Historia Del Concilio Vaticano II

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GIAN FRANCO SVIDERCOSCHI

HISTORIA DEL CONCILIO Comentario conclusivo del P. Roberto Tucci, S. J.

Colección «Diálogos sobre el Concilio» Volumen 6

EDITORIAL Torregalindo, 5. — MADRID-16

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NIHIL OBSTAT: Alberto Barrios, C. M. F Censor IMPRIMÍ POTEST: Antonio Leghisa, C. M. F. Sup. Gen. NIHIL OBSTAT: Dr. Enrique Valcarcel Censor IMPRIMATUR: Ángel, Obispo Aux. Vic. Gen.

La versión española de esta obra ha sido realizada por JESÚS BERMEJO JIMÉNEZ, C. M. F., con la colaboración de MANUEL CARRASCO DIEZ y MANUEL TARDÍO CHANO, C. M. F., sobre la edición original italiana de «Storia del Concilio», publicada en junio de 1967 por la Editorial Ancora, de Milán.

EDITORIAL COCULSA Printed in Spain

Depósito legal: M. 2.032- 1968 Edita: COCULSA, Torregalindo, 5 (Polígono Santamarca MADRID-16 Imprime: HÉROES, S. A., Torrelara, 8 (Polígono Santamarca MADRID-I 6

presentación

La obra realizada por el Concilio es inmensa. Lo testimonia sobradamente ese caudal inagotable de doctrina, esa fuente tan limpia y luminosa de sabiduría que el Espíritu Santo, por medio de la Iglesia, ha puesto a disposición de los fieles. Pero el Concilio, como todo acontecimiento humano, tiene su historia Intima y secreta. Y la historia del Concilio es la historia de un examen de conciencia profundo y sincero de la Iglesia. La Iglesia se ha puesto a meditar, a reflexionar sobre sí misma, a mirarse en el espejo viviente de la palabra de Dios, que le ha sido confiada. Y la Iglesia se ha visto como es, en su doble dimensión esencial: vertical y horizontal. La Iglesia ha estudiado y penetrado en la intimidad de su ser su relación a Dios Padre, por cuya voluntad existe y se mantiene en el tiempo. Ha examinado su fidelidad a Cristo, su esposo, que la ama y la colma de ternura a través de los siglos. Ha profundizado finalmente su unión al Espíritu Santo, de quien recibe esa llama sublime y delicada que enciende su ser en amorosa solicitud maternal. La Iglesia se ha pensado y se ha visto fundamentalmente fiel en su primera dimensión esencial. Pero ha advertido también sus deficiencias, nacidas de su misma encarnación en el tiempo, y ha tratado de remediarlas. Las ha remediado ya en parte y se esfuerza cada día más por remediarlas del todo. Pero la Iglesia se ha visto y se ha pensado también en su dimensión horizontal. Ella es, por esencia, portadora de salvación. Por eso se ha acercado evangélicamente a los hombres para tenderles su mano bienhechora. Nuestra santa Madre la Iglesia ha mirado a los hombres con amor y ternura. En lugar de enfrentarse con el mundo, ha preferido, prefiere y preferirá siempre usar, en expresión feliz del Papa Juan, «la dulce medicina de la misericordia». Así de sencilla y de buena se ha mostrado la esposa de Cristo. La obra que ofrecemos al público de habla española refleja plenamente esa doble labor y esa doble conquista de la Iglesia. La ha escrito un periodista, una mente afanosa y despierta, una figura autorizada dentro y fuera de los ambientes vaticanos. A través de esas páginas densas de historia se adivina un espí-

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ritu noble y reflexivo, todo transparencia y serenidad. El autor ha amasado su libro con sangre de finura y cortesía. Ha hecho historia de ley, enjuiciando con alma cristalina los hechos. Ha sabido ser fiel a sí mismo. Se respira bien leyendo esta obra, porque está presidida toda ella por un aire sereno y juvenil, por un aire eclesial de primera línea. Nos hemos permitido una pequeña innovación en este libro. Con el fin de aliviar su lectura, nos hemos tomado la libertad de poner en nota algunas aclaraciones marginales que el autor incluía en el texto. Y hemos hecho algo más: proseguir por cuenta propia el apéndice de los acontecimientos posconciliares de mayor relieve para la vida de la Iglesia. Lo demás queda igual. Lo demás es la historia del examen sencillo de la Iglesia, del examen sereno y sincero de su fidelidad a Dios y a los hombres de hoy. Jesús Bermejo Jiménez, C. M. F.

prologo a la edición italiana 8

Deberán transcurrir varios decenios antes de que sed posible una valoración histórica definitiva del Vaticano II y de la obra realizada por los hombres que han participado en él. Sin embargo, esto no impide que ya ahora, cuando el Concilio está penetrando en la vida de toda la Iglesia, se pueda ofrecer una amplia visión retrospectiva del mismo. No es todavía la historia, al menos en su acepción más propia. Se trata más bien de abrir una senda que quisiera servir de guía para una futura historia. Es una crónica, una narración ordenada de los hechos —añadiendo un sereno juicio crítico, lo más imparcial posible— que sea suficiente para determinar mejor algunos aspectos más salientes o más oscuros. Este método expositivo presenta, a nuestro parecer, dos ventajas. Primeramente facilitar una cierta «vulgarización >> de una materia que no se presta demasiado a ser simplificada y traducida en términos profanos. Porque la narración cronológica de los hechos —y ha sido esto lo que principalmente hemos puesto de relieve en la primera parte— creemos que puede ayudar a una progresiva comprensión de la problemática conciliar, incluso al lector que hubiera seguido distraídamente o que ni siquiera hubiera seguido las vicisitudes de las sesiones. Y esto nos sirve ya de anticipada justificación en el caso de que este modo de proceder intencionadamente por grados, pasando de las nociones más simples y accesibles a las más complejas, nos haya-obligado a dejar un poco en penumbra algún episodio de un cierto relieve o a no desarrollar algunos esquemas en la misma medida que otros. La segunda ventaja es la de unir a la descripción temporal de los acontecimientos una fiel reconstrucción del «clima» en el que tuvieron lugar, de los diversos estados de ánimo y de los nuevos fermentos que se iban advirtiendo en cada fase. Precisamente para que el Concilio pueda ser comprendido en su totalidad hemos intentado «revivirlo o día tras día. Los mismos documentos, antes de ser leídos en su definitiva versión oficial, es preciso contemplarlos en el contexto de su elaboración, de las discusiones en el aula, de las votaciones decisivas. Todos

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estos «momentos » sucesivos —cada uno encuadrado en su «atmósfera» particular— permiten comprender a fondo lo que el Vaticano II ha querido decir o silenciar sobre un determinado problema. Sólo de este modo será posible comprender aquel lento pero constante proceso de maduración que rodeará a los hombres y a las cosas del Concilio, y que hará aflorar a la superficie, cada vez con mayor claridad, las ideas maestras del mismo.

* * * El libro se divide en dos partes. La primera está dedicada a la preparación de las sesiones. Es este un período casi ignorado por todas las demás publicaciones. Sin embargo, reviste una importancia suma para conseguir una perspectiva completa y exacta del Vaticano II y para poder verificar, precisamente en relación con los primeros tanteos tímidos y a veces contrastantes de aquel tiempo, el increíble desarrollo que habían de experimentar después las relaciones entre la Iglesia católica y las otras Iglesias y comunidades cristianas. La segunda parte está dedicada a los cuatro «períodos» de la celebración del Concilio. Entre el primero y el segundo se sitúa el doloroso episodio de la muerte de Juan XXIII. Intencionadamente apenas hemos descrito este hecho con el fin de subrayar la continuidad de la obra del Concilio, a pesar del cambio de pontificado. Una continuidad que encontrará su fuerza y su confirmación precisamente en el retorno a la inspiración inicial del Papa Roncalli, ya que las primeras y fundamentales intuiciones joanneas, como el carácter pastoral y positivo y la función ecuménica de la asamblea, se impondrán por sí mismas con una autoridad y una persistencia que no sorprenderán en absoluto. Pone fin a nuestra obra un epilogo general del P. Roberto Tucci, director de «La Civiltá Cattolica» y uno de, los más conocidos y estimados peritos conciliares. Así al lector le será más fácil comprender, a través de una rápida pero clara visión de conjunto de los documentos más importantes, la profunda renovación realizada en sí misma por la Iglesia mediante el Concilio Vaticano II. En un apéndice aludimos brevemente a las etapas principales por las que ha atravesado la Iglesia posconciliar.

boletines de la oficina de prensa del Concilio, dirigida por monseñor Fausto Vallainc, y las crónicas, muy bien documentadas, del P. Giovanni Caprile en «La Civiltá Cattolica». Nos hemos servido además de los artículos del P. Robert Rouquette, publicados en «Eludes»; de Raniero la Valle, en «L'Avenire d'Italia»; del P. Antoine Wenger, en «La Croix», y de Henri Fresquet, en «Le Monde». Pero nos hemos servido de una manera especial de todo lo que nos ha sido posible recoger, a través de nuestra experiencia personal, durante los cuatro años de Concilio. Y no decimos esto por presunción, sino sólo para rendir el debido homenaje a todos aquellos que han contribuido a esta experiencia: a los componentes del «centro italiano de documentación», quienes día tras día han ilustrado y explicado, detalladamente y con la máxima objetividad, las vicisitudes y las discusiones conciliares. Vaya también nuestro agradecimiento a monseñor Andrea Pangrazio, a monseñor Cario Colombo, al P. Roberto Tucci, a monseñor Luigi Sartori y a monseñor Mario Puccinelli. A ellos —si nos lo permiten— deseamos dedicar nuestro trabajo. Gian Franco Svidercoschi

* * * Permítasenos recordar las principales fuentes de las que nos hemos servido para llevar a cabo esta obra. En primer lugar, los

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parte primera

la

preparación

del concilio ecuménico

vaticano

sumario: I. El primer anuncio II. iUn Concilio para la unión! III. Una consulta democrática IV. Su Gracia, en el Vaticano V. Cantera de ideas VI. El Concilio, a las puertas

II

I el primer anuncio 2.—H. a Concillo

Nunca en la historia de la Iglesia el anuncio de un Concilio había sido tan inesperado e imprevisto. Aquella mañana del 25 de enero de 1959, en la oíicina vaticana de información nadie daba crédito a lo que veía. Un «comunicado para la prensa», una simple hoja multicopiada de 27 líneas, daba la sorprendente noticia. Su Santidad Juan XXIII, además de un sínodo para la diócesis de Roma y del «aggiornamento» del Código de Derecho Canónico, había decidido celebrar un Concilio Ecuménico que «en la mente del Santo Padre —se decía en el comunicado— tiende no sólo a la edificación del pueblo cristiano, sino que quiere ser además una invitación a las comunidades separadas para la búsqueda de la unidad tan ansiada hoy por muchas almas en todos los puntos de la tierra». Aquel domingo, fiesta de la conversión del Apóstol de las Gentes y jornada conclusiva del «octavario por la unión de las Iglesias», el Papa asistió a una solemne función religiosa en la basílica de San Pablo Extramuros para honrar al apóstol —como explicó en su homilía—, ratificar una vez más la unidad de la Iglesia y el derecho de la misma a la libertad, y finalmente para poner de manifiesto su preocupación por las condiciones impuestas por algunos países a los católicos. Terminada la ceremonia, el Papa y los 17 cardenales que se hallaban presentes se dirigieron a la cercana aula capitular del cenobio benedictino donde Juan XXIII pronunció por primera vez la palabra Concilio. Sólo algunos purpurados manifestaron su sorpresa. Los demás habían conocido ya la determinación del Santo Padre la tarde anterior a aquella misma mañana. El mismo Papa había de describir tres años más tarde, con palabras llenas de vivacidad y no exentas de un leve tono humorístico, aquellos instantes cargados de emoción: «Humanamente se podía esperar que los cardenales, después de haber oído la alocución, se apretasen en torno nuestro para expresar su aprobación y sus felicitaciones. No hubo nada de esto. Sólo un devoto e impresionante silencio. La explicación de

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esta actitud la tuvimos en los días sucesivos, cuando los purpurados que asistían a nuestras audiencias nos decían cada uno en particular: "Fue tan intensa nuestra conmoción y tan profundo el gozo por un don tanto más precioso cuanto menos esperado, concedido por el Señor a la Iglesia por obra del nuevo Papa, que no pudimos encontrar palabras adecuadas para manifestar nuestro júbilo y nuestra obediencia ilimitada. Estamos ya preparados para el trabajo".» —¡El «nuevo Papa»!—dijeron los cardenales. Nos habíamos formado una idea aproximativa del «nuevo Papa». Elevado al solio pontificio a la edad de 77 años, Ángel José Roncalli había sido definido como un Papa de «transición» y, transcurridos apenas tres meses desde su elevación, cuando él mismo afirmaba que se encontraba al comienzo de su noviciado en la cátedra de Pedro, nadie, ni siquiera entre los purpurados de la Curia, hubiera podido suponer que «el nuevo Papa» tenía la intención de convocar un Concilio. Una idea repentina Pero, si es cierto que para todo eJ mundo el anuncio del Concilio fue como un rayo, en la mente del Papa la idea de un Concilio había nacido con la más sorprendente naturalidad. Durante varios meses, el Santo Padre guardó secreto acerca de los particulares del «nacimiento» del proyecto, limitándose a decir en algunas ocasiones que el Concilio había surgido como «una flor espontánea de inesperada primavera» y que había recibido la inspiración como «un toque repentino e inesperado». Sólo tres años más tarde, el 8 de mayo de 1962, al recibir a una representación veneciana, lo revelaría todo con suma claridad. Imaginemos la atmósfera y el ambiente. Una mañana de invierno, el 20 de enero de 1959, en la biblioteca pontificia. Una amplia sala en el segundo piso del palacio apostólico. Juan XXIII está sentado en su escritorio. Delante de él, el cardenal Tardini, secretario de Estado, a quien recibe cada mañana el primero antes de dar comienzo a las acostumbradas audiencias. Se trata siempre de coloquios de suma importancia. Se discuten cada día problemas fundamentales para el gobierno y la vida de la Iglesia. El purpurado somete al Papa una determinada cuestión, o bien es el Papa quien la propone. Juan XXIII no es por naturaleza un hombre autoritario, y Tardini es un hombre leal y franco. Dos caracteres diversos. El 20

Papa busca en el purpurado una integración. Cuando en el verano de 1961 muera el secretario de Estado, el Santo Padre dirá de él: «Era un excelente colaborador. Sabíamos que ambos deseábamos el bien de la Iglesia. Cada uno partía de su propia opinión, pero conseguíamos siempre encontrarnos a medio camino...» Aquella mañana la conversación toma un cariz particular. Se examina la situación crítica de la Iglesia en algunos países, y el Papa advierte que el mundo se halla «inmerso en grandes angustias y agitaciones». La paz se halla nuevamente en peligro. El mundo camina al borde del abismo, en un estado de continua tensión. Casi se tiene la impresión de que la sima está debajo de los pies. Se levantan incendios que despuntan como hongos sobre la faz de la tierra: el control de Berlín, los contrastes chino-americanos, la cuestión argelina, las turbulencias de la América latina, etc. Está en juego el futuro de la humanidad. El Papa hace esta observación: «Se dice que se desea la paz y el acuerdo, pero desgraciadamente se termina agudizando las disensiones y acrecentando las amenazas. ¿Qué hará la Iglesia? La mística nave de Cristo ¿debe permanecer a merced de las olas y abandonarse a la deriva? ¿No es más bien de ella de quien se espera no sólo una nueva amonestación, sino también la luz de un gran ejemplo? ¿Cuál podrá ser esa luz? El cardenal Tardini escucha con respeto. Está a la espera. Se da cuenta en seguida de que el Papa ha dirigido la pregunta no a él, sino a sí mismo. El purpurado ni siquiera intenta buscar una respuesta. »De repente —afirmaría después Juan XXIII— me iluminó el alma una gran idea advertida precisamente en aquel instante y acogida con inefable confianza en el divino Maestro, y me saltó a los labios la palabra solemne y comprometedora: ¡un Concilio!» (1). Los labios temblorosos repiten como un susurro aquellas cuatro sílabas: un Concilio. Pero la mente queda muy pronto (1) Dos expresiones del Diario del alma— «el primero sorprendido de esta propuesta mía fui yo mismo, sin que nadie me lo indicara nunca» y «sin haberlo pensado antes»—no contradicen, sin embargo, el hecho ya comprobado de que el Papa Roncalli tuviera ya en la mente algo similar desde haría cierto tiempo Esas expresiones, según monseñor Lons Capavilla, que había sido su secretario particular, se refieren «al período anterior a su nombramiento como Sumo Pontífice, cuando era norma inderogable para el no interesarse por proyectos extraños a su servicio ni fantasear sobre ellos» De hecho el Papa, ya antes del 20 de enero, había confiado a algunas personas de su intimidad «este deseo del alma», sm «dejar traslucir, sin embargo, el alcance exacto de esta palabra» La primera alusión la había hecho el 30 de octubre de 1958 Mas tarde, el 2 de noviembre, había confiado su determinación al cardenal Ruffini, en el mismo mes, a su sucesor en la sede de Venecia, monseñor Urbam, al obispo de Padua, monseñor Bortignon, y a otros E! 9 de enero de 1959 a don Giovanm Rossi, fundor de la «Pro civítate Chnstiana» de Asís Finalmente—escribe también monseñor Capovila—, «es cierto que para el acto de la comunicación del 20 de enero, el Papa Juan había preparado ya una primera redacción de los dos discursos del domingo, día 25, la homilía de la Misa y el histórico anuncio a los cardenales

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invadida por un pensamiento: «El temor de haber suscitado perplejidad y tal vez espanto»... Juan XXIII está convencido de que debe escuchar de labios de su interlocutor «un primer elenco de graves dificultades», si no por otra cosa, al menos porque «el repentino anuncio hacía pensar en una natural y prolongada preparación que tal determinación debería comportar». Pero el cardenal Tardini queda también conquistado por la idea. Su respuesta no se hace esperar: «Una gran idea •—exclama—. Me gustan las cosas hermosas y nuevas. Es lo que necesitamos en nuestros días.» El Papa ya no duda. El inmediato y espontáneo asentimiento del purpurado le parece como «el primer signo seguro de la voluntad del Señor». Es bien conocida la ponderación con que la Curia suele examinar las cuestiones de la Iglesia, y el sí del secretario de Estado, el primero de sus colaboradores y ejecutor de sus decisiones, adquiere para el Romano Pontífice el valor de una incondicionada aprobación por parte de sus más cercanos y responsables colaboradores. Siempre, el 20 de enero, visitando por la tarde a los sacerdotes asistidos en el instituto de la «Fraternidad sacerdotal», el Papa les pide una «oración especialísima por una intención particular», y les revela al mismo tiempo que el «octavario por la unión de los cristianos» habría de culminar en San Pablo con un «epílogo nuevo y solemne». Entre tanto, se pone al corriente de los tres proyectos sólo a algunos prelados. La mañana del 25 de enero se multicopia, Con el mayor secreto, el comunicado en la subsecretaría de Estado. A las 10 se entregan al director del servicio de prensa del Vaticano, Casimirri, varias docenas de copias con la orden taxativa de distribuirlas a los periodistas no antes de las doce y media, hora en la que el Santo Padre, una vez terminado el rezo en la basílica ostiense, habría informado ya al Sacro Colegio de la triple iniciativa. Pero, a causa de la prolongada ceremonia, el Papa había de retrasar el anuncio algunos minutos más allá de lo previsto, de modo que los cardenales de Curia eran los últimos en conocer oficialmente, a las 13,10, la sensacional noticia difundida ya en todo el mundo por las ondas de la radio y por el tecleo de los corresponsales. Los primeros interrogantes Pero, ¿para qué un Concilio? La pregunta —y son muchos los que se la hacen— no se dirige tanto a los fines del aconte-

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cimiento cuanto a su necesidad. En otros términos, se tiende a investigar los motivos por los que el Santo Padre ha preferido convocar las sesiones congregando colegialmente al Episcopado, en vez de desplegar la autoridad suprema que ejerce sobre la Iglesia universal. El Concilio Ecuménico es la reunión de los obispos de todo el orbe católico, convocada y presidida por el Papa, obispo de Roma, para discutir y deliberar sobre las cuestiones de interés general relativas a la fe y a las costumbres (2). Es también verdad que un Concilio no es nunca estrictamente necesario. Puede serlo, como sucedió sobre todo en el pasado, para cortar herejías o promover vastas y profundas reformas en la Iglesia. Pero, en definitiva, en todas las épocas, incluso sin celebrar Concilios, los Papas han condenado algunos errores doctrinales, definido dogmas, promulgado leyes disciplinares e impartido enseñanzas en materias teológicas, en sociología, derecho y moral. Y no se piense en un abuso o exceso de autoridad. La cual, por otra parte, es, por voluntad del fundador de la Iglesia, suprema y se halla exenta de toda censura. Los mismos Pontífices, como cabeza del Episcopado, han mantenido siempre contacto con los obispos y les han pedido consejo, sin verse por ello en la necesidad de convocar asambleas ecuménicas. Así lo hizo, para recordar sólo el ejemplo más reciente, Pío XII, quien, antes de la definición dogmática de la Asunción de la Virgen, interpeló a todo el Episcopado sobre el contenido y la oportunidad de esta deliberación magisterial. Sin embargo, aun cuando no estén en juego cuestiones de fe o de disciplina, un Concilio puede ser igualmente necesario o al menos conveniente. La aportación de ideas y de estudios por parte de los obispos y su presencia en torno al Papa, en el acto de tomar decisiones siempre importantes para la vida de la Iglesia, representa indudablemente una expresión de gran compenetración del cuerpo eclesiástico, de extraordinaria fuerza psicológica y de innegable atractivo para todo el mundo. Pío IX y la infalibilidad De hecho —nos hallamos apenas al comienzo— faltan indicaciones particularizadas y definitivas sobre los fines del (2) Esta es, al menos, la forma actual, tal como se ha ido perfilando y desarrollando en veinte siglos de historia. Una forma, como es evidente, que no admite parangón con los ocho primeros Concilios, celebrados por los emperadores romanos y bizantinos.

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Concilio, y ya muchos ven la iniciativa del Papa como algo necesario, como si fuera una cosa esperada desde hace tiempo. El Papa Roncalli, al convocar el Concilio, demuestra que una creencia propagada especialmente entre las confesiones separadas de Roma carece en absoluto de fundamento. No es ciertamente un secreto que la definición de la infalibilidad pontificia en el Vaticano I había inducido a algunos a pensar que el equilibrio secular entre potestad papal, por una parte, y colegialidad episcopal y obispos privados de autoridad y reducidos a una mera jurisdicción sobre sus diócesis, por otra, se vería en adelante comprometido y roto. Esta fue la postura más crítica y extremista de aquel movimiento de oposición nacido en el momento mismo en que los padres conciliares, el 18 de julio de 1870, aprobaron el texto definitivo sobre la infalibilidad, mientras que una minoría propugnaba la inclusión de la obligatoriedad de la cooperación de toda la Iglesia en las decisiones pontificias de carácter doctrinal. Pero el modo como se había llegado a la definición, la aspereza de las disensiones entre los mismos padres, el gran clamor que el acontecimiento había suscitado en las grandes cancillerías europeas que tenían eventuales repercusiones en las relaciones entre Iglesia y Estado, todos estos motivos tuvieron una parte preponderante en la difusión del descontento y del odio en torno al papado y al Romano Pontífice. Como tampoco debe parecer extraño hoy si en aquel tiempo se lanzó la hipótesis de una decadencia de la institución conciliar. La definición de la infalibilidad y —después del «aggiornamento» de las sesiones al estallar la guerra franco-prusiana y más tarde de su suspensión sin fecha fija debido a la ocupación de Roma por las tropas italianas— la frustrada discusión sobre la función y las prerrogativas del Episcopado en el seno de la Iglesia dejaron una sensible laguna en el Vaticano I. Todo esto indujo a algunos exegetas superficiales a pronosticar que en el futuro los Papas prescindirían de los Concilios. Estamos de acuerdo en que se trataba de una idea completamente errónea. Pero si queremos al menos comprender aquellos temores, es preciso colocarse en la situación vital de protestantes y los ortodoxos, cada vez más convencidos de que en el catolicismo había desaparecido aquella colegialidad de poderes que había distinguido a la comunidad apostólica en el cristianismo antiguo. No es pura casualidad que todos los sucesores del Papa 24

Mastai Ferretti pensaran, unos más y otros menos, en un Concilio que desarrollara ulteriormente la eclesiología. No todos, sin embargo, estuvieron concordes sobre la necesidad de continuar y llevar a feliz término la interrumpida empresa. León XIII, por ejemplo, no sólo estimó que era imposible una continuación, sino que consideró que el Concilio había sido definitivamente clausurado tanto por los problemas examinados cuanto por las verdades propuestas Una prueba de esta convicción la tenemos en el hecho de haber ordenado desmontar el aula conciliar preparada en el crucero de los santos Proceso y Martiniano en la basílica vaticana. Pío XI manifestó una posición contraria. Ya en los albores de su pontificado afirmó clara y rotundamente que aspiraba a una prosecución del Vaticano I, y esta determinación la expresó públicamente en su encíclica programática Ubi arcano, de diciembre de 1922, poniendo de relieve «las ventajas que podrían provenir oportunamente de él para el restablecimiento del orden social después de una confusión tan profunda en este campo». Algunos meses más tarde el Papa Ratti pasó en seguida a la actuación práctica. Revisó personalmente todos los documentos del Concilio y los entregó después a un restringido grupo de expertos para que estudiaran los temas que pudieran ser tratados en las futuras sesiones. Finalmente, con fecha del 22 de octubre de 1923, el secretario de Estado, cardenal Gasparri, enviaba una carta a todos los cardenales, arzobispos y obispos residenciales, prelados y abades nullius invitándoles, en nombre del Papa, a exponer con toda libertad en el plazo de seis meses el propio sentir acerca de la oportunidad de la reanudación del Concilio. En sus respuestas numerosos prelados aprobaron el proyecto pontificio. Algunos, estimando que se trataba de una idea prematura, pidieron una dilación. Muy pocos se mostraron contrarios, y entre ellos dos cardenales de Curia, el dominico Frühwirth y el jesuíta Billot. Algunos llegaron incluso a adelantar proposiciones concretas sobre los temas que debían ser tratados en Concilio. «Unos —testifica el cardenal Confalonieri, que había sido secretario particular de Pío XI— temían el escollo de la cuestión romana, otros exponían la necesidad de esclarecer finalmente la doctrina relativa al Episcopado...». Pero era voluntad de Dios que el Papa no triunfara en su intento. Ocupado en otros problemas más espinosos y urgentes, como la conciliación, los problemas de la organización de todos 25

La idea de convocar un Concilio volvió a aflorar durante el pontificado de Pío XII. El primero en insinuarla al Papa fue el cardenal Ernesto Ruffini, arzobispo de Palermo, en una audiencia que tuvo lugar el 24 de febrero de 1948. «A los pies de Pío XII —refirió once años después el purpurado— me atreví a pedir, a pesar de ser el último de los sacerdotes, un Concilio Ecuménico. Me parecía que las circunstancias lo requerían como en el Concilio de Trento. El venerado Pontífice no rechazó la respuesta. Al contrario, tomó nota de ella como solía hacer con los asuntos importantes...» Pocos días después, el 4 de marzo, monseñor Alfredo Ottaviani, que era entonces asesor del Santo Oficio, habló del mismo tema con el Papa. El prelado hizo notar la necesidad de esclarecer y definir algunos puntos doctrinales, dada la multiplicidad de errores que se iban difundiendo en materias filosófica y teológica, moral y social (3). Existían también graves problemas suscitados por el comunismo y por el reciente conflicto bélico, sin hablar de los métodos y de los medios que podrían emplearse en las guerras futuras. El Código de Derecho Canónico necesitaba un «aggiornamento» y algunas reformas. Eran necesarias también en otros campos de las disciplinas eclesiásticas, de la cultura, de la Acción Católica, etc. Era, además, muy oportuno un Concilio para la deseada proclamación del dogma de la Asunción de María. Ante estas observaciones, Pío XII no ocultaba las dificultades de la empresa, ya por un cúmulo de circunstancias no del todo favorables, ya por la complicación que suponía hacer venir a Roma algunos miles de obispos y retenerlos durante mucho tiempo lejos de sus propias diócesis. No obstante todas estas perplejidades muy comprensibles, en la misma audiencia el Santo Padre dispuso que se iniciaran los trabajos preparatorios.

Por razones de prudencia decidió que se realizaran dentro del ámbito del Santo Oficio y que fueran salvaguardados por el más riguroso secreto. El fin inmediato de aquellos trabajos preliminares era el de examinar las materias que podrían ser tratadas, y el de proceder a una selección de las personas que deberían ser llamadas a formar parte de las futuras comisiones preparatorias. Sucesivamente monseñor Ottaviani reunió bajo su presidencia una restringida comisión de consultores que se ocupó de la futura formación y distribución de los organismos preparatorios, de la selección del material de estudio y de los miembros de las comisiones. En febrero de 1949 el trabajo comenzó a concretarse con la constitución de una comisión central, o comisión especial preparatoria, de la que el Papa nombró presidente a monseñor Francisco Borgongini Duca, nuncio apostólico en Italia, y secretario, al jesuíta Pedro Charles, profesor de Teología Dogmática en el Colegio Máximo de Lovaina. La comisión central —que se subdividió en cuatro subcomisiones: dogmática, escriturística, moral-social, disciplinar y litúrgica— examinó los temas que deberían tratarse habitualmente en las sesiones (4) y preparó una carta circular que debía ser enviada a unos 60 obispos latinos y orientales a título de consulta secreta. Pasemos por alto ahora las demás fases de la preparación y detengámonos más bien en las causas que contribuyeron a relegar el proyecto. Al final de 1950 afloraron dentro de la comisión central dos tendencias diversas derivadas de dos opiniones discordantes respecto a la organización y realización de las sesiones. Algunos deseaban un Concilio breve para evitar los daños que podría suponer un prolongado alejamiento de los obispos de sus propias diócesis y los inconvenientes que surgirían al tener que alojar en Roma a casi 3.000 obispos con sus respectivos teólogos. Se opinaba además que el Concilio debía dar al mundo un solemne testimonio de unidad y de unanimidad. No se podía dar pie a los adversarios para ridiculizar a la Iglesia subrayando posibles divergencias de opiniones. Era por lo mismo necesario obtener una aprobación real y espontánea de parte de los padres, pero de tal modo que quedara alejada hasta la más mínima sospecha de que los padres iban

(3) Para la redacción de las páginas que siguen nos servimos directamente de un estudio autorizado y fundamental del P. Giovanni Caprile, aparecido en agosto de 1966 en La Civiltá Cattoüca.

(4) Al proponer estos temas, se insistía prevalentemente en los copiosos errores de nuestro tiempo a los que el Concilio podría ofrecer un valioso remedio.

los sectores del Estado y de la administración pontificia, los litigios con el fascismo y con el nazismo, la tarea constante para el mantenimiento de la paz en el mundo, etc., Pío XI se vio obligado, vista la fuerza de los acontecimientos, a abandonar su antigua y acariciada idea. Un nuevo proyecto bajo el pontificado de Pío XII

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a obrar «maniobrados» y como impulsados por un estímulo exterior. El único camino para obtener esto —se afirmaba— sería elaborar una profesión de fe conciliar apta para conseguir una aprobación unánime, pero dejando al mismo tiempo e incluso estimulando la absoluta libertad de discutir, enmendar, añadir y proponer. Por consiguiente, la comisión debería redactar un texto breve y completo en el que se expusieran con claridad y de una manera positiva las principales verdades profesadas por la Iglesia y consideradas de mayor importancia para el mundo contemporáneo. El texto debería prescindir de toda controversia, de modo que el Concilio pudiera aprobarlo por unanimidad o incluso por aclamación. Al mismo tiempo, pero separadamente, se podría presentar a los padres un elenco de los errores que debían ser condenados y de las reformas que debían ser efectuadas, dejando también aquí una amplia libertad para proponer enmiendas, adiciones, sugerencias, etc. Terminado el Concilio, los decretos sobre estos temas deberían ser preparados por los respectivos dicasterios de la Curia Romana mediante el trabajo de comisiones especializadas y según la mente del Concilio. Los partidarios de esta tendencia —notaba monseñor Borgongini Duca en su relación conclusiva— decían que «el Concilio podría tener como fin principal no tratar los problemas internos de la Iglesia —para los que son suficientes de por sí las encíclicas, las constituciones, los códigos, etc., emanados de la sede apostólica—, sino llamar al redil de Pedro a los disidentes e infieles de todo el mundo. En este caso la reunión de los obispos debería presentar características peculiares». Si estas propuestas hubieran sido aceptadas, la preparación del Concilio no hubiera durado mucho tiempo. Su conclusión era previsible para dentro de pocos meses, tal vez para antes de la Pascua de 1951. Otros, por el contrario, más numerosos que los anteriores, opinaban diversamente dentro de la misma comisión central. El Concilio, a su parecer, se desarrollaría según el método tradicional, y esto exigiría ante todo un largo período de preparación. Sólo cuando ésta hubiera alcanzado un cierto grado de madurez, se podría pensar en establecer la fecha de las reuniones. En cuanto a la duración, no se debería poner ningún límite; debería dejarse plena libertad a los padres, evitando cuidadosamente y a toda costa dar la impresión de que todo estaba combinado de antemano por la Curia Romana. 28

La diversidad de opiniones no iba, pues, más allá de las cuestiones organizativas. Partiendo de una orientación diversa del Concilio, esta disparidad incidía sobre el trabajo que debería realizarse en un futuro inmediato, sobre su amplitud, duración, forma de los documentos que deberían prepararse, etcétera. En conclusión, en la última reunión del 4 de enero de 1951, la comisión central decidió remitir el asunto al Papa. Pío XII ordenó que el proyecto fuera relegado definitivamente (5). Sin embargo, no fue inútil todo aquel trabajo. El mismo Papa se sirvió de él en varios documentos, especialmente en la encíclica Humani generis y en algunos discursos de mayor importancia doctrinal. Revisó también aquel material la comisión antepreparatoria del Vaticano II. Juan XXIII tenía la seguridad de que dicha comisión podría eventualmente extraer de él elementos útiles y oportunas sugerencias adaptadas a las nuevas circunstancias. De todos modos debemos precisar que la iniciativa del Papa Roncalli fue absolutamente personal e independiente, ya que sólo más tarde tuvo noticia de los preparativos realizados bajo el pontificado de su predecesor. Orientación pastoral y positiva Llegamos así a Juan XXIII, última etapa de un largo viaje a través del tiempo. Inmediatamente después del anuncio, aquel 25 de enero de 1959, a todos parece claro que se tratará de un nuevo Concilio y no de una continuación del Vaticano I. Desde entonces —se dice— han pasado muchos años, han surgido situaciones nuevas. Por otra parte, la Iglesia, a través del magisterio de los sucesores de Pío IX, ha resuelto definitivamente —aunque es evidente la necesidad de un desarrollo ulterior de la eclesiología— aquellos problemas que hace cien años habían quedado sin resolver (6). Nos encontramos, pues, frente a un Concilio completamente nuevo, que ocupa el número 21 en la historia de la Iglesia. Nuevo sobre todo debido a su inspiración y a su orientación prevalentemente pastoral y positiva. A los ocho anti(5) Se dijo entonces que, a pesar de todo, el Sumo Pontífice no habría convocado nunca un Concilio no sólo por su edad avanzada y por quehaceres ya de por sí muy pesados, sino ademas porque, debido a su carácter, no sería capaz de adaptarse a tener a su lado un organismo semejante, con los poderes y con el influjo de un Concilio. (6) León XIII, por ejemplo, había utilizado ya, para sus encíclicas sobre la naturaleza de la Iglesia, del Estado y de la familia, algunos documentos preparados por la comisión para los asuntos políticos-eclesiásticos. Además, otros estudios hahían entrado en la legislación canónica con la redacción del código.

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guos Concilios de Oriente, en los que se intentó recomponer las disensiones doctrinales, y que han sido definidos como los pilares dogmáticos del catolicismo (7); a los cuatro Concilios lateranenses de carácter esencialmente doctrinal y con dos cismas papales en medio (8); a los Concilios del alto medievo que trataron del orden en la Iglesia y en el mundo (9), a los cismas de Oriente (10) y de Occidente (11); a los Concilios de la Reforma (12) hasta el Vaticano I; a estas 20 asambleas sigue un Concilio exento de graves preocupaciones doctrinales.

(7) I de Nicea en el año 325,1 de Constantinopla en 381, de Efeso en 431, de Calcedonia en 451, II de Constantinopla en 533, III de Constantinopla en 680-681, II de Nicea en 787 y IV de Constantinopla en 869-870. (8) I de Letrán en 1123, II de Letrán en 1139, III de Letrán en 1179 y IV de Letrán en 1215. (9) I de Lyón en 1245, y Vienne en 1311-1312. (10) II de Lyón en 1274, Basilea-Ferrara-Florencia en 1431 y 1438. (11) Costanza en 1414-1418. (12) V de Letrán en 1512-1517 y, sobre todo, el Tridentino en 1545-1563.

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II ¿un concilio para la unión?

El anuncio del Papa Roncalli sorprende al mundo, y en pocos minutos recorre los cinco continentes. La rápida difusión de la noticia ni siquiera deja tiempo para reflexionar. Cuando los ánimos se van serenando se advierte que —incluso y principalmente en muchos cristianos separados de Roma— predomina una idea todo lo vaga que se quiera, pero, quizás por ser la más atrayente y seductora, mucho más fundada de lo que en realidad pudiera parecer: un Concilio para la unión. El mismo texto del- comunicado vaticano contribuye, aunque sólo sea indirectamente, a fundamentar la verdad de esta interpretación. En efecto, en él se alude «a los peligros que, especialmente en nuestros días, amenazan la vida espiritual de los fieles, es decir, a los errores esparcidos por todas partes y a la desmesurada ambición de bienes materiales, acrecentada, hoy más que nunca, por el progreso de la técnica», de modo que la celebración de las sesiones «tiene como fin» la «edificación del pueblo cristiano». Pero, aun tratándose de dos finalidades paralelas, el punto culminante del anuncio y que le otorga un significado particularísimo es el Concilio como «invitación a las comunidades separadas a buscar la unidad». Aún más. La misma personalidad de Juan XXIII ofrece un nuevo motivo para que la esperanza de una futura unión permanezca e incluso se estratifique en la problemática de aquellos días. Que los cristianos encontrarán algún día su anterior unión era una convicción de Ángel José Roncalli, acariciada desde su juventud y desde sus primeros años de sacerdocio (1). Su experiencia en el Próximo Oriente durante sus largos años de servicio diplomático en Bulgaria, Turquía y Grecia; sus contactos con los ortodoxos, su sensibilidad y discreción en las relaciones con los demás cristianos lo dejaban entrever. «Si supiera que no sería mal entendido —había (1) Ya a los 15 años, en algunas de sus notas espirituales, había hecho el propósito de orar constantemente por el «retorno de los hermanos separados». Y en el «recuerdo» de su primera misa pidió «por la Iglesia por la libertad, por la unidad y por la paz».

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dicho en su último discurso en Sofía— dirigiría también unas palabras a todos nuestros hermanos separados. La diversidad de creencias respecto a uno de los puntos fundamentales de la doctrina de Cristo, referido en el Evangelio, es decir, la unión de todos los fieles de la Iglesia de Cristo con el sucesor del Príncipe de los Apóstoles, me aconsejaba algunas reservas en mis relaciones y comportamiento personal con ellos. Y creo que ellos mismos me han comprendido bien. El respeto que he intentado tener siempre ante todos y cada uno, tanto en público como en privado; mi inviolable e inofensivo silencio, el hecho de que no me haya inclinado en mi camino a recoger las piedras que me han arrojado de una y otra parte me dan la candida seguridad de haber demostrado a todos que los amo en el Señor...» Estas mismas ideas y este mismo deseo intenso por la unidad volverán a aparecer en los primeros y comprometedores discursos de Juan XXIII, con una espontaneidad sorprendente y con una nueva autoridad. El 29 de octubre de 1958, al día siguiente de su elección, decía en su radiomensaje al mundo: «Con el mismo afecto paterno con que abrazamos a la Iglesia occidental, abrazamos también a la oriental. Y del mismo modo abrimos el corazón y los brazos a todos aquellos que están separados de esta Sede apostólica», deseando «ardientemente su retorno a la casa del Padre común». El 4 de noviembre, en la homilía de su coronación añadía: «Esta es ciertamente la primera solicitud, si no la única, del Romano Pontífice.» Y en la alocución del Consistorio del 15 de diciembre recordaba con agradecimiento las manifestaciones de deferencia que, con ocasión de su elevación al pontificado, le habían dirigido los cristianos separados e incluso los representantes de otras religiones. Ocho días después, en el radiomensaje de Navidad, encontramos de nuevo «la amorosa invitación» a «los amados hermanos separados a reanudar los contactos de algunos decenios antes»(2). Más tarde, el 25 de enero, como preámbulo a la gran idea que dentro de poco comunicaría al Sacro Colegio, en la homilía pronunciada en la basílica ostíense observaba que «la perfecta unidad en la fe y en la actuación práctica del Evangelio sería tranquilidad y alegría para el mundo (2) El Papa se refería sin duda al tiempo en que los representantes de las iglesias ortodoxas del oriente medio «pensaron promover la concentración de las naciones, iniciándola con un entendimiento entre diversas confesiones cristianas de distinto rito y de diferente historia». Aquellas «intenciones de por sí buenas y dignas de respeto» quedarían condenadas a la esterilidad debido al «advenimiento de intereses concretos y de preocupaciones nacionalistas más urgentes».

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entero, al menos en la medida en que es posible en esta tierra». Finalmente, una hora después, el feliz anuncio. Un nombre enviado por Dios La invitación de Juan XXIII no cae en el vacío. El escándalo de la separación pesa sobre todos los cristianos desde hace muchos siglos, y las divisiones intestinales de las diversas confesiones e Iglesias producen un sinnúmero de malestares y contrariedades. La escisión de las comunidades protestantes y la autonomía de las ortodoxas obstaculizan el dirigirlas hacia lo que es un anhelo común, la unidad. Esta aspiración surge después necesariamente con aspectos y matices diferentes según los diversos grupos religiosos. Con todo, cristaliza en el hecho concreto —limitado, es cierto, pero no por eso menos válido y apreciable— del Consejo Mundial de las Iglesias, organismo que reúne la mayor parte de las confesiones cristianas, dejando intacta, sin embargo, la libertad propia de cada una de ellas. La invitación de Roma, pues, va a crear nuevos problemas y a abrir nuevos cauces al desarrollo del ecumenismo cristiano. Ya en el mensaje del 1 de enero de 1959, el patriarca ortodoxo de Constantinopla, Atenágoras, respondía a la llamada navideña de Juan XXIII con palabras llenas de respeto y esperanza, y la acogía «con espíritu fraterno, ya que vemos en ella la expresión de la nítida clarividencia de que las fuerzas espirituales —cuya potencia y plenitud resplandecen en el estado ideal y tan deseado de la unión que el Señor ha confiado a su Iglesia— deben encontrarse y unirse nuevamente. Esta unión —entendámonos— no es posible en el estado actual de divisiones y discordias que reinan desde hace siglos»; por lo cual «toda llamada a la unidad debe ir acompañada de acciones capaces de manifestar la armonía entre las palabras y las obras». Y el patriarca, en el discurso de la festividad de Epifanía, aplicaba al Papa Roncalli las palabras del cuarto Evangelio: «Ha venido un hombre enviado por Dios cuyo nombre es Juan». Reacciones ortodoxas Inmediatamente después del anuncio del Concilio se oyen en Constantinopla voces diversas. No son declaraciones ofi-

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cíales —parece ser que Atenágoras quiere mantener por el momento una cierta reserva—; sin embargo, dejan vislumbrar un rayo de esperanza. Uno de los teólogos más eminentes del patriarcado afirma que «el proyecto de Juan XXIII es algo excelente, pero de no fácil realización. Existen enormes dificultades. Con todo, si Dios quiere y lo quieren los representantes de nuestras Iglesias, debemos esforzarnos para obtener un resultado. El gesto del Papa es muy amable, pero son muchas las cosas que nos separan. Las principales dificultades son el primado del Romano Pontífice y el dogma de la Trinidad» (3). «Si la propuesta del Vaticano tiende a someter la Iglesia ortodoxa al Papa, no podemos tomarla en consideración. Si, por el contrario, se orienta a actuar la unidad y una mutua comprensión, es preciso aceptarla.» Las reacciones de los demás exponentes ortodoxos son pesimistas unas veces y optimistas otras, pero siempre pasadas por el crisol de la máxima cautela. Teodosio IV, patriarca de Antioquía y de todo el Oriente, confía la respuesta definitiva a un consejo panortodoxo, observando de todos modos que semejante Concilio —«compuesto por todas las Iglesias de Oriente y Occidente»— debe «presidirlo el Papa con título de primero entre iguales». «Esto se funda en los principios de fe, doctrina y tradición que, antes de separarse la Iglesia romana del conjunto de la cristiandad, regían en la única Iglesia gobernada, hasta la fecha de la separación, por los cinco patriarcas de Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén.» El metropolita Antonio Bashir, que ejerce su jurisdicción sobre todos los ortodoxos emigrantes en América del Norte provenientes del patriarcado antioqueno, pronuncia un juicio sustancialmente idéntico. Define como «maravillosa» una reunión de las Iglesias, cuyas divergencias «podrían ser allanadas en un Concilio Ecuménico». Sólo pone como condición que «el retorno a la armonía que reinaba antes del cisma de 1054 sea la base de la unión». «Es preciso definir claramente cuáles eran los dogmas y las doctrinas de aquel tiempo, estudiarlos fundamentos de nuestra fe y rechazar todos los dogmas posteriores que desde entonces nos separan. Si alguna de las dos partes quiere imponerse a la otra, estoy seguro de que las Iglesias orientales no aceptarán.» (3) Alude evidentemente a la adición hecha por la Iglesia Católica al Símbolo nicenoconstantinopolitano, confesando que el Espíritu Santo procede no sólo del Padre sino también del Hijo. Los ortodoxos piensan que la adición del «Filioque» es ilegítima y en consecuencia acusan a Roma de haber alterado el símbolo de la fe.

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El patriarca de la Iglesia servia, Germán, manifiesta su satisfacción por el anuncio del Concilio. Cirilo, patriarca de Bulgaria, se expresa en estos términos: «Acogemos con gozo y simpatía toda llamada a la paz y buena voluntad entre los pueblos, y la apreciamos en su justo valor si proviene de antiquísimas sedes, como las de Roma y Constantinopla.» En Moscú, por el contrario, no se registra ninguna reacción inmediata. En otras partes se nota un escepticismo evidente, por ejemplo, en los patriarcas de Alejandría y Jerusalén. Lo mismo sucede en la Iglesia griega, donde uno de sus mejores canonistas, el profesor Alivisatos, en un artículo publicado el 1 de febrero en el diario Vima, afirma que «hay que excluir la participación de los ortodoxos en un Concilio que canoniza el primado monárquico del Papa», y que si la Iglesia ortodoxa «recibiera la invitación a tal Concilio, sería orgánicamente imposible que su participación tuviera un carácter de igualdad, ya que actualmente es considerada por la Iglesia romana si no como herética, sí al menos como cismática». Reacciones protestantes Pasar de los ortodoxos a los protestantes es como... atravesar el océano. Es cierto que, frente al proyecto de Juan XXIII, encontramos casi las mismas aprobaciones y perplejidades, pero el modo de interpretar los hechos y de expresar las propias ideas es completamente diverso. Y no faltan motivos para ello. Los ortodoxos han conservado y conservan aún un fundamento común con el catolicismo en lo referente a doctrina, liturgia y estructura jerárquica. Es el primado de autoridad y jurisdicción del Romano Pontífice lo que constituye fundamentalmente la barrera divisoria. Para los protestantes, en cambio, al menos para muchas confesiones, la división se funda en algo completamente diverso. Su diferencia con el catolicismo es nítida y está llevada hasta sus últimas consecuencias: negación absoluta del primado del Romano Pontífice, libre interpretación de la Sagrada Escritura, supresión de la misa, del culto de los santos y de los sacramentos, a excepción del bautismo y eucaristía. Celosos de su libertad, no pueden proyectar una eventual unión con Roma en los términos y limitaciones de un simple «retorno» a la Iglesia católica. ¡Esto jamás! Hay quien mantiene como posible una futura adhesión del 37

catolicismo al Consejo Mundial de las Iglesias. Pero, dado el predominio numérico de los católicos, esto crearía dentro del mismo Consejo espinosos problemas o, al menos, una embarazosa situación. Otros, en el intento de superar los escollos que se interponen imposibilitando la unión con Roma, lanzan la hipótesis de crear una federación sui generis, aunque sin conseguir precisar sus fines y su radio concreto de acción. Pero... ya es hora de echar una rápida ojeada a las reacciones protestantes. , En Europa se pueden advertir fácilmente las diversas líneas directrices en que se mueven las tres confesiones más importantes. El calvinismo rechaza la propuesta a través del presbiteranismo escocés. El Rev. William Mac Leod, secretario de la Asamblea General de la Iglesia de Escocia, declara: «No puedo imaginar que una Iglesia protestante pueda tomar en consideración tal invitación. Por nuestra parte, no la aceptaremos.» El obispo Giertz, de la iglesia luterana sueca, define el anuncio pontificio como «una noticia de primera categoría», y añade que el Concilio podría convertirse en una piedra miliar en la historia de la Iglesia, tanto más cuanto que Roma parece haber salido de su aislamiento. Hans Lilje, obispo luterano de Hannover y presidente de la Federación de las Iglesias Evangélicas Luteranas de Alemania, cree que el Concilio «podría mostrar de muchos modos que urge establecer nuevas relaciones más vitales con las demás Iglesias cristianas». Los anglicanos son de la misma opinión. Un portavoz observa que la Iglesia de Inglaterra posee un vivo interés por el trabajo de reunificación, y es del parecer que no puede existir unidad entre los cristianos sin la participación de la Iglesia romana. «El panprotestantismo —afirma— no ha sido jamás el único objetivo de las Iglesia de Inglaterra.» Y a continuación pone de manifiesto que el anuncio del Papa es una consecuencia lógica del mensaje que envió a las Iglesias orientales con ocasión de la Navidad, y que probablemente debe considerarse más como una llamada a establecer la unidad entre las Iglesias cismáticas orientales y Roma, que como una «apertura» hacia las Iglesias protestantes. El protestantismo americano manifiesta una cierta vivacidad de ideas. «Todo lo que pueda representar un paso hacia la unidad de las Iglesias será acogido con satisfacción», declara el Rev. Dahlberg, presidente del Consejo Nacional de las



Iglesias, que reúne numerosas sectas estadounidenses. Pero el mismo Dahlberg se apresura a explicar: «Sin embargo, sería necesario reconocer que cualquier gesto de unificación tendría que ser recíproco y no debería estar sometido a las condiciones formuladas por alguna de las iglesias para todas las demás.» El ex presidente de la Conferencia metodista, doctor Donald Soper, uno de los más eminentes predicadores americanos, se expresa en estos términos: «Considero fundamental la necesidad de consolidar todas las oportunidades de un encuentro. La necesidad concreta más apremiante hoy día es la unidad de los cristianos.» Y el doctor Brooks Hays, baptista del sur: «En una época amenazada por el materialismo y el ateísmo, todos los cristianos comparten la preocupación manifestada por el Papa Juan XXIII en favor de la unidad de los cristianos.» De todos modos, «el objetivo que debemos conseguir no es tanto la unificación cuanto la unidad» (4). El Papa, «censurado» Sólo pocas horas después del anuncio del Papa Roncalli, tenemos ya ante nuestros ojos un amplio cuadro de posturas tomadas por los más elevados representantes de las Iglesias y comunidades separadas. Todos indistintamente han puesto su mirada en el problema de la unión. Unos para aceptar sin ambages o con algunas condiciones la invitación del Papa; otros, para rechazarla radicalmente o a disgusto. En el Vaticano, en cambio, no se añade ni una palabra más al famoso comunicado. La Iglesia católica parece que se ha puesto, con calma y reflexión, a la escucha de diversos ecos provenientes del mundo cristiano. Pero, aunque la reserva en asuntos tan graves sea indispensable, algunos no consiguen vislumbrar sus motivos. Porque —dicen— o la interpretación de la prensa y de los hermanos separados es exacta, y entonces la Santa Sede debería dar a conocer con más claridad su postura, o las palabras del Papa han sido tergiversadas, y en este caso sería necesaria una intervención oficial que indicase el contenido exacto de los objetivos que el Sumo Pontífice intenta conseguir con el anunciado Concilio. Así se llega al 29 de enero. Avanzada la mañana, Juan XXIII se dirige al convento de los Santos Juan y Pablo en el monte (4) Es necesario advertir, para que no se crea en un puro juego de palabras, la habitúa^ contraposición entre las palabras unidad y unión. Para varios grupos protestantes unidad significa colaboración de las diversas iglesias entre sí en un mismo plano, mientras que unión —o unificación—significaría, por el contrario, un retorno a Roma.

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Celio, donde se han reunido para un retiro alrededor de 200 párrocos y ecónomos de Roma. Poco después del mediodía, el Papa abandona el convento para regresar al Vaticano. Su coche se abre paso lentamente a través de una marea de sacerdotes. Un periodista aborda a un párroco con el fin de conseguir alguna novedad acerca de lo que han oído del Papa. En un primer momento el sacerdote rehusa. Después acepta de mala gana, casi sin darse cuenta. El periodista, completamente oprimido por la muchedumbre y ensordecido por el vocerío, anota con dificultad en su cuaderno las palabras del sacerdote. Tal vez el uno no refiera ni todo cuanto ha escuchado ni con la debida exactitud, tal vez el otro no capte el sentido justo de las palabras... El hecho es que, una hora más tarde, una agencia de información propaga el siguiente comunicado: «El Papa ha dicho que no se le ocultan las dificultades existentes para la realización de este programa, ya que, ha observado, será muy difícil establecer la conciliación y la armonía entre diferentes Iglesias que, separadas desde hace mucho tiempo, viven frecuentemente atormentadas por divisiones intestinas. El Papa intenta pedirles el fin de las discordias y el retorno a la unidad, sin levantar un minucioso proceso histórico para ver quién está en la verdad y quién en el error. Todos han podido tener su parte de responsabilidad. En consecuencia, el Papa sólo pretende decir: unámonos. A continuación Juan XXIII ha invitado a considerar un hecho innegable: la Iglesia católica después de la separación ha adquirido cada vez más fuerza y más unidad. Esto quiere decir que posee la verdad.» En el Vaticano el comunicado encuentra un eco inmediato. Aún no ha transcurrido media hora y ya la misma agencia de información, presionada por los ambientes eclesiásticos, comienza a transmitir repentinamente una nota con el aviso de considerar «anulado» el comunicado. Al día siguiente, el periódico titula un artículo con un vistoso y polémico «El Papa, censurado». Y L'Osseruatore Romano, dando cuenta de lo sucedido, se extiende sobre los demás puntos que el Sumo Pontífice había tratado en su alocución a los párrocos (la cura pastoral, el sínodo diocesano, las tradiciones romanas, las estaciones cuaresmales, etc.), pasando por alto toda alusión al problema de la unión. No es sólo el episodio en sí mismo lo que levanta querellas. Lo que más da que pensar es la persistencia con que la Santa Sede evitó declararse de una vez para siempre. Y las 40

incertidumbres maduradas por un extraño proceso temporal se consolidan y estratifican. Tenemos un ejemplo de ello en el Consejo Mundial de las Iglesias. En un principio no toma intencionadamente ninguna postura confiando toda decisión al Comité ejecutivo. El 12 de febrero se reúne el Comité, pero sus miembros no concluyen nada nuevo. Nadie ha conseguido aún averiguar si el Concilio ha sido convocado para buscar juntos los fundamentos de un retorno a la unidad, o si bien se ha tratado de una simple invitación dirigida a las comunidades separadas para llamarlas a la primitiva unión. Desenlace de un equívoco A principios de marzo, pero con fecha del 27 de febrero de 1959, sale la publicación oficial vaticana, Acia Apostolicae Saedis, conteniendo el texto íntegro de la alocución pontificia del 25 de enero. «Pedimos a todos —se lee en el pasaje más importante— un buen comienzo, desarrollo y feliz éxito de de estos programas que requieren un gran trabajo, para gloria, edificación y alegría del pueblo cristiano, para renovar la invitación a los fieles de las comunidades separadas a que también ellas nos sigan amablemente en esta búsqueda de unidad y de gracia, que es el centro de convergencia de tantos anhelos como se levantan de todos los puntos de la tierra.» La publicación del discurso produce el efecto de una ducha de agua fría. Muchas esperanzas se apagan. Los protestantes, sobre todo, manifiestan abiertamente una gran desilusión, y muchos de ellos parecen querer sofocar, en su misma cuna, el diálogo con Roma. El hecho es que, confrontando la versión oficial de la alocución con el original del «comunicado a la prensa» podemos encontrar algunas divergencias, al menos aparentes. En aquélla, «la invitación a las comunidades separadas a buscar la unidad» se refería al Concilio en cuanto tal, como si ambas cosas fueran correlativas. En el comunicado, en cambio, la alusión a la unidad aparece de una forma muy genérica y la «invitación» no va dirigida a las comunidades, sino a sus «fieles ». Finalmente, ya no se pide a las demás Iglesias cristianas buscar juntamente la unión, como podría pensarse leyendo el comunicado del 25 de enero, sino sólo seguir amablemente a la Iglesia católica en esta búsqueda. Algunos, intentando explicar esta presunta «atenuación», 41

han afirmado, demasiado temerariamente, que Juan X X I I I había cambiado de idea. Otros, como el patriarca antioqueno para los melquitas, Máximos IV Saigh, serán de la opinión de que las generosas intenciones del Papa no han tenido la fortuna de agradar en ciertos ambientes en los que se ha creído un deber atenuar las declaraciones del Romano Pontífice y desfigurar su sentido obvio (5). Existen, de todos modos, otros motivos, y probablemente más verosímiles. Ante todo, hay que tener presente el breve período transcurrido entre la gestación de la idea del Concilio y su anuncio. Sólo esto podría, por sí mismo, justificar la falta de precisión en señalar los fines concretos de la asamblea conciliar. Esta impresión fue subsanada apenas los hermanos separados manifestaron haber interpretado unilateralmente la convocación, al confundir el sentido de la palabra «ecuménico», que toman como el conjunto de todas las ramas que se llaman cristianas. Convencido propugnador de una pacificación en el ámbito religioso, Juan XXIII habría querido proponer el Concilio como puro medio, directo o indirecto, para abocar al camino de la unión. Más tarde el Episcopado católico sería invitado a sugerir los posibles temas conciliares y a expresar libremente su parecer sobre el problema. Por lo demás, puede darse muy bien el caso de que el Sumo Pontífice no esperase unas reacciones ni tan inmediatas ni tan numerosas. Sin embargo, existía también el reverso positivo de la medalla. Lo haría notar con toda sinceridad el cardenal Bea: «El equívoco ha tenido la no pequeña ventaja de revelar cuan grande y angustiosa es la nostalgia, que reina incluso entre los hermanos separados, por la unidad.» En este punto la postura del Papa aparece más explícita. Con todo, no ha olvidado el «shock» involuntariamente provocado, desde el anuncio del Concilio, entre los no católicos. En consecuencia, sus primeras alusiones son tan genéricas y remotas que difícilmente podemos percibirlas: «Cristo no instituyó varias Iglesias, sino una sola. Y ésta no es ni la de Venecia, ni la de Milán, ni la francesa, ni la griega, sino una única Iglesia apostólica y universal», dice el 15 de marzo en el discurso a una peregrinación de Venecia. El 1 de abril, hablando de los rectores de las universidades católicas, pone de relieve la idea de que el Concilio, «ofreciendo el magnífico

espectáculo de la unión y concordia de la Iglesia santa de Dios, ciudad edificada sobre el monte, será por su misma naturaleza una invitación a los hermanos separados, que se honran con el título de cristianos, para que puedan volver al único redil, cuya guía y protección encomendó Cristo con irremovible voluntad al bienaventurado Pedro». Y cinco días después decía a un grupo de universitarios afroasiáticos: «No hay duda de que un acontecimiento de tal magnitud no suprimirá de una sola vez todas las divisiones existentes entre los cristianos.» Juan XXIII especifica los fines del Concilio cada vez con más claridad y casi anticipando los temas: «tratar las cuestiones que especialmente hoy día afectan al bien de la Iglesia universal» (6), asamblea destinada a una mayor santificación del clero, a la edificación del pueblo cristiano y a ofrecer un espectáculo alentador a quienes se elevan a pensamientos de fe y de paz (7), para que «la estructura interna» de la Iglesia «adquiera nuevo vigor» (8). El 14 de junio, en una audiencia a superiores y alumnos del Colegio Griego, el Papa repite y aclara que no ha concebido el Concilio como una reunión para discutir el tema de la unidad del mundo católico, sino para preparar la Iglesia católica a afrontarlo. En este sentido el «aggiornamento» de algunas normas y el perfeccionamiento del Derecho Canónico, tanto para los latinos como para los orientales, podrán demostrar a los hermanos separados las intenciones de los católicos relativas a ellos y a la unión de los cristianos. L'Osservatore Romano publica un resumen algo genérico del discurso. Pero ya se ve cercano el desenlace de aquel equívoco singular que ha turbado enormemente a los demás cristianos. No hay lugar a dudas: el Concilio, según una expresión que está muy usada en el futuro, «es un fenómeno interno» de la Iglesia católica, que sólo indirectamente tocará la unión. Llegamos a la publicación de la encíclica Ad Petri Cathedram del 2 de julio, aunque su fecha oficial es la del 29 de junio. Es un documento programático no sólo del pontificado de Juan XXIII, sino también del Concilio, al que está dedicado uno de sus pasajes fundamentales. El Papa anuncia en él que la finalidad de la asamblea, en la que participarán obispos de todo el mundo católico para «tratar los graves problemas

(5) En realidad—y así ha podido comprobarse— el texto oficial de la alocución corresponde perfectamente, al menos en sus líneas esenciales, al borrador escrito por el Papa de su puño y letra.

(6) Radiomensaje al orbe católico, 27 de abril. (7) Alocución de la Víspera de Pentecostés, 17 de mayo. (8) Discurso pronunciado durante la «hora santa» en la fiesta del Sagrado Corazón, 5 de junio.

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referentes a la religión», será la de «promover el incremento de la fe católica y la saludable renovación de las costumbres del pueblo cristiano junto con el «aggiornamento» de la disciplina eclesiástica según las exigencias de nuestros días. Finalmente, el Santo Padre renueva su invitación a las comunidades separadas para que vuelvan a la sede de Roma, recordando que es ésta la única depositaría de la verdad revelada («lógica intransigencia», escribe L'Osseruatore Romano). Ilustra el fondo doctrinal de esto diciendo que «aún hoy existen no pocos puntos sobre los que la Iglesia católica deja plena libertad a las discusiones teológicas, ya que se trata de temas no completamente ciertos», y cuya discusión, además, llevará «a un mayor y más profundo conocimiento de los dogmas, preparando y guiando con más seguridad a la inteligencia de los mismos».

III una consulta democrática 414

Una cosa es la actuación del Concilio y otra muy diversa su preparación. La primera está regulada en cierto modo por una serie de normas del Código de Derecho Canónico. La segunda es el fruto de una experiencia secular sujeta siempre, según los tiempos, a cambios más o menos sustanciales y que, en definitiva, no comprometen necesariamente a un Papa, el cual es libre de escoger las formas y los métodos que le parezcan más oportunos. Tampoco se puede inculpar de excesiva autoridad a un Papa cuando, después de estimar que ha llegado el momento oportuno para convocar una reunión ecuménica, expone su punto de vista al Episcopado con una consulta preliminar. No se trata —entendámonos— de privar a los obispos de sus derechos de intervenir en la celebración conciliar. Y esto por dos motivos. En primer lugar porque un Papa, para determinar temas que deban ser tratados en las sesiones, se limita eventualmente a proponer un cuestionario con determinadas cuestiones sobre las que los padres son invitados a exponer su parecer. En segundo lugar, porque los obispos pueden siempre presentar nuevas propuestas en el curso de los trabajos (1). El deseo de un Pontífice de dar al Concilio la orientación que le es más congénita y que, en realidad, le ha movido a convocarlo podría ser también humano y comprensible. Tanto más cuanto que siendo varias y no una sola las cabezas que deben decidir, necesariamente se corre el riesgo de que la idea originaria quede diluida, casi hasta desaparecer, al pasar por muchos «vasos comunicantes». Y esto, no tanto porque se presuponga una incapacidad en cada obispo para ofrecer su cooperación racional, teniendo muy presentes las necesidades de la Iglesia universal y no las particulares de la propia diócesis o nación, cuanto debido al número y la heterogeneidad de los miembros del Episcopado, los cuales, al tener carta blanca sobre las cuestiones que se deben discutir, se ven natu(1) Esto sucedió, por ejemplo, en el Vaticano I. En la apertura del Concilio el tema de la infalibilidad pontificia, que había de ser el punto central de este Concilio, no se encontraba en la lista de los temas que componían el programa.

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raímente inclinados a tratar de ómnibus rebus et quibusdam alus: de todo y de lo demás. Juan XXIII se encuentra en esta encrucijada. Ante sus pies se abren dos caminos, uno más misterioso que el otro si atendemos a la diversidad de metas que persiguen: o invitar a los obispos a aportar sugerencias sobre la base de un esquema prefijado, o bien conceder al Episcopado la posibilidad de indicar los problemas de su agrado. Pero el Papa no duda. Sabedor de que para la Iglesia el «centro» y la «periferia» sólo existen en el mapa y de que, por tanto, ambos están indisolublemente compenetrados, se inclina por el método dialéctico. Sería, por lo demás, un contrasentido restringir la universalidad del catolicismo en el momento de poner los fundamentos de un acontecimiento que, precisamente por su característica «ecuménica», adquiere un alcance y un valor incalculables para la vida de la Iglesia. El Papa no conoce la indecisión. Dejemos libertad a los obispos —dice—. Quedarán más satisfechos y obrarán con espontaneidad. La consulta democrática del Papa no termina en los eclesiásticos que por derecho serán después los padres conciliares: cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos residenciales, abades y prelados nullius que gobiernan una circunscripción eclesiástica autónoma, separada de las diócesis limítrofes, y finalmente los superiores generales de las órdenes religiosas exentas (cuyos miembros dependen directamente del Papa y no del ordinario de la diócesis en la que residen). Juan XXIII no escatima nada con tal de dar al Concilio dimensiones verdaderamente mundiales. No sólo extiende el sondeo a las universidades católicas y a las facultades eclesiásticas de Teología y de Derecho Canónico, sino también a los dicasterios romanos, los cuales deberán presentar propuestas dentro del ámbito de su propia competencia como los organismos centrales de la Iglesia. El Papa llega incluso a revolucionar el sistema tradicional de las encuestas preliminares. A esta «exploración» —como él dice— invita también a los eclesiásticos y religiosos que, aun no teniendo el derecho de tomar parte en las sesiones, pueden, sin embargo, aportar consejos útiles para la economía general del Concilio. Y así el Papa Roncalli interpela a los arzobispos y obispos titulares que por su preparación cultural y la delicadeza de las tareas que normalmente realizan, pueden ofrecer una rica aportación de ideas. Interpela también a los vicarios, prefectos y admi48

nistradores apostólicos, los cuales, diseminados en su mayoría por tierras de misión, están capacitados para dar un preciso testimonio de las exigencias y de las dificultades del apostolado en aquellas avanzadas de la Iglesia. Interpela finalmente a los superiores generales de las congregaciones religiosas no exentas que, comprometidos de ordinario en los sectores más complejos —la educación de la juventud, la evangelización de las masas alejadas y, sobre todo, de los obreros, la cooperación con el clero secular—, tienen la posibilidad de conocer y sugerir, mejor que ningún otro, los medios aptos para hacer penetrar los principios cristianos en las estructuras sociales más modernas. Comisión antipreparatoria El Papa efectúa el primer acto oficial, después de anunciar las sesiones, el 17 de mayo de 1959, mediante la constitución de la Comisión antipreparatoria. Nombra como presidente de la misma al secretario de Estado, cardenal Tardini, y como miembros a los diez prelados más eminentes.de la Curia, es decir, a aquellos que podemos definir como los directores generales de los dicasterios eclesiásticos: los secretarios de la Congregación de Propaganda Fide (Sigismondi), de los negocios extraordinarios (Samoré), de la disciplina de los sacramentos (Zerba), del Concilio (Palazzini), de los religiosos (el claretiano Larraona), de los seminarios y universidades (Staffa), el prosecretario de ritos (Dante), los asesores de la Consistorial (Ferretto) y de la Congregación para la Iglesia Oriental (P. Coussa, alepino de San Basilio), el comisario del Santo Oficio (el dominico Philippe). Como secretario es nombrado monseñor Pericles Felici, auditor de la Rota. Si el calificativo «antipreparatoria» (2) dado a esta Comisión parece bastante extraño, no sucede lo mismo con las funciones, las cuales, por el contrario, son definidas con gran claridad: ponerse en contacto con el Episcopado eclesiástico a fin de obtener consejos e indicaciones; reunir las propuestas formuladas por los dicasterios, trazar las líneas generales de las cuestiones que deberán ser discutidas en Concilio, oídos los pareceres de las facultades teológicas y de las universidades católicas; sugerir la composición de los diversos organismos (2) ¿Por qué se dio a esta Comisión el nombre de antipreparatoria y no antepreparatoria? El cardenal Tardini explicó el «anti» en el sentido de «antes». Pero «anti» significa propiamente «contra», como por ejemplo «antipapa». En definitiva, quedará siempre la impresión de que en este caso se trató evidentemente de una equivocación.

4.—H.a Concillo

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que deberán hacerse cargo de la subsiguiente preparación. Poco después se envían las invitaciones a los obispos y a los demás prelados de la Jerarquía católica (2594) y a los superiores de las órdenes religiosas (156) con el fin de que transmitan a Roma «con absoluta libertad y sinceridad —se dice en la carta del 18 de junio de 1959— los pareceres, consejos y votos que la solicitud pastoral y el celo por las almas puedan sugerir a Vuestra Excelencia, en orden a las materias y a las cuestiones que podrán ser discutidas en el próximo Concilio». También se envían invitaciones a 62 centros de estudios superiores cuyos expertos deberán preparar estudios bien documentados sobre diversas cuestiones de teología, moral, filosofía, liturgia, derecho, sociología, ascética y pastoral que puedan ser de interés (3). E n t r e tanto, las congregaciones constituyen dentro de sus ámbitos respectivos diversas comisiones de estudio. Son llamados a formar parte de las mismas los consultores y oficiales de los mismos dicasterios y estudiosos de varios países, con el fin de elaborar proyectos concretos que integren, o eventualmente desarrollen, los del Episcopado. Las cartas de los obispos El record de rapidez en responder a la circular del cardenal Tardini corresponde al obispo italiano de Chiusi y Pienza, monseñor Cario Baldini. Su carta llega a Roma hacia finales de julio, seguida inmediatamente por otras cuarenta —poco más o menos procedentes de ciudades italianas, de países europeos y una de la lejana Asia, que por su fecha de expedición bate el record de monseñor Baldini. Algunas cartas están dirigidas al P a p a ; otras, al secretario de Estado, pero todas son remitidas a la secretaría de la comisión antepreparatoria. Toda carta que llega es primeramente fotografiada. Después se archiva el original y se utiliza la fotocopia para examinar y cribar las propuestas. Finalmente se pasa a la clasificación por temas y materias y, al mismo tiempo, se efectúan balances estadísticos parciales: t a n t a s invitaciones, t a n t a s respuestas. Y así se obtiene el porcentaje. El sondeo preconciliar revela en seguida, o mejor confirma una vez más, la triste condición en la que se encuentra la (3) Estos institutos de estudios superiores eran los siguientes: 14 ateneos romanos, 32 universidades católicas fuera de Roma, 11 facultades de estudios eclesiásticos y cinco facultades teológicas de universidades estatales.

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Iglesia en varios países. Algunos prelados ni siquiera han recibido la circular. Otros —y esto sólo se ha sabido después de algún tiempo— han enviado sus respuestas, pero no h a n llegado jamás a Roma. No llega ninguna carta de Bulgaria, Albania, Lituania, Rumania y Checoslovaquia. De Letonia llegan dos cartas; de Hungría, sólo una. Responden, por el contrario, bastantes prelados yugoslavos y casi todos los obispos polacos. El cardenal Wyszynski se mantiene en contacto epistolar directo con el Papa. En las cartas recibidas de las otras partes del mundo, y escritas en latín en su mayoría, todos los prelados indistintamente están concordes en afirmar la oportunidad de la convocación de la asamblea conciliar. Un obispo de la Polinesia dice candidamente que no puede adelantar ninguna propuesta «viviendo, como vive, entre pueblos de la E d a d de Piedra». Las sugerencias se desperdigan en innumerables temas. Algunos reflejan exigencias particulares de diócesis o naciones. Otros muchos se orientan hacia problemas de interés universal para la vida de la Iglesia. Se oscila entre petición de definiciones dogmáticas y la condena de los principales errores modernos; entre el «aggiornamento» de la acción sacerdotal y del pueblo cristiano y el desarrollo de la legislación eclesiástica; entre el uso de la lengua vulgar en la liturgia y la urgencia de llamar la atención de los fieles, demasiado preocupados de la prosperidad temporal, para encaminarlos hacia la conquista del espíritu. Las propuestas más orgánicas, más constructivas y t a m bién más polémicas provienen, sin duda, del corazón de Europa. Los obispos alemanes, holandeses, austríacos, belgas y franceses parecen hacer de ello una cuestión de principio: sinceridad, pero también decisión para el examen de la correspondencia. Sus votos se orientan esencialmente a completar la eclesiología mediante una revalorización de la función y autoridad del Episcopado y, de rechazo, mediante una descentralización de la administración de la Iglesia; sobre la profundización de los principios doctrinales relativos a la acción y al puesto que los seglares ocupan en la Iglesia. Afirman también la necesidad de ciertas adaptaciones en el campo disciplinar, litúrgico y pastoral; insisten en la renovación de los métodos de evangelización en el sector misional, donde se experimenta con más pujanza, debido a la progresiva extinción del colonialismo, la evolución en gran escala de la humanidad; en el examen

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inderogable de las profundas modificaciones acaecidas en las relaciones sociales a causa del progreso técnico y de la difusión de la civilización; en la reforma del Derecho eclesiástico y de las prácticas penitenciales... Se nota inmediatamente una diferencia sustancial entre las peticiones del Episcopado centroeuropeo y las de otros muchos obispos. Las primeras reflejan evidentemente estados de ánimo y opiniones de vastos sectores del laicado y del clero, interrogados intencionadamente por los obispos antes de redactar sus propuestas. Manifiestan una determinada directriz del carácter nacional (4). Las demás propuestas, por el contrario, denotan con frecuencia la visual particular de cada obispo. A veces encontramos orientaciones muy diversas, pero no por eso menos útiles y valiosas, entre prelados de un mismo país o de una misma región. Hay otros muchos temas interesantes. Los españoles aspiran principalmente a favorecer la santificación de los miembros de la Iglesia mediante reformas que perfeccionen y pongan al día la vida de la Iglesia. Los obispos africanos y sudamericanos ponen sobre todo de relieve las cuestiones más connaturales a ellos, como el desorden social y político entre los pueblos, las dificultades para la penetración del espíritu cristiano en los Estados que han alcanzado recientemente la independencia, la escasez de clero, etc.. Muchos obispos italianos solicitan la condenación de los errores doctrinales de nuestro tiempo, principalmente los que derivan de una concepción atea del mundo. Opinan que, en el momento presente, es necesario tomar una nueva y más firme posición contra el marxismo. Pero los problemas en perspectiva son infinitos. Hasta se ha llegado a lanzar la hipótesis de que el Papa convoque un Concilio cada 25 años, considerando que la Iglesia debe ponerse al día continuamente. Entre las peticiones de definiciones dogmáticas aparecen con frecuencia las de carácter mariológico. Desde los Estados Unidos se insiste principalmente en la «corredención» de la Virgen; desde Méjico, en su Maternidad espiritual; desde Italia y Bélgica, en su «mediación universal». Pero es también verdad que en la proclamación de nuevos dogmas se muestran contrarios bastantes obispos, principalmente los que ven en estas aspiraciones dogmáticas (4) Así se ve en el Episcopado alemán, que después de una serie de reuniones plenarias, ha redactado una relación colectiva; y en el austríaco, que ha planeado una línea de orientación común en la reunión de la Conferencia Episcopal, celebrada en Viena en noviembre de 1959.

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una remora fundamental para proseguir el diálogo con los hermanos separados. De estos temores se hará intérprete públicamente, y con marcado acento, monseñor Elias Zoghby, vicario para Egipto del patriarca de Antioquía de los melquitas. Afirmará polemizando con aquellos que, «reduciendo la Iglesia de Cristo a las propias dimensiones, no encuentran en ella lugar para los demás», y que «no se puede interpretar el Concilio convocado por Juan XXIII según el propio sentir y su orientación en un sentido o en otro. Como tampoco se puede restringir su alcance hasta el punto de hacer de él un Concilio separatista, en el que nuevas definiciones dogmáticas, y quizás también algunas medidas centralizadoras, harían más profundo el foso que separa a las Iglesias». El Concilio Vaticano II Juan XXIII había afirmado que sería necesaria una preparación de «dos años al menos» y que el Concilio se llamaría «o lateranense o vaticano». En el verano de 1959 el Papa está todavía convencido de que serían suficientes 24 meses. Recibe en audiencia al obispo de Honolulú, monseñor James Sweeney, y al despedirse de él le dice sonriendo: «Nos volveremos a ver dentro de dos años en el Concilio.» Pasan los meses. Se miden los pasos ya dados y el camino que falta por andar. El Papa, en la basílica de los Doce Apóstoles, el 7 de diciembre, declara que la asamblea ecuménica se llamará «Vaticano II», confirmando de este modo su desarrollo en San Pedro. Sobre la fecha de apertura, Juan XXIII no se pronuncia definitivamente. El cardenal Tardini, en un tono no demasiado oficial, habla de ello dando a entender que serán necesarios más de dos años para llegar a la celebración. El secretario de Estado da el anuncio en una rueda de prensa. El purpurado explica los particulares, el significado y la naturaleza del Concilio, que no es —dice— un parlamento, o mejor, existe cierta afinidad entre ellos porque en el parlamento «se habla también excesivamente...» Pasando a tratar de la unión, el cardenal Tardini expresa la esperanza de que los hermanos separados sean atraídos en primer lugar por el espectáculo conciliar y después por sus resultados. De todos modos es un error pensar que todo se arreglará en un abrir y cerrar de ojos: «Tú cedes en esto; yo, en aquello, y adelante.» «Mirar, sí, con cordialidad y caridad a los demás hermanos, considerarlos hermanos, tener para ellos todo el cariño del 53

corazón, pero la Iglesia católica no puede por eso renunciar a los dogmas ya definidos. La divina Providencia no dejará de intervenir para encontrar nuevas sendas que conduzcan a la unidad.» Alguien le pregunta si los no católicos serán invitados al Concilio. Tardini no lo excluye, previniendo incluso que algunos observadores podrán intervenir si así lo desean: «El Papa, por su parte, no los echará a la calle.» El secretario de Estado toca otros puntos más o menos conocidos sobre la preparación y la celebración de las reuniones. Confirma además que la lengua latina será la oficial, como ya había augurado el conocido latinista Antonio Bacci en un artículo publicado en L'Osservaíore Romano (5). «Además —añadió Tardini— existe otra razón para preferir la lengua latina: con el latín todos serán más breves en sus intervenciones... » Ante la explosión de hilaridad intenta con fina diplomacia hacerse dueño de la situación: «porque el latín... quería decir... es una lengua concisa...» Un periodista le preguntó si intervendrían en el Concilio los jefes de Estado, como en otros tiempos. «Se preparará —responde— una tribuna para los que deseen asistir.» En consecuencia se deja oir entre labios un «luego el Concilio es una cosa sería y no de risa...». ¿Condenará el Concilio los errores del pensamiento moderno? El purpurado apostilla: «Ciertamente estaría bien condenarlos. Me han preguntado algunos si se condenará el existencialismo. No lo sé. En el Vaticano no existe...» 9,348 propuestas La fase antepreparatoria puede considerarse prácticamente concluida al comenzar la primavera de 1960. Las respuestas de los obispos, catalogadas y resumidas, se comunicaron a los dicasterios, para los que fueron de gran utilidad en la formulación de sus propuestas. Entre tanto, las universidades se apresuraron también a enviar sus estudios. Pero, ¿cuál ha sido y cómo se traduce en cifras y porcentajes la participación del Episcopado, de los religiosos y de los institutos en la consulta preconciliar? En general, de los 2.812 interpelados respondieron 2.150 dando un porcentaje del 76,4 por 100 subdividido de este

modo: obispos y otros prelados de la jerarquía, 1.998 (596 no respondieron); religiosos, 101 (55 no respondieron); ateneos y facultades 51, (11 no respondieron). En particular, teniendo presente sólo a los miembros de la Jerarquía y haciendo un cuadro comparativo por continentes, resulta que han enviado sus votos: el 88,1 por 100 de América Central (67 respuestas), el 83,3 por 100 de África (241 respuestas), el 79,9 por 100 de Europa (769 respuestas), el 75,7 por 100 de América del Sur (318 respuestas), el 72,7 por 100 de América del Norte (262 respuestas), el 70,2 por 100 de Asia (293 respuestas) y el 68,5 por 100 de Oceanía (48 respuestas). Algunos datos por naciones: respondieron 38 prelados del Congo (95 por 100 de los interrogados), 16 austríacos (94,1 por 100 de los interrogados), 39 irlandeses (93,7 por 100 de los interrogados), 83 españoles (93,2 por 100 de los interrogados), 110 franceses (84,6 por 100 de los interrogados), 316 italianos (83,3 por 100 de los interrogados), 42 polacos (82,3 por 100 de los interrogados), etc. Las propuestas y sugerencias fueron reducidas esquemáticamente a 9.348 breves proposiciones en latín, cada una de las cuales expresaba un deseo de un obispo o de un religioso. Tenemos así el Analyticus conspeclus consiliorum quae ab episcobis et praelatis data sunl. Se procedió además a la elaboración de relaciones nacionales con datos estadísticos y observaciones generales sobre los temas del más variado interés. También se procedió a la elaboración de una síntesis final que evidencia los temas más urgentes e importantes, o que han indicado la mayoría de los obispos. Con esta apretada monografía de unas 20 páginas, densas en conceptos generales y en ideas particulares, se elaboran los puntos que serán objeto de estudio en la fase preparatoria.

(5) El cardenal Bacci escribía entre otras cosas en el mencionado artículo: «Celebrar un Concilio Ecuménico hablando en varias lenguas nacionales con el sistema de la traducción simultánea daría la impresión, si no de querer rechazar la lengua oficial de la Iglesia, al menos de pretender dejarla a un lado.»

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IV su gracia, en el vaticano

El 30 de mayo de 1960, terminado el consistorio semipúblico para la canonización del beato Juan de Ribera, los cardenales acompañan al Papa a su biblioteca privada. Allí el Sumo Pontífice anuncia la conclusión de la fase antepreparatoria del Concilio y la constitución de las comisiones que deberán dedicarse al estudio de los temas que podrán ser tratados en las sesiones y que han sido elegidos por el mismo Juan XXIII teniendo presentes los votos del Episcopado y las propuestas de los dicasterios romanos. Efectivamente, el 4 de junio (pero con fecha del día siguiente, festividad de Pentecostés) se publica la carta apostólica Superno Dei nuiu. Por el momento las comisiones instituidas son diez: — Teológica, «destinada a estudiar las cuestiones relativas a la Sagrada Escritura, la Tradición, la fe y las costumbres». — Obispos y Gobierno de las Diócesis. — Disciplina del Clero y del Pueblo Cristiano. — Religiosos. — Disciplina de los Sacramentos. — Liturgia, — Estudios y Seminarios. — Iglesias Orientales. — Misiones. — Apostolado de los Seglares, para «todas las cuestiones referentes a la acción católica, religiosa y social». Los secretariados son dos: uno para «tratar los problemas relacionados con los medios de difusión del pensamiento (prensa, radio, televisión, cine, etc.)», y el otro, o un «consejo» especial, para «manifestar mejor —como el Papa expresa en el «motu proprio»— nuestro amor y nuestra benevolencia hacia todos aquellos que se llaman cristianos, pero que están todavía separados de esta sede apostólica, para que también ellos puedan seguir los trabajos del Concilio y encontrar más fácilmente el camino para alcanzar aquella unidad por la que Jesucristo dirigió al Padre celestial una ardiente oración».

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Finalmente, una Comisión Central encargada de «seguir y coordinar, si fuera necesario, los trabajos de cada comisión, haciéndonos sabedores de sus conclusiones a fin de que podamos determinar los temas que deberán tratarse en el Concilio Ecuménico». Se encargará además de proponer las normas necesarias para el desarrollo de las sesiones. Más tarde, el 20 de junio, quedaba constituido un secretariado administrativo; el 18 de noviembre, una comisión ceremonial; un año después, una comisión técnico-organizadora (1). En la fiesta de Pentecostés el Papa habla de las relaciones entre la Asamblea conciliar y la Curia Romana. El Concilio —afirma— posee «una estructura y una organización propias» que no pueden confundirse con la «función ordinaria y característica » de la Curia. Esta «procede, incluso durante el Concilio, de acuerdo con el curso ordinario de sus habituales atribuciones en la administración general de la santa Iglesia. Las distinciones, por tanto, son bien precisas: una cosa es el gobierno ordinario de la Iglesia, del que se ocupa la Curia Romana, y otra el Concilio». Con estas premisas es perfectamente natural que alguno quede maravillado cuando se notifican los nombramientos de los presidentes de los diversos organismos. Prácticamente son los mismos responsables de los dicasterios correspondientes: el secretario del Santo Oficio, cardenal Ottaviani, presidirá la Comisión Teológica; el secretario de la Sagrada Congregación Consistorial, cardenal Mimmi, la de los obispos, etc., a excepción de los cardenales Cento y Bea, que presiden, respectivamente, las comisiones para los seglares y el Secretariado para la Unión. Algunos lanzan la hipótesis de que existen profundas oposiciones entre el Papa, deseoso de confiar a hombres nuevos los puestos clave del Concilio, y los purpurados de Curia, que pretenden, en cambio, controlar directamente la preparación de las sesiones. Se trata, es verdad, de una simple hipótesis, pero a nadie se le oculta la disonancia que existe entre el discurso pontificio y el sucesivo nombramiento de los presidentes. El discurso preludiaba, sin duda, un criterio de elección que no se ha verificado en los nombramientos. (1) En el discurso del 30 de mayo el Papa no había ni siquiera mencionado la comisión para los seglares ni el secretariado para la prensa y los espectáculos. Probablemente los proyectos relativos a los seglares habían sido encomendados en un primer momento a la comisión para la disciplina del clero y del pueblo cristiano.

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En los meses siguientes, durante todo el verano y el otoño de 1960, casi todos los días publica L'Osservatore Romano extensas listas de cardenales, de prelados, de sacerdotes y religiosos llamados a formar parte, como miembros o consultores, de comisiones y secretariados. Sobre esta selección Juan XXIII había pedido con anterioridad el parecer de los nuncios, teniendo en cuenta además la competencia de cada uno, sus ocupaciones, la disponibilidad de tiempo y las facilidades de traslado. Salta inmediatamente a la vista la desproporción existente en el porcentaje entre el número de europeos que forman parte de los organismos preparatorios (alrededor del 70 por 100 de la totalidad de los miembros: 221 italianos, 97 franceses, 64 alemanes, 58 españoles, etc.) y el número de obispos europeos que intervendrían después en las sesiones. Algún comentarista polemiza abiertamente sobre esta «orientación occidental» del Concilio, y no del todo sin fundamento. De hecho, varios esquemas evidenciarán más tarde una notable unilateralidad de visual. Pero es también verdad que la composición de las comisiones nos manifiestan al mismo tiempo una anticipación de la universalidad y de la ecumenicidad del Vaticano II, en cuyos organismos tienen su representación varias decenas de naciones. En las comisiones encontramos, pues, presidentes de conferencias episcopales, obispos residenciales y titulares, prelados de Curia, religiosos, estudiosos y canonistas. Unos son expertos en el campo teológico y bíblico; otros, en el jurídico, litúrgico, histórico, social o pastoral. En total intervendrán en estos trabajos preparatorios 833 personas: 60 cardenales, 5 patriarcas, 258 entre arzobispos y obispos residenciales y titulares, 218 miembros del clero diocesano, 282 religiosos y 10 seglares. La fase preparatoria se inicia prácticamente el 13 de noviembre, fecha en la que la Iglesia oriental celebra la memoria de San Juan Crisóstomo y vigilia de la fiesta de San Josafat, mártir de la unión, con una solemne ceremonia en rito eslavobizantino presidida por el Papa en la basílica vaticana. Poco después, el 2 de diciembre, Juan XXIII recibe en audiencia a «Su Gracia» el doctor Fischer, arzobispo anglicano de Canterbury. Se trata de un acontecimiento extraordinario que no se puede explicar sino retrocediendo en el tiempo y reanudando el tema de las comunidades separadas para seguir de cerca la lenta pero constante maduración en su camino hacia la unidad.

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La misión de Jakovos Marzo de 1959. La publicación en Acta Apostolicae Sedis del texto íntegro de la alocución pontificia del 25 de enero y las primeras aclaraciones sobre los fines del Concilio habían causado reacciones bastante negativas por parte de los no católicos. No tanto los ortodoxos, que ya desde el primer anuncio del Concilio habían criticado la orientación del mismo en el plano doctrinal, afirmando la imposibilidad de participar en él como subditos del Romano Pontífice, cuanto los protestantes, especialmente aquellos grupos que confiaban en atraer el catolicismo al Consejo Mundial de las Iglesias. En aquellos momentos de incertidumbre, cuando parecía que el problema de la unión quedaría condenado a la esterilidad antes incluso de que fuera al menos propuesto, un solo hombre, el patriarca Atenágoras, afrontó con valentía la situación sin dejarse vencer por las apariencias. Fue entonces cuando se presentó en el Vaticano uno de los más cualificados colaboradores del patriarca, el arzobispo para Norteamérica y Sudamérica, Jakovos, que en aquel tiempo era además uno de los presidentes del Consejo Mundial de las Iglesias. La audiencia tuvo lugar en marzo y estuvo rodeada de la más absoluta reserva, tanto que sólo varios meses después se tuvo noticia de ella. Fue indudablemente un episodio de gran relieve, ya que hacía siglos que un exponente de la jerarquía ortodoxa no se encontraba con un Papa romano. El coloquio estuvo revestido de la máxima cordialidad. Jakovos discutió abiertamente con Juan XXIII acerca de los «impedimentos que dificultan en todo el mundo la unión de los cristianos». Sin disminuir el significado de las controversias teológicas y dogmáticas, manifestó la esperanza de que un «contacto informativo» entre católicos y representantes del Consejo Mundial de las Iglesias pudiera «conducir en el plazo de diez o veinte años a una solución de los problemas existentes entre los católicos y las demás Iglesias cristianas». Comentando la audiencia pontificia, el mismo Jakovos declaró que «la unión de los cristianos es la aspiración de todas las Iglesias», y que «lo que hace falta es encontrar las bases sobre las que esa unión deberá fundarse». Más tarde, el mismo Atenágoras aludía claramente a este hecho en un mensaje pascual, afirmando la urgencia de que las Iglesias volvieran a encontrar la «unidad perdida», tanto más cuanto que las barreras históricas «no deben impedir un

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acercamiento y un encuentro recíproco en estas circunstancias en que la buena voluntad de los jefes cristianos, recientemente manifestada, es para nosotros un motivo de esclarecimiento y de consolación». No se trataba evidentemente de un cambio de principios, como se apresuraron a decir los periódicos griegos, sino más bien de una manifestación de buena voluntad por parte de Constantinopla. Una prueba de ello se tuvo en el mes de abril, cuando el delegado apostólico en Turquía, monseñor Giacomo Testa, hizo una visita a Atenágoras para expresarle su gratitud por haber enviado un representante al rito de sufragio de Pío XII y a la coronación de Juan XXIII. Más tarde, el patriarca ortodoxo devolvió la visita a la delegación. Se trataba de actos de pura y simple cortesía, pero que en el fondo ocultaban un interés recíproco por conocerse más de cerca y establecer relaciones más amistosas. La conferencia de Rodas Aquellos primeros acontecimientos hicieron sin duda en trever, en el seno de la Iglesia católica, una actitud más conciliadora con los ortodoxos que con los protestantes, cosa muy comprensible si se tiene en cuenta que los obstáculos que separan a Roma de los secuaces de Lutero y de Calvino son mayores. Es una audiencia general celebrada en Castelgandolfo en el verano de 1959, Juan XXIII, hablando de los protestantes, se preguntó qué «habían hecho con la Virgen, y por qué la habían echado de casa». Y, siempre en aquel período, algunos periódicos escribieron que la Santa Sede había rechazado el plan para una Iglesia de transición que habría permitido el paso al catolicismo de numerosos elementos del clero y del laicado anglicano. Este proyecto había sido elaborado precisamente por un pastor anglicano, Frederic Davis, convertido después a la religión católica. La función de mediador la realizó el jesuíta Charles Boyer, presidente de la «Asociación internacional Unitas» y miembro de la «conferencia católica para los problemas ecuménicos», un organismo fundado en 1950 y presidido por el prelado holandés monseñor Willebrands, que había llevado a cabo una obra fecunda tendiendo lazos cada vez más estrechos con estudiosos de las comunidades separadas. A mediados de agosto el mismo monseñor Willebrands y

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el dominico francés Cristóbal Dumont intervinieron en Rodas, en calidad de periodistas, pero en realidad como observadores, a los trabajos del comité central del Consejo Mundial de las Iglesias. En una relación referente al Concilio se manifestó la satisfacción por los contactos tenidos en los últimos años entre representantes del Consejo y teólogos católicos, augurando finalmente que las relaciones se intensificarían aún, gracias a una colaboración más intensa en el estudio de los problemas sociales y a un trabajo común orientado hacia una «paz justa y duradera». La noche entre el 21 y el 22 algunos miembros ortodoxos del comité invitaron a una cena en su honor a los dos eclesiásticos católicos. Dumont y Willebrands, con otros tres colegas, pensaban encontrar un grupo restringido de personas, pero se encontraron en compañía de toda la delegación ortodoxa, comprendidos los enviados del patriarcado de Moscú. No faltaron quienes se atrevieron a afirmar que la participación masiva de los orientales había sido calculada de antemano como una demostración en contra de los protestantes (2). Con estas premisas es fácil imaginar el calor con que los delegados de la ortodoxia acogieron algunos proyectos presentados por los ecumenistas católicos, entre ellos un intercambio de estudiantes de teología y un encuentro de estudiosos de las diversas Iglesias, que debería celebrarse en Venecia el año siguiente. Esta última idea fue la que principalmente entusiasmó a los orientales. Se pensó constituir cuanto antes un comité preparatorio del que formarían parte, por los católicos, Dumont, y por los ortodoxos, el metropolita Jakovos, el obispo Carthagenis, representante del patriarcado de Alejandría, y el conocido teólogo ruso Florovsky, del seminario de St. Wladimir de Nueva York. La reacción y el resentimiento de los protestantes, al tener noticia de la reunión, fueron inmediatos, aun sabiendo que entrevistas parecidas, entre expertos de diferentes Iglesias, tenían lugar desde hacía tiempo bajo la máxima reserva. La cosa terminó por ser lanzada a la prensa deformándola de tal manera que se la hizo aparecer como oficial y debido a un acuerdo, a alto nivel, entre la Santa Sede y las autoridades supremas de la ortodoxia. (2) Esto parece deducirse del hecho de que por aquellos días en las sesiones del Comité Central, ortodoxos y protestantes habían tenido varios choques a causa de la propuesta de integración del Consejo Mundial con el Consejo Internacional de Misiones, un organismo totalmente protestante y anglicano. Si esta propuesta hubiera sido aprobada, se habría favorecido así un reforzamiento de las misiones protestantes con menoscabo de las ortodoxas.

Tanto los católicos como los orientales replicaron inmediatamente. Los primeros por medio del cardenal Tisserant —entonces secretario de la Congregación oriental—, quien desmintió que él hubiera enviado a los observadores, y circunscribió la importancia de la conferencia veneciana, recordando que encuentros similares se habían tenido ya en el pasado. Los segundos por medio de Jakovos, quien el 23 de agosto confirmó todavía con su autoridad la participación de la ortodoxia a la conferencia de Venecia. Pero en el lapso de 24 horas, probablemente movidos por las presiones de los protestantes, que les acusaban de querer producir un sabotaje en el Consejo Mundial, muchos ortodoxos capitularon, y en primer lugar el mismo Jakovos, quien, después de una reunión colegial de su delegación, minimizó el episodio mostrándose sorprendido de «algunas interpretaciones erróneas y de las grandes exageraciones aparecidas en la prensa». Pero no todos los ortodoxos aprobaron esta línea de conducta, y los católicos, por su parte, se mostraron firmes. El 3 de septiembre, con gran sorpresa de los que estimaban que el proyecto se había quedado en el aire, Radio Vaticano anunció la «organización oficial» del encuentro de Venecia y la constitución de una comisión preparatoria ortodoxa, de la que, como es natural, estaba ausente Jakovos. De ella formaban parte el profesor Alivisatos, maestro de teología en Atenas, y Costantinidis, conocido personalmente desde 1936 por el nuncio Roncalli y uno de los más fieles colaboradores de Atenágoras (3). Pero no habían terminado aún las dificultades. A causa de la reiterada insistencia de los jefes del Consejo Mundial, el mismo Atenágoras se vio obligado a ceder para no crear ulteriores fricciones con los protestantes. A través de su representante Timiadis, hizo saber públicamente: «El patriarcado ecuménico desea mantener su habitual comportamiento: continuar formando parte del Consejo Mundial de las Iglesias. Deplora toda versión de los acontecimientos que pudiera inducir a pensar que el patriarcado pretende debilitar, de un modo o de otro, los vínculos que le unen al Consejo.» De todo esto se siguió lógicamente un cambio de orientación con respecto a Roma: intransigencia en la esfera de las relaciones individuales, ya que —como afirmó Jakovos— (3) Todo esto demuestra con la mayor evidencia del mundo que, al menos en aquel momento, tanto el patriarca de Constantinopla como la Iglesia griega apoyaban aún la iniciativa.

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65 5.—H.a Concilio

«el patriarca está dispuesto a mantener una conversación personal con el Papa si el Papa promete a su vez restituirle la visita en Constantinopla»; intransigencia también en la esfera de las relaciones con las demás iglesias. La ortodoxia —en frase del mismo Atenágoras— aceptaría estar representada con observadores propios en el Concilio a condición de que fueran enviados también los protestantes. Se vuelve a partir de cero Las consecuencias de aquel cambio de rumbo fueron en seguida evidentes: se aplazó sin fecha fija la conferencia de Venecia y se anuló una reunión de menor importancia, que habría tenido lugar en Asís, entre católicos y protestantes. Parecía como si las cosas hubieran vuelto al punto de partida o más atrás todavía. Esto parece tanto más cierto cuanto que, al final del año, Atenágoras realizó varios viajes por Oriente para encontrarse con los patriarcas ortodoxos. Había comprendido desde hacía tiempo —y había quedado más convencido de ello a raíz de los acontecimientos de Rodas— que antes de establecer relaciones más íntimas con las demás iglesias, urgía en primer lugar reconstruir la unidad en el interior, en el ámbito mismo de la ortodoxia. Y esto no sólo para hacer frente más unidos al influjo creciente de los protestantes, sino también para tratar de conquistar aquel prestigio que le sitúa en una posición de superioridad frente a los demás jefes ortodoxos, y que el patriarcado de Moscú no parece inclinado a reconocer. Sin embargo, si quisiéramos ser más papistas que el Papa, deberíamos afirmar que el haber tomado las cosas este cariz resultó un bien. Quedaron superados los fáciles entusiasmos, alimentados involuntariamente por la opinión pública. Se aquietaron los resentimientos nacidos de las desilusiones sucesivas. Desaparecieron las disensiones que habían tomado proporciones gigantescas en aquel estado de confusión y de reajuste ideológico. De este modo el mundo cristiano adquirió de nuevo su primitiva y real fisonomía más en consonancia con la nueva problemática que había ido perfilándose y madurando en la historia religiosa. Fue además un bien para la Iglesia católica, que pudo individuar mejor, para después actuar según las necesidades, la perspectiva exacta en la que se situaban las comunidades cristianas en su aspiración hacia la unidad y en su actitud frente al Concilio.

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En efecto; dentro del campo de la ortodoxia se podían advertir, con mayor o menor nitidez, tres tendencias principales. Una, contraria a Roma y capitaneada por el patriarcado de Moscú, que había declarado que no tenía «intención o motivo alguno para intervenir en el asunto». Otra, tal vez la más constructiva, estaba representada principalmente por dos teólogos rusos de la emigración: el profesor Arseniev y Florovsky, cuyas observaciones —sobre la oportunidad de que el Concilio completara todo lo que el Vaticano I había definido en materia eclesiológica— fueron alabadas por el P. Boyer en L'Osseroatore Romano. Una tercera corriente, en la que militaban Atenágoras, Jakovos y algunos estudiosos seglares de Grecia, convencida de la imposibilidad de conseguir por el momento la unión en el terreno dogmático, sostenía la posibilidad de una colaboración fraternal de las Iglesias en el plano social. Menos claras aparecen las líneas de oposición en el mundo protestante. Se encuentran obstáculos de orden general o particular. Se acusa con insistencia al catolicismo de «papismo», de «romanismo» y de sed de poder. La concepción del dogma es distinta, y se interpreta erróneamente la infalibilidad pontificia. No se comprende bien la potestad de la Iglesia y del Papa ni el concepto de «unidad». Finalmente —y esto no es de menor importancia— en el protestantismo no existe una autoridad. «Esta dificultad —como haría notar el cardenal Bea en La Civiltá Cattolica— es por el momento insuperable. Será necesario un largo tiempo y paciente trabajo de preparación para poder entablar un diálogo con uno y otro grupo de los hermanos separados, que presente una forma más desarrollada de unidad.» Fisher toma la iniciativa Transcurridos varios meses, el problema de la unión comenzó nuevamente a avanzar a grandes pasos. Diversos episodios, que a veces apenas afloraban a la superficie, confirmaron la existencia de un clima nuevo. Entre ellos, la satisfacción de los ambientes protestantes por la eliminación en la liturgia católica de algunas fórmulas y expresiones consideradas como injuriosas para los hebreros; el favor con que fue acogida, en todas las comunidades separadas, la institución de Secretariado para la Unión en el ámbito de la preparación del Concilio; el intercambio epistolar, caracterizado por una fina cortesía, entre personalidades luteranas de la academia de Westfalia,

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por una parte, y el cardenal Bea y el arzobispo de Pederborn, monseñor Lorenzo Jaeger, por otra, a propósito de dos libros escritos por sacerdotes católicos sobre las relaciones con los protestantes (4); las frecuentes audiencias concedidas por Juan XXIII a varios exponentes del mundo cristiano (5). Sin embargo, el acontecimiento más significativo tuvo lugar en St. Andrews (Escocia), donde se reunió, del 16 al 24 de agosto de 1960, el comité central del Consejo Mundial de las Iglesias. Se comprendió inmediatamente, en relación con lo que había sucedido en Rodas, que el Consejo había cambiado su actitud hacia Roma, especialmente a raíz de la constitución del Secretariado para la Unión. «El Concilio Vaticano II —se decía en una relación del comité ejecutivo—, aunque no afronte directamente el problema de la unidad, no dejará de influir notablemente en la situación ecuménica.» Y añadía: «Es necesario alegrarse por el hecho de que haya madurado la posibilidad de un diálogo con la Iglesia de Roma (6). El Consejo aprovechará la ocasión para presentar al nuevo Secretariado del Vaticano algunas conclusiones sobre problemas de fondo como la libertad religiosa y la acción social.» En St. Andrews intervinieron entre otros, aunque por motivos diferentes, el arzobispo anglicano de Canterbury y primado de Inglaterra, doctor Geoffrey Francis Fisher, para participar en los trabajos del Comité, y monseñor Willebrands, del Secretariado para la Unión, como observador. Un mes antes el prelado católico había tenido una entrevista, rodeada del mayor secreto, con el canónigo J. R. Satterthwaite, secretario general de la comisión para las relaciones interconfesionales de la Iglesia anglicana. Objeto de la entrevista: el deseo del jefe de la Comisión anglicana de hacer una «visita de cortesía» a Juan XXIII al concluir su inminente viaje por el Próximo Oriente. El proyecto era sensacional. Después de la reunión de St. Andrews los contactos se intensificaron y el proyecto comenzó a tomar consistencia. El cardenal Bea informó sobre él al Papa, quien respondió (4) Todos afirmaban unánimemente que ambas Iglesias se habían acercado notablemente en el campo teológico durante los últimos años. (5) En la primavera de 1959, el Santo Padre recibió al obispo anglicano de Southwark, Mervin Sotckwood; en junio, al canónigo anglicano Donald Rea, a quien el Papa regaló un breviario; después, dos veces a otro anglicano, el reverendo Marcus James; en el verano de 1960, al canónigo Bernard Pawley; en otoño, a los miembros de la pequeña comunidad protestante de Taizé. (6) Aquí la relación aludía evidentemente a la creación del Secretariado para la Unión de los Cristianos, presidido por el cardenal Bea.

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afirmativamente, aceptando más tarde la fecha del 2 de diciembre para el encuentro (7). Antes de dar un solo paso, Fisher había sondeado profundamente el terreno en su patria interpelando a algunos obispos y teólogos autorizados. Las respuestas fueron en su mayoría favorables. Por primera vez, pues, desde la separación efectuada por Enrique VIII, un arzobispo de Canterbury visitaría al Romano Pontífice. Reacciones en todo el mundo La clamorosa noticia fue difundida por la oficina de prensa anglicana de Londres en las últimas horas de la tarde del 31 de octubre de 1960, y en un abrir y cerrar de ojos se propagó por los cinco continentes. Los periódicos, en general, presentaron el acontecimiento en sus justas dimensiones circunscribiéndolo a su misma formulación: «visita de cortesía». En el plano religioso esta visita se consideraba como una manifestación de caridad cristiana entre los jefes de ambas Iglesias. Era además opinión común que al encuentro, aun siendo un hecho históricamente extraordinario, no debía atribuírsele una importancia excesiva hasta el punto de considerarlo como un intento de unión entre el catolicismo y el anglicanismo. A pesar de todo, un determinado sector de la prensa fue impulsado, por la importancia misma del acontecimiento, a amplificar sus contornos, por ejemplo, los fines que Fisher perseguía con sus viajes a Oriente y a Roma, identificándolos con el deseo de crear un único frente de todas las confesiones contra la peligrosa propagación del ateísmo. Hombre de vasta mirada y con plena conciencia de los peligros en que el cristianismo podría verse envuelto haciendo cristalizar en sí mismo las oposiciones y divisiones del pasado, el arzobispo de Canterbury diseñaba un nuevo proyecto. Se trataba siempre de una confederación internacional —definida por él mismo como una «Commonwealth religiosa»—, pero fundada «en el plano espiritual, más que en el práctico, con el fin de hacer que las Iglesias participen realmente unas de otras en el nombre de Cristo». No se trataba, pues, de «unión», sino de «unidad», como el (7) Esto evidencia que los acuerdos definitivos para la audiencia siguieron a las reuniones de St. Andrews y no al contrario, como afirmaron algunos protestantes escandinavos deseosos de poner en dificultad al arzobispo, acusándole de haberse servido de la reunión del Comité Central para tramar un «complot» con los católicos.

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mismo Fisher había de afirmar repetidas veces, distinguiendo con claridad ambos términos, en sus discursos durante su viaje por Oriente e incluso en Roma, en un sermón pronunciado pocas horas antes de encontrarse con el Papa. La «unión» —dijo— implica reconciliación entre las diversas jurisdicciones y autoridades, mientras que la «unidad» es de los espíritus. Y «esta unidad, fundada en la común condición de discípulos y en el amor recíproco, pueden conseguirla las Iglesias; la están consiguiendo ya». Queda así superada la tesis de una simple colaboración práctica. Nos encontramos en una fase aún más avanzada y quizás más positiva del problema de la unión. Debido a su amplitud de miras o arrastrado tal vez por sus mismas ideas, el ilustre primado de la Iglesia anglicana asumía una posición de primer plano en el mundo no católico sustituyendo prácticamente a Atenágoras, demasiado ocupado en reconstruir la unidad en el interior de la ortodoxia. De este modo, en pocos meses, el polo de atracción pasa automáticamente de Oriente a Occidente, de Estambul a Londres. Los primeros días después del anuncio transcurren normalmente, sin excesivos obstáculos. Pero se trata de una tranquilidad sólo aparente. Se levantan varias voces para poner en guardia al primado contra los peligros que le acechan en su viaje a Roma. Las críticas no provienen tanto del anglicanismo, cuyas corrientes parecen aprobar, más o menos calurosamente, el encuentro con el Papa (8). Las reacciones negativas vienen del exterior, de los presbiterianos de Escocia, que consideran la audiencia en el Vaticano como una especie de nueva Canossa (9), y de algunos ambientes ortodoxos orientales en los que se reprocha a Fisher el no haber pedido, como contrapartida, la restitución de la visita en Londres. El arzobispo de Canterbury se defiende a capa y espada rechazando una por una las acusaciones de que es objeto. El 5 de noviembre, en un discurso dirigido a la conferencia diocesana, afirma que ahora puede tener ya lugar entre él y Juan XXIII un coloquio semejante, favorecido por la nueva mentalidad que anima a todas las Iglesias y por la iniciativa «tomada abiertamente por el Papa para manifestar con toda claridad que la Iglesia romana desea mejores relaciones» (10). (8) En el anglicanismo existen tres corrientes: «Iglesia alta», a la que pertenecen los anglocatólicos; «Iglesia baja», cuyos miembros son de inspiración más protestante; y la «Iglesia ancha», cuyos partidarios son de tendencia liberal y modernista. (9) Los protestantes de Escocia aluden aquí a la famosa humillación sufrida por Enrique IV en el castillo de Canossa (25-27 de enero de 1077). (10) El primado de Inglaterra se refiere evidentemente al Secretariado para la Unión de los Cristianos instituido por Juan XXIII el 5 de enero de 1960, y presidido por el cárdena ) Agustín Bea.

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El 10 de noviembre, hablando de su inminente visita al Vaticano, ante la Asamblea Nacional de la Iglesia, observa que «en la práctica nadie ha pretendido ver en esta visita otra cosa que el simple deseo del jefe de una gran comunión cristiana de encontrarse personalmente con el jefe de otra gran comunidad cristiana y de hablar con él en espíritu de caridad personal, de amor y de fraternidad». Entre tanto, después de la publicación de un breve anuncio de la audiencia en L'Osservatore Romano del 2-3 de noviembre, la Santa Sede se encerraba en una reserva sintomática, intentando mantener así el acontecimiento dentro de sus justos límites —es decir, como una simple «visita de cortesía»— para no dar pie a conjeturas peligrosas y contraproducentes. Pero quedará siempre la impresión, avalada por algunos hechos subsiguientes (11), de que en el Vaticano, y especialmente en la Secretaría de Estado, no todos comparten plenamente el punto de vista del Papa sobre la oportunidad de la visita. El histórico encuentro El día 2 de diciembre de 1960, Juan XXIII, por un acto de deferencia hacia el huésped, interrumpe los ejercicios espirituales de Adviento para recibir al arzobispo de Canterbury. Este llega al Vaticano, poco antes del mediodía, acompañado por su secretario, el capellán F. S. Temple; por Satterthwaite y por un funcionario de la legación inglesa ante la Santa Sede. A las 12 tiene lugar el histórico encuentro en los umbrales de la biblioteca privada del Papa. El primer momento es el que cuenta. Pero no hay ni una sombra de perplejidad en los rostros sonrientes de ambos personajes que se estrechan las manos. Después Fisher tiene un momento de indecisión. Pero en seguida recobra la serenidad y murmura: «Santidad, estamos haciendo la historia.» A continuación las puertas de la sala se vuelven a cerrar a sus espaldas. Al coloquio, que se prolonga casi una hora sólo es admitido como intérprete el arzobispo Antonio Samoré, secretario de la Sagrada Congregación para los negocios extraordinarios. Pero, ¿de qué han hablado el Papa y el arzobispo de Canterbury en aquellos 60 minutos? El comunicado publicado por L'Osservatore Romano no (11) Entre estos hechos se encuentran el protocolo de la audiencia reducido a lo esencial, no haberse distribuido fotografías del encuentro entre el Papa y el primado anglicano, etc.

