el primer conflicto europeo de carácter general. Se inició con la revuelta de Bohemia en 1618 y finalizó, formalmente en 1648 con los tratados de Westfalia, y realmente en 1659-1660 con las paces de los Pirineos y Oliva. Con mu­ cha frecuencia, al analizar las causas de la confrontación se le han aplicado las específicas de la «Fronda checa», sin reparar en que ésta fíie sólo el de­ tonante de aquélla. En la Guerra de los Treinta Años van a confluir, real420

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mente, intereses estratégico-políticos específicos de las potencias en liza; unos intereses, eso sí, vertebrados en torno a dos ejes que unían zonas de especial tensión y que condicionaron la formación de los bloques enfren­ tados: uno «pro» y otro «anti» Habsburgo. Porque será, precisamente, el triunfo de la Casa de Austria en las primeras etapas de ia guerra, el factor determinante de la internacionalización del conflicto.

A. El apogeo de los Habsburgo

Los comienzos del conflicto se relacionan con el intento habsburgués de germanizar Bohemia, ligándola más a los dominios patrimoniales. La nobleza checa, defensora de una línea autonomista frente a las pretensiones imperiales, replicó dicha política con un golpe de estado conocido como «defenestración de Praga». Fernando de Estiria fue depuesto como rey de Bohemia y sustituido por Federico V del Palatinado (el «Rey de Invierno»), Ante estos hechos los estados europeos van a inhibirse, salvo Transilvania cuyo príncipe Bethlen Gabor prestó ayuda militar a los rebeldes y Felipe III que apoyó al Emperador. Dentro del Imperio, Maximiliano de Baviera y la Liga Católica tomaron partido por los Habsburgo mientras que la Unión Evangélica quedó neutralizada con el tratado de Ulm impuesto por Francia e Inglaterra. Los subsiguientes enfrentamientos militares se resolvieron, momentáneamente, con el triunfo habsburgués en la Montaña Blanca en 1620. Pero la crisis no había hecho más que empezar; muy pronto una serie de circunstancias trocaron la guerra interna en guerra internacional. En 1621 expiraba la tregua hispano-holandesa. Tanto en España como en las Provincias Unidas las posturas se habían ido decantando hacia la rup­ tura de hostilidades ya desde 1619. En el caso de la Monarquía Hispánica, la alianza austríaca y la guerra con Holanda fueron directrices externas ges­ tadas por el grupo de presión que derrotó a Lerma (Zúñiga, Oñate, Feria, Osuna). En 1621 Olivares las asumió e integró en una concepción estraté­ gica global. Consistía en lanzarse a una guerra económica contra las pro­ vincias rebeldes sobre la base de un bloqueo continental, y una guerrilla marítima a partir del corsarismo de Dunkerque. El sistema español se puso en marcha bajo la bandera de la «reputación» para saldar los perjuicios es­ tratégicos y económicos causados por la tregua. Curiosamente, también la lectura holandesa de los años de paz era negativa, al menos para los intereses económicos de la república. Y en el exterior, Inglaterra y Francia presiona­ ban en favor de la reanudación de la guerra: Jacob o I movido por el deseo de ayudar al «Rey de Invierno» a recuperar el Palatinado, ocupado por el ejercito español; para Francia era la ocasión de diversificar las fuerzas espa­ ñolas y restablecer su influencia en Italia. Las relaciones internacionales (1598-1700)

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GUERRA ECONÓMICA CONTRA LAS PROVINCIAS UNIDAS 1621-46

R.A. Stradling, Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720- Ed. Cátedra, Madrid, 1981. 422

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El embate absolutista y católico protagonizado por Fernando 11 en Alemania movilizó a Cristian IV —rey de Dinamarca y elector de Holstein—, temeroso de que la recatolízación se extendiese hacia Escandinavia. Todos esos facto­ res determinaron, en suma, la formación de una coalición anti-Habsburgo en 1625: Dinamarca, la Inglaterra de Carlos I y las Provincias Unidas firmaban la convención de La Haya con Federico V Cristian IV se sumaba al frente protes­ tante participando directamente en el conflicto; Inglaterra enviaría a Alemania un contingente armado comandado por Mansfeld y, al igual que Francia, par­ ticiparía en acciones diversivas para debilitar el esfuerzo hispánico. La ofensiva española de los años veinte culminó con la constelación de victorias de 1625. Dueños del arco occidental del Rhin, los españoles ba­ rrían a los holandeses y sus aliados: los franco-saboyanos fueron rechazados en Genova; la expedición anglo-holandesa contra Cádiz recibió similar trata­ miento; en ultramar Bahía fue recuperada de manos holandesas; y, sobre todo, Breda caía por fin, viabilizando el programa olivarista de guerra económica contra las Provincias Unidas. Mientras tanto en el frente alemán, Wallenstein —recién creado general imperial— y Tilly se imponían a las fuerzas anti­ imperiales. La reconquista católica de las zonas al este del Elba, la derrota de Cristián IV en Lütter (1626) y el espectacular avance de Wallenstein hacia el Báltico condujeron a la paz de Lübeck (1629), por la que Dinamarca renun­ ció a cualquier pretensión sobre Alemania y se retiró del conflicto. El retroceso danés había planteado la accesibilidad de los Habsburgo al Báltico, un área hasta entonces fuera de su control pero imprescindible para el éxito de la política marítimo-económica de Madrid, por cuanto la instalación de una base naval en el norte de Alemania estrangularía definitivamente a las Provincias Unidas. De ahí la favorable acogida de la propuesta realizada por Polonia al Emperador y España en 1626, de crear una flota católica con base en Wismar o Stralsund. Pero el nuevo juego de fuerzas alarmó a Suecia, cuya intervención obligaría a cancelar el «proyecto báltico». A partir de este punto empezaba a cambiar la suerte de los Habsburgo en la contienda. Poco antes de la firma de la paz de Lübeck, Fernando II había promulgado el Edicto de Restitución (1629), cuyos contenidos plasmaban no sólo el predomi­ nio católico en el conflicto, sino también el deseo de convertir en hereditaria la dignidad imperial. La reacción de los príncipes católicos en la Dieta de Ratisbona abortó los planes imperiales y obtuvo la destitución de Wallenstein. Al propio tiempo se produjeron el desembarco de Gustavo Adolfo en Pomerania y el distanciamiento de Maximiliano de Baviera y la Liga con respecto al Emperador, obra de la diplomacia de Richelieu. En la guerra de Flandes, los holandeses pu­ dieron beneficiarse de la diversificación del esfuerzo español en Alemania, eras el ingreso de Dinamarca en el conflicto; quebraron el sistema de seguridad de la flota del Adántico con el golpe de Matanzas (1628) y alcanzaron un nuevo respiro con la emergencia de la crisis de Mantua en 1629. relaciones internacionales '1598-1700)

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LA GUERRA EN EL DECENIO DE 1640

G. Parker, La Guerra de los Treinta Años, Barcelona, Crítica, 1988. 424

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Las relaciones internacionales (1598-1700)

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guerra fría mantenida hasta entonces en Italia iba a cambiar de carác­ ter. La paz de Lyon (1610) había privado a Francia de su tradicional acceso a Italia, vía Saluzzo y Saboya, y a España de su seguro pasillo hacia los Países Bajos y el Franco Condado. La revuelta de Bohemia convirtió el valle alpino de la Valtelina en pieza crucial para España y los Habsburgo austríacos, dada la necesidad de crear un pasillo militar seguro entre Lombardía y Tirol. Tal aspiración quedó colmada con el tratado de Monzón impuesto a los francosaboyanos en 1626. La crisis abierta por la sucesión de Mantua invertiría la tendencia. La intervención decidida de Richelieu contra las pretensiones hispano-saboyanas impuso el acuerdo de Cherasco (1631), que no reportó ganancias territoriales para Francia, pero frustraba la permanencia española en el enclave. Fiel a su política de concitar una oposición constante contra los Austrias, Francia firmó el mismo año el tratado de Bärwalde con Suecia. A cambio de subsidios franceses, Gustavo Adolfo dirigiría su ejército contra el Emperador para destruir el control Habsburgo sobre Alemania. Había comenzado la fase más internacional de la Guerra de los Treinta Años.

B. Los años de derrota y el final de la guerra

La participación sueca en la Guerra de los Treinta Años vino precedida por la firma de la tregua de Altmark con Polonia (1629), que concedía a los contendientes un respiro de seis años en su lucha por Livonia. La diplomacia de Gustavo Adolfo estableció las bases de la cooperación francesa, acordó con Rusia importaciones de grano a precios subvencionados y obtuvo apoyo finan­ ciero de las Provincias Unidas. Pese a no contar con la adhesión de los príncipes protestantes del Imperio, los suecos conquistaron el litoral báltico e iniciaron la penetración en Alemania, sometiendo Brandeburgo y dirigiéndose hacia los estados católicos. El éxito imprevisible de Gustavo Adolfo, que llega a invadir Baviera, devolvió el protagonismo a Wallenstein; restituido por el Emperador, inició la reconquista de los territorios católicos invadidos por Suecia. Lützen fue la última batalla victoriosa de Gustavo Adolfo en el conflicto. Murió en el combate en 1632; Wallenstein le sobrevivió dos años, antes de caer ase­ sinado. En adelante, Suecia permanecería en liza pero como miembro de la liga Heilbronn (1633) —impulsada por Oxenstierna e integrada por príncipes y ciudades libres del Rhin, Suabia y Franconia—. La unión protestante fue derrotada en Nördlingen (1634) por el ejército del Cardenal-Infante en ruta hacia los Países Bajos. Este hecho, unido a la recuperación española de áreas ocupadas por Holanda, devolvió a tal punto la iniciativa a los Habsburgo que decidió la intervención directa de Francia en la Guerra de los Treinta Años. La reacción francesa ante la crisis del bando anciimperial se materializó en una estrategia destinada a romper los lazos físicos que mantenían unida 426