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abunda en particulares. El doctor Fisher —se afirma— ha aludido a su reciente viaje por Oriente, en naciones que el Papa conoce perfectamente por haber vivido en ellas durante varios años. Juan XXIII, por su parte, ha evocado la figura de Gregorio I, el Papa que envió santos y célebres misioneros a Gran Bretaña. Después, una frase demasiado genérica para poder rastrear un significado bien preciso: «El coloquio, mantenido siempre en un clima de simpatía, se ha desarrollado también en medio de recuerdos personales de orden espiritual. » Es más explícito, en cambio, el comunicado de la oficina de información de la Iglesia de Inglaterra, que, al difundirlo, se apresura a especificar que el Vaticano está al corriente de ello. Afirma textualmente que «Su Santidad ha manifestado al arzobispo —como lo ha hecho en otras muchas ocasiones— el gran deseo que tiene de fomentar sentimientos de fraternidad entre todos los hombres y, de una manera especial, entre todos los cristianos. El arzobispo, por su parte, se ha manifestado concorde en afirmar, apelando a su propia experiencia, cuan agudo es y cuan difundido está en muchas Iglesias el deseo de trabajar para conseguir el mismo fin. Y unas líneas más adelante, casi como comentario y explicación, se recuerda que «nunca se había pensado que ésta hubiera de ser una ocasión para examinar problemas y cuestiones particulares, y que el encuentro ha revestido los caracteres de una visita de cortesía. Se ha visto rodeado de un feliz espíritu de cordialidad y simpatía como convenía a un acontecimiento notable en la historia de las relaciones entre las Iglesias». El sentido de las palabras es evidente. El Papa y su huésped no han entablado una discusión sobre motivos de discordia —no era éste ciertamente ni el lugar ni el momento oportuno—. Al contrario, han intentado descubrir los puntos de común entendimiento y de espiritualidad, pero sin entrar muy a fondo en ellos, procurando sobre todo mantener el coloquio dentro de los cauces de un contacto personal que, por ser el primero después de varios siglos de divisiones y contrastres, había de limitarse a arrojar un rayo de luz, a confirmar un cambio de atmósfera, aunque sólo fuera meramente superficial o convencional. Al día siguiente, sin perderse en tantas perífrasis, el mismo Juan XXIII esclarecía y delimitaba los resultados. Al concluir los ejercicios espirituales, en un discurso improvisado dijo a los cardenales y a los obispos: «Nos hemos quedado a la puerta 72

de los grandes problemas.» Alabó la cordialidad, la cortesía y la comprensión manifestadas por Fisher, y elogió su «valentía» en pedir primero y efectuar después la visita, «una petición bien transmitida y recibida». El Papa recordó que se había preparado para el encuentro con la «oración asidua», que lo había mantenido con «serenidad», y afirmó finalmente que «es siempre necesario, sin embargo, confiar en la gracia de Dios, sin formular apresuradamente juicios y pronósticos». La tarde del 2 de diciembre, el arzobispo de Canterbury había tenido además una entrevista con el cardenal Bea y había discutido con él las realizaciones prácticas en vista a un posible acercamiento de ambas Iglesias. El 17 de enero de 1962 Fisher hacía pública su dimisión. Fue una noticia clamorosa, pero no del todo inesperada. Su decisión se puso en relación con las polémicas surgidas en los ambientes anglicanos precisamente a raíz de su visita a Juan XXIII. Con todo, antes de dejar su cargo, había de cooperar aún por última vez a la causa de la unión. De acuerdo con su sucesor, el doctor Ramsey, arzobispo de York, Fisher nombró como enviado personal del arzobispo de Canterbury ante el Secretariado para la unión de los cristianos al canónigo Bernard C. Pawley. Pero es preciso advertir dos particularidades. En primer lugar, que Pawley representaba exclusivamente al primado de la Iglesia de Inglaterra, y esto para prevenir las críticas de algunos círculos anglicanos poco favorables a la iniciativa. En segundo lugar, que el representado en Roma era el arzobispo de Canterbury, lo cual, en un período de interregno por la anunciada dimisión de Fisher y en vistas a la toma de posesión de Ramsey, equivalía sustancialmente a reafirmar la continuidad de orientación del anglicanismo en el campo ecuménico y en sus relaciones con la Santa Sede. La comunión anglicana tenía un nuevo jefe, pero las ideas continuaban siendo las mismas.

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V cantera de ideas

Llegados a este punto, el Concilio se nos presenta como un grueso volumen con sus ideas aún en bruto. Contiene proyectos y numerosas propuestas de obispos, religiosos, universidades y dicasterios de la Curia. Ha llegado ya la hora de examinar y estudiar el material reunido, espigar los aspectos más interesantes y compendiarlos en esquemas precisos y densos. Esta es precisamente la tarea de las comisiones y secretariados preparatorios. La Comisión Teológica, la primera en orden e importancia, es como la «espina dorsal» de todas las demás. El largo período de tiempo empleado en la elaboración de los textos y las acaloradas discusiones que éstos habían de suscitar en el seno de la Comisión central, nos dejan entrever las dificultades que encontró el organismo presidido por el cardenal Ottaviani. A este organismo compete afrontar, bajo el punto de vista doctrinal, algunos temas jurídicos, morales y pastorales, individuar y condenar los errores del mundo moderno contra la fe y las costumbres e ilustrar las verdades que constituyen las columnas basilares del catolicismo. De los seis proyectos elaborados por la Comisión, dos de ellos se encuentran íntimamente ligados entre sí: el de «las fuentes» de la revelación, que contiene el origen y fundamento de la Iglesia católica: Sagrada Escritura y tradición; y el de la custodia del depósito de la fe, que tiene por fin la conservación de las verdades reveladas, su formulación según las exigencias de los tiempos y el progreso en el conocimiento de las mismas. Ambos textos revisten un gran interés para la exégesis. Especialmente el primero, que confirma la necesidad de una recta y auténtica interpretación de las fuentes de la revelación, reivindicando el derecho de esta interpretación exclusivamente al magisterio pontificio y episcopal. Con esto se intenta frenar las especulaciones de algunas corrientes críticas y el uso indiscriminado del llamado «método de las formas», según el cual las narraciones evangélicas serían una reelaboración literaria de la primitiva comunidad cristiana. En el esquema sobre «el orden moral» se indican a los hom77

bres los medios útiles para combatir los errores que intentan negar la existencia de Dios, erigir como criterio de moralidad lo útil, lo agradable, el bien de la raza, los intereses de una clase determinada o el poder del Estado; y para hacer frente a los sistemas filosóficos, corrientes literarias e ideologías políticas que tratan de establecer una moral individualista o independiente. Tratando la moral individual y familiar, después de exaltar las conveniencias de la virginidad perpetua, se invita a la castidad completa a los jóvenes que se preparan al matrimonio y a todos los que viven al margen de él. En consecuencia, por una parte se rechaza el divismo, el naturalismo, el abuso y la falsa y perniciosa orientación de la educación sexual, el pansexualismo y algunos aspectos negativos del psicoanálisis. Por otra parte, ratifica la unidad, indisolubilidad y fecundidad del matrimonio, los peligros de que hoy se ve rodeado más especialmente, como el divorcio, y, aunque sólo sea indirectamente, el maltusianismo y la fecundación artificial. El esquema sobre la Iglesia se presenta con el mismo título que el del Concilio Vaticano I, del que únicamente se discutieron y aprobaron cuatro de los 15 capítulos. Constituye, sin duda alguna, su continuación, ya que tiene que resolver los mismos problemas suspendidos hace 100 años (como las relaciones entre los obispos, el magisterio pontificio y sus obligaciones para con él), junto con otros problemas que han surgido naturalmente en este último período (como —por citar alguno de los más discutidos y de mayor relieve— las funciones y prerrogativas de los seglares en la Iglesia). La segunda parte del proyecto trata, en cambio: 1) Del magisterio y de la autoridad de la Iglesia. 2) De las relaciones entre Iglesia y Estado. 3) De la necesidad y obligación de la Iglesia de anunciar el evangelio a todos los pueblos. 4) Del ecumenismo católico, que aprueba el incremento de las relaciones con las comunidades separadas, aconsejando, con todo, una cierta prudencia para no dar lugar al indiferentismo religioso, al interconfesionalismo, etc. (1). (1) El Secretariado para la Unión estudia el aspecto pastoral de este último tema y las relaciones entre Iglesia y Estado. Y aquí el interés recae principalmente sobre la libertad religiosa, un problema sentido y discutido como nunca, especialmente entre los protestantes. Ya en agosto de 1959, durante los trabajos del Comité Central del Consejo Mundial de las Iglesias, el secretario general Visser't Hooft había declarado en una rueda de prensa: «Espero firmemente que el Concilio adoptará una actitud bien definida acerca del problema de la libertad religiosa, porque pensamos que las limitaciones de esta libertad, comprobadas en algunos países como España y Colombia, constituyen un notable obstáculo para la colaboración entre las Iglesias.»

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El sexto esquema tiene por objeto a la Virgen, Madre de Dios y Madre de los hombres. No habiendo sido incluido en el programa inicial de la Comisión Teológica, muchos lo consideran una novedad, como si se hubiera decidido su redacción a última hora. Algunos, al menos en aquel período, lo consideraban como un primer paso para una definición dogmática sobre la «mediación» de la Virgen (su papel principal en la distribución de las gracias) o sobre la «corredención» (su cooperación a la redención objetiva), según lo habían programado ya muchos obispos en la fase antepreparatoria. Otros, en cambio, vislumbraban en él la posibilidad de conciliar las corrientes opuestas de la mariología, intentando obtener así la llamada «vía media» indicada por Pío XII (2). Los poderes del Episcopado La necesidad de revalorizar las funciones de los obispos en relación con el primado pontificio fue rápidamente advertida y defendida por casi todos los obispos en las propuestas enviadas a la comisión antepreparatoria. Este tema, unido como está con doble lazo al de las relaciones entre los obispos y la Curia Romana, revestía caracteres de especial magnitud e interés, para que algunos de los más cualificados exponentes del Episcopado no advirtieran la necesidad de tratarlos abiertamente y, a veces con acentos de polémica, en discursos y escritos. El cardenal arzobispo de Munich, Dopfner, por ejemplo, en una conferencia pronunciada en el Ateneo lateranense en enero de 1961, desarrolla la idea de «Pedro guiado por Pablo», como queriendo dar a entender que el Sumo Pontífice, sucesor de Pedro, podría quedar condicionado por los obispos, sucesores de los apóstoles, o al menos recibir una gran ayuda de ellos en el gobierno de la Iglesia. El cardenal Kónig, arzobispo de Viena, ratifica la tesis de profundización de las prerrogativas del Episcopado sin querer con esto disminuir las del Papa. Insiste además en el principio de la «función subsidiaria» de la Iglesia, recomendando descentralizar, en lugar de centralizar, los poderes de la administración central. El arzobispo de Utrecht, cardenal Alfrink, afirma que las (2) Las dos corrientes mariológicas fundamentales son el «maximalismo», deseoso de que se definan nuevos dogmas, y el «minimalismo», que desearía atenuar los ya existentes

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sesiones serán de «gran utilidad» si consiguen que la «dirección de la Iglesia adquiera una mayor independencia de los organismos centrales —cosa que no sucede hoy día—, quedando más sometida a los obispos» y augura «la internacionalidad» del gobierno de la Iglesia, la descentralización del complejo administrativo, la ampliación de los derechos episcopales y la limitación de los de la Curia, « quedando, sin embargo, intacta la posición del Papa en la Iglesia». Algunos críticos, examinando los seis esquemas depurados por la comisión de los obispos y del gobierno de las diócesis —presidida primero por el cardenal Mimmi y, después de su muerte, por el cardenal Marella—, comienzan a preguntarse hasta qué punto y en qué medida han sido acogidas las peticiones de los obispos, ya que se afirma que el radio de acción de los obispos ha sido ciertamente ampliado, pero esta ampliación se concede no a cada individuo en particular, sino a las conferencias episcopales de cada nación. Lo cual es bastante diverso, a pesar de que, además de consolidar la unidad interna del episcopado de cada país e introducir un elemento innovador en las relaciones, siempre tan difíciles, entre obispos y dicasterios romanos, evitaría el aislamiento del obispo y la persistencia de ese «feudo» diocesano, cuyo pastor debería preocuparse únicamente de su territorio, pasando por alto el bien de toda la colectividad. En consecuencia, el fenómeno de la «autarquía diocesana», afirman otros muchos, deberá ser fuertemente combatido. Lo que hoy es sólo una práctica —y he aquí por qué encuentra frecuentemente adversarios e impugnadores— debe convertirse en un principio, es decir, cuando el obispo, por sus precarias condiciones de salud, por su avanzada edad o por la excesiva amplitud de su circunscripción, no se halle en condiciones de gobernar eficazmente su propia diócesis, debe ser sustituido o recibir la asignación de un coadjutor. Otra posición se orienta hacia una más equilibrada distribución de las circunscripciones eclesiásticas, que esté más en consonancia con las exigencias pastorales de nuestros días y con las nuevas condiciones de la vida, dividiendo las diócesis demasiado extensas, donde es imposible desarrollar adecuadamente el ministerio pastoral, reuniendo en una sola otras que han decaído en importancia y en número de fieles y suprimiendo las más pequeñas, que encuentran enormes dificultades para sobrevivir. Los dos últimos proyectos se refieren el primero a las

relaciones entre obispos y párrocos. En él se augura una mayor facilidad, y guardando las debidas cautelas, en remover y cambiar a los párrocos, ya que muchos consideran su carácter inamovible, sancionado por el Código como uno de los obstáculos más insuperables para el eficiente desarrollo de la parro quia. El segundo se refiere a la misión parroquial de los obispos. En él se examinan nuevos métodos de apostolado para salir al encuentro de determinadas categorías de fieles —emigrantes, prófugos, marineros, empleados de las líneas aéreas de transportes, nómadas y turistas—, y para acercar a la fe y a la práctica de la vida cristiana a los «alejados». Florecimiento de la parroquia Aunque en todos los organismos preparatorios se ha dado gran realce al aspecto pastoral de los diversos problemas, este carácter ha sido acentuado e incrementado por la comisión que puede ser definida «pastoral» por excelencia: la de la disciplina del clero y del pueblo cristiano, que, bajo la presidencia del cardenal Ciriaci, ha estudiado los tres amplios sectores de la disciplina de los eclesiásticos y de los fieles, de su vida espiritual y de su instrucción religiosa. En total, 17 esquemas. En primer lugar, el sacerdote. Al hablar de él parece natural afrontar inmediatamente el problema de la distribución del clero, dada la escasez de sacerdotes y el peligroso desequilibrio que persiste todavía hoy tanto a escala nacional como mundial. Problema que se orienta hacia la única solución posible: una distribución más equitativa del clero, transfiriéndolo de zonas ricas en vocaciones a otras más pobres, obteniendo así un equilibrio de fuerzas. Las rígidas normas con que el Código regula la «incardinación » y «excardinación», es decir, la asignación de un sacerdote a una determinada diócesis y a su paso a otra distinta, constituyen el único escollo. Estas leyes son un poco difíciles de retocar, pero también aquí parece que debería intentarse afrontar con valentía la situación. Pero, si no existieran sacerdotes espiritualmente preparados, cualquier empresa fracasaría. Por eso la comisión ha insistido repetidamente en la santidad del clero, en la práctica constante de la obediencia, de la castidad, del desprendimiento de los bienes materiales, denunciando de rechazo los peligros en que se incurre aceptando doctrinas o ideas erróneas y desvinculando el minis-

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terio sacerdotal de tareas y oficios que no le competen (3). De todo esto se deduce claramente la necesidad de una reforma o, mejor, de una estructuración más moderna y dinámica de la comunidad parroquial, t r a t a n d o de buscar en especial los medios adecuados para vigorizarla. Entre estos medios, una equilibrada distribución del clero y de las parroquias conforme al número de fieles. Esto comporta la eventual división de las demasiado extensas y la concentración de las excesivamente pequeñas, etc. De este modo se podría llegar a crear un centro de irradiación donde numerosos sacerdotes podrían vivir en comunidad, evitando los riesgos provenientes de un excesivo aislamiento. Y así los esfuerzos podrían ser coordinados con más facilidad y, finalmente, se tendría a disposición un «fondo» de sacerdotes que podrían desempeñar su ministerio circunstancialmente en otros sitios más necesitados. Cada párroco debería imponerse también un nuevo plan de trabajo para poder afrontar las actuales exigencias de los fieles: renovar los métodos en la instrucción religiosa del pueblo teniendo en cuenta las ausencias que se registran en los días festivos; aprovechar para la pastoral los progresos obtenidos por la sociología y la psicología, procurando, sin embargo, no caer en sistemas naturalistas, ni entregarse a un trabajo febril o superficial; dar a los fieles una sólida educación litúrgica; presentar una predicación moderna y atrayente procurando evitar el amaneramiento, los tópicos y el sensacionalismo. A continuación la comisión se ocupó de la tonsura, ratificando su obligación, y el hábito eclesiástico, cuya regulación se confía a los obispos y a las conferencias episcopales según las conveniencias y circunstancias particulares de cada lugar (4). Después de las obligaciones del clero se estudian las del pueblo cristiano en el esquema sobre las leyes de la Iglesia. Sobre ellas se habían propuesto varias formulaciones en los últimos años. Por ejemplo, la revisión de las leyes sobre el ayuno y la abstinencia, la extensión del tiempo hábil p a r a cumplir con el precepto dominical al sábado por la tarde, e t c . . Se aborda, finalmente, el tema de la formación catequética, (3) En el esquema sobre los oficios y beneficios eclesiásticos, con una velada alusión a la experiencia de los «sacerdotes obreros», se augura que el sacerdote pueda dedicarse a su misión sin tener que ganarse el pan cotidiano con otros trabajos que desdicen del decoro de su estado y que roban un tiempo precioso al apostolado. (4) En el verano de 1962, primero el cardenal Feltin y después la mayoría de los obispos franceses autorizaron a sus propios sacerdotes usar el ckrgyman, advirtiéndoles que tuvieran «en gran consideración la opinión de los fieles». Esta resolución fue adoptada más tarde por otros episcopados.

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que, para ser verdaderamente eficaz, deberá desarrollarse en sus dos factores esenciales: i ) Manuales de catecismo. 2) Métodos que han de emplearse, ya que la catequética debe enriquecerse también con los auxilios de la didáctica, de «la psicología, de la pedagogía, y, en cuanto ciencia viva, debe conducir a los fieles del conocimiento teórico a la práctica cotidiana. Los últimos esquemas t r a t a n del patrimonio histórico y artístico de la Iglesia (archivos, bibliotecas, monumentos y obras de propiedad eclesiástica o custodiadas en iglesias y casas religiosas), de la revisión eclesiástica y del índice de libros prohibidos, donde serían de esperar algunos cambios de método valiéndose de correcciones y remedios más que de condenas, como sucedió en el pasado; de la revisión de las censuras (excomunión, suspensión, entredichos) y de su reducción; finalmente, de las asociaciones de los fieles (terciarios, cofradías y asociaciones piadosas), del estipendio de las misas, de los donativos en favor de obras pías y de la admisión a las órdenes sagradas de ministros acatólicos convertidos.

Renovación de la vida religiosa El problema de la exención, por su actualidad e importancia, supera con creces los demás temas estudiados por la comisión de los religiosos. La exención, como se sabe, es un privilegio en virtud del cual los religiosos —no todos, sino sólo los miembros de órdenes de votos solemnes— dependen directamente de la Santa Sede y no del obispo en cuya diócesis h a sido erigida su comunidad. Se t r a t a de un antiguo privilegio que, aunque frecuentemente regulado a causa de los abusos que ocasionó, refleja sin embargo un principio de equidad. Tutela, por una p a r t e , la vida interior de los religiosos en la práctica de la oración, de la penitencia y de la reparación. Por otra, facilita la autoridad del Papa, quien, en casos de urgente necesidad o de graves calamidades de la Iglesia universal, puede servirse libremente de ellos (5). Sin embargo, con el correr de los años, en el ámbito diocesano se ha ido agudizando, precisamente por motivo de la (5) Este caso se verifica sobre todo en los territorios de misión cuya evangelización han confiado los Sumos Pontífices casi siempre a órdenes y congregaciones religiosas.

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exención, una grave tensión entre religiosos por una parte y obispos y clero secular, por otra. Los obispos, aun respetando siempre los fines de los estados de perfección y la autonomía de su régimen interno, exigen colaboración en sus propias obras de apostolado. Los religiosos oponen a esto la imposibilidad de empeñarse a fondo en parroquias, escuelas, hospitales, etc., temiendo, debido a su larga ausencia de los conventos, una relajación de la disciplina interna, una frustración de la propia vocación, y a veces incluso un aumento de las defecciones. Sin embargo, la coexistencia con el clero secular resulta también crítica por otros motivos: por las rivalidades en el apostolado o por las acusaciones que con frecuencia levantan los seculares contra los religiosos por no seguir la recta senda en el reclutamiendo de las vocaciones. Como se ve, hay muchos temas de discusión. Pero parece ser que ahora se quiere zanjar toda polémica restringiendo la exención a la vida interna de las comunidades religiosas —así no sufrirían ni la disciplina ni la espiritualidad— y augurando una más estrecha colaboración entre obispos, clero secular y regular, tanto en el apostolado parroquial como en el diocesano, nacional e internacional. La comisión de los religiosos se ha ocupado también de otros problemas. Presidida por el cardenal Valeri, no sólo ha preparado un esquema que abarca los diversos problemas de los estados de perfección, sino que ha puesto también en evidencia la actuación de las congregaciones laicales en el sector de la instrucción y de la educación de la juventud, y la notable contribución apostólica que los institutos seculares, que se encuentran en todo a la altura del modo de pensar de los hombres de nuestro tiempo y de sus necesidades espirituales y morales, prestan a la Iglesia. A propósito de las vocaciones, y no obstante su escasez, se advierte a los superiores y directores espirituales que no busquen sólo la «cantidad», ni limiten los ideales, el espíritu y las leyes de la propia familia religiosa, con tal de favorecer el ingreso de nuevas vocaciones. Finalmente los últimos argumentos tratados son: la importancia de la vida religiosa en la Iglesia y en el ámbito de la sociedad civil, la necesidad de mantenerla a un nivel de espiritualidad que sea conforme al ideal de la perfección evangélica; la eventual revisión de las constituciones más antiguas con el fin de adaptarlas a las condiciones de la vida moderna, pero sin dejar a un lado la tradición, sino más bien 84

restaurando en la medida necesaria todo el vigor de las primitivas reglas. ¿Diáeonos casados? En realidad nadie habría podido imaginar que el proyecto de un diaconado permanente, muy debatido desde hacía tiempo en los medios eclesiásticos y sostenido por numerosos obispos, pudiera llegar al Concilio. A ninguno se le oculta el aspecto revolucionario del problema, tratándose prácticamente de restablecer las antiguas funciones del diaconado y de las órdenes menores, y de emplear, en la organización eclesiástica, y sobre todo en misiones y donde quiera que exista escasez de sacerdotes, individuos, con derechos y obligaciones propias del clero, que no han recibido la ordenación sacerdotal. El diaconado permanente sería poco más o menos análogo al actual. Existirían algunas diferencias en el grado de estudio y de preparación para recibirlo. Constituiría siempre el camino obligado hacia el sacerdocio y, al mismo tiempo, una especie de meta para aquellos que desean servir a la Iglesia en una condición inferior a la del sacerdote y sin algunas de sus obligaciones, principalmente la del celibato. Pero es éste precisamente el problema que se ha de resolver. Podría suceder que jóvenes inicialmente llamados a la vida sacerdotal se detuvieran a mitad de camino, aprovechando precisamente la «parada» concedida por el diaconado, para decidirse por el matrimonio. Con el tiempo, el fenómeno podría extenderse, llegando a causar una considerable disminución de los candidatos al sacerdocio. Tampoco conviene descartar la objeción que se pone a esta crítica. En efecto, la juventud podría sentir una mayor atracción hacia un sacerdocio diverso del actual en muchos aspectos: más espiritual, más libre de oficios que a veces desnaturalizan su profundo valor reduciéndolo casi a una profesión, a un trabajo material. Frente a estas reservas y perplejidades, la Comisión para la Disciplina de los Sacramentos, que, bajo la presidencia del cardenal Aloisi Masella, ha elaborado el esquema, ha expuesto muy acertadamente todas sus dificultades concretas. Pero estas mismas contradicciones e incertidumbres volverán a aparecer nuevamente en la Comisión Central, cuyos miembros tendrán que fatigarse mucho antes de encontrar la solución conciliadora de ambas tendencias. Esta solución consiste en permitir a los obispos, que por falta de sacerdotes acusen

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su absoluta necesidad, la paulatina introducción del diaconado, abriendo sus puertas a jóvenes que se comprometan al celibato y a hombres casados dotados de sólida virtud moral. La renovación de las órdenes menores aparece, en cambio, menos compleja. Ostiariado, lectorado, exorcistado y acolitado podrían conferirse a seglares aptos para colaborar con los sacerdotes en la asistencia espiritual y litúrgica de los fieles y para conservar más decorosamente edificios y objetos sagrados. Los restantes esquemas preparados por la Comisión se refieren a la preparación para el sacramento del orden; a la confirmación, ratificando su precedencia con respecto a la eucaristía, y su administración a la edad de siete años, juntamente con la responsabilidad de los padrinos y la oportunidad de extender también la facultad de administrarlo a los eclesiásticos que no sean obispos; la penitencia, para cuya administración se concederían a los sacerdotes mayores facilidades dentro de un mismo territorio (nacional, regional, etc.) y en viajes, reuniones y peregrinaciones. Finalmente han sido objeto de una especial atención los problemas referentes al sacramento del matrimonio; los impedimentos, algunos de los cuales, como el concepto de «honestidad pública », podrían ser revisados, o al menos precisados a la luz de los progresos de la medicina, como el caso de la «impotencia»; los matrimonios mixtos, cuyo rigor los protestantes han pedido repetidamente, y continúan pidiendo aún hoy con insistencia, que sea atenuado; el consentimiento, la celebración y los procesos matrimoniales; y, por último, la adecuada preparación de los esposos, a quienes el párroco debe obligatoriamente examinar e instruir antes de contraer el matrimonio. La reforma litúrgica Con la decisión de proponer al Concilio los principios fundamentales para una reforma de la liturgia, Juan XXIII ha impreso implícitamente un ritmo a la revisión, siempre cauta y moderada, de las diversas prácticas litúrgicas, principalmente de aquellas ceremonias o adiciones circunstanciales que, a lo largo de los siglos, han contribuido no poco a oscurecer la limpidez de los ritos primitivos y a poner en peligro su soltura. Ante todo se pretende que los fieles no continúen siendo 86

meros espectadores pasivos y extraños, sino que vuelvan a ser los actores de una celebración comunitaria. A este fin es imprescindible presentar los ritos sacramentales de un modo mucho más claro y comprensible. Esto comportaría por un lado el uso de las lenguas vulgares, supliendo o alternando con el latín, en algunas funciones, y por otro, la eliminación de aquellos elementos complementarios que, con el correr del tiempo, se han manifestado contraproducentes para una adecuada comprensión y participación de los fieles. En la misa, por ejemplo, una más cuidada selección de los textos escriturísticos de la primera parte, la de los «catecúmenos», didáctica y doctrinal, podría ayudar al pueblo a unirse más estrechamente al celebrante en la segunda, eucarística y sacrificial. Así la lengua vernácula podría emplearse en las «oraciones», y las «lecturas» de la primera parte, traducidas, serían leídas por un monitor o por el mismo celebrante, vuelto hacia la asamblea. Aún más, algunos recibirían con gusto la simplificación b incluso la supresión de algunos ritos, como el «lavabo », y la conclusión de la misa con la bendición del sacerdote. Se podría además intentar elevar los sacramentos y sacramentales a su antiguo esplendor eliminando las adiciones posteriores y adaptándolos con las debidas cautelas a los usos de los diferentes pueblos. Esto, principalmente en países de misión, donde la tendencia a «desoccidentalizar»la liturgia va ganando cada vez más adeptos. No hay que pensar, sin embargo, que todos estén concordes en admitir las lenguas vernáculas. Cuando Juan XXIII habló de ello por vez primera en un discurso pronunciado el 13 de marzo de 1960 en la parroquia de Santa María del Soccorso, L'Osservatore Romano no publicó ni una sola línea, e inmediatamente se opusieron a ello varios liturgistas, confirmando el valor del latín como elemento representativo de la universalidad de la Iglesia. Pero el Papa no se desanimó. Precisamente por aquellos días, en una carta al patriarca melquita de Antioquía, anuló una decisión del Santo Oficio que prohibía el uso de la lengua vulgar (en este caso el inglés) en la celebración de la misa en rito oriental. Las mismas divergencias aparecerían nuevamente más tarde en la Comisión Central. En efecto, a los que propugnan una renovación uniforme para todo el mundo se opondrán aquellos que, en la aplicación de la reforma, prefieren dejar a los diferentes países plena libertad de acción teniendo presente las preocupaciones de numerosos obispos de África y 87

de la India, cuyas poblaciones son bilingües, o de otros que temían un agravamiento del subjetivismo religioso y un exagerado nacionalismo. Hasta aquí solamente se ha hablado de tres de los ocho capítulos que comprende el único esquema preparado por la Comisión litúrgica (6). Los cinco restantes tratan del oficio divino, del año litúrgico, algunas de cuyas fiestas se desearía que fueran revisadas; de los objetos sagrados (todos deben ser dignos de la santidad del lugar), de la música sagrada, de la que es necesario mantener alejado todo lo que sepa a profano o sensual, con el fin de excitar la devoción del pueblo cristiano, que debería recibir una mejor instrucción en el campo litúrgico, y finalmente del arte sagrado. Seminarios y universidades A finales de febrero de 1962 apareció inesperadamente la constitución apostólica Veterum Sapientia sobre el uso e incremento del latín en los seminarios y universidades católicas. El documento, habiendo acentuado en la primera parte la eficacia del latín en la formación, determina a continuación las directrices para promover el renacimiento del mismo. Se exponen en ocho «puntos», en el segundo de los cuales se encarga a los obispos y a los superiores religiosos de vigilar «a fin de que ninguno de sus subditos, por el prurito de novedad, escriba contra el uso del latín tanto en la enseñanza de las disciplinas sagradas como en los sagrados ritos de la liturgia...». Las reacciones son inmediatas y negativas en su gran mayoría. Algunos de los católicos holandeses más influyentes envían a sus obispos una carta abierta donde, con «un sentimiento de filial inquietud», manifiestan su contrariedad por la Veterum Sapientia, y de un modo especial por el pasaje que ellos consideran como dirigido a sofocar toda posible discusión sobre la adopción de las lenguas vernáculas en la liturgia. Algunos estudiosos protestantes advierten un neto contraste entre el texto de la constitución apostólica y la constante de las últimas encíclicas misioneras, en las que se afirma que la Iglesia católica no está ligada en modo alguno a la civilización (6) El presidente de esta Comisión fue primero el cardenal Gaetano Cicognani y, después de su muerte, el cardenal Arcadio María Larraona. El secretario, P. Bugnini, había de ser la víctima de las desavenencias surgidas en la Comisión, hasta el punto de ser destituido de su cargo y privado de su cátedra en un instituto. Pero después prevaleció la justicia. Fue reintegrado a su labor docente y premiado con un doble nombramiento: secretario del Consilium para la aplicación de la constitución litúrgica y subsecretario para la liturgia en la Sagrada Congregación de Ritos.

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occidental, concluyendo que el documento sobre el latín no sería sino un medio para intimidar al Episcopado católico y para restringir la libertad de opinión en vistas al Concilio. Esta última acusación encuentra otros partidarios que, con manifiesto deseo de polémica, hacen notar la íntima unión que existe entre la congregación de los seminarios y universidades, encargada de controlar la observancia de las normas de la Veterum Sapientia, por una parte, y la correspondiente Comisión preparatoria del Concilio, por otra. Esta Comisión, en honor a la verdad, tenía programado al comenzar sus trabajos un proyecto de decreto sobre el conocimiento y uso del latín, que, sin embargo, ni siquiera será examinado por la Comisión Central. Es evidente que los ánimos están exacerbados y los comentarios son intencionadamente críticos. Dan buena fe de ello los juicios de otros observadores más serenos y objetivos, a quienes parece justificable el temor de una más inquietante languidez del latín en los ambientes culturales y en los centros de formación eclesiástica, aun admitiendo que quizás hubiera sido más oportuno pedir el parecer a la asamblea conciliar. Pero dejemos a un lado por ahora la cuestión del latín, ya que la Comisión para los Estudios y Seminarios, presidida por el cardenal Pizzardo, ha tratado también otros importantes problemas. Por ejemplo, la persistente crisis de vocaciones religiosas, la organización general de los estudios, la formación espiritual y disciplinar y la enseñanza de la pastoral en los seminarios, que, hoy más que nunca, exigen una reforma de estructuras en estas instituciones destinadas a formar sacerdotes doctos en las ciencias sagradas, sacerdotes que tengan una visión universal de los diferentes aspectos de la vida de la Iglesia y de los complejos problemas políticos, sociales o culturales con que tropezarán el día de su inserción en la sociedad civil. Además ratifica y augura la absoluta necesidad que tienen los seminarios de unirse en instituciones interdiocesanas o regionales cuando haya escasez de alumnos o profesores. En el seminario será necesario formar convenientemente a los jóvenes sin dejarse llevar por ciertas corrientes que preferirían una educación abandonada casi por completo a la libre iniciativa de cada uno. Por lo que se refiere a las universidades católicas, se han examinado sus métodos de enseñanza deseando elevarla a un nivel más alto, con especializaciones en todos los campos del saber, con el fin de animar a los estudiantes a elegir los

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institutos católicos. Al mismo tiempo, en el esquema sobre las escuelas católicas, se recuerda el derecho de la Iglesia tanto a tener escuelas propias como a hacer penetrar el espíritu cristiano en las del Estado. Finalmente, la Comisión ha elaborado un proyecto sobre la obediencia que se debe prestar al magisterio de la Iglesia, de acuerdo con los principios y la doctrina de Santo Tomás, en la enseñanza de las ciencias sagradas. Los problemas de las Iglesias orientales Ciertamente no es un trabajo de poca monta el que debe realizar la Comisión para las Iglesias Orientales, presidida por el cardenal Amleto Cicognani. Desde el punto de vista de las Iglesias orientales hay que estudiar una infinita gama de problemas teológicos, jurídicos, históricos, litúrgicos, unionistas y pastorales. Además es necesario obrar con delicadeza y amplitud de miras, puesto que los decretos conciliares no sólo tendrán repercusión en las Iglesias orientales católicas, tan celosas de sus ritos y de sus tradiciones, sino también, aunque sólo sea indirectamente, sobre las ortodoxas. Por eso se ha procurado atentamente atenuar las diferencias entre el rito latino y los ritos orientales, llegando incluso a reconocer la idéntica dignidad que existe entre ellos y formulando la hipótesis de que en el futuro, debido a particulares exigencias de los pueblos y de las situaciones religiosas, puedan surgir otros nuevos. En los demás esquemas se examinan a fondo algunos intrincados problemas, como la dignidad de los patriarcas orientales y la llamada communicatio in sacris (7). Se estudian también, siempre bajo el aspecto oriental y teniendo en cuenta las diversas tradiciones y costumbres, otros temas como el uso de la lengua vernácula en la liturgia, los sacramentos, las leyes eclesiásticas, los poderes de los obispos, la instrucción catequística y el oficio divino. Se hace una mención especial del calendario perpetuo y de la fecha para la celebración de la pascua. Se trata de la eventual adopción de un calendario universal que determine una fecha fija para la pascua (se propone el 8 de abril) y para las demás fiestas movibles, haciendo coincidir así los días de la semana todos los años. (7) Por la communicatio m sacrts se permitiría a los fieles tomar parte activa en las ceremonias ortodoxas, pero sólo en determinadas ocasiones, por ejemplo, cuando no exista peligro para la fe, en caso de necesidad, cuando falten iglesias católicas, etc.

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El proyecto que ratifica una de las propuestas llegadas a la Sociedad de las Naciones primero, y a las Naciones Unidas después, sustancialmente prevé un año compuesto de cuatro trimestres de 13 semanas cada uno, es decir de 91 días, que comenzarían siempre en domingo para terminar en sábado. Los meses estarían compuestos de 30 días, excepción hecha de los tres que abren cada trimestre (abril, julio y octubre), que tendrían 31. El último día del año, como el día suplementario de los años bisiestos, no formaría parte del cómputo ordinario, constituyendo una especie de día «blanco», sin fecha. Es evidente el deseo de la Iglesia católica de encontrar un punto de entendimiento con los ortodoxos. Esta misma preocupación la encontramos también en el último esquema preparado por la Comisión sobre la Unidad de la Iglesia con las Iglesias Orientales. En él se exponen las bases doctrinales y prácticas sobre las que debería fundarse una eventual reconciliación, y se otorgan algunas concesiones —se afirma, por ejemplo, que la unión no implica la «uniformidad»y se admite una diversidad que respete las tradiciones, usos y exigencias propias de un pueblo o de una región— (parece ser que se intenta satisfacer directamente a los ortodoxos, tan celosos de su autonomía). Sin embargo, se subraya también que, debido precisamente a este estado de cosas, no se puede prescindir de una única autoridad que lo coordine todo y unifique a todos. Y en esto estriba la dificultad más grave, ya que los ortodoxos parece que no están todavía preparados para discutir serenamente, y mucho menos para aceptar, el primado del Romano Pontífice. Para obtener una prueba de ello bastará recordar lo sucedido a finales de 1961, con ocasión de la publicación de la encíclica Aeterna Dei Sapientia. Es éste un documento que, partiendo del XV centenario de la muerte de San León Magno, ponía de manifiesto las prerrogativas personales del obispo de Roma y recordaba cómo en un tiempo habían sido aceptadas también por los orientales, hoy separados de la cátedra de Pedro. La reacción ortodoxa no se hizo esperar. Fue una reacción crítica y hasta desdeñosa. Quizás Roma —notaron algunos comentaristas— ha acentuado demasiado los motivos de contraste, sobre todo —como afirmó Timiadis, nuevo representante de Atenágoras en el Consejo Mundial de las Iglesias— poniendo de manifiesto las reivindicaciones primaciales de la sede de Constantinopla frente a los demás patriarcados orientales, y la autenticidad del canon 28 del Concilio

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de Calcedonia (451), en que se formulaba precisamente tal petición. No es de maravilla si la Comisión de las Iglesias Orientales, profundamente empeñada en los problemas ecuménicos, no toma ninguna iniciativa paralela en el campo práctico. Los ortodoxos y los demás cristianos orientales separados, quizás porque se resienten aún de las pasadas polémicas con la correspondiente congregación oriental, manifiestan no pocas reticencias en entablar un diálogo con este organismo y dejan entrever un mayor interés hacia el Secretariado para la Unión. En segundo lugar, ortodoxos y protestantes, unidos en el Consejo Mundial, desean dialogar juntos con los católicos, evitando así que sus respectivos problemas sean considerados indiscriminadamente. Es, por tanto, el Secretariado del cardenal Bea el que comienza a tomar los primeros contactos con los orientales no católicos. Sin embargo, esta tarea sólo después de la bula convocatoria del Concilio le sería encomendada oficialmente. Con todo, no se olvide que, en junio de 1961, fueron precisamente dos miembros de la Comisión de las Iglesias Orientales, monseñor Giacomo Testa y el jesuíta Alfonso Raes, los que visitaron a Atenágoras para presentarle los saludos del Papa e informarle acerca de la preparación de la asamblea conciliar. La Iglesia, en estado de misión La búsqueda de nuevos métodos de apostolado, un impulso más vigoroso a la evangelización de los pueblos, una preparación de los misioneros cada vez más adecuada a las particulares condiciones político-sociales del mundo afroasiático y a las exigencias propias de las jóvenes comunidades cristianas, constituyen los principales problemas que la Comisión de Misiones, presidida por el cardenal Agagianian, se propone profundizar. Las tareas de este organismo son ingentes. Pueblos que hasta ayer estaban subyugados por el régimen colonial, con el que se identificaba injustamente al cristianismo, deben ser ganados nuevamente presentándoles el mensaje evangélico, aunque sin traicionar la sustancia, en sus propios moldes culturales y mentales. Sin embargo, no se obtendría ningún resultado positivo si toda la Iglesia —obispos, clero y seglares— no se pone en estado de misión. En consecuencia, comienzan a delinearse los primeros principios de un derecho misional, cuya preeminencia

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sobre las restantes actividades eclesiásticas debería reconocer la Iglesia, misionera por su misma naturaleza. De la doctrina se pasa a la práctica. Los problemas misionales son innumerables: la disciplina de los sacerdotes y de los religiosos; la necesidad de una fecunda colaboración entre ambos cleros; el empeño de los religiosos misioneros por el florecimiento de nuevas vocaciones y la formación del clero autóctono; las relaciones de los religiosos con los obispos; los estudios en los seminarios. Y además los sacramentos, la liturgia, las leyes eclesiásticas, que el Concilio debería adaptar a las costumbres locales, evitando obligaciones demasiado gravosas o en contraste con las costumbres de un pueblo. Los últimos esquemas tratan de la formación de seglares bien preparados —especialmente en las filas de la Acción Católica, que debe estar a la altura de las exigencias locales— que se dediquen con tesón, en el plano político y social, a hacer penetrar la doctrina cristiana en las estructuras de los nuevos Estados; y, por último, la cooperación misionera, o sea, la ayuda que prestan diferentes obras al conocimiento y necesidades de las misiones. Los seglares con categoría de adultos No se puede afirmar con verdad que en la preparación del Concilio se haya dejado a un lado a los seglares, considerándolos como simples espectadores. No se trata —entendámonos— de seglares que viven pasivamente alrededor de la parroquia, ni de aquellos que se llaman cristianos sólo porque recibieron el bautismo. Ni siquiera se trata de aquellos seglares que algunas encuestas realizadas por revistas católicas especializadas han puesto de relieve, con toda verdad, como carentes en absoluto de toda formación religiosa: individuos —con un porcentaje que oscila entre el 40 y el 50 por 100— que no sabían explicar, ni siquiera con pobres palabras, qué era un Concilio, o que ignoraban incluso su convocación. Pero existen también otros seglares —sobre todo, aunque no exclusivamente, en los países de la Europa Central— que han alcanzado una plena conciencia de su propia fuerza y del derecho que les compete para participar libremente en la vida pública y para organizarse religiosa y socialmente. Desde hace años estos seglares, apoyados por los obispos, animados por los Pontífices, que les piden una colaboración cada vez más amplia en el apostolado jerárquico, están soli-

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citando un reconocimiento teológico y jurídico, hasta ahora ausente del Código, de su posición en la Iglesia, una delimitación de sus actividades en todos los campos del orden temporal, un examen de los principios, formas y medios de su apostolado. Estando así las cosas, no era posible evitar ni las polémicas ni las desilusiones. En primer lugar, los seglares reclamaban una participación directa en los trabajos preparatorios de las sesiones, para profundizar los lemas que les concernían más de cerca. Pero era ésta una petición que la Iglesia no podía aceptar, ya que el Concilio es formalmente un acto del magisterio supremo de los obispos en torno y bajo la dirección del Romano Pontífice. No obstante esto, la aportación de los seglares no fue ni rechazada ni tomada en poca consideración. Numerosos obispos, antes de responder a la Comisión antepreparatoria, consultaron a los católicos de las respectivas diócesis, desde los más humildes hasta los más cualificados, y expusieron en sus respuestas los deseos de ellos. A continuación, la Comisión instituida por el Papa para tratar los problemas de los seglares y de sus asociaciones ha conseguido consultar, para obtener sus consejos y sugerencias, a los dirigentes de las más destacadas asociaciones católicas a escala mundial. Ante todo, la Comisión Teológica, que debe determinar de de un» vez para siempre el concepto de «seglar», se ocupa del laicado. Ciertamente no es una tarea fácil, ya que se corre el peligro, como sucedió en el pasado, de caer en dos excesos opuestos: dar una importancia excesiva a la posición de los seglares, oscureciendo la naturaleza jerárquica de la Iglesia (8), o minusvalorarla, reduciendo el laicado a una humillante minoría. En esta situación la Comisión Teológica adopta una «vía media». Reconoce que el seglar, sin salir del estado y de la profesión en que lo ha colocado la Providencia (es decir, permaneciendo siempre seglar), desarrolla una misión de carácter netamente religioso, contribuyendo a la evangelización y a la edificación de la Iglesia de acuerdo con las necesidades y métodos del mundo moderno. La Comisión para el Apostolado de los Seglares, presidida por el cardenal Cento, ha procurado ante todo determinar, fundada en un abundante material extraído de varios documentos pontificios, las directrices prácticas que deben dar uniformidad a la actividad del laicado. (8) En la primavera de 1962 se retiró de las librerías la traducción italiana de una carta colectiva del Episcopado holandés en la que el Santo Oficio creía descubrir, entre otras cosas, esta tendencia.

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Los apartados en que está dividido el estudio son: 1) Acción apostólica propiamente dicha, con una referencia particular a la Acción Católica, de acuerdo con las diversas formas organizativas propias de cada país. En seguida se comprende que el Concilio no canonizará un único y rígido esquema de acción católica para todas las naciones. Estas serán libres de adaptarlo a la mentalidad y necesidades del ambiente. Ni siquiera se ha de esperar la atribución a la Acción Católica de una supremacía absoluta respecto a las demás actividades de los seglares. Efectivamente, el apostolado puede manifestarse bajo aspectos diferentes y con medios diversos: con fines indirectamente religiosos, y entonces no está estrechamente subordinado a la jerarquía, o bien con fines específicamente religiosos que, a su vez, se subdividen en particulares y generales (como la Acción Católica propiamente dicha, y también otras asociaciones, por ejemplo, las congregaciones marianas). En este caso el apostolado seglar casi se identifica con el de la Iglesia, adquiriendo así un auténtico carácter oficial, en virtud del cual su dependencia de la jerarquía es más inmediata. Por eso es evidente que el Concilio, más que establecer una escala de valores ante las numerosas actividades —todas igualmente útiles para evangelizar el mundo—, lo que intenta es promover una recíproca colaboración y una fecunda coordinación. 2) Acción asistencial y caritativa. En este apartado se acentúan las relaciones entre justicia y actividad caritativa, individual y organizada en la parroquia, en la diócesis y a escala nacional o internacional. 3) Acción social. Se examinan sus diversos aspectos a la luz de la formación de los seglares y de su perfección espiritual. En efecto, se considera también como apostolado toda actividad desarrollada en el ámbito político, social y económico, para hacer penetrar los principios de la doctrina social cristiana en los hombres y en las instituciones, en las leyes y en el mundo del trabajo, en las escuelas y en los organismos internacionales, en el uso de las nuevas conquistas de la técnica y en la administración del bien común. Los medios de comunicación social Por primera vez en la historia de la Iglesia se van a afrontar, en una asamblea de tan vastas proporciones como el Concilio, temas como la prensa, la radio, el cine y la televisión. Y, tam-

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bien por primera vez, estos «términos» serán incluidos en el Código de Derecho Canónico (únicamente se hacía una breve alusión a la prensa), con la renovación de que será objeto al terminar el Concilio. El Secretariado que, bajo la presidencia de monseñor O'Connor, ha estudiado los llamados medios de comunicación social, nuevos en su gran mayoría desde el punto de vista doctrinal y pastoral, se ha limitado a formular los conceptos generales en vistas a un apostolado moderno que deberá servirse de las enormes posibilidades que le ofrecen la prensa y las técnicas audiovisuales. El único esquema preparado, Principios de la Iglesia sobre los grandes problemas de la información y de la formación de la opinión pública, presenta un triple aspecto: — Doctrinal, ya que la Iglesia confirma su derecho de intervenir en los medios técnicos de difusión para tutelar la dignidad cristiana de los hombres y de servirse de ellos para obtener sus propios fines. Recuerda, por tanto, el grave deber que pesa sobre cuantos están encargados de formar la opinión pública (periodistas, directores, productores, actores, etc.), y de vigilar y dirigir su uso (padres, maestros, educadores, sacerdotes e incluso la autoridad civil, que, respetando la libertad, tiene la obligación de proteger y defender las buenas costumbres y el bien común de los ciudadanos). — Pastoral, el empleo de la prensa y de las técnicas audiovisuales para difundir la verdad y la educación cristiana, los métodos y formas de vigilancia de la Iglesia sobre ellos y sobre los organismos a los que se ha confiado su control. — Práctico, ya que cada uno de los medios de comunicación social es considerado, en sus características comunes o peculiares, según su importancia y el influjo que ejercen sobre los individuos y sobre la sociedad. No es de maravillar, por tanto, si el Secretariado examina también, además de los libros y del teatro, las hojas volantes, los manifiestos y los discos. Hoy la inmoralidad no conoce fronteras, y la Iglesia quiere salir a su paso oportunamente. Propuestas de los no católieos A diferencia de cuanto hemos hecho hasta ahora para otras comisiones, es imposible resumir aquí las actividades del Secretariado para la Unión, reduciéndolas a un simple elenco de esquemas. Su trabajo e interés convergen especialmente hacia un plano de constante y activa colaboración con los protestantes, con los anglicanos y con los mismos ortodoxos.

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Pide a los hermanos separados propuestas concretas, que después coordina y distribuye a las demás comisiones para que las tengan en cuenta a la hora de elaborar sus esquemas. Transmite a los no católicos detalladas informaciones sobre la marcha de los trabajos preparatorios, tratando de iluminarlos acerca de los temas más intrincados y discutidos. Pero donde despliega una labor verdaderamente relevante es en el ámbito propiamente ecuménico, organizando las diversas audiencias concedidas por Juan XXIII a exponentes de las comunidades separadas, estudiando a fondo, para actuar después en una serie de encuentros de alto nivel, el tema referente al envío de observadores no católicos al Concilio. El presidente del Secretariado, cardenal Bea —que manifiesta una vitalidad excepcional no obstante sus 80 años bien contados—, y su secretario, monseñor Willebrands, realizan viajes y visitas a las personalidades más destacadas del mundo cristiano, siguiendo además, con delegados propios, las reuniones más importantes de los no católicos. La historia del Secretariado es casi la misma historia del proceso de maduración que el problema de la unión, registrado en los últimos meses: ambas cosas están inseparablemente unidas. El Secretariado representa un hecho completamente nuevo, francamente extraordinario, para la Iglesia católica. No se trata ya de un equipe con funciones exclusivamente prácticas, como era la «Conferencia católica para los problemas ecuménicos». Hoy tenemos una institución de la Santa Sede, y por tanto oficial, independiente, libre en buscar sus métodos y contactos, sin entrometerse por esto en las competencias doctrinales del Santo Oficio, que en el pasado constituía una autoridad demasiado rígida para las iniciativas privadas de los ecumenistas católicos. Es sintomático a este propósito recordar los orígenes y la fundación del Secretariado, tal como los ha descrito el cardenal Bea. En los primeros meses de 1960 el purpurado recibió de Alemania una súplica, con la «petición» de transmitirla a Juan XXIII, para que la Santa Sede instituyera un organismo que pudiera establecer contactos con los no católicos. Después de un profundo estudio y de una cuidadosa elaboración de un proyecto en orden a instituir una «Comisión para la unión de los cristianos», Bea lo transmitió al Papa el 11 de marzo de aquel mismo año. Dos días más tarde, el Sumo Pontífice le manifestó su absoluta conformidad, deseando tratar con él 7.—H.» Concillo

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los últimos pormenores. «Tan rápida decisión —observaría el purpurado— parece indicar que el Papa, quizás ya desde el anuncio mismo del Concilio, ha buscado el modo de concretar la finalidad ecuménica que él le había señalado, y que ha visto, en la propuesta de instituir un organismo apropiado, el camino providencial para conseguir esta meta.» Algunas semanas más tarde, el Santo Padre llamó al cardenal Bea y le dijo que sería más oportuno que el nuevo organismo, en vez de «Comisión», se llamara «Secretariado». De este modo —explicó— «podría moverse más libremente en el campo nuevo e insólito que le ha sido encomendado». Pero el Secretariado para la Unión—es preciso recordarlo— ha desarrollado también un intenso trabajo en el campo conciliar, propiamente dicho. En sesiones mixtas, ha colaborado con algunas comisiones en el estudio de determinados problemas. Con la comisión, para la disciplina de los sacramentos en la cuestión de los matrimonios mixtos; con la de Liturgia, en el examen de varios problemas litúrgicos; con la de Estudios y Seminarios, en la orientación ecuménica de los estudios, y con la de las Iglesias orientales, en todo lo referenta a los contactos con los hermanos separados. Además el Secretario ha elaborado directamente algunos proyectos sobre la libertad religiosa, sobre la importancia de la palabra de Dios en la Iglesia y sobre la necesidad de la oración para la unión; sobre el ecumenismo católico, desde el punto de vista pastoral, y también sobre el pueblo hebreo y sobre la acusación de «deicidio» de que todavía es objeto (9). Finalmente, y sólo por presentar un cuadro lo más exhaustivo posible de todos los organismos que han intervenido en la preparación del Concilio, hay que mencionar también la Comisión Ceremonial que, presidida por el cardenal Tisserant, se ha ocupado de las ceremonias conciliares; el Secretariado administrativo, presidido por el cardenal Di Jorio, y que se ha encargado de las cuestiones económicas; la Comisión^Técnico-organizativa que, bajo la dirección del cardenal Testa, ha tenido que solucionar todos los problemas técnicos y organizativos inherentes al desenvolvimiento material del Concilio y especialmente a los preparativos de la grandiosa aula, erigida en la nave central de la basílica vaticana. (9) Este último tema no lo trataría la Comisión Central porque se temían repercusiones de orden político, sobre todo en los países árabes.

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Observaciones sobre el trabajo preparatorio En el espacio de año y medio, desde noviembre de 1960 hasta mayo de 1962, comisiones y secretariados habían concluido buena parte de sus trabajos. Resultado final, unos 60 esquemas. Concretamente, 12 esquemas de constituciones, es decir referentes a temas doctrinales, y 57 esquemas de decretos, relativos a cuestiones disciplinares. No hay que maravillarse de que los proyectos llegados después al Concilio hayan sido mucho menos numerosos. Tampoco sería lícito deducir de esto que todo el trabajo preparatorio no haya sido tomado en consideración. Y esto, en primer lugar, porque muchos textos no eran considerados como verdaderos y propios esquemas, sino sólo como capítulos de un mismo decreto o de una misma constitución; y, en segundo lugar, porque la Comisión Central, una vez efectuada la criba, anuló algunos, y otros , referentes a temas particulares, los envió a la Comisión para la Revisión del Código de Derecho canónico. Otros trataban diversos campos de investigación. En consecuencia, se pensó que deberían ser profundizados, de común acuerdo, por las comisiones responsables para obtener la integración de los unos con los otros y una redacción conciliadora de las diversas teorías. Al menos se intentó llevar a cabo un trabajo similar, ya que —y es ésta una de las críticas principales que se han hecho a las actividades de los organismos preparatorios— a veces pareció que faltaba en algunos de ellos una decidida voluntad de colaborar con otras comisiones (10). Pero existen otros motivos de carácter general a los que se podría atribuir la falta de unidad y de manifiesta organización ya desde la misma fase preparatoria. Por ejemplo, el hecho de que muchos problemas no estaban maduros aún, sino que se encontraban todavía en «rodaje»; la carencia de una experiencia conciliar —entendida en el sentido de un diálogo franco y de una libre y democrática exposición de ideas y opiniones— en la mayor parte de cuantos estaban comprometidos en la preparación o la dirigían. Sobre todo en estos últimos, a quienes su misma mentalidad les llevaba a legislar y a sentenciar. En definitiva, esas deficiencias podrían atribuirse también a la ausencia de un principio absoluto de coordinación y de (10) Esto vale principalmente para aquellos esquemas que indicaban específicamente una apertura ecuménica. Por lo mismo sería sumamente oportuno considerar y elaborar tales esquemas en unión con los organismos competentes.

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cooperación, exigido e impuesto tajantemente desde arriba. Pero conviene tener en cuenta el deseo, repetidas veces manifestado por J u a n X X I I I , de que el Vaticano II tomará cuerpo y dirección a través de una dialéctica lo más amplia posible (11). Por eso no se puede afirmar objetivamente que el trabajo de las comisiones haya terminado una vez llevados a cabo íntegramente los designios originarios del Papa Roncalli. Ni se puede negar el carácter fragmentario de algunos proyectos, su estilo escolástico, su inspiración predominantemente dogmática, a veces respaldada incluso por las posiciones defensivas postridentinas; su orientación prevalentemente «latina». Pero tampoco hay que olvidar que se t r a t a b a de una obra siempre perfectible, precisamente porque era preparatoria para el Concilio donde se estudiarían y discutirían los temas en un contexto más amplio, y donde las diversas escuelas, tradiciones y experiencias, confrontadas directamente entre sí, podrían hallar un punto de contacto y de entendimiento. En resumen, no es posible desconocer los numerosos defectos señalados de la fase preparatoria. Pero, de aquí a sostener un veredicto negativo en relación con las personas que se ocuparon de ella o con los resultados conseguidos, hay un mar de por medio. Para dar más valor a este juicio, bastará el testimonio del cardenal Alfrink, a quien nadie podrá tachar de conservador o sostener que carece del suficiente valor para exponer libremente sus propias ideas. El arzobispo de Utrecht, miembro de la Comisión Central, dio una conferencia sobre el Concilio al clero holandés a finales de mayo de 1962, es decir, cuando los trabajos preparatorios estaban casi terminados y el purpurado holandés había tenido tiempo de examinar casi todos los esquemas: «No soy un historiador, es cierto —dijo en aquella ocasión Alfrink—, y no conozco en sus detalles la historia de los precedentes Concilios. Sin embargo, supongo que ningún historiador me desmentirá si afirmo que no ha habido Concilio en la historia de la Iglesia que haya sido preparado tan intensa y detalladamente como éste.» Y añadió: «Si es lícito aplicar a estas comisiones las palabras de la Escritura según las cuales el árbol se conoce por sus frutos, tenemos suficientes motivos para estar satisfechos. Estos organismos han trabajado seria(11) Esta diaíéctica ha encontrado después no pocas dificultades, debido especialmente a los obstáculos puestos en algunos organismos a peritos y teólogos entre los más abiertos a las necesidades de las nuevas corrientes de pensamiento y de las cristiandades más jóvenes.

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mente. Dan buena prueba de ello el número de reuniones y discusiones, los esquemas propuestos, estudiados y finalmente redactados después de una concienzuda labor de depuración (...). Este trabajo agotador ha sido también muy relevante y, salvo raras excepciones, ha producido un fruto considerable. Los documentos que la Comisión Central recibe de estas comisiones particulares testimonian que nada de cuanto existe actualmente en la Iglesia ha escapado a su atención. Todo lo que en nuestros días es objeto de discusión en la Iglesia se encuentra en estos textos.» Por eso, llegados a este punto, aparece mucho más claro aún que, si se puede hablar de defectos e imperfecciones en la fase preparatoria, ambas cosas resultaron evidentes, o mejor más evidentes, sólo cuando el Concilio estaba ya en marcha. Es decir, cuando no sólo las ideas, sino los mismos hombres, los obispos, comenzaron, primero lentamente y después con mayor rapidez, a adentrarse en aquel ineludible proceso de maduración que la historia y la vida de la Iglesia solicitaba y promovía a través de Vaticano II. Fue J u a n X X I I I , con su sabiduría y amplitud de miras, quien se adelantó a los tiempos. Fue J u a n X X I I I , que había seguido muy de cerca la preparación y, aunque no completamente satisfecho de ella, la había aprobado sin embargo, quien por primera vez indicó magistralmente los nuevos caminos que la asamblea debería recorrer. No se trató —entendámonos— de una revisión de métodos y de fines, sino única y exclusivamente de una ampliación de las orientaciones y finalidades conciliares. Esta ampliación pareció necesaria, primero al Papa y después a los obispos, precisamente porque los trabajos preparatorios habían conducido a determinadas conclusiones lejanas aún de los remedios que la Iglesia exigía para sus necesidades, y lejanas sobre todo de las esperanzas de la humanidad de nuestros días. La bula «Humanae Salutis» Pero demos ahora un paso hacia atrás, puesto que el Papa había tenido ya ocasión de hablar bastante claramente de las reuniones. Lo había hecho el 25 de diciembre de 1961, con la constitución apostólica Humanae Salutis, firmada la mañana de ese mismo día y leída después en el atrio de la basílica vaticana por monseñor Felici. Con ella había anunciado y convocado el Concilio Ecuménico para el año siguiente, sin

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precisar por el momento la fecha exacta, aunque dando a entender que sería en otoño. Por su importancia el documento representaba un interés fundamental en vistas de la apertura del Vaticano II, una especie de «base programática» para los futuros trabajos y para todos los padres conciliares. «La Iglesia •—comenzaba el Sumo Pontífice— asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas más trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio. La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios. Por esto, el progreso espiritual del hombre contemporáneo no ha seguido los pasos del progreso material. De aquí surgen la indiferencia por los bienes inmortales, el afán desordenado por los placeres de la tierra, que el progreso técnico pone con tanta facilidad al alcance de todos, y, por último, un hecho completamente nuevo y desconcertante, cual es la existencia de un ateísmo militante, que ha invadido ya a muchos pueblos.» «Todos estos motivos de dolorosa ansiedad que se proponen para suscitar la reflexión tienden a probar cuan necesaria es la vigilancia y a suscitar el sentido de la responsabilidad personal de cada uno.» Sin embargo, «en medio de tantas tinieblas», el papa vislumbraba «no pocos indicios que nos hacen concebir esperanzas de tiempos mejores para la Iglesia y para la humanidad. Porque las sangrientas guerras que sin interrupción se han ido sucediendo en nuestro tiempo, las lamentables ruinas espirituales causadas en todo el mundo por muchas ideologías y las amargas experiencias que durante tanto tiempo han sufrido los hombres, todo ello está sirviendo de grave advertencia admonitoria. El mismo progreso técnico, que ha dado al hombre la posibilidad de crear instrumentos terribles para preparar su propia destrucción, ha suscitado no pocos interrogantes angustiosos, lo cual hace que los hombres se sientan actualmente preocupados para reconocer más fácilmente sus propias limitaciones, para desear la paz, para comprender mejor la importancia de los valores del espíritu y para acelerar, finalmente, la trayectoria de la vida social,

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que la humanidad con paso incierto parece haber ya iniciado, y que mueve cada vez más a los individuos, a los diferentes grupos ciudadanos y a las mismas naciones a colaborar amistosamente y a completarse y perfeccionarse con las ayudas mutuas. Todo esto hace más fácil y más expedito el apostolado de la Iglesia, pues muchos que hasta ahora no advirtieron la excelencia de su misión, hoy, enseñados más cumplidamente por la experiencia, se sienten dispuestos a aceptar con prontitud las advertencias de la Iglesia.» «Por lo que a la Iglesia se refiere, ésta no ha permanecido en modo alguno como espectadora pasiva ante la evolución de los pueblos, el progreso técnico y científico y las revoluciones sociales; por el contrario, los ha seguido con suma atención. Se ha opuesto con decisión a las ideologías materialistas o a las ideologías que niegan fundamentos de la fe católica. Y ha sabido, finalmente, extraer de su seno y desarrollar en todos los campos del dinamismo humano energías inmensas para el apostolado, la oración y la acción, por parte, en primer lugar, del clero, situado cada vez más a la altura de su misión por su ciencia y su virtud, y por parte, en segundo lugar, del laicado, cada vez más consciente de sus responsabilidades dentro de la Iglesia, y sobre todo de su deber de ayudar a la jerarquía eclesiástica. Añádase a ello los inmensos sufrimientos que hoy padecen dolorosamente muchas cristiandades, por virtud de los cuales una admirable multitud de pastores, sacerdotesy laicos sellan la constancia en su propia fe, sufriendo persecuciones de todo género y dando tales ejemplos de fortaleza cristiana, que con razón pueden compararse a los que recogen los períodos más gloriosos de la Iglesia. Por esto, mientras la humanidad aparece profundamente cambiada, también la Iglesia católica se ofrece a nuestros ojos grandemente transformada y perfeccionada, es decir, fortalecida en su unidad social, vigorizada en la bondad de su doctrina, purificada en su interior, por todo lo cual se halla pronta para combatir todos los sagrados combates de la fe.» Por eso, «juzgando los tiempos ya maduros para ofrecer a la Iglesia católica y al mundo el nuevo don de un Concilio Ecuménico», Juan XXIII exponía sus fines: «El próximo sínodo ecuménico se reúne felizmente en un momento en que la Iglesia anhela fortalecer su fe y mirarse una vez más en el espectáculo maravilloso de su unidad; siente también con creciente urgencia el deber de dar mayor eficacia a su sana vitalidad y de promover la santificación de sus miembros, así

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como el de aumentar la difusión de la verdad revelada y la consolidación de sus instituciones. Será ésta una demostración de la Iglesia, siempre viva y siempre joven, que percibe el ritmo del tiempo, que en cada siglo se adorna de nuevo esplendor, irradia nuevas luces, logra nuevas conquistas, aun permaneciendo siempre idéntica a sí misma, fiel a la imagen divina que la imprimiera en su rostro el divino Esposo, que la ama y protege, Cristo Jesús.» «En un tiempo, además, de generosos y crecientes esfuerzos que en no pocas partes se hacen con el fin de rehacer aquella unidad visible de todos los cristianos que responda a los deseos del Redentor divino, es muy natural que el próximo Concilio aclare los principios doctrinales y dé los ejemplos de m u t u a caridad, que harán aún más vivo en los hermanos separados el deseo del presagiado retorno a la unidad y le allanarán el camino.» «Finalmente, el próximo Concilio Ecuménico está llamado a ofrecer al mundo, extraviado, confuso y angustiado bajo la amenaza de nuevos conflictos espantosos, la posibilidad, para todos los hombres de buena voluntad, de fomentar pensamientos y propósitos de paz; de u n a paz que puede y debe venir sobre todo de las realidades espirituales y sobrenaturales, de la inteligencia y de la conciencia humana, iluminadas y guiadas por Dios, creador y redentor de la humanidad.» A continuación, t r a t a n d o concretamente del programa de trabajo de las sesiones, el P a p a hacía notar que «la Iglesia, aunque no tiene una finalidad primordial terrena, no puede, sin embargo, desinteresarse en su camino de los problemas relativos a las cosas temporales ni de las dificultades que de éstas surgen. Ella sabe cuánto ayudan y defienden al bien del alma aquellos medios que contribuyen a hacer más humana la vida de los hombres, cuya salvación eterna hay que procurar. Sabe que, iluminando a los hombres con la luz de Cristo, hace que los hombres se conozcan mejor a sí mismos. Porque les lleva a comprender su propio ser, su propia dignidad y el fin que deben buscar». Seguidamente, después de una breve alusión a las diversas etapas de la preparación del Concilio, el Santo Padre anunciaba oficialmente su convocación: «Por lo cual, después de oir el parecer de nuestros hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y nuestra, publicamos, anunciamos y convocamos, para el próximo año 1962, el

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sagrado Concilio Ecuménico y Universal Vaticano II, el cual se celebrará en la patriarcal basílica vaticana, en días que se fijarán según la oportunidad que la divina Providencia se dignará depararnos.» Finalmente, invitando a la oración a fieles y clero ante el gran acontecimiento, J u a n X X I I I concluía: «A este coro de oraciones invitamos a todos los cristianos de las Iglesias separadas de Roma, a fin de que también para ellos sea provechoso el Concilio. Nos sabemos que muchos de estos hijos están ansiosos de un retorno a la unidad y a la paz, según la enseñanza de Jesús y su oración al Padre. Y sabemos que el anuncio del Concilio no sólo ha sido acogido por ellos con alegría, sino también que no pocos han ofrecido sus oraciones por el buen éxito de aquél y esperan mandar representantes de sus comunidades para seguir de cerca sus trabajos. Todo ello constituye para Nos motivo de consuelo y esperanza, y justamente para facilitar estos contactos creamos de tiempo atrás un Secretariado con este fin concreto».

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VI el concilio, a las puertas

A primera vista podría parecer un contrasentido. Pero precisamente porque el Vaticano II no debe condenar herejías, sanar cismas o definir nuevos dogmas de fe, encierra dificultades congénitas, en cierto modo más intrincadas que las de los 20 Concilios precedentes. Juan XXIII, como hemos visto, ha aclarado repetidas veces los fines del Concilio: renovación, o mejor, para usar una palabra que hará época, «aggiornamento» de la Iglesia y renovación de las estructuras y métodos de apostolado de acuerdo con las realidades y exigencias del mundo actual. La tarea sería fácil si el catolicismo presentara o pudiera presentar un matiz idéntico en todos los puntos de la tierra. Pero no es así. Aunque la doctrina sea una, cambian en cada país las situaciones, las gentes y las necesidades, y consiguientemente cambian también los remedios para eliminar los inconvenientes concretos. Era natural, por lo mismo, que estas complicaciones fuesen largamente advertidas en todo el mundo católico a través de una discusión tanto más viva cuanto que a veces ha sobrepasado los límites hasta convertirse en una áspera polémica. Pues bien, los mismos fermentos, aunque depurados de su aspereza inicial, se reflejan en los miembros de la Comisión Central, a causa de las diversas perspectivas en que se sitúan para resolver los variados problemas conciliares. Durante siete sesiones plenarias, desde junio de 1961 a junio del año siguiente, esta Comisión traza el programa de trabajo del Vaticano II, examinando los estudios de los organismos preparatorios y decidiendo si deberán presentarlos o no al Papa, quien elegirá finalmente los esquemas que se enviarán a los padres. De los 69 proyectos sólo pocos se aprueban inmediatamente. Otros se rechazan o envían a la Comisión para la reforma del Código de Derecho Canónico. La mayoría, por último, se pone en mano de las comisiones competentes para que éstas los retoquen incluyendo en ellos las modificaciones sugeridas. Una subcomisión, dependiente de la Central y presidida por el cardenal Confalonieri, se encarga de compro-

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bar si las correcciones propuestas han sido fielmente introducidas en los documentos. Otra, bajo la dirección del cardenal Tisserant, se encarga de unificar los textos similares. Una tercera, presidida por el cardenal Roberti, tiene como fin preparar el reglamento conciliar. Inevitablemente tampoco este estadio de la fase preparatoria ha estado exento de críticas. Algunos, por ejemplo, han imputado a la subcomisión para las cuestiones mixtas el no haber sabido encontrar la forma y los medios para hacer valer la autoridad de que había sido investida y de no haber conseguido eliminar las deficiencias y, sobre todo, las innumerables repeticiones contenidas en los diversos esquemas. Otros han objetado que, terminada la revisión definitiva hecha por cada comisión y verificados los retoques por parte del organismo del cardenal Confalonieri, hubiera sido por lo menos lógico someter nuevamente los proyectos ya enmendados a los miembros de la Central. Pero precisamente aquí comenzaron los inconvenientes. En primer lugar porque la Comisión Central, dada la escasez de tiempo disponible, no tuvo la posibilidad material de desarrollar una acción eficaz de coordinación y de control. En segundo lugar porque esta falta de tiempo acabó complicando todavía más el trabajo de la supercomisión, donde la diversidad de opiniones se hacía cada vez más evidente y se agudizaban las desavenencias entre los seguidores de tendencias opuestas. Queremos indicar únicamente que estos obstáculos se han agigantado y estratificado precisamente a causa de la necesidad de quemar etapas, cuando hubiera sido mucho más conveniente obrar con alma buscando en seguida, en vez de dejarlas para el Concilio, aquellas soluciones y acomodaciones que pudiesen, ya entonces, subsanar las controversias más acaloradas y espinosas. El mismo Papa, por lo demás, ha ido revelando poco a poco, en los discursos dirigidos a los miembros de la Central, las incertidumbres que se iban perfilando en el horizonte. Al terminar la quinta sesión, el 3 de abril de 1962, hacía alusión a «los puntos doctrinales y prácticos que considerados desde las diversas partes del mundo y con diversa mentalidad y experiencia, ofrecen una multiplicidad de aspectos al ser considerados». En aquel momento el Papa esperaba que «una vez abierto solemnemente el Concilio, el acuerdo no sería costoso, sino umversalmente grato». Sin embargo, un mes más tarde en la sexta sesión, se veía

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obligado a admitir que la asamblea conciliar «por su grandiosidad, pero sobre todo por su complejidad, lleva consigo dificultades de diversa índole. Tenemos conciencia de ello. No disminuimos su importancia, sino que más bien queremos insertarlas dentro del cuadro general, en orden a una oportuna y adecuada solución». Y en la séptima y última sesión exhortaba a los padres, que dentro de poco recibirían los esquemas, a enviar a Roma todo aquello que les pareciera más oportuno dar a conocer con antelación», ya que «todo ayuda a una mesurada penetración y a un espíritu de clarividencia y mucha paz». Era cosa clara que Juan XXII, al menos al principio, no quería dejar sin tocar ningún resorte para que el Concilio tuviese un desarrollo no sólo normal, sino rápido, como algunos habían querido entender, evitando de este modo que los obispos permanecieran demasiado tiempo alejados de sus diócesis. Varios motivos, sin embargo, habían de contribuir al derrumbamiento de estas previsiones. No sólo los impedimentos que se iban manifestando dentro de la Comisión Central, sino también, y principalmente, las sugerencias y reacciones de bastantes cardenales y prelados centroeuropeos. Lo cierto es que Juan XXIII, el 2 de febrero de 1962, a sólo 39 días de la publicación de la Humanae Salutis, promulgaba el motu proprio Consilium diu, con el cual — se decía en el documento— «establecemos y decretamos que el Concilio Ecuménico Vaticano II comience el día 11 de octubre del año en curso» (1). Finalmente el Papa, para cortar de raíz toda polémica, en un discurso pronunciado en la iglesia de Santa María in Traspontina, daba a entender claramente que el Concilio debería proseguir sus trabajos en 1963. L'Osservatore Romano ignoraba por completo aquella alusión (2). Pero es ya evidente —escribía en Eludes el P. Robert Rouquette— que Juan XXIII «es consciente de que la materia preparada supera con creces la capacidad de una breve sesión. Por otra parte, es posible que, siguiendo con este mismo espíritu, haya tenido en cuenta las sugerencias de algunos obispos extranjeros, los cuales ven graves inconvenientes en un Con(1) La elección no podía ser más feliz. Precisamente aquel día se celebraba la fiesta de la Maternidad de María, un dogma definido en Efeso en el año 431, anterior, por tanto, a las divisiones y a los cismas. Esto constituía por sí mismo una calurosa llamada a la unión de los cristianos. (2) Estos continuos «silencios» del periódico vaticano creaban en muchos la impresión de que en la Curia y en sus alrededores no todos pensaban como el Papa.

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cilio que sea una simple cámara de aprobación, j>or muy excelente que haya sido la preparación».

católica, por otra, urge a los organismos preparatorios del Concilio a tener en la mayor consideración los deseos expresados por las diversas confesiones.

Un cardonal andariego Las quejas que se alzan en el interior del catolicismo tienen el poder de sacudir psicológicamente al mundo cristiano, y sobre todo al protestantismo, que había acusado siempre a Roma de impedir autocráticamente la manifestación de la opinión pública en su seno. Comienzan así a madurar los primeros frutos de la larga y paciente labor del cardenal Agustín Bea. El ex confesor de Pío X I I y el hombre de estudios pasa a priméis plana en la crónica religiosa. Con el constante apoyo de J u a n X X I I I el purpurado alemán supera con arrojo las remoras que durante tantos años habían esterilizado algunos ambientes en una oposición inútil dentro del ámbito interconf^sional, hasta conferir a la Iglesia católica una faz nueva en los problemas ecuménicos. Es provervial la diplomacia y la oportunidad con que el presidente del Secretariado para la Unión establece fraternas relaciones con los no católicos. Se mantiene en contacto epistolar con Atenágoras, se entrevista con varias personalidades durante sus viajes a Suiza (septiembre de 1961), a Francia (enero de 1962), a Alemania (abril dt» 1962), donde tiene lugar un prolongado coloquio entre él y el presidente de la Iglesia evangélica, Scharf. En agosto se traslada a Inglaterra, y aprovechando la ocasión, visita al primado anglicano, recientemente llegado de un viaje a Moscú. Ramsey recibe al huésped a la entrada del Lambeth Palace, en la escalinata, y, saludándole muy cordialmente, le dice: «Eminencia, es éste un momento histórico, porque desde el reinado de María y del cardenal Pole no ha vuelto a entrar en este palacio un cardenal romano. » Sin embargo, el purpurado realiza su acción más eficaz entre los católicos encaminándolos hacia un diálogo abierto y constructivo con los demás cristianos, poniéndolos en guardia de los peligros de un fácil irenismo, aclarando los aspectos positivos que se pueden encontrar incluso en aquellos que se han alejado de Roma. Las conferencias, los artículos, las entrevistas,, los discursos en la radio y en la televisión son incontables. El cardenal Bea es incansable y su actividad no conoce desmayos. Si por una parte anima a los hermanos separados hacia un conocimiento más profundo de las verdades y de los dogmas de la doctrina

Protestantes en el Concilio Los protestantes no pueden permanecer por más tiempo insensibles a la postura conciliadora de Roma. Y ahora, siguiendo las huellas de Fisher, todos se afanan en tender la mano al Papa, confirmando así que el ecumenismo católico h a dado pasos de gigante en los tres últimos años. El 15 de noviembre de 1961 llega al Vaticano el doctor Arthur C. Lichtenberger, presidente de la Iglesia episcopaliana protestante de los Estados Unidos, la rama estadounidense del anglicanismo autónomo. El mismo refiere a los periodistas algunos particulares de la audiencia, diciendo que «no se habían discutido las diferencias de opiniones y de doctrina, porque esto no estaba programado». Pero termina cayendo en patentes contradicciones cuando sostiene, «interpretando» más que «refiriendo» las palabras de J u a n X X I I I , que en un primer momento estaba en la mente del Papa invitar a los representantes de las Iglesias cristianas a «participar» directamente en el Concilio, pero que después, sopesadas las dificultades «prácticas» de una iniciativa semejante, habia optado por invitarlos como meros observadores. El 20 de diciembre el P a p a recibe al doctor J. A. Jakson, presidente de la Convención Nacional Baptista —que agrupa cinco millones de baptistas negros—. Este pide al Santo Padre que apoye la campaña antirracista dirigida por su comunidad. E n marzo del año siguiente se registran dos episodios de muy marcado interés. El 11,1a Iglesia evangélica de Alemania comunica el envío ante el Secretariado para la Unión de un representante, el profesor E d m u n d Schlink, el cual debería seguir de cerca la preparación del Concilio. El 28, el Papa recibe al doctor Archibald Craig, moderador de la Asamblea de la Iglesia de Escocia. Este último acontecimiento por su alcance histórico se acerca, o incluso lo supera, al encuentro entre J u a n X X I I I y el arzobispo anglicano de Canterbury. Algo, pues, se agita también en el presbiterianismo escocés, el grupo que, entre los protestantes, es hasta hoy el más hostil a la Iglesia católica. De hecho el recibimiento en el Vaticano se ve precedido por una serie de vehementes contrastes, temiendo los oposi-

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tores que de ello se siga un resfriamiento en las relaciones con las demás Iglesias reformadas, o bien un reconocimiento implícito de las «pretensiones» papales sobre la infalibilidad. En un momento dado, las discordias entre las distintas corrientes hacen temer incluso que el proyecto se desvanezca. Los tres comités de la Asamblea general recurren entonces a una especie de escapatoria. El moderador —dicen— debe ir a Roma para participar en las ceremonias programadas para el centenario de la Iglesia escocesa en la capital italiana. Pues bien, dada la circunstancia, el doctor Craig «debería acoger calurosamente cualquier invitación que el Papa le hiciese en este sentido ». Y así es el Papa quien acaba por invitar al moderador para que vaya al Vaticano y no éste quien pide oficialmente ser recibido. Pero, qué más da. Lo verdaderamente importante es que todo resulte del mejor modo posible. El encuentro entre las dos personalidades es cordialísimo: «Con toda sencillez del corazón os agradezco la visita», dice J u a n X X I I I al huésped a la entrada de la biblioteca privada. Y cordialísimo es también el coloquio, que se mantiene, sin embargo, en términos intencionadamente generales. L'Osservatore Romano, haciendo crónica de la audiencia, define por primera vez como Iglesia a una comunidad protestante. Durante la primavera el Vaticano es la meta de otras visitas: un grupo de la congregación anglicana más antigua, la «Sociedad de la Santa Cruz», que despliega una intensa propaganda ecuménica; el obispo anglicano de Edmundburis, doctor Morris; el metropolita de Volos, Damaskinos, de la Iglesia ortodoxa griega, y el arzobispo anglicano de Ciudad del Cabo, De Blanck.

Alexis y Nleodemo Con relación a los protestantes, la ortodoxia permanece, por el contrario, anclada en sus antiguas posiciones. El patriarca de Constantinopla continúa repitiendo que desearía ir a Roma y que estaría dispuesto a participar en el Concilio con el «rango de número dos», después del Papa. No se puede dudar de la rectitud de sus intenciones, o pensar que quiera crearse a priori un «alibi» al pedir al Papa la restitución de una eventual visita al Vaticano. En realidad, Atenágoras advierte a su alrededor un creciente anquilosamiento. Los teólogos rebaten sus tesis. Los ambientes griegos y algunas personalidades

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del patriarcado de Constantinopla t r a t a n cada vez con mayor insistencia de hacerle dimitir. Las demás Iglesias ortodoxas, y en primer lugar la de Moscú, se oponen a todas sus iniciativas. Una señal de precaución se había tenido ya con motivo del viaje que, en diciembre de 1960, el patriarca ruso Alexis había realizado al Medio Oriente, volviendo a recorrer el mismo itinerario que había seguido el arzobispo anglicano Fisher algunas semanas antes. Este hecho dio a muchos la impresión de que el patriarca quería, por un lado, poner nuevamente en discusión la preeminencia honorífica de Atenágoras con relación a los demás patriarcas ortodoxos, minando en sus fundamentos la posición privilegiada de Constantinopla, y por otro, retardar el proceso de acercamiento entre las Iglesias de Oriente y de Occidente. En aquella ocasión apareció en la escena del mundo religioso el obispo Nicodemo, nuevo director de la oficina de asuntos exteriores del patriarcado de Moscú. Muy joven para el cargo que le había sido asignado (apenas si había superado los 30 años), pero con una sólida preparación doctrinal y diplomática, Nicodemo asumió un papel de extrema importancia en la ortodoxia rusa, acentuando en ella —según la opinión de algunos observadores— ciertos aspectos bastante más políticos que religiosos, y esto además porque el desarrollo del comportamiento del patriarcado en sus relaciones con las demás comunidades cristianas debía avanzar al mismo paso que la nueva orientación del gobierno marxista en el campo internacional (3). Pero no debemos olvidar que, sobre todo en aquel período, la Iglesia rusa no gozaba en absoluto de libertad y se veía obligada a aceptar continuos compromisos para sobrevivir. Lo cual podría dejar entrever no t a n t o una mera sumisión del patriarcado al régimen político, cuanto más bien un tentativo de reforzar la posición de la Iglesia y de conseguir aquel mínimo de libertad que, una vez obtenido, habría permitido a la ortodoxia rusa mantener una cierta independencia ante la prepotencia comunista y resistir, en mayor medida que hasta entonces, sus intromisiones y presiones. De todas formas, durante el viaje de Alexis al Oriente (3) En junio de 1961, por ejemplo, Nicodemo deploró públicamente, en la Conferencia Pancristiana de la Paz celebrada en Praga, la ausencia de los católicos. Según él, esto testimoniaba «la falta de amor hacia la paz» por parte de los jefes de la Iglesia católica. Pero tres meses más tarde, después del llamamiento dirigido por Juan XXIII el 10 de septiembre a todos los fieles y a los hombres de buena voluntad, y después de la favorable acogida que Krustchev dispensó a la invitación pontificia, comenzó a atenuarse progresivamente la intransigencia del patriarcado de Moscú hacia Roma.

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Medio, Nicomedes declaró, una y otra vez, que Moscú trataría la cuestión de la unión solamente «en un plano de igualdad con los jefes de las demás Iglesias». Afirmó además que el trabajo del Papa en favor de la unidad «habla sido realizado sólo a través de la prensa y de la radio», y que la Iglesia rusa no tenía «la intención de unirse con comuniones de fieles no pertenecientes a la comunidad ortodoxa». Concluyó con una afirmación que tendía a circunscribir los intentos unionistas de Atenágoras, puesto que —como dijo el joven dignatario— el patriarca de Constantinopla no puede hablar en nombre de las demás Iglesias ortodoxas, las cuales deben expresar por sí mismas su propia opinión. El «non possumus» de Moscú Más duro aún era el tono del artículo aparecido en el número 5 (mayo de 1961) de la Revista del patriarcado de Moscú y que, como hizo notar el padre Floridi en La Civiltá Cattolica, denotaba una neta cerrazón con respecto a Roma basándose más que «en razones objetivas y doctrinales», en «pretextos políticos, privados de todo fundamento». Desde el principio —se decía en él— la Iglesia de Moscú «declaró que consideraba el Concilio como un acontecimiento interno de la Iglesia católica romana y^ que, por su parte, no tenía por qué entrometerse en este asunto. El patriarcado ha expresado esta posición respecto al futuro Concilio de acuerdo con su convicción de que la sede romana, proclamándose el centro de la verdad católica y de la unidad eclesiástica, no ha manifestado hasta el presente el deseo de renunciar a las exigencias que en 1869 obligaron a los patriarcas orientales a rechazar la convocación del Papa Pío IX para el Concilio Vaticano...»Es preciso notar —proseguía la revista—, «incluso en los actuales discursos de católicos eminentes sobre la unidad cristiana, el intento de extender el poder de Roma sobre la Iglesia ortodoxa. Esta tendencia aparece no sólo en las conocidas invitaciones para volver al único redil, sino en los nuevos métodos utilizados para atraer las iglesias ortodoxas a fin de que participen en el próximo Concilio...». El artículo hacía referencia a continuación a una frase del cardenal Bea pronunciada dos meses antes en una entrevista: «Si el patriarca de Moscú desea enviar al Concilio un observador propio, será bien recibido.» Sostenía que el purpurado había dado a entender con esto que no habría invitación, 116

sino sólo una benévola acogida por parte de Roma en caso de que el patriarca asumiera personalmente la iniciativa. Subrayaba además que las declaraciones del cardenal Bea testimoniaban las «pretensiones de la sede romana de poseer una autoridad absoluta en el mundo cristiano». «Es imposible —proseguía la revista— pasar por alto el hecho de que el futuro Concilio, convocado en una situación difícil creada por la división del mundo y por la desenfrenada carrera de armamentos, no podrá elevarse sobre las contradicciones de nuestro tiempo para decir a la humanidad la necesaria palabra de pacificación. Además de lo dicho existen muchas razones históricas, políticas y psicológicas para prever una orientación tal de la actividad del Concilio que haga de él un arma destinada a conseguir objetivos políticos incompatibles con el espíritu cristiano. Con estas premisas, al conocido non possumus de la Iglesia romana se opone el non possumus de la Iglesia ortodoxa (...). No podemos estar de acuerdo con las condiciones romanas de una unidad concebida como unidad mundial de los cristianos bajo la autoridad del Papa. Y no estamos de acuerdo por el hecho de que nuestro Señor Jesucristo, antes de comenzar su vida pública, rechazó la tentación diabólica del poder (...). No es el poder, sino el amor, lo que debe unir a los cristianos. Por la fe que tenemos en esta convicción, la cual excluye una participación nuestra de cualquier género en los trabajos del nuevo Concilio Vaticano, el patriarcado de Moscú responde al cardenal Bea: non possumus.» Los ortodoxos, en congreso Pero un año más tarde Nicodemo atenuaría un poco el carácter oficial del artículo y su importancia diciendo que carecía de firma y que se trataba de opiniones personales de su autor, Vedernikov, secretario de la revista. Aclaraciones éstas ciertamente bastante discutibles, pero que en definitiva confirmaban la nueva orientación del patriarcado de Moscú. Esto, aunque de una manera muy genérica y sujeta a mil contradicciones, ya se había comenzado a advertir en la conferencia panortodoxa tenida en Rodas (24 de septiembre-1 de octubre de 1961) en vistas a un pre-sínodo preparatorio a su vez para un sínodo general. La importante reunión, en la que intervinieron como observadores privados algunos expertos católicos, había sido convocada por Atenágoras para llevar a 117

cabo un primer examen de las múltiples cuestiones que toda la ortodoxia debería profundizar y resolver. Por ejemplo, el fortalecimiento de su unidad interior y la toma de conciencia de las propias responsabilidades frente al movimiento ecuménico. En aquella ocasión el comportamiento de los delegados de Moscú pareció una vez más no muy diverso de su actitud anterior. Ratificaron su hostilidad con relación a Atenágoras. Esto se vio claro por el hecho de que, cuando se trató de determinar la presidencia del congreso, los delegados rusos trataron de asignar el cargo a miembros de varios patriarcados que habían de dirigir por turno las discusiones y no al representante de Constantinopla (4). Ratificaron algunos intereses particulares de naturaleza más bien política, pidiendo que en el orden del día de la conferencia se omitiese lo referente a los medios para hacer frente al ateísmo y a otros errores o movimientos antirreligiosos. Pidieron además que, en lugar de «estudiar el desarrollo de las misiones internas y externas», se hablase genéricamente de «difusión del mensaje evangélico». Pidieron, por último, que se añadiera un nuevo párrafo relativo a la lucha contra el racismo y en favor de la paz, de los países subdesarrollados, etc. Ratificaron su adversión hacia Roma oponiéndose a la propuesta de establecer relaciones con la Iglesia católica, puesto que —afirmó Nicodemo— «la tendencia de la ortodoxia a promover la causa de la unión es algo de lo que se aprovechan algunos representantes heterodoxos, y principalmente el que vive en el Vaticano», para establecer la base ideológica de la lucha contra los pueblos que se esfuerzan por seguir «una trayectoria democrática». El patriarcado de Moscú parecía más encastillado que nunca en sus posiciones extremadamente rígidas. A pesar de esto, algunos observadores estaban seguros de vislumbrar, detrás de aquella posición negativa, algo nuevo con relación al pasado: la posibilidad de una apertura no sólo a los problemas comunes de toda la ortodoxia (principalmente después del «aislamiento» que durante tantos años había mantenido para con las demás iglesias hermanas), sino también hacia el catolicismo, porque ya entonces se comenzó a comprender que, aunque Moscú rechazaba aún todo género de contacto con Roma, (4) Esto—advirtió el P. Stephanou, en la revista Unitas—planteaba de nuevo el viejo antagonismo entre Moscú y Constantinopla, aunque este antagonismo se entendía ya «no como una rivalidad de trono o de primaría », sino como un problema de penetración en la ortodoxia griega.

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podría cambiar de parecer cuando la Iglesia católica moderase un poco su rigor polémico con el Estado ruso, al que el patriarca ruso —quisiera o no— se veía obligado a obedecer. III Asamblea General del Consejo Mundial de las Iglesias Se tuvo una prueba evidente de ello en Nueva Delhi, donde se desarrolló la III Asamblea General del Consejo Mundial de las Iglesias del 19 de noviembre al 5 de diciembre de 1961. En ella intervinieron cinco observadores católicos por vez primera con carácter oficial. La asamblea fue un acontecimiento excepcional, porque, además de decidir extender las «bases» doctrinales del Consejo fundiendo con él el Consejo Internacional de Misiones, se aceptó la admisión de un nutrido grupo de Iglesias ortodoxas, entre las que se encontraba la rusa. Este último fue un acontecimiento de grandísima importancia, tanto más cuanto que en 1948 el patriarcado de Moscú había ciertamente rechazado la invitación que le había dirigido el Consejo en este sentido. No es un secreto decir que la petición de admisión hecha por la Iglesia rusa provocó no pocas perplejidades entre los dirigentes del Consejo, preocupados por el carácter político de las tendencias del patriarcado y por las posiciones hostiles tomadas una y otra vez contra el catolicismo. Tampoco es un secreto —lo ha declarado más tarde el P. Antoine Wenger— que los «dirigentes del Consejo hicieron saber a los jefes de la Iglesia rusa que no esperasen encontrar en el Consejo Mundial un eco favorable a las iniciativas dirigidas contra Roma, fueran cuales fuesen los sentimientos de unos y otros para con ella, porque una acción semejante sería contraria a los fines del movimiento». El hecho es que Nicodemo, precisamente por aquellos días, hizo algunas declaraciones importantes: «Se escribe con frecuencia —afirmó— que la Iglesia patriarcal rusa abriga sentimientos de enemistad contra la Iglesia de Roma. Puedo decir que esto no es verdad. Los ortodoxos rusos nutren los mejores y más fraternos sentimientos para con la Iglesia católica considerada en su conjunto de jerarquía y fieles. Pero la Iglesia rusa no aprueba la actividad que el Vaticano desarrolla en el campo político. Bajo este aspecto el Vaticano se muestra con frecuencia hostil a nuestro país. Nosotros, fieles de la Iglesia rusa, somos también leales ciudadanos de nuestro país y amamos con ardor nuestra patria. Por esto no

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puede mejorar nuestras relaciones recíprocas todo aquello que se dirija contra este país. Desaprobamos y condenamos esta actividad política de la Iglesia católica. Pero no estamos contra la Iglesia en cuanto tal.» Finalmente, después de afirmar una vez más que el Concilio Vaticano II era considerado por el patriarcado ruso «como un asunto interno de la Iglesia católica romana», el dignatario ortodoxo, pensando en una eventual participación en las sesiones por medio de observadores, respondió primero evasivamente para responder más tarde que «las puertas no estaban completamente cerradas». Se llegó así a la reunión del Comité Central del Consejo Mundial de las Iglesias, que se tuvo en París del 7 al 16 de agosto de 1962, con la participación oficial de algunos ecumenistas católicos. Los miembros del Comité, accediendo a la invitación que les había dirigido el cardenal Bea en nombre del Papa, aprobaron por unanimidad el envío de dos observadores al Concilio Ecuménico, dejando bien claro, como se especificaba en la relación, que los delegados «no gozarían de ninguna autoridad para hablar oficialmente en nombre del Consejo Mundial de las Iglesias, ni para entablar oficialmente negociaciones de ningún género». Entre los miembros del Comité se encontraba Nicodemo, el cual intervino en el debate que precedió a la votación expresando abiertamente su satisfacción por el modo como se había formulado el texto de la relación. El episodio no pasó inadvertido. No se trataba todavía —entendámonos— de los observadores del patriarcado de Moscú, pero esto era, sin embargo, un gran paso hacia adelante con relación a lo que había sucedido en el pasado. En Francia, Nicodemo se entrevistó durante aquel período, primeramente con monseñor Willebrands y después con el cardenal Tisserant. Pero es precisamente aquí donde se pierden de improviso las huellas de los personajes y el hilo de los contactos y de las negociaciones. Sólo a principios de octubre, pocos días antes de la apertura del Concilio, sería posible conocer los últimos e imprevistos resultados de estos contactos. Observadores delegados El 7 de noviembre de 1961, en la reunión inaugural de la segunda sesión de la Comisión Central, se había discutido ya 120

sobre la cuestión de invitar observadores no católicos al Concilio. Y —cosa importante— el mismo Papa había presidido la primera parte de aquella reunión, haciendo, en un discurso introductorio lleno de comprensión, una alusión a los hermanos separados al subrayar «la atención tejida de respeto y de espera», lo cual era «motivo de temblorosa alegría» y no podía «dejar indiferente a ningún miembro de la familia católica». Las palabras de Juan XXIII, que había expresado claramente su opinión, habrían de tener un influjo determinante sobre los cardenales y obispos de la Comisión Central, puesto que en la subsiguiente discusión sobre las dos relaciones presentadas por los cardenales Bea y Amleto Cicognani la mayor parte de los miembros fue favorable a la oportunidad de invitar al Concilio a algunos representantes de las Iglesias y de las comunidades separadas. Sin embargo, dos días más tarde, un lacónico comunicado del Vaticano precisó que se había tratado sólo de un «voto consultivo», correspondiendo lógicamente al Papa tomar la decisión definitiva y que, por tanto, toda conclusión afirmativa o negativa sería prematura. Y consiguientemente sería todavía más prematura toda información sobre las decisiones aún no adoptadas acerca del modo cómo se realizaría una «eventual invitación a los no católicos». Dejando a un lado la necesidad de puntualizar algunas exageraciones de la prensa de aquellos días, aparecía demasiado claro en el comunicado la preocupación por evitar lo que había sucedido ya en el Vaticano I. Efectivamente, los patriarcas ortodoxos habían rechazado con desdén intervenir en las sesipnes, indignados principalmente por la publicación anticipada de la carta apostólica que, el 8 de septiembre de 1868, les había dirigido Pío IX (5). Pero volvamos a la discusión que había tenido lugar dentro de la Comisión Central y que se había extendido, no tanto a la sola invitación, cuanto principalmente al modo de hacerla y a la participación de los observadores en el Concilio. Se discutía en primer lugar sobre la «denominación», porque, si bien era verdad que siempre se había hablado de «observadores », sin embargo se advirtió en seguida que esta denominación era demasiado vaga y que era necesario encontrar otra (5) Una suerte parecida había correspondido a la carta que el Papa Mastai Ferretti había enviado algunos días después a los protestantes y a los otros no católicos exhortándoles a volver a Roma.

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que expresase con exactitud el quehacer de los no católicos en el Concilio. Y así se escogió una especie de perífrasis en latín: observatores delegati. La primera palabra determinaba con exactitud que los invitados habían de limitarse a «observar », es decir, a informarse sobre la naturaleza de los esquemas y de las discusiones conciliares. La segunda palabra especificaba que los observadores intervendrían en el Vaticano como representantes oficiales de sus respectivas Iglesias. No sólo esto. Se acuñó además el término huésped del Secretariado para la Unión para los estudiosos y personalidades del mundo cristiano que habían de asistir al Concilio a título personal. Por lo que concernía a las formalidades de la petición que habría de hacerse a las confesiones separadas para que enviasen sus propios representantes, se optó por el método más sencillo y discreto: interrogar antes al interesado para saber si tenía intención de aceptar la propuesta y, en caso de una respuesta afirmativa, se le expedía la invitación. Finalmente se discutió sobre la participación de los observadores. En este punto surgió el dilema si admitirlos sólo a las sesiones públicas o también a las demás reuniones. Pero se objetó, y con razón, que sería un contrasentido hacerles venir a Roma para asistir únicamente a las votaciones finales. Así pues, se decidió que los observadores podrían asistir a todas las congregaciones generales, donde se discutirían los diversos esquemas conciliares, y pedir además más amplias aclaraciones a los mismos padres y al Secretariado para la Unión, siendo este último el órgano de enlace directo que organizaría expresamente reuniones semanales para los enviados no católicos. Todas estas normas fueron perfeccionadas y bien definidas dentro del período enero-febrero de 1952 o muy probablemente ya antes, puesto que el Papa había dado a entender en la bula Humánete Salutis, publicada en la Navidad del año anterior, que se invitaría a algunos representantes de los hermanos separados. Lo cierto es que precisamente en los primeros meses de 1962 monseñor Willebrands realizó una serie de viajes a Constantinopla, a Atenas, a El Cairo, a Alejandría, a Ginebra y Londres para encontrarse con los mayores representantes de las Iglesias ortodoxa, protestante, anglicana y monofisita (6), y para explorar sus diversas mentalidades y deseos. Después, (6) Las Iglesias monofisitas surgieron en los siglos IV y V a raíz de las herejías cristológicas de aquel tiempo.

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una vez llegadas las respuestas, se comenzaron a enviar las invitaciones. Los resultados de la paciente labor del Secretariado para la Unión aparecerán con el pasar del tiempo cada vez más positivos: 49 observadores, en representación de 17 Iglesias, federaciones o comunidades durante el primer periodo conciliar; 66 en el segundo, en nombre de 22 grupos; 76 en el tercero (23 grupos); y 99 (28 grupos) en el cuarlo y último período (7). El reglamento conciliar Hemos llegado al momento en que el Concilio se encuentra a las puertas. Llegan a Roma obispos de todos los continentes y de todas las razas. Se trabaja febrilmente en los últimos preparativos del aula conciliar en la nave central de la basílica vaticana (8). La oficina de prensa, dirigida por monseñor Fausto Valíanle, acredita a centenares de periodistas y enviados especiales. El 5 de septiembre se hace público el «motu proprio» Appropinquante Concilio, en el que el Papa establece las normas para el desarrollo de las sesiones. Se cierra así oficialmente la fase preparatoria y se comienza la celebración verdadera y propia del Vaticano II. El reglamento expone el mecanismo conciliar en 24 capítulos y 70 artículos: las personas que participan o prestan su servicio en él, las formalidades que se deben observar, el mido de proceder en los trabajos, etc. Hay que hacer notar ante todo que las comisiones particulares preparatorias son sustuidas por las comisiones llamadas conciliares, cada una de las cuales está presidida por un cardenal y consta de 24 miembros: 8 nombrados por el Papa y 16 elegidos por los padres. Los 10 organismos nuevos corresponden a los preparatorios, por la materia de su incumbencia y por la denominación de (7) Al principio parecía que participaría también en el Concilio, como observador, el doctor ChaimWardi, uno de los dirigentes del ministerio israelita del Culto, en representación del Congreso Mundial Judío. Después, el proyecto se vino abajo misteriosamente, debido tal vez a las violentas reacciones de algunos grupos judíos ortodoxos y de los países árabes, o quizás para evitar al Vaticano situaciones difíciles y del'cadas. En el mes de junio dos delegados del mismo Congreso Mundial Judío, los doctores Goldmann y Katz, habían presentado al cardenal Bea un memorial destinado al Concilio. En él los firmatarios dirigían a la Iglesia católica «una respetuosa llamada a fin de que tome todas las medidas necesarias para recordar a todos cuantos la escuchan los peligros espirituales y sociales del racismo y de las doctrinas que inducen al odio». (8) El hallazgo de dos «bombas Molotov» cerca de las tribunas conciliares había de suscitar no pocas inquietudes,

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sus presidentes. Se exceptúa la Comisión para los Seglares a la que se ha unido el Secretariado para la Prensa y los Espectáculos, y cuyo presidente es el cardenal Cento. Continúan existiendo, con las mismas funciones de antes, el Secretariado para la Unión de los Cristianos, la Comisión técnico-organizativa y el Secretariado administrativo. El Papa ha constituido además un tribunal administrativo enteramente nuevo presidido por el cardenal Roberti, al cual le corresponderá definir eventuales cuestiones disciplinares. Ha constituido también un Secretariado para los Asuntos Extraordinarios, cuyo cometido será examinar los problemas nuevos propuestos por los padres y, si el caso lo requiere, hacer sabedor de ellos al Papa. Es nombrado como presidente el secretario de Estado Amleto Cicognani. Como miembros, los cardenales Siri, Montini, Confalonieri, Dópfner, Meyer, Suenens, a los que después se unía el cardenal Wyszynski y como secretario el arzobispo monseñor Pericles Felici, nombrado al mismo tiempo secretario general del Concilio. Pero el órgano más importante que Juan XXIII ha instituido con vistas a las sesiones es sin duda el Consejo de Presidencia. Fueron llamados a formar parte de él los cardenales Tisserant, Liénart, Tappouni, Giroy, Spellman, Pía y Deniel, Frings, Ruífini, Caggiano y Allrink, los cuales presidirán por turno las congregaciones generales. Los capítulos octavo y noveno de la segunda parte del reglamento explican minuciosamente el modo como se debe desarrollar el trabajo en el aula conciliar. Cada tema de discusión es presentado y explicado a la Congregación General por un relator designado por el presidente de la Comisión interesada. Cada uno de los padres que desee intervenir para aprobar, rechazar o enmendar el texto presenta la petición a la presidencia mediante el secretario general y, cuando le llegue el turno, expone con claridad los motivos de su intervención consignando después por escrito las eventuales enmiendas propuestas. Se ruega a los padres que no superen los diez minutos, a ser posible, en la exposición de sus opiniones. La Congregación General, después de oir las respuestas del relator, expresa el voto sobre cada propuesta de modificación decidiendo si se deben rechazar o incorporar al esquema. Si las enmiendas se aceptan, el relator, después que el texto haya vuelto de la Comisión para las correcciones, deberá presentar de nuevo la nueva formulación al examen de la Congregación General. Si el esquema enmendado todavía no resulta aprobado 124

por la asamblea en algunas de sus partes, deberá repetir el camino para su ulterior perfeccionamiento. Se votará con placel (sí) o con non placel (no) en las sesiones públicas en presencia del Romano Pontífice; con placel, non placel o placel iuxta modum (sí, pero con las reservas que se deben explicar por escrito), en las Congregaciones generales y en las comisiones. Las dos terceras partes de los votos serán siempre necesarias, quedando firmes no obstante otras posibles disposiciones del Papa en contrario. «Soledad institucional» Entre tanto, Juan XXIII prepara su espíritu para el comienzo del Concilio en un clima de meditación y oración. Durante una semana, del 10 al 17 de septiembre, se traslada a la torre de San Juan, en el ángulo más recóndito de los jardines vaticanos, para un curso especial de ejercicios espirituales. El 4 de octubre —singularísimo acontecimiento en la historia pontificia de los últimos cien años— se dirige en peregrinación a Loreto y a Asís para invocar los auxilios celestiales sobre el Concilio e implorar la ayuda del Santo de la caridad y de la paz. En aquellos días de vigilia nada le distrae de su intenso y casi sufrido recogimiento personal. Nunca como entonces cae uno en la cuenta de que el Papa está concentrado en sí mismo, solo ante sus inmensas y tremendas responsabilidades. El Papa se encuentra en la «gran soledad institucional» o—en frase del cardenal Lercaro— «la soledad en la que todos nosotros, incapaces de caminar a su lado y con su paso, lo hemos dejado, aun sintiendo con frecuencia el encanto de los nuevos horizontes abiertos poi él». El Papa —dedicado asiduamente con monseñor Cavagna al examen de los proyectos ya elaborados y algunos de los cuales enviados a los padres— tiene muy fija en la mente toda la temática conciliar. Pero su espíritu previsor le lleva más allá. Le conduce a superar los límites, angostos de por sí, señalados provisionalmente por las nociones y conceptos que los prelados y expertos han concretado y convertido en esquemas. Le lleva, finalmente, a individuar los más amplios y comprometedores asuntos que la Iglesia debe afrontar en esta particular coyuntura histórica. Aquí comienza aquel proceso de maduración que seguidamente hará aflorar a la superficie, con una claridad cada vez 125

mayor, las ideas-fuerza del Vaticano II y que indiscutiblemente señalará un retorno a la inspiración inicial del Papa Roncalli, ya que las primeras y principales intuiciones francas —como el carácter pastoral y positivo y la función ecuménica de la asamblea conciliar— se impondrán por sí mismas con una autoridad y una trayectoria que no sorprenderán en absoluto dentro de la compleja problemática conciliar. El discurso de apertura del 11 de octubre nos revelará magistralmente los planes pontificios. Pero ya el radiomensaje de un mes antes constituirá una anticipada y luminosa ejemplarización de esto, puntualizando desde entonces el doble programa—vitalidad de la Iglesia adintra y vitalidad ad extra— que daría después sentido, fundamento e impronta indeleble a todas las deliberaciones. «La Iglesia —decía Juan XXIII el 11 de septiembre— quiere estudiarse a sí misma tal como es. Por lo que respecta a su estructura interna —vitalidad ad intra— quiere estudiarse a sí misma para presentar nuevamente, a sus hijos en primer lugar, los tesoros de luminosa fe y de gracia santificante que se inspiran en las palabras en las que se expresa la función primordial de la Iglesia y sus títulos de servicio y de honor: vivificar, enseñar, orar. Por lo que se refiere a sus relaciones vitales ad extra, o, en otras palabras, la Iglesia ante las exigencias y necesidades de los pueblos —a los que las vicisitudes humanas van inclinando hacia la apreciación y goce de los bienes terrenos— siente el deber de hacer honor a sus responsabilidades con sus enseñanzas: pasar de tal manera a través de los bienes temporales que no perdamos los eternos. El mundo «tiene necesidad de Cristo y es la Iglesia la que debe introducir a Cristo en el mundo. El mundo tiene sus problemas. A veces busca con angustia una solución. Cae por su peso que la afanosa preocupación por resolverlos oportunamente, pero también con rectitud, puede representar un obstáculo a la difusión integral de la verdad y de la gracia que santifica». Problemas de «agudísima gravedad» que la Iglesia ha hecho objeto de atento estudio y a los que el Concilio podrá ofrecer soluciones exigidas por la dignidad del hombre y por su vocación cristiana. He aquí algunos de estos problemas: la igualdad fundamental de todos los pueblos en el ejercicio de los derechos y deberes de cara a toda la comunidad; la valerosa defensa del carácter sagrado del matrimonio; las doctrinas que propugnan el indeferentismo religioso o que niegan a Dios y el orden sobrenatural; las que ignoran su providencia en la historia

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exaltando desmesuradamente la persona del hombre individualmente considerado, con el peligro de sustraerlo a las responsabilidades sociales. «Otro punto luminoso —-proseguía el Papa—. Ante los países subdesarrollados la Iglesia se presenta tal como es y quiere ser, como la Iglesia de todos y principalmente como la Iglesia de los pobres. Toda ofensa o violación del quinto y sexto mandamientos del decálogo, pasar sobre los compromisos exigidos por el séptimo mandamiento, las miserias de la vida social que piden venganza en la presencia de Dios, todo esto debe ser claramente delatado y deplorado.» Y, ¿qué diremos de las relaciones entre Iglesia y Estado? «Uno de los derechos fundamentales al que la Iglesia no puede renunciar es el de la libertad religiosa, que no es sólo libertad de culto. La Iglesia reivindica y enseña esta libertad y por ella continúa sufriendo penas y angustias en muchos países. La Iglesia no puede renunciar a esta libertad porque es algo connatural al servicio que debe realizar» y es «un elemento esencial e inderogable de los designios de la Providencia, para introducir al hombre en el camino de la verdad.» La Iglesia insistirá además en la necesidad de salvaguardar la paz, «una paz que es un preventivo para los conflictos armados, una paz que debe tener sus raíces y garantías en el corazón de cada hombre». Los obispos «llamarán la atención no sólo sobre el aspecto negativo de la paz consistente en detestar los conflictos armados, sino especialmente sobre sus exigencias positivas que exigen de todos los hombres el conocimiento y la práctica constante de los propios deberes: jerarquía, armonía y servicio de los valores del espíritu abiertos a rodos, control y empleo de las fuerzas de la naturaleza y de la técnica con el fin exclusivo de elevar el tenor de vida espiritual y económica de la humanidad.» Con esta llamada a la paz y a la elevación de la humanidad termina prácticamente la fase de gestación y de preparación próxima del Concilio. Se cierra un capítulo y se abre un nuevo aún más expresivo y comprometedor. Han pasado más de 44 meses desde el anuncio. Es este un período lleno de acontecimientos y de personajes. Unos y otros son como la trama sutil de la gran red extendida sobre la historia religiosa de los últimos años.

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parte segunda

la

celebración

del concilio ecuménico vaticano

II

sumario: I.

Un comienzo lento y fatigoso.

II. Los grandes temas: la Iglesia, los obispos, el Ecumenismo. III.

El tiempo de la madurez.

IV.

El diálogo con los hombres de hoy.

9.—H* Concilio

I un comienzo lento y fatigoso

Primer período: 11 de octubre - 8 de diciembre de 1962 11 de octubre de 1962. Apertura del Concilio Vaticano II. Una fecha memorable para la Iglesia católica. Una jornada extraordinaria que puso de manifiesto, ante la historia y ante el mundo, sus dimensiones y sus intereses universales con los 2.500 obispos de toda la tierra reunidos en Roma para dar testimonio, junto con el Papa, de su ardiente deseo de renovación y de la íntima compenetración de la estructura jerárquica. Puso de relieve además la inspiración ecuménica de la Iglesia, no sólo por su sincera voluntad de restablecer la unidad entre todos los cristianos, sino también por la presencia en la basílica vaticana de un nutrido grupo de observadores no católicos. Finalmente aquella grandiosa, jornada puso de relieve, ratificándola una vez más, la libertad actual de la Iglesia respecto a toda contaminación temporal, su definitiva liberación de todo compromiso con el poder político, ya que la presencia de jefes de Estado y de representantes de países y organizaciones a escala mundial en la ceremonia no tuvo otro significado que el de ser una señal de respeto y deferencia, y no —como había sucedido a veces en el pasado— una presión indebida o una ilícita interferencia en las cosas de la Iglesia. Una jornada inolvidable también por el sugestivo espectáculo que millones de personas pudieron admirar a través de la televisión. Desaparecido el peligro de la lluvia, que había caído sobre Roma desde las primeras horas de la mañana, y habiendo hecho acto de presencia como por encanto un tibio sol otoñal, a las ocho y media la cabeza del cortejo de padres apareció en los umbrales del portón de bronce para separarse después de la columnata de Bernini, cortar en ángulo recto la plaza de San Pedro y entrar, finalmente, en la basílica vaticana. La Cándida teoría de mitras avanzaba lenta, majestuosa-

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mente. Primero los superiores de órdenes religiosas, los abades generales y prelados nullius; después los obispos y arzobispos, los primados, los patriarcas y los cardenales, envueltos todos en sus pluviales plateados; por último, en silla gestatoria, Juan XXIII, visiblemente conmovido, con un manto precioso y con mitra. El Papa entró en el templo cuando ya todos los padres ocupaban sus asientos y el órgano esparcía por los aires las notas del Tu es Petrus. Ni siquiera los observadores no católicos, que tenían un lugar reservado delante de la tribuna de San Longino, fueron capaces de contener un movimiento de curiosidad, mezclado de reverencia hacia el Romano Pontífice. De repente, y todos al mismo tiempo, se adelantaron hasta colocarse a pocos metros del altar levantado sobre la confesión. En el lado opuesto se encontraban el presidente de la República italiana, Segni; el gran maestre de la Orden de Malta, los príncipes Alberto de Lieja y Carlos de Luxemburgo, y en otras tribunas, los miembros de las 86 misiones extraordinarias, el cuerpo diplomático, la nobleza romana y millares de invitados, periodistas y fotógrafos. En seguida comenzó la ceremonia propiamente dicha (1). Juan XXII entonó el Veni creator y cantó los Oremus. A continuación el cardenal Tisserant, decano del Sacro Colegio, celebró la misa en el altar colocado en medio de la nave. Inmediatamente después comenzó propiamente la sesión conciliar. Se colocó sobre el altar el atril usado ya en tiempos del Vaticano I. El arzobispo monseñor Felici puso sobre él el libro de los Santos Evangelios, un precioso códice del «quattrocento» realizado por orden de Federido de Montefeltro, duque de Urbino, y cedido hace tres siglos a la biblioteca vaticana. El Papa, después de recibir la obediencia de parte de los purpurados y de algunos representantes del Episcopado, se postró ante el facistol para emitir la profesión de fe, repetida después, en nombre de toda la asamblea, por el secretario general. «Así lo juro y lo prometo. Que Dios me conceda su ayuda y estos Santos Evangelios suyos», decía monseñor Felici. Y los 2.500 padres acompañaban, en voz baja, sus palabras: «lo juro y lo prometo». Y los obispos prometían y juraban su asentimiento a la Revelación, a las enseñanzas y a los docu(1) Debemos advertir que algunos quedaron un poco desconcertados viendo en la ceremonia un fasto excesivo y la falta de una celebración comunitaria, Pero esto último no privó al acontecimiento de solemnidad,

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mentos de la Iglesia y de los Sumos Pontífices, a la interpretación de los Sagradas Escrituras. Afirmaban su fe en la doctrina del pecado original y de la justificación, en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, en el purgatorio y en el sufragio por los difuntos, en la veneración de la "Virgen y de los santos, en la potestad de la Iglesia santa, católica, apostólica y romana, en el primado y en la autoridad del sucesor de Pedro. Prometían y juraban además aceptar todo lo prescrito en los sagrados cánones y en los Concilios Ecuménicos, especialmente en el Tridentino y en el Vaticano I. El Papa recitó el Adsumus, y los padres con él: «Que la ignorancia no nos induzca al error, ni el favor nos desvíe, ni el provecho o el propio interés corrompa nuestras almas...». Se cantaron las letanías de los santos, el evangelio en latín y en griego, la estupenda súplica oriental, etc. El mediodía estaba ya bien pasado. El rito se dirigía hacia su fin. Faltaba sólo la alocución pontificia. Un discurso valiente Juan XXIII habló en latín durante 35 minutos. Fue un discurso valiente, a veces hasta explosivo, que el Papa había escrito enteramente de su puño y letra (2). La primera característica que advertimos en el discurso y que se deja traslucir constantemente en él en su sólido optimismo. No un optimismo artificioso o ilusorio, sino perfectamente entendido y fundado en las realidades mismas de la Iglesia y de la sociedad contemporánea. Existe un temor —afirmó dirigiéndose a los padres— que es «útil proponer a vuestra consideración. Permítasenos, para comunicar el santo gozo que en esta solemne hora nos embarga, proponer ante esta grandiosa reunión las felices circunstancias del comienzo de este Concilio Ecuménico. En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan a veces a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Dicen y repiten que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quienes nada tienen que aprender de la historia, la cual sigue siendo maestra de la vida, y como si en (2) «Todo es harina de mi costal—dijo el Papa Roncalli a un purpurado—y nadie ha metido el pico en él».

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los tiempos de los precedentes Concilios Ecuménicos todo procediese próspera y rectamente en torno a la doctrina y a la moral cristiana, así como en torno a la justa libertad de la Iglesia». Mas nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuese inminente el fin de los tiempos. En el presente orden de cosas, en el que parece apreciarse un nuevo orden de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la divina Providencia que, a través de los acontecimientos y de las mismas obras de los hombres, muchas veces sin que ellos lo esperen, se llevan a término, haciendo que todo, incluso las adversidades humanas, redunden en bien de la Iglesia. El Papa manifestó su satisfacción por la libertad de que goza hoy la Iglesia, que no se halla «sometida a tantos obstáculos de índole profana», y porque el Concilio podía desarrollarse sin las «gravísimas dificultades y amarguras» del pasado «a causa de las ilícitas injerencias de las autoridades civiles», no dejando, sin embargo, de «experimentar un vivísimo dolor por la ausencia de tantos pastores de almas, para Nos queridísimos, los cuales sufren prisión por su fidelidad a Cristo o se hallan impedidos por otros obstáculos». Después de subrayar que los fines principales que el Concilio se proponía conseguir eran la defensa y la revalorización de la verdad, Juan XXIII puso en claro las modalidades de la difusión de la doctrina cristiana. Nos hallamos en la parte medular del discurso. «El XXI Concilio Ecuménico — que servirá de eficaz e importante auxilio a aquellos que sobresalen por su ciencia en las disciplinas sagradas, por su experiencia en el apostolado y en la organización— quiere transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres; patrimonio que, aunque no haya sido recibido gratamente por todos, constituye una riqueza para todos los hombres de buena voluntad. Nuestro deber no es sólo custodiar ese tesoro precioso, como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte siglos. Si la tarea principal del Concilio fuera discutir uno u otro artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo 136

con mayor difusión la enseñanza de los padres y teólogos antiguos y modernos, que suponemos conoceréis y que tenéis presente en vuestro espíritu, para esto no era necesario un Concilio. Sin embargo, de la adhesión renovada, serena y tranquila a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad, transmitidas con la precisión de términos y conceptos que es gloria particularmente de los Concilios de Trento y del Vaticano I, el espíritu cristiano, católico y apostólico de todos espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales. Una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral. Al iniciarse el Concilio Ecuménico Vaticano II es evidente como nunca que la verdad del Señor permanece siempre. Vemos, en efecto, al pasar de un tiempo a otro, que las opiniones de los hombres se suceden excluyéndose mutuamente y que los errores, apenas nacidos, se desvanecen como la niebla ante el sol. Siempre se opuso la Iglesia a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos. No es que falten doctrinas falaces, opiniones, conceptos peligrosos que hay que prevenir y disipar; pero ellos están ahí, en evidente contraste con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos que ya los hombres mismos, por sí solos, hoy día parece que están por condenarlos, y en especial aquellas formas de vida que desprecian a Dios y a su Ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida. Cada día están, más convencidos del máximo valor de la dignidad de la persona humana y, de su perfeccionamiento y del compromiso que esto significa. Lo que más cuenta es que la experiencia les ha enseñado que la violencia causada por el poder de las armas y el predo137

Llegan los observadores rusos minio político de nada sirven para una feliz solución de los graves problemas que los afligen. Estando así las cosas, la Iglesia católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella.» Después de reiterar el empeño de la Iglesia en promover la unidad de la familia cristiana y humana, J u a n X X I I I concluye su alocución exhortando a los padres a la «serenidad de ánimo», a la «concordia fraterna», a la «moderación en los proyectos», a la «dignidad en las discusiones» y a la «sabiduría en las deliberaciones». Un discurso, por consiguiente, lleno de valentía, con una orientación siempre realista, positiva, clara e inequívoca. Y sin embargo, algunos se turbaron pensando que el Papa había cambiado el rostro del catolicismo. Otros llegaron a decir que J u a n X X I I I había condenado el integrismo en teología y el pesimismo en política, había atenuado un poco la rígida posición de la Iglesia frente a la doctrina marxista y había hecho mesa limpia de la preparación conciliar. Reacciones exageradas, evidentemente; comentarios que traicionan por completo el significado real de las palabras y de las intenciones del Santo Padre. El Papa —hicieron notar algunos observadores más objetivos— no pretendía desconocer el trabajo realizado por las comisiones preparatorias, sino más bien sugerir los métodos y las formas con las que debería quedar definitivamente plasmada la obra. Lo cual equivalía a decir que el Sumo Pontífice había invitado a los obispos a considerar más de cerca los problemas y las antinomias de la humanidad contemporánea, a comprenderlos mejor y a t r a t a r de resolverlos según una pastoral rectamente entendida, utilizando la «medicina de la misericordia» más que la severidad, exponiendo la validez de la doctrina de la Iglesia en vez de «renovar las condenas ». Algunos observaron además que el Papa no había expuesto el programa del Concilio, sino sólo una orientación general indicando unas líneas esenciales dentro de las cuales deberían los padres organizar y estudiar los diversos esquemas. Precisamente por esto, el Santo Padre, al declarar abierto el Vaticano II, había puesto de relieve solemnemente el espíritu de libertad en que la asamblea podría y debería moverse, precisando las ideas de la mayoría.

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La tarde misma de la apertura de las sesiones, J u a n X X I I I se encontró en la plaza de San Pedro con los jóvenes de Roma reunidos con antorchas para recordar el Concilio de Efeso. Al día siguiente recibió las misiones extraordinarias. El 13 de octubre por la mañana concedió una audiencia especial a los periodistas, y por la tarde, a los observadores no católicos, a quienes confió el deseo, que le quemaba el corazón, de «trabajar y sufrir para que llegue pronto la hora en l a que sea una realidad para todos la plegaria de Jesús en la última cena». Tomaron parte también en aquella audiencia, después de haber asistido por la mañana a la primera congregación general, los dos observadores del patriarcado ortodoxo ruso. Moscú había decidido enviar al Concilio delegados propios, mientras que el patriarcado de Constantinopla se había visto obligado —tal vez había sido forzado— a rechazar la invitación del Cardenal Bea. Dos resoluciones verdaderamente desoncertantes, precisamente porque habían echado por tierra la lógica de las cosas y las previsiones de la vigilia, y además porque —como se supo más tarde— una había terminado por condicionar irremisiblemente a la otra. Pero, ¿cuáles eran los hechos acaecidos entre t a n t o ? Se recordará que en agosto se habían encontrado en París Nicodemo y monseñor Willebrands, y que en aquella ocasión se había hablado por primera vez de los observadores en el plano oficial, por decirlo así. Desde entonces Moscú no había recibido invitación alguna ni habían tenido lugar contactos directos entre el patriarcado y Roma. Algún tiempo antes Atenágoras había enviado al patriarca Alexis una relación de la conversación con el mismo Willebrands, pero es más que evidente que la Iglesia rusa no había de otorgar ningún valor determinado al documento, temiendo reconocer, aunque sólo fuera implícitamente, el primado efectivo de Constantinopla sobre la ortodoxia. E n su entrevista en tierras francesas, Nicodemo y el secretario del organismo presidido por el cardenal Bea estipularon un acuerdo genérico. Willebrands iría a Moscú para t r a t a r personalmente la cuestión, pero al mismo tiempo debería ofrecer garantías bien precisas sobre el «carácter apolítico» del Vaticano II. Aquí terminó todo, y durante varias semanas todo quedó paralizado. Más tarde, inesperadamente llega al patriarcado de Moscú un telegrama anunciando la visita de monseñor Willebrands para el día siguiente.

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Vamos a seguir, a partir de aquel momento, el orden cronológico de los acontecimientos. 27 de septiembre. El prelado católico llega a Moscú y, en ausencia del patriarca Alexis, tiene una serie de coloquios con Nicodemo, informándole detalladamente acerca de la preparación, los fines, problemas y modo de proceder del Concilio. Habla después extensamente de ello en el decurso de una reunión con los miembros del Santo Sínodo y otras personalidades ortodoxas. Estos —si damos fe a algunas indiscreciones— parece que han propuesto las siguientes condiciones para el posible envío de observadores: recibir una invitación oficial, poseer amplias seguridades de que la intervención de una representación del patriarcado no implicaría un reconocimiento del primado del Romano Pontífice y de que las sesiones no se habían de transformar en un mitin anticomunista. Willebrands deja Moscú el 2 de octubre. i de octubre. El cardenal Bea, después de oir la relación de su colaborador y de hacer al Papa sabedor de ella, dirige un telegrama a Nicodemo comunicándole la invitación hecha al patriarca Alexis para que envíe dos o tres delegados al Concilio como observadores. 6 de octubre. El patriarca Atenágoras, probablemente informado ya por el Secretariado para la Unión del reciente viaje de monseñor Willebrands, expide un telegrama a Roma deseando saber si existe alguna novedad. Envía también un telegrama a Alexis pidiéndole que le manifieste sus intenciones sobre el particular (3). Atenágoras se encuentra en una situación difícil, criticado como está además, por diversas tendencias, de «servilismo», de «complot contra la ortodoxia», de «iniciativas y declaraciones audaces y antiortodoxas». En aquel momento desea todavía sinceramente que las Iglesias orientales envíen una representación propia a las reuniones católicas, pero no quiere dar un paso definitivo sin concertarse antes con los demás jefes orientales a fin de evitar cualquier fisura, por pequeña que pudiera parecer, en la unidad del frente ortodoxo. Por otra parte, es indispensable conocer exactamente el pensamiento de Moscú, ya que algunas Iglesias —la rumana, la servia y la griega— continúan indecisas en espera de alguna aclaración por parte del patriarcado ruso.

7 de octubre. Moscú envía su respuesta a Constantinopla. «No tenemos nada nuevo que comunicaros», —se lee en el lacónico telegrama. 8 de octubre. Convencido finalmente de que Alexis no quiere aceptar la propuesta de Roma, Atenágoras, profundamente dolorido y decepcionado, no puede hacer otra cosa que responder negativamente a la Iglesia católica, y envía la relativa comunicación a todas las Iglesias ortodoxas (4). He aquí el texto del documento, entregado más tarde al cardenal Bea: «i) La Iglesia ortodoxa de Constantinopla y las demás Iglesias nacionales ortodoxas responden a la invitación de Su Eminencia el cardenal Bea afirmando que no pueden enviar observadores al Concilio Vaticano II. 2) La Iglesia ortodoxa seguirá con interés los trabajos del Concilio y continuará pidiendo por el éxito del mismo. 3) La Iglesia ortodoxa está segura de que el Concilio abrirá un camino nuevo para un diálogo con los ortodoxos y para una reunión de las tres Iglesias (5), reunión deseada por ambas partes.» 10 de octubre. El Secretariado para la Unión difunde por primera vez un comunicado sobre el viaje de monseñor Willebrands a Moscú haciendo notar que, por lo que se refiere a la cuestión del envío de observadores, la decisión corresponde al Santo Sínodo de la Iglesia rusa. Aquel mismo día el Santo Sínodo se reúne en sesión plenaria bajo la presidencia de Alexis y, después de examinar una relación de Nicodemo sobre la preparación del Vaticano II y sobre sus contactos con Willebrands, determina enviar dos delegados propios al Concilio: el arcipreste Vitaly Borovoi, representante provisional del patriarcado en el Consejo Mundial de las Iglesias y profesor en la academia eclesiástica de Leningrado, y el archimandrita Vladimir Kotliarov, de la misión rusa de Jerusalén. 11 de octubre. Parte de Moscú un telegrama, dirigido al Secretariado para la Unión, comunicando el envío de dos observadores. Varios críticos hacen notar el intervalo de tiempo transcurrido entre la resolución del patriarcado y la transmisión del anuncio a Roma acentuando al mismo tiempo el hecho de que Borovoi y Kotliarov habían emprendido el viaje des-

(3) El patriarcado de Constantinopla había interpelado con anterioridad al de Moscú, primero con una carta y después con un telegrama; pero las dos veces los dignatarios rusos se habían limitado a acusar su recibo.

(4) La exactitud histórica nos obliga a precisar que la comunicación dirigida a Moscú estaba contenida en un «telegrama especial» expedido en Constantinopla a las tres de la tarde. (5) Las tres Iglesias a las que alude el texto del documento son la católica, la ortodoxa y la protestante.

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pues que Juan XXIII había pronunciado su alocución de apertura, difundida en todo el mundo por la radio. «Si el Papa —escribiría más tarde Le Monde— hubiera pronunciado una frase considerada como inaceptable por los rusos, éstos no estarían representados hoy en Roma.» 12 de octubre. El Secretariado para la Unión informa oficialmente a la prensa de la deliberación del patriarcado de Moscú. Y por la tarde llegan a Roma los dos enviados rusos. Hasta aquí la crónica de los acontecimientos y de su imprevisible desarrollo, que originó, como era natural, una infinidad de polémicas y discordias. «La decisión del patriarcado de Moscú nos llena de estupor», declaró un portavoz de Constantinopla dejando entrever la amargura y la sorpresa que habla causado a Atenágoras. Jakovos acusó a Roma de haber intentado romper la unidad de la ortodoxia dirigiendo invitaciones por separado a las Iglesias orientales. El arzobispo de Atenas, Crisóstomo, afirmó que la decisión del patriarcado ruso estaba inspirada en motivos políticos. Moscú, por su parte, justificó su modo de obrar sosteniendo que la invitación oficial del cardenal Bea no había llegado hasta la vigilia de la apertura del Concilio (6), que el Santo Sínodo había tomado su resolución cuando, el 10 de octubre, llegó el telegrama de Atenágoras que anunciaba la posición negativa de la ortodoxia (7), que, en definitiva, no se había pensado jamás que la cuestión de un eventual envío de observadores al Vaticano II debiera exigir necesariamente una consulta panortodoxa (8). Nunca como en aquellos momentos la ortodoxia había aparecido tan lacerada, y su unidad tan comprometida. Recriminaciones, rivalidades, rencores de un pasado todavía reciente, todo afloró a la superficie en aquellos días. Después, afortunadamente, el pasar del tiempo suavizó los ánimos más encendidos, y la buena voluntad de los hombres prevaleció una vez más sobre los antagonismos. Primera Congregación General 13 de octubre. Primera Congregación General. Se advierten ya las dificultades que las sesiones van a encontrar en su camino, (6) En realidad aquella invitación oficial había sido enviada el 4 de octubre. No es probable que un telegrama tarde una semana desde Roma a Moscú. (7) Otra excusa inexplicable. El telegrama de Atenágoras había salido de Constantinopía el 8 de octubre a las tres de la tarde. ¿Es posible que no llegara a Moscú hasta el 10 ? (8) Tampoco esto justitíca el modo de proceder del patriarcado ruso, después de las reiteradas instancias de Atenágoras, deseoso de conocer el estado efectivo de las cosas.

especialmente en este primer período de «rodaje». Pero es también verdad que muchos críticos atribuyen una importancia histórica a esta sesión afirmando que los hechos desarrollados en ella y sus consecuencias habían de tener un peso decisivo en los destinos del Vaticano II. Todo, en definitiva, sucedió de improviso, cogiendo de sorpresa a la mayoría de los padres, y sin que ni siquiera los mismos protagonistas de aquella jornada pudieran prever las consecuencias de su iniciativa. Aquella mañana, a las nueve y diez, el arzobispo de Florencia, cardenal Florit, celebró la misa en el altar conciliar. El aula, desaparecida la plateada blancura de las mitras y de los pluviales de la ceremonia de apertura, era una ingente masa violácea. Ante el trono pontificio (9) se hallaba la mesa del Consejo de presidencia; a su lado, la mesa de la Secretaría, y algo más adelante, los observadores no católicos. Los extraños al Concilio fueron invitados a abandonar el aula. Sin embargo, aquel día se permitió permanecer en San Pedro a algunos operadores de la televisión. Y, por pura casualidad, permaneció también en el aula conciliar un periodista italiano, el autor de este libro. Terminado el rito, el cardenal Tisserant recitó el Adsumus para invocar la protección del Espíritu Santo sobre los trabajos. Después, el secretario general, monseñor Felici, por mandato del mismo cardenal presidente, Eugenio Tisserant, advirtió a los presentes que se iba a proceder en seguida a la elección de los miembros de las comisiones conciliares. Precedentemente se habían distribuido, a los que aún no los habían recibido, tres fascículos. El primero contenía la lista completa de todos los participantes por decreto en el Concilio; el segundo, la lista de los padres que habían sido miembros de los organismos preparatorios, y el tercero, diez papeletas —una por cada comisión— destinadas a la votación para la elección de los 160 miembros de las comisiones (10). Inmediatamente después se puso en pie uno de los miembros del Consejo de presidencia, el cardenal Liénart, para «presentar la propuesta de diferir la votación —como explicó el comunicado de la oficina de prensa—, fundándose en la necesidad de una previa consulta, especialmente entre los miembros de las diversas circunscripciones eclesiásticas, posibili(9) Debemos advertir de una vez para siempre que el Papa no asistiría ordinariamente a la sesión; pero las siguió directamente desde sus habitaciones privadas por medio de un sistema radiofónico, primero, y después, a través de un circuito cerrado de televisión. (10> Las comisiones conciliares comprenderían en total 240 miembros. De ellos, 160 serían elegidos por los mismos padres conciliares. Los 80 restantes los eligiría personalmente Juan XXIII.

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tando así a los padres un conocimiento más perfecto de los candidatos ». Por el momento el aula permaneció envuelta en un profundo silencio; después, de improviso, estalló un fragoroso aplauso. Pero las sorpresas no habían terminado. Intervino otro miembro del Consejo de Presidencia, el cardenal Frings, quien, a título personal y con la «aprobación» de los cardenales Dópfner y Kónig, se asoció a la propuesta de Liénart. Un segundo y prolongado aplauso y una breve y agitada consulta en la mesa de presidencia. Después el secretario general declaraba que la propuesta había sido aceptada, e invitaba a enviar las listas con los candidatos dentro del lunes siguiente, precisando además que podían ser elegidos también los cardenales que no formaban parte de otros organismos. La primera Congregación General había durado alrededor de un cuarto de hora. Una vez que los obispos abandonaron la basílica, los componentes del Consejo de Presidencia tuvieron allí mismo su primera reunión.

Las reacciones y los comentarios no se hicieron esperar. La prensa se enredó en una larga serie de conjeturas fantásticas, debido sobre todo al hecho de que muchos periodistas no estaban aún preparados para afrontar y describir serenamente las vicisitudes conciliares y se resentían excesivamente de la falta de información y de explicaciones que les ayudaran a comprender todo lo que había sucedido. Un periódico transalpino tituló su correspondencia romana: «Los obispos franceses, en rebelión contra el Concilio». Se habló de una «alianza franco-alemana», de una «prueba de fuerza» frente a la Curia Romana, de un ataque con todas las de la ley a la Secretaría General por haber «pretendido» imponer una «lista prefabricada» (11). Desde entonces, al tratar de las comisiones, se comenzó a hacer uso de la más típica terminología política, con una alusión singular y demasiado transparente a la situación italiana. Los padres fueron clasificados como de «derecha» y de «izquierda», «progresistas» y «conservadores», «reaccionarios» e «innovadores». Y esta terminología tan poco apta

para calificar a los hombres de Iglesia, dando a entender su diversidad de opiniones, acabó por hacerse de uso común. Pero tratemos ahora de reconstruir con la mayor fidelidad posible los precedentes de aquella primera Congregación. Debemos advertir ante todo que muchos obispos opinaban que era de grandísima importancia la composición de los organismos conciliares. A ellos correspondería revisar y enmendar los esquemas de acuerdo con las modificaciones sugeridas por la asamblea, y, por consiguiente, según el modo como se formaran podrían dirigir su trabajo hacia objetivos particulares o según las perspectivas unilaterales de una determinada escuela. En segundo lugar, no pocos obispos, apenas llegados a Roma, manifestaron abiertamente su insatisfacción por el modo de elaborar los distintos esquemas (12), y se temía en conT secuencia que las comisiones conciliares constituyeran una especie de «repetición» de las preparatorias. Las mayores preocupaciones, como es evidente, provenían de la entrega, por parte de la Secretaría General, de la lista con los nombres de los padres que habían sido ya miembros o consultores de los organismos preparatorios. Pero en realidad la presentación de aquella lista, hecha con la aprobación del Sumo Pontífice, no implicaba ninguna imposición, pudiendo ofrecer en cambio a la asamblea un primer punto de referencia muy útil. Tal vez hubiera sido más oportuno, como han observado algunos críticos, explicar a los padres el valor limitado de aquella lista o aplazar algunos días la primera Congregación. De este modo los obispos habrían podido orientarse con mayor tranquilidad en la elección de los candidatos. Tal vez el Consejo de Presidencia —que, téngase bien en cuenta, se reunió por vez primera sólo después de aquella sesión— hubiera debido tomar decididamente en sus manos toda la cuestión y advertir los obstáculos que se iban perfilando en el horizonte. Tal vez los cardenales Liénart y Frings, que pertenecían al Consejo, deberían haber informado a sus colegas del mal humor que reinaba en algunos ambientes episcopales. Pero, ya por la escasez de tiempo, ya por la falta de una experiencia directa en semejantes debates y en problemas relativos al modo de proceder, el hecho es que sucedió lo que sucedió.

(11) Los que así hablaban ignoraban que algunos meses antes había partido precisamente de la Secretaría General la propuesta de consultar a las conferencias episcopales con el fin de obtener aquellas indicaciones a las que se hubo de recurrir después en el espacio del pocas horas.

(12) El Episcopado francés, por ejemplo, advirtió que sería necesario estudiar nuevamente estos esquemas a la luz y en el espíritu de la alocución inaugural de Juan XXIII y de la orientación «pastoral» aconsejada por él.

La «rebelión» de los obispos franceses

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Las funciones de las conferencias episcopales El cardenal Liénart —de esto no se puede dudar lo más mínimo— no tenía intención de provocar ningún incidente. Su Episcopado se había reunido la víspera de la sesión en el Instituto de San Luis de los Franceses, y algunos obispos habían expresado la opinión de que era necesario tener una consulta más amplia antes de proceder a la elección de los miembros de las comisiones. El purpurado había recibido el encargo de manifestar en el aula aquellas reservas sobre las que estaban plenamente concordes otros grupos episcopales, como se había comprobado a través de una serie de sondeos. El obispo de Lille no había intervenido, por tanto, con la intención secreta de poner en crisis, ya desde el principio, a los mayores organismos dirigentes del Concilio. No se puede hablar tampoco de una coalición franco-alemana que hubiera pretendido dar en seguida al Vaticano II una orientación bien precisa o incluso sustraerlo al influjo de la Curia. Ahora bien, si aquella iniciativa, que revelaba a primera vista la existencia de opiniones divergentes, había de resultar una de las concausas determinantes de ciertos roces sucesivos, esto sucedió ineluctablemente dentro de aquel proceso de maduración al que ni las ideas ni los hombres podían permanecer extraños. Pero hubo también un reverso de la medalla indudablemente positivo. Ante todo se advirtió en las sesiones de una forma clarísima la rápida floración de una libertad de diálogo (13). «Nada más peligroso y perjudicial —escribió el 15 de octubre L'Osservatore Romano— que imaginar a los padres conciliares pasivos, mecánicos, repetidores, presencias inertes de una asamblea (...). Se negaría todo valor a un Concilio si se suprimieran proyectos, pareceres, propuestas, expresiones clarificadoras de la verdad.» En segundo lugar, aquellos acontecimientos contribuyeron de una manera decisiva al desarrollo, primero, y al fortalecimiento, después, de aquellas instituciones todavía anodinas y mal configuradas como lo eran en aquel tiempo algunas conferencias episcopales. Desde aquellos días comenzaron a intensificarse cada vez más las reuniones y los contactos entre los obispos de un mismo país, a extenderse las relaciones entre (13) Los primeros en quedar maravillados y al mismo tiempo cornplacidos de este clima de diálogo fueron los observadores no católicos ligados aún a los viejos esquemas de una Iglesia autocrática y autoritaria.

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los diversos grupos nacionales y a establecerse nuevas conferencias y nuevos organismos representativos a escala continental. El 14 de octubre, por ejemplo, se reunió por primera vez en la historia en asamblea plenaria el Episcopado italiano. Por aquel tiempo se instituyeron también un Comité ejecutivo entre los seis patriarcados orientales y un Secretariado especial panafricano, este último con dos secciones, una para los obispos de lengua inglesa y otra para los de lengua francesa. Fue ciertamente muy sintomático el que se tratara de componer y resolver los primeros contrastes en su ambiente más natural, es decir, dentro de las conferencias episcopales que habrían de representar en adelante un valioso auxilio para un desarrollo más expedito y más sereno del Vaticano II. «Las naciones —observó el cardenal Montini el 21 de octubre en una de sus Cartas desde el Concilio publicadas en el diario milanés Vitalia— han vuelto a la evidencia, pero con una expresión bien distinta de aquella de su primera aparición en el Concilio de Costanza; allí, más bien para distinguir; aquí, por el contrario, para coordinar los grupos episcopales nacionales. Los pueblos tienen sus representantes en las comisiones conciliares, superando dificultades técnicas y ambiciones particulares, y llegando a conclusiones muy consoladoras para la armonía del Concilio y prometedoras por la capacidad y la competencia de sus organismos de estudio y de trabajo.» Consultas febriles El 14 y el 15 de octubre fueron días de consultas febriles entre los diversos episcopados para concertar una línea de acción común en la elección de los 160 candidatos. Reuniones de grupos nacionales, encuentros entre diversas conferencias episcopales, entrevistas entre los respectivos secretarios generales para concordar una lista unitaria, idas y venidas de mensajeros de un instituto eclesiástico a otro para llevar las listas de los nombres elegidos por los diferentes episcopados. Todo se realizó apresuradamente, y no se excluye que esto haya causado involuntariamente los mal entendidos sucesivos. En el decurso de las negociaciones el Episcopado francés, uno de los más consultados y escuchados, realizó un prudente trabajo de equilibrio y de moderación afirmando rápida, clara y rotundamente que rechazaría todo «bloqueo nacional», y

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que, en cambio, se debería preparar una lista lo más internacional y representativa posible. Sin embargo, los más activos fueron los obispos alemanes, quienes, tras una larga serie de encuentros con otros grupos centroeuropeos, consiguieron lanzar un elenco de nombres en el que los prelados italianos se hallaban escasamente representados (uno, o a lo sumo dos, por cada una de las diez comisiones). Esto tiene una doble explicación: primera, las preocupaciones que los alemanes tenían por la preponderancia del Episcopado italiano, el cual, con el apoyo —considerado al principio como cosa segura— de los estadounidenses y de los sudamericanos, podría imponer una lista propia con una aplastante mayoría; segunda, las peticiones de los dirigentes de la Conferencia italiana de tener un número de candidatos proporcionado a su Episcopado, y de poder escoger los nombres «extranjeros» que no siempre coincidían con los inscritos en el elenco centroeuropeo o del «Mercado Común», como algún periodista lo definió. Por otra parte, los obispos italianos no estaban todos concordes en la actitud que se debía adoptar. Aquellos dos días hubo bastantes titubeos. Finalmente se preparó una lista que contenía, poco más o menos, cinco nombres italianos para cada comisión junto con otros en representación de algunos países. Muy entrada la tarde del 15 de octubre, se reflexionó de nuevo y se preparó otra lista, esta vez definitiva, llamada «católica» por sus presupuestos universales, y donde sólo aparecían ahora 28 italianos y otros muchos padres franceses, estadounidenses, españoles, sudamericanos y centroeuropeos. Pero —error imperdonable— ya se había enviado a la Secretaría General del Concilio el primer elenco. Este se imprimió y se presentó oficialmente a la asamblea al día siguiente; mientras que el segundo, multicopiado a última hora, pudo distribuirse a los prelados italianos sólo en la mañana del 16 de octubre, cuando se disponían a hacer su entrada en San Pedro para la Congregación General. Y así se obtuvo, además de una gran confusión, una evidente dispersión de las preferencias de los prelados italianos. Elegidos los miembros de las comisiones La Asamblea votó el 16 de octubre. Lo primero que se hizo fue distribuir un fascículo con los nombres propuestos por las diversas conferencias episcopales y confirmar que los padres 148

podrían elegir también a los cardenales. Había una lista, llamada del «Mercado Común», formada de común acuerdo por alemanes, holandeses, belgas, austríacos, suizos, escandinavos y yugoslavos, apoyados desde el exterior por los franceses, que se habían decidido por la que les parecía más representativa. Existía también una lista italiana, aunque no la definitiva, como ya hemos explicado. Había además otras listas más pequeñas o parciales: una de Inglaterra y de Escocia, otra de los obispos melquitas, relativa sobre todo a la Comisión para las Iglesias Orientales; otra de los superiores generales para la Comisión de los Religiosos, otra de los obispos de Asia y otra de los de África. Al iniciarse la votación intervino el cardenal Ottaviani, quien manifestó que, siguiendo aquel camino, se corría el riesgo de hacer perder un tiempo precioso al Concilio y de causarle un grave daño económico. Por tanto, sería mucho más conveniente, a su parecer, elegir los miembros de las comisiones por mayoría relativa. El cardenal Roberti, presidente del organismo que había redactado el reglamento, le objetó que a las dos primeras votaciones se le había asignado mayoría absoluta y que, únicamente la tercera, admitía la relativa. Tisserant primero y después Ruffini, en nombre del Consejo de Presidencia, respondieron que por el momento se votaría, reservándose de todos modos la facultad de someter la cuestión al Papa. El secretario general, por su parte, suplicó a los padres, refiriéndose evidentemente a cuanto había sucedido el sábado anterior después de las intervenciones de Liénart y Frings, que no expresaran con aplausos su conformidad o disconformidad. Terminada la Congregación, se pusieron rápidamente en acción decenas de escrutadores, ya que en aquella ocasión no se podía utilizar el centro mecanográfico para la clasificación de las papeletas (más de 400.000 nombres) y para el cómputo de los votos. El Consejo de Presidencia y el Secretariado para Asuntos Extraordinarios se reunieron en aquel período varias veces. Tanto más cuanto que ya entonces comenzaron muchos a lamentar la excesiva lentitud en el desarrollo de las sesiones. A estos pesimistas respondió personalmente Juan XXIII en la audiencia general del 17 de octubre: «No os preocupéis —dijo— si las cosas van despacio. Quien va despacio llegará lejos.» Finalmente, entre la tercera y la cuarta Congregación General (20 y 22 de octubre, respectivamente) se comunicaron los 149

nombres de los 160 elegidos y de los 16 primeros padres que habían obtenido el mayor número de votos en cada una de las 16 comisiones. Entre t a n t o el Santo Padre había aceptado la propuesta del cardenal Ottaviani de dispensar la norma del artículo 39 del reglamento. Es inútil decir que la lista centroeuropea obtuvo un éxito considerable, resultando elegidos casi todos sus candidatos —de 5 a 11 para cada organismo— y la mayor p a r t e de ellos p a r a los primerísimos puestos, con una mayoría absoluta que oscila entre los 2.000 y los 1.200 votos. Sólo 20 italianos resultaron elegidos, y entre ellos se encontraban algunos padres que, como el cardenal Lercaro, no habían sido incluidos en el elenco de la Conferencia Episcopal Italiana. Esto demoró no sólo que los obispos de Centroeuropa habían limitado al máximo las preferencias por los obispos italianos, sino que éstos mismos no habían actuado de un modo compacto en la votación ni habían recibido el prometido apoyo de los grupos estadounidense y latinoamericano. J u a n XXIII elige E r a inevitable que la prensa, influenciada por las polémicas de los días precedentes y por las discusiones sobre la composición de las listas, dramatizase con exceso cuanto había sucedido. Especialmente los periodistas italianos fueron acusados de haber acentuado demasiado las presuntas divisiones y rivalidades entre los diversos episcopados. Pero, en honor a la verdad, hay que reconocer que tampoco los periódicos extranjeros se quedaron atrás. Cantaron victoria a voz en grito, proclamaron a los cuatro vientos que los resultados de aquella votación habían «mortificado» las «ambiciones» del Episcopado italiano, decretaron el fin del «predominio» italiano sobre la Iglesia y del control de la Curia en el Concilio. Afirmaron que, comparando los miembros de las nuevas comisiones con los de los organismos preparatorios, se advertía un auténtico giro copernicano en la situación conciliar. Esto, además, sin tener en cuenta que, de los 160 padres elegidos, 92 habían colaborado directamente en la preparación del Vaticano II. Algunos días más tarde, cuando se dieron a conocer los miembros nombrados por el Papa, estos mismos críticos no perdonaron sus comentarios ni al mismo J u a n X X I I I . Los nuevos miembros —anunciados los ocho que componían la

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Comisión de Liturgia, como prescribía el reglamento— se elevaron después a nueve para cada organismo. El aumento, se explicó, había sido motivado por la oportunidad de que las comisiones tuvieran un número «impar» en vista a sus escrutinios internos (16 elegidos por la Asamblea más 9 designados por el P a p a = 25), olvidando sin embargo que también el presidente tendría derecho de voto. Debido a esto, se pensó que el aumento habría sido determinado más bien por la necesidad de introducir en ellos a los secretarios y asesores de los dicasterios romanos. Y esto t a n t o más cuanto que entre los ocho miembros de la Comisión de Liturgia, comunicados con antelación a los demás, faltaba precisamente el secretario de la Congregación de Ritos, monseñor Enrique Dante. Las censuras de cierta prensa tocaron además otras teclas delicadas. Se sostuvo que el Romano Pontífice había alterado sustancialmente las relaciones de fuerza y las mayorías que comenzaban ya a perfilarse dentro de las comisiones. Se hizo notar que J u a n X X I I I había elegido los 27 eclesiásticos de la Curia que habían entrado a formar parte de los organismos; que había equilibrado las corrientes innovadoras, acentuadas por el Concilio, incluyendo un número desproporcionado de italianos. E n efecto, a los 20 elegidos por la Asamblea, el Papa había añadido otros 24 más contra sólo cuatro franceses (16 habían elegido los padres), un alemán (11), un belga (cuatro), un holandés (tres), etc. E n aquella atmósfera saturada de polémicas se pasaron por alto los aspectos positivos de la decisión pontificia. E n realidad el Papa quiso que en las comisiones dominaran las corrientes más moderadas, para que de la directa confrontación de ideas brotaran con claridad principios más válidos y duraderos. Quiso además que tuvieran una más amplia representación las nuevas comunidades cristianas y las naciones pequeñas que en el momento de la formación de las listas habían quedado casi al margen de las negociaciones entre los episcopados más representativos (14). Y, finalmente, quiso que se llamaran a colaborar personas especialmente expertas en determinados sectores, como, por ejemplo, los patriarcas en la Comisión para las Iglesias Orientales, ya que la Asamblea había elegido solamente a uno de ellos. Pero la acción de contrapeso del Romano Pontífice no acabó aquí. E n efecto, internacionalizó la Secretaría General nom(14) Este deseo del Papa afectaba sobre todo a los obispos africanos y asiáticos, que eran minoría dentro de las listas definitivas.

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brando no dos subsecretarios, como el principio se había previsto, sino cinco: el español Morcillo, el estadounidense Krol, el francés Villot, el alemán Kempf y el melquita libanes Nabaa. Además, elevó al rango de Comisión el Secretariado para la Unión de los Cristianos, aunque algunos de sus miembros ni siquiera eran padres conciliares. Esta medida, a la que muchos atribuyeron una importancia excepcional, confirmó una vez más la amplitud de miras de Juan XXIII y su empeño en dar a las comisiones una fisonomía no sólo lo más ecuménica y representativa posible, sino también proporcionada a las tareas específicas que cada una de ellas debería llevar a cabo. Un mensaje a la humanidad Durante la Congregación General del 20 de octubre se presentó a los padres un «mensaje a la humanidad» para que lo examinaran y dieran su parecer. Se trataba de una iniciativa exclusivamente francesa, ya que sus promotores habían sido franceses y franceses habían sido también los redactores del proyecto. Ya en el mes de septiembre habían escrito algunos obispos al secretario de Estado para «llamarle la atención —explicó el arzobispo de Cambrai, monseñor Guerry— sobre la importancia capital que podría tener un mensaje de los padres conciliares al mundo en la apertura del Concilio y antes de dar comienzo a las discusiones teológicas». Dos dominicos franceses, los padres Chenu y Congar, redactaron un primer bosquejo, que sometieron después a algunos cardenales: Montini, Dopfner, Suenens, Alfrink, Leger... Sin embargo, aquel bosquejo, en expresión de monseñor Guerry, estaba concebido en el plano de la moral natural y este plano, aunque en otras ocasiones habría podido parecer el terreno más a propósito para el diálogo con los no creyentes, ahora tenía escasas posibilidades de ser acogido por un Concilio, y, por tanto, fue necesario descartarlo. Se encargaron entonces del problema cuatro obispos franceses: el cardenal Liénart, el mismo Guerry y los monseñores Garrone y Ancel. Estos elaboraron un esbozo desde una perspectiva completamente nueva: el designio amoroso de Dios para la salvación del mundo, con una clara alusión al radiomensaje pontificio del 11 de septiembre y a la alocución inaugural del Concilio. Lo trasmitieron al secretario de Estado y después al Consejo de Presidencia, el cual, con la aprobación del Papa, lo sometió a la consideración de la Asamblea.

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En el aula la discusión fue breve, pero acalorada. Hubo quien pidió que fuera diferida la votación sosteniendo que el «mensaje» se debería estudiar atentamente, si fuera preciso incluso por cada una de las conferencias episcopales. Otros pidieron que se introdujeran algunas modificaciones tanto en el estilo como en la sustancia. Un padre observó que ni siquiera se mencionaba en él a la Virgen. El italiano monseñor Fiordelli afirmó la necesidad de incluir una explícita alusión a la «Iglesia del silencio» y a las tristes condiciones en que viven clero y fieles en aquellos países. Pero inmediatamente después el húngaro monseñor Hamvas y un obispo lituano exiliado aconsejaron evitar toda actitud política. Concluidas las intervenciones, únicamente se introdujeron en el texto dos modificaciones y, poco después, el Consejo de Presidencia, con una expedición que ocasionó los dimes y diretes de no pocos obispos, propuso la votación por el método de alzarse o permanecer sentado, que obtuvo una grandísima mayoría favorable. «Nos complacemos —comenzaba— en enviar a todos los pueblos y naciones el mensaje de salvación, de amor y de paz que Jesucristo, Hijo de Dios vivo, trajo al mundo y confió a su Iglesia.» «Reunidos —proseguía más adelante— de todas las naciones que alumbra el sol, llevamos en nuestros corazones las ansias de todos los pueblos confiados a nosotros, las angustias del cuerpo y del alma, los sufrimientos, los deseos, las esperanzas. Ponemos insistentemente nuestra atención sobre todas las angustias que hoy afligen a los hombres. Ante todo debe volar nuestra alma hacia los más humildes, los más pobres, los más débiles, e imitando a Cristo, hemos de compadecernos de las turbas, oprimidas por el hambre, por la miseria, por la ignorancia, poniendo constantemente ante nuestros ojos a quienes, por falta de los medios necesarios, no han alcanzado todavía una condición de vida digna del hombre. Por eso en el decurso de nuestro trabajo hemos de tener muy en cuenta todo lo que a la dignidad del hombre se refiere, todo lo que contribuye a una verdadera fraternidad de los pueblos.» Y concluía exhortando a todos los hombres a promover una paz duradera y a instaurar una auténtica justicia social: «Pedimos ardientemente que, en medio de este mundo, alejado todavía de la paz anhelada por las amenazas nacidas del mismo progreso, admirable por otra parte, pero no siempre atento a la ley suprema de la moralidad, brille la luz de la

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gran esperanza de Jesucrisco, nuestro único Salvador.» Entre los padres que no habían aprobado el «mensaje» se hallaban los obispos ucranianos exiliados, porque no trataba con claridad la dramática situación en que se encuentran sus Iglesias. Estos mismos obispos, unos 15 en total, prepararían después un proyecto de declaración colectiva para llamar la atención del mundo sobre la dolorosa ausencia en el Concilio de su metropolita, José Slipyi, deportado y retenido en Siberia desde hacía más de 17 años, mientras que dos observadores del patriarcado ortodoxo de Moscú —se hacía notar— se hallaban presentes en las reuniones. Y aunque no concordaran las opiniones sobre el momento y la oportunidad de darlo a conocer, el proyecto fue sin embargo publicado, en circunstancias singulares, por algunas agencias de prensa. El documento levantó una gran polvareda porque, además de pedir a las autoridades comunistas la liberación de todos los obispos que aún se hallaban prisioneros, la cesación de la propaganda atea y el reconocimiento de la existencia del catolicismo de rito oriental en aquellos países, definía al patriarcado ruso como «un instrumento dócil y útil en manos del Gobierno soviético». Sostenía además que «únicamente después que se cumplan estas condiciones de justicia y se muestren estas manifestaciones de sinceridad, podrá considerarse la presencia de los observadores delegados de la Iglesia patriarcal de Moscú como un acto de inspiración religiosa y eclesiástica i). El texto se hizo público el 21 de noviembre y dos días más tarde, durante una rueda de prensa, monseñor Willebrands, en nombre del Secretariado para la Unión, declaró que todos los observadores «habían manifestado un espíritu francamente religioso y ecuménico» y que, por tanto, su organismo lamentaba «todo cuanto se había publicado en oposición al espíritu que ha animado los leales contactos, aún en acto, realizados con los observadores». Esta aclaración contribuyó en tal manera a apaciguar los ánimos, que los observadores rusos algunas semanas más tarde pusieron a las autoridades soviéticas al corriente de todo. El 9 de febrero del año siguiente llegó a Roma monseñor Slipyi, inesperadamente desencarcelado y conducido a Moscú por monseñor Willebrands. En los primeros meses de 1965, el arzobispo de Praga, José Beran, pudo trasladarse también a Roma, tras largos años de cárcel y reclusión. 154

La renovación litúrgica Sea porque el de liturgia era considerado como el mejor de los esquemas entregados a los padres y el que mejor se atenía a los fines pastorales del Concilio, sea porque se pensaba que, dado su carácter, llamémosle «práctico», favorecía un «rodaje» más expedito y tranquilo de las sesiones el hecho es que los debates del Vaticano II en la IV Congregación del 22 de octubre comenzaron no con un esquema doctrinal, como estaba previsto, sino con el esquema sobre la liturgia. Este proyecto —recordémosle brevemente— se dividía en un proemio y ocho capítulos. El primero trataba de los principios generales sobre la restauración de la liturgia y se sub dividía a su vez en cinco puntos: — La naturaleza de la liturgia y su importancia en la vida de la Iglesia. — La institución de la liturgia y los modos de participar activamente en ella. — La instauración de la liturgia (normas generales, normas derivadas de los principios para la adaptación de las diversas tradiciones populares, normas didácticas para la pastoral litúrgica! normas sobre la naturaleza comunitaria y jerárquica de la liturgia). — La vida litúrgica en la diócesis y en la parroquia. — La actividad pastoral y litúrgica. Los siete capítulos restantes estudiaban respectivamente el misterio eucarístico, los sacramentos y los sacramentales, el oficio divino, el año litúrgico, los objetos sagrados, la música y el arte. La discusión comenzó con un examen general del texto. Intervinieron varios oradores, como anunció el comunicado de la oficina de prensa, «unos para defenderlo y otros para atacarlo». Hablaron los cardenales Frings, Ruffini, Lercaro, Montini, Spellman. Alguno afirmó que la insistencia que se ponía en la «diversidad de ritos» podía amenazar al principio de «unidad». A esto opuso el arzobispo de Milán su pertenencia al rito ambrosiano, afirmando que este hecho no prejuzgaba lo más mínimo la fidelidad de su archidiócesis a las tradiciones litúrgicas de la Iglesia. El patriarca Cheikho, en cambio, manifestó algunas reservas sobre la orientación típicamente «latina» del proyecto. Se manifestaban ya con claridad las primeras divergencias, a pesar de que «en las diversas orientaciones —como se comu-

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Latin sí, latín no

del capítulo primero, que contenía resumidos los principios generales y más importantes del esquema, siendo los restantes capítulos una simple aplicación práctica de ellos. Sobre todo atrajeron la atención de los padres dos párrafos, el 21 y el 24, concernientes el primero a la competencia de los obispos en la reforma litúrgica, y el segundo, a la lengua. Estas dos cuestiones dieron pie a una larga serie de intervenciones contrastantes, especialmente la senda que por una parte ponía en tela de juicio el latín, y por otra, proponía la introducción de las lenguas vulgares en una parte de la misa y en el ritual de los sacramentos. Evidentemente no todos los padres podían estar de acuerdo sobre un tema semejante. El cardenal Bacci puso de relieve la función del latín como «elemento de unidad». Otros oradores acentuaron su concisión jurídica y su valor psicológico y ascético. El cardenal Tisserant recordó, por su parte, que ya en el pasado los Sumos Pontífices habían permitido en diversas ocasiones las lenguas vulgares. Su empleo —recalcaron algunos obispos— se recomendaba por la capacidad que poseían de hacer accesibles a las comunidades cristianas los diferentes ritos litúrgicos, favoreciendo así la participación activa en las celebraciones. Además manifestaría visiblemente la universalidad del cristianismo, siempre dispuesto, a pesar de su carácter inmutable, a asumir los valores y las tradiciones de cada pueblo. En resumen, parecía que varios padres querían mantener el principio del latín y, al mismo tiempo, utilizar ampliamente, aunque progresiva y prudentemente, la lengua vulgar. Sin embargo, no faltaron ataques extremadamente duros al latín (15). El patriarca Máximos IV Saigh habló intencionadamente en francés y no escatimó sus críticas. «Me parece —afirmó— que el valor casi absoluto que se quiere dar al latín en la liturgia, en la enseñanza y en la administración de la Iglesia latina representa para la Iglesia oriental una cierta anormalidad, ya que Cristo habló en la lengua de sus contemporáneos. Cristo ofreció su primer sacrificio eucarístico en arameo, una lengua conocida por todos sus oyentes. Los apóstoles y discípulos hicieron otro tanto. Jamás se les habría ocurrido que el celebrante, en una asamblea cristiana, pudiera leer los pasajes de la Escritura, cantar salmos y predicar o

Pero la discusión se hizo mucho más encendida y apasionante cuando comenzó el examen particular del proemio y

(15) El cardenal Cushing, por ejemplo, regresó a su propia diócesis afirmando que volvería al Concilio cuando terminara aquella discusión inútil.

nicó oficialmente— se reflejan escuelas, experiencias y problemáticas diferentes, pero que revelan el afán común de confirmar el valor intrínseco de la liturgia y de hacer de ella la expresión viva y real del culto que la Iglesia universal tributa a Dios». En resumen, comenzaban a delinearse de una manera vaga y confusa tres tendencias diferentes. Existían dos minorías opuestas, una hostil a cualquier innovación (capitaneada por algunos representantes de la Curia y del Episcopado anglosajón), y la otra, propensa a introducir reformas de un cierto peso y a adaptar los ritos a las diferentes culturas y mentalidades (a ésta pertenecían numerosos obispos de las jóvenes comunidades cristianas. En una posición intermedia, una corriente muy numerosa, favorable a la renovación moderada de las formas del culto, liberándolas de sus estructuras demasiado antiguas y haciéndolas más comprensibles y adecuadas a los hombres de nuestros días. Aquella diversidad de opiniones —hay que reconocerlo— llamó poderosamente la atención de la opinión pública, sorprendida ante aquel encuentro de pareceres tan franco y tan abierto. Los mismos periodistas se quedaron de piedra cuando, precisamente en la oficina de prensa del Concilio, algunos liturgistas formularon tesis y propuestas hasta entonces demasiado atrevidas, por no decir revolucionarias. «En las misiones —decía el 25 de octubre, en una rueda de prensa, el jesuíta Ermanno Schmidt, de la Universidad Gregoriana— la liturgia romana se encuentra floreciente por doquier. ¿Es esto precisamente necesario? ¿Acaso no se acomoda mejor a los pueblos orientales que viven en Oriente una liturgia oriental? La liturgia romana presenta la más completa uniformidad, y existe un rubricismo tal que no da lugar a la libertad. ¿Es esto un bien para las relaciones vitales que median entre los sacerdotes y los fieles, en circunstancias tan diversas y ante necesidades tan diferentes?» Pocos días más tarde el benedictino Salvatore Marsili, del Ateneo de San Anselmo, sosteniendo la necesidad de una «desintegración litúrgica», se expresaba en los siguientes términos: «Pensad en la distinción entre mitra dorada y mitra preciosa, en el cambio del misal de izquierda a derecha...»

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partir el pan en una lengua diferente de la hablada por la asamblea (...). Por lo demás, la misma Iglesia romana, al menos hasta mediado el siglo III, usó en la liturgia el griego, que era la lengua que hablaban los fieles en aquel tiempo. A partir de entonces abandonó el griego para usar el latín, precisamente porque con el pasar del tiempo el latín se había convertido en la lengua hablada por los fieles. ¿Por qué no aplicar hoy este mismo principio?» El esquema se refería principalmente al rito latino, pero no por eso podía dejar indiferentes a los orientales. En efecto, el problema de la lengua no era un fin en sí mismo, sino que tendía hacia otro aún más amplio: que los fieles puedan comprender los signos, gestos y símbolos litúrgicos, lo cual, al mismo tiempo, justificaba plenamente una gran diversidad de ritos y exigía una adaptación realista de la liturgia a civilizaciones, culturas y mentalidades diferentes. Numerosos padres, principalmente los de tierras de misión, indicaron repetidamente esta exigencia. Ciertamente no pasó inadvertida la alusión hecha por Juan XXIII el 4 de noviembre, durante el solemne pontifical en rito ambrosiano que el cardenal Montini celebró en el aniversario de la coronación del Papa. El hecho de que éste pronunciara su homilía en dos lenguas, en latín ante todo por ser «la lengua que usan comúnmente los prelados de la Iglesia universal cuando se ponen en relación con el centro de la catolicidad, la Sede Apostólica, y que se oye ordinariamente en las sesiones conciliares». Y después, en italiano, porque, asistiendo a la ceremonia una gran multitud de fieles, «lo comprenden con más facilidad la mayoría de los presentes». Y más adelante añadió: «Para significar más elocuentemente la unidad y la catolicidad, hemos determinado que el santo Sacrificio que sirve de introducción a los trabajos conciliares sea celebrado por padres de diferentes nacionalidades y ritos, tanto latinos como orientales. Así la imagen de la santa Iglesia, en la unidad de su fe católica y en la variedad de su liturgia, aparece en la plenitud de su místico esplendor.» Concelebración y comunión bajo las dos especies En relación con las oscuridades y contradicciones de los primeros días se había dado ya un buen paso hacia adelante en favor de la lengua litúrgica. Sin embargo, no se podía afirmar otro tanto de aquel punto en el que se debía precisar la autoridad competente en materia de reforma.

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En honor a la verdad el proyecto primitivo concedía amplios poderes a las conferencias episcopales para la adaptación y aplicación de las innovaciones, siempre, es natural, bajo el control y supuesta la aprobación de la Santa Sede. Sin embargo, poco a poco, en circunstancias y con métodos algo singulares, fue modificado por algunos miembros de la Comisión preparatoria. En la redacción definitiva entregada a los padres el esquema presentaba una formulación más restringida, ya que dejaba a la Santa Sede la ejecución de todo experimento, sobre todo en países de misión, aunque previniendo, en otro pasaje, la posibilidad de conceder en este campo mayor libertad a los diferentes grupos episcopales. Cuando se trató este tema en el aula surgió de nuevo una diversidad de opiniones. Algunos oradores querían que el texto original se discutiera en el aula y se concediera a los obispos mayor autonomía. Otros temían que el principio de autoridad y las prerrogativas de la Sede Apostólica vinieran a menos y surgieran nacionalismos religiosos. Cuando la Asamblea comenzó a examinar el capítulo segundo, sobre el misterio eucarístico, apuntaron otras peticiones para un retorno al esquema inicial, ya que varios padres afirmaron que aquel proyecto, en lo referente a la restauración de la comunión bajo las dos especies y de la concelebración, admitía, a diferencia del oficial, un mayor número de casos permisibles. De todos modos los impugnadores tampoco se quedaron atrás. Expusieron no pocos juicios negativos, especialmente sobre la comunión bajo las dos especies, pan y vino, fundados sobre todo en razones prácticas e higiénicas. Alguno observó el grave inconveniente que constituirían las mujeres cuando, acercando sus labios al cáliz, lo dejaran inevitablemente manchado de rojo (16). La discusión sobre los restantes capítulos se agotó en poco tiempo. Respecto al tema de los sacramentos y de los sacramentales, se propuso simplificarlos y hacer lo más claro posible sus diversos ritos y, en especial, cambiar el nombre a la «Ex(16) El 30 de octubre intervino acerca de este tema el cardenal Ottaviani. Su discurso se alargó más de los 10 minutos que consentía el reglamento y el presidente de turno, cardenal Alfrink, le invitó a conduir inmediatamente. Algunos obispos hicieron eco al purpurado holandés con un fragoroso palmoteo. El secretario del Santo Ofido abandonó los trabajos condliares durante algunos días manifestando que su ausencia se debía no tanto al modo de proceder del cardenal Alfrink, cuanto a aquellos aplausos polémicos hacia su persona y hada su cargo. El 10 de noviembre había de aludir nuevamente al episodio el cardenal Ruffini. Como presidente de turno, rogó a los padres que no aplaudieran y que evitaran las críticas a la Curia Romana, cuyos miembros son los colaboradores y los auxiliares más directos del Sumo Pontífice.

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tremaunción», para darle nuevamente el justo significado de sacramento de los enfermos, y no de los moribundos ya desahuciados. A propósito del breviario, especialmente a propósito de su revisión y del uso de la lengua vulgar, se levantaron numerosas voces disonantes. El cardenal Wyszynski, por ejemplo, puso de relieve la importancia y la necesidad del oficio divino, sobre todo para aquellos sacerdotes que sufren persecución en cárceles o en campos de concentración. Otros oradores pidieron su reducción con el fin de permitir al clero una mayor dedicación a las obras de apostolado y más tiempo p a r a la meditación, la lectura espiritual, el examen de conciencia y otras prácticas de piedad. Algunos prelados anglosajones, que habían manifestado su hostilidad ante el uso de la lengua vulgar en la misa, pedían ahora su empleo en el breviario, ya que esto, según su parecer, no escandalizaría a los fieles. El capítulo sobre el año litúrgico despertó cierto interés debido a la cuestión del calendario perpetuo y al establecimiento de un día fijo para la festividad de la Pascua. Los restantes temas, música, arte y objetos sagrados, se consideraron únicamente bajo el punto de vista pastoral. Además, ya entonces comenzó a despuntar un problema que penetraría después, cada vez más profundamente, en la temática del Concilio: el problema de una Iglesia con un rostro más pobre y con unas estructuras y ornamentos más simples y evangélicos. «Los hombres —dijo el chileno monseñor Larraín— perciben el rostro de Dios y comprenden mejor y más eficazmente su palabra dentro de la pobreza.» Y el francés monseñor Gouyon afirmó que las ceremonias «cuando son demasiado suntuosas provocan reacciones nada favorables» y «muchos se maravillan y a veces se escandalizan de ello». Por eso expresó su deseo de que, sin quitar nada a la belleza del culto, el signo de la pobreza apareciera en la liturgia, y se pudiera ver a los miembros de la jerarquía eclesiástica más como pastores que como señores, es decir, como servidores de aquel Reino cuya venida se reconoce por el hecho de que los pobres son evangelizados.

venciones orales y 360 comunicaciones escritas. Al principio hubo alguna perplejidad entre los críticos acerca de la trayectoria que seguiría el esquema de liturgia. De acuerdo con las leyes del reglamento —pero el asunto, al menos entonces, aún no estaba m u y claro—, los padres deberían exponer su parecer sobre todo el esquema. Pero algunos no excluían la posibilidad de que pasara directamente a la comisión competente, que introduciría después libremente las correcciones que juzgara oportunas. Esto, sin embargo —se objetaba—, ampliaría excesivamente los poderes de los organismos conciliares en relación con los de la Asamblea. Sólo 24 horas más tarde desaparecerían aquellas dudas, ya que el 14 de noviembre el Consejo de Presidencia sometió a votación un orden del día donde se decía que el Concilio aprobaba los criterios directivos del esquema sobre la Sagrada Liturgia «encaminados a hacer, con prudencia y comprensión, más vitales y formativas para los fieles las diversas partes de la misma liturgia, en conformidad con las exigencias pastorales de hoy». Se obtuvieron 2.162 votos positivos, 46 negativos y 7 nulos. Un resultado que sorprendió hasta a los liturgistas más innovadores. La Comisión Litúrgica comenzó inmediatamente u n trabajo intenso y tres días después los padres podían votar las modificaciones introducidas en el proemio. La adición ad unionem fraírum separatorum, por ejemplo, había sido sustituida por ad unionem omnium in Chrísto credeníium. Se advertía que en principio las normas prácticas concernían exclusivamente al rito latino, aunque podían aplicarse también a los demás ritos (en el texto precedente se hablaba de ritus orientales et occidentales), y que la Iglesia aceptaba y veneraba los ritos legítimamente recibidos y reconocidos. Más tarde se invitó a la Asamblea en varias ocasiones a juzgar los cambios más relevantes introducidos en el primer capítulo. En éste las «novedades» se hallaban en los párrafos 22 y 36. En el primero, aunque se afirmaba que la autoridad competente para llevar a cabo la reforma litúrgica era únicamente la Santa Sede y, de acuerdo con el derecho, el obispo, se establecía el principio de que también podía llevarla a cabo una autoridad territorial supradiocesana (17). A esta autoridad —y con esto se establecía una descentralización no indi-

Comienzan las votaciones La discusión se prolongó hasta el 13 de noviembre, con una duración de 15 congregaciones generales con 327 inter-

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(17) Esta autoridad se definía genéricamente como las «competentes asambleas episcopales territoriales de diversa índole constituidas legítimamente». Podía ser, según los casos el Concilio provincial o la Conferencia Episcopal regional o nacional.

11.—H. a Concilio

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frente— correspondía la ejecución, la aplicación concreta y la adaptación local de muchas facultades en materia litúrgica. La Santa Sede no tenía intención de reservarse en adelante estas facultades, como lo venía haciendo desde el Concilio de Trento. El número 36 afrontaba la cuestión de la lengua y se articulaba en tres puntos: 1) Se debe conservar, quedando a salvo los derechos particulares, el uso del latín en los ritos latinos. 2) Puesto que con frecuencia tanto en la misa como en la administración de los sacramentos y en otras partes de la liturgia puede ser m u y útil al pueblo el uso de la lengua vulgar, se concede a ésta una amplitud mayor. 3) Concierne a la autoridad territorial establecer el modo y el uso de la lengua vulgar, advirtiendo que toda deliberación en este sentido debe ser examinada y confirmada por la Sede Apostólica. Todos los escrutinios resultaron ampliamente favorables. Y de este modo, en la X X X V I Congregación General del 7 de diciembre, se procedió a votar globalmente el proemio y el capítulo primero. Padres presentes, 2.118; placel, 1.922; non placel, 1 1 ; placel iuxta modum, 180; nulos, 5. E n realidad fue una aprobación definitiva, la única de aquella sesión conciliar y fue también un primer paso decisivo hacia adelante en el camino de la renovación litúrgica. Se procede a paso lento Como hemos visto ya, el examen del esquema de liturgia exigió mucho tiempo. E n primer lugar, porque la naturaleza y las implicaciones pastorales del esquema habían movido a numerosos padres a intervenir en las discusiones, deseosos de exponer sus propios puntos de vista y sus experiencias personales. Y en segundo lugar, porque era inevitable que las primeras semanas de trabajo se caracterizaran por una cierta lent i t u d y por dificultades de diversa índole, ya por la amplitud numérica de la asamblea, y a por el «rodaje» de las personas aún no habituadas a formas de discusión de tipo parlamentario. Aquel estado de cosas ocasionó fatalmente malhumores y contrariedades en los ambientes conciliares. Inmediatamente salieron de nuevo a flote las críticas a los organismos preparatorios, porque —se decía— si los esquemas se hubieran

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elaborado a tiempo y se hubieran distribuido oportunamente a los padres, los obispos habrían podido enviar a R o m a sus observaciones, y, por t a n t o , corregidos y a una vez los documentos antes de iniciarse las sesiones, se habrían podido barajar con mayor rapidez y facilidad en las congregaciones generales. Desde aquí las críticas se dirigieron contra el Consejo de Presidencia. Hubo quien se lamentó de que su trabajo acusara aún una improvisación excesiva, de que sus miembros no tuvieran ni la autoridad ni la decisión y prontitud necesarias para hacer funcionar una asamblea de tan vastas proporciones, de que se concediera la palabra sólo a los cardenales, y así sucesivamente. En realidad todo esto dependía, en escasa medida, de la heterogeneidad y quizás del excesivo número de presidentes. Dependía, en medida mucho más amplia, de la indeterminación del reglamento sobre los deberes y poderes del organismo. El Consejo —es preciso subrayarlo— actuó siempre con extrema liberalidad, precisamente para permitir un franco despliegue de las distintas corrientes. De este modo, aparecieron al P a p a más evidentes los instrumentos que debería manejar para hacer más expedito el desarrollo de los trabajos, y se hizo más manifiesta a los padres la necesidad de adoptar conscientemente una rígida autodisciplina con el fin de prevenir dilaciones y pérdida de tiempo. En honor a la verdad se había buscado con esto remediar dentro de lo posible aquella situación. Los oradores, por ejemplo, fueron invitados cada vez con mayor frecuencia a abstenerse de repeticiones inútiles. A partir del 6 de noviembre se dio orden al presidente de turno de proponer a la Asamblea la clausura de la discusión de un tema, cuando estimara que había sido suficientemente discutido, permitiendo sin embargo a los obispos presentar por escrito sus propuestas. Los mismos padres, por su parte, colaboraron activamente con los organismos dirigentes. Hubo quien habiéndose inscrito para hablar, renunció a ello al escuchar de otros las ideas que pensaba exponer. Algunos episcopados, e incluso enteras agrupaciones continentales, como la africana, encomendaron a un padre la misión de exponer la orientación general compartida por todos sus colegas. Se propusieron también otras soluciones: reducir de diez a cinco minutos la duración de cada intervención; limitar (a lo sumo hasta 50) el número de oradores sobre un determinado tema, pudiendo los restantes enviar por escrito a las comisiones

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competentes sus observaciones; disponer que cada episcopado, para intervenir en el aula en nombre de todos sus connacionales, delegara a dos obispos, uno para ilustrar las razones que militaban en favor de un determinado tema y el otro para exponer los motivos contrarios. Con estas iniciativas y estos buenos propósitos apenas se atenuaron el clima de malestar e incertidumbre que se notaba entre los padres los últimos días de octubre y principios de noviembre. Tanto, que el cardenal Suenens dijo públicamente que si se proseguía a aquel ritmo, el Vaticano II duraría 10 ó 12 años. Fue entonces cuando, de un modo vago primero y más intensamente después, comenzó a reavivarse la exigencia de una mejor y más precisa distribución de la marcha del Concilio. El primero en intuirlo fue el cardenal Montini cuando, en la carta publicada el 4 de noviembre en L'Italia, escribía que aquel «primer fenómeno», es decir, la lentitud con que procedían los trabajos, estimulaba «una curiosidad común. ¿Cuál será el plan lógico y complexivo de esta inmensa y formidable discusión? Parece que no se ha delineado ningún plan. ¿Será posible establecerlo ahora? ¿Se comunicará?» Un programa semejante —teniendo en cuenta además algunas indicaciones dadas por J u a n X X I I I en su discurso inaugural y algunos resultados recabados ya de las reuniones— implicaba necesariamente una revisión completa, una nueva distribución de todas las materias conciliares. Esto implicaría, en última instancia, una tarea vasta y comprometedora para todas las comisiones durante la «intersesión». A estas consideraciones —además de aquellas de carácter económico y pastoral que hicieron dudar a varios obispos sobre la conveniencia de volver a Roma para participar en una brevísima sesión— no debió ser extraño el cambio de fecha para la apertura del segundo período, porque, mientras que el 12 de noviembre se había anunciado que tendría lugar desde el 12 de mayo al 29 de junio de 1963, dos semanas más tarde el Papa decidió retrasar el comienzo hasta el 8 de septiembre (18).

(18) Recordemos aquí otro episodio de aquellos días. El 13 de noviembre el secretario de Estado comunicó lo siguiente: «El Santo Padre, secundando el deseo de muchos padres, ha determinado introducir el nombre de San José en el cañón de la santa Misa, inmediatamente después del de la Santísima Virgen, para que este acto quede como un recuerdo del Concilio Ecuménico Vaticano II en honor de su Patrono.» Ante esta deliberación pontificia hubo algunas perplejidades. Pero es también verdad que otros muchos, comenzando por uno de los más ilustres representantes del protestantismo, el teólogo Karl Barth se alegraron de ello.

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Escritura y tradición La vigilia de las discusiones del esquema sobre las fuentes de la revelación no fue ciertamente una vigilia tranquila. La atmósfera de aquellos días tampoco favoreció la preparación del terreno para abordar serena y profundamente el primer esquema dogmático, tan espinoso y complejo por añadidura. Había de por medio muchas polémicas, algunas antiguas y otras más recientes; demasiados contrastes y demasiados antagonismos personales. El proyecto, en la opinión de muchos, está viciado en su raíz, porque la mayoría de los miembros y consultores de la Comisión Doctrinal preparatoria que lo había redactado, habían manifestado siempre una postura teológica netamente conservadora; porque los peritos en Sagrada Escritura que habían entrado a formar parte de la comisión en número bastante reducido no habían sido escuchados; porque no había sido llamado a colaborar en aquel organismo ni siquiera un represent a n t e del Instituto Bíblico, de máxima competencia en la materia (19); finalmente, porque en el proyecto no se había introducido ninguna de las modificaciones sugeridas por los diferentes componentes de la Comisión Central preparatoria. En aquellos días se trabajó a golpes de panfletos. Hojas de todas las tendencias, de carácter moderado unas, y otras, llenas de amenazas y de tétricos presagios. Muchos padres, sobre todo aquellos que no estaban muy al t a n t o de las borrascosas vicisitudes exegéticas de los últimos años, permanecieron algo perplejos y desorientados. Se intentó, entonces, iluminar las mentes menos claras y, al mismo tiempo, lanzar las premisas para poner un dilema al documento oficial que había de presentarse a la Asamblea. Comenzó a circular un contraproyecto de origen alemán —donde se reflejaban con toda claridad las tesis de Karl Rahner, uno de los teólogos más de vanguardia— que habían aprobado los presidentes de las Conferencias Episcopales de Austria, Bélgica, Holanda, Alemania y Francia. El 13 de noviembre por la tarde se reunió la Comisión Doctrinal, y el cardenal Ottaviani se lamentó abiertamente de cuanto estaba sucediendo en los ambientes conciliares, afirmando que la preparación de los esquemas concernía, según el reglamento, únicamente a los organismos que el Papa había (19) Precisamente en aquel período el Instituto Bíblico se haba visto sometido a una intensa campaña denigratoria por parte de algunos profesores del Ateneo lateranense.

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creado expresamente con este fin. El purpurado, es claro, debía estar ya al corriente de las mutilaciones que debería sufrir el texto porque, al presentarlo en el aula al día siguiente, rebatió precisamente una de las críticas más insistentes de los impugnadores. Ottaviani, en efecto, subrayó la importancia del esquema «incluso desde el punto de vista pastoral», siendo «la enseñanza de la verdad, que es la misma siempre y en todas partes, el primer deber de todo pastor de almas, al que corresponde el deber de encontrar las formas y los métodos mejores para exponerla». El relator, monseñor Salvatore Garofalo, tampoco se quedó atrás. Ilustrando los cinco capítulos de la Constitución —la doble fuente de la Revelación, la inspiración y la composición literaria de la Sagrada Escritura, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, la Sagrada Escritura en la Iglesia—, afirmó que el fin primario del Concilio era el de «defender y promover la doctrina católica en su formulación más exacta», ya que «no se trata de renovar la doctrina, sino de incrementar su estudio y su comprensión». Comenzó entonces la discusión, y hablaron primeramente 11 cardenales y un patriarca. Por qué dos fuentes «Este esquema no me gusta»—, comenzó diciendo el cardenal Liénart. Y de la misma opinión se mostró inmediatamente después el cardenal Frings. Y así también los cardenales Léger, Kóníg, Alfrink, Suenens, Bea y el patriarca Máximos IV Saigh. Las únicas voces favorables fueron las de los cardenales italianos Ruffini y Siri y, en menor medida, la del español Quiroga Palacios. Total, nueve contra tres. Tratándose de personalidades entre las más cualificadas y representativas de la Asamblea, la relación de fuerzas, aunque más tarde demostraría una ligera ventaja a favor del grupo minoritario, ofreció inmediatamente un cuadro bien preciso de las diversas posiciones de los obispos y de las tendencias prevalentes. Ya desde las primeras discusiones surgieron tres posiciones clarísimas. La primera defendía el proyecto, afirmando, sin embargo, que era necesario aportar algunos cambios y añadiduras. Otra, abiertamente contraria, pedía que se rechazara por completo o, al menos, que se reelaborase totalmente. La tercera auguraba la creación de un grupo compuesto por

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padres de las distintas corrientes con el fin de buscar una «vía media», un punto de encuentro entre las diversas opiniones. Pero la mayor dificultad consistía precisamente en encontrar una base común de entendimiento, ya que eran muchas las censuras dirigidas al proyecto. La misma oficina de prensa dio a conocer con objetividad una larga serie de ellas. El esquema —se leía en un comunicado sorprendente si se compara con las vagas y fragmentarias informaciones de los primeros días— «tiene un carácter excesivamente profesoral y escolástico, carece de inspiración pastoral, presenta en algunas afirmaciones una excesiva rigidez; contiene algunos puntos que aún no han sido suficientemente profundizados por la teología, corre el riesgo de hacer incomprensible la verdad a los hermanos separados, deja intacto el problema de la salvación antes de la redención y de los no bautizados; apenas estimula el trabajo científico, teológico y exegético». En resumen. Si queremos explicarlos más analíticamente aún, los motivos de disensión provenían de tres posiciones distintas. Ante todo se impugnaba el mismo criterio informativo de la Constitución expresado ya en el título, es decir, el criterio de las fuentes de la Revelación. ¿Por qué —se objetaba— hablar de dos fuentes y no de una sola, o sea, de Dios que se revela y expresa de dos formas diferentes? Ni siquiera el Concilio de Trento había sido tan categórico en sus afirmaciones, limitándose a determinar el valor de la tradición frente a la insistencia protestante en la sola ecriptura. ¿Por qué entonces el Vaticano II debía sobrepasarlos confines señalados provisionalmente por la problemática exegética abierta aún y en continuo desarrollo? ¿Por qué afirmar que algunas verdades son transmitidas sólo por la tradición cuando más tarde algunas definiciones del magisterio, como por ejemplo la Asunción, han sido fundadas en la Escritura, aunque a primera vista parecía que no estaban contenidas en ella? En segundo lugar se imputaba al esquema una inspiración poco pastoral. De hecho, muchos oradores se maravillaron de que se proclamara como doctrina de la Iglesia universal algo que era todavía materia de discusión y de controversia entre los teólogos. De este modo se terminaba por canonizar a una escuela determinada, cerrando la puerta a toda otra investigación acerca de la inerrancia de la Escritura, por ejemplo, acerca de la historicidad de los evangelios, de la inspiración de los hagiógrafos, etc.

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E n su intervención en nombre del Episcopado belga, monseñor Charue empleó palabras fuertes para poner de relieve estas deficiencias. Después de rendir homenaje a los exegetas contemporáneos por la labor realizada dijo que era necesario estimular a los estudiosos en lugar de condenarlos, desaconsejando, además, a la Asamblea asumir una actitud rígida que un día podría tal vez resultar para la Iglesia tan incómoda como el «caso Galileo». Monseñor De Sinedt: «El diálogo ecuménico» Finalmente el esquema sobre las fuentes de la revelación carecía de inspiración y de apertura ecuménica. Con esto —observaban algunos— se corre el riesgo de indisponer a los cristianos separados, sobre todo a los protestantes, los cuales desde hace ya algún tiempo parecen querer rehabilitar algunos valores de la tradición. Se t r a t a b a , evidentemente, de una cuestión muy delicada, agudizada aún más debido a la presencia de los no católicos en el aula. Estos tendrían la posibilidad directa, casi viva, de cerciorarse del deseo real de renovación y de la actuación eficaz del catolicismo en el campo ecuménico. Se trataba, por tanto, de un momento importante, decisivo tal vez. El Secretariado para la Unión comprendió toda la gravedad del momento y se puso en seguida en acción. El 19 de noviembre, en el decurso de la X X I I Congregación, intervino en la discusión, en nombre del Secretariado, monseñor De Smedt, obispo de Brujas (20). Fue un discurso notable que había de tener un peso determinante en la suerte futura del proyecto. El prelado belga habló ante todo de las peculiaridades del llamado «diálogo ecuménico». Este método —dijo— habría podido ser adoptado también en las sesiones, conforme al deseo expresado por J u a n X X I I I . «Las exposiciones doctrinales hechas en este Concilio —afirmó monseñor De Smedt— tendrán un espíritu ecuménico y podrán favorecer en gran manera el diálogo ecuménico, si nos servimos de medios verdaderamente aptos para hacer comprender a los no católicos cómo la Iglesia católica entiende y vive el misterio de Cristo. Pero no es fácil redactar un esquema de estilo ecuménico. ¿Por qué? Ante todo hay que excluir toda apariencia de indiferentismo. Una exposición ecu(20) A esta congregación general asistió por primera vez, invitado personalmente por el Papa, el académico francés Jean Guitton, el único seglar entonces presente en el Concilio.

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ménica debe ilustrar íntegra y fielmente toda la doctrina católica sobre un t e m a determinado. En caso contrario, ¿cómo podrían los no católicos conocer lo que el catolicismo enseña, si presentáramos una doctrina incompleta, desviada y confusa? Se ha dicho que un lenguaje de estilo ecuménico se opone a una presentación integral de la verdad. Quien así piensa no parece haber comprendido la verdadera naturaleza del diálogo ecuménico. No se establece el diálogo para que ambas partes puedan engañarse recíprocamente.» El orador indicó después las condiciones necesarias para entablar el diálogo: tener una idea clara de la doctrina actual de las Iglesias ortodoxas y protestantes; conocer lo que los hermanos separados creen que falta o que no está suficientemente explicado en nuestra doctrina (por ejemplo, la doctrina sobre la palabra de Dios, el sacerdocio de los fieles, la libertad religiosa); examinar si nuestro modo de hablar contiene formas o expresiones difícilmente inteligibles para los no católicos (21). Es necesario además elegir cuidadosamente una terminología que no choque con la mente y con la sensibilidad de los demás, y presentar las opiniones y consideraciones de modo que puedan ser aceptadas también por los no católicos. Finalmente, «hay que evitar toda polémica estéril» y «los errores deben ser siempre rechazados con claridad, pero no de una manera ofensiva para las personas que los admiten». Para concluir —y no sin una velada alusión a lo que había sucedido en la fase preparatoria—, monseñor De Smedt recordó que el Papa había confiado al Secretariado para la Unión la misión de «ayudar» a las demás comisiones a fin de que sus esquemas pudieran ser elaborados «de una forma verdaderamente ecuménica». 1.368 «placel» para el aplazamiento Inmediatamente después de la Congregación General se reunió, por segunda vez en el espacio de tres días, el Consejo de Presidencia. Todos los miembros estaban concordes en afirmar que se había llegado a un punto muerto y que era necesario interpelar a los padres sobre la oportunidad de proseguir o no la discusión. Monseñor De Smedt con su intervención había dado, por decirlo así, el golpe de gracia a las exiguas (21) «Aquí es preciso subrayar—afirmó monseñor De Smedt—que el llamado lenguaje escolástico o el método cuasiescolástico constituye una seria dificultad para los no católicos y es con frecuencia origen de errores y de prejuicios.»

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esperanzas de aquellos que pensaban que todo podía arreglarse aportando algunas modificaciones al proyecto. Estos, por lo demás, agotados sus argumentos —denunciando sobre todo los graves peligros para la fe inherentes a la investigación bíblica moderna—, habían cambiado de táctica. Decían que el haber rechazado el esquema sobre las fuentes de la revelación podría representar una ofensa al Papa, que lo había aprobado y propuesto a la Asamblea (22), y podría dar a entender además que el texto contenía errores (cosa que nadie admitía explícitamente) o crear intrincados problemas en el modo de proceder, que, por no haber sido previstos en el reglamento, deberían ser sometidos al Secretario para los Asuntos Extraordinarios. El Consejo de Presidencia, debiendo tomar una resolución, eligió un método que, abstrayendo de las normas del reglamento, parecía el más adecuado para hacer luz sobre el intrincado problema. Efectivamente, el 20 de noviembre, durante la XXIII Congregación, se leyó una comunicación en la que se anunciaba que, por haberse «declarado contrario al esquema» un cierto número de padres, el Consejo creía oportuno «pedir el sufragio de toda la Asamblea» a fin de que todos los padres pudieran «expresar en conciencia» su propia opinión sobre la suspensión o prosecución del estudio del documento. Y se precisaba: «Los padres que votan placet desean interrumpir la discusión del esquema y pasar a otro; los que votan non placet desean proseguir la discusión sucesiva de los cinco capítulos del esquema.» Si todos estuvieron concordes en admitir la conveniencia de aquel sondeo preliminar, no todos lo estaban, sin embargo, en el modo como había sido formulada la pregunta. Se dieron diversas explicaciones de ello. El P. Robert Rouquette, por ejemplo, escribió en Études: «En la redacción de esta moción se ha usado uno de aquellos artificios (23) que han producido malestar a los padres más de una vez. Para que una propuesta pueda ser aceptada debe reunir las dos terceras partes de los votos. Por consiguiente, una minoría —una tercera parte— puede imponer el veto. Si la moción se proponía de esta manera: «iDesea el Concilio iniciar la discusión detallada del esquema?», una minoría de una tercera parte podía impedir la discusión e imponer que el esquema fuera rechazado. Si, por (22) Debemos recordar una vez por todas que el Papa había «aprobado»los esquemas sólo como aptos para ser «propuestos» al debate, sin que esto comportara un juicio sobre su contenido, y tanto menos un juicio que impidiera la discusión y su desarrollo normal. (23) Es necesario advertir que la palabra francesa «habiletés», que el autor del libro traduce por «artificios», teniendo en cuenta el contexto y el tono del comentarista, podría traducirse también por «engaños». (N. del E.)

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el contrario, la moción decía: «(,Desea el Concilio aplazar el esquema?», una minoría de una tercera parte, votando negativamente, podía obligar a la mayoría a discutirlo. La primera formulación favorecía a los que se oponían al esquema; la segunda, a sus partidarios. Se eligió la segunda, si mis informaciones son exactas, bajo la presión del cardenal Ruffini. Tal elección fue justificada con un argumento jurídico. Los partidarios del esquema —se decía— están en posesión pacífica, puesto que defienden un texto existente. Por tanto, eran ellos los que debían ser favorecidos.» La votación se desarrolló en un clima de nerviosismo y de incertidumbre debido también al hecho de que algunos padres quizás no habían comprendido con exactitud el mecanismo de aquel modo de proceder fuera de lo usual. Poco antes de la conclusión de los trabajos se comunicó que el escrutinio había dado un resultado positivo y que el examen de cada capítulo proseguiría en los días sucesivos. Por la tarde se pudieron conocer oficiosamente los datos precisos. De los 2.209 votantes (la mayoría sería, por consiguiente, 1.473), 1.368 habían votado placet, mostrándose favorables a la interrupción de la discusión, 822 non placet y 19 votos nulos.

La intervención del Papa Este hecho no dejó de levantar una gran polvareda. Los observadores no católicos y no pocos obispos quedaron desconcertados. Porque —se objetaba—, aunque no hubiera nada que alegar sobre el resultado de la votación, aparecía con demasiada claridad que la parte que había sucumbido era una «minoría» sólo aparentemente. Derrotada según el modo de proceder, representaba sin embargo la opinión netamente mayoritaria, tanto más cuanto que habría de transformarse automáticamente en «mayoría» en las votaciones sucesivas, teniendo la posibilidad de bloquear o incluso rechazar cada una de las enmiendas y de los capítulos del proyecto por el simple hecho de que disponía de un número de sufragios superior a aquella «tercera parte de votos» necesaria para impedir su aprobación. Todas estas reservas y preocupaciones las advirtió también Juan XXIII. El Papa tuvo además la intuición de que, si se quería reelaborar el texto, sería necesario alargar el número de redactores llamando a colaborar en él a aquellos padres que

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podrían, mejor que otros, conferirle una equilibrada orientación pastoral y ecuménica. Así pues, el 21 de noviembre, antes del comienzo de los trabajos, monseñor Felici, por mandato del secretario de Estado, anunció que, «teniendo en cuenta que los pareceres resultantes de las intervenciones de los días pasados dejaban prever una discusión más bien laboriosa y prolongada del esquema sobre las fuentes de la Revelación, ha parecido útil que sea revisado nuevamente por una comisión especial antes de proseguir su examen. Por deseo del Santo Padre la Comisión estará compuesta por algunos cardenales y por miembros de la Comisión Teológica y del Secretariado para la Unión de los Cristianos. Su cometido será el de retocar el esquema sobre las fuentes de la Revelación haciéndolo más breve y poniendo más de relieve los principios generales de la doctrina católica ya t r a t a d a en el Concilio de Trento y en el Vaticano I». Formaban el nuevo organismo los cardenales Ottaviani y Bea como presidentes; los cardenales Liénart, Frings, Ruffini, Meyer, Lefébvre y Quiroga Palacios, nombrados por el Papa, en representación evidentemente de las dos tendencias principales; todos los miembros de la Comisión para la Fe y las Costumbres; todos los obispos, miembros o consultores pertenecientes al Secretariado para la Unión, además de monseñor Katkoff y el abad Minisci, que formaban parte ya de la Comisión Preparatoria para las Iglesias Orientales e incluidos recientemente en el Secretariado. «El Concilio respira un aire nuevo», —escribió La Croix al día siguiente. Y en todas partes se alabó la prontitud con que el Romano Pontífice había liberado a la Asamblea de aquel atolladero. Fue un acto de gran amplitud de miras y señaló un momento importante en la historia del Vaticano II (24).

(24) Redactada y firmada por un grupo de cardenales se envió a Juan XXIII una carta con fecha 24 de noviembre para agradecerle aquella decisión y al mismo tiempo para expresar una cierta preocupación frente a algunas tendencias exegéticas manifestadas en el Concilio. En la carta se desarrollaba en seis puntos el concepto de una sana doctrina relativa a la Escritura y a la Tradición. Ambas—se decía—constituyen juntamente la revelación divina, y la Tradición es indispensable para esclarecer los pasajes oscuros de la Escritura. Existen dos normas seguras para la explicación de la fe: una norma más amplia que se encuentra en la Escritura y en la Tradición reunidas juntamente, y una norma inmediata en las enseñanzas ordinarias de la Iglesia. El punto sexto comenzaba con un homenaje al Papa por haber fomentado los estudios bíblicos, pero inmediatamente después ios cardenales afirmaban que estaban «inquietos en sumo grado» por «ciertas doctrinas falsas» que se van difundiendo «de algún modo por todas partes», denunciando finalmente cuatro textos que, a su parecer, eran particularmente condenables. Los firmatarios eran al principio 19, pero después algunos retiraron su nombre, de modo que quedaron con toda seguridad los italianos Bacci, Ruffini, Siri, Traglia y Urbani, el armenio Agagiaman, el brasileño Barros Cámara, el estadounidense Mclntire, el filipino Santos y el inglés Godfrey.

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«Tratamos de cosas nuevas» «Tratamos de cosas nuevas», —dijo en el aula monseñor Fernández Conde, obispo de Córdoba, uno de los primeros oradores que intervinieron en la discusión del esquema sobre los medios de comunicación social. Era efectivamente la primera vez que un Concilio se ocupaba de las técnicas de difusión, de su incidencia y de su influjo en la sociedad contemporánea. Un tema nuevo, pues, y de suma importancia para la Iglesia en cuanto que —observó el relator del proyecto, monseñor Rene Stourm— los medios de comunicación social «no son nunca indiferentes en el plano moral, ya se los considere sólo como medios de diversión, ya como medios de comunicación de ideas y de cultura», y «especialmente la juventud, que constituye la mayoría de los que asisten a los espectáculos, puede sacar de ellos mucho bien o mucho mal». Se esperaba una intensa confrontación de opiniones y de experiencias pastorales y una profundización correspondiente a la importancia del tema. Sin embargo, la discusión se agotó en el espacio de dos congregaciones y media, resultando un poco débil, si no superficial. Alguno trató de descubrir las razones de este extraño fenómeno. Se atribuyó, por ejemplo, al escaso conocimiento que algunos padres tenían del problema. Se dijo también que en aquel período la Asamblea se resentía de la larga y extenuante discusión sobre la liturgia y más aún de las polémicas y controversias del esquema sobre las fuentes de la Revelación. Por eso todos los padres sentían un poco la necesidad de un momento de calma y de reflexión. Se comenzó la discusión del esquema el 23 de noviembre en la X X X V Congregación General. El esquema comprendía un proemio y cuatro partes: 1) Doctrina de la Iglesia sobre los medios de la comunicación social (derechos y deberes de la Iglesia respeto del orden moral objetivo, deberes de los simples ciudadanos y del poder civil). 2) Acción y apostolado de la Iglesia (necesidad de propagar la verdad y la instrucción cristiana, y medios de esta difusión). 3) Normas disciplinares de la Iglesia en este sector. 4) Algunos medios de difusión más importantes: prensa, cine, radio y televisión. Presentaba un interés especial el núm. 57, en el que se deseaba que el Papa extendiera la competencia de la Comisión

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pontificia para la radio, el cine y la televisión a todos los medios de comunicación social, incluida la prensa. Ya los primeros oradores dieron a entender la orientación general de la Asamblea. Las reservas no se dirigían tanto al contenido del proyecto cuanto a su formulación, considerada no siempre en consonancia con un decreto conciliar. Se sugirió la idea de abreviarlo, permaneciendo inmutable en lo sustancial y dejando las partes accesorias y las eventuales explicaciones para una declaración fuera del texto. No faltaron, es cierto, algunas aportaciones no exentas de interés. Se subrayó que, más que de «derechos», era necesario hablar de la misión de la Iglesia y de su vocación educativa. Se hizo notar el valor de los medios de comunicación social, que ofrecen inmensas posibilidades para la difusión del Evangelio y para la afirmación de la dignidad humana, de la justicia social, de la paz y de la unión de los pueblos entre sí. Se pidió con insistencia que fueran sobre todo los seglares, oportunamente formados en el plano espiritual y adiestrados en el plano técnico, los que se ocuparan de aquellos sectores específicos. Se planeó la institución de una agencia católica internacional y de una emisora vaticana de televisión... No obstante todas estas indicaciones, todo se resolvió rápidamente en ladi rección indicada por los primeros oradores. El 26 de noviembre se cerró la discusión. Al día siguiente fue sometida a votación —y aprobada por 2.138 votos favorables, 15 contrarios y siete nulos— una propuesta en la que, aprobado sustancialmente el documento, se sostenía la oportunidad de que la Iglesia en el ejercicio de su magisterio conciliar se interesara por un problema de tanta importancia desde el punto de vista pastoral, y se confiaba a la comisión competente el encargo de sacar del esquema los principios doctrinales esenciales y las directrices pastorales más genéricas. Por lo demás, todo lo referente al terreno práctico y ejecutivo se debería redactar en forma de instrucción pastoral. Los obispos melquitas, en escena La discusión del esquema precedente había sido brevísima. La del decreto Vt omnes unum sint sobre la unidad de la Iglesia lo fue también. Duró sólo tres congregaciones y media. Pero las razones fueron de muy diversa índole, remontándose a las responsabilidades de algunos organismos preparatorios por su falta de coordinación en la elaboración de proyectos de

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carácter similar. Efectivamente, ya desde las primeras intervenciones a todos pareció absolutamente necesario unificar este proyecto con el esquema sobre el ecumenismo, preparado por el Secretariado para la Unión, y con el capítulo XI, que trata del mismo tema, de la constitución dogmática sobre la Iglesia redactada por la Comisión Doctrinal. El motivo principal era evitar el peligro de inducir a algunos a pensar que el ecumenismo católico se fundaba en dos teologías diferentes, una para las Iglesias orientales y la otra para las comunidades protestantes. El 1 de diciembre el Consejo de Presidencia presentó y sometió a votación una propuesta en este sentido, precisando que los padres aprobaban el decreto «como un documento en el que están contenidas las verdades comunes de fe y en señal del recuerdo y de la benevolencia hacia los hermanos orienles separados». El resultado de la votación fue el siguiente: 2.068 votos favorables, 36 contrarios y 8 nulos. El esquema, que se refería precisamente a las Iglesias orientales separadas, se dividía en tres partes. En la primera se ilustraba la unidad de la Iglesia, que se funda en la unidad de gobierno, es decir, en Pedro y en sus sucesores. En la segunda se indicaban los medios más idóneos para conseguir una pacificación. En la tercera se proponían los modos y las condiciones de la reconciliación en el respeto de todo aquello que forma parte del patrimonio religioso, histórico y psicológico de las Iglesias orientales. Las reservas más tajantes sobre la materia del decreto y sobre la exposición de los diversos temas vinieron, como era de esperar, de los numerosos oradores orientales —19 en un total de 51-— que intervinieron en las discusiones, especialmente de los cuatro prelados melquitas que tomaron la palabra en el aula el 27 de noviembre: el patriarca Máximos IV Saigh y los monseñores Nabaa, Edelby y Zoghby. Aquel día el proyecto fue sometido a una crítica despectiva y severa. Se le acusó de no colocar en la debida posición la dignidad de las Iglesias orientales, de no determinar perfectamente los antiguos derechos de los patriarcas y las relaciones que median entre el Romano Pontífice y la colegialidad episcopal. Se notó, de una manera especial, que las premisas teológico-doctrinales habían sido formuladas de un modo más bien áspero y perentorio, con escaso espíritu ecuménico, y que se corría el riesgo de indisponer a los hermanos separados. Se advirtió además que no se ponían suficientemente en claro las

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responsabilidades de ambas partes en el decurso de los siglos para encontrar los medios y los modos de unión, ya que existían motivos por ambas partes, católica y ortodoxa, sobre todo culpas de omisión, que exigían una revisión de las respectivas posiciones y una corrección de los errores del pasado. Se recordó además que la Iglesia oriental debe su nacimiento, su desarrollo, su organización y su liturgia a los Apóstoles que la fundaron y a los Padres de los primeros siglos, y que no debe nada, históricamente, a la Iglesia latina romana. Es una realidad —se afirmó con insistencia— que hay que tener en cuenta al hablar de los hermanos separados y que debe sugerir el máximo tacto y respeto hacia los ritos y las tradiciones, ya que es indispensable asegurarles que la unión no implicará nunca la uniformidad. Y aunque se había precisado ya que el esquema pretendía sólo exponer la situación real originada por la separación de los cristianos orientales y no demostrar teológicamente la constitución de la Iglesia, Máximos IV Saigh trató sin embargo el delicado problema y afirmó explícitamente que el decreto no explicaba cómo Pedro había recibido el puesto de primero en el colegio de los obispos. «Hay que insistir ante todo —dijo— en la colegialidad de la Iglesia, y entonces el papado aparecerá como el fundamento de esta colegialidad.» Era una introducción a la discusión, ya inminente, del esquema sobre la Iglesia. El problema central: la Iglesia Llegó así el «momento de la verdad» como, había dicho el cardenal Heenan. Al principio de diciembre los padres comenzaron a examinar el proyecto de constitución sobre la Iglesia, el tema central del Vaticano II, que representaba, por decirlo así, el eje en torno a cual giraba toda la problemática conciliar condensada en aquellos 11 capítulos en los que se afrontaban cuestiones tan importantes como la naturaleza y los miembros de la Iglesia, el episcopado, los religiosos y los seglares, la autoridad, el magisterio y la función misionera de la Iglesia, etcétera. Todo ello tendía hacia los fines principales para los que el Concilio había sido convocado. El estudio de una materia tan compleja habría exigido sin duda un largo espacio de tiempo y faltaban ya pocos días para la conclusión del primer período. Hubo algunas perplejidades sobre lo que se debería hacer, pero por fin prevaleció la

opinión de que una discusión no muy larga, si se procedía con prudencia, serviría para tomar el pulso a la Asamblea, pudiendo además ofrecer a la Comisión Teológica algunas indicaciones útiles para el trabajo de revisión. Fue ésta una de las razones por las que el Consejo de Presidencia rechazó la sugerencia del cardenal Ottaviani que proponía discutir en seguida el esquema mariológico, el cual, según el purpurado, debido a su condición, podría estar terminado para el 8 de diciembre. Otro motivo importante que aconsejó rechazar esta propuesta fue el deseo de no desilusionar a numerosos obispos que ya desde hacía algunas semanas se lamentaban de que el Concilio no hubiera afrontado aún las cuestiones doctrinales de mayor relieve. Los hechos dieron razón después a la decisión de la presidencia, ya que el debate, aunque sólo pudo ocupar seis congregaciones, sin embargo esclareció ampliamente cuál era la orientación general de los' padres. Tratando el esquema sobre la Iglesia problemas tan delicados y controvertidos, era natural que las críticas resultaran muy ásperas. Ante todo se consideró su orientación falta de apertura ecuménica, demasiado escolástica y jurídica. Así, pues, se pidió un tono más pastoral y misionero que respondiera mejor a la mentalidad y a las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. Ciertos cortes, en la opinión de algunos, parecían a veces pasar de raya. Y no es ningún secreto que la intervención de monseñor De Smedt sembró la turbación en muchos padres. El esquema —dijo— peca de triunfalismo, de clericalismo y de juridicismo. De triunfalismo, porque ha sido redactado con el estilo pomposo al que «nos tienen habituados» L'Osservatore Romano y otros documentos en los que se presenta a la Iglesia que va de triunfo en triunfo ganándose la admiración universal mediante las palabras y los gestos de sus jefes. De clericalismo, porque se da una noción piramidal de la Iglesia, con los seglares, que no son nada, en la base, y el Papa, que lo es todo, en el vértice. Y de juridicismo, porque ni siquiera se alude a la maternidad de la Iglesia. El Colegio Episcopal y los seglares Del examen general del esquema se pasó al estudio particular de cada cuestión. La primera en importancia era, naturalmente, la del Episcopado, su naturaleza y su potestad. No

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pocos oradores pidieron que se hablara de él con mayor amplitud y profundidad y que se determinara bien la competencia de las conferencias episcopales y de los patriarcas. La función episcopal —se afirmó— debía ser estudiada y definida a la luz t a n t o de la consagración episcopal como de la colegialidad, pero de una colegialidad efectiva y no circunscrita y reducida sólo a una manifestación extraordinaria como la del Concilio, una colegialidad —entendida, más o menos jurídicamente, como el Colegio de los Apóstoles— que hiciera aún más evidente el vínculo de caridad que une a los obispos entre sí y con el Papa, y que concediera al cuerpo episcopal, bajo la autoridad del Papa como es lógico, una responsabilidad solidaria de la misión apostólica de la Iglesia en todo el mundo. Esta manera de ver las cosas conducía por su propio peso a aventurarse en un campo tan peligroso como el del primado del Romano Pontífice. Algunos temían con toda razón que de ello pudiera originarse alguna atenuación de las prerrogativas del Papa. El tema del primado se trató en el aula especialmente desde el punto de vista de sus relaciones con el cuerpo episcopal, y, según algunos prelados orientales, en vistas a la oportunidad de una configuración más adecuada del mismo primado papal a fin de que pudieran comprenderlo más fácilmente los hermanos separados. Se discutió este mismo tema también fuera del Concilio, pero de una manera tan tendenciosa que el cardenal Dopfner se sintió en el deber de afirmar que sería al menos ridículo atribuir a los padres el deseo de limitar la potestad del Romano Pontífice. Otro leit-motiv de aquella discusión fue la posición de los fieles en la Iglesia. Su función —se observó - es aún demasiado pasiva. No se han indicado con claridad los fundamentos teológicos de los que deriva su dignidad en cuanto miembros del cuerpo místico de Cristo. Y no sólo esto, sino que además es necesario proclamar solemnemente la importancia y la función del apostolado de los seglares, distinguiendo lo que es estrictamente Acción Católica de otros movimientos que, aun siendo también necesarios, no actúan en una dependencia tan directa de la autoridad eclesiástica. Otra cuestión de especial interés, de la que se ocuparon los padres, fue la concerniente a las relaciones entre Iglesia y Estado. Para conseguir una apertura mayor a las exigencias pastorales —se dijo— sería conveniente formular esta doctrina de una manera más en consonancia con las realidades y las situaciones concretas del mundo actual, superando posiciones

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demasiado arcaicas y teóricas y evitando toda expresión que pudiera chocar con mentalidades políticas determinadas. El proyecto, como observó el cardenal Kónig, no debía limitarse a insistir solamente sobre los derechos de la Iglesia, siendo hoy más necesario que nunca hacer una alusión a sus deberes y a su misión de llevar la salvación a toda la humanidad. Se trataron finalmente otros temas cuya importancia no podía ciertamente ser minusvalorada: la libertad de conciencia, por ejemplo, los obispos titulares, los sacerdotes —los «grandes olvidados» en el esquema—, e incluso las sociedades secretas y los judíos. «El Concilio —declaró en el aula el mejicano monseñor Méndez Arceo— debería definir la posición de la Iglesia con respecto a los hijos de Abrahán. El P a p a se ha hecho amar por los hebreos, pero en muchos cristianos subsiste un antisemitismo inconsciente» (25). La Iglesia de los pobres Fue sustancialmente una discusión que alcanzó cumbres teológicas de gran resonancia. Un coronamiento m u y digno de ella fueron las intervenciones de algunas de las más relevantes personalidades. El 4 de diciembre intervino el cardenal Suenens. El 5 habló el cardenal Montini, quien pidió que se investigara más a fondo la doctrina del esquema, en especial las relaciones entre Cristo y la Iglesia, proponiendo la elaboración de un texto que, precisamente por constituir el tema central, concordara mejor con los fines del Concilio. Finalmente, el 6, intervino el cardenal Lercaro sobre la pobreza en la Iglesia. «... H a y que reconocer y proclamar solemnemente —dijo el arzobispo de Bolonia— que no cumpliremos suficientemente nuestra misión, no recibiremos con espíritu abierto el plan de Dios y las esperanzas de los hombres, si no ponemos como centro y alma del trabajo doctrinal y legislativo de este Concilio el misterio de Cristo en los pobres y su evangelización.» Se t r a t a b a de un deber evidente, concreto, actual de nuestra época, porque hoy más que nunca los pobres parecen ser menos evangelizados y sus ánimos parecen lejanos y extraños respecto al misterio de Cristo y de la Iglesia, porque el espíritu de los hombres siente y escruta con interrogantes angustiosos, (25) Precisamente en aquel período se envió a los padres un volumen, de carácter abiertamente antisemita, de un tal Maurice Pinay, que contenía graves insinuaciones hacia algunos cardenales y obispos y, en el fondo, también hacia el Romano Pontífice.

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casi dramáticos, el misterio de la pobreza y la condición de los pobres, de todos los individuos, pero también de los pueblos que viven en la miseria y que, a pesar de ello, toman conciencia por primera vez de sus derechos; y porque la pobreza de la mayoría •—dos terceras partes del género humano— «es ultrajada por las inmensas riquezas de una minoría». La evangelización de los pobres debía ser no uno de los temas del Concilio, sino la cuestión central, incluso para la unión de los cristianos. Era necesario dar la prioridad a la elaboración de la doctrina evangélica de la santa pobreza de Cristo y de la Iglesia y de la dignidad eminente de los pobres en cuanto «miembros privilegiados de la Iglesia, porque el Verbo de Dios ha preferido esconder su gloria en estos miembros hasta el fin de los tiempos». Era necesario además tener esto muy en cuenta en la nueva organización de todos los esquemas doctrinales y en los preparativos de los proyectos para la reforma de las instituciones eclesiásticas y de los métodos de evangelización. Como conclusión, el prelado ofreció algunos ejemplos de reformas pastorales e institucionales: la limitación del uso de los bienes materiales, sobre todo de los que de por sí ofrecen una apariencia de menor pobreza; el comienzo de un nuevo estilo o «etiqueta» para los obispos, «de tal manera que no hieran la sensibilidad de los hombres de nuestro tiempo ni den a los pobres una ocasión de escándalo, para evitar el peligro de que nosotros, muchas veces verdaderamente pobres, tengamos apariencias de ricos»; la fidelidad a la santa pobreza, no sólo individual, sino también colectiva, por parte de las familias religiosas; un nuevo comportamiento en el campo económico con el abandono de ciertas instituciones del pasado que hoy se hallan privadas de utilidad e impiden el libre y generoso trabajo apostólico. La intervención del cardenal Lercaro causó una profunda impresión en la Asamblea. «Es la más audaz y revolucionaria de todas las oídas en la primera sesión —comentó el P. Rouquette en Eludes—. Esta intervención abre tal vez un campo nuevo.» Se propone un nuevo Secretariado Mientras se aproximaba la clausura del primer período comenzaron a aflorar a la superficie nuevas ideas, que fueron adquiriendo más vigor y consistencia, sobre todo entre los 180

padres más sensibles a la temática que se había ido desarrollando en el Concilio, y que se habían aprovechado de la experiencia de aquellos dos meses de discusiones. Las perspectivas abiertas por el Vaticano II sobre la vida y la acción futura de la Iglesia —se decía— no pueden ignorarse en adelante. Pero persistía siempre la dificultad de encuadrarlas y sistematizarlas dentro de un plan lógico y unitario, y, al mismo tiempo, de evitar, pasando ya a la actuación práctica, que poco a poco se fueran diluyendo los principios informadores originarios. Por consiguiente, si aquel impulso renovador había partido del Concilio, el mismo Concilio debía buscar las formas y los medios necesarios para mantenerlo vivo y para reforzarlo. Fue entonces cuando aparecieron las primeras propuestas. Ante todo una organización de toda la materia elaborada durante la fase preparatoria, según las indicaciones dadas ya por Juan XXIII y los resultados obtenidos en las discusiones. En segundo lugar, una coordinación de los trabajos durante la «intersesión», pero no dejando la iniciativa de ello a cada comisión, sino confiando a un nuevo organismo la tarea de controlar la revisión de los textos a fin de que fuera enteramente conforme con la orientación general de la mayoría de la Asamblea. Finalmente —solicitada directamente al Papa con una petición firmada por numerosos obispos—, la creación de un Secretariado especial que estudiara de una manera concreta, positiva y eficaz los angustiosos problemas de la hora actual, como, por ejemplo, las consecuencias de la explosión demográfica, el hambre y la indigencia en la que se debaten las dos terceras partes de la humanidad, la evangelización de los pobres, la paz, la guerra, etc. Aquellos proyectos fueron primeramente discutidos en secreto en el decurso de reuniones y entrevistas entre cardenales y prelados de diversas nacionalidades, y después fueron apareciendo gradualmente a la luz del sol. En su carta el periódico L'Italia del 2 de diciembre, el cardenal Montini afrontó una de las cuestiones más delicadas: la del trabajo preparatorio. «Un material inmenso y óptimo —escribió—, pero heterogéneo y desigual, que habría exigido una reducción y una composición audaz si una autoridad no sólo extrínseca y disciplinar hubiera dominado la preparación lógica y orgánica de aquellos magníficos volúmenes, y si una idea central, arquitectónica, hubiera polarizado y dado un fin a este ingente trabajo. Ha faltado, haciendo siempre honor

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a aquel criterio de libertad y espontaneidad del que ha nacido este Concilio, el punto focal de su programa, que, sin embargo, ha tenido afortunadamente solemnes y sabias orientaciones en las palabras pronunciadas por el Santo Padre, especialmente en los dos discursos del 11 de septiembre y del 11 de octubre.» Cardenal Suencns: «Es necesario un plan de conjunto» Los tiempos estaban ya maduros para que se pudiera hablar abiertamente en el aula de aquellas propuestas. El 2 de diciembre comenzó el cardenal Alfrink subrayando la oportunidad de conferir una disposición nueva y más orgánica a toda la materia conciliar. Al día siguiente el cardenal Léger •—y de la misma opinión se mostró inmediatamente después el sudafricano monseñor Hurley— afirmó que con el primer periodo los padres habían comprendido plenamente la amplitud del esfuerzo que era necesario realizar para renovar la Iglesia, y pidió la constitución de un organismo que, además de asegurar la conservación de aquellos postulados fundamentales bien perfilados ya, estimulara a las comisiones a elaborar esquemas sobre los que pudieran converger los votos unánimes de la Asamblea. El 4 de diciembre intervino el cardenal Suenens, y su discurso, a juicio de todos los críticos, había de tener un peso determinante sobre la orientación que el Papa iba a dar unos días más tarde al trabajo conciliar. El purpurado belga, refiriéndose expresamente a los dos discursos pontificios del 11 de septiembre y del 11 de octubre, expuso su «plan de conjunto». «Este programa quisiera proponerlo así: que este Concilio sea el Concilio de la Iglesia y que tenga dos vertientes: la Iglesia en su actividad interna y la Iglesia en su actividad externa. Me explico. En primer lugar hay que decir qué es la Iglesia misma en este misterio del Cristo viviente en su cuerpo místico, cuál es su verdadera naturaleza. Nosotros interrogamos, pues, a la Iglesia: «¿Qué dices de tí misma?» El esquema que ahora estudiamos trata de responder a esta pregunta. Una vez puesta bien en claro la naturaleza de la Iglesia, será posible aplicar el adagio «el obrar sigue al ser» y exponer cómo la Iglesia desde hoy marcha adelante siguiendo las directrices de los Papas que han indicado el camino.» El orador pasó después a hablar de la Iglesia en su acti-

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vidad externa. «Bajo este título trataremos de la Iglesia en su relación de dialogante con el mundo. Efectivamente, el mundo espera que la Iglesia resuelva los problemas capitales que le presenta. Estos problemas son: 1) ¿Qué dice la Iglesia en particular sobre el tema de la vida misma de la persona humana, por ejemplo, sobre el tema de su inviolabilidad, sobre su procreación consciente, sobre su extensión en lo que ha sido definido la explosión demográfica contemporánea? 2) ¿Qué dice la Iglesia a propósito de la justicia social? Los moralistas han escrito tantos libros acerca del sexto mandamiento, que ya casi no queda nada por explorar en este campo. Pero permanecen casi mudos cuando se trata de determinar concretamente el deber social de la propiedad. Pero hay más. Lo que enseñan las grandes encíclicas sociales no es ampliamente expuesto, como sería necesario, en las escuelas y en las publicaciones. ¿Cómo determinar aquella parte superflua que debemos dar a los pobres? ¿Cuál es además, en teoría y en la práctica, el deber de las naciones ricas con respecto al tercer mundo o a aquellos países que sufren el hambre? 3) ¿Qué dice la Iglesia a propósito de la evangelización de los pobres? ¿Qué condiciones se requieren para que nuestro testimonio llegue a los pobres y sea recibido por ellos? 4) ¿Qué dice la Iglesia a propósito de la paz internacional y de la guerra para que su doctrina brille como una luz en medio de las dificultades de nuestra época?» «El Concilio persigue un triple diálogo: el diálogo de la Iglesia con sus fieles; el diálogo ecuménico de la Iglesia con los hermanos que no están todavía unidos visiblemente; el diálogo con el mundo contemporáneo. Como el Secretariado ecuménico ha tratado las cuestiones ecuménicas, así, a mi modo de ver, sería necesario crear dentro del Concilio un Secretariado para los problemas sociales de los que hemos tratado más arriba, o al menos crear una sección especial en una nueva comisión que tendría como fin coordinar y facilitar los trabajos de las demás comisiones...» Para terminar, el purpurado lanzó una triple sugerencia: 1) Que el programa del futuro desarrollo del Concilio lo determine el mismo Concilio en el sentido que he- expuesto hasta aquí. 2) Que las comisiones reciban sin dilación los esquemas respectivos, procediendo a su revisión según las perspectivas ya definidas, y reteniendo únicamente aquellos elementos 183

que poseen una importancia real en el marco de una renovación pastoral. 3) Que el Concilio exprese su voto sobre la oportunidad de crear un Secretariado para los problemas del mundo moderno. La coordinación de los trabajos Las propuestas del cardenal Suenens produjeron un gran efecto incluso fuera del Concilio, siendo acogidas favorablemente. El 5 de diciembre, hablando en el aula del esquema sobre la Iglesia, el cardenal Montini apoyó incondicionalmente las tesis del purpurado belga. Aquel mismo día —Juan XXIII había puesto ya manos a la obra— se distribuyó a los padres un fascículo con los títulos de los temas (los estudiados durante la fase preparatoria eran unos 70) reunidos en sólo 20 esquemas de decretos y constituciones. El 6 de diciembre, en su intervención sobre la pobreza en la Iglesia, también el cardenal Lercaro dijo que prestaba su adhesión al plan expuesto por el cardenal Suenens. Los obispos habían manifestado claramente sus intenciones a través de sus representantes más cualificados. Pero tampoco el Papa, relegada finalmente toda vacilación debida al temor de poder restringir de algún modo la libertad de la Asamblea, tenía ya ninguna duda sobre las medidas que debía tomar. Y precisamente el 6 de diciembre se comunicaron las normas que el Sumo Pontífice, valiéndose de las experiencias de la fase preparatoria y del primer período conciliar, había establecido para la «intersesión». Las disposiciones estaban contenidas en seis puntos. En el primero se ponía de relieve la necesidad de «proveer a un nuevo examen y a un perfeccionamiento de los esquemas, teniendo presente el trabajo realizado». De ello se encargarían las respectivas comisiones ayudadas por especiales comisiones mixtas «con el fin de facilitar y acelerar los trabajos». En el segundo —el más importante sin duda— se decía que el fin propio del Concilio, proclamado y confirmado por el Papa especialmente en la alocución del 11 de octubre, «debe indicar las normas en las que debe inspirarse el desarrollo de los trabajos», y se hacía presente que «muchos padres habían manifestado esta opinión durante las reuniones conciliares». Se recordaban además de intento los pasajes esenciales de aquel discurso. Se subrayaba que el punto saliente del Vati184

cano II no era la discusión de este o de aquel tema de la doctrina fundamental de la Iglesia, sino más bien avanzar hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias, inspirada fielmente en la doctrina auténtica, pero estudiada y expuesta a través de las fórmulas de la investigación y de la formulación literaria del pensamiento moderno. Se distinguía entre la sustancia de la antigua doctrina sobre el depósito de la fe y su exposición. Se insistía en un magisterio de carácter prevalentemente pastoral y en la actitud maternal y confiada de la Iglesia hacia todos los hombres. En el tercer punto se afirmaba que era necesario sacar de los diversos temas tratados los principios generales más relevantes y someter a examen sobre todo los relativos a la Iglesia universal, a los fieles y a toda la familia humana. Las cuestiones particulares y de menor amplitud deberían ser omitidas, remitiéndolas a la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico o a las que serían instituidas después de la conclusión del Concilio. En el cuarto punto, digno también de la mayor atención, se anunciaba la constitución de un nuevo organismo cuyas funciones se determinaban así: «Coordinar los trabajos de las comisiones, seguirlos y tratar con los presidentes de las mismas no sólo los problemas de su propia competencia sino, también todo aquello que se dirige a promover y asegurar la conformidad de los esquemas con los fines del Concilio.» Fue nombrado presidente de este organismo al secretario de Estado, cardenal Cicognani, y como miembros los cardenales Liénart, Spellman, Urbani, Confalonieri, Dópfner y Suenens. Más tarde, en agosto del año siguiente, se añadieron a ellos los cardenales Agagianian, Lercaro y Roberti. Se encargaron de la Secretaría el secretario general, monseñor Felici y los cinco subsecretarios. El quinto y el sexto punto de las «normas» se referían al camino que deberían seguir los esquemas durante la «intersesión ». Los textos, apenas redactados y aprobados por el Papa, serían enviados a los obispos, especialmente por medio de las conferencias episcopales, lo cual confirma la importancia asumida por ellas en el primer período. Los obispos, a su vez, después de haberlos estudiado, enviarían a Roma las sugerencias que creyeran oportunas. Por fin, después de sopesar detenidamente las propuestas, podrían servirse de ellas para perfeccionar la redacción de los diversos proyectos.