Historia del Mundo Moderno

la alianza Habsburgo. Se incrementaron las subvenciones a Holanda para contrarrestar los esfuerzos del Cardenal-Infante en los Países Bajos y cor­ tar por mar la comunicación Madrid-Bruselas; enclaves alsacianos fueron ocupados para aislar Lombardía de los Países Bajos; con la invasión de la Valtelina, Milán y Viena quedaron aisladas; y la pacificación de Alemania se impidió mediante un tratado con la Liga Heilbronn por el que Francia se enfrentaría a España y no firmaría la paz sin sus aliados. Entre 1635 y 1636 Francia entró en guerra con España y el Emperador. La evolución del conflicto franco-español fue desfavorable para España. Entre 1635-1638 los franceses habían invadido los Países Bajos hasta Lovaina y los holandeses experimentaron grandes avances en Ultramar; los imperiales, bloqueados por el ejército sueco junto al Óder y por el de la Liga Heilbronn en Alsacia, no pudieron ayudar a España. La supervi­ vencia española exigía la paz; una posibilidad que se esfumó con las victo­ rias marítimas holandesas de Las Dunas (1639) y Pernambuco (1640) y, sobre todo, con la emergencia de la rebelión en Cataluña y Portugal. La derrota del ejército de Flandes en Rocroi (1643) dio un nuevo impulso a la ofensiva francesa que se derramó sobre Luxemburgo y Alsacia, hasta al­ canzar la frontera holandesa, y hacia el sur sobre Piamonte y Monferrato. Pero la nueva situación iba a beneficiar, de algún modo, a Felipe IV. El peligro político de la vecindad francesa inclinó a los holandeses a buscar la paz con España, en una coyuntura en que Brasil —posición irrenunciable para España antes de 1640 y dependencia de una provincia rebelde en la nueva coyuntura— no constituía el escollo insalvable de negociaciones anteriores. El acuerdo de Münster (1648) operaría una «revolución diplo­ mática» que modificó las relaciones hispano-holandesas. El retroceso del frente imperial ante la coalición franco-sueca había mo­ tivado el inicio de conversaciones de paz en 1636, desarrolladas al unísono con las hostilidades. En 1641-1642 Suecia alcanzó el corazón de las pose­ siones habsburguesas ocupando Moravia y parte de Sajonia. La guerra enta­ blada con Dinamarca en 1643 y que finalizó con la paz de Bromsebro (1645) alivió momentáneamente la presión sueca sobre Alemania; pero ésta se re­ novó, reforzada con la alianza del príncipe transilvano jorge Rakoczi, para invadir Hungría y derrotar a los imperiales en Jankov tras penetrar los suecos hasta Bohemia. En el oeste, los franceses derrotaban a los aliados bávaros de Fernando III en Allerheim (1645). El camino hacia la paz quedó expedito.

C. Westfalia y sus epílogos

El camino hacia Westfalia fue largo y tortuoso. La reconciliación pro­ puesta por Urbano VIII a mediados de los años treinta fracasó ante la Las relaciones internacionales (1598-1700)

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irrupción de la guerra franco-española; el intento del nuevo Emperador, Fernando III, en 1637-1638, corrió la misma suerte; en 1640 la Dieta imperial logró zanjar el problema alemán y Francia y Suecia iniciaron conversaciones en Hamburgo, pero el Emperador se negó a firmar la paz con Francia para evitar la intensificación de la presión sobre España. Sólo después de que el elector de Brandeburgo, Federico Guillermo, suscri­ biese el armisticio con los suecos, se avino Fernando Illa iniciar contactos con Francia y Suecia para evitar iniciativas particulares de otros príncipes alemanes. Las conversaciones comenzaron en 1645, con una doble ubicación: Münster para imperiales y franceses y Osnabruck para imperiales y sue­ cos. El Congreso de Westfalia, concluido en octubre de 1648, señalaba como grandes triunfadores a Francia, Suecia y Brandeburgo y no dejaba mal parado al Emperador. España tuvo que reconocer la independencia legal de las Provincias Unidas, que se desgajaron del «círculo de Borgoña», y el Emperador la de los cantones suizos. En el reparto de territorios, Francia recibió los obispados loreneses de Metz, Toul y Verdón, la parte meridional de Alsacia, territorios im­ periales y enclaves estratégicos en el Rhin. Suecia entró en posesión de Pomerania occidental, islas Rüggen, norte de Pomerania oriental con las desembocad uras del Óder y Sttctin, el puerto de Wismar y los obispados de Bremen y Verden, con lo que pasó a controlar la desembocadura de los grandes ríos continentales (Óder, Elba y Wesser) y se convirtió en miembro del Imperio. La recompensa de Brandeburgo por la ayuda pres­ tada a Francia fue el resto de Pomerania oriental y los obispados secula­ rizados de Halberstad, Minden y Kamin, más el derecho de sucesión en Magdeburgo. A nivel local, el duque de Baviera retuvo el Alto Palatinado y recibió la dignidad de elector, pasando a ser el octavo miembro del co­ legio; el Bajo Palatinado y la condición electoral fueron recuperados por los descendientes de Federico V; y Lusacia quedó en poder de Sajonia. Fernando 111 pudo recuperar los dominios hereditarios, ocupados en su mayor parte por potencias extranjeras, sacrificando territorio alemán en el norte y oeste, y salvó a las provincias patrimoniales de contribuir en las indemnizaciones económicas reconocidas a Suecia. A nivel político Westfalia significó el triunfo de las «libertades ger­ mánicas» sobre el absolutismo imperial e implicó una doble parálisis: del Emperador, que vio limitado su poder por la ampliación del de los Estados (iu¡ foederis), y de la Dieta, incapaz de transformarse en auténtico Parlamento al adquirir las ciudades voz deliberativa como los electores y príncipes. En el campo religioso, los acuerdos de 1648 situaban la confesión calvi­ nista en pie de igualdad con la luterana y la católica; el reconocimiento de 428