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El 6 de diciembre fue sin duda una techa fundamental en la historia del Vaticano II. Después de tantos trabajos, el Concilio había encontrado finalmente el camino justo y más seguro. Se dijo que desde aquel día todo había comenzado de nuevo. Los esquemas serían elaborados nuevamente. Los organismos conciliares debían actuar con espíritu y métodos m u y diversos de los que habían informado los preparatorios. Una supercomisión controlaría de cerca y coordinaría todo el material. Los obispos tendrían la posibilidad de examinar con calma los diversos documentos y de comunicar sus observaciones antes de la apertura de la segunda sesión. En una palabra, se realizaría un tipo de trabajo completamente diverso del que se había llevado a cabo durante la fase preparatoria. Pero, aun admitiendo todo esto, no hay que olvidar que a estas conclusiones se había llegado sólo después de dos meses de discusiones, después de haber experimentado concretamente los remedios que se debían aplicar y de haber investigado pacientemente cuáles eran las orientaciones generales de la Asamblea. Se clausura el primer periodo La mañana del 8 de diciembre tuvo lugar la clausura del primer período con una solemne ceremonia en la basílica vaticana. Celebró la misa el cardenal Marella. A ella siguió la alocución de J u a n X X I I I . Las jornadas precedentes habían estado llenas de inquietudes por la salud del Papa. El 27 de noviembre, después de un primer ataque grave, el Santo Padre se había visto obligado a suspender las audiencias. Sólo el 2 de diciembre se había asomado a la ventana de su biblioteca privada. Tres días más tarde había recitado el Ángelus con los obispos reunidos en la plaza de San Pedro. Y el 7 de diciembre, aunque todavía no se había restablecido, descendió al aula conciliar para dirigir un saludo a los padres que se disponían ya para la partida, y expresar a todos su reconocimiento, porque —dijo en aquella ocasión— «las ansias pastorales manifestadas por vosotros en la dirección de los trabajos o con escritos, palabras o consejos nos han hecho oír de alguna manera la voz de toda la catolicidad que en este período ha dirigido su atención a estas reuniones con sólida esperanza y expectación». En el discurso conclusivo J u a n X X I I I quiso sacar algunas «consideraciones oportunas» de la labor realizada en aquellos dos meses. «La primera sesión —afirmó— ha sjdo como una

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introducción lenta y solemne a la grande obra del Concilio. H a sido como un ardiente deseo de entrar en el corazón y en la sustancia del designio querido por el Señor. Era necesario que los hermanos venidos de lejos y reunidos en torno al mismo hogar tomaran contacto entre sí con mayor conocimiento recíproco. Era preciso que los ojos se fijaran en los ojos para sentir las palpitaciones de los corazones hermanos. Era necesario que cada uno expusiera sus experiencias para conseguir un intercambio meditado y fecundísimo de las aportaciones pastorales, expresión de los más diversos climas y ambientes de apostolado. En una reunión de tan vastas proporciones se comprende también que hayan sido necesarios varios días para llegar a un acuerdo que, quedando a salvo la caridad, era motivo de ansiosas y comprensibles divergencias. También esto tiene su explicación providencial para dar realce a la verdad, y ha demostrado ante la faz del mundo la santa libert a d de los hijos de Dios tal como se encuentra en la Iglesia.» El P a p a aludió después a los temas debatidos en el Concilio y a la orientación del trabajo durante la «intersesión». El segundo período —añadió— «tendrá un ritmo seguro, continuo y más expedito, facilitado por la experiencia de esta primera sesión, de modo que podemos esperar que la conclusión, a la que se dirigen los deseos de todos los fieles, pueda convertirse en una realidad en la gloria del Hijo de Dios hecho carne, en el gozo de la Navidad, en el año centenario del Concilio de Trento». El Papa pensaba, pues, que el Vaticano II podría terminar dentro del año siguiente o, al menos, proseguir los trabajos incluso después de terminado el 1963 hasta su culminación. Pastoral y ecumcnismo El primer período había terminado. En aquel momento, habiéndose tratado de una fase dialéctica, por decirlo así, no era el caso precisamente de sacar de él conclusiones definitivas. Sin embargo, de aquellos dos meses de discusión habían surgido no pocos elementos de juicio, en parte negativos y en parte positivos, que sería necesario tener en cuenta especialmente para llevar a feliz término todo lo que aún quedaba por hacer. Subsistían, como es natural, algunas perplejidades, por ejemplo, sobre las dificultades del desarrollo, sobre la laboriosa sedimentación no sólo de las ideas, sino también de los hombres;

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sobre los resultados aparentemente escasos de la sesión, ya que un solo esquema —el de liturgia— había sido completamente examinado y sustancialmente aprobado, mientras que todos los demás proyectos estudiados sucesivamente habían sido remitidos a las comisiones para una revisión más o menos completa. Quedaban, sin embargo, algunas impresiones consoladoras que constituían un indicio del futuro desarrollo del Vaticano II. Sobre todo una saltaba a la vista. Los obispos en su mayoría habían advertido ya las perspectivas fundamentales en las que se hallaba enmarcada toda la temática conciliar. Había madurado en ellos la conciencia de los derechos derivados de su pertenencia al cuerpo episcopal y de las obligaciones provenientes de la solicitud sobre la Iglesia universal. Habían tenido lugar fuertes divergencias de opinión, es cierto, pero su manifestación era inevitable en aquel «rodaje» inicial y en aquellos primeros choques entre mentalidades y experiencias tan diversas. Se habían manifestado dos tendencias entre los padres, «la de aquellos —explicó con objetividad el cardenal Liénart— que tienen sobre todo la preocupación de evitar los errores, mantener y afirmar la doctrina, y la de aquellos cuya preocupación dominante es presentar esta doctrina al mundo y expresarla de un modo tal vez menos científico, pero más asimilable. Estas dos tendencias existen, y esto es muy comprensible, ya que representan dos deberes de la Iglesia. No debe causar maravilla que a uno llame más la atención un aspecto que otro. Habría división sólo si se contrapusieran estas dos tendencias, en vez de considerarlas como complementarias ». Y ha sido precisamente esta «complementariedad» la que, con el correr del tiempo, ha hecho posible un acuerdo entre los diferentes grupos, favoreciendo al mismo tiempo —y este es otro aspecto relevante de aquellas semanas de trabajo— la búsqueda, primero, y la percepción, después, de los fines indicados por Juan XXIII, dejando, sin embargo, absoluta libertad a la Asamblea de descubrirlos y comprobarlos con una franca dialéctica. Surgieron entonces los dos criterios basilares que habrían de caracterizar la investigación de los padres. En primer lugar, el carácter «pastoral»: una apertura confiada de la Iglesia hacia los hombres de hoy con el fin de ayudarlos a superar las angustias que los atormentan y de mostrarles —con principios inmutables, pero con una nueva formulación— la doc-

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trina cristiana más en consonancia con sus conciencias y con sus necesidades. En segundo lugar, el carácter «ecuménico»: un amor que, sin traicionar sus verdades, pero sin ocultarse tampoco detrás de un falso celo sostenido sólo en bellas palabras, la Iglesia nutre hacia los hermanos separados o hacia aquellos que se hallan aún alejados de ella. Todo esto, en otros términos, quería significar que un Concilio con un fin pastoral no debía entenderse en el sentido de «práctico», es decir, limitarse a enumerar una serie de normas prácticas, excluyendo la doctrina. El Concilio debía, por el contrario, exponer la doctrina de tal modo que los hombres pudieran comprenderla, aplicarla a sus problemas más urgentes, como la paz, la colaboración entre los pueblos para hacer frente a las necesidades de los países subdesarrollados, el orden moral y civil, el matrimonio, la familia, etc.. El Concilio debía también hacer que los contactos con los demás cristianos se fundaran en un clima de lealtad y de sinceridad, recordando siempre que la Iglesia católica es la única depositaría de la verdad revelada, sin olvidar por eso que también los católicos podrían haber contribuido al recrudecimiento de los antiguos rencores. Pues bien, aquellas orientaciones, aquellas ansias de renovación en la Iglesia católica y aquel deseo de encontrar nuevos métodos y nuevas formas de acercamiento a la humanidad contemporánea y a los demás cristianos fueron acogidos favorablemente por los mayores exponentes de las Iglesias y de las comunidades separadas. El patriarca Atenágoras en su mensaje natalicio dijo que consideraba el Concilio como «una manifestación de la sabiduría divina». Y durante la reunión del Comité Ejecutivo del Consejo Mundial de las Iglesias, celebrada en Ginebra en febrero de 1963, el secretario general Visser't Hooft notó en su relación que el catolicismo «se estaba dando perfecta cuenta de su verdadera posición en el mundo moderno» y había titomado en serio las exigencias de la humanidad contemporánea», afirmando además que el Concilio había indicado claramente que la Iglesia romana posee «una capacidad de renovación más grande que la de las demás Iglesias, Capacidad que la mayoría de los católicos no creía posible». Comprobada, pues, la efectiva «disponibilidad» de la Iglesia católica para el diálogo ecuménico (26), el Consejo (26) Esta «disponibilidad » encontró vina nueva confirmación en las visitas que hicieron al Vaticano el presidente de los metodistas de Inglaterra, doctor Leslie Davison; el prior de la comunidad protestante de Taizé, Schutz, y el obispo anglicano canadiense George Luxton.

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Mundial de las Iglesias comenzó ya entonces a individuar los diversos campos en los que podía realizarse una futura colaboración. Se habló de ello explícitamente en la reunión del Comité Centra] celebrada en Rochester en el mes de agosto del mismo año, admitiéndose la posibilidad de discutir ciertos problemas teológicos y eclesiológicos, cuestiones prácticas, como la libertad religiosa, los matrimonios mixtos, las relaciones en el campo misional y proselitista y además el testimonio de las Iglesias en el ámbito civil y, en particular, en el plano internacional. Diecisiete esquemas El comienzo de los trabajos de la «intersesión» lo marcó prácticamente la carta Mirabilis Ule, que J u a n X X I I I envió a todos los miembros del Episcopado el 6 de enero de 1963. El documento estaba articulado en cuatro partes principales: / ) Las funciones de la Comisión Coordinadora. 2) Las relaciones entre los obispos y el Concilio, cuyas deliberaciones —se decía— reciben indudablemente del Sumo Pontífice su fuerza y su confirmación, pero deben ser planteadas, discutidas y formuladas por los padres (27). 3) El interés creciente del clero y de los fieles por el Vaticano II (28); 4) El interés por el Concilio de parte de los cristianos y de toda la humanidad, de cuya salvación los obispos debían sentirse responsables. Algunos días más tarde la primera reunión de la Comisión Coordinadora, tenida del 21 al 28 de enero, fijó definitivamente la lista de los esquemas, decretos y constituciones que habían de ser sometidos a los padres. Limitados a 20, como se recordará, al final del primer período, sufrieron entonces una segunda reducción, ya que cuatro textos elaborados por la comisión Teológica —depósito de la fe, orden moral, orden social, castidad y familia— fueron reunidos en un nuevo proyecto, el llamado «esquema X V I I » , en el que se tratarían las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno. (27) Algunos creyeron advertir en este punto una más decidida afirmación de la autoridad del Papa sobre la asamblea; otros, por el contrario, un indicio de un «episcopalismo» más acentuado, de modo que L'Osservatore Romano se vio obligado a rechazar ambas interpretaciones. (28) En este punto se indicaban algunos inconvenientes que debían ser evitados, especialmente por parte de aquellos que desearían introducir formas particulares de oraciones. Esta alusión—según L'Osservatore Romano—no se entendía en manera alguna como una reprobación de aquellas propuestas surgidas en el debate conciliar sobre la liturgia.

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Resultaron, pues, complexivamente 17 esquemas: la revelación divina, la Iglesia, la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia; los obispos y el gobierno de las diócesis, el ecumenismo, el clero, los religiosos, el apostolado de los seglares, las Iglesias orientales, la liturgia, la pastoral, el sacramento del matrimonio, la formación de los seminaristas, las escuelas y universidades católicas, las misiones, los medios de comunicación social y la presencia y acción de la Iglesia en el mundo moderno. Aquella lista representó, por decirlo así, la consecuencia lógica del cometido que la «supercomisión» se había prefijado minuciosamente, es decir, establecer la mayor o menor importancia de los esquemas, introduciendo una cierta jerarquía entre ellos; señalar las disposiciones o los puntos principales de los documentos, indicando cuáles debían ser eliminados, reducidos o encomendados a la Comisión para revisión del Código de Derecho Canónico o a los organismos posconciliares; aconsejar qué textos podrían ser redactados en forma de «mensaje», en forma de «voto» o de «proposiciones generales»; finalmente, coordinar, según las directrices de J u a n X X I I I , el trabajo de las comisiones, manteniendo los contactos oportunos con sus respectivos presidentes. En las reuniones siguientes los miembros de la comisión Coordinadora, cada uno de los cuales fue encargado de seguir de cerca la preparación de un cierto número de esquemas, examinaron varias veces los que ya estaban bien preparados, aprobando algunos de ellos y remitiendo otros a los organismos competentes para un nuevo perfeccionamiento. Finalmente, varios proyectos fueron enviados a los obispos, quienes, en particular o reunidos en las conferencias episcopales, profundizaron su contenido, enviando después a Roma sus observaciones de modo que pudieran tenerse en cuenta en la redacción final. Las comisiones conciliares, al trabajo Las comisiones conciliares habían puesto activamente manos a la obra realizando una amplia labor de revisión de los respectivos esquemas. E n la Comisión mixta, por ejemplo, a la que había sido confiada la tarea de enmendar el proyecto de constitución sobre la «divina revelación», cuyo título originario había sido abandonado, se había llegado en seguida a un acuerdo de principio, pero quedaba siempre una diversidad

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de opiniones acerca de la mutua relación entre Escritura y Tradición, Algunos sostenían que ciertas verdades de fe se hallaban sólo en la Tradición, mientras que otros afirmaban que todas las verdades están contenidas en la Escritura, aunque a veces, para ponerlas bien en claro, se necesite una investigación y una atenta profundización de los mensajes escriturísticos correspondientes. Por lo que se refería al esquema sobre la Iglesia, la misma Comisión Coordinadora estableció algunos criterios fundamentales que era necesario tener presentes en la revisión: mostrar explícitamente el nexo existente entre el Vaticano I y el Vaticano II, exponiendo de nuevo la doctrina del primado del Romano Pontífice, pero con un tono más pastoral y ecuménico; poner de relieve el significado y la importancia de la colegialidad episcopal; esclarecer el significado del episcopado en cuanto tal para el recto orden de la misma doctrina eclesiológica y para facilitar los contactos con los hermanos separados; ilustrar mejor los vínculos que unen al episcopado y al presbiterado, la excelencia del sacerdocio ministerial y la función de los seglares en la Iglesia. Varios esquemas fueron notablemente abreviados, sobre todo el de las Iglesias orientales, el de los religiosos, el de las misiones y el del apostolado de los seglares. Al decreto sobre los obispos se le añadieron en dos apéndices algunas anotaciones concernientes a las relaciones de los prelados con las congregaciones romanas y la «praxis» de los dicasterios con respecto a los obispos. Particularmente difícil fue la redacción del decreto sobre el ecumenismo. En sus tres primeros capítulos se reunieron los documentos preparados a su debido tiempo por el Secretariado para la Unión, por la Comisión Teológica y por la Comisión para las Iglesias Orientales. Se añadieron después otros dos capítulos: el cuarto, sobre la actitud de los católicos hacia los no cristianos, y sobre todo hacia los hebreros, y el quinto sobre la libertad religiosa. El camino seguido por estos dos textos es muy complejo y sólo en una cierta medida es posible recorrer sus etapas principales. Se recordará que durante la fase preparatoria la Comisión Teológica se había ocupado del problema de la llamada «tolerancia religiosa», reservándose un breve estudio en un capítulo del esquema sobre la Iglesia, el capítulo dedicado a las relaciones entre la Iglesia y la sociedad civil. Contemporáneamente, también el Secretariado para la Unión había analizado el

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mismo tema, pero partiendo de premisas completamente distintas. Mientras allí se admitía sólo y se «toleraba» el error en materia religiosa, aquí se proclamaba bien alto la libertad del individuo de profesar la propia fe según el dictamen de su conciencia recta. «La libertad religiosa —dijo el cardenal Bea el 13 de enero de 1963 en un célebre discurso pronunciado durante el ágape organizado por la Universidad Internacional de Estudios Sociales Pro Deo— es el derecho de decidir libremente, según la propia conciencia, de su propio destino. De esta libertad nace en el hombre el derecho y el deber de seguir la propia conciencia. A este derecho y a este deber responde en el individuo y en la sociedad el deber de respetar esta libertad y autodecisión (...). A quien quisiera objetar que el error no tiene el derecho de existir, basta responder que el error es algo abstracto y, por consiguiente, no es sujeto de derecho, pero lo es el hombre, incluso allí donde yerra invenciblemente, es decir, sin poder corregirse. Tiene, pues, el derecho y el deber de seguir su conciencia y asimismo el derecho de que esta independencia suya sea respetada por todos.» En el mes de junio de 1962 la Comisión Central Preparatoria fue invitada a pronunciar su juicio sobre las argumentaciones contrarias de la Comisión Teológica y del Secretariado para la Unión. Y, aunque no se sabe apenas nada con precisión, es necesario pensar, dado el desarrollo ulterior de las cosas, que la cuestión se sustrajo desde entonces a la competencia de la Comisión Doctrinal y se confió al organismo del cardenal Bea, de donde se siguió al mismo tiempo la orientación que el proyecto habría de tener. El Secretariado para la Unión había preparado además un esquema dirigido a disculpar definitivamente a los hebreos de la acusación de «deicidio». Pero, sea por las implicaciones políticas que alguno podría advertir indirectamente, sea por el temor de eventuales reacciones por parte de los países árabes, aquel esquema no fue nunca examinado por la Comisión Central. Más tarde, en diciembre de 1962, el cardenal Bea —que entre tanto había tenido una serie de contactos con algunos exponentes de organizaciones hebreas internacionales— escribió una carta a Juan XXIII haciéndole presente la oportunidad de exhumar aquel texto y de someterlo al juicio de los padres. El Papa respondió inmediatamente al purpurado manifestándole su aprobación. Nos queda por hablar, para terminar, del «esquema XVII», completamente nuevo. 193 13.—H.» Concilio

Muchos temas afrontados aquí por primera vez habían sido sugeridos por el cardenal Suenens en su famoso discurso del 4 de diciembre. Pero esto no quiere decir que ya en la fase antepreparatoria los obispos no hubieran ni siquiera advertido la exigencia de t r a t a r también los temas más en consonancia con los hombres de nuestro tiempo. E n efecto, entre las propuestas enviadas entonces por el episcopado hubo bastantes que —al menos en la sustancia, si no en la misma forma— habían de encontrarse después en el «esquema X V I I » , por ejemplo, las relaciones entre la Iglesia y las ciencias, entre la Iglesia y la sociedad internacional; la doctrina social de la Iglesia; los errores condenables con una referencia explícita al ateísmo, al marxismo, al comunismo, al liberalismo, al genocidio, a la discriminación racial, al totalitarismo, a la prohibición sistemática de la inmigración, etc.; la necesidad de ilust r a r mejor la naturaleza y algunos aspectos particulares del matrimonio, etc. Se llegó así a enero de 1963. La Comisión Coordinadora, valiéndose de las indicaciones surgidas en los últimos días de discusión, encargó a un organismo mixto, compuesto por los miembros de la Comisión Doctrinal y de la Comisión para el Apostolado de los Seglares, de preparar un proyecto de constitución sobre la actitud de la Iglesia frente a los mayores problemas del mundo moderno. E n el espacio de tres o cuatro meses, con el auxilio de algunos entre los más cualificados representantes del laicado internacional, se preparó un esquema dividido en seis capítulos: la vocación del hombre, la persona h u m a n a en la sociedad, el matrimonio y la familia, la promoción y el progreso de la cultura, el orden económico y la justicia social, la comunidad de los pueblos y la paz. Aquel proyecto, sin embargo, no encontró el favor de la Comisión Coordinadora, la cual determinó que se redactara uno nuevo, desarrollando sobre todo la parte doctrinal contenida en el primer capítulo y añadiendo al texto, en forma de instrucciones, la materia de los demás capítulos. La muerte de J u a n XXIII La crónica de los trabajos de la «intersesión» nos ha llevado, anticipando los acontecimientos, hasta los umbrales del segundo período conciliar. No hemos ni siquiera aludido al luto que en el intermedio había afectado a la Iglesia universal

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—la muerte de J u a n X X I I I — y a la subsiguiente elección de Pablo VI. Pero el Vaticano II, aun con el cambio de pontificado, había proseguido su curso sin turbaciones ni sobresaltos, sin que sobreviniera ninguna detención en el camino trazado por el Papa J u a n . De este modo apareció la continuidad entre ambos Papas, una continuidad no sólo de ideas en la prosecución de la ardua empresa conciliar. «Juan X X I I I —había afirmado el cardenal Montini tres días después de la muerte del Santo Padre— ha señalado trayectorias en nuestro camino, que será de sabios no sólo recordar, sino seguir (...) ¿Podremos desviarnos de la senda abierta por él con t a n t a audacia en la historia religiosa futura, la senda de una mayor comprensión de la universalidad de la fe católica...?» En el mes de mayo, J u a n X X I I I había decidido extender a todos los prefectos apostólicos —unos 80— el privilegio de participar en el Concilio con voto deliberativo. Aquella fue su última decisión conciliar. Algunos días más tarde la enfermedad se apoderó nuevamente de él. «Si Dios quiere, el sacrificio de la vida del Papa —dijo al cardenal Cicognani— que sirva para impetrar copiosos favores sobre el Concilio Ecuménico, sobre la Iglesia santa, sobre la humanidad que aspira a la paz.» La noche del 81 de mayo el estado del Papa se agravó. Fue una agonía lenta, dolorosa, soportada con serenidad. En los momentos de lucidez su pensamiento se dirigía también al Concilio y a la paz entre los hombres. Se le oyó repetir muchas veces: «Que todos sean una sola cosa... Que todos sean una sola cosa...» En aquellos instantes le tornaba a la mente uno de los problemas que había tenido siempre m u y dentro del alma: el problema de la evangelización del mundo entero. En la plaza de San Pedro los fieles pedían por el P a p a que se dirigía hacia la casa del Padre. Y pedían por él millones de personas de todos los credos y de todas las razas en todos los ángulos de la tierra. J u a n X X I I I murió a las 9,49 horas del 3 de junio de 1963. Tenía 81 años, seis meses y nueve días. Y había sido el pastor de la Iglesia universal durante cuatro años, siete meses y seis días. Dieciocho días más tarde, el 21 de junio, después de un cónclave de día y medio de duración, subía al solio pontificio el arzobispo de Milán, el cardenal J u a n Bautista Montini.

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II los grandes temas: la iglesia, los obispos, el ecumenismo

Segundo período: 29 de septiembre - 4 de diciembre de 1963 El Concilio, según las prescripciones del Código de Derecho Canónico, se había interrumpido oficialmente a raíz de la muerte de Juan XXIII. Sólo a su sucesor competía decidir la oportunidad y el momento de reanudar la elaboración, aunque nada impedía que, por una razón cualquiera, el Papa diferiese su prosecución a tiempo indeterminado o lo considerase tal vez suspendido definitivamente. En tales circunstancias, si bien todos los críticos, aun los más pesimistas, estaban plenamente concordes en prever una efectiva reanudación del Concilio (1), algunos, sin embargo —y en aquel período de interregno no se podía decir que estuviesen equivocados—, estaban llenos de perplejidad en lo referente a los «modos» con que el Concilio se reanudaría, y especialmente con relación a la fiel observancia y al absoluto respeto de los fines que el Papa Roncalli le había asignado y que habían hecho propios la mayoría de los padres. Pero las dudas y temores existentes fueron deshechos de la noche a la mañana por las primeras palabras y actuaciones del nuevo Pontífice. El mismo nombre que asumió al subir a la cátedra de Pedro, Pablo VI, pareció a todos, por su evidente inspiración en el Apóstol de las Gentes, un testimonio preciso e indudable a los compromisos universales y misioneros hacia los que Juan Bautista Montini había orientado su programa de gobierno. El día siguiente a su elección, en su radiomensaje al orbe católico, se apresuró a anunciar que la «parte principal» de su pontificado la ocuparía la continuación del Concilio. «Este —añadió— será el quehacer primordial por el que queremos gastar todas las energías que el Señor nos ha concedido para que la Iglesia católica, que brilla en el mundo como estandarte alzado sobre todas las naciones lejanas, (1) Era prácticamente imposible que el nuevo Papa anulara de golpe el amplio trabajo de «aggiornamento» que la Iglesia había iniciado, cortando al mismo tiempo de raíz las esperanzas que el Vaticano II había suscitado entre los hombres.

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pueda atraer a sí a todos los hombres, con la majestad de su organismo, con la juventud de su espíritu, con la renovación de sus estructuras, con la multiplicidad de sus fuerzas provenientes de toda raza, lengua, pueblo y nación...» Pablo VI quemó etapas. Transcurrieron pocos días y L'Osservatore Romano del 28 de junio comunicó que el Papa había fijado el comienzo del segundo período para el 29 de septiembre: con sólo un ligerísimo retraso de la fecha previamente establecida por Juan XXIII. En la homilía pronunciada el 30 de junio durante el solemne rito de la coronación, Pablo VI completó y amplió cuanto había dicho en su primer radiomensaje. «Reanudaremos con la mayor reverencia la obra de nuestros predecesores, defenderemos a la santa Iglesia de los errores doctrinales y de costumbres que dentro y fuera de sus fronteras están amenazando su integridad y ensombreciendo su belleza. Procuraremos preservar e incrementar la fuerza pastoral de la Iglesia que se presenta, libre y pobre, en su propia actitud como madre y maestra, amante de sus hijos, respetuosa y paciente, pero invitando cordialmente a unirse a ella a todos aquellos que no están todavía en su seno. Reanudaremos, como ya hemos anunciado, el Concilio Ecuménico, y pedimos a Dios que este gran acontecimiento confirme la fe en la Iglesia, vitalice sus energías morales, la fortalezca y la adapte mejor a las exigencias de nuestro tiempo. Y así se presente a los hermanos, separados de su perfecta unidad, de una manera que haga posible su reintegración en el cuerpo místico de la única Iglesia católica en la verdad y la caridad, fácil y jubilosamente...» A continuación el Santo Padre, hablando en francés, trató extensamente del problema de la diversidad de ritos: «Las comunidades orientales, portadoras de antiguas y nobles tradiciones, aparecen ante nuestros ojos como dignas de todo honor, estima y confianza.» Habló después de los contactos con los hermanos separados: «No nos hacemos ilusiones en cuanto a los graves problemas que han de ser resueltos y sobre la gravedad de los obstáculos que habremos de vencer... » Sin embargo, «deseamos, utilizando sólo las armas de la verdad y de la caridad, proseguir el diálogo iniciado y, en la medida de nuestras fuerzas, continuar la empresa comenzada». Tocó además las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno, el cual—dijo— «aspira no sólo al progreso humano y técnico, sino también a una justicia y a una paz que no sea sólo una precaria suspensión de hostilidades entre las naciones

o entre las clases sociales, que permitan el entendimiento y la colaboración entre los hombres y los pueblos en una atmósfera de mutua confianza...» El diálogo entre Roma y la ortodoxia Conmovió sobre todo el realismo con que el Papa había afrontado el tema de la unión de los cristianos. Y conmovió además su profundo y angustioso deseo de ver desaparecidas para siempre las viejas disensiones, aquel «intensísimo anhelo» suyo, como expresó el 18 de agosto en un discurso justamente famoso pronunciado en la abadía de Grottaferrata. En aquella ocasión todos vieron con claridad la intención unionista de Pablo VI, especialmente con respecto a los hermanos separados orientales. «Venid y hagamos desaparecer las barreras que nos separan; expliquemos los puntos de doctrina en los que no estamos concordes, y que son todavía objeto de controversias; procuremos hacer unívoco y solidario nuestro credo, articulada y compacta nuestra unión jerárquica. No queremos ni absorber ni mortificar ese gran florecimiento de las Iglesias orientales. Sólo deseamos que ese florecimiento vuelva a brotar del único árbol de la única Iglesia de Cristo.» El Papa aludió también a un episodio de gran importancia ecuménica acaecido a mediados de julio, cuando el obispo suizo monseñor Charriére se había dirigido a Moscú, como representante del Secretariado para la Unión, con el fin de participar en los solemnes festejos celebrados en honor del patriarca Alexis con ocasión de las bodas de oro de su consagración episcopal (2). Pues bien —observó Pablo VI—, «este gesto revela precisamente las intenciones, de la jerarquía católica, de rendir homenaje a memorias antiquísimas, de confirmar que no existe ningún prejuicio de emulación o de prestigio y mucho menos de orgullo o de ambición; ningún deseo de perturbar disonancias y disidencias que si en algunos momentos del pasado parecieron acentuarse, hoy aparecen del todo anacrónicas». Reléanse atentamente las últimas palabras del Papa. Descartada, como es natural, la hipótesis de un velado propósito de entrometerse en los problemas internos de la ortodoxia, ¿no parece más bien deducirse de ellas, aunque en términos prudentes y discretos, la impresión de una calurosa y (2) Más tarde, el 15 de septiembre, Nicodemo devolvería esta visita al Sumo Pontífice-

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leal exhortación a los orientales, para que consideren nuevamente el problema de las relaciones con Roma, hasta ahora en el aire y sin solución alguna después de las vicisitudes del año precedente? Una pura coincidencia, tal vez. El hecho es que, precisamente en agosto de 1963, el Santo Sínodo de Constantinopla, como consecuencia de una carta del cardenal Bea a Atenágoras —en la cual además de notificarle la elección del nuevo Pontífice se renovaba la invitación para mandar algunos representantes del patriarcado al Concilio—, determinó convocar para el mes siguiente una conferencia panortodoxa en Rodas. Los temas que se debían abordar eran dos: enviar observadores al Vaticano II y el proyecto de Atenágoras de proponer a la Iglesia romana el comienzo de un «diálogo >> en un «plano de igualdad». Sólo la Iglesia griega, decididamente contraria a todo género de contactos con el catolicismo, no participó en la conferencia, inaugurada el 26 de septiembre. No se necesitó mucho tiempo para llegar a algunas conclusiones. Todas las Iglesias ortodoxas estuvieron concordes en entablar un coloquio con Roma. Pero a cada una de ellas se dejó libertad para comportarse como mejor le pareciera en lac uestión de los observadores. Esto, aunque por un lado constituyó un innegable éxito de la «línea» posibilista que Atenágoras venía sosteniendo desde hacía años con relación a la Iglesia católica, por otro lado no creó las premisas y las condiciones necesarias para que el patriarca de Constantinopla pudiera hacerse representar por sus propios delegados en el Concilio.

Nuevas disposiciones para los trabajos conciliares Entre tanto, aproximándose ya la reapertura de las sesiones, Pablo VI pasó rápidamente de los enunciados programáticos a la puesta en marcha de toda una serie de medidas que favorecieran un desarrollo más expedito y funcional de los trabajos conciliares. Las nuevas normas, en las que se tenían muy en cuenta las experiencias del primer período y de las numerosas propuestas de los obispos, fueron comunicadas por el Papa al cardenal decano, Eugenio Tisserant, el primero de los miembros del Consejo de Presidencia, en una carta con fecha del 12 de septiembre. En ella el Papa, además de anunciar que había aumentado el número de los observadores no católicos superaban los 202

sesenta) y la constitución de un Secretariado para los no cristianos, expuso minuciosamente sus deliberaciones. Para comprender mejor las razones y la importancia de ellas, las podemos agrupar y resumir así: 1) Los fines del Vaticano II. Pablo VI se refirió explícita e intencionadamente a la alocución con que Juan XXIII había abierto el Concilio el 11 de octubre de 1962. Insistió en la preeminencia que la «índole pastoral» debía ocupar en la reelaboración de los esquemas y en el hecho de que la exposición de la doctrina debía hacerse «en el modo exigido por nuestro tiempo, de modo que se facilite a los hombres de hoy el camino para abrazar la verdad y para recibir la salvación que nos otorgó Jesucristo». Esta llamada tenía todo el aspecto de una respuesta inequívoca a cuantos aún temían una subversión de los fines del Concilio respecto a las indicaciones del Papa' Roncalli y al parecer de la mayoría de los padres. 2) La reorganización de la estructura y de las funciones de los organismos dirigentes. Se suprimió, en primer lugar, el Secretariado para los Asuntos Extraordinarios, a cuyos componentes, una vez elegido Papa el cardenal Montini, se les había incluido en la Comisión Cooordinadora o en el Consejo de Presidencia. Sus funciones las había asumido en gran parte la Comisión Coordinadora, que se había convertido en un organismo estable y autónomo. En segundo lugar, se nombraron cuatro «delegados o moderadores », los cuales se ocuparían de «ordenar las discusiones de las congregaciones generales, quedando siempre a salvo la libertad de los padres conciliares, con el fin de garantizar el orden y la claridad a todo cuanto se diga en aquella sede singular o colectivamente». Esta innovación era una de jas más importantes. En efecto, la dirección de los trabajos se confiaba a cuatro personalidades —los cardenales Agagianian, Lercaro, Suenens y Dopfner—, los cuales, especialmente los tres últimos, compartían y representaban con bastante fidelidad las ideas de la mayoría tal como se habían delineado en el decurso del primer período conciliar. Al Consejo de Presidencia, por tanto, se le eximía de este cometido, permaneciendo las reservas que ya se habían formulado respecto a él, juzgado, como se recordará, demasiado heterogéneo y complejo para poder dirigir eficazmente los debates en el aula. Sin embargo, a los miembros del Consejo, a los que se añadieron los cardenales Siri, Wyszynski y Me203

yer (3), se les reservó la tarea de hacer respetar el Reglamento «como tutores de la ley» o, en expresión de Pablo VI, de «procurar la recta observancia del orden en el Concilio Ecuménico, resolviendo las dudas y las posibles dificultades». Todo esto, en lugar de disminuir las funciones de este organismo, lo que hizo fue modificarlas, y, como podremos comprobar después, no disminuyó en modo alguno su prestigio y su influjo sobre la Asamblea, terminando más bien por ocasionar no pocos roces y discrepancias con los cuatro moderadores. 3) Los cambios realizados en el Reglamento. Después de lo acaecido en el año precedente era indispensable que el Reglamento fuera retocado sustancialmente, sobre todo para aligerar los trabajos de la Asamblea y de las comisiones conciliares y, como hizo notar L'Osservatore Romano, para «garantizar bajo todos los aspectos aquellos que impropiamente podríamos llamar minorías, pero que con más exactitud pueden definirse como la parte que casi nunca prevalece en una determinada votación». He aque algunas modificaciones de mayor interés: a) Si durante la discusión de un esquema ya ilustrado en el debate general, 50 padres creen oportuno proponer otro testo, pueden presentarlo a los moderadores, los cuales decidirán si es conveniente transmitirlo o no a la Comisión Coordinadora. b) Si en las comisiones conciliares cinco padres piden voto secreto, el presidente deberá concederlo. c) Para la aprobación, total o parcial, de los esquemas y de las enmiendas se requiere la mayoría de las dos terceras partes, mientras que es suficiente la mayoría relativa para aplazar o cerrar una discusión. d) Se concede la posibilidad de delegar a un padre para que exprese el pensamiento de otros oradores inscritos en la discusión, o de renunciar a intervenir cuando otros han tratado ya los mismos temas que deseaban exponer en el aula. e) Tres padres pueden pedir en común al presidente escoger como perito a un experto que consideran cualificado para tratar una materia, aunque no esté comprendido en el elenco prefijado por este organismo. f) Si un padre desea exponer su opinión en una comisión, aunque no forme parte de ella, la comisión determinará si debe admitirlo y bajo qué condiciones. (3) Adviértase que el cardenal Pía y Deniel pidió al Papa que le exonerase del cargo que ostentaba por razón de su avanzada edad y de sus condiciones de salud. El Papa aceptó la petición.

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g) Los miembros de una comisión contrarios a una deliberación aprobada por la mayoría pueden exponer en el aula los motivos de su disensión. 4) Los auditores seglares. Entre los participantes en el Concilio serían admitidos algunos seglares y representantes de las instituciones católicas internacionales más cualificadas. Una disposición ésta que nos quedaríamos cortos calificándola de revolucionaria y que en la práctica equivalía a un expreso reconocimiento de la madurez eclesial del laicado y del valor de su obra, tanto individual como organizada y colectiva, en colaboración con la jerarquía. Y esto tanto más cuanto que los auditores no tendrían en las sesiones una función meramente pasiva, mecánica, sino que más bien estarían llamados a colaborar activamente en la redacción de los esquemas a ellos pertinentes, e incluso a hablar en el aula ante los padres acerca de los problemas más graves y urgentes que atormentan a la humanidad contemporánea. 5) Las informaciones a la prensa. La última resolución pontificia, aunque no lo sea por su importancia, fue «el perfeccionamiento y la ampliación de los medios para la publicación de las noticias», con la consiguiente creación de un «Comité para la prensa del Concilio», siendo nombrado como presidente del mismo el arzobispo monseñor Martín O'Connor y y como miembros algunos prelados en representación de los mayores grupos lingüísticos y de particulares sectores geográficos. Como secretario se designó a monseñor Fausto Valíame, director de la oficina de prensa. Esta decisión estaba en conexión directa con otra, ya que la obligación del secreto que había permanecido en vigor sólo para los documentos que habían de discutirse y para los debates sostenidos en el seno de las comisiones, había quedado abolida en lo referente a los trabajos realizados en el aula conciliar, aunque se recomendaba a todos la «máxima prudencia y moderación». Se consiguió superar así en gran medida las numerosas dificultades que en 1962 habían obstaculizado el servicio de información de la oficina de prensa, ligado como se encontraba a una serie de restricciones casi absoluta, y el trabajo de los periodistas que se habían encontrado casi en la imposibilidad de redactar una información, exhaustiva y objetiva, sobre lo que acaecía y se discutía diariamente en el aula. Todo cambió, pues, al comenzar el segundo período. Media hora después de cada congregación general la oficina de prensa adelantaba ya un comunicado provisional, en el que se ofrecían, 205

muy resumidas, las diversas intervenciones tenidas hasta entonces. Los autores de estas intervenciones no se indicaban por razones de prudencia. Por lo demás, resultaba bastante fácil concretarlos, parangonando la lista de los que habían hablado con los temas resumidos más abajo. Al mismo tiempo, y siempre en la sede de Ja oficina de prensa, los periodistas se agrupaban en la sección lingüística propia, o «centros de documentación», que comprendían al máximo un obispo, un teólogo y algunos expertos. Estos, además de delinear a grandes rasgos los hechos salientes de la sesión, ofrecían ciertos detalles sobre las ideas propuestas por los distintos oradores. Todo este trabajo finalizaba hacia las 13,30 o las 14 horas, y en seguida se difundía un segundo comunicado ya definitivo. El Papa anuncia la reforma de la Curia Con la exhortación apostólica Cum proximus del 14 de septiembre Pablo VI invitó a los obispos y al pueblo fiel a una oración y a una penitencia más intensas. Aquel mismo día convocó a todos los padres para el segundo período mediante la carta pastoral Horum temporum. El comienzo se acercaba a pasos agigantados y cada día se notaba más en los ambientes eclesiásticos una expectación casi febril por la alocución que el Papa pronunciaría en la ceremonia de apertura, por el programa que trazaría y por las perspectivas que abriría sobre el futuro del Concilio. Por eso sorprendió un poco el discurso que el 21 de septiembre dirigió a los miembros de los dicasterios, de los tribunales y de las oficinas de la Administración Central de la Iglesia. Impresionó, sobre todo, el vigor con el que el papa Montini afrontó una cuestión tan delicada como era la reforma de la Curia romana, cuya proximidad había anunciado ya. Impresionó también su entereza de ánimo, su previsión, pues, anticipando algunos deseos todavía latentes entre los obispos, afirmó que estaba dispuesto a hacerse ayudar por algunos representantes del Episcopado mundial en la dirección del gobierno de la Iglesia. No faltaron, en primer lugar, elogios del Papa para la Curia por los preciosos servicios prestados a la Iglesia ni dejó de rechazar las más acerbas e injustas críticas dirigidas contra 206

ella. Pero fue igualmente claro cuando subrayó la necesidad de reorganizar las estructuras. Las reformas —explicó— «serán ciertamente ponderadas y ordenadas de acuerdo con las venerables y razonables tradiciones, por un lado, y de acuerdo con las exigencias de los tiempos, por otro. Serán ciertamente funcionales y beneficiosas, pues no tendrán otra mira que la de dejar caer lo que es caduco o superfluo en las formas y en las normas que regulan la Curia Romana y de poner en marcha lo que es vital y providencial para su más eficaz y apropiado funcionamiento. Serán formuladas y promulgadas por la misma Curia. No deberá temer, por ejemplo, que su constitución se realice con una mayor visión supranacional ni que sea educada con una más cuidadosa preparación ecuménica (...). La Curia Romana no será celosa de las prerrogativas temporales de otras épocas, ni de las formas externas no muy aptas para expresar e imprimir verdaderos y profundos significados religiosos, ni avara de sus facultades, que, sin herir el orden eclesiástico universal, hoy el episcopado puede localmente y por sí mismo ejercer mejor. Los fines y las ventajas económicas no tendrán peso en adelante para sugerir alguna reserva o alguna centralización por parte de los órganos de la Santa Sede, si no es requerido por el bien del gobierno eclesiástico y la salvación de las almas». Al llegar aquí surgió el anuncio principal. «... Si el Concilio Ecuménico manifestara el deseo de ver asociado —en cierto modo y para algunas cuestiones, en conformidad con la doctrina de la Iglesia y con la ley canónica— al jefe supremo de la Iglesia, en el estudio y en la responsabilidad del gobierno eclesiástico, algún representante del episcopado, especialmente entre los prelados que gobiernan una diócesis, no será ciertamente la Curia Romana la que se oponga a ello. Más bien sentirá acrecentado el honor y el peso de su sublime e indispensable servicio, que es, como ya sabemos, dejando a un lado la debida competencia de los tribunales eclesiásticos, tanto en la Curia Romana como en las diócesis, específicamente administrativo, consultivo y ejecutivo...». Pablo VI fue más allá de lo que esperaban los obispos, mostrando una actitud liberal y abierta a cualquier innovación en la estructura eclesiástica, pero moderada y gradual al mismo tiempo. Y así despejó el ambiente de todos los viejos prejuicios y temores, de modo que fue más fácil para los padres tratar en el Concilio de los argumentos que tocaban directamente personas y organismos muy cercanos al Papa. 207

Pablo VI: «Debemos ser realistas» La mañana del 29 de septiembre, domingo, se abrió finalmente el segundo período. No se repitió la procesión de los prelados en la plaza de San Pedro, sino que cada uno se dirigió por su cuenta a la basílica vaticana. El Papa quiso descender de la silla gestatoria al entrar en el templo y recorrer a pie la nave central, ciertamente para dar en aquel primer encuentro oficial una prueba de estima o de afecto a los 2.000 «queridísimos hermanos en Cristo» venidos de todas las partes del mundo. Los observadores no católicos se encontraban, como de costumbre, en la tribuna de San Longino. Enfrente, en la tribuna de San Andrés, se encontraban, por vez primera, los auditores seglares: el polaco de nacionalidad suiza Mieczyslaw de Habicht, los franceses Jean Larnaud y Henri Rollet, los italianos Silvio Golzio, Raimondo Manzini y Francesco Vito, el americano James Norris, el español Sugranyes de Franch, el belga Augoste Vanistendael, el argentino Juan Vázquez, a los cuales se unirían más tarde el griego Emilio Inglessis, el italiano Vittorino Veronese y, cambiado el papel de «invitado» por el de «auditor», también el francéss Jean Guitton. El solemne rito se desarrolló rápidamente y tal vez con un poco menos de fastuosidad si lo comparamos con la ceremonia inaugural del año precedente: el canto del Veni creaíor, la misa celebrada por el cardenal Tisserant, la entronización de los Evangelios, la profesión de fe del Papa, repetida después por el secretario general para los nuevos padres conciliares... El acto terminó con la alocución pontificia en latín de más de una hora de duración. Resultó no sólo un documento programático del Vaticano II, sino también un preludio a la primera encíclica de Pablo VI. Es decir, fue una amplia introducción a su gobierno. El discurso —apresurémonos a decirlo—, en contra de lo que hicieron notar algunos críticos, no fue en manera alguna un retrato pesimista del nuevo papa, en actitud diametralmente opuesta a la actitud confidencial de Juan XXIII. Aquel discurso reveló, si queremos, una nota característica propia del Papa Montini: la del realismo, unido a una perspicaz firmeza de principios. Esto significaba, por un lado, su plena conciencia de las condiciones efectivas de los hombres de hoy, con todas sus contradicciones, sus miserias y aspectos negativos y, por otro lado, testimoniaba el compromiso concreto de mantener firme e intacto el depósito doctrinal. 208

«Debemos ser realistas», exhortó el Papa. La Iglesia católica no podía permanecer extraña al mundo: «La Iglesia mira al mundo con profunda comprensión, con sincera admiración y con el franco propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y salvarlo.» En las palabras del Papa afloraban significativamente los mismos conceptos expresados por los padres conciliares un año antes en el «mensaje a la humanidad». También se dejaban sentir en todo el contexto los ecos de la famosa intervención tenida por el cardenal Suenens, el 4 de diciembre, compartida por el arzobispo de Milán de modo incondicional al día siguiente. Pablo VI mostró, pues, que había atesorado las indicaciones surgidas durante el primer período, no solamente para orientar las sesiones, sino también, y principalmente, para orientar su pontificado, configurando su acción de gobierno de acuerdo con las instancias y esperanzas del episcopado. Se equivocaría, sin embargo, el que pensara que el Papa ha puesto su autoridad a favor de una u otra tendencia. Convencido de que entre ellas más que una oposición existía una verdadera y propia interdependencia y tal vez un recíproco condicionamiento, le pareció oportuno introducir en su programa una línea de moderación y de equilibrio. De este modo permanecerían firmes e íntegros los principios y al mismo tiempo se promoverían las reformas convenientes en el interior de la Iglesia. Volvía así una y otra vez el doble hilo conductor de todo el discurso: firmeza doctrinal y realismo. Sobre estas huellas el Papa fue devanando los «fines del Vaticano II». Se inspiró, sin duda, en los planes del Papa Roncalli, a quien dirigió un caluroso homenaje; pero amplió las ideas joanneas encuadrándolas en una perspectiva particular y personalísima, refiriendo todo el Concilio a la persona y a la acción constante de Cristo y sólo de El. «Nos parece que ha llegado la hora en que la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser estudiada, organizada y formulada, no quizás con los solemnes enunciados que se llaman definiciones dogmáticas, sino con declaraciones que dicen a la misma Iglesia, con el magisterio más vario, pero no por eso menos explícito y autorizado, lo que ella piensa de sí misma. Es la conciencia de la Iglesia la que con la adhesión fidelísima a las palabras y al pensamiento de Cristo, con el recuerdo sagrado de la enseñanza autorizada de la tradición eclesiástica y con la docilidad a la

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iluminación interior del Espíritu Santo, que parece querer hoy de la Iglesia que haga todo lo posible para ser reconocida verdaderamente tal cual es...» Los protestantes, que acentúan la función de Cristo como único Salvador y Mediador, se alegraron, como es natural, de aquella proyección cristocéntrica que se reflejaría en el examen introspectivo de la Iglesia y en su futuro camino. Los «fines principales» del Vaticano II Pablo VI sintetizó los «fines principales» del Concilio en cuatro puntos: 1) El conocimiento o conciencia de la Iglesia. Habló en primer lugar del tema central del Concilio: el esquema sobre la Iglesia. Se pretendía con él explorar la íntima esencia de la Iglesia, para darla definición más adecuada de su constitución real y fundamental y mostrar su múltiple misión salvíffca. «Y este estudio, quedando a salvo las declaraciones dogmáticas del Concilio Vaticano I sobre el pontificado romano, deberá ahora profundizar la doctrina sobre el episcopado, sobre sus funciones y sus relaciones con Pedro, y nos ofrecerá ciertamente a Nos mismo los criterios doctrinales y prácticos por los que nuestro oficio apostólico, aunque dotado por Cristo de la plenitud y de la suficiencia de potestad que conocéis, pueda ser mejor asistido y ayudado, según las formas que se determinen, con una más eficaz y responsable colaboración de nuestros amados y venerables hermanos en el episcopado.» 2) La reforma de la Iglesia. «Pueden existir —continuó el Papa— defectos y sombras en el rostro de la Iglesia. Y en este caso hay que reformarse y enmendarse. Pero, atención. No es que al hablar así y expresar estos deseos reconozcamos que la Iglesia católica de hoy pueda ser acusada de infidelidad sustancial al pensamiento de su Divino Fundador, sino que más bien el reconocimiento profundo de su fidelidad sustancial la llena de gratitud y humildad y la infunde el valor de corregirse de las imperfecciones que son propias de la humana debilidad. No es, pues, la reforma que pretende el Concilio un cambio radical de la vida presente de la Iglesia o una ruptura con la tradición en lo que ésta tiene de esencial y digno de veneración, sino que más bien en esa reforma rinde homenaje a esta tradición al querer despojarla de toda caduca y defectuosa manifestación para hacerla genuina y fecunda...» 210

Sería mejor, pues, hablar de un «perfeccionamiento» de la Iglesia, sobre todo de su vitalidad interior y exterior. La Iglesia debe dirigir su espíritu a la caridad, a la humildad, a la pobreza, a la religiosidad, al espíritu de sacrificio, a la búsqueda de la verdad y al amor a la justicia. 3) La restauración de la unidad de todos los cristianos. Llegado a este punto, el tono de Pablo VI se hizo más suave y su aflicción apareció con una evidencia cristalina. «Si alguna culpa se nos puede imputar por esta separación, pedimos perdón a Dios humildemente y rogamos también a los hermanos que se sientan ofendidos por nosotros, que nos perdonen. Por nuestra parte estamos dispuestos a perdonar las ofensas de que ha sido objeto la Iglesia católica y a olvidar el dolor que le ha producido la larga serie de disensiones y separaciones.» Aquel acto de «contrición» y aquella invitación a perdonar los posibles errores cometidos por la Iglesia católica constituyeron sin duda un hecho histórico, sobre todo por la sede y por el lugar en que fue pronunciada. Y se repitió veinte días más tarde, confirmando definitivamente el nuevo estado de ánimo y la superación de las contrastantes polémicas entre Roma y las restantes confesiones cristianas, cuando el Papa se encontró con los observadores de las comunidades separadas. En aquella ocasión llegó incluso a abandonar la forma condicional con que en la alocución conciliar había insinuado las posibles culpas del catolicismo. De todos modos, el Papa se mostró consciente de las dificultades con que había de tropezar la reconstrucción de la unidad. El Vaticano II era precisamente un Concilio de «invitación, de esperanza, de confianza, hacia una participación más amplia y más fraterna en su auténtica ecumenicidad». Persistían, y nadie pretendía disimularlas, «graves y complicadas cuestiones objetivas que deberían ser estudiadas, tratadas y resueltas». «Nuestro lenguaje quiere ser pacífico y absolutamente leal y sincero. No esconde asechanzas ni intereses temporales. Debemos a nuestra fe, que creemos divina, la más pura y firme adhesión; pero estamos convencidos de que no es un obstáculo la deseada unión con los hermanos separados, precisamente porque es la verdad del Señor y por esp principio de unión y no de diferencia o separación. De todos modos, no queremos hacer de nuestra fe motivo de polémica con ellos. En segundo lugar, miramos con reverencia su patrimonio religioso originalmente común, conservado y aun en parte 211

bien desarrollado en nuestros hermanos separados. Vemos con complacencia el empeño de los que tratan honradamente de poner en evidencia y de honrar los auténticos tesoros de verdad y de vida espiritual poseídos por los mismos hermanos separados, a fin de mejorar nuestras relaciones con ellos. Esperamos que también ellos, con igual deseo, querrán estudiar nuestra doctrina y su lógica derivación del depósito de la revelación y conocer nuestra historia y nuestra vida religiosa. » No se piense en una postura negativa del Papa. Admitía objetivamente que no estaba todavía madura la solución de los múltiples y difíciles problemas que dividen a Roma de las demás Iglesias. Reconocía, sin embargo, que era posible un diálogo entre las diversas partes, que era necesario un mayor conocimiento recíproco, una atenta profundización en las doctrinas de los demás. Y eran los no católicos los primeros en justificar y compartir plenamente esta postura. 4) El diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo. Finalmente el Concilio tratará de tender un «puente» hacia la humanidad de hoy. Al mirar al mundo —observó Pablo VI— deberíamos quedar horrorizados, doloridos, movidos a la defensa y a ía condena. A pesar de esto —y aquí se reveló una vez más la entereza y el realismo humano y caritativo del Papa—, debemos amar a los hombres con el amor que «piensa en los demás antes que en sí mismo >>, con el amor universal de Cristo. No podían ocultarse las tristes condiciones en que se encuentra la Iglesia del silencio, en aquellos países en los que dominan los principios y los métodos de la intolerancia política, racial o antirreligiosa, en los que existen tantas injusticias contra la profesión libre y honesta de la propia fe. «Pero más que con amargas palabras queremos todavía expresar nuestro dolor con una franca y humana exhortación a cuantos son, tal vez, responsables de estas cosas, para que noblemente depongan su injustificada hostilidad hacia la religión católica, cuyos miembros deben ser considerados no como enemigos o como ciudadanos desleales, sino más bien como miembros honrados y laboriosos de la sociedad civil a la que pertenecen.» «Sería necesario llenarse de amargura y de tristeza —concluyó el Papa— por la inmensa ola de ateísmo que invade parte de la humanidad. Pero el principio de la Iglesia es el principio del amor. Miramos a nuestro tiempo y a sus variadas y opuestas manifestaciones con inmensa simpatía y con un gran 212

deseo de presentar a los hombres de hoy el mensaje de amistad, de salvación y de esperanza que Cristo ha traído al mundo.» Se reanudan los trabajos 30 de septiembre. Primera Congregación General del segundo período y XXXVII tomando como punto de partida el comienzo de las sesiones. Los padres no habían tenido ni siquiera el tiempo de ambientarse nuevamente y de tomar aliento cuando se encontraron frente al esquema sobre la Iglesia. Fue tal vez este comienzo tan repentino y comprometido uno de los motivos por los que el debate fue bastante penoso antes de adquirir una marcha más en conformidad con la importancia del tema. La discusión del esquema en su totalidad duró apenas día y medio, mientras que el debate de los distintos temas, plagado de continuas repeticiones, se llevó a cabo frecuentemente con un ritmo fragmentario. Se elevó de tono, aunque sólo a intervalos, cuando se discutió la colegialidad episcopal y únicamente gracias a un restringido grupo de obispos. Otros muchos demostraron un conocimiento relativo de los últimos estudios realizadas en el campa eclesialágica y de fas más recientes investigaciones teológicas. Incluso se llegó a terminar en un clima de disgusto y de incertidumbre, pero esto en realidad se debería atribuir más bien a los contrastes entre los organismos dirigentes acerca del procedimiento que se debía seguir para que la Asamblea expresara un juicio sobre las cuestiones más discutidas. Sin embargo, había mucho que discutir. El proyecto de constitución dogmática fue reelaborado en gran parte sobre la base del esquema discutido en el aula en 1962, teniendo presentes además, y en gran parte, las indicaciones de la Comisión Coordinadora y las innumerables sugerencias de los obispos. Por esta razón parecía lógico esperar una intensa confrontación entre los partidarios del texto original y los que reclamaban una ampliación más sensible aún de las tesis introducidas en la sucesiva redacción. Esto acaeció sólo en parte. Pero no tiene importancia. La historia de los Concilios nos ha reservado frecuentemente este género de sorpresas... En compensación, ya sea por las polémicas que desencadenaron los resultados de las primeras votaciones, ya porque los ánimos se habían encendido entre tanto, el estudio del esquema sobre la Iglesia se reanudó seguidamente con más calor que nunca al examinar el esquema sobre los obispos. 213

El nuevo esquema estaba dividido en un proemio y cuatro capítulos: 1) El misterio de la Iglesia. 2 La constitución jerárquica de la Iglesia y en particular el episcopado. 3) El pueblo de Dios y en particular el laicado. 4) La vocación a la santidad en la Iglesia (4). Naturaleza de la Iglesia Abrieron el debate los cardenales Frings y Siri. Al purpurado alemán le agradó el carácter más pastoral y ecuménico del proyecto actual. Pero, además de pedir que se definieran mejor las potestades y las funciones de los obispos, observó que la insistencia con que tocaba el tema de la potestad del Romano Pontífice parecía revelar una cierta preocupación, como si determinar la autoridad y la dignidad del episcopado constituyera un peligro para el primado. En cambio, según el arzobispo de Genova, el texto presentaba algunos puntos flacos, que podían prestarse a equívocos, y algunos pasajes oscuros que podían dar lugar a dudas y a interpretaciones erróneas. Las diversas tendencias comenzaron a tomar forma desde las primeras intervenciones, aunque aparecían aún difuminadas y limitadas a un simple panorama. Ya entonces era posible formarse una idea de los intereses predominantes en la Asamblea. Varios padres advirtieron que se daba una imagen demasiado extática de la Iglesia, cuando hubiera sido mucho más conveniente poner de manifiesto su naturaleza dinámica. Observaron también que, por razones teológico-pastorales y ecuménicas, hubiera sido más apropiado hablar de la Virgen en la misma constitución sobre la Iglesia, en vez de hacerlo fuera de ella. Sin embargo, era evidente que los problemas de mayor realce y sobre los que fijaron su atención casi todos los oradores tenían que ser los concernientes a la colegialidad episcopal y a las funciones de los obispos en la Iglesia y en relación al Sumo Pontífice. Hubo quien se ingenió, como el arzobispo de Florencia, (4) Es preciso advertir acerca de este punto que algunos padres habían sostenido que, antes de tratar de los obispos, era conveniente tratar del «pueblo de Dios» que comprende a pastores y fieles, aunque tengan funciones distintas. En consecuencia, se había previsto el desmembramiento del capítulo tercero. La primera sección de este capítulo, en la que se estudiaba la Iglesia como «pueblo de Dios», se colocaría después del capítulo primero, formando el capítulo segundo. La segunda parte del capítulo tercero, que trataba de ios seglares se convertiría en el capítulo cuarto, y la vocación a la santidad seria el quinto.

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cardenal Florit, para proponer una solución intermedia. «Es necesario —dijo— definir la colegialidad episcopal en relación al Concilio, y por tanto, en relación al Papa, que nombra y convoca a los obispos.» De este modo se reafirmaba que la voluntad del sucesor de Pedro no está subordinada ni siquiera al voto de la mayoría de los obispos. Muchos otros padres, por el contrario, pidieron que se explicara claramente que la colegialidad episcopal era una estructura ordinaria y normal de la Iglesia y que, por consiguiente, no podía limitarse a una forma «extraordinaria», como era la conciliar. Aún más, precisamente para manifestar visiblemente «el ejercicio perenne de la autoridad universal de los obispos, incluso fuera del Concilio», monseñor Maxim Hermaniuk, arzobispo de los ucranianos de Winnipeg, propuso la creación de un Consejo apostólico presidio por el Papa y compuesto de patriarcas, cardenales residenciales y obispos delegados por las respectivas conferencias episcopales. Llegados a este punto, agotados ya los enunciados de principio, y ocupándose los oradores prevalentemente de cuestiones particulares, pareció completamente superfluo proseguir el debate general. De este modo el 1 de octubre, con el consentimiento de la Asamblea, se pasó al examen de cada capítulo comenzando, como es obvio, por el primero, dedicado al «misterio de la Iglesia». Este capítulo tenía una analogía demasiado acentuada con la naturaleza del episcopado para que no levantara inmediatamente la polémica sobre las relaciones que median entre el colegio de los obispos, el Sumo Pontífice y la Iglesia universal. El cardenal Ruffini, criticando una afirmación del cardenal Frings a propósito de la Iglesia como sacramento, declaró que si el Concilio quería ser pastoral tenía que preocuparse también de hacerse comprender por los fieles. Y los fieles, acostumbrados a la enseñanza del catecismo, según el cual los sacramentos sólo son siete, podían quedar desorientados ante una fórmula sospechosa, usada ya por el hereje Georges Tyrell, uno de los más exaltados modernistas... El purpurado no dejó exento de sus censuras ni siquiera el pasaje del esquema en el que se afirmaba que Cristo ha edificado la Iglesia sobre Pedro y los Apóstoles (Super Petrum et Apostólos), ya que —objetó— Cristo ha fundado la Iglesia solamente sobre Pedro. Al arzobispo de Palermo rebatió acaloradamente el cardenal Alfrink. No se puede separar a Pedro de los Apóstoles, antes

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al contrario, es necesario colocarlo en el colegio apostólico en su puesto eminente de primero y de cabeza de los Apóstoles. Esto no comporta de ningún modo una restricción del primado de Pedro y del Papa, sino que sirve más bien —y aquí el arzobispo de Utrecht sugirió añadir la cláusula Petrum cum coeteris Apostolis, Pedro con los demás apóstoles— para realzar la colegialidad apostólica, que une al Papa y obispos en una responsabilidad común. Finalmente, dos prelados italianos replicaron a Alfrink, observando que había sido un error hablar juntamente del Papa y de los obispos. « Porque es evidente que los poderes del Romano Pontífice —afirmó monseñor Campagnone, obispo de Anagni— no coinciden con los del Episcopado», y porque «si la fe se funda sobre los doce Apóstoles —advirtió monseñor Carli, obispo de Segni—, el gobierno de la Iglesia se funda sobre Pedro y no sobre los doce Apóstoles». Dada la importancia del asunto, ninguno se maravillaba de que se hubiera comenzado a discutir este tema tan pronto, es decir, antes aún de examinar en el aula el capítulo en cuestión. Sin embargo, también es verdad que, con aquellas alternativas de afirmaciones y negaciones entre colegialistas y anticolegialistas, la discusión corría el grave peligro de terminar en un callejón sin salida hasta el punto de enredarse en una contraposición de ideas y personas tan inútil como dañosa. Se corría también el riesgo —y esto era peor aún en semejantes circunstancias— de apartarse del problema puesto sobre el tapete, dejándolo a un lado en vez de favorecer su profundización. En cambio, era necesario dar una definición precisa de la Iglesia, completando así el trabajo del Vaticano I. Era necesario poner más de relieve el principio de la Iglesia como «misterio », ya que es un «instrumento » de la acción salvífica de Dios en la historia, y, sobre todo, como «pueblo de Dios», es decir, los hombres que Dios ha escogido encomendándoles la misión de llevar y dar a conocer su revelación y su designio de amor. Por fortuna, algunos oradores se atuvieron estrictamente al tema prefijado aportando toda una serie de preciosas aclaraciones referentes a la naturaleza de la Iglesia, sobre todo tal como la presentan las numerosas imágenes bíblicas y tal como aparece en sus manifestaciones concretas (Iglesia militante, Iglesia misionera, Iglesia dolorosa, Iglesia délos pobres, etc.); al modo como los hermanos separados pertenecen a la Iglesia; 216

a la eucaristía como fundamento y vínculo de unidad; a la oportunidad de demostrar, fundados en las pruebas tomadas de la tradición, el origen antiquísimo de la Iglesia, común también a las Iglesias no católicas. El cardenal Gracias, por ejemplo, pidió que se subrayara más explícitamente el carácter religioso y espiritual de la Iglesia y su aspecto ministerial. La Iglesia no debe considerarse como «un estado dentro del Estado», concepción que, según el purpurado indio, encuentra una amplia aceptación incluso entre algunos católicos, que «quieren ser más papistas que el Papa». La Iglesia fue instituida no para subyugar al mundo, sino para servirlo. Por tanto, sólo con una voluntad de servicio se justifica el afán misionero de la Iglesia, que no puede interpretarse como una voluntad de dominio. Existía también otra preocupación, muy difundida entre los padres. Pedían que el esquema proclamara expresamente que el misterio de Cristo, siempre presente en la Iglesia, lo está, también hoy, de un modo especial, en los pobres. «La Iglesia —afirmó el cardenal Lercaro— ha sido enviada sobre todo a los pequeñuelos, a los humildes, a los pobres, a aquellos a quienes se da sin esperar ninguna recompensa. Ha sido enviada a todos los pueblos, sin que jamás pueda considerarse establecida y realizada en un pueblo, en una raza, en una cultura, en una lengua.» El cardenal Gerlier, en nombre de otros muchos prelados, y siguiendo las huellas de una modificación sugerida por 13 obispos de África centro-oriental, propuso que se añadiera en la introducción del texto un párrafo que pusiera en evidencia que el mensaje evangélico está dirigido de un modo especial a los pobres, y que recordara que Cristo ha querido identificarse sobre todo con ellos. La Iglesia —añadió el belga monseñor llimmer— no puede manifestar su fisonomía auténtica si no se presenta como evangelizadora y consoladora de los pobres: «El primer puesto en la Iglesia debe estar reservado para los pobres». Un debate confuso El 4 de octubre, comenzado el examen del segundo capítulo, se penetró finalmente en lo más vivo de la problemática eclesiológica. Sin duda alguna fue un debate franco y animado, y a veces alcanzó cumbres de gran interés teológico, obteniendo amplias repercusiones incluso fuera del Concilio. Pero 217

tampoco se puede olvidar que aquella discusión puso de manifiesto mucho más que en otras ocasiones, la profunda diversidad de ideas; que continuó adelante, en medio de mil repeticiones, con un desarrollo frecuentemente contradictorio y discontinuo, debido tal vez a la confusa mezcla ocasionada por cuestiones de carácter propiamente doctrinal (el colegio de los obispos y la sacramentalidad del episcopado, por ejemplo) y por problemas más bien disciplinares (como el restablecimiento del diaconado). Y, por si fuera poco, duró algo más de ocho congregaciones, cuando en realidad se esperaba que no serían suficientes 15 ó 20 sesiones para examinar todos aquellos temas que, con la suspensión del Vaticano I cien años antes, necesitaban todavía un estudio definitivo y una sistematización dentro de las estructuras de la Iglesia. Sin embargo, también es verdad que dificultaron un examen sereno y objetivo de aquella compleja materia dos obstáculos de mucha más envergadura que los precedentes. El primero, las complicaciones, llamémoslas psicológicas, que ocasionó una profunda investigación de la naturaleza y de los poderes del episcopado. En realidad, ya que los impugnadores de la colegialidad episcopal dirigieron generalmente sus críticas hacia los peligros y las limitaciones que podían derivar de este estudio para la potestad del Sumo Pontífice, los defensores tuvieron que profesar necesariamente su adhesión plena al dogma de la infalibilidad pontificia temiendo que se pensara que querían minarlo y limitar su importancia. En la práctica, la discusión, por una parte, se alejó de su campo originario de investigación que era el de explicar y definir mejor las responsabilidades y la misión colectiva de los obispos en el gobierno de la Iglesia universal en relación con el sucesor de Pedro, y, por otra, el debate cristalizó en una superflua acentuación del primado del Romano Pontífice y en una simplificación demasiado ambigua de la colegialidad a un principio frágil en las premisas doctrinales y vacilante en sus aplicaciones concretas. El segundo obstáculo consistió en las dificultades cada vez más numerosas que se encontraban al querer determinar las corrientes dominantes entre los padres. Porque la discusión no sólo encalló en seguida en el choque dialéctico entre «colegialistas y anticolegialistas», sino que también llegó a ser un dilema para todos la delimitación precisa de la mayoría. Y esto tanto más cuanto que el grupo, que sólo más tarde aparecería como una minoría bien definida, participó en el debate de un

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modo compacto y con un número de oradores ciertamente desproporcionado en relación a la efectiva consistencia de sus fuerzas. Cuando los moderadores, en el laudable intento de sacar al Concilio de aquel atolladero, propusieron a la Asamblea una serie de preguntas para conocer su parecer sobre los puntos más dudosos, la iniciativa, aunque después produjo buenos frutos, levantó un avispero e involuntariamente enredó aún más las cosas, arrastrando tras de sí una tortuosa cola de réplicas y de contrastes. «Consecuencias» de la sacramentalidad del episcopado Pero intentemos ordenar un poco las vicisitudes de aquellos días y fijar las líneas generales de la discusión en vez de anticipar los acontecimientos. Y comenzamos por la naturaleza sacramental de la consagración episcopal, sirviéndonos esto al mismo tiempo como preludio al tema de la colegialidad. No se trataba —entendámonos— de crear un «nuevo» sacramento, sino más bien de afirmar que el sacramento del orden comprende tres grados por institución divina: el diaconado, el presbiterado y el episcopado, y que este último es precisamente un grado distinto y supremo de la participación sacramental del sacerdocio de Cristo. Sin embargo, aunque las opiniones sobre este punto eran casi unánimes, no lo eran de ningún modo sobre las «consecuencias» que algunos pretendían deducir de él. La intervención del francés monseñor Gerry, arzobispo de Cambrai, fue muy sintomática. «Ante todo —dijo—, si reconocemos que la consagración episcopal tiene un carácter de sacramento propiamente dicho, debemos afirmar que el episcopado no es «algo más» en relación al sacerdocio, no es un estado ulterior al que se asciende desde el presbiterado, sino que se debe subrayar que el episcopado es el sacerdocio y que, por tanto, el sacerdote y el diácono no hacen sino participar, en menor medida, de la plenitud del sacerdocio que se encuentra en el episcopado. Además, esto indica mejor que las relaciones entre el obispo y su clero no se establecen en términos prevalentemente jurídicos, sino en términos vitales y filiales. Hasta aquí era natural que casi todos los padres estuvieran de acuerdo, sobre todo porque, después de aquella orientación nueva y original, surgía también un cambio radical en la formación del clero y en las relaciones entre el obispo y sus sacer-

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dotes. Muchos oradores se lamentaban ya de que la constitución sobre la Iglesia hubiera dedicado tan poco espacio a los presbíteros (sólo 30 líneas, observó el alemán monseñor Schick, frente a 300 dedicadas al episcopado); de que no hubiera hablado ampliamente sobre la naturaleza y el valor del sacerdocio en relación directa con Cristo, ni de la misión de los sacerdotes como colaboradores de los obispos.« Una alusión más extensa al sacerdocio —sostuvo el francés monseñor Renard— pondrá de manifiesto que el Concilio no se ha olvidado de aquellos de cuyo trabajo dependerá prácticamente el éxito de sus disposiciones. Tanto más cuanto que con ello se revalorizaría el sacrificio que han abrazado, sobre todo con la castidad perfecta, y el clero obtendría un nuevo estímulo para una renovación de la santidad sacerdotal.» «Se dice — afirmó el sudafricano monseñor Hurley— que los obispos tienen la misión de enseñar y santificar a su grey. Pero ¿con cuántas personas tenemos nosotros contacto? Este misterio lo ejercen exclusiva o casi exclusivamente los sacerdotes. Es un hecho comprobado: depende de los sacerdotes el que una carta pastoral sea acogida como la trompeta del arcángel o como una guía telefónica...» La Asamblea, advertíamos antes, no manifestó excesiva irresolución en aceptar aquel primer corolario derivado de la naturaleza sacramental del episcopado. Pero cuando se intentó deducir una segunda y más importante «consecuencia», ligada con doble lazo a la colegialidad, comenzaron en seguida las discusiones. Escuchemos una vez más a monseñor Guerry: «El episcopado es un sacramento que confiere al obispo la gracia de «pastor», de «cabeza», de «apóstol». La consagración representa un «acto colectivo» del cuerpo episcopal, en virtud del cual uno entra a formar parte del orden de los obispos y es agregado a la comunión recíproca de todos los obispos en torno al Papa. La consagración, en definitiva, transmitiría al nuevo prelado los poderes inherentes a la participación en el colegio apostólico y los poderes relacionados con la iglesia particular a que es destinado.» Dada la novedad teológica encerrada en aquellas afirmaciones, era inevitable que algunos padres se opusieran decididamente a ellas. La manzana de la discordia estaba representada principalmente por el llamado «poder de jurisdicción», que, como hemos visto, monseñor Guerry hacía depender de la congregación episcopal, mientras que otros confirmaban su 220

proveniencia de la «misión canónica», es decir, de la investidura recibida del Papa. El gobierno de la Iglesia —notó el brasileño monseñor De Proenca Sigaud— no sería monárquico si la jurisdicción no proviniera de los obispos exclusivamente de la «misión canónica» del papa. Por eso los obispos adquieren, mediante la consagración episcopal, la «capacidad» de ejercer tal jurisdicción, pero no la «misma jurisdicción», que es conferida por el Papa. Desde las filas contrarias replicó el libanes monseñor Doumith: Las normas del Derecho Canónico no hacen más que concretar en orden al bien común las condiciones para ejercitar los poderes recibidos, pero no pueden ni conferirlos ni suprimirlos. Porque el poder proviene de Dios y no del Romano Pontífice. De tal modo que si el poder fuera ejercitado sin la «misión canónica», sería ilícito, pero no inválido. No era fácil resolver el problema. Por tanto nadie se asombró de verlo relegado poco a poco al olvido. A lo cual contribuyó también el diluirse del problema hasta quedar absorbido por el debate sobre la determinación de las funciones y de la dignidad del episcopado y de las relaciones entre los obispos y el Romano Pontífice. Actitudes diferentes entre los anticolegialistas La colegialidad episcopal. He aquí un tema que podríamos definir como el «nudo gordiano» de la constitución sobre la Iglesia, y probablemente de todo el Concilio, ya que se trata de sustituir una estructura de la Iglesia predominantemente jurídica, basada en la monarquía pontificia, por una estructura sacramental fundada en la acción misma de Cristo y que da al Papa su lugar en la comunión de un cuerpo establecido sacramentalmente. El texto exponía los principios esenciales en dos brevísimas proposiciones redactadas con un equilibrio tan perfecto que hasta llegaba a parecer ambiguo: 1) El papa y los obispos, como Pedro y los Apóstoles, forman un solo cuerpo, y el cuerpo episcopal no tiene autoridad sino con el Romano Pontífice, como su cabeza. Con él, y nunca sin él, el cuerpo episcopal es el sujeto indivisible de la plena y suprema autoridad sobre la Iglesia universal. 2) Cada obispo separadamente gobierna exclusivamente su Iglesia, aunque, en cuanto miembro del Colegio episcopal, tiene la obligación de interesarse por los problemas de toda la 221

Iglesia y de ayudar a los prelados más cercanos y más pobres. Esto, expresado en términos más elásticos, originaba inmediatamente los dos interrogantes fundamentales que estaban exigiendo una respuesta: 1) ¿El conjunto de los obispos lia recibido de Cristo, a través de los Apóstoles, una misión colectiva para gobernar la Iglesia? 2) Admitido el origen divino de esta misión, prolongación en el tiempo de la del Colegio apostólico, ¿cómo es posible hacer concordar la misión colectiva de los Apóstoles y de sus sucesores con el primado del obispo de Roma, heredado de Pedro? Inmediatamente comenzaron de nuevo y se ampliaron las disputas entre las dos corrientes adversas. Disputas mucho más acaloradas que las de los primeros encuentros de la discusión general. Respecto a los impugnadores de la colegialidad diremos en seguida que su posición no era en manera alguna ni total ni preconcebida. Sólo existía en algunos puntos que reflejaban únicamente un aspecto concreto de la función colegial del episcopado, pero no la doctrina en su totalidad. Si después estos motivos concretos de descontento se han exagerado más de lo debido, esto es ya «harina de otro costal». El hecho es que anticolegialistas «verdaderos», anticolegialistas «cien por cien», anticolegialistas radicales y valientes hubo muy pocos. Para contarlos hubieran bastado los dedos de cuatro o cinco manos. En realidad —y así comenzamos la exposición del primero de los dos motivos de discrepancia— sólo algún orador negó de un modo absoluto que los Apóstoles hubieran obrado colegialmente y que los obispos hubieran heredadado de ellos la misma misión de un modo solidario y colectivo. El cardenal Ruffini, insistiendo repetidas veces sobre Pedro como único fundamento dado por Cristo a la Iglesia, afirmó que no sólo los Apóstoles, sino que también otros, habían recibido carismas especiales para el apostolado. Afirmó además el purpurado que los obispos han sucedido a los Apóstoles en la «misión ordinaria» de enseñar, santificar y gobernar, pero no en la de predicar en el mundo entero. Afirmó también que era bueno y útil hablar del Colegio episcopal, aunque no pudiera considerarse como heredero del Colegio apostólico. Los Apóstoles, antes de la ascensión de Cristo, vivían juntos formando familia. Hoy, en cambio, no es posible decir lo mismo de los obispos. 222

Se adhirieron a esta misma opinión varios padres. Monseñor Staffa, secretario de la Congregación de Seminarios, afirmó que el Vaticano I definió la potestad del Papa como suprema, plena e inmediata, mientras que algunas expresiones del esquema parecían querer disminuir su amplitud y claridad. Una auténtica colegialidad episcopal —dijo el brasileño monseñor De Proenca Sigaud— no puede ejercerse fuera de los Concilios ecuménicos, ya que el gobierno de la Iglesia es monárquico y personal, no colegial. Por su parte, el francés M. Lefébvre, superior general de la Congregación del Espíritu Santo, sostuvo que la colegialidad, tal como se la presentaba, podría poner en peligro el gobierno personal de los obispos, que poco a poco serían sustituidos por grupos de obispos que actuarían colegialmente. «No existen pruebas en la tradición —observó el español monseñor' Nansilla Reoyo— que confirmen una acepción jurídica del término «colegialidad»: ninguna huella, ninguna alusión a un Colegio Episcopal. Finalmente, el italiano monseñor Carli afirmó que no se puede hablar en absoluto de cogubernatio, es decir, de un gobierno comunitario del Papa con los obispos, porque el Romano Pontífice es infalible en cuanto Vicario de Cristo, no como cabeza del cuerpo episcopal. La noción de «colegio», ¿es demasiado jurídica? Hemos dicho más arriba que numerosos anticolegialistas no compartían este modo tan negativo de ver las cosas. Hemos aludido también a la diversidad de perspectivas en que se movían al expresar sus críticas relativas a la colegialidad. Todos o casi todos admitían, en línea de principio, que éste tenía un cierto fundamento, aunque, al mismo tiempo, encontraban motivos para criticar el tejido doctrinal o la formulación de tal o cual argumento. De todo esto podríamos deducir tres tendencias principales. Algunos padres, por ejemplo, parecían perplejos ante el valor jurídico que se debía atribuir a la noción de «Colegio». El cardenal Siri declaró que los obispos, admitidas algunas condiciones, forman un colegio con el Romano Pontífice, como consta en la Escritura y en la Tradición. Sin embargo, el concepto de colegio —precisó—- es estrictamente jurídico, ya que implica una solidaridad jurídica tanto en el ser como en el obrar, y es bastante más complejo y determinado que el de simple unión o asociación. Por consiguiente, es necesario 223

exponer la doctrina sobre la colegialidad de un modo más ordenado y más claro, en armonía con cuanto decretó el Vaticano I, de una vez para siempre, en relación con el primado de Pedro.» También el metropolita ucraniano monseñor Slipyi subrayó que, rigurosamente hablando, los obispos no constituyen un colegio, y que el Papa recibe su misión y todos los poderes provenientes de ella, de Cristo y no del Colegio Episcopal. La oposición de otros oradores, en cambio, estaba originada por la imposibilidad de hallar en la Escritura y en la Tradición un «derecho» del Colegio Episcopal a colaborar en el gobierno de la Iglesia universal. «Para que se pueda decir que el Colegio es de derecho divino —explicó el español monseñor Morcillo— es necesario especificar sus notas esenciales y demostrar que no son únicamente determinaciones de la institución eclesiástica, sino que han sido queridas por el mismo Cristo.» «Es difícil —añadió— sostener doctrinalmente el concepto de colegialidad. Mi corazón de obispo se siente atraído por él, pero mi conciencia de cristiano no consigue adherirse a él.» El cardenal Quiroga y Palacios tocó de nuevo la misma tecla: «No hay duda de que el orden episcopal fue creado como colegio en el sentido de unión moral estable, pero queda por decidir si la facultad de legislar para la Iglesia universal junto con el Papa, como sucede en los Concilios Ecuménicos, es de mero derecho eclesiástico o de derecho divino.» Finalmente, la tercera y última crítica, a la que todos los anticolegialistas terminan por afianzarse, consistía en la preocupación de que la misión colectiva del episcopado, una vez definida, pudiera restringir de algún modo las funciones del Romano Pontífice. Según el asesor del Santo Oficio, monseñor Párente, era indispensable declarar explícitamente que los miembros del Colegio ni superan al Papa ni pueden ser equiparados a él o sustraerse a su autoridad. Una excesiva acentuación de la colegialidad, según la opinión del patriarca Gori, hubiera podido acarrear graves peligros, peligro para la unidad de la Iglesia, ya que es connatural a todos «la tendencia a extender más allá de lo permitido la propia autonomía; peligro de caer más fácilmente bajo el dominio de la autoridad civil; e incluso peligro de insubordinación por parte de los fieles». Para obviar tales riesgos es necesario que los obispos, en 224

el ejercicio de su colegialidad, obren siempre en unión con el Papa y bajo su autoridad. La verdadera colegialidad —concluyó— existe cum et sub Petro, con Pedro y bajo Pedro. Los defensores de la colegialidad episcopal A los ataques de los anticolegialistas respondieron punto por punto los defensores de la colegialidad. Algunos oradores —como el francés monseñor Veuillot—• pidieron que el esquema proclamara que el origen de la colegialidad episcopal reside en la sucesión apostólica, y que la colegialidad forma parte de la naturaleza del episcopado. Otros, en cambio, como los cardenales Kónig y Gracias, se mostraron bastante satisfechos con los postulados de carácter tradicional contenidos en la constitución sobre la Iglesia. Cualquier añadidura a cuanto se ha dicho hasta ahora —advirtió el purpurado indio— no haría sino complicar lo que ya está claro, algo así como si se quisiera «matar un caballo ya muerto», El cardenal Meyer, por el contrario, puso de manifiesto el sólido fundamento escriturístico de la colegialidad. El Nuevo Testamento no es un código. Por tanto, aunque hable expresamente del Colegio apostólico, no es necesario que determine todos sus elementos jurídicos. La Iglesia primitiva, cuya unidad reflejaba la de los Apóstoles considerados no individual sino colegialmente, acogió la idea de la colegialidad. Por lo mismo el Colegio Episcopal encuentra en el Nuevo Testamento una base tan evidente y fundada como el primado de Pedro y de sus sucesores. Sin embargo, no se crea que esto era una defensa oficiosa de los colegialistas. Todo lo contrario. Pasaron al contraataque llegando incluso a retorcer los argumentos y los textos de que los antagonistas se servían para justificar sus oposiciones. El oficio de alfil en aquella «salida» al terreno mismo de los anticolegialistas lo desempeñó —nótese bien— un italiano, monseñor Luigi Bettazzi, de 39 años, auxiliar de Bolonia y el obispo más joven, ya que había sido consagrado el 4 de octubre, es decir, siete días antes de su intervención en el aula. Pues bien; comenzó diciendo que los padres le concedieran a él, el prelado iuniori et itálico (más joven e italiano), añadir una serie de razones no aducidas por ninguno hasta entonces para sostener la tesis de que la consagración transmite todos los poderes episcopales (y no solamente los sacramentales) y de que en virtud de ella uno se convierte en miembro del Colegio Episcopal por derecho divino. Esta doctrina no sólo es ortodo15.—H.a Concilio

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xa, sino mucho más aún, es la doctrina teológica «romana» más tradicional. Es una doctrina que no evoca los espectros de las herejías francesas, jansenistas, conciliaristas o antirromanas, sino que la apoyan precisamente los principales y más autorizados partidarios del primado romano. Al llegar a este punto el orador deshojó una larga serie de ilustres teólogos y de citas que probaban sin lugar a duda los principios expuestos por él. El Vaticano I —concluyó— no negó nada de todo esto, sino que lo pasó simplemente por alto sin tenerlo en consideración. Por tanto, los partidarios de esta tesis no son «innovadores». Lo sería más bien quien afirmara lo contrario. Y monseñor Bettazzi recibió un prolongado aplauso. El cardenal Frings introdujo en la discusión un nuevo elemento. Sugirió un método de investigación especulativa que, a su juicio, podría indicar algunas reflexiones sobre la vida institucional de la Iglesia. En pocas palabras, es necesario demostrar que la Iglesia vive su misión antes aún de definirla y concretarla en instituciones jurídicas. Y esto tanto más cuanto que se admite una evolución teológica de los dogmas, y se admite también que no todas las verdades recibidas en la Iglesia católica han sido profesadas siempre con la misma conciencia y claridad. En realidad la idea de la colegialidad episcopal se puede encontrar ya expresamente en la tradición de la Iglesia primitiva, aunque no con el sentido estrictamente jurídico que tomó vigor en los siglos posteriores. Por tanto, sería falso negar su existencia, del mismo modo que sería erróneo sostener que el primado del Romano Pontífice no se encuentra en la tradición primitiva por el hecho de que no aparece en ella exactamente con la misma formulación con que se halla en el Vaticano I. En consecuencia, no se debían usar dos pesos y dos medidas al tratar de la potestad del Romano Pontífice y del Colegio Episcopal. Máximos IV Saigh: «Pedro es cabeza del Colegio» La intervención del purpurado alemán causó una favorable impresión en muchos padres, contribuyendo a disipar un poco las tinieblas que aún oscurecían los orígenes de la colegialidad. También contribuyó a ello la perspectiva particular en que algunos encuadraron las relaciones de los obispos con el Papa, poniendo sobre el tapete aquel principio de «complementariedad» que, a su modo de ver, debía informar la misión de los

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dos elementos constitutivos de la jerarquía eclesiástica: el cuerpo episcopal y el primado del Romano Pontífice. Pero este modo de ver las cosas ponía inevitablemente en cuestión el tema de la infalibilidad pontificia. Los adversarios de la colegialidad insistían reiteradamente en los peligros que podían derivarse para las prerrogativas del jefe de la Iglesia, y así, los otros oradores, temerosos y en grave aprieto, se sentían casi obligados a profesar su fidelidad y obsequio al Santo Padre. A este ritmo, la discusión, en lugar de ayudar, corría el riesgo de convertirse en un grave obstáculo para la búsqueda de la verdad. Lo hizo presente en el aula el cardenal Lefébvre, rechazando así las críticas hechas a algunos prelados franceses como si éstos hubieran pretendido limitar expresamente la potestad pontificia. «Estas congojas son dignas de alabanza —dijo el purpurado—, pero es necesario estar plenamente convencidos de que todos los padres se adhieren sin reservas a las definiciones emanadas del Vaticano I. Por lo demás, el estudio de la colegialidad pondrá aún mucho más de manifiesto la posición y la función privilegiadas del Papa y al mismo tiempo revelará con mayor esplendor la apostolicidad, que es una nota esencial de la Iglesia.» Pero las dificultades no terminaban aquí. Porque con aquella insistencia en el primado y algunas interpretaciones abusivas que se hacían de él —observó Máximos IV Saigh— se corría el riesgo de crear ulteriores obstáculos para la unión con los cristianos orientales. Advirtió también que, en aquellos días, todos se habían percatado de alguna manera del malcontento que reinaba entre los observadores no católicos, y especialmente entre los ortodoxos.«Por consiguiente —contitinuó el patriarca— es conveniente mejorar el esquema y hacerlo mucho más equilibrado y sereno, explicando principalmente los siguientes puntos: 1) Es evidente que la única cabeza de la Iglesia es Cristo. Pedro es cabeza del Colegio y su sucesor no tiene poderes más amplios que aquel a quien sucede. 2) Pedro es el fundamento de la Iglesia, pero también lo son los demás Apóstoles. Pedro es la cabeza, pero ésta no existe fuera del cuerpo. 3) La potestad del Papa no anula la potestad colegial de los obispos ni la del obispo en su diócesis. 4) No es necesario exponer la doctrina del primado de tal modo que haga imposible una explicación de la existencia 227

de la Iglesia oriental, cuya vida sacramental, litúrgica y teológica sólo excepcionalmente ha conocido la intervención del Romano Pontífice. 5) La potestad conferida a Pedro es pastoral y, por tanto, de ministerio y de servicio. Es personal y, consiguientemente, no puede ser delegada. 6) El nombramiento y la investidura canónica de los obispos no están reservados al Papa por derecho divino. No se debe erigir en ley, y mucho menos en doctrina, lo que ha sido un hecho contingente e histórico del Occidente cristiano»(5). El turco monseñor Descuffi y el estadounidense monseñor Shehan —que intervinieron el 10 de octubre— pidieron una exposición más adecuada del dogma de la infalibilidad pontificia. Esto —se apresuraron a justificar— no para polemizar, sino para aclarar el significado de algunas expresiones que aún hoy son mal interpretadas por los no católicos, llegando incluso a obstaculizar el acercamiento a Roma. Por ejemplo, las definiciones ex cathedra del Papa, como ha proclamado el Vaticano I, son irreformables e inapelables porque han sido establecidas ex sese et non ex consensu Ecclesiae, por la autoridad propia del Romano Pontífice y no con el consentimiento de la Iglesia. Pues bien, ambos oradores propusieron que al ex sese, para especificar mejor que la infalibilidad no dimana de las cualidades personales del Papa, se añadiera scilicet ex speciali adsistentia divina, es decir, en virtud de una asistencia divina especial; y que la fórmula non ex consensu Ecclesiae fuera modificada por esta otra: non ex assensu Ecclesiae, precisamente para aclarar que, aunque no es necesaria la aprobación de la Iglesia, sin embargo no puede faltar evidentemente su consentimiento. A estas alturas la discusión se podía considerar como perfecta y agotada. No queremos decir que los problemas más espinosos hubieran hallado su solución. Todo lo contrario. Habían salido a la luz, eso sí, algunas indicaciones de carácter general, pero tan tenues y equilibradas que verdaderamente no se lograba ver hacia qué lado se inclinaba la balanza. Por otra parte, la continuación del debate era completamente inútil, por dos razones muy sencillas: cada vez se re(5) Debido precisamente al interés de Máximos IV Saigh—aunque los que trataron directamente la cuestión con Pablo VI fueron los cardenales Bea y Suéneos—, desde el 14 de octubre, los patriarcas orientales ocuparon un nuevo puesto en el aula conciliar, no después de los purpurados como antes, sino trente a ellos en una mesa situada ante la estatua de San Pedro. Este hecho pareció a todos muy expresivo. En la práctica constituía un verdadero reconocimiento de la dignidad de los patriarcas de Oriente, equiparada así a la de los cardenales de la Iglesia latina.

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petían con más frecuencia y tedio los mismos argumentos; y además era absurdo permitir que la Asamblea se enredara más aún en la peligrosa polémica sobre el primado del Romano Pontífice entre colegialistas y anticolegialistas. Por lo mismo, se pensó en promover en seguida, y de una vez para siempre, un esclarecimiento de las fuerzas y de las ideas mayoritarias. El 15 de octubre, concluido finalmente el examen del capítulo segundo, el moderador de turno, cardenal Suenens, anunció que al día siguiente se harían a los padres «cuatro preguntas por escrito con el fin de puntualizar los cuatro temas principales». Sobre ellas, y no sobre el capítulo en su totalidad, votarían dos días después. Pero al día siguiente, con gran sorpresa de todos, el moderador comunicó que el escrutinio había sido aplazado para «otro día». Y antes que se llegara a algo concreto, habían de pasar unos quince días... ¿Diáconos célibes o casados? Desaparecido el rayo de luz que se había divisado el día anterior, se cayó nuevamente en la más completa oscuridad. La incertidumbre reinaba nuevamente no sólo sobre la colegialidad, sino también sobre otro tema, el del diaconado, que se había examinado simultáneamente. En la actualidad el diaconado —empleamos las mismas palabras del esquema— es sólo un grado hacia el sacerdocio, pero en el futuro podrá volver a ser un estado propio y permanente de la jerarquía, si la Iglesia juzga que esto puede ser útil para remediar las necesidades pastorales en algunas regiones o en todo el mundo. En este caso corresponde a la Iglesia decidir si a tales diáconos les obliga la ley del celibato. También aquí la discusión terminó dejando las cosas en la oscuridad. Algunos obispos se manifestaron favorables, otros hostiles a ambas propuestas y hubo otros que aprobaron la restauración del diaconado como grado independiente, afirmando, sin embargo, que no debía conferirse a individuos ya casados o a los que se concediera contraer matrimonio. En realidad tampoco esta aclaración, aunque refleja con bastante fidelidad el desarrollo de la discusión, nos parece muy exhaustiva y digna de consideración. Queremos decir que las posiciones, tal como se habían delineado en el aula,

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probablemente no correspondían a la opinión verdadera de los oradores. Porque el temor de algunos de que se siguiera de ello una atenuación de la ley del celibato eclesiástico debe haber condicionado sin duda su parecer sobre la posibilidad de diáconos «casados», y la aversión de otros a los diáconos casados debe haber influido ciertamente en su valoración complexiva. En resumidas cuentas, resultó un cuadro tan nebuloso que en vano se habría intentado deducir algunas conclusiones, aunque sólo fueran aproximadas. ¡Y pensar que al principio se creía que la discusión no reservaría grandes sorpresas! Los tres cardenales que hablaron en primer lugar, Spellman, Ruffini, y Bacci, rechazaron decididamente el contenido del esquema. Concretamente, el purpurado estadounidense puso de manifiesto lo inoportuno que era introducir en aquel capítulo, y sobre todo en aquella constitución, un tema de naturaleza predominantemente disciplinar. Manifestó también que para ayudar a los obispos y al clero diocesano bastaría, en vez de crear una nueva forma de diaconado, conceder a los miembros de las congregaciones religiosas laicales y de los institutos seculares unos poderes más amplios. El cardenal Bacci, en cambio, afirmó que la abolición del celibato, aunque sólo fuera para los diáconos, podría causar una disminución en las filas sacerdotales. Hubo que esperar a la sesión siguiente del 7 de octubre y después a la del 8 para oír a los padres favorables a una restauración del diaconado estable. No se trata de una materia exclusivamente disciplinar —objetó a Spellman el cardenal Dopfner— porque el esquema ofrece los fundamentos doctrinales y teológicos de la estructura jerárquica de la Iglesia, que comprende también el diaconado. Ciertamente el diaconado representa una dificultad, pero no hay que omitir por eso que los diáconos no son simples seglares y pueden confiar en la gracia sacramental. Además los peligros serían reales si se admitiera al diaconado a todo el que lo pidiera. Este camino debería abrirse sólo a aquellos que han sido llamados a ejercer sus funciones particulares. El cardenal Landázuri Ricketts intervino en nombre de un centenar de prelados latinoamericanos, los cuales, dada la creciente escasez de clero en sus países, sentían mucho más intensamente que otros obispos la necesidad de recurrir a los diáconos para remediar las necesidades espirituales de los fieles. «La restauración del diaconado —dijo el arzobispo de 230

Lima— debe tratarse en sus líneas generales, con el fin de posibilitar después su institución en aquellos lugares donde se crea conveniente y necesario. Esto favorecerá el incremento de la vida eucarística y animará a cuantos, habiéndose convertido al catolicismo ya casados, desean formar parte de los grados jerárquicos de la Iglesia para ejercer un apostolado más fecundo.» Y terminó sugiriendo que se concediera a cada una de las conferencias episcopales su realización práctica. Inmediatamente después el cardenal Suenens pidió que la Asamblea votara esta propuesta, y que, si era aceptada, fuera introducida definitivamente en el esquema. El debate cambió evidentemente de perspectiva. Pasada la primera impresión de que la restauración de un diaconado permanente sería rechazada de un plumazo, la situación se aujstóa una proporción más natural entre los partidarios de las dos tendencias opuestas. Pero también es verdad que, con el pasar del tiempo, aquel equilibrio no serviría para simplificar las cosas. En vez de aclararlas, parecía que estaba hecho precisamente para complicarlas. Sobre todo después, cuando salieron a la luz las primeras antinomias y los primeros encontronazos entre obispos de una misma nación o de un mismo continente. Comenzaron el 9 de octubre dos yugoslavos, monseñor Seper y monseñor Franic. Uno, basado en motivos ecuménicos y pastorales, solicitó la renovación de un diaconado estable, porque el Concilio no es un acontecimiento de todos los días y no ha sido convocado para decir amén y aprobar un estado de cosas ya hecho, sino para buscar y trazar un camino, para solucionar los nuevos problemas que ese estado de cosas ya hecho no ha sabido ni podido solucionar. El otro, en cambio dijo que de los 25 obispos yugoslavos, 16 consideraban fuera de lugar una restauración y 20 se oponían a que los diáconos estuvieran exentos de la obligación del celibato, ya que éste facilita la disciplina del clero, es tenido en gran estima en las Iglesias orientales y suscita la admiración y el respeto de los fieles. Monseñor Yago, en nombre de unos cuarenta padres de África occidental, confirmó la necesidad de los diáconos en aquellos países, sosteniendo que un diaconado de personas casadas que hubieran desempeñado ya algunas actividades apostólicas no obstaculizaría el aumento de las vocaciones sacerdotales. Sin embargo, otro africano, monseñor Zoun231

grana — y pensaban también como él todos los obispos nativos de lengua francesa—, afirmó terminantemente que también para los diáconos era indispensable mantener firme la ley del celibato. Llegados a este punto, tenemos que narrar un episodio que nos ayudará a imaginar la atmósfera de aquellos días más que cualquier otro comentario. El 14 de octubre, en nombre de otros obispos sudamericanos, el argentino monseñor Kémerer habló calurosamente en favor de la restauración del diaconado estable. «Esta —dijo— es nuestra gran esperanza, y es deseo de muchos obispos latinoamericanos que vosotros, venerables padres, no nos quitéis esta esperanza cuando el tema sea sometido a votación. La puerta está ya abierta, y si entre vosotros hay algunos que no quieran entrar, no les forzaremos a ello. Pero nosotros pedimos por favor que no nos cerréis la puerta, porque verdaderamente deseamos entrar. Permitidnos hacerlo. Gracias.» Un clamoroso aplauso. Después de algunos segundos comenzó su discurso monseñor Zoungrana: «Guardémonos bien —dijo— de abrir esa puerta. Hay que conservar el distintivo de la castidad que es esencial a la Iglesia.» La discusión ya no podía reservar otras sorpresas, a pesar de que algunos días más tarde el cardenal Ottaviani volvería a la carga polemizando con algunos expertos —Rahner y Ratzinger, peritos oficiales del Concilio, y Martelet— que habían hecho circular algunos opúsculos invitando a los padres a votar en favor de la restauración del diaconado permanente. Por tanto era absolutamente necesario llegar a un esclarecimiento de las cosas... Lo demás es ya bien conocido porque hemos hablado de ello al final del debate sobre colegialidad. Hacia una teología del Iaicado El 16 de octubre se comenzó el examen del capítulo tercero: «El pueblo de Dios y en particular el Iaicado». Un tema éste también apasionante y de gran interés, porque era la primera vez que se discutía en un Concilio Ecuménico, y porque era necesario, usando la expresión del obispo estadounidense monseñor Wright, poner las bases de una auténtica acción católica y disipar la falsa impresión de que la Iglesia es exclu23)2

sivamente «clerical». Sin embargo, esto no era una tarea fácil. Ante todo estaba de por medio la novedad del tema. Por eso, acusando la falta de una doctrina tradicional bien definida, no debe maravillar demasiado la deficiente expresión de algunas afirmaciones ni la ambivalencia de algunas conclusiones. En segundo lugar el capítulo —del que, como se recordará, se había previsto ya un desmembramiento en dos partes— se prestaba necesariamente a diversas valoraciones, de modo que con frecuencia dio lugar a una gran confusión entre los aspectos de orden doctrinal y los de naturaleza pastoral. Y los oradores no siempre supieron encuadrar y separar convenientemente la teología de los seglares y el «ejercicio» del apostolado. Finalmente, una tercera consideración. Aunque del debate se obtuvo una cierta indeterminación acerca del puesto y de la función de los seglares en la Iglesia, esto se debió no sólo a las razones anteriormente expuestas, sino también a la preocupación de evitar una clasificación demasiado rígida que, en contraste con la unidad fundamental del pueblo de Dios, pudiera hacer pensar en una contraposición absoluta entre las diversas categorías, sobre todo entre seglares y clero, y —lo que era aún más peligroso— entre sociedad laical y sociedad religiosa. De todos modos no se cesó de investigar. El alemán monseñor Schróffer, por ejemplo, sugirió dos distinciones posibles. La primera, «jurídica y sacramental», que diferenciaría a los diversos miembros del pueblo de Dios según la jurisdicción o los sacramentos. La segunda, «carismática», según los diversos carismas o las diversas funciones a que los cristianos están llamados por vocación personal. Y así, prescindiendo de la ordenación sacerdotal, existirían aquellos que, en virtud de un carisma especial, se sienten atraídos hacia una vida propiamente religiosa, y aquellos otros que con mayor o menor empeño dan un testimonio en las actividades profanas. En cambio, otro alemán, monseñor Hensbach, enfocó su análisis sobre las relaciones entre el orden espiritual y el temporal. Al primero pertenecerían la vivencia de la propia fe dentro de la familia, en el trabajo y en el propio ambiente, la santificación de los días festivos, el incremento de la vida cristiana en la parroquia o en las asociaciones católicas, la colaboración en las actividades parroquiales o en los programas de apostolado. Al orden temporal pertenecería todo lo concerniente al uso de las cosas temporales a fin de que éstas no se conviertan en un obstáculo para la salvación. 233

Partiendo, pues, de la estructura misma de la Iglesia, se intentaba organizar una teología del laicado y dar una definición del seglar. Pero entonces comenzaron a aparecer las primeras complicaciones. ¿Existen —preguntó alguno— esos cansinas de los seglares, es decir, aquellos dones espirituales con cuya multiplicidad y plenitud se manifiesta en la Iglesia el Espíritu Santo? El cardenal Ruffini lo negó, «porque no están probados —afirmó— ni por la historia de la Iglesia ni por su doctrina.» El cardenal Suenens afirmó que estos carismas no son en manera alguna «un fenómeno periférico y accidental en la vida de la Iglesia». Por otra parte, «¿qué sería la Iglesia —se preguntó— sin el carisma de los profetas, es decir, de hombres inspirados por el Espíritu Santo para despertar a la Iglesia, a veces adormecida, y empujarla a no olvidar el evangelio en la vida práctica?». Entonces el arzobispo de Florencia, cardenal Florit, precisó que los carismas, según su significado actual, son dones y gracias extraordinarias —como la facultad de obrar milagros y de profetizar— que no se conceden a todos, sino a determinadas personas. Un problema, como se ve, nada fácil y sin duda no menos complicado que el del «sacerdocio universal de los fieles», que provocó vivas reacciones probablemente a causa de la terminología, considerada como de inspiración protestante. «El sacerdocio universal —dijo el cardenal Bacci— pertenece sólo a Jesucristo.» Y el patriarca Cheikho, considerando aquella doctrina inmadura todavía, se mostró contrario a ella por dos motivos: primero, para no abrir las puertas a interferencias, por parte del laicado, en cosas que competen principalmente a la jerarquía; segundo, porque esta concepción difícilmente la comprenderían las iglesias orientales, para las que sólo existe un sacerdocio en el que participan los que han recibido las órdenes sagradas. «Es necesario —añadió después el cardenal Siri— afrontar este tema adhiriéndose escrupulosamente a los textos y a las fuentes teológicas sin dejarse arrastrar por el único deseo de decir cosas que halaguen a los seglares. » No obstante todas estas dificultades, se iban perfilando, aunque con dificultad y en líneas generales, los primeros fundamentos para una teología del laicado: la participación de los seglares en el sacerdocio de Cristo a través de los sacramentos del bautismo y de la confirmación; la actividad santificadora que el Espíritu Santo realiza en ellos, y no sólo en

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la jerarquía; la obligación que tienen todos los bautizados, y por tanto no sólo los religiosos, de tender a la perfección, valiéndose incluso de los valores materiales y temporales, y ejercitando el apostolado en sus puestos de trabajo y en el seno de la familia... Monseñor Primcau: «los sentares no son un rebaño silencioso» A la hora de tratar en concreto sobre los seglares, sobre su apostolado y sobre sus relaciones con la jerarquía, surgieron otras dificultades. Aparecieron dos tendencias bastante bien delineadas. Por una parte se prefirió insistir sobre la obediencia y sobre la colaboración que los seglares deben prestar a los obispos; sobre el estado de pecado y de fragilidad moral en que se encuentran también los fieles (6); sobre los límites que se debían asignar a la acción de los seglares, y sobre los peligros derivados de una excesiva independencia y del llamado «subjetivismo docente». Por otra parte, se puso de relieve la misión de testimonio cristiano que el seglar está llamado a desempeñar en el propio ambiente con una adecuada autonomía y con responsabilidades directas. También se criticó abiertamente el carácter «clerical» y jurídico del proyecto, que describía al seglar desde un punto de vista demasiado negativo. Más aún, según el israelita monseñor Hakim, parecía que el esquema había sido concebido como una confirmación del poder eclesiástico y no como un texto aplicable a la mayor parte del mundo. Por añadidura silenciaba tanto la función de las mujeres en la Iglesia que inducía a pensar que ni siquiera existían. «Cuando se habla del apostolado seglar —observó el panameño monseñor McGrath— se insiste casi exclusivamente sobre la acción jerarquizada, presentando una imagen piramidal de la Iglesia, que en cierto modo es falsa. Hasta parece que se olvidan la realidad concreta de la vida del seglar y las actividades particulares en las que se encuentra sumergido. La Iglesia se preocupa no sólo de las cosas sobrenaturales, sino también de las humanas y sigue siempre el ritmo de los tiempos». Más vehemente aún fue el discurso del estadounidense monseñor Primeau, obispo de Manchester. Se podría decir (6) Acerca de este punto se advirtió que si se aceptaba la visión optimista que el texto Ofrecía del pueblo de Dios, se corría el riesgo de construir una teología de tipo triunfalista.

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que el esquema «resume así los deberes del seglar: cree, ora, obedece y paga». «No debemos considerar al seglar como un rebaño pasivo y silencioso.» Es necesario un «verdadero diálogo» con la jerarquía (7) «Es cierto —prosiguió monseñor Primeau— que los miembros del laicado son mucho más competentes que el clero o que la jerarquía en diversos campos. Los seglares sienten un auténtico amor por la Iglesia, y están animados de un espíritu de reverencia hacia sus superiores eclesiásticos. Si este Concilio no determina los respectivos límites de libertad para los seglares y de autoridad para la jerarquía, corremos el gran peligro de ver disminuido en estos seglares generosos el interés por la misión de la Iglesia, de hacerlos caer en el desaliento, y de verlos alejarse...» Y esto tanto más —afirmó en tono polémico el cardenal Gracias— cuanto que algunos obispos no buscan ni quieren la colaboración de los seglares, y, si a veces se presenta la ocasión, dan la impresión de que se concede una especie de privilegio a quien ha manifestado la voluntad de ayudar. Quizá fuera conveniente —concluyó el purpurado— asegurar a los seglares una «protección canónica» contra los posibles abusos de la autoridad eclesiástica, y al mismo tiempo tutelar a la jerarquía contra la posible invasión de los seglares, que se arrogan funciones y oficios superiores a su estado. La «infausta separación» entre Iglesia y Estado Aunque ya se había aludido a él ligeramente en el capítulo tercero, durante el debate surgió un nuevo problema con toda su actualidad e importancia. En efecto, muchos padres se interesaron por las relaciones entre la Iglesia y la sociedad temporal, pidiendo principalmente un examen más realista de la libertad religiosa y del régimen de «separación». Sobre esta palabra y, de una manera especial sobre el adjetivo «infausta» que la acompañaba, dirigieron sus reflexiones algunos oradores polacos y estadounidenses que intentaban poner de manifiesto, no por oportunismo, sino únicamente por deseo de claridad, las condiciones especiales —con las debidas distinciones, como es natural— en que se encuentra la Iglesia en sus países. El obispo de Lodz, monseñor Klepacz, y e] arzobispo de Baltimore, monseñor Shehan, afirmaron en nombre de sus (7) A este respecto monseñor Ruotolo, obispo de Ugento, lanzó la idea de crear en Roma un nuevo organismo de la Santa Sede, compuesto de seglares y de obispos.

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respectivos episcopados, que aquella expresión daba lugar a graves equívocos y a torcidas interpretaciones. «Existen dos modos —explicó el prelado polaco— de regular las relaciones entre la Iglesia y el Estado: concordato y separación. El primero parece corresponder mejor a una concordia recíproca, pero puede comportar, como consecuencia, la sujeción de la Iglesia al poder estatal, sobre todo en el campo económico, y puede inducir también al Estado a inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos. La separación, cuando es real, es mejor que un concordato deficiente. Entonces la Iglesia puede juzgar libremente al Estado, aparece más digna a los ojos del pueblo no viéndose obligada a ocultar la verdad.» A continuación, otro obispo polaco, monseñor Baraniak, puso de manifiesto, siempre en nombre de todos sus connacionales, que en el texto sólo se hablaba marginalmente de «situaciones en que la opresión de la Iglesia es cosa ordinaria, siendo un crimen ir a la iglesia, bautizar a los hijos y enviarlos a la clase de religión». Convenía sin duda alabar a aquellos miembros del laicado que pueden colaborar con la jerarquía; pero tampoco se podía olvidar a quienes han sido privados de sus derechos y viven prácticamente entre cadenas. Desde este momento la discusión se hacía cada vez menos interesante y las discusiones más frecuentes. Sin embargo, hubo una última intervención magistral que sacó a la asamblea de su sopor. Monseñor Robert Tracy, obispo de Baton Rouge, hablando el 24 de octubre, en nombre del episcopado estadounidense, pidió —además de declarar que «entre los miembros de la Iglesia no puede darse discriminación por causa de nacionalidad, clase social o sexo»— que el esquema se enmendara de un modo que «recordara la imposibilidad de una discriminación fundada en la raza». «Ninguna discriminación racial —añadió— puede concillarse con la verdad, según la cual Dios es el creador de todos los hombres. Por consiguiente, todos tienen los mismos derechos y la misma dignidad.» La discusión, decíamos hace poco, se prolongaría por mucho tiempo. Los oradores se acercaban a los micrófonos repitiendo continuamente las ideas ya expuestas por los que les habían precedido. Por otra parte, parecía que los mismos moderadores lo permitían sin preocuparse para nada de poner un poco de orden en el aula. Lo cierto es que en aquellos días pendía sobre el Concilio una gran incógnita, debida a la votación de las cinco preguntas sobre el capítulo segundo. De esto se habían preocupado ya el 23 de octubre los organismos dirigentes, 237

pero, durante algún tiempo, sus deliberaciones constituyeron un secreto para todos. De este modo, en medio de una serie de noticias contradictorias y cada vez más oscuras, la asamblea, absorta como estaba esperando los acontecimientos futuros, continuó adelante en sus trabajos del mejor modo posible. En aquel estado de confusión y de incertidumbre sufrió también menoscabo el capítulo cuarto. Aunque se trataba de un tema bastante fácil, la «vocación a la santidad en la Iglesia», la discusión desembocó en seguida en el camino menos indicado. En lugar de desarrollar con cuidado la idea de santidad basados en textos bíblicos y teológicos apropiados, se enzarzaron en una polémica sobre quién podía tender a la perfección cristiana, y sobre el mayor o menor grado de perfección a que estaban llamados los diversos miembros del pueblo de Dios. Los religiosos reivindicaban para sí la preeminencia de los consejos evangélicos, a los cuales querían que se dedicara un capítulo aparte, mientras que otros padres querían que se hablara de ellos en el contexto de la vocación universal a la santidad, «para disipar —como dijo el cardenal Silva Henríquez, salesiano— la idea de todos los que creen que la santidad está reservada exclusivamente a los religiosos y a los sacerdotes», y, para poner más en evidencia la «santidad» de los mismos seglares, ya que —observó el cardenal Léger— «el único aspecto concreto de la vida de los seglares subrayado en el texto es de la vida conyugal. Sería necesario mostrar que en todas las edades, incluso fuera del matrimonio, y en todas las actividades humanas, trabajo, política, cultura, diversiones, etc., se debe buscar y practicar la santidad. Finalmente, otros oradores se detuvieron en el principio de la santidad en la Iglesia universal; en la necesidad de la fe y de la esperanza, de la penitencia, en la oración litúrgica, etc., para tender a la perfección; en la santidad propia de los perseguidos, de los misioneros, de los obispos, de los sacerdotes, de los párrocos, etc. (8). La discusión, interrumpida el 28 de octubre, para evocar solemnemente la memoria de Juan XXIII, concluyó a finales de mes. Tuvo un pequeño apéndice, siete días más tarde, con la lectura de una relación en la que se hallaban reunidas las opiniones de un grupo de padres que no habían podido hablar en el aula. Y de este modo se cerró también el largo y agotador debate de la constitución sobre la Iglesia. (8) Monseñor Franic puso de relieve las deficiencias en la pobreza evangélica de los obispos. Esta es—afirmó—la «causa» principal de la falta de santidad en numerosos obispos

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1.074 «non placel» sobre el esquema mariológico El primer orador que había intervenido sobre el esquema eclesiológico, el cardenal Frings, había propuesto que, para favorecer el diálogo con los protestantes, se incluyera el esquema sobre la bienaventurada Virgen Alaría en la misma constitución dogmática. La petición recibió en seguida el apoyo de otros padres: del italiano monseñor Ferrero de Cavallerleone; de los franceses monseñor Garrone (para precisar y equilibrar mejor la naturaleza de la devoción mariana) y Elchinger (por la conveniencia de no hablar de la Virgen al margen de la Iglesia); y del mejicano Méndez Arceo (para evitar posibles exageraciones mariológicas). Durante los primeros compases del debate, solamente el cardenal de Arriba y Castro había sostenido, dada la importancia de la Virgen en la economía de la Redención, la oportunidad de hablar de Ella en un texto separado. Propuso, además, que en el caso de una integración se le reservara un capítulo especial en la constitución sobre la Iglesia. El purpurado prefería el segundo, colocándolo antes de los capítulos relativos a los obispos, al de los seglares y al de los estados de perfección. Las dos tendencias estaban ya bastante bien delineadas. Por una parte, para dar mayor realce al espíritu de fraterna apertura del Concilio hacia los demás cristianos, se prefería que se considerara a la Madre de Dios en relación con la Iglesia y que se usaran palabras que pudieran ayudar a los no católicos, en lugar de expresiones que pudieran constituir un obstáculo nuevo e insuperable. Por otra, para exaltar a la Virgen, se deseaba que se le dedicara un documento distinto. Entonces, vista por el momento la inutilidad de profundizar un tema que sólo por su «colocación» habría suscitado una vertiginosa rueda de polémicas, los moderadores creyeron oportuno sondear el parecer de la asamblea mediante un escrutinio. Primeramente, dos miembros de la Comisión teológica analizaron, el 24 de octubre, las razones en pro y en contra para una fusión de ambos proyectos. El cardenal Rufino Santos se inclinaba hacia una neta separación, afirmando que «después de la preparación y aprobación, por parte de la Comisión coordinadora, del esquema en cuestión, los fieles podrían interpretar tal fusión como menos honorífica para la Virgen, atrayendo incluso su atención sobre las controversias exis-

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tentes entre los católicos». El cardenal Kónig aduciría en favor de la fusión una serie de razones que, por lo demás, habían compartido ya la mayoría de los componentes de la Comisión doctrinal: 1) Razones teológicas. Algunos reprochan a los teólogos católicos que separan demasiado la mariología de las demás partes de la teología, y que dan incluso diversos sentidos a las mismas palabras según se empleen en mariología y en otros temas, abriendo así camino a amplificaciones teológicas falsas e infundadas. .?) Razones históricas. Históricamente, la devoción mañana deriva de la meditación sobre la Iglesia, considerada como Madre. 3) Razones pastorales. Es necesario instruir al pueblo católico sobre el misterio de la Encarnación y sobre el papel que en él desempeña la Virgen, a fin de que en su devoción no deje a un lado lo esencial para apegarse a lo que es secundario y accidental. 4) Razones ecuménicas. Los orientales reconocerán mejor a la Madre de Dios, venerada por ellos, y muchos protestantes, estudiando la sagrada Escritura, descubrirán mucho mejor en María la figura de la Iglesia. De todos modos, ambos purpurados acentuaron una vez más que la cuestión propuesta no tenía nada que ver con la doctrina ni con la devoción mariana. Únicamente había sido motivada por la necesidad de saber «cuál era el puesto que el Concilio juzgaba más oportuno y cuál era el modo más apto para exponer una doctrina en la que todos concordaban». La advertencia no era superflua porque ya comenzaban a aflorar los antiguos contrastes entre «maximalistas» y «minimalistas»: aquéllos, dispuestos siempre a conceder a la Virgen todas las glorias y honores permitidos por la doctrina católica; éstos, permaneciendo anclados en la mariología de la primera tradición cristiana. Tal como se iban poniendo las cosas, negar a la Madre de Dios un esquema propio sería en la práctica empequeñecerla, sería, en opinión de algunos obispos españoles, un «insulto» a sus privilegios y a su condición particular. Ahora bien, nadie creía que se quisiera verdaderamente atentar contra los principios básicos de la mariología. Y a pesar de todo, cuando surgía una duda aunque fuera pequeña en sus mentes, había padres que quedaban profundamente turbados. Por eso no podía satisfacerles la anunciada introducción, tan secundaria aparentemente, del capítulo sobre la

Virgen en el último puesto de la constitución sobre la Iglesia. Con el pasar de los días, el malestar general aparecía cada vez con mayor evidencia. Los partidarios de un texto autónomo hicieron una amplia e intensa propaganda. El P. Carlos Balíc, uno de los principales redactores del esquema sobre la bienaventurada Virgen María, envió a los obispos un largo comentario del esquema —impreso en la tipografía políglota vaticana, lo cual provocó no pocas críticas—, declarándose favorable a un esquema independiente. En el mismo sentido se expresó el cardenal Ruffini en una conferencia pronunciada ante 150 obispos brasileños. Cinco prelados orientales —dos indios de rito malabar: Kavukatt y Valloppilly, y tres ucranianos: Prasko, Savaryn y Bucko —enviaron a todos los padres un «promemoria» criticando cuanto había sostenido el cardenal Kónig en el último punto de su discurso. En ella se afirmaba que los orientales veneran a la Virgen particularmente por su excelsa dignidad de Madre de Dios y que Esta goza de tanta consideración que no puede ser considerada sólo como un miembro de la Iglesia, aunque sea preeminente. Por consiguiente, votando contra la fusión se prestaba un servicio a la causa ecuménica, ya que el honor común y la común devoción a la Virgen son un medio providencial para alcanzar la deseada unión. «Las recientes definiciones formales no agradan a los ortodoxos orientales » —afirmó en una rueda de prensa el P. Butler, presidente de la Congregación Benedictina inglesa (9)—. No es que la Iglesia católica pretenda renunciar a sus dogmas marianos, pero todos los cristianos pueden meditar juntos el mensaje y las enseñanzas de la Sagrada Escritura sobre la misión y sobre la persona de María en la economía de la salvación. Este estudio favorecerá la unidad, mientras que la elaboración y el desarrollo ulterior de las posiciones que ya han sido ratificadas formalmente por los Papas y por los Concilios crearán nuevos obstáculos. La misma mañana de la votación, el 29 de octubre, se distribuyó a los padres un folio a su ingreso en la basílica. Era la última lanza rota en favor de la separación de los dos esquemas. «Si consideramos a María lo mismo que uno de nosotros —se decía en él—, la doctrina tradicional sobre la Virgen queda expuesta a un grave peligro. Y no sólo esto, sino que cuanto (9) El P. Butler era el redactor de un contraproyecto mariológico del episcopado británico. Este documento, junto con otro preparado por los obispos de Chile, pretendía sustituir al decreto oficial.

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más se minimizan los privilegios y las funciones de la Virgen, tanto más disminuye la devoción a Ella. Este sería el fruto de la tendencia a considerar a la Virgen sólo de palabra, y no de hecho, como verdadera Madre y mediadora de toda la Iglesia. » El resultado del escrutinio se anunció al final de la sesión. De los 2.193 votantes —la mayoría requerida era í.097— los non placel, es decir, los contrarios a la fusión, fueron 1.074, los placel, 1.114, y los votos nulos, 5. Sólo 40 votos dividían las dos tendencias. En el aula reinó un silencio sepulcral. No estaban los ánimos para polemizar o para vanagloriarse por la victoria. La asamblea se había dividió en dos, aunque sólo fuera sobre una cuestión prejudicial. Y esto fue para todos los padres una tristísima constatación. La larga historia de las cinco preguntas Al día siguiente, cuando los obispos debían expresar un primer juicio sobre los puntos neurálgicos del segundo capítulo del esquema sobre la Iglesia, el clima no era de los más propicios. La inquietud y el nerviosismo que se cernía sobre el aula eran algo más que una pura y simple impresión, casi se podían tocar con la mano. Constituía un motivo de preocupación el que los padres hubieran llegado en estas condiciones psicológicas a una de las etapas más cruciales, tal vez el momento decisivo del Concilio. Hablemos con claridad. Si entonces se hubiera rechazado el principio de la colegialidad episcopal, probablemente el Concilio hubiera terminado aquel 30 de octubre de 1963. O mejor, venido a menos el motivo principal por el que se había convocado, es decir, la revalorización del episcopado como desarrollo lógico de la doctrina del Vaticano I el Concilio hubiera ido tirando, concretándose y agotándose al mismo tiempo en una oscura nebulosa de normas prácticas y disciplinares, ya que los grandes problemas faltos de la linfa vital de donde deberían recibir su fundamento habrían quedado reducidos a m u y poquita cosa.... Afortunadamente no sucedió nada de esto. Los padres manifestaron entonces su madurez y la plena conciencia de la importancia de la cuestión. Tanto es así, que nos atreveríamos a afirmar que cuanto había sucedido en torno al esquema mariológico sirvió como de entrenamiento para dar de lado

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a las posturas demasiado personales y exclusivistas, para considerar los problemas en una perspectiva más general y que abarcara todas sus posibles aplicaciones; para procurar mirando el bien común, de acuerdo con las ideas ajenas, en lugar de rechazarlas «a priori» sólo porque no coincidían con las propias. Ahora bien, es absolutamente necesario retroceder en el tiempo y reanudar la narración interrumpida el 16 de octubre, cuando se comunicó el aplazamiento sin fecha fija de la votación sobre cuatro preguntas relativas al capítulo segundo de la constitución sobre la Iglesia. ¿Qué hechos nuevos habían acaecido? Lo diremos rápidamente. Los moderadores habían dispuesto aquella iniciativa sin preocuparse de consultar ni a la secretaría general ni, lo que es más grave, a los miembros del Consejo de presidencia. Estos sólo habían oido hablar del asunto, como todos los demás padres, en el mismo momento en el que el cardenal Suenens había informado a la asamblea sobre el inminente escrutinio. Lo cual, traducido en términos jurídicos, significaba, en primer lugar, que se había tomado una medida no permitida por el reglamento y, en segundo lugar, que los moderadores habían traspasado los límites de sus poderes, ya que el oficio de vigilar sobre la observancia de la marcha de los trabajos correspondía a los presidentes. Las cosas tomaron en seguida un cariz muy serio, debido también al hecho de que desde hacía algún tiempo era manifiesto el desacuerdo existente entre los dos organismos dirigentes. El Consejo, pues, quería imponer a toda costa sus razones, mientras que los moderadores, atrincherándose en una interpretación más extensiva del artículo que regulaba sus atribuciones en la organización y coordinación de las discusiones en el aula, defendían la oportunidad de interrogar a los obispos para conocer su parecer sobre los temas más candentes. Sin embargo, quedaba siempre en pie el hecho de que los moderadores no se habían preocupado lo más mínimo en buscar el acuerdo con los presidentes. Y esto, más allá de toda consideración jurídica, constituía indudablemente una ventaja para el Consejo de presidencia. Es evidente que, en aquella situación, Pablo VI no podía en manera alguna imponer su autoridad en favor de unos o de otros. E n caso contrario, corría el riesgo de exacerbar los ánimos todavía más. A pesar de los apremiantes requerimientos que llegaban de todas partes, el Santo Padre supo mante-

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nerse por encima de los antagonismos en una actitud perfectamente equidistante de ambas tendencias. De este modo, cuando invitó a buscar de común acuerdo una solución, fue mucho más fácil para todos aceptar la invitación reconociendo en ella la aspiración a un ideal de justicia superior. En aquellos días el Papa tuvo varios contactos con los moderadores y con algunos de los purpurados más eminentes. Finalmente, decidió encomendar el asunto a la Comisión coordinadora, a los presidentes y a los moderadores. Participaron en la reunión •—que se tuvo la tarde del 23 de octubre en el departamento del secretario de Estado—, por el Consejo, los cardenales Tisserant, Liénart, Gilroy, Spellman, Frings, Ruffini, Siri, Wyszynsky, Meyer y Alfrink (solamente faltaban por motivos de salud Tappouni y Caggiano); los cuatro moderadores: Agagianian, Lercaro, Dópfner y Suenens; y los componentes de la Comisión coordinadora: Cicognani, Urbani, Confalonieri y Roberti; 18 personas, todas ellas con derecho de voto. El secretario general y los cinco subsecretarios se limitaron a asistir a las reuniones. Se discutió durante varias horas, hasta que con mucha dificultad se llegó a un acuerdo de compromiso sobre cada uno de los tres aspectos en los que se articulaba la controversia. Ante todo había que buscar el modo de pedir su parecer a los padres, pero sin violar el reglamento. Alguien escribió que se efectuaron dos votaciones, la primera contraria y la segunda favorable a los moderadores. Pero no hay que fiarse mucho de ellos, porque en ambos casos el cómputo de los sufragios —9 a 11 y 11 a 9— no concordaba con el número de los presentes. Sólo se sabe con certeza que al menos hubo un escrutinio. Su resultado fue una mayoría insignificante partidaria de una votación para sondear el parecer de la asamblea. Constituía una segunda dificultad la formulación de las preguntas que se habían de hacer a la asamblea, evitando así que pudieran ser interpretadas como una prematura solución de los problemas aún en discusión. Por consiguiente, quedó descartada la expresión introductoria usada por los moderadores: «agrada a los padres que el Concilio declare...» Esta fórmula ocultaba un significado demasiado comprometedor para una votación de sondeo. Se optó por esta otra: «Agrada a los padres que el esquema se elabore de tal modo que afirme...» Esta expresión resultaba menos comprometedora y más adecuada. Finalmente se redactaron las preguntas; pero no cuatro, 244

como habían determinado los moderadores, sino cinco. El cardenal Siri pidió que, al hablar de cada obispo en particular o del episcopado, la palabra «colegio», dado su valor estrictamente jurídico y determinado, fuera sustituida por «cuerpo» (coetus) o al menos se uniera a ella. A causa de su tono demasiado afirmativo, criticó también la frase en que se decía que los obispos forman un colegio junto con el Papa y bajo su autoridad. En lo referente al diaconado se convino en omitir toda referencia al celibato para no complicar más las cosas. La «revolución de octubre» Los moderadores tuvieron que ir perfeccionando sucesivamente la redacción de las preguntas, sometiéndolas por fin a la aprobación del Sumo Pontífice. Y así, sólo el 29 de octubre se pudo distribuir la lista a la asamblea (10). El resultado del escrutinio se dio a conocer a la mañana siguiente. Para prevenir equívocos se avisó que la votación, pedida por muchos prelados y por algunas conferencias episcopales, se proponía únicamente poner en claro el número de padres partidarios de una u otra opinión, ofreciendo así a la comisión teológica un elemento de juicio que era difícil obtener sólo a través de las intervenciones en el aula. Por tanto, no se trataba ni de aprobar ni de rechazar esquema alguno. Después, una vez conocidas y revisadas las intervenciones, la comisión prepararía uno nuevo. Finalmente, el 30 de octubre tuvo lugar la votación. He aquí las cinco preguntas con sus respectivos resultados: i) «¿Agrada a los padres que el esquema sea elaborado de tal modo que afirme que la consagración episcopal constituye el grado más elevado del sacramento del orden?» De 2.157 votantes respondieron placet 1.123 y non placet 34. 2) «¿Agrada a los padres que el esquema sea elaborado de tal modo que afirme que todo obispo, legítimamente consagrado y en comunión con los obispos y con el Romano Pontífice, que es su cabeza y el principio de su unidad, es miembro del cuerpo episcopal?» Votantes: 2.154; placet: 2.049; non placet: 104; nulos: 1. (10 Aquel mismo dia tuvo lugar una reunión conjunta de los tres organismos dirigentes. En el curso de ella se examinó la posibilidad de utilizar durante los debates las traducciones simultaneas. Más tarde se experimentó un sistema de traducción con cabinas colocadas en una nave lateral de la basílica, pero las excesivas complicaciones—especialmente por la dificultad de encontrar un cierto número de buenos traductores—impidieron la realización del proyecto.

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3) «¿Agrada a los padres que el esquema sea elaborado de tal modo que afirme que el cuerpo o Colegio episcopal sucede al Colegio apostólico en la misión de evangelizar, santificar y gobernar, y que goza de plena y suprema potestad sobre toda la Iglesia junto con el Romano Pontífice y nunca sin él, quedando a salvo e intacto su derecho de supremacía sobre todos los pastores y fieles»? Votantes: 2.148; placet: 1.808; non placet: 336; nulos: cuatro (11). 4) «¿Agrada a los padres que el esquema sea elaborado de tal modo que afirme que dicha potestad compete por derecho divino al mismo colegio episcopal, unido a su cabeza?» En una nota adjunta se especificaba el sentido exacto de esta proposición y de la precedente: a) «El ejercicio actual del poder del cuerpo episcopal está regulado por normas aprobadas por el Romano Pontífice.» b) «No se da un acto verdaderamente colegial del cuerpo episcopal si el Romano Pontífice no invita a realizarlo o al menos no lo acepta libremente.» c) «Compete a una ulterior determinación teológica y jurídica indagar el modo concreto de ejercer en la Iglesia esta doble forma de potestad suprema teniendo en cuenta que el Espíritu Santo refuerza indefectiblemente la armonía entre las dos formas.» Votantes: 2.138; placet: 1.717; non placet: 408; nulos: 13. Estos resultados superaron las más halagüeñas esperanzas. En efecto, ¿quién hubiera osado pronosticar una convergencia tan acentuada de opiniones sobre temas que sólo algunos días antes eran aún ásperamente censurados? Esto sin tener en cuenta la inevitable dispersión de votos, dados los motivos tan heterogéneos que podrían haber inducido a algunos a tomar una actitud negativa. Por ejemplo, aquellos 525 non placet sobre el diaconado —no todos evidentemente, pero sí una buena parte— dejan entrever a mil leguas de distancia algo sospechoso, ya que algunos obispos habrían votado en contra probablemente por el temor a mitigar la ley del celibato. El escrutinio del 30 de octubre puso, pues, en evidencia la (11) Conviene recordar que el cardenal Bacci había pedido intervenir para denunciar la acepción equívoca de la expresión ius primatiale, que podía significar sólo que el Papa es el primado de todos los cristianos. El cardenal Bacci pretendía sustituirla por ius primatus. Pero los moderadores, estimando que se trataba de una cuestión puramente lingüística, no le habían concedido la facultad de hablar. El docto latinista se lamentó, primero, ante Pablo VI y después directamente en el aula. Le respondió el cardenal Agagianian, replicó por segunda vez el cardenal Bacci y por último cerró la disputa el cardenal Dopfner. Pero todo fue inútil. Nadie cambió de idea.

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escasez numérica de la oposición anticolegialista: una minoría bastante menos consistente y homogénea de cuanto las discusiones, falseando involuntariamente las perspectivas, habían dado a entender en un primer momento. El resultado de las cinco preguntas hablaba bien claro. La mayoría de la asamblea había manifestado sus propias tendencias de una manera neta e inequívoca, manifestándose a favor del carácter sacramental de la consagración episcopal, de la colegialidad del episcopado, de la co-rresponsabilidad del cuerpo episcopal en la «plena y suprema potestad de la Iglesia»junto con el Papa, su cabeza, del origen divino de este poder y de la restauración de un diaconado permanente. Fue una jornada histórica para el Vaticano II. El P. Yves Congar escribió, en Informations catholiques internationales, que la Iglesia había realizado pacíficamente su «revolución de octubre». Libre ya de aquel atolladero largo y enervante, el Concilio parecía tener finalmente ante sí un camino recto y transitable.

Cardenal Ottavianj: «La comisión no está ligada a Ja votación» Pero aquel estado de euforia no duró ni siquiera una semana. Después de los cuatro días de intervalo para la fiesta de Todos los Santos, la comemoración de los difuntos y la celebración del cuarto centenario del decreto tridentino sobre la institución de los seminarios, se desencadenó el contraataque de los anticolegialistas. Tanto más cuanto que el esquema sobre los obispos que dio comienzo al debate parecía hecho precisamente para abrir el camino a nuevas polémicas. En efecto, este esquema, considerando de cerca la autoridad de los obispos y el gobierno de las diócesis, proponía nuevamente como necesario el principio de la colegialidad episcopal. Más aún, en la práctica constituía sustancialmente su primera y más inmediata realización. Sin embargo, como estaba redactado desde hacía algunos meses, abstraía casi por completo de la doctrina contenida en la constitución sobre la Iglesia, aludiendo muy pocas veces a ella y siempre de un modo vago y general. Ahora bien, teniendo lógicamente que adaptarse el proyecto sobre los obispos a la constitución dogmática, ¿hasta qué punto era posible en aquel momento hacer uso de la votación sobre las cinco preguntas para sacar de ella las consecuencias prácticas convenientes?

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Que el asunto no estaba del todo claro pudo verse inmediatamente en los primeros compases de la discusión cuando comenzó un «tiro al blanco» muy singular entre aquellos obispos que restringían progresivamente la importancia de los resultados hasta reducirla a un simple elemento genérico de orientación, y aquellos otros que llegaban incluso a abusar de ella para reclamar una extensión mayor de los poderes del episcopado. Por eso, en un clima tan inestable resultó bastante fácil a los impugnadores de la colegialidad esgrimir de nuevo sus argumentos y sus críticas. Como también resulto fácil para algunos dirigentes y miembros de la Comisión Teológica —los cardenales Ottaviani, Browne y Florit— impugnar el carácter vinculativo que debería tener para aquel organismo el resultado del escrutinio del 30 de octubre, como alguno había intentado insinuar. Abrió el luego el cardenal Ruffini el 6 de noviembre. «Las acusaciones hechas al decreto sobre los obispos —dijo— provenían de la inexacta suposición de que el texto eclesiológico había sido ya suficientemente profundizado. La votación sobre las cinco preguntas no quería tener ningún valor definitivo, sino sólo orientador para la Comisión Doctrinal, que aún tenía que investigar el problema (12). Por eso no se podía tomar pie de ella para disertaciones posteriores.» El cardenal Browne hizo notar que numerosas observaciones parecían dar la impresión de que algunos padres concebían el episcopado como un colegio jurídico en el sentido verdadero y propio de esta palabra. Sin embargo había que esperar la respuesta de la Comisión Teológica, a la que competía «estudiar, revisar e interpretar» el contenido y el significado de la expresión «colegio episcopal». El cardenal Frings fue el primero en tomar las armas en defensa de la corriente colegialista. «¿Puede considerarse como nula la aprobación tan rotunda de una tesis? La comisión competente -—afirmó polemizando con el cardenal Browne— no puede decretar un nuevo juicio sobre un esquema, después de haber sido discutido ya en el aula. Lo único que puede hacer es interpretar la voluntad de la asamblea y el tenor de las intervenciones. La comisión es sólo un «instrumento» de la congregación general, y «debe poner en práctica los deseos de los padres». Veinte minutos más tarde habló el cardenal Ottaviani y, (12) Más tarde el arzobispo de Florencia, cardenal Florit, se mostró de la misma opinión que el arzobispo de Palermo.

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sin tantos ambages, refutó con dureza las afirmaciones del purpurado alemán. Fue el encuentro más acalorado y vehemente de toda la historia del Concilio. Omitimos por ahora la discusión sobre la competencia del Santo Oficio, de la que nos ocuparemos más adelante. No haremos más que espigar los pasajes referentes a la discusión del momento. «La votación sobre las cinco preguntas presentadas por los moderadores no es definitiva y, por tanto, la Comisión Teológica no está ligada a los resultados de aquella votación. Los cinco puntos fueron elaborados por los moderadores. Deberían haber sido sometidos a la Comisión Teológica para un estudio detallado y ésta habría podido perfeccionar algunas expresiones y eliminar algunos pasajes oscuros. Los que propugnan la colegialidad de los obispos se mueven dentro de un círculo vicioso suponiendo que los Apóstoles formaban un colegio y obraban como un cuerpo colegial.» Defender la colegialidad —concluyó— implica al menos «una cierta limitación del ejercicio del primado universal del Romano Pontífice». Ya no sólo se negaba la función orientadora del escrutinio del 30 de octubre, sino incluso la legitimidad de su ejecución poniendo prácticamente a los cardenales en el banquillo de los acusados. «El valor de aquella votación —afirmó monseñor Carli— es dudoso porque se hizo casi de repente, sin la doble relación previa leida o por escrito, donde se recogieran y expusieran en el aula todos los argumentos y las deducciones tanto en favor como en contra del texto que se debía votar. Además, y esto es peor e inaudito en los Concilios y contrario al art. 30 párrafo 2 del reglamento, se concedió a los padres un espacio de tiempo completamente insuficiente para pedir consejo, formarse un juicio y decidir acerca de su voto en un asunto importante; tanto más cuanto que se trataba de un texto oscuro, equívoco e incompleto.» Prosigue una situación incierta La campaña conducida a velas desplegadas por la minoría no dejaba presentir nada bueno. Todo lo contrario, proyectaba, cada vez más alejada en el tiempo hasta hacerla aparecer casi inasequible, la posibilidad de promover una unanimidad al menos «moral», absolutamente necesaria para una constitución dogmática que constituía el punto central del Vaticano II. 249

Algunos oradores, como el indio monseñor D'Souza y el holandés cardenal Alfrink, hicieron frente a los ataques de los anticolegialistas. También uno de los moderadores, el cardenal Dopfner, intervino con extrema decisión: «El concepto de colegio apostólico no se ha introducido furtivamente en las preguntas, pero se encuentra varias veces en el esquema. Ciertamente, con aquella Votación no se pretendía establecer el texto definitivo de la constitución, sino que se quería indicar el camino a la comisión y asegurar más a los padres acerca de las tendencias del Concilio, con el fin de poder dar ulteriores pasos (...). No se puede considerar como definitivo lo que es provisional, pero tampoco se debe oscurecer lo que está suficientemente claro.» En resumidas cuentas, la reacción de la mayoría no llegó nunca al extremo. Evidentemente, viendo que las cosas habían tomado un cariz tan desagradable, se quería evitar una exasperación de los ánimos. El mismo Papa se mantuvo al margen, esperando aún que todo se arreglara con el tiempo y con la progresiva maduración de las ideas. Sin embargo, su presencia el 15 de noviembre en una reunión del Consejo de presidencia y de la Comisión Coordinadora, y la subsiguiente distribución a los padres del texto de la relación presentada en aquella circunstancia por el cardenal Lercaro, manifestaron en cierto modo que Pablo VI había aprobado la conducta de los moderadores; como también había aprobado la solicitud que el arzobispo de Bolonia dirigió en su relación a las comisiones conciliares para que se adaptaran con prontitud «a la mentalidad de la asamblea, teniendo en cuenta la naturaleza ministerial y el oficio de servicio que tienen las mismas comisiones respecto de la congregación general». Existía, además, otro problema no menos grave que necesitaba una solución. Las intervenciones del cardenal Frings, por una parte, y de los cardenales Ottaviani y Browne por otra, había denotado una impresionante diversidad de pareceres sobre la competencia y misión de las comisiones. ¿Acaso el reglamento era demasiadio vago o concedía a las comisiones un poder excesivo? E n este caso era necesario modificarlo lo más pronto posible para precisar minuciosamente los límites de las actividades de estos organismos. ¿O acaso su estructuia no reflejaba suficientemente a la mayoría que se había formado en el Concilio? Entonces era necesario anunciar nuevas elecciones para renovar completamente las comisiones, incluidos los presidentes, o para agregar a ellas un determinado número de

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miembros a fin de que pudieran ajustarse mejor a las tendencias dominantes en el aula, o para instituir una nueva que se ocupara de cada esquema en particular. En resumidas cuentas, era absolutamente indispensable despejar una situación que se hacía cada vez más penosa multiplicando los obstáculos que se cernían sobre el Concilio. E n t r e ellas se encontraba, por ejemplo, las desavenencias entre el Consejo de presidencia y los cuatro moderadores, el funcionamiento de los trabajos, con frecuencia irregular, hasta tal punto que los mismos moderadores, para coordinarlos mejor, comenzaron a alternarse en la dirección de las reuniones siempre que se comenzaba a trabajar un nuevo capítulo de un proyect o ; la lentitud de los debates y las continuas repeticiones de los mismos conceptos, aunque, en honor a la verdad, los padres presentaban por escrito cada vez con más frecuencia sus sugerencias, y diversas conferencias episcopales encargaban a uno o dos oradores que expresaran en el aula el parecer de sus connacionales...; todas estas dificultades despuntaron ya en gran parte durante el primer período. Los nuevos hombres colocados en el timón del Concilio no habían sido capaces de resolverlas y no por culpa de los moderadores, que, por el contrario, dieron un ritmo más ágil a las congregaciones generales, sino a causa de las dimensiones mastodónticas de la asamblea y de aquel principio de libertad del que era imposible prescindir. Ampliadas las comisiones conciliares Y ya que estamos en el tema, anticipemos la hora y recojamos rápidamente los agitados sucesos que preludiaron la ampliación de las comisiones conciliares. Una petición en tal sentido, firmada por 25 conferencias episcopales, fue entregada a Pablo VI a finales del mes de octubre. Se trató de ello y se dio un juicio favorable el 20 de noviembre en la reunión de la Comisión Coordinadora. Al día siguiente, se hizo saber que el Papa había determinado aument a r de 25 a 30 el número de los componentes de cada comisión: cuatro de ellos serían elegidos en el aula y uno nombrado por el Papa (13). (13) Hubo tres excepciones. A la Comisión para las Iglesias Orientales, que tenía ya 27 miembros, se le añadirían sólo tres nuevos miembros que deberían elegir los padres. Al Secretariado para la Unión, que tenía sólo 18, se le agregaron 12, ocho designados por la asamblea y cuatro por el Papa. La Comisión Litúrgica no sufriría ningún cambio porque había concluido ya sus trabajos.

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Las conferencias episcopales se pusieron a trabajar en seguida y muchas de ellas prepararon una «rosa» común de candidatos. El 27 de noviembre se entregaron a los padres doce listas. La primera, y la más importante, era la llamada «internacional» —con 67 nombres— elaborada entre 65 grupos episcopales de todos los continentes. Las otras, más o menos completas, habían sido presentadas por cada episcopado: cuatro, de Europa (Irlanda, Polonia-Checoslovaquia, Escocia y Suiza); tres, de Asia (China, Corea, Indonesia); una la propuso el episcopado oriental; otra, la conferencia episcopal de rito bizantino ucraniano; otra, los obispos latinos de los países árabes, y la última, la Unión de los Superiores Generales Religiosos. Pero, ya porque no se respetaron los acuerdos, ya porque surgieron dificultades a última hora, el hecho es que la tarde de aquel mismo día comenzaron a circular entre los obispos otras dos listas no oficiales. La primera, preparada por varios episcopados de Centroeuropa y de África, con el apoyo externo de algunas conferencias episcopales hispanoamericanas. Únicamente comprendía padres no italianos y que ya figuraban en la lista internacional. La segunda, en cambio, preparada por algunos españoles e italianos, incluía nombres italianos y no italianos, en parte comprendidos ya entre los «67», y en parte seleccionados entre diversos episcopados. Extrañas complicaciones, es verdad, que traían a la memoria cuanto había sucedido el año anterior. La votación se efectuó el 28 de noviembre y al día siguiente se comunicó el resultado. De los 43 elegidos, 38 figuraban en la lista de los episcopados centroeuropeos y africanos. El 8 de enero de 1964 Pablo VI nombró otros miembros. Entretanto, de acuerdo con las nuevas disposiciones, cada organismo —todos los componentes, por tanto, y no sólo el presidente— había elegido un segundo vicepresidente y un segundo secretario. Por fin, después de tantas dificultades y polémicas, parecía que las comisiones se ajustaban con más fidelidad a las tendendencias dominantes en el Concilio. Un comienzo difícil para el esquema sobre los obispos El 5 de noviembre comenzó el examen del esquema sobre los obispos y el gobierno de las diócesis. Constaba de un proemio y cinco capítulos: 252

1) Las relaciones entre los obispos y las congregaciones romanas. 2) Los obispos coadjutores y los auxiliares. 3) Las conferencias episcopales. 4) La circunscripción de las diócesis y de las provincias eclesiásticas. 5) La erección y la circunscripción de las parroquias (14). Seguían dos apéndices. Sobre ellos, los padres deberían exponer sus observaciones sólo por escrito. El primero ofrecía el elenco de las facultades propias de los prelados residenciales y titulares. El segundo estudiaba algunas cuestiones concernientes a las relaciones entre los dicasterios eclesiásticos y los obispos. Apenas comenzada la discusión, el esquema corrió el riesgo de ser rechazado y de ser enviado al organismo competente para una reelaboración total. Los ataques provenían de dos puntos diferentes y eran también diferentes, a pesar de que coincidían en un mismo fin, las razones por las que se quería aplazar la discusión. En efecto, por una parte, numerosos oradores, franceses en su mayoría, pusieron de manifiesto que la redacción del proyecto no concordaba con la perspectiva de la constitución sobre la Iglesia, a pesar de que en la práctica representaba el complemento lógico e inmediato de ella. De aquí •—sostuvieron el cardenal Liénart y monseñor Veuillot— se sigue la conveniencia de procurar que la constitución eclesiológica sea corregida definitivamente según el espíritu de las propuestas surgidas durante la discusión de las últimas semanas, antes de examinar en el aula el decreto sobre los obispos. Y fue entonces, precisamente, cuando estallaron las discordias entre colegialistas y anticolegialistas sobre el valor que había de atribuirse al escrutinio del 30 de octubre, y que contribuyeron a crear en aquellos días una atmósfera mucho más tensa y confusa. Por otra parte, algunos padres se mostraron abiertamente contrarios tanto a la formulación como al contenido del decreto sobre los obispos. Este, se afirmó repetidas veces, tenía un tono demasiado administrativo, jurídico, parenético y teórico, sin ninguna referencia realista a las condiciones del mundo moderno. «Es un modelo de brevedad romana —afirmó monseñor J. Rupp, del Principado de Monaco—. No es audaz ni viril. (14) Este último tema no fue examinado. La asamblea determinó que se confiara a la Comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico.

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Contiene pocos elementos nuevos y aun cuando proyecta alguna solución sobre los problemas, casi a renglón seguido indica el pretexto para poder evitar la aplicación del principio indicado... » ¿No era quizá justificable, después de estos antecedentes, el estado de temor en que se llegó el 6 de noviembre a la votación para decidir si aceptar o no el proyecto como base de discusión? Si el Concilio lo hubiera rechazado —declaró el estadounidense monseñor Alter— «no nos hubiera quedado otra solución que preparar nuestros equipajes y volver a casa. Hubiera significado que se debía comenzar a elaborar el esquema completamente, desde el principio ». Por t a n t o , aquellos temores no eran simples fantasmagorías. Y lo confirmaron los 477 non placel, el número más alto de votos negativos que se había registrado en votaciones de este género. Afortunadamente, no fueron suficientes para interrumpir la discusión. Los 1.610 placel zanjaron toda polémica, y así se continuó hacia adelante. Un «Consejo episcopal» para ayudar al Papa Ya en aquellas dos primeras jornadas los oradores, en vez de limitarse a una valoración general del decreto, habían examinado con frecuencia algunos temas concretos. Un 90 por 100 de ellos se referían al primer capítulo. Se t r a t a b d a e un estudio breve —sólo cuatro artículos—, pero plagado de conceptos y de innovaciones. Entre ellos se abordaba la descentralización del gobierno central de la Iglesia. Se concedían a todos los obispos muchos derechos hasta el presente reservados a la Santa Sede o a los patriarcas orientales. Los obispos podrían disponer de todos los poderes necesarios para gobernar la propia diócesis, y en esto serían «ayudados»y «aconsejados » por la Curia Romana. Se nombraba a algunos prelados, delegados por los conferenciantes episcopales, miembros y consultores de los dicasterios eclesiásticos... La misma complejidad de la materia favoreció una amplia investigación. Por ejemplo, se pidió que se restituyeran a los obispos —y que, por amor de Dios, no se hablara de «concesión»— las facultades que de aquí en adelante no parecía necesario que la Santa Sede se reservara. Se pidió también que se discutiera con toda libertad la designación de los obispos, adoptando —sugirió el mejicano monseñor Méndez Arceo— la forma más conveniente para el verdadero bien de la Iglesia, y que mejor la pusiera al resguardo de cualquier interferencia

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del poder político y civil. «Es deplorable —añadió el portugués monseñor Ferreira— que a veces la Iglesia sea menos libre bajo Gobiernos católicos que bajo Gobiernos protestantes ». A continuación se insistió en el llamado principio de «subsidiariedad» en la Iglesia. Es decir, la autoridad superior— el Papa o la Santa Sede— no debe ordinariamente sustituir a la autoridad inferior —los obispos— en las cosas en que ésta tenga los requisitos necesarios para poder obrar por sí misma y no existan otros motivos extrínsecos que aconsejen lo contrario. El cardenal Bea hizo notar la importancia ecuménica de esto, ya que es notorio que «frecuentemente se acusa a la Iglesia católica romana de deseo, más aún, de ambición de dominio, de imperialismo, de centralización excesiva, de curialismo, e t c . . A estas acusaciones no se responde sólo con palabras. Ni siquiera son un remedio suficiente las afables palabras de caridad o de ayuda que la autoridad central dirige a los obispos. El único remedio eficaz es el profundo respeto de la justa competencia de cada uno, de todas las autoridades inferiores, y especialmente de los obispos». Pero el interés de los padres se polarizó principalmente hacia otros dos puntos: la institución en un «Consejo episcopal» que ayudara al Santo Padre en el gobierno de la Iglesia universal, y la reforma de la Curia Romana. Se discutió de un modo especial lo referente a las estructuras y a las funciones del Consejo, al que el esquema no hacía la más mínima alusión, habiendo hablado Pablo VI de él por primera vez en el discurso del 21 de septiembre. Es verdad que hubo un cierto contraste a propósito del grado de representación que el colegio episcopal debería tener en el nuevo organismo. Pero después se aceptó con bastante unanimidad la tesis enunciada por el cardenal Alfrink, es decir, que los miembros del Consejo, aunque no fueran los delegados de todo el episcopado, manifestaran, sin embargo, un «signo del gobierno colegial», un elemento visible de la comunión y de la unidad de la Iglesia. Del mismo modo se reconoció unánimemente la oportunidad de asociar un cierto número de obispos a la dirección del gobierno central. El español monseñor González Moralejo llegó a proclamar que la elección del Papa, siendo éste pastor supremo de la Iglesia universal y no sólo obispo de Roma, no debía ser un derecho exclusivo del Colegio Cardenalicio, sino que competía a todo el cuerpo episcopal legítimamente representado en el Sacro Colegio o de otro modo cualquiera.

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Se intentó, pues, determinar las formas concretas de semejante colaboración entre el Papa y un grupo internacional de obispos. «Si el mundo está en paz —afirmó el cardenal Kónig— el Romano Pontífice podría reunir una o dos veces al año a los presidentes de las conferencias episcopales e incluso a otros obispos determinados para recibir sus consejos y escuchar sus opiniones acerca de los problemas que inciden sobre la Iglesia universal.» El filipino monseñor Olalia pensaba más bien en una nueva congregación especial, llamada «suprema», formada por obispos designados por las conferencias episcopales y por eclesiásticos nombrados por el Papa, y que constituyeran el tribunal supremo de apelación. El arzobispo de Florencia, cardenal Florit, sugirió la erección de una «sagrada congregación central», compuesta por prelados residenciales y que estaría por encima de los demás dicasterios romanos. Pero las peticiones más audaces y particularizadas fueron propuestas sin duda alguna por el patriarca Máximos IV Saigh. Comenzó con una crítica severa del esquema que preveía «tan sólo una pequeña y tímida reforma, indicando la posibilidad de invitar a algunos prelados de todo el mundo a formar parte de los dicasterios de la curia como miembros o consultores de la misma. Este limitar a la Curia Romana la colaboración del episcopado católico en el gobierno central de la Iglesia no responde ni a las necesidades reales de la Iglesia de nuestro tiempo, ni a la responsabilidad colegial del episcopado para con la Iglesia». El Sumo Pontífice, como sucesor de Pedro y cabeza del colegio apostólico, debe gobernar la Iglesia asociando a su propia responsabilidad la del colegio episcopal, y «no mediante el clero romano y su corte». La situación actual no es normal, y hace difícil, especialmente para los de fuera, percibir el ecumenismo de la Iglesia. Llegado a este punto, el orador propuso instituir un «Sacro Colegio de la Iglesia universal», que comprendiera a los patriarcas apostólicos de Oriente, a los cardenales, arzobispos residenciales «en cuanto pastores de diócesis y no como titulares de una iglesia de Roma», y finalmente a algunos obispos elegidos por las conferencias episcopales. «Este organismo se podría reunir periódicamente o cuando lo exigieran los intereses generales de la Iglesia. Pero esto no sería suficiente. Algunos miembros de este senado, por turno tendrían que permanecer constantemente al lado del Papa, su cabeza, a quien corresponde siempre la última palabra, en virtud de su primacía. Este sería el órgano supremo, ejecutivo y decisivo, al cual deberían estar subor-

dinados todos los demás organismos; tendría su constitución propia, pero sin el afán de acapararlo todo, comprendiendo que los problemas de los pueblos tienen que ser resueltos por ellos mismos o con ellos, nunca sin ellos.» Quizá era sólo una impresión errónea. Pero, con frecuencia, de aquellas intervenciones sólo se sacaba un cierto malestar. Nadie, es cierto, abrigaba la más mínima intención de atentar contra el primado pontificio. Y sin embargo, aquella insistencia en la creación de un Consejo episcopal tenía casi el aire de una pretensión, a veces incluso de una imposición en relación con el Papa. De este modo, cuando el cardenal Lercaro habló y puso los puntos sobre las íes, todos pensaron que la autoridad superior no estaba ausente de su discurso. El análisis del arzobispo de Bolonia fue claro y persuasivo. «Ante todo —comenzó diciendo— queden firmes estos tres principios: i) El último juicio acerca de la oportunidad de semejante organismo pertenece al Papa. 2) Incluso después de instituido, no se le considere como el único medio, casi de derecho divino, mediante el cual puede obrar el Romano Pontífice, pues en virtud del mismo derecho divino queda libre para obrar con otros medios y de un modo diverso. 3) Sin embargo, una vez fundado este nuevo organismo, el mismo Papa debe procurar no hacer vanos sus fines y su significado; pero esto no en virtud de vínculos jurídicos, sino por motivos de conveniencia y de eficacia. En una palabra, si se prevé que el Sínodo no debe ser el camino ordinario para tratar y resolver los asuntos más importantes, entonces no se instituye siquiera. En caso contrario, suprímase del decreto toda la cuestión, no habiendo motivo para someterla a una votación normativa, y prepárese más bien un mensaje al Romano Pontífice para hacerle saber los deseos de la asamblea, después de haber sido examinados atentamente por una comisión especial.» Sin embargo, no se hizo nada en orden a este proyecto, que sostuvo también el cardenal Rugambwa. Entretanto, por iniciativa del cardenal Silva Henríquez, se elaboró un «promemoria» con el título Schema consulti Concilii de quaestione reformationis cureae romanae, en el que se rogaba a Pablo VI que «concretara» cuanto había declarado en los discursos del 21 y 29 de septiembre en torno a la reforma de la

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curia, a las relaciones entre los obispos y el Papa, y a la erección del Consejo episcopal. El documento, firmado por 600 padres aproximadamente, fue presentado a los moderadores el 13 de noviembre y, ocho días más tarde, entregado al Romano Pontífice. Monseñor Batanian: «La Curia Romana ha cumplido su deber» Era inevitable que el otro tema apasionante de aquella discusión, la reforma de la Curia Romana, levantara discordias y polémicas sin fin. Y esto no sólo por el hecho de que el esquema, como único cambio concreto con respecto al precedente, se limitaba a proponer el nombramiento de algunos obispos para miembros o consultores de las congregaciones, dejando por tanto insatisfechas las esperanzas de una gran parte del episcopado mundial, sino también porque el discurso pontificio del 21 de septiembre había servido como de trampolín a los prelados que reclamaban una renovación radical de las estructuras y de los métodos de los dicasterios eclesiásticos. Los días 5 y 6 de noviembre en el aula sólo se escucharon críticas dirigidas contra la curia y sus representantes. El cardenal Gracias pidió una preparación más esmerada de los nuncios y delegados apostólicos, especialmente de los enviados al Oriente. El cardenal Richaud observó que problemas como los concernientes a la Acción Católica, el empleo de la lengua vulgar en la liturgia o la organización de los seminarios y de los institutos eclesiásticos, podían ser mejor valorados y resueltos más acertadamente por quienes conocían directamente la situación real, es decir, por los episcopados nacionales y no por las congregaciones romanas. Afirmó además la conveniencia de una internacionalización (con la introducción de un número mayor de obispos residenciales) y de una reorganización de los organismos de la curia (adoptando nombres más modernos, atribuciones adecuadas a las necesidades actuales, y una mayor coordinación recíproca). Monseñor Gargitter, obispo de Bressanone, observó que el decreto sobre los obispos admitía una descentralización del gobierno sólo en apariencia, ya que en realidad lo excluía después, e incluso tendía a aumentar los organismos. Era además absolutamente necesario poner remedio a un grave inconveniente no resuelto aún, es decir, la posición predominante de los prelados de un 258

determinado continente o de un cierto país en relación a los de otras naciones. La polémica contra la curia culminó prácticamente con la intervención, ya referida, de Máximos IV Saigh. Al día sisiguiente, 7 de noviembre, la discusión cambió completamente de tono. La abrió el patriarca Batanian, que impugnó cuanto había defendido el día anterior su colega oriental. «Si a un árbol lo juzgamos por sus frutos —dijo— y las condiciones actuales de la Iglesia son buenas en general, debemos concluir que la Curia Romana, que tanta parte ha tenido en la expansión de la Iglesia, ha cumplido satisfactoriamente su deber. Toda institución humana tiene sus debilidades. Pues bien, convendría eliminarlas con sabiduría y prudencia, no airearlas públicamente atrayéndose sobre ellas la atención de todos, con el riesgo de escandalizar o herir dolorosamente a determinadas personas. Nadie tiene derecho a olvidar todos los servicios prestados por la curia, haciendo resaltar únicamente sus puntos débiles. Las críticas, aun hechas con buena fe, no deben ser exageradas, tanto más cuanto que podrían ser interpretadas como dirigidas a la cabeza misma. Y esto sería peligroso, no sólo por el mal ejemplo dado, sino también porque terminaría minando el principio de autoridad y dañando la causa ecuménica.» (15) Hubo otros dos padres que tomaron la defensa de la curia. El español monseñor Del Pino Gómez dijo: «Todo lo que se diga contra ella, se dice también de alguna manera contra el Romano Pontífice.» Y monseñor Masón, vicarioa postólico de El Obeid: «Las congregaciones romanas necesitan un «aggiornamento», como toda la Iglesia, incluidos los patriarcados. Pero, ¿quién no tiene necesidad de él? Es imposible cambiar de la noche a la mañana. Hay que dejar que el proceso de evolución siga su curso normal. La curia sigue siendo, pues, un instrumento muy necesario para el gobierno de la Iglesia y muy en consonancia con nuestra época en la que se van instituyendo grandes organismos internacionales. Haríamos bien si, en vez de fijarnos en la concesión de facultades nuevas y y más amplias, renunciáramos a algunas de las que tenemos, por ejemplo, a la capa magna de larga cola y al título de excelencia, que se podría sustituir por el de padre o pastor...» (15) El 10 de noviembre el cardenal Ruffini, en nombre del cardenal Siri y de la conferencia episcopal italiana, agradeció públicamente a Batanian por haber rebatido el «áspero discurso» de Máximos IV Saigh, Este se lamentó ante el Consejo de presidencia y ante los moderadores de que el arzobispo de Palermo hubiera utilizado el aula conciliar para «atacar a los que no compartían su opinión».

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El choque Frings-Ottaviani Todos consideraban concluido este tema. Se habían analizado a fondo y expuesto con extrema franqueza los pro y los contra. Por tanto, nadie esperaba más sorpresas sobre el particular. Sin embargo, se estaba en un gran error. La mañana del 8 de noviembre el cardenal Frings, después de haberse ocupado en su intervención del asunto de las cinco preguntas, comenzó a hablar de los dicasterios eclesiásticos y, sobre todo, del Santo Oficio. «Se debe subrayar con claridad —especificó— que la necesidad de renovación en el modo de proceder, distinguiendo bien entre el aspecto administrativo y el judicial, afecta a todas las congregaciones romanas, incluso al Santo Oficio, cuyo proceder en muchas ocasiones no está a la altura de nuestro tiempo. En efecto, nadie puede ser condenado sin haber sido escuchado y sin haber tenido la posibilidad de defenderse y de corregirse. Hay que introducir aún diversas reformas en la curia, donde el número de obispos, por ejemplo, es excesivo, y podría ser convenientemente reducido, confiando a seglares muchas mesas de trabajo. El episcopado es un oficio por sí mismo, y no un esplendor y un honor anejos a otros cargos.» En los micrófonos se alternaron los cardenales Lercaro y Rugambwa. Por fin, a las 10,23, tocó el turno al cardenal Ottaviani: «Protesto enérgicamente —dijo, contra el cardenal Frings—, por las inexactas acusaciones dirigidas hace poco contra el Santo Oficio.» El orador, visiblemente turbado y con un tono excitado, improvisaba en latín. «No se debería olvidar que el prefecto del Santo Oficio es el mismo Sumo Pontífice. Las críticas hechas provienen del escaso conocimiento, por no usar una palabra más fuerte, de la actuación de esta sagrada congregación. Jamás ha sido nadie acusado, juzgado y condenado sin una previa y detallada investigación, realizada con la ayuda de consultores competentes y de especialistas experimentados. Además, todas las decisiones del Santo Oficio son aprobadas personalmente por el Papa, y por tanto, toda crítica recae sobre el Vicario de Cristo.» Algunos obispos experimentaron una sacudida. El choque había sido áspero y repentino. Afortunadamente, dos padres de mucho prestigio supieron encontrar el modo y el momento justos para dirigir a la asamblea a una noble invitación a la pacificación de los ánimos. El 11 de noviembre el cardenal Confalonieri afirmó que no se podía esperar que en la realidad 260

las relaciones del obispo con la curia fueran siempre ideales: «Todo organismo humano está sujeto a debilidades, y la curia no constituye una excepción», a pesar de que «por lo demás, puede vanagloriarse de un constante y más que benemérito servicio a la Santa Sede». Al día siguiente, el arzobispo monseñor Slipyi habló sin ambages del as dos tendencias surgidas en el Concilio: «una, prudentemente conservadora» —y aquí aludió expresamente a los cardenales Ottaviani y Ruffini— deseosa de que las novedades concordaran con las verdaderas tradicionales; la otra, sedienta de ir al encuentro de las exigencias de la sociedad moderna y de un «aggiornamento» de la Iglesia. «Los deseos de esta corriente tampoco deben ser minusvalorados. Ninguno de los oradores, sea de rito latino sea de rito oriental, ha intentado tocar jamás el primado del Papa; nadie, ni siquiera Máximos IV, ha querido disminuir los méritos de la Curia Romana, tanto más cuanto que todos han demostrado en otras ocasiones profundísima gratitud, devoción y veneración hacia Pablo VI. Si algunos oradores han puesto en evidencia ciertos defectos de la curia, verdaderos o presuntos, voluntarios o involuntarios, lo han hecho con la esperanza de verlos eliminados (...). Por eso, a pesar de que las propuestas formuladas por la segunda corriente no podrán ser acogidas en su totalidad, sin embargo tendrán que ser estudiadas con atención, ya que todas contienen un grano de verdad por provenir de pastores de las iglesias y de padres del Concilio.» Se quiere abolir el obispo coadjutor Con el segundo capítulo, examinado en el aula del 8 al 13 de noviembre, se pasó a tratar de los obispos coadjutores y de los auxiliares. El decreto insistía en la diversa terminología de las dos figuras jurídicas. El auxiliar sin derecho de sucesión, y el coadjutor con derecho de suceder al obispo. También se delineaban cuidadosamente las respectivas facultades y campos de acción. Los auxiliares eran designados para diócesis muy extensas donde el obispo residencial no pudiera realizar solo todo el trabajo pastoral, o donde trabajos específicos exigieran una asistencia especial. Los coadjutores, en cambio, eran agregados a aquellos obispos que, por edad o enfermedad, estuvieran imposibilitados para cumplir satisfactoriamente sus deberes. 261

Pero no se mostraron muy satisfechos de esta exposición los directamente interesados en primer lugar, llegando incluso a negar la validez jurídico-canónica de la institución a la que pertenecían. En efecto, un coadjutor español, monseñor Añoveros Ataún, de Cádiz, temiendo el peligro de tener dos cabezas en la misma diócesis con gran perjuicio para su buen gobierno y para la actividad de los sacerdotes y de los fieles, pidió abiertamente la abolición de los obispos coadjutores. Y no fue el único. Monseñor J. Hervás y Benet, prelado «nullius» de Ciudad Real, dijo que entre los dos obispos, el residencial y el coadjutor, «hay algo semejante a la sombra de la muerte: uno intenta alejarla, mientras que el otro parece esperarla, casi con la psicología del heredero que espera el momento de poder disponer de los bienes a su antojo». El polaco monseñor Novicki, coadjutor de Danzig, defendió en cambio la conservación de este oficio episcopal, a causa evidentemente de la situación particular de su país. Porque la presencia de un coadjutor en la diócesis hace que, muerto el prelado residencial, pueda ser sustituido rápidamente y sin tener que recurrir a la Santa Sede, cosa a veces bastante difícil. Tampoco se anduvo por las ramas en lo referente a los obispos auxiliares. No sólo se pidió una disminución numérica de los mismos y se subrayaron las posibilidades casi nulas de participar en el gobierno de la Iglesia, sino que además se advirtió una cierta tendencia a someterlos a los vicarios generales, e incluso a reducirlos al rango de simples «administradores de la confirmación». Era inevitable que se levantaran contra estas sugerencias algunos obispos auxiliares. Monseñor Le Cordier, de París, sostuvo que el esquema debería contemplar la «nueva figura del obispo auxiliar residencial», que tiene todas las facultades necesarias para gobernar una determinada zona de una gran ciudad o de una diócesis. La condición del auxiliar —afirmó monseñor Reuss, de Mainz— debe definirse no sólo a la luz del Derecho eclesiástico, sino también del Derecho divino en armonía con la doctrina de la sacramentalidad y de la colegialidad del episcopado, de la cual resulta que los mismos obispos auxiliares participan de las obligaciones y de los poderes fundamentales propios del orden episcopal. De donde se sigue que el auxiliar debe estar agregado siempre a una sede, y nunca a una persona; que está sujeto al obispo residencial y no al vicario general; que puede oir confesiones, asistir a los matrimonios, dispensar en determinadas circunstancias y publicar libros sin censura previa; que es necesario

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convocarlo de derecho y con voto deliberatativo a los Concilios ecuménicos, a los plenarios y provinciales y a las conferencias episcopales. Finalmente, también se indicaron no pocas reservas respecto a los obispos titulares, y sobre todo a su estado jurídico. «Sería mejor —declaró el francés monseñor Caillot— que éstos tuvieran el título del lugar donde trabajan: coadjutor o auxiliar de esta o de aquella diócesis, o, eventualmente, de aquella porción de diócesis que se les haya confiado. Además, desde el punto de vista ecuménico no conviene confiar una diócesis puramente titular, situada en Oriente, a un obispo de rito latino. Se trata de una costumbre que hoy engendra estupor entre los fieles y puede chocar a los hermanos separados que ocupen de hecho aquella sede.» Por añadidura era necesario reducir el número de obispos titulares, especialmente de los que residen en la Curia Romana. Y esto, porque, según el austríaco monseñor F. Zak y el alemán monseñor H. Volk, no se debía en modo alguno conferir la consagración episcopal sólo por motivos honoríficos o de prestigio. ¿Los obispos «retirados» a los 75 años? El interés de la mayoría de los padres se polarizó sobre el último párrafo del capítulo, que tocaba una cuestión muy delicada y compleja: la cesación del obispo residencial de su oficio cuando por enfermedad, por su avanzada edad o por otra grave causa, fuera inhábil para cumplir de un modo estable sus obligaciones. El texto se limitaba a formular una calurosa exhortación a la renuncia espontánea —en nota se sugerían los 75 años de edad—, previendo una merecida asistencia y una decorosa situación para los prelados dimisionarios. En honor a la verdad, en un principio los miembros de la comisión se oponían a introducir en el esquema una disposición de ley acerca del retiro del cargo episcopal, pero después muchos de ellos cambiaron radicalmente de parecer. Y fueron las autoridades superiores las que aconsejaron atenuar la norma jurídica y exponerla bajo la simple forma de invitación. Por lo demás, esta penosa gestación había permitido una amplia profundización de los múltiples e intrincados aspectos que comportaba un problema semejante. Ya con la relación introductiva de monseñor Carli fueron demolidas, una a una, todas las objeciones presumibles:

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1) Es verdad que el obispo está ligado a la diócesis con un vínculo que puede parangonarse con el del matrimonio, pero la comparación no debe entenderse estrictamente; de lo contrario, no se podría pensar en el traslado de una diócesis a otra. 2) No es exacto afirmar que, fijando un límite de edad, el obispo se equipara a un empleado cualquiera, ya que, si para el empleado retirarse es un derecho, sobre todo en bien propio, para el prelado en cambio sería un deber, y en bien de los demás. 3) Decir que es suficiente dejar la cuestión en manos de la Sede Apostólica, que proveería exhortando a la renuncia o enviando un coadjutor o un auxiliar, significa no tener presentes los notables obstáculos con que tropieza en concreto tal modo de obrar. 4) Nadie pone en duda que en algunos casos los obispos están aún hábiles a los 75 años, pero también es verdad que en muchos otros casos ya no lo están, y, por tanto, prescribiendo un límite de edad, se abriría el camino a una «honrosa retirada». De este modo la preventiva y en parte singular defensa que la comisión hizo embotó muchas flechas que la oposición se disponía a lanzar contra el proyecto. Queremos decir que las críticas, inficionadas y negadas ya en su mismo origen, no consiguieron producir en la asamblea aquel efecto psicológico que, en otro momento y en otras circunstancias, quizá hubiera podido producir. Sin embargo, no faltaron los ejemplos para medir la profundidad del abismo que dividía a algunos padres. En realidad la «recomendación» del esquema, según monseñor Corrado Mingo, arzobispo de Monreal, no no habría conseguido ningún resultado práctico, porque «para todos es difícil juzgar las propias condiciones y admitir que uno es ya incapaz de desempeñar el cargo a que consagró sus años y sus fatigas»; por lo cual «es necesario dictar una verdadera norma taxativa y jurídica que imponga la renuncia a los 75 años. Desde la otra orilla respondió monseñor Albert de Vito: «El obispo anciano y enfermo sigue siendo el sucesor de los Apóstoles. La renuncia parece contraria a toda la tradición de los primeros siglos. El obispo es un padre, y como padre es asistido por sus propios hijos. Los párrocos son inamovibles. Además, nadie piensa invitar a un Pontífice a dimitir. Los obispos que han renunciado a sus sedes viven frecuentemente en la miseria, y parece casi una injuria ofrecerles honores y pensiones.» 264

No todos los oradores, sin embargo, se abandonaron a este género de polémica. El cardenal Suenens, especialmente, aportó una valiosa contribución al esclarecimiento del problema. «El obispo —dijo— es y sigue siendo siempre padre, pero con el correr de los años los hijos asumen cada vez más la responsabilidad de dirigir la familia. El es como un esposo para la diócesis, pero no se debe insistir demasiado en esta comparación y en la indisolubilidad que de ella se deduce, porque en tal caso esta aula estaría repleta de «obispos divorciados» incluso por segunda y tercera vez. El Evangelio, la tradición apostólica y posapostólica nos enseñan que nuestro ministerio es para el bien de las almas. A la luz de estas premisas hay que afirmar: 1) Es indispensable una prescripción bien clara porque una «piadosa exhortación» no tiene ninguna eficacia, y el Concilio quiere servir a la causa de la renovación pastoral, que debe comenzar por los obispos y por los cardenales. 2) La evolución y el ritmo de la vida moderna plantean siempre nuevos problemas cuya solución exige vigor de entendimiento y de fuerzas, mientras que la avanzada edad constituye por sí misma un abismo entre el obispo y el mundo que debe salvar, entre el obispo y el clero. 3) Todo esto puede confirmarse con datos evidentes, considerando el estado de las diócesis cuyo obispo se encuentra ya en una edad muy avanzada. 4) Si el obispo no está dispuesto personalmente a la renuncia, ¿cómo podrá exigir —y en ocasiones debe hacerlo— que un sacerdote anciano deje la parroquia o su cargo? 5) Los fieles nos observan y esperan de nosotros este signo de sincera renovación espiritual.» Después de poner de manifiesto que la exigencia de un límite de edad no comprendía al Romano Pontífice, «cuya estabilidad en el oficio está exigida por el bien mismo de la Iglesia universal», el purpurado belga hizo una última sugerencia: «Aunque el Concilio no llegue a fijar los 75 años como término para renuncia necesaria, decrétese al menos que, después de esta edad, se le nombre siempre un obispo coadjutor. » «Colegialidad en los labios, monarquía en el corazón» Cuando comenzó el debate sobre el capítulo tercero del esquema sobre los obispos, dedicado a las conferencias epis265

copales, flotaba en los ambientes conciliares una sabrosa expresión que había pronunciado un obispo inglés, monseñor George Dwyer durante una rueda de prensa. «Muchísimos obispos —había dicho—, teniendo en los labios la palabra colegialidad, son aún monárquicos en el corazón.» Y si en un principio alguno la tomó como un académico ejercicio de humor británico, tuvo que cambiar de opinión más tarde, ya que en opinión de muchos reproducía' con toda nitidez una de las situaciones más paradójicas del Vaticano II. En verdad no era cosa de todos los días asistir a una convergencia de ideas —sobre un argumento que estaba muy relacionado con el colegio episcopal— entre colegialistas del temple de un Alfrink y anticolegialistas irreductibles, como monseñor Carli; o escuchar a padres que habían defendido a capa y espada el principio de la colegialidad, es decir, de la participación de todos los obispos en la responsabilidad colectiva de la Iglesia universal, rehusando ahora admitir una fuerza vinculante a las deliberaciones de las conferencias episcopales, aunque sea mínima. Para comprender el origen y desarrollo de un hecho semejante, es necesaria evidentemente una explicación minuciosa. Ante todo, el texto del decreto. El esquema, en la primera parte del capítulo tercero, se limitaba a formular algunas normas generales sobre la dirección de las conferencias episcopales, las cuales redactarían después sus propios estatutos, sometiéndolos naturalmente a la aprobación de la Santa Sede. El proyecto preveía que en las conferencias episcopales podrían intervenir, por derecho y con voto deliberativo, todos los ordinarios del lugar de cualquier rito —exceptuados los vicarios generales— y los coadjutores en virtud de su derecho de sucesión, mientras que de los obispos titulares y de las características de su voto, si había de ser deliberativo o sólo consultivo, se ocuparía cada uno de los estatutos en particular. La segunda parte era la más importante porque se refería a la obligación de las decisiones tomadas por cada conferencia. Estas decisiones deben ser aceptadas —se decía— y puestas en práctica con la debida reverencia, con espíritu de unidad y teniendo presente el bien común del país. Sin embargo, si un obispo cree que por graves motivos no deben ser aplicadas en su diócesis, debe informar previamente a la conferencia. Por último, se determinaban algunos casos en los que las disposiciones de la conferencia podrían imponer un vínculo jurídico, además del moral, siempre que hubieran sido apro-

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badas por la mayoría de dos tercios al menos y reconocidas por la Sede Apostólica a la que se podría recurrir siempre, pero sólo en devolutivo. De estos principios apenas esbozados, o dejados intencionadamente en suspenso para favorecer una investigación más sincera, provenía una doble valoración, práctica una y doctrinal la otra. En el plano práctico había que examinar en primer lugar la utilidad o, mejor aún, la necesidad de las conferencias episcopales nacionales. Pero sobre este punto los padres no podían abrigar duda alguna, no sólo por la experiencia positiva hecha en el otoño de 1962 al comienzo del Concilio, sino también por la conveniencia pastoral de esta institución. En efecto, las mismas condiciones de la vida moderna pedían cada vez con más urgencia que por el bien de las almas los prelados estuvieran unidos entre sí con el vínculo de la caridad y por unas directrices comunes de acción. Fue de gran utilidad a este propósito la exposición del cardenal Frings sobre el trabajo realizado por la conferencia episcopal de Alemania, cuya institución se remonta a 1867; también fue instructivo el ejemplo aducido por el cardenal Wyszynsky. Recordó que, gracias precisamente a la unión del episcopado polaco en el pensar y en el obrar, la Iglesia había conseguido defenderse contra el ateísmo militante en aquel país y conservar su estructura esencial a pesar de las «gravísimas dificultades». Admitida casi unánimemente la necesidad de las conferencias episcopales, era necesario trazar su radio de acción, al menos en líneas generales. Porque —y aquí se manifestaron los primeros contrastes— las conferencias episcopales no deberían obstaculizar o anular la responsabilidad personal de los obispos ni convertirse en una amenaza para la unidad católica. « El derecho en el que se fundan las conferencias episcopales —observó el cardenal Siri— es exclusivamente eclesiástico, y, por tanto, no hay motivos para oprimir la libertad y la dignidad de los obispos, que tienen igualdad de poderes bajo la autoridad del Papa.» Monseñor Antonio Santin, arzobispo de Trieste y Capodistria, desaconsejó la creación de nuevos organismos a los que debieran estar sometidos los obispos, porque «sucede con frecuencia que, en asambleas demasiado numerosas, un restringido número de personas toma las decisiones por todos». «Es absolutamente necesario —declaró por su parte el español monseñor Olaechea— impedir que surjan iglesias nacionales, que se constituya una especie de oligar-

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quía episcopal en cada nación. Dése, por tanto, a cada obispo una facultad más amplia para tomar contacto con el Sumo Pontífice.» Otros padres subrayaron aún la inoportunidad de definir «nacionales» a las conferencias, puesto que —explicó monseñor Pildain, también español— «esta palabra se presta a equívocos y no es de sabor eclesiástico». «La historia demuestra que si los obispos se mantienen unidos el Papa, están también unidos entre sí y son libres. En cambio, todos los que obran independientemente o de un modo diverso, caen en seguida bajo el poder civil.» Conferencias episcopales: ¿mera obligación moral o vínculo jurídico? El estudio de la libertad de los obispos conducía directamente a uno de los temas de más difícil solución, y que se encontraba justamente a medio camino entre los aspectos de carácter práctico y los de carácter doctrinal: el grado de obligatoriedad de las deliberaciones de las conferencias episcopales. Pues bien, inmediatamente se produjo una movilización general contra aquella tímica alusión al valor jurídico que se debería atribuir a algunas decisiones. A excepción del cardenal Ritter, todos los oradores —colegialistas y anticolegialistas, concordes por primera y última vez— se opusieron con gran firmeza. El cardenal Mclntire se opuso, porque se podría dar la impresión de una toma de posiciones frente a la Curia Romana y, al menos indirectamente, frente al primado. El cardenal Meyer, para garantizar la autoridad del obispo y su libertad de acción en el gobierno diocesano. El cardenal Landázuri Ricketts rechazaba la alusión porque el gobierno de la diócesis es monárquico, mientras que las conferencias vendrían a ser algo intermedio entre el Papa y los obispos. El cardenal Spellman, porque si las conferencias celebradas sin la presencia de un delegado apostólico pudieran imponer un vínculo jurídico, tendrían poderes superiores a los de los Concilios plenarios, lo cual es inadmisible. El cardenal Frings afirmó que los obispos deben aceptar las determinaciones de las conferencias únicamente si se refieren a temas de derecho común o que deben ser tratados con las autoridades civiles. Según el cardenal Gracias, la mejor solución era dejar libertad a cada jerarquía para escoger los modos de hacer funcionar la propia conferencia, es decir, contentarse con una 268

mera obligación moral o votar un status jurídico, o adoptar algún otro método. Lo esencial es que una conferencia represente «la acción pastoral y unitaria de todo el episcopado» y que no se convierta en una burocracia, cuyo trabajo es realizado simplemente «por algunos funcionarios eclesiásticos y seglares, todo lo eficientes que se quiera». Algunos quedaron maravillados al oir ciertas afirmaciones en el aula. Parecía que toda la enorme discusión sobre la colegialidad episcopal no había servido para nada, o que aquellos conceptos a los que con gran dificultad se había dado una urdimbre doctrinal, tuvieran que desvanecerse en la niebla al querer llevarlos a la práctica. «Como si algunos obispos —escribió el P. Rouquete en Etudes—, hallándose perfectamente dispuestos para gobernar sobre la Iglesia universal, no se hallaran dispuestos para coordinar su acción con otros obispos en un plano más restringido.» La explicación más presumible, sin embargo, es otra tal vez, y tocamos así el último punto, propiamente dogmático, de la cuestión. Las dificultades que se encontraron al profundizar las relaciones entre las conferencias nacionales, por un lado, y el colegio episcopal y el primado pontificio, por otro, se debieron más bien al hecho de que aún no se había definido el significado exacto de la palabra «colegialidad», de modo que se usaba con acepciones algo diferentes. Esto resulta evidente si confrontamos las opiniones de ciertos personajes, como el cardenal Alfrink y monseñor Carli, ambos contrarios a la realización de la colegialidad del cuerpo episcopal en las conferencias nacionales. Sin embargo, algunos oradores supieron encuadrar las cosas en un contexto que respondía mejor a los diversos planos especulativos en que era necesario considerarlas: la colegialidad como un principio íntegro de por sí, fundada en una base doctrinal; las conferencias episcopales como una institución de carácter pastoral, que representa una de las posibles aplicaciones concretas de la colegialidad. La discusión estaba para terminar. Se lanzaron otras propuestas. Por ejemplo, incluir por derecho entre los miembros de las conferencias a los prelados titulares y a los ordinarios del lugar no obispos —como los prefectos apostólicos—, o invitar a los superiores mayores de los religiosos, o preocuparse especialmente de las condiciones particulares del episcopado de las iglesias orientales... Pero sobre los temas de fondo se había hablado ya abundantemente. 269

Por tanto, se pasó inmediatamente a examinar el cuarto y último capítulo: «la circunscripción de las diócesis y de las provincias eclesiásticas», para las cuales el decreto auguraba, en sustancia, una adecuada reorganización, dividiendo el territorio de las demasiado extensas y suprimiendo o reuniendo las demasiado pequeñas. Las opiniones fueron con frecuencia opuestas. Algunos decían: «Hay diócesis de proporciones muy reducidas, y, sin embargo, siempre muy florecientes; por tanto es necesario obrar con prudencia antes de decidir la supresión.» Mientras que otros pedían una solución radical e inmediata. «Desmembremos las grandes ciudades entre varias diócesis», proponían algunos padres. Otros, en cambio, sugerían fraccionarlas en zonas autónomas y confiadas a obispos auxiliares residenciales. Como las experiencias eran diversas, diversos eran también los medios con que se intentaba poner remedio a un problema tan espinoso y multiforme según los lugares y las circunstancias. Refiriéndose a este problema y después de aludir a la situación italiana, monseñor Aurelio Sorrentino, obispo de Bova, dijo: «Algunas diócesis existentes hoy día son antihistóricas y antigeográficas, y no aportan ninguna contribución a la misión esencial de la Iglesia. Hacer coincidir los confines diocesanos con los de las circunscripciones civiles, no siempre es aconsejable. Obispos, sacerdotes y seglares piden que se haga una revisión urgente, que debe ser, sin embargo, general para no mortificar a nadie y para tratar a todos del mismo modo.» Finalmente, el 18 de noviembre, se cerró la discusión del decreto sobre los obispos. El texto sobre los hebreos, juzgado «inoportuno» y «fuera de lugar» Es necesario encuadrar la discusión del decreto sobre el ecumenismo —y esto no sólo por facilidad de exposición— en dos fases netamente distintas. La primera comprende los tres primeros capítulos, es decir, los dedicados al ecumenismo católico; la segunda, el capítulo cuarto —«actitud de los católicos hacia los no cristianos, y, especialmente, hacia los judíos»— y el quinto —«libertad religiosa»—, ambos añadidos al final del esquema, de tal modo que revelaba a mil leguas de distancia un no sé qué de incertidumbre y de improvisación. Comencemos por el final y hablemos en seguida de los dos 270

últimos capítulos, que fueron discutidos sólo en los primeros días, durante el examen general. El 8 de noviembre el Secretariado para la Unión, anunciando la distribución del decreto ya realizada, expuso sumariamente el núcleo del documento. Este —se decía— es exclusivamente religioso y su intención únicamente espiritual. El Concilio se interesa por los hebreos no como raza o nación, sino como pueblo elegido por Dios en el Antiguo Testamento. El lenguaje del texto es muy claro y tiende a reconocer en su justo valor la herencia sagrada de la Iglesia, sin que pueda hallarse en él otro motivo distinto de aquel amor universal que animaba a Juan XXIII cuando manifestó el deseo de que se sometiera este tema a la asamblea. Después de subrayar los lazos que median entre la Iglesia católica y el pueblo hebreo, a causa de las promesas hechas a Abraham y realizadas plenamente en Cristo, el comunicado afirmaba que la responsabilidad de la muerte de Cristo recae ante todo sobre la humanidad pecadora. El Hijo de Dios se sacrificó voluntariamente sobre la cruz para expiar los pecados de todos los hombres. La parte que correspondió a las autoridades judias del tiempo de Cristo, motivando la crucifixión, no excluye la culpa de toda la humanidad. Pero tampoco puede hacerse recaer la culpa personal de estos dirigentes sobre todo el pueblo judío, ni en aquel tiempo ni hoy. Por tanto, es injusto llamarlo «deicida» o considerarlo «maldito» de Dios. San Pablo, en su carta a los romanos, nos asegura que Dios no ha rechazado al pueblo que eligió. «El texto no se propone estudiar las diversas causas del antisemitismo. Sin embargo, indica que los hechos referidos por la Biblia, y en especial la crucifixión, no pueden legitimar ni el odio, ni el desprecio, ni la persecución contra los judíos. Se invita a los predicadores y a los catequistas a no asumir nunca actitudes contrarias a ellos. Al contrario, se les aconseja que faciliten la mutua comprensión y estima. Es claro, por consiguiente, que el contenido y el fin de este capítulo son de naturaleza puramente religiosa. No se puede decir que sea prosionista o antisionista, ya que estos términos implican problemas políticos, ajenos por completo a la finalidad religiosa del esquema. En realidad, todo uso parcial del esquema, para sostener las posiciones políticas de unos o para atacar las de otros, sería completamente injustificado y absolutamente contrario a las intenciones de cuantos han elaborado y presentado este esquema al Concilio.»

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No todos los padres, sin embargo, acogieron la invitación del Secretariado. No todos consideraron el documento en su sentido más natural, el religioso, dejando a un lado toda referencia de orden político. No acogieron, o al menos no pudieron acoger, aquella apremiante invitación los que, residiendo en naciones árabes, tradicionalmente hostiles a Israel y temiendo un recrudecimiento de las antiguas hostilidades, juzgaban absolutamente necesario recordar a la asamblea las especiales circunstancias político-religiosas en que viven sus fieles. Los patriarcas orientales fueron los primeros en lanzar sus críticas contra el proyecto, y con una energía tal que dejó perplejos y turbados a muchos obispos. El 18 de noviembre, abriendo la discusión del decreto sobre el ecumenismo, el patriarca de Antioquía para los sirios, Tappouni, declaró inmediatamente y sin ambages que el decreto podía «causar graves prejuicios en numerosos países donde los cristianos constituyen sólo una minoría, y acarrear notables inconvenientes tanto a la jerarquía local como a los fines generales que la Iglesia católica se propone. Considerando la actual situación política, que siembra inquietudes en los ánimos de muchos, y teniendo presente que muchos no profesan la fe cristiana o prescinden completamente de ella, ha> que admitir que las intenciones de carácter sobrenatural, que han motivado el presente decreto, no serán comprendidas o serán interpretadas por las diversas partes según sus propios intereses, con gran daño para los cristianos». «El capítluo sobre los judíos —afirmó el patriarca de Alejandría para los coptos, Esteban I Sidarouss— está fuera de lugar en un esquema semejante, y ni siquiera es indispensable para proclamar la condenación del antisemitismo, puesto que la Iglesia ha condenado siempre las persecuciones de todo género.» «El ecumenismo —subrayó el patriarca de Antioquía para los melquitas, Máximos IV Saigh— trabaja para reunir a los cristianos, para resolver un «problema familiar» de naturaleza estrictamente íntima. Por tanto, no puede extenderse a los no cristianos, corriendo el peligro de ofender a los cristianos separados. En consecuencia, «elimínese urgentemente este capítulo». Si hay que hablar de los hebreos, háblese en otro esquema, pero háblese también de las demás religiones, sobre todo del islam.» «Si se quería desaprobar el antisemitismo —y todos nosotros lo desaprobamos— bastaría una peque-

ña nota que condenara el antisemitismo y la segregación racial. Es inútil crear en el mundo una agitación nociva.» La «defensa» del cardenal Bea El primer día de discusión había terminado con un balance negativo para el texto sobre los hebreos. El tono drástico y las observaciones extremadamente negativas de los tres padres orientales no dejaban prever nada bueno. Y existía, además, el peligro de que los argumentos aducidos por los patriarcas —personajes autorizadísimos y con un gran número de amistades dentro de muchos grupos episcopales— terminaran «por influenciar» a un número de obispos cada vez mayor. El Secretariado para la Unión advirtió inmediatamente las dificultades que se iban perfilando en el horizonte. Por eso el cardenal Bea, en vez de esperar el comienzo de la discusión del capítulo cuarto, leyó en el aula el 19 de noviembre la relación introductiva. El purpurado hizo una apasionante defensa del proyecto. «No se trata en manera alguna, como a veces se pretende, de poner en duda lo que afirma el Evangelio acerca de la conciencia que Cristo tenía de su dignidad y naturaleza divina, o acerca del modo con que el inocente Señor fue injustamente condenado. Pero, aun teniendo esto bien presente, es posible y necesario imitar la mansedumbre de Cristo Señor y de los Apóstoles, que perdonaron a sus mismos perseguidores». «Pero, ¿por qué es tan necesario recordar estas cosas precisamente en nuestro tiempo? —se preguntó el cardenal Bea, alemán, no lo olvidemos—•. Porque desde hace ya algunos decenios el antisemitismo dominaba excesivamente en algunos países y de un modo violento y criminal, sobre todo en Alemania bajo el régimen nacionalsocialista, el cual, por odio a los judíos, perpetró crueles delitos exterminando —no nos corresponde indagar la cifra exacta— varios millones de ellos. Toda esta campaña estaba patrocinada y sostenida por una potente y eficaz propaganda contra el pueblo hebreo. Fue casi imposible evitar que algunas informaciones de semejante propaganda produjeran un efecto mortífero entre los mismos católicos. Tanto más cuanto que aquellos argumentos presentaban con bastante frecuencia apariencia de verdad, sobre todo cuando pretendían fundarse en el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia. Por tanto, parece oportuno afron-

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273 18.—H» Concillo

tar también este tema cuando la Iglesia en Concilio se dedica a su propia renovación «para buscar las huellas de su juventud más fervorosa», como dijo Juan XXIII de venerada memoria. No se intenta decir que el antisemitismo, especialmente el nazista, esté inspirado en la doctrina de la Iglesia. Esto es insostenible. Se trata más bien de hacer desaparecer algunos prejuicios, inoculados quizá entre los católicos por aquella propaganda. Si Cristo Señor y los Apóstoles, a pesar de experimentar inmediatamente los efectos dolorosos de la crucifixión, abrazaron con tanto amor a sus perseguidores, ¿cuánto más nosotros debemos proceder con el mismo amor? Porque los judíos actuales, cuanto más alejados están de las acciones cometidas contra Cristo, tanto menos pueden ser acusados de ellas. Incluso en el mismo tiempo de Cristo la mayor parte del pueblo elegido no cooperó en absoluto con sus jefes para condenar a Cristo...» El cardenal Bea, refiriéndose evidentemente a las aprensiones manifestadas por los patriarcas orientales, había afirmado que no se trataba del «reconocimiento del Estado de Israel por parte de la Santa Sede», y al final repitió que, «como es evidente, no hay peligro alguno en que el Concilio se vea mezclado en los difíciles problemas que plantean las relaciones entre los países árabes y el Estado de Israel o el llamado sionismo». Advirtió también que su Secretariado había hecho saber ya a los países árabes el significado real del documento. El agudo análisis y las amplias garantías dadas por el purpurado alemán consiguieron sólo en parte el efecto perseguido. Poco después otros dos patriarcas —el latino de Jerusalén, Alberto Gori, y el de Cilicia para los armenios, Ignacio XVI Batanian— repitieron sustancialmente cuanto habían sostenido sus colegas. Intervinieron otros oradores. Unos pidieron que la cuestión de los hebreos se separara del esquema sobre el ecumenismo, que únicamente debía referirse a los cristianos. En cambio hubo quien propuso que, además de los judíos, se aludiera también a las grandes religiones no cristianas, por ejemplo, el budismo y el confucionismo, porque —observó el cardenal Doi— «la Iglesia estima los gérmenes de verdad contenidos en las diversas doctrinas que pueden abrir el camino a la predicación evangélica». Nadie quería hacer antisemitismo. Y nadie se oponía a que se borrara, de una vez para siempre, la infamia que durante siglos se había atribuido injusta y falsamente al pueblo he274

breo. Los titubeos y la diversidad de pareceres provenían del aspecto llamado «técnico» de la cuestión, ya que no todos admitían que el decreto sobre el ecumenismo era el «lugar» más indicado para tratar aquel problema. Y provenían también del temor de que pudieran derivarse perniciosas repercusiones sobre la vida civil y religiosa de los católicos residentes en el Oriente Medio. Y esto tanto másc uanto que ya entonces, algunos países árabes reaccionaron violentamente contra el «intento» del Concilio de disculpar a los judíos de la muerte de Cristo. Y no facilitó las cosas la indignación de algunas organizaciones hebreas, radicalmente contrarias a «mendigar» del catolicismo una explícita declaración «absolutoria». No todos los judíos, naturalmente, pensaban de la misma manera. Todo lo contrario. Muchos de ellos hablaron de la presentación de aquel texto en el Concilio como de un «acontecimiento histórico». Pero en aquel momento existían aún demasiadas complicaciones, y los ánimos parecían demasiado encendidos para que se pudiera discutir con la debida tranquilidad de espítitu un tema tan candente. Qué se entiende por «libertad religiosa» Pasemos ahora al capítulo quinto, la «libertad religiosa». Ultimada su redacción, el Secretariado para la Unión lo había transmitido a la Comisión Teológica, que debía expresar su parecer en lo relativo a su orientación doctrinal. El asunto, cosa extraña, se alargaba excesivamente en relación al poco tiempo que aún quedaba antes de la clausura del segundo período. De hecho, sólo el 19 de noviembre, es decir, el día siguiente al comienzo de la discusión del esquema sobre el ecumenismo los obispos pudieron finalmente tomar contacto con el texto. En aquellas condiciones, y tratándose por añadidura de un asunto demasiado espinoso y, por tanto, susceptible de erróneas y peligrosas interpretaciones, el Secretariado para la Unión creyó oportuno anticipar la exposición oficial en lugar de esperar el comienzo del debate en el aula. Y así el mismo 19 de noviembre monseñor De Smedt leyó su larga relación, recordando en primer lugar que muchísimos padres habían pedido con insistencia que el Concilio expusiera y proclamara claramente el derecho del hombre a la libertad religiosa, alegando cuatro motivos principales:

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1) Razones de verdad, en cuanto que la Iglesia debe enseñar y defender el derecho a la libertad religiosa por tratarse de la verdad, cuya custodia le ha sido coniiada por Cristo. 2) Razones de defensa, ya que la Iglesia no puede permanecer muda en estos tiempos en que casi la mitad del género humano se ve privado de la libertad religiosa por un materialismo ateo de diferentes estilos. 3) Razones de coexistencia pacífica, ya que hoy en todas las naciones del mundo hombres que profesan religiones diversas o que no profesan ninguna, están llamados a vivir en paz dentro de una sola y misma sociedad humana. 4) Razones ecuménicas: en efecto, numerosos no católicos sienten aversión hacia la Iglesia o al menos la tachan de un cierto maquiavelismo, porque a sus ojos parece exigir el libre ejercicio de la religión cuando los católicos son minoría en una nación, teniendo poco en cuenta esta misma libertad religiosa o rechazándola cuando los católicos son mayoría. « La expresión «libertad religiosa» —advirtió el obispo belga— tiene un significado bien preciso: no es indiferentismo religioso, no es laicismo, no es relativismo doctrinal, ni pesimismo de aficionados. Entonces, ¿qué se entiende por «libertad religiosa»? Hablando positivamente, la libertad religiosa es el derecho de la persona humana al libre ejercicio de la religión, según las exigencias de su conciencia. Hablando negativamente, la libertad religiosa es la ausencia de toda coacción exterior en las relaciones personales con Dios, exigidas por la conciencia humana. » De esto deriva una serie de normas acerca del comportamiento de los católicos con aquellos que no abrazan la fe católica. Los católicos ante todo deben abstenerse de toda coacción directa o indirecta y, al mismo tiempo, reconocer y respetar el derecho y el deber que compete a los no católicos de obedecer a la propia conciencia, aun cuando después de un examen sincero y suficiente persistan de buena fe en el error. «Ninguna persona humana puede ser objeto de constricción o de intolerancia.» Este es el segundo principio general que el texto anuncia afirmando que toda la familia humana tiene derecho a la libertad religiosa, tanto si su conciencia es recta y verdadera en materia de fe, como si es recta pero errónea, por el hecho de que el hombre obedece sinceramente al dictamen de su conciencia. Al mismo tiempo se exige a todos el respeto a la libertad religiosa, porque, según la misma naturaleza de las cosas, ningún hombre y ninguna institución humana puede

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sustituir a la conciencia del hombre que juzga libremente y libremente decide someterse a las exigencias absolutas de los derechos de Dios. Además, si se viola la libertad religiosa, se daña la libertad misma de la persona humana en un campo de primera importancia, en su ordenación al fin último y supremo. Impedir a un hombre tributar culto a Dios y obedecerle según el dictamen de la propia conciencia es una gran injusticia. Pero la libertad religiosa —y aquí nos adentramos en un terreno peligroso, ya que el texto afronta una cuestión compleja como ninguna y que aún no ha sido suficientemente investigada— sería vana y sin valor si los hombres no pudieran traducir el dictamen de sus conciencias en los actos exteriores de su vida privada, social y pública, y si se impidiera a las personas humanas formar grupos religiosos, cuyos miembros dan culto a Dios y viven su vida religiosa con acciones externas y comunes. Ahora bien, si la obediencia de un individuo a su conciencia se traduce en actos exteriores, existe el peligro continuo de que dañe los derechos y deberes de algunas personas, ya que el hombre es un ser social, y en la familia humana los hombres están sujetos al error y al pecado, y, por tanto, son inevitables los conflictos de derechos y deberes. Pues bien, el proyecto concluye afirmando que el «derecho y el deber de manifestar exteriormente el dictamen de la propia conciencia no son ilimitados, sino que pueden y a veces deben conformarse y ordenarse al bien común». Y esta es la misión del poder público, el cual, al realizarla, además de perseguir el bien común, no puede obrar nunca contra el orden de la justicia establecida por Dios. Monseñor De Smcdt: «No hagáis nadar a los peces fuera del agua» Terminada la presentación del capítulo, monseñor De Smedt, valiéndose de continuas citas, se alargó exponiendo la doctrina de la Iglesia en materia de libertad religiosa, sobre todo en relación a la extensión y límites de los deberes del poder civil. Con esta doctrina el relator quería demostrar precisamente la natural «continuidad» y el lógico «progreso» en el tiempo y según el desarrollo de las circunstancias históricas. Y era natural que lo hiciera, no sólo para prevenir las posibles críticas de los opositores, sino también porque no todos los padres lograban explicarse con facilidad la con-

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tradicción, al menos aparente, entre algunos documentos pontificios del siglo XIX (16) y algunas afirmaciones contenidas, por ejemplo, en la Pacem in terris o en el mismo proyecto conciliar. Aunque la elaboración del esquema era anterior a la Magistral Encíclica de Juan XXIII, desarrollaba, sin embargo, los dos temas doctrinales más importantes de ella: el derecho de la persona humana al libre ejercicio de la religión en la sociedad, y el deber que incumbe a los demás hombres y a los poderes públicos de reconocer y respetar este derecho... Ciertamente las circunstancias históricas actuales no son las del siglo pasado. Entonces existía el peligro de que una falsa concepción de la libertad dañara la dignidad humana, y en consecuencia Pío IX s vio obligado a condenar la libertad de conciencia a causa del racionalismo, según el cual la conciencia individual no admite ninguna ley. Y se vio obligado a condenar aquella libertad de culto, fundada en el indiferentismo religioso, como también aquella separación entre Iglesia y Estado, que tenía su raíz en el presupuesto racionalista de la omnipotencia jurídica del Estado. Hoy, en cambio, el peligro está representado por aquellas doctrinas que rechazan la libertad religiosa en cuanto que—afirman—el sentimiento religioso contrasta con el sentido de la historia, y, en consecuencia, tiene todo el derecho de combatirlo y de impedir su difusión. De aquí se sigue una misión precisa y urgente para la Iglesia: afrontar con valentía la nueva situación y delinear las «condiciones sociales» de la libertad de conciencia. Con estas premisas el problema no crea serios obstáculos para la comprensión del fundamento de la libertad religiosa. Pero los crea en abundancia si se quieren definir algunos conceptos que derivan de ella. Porque se nos puede preguntar: el error, aunque sea de buena fe, ¿no es en sí mismo contrario al bien común de la sociedad? ¿Cuál es el grado de competencia del poder público? ¿Puede éste juzgar si un credo religioso o una manifestación se opone al bien común? A todas estas preguntas el decreto conciliar no daba una respuesta explícita. Sin embargo, invitaba a la asamblea a buscar una, la más exacta posible, aunque siempre en conformidad con la orientación programada. «Es claro—afirmó monseñor De Smedt—-que a nuestro esquema se podrían oponer otras citas pontificias que, en su (16) Entre los documentos pontificios del siglo XIX son de capital importancia las encíclicas de Pío IX. El Papa se ocupó de la libertad religiosa en tales términos que, ciñéndose a ellos literalmente, parecían condenar esta libertad.

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materialidad, tienen un sonido diferente. Pero, por favor, venerables padres, no hagáis hablar a los textos fuera de su contexto histórico y doctrinal. No hagáis nadar a los peces fuera del agua.» En una palabra, el documento debía ser examinado tal como se presentaba. Pero, ¿lo harían todos los obispos? Además, ¿era oportuno poner sobre el tapete un tema tan delicado, que muchos obispos no habían tenido ni siquiera el tiempo de estudiar, y en un momento tan especial, cuando los padres acusaban ya un cierto cansancio y el fin de los trabajos estaba a las puertas? Con los obstáculos que había encontrado ya el proyecto sobre los hebreos, ¿no existía acaso el peligro de que los dos últimos capítulos del esquema sobre el ecumenismo condicionaran negativamente el examen de los tres primeros? Los estadounidenses, que atribuían una gran importancia a la cuestión de la libertad religiosa en el plano ecuménico y social, presionaron para que fuera discutida antes de concluir los trabajos y fuera acogida, junto con el capítulo sobre los judíos, como base para un provechoso debate. Expresamente hablaron de ello en el aula los cardenales Ritter y Meyer. Probablemente se informó también de ello al Sumo Pontífice. A él se dirigieron también otros personajes rogándole que se retrasara todo para el año siguiente, a fin de que los padres pudieran madurar convenientemente un tema de tanta importancia. Llegó el 21 de noviembre. Los moderadores propusieron a la asamblea que decidiera si aceptaba o no los tres primeros capítulos como base de discusión. Los placel fueron 1.966, y los non placel sólo 86. Se anunció que a continuación se pediría un parecer semejante sobre los dos últimos capítulos. Pero después no hubo tiempo para la votación. A alguno pareció que los moderadores habían alargado la discusión demasiado. «Sentimos mucho—dijo a los padres el 2 de diciembre el cardenal Bea—no haber podido ni siquiera saborear la discusión. Y esto por falta de tiempo y no por otro motivo... Nuestro Secretariado se hubiera sentido feliz si hubiera sido iluminado sobre la forma definitiva que hay que dar a estos dos capítulos. Sin embargo, estoy firmemente persuadido de que también esto puede ser muy útil. Se nos podría preguntar: ¿Por qué no votar para saber si estos dos capítulos podrían servir como base de discusión? Sin duda alguna, esta pregunta hubiera registrado numerosos placel. Pero creo que debemos estar agradecidos a los moderadores por haber permitido tan gran número 279

de intervenciones sobre los tres primeros capítulos, evitando así el peligro de verse reprochados de precipitación en el voto sobre ellos y sobre los otros dos que tratan problemas tan graves, tan nuevos y tan importantes para la vida y actividad de la Iglesia en nuestro tiempo.» Los principios de un «sano ecumenismo» Lo diremos en seguida para prevenir posibles objeciones y para evitar equívocos. Es verdad que la discusión sobre los tres primeros capítulos del esquema sobre el ecumenismo raramente alcanzó cumbres altísimas, ni el tono general pareció siempre en consonancia con un tema tan importante y de tan vastas repercusiones sobre el mundo cristiano. Pero no por esto se debe proferir un juicio negativo. Hay un par de razones al menos, ambas válidas, con las que es posible explicar y justificar un hecho semejante. En primer lugar, es necesario tener en cuenta la novedad del tema que, evidentemente, no podía ser comprendido en la misma medida por todos los obispos, carentes muchos de ellos de una experiencia personal y directa por vivir al margen, incluso geográficamente, de ambientes y situaciones caracterizadas por un pluralismo religioso. En segundo lugar, la orientación y. las mismas finalidades del decreto prefiguraban ya cuáles iban a ser los límites de la investigación por parte de la asamblea. En efecto, el decreto no delineaba una auténtica y propia teología del ecumenismo, pues no estaba aún madura para discutirse y aprobarse en un Concilio. Indicaba soluciones concretas y definitivas al problema del restablecimiento de la unidad entre los cristianos. Se limitaba a tratar de los principios del ecumenismo católico que deben constituir el fundamento de un «sano ecumenismo» (capítulo primero), del ejercicio del ecumenismo, en el que los fieles católicos deben estar preparados e instruidos (capítulo segundo), de los cristianos separados de la Iglesia católica, es decir, las Iglesias orientales y las comunidades reformadas del siglo XVI (capítulo tercero). Podía ocurrir que un programa semejante no fuera muy del agrado de aquellos padres que exigían a la Iglesia católica un empeño más expreso y vinculante en el campo unionista. Pero, después de años de actitudes reservadas o más bien diferentes respecto al movimiento ecuménico, ni siquiera se podía pretender que el catolicismo, de la noche a la mañana, cambiara completamente de opinión y de modo de obrar. A la madura280

ción lenta y progresiva de las ideas debía acompañar necesariamente una lenta y progresiva transformación de las mentalidades y de las actividades externas. «Si en las circunstancias actuales—observó el cardenal Amleto Cicognani en su relación introductiva—no es posible alcanzar una unidad de fe, urge, sin embargo, incrementar una sincera unidad de ánimos y no interponer dificultades y obstáculos, a fin de que las vías y las puertas de la unidad estén siempre abiertas a todos en nuestro tiempo.» Ante todo debía cambiar la actitud general de la Iglesia católica. Esta, y solamente ésta, era la misión que el Concilio estaba llamado a desempeñar. Y del debate brotó diáfana la predisposición de la Iglesia a iniciar con los hermanos separados un diálogo lleno de respeto y estima. Los padres que hablaron negativamente del esquema se mostraron no tanto contrarios al horizonte que abría, cuanto preocupados más bien de que ciertas fuerzas y ciertas iniciativas, si no estaban corroboradas por una suficiente claridad y preparación, pudieran conducir a un indiferentismo religioso, hasta el punto de que se midiera con el mismo patrón a la Iglesia católica y a las demás confesiones cristianas; preocupados también de que algunas normas sugeridas para el diálogo ecuménico no fueran suficientemente rigurosas, e incluso aparecieran con frecuencia en contraste con las directrices de la Iglesia, pudiendo engendrar un peligroso irenismo en los fieles menos preparados; y preocupados finalmente de que la búsqueda de la unidad, poniendo más de relieve los puntos de unión que los de desunión, terminara por perjudicar a la verdad. Las reservas de algunos oradores se dirigieron principalmente sobre la palabra «ecumenismo». « Siendo término técnico e histórico—afirmó el cardenal Bueno y Monreal—, con un significado bien preciso, como lo han entendido los propugnadores del movimiento ecuménico no católico, podría ocasionar confusión entre los católicos, ya que la concepción católica de la unidad es muy diferente de la de los protestantes.» «No se trata—aclaró el cardenal Kónig—de estudiar un ecumenismo cualquiera, sino sólo el ecumenismo católico. Con esto no se pretende rechazar los esfuerzos realizados por algunas Iglesias separadas para crear un movimiento ecuménico fundadas en sus principios peculiares. De todos modos, aun sin imponer a nadie nuestro concepto de ecumenismo, es de capital importancia eliminar toda ambigüedad y presentar la visión católica del ecumenismo abierta a todas las ideas y a todas las energías.»

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«Para un ecumenismo verdaderamente eficaz—dijo el francés monseñor Elchinger en una notable intervención—son indispensables algunas condiciones determinadas. En primer lugar, no debemos dudar en confesar nuestras propias culpas, «y no sólo en general, sino en todos los problemas particulares en los que de un modo o de otro hemos faltado, o en los que la verdad revelada fue acogida más fervorosamente por nuestros hermanos separados». En segundo lugar, «es hora ya de reconocer y admitir con mayor respeto una verdad aunque sea parcial, pero profunda, en la doctrina profesada por un hermano separado». Como también es hora ya para todos, cada uno según su propio estado, de «investigar cada vez más profundamente con fe viva la verdad divina», y de «respetar y promover en la Iglesia de Cristo la libertad de los hijos de Dios tanto individual como colectiva.» A continuación algunos padres criticaron, aunque por motivos opuestos, la formulación que el proyecto empleaba para describir las confesiones cristianas. Algunos sugirieron distinguir las surgidas después del siglo XVI con el nombre de «comunidades eclesiales» o de «Iglesias». Otros, en cambio, opinaban que el decreto parecía disminuir la dignidad especial de las Iglesias orientales, mostrando una simpatía particularísima por las comunidades reformadas, y no subrayaba suficientemente la diferencia fundamental que existe entre ellas. Pero de seguir así, si se hablaba de los cristianos separados e incluso de los hebreos, ¿por qué no hablar también de las otras grandes religiones no cristianas? ¿Por qué—preguntó el mejicano monseñor Méndez Arceo—no hablar de la masonería? ¿Por qué—propuso el cardenal Ruffini—no hablar también de los cristianos arrastrados al ateísmo por el comunismo? «La preocupación más grave—añadió el alemán monseñor Hóffner—y la tarea más importante y urgente de los obispos en sus diócesis no es la reforma de la Curia Romana ni una nueva división de las diócesis ni la posición de los obispos auxiliares, sino el trágico precipitarse de muchos cristianos en el indiferentismo y en el ateísmo que parecen coincidir con el progreso de la industrialización, agravados en algunas regiones por la violenta presión del ateísmo militante.»(17). (17) Algunos días más tarde, el 3 de diciembre, se entregó al secretario de Estado una petición firmada por más de 200 padres. En ella se pedía que se preparase un esquema especial en el que «se expusiera con la máxima claridad la doctrina social católica.» Se pedía además que se indicaran «los errores del marxismo, del socialismo y del comunismo en sus aspectos filosóficos, sociológicos y económicos». La iniciativa había partido de dos obispos brasileños: monseñor de Proenca Sigaud, arzobispo de Diamantina, y monseñor de Castro Mayer, obispo de Campos.

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La unidad no se opone a la legítima diversidad El 21 de noviembre, después de aprobar el decreto en su conjunto, se pasó a discutir el primer capítulo, «los principios del ecumenismo católico», que comprendía tres párrafos: la unidad y la unicidad de la Iglesia; las relaciones de los hermanos separados con la Iglesia católica; el ecumenismo, o sea, las consecuencias derivadas de estas relaciones. El párrafo primero, que contenía los elementos esenciales en los que había de fundarse el ecumenismo católico, recibió una larga serie de críticas. El concepto de «unidad» ante todo exigía necesariamente la doctrina del primado pontificio. Pues bien, el proyecto—pusieron de manifiesto tres prelados italianos— presentaba «incompleta» la «verdad del primado» (monseñor Nicodemo), parecía como si quisiera «obscurecerla intencionadamente » (monseñor Carli), mientras que era necesario subrayarla, porque «sólo en torno a Pedro puede construirse la unidad» y porque «ninguna discusión sobre el ecumenismo debe perder de vista esta verdad fundamental»(monseñor Compagnone). Monseñor Stephen Leven, auxiliar de San Antonio, en los Estados Unidos, respondió vivamente a estas perplejidades de indudable sabor anticolegialista. «Hay padres que hablan como si el único texto de la Sagrada Escritura fuera el capítulo 16, versículo 10 de San Mateo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». En todas sus intervenciones aducen argumentos contra la colegialidad. Nos predican y nos reprochan como si estuviéramos contra San Pedro y contra su sucesor, o como si quisiéramos hacer tambalearse la fe de nuestra grey y promover el indiferentismo (...). Nos reprochan repetidamente y con insistencia, como si un obispo, reconociendo, movido por la evidencia, los dones del Espíritu Santo en los miembros de otro cuerpo eclesial, renegara de la fe y escandalizara a los inocentes. ¿Prefieren humillar a los no católicos, a quienes quizá no han visto nunca, antes que enseñar el catecismo a los niños en las propias parroquias? (...). Quizá se exagera el peligro de los males provenientes del ecumenismo. Los prelados que abren el camino a un diálogo sincero y fructuoso con los no católicos no son en modo alguno desobedientes o poco adictos al Romano Pontífice. Ciertamente nuestros católicos no abandonan la misa, no rechazan los sacramentos ni votan a los socialistas o a los comunistas. Nosotros no hemos perdido la clase obrera...» 283

Lejos de nosotros polemizar sobre el «conservadurismo», verdadero o presunto, de los obispos italianos. Pero es un hecho que en aquellos dias precisamente dos obispos italianos tuvieron en el aula una excelente disertación sobre los aspectos teológicos y prácticos del diálogo ecuménico. Monseñor Emilio Guano, obispo de Livorno, afirmó que la «conciencia ecuménica se está despertando no sólo en las regiones en que la división salta inmediatamente a los ojos, sino también en los países de mayoría católica». Tres son los momentos a través de los cuales se puede instaurar progresivamente la unidad cristiana: 1) La colaboración entre católicos y hermanos separados para solucionar los problemas de nuestro tiempo. 2) El diálogo entre católicos y no católicos para el conocimiento recíproco en la mutua confianza y serenidad, en la mutua franqueza y humildad, en la mutua caridad y comprensión. 3) La oración común. El arzobispo de Gorizia, monseñor Andrea Pangrazio, observó que, para determinar mejor el grado de unidad ya existente entre todos los cristianos y al mismo tiempo las diferencias, era necesario tener presente el orden jerárquico de las verdades reveladas y de los elementos eclesiales constitutivos de la misma Iglesia. Todas las verdades reveladas deben ser creídas con fe divina y todos los elementos constitutivos de la Iglesia deben ser mantenidos. Sin embargo, existe entre ellos una diversidad. Hay verdades que revisten más bien la razón de fin: la Trinidad, la Encarnación, la Redención, etc. Otras, en cambio, el carácter de medio: los Siete Sacramentos, la Estructura Jerárquica de la Iglesia, la Sucesión Apostólica, etcétera. Ahora bien, la diversidad doctrinal entre los cristianos se refiere más a este segundo grupo que al primero. Si esto estuviera más claro en el esquema— concluyó monseñor Pangrazio—aparecería con más evidencia aquella unidad que existe ya entre los cristianos separados en las verdades principales. El problema así orientado se abría a perspectivas nuevas y más favorables. Hablando de las religiones no católicas, no se ponía ya el acento únicamente en los puntos de disensión y división que las oponen a Roma. Se pedía, en cambio, que se describieran con mayor claridad los principios fundamentales admitidos comúnmente por los católicos y por los demás cristianos. Se insistía en uno de los temas más queridos por los hermanos separados, especialmente por los orientales: que la unidad no se opone ni a la justa libertad ni a la legítima diver284

sidad. «Muchos—declaró el cardenal Léger—, tanto católicos como no católicos, piensan que la Iglesia exige una unidad demasiado monolítica. En el decurso de los últimos siglos se ha intentado instaurar una uniformidad exagerada en el estudio de la doctrina, en el culto y en la disciplina eclesiástica. Es muy importante demostrar, en los países de misión y ante las comunidades cristianas separadas, cómo la unidad comporta la diversidad, en la cual cada grupo puede conservar toda la riqueza de su herencia espiritual, y cómo puede compaginarse con la libertad.» Un camino común en la búsqueda de la unidad El 25 de noviembre se comenzó a discutir el capítulo segundo sobre la «práctica del ecumenismo» (18). El tema se presentaba bastante complejo. Tratando de los «medios» para un camino común en la búsqueda de la unidad, planteaba toda una larga serie de problemas, cada uno de los cuales implicaba a su vez diversos argumentos particulares. a) La reforma interior de la Iglesia, considerada como el camino más eficaz para conseguir la unidad. Sin embargo, la renovación debía ser no sólo colectiva, sino también individual; no sólo interior, sino también externa y visible. «Debe resultar evidente—dijo el belga monseñor Himmer—en los momentos y en las ceremonias del culto, en las relaciones con el poder Civil, en las casas y en las actitudes de la Iglesia frente a los problemas sociales y económicos.» Los obispos eran los primeros que tenían que dar ejemplo. «Abandonemos—exhortó el chileno monseñor Pinera Carvallo—nuestro modus Divendi de prelados. Evitemos las apariencias exteriores de riqueza, las ceremonias demasiado fastuosas, las insignias, los títulos honoríficos. Vivamos en conformidad con la sencillez evangélica. Sin esto no es posible ningún testimonio. Por esto seremos juzgados.» Respecto a la oración en común con los hermanos separados, se subrayó su gran importancia ecuménica. Pero también se observó que el decreto no exponía las condiciones que la hacen verdaderamente unánime, y que era demasiado restrictivo, al menos respecto a los ortodoxos, que poseen los mismos sacramentos que la Iglesia católica. «En los funerales—aconsejó el (18) Aquella mañana el cardenal Ritter agradeció a los padres las manifestaciones de pésame por la muerte del presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, víctima tres días antes de un cruel asesinato.