Historia del Mundo Moderno

las secularizaciones retrocedía hasta 1624 (derogación, pues, del Edicto de Restitución); y se modificaba el principio cuius regio eius religio en el sentido de una mayor tolerancia por parte de los príncipes territoriales. Sin duda ninguna, el resultado más evidente de Westfalia fue la solución del pro­ blema confesional y la lucha religiosa en Alemania, aspectos de rigurosa in­ fluencia en la política internacional. El Imperio, rotos sus lazos con Roma, perdió tanto su carácter jerárquico como su atributo de universalidad. La política vio desplazado su centro de gravedad: dejó de girar en torno al im­ perialismo dinástico y religioso y tomó por eje el particularismo. De todos los conflictos planteados dentro de la Guerra de los Treinta Años, Westfalia dejó sin resolver la pugna hispa no-francesa y la rivalidad en el Báltico. España, reconocida la independencia de Holanda en Münster, aban­ donó las negociaciones y continuó la guerra con Francia esperando obte­ ner alguna ganancia territorial. Las confrontaciones se desarrollaron en las zonas fronterizas y se prolongaron durante once años debido a las dificul­ tades internas que atravesaron los implicados. Felipe IV pudo beneficiarse, por primera vez, de los factores estratégicos favorables derivados de operar en el propio territorio, para sentar las bases de la recuperación catalana; con la concentración de recursos navales en el Mediterráneo, frustró la es­ trategia francesa, centrada por Mazarino en Italia, impidiéndole, incluso, capitalizar el momento crucial de las insurrecciones de Nápoles y Palermo. Además la emergencia de la Fronda permitió a España una notable recu­ peración militar, simbolizada en el annus mirabilis de 1652 con la tríada de victorias en Dunkerque, Barcelona y Casale. Sin embargo, la reducción drástica de recursos financieros y humanos de la monarquía española de los años cincuenta, su incapacidad para recomponer los pasillos de comu­ nicación militar y, sobre todo, la irrupción de Cronwell en el conflicto (1657) —motivada por problemas internos del Protectorado—-, sellaron el destino de la guerra. Como en la última etapa de Felipe II, una coali­ ción de potencias conseguiría quebrar el sistema español. Ahora Portugal desempeñaría el papel de Holanda como provincia rebelde y frente diver­ sificador de fuerzas, en tanto que Inglaterra servía a Francia para romper el equilibrio de desgaste franco-español arrastrado desde Rocroi. La paz de los Pirineos (1659), consecuente a la victoria anglofrancesa de Las Dunas (1658), fue un acuerdo relativamente imparciai por cuanto, tanto Felipe IV como Luis XIV hicieron concesiones; pero con una tara congènita, la ausencia de Inglaterra, que impediría el objetivo estraté­ gico de Madrid de recuperar Portugal. En los Pirineos, España entregó a Francia el Rosei lón, la Cerdaña, el Artois y diversas plazas en el nordeste de Flandes; aceptó la posesión francesa de Alsacia establecida en Westfalia, y consintió el matrimonio de la infanta María Teresa con Luis XIV. Las relaciones internacionales (1598-1700)

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Thomas Munck, La Europa del siglo XVJL 1598-1700, Madrid, Akal, 1994, p. 26.

LOS ESTADOS EUROPEOS EN 1660

En el ámbito báltico, la pugna por la hegemonía estalló en los años cincuenta, dando lugar a un conflicto de cinco años conocido como Guerra del Norte. La rivalidad sueco-polaca fue el detonante de la lucha, ya que la reivindicación del trono sueco por Juan Casimiro de Polonia permitió a Carlos X de Suecia satisfacer sus aspiraciones sobre Curiandia y la Prusia polaca; todo ello en un momento en que, para mayor compli­ cación, Rusia y Polonia se hallaban enfrentadas por las derivaciones de la rebelión cosaca de 1648. Los resonantes triunfos militares de Carlos X en 1655 se completaron con la imposición al elector de Brandeburgo del tratado de Königsberg (1656) por el que Prusia oriental rompía lazos con Polonia para con­ vertirse en feudo sueco. Nuevos ataques suecos, con la colaboración de Transilvania y los cosacos, sobre territorio polaco llevaron a Federico III de Dinamarca a invadir el ducado de Holstein-Gottorp, vinculado fami­ liarmente a Suecia. En una fulminante campaña de invierno, Carlos X llegó hasta Copenhague (1658). La paz de Röskilde cerró este frente, otorgando a Suecia Escania y la mitad de los derechos de paso del Sund; pero para entonces la situación de Carlos X comenzaba a hacerse crítica al atraer sus acciones la atención de potencias extranjeras. Holanda tomó partido por Dinamarca para evitar la lesión de sus intereses comercia­ les con el predominio sueco en el Báltico. El emperador Leopoldo I, alarmado por la penetración sueca en territorio polaco, que ponía en riesgo Hungría y Silesia, obligó a Brandeburgo a abandonar la alianza con Carlos X y le impuso un pacto ofensivo con Austria y Polonia para atacar a Suecia. Mazarino, ocupado en la guerra con España, seguía con gran preocupación los acontecimientos del norte que podían vulnerar los acuerdos de Westfalia; tras conseguir la alianza inglesa, las dos poten­ cias se comprometieron en el tratado de Londres a restablecer la paz en el Báltico sobre la base del tratado de Röskilde, modificado en favor de daneses y holandeses. La confrontación se dirimió en 1660 con un do-1 ble pacto. Por el tratado de Copenhague, Suecia conservaba Escania y el . Báltico se abría a los barcos de cualquier país; por la paz de Oliva, Polonia 1 renunció a sus pretensiones a la corona sueca, Livonia fue repartida entre polacos y suecos, Suecia abandonó Prusia y Curlandia, y Brandeburgo ( evacuó Pomerania. Luis XIV, declarado protector de todo el articulado, ( obtuvo de Rusia la paz de Kardis (1661) por la que el zar renunciaba a, sus conquistas en Livonia. Posteriormente, con la tregua de Andrusovo j (1667) con Polonia, pudo retener Ucrania y Smolensko, primeros ba--¡ luanes del imperio moscovita frente a la «barrera del este» formada por ¡ Suecia, Polonia y Turquía. ; La pacificación del Báltico cerraba el sistema westfaliano. El dominio I sueco en el norte no era pleno, pero sí incuestionable gracias al apoyo I Las relaciones internacionales (1598-1700)

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francés; la hegemonía española caminaba hacia la postración; Austria, abandonada su vocación imperial, iniciaba un reforzamiento interno del que pronto sería víctima el Imperio Otomano; Holanda, reconocida in­ ternacionalmente, veía reforzados sus intereses económicos con el desen­ lace de las campañas bálticas; y, por encima de todo, Francia alcanzaba una posición privilegiada como inspiradora del nuevo sistema y patroci­ nadora de una amplia clientela continental. Las relaciones internacionales no tardarían en entrar en una nueva era de «ascendencia francesa».