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egipcio monseñor Nuer—el sacerdote católico y el ortodoxo podrían orar juntos en la Iglesia. En los matrimonios mixtos deberían recibir juntos el consentimiento. Finalmente debería permitirse a los católicos comulgar en las Iglesias ortodoxas y viceversa.» Muchos obispos orientales, completamente de acuerdo con este punto, propusieron incluso que se revisaran las leyes vigentes sobre la «communicatio in sacris»concediendo, por ejemplo, a cada ordinario la facultad de dispensar en el ámbito de su propio territorio, en casos en que no existiera motivo de escándalo o de adhesión formal a una doctrina diversa de la católica. Pidieron también que se reconociera la validez de los matrimonios mixtos, aunque hubieran sido contraidos ante un ministro no católico.

car conjuntamente la unidad: el movimiento litúrgico, el estudio de la Biblia, el mensaje de la palabra de Dios, el catecismo, el apostolado de los seglares, las nuevas formas de espiritualidad cristiana, la actividad social de la Iglesia, el conocimiento de la doctrina y de la historia de los hermanos separados, de su vida litúrgica y ascética, de su psicología religiosa y de su cultura, pudiendo ayudar a esto los encuentros de teólogos de ambas partes, una conveniente formación del clero y, con mayor razón, de los misioneros, abriéndolos a un espíritu ecuménico sano y alejado de toda polémica...

b) El diálogo con los hermanos separados, a los que era necesario exponer la verdad católica de un modo claro y comprensible, pero no con menoscabo de su integridad. Porque —se advertía en el esquema—«nada hay tan ajeno al ecumenismo como un falso irenismo que daña la pureza de la doctrina católica y obscurece su sentido genuino y verdadero». Además—acentuó monseñor Corrado Mingo—«ninguna unión puede provenir de un compromiso o de un engaño o de una ocultación de la verdad». Esto, sin embargo, no escluía que para favorecer la unidad se pudiera expresar la doctrina, especialmente la del primado pontificio, con una formulación más adecuada a la mentalidad de los demás cristianos, y sobre todo de los ortodoxos, que viven desde hace sig'os autónomamente. «El primado—especificó el libanes monseñor Agustín Farah—debe adaptarse de modo que el yugo de Pedro no sea en la práctica más pesado que el de Cristo. El primado debe adaptarse también de modo que no aparezca como inconciliable con las instituciones y las tradiciones de las comunidades orientales.» c) La colaboración entre los cristianos. Alguien manifestó sus preocupaciones ante ciertas formas exasperadas de «proselitismo». Pero todos los oradores pidieron calurosamente que se ampliara esta cooperación a todos los campos y a todos los niveles: en el plano internacional, político, cultural, científico y artístico; y sobre todo para liberar a los pobres de la servidumbre de la miseria y del hambre. «Nos encontrarnos —observó el cardenal Gracias—ante una amenaza común del materialismo y del ateísmo y, como dice el proverbio, o nos mantenemos unidos o nos ahorcarán por separado.» El decreto enumeraba otros «medios» necesarios para bus-

El 27 de noviembre se abrió el debate sobre el capítulo tercero. Este, bajo un título general, «los cristianos separados de la Iglesia católica», se articulaba en dos secciones netamente distintas. La primera estaba dedicada a las Iglesias orientales. La segunda, a las comunidades que surgieron a partir del siglo XVI. Esta orientación estructural debía provocar las primeras críticas, porque el calificativo de «Iglesias» se atribuía a las comunidades de Oriente y se negaba a las reformadas. Pero demos una rápida ojeada al texto. Siete párrafos se ocupaban de las Iglesias orientales. En ellos se ponía de manifiesto la concordancia con el catolicismo en el origen apostólico, en la fe, en la jerarquía episcopal y en los sacramentos, y se subrayaba la índole peculiar de su teología, de su tradición litúrgica y espiritual, y de su disciplina. Aludiendo finalmente a las condiciones indispensables para la «feliz restauración» de la unidad, el decreto afirmaba que no convenía imponer a las Iglesias orientales sino lo estrictamente necesario. Los cinco párrafos siguientes se ocupaban de las comunidades reformadas nacidas después del siglo XVI. En ellos se subrayaban los valores eclesiales que pueden encontrarse en estas comunidades: la fe en la divinidad de Cristo y en la Trinidad, el celo por la Sagrada Escritura, el sacramento del bautismo, el culto, medios de gracia y salvación de los que se sirven, Cristo y el Espíritu Santo. ¿Podía satisfacer esta exposición a los hermanos separados? Como base para iniciar un diálogo, sí—respondieron los observadores no católicos—. Pero no fue igualmente positivo el juicio sobre cada aspecto en concreto. Se objetó que la Iglesia Católica definía a las demás iglesias en relación con el grado

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¿El título de «Iglesias» a las comunidades reformadas ?

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y ej número de «elementos» católicos que encuentra en ellas. Fl decreto parecía no haber alcanzado un exacto equilibrio al examinar, por un lado, la ortodoxia y, por otro, el protestantismo. Tampoco había expuesto suficientemente las dificultades que aún se oponen a una restauración de la unidad, ni había tratado exhaustivamente el desarrollo del proceso ecuménico madurado en el mundo cristiano y, sobre todo, en el Consejo Mundial de las Iglesias, donde los protestantes y los ortodoxos en un plano de absoluta igualdad buscan en común la unidad con métodos y horizontes ciertamente no idénticos a los católicos... Esta visión—digámoslo con franqueza—traicionaba la preponderancia numérica de los protestantes entre los delegados cristianos presentes en el Concilio y daba a entender su malestar por la diversa calificación teológica y disciplinar que el esquema había formulado respecto a las comunidades reformadas y a las iglesias ortodoxas. En aquella confrontación las comunidades protestantes quedaban situadas en una condición de inferioridad y de menor prestigio. Pero también es verdad que la misma marcha de la discusión en el aula dio la razón a aquel análisis comparativo. Numerosos oradores pusieron de relieve exclusivamente la excelsa dignidad de las iglesias ortodoxas y los vínculos estrechísimos que los unen al catolicismo. Los padres que afrontaron el problema de las relaciones y del diálogo con los protestantes trataron por el contrario este tema en términos prudentes y con frecuencia pesimistas. «Es muy importante—afirmó, por ejemplo, el inglés monseñor George Dwyer—no hacerse ilusiones acerca de la actitud de muchos de nuestros hermanos separados. Estamos muy lejos de la verdad, si pensamos que algunas buenas palabras y una mayor cordialidad en nuestras mutuas relaciones bastarán para realizar la unidad. Es un gran error imaginar que los católicos y los cristianos no católicos están siempre, o en línea de principio, de acuerdo en las doctrinas fundamentales. «Y el australiano monseñor Goody: «No basta enumerar sólo las verdades que poseemos en común. Esto es «psicológicamente útil al comienzo del diálogo, pero después, una vez creada una atmósfera de amistad, hay que exponer los puntos que los otros no se sienten inclinados a aceptar». Y esto para que «los hermanos separados no se ilusionen pensando que la unión está cerca, casi a la vuelta de la esquina», y no sean inducidos a creer que «nosotros estamos dispuestos a dejar a un lado o a renunciar a las doctrinas discutidas.» 288

Otro obispo australiano, monseñor Tilomas Muldoon, llegó incluso a lamentarse y, ¡con qué tacto!, de aquellos padres que insistían «continuamente en el perdón que la Iglesia Católica debía pedir». «Si alguien es culpable—añadió—, vaya a buscar un buen confesor, pero que no hable sin cesar de esta cuestión.» Poco después el abad Christopher Butler supo responderle en la misma tesitura: «No podemos ir a escondidas al confesonario, y colocarnos después entre los fariseos, dejando a los demás el puesto de los publicanos. El reconocimiento y el perdón de las culpas son un elemento esencial del ecumenismo. No sé si habrá llegado hasta Australia la noticia de los acontecimientos históricos de la Reforma, pero aquí todos los historiadores admiten las culpas de ambas partes.» Y fue precisamente el deber de los católicos de pedir perdón por las posibles culpas contraídas en el pasado uno de los temas que con mayor insistencia propusieron los padres que pedían una exposición más adecuada de la segunda parte del capítulo. De este modo las afirmaciones aparecían menos simplistas y más concretas. Tampoco faltaron quienes pidieron que se reconociera a las comunidades reformadas el título de «iglesias» o, al menos, de «comuniones» o de «comunidades eclesiales». Otros pidieron que se recordara la fecunda labor realizada por el Consejo Mundial de las Iglesias, como también la adhesión al episcopado y al concepto de trascendencia divina que están bastante desarrollados en varias comunidades. Algunos, entre ellos el P. Butler, insinuaron que se hiciera en el texto una «mención especial» de la Comunión Anglicana, la cual está difundida por todo el mundo, es fiel a la tradición patrística y es «benemérita» del movimiento ecuménico. Otros, entre ellos el sudafricano monseñor Ernest Green, pidieron que se estudiara nuevamente la cuestión de la validez de las ordenaciones anglicanas, a la luz de las recientes investigaciones históricas y teológicas. Se propone un Concilio entre católicos y ortodoxos El debate sobre las iglesias separadas de Oriente fue una pura secuencia de peticiones para que el esquema pusiera más de relieve su patrimonio común con el catolicismo. El checoslovaco monseñor Tomásek llegó incluso a proponer un Concilio para la unión: «La gran asamblea sería preparada cuidadosa y progresivamente mediante frecuentes reuniones de obispos ortodoxos y católicos, una especie de mesa redonda para evitar 19.—H. a Concilio

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cuestiones de precedencia. Las reuniones tendrían lugar en las sedes de las diversas Iglesias—Roma, Constantinopla, Alejandría, Moscú, etc.— a fin de que el clero y los fieles de los diversos países pudieran prepararse para la unión.» El arzobispo de Zagreb, monseñor Franjo Seper, pidió que se precisaran las condiciones con que los hermanos separados entrarían a formar parte de la unidad visible de la Iglesia. Enumeró las cuatro más importantes: 1) Las comunidades que se unan a Roma no deberán cambiar su estructura jerárquica. 2) Los sacerdotes casados tendrán la misma dignidad que tienen los sacerdotes latinos célibes. 3) No se introducirá ninguna latinización, sobre todo en lo concerniente a la liturgia. 4) No se considerará a los fieles en un estado inferior respecto a los fieles latinos. Temas los aquí expuestos que urgían mucho a los padres orientales. De ellos se ocuparon con frecuencia en sus intervenciones, ante todo para reivindicar la labor insustituible de sus iglesias en el proceso unionista, ya que ellas ofrecen un testimonio de respeto y de amor hacia las tradiciones y a las instituciones orientales en el ámbito de la Iglesia católica; y además para oponerse a aquellos ambientes ortodoxos que admitían un posible acercamiento a Roma con la única condición de que fueran abolidas las Iglesias «uníatas», como si fueran iglesias «espúreas y no genuinamente orientales». El patriarca Máximos IV Saigh fue lo más explícito sobre este punto: «En el Oriente propiamente dicho, donde el cristianismo está presente bajo formas comunitarias, con una organización enriquecida con experiencias seculares, sería preferible dejar intactas las respectivas jerarquías. No se podría modificar la situación actual sin correr el riesgo de someter a juicio la vida de la Iglesia católica oriental. Es necesario considerar el problema de la perspectiva de la reunión con los ortodoxos. Toda desautorización de una Iglesia por parte de otra tendría graves consecuencias para el ecumenismo. La solución tendrá que buscarse en el respeto al orden establecido mediante una colaboración más directa de la jerarquía, y mediante sínodos entre los diversos ritos.» La discusión del esquema sobre el ecumenismo terminó el 2 de diciembre. Aquella mañana se anunció que la publicación del «mensaje» del Concilio a los sacerdotes había sido aplazado para el año siguiente. Narraremos los precedentes con brevedad.

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Muchos oradores habían criticado severamente la constitución sobre la Iglesia por faltar en ella una adecuada exposición del sacerdocio. Algunos prelados franceses habían elaborado, con la autorización del Papa, un mensaje con carácter pastoral y exhortativo. En él se ponía de manifiesto el vínculo indisoluble que une a los obispos y a los presbíteros en el único sacerdocio, en la misma misión y en la misma vocación a la santidad. El proyecto, revisado después por un grupo de teólogos, había sido entregado finalmente a los padres para que dieran su parecer por escrito. Se había establecido darlo a conocer el 1 de diciembre; pero las propuestas para modificarlo fueron tantas y tan importantes que los moderadores juzgaron oportuno aplazarlo todo para el tercer período. El 3 de diciembre Pablo VI asistió en la basílica vaticana a la solemne conmemoración del Concilio Tridentino (19). Pronunció el discurso oficial el cardenal Urbani, y hablaron por primera vez en el aula dos auditores seglares: el francés Guitton, sobre el tema del ecumenismo, y el italiano Veronese, que agradeció al Papa la invitación hecha al laicado católico para que pudiera asistir al Concilio. Finalmente se leyó un motu proprio en el que el Papa concedía a los obispos, de un modo estable, una serie de facultades y de privilegios a los que ya se hacía referencia en un apéndice del esquema sobre los obispos. Aprobada la reforma litúrgica El 4 de diciembre, al final del segundo período, tuvo lugar en San Pedro, en presencia del Sumo Pontífice, una solemne sesión pública durante la cual se votó definitivamente la constitución litúrgica y el decreto sobre los medios de comunicación social. Pero demos ahora un paso hacia atrás para seguir el itinerario de estos dos esquemas. Se recordará que el año anterior se había aprobado el proemio y el capítulo primero del esquema sobre la sagrada liturgia. Los demás capítulos fueron sometidos, durante todo el mes de octubre, a una larga serie de escrutinios. Entre el 8 y el 10 de octubre se comenzó a votar sobre las diecinueve modificaciones de mayor relieve que se habían introducido en el capítulo segundo—«el misterio eucarístico»—y que abrían las puertas a una simplificación de los ritos en la celebración de (19) No participaron en esta ceremonia, por razones obvias, algunos observadores no católicos.

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la misa, a un uso más frecuente de las lenguas vulgares, a la concesión de la comunión bajo las dos especies y a la concelebración. Se aprobaron todas las enmiendas, pero el escrutinio de todo el capítulo dio un resultado parcialmente negativo: 1.417 placel, 781 placel iuxta modum y 36 non placel. La causa de no haber obtenido la mayoría requerida, que era de 1.495, fue una expresión del núm. 2, art. 57, donde se decía que, para autorizar en algunas circunstancias la concelebración, bastaba la licencia del ordinario. E n ¡a última redacción la palabra obispo había sido sustituida por la palabra ordinario, porque algunos habían advertido que en las circunscripciones eclesiásticas, sobre todo en tierras de misión, no siempre gobierna un obispo. Numerosos padres, en cambio, deseaban que se precisara que tal permiso compete únicamente al ordinario del lugar, es decir, al obispo del lugar, excluyendo por t a n t o a los superiores mayores de las religiones clericales exentas, que según el Código (canon 198) son considerados como «ordinarios». En otras palabras, se quería que fuera únicamente el obispo el que los concediera la concelebración, incluso en Jas iglesias y capillas de los religiosos. En los días inmediatamente anteriores a la votación se había ido intensificando la campaña de oposición. Se había distribuido a los padres una breve relación de todo el asunto, invitándoles a dar un juicio negativo. Y, como hemos visto, estas sugerencias dieron en el blanco. El capítulo volvió a la comisión para ser modificado según las propuestas de los padres (20). El 20 de noviembre fue presentado de nuevo en el aula y aprobado definitivamente por la asamblea: los placet fueron 2.112 y los non placel, sólo 40. El capítulo tercero—«los sacramentos y los sacramentales f— corrió la misma suerte. Primero se votaron y aceptaron las modificaciones introducidas en 61. Entre otras novedades, se permitía el uso más frecuente de las lenguas vulgares en la administración de los sacramentos y de los sacramentales. Se afirmaba que la extremaunción debía llamarse con más propiedad, puesto que no es sólo sacramento de los moribundos, unción de los enfermos. Finalmente se sugería que el ordinario, al menos en ocasiones especiales, concediera a los seglares, dotados de las cualidades necesarias, administrar algunos sacramentales. Pero tampoco este capítulo, que fue votado el 18 de octubre, alcanzó la mayoría de los dos tercios requerida. Los

placet fueron 1.130, los non placet 30, los placet, iuxta modum, 1.054, y los nulos, 3. Esto se debió a una frase del artículo 63 a, sobre el empleo de la lengua vulgar en la administración de los sacramentos. En ella parecía restringirse al matrimonio y a algunos otros casos expresamente aprobados el uso de lengua vulgar. La comisión competente modificó aquel pasaje, y el capítulo volvió nuevamente al aula el 21 de noviembre superando esta vez las horcas caudinas de la votación global: los non placel fueron solamente 35. Muchos padres, preocupados por el mal cariz que estaban tomando los escrutinios, comenzaron a temer que no hubiera tiempo para enmendar debidamente el esquema para la sesión del 4 de diciembre. En consecuencia, algunos miembros y peritos de la Comisión Litúrgica juzgaron oportuno enviar una carta a todos los padres rogándoles que renunciaran al voto iuxta modum, a no ser que hubiera motivos muy graves para ello. Esta apremiante invitación produjo su efecto. Todos los restantes capítulos fueron aprobados ampliamente: el capítulo cuarto, sobre el breviario: 1.638 placet, 43 non placet, 552 placel iuxta modum, 3 nulos. El capítulo quinto, sobre el año litúrgico: 2.154 placet, 21 non placet, 16 placet iuxta modum y 2 nulos. El capítulo sexto, sobre la música sagrada: 2.080 placel, 6 non placet, 9 placet iuxta modum, 1 nulo. El capítulo séptimo, sobre el arte y los objetos sagrados: 1.838 placet, 9 non placel, 94 placet iuxta modum. Aprobados a continuación algunos cambios introducidos en el texto por la Comisión Litúrgica, la asamblea votó el 22 de noviembre, en el curso de la L X X I I I Congregación General, el esquema en su totalidad. Los placet fueron 2.158, los non placet, 19, y 1 nulo. El escrutinio final tuvo lugar el 4 de diciembre en la sesión pública. De 2.151 votantes, los placet fueron 2.147 y los non placet, sólo 4. El 29 de enero de 1964 se publicó el «motu proprio» Sacran lilurgiam con el que entraban en vigor algunas disposiciones. Al mismo tiempo se instituía un Consilium especial para la aplicación de las normas de la constitución. Pero la reforma general, especialmente en lo relativo al uso de la lengua vulgar en la misa, comenzaría el 7 de marzo de 1965.

(20) En el texto definitivo aparece de nuevo la palabra obispo: «Corresponde al obispo regular la disciplina de la concelebración en la diócesis.» Esta facultad, como se lela en la relación, se extiende también a las iglesias de los religiosos exentos.

No menos laborioso y lleno de obstáculos fue el itinerario final del decreto sobre los medios de comunicación social. Los

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1(54 «non placet» sobre los medios de comunicación social

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principios doctrinales esenciales y las directrices pastorales más generales se sacaron del proyecto aprobado por la asamblea durante el primer período. Las 40 páginas originarias quedaron reducidas a 9; los artículos pasaron de 114 a 24, subdivididos en un proemio y dos capítulos; y sólo cuatro correcciones, de las 82 introducidas en él, revestían un cierto interés: la inserción de los seglares en los organismos eclesiásticos que se ocupan de estos medios; los problemas de la juventud y el «deber de vigilar a los hijos» que incumbe sobre los padres; la difusión de la prensa católica y el arte teatral. Todas las demás correcciones se referían a la forma. El esquema reflejaba, pues, sustancialmente el proyecto examinado en el aula el año anterior. Digámoslo sinceramente. Las intervenciones orales y las sugerencias hechas por escrito apenas habían servido para la redacción definitiva. Pues bien, cuando se sometió nuevamente a los padres, en noviembre de 1963, muchos no se mostraron muy satisfechos. Se decía que era demasiado clerical, demasido modesto, árido y conciso; que le faltaba una perspectiva teológica, una reflexión filosófica y una base sociológica; que concedía demasiado al poder civil, mientras que por otra parte apenas asociaba el laicado a la actividad de la Iglesia en este sector. Algunos pedían otro debate, afirmando que el decreto había sido cambiado en cierto sentido respecto al primitivo; otros se lamentaban de que se votasen sólo los capítulos y no cada modificación, a diferencia de cuanto se había hecho en la constitución de liturgia.

entre otras cosas—se reflejan puntos de vista abstractísimos sobre las relaciones entre la Iglesia y la cultura moderna. T r a t a de una prensa que sólo existe en los manuales y que nosotros ignoramos...» El 25 de noviembre, día de la votación, se entregó a los padres al entrar en la basílica vaticana otro folio multicopiado firmado por seis arzobispos, 18 obispos y un superior general, entre ellos algunos nombres famosos, como el belga monseñor De Smedt, los alemanes monseñores Volk y Reuss, el francés monseñor Schmitt, el indio monseñor Fernandes, etc. En el folio se invitaba a votar contra el proyecto, cuyo texto—se decía—parece que «no se adapta lo más mínimo a un decreto conciliar. El esquema no responde en modo alguno a las esperanzas de los cristianos, sobre todo de los expertos en la materia. Si se promulgara el decreto, se vería comprometida la dignidad del Concilio». Apenas comenzada la congregación general, el cardenal Tisserant, en nombre de la presidencia y de los moderadores, definió lo acaecido como un «atentado» a la libertad del Concilio y como algo «indigno» de la asamblea. Más tarde se comunicó que uno de los padres firmantes—probablemente el alemán monseñor Scháufele—deploraba haber visto su nombre escrito en aquella lista, sin su consentimiento. Y después se supo que algunos obispos habían dado su adhesión a aquella iniciativa pensando que el documento iba dirigido a las autoridades del Concilio.

E n una atmósfera t a n cargada, en medio de millares de modificaciones que circulaban sin la debida autorización incluso en el aula, llegó el 14 de noviembre. La asamblea votó en primer lugar el proemio y el capítulo primero— 1.832 placel, 92 non placet, 243 placel iuxta modum y 1 nulo —y, a continuación, el capítulo segundo—1.893 placel, 103 non placet, 125 placet iuxta modum y 5 nulos—. El esquema podía considerarse ya completo y aprobado, pero Jos moderadores juzgaron oportuno, fundados en el reglamento, tener un nuevo escrutinio global, solamente con placet y non placet. La oposición, que no se daba por vencida tan fácilmente, avivó las polémicas. El 16 de noviembre se distribuyó a los padres un folio ciclostilado y escrito en inglés con el título Comentarios al decreto propuesto sobre los medios de comunicación social, firmado por tres periodistas americanos y juzgado por algunos peritos del Concilio como «digno de consideración». «Donde el documento no es vago y banal—se leía

El escrutinio se resintió de aquellos agitados y confusos acontecimientos. Los placel fueron 1.598 y 11 nulos, mientras que los non placet ascendieron vertiginosamente a 503. El elevado número de votos negativos reforzó en los opositores la opinión de que era necesario un nuevo debate en el aula y las esperanzas de aplazar para el tercer período la promulgación del esquema. Más aún, se dieron algunos pasos en este sentido ante los organismos dirigentes y, por t a n t o , también ante el Papa. El 29 de noviembre se anunció, sin embargo, que en la sesión pública Pablo VI, después de la votación definitiva, promulgaría la constitución litúrgica y el decreto sobre los medios de comunicación social. Para muchos fue una ducha de agua fría. Pero, ¿qué podría hacer el Papa? ¿Acaso debería ignorar los placel de 1.598 padres? ¿Sería quizá conveniente someter de nuevo a la discusión un proyecto que ya había sido aprobado por la mayoría, creando así un peligroso «precedente», que

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cualquier grupo minoritario podría invocar siempre en el futuro? El 4 de diciembre, durante la sesión pública, 2.124 padres votaron por última vez el esquema: 1.960 respondieron placel y 164, non placel En la historia del Vaticano II aquellos 164 votos negativos fueron un record por lo que se refiere a los escrutinios oficiales. El 17 de abril de 1964 el P a p a instituyó, con el «motu proprio» In fructibus, la Comisión Pontificia para las Comunicaciones Sociales, que debería ocuparse de lodos los problemas concernientes al cine, radio, televisión, prensa diaria y periódica, como también de la realización de las normas de) decreto conciliar. Uua fórmula «colegialisla» para la promulgación de los esquemas El 4 de diciembre tuvo lugar en San Pedro la sesión pública conclusiva del segundo período. Una vez votados por la asamblea la constitución de liturgia y el decreto sobre los medios de comunicación social, Pablo VI procedió a la promulgación de ambos documentos. Pocos obispos advirtieron entonces la importante y significativa innovación introducida a última hora en la fórmula. El Papa no empleó la usada en el Vaticano I, consignada íntegramente en el reglamento conciliar, sino otra diferente en la que se transparentaba una clara sintonía con el principio de la colegialidad. En la primera se decía: «Nosque, sacro approbante Concilio, illa ita decernimus, stat m m u s , atque sancimus». Es decir, los padres se limitaban a aprobar y el Pontífice decretaba. La fórmula actual por el contrario dice: «Nos, ...una cum venerabilibus patribus...» Es ecir, el Papa decretaba en estrecha unión con los padres. La solemne ceremonia se clausuró con el discurso pontificio. Un discurso medido, casi un diálogo, nos atreveríamos a decir, Porque dejaba entrever lo provisorio de algunas conclusiones a que había llegado la asamblea, y bastante distinto de la alocución de apertura del segundo período en la orientación, en el tono y en las perspectivas. Sin embargo—observó Pablo VI—, «algunos de los fines que el Concilio se proponía conseguir, al menos en parte, se han conseguido ya. Quería la Iglesia acrecentar la conciencia y el conocimiento de sí misma; he aquí que ella, en la reunión misma de sus pastores y doctores, ha iniciado una gran meditación sobre el misterio del que trae su origen y forma». Habló

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después de los primeros frutos conseguidos: la constitución sobre la sagrada liturgia y el decreto sobre los medios de comunicación social. Naturalmente, «otras cuestiones quedan abiertas a nuevo estudio y a nueva discusión, que Nos esperamos pueda conducir a buen término la próxima tercera sesión en el otoño del año que viene. No nos desagrada que sobre problemas tan graves repose un t a n t o nuestra reflexión y que la labor de las comisiones competentes, de cuya valiosa ayuda t a n t o esperamos, habida cuenta de la mente expresada por los padres conciliares, especialmente en las congregaciones generales, prepare para las futuras reuniones conciliares fórmulas profundamente estudiadas, rigurosamente enunciadas, oportunamente condensadas y abreviadas, de modo que su discusión, libre siempre, resulte más fácil y más breve». A continuación el Papa aludió a tres de los puntos más importantes: 1) La divina revelación, a la que «el Concilio dará una respuesta que a un tiempo defienda el sagrado depósito de las verdades divinas contra los c r o r e s , abusos y dudas que comprometen su validez subjetiva, y dirija los estudios bíblicos, patrísticos y teológicos que el pensamiento católico, fiel al magisterio eclesiástico y sostenido por todos los adecuados recursos científicos modernos, promoverá confiadamente con ardor y con prudencia ». 2) El episcopado. El Concilio «no ya en contraste, sino en confirmación de las sumas prerrogativas derivadas de Cristo y reconocidas al Romano Pontífice, dotado de toda la autoridad necesaria para el gobierno universal, quiere poner en su debida luz, según la mente de Nuestro Señor y según la auténtica tradición de la Iglesia, la naturaleza y la función, divinamente instituidas, del episcopado, declarando cuáles son sus poderes y cuál debe ser su ejercicio, sea con respecto a cada obispo en particular, sea en su conjunto, de modo que quede ilustrada dignamente la altísima posición del mismo episcopado en la Iglesia de Dios no como entidad independiente, ni separada, ni mucho menos antagonista respecto al sumo pontificado de Pedro, sino cooperando con él y bajo él al bien común y al fin supremo de la misma Iglesia». 3) El esquema sobre la bienaventurada Virgen María, para el que «esperamos la mejor y más conveniente solución en este Concilio: el reconocimiento unánime y devotísimo del puesto enteramente privilegiado que la Madre de Dios ocupa en la santa Iglesia, sobre la cual t r a t a principalmente el presente

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Concilio: después de Cristo, el más alto y a nosotros el más cercano, de forma que con el título "Mater Ecclesiae" podremos venerarla para gloria suya y consuelo nuestro». Finalmente, en lo relativo a los demás problemas, el Papa manifestó su esperanza de que en el tercer período pudieran presentarse «esquemas más breves y de tal forma concebidos que no sea difícil obtener un juicio del mismo Concilio sobre algunas proposiciones fundamentales, dejando la ampliación ilustrativa y el desarrollo de las disposiciones a las comisiones posconciliares, entre las cuales tendrá un trabajo principal la relativa a la compilación de los nuevos Códigos, t a n t o para la Iglesia latina como para la Iglesia oriental. Y será este trabajo posterior al Concilio el que hará preciosa la colaboración del episcopado con nuevas formas, sugeridas por la necesidad y por la índole especial de la estructura de la Iglesia. Por esto nos será útil y grato escoger del episcopado mundial y de las órdenes religiosas óptimos y expertos hermanos, como se ha hecho para las comisiones preparatorias, que vengan, junto con los miembros competentes del Sagrado Colegio, a prestarnos consejo y ayuda para traducir en normas oportunas y pormenorizadas las deliberaciones generales del Concilio. De esta manera, quedando siempre firmes las prerrogativas del Romano Pontífice, definidas por el Concilio Vaticano I, la experiencia, con el favor de la divina Providencia, nos irá sugiriendo a continuación cómo hacei más eficaz la devota y cordial colaboración de los obispos para el bien de la Iglesia universal». La peregrinación de Pablo VI a Tierra Santa Al final del discurso, Pablo VI anunció inesperadamente que había determinado dirigirse en peregrinación a Tierra Santa, «a aquella tierra bendita—dijo—de la que Pedro salió y a la que ninguno de sus sucesores ha vuelto. Iremos humildemente y en seguida regresaremos, haciendo una viaje de oración, de penitencia y de renovación para ofrecer a Cristo su Iglesia, para llamar a esta Iglesia única y santa a los hermanos separados, para implorar la divina misericordia en favor de la paz entre los hombres, esa paz que en nuestros días aparece todavía tan débil y temblorosa, para suplicar a Cristo Señor por la salvación de toda la humanidad». La noticia sorprendió a los padres y, puesto que el viaje se había preparado con mucho sigilo, incluso a casi todos los colaboradores más coreanos a Su Santidad. Un silencio impresio-

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nante i einó en el aula durante unos segundos, como si los obispos hubieran quedado aturdidos o incrédulos ante lo que acababan de oír. Después, estalló un estrepitoso y prolongado aplauso. Las reacciones fueron bastantes positivas en el mundo entero. Pero no faltaron voces polémicas y malintencionadas. Algunos quisieron ver a toda costa un significado político en la decisión pontificia. Dada la tensión existente entre Israel y Jordania, esto terminó causando no pocas complicaciones, hasta el punto que se temió, durante algunos días, que Pablo V I tuviera que renunciar a la visita de los santos lugares. Otros, en cambio, incluso insinuaron que el P a p a había tomado aquella clamorosa iniciativa para apartar la atención de la opinión pública de los desilusionantes resultados que el Concilio había obtenido en el segundo período... Todas estas interpretaciones quedan pulverizadas por sí mismas si se consideran atentamente la realidad espiritual y la dimensión ecuménica de la peregrinación pontificia y las etapas principales y los momentos cumbres de los tres días de estancia del Papa Montini —del 4 al 6 de enero—en Tierra Santa: las misas celebradas en Jerusalén, Nazaret y Belén; las visitas al Tabor, al monte de las bienaventuranzas, y al lago de Tiberíades; la participación a la hora santa en Getsemaní; el pesado camino a lo largo de la Vía Dolorosa, los discursos y los mensajes de paz y hermandad a los pueblos y a los grandes de toda la tierra: los encuentros con las religiones cristianas y monoteístas, con los dos patriarcas de Jerusalén, el ortodoxo griego Benediktos, y el armenio Derderian; el doble coloquio con Atenágoras, cabeza espiritual de la ortodoxia... Fue, sobre todo, este último acontecimiento, importantísimo en el ámbito histórico-religioso, el que dio un valor singular a la peregrinación pontificia. E n realidad nadie había imaginado que pudiera tener lugar un acontecimiento semejante. El mismo patriarca de Constantinopla había lanzado la idea al augurar el 6 de diciembre que «todos los responsables de las iglesias de Oriente y Occidente pudieran encontrarse en la Ciudad Santa de Sión», para pedir que, «por la gloria del santo nombre de Cristo y para bien de la humanidad entera, se abra el camino al completo restablecimiento de la unidad cristiana, conforme a la santa voluntad del Señor». Pero este proyecto era de difícil realización en aquellos momentos, porque no todos los mayores exponentes ortodoxos, comenzando por el arzobispo de Atenas Crisóstomo, acogieron de buen grado la sugerencia de Atenágoras. A pesar de todo, el

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patriarca de Constantinopla no desistió de su propósito. No se pudo conseguir el «vértice religioso». No obstante, él se encontró con Pablo VI. Atenágoras fue el primero en visitar al Sumo Pontífice a las 21,35 del 5 de enero en la sede de la delegación apostólica de Jerusalén. Al fraterno abrazo y al beso de paz siguió un coloquio privado de veinte minutos. «Considei ando como acontecimiento de un alcance y de una importancia excepcional en la historia y en la vida de la Iglesia de Cristo esto que, con la ayuda y la benevolencia divina, se está realizando en estos momentos en torno a nosotros—dijo el patriarca ortodoxo—, auguramos de todo corazón que las buenas intenciones, ampliamente manifestadas en estos últimos tiempos por una y otra parte, y repetidamente confirmadas, como también este bendito encuentro personal, esta fusión de almas, sea preludio para un cambio recíproco de deseos y para una más completa sumisión a la santa voluntad de Dios, para responder así a la ardiente esperanza de los siglos pasados y a las instancias de la época actual.» Al día siguiente el Papa devolvió la visita a Atenágoras en la residencia del patriarca griego ortodoxo de Jerusalén. Pablo VI en su alocución puso de relieve que aquel encuentro en Tierra Santa era «una elocuente manifestación de la profunda voluntad que, gracias a Dios, inspira cada vez más a todos los cristianos, dignos de este nombre, es decir, la voluntad de trabajar con el fin de superar las divisiones y de derribar las barreras; la voluntad de avanzar resueltamente por el camino que conduce a la reconciliación. Las divergencias de orden doctrinal, litúrgico y disciplinar deberán examinarse a su debido tiempo y en su lugar con espíritu de fidelidad a la verdad y de comprensión en la caridad. Pero lo que desde ahora puede y debe progresar es esta caridad fraterna, ingeniosa para encontrar nuevas formas de manifestarse; una caridad que, partiendo de las enseñanzas del pasado, esté dispuesta a perdonar, pronta a creer con mejor voluntad al bien que al mal, ávida, ante todo, de dejarse atraer y transformar por él». El viaje pontificio a Tierra Santa no había sido, pues, otra cosa que un volver a las fuentes del cristianismo, a la autenticidad evangélica, un acto de humildad y de amor, una aportación a la paz del mundo y al restablecimiento de la unión entre los cristianos. Un viaje, en definitiva, cuyo significado espiritual y ecuménico aparecía como la coronación del trabajo realizado por la Iglesia en la segunda etapa conciliar. 300

III el tiempo de la madurez

Tercer período; 14 de septiembre - 21 de noviembre de 1964 El segundo período—digámoslo con franqueza—había dejado un sabor amargo a bastantes obispos. Se habían aprobado por fin, es verdad, los dos primeros esquemas y, con las discusiones en el aula, se habían fijado ya, aunque sólo genéricamente, los principios necesarios para una revalorización de la potestad episcopal y para un diálogo efectivo con los demás cristianos. Pero tampoco se podía desechar la opinión de los que se lamentaban de la escasez de resultados concretos conseguidos hasta entonces, ni olvidar que los grandes problemas habían quedado todos en suspenso y que se ceñían aún sobre ellos, como espada de Damocles, fuertes contrastes y peligrosas incógnitas. Era un estado de ánimo perfectamente comprensible, al menos en aquel tiempo en que el final del Vaticano II parecía todavía muy lejano. Todo se veía incierto y contradictorio, y se tenía la impresión de que los frutos de aquel extenuante trabajo no llegaría jamás a su plena madurez. Pero se comprendía también perfectamente que aquel desaliento era una cosa pasajera, debido especialmente al carácter provisional de la situación conciliar. Pero se debía también a la persistencia de algunas incongruencias y dificultades en el interior mismo de la asamblea. Entre ellas la incapacidad de emplear, o mejor, de «explotar» la propia fuerza numérica, y, en contraposición, la acción dinámica—cada vez más insistente ante las máximas autoridades—puesta en juego por una pequeña minoría. O la escasa colaboración existente entre los organismos dirigentes, de lo cual se resentían con frecuencia en gran medida toda la asamblea y la marcha misma de los trabajos. O la discordancia entre el grupo netamente mayoritario y algunas comisiones. O también los múltiples obstáculos en el modo de proceder, ya 303

por el complejo mecanismo de los escrutinios (1), ya por las dificultades y por la lentitud de las discusiones. Más tarde, durante la «intercesión», habrían de surgir nuevas dificultades. Algunos episodios aflorados a la superficie y algunas noticias filtradas, no se sabe cómo, a través de la cortina de rigurosa reserva que envolvía el trabajo de las comisiones y que no siempre eran exactas en su mayor parte, alimentaron las dudas de aquellos padres que aún temían una tergiversación de las orientaciones generales surgidas ya del Concilio. Las polémicas comenzaron con la entrada en vigor de la constitución litúrgica, ya que el «motu proprio» del Romano Pontífice, publicado el 28 de enero de 1964, parecía que en algunos pasajes se hallaba en discordancia con el documento conciliar (2). Se agudizó después el malestar cuando comenzaron a circular extraños rumores acerca de la suerte de la declaración sobre los hebreos. Se decía que había sido atenuada y refundida en un proyecto m u y descolorido en el que había desaparecido la alusión al «deicidio» y se hablaba del pueblo judío en un contexto más general, junto con las demás religiones no cristianas. Se difundieron también rumores m u y extraños y confusos en torno al capítulo sobre la colegialidad episcopal, llegando incluso a pronosticar que la votación de dicho capítulo sería diferida sin fecha fija. Y no sólo esto, sino que además contribuyó a ello en gran medida, aunque involuntariamente, La Civiltá Cattolica con un artículo de P. W. Bertrams, el cual negó la «necesidad dogmática-jurídico» de la participación del cuerpo episcopal en el gobierno ordinario del Papa sobre toda la Iglesia, considerándola «conveniente» y «oportuna» sólo por motivos de orden social, es decir, por la mayor representatividad y eficacia que de hecho «posee la actividad del cuerpo episcopal ejercida en unión con el Romano Pontífice». Todo esto, dada la notoria autoridad de la revista de los jesuítas, no sirvió ciertamente para simplificar las cosas, sino (1) Si se hubiera repetido la secuela de votaciones parciales y totales tenidas sobre la constitución litúrgica, se corría el riesgo de llegar a las kalendas griegas con el esquema sobre la Iglesia. (2) El «motu proprio» parecía estar en desacuerdo con el documento conciliar precisamente en el pasaje en que se decretaba la potestad directa y definitiva de la Santa Sede, en lo referente a la traducción en lengua vulgar de cualquer texto litúrgico latino. En el esquema sobre la sagrada liturgia se afirmaba, por el contrario, que la competencia correspondía a la llamada «autoridad eclesiástica territorial», es decir, al conjunto de los obispos de un mismo país reunidos en conferencia episcopal. En otras palabras, según la constitución conciliar ya aprobada y promulgada, la competencia de la Santa Sede se refería sólo a la «admisión» y a la «extensión» de la lengua vulgar en una nación, pero no a la «traducción» de un texto lilitúrgico de la lengua litúrgica a la lengua vernácula, exactamente lo contrario de lo que establecía ahora el «motu proprio». Este, no sin razón, fue retocado en diversos puntos antes de aparecer en Acta Apostolicae Seáis.

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más bien para complicarlas, ya que alguno terminó inevitablemente por vislumbrar un intento de orientar ya desde entonces el problema de la colegialidad hacia una solución bien determinada. Trece esquemas en programa Pero todo esto era nada en comparación de la polémica que había de desarrollarse en torno a la duración de las sesiones, complicando en cierto modo en ella incluso al Romano Pontífice. La Comisión Coordinadora, siguiendo las directrices trazadas por el Papa, había introducido una importante innovación en el trabajo de revisión de los trece proyectos que aún se hallaban en estudio. Sólo seis de ellos habrían de conservar la estructura de esquemas propiamente dichos: la divina revelación, la Iglesia, el ecumenismo, el oficio pastoral de los obispos, el apostolado de los seglares y la Iglesia en el mundo contemporáneo. Otros seis—las iglesias orientales, la» misiones, los religiosos, los sacerdotes, la formación sacerdotal y las escuelas católicas—-serían reducidos a breves «proposiciones», sacando los principios esenciales de los temas generales. Finalmente el del sacramento del matrimonio sería compendiado en un simple «voto». Para cada uno de los siete últimos documentos estaba previsto sólo un escrutinio precedido de la lectura de una doble relación sobre las opiniones favorables y contrarias. Una medida semejante, es claro, comportaba como primera consecuencia una notable aceleración de los trabajos conciliares y dejaba, además, entrever la intención de terminar el Concilio con el tercer período. Se t r a t a b a de una aspiración comprensible, justificada por la necesidad de no tener a los obispos durante mucho tiempo lejos de sus propias diócesis y por la oportunidad de someter a los padres únicamente los temas de interés y alcance universales. Pablo VI no consideró nada extraño manifestar públicamente este deseo precisando, sin embargo, que no veía ningún inconveniente en que el Vaticano I I se prolongara todo lo que fuera necesario para completar el examen de los esquemas y las consiguientes votaciones. Pero no todos entendieron, o quisieron entender, las palabras del Papa en su sentido real. Efectivamente, para algunos obispos la cuestión no se agotaba en la duración más o menos larga de las sesiones, considerada más bien como un asunto

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completamente marginal, sino que llegaba a investir la temática misma del Concilio. En aquel tiempo -es inútil querer ocultarlo—eran muchos los que temían que la aceleración del Concilio pudiera implicar un trastorno de las perspectivas que el Vaticano II había abierto sobre el futuro de la Iglesia. No faltaron, por consiguiente, las reacciones y las críticas. Los cardenales Kónig y Ritter, y después un nutrido grupo de prelados, en especial los estadounidenses, se pronunciaron abiertamente en favor de un cuarto período, o mejor, de una prosecución de las sesiones hasta que todos los proyectos hubieran sido profundizados y discutidos con la necesaria tranquilidad. El cardenal Ottaviani, sin embargo, en una entrevista a un periódico inglés, sostuvo que, «con algunas simplificaciones en el modo de proceder» y eliminando algunos esquemas cuya materia se refería más bien a la reforma del Código de Derecho Canónico, se podrían concluir los trabajos con el tercer período. En medio de esta aguda controversia el Papa pensó que había llegado el momento de intervenir colocando las cosas en su debido lugar. «...Nos confirmamos también aquí a Cristo Señor el propósito de llevar a feliz término el Concilio ecuménico... »—afirmó el 26 de marzo de 1964 en la homilía pronunciada el Jueves Santo en la basílica lateranense, dando así a entender su intención de dejar indeterminada la fecha de clausura—. Más tarde, el 14 de abril, habló más explícitamente de ello al episcopado italiano, expresando la esperanza de que los esquemas nuevamente estudiados pudieran «merecer con mayor rapidez las deliberaciones conclusivas de la asamblea en uno u otro sentido, sin prejuzgar con esto la duración del Concilio, sobre la que no nos es dado hacer previsiones en este momento. Se ha querido facilitar la eficiencia y la expedición del Concilio sin imponerle límites y decisiones». Palabras clarísimas de las que resultaba evidente el deseo de Pablo VI de respetar la libertad de los padres y de no hacer pesar en modo alguno su autoridad en favor de una u otra tendencia. Una decisión ésta confirmada también en la encíclica programática de su pontificado, la Ecclesiam suam del 6 de agosto. «No es nuestra ambición—escribía—decir cosas nuevas ni completas. El Concilio ecuménico está ahí para eso. Su obra no debe ser turbada por esta sencilla conversación epistolar, sino más bien honrada y estimulada.» \ se limitó a indicar algunos criterios directivos, doctrinales y prácticos, que pu-

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dieran guiar útilmente a los obispos en su actividad y en sus ulteriores investigaciones conciliares: la tarea de la Iglesia de profundizar la conciencia de sí misma, la necesidad de una renovación de las estructuras eclesiásticas y el diálogo con el mundo moderno. Las mujeres, invitadas al Concilio Estaba ya próxima la apertura del tercer periodo, fijada para el 14 de septiembre, y el Papa tomó varias decisiones aprobando en primer lugar algunas adiciones al reglamento dirigidas a ordenar más perfectamente el examen de cada uno de los esquemas y a facilitar la tarea de los moderadores. Vamos a enumerarlas brevemente. Todos los padres, aunque fueran cardenales, debían presentar por escrito un resumen de su intervención al menos cinco días antes del comienzo de la discusión. Los moderadores podían reunir a los padres que intentaran exponer los mismos argumentos sobre un mismo tema, a fin de que se pusieran de acuerdo para elegir uno o dos oradores encargándoles de hablar en nombre de los otros, cuyos nombres y opiniones deberían manifestar. Una vez terminada la lista de los oradores, el moderador podía conceder la palabra a aquellos padres que la hubieran pedido, incluso superando los límites de tiempo señalados, en nombre al menos de otros setenta padres que desearan proponer nuevas observaciones. Pero la medida más importante, y hasta revolucionaria, fue ciertamente la de invitar a algunas «auditoras» a las sesiones. El anuncio cogió a todos un poco de sorpresa, ya que sobre este tema se había hablado en el Concilio el año anterior y la decisión había sido completamente negativa (3). Se oponía a ello la tajante afirmación de San Pablo: «Las mujeres deben callar en la iglesia»; además, la tradición sucesiva todavía menos indulgente, el estado de minoría de edad en que habían sido tenidos y considerados durante largos siglos, especialmente en la Iglesia latina, los seglares y sobre todo las mujeres. Todas estas razones, unidas a una cierta dosis de prudencia o tal vez de temor, hacían casi imposible una intervención discreta de las mujeres en las congregaciones generales del Vaticano II. Pero Pablo VI, dejando a un lado toda perplejidad, tuvo (3) El cardenal Suenens, por ejemplo, habla propuesto la admisión de las mujeres, mientras que el cardenal Slipyi, se había pronunciado en sentido contrario, en cuanto que esto serla más avanzado que la tradición oriental, la cual ha permitido, sin embargo, una participación efectiva de los seglares en la vida de la Iglesia.

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valor para supeiar todas las dificultades, consciente de la función cada vez más determinante que la mujer va asumiendo en la vida no sólo religiosa, sino también civil y social. «Tendremos así—afirmó el 8 de septiembre, confiando su determinación a un grupo de religiosas recibidas en audiencia—por primera vez quizá presentes en un Concilio Ecuménico una representación femenina pequeña, como es natural, pero significativa y casi simbólica: vuestra, en primer lugar, y además de las grandes organizaciones femeninas católicos, a fin de que la mujer sepa cuánto honra la Iglesia la dignidad de su ser y de su misión humana y cristiana.» Algunos días más tarde se anunció el nombramiento de quince auditoras. De ellas, ocho religiosas, comenzando por la francesa Sabine de Valon, presidenta de la Unión de las Superiores Generales, y siete seglares: cinco en representación de las organizaciones femeninas católicas, la italiana A. Miceli, la española Pilar Bellosillo, la australiana R. Goldie, la francesa M. L. Monnet y la holandesa Roeloffzen, y dos viudas de guerra, las italianas A. Cordero Lanza, viuda de Montezemolo, y Marengo, viuda de Grillo, para honrar las mujeres que con su luto y su dolor son una elocuente condenación de la guerra, y al mismo tiempo el símbolo de las aspiraciones más profundas de toda la humanidad hacia una paz justa y cristiana. Fueron nombrados también otros ocho auditores seglares, representantes de algunas categorías profesionales—empresarios, médicos y trabajadores—y de organizaciones masivas o especializadas: el francés De Rosen, el italiano L. Gedda, el inglés P. Keegan, el brasileño B. Peres, el africano E. Abjakpley, P1 canadiense S. Román, el chino J. Chen y el filipino J. M. Hernández.

80 observadores no católicos y huéspedes del Secretariado para la Unión, algunos centenares de peritos, el grupo de los auditores seglares, nueve de los cuales recibieron la comunión de manos del Papa, y millares de fieles. Concluido el rito, el Santo Padre pronunció una alocución en latín, hablando extensamente de la figura y de la misión de los obispos, de la necesidad de determinar las prerrogativas constitucionales del episcopado y de perfilar bien sus relaciones con la Santa Sede. «Los padres conciliares del Sínodo ecuménico Vaticano I —dijo—definieron y proclamaron los poderes verdaderamente únicos y supremos conferidos por Cristo a Pedro y transmitidos a sus sucesores; ha podido parecer a alguien que este reconocimiento limitaba la autoridad de los obispos, sucesores de los Apóstoles, y que hacía ya superflua e imposibilitaba la convocación de un ulterior Concilio ecuménico, a quien, sin embargo, el Derecho canónico reconoce autoridad suprema sobre toda la Iglesia. Este Sínodo, igualmente ecuménico, se dispone a confirmar, es verdad, la doctrina precedente sobre las prerrogativas del Romano Pontífice, pero tendrá además como fin principal describir y ensalzar las prerrogativas del episcopado. Debe estar claro en la mente de todos que el presente Concilio fue convocado espontánea y libremente por nuestro predecesor de feliz memoria Juan XXIII, y que Nos con gusto lo confirmamos inmediatamente, sabiendo bien que el tema de esta soberana y sagrada asamblea sería el relativo al episcopado. Y no podía ser de otro modo, no sólo por la concatenación de las doctrinas consideradas, sino también por la sincera voluntad de confesar la gloria, la misión, los méritos y la amistad de nuestros hermanos entregados a la obra de instrucción, de santificación y de gobierno de la Iglesia de Dios.»

Concelebrnción y discurso del Papa

Después de subrayar que «la integridad de la verdad católica está pidiendo ahora una aclaración en armonía con la doctrina del papado, que ponga en su espléndida luz la figura y la misión del episcopado», Pablo VI se adentró en la exposición de los poderes del jefe de la Iglesia y del modo de ejercerlos en relación con el episcopado. «Porque si a Nos, como sucesor de Pedro—y, por tanto, en posesión de la plena potestad sobre toda la Iglesia—, compete el oficio de ser, aunque indigno, vuestra cabeza, esto no es para defraudaros de la autoridad que os compete; somos, por el contrario, los primeros en venerarla. Si nuestro oficio apostólico nos obliga a poner reservas, a precisar términos, a prescribir formas, a ordenar modos en el

El tercer período se abrió la mañana del 14 de septiembre de 1964 en la basílica vaticana con una ceremonia mucho más sencilla y recogida que las precedentes. Hubo misa concelebrada por Pablo VI con veinticuatro padres de todos los continentes. Fue el momento más solemne y sugestivo bajo el signo de una liturgia comunitaria y renovada. Se trató casi de una experiencia colectiva de toda la asamblea, de una de las innovaciones más relevantes introducidas por un documento conciliar, el primero aprobado y promulgado. Se hallaban presentes, además de 2.000 obispos, numerosas personalidades, unos 308

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ejercicio de la potestad episcopal, esto es—vosotros lo sabéis— para el bien de la Iglesia entera y para la unidad de la Iglesia, t a n t o más necesitada de una dirección central cuanto más vasta se hace su extensión católica, cuanto más graves son los peligros y más urgentes las necesidades del pueblo cristiano en las diversas contingencias de la historia, y podemos añadir, cuanto más expeditos son hoy los medios de comunicación. E s t a centralización, que ciertamente será siempre moderada y estará compensada con una continua y atenta distribución de oport u n a s facultades y de útiles servicios a los pastores locales, no es un orgulloso artificio; es, hermanos, un servicio, y la interpretación del espíritu unitario y jerárquico de la Iglesia es el ornamento, la fuerza, la belleza que Cristo le prometió y le sigue concediendo a través de los tiempos.» El Papa, dirigiéndose a los observadores no católicos, tocó el problema del restablecimiento de la unidad de los cristianos, a la que—afirmó—«dedicaremos los cuidados y el tiempo que requiere; es cosa nueva respecto a la larga y dolorosa historia que ha precedido a las varias separaciones, y esperaremos pacientemente que maduren las condiciones para resolverla positiva y amistosamente (...). Procuraremos, dentro de la fidelidad a la unicidad de la Iglesia de Cristo, conocer mejor y acoger cuanto de auténtico y aceptable se encuentra en las varias denominaciones cristianas separadas de nosotros, como nosotros les pedimos quieran conocer mejor la fe y la vida católica, y no tomar como ofensiva, sino respetuosa y fraterna, nuestra invitación a integrarse a la plenitud de la verdad y de la caridad. Plenitud de verdad y de caridad que el mandato de Cristo nos ha dado la inmerecida fortuna y la formidable responsabilidad de custodiar y que recibirá mayor expresión con la reconstrucción de la unidad de todos aquellos que profesan el nombre de Cristo». Y el Papa terminó renovando al mundo el saludo que le había enviado desde Belén, «con el propósito reiterado de poner a la Iglesia al servicio de su salvación espiritual y de su prosperidad civil, para su paz y verdadera felicidad». Los observadores del patriarcado de Constantinopla La insistencia con que Pablo VI había t r a t a d o en su alocución del primado del Romano Pontífice, aunque para explicar su función y ejercicio respecto a las prerrogativas de los obispos y no para reducir el episcopado a un estado de sumisión 310

meramente pasiva, dejó perplejos y llenos de malestar a algunos observadores no católicos. También ellos, lo mismo que varios obispos, se resentían de aquella situación provisional en la que habían quedado con el segundo período las principales cuestiones conciliares: la colegialidad episcopal, el ecumenismo, la libertad religiosa, temas de mucha urgencia para los hermanos separados, mediante los cuales habrían podido verificar y juzgar la obra de renovación que la Iglesia católica declaraba querer perseguir con el Vaticano II. A estas reservas había de responder el Papa el 29 de septiembre, recibiendo en audiencia a los observadores no católicos y exponiendo con claridad la postura de Roma con respecto al problema ecuménico y al diálogo con los demás cristianos (4). «La Iglesia católica—dijo el Santo Padre—no puede renunciar a ciertas exigencias doctrinales a las que debe permanecer fiel en Cristo.» Pero al mismo tiempo «está dispuesta a considerar atentamente cómo suprimir las dificultades, disipar las incomprensiones, respetar los genuinos tesoros de verdad y espiritualidad que vosotros poseéis, extender y adaptar algunas formas canónicas para facilitar la reunión en la unidad de las grandes y seculares comunidades cristianas hasta ahora separadas de nosotros. Amor y no egoísmo es lo que nos mueve». Y como para demostrar el deseo real de la Iglesia católica de comprometerse activamente en la solución de este problema, el Sumo Pontífice anunció que estaba examinando la posibi'idad de poner en práctica la propuesta que le había hecho el año precedente uno de los observadores, el profesor Skydsgaard, de fundar un instituto de estudios sobre la historia de la salvación, que debería llevarse a cabo con la colaboración de todos. En aquella audiencia intervinieron también los delegados del patriarcado ortodoxo de Constantinopla, los cuales habían comenzado ya a asistir a las congregaciones generales. Un acontecimiento verdaderamente extraordinario, especialmente si se tienen en cuenta los dolorosos contratiempos y los graves obstáculos que habían impedido hasta entonces a Atenágoras enviar observadores propios al Concilio, y, además, porque la ortodoxia oriental se hallaba por primera vez representada (4) Ya en el mes de febrero se habían tenido indicios de estas reservas durante la reunión del comité ejecutivo del Consejo Mundial de las Iglesias, en Odesa, donde el teólogo grecoortodoxo Nissiotis, en su relación sobre los trabajos de las sesiones, había criticado de una manera especial el esquema sobre el ecumenismo, ya que parecía ignorar deliberadamente la principal dificultad que subsiste para una unión entre la Iglesia católica y las demás iglesias, es decir, «el principio indiscutible de la obediencia a la Sede romana, considerada como el centro de la unidad orgánica de la Iglesia».

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contemporáneamente por la sede más importante desde el punto de vista histórico, Constantinopla, y por la más autorizada numéricamente, Moscú. Resultaba por lo mismo espontáneo esperar que aquella doble presencia pudiera favorecer entre los dos patriarcados un acuerdo duradero y una postura común frente al catolicismo y en sus relaciones con él. Pero estas esperanzas habían de quedar en parte fallidas mes y medio más tarde cuando se tuvo en Rodas, del 1 al 15 de noviembre, la tercera conferencia panortodoxa. convocada por iniciativa de Atenágoras precisamente para tratar de la apertura de un coloquio oficial con Roma. La Iglesia rusa, dudando aún de los resultados a los que llegaría el Vaticano II y temiendo especialmente una condenación del ateísmo, se opuso al comienzo inmediato de un diálogo, juzgando más oportuno por el momento limitarse a expresar la buena voluntad de la ortodoxia hacia la Iglesia católica y a insistir en la recíproca falta de preparación y, por consiguiente, en la necesidad de prepararse por ambas partes. Al mostrarse favorables a esta solución otras Iglesias, aunque por diversos motivos provenientes sobre todo de la antigua aversión al primado del Romano Pontífice, y una vez frustrada la tentativa de preparar un texto sobre el diálogo y de someterlo a la aprobación de la asamblea, se llegó en el último momento a un acuerdo de compromiso. Se decidió dejar a cada una de las Iglesias locales la libertad de establecer relaciones con Roma pero sin comprometer a toda la ortodoxia. Una vez más, por tanto, Atenágoras, aun siendo reconocido como «primero entre iguales» por el hecho mismo de habérsele reconocido el derecho de transmitir las deliberaciones de la conferencia de las Iglesias «interesadas», vio frustrados sus generosos esfuerzos. Sin embargo, la conferencia de Rodas no fue un desastre, ya que, si la ortodoxia había tomado unánimemente aquellas decisiones, su unidad había salido en definitiva intacta y salvaguardada. Y esto constituía ya un punto firme en vista de los futuros desarrollos unionistas. Nuevas polémicas en torno a la duración del Concilio El 15 de septiembre tuvo lugar la LXXX Congregación General, la primera del tercer período. Al comienzo de ella el cardenal Tisserant hizo saber a 'a asamblea que muchísimos obispos de todas las partes del mundo, como él mismo había

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podido comprobar en el decurso de un reciente viaje, deseaban «vivamente» que las sesiones pudieran finalizar con el tercer período. Entre las razones aducidas figuraban en primer lugar las necesidades de las respectivas diócesis y los no pequeños daños a que se veían expuestas a causa de las prolongadas ausencias de sus pastores. «Por consiguiente—prosiguió el decano del Sacro Colegio—, para la buena marcha del Concilio se augura y se recomienda vivamente que, en el desarrollo de las discusiones y en la presentación de los problemas, se proceda con la debida consideración y diligencia, con perfecta unión de los ánimos y con abundancia de caridad, evitando perder un tiempo precioso y, en cuanto sea posible, absteniéndose de repeticiones. Evítese también entrar en cuestiones que no pertenezcan a los temas en estudio, y toda discusión esté contenida dentro de los límites preestablecidos.» El purpurado puso fin a su intervención precisando que todo lo que había afirmado sobre la conclusión del Concilio quería ser sólo la expresión de un deseo y no una orden. Aquellas observaciones, aunque expresadas de una manera muy serena y sin ninguna pretensión de imponerlas, dieron lugar a una secuela de críticas. En los días sucesivos muchos padres no pudieron menos de manifestar sus dudas sobre la efectiva posibilidad de cerrar las sesiones durante el año 1964, dados los numerosos temas que aún quedaban por estudiar. En una conferencia de prensa el arzobispo de Westminster, cardenal Heenan, dijo clara y rotundamente no sólo que era indispensable un cuarto período, sino que antes de convocarlo sería oportuno dejar pasar dos o tres años para facilitar a las comisiones el estudio tranquilo de las opiniones formuladas por los padres. Las polémicas continuaron durante varios días. La cuestión se hizo más intrincada aún cuando el 25 de septiembre se comunicó que los esquemas reducidos a «proposiciones», que debían ser sólo votados, serían por el contrario examinados brevemente antes de someterlos a los escrutinios. Parecía, pues, que las cosas se iban a extender más de lo previsto. El clima de incertidumbre que caracterizó el comienzo del tercer período se debió probablemente a la falta de un programa propiamente dicho que coordinara de antemano el desarrollo de los trabajos. Existía al parecer un plan Dópfner. El purpurado alemán habría trazado una cierta línea de acción, que quería seguirse al menos al principio. Pero, ya porque no

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todos los miembros de la Comisión Coordinadora advertían la utilidad, ya porque algunos no se sentían con fuerzas para t o m a r en seguida una decisión definitiva, el hecho es que no se hizo nada. En consecuencia el Concilio, al menos en las cuatro primeras semanas, avanzó a la buena de Dios con un ritmo a veces vertiginoso. Se discutieron con demasiada rapidez algunos esquemas dando la impresión de que los trabajos se llevaban hacia adelante con el pie en el acelerador. Los peritos, acusados Siempre en el decurso de la L X X X Congregación General, después del cardenal Tisserant, habló el secretario general monseñor Felici. Leyó y comentó las adiciones hechas al reglamento, rogando especialmente a los padres que no le pusieran en la necesidad de intervenir para hacer observar la prescripción que prohibía distribuir sin el debido permiso en el aula conciliar o en sus inmediaciones impreso alguno (hojas, fascículos, libros, etc.). Recordó después las disposiciones impartidas a los peritos por la Comisión Coordinadora (5). Advirtió también que había recibido de los superiores el encargo de llamar la atención de una manera clara y explícita acerca de la exacta observancia de estas obligaciones para evitar eventuales medidas desagradables. Advirtió finalmente que si los peritos no observaban las normas de prudencia y de reserva, a las que se habían vinculado, podían ser privados de su oficio. Evidentemente no todos los expertos respetaron aquellas órdenes, ya que seis días más tarde el cardenal Tisserant se vio obligado a manifestai las quejas de algunos padres debidas al hecho de que algunos peritos habían expresado en conferencias públicas su opinión sobre las discusiones tenidas en el aula. Todo esto se aireó en seguida en los ambir-ntes conciliares y en los periódicos, atribuyéndose a estos hombres— que por otra parte prestaban a las comisiones una proficua contribución de ciencias y de especialización en los más variados campos—tristes maniobras y secretos propósitos de boicotear al Concilio y de desviar su curso hacia la vertiente por ellos deseada. Nadie pretende negar que algunos peritos hayan obrado tal vez según un modo de ver excesivamente personal y exclusivo, creyéndose casi los depositarios de la verdad revelada (5) El secretario general recordó que ios peritos no debían sobre todo suscitar corrientes de opinión, conceder entrevistas o sostener públicamente ideas personales sobre el Concilio.

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y rechazando con desdén todas las opiniones que no coincidieran enteramente con las propias. Pero no es este un motivo suficientemente válido para implicar en el juicio negativo a todos los expertos. Como tampoco es posible compartir las gravísimas acusaciones que el arzobispo de Westminster, cardenal Heenan, presentó contra los peritos en su intervención del 22 de octubre sobre el esquema XIII. «Si nosotros no discutimos las adiciones en el aula —dijo—, serán los peritos quienes expliquen al mundo la mente del Concilio. Dios nos libre de ello. Temo a los peritos que dan a conocer las adiciones. Ya entre una y otra sesión la santa Iglesia de Dios ha tenido que sufrir mucho debido a los escritos y a las palabras de algunos peritos. Son pocos, pero "su voz se ha extendido por toda la tierra". Estos peritos no tienen para nada en cuenta el magisterio ordinario de los obispos y—lo digo llorando—ni siquiera el del Sumo Pontífice. No les mostréis la doctrina católica contenida en las encíclicas. Os responderán inmediatamente que los Papas no son infalibles en las encíclicas.» Refiriéndose después a la comisión mixta que había elaborado el proyecto sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, el orador dijo que en ella faltaban peritos que «fueran verdaderamente competentes. Cuando se habla de la vida social, es necesario consultar a aquellos que conocen el mundo y están en el mundo. ¿Cuántos párrocos, cuántos fieles, cuántos esposos, cuántos médicos, cuántos economistas y científicos especializados en bioquímica y en física nuclear forman parte de la comisión como peritos? Es inútil pedir consejo a los que viven en las casas religiosas, en los seminarios y en las universidades. Estos hombres ilustrísimos apenas conocen el mundo en su cruda y a -veces cruel realidad. Son ciertamente sencillos como palomas, pero no siempre prudentes como serpientes...». La intervención suscitó muchos malhumores y perplejidades en la asamblea, debido también al hecho de que muchos padres estaban al corriente de la controversia, surgida algunos meses antes, entre el mismo Heenan y uno de los más conocidos y cualificados peritos, el padre Bernard Haring, a propósito de la «pildora anticonceptiva». Pero al día siguiente los peritos encontraron un gran defensor en el benedictino alemán P . Reetz, el cual, en abierta polémica con el prelado británico, utilizó toda una serie de expresiones pungentes y maliciosas. «Me he llenado de temor y temblor—comenzó diciendo—por haber oído ayer decir en

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el aula que era inútil pedir la opinión sólo a aquellos que viven en las casas religiosas, en los seminarios y en las universidades... Entre ellos me encuentro también yo, monje y abad, que os hablo ahora con gra/i escrúpulo y ansiedad porque conozco poco el mundo. Por eso, debo hablaros con la sencillez de la paloma y no como las serpientes que esconden el veneno bajo la lengua...» Muchos padres reían quedamente y el mismo Heenan parecía divertirse una enormidad. «Los peritos que han sudado en la elaboración del esquema—continuó el P. Reetz—han sido nombrados por el mismo Sumo Pontífice. No debemos temerlos, sino amarlos y alabarlos, especialmente por las adiciones, muchas de las cuales deberían pasar al texto...» Más tarde, también el secretario general, monseñor Felici, y uno de los moderadores, el cardenal Dópfner, tuvieron palabras de alabanza y de reconocimiento para los peritos y para el trabajo realizado por ellos. Los ocho capítulos del esquema «sobre la Iglesia» El esquema capital del Vaticano II se dirigía hacía el final de su largo camino conciliar. Era normal que el esquema sobre la Iglesia abriera los trabajos del tercer período, el más complejo y laborioso sin duda de las sesiones debido a su duración (48 congregaciones generales), a las múltiples discusiones (14 documentos examinados, 662 intervenciones orales y 1.500 entregadas por escrito), a las numerosas votaciones (149 respecto a las 116 de las dos sesiones anteriores juntas), a los episodios, críticos con frecuencia y a veces incluso dramáticos, que debían entorpecer su desarrollo... Pero no anticipemos los acontecimientos. Se comenzó, pues, con la constitución sobre la Iglesia. Primero la discusión, y después los escrutinios. El proyecto se articulaba no en cuatro capítulos como antes, sino en ocho. El capítulo tercero se desmembró en dos: el tema del «Pueblo de Dios» se convirtió en el capítulo segundo de la nueva redacción, y el de «los seglares» en el cuarto. El cuarto capítulo originario se desmembró en otros dos: «vocación universal a la santidad», que se convirtió en el quinto, y «los religiosos», que se convirtió en el sexto, debiendo la asamblea ratificar aún esta última división. Se añadieron además dos capítulos, el séptimo, completamente nuevo, sobre «la índole escatológica de nuestra vocación»,

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y el octavo sobre la Virgen, incluido en el esquema sobre la Iglesia después de la famosa votación del 29 de octubre de 1963. Tratemos ahora de poner un poco de orden resumiendo la armazón definitiva del esquema eclesiológico. Los ocho capítulos eran los siguientes: 1) «El misterio de la Iglesia»; 2) «El pueblo de Dios»; 3) «La constitución jerárquica de la Iglesia, y en especial el episcopado»; 4) «Los seglares »; 5) «La vocación universal a la santidad en la Iglesia»; 6) «Los religiosos»; 7) «La índole escatológica de nuestra vocación y de nuestra unión con la Iglesia celeste»; 8) «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia.» Los seis primeros capítulos se hablan discutido ya en el aula; los dos últimos debían ser examinados aún. Así, pues, el 15 de septiembre comenzó la discusión del capítulo séptimo. Lo había pedido en primer lugar Juan XXIII, convencido como estaba de que la doctrina conciliar sobre la Iglesia habría quedado mutilada e incompleta si no se hubiera tratado de aquella porción de la Iglesia, incorporada ya indefectiblemente a Cristo y unida íntimamente a la Iglesia peregrinante, con la que forma la única Iglesia de Cristo. Lo hablan pedido además durante el segundo período algunos padres, lamentándose de que en el texto se considerase de ordinario a la Iglesia más de una forma estática que en su dinamismo escatológico. En general se juzgó que el capítulo era equilibrado, exhaustivo, lleno de doctrina bíblica y de inspiración pastoral, y en consonancia con el espíritu ecuménico. Se auguró, sin embargo, mayor propiedad en las citas escriturísticas. Se pidió también una alusión más explícita al purgatorio y especialmente al infierno, cuya existencia y eternidad, es decir, la posibilidad de la condenación personal no se debe callar, como afirmó el patriarca Gori, haciéndose eco de lo que acababa de decir el cardenal Ruffini. «Se trata de una verdad revelada explícitamente que merece ser colocada en su debido lugar. Una parte importante de la actividad pastoral de los obispos consiste en contrarrestar la tendencia al materialismo y al hedonismo,

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Se discute sobre la «mediación» de la Viryen con los consiguientes peligros que ésta comporta en el plano de la amistad con Dios. Los predicadores actuales parece que rehusan exponer abierta y claramente esta doctrina. Debemos, por el contrario, trabajar todos para inculcar fuertes convicciones, capaces de contener la corrupción de las mentes y de las costumbres. » Otra deficiencia, tan fundada como la anterior, era la dimensión limitada, por no decir inexistente, t a n t o espiritual como cósmica, de la naturaleza escatológica de la Iglesia. Subrayó el primer aspecto que congenia de una manera especial con los orientales, el libanes monseñor Ziadé, afirmando que para vivir el misterio de la Iglesia es indispensable desarrollar la fe en la acción del Espíritu Santo, cuya función escatológica se deberá explicar con mayor evidencia. El segundo aspecto lo puso de relieve el obispo indonesio, monseñor Darmajuwana, y sobre todo el francés monseñor Elchinger, según el cual era necesario hablar del carácter colectivo, cósmico e histórico de nuestra vocación, y mostrar que no sólo todos los hombres, sino que también la creación está relacionada con el fin de los tiempos. La última parte del capítulo—que contenía algunas disposiciones pastorales relativas sobre todo al culto de los santos— sirvió de punto de apoyo al cardenal Suenens para una intervención verdaderamente polémica. Puso de relieve ante todo la necesidad de proceder a nuevas canonizaciones para estimular la santidad y «ofrecer a los fieles ejemplos que imitar». «Entre los santos canonizados deberían hallarse representadas todas las categorías sociales y todas las naciones. Existe, por el contrario, una desproporción demasiado acentuada. Los religiosos desde el siglo V I I I en adelante han tenido el 85 por 100 de las canonizaciones, y tres naciones europeas han totalizado el 90 por 100. Todos se benefician de la fecundidad de los institutos religiosos, pero la Iglesia es para todos los fieles. Por consiguiente, los ejemplos de santidad deberían ser universales.» Pensando que el procedimiento actual de las canonizaciones es demasiado lento y costoso (6), y que se halla demasiado centralizado, el purpurado belga propuso que se diera la competencia necesaria a las diversas conferencias episcopales nacionales para las beatificaciones, quedando reservada al Papa la canonización de aquellos cuya fama de santidad superase los confines del propio país. (6) «Por lo mismo—dijo el primado belga—ordinariamente sólo las familias religiosas pueden prometerse las canonizaciones, mientras que para los seglares y para el clero diocesano la carencia de fondos constituye un impedimento para el avance de la causa».

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La última discusión de la constitución dogmática sobre la Iglesia la ocupó el octavo y último capítulo sobre la «bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia». Comenzó el 16 de septiembre para terminar dos días más tarde. Después de la clamorosa votación de 1963, el texto había sido elaborado teniendo en cuenta tres proyectos diferentes: uno del padre Balic, principal redactor del esquema m a ñ a n o originario, de inspiración más bien «maximalista»; los otros dos, del francés Laurentin y del inglés Butler, los cuales dejaban entrever, sobre todo el último, un tono «minimalista». Era por lo mismo natural que el capítulo se resintiera en su formulación de aquel intento de llegar a un acuerdo entre las diversas tendencias mariológicas. Desaparecido el título—aunque el mismo Pablo VI en el discurso de clausura del segundo período había insinuado su posible atribución a la Virgen—la denominación de «Madre de la Iglesia», previsto ya en el proyecto anterior, y conservada una alusión a la «mediación de María»—aunque circunscrita rigurosamente con respecto a la única mediación de Cristo—, el nuevo proyecto revelaba con claridad sus límites, reduciéndose sustancialmente a ofrecer una síntesis general de la doctrina sobre la Virgen, considerada en un contexto eclesiológico bien preciso y polarizada hacia él. Pero también tenía algunas cosas de indiscutible valor, debido especialmente al hecho de que, siguiendo la llamada «vía media», exponía sólo aquello que todos están obligados a admitir, evitando de intento, evidentemente también por razones ecuménicas, las cuestiones discutidas o no suficientemente maduras todavía para ser incluidas en un documento conciliar. El contenido del capítulo giraba, pues, en torno a tres puntos esenciales. En el primero se t r a t a b a , a la luz de la Escritura y de la tradición, del puesto de la Virgen en la economía de la salvación. El segundo se ocupaba de las relaciones entre María y la Iglesia, poniendo de relieve la cooperación de la Virgen a nuestra salvación en su libre consentimiento inicial a la encarnación del Redentor, en el ofrecimiento del sacrificio realizado en la cruz y en su perpetua intercesión en el cielo. Se hablaba aquí también, entre otros, del título de «mediadora» procurando esclarecer su sentido genuino, ya que—se decía—Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres, mientras

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que la Virgen, aceptando ser la esclava de Dios y entrando a través de su maternidad divina en la economía de la salvación, continúa colaborando en la salvación de las almas. En el tercer punto se recordaban algunas normas prácticas para la predidicación y el culto mariano, y se exhortaba a los fieles a permanecer alejados de «toda falsa exaltación y minimización al tratar de la dignidad singular de María». ¿Se trataba entonces de un texto de compromiso? Ciertamente, y todos los padres lo habían entendido así, aunque no todos del mismo modo. Y de aquí nació y se extendió, a nuestro parecer, la dificultad más grave de la discusión, más grave aún que la diversidad de tesis y de postulados mariológicos. Expliquemos un poco las cosas. «Compromiso» significaba para algunos un equilibrio apreciable entre las argumentaciones sostenidas por las diversas corrientes. Por lo mismo era preciso defender el texto teniéndolo como cosa adquirida o al máximo perfeccionando algún pasaje de él, pero sin alterar los resultados en uno u otro sentido. Esta fue la actitud asumida por el cardenal Dopfner y compartida por numerosos obispos. «El capítulo—dijo el purpurado alemán—contiene una sólida doctrina mariológica y no entra en cuestiones discutidas. Por consiguiente, es bueno no añadir nada a lo que contiene ya sobre la mediación de María. Pero sería útil explicar mejor los fundamentos doctrinales en los que se basa la función especial de María en las relaciones que median entre los miembros del cuerpo místico de Cristo.» Para otros padres, en cambio, «compromiso» asumía un sentido negativo. Imputaban a los autores del capítulo el que hubieran intentado a toda costa conciliar las dos mayores y opuestas escuelas mariológicas, resultando un proyecto híbrido, vacilante y oscuro en algunos puntos que forman parte de la tradición y del magisterio eclesiástico. He aquí el motivo por el que maximalistas y minimalistas se encontraron concordes en censurar el capítulo octavo y en encontrar en él varios conceptos contradictorios o mal expresados. En consecuencia, por una parte el texto fue juzgado como deficiente, minimalista y reticente, sobre todo en lo relativo a las enseñanzas del magisterio ordinario de los Papas. Se pidió que la Virgen fuera proclamada «Madre de la Iglesia» criticando, además, a aquellos que rechazaban la introducción del título de «mediadora» en el documento. Por otra parte, se insistía en la necesidad de omitir los problemas marianos aún en discu-

sión entre los teólogos, y de abstenerse de apelativos que, especialmente si se aislaban del contexto, podrían ser mal entendidos, creando graves obstáculos para el diálogo con los hermanos separados (7) o induciendo a dificultades interpretativas de orden teológico (8). Para esclarecer algo mejor estas dos actitudes bastará extractar algunos pensamientos de las intervenciones de diversos oradores. «Parece demasiado atenuada, casi velada—dijo el cardenal Ruífini—, la cooperación de María, querida por Dios, en la obra de la redención humana.» «Los obispos poicos —afirmó el cardenal Wyszynsky—han enviado un memorial al Santo Padre pidiendo la proclamación de la Virgen como Madre de la Iglesia. Se trata de reconocer a la Virgen la función y la dignidad que le compete, es decir, el lugar más alto después de Cristo y el más cercano a nosotros, como lo demuestran los documentos de los últimos Papas. Que todos los obispos reunidos renueven la consagración del género humano al Corazón Inmaculado de María.» «Se ha afirmado—dijo el español monseñor Hervás y Benet—que la inserción de la mariología en el esquema sobre la Iglesia no significaría, ni mucho menos comportaría, una disminución de las prerrogativas de la Virgen. Pero en el texto actual prevalece, a nuestro parecer, la tendencia minimalista, título de "Madre de la Iglesia" tiene sólidos fundamentos y ha sido propuesto por Pablo VI en los discursos del 11 de octubre y del 4 de diciembre de 1963 y en la audiencia del 27 de marzo de 1964.» «Desde un punto de vista doctrinal—afirmó el cardenal Suenens—, el capítulo parece ser más bien minimalista, tendencia que constituye hoy un peligro real en nombre de un cristocentrismo antimariano. No se coloca en su debido lugar la maternidad espiritual que María continúa ejerciendo hoy en la Iglesia. María aparece con demasiada claridad como un personaje del pasado. No se subraya adecuadamente su acción actual.» Desde otra vertiente muy diversa respondió el cardenal Bea, deteniéndose especialmente en algunas preocupaciones de índole ecuménica difundidas entre muchos padres. «No se trata aquí—observó—de nuestra devoción personal, sino únicamente (7) Entre estos obstáculos se encontraba, por ejemplo, el título de «mediadora», ya que esta palabra tiene un significado exclusivamente cristológico y sólo ha sido aplicada a Cristo. (8) Una de estas dificultades de índole teológica era el título de «Madre de la Iglesia», ya que la Virgen es considerada También «Hija» de la Iglesia, aun cuando Ella es un miembro altísimo y dignísimo de la misma Iglesia.

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de si el esquema en su contenido y en su forma responde a lo que hoy exige el bien de la Iglesia y de las almas, y de si todas y cada una de las afirmaciones están teológicamente probadas y poseen la madurez necesaria para ser propuestas por la máxima autoridad de la Iglesia, es decir, por el Concilio. La doctrina sobre la mediación, por ejemplo, no parece encontrarse entre ellas. Hay que tener en cuenta por lo misino que en numerosos puntos no es coherente con el propósito inicial de omitir las cuestiones que todavía no han esclarecido del todo los teólogos. No basta amonestar a los teólogos y a los predicadores a que eviten con las palabras y con los hechos lo que pudiera inducir a error a los hermanos separados sobre la verdadera doctrina de la Iglesia, sino que, precisamente para el bien de la causa de la unidad, es necesaria una recomendación más positiva: que la doctrina mariana se exponga según los fundamentos de la Escritura y de la tradición, que el culto mañano sea más cristocéntrico, etc. Los principios fundamentales del esquema deberían basarse también en pruebas semejantes, verdaderamente sólidas. La parte doctrinal debería ser ilustrada con mayor claridad y precisión. No basta decir, por ejemplo, que el culto tributado a María es esencialmente diverso del culto debido a Dios, sino que sería necesario precisar la infinita distancia que los separa. El capítulo debería tener mayor unidad, de modo que toda la materia contenida en él sea directa y formalmente considerada a la luz de las relaciones entre María y la Iglesia.» El debate prosiguió con una sucesión alterna de afirmaciones y negaciones hasta que comenzaron a intervenir algunos padres, los cuales, seriamente preocupados por el mal cariz que las cosas iban tomando, se sintieron en el deber de poner en guardia a la asamblea. «Parece necesario—afirmó el francés monseñor Ancel—que el capítulo se apruebe por unanimidad. Sólo una aprobación unánime podría disipar la falsa impresión, difundida por desgracia en parte de la opinión pública, según la cual los padres del Concilio no profesarían igual veneración a la Virgen.» El cardenal Frings, por su parte, se expresó en los siguientes términos: «El el decurso de la discusión sobre el capítulo se ha revelado una gran diversidad de opiniones, a pesar de que el esquema no contiene nada que sea contrario a la fe católica o a los derechos de nuestros hermanos separados. Ofrece una vía media entre opiniones diferentes, y puede considerarse en cierto 322

modo como un compromiso. Pero sería difícil cambiarlo, ya que para ello se necesita una mayoría de las dos terceras partes. Es conveniente por lo mismo sacrificar algunas ideas personales, aunque sean justísimas, y aprobar el esquema después de las enmiendas de las citas bíblicas y de las correcciones de ciertos pasajes, como se ha pedido durante las discusiones. Los teólogos podrán explotar después este texto para profundizar las doctrinas que todavía no han sido aclaradas y para desarrollar mejor las que aún se hallan en discusión.» Esta sugerencia, muy realista y objetiva, del purpurado alemán, puso prácticamente fin a las discusiones. Ahora tocaría a la Comisión Teológica extraer las oportunas consecuencias. Nueva discusión sobre la colegialidad episcopal Terminada la discusión de los dos últimos capítulos del esquema sobre la Iglesia, la asamblea comenzó a votar los esquemas examinados el año anterior y ya enmendados. En primer lugar se invitó a los padres a expresar su parecer sobre el plan de votaciones, ideado y propuesto por los moderadores, y aprobado el 16 de septiembre por una gran mayoría: 2.170 placel, 32 non placel y 2 votos nulos. El mismo día se aprobó también, con 2.114 placet, 11 non placel, 63 placel iuxta modum y 1 voto nulo, el capítulo primero—«el misterio de la Iglesia»— donde se daba una visión realmente teológica de la Iglesia. El 18 de septiembre, después de cuatro escrutinios sobre algunos párrafos del capítulo segundo—«el pueblo de Dios»—, se tuvo la votación global: 1.615 placet, 19 non placet, 533 placet iuxta modum y 3 votos nulos. Con las modificaciones introducidas en este capítulo aparecía mejor la índole histórica de la Iglesia, se la consideraba en su totalidad—pastores y fieles—y se ponía de relieve su naturaleza misionera y los fundamentos teológicos del ecumenismo. Se demostraba después cómo todos los cristianos en virtud del bautismo pertenecen radicalmente a la Iglesia y cómo todos los hombres que, aun desconociendo el Evangelio, siguen la voz de la propia conciencia, aspiran sin saberlo al bautismo y a la Iglesia. Se llegó así al momento, tan esperado y al mismo tiempo tan temido, de la votación del capítulo tercero que, al tratar los puntos neurálgicos de toda la temática conciliar, había de representar otra etapa crucial del Vaticano II. Durante la «intersesión» se habían difundido voces alarmantes en torno a este capítulo. Se decía que se discutiría de 323

nuevo en el aula, que el Papa, cediendo a las insistencias de la minoría anticolegialista, diferiría sin fecha fija el escrutinio... Pero todo eran habladurías. En la revisión del texto la Comisión Teológica había actuado con sabiduría y objetividad y en absoluta conformidad con las tesis surgidas predominantemente en las discusiones. El Papa, por lo demás, deseando esclarecer mejor algunos conceptos y favorecer una concordancia de opiniones lo más amplia posible, había sugerido algunos cambios. Pablo VI había pedido una profundización más cuidadosa especialmente sobre un pasaje importante. Deseaba que la afirmación según la cual los Apóstoles constituían con Pedro un colegio fuera posiblemente comprobada en la Escritura y en la tradición, y había pedido al organismo competente que consultara con este fin a la Comisión Bíblica. Esta en su respuesta confirmó, basada en la Escritura, la existencia de un colegio semejante, pero afirmó que la sola Escritura no permitía atestiguar que el Papa y los obispos representaran un colegio sucesor del colegio apostólico. Es inútil especificar aquí todas las correcciones hechas al esquema, ya que podrán comprenderse mejor por las relaciones leídas en el aula el 21 de septiembre. Las relaciones fueron cuatro: tres para exponer los argumentos favorables a la sacramentalidad del episcopado (cardenal Kónig), a la colegialidad episcopal (monseñor Párente, asesor del Santo Oficio) y a la restauración de un diaconado permanente (monseñor Henríquez Jiménez, obispo auxiliar de Caracas); y la cuarta (monseñor Franic, obispo de Spalato) para ilustrar «las dificultades que presenta la doctrina del capítulo tercero», una extraña circunlocución utilizada, no se sabe nunca por qué, para enmascarar los juicios disconformes del grupo minoritario de la Comisión Teológica. El prelado yugoslavo, que fue el primero en leer su relación, criticó tres aspectos principales de la doctrina contenida en el proyecto: 1) La sacramentalidad del episcopado. Es una cuestión todavía disputada, compleja y , por consiguiente, falta de madurez para que el Concilio se pronuncie sobre ella. 2) La colegialidad episcopal. En el modo y con la amplitud con que se entiende en el texto—es decir, con suprema potestad sobre toda la Iglesia, incluso fuera del Concilio, de un modo habitual y estable, aunque no pueda ejercitarse independientemente del Romano Pontífice—parece que no está de acuerdo

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con la doctrina del Vaticano I sobre la plenitud de la suprema potestad del Papa. Tampoco se puede probar sólidamente con textos de la Escritura y de la tradición, y no está en conformidad con las declaraciones de algunos Papas. Aunque se lo proponga, la solución indicada no consigue conciliar la autoridad del colegio episcopal con la del Papa, la cual de hecho termina por quedar disminuida. Más aún; con esta teoría de la colegialidad, no expuesta con rectitud, se llega a limitar no sólo la potestad del Sumo Pontífice, sino también la de cada uno de los obispos en su propia diócesis. Sería mejor decir que en la consagración episcopal, junto con la plenitud del sacerdocio, se recibe inmediatamente de Cristo una cierta aptitud o potencia pasiva, no activa, para la jurisdicción sagrada. Esta potencia es actuada de diferentes maneras por el Papa. Así pues, el Sumo Pontífice posee siempre en acto la suprema potestad sobre toda la Iglesia, mientras que el colegio episcopal la tiene sólo en estado potencial, y en acto únicamente cuando esta potencia es actuada por el Romano Pontífice. Podrían superarse todas las dificultades declarando que «el Concilio no pretende dirimir las cuestiones discutidas sobre el origen de la jurisdicción episcopal y sobre la naturaleza de la colegialidad de los obispos, es decir, si esta potestad existe permanentemente en acto o no». 3) La restauración del diaconado. Se trata de un problema disciplinar—concluyó monseñor Franic—que deberán resolver los padres. Se debe tener en cuenta, sin embargo, que una eventual exención de la obligación del celibato podría ser peligrosa para el celibato eclesiástico, causar mala impresión a los hermanos separados y resultar nociva para las vocaciones sacerdotales. Después de la relación del cardenal Kónig sobre la sacramentalidad del episcopado, cuyo tema más espinoso, la naturaleza del carácter conferido por el sacramento del episcopado, había sido eliminado, habló monseñor Párente, no como asesor del Santo Oficio, según advirtió inmediatamente, sino como obispo titular de una diócesis en la Tebaida. «Y quiera el cielo —añadió—que esta voz que viene del desierto no caiga en el desierto >>. Causaba una cierta impresión oír a aquel orador, uno de los mayores y más autorizados exponentes de la Curia Romana, defender con tanto vigor el principio de la colegialidad episcopal, el cual—son sus palabras—, si se entiende rectamente,

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no disminuye la autoridad pontificia que permanece íntegra, volviéndose sólo más solemne y más suave con la participación de los obispos. Monseñor Párente demostró la misma energía en la confutación de las objeciones. La palabra colegio, que ha asustado a muchos al evocar recuerdos de antiguos errores, no es nueva. Fue usada ya en la antigüedad. No hay que atribuir a esta palabra un sentido según el cual todos los miembros de este colegio y, por consiguiente, también el Papa, serían iguales entre sí. Al hablar de la inserción del obispo en el colegio mediante la consagración y de la subsiguiente potestad, se ha tenido cuidado, repitiéndolo más de veinte veces, de reafirmar las supremas prerrogativas del Sumo Pontífice, sin cuyo beneplácito ningún obispo puede ejercer la potestad recibida de Dios, y se ha afirmado también que un obispo queda agregado al colegio, no sólo en virtud de la consagración, sino también de la comunión con la cabeza y con los demás miembros del colegio. La doctrina del esquema no está en oposición con el Vaticano I y se halla bastante bien probada en la Escritura y confirmada por la tradición y por la «praxis» de la Iglesia (9). La última relación la leyó monseñor Henríquez Jiménez, el cual comentó las partes relativas a los sacerdotes, notablemente ampliada con respecto al proyecto originario, y a la restauración de un diaconado permanente. «Sobre el celibato —precisó—decidirán los padres si conviene conferir el diaconado a hombres ya maduros y casados, y si conviene o no imponer la obligación a los jóvenes deseosos de abrazarlo establemente.» Los diáconos no pueden casarse Llegados a este punto, sólo faltaba la votación. Comenzaron, pues, los escrutinios parciales sobre los párrafos del capítulo tercero. Hubo 39 votaciones. Todas dieron un resultado po(9) Los argumentos aducidos por monseñor Párente y el hecho mismo de haber sido sostenidos por un personaje que muchos creían contrario a la colegialidad episcopal, habían de tener un peso no indiferente sobre los escrutinios, convirtiendo a varios padres e induciéndoles prácticamente a dar su placet. Alguno dijo entonces que se había tratado de una medida táctica de la minoría, la cual se había adherido con monseñor Párente a la corriente mayoritaria para minar después desde el interior su compacticidad, co n el fin de forzar concesiones cada vez más amplias. Pero todo es una cuestión insulsa, especialmente por lo que se refiere a monseñor Párente, el cual obró siempre lealmente dentro de l a Comisión Teológica y, con ocasión de las vicisitudes finales de la redacción del texto, cotí bastante más valor que algunos colegialistas a ultranza.

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sitivo, a excepción de la última, como era de esperar, sobre la posibilidad de admitir al diaconado a jóvenes a los que no se impusiera obligatoriamente la ley del celibato. La propuesta fue rechazada: 1.364 non placet, 839 placet y 8 votos nulos. Fue ciertamente una sorpresa, incluso para los críticos más optimistas, comprobar la escasez de sufragios negativos (10). Por lo demás, para todos aquellos problemas que en el segundo período habían apasionado a la asamblea, la habían dividido en tendencias opuestas y la habían envuelto en polémicas durísimas, los votos negativos fueron de una escasez desconcertante. Sólo en cinco ocasiones se aproximaron o superaron por muy poco los 300: 328 non placet en la octava votación relativa al pasaje en el que se afirmaba que la consagración episcopal confiere, junto con el oficio de santificar, también el de enseñar y gobernar, que sólo puede ejercitarse, sin embargo, en comunión con el Papa y con los demás obispos; 322 non placet en la décima votación relativa al pasaje en el que se decía que así como, por voluntad del Señor, Pedro y los demás Apóstoles forman un colegio apostólico, por la misma razón, el Sumo Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles, están unidos entre sí; 313 en la undécima votación sobre el pasaje en el que se afirmaba que la antiquísima disciplina por la que los obispos de todo el mundo estaban en comunión entre sí y con el Romano Pontífice en el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz, significa la índole y la razón colegial del orden episcopal; el obispo se convierte en miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y de la comunión con el Papa y con Jos demás obispos; 292 non placet en la decimotercera votación relativa al pasaje en el que se declaraba que el orden de los obispos, que sucede al colegio de los Apóstoles, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre toda la Iglesia, junto con su cabeza, el Sumo Pontífice, y nunca sin él; tal potestad no puede, sin embargo, ejercerse independientemente del Papa; 307 non placet en la votación decimocuarta referente al pasaje en el que se afirmaba que el Señor puso a Simón como piedra y guardián de las llaves de la Iglesia y le constituyó pastor de toda su grey; y, según el Evangelio de San Mateo, este oficio de atar y desatar, que fue dado a Pedro (10) Hubo, sin embargo, una excepción: los tres últimos escrutinios, referentes al dia" conado. El 39 no fue aprobado. El 37, sobre la autoridad competente que había de decidi r la renovación, tuvo 702 non placet, y el 38, sobre la concesión de este grado a hombres de edad madura ya casados, 629 non placet, a causa de la falta de claridad en el texto acerca de la «autoridad» específica que había de poner en marcha la reforma.

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sólo, fue después concedido al colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza. ¿Cómo explicar entonces la escasa oposición que encontraron los múltiples y discutidos temas eclesiológicos? Ciertamente muchos de ellos, con las discusiones, los estudios y las investigaciones conciliares de los dos últimos años, habían ido madurando progresivamente en la conciencia de numerosos obispos, y el texto, redactado varias veces, había sido perfeccionado notablemente hasta alcanzar un equilibrio no despreciable entre las tesis adversas. Pero esto no basta para explicar satisfactoriamente aquel fenómeno singular. Hubo, evidentemente, otras razones. E n realidad los anticolegialistas habían determinado concentrar sus esfuerzos sobre el escrutinio global, pensando además que a sus votos negativos podían sumarse los de los padres que no estaban conformes, por ejemplo, con el lugar asignado a los sacerdotes en el ámbito eclesial, o sobre la restauración del diaconado, o sobre la concesión del mismo a personas y a casadas y especialmente a jóvenes no vinculados a la ley del celibato. Pero aquellas esperanzas habían de resultar fallidas. A petición de la Comisión Teológica se tuvieron dos votaciones en lugar de una sola para conocer con exactitud el pensamiento de los obispos sobre cada una de las dos partes bien distintas —sacramentalidad-colegialidad y diaconado—en las que el capítulo se articulaba fundamentalmente. Fue necesario de todos modos pedir de antemano el parecer a la asamblea, que respondió afirmativamente casi por unanimidad, ya que algunos prelados, comenzando por monseñor Carli, habían juzgado irregular e inoportuno el modo de proceder, en primer lugar por el hecho de haber sido ya aprobado el plan general de las votaciones, que para el capítulo tercero preveía sólo una, y en segundo lugar porque resultaba claro que aquella innovación provocaría una dispersión de non placet y placel iuxta modum, impidiendo así «a priori» que el texto pudiera ser rechazado o remitido a la comisión para una nueva revisión a causa del elevado número de modos (11). Todo esto tuvo otra secuela, debido esta vez a una iniciativa de los colegialistas dirigida a hacer más visible el asentimiento de los padres y evitar en consecuencia que el capítulo, sumer(11) El obispo de Segni, habiendo sido rechazada su reclamación, se dirigiría directamente al Papa. Le respondería más tarde, el 16 de noviembre, monseñor Felici, confirmando la regularidad del cambio en ei modo de proceder, el cual había sido propuesto por los moderadores y aceptado por la misma asamblea.

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gido por una avalancha de modificaciones, tuviera que volver a la comisión y sufrir correcciones sustanciales. En efecto, algunos episcopados propusieron que quienes pensaran votar placet iuxta modum votaran placet, encargando al mismo tiempo a un solo padre de presentar, en nombre de todos ellos, los «modos» que creyeran oportunos. El 28 de septiembre y también el 29 el secretario general comunicó de parte de los organismos dirigentes que no se admitía delegación alguna, puesto que sería contrario al reglamento. Finalmente, el 30 de septiembre, tuvieron lugar los dos escrutinios. Los resultados fueron los siguientes: — Primera parte (sacramentalidad y colegialidad) 1.624 placet, 42 non placet, 572 placet iuxta modum y 4 votos nulos. — Segunda parte (sacerdotes y diáconos), 1.704 placet, 53 non placet, 481 placel iuxta modum y 2 votos nulos. Aquel mismo día se pasó a las votaciones de los capítulos cuarto, quinto y sexto, y a un escrutinio preliminar para interrogar a los padres si deseaban mantener un lugar separado para la sección sobre los religiosos. He aquí los resultados: — Capítulo cuarto—«los seglares»—, 2.152 placet, 8 non placet y 76 placet iuxta modum. En la nueva redacción se había seguido una vía media, intentando, por una parte, eliminar toda confusión entre los seglares y los clérigos y huyendo, por otra, de esclarecimientos que no respondieran a la unidad fundamental del cuerpo místico que es la Iglesia. Además, se habían añadido dos párrafos en los que se afirmaba que los seglares pueden y deben contribuir, según su propio estado, a la consecratio mundi, y se recordaba su deber de anunciar a Cristo y de dar testimonio de El en la vida cristiana de cada día, y de hacer penetrar el espíritu cristiano en las realidades profanas. En esta tarea—se precisaba—hay que reconocer a los seglares una conveniente libertad, y los seglares, por su parte, deben prestar a la jerarquía confianza, obediencia y una colaboración libre y eficaz. — Capítulo quinto— «vocación universal a la santidad en la Iglesia»—, 1.856 placet, 17 non placel, 302 placet iuxta modum y 3 votos nulos. — Capítulo sexto—«los religiosos»—, 1.736 placet, 12 non placet, 438 placet iuxta modum y 3 votos nulos. La división en dos del primitivo capítulo cuarto sobre la vocación a la santidad había sido pedida por los religiosos, primero en el aula y después mediante una petición firmada por 679 padres y enviada al Sumo Pontífice, el cual a su vez

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la había remitido al organismo competente. La Comisión Teológica, sin embargo, aunque había realizado la división, distinguiendo así la vocación general a la santidad de la vocación particular de los religiosos, había preferido confiar la decisión a la asamblea. «Si se hace esto con los seglares, ¿por qué no con los religiosos 1 '»—preguntó el relator P. Benno Gut, exhortando a los obispos a aprobar el estudio por separado acerca de los religiosos—; y añadió en italiano: «Siamo brava gente.» Ante una invitación t a n afable y discreta, los padres no pudieron menos de responder afirmativamente. El 20 de octubre, después de algunos escrutinios parciales, se votó y aceptó, con 1.921 placet, 29 non placet, 233 placel iuxta modum y 1 voto nulo, el capítulo séptimo sobre «la índole escatalógica de la Iglesia celeste». En él, modificado, como es obvio, también el título, se habían puesto más de relieve la naturaleza escatológica de la Iglesia y el aspecto colectivo, eclesial y cósmico de la existencia humana, la función del Espíritu Santo en la Iglesia peregrinante y la doctrina sobre el infierno y el purgatorio. Mucho más complicada había de ser, por el contrario, la revisión del último capítulo, reservado a la Virgen. Omitido nuevamente el atributo de «Madre de la Iglesia», el punto más delicado seguía siendo el de la «mediación» de la Virgen. Como había aparecido con evidencia en las discusiones, algunos padres hubieran querido que este título se conservara y se reforzara, mientras que otros, pensando que era relativamente reciente y previendo posibles dificultades en el campo ecuménico, hubieran preferido que se eliminara del texto toda alusión a él. Sobre este tema se discutió extensamente dentro de la Comisión Teológica, y se terminó por elegir una vía de compromiso. Se mantuvo en el proyecto el apelativo «mediadora», pero unido con otros como «abogada», «auxiliadora», etc., que pudieran explicarlo mejor, de modo que la mediación mariana apareciera como el acto con el que la Virgen nos ha dado a Cristo en la encarnación, sin que esto quitara o añadiera algo a la dignidad y eficacia del único mediador, Jesucristo. El 29 de octubre, cuando el capítulo fue presentado en el aula, el relator, monseñor Roy, ilustrando las correcciones hechas, pidió a los padres un voto «posiblemente unánime y no abrumado por una ingente cantidad de " m o d o s " y que "expresara la fe común en Cristo y el honor y el amor profesados a la Virgen, Madre de Dios, celebrada merecidamente como tipo de la Iglesia en la fe y en el amor"

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La apremiante exhortación a dejar de lado las antiguas polémicas y las posturas demasiado personales, y a penetrar en el sentido preciso de cada una de las partes del capítulo, no cayó en el vacío. Los placet fueron 1.559, los non placet, 10, los place iuxta modum, 551, y 1 voto nulo. Para los escrutinios decisivos sobre la constitución eclesiológica será necesario esperar todavía un par de semanas. \ ucvas funciones para los obispos El estudio del esquema sobre la Iglesia nos ha llevado demasiado lejos. Debemos hablar ahora de los demás esquemas. El 18 de septiembre los" padres iniciaron la discusión del esquema sobre el oficio pastoral de los obispos de la Iglesia, o mejor, examinaron sólo las partes que habían sido añadidas, y a que éste no era más que el esquema originario sobre los obispos, cuya materia, por orden de la Comisión Coordinadora, había sido reducida a los principios esenciales extraídos en su mayor parte de una serie de nociones del esquema sobre la cura de almas. Se modificaron sustancialmente el concepto de diócesis, las funciones de los obispos, la curia y los sacerdotes diocesanos, algunas formas particulares de apostolado, los párrocos y las parroquias, el apostolado de los religiosos, etc. A esto se añadieron en el último momento dos párrafos importantes: el primero sobre la libertad de los obispos con respecto a la autoridad civil en el ejercicio de su ministerio apostólico; el segundo —para tutelar la libertad de la Iglesia y promover el bien de los fieles— sobre la oportunidad de que en el futuro no se concedan a las autoridades civiles derechos o privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación de personas para el oficio episcopal, augurando al mismo tiempo que aquellos que gozan aún de dichos derechos o privilegios renuncien espontáneamente a ellos. El nuevo esquema comprendía un proemio y tres capítulos: 1) El obispo en sus relaciones con la Iglesia universal. En él se hacía referencia con mucha mayor claridad a la doctrina sobre la colegialidad episcopal, y se expresaba el deseo de que se creara un consejo central de obispos y se llevara a cabo una reorganización de la Curia Romana. 2) El obispo en su propia diócesis. En él se ilustraban las normas para la revisión de las circunscripciones diocesanas y se confirmaba una vez más que los religiosos son «exentos» en

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lo que respecta a las cosas internas del instituto, pero en el ámbito de la actividad pastoral dependen de la jurisdicción del obispo. 3) La cooperación de los obispos al bien común de otras diócesis. En él se precisaba que las deliberaciones de los Concilios y conferencias episcopales tienen fuerza jurídica sólo en determinados casos. El cardenal Richaud abrió la discusión. Manifestó el deseo de que se introdujeran en el decreto varios problemas como la revocación de un párroco y su traslado de una parroquia a otra, la libertad de los prelados en la erección o en el cambio de las parroquias, etc., en lugar de remitirlos a la Comisión para el Código de Derecho Canónico. A continuación, primero el cardenal Browne y después monseñor Carli, se lamentaron de que el proyecto diera ya por aprobada la doctrina de la colegialidad. «Es difícil pensar —objetó el obispo de Segni—que exista en el episcopado, fuera del Concilio, una posibilidad permanente de gobernar la Iglesia universal. H a y en este esquema una afirmación dogmática que no se encuentra en el esquema sobre la Iglesia, y es que todos los obispos tendrían por derecho divino, en virtud de su consagración, la potestad de participar en los Concilios. Esta afirmación no se funda en ningún documento ni se halla justificada por la historia de la Iglesia ni por costumbres multiseculares.» En aquel momento se temió que volvieran a aflorar las polémicas del segundo período. Pero, afortunadamente, la discusión encontró al camino justo, y los oradores supieron atenerse a los temas prefijados. El primero de ellos fue una mejor determinación no sólo del ministerio pastoral—subrayando su autoridad y el deber de vigilar para custodiar y defender el depósito de la fe—, sino también de las nuevas funciones que los obispos están llamados a desempeñar en nuestro tiempo. H a y que renovarse—dijo el cardenal Léger—en el conocimiento del hombre moderno, recurriendo a los medios de la investigación psicológica. H a y que renovarse en el modo de enseñar, porque hoy el lenguaje eclesiástico es un poco «artificioso» y «abstracto»; renovarse en el modo de gobernar, t r a t a n d o de llegar a todos los fieles para comprender su situación y sus angustias. El obispo francés, monseñor Guerry, propuso intensificar una nueva forma de enseñanza pastoral: las «declaraciones públicas», mediante las cuales el obispo interviene personal33i2

mente en la proclamación del mensaje evangélico frente a especiales acontecimientos de orden civil, social o político. De aquí se seguía también lógicamente la necesidad de una renovación en las relaciones entre el obispo y su clero y entre el obispo y sus fieles. «Los obispos—observó monseñor Urtasun, arzobispo de Aviñón—deben tener con sus propios sacerdotes contactos de m u t u a confianza, dándoles en todas sus dificultades una prueba concreta de paternidad espiritual. El obispo debe dar a los seglares el ejemplo de una paternidad abierta e inteligente, si quiere que le comprendan y cooperen a su apostolado; debe conocerlos de una manera no sólo personal, sino también sociológica, tal como lo exigen los complejos fenómenos- del mundo moderno caracterizado por situaciones inestables y muy diversas en cada país.» Finalmente se imponía una profunda renovación en las relaciones en el plano diocesano, entre el obispo y los religiosos, especialmente para buscar un remedio adecuado al viejo problema de la «exención». Pero sobre este punto, como es obvio, no todos los pareceres podían concordar. Se insistía, por una parte, en la responsabilidad absoluta del obispo sobre la acción pastoral realizada en la propia diócesis; mientras que, por otra, se sostenía la oportunidad de evitar que los obispos ejercieran, sobre los religiosos que prestan su ayuda en las propias diócesis, t a n t a autoridad —en frase de monseñor Guilly, obispo de Georgetown— que perjudicara gravemente su disponibilidad para con el Romano Pontífice y el colegio episcopal». Según monseñor Compagnone, se debían conciliar más bien «las funciones apostólicas y los derechos pastorales de los obispos en la diócesis con la necesidad de conservar en todo su rigor la exención de los religiosos, a fin de que las diferentes órdenes y congregaciones religiosas puedan continuar dedicándose al apostolado, cada una según su propio espíritu y sus propias constituciones». Los nuevos temas recibidos en el esquema dieron pie a otras propuestas: una adecuada distribución del clero en el mundo, una revisión de los «beneficios» y, en determinados casos, de los «privilegios patronales», una mejor organización económica de las diócesis, una consideración especial de los graves problemas morales y sociales de los emigrantes y de los exiliados, la urgencia—dijo monseñor Staverman, vicario apostólico de Sukarnapura, en Indonesia—de encontrar, para los sacerdotes que han abandonado su vocación, «una solución 333

más amplia que indique verdaderamente un tratamiento de misericordia, no inficionada por la preocupación de posibles resultados deletéreos, sino medida según las condiciones concretas de los diferentes países»; por último, en expresión de monseñor Pluta, en nombre del episcopado polaco, la necesidad de llamar la atención sobre los peligros mortales que amenazan la existencia de la familia, sobre todo la práctica del aborto procurado, y que causan a la Iglesia más daño que la misma propaganda atea. Las discusiones terminaron el 23 de septiembre. Y aquella mañana tuvo lugar en la basílica vaticana en presencia del Papa una solemne ceremonia en honor de San Andrés para restituir la reliquia de la cabeza del Apóstol a la metrópoli ortodoxa de Patras, a donde se dirigió expresamente una misión presidida por el cardenal Bea.