4. El ascenso de Francia y el sistema internacional En 1661 Europa vivía un momento de paz que la política francesa no tardaría en trastocar. El destino incierto de la monarquía española, o más concretamente de la sucesión de Felipe IV, abría espectarivas que Luis XIV va a tratar de afianzar obteniendo en Europa complicidades y neutrali­ dades que faciliten el aislamiento de España. Portugal, tras veinte años de lucha por sacudirse la tutela hispánica, se había convertido en aliado provisional de Francia y causa de debilidad para el flanco español. Entre las potencias marítimas, el rey ingle's —pensionado por Francia— era un aliado seguro, aunque Holanda tenía un serio rival en la marina inglesa y veía a Francia como vecino peligroso, caso de desaparecer el estado-ta­ pón belga. En el norte, Suecia —aliada tradicional de Francia— toleraba mal la amistad franco-danesa pero servía bien a la política de Luis XIV presionando al Emperador, entreteniendo a Brandeburgo e intrigando en Polonia. Dentro del Imperio, la Liga del Rhin —ideada por Mazarino, renovada en 1663 con nuevos miembros y sobre todo con la adhesión de Brandeburgo en 1665— reforzaba el ascendiente de Francia como protec­ tora de las «libertades germánicas». En el este la alianza otomana facilitaba el control de Austria. El mapa de Europa podía imprimirse con «diseño francés».

A. El imperialismo de Luis XIV

Se han vertido múltiples argumentos para explicar los motivos de la orientación exterior francesa en esta etapa. La herencia española como eje del reinado; la explotación de los textos poco claros que se elaboraron en Westfalia y Pirineos; la meta de alcanzar fronteras seguras para Francia; la obsesión por ceñir la corona imperial; la combinación de pragmatismo y oportunismo en la actuación política o la misma psicología real, obse­ sionada por la pasión de la gloria, son elementos explicativos parciales 432

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cuando se les intenta elevar a la categoría de causa absoluta. En la política exterior de Luis XIV se dan cita cada una de esas causas, pero en distintos momentos. Porque lo cierto es que los intereses son plurales y, además, cambiantes en la misma medida que el contexto internacional que los arropa. Sólo destaca en el conjunto un factor de unidad: la dirección real, personal de Luis XIV, de la política exterior y el designio de forzar un en­ torno que deberá aceptar, de buen grado o por la fuerza, una superioridad francesa que no se detiene en el dinero o las armas, sino que se desborda con la impregnación europea de civilización gala. Los primeros veinticinco años del reinado de Luis XIV se caracteriza­ ron por el despliegue de una política exterior ofensiva vertebrada en torno a la Guerra de Devolución, el ataque contra Holanda y las anexiones de las Cámaras. Fue ésta la «fase dorada» del imperialismo francés. La Guerra de Devolución (1667-1668) vino motivada por la. re­ clamación francesa a España de los Países Bajos como herencia de la reina de Francia (hija del primer matrimonio de Felipe IV y esposa de Luis XIV) ante el incumplimiento de las cláusulas relativas a su dote, establecidas en los Pirineos. La argumentación jurídica se basaba en disposiciones de derecho privado vigentes en Brabante, e insistía en la nulidad de la renuncia a la sucesión española formulada por la infanta María Teresa en 1659. Antes de lanzarse a la guerra, Luis XIV desplegó una táctica diplomática que señalaba la tónica a seguir en actuacio­ nes posteriores: buscó la alianza portuguesa y neutralizó al Emperador pactando el reparto de la monarquía española para el caso de fallecer el heredero Carlos II. Tras una exhortación protocolaria a la regente, Mariana de Austria, el ejército de Turena se adentró en los Países Bajos sin mayor dificultad. La alarma causada por este «paseo militar» fran­ cés llevó a la constitución de la Triple Alianza de La Haya (Holanda, Inglaterra, Suecia) que presionó a Luis XIV para firmar la paz de AixLa-Chapelle (1668). Francia quedaba en posesión de doce plazas en la parte meridional de los Países Bajos, colindantes con adquisiciones realizadas en los Pirineos, y devolvía a España el Franco Condado, ocu­ pado durante la invasión. España —que había tenido que reconocer la independencia de Portugal en el curso de la guerra— salió del conflicto con la garantía anglo-holandesa de proteger los Países Bajos de futu­ ras agresiones francesas. El acercamiento de las potencias marítimas a España fue efímero en el caso de Inglaterra, cuyo monarca, Carlos II, se situó al lado de Luís XIV durante las intrigas de los años setenta para desmembrar las Provincias Unidas. España, sin embargo, se in­ clinó hacia un acuerdo militar defensivo con La Haya para proteger los Países Bajos de la ambición francesa, que la involucró en la guerra de Holanda en 1672. Las relaciones internacionales (1598-1700)

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ADQUISICIONES FRANCESAS DURANTE EL SIGLO XVII

D.H. Pennington, Europa en el siglo XVII, Madrid, Aguilar, 1973, p. 471. 434

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Desde 1668 el imperialismo francés viró en otra dirección, comen­ zando la que ha sido calificada como «obsesión holandesa» (1668-1672). Diferencias políticas (recelo holandés ame la expansión militar francesa, oposición entre el absolutismo de Luis XIV y el republicanismo holan­ dés), económicas (predominio comercial holandés, sentido como lesivo para los intereses de Francia) y religiosas (calvinismo-catolicismo) preci­ pitan la invasión de las Provincias Unidas en 1672; un acto que, pese al éxito militar, se convertirá en el primer fracaso de Luís XIV. Previamente, el monarca galo rompió la Triple Alianza mediante el tratado de Dover con Inglaterra (1670) y el de Estocolmo con Suecia (1672). Pero la cri­ sis interna abierta por la agresión francesa favorece el acceso al poder de Guillermo de Orange, quien en menos de dos años moviliza Europa con­ tra Francia. La coalición integrada por el Emperador, España, el duque de Lorena, Inglaterra y varios príncipes alemanes, consigue la firma de la paz de Nimega en 1678. Las Provincias Unidas no perdieron un ápice de territorio; España pagó por todos y tuvo que ceder el Franco Condado, el resto de Artois, parte de Flandes y Hainaut, y Cambrai. Nimega supuso el comienzo de un período de paz en Europa occiden­ tal durante el cual Luis XIV consiguió aumentar sus territorios sin recu­ rrir a las armas. El nuevo instrumento de expansión fueron las «Cámaras de reuniones» que trataban de explotar cláusulas poco claras de tratados anteriores. Se ubicaron en Breisach, Besanáon y Metzy, entre 1680-1681, completaron la incorporación de Alsacia a Francia, unieron el territo­ rio de Montbeliar al Franco Condado, ampliaron los obispados loreneses con plazas del Sarre y Luxemburgo, y anexionaron la ciudad libre de Estrasburgo y el ducado de Deux-Ponts. Esta política, lesiva para los in­ tereses del Imperio, España y Suecia y peligrosa para Holanda, promueve una nueva coalición internacional que condujo a la Tregua de Ratisbona (1684) en la que el Emperador y España tuvieron que reconocer las re­ uniones hechas hasta 1681. En los años siguientes a Ratisbona, Luis XIV no dejó de agredir a Europa: el bombardeo de Genova (1684), la demostración naval contra Cádiz (1686), la invasión de Avignon (1688) son algunos de los múltiples actos de fuerza con los que el «Rey Sol» demostró no estar dispuesto a respetar la tregua. Los soberanos europeos se movilizaron concertando un conjunto de alianzas defensivas contra presumibles nuevas agresiones fran­ cesas, conocido como Liga de Augsburgo (1686). Se concluyó dentro del Imperio y agrupaba, además de Baviera, círculo de Franco nía, Palatinado y ducado de Holstein, a Suecia y España debido a sus posesiones en el Imperio. Se trataba de una alianza defensiva con organización financiera y militar propia. Cuando la revocación del Edicto de Nantes introdujo en ella al elector de Brandeburgo, y el frente de estados protestantes se fue Las relaciones internacionales (1598-1700)

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ensanchando con el advenimiento del estatúder de Holanda al trono de Inglaterra, cristalizó el mayor peligro al que podía enfrentarse Luis XIV: el aislamiento internacional. Comenzaba para Francia la «gran prueba». Había perdido a sus antiguos aliados y clientes en Europa; la revocación había sublevado a estados protestantes en otro tiempos estipendiados por Francia; el Papa era hostil a Luis XIV; el Emperador se había convertido en jefe reconocido de Alemania y la cristiandad; y las potencias marítimas habían unido sus fuerzas bajo la autoridad de Guillermo de Orange. La guerra de la Liga de Augsburgo —también conocida como de los Nueve Años o del rey Guillermo— estalló en 1688 a raíz del ataque fran­ cés a Colonia y el Palatinado, y contó con diversos escenarios, no sólo en Europa (Imperio, Países Bajos, Irlanda, Piamonte, Saboya, Cataluña), sino también en América (golfo de Méjico, Antillas, bahía de Hudson), África y la India. Terminó por la paz de Ryswick (1697); Luis XIV, aunque no había sido derrocado, devolvió todas las conquistas realizadas durante el conflicto y las anexiones posteriores a 1679, excepto Estrasburgo, además de reconocer a Guillermo de Orange como soberano inglés. Su actitud en este episodio parece debida a dos motivos: la necesidad, impuesta por el estado lamentable de sus finanzas y la profunda desestructuración del reino; y la esperanza ante la próxima muerte del rey de España sin he­ rederos. Luis XIV deseaba congraciarse con las potencias europeas para encontrar en ellas una postura favorable a la hora de reclamar la sucesión española. Pero, en última instancia, Ryswick suponía una regresión clara de Francia a nivel internacional. La Guerra de Sucesión a la corona de España confirmaría esta tendencia, ya en el siglo XVIIL

B. Suecia y el Báltico

Entre Westfalia y Oliva, Suecia ratificó su ascenso como potencia do­ minante en el ámbito báltico. Había participado en la Guerra de los Treinta Años en el frente vencedor; su posición como aliada de Luis XIV resultaría fundamental para el sostén de su predominio en la segunda mitad de la centuria, aunque sus relaciones fueron de todo punto tortuosas. La Suecia de Carlos XI (1660-1697) se veía afectada por diversos fac­ tores de inestabilidad. El dominio total del Báltico y Escandinavia no se había logrado y el «imperio sueco» carecía de ligazón territorial; el peli­ gro de irrupción rusa en el Báltico acechaba; varios estados alemanes, en especial Brandeburgo, esperaban poder arrebatar a Suecia sus provincias alemanas; los planes daneses de revancha persistían; y, finalmente, los in­ tereses comerciales de las potencias occidentales en el Báltico, sobre todo los holandeses se concillaban mal con el exclusivismo sueco en el área. 436