Dos capítulos remitidos a la comisión Una vez enmendado el decreto sobre los obispos, del 4 al 6 de noviembre se tuvieron sobre él 18 votaciones parciales, además de las globales. Ante todo, monseñor Gargitter, en su relación sobre el primer capítulo, explicó las modificaciones más salientes que habían sido introducidas: la exposición, tomada en gran p a r t e del esquema sobre la Iglesia, de los principios generales en los que se basan las funciones de los obispos respecto de la Iglesia universal en cuanto miembros del cuerpo episcopal, y la petición de una acomodación de los dicasterios de la Curia R o m a n a a las nuevas exigencias de los tiempos. Y a u n d e que sus componentes reflejaran con más claridad el carácter internacional de la Iglesia, se pidió que se incluyeran también en la curia obispos residenciales, y que se oyera y consultara a seglares insignes en virtud y experiencia... Las variantes aportadas al texto, especialmente las de índole doctrinal, no podían satisfacer a todos los padres. Algunos —los colegialistas más radicales—afirmaban que el capítulo, aunque hubiera sido revisado de acuerdo con los principios enunciados en el esquema eclesiológico, t r a t a b a ambiguamente del ejercicio de la potestad colegial. Los anticolegialistas, en cambio, juzgaban «inadmisibles» en varios puntos las premisas teológicas, sobre todo la doctrina del párrafo 4, ya que la afirmación de la suprema potestad colegial, al menos habitual,

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de los obispos sobre toda la Iglesia carecía de fundamentos bíblicos, tradicionales e históricos (12). Los dos primeros escrutinios parciales, relativos a las potestades de los obispos y a la colegialidad, fueron como el toque de alarma. Los 101 nonplacet en el primero, y los 225 en el segundo denunciaron con claridad las disensiones que agit a b a n a la asamblea. La votación global dio el golpe de gracia a las esperanzas que aún quedaban: 1.030 placel, 77 non placel, 60 nulos y 852 placel iuxta modum. P o r consiguiente, el primer capítulo debía volver a la comisión para ser corregido de acuerdo con los numerosos «modos». Pero las sorpresas no habían terminado. Algo parecido ocurrió con el capítulo segundo. Los motivos de fricción fueron aquí sustancialmente dos: 1) La solución adoptada en el problema de la renuncia del obispo al gobierno de la propia diócesis, ya que la comisión se había limitado a «recomendarla calurosamente», evitando establecer un término fijo de edad, mientras que varios obispos exigían una medida más drástica (13); 2) La inserción de la organización general de las escuelas católicas y de la educación religiosa y moral de los fieles, entre los casos particulares en los que parece necesaria una dependencia por p a r t e de los religiosos de la jurisdicción del obispo. Esta última innovación, aunque no contradecía en absoluto el principio de la exención, no satisfacía sin embargo a muchos religiosos. Pues bien, aquellas contrariedades incidieron de una manera determinante sobre la votación global, la cual también esta vez resultó parcialmente negativa: 1.219 placet, 19 non placet, 2 nulos y 889 placet iuxta modum. El capítulo tercero, por el contrario, a pesar de que t r a t a b a temas bastante discutidos como la estructura y la competencia de las conferencias episcopales, tuvo un camino fácil: 1.582 (12) Así se propugnaba, al menos, en una circular enviada a todos los padres invitándolos a votar non placet, por el Coetus internationalis patrum, un grupo organizado y dirigido por el brasileño monseñor Proenca Sigaud, por el italiano monseñor Carii y por el francés monseñor Lefebvre, un grupo empeñado en una viva campaña de oposición, que tenía reuniones semanales para el estudio común de los esquemas conciliares «a la luz de la doctrina tradicional de la Iglesia», como ellos mismos afirmaban, y según las «enseñanzas» de los Papas y el «espíritu» de las intervenciones hechas en el aula por los cardenales Ruffini, Siri, Santos, Browne y otros. (13) El día del escrutinio global se distribuyó a todos los padres un folio policopiado en el que se hallaba ya bonitamente escrita la modificación que debían exigir: «El obispo diocesano y los demás prelados, equiparados a él por el derecho, pueden renunciar libremente a su oficio a los 65 años cumplidos o posteriormente. Sin embargo a los 75 años tienen la obligación de renunciar, a no ser que, por expresa voluntad del Sumo Pontífice, permanezcan aún en su cargo.»

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votos favorables, 15 contrarios, 469 placet iuxta modum y 4 nulos. La «incompetencia» del Estado en materia religiosa El 23 de septiembre la asamblea comenzó la discusión sobre la libertad religiosa, uno de los temas de más vasta resonancia en la opinión pública y al mismo tiempo uno de los más esperados en el Concilio, especialmente después de las vicisitudes que habían impedido su discusión al ñnal del segundo período. El documento se presentó como apéndice al esquema sobre el ecumenismo o como «primera declaración» pensando satisfacer así tanto a los partidarios de una conexión entre ambos textos, para quienes el reconocimiento de la libertad religiosa formaba parte del fundamento mismo del ecumenismo, como a los que propugnaban una separación, para quienes, no obstante su importancia ecuménica, la declaración sobre la libertad religiosa superaba los confines del ecumenismo propiamente dicho. El nuevo proyecto aparecía notablemente cambiado, e incluso mejorado, con respecto al anterior. Afirmaba en primer lugar que «la consideración del problema de la libertad religiosa favorece los contactos entre los cristianos», y establecía el principio fundamental de que «el hombre tiene el deber y el honor de seguir, en el campo religioso, la voluntad de Dios según el dictamen de la propia conciencia». Un elemento esencial de la libertad religiosa es la facultad de practicar públicamente la religión. La Iglesia por consiguiente no reivindica sólo la libertad de opinión y la libertad de participar en los ritos de la propia religión. Reivindica también el verdadero y auténtico derecho que tiene la persona de observar y dar testimonio de su culto privado para con Dios y ante los hombres—individuos y colectividad—y de ordenar toda su vida individual, familiar, educativa, cultural, social, caritativa, etc., según los preceptos de su propia religión. «No es lícito por lo mismo a las autoridades civiles hacer discriminaciones de diversa índole por causa de la religión. Por el contrario, es deber suyo proteger y fomentar la libertad religiosa. > i La Iglesia católica espera, pues, que la autoridad estatal reconozca el derecho a la libertad religiosa en la convivencia social. Toda opresión violenta de la religión de una determinada comunidad religiosa se opone a la voluntad divina y a los de-

echos humanos. La libertad religiosa es en la hora actual más necesaria que nunca, a causa de la extensión de los contactos entre hombres de diversa religión y cultura, del desarrollo de la conciencia de la responsabilidad personal y de la configuración jurídica del orden civil actual, «cosas todas estas que nos hacen ver mejor la incapacidad del Estado para constituirse en juez de la libertad religiosa». Esta «incompetencia» del Estado en materia religiosa era una de las modificaciones más relevantes aportadas a la declaración. Ya no se afirmaba que el Estado tiene el derecho de limitar la libertad religiosa para tutelar el bien común, lo cual dejaba demasiado espacio a posibles arbitrariedades del poder civil y a interpretaciones utilitarias, extendiendo a su gusto el ámbito del «bien común». Se declaraba, por el contrario, que los poderes civiles pueden poner límites a la libertad religiosa sólo en vistas del fin que Dios ha señalado a la sociedad, entendiendo por «sociedad» no el Estado o el Gobierno, sino «aquel orden objetivo—como especificó monseñor De Smedt en la relación introductoria—dado y exigido para que los hombres puedan alcanzar más fácil y más perfectamente su perfección y observar fielmente los derechos que Dios ha conferido a todos los hombres».

Libertad de conciencia pero no de error La discusión reveló ya desde el comienzo la dificultad de encontrar un punto de entendimiento entre las tendencias opuestas. Nadie negó la utilidad y la conveniencia de un estudio semejante en el terreno práctico, tanto por lo que se refiere a la paz social, como en lo relativo a la causa ecuménica o a las exigencias actuales de la sociedad pluralista. La diversidad de visión se fundaba en la armazón doctrinal del proyecto. Unos sostenían una libertad de conciencia en el sentido más amplio. Otros temían que se terminara por poner la verdadera fe en un plano de igualdad con otra religión cualquiera o tal vez incluso con el error. La corriente contraria al esquema—expliquémoslo con más claridad—dirigía sus críticas a uno de los conceptos básicos, a la noción misma en la que el texto fundaba el derecho a la libertad religiosa, es decir, a la vocación de todo hombre a la vida divina, como si toda conciencia recta—se objetaba—, incluso errónea, fuera una «llamada de Dios», o los derechos 337

336 22 —H.» Concillo

de la conciencia errónea individual pudieran parangonarse con los derechos de la conciencia recta individual. Planteado el problema en estos términos, resultaba bastante fácil para los opositores sacar las consecuencias. La declaración era demasiado oscura, ambigua, en disconformidad con la doctrina tradicional de la Iglesia, expuesta a interpretaciones equívocas y peligrosas, sobre todo en lo referente a la presunta «incompetencia» del Estado en materia religiosa. Las intervenciones del primer día hicieron entrever en seguida la oposición de opiniones existentes dentro de la asamblea, oposiciones que reflejaban con toda claridad las múltiples condiciones en que la Iglesia actúa en los diversos países y en las diversas sociedades civiles. Cinco cardenales transoceánicos—los estadounidenses Meyer y Ritter, el canadiense Léger y el chileno Silva Henríquez— se mostraron favorables al documento, pidiendo incluso una formulación mejor y más amplia del principio de la libertad religiosa. El cardenal Cushing, habitualmente ausente del Concilio y venido «ex profeso» para esta ocasión, siendo éste su primer discurso en el aula, afirmó: «En esta declaración la Iglesia debe manifestarse ante el mundo moderno como campeona de la libertad tanto humana como civil, pero especialmente en materia de religión.» Otros cuatro purpurados, dos italianos y dos españoles, expresaron abiertamente su profunda perplejidad. «Con el fin de evitar equívocos, hoy particularmente fáciles a causa del indiferentismo—afirmó el cardenal Ruffini, arzobispo de Palermo—, hay que poner en la máxima evidencia la diferencia que existe entre la libertad y la tolerancia. La primera es exigida por la verdad que posee un auténtico derecho de darse a conocer. La segunda nace de las exigencias de la convivencia humana, y debe ser siempre magnánima y paciente.» Según el cardenal Quiroga Palacios, el proyecto parecía «dominado por la preocupación de favorecer la unión con los hermanos separados, sin tener suficientemente en cuenta los gravísimos peligros a que se expone a los fieles católicos en materia de fe y caridad». Terminó diciendo que el esquema subrayaba «el aspecto de novedad con menoscabo del elemento tradicional, hasta el punto de poner en peligro el equilibrio entre la continuidad y el progreso». «El texto del esquema—afirmó el cardenal Bueno y Monreal—presenta un doble equívoco. Se pasa del plano natural al plano político o jurídico con el resultado de que algunas 338

afirmaciones prácticas, aun siendo verdaderas, no pueden presentarse como universalmente válidas. Los principios son inmutables, pero su aplicación varía según las circunstancias. Se pasa además del orden personal al social, y aquí se hacen afirmaciones demasiado absolutas, ya que toda libertad, y no sólo la religiosa, en la esfera social está sometida a limitaciones exigidas por los derechos de los demás, por su libertad y por la pacífica convivencia.» Finalmente, el cardenal Ottaviani se expresó así: «La declaración enuncia justamente el principio, enseñado siempre por la Iglesia, de que no se puede obligar a nadie a aceptar una religión; pero no aclara suficientemente que la religión revelada no tiene sólo el derecho natural, sino también el sobrenatural, de ser divulgada. El texto amplía excesivamente los límites de los derechos de la conciencia errónea. No hay que olvidar jamás que los derechos de la conciencia están en relación con la ley divina.» Después de sostener, como lo había hecho el cardenal Ruffini, la necesidad de introducir en el proyecto una «afirmación solemne» de los derechos a la libertad religiosa de los fieles perseguidos, el purpurado observó que no era exacto decir que la sociedad civil es incapaz de conocer la religión verdadera. La historia, incluso reciente, demuestra lo contrario. Si sucediera como dice el texto, se debería renunciar a los concordatos, los cuales, por el contrario, son de gran utilidad para la Iglesia. Monseñor Cario Colombo: «El derecho natural de todo hombre a buscar la verdad» Al día siguiente hablaron dieciocho oradores, pero la discusión apenas cambió de perspectiva. Hubo, es verdad, una autorizada intervención del cardenal Kónig, el cual declaró que el Concilio no podía ignorar la trágica realidad de los países en los que toda religión es perseguida con dureza, e invitó a la asamblea a estudiar el modo mejor de «llamar la atención de la opinión pública para que ponga fin a estos desórdenes, se garantice la separación entre Estado y ateísmo y se asegure la paz de los pueblos». Le hizo eco monseñor M. Klepacz, quien, en nombre del episcopado polaco, afirmó que «toda persecución religiosa debe considerarse como una violación de un derecho fundamental del hombre». «Otro principio—añadió—en el que se basa la libertad religiosa es el de la justicia, principio que

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obliga a los individuos, a la sociedad y a los Estados. Por tanto, obraría también contra la justicia el Estado que combatiera a la religión en nombre del ateísmo. Toda lucha antirreligiosa, cuando tiene lugar, debería ante todo demostrar que se basa en argumentos verídicos y no en la mentira, en el engaño o en la tergiversación de los hechos.» La discusión—decíamos—no parecía aportar ninguna explicación nueva y probatoria. En los diversos discursos afloran constantemente las dos tendencias principales que acaban ramificándose con frecuencia en una miríada de asuntos y peticiones hasta convergir a veces, aunque por diversas razones, en el mismo fin. El cardenal Ritter, por ejemplo, uno de los partidarios del esquema, había sugerido circunscribirlo a «una simple afirmación de la libertad religiosa, omitiendo toda argumentación». A ello había sido conducido por la convicción de que había que pedir «más» a una declaración cuya índole era exponer y proponer una verdad, no probarla», evitándose así controversias y disputas interminables, ya que los motivos aducidos no son tan válidos y ciertos como la verdad que intentan probar. Los opositores, aunque sostenían aquella misma propuesta, lo hacían únicamente porque eran contrarios a las justificaciones doctrinales dadas por el Secretariado p#ra la Unión. Sólo el 25 de septiembre, cuando la discusión se dirigía ya hacia su fin, dos padres dieron con sus intervenciones una preciosa contribución para individuar los conceptos esenciales de los que se debería partir a fin de conciliar las tesis opuestas. Según el francés monseñor Garrone, para perfeccionar el texto y «alejar toda duda, aun la más pequeña, sobre la sinceridad de la Iglesia», era indispensable introducir al principio de él una explicación que esclareciera bien la realidad de la evolución histórica. «La Iglesia—dijo—vive en el tiempo y refleja las situaciones humanas de los diversos períodos históricos. El tema de la libertad religiosa debe considerarse en la realidad actual, no sobre el fondo del pasado.» Hace un siglo, por ejemplo, la Iglesia advertía sobre todo la necesidad de condenar los aspectos objetivamente más peligrosos del liberalismo, mientras que hoy considera con más atención y más concretamente los derechos de la persona humana. «No hay por lo mismo contradicción, sino evolución y diversa aplicación de los principios inmutables a las realidades inestables de la historia. Y, si hemos cometido errores, podemos 340

y debemos lamentarlos. Pero no por eso—si queremos ser honestos—debemos juzgar el pasado a la luz del presente, sino en el contexto del pasado mismo.» Notable fue también la disertación de monseñor Cario Colombo, que había sido teólogo de confianza del cardenal Juan Bautista Montini cuando éste era arzobispo de Milán, y a quien se sabía que el Papa consultaba aún con frecuencia. Tres —dijo el orador—son los fundamentos de la doctrina católica sobre la libertad religiosa en la sociedad civil: 1) Ante todo el derecho natural de todo hombre a buscar la verdad, especialmente en el campo religioso y moral, y a seguirla según el modo como se manifiesta a la conciencia de cada uno (14). De esto deriva la libertad de investigar, libertad que no puede impedir ninguna violencia física o moral, ya que la mente humana se rinde a la razón y no a la coacción; y deriva también la comunicación o exposición social de la verdad que uno ha encontrado o cree haber encontrado. Dada su naturaleza social, la persona humana no madura ni crece en la verdad si no mediante el diálogo con los demás hombres. Está claro por lo mismo que la libre exposición de las propias ideas, incluso, en. el campo religioso, pertenece a aquellos derechos fundamentales que la autoridad civil no puede sofocar. 2) La obligación, y en consecuencia el derecho inviolable de todo hombre de seguir el dictamen de la propia conciencia cierta, especialmente en materia religiosa, íntimamente unida con su vocación fundamental. 3) De la libertad y sobrenaturalidad de la fe cristiana y católica se sigue que la fe es tanto más genuina cuanto más libre y personal en su adhesión a Dios y a la Iglesia, y que las relaciones de cada ciudadano de cualquier pueblo o Estado con la verdad cristiana y católica están completamente fuera del juicio de las autoridades públicas, las cuales no pueden saber cuándo cada uno de los subditos recibe de Dios el don sobrenatural de la fe, mientras que están obligadas a proteger los derechos naturales de todos los subditos. Es decir, las autoridades públicas no pueden inmiscuirse en la solución de los problemas religiosos, sino procurar que todos los ciudadanos puedan exponer libremente las verdades en las que creen, y que la Iglesia goce de libertad para anunciar su doctrina de salvación.

(14) Este principio lo había enunciado en el Concilio el 5 de diciembre el cardenal Montini, y Juan XXIII lo había proclamado solemnemente en la Pacem in tenis.

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Eliminada la alusión al «deicidio» del texto sobre los hebreos También el texto sobre los hebreos, como la libertad religiosa, se presentaba en su nueva redacción bajo la forma de apéndice—«segunda declaración»—al esquema sobre el ecumenismo. De este modo se salvaba el concepto propio del ecumenismo, que se refiere a las relaciones entre los cristianos, y al mismo tiempo se tenían en cuenta los vínculos especiales existentes entre el pueblo de Dios del Antiguo Testamento y el de la Nueva Alianza, entre judíos y cristianos. La discusión se inició el 28 de septiembre, pero ya tres días antes el cardenal Bea, que debía marchar a Patras, había leído en el aula su relación. Lo primero que hizo fue subrayar la necesidad de esta declaración no sólo debido a la grande esperanza e interés que había suscitado en el mundo, sino principalmente como señal de la fidelidad de la Iglesia al ejemplo de amor hacia el pueblo hebreo, que nos dieron Cristo y los Apóstoles. Imposible, pues, dejar a un lado un tema semejante, como algunos habían pedido. Confirmó una vez más que no se trataba de una cuestión política, sino puramente religiosa. «No se habla del sionismo o del Estado de Israel, sino de los secuaces de la antigua religión mosaica dondequiera que se encuentren. No se trata tampoco de exaltar, honrar y reconocer privilegios al pueblo judío, ni de hacer un examen de su situación presente o pasada...» Pero ya es hora de echar una ojeada al texto, que se componía de tres párrafos. El primero recordaba «el patrimonio religioso común de los cristianos y de los hebreos». A causa de tal herencia—se decía—, transmitida a los cristianos por el pueblo hebreo, el Concilio se propone fomentar y recomendar el conocimiento mutuo, profundizar la investigación teológica y el diálogo fraterno. Deplora y condena las injusticias cometidas por doquier contra los seres humanos y en particular el odio y las vejaciones contra los hebreos. Hay que recordar también que la unión del pueblo hebreo con la Iglesia forma parte de la esperanza cristiana. Según la doctrina de San Pablo, la Iglesia espera confiada y ansiosamente el acercamiento de este pueblo a la plenitud del pueblo de Dios, instaurada por Cristo. Por tanto, tengan todos buen cuidado en la catequesis, en la predicación y en el modo de hablar ordinario, de no presentar al pueblo hebreo como un pueblo reprobado, y de no decir ni hacer nada que pueda alejar 342

los ánimos respecto de los hebreos. Guárdense todos además de atribuir a los hebreos de nuestro tiempo lo que fue cometido durante la pasión de Cristo. El párrafo segundo—«Dios es padre de todos los hombres»— se ocupaba de las demás religiones no cristianas, y en especial de los musulmanes. Finalmente, en el tercero se invitaba a todos los hombres de buena voluntad, y sobre todo a los cristianos, a abstenerse de todo acto de discriminación o de vejación por motivos de raza, de color, de condición social o de religión. Había, pues, varias novedades con respecto al texto originario. Ante todo, los dos párrafos sobre la paternidad universal de Dios—con la referencia a los musulmanes—y sobre repulsa de cualquier forma de discriminación. Después, las variantes introducidas en la sección sobre los hebreos. Estas variantes habían sido realizadas inexplicablemente no por el Secretariado para la Unión, sino por la Comisión Coordinadora. Entre ellas se hallaba la eliminación de la alusión al «deicidio», ya que esta palabra—se explicó—sería de algún modo «ofensiva para los hebreos; la invitación al acercamiento del pueblo hebreo a la plenitud del pueblo de Dios (15); y la sustitución, en el pasaje referente a las persecuciones contra los hebreos, de la palabra persecución por vejación, ciertamente mucho menos fuerte y expresiva (16). Aquellas variantes, o llamémoslas mejor atenuaciones, provocaron una profunda desilusión en varios ambientes judíos, persuadidos de que la Iglesia católica había dado marcha atrás a causa, sobre todo, de la presión de algunos países árabes, cuya oposición al documento conciliar se iba haciendo precisamente entonces cada vez más extensa e insistente: protestas del Gobierno sirio ante la representación pontificia y las autoridades católicas de Damasco, protestas de los católicos de Damasco ante el Vaticano, protestas de la Secretaría General de la Liga Árabe, que había incluso encargado a los embajadores árabes de ponerse en contacto con los obispos para disuadirles de votar a favor del proyecto...

(15) La palabra accessus, mal traducida como «entrada» por algunos órganos de prensa que habían publicado tiempo antes algunas indiscreciones sobre el contenido del esquema, había causado añojo a diversas organizaciones hebreas, convencidas de que se trataba de una «invitación a la conversión». (16) La palabra persecutio—se decía—designa en latín un procedimiento judicial. Este era precisamente el motivo del cambio.

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Cardenal Seper: «Ya es hora de hacer un acto de reparación» Las discusiones conciliares comenzaron en un clima incierto y contradictorio. Entre los primeros oradores se encontraban el patriarca Tappouni y el cardenal Ruffiini los cuales, como el año anterior, manifestaron abiertamente sus críticas, partiendo el primero de preocupaciones político-religiosas y el segundo de consideraciones doctrinales. Monseñor Tappouni, hablando también en nombre de los patriarcas Sidarouss, Saigh, Cheikho y Batanian, repitió las observaciones hechas en el segundo período sobre la inconveniencia de una declaración semejante. «Estas observaciones —dijo—no deben interpretarse como una hostilidad hacia la religión hebrea, ni como una actitud discriminatoria con respecto a una estirpe a la que pertenecen gran parte de los católicos orientales. Poniendo de manifiesto las reservas y perplejidades de las Iglesias orientales católicas, se intenta sobre todo evitar graves dificultades a su actividad pastoral, y alejar del Concilio la infundada acusación de querer ponerse a favor de una determinada política. Por estos motivos, con pleno conocimiento de causa y en virtud de un preciso deber pastoral, es necesario llamar la atención de los padres, respetuosamente pero con insistencia, sobre la falta de oportunidad de la declaración, rogándoles al mismo tiempo que la vuelvan a leer en las actas del Concilio.» El arzobispo de Palermo, aun aprobado el esfuerzo del cardenal Bea para eximir el pueblo hebreo de la culpa de la crucifixión de Cristo, dijo que las alabanzas a los hebreos contenidas en el esquema le parecían un «verdadero panegírico». «La justicia—añadió—exige que los hebreos reconozcan que Cristo "fue condenado injustamente" como aparece en innumerables textos de la Sagrada Escritura. Además sería más oportuno dirigir una invitación a los hebreos a "no odiar a los cristianos y en particular a los católicos. La masonería, condenada por la Iglesia a causa de sus errores y de la lucha conducida contra la religión, está sostenida en su mayor parte por los hebreos" (17).» Llegadas las cosas a este punto, tuvo lugar una verdadera movilización de fuerzas en favor del proyecto. Todos los orado(17) Esta última afirmación fue más tarde rechazada por el mejicano monseñor Méndez Arceo, uno de los padres atacados por los autores anónimos de un opúsculo intitulado «la acción judeo-masónica», enviado a muchos obispos.

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res—a excepción del sirio monseñor Tawil y, con acentos más moderados, del cardenal Bueno y Monreal—juzgaron que esto era un deber inspirado en la justicia, en la verdad y en la caridad, en consonancia con la índole pastoral del Concilio, fruto no de oportunismo, sino de la más profunda conciencia que la Iglesia tiene de sí misma, útil para el diálogo con el mundo no cristiano, conforme con la verdad histórica, según la cual la muerte de Cristo no es imputable ni siquiera a todos los hebreos de aquel tiempo y mucho menos a sus descendientes... La reacción siguió dos directrices diferentes. Por una parte, se afirmó la exigencia de que el Concilio aprobara la declaración rechazando toda posible interpretación de índole política. Por otra, se pidió insistentemente un retorno a la formulación inicial, ya que el nuevo texto, eliminada la referencia explícita al deicidio, parecía que intentaba disculpar a los hebreos de hoy. Los cardenales Lercaro, Cushing, Ritter y Seper, por recordar sólo los padres que suscitaron mayor atención en la asamblea, defendieron el esquema a capa y espada. Las reservas hechas por algunos—dijo el arzobispo deZagreb—no parecen fundadas, ya que nacen no de motivos de orden teológico, sino de la preocupación de una posible tergiversación del documento. Pero esto no tiene razón de ser, ya que la declaración se mantiene rigurosamente en el campo religioso sin ofrecer motivo alguno para interpretaciones de orden político. Las múltiples persecuciones desencadenadas contra los hebreos exigen una acción del Concilio que condene tales abusos, tanto más cuanto que a veces se justificaron apelando a lo que aparentemente formaba parte de nuestro patrimonio cristiano. Ya es hora, pues, de hacer un acto de reparación. Los cardenales Léger, Kónig, Meyer, monseñor Leven y el arzobispo de Westminster, cardenal Heenan, se hallaban entre los oradores más empeñados en pedir que se devolviera al proyecto su primitiva redacción. Particularmente polémica fue la intervención del cardenal Heenan, uno de los miembros más autorizados del Secretariado para la Unión. «No es una sorpresa—afirmó—el hecho de que los hebreos hayan recibido poco favorablemente la nueva redacción del texto confrontándola con la precedente y preguntándose la razón de muchos cambios. Es imposible no advertir una diferencia sutil en el tono y en el espíritu. El nuevo texto manifiesta menos benevolencia, menos amistad. Los miembros del Secretariado para la Unión 345

trabajamos teniendo ante los ojos los centenares de observaciones hechas por los padres conciliares entre las dos sesiones; pero en la actualidad el lenguaje del documento no es precisamente el nuestro. No sé quiénes han sido los teólogos encargados de la última redacción del texto, ni tengo motivo para sospechar que hayan hecho de intento nuestras palabras menos calurosas y nuestros deseos de acercamiento menos generosos. Es probable, sin embargo, que tengan poca experiencia del ecumenismo, mientras que esta delicada materia debería afrontarse con grande atención y finura, especialmente tratándose de los hebreos tan sensibles a causa de las frecuentes persecuciones.» Para terminar, el arzobispo de Westminster se ocupó de la «famosa cuestión del deicidio». «En el texto originario—afirmó—se disculpaba a los hebreos de este delito. Y no debemos olvidar que el texto se difundió en todo el mundo. Si ahora se omiten aquellas palabras de disculpa, parecerá que los padres conciliares, después de ponderar la cosa durante un año entero, han llegado a la conclusión de que, al menos en el tiempo de Jesús, todo el pueblo hebreo fue culpable de su muerte.» La discusión había puesto ya bien en claro las ideas predominantes. Nos queda por decir que muchos obispos pidieron que se diera mayor relieve a los musulmanes, los cuales—se recordó—no sólo adoran al verdadero Dios, sino que reconocen también a Cristo como verdadero profeta, reconocen la Inmaculada Concepción, veneran a la Virgen y se creen, como los hebreos y los cristianos, descendientes de Abraham. Otros padres hicieron presente además la conveniencia de incluir en el esquema una mención especial del hinduísmo y del budismo, cuyos libros ofrecen documentos significativos de la aspiración humana hacia un Dios Salvador. Escritura y tradición no son dos «fuentes» paralelas A finales de septiembre, después de dos meses de ausencia de la «escena» conciliar y después de haberse temido incluso un hundimiento, volvió al aula el esquema sobre la dioina revelación, elaborado por la comisión mixta constituida «es profeso» por Juan XXIII. Durante todo este tiempo el proyecto había sido sometido a prolongadas y laboriosas redacciones. En la primavera de 1963 se había preparado un nuevo proyecto omitiéndose prudentemente, ya en el título, la cuestión de la doble fuente de la revelación, tanto para evitar la repetición de las polémicas y 34'6

divergencias surgidas en el primer período, cuanto para favorecer un acuerdo entre las diversas corrientes y para dejar la puerta abierta a las futuras investigaciones de los exégetas. Pero la constitución, aun en el loable intento de encontrar una vía de compromiso, se inclinaba hacia una solución en algún modo antitética con respecto a la orientación originaria, ya que—al menos a juicio de 280 padres que sugirieron 2.481 enmiendas—no exponía adecuadamente el tema de la tradición en sí misma y en la vida de la Iglesia, hasta tal punto que fue necesario revisar enteramente algunos principios, equilibrando mejor su sentido y su formulación. Finalmente, el texto fue revisado por última vez y aprobado por la Comisión Doctrinal en junio de 1964 después de haber sido confirmado por el Secretariado para la Unión, el cual, por su parte, había respondido que el esquema en general había gustado y que por lo mismo no creía necesaria una reunión conjunta de los dos organismos. El esquema en su última redacción estaba dividido en un proemio y seis capítulos: 1) La revelación. 2) La transmisión de la revelación. 3) La inspiración y la interpretación de la Sagrada Escritura. 4) El Antiguo Testamento. 5) El Nuevo Testamento. 6) La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia. La orientación general del estudio se podía apreciar con claridad en el primer capítulo y sobre todo en el segundo, donde se abordaba la cuestión más espinosa, las relaciones entre la Escritura y tradición. No son dos «fuentes» paralelas e inconexas—se afirmaba—, sino dos modos de transmisión en los que el único misterio de la salvación continúa viviendo dentro de la única Iglesia, y en los que ésta encuentra el Dios que revela. Y del nexo vivo existente entre Iglesia y tradición deriva también la posibilidad de una «evolución» de la tradición como comprensión progresiva del misterio de la salvación bajo el influjo constante del Espíritu Santo. La tradición, por tanto, vive también en todos los miembros de la Iglesia, aunque la auténtica interpretación de la misma esté reservada al magisterio eclesiástico. Se trataba, pues, de un documento bien ensamblado, sereno en sus argumentos y que, aun limitándose a proponer sólo lo que es materia segura, sin dirimir la antigua controversia, 347

constituiría sin embargo un notable paso hacia adelante, espe" cialmente porque se concentraba en torno a la naturaleza misma de la revelación, hecho fundamental en la vida de la Iglesia. Un documento que ofrecía además una sólida base para el diálogo ecuménico, acercándose en muchos de sus puntos a las posiciones de la conferencia mundial de «Fe y Constitución »—la Comisión Doctrinal del Consejo Mundial de las Iglesias—que había tenido lugar en Montreal en julio de 1963. Un documento finalmente que no podía menos de satisfacer de una manera especial a los protestantes, ya que en él se confirmaban una vez más el amor y la veneración de la Iglesia a la palabia de Dios, y, por decirlo con Max Thurian, se concebía la tiadición «de una manera viva y dinámica en sus relaciones con la Escritura •>. Pero no todos los padres conciliares compartían las tesis contenidas en la nueva redacción. Ya en la Comisión Teológica el capítulo segundo había encontrado algunas dificultades. Había sido aprobado, es cierto, por una amplia mayoría —17 contra 7—, pero las reservas de los opositores, los cuales exigían que se proclamara que la tradición contiene ciertas verdades que no se encuentran en la Sagrada Escritura, hicieron que al comienzo de las discusiones, el 30 de septiembre, se leyeran en el aula dos aclaraciones sobre los dos primeros capítulos: la primera, en nombre de la minoría de la comisión, por el obispo de Spalato, monseñor Franic, y la segunda, en nombre de la mayoría, por el arzobispo de Florencia, cardenal Florit. «Lo que el texto afirma sobre la tradición—dijo el prelado yugoslavo—es verdadero, pero no es completo. Si se considera la tradición bajo el aspecto sistemático, se puede afirmar indiscutiblemente que todas las verdades conocidas por tradición se encuentran insinuadas, alumbradas, fundadas o contenidas de algún modo en una verdad de la Sagrada Escritura. Pero, si el problema se examina bajo el aspecto criteriológico o cognoscitivo, muchos padres opinan que entre los católicos no se puede poner en discusión la teoría según la cual no todas las verdades están contenidas en la Escritura, y esto vale no sólo para el canon de los libros sagrados, sino también para algunas otras verdades que conocemos con certeza sólo mediante la tradición.» Después de aducir para probar sus afirmaciones a una serie de argumentos—entre los cuales uno «ecuménico», ya que los ortodoxos «mantienen esta doctrina con claridad y sin ocultar

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nada»—, monseñor Franic invitó a la asamblea a reflexionar sobre las consecuencias que podrían derivarse de una aprobación del esquema: 1) Confusión entre los fieles. 2) Constricciones a la exégesis bíblica, obligada a probar todas las verdades con la Escritura. 3) Contradicción, al menos aparente, entre el magisterio eclesiástico y los datos del Concilio, de donde se seguirían muchas dudas, incluso entre los mismos teólogos. El cardenal Florit defendió así su posición: «Todo lo que la Iglesia es y posee es alcanzado y penetrado por la tradición viva, comenzando por la Sagrada Escritura, de cuya íntegra existencia y naturaleza de libro sagrado e inspirado la misma tradición da un testimonio irrefragable. De aquí se sigue que, al menos en esto, tradición en su contenido objetivo va más allá de la misma Escritura. No ha parecido oportuno añadir más, debido también al hecho de que—y aquí el arzobispo de Florencia se refirió expresamente a las exigencias de la minoría—para ninguna otra verdad el magisterio eclesiástico ha declarado que está contenida únicamente en la tradición, sin fundamento alguno en la Escritura. Además las m u t u a s relaciones entre Escritura y tradición se examinan de una manera más minuciosa en relación con su objeto, con su mismo fin sobrenatural y con la estima y reverencia de que la Iglesia les rodea; y tampoco aquí la constitución específica si cuantitativamente su objeto común debe considerarse o no idéntico.» Monseñor Beras: «¿Hay que rechazar los dogmas marianos?» En la discusión siguiente volvieron a aflorar con toda claridad las dos tendencias anteriores. El cardenal Ruffini manifestó en seguida que estaba de acuerdo con monseñor Franic, criticando algunos pasajes del proyecto que, según él, traían a la memoria algunas teorías modernistas, y la falta de una alusión explícita al elemento constitutivo de la tradición, es decir, a las verdades contenidas en ella y por la que es constituida. Otros oradores le siguieron por el mismo camino, insistiendo en la oportunidad de que el esquema evitase locuciones ambiguas y oscuras, formulaciones no del todo exactas y susceptibles de interpretaciones equívocas. Se insistía sobre todo en la n a t u -

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raleza del acto de fe, en la posibilidad de un «aumento» de la tradición mediante la contemplación de las cosas reveladas y, más aún, mediante una íntima experiencia de las cosas espirituales, en la afirmación de que la inspiración bíblica, además de los Apóstoles, debe atribuirse ordinariamente también a sus discípulos, haciendo suponer que éstos pudieron tener nuevas revelaciones... Además, varios padres intentaron exhumar nuevamente el problema de la prioridad de la tradición. «Es necesario—dijo monseñor Campagnone—no alejarse de la doctrina del Concilio tridentino y del Vaticano I, los cuales afirmaron que la tradición es más amplia que la Sagrada Escritura y que la revelación está contenida no sólo en la Sagrada Escritura, sino también en la tradición.» «El abandono de esta posición—afirmó el indio monseñor Attipetty—podría dar lugar a graves consecuencias. Se dirá que la Iglesia ha enseñado hasta ahora falsas doctrinas, y los dogmas basados en la tradición se verán "expuestos al desprecio". Es preciso afirmar—dijo el arzobispo de Santo Domingo, monseñor Beras—que la tradición no es sólo interpretativa sino también constitutiva. En el caso contrario habría que rechazar los dogmas marianos, como la Inmaculada Concepción, la Asunción corporal de María, etc..» La otra opinión, por el contrario, defendió el nuevo proyecto. «Este esquema—manifestó el cardenal Dopfner—permite comprender mejor la naturaleza de la revelación, y ayuda a valorar de una forma más perfecta los tesoros de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia, probando que se pueden describir profundamente las relaciones entre Escritura y tradición dejando intacto este delicado problema.» No faltaron tampoco los oradores que pidieron que se acentuaran aún más los principios introducidos en el texto con la última redacción. «El esquema—advirtió el inglés Butler— parece interpretar el concepto de tradición de dos maneras diferentes. Unas veces parece que habla de ella como si incluyera la Sagrada Escritura, mientras que otras parece afirmar que se trata de algo distinto de la misma Escritura. La Cocomisión Teológica no tenía ninguna duda sobre la doctrina de Trento acerca de la tradición. En el magisterio ordinario convendría distinguir entre las expresiones adoptadas y las intenciones que las han sugerido. Hoy nos hallamos frente a una exégesis dinámica, mientras que el tiempo del Concilio tridentino la exégesis era más bien estática. Por consiguiente, nosotros podemos descubrir en la Sagrada Escritura muchas

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verdades que antes permanecían ocultas. El magisterio no se ha propuesto nunca afirmar la insuficiencia de la Sagrada Escritura. El problema tradición-Escritura, sin embargo, no está todavía maduro para una solemne definición conciliar.» Esta contraposición de opiniones, que se renovaba continuamente en el aula, suscitó no pocas contrariedades entre los padres orientales, ajenos, como también los obispos africanos y asiáticos, a esta polémica típicamente «occidental». Se hizo intérprete de ello monseñor Edelby, consejero patriarcal de Antioquía de los melquitas. «La timidez de ciertas afirmaciones del esquema—dijo—se explica por la dificultad que encuentran las iglesias latinas en liberarse de la problemática postridentina. Pero la época de la controversia con la Reforma está superada. Hay que salir de una vez para siempre de esta obsesión, y penetrar en la totalidad del misterio de la Iglesia. No se puede separar la misión del Espíritu Santo de la del Verbo Encarnado. Este es el principio teológico que está a la base da toda la interpretación de la Sagrada Escritura. Más allá de todas las ciencias auxiliares, el fin de la exégesis cristiana es la inteligencia espiritual de la Escritura a la luz de Cristo resucitado.» Llegados a este punto, clausurada la discusión de los dos primeros capítulos y, después de una relación de monseñor van Dodewaard, se pasó al examen de los otros cuatro. También estos capítulos tenían gran importancia, especialmente el quinto, donde se subrayaba la verdad histórica de los Evangelios, aun admitiendo los resultados científicos del llamado método de la «historia de las formas» (18), y el sexto—acogido con especial satisfacción por los observadores protestantes—, donde se afirmaba la importancia de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia y del cristiano, se recomendaba a todos los fieles la lectura de la Biblia y se exhortaba a los exégetas y a los teólogos a explorar más profundamente la Sagrada Escritura, manteniéndose en armonía con la tradición y siguiendo las orientaciones del magisterio eclesiástico. También aquí se levantaron voces discordantes. Se dijo que los pasajes relativos a la historicidad de los libros sagrados eran insuficientes, que el sexto capítulo, al prescindir casi por completo de la tradición, parecía incluso insinuar su inexistencia y su ineficacia, que la difusión «indiscriminada» de las (18) I-a validez de la llamada «historia de las formas» (Formgeschichte) la habla manifestado ya en abril de 1964 una «instrucción de la Comisión Bíblica.»

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Sagradas Escrituras entre los fieles podía representar un peligro real... . Pero la discusión, una vez puestas en claro las opiniones prevalentes, finalizó bien pronto. Demasiado «clerical» el esquema sobre los seglares Fue un camino difícil sin duda el que tuvo que recorrer el esquema sobre el apostolado de los seglares. Ya al principio del tercer período se había comprendido inmediatamente que no faltarían complicaciones. En aquel tiempo habían propuesto algunos padres que también este esquema se redujera a una serie de «proposiciones», pues de otro modo se corría el riesgo, según ellos, de conferir a los seglares una posición privilegiada en la economía conciliar, dando además un valor excesivo a su misión apostólica hasta colocarlos en el mismo plano que a los sacerdotes. Pero los obstáculos más graves los había de encontrar el esquema sobre el apostolado de los seglares el 7 de octubre al comenzar su discusión en el aula, ya que fueron muchísimas las reservas hechas a su contenido y a su formulación. Y difícilmente se puede atribuir su responsabilidad a la comisión que lo había elaborado. Ciertamente, quizá no estaba del todo equivocado monseñor Cárter, obispo de Sault Sainte Marie, cuando afirmó que era inconcebible que se hubiera ocupado de aquel tema un organismo compuesto únicamente por eclesiásticos, y que los seglares hubieran sido consultados sólo en el momento en que el trabajo estaba ya casi terminado. De este modo—concluyó— el texto no representa un «verdadero diálogo », limitándose a ser un «discurso de sacerdotes dirigido a otros sacerdotes». Pero la observación del prelado canadiense sólo puede compartirse en líneas generales, no como una crítica de fondo a una comisión, que obró siempre con espíritu abierto y con el fin principal de no causar una desilusión en las esperanzas del laicado. Hay que afirmar, eso sí, que el esquema sobre el apostolado de los seglares se resintió negativamente y en mayor medida que los otros documentos, de aquella falta de coordinación que durante la fase preparatoria se había notado en algunas comisiones. La sección doctrinal introductiva se utilizó para el esquema sobre la Iglesia, y se pidió nuevo material a la comisión

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para la revisión del Código y a la nueva comisión para el esquema sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. De este modo el esquema sobre los seglares terminó por mostrar sus deficiencias, ya que quedaba reducido a la cuarta parte del esquema originario, poseía una débil base doctrinal y era forzosamente fragmentario en el estilo y vacilante en algunas afirmaciones de principio y en las consiguientes aplicaciones concretas. El esquema se articulaba en torno a un proemio y a cinco puntos. Resumamos en pocas palabras sus conceptos esenciales. Establecida en el proemio la presencia perenne del apostolado de los seglares en la vida de la Iglesia y su desarrollo en nuestro tiempo, se pasaba a hablar en el primer punto de la vocación apostólica del laicado, el cual, en virtud del bautismo, participa en la misión de la Iglesia con un interés que es de todos y de cada uno y que exige una profunda formación apostólica. Este apostolado—se decía en el punto segundo—se debe ejercer en diversos ambientes: en la familia, en las comunidades eclesiales, como la diócesis y la parroquia, en la gran familia de los pueblos y de las naciones, en el propio ambiente, etc.. En el punto tercero se afirmaba que los fines de este apostolado son múltiples, el primero de todos la conversión de los hombres y el progreso del reino de Dios; después la instauración cristiana del orden temporal y de las obras de caridad, realizadas por amor, es espíritu de servicio y no de dominio, con el máximo respeto de la dignidad de la persona humana y de la libertad de conciencia. Las formas de asociación—se decía en el punto cuarto—son importantes y variadas, y la acción católica puede diversificarse según las formas, las estructuras, los apelativos, etc. Debe evitarse la dispersión de fuerzas, pero sin olvidar que debe existir también una razonable libertad de organización y de adhesión. En el punto quinto se afirmaba que en el apostolado existe un orden que debe respetarse, ante todo, en las relaciones entre el clero y los seglares en sus diversas obras. Por último, se auguraba la creación de un secretariado pontificio, compuesto de eclesiásticos y seglares — hombres y mujeres—para el servicio y el incremento del apostolado seglar. Apenas comenzada la discusión, el decreto reveló con más evidencia aún lo que no era sólo su aspecto más deficiente, sino también una dificultad crónica, casi insuperable, de la misma estructuración del apostolado de los seglares, es decir, la imposibilidad de encuadrar todo el apostolado bajo una fórmula única, debido especialmente a la diversidad y a las diferentes

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exigencias que existen entre un país y otro. De este hecho habían de nacer inevitablemente las contradicciones mismas de la discusión en el aula, entre una conveniente libertad de iniciativa y la necesaria obediencia a los obispos, entre un apostolado independiente y aquel otro que ha recibido una misión de la jerarquía, entre un apostolado fundado en el testimonio individual de toda la vida y el apostolado organizado que está más en consonancia con el carácter social del catolicismo, entre un apostolado directo de evangelización que lleve a los hombres a la vida cristiana y el apostolado indirecto dirigido a transformar las estructuras profanas del mundo... No debe, por consiguiente, causar admiración si algunos autorizados representantes del laicado consideraron que el tono general del esquema era demasiado jurídico, clerical y paternalista. Todas estas críticas fueron sustancialmente expuestas por el primer orador, cardenal Ritter, el cual afirmó sin tantos sofismas que el proyecto parecía tratar a los seglares «como un patrón trata a sus obreros». Y el indio monseñor D'Souza, arzobispo de Bhopal, repitió aquellas mismas críticas con más amplitud y aspereza. «Deseo insistir—comenzó diciendo—sobre el hecho de que nuestros seglares deben ser considerados y tratados como verdaderos adultos. En el esquema en discusión se dice justamente nihil sine episcopo (nada sin el obispo). Pero cuánto se ha abusado de estas palabras, como si significaran nada sino por iniciativa, según las ideas del obispo, nada sino lo que el obispo haga ordenado o aprobado explícitamente. Es cierto que no se debe hacer nada contra el obispo o sin el obispo. Pero no olvidemos que el pueblo de Dios no es un estado totalitario en el que todo está regulado desde arriba. De otro modo, ¿dónde estaría la libertad de los hijos de Dios? Ciertamente es necesario salvaguardar el orden, y está bien que existan organizaciones estrechamente unidas a la jerarquía, y que a veces se confiera una misión canónica, pero los obispos no deben concentrarlo todo bajo su vigilancia directa ni sospechar de aquello que no está subordinado a ellos. Entre las cosas que se deben eliminar para reformar la Iglesia «sobresale el clericalismo, denunciado tantas veces, incluso en el aula conciliar. Hermanos, ¿estamos nosotros, clero católico, verdaderamente preparados para renunciar completamente al clericalismo, a considerar a los seglares como hermanos en el Señor iguales a nosotros en dignidad, aunque

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no por oficio, dentro del cuerpo místico? ¿Estamos preparados a no arrogarnos en adelante, como sucedió en el pasado' responsabilidades que son suyas, es decir, utilizando palabras más discretas, a dejarles todo aquello que es de su competencia, como el campo de la educación, del servicio social, de la administración de los bienes temporales, etc.?» Más aún. El orador propuso algunos ejemplos específicos, solicitando el empleo de los seglares en las representaciones de la Iglesia ante las diversas organizaciones internacionales, en las congregaciones romanas, en el servicio diplomático de la Santa Sede, «hasta hacerse cargo de alguna nunciatura apostólica», y en aquellas instituciones, a escala universal, diocesana o parroquial, en las que los seglares «pueden sustituir útilmente a los sacerdotes, de modo que éstos puedan dedicarse a aquellas funciones sagradas y sacramentales para las que han sido ordenados (19). «Es cierto—concluyó monseñor D'Souza—que, si damos a los seglares un campo de acción cada vez mayor, podrán cometerse numerosos errores e indiscreciones y podrá surgir una situación más bien confusa. Pero es una ley de la vida que nada puede crecer sino a través de alguna crisis. Si estamos verdaderamente persuadidos de que el laicado debe tener funciones que hasta ahora no ha tenido, debemos exponernos de buena gana a los peligros que esta evolución comporta. La prudencia es una virtud cardinal, pero guardémonos de una prudencia exceisva, porque esta prudencia, si lleva al inmovilismo, es peor que la temeridad.» La animación cristiana del orden temporal Las intervenciones del cardenal Ritter y de monseñor D'Souza mostraron ya desde el principio cuáles eran los deseos de la asamblea. Las discusiones sucesivas, fuera de esclarecer algunos puntos más discutidos, no sirvieron sino para confirmar las mismas peticiones y tendencias. Se pedía que el esquema reconociera ampliamente la dignidad y las responsabilidades de los seglares, y además que se diera al laicado una adecuada autonomía, sobre todo para la misión que le compete de cristianizar la sociedad en que vive. (19) Más tarde habían de ser lanzadas nuevas propuestas en el mismo sentido. El argentino monseñor Quarracino manifestó el deseo de que los seglares participaran de algún modo en el gobierno de la Iglesia. El estadounidense monseñor Leven propuso que se creara un «senado» de seglares en torno al obispo. Finalmente, el P. Capucci, de los alepinos melquitas de San Basilio, recordó la «praxis» de las iglesias orientales donde los seglares toman parte en las elecciones episcopales y en los sínodos patriarcales.

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La discusión, en lineas generales, se desarrolló en torno a dos problemas principales: la posición de los seglares en la Iglesia y la acción de los seglares en el mundo. Ante todo la posición de los seglares en la Iglesia. De ella, en opinión de muchos padres, derivaba la necesidad de una exposición más completa de la naturaleza, de los fundamentos teológicos y de los fines del apostolado seglar, de la formación y de la espiritualidad de los seglares. El problema esencial, que compendiaba sustancialmente en sí todos los demás, era en definitiva el de la llamada «misión». El obispo de Vigevano, monseñor Barbero, expuso un análisis m u y agudo de ella. «Si la vocación al apostolado—dijo—, como da a entender el esquema, es genérica e igual para todos, en cuanto que nace de los sacramentos del bautismo y de la confirmación, no es necesaria una misión de la jerarquía, y el apostolado se puede realizar independientemente del obispo. No se trata, pues, de distinguir entre apostolado jerárquico y apostolado de los seglares, sino entre apostolado genérico—por lo que sería oportuno omitir la palabra «vocación»—y apostolado específico, que es la asunción por parte de los seglares de cometidos que pertenecen a la Iglesia». El panameño monseñor McGrath manifestó una opinión análoga. «Todo el pueblo de Dios—afirmó—está llamado al apostolado, sin necesidad de la misión explícita de la jerarquía. E n caso contrario se correría el riesgo de que los seglares permanecieran en un estado pasivo hasta que la jerarquía no los llamase a la acción.» En conclusión, resultó bastante claro de las intervenciones que la misión existe ya en el cristiano, en cuanto al deber del apostolado deriva directamente del bautismo y de la confirmación, y que sólo para una colaboración especial con la jerarquía se necesita un mandato formal y jurídico. En segundo lugar la acción de los seglares en el mundo. Aquí lo primero que se hizo fue profundizar las relaciones entre el apostolado seglar y la animación cristiana del orden temporal. Este orden—observó el italiano monseñor Quadri—«debe ser construido al menos con la conciencia precisa de las influencias que puede ejercer en la vida religiosa de los hombres. Tenerlo en cuenta es una exigencia de derecho natural, que toda sociedad civil debe respetar. Quien desea hacer apostolado en el orden temporal debe más que nadie respetar su autonomía, adquirir una seria competencia, fundamentar las cosas y las instituciones en el orden moral, resolver, bajo el impulso de la

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aridad y eliminando toda forma de paternalismo, los problemas que se plantean cada día, educarse y educar en el respeto de la jerarquía de los valores, realizando una síntesis entre los valores temporales y los valores morales y religiosos». El chileno monseñor Larrain, por su parte, afirmó que, para ejercer un apostolado eficaz en un ambiente, era necesario pertenecer real y plenamente al propio ambiente, compartir en la práctica sus problemas, conocer a fondo sus condiciones sociológicas, con frecuencia muy diferentes de un lugar a otro, y a d a p t a r a ellas la propia acción, fomentando la investigación y los estudios en ese sentido, en vistas también a una orientación cristiana de las estructuras sociales, sobresalir en la propia esfera de trabajo no sólo para ser un instrumento más idóneo de apostolado, sino también para actuar en sí mismo el fin querido por Dios. Algunos padres pusieron además del acento sobre la importancia particular del apostolado que puede realizarse ya en el seno de la familia cristiana, especialmente con la educación de los hijos, ya en el ámbito de una acción social abierta y valiente. El español monseñor Del Pino, por ejemplo, recomendó la participación de los trabajadores en los beneficios de la empresa. El francés monseñor Donze subrayó la necesidad de afrontar el problema de la evangelización de los distintos ambientes sociales, «sin abstraer de las personas, y de la evangelización de las personas sin prescindir de las condiciones concretas en que viven». Y el italiano monseñor Civardi afirmó que la aplicación de la justicia social era el medio mejor para impedir nuevas defecciones de creyentes hacia el marxismo, y para recuperar a todos aquellos que se han adherido a él por motivos exclusivamente económicos, subrayando además que la «acción social propiamente dicha, es decir, la acción económico-social, es un verdadero apostolado, y que, contrariamente a cuanto se podría pensar permaneciendo en la superficie de las cosas y de las palabras, es un t e m a digno de un documento conciliar». Cardenal Suenens: «La expresión "Acción Católica" es ambigua» Hasta aquí, pues, las discusiones habían puesto en claro que el seglar está llamado a ejercer su apostolado en el ambiente en que vive y actúa, obrando como cristiano y dando testimonio de vida cristiana, Perg se t r a t a sólo de un primer paradigma

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de lo que puede y debe ser la acción de los seglares en el mundo, y era preciso contemplar aún un segundo aspecto más complejo y que, más que todos los otros puntos del esquema, revelaba la dificultad de encontrar una fórmula unívoca en que fundar todo el apostolado de los seglares. E r a necesario examinar los diversos modos de intervenir en el orden temporal los diferentes tipos de apostolado y los métodos para una oportuna coordinación. Se abrió la polémica inmediatamente entre dos propugnadores de un apostolado perfectamente organizado y de una definición más explícita de las peculiaridades y de la preeminencia de la Acción Católica, y aquellos que acusaban al texto de ser unilateral con respecto a la Acción Católica proponiéndola como la asociación ideal y poniendo así en segundo plano todas las otras formas de apostolado. El cardenal Suenens, partidario de la segunda opinión, fue autor de una intervención que hizo ruido dentro y fuera del Concilio. La expresión «Acción Católica» es ambigua—dijo el purpurado—, y tal ambigüedad es contraria a la verdadera catolicidad y no sirve al verdadero bien de la Iglesia. La noción de Acción Católica debe ser tal que sea válida en todas las partes del mundo, y al mismo tiempo tan amplia que pueda abarcar todas las obras legítimas de apostolado que tienden al mismo fin apostólico de la Iglesia. «Alabando y casi reconociendo como privilegiada una determinada forma histórica de Acción Católica con preferencia a todos los demás modos de apostolado de los seglares, podría concluirse que estas otras formas no persiguen con la misma plenitud y autenticidad el fin apostólico de la Iglesia. Esto sería falso y nocivo, quitaría valor a las otras asociaciones, impediría su desarrollo y favorecería las disensiones entre los trabajadores del mismo Padre de familia.» Después de aludir a la evolución que el cambio de los tiempos se ha operado en el apostolado seglar y en sus relaciones con la jerarquía, el orador propuso para concluir «o dar a la expresión "Acción Católica" un significado genérico, o buscar una denominación adecuada aplicable a realidades semejantes entre sí», dada la conveniencia de no imponer a los seglares «categorías demasiado estrechas y uniformes, ya que son personas adultas capaces de elegir, merecen confianza y no deben ser mortificadas con un clericalismo aunque sólo sea aparente, o con una excesiva simplificación de una realidad compleja». Algunos padres acogieron con evidente escepticismo las

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tesis anunciadas por el cardenal Suenens, porque estaban persuadidos de que aquellas críticas, además de nacer de una errónea configuración de la Acción Católica, se reducían en la práctica a una cuestión puramente nominal. Varios oradores replicaron con decisión al purpurado belga. El cardenal Liénart declaró que el episcopado francés deseaba mantener el significado específico de la Acción Católica. «Esta expresión—dijo—ha tenido desde el comienzo un sentido bien preciso. Designa a los seglares reunidos en organizaciones, a los que el obispo asocia a su misión de evangelizar y a 'os que confía una misión especial. No se t r a t a de categorías privilegiadas. El obispo puede dar el título de Acción Católica a todo movimiento que desea asociar directamente a su apostolado. » Insistió el brasileño monseñor Padin: «La propuesta de reducir la Acción Católica a un género bajo el que deberían reunirse promiscuamente todos los tipos de asociaciones de apostolado, respira formalismo y nominalismo, y no es cirtamente una solución pastoral que tenga en cuenta no el nombre, sino los fines del apostolado de cada organización. No hemos venido al Concilio a t r a t a r cuestiones nominales. Si así fuera, podríamos encontrar una extensa materia de discusión incluso sobre las expresiones Santo Oficio o Compañía de Jesús, ya que hay muchos otros oficios que son santos y otras muchas asociaciones que son de Jesús». Y el arzobispo de Bari, monseñor Nicodemo, después de exponer los motivos que justifican el primado de la Acción Católica sobre las otras formas de apostolado, sugirió que, si por las condiciones particulares de las diversas naciones no parecía oportuno hablar explícitamente de la «necesidad de la misión canónica», se hablara de ella al menos implícitamente. Sin embargo—añadió—, no se quiere afirmar que la Acción Católica tenga el monopolio del apostolado. Todo lo contrario. Se t r a t a solo de una graduación necesaria en el apostolado de los seglares con respecto a su objeto y a la responsabilidad de la jerarquía eclesiástica. Las discusiones se dirigían hacia su fin. Algunos padres se ocuparon de las relaciones entre seglares, obispos y clero, pidiendo repetidamente una colaboración más abierta y fraternal. El arzobispo de Westminster, cardenal Heenan, se interesó especialmente del Secretariado para el Apostolado de los Seglares, el cual—afirmó—no puede modelarse sobre uno de los dicasterios de la Curia Romana. «Si no queremos fracasar,

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será necesario consultar a los seglares y dar a este organismo una estructura peculiar. Sus componentes deben ser seglares en su mayoría, y deberían elegirse también aquellos católicos que trabajan en puestos de responsabilidad, pero fuera de toda asociación. Basta que sean católicos "normales y ejemplares". » «No queramos enviar a Roma viejos cargados de honores eclesiásticos, sino que haya también algunos jóvenes —hombres y mujeres—que ganen con su trabajo el pan de cada día. Con estas condiciones el Secretariado podría ser útil, y nuestros seglares sabrían que tenemos plena confianza en ellos.» La discusión se cerró el 13 de octubre con la intervención de un auditor seglar, el señor Patrik, Keegan, presidente del Movimiento Internacional de los Trabajadores Cristianos. Hablando desde el ambón conciliar, dijo que estaba satisfecho del esquema, que representaba el comienzo de una época nueva en la participación del laicado a la evangelización del mundo, advirtiendo, por otra parte, que ningún documento podría codificar todo lo que se realiza en los diversos sectores del apostolado. «Nihubiera sido deseable que tal cosa se hubiera verificado. El esquema deja el campo abierto para ulteriores desarrollos y al mismo tiempo pone en evidencia el fundamento común de la actividad apostólica. Como las circunstancias y las necesidades serán muy diversas, no pueden imponerse universalmente formas y estructuras definidas.» Una reunión de los organismos dirigentes Ya en el primer período, cuando la elección de las comisiones y las discusiones del esquema sobre la divina revelación, y después en el segundo por las polémicas en torno a las votaciones sobre las famosas cinco preguntas, el Concilio había conocido momentos críticos y embarazosos. Y en el tercer período también habían de surgir dificultades e impedimentos sin fin. Pero no hay que maravillarse demasiado. Todo eso es como un corolario natural, casi inevitable, de la problemática de todos los Concilios o de su «crisis de crecimiento». Habría, en cambio, motivos para maravillarse, e incluso para preocuparse, si un Concilio se deslizara mansamente, sin obstáculos, ya que entonces se podría sospechar una falta de libertad y de vitalidad interior... Pues bien, mientras continuaba la discusión sobre varios textos, fuera del aula tuvieron lugar algunos hechos que habían

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de tener un peso notable en la prosecución del Vaticano II, siendo una de las causas determinantes del aplazamiento de la clausura para el año siguiente. Los episodios de mayor resonancia tuvieron lugar poco más o menos entre el 7 y el 15 de octubre. La tarde del 7 de octubre, por primera y última vez en el decurso del tercer período, se tuvo una reunión conjunta del Consejo de presidencia y de la Comisión Coordinadora, de la que formaban parte los cuatro moderadores. Un encuentro semejante se había hecho necesario, y a que se debía averiguar si había llegado el momento de decidir—con la aprobación del Papa, como es natural—si concluir las sesiones dentro de 1964, o si se creía necesario un cuarto período, debido sobre todo al hecho de que algunas comisiones difícilmente pondrían fin en dos meses al trabajo de revisión. No se excluía tampoco que sobre una cuestión de tal importancia se interpelara a la asamblea, especialmente después que veintiséis episcopados—ateniéndonos al menos a las noticias que circulaban en los ambientes conciliares—habían pedido expresamente al Papa, o a los organismos dirigentes, que «no aceleraran» la discusión de las «proposiciones» y del esquema XIII. En la opinión de muchos era precisamente este proyecto el que parecía condicionar la duración del Vaticano II, porque, admitiendo que las sesiones pudieran terminar con el tercer período, en la realidad no se disponía materialmente del tiempo necesario para profundizar el documento con la debida tranquilidad, y por lo mismo sería conveniente reducirlo a una especie de «mensaje» dirigido en forma de exhortación a toda la humanidad. Por otra parte, algunos padres lo consideraban como un «fruto demasiado áspero» para el Concilio, y deseaban que se suprimiera. Otros, en cambio, no ocultaban sus temores por las repercusiones negativas que tal determinación podría tener sobre la opinión pública. Estos problemas fueron precisamente examinados en la reunión del 7 de octubre, aunque no todos fueron resueltos con prontitud. Dificultades en los textos sobre los hebreos y sobre la libertad religiosa E n aquella misma reunión, el cardenal Cicognani, presidente de la Comisión Coordinadora, siguiendo probablemente un consejo del mismo Pablo VI, con el fin de apaciguar el resentimiento de los países árabes y de satisfacer las peticiones de

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los patriarcas orientales, hizo notar la oportunidad de incluir la declaración sobre los hebreos en el esquema sobre la Iglesia, manteniéndola así alejada de toda interpretación política. Pero en este caso, el asunto estaría también bajo la competencia de la Comisión Doctrinal, responsable del esquema eclesiológico, y sería necesario constituir un organismo mixto. Formaron p a r t e de él algunos miembros del Secretariado para la Unión y de la Comisión Teológica, los cuales serían designados por sus presidentes, los cardenales Bea y Ottaviani. Y este organismo debería redactar después el nuevo proyecto, teniendo presente el contenido de la declaración, discutida en el aula, y las observaciones de los padres. Los miembros del Consejo de presidencia y de la Tomisión Coordinadora, no obstante algunas diversidades de opinión, terminaron reconociendo la conveniencia de aquella solución. Introduciendo el texto sobre los hebreos en el núm. 16 del esquema sobre la Iglesia, donde se hablaba del pueblo de Israel, se trataría del pueblo judío a la luz de la revelación y en relación con el misterio de la Iglesia, es decir, en un contexto exclusivamente religioso. Así, pues, cuando el 9 de octubre monseñor Felici escribió al cardenal Bea una carta, expedida desde la Comisión Coordinadora, notificándole la deliberación, pudo afirmar que había sido adoptada por los organismos dirigentes del Concilio, «como consecuencia de la relación del eminentísimo cardenal secretario de Estado y de los pareceres surgidos de las discusiones... » Al mismo tiempo, el presidente del Secretariado para la Unión recibió una segunda carta de monseñor Pericles Felici, expedida también desde la Comisión Coordinadora. «Cumplo el honorífico encargo—escribía el secretario general en la misiva, fechada el 9 de octubre—de notificar a vuestra eminencia reverendísima que es deseo del Santo Padre que se proceda a una nueva redacción del texto sobre la libertad religiosa, ya que el actual no parece responder a los fines que se propone. Me encarga por lo mismo el eminentísimo cardenal secretario de Estado comunicar a vuestra eminencia que se elijan algunos miembros de ese secretariado, los cuales, junto con algunos miembros de la Comisión Doctrinal, redacten el nuevo texto. Formarán además parte de la dicha comisión mixta el eminentísimo cardenal Miguel Browne, los excelentísimos monseñores Marcelo Lefebvre y Cario Colombo, y el reverendísimo padre Aniceto Fernández...»

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El viernes 9 de octubre, durante una sesión del Secretariado p a r a la Unión, el cardenal Bea leyó las dos cartas de monseñor Felici. Inmediatamente se difundió entre los presentes un estado de tensión. Las más vivas protestas las provocó la segunda carta, sobre la libertad religiosa, ya que si, en opinión de los miembros del secretariado, parecía justificada la decisión pontificia de perfeccionar la declaración favoreciendo así una amplia convergencia de pareceres sobre un tema de vasta importancia social y ecuménica, no se alcanzaba a comprender, sin embargo, la razón de las otras dos decisiones—constitución de una comisión mixta y nombramiento anticipado de cuatro padres—de las que, por añadidura, ni siquiera se especificaba la «autoridad» de la que provenían. A estas dudas se sumaron otras nuevas: la elección de aquellos cuatro miembros, tres de los cuales—el cardenal Browne, monseñor Lefebvre y el P. Fernández—habían manifestado algunas reservas de fondo sobre la orientación del texto, el hecho de que el cardenal Browne y el P. Fernández pertenecieran a la Comisión Doctrinal, la patente contradicción entre el carácter revolucionario de aquellas decisiones y la actitud personal de Pablo VI, dirigida siempre a eliminar las diferencias en lugar de agravarlas..., todo esto contribuía, dentro del Secretariado para la Unión, a reforzar la opinión de que las disposiciones del Papa no habían sido aplicadas a la letra, sino «interpretadas ». «Historia» de una carta Llegados a este p u n t o , más bien que proseguir la crónica de los acontecimientos, nos parece más conveniente dar un paso hacia atrás y narrar los antecedentes de la carta del 9 de octubre. Y esto por dos razones. En primer lugar, como es obvio, para explicar mejor hasta en sus más mínimos particulares toda la complejidad del caso. En segundo lugar, p a r a poner en claro la posición y el modo de obrar de algunos personajes que, sin querer o queriendo, se convirtieron en los principales protagonistas y que fueron acusados de oscuras intrigas y maniobras, dirigidas a obstaculizar el camino del Concilio. Lo cual, sólo pensarlo, parece absurdo, si no ridículo. El Concilio es ciertamente también un hecho humano. Hombres son los que participan en él y humanas pueden ser las pasiones que anidan en él. Pero, reflexionando un poco, parece

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absurdo—repitámoslo—que un insignificante grupo de personas se haya hecho la ilusión de poder «boicotear» al Vaticano II, tratando incluso de falsificar a sabiendas el pensamiento del Papa, con tal de conseguir sus propios fines. Se puede hablar, sin embargo, eso sí, de una falta de conexión entre los organismos dirigentes, y, sobre todo, entre algunas personalidades más responsables. Como se puede hablar también de un excesivo rigorismo en la puesta en marcha de algunas indicaciones de orden general, donde hubiera sido más oportuno tener en cuenta la nueva situación que había ido madurando y las mayorías que se iban perfilando dentro de la asamblea. Pero comencemos por el principio. El 30 de septiembre monseñor Felici había recibido una carta del secretario de Estado, cardenal Cicognani, el cual le comunicaba que la declaración sobre la libertad religiosa, a juicio del Sumo Pontífice, no parecía corresponder a los fines prefijados, y le invitaba a avisar al «organismo competente»—a cuyos miembros era preciso añadir otros, especialmente versados en los sectores teológico y sociológico—a fin de efectuar una nueva redacción. El secretario general del Concilio, previendo que la cosa había de levantar una gran polvareda, había dejado transcurrir algún tiempo antes de ejecutar las «órdenes superiores». Por fin se había decidido, enviando la famosa carta del 9 de octubre no sólo al cardenal Bea, sino también al presidente de la Comisión Doctrinal, cardenal Ottaviani. Y esto, ¿por qué? Porque para monseñor Felici el «organismo competente» para la reelaboración del proyecto seguía siendo el Secretariado para la Unión junto con la Comisión Teológica. Expliquemos un poco las cosas. Se recordará que durante la fase preparatoria se habían elaborado dos esquemas, uno sobre la tolerancia, por la comisión doctrinal, y otro sobre la libertad religiosa, por el Secretariado para la Unión. Pues bien, habiendo fracasado un intento de conciliar los dos proyectos, en abierta oposición ya desde el título, se había discutido nuevamente sobre ello en la reunión de la Comisión Coordinadora del 4 de julio de 1963, cuando el cardenal Suenens había sugerido la creación de una comisión mixta—integrada por la Comisión Teológica y por el Secretariado para la Unión—para preparar un documento sobre la libertad religiosa, que había de introducirse después en el esquema sobre el ecumenismo. La propuesta había sido aceptada en líneas generales, y se había encomendado provisionalmente la redacción del esquema al secreta-

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riado, el cual, en lo referente a la parte doctrinal debería trabajar de común acuerdo con la Comisión Teológica. Todo esto se había llevado a cabo regularmente durante el segundo período, antes de la presentación del texto en el aula conciliar; pero no se había repetido después de la revisión sucesiva, efectuada por el secretariado, teniendo en cuenta las enmiendas presentadas por los padres. Monseñor Felici, por consiguiente, había pensado que tenía no una, sino dos razones poderosas para considerar como «organismo competente» el Secretariado para la Unión y la Comisión Teológica. En primer lugar la antigua decisión, no anulada jamás, de la Comisión Coordinadora (para el secretario general no se trataba, por tanto, de un «nuevo organismo»). Además la persuasión de que, si durante las discusiones se habían hecho varias reservas a la declaración, esto había dependido de la falta de perfeccionamiento del esquema, mediante la aportación específica de la Comisión Teológica. Pero no había sido menos difícil la designación de los cuatro miembros indicados en la carta del 9 de octubre. Monseñor Felici, siguiendo las directrices recibidas, había dispuesto que se añadieran al organismo encargado del nuevo proyecto algunos padres elegidos entre los oradores que habían opuesto los argumentos más sólidos al documento oficial, y había encargado de ello a uno de los subsecretarios, el español monseñor Morcillo, a quien competía la coordinación de las intervenciones en el aula. Y así había surgido aquella «rosa» de cuatro nombres: el cardenal Browne, el francés monseñor Lefebvre, superior general de la congregación del Espíritu Santo (20), el maestro general de los dominicos, P. Aniceto Fernández, y el italiano monseñor Cario Colombo, obispo titular de Vittoriana, los tres primeros porque sostenían una amplia reelaboración del texto, y el cuarto porque había sido autor de una notable y constructiva intervención. La protesta de los cardenales La tarde del viernes 9 de octubre nadie conocía aún todos estos particulares. Ni siquiera los conocían los miembros del Secretariado para la Unión, ni el mismo presidente, cardenal Bea, el cual en el decurso de la reunión se limitó a leer las dos (20) En realidad, el secretario general había dudado seriamente sobre la elección de este prelado, conociendo sus tendencias diametralmente opuestas a las de la mayoría del episcopado francés. Sólo había accedido cuando, a causa de un malentendido debido a una homonimia con otros padres, le habían asegurado que se trataba de «otro» Lefebvre.

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Cartas de monseñor Felici, absteniéndose intencionadamente de todo comentario para no exacerbar los ánimos de sus colaboradores. Pero si éstos quedaron sorprendidos y perplejos ante aquellas disposiciones, el purpurado se quedó de piedra. El 5 de octubre había sido recibido en audiencia por Pablo VI. El Papa le había hablado de la futura revisión del documento sobre la libertad religiosa, pero ni siquiera había aludido a las deliberaciones notificadas cuatro días más tarde. Era por lo mismo perfectamente natural que el cardenal Bea tuviera sus dudas sobre las últimas disposiciones. Por eso creyó oportuno escribir a monseñor Felici para pedirle una explicación acerca de la «autoridad» que había establecido la creación del «nuevo organismo», y acerca de la comisión que debería presentar en el aula el texto revisado. Y escribió también al Papa manifesfestando que estaba dispuesto a obedecer sus órdenes, pero rogándole al mismo tiempo que pusiera bien en claro cómo estaban realmente las cosas y que considerara atentamente sus posibles repercusiones en la asamblea. E n t r e t a n t o las primeras noticias comenzaron a circular por los ambientes conciliares, suscitando emoción y estupor. E n las últimas horas del domingo 11 de octubre se tuvo en la residencia del cardenal Frings una importante reunión en la que intervinieron numerosos purpurados. Y, después de una animada discusión, se decidió enviar a Pablo VI la siguiente carta: «Beatísimo Padre: H a llegado a nuestro conocimiento no sin gran dolor que la declaración sobre la libertad religiosa, aunque concuerda plenamente con los deseos de la mayoría de los padres, debería encomendarse a una cierta comisión mixta, de la que se afirma que han sido y a designados cuatro miembros, tres de los cuales parecen estar en contradicción con la orientación del Concilio sobre esta materia. E s t a noticia es para nosotros causa de extrema preocupación y de grandísima inquietud. Muchísimos hombres de toda la tierra saben bien que esta declaración h a sido ya preparada y cuál ha sido la orientación que se le h a dado. E n u n a materia de t a n t a gravedad, toda apariencia de violación del reglamento del Concilio y de su libertad comportaría un inmenso prejuicio p a r a toda la Iglesia ante la opinión pública universal. Movidos por esta preocupación, pedimos con gran insistencia a vuestra Santidad que dicha declaración siga el modo normal de proceder del Concilio, y sea t r a t a d a según las normas previstas, a fin de que no deriven de ahí grandes males para todo el pueblo de Dios. Sin embargo, si vuestra Santidad cree que es necesaria una comisión mixta,

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ésta, en nuestra humilde opinión, debería estar formada partiendo de las comisiones conciliares, como está previsto en el artículo 58, párrafo 2, del reglamento.» La carta fue firmada con toda certeza por los quince cardenales siguientes: Frinks, Alfrink, Dópfner, Konig, Meyer, Ritter, Léger, Lefebvre, Richaud, Liénart, Silva Henríquez, Landázuri. Quintero, Suenens y Rugambwa. Anuladas las disposiciones precedentes H a s t a aquel momento, aun cuando algunos padres estaban al corriente del enmarañado suceso, no había trascendido nada fuera de los ambientes conciliares. Pero hacia las catorce horas del lunes 12 de octubre la cosa se hizo de dominio público. La Oficina de Prensa de la Conferencia Episcopal Hispanoamericana lanzó la primera noticia, una noticia fragmentaria, confusa y en parte inexacta, pero que evidenció cuanto había sucedido. Más tarde se recibieron informaciones más detalladas. Se divulgó íntegramente la carta enviada por los cardenales al Sumo Pontífice (21). La opinión pública experimentó una profunda sacudida. El Concilio vivió horas de tensión y de malestar. Y este clima de inestabilidad pesó durante varios días sobre los trabajos de las sesiones debido principalmente a la falta de detalles sobre el desarrollo de la situación, la cual había mejorado notablemente en el espacio de pocas horas. El martes a las 17,30 el cardenal Frings había sido recibido en audiencia por el Papa. Este le tranquilizó plenamente sobre todo por lo que se refería a la observancia del reglamento. Al día siguiente la Oficina de Prensa de la Conferencia Episcopal Hispanoamericana difundió un breve comunicado anunciando que Pablo VI había acogido favorablemente la petición presentada por el grupo de purpurados. De hecho el texto sobre los hebreos permaneció bajo la competencia del Secretariado p a r a la Unión. Este se ocupó de la revisión teniendo en cuenta las propuestas de los padres, aunque esto no excluía una posible inserción del mismo en el esquema sobre la Iglesia. También el secretariado revisó la declaración sobre la libertad religiosa. La nueva redacción fue aprobada casi por una(21) Entonces fue cuando estalló una encendida controversia entre el Comité Conciliar para la Prensa y los periodistas que habían originado las primeras indiscreciones o habían publicado amplios pasajes textuales de esquemas aún no debatidos y que, por consiguiente, se hallaban aún bajo secreto.

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nimidad el 24 de octubre. Esta última declaración, como había solicitado el cardenal Cicognani en una carta del 16 de octubre, fue sometida para el examen de la parte doctrinal, a un organismo compuesto por cinco padres designados por la Comisión Teológica: el cardenal Browne, monseñor Párente, el padre Anastasio del Santísimo Rosario, monseñor Pelletier —miembros ya todos ellos de la Comisión Teológica—y monseñor Colombo. Estos padres se reunieron el 27 de octubre. Cuatro de ellos afirmaron que en el documento no había nada contrario a la fe y a las costumbres. Sólo uno declaró que no podía aceptar aquella doctrina. Finalmente, siempre de acuerdo con la petición del presidente de la Comisión Coordinadora, el proyecto se envió a la Comisión Teológica que se reunió el 9 de noviembre. Asistieron a ella 28 miembros: 12 de ellos votaron placel; 9 non placet y 1 se abstuvo. Las reservas formuladas por algunos se transmitieron al Secretariado para la Unión. Este tuvo en cuenta en la redacción final las que no estaban en contradicción con el texto ya aprobado. Y aquí cae el telón sobre el turbulento suceso. Pero, ¿se puede sacar de él alguna moraleja? Oigamos la opinión del P. Rouquette interpretando con bastante fidelidad—en la revista Eludes—un estado de ánimo ampliamente difundido por aquellos días entre los padres. El P. Rouquette comienza por excluir que se trataba de una «maniobra» de la secretaría de Estado o de la secretaría general del Concilio. Ha habido poca sagacidad, una cierta precipitación y una falta de coordinación entre los dirigentes del Concilio. No existen legados que lo presidan, lo cual, por una parte, es una cosa positiva, ya que sería temible una potestad demasiado amplia de un legado con tendencias partidistas. Pero se cae en el exceso opuesto. A la cabeza de la asamblea se encuentra una «polisinodia» que se ha ido complicando a medida que aparecía con mayor nitidez su ineficacia: un Consejo de presidencia que ya no preside, que se ha convertido en un simple Consejo institucional, aunque continúa ejerciendo su influjo; una Comisión Coordinadora presidida por el secretario de Estado, el cual habla siempre como tal en nombre del Papa; los cuatro moderadores, que forman parte también de la Comisión Coordinadora. Dada la indeterminación de sus atribuciones, es fácil que exista una discordancia entre estos organismos, provocada por confictos de competencia. Y en estas condiciones es funesto que el secretario general asuma una im-

portancia imprevista, viéndose obligado a suplir las indecisiones de los organismos dirigentes demasiado complejos. Tal vez—concluye el P. Rouquette—la gran emoción suscitada por este acontecimiento fue exagerada. Pero no ha sido inútil. La carta de los cardenales ha demostrado que la libertad del Concilio permanece intacta. Ha sido una llamada a la claridad y a la rectitud. Ha sido una legítima protesta contra las deficiencias estructurales de las sesiones. Todo ello dentro del espíritu de aquella colegialidad tan cacareada y tan poco practicada. Es normal y justo que se informe al Papa, se le aconseje y a veces se le ponga en guardia respetuosamente contra un posible peligro.

Revalorizado el ministerio sacerdotal Si las polémicas y los contratiempos de los días precedentes habían comprometido, al menos en parte, una posible clausura del Concilio dentro del 1964, la discusión del proyecto sobre la vida y el ministerio sacerdotal la hizo definitivamente imposible. Desde aquel momento a todos pareció inevitable la convocación de un cuarto período. La discusión comenzó el 13 de octubre. Se hallaban presentes en ella por deseo del Santo Padre unos cuarenta párrocos. Más tarde, el 17 de noviembre, hablaría en el aula conciliar un párroco español, L. Marcos, para exponer a la asamblea algunos problemas a los que el clero de nuestros días es particularmente sensible. El texto, excesivamente reducido a causa de los cortes realizados por la Comisión Coordinadora, se componía de un proemio y de doce «proposiciones». Resumámoslas brevemente. 1) Las relaciones del sacerdote con los seglares. 2) La vida sacerdotal según el Evangelio, recomendándose especialmente la pobreza y la sencillez de vida, la obediencia y el celibato. 3) Las virtudes que deben brillar en el ministerio sacerdotal. 4) La unión y la fraternidad entre los sacerdotes. 5) El estudio como deber esencial del estado sacerdotal. 6) La necesidad de una ciencia pastoral en consonancia con las circunstancias locales. 7) La solicitud de todas las Iglesias. 8) Una mejor distribución del clero. 9) El recto uso de los bienes eclesiásticos.

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10) La importancia que debe atribuirse a los oficios eclesiásticos, dejando a un lado el sistema de los «beneficios». 11) La justa retribución del clero. 12) Un fondo común de bienes en cada diócesis, de modo que las más ricas puedan ayudar a las más pobres. Por lo que se refería en particular al celibato, en la última redacción se habían introducido algunas adiciones significativas. «Aquellos que siguiendo el consejo y la determinación de la Iglesia y confiando en la gracia de Dios—se decía—han abrazado el sagrado celibato, sean fieles a él con todo el corazón y se alegren de estar de este modo estrechamente unidos a Cristo y de servir con mayor libertad a la familia de Dios. Perseveren en este estado con rectitud y fortaleza para alcanzar cada día mayor libertad en el servicio de los demás y para adquirir en Cristo una paternidad más plena.» Precisamente por aquellos días L'Osservatore Romano publicó una breve nota en la que se decía que, ya que se estaban «multiplicando en la prensa noticias, entrevistas y comentarios fantasmagóricos relativos a la ley del celibato eclesiástico», se creía «autorizado para precisar que la ley permanece firme en todo su vigor», afirmando además que la «sentencia de nulidad o la eventual dispensa, rigurosamente motivada, de las obligaciones, lejos de derogar la ley del sagrado celibato, asegura su integridad y defiende su prestigio». El primer orador fue el cardenal Meyer. Sus críticas y los calurosos aplausos finales dé'los padres hicieron intuir en seguida la suerte que correría el proyecto. «Este tema—afirmó—merecería un esquema propiamente dicho, y una discusión amplia y análoga a la que se ha tenido sobre el esquema de los obispos. Esta sugerencia encuentra además su fundamento en la necesidad de proclamar nuestra estima, nuestro interés y nuestra solicitud por los sacerdotes. Además el esquema se limita exclusivamente a hablar de los deberes de los sacerdotes, sin presentar ninguna consideración que pueda confortarlos y estimularlo sen el desempeño de su difícil cometido.» En conclusión, «que el esquema sea reelaborado». Y fue este, de la necesidad de una nueva y total reelaboración del texto, el leit-motiv continuo, insistente y después casi tedioso, de toda la discusión. En las diversas intervenciones se estudiaron más a fondo algunos temas de mayor interés, por ejemplo, la dignidad del sacerdote, los medios de santificación personal, el estímulo a una vida de mayor pobreza evangélica y disponibilidad apostólica. 370

El cardenal Ruffini aconsejó que se antepusiera al documento una introducción sobre la dignidad, la sublimidad y el fin del sacerdocio. Las exhortaciones dirigidas a los sacerdotes en el esquema—añadió—son útiles sin duda, pero tal vez sería mejor que el Concilio pusiera bien en claro los aspectos a veces heroicos de la vida sacerdotal y de la vida del párroco, e hiciera comprender que los obispos no ignoran las vicisitudes, los méritos y las obras de su clero. Una vez establecida la dignidad del sacerdocio, se pasaría inmediata y naturalmente a la necesidad de una santidad especial por parte del sacerdote, y a los ejercicios de piedad con los que es necesario alimentarla. Se afirmó además la conveniencia, para los sacerdotes, de una «vida común», la cual—dijo monseñor Casullo, obispo auxiliar de Pinheiro, en Brasil—aumenta la posibilidad de la asistencia humana, cultural y pastoral, y facilita más la distribución del trabajo apostólico según las especializaciones... Se notó además con satisfacción la firmeza con que se hablaba en el texto de la obligación del celibato. Este deber, sin embargo—observó el cardenal Alfrink—, debería exponerse mejor, de acuerdo con la Escritura y la tradición «para hacer comprender que los padres conocen las dificultades de los sacerdotes e intentan ofrecerles todos los auxilios posibles para su vida espiritual y para su ministerio pastoral...». Se afrontó también el espinoso problema de los beneficios. Este sistema—afirmó el húngaro monseñor Bánk, uno de los cinco obispos elegidos a consecuencia del acuerdo establecido entre la Santa Sede y Hungría en septiembre de 1964—sería bueno corregirlo, ya que es «con frecuencia nocivo para las almas» y «fuente de injusticias». «El sistema de los derechos de estola para los sacramentos aparece como un comercio. Es preciso revisarlo y establecer entre tanto el sistema de la "clase única" para los matrimonios y funerales...» Se subrayó repetidamente la urgencia de buscar una solución al problema de la distribución del clero, tratando de encontrar —sugirió el español monseñor Añoveros Ataún—una fórmula jurídica suficientemente generosa y abierta, ya que las obras y las iniciativas actuales de cooperación resultan muy complejas y absolutamente inadecuadas... Hacia el cuarto periodo conciliar Dejando aparte estas consideraciones, todos los oradores, o al menos una gran mayoría, se inclinaron de una manera

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especial hacia la reelaboración del proyecto, considerándolo demasiado sintético, vago y paternalista, falto de orden lógico y de inspiración misionera y ecuménica. El esquema debía ser ampliado independientemente del hecho de que se estaba preparando ya un mensaje a los sacerdotes. La intervención del brasileño monseñor Gomes dos Santos, que habló en nombre de 112 obispos fue muy notable. «Incluso en su nueva redacción —afirmó—el texto ha causado una gran desilusión. Creemos que el texto de las proposiciones es una injuria para nuestros carísimos sacerdotes que trabajan con nosotros en la viña del Señor. Si el Concilio Vaticano II ha dicho cosas tan hermosas y sublimes al hablar de los obispos y de los seglares, ¿por qué ahora dice tan poco y tan imperfectamente de los sacerdotes? No ignoramos la recta intención de cuantos han trabajado en el esquema. Los alabamos, pero deploramos los resultados (...). Nuestros sacerdotes esperan de nosotros algo muy distinto, es decir, un texto que exponga con mayor penetración la teología del sacerdocio, que dé una verdadera imagen de la vida sacerdotal conforme a la de Cristo sacerdote, que ofrezca una verdadera descripción del ministerio sacerdotal según la imagen de la Iglesia plenamente renovada y las legítimas exigencias de los hombres de hoy. Después de una madura reflexión, proponemos con insistencia que el texto no se someta a votación, sino que se prepare uno nuevo, más digno, que se discuta y se vote en la cuarta sesión.» (Aplausos.) «Venerables padres, no nos dejemos arrastrar por la prisa, enemiga de la perfección. El sacerdocio es algo muy grande y muy sagrado. No podemos tratarlo precipitadamente. Debemos a nuestros sacerdotes, llamados a trabajar por el Señor, al menos este testimonio de amor y de veneración.» (Un aplauso muy prolongado.) Las críticas del prelado brasileño hicieron mella en el auditorio, y no fue ciertamente pura casualidad el que, mientras al principio de la sesión se habían anunciado las votaciones para el día siguiente, el 15 de octubre, al final de la congregación general se comunicara su dilación para cuando determinasen los moderadores. Al día siguiente, terminada la discusión, se hizo la misma advertencia. En la tarde de aquel día debería reunirse la Comisión Coordinadora, a cuya competencia los moderadores habían encomendado toda la cuestión. La reunión fue particularmente difícil y laboriosa. Pero es también verdad que la decisión que el organismo debería tomar era de suma importancia, ya que aceptar la invitación

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a discutir más ampliamente las «proposiciones» y a admitir una posible revisión significaba «ipso facto» abrir las puertas a un cuarto período conciliar. Finalmente prevaleció la opinión de condescender al deseo de la mayoría, determinando—y así se comunicó en el aula el día siguiente—pedir a la asamblea, después de un «breve examen de cada uno de los esquemas, si tenía intención de efectuar el escrutinio. Si la respuesta era afirmativa por mayoría absoluta, los padres procederían a la votación sobre los diferentes puntos con la triple fórmula placel, non placel y placel iuxta modum. En caso contrario, el esquema sería remitido a la comisión competente para que en breve tiempo lo revisara de acuerdo con las observaciones propuestas. El 19 de octubre, adoptando el nuevo procedimiento, se votó el esquema sobre la vida y el misterio sacerdotal. Los placel, es decir, los votos favorables a un escrutinio inmediato sobre las doce «proposiciones» fueron sólo 930, y los non placet 1.199. El texto por lo mismo debía volver a la comisión. Pero el resultado de aquella votación significaba además en la práctica otra cosa, que el Concilio no terminaría con el tercer período.

Las iglesias orientales no son «iglesias particulares» El 15 de octubre había comenzado la discusión del esquema sobre las iglesias orientales. Una discusión—digámoslo en seguida—desconcertante por muchos motivos e incluso contradictoria. En efecto, desde el principio todos los padres orientales indistintamente habían lanzado sus diatribas contra el decreto, criticando su orientación y sus fines. Después, a pesar de que los oradores «latinos» se habían mostrado de la misma opinión, los orientales diereon de repente marcha atrás. De este modo el proyecto no sólo superó el primer obstáculo, es decir, la votación de sondeo, sino que superó también casi indemne los escrutinios sucesivos y finalmente, apenas enmendado en algunos puntos, fue aprobado y promulgado en la clausura del tercer período... Y sin embargo el patriarca Máximos IV Saigh había sido clarísimo en su intervención. En el preámbulo del esquema —había observado—«se alaba a la Iglesia Católica por la estima profesada constantemente a las iglesias orientales. De aquí se siguiría lógicamente, o que la Iglesia católica se indentiflca con la Iglesia latina, o que las iglesias orientales no per-

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tenecen esencialmente a la Iglesia católica. Ambas afirmaciones son inexactas». «La redacción de un esquema especial para las iglesias orientales—dijo el egipcio monseñor Ghattas—ha sido inoportuna. Esto engendra la impresión de que son un apéndice de la Iglesia católica y de que ésta se identifica con la Iglesia latina. El mismo texto, por su parte, confirma tal impresión al hablar del respeto y de la consideración que la Iglesia católica tiene a las instituciones y a los ritos de las iglesias orientales. Esta expresión indica una falsa distinción entre Iglesia católica e iglesias orientales. Las iglesias orientales forman parte de la Iglesia católica con el mismo derecho que la Iglesia latina, pues la Iglesia latina es también una Iglesia particular como las demás. El esquema, sin embargo, parece casi afirmar que sólo las iglesias orientales son iglesias particulares.» También los padres «latinos» habían declarado expresamente que compartían las preocupaciones manifestadas por los orientales. El cardenal Kónig había desaprobado la dudosa perspectiva con que el proyecto había sido elaborado, ya que, más que insistir en la reconciliación con las iglesias ortodoxas en cuanto tales, parecía más bien animar a hacer proselitismo y a perseguir la reconciliación con cada uno de los fieles (22). Y el cardenal Lercaro, después de un minucioso análisis del contenido del documento, había desaconsejado adentrarse en disposiciones particulares relativas principalmente a las iglesias orientales, dejándolas por lo mismo a la competencia de cada iglesia. Así, pues, con estas premisas, ¿no era de esperar una completa desaprobación del esquema o al menos una tenaz oposición a la aprobación de aquel proyecto? Y sin embargo no sucesió así. Inesperadamente todo resultó bien. Para explicar lo sucedido se dijo que los obispos orientales habían levantado demasiado la voz intenciondamente, con el fin de obtener alguna concesión más respecto de aquellas que la asamblea parecía querer otorgarles. Se dijo también que en medio de la discusión los orientales se habían dado cuenta de que prosiguiendo a aquel paso, con todas aquellas intervenciones tan discordantes entre sí, corrían el riesgo de indisponer (22) Esta concepción podría poner en un grave embarazo a las iglesias orientales católicas frente a las ortodoxas, las cuales consideran ya a las iglesias «uniatas» como una «lunga manus>' de Roma en el corazón de Oriente como el primer obstáculo insuperable para una futura unión con el catolicismo.

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los ánimos y de no conseguir nada, y en consecuencia decidieron repentinamente dar marcha atrás. Pero, antes de seguir adelante, detengámonos un momento ante las 29 «proposiciones» en que se articulaba el decreto y en las que se trataba de todas las cuestiones relativas a las iglesias orientales: la conservación de sus tradiciones y de su patrimonio espiritual, la institución patriarcal, las normas para la administración de los sacramentos, con algunas prescripciones sobre la restauración del diaconado y sobre los matrimonios mixtos, las relaciones con los hermanos separados, con una referencia especial a la communicatio in sacris. Tres temas sobre todo, debido a su complejidad, habían exigido un prolongado estudio por parte de la comisión competente, la cual había creído oportuno introducir algunos cambios en el derecho vigente: 1) Por lo que se refiere al rito al que deberán pertenecer los no católicos bautizados en un rito oriental, en el momento de entrar en la Iglesia católica, se había optado por la «obligatoriedad» de la permanencia en el propio rito, admitiéndose, sin embargo, la posibilidad de recurrir a la Santa Sede. 2) Acerca de la «forma » del matrimonio, se había decidido volver a la antigua disciplina que exigía la forma canónica sólo para la licitud, mientras que para la validez se estimaba como suficiente la presencia de un ministro del culto, aunqueno fuera católico. 3) La comisión había determinado atenuar la disciplina vigente sobre la communicatio in sacris, motivada por la validez de los sacramentos entre los orientales separados, por su buena fe y sincera voluntad, por las exigencias del bien espiritual, del amor y de la concordia entre los cristianos, excluido, como es obvio, el peligro de una adhesión formal al error, de desviaciones en la fe, de ofensa a la unidad de la Iglesia, de escándalo y de indiferentismo. Diversidad de opinión entre los padres orientales Hemos hablado más arriba de una diversidad de opinión entre los mismos padres orientales. Se tuvo en seguida un ejemplo clarísimo de ello a propósito de la elección de rito por parte de los no católicos que abrazan la religión católica. «Libertad de elección»—sostuvieron el patriarca de Alejandría de Egipto para los coptos, Esteban I Sidarouss, y el maronita monseñor Ayoub. «Conservación del rito originario»—repli-

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carón el patriarca de Cilicia de los armenios, B atañían, el obispo copto monseñor Ghattas, el melquita monseñor Zoghby y el vicario patriarcal para los melquitas de Damasco monseñor Tawil. Este último llegó a pedir la supresión del patriarcado de Jerusalén, cuya creación, primero, y su restauración, después, «hicieron de la latinización casi una institución». «Los orientales—añadió—deben mucho a la Iglesia latina y la aman, pero la latinización del Oriente cristiano no se debe tolerar en absoluto, por el bien de la Iglesia universal.» Otro tema delicado y discutido fue el de las funciones y prerrogativas de los patriarcados. Una institución—afirmó Máximos IV Saigh—que no es «propia» del Oriente, sino «común de la Iglesia Católica, la cual se honra de tener como jefe al sucesor de Pedro, que es también el patriarca de Occidente». «El patriarcado no es una simple honorificencia. Su dignidad debe ser la expresión externa de su importancia real. Por eso no hay que limitarse a cubrir de honores y de atenciones a los patriarcas orientales para tratarlos después como subalternos, condicionando su autoridad hasta en los más mínimos detalles por medio de infinitos recursos obligatorios, antecedentes y consiguientes a la Curia Romana. Quedando a salvo las prerrogativas del sucesor de Pedro, el patriarca junto con el Santo Sínodo debe ser normalmente la última instancia para todos los asuntos del patriarcado. Esta autonomía canónica interna ha salvado al cristianismo oriental en medio de tantas vicisitudes. Esta podría ser una fórmula digna de consideración para otros grupos eclesiales que se encuentran en circunstancias especiales, podría servir además como base de unión entre la Iglesia católica y las otras iglesias de Oriente y de Occidente.» El superior general de la congregación benedictina bábara, P. Hoeck, se adhirió plenamente a las tesis enunciadas por Máximos IV Saigh. Más aún, las desarrolló hasta el punto que llegó a sostener, o al menos así pareció, la autonomía canónica y jurídica de los patriarcados. Esto no podía menos de alarmar a algunos prelados orientales, induciéndoles a reaccionar vivamente. «Sería oportuno—dijo el egipcio monseñor Bayan—distinguir entre la dignidad y el honor debido al patriarca y al Sínodo patriarcal. No parece conveniente acentuar demasiado la potestad del patriarca.» Y monseñor Bidawid, en nombre de la conferencia episcopal de Babilonia de los caldeos: «Los patriarcas orientales no son ni de institución divina ni de

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institución apostólica, sino de simple institución eclesiástica. » Los reiterados choques entre los oradores orientales comenzaron a llenar de preocupación a algunos padres más perspicaces. Monseñor Edelby manifestó francamente sus aprensiones. «Pero ¿qué es lo que quieren los padres orientales? ¿Les gusta o no les gusta este esquema? En las intervenciones han surgido diversas opiniones, y no hay unanimidad ni siquiera entre ellos. Esta diversidad de opinión deriva de las diversas orientaciones apostólicas y de las diferentes situaciones. Que se confirme, pues, lo que agrada a la mayoría.» Ciertamente —concluyó el consejero patriarcal de Antioquía de los melquitas—«el esquema no es el mejor de todos; está lejos de ser perfecto, pero en las circunstancias actuales no se podía hacer mejor, aunque es posible perfeccionarlo ulteriormente. En efecto, algunos puntos deben ser revisados a fondo y armonizados, en su inspiración, con otros esquemas. Pero si el esquema fuera rechazado, existiría el grave peligro de que la reforma de la disciplina vigente, conseguida a duras penas sobre algunos puntos, sea nuevamente enviada a alta mar». El mismo monseñor Bukatko en su relación conclusiva exhortó a los padres a aprobar el esquema. «Un voto negativo —observó—no serviría para nada y echaría a perder las cosas buenas que existen y que marcan un progreso.» Los padres, y en primer lugar los orientales, no pudieron menos de reconocer la lógica realista de aquella invitación. El 20 de octubre en el escrutinio de sondeo sobre el proyecto en su totalidad los placet fueron 1.911, los non placet 265 y 4 los votos nulos. En los dos días siguientes se tuvieron otras siete votaciones sobre otras tantas partes del decreto. Sólo la segunda votación que se refería a las «iglesias particulares» dio un resultado parcialmente negativo, y en consecuencia el texto fue corregido de acuerdo con las enmiendas propuestas por los 719 placet iuxta modum. Los placet de esta votación fueron 1.373, los non placet 73 y los votos nulos 5. El trabajo de revisión se llevó a cabo en las cuatro semanas sucesivas. Pero en realidad, a excepción de algunos retoques, el esquema apenas resultó modificado ni en el fondo ni en la forma. Se cambió el título por el de «iglesias orientales» y, al hablar de «iglesias particulares», se precisó que esta expresión equivalía a «ritos». Sobre el problema de la conservación del rito, la comisión se vio obligada a acudir a un compromiso.

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Se extendió el caso al retorno de cualquier acatólico, incluso no oriental, a la Iglesia católica, y se facilitó y amplió al máximo la posibilidad de recurrir a la Santa Sede, especificando que el recurso no debía entenderse como una limitación de la libertad, sino como un uso ordenado de la misma, en vistas al bien común. Por lo que se refiere a la institución patriarcal se introdujerosn sólo leves variantes, prefiriendo atenerse al estado actual de las cosas (23). Finalmente se añadió una conclusión para determinar mejor el carácter de las disposiciones disciplinares, válidas «en las actuales condiciones hasta que la Iglesia católica y las iglesias orientales separadas lleguen a la plenitud de la comunión». Pero volvamos a la discusión del esquema en el aula. El 20 de noviembre la asamblea aprobó en primer lugar el pasaje referente a las «iglesias particulares», después, el «modo» según el cual se habían introducido las correcciones, y finalmente todo el texto, con 1.964 placel, 135 non placel y 5 votos nulos. Al día siguiente, durante la sesión pública en presencia del Papa, se votó por última vez y fue definitivamente aceptado: votantes 2.149, placel 2.110 y non placel 39. La Iglesia en el mundo contemporáneo Finalmente, después de tantas reelaboraciones, desaprobaciones y polémicas, el 20 de octubre comenzó la discusión del esquema sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, el esquema XIII, para entendernos mejor. Este esquema babía nacido en el Concilio, ya que había tenido su origen en aquellas perspectivas nuevas abiertas en primer lugar por Juan XXIII con el radiomensaje del 11 de septiembre de 1962 y con la alocución del 11 de octubre, y que después hicieron suyas los padres con el mensaje a la humanidad, con la individuación de los fines reales a los que el Concilio debía tender, con las intervenciones magistrales de los cardenales Lercaro y Montini, y especialmente del cardenal Suenens por su aguda exposición del doble campo de actividad de la Iglesia: ad intra, es decir, el diálogo con sus fieles y con los hermanos que aún no están (23) N o se aceptaron en este punto numerosas peticiones como, por ejemplo, la enumeración de las antiguas sedes patriarcales, una definición más explícita de la autonomía canónica de las iglesias patriarcales, la precedencia de los patriarcas sobre los cardenales, la posibilidad de los patriarcas de elegir Papa y de asistir al cónclave... Problemas, especialmente los últimos, que caían bajo la competencia del Sumo Pontífice y que Pablo VI había de resolver en parte pocos meses más tarde en el consistorio de febrero de 1965 creando cardenales a casi todos los patriarcas orientales y asignándoles un puesto particular en el Sacro Colegio, es decir, sin adscribirlos al clero romano.

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visiblemente unidos con ella, y ad extra, es decir, la actividad de la Iglesia en cuanto que establece el diálogo con el mundo. El esquema XIII había encontrado allí, en la problemática misma del Vaticano II, su linfa vital, su razón de ser, apareciendo siempre con el complemento natural de la obra del Concilio, cuyos tres estadios principales había delineado cuidadosamente Pablo VI en la Ecclesiam suam. En primer lugar, la «conciencia» de la Iglesia que se repliega sobre sí misma para reflexionar sobre su naturaleza divina. En segundo lugar, el «aggiornamento» de la Iglesia que advierte la necesidad de renovar sus estructuras y sus métodos pastorales. Y, finalmente, «el diálogo». La Iglesia instituida para los hombres, no puede separarse del mundo y permanecer en una actitud meramente defensiva. Debe, por el contrario, intensificar el coloquio con todos los hombres para conocer sus condiciones, sus exigencias más concretas y sus más profundas esperanzas, y para exponer el propio pensamiento sobre los problemas más graves de nuestros días, de qué modo intenta participar en ellos y la contribución que los cristianos pueden y deben dar para proveer a las necesidades más urgentes de la humanidad. Pero si eran estos los principios generales en los que el esquema debía fundarse, precisamente aquí anidaban las primeras dificultades sustanciales. En efecto, ¿cómo determinar la relación entre la autoridad de la Iglesia y la autoridad de la ciudad terrestre, ambas soberanas en su propio orden? ¿Cómo explicar que la Iglesia no mira con indiferencia las realidades terrestres, y además que su misión no se circunscribe a la solución de los problemas de nuestro tiempo? ¿Cómo distinguir con exactitud en una sociedad sujeta a continuas transformaciones, los problemas verdaderamente esenciales, sobre los que la Iglesia pueda emitir su juicio, de los problemas particulares y cambiantes? Para superar estos obstáculos, más que insistir en el concepto de diálogo puro y simple—que podría inducir a pensar en una separación entre la Iglesia y el mundo—, se trató de acentuar otro aspecto que reflejara mejor las relaciones entre la Iglesia y el orden temporal, es decir, la presencia de la Iglesia en el mundo. Se intentó, con otras palabras, presentar una doctrina válida para las circunstancias concretas del mundo contemporáneo, consideradas en su aspecto positivo y en los peligros a ellas inherentes. Esta doctrina trascendía, por otra parte, las coyunturas históricas particulares. Se trataba de hacer una interpretación teológica de la situación real del mundo moderno y de los deberes que incumben a los cristianos,

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pero sin adentrarse en temas demasiado específicos, ligados a la solución de las cuestiones más urgentes de los hombres de hoy, y cuyo examen pareció más oportuno confiarlo a algunas «adiciones», que por lo mismo no comprometerían directamente la autoridad del Concilio en una materia tan compleja e inestable. Resultó así, al menos en la intención de los redactores, un documento que no era estricta y solamente doctrinal ni, menos aún, disciplinar o jurídico, sino más propiamente pastoral y expresado en un lenguaje suficientemente accesible a aquellos a quienes, en definitiva, se dirigía. El proyecto se componía de un proemio, cuatro capítulos y una conclusión. El proemio comenzaba sosteniendo que la Iglesia, representada por el Concilio, se halla presente en el mundo actual y es sensible a los «signos de los tiempos», y se dirige a todos los hombres en el espíritu y en la luz de Cristo. El capítulo primero exponía la vocación integral del hombre, que consiste en recibir con gratitud los dones de Dios y en hacerlos fructificar armoniosamente según sus designios, sin engolfarse únicamente en los valores materiales. La Iglesia consagrada al servicio de Dios y de los hombres —se decía en el capítulo segundo—debe ayudar a la humanidad a poner en acto su vocación y conseguir la prosperidad temporal, recibiendo a su vez ayuda del mundo en la realización de su misión. El capítulo tercero explicaba cómo deben comportarse los cristianos en el mundo en que viven. Generosamente fieles al Evangelio, deben cooperar a la verdadera prosperidad de la ciudad terrena, animados por la caridad y por la justicia, con un corazón verdaderamente católico, dispuestos a colaborar con los demás, abiertos a todo sano progreso. Y este diálogo con el mundo debe realizarse con espíritu de pobreza y de servicio, de fraternidad, de simpatía y de comprensión. En el capítulo cuarto se exponían los deberes más importantes de los cristianos de nuestro tiempo: tutelar la dignidad de la persona humana y la recta concepción del amor conyugal, del matrimonio y de la familia, a pesar de las graves dificulíades de todo género que se interponen, especialmente por lo que se refiere a la procreación de nuevas vidas; hacer progresar la cultura, respetando todos los sanos valores de cada pueblo; conferir una impronta humana y cristiana a la vida económica y social; fomentra la solidaridad entre los pueblos, sobre todo ayudando a los países menos desarrollados y promoviendo una adecuada solución de los problemas más graves, por 3'8Ü

ejemplo, el problema derivado del incremento demográfico; consolidar la verdadera paz, creando las condiciones indispensables para alejar el espectro de la guerra. En la conclusión se hacía un llamamiento a todos los hombres, especialmente a los que creen en un solo Dios, a fin de que tomen conciencia de la voluntad de la Iglesia de cooperar con ellos al bien de todo el género humano. También se dirigía una palabra de perdón a cuantos están lejos de la Iglesia, una palabra de excusa, si les hubiera inferido alguna ofensa, a cuantos son contrarios a ella, una invitación a conocerla mejor a cuantos la persiguen. Servían de corolario al esquema las adiciones, que constituían prácticamente la redacción primitiva del esquema, y en las que ahora se desarrollaban los principios contenidos en el capítulo cuarto. Estas adiciones, aunque no debían discutirse ni votarse, se entregaron también a los padres como «instrumentos de trabajo para el estudio del texto». Durante la discusión los oradores las tuvieron presentes y las mencionaron, ya que formulaban más adecuadamente algunos temas, y con frecuencia se pidió que se utilizaran para la reelaboración del proyecto. Es imposible escribir aquí la historia, larga y complicada, de la elaboración del documento, y, sobre todo, de las diversas redacciones a que fue sometido antes de llegar al aula. Bastará recordar las etapas principales. Había sido remitido a la competencia de un organismo mixto, formado por los miembros de la Comisión Doctrinal y de la Comisión para el Apostolado de los Seglares. El primer proyecto no había sido aceptado por la Comisión Cooordinadora, a consecuencia de una relación sustancialmente negativa hecha por el cardenal Suenens, el cual había convocado después en Lovaina a un grupo de peritos para confiarles la preparación de un nuevo proyecto. Más tarde había sido enviado a una subcomisión central presidida por el obispo de Livorno, monseñor Guano, y había sido nuevamente modificado con las aportaciones de numerosos prelados, sacerdotes y seglares de diferentes países. En febrero de 1964, en una reunión tenida en Zurich, había sido revisado, y en junio había sido aprobado por el organismo mixto y perfeccionado de nuevo con la aportación de varios peritos especialmente de la Comisión Doctrinal. Finalmente, habiendo surgido otras propuestas e indicaciones, se había decidido fijar algunas «directrices para la futura elaboración del texto» y distribuirlo a los padres antes del comienzo de

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la discusión, evidentemente para prevenir las reservas que podrían surgir en el aula. Un esquema, pues, que se resentía de las múltiples revisiones, de la heterogeneidad de las personas que habían trabajado en él, de la complejidad misma de la materia. Un esquema que no era todavía satisfactorio, que necesitaba muchas enmiendas. Así lo dijo con la mayor sinceridad del mundo el relator, monseñor Guano, quien invitó a los padres a formular sus críticas, pero «con espíritu constructivo».

Se abre la discusión del «Esquema XIII» Comenzó por fin la discusión general. Ya las ocho primeras intervenciones, todas de cardenales, hicieron vislumbrar las tendencias que se habían de perfilar claramente después dentro de la asamblea. Sólo uno de los oradores, el cardenal Ruffini, se mostró resueltamente contrario al esquema. El texto —dijo— «contiene afirmaciones m u y discutibles y a veces incomprensibles. Algunas dejan suponer que se acepta —especialmente en algunos problemas bastante delicados— el falso sistema del evolucionismo y de la moral de la situación». Todos los demás, por el contrario, afirmaron la necesidad y la oportunidad, dada además la expectación de la opinión pública de que el Concilio se ocupara de aquellos temas, aun exigiendo algunas modificaciones y una sistematización más razonable. Varios padres pidieron ante todo que el texto precisara bien la relación entre fin natural y sobrenatural—distintos, es verdad, pero también en perpetuo contacto entre sí— para dar un fundamento más sólido a la teología de las realidades terrestres, y para mostrar el vínculo existente entre la vocación terrena y celeste del hombre, las exigencias del Evangelio en las relaciones humanas, la obligación de una presencia efectiva de los cristianos en el mundo. El proyecto —explicó el cardenal Meyer— «explica por qué el cristiano debe colaborar en la construcción del mundo, pero no explica por qué el trabajo cotidiano pertenece también a la salvación total del hombre. Se teme demasiado al contagio del mundo. Es necesario liberarse de todo prejuicio maniqueísta y manifestar abiertamente que también el mundo material forma parte de todo el plan de la redención. Es necesario enseñar que el perfeccionamiento del orden material

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contribuye al perfeccionamiento del hombre y al desarrollo de sus facultades superiores»(24). Se pidió también una mayor precisión teológica sobre diversos puntos, especialmente sobre el significado de «mundo» y sobre la noción y el valor de los «signos de los tiempos», una aclaración que especificara a quiénes pretendía dirigirse el texto —si a los católicos de un modo especial y sólo indirectamente a los demás, o a todos los hombres directamente—, una mayor claridad y concisión de estilo, un perfeccionamiento de los principios fundamentales, sobre todo a la luz de la Sagrada Escritura, y a que —observó el cardenal Bea— el documento se dirige ante todo a los fieles, los cuales deben instruirse en las fuentes de la fe acerca del modo de comportarse en el mundo. Se auguró repetidamente que se describieran las condiciones del mundo moderno con una visual más universalista, ya que el proyecto, como observó el africano monseñor Tchidimbo, parecía «concebido exclusivamente para los pueblos europeos y americanos», y con una visual más realista, insistiendo en la teología del pecado y de la cruz, con el fin de evitar la impresión de un optimismo demasiado fácil. Se pidió también que se examinara más ampliamente el problema del hambre, del desarrollo y sobre todo del ateísmo, teniendo presente cuanto había propuesto Pablo VI en la Ecclesiam suam. «El esquema —dijo en su intervención el cardenal Suenens— no habla suficientemente del fenómeno moderno del ateísmo militante en sus diversas formas. No basta condenarlo. Es necesario más bien investigar por qué tantos hombres niegan a Dios y combaten la fe. H a y que caer en la cuenta de la idea que tienen de Dios y buscar los caminos del diálogo para iluminarlos adecuadamente, pues con frecuencia sólo conocen una caricatura de Dios.» «El esquema —-afirmó el irlandés monseñor Conway— es excesivamente tímido en su apertura al mundo t a n t o en el contenido como en el lenguaje. No habla de la persecución contra la Iglesia en algunos países. Se puede objetar que este silencio es intencionado para no obstaculizar el diálogo con el ateísmo, pero la verdad y la sinceridad son la condición elemental de todo diálogo.» (24) Más tarde el sudafricano monseñor Hurley, tratando todavía de las relaciones entre el orden natural y el fin sobrenatural del hombre, había de aludir expresamente a la «espléndida visión religiosa y científica, al mismo tiempo evolutiva y escatológica», de aquel ilustre hijo de la Iglesia que fue el P. Teilhard de Chardin.