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En tal situación, la política exterior sueca se orientó, en principio, ha­ cia el mantenimiento del equilibrio de poder europeo, sobre la base de pactar acuerdos con los estados occidentales para evitar nuevos conflictos en el área, aislar a Dinamarca —que por su parte ensayaba aproximacio­ nes a Francia, Inglaterra y, sobre todo, a las Provincias Unidas— y evitar, en cambio, el aislamiento sueco. De ahí su acercamiento a Inglaterra en 1665 y su mediación en el tratado anglo-holandés de Breda en 1667, como también el trasiego de alianzas hasta 1672. Los factores que final­ mente la hicieron decidirse por Francia incluían los triunfos de Luis XIV en Alemania, el abandono inglés de la Triple Alianza y el temor de un acercamiento franco-danés. El tratado franco-sueco de 1672, por el que Suecia tuvo que atacar Brandeburgo, aliado de Provincias Unidas en la guerra de Holanda, le acarrearía la derrota de Fehrbellin (1675). Mientras tanto Dinamarca se unió en alianza con el frente antifrancés cuya ofensiva arrebató de manos suecas los territorios de Holstein-Gottorp, Pomerania, Bremen, Verden y Wismar. Pese a estos reveses, la diplomacia de Luis XIV consiguió para Suecia una paz (tratado del Sund, 1679) con apenas pér­ didas territoriales. Las condiciones en que se formalizó el acuerdo —sin contar con los suecos y vulnerando Luis XIV su compromiso de no pactar con las Provincias Unidas separadamente de Suecia— fueron la razón del provi­ sional acercamiento a Dinamarca y de la normalización de relaciones con Holanda. Con esta última firmó Suecia el tratado de La Haya (1681), que comportaba la unión de esfuerzos para mantener las estipulaciones de Westfalia y Nimega, un compromiso de mutua defensa y un acuerdo comercial netamente favorable para Holanda. Para contrarrestar los efec­ tos de la alianza sueco-holandesa, Luis XIV negoció con los enemigos potenciales de Suecia (Brandeburgo y Dinamarca), inclinando finalmente a Carlos XI a entrar en la Liga de Augsburgo en 1686. El paso posterior de Brandeburgo al campo antifrancés dejó aislada a Dinamarca y desató en ella una política exterior agresiva sobre el norte de Alemania, coinci­ dente con el ataque de Luis XIV al Palatinado. La unión dinástica anglo-holandesa de 1689 y el robustecimiento de las fuerzas antifrancesas tuvieron importantes consecuencias para Escandio avi a. La disminución de la rivalidad comercial entre Inglaterra y Holanda descartó un elemento de enfrentamiento explotado hasta entonces por los estados nórdicos. La evolución de la Guerra de los Nueve Años permitió a Suecia desarrollar una mediación que parecía confirmar su papel de gran potencia. Pero, in­ mersa en las complicidades e intereses de los estados occidentales, Suecia había descuidado el peligro que amenazaba desde el Báltico oriental: el enfrentamiento con Rusia que se dirimiría en la Gran Guerra del Norte, ya en la siguiente centuria. Las relaciones internacionales (1598-1700)

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C. El Imperio Otomano y la tensión danubiana Aunque Turquía atraviesa un período de decadencia, su imperialismo experimentó una reactivación hacia mediados del XVII, gracias a la orien­ tación imprimida por los visires Kóprülü. En la geopolítica otomana Hungría y Transilvania constituían bases esenciales; eran la llave de Europa central y punto de discordia entre los Habsburgo y los otomanos. Transilvania tenía una importancia capital para el mantenimiento del poder turco en Hungría y su extensión en Polonia, pero, al propio tiempo, bajo Jorge Rakoczi, había intentado liberarse de la tutela otomana, ocupar suelo polaco (apoyo a Carlos X de Suecia durante la Guerra del Norte) e intervenir en Moldavia y Valaquia. Tales motivos están en la base de la deposición de Rakoczi ordenada en 1658, que se tradujo en cuatro años de lucha, hasta la restauración de la soberanía turca sobre el principado, en 1662. La conquista de Transilvania por Constantinopla representaba la des­ aparición de un importante amortiguador de la presión otomana y la reac­ ción europea no se hizo esperar. La Dieta imperial de Ratisbona votó la concesión de ayuda económica y militar a los Habsburgo y, bajo los aus­ picios del papa Alejandro VII, se formó una Liga Santa para enfrentarse a Fazil Ahmed que avanzaba peligrosamente hacia Viena en 1663. La de­ rrota turca en San Gotardo (1664) puso de manifiesto la superioridad austríaca en armamento y tácticas y demostró la vulnerabilidad otomana. En la paz de Vásvar, Leopoldo I reconoció, sin embargo, la soberanía de la Sublime Puerta sobre Transilvania, y Turquía renunció al resto de Hungría. La evolución en el Mediterráneo, otro frente sobre el que se derramó la ofensiva otomana en esta coyuntura, fue bien distinta. En 1669 se com­ pletó la conquista de Creta con la caída de Candía, asediada por los turcos desde 1647. Desde entonces el Mediterráneo oriental quedó convertido en lago otomano. La última empresa militar del visir Fazil Ahmed tuvo como objetivo Ucrania. Los cosacos habían solicitado la protección del sultán Mehmed IV para contrarrestar los ataques de polacos, rusos y tártaros de Crimea. Tras la firma de la tregua de Andrusovo entre Polonia y Rusia, se estrecharon las relaciones entre el atamán Dorosenko y Turquía con las miras puestas en la conquista de la Ucrania rusa. En 1672 el ejército turco, reforzado con contingentes cosacos y tártaros, inició una penetración en Polonia que le permitió adquirir una plataforma territorial desde la que presionar sobre Ucrania. Pero las pretensiones otomanas en este área no consiguie­ ron afirmarse y el nuevo visir, Kara Mustafá, volvió a reorientar la ofensiva hacia Hungría. 438

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Cuando concluyó el armisticio de Vásvar en 1682, Turquía se negó a renovarlo; amparada por la delicada situación interna que atravesaba Hungría, esperaba arrebatarla a los Habsburgo. Los magiares húnga­ ros se mostraban reacios a someterse al dominio austríaco y los protes­ tantes temían el catolicismo habsburgués. La protección otorgada por Constandnopla al dirigente húngaro Thókóly •—nombrado rey de la Hungría occidental— fue el paso previo al desencadenamiento de una nueva guerra austro-turca. Ésta llegaba en un momento nada propicio, dada la convulsión europea ante el imperialismo francés. Pero Leopoldo I pudo contar con la valiosa ayuda de Juan Sobiesky, que derrotó a los tur­ cos en Kahlenberg y levantó el sitio de Viena en 1683. Al año siguiente se formalizó la Liga Santa entre Austria, Polonia y Venecia, a la que se unió Rusia en 1685. La ofensiva desencadenada presionó sobre diversos frentes del Imperio Otomano. La campaña de Leopoldo I para la recuperación de Hungría culminó con la conquista de Buda en 1686 y la victoria de Carlos de Lorena en Nagyharsany, cerca de Mohacs, en 1687; la corona perdió su carácter electivo y quedó vinculada a la línea masculina de la Casa de Habsburgo. La intervención en Transilvania concluyó con la derrota turca en Zalankémen; el principado quedó directamente subordinado a Viena. Polonia consiguió recuperar la mayor parte de Ucrania. Venecia se adueñó de la cosca dálmata y Morea y llegó hasta la misma Atenas. El último ejército turco efectivo fue destruido en Zenta por Eugenio de Saboya, comandante de las fuerzas imperiales, en 1697. Un año antes Pedro I de Rusia había obtenido su primera victoria sobre los otomanos en Azov. La paz de Karlowitz, firmada en 1699 ante la inminencia de la muerte de Carlos II de España, recogió la renuncia turca a Hungría y Transilvania en favor de Leopoldo I, con la única excepción del banato de Temesvar, una zona situada al sureste de Hungría; la costa dálmata y el Peloponeso quedaban en poder de Venecia y la mayor parte de Ucrania pasaba a po­ der polaco. La claudicación otomana se completaría en 1700 con el reco­ nocimiento de la conquista de Azov por Rusia.

5. Conclusión Cuando el siglo XVII llega a su final, las condiciones del equilibrio europeo vigentes en los años sesenta han sufrido sensibles variaciones. Si en principio los nuevos hegemonismos parecieron resolverse en favor de Francia, en tanto que impulsora de las transformaciones, y de Suecia y Turquía, como instrumentos secundarios de la preponderancia francesa, la crisis abierta prefigura una nueva configuración del sistema interna­ cional. Ésta sigue inspirándose en los principios que restauraron la paz Las relaciones internacionales (1598-1700)

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europea a mediados de la centuria, pero sus protagonistas e instrumen­ tos difieren sensiblemente. Una «nueva Europa» cristalizará en las prime­ ras décadas del siglo XVIII con la resolución de la Guerra de Sucesión a la corona de España (Utrecht-Rastad, 1713-1714), la Gran Guerra del Norte (Estocol mo-Nystad, 1719-1721) y la confrontación austro-turca (Passarowitz, 1718). Se asiste a una verdadera organización del continente en función de un equilibrio erigido sobre la oposición de las principa­ les potencias; un hábil sistema de contrapesos tratará de evitar la pre­ ponderancia de un estado sobre otro y se favorece ei recurso al arbitraje, que tiene, en los primeros momentos, nacionalidad inglesa. El mar va a desempeñar un papel de primer orden como guardián del equilibrio continental, mientras un sistema de «barreras» en los Países Bajos, Italia y el Rhin permite redondear fronteras y neutralizar aspiraciones. La movili­ zación de estas líneas maestras y la liberación de nuevas fuerzas dará paso al sistema de condominios característico del XVIII.

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Historia del Mundo Moderno

3. El siglo XVIII

CAPÍTULO 16

DEMOGRAFÍA Y SOCIEDAD

Enrique Giménez López Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Alicante

1. La población El número de hombres fue considerado por los políticos europeos del si­ glo XVIII como el elemento básico de toda política de progreso y, por tanto, potencial primario del proceso histórico. El conde de Floridablanca, impul­ sor en 1787 del censo de población considerado más fiable de los que se llevaron a cabo en España durante la segunda mitad de la centuria, afirmaba t que el objetivo de ese gran esfuerzo estadístico era «calcular la fuerza interior1 del estado». Y el deseo de conocer el número de habitantes y poner ese dato ■ en relación con la realidad económica, fue tema central de numerosos escri- i tos económicos y políticos del siglo. Incrementar el número de habitantes, ¡ conocer la dimensión de ese crecimiento para poder valorar el acierto o no ( de la política seguida, y vincular el mayor número de hombres a la capad-1 dad productiva, fueron directrices básicas de la política ilustrada. i I I

A. El crecimiento demográfico