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Otras cuestiones omitidas en el texto —observó el español monseñor Morcillo— son las relativas al trabajo humano, a la inmoralidad que lo invade todo, al «aluvión de sensualidad y de sexualidad», al hambre, a la opresión de los pueblos cristianos y al acceso de los nuevos pueblos a la libertad y a la civilización. La conclusión del orador fue más bien negativa: «La omisión de estos problemas y el uso de un lenguaje distante de la mentalidad del hombre contemporáneo hacen necesaria la reelaboración de todo el esquema. No menos drástica fue la intervención del inglés monseñor Heenan, el cual, después de afirmar que el proyecto «no era digno de un Concilio», se ocupó de la pildora anticonceptiva que «se espera como la panacea para todas las dificultades sexuales de los cónyuges. Tanto el esquema como las adiciones no dudan en vaticinar la consecución de una solución en este campo. A los cónyuges, y sólo a ellos, corresponde el juicio moral en tales cuestiones. Cada uno debe hacer uso de su propio juicio. Sin embargo —añade nuestro documento—, los cónyuges deben comportarse en conformidad con la doctrina de la Iglesia. Pero es esto precisamente, venerables padres, lo que los cónyuges piden: ¿cuál es la doctrina de la Iglesia? Nuestro esquema no responde a esta pregunta y de este modo, si no me equivoco, se da pie a cuantos, después del Concilio, se apoyarán en nuestro silencio para impugnar la sana doctrina». En consecuencia el arzobispo de Westminster propuso que el esquema se remitiera a una nueva comisión, y «sólo cuando dentro de tres o cuatro años, en la cuarta y última sesión del Concilio, se pueda tener en la mano un nuevo texto que responda a la dignidad del Concilio, a la importancia de los problemas y a las esperanzas de los hombres de hoy, sólo entonces se podrán discutir todos estos problemas sociales». Pero, aunque la mayoría de los oradores se habían mostrado favorables al proyecto, solicitando, sin embargo, numerosas y oportunas correcciones, existía el peligro de remitirlo en seguida clamorosamente a la comisión competente. Si esto sucedía, provocaría profundas desilusiones entre los católicos y en la opinión pública mundial. Esta dificultad la advirtieron muy pronto dos moderadores, los cardenales Lercaro y Dopfner. «Hay que comenzar a examinar el esquema desde ahora, en esta tercera fase conciliar —dijo el arzobispo de Bolonia—, aceptando el texto presentado como base de discusión. Remitir el texto a la co-

misión precipitadamente, sin discutirlo, significaría impedir todo perfeccionamiento real y consistente. La experiencia ha demostrado la enorme contribución que las sugerencias y las propuestas de los padres, surgidas de la discusión conciliar, ofrecen para el perfeccionamiento de los esquemas.» Además, «sería necesario evitar alimentar ulteriormente las esperanzas, tal vez exageradas, que el esquema ha suscitado y está suscitando en el mundo. No podemos tolerar que el esquema se considere como la respuesta última y definitiva de la Iglesia y su ayuda más válida y eficaz al mundo contemporáneo. La palabra más auténtica y eficaz que la Iglesia dirigirá al mundo con este Concilio consistirá en su renovación interior, que la hará semejante a la luz sobre el monte». El mismo monseñor Guano en su relación conclusiva afirmó que la comisión no pretendía descender al estudio particular de todos los problemas posibles, cuya profundización era tarea de los estudiosos. Sin embargo —añadió— «puesto que en este tercer período el esquema no puede ser ultimado, estaría bien que, en espera de otra fase conciliar, se dijera algo en seguida acerca de algunos puntos de particular importancia, como la paz, el hambre, la pobreza, el ateísmo, etc.»(25) Las advertencias de los oradores no cayeron en el vacío. El 23 de octubre se preguntó a los padres si aprobaban el texto como «base para una discusión ulterior». Sólo 296 respondieron non placet. Y aquella misma mañana se anunció que el Papa había fijado el 21 de noviembre como la fecha de clausura del tercer período, sin precisar por el momento la fecha de la apertura de la cuarta sesión. El fenómeno del ateísmo A continuación se pasó al examen de los capítulos del esquema XIII. La discusión de los tres primeros capítulos, además del proemio, se agotó en tres sesiones y aportó muchos elementos nuevos con respecto a cuanto se había dicho, en un plano más general, como es obvio, en los días precedentes. Y no sólo esto, sino que puso en evidencia además una cierta confusión. Efectivamente, algunos oradores no se limitaron en su exposición a hablar de las cuestiones contenidas en un determinado capítulo, sino que se ocuparon de alguna manera (25) Esta propuesta de monseñor Guano cayó completamente en el olvido. No se hizo nada al respecto ni se supo nada.

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de todo el esquema, comprendidos los variados temas de la cuarta sesión, debido también al hecho de que los padres en el momento de preparar sus intervenciones aún no sabían que sobre cada uno de los argumentos del último capítulo se tendría una discusión especial. Por lo mismo, resultando casi imposible decir algo acerca de todas las propuestas e ideas expresadas en el aula, nos limitaremos a exponer los puntos esenciales. El mismo 23 de octubre se comenzó la discusión del proemio y del capítulo primero sobre la vocación integral del hombre, vocación que debe considerarse en su totalidad, sin olvidar los destinos más altos del hombre. La Iglesia reconoce el valor del orden terreno, pero lo considera también a la luz de las esperanzas eternas. La realidad terrestre y la espiritual no se oponen entre si, sino que se completan mutuamente y cooperan al desarrollo armónico de todo el hombre y de toda su vida, individual y social. Pero, siendo la vocación integral del hombre el problema central del esquema, había que estudiar atentamente su significado, ya para evitar un ambiguo dualismo entre ambas realidades, ya para no dar la impresión, insistiendo en los fines temporales de querer disminuir el alcance sobrenatural de la vocación humana. «Los hombres —observó el cardenal Léger— necesitan comprender que la vocación sobrenatural se realiza mediante la fidelidad a los propios deberes terrestres.» En particular —añadió el italiano monseñor Quadri— es oportuno presentar el trabajo humano «como necesidad biológica y como obligación impuesta por Dios, como medio para conocer y completar la creación, como instrumento para perfeccionar a la misma persona humana, como fuente del progreso humano y de la civilización». La utilidad y la validez del trabajo terrestre se ponían, pues, en relación con el fin escatológico del mundo material. El trabajo y toda la actividad humana quedaban «santificados». El mundo aparecía en camino hacia una redención y una transfiguración universal, mediante la realización progresiva de la vocación natural y sobrenatural del hombre en Cristo redentor. Era necesaria, por tanto, una exposición completa y coherente de los aspectos del mundo actual, subrayando también, sin embargo, como afirmó el francés monseñor Gouyon, «sus inmensos peligros y su carácter absurdo»: el hambre y las necesidades económicas, el analfabetismo, la guerra, toda clase de esclavitud, la segregación racial, las dis-

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criminaciones políticas o religiosas y las persecuciones de todo género, sobre todo las perpetradas por sistemas totalitarios y ateos. El ateísmo, de una manera especial, en cuanto ideología materialista en oposición directa a una animación cristiana del mundo y a la vocación sobrenatural del hombre, no podía menos de atraer la atención de numerosos oradores hasta constituir casi el motivo dominante de la discusión. Ya se había hablado ampliamente de este tema durante la discusión general, poniéndose de relieve la deficiencia del proyecto, que apenas abordaba el problema, pidiéndose, como había hecho el chino monseñor Yü-Pin, en nombre de 70 padres, «un capítulo exclusivamente reservado a la ideología marxista y a su expresión política —el comunismo—, añadiendo una condena explícita del mismo». Ahora, en cambio, mediante un análisis constructivo, se trataba de profundizar las raíces y los componentes reales de este «fenómeno» a través del cual, considerado también él como un «signo de los tiempos», «comprendemos—dijo monseñor Pogacnik—la dimensión cósmica del pecado, del que no debemos creernos inmunes, y somos impulsados a corregirnos y a convertirnos», con «la oración asidua, con la fructuosa penitencia, promoviendo la justicia social, incluso en el sector relativo a las minorías nacionales». El texto —observó el español monseñor Guerra Campos— no refleja las doctrinas del comunismo ateo «como lo exigirían su importancia en la vida contemporánea y la necesidad de poner con claridad las condiciones de aquel coloquio, hasta ahora imposible, al que alude Pablo VI en la encíclica Ecclesiam suam. Tal exposición deberá ser fiel a los puntos característicos del marxismo, de modo que no sólo las masas, sino también los técnicos, los dirigentes, los propagandistas, se reconozcan en él. Para todos estos el ateísmo es esencial a la sociedad del futuro, no en virtud de una decisión pragmatista, sino como consecuencia de su concepción del mundo». «La impotencia actual o la limitación del hombre, efecto de ignorancia o de un deficiente desarrollo social, se reflejan en los sistemas ideológicos —entre ellos la religión— que retardan la evolución liberadora. Existe además un punto que distingue el marxismo de toda otra forma de ateísmo, y es que las aspiraciones religiosas, como todo otro valor espiritual, obtendrán su actuación en la sociedad. La lógica de esta concepción realista de los valores religiosos a la luz de la índole manifies-

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tamente utópica de su actuación humana, podría abrir la puerta a un diálogo en el que se debería consolidar la verdad de que la religión no es un obstáculo para el perfeccionamiento humano, sino un elemento constitutivo del mismo. Sería necesario además estudiar más a fondo el problema con el fin de ver con claridad si la obstinada ceguera del marxismo frente al fenómeno religioso no se debe a una oposición elemental a determinadas manifestaciones que alejan de la religión. ¿Se puede esperar—concluyó el prelado— que un esclarecimiento del sentido genuino de la religión sirva para abrir los ojos a tantas personas, a pesar de la petrificación del sistema marxista?» La Iglesia al servicio de los hombres El capítulo segundo —la Iglesia consagrada al servicio de Dios y de los hombres— y el tercero —la conducta de los cristianos en el mundo en que viven— se discutieron juntos, ya que estaban íntimamente unidos entre sí. En efecto, se hablaba, en primer lugar, de las relaciones entre el mundo y la Iglesia, de. la distinción entre el poder espiritual y el poder civil, de la intervención de la Iglesia en los asuntos temporales, cuándo debe juzgarlos necesariamente en virtud de su misión, a la luz de la fe y de la moral, de la contribución que el mundo con sus valores —ciencia, cultura, civilización, etc.— puede ofrecer a la obra de la Iglesia, la cual, por su parte, está siempre dispuesta a la renovación interior. Se trataba después del comportamiento de los cristianos en la sociedad terrestre, cuya ley suprema debe ser la caridad y el espíritu de servicio, extendidos a todo el mundo, sin discriminación de estirpe, de nación o condición, favoreciendo así además el diálogo con todos los hombres de buena voluntad. La misión peculiar de la Iglesia en el mundo constituyó, como es natural, el punto de partida de la discusión. Ante todo —afirmó el francés monseñor Ancel— hay que demostrar que la tarea y el servicio de la Iglesia con respecto a los problemas de orden temporal forman parte de su misión total consistente en la evangelización, ya que de otro modo se corría el riesgo de «reforzar los errores que aún subsisten sobre su naturaleza y subre sus fines». «Muchos piensan que la Iglesia, visto el fracaso de los medios espirituales, pretende adaptarse a la mentalidad actual, presentándose como la conciencia y la animadora de una acción destinada a organizar la vida de

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los hombres en la paz y en la prosperidad. La actitud de la Iglesia se interpreta de este modo como una táctica o una maniobra.» En segundo lugar era necesario subrayar el aspecto de servicio de la misión de la Iglesia, no de dominio frente a los hombres, ya que a veces su autoridad podía aparecer demasiado jurídica, su mentalidad demasiado legalista, y demasiado desproporcionada la sanción subsiguiente a la inobservancia de sus mandamientos en relación con el acto preceptuado. «Muchos millones de personas —dijo monseñor La Ravoire Morrow, obispo de Krishnagar, en la India— no aciertan a comprender cómo se pueda esperar que Dios padre condene a uno al infierno por toda la eternidad por haber comido carne en viernes, catalogando a este individuo en la misma categoría de un adúltero o de un ateo.» «Si los mandamientos —se preguntó el patriarca Máximos IV Saigh— deben ser el camino para la felicidad más que para la condenación, ¿no sería más evangélico, más eficaz y más práctico presentarlos no como órdenes bajo pena de pecado, sino como consejos que atraen, como una luz que engendra el amor?» Por lo mismo, «revisando su actitud acerca de sus leyes positivas, la Iglesia no debilita la doctrina católica en favor de ideas modernas y caprichosas, sino que adopta la pedagogía cristiana a las necesidades de la época actual». La Iglesia —afirmó el mejicano monseñor Méndez Arceo— debe poner fin a este «rigorismo» en materia de leyes eclesiásticas. «Una legislación renovada y más adaptada a los tiempos, que muestre más bien el valor y la importancia de la ley, y que suscite más bien confianza filial y obediencia en espíritu de libertad.» En tercer lugar, era oportuno precisar el método del diálogo que la Iglesia pensaba establecer con el mundo. «Siguiendo el ejemplo de su divino Fundador —-dijo el brasileño monseñor Golland Trindade—, la Iglesia debe descender de los palacios, de los tronos, de los lugares eminentes y excelentes, de sus ornamentos verdaderos o aparentes, para entrar en contacto con los hombres y dialogar con ellos.» Y esto tanto más cuanto que los comunistas que «parecen ser ignorados por el Concilio », «se alegran de la inmensa distancia que existe entre la Iglesia y el pueblo, y adivinan en ello inteligentemente un motivo de esperanza para su ideología». Era también oportuno precisar las relaciones de la Iglesia sobre todo con el poder temporal, ya que, como dijo el yugos-

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lavo monseñor Cule, está bien que la Iglesia «sea distinta y esté separada del Estado, evitando tanto el cesaropapismo como el clericalismo». Se trató también de las relaciones de la Iglesia con el mundo de la cultura, el cual, según el alemán monseñor Spülbeck, «reprochaba a la Iglesia su estancamiento en un lenguaje ya superado en la forma y en el fondo». Y finalmente las relaciones de la Iglesia con la ciencia. El esquema —dijo el alemán monseñor Clever— «debería especificar que la Iglesia, fundada sobre la verdad de Dios, no sólo no teme la verdad científica, sino que apoya y favorece todas las investigaciones de la ciencia como vías para alcanzar la verdad y aumentar el bienestar del hombre». Por lo que se refería a la conducta de los cristianos en el mundo, el alemán monseñor Volk dijo que éstos «hacen brillar la fidelidad al Evangelio no tanto, como afirma el texto, con su colaboración a la edificación de la ciudad terrena, cuando con el ejemplo convincente de su vida cristiana», y sobre todo poniendo en práctica el espíritu de pobreza con todas sus diversas aplicaciones. La Iglesia debía ser la primera en dar un testimonio concreto de ella. «¿No os parece también a vosotros, venerables padres —observó el belga monseñor Himmer—, que si predicamos esta probreza a nuestros cristianos, nosotros mismos debemos ser los primeros en ir siempre más adelante en este camino, imitando a Cristo de la manera que el Espíritu Santo nos sugiere? La pobreza es la llave que los cristianos deben utilizar si desean de verdad contribuir eficazmente, en la medida de lo posible, a resolver los problemas actuales del mundo.» Finalmente, dos prelados italianos aconsejaron una cierta prudencia, además de una mayor determinación de las condiciones y de los límites en el diálogo entre los cristianos y «todos los hombres de buena voluntad». Esta última expresión, según el parecer de monseñor Sorrentino, debía ser sustituida por «todos los hombres que no rechazan el diálogo y que están bien dispuestos para proseguirlo». «Es necesario —explicó monseñor Nicodenio— recordar las verdades y los principios fundamentales para un apostolado válido y cristiano en el mundo sin dar lugar a un vano y peligroso irenismo, definir los conceptos d ecuménico, había sido introducida en el título. En efecto, no se hablaba de «cristianos separados de la Iglesia católica», sino que se ponía el acento sobre las iglesias y comunidades. La separación se consideraba sólo con relación a la sede apostólica de Roma y no con relación a la Iglesia católica. Admitiéndose así un cierto vínculo entre la Iglesia católica y las otras iglesias y comunidades cristianas. Después de tres escrutinios parciales, todos positivos, se votó el capítulo entero: 1.834 placet, 24 non placet, seis nulos y 296 placet iuxta modum debidos, estos últimos, a ciertas dudas sobre la interpretación de la Sagrada Escritura y la vida sacramental de los protestantes. Aprobada un mes más tarde la expensio modorum, sólo quedaba votar globalmente el esquema. Silencio absoluto e inexplicable durante varios días. Después, una noticia como un rayo en el cielo sereno. 19 de noviembre. Once de la mañana. En el aula se había creado un clima de malestar, casi de irritación, a causa del imprevisto aplazamiento del escrutinio sobre la libertad religiosa. El secretario general llamó la atención de los obispos y comunicó que al día siguiente la asamblea procedería a la votación del esquema sobre el ecumenismo, aunque presentaba algunas correcciones y añadiduras leídas a continuación, y que habían sido introducidas por el Secretariado para la Unión con el fin de que el «texto tuviera una mayor claridad». Se necesitaba muy poco para adivinar en el adverbio auctoritative usado por monseñor Felici que las enmiendas las había propuesto el Papa. Pero, ¿por qué había creído oportuno el Papa intervenir en el último momento, sobre un

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proyecto que había sido ya aprobado por los padres, aunque en línea de principio? Varios obispos, al no aceptar sus peticiones el Secretariado para la Unión, se dirigieron directamente a Pablo VI exponiéndole sus propuestas. El Papa las había examinado cuidadosamente, había consultado a expertos de su confianza y, finalmente, se había decidido a transmitir al Secretariado unas cuarenta enmiendas no como una «imposición», puesto que el presidente del organismo, cardenal Bea, el secretario, monseñor Willebrands, y otros miembros pudieron seleccionar con libert a d las sugerencias del Papa, reteniendo e incluyendo en el esquema sólo diecinueve. Aquella intervención—y no hay duda de que también en este punto la Civiltá Cattolica refleja con exactitud el pensamiento de Pablo VI—«no pudo ser dictada sino por una solicitud pastoral de gran claridad y precisión en la forma y en el contenido, con el fin de evitar toda posible interpretación menos conforme con la mente de quien había elaborado el texto, de los padres que deberían aprobarlo y del Papa mismo que debería ratificarlo y promulgarlo. Nada, pues, contra los hermanos separados o contra el movimiento ecuménico, sino solamente aquella claridad que todos desean y que todos ponen como requisito esencial para todo diálogo». Pero al principio no todos los padres juzgaron o fueron capaces de juzgar con objetividad las intenciones reales de Pablo VI. El anuncio —tal vez debido al hecho de que en aquel momento los ánimos estaban demasiado excitados—provocó ásperas polémicas y discusiones interminables principalmente sobre el número y el alcance de las modificaciones, considerando aquél demasiado elevado y éste demasiado restringido. Los no católicos sobre todo, comenzando por algunos observadores presentes en el Concilio, reaccionaron negativamente y alguno hasta llegó a pronosticar que el diálogo de la Iglesia católica con las demás iglesias y comunidades cristianas estaba ya comprometido. Palabras duras, valoraciones pesimistas, previsiones apocalípticas .. Pero en el fondo quedó muy poco, y el fermento, una vez más, pareció surgir de la fogosa situación de aquellos días, y no de una serena rectitud de crítica y de oposición. Después de un examen atento y ecuánime—y esta opinión la compartían también algunos críticos no católicos—se cayó en la cuenta de que casi todas las 19 correcciones eran más bien marginales, y que el decreto no resultaba sustancialmente modificado ni quedaba disminuida su importancia ecuménica.

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Sólo a un par de enmiendas había que atribuir un cierto peso, y sólo ellas eran capaces de justificar las protestas de los no católicos, aunque no intentaban otra cosa que exponer rigurosamente el pensamiento de la fe católica y prevenir interpretaciones erróneas. Ambas correcciones se referían a las iglesias reformadas. La primera en el número 21, sobre la lectura de las Sagradas Escrituras (37). El texto originario decía: «bajo la guía del Espíritu Santo, encuentran en las mismas Escrituras a Dios que les habla en Cristo»; mientras que el texto enmendado afirmaba: «Invocando al Espíritu Santo, buscan en las mismas Sagradas Escrituras a Dios como aquel que les habla en Cristo»(38). El primer texto—y la duda era por lo menos legítima— podía inducir a pensar en una aprobación, por parte de la Iglesia católica, de la doctrina protestante sobre la inspiración personal, al margen del magisterio auténtico. Por eso en el nuevo texto se hicieron algunas restricciones muy comprensibles. Con la expresión invocando al Espíritu Santo no se niega que, en general, los hermanos separados están también bajo la guía del Espíritu Santo—verdad ésta afirmada explícitamente en otro lugar del decreto—. La expresión buscando a Dios en las Sagradas Escrituras, no significa, téngase m u y en cuenta, que los protestantes no encuentran a Dios en ellas, sino que expresa, por el contrario, la posibilidad (existente también para los católicos) de que no lo encuentren a causa de un impedimento de carácter subjetivo. Finalmente la añadidura de aquel quasi que debe traducirse afirmativamente, por «como aquel...» y no por «como si...», ya que, de otro modo, se acabaría por insinuar que Cristo no habla en las Escrituras a los protestantes. La segunda modificación importante se hallaba en el número 22 y se refería al misterio eucarístico en las iglesias reformadas. El pasaje originario estaba formulado así: «...y, aunque creamos que ellas, especialmente por la falta del sacramento del orden, no han conservado la plena realidad del misterio eucarístico..., etc.» (39). Según algunos, esto podía interpretarse como si la Iglesia católica entreviera en la cena protestante una cierta realidad sagrada objetiva aunque no (37) iSpiritu Sancto movente, in ipsis Sacris Scripturis Deum inveniunt sibi loquentem in Christo.» (38) tSpiritum Sanctum invocantes, in ipsis Sacris Scripturis inauirunt quasi sibi loquentem in Christo.» (39) «...Et quamvis credamus illas, praesertim propter sacri ordinis defectum, plenam realitatem mysterii eucharistici non servasse...»

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plena. También aquí se introdujo un cambio. Se sustituyó plenam realitatem por genuinam atque integram substantiam. Es decir, que las iglesias reformadas no han conservado la sustancia genuina e integral del misterio eucarístico. Un cambio éste notable, pero también necesario para eliminar todo posible equívoco, y que además no atenuaba el tono general del párrafo, donde se reconocía positivamente que estas comunidades eclesiales, mientras en la Santa Cena conmemoran la Muerte y Resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo está significada la vida, y esperan su venida gloriosa; y se exhortaba a los católicos para que la doctrina sobre la Cena del Señor y los demás sacramentos, el culto y los ministerios de la Iglesia, constituyeran «el objeto del diálogo». Entendidas así en su significado efectivo aquellas correcciones, los padres se adhirieron al esquema sobre el ecumenismo cada vez en mayor número. En la votación del 20 de noviembre los placet fueron 2.054, los non placet, 64, y los nulos, 11. Al día siguiente, durante la sesión pública, en presencia del P a p a tuvo lugar el escrutinio conclusivo: votantes, 2.148, placet, 2.137, non placel, 11. María, «Madre de la Iglesia» A aquellas alturas, el tercer período conciliar se podía considerar como acabado. Y nadie pensaba ya en novedades. Pero la ultimísima sorpresa la reservaba precisamente la sesión pública del 21 de noviembre. Terminada la concelebración del Papa con los 24 padres en cuyas diócesis y demarcaciones se hallaban enclavados santuarios marianos, y después de leídos, votados y promulgados la constitución sobre la Iglesia y los decretos sobre el ecumenismo y las iglesias orientales, Pablo VI, en su alocución, proclamó solemnemente a María Santísima «Madre de la Iglesia», es decir, «de todo el pueblo de Dios, t a n t o de los fieles como de los pastores, que la invocan como Madre amorosísima»; «y queremos—añadió—que con este suavísimo título la Virgen sea de ahora en adelante aún más honrada e invocada por todo el pueblo cristiano». La asamblea estalló en un ardiente y larguísimo aplauso y muchos padres se pusieron de pie para manifestar más visiblemente su asentimiento. Pero al mismo tiempo se advirtió cómo varios obispos habían permanecido sentados y en silencio y cómo algunos observadores no católicos, principalmente protestantes, aparecían con el rostro sombrío.

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No todos, pues, reaccionaron favorablemente ante la decisión pontificia, y algunos hasta impugnaron su oportunidad en el plano conciliar y ecuménico. Se objetó que la Comisión Doctrinal, en el trabajo de revisión del capítulo octavo de la constitución sobre la Iglesia, había descartado intencionadamente este atributo m a ñ a n o juzgándolo relativamente reciente, poco tradicional y poco aconsejable desde el punto de vista ecuménico. Sin embargo, el mismo organismo había enunciado su fundamento teológico, aunque sólo de modo equivalente, ya que había insertado en el proyecto la expresión «Madre de los fieles», bastante más apropiada para significar el oficio maternal de María que la expresión «Madre de la Iglesia » (40). Además el Concilio había aprobado ampliamente aquella formulación. E n realidad el Papa había aceptado el texto mariológico tal como lo había redactado la Comisión Doctrinal. No había intervenido en la deliberación conciliar ni se había entremetido en ella para respetar al máximo el parecer de la mayoría de los padres. Pero el Papa, particularmente devoto de la Virgen y deseoso de aclarar explícitamente la función maternal que María desempeña en el pueblo cristiano, no había renunciado a su antiguo propósito de proclamar a María «Madre de la Iglesia»(41). De todos modos Pablo VI no se decidió a este acto por pura y simple convicción personal—como alguno quiso insinuar—, sino por razones doctrinales derivadas de su magisterio. No hizo otra cosa que explicitar lo que se contenía implícitamente en el capítulo octavo de la constitución dogmática sobre la Iglesia, delineando las «estrechas relaciones existentes entre María y la Iglesia, ya establecidas con claridad por la constititución. J a m á s se separó, sino que siempre se atuvo rigurosamente a la perspectiva cristocéntrica que constituye el motivo inspirador de todo el documento eclesiológico. «Se t r a t a de un título, venerables hermanos—dijo en su discurso—, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien con este nombre de Madre, y con preferencia a (40) Parece más apropiada la primera expresión que la segunda, porque en la segunda, la palabra Iglesia podría entenderse como la institución eclesiástica en sí misma, mientras que en la primera expresión la palabra fieles comprende todo el pueblo de Dios, pastores y fieles. (41) El Papa había aludido ya a este deseo el 4 de diciembre de 1963 en la clausura de la segunda etapa conciliar con estas palabras: «Esperamos de este Concilio la mejor y más conveniente solución a la cuestión relativa al esquema sobre la bienaventurada Virgen María, el reconocimiento unánime y devotísimo del puesto eminente que de la Madre de Dios ocupa en la Iglesia..., después de Cristo, el más alto y más cercano a nosotros, de forma que podremos venerarla para gloria suya y consuelo nuestro con el título de «Madre de la Iglesia». Se recordará que muchos obispos, comenzando por el episcopado polaco, habían elevado una petición en este sentido.

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cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María. En verdad pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo encarnado. La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquel que desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza de su Cuerpo místico, que es la Iglesia; María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores, es decir, de la Iglesia.» «Especialmente queremos—dijo para terminar—que aparezca con toda claridad que María, sierva humilde del Señor, está completamente relacionada con Dios y con Cristo, único Mediador y Redentor nuestro. E igualmente que se ilustren la naturaleza verdadera y el objetivo del culto m a ñ a n o en la Iglesia, especialmente donde hay muchos hermanos separados, de modo que cuantos no forman parte de la comunidad católica comprendan que la devoción a María, lejos de ser un fin en sí misma, es un medio esencialmente ordenado a orientar las almas hacia Cristo, y de esta forma unirlas al Padre, en el amor del Espíritu Santo.» «Verdaderamente no cambia en nada la doctrina tradicional» El tema mariológico ocupó toda la última parte de la alocución pontificia. La primera parte estuvo enteramente dedicada a la doctrina sobre el episcopado. «Estamos satisfechos —había afirmado Pablo VI—de que esta doctrina haya sido t r a t a d a con amplitud suficiente de estudio y discusiones y también con claridad en las conclusiones. Era un deber hacerlo, como complemento del Concilio ecuménico Vaticano I. E r a el momento de hacerlo, por el desarrollo que han asumido los estudios teológicos actuales, por la difusión de la Iglesia en el mundo, por los problemas con que el gobierno eclesiástico se enfrenta en la experiencia diaria de su actividad pastoral, por la esperanza que muchos alimentaban sobre el esclarecimiento de la doctrina a ellos referente. Era también el modo de hacerlo; por ello no dudamos, teniendo en cuenta las explicaciones presentadas t a n t o sobre la interpretación de los términos empleados como por la calificación teológica que este Concilio pretende dar a la doctrina t r a t a d a . Nos no dudamos,

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con la ayuda de Dios, promulgar la actual constitución sobre la Iglesia. Creemos que el mejor comentario que puede hacerse es decir que esta promulgación verdaderamente no cambia en nada la doctrina tradicional. Lo que Cristo quiere, lo queremos nosotros también. Lo que ya existía, permanece. Lo que la Iglesia ha enseñado a lo largo de los siglos, nosotros lo seguiremos enseñando. Solamente ahora se ha expresado lo que simplemente se vivía; se ha esclarecido lo que estaba incierto; ahora consigue una serena formulación lo que se meditaba, discutía y en parte era controvertido.» «Hemos advertido con edificación que el oficio primario, singular y universal, confiado por Cristo a Pedro y transmitido a sus sucesores los Romanos Pontífices—del que indignos hoy nos revestimos su potestad—, sea amplia y repetidamente reconocido y venerado en el solemne documento que hemos promulgado, y no podemos dejar de complacernos por ello, no t a n t o por el prestigio que de aquí se deriva para nuestra persona, temerosa de tan magno cargo, que no hemos ambicionado, sino más bien por el honor tributado a la palabra de Cristo, por la coherencia confirmada con la tradición y el magisterio de la Iglesia, por la garantía sancionada en favor de la unidad de la Iglesia misma y de la eficacia armónica y segura que se le ha atribuido a su gobierno. Y era de suma importancia que este reconocimiento de las prerrogativas del sumo pontificado se expresara explícitamente en el momento en que debía definirse la cuestión de la autoridad episcopal en la Iglesia, de forma que esta autoridad no apareciera en contraste, sino como justa y constitucional concordia con el Vicario de Cristo y cabeza del colegio episcopal.» Después de subrayar que no tenía en absoluto una dismiminución o una intromisión en su autoridad a causa del reconocimiento del oficio episcopal en su plenitud, el Papa había tratado del desarrollo práctico de esta aclaración doctrinal: «El Concilio ecuménico tendrá su clausura definitiva en la próxima cuarta sesión; pero la aplicación de sus decretos supondrá una red de comisiones posconciliares, en las cuales será indispensable la colaboración del episcopado; como también la aparición de problemas de interés general, propia y continua en el mundo moderno, nos tendrá aún más dispuestos a convocar y consultar, en momentos determinados, a algunos de vosotros, venerables hermanos, oportunamente designados para poder contar en torno nuestro con el consuelo de vuestra presencia, el auxilio de vuestra experiencia, el apoyo de vuestro

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consejo y el sufragio de vuestra autoridad; esto será también útil en la renovación de la Curia Romana, que acendradamente se está estudiando, pues podrá verse favorecida por el trabajo experimentado de pastores diocesanos, integrando de esta forma sus cuadros, de suyo ya eficientes en su fiel servicio, con prelados procedentes de diversos países que proporcionen el óbolo de su sabiduría y caridad. Quizá esta multiplicidad de estudios y discusiones llevará consigo algunas dificultades prácticas; la acción colectiva es más complicada que la individual; pero, si responde a la índole monárquica y jerárquica de la Iglesia y confirma nuestro trabajo con vuestra cooperación, sabremos con prudencia y caridad superar los obstáculos propios de una reglamentación más compleja del régimen eclesiástico.» El Papa concluyó expresando la esperanza de que la doctrina de la Iglesia completada por las declaraciones contenidas en el decreto sobre el ecumenismo, tuviera en el espíritu de los hermanos separados «la virtud de amoroso fermento en esa revisión de pensamientos y actitudes que les pueda acercar más a nuestra comunión y finalmente con la ayuda de Dios, les haga fundirse en ella»; con la esperanza de que esta misma doctrina irradie algún reflejo atrayente sobre el mundo profano en el que vive la Iglesia y del que está circundada «para ofrecer a todos la orientación en el propio camino hacia la verdad y la vida». El viaje a la India Histórico coronamiento del tercer período conciliar fue el viaje de Pablo VI a la India, a Bombay, del 2 al 5 de diciembre de 1964 con motivo del XXXVIII Congreso Eucarístico Internacional. Bajo diversos aspectos aquel viaje representó casi una inmediata y clara ejemplarización de los problemas más relevantes que el Concilio acababa de tratar. Ante toda la significación «misionera» de la visita pontificia al corazón de Asia. El mismo Papa—al dar el anuncio el 18 de octubre, Domingo Mundial de la Propagación de la Fe, durante la ceremonia de canonización de los veintidós mártires de Uganda— había explicado cómo el viaje tenía por fin único «gritar» su saludo evangélico a los inmensos horizontes humanos abiertos por los nuevos tiempos y quería ser «simbólica adhesión, exhortación y conforto a todo el esfuerzo misionero de la Santa Iglesia católica», «primera e inmediata respuesta a la invitación misionera que el Concilio ecuménico lanza a la Iglesia misma a fin de que cada uno de los que son miembros fieles

de ella acojan en sí el ansia de la dilatación del reino de Cristo». La segunda razón principal era el encuentro con los no cristianos del continente asiático y principalmente con una de las religiones orientales más antiguas y más cercanas al cristianismo, el hinduísmo. Sería éste un primer encuentro oficial que debería favorecer no sólo un coloquio más amigable y hacedero entre los cristianos y los no cristianos, sino también una más estrecha colaboración entre ellos, con el fin de promover y defender los ideales que pueden ser comunes a ambas religiones en el campo de la libertad religiosa, de la fraternidad humana, de la cultura, de la beneficencia social y del orden civil. «Debemos unirnos con los corazones en una mutua comprensión, estima y amor—dijo el Papa el 3 de diciembre a los representantes de las religiones no cristianas—. No debemos encontrarnos sólo como turistas, sino como peregrinos que caminan buscando a Dios, no en los edificios de piedra, sino en los corazones humanos. En este clima de mutua comprensión debemos también comenzar a trabajar unidos para construir el futuro de la humanidad. Debemos buscar modos de organización y de cooperación prácticos y concretos para asociar todas las energías y reunir todos los esfuerzos hacia la consecución de una verdadera comunión entre todas las naciones.» La tercera y última característica del viaje pontificio fue la de ofrecer una manifestación tangible del «diálogo» que la Iglesia católica pretende establecer con el mundo contemporáneo. Si la visita a la India testimonió por un lado el aprecio, el respeto y el amor que la Iglesia católica siente hacia los pueblos asiáticos, hacia su civilización y hacia su profunda religiosidad; por otro lado Pablo VI mostró precisamente allí, donde la miseria y el hambre son males endémicos, cómo la Iglesia intentaba dialogar con el mundo, siempre en espíritu de humildad y de servicio, fomentando ante todo la paz y la solidaridad entre todos los pueblos. Precisamente desde la India, la tarde del 4 de diciembre, el Papa lanzó ante los representantes de la prensa mundial una angustiosa llamada a todos los gobernantes para que, dejando la carrera de armamentos, empleasen al menos una parte de aquellos enormes gastos en remediar las múltiples necesidades de las poblaciones más necesitadas. «Pueda llegar nuestro angustioso grito a todos los gobiernos del mundo desde el pacífico altar del Congreso Eucarístico. Que Dios les inspire el deseo de emprender esta pacífica batalla contra el sufrimiento de sus hermanos menos afortunados.»

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448 29.—H.a Concilio

IV el diálogo con los hombres de hoy

Cuarto período: 14 de septiembre - 8 de diciembre de 1965 Sólo algunas semanas después de finalizar el tercer período se comenzó a mirar el trabajo no a través del prisma de las pasiones ni exclusivamente en relación a los ruidosos acontecimientos de la «semana negra». Sólo entonces aparecieron con claridad los resultados satisfactorios de aquella fase conciliar. Y un sentido de optimismo y de confianza cada vez más difundido fue sustituyendo poco a poco las valoraciones pesimistas, las inquietudes y el malestar del primer momento. Se comenzaron a considerar los acontecimientos de los últimos días, que habían llenado de amargura los ánimos de muchos padres conciliares, de una manera distinta, tratando de ver el lado positivo de los mismos. Por primera vez quizá, y gracias a la paciente mediación de Pablo VI, la mayoría y la minoría, hasta entonces rígidamente opuestas, atrincheradas en sus propias posiciones e incapaces de entablar un diálogo amistoso, se habían encontrado finalmente. Había sido necesaria una cierta fatiga y algunas dolorosas concesiones, sobre todo por parte de la corriente predominante, pero así se consiguió superar obstáculos considerados como insuperables hacía sólo algunos días. Esto hizo posible una amplia e inesperada convergencia de opiniones sobre los temas más espinosos y discutidos, y fue incluso la base para un nuevo acuerdo de perspectivas más amplias en el interior de la asamblea. El Concilio se había liberado ya de viejos esquemas y de pruebas de fuerza que durante largo tiempo habían caracterizado las distintas tendencias e interceptado el camino. El tercer período había culminado con la promulgación de tres documentos importantísimos. La constitución dogmática sobre la Iglesia representaba la plataforma doctrinal, el tejido de conexión de la ingente labor de renovación perseguida por el Vaticano II. Se habían comenzado a entrever los primeros

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resultados prácticos de esta renovación en el discurso pontificio del 21 de noviembre de 1964 (1). Los decretos sobre el ecumenismo y sobre las iglesias orientales católicas representaban —el primero mucho más que el segundo—un avance en el camino de la restauración de la unidad entre todos los cristianos. Tampoco aquí tardaron en madurar los primeros frutos. Del 15 al 21 de enero de 1965 se celebró en Addis Abeba una reunión de los dirigentes de las iglesias orientales cristianas no bizantinas que se habían separado de la Iglesia católica a raíz de las herejías cristológicas del siglo V. E n t r e las resoluciones adoptadas en vistas a una mayor unión se hallaba la de recomendar el comienzo de conversaciones de sondeo con la Iglesia de Roma. El 15 de febrero Pablo VI recibió en audiencia a los metropolitas Melitón y Crisóstomos, enviados por el patriarca Atenágoras y por el Sínodo de Constantinopla para comunicar oficialmente a la Santa Sede las deliberaciones de la I I I Conferencia Panortodoxa de Rodas. Mes y medio más tarde, el cardenal Bea, en nombre del Sumo Pontífice, devolvió la visita a Constantinopla. Pero la prueba más concreta y convincente del profundo cambio experimentado en la actitud de la Iglesia católica hacia las otras iglesias, fue sin duda alguna la constitución de un grupo mixto de trabajo con el Consejo Mundial de las Iglesias (2). Así lo había propuesto el comité central del mismo Consejo durante la sesión anual tenida en Enugu, Nigeria, del 12 al 21 de enero. La relación introductiva del secretario general del Consejo, Visser't Hooft, y la relación sobre los trabajos del tercer período conciliar, del pastor Lukas Vischer, habían subrayado la decidida voluntad de la Iglesia católica de pasar de las ideas a los hechos, no obstante las graves dificultades que se encontraban en el camino de la deseada renovación. «No han quedado colmadas numerosas esperanzas—había afirmado el pastor Vischer—y se han tomado decisiones que para muchos constituyen una auténtica desilusión.» Pero es también verdad que «se han obtenido muchos progresos reales» y que «los textos aprobados y promulgados sobrepasan con mucho lo que las previsiones más audaces habían osado esperar». Respecto al decreto sobre el ecumenismo, Vischer había reconocido que «además de fomentar una actitud de m u t u a comprensión y respeto, contiene, aunque bajo una forma un poco disimulada, los principios necesarios para un diálogo duradero. Si estos (1) En este discurso el Papa anunció la institución de las comisiones posconciliares y de un «Consejo» central de obispos, reorganización de la Curia Romana, etc. (2) Algún tiempo después la Federación Luterana Mundial creó un organismo semejante.

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principios se desarrollan convenientemente, podrán servir para establecer una comunión de diálogo y de colaboración». Estas dos intervenciones habían puesto de relieve la necesidad y la urgencia de entablar un diálogo con Roma, precisando sus condiciones y su alcance. Preparado así el ambiente, el 19 de enero la asamblea había aprobado, con sólo tres votos contrarios, una «recomendación» de suma importancia en la historia del ecumenismo. El comité central había hecho presente en ella el limitado radio de acción del Consejo mundial, que no puede obrar en nombre de las iglesias que lo componen, a no ser que esté expresamente autorizado para ello. Sin embargo, existían cuestiones que habrían podido ser materia de conversaciones entre el Consejo y la Iglesia católica. Por ejemplo: a) Una colaboración práctica en el campo de la filantropía y de los problemas sociales e internacionales. b) Los programas de estudios teológicos de interés para las relaciones ecuménicas. c) Algunos motivos de tensión entre las iglesias—matrimonios mixtos, libertad religiosa, proselitismo, etc. d) La preocupación común por la vida y la misión de la Iglesia—seglares, misiones, etc. «En virtud de estas consideraciones—continuaba el documento—proponemos la creación de un grupo de trabajo compuesto por ocho representantes del Consejo mundial y por seis de la Iglesia católica romana. Su cometido será formular los principios y métodos que deberán dirigir toda futura colaboración. Cuando se discutan algunos puntos particulares, se podrá invitar a personas cualificadas como consultores. Este grupo no tendrá poder deliberativo. Su deber será elaborar sugerencias que habrá de someter a los organismos representados y que comunicará a las iglesias-miembros.» Finalmente, el 18 de febrero, el cardenal Bea visitó la sede general del Consejo mundial, en Ginebra, y anunció oficialmente la adhesión plena, por parte de la Santa Sede, a la propuesta lanzada en Enugu. «Es un acontecimiento histórico»—concluyó justamente el pastor Visse't Hooft—. «Ya podemos comenzar a trabajar.» Once esquemas sobre el tapete Otro aspecto positivo del tercer período fue el examen de todos los esquemas que se hallaban aún sobre el tapete, y el

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Esto en primer lugar, porque el Papa no había fijado aún ninguna fecha para terminar el Concilio que duraría todo lo que fuera necesario. En segundo lugar, porque «el estado actual de los trabajos—como había de observar el cardenal Dópfner en una rueda de prensa en la vigilia del cuarto período—ha alcanzado una madurez tal que el Concilio puede llegar al puerto antes de Navidad respetando completamente el reglamento, sin coartar la libertad de los padres y sin que el Concilio sufra lo más mínimo. Pero no todos los proyectos se encontraban en el mismo estadio. Sólo cuatro de ellos—la libertad religiosa, la Iglesia en el mundo actual, la actividad misionera de la Iglesia, el ministerio de la vida sacerdotal—serían nuevamente discutidos en el aula y votados, porque habían sido reelaborados en gran parte. Otros dos—la divina revelación y el apostolado de los seglares—serían sometidos inmediatamente a votación y, a continuación, el examen de los «modos». De los cinco restantes—el oficio pastoral de los obispos, la renovación de la vida religiosa, la formación sacerdotal, la educación cristiana, y las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas—únicamente se votaría la expensio modorum. Por tanto, quedaban aún once esquemas en juego. El doce —el votum sobre el matrimonio—había sido confiado directamente al Papa, como se recordará, para que revisara cuanto antes la legislación sobre los matrimonios mixtos. La instrucción pontificia, preparada ya en la primavera del 1965, sería modificada más tarde a causa de las objeciones provenientes de algunos episcopados. Un año más tarde será publicada, con fecha del 18 de marzo de 1966. Las «novedades» contenidas en el documento eran varias (4). Sin embargo, los protestantes y sobre todo los anglicanos no se mostraron muy satisfechos, aunque se advertía que las disposiciones podrían modificarse antes de su inclusión definitiva en el nuevo Código de derecho canónico.

exhaustivo esclarecimiento de los temas de interés más general y de los puntos susceptibles de reforma, más o menos sustanciales, según el parecer de la mayoría de la asamblea. Las discusiones habían causado dificultades imprevistas para algunos textos. Al poner al descubierto las graves deficiencias en la orientación y en la formulación, habían obligado a remitirlos a las comisiones competentes para una reelaboración total. Otros documentos no habían superado, insospechadamente, el escollo de los seis escrutinios. Pero esto, aunque por un lado exigió una dedicación asidua y fatigosa de varios organismos conciliares durante la «intersesión», por otro favoreció, sin duda alguna, el perfeccionamiento de todos los esquemas. Este firme propósito de facilitar al máximo el desarrollo de los trabajos tampoco fue extraño al aplazamiento de la reanudación de los trabajos de la primavera al otoño de 1965. En efecto, terminada la tercera fase conciliar, Pablo VI dejó pasar mes y medio antes de fijar la fecha de inauguración del cuarto período. Quiso comprobar personalmente lo que faltaba aún por realizar y pidió también consejo a las comisiones para determinar la posibilidad de anticipar la fecha. Pero la consulta obtuvo un resultado negativo, ya que varios organismos preveían que no terminarían sus trabajos antes del mes de marzo o de abril, e incluso en mayo o en junio. En consecuencia el Papa, al recibir en audiencia el 4 de enero al secretario de Estado, cardenal Cicognani, fijó la apertura de las reuniones para el 14 de septiembre, festividad de la exaltación de la Santa Cruz. «El Santo Padre—precisó la oficina de prensa al dar la noticia—ha establecido también que el Concilio termine al final de este cuarto período. Esta última decisión era ya conocida. El mismo Santo Padre había declarado en el discurso de clausura del tercer período y en la alocución dirigida al Sacro Colegio Cardenalicio y a la prelatura romana el 24 de diciembre, que la cuarta sesión sería la última.» Esta última frase fue diversamente juzgada, e incluso criticada por algunos comentaristas, como lo fueron también las reiteradas alusiones hechas en los ambientes vaticanos y en L'Osservatore Romano, según las cuales el Vaticano II se clausuraría dentro del 1965 (3). Pero polemizar en aquel momento era en realidad ocioso.

El Concilio se dirigía ya a su última meta sin tantos sobresaltos en un clima de serenidad. Pero al mismo tiempo en dis-

(3) El P. Rouquette, por ejemplo, escribía en Études en el mes de junio que existían ya algunos que vislumbraban la dificultad de poder concluir el Concilio con el cuarto período o, al menos, antes de Navidad. Los debates y los escrutinios exigirían bastante tiempo. Además, causaría grande malestar que los organismos dirigentes aceleraran los trabajos hasta el punto de dar la impresión de querer cerrar apresuradamente el Concilio o, lo que es peor, los padres oprimidos por el cansancio votaran los esquemas automáticamente.

(4) Entre estas innovaciones se hallaban la abrogación de la excomunión prevista para aquellos que celebran el matrimonio ante un ministro no católico; la posibilidad para el ordinario de determinar si las «promesas» de una parte o de ambas deben darse por escrito o no; y la facultad de dispensar de educar a la prole en la fe católica, dadas las dificultades existentes en ciertas regiones.

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La encíclica «Mysterium Fidei»

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tintos ambientes de la comunidad cristiana comenzaron a manifestarse los primeros indicios de una profunda inquietud. Una actitud de incertidumbre, de crítica, de duda, de intolerancia ideológica, de agnosticismo, e incluso de negación, se difundía en muchos espíritus cada vez más agudizadas debido a la situación «transitoria» en que se encontraba entonces el catolicismo. Algunos hablaban ya abiertamente de una crisis de obediencia dentro de la Iglesia... El Papa creyó oportuno intervenir. Y lo hizo repetidamente, con gran firmeza, sobre todo en los discursos pronunciados durante las audiencias generales. «Un espíritu de crítica e incluso de indocilidad y de rebeldía—dijo el 7 de julio—pone en discusión normas sacrosantas de la vida cristiana, del comportamiento eclesiástico, de la perfección religiosa.» «Se impugna la obediencia y se niega su función constitucional en la estructuración de la comunidad eclesial.» Y no faltan «personas de ingenio»—observó una semana más tarde—que «se engañan pensando que se puede ser un excelente, o al menos un buen católico, reivindicando para sí una autonomía absoluta de pensamiento y de acción, sustrayéndose a toda relación positiva, no sólo de subordinación, sino también de respeto y de unión con quien desempeña funciones de responsabilidad y de dirección en la Iglesia». El peligroso fenómeno se iba extendiendo. Se registraron varios episodios bastante sintomáticos. En Francia, por ejemplo, se polemizó duramente en torno a la aplicación de la constitución de liturgia y especialmente al uso de la lengua vulgar en la misa. En los Estados Unidos se criticaron los principios doctrinales y los métodos pastorales. En algunos países se introdujeron arbitrarias innovaciones en el campo litúrgico y se defendieron públicamente con argumentos desconcertantes temas relacionados con el dogma y la moral, sin tener en cuenta las normas más elementales de prudencia y de cautela. Todo esto era como un toque de alarma en vistas al posconcilio, en el que se intentaba promover un «aggiornamento» en la vida y en las estructuras de la Iglesia, siguiendo una línea de reforma valiente y moderada al mismo tiempo; una línea que las tendencias opuestas de los «progresistas» y «conservadores», aunque animadas de un celo apostólico sincero, querían estirar en un sentido o en otro. Pablo VI advirtió perfectamente las dos raíces distintas del malestar difundido en el mundo católico. «No diríamos

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—afirmó el 28 de julio—que está muy en consonancia con la espiritualidad conciliar la actitud de aquellos que se apoyaban en los problemas que el Concilio plantea y en las discusiones que despierta para excitar en sí mismos y en otros un espíritu de inquietud y de reformismo radical, tanto en el campo doctrinal como en el disciplinar, como si el Concilio fuera la ocasión propicia para poner en tela de juicio dogmas y leyes, que la Iglesia ha escrito en las tablas de su fidelidad a Cristo Señor; y como si se diera autorización a todo juicio privado para demoler en el patrimonio de la Iglesia todas las adquisiciones que su larga historia y experiencia le han procurado a lo largo de los siglos (...). Por otra parte tampoco diríamos que son buenos intérpretes de la ortodoxia aquellos que desconfían de las deliberaciones conciliares y que sólo aceptan aquellas que juzgan válidas, como si fuera lícito dudar de su autoridad, y como si el obsequio a la palabra del Concilio pudiera detenerse donde no exige ninguna adaptación de la propia mentalidad y donde se limita a confirmar la estabilidad.» El 4 de agosto el Papa habló de «voces extrañas y confusas», provenientes no sólo de los que poseen la fe católica, sino también «de los mejores campos del pueblo de Dios». Estas voces se levantan «para hacer eco a los errores antiguos y modernos condenados ya por la Iglesia y excluidos del patrimonio de sus verdades; o para proponer hipótesis convertidas casi instantáneamente en afirmaciones que pretenden llamarse científicas y que ponen en crisis principios, leyes y tradiciones a los que la Iglesia está íntimamente ligada y de los que no es lícito suponer que pueda separarse jamás; o para insinuar críticas revolucionarias sobre la historia y sobre la estructura de la Iglesia y para proponer revisiones radicales de toda su actividad apostólica y de su presencia en el mundo...» Siete días más tarde afirmaba: «...Muchos se sienten tentados a creer que sólo está vivo lo nuevo, lo moderno, lo que se confunde con la experiencia del mundo contemporáneo. Y surge instintivamente la tentación de rechazar lo que se hizo y se pensó ayer, de apartarse de la teología y de la disciplina tradicional, de ponerlo todo en tela de juicio, como si se tuviera que comenzar hoy a edificar la Iglesia, a rehacer sus doctrinas partiendo no sólo de los datos de la revelación y de la tradición, sino más bien de las realidades temporales en las que se desenvuelve la vida contemporánea, para dar comienzo a nuevas formas de pensamiento, de espiritualidad, de costumbres, con el pretexto de infundir en nuestro cristianismo

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una autenticidad sólo ahora descubierta, y sólo comprensible para los hombres de nuestro tiempo...» El Papa tuvo que denunciar las erróneas interpretaciones de aquello que, por el contrario, debía ser el único y auténtico motivo inspirador de la renovación promovida por el Vaticano II. Tuvo también que rechazar las teorías y las reformas arbitrarias que corrían el riesgo de minar hasta en su íntima esencia la doctrina tradicional sobre la Eucaristía. «Sabemos perfectamente—afirmaba en su encíclica Mysterium Fidei— que, entre los que hablan y escriben de este sacrosanto misterio, hay algunos que divulgan ciertas opiniones acerca de las misas privadas, del dogma de la transubstanciación y del culto eucarístico, que turban el espíritu de los fieles infundiendo en ellos no poca confusión en torno a las verdades de la fe, como si estuviera permitido a cualquiera echar en olvido la doctrina de la Iglesia ya definida, o interpretarla de modo que el genuino significado de las palabras o la reconocida fuerza de los conceptos queden debilitados.» La encíclica no fue otra cosa que la consecuencia lógica de las ansias y solicitudes pastorales de Pablo VI, como también de las crecientes inquietudes de algunos obispos, temerosos de que el viento pudiera desencadenarse en un huracán desolador, si no se le detenía a su debido tiempo. La creación del «Sínodo episcopal» Precisamente la Mysterium Fidei, o mejor, las circunstancias singulares que acompañaron su divulgación, caldearon el ambiente en los días que precedieron a la reapertura del Concilio. Hubo quien, incluso en el Vaticano, se tomó la tarea de explicar anticipadamente el significado de la encíclica. En la prensa mundial, y sobre todo en la italiana, apareció la versión completamente unilateral de que el documento pontificio estaba dirigido exclusivamente a la comunidad holandesa, y de que las desviaciones doctrinales y culturales que censuraba se encontraban sólo en aquel país (5). Además resultaba inexplicable la distancia de tiempo existente entre la fecha oficial de la encíclica—3 de septiembre de 1 9 6 5 — y la de su p u b l i c a c i ó n — 1 1

de s e p t i e m b r e — .

Fun-

es) Esta versión de las cosas fue rechazada mis tarde por L'Osservatore Romano y criticada ásperamente por el cardenal Alfrink el 15 de septiembre en una entrevista con los periodistas.

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dados en esto, algunos dieron a entender, con un deje de mordacidad, que aquella tardanza, aunque involuntaria había sido inoportuna, ya que también se podía concluir que el Papa, a pocas horas de la reapertura del Concilio, había intentado reafirmar de este modo su suprema autoridad respecto de la asamblea. A serenar los ánimos llegó oportunamente el discurso del 14 de septiembre, en la apertura del cuarto período, después de la solemne concelebración de Pablo VI con los miembros del Consejo de presidencia y de la Comisión Coordinadora, los moderadores, el secretario general y el subsecretario. Y llegó también oportunamente el anuncio de la creación del «Sínodo episcopal». Un discurso eminentemente pastoral que no intentaba otra cosa «sino aclarar el sentido y reavivar el espíritu de esta última sesión». El Papa no tocó en él ningún tema conciliar, precisamente para demostrar su «expreso propósito» de no prejuzgar con su palabra la «libre orientación» de las opiniones de los padres sobre las materias en cuestión. Un discurso centrado todo él en la «caridad» y en el «amor» que debería caracterizar la etapa final del Vaticano II: un grande y triple acto de amor del Concilio hacia Dios, hacia la Iglesia, hacia la humanidad, «amor a los hombres de hoy, como son, donde están, a todos». «Mientras otras corrientes de pensamiento y de acción proclaman principios bien diferentes para construir la civilización de los hombres, su potencia, su riqueza, su ciencia, su lucha, su interés, u otra cosa, la Iglesia proclama el amor.» Amor especialmente hacia los hermanos perseguidos: «No pocos de aquellos que deberían estar sentados aquí con vosotros, venerables hermanos, faltan a nuestra invitación porque se les impide injustamente venir, lo cual es índice de que todavía es grave y dolorosa la opresión que en no pocos países oprime a la Iglesia católica y con cálculo premeditado tiende a ahogarla y suprimirla». Amor también hacia «aquellos que se oponen a Cristo y a su Iglesia, e intimidan y paralizan a los que creen en Dios». «Este Concilio deberá, ciertamente, ser firme y claro acerca de la rectitud de la doctrina; sin embargo, respecto a aquellos que por ciego prejuicio antirreligioso o por injustificado propósito antieclesiástico todavía hacen sufrir a la Iglesia, más bien que condenar a alguno, tendrá sentimientos de bondad y de paz, y rogará, sí, rogaremos todos con amor a fin de que les sea concedida por Dios aquella misericordia que para nosotros mismos imploramos. Sea el amor el único vencedor de todos.»

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Finalmente el Papa, antes de aludir a su inminente visita a la ONU, para llevar a los representantes de las naciones allí reunidas un «mensaje de honor y de paz», anunció a la asamblea la creación de un «Sínodo episcopal»que «compuesto de obispos, nombrados por la mayor parte de las conferencias episcopales, con nuestra aprobación, será convocado, según las necesidades de la Iglesia, por el Romano Pontífice para su consulta y colaboración cuando para el bien general de la Iglesia ello pareciera a Nos oportuno. Consideramos superfluo añadir que esta colaboración del episcopado resultará de grandísima ventaja a la Santa Sede y a toda la Iglesia; en modo particular podrá ser útil al cotidiano trabajo de la Curia Romana, a la que Nos debemos tanto agradecimiento por su valiosísima ayuda, y de la cual, como los obispos en sus diócesis, así también Nos tenemos permanente necesidad por nuestras solicitudes apostólicas». La noticia sorprendió a los padres, porque estaban persuadidos de que el Papa, antes de tomar una decisión semejante, habría esperado que se aprobara el decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos donde se expresaba precisamente el deseo de que se instituyera un «Consejo» central de obispos. Además todos los padres estaban convencidos de que Pablo VI se limitaría a «aumentar» el Sacro Colegio, en lugar de crear un «nuevo» organismo, compuesto por añadidura en gran parte de miembros elegidos libremente por las conferencias episcopales... Por la tarde, junto con los padres, participó a una procesión penitencial desde la basílica de Santa Cruz en Jerusalén a San Juan de Letrán. Al día siguiente la sorpresa de la asamblea se mudó en estupor cuando el Sumo Pontífice intervino inesperadamente en la congregación general. En ella se comunicó la promulgación del «motu proprio» Apostólica Sollicitudo, con el que el Papa erigía «un Consejo permanente de obispos para la Iglesia universal, directa e inmediatamente sometido a nuestra autoridad, al que damos el nombre propio de «Sínodo de los obispos». En el «motu proprio» se determinaban la fisonomía, los fines y la estructura de este organismo. El cardenal Marella expuso el contenido del documento, y monseñor Felici leyó el texto. Recordemos los pasajes principales. El Sínodo es un «instituto eclesiástico central», representativo de todo el episcopado y perpetuo por su naturaleza; desempeña su cometido en determinadas ocasiones y según las circunstancias. Por su naturaleza compete al Sínodo 462

informar y aconsejar. Podrá tener un poder deliberativo, si así lo decidiera el Papa, a quien en este caso corresponde ratificar sus decisiones. Se enunciaban a continuación los fines generales del nuevo organismo: fomentar la estrecha unión y la colaboración entre el Papa y todos los obispos de todo el mundo; procurar que se tenga conocimiento verdadero y directo de los problemas y circunstancias que afectan a la vida interna de la Iglesia y a su obligada acción en el seno del mundo actual; facilitar la concordia de opiniones, al menos sobre los puntos esenciales de la doctrina y sobre el modo de actuar en la vida de la Iglesia. Venían después los fines especiales e inmediatos: suministrarse recíprocamente la información adecuada; dar el propio parecer sobre los problemas que hayan motivado en cada ocasión la convocación del Sínodo. El «motu proprio» determinaba la competencia del Romano Pontífice: 1) Convocar el Sínodo siempre que lo crea oportuno, indicando el lugar de reunión de la asamblea. 2) Ratificar la elección de los miembros. 3) Establecer, si es posible, al menos con seis meses de antelación a la celebración del Sínodo, los temas que debe tratar. 4) Disponer que el material relativo a los temas que hay que examinar se envíe a los que deberán discutirlos. 5) Fijar el orden de los trabajos. 6) Presidir el Sínodo personalmente o por delegados. El Sínodo puede reunirse en asamblea «general», «extraordinaria» y «especial», y en las tres participan, siempre por derecho, los patriarcas, los arzobispos mayores y los metropolitas de las iglesias católicas de rito oriental no sometidas a los patriarcas. Intervienen, en cambio, sólo en las dos primeras los cardenales prefectos de los dicasterios de la Curia Romana. Además forman parte de la asamblea «general» los obispos elegidos por cada conferencia episcopal nacional, o por las conferencias episcopales de varias naciones, es decir, la formada por aquellas naciones que no tienen una conferencia propia (6), como también diez religiosos elegidos por la Unión Romana de los Superiores Generales. Forman parte de la asam(6) Los miembros que deberá elegir cada conferencia dependen del número de obispos que la integren: una por cada conferencia que no comprenda más de 25 miembros; dos por la que comprenda menos de 50; tres por la que no tenga más de 100 y cuatro por la que tenga más de 100 miembros.

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blea «extraordinaria» los presidentes de las conferencias episcopales nacionales, o de varias naciones que no tienen conferencia propia, y tres religiosos, designados siempre por la Unión Romana de los Superiores. Participan en la asamblea «especial» los representantes de las conferencias episcopales de una o varias naciones, como también de los institutos religiosos, elegidos según las normas anteriores, con tal que todos pertenezcan a las regiones para las que se convocó el Sínodo. El Papa, si lo cree oportuno, podrá aumentar el número complexivo de los miembros hasta el 15 por 100, añadiendo obispos, o religiosos, o eclesiásticos competentes. El significado de la nueva institución, debido a las divergentes interpretaciones que se daban de él, fue autorizadamente explicado en un artículo del P. W. Bertrams (7). El ilustre jesuíta escribía que «la actividad del Sínodo constituye, aunque en un sentido amplio, una genuina aplicación del principio de la colegialidad episcopal en el gobierno de la Iglesia universal», ya que «la actividad colegial para toda la Iglesia en sentido estricto se da solamente cuando todo el cuerpo episcopal obra junto con el Romano Pontífice. De hecho algunos críticos habían forzado el sentido del «motu proprio» intentando presentar el Sínodo como una especie de «pequeño concilio». Para otros, en cambio, el Sínodo —por su naturaleza consultiva y porque las decisiones tomadas serían siempre actos personales del Papa—no podía considerarse en absoluto como una forma de ejercer colegialmente la suprema potestad de la Iglesia. Doscientos sesenta y ocho escrutinios Quince de septiembre. CXXVIII Congregación General y primera sesión del cuarto período. Una rápida ojeada al aula conciliar. Había aumentado el número de los observadores de las iglesias y de las comunidades no católicas. Había aumentado también el número de los auditores y de las auditoras seglares y religiosas. Cincuenta y dos en total. Entre ellos, por primera vez, había dos esposos: Luz María y José Alvarez Icaza. Ella, cuarenta y un años, y el, cuarenta y cuatro. Mejicanos. Doce hijos. Fundadores del Movimiento Familiar Cristiano en su país. Entre los miembros del Consejo de presidencia, el cardenal Shehan, arzobispo de Baltimore, había sustituido al cardenal (7) Cfr. la Civillá Catloltca del 4 de diciembre de 1965.

Meyer, fallecido el 9 de abril. Entre los subsecretarios monseñor Jacques le Cordier, obispo auxiliar de París, había ocupado el puesto de monseñor Villot, creado cardenal, como Shehan, en el consistorio del 22 de febrero de 1965. Apenas terminada la lectura del documento sobre la constución del Sínodo, Pablo VI abandonó la basílica vaticana (8). Después de un saludo de los cardenales Tisserant y Agagianian a la asamblea, monseñor De Smedt leyó la relación sobre la libertad religiosa. El debate sobre la declaración se agotó entre el 21 y el 22 de septiembre, y se inició la discusión del esquema sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. Terminada esta discusión entre el 7 y el 8 de octubre, comenzó el examen del decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, y a continuación, desde el 14 de octubre, se discutió el proyecto sobre el ministerio y la vida sacerdotal. Las intervenciones terminaron el 26 de octubre en la CLHI Congregación General. A excepción de una brevísima exposición de las opiniones de algunas conferencias episcopales en torno a la doctrina de las indulgencias, las quince sesiones restantes se consagraron totalmente a los escrutinios: durante el cuarto período tendrán lugar 268... En la sesión pública del 28 de octubre se votaron y aprobaron definitivamente los tres decretos sobre el oficio pastoral de los obispos, sobre la renovación de la vida religiosa y sobre la formación sacerdotal, y las dos declaraciones sobre la educación cristiana y sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. En la sesión pública del 18 de noviembre, la constitución sobre la divina revelación y el decreto sobre el apostolado de los seglares. En la sesión pública del 7 de diciembre se promulgaron los cuatro documentos discutidos al principio, y se leyó la «declaración conjunta» de la Iglesia católica y de la Iglesia ortodoxa de Constantinopla, con la que quedaron abolidas definitivamente las sentencias de excomunión que siguieron a los acontecimientos de 1054. Finalmente, en la sesión pública del 8 de diciembre, se leyó el decreto de clausura del Vaticano II. Esta es la historia del último período conciliar. Hemos querido anticiparla expresamente, aunque sea con una ligera visión panorámica, porque esta vez no narraremos cronológicamente los acontecimientos, o mejor, trataremos en primer (8) El sillón reservado para el Papa en la mesa de presidencia, contrariamente a lo sucedido en años anteriores, permanecerá siempre en su sitio, como para recordar visiblemente que el Sumo Pontífice es siempre el presidente efectivo de la asamblea conciliar.

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lugar los esquemas promulgados en las sesiones públicas del 28 de octubre y del 18 de noviembre, dejando para el final el balance de los debates sobre los cuatro textos—libertad religiosa, la Iglesia en el mundo moderno, la actividad misionera de la Iglesia, el ministerio y la vida sacerdotal—cuya promulgación tuvo lugar en la sesión pública del 7 de diciembre. El oficio pastoral de los obispos Del 29 de septiembre al 1 de octubre se tuvieron 16 votaciones sobre la expensio modorum del decreto sobre el «oficio pastoral de los obispos en la Iglesia»; 7 sobre el proemio y el capítulo primero, «los obispos y la Iglesia Universal»; 8 sobre el segundo, «los obispos y las iglesias particulares», y 1 sobre el tercero,«cooperación de los obispos al bien común de las otras diócesis». En el escrutinio global efectuado durante el tercer período, el capítulo primero no había alcanzado la mayoría de dos tercios requerida, porque muchos padres habían visto en él una exposición inadecuada del ejercicio del poder colegial de los obispos. En consecuencia, en el nuevo texto se había introducido una cita de la constitución sobre la Iglesia, en la que se afirmaba que el orden episcopal, «junto con el Romano Pontífice, su cabeza, es también sujeto de suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal; potestad que no puede ejercitarse sin el consentimiento del Romano Pontífice». Había otras modificaciones importantes. Se hablaba expresamente del Sínodo episcopal, mientras que antes se limitaba a augurar que un «Consejo» episcopal asistiera al Papa. Este Sínodo— se especificaba—, «representando a todo el episcopado católico, demuestra que todos los obispos participan en comunión jerárquica de la solicitud por la Iglesia universal». Se hablaba también de la Curia Romana. Se pedía que se definiera de un modo más concreto la función de los nuncios y de los delegados apostólicos. Estos, como también los miembros de los dicasterios, deberían provenir de las diversas regiones del mundo, aun más que en el pasado. El capítulo segundo, dado el elevado número de placel iuxta modum, había sido también remitido a la comisión competente, sobre todo a causa del problema de la dimisión de un obispo del gobierno de su propia diócesis—se había renunciado, sin embargo, a establecer un límite fijo de edad—, y a causa de la exención y de las complejas relaciones diocesanas entre obispos y religiosos. Ratificado el principio general 466

de que la exención se refiere principalmente al orden interno de los institutos pero que «no impide que los religiosos en cada diócesis estén sujetos a la jurisdicción de los obispos según el derecho», en la nueva redacción se precisaba: 1) El compromiso de los religiosos y el recurso del obispo a ellos deben hacerse teniendo en cuenta la naturaleza propia de cada instituto. 2) Los religiosos, exentos y no exentos, están sometidos a la autoridad del obispo en todo lo concerniente al ejercicio público del culto divino, «quedando a salvo, sin embargo, la diversidad de ritos». 3) Las escuelas católicas de los religiosos están sometidas también al ordinario del lugar en lo referente a su ordenación general y a su vigilancia, «permaneciendo firme, con todo, el derecho de los religiosos en lo que respecta a su dirección». Habiendo resultado muy positivos los 16 escrutinios, se invitó a la asamblea a votar todo el documento por primera vez el 6 de octubre—2.167 placet y 14 non placet—y definitivamente en la sesión pública del 28 de octubre: votantes, 2.322; placet, 2.319; non placet, 2; nulos, 1. La renovación de la vida religiosa Cuando la comisión competente comenzó a revisar el decreto sobre la renovación de la vida religiosa, se encontró repentinamente ante grandes dificultades, no sólo por el número de correcciones—14.000—propuestas en las intervenciones orales o por escrito, sino también porque las modificaciones sugeridas por los padres habían reproducido, en una medida casi idéntica, las dos tendencias abiertamente opuestas que habían aflorado el año anterior en los debates. Por una parte, la que pretendía mantener la vida religiosa según las normas tradicionales, y por otra, los partidarios de un profundo «aggiornamento» de las estructuras y de las constituciones de los institutos religiosos, de acuerdo con las exigencias de la vida actual y, sobre todo, con las necesidades apostólicas y pastorales de la Iglesia. La comisión había tenido que conciliar pacientemente los dos puntos de vista, y tenerlos presentes en la formulación de los «principios generales» para la renovación de la vida religiosa. Esta renovación comporta el continuo retorno a las fuentes de toda la vida cristiana y al espíritu primitivo de los

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institutos, y, al mismo tiempo, su adaptación a las cambiantes condiciones de los tiempos. Por una parte, los institutos deben buscar fielmente hacer propios y custodiar el espíritu auténtico de sus fundadores y sus intenciones, como también las sanas tradiciones; por otra, deben participar en la vida de la Iglesia y, según su índole propia y sus necesidades, sostener sus iniciativas y lo que se propone conseguir en los diversos campos: bíblico, litúrgico, dogmático, pastoral, ecuménico, misionero y social. Determinados estos conceptos fundamentales, el trabajo de revisión se había hecho más ágil. El texto había sido ampliado y las «proposiciones» habían pasado de 20 a 25. Recordemos rápidamente las innovaciones más significativas: la renovación debe realizarse según la naturaleza propia de cada instituto, teniendo en cuenta también las formas de gobierno. El «aggiornamento» de los institutos contemplativos debe hacerse manteniendo su separación del mundo y los ejercicios propios de su género de vida, y el de los institutos dedicados a la vida apostólica, en función de su diversidad y de la mutua relación entre vida religiosa y apostolado. En un párrafo nuevo se subrayaba el valor de la vida monástica y conventual, y se prescribía que se conservara, aunque con las modificaciones oportunas. Se hablaba por primera vez de la vida religiosa laical poniendo de relieve los preciosos servicios que ha prestado a la Iglesia, y se declaraba que no existía ningún impedimento para que, en tales institutos y por disposición del capítulo general, algunos miembros recibieran las órdenes sagradas, con el fin de proveer a las necesidades del ministerio sagrado sacerdotal en las propias casas. Se presentaba a los institutos seculares como una verdadera y completa forma de profesar los consejos evangélicos. La castidad constituye un «medio eficacísimo» para la fecundidad del apostolado. Para preservarla mejor se exhortaba a los religiosos a practicar la mortificación y la guarda de los sentidos, a santificarse con el cuerpo y con el espíritu, a instaurar en la vida comunitaria un amor fraternal. Para dar un testimonio mayor de pobreza, será necesario encontrar nuevas formas de expresarla. Respecto al voto de obediencia—el párrafo había sido completamente reelaborado a causa de las múltiples proposiciones sugeridas por los obispos—, los religiosos deben prestar un humilde obsequio a sus superiores poniendo a su disposición, en la ejecución de sus órdenes y en la realización de los oficios que se les confíen, tanto las energías de la mente y de la vo-

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luntad, como los dones de naturaleza y de gracia. Los superiores, en cambio, deben ejercer la autoridad en espíritu de servicio hacia los religiosos, suscitando en ellos una obediencia activa y responsable y promoviendo la colaboración al bien del instituto y de la Iglesia, aunque permaneciendo firme su autoridad. La clausura papal—que permanece en vigor sólo para las monjas de vida exclusivamente contemplativa—debe ponerse al día según las condiciones de los tiempos y de los lugares, suprimiendo las costumbres que ya no tienen razón de ser, después de haber escuchado el parecer de los monasterios. Renovado así, el documento fue muy bien acogido por la asamblea, perfectamente consciente de los límites del esquema y de la conveniencia de no alterar el delicado equilibrio, conseguido con dificultad, en torno a las cuestiones más discutidas (9). Del 6 al 8 de octubre se aprobó la expensio modorum. Hubo diecinueve escrutinios. El 11 se tuvo la votación global: 2.126 placel, 13 non placel y 3 nulos. En la sesión pública del 28 de octubre: votantes, 2.325; placet, 2.321, y 4 non placet. La formación sacerdotal Después de cuanto había sucedido en el aula en 1964, durante el examen del decreto sobre la «formación sacerdotal» y las subsiguientes votaciones, era inevitable que a la hora de revisar el proyecto despuntaran los puntos neurálgicos en toda su complejidad. Entendámonos. El esquema fue aprobado con una amplísima mayoría. Sin embargo, la comisión había examinado todas las enmiendas aceptando naturalmente sólo las que no alterasen la proporción existente entre las diversas partes del documento, equilibrado— observaría el relator, monseñor Carraro—como la «balanza de un farmacéutico». El organismo había examinado sobre todo las contrastantes modificaciones propuestas sobre la formación intelectual de los seminaristas. Este tema—el quinto de los siete en torno a los cuales se agrupan las 22 proposiciones—había sido el más discutido en el Concilio, ya que aludía a la doctrina tomista en la enseñanza de la teología y de la filosofía, y había provocado el número más elevado de placet iuxta modum. (9) Estos límites se debían en gran parte al hecho de que la teología de la vida religiosa se estudiaba ya en la constitución dogmática sobre la Iglesia, y lo referente al apostolado de los religiosos en las diócesis se trataba en el decreto sobre el oficio pastoral de los obispos.

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El cardenal Léger había criticado ásperamente en su intervención el pasaje relativo a los estudios filosóficos, donde se decía que éstos debían basarse en los principios de la «filosofía perenne», puesto que, según el purpurado canadiense, no era necesario imponer una filosofía particular, especialmente si se identificaba con la «escolástica». Más tarde, en las sugerencias presentadas por escrito, varios obispos se habían mostrado del mismo parecer, insistiendo en una enseñanza de la filosofía que tuviera cuenta lo que conserva aún hoy su valor en el patrimonio de la Iglesia y en la doctrina tomista, y, al mismo tiempo, lo que tienen de verdadero y sólido las investigaciones filosóficas modernas. Otros obispos, en cambio, habían pedido que el texto mencionara explícitamente a Santo Tomás o afirmara que los alumnos deben aprender la filosofía perenne, sobre todo, como ha sido formulada por el doctor Angélico. La comisión, ante estas opiniones opuestas, se había limitado a sustituir la expresión «filosofía perenne», que podría inducir a interpretaciones erróneas, por la de «patrimonio filosófico perennemente válido». El cardenal Léger había manifestado también sus reservas sobre el párrafo siguiente, el 16, donde se afirmaba que las verdades reveladas deben estudiarse bajo la guía de Santo Tomás. Rechazó todo «exagerado exclusivismo» y pidió que se propusiera a Santo Tomás sólo en su comportamiento científico y espiritual. En los «modos» presentados por escrito, 159 padres habían expresado una tesis análoga. Otros, finalmente, habían indicado la posibilidad de que junto con Santo Tomás se enumeraran otros doctores de la Iglesia, o que no se citara ninguno. Varios obispos, que fueron aumentando progresivamente hasta superar los 600, habían hecho presente la conveniencia de redactar tanto el decreto sobre la «formación sacerdotal», como la declaración sobre la «educación cristiana», de tal modo, que se afirmara claramente que la doctrina tomista debe ser «fielmente conservada en todas las escuelas católicas», al menos en sus principios generales, en lo referente no sólo a la teología, sino también a la filosofía. También en este punto, ante opiniones dispares, la comisión había juzgado oportuno mantener la redacción originaria, tanto más cuanto que el esquema ya había sido aceptado por la asamblea. Había quedado la alusión a Santo Tomás (10). Para aclarar más las (10) « ..Para ilustrar del modo más completo posible los misterios de la salvación se decía en el nuevo texto, que es el definitivo—, aprendan los alumnos a profundizar en ellos y a descubrir su conexión por medio de la especulación bajo el magisterio de Santo Tom ai.»

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cosas se había añadido en nota una alusión al discurso que el Papa había dirigido el 10 de septiembre de 1965 a los participantes en el VI Congreso Tomista Internacional (11). Pero la comisión no había fijado su atención sólo sobre los problemas relacionados con la formación intelectual de los seminaristas, sino que se había ocupado también de otros numerosos temas del decreto para introducir en ellos algunas modificaciones convenientes. Había introducido, por ejemplo, un cambio para reafirmar la necesidad de los seminarios mayores, precisamente porque algunos la habían impugnado. Respecto al celibato, había eliminado la formulación primitiva que olía a juridicismo a mil leguas de distancia, presentándolo ahora no como una mera ley eclesiástica, sino como un precioso don divino, y poniendo de relieve la necesidad de alcanzar una madurez que consienta aceptarlo no como una simple privación, sino como un positivo enriquecimiento. Llegó así la hora de los escrutinios. Hubo 15, todos con éxito favorable, sobre la expensio modorum. El decreto fue aprobado en su conjunto el 13 de octubre—2.196 placel, 15 non placel y 1 nulo—y definitivamente en la sesión pública del 28 de octubre: votantes, 2.321; placel, 2.318, y non placel, 3. El Concilio había realizado un buen trabajo. Tocaba ahora a los superiores de los seminarios recoger útiles enseñanzas para su futura labor. «Incluso un Stradivarius—había dicho monseñor Carraro—en manos inhábiles produce estridencias y no sinfonías... » La educación cristiana La declaración sobre la «educación cristiana» había sido renovada en un 80 por 100 respecto del esquema, que también había obtenido en el período precedente la mayoría de los dos tercios. También esta declaración encontró en el aula una viva resistencia cuando se presentó para las votaciones conclusivas. Algunos padres, vista la profunda reorganización a que se había sometido el esquema, pidieron un nuevo debate o, al menos, la licencia de votar también con el placel iuxla modum en los escrutinios relativos, pudiendo presentar de este modo nuevas modificaciones. Otros obispos, en cambio, sostenían que la comisión había solucionado los problemas más espinosos (11) « El tomismo—afirmaba e! Santo Padre en aquella ocasión—, lejos de ser un sistema cerrado estérilmente en sí mismo, es capaz de aplicar con éxito sus propios principios, sus métodos y su espíritu a los nuevos problemas que la problemática de nuestro tiempo propone a la reflexión de los pensadores cristianos . »

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siguiendo un criterio excesivamente rígido, insistiendo demasiado en «los derechos» de la Iglesia y en los «deberes» del Estado, y dando excesivo realce a las escuelas católicas, con menoscabo del problema, mucho más vasto, de la educación cristiana. En realidad el organismo se habla limitado a enmendar el documento basado en las observaciones de los padres, haciendo lo posible para compaginar las sentencias, frecuentemente dispares, y teniendo en cuanta la variedad de situaciones que se encuentran de un país a otro en el sector educativo. De este modo, había resultado un texto que trataba especialmente de las escuelas católicas, pero que estaba redactado en una perspectiva que comprendía el conjunto de la educación cristiana. En él las responsabilidades de la familia estaban puestas con mayor claridad en primer plano, y se determinaban mejor los derechos y las obligaciones de los padres, de la sociedad civil y de la Iglesia. Además se negaba el monopolio estatal en materia de educación, aun reconociendo que el Estado puede tener una función más o menos amplia, según el grado de evolución económica, social y cultural de cada nación. En resumidas cuentas, la declaración intentaba poner de relieve que la educación constituye para cada comunidad civil un deber eminentemente humano y sagrado, y para la comunidad cristiana un auténtico ministerio, una colaboración a la acción del Espíritu Santo. Sin embargo, a pesar de las justificaciones aducidas por la comisión, los padres del partido opuesto se mantuvieron firmes y su oposición fue casi constante en los 13 escrutinios, que se tuvieron el 13 y el 14 de octubre, sobre las enmiendas introducidas en el proemio y en los doce párrafos de la nueva redacción. Demos una rápida síntesis de ellos. 85 non placel en la introducción: importancia de la educación en la vida del hombre. 96 en el «derecho universal a la educación»: la dignidad de la persona humana exige una educación que la ayude a conseguir su fin supremo y a servir a la sociedad. 76 en la «educación cristiana»: todo cristiano tiene derecho a una educación cristiana, que nutra y desarrolle su fe. 111 en los «responsables de la educación»: la familia es la primera educadora que introduce al niño en la vida de la sociedad civil y del pueblo de Dios. 85 en los «medios al servicio de la educación cristiana»: la Iglesia se preocupa de todos los medios educativos, y en particular de los que le son propios. 83 en la «importancia de la 472

escuela»:.es el principal factor en el desarrollo de las facultades intelectuales, además de desempeñar una gran función social. 99 en los «deberes y derechos de los padres»: éstos tienen derecho primario e inalineable a la educación de sus hijos, y el Estado debe garantizar a los padres la libertad en la elección de la escuela, y a los jóvenes el derecho a una formación escolástica idónea. 79 en la «educación moral y religiosa en la escuela»: la Iglesia tiene el deber de vigilar sobre la educación moral y religiosa de todos sus hijos, y los padres deben exigir que los propios hijos tengan los medios para ampliar su formación religiosa y su formación profana. 102 en las «escuelas católicas»: la presencia de la Iglesia en el sector escolástico se manifiesta principalmente en la escuela católica. Se subraya su función apostólica y el servicio que presta a la comunidad humana. La Iglesia tiene el derecho de abrir escuelas propias, como los padres cristianos tienen el deber de sostenerlas y de enviar a ellas a sus hijos cuando sea posible. 116 en las «diferentes clases de escuelas católicas»: es necesario conceder mayor importancia a las escuelas que las circunstancias actuales imponen de un modo particular, como las técnicas y profesionales, las instituciones para la instrucción de los adultos, etc. 132 en las «universidades y facultades católicas»: se auguraba su implantación en todas las regiones del mundo, y se afirmaba que la Iglesia debe preocuparse de ofrecer una asistencia espiritual e intelectual no sólo a aquella parcela de la juventud que frecuenta las universidades católicas, sino también a toda la juventud universitaria. En otra modificación—formulada según la enmienda firmada por más de 600 padres, de la que hablamos al tratar de la «formación sacerdotal»—se hallaba la invitación a las universidades y facultades católicas a fin de que «...teniendo en cuenta las investigaciones y los nuevos problemas planteados por el tiempo que corre, se perciba cómo la fe y la razón tienden a la única verdad, siguiendo las huellas de los doctores de la Iglesia, sobre todo de Santo Tomás de Aquino». 87 en las «facultades de ciencias sagradas»: la Iglesia espera mucho de su actividad, sobre todo para el apostolado intelectual, para el diálogo con los hermanos separados y con los no cristianos, y para reponder a los problemas planteados por el progreso de las ciencias. 100 en la «cooperación en el campo escolástico» y en la conclusión: debe establecerse también una colaboración entre las escuelas católicas y las públicas, en orden al bien común de la humanidad. La oposición, esta vez de un modo compacto, hizo su último 473

esfuerzo en la votación global: 183 non p\acet, 1.912 placel y 1 nulo. Habiendo resultado inútil este último intento, se redujo a muy poca cosa en el escrutinio que tuvo lugar el 28 de octubre durante la sesión pública: votantes, 2.325; 2.290 placet y 35 non placet. Relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas Sólo habían transcurrido algunas semanas desde que la asamblea había aprobado, el 20 de noviembre de 1964, por una gran mayoría la declaración sobre las «relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas». En seguida se disiparon las esperanzas de que aquella votación pudiera allanar, al menos un poco, el camino a un proyecto hasta entonces tan maltratado y contradicho. El fuego se había extendido por todas partes. Varios países árabes habían intensificado su campaña de oposición al documento conciliar, temiendo que Israel lo usara para hacer propaganda... Dos grandes personalidades de la Iglesia copto-ortodoxa—Cirilo VI, patriarca de Alejandría de Egipto, e Inatio Yacoub, patriarca de Antioquía y de todo el Oriente—habían lanzado severas críticas contra el proyecto. Después hizo lo mismo el Sínodo de la Iglesia copta, reunido en El Cairo en febrero de 1965... Ni los mismos hebreos habían contribuido a serenar el clima ya tan inflamado. En América, haciendo eco a las noticias pesimistas que algunos periódicos esparcían acerca de la suerte del esquema, el presidente del American Jewish Committee, Abraham Morris, había desaprobado públicamente las tendencias «revisionistas» de la Iglesia católica respecto a la declaración «absolutoria» aprobada al final del tercer período. En Italia, a principios de abril, el presidente de la Unión de las Comunidades Israelitas, Sergio Piperno, y el rabino mayor de la comunidad de Roma, Elio Toaff, habían enviado al Vaticano un telegrama de protesta, habiendo creído descubrir una confirmación de la acusación de «deicidio» en un discurso pronunciado por el Papa en una parroquia romana, mientras que Pablo VI no había hecho más que recordar el drama de la Pasión y explicar el Evangelio del día... Y por si esto no bastara, en los mismos ambientes católicos se había desencadenado un baile infernal de polémicas y se había hablado mucho sobre los dos artículos de monseñor Carli, aparecidos el 15 de febrero y el 1 de mayo en Palestra del Clero, donde el obispo 474

de Segni había impugnado ásperamente el fundamento doctrinal de la declaración. Frente a aquella situación, el Secretariado para la Unión, responsable del texto, no se había quedado con los brazos cruzados. El secretario del organismo, monseñor Willebrands, y el subsecretario para la sección oriental, P. Duprey, entre abril y junio se habían dirigido a las comunidades católicas y no católicas del Oriente Medio, donde habían surgido precisamente las mayores dificultades a causa del proyecto conciliar. Habían finalizado sus entrevistas en Addis Abeba, donde se habían encontrado con el emperador Hailé Selasié y los dirigentes de las iglesias copta, católica y greco-ortodoxa. Fin de estos viajes era la necesidad de obviar, en lo posible, cualquier malentendido en torno a la doctrina teológica contenida en el esquema, y de asegurar que su naturaleza, exclusivamente religiosa, se expusiera de un modo claro y explícito, de tal forma que se cerrara totalmente el camino a cualquier interpretación política. Precisamente a continuación de estos contactos y al mismo tiempo para vencer la resistencia que el grupo minoritario podría oponer nuevamente en el Concilio a la hora de los escrutinios decisivos, el Secretariado para la Unión—fortalecido, evidentemente, por el apoyo del Sumo Pontífice, que también era de la misma opinión—había juzgado oportuno introducir algunos cambios en el texto, o mejor, proponer una serie de modificaciones a la asamblea, la cual debería decidir después su inclusión en el documento. Las modificaciones más importantes (u «omisiones», como se advertía en la introducción de la nueva redacción, entregada a los padres el 30 de septiembre de 1965) se referían naturalmente a la tercera parte, sobre la «religión hebrea». Dos eran los puntos que habían sufrido los retoques más significativos. Para ilustrarlos mejor anticiparemos extensos pasajes de la relación que el cardenal Bea leería en el aula el 14 de octubre. 1) Por lo que se refiere a la condenación de las persecuciones contra los judíos y a la condenación de toda persecución dirigida contra cualquier categoría de hombres, y para evitar posibles interpretaciones arbitrarias, el Secretariado ha querido indicar expresamente las razones, introduciendo en la declaración las palabras: «La Iglesia... movida, no por motivos políticos, sino por la religiosa caridad evangélica... deplora...». El pasaje corregido decía así: «Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del pa-

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trimonio común con los judíos e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos.» «Deplora», pues, y no «deplora y condena», como se leía en la redacción anterior. El damnat había sido suprimido—explicaría el cardenal Bea—porque en el lenguaje de los Concilios esta palabra se usa para los errores y herejías, no para pecados. 2) He aquí cómo se expresaba el nuevo texto en lo referente a la cuestión de la responsabilidad de los judíos en la Pasión del Señor: «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y aunque la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras.» El esquema enmendado—había de observar el cardenal Bea—«salvaguarda plenamente y expone la verdad evangélica» y «excluye afirmaciones y acusaciones injustas levantadas indistintamente contra todos los judíos de aquel tiempo y contra los del nuestro, es decir, que éstos son culpables de la condena del Señor, y por tanto, rechazados y maldecidos por Dios». Pero, ¿por qué no se afirmaba ya que el pueblo hebreo (gens ) no era reo de deicidio (deicidii reajl ¿Por qué se había eliminado esta expresión, cuando numerosos padres durante el tercer período habían luchado esforzadamente para que se incluyera de nuevo en el proyecto, y cuando la asamblea había aprobado su inclusión? La palabra «deicidio», en efecto, podría prestarse a argumentaciones equívocas. Negando expresamente la culpabilidad de los judíos, se corría el riesgo de que alguno terminara poniendo en discusión la divinidad de Cristo, o la realidad de su muerte sobre la cruz, o que algunos obispos continuaran afirmando que se encontraba una patente contradicción con la Sagrada Escritura y con los textos de San Pablo. Por otra parte—observaría el presidente del Secretariado para la Unión—, «es evidente que el pensamiento que se quería expresar en el texto anterior con esta palabra se encuentra exacta e íntegramente expresado en el nuevo texto, propuesto ahora a la votación». Se ha suprimido la palabra, pero permanece el concepto. Sé muy bien que algunos atribuyen a esta palabra una gran importancia psicológica. Pero si esta palabra es mal

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interpretada en tantas regiones, y si el mismo pensamiento, el mismo concepto, puede expresarse con otras palabras más apropiadas, ¿no es verdad que en este caso la prudencia pastoral y la caridad cristiana prohiben el uso de esta palabra e incluso exigen que el concepto se exprese con otras? Pablo VI: «Respeto, amor y esperanza hacia los judíos» Apenas se distribuyó en el aula la nueva declaración—presentada definitivamente de un modo autónomo y no como posible apéndice de la constitución sobre la Iglesia—se comenzó de nuevo la disputa entre las dos corrientes opuestas. Por una parte, algunos obispos querían a toda costa que se volviera a la redacción precedente, donde se hablaba específicamente de «deicidio» y aparecían con más claridad y con más fuerza la disculpa del pueblo judío de esta acusación y la «condena» de todas las acusaciones dirigidas en todo tiempo contra los judíos. Por otra, había prelados que, a pesar de las correcciones introducidas en el texto, continuaban impugnando su orientación doctrinal. La controversia exasperaba cada vez más los ánimos a medida que pasaban los días y se acercaba el momento de los escrutinios. Los padres se vieron inundados por una lluvia de libelos antisemitas (12). Tampoco faltaron las presiones de una y otra parte: algunos representantes del judaismo italiano y un perito francés, el P. Laurentin, con un documentado estudio que hizo circular entre los obispos para que se propusiera de nuevo el proyecto aprobado en 1964; el coetus internationalis patrum, con una carta enviada a muchos obispos por los monseñores De Proenca Sigaud, M. Lefebvre y Carli, para que se votara non placel. En la misiva, sobre todo en lo relativo a la cuestión de la responsabilidad en la muerte de Cristo, se sostenía que el Secretariado para la Unión quería «imponer», como si fuera doctrina de la Iglesia, su opinión sobre la inexistencia de una responsabilidad colectiva admitida, al menos en el plano religioso, por todos los padres y por muchísimos exegetas. Se recordaba también que, según varios exegetas, se podía deducir no sólo de la Sagrada Escritura, sino también de la Tradición, la «reprobación» y la «maldición» (12) «Ningún Concilio, ningún Papa puede condenar a Jesús, a la Iglesia católica, apostólica y Romana, a los pontífices y a los Concilios más ilustres. La declaración sobre los hebreos comporta implícitamente esta condenación; por tanto, debe ser rechazada.» Este era el título de un panfleto enviado por unas 30 organizaciones católicas y cristianas de diferentes países. Algunas de ellas habían de desmentir después su adhesión a esta declaración.

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—entendida en sentido bíblico—de la religión judía. En consecuencia, los tres obispos concluían que era necesario votar non placet, no para expresar una desaprobación total, sino más bien por la imposibilidad de presentar nuevas correcciones... El argumento final era ciertamente inútil. Pero precisamente por eso, precisamente porque se sabía que votarían non placet tanto los padres que concordaban con las tesis del coetus, como los que deseaban la restauración del esquema anterior, eran muchos los que temían que se obtuviera un resultado ambiguo. Tanto es así que el cardenal Bea, al terminar su relación el 14 de octubre, dirigió una velada pero apremiante llamada a los partidarios de la segunda corriente para que valoraran con plena conciencia los motivos de la supresión de la palabra «deicidio», teniendo en cuenta que era precisamente su organismo el que proponía y apoyaba aquel cambio. «Nuestro Secretariado—dijo—juzga que esta variación es de gran importancia para que la misma declaración sea rectamente entendida y aceptada en todas partes, a pesar de las dificultades de diversa índole. Por tanto, os ruego insistentemente que tengáis a bien considerar esta corrección a la luz de la prudencia pastoral y de la caridad evangélica. » Inmediatamente después comenzaron los escrutinios. Aquella mañana hubo seis; 110, non placet en la introducción. Se había precisado que la Iglesia, en su misión de promover la unidad y la caridad entre los hombres y entre las naciones, considera en primer lugar lo que es común a todos; 184 en la primera parte, que se refería a las «diversas religiones no cristianas», especialmente al hinduísmo y al budismo. Se subrayaban las verdades reconocidas por los no cristianos, cuyo sentido religioso penetra íntimamente toda su vida, y se distinguían las dos formas de budismo; 189 en la segunda parte, «la religión musulmana », donde se había suprimido una alusión a la moral familiar y social de los musulmanes; 153 en las 49 líneas iniciales de la tercera parte, la «religión judía»: naturaleza espiritual de la unión entre el pueblo del Nuevo Testamento y la estirpe de Abrahán; judíos y gentiles están unidos en Cristo, como dice San Pablo. Muchos judíos se han opuesto a Cristo, sin que por esto el pueblo hebreo deje de ser amado por Dios. Y aquí terminó el anuncio del resultado de las votaciones, ya que el centro mecanográflco no había completado aún los datos relativos a las dos últimas, en que comenzaban los temas

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más candentes. ¡Era lo único que faltaba, este suspense fuera de programa! Veinticuatro horas de dudas, de interrogantes, de temores... Al día siguiente, 15 de octubre, se tuvieron otros cuatro escrutinios, y al final se comunicaron los resultados, comprendidos los dos que faltaban: 188 non placet en el párrafo en que se afirmaba que cuanto había sucedido durante la pasión de Cristo no puede imputarse indistintamente ni a todos los judíos que vivían en aquel tiempo ni a los del nuestro; 245 en la frase de la que se había suprimido la alusión al «deicidio»; 199 en el pasaje en que se condenaban las persecuciones contra todos los hombres, se deploraban los odios, las persecuciones y las manifestaciones de antisemitismo en cualquier tiempo y por quienquiera que fuere; 58 en la cuarta parte, «la fraternidad universal excluye toda discriminación»: se declaraba que la Iglesia condena, como contraria a la voluntad de Cristo, cualquier discriminación o persecución llevada a cabo entre los hombres por motivos de raza, de color, de condición social o de religión; 243 en el «modo» en que se habían examinado las correcciones propuestas. Y finalmente, de 2.023 votantes, 1.763 placet, 250 non placet y 10 nulos en el escrutinio global sobre la declaración. Un éxito, pues, superior a las más halagüeñas esperanzas, para el Secretariado de la Unión; 250 votos negativos eran muchos aún, de acuerdo, pero todos los críticos estaban de algún modo archiconvencidos de que en esta cifra se hallaban reunidos los votos desfavorables de las dos corrientes extremistas. No era ciertamente una pura casualidad el hecho de que los non placet hubieran alcanzado sus cumbres más altas —245, 243 y 250—precisamente en los tres escrutinios en que más sobresalían las reservas de los dos grupos de la oposición: omisión de la palabra «deicidio», examen de las correcciones y el esquema en su conjunto. Además, dado el número singularmente elevado de votos «nulos»—dos veces 14 y 9, y una vez 10—, no se podía pensar sino que algunos padres, contrarios a los principios doctrinales del texto, habían votado en blanco en lugar servirse del non placet que habría favorecido la tesis de los adversarios, es decir, volver a la redacción anterior. Por otra parte, siempre quedaban aquellos 250 votos negativos que constituían una gran incógnita en vistas a la votación en la sesión pública. Y esto no sólo porque se temía que la declaración fuera rechazada clamorosamente, sino más bien por las dañosas repercusiones que tendría, sobre todo en el

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mundo judío, un resultado que no hubiera sido casi unánime. Algunos comenzaban ya a creer que el Papa quería aplazar la promulgación del documento o, al menos, introducir en él algunas modificaciones. Otros confiaban firmemente en una intervención de Pablo VI. El 15 de octubre escribía monseñor Carli en un «artículo», distribuido por el coetus, que la decisión definitiva «corresponde a la suprema autoridad del Romano Pontífice, el cual, con la plena autonomía de juicio inherente a su altísimo oficio de Pastor de la Iglesia universal, puede promulgar el texto tal como ha sido aprobado en el aula conciliar, o después de haber introducido en él las correcciones que creerá necesarias u oportunas en el Señor». El Papa, en cambio, determinó sin demora que también esta declaración se sometiera al escrutinio conclusivo en la sesión pública del 28 de octubre. Aquel día, después de la lectura y de la votación de los cinco esquemas, el Sumo Pontífice concelebró juntamente con veinticuatro padres, entre los que se hallaban los cardenales Wyszynski, Slipyi, Beran, Seper y Gracias, escogidos—explicó en su homilía, después de haber hablado de la continua vitalidad de la obra de la Iglesia—como «representantes de tierras donde la libertad a la que el Evangelio tiene soberano derecho está limitada o negada; testigos incluso algunos de ellos del sufrimiento con el que está marcado el apóstol de Cristo. A estos hermanos, a las Iglesias de cuya generosa pasión nos traen el recuerdo, a los países que ellos con su presencia nos han hecho amar más todavía, vaya, con esta nuestra oración sacrificial, la expresión de nuestra solidaridad, de nuestra caridad, de nuestro deseo de días mejores. También a aquellos obispos hermanos aquí presentes con nosotros y procedentes de naciones donde la paz está turbada con tantas lágrimas, sangre y ruinas, y tan amenazada de nuevos dolores, vaya un afectuoso saludo con el deseo de que sea felizmente restablecido en sus regiones el orden con la justicia, la concordia y la paz». Pablo VI terminó con una significativa alusión al pueblo judío: «Y quieran contemplar también esta manifestación del rostro embellecido de la Iglesia nuestros queridos hermanos cristianos todavía separados de su plena comunión; quieran igualmente contemplarle los seguidores de las otras religiones, y, entre todos, aquellos a quienes nos une el parentesco de Abrahán, especialmente los hebreos, ya nunca más objeto de reprobación o recelo, sino de respeto, amor y esperanza.» Poco después se anunció el resultado final de cada escrutinio.

El último, el más esperado, fue subrayado por un gran aplauso. Habían votado la declaración sobre «las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas» 2.312 padres, de los que 2.221 votaron placet, 88 non placet y 3 nulos. Por consiguiente, al cabo de dos semanas, los 250 votos negativos tan temidos habían disminuido en un 65 por 100. Los obispos que propugnaban el proyecto antiguo ¿habían desistido de su posición, inútil ya y sin esperanzas? ¿O los antagonistas, llegados a aquel punto, se habían conformado con los deseos del Papa, renunciando a su antiguo designio de provocar una reelaboración sustancial del esquema? Es probable que ambas tendencias cedieran un poco. La verdad está siempre en el medio. Una intervención del Papa ante la Comisión Doctrinal Casi se esperaba que la constitución dogmática sobre la «divina revelación» reservara nuevas sorpresas y superara nuevos obstáculos, incluso en los coletazos de su larga y agitada historia. Una historia que registra singulares «recursos». En el primer período, Juan XXIII había sacado adelante el esquema de las dificultades de una votación dudosa, ordenando que se retirara y encargando su completa reelaboración a un organismo mixto especial. En el segundo período su sucesor, en una carta enviada en nombre suyo el 18 de octubre de 1965 por el secretario de Estado a la Comisión Teológica, pidió que se determinaran tres puntos muy discutidos y de gran importancia doctrinal: las relaciones entre Escritura y Tradición, la inerrancia y la historicidad de los Evangelios. Por aquellos días se habló mucho de este paso dado por Pablo VI y, quizás porque entonces apenas se conocían o no se habían comprendido del todo las razones que la habían motivado, los comentarios no siempre fueron benévolos. El mismo Papa escribió a un «insigne personaje» que se había hecho portavoz de una cierta alarma difundida acerca de las intervenciones pontificias, y de algunos temores según los cuales estos pasos, considerados como una forma de coacción moral sobre el Concilio y sobre la Comisión, atraerían grave daño al prestigio de la Iglesia y del Concilio, especialmente en los países anglosajones y en América, donde los ánimos son más sensibles a toda violación del reglamento (13). Pablo VI, (13) Seguimos aquí un documentado artículo del P. Giovanni Caprile que esclareció definitivamente el episodio. Cfr. la Civiltá Cattolica del 5 de febrero de 1966.

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481 31.—H.» Concillo

en cambio, respondió en su carta que juzgaba un deber suyo obtener un grado de seguridad doctrinal que le permitiera asociar su aprobación a la de los padres. «Y pensamos también añadió—que esta intervención nuestra ante la Comisión Conciliar está perfectamente en regla, siendo nuestro oficio no sólo ratificar o rechazar el texto en cuestión, sino también colaborar, como cualquier padre conciliar, en su perfeccionamiento con oportunas sugerencias...» Con el pasar del tiempo se comenzó a considerar la intervención del Papa desde otra perspectiva, y se terminó reconociendo unánimemente no sólo la necesidad, sino también su plena legitimidad (14). Por otra parte, la actitud de Pablo VI ante la Comisión Doctrinal fue siempre respetuosa y delicada, ajena a toda imposición. Prueba de ello es que el organismo pudo obrar con la máxima libertad. Más aún, de las tres modificaciones sugeridas por el Papa, escogió la primera entre siete expresiones que ya habían obtenido la aprobación de cualificados representantes del grupo mayoritario. Para las otras dos adoptó una formulación que tenía en cuenta tanto las indicaciones pontificias cuanto los conceptos contenidos en el proyecto. La divina revelación Procedamos en orden. El esquema sobre la «divina revés lación» había sido corregido de acuerdo con las modificacionepropuestas por los padres de palabra o por escrito durante el tercer período. La nueva redacción se presentó en el aula el 20 de septiembre de 1965 y durante tres días se efectuaron 20 escrutinios parciales y complexivos sobre los seis capítulos. Finalmente, revisado de nuevo el texto según las correcciones propuestas por los placet iuxta modum—y fue entonces cuando intervino el Papa ante la Comisión Doctrinal—, se votó el 29 de octubre, capítulo por capítulo, la acostumbrada expensio modorum. Ahora, en lugar de describir por separado las dos series de votaciones, nos parece más lógico y oportuno hablar de ellas globalmente en relación con cada capítulo. Introducción y capítulo primero: «La revelación o.—La constitución intentaba exponer la doctrina sobre la revelación y sobre su transmisión, y definía la naturaleza y el objeto de (14) El Santo Padre se había preocupado no tanto de conciliar a toda costa la mayoría y la minoría, cuanto de asegurar al documento una mayor solidez y claridad de doctrina.

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la revelación, poniendo de relieve que el Señor se revela mediante hechos y palabras. Después de tratar de la preparación de la revelación evangélica en el Antiguo Testamento, completada después por Cristo estableciendo la nueva y definitiva alianza, el esquema recordaba que la revelación debe aceptarse con fe, y que mediante ella conocemos a Dios mismo, su plan salvífico, y con mayor seguridad también aquellas verdades divinas que el hombre podría descubrir con su propia inteligencia. Los 248 placet iuxta modum de los padres se referían a distintos temas. Se introdujo una innovación significativa en la frase inicial del proyecto, para que las dos primeras palabras, que servirían para designarlo, fueran Dei Verbum, «la palabra de Dios», que constituye precisamente el objeto de este documento. Se introdujo, además, una distinción más neta entre revelación natural—Dios conocido a través de sus obras en la creación—y revelación sobrenatural, junto con la mención de la promesa de redención hecha a nuestros primeros padres. Se reforzó también la afirmación según la cual la encarnación del Verbo constituye la plenitud de la revelación. Los non placet en el escrutinio del 29 de octubre sólo fueron 23. Capítulo segundo: «La transmisión de la divina revelación».— Los Apóstoles y sus sucesores son los mensajeros del Evangelio por misión recibida de Cristo (núm. 7). A continuación el texto ilustraba el origen apostólico de la tradición, su presencia vivificadora en la Iglesia, su papel en la comprensión de la Sagrada Escritura (núm. 8), examinando las mutuas relaciones entre Escrituras y Tradición (núm. 9) y de ambas con la Iglesia y su magisterio (núm. 10). En las votaciones parciales hubo 49 non placet en el número 8, y 34 en los números 9 y 10, confluyendo finalmente en los 354 placet iuxta modum del escrutinio global. Respecto al primer punto se introdujo una modificación para insistir más en la función del magisterio como factor de progreso de la Tradición. No se aceptó, en cambio, la excepción propuesta por algunos obispos que habían objetado que la expresión traditio crescit podría interpretarse como un aumento de la Tradición, en el decurso de los siglos, mediante la incorporación de verdades sustancialmente nuevas. Se trata —respondió la Comisión—de un progreso interno, propio de todo ser viviente, que se desarrolla sin cambiar de sustancia. Pero el cambio más importante de este capítulo, aconsejado por el mismo Sumo Pontífice, fue el introducido en el nú483

mero 9. Decía el texto originario: «...La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto escrita por inspiración del Espíritu de Dios. Después la Santa Tradición transmite íntegramente la palabra de Dios, confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles y a sus sucesores, para que iluminados por el Espíritu de verdad, la conserven fielmente, la expongan y la difundan con su predicación...». Pues bien, varios obispos habían propuesto, apartándose a veces de la formulación, que se añadiera una frase que expresara mejor la importancia de la Tradición como medio indispensable para obtener la plena certeza sobre algunas verdades reveladas, y que aclarara que el depósito de la fe no se considerara contenido sólo en la Sagrada Escritura. La Comisión Doctrinal trató de satisfacer estas peticiones, pero inútilmente, porque se temía turbar el equilibrio, obtenido con tanta fatiga, sobre las relaciones entre Escritura y Tradición. Entonces Pablo VI, movido por algunos padres y viendo una notable afinidad entre las' diversas proposiciones, consultó a varios teólogos, incluido algún observador ortodoxo. Y él mismo vio la conveniencia de precisar que la Tradición nos da una manifestación más explícita y completa de la revelación divina, hasta el punto de que, en algunos casos, puede ser decisiva para tener un conocimiento y una comprensión exacta de ella. En otras palabras, no toda doctrina católica puede probarse sólo por la Sagrada Escritura. Por tanto, es necesario recurrir a la Tradición, sin excluir por esto que algunas verdades de la doctrina católica estén contenidas solamente en la Tradición. El Papa, pues, con su carta del 18 de octubre, pidió a la Comisión Doctrinal que tuviera a bien considerar «benévola» pero «libremente» la oportunidad de perfeccionar el texto, que lo completara, aunque sin alterarlo, con una de las siete fórmulas proyectadas o con otra equivalente. Manifestó también el deseo de que en el examen de los tres puntos en cuestión estuviera presente el cardenal Bea, que, junto con el cardenal Ottaviani, era uno de los presidentes del organismo mixto instituido por Juan XXIII para rehacer el esquema sobre la revelación. Durante la reunión de la Comisión Doctrinal fue precisamente el cardenal Bea, aunque a título personal, el que activó una mejor determinación del núm. 9 con una de las fórmulas transmitidas por el Romano Pontífice, y de las que dijo que era preferible la tercera: «...Sucede así que la Iglesia obtiene la certeza sobre todas las cosas reveladas no sólo por la Sagrada 484

Escritura...». Los miembros de la Comisión se mostraron del mismo parecer. El cardenal Florit, en su relación del 29 de octubre, explicará que el sentido de esta variante debe considerarse en el contexto de todo el esquema, resultando así que ni la Tradición es presentada como un elemento cuantitativo de la Escritura, ni la Escritura como una codificación de toda la revelación. Sólo 55 padres votaron non placel. Capítulo tercero: «La inspiración divina y la interpretación de la Sagrada Escritura.—La inspiración y la verdad de la Escritura; principios para la interpretación de la Biblia: géneros literarios, unidad orgánica de la Sagrada Escritura; autoridad de la Iglesia, a quien se ha confiado el depósito de las verdades reveladas. Las reservas más numerosas—56 non placet en el escrutinio parcial y alrededor de 200 proposiciones de modificaciones entre los 324 placet iuxta modum de la votación complexiva— se referían a la cuestión de la inerrancia, o sea, a la «verdad» de la Biblia. En efecto, en el núm. 11 se decía que, puesto que todo lo que afirma el autor inspirado o hagiógrafo ha de considerarse como afirmado por el Espíritu Santo, se ha de considerar también que los libros de la Sagrada Escritura, en todas sus partes, enseñan la verdad salvífica (oeriiatem salutarem) firme y fielmente, íntegramente y sin error. Las críticas se dirigían a la expresión «verdad salvífica», y sobre todo al adjetivo, introducido por la Comisión Doctrinal en la última redacción, ya que parecía limitar la inerrancia de la Escritura sólo a las cosas de fe y de moral. Tampoco esta vez alteró el texto la Comisión. Pero entre tanto habían llegado ya al Papa peticiones para que interviniera personalmente. Y el Sumo Pontífice, siempre en la carta del 18 de octubre, invitó al organismo a que tuviera a bien «considerar de nuevo y profundamente la conveniencia de omitir la expresión veritas salutaris...». «La perplejidad del Santo Padre en este punto—escribía el cardenal Cicognani— es mayor aún que en la observación precedente, ya porque se trata de una doctrina todavía no común en la enseñanza bíblico-teológica de la Iglesia, ya porque parece que la fórmula no ha sido discutida convenientemente en el aula conciliar, y, finalmente, porque a juicio de autorizadísimas y competentes personalidades, tal fórmula no está exenta del peligro de una mala interpretación. Parece prematuro que el Concilio se pronuncie sobre este problema tan delicado. Quizás los padres

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no estén aún en grado de juzgar su importancia y su posible interpretacian abusiva. Con esta omisión no se excluye el estudio sucesivo del problema.» Los miembros de la Comisión fueron invitados a votar sobre la oportunidad de suprimir o conservar aquella expresión. Al principio predominó la primera proposición, después ganó terreno la segunda, sin que ninguna de las dos obtuviera la mayoría de los dos tercios. Entonces comenzaron a inclinarse por una solución de compromiso, es decir, sustituir el adjetivo «salvífica» por una frase análoga, pero que afirmara, sin posibilidad de error, que era infaliblemente verdadero todo lo que Dios ha querido enseñarnos en la Escritura para nuestra salvación. Votada y finalmente aceptada esta última fórmula, surgió, como ya había surgido anteriormente, una disputa acerca de la determinación de la mayoría. En caso de admitir el principio establecido por el Derecho Canónico, y no el del reglamento conciliar, de basarse en el número de votos realmente dados, prescindiendo en el cómputo de los «nulos», habia que mantener como válido el primer escrutinio, en el que la mayoría de los «votantes» había rechazado mantener veritas salutaris sin optar por algo equivalente. Se pensó confiar el asunto al Tribunal administrativo, pero después no se hizo, ni el recurso en honor a la verdad, habría sido aceptado. En consecuencia, la nueva formulación^ fue [introducida en el esquema. El 29 de octubre se tuvo la votación sobre el capítulo tercero. Los non placel fueron 31. Capítulo cuarto: