Historia de la vejez: de la antiguedad al renacimiento

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GEORGES M IN O IS

Historia de la vejez De la Antigüedad al Renacimiento

Traducción: Celia María Sánchez

NEREA

Publicado originalmente en francés con el título Histoire de la vieillesse. De VAntiquité h la Kenaissance, Fayard, 1987

© Librairie Arthéme Fayard, 1987 © Ed. cast.: Editorial NEREA, S. A. Santa María Magdalena, 11. 28016 Madrid Teléfono 571 45 17 © De la trad.: Celia María Sánchez ISBN: 84-86763-10-X Depósito legal: M. 7.887-1989 Fotocomposición: EFCA, S. A. Avda. Etoctor Federico Rubio y Galí, 16. 28039 Madrid Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid) Impreso en España

Indice

Prólogo de Jean Delumeau...................................................................................... Introducción.................................................................................................................. Capítulo 1: El antiguo Oriente Medio: el anciano entre el mito y la his­ toria............................................................................................................................. Capítulo 2: El mundo hebreo: del patriarca al anciano................................ Capítulo 3: El mundo griego: «la triste vejez»................................................. Capítulo 4: El mundo romano: grandeza y decadencia del anciano........ Capítulo 5: La alta Edad Media: el anciano como símbolo en la litera­ tura cristiana............................................................................................................ Capítulo 6: La alta Edad Media: indiferencia hacia la edad...................... Capítulo 7: Los siglos XI al XIII: la diversidad social y cultural de la vejez Capítulo 8: Los siglos XIV y XV: la afirmación del anciano....................... Capítulo 9: El siglo XVI: el humanista y el cortesano contra la vejez..... Capítulo 10: El siglo XVI:la importancia real de los ancianos.................. Conclusión.................................................................................................................... Notas................................................................................................................................ Bibliografía....................................................................................................................

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PRÓLOGO

Simone de Beauvoir creía «imposible escribir una historia de la vejez». La obra que tenemos ante nosotros —a la que seguirá un segundo volumen— es una prueba evidente de que estaba equivoca­ da. El libro de Georges Minois es un acierto extraordinario, y me pregunto cómo este joven historiador, autor de una tesis monumen­ tal, en todos los sentidos del término, sobre la diócesis de Tréguier en los siglos XV al XVIII, ha podido encontrar tiempo para analizar la inmensa documentación que ha utilizado para esta Historia de la vejez tan poco tiempo después de las investigaciones para su tesis, así como su redacción. Seguramente se ha sentido inclinado a tratar este tema influido por el baby boom que se da en Francia en la actualidad: en el año 2000, en nuestro país, habrá 865.000 personas de más de 85 años. El lugar que ocupan los ancianos en nuestra sociedad invita a examinar su pasado lejano. Pero la historiografía actual, sobre todo en Francia, se juega su prestigio en la investigación de los períodos históricos menos estudiados y en la apertura de nuevas líneas de investigación. Si después de todo la actualidad la lleva a estas actividades conquista­ doras, ¡tanto mejor! Sobre todo si lo hace partiendo de averiguacio­ nes muy importantes llevadas a cabo por especialistas que son al mismo tiempo grandes trabajadores y buenos escritores. Y aprove­ cho para decir sin rodeos que la obra de Georges Minois está muy bien escrita, que se inscribe en una larga tradición francesa que va de Voltaire a Braudel y que llega a nuestros días. Se trata por tanto de

un libro escrito en un estilo ágil, repleto de citas bien escogidas y de fórmulas notablemente logradas. Diciendo esto experimento un ver­ dadero placer en dar la bienvenida a un talento que va a dar mucho de sí. El peligro de un tema como el tratado en este libro, particular­ mente en lo que se refiere a los períodos antiguos o relativamente antiguos, era quedar atenazado por la literatura y la iconografía. Sin duda sus testimonios son necesarios, y Georges Minois no se priva de evocar el Libro deJob, las comedias de Plauto, la obra de Shakespeare o la Duquesa fea de Quentin Metsys. Pero aparecen también otros documentos en su libro: obras de medicina, inscripciones funerarias antiguas, cartularios medievales, declaraciones de testigos en proce­ sos de canonización, datos demográficos, datos sobre la edad de papas y reyes o de importantes políticos del período Tudor. Esta variada documentación, incluso heteróclita por la naturaleza misma de los hechos, está dominada con maestría, trabajada con un arte consumado. El amplio fresco que se nos ofrece incluye aspectos insólitos; quiero decir, reinterpretaciones que causarán extrañeza o suscitarán debates. Georges Minois discute particularmente la tesis según la cual los ancianos eran cuantitativamente muy pocos numerosos en la Edad Media, y tal vez por ello no desempeñaron un papel importan­ te en la sociedad medieval. Ahora bien, exceptuando el caso bastante increíble de Leonor de Aquitania cuya carrera personal comienza a los 69 años, numerosos papas que vivieron de los siglos XI al XIII y varios dux de Venecia fueron hombres ancianos. Por otra parte, tras hacer una recopilación de todos los estudios recientes sobre la peste, nuestro historiador pone de relieve con firmeza un hecho importante: la peste negra y las epidemias posteriores de los siglos XIV y XV trataron con indulgencia relativa a los ancianos. Como consecuencia lógica de lo cual aumentó la importancia de éstos en la sociedad, incluyendo en ella el mundo de la economía y la política. De donde se deduce asimismo una tendencia a la gerontocracia que tuvo como consecuencia, en cualquier caso en los medios cultos, un brote de crítica contra los ancianos. Se puso de nuevo de moda la sátira contra los matrimonios entre hombres ya entrados en años y mucha­

chas muy jóvenes, igual que lo estuvo en la época de Plauto, cuando la juventud romana se esforzaba por quebrantar el poder demasiado gravoso del pater familias. Nos hallamos, pues, ante hechos paralelos en los que en principio no se pensaba. A este nuevo planteamiento del papel que los ancianos desempe­ ñan en la sociedad medieval, le sigue otro referido ahora al Renaci­ miento. Se sabía que al recuperarse los ideales y el paganismo de los greco-romanos, se había arremetido a brazo partido contra la feal­ dad de la vejez y especialmente contra la decrepitud de la mujer, pero hasta ahora no se había subrayado lo suficiente la contradicción existente entre la realidad vivida y esa condena teórica. De hecho, tanto en el terreno de la política como en el del arte, en el siglo XVI hubo muchos ancianos muy activos: se produce el enfrentamiento en combate del septuagenario Andrea Doria contra el octogenario Barbarroja, Miguel Angel llega a los 89 años y Tiziano a los 99, etc. El 72% de los 47 artistas italianos de los siglos XIV al XVI citados por Vasari rebasó los 60 años. Estos datos invitan, pues, al autor, y a nosotros también, a ser prudentes en las conclusiones. Durante el largo período estudiado, que va desde el primer anciano que ha hablado de sí mismo —un escriba egipcio, hace 4.500 años— hasta la muerte de Isabel I y de Enrique IV, no existe una evolución lineal de la vejez ni de su estatus. Tanto el lugar que se ha concedido a esta etapa de la vida como la importancia que se le ha dado son el resultado de varios factores que pueden combinarse entre sí de manera más o menos compleja: estructuración de la sociedad, lugar que en ella han ocupado lo oral y lo escrito, dimensión de la familia —patriarcal o nuclear—, acumulación de riqueza, ideal de belleza, regulado éste o no por ideas religiosas. Sin embargo descubrimos un aspecto en el que coinciden las civilizaciones antiguas: éstas contaban con un modelo abstracto de la vejez y juzgaban a los ancianos —positiva, o casi siempre negativa­ mente— con relación a esa imagen teórica. No habían descubierto todavía la singularidad concreta de la edad del retiro. JEAN DELUMEAU

INTRODUCCION

La vejez: un término que casi siempre hace estremecer, una palabra cargada de inquietud, de fragilidad; a veces de angustia. Un térmi­ no sin embargo impreciso, cuyo sentido sigue siendo vago; una rea­ lidad difícil de delimitar. ¿Cuándo se llega a viejo? ¿A los cincuenta y cinco años? ¿A los sesenta? ¿A los sesenta y cinco? ¿A los setenta? Nada más vacilante que los contornos de la vejez, complejo fisiológico-psicológico-social. ¿Tiene uno la edad de sus arterias, de su co­ razón, de su cerebro, de su moral o de su estado civil? ¿O es quizá la mirada de los demás la que nos define un día como viejos? El úni­ co rito de transición es contemporáneo y artificial: el paso a la ju­ bilación, cuyo momento viene determinado más por obligaciones so­ ciales que por la edad real. Biológicamente, los hombres comienzan a envejecer desde su nacimiento, pero con ritmos muy distintos. La situación social, el modo de vida, el entorno cultural aceleran o re­ trasan la evolución bio-fisiológica y nos introducen en la vejez a eda­ des muy diversas. A pesar de todo, la vejez sigue siendo un fenómeno esencialmen­ te biológico sobre el que la medicina contemporánea se vuelca cada vez con más atención, sin haber podido todavía comprender el me­ canismo del envejecimiento. Si bien todos los gerontólogos afirman que la longevidad humana no ha variado desde la aparición de nues­ tra especie y se sitúa en torno a los ciento diez años, el proceso de envejecimiento continúa siendo objeto de discusión. ¿Cómo es que

células que son potencialmente inmortales acaban por debilitarse y morir por falta de regeneración? Leslie Orgel y sus seguidores atri­ buyen este fenómeno a una acumulación de errores en la traducción del mensaje genético, que acaba desembocando en una «catástrofe final» (error catastroph theory). Strehler propone una teoría parecida: con el tiempo, el mecanismo de descodificación de los mensajes ge­ néticos realizado por la célula se debilitaría, modificando así la ac­ tividad bio-sintética. Otros, como Burnet, sugieren la idea de una programación genética del envejecimiento. Pero ninguna explicación es recibida por el momento con unanimidad l. Como señalaba Ed­ gar Morin, estamos aún en la fase de las probabilidades: «Para nu­ merosas especies animales y vegetales entre los seres multicelulares, parece que la muerte esté, si no programada, al menos genéticamen­ te prevista. El envejecimiento sería, por consiguiente, el producto de una “desprogramación programada”. En cuanto al envejecimiento humano, la duración media de nuestras vidas no sería un simple fe­ nómeno estadístico, sino una consecuencia grosso modo y de forma ciertamente desigual, de un proceso de envejecimiento que estaría si no genéticamente controlado, al menos descontrolado» 2. Cualesquiera que sean las causas que la provoquen, la vejez es una realidad, rechazada por los que aún no han llegado a ella y mal vivida a menudo por los ancianos. Despreciada, devaluada, consi­ derada por unos como un mal incurable anunciador de la muerte, es negada por otros, que no quieren reconocer sus transformaciones físicas. Se intenta hacer ver que se es «todavía joven»; el mundo del espectáculo, del deporte y de la política podrían ofrecer muchos ejemplos, algunos en el límite de lo ridículo, de individuos de ambos sexos ya entrados en años que se comportan como jóvenes, con la aprobación de los partidarios de una abstracta igualdad entre todos los hombres. Pero exageren sus males o los nieguen contra toda evi­ dencia, estas personas de edad son un testimonio de la devaluación generalizada de la vejez en el mundo contemporáneo. Nuestra época pone de manifiesto, sin embargo, una recupera­ ción del interés por los ancianos. Nunca hasta ahora se había con­ siderado a la vejez un problema importante, ni se había dedicado tanto tiempo a los viejos. Todas las disciplinas estudian este fenó­

meno; parece haber una preocupación generalizada por el proble­ ma. Esto es debido en parte al desarrollo de la investigación en las ciencias modernas, pero sobre todo a la presión de las condiciones socio-demográficas. Nunca nuestras sociedades occidentales han contado con una proporción tan elevada de personas de edad: los «mayores de sesenta y cinco años», que constituían el 11,4 % de la población francesa en 1950, y el 13,4 % en 1975, representarán el 14.5 % de la población total en el año 2000, probablemente el 18.5 % en el 2025 y el 20,4 % en el 2050. Proporcionalmente, las personas de mayor edad aumentarán más aún: de 200.000 «de más de ochenta y cinco años» en 1950, se ha pasado a 500.000 en 1975, y llegaremos a 865.000 en el año 2000, de los que el 75 % serán mu­ jeres 3. De ser marginal, el anciano está en trance de convertirse en la especie más común de ciudadano. Muchos se interesan ya por esta nueva clientela. El hombre y la mujer ancianos, experimentados, sensatos, poseedores de un saberhacer secular, entran en el mundo de la publicidad, recomiendan una marca de lavadora o alimentos para perros. «Los vendedores de ocio se adueñan de estos modelos del bien envejecer y relanzan sutilmente a los viejos a un circuito económico del que habían sido definitivamente sacados» 4. «Nuevo blanco para los vendedores», el mundo de la tercera edad ve que se multiplican también en su be­ neficio clubs y universidades; sociólogos, psicólogos y médicos se de­ dican atentamente a sus problemas específicos 5, en tanto que los economistas se inquietan por el aumento del volumen de las pensio­ nes que hay que desembolsar para esta masa de no-productivos, y los demógrafos se asustan ante las grotescas pirámides invertidas de edades que les prometen, para comienzos del siglo XXI, estos «paí­ ses con arrugas». Ante esta invasión del «pelo blanco», algunos llegan incluso a preguntarse si la vejez no es una creación de nuestra época: «La ve­ jez humana tal como la conocemos hoy es, en otras palabras, una creación de la historia. Esta observación justifica al mismo tiempo la hipótesis de un cambio de estatus del anciano a lo largo de la his­ toria de las sociedades humanas, y la dificultad de verificarla, si con­ sideramos que no es solamente un estatus lo que ha cambiado, sino

también el anciano mismo» 6. Según Michel Philibert, la vejez es un fenómeno típicamente humano y contemporáneo debido a los pro­ gresos médicos que prolongan la vida. De eso a negar la existen­ cia de ancianos antes del siglo X IX sólo hay un paso que no con­ viene dar. Uno de nuestros objetivos es justamente resucitar a estos ancianos de épocas anteriores doblemente muertos y olvidados: muertos y olvidados en la memoria y en los escritos de sus contem­ poráneos, antes de conocer la muerte natural y el olvido provocados por el tiempo. El interés actual por la vejez es, pues, nuevo y abarca todos los campos. Cada disciplina modifica poco a poco su punto de vista, per­ feccionándolo, como sorprendida de encontrar en este problema has­ ta ahora abandonado un componente esencial de la vida individual y social. El caso de la medicina es el más característico. Desde hace miles de años había intentado comprender las causas del envejeci­ miento y retrasar sus efectos; pero, impotente ante esta fatalidad na­ tural, acabó por limitarse a enumerar las patologías típicas de los ancianos, clasificándolas en el terreno de los males incurables. El an­ ciano, paciente sin interés, pues era incurable, era relegado al asilo. Hacia 1950 aparecen las primeras muestras de cambio con el auge de los sistemas de jubilación y la intervención creciente del Es­ tado en este terreno. La forma tradicional de asistencia se consideró degradante; se adoptó una nueva terminología —la «tercera edad»— , con un gran matiz de dinamismo y autonomía, que reem­ plazó a la «vejez», convertida en sinónimo de usura e incapacidad desde hace mucho tiempo. Los médicos especializados en el trata­ miento de personas de edad comenzaron a discutir la desvaloriza­ ción de su posición y su servicio y demostraron los efectos nefastos del sistema casi totalitario que reinaba en los asilos de entonces. Alentados por el Estado y las cajas de pensiones, consiguieron poco a poco promover una nueva aproximación a los problemas de la ve­ jez, atendiendo al mismo tiempo a los aspectos fisiológicos, psicoló­ gicos, sociales y culturales del anciano. Paralelamente, el psicoaná­ lisis iniciaba un acercamiento específico a la persona de edad, reme­ diando el silencio de Freud sobre el tema 7. Ya hemos mencionado que el Estado también tomaba concien­

cia de la amplitud del problema. La vejez, asunto esencialmente pri­ vado y familiar hasta ese momento, se convertía en un fenómeno so­ cial importante y atraía irremediablemente la atención de la admi­ nistración pública, preocupada por dar un estatuto y unos reglamen­ tos a esta categoría aún ignorada de ciudadano. Podemos ciertamen­ te lamentarnos de las insuficiencias o los excesos de esta interven­ ción (¿cuándo habrá «ministerios de la tercera edad»?), incluso de las hipocresías que esconde. Según Edgar Morin, «nos encontramos en una fase de relegación dulce; la categoría denominada “tercera edad” encubre un aislamiento de los viejos, endulzado con algunos engaños y con la seguridad de no morir de hambre» 8. Pero hay un hecho cierto: la vejez forma parte ya de las preocupaciones más ur­ gentes tanto del Estado como de las ciencias experimentales. ¿Cómo explicar entonces el silencio de los historiadores sobre este problema? ¿Se habrían desanimado por la afirmación de Simone de Beauvoir, que escribía en 1970, al comienzo de un célebre ensayo: «Es imposible escribir una historia de la vejez»? 9. Es poco proba­ ble. Las últimas generaciones de los hijos de Clío no rehúsan tratar ningún asunto: la muerte, la infancia, la vida conyugal, la sexuali­ dad, la contracepción, la locura, la medicina, los medicamentos, la pobreza, la caridad, el miedo; nada les detiene. Philippe Aries había adelantado, por lo demás, algunas ideas en 1983 y anunciado el pró­ ximo desarrollo de este tema: «Ahora aparecerán estudios sobre los viejos: ya han empezado. Y creo que si alguien comienza a desci­ frarla, la apisonadora universitaria continuará la tarea y pronto ha­ brá toda una biblioteca sobre la vejez» 10. Predicción que empieza a realizarse: en primer lugar entre los investigadores anglosajones de los que, tras H. C. Lehmann, un pionero de los años 1950, David Troyanski, Peter Stearns, Peter Laslett y muchos otros han aporta­ do una obra importante. En Francia, podríamos citar algunos nom­ bres en la «apisonadora universitaria» que comienza a ponerse en movimiento: sólo mencionaremos el de Jean-Pierre Bois, cuya tesis de Estado sobre los soldados ancianos en el siglo XVIII es un mo­ numento de excepcional calidad, y que prepara una síntesis de gran envergadura sobre la vejez durante el Antiguo Régimen 11. Está claro que los historiadores van, esta vez, retrasados. Se han

dado explicaciones sobre su falta de entusiasmo por una historia de la vejez. Philippe Aries, estableciendo un paralelismo con la historia de la infancia, pensaba que la degradación experimentada por la imagen del anciano en el siglo XX podía explicar el desinterés de las ciencias humanas respecto a él, mientras que el niño, producto pre­ cioso hoy día, es un tema mucho más popular. Más importante qui­ zá es el hecho de que antes los viejos no habían constituido nunca una categoría homogénea y aislable del resto de la sociedad. Siempre ha habido ancianos, por supuesto, y en mayor número de lo que pensamos; en Egipto, en Palestina, en Mesopotamia, en Grecia, en Roma, en la Edad Media. Pero, ¡qué difícil es encontrar­ los en los documentos de esas épocas lejanas! «Estudiar la condición de los viejos a lo largo de diversas épocas no es tarea fácil. Los do­ cumentos de que disponemos muy raramente aluden a ellos: se les asimila al grupo de los adultos» 12. Esta observación de Simone de Beauvoir subraya el verdadero problema: las sociedades antiguas no dividían la vida en etapas como lo hacemos nosotros. La vida co­ mienza con la incorporación al mercado de trabajo y termina con la muerte. Incluso las teorías de las «edades de la vida», que flore­ cen en la Edad Media, sólo son disertaciones abstractas, juegos de intelectuales, que no responden a ninguna distinción real. Y puesto que no hay edad legal para el retiro, no hay vejez reconocida como tal en los textos. En ese caso, ¿cómo delimitar la categoría «viejos»? El anciano sólo es un adulto de más edad. Nunca intervienen como categoría social; se pierden en una multitud de casos individuales inasequibles. Señalemos además la aversión de las sociedades tradicionales ha­ cia las cifras, lo que nos priva casi siempre de conocer la edad pre­ cisa de los individuos; el desconocimiento de la fecha de nacimiento; la tendencia a la exageración. A todas estas imprecisiones de orden cuantitativo debemos añadir el silencio y la desigualdad de las fuen­ tes. Las Crónicas nos hablan de grandes hechos, de hazañas, prefe­ rentemente de guerra, de acontecimientos memorables; los archivos económicos cuentan y enumeran lo útil y rentable. Los ancianos es­ tán siempre ausentes de todo ello. Nos quedan los documentos literarios. Es la única fuente que te­

nemos para las épocas más alejadas, pero sólo dan una visión par­ cial de la realidad; sólo de las categorías sociales superiores y, ade­ más, deformada por el arte. En definitiva, de la Antigüedad al Re­ nacimiento, debemos basarnos en datos inconexos y escasos, utili­ zando la mínima alusión que ofrezcan los textos. Por esta razón in­ terrumpimos este estudio en el siglo XVI. A partir del siglo XVII en­ tramos en otro mundo, donde las cifras, la medicina, la literatura, las encuestas hacen posible un estudio más detallado, que va a em­ prender Jean-Pierre Bois. Las civilizaciones antiguas que estudiamos en este libro sólo muy rara vez han sido objeto de trabajos relativos a la vejez. Sin embar­ go ofrecen un interés muy grande: el de poder estudiar la función social del anciano en sociedades de tipo tradicional antes de la in­ vasión masiva de la imprenta y de la burocracia del Estado. Desde las épocas más alejadas parece cierta la existencia de esta función. Konrad Lorenz cree poder descubrirlo incluso desde los primates su­ periores y entre los animales sociales: es el más viejo el que conduce la manada de ciervos, y ningún macho, aun siendo más fuerte, se atreve a discutirlo; los gansos más viejos son los encargados de guiar a la colonia; el más viejo de los ciervos vela por el grupo; en una manada de monos zambos estudiada por investigadores, son dos vie­ jos machos los que mandan 13. Los antropólogos señalan también con frecuencia los privilegios de que gozan las personas de edad en las sociedades tradicionales actuales. En el caso del sureste asiático, Georges Condominas apun­ taba: «Este privilegio de la vejez se manifiesta en todos los órdenes. El anciano, rodeado de afecto, tiene derecho a montones de favores. Parece normal que aproveche sus últimas energías para obtener sa­ tisfacciones de todas clases... Se colma al anciano de atenciones, pero no por el deber de proteger a un ser debilitado, sino porque la dicha irradia de él y alcanza al entorno del hombre así favorecido. Alcan­ zar una edad avanzada se considera una ventura gozosa, sobre todo si el anciano tiene descendencia numerosa; entonces es un hombre satisfecho. No se puede apartarlo, como hacemos nosotros, relegarlo a un asilo para ancianos; permanece entre los suyos, porque es la prueba manifiesta del triunfo del grupo» 14. Por su parte, en el Afri­

ca negra, Louis-Vincent Thomas observa el prestigio considerable de que disfrutaban los viejos en las veintidós etnias que ha estudia­ do: «Experiencia, disponibilidad, elocuencia, conocimiento, sabidu­ ría, todo ello justifica la imagen idílica que el negro africano tiene del anciano. Y esto a pesar de la realidad de los viejos seniles, egoís­ tas, tiránicos o gruñones que hay en todas partes del mundo. Y es que una sociedad totalmente oral necesita a sus ancianos, símbolos de su continuidad como memoria del grupo y condición de su re­ producción. Por tanto, para hacer más soportable su poder y tam­ bién para valorarse al valorarlos, el grupo no duda en idealizarlos. Ya que nada se puede hacer sin los ancianos, es mejor concederles todas las cualidades. Y tomar su somnolencia por el recogimiento de la meditación» 15. Este papel social, tan importante al principio, va a ser reducido sin cesar en las sociedades históricas occidentales. Se pondrán en duda, en sociedades más complejas, la experiencia y sabiduría del anciano. Igualmente se advierte una evolución paralela entre los pueblos africanos a los que acabamos de referirnos. Louis-Vincent Thomas ha observado de qué manera la reciente penetración del li­ bro, de la escritura, en estas civilizaciones orales, ha minado el pres­ tigio de los ancianos: «Hoy en día la transmisión oral no tiene fuer­ za ante el libro. El poder gerontocrático se ve desde ahora privado de su fuerza, e incluso agredido. Los jóvenes protestan contra la vie­ ja sociedad. Los ancianos, banalizados cruelmente, vuelven a su puesto» 16. Asimismo, la aparición de un tipo de gobierno democrá­ tico y la eliminación progresiva de lo sagrado en la política, son fac­ tores que contribuyen a la desaparición de la gerontocracia. La historia occidental, de la Antigüedad al Renacimiento, está marcada por las fluctuaciones del papel social y político de los an­ cianos. Asistimos a una evolución en forma de sierra más que a un retroceso continuo, pero hay una tendencia general a la degrada­ ción. Se impone con rapidez en nuestras sociedades la imagen de una curva de edades, con el punto más alto situado hacia los cua­ renta o los cincuenta años, que precede al irremediable y definitivo declive hacia una vejez devaluada. Este esquema comprende mu­ chas variantes y excepciones, ya lo veremos, pero afecta profunda y

permanentemente a la psicología de las personas de edad, que inte­ riorizan la degradación de su estatus social. Cada sociedad tiene los ancianos que se merece; la historia an­ tigua y medieval lo demuestran ampliamente. Cada tipo de organi­ zación socio-económica y cultural es responsable del papel y de la imagen de sus ancianos. Cada sociedad segrega un modelo de hom­ bre ideal, y de este modelo depende la imagen de la vejez, su deva­ luación o su revalorización. Así, la Grecia clásica, volcada hacia la belleza, la fuerza y la juventud, relegará a los ancianos a un lugar subalterno, mientras que la época helenística, liberada de un buen número de convenciones, permitirá a los ancianos romper normas y tabús para volver a ocupar el lugar preferente. En este hecho encon­ tramos además una de las suertes esenciales de la vejez: la edad per­ mite a menudo alzarse por encima de cualquier convención a la que hay que someterse para hacer carrera en la vida adulta; liberado de estas obligaciones, el anciano puede desarrollar su creatividad, lo cual permite a algunos revelar su talento a los setenta u ochenta años.

CAPITULO 1

El antiguo Oriente Medio: el anciano entre el mito y la historia

«Adán vivió en total novecientos treinta años, y murió» (Géne­ sis, 5,5). Con el primer hombre aparecía el problema de la vejez y el escándalo de la muerte. El problema fue poco frecuente durante los tres o cuatro millones de años de la larga prehistoria; la caza, la guerra, el hambre, las carencias alimenticias, la enfermedad, daban muy pocas oportunidades al hombre del paleolítico para ver enca­ necer sus cabellos algún día. Los fragmentos de esqueletos más an­ tiguos que se han encontrado pertenecen a individuos que no sobre­ pasaban los treinta años; Lucía, la Eva de los paleontólogos, cuyos restos fueron descubiertos en Etiopía en 1974, murió entre los veinte y los treinta años. Si el neolítico, con la sedentarización progresiva y la mejora de la alimentación y la seguridad, permitió sin duda al­ canzar la edad madura a un mayor número de personas, la propor­ ción de ancianos debía seguir siendo muy baja; según Henri Vallois, un estudio realizado sobre 187 cráneos prehistóricos mostró que so­ lamente tres de ellos pertenecían a hombres mayores de cincuenta años

Las sociedades primitivas prehistóricas Esta escasez de ancianos en la prehistoria les da un valor espe­ cial, porque sobrevivir tanto tiempo es, para sus contemporáneos,

un fenómeno tan extraordinario que no puede ser del todo natural. Acostumbrados a ver intervenciones de lo sagrado en todos los acon­ tecimientos excepcionales, es muy probable que atribuyesen la lon­ gevidad a una protección sobrenatural o a una cierta participación del anciano en el mundo de lo divino. Pero estamos obligados a mo­ vernos en el mundo de las hipótesis y de las reconstrucciones arries­ gadas, y no iremos demasiado lejos en estas arenas movedizas. Igualmente delicado y tentador es el juego de las similitudes y paralelismos entre las sociedades prehistóricas y las sociedades pri­ mitivas del siglo XX estudiadas por los antropólogos. Las discusio­ nes y sinsabores provocados por este tipo de aproximación deben ha­ cernos prudentes. Más aún cuando el lugar del viejo en las socieda­ des primitivas varía considerablemente de un pueblo a otro, según las circunstancias, los modos de vida, la organización general de la cultura. El lugar concedido al anciano depende del contexto cultu­ ral general. Este hecho se da en todas las épocas, y los pueblos sin escritura son una prueba de ello. En períodos favorables, cuando la alimentación y la superviven­ cia de la tribu están aseguradas, cuando ningún otro peligro la ame­ naza, el viejo goza de una situación envidiable. Aureolado por el prestigio sobrenatural que le confiere su longevidad, es honrado y respetado y desempeña un papel social importante. En primer lu­ gar, en el dominio de lo sagrado: «Aquel cuya edad le acerca al más allá es el mejor mediador entre este mundo y el otro», afirma LouisVincent Thomas 2. Así se explica la edad avanzada de la mayor par­ te de los brujos, brujas o sacerdotes. Pero el más allá es también el mundo de las fuerzas del mal, de donde surge una primera ambi­ güedad del anciano que se refleja en dos actitudes contradictorias con respecto a él: entre los turco-mongoles de los siglos VI al X, mien­ tras que algunas ancianas son llamadas «divinas» y algunos ancia­ nos son venerados —el dios supremo es conocido como «el viejo rico»— , otros son condenados a muerte sospechosos de malas in­ fluencias; en el Africa negra, sólo dos o tres ancianos de la tribu son sacralizados y colocados en el tercer rango de la jerarquía sobrena­ tural, tras los genios y las almas; los demás son rechazados. Menos ambiguo y más general en todos los pueblos de civiliza­

ción oral es el papel del anciano como depositario del saber, memo­ ria del clan, y por consiguiente educador y juez en función de su «sa­ biduría», de su experiencia. «Cuando un viejo muere, se quema una biblioteca», afirma un refrán africano. Entre los ashanti, el viejo es el que transmite el saber, el que educa a los niños con sus historias, sus consejos, mientras sirve de verdadero juguete viviente al que se le arrancan barba y cabellos. El soberano y todos aquellos con res­ ponsabilidades, sea cual sea su edad, son llamados «ancianos», he­ cho que encontramos en muchos otros pueblos. Es característica a este respecto la reflexión, relatada por Leo Simmons, que hacen los ancianos de la tribu de los akamba a un joven que les contaba lo que había visto en sus largos viajes: «Tú has dicho la verdad, tú eres viejo, has visto muchas cosas, mientras que nosotros no somos más que niños... Tú eres más viejo que nosotros, pues has visto con tus ojos lo que nosotros sólo hemos oído con nuestras orejas» 3. Esta idea según la cual la edad no tiene nada que ver con el número de años se encontrará en la Biblia y en los escritos de algunos Padres de la Iglesia, para los cuales la verdadera vejez es la sabiduría. La sabiduría reconocida y la experiencia explican el papel polí­ tico de los viejos entre los pueblos primitivos: «los barbas» o «los ca­ bellos blancos» son los jefes del poblado en Afganistán, donde el pa­ triarca tiene una gran autoridad sobre su tribu. El consejo de los an­ cianos es una de las instituciones más venerables de las civilizacio­ nes orales. La anciana también disfruta a menudo de un estatus pri­ vilegiado y accede al poder gracias a su edad. Este es uno de los más sorprendentes contrastes con las sociedades modernas evolucio­ nadas. En la tribu de los lemba, «tras la menopausia, una mujer es admitida a menudo en el círculo masculino, ya que, al estar libera­ da de numerosos tabús femeninos, puede desempeñar un papel jun­ to a los hombres en los asuntos de la tribu, se sienta a la derecha, en tanto que este lugar está reservado a los hombres y prohibido a las mujeres jóvenes en edad de procrear» 4. En Afganistán, cuando la mujer se convierte en suegra, tiene poder sobre su nuera y ejerce un fuerte ascendiente sobre su hijo. No caigamos, sin embargo, en las idealizaciones. Las sociedades primitivas arrastran las mismas contradicciones que las nuestras con

respecto a la vejez, y las manifiestan de una forma mucho más cru­ da. No olvidan la decrepitud ni la fealdad física. Así, por ejemplo, los indios mambikwara tienen un sólo vocablo para decir joven y be­ llo y uno sólo también para decir viejo y feo. El desprecio hacia la vejez no es raro. Los turco-mongoles sólo respetaban a los viejos con buena salud, desamparando a los otros y abandonándolos a veces o matándolos por asfixia. El viejo que se ha vuelto inútil por sus de­ ficiencias físicas o mentales es casi siempre eliminado, pues repre­ senta una carga que estas sociedades en precario equilibrio alimen­ tario no pueden soportar: los indios ojibwa del lago Winnipeg aban­ donaban o sacrificaban ritualmente a los viejos de más edad; igual­ mente harían los siriono de la selva boliviana. En los poblados del Gran Norte siberiano, en periodos difíciles, el viejo que ya no puede cazar decide, de acuerdo con el grupo, suicidarse: se deja congelar abandonado o camina hasta el agotamiento; la misma práctica es re­ cogida en las regiones remotas de la isla de Hokkaido. La suerte del viejo depende, finalmente, del nivel de recursos de la comunidad: «En las sociedades pobres, desabastecidas, en el lí­ mite de la miseria, parece que los viejos deben ser abandonados: no solamente se les niega el alimento, sino incluso se les abandona cuan­ do el grupo emprende un largo viaje... El hombre viejo, sin fuerzas, bienes ni hijos, es marginado hasta el desprecio; peor aún, se le tra­ ta como a un apestado» 5. Muchos pueblos africanos se desembara­ zan de los viejos seniles; si éstos son jefes, se suicidan. Herodoto, nuestro primer etnólogo, mostraba ya en el siglo V antes de J.G., que los massagetes, pueblo del norte del Gáucaso, «no señalan un término fijo a la duración de la vida; pero cuando un hombre está ya achacoso, los parientes se reúnen y lo sacrifican como al ganado. Cuecen su carne y se regalan con ella. Esta clase de muerte está con­ siderada entre estos pueblos como la más feliz. No se comen al que ha muerto a causa de una enfermedad; lo entierran, compadecién­ dolo por no haber vivido el tiempo suficiente para ser inmolado» 6. De la misma forma, los indios «matan a los que han llegado a una edad muy avanzada y los comen; pero éstos no son muchos, porque se preocupan de matar antes a todos aquellos que caen enfermos» 7. Así, desde las sociedades primitivas, encontramos planteado el

problema de la ambigüedad de la vejez, a la vez fuente de sabiduría y de imperfección, de experiencia y de decrepitud, de prestigio y de sufrimiento. Según las circunstancias, el anciano es respetado o des­ preciado, honrado o condenado a muerte. «Impotente, inútil, es tam­ bién el intercesor, el mago, el sacerdote: de este lado de la condición humana, o más allá de ella, y a menudo en ambos... un sub-hombre y un superhombre... Las soluciones prácticas adoptadas por los pri­ mitivos con respecto a los problemas que les plantean los ancianos son muy diversas: se les mata, se les deja morir, se les concede un mínimo vital, se les asegura un final confortable, o incluso se les hon­ ra y se les satisface» 8. Simone de Beauvoir deduce de ello que «la condición del anciano depende del contexto social», lo que sólo es cierto en parte, pues, como muestra el estudio de D. B. Bromley 9, el trato dado a los ancianos no refleja necesariamente la actitud ha­ cia la vejez. El contexto cultural interviene también e interfiere con la situación económica: entre ciertos pueblos, los ancianos pueden ser detestados pero bien tratados, porque se teme la venganza de su espíritu, mientras que en otros se les puede honrar, pero se les mata porque su incapacidad y su dependencia amenazan la supervivencia del grupo.

£1 anciano en el Estado totalitario: los incas Guando un pueblo o un conjunto de pueblos alcanza un grado de organización superior, acompañado a menudo por la implanta­ ción de un Estado totalitario, intenta resolver estas contradicciones atribuyendo un papel concreto a los ancianos. El caso más conocido es el del Imperio de los incas, imperio prehistórico si nos atenemos a la definición estricta del término, ya que desconocen la escritura. Su excelente organización ha sido estudiada muchas veces a partir de las descripciones españolas hechas tras la conquista; como reac­ ción contra los abusos de ésta, ha suscitado simpatía y admiración. En realidad, se trataba, con los medios limitados de la época, de un verdadero régimen totalitario impuesto en beneficio del Inca y de su familia, con lo que esto conlleva de reclutamiento, de organización

estricta, de reparto de tareas, de movilización de las energías en pro­ vecho del Estado, de limitación de la libertad individual y de elimi­ nación del ocio. En una sociedad como ésta, cada uno tiene un lugar y una fun­ ción que desempeñar, como en un termitero u hormiguero, y el an­ ciano es parte integrante de la maquinaria. A menudo se admira a la sociedad inca porque ésta no rechaza a sus ancianos, sino que los integra en el grupo, los ocupa y los entretiene. Pero a costa de un reclutamiento despiadado, descrito por el inca Garcilaso de la Vega. Este, orgulloso de sus ascendientes indios, relata cómo el dominio de los incas sobre los Andes ha civilizado la región. Anteriormente, los indios mataban y comían a los viejos, pero después de la con­ quista de Manco Capac, en el siglo X II, se introdujo una nueva or­ ganización que daba seguridad a los ancianos. Empadronados cada cinco años con el resto de la población, se les clasifica según la edad: así, los que tienen entre cincuenta y setenta y ocho años son «los vie­ jos que aún están bien»; por encima se encuentran las categorías de los «desdentados», de los «sordos», de los «viejos que sólo se ocu­ pan de comer y dormir», incluso de otros más ancianos aún, lo que supone una longevidad extraordinaria, confirmada por los etnólogos contemporáneos. El estudio de los registros de bautismo de algunos pueblos, desde 1840, indica además una gran proporción de cente­ narios aún ágiles, que fuman, qije beben alcohol y mantienen un dig­ no nivel de actividad sexual. En esta sociedad precolombina sin escritura, los viejos conser­ van su papel tradicional de archivos vivientes, y el mismo Garcilaso obtuvo su información de un indio muy anciano. Consejeros de los soberanos, «los viejos, como más sagaces», forman un consejo infor­ mal en cada tribu y rodean al príncipe heredero para guiarlo: el Inca «envió por dos veces al príncipe heredero Maita Capac a visitar el reino en compañía de hombres de edad y de experiencia, para que aprendiera a conocer a sus súbditos y a gobernarlos bien» 10. Las ancianas cumplen la función de médicos y de comadronas; las que entraban como vírgenes en el Templo del Sol de Cuzco se conver­ tían en mamacuna, es decir, matronas; muy respetadas, eran las en­ cargadas de instruir a las novicias. «Y estas mamacunas no eran

sino las que envejecían en la casa, que llegadas a tal edad les daban el nombre y la administración, como diciéndoles: ya podéis ser ma­ dres y gobernar la casa» 11. En cuanto a las vírgenes de sangre real entradas en años, eran veneradas por todos: recuerda haber conoci­ do en un momento ya muy avanzado de su vejez a una de estas mu­ jeres llamadas ocllo que no se había casado nunca. Visitaba a veces a su madre, de quien era tía, hermana de sus abuelos, según le con­ taban. La tenían todos en tan gran veneración que le daban siem­ pre la precedencia; puede atestiguar que su madre se comportaba así con ella tanto por el parentesco como por su edad y su sabi­ duría 12. Los viejos del pueblo eran tomados a su cargo por la comuni­ dad. Los campesinos debían trabajar su tierra después de la de los dominios del Sol, y gratuitamente; cada uno llevaba su comida du­ rante estos trabajos. «Decían, en efecto, que los viejos, los enfermos, las viudas y los huérfanos tenían suficiente miseria como para preocu­ parse por el prójimo» 13. Los depósitos públicos suministraban el gra­ no. Se creó un tributo especial, a modo de prestación personal, que consistía en fabricar vestidos y calzados para los viejos, y los indios mayores de cincuenta años estaban eximidos de pagar impuestos. Ciertamente puede parecer que el cuadro pintado por Garcilaso está idealizado por su nostalgia de ese mundo desaparecido. El ad­ mite, por otra parte, que «numerosos españoles se obstinan en decir lo contrario», y sus numerosas alusiones a la miseria de los ancianos indican claramente que el Imperio Inca no era en absoluto ese pa­ raíso de los ancianos nacido de la imaginación de algunos historia­ dores culpabilizados por la brutal conquista hispánica. Es probable que haya habido una mejora de la condición material de las perso­ nas de edad con relación a las sociedades más primitivas, ya que aquí no se plantea el abandono de los viejos. Pero el sistema de se­ guridad social inca tenía su contrapartida en la estricta prohibición del ocio y la mendicidad: «Todos los que tenían suficiente salud tra­ bajan y se consideraba una gran infamia que alguien fuese castiga­ do públicamente por su holgazanería» 14. Unos jueces, los ilactamayu, entraban en las casas y se asegura­ ban de que todos realizaban un trabajo útil; ciegos, cojos, sordos y

mudos, todos tenían tareas que cumplir, de acuerdo con sus capa­ cidades. Los jueces y los visitadores velaban diligentemente para que los viejos y las viejas, y todos aquellos que no estaban en condi­ ciones de trabajar, fuesen empleados en algún ejercicio útil para ellos en, al menos, recoger rastrojos o paja, limpiarse de parásitos y llevar sus piojos a los decuriones o caporales 15. Unas veces se les encargaba cazar pájaros en los campos, otras fabricar ruedas; la mendicidad está prohibida, al menos en principio, pues el inca Garcilaso nos habla de Isabel, una vieja mendiga de Cuzco, desprecia­ da por todos por «su vida de holgazana y pordiosera». Sociedad ultraorganizada, que evoca irresistiblemente los mun­ dos utópicos que en la misma época están naciendo en la imagina­ ción europea. Cada uno, en su lugar, tiene un papel que cumplir en beneficio de la comunidad. El Imperio Inca fue la Utopía de las ci­ vilizaciones sin escritura. Enfrentadas al problema de la vejez, estas últimas presentan ya todos los tipos de respuesta que encontrare­ mos en las sociedades históricas: respeto, rechazo, indiferencia, aten­ ción; estas actitudes reflejan de manera brutal el miedo, la incom­ prensión, la impotencia ante el fenómeno del envejecimiento. Simone de Beauvoir lo señalaba acertadamente: «La sociedad tiende a vi­ vir, a sobrevivir; exalta el vigor, la fecundidad, asociados a la juven­ tud; teme la miseria y la esterilidad de la vejez.» En todas partes se teme a la vejez, sea cual sea la actitud adop­ tada hacia ella. Se intenta ahuyentarla con ritos de regeneración; en el Estado-providencia de los incas, los indios habrían preferido des­ cubrir la flor de la eterna juventud, que crecía, decían, en los con­ fines actuales del Perú y del Ecuador. Nadie quiere estar en el lugar de los viejos, bien se les mate o se les honre, se les abandone o se les mantenga. Drama personal y social, la vejez es tan temida en las sociedades primitivas como en las actuales. Angustiosa y misteriosa, sólo admite un remedio: la eterna juventud; los otros no son más que paliativos. Y la humanidad busca este remedio desde sus oríge­ nes. Desde el principio, la vejez es la única enfermedad verdadera­ mente incurable: los hombres desamparados sólo pueden intentar calmar el dolor. Las soluciones prehistóricas fueron más extremas que las nuestras, pero también de una ineficacia desesperante.

La entrada del anciano en la historia Los ancianos de la prehistoria no nos han dejado testimonios. Sólo los adivinamos a través de la actitud del grupo hacia ellos. Pero el texto escrito más antiguo que se nos ha transmitido no admite equívocos. El primer anciano que ha hablado de sí mismo es un es­ criba egipcio que vivió hace cuatro mil quinientos años, y sus pala­ bras son un grito de angustia, que conmueve por su antigüedad y por su actualidad a la vez. Este grito muestra que nada ha cambia­ do en el drama de la decrepitud entre el tiempo de los faraones y la edad atómica. Gomo un puente tendido entre las generaciones, ex­ presa toda la angustia de los viejos del pasado y del presente: «¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina; su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acor­ darse hoy de lo que sucedió ayer. Todos sus huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba no hace mucho con pla­ cer, sólo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. La vejez es la peor de las desgracias que pueda afligir a un hom­ bre» 16. Así habla Ptah-Hotep, visir del faraón Tzezi, de la dinastía V, hacia el año 2450 antes de J.C. Su lamento se reflejará millones de veces en la historia. «Soy vie­ jo, estoy muy enfermo», declara una de las cartas de El Amarna ha­ cia el 1270 antes de J.C. 17. En el siglo primero de nuestra era, otro papiro egipcio proclama: «El que ha vivido sesenta años ha vivido todo lo que podía. Si su corazón desea el vino, no puede beber hasta emborracharse. Si desea manjares, no puede comer según su cos­ tumbre. Si su corazón desea a su mujer, para ella no llega nunca el momento del deseo» 18. Los jeroglíficos representaban además los términos «viejo» y «envejecer» con una silueta encorvada que se apo­ ya en un bastón; este ideograma aparece por primera vez en una ins­ cripción del año 2700 antes de J.C. Al este del Creciente Fértil, en Babilonia, otro anciano se lamenta setecientos años antes de nuestra era: «He sido olvidado..., mi fuerza se ha desvanecido, el vino que vivifica a los hombres ya no produce efectos en mí», dicen los cu­

neiformes acadios 19. Y Atossa, consejero de Darío, rey de los per­ sas, enseñaba que «a medida que el cuerpo envejece, el alma enve­ jece también y se vuelve incapaz para todo» 20. Ancianos semitas y arios del Oriente Próximo experimentan, pues, amargamente la decadencia física e intelectual que acompaña a la edad. La vejez es un mal para el que llega a ella, y todos los recursos de la magia, de la brujería, de la religión y de la medicina se ponen en juego para remediarlo. El primer esfuerzo se realiza para intentar comprender las causas de la decrepitud. Como en otros aspectos, los egipcios parecen haber sido los primeros en reflexionar sobre este problema, no resuelto aún en nuestros días. Para la me­ dicina de la época del Imperio Medio, el corazón, fuente de la vida, es también el origen del envejecimiento. En el siglo XVI antes de J.C., el «papiro Ebers» declaraba: «La debilidad que se observa en los viejos se debe a una dilatación del corazón» 21. Sin embargo, las sagas del Oriente Próximo preferían las explicaciones mitológicas o mágicas y no profundizaron en la búsqueda de las causas naturales. Habrá que esperar al racionalismo de la Grecia clásica para avan­ zar de nuevo en esta dirección. En la misma época, el pensamiento del Extremo Oriente busca­ ba soluciones más filosóficas que médicas. El Manual de medicina in­ terna del Emperador amarillo, vasta compilación china realizada bajo la dinastía de los Han (200 antes de J.C. a 200 después de J.C.), pero que recoge tradiciones mucho más antiguas, se basa en los concep­ tos del taoísmo; el envejecimiento es una forma de enfermedad de­ bida al desequilibrio que se crea en el cuerpo entre los dos princi­ pios universales y opuestos: el yin y el yang. Según esta obra, la lon­ gevidad natural del hombre podría ser mucho mayor de lo que es en realidad, pero, al apartarse de la senda, el individuo provoca un desequilibrio entre yin y yang, lo que altera el buen funcionamiento de sus facultades naturales y acelera la decrepitud: «El límite de la vida humana está a la vista cuando ya no se puede superar la de­ bilidad. Entonces ha llegado el momento de morir» 22. En la India, el Sushruta Samhita afirma que la salud reside en la armonía de las sustancias elementales del cuerpo. La ruptura de esta armonía provoca las enfermedades, que son de cuatro clases: trau­

máticas (debidas a causas físicas exteriores), corporales (debidas a los alimentos, a la sangre y a los humores), mentales (debidas a emo­ ciones excesivas) y naturales (debidas a la privación de las capaci­ dades físicas y al proceso de envejecimiento). La obra contiene im­ plícitamente la idea, muy moderna, según la cual hay en el hombre gérmenes de muerte, que le «programan» ineluctablemente hacia su decadencia y su fin 23. El envejecimiento es, pues, un proceso natu­ ral que debilita la resistencia a la enfermedad. Intuición notable, que no será nunca desarrollada. Si bien las causas de la enfermedad siguen siendo misteriosas, los remedios para ella nunca faltan. Característico de esta época precientífica es el paso que consiste en estudiar la profilaxis descuidando la patología. De hecho, se intenta sobre todo remediar los efectos su­ perficiales de la vejez. Tablillas asirías fechadas en el año 700 antes de nuestra era, pero que recogen textos del siglo XV, ofrecen un tra­ tamiento contra el encanecimiento de los cabellos y contra la pérdi­ da de la agudeza visual. En la tradición egipcia, se atribuían al visir divinizado Imhotep, arquitecto y médico de la tercera dinastía (ha­ cia el 2900 antes de J.C.), remedios variados contra los males de la vejez. El «papiro Smith», de la época del Imperio Antiguo, es el tex­ to más antiguo con prescripciones médicas contra los efectos de la vejez (entre el 3000 y el 2500 antes de J.C.). Contiene una «receta para transformar a un viejo en joven». En realidad es más bien un maquillaje, destinado a camuflar las señales del envejecimiento. Se trata de una pasta, guardada en un cofrecillo de piedra semipreciosa y cuyo modo de empleo es el siguiente: «Recubra la piel con esto. Suprimirá las arrugas de la cara. Cuando la carne se haya impreg­ nado de ella, le embellecerá la piel, hará desaparecer las manchas y todas las irregularidades. Eficacia garantizada por numerosos éxi­ tos» 24. Texto extraordinario, precursor de toda la publicidad sobre un­ güentos y cremas de belleza con poderes casi mágicos. Como la me­ dicina egipcia estaba casi exclusivamente en manos de los sacerdo­ tes, se trataba probablemente de una eficacia sobrenatural, lo que confirman, mil años más tarde, otros papiros fechados hacia 1600-1550 antes de J.C., que proponen tratamientos a base de he­

chizos y ritos mágicos y religiosos, unidos a drogas, para recuperar la juventud 25. Indios y chinos buscan también el secreto del rejuvenecimiento. Pero en tanto que los segundos solo alcanzan la posibilidad de go­ zar más tiempo de la vida, los primeros querrían prolongar la exis­ tencia «... tanto tiempo como sea posible a fin de disfrutar de un ma­ yor período de preparación espiritual para la meta final del Nirva­ na, cuando el alma sea liberada de las reencarnaciones para reunir­ se con el alma universal» 26. El Sushruta Samhita suministra, por con­ siguiente, un sistema muy elaborado de rejuvenecimiento. El completo fracaso de los diversos métodos propuestos explica el desplazamiento de este sueño insatisfecho al dominio del mito. Las listas de reyes sumerios atribuyen a los soberanos antediluvia­ nos una longevidad extraordinaria, que pulveriza todos los récords bíblicos: El primer rey fue: Después vinieron:

A-LULIM, que reinó » ALALGAR » EN MEN LU ANNA » EN MEN GAL ANNA » DUMI-ZI » EN SIPA ZI ANNA » EN MEN DUR ANNA » UBAR TUTU

28.800 36.000 43.200 28.800 36.000 28.800 21.000 18.600

años años años años años años años años

Esta edad de oro de los ancianos, que duró doscientos cuarenta y un mil doscientos años, terminó con el Diluvio, cuyas consecuen­ cias redujeron la longevidad de los soberanos a mil doscientos años, en el caso del primero, y a menos de mil años en el de sus suceso­ res 27. El poema mítico sumerio de Enkiy Ninhursag describe un país maravilloso en el que la vejez no existe, donde la anciana no dice: soy una vieja; el anciano no dice: soy un viejo 28.

En la epopeya de Gilgamesh, compuesta a comienzos del según-

do milenio, el héroe, desesperado por envejecer y tener que morir, busca el secreto de la inmortalidad. Utanaspishtim le indica dónde podrá encontrar la planta de la eterna juventud, que crece en el fon­ do del mar 29. En el siglo XIV, el mito acadio de Adapa incluye una búsqueda semejante 30. En el límite entre la historia y el mito, Herodoto nos cuenta cómo Cambises, conquistador persa de Egipto, entró en contacto con los «Etíopes de Larga Vida» y buscó el secreto de la fuente de la larga vida. Gomo es lógico, este pueblo vivía en el extremo del mundo, donde la geografía y la naturaleza se funden con lo irreal y lo so­ brenatural, «hacia el mar austral...». Cambises envió como embaja­ dores ante los etíopes a ictiófagos de la isla de Elefantina, pues co­ nocían la lengua local. El diálogo que se entabla gira rápidamente en torno a una comparación entre la longevidad de los persas y la de los etíopes: «Él (el rey de los etíopes) les preguntó después con qué se ali­ mentaba el rey, y cuál era la duración más larga de la vida entre los persas. Los enviados le respondieron que se alimentaban de pan, y le explicaron la naturaleza del trigo. Añadieron a continuación que el límite superior de la vida de los persas era de ochenta años. A lo que el etíope les dijo que no se extrañaba de que hombres que sólo se alimentaban de basura viviesen tan pocos años; que estaba con­ vencido de que no llegarían a vivir ni siquiera ese tiempo si no re­ parasen sus fuerzas con esta bebida (se refería al vino) y que, en esto, tenían ventaja sobre los etíopes. »Los ictiófagos interrogaron a su vez al rey sobre la duración de la vida de los etíopes y sobre su forma de vida. Este les respondió que la mayor parte llegaban a los ciento veinte años, y algunos in­ cluso más; que se alimentaban de carnes cocidas y que la leche era su bebida. Gomo los espías parecían sorprendidos de la larga vida de los etíopes, les condujo hasta una fuente de la cual salían impreg­ nados todos cuantos en ella se bañaban de una especie de perfume de violeta, y más brillantes que si se hubiesen untado con aceite. Los espías contaron a su regreso que el agua de esta fuente era tan ligera que nada podía flotar en ella, ni siquiera la madera, ni cosas aún menos pesadas que ésta; sino que todo cuanto en ella se arro­

jaba se hundía. Si esta agua es verdaderamente tal como dicen, el uso continuo que hacen de ella es quizá la causa de una vida tan larga» 31. Este sorprendente pasaje revela las preocupaciones de los anti­ guos en lo relativo a la vejez. La cuestión de la superioridad de un pueblo sobre otro no se plantea aquí en el plano de la riqueza o de la capacidad militar, sino en el de la longevidad humana. Los etío­ pes están orgullosos de ella, y el texto da a entender que es uno de los mayores bienes que puede poseer el hombre. Estas observacio­ nes sin importancia que los documentos nos han permitido realizar, destacan la ambigüedad fundamental de la actitud hacia la vejez. La volveremos a encontrar a lo largo de la historia: dedicados a la búsqueda de remedios contra los males de esa enfermedad que es la vejez, los hombres no encuentran nada mejor que desear prolongar esa misma vejez, esa enfermedad que soportan. El anciano se la­ menta de su avanzada edad, pero, al mismo tiempo, se enorgullece de ella e intenta prolongar sus días.

Primeros cálculos de la longevidad humana Son sintomáticos los numerosos y precoces intentos de calcular la duración máxima de la vida humana. Este es uno de los escasos terrenos en que las antiguas civilizaciones del Oriente Medio han respetado muy de cerca la verdad de las estimaciones cifradas. Si ex­ cluimos las duraciones míticas de los reyes sumerios, es evidente que las cifras de máxima longevidad citadas en el Creciente Fértil hace 3000 ó 4000 años son muy verosímiles; más razonables incluso en su conjunto que los récords aportados en nuestros días, sin prueba alguna, por algunos rusos o japoneses. Ello es un indicio de la im­ portancia concedida a esta cuestión en la Antigüedad: el tema es de­ masiado serio como para ser tratado a la ligera. Ciertamente, las es­ timaciones varían mucho, pero siguen siendo plausibles. Los antiguos parecen haber tenido una idea más exacta de la edad que los europeos del mundo medieval, que tenderán a la exa­ geración. Los persas conocen su edad con precisión. Herodoto seña­

la el importante lugar que ocupa entre ellos la celebración del ani­ versario: «Los persas piensan que deben celebrar el día de su naci­ miento más especialmente que cualquier otro, y adornar para la oca­ sión su mesa con un mayor número de platos. Ese día, los ricos se hacen servir un caballo, un camello, un asno y un buey enteros, asa­ dos en sus hogares. Los pobres se contentan con ganado menor» 32. Por esto estiman, con conocimiento de causa, la duración de la vida humana en su pueblo alrededor de los ochenta años, y si, según Herodoto, los etíopes fijan la suya en los ciento veinte años, esta cifra está para estos montañeses en los límites de lo verosímil. Igualmente razonables son los textos egipcios. A mediados del tercer milenio, Ptah-Hotep estima que ha llegado al final de su vida a los ciento diez años. Esta edad parece haber sido durante el An­ tiguo Imperio el límite ideal de la vida: una inscripción que men­ ciona el saludo de un príncipe a un viejo mago precisa que éste tie­ ne ciento diez años, «... la edad de morir, el momento de la coloca­ ción en el sarcófago, el tiempo del amor tajamiento» 33. Mucho más tarde, en el siglo primero de nuestra era, el «papiro Insiger» es más pesimista: estima que uno debe considerarse dichoso si alcanza los sesenta años y que no hay un hombre entre millones que los rebase. Este descenso de la duración a la mitad se explica, en parte, por las huellas dejadas por las invasiones, catástrofes y mortandades de los últimos siglos anteriores y también por el género literario, pues se trata de un texto sapiencial, reflexión amarga sobre la vida huma­ na, semejante a otros helenísticos y hebraicos. La vida es agotadora; el hombre pasa diez años de su vida, en la infancia, sin saber nada, después diez años para aprender, después diez años para adquirir experiencia y muy pocos llegan al final: «El resto de la vida, hasta los sesenta años, que Thot ha establecido para el hombre de Dios, sólo uno entre millones bendecido por Dios lo pasa, cuando la suer­ te le es favorable» 34. Pensamos, naturalmente, que pocos hombres alcanzan la vejez en el antiguo Oriente Medio: en la vecina Creta, el estudio de 112 esqueletos de la época del minoico medio (hacia el año 2000 antes de J.C .), indica una esperanza de vida de cuarenta y ocho años para los hombres y cuarenta y cinco para las mujeres 35. Pero algunos ca­

sos concretos muestran que la longevidad máxima debía situarse por encima de los cien años para los más robustos: es la edad que Lu­ ciano atribuye a Ciro, y el caso de Ramsés II es universalmente co­ nocido. Herodoto afirmaba que «después de los libios, no hay hom­ bres tan sanos y de mejor temperamento que los egipcios», lo que atribuía a las virtudes del clima, que no cambia, y a la higiene de los habitantes, que se purgan cada mes y utilizan vomitivos y lava­ tivas 36. Evidentemente, es imposible conocer la proporción exacta de per­ sonas de edad avanzada en estas poblaciones antiguas, pese a que todas las monarquías y todos los Estados organizados que conocen la escritura se han preocupado de empadronar a su población. La práctica de los censos, realizados para conocer los recursos del Es­ tado, es casi tan antigua como la historia. Se han encontrado en Egipto fragmentos de listas nominales por familia que datan de la vigésima dinastía (siglo XI antes de J.C.). El Extremo Oriente pa­ rece haber sido más preciso en este terreno. En la India de los Goupta, el ministro Kautilya (siglo III antes de J.C.) aconsejaba al sobe­ rano hacer inscribir «el número de mujeres y hombres, de niños, de personas mayores...»; en China, el ritual de los Tcheou (siglo XI an­ tes de J.C.) recomendaba también distinguir «los que son viejos y los que son jóvenes», y fragmentos de listas de nombres del año 416 después de J.C. relativas a un pueblo de Kansou dan la edad y la profesión de cada uno; así encontramos en un hogar de siete perso­ nas a tres generaciones reunidas, siendo la edad de los abuelos de sesenta y seis a sesenta y tres años. Los japoneses se preocupaban igualmente de contabilizar aparte el número de viejos, tal como pe­ día el emperador Soujin en el año 86 antes de J.C. A partir del siglo VII, los registros japoneses clasifican a la población según la edad, distinguiendo entre los «viejos» (de sesenta a sesenta y cinco años) y los «ancianos» (más de sesenta y cinco años) 37.

La vejez, bendición divina

Para estas sociedades antiguas, profundamente religiosas, la ve­ jez se relaciona con el mundo de lo sagrado. El simple hecho de al­

canzar setenta u ochenta años es en sí mismo una hazaña tan ex­ traordinaria que sólo puede conseguirse con la asistencia y protec­ ción de los dioses. Así lo cree Ptah-Hotep, quien, tras lamentarse de su decadencia física, se jacta de haber disfrutado del favor divino y desea a su hijo que alcance la misma edad que él: «Que puedas vi­ vir tanto tiempo como yo. Lo que he hecho en la tierra no es des­ preciable. El rey me ha reconocido ciento diez años de vida y un lu­ gar preeminente entre los ancianos, porque he servido bien hasta la muerte.» Una larga vida es una recompensa divina concedida a los justos. Esta idea está generalizada en el Oriente Próximo. Una inscrip­ ción cananea, cerca de Alepo, hace decir al difunto, Agbar, sacer­ dote de Sahr: «Gracias a mi rectitud, (el dios) me ha dado un nom­ bre y ha prolongado mis días. El día de mi muerte yo hablaba aún, y ¿qué veo con mis ojos? A los hijos de cuatro generaciones que llo­ ran por mí» 38. También es normal rogar para que la divinidad con­ ceda al rey llegar a viejo. Múltiples son las invocaciones elamitas, babilonias y egipcias en este sentido 39. Las relaciones entre la vejez y el mundo de lo sagrado se extien­ den a otro dominio, el de la magia. Hay siempre algo de sobrena­ tural en el anciano, que se encuentra ya como fuera de este mundo y de sus pasiones; ya no tiene gran cosa en común con los demás hombres; su aspecto mismo no es verdaderamente humano. Se le re­ conoce, pues, una cierta familiaridad con los dioses y los demonios. Entre los hititas, los rituales mágicos son realizados por ancianos; es la «vieja» quien pronuncia las fórmulas rituales contra las quere­ llas domésticas 40. El viejo de ciento diez años de la inscripción de la mastaba de Ptahetep es igualmente un mago, y entre los persas es un hombre de avanzada edad, Artabán, el encargado de inter­ pretar los sueños del rey Jerjes. Está considerado, al mismo tiempo, como «el hombre memoria de la dinastía». La familiaridad con lo sagrado, combinada con la experiencia y la sabiduría que les confiere su longevidad, explica la importancia del papel político representado por los ancianos en todas las socie­ dades antiguas del Oriente Próximo. En el clan, forma de organiza­ ción más frecuente en todo el mundo semítico, el jefe natural es el

patriarca, el miembro de más edad del grupo: rodeado de un gran respeto, toma todas las decisiones importantes que comprometan la vida del clan, del que es la encarnación. Algunas inscripciones ba­ bilónicas muestran que se le considera con frecuencia responsable de las faltas cometidas por los miembros de su familia 41, y a la in­ versa, la Biblia habla de la familia de Achan, condenada a muerte por los pecados de su patriarca. Asimismo, en árabe, el término shaikh designa a la vez al jefe y al viejo. En los estados con una organización política más compleja, las grandes monarquías del Creciente Fértil, el «consejo de los ancia­ nos» es una institución casi universal. La encontramos en Uruk des­ de el cuarto milenio: al lado del «señor», los textos de Jemdet Nasr mencionan a los «ancianos», que estaban investidos sin ninguna duda de poder político 42. Los encontramos en las ciudades del rei­ no acadiano, donde dirigen la administración al lado de gobernado­ res responsables ante el rey 43. En el antiguo reino asirio, una «asam­ blea de los ancianos» posee atribuciones legislativas y judiciales 44. Los archivos de Mari, en el segundo milenio, hablan de «ancianos» que defienden los intereses de la comunidad 45. Las ciudades-estado de Fenicia se ajustan a este modelo: el libro de Ezequiel (27,9) ha­ bla de los ancianos de Byblos. El papel de los ancianos es igualmente capital en el ámbito ju ­ dicial. En el siglo XIII antes de J.C ., los espléndidos textos jeroglí­ ficos relativos a la organización del pueblo egipcio de Deir el-Medina nos muestran el tribunal local compuesto, en parte, por los tra­ bajadores de más edad y por sus esposas 46. El código de Hammurabi menciona con frecuencia a los sibu, hombres de cabellos blan­ cos: intervienen como testigos. En general, todos los asuntos impor­ tantes parecen decidirse en presencia de los ancianos. Entre los per­ sas, los «jueces reales» son viejos que permanecen activos hasta su muerte: «Estos jueces reales —dice Herodoto— son hombres esco­ gidos entre todos los persas. Ejercen sus funciones hasta la muerte, a menos que sean convictos de alguna injusticia. Son los intérpretes de las leyes y los jueces de los procesos; todos los asuntos son de su jurisdicción» 47. Jenofonte, que también elogió las instituciones persas en la épo­

ca de Giro, cuenta que en cada ciudad la población estaba dividida en cuatro clases de edad. Los niños estaban dirigidos por doce an­ cianos, los adolescentes por doce hombres maduros, los adultos por doce de entre ellos, igual que los ancianos. A los cincuenta años se accedía a esta última categoría, cuyos miembros juzgaban los asun­ tos públicos y privados, distribuían los cargos y podían pronunciar condenas a muerte 48.

Relaciones entre jóvenes y viejos en el Creciente Fértil Algunos indicios parecen indicar, sin embargo, que los poderes otorgados a la vejez eran discutidos por los jóvenes, y que estos úl­ timos soportaban con impaciencia la tutela de sus mayores. El tema del conflicto generacional es muy frecuente en los mitos. La mayo­ ría de las veces, por lo demás, son los jóvenes quienes lo inician, como se ve en la epopeya sumeria de Gilgamesh. En este largo poe­ ma del año 3000 antes de J.C ., el héroe, que propone entablar una guerra contra el Aga de Kish, se enfrenta con su consejo de ancia­ nos, favorable a la paz; Gilgamesh apela a la juventud, a los gue­ rreros, que le dan su aprobación, y la opinión de los ancianos es re­ chazada. La mitología ugarítica sugiere la misma evolución. El gran dios del panteón local, El, es representado como un viejo, con barba y cabellos blancos; vive retirado en una montaña, es llamado «padre de la humanidad» y la mayoría de los demás dioses son descendien­ tes suyos. Un bajorrelieve de Ras Shamra, del siglo XIV antes de J.C., lo representa sentado, con los rasgos de un viejo, rodeado de dioses jóvenes. Entre éstos, el principal es Baal, verdadera encarna­ ción de la juventud y del vigor. Algunos arqueólogos e historiadores se inclinan a pensar que los textos mitológicos de Ugarit presupo­ nen que ha habido una lucha entre El y Baal, lucha que acaba con la victoria del dios joven sobre el viejo 49. Esta lucha aparece tam­ bién entre los hurritas, donde el viejo dios Kumarbi es reemplazado por el joven dios de la tormenta; entre los babilonios, donde el viejo Enlil deja paso al joven Mardouk; y hasta entre los griegos, donde

Gronos es desposeído por Zeus. Pero volviendo a Ugarit, otro mito, el de Keret, ilustra el mismo conflicto: el semi-dios Keret, rey de Khubur, ya muy viejo, cae enfermo y uno de sus hijos, Yassib, in­ tenta entonces apoderarse del trono. El impedirá, sin embargo, que el complot triunfe 50. Mencionemos también entre los acadios, al vie­ jo dios Apsou, rechazado por sus descendientes. Pero ¿en qué medida los mitos son un reflejo de la realidad hu­ mana? La sola lectura de los primeros no es suficiente para sacar con­ clusiones relativas a la segunda. No se puede dudar apenas de la exis­ tencia de fricciones entre jóvenes y viejos. Las recomendaciones de los moralistas serían suficientes para demostrarlo: «No rechaces al anciano y no impidas hablar a los viejos», dice el escriba egipcio Amen-em-opet hacia el siglo VII antes de J.G. 51. «No debes perma­ necer sentado cuando uno más viejo que tú está de pie», aconsejaba ya, en un papiro del siglo X, un padre a su hijo 52; en el siglo XXII, el faraón Meri-ka-re aconsejaba imitar al padre y a los antepasa­ dos 53, y en el siglo XXV el visir Ptah Hotep recomendaba la piedad filial: «Si un hijo escucha lo que dice su padre, triunfará en todos sus proyectos» 54. ¿Prueban estas recomendaciones que se despreciaba a los viejos en Egipto? No lo creemos. No es porque se recuerde que el crimen está prohibido, por lo que el asesinato es una práctica corriente. Por el contrario, el respeto a los viejos probablemente ha sido mayor en estas antiguas sociedades sacralizadas de lo que pueda serlo en so­ ciedades más racionalistas. Herodoto es una prueba de esta evolu­ ción; él, griego «moderno» del siglo V antes de J.C., que admira como algo extraordinario la veneración que rodea a los ancianos en el mundo egipcio arcaico, considera que es digna de destacar esta característica de su mentalidad, porque contrasta con la práctica he­ lénica habitual en su época, cuando, ya lo veremos, sólo los espar­ tanos parecen respetar la vejez: «Entre los griegos, solamente los lacedemonios coinciden con los egipcios en el respeto que los jóvenes muestran a los viejos. Si un joven se encuentra con un viejo, se apar­ ta y le cede el paso; si un viejo llega a un lugar donde se halla un joven, éste se levanta» 55. Herodoto añade que los viejos egipcios no son abandonados, pues

la costumbre obliga a las hijas a cuidar de sus padres: «Si los hijos varones no quieren alimentar a su padre ni a su madre, no se les obliga a ello; pero las hijas sí son obligadas, incluso aunque no quie­ ran» 56. El mismo autor señala también la ausencia de conflictos ge­ neracionales entre los persas: «Aseguran que nunca han matado a su padre ni a su madre, antes al contrario, cuando semejantes crí­ menes han tenido lugar, se descubre precisamente que estos hijos eran ilegítimos o adulterinos. Pues es inverosímil, añade, que un hijo mate a los verdaderos autores de sus días» 57. La suerte de los viejos sin hijos debía de ser, sin duda, desgra­ ciada, y desde el milenio II, el viejo solitario es incluido entre los pobres, enfermos y lisiados de todas clases. Pero no se excluye que hayan existido en esta época algunos hospitales de caridad depen­ dientes de los templos que ofrecieran asilo a algunos de los más des­ protegidos, como sugiere un conjunto de cartas de los archivos de Nippur en Mesopotamia, que datan del siglo XIV antes de J.C. 58. Es, pues, extremadamente difícil hacerse una idea de la condi­ ción exacta de los ancianos en el Oriente Próximo antiguo. La es­ casez de los textos que hacen referencia a ellos hace muy aleatoria cualquier tentativa de síntesis. Si concedemos credibilidad a las es­ casas noticias recogidas en este capítulo, podemos decir que el mun­ do prehelénico, al haber sido ya plenamente consciente de la ambi­ güedad fundamental de la vejez, ha concedido a los viejos ancianos un lugar honorable, que sólo excepcionalmente encontrarán más adelante. Es significativa la ausencia de sátiras contra los viejos. El hom­ bre y la mujer ancianos, a los que el arte y la literatura de las épo­ cas posteriores se complacerán en ridiculizar, son tratados aquí con dignidad. La representación más antigua de un anciano es quizá la estatua de Ebih-il, intendente de la ciudad de Mari, realizada ha­ cia el 2700 antes de J.C. Calvo y barbudo, irradia una gran digni­ dad y recuerda que toda persona de edad está en contacto con el mundo divino. Los viejos tienen tanto más prestigio cuanto menos numerosos son, y en este mundo en el que la escritura es rara, son los archivos vivientes y representan el derecho. En un universo in­ mutable, su experiencia no caduca nunca y siempre es útil. En un

mundo que no idolatra la belleza física y en el que la sabiduría es más importante, la anciana no será el símbolo de la fealdad, tal como llegará a serlo más tarde. La edad de oro no ha existido nunca, tampoco para los ancia­ nos. Pero, atendiendo a las condiciones de vida de la época, la con­ dición de viejo en el Oriente Medio antiguo parece relativamente so­ portable. A pesar de los sufrimientos físicos que le aporta la edad, no está demasiado equivocado si considera su longevidad como una bendición divina. Escuchado y honrado, ejerce un poder real, como patriarca o como consejero. Los últimos siglos antes de nuestra era verán degradarse su situación sensiblemente. Los escritores bíblicos nos permitirán comprobar esta evolución.

CAPITULO 2

El mundo hebreo: del patriarca al anciano

Hoy tenemos una idea relativamente exacta de la fecha en que se escribieron los diferentes libros del Antiguo Testamento, gracias a los enormes progresos realizados por la exégesis. Este conjunto ina­ preciable, compuesto por cuarenta y cinco obras escritas entre los siglos IX y I antes de J.C ., permite conocer la evolución de las ins­ tituciones y de la mentalidad de un pueblo a través de las vicisitu­ des de su historia durante un milenio. Escritos jurídicos, históricos, proféticos, poéticos y filosóficos nos proporcionan de esta forma una imagen bastante exacta sobre el papel del anciano en un pequeño grupo semítico de Oriente Medio. Es importante, sin embargo, comprender bien la amplitud his­ tórica de este documento, ya que transcurren aproximadamente mil años entre las primeras redacciones del Libro de Samuel o de los Pro­ verbios y la terminación del Libro de la Sabiduría. Por tanto, no po­ demos servirnos del Antiguo Testamento sin más, como se hace de­ masiado a menudo, para extraer referencias intemporales sobre «la vida del pueblo hebreo». En segundo lugar, es indispensable utilizar los libros bíblicos en el orden cronológico en que fueron redactados según lo establece la exégesis bíblica, y no en el orden con que se presentan en las Biblias canónicas. Si se respetan estas dos condi­ ciones, puede reconstruirse una historia de la vejez entre los hebreos a lo largo del primer milenio antes de nuestra era. Es la historia de

una degradación progresiva de la condición del anciano debida tan­ to a acontecimientos internos como externos.

La Edad de Oro: el patriarca y el anciano antes del exilio El corte fundamental de la historia del pueblo hebreo fue el exi­ lio a Babilonia, del año 587 al 538. A partir de este acontecimiento traumatizante todo será distinto a como era con anterioridad. Antes del exilio nos encontramos con el período monárquico; monarquía única con Saúl, David y Salomón (finales del siglo Xl-principios del X), monarquía doble después con los reinos de Israel y Judá, el pri­ mero destruido por los asirios en el año 721, el segundo por los ba­ bilonios en 586. A esta época monárquica corresponde la primera gran ola de literatura judía. Los escritos reflejan, por supuesto, las condiciones de vida en un pequeño reino de Oriente Medio, en una situación precaria frente a sus poderosos vecinos, pero muestran también la dependencia de las tradiciones orales transmitidas a tra­ vés de los tiempos, desde la época nómada, la estancia en Egipto, la epopeya mosaica y la reconquista de Palestina. Es difícil distin­ guir estas dos influencias, pero son las noticias más antiguas, rela­ tivas al período de organización en clanes, las que nos aportan pro­ bablemente los testimonios más favorables hacia la vejez. Según los escritos más antiguos, en la época del nomadismo los ancianos desempeñaban un papel fundamental, y eran considerados los jefes naturales del pueblo. Moisés toma sus decisiones solamente tras haberles consultado: cuando Dios le habla en la zarza ardiente, le pide que reúna a los ancianos de Israel (Ex,3,16); cuando, en el desierto, hace brotar el agua de la roca, tiene también junto a él a los ancianos; Dios le ha pedido expresamente que le acompañen (Ex, 17,5). El Libro de los Números relata, por lo demás, la creación del Consejo de los Ancianos como una iniciativa divina: «El Señor dijo a Moisés: reúneme a setenta ancianos de Israel entre los que sabes que son ancianos y magistrados del pueblo. Los llevarás a la tienda de reunión; y que estén allí contigo. Yo bajaré y hablaré con­ tigo; tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos

para que lleven contigo la carga del pueblo y no tengas que llevarla tú solo» (Nm,l 1,16-17). Así pues, los ancianos son considerados los portadores del espí­ ritu divino, investidos de una misión sagrada, guías del pueblo. Sus poderes religiosos y judiciales son enormes: cuando se celebran sa­ crificios reparadores de un pecado cometido por la comunidad, im­ ponen las manos sobre el animal (Lv,4,15). Si un hijo se rebela con­ tra sus padres, ellos deciden la lapidación (Dt,21,18-21). Si un hom­ bre acusa a su mujer de no llegar virgen al matrimonio, o si un hom­ bre se niega a casarse con su cuñada viuda (Dt,25,7-10), son tam­ bién ellos quienes dictan sentencia (Dt,22,13-21). En cada ciudad, el consejo de ancianos es todopoderoso. Cuando un asesino se esca­ pa de una de las ciudades-refugio previstas por la ley, los ancianos envían a alguien para que le aplique la extradición y lo entreguen al vengador familiar (Dt,19,12). Acompañan al jefe en sus lamentacio­ nes ante el Arca de la Alianza (Jos, 7,6). Representan incluso un pa­ pel militar, ya que siguen al frente del ejército en la campaña contra Ay (Jos,8,10). El papel de los ancianos parece reforzarse durante el período de los jueces. Como muestra el libro del mismo nombre, redactado ha­ cia el siglo VII pero siguiendo tradiciones que se remontan al XII, los ancianos deciden recurrir a estos jefes temporales que son los jue­ ces y destituirlos después: cuando Israel es atacada por los amoni­ tas, los ancianos de la tribu de Galaad van a buscar a Jephté para pedirle que dirija al pueblo, no obstante haberle exiliado en otro tiem­ po (Je, 11,15). Cuando es necesario buscar mujeres para aumentar la tribu de Benjamín, son también los ancianos de Israel quienes dis­ cuten sobre ello y deciden apoderarse de las doncellas de Silo (Je,21,16). Los pueblos vecinos tenían la misma institución: cuando Gedeón derrota al pueblo de Soukkoth, al este del Jordán, manda matar a los jefes y a los ancianos (Je, 13-16). Esta distinción es importante. La encontramos ya en Josué (23,2 y 24,1): los ancianos forman en torno al jefe una especie de consejo de los sabios. Poco a poco, la dualidad del poder que se establece en las tribus parece corresponder a una diferencia de edad. En la época de los «gigantes», Moisés y Josué, el jefe, garantizada su in­

vencibilidad gracias a la protección divina, mantenía hasta su muer­ te el poder y todas las facultades conferidas por éste: «Moisés tenía ciento veinte años cuando murió; su vista no se había apagado ni su vigor le había abandonado» (Dt,34,7): Aarón vivió ciento veinti­ trés años: Josué, aunque «ya viejo y entrado en años, acaba la con­ quista y muere a los ciento diez años» (Je, 13,1). Pero en la época de los jueces, que no gozan ya del prestigio de los antiguos jefes, el pueblo exige la retirada de los más ancianos: y son los ancianos mis­ mos quienes piden un rey a Samuel, pues piensan que éste es de­ masiado viejo para gobernarlos (Is,8,l-5). El jefe debe estar en ple­ na posesión de sus facultades por tener responsabilidades militares, en tanto que los ancianos ejercen una función esencial como consejo de sabios. Samuel exige además que el rey Saúl rinda honores a los ancianos, para dar a este gesto un carácter más oficial (Is, 15,30). Durante el período real se consolida este papel de los consejeros. Los soberanos se muestran deferentes hacia los ancianos y respetan sus atribuciones: David les envía una parte del botín arrebatado a los amalecitas (Is,30,26); durante la guerra entre David y Saúl, cada uno intenta poner de su lado a los ancianos, pues se dan cuenta de la importancia de su apoyo (2S,3,17). El entendimiento con David parece que fue perfecto: el rey estableció una alianza con ellos des­ pués de acceder al trono (2S,5,3). Cuando el rey hace penitencia des­ pués de apoderarse de la mujer de Urías el hitita, los ancianos van a consolarlo (2S,12,17). Durante la sublevación de Absalón, éste bus­ ca apoyo en los ancianos de Israel (2S,17,5) y David en los ancianos de Judá (2S,19,2), nueva prueba de su importancia política. La ar­ monía continúa durante el reinado de Salomón, quien convoca a los ancianos para todos los asuntos importantes, como el traslado del Arca al Templo (1R,8,1). Y unos años más tarde, cuando Jehú lu­ cha contra el rey de Samaría, se dirige a los ancianos de la ciudad para que organicen la sublevación (2R,10,1 y 5); cuando Josías aco­ mete su reforma social, convoca a los ancianos de Judá y de Jerusalén (2R,3,14). A partir del reinado de Roboam, después del año 935, surgen las primeras discrepancias del rey con el consejo de los ancianos. Por vez primera el rey, en conflicto con ellos, no tiene en cuenta su opi­

nión y sigue el consejo de los jóvenes. He aquí la primera muestra de un conflicto generacional relatada en el Libro de los Reyes, es­ crito en el siglo VII: habiendo solicitado el pueblo una disminución de los impuestos, Roboam «pidió consejo a los ancianos que habían estado al servicio de su padre Salomón». Los ancianos le sugieren que haga lo que el pueblo le pide. Roboam no está de acuerdo, «pi­ dió consejo a los jóvenes que habían crecido con él»; éstos le acon­ sejan, por el contrario, que aumente los impuestos, y el rey los se­ cunda (IR, 12,6,8). El conflicto llegará a ser permanente en los es­ tados monárquicos, en los que veremos al joven rey presionado por sus cortesanos para que se libere de la fastidiosa tutela de los «ve­ jetes» del reino precedente.

Primeros signos de decadencia Paralelamente, comienza también a degradarse la imagen social del anciano. Los escritos más antiguos coinciden en destacar la no­ bleza, la sabiduría, el carácter venerable de los ancianos, tanto más respetables cuanta más edad tienen. El patriarca es el modelo, pues su asombrosa longevidad es la muestra de la bendición divina. Gomo en Mesopotamia, se atribuye a los jefes míticos de antes del Diluvio una edad extraordinaria: novecientos treinta años a Adán, novecien­ tos doce a Set, novecientos cinco a Enoch, novecientos diez a Quenan, ochocientos noventa y cinco a Mahalalel, novecientos sesenta y dos a Yered, trescientos sesenta y cinco a Henok, novecientos se­ senta y nueve a Metoushelah (nuestro famoso Matusalén, record­ man absoluto de la longevidad en la cultura occidental), setecientos setenta y siete a Lamek, novecientos cincuenta a Noé (Gn,5). A par­ tir de este momento, la longevidad va a reducirse lentamente y de forma irregular como resultado de la cólera divina: Sem, hijo de Noé vivió también seiscientos años, Arpakshad cuatrocientos treinta y ocho, Shelah cuatrocientos treinta y tres, Eber cuatrocientos sesenta y cuatro, Péleg doscientos treinta y nueve, Reou doscientos cuaren­ ta y uno, Seroug doscientos treinta, Nahor ciento cincuenta y ocho, Térah doscientos cinco (Gn, 10,25), Abraham ciento setenta y cinco,

Ismael ciento treinta y siete, Isaac ciento ochenta, Jacob ciento cua­ renta y siete, José ciento diez. Gomo en los pueblos vecinos, una larga vida es también la señal del favor divino. Se nos muestra en el Génesis un curioso episodio en el que José presenta a su padre al faraón. La única pregunta que éste último le hace es sobre su edad; pues éste es el mejor modo de conocer el poder del dios de un pueblo: ¿cuántos años es capaz de mantener la vida de sus fieles? El redactor del Génesis tiene buen cuidado de atribuir a Jacob ciento treinta años, es decir, veinte años más que a los sabios egipcios, lo cual impresionará al faraón y le ins­ pirará el mayor respeto por Yahveh, que aumentará cuando Jacob añade que sus antepasados antediluvianos llegaban a vivir muchos más años: «El faraón le dijo: —¿cuántos años tienes? —Los años de mis andanzas hacen ciento treinta años —respondió Jacob. —Pocos y malos han sido los años de mi vida, y no han llegado a igualar los años de vida de mis padres en el tiempo de sus andanzas» (Gn,47,8-10). «Los que respetan la ley llegarán a viejos», dice el Deuteronomio (32,47). Por el contrario, la ausencia de ancianos en la familia es un signo de maldición: «Ya no habrá viejos en tu casa» dijo el profeta a Eli, cuyos hijos se portaban mal (Is,2,32). Dios pro­ mete a Salomón concederle una larga vida si le guarda fidelidad (IR ,3,14). Se honra al anciano. Es el hombre de confianza del señor: cuan­ do Abraham decide casar a su hijo Isaac, encarga al más viejo de sus servidores, que al mismo tiempo es el administrador de sus bie­ nes, que vaya a escoger una mujer (Gn,24,2). El anciano, testigo del pasado, representa el vínculo vivo entre las generaciones y se le pre­ gunta siempre a él para conocer las costumbres antiguas (Dt,37,2). Testigo de la gran época, es quien garantiza la fidelidad del pueblo: Israel es fiel al Señor mientras viven los ancianos que han conocido los tiempos heroicos de la conquista (Jos,24,31), y el libro de Josué termina significativamente con la muerte del hijo de Aarón, el sa­ cerdote Eleazar (Jos,24,33): la muerte de un anciano marca el ver­ dadero fin de una época. Proverbios y salmos rivalizan en alabanzas hacia los viejos: «Los cabellos grises son una corona de honor; se les encuentra en los ca­

minos de la justicia» (Pr,16,31); «Los cabellos grises son la honra de los viejos» (Pr,20,29). Los buenos viven mucho tiempo, los mal­ vados mueren jóvenes: «El temor del Señor prolonga los días, pero los años de los malos son acortados» (Pr, 10,27); «Escucha, hijo mío, recibe mis palabras y los años de tu vida se multiplicarán» (Pr,4,10); «Los hombres sanguinarios y falsos no pasarán de la mitad de sus días» (Sal,55,24): «Le colmaré de largos días y haré que vea mi sal­ vación», dijo el Señor al justo (Sal,91,16). Estos escritos, fijados en su mayor parte desde el comienzo de la monarquía, ordenados y transcritos con los medios de la adminis­ tración real, reflejan el pensamiento de los ambientes cultivados de la corte. Es posible que la vejez haya sido más respetada en estos círculos más tradicionales y ricos que entre el pueblo. Pero los es­ critos proféticos de los siglos VIII y VII coinciden sin embargo con ellos en este punto, pese a proceder de medios más diversos y a me­ nudo en conflicto con las clases acomodadas, ya que fustigan los abu­ sos de los ricos. Isaías nos muestra así a Dios ocupando asiento en la montaña de Sión en presencia de los ancianos (Is,24,23). Para él, el anciano tiene como misión guiar al pueblo: «El anciano y dignatario es la cabeza» (Is,9,14), y el mejor signo de anarquía es la falta de respeto al anciano. Entre las catástrofes que anuncia, ocu­ pa un lugar preferente la conquista del poder por los jóvenes: «Les daré mozos por jefes, y les gobernarán según sus caprichos..., el mo­ zalbete se levantará contra el anciano» (Is,3,4-5). Para Jeremías, el colmo de la desolación es que incluso los ancianos se verán afecta­ dos por la deportación (Jr,6,l 1 y 51,22). Cuando él mismo es encar­ gado de ir a anunciar al pueblo las desgracias futuras, Dios le pide que se rodee de ancianos (Jr, 19,1): estos últimos son más sabios que los sacerdotes, y entran en conflicto con ellos por defender al profeta (Jr,26,17). Añadamos que la ley mosaica garantizaba el respeto a los ancia­ nos y a los padres de edad avanzada: «Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano» (Lv, 19,32); «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra, que te da el Señor tu Dios» (Ex,20,12). La bendición otorgada por el padre an­ ciano es sagrada e irrevocable, y convierte al hijo bendecido en he­

redero: así sucede cuando Isaac bendice por error a Jacob en lugar de a Esaú (Gn,27) o cuando Jacob bendice a su hijo (Gn,49). En algunos casos, entre los moabitas pero sobre todo entre los amoni­ tas, el padre anciano puede acostarse con sus hijas, como recuerda el episodio de Lot (Gn,20,30-38). Esto pone de manifiesto el presti­ gio y el poder del anciano en la época antigua. Por lo demás, habi­ tualmente se califica a la vejez de «dichosa»: Abraham «murió en buena ancianidad, viejo y lleno de días» (Gn,25,8); Isaac muere «vie­ jo y lleno de días» (Gn,35,29); Gedeón «murió después de una di­ chosa vejez», rodeado de sus setenta hijos (Je,8,32). Así, no parece que haya sido demasiado desagradable envejecer en la época de los patriarcas, e incluso de la monarquía. La compa­ ración con los períodos posteriores es, en todo caso, favorable a aque­ lla época lejana. Es cierto que no hemos oído a los ancianos expre­ sar sus propias opiniones, y todos los textos hablan de ellos en ter­ cera persona. Pero hay que señalar que la literatura de estos siglos XII-X les concede la mayor atención, sin ninguna nota discordante. En general, parece que los ancianos han sido siempre respetados, atendidos y obedecidos; gozan de un prestigio casi religioso. Las ge­ neraciones futuras podrán envidiar su suerte. Su única carga es natural: el dolor físico y la disminución de la capacidad vital. En este aspecto podemos descubrir en la época de los reyes el comienzo de una pérdida de prestigio. La evolución del discurso relativo a las deficiencias físicas es reveladora. La insisten­ cia creciente sobre los límites y los males de la vejez indica que su imagen se deteriora. Empecemos por el cálculo de la longevidad. El Génesis se mos­ traba generoso en este aspecto: Dios fija la duración de la vida hu­ mana en ciento veinte años (Gn,6,3), y el Libro de Josué sitúa en la época de Moisés a vigorosos ancianos, como Galeb que emprende una guerra a los ochenta y cinco años con el ardor de un joven: «Heme aquí a la edad de ochenta y cinco años. Todavía estoy tan fuerte como el día en que Moisés me envió; conservo todo mi vigor de entonces p a ra com batir y p ara defender mi puesto» (Jos, 14,10-11). El Libro de Samuel es ya menos optimista. A los ochenta años, Barzil-lai el galaadita se ve al final de su vida y se que­

ja de sus achaques: «¿Cuántos podrán ser los años de mi vida para que suba con el rey a Jerusalén? Ochenta años tengo. ¿Puedo hoy distinguir entre lo bueno y lo malo? Tu siervo no llega ya a saborear lo que come o bebe, ni alcanza ya a oír la voz de los cantores y can­ toras» (2S, 19,32-40). En cuanto a los Salmos, reducen aún más la longevidad. «Los años de nuestra vida son setenta, ochenta si hay vigor» (Sal,90,10). Así pues, los escritos más antiguos constatan las debilidades y los límites físicos de la vejez, pero de una forma neutra, sin apesa­ dumbrarse por ello y sin amargura. Ha pasado ya el tiempo de la sexualidad, y la anciana Sara lo reconoce con humor: «Abraham y Sara eran ancianos, entrados en años, y a Sara le habían cesado las reglas. Rióse pues Sara interiormente y dijo: —Después de estar gas­ tada, ¿voy a sentir el placer? ¡Y además mi marido es viejo!» (Gn, 18,11-12). David, por su parte, no se reirá de su impotencia: «Era ya viejo el rey David y entrado en años; le cubrían con vestidos pero no entraba en calor. Sus servidores le dijeron: —Que se busque para el rey nuestro señor una joven virgen que sirva al rey y le atienda; que duerma en su seno y dé calor al rey nuestro señor» (IR, 1,1-2). Le llevaron a la joven Avisag, la sunamita, una joven muy bella. Pero no logra reanimar el vigor de David, lo que aflige mucho al rey, pues la impotencia sexual significa que no es apto para reinar. Más tarde, su hijo Salomón perderá al llegar a viejo lo que le había dado la fama, es decir, su capacidad de juicio, y sus mujeres le ha­ rán volverse hacia otros dioses (IR, 11,4). La ceguera es uno de los males más frecuentes entre los viejos: «Ajías no podía ver porque sus pupilas se habían quedado rígidas a causa de su vejez» (IR, 14,4); «Isaac había envejecido, sus ojos se debilitaban y ya no veía» (Gn,27,l); «Eli contaba noventa y ocho años. Tenía las pupilas inmóviles y no podía ver» (1S,4,15). Este úl­ timo murió además por un accidente debido a su impotencia: «Eli cayó de su asiento, hacia atrás, en medio de la puerta, se rompió la nuca y murió, pues era anciano y estaba ya torpe» (1 S,4,18). Llega un momento en que incluso los gigantes de la edad heroi­ ca, a pesar de su estatura sobrehumana sienten que disminuyen sus facultades y se preparan para la renuncia: «Tengo ya ciento veinte

años. No puedo ir y venir más», hace decir a Moisés el Deuteronomio, lo que niega más adelante cuando afirma que había mantenido toda su vitalidad. Así mismo, Samuel, al darse cuenta de su deca­ dencia nombra jueces a sus hijos (1 S,8,1); los levitas son apartados del servicio a los cincuenta años y dedicados desde entonces a ta­ reas secundarias: «Desde los cincuenta años cesará en el servicio; no servirá ya más. Ayudará a sus hermanos en la Tienda de Reunión en el desempeño de su ministerio, mas no prestará servicio» (Nm,8,23-26), lo que puede ser interpretado de dos maneras opues­ tas: el levita de edad avanzada es postergado a una posición subal­ terna, o por el contrario, es él quien vigila a los demás. En todo caso, el pueblo no tiene edad para el retiro. Los ancia­ nos trabajan en el campo como los demás (Je, 19,16), y algunos pro­ verbios de antes del exilio daban a entender que no siempre se res­ petaba a los padres de edad avanzada: «Escucha a tu padre, que él te engendró, y no desprecies a tu madre por ser vieja» (Pr,23,22). Aunque es rara la angustia del anciano solitario, los tiempos anti­ guos no la han ignorado: «A la hora de mi vejez no me rechaces; no me abandones cuando decae mi vigor... Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!» (Sal,71,9 y 18).

Los escritos posteriores al exilio: decadencia del poder de los ancianos La gran ruptura del exilio contribuyó, sin embargo, a consoli­ dar, al menos en la literatura, la posición del anciano, convertido en imagen de la fidelidad divina: «Hasta vuestra vejez yo seré el mis­ mo; hasta que se os vuelva el pelo blanco yo os llevaré» (Is,46,4). Los escritos del período babilónico utilizan a menudo la figura del anciano para mostrar los horrores del asedio, de la deportación y de las matanzas. En las Lamentaciones, la magnitud de las desgracias queda atestiguada por el hecho de que ni siquiera se han salvado los viejos, lo cual es un signo a contrario de su eminente dignidad en la sociedad hebraica: «Por tierra yacen en las calles niños y ancia­ nos» (Lm,2,21); «Mis sacerdotes y mis ancianos han expirado en la ciudad» (Lm,l,19); «No se respetó a los ancianos» (Lm,4,16); «La

faz de los ancianos no ha sido respetada» (Lm,5,12). En este mismo libro y en el de Ezequiel, el colmo de las calamidades es que los an­ cianos ya no van al consejo, ni dan su opinión, e incluso se vuelven hacia los ídolos, prueba de la importancia otorgada a su presencia y a su conducta (Ez,7,26 y 8,11). Los ancianos participan del duelo general en las plazas públicas: «En tierra están sentados, en silen­ cio, los ancianos de la hija de Sión; se han echado polvo en sus ca­ bezas» (Lm,2,10). Su presencia tranquilizadora será también uno de los signos del retorno a la paz y la prosperidad: «Aún se sentarán ancianos y an­ cianas en las plazas de Jerusalén, cada cual con un bastón en la mano, por causa de sus muchos días» (Za,8,4). Habrá entonces un cambio general, que se manifestará en una prolongación de la vida humana, signo de la bendición: «No habrá allí jamás niño que viva pocos días, o viejo que no llene sus días, pues morir joven será mo­ rir a los cien años» (Is,65,20). Los escritos históricos postexílicos apenas pondrán en duda el prestigio de la vejez. De nuevo se muere feliz y a una edad avanza­ da: «Envejeció Yehoyadá, y murió colmado de días. Tenía ciento treinta años cuando murió» (2Cro,24,15). Se corrige incluso la ima­ gen desagradable que los escritos precedentes hubieran podido dar de la vejez de los grandes fundadores: según las Crónicas, escritas a finales del siglo IV, David murió «en una vejez dichosa, colmado de días» (2Cro,29,28)/. M atar a los viejos sigue siendo el crimen es­ candaloso por excelencia (2Cro,36,17 y 2Ma,5,13), y acusan de ello a todos los enemigos de Israel. Por el contrario, los últimos grandes jefes judíos de las guerras nacionales no dejan de pensar en los vie­ jos, y Judas Macabeo les reserva una parte del botín (2Ma,9,30). Es agradable verlos discutir en las plazas públicas, es un signo de pros­ peridad para el pueblo: así, durante el período del gran sacerdote Simeón, en los años 141-140, «los ancianos, sentados en las plazas, sólo hablaban de prosperidad» (lMa,14,9). Los ancianos represen­ tan al pueblo y se confía en ellos porque son sabios. La conducta de Eleazar, un doctor de la ley de noventa años de edad, es representativa de este prestigio. Invitado a comer carne de cerdo, se niega rotundamente a cometer este sacrilegio porque un an­

ciano debe ser un ejemplo para los jóvenes; también por esta razón se niega a aceptar el subterfugio que le proponen, que consistía sim­ plemente en hacer creer que la había comido. Sus palabras testimo­ nian la alta opinión que tiene del papel de modelo y ejemplo que la vejez debe representar: «Pero él, tomando una noble resolución, dig­ na de su edad, de la prestancia de su ancianidad, de sus experimen­ tadas y ejemplares canas», declara: «A nuestra edad no es digno fin­ gir, no sea que muchos jóvenes, creyendo que Eleazar, a sus noven­ ta años, se ha pasado a las costumbres paganas, se desvíen por mi culpa, y yo atraiga infamia y deshonra a mi vejez» (2Ma,6,23-26). Por supuesto, no todos los viejos son siempre sabios, como un tal Aurano, «hombre avanzado en edad y no menos en locura» (2Ma,4,40). Pero mantienen un importante cometido en la dirección de los asuntos públicos. Darío confía a los ancianos el mando de los trabajos para la reconstrucción del templo (Esd,6,7); Judas Macabeo pide consejo a los ancianos antes de las batallas (2Ma,13,13); con su consentimiento decide Jonathan atacar fortalezas en Judea (IM a, 12,35); con ellos va al encuentro de Demetrio II (IM a, 11,23); son ellos, finalmente, los que ofrecen el sacrificio por el rey (IM a,7,33). Sin embargo, el sentido del término «anciano» ha evolucionado, sin duda alguna, desde la época mosaica y la de los jueces. Ya no designa probablemente una asamblea de ancianos, sino un grupo de hombres de edad madura que aún tienen vigor suficiente para par­ ticipar activamente en la salvaguarda y desarrollo de la prosperi­ dad. Se conservó el término primitivo, pero se utilizó, de forma co­ lectiva, para designar un consejo al que los jefes pedían parecer en todos los asuntos graves. También se utiliza para designar el ejer­ cicio de las funciones judiciales: el Libro de Ruth nos muestra a los ancianos sentados a la puerta de la ciudad como testigos y fiadores de la legalidad de un proceso (Rt,4). Dos siglos más tarde aún se menciona al consejo de los ancia­ nos, en el Libro de Judith, en Betulia (Jdt,7,16; 13,12) y en Jerusalén (15,8), pero en adelante será criticado: en el Libro de Daniel es ridiculizado por un falso testimonio y Dios recurrió a un hombre muy joven para restablecer la verdad; el Espíritu ya no mora nece-

sanamente en los ancianos (Dn, 13,45,49). Ya ha llegado lo que anunciaba el profeta Joel a comienzos del siglo IV: los ancianos ya no serán los únicos que tengan visiones, Dios derramará su espíritu sobre todos; todos profetizarán, incluso los jóvenes, los siervos y las criadas (Jl,3,l-2). Se manifiesta, además, menos respeto al consejo de los ancianos: hay que prohibir charlar a los asistentes (Sir,7,14). A pesar de todo, esta institución permanecerá aún mucho tiempo bajo la forma de una asamblea de notables. El evangelio según San Mateo habla a menudo de ella, siempre de «ancianos, escribas y grandes sacerdotes»; de hecho, se trata del gran sanedrín, colegio de setenta y un miembros, compuesto de representantes de la aristo­ cracia laica (los ancianos), de intérpretes de la ley (los escribas) y de representantes de las grandes familias sacerdotales (los grandes sacerdotes). Desempeñan una función esencial en el proceso de Je­ sús y los Hechos de los Apóstoles los mencionan con frecuencia (4,5; 6,12; 24,1). Las primeras comunidades cristianas continuarán esta tradición: los socorros destinados a la iglesia de Jerusalén en tiempos del ham­ bre de los años 46-48 serán enviados a los ancianos. Se mencionan consejos de ancianos en Listra, Iconio, Antioquía de Pisidia y Efeso, y Pablo les envía su discurso de despedida, encargándoles que con­ tinúen su obra (Hch,20,17,38). Nombrados por los apóstoles (Hch, 14,23), los ancianos presiden las asambleas, ejercen el minis­ terio de la palabra y la catequesis (lTm,5,17). Imponen las manos a los que reciben un carisma especial (lTm,4,14), hacen la unción de enfermos (St,5,14). Pedro les encarga que conduzcan la grey, sin abusar de su poder, y pide a los jóvenes que les obedezcan (1P,5,1). Pablo encarga a Tito que designe un cierto número de ellos en cada ciudad de Creta (Tt,l,5), y parecen gozar de un gran prestigio: «No admitas ninguna acusación contra un presbítero si no viene con el testimonio de dos o tres», recomienda Pablo a Timoteo (lTm,5,19). Juan y Pedro se llaman a sí mismos ancianos por haber pertenecido al grupo de los primeros apóstoles. El término «anciano», que aparece también en las Antigüedades ju ­ días de Flavio Josefo (X II,III,3), ha ampliado, pues, su significado, que va más allá de la estricta consideración de la edad: el anciano

es el personaje importante de la comunidad, el notable, famoso por su sabiduría; ya no es necesariamente el viejo.

La literatura sapiencial: de nuevo, la vejez como problema La imagen del anciano va perdiendo reconocimiento y fuerza a partir del siglo V en el mundo hebreo, al mismo tiempo que los an­ cianos ven reducirse su poder político y judicial en una sociedad en plena transformación. La primera gran reflexión, que podemos ca­ lificar de filosófica, sobre el problema humano de la vejez es el ad­ mirable Libro de Job. Compuesto poco antes del año 400, este libro, profundamente original entre los del Antiguo Testamento, refleja las diversas corrientes de la sabiduría oriental de esta época, hasta el punto de haberse llegado a poner en duda si el autor era un hebreo. Trata de la vejez en todos sus aspectos, sociales e individuales, y en toda su ambigüedad. Job es viejo, como la mayor parte de sus in­ terlocutores, creyendo todos que esto es suficiente para convertirlos en sabios: «¡También entre nosotros hay un canoso y un anciano, más cargado de días que tu padre!» (Jb,15,10): razón suficiente para creerlos bajo palabra. Esto podía ser válido en otro tiempo, pero en adelante la autoridad de los viejos va a ser discutida: los jóvenes se burlan de ellos (Jb,30,l) y les dan lecciones, pues la sabiduría ya no depende de la edad: Elihú, hijo de Barakel el buzita, después de ha­ ber dejado respetuosamente hablar a los ancianos, monta en cólera contra ellos por haber sido incapaces de defender la justicia divina, y les pronuncia un severo discurso: Soy pequeño en edad, y vosotros sois viejos; por eso tenía miedo, me asustaba el declararos mi saber. Me decía yo: «Hablará la edad, los muchos años enseñarán sabiduría.» Pero en verdad, es un soplo en el hombre, es el espíritu del todopoderoso lo que hace inteligente. No son sabios los que están llenos de años, ni los viejos quienes comprenden lo que es justo.

(Jb, 32,1-9)

Una de las bases fundamentales del prestigio de la vejez es dis­ cutida: una larga vida no es una bendición divina, pues los malva­ dos viven tanto tiempo como los buenos: «¿Por qué siguen viviendo los malvados, que envejecen y aún crecen en poder?» (Jb,21,7). Sin embargo, la moral tradicional será preservada una vez más, ya que a Job, el justo, se le restituirán sus bienes y la salud, vivirá hasta los ciento cuarenta años, conocerá a sus descendientes hasta la cuar­ ta generación, y morirá «viejo y colmado de días» (Jb,42,17). Un siglo más tarde, en los años 290-280, Qohélet, influido por el pensamiento helénico, irá mucho más lejos en el pesimismo. La vejez es una larga tragedia individual, una sucesión de desgracias. Son los años de los que se dice: «No me agradan» (Qo,12,l), en los que sólo se espera la llegada de la muerte: También la altura da recelo, y hay sustos en el camino, florece el almendro, está grávida la langosta, y revienta la alcaparra; y es que el hombre se va a su eterna morada, y circulan por la calle los del duelo... vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio.

(Qo,12,5-7)

El anciano no puede alardear de su sabiduría y de su experien­ cia, ya que «más vale mozo pobre y sabio que rey viejo y necio,que no sabe ya consultar» (Qo,4,13). La degradación de los órganos se describe por medio de metáforas: los guardias de la casa (los bra­ zos) tiemblan, los hombres vigorosos (las piernas) se encorvan, los que muelen (los dientes) son demasiado escasos, los que miran por la ventana (los ojos), pierden su brillo, los batientes (las orejas) se cierran. Tal es la interpretación que hacen de este pasaje el Talmud y el Midrach Rebba. Otros escritos de sabiduría de la misma época muestran desdén: los ancianos son charlatanes, chochos acaparadores de la palabra: «Habla, anciano, que te está bien, pero con discreción y sin estor­

bar la música. Durante la audición, no derrames locuacidad, no te hagas el sabio a destiempo» (Sir,32,3-4). También pueden ser viejos libidinosos, como los que codician a la bella Susana para acusarla a continuación falsamente (Dn,13). Por eso conviene, y así lo pide el Siracida, corregir a estos viejos libertinos (Sir,42,8), pues el amor ya no es propio de su edad. Argumento que hará fortuna en todas las literaturas europeas. La vejez, lejos de ser una bendición, se convierte en algo temido. Es preciso retrasarla lo más posible y evitar las preocupaciones que conlleva (Sir,30,24). Esta es otra idea moderna que reaparecerá mu­ chas veces. Los viejos esposos viven con la angustia de ver morir al otro y quedar solos (Tb,8,7). Se multiplicaban las alusiones al des­ precio por los ancianos: «No desprecies al hombre en su vejez, que entre nosotros también se llega a viejo», aconseja el Siracida (8,16); «No respetemos las canas llenas de años del anciano. Sea nuestra fuerza norma de la justicia, que la debilidad, como se ve, de nada sirve», dicen los impíos, cada vez más numerosos (Sb,2,10-11). Los padres ancianos son abandonados con frecuencia e insultados, y el Siracida debe precisar nuevamente: Hijo, cuida a tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor.

(Sir,3,12-13)

Por lo demás, la misma literatura está de acuerdo en decir que la vejez no es un título que merezca el respeto del prójimo. Si bien «el juicio es propio de las canas y saber dar un consejo es cosa de ancianos», aunque «la corona de los viejos es una gran experiencia», sin embargo, «el viejo adúltero, falto de inteligencia», merece el des­ precio (Sir,25,2,6). En el Libro de la Sabiduría, sin duda el último del Antiguo Testamento (a mediados del siglo I antes de J.C.), apa­ rece esta idea que los Padres de la Iglesia harán suya: el verdadero anciano no es el que ha vivido mucho tiempo, sino el que demuestra sabiduría. La vejez, disociada de la edad, se convierte así en una eta­ pa ideal, simbólica:

El justo, por el contrario, aunque muera prematuramente hallará el descanso. La ancianidad venerable no es la de los muchos días ni se mide por el número de años; la verdadera canicie para el hombre es la prudencia, y la edad provecta, una vida inmaculada... Alcanzando en breve la perfección, llenó largos años. El justo muerto condena a los impíos vivos, y la juventud pronto consumada, la larga ancianidad del injusto.

(Sb,4,7-16)

El que sigue el camino de la sabiduría es sabio desde su juven­ tud, y no le es indispensable una larga experiencia (Sb,8,8); «Aun­ que joven, gozaré de la consideración de los ancianos» (Sb,8,10). En cierto modo, el Evangelio y las Epístolas conservarán esta imagen poco favorable de la vejez. En el pasaje de la mujer adúlte­ ra, cuando Jesús pide que los que no han pecado nunca tiren la pri­ mera piedra, los más viejos son los primeros en irse, avergonzados (Jn,8,9). Pablo, en su carta a Tito, se cree en la obligación de re­ cordar a los ancianos sus deberes, y una lectura negativa de este pa­ saje deja abierto el camino a muchas suposiciones: «Que los ancia­ nos sean sobrios, dignos, sensatos, sanos en la fe, en la caridad, en la paciencia, en el sufrimiento; que las ancianas asimismo sean en su porte cual conviene a los santos: no calumniadoras ni esclavas de mucho vino» (Tt,2,2-3). En otra carta, ordena por el contrario el apóstol a Timoteo: «Al anciano no le reprendas con dureza, sino ex­ hórtale como a un padre; a los jóvenes, como a hermanos; a las an­ cianas, como a madres» (lTm ,5,l-2). La situación del anciano, pues, ha cambiado por completo desde la época preexílica. Ha sido fatal para él el paso de la sociedad pa­ triarcal primitiva a la monarquía, luego al Estado sacerdotal más complejo, más organizado, más estructurado, a las instituciones fi­ jadas por la costumbre a lo largo de los siglos. La progresiva desin­ tegración de la gran familia tribal, en la que los padres ancianos eran protegidos y representaban el punto de unión con los antepa­ sados, les hace perder seguridad y prestigio. El anciano y la anciana

son responsabilidad exclusiva de sus hijos y nietos directos, y los que no los tienen están condenados a la mendicidad (Rt,4,15). Pero, sobre todo, el viejo es ahora desacralizado y banalizado. Por la influencia de culturas vecinas, y concretamente por el hele­ nismo que se extiende desde finales del siglo IV, el pensamiento he­ braico sólo ve en él un hombre viejo, enfermo, debilitado y a la es­ pera de la muerte. Su longevidad, motivo de prestigio en otros tiem­ pos, sólo le servirá ahora para que su culpabilidad sea mayor cuan­ do se equivoca. El tipo de viejo odioso, charlatán, chocho, asquero­ so y lascivo, tan frecuente en la comedia griega, va apareciendo tam­ bién en el ambiente y cultura judíos. Una vez reducido a su dimen­ sión humana, sólo le queda al anciano su debilidad; debe liberarse de sus responsabilidades y retirarse, siguiendo el ejemplo de Simón (lMa,5,13); destronado por el hombre maduro en los consejos de an­ cianos, comienza su carrera de inútil. La consolidación de las insti­ tuciones y la importancia creciente de la escritura le hacen perder su papel de guía y de tradición viviente. Los ancianos entran en la sombra dolorosa tras la cual los ocultan todas las sociedades avan­ zadas. Solamente el vocablo mantiene su prestigio, y el Apocalipsis de Juan representa a la comunidad de los creyentes por medio de los veinticuatro ancianos que tan a menudo encontramos en los pórti­ cos de las iglesias medievales. Siempre se habla, tradicionalmente, de la sabiduría de los ancianos. Pero no es más que una imagen, un símbolo: «No desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus padres; pues de ellos aprenderás prudencia y a dar respuesta en el momento justo» (Sir,8,9); «Acude a la reunión de los ancianos; ¿que hay un sabio?, júntate a él» (Sir,6,34). Final­ mente, la consagración suprema: a partir de Daniel (mitad del siglo II), el mismo Dios es un anciano, y esta imagen, reproducida por el arte cristiano, quedará anclada en la mentalidad colectiva hasta nuestros días: «Yo observaba, dice Daniel, cuando se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó: su vestidura blanca como la nie­ ve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana» (Dn,7,9). Así, al mismo tiempo que el anciano perdía su prestigio en la so­ ciedad humana, entraba simbólicamente en la eternidad como per­

sonificación de la sabiduría y la perennidad divinas. Y no será ésta la última de las transformaciones de esta etapa de la vida, condena­ da a una perpetua ambigüedad.

La sociedad judía: entre el recuerdo de los patriarcas y la desacralización Esta ambigüedad continuará existiendo en la sociedad judía tra­ dicional. Los textos rabínicos y el Talmud contienen numerosas alu­ siones a la sabiduría del anciano y al respeto que se le debe mani­ festar. En los dos primeros siglos de nuestra era, el Comentario so­ bre el Levítico, de Sifra, mantiene que se debe honrar al anciano, «no ocupar su asiento, no quitarle la palabra, no interrumpir sus pa­ labras», pues «un anciano es nada menos que un sabio» (núm. 199). Megilla recupera escrupulosamente las prescripciones de la Tora: «La Tora ordena levantarse ante un anciano y honrarlo mantenién­ dose alejado cuatro codos. No se ocupará su sitio, no se le llevará la contraria, se le testimoniará respeto y temor; en el comercio y en las gestiones preceden siempre a los demás. En tiempo de guerra, él ca­ vará un hoyo y se pondrá en cuclillas, según el Deuteronomio 23,14. Se volverá hacia el santuario y orinará teniendo el santuario detrás de él» (núm. 1072). En las consignas relativas a los votos y a los ju­ ramentos, Nedarim escribe: «Si los niños te aconsejan construir y los ancianos derribar, escucha a los ancianos y no a los niños, pues las construcciones de los niños son destrucción, y la destrucción de los ancianos, construcción; tenemos como ejemplo a Roboam» (núm. 1346) «¿Quién está seguro de alcanzar el Cielo? El que honra a los viejos» (Babha Bathra,10b). «El que sigue el ejemplo de los jóvenes come uvas verdes y bebe vino nuevo; el que aprende de los viejos come uvas maduras, bebe vino añejo» (Abhoth,IV,20). Si interpretamos literalmente el texto de la ley, vemos que ios es­ critos talmúdicos sitúan, anacrónicamente, en un lugar de honor al anciano de la época patriarcal. Pero, ¿no es esta afirmación más que un mero planteamiento verbal? ¿Es verdaderamente el «anciano» este viejo real, pobre y disminuido? ¿No es, por el contrario, el no­

table, el hombre instruido, el rabino? «No digas “un anciano”, sino un hombre con saber: todos ellos estaban preparados para sentarse en la escuela», dice Siffré (núm. 360); «Los ancianos son aquellos de quienes se dice: —Es digno, piadoso, merece ser sabio» (núm. 243); «Tus ancianos son los viejos rabinos, según Nm, 11,16» (núm. 353). Y el Talmud cuenta la historia del sabio Eleazar ben Azariah, quien, al ser nombrado jefe del sanedrín, a los dieciocho años, vio que sus cabellos se volvían grises, señal de que era digno de esta función. El Talmud y los rabinos distinguen en realidad entre los ancia­ nos venerables y los que no lo son. Los primeros, surgidos de la cas­ ta sacerdotal, se vuelven sabios a medida que envejecen, mientras que los segundos, que forman parte de los ammé ka’-ares (el pueblo vulgar e ignorante, mal cumplidor de las leyes) se vuelven idiotas. Los Quinnim declaran: «Entre los ammé ka’-ares viejos, a medida que envejecen su inteligencia se va volviendo confusa, según ya está di­ cho (Jb, 12,20): —Quita el habla a los fieles, y a los ancianos arre­ bata el juicio. Pero no les sucede esto a los ancianos de la Tora; por el contrario, a medida que envejecen se fortalece su inteligencia, se­ gún queda dicho (Jb, 12,12): ¿No está en los ancianos el saber y en los muchos años la inteligencia?» (núm. 2.314). El anciano que lle­ ga a ser juez es colmado de honores, «se le lleva a la parte más ele­ vada del templo y se le hace tomar asiento y de allí se le conduce al atrio exterior y se le hace tomar asiento y también en la sala de las piedras talladas» (Seqalim, núm. 970). En la práctica, la actitud respecto a los ancianos varía, pero pa­ rece quizá más favorable que en el mundo cristiano de la misma épo­ ca. Algunos rabinos piensan que uno debe levantarse en presencia de un viejo iletrado o de un viejo pagano, pues su sola longevidad prueba que debe tener algún mérito. Por eso piden a los ancianos que no se dejen ver demasiado en público, para evitar que se mul­ tipliquen las ceremonias. Para otros rabinos, por el contrario, la lon­ gevidad ya no tiene nada que ver con los méritos, la moralidad o la protección divina. Es consecuencia de buenos hábitos alimenticios, del ejercicio físico y de los baños. Rabbi Hanina, todavía vigoroso a los ochenta años, atribuía su salud a los baños calientes y a las unciones de aceite, hábitos que practicaba desde su infancia. Así opi­

nará también el gran Maimónides en el siglo XII. Para vivir mejor, recomienda buenas costumbres, tanto físicas como intelectuales, y recupera las prescripciones dietéticas del Talmud: «Garantizo que aquél que cumpla las reglas, nunca estará enfermo sino, por el con­ trario, llegará a la vejez, no tendrá necesidad de llamar al médico y gozará de una salud perfecta e inagotable, a menos que tenga una constitución débil desde su nacimiento o que haya cogido malos há­ bitos en su primera infancia o que sufra la peste o el hambre» (Hil.Deoth,IV,20). Todos los rabinos están de acuerdo en un pun­ to: la salud del alma y la del cuerpo están estrechamente unidas. En el siglo XIV, Meir Ibn Aldabi lo señalará de nuevo en su Shebile Emunah, donde aparecen mezclados Hipócrates, Galeno, la Biblia y los rabinos. La vejez comienza a los sesenta años: «A los sesenta años, el hom­ bre alcanza la vejez; a los setenta tiene la cabeza cana» (Abhoth,V,24). Morir antes de los sesenta años es prematuro. Esta edad representa la realización de la vida, el momento de recoger lo que se ha sembrado: la sabiduría para unos, la locura para otros. Pero de todas maneras, en la última etapa de la vejez uno se convierte en un inútil; incluso los más sabios deben ser excluidos del sanedrín, pues la edad deforma su capacidad de juicio (Maimónides, Sanh,I,3). En cuanto al pueblo, «un hombre anciano en la casa es una carga, una mujer vieja un tesoro» (Erahin,19,a): los ancianos están tristes con frecuencia, mientras que las ancianas siempre es­ tán dispuestas a divertirse. Para ocuparse de los ancianos, aparecen en las comunidades ju ­ días durante la Edad Media organizaciones de caridad especializa­ das. Ya se habla de estas «casas consagradas» (heqdesh) en Alema­ nia, en el siglo XI, pero algunas de ellas deben de ser anteriores a esta época. En resumen, parece que el mundo judío ha concedido un lugar relativamente importante al anciano. La insistencia en los escritos más antiguos de la Biblia, en particular en el Pentateuco, testigos de una época en que los ancianos gozaban de privilegios, influyó mu­ cho en esta actitud. Entre los observantes de la Tora, el anciano de­ bía conservar una parte de su aureola antigua, y su dignidad crecía

por ello. Por el contrario, en el mundo cristiano, basado sobre todo en el Nuevo Testamento, en el que los viejos sólo ocupan un lugar insignificante, se caerá con más facilidad en la indiferencia o el des­ precio con respecto a los viejos. Tanto más cuanto el cristianismo va a heredar también la tradición grecorromana, dura con los ancia­ nos.

CAPITULO 3

El mundo griego: «la triste vejez»

Madre de la civilización occidental, la Grecia antigua nos ha legado una herencia fascinante que ha constituido durante mucho tiempo el punto de partida de nuestra concepción del mundo. Tanto en el arte como en la filosofía, el teatro y la política, los griegos han plan­ teado las cuestiones fundamentales y han esbozado también las po­ sibles soluciones, pero no han resuelto nada de forma definitiva. Todos los hallazgos y problemas de la cultura occidental se en­ cuentran ya en germen en Grecia, al menos desde el siglo V antes de J.C. Desde la democracia a la tiranía, desde la ciencia a la mís­ tica de Dionisos, del arte por el arte a la ciudad geométrica, de la fe más pura al escepticismo y al cinismo, de la ontología al sofisma, los griegos lo han probado todo. Se han planteado todos los proble­ mas que el hombre debe plantearse ante el misterio del mundo, de la vida y de la conciencia, y han desdeñado las respuestas fáciles, tanto las aportadas por las religiones como las de los materialismos. Apasionados investigadores de la Verdad, han demostrado que era imposible encontrarla. En la búsqueda incesante de la Belleza, han llegado más lejos que ninguna otra civilización. Pero, sobre todo, han conducido al hombre hasta la cima de su capacidad; lo han he­ cho dueño de su destino. ¿Hay lugar para la vejez en una civilización como ésta? Con el mismo título que el mal, el dolor y el sufrimiento, es decir, incluida en la categoría de los grandes misterios, de las preguntas sin res­

puesta, en la galería de los porqués insolubles, sí. Para un pueblo que busca la perfección humana, la belleza, el desarrollo de todas las facultades de la persona, ¿cómo clasificar la vejez en otro lugar que no sea el de las maldiciones divinas? La decrepitud es peor que la muerte, pues hace perder cualidades a los héroes, en tanto que ésta garantiza la grandeza del destino. ¡Dichoso Alejandro, que no llegó a conocer las arrugas! El conquistador debe la gloria a su ju ­ ventud, como su modelo el divino Aquiles; ¡qué lamentable espec­ táculo hubiese dado el vencedor de los persas, vencido a su vez por los dolores reumáticos!

La mitología: a los dioses no les gusta la vejez Por muy atrás que nos remontemos en la historia griega, hasta llegar a la época oscura en que la mitología era aún un esbozo, la vejez fue siempre considerada como una maldición. La «triste ve­ jez», como la llamaba Hesiodo, ¿no era hija de la noche, diosa de las tinieblas y nieta del caos? ¿No eran sus hermanos y hermanas el Destino, la Muerte, la Miseria, el Sueño y la Concupiscencia? ¿No habitaba en el vestíbulo de los Infiernos, junto al Terror, el Ham­ bre, la Enfermedad, la Indigencia, el Agotamiento y la Muerte? Apa­ rece con frecuencia en los viejos mitos divulgados o elaborados por Hesiodo, que relata en Los Trabajos y los Días cómo Zeus, para ven­ garse de los hombres a los que Prometeo había concedido el fuego, les envió a Pandora, que esparció entre ellos «las crueles enferme­ dades que la vejez acarrea a los hombres; en efecto, los hombres en­ vejecen rápidamente debido a la aflicción». Antes de esta maldición, «no conocían el trabajo, ni el dolor ni la cruel vejez; mantenían has­ ta el final el vigor de sus pies y sus manos, y morían como si se ador­ mecieran». Ni siquiera la eternidad tiene valor alguno si va acom­ pañada de la vejez. El pobre Titón lo experimentó, tras haber ob­ tenido la inmortalidad de los dioses gracias a la intervención de su esposa Aurora: llegó a estar tan decrépito y arrugado que fue con­ vertido en una cigarra. La máxima dicha es conseguir la eterna ju ­ ventud: éste fue el magnífico regalo que Zeus hizo a Ganimedes, hija

de un rey de Troya, a quien él había raptado. En cuanto a Eson, tuvo la suerte de ser rejuvenecido en el umbral de la muerte por los sortilegios de su nuera Medea. Los dioses olímpicos no aman a los viejos. La mitología nos da pruebas abundantes de ello. Los jóvenes se rebelan contra los an­ cianos tiránicos, los expulsan o los matan. En cada generación, los ancianos son destronados por sus hijos. La historia de Urano, cas­ trado por su hijo Gronos, víctima a su vez de su hijo Zeus, se re­ monta a los mitos más antiguos. La lucha gigantesca de los Olím­ picos contra los Titanes tiene todas las trazas de un conflicto gene­ racional, que contempla finalmente el inevitable triunfo de la juven­ tud. Los viejos dioses son necesariamente malvados, perversos y siempre vencidos. La generación triunfante, la de los Olímpicos, está formada por dioses y diosas jóvenes o con la fuerza de la juventud para toda la eternidad, excepto Carón y algunas divinidades mari­ nas. Sin embargo, es necesaria la máxima prudencia antes de sacar conclusiones sobre la actitud de los griegos con respecto a la vejez, pues el origen de estos mitos permanece aún en la oscuridad *. Pero es cierto que existía en Atenas un templo de la vejez, donde ésta es­ taba representada con los rasgos de una anciana cubierta con un ro­ paje negro, apoyada en un bastón y con una copa en la mano; junto a ella, una clepsidra casi agotada.

El consejo de los ancianos en la Grecia homérica Si abandonamos el Olimpo para tratar de comprender qué lugar ocupaba la vejez entre los mortales de la época heroica de los aqueos, es absolutamente indispensable citar a Homero. El debate sobre el valor histórico de La Ilíada y La Odisea rebasa ampliamente el marco del presente libro; es también relativamente secundario para nues­ tro propósito que estos 28.000 versos le den más importancia a la civilización de la edad del bronce del siglo XII que a la de Jonia, del siglo VIII, o que se trate de una síntesis de ambas 2. Sea cual sea la respuesta, el mundo homérico nos ofrece una imagen insusti­

tuible de la época arcaica griega, en la cual los viejos parecían ocu­ par un lugar envidiable. Es una impresión totalmente ilusoria, que desaparece tras una lectura atenta. Igual que una golondrina no hace verano, un Néstor no crea por sí solo una gerontocracia. Sin duda, el personaje es sim­ pático y desempeña un papel relativamente importante: «Néstor el de las gratas palabras, el brillante orador de los Pilios: de su boca brotaban palabras más dulces que la miel. Había visto ya morir a dos generaciones de hombres que tenían el don de la palabra, edu­ cados con él en tiempos ya lejanos y nacidos en la muy sagrada Pi­ los; y llegó a ser rey de la tercera generación» 3. Se le pide su opi­ nión en las situaciones difíciles, «a él, que ya con anterioridad había demostrado que sus consejos eran excelentes». Cuando los guerre­ ros desesperaban de tomar Troya, «les pareció que lo mejor era ir a buscar a Néstor»; «Néstor, pastor de ejércitos», que es consciente, además, de la sabiduría que le aporta la edad: «... Sois más jóvenes que yo. Yo mismo, en otro tiempo, he mantenido buenas relaciones con hombres superiores incluso a vosotros, y nunca me han despre­ ciado» 4. «Yo, que me jacto de ser más viejo que tú, le dijo a Diomedes, hablaré, diré todo lo que sé, y nadie despreciará mi opinión, ni siquiera el poderoso Agamenón» 5. Pero el prudente Néstor, ¿es algo más que un individuo? ¿No es exagerado convertirlo en representante de todos los viejos aqueos para después concluir que éstos eran respetados y escuchados? El mundo homérico no es un mundo de ancianos; es un mundo heroi­ co, y los héroes son los jóvenes, los combatientes: Aquiles, Ayax, Patroclo, Ulises, Agamenón, Héctor. Por lo demás, Néstor continúa lu­ chando y guiando sus tropas; lleva sus dos lanzas como el resto, su espada, su casco y su cinturón, pues «no sucumbía a la triste ve­ jez» 6, dice Homero. No es el único anciano que sale a escena. En las asambleas generales, los primeros que toman la palabra son los más ancianos. Así, entre los itacos, al comienzo de La Odisea, «fue el héroe egipcio quien intervino en la asamblea en primer lugar; es­ taba ya encorvado a causa de su vejez y tenía gran experiencia» 7. Otros intervienen también en los debates: «El viejo héroe Haliterses, hijo de Mastor, tomó la palabra en la asamblea. Era el más ver­

sado de su generación en el conocimiento de los pájaros y en la in­ terpretación del futuro» 8. Los feacios tenían la misma costumbre: «El viejo héroe Equeneo tomó la palabra. Era el más anciano de los feacios; destacaba por sus palabras y conocía muchas cosas de otros tiempos» 9. También Ulises, antes de su partida, había confiado la administración de sus bienes a un anciano, el proverbial Mentor: «Había que obedecer al anciano, que conservaría todas sus cosas in­ tactas» 10. Todos estos venerables ancianos, a los que generalmente se es­ cucha con respeto, son antiguos héroes, y se les venera precisamente por esto, mucho más que por su edad. Egiptio, Haliterses, Mentor, son antiguos compañeros del padre de Ulises, y su pasado glorioso les confiere prestigio y autoridad. Néstor recuerda que ha combati­ do y ha tratado con hombres más fuertes que los de ahora. Al es­ cucharlos, se siente más respeto por su carácter de ex-héroes que por lo viejos que son. Si llega el caso, no hay inconveniente en re­ prenderlos con aspereza, decir que sus palabras son falsas y amena­ zarlos: «Anciano, harías muy bien en volver a tu casa y en guardar tus profecías para tus hijos, que algún día podrían padecer algún in­ fortunio, dijo Eurímaco a Haliterses. En cuanto a la adivinación, yo soy mucho mejor profeta que tú... En cuanto a Ulises, ha naufraga­ do lejos de aquí, y lamento que no hayas perecido con él; no solta­ rías tantas profecías... Te diré una cosa, que se cumplirá sin ningu­ na duda: si abusas de tu grande y rancia experiencia para engañar a un joven, si tus palabras le llevan a poner mala cara, él será el primero en pagar las consecuencias... En cuanto a ti, anciano, te im­ pondremos una multa, que te disgustará profundamente y te causa­ rá un humillante dolor» n . ¿Qué hay, pues, de este consejo de ancianos, mencionado con tanta frecuencia en los momentos difíciles? Su papel parece haber sido únicamente consultivo; el gobierno es más monárquico que se­ natorial, y el consejo más aristocrático que gerontocrático. Son los antiguos jefes los que ocupan asiento en él, y los demás se limitan a pedirles su opinión de vez en cuando. En cuanto a los viejos de origen modesto, es más fácil encontrarlos mendigando por los cami­ nos que en puestos de honor en las ciudades. Incluso los viejos hé­

roes no son ya siempre viejos gloriosos: Laertes, padre de Ulises, vi­ vió recluido en el campo, trabajando su viña, cuidado por una vieja; su hijo, disfrazado, se da cuenta de su decrepitud: «Viejo..., no te ocupas mucho de tu persona, padeces las miserias de la vejez y es­ tás muy sucio, cubierto de innobles harapos... Te pareces a esos hom­ bres que, tras el baño y la comida, se abandonan al sueño dulce­ mente: éstas son, ya se sabe, costumbres de viejos» 12. La epopeya homérica exalta la juventud. Aunque parece no ha­ ber desprecio hacia los viejos, ello es debido a su origen aristocrático. Relegados a un segundo plano, sólo sirven como consejeros, a veces demasiado charlatanes. Y cuando Calipso intenta retener a Ulises, la promesa más hermosa que le hace es que nunca conocerá la ve­ jez, que será eternamente joven. «Los dioses también odian la ve­ jez», dice Afrodita, según Homero, y es evidente que todos sus hé­ roes temen franquear «el umbral maldito de la vejez». En esta so­ ciedad rural, donde la tierra se adquiere y se defiende por la fuerza de las armas, los viejos son relegados necesariamente a una función honorífica.

Poetas y trágicos: la vejez como maldición Toda la literatura griega reflejará estos sentimientos. Desde fi­ nales del siglo VII Minerme de Colofón anatemiza la vejez, afirman­ do que cualquier cosa es preferible a ella, incluso la muerte. Dicho­ sos aquellos que mueren a los sesenta años, pues «una vez llegada la dolorosa vejez que convierte al hombre en un ser feo e inútil, las ingratas obsesiones ya no abandonan su corazón, y los rayos del sol no le reconfortan. Resulta antipático a los niños y las mujeres le des­ precian. Esta es la vejez concedida por Zeus, etapa llena de dolor». Fealdad, sufrimiento, rechazo social, estos rasgos se repiten sin cesar: «¡Ay de mí! ¡Oh juventud! ¡Oh vejez que todo lo confunde! Esta se aproxima, aquélla se aparta de mí», se lamenta Teógenes de Megara, en tanto que Artíloco vaticina la decrepitud de su biena­ mada, y Anacreonte recuerda las sienes grises, los cabellos ajados y

los dientes descarnados. Según este último, un individuo sólo puede soportar la vejez mientras sea capaz de rivalizar con los jóvenes: «Soy viejo, sin duda —dice—, pero aguanto la bebida mejor que los jóvenes, y cuando llevo la voz cantante tengo como cetro un odre» (oda 38), y en la oda «sobre los viejos», afirma también: «Me gusta ver los divertidos bailes de jóvenes y viejos. Un anciano que baila es viejo por los cabellos, pero es joven de espíritu» (oda 47). La char­ la ociosa y la presunción convierten a los viejos en seres fastidiosos, como la anciana del Idilio X V de Teócrito, que habla siempre con un tono sentencioso. Entre los poetas, Píndaro es el único que no se burla de los ancianos. En sus Epinicios elogia a Sogenes de Egina, vencedor en el pentatlón de los muchachos, y le desea que viva lar­ go tiempo junto a su padre, que disfruta de «una floreciente vejez». El último período de la vida, añade, puede ser fuente de tranquilas satisfacciones: hablaba sin duda con conocimiento de causa, ya que él mismo vivió ochenta años (518-438). El carácter académico que tienen sus poemas nos impide sacar conclusiones sobre la situación real de los ancianos en Grecia. Ya Simone de Beauvoir advirtió que el testimonio de los hombres de le­ tras debe ponerse a menudo en tela de juicio: «Moralistas y poetas pertenecen siempre a las clases privilegiadas, lo que representa una importante razón para restar a sus palabras gran parte de su valor: dicen sólo verdades a medias y muy a menudo mienten» 13. Afirma­ ción, no obstante, peligrosa y excesiva, que podría volverse muy fá­ cilmente contra su autora, tránsfuga de la alta burguesía y marcada por su origen. Por lo demás, los prejuicios de los escritores popula­ res o populistas no son menores que los de aquéllos que pertenecen a las clases acomodadas. ¿Debemos por ello privarnos de su apor­ tación? El hecho de que tanto unos como otros reflejen los ideales de una clase social les da mayor valor, siempre y cuando no pierdan nunca de vista su entorno y su origen. Los poetas no mienten; ven el mundo a través del prisma que resulta de su sensibilidad, medio social y educación. Y además, ¿no tenemos todos uno igual? Tal vez una confrontación de los diferentes puntos de vista nos permita acer­ carnos a la verdad. Es significativo que los poetas griegos hayan tenido una visión

negativa de la vejez. Los autores de tragedias no les contradicen, aunque todos coincidan, en general, como su modelo Homero, en atribuir la virtud de la sabiduría a los ancianos. Las acciones que desarrollan en el teatro —coincidimos en esto con Simone de Beauvoir— son nobles y se desenvuelven en un medio aristocrático, di­ vino o real. En estos círculos tan restringidos, el anciano sólo puede ser digno o venerable; su experiencia política le convierte en un ina­ preciable consejero, al que se consulta y se escucha. Las obras de Esquilo nos muestran a los jóvenes soberanos solicitando consejo a su mentor antes de tomar decisiones importantes; en las de Sófocles, se confían importantes misiones a políticos ancianos, se les envía como embajadores en períodos de crisis: «Fui elegido por razón de mi edad», dice Creonte en Las Traquinias. Eurípides comparte la mis­ ma opinión a propósito de la utilidad de los consejeros ancianos: «El corazón de los jóvenes es inestable; sin embargo, el anciano analiza detalladamente todos sus actos para que el resultado sea el mejor para todos.» La relación entre ancianos y jóvenes es una de las características de la educación aristocrática en Grecia. El joven noble es confiado a los cuidados de alguien de más edad que le guiará con sus conse­ jos. A este propósito, encontramos las primeras muestras en Home­ ro, en la figura de Quirón, que educó a Aquiles y a otros veinte hé­ roes. Y cuando Néstor envía a Ulises y Ayax para que traten de ablandar a Aquiles, les designa como ayudante a un anciano afable, Fénix, que había educado al famoso guerrero cuando era muy pe­ queño. «Soy yo quien ha hecho de ti lo que eres ahora», le recuerda, y Aquiles acoge con ternura a su «querido y viejo protector», que evoca el pasado en una larga conversación 14. Esta costumbre de relacionar al joven y al anciano podía favo­ recer, sin duda alguna, una mejor comprensión entre las generacio­ nes, al estar el anciano en contacto con los intereses y actividades de su protegido, y al participar este último en las graves conversa­ ciones de su mentor. En las tragedias no encontramos las clásicas recriminaciones de los viejos contra las locuras y extravagancias de los jóvenes; cada uno permanece en su puesto, sin intentar repre­ sentar un papel que no corresponde a su edad. El anciano digno se

comporta con la prudencia de quien ha renunciado a los placeres y diversiones mundanas y amorosas. Así se mantiene a salvo de las crí­ ticas de las jóvenes generaciones. Es probable que este modelo haya existido en los medios aristo­ cráticos, aunque los ejemplos propuestos son más ideales que reales. La tragedia clásica nos ofrece modelos, más que retratos, mientras que la comedia está más próxima a los comportamientos habituales. Sin embargo, los trágicos nos señalan que la vejez tenía una función que cumplir, que no era desde luego una edad despreciable y que seguramente ocupó un lugar importante en la sociedad, al menos en la alta sociedad. Pero este papel social no hace olvidar el drama personal que constituye la vejez. Junto al cliché halagüeño del viejo sabio, encon­ tramos las figuras lamentables de ancianos decrépitos y dolientes, y éstas desdibujan aquél. Sófocles nos proporciona uno de los ejem­ plos más patéticos de toda la literatura con el personaje de Edipo en Colona. El autor, que contaba entonces ochenta y ocho años, se iden­ tifica de forma evidente con su desdichado héroe, el viejo Edipo, cie­ go, guiado por su hija Antígona, que llega al final de su vida al bos­ que sagrado de Colona, patria de Sófocles. La vejez es la última mal­ dición a la que los dioses nos condenan; el coro de los ancianos de Colona, presentado como un tropel de malditos, pinta con terribles palabras las desgracias de la edad avanzada, y el eco de estas pala­ bras retumbará en el corazón de todos los viejos a través de las ge­ neraciones: «Todo aquél que quiere prolongar la corta duración de su vida me parece un insensato; pues los días, a medida que se multiplican, no hacen otra cosa que acercarnos la pesadumbre. Aunque pidáis ar­ dientemente una larga vida, difícilmente encontraréis en ella algún encanto; y cuando ante vosotros aparezca la Parca, que no conoce el himeneo, ni los cantos ni las danzas, entonces la muerte aportará finalmente un último remedio a nuestros males, al conducirnos a to­ dos por igual a los infiernos. Lo mejor que podría sucederle al hom­ bre sería no nacer; en segundo lugar, tener la dicha de volver lo más pronto posible a la nada de la que seguramente salió. En efecto, tan pronto llega la juventud, trayendo con ella la imprudencia y la in­

sensatez, ¡cuántos trabajos y preocupaciones se abalanzan sobre ella! Crímenes, discordia, querellas, combates y envidia; llega por fin la vejez, la odiosa vejez, débil, inaccesible, sin amigos, que concentra en ella todos los males.» La única actitud inteligente es, entonces, la resignación: como Edipo ha podido aprender a lo largo de su vida, no se puede luchar contra el destino: «Los dioses son los únicos que no padecen la vejez ni la muerte; todo lo demás sucumbe confusamente bajo la garra to­ dopoderosa del tiempo. La tierra pierde su fecundidad, el cuerpo su vigor; muere la buena fe y la perfidia ocupa su lugar... el Edipo errante, que solicita muy pocas cosas y obtiene menos de lo que pide, está sin embargo satisfecho. Pues los sufrimientos, una larga vejez y mi valor me han enseñado a resignarme.» Eurípides, contemporáneo de Sófocles y casi tan viejo como él, que muere a los setenta y cuatro años, en el 406, dedica en Hércules un himno a la juventud acompañado de una maldición contra la ve­ jez: «La juventud es para mí la edad siempre deseada, mientras que la vejez echa sobre mi cabeza una carga más pesada que las cimas del Etna, y extiende un sombrío velo sobre mis párpados. No cam­ biaría mi juventud, tan bella en la opulencia y tan bella también en la pobreza, por el lujo del imperio de Asia ni por un palacio lleno de oro. Odio por el contrario la vejez, la edad triste y portadora de la muerte. ¡Ojalá sea tragada por el mar!; ¡que, lejos de las moradas y ciudades humanas que nunca debió visitar, sea transportada por los aires en un vuelo sin fin!» Esta vejez maldita reaparece en Hécuba, bajo los rasgos de la an­ ciana reina de Troya, viuda de Príamo, prisionera de los griegos, «es­ clava, vieja, sin hijos», y también en el personaje de Edipo, en Las Fenicias: «Anciano canoso, que no es más que un fantasma surgido de la nada, un muerto llegado del otro mundo, un sueño alado»; «Nosotros, los viejos, sólo somos un rebaño, una apariencia, deam­ bulamos como imágenes de un sueño, ya no tenemos sensatez, por muy inteligentes que hayamos creído ser». Esquilo había empleado la misma imagen en Agamenón, donde el anciano «anda errante como un sueño nacido en pleno día». Estos seres disminuidos, ciegos con mucha frecuencia, pesan sin duda mucho más en la imagen de la

vejez que ofrecen los trágicos que los sabios consejeros mencionados anteriormente.

La comedia: ridiculización de la vejez Los autores cómicos no suavizarán este retrato, sino todo lo con­ trario. A la presentación patética y lamentable subrayada por los trá­ gicos, añadirán el lado ridículo acentuando algunos defectos propios de la edad avanzada. El anciano y la anciana se convertirán duran­ te siglos en el blanco predilecto del arte cómico. Precisamente por­ que ya sólo son caricaturas humanas, cuya decadencia física y a ve­ ces mental les hace objeto de burla fácil y, al mismo tiempo, inofen­ sivos. Todas las pasiones humanas toman un aspecto grotesco en los viejos, porque ya no son capaces de gozar de los placeres de la vida y porque la proximidad de la muerte vuelve vanos todos sus proyec­ tos. El único viejo no ridículo es aquél que no hace nada, que ya ni come, ni bebe, ni se acuesta con mujeres. Gomo intente «vivir» es considerado repugnante o ridículo. Los vicios o las simples pasiones se transforman automáticamente en algo cómico si son disfrutados por él; el viejo lascivo, el viejo borracho, el viejo avaro, la vieja ena­ morada, la vieja alcahueta, están condenados a provocar la risa. Los autores griegos se muestran, no obstante, menos malévolos con respecto a la vejez de lo que van a serlo los romanos, quienes tienen una razón suplementaria de resentimiento hacia los ancianos: como veremos, la comedia será para la plebe romana una revancha contra la tiranía del pater familias. En Grecia, el teatro parece más mesurado en este aspecto. Incluso el temible Aristófanes puede lle­ gar a mostrar ternura y piedad hacia los ancianos. Esto sucede en los Acamienses, donde el director del segundo coro se indigna por el trato infligido al viejo Tucídides, un adversario de Pericles, conde­ nado al ostracismo y después arruinado por un proceso: «Qué in­ dignidad que un hombre completamente encorvado, de la edad de Tucídides, haya sucumbido... No he podido evitar derramar lágri­ mas de compasión al ver a este venerable anciano maltratado por un brutal arquero... Pues bien, ya que no permitís a los ancianos dor­

mir en paz, decretad al menos que las causas se vean por separado, de manera que el anciano tenga como pleiteante contrario a otro an­ ciano desdentado». «Qué desgracia tener tantos años», añade el coro de los conspiradores acarnienses, en tanto que otros ancianos se la­ mentan de no poder correr ya. Menandro lleva también a escena a ancianos simpáticos. En La Doncella de Samos, Demeas, que ha pasado ya de los sesenta años y vive con una cortesana, es generoso, afectuoso y sereno; se lleva bien con su hijo adoptivo y se respetan mutuamente. El otro anciano de la obra, Niceratos, pobre y más bien avaro, no tiene las mismas cua­ lidades, pero no cae en la caricatura. Los dos son hombres dignos, pero cualquier insignificancia puede hacerles caer en el ridículo: por ejemplo cuando se pelean y se pegan. En la obra de Menandro, el viejo es, a fin de cuentas y sobre todo, una víctima digna de com­ pasión: «Quien vive demasiado tiempo muere asqueado: tiene una vejez penosa y vive en la pobreza. Por dondequiera que vaya en­ cuentra enemigos; se conspira contra él. No ha sabido marcharse a tiempo; no ha tenido una hermosa muerte.» La vejez es, como la muerte, una alegoría, una fuerza maléfica que ataca a los individuos y los devora: «Vejez, enemiga del género humano, tú eres quien arruinas completamente la belleza de las formas, transformas el es­ plendor de los miembros en pesadez, la rapidez en lentitud.» No son los ancianos los que son odiosos, sino la vejez. Aristófanes es más mordaz, sus viejos son más ridículos y culpa­ bles que los de Menandro. Acentúa con grandes trazos su fealdad física: «Calvo, desdentado, sordo, lleno de arrugas, encorvado y con la voz chillona»: así se muestra el viejo en Pluto. Sus deficiencias y sus defectos son ampliamente descritos. Pendencieros y celosos de su autoridad, entran en conflicto con mucha frecuencia con sus hi­ jos y siempre son pedantes y ridículos: en Las nubes, el anciano Estrepsíades, endeudado por los despilfarros de su hijo, se entera de que Sócrates tiene una escuela en la que enseña los razonamientos fuertes y los razonamientos débiles, gracias a los cuales podría li­ brarse de sus acreedores. Pero se siente demasiado viejo para asi­ milar esta enseñanza: «¿Cómo podría yo, anciano desmemoriado, de ideas lentas, aprender las sutilezas del razonamiento justo?» Envía,

pues, a su hijo en su lugar, y éste llega a ser tan hábil en el dominio de los sofismas, que convence a su padre de que tiene que pegarle. La obra trata también de los ancianos que cuentan chistes groseros y llaman la atención de sus interlocutores para que se rían. En Las avispas, Aristófanes ridiculiza a Filocleonte y a sus com­ pañeros heliastas por su afición al juego. Es cierto que la obra se pre­ senta, ante todo, como una sátira política contra el tribunal popular de Helia, pero no es casualidad que Aristófanes haya escogido a an­ cianos para encarnar a jueces; avanzando en grupo, apoyados en bastones, guiados por niños, tienen un aspecto ruin. Guando Filo­ cleonte se retrasa, enseguida se le suponen un montón de enferme­ dades debidas a la vejez y, para acabar, también su hijo lo ridicu­ liza. En Lisístrata se hace también mofa de los viejos, quienes inten­ tan en vano desalojar al grupo de mujeres que se han hecho fuertes en la Acrópolis. Asimismo, la lascivia y la impotencia de los viejos son uno de los resortes de la comicidad. No resulta útil apelar aquí a las arriesgadas explicaciones psicoanalíticas que aventuran un supuesto complejo de castración, se­ gún el cual el anciano sería la encarnación de una ansiedad incons­ ciente del hombre que tiene miedo de desear algo de lo que no po­ drá saciarse. Tanto en el caso de Aristófanes como en el de la ma­ yor parte de sus contemporáneos, para el anciano ha pasado ya la edad del amor físico, esencialmente porque su fealdad hace repug­ nante cualquier idea de ayuntamiento carnal; la vejez está en las an­ típodas del erotismo, y el simple pensamiento de que un viejo pueda aún sentir deseo basta para hacerlo repugnante a los ojos de un grie­ go, para quien belleza, juventud y amor son indisociables. Los viejos que hacen trampas con su edad son también uno de los temas favoritos de la comedia, en particular los que se maqui­ llan para casarse con una compañera mucho más joven, como en Piu­ lo. En este terreno, las mujeres viejas están en desventaja, pues se marchitan más rápidamente que los hombres: «Un hombre, a su re­ greso (del ejército), por muy cano que tenga el cabello, busca rápi­ damente una joven para casarse. Pero la mujer cuenta con una es­ tación muy corta; si no la aprovecha, nadie querrá casarse con ella y se queda sola consultando el futuro» (Lisístrata).

Los filósofos: tribulación y ambigüedad de la vejez Vejez maldita y patética de las tragedias; vejez ridicula y repul­ siva de las comedias; vejez contradictoria y ambigua de los filósofos. Estos últimos han reflexionado con frecuencia sobre el misterio del envejecimiento. La abundancia de sus escritos sobre el tema es tes­ timonio a la vez de su interés y de su dificultad. Es necesaria una primera advertencia: la mayor parte de los fi­ lósofos griegos que alcanzaron una edad avanzada hablaron de la ve­ jez no como algo exterior a ellos, sino tomándose a sí mismos como sujetos. Como escriben cuando ellos mismos tienen una edad avan­ zada, su opinión se ve influida evidentemente por la forma en que viven su vejez. Su estado de salud y su relación personal con el mun­ do pesan mucho en su análisis. Su filosofía es aquí mucho más existencial que cuando disertan sobre el Bien, el Mal, la Virtud o el Es­ píritu. Su testimonio, menos «racional», gana aquí en valor humano al reflejar la condición, las opiniones o los prejuicios de los ancianos. Las Vidas, doctrinas y sentencias de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio, tan discutibles en muchos aspectos, indican la edad que te­ nían la mayor parte de los filósofos griegos en el momento de su muerte. Las cifras que aportamos hay que tomarlas de forma apro­ ximada, pero en su conjunto son bastante verosímiles. Solamente en un caso, el de Epiménides, esta edad es muy elevada, pues su vida está plagada de leyendas: al haberse quedado dormido durante cin­ cuenta y siete años en una caverna, esta hibernación le supuso una longevidad extraordinaria: ciento cincuenta y cuatro años según Jenófanes de Colofón, ciento cincuenta y siete años según Flegón, dos­ cientos noventa y nueve según los cretenses 15. Excepto esta leyen­ da, las edades de los demás filósofos concuerdan en general con los hallazgos de la crítica moderna 16 y los testimonios de los contempo­ ráneos. Los filósofos griegos generalmente corresponden a la idea que se tiene de ellos: son viejos. El cuadro siguiente lo muestra amplia­ mente:

N om bre

E dad a pr o x im a d a A SU MUERTE

Anáxagoras Anaximandro Apolonio de Tiana Arcesilao

72 años 66 años 80 años 75 años

Aristón Aristipo Aristóteles

«Viejo» 79 años 63 años

Atenodoro Bías

82 años «Extrema vejez»

Carneades Oleantes

85 años 80 años

Gleóbulo Crantor Grates

70 años «Viejo» «Viejo»

Crisipo Demócrito Diógenes

73 años 100 ó 109 años 90 años

Dionisio Empédocles

80 años 60 ó 77 años

Epicarno Epicuro Espeusipo Estilpón

90 años 72 años «Edad avanzada» «Muy anciano»

Eudoxo Gorgias Heráclito

53 años 100, 105 o 109 años 60 años

C o m e n t a r io s de D ió g e n e s L a e r c io

Muerto por haber bebido de­ masiado en un banquete. Diógenes Laercio critica con ra­ zón a Eumelos, que le atribuye setenta años. Muerto durante un proceso en el que pleiteaba. Noventa y nueve años, según B. E. Richardson. Decía de sí mismo: «Te vas a los infiernos completamente en­ corvado por la vejez.» Muerto por beber demasiado. Quizá se suicidó conteniendo la respiración, o tal vez murió del cólera. Muerto a consecuencia de un accidente: cayó de un carro cuando iba a una fiesta. Viejo y enfermo, «bebió un gran trago de vino para morir más rápidamente».

N om bre

Isócrates Jenócrates Jenofonte Lacides Licón Menedemo Metrocles Misón Periandro Pirro Pitaco Pitágoras Platón Polemón Protágoras Quilón

E dad a pr o x im a d a A SU MUERTE

98 años 82 años «Edad avanzada» «Viejo» 74 años 74 años «Muy viejo» 97 años 80 años 90 años 70 años 80 ó 90 años 81 años «Viejo» 70 años «Muy viejo»

Sócrates Solón Tales

60 años 80 años 78 ó 90 años

Teofrasto

85 años o más de 100 años 90 años 98 años

Timón Zenón

C o m e n t a r io s de D ió g e n e s L a e r c io

Muerto por beber demasiado. Suicidio.

«Murió, se dice, de una inmen­ sa alegría, que su debilidad y su edad avanzada no le permitie­ ron soportar», mientras felicita­ ba a su hijo, vencedor del pugi­ lato en los Juegos Olímpicos. «Murió mientras contemplaba los juegos gimnásticos, a causa de la alta temperatura y la mu­ cha sed, y como consecuencia de su cansancio y de su avanza­ da edad.» Muerto «para descansar». Se ahoga tras una caída.

La mayor parte de estos venerables personajes permanecieron ac­ tivos hasta el final de su vida: asistían a las competiciones deporti­ vas, viajaban en carro, pleiteaban, asistían a banquetes y algunos

murieron por beber en exceso. Menedemo era famoso, con más de setenta años, por su salud y su vigor: «Continuaba teniendo en su vejez todo el vigor corporal de su juventud, una dureza de atleta, un rostro bronceado, resplandeciente y vivo» 17. Teofrasto lamenta­ ba que la vida humana fuese tan corta habiendo tantas cosas que hacer, mientras que los ciervos y las cornejas viven mucho tiempo y son inútiles. Guando alguien decía a Diógenes: «Eres viejo, des­ cansa», éste respondía: «Si yo participara en la carrera de fondo en el estadio, ¿debería reducir la velocidad cuando estoy alcanzando la meta o más bien correr hacia ella con todas mis fuerzas» 18. En cuan­ to a Epicuro, afirmaba que nunca se es demasiado viejo para filo­ sofar: «Cuando se es joven no hay que vacilar en filosofar, y cuando se es viejo no hay que cansarse de filosofar. Nunca es ni demasiado pronto ni demasiado tarde para ocuparse uno de su alma. Aquél que dice que aún no es el momento, o que ya no es el momento, de filosofar semeja al que dice que todavía no es, o que ya no es, el mo­ mento de alcanzar la felicidad. Así pues, se debe filosofar cuando se es joven y cuando se es viejo; en el segundo caso para rejuvenecerse al contacto del bien, por el recuerdo de los días pasados, y en el pri­ mer caso para poder ser, aunque joven, tan firme como un anciano ante el futuro» 19. Aunque algunos prefirieron el suicidio a una vejez demasiado lar­ ga y decrépita, la mayor parte se han enfrentado al problema que representa la edad avanzada: han hablado de ella con frecuencia en sus obras o incluso le han consagrado tratados enteros, desgracia­ damente perdidos: De la vejez, de Teofrasto, El Antímaco o los ancia­ nos, de Fedonte, Libro de la longevidad, de Flegonte, De la vejez, de De­ metrios de Falero. Pitágoras fue uno de los primeros que elaboró una teoría de las etapas de la vida, siguiendo las estaciones; teoría que llegará a tener una gran popularidad. Divide la vida en cuatro partes de veinte años cada una: la infancia-primavera (de cero a veinte años), la adoles­ cencia-verano (de veinte a cuarenta años), la juventud-otoño (de cuarenta a sesenta años) y la vejez-invierno (de sesenta a ochenta años). Extraña, sin embargo, que coloque a la vejez inmediatamen­ te después de una juventud muy madura. Solón estimaba por su par­

te que la duración media de la vida era de setenta años; Plutarco señalará el comienzo de la vejez a los cincuenta años; Aristóteles es­ tablecía la madurez del cuerpo a los treinta y cinco años, la del alma a los cuarenta y nueve años. Ninguno de estos sabios ancianos afirma que la vejez sea por sí misma algo bueno, lo que constituye una confesión reveladora. To­ dos ellos aceptan su edad sólo a condición de que la salud dure tan­ to tiempo como ella. Oleante responde así a un hombre que le re­ procha su vejez (otro rasgo significativo de esta mentalidad): «Yo también estoy dispuesto a irme de buen grado, pero cuando me veo disfrutando de buena salud, y capaz todavía de leer y escribir, cam­ bio de opinión y me quedo» 20. Los filósofos aceptan mal su vejez, igual que los demás. Cuando la consideran como objeto de estudio, su opinión resulta más mati­ zada, pero nunca muy favorable. Reconocen que a pesar de los acha­ ques de la edad avanzada, todos quieren llegar a ella: Bión compara la vejez a un puerto, hacia el cual afluyen todos los males para re­ fugiarse en él 21; a pesar de ello, todos desean llegar a viejos, como el mismo Solón, que reprochaba a Mimnerme el hecho de desear mo­ rir no antes de los setenta años, cuando debería haber dicho ochenta años 22. La mayor parte coincide en reconocer que la vejez es una tara: se parece a todo lo que se corrompe, y la juventud a todo lo que crece, decía Pitágoras 23. Los viejos atletas son como «mantos usados hasta la trama» 24, y el bastón es su utensilio. Diógenes pen­ saba que envejecer sin recursos era la cosa más penosa de la exis­ tencia 25. Hay que honrar a los ancianos, por supuesto, como pe­ dían Quilón y Pitágoras. Naturalmente, también los estoicos ense­ ñaban la necesidad de honrar a los padres, después de hacerlo con los dioses. Pero, en general, los filosofes se sienten turbados ante la vejez, que les proporciona más tormentos que prestigio y sabiduría.

El anciano ideal de Platón Los dos filósofos más importantes adoptaron una postura radi­ calmente opuesta sobre esta cuestión, como lo harán en otras: ante

el problema de la vejez, Platón fue el principal abogado de la de­ fensa, en tanto que Aristóteles se encargaba de la acusación. Pero, ¿hablaban del mismo anciano? Platón no parte de la descripción de lo real, sino que considera a sus ancianos tal como podrían o deberían ser. El anciano que le sirve de modelo, Gefalo, rico comerciante del Pireo, vive en condi­ ciones ideales: robusto, cultivado, goza de un alto nivel de vida. Cla­ ro es que sus fuerzas físicas disminuyen y, en La República, confiesa a Sócrates que le es difícil recorrer a pie los ocho kilómetros que lo separan de Atenas. Sin embargo, esto no le preocupa, continúa di­ ciendo, ya que «a medida que van debilitándose otros placeres, los placeres físicos, van creciendo mis necesidades y goces con las cosas del espíritu» 26. La conversación que entabla entonces con Sócrates gira en torno a las ventajas de la vejez. Es interesante reproducir el fragmento en su totalidad, aunque sea un poco largo, pues es uno de los hermosísimos y escasos textos de la Antigüedad que tratan este tema: «¡Naturalmente que me complace, Cefalo, conversar con perso­ nas de edad muy avanzada!, dijo Sócrates. Opino, en efecto, que ya que ellas han recorrido un camino que nosotros, llegado el momen­ to, tendremos que recorrer también, es necesario que estas mismas personas nos enseñen la naturaleza del camino: ¿escabroso, peno­ so?, o, por el contrario, ¿fácil y practicable? Naturalmente, también me gustaría saber cuáles son tus opiniones, puesto que en este mo­ mento has alcanzado esa edad que los poetas denominan, lo sabes bien, “el límite de la vejez”; si crees que es un momento penoso de la existencia, o cómo lo consideras por tu parte. »Sí, Sócrates, te diré cuál es mi opinión, !por Zeus! Muchas ve­ ces nos reunimos, en efecto, algunos ancianos de aproximadamente la misma edad, con objeto de que el viejo proverbio no se equivo­ que. Pues bien, la mayor parte de los reunidos, desde el momento en que están juntos, se lamentan, echan de menos los placeres de su juventud, trayendo a su memoria los recuerdos de sus amores, de sus borracheras, de sus comilonas, de todo aquello que pueda rela­ cionarse con placeres de esta clase; se muestran irritados por verse privados de ellos, como si fuesen grandes bienes, y como si el tiem­

po pasado fuese, para ellos, la buena vida, en tanto que el presente ya no es vivir en absoluto. Hay también quienes deploran los ultra­ jes que los parientes infligen a la vejez, y encuentran en ello una ex­ celente excusa para compadecerse de todas las miserias que la vejez les proporciona. Por mi parte, Sócrates, creo que la vejez, a la que estos hombres echan la culpa, no es la verdadera causa. Si fuera efec­ tivamente la vejez la causa de estas miserias, yo también las hubie­ ra padecido de manera semejante, estoy seguro; igual que todos aquellos que han alcanzado esta edad. En realidad, y por mi parte, he podido observar una actitud muy diferente en otros, en particu­ lar, justo es decirlo, en Sófocles, el poeta, junto a quien me encon­ traba un día en que le fue formulada esta pregunta: —¿Cómo te com­ portas tú, Sófocles —preguntaba el individuo— en lo referente a las cosas del amor? ¿Eres capaz todavía de tener relaciones con una mu­ jer? Y él respondió: — ¡No blasfemes, buen hombre!; por el contra­ rio, me he librado de ello con la mayor satisfacción, como si lo hu­ biera hecho de un amo horriblemente salvaje. Ahora bien, igual que en aquel momento fui de la opinión de que aquélla había sido una buena respuesta, hoy sigo opinando lo mismo: que la vejez, al me­ nos en todo lo que se relaciona con tales placeres, provoca en noso­ tros un inmenso sentimiento de paz y de liberación. Una vez que la tensión de los deseos ha llegado a su fin, una vez que se han disten­ dido, entonces se confirman por completo las palabras de Sófocles: viene a ser como despedirse de innumerables amos ¡la felicidad com­ pleta! Además, en cuanto a la cuestión particular de las relaciones con los parientes, sólo hay una explicación: ¡no es la vejez, Sócrates, sino por el contrario, el humor de la gente! Cuando se tiene pruden­ cia y se es complaciente, tampoco la vejez nos hace importunos, mientras que, en el caso contrario, tanto en la vejez como en la ju ­ ventud, Sócrates, cualquier persona, por esa razón, puede llegar a ser insoportable. »Como me había quedado impresionado por la magnífica res­ puesta del anciano, deseé que continuase hablando y le incité a ello diciendo: —Cuando pronuncias estas palabras, Cefalo, imagino que la mayoría de las personas no deben creerte. Por el contrario, lo que, a sus ojos, te hace la vejez fácil de soportar no es tu humor, sino

más bien la posesión de una gran fortuna. Ya que, dicen, los ricos tienen muchos medios para estimular su ánimo. »— Tienes razón en lo que dices, me respondió— : no me creen; pero aunque sus palabras tengan algún fundamento, no es, sin em­ bargo, tanto como se imaginan. Ciertamente es apropiado para la ocasión el dicho de Temístóeles: un nativo de Serifos quería ofen­ derlo diciéndole que su reputación no se la debía a sí mismo, sino a su ciudad: —Ni yo habría llegado a ser célebre, le respondió, por haber nacido en Serifos, ni tú tampoco, aunque fueses de Atenas. Es­ tas mismas palabras son sin duda oportunas con respecto a las per­ sonas que, desprovistas de medios de fortuna, soportan la vejez con dificultad: ni el hombre de bien podría soportar con plena holgura una vejez acompañada de pobreza, ni cualquiera que se haya enri­ quecido podrá nunca estar contento consigo mismo si no es un hom­ bre de bien» 27. Estas son las palabras de un sabio fuera de lo común. Lo esen­ cial de la argumentación, que será recogida por Cicerón, consiste en vincular la felicidad de la vejez a la virtud. El hombre de bien, edu­ cado en una vida virtuosa, disfrutará feliz los últimos días; su vejez será la culminación de su vida. Liberado de las pasiones que turba­ ban su alma, podrá abandonarse sin ningún obstáculo a los placeres del espíritu. Cefalo admite que esto no es lo más frecuente: en las reuniones entre ancianos, éstos pasan el tiempo lamentándose por la pérdida de la juventud y de sus placeres; se quejan de ser vícti­ mas de ultrajes, lo que supone una muestra del desprecio con el que son tratados los viejos en Atenas. El proverbio griego al que alude Cefalo es, por lo demás, característico: «A cualquier edad quéjate a alguien de tu edad; cuando seas viejo, quéjate a un viejo»; los an­ cianos son mal aceptados en las reuniones de gente más joven. En Fedra, el anciano Platón hará una discreta y púdica alusión a «una imagen de vejez marchita, a la que acompañan en cortejo el resto de las miserias, de las que resulta muy desagradable oír hablar» 28. Pero, apenas entrevista, la negra realidad es inmediatamente ve­ lada, y Platón se evade en la utopía. En la República ideal con que él sueña, los ancianos desempeñarán un importante papel, ya que «es algo evidente que los que mandan deben ser las personas de más

edad, mientras que los mandados deben ser los más jóvenes» 29. Esta supremacía de los ancianos la perfeccionará en su último sueño: las Leyes, que termina hacia 348-347, a la edad de ochenta años. El tipo de gobierno cuyos detalles prevé entonces tiene todos los rasgos de una gerontocracia. Recordando una vez más «que son los ancianos quienes deben gobernar, y los jóvenes ser gobernados», que los hijos deben respeto y obediencia absoluta a sus padres, que los viejos de­ ben dar ejemplo a los jóvenes, especifica los poderes que serían atri­ buidos a cada edad: los hombres de más de sesenta años presidirán los banquetes; si alguno abandona a sus padres, deberá ser denun­ ciado a los tres legisladores más viejos y a las tres mujeres de más edad que ejercen el control de los matrimonios, los cuales se encar­ garán de imponerles las sanciones; si alguno maltrata a sus padres, será juzgado por un tribunal compuesto por los cientoún ciudada­ nos de más edad; los supervisores de la administración de los ma­ gistrados, cuyo papel es esencial, tendrán obligatoriamente entre cin­ cuenta y setenta y cinco años 30; en todos los casos difíciles, serán consultados los legisladores que más edad tengan. En esta ciudad imaginaria sólo se podrá uno embriagar a partir de los cuarenta años, y esto suavizará las desdichas de la vejez: el vino «les ha sido dado por este dios como un remedio a la austeridad de la vejez, para rejuvenecernos, para hacer que el olvido de todo aquello que aflige al anciano arranque de su alma la aspereza que la caracteriza y la vuelva más tierna» 31. En el mismo pasaje Platón elogia la constitu­ ción espartana, que contrarresta el poder de los reyes con el de vein­ tiocho ancianos. Platón reconoce que algunos pueden caer en la locura, que su ca­ pacidad mental y física disminuye a veces: «Puede ocurrir que un padre, por causa de una enfermedad o de la vejez, o tal vez también por su carácter intratable, o quizá por todas estas razones juntas, llegue a trastornarse mentalmente más de lo que es normal en pa­ recidas circunstancias» 32. Un anciano de edad muy avanzada que ya no posee el dominio de todas sus facultades puede verse empu­ jado a cometer un delito. En resumen, Platón admite que la vejez tiene sus debilidades, y prevé para ella lugares de descanso y de cui­ dados, acompañados de baños calientes. Pero el lujo de atenciones

con el que rodea a los ancianos, el respeto que se les muestra en la ciudad ideal, los poderes que les son atribuidos en su utopía, ¿no son otros tantos indicios de la situación de inferioridad y de rechazo que padecen en la ciudad real? ¿No indican una reacción del filósofo frente a un estado de cosas que intenta trastocar?

Aristóteles contra los ancianos Aristóteles adopta una postura completamente diferente. Para él la vejez ni es una garantía de sabiduría ni de capacidad política. Ni siquiera la experiencia de los ancianos constituye un elemento posi­ tivo: a menudo no es más que una acumulación de errores en un es­ píritu endurecido por la edad. Al contrario que Platón, para quien las cualidades espirituales se benefician del debilitamiento de los sen­ tidos, que libera al hombre de la esclavitud de las pasiones, Aristó­ teles insiste en que por la unión del alma y el cuerpo, la decrepitud de uno alcanza indefectiblemente a la otra. La salud física y la ca­ pacidad corporal plena son indispensables para la práctica de la sa­ biduría. Por ello, el hombre alcanza el máximo de sus posibilidades hacia los cincuenta años y se debilita a continuación. «El espíritu está sometido a la vejez, exactamente igual que el cuerpo», declara en la Política 33. La Gerusía de Esparta representa el modelo carac­ terístico de mal gobierno, pues el poder deben ejercerlo los hombres jóvenes y robustos en vez de confiarlo a los viejos. Los ancianos de­ ben dedicarse a tareas sacerdotales. Desde el punto de vista moral, Aristóteles se muestra implacable con la vejez, a la que responsabiliza de todos los males en la Etica a Nicómaco: los viejos son avaros; no conocen la amistad desintere­ sada: sólo buscan lo que puede satisfacer sus necesidades egoístas, y se encariñan solamente con los que pueden serles útiles; entre ellos, el amor desaparece por causa del hastío, o sólo se mantiene por cos­ tumbre; su carácter difícil convierte siempre el nacimiento de una verdadera amistad en algo muy problemático 34. En la Retórica, Aris­ tóteles traza un excelente retrato del anciano, réplica exacta del dis­ curso platónico de Cefalo. Retrato repelente, este texto acusa a los

viejos de todos los defectos: son timoratos, indecisos, desconfiados, mezquinos, temerosos, cobardes, egoístas, pesimistas, charlatanes, avaros, melancólicos, «porque han vivido muchos años, han sido en­ gañados y han cometido errores en más de una ocasión, y como casi siempre las cosas humanas salen mal, procuran no definirse, que­ dando demasiado por debajo de lo que deberían en todas sus pala­ bras. Dicen: yo pienso; nunca: yo sé, y, en la duda, añaden siempre: quizá, es posible; hablan siempre así, nunca con firmeza. »Tienen mal carácter; porque tener mal carácter consiste en to­ mar todas las cosas por su lado negativo. Además, sospechan por su desconfianza que el mal está por todas partes, y son desconfiados a causa de su experiencia. No aman ni odian con violencia por estas razones; pero según el precepto de Bías, aman como deberían odiar y odian como deberían amar. »Son de espíritu mezquino, porque han sido humillados por la vida; no desean nada grande ni extraordinario, sino que limitan sus deseos a las necesidades de la vida. Son avaros, pues la propiedad es una de sus necesidades, y al mismo tiempo saben por experiencia cuán difícilmente se adquiere y con cuánta facilidad se pierde. Son pusilánimes e inclinados a asustarse rápidamente; la edad los ha co­ locado en una situación opuesta a la de los jóvenes; son fríos, aqué­ llos son calientes; de manera que la vejez ha dejado el camino abier­ to a la cobardía; pues la pena es una especie de enfriamiento. Aman la vida, y más aún en el ocaso de ésta, porque el deseo tiene como objeto lo que ya ha desaparecido, y lo que anhelamos con más fuer­ za es aquello que nos falta. Son egoístas, por encima de lo permisi­ ble; lo cual es también bajeza de sentimientos. Viven para su inte­ rés, no para lo bello, más allá de lo razonable, porque son egoístas; porque el interés es un bien particular, en tanto que lo bello es un bien absoluto. Son más desvergonzados que púdicos; como se preo­ cupan más del interés que de lo bello, hacen poco caso de la opinión ajena. »Son poco dados a la esperanza, por causa de la experiencia; ya que la mayor parte de los acontecimientos son fastidiosos, y lo más frecuente es que las cosas vayan a peor; lo cual refuerza, además, su cobardía. Viven más en función del recuerdo que de la esperan­

za; el tiempo que les queda de vida es corto; el pasado es largo; aho­ ra bien, la esperanza se proyecta hacia el futuro, el recuerdo hacia el pasado. Esta es la razón que les hace charlatanes: hablan sin ce­ sar de lo que les ha ocurrido, pues encuentran placer en volver a re­ cordarlo. Sus arrebatos son impulsivos, pero débiles; en cuanto a sus deseos, algunos han quebrado, los demás ya no tienen fuerza; por consiguiente, no son propensos a los deseos ni tienen intención de satisfacerlos: solamente les guía el interés. También por esto los hom­ bres de esta edad parecen inclinados a la templanza, pues sus de­ seos se han debilitado y sólo están ya al servicio de su provecho. La regla de su vida es más el cálculo que el carácter; el cálculo es signo del interés, el carácter de la virtud. Si cometen injusticias es por mal­ dad, no por descomedimiento. »También los ancianos pueden sentir compasión, pero no por las mismas razones que los jóvenes; éstos son piadosos por humanidad, los ancianos por debilidad. Creen verse amenazados por toda clase de infortunios, lo cual, decíamos, les inclinaba a la piedad; son tam­ bién dados a las lamentaciones; no aprecian las bromas ni las risas; el gusto por la queja es la antítesis del gusto por la risa» 35. El encarnizamiento del Estagirita puede parecer excesivo y sos­ pechoso. Nos parece, sin embargo, que está mucho más cerca que Platón de la idea que la gran mayoría de los griegos tenían de la ve­ jez. Sin duda no es anecdótico que Platón haya escrito las Leyes a la edad de ochenta años, mientras que Aristóteles apenas tenía cin­ cuenta años cuando hablaba de la vejez. Pero la razón esencial de la oposición está en otra parte: Platón, como habla desde el punto de vista ideal, invierte en muchos casos la situación real, en tanto que Aristóteles, que sólo describe lo que ve y oye, refleja al mismo tiempo la situación objetiva y los prejuicios de su época y de su ci­ vilización, que son claramente desfavorables para los ancianos.

£1 anciano en la sociedad y las instituciones griegas: una responsabilidad desdibujada Podemos percibir, más allá del campo literario, el lugar que ocu­ pa realmente el anciano en la sociedad griega clásica, y no es desde luego un lugar grato. Parece que lo más frecuente es que provoque el desprecio, las bromas y los malos tratos: «Un anciano decrépito, con sólo tres dientes, que vive con dificultad, que se apoya sobre cua­ tro esclavos para caminar, cuya nariz destila un moquillo continuo, cuyos ojos están llenos de légañas, insensible a todas las voluptuo­ sidades, un sepulcro animado, blanco de las burlas de la juven­ tud» 36, así nos lo describe Julián, y muchos griegos parecen haber tenido los mismos ojos que él. Vistas todas las precauciones que Pla­ tón toma para proteger a los viejos, nos damos cuenta de lo precaria que debía de ser su situación: la falta de respeto de los hijos hacia los padres de edad avanzada parece haber alcanzado niveles serios; desde el simple abandono a las sevicias corporales y al asesinato; al­ gunos acusan al padre de demencia, y «lo normal es que estos he­ chos se produzcan en naturalezas humanas fundamentalmente mal­ vadas» 37. La historia de las instituciones parece mostrar, en efecto, que la autoridad del padre de familia disminuyó en Grecia a partir del si­ glo VII, y los conflictos generacionales, favorecidos por la mayor in­ dependencia jurídica conseguida por los hijos, parecen haber sido in­ tensos 38. Numerosas leyes atenienses insisten en la obligación de res­ petar a los padres ancianos, y el hecho de que se reiteren estas leyes da a entender que apenas eran respetadas 39. Un decreto de Solón declaraba que: «Si alguno no alimenta a sus padres, que sea priva­ do del derecho de ciudadanía. El mismo castigo para aquél que ha dilapidado los bienes de sus padres» 40, y el gran legislador de co­ mienzos del siglo VI vuelve a recordar la obligación de respetar a los padres de edad avanzada. Encontramos ejemplos de enfrenta­ miento entre jóvenes y viejos hasta en la historia de Alejandro Mag­ no: el joven rey de Macedonia y sus compañeros son provocados con frecuencia por las bravatas de los viejos jefes de los veteranos, que engrandecen las proezas realizadas durante el reinado de Filipo. Este

podría ser incluso, según Robin Lañe Fox, el motivo fundamental del asesinato de Cleisto por Alejandro 41. A menudo se considera ne­ cios a los viejos: «hablas como un viejo», replica Dionisos, tirano de Siracusa, a Platón, que le daba lecciones de moral. La vejez es considerada una tara en sí misma, y es censurada por las mismas razones que otros vicios. Diógenes Laercio nos pro­ porciona varios ejemplos al respecto. Por eso no es extraño que los griegos hayan temido la proximidad de la edad avanzada; según Estrabón, los habitantes de Queos tenían la costumbre de suicidarse hacia los sesenta años. Una de las razones que, según Jenofonte, lle­ varon a Sócrates a aceptar la muerte fue que ésta le libraría de los achaques y las miserias de la vejez: «Ahora, si continúo cumpliendo años, sé que tendré que soportar necesariamente los inconvenientes de la vejez, que mi vista disminuirá, que oiré peor...» Platón le hace decir en el Critón: «Guando un hombre alcanza mi edad, debería con­ siderar sin tristeza la proximidad de la muerte» 42. Los únicos tex­ tos en los que los griegos parecen apreciar la belleza son las inscrip­ ciones funerarias. B. E. Richardson, que ha estudiado más de dos mil, llega a la conclusión, sin ningún motivo, de que los helenos con­ sideran la edad avanzada como un período agradable 43. Sabemos, por el contrario, que la epigrafía funeraria es el lugar preferido para las mentiras piadosas, y el hecho mismo de que sea la única que ala­ ba la vejez descalifica sus palabras. Paradójicamente, sin embargo, es en Grecia donde se habla, por primera vez con toda seguridad, de instituciones caritativas destina­ das al cuidado de ancianos necesitados: en un alegato, Esquino alu­ de a los dos óbolos concedidos a los ciudadanos viejos o achacosos que se han empadronado. En el pritaneo de Atenas se repartía co­ mida gratuita a los ciudadanos viejos que habían servido al Estado, e incluso se podía llegar a alimentarlos durante el resto de su vida, como demuestra una frase de Aristófanes en Los Acarnienses: «Lejos de ser mantenidos hasta el fin de nuestros días a expensas de la Re­ pública en pago a los enormes servicios prestados en el mar, sufri­ mos los tratos más severos...» (V,676). En Sardes, Vitruvio habla igualmente de «la casa de Creso, destinada por los sardianos a los habitantes de la ciudad que, por su edad avanzada, han adquirido

el privilegio de vivir en paz en una comunidad de ancianos a la que llaman Gerusía....» 44. La gran excepción en el mundo griego, el «caso» por excelencia, es Esparta. Todos coinciden en señalar el lugar privilegiado que en ella se concedía a los ancianos. Esta anomalía, criticada por Aristó­ teles y alabada por Platón, es desde luego la excepción que confir­ ma la regla. Licurgo, según Plutarco, habría exigido en su obra le­ gisladora el respeto a los ancianos, cuyo cometido era instruir y acon­ sejar a los ciudadanos. Es fácil encontrarlos en las escuelas opinan­ do acerca de los asuntos políticos, guerreros y deportivos. La mayor originalidad de la ciudad es la Gerusía, compuesta por treinta ancia­ nos elegidos de por vida, por aclamación, entre los ciudadanos de más de sesenta años. Este consejo dirige toda la política, en parti­ cular la política exterior; prepara los proyectos de leyes presentados a la asamblea, y puede incluso hacer caso omiso de las decisiones tomadas por ésta; es juez supremo en materia de crímenes, pudiendo condenar a la pérdida de los derechos de la ciudadanía o a muer­ te; constituye la más alta magistratura ante la cual pueden ser cita­ dos y juzgados incluso los dos reyes. Por último, no es responsable de sus decisiones. Si ya eran enormes los poderes de la Gerusía en el siglo VI, pa­ rece que aumentaron aún más en los siglos V y IV: entonces puede poner veto a las decisiones de la Ecclesía, que no tiene ya práctica­ mente poderes reales; la irresponsabilidad de los gerontes se hace cada vez más firme. Verdaderamente esta gerontocracia militar, esta ciudad-cuartel dirigida por ancianos, es un caso curioso, aunque ciertamente éstos no debían ser excesivamente numerosos. Esparta tuvo siempre un número reducido de ciudadanos, y muy pocos so­ brevivirían a las hecatombes guerreras ocasionadas por una tác­ tica heroica, pero costosa. ¿Prestigio debido a la singularidad, ho­ menaje a los gloriosos supervivientes? Este factor ha desempeñado sin duda alguna un gran papel en el respeto que los espartanos pro­ fesaban a la vejez. En todo caso, esta actitud era proverbial en el mundo antiguo. No ocurre nada parecido en las instituciones atenienses, donde, al contrario que en Esparta, el papel de los ancianos parece ir per­

diendo importancia. Simone de Beauvoir señalaba que ya en la épo­ ca arcaica los términos gera, geron designaban al mismo tiempo la edad avanzada y la edad privilegiada, el derecho de ancianidad, lo que supondría que los ancianos tenían entonces una función políti­ ca. Sin embargo, hemos visto en las obras de Homero que el consejo de los ancianos sólo era un órgano consultivo, y que de hecho los jóvenes tenían todo el poder de decisión. La evolución hacia un ré­ gimen plutocrático conservador favoreció sin duda alguna, en un pri­ mer momento, el crecimiento de los poderes de los ancianos. Esta tendencia se generalizó; en los siglos VII-VI se crean Gerusías en Éfeso, Crotona, Gnido, Gorinto; los miembros, generalmente mayores de sesenta años, permanecen en el cargo hasta su muerte. La concentración de la propiedad territorial actuaba en el mismo sentido, pues los hombres de más edad eran a menudo los más ri­ cos. Solón consagró esta evolución a comienzos del siglo VI. El po­ der de los ancianos se concentraba entonces en el areópago, cuerpo aristocrático compuesto por los ancianos arcontes, inamovibles e irresponsables. Guardián de la ciudad, supervisaba a los magistra­ dos, juzgaba todos los delitos y crímenes, participaba en el poder eje­ cutivo, en el legislativo y en el judicial; interpretaba las leyes, tenía derecho de veto sobre las decisiones de la Ecclesía, y podía apropiar­ se todos los poderes, cosa que hizo cuando tuvo lugar la invasión per­ sa. En definitiva, desempeñaban un papel comparable al de la Gerusía espartana. La llegada al poder de los demócratas provocó la ruina del areó­ pago: atacado en una serie de procesos, perdió sus atribuciones po­ líticas y judiciales por una ley del año 462; sólo le dejaron los po­ deres honoríficos: jurisdicción sobre los débitos religiosos y adminis­ tración del patrimonio sagrado. La Bulé, la Ecclesía y la Heliada se repartieron sus poderes políticos. Los ancianos no volvieron ya a te­ ner un papel importante, y hacia finales del siglo IV Aristóteles po­ día estudiar la constitución de Atenas como un modelo liberado del dominio de los ancianos. Ciertamente se establecieron condiciones relacionadas con la edad para acceder a las magistraturas, pero iban más encaminadas a favorecer a los hombres maduros. Aristóteles las resume así: treinta años como mínimo para acceder al consejo con

Dracón; tener un hijo legítimo de diez años para los arcontes y los tesoreros; cuarenta años para formar parte de los Diez según la cons­ titución del 411 (régimen de los 400); treinta años para acceder a la Bulé; cuarenta años para los consejeros y directores de muchachos después de la restauración, y treinta años para los jueces. Solamen­ te los jueces públicos deben tener más de sesenta años, pero sus po­ deres no son considerables: nombrados por sorteo, están obligados a aceptar su cargo bajo pena de perder sus derechos de ciudadanía, se ocupan de los procesos por más de 10 dracmas; si su sentencia arbitral es rechazada por los litigantes, el caso es sometido nueva­ mente al tribunal. Igualmente los exégetas, encargados de interpre­ tar la ley, deben tener más de sesenta años. Según Tucídides, los atenienses, decepcionados por el fracaso de la expedición a Sicilia, habrían dado el poder, por un tiempo, a hom­ bres de más edad. Pero el movimiento no duró mucho. Atenas per­ maneció fiel a la juventud.

El anciano en el mundo helenístico: cierta recuperación La civilización helenística daría muestras de una disposición con más altura de miras o de indiferencia. Los pensadores y escritores de este período no sienten apenas preocupación por la edad. En cuanto a las instituciones, pueden resumirse en la monarquía, régi­ men que utiliza como único criterio de reclutamiento la fidelidad al soberano, cualquiera que sea la edad del súbdito. Parece que la tra­ dición macedonia concedía a los consejeros ancianos cierta impor­ tancia: la palabra que designa al «consejero» deriva del término que significa «hombre de cabellos grises». La epopeya de Alejandro ilustra la soberbia indiferencia del con­ quistador en lo relativo a la edad. Al joven soberano sólo le intere­ san el valor y la utilidad de los hombres, y son numerosos los viejos a los que otorga su confianza y desempeñan un papel importante bajo su reinado. Educado él mismo por dos ancianos, Lisímaco y Leónidas, a los que siempre mostrará mucho respeto, Alejandro, en d momento de su gran marcha, nombra a Antipater, de sesenta años

de edad, general en jefe en los Balcanes, y elige a Parmenion, de se­ senta y cinco años, como segundo jefe de la expedición. Este ancia­ no tuvo un papel tan importante que acabó por hacer sombra al rey; su influencia crecía gracias a los miembros de su familia: su hijo Filotas mandaba la caballería, otro hijo instruía a los jinetes, un so­ brino era jefe de los exploradores y un yerno estaba al mando de los elimiotas, soldados de infantería. Los relatos de la expedición, re­ dactados tras la desgracia de Parmenion, intentan manchar su re­ putación y atenuar su papel. Sin embargo, parece que dio un gran impulso a la conquista y tuvo iniciativas decisivas en las grandes ba­ tallas. Lo cierto es que Alejandro juzgó más prudente ordenar su eje­ cución en el año 330, en plena campaña militar. Parmenion, que te­ nía entonces setenta años, personificaba el poder individual que un anciano podía llegar a alcanzar gracias a su capacidad personal y a la ayuda de una gran familia a la manera patriarcal. Muchos clanes macedonios eran también dirigidos por el miembro más anciano, y en la época de Filipo se menciona a un famoso jefe ilirio, muy temi­ do hasta su muerte, a los noventa años. Alejandro se servirá también de otros consejeros ancianos: el vie­ jo y tuerto Antígono será nombrado sátrapa de Asia Menor; el viejo Mazeus, un sátrapa de Darío, de más de sesenta años y que posi­ blemente traicionó a su señor en Arbeles, pasa al servicio del rey de Macedonia, que le nombra gobernador de Babilonia. Asimismo será el más viejo de los oficiales del estado mayor, Goenus, el escogido por sus compañeros para la delicada misión de comunicar a Alejan­ dro el rechazo del ejército a avanzar en la India. Las tropas del conquistador presentan la siguiente particulari­ dad: comprenden un cuerpo de élite de 3.000 «jinetes del rey», mu­ chos de los cuales han rebasado ampliamente los sesenta años; du­ rante toda la campaña realizan hazañas extraordinarias, siempre los primeros en el ataque, siempre aplicados a las tareas más difíciles, haciendo marchas forzadas de 50 kilómetros al día por el desierto. Al final de la campaña, estos veteranos de élite están a punto de su­ blevarse cuando Alejandro decide enviarlos de vuelta a Macedonia. Se niegan a dejar su puesto a los jóvenes... y su parte del futuro bo­ tín. Acaban cediendo ante la determinación del rey, y entonces se

pudo asistir al insólito espectáculo de ver a esta temible tropa de an­ cianos, mandada por generales de setenta años, Gratero y Polipercon, atravesar Asia de Babilonia a Macedonia, donde fueron recibi­ dos por el septuagenario Antipater y les fueron otorgados sitios de honor en los teatros hasta el fin de su vida. Pero su carrera no es­ taba terminada; tras la muerte de Alejandro, muchos volvieron a to­ mar las armas y desempeñaron un papel esencial en las batallas en­ tre los sucesores. El período helenístico ofrece muchas más posibilidades de auto­ ridad y poder a los ancianos robustos y ambiciosos que la Grecia clá­ sica. Como todas las sociedades cosmopolitas y abiertas, el mundo helenístico, mezcla de civilizaciones, no tiene prejuicios respecto a la raza o la edad. El éxito está al alcance de todas las personalida­ des enérgicas, sean jóvenes o ancianas. Esta época, demasiado a me­ nudo desacreditada, calificada de decadente, conoce en realidad una extraordinaria efervescencia de energía y de creatividad; liberada de las trabas institucionales y de la xenofobia del mundo griego clási­ co, constituye uno de los escasos períodos de la historia en que fue­ ron abatidas las barreras nacionales, raciales, institucionales y gene­ racionales. La evolución artística ilustra este cambio de mentalidad. La Gre­ cia clásica siente repugnancia por mostrar la vejez: los viejos son idealizados siempre; solamente la calvicie y la barba los diferencian de los hombres de edad madura; la fealdad y la deformidad no se muestran nunca. Esta tradición se mantiene aún a veces hasta el si­ glo III, cuando el Sófocles del museo de Latran es representado en la plenitud de la vida. La vejez es negada y rechazada: representada en los vasos de los siglos V-IV con los rasgos de un personaje horri­ ble, flaco y arrugado, o con la apariencia de un hombre barbudo y peludo, es combatida y vencida por Hércules. El anciano, el verdadero, aparece en la escultura helenística bajo formas variadas. El arte no conoce entonces exclusiones. El artista estudia y reproduce el mundo que le rodea. Desde luego le gusta lo pintoresco, lo extremo, lo insólito, lo divertido y lo patético, y por este motivo los viejos, y sobre todo las viejas, han alimentado su ins­ piración: la anciana ebria, la cabeza y el cuerpo grotescos de la vie­

ja del Louvre, el pescador y la pastora del museo del Capitolio, el viejo Esopo jorobado de Aristodemo son ejemplos sorprendentes. Pero no hay maldad en estas representaciones, todo lo más curiosi­ dad mezclada con simpatía. El viejo pedagogo del Museo del Lou­ vre es particularmente conmovedor: sorprendente realismo el de este anciano endeble, delgado, encorvado, calvo y barbudo, que sonríe a su joven señor con la boca desdentada y sujeta con la mano izquier­ da los huesecillos del niño. De la misma inspiración, pero con sen­ tido más noble, es la «cabeza de Séneca», marcado por la edad y la experiencia, con la barba irregular, los cabellos en desorden y la in­ tensa mirada. Con estas obras, la vejez recupera el derecho de ciudadanía. Pa­ tética o ridicula, ya no se siente ignorada; ya no forma parte de los tabús; se la representa tal como se muestra, sin juzgarla. La civi­ lización helenística describe, enumera, compila, pero no rechaza. Tampoco hace de la vejez una curiosidad; se mantiene en la neu­ tralidad, ¿y no es ésta la actitud más sana que existe, mejor que la compasión degradante, el desprecio humillante y la alabanza hipó­ crita? ¡Qué contraste, además, entre la juventud del fundador, Ale­ jandro, muerto a los treinta y tres años, y la longevidad de sus epí­ gonos: los sesenta y dos años de Ptolomeo II (308-246), los sesenta y tres de Ptolomeo III (284-221) y de Antíoco I (324-261), los se­ tenta y tres de Antipater (muerto en 319), los setenta y dos de Atalo I (269-197), los setenta y cinco de Seleuco I (355-280), los ochenta de Antigono Gonatas (319-239), los ochenta y dos de Atalo II (220-138) y los ochenta y cinco años de Ptolomeo I (367-282)! Los récords fascinan a los hombres de esta edad de héroes. Cuan­ do la expedición de Alejandro se interna en Asia, las leyendas que circulan entre el ejército sobre las maravillas de Oriente se refieren en especial a la extraordinaria longevidad de los habitantes: ciento treinta años en una región del sur de Irán, doscientos años en la In­ dia. Uno de los episodios que más impresionaron a los soldados fue la llegada de dos sabios gimnosofistas indios, que acompañaron a las tropas durante varias etapas, y la inmolación de uno de ellos, de setenta y nueve años de edad, en una hoguera para evitar conver­ tirse en un inválido 45.

La hora de la muerte y la longevidad en Grecia Las precisiones relativas a la edad de los individuos pueden pa­ recer con toda razón sospechosas en el mundo antiguo, donde los na­ cimientos no son registrados con regularidad y donde la tendencia de los historiadores a exagerar las cifras es bien conocida. A pesar de todo, existen indicaciones. En Atenas, por ejemplo, para el reclu­ tamiento de los árbitros públicos, la edad era comprobada por los arcontes y los epónimos; cada año se grababa el nombre de los jó­ venes en una estela de bronce que se levantaba ante el palacio del consejo 46. Se inscribía a los niños en los registros de su fratría, y con este motivo los padres debían afirmar bajo juramento que sus an­ tepasados disfrutaban del derecho de ciudadanía. A los diecisiete años se inscribía al ateniense en los registros de su demo, pero esta inscripción podía ser rechazada. El hecho de que, varios siglos más tarde, los archivos de la isla de Gos nos hayan proporcionado el acta de nacimiento de Hipócrates, demuestra la seriedad del registro del estado civil griego. A esto debemos añadir que de vez en cuando se hacían censos en Atenas, y que las obras de geografía, cuyos inven­ tores fueron los griegos, incluían apartados de estadística descripti­ va, como las ciento cincuenta y ocho monografías del tratado de La Política de Aristóteles 47. Sin embargo, es muy difícil hacerse una idea de la longevidad y de la proporción de personas de edad en la población griega, debido a la desaparición de la mayor parte de estas fuentes. B. E. Richardson ha confeccionado un cuadro a partir de las 2.022 inscripciones funerarias reunidas por él. Reproducimos la partida correspondien­ te a las personas fallecidas con más de sesenta años 48. En resumen, el 10,2 % de estos 2.022 griegos vivieron más de se­ senta años. Al ser la muestra relativamente importante, este resul­ tado parece verosímil y muestra con bastante precisión la importan­ cia numérica de los ancianos en la población griega. El contempo­ ráneo de Aristóteles tiene, al nacer, una oportunidad sobre diez de alcanzar los sesenta años, proporción aparentemente escasa. Pero en realidad, a causa de la alta mortalidad infantil y juvenil, el adulto de más de veinticinco años tenía muchas posibilidades de alcanzar

la vejez. De la muestra de los 2.022 individuos, 233 murieron antes de los cinco años, 147 entre los seis y diez años, 180 entre los once y los quince, 294 entre los diciséis y los veinte y 268 entre los vein­ tiuno y los veinticinco años, es decir, el 55,48 % del total. De los 900 supervivientes de veinticinco años, 206 (es decir, el 22,8 %) lle­ garán a los sesenta años, proporción suficiente para que la vejez pier­ da el carácter excepcional y milagroso que asumía en las sociedades más primitivas. años

N ú m e r o d e ca so s

P o r c e n t a je c o n r e spe c t o AL NÚMERO TOTAL DE FALLECIMIENTOS

61 - 65 66- 70 71 - 75 76- 80 81- 85 86- 90 91 - 95 96- 100 101 - 110

45 48 29 35 19 16 5 6 3

2,23 2,37 1,44 1,73 0,94 0,79 0,25 0,35 0,15

E dad a l f a l l e c im ie n t o

Alcanzar la vejez se convierte en algo tan corriente que nadie se interesa por ella. Pero si el número de ancianos es suficiente para que se puedan hacer generalizaciones respecto a ellos, no lo es tanto como para que se tomen en serio sus necesidades particulares. Los viejos no son suficientemente numerosos para constituir un proble­ ma social, aunque sí lo son para que se note su presencia; tampoco lo bastante escasos para ser apreciados, ni demasiado numerosos para ser algo más que una curiosidad. Probablemente el aspecto de­ mográfico desempeña un importante papel en la visión global que la sociedad tiene del anciano. Las dos posiciones más ventajosas las constituyen los dos extremos: las sociedades con un bajo porcentaje de ancianos respetan a éstos; las sociedades con un alto porcentaje, como la nuestra, toman conciencia de los verdaderos problemas de la edad avanzada y de su importancia económica; comienzan a ocu­

parse de ellos. Una sociedad como la de la Grecia antigua, donde los ancianos, relativamente poco numerosos, son una trivialidad poco molesta, tiene tendencia a desampararlos. Otros factores en­ tran en juego, evidentemente, pero no hay que olvidar el peso de­ mográfico del anciano. La longevidad máxima no evoluciona. El más longevo entre los 2.022 individuos inscritos en el repertorio de B. E. Richardson es un tal Pancario, fallecido a la edad de ciento diez años. En cuanto a los hombres célebres, el autor menciona a 128 de ellos que rebasaron los sesenta años, y todos continuaron con sus actividades hasta el último momento. Así, a los filósofos ya citados pueden añadirse poe­ tas como Aqueo (setenta y cuatro años), Esquilo (sesenta y nueve años), Anacreonte (ochenta y cinco años), Apolonio de Rodas (ochenta años), un autor cómico de ciento seis años, los retóricos Apolodoro de Pérgamo (ochenta y dos años) y Lisias (ochenta y tres años), los reyes Agesilao (ochenta y cuatro años) y Antigono Gocles (ochenta y un años). De ahí a concluir que la mayor parte de las obras, sobre todo las literarias, han sido escritas por viejos, no ha­ bía más que un paso; ese paso lo da el autor, equivocadamente, en­ tablando la famosa disputa que será conocida sobre todo gracias a la célebre obra de Harvey G. Lehman Age and Achievement: ¿alcanza el hombre el desarrollo máximo de sus capacidades antes o después de los cuarenta años?

La medicina griega y la vejez: investigación de las causas del envejecimiento La vejez se experimentaba como una ineluctable decadencia y, en su final, como una enfermedad mortal, y por ello los griegos in­ vestigaron las causas que la producían. Pero peores fisiólogos que fi­ lósofos, sólo llegaron a conclusiones de una gran fantasía que no te­ nían mucho que ver con la ciencia. A pesar de todo, sus explicacio­ nes se impusieron durante dos mil años, hasta el Renacimiento, e incluso más acá. Como era de esperar, corresponde a Hipócrates, que vivió a su

vez ochenta y tres años (460-377), la formulación de las primeras hi­ pótesis médicas relativas a las causas del envejecimiento. Siguiendo a Empédocles (490-430), desarrolla la teoría de los cuatro humores, cuyo equilibrio asegura la buena salud. Estos humores correspon­ den a los cuatro elementos cósmicos, y el predominio de cada uno de ellos origina uno de los cuatro temperamentos entre los cuales es­ tán repartidos los hombres: E le m e n t o s c ó sm ic o s

Aire Tierra Fuego Agua

P r o pied a d es

H um ores c o r r e spo n d ie n t e s

T em pe r a m e n t o s c o r r e spo n d ie n t e s

Caliente y húmedo Fría y seca Caliente y seco Fría y húmeda

Sangre Bilis negra Bilis amarilla Flema

Sanguíneo Melancólico Colérico Flemático

Hipócrates consideró el proceso de envejecimiento como una pér­ dida de calor y de humedad; el cuerpo se vuelve frío y seco. La fuen­ te del calor reside en la parte izquierda del corazón, y a partir de ella se extiende por todo el cuerpo. «Los cuerpos que están en pe­ ríodo de crecimiento poseen el máximo de calor interior. Por eso ne­ cesitan alimentarse al máximo, pues si no su cuerpo se debilita. En los viejos, el calor es escaso, por lo que necesitan, por así decirlo, poco combustible para su llama, ya que un exceso la apagaría. Por esta razón, las fiebres no son tan altas entre los viejos, porque su cuerpo está frío» 49. Esta teoría será recogida posteriormente mu­ chas veces. Hipócrates afirma, por otra parte, que cada individuo recibe al nacer cierta cantidad de energía —llamada calor interno, o espíritu vital, o fuerza vital— que será consumida poco a poco a lo largo de la existencia. Se puede abastecer de nuevo periódicamente al cuerpo de espíritu vital por diversos medios, pero nunca podrán recuperar­ se las reservas del nivel precedente, de manera que la energía dis­ ponible sigue disminuyendo, y así se produce el envejecimiento. Las reservas iniciales y el nivel de consumo varían por supuesto con cada individuo, de suerte que unos envejecen más rápidamente que otros.

La vejez es, pues, un fenómeno puramente natural, físico e irrever­ sible; es en esta afirmación, más que en la descripción del proceso, donde reside el principal mérito de Hipócrates. Aunque la vejez no constituye por sí misma una enfermedad, pre­ dispone a las enfermedades, ya que el cuerpo es menos resistente. Para Hipócrates, las principales dolencias de la vejez son las dificul­ tades respiratorias, el catarro crónico, la tos, los dolores de articu­ laciones y de riñones, la apoplejía, los vértigos, los insomnios, los có­ licos, el debilitamiento de la vista y del oído y las enfermedades na­ sales 50. En realidad nos hallamos ante una mezcla de enfermedades y de manifestaciones intrínsecas de la vejez. Finalmente, para pro­ longar esta última, Hipócrates recomienda un régimen alimenticio moderado y el ejercicio físico. Para contrarrestar la pérdida de calor y de humedad aconseja tomar baños calientes y beber vino. Aristóteles recuperó las bases de la explicación hipocrática, pero llegó más lejos en sus conclusiones. Su teoría del envejecimiento, que fue calificada de «visionaria», apenas será puesta en tela de juicio hasta la época moderna 51. La expuso en su tratado De la juventud y de la vejez, de la vida y de la muerte, y de la respiración 52. Todo ser vivo tiene un alma, localizada en el corazón, y ésta no puede sobrevivir sin calor natural. El alma y el calor natural están estrechamente interrelacionados desde el nacimiento, y la vida consiste en mantener el calor y su relación con el alma. La vida es como un fuego que debe ser alimentado y abastecido de combustible, pero que está des­ tinado a apagarse tras un largo período de debilitamiento. Cada or­ ganismo dispone en el momento del nacimiento de cierta cantidad de calor latente innato, que se disipa progresivamente y acaba por consumirse, provocando la muerte natural. Esta teoría, que de hecho prefigura el principio de la «tasa de vida», expuesto recientemente por Pearl, anuncia el descubrimiento de la disminución del metabolismo basal en los adultos a medida que avanza la edad 53. Las enfermedades, dice Aristóteles, afectan más gravemente a los viejos que a los jóvenes y pueden acelerar el proceso de la muerte. Basta muy poco para extinguir la débil llama que arde en el anciano, y si ningún accidente se produce ella sola acabará apagándose.

Los griegos se han interrogado también sobre la naturaleza de algunas deficiencias propias de las personas de edad avanzada. Pero las respuestas, aportadas por autores de menor envergadura que Hi­ pócrates o Aristóteles, dan muestra de una enorme fantasía y sólo tienen interés como curiosidades. Plutarco se hizo eco de estas dis­ cusiones eruditas, y él mismo tomó parte en el debate, en Los Reu­ nidos o las charlas de mesa 54. A título de ejemplo, veamos dos pregun­ tas ociosas planteadas en estas charlas: «¿Por qué las mujeres se em­ briagan con dificultad y los ancianos lo hacen fácilmente?» 55. La ra­ zón de esto, responde Plutarco, es que el temperamento de las mu­ jeres es húmedo, de manera que en ellas el vino se diluye y vuelve a salir con rapidez, como toda su humedad. Por el contrario, los an­ cianos tienen el temperamento seco, y el vino empapa rápidamente su cuerpo esponjoso; de todas formas, siempre tienen aspecto de bo­ rrachos: tiemblan, tartamudean, dicen tonterías, se enfadan con fa­ cilidad y pierden la memoria. Otra pregunta; «¿Por qué los ancianos leen mejor de lejos que de cerca?» 56. Plutarco analiza las diversas respuestas aportadas has­ ta el momento: algunos creen que los viejos deben alejar el libro de los ojos para dejar más luz entre ellos y lo escrito; otros dicen que es porque cuando el libro está demasiado cerca, los dos haces de luz que salen de los ojos no llegan a encontrarse, lo que hace que se vea doble. Esta opinión, basada en las leyes de la óptica, y que parece la más razonable, le parece ridicula a nuestro autor, que cita a con­ tinuación la extravagante teoría de Jerónimo, filósofo de Rodas de la época helenística. Este «afirma que vemos los objetos por las imá­ genes que emanan de ellos y que impresionan nuestra vista. Al prin­ cipio estas imágenes son grandes y densas, y por esta razón, si están cerca, perturban el órgano visual de los ancianos, de por sí lento y embotado. Pero cuando están a una mayor distancia de los ojos, es­ tas imágenes se esparcen por el aire cayendo y rompiéndose las par­ tes más pesadas que tienen, mientras que las partes más sutiles im­ presionan los ojos y se introducen fácilmente en los poros del órga­ no sin causarle ningún problema, de manera que ve con menos di­ ficultad una porción mayor de estas imágenes» 57. En cambio Plu­ tarco sigue la opinión de Platón: la visión se produce por el hecho

de que de nuestros ojos sale un espíritu luminoso que se mezcla con la luz exterior, amalgamándose con ella para formar un cuerpo ho­ mogéneo. Pero el espíritu luminoso que sale de la pupila de los an­ cianos está débil y embotado, de manera que en vez de mezclarse con la luz exterior se disipa y se desvanece. Por eso hay que apartar el libro, para debilitar la violencia de la luz que emana de éste, con objeto de que aquélla pueda mezclarse correctamente con el espíritu luminoso que surge de los ojos.

Plutarco y la gerontocracia Así pues, en la sociedad griega y helenística, las deficiencias de los ancianos son objeto de debate porque se considera a éstos como curio­ sidades de la naturaleza. Plutarco, que murió a los setenta y cinco años, en el 125 de nuestra era, es el último escritor griego que de­ dicó una obra entera a la vejez, si consideramos que el ensayo titu­ lado ¿Debe un anciano comprometerse en los asuntos públicos?, incluido en sus Obras morales, es auténtico. Retoma el gran debate entablado en­ tre Platón y Aristóteles sobre los méritos de los ancianos y su puesto en la vida política. Pero su pensamiento ya no es exclusivamente griego. Al escribir cuatro siglos después que Aristóteles, ha podido reflexionar sobre la aportación de los latinos a estas cuestiones. Pre­ cisamente el interés del tratado radica más en la exposición de casos particulares y de la práctica de la antigüedad greco-romana que en la formulación de su punto de vista personal. Historiador y compi­ lador, Plutarco recoge un gran número de hechos que esclarecen el comportamiento greco-latino respecto de la vejez. Su planteamiento es el siguiente: los ancianos no deben retirarse de la vida política, sino participar en ella hasta el final. «Catón de­ cía, por ejemplo, que no deberíamos añadir de buen grado a las nu­ merosas penalidades de la vejez la vergüenza derivada de la bajeza. Y entre las muchas formas de bajeza, ninguna rebaja más a un hom­ bre de edad avanzada que la pereza, la cobardía y la molicie, cuan­ do abandona los asuntos públicos para ocuparse de los asuntos do­ mésticos propios de las mujeres, o para retirarse al campo a vigilar

a los segadores y las espigadoras» 58. Incluso para un hombre que jamás se ocupó de la política, nunca es demasiado tarde para em­ pezar a hacerlo. Plutarco acumula noticias de ancianos que permanecieron acti­ vos: los actores Filemón, muerto en el 262 antes de J.C ., a los no­ venta y nueve años, y Alexis, muerto en el 270, a los noventa y seis años, los políticos Catón el Viejo y Agesilao. Es vergonzoso, conti­ núa diciendo, retirarse de la política para abandonarse a los place­ res, como Pompeyo recordó a Lúculo: «Pompeyo dice que es menos razonable para un anciano abandonarse a la lujuria que desempe­ ñar un oficio» 59. Los viejos, privados de los placeres del sexo y de la mesa, deben entregarse a los placeres del espíritu, y particular­ mente a los relativos al gobierno. Recordando la sentencia de Eurí­ pides: «Afrodita está enfadada con los viejos», Plutarco cree que el hombre de edad, frustrado en el amor físico, encontrará compensa­ ción en el placer de realizar acciones nobles. Además, «el deber de un hombre es no dejar que su reputación se consuma en la vejez como los laureles de un atleta, antes bien debe revitalizarla sin ce­ sar para aumentar así la gratitud hacia sus acciones anteriores, me­ jorarla y hacerla duradera» 60. La presencia de ancianos en el poder repercute igualmente en el buen funcionamiento de las instituciones: los viejos están menos su­ jetos a la envidia y a las críticas indiscriminadas, pues su reputa­ ción está ya consolidada; es más difícil prescindir de ellos que de los jóvenes, pues han adquirido numerosas relaciones durante su carre­ ra, y antes que claudicar ante las críticas, deben intentar acrecentar su poder. A continuación, Plutarco expone un argumento importan­ te que nos sitúa de nuevo en el mundo griego: la sociedad desprecia a los viejos. Un excelente remedio contra este desprecio es perma­ necer activo en la vida política: «Así como el anciano activo en pa­ labras y obras, venerado, inspira respeto, el que pasa el día en la cama o permanece sentado en un rincón del porche charlando y lim­ piándose la nariz es despreciado» 61. Los ancianos tienen cualidades inestimables que les hacen indis­ pensables en política: la prudencia, que corre el riesgo de perderse por la inactividad, la experiencia y el prestigio. Y Plutarco recuerda

que los griegos habían creado un consejo de ancianos en torno al vie­ jo Néstor, que en Esparta la monarquía era asesorada por ancianos, que el Senado significa en Roma asamblea de ancianos y que el tér­ mino geras quiere decir también «honor» y «recompensa». Es absur­ do, dice, lanzarse en busca de honores cuando se es joven y recha­ zarlos cuando se es viejo. Los viejos políticos pueden hacer que los jóvenes aprendan de su experiencia; son necesarios al Estado; su ge­ nerosidad les convierte en personas con más capacidad de sacrificio por el interés general, en tanto que los jóvenes buscan la gloria per­ sonal. Los soldados deben ser jóvenes, pero los gobernantes deben ser personas de edad: ¿no fue Masinisa un gran jefe hasta los no­ venta años? Notable defensor de la gerontocracia, Plutarco aconseja sin em­ bargo evitar las exageraciones. Los ancianos que intentan acumular cargos, acaparar todos los puestos, presentarse a todas las eleccio­ nes, son ridículos y odiados por los jóvenes a los que no dejan nada. Deben reservarse para los asuntos importantes y abandonar las ac­ tividades de menor relevancia a los más jóvenes. Plutarco aborda aquí un aspecto muy delicado, que constituirá en todas las épocas una de las principales razones de oposición entre las generaciones: cuanto más monopolizan los viejos el poder, más se exacerba la im­ paciencia de las generaciones que llegan y se convierte en odio y des­ precio a la vejez. La autoridad excesiva del padre de familia roma­ no no será ajena al mal papel que se le hace representar al anciano en la literatura cómica latina, exutorio de rencores acumulados con­ tra los viejos padres opresores. Más tarde, las repúblicas mercanti­ les italianas, con frecuencia en manos de los más viejos y, por con­ siguiente, de los más ricos, rezumarán un rechazo masivo hacia la vejez y una exaltación del cortesano joven y brillante. Plutarco se dio cuenta del peligro. Por eso aconseja que el an­ ciano no busque los cargos con avidez, sino que los acepte y los con­ serve si se le ofrecen. Si quiere que le respeten, no debe ponerse en evidencia constantemente con sus opiniones y sus críticas; debe re­ servarse para las grandes ocasiones. Hay también una razón de sa­ lud para esto: el anciano debe ser moderado, llevar una vida sana, hacer ligeros ejercicios físicos y no sobrecargarse de trabajo: «Al mo­

verse, al caminar, y a veces al jugar con una pelota ligera y al con­ versar, los ancianos aceleran la respiración y calientan su cuerpo. No nos dejemos helar por completo ni enfriar por la inactividad, pero por otro lado no nos carguemos con todos los oficios empeñán­ donos en todas las formas de actividad pública» 62. Para terminar, Plutarco recuerda ilustres ejemplos en favor de la vejez: a Licurgo, pidiendo a los jóvenes que obedezcan a los viejos como si éstos fueran legisladores, pues son los consejeros naturales del Estado; a Solón, respondiendo a Lisístrato cuando éste le pre­ guntaba qué era lo que le daba derecho a desafiarlo: «¡Mi edad!» Y Plutarco concluye con esta magnífica sentencia, que parece intentar dar ánimo a todos los tiranos de barba blanca: «La edad no dismi­ nuye tanto nuestra capacidad de realizar tareas de poca importan­ cia cuanto aumenta nuestro poder de dirigir y de gobernar» 63. Las demás obras de Plutarco contienen también algunas alusio­ nes a la vejez, y muestran muchos matices sobre el tema. Reconoce los inconvenientes de la edad avanzada: la propensión a charlar in­ terminablemente 64, el humor inestable y la pérdida de memoria 65, un apego demasiado grande a esta vida y a los bienes materiales: «No creáis que los reproches que se le hacen a la vejez van dirigidos solamente a las arrugas, a las canas y a la debilidad que aquélla transmite al cuerpo. Lo más enojoso de esa edad es que despoja al alma de su vigor; que guarda en ella un recuerdo y un apego dema­ siado intenso a la tierra; que la mantiene doblegada y como some­ tida a las costumbres que ha contraído en su trato con el cuerpo» 66. Los ancianos son también fanfarrones, hinchan sus proezas de an­ taño, pero se les debe disculpar: «La mayor debilidad de los ancia­ nos, cuando censuran a alguien su conducta, es vanagloriarse de que ellos han hecho cosas admirables en el mismo campo. A ellos puede perdonárseles, cuando a su avanzada edad añaden mérito y reputa­ ción» 67. Finalmente, en conjunto, los ancianos son menos codicio­ sos y más razonables: «El principio de la codicia, que tiene su cen­ tro en el hígado, está debilitado y casi extinguido en los ancianos; pero la razón está en su fuerza, porque las pasiones se han amorti­ guado con el cuerpo» 68. Opinión razonable de un sabio que condensa su experiencia per­

sonal y los múltiples ejemplos que su erudición le proporciona. He­ redero de tres culturas, helénica, helenística y romana, Plutarco no es un buen testigo de ninguna de las tres, y su obra moral nos ilus­ tra ante todo sobre él mismo. Aun así, es interesante reflexionar so­ bre lo que él personalmente ha aprendido de la historia antigua. ¿No fue uno de los que mejor la conocieron, aunque sólo haya conserva­ do de ella el lado anecdótico? Ahora bien, después de todo lo que ha visto, oído y leído, considera la vejez de una forma bastante sim­ pática, haciendo una especie de síntesis entre la actitud apologética de Platón y las opiniones negativas de Aristóteles. ¿Es este equili­ brio alcanzado por él un reflejo del clima de su época? Es muy di­ fícil comprobarlo. Al vivir cinco siglos y medio después de Pericles, no es el mejor testigo de la Grecia clásica, ya que está tan lejos de Sócrates como nosotros lo estamos de los Reyes Católicos. Nos quedaremos pues con nuestra primera impresión, a saber: que la Grecia antigua no fue una tierra acogedora para los ancianos; que prefirió la juventud y la edad madura, la belleza y la fuerza; que arrojó la vejez entre las maldiciones divinas; que se burló fácilmente de los ancianos; que pocas veces otorgó su confianza a dirigentes de edad; que se limitó a pedir consejo a los ancianos, sin seguirlos siempre; que sólo se ocu­ pó del destino de los ancianos en las utopías de Platón; que conoció conflictos generacionales en los cuales los padres y las madres en­ trados en años eran maltratados; que si respetó a algunos ancianos fue porque eran grandes filósofos o trágicos. Ni los dioses ni los hom­ bres amaban a los ancianos en Grecia, excepción hecha de Esparta. La época helenística se abre más al exterior, y también a los an­ cianos. El ostracismo desaparece. La mezcla de culturas favorece a los marginados por la edad; en lo sucesivo, el valor no teme el nú­ mero de años; en la esfera política, jóvenes y viejos rivalizan en ha­ zañas: los setenta y cinco años de Arquímedes y los noventa y uno de su señor, Hierón II de Siracusa, tienen el valor de un símbolo. El anciano corriente no es seguramente más dichoso que su antepa­ sado heleno, pero es menos despreciado, menos ridiculizado, menos oprimido. Se le contempla de una forma divertida o compasiva.

CAPITULO 4

El mundo romano: grandeza y decadencia del anciano

Roma. Más de ocho siglos de historia. Una ciudad que se convierte en un mundo. Un pueblo pequeño cuyos valores particulares se fun­ den con los de Grecia antes de ser impuestos a toda la cuenca me­ diterránea. Triunfo excepcional por su amplitud y duración, que ha­ ce irrisorias las tentativas de síntesis. El «hombre romano» es al mismo tiempo el habitante de la urbs del siglo III antes de J.C. y del siglo V de nuestra era, así como también el galo-romano, el lusitano y el egipcio, todos ellos ciudadanos romanos desde el reinado de Caracalla. El carácter limitado del mundo griego desde el punto de vis­ ta geográfico lo convertía en un medio relativamente homogéneo, a pesar de su fragmentación política en ciudades. La enorme mezcla humana y cultural resultante de las conquistas que se suceden a par­ tir del siglo II antes de J.C. da a la «latinidad» un carácter cosmo­ polita desconocido hasta entonces. Greco-etrusco por la cultura, la­ tino por sus instituciones, el mundo romano es el primer crisol de la historia, sobre todo durante el período imperial: emperadores es­ pañoles, africanos o panonianos, rodeados de senadores galos, de es­ clavos y libertos griegos, al mando de ejércitos germano-galo-bretones, coincidían en el culto a las divinidades egipcias y asiáticas. Y, sin embargo, como los Estados Unidos actuales, el Imperio romano tiene una civilización propia, esencialmente de base latino-griega. Esta dualidad de origen concurrió a dar a los ancianos una im­ portancia segura: en la vida política y social gracias a los privilegios

que les confiere el derecho latino, y en la vida cultural por los mo­ delos procedentes de la literatura y la filosofía griegas. En este caso, importancia no significa necesariamente ventaja o preferencia, sino más bien presencia. Los romanos han dedicado mucha atención al anciano, pero muy pocas veces para alabarlo. Y si se han ocupado mucho de ellos, es porque se han planteado el problema de la vejez en todos sus aspectos: demográfico, político, social, psicológico y mé­ dico. Las posturas de los escritores reflejan estos diversos aspectos de la realidad.

£1 peso demográfico de la vejez y sus consecuencias Los romanos se han planteado más que los griegos el problema demográfico de la vejez. No es que la longevidad haya aumentado. Los casos extremos aportados por las fuentes son de un hombre de ochenta y cuatro años entre los etruscos otro de ciento diez años en una tumba armórica de Corseul 2, y unos treinta de ciento veinte años en las necrópolis africanas 3, lo que no difiere mucho de Gre­ cia. Se considera de buen tono en medios de la demografía histórica discutir sistemáticamente todas las evaluaciones antiguas relativas a la vejez; es muy conocida la tendencia a la exageración que existe en los autores antiguos, y lo raro que era llegar a una edad avan­ zada condujo sin duda a que los parientes, amigos y los propios an­ cianos exageraran a veces las cifras. Nos encontraremos con el mis­ mo problema en la Edad Media. Sin embargo, más que exageracio­ nes evidentes, lo que se hacía sobre todo era redondear la cifra has­ ta la decena más próxima. Cuando los clásicos hablan de longevidades extraordinarias, lo hacen siempre a propósito de pueblos lejanos en el tiempo o en el espacio, de regiones extrañas y exóticas. En nuestro mundo contem­ poráneo, la mayor longevidad pertenece a siberianos, japoneses o pe­ ruanos. En el siglo II, Plinio sitúa a los hombres más ancianos en la isla de Ceilán, con una media de vida de cien años; Trebelio Polión acude a los antiguos hebreos: «Los astrólogos más sabios es­ timan que la vida del hombre puede prolongarse hasta los ciento

veinte años, y aseguran que nadie ha podido nunca rebasar esa ci­ fra. Añaden que Moisés, el familiar de Dios, como le llaman los li­ bros judíos, fue el único que vivió ciento veinticinco años, y al la­ mentarse porque iba a morir joven, la respuesta dada por no sé qué divinidad fue que ningún hombre llegaría más lejos» 4. Pero estas cu­ riosidades apenas tienen importancia. Lo que cuenta es que los la­ tinos hayan tenido, en lo que respecta a los habitantes de la Romanitas de su época, una visión razonable de las cosas, y seguramente muy próxima a la realidad. El notable desarrollo del derecho ayudó sin duda a tomar con­ ciencia real de la duración de la vida humana. La Tabla de Ulpiano, del siglo III antes de J.C ., constituye a este respecto un documento de valor inestimable; transmitida por el jurisconsulto Emilio Macer, fue incluida en las colecciones jurídicas compiladas en la época de Justiniano. Tenía por objeto evaluar la importancia de las rentas vi­ talicias asignadas por legados, en función de la edad de los benefi­ ciarios. Las estimaciones de la tabla, basadas en observaciones em­ píricas, ofrecen una idea verosímil de la esperanza de vida de los ro­ manos para cada edad: «Emilio Macer, libro 2, Comentario de la vigésima ley sobre las heren­ cias. Según Ulpiano, la regla para el cálculo de las pensiones alimen­ ticias es la siguiente: del primero al vigésimo año, el montante de la pensión se calcula sobre una duración de treinta años, y se aplica la ley Falcidia sobre esta base; de los veinte a los veinticinco años, so­ bre una duración de veintiocho; de los veinticinco a los treinta, so­ bre una duración de veinticinco; de los treinta a los treinta y cinco, sobre una duración de veinte. De los cuarenta a los cincuenta, el cál­ culo se hace deduciendo un año cada vez, de manera que se halle la diferencia entre la edad dada y los sesenta años; de los cincuenta a los cincuenta y cinco, nueve años; de los cincuenta y cinco a los sesenta, siete años; a partir de los sesenta años, cualquiera que sea la edad, cinco años» 5. Si damos como ciertas estas estimaciones, no muchos romanos del siglo III antes de nuestra era rebasaban los sesenta años. Esta opinión entra en contradicción con la de otra fuente importante an­ terior a las estadísticas: las inscripciones funerarias, sospechosas, ellas

sí, de exagerar la edad 6. A pesar de todo tienen un interés funda­ mental. En primer lugar porque, aunque se exageran las cifras, és­ tas no pueden falsear la realidad en más de cuatro o cinco años como máximo por la práctica de redondear hasta la decena siguiente, y además porque esta fuente permite establecer comparaciones y pa­ ralelismos entre civilizaciones. Se puede concluir que el peso de los ancianos en el Imperio ro­ mano era, sin ninguna duda, mayor que en el mundo griego. La com­ probación es aplicable esencialmente al Bajo Imperio, ya que las ob­ servaciones relativas a los períodos anteriores son demasiado esca­ sas: entre los etruscos, 113 inscripciones de Tarquinia y Volterra, da­ tadas del 200 al 50 antes de J.C ., indican una media de edad en el momento del fallecimiento de 40,88 años, con una ligera ventaja para los hombres; 41,09 años, contra 40,37 para las mujeres 1. Las cifras más completas las proporciona J. C. Russell en un célebre artículo 8, basado en las inscripciones epigráficas del Corpus Inscriptionum Latinarum publicado por la Academia de Berlín en el siglo XIX. Trece cuadros, referidos a 24.989 individuos que vivieron en Roma y en las diferentes provincias del Bajo Imperio, representan una base nu­ mérica apreciable. Reproducimos la parte esencial relativa a nues­ tro tema: ROMA S ig u e n v iv o s A LOS

60 70 80 90 100

años años años años años

D e 4.575 HOMBRES

%

D e 3.490 m u je re s

%

344 200 111 42 4

7,5 4,3 2,4 0,9 0,08

138 75 34 10 1

3,5 2,1 0,9 0,2 0,02

ITALIA S ig u e n viv o s A LOS

60 70 80 90

C a la b r ia , A p u lia , S a m n io , S a b in a , P ic e n o (892 c a s o s )

B r u c io , L u c a n ia , C a m p a n ia , S ic ilia , C e r d e ñ a (1.913 c a s o s )

E m ilia , U m b ría , E t r u r i a (631 c a s o s)

110 63 30 7

199 105 42 13

82 45 14 6

años años años años

S ig u e n v iv o s a lo s

G a lia C isa lpin a (927 ca so s )

L a c io (747 c a so s )

T o ta l (5.110 c a so s )

%

60 años 70 años 80 años 90 años

85 53 29 10

44 34 19 11

520 300 134 48

10,1 5,8 2,6 0,9

PROVINCIAS ROMANAS S ig u e n v iv o s A LOS

60 70 80 90 100 105

años años años años años años

A f r ic a (6.238 c a s o s )

%

2.389 1.756 1.030 441 177 98

38,2 28,1 16,5 7 2,8 1,5

A sia , G r e c ia , I l ir ia (2.345 c a s o s )

%

G a lia N a rb o n e n s e (422 c a s o s)

%

353 191 83 19

15 8,1 3,5 0,8

41 24 14 5

9,7 5,6 3,3 1,1

EGIPTO S ig u e n v iv o s A LOS

60 70 80 90

años años años años

D e 813 in d iv id u o s

%

107 58 30 10

13,1 7,1 3,7 1,2

S ig u e n v iv o s A LOS

60 65 70 75 80 85 90 95 100

años años años años años años años años años

ESPAÑA (Donde los resultados están más detallados) H om bres E spera nza M u je re s % % (1.111 c a so s ) d e VIDA (885 c a s o s) 269 195 163 100 70 39 23 12 10

24,2 17,5 14,6 9 6,3 3,5 2 1 0,9

13,7 13 10,1 9,9 8,1 7,5 6 4,2 2,5

años años años años años años años años años

120 82 66 38 23 13 7 5 2

13,5 9,2 7,4 4,3 2,6 1,5 0,8 0,6 0,2

E speranza DE VIDA

12,3 11,9 9,2 9,1 8,4 8 7,6 4,6 2,5

años años años años años años años años años

Estos cuadros requieren varios comentarios. En primer lugar en torno al hecho, comprobado en todos ellos, de un mayor número de ancianos entre los hombres que entre las mujeres, situación inversa a la conocida en el mundo contemporáneo. La razón principal son los partos, y las consecuencias sociales son importantes: hay, en efec­ to, dos veces más hombres que mujeres de más de sesenta años. Esto puede explicar, en primer lugar, la escasez de personajes femeninos de edad avanzada en la literatura. Pero, sobre todo, la frecuencia de viudos y la desproporción entre los sexos en lo alto de la pirámide nos indica el elevado número de matrimonios entre un hombre an­ ciano y una mujer joven, o al menos la gran diferencia de edad que hay entre los esposos. El tipo literario del viejo libidinoso enamora­ do de la misma mujer que su hijo es más comprensible en este con­ texto, y los espectadores de Plauto y Terencio reconocen en la esce­ na una situación tanto más picante por lo habitual. Los viejos de Roma andan faltos de mujeres de su edad; son escasas las parejas de ancianos que envejecen juntos. El anciano debe resignarse a un prudente y provechoso retiro solitario, si tiene medios para ello, o una nueva vida conyugal agitada con una esposa demasiado joven que le engañará con sus amantes. Una buena parte de la comedia latina se basa en este tema. Las cifras evidencian igualmente grandes diferencias de una re­

gión a otra: la proporción de los que rebasan los sesenta años oscila entre el 7,5 % en la ciudad de Roma y el 38 % en Africa. Esta dis­ paridad, debida por supuesto a las fuentes, revela también una ma­ yor mortalidad en las regiones muy urbanizadas y en las grandes ciu­ dades que en el campo: en Roma, de cada generación, sesenta años más tarde sólo queda un 7,5 %; en el cinturón suburbano, el por­ centaje alcanza el 10,1 %; en Egipto, el 13,1 %; en Asia, Iliria y Gre­ cia, el 15 %; en España, el 24,2 %; en Africa del Norte, el 38,2 %. Sin duda estas cifras son exageradas, pero los africanos tuvieron siempre fama, en la época romana, de llegar a viejos. No hay que hacer decir a estas cifras más de lo que indican. No se trata de estadísticas modernas, y muchas veces son, sin duda, poco seguras. Su valor sólo puede ser indicativo. Sin embargo, po­ demos deducir de ellas que el anciano tenía un peso demográfico no despreciable en el Imperio romano; pero incrementado sin duda por la actitud maltusiana de las clases dirigentes. El mundo romano, al menos a partir del siglo II, conoció probablemente un proceso de en­ vejecimiento, sobre todo en Italia; proceso que recuerda, salvando las distancias, el de la Europa contemporánea. Se comprende que, en estas condiciones, los ancianos hayan tenido un papel importan­ te, al menos en las decisiones y en la mentalidad.

La potestas del pater familias: sus consecuencias y evolución Además, el derecho romano concedía una autoridad muy parti­ cular a los ancianos en la figura del pater familias. Es éste un rasgo esencial de la sociedad romana. A partir del siglo IV, la desintegra­ ción progresiva de la gens dio paso a las familiae independientes, cu­ yos miembros estaban unidos por lazos jurídicos más que naturales: son colocados bajo la misma patria potestas, bien por nacimiento del mismo padre, bien por adopción o matrimonio. Este sistema es la agnatio, parentesco por vía masculina, pues el poder que la caracte­ riza se transmite únicamente entre varones. Los miembros de la fa­ milia se dividen en dos categorías: el sui juris y los alieni juris. El sui

juris es aquél sobre el cual no recae ningún poder privado, y sólo debe obediencia a sí mismo. Solamente hay un sui juris en la familia: el pater familias, que tiene la potestas sobre los demás miembros de la familia. Estos últimos son los alieni juris: no tienen poder sobre sí mis­ mos, desde el punto de vista familiar y el derecho privado; están su­ jetos a la ley. Así pues, el pater familias es el jefe absoluto. Al no estar él mismo sometido a nadie, ejerce derechos desorbitados sobre los miembros de la familia: la domenica potestas sobre los esclavos, el mancipium sobre los alieni juris agregados a la familia mediante mancipación, la patria potestas sobre los niños, el manus sobre la esposa. Su autoridad no tie­ ne límites: puede reclamar por justicia a los alieni juris fugados; pue­ de vender a sus hijos en el extranjero como esclavos o en Roma a otro pater; puede echarlos de la familia; puede entregar un hijo a otro pater para compensar un delito cometido por este hijo; puede abandonar a los recién nacidos; puede condenar a muerte a un miembro de la familia tras pedir información a los parientes allega­ dos y recibir su opinión. Y esta potestas sólo desaparece a la muerte del padre. Abarca a la esposa, los hijos y los nietos. El padre repre­ senta totalmente a la familia, por ejemplo en lo relativo a la justicia. Los hijos pueden emanciparse, desde luego, pero esto representa una sanción y no una pura y simple liberación: el hijo emancipado se con­ vierte en un sui juris pero pierde todos sus derechos en la familia, ya no le protege nadie y no posee nada. Por tanto, su situación no es envidiable. Estos enormes poderes del jefe de familia durante la República explican el papel esencial de los ancianos en la sociedad. A medida que avanzan en edad, ven aumentar su familia y sus bienes y crecer su poder otro tanto. Gomo conservan éste hasta su muerte, se con­ cibe fácilmente la impaciencia creciente de los hijos, que deben per­ manecer sometidos a su padre anciano hasta una edad relativamen­ te avanzada. Los conflictos generacionales, presentes en toda socie­ dad, están aquí exacerbados por la situación de menores que con­ servan los hijos hasta la muerte de su padre. Está claro que esta si­ tuación ha engendrado verdaderos odios hacia los ancianos que no acaban de morir. La comedia romana se hará eco de estos conflic­

tos. El tema de la pugna entre padre e hijo no ocupa un lugar se­ mejante en ninguna otra literatura. El anciano odioso y engañado por sus hijos, estos hombres de veinte a cuarenta o cincuenta años desesperados por tener que someterse diariamente a su viejo padre y que encuentran en el engaño su único alivio, atrae siempre a los espectadores. Ambigüedad permanente del destino de los ancianos: cuanta más potestad y poderes les confiere la ley, más detestados son por las ge­ neraciones siguientes. La sociedad romana es un ejemplo de ello. A la inversa, cuanto más desprovistos de derechos están, más despre­ ciados son; la sociedad contemporánea es también una muestra de ello. Ser odiados o despreciados: esa es la alternativa que se les ofre­ ce. Los sistemas jurídicos se muestran impotentes para salir de este cruel dilema, y la solucion está claramente en otra parte: en el co­ razón y no en la ley. Si el viejo pater familias romano es temido y odiado, la mujer de edad tiene un destino más oscuro. La mater familias, que no goza de más derechos que sus hijas, posee en la práctica una autoridad se­ gura. Aunque la comedia la presenta a veces como una persona de­ sabrida, la muestra también a menudo como más razonable que su marido, cuyas pasiones ella ridiculiza; llega a burlarse del pater fa ­ milias en connivencia con sus hijos y sus criados, y los autores y el público sienten más simpatía por ella: forma parte de los alienijuñs, sometida por la ley, como sus hijos, al tirano doméstico, y queda de manifiesto que comparte en muchos casos el resentimiento familiar hacia su esposo. Su influencia no es desdeñable, hasta el punto que se ha podido decir que la República obedecía a los senadores y que los senadores obedecían a sus mujeres. Por el contrario, la anciana sola es abandonada y despreciada, y la crueldad en lo relativo a su fealdad física es muy grande. La patria potestas se debilita durante el Imperio: las personas que estaban sometidas a ella podrán en adelante denunciar ante el ma­ gistrado los abusos del pater; el derecho de vida y de muerte sobre los hijos está severamente reglamentado, y el padre puede ser obli­ gado a emancipar al hijo si lo castiga sin razón; no puede darlo en prenda o casarlo contra su voluntad; escasean ya las ventas de ni­

ños; a partir del siglo II, el padre está obligado a ocuparse del sus­ tento de los miembros de su familia. Desde entonces, el hijo tiene una personalidad jurídica; puede ser propietario y contraer obliga­ ciones por medio de contrato; puede actuar judicialmente en caso de impedimiento del pater; puede constituir un patrimonio distinto del de su padre, por ejemplo, con los bienes adquiridos durante el servicio militar. Finalmente, durante el Bajo Imperio, la potestad paterna pierde todo el carácter público y se convierte en algo exclusivamente fami­ liar: desde el año 319, el padre ya no puede condenar a su hijo; des­ de el 374, ya no puede abandonarlo; desde el 326, el hijo de familia que desempeña un cargo en la corte puede quedarse con los bienes adquiridos en el ejercicio de esta función. En el 319, Constantino de­ cide que los bienes de una madre heredados por el hijo formarán un lote aparte en el patrimonio familiar, y el padre no podrá venderlos. El hijo es capaz de llevar a cabo la mayor parte de los actos jurídi­ cos. Crece la influencia materna: la madre puede llegar a ser tutora de sus hijos. La emancipación es más fácil; en las provincias helé­ nicas se emancipa sin formalidades, y en Oriente basta con presen­ tar una declaración escrita ante un curial. La emancipación sólo pre­ senta ventajas para el hijo: se queda con su patrimonio; adquiere la plena propiedad de los dos tercios de sus bienes adventicios; no su­ fre ninguna autoridad por parte de su padre y conserva sus dere­ chos de sucesión en su familia. Así, poco a poco, se ha desmantelado la potestad que el padre tenía de por vida y, por consiguiente, la del anciano. Su autoridad moral sigue siendo grande, pero ya no dispone de los medios jurí­ dicos para poder aplicarla. Y también aquí la literatura muestra esta evolución: a partir del comienzo del Imperio desaparece la crítica so­ cial del anciano. El tema del conflicto padre-hijo se convierte en algo excepcional. Al viejo tiránico, avaro y lascivo de Plauto y Terencio le sucede el viejo impotente, feo y decrépito de Juvenal. Ahora que ya no causa miedo, sus taras físicas dan lugar a la burla.

El papel político de los ancianos. Consecuencias y evolución. La República Asistimos a una evolución paralela a la anterior, en lo relativo al papel político de la vejez. La República romana confiaba en la edad avanzada. «Habiendo reunido un número suficiente de hombres, Rómulo decidió moderar la fuerza por medio de la política, y centró su atención en la orga­ nización social. Nombró cien senadores, fijando este número tal vez porque era suficiente para el fin que se proponía, tal vez porque no había más de cien individuos susceptibles de convertirse en “Pa­ dres”, como se les llamaba, o jefes de clanes» 9. «El tratamiento de “Padres” deriva, sin ninguna duda, de su rango, y sus descendien­ tes fueron llamados patricios» 10. Así cuenta Tito Livio la creación del Senado, que iba a dirigir durante siglos la política romana. Com­ puesto por trescientos miembros, jefes de gentes y antiguos magistra­ dos, todos ellos hombres de edad, que pueden asegurar la continui­ dad de la política y el respeto por las tradiciones. Aunque teórica­ mente sólo tiene poder consultivo, el Senado es de hecho una asam­ blea soberana: la encarnación del poder de los hombres de edad. En cuanto a los magistrados, son, si no ancianos, al menos hombres de edad madura, como requiere el cursus honorum, manifestación de la desconfianza hacia la juventud: hay que tener como mínimo treinta años para ser cuestor, cuarenta años para ser pretor y cuarenta y tres para ser cónsul. La historia de la República muestra que, en situaciones difíciles, los romanos no dudan en confiar poderes importantes a personas de edad, y algunas carreras fueron notables por su duración. Cicerón no encuentra dificultad para multiplicar los ejemplos: Pablo Emilio, muerto en la batalla de Cannas; Curio, el vencedor de Pirro; Coruncanio, gran pontífice en el año 253; Apio Claudio, cónsul en el año 307 y en el 296; Cneo Publio Escipión; Lucio Metelo; Atilo Calatino; Valerio Corvino, seis veces cónsul en cuarenta y seis años, retirado de la vida política con más de cien años. Fabio Máximo fue elegido dictador debido a la invasión de Anibal cuando tenía cin­ cuenta y ocho años: «Tenía una edad (escribe Plutarco) en la cual

la fuerza física es plenamente capaz de ejecutar las decisiones del ce­ rebro, en tanto que la temeridad es moderada por la discreción» 11. Su colega Minucio lo desprecia y lo considera un anciano indeciso, pero los romanos confían en su prudencia. De hecho, su estrategia, que consistía en evitar el combate, resultó provechosa. Pero algunos años más tarde, cuando contaba setenta y uno, se opuso a la polí­ tica de Escipión por considerarla peligrosa. Muchos romanos pen­ saron entonces «que actuaba por pura mala fe y malicia, o que en la vejez había perdido todo su valor y confianza y estaba obsesiona­ do por un temor exagerado a Aníbal» 12. En la misma época, M ar­ celo era elegido cónsul por quinta vez con más de sesenta años y en­ contraba la muerte a los sesenta y tres, cuando combatía contra los cartagineses. El ejemplo más ilustre del período republicano es Catón el Vie­ jo, muerto en 149, a los ochenta y cinco años, que fue un político activo hasta el fin de su vida. Plutarco le ha dedicado páginas céle­ bres: «En cuanto a la salud y la fuerza, poseía una constitución de hierro y resistió durante numerosos años los ataques de la vejez. Cuando era de edad muy avanzada, continuaba satisfaciendo sus apetitos sexuales y se volvió a casar cuando había rebasado la edad del matrimonio desde hacía mucho tiempo.» Tenía la costumbre de acostarse con una joven esclava, pero como su hijo no lo veía con buenos ojos se casó con la hija de uno de sus clientes. «Al contrario de lo que les sucedió a Lucio Lúculo y Metelo Pío en una época más tardía, la vejez no le debilitó lo suficiente como para obligarlo a abandonar la vida pública o a considerar la actividad política como una carga. Se cuenta que alguien declaró a Dionisos, tirano de Siracusa, que el poder absoluto era el mejor de los sudarios; y de la misma manera pensaba Catón que el servicio al Estado era la ocu­ pación más honorable para la vejez. En sus ratos libres, su pasa­ tiempo favorito era escribir libros y gobernar su hacienda... Invita­ ba siempre a sus amigos y a sus vecinos y se comportaba como un anfitrión amable y alegre. Su compañía era tan agradable que era muy solicitada, no sólo por personas de su edad, sino también por los jóvenes, ya que tenía mucha experiencia y había leído y oído mu­ chas cosas que merecían ser repetidas» 13.

Las guerras civiles vieron también enfrentarse a ambiciosos que ya no eran muy jóvenes: mientras Sila prefirió retirarse de la vida política a los cincuenta y nueve años, en el 79 antes de J.C ., su ad­ versario Mario se aferró al poder hasta su muerte, a los setenta y un años, cuando acababa de ser elegido cónsul por séptima vez, en el año 86. Pero los sufrimientos le habían quebrantado, e incapaz de enfrentarse a nuevos conflictos, buscaba la paz en la bebida y el sueño: «Mario era entonces un hombre acabado. Flotaba, por así de­ cir, en un mar de ansiedades, y ya no podía más. Era demasiado para él tener que pensar en otra guerra, imaginar nuevos combates, temores que, lo sabía por experiencia, estaban justificados, y fatigas de todas clases... Aunque vivió setenta años, aunque fue el primer hombre en la historia que fue elegido cónsul en siete ocasiones, aun­ que fue rico y llevó un tren de vida superior al de los reyes, se quejó de su destino que le obligaba a morir antes de haber alcanzado to­ dos sus deseos» 14. Juvenal tomó a Mario como el arquetipo de los políticos que estropean su carrera por no querer retirarse a tiempo antes de ser demasiado viejos 15. Por otra parte, las guerras y ase­ sinatos del siglo I antes de nuestra era se encargaron de acortar el destino de algunos políticos: los miembros del primer triunvirato pe­ recieron todos de muerte violenta, Graso a los sesenta y dos años frente a los partos, Pompeyo y César a los cincuenta y tres y cin­ cuenta y seis años respectivamente, bajo el puñal de los asesinos. An­ tonio se suicidó a los cincuenta y tres años. «Hace mucho tiempo que envejecer es un milagro cuando se es noble», dirá también Juve­ nal.

£1 Imperio Augusto inauguró una nueva era. Unico superviviente de las gue­ rras civiles, vivió setenta y seis años. Pero sus últimos años se vieron ensombrecidos por una acentuada decadencia física y mental. Se­ gún Suetonio —¿tenemos que fiarnos siempre de sus palabras?— el emperador se había convertido en un maníaco vicioso y jugador: «Se dice de él que, ya viejo, le apasionaba desflorar a las muchachas que

los demás le traían y que procedían de todos los medios, e incluso su mujer se las proporcionaba. A Augusto no le molestaba que le llamaran jugador; jugaba a los dados sin disimulo, en su vejez, sim­ plemente porque le gustaba el juego, y no solamente en diciembre, lo que estaba permitido por las Saturnales, sino también en los días de fiesta e incluso en los días laborables. Hay una prueba de ello en una carta manuscrita: “Querido Tiberio... estuvimos acompañados en la cena por los mismos de siempre, además de por Vinicio y el viejo Silio, que fueron invitados también; y hemos jugado como an­ cianos durante la comida, hasta la madrugada”» 16. Augusto era un noble anciano, pero su vista se había debilitado mucho; le gustaba leer sus obras en público, pero se fatigaba y pe­ día a Tiberio que acabara en su lugar. Le gustaba participar en en­ tretenimientos simples: «Después invitaba a los jóvenes a un ban­ quete presidido por él, y no solamente les permitía sino que les ani­ maba a gastar bromas y pelearse por coger las fichas que les arro­ jaba, premiando a los que lo conseguían con frutos, carne y cosas por el estilo. En resumen, se dejaba llevar por toda clase de jue­ gos» 17. Tácito admite también, aun sin hacerse eco de todos los chis­ mes de la corte, que Augusto se había convertido en un simple en su vejez. A partir del siglo I antes de nuestra era, y durante todo el Im­ perio, el poder de los ancianos, del Senado, desaparece. La augusta asamblea, mimada o aterrorizada por los emperadores, ya no dirige la política. Los viejos ya no regentan institucionalmente el mundo romano. Pero, a título individual, se ve todavía a muchos ancianos que están en posesión de cargos clave, empezando por los empera­ dores: Tiberio, dotado de una excelente salud, reinó hasta los seten­ ta y siete años; Claudio fue asesinado a los sesenta y cuatro años; Galba se apoderó del poder a los setenta y tres años. Suetonio ha dejado un cruel retrato de este homosexual septuagenario: calvo, de nariz corva, pies y manos torcidos por la artritis, con el cuerpo in­ clinado hacia la derecha, caminando con ayuda de una muleta. Vespasiano murió a los sesenta y nueve años y siete meses. Nerva fue elegido emperador a los setenta años y reinó dos años; entre los Antoninos, si bien Marco Aurelio sólo vivió sesenta años, Adriano se­

senta y dos y Trajano sesenta y cuatro, Antonio terminó su reinado a los setenta y cinco años. A partir del siglo III, la inestabilidad de la vida política y los frecuentes asesinatos interrumpieron la carrera de la mayor parte de los imperatores. Los más afortunados alcanza­ ron o incluso rebasaron sin embargo los sesenta años: Septimio Se­ vero (sesenta y cinco años), Diocleciano (sesenta y ocho años), Cons­ tancio Cloro (ochenta y un años), Constantino (alrededor de sesen­ ta y cinco años). En los medios imperiales se continúa confiando la mayoría de las veces en la experiencia y la sabiduría de los viejos políticos. Du­ rante el mandato de los Claudios, el consilium principis, especie de con­ sejo privado del emperador, que tiene responsabilidad en las finan­ zas, el ejército, la política exterior, los asuntos judiciales y toma to­ das las decisiones importantes, está compuesto de veinte senadores y treinta caballeros que siguen en activo de un reinado al otro y ase­ guran la continuidad de la política imperial 18. En Roma, el cargo de Prefecto de la Ciudad es vitalicio y, por consiguiente, está a me­ nudo en manos de ancianos: en tiempo de Tiberio, Lucio Calpurnio Piso lo ejerció hasta los ochenta años a satisfacción de todos. Su pre­ decesor, Tito Estatilio Tauro, era igualmente de muy avanzada edad 19, así como su sucesor, Lucio Elio Lamia, muerto en el año 33, y al que se otorgaron funerales oficiales 20. Esa función, particu­ larmente delicada, se confiaba voluntariamente a viejos políticos por encima de toda sospecha. Incluso durante el reinado de un joven emperador como Nerón, rodeado de una cohorte de jóvenes 21, muchas funciones importan­ tes se encomiendan a los ancianos: además de Séneca, a cuya per­ sonalidad e ideas dedicaremos más espacio, debemos mencionar a Corbulón, prestigioso general, jefe del ejército de Oriente, quien par­ ticipa en una conspiración contra el emperador cuando contaba casi setenta años y tiene que suicidarse. Otro general septuagenario, Lu­ cio Tampio Flavianio, era gobernador de la Panonia en el año 69. El famoso Jenofonte de Cos, jefe de los médicos de la corte durante el reinado de Claudio, fue asignado por Nerón al departamento a libellis, dirigido por Doríforo, donde se encargaba de examinar las pe­ ticiones enviadas por las ciudades griegas; era ya un hombre de

avanzada edad; también era vieja la envenenadora Locusta, emplea­ da por Nerón a pleno rendimiento, y a la que Suetonio acusa de ha­ ber sido la iniciadora de una escuela de envenenadores 22. Muchos libertos imperiales sobrevivieron a las hecatombes del reino y conocieron una apacible vejez: si bien Palas, que se enrique­ ció inmensamente por medios fraudulentos, fue posiblemente asesi­ nado en el año 62 por orden de Nerón, cuando había rebasado ha­ cía tiempo los sesenta años 23, Lucio Domicio Faón, a cargo de las finanzas del 55 al 68, que dio asilo al emperador fugitivo mientras lo denunciaba a sus perseguidores, acabará sus días muy anciano, bajo el reinado de Domiciano, retirado tranquilamente a sus domi­ nios. Epafrodita, que se convirtió en un ser arrogante y servil tras la acumulación de riquezas, ministro de Estado a partir del año 62, que traicionará también al emperador en el 68, conservará su cargo hasta el 95, fecha en la cual es ejecutado cuando tenía, sin duda, más de setenta años. En cuanto a Aniceto, morirá de viejo en Cerdeña. Entre los opositores al régimen imperial podemos citar a Musonio Rufo, caballero estoico, exiliado en el 65, vuelto a Roma, deste­ rrado de nuevo por los Flavios y muerto octogenario a finales del si­ glo. Otros deben su longevidad a su prudencia, como un tal Crispo, citado por Juvenal, cónsul por tercera vez en el 63, a los ochenta años. Finalmente, en niveles locales, encontramos personas de edad en cargos de responsabilidad: las civitates armoricanas son dirigidas por una especie de senado de cien miembros designados de por vida y elegidos entre los ancianos magistrados 24; las inscripciones nos descubren casualmente, aquí y allá, magistrados de edad avanzada, como un alcalde de Volterra, abuelo por seis veces, que permaneció en su cargo de los veintiocho a los sesenta y seis años 25.

Entre el estoicismo y el epicureismo La historia política romana evolucionó en general hacia una de­ cadencia del poder de los ancianos. La República fue su edad de oro: durante este régimen aristocrático, la vejez, que concentra ri­

queza y autoridad, dicta la ley tanto en la familia como en el Esta­ do. Pero esta excesiva concentración del poder le vale la impopula­ ridad en la Res publica y el odio en la familia. Las guerras civiles y el Imperio hicieron estallar estos marcos demasiado rígidos. Como sucedió durante el período helenístico, la suerte sonrió entonces a los ambiciosos, a los audaces y a los astutos, cualquiera que fuese su edad. Pero mientras que las monarquías helenísticas, herederas de una Grecia gerontofóbica, representaron un progreso para las per­ sonas de edad, el Imperio, que sucede al período senatorial, conoció un retroceso de la condición del anciano. Al perder su poder fami­ liar y político, que justificaba la prolongación de su actividad, que­ dó solo con sus dolores, su fealdad y su debilidad. Nada le distrae de sus males. Entregado a sí mismo, el anciano se convierte en la encarnación del sufrimiento. La literatura nos ofrece una imagen lamentable de él y encon­ tramos un buen ejemplo de ello en la sátira X de Juvenal, escrita a comienzos del siglo II: la vejez «... es, en primer lugar, esa cara de­ formada, horrible, irreconocible; en lugar de piel, ese despreciable cuero, esas mejillas colgantes, esas arrugas parecidas a las que rasca una mona en torno a su vieja boca... Los ancianos son todos igua­ les: les tiemblan la voz y los miembros; ya sin pelo en el pulido crá­ neo; su nariz está húmeda como la de los niños. El pobre viejo sólo tiene encías sin dientes para triturar el pan». Los demás tienen que hacerse cargo de él; los alimentos ya no le saben a nada. «En cuan­ to al amor, hace mucho tiempo que lo ha olvidado. No le propon­ gáis nada que tenga que ver con ello; sus sentidos, débiles ya, per­ manecen fláccidos y una noche entera de caricias no podría devol­ verle su vitalidad.» Ya no oye; ya no es dueño de su cabeza. «Entre los ancianos, a uno le duele el hombro, a otro los riñones, a otro el muslo. Este ha perdido los dos ojos y envidia a los tuertos; aquél ne­ cesita que los dedos de otros lleven el alimento a sus labios desco­ loridos.» Ve morir a todos los miembros de su familia. «El tributo de una larga vida son las desgracias reiteradas que golpean a la fa­ milia, los duelos continuos y la vejez vestida de negro en medio de una eterna tristeza» . Esta visión pesimista de la vejez no es sólo un hecho literario.

La desesperación provocada por el sufrimiento y la soledad, unida a la influencia creciente del estoicismo en las clases acomodadas es­ tuvo en el origen de una ola de suicidios entre los ancianos romanos durante la segunda mitad del siglo I de nuestra era y a comienzos del siglo II. Plinio el Joven recoge este hecho con sorpresa en sus car­ tas: uno de sus amigos, de sesenta y siete años de edad, baldado por la gota, sufriendo «los dolores más increíbles y más inmerecidos», acaba de suicidarse, lo cual, dice, «provoca mi admiración ante su grandeza de ánimo». En otra carta nos habla de Tito Aristo, quien «sopesó resueltamente las razones para vivir y para morir», y se mató. En otro lugar menciona a un hombre de setenta y cinco años, afectado por un mal incurable: «Cansado de la vida, le puso fin.» Recuerda también el caso de Arria, una romana que para animar a su marido, viejo y enfermo, a suicidarse, le dio ejemplo matándose delante de él; o también el caso conmovedor de una vieja pareja de humildes ciudadanos: como el hombre padecía una úlcera incura­ ble, su mujer «le aconsejó que pusiera fin a sus días y, acompañán­ dole, le enseñó el camino con su ejemplo y siendo ella al mismo tiem­ po el medio de su muerte, pues, atándose a su marido, se sumergió en el lago». Plinio, y con él toda la alta sociedad romana, aprueba y admira esta conducta, que se corresponde perfectamente con el estoicismo ambiental y que Séneca había justificado espléndidamente en su epístola LVIII a Lucilio: «El que espera la muerte con cobardía no se diferencia apenas del que la teme; y hay que estar muy borracho para, después de beber el vino, beber también las heces. Pero se tra­ ta de saber si esta última porción de la vida son las heces o, por el contrario, lo más puro, particularmente cuando el cuerpo ya no es utilizado y el espíritu y los sentidos son el auxilio habitual de las fun­ ciones del alma... Si el cuerpo se convierte en algo inútil para cual­ quier uso, ¿por qué no liberar el alma, que padece en su compañía...? »Hay muy pocos que hayan llegado a la muerte tras una larga vejez sin ninguna alteración ni mengua en sus personas. Pero hay muchos para quienes la vida ha permanecido sin poder hacer uso de ella. ¿Por qué vais a pensar que sea una crueldad suprimirle al­ guna parte, sabiendo que tiene que acabar un día? En lo que a mí

concierne, yo no me marcharé por las buenas de la vejez, con tal de que ella me deje permanecer íntegro, es decir, con lo mejor de mí mismo. Pero si llega a quebrantar mi espíritu, a alterar sus funcio­ nes, si sólo me queda un alma privada de razón, desalojaré esta casa al verla arruinada y próxima a derrumbarse... »Si sé que tengo que sufrir a perpetuidad, me libraré de la vida, no por causa del dolor, sino por causa de la incomodidad que ésta me traerá en todos los momentos. En efecto, creo que el que muere por miedo a sufrir es un cobarde, y es un tonto el que vive para su­ frir.» La altura moral de estas reflexiones es tanto más notable cuanto que no eran palabras vacías. Séneca y muchos otros otros demos­ traron que supieron permanecer fieles a su filosofía hasta el final. Pero todos los viejos romanos no llegaron a estos extremos. Plinio se reserva otros ejemplos, el más reconfortante de los cuales es sin duda el de su amigo Espurina, quien, a los sesenta y siete años, tras haber ejercido varias magistraturas y gobernado algunas provincias, se retiró a sus posesiones, donde llevó una vida confortable, activa y prudente, sin excesos: «Por la mañana no deja su diván; dos horas más tarde, pide sus zapatos, hace una marcha de tres millas, ejercitando tanto su espí­ ritu como su cuerpo. Si recibe amigos, mantiene largas conversacio­ nes sobre los temas más nobles; si está solo, se hace leer algún li­ bro... A continuación, un descanso; después vuelve a coger un libro o reanuda la conversación, que prefiere a los libros; después sube al carruaje, lleva con él a su mujer, persona de una virtud ejemplar, o a alguno de sus amigos, como a mí últimamente... Después de re­ correr siete millas, hace además una a pie, descansa de nuevo o vuel­ ve a su gabinete y a su pluma... Cuando le anuncian la hora del baño (la novena en invierno, la octava en verano), si no hace viento se desnuda y se pasea un momento al sol; después juega a la pelota mucho tiempo y con entusiasmo; también éste es un tipo de ejerci­ cio que le sirve para luchar contra la vejez. Al salir del baño se acues­ ta y retrasa la comida un momento; mientras ésta llega escucha la lectura de algo menos grave y descansado... Se sirve la cena tan es­ cogida como frugal en auténtica y antigua vajilla de plata... A me­

nudo se intercalan comedias en la cena, a fin de sazonar los placeres del gusto con placeres del espíritu. La comida se alarga hasta el ano­ checer, incluso en verano... Así es como con más de sesenta y siete años conserva intactos la vista y el oído, así es como mantiene un cuerpo ágil y vigoroso y lo único que tiene de anciano es la sabiduna» 27 . Espurina encarna el ideal del anciano para un romano: rico, cul­ tivado, discreto y con excelente salud, reúne todas las condiciones necesarias para un retiro feliz. Evidentemente es mucho más difícil conocer la suerte de los ancianos plebeyos, a la que nuestros escri­ tores no prestan atención. A veces podemos adivinarlos en el replie­ gue de una frase, pasando el tiempo en las plazas públicas jugando a los dados 28, también apiñados en los espectáculos circenses, par­ ticipando incluso en el espectáculo, como cierta Elia Catella, quien, a los ochenta años, se exhibía todavía en los bailes en época de Ne­ rón 29. En cuanto a los esclavos de edad avanzada, demasiado vie­ jos para servir, o bien eran liberados o bien abandonados en la calle o cerca del templo de Esculapio. A partir del siglo III, los hospitales cristianos empezaron a ocuparse de los más desdichados 30.

El anciano en la literatura latina: de la sátira social (época republicana)... La escasez y el silencio de los documentos nos obligan a volver de nuevo a la literatura para ver cómo vive el anciano romano. El espejo es deformante, pero sigue siendo indispensable, y el estudio crítico de las obras permite deshacer las principales trampas. He­ mos esbozado ya las relaciones que existían entre los temas litera­ rios latinos y la realidad social. El primer período, hasta el siglo II antes de J.C ., se ve así caracterizado por feroces ataques contra los ancianos, contrapartida del poder tiránico del pater familias, contra el que se toma venganza sobre el escenario. Plauto y Terencio son los que se muestran más crueles. Plauto (254-184 antes de J.G.), que vivirá a su vez setenta años, es un plebeyo. Supo responder al interés que el público romano mos­

traba por las comedias de estilo griego. Toma prestados personajes tradicionales de la nueva comedia helénica, como el esclavo bribón e ingenioso, el parásito, el soldado fanfarrón o el comerciante de es­ clavos. Pero a todo ello le añade un elemento típicamente romano, que correspondía al gusto de los espectadores: el anciano detestable, tiránico y lascivo, ridiculizado y engañado por los que le rodean. En El Mercader aparece Demifón, anciano enamorado de la amante de su hijo; busca la ayuda de Lisímaco, otro anciano de la misma ca­ laña. La intriga gira en torno al lema del conflicto generacional: las pasiones desatadas del padre intentando privar al hijo de sus legíti­ mas satisfacciones. Dorippa, la mujer anciana, esposa de Lisímaco, es más sensata; ella es quien hace fracasar finalmente el proyecto; fustiga los deseos de su marido, que ya no son propios de su edad: «¿No crees que deberías dejar de hacer semejantes calaveradas, con la edad que tienes? Cada edad, como cada estación, tiene sus ocu­ paciones adecuadas. Pues si se les permite a los ancianos ir detrás de las muchachas en la última etapa de su vida, como lo haces tú, ¿qué será de la República?» 31 Al final de la obra se decide hacer una ley nueva, acorde por supuesto con los deseos de los jóvenes ro­ manos de la época: «Perseguiremos en virtud de dicha ley a cual­ quier hombre de sesenta años que estando casado o, ¡diablos!, in­ cluso aunque esté soltero, sepamos que ha perseguido a las mucha­ chas: declararemos que no es más que u a imbécil y, además, como depende de nosotros, la indigencia alcanzará al disipador» 32. Así pues, la edad de sesenta años se considera aquí como la entrada en la vejez, y de acuerdo con el retrato del anciano ideal pintado por los filósofos, los placeres de la carne estarán prohibidos de ahora en adelante. El hombre anciano debe consagrarse a la sabiduría y a los placeres del espíritu. El mismo tema vuelve a aparecer en la Asinaria, donde otro viejo libidinoso, Demeneto, intenta acostarse con la amante de su hijo. Y también aquí será su mujer, la vieja Artemona, quien lo impedirá. De carácter desabrido, es ella quien manda en casa. Sin duda se pa­ rece a muchas matronas romanas que el público podía reconocer. Casina repite el mismo tipo de protagonista: Lisidamo, anciano lúbrico, ama a la misma joven que su hijo; envía a este último al

extranjero durante una temporada y durante ese tiempo obliga a la joven a casarse con su colono, al que da la libertad a condición de poder acostarse él con la muchacha. Y una vez más, la mujer del protagonista hará fracasar el proyecto. El otro gran defecto de la vejez es la avaricia. Unico propietario de todos los bienes de la familia, el pater familias los maneja a su ca­ pricho hasta su muerte, y sus hijos se irritan por no poder disponer de más dinero para satisfacer sus propias necesidades, sobre todo con las muchachas. La comedia les enseñará cómo poder sacar con maña las cantidades queridas engañando al viejo padre. En Epidicus, el anciano Perifano, que es sin embargo una persona sensata, deja que el esclavo Epidico le saque dinero con engaños, pese a estar éste favoreciendo los amores de su hijo; un amigo de Perifano, Apecido, es también víctima de engaños. La intriga es parecida en Pseudolus, donde el anciano Simón se deja timar por un esclavo que es­ tá al servicio de Calidoro, quien necesita dinero para comprar una mu­ chacha. La Aulularia pone también en escena a un viejo avaro en el personaje de Euclión, severo y receloso, así como a otros ancianos y ancianas: Megadora y su hermana Eunomia, la vieja esclava Estafila. En Rudens, el anciano Demones, excepcionalmente simpático, ha sido arruinado a causa de su inmensa bondad. En Trinummus, cuatro de los nueve personajes son ancianos que se quejan de su mujer; Garmides ha escondido su tesoro y lo deja al cuidado de su amigo Galicles cuando se va de viaje. En Los Menechmos, Plauto se detiene por una vez en las miserias de la vejez; su pro­ tagonista se queja: «La agilidad me abandona, la vejez me agobia, mi cuerpo es una carga pesada, las fuerzas me han abandonado. Mala mercancía esto que se llama la mala edad. Trae consigo un cortejo de miserias; si quisiera nombrarlas todas no acabaría nun­ ca» 33. En Miles gloriosus, finalmente, aparece un buen anciano, Periplectómeno. Pero su retrato es de hecho el negativo del anciano co­ mún, cuya conducta es fustigada una vez más: «Guando estoy sen­ tado a la mesa no aturdo a los que están conmigo con griteríos so­ bre los asuntos públicos; durante una comida nunca deslizo la mano bajo el vestido de una mujer que no es la mía; no me precipito a arrebatarles las fuentes a los que están junto a mí o a levantar la

copa antes que ellos; nunca me excita el vino hasta el punto de bus­ car pelea en medio de un banquete.» El hormigueo de ancianos en las comedias de Plauto revela la im­ portancia del problema social que constituye la vejez a comienzos del siglo II antes de J.C. El anciano todopoderoso es detestado. En muchas familias se espera su muerte con impaciencia, pues será una liberación para todos los suyos. Este aspecto es el que Terencio es­ cenifica en Los Adelfos. Considerado demasiado a menudo de la mis­ ma categoría que Plauto, Terencio (190-159 a. J.C.) analiza la vejez con otro tono y desde otro ángulo. Antiguo esclavo, libertado por un senador ilustrado que había adivinado sus aptitudes, recibió una excelente educación. Formado en un medio de aristócratas letrados, es para ellos para quienes escribe sus comedias, infinitamente más delicadas que las de Plauto, más sentimentales y también más mo­ ralizantes. Los personajes son más virtuosos, los amos más benévo­ los, los criados más serviciales, los jóvenes más respetuosos, los pa­ dres más indulgentes. Los ancianos son mucho menos numerosos, pero menos caricaturizados. Sin embargo, volvemos a encontrarnos con el problema del enfrentamiento entre generaciones. En el Heautontimorumenos, dos ancianos, Menedemo y Cremes, tie­ nen problemas con su respectivos hijos; Menedemo, apasionado y violento, se opone al matriminio del suyo, pero pronto se arrepiente y se vuelve generoso, en tanto que Cremes, que se las da de filósofo sentencioso, es engañado por sus esclavos. Los Adelfos es una come­ dia seria, que lleva a la escena dos métodos de educación: la dulzu­ ra, la indulgencia y la flexibilidad, practicadas por el viejo Mición, soltero que comprende a los jóvenes y es amado por todos, y la se­ veridad, utilizada por el hermano de Mición, Demea. Este último es desgraciado; se da cuenta de que los que le rodean sólo esperan su muerte; no se siente amado y sufre por ello: «Yo también necesito ser amado y bien considerado por los míos. Si esto se consigue con regalos y favores, yo no me quedaré atrás. Me costará mucho; me importa muy poco, teniendo en cuenta la edad avanzada en la que me encuentro.» Valiéndose del dolor de este personaje, patético en el fondo, es probable que Terencio quisiera aconsejar a los ancianos de su época, darles una lección de mansedumbre. Pero no exagera

los rasgos, intenta mostrarse imparcial: «Adquirimos un juicio más recto con el paso de los años; sólo hay un defecto traído a los hom­ bres por la vejez: todos nosotros nos agarramos al dinero más de lo necesario» 34 . La forma difiere de la de Plauto, pero no así la realidad social que está en la base de estas comedias: la crítica de la omnipotencia de los padres entrados en años. Incluso el viejo y serio Catón, con­ temporáneo del joven y cómico Terencio, admite que los ancianos no tienen una conducta irreprochable: a menudo son avaros («si eres rico, cuando te acerques al final de tu vida no seas mezquino, sino un amigo generoso»); tienen demasiada tendencia a criticar a los jó­ venes («cuando eres viejo, ¿te alzas contra las debilidades de otro? Recuerda que cuando eras joven no eras perfecto»); son propensos a la chochez («no te burles de la vejez cuando estás aún en plenas facultades; la edad trae siempre consigo una gran dosis de infantilis­ mo» 35). Plauto, Terencio o Catón no son los únicos en manifestarse en este sentido, y se podría formar una antología de la crítica a los an­ cianos con los innumerables fragmentos de la literatura de la Roma republicana consagrados a este tema. Maria S. Haynes 36, que ha agrupado algunos de ellos, señala que el vocabulario relativo al as­ pecto físico del anciano utilizaba, por orden de frecuencia, los tér­ minos: «sucio», «tez amarilla», «aliento apestoso», «hediondo como un macho cabrío», «cabellos blancos», «vientre abultado»,«mandí­ bula deformada», «pies planos», «desaseados», «vacilantes», «enfer­ mizo», «demacrado», «achacoso», «tembloroso», «con labios caí­ dos», «refunfuñando y deformado», «vieja cosa fea», «marchito», «usado», «fofo», «carcamal decrépito», «charlatán estúpido». La avaricia es el defecto que se menciona con más frecuencia: «Un vicio común a toda la humanidad es aficionarse demasiado al dinero a medida que se envejece»; también aparece con frecuencia la debilidad mental: «Loco, obstinado, acémila, senil y decrépito» son los epítetos más frecuentes; los viejos son igualmente coléricos y airados, se enfurecen por nada. Uno de los reproches que se formu­ lan con más frecuencia es el relativo a la forma autoritaria de casar a los hijos de modo expeditivo e inapelable: «Te he encontrado una

esposa, vas a casarte hoy con ella; ve a casa y prepárate», declara un viejo padre. El resentimiento de los hijos es uno de los motores de la comedia: «¡Qué injustamente juzgan los padres a los jóvenes!; piensan que cuando salimos de la infancia tenemos que convertir­ nos rápidamente en viejos y no aprovecharnos de los placeres de la juventud.» Lisitelo recuerda a su anciano padre de qué manera ha estado siempre sometido a él: «Desde mi juventud hasta ahora, pa­ dre, he estado siempre sometido a vuestras exhortaciones y a vues­ tros preceptos... En lo que concierne a vuestro control paternal, siem­ pre he juzgado conveniente que mis inclinaciones estén sometidas a vuestros deseos.» Si nos fiamos de lo que dicen estos fragmentos, pa­ rece que el pater familias ha dirigido siempre a su familia por medio del terror: «Cuando pienso que no ha tenido respeto por mi autori­ dad ni temor a mi cólera», atrona un anciano estupefacto por la de­ sobediencia de su hijo. El tema de la concupiscencia de los ancianos es uno de los más populares; la incongruencia entre el amor físico y la fealdad es un eterno procedimiento cómico. Los viejos libertinos abundan en el teatro romano: «Te he dado a mi hija para que te diviertas por la noche. Es justo que tú me proporciones a cambio una muchacha para que me acueste con ella», declara uno de ellos a su yerno, que le ridiculiza a continuación: «A estas alturas, el viejo sinvergüenza se quiere hacer pasar por joven. Puede tener una muchacha para dormirla mientras le canta una nana. Francamente, no veo qué otra cosa podría hacer», ya que «un anciano decrépito y senil es tan bue­ no para el amor como un mosaico». María Haynes concluye así muy justamente su interpretación de la literatura latina del período republicano: «La razón del entusias­ mo tan grande que muestran los autores de teatro romanos hacia los ancianos se comprende fácilmente si pensamos en el poder ab­ soluto del pater familias. La rebelión abierta o incluso el resentimien­ to por parte de los jóvenes contra este sistema era demasiado arries­ gado; habría podido provocar la condena a muerte del atrevido hijo por parte del juez con poder ilimitado, el pater familias. Por esta ra­ zón es muy natural que se haya utilizado el teatro para expresar los sentimientos reprimidos contra el todo-poderoso pater familias. Así es

como un estudio inteligente sobre los ancianos y sus relaciones con los jóvenes en la escena romana, que toma en consideración las ma­ nipulaciones del autor para obtener efectos cómicos, puede consti­ tuir una fuente de información bastante segura para comprender la opinión que los antiguos romanos tenían de la vejez» 37.

... al estudio psicológico (guerra civil e Imperio) Las perspectivas cambian a partir del siglo I antes de nuestra era. Durante este inestable período los valores tradicionales cambian completamente. El Senado y el pater familias son cada vez más dis­ cutidos; sus poderes disminuyen. Las revoluciones conducen a la aparición del individualismo; se afianzan fuertes personalidades. El teatro desaparece; a partir de entonces el espectáculo, a menudo trá­ gico, está en la calle. Es la hora de los discursos políticos o, para los tímidos o los decepcionados, del repliegue intimista sobre uno mismo, de la reflexión romántica sobre las incertidumbres de la for­ tuna, sobre la brevedad de la vida humana, sobre el carácter pasa­ jero de los amores y de la juventud. A la crítica extravertida de los viejos en la comedia suceden las lamentaciones de los poetas sobre su destino personal y el de sus amores, condenados a marchitarse. La aceleración de la historia acentúa la conciencia del paso del tiem­ po que trae a todos la temida vejez. El tema alcanzará su pleno de­ sarrollo en la época de Augusto, en las obras clásicas. El joven Tibulo (54-19 antes de J.G.), muerto prematuramente a los treinta y cinco años, está obsesionado por «la época fatal de la vejez sin fuerzas» 38, que nunca llegará a conocer. Este caballero, de­ cepcionado en sus sueños de gloria militar por causa de la enferme­ dad, pasa su tiempo entre los círculos mundanos, donde frecuenta a Ovidio y Horacio, y sus propiedades en el campo. Temeroso de «los males que pesan sobre la vejez», proclama en sus elegías su de­ seo de aprovechar la vida durante la juventud, ya que «pronto lle­ gará la edad que embota, y el amor ya no existirá, tampoco las ca­ ricias de las palabras, cuando nuestras cabezas hayan encaneci­ do» 39. Cuando se es viejo, «es demasiado tarde para recordar el

amor, para recordar la juventud, cuando la blanca vejez ha marchi­ tado una cabeza anciana» 40. «Es entonces cuando se corre tras la belleza; para disimular los años uno se tiñe el cabello con la cáscara verde de la nuez; se preocupa de arrancar cuidadosamente de raíz los cabellos canosos y se rejuvenece la cara borrando las arrugas» 41. Sin embargo, es mayor aún el miedo a la muerte que el temor a en­ vejecer: «Ojalá pueda ver que mis cabellos encanecen y, ya anciano, contar historias de tiempos pasados» 42. Su amigo Ovidio (43 antes de J.C.-17 después de J.C.) no cono­ cerá tampoco la vejez, pues morirá a los sesenta años, pero el exilio ensombrecerá su madurez. Este poeta mundano, buen artista pero carente de profundidad, tiene aproximadamente cincuenta y cinco años cuando escribe Los tristes, y ya se lamenta de los signos de la vejez: «Mis sienes semejan ya el plumaje del cisne y la blanca vejez descolora mis cabellos negros; ya llegan los años débiles y la edad pierde sus fuerzas; completamente debilitado, me resulta muy difícil sostenerme ya» 43. Se cansa de esperar en las orillas del Mar Negro, y lamenta no poder conocer una vejez apacible: «Dejarme llevar blandamente por mis aficiones, vivir en mi pequeña casa junto a mis dioses penates y en los campos paternos privados ahora de su due­ ño, y envejecer con el cariño de mi esposa, en medio de mis amigos a salvo en mi patria. Así había esperado antaño acabar mi vida» 44. Antes de su exilio, Ovidio se había dedicado temporalmente a los temas mitológicos, con Las Metamorfosis, donde vemos cómo Medea, esposa de Jasón, rejuvenece al anciano Eson, su suegro. Tras someterlo a un sueño letárgico, preparó unas bebidas mágicas con las cuales reemplazó la sangre del anciano: «Desde el momento en que Eson los ha tomado por la boca o por la herida, su barba y sus cabellos, despojados de su blancura, se vuelven negros de repente; su delgadez desaparece; su palidez y las tristes huellas de la vejez se desvanecen; una nueva sangre circula por sus venas no hace mu­ cho secas, y la gordura brilla en todos sus miembros. Eson, asom­ brado, recobra el vigor que recuerda haber disfrutado cuarenta años antes» 45. Viejo sueño de la humanidad, el rejuvenecimiento se encuentra repetidas veces en la mitología: Baco rejuvenece a sus nodrizas, y

Venus devuelve la juventud a Faón, el viejo marino de Lesbos, del que Safo se enamora. Hasta el siglo XVI, antes de que la resigna­ ción se imponga, los hombres buscarán apasionadamente, por me­ dio de la piedra filosofal, quimeras como el saber absoluto, la rique­ za infinita y la juventud eterna, la transformación de los metales y la fuente de la eterna juventud. Ignorancia, pobreza y vejez forman parte de la galería de pesadillas que la humanidad, todavía en nues­ tros días, intenta en vano exorcizar. ¿Habría podido el epicúreo Horacio (65-8 antes de J.C.) experi­ mentar algo que no fuera repulsión hacia la vejez? Este hombre de­ licado y refinado, que saborea con moderación todos los placeres de la tierra y que ama la belleza, no podía hacer otra cosa que apartar púdicamente la vista ante la decrepitud. Le indigna particularmen­ te la fealdad de las ancianas; el cuerpo femenino, símbolo de belle­ za durante la juventud, se convierte en el emblema de la fealdad ab­ soluta en la vejez, un verdadero insulto para los sentidos, sobre todo cuando la mujer se obstina en querer inspirar amor. El afable Ho­ racio puede entonces llegar a perder la ponderación y caer en la vul­ garidad más indecente y más cruel: «¿Cómo puedes, vieja carroña centenaria, pedirme que desper­ dicie contigo mi vigor, si tienes los dientes negros, tu vieja cara está surcada de arrugas y entre tus nalgas secas bosteza una horrible abertura como la de una vaca que ha hecho mal la digestión? ¿Crees tal vez que puedes excitarme con tu pecho, tus senos colgantes como las mamas de una yegua, con tu vientre fofo, tus muslos canijos re­ matados por una pierna hinchada? »Tal vez seas rica; en tus funerales podrán acompañarte las imá­ genes de los triunfadores, tus antepasados; estoy seguro de que nin­ guna dama lleva en el paseo perlas más redondas que las tuyas. ¿Y eso qué? ¿Crees que porque te gusta esparcir, aquí y allá, sobre tus cojines de seda, pequeños tratados estoicos, mis nervios, que no es­ tán interesados en las letras, dejan de estar rígidos? ¿Mi miembro está más pequeño o más blando? Para conseguir alzarlo de mi as­ queada ingle tendrías que trabajarlo con la boca... ¿Qué pides para ti, mujer, buena únicamente para los negros elefantes? ¿Para qué me haces regalitos, me envías esquelas amorosas? No soy lo bastante vi­

goroso para ti y además no tengo tapada la nariz. Reconozco mejor que nadie un pólipo por su olor y huelo el pestazo de macho cabrío en las axilas velludas; tengo mejor olfato que un perro de caza que rastrea un jabalí. ¡Qué sudor corre por sus miembros ajados, qué olor se esparce por todas las partes cuando, mi miembro ya en es­ tado de flacidez, ella quiere una vez más, sin tregua, calmar su in­ contenible furor! El maquillaje húmedo, el perfume fabricado con ex­ crementos de cocodrilo ya no aguantan en su cara. Cuando está en plena excitación, las correas y los doseles de la cama no lo resisten. Otras veces intenta sacudir mi desgana con coléricas palabras: —Muestras más ardor con Inaquia que conmigo. A ella la posees tres veces cada noche; conmigo quedas fatigado con una sola vez. ¡Maldita Lesbia, que me ha recomendado un ser falto de vigor, cuan­ do yo quería un toro! Y pensar que tenía conmigo a Amintas de Cos, cuya verga se mantiene más firme en su ingle infatigable que el joven árbol plantado en la colina... ¿Para quién me apresuraba yo a teñir dos veces en la púrpura de Tiro hermosos vestidos de lana? Sí, era para ti: yo no quería que, en los festines, ni uno sólo de tus amigos fuese más amado por su amante que tú por la tuya. ¡Desdichada! Huyes de mi lado como la cordera huye del cruel lobo, y el corzo del león» 46. La vieja enamorada está condenada al desprecio y al abandono: «Los jóvenes impetuosos vienen con menos frecuencia que antes a llamar con violencia a tus ventanas cerradas y a no dejarte dormir; y tu puerta, que antaño giraba tan fácilmente sobre sus goznes, per­ manece cerrada sobre el umbral. Oyes cada vez menos estas pala­ bras: —¿Duermes, Lidia, mientras tu amante pasa las largas noches languideciendo? Por tu parte, vieja y desdeñada, lamentarás los des­ precios de todos estos libertinos, en una callejuela solitaria donde so­ plará con violencia el viento de Tracia, en noches sin luna. Enton­ ces los fuegos del amor y de la pasión, semejantes a los que enlo­ quecen a las yeguas, lastimarán y destrozarán tu corazón, y te que­ jarás de que la juventud gozosa prefiera la verdosa hiedra y el som­ brío follaje del mirto a las hojas secas que ella arroja al Euro, com­ pañero del invierno» 47. Sólo volveremos a encontrar un encarnizamiento parecido con­

tra las mujeres ancianas en la época de Renacimiento, quince siglos más tarde, cuando los temas de la Antigüedad clásica vuelvan a po­ nerse de moda y el culto a la belleza terrenal lleve a destruir toda representación de la fealdad. Horacio, con ser el más cruel, no es el único que ataca a las ancianas en su época. El joven Propercio (47-15 antes de J.C.), que pertenece también al círculo de Mecenas, habla en sus elegías de una anciana: «Se pueden contar todos los huesos a través de su piel. Por el hueco de sus dientes salen gargajos san­ guinolentos.» Más tarde, el sarcástico Marcial (40-104) ironizará en sus Epigramas contra «Tais (la cual) huele peor que una vieja lana churra abatanada, que un ánfora echada a perder por el saumerio podrido». Horacio es menos desagradable con los ancianos, sin llegar por ello a halagarlos. Los considera avaros, timoratos y chochos: «El an­ ciano está expuesto a innumerables males; amontona su dinero y lue­ go, ¡oh, piedad!, lo deja a un lado y no se atreve a usarlo; adminis­ tra sus asuntos con timidez y lentitud, los aplaza para el día siguien­ te, tiene pocas esperanzas, poca actividad, querría ser dueño del fu­ turo; es difícil para la Convivencia, gruñón, elogia el tiempo en que era niño, no cesa de criticar y reprender a los jóvenes. Los años traen consigo muchas ventajas, que nos quitan cuando estamos de vuel­ ta» 48. Hay que saber aprovecharse cínicamente de los viejos que son ricos y sacarles su dinero sin escrúpulos: éste es el consejo que Tiresias da al mismo Ulises, quien, por muy astuto que sea, se que­ da atónito ante tanta indiferencia moral: «Tiresias: Ya que confiesas con tanta franqueza el horror que te provoca la pobreza, aprende el modo de enriquecerte. Si alguien te envía un tordo o cualquier otro delicado regalo, mándaselo a algún anciano que tenga muchas riquezas; que este ricachón sea para ti más sagrado que el dios Lar y que saboree, antes que el dios, los frutos maduros y los mejores productos de tu jardín. Tal vez este hombre sea perjuro, carezca de linaje, sea un asesino, quizá sea un esclavo huido: ¿qué importa? Sal con él y déjale el lugar preferente, si así te lo exige... »Ulises: ¡Que me ponga a la izquierda de un hombre desprecia­ ble! Eso no lo hacía en Troya, donde rivalizaba con los mejores.

»Tiresias: Entonces serás pobre* »Ulises: ¡Pues bien! Obligaré a mi animoso espíritu a soportar esta afrenta; a veces he hecho frente a otras más duras. Vamos, adi­ vino, deprisa, dime de dónde puedo sacar riquezas... montones de dinero. »Tiresias: Ya te lo he dicho y te lo repito: ten la habilidad de con­ seguir los testamentos de los ancianos. Si das con uno o dos indivi­ duos lo bastante astutos como para tragar el cebo sin morder el an­ zuelo, no pierdas toda la esperanza y no renuncies al oficio con el pretexto de que han jugado contigo... Escucha además otro consejo; si una mujer astuta o un liberto maneja a su antojo a un anciano que ya no es dueño de sus facultades mentales, asocíate a ellos: adú­ lalos; te alabarán a ti cuando no estés delante, lo cual es muy posi­ tivo para ti; pero lo más importante es abordar directamente al hom­ bre mismo. ¿Comete la sandez de escribir malos versos? Dale la en­ horabuena. ¿Es un mujeriego? No esperes a que te pida nada; sé com­ placiente y ofrece tu Penélope a quien es superior a ti. »Ulises: ¿Crees que voy a poder entregarle una mujer tan hones­ ta, tan casta, a la que los pretendientes no pudieron apartar del buen camino? »Tiresias: Es que los jóvenes que iban a tu casa no querían hacer bellos regalos; les gustaba más tu cocina que tu mujer. Por eso si­ guió Penélope siendo honesta. Pero si goza una sola vez de un an­ ciano, compartiendo contigo los beneficios, será como el perro de caza, que no se deja arrebatar un buen pedazo de carne» 49. ¿Son iguales los consejos de Tiresias que los de Horacio, o se tra­ ta de un entretenimiento? Conociendo la opinión que tiene Horacio de la vejez, no podemos asegurar nada. Esta manera, cuando menos impertinente, de tratar a los personajes de La Odisea denota en todo caso una evolución de las mentalidades. La época de las guerras ci­ viles y del principado es también la del realismo y la de la relativización de los valores morales. La vejez apenas puede esperar favo­ res de estos períodos en los que, más que nunca, el hombre es un lobo para el hombre. En La Eneida, Virgilio la presenta flanqueada por Morbi y Metus, la enfermedad y el miedo a la muerte. Todavía un siglo más tarde, Plinio el Joven, al que sin embargo

hemos visto alabar la vejez ideal de su amigo Espurina, traza en una carta a Atico Clemente el retrato de otro anciano, vanidoso y abu­ rrido, al que sólo frecuentan por su riqueza; este viejo patriarca «es visitado por una cantidad sorprendente de personas, todas las cua­ les lo odian y lo detestan, y que sin embargo lo frecuentan asidua­ mente, como si lo estimaran y lo amaran. Vive en medio de un par­ que, al otro lado del Tíber, donde ha cercado grandes espacios con pórticos y poblado la orilla con estatuas, pues reúne en sí la prodi­ galidad junto con una rapacidad excesiva, la vanidad con la mayor infamia... Es pedante, y experimenta placer y consuelo aburriendo a los demás. Dice que quiere casarse, lo cual es una perversión, como el resto de su conducta. Así pues, prepárate a oír hablar pronto del matrimonio de este hombre triste, del matrimonio de este ancia­ no» 50. Séneca tiene una opinión más equilibrada de la vejez. Si se con­ vierte en algo penoso, no hay que dudar en suicidarse, ya lo hemos visto. Pero no siempre se ve obligado el anciano a esta salida. Las Cartas a Lucilio nos muestran lo esencial de su pensamiento sobre este tema. Cuando las escribe, Séneca, que cuenta sesenta y cuatro años, es un hombre desengañado. Su proyecto de educación del jo­ ven emperador Nerón ha resultado inútil; la filosofía ha fracasado frente a la monstruosidad. En el 62, con el pretexto de la muerte de su viejo amigo Burro, Séneca se va retirando paulatinamente de la vida política y se retira definitivamente en el 64, amargado por las críticas que contra su riqueza y su orgullo manifiestan los nuevos consejeros del emperador. En sus últimas obras, el De otio por ejem­ plo, se interroga sobre las posibilidades de un universo espiritual au­ tónomo. Las Cartas a Lucilio son una correspondencia real, adaptada después con vistas a su publicación. El viejo Séneca defiende en ellas su derecho al retiro y habla largamente de la vejez: «Hay que que­ rer a la vejez, pues está llena de satisfacciones cuando se sabe utili­ zarla bien... La edad avanzada, que aún no ha llegado al estado de decrepitud, es muy agradable, y creo incluso que el que ha llegado a conseguirla tiene sus placeres; al menos tiene el placer de no ne­ cesitar ya placer alguno» (carta X II). Conviene no permanecer ocio­ so; hay que trabajar para la posteridad (carta VIII) y continuar es­

tudiando: «Un hombre, por viejo que sea, tiene siempre algo que aprender» (carta LXXVI). Sobre todo, no hay que abandonarse, des­ cuidar la apariencia física y la ropa, si uno quiere conservar a sus amigos: «Hay que velar por la propia vejez tanto más cuidadosa­ mente si sabemos que eso es agradable, útil o deseable a los ojos de una persona que nos es querida. Hay que abandonar las ambiciones políticas o las económicas y buscar la tranquilidad, renunciar a la búsqueda de honores y anteponer el descanso a todo lo demás.» Los filósofos deben pasar su vejez meditando, ocupación que aportará paz y felicidad y abrirá el camino de la eternidad: «¡Qué dicha, qué hermosa vejez espera al que se ha puesto bajo su protec­ ción! Tendrá discípulos con quienes podrá tratar tanto los proble­ mas más pequeños como los más importantes, a quienes podrá con­ sultar diariamente sobre sus intereses, que le dirán la verdad sin agravios, le alabarán sin adulación, a semejanza de los cuales él po­ drá modelarse.» Al contrario de lo que dirá Plutarco un siglo des­ pués, Séneca desprecia a los que se meten en negocios cuando están entrados en años: «¿Hay mayor bajeza que prepararse para la vida cuando se es ya viejo?» El anciano debe renunciar a los placeres de la juventud: «Cuenta tus años y te avergonzarás de desear las mis­ mas cosas que deseabas cuando eras niño; date la satisfacción de ver morir a tus vicios antes que tú» (carta X XV II). En la carta XCIII repite una idea enunciada ya en su tratado De brevitate vitae: la ver­ dadera vejez no espera al número de años; el verdadero anciano es el sabio, cualquiera que sea su edad. El tema será a menudo recuperado por los escritores cristianos: «¿Queréis saber cuál es la duración más larga de la vida? Es vivir hasta haber adquirido la sabiduría»; «Porque un hombre tenga el pelo blanco y arrugas no puede creer que haya vivido mucho tiem­ po; no ha vivido mucho tiempo, sino que ha durado mucho tiempo. ¡Cómo! ¿Crees que ha navegado mucho quien, sorprendido desde el puerto por una cruel tempestad, se ve azotado acá y allá y da vuel­ tas constantemente en el mismo lugar bajo el soplo cambiante de los vientos desencadenados? No ha navegado mucho, sino que ha flo­ tado mucho». También son ridículos los viejos que, maquillándose, querrían hacerse pasar todavía por jóvenes: «Ancianos decrépitos

mendigan en sus plegarias un suplemento de algunos años. Se dis­ frazan de jóvenes, se adormecen con mentiras y se engañan con toda confianza como si pudieran al mismo tiempo engañar al destino.» A comienzos del siglo II, otro estoico, Epicteto, con casi ochenta años, dirá que el hombre debe desempeñar imperturbablemente su papel hasta el final. Séneca no es tan rígido. En primer lugar, si los sufrimientos llegan a ser demasiado penosos, sería estúpido seguir viviendo; después, el hombre prudente debe saber aprovechar las ventajas que puede aportarle el retiro, sin crisparse por ello. Final­ mente, por muy estoico que sea, confiesa en su carta XII que la ve­ jez le vuelve amargo a veces; al llegar a su casa de campo, se ha re­ belado instintivamente al encontrarse en un medio donde todo le re­ cordaba que era viejo: el viejo criado, los viejos árboles, la vieja casa necesitada de reparaciones. De esta manera, incluso la filosofía más noble no protege de los momentos de depresión que brotan de la ve­ jez; Séneca tiene el mérito de haberlo reconocido, y su postura es, en suma, una de las más equilibradas que hayamos conocido a lo largo de la historia. Juvenal (65-128) fue el último en maltratar sistemáticamente a los ancianos y en caricaturizar sus debilidades y su fealdad. Pero en lo sucesivo serán sustituidos por clichés o ejercicios de estilo. El an­ ciano no tiene ya ningún interés literario, pues ha dejado de ser te­ mido por su poder. Difícilmente se entrevé su silueta furtiva en un rincón perdido de una oda, o se le oye quejarse tímidamente de su suerte, como en Las Púnicas de Silio Itálico o en las Elegías de Maximiano. El anciano queda sumido en el olvido para mucho tiempo. Su paso por el Imperio romano no fue mucho más afortunado que el que hizo por el mundo helénico.

La medicina romana y la vejez El anciano, a punto de morir, no puede atraer la atención de los terapeutas. Su mal es incurable, al menos si se considera que el úni­ co remedio para él es la juventud. Por consiguiente, nada se puede hacer por él; sólo redactar la lista clínica de sus males más comu­

nes. Eso es lo que hizo Celso en la época de Augusto: su De medicina difiere muy poco de los catálogos de los satíricos: volveremos a en­ contrarnos con las descripciones clásicas; solamente cambia el tono. Los viejos son propensos a las enfermedades crónicas, a reúmas, a problemas urinarios y respiratorios, a las sinusitis, a los dolores de riñones y de articulaciones, a los insomnios y parálisis, al dolor de oídos, de ojos y de intestinos, a la disentería, a los cólicos 51. Todo esto está copiado con ligeras variantes de Hipócrates y, de todas ma­ neras, cualquiera podía comprobarlo por sí mismo. Celso añade que los viejos no soportan el hambre, que sus heridas se curan con difi­ cultad. También ofrece algunas recetas: los ancianos deberían ba­ ñarse en agua caliente y beber vino no rebajado; cuando su vista se debilite hay que frotarles los ojos con miel o aceite de oliva. El in­ vierno es la estación que soportan con más dificultad; suelen encon­ trarse mejor durante el verano y a comienzos del otoño. Y poco más que contar. Galeno (131-201) va más lejos en sus investigaciones. De origen griego, nació en Pérgamo, recupera y combina la teoría aristotélica y el método de observación hipocrático, lo que le conduce a conclu­ siones bastante agudas en su obra principal: De sanitate tuenda. Pone a punto un sistema de explicación del proceso de envejecimiento sir­ viéndose de la doctrina de la patología humoral y psicológica. Sus conclusiones, que representan el resultado del pensamiento griego sobre el tema, serán autoridad hasta el Renacimiento, ya que concuerdan con la teología cristiana. Para Galeno hay dos clases de enfermedades: las que son inevi­ tables e incurables, cuya causa es intrínseca y se encuentra en el mis­ mo proceso generativo, y las que pueden ser evitadas y cuidadas, que provienen de causas extrínsecas. La vejez se relaciona con la pri­ mera categoría y se explica de la manera siguiente: los tejidos cor­ porales son el producto de la mezcla húmeda de sangre y de semen deshidratado por el calor interior. «Así pues, de esta manera se for­ ma el embrión al principio y adquiere cierta consistencia; después, a medida que se va deshidratando, toma los contornos y las formas vagas de cada una de las partes. Más tarde, al resecarse todavía más, no sólo tiene las formas y los contornos, sino la apariencia ex­

terior exacta. Entonces, una vez nacido, continúa creciendo, deshi­ dratándose y fortaleciéndose hasta que alcanza su máximo desarro­ llo. En este momento cesa el crecimiento; los huesos, secos comple­ tamente, ya no crecen; los vasos sanguíneos se ensanchan, y de esta manera todas las partes del cuerpo se fortalecen y alcanzan mayor grado de capacidad. Pero más tarde, como los órganos continúan resecándose, no sólo no desempeñan ya correctamente sus funciones, sino que su vi­ talidad se debilita y decae. Y como van secándose cada vez más, la persona además de adelgazar se arruga también y los miembros se vuelven débiles y poco firmes en sus movimientos. A esta situación es a la que llamamos vejez... Este es el destino innato de destruc­ ción que espera a todo ser mortal. Ningún cuerpo mortal puede li­ brarse de este proceso» 52. Así pues, Galeno afirma que el desarrollo y la decadencia de la persona humana van unidos: se trata del mismo mecanismo que hace crecer el embrión y que el anciano se debilite hasta morir. Para em­ plear un lenguaje moderno, nuestro cuerpo está programado para crecer, envejecer y morir, lo que Galeno ya enunció claramente: «Toda criatura mortal tiene en sí desde el principio los gérmenes de muerte» 53. El calor interno le hace perder su sustancia, la cual es reemplazada en parte por la respiración, el alimento y la bebida, pero es imposible una recuperación completa del estado anterior. Ne­ cesariamente se produce la decadencia. «Por esto envejecemos, unos a una edad, otros a otra, más tarde o más temprano: bien porque seamos desde el principio, por naturaleza, demasiado secos, bien porque lleguemos a estarlo por diversas circunstancias como la die­ ta, la enfermedad, las preocupaciones u otras razones. Lo que los hombres llaman comúnmente vejez no es otra cosa que la constitu­ ción seca y fría del cuerpo, resultado de una larga vida» 54. La enfermedad es, para Galeno, algo que va en contra de la na­ turaleza y, por consiguiente, la vejez no es una enfermedad: «La ca­ pacidad para funcionar es lo que determina la salud. La debilidad de funcionamiento, en sentido estricto, no es un signo de enferme­ dad, únicamente lo es lo que va en contra de la naturaleza... Sólo si se da esta condición se puede considerar que un hombre está en­

fermo, a menos que sufra a causa de la vejez; y algunos dicen que esto también es una enfermedad... Toda enfermedad es contraria a la naturaleza, pero tales personas no se encuentran en un estado con­ trario a la naturaleza, como tampoco los ancianos» 55. En resumen, las opiniones de Galeno parecen notablemente mo­ dernas; ofrecen la primera teoría completa y consistente del proceso de envejecimiento. Esto no puede hacernos olvidar que fue el único que estudió la naturaleza física de la vejez en ocho siglos de historia romana. Hay que situar también en su contexto las frases citadas. Sólo incidentalmente habla Galeno de la vejez, en algunas líneas per­ didas en su amplia obra. Habrá que esperar a la época moderna para que se piense en tratar específicamente los problemas de la edad avanzada. Para los romanos, el anciano es un adulto entrado en años, de la misma manera que el niño es un adulto joven; la ve­ jez es la miserable prolongación de la vida, así como la juventud es su resplandeciente prólogo. El hombre sólo es digno de interés en su fase adulta.

Una apología sospechosa: el De senectute de Cicerón Esto es lo que hace que sea muy relevante la única obra latina exclusivamente consagrada a los ancianos: el De senectute de Cicerón. Puede parecer extraño que la civilización romana, tan severa con los ancianos, haya producido esta extraordinaria apología de la vejez, única por muchos conceptos. Por el lugar que ocupa en la literatu­ ra, por la calidad de su estilo y su argumentación, la obra represen­ ta un hito esencial en la historia de los ancianos. Se trata de un diálogo, primera similitud con Platón, entre per­ sonajes históricos: Catón el Viejo, de ochenta y cuatro años de edad y aún vigoroso, y dos jóvenes: Escipión, hijo de Pablo Emilio, y su amigo Lelio. Estos últimos expresan a Catón la admiración que sien­ ten por la actividad que éste despliega a una edad tan avanzada, y el anciano, que monopoliza el uso de la palabra durante las nueve décimas partes de la obra, les revela la idea que él tiene sobre la ve­ jez.

El diálogo comienza, sin embargo, con una declaración que des­ truye de antemano lo que viene después: Catón es una excepción, pues en la vida corriente los ancianos son desgraciados: «Lo que nos parece más admirable es que nunca tenemos la sensación de que la vejez constituya una carga para ti, mientras que la mayor parte de los ancianos la consideran como un peso aborrecible; al oírles ha­ blar así, se tiene la sensación de que están agobiados por un peso mayor que el del Etna» 56. Lo que sucede, responde Catón, es que los que se quejan de la vejez no son muy razonables; el que es sen­ sato sabe aceptar de buen grado todas las edades de la vida. Mu­ chos se quejan de verse obligados a renunciar a los placeres de los sentidos, pero de hecho es una bendición poder liberarse de esta ser­ vidumbre: «El carácter, y no la edad, es el culpable en este asunto. Los an­ cianos que saben mantener el adecuado equilibrio, que no son ni de­ sagradables ni amargados, tienen una vejez soportable; un carácter difícil, un humor huraño hacen la vida difícil a cualquier edad... Os diré una cosa: las mejores defensas del anciano son los conocimien­ tos adquiridos y la práctica de algunas virtudes. Tras una vida lar­ ga y rica en obras, es en éstas donde se encuentran las raíces de una maravillosa liberalidad: no solamente porque nos acompañan hasta el final de la vejez —que es lo más importante—, sino también por­ que se experimenta una gran calma al sentir que se ha vivido ade­ cuadamente y al recordar las circunstancias en las que se ha actua­ do bien» 57. Todo este comienzo representa una recuperación de Pla­ tón, y en particular del discurso de Cefalo en La República, lo cual, dicho sea de paso, parece raro en boca de este gran adversario del helenismo, que sólo llegó a aprender un poco de griego en sus últi­ mos años. Pero a continuación Catón se vuelve más romano. Buscará ejem­ plos en el pasado de la Urbs, y explica los casos de Quinto Máximo y de Ennio, que compara a los de Platón, de Isócrates y de Gorgias, todos ellos venerables ancianos plenamente satisfechos de su vejez, según se dice. Llega al fohdo de la cuestión: «Al pensar en ello, en­ cuentro cuatro razones para compadecer a los ancianos: en primer lugar, tienen que renunciar a los negocios; en segundo lugar, el cuer­

po se debilita; en tercer lugar, se ven privados de casi todos los pla­ ceres, y en cuarto lugar, sienten que la muerte está próxima. Si es­ táis de acuerdo, vamos a examinar una por una estas razones, ver la importancia que tienen y lo que valen» 58. Primer argumento: «La vejez nos convierte en seres incapaces de dedicarnos a los negocios. ¿A qué negocios? ¿A los que requieren la fuerza de la juventud? ¿Acaso no hay tareas apropiadas para los an­ cianos que puedan llenar su espíritu incluso cuando el cuerpo está ya débil? ¿Estaba ocioso Fabio Máximo, Escipión? ¿Y tu padre Pa­ blo Emilio, el suegro de ese hombre de primera que era mi hijo? Y los demás ancianos, los Fabricios, los Curios, los Coruncanios, ¿qué otra cosa sino trabajar era sostener, como ellos lo han hecho, la Re­ pública, gracias a su habilidad política y a sus brillantes consejos...? Por consiguiente, es hablar vanamente cuando se dice que la vejez no es apropiada para los negocios; es como si se dijera que el piloto no hace nada en el mar: en efecto, mientras que los marineros tre­ pan a los mástiles, van y vienen entre los bancos de los remeros, va­ cían el agua de la cala, él permanece muy tranquilamente sentado en la popa llevando el timón. No hace lo que hacen los jóvenes, su tarea es mucho más importante y noble. No son la fuerza física, la rapidez, la agilidad del cuerpo las que realizan las misiones impor­ tantes, sino la experiencia en los negocios, la autoridad que se ha llegado a conseguir, la rectitud de las opiniones que se sostienen; ahora bien, lejos de estar privada de tales ventajas, la vejez las po­ see en un mayor grado. ¿Acaso creéis que yo, después de haber sido soldado, tribuno, legado, cónsul, después de haber tomado parte en toda clase de guerras, estoy inactivo porque ya no voy a guerrear? Soy yo quien dice al Senado las guerras que hay que hacer y cómo hay que dirigirlas. Declaro con mucha anticipación la guerra a Cartago, cuyas malas intenciones conozco bien... Pero la memoria se de­ bilita, dicen. Desde luego que sí, si no se la ejercita o si se tiene la cabeza un poco débil por naturaleza. Temístocles se aprendió los nombres de todos sus conciudadanos. ¿Creéis que con el paso de los años se haya equivocado a menudo saludando a Arístides con el nombre de Lisímaco?» 59. Y Sófocles, quien a los ochenta años re­ citó de memoria Edipo en Colona ante los jueces para convencerles de

que mantenía su inteligencia intacta, y Homero, Hesiodo, Simonide, Estesícoro, Isócrates, Gorgias, Pitágoras, Demócrito, Platón, Zenón, Gleantes, Diógenes el Estoico: «¿Ha llegado la vejez a embotar su inteligencia hasta el punto de que no pudiesen continuar sus tra­ bajos? ¿Acaso no ha durado su actividad tanto como su vida?». Pero se podrá objetar que los viejos llegan a ser odiosos a los de­ más. Nada más lejos de la realidad: «Igual que es cierto que no hay ningún trato más agradable a los ancianos que el de los jóvenes do­ tados de un temperamento agradable, que los signos de deferencia y de afecto dados por los jóvenes alivian el peso de los años, tam­ bién es verdad que los jóvenes encuentran placer escuchando los con­ sejos de los viejos que provocan su entusiasmo hacia el bien y de la misma manera que me gusta vuestra compañía, percibo que a vo­ sotros os gusta la mía. Podéis así comprobar cómo la vejez, lejos de estar condenada al decaimiento y a la inercia es, por el contrario, laboriosa, está siempre ocupada en alguna tarea, incluso en tra­ bajos importantes, relacionados, por supuesto, con lo que para cada uno ha sido objeto de atención en su vida pasada» 60. Incluso hay ancianos que emprenden estudios nuevos: ¡Sócrates comenzó a es­ tudiar la lira, y el mismo Catón el griego! Segundo argumento: La vejez hace disminuir nuestra fuerza física. Catón recuerda el ejemplo, que para él es despreciable, de Milón de Grotona, el cual, siendo ya viejo, se puso a llorar al ver a unos at­ letas que se entrenaban: «¡Pobre idiota!», ¡como si la vida se midie­ ra por la fuerza de los bíceps! ¿Es que sólo cuenta la fuerza física? «Por lo que se refiere al orador, sí, temo que la vejez lo debilite: su tarea no es sólo de orden intelectual, también necesita pulmones y fuerzas. Es cierto que la voz del anciano adquiere no sé qué brillo particular que yo poseo todavía, y sabéis qué edad tengo; sin em­ bargo, es conveniente que la palabra de un hombre entrado en años sea tranquila y desapasionada, pues con mucha frecuencia un dis­ curso tranquilo y bien ordenado, pronunciado por un anciano elo­ cuente, influye sobre el auditorio. Y en el momento en que uno mis­ mo ya no pueda aspirar a la elocuencia, puede dar todavía útiles con­ sejos a un Escipión o a un Lelio. ¿Hay algo más encantador que un anciano rodeado de jóvenes deseosos de aprender?» 61.

Desde luego, continúa Catón, cuya modestia no es su principal virtud, «soy menos vigoroso que cuando era soldado», pero «al me­ nos la vejez, vosotros mismos podéis comprobarlo, no me ha debili­ tado ni quebrantado tanto que me falten las fuerzas para hablar en el Senado, para arengar al pueblo, para servir a mis amigos, a mis clientes, a mis invitados». Solamente quienes han llevado una vida de desenfreno están destrozados físicamente. De todas maneras, es mejor resignarse: se dice que Milón había hecho su entrada en el es­ tadio de Olimpia llevando un buey sobre sus hombros. Bueno, ¿y qué? «Que se haga uso de esta ventaja cuanto se tiene, de acuerdo, pero cuando ya no se tiene que se prescinda de ella sin pesar.» Ca­ tón hace aquí una confesión involuntaria que contradice una vez más el sentido general de su discurso: «Por mi parte, nunca he apro­ bado ese dicho repetido con frecuencia que aconseja ser viejo pronto si se quiere serlo mucho tiempo. Preferiría ser viejo durante menos años que serlo antes de tiempo.» Extrañas palabras en boca de al­ guien que pretende ponderar los méritos de la vejez. «El anciano no tiene fuerza —continúa— . Pero no se le pide que la tenga. La ley y la costumbre eximen a las gentes de mi edad de todo servicio que necesita de la fuerza. No sólo no se nos pide lo que no podemos dar, sino que ni siquiera se nos obliga a dar todo aque­ llo que podemos. Pero, puede objetarse, hay ancianos tan endebles que toda función, toda tarea les está prohibida. Por lo que a ellos se refiere, no es a la vejez a quien hay que acusar, sino a la salud... ¿Acaso puede sorprender que los ancianos sean endebles a veces, cuando la debilidad ni siquiera no perdona siempre a los jóvenes? Hay que resistir a la vejez y suplir con la experiencia lo que le falte. Hay que luchar contra la vejez de la misma manera que se debe luchar contra la enfermedad, hacer ejercicio con moderación, re­ gular el alimento y la bebida con vistas a restaurar las fuerzas, no para arruinarlas. Y no se atenderá solamente a las necesidades del cuerpo, se tendrán muchos más miramientos con las del alma y la mente: privada de alimentos, su vida se extinguirá como muere una lámpara a la que no se le echa aceite» 62. «De esta manera, el anciano es respetado cuando sabe defender­ se y mantener sus derechos, cuando protege su independencia frente

a todos y conserva la autoridad sobre los suyos. Me agrada que el joven tenga alguna de las cualidades del anciano y el anciano algu­ na de las cualidades del joven. El que viva con esta idea podrá ser viejo de cuerpo, pero su corazón se mantendrá joven. Miradme; es­ toy ocupado en la redacción de un montón de obras eruditas; asisto a todas las reuniones del Senado, donde continúo dando excelentes consejos: quien está ocupado de esta manera ni siquiera se da cuen­ ta de en qué momento ha irrumpido la vejez en su vida; se envejece dulcemente, insensiblemente, uno no se ve ruinoso de golpe, se ex­ tingue muy despacio» 63. Tercer argumento: «Veamos ahora el tercer reproche que se le hace a la vejez: tiene que renunciar a los placeres. ¡Oh! Qué placer nos produce la edad si nos libera del mayor perjuicio que tiene la juven­ tud.» El viejo moralizador va a disfrutar mucho en este punto: la pa­ sión de los placeres nos arrastra a acciones vergonzosas y crimina­ les. «Nada hay más detestable que el placer, pues su intensidad y su duración producen el efecto de apagar la luz del alma.» Debemos estar muy agradecidos a la vejez por no permitir que se desencade­ ne un apetito que no deberíamos soportar. El placer impide la re­ flexión, es enemigo de la razón... No sólo no hay que reprochar a la vejez que sepa prescindir de los placeres, sino que hay que felicitar­ la por ello. No quiere saber nada de festines, de mesas magnífica­ mente preparadas, de libaciones frecuentes; por eso desconoce la ebriedad, la indigestión, el insomnio. «Además, miradme: he lleva­ do una vida virtuosa, por eso me encuentro tan bien.» La argumentación resulta lógica en cuanto a los placeres de la mesa. Pero, ¿y el amor, el sexo para ser más exactos? La cuestión era muy debatida en la época de Catón, como hemos visto en las comedias. El anciano sale bien librado recurriendo al desprecio y la ambigüedad. Su respuesta no es clara: «Pero, se dice, los ancianos apenas experimentan esta especie de cosquilleo delicioso propio de algunos placeres. Desde luego que sí, pero no sienten necesidad de ello, y desde el momento que no lo necesitan no sufren por ser pri­ vados de él.» De acuerdo. ¿Pero seguro que no sienten esa necesi­ dad? Según las palabras que siguen, podemos dudarlo: «En primer lugar, hay que tener en cuenta que son placeres de una categoría

muy inferior, y después que, aunque no los usa con frecuencia, la vejez no se ve, sin embargo, completamente privada de ellos. Los jóve­ nes tienen una visión más inmediata de los placeres, tal vez obtie­ nen más gozo de ellos, pero los viejos, aunque los contemplan des­ de más lejos, los disfrutan también de una forma satisfactoria.» Di­ fícilmente podía afirmar Cicerón lo contrario, quien, a los sesenta años, acaba de divorciarse de Terencia, tras veintinueve años de ma­ trimonio, para casarse con su joven pupila, Publilia. De todas ma­ neras, prefiere pasar rápidamente esta página embarazosa para abordar los placeres del espíritu: «¿Cómo podrían compararse a go­ ces de esta clase los placeres de la mesa, los espectáculos o las pros­ titutas?» Y además, hay otros placeres que el anciano puede disfrutar tan­ to como los demás: por ejemplo la agricultura, es decir, la satisfac­ ción del gran propietario que ve crecer sus cosechas y dirige los tra­ bajos. Aquí, Catón-Cicerón se vuelve lírico, extasiándose ante «las bodegas llenas de vino» (que el anciano no podrá ya saborear), «la despensa generosamente provista», «los cerdos, cabritos, corderos, gallinas, leche, queso, miel», «los árboles bien alineados, el hermoso aspecto de las viñas y de los olivares». «Lo diré en pocas palabras: nada más rico en promesas y más agradable a los ojos que una tie­ rra bien cultivada, y la vejez no sólo no impide que se goce de ella, sino que nos invita a disfrutarla: ¿dónde mejor que en el campo pue­ de el anciano calentarse, bien al sol, bien al amor de la lumbre o, por el contrario, encontrar agradables sombras y aguas sanamente refrescantes?» 64. «Pero, se dice también, los ancianos son taciturnos, preocupa­ dos, irritables y difíciles para la convivencia; son, dicho en una pa­ labra, avaros. Estos son defectos de carácter, no rasgos del anciano. Sin embargo, el humor taciturno y los otros defectos de los que he hablado tal vez no son completamente condenables, aunque no ten­ gan justificación: uno se cree desdeñado, despreciado, engañado y, cuando se está quebrantado físicamente, cualquier ofensa se experi­ menta como una crueldad. Sin embargo, cuánto más dulce es la ve­ jez cuando se tiene un carácter alegre y uno ha sabido darse una bue­ na formación... No olvidéis, al escuchar mis palabras, que la vejez

que yo enaltezco es aquella que se apoya en una base sólida asen­ tada durante la juventud. Lo dije en una ocasión y todos estuvieron de acuerdo conmigo: desgraciado el anciano que necesite palabras para defenderse. La consideración no es algo que las arrugas y las canas traigan aparejado desde su aparición, es un fruto que acaba cosechando una vida recta y hermosa.» 65. Cuarto argumento: La vejez significa la cercanía de la muerte. ¿Mo­ rir? ¡Bonito asunto! Una de dos: o no hay nada después de la muer­ te, y en este caso no hay que temerla, o ella es la puerta para la vida eterna, y en este caso hay que desearla. Y Catón continúa exponien­ do las cantinelas clásicas sobre el desprecio de la muerte, a veces con extraños razonamientos: la muerte afecta más a los jóvenes que a los viejos; la prueba es que ¡muy pocos alcanzan la vejez! La conclusión es muy digna: «Si nuestro destino no es ser in­ mortales, también es deseable para el hombre que se apague cuan­ do llegue su hora, pues en la naturaleza existe una medida para to­ das las cosas, incluso para la vida. La vejez es en cierto modo el acto final de un drama y hay que temer que la pieza se prolongue hasta el punto de sentirse fatigado por ello, sobre todo cuando se está harto de vivir. Esto es cuanto tenía que decir sobre la vejez. Es­ pero que podáis llegar a conocerla y experimentar por vosotros mis­ mos la verdad de mis palabras.» La obra es hermosa, sin duda alguna. Se recoge en ella todo lo que podía decirse en la época para consolar a los ancianos, y la lec­ tura de estas páginas ha podido serenar tal vez a viejos prudentes y a viejos rentistas. Esto bastaría para garantizar sus méritos. Pero es probable que Cicerón sólo pueda convencer a los ya convertidos, a ancianos ya felices de serlo, que sin duda los hay. Los otros, con mucho los más numerosos, apenas serán impresionados por esta re­ tórica. Y podemos pensar que incluso el autor no está muy conven­ cido. Cicerón, que tiene sesenta años, dedica su tratado a su amigo Atico, de sesenta y tres años, y desde la introducción admite que su propósito es intentar consolarse de la cercanía de la ancianidad, cu­ yo peso teme: «Los años empiezan a pesarnos tanto a ti como a mí, la vejez nos acosa, llega ya a grandes pasos, mi deseo sería ali­ gerarnos a los dos de la carga que supone.» Esto demuestra la con­

vicción de que la vejez no supone por sí misma un período dichoso, y esta opinión se ve reforzada, ya lo hemos visto, por varias alusio­ nes a lo largo del libro. El hecho mismo de que Cicerón haya sen­ tido la necesidad de escribir esta consolación es bastante elocuente. La vejez que nos muestra es una vejez ideal, expuesta por un Ca­ tón de leyenda; se trata de la edad provecta de un rico y culto pro­ pietario, de buena salud, conocido y honrado, imbuido de la más alta filosofía para todos sus actos. El contenido de algunas cartas de Cicerón a Atico nos persuadirá de que este ideal está lejos de ser al­ canzado incluso por el autor. Cicerón se confía de manera más es­ pontánea en estas cartas, no destinadas a la publicación: «La vejez me vuelve malhumorado, cualquier cosa me encoleriza (confiesa).» En otra ocasión cuenta cómo la conducta de su cuñada durante una cena le había puesto furioso; «Me he portado como un burro», con­ fiesa en otro lugar 66. Su tratado, como la mayor parte de sus obras, es una ampliación de las ideas de Platón sobre el tema, y se sitúa más en el mundo de las ideas que en la cueva donde languidecen los verdaderos ancianos de carne y hueso. El único terreno en el cual los romanos han tratado siempre bien a la vejez es el del arte: la vieja pareja etrusca de Volterra, de rostros arrugados pero llenos de ternura y de emoción contenida, evocado­ res de la grandeza que tiene la fidelidad de los ancianos esposos; los retratos esculpidos de los viejos patricios, realizados a partir de las máscaras funerarias: rostros enérgicos, labios apretados, frente alta, como el famoso Patricio llevando los bustos de sus antepasados del palacio de los Conservadores en Roma; el magnífico grupo funerario, que data del reinado de Adriano, de Catón y Porcia, cuya única señal de vejez es la frente arrugada, pero que expresa grandeza, nobleza y ca­ riño; lo patético y la angustia espiritual del noble anciano vencido del relieve de los bárbaros cautivos, en la columna aureliana. La be­ lleza de estas esculturas casi podría hacernos olvidar los sarcasmos de Plauto. Una civilización que ha podido crear estas obras maes­ tras no podía ser en el fondo hostil a los ancianos. Por otra parte, el mundo romano es el primero que les ha dejado expresarse por sí mismos y el que ha dado la primera apología completa de la vejez. Pero estas imágenes contrastadas prueban, en primer lugar, que este

mundo ha tenido conciencia de la ambigüedad fundamental de la edad avanzada, noblemente trágica y ridiculamente cómica, mez­ quina en sus defectos, sublime en sus cualidades. Los romanos tienen pocos prejuicios; supieron construir un mundo cosmopolita y tolerante, donde se luchaba por el poder, pero no por la religión, la ideología o la raza; se admiraba en él lo que era grande y noble, bien fuese la obra de un Tiberio Graco de vein­ tiocho años o de un Gatón de ochenta y cuatro. Poco dado a las ge­ neralizaciones, práctico ante todo, el genio romano ha hablado de los ancianos mucho más que de la vejez, y en esto se diferencia mu­ cho del mundo griego. El mismo De senectute es más un conjunto de ejemplos individuales que un tratado sobre la vejez en general. Al rechazar las categorías y las ideas, los romanos han rechazado las simplificaciones reductoras y han mantenido la dignidad del ancia­ no. Han criticado a individuos, no un período de la vida, y han sal­ vaguardado la complejidad, las contradicciones y la ambigüedad de la vejez, sus miserias y su grandeza.

CAPITULO 5

La alta Edad Media: el anciano como símbolo en la literatura cristiana

El siglo IV es uno de los grandes hitos de la historia occidental. El cristianismo se va fortaleciendo al mismo tiempo que los bárbaros amenazan cada vez más a un Bajo Imperio romano atormentado por las guerras civiles y restaurado periódicamente por enérgicos em­ peradores como Diocleciano, Constantino y Teodosio. A partir de Constantino, la mayor parte de los emperadores son cristianos. A fi­ nales de siglo, Teodosio impone definitivamente la nueva religión: se prohíben los cultos paganos, pero falta mucho para que el pueblo se convierta por completo. Las zonas rurales aún se mantendrán fie­ les durante siglos a las antiguas creencias, y los obispos se limitarán a menudo a cambiar la terminología para disimular las prácticas se­ culares con un finísimo barniz cristiano. Las ciudades están más cris­ tianizadas, pero con la caída del Imperio de Occidente y el asenta­ miento de los bárbaros van a retroceder mucho, casi a desaparecer, viéndose reducidas a núcleos minúsculos correspondientes a las se­ des episcopales. Los nuevos recién llegados, anglos, sajones, francos, alamanes, burgundios, ostrogodos, visigodos, suevos, vándalos y, más tarde, los lombardos, arios o paganos, se convertirán rápidamente a la fe «ca­ tólica», guardando sin embargo sus costumbres bárbaras. Del siglo V al X, la «alta Edad Media», la «Edad oscura», como la llaman los anglosajones es, a pesar del renacimiento carolingio, la época

de la brutalidad en estado puro, donde la justicia se reduce a su mí­ nima expresión bajo formas caricaturescas como el wergeld, las or­ dalías y el juicio de Dios, donde los poderosos tienen como única preocupación la de masacrar y saquear, donde el arte se limita a la fabricación de espadas, cintos y alhajas, y la literatura a la copia de manuscritos en los monasterios, donde los intercambios comerciales no rebasan el ámbito señorial, y las pestes y hambres reducen la po­ blación al mínimo. Gregorio de Tours, en su Historia de los Francos, ha descrito ampliamente esos tiempos bárbaros. Naturalmente, existieron Carlomagno, Alcuino y Aquisgrán, un paréntesis de cuarenta años entre dos siglos y medio de merovingios y un siglo de normandos, húngaros y sarracenos. Pero este parénte­ sis sólo afectó a la administración y a algunos intelectuales. En po­ cas palabras, y a pesar de las excepciones que se puedan señalar aquí o allá, la imagen general de la alta Edad Media sigue siendo muy oscura. En definitiva, la única ley que se aplicó en esta época fue la ley del más fuerte, física y militarmente. Los más débiles se encomiendan a los más poderosos, que logran de esta manera tener vasallos y que sólo se someten a los que son más fuertes que ellos. El único arbitraje admitido es el de la espada. En el lugar inferior de la escala, los más vulnerables pierden hasta su libertad. Esclavi­ tud y servidumbre caracterizan a las masas campesinas. ¿Qué destino pueden tener los ancianos en un mundo semejan­ te? Débiles entre los débiles, ineptos para las armas, están muy mal cotizados en la bolsa de la vida humana que representa el wergeld, y no cuesta mucho matarlos: entre los visigodos, los ancianos de más de sesenta y cinco años son valorados en 100 sous de oro, es decir, tanto como los niños de menos de diez años, mientras que el asesi­ nato de un adolescente de catorce años está tasado en 140 sous, el de un muchacho de quince a veinte, en 150 sous, el de un hombre de veinte a cincuenta años, en 300 sous. La multa desciende a partir de los cincuenta años: 200 sous por el homicidio de un hombre de cincuenta a sesenta y cinco años. En cuanto a las mujeres, es la fun­ ción reproductora la que establece el wergeld: 250 sous de quince a cuarenta años, 200 después de los cuarenta años, casi nada después de los sesenta. Entre los francos, «en lo relativo a los homicidios, la

mujer embarazada, la madre de familia vale tres veces el precio del hombre hasta la menopausia, y muy poco después» l. Atropellados como estaban en esta sociedad brutal, ¿encontra­ ron los ancianos al menos ayuda y consuelo en la Iglesia? Se podría pensar a priori que el cristianismo, religión de los pobres y de los opri­ midos en sus comienzos, se habría erigido en defensor de los viejos. De hecho, para la Iglesia los viejos no constituyen un problema es­ pecífico. Existe el hombre, y entre los hombres están, mezclados en desorden, los pobres, las viudas, los huérfanos, los lisiados, los en­ fermos, los ancianos, sin distinción de edad ni sexo. La Iglesia los recogerá en sus hospitales, los alojará temporalmente en sus monas­ terios, pero no prestará atención especial a la vejez.

Las edades de la vida y del mundo, el simbolismo de las cifras Evidentemente, el problema de la vejez no interesa especialmen­ te a los autores cristianos. Los ancianos no aparecen prácticamente en sus obras; hay que leer cientos de volúmenes para reunir una es­ casa información relacionada con ellos. Los obispos estudian la es­ pecie humana intemporal, el hombre sin edad y sus relaciones con Dios. Encerrados en lo abstracto y lo sistemático, sólo ven en el nú­ mero de años una expresión simbólica. Esta idea se desarrolla durante el Bajo Imperio, hecho ya seña­ lado por Philippe Aries en sus estudios sobre la infancia 2. Las teo­ rías mágico-científicas de esta época vuelven a tomar las ideas de los filósofos jonios del siglo VI antes de J.C .; éstos aseguraban que existía una solidaridad fundamental entre todos los elementos del universo, entre lo natural y lo sobrenatural, entre el cosmos y la vida individual. En esta óptica aparece una división de la vida en edades que corresponde a las edades del mundo. Los escritores cristianos, apasionados por el simbolismo, hacen muy pronto suyas estas espe­ culaciones, a las cuales se presta de una forma tan evidente la in­ terpretación bíblica. A comienzos del siglo V, San Agustín, en su libro Sobre el Génesis

contra los maniqueos, desarrollaba el tema de las siete edades del mun­ do, extensión de los siete días de la creación; éstos, a su vez, corres­ ponden a las siete edades de la vida, de las cuales, la última, la ve­ jez, representa el renacer a la vida espiritual 3. Pero en su tratado Las 83 Cuestiones diversas, reducía a seis las edades de la vida, al ha­ cer que la vejez comenzara a los sesenta años y alcanzara hasta un má­ ximo de ciento veinte años. Nos encontramos de nuevo con una opinión puramente simbólica: dice, por ejemplo, que si Juan Bautista nace de padres ancianos es para manifestar a los hombres que estamos en el sexto año de la humanidad. Y se da siempre una correspondencia entre la vida espiritual, la edad física y la edad del mundo: «Hay seis edades en la vida de un hombre; la de la cuna, la infancia, la adolescencia, la juventud, la edad madura, la vejez... El hombre an­ ciano es aniquilado por la corrupción de la vejez, y el hombre inte­ rior se forma y se renueva de día en día... La vejez abarca normal­ mente tanto tiempo como las otras edades juntas. Como la vejez co­ mienza hacia los sesenta años y puede prolongarse hasta los ciento veinte, es evidente que puede ser ella sola tan larga como todas las demás edades juntas» 4. A comienzos del siglo VII, otro pilar del pensamiento medieval, Isidoro de Sevilla, tomaba de nuevo, en el libro V de sus Etimologías, la idea de la división de la vida humana en seis o siete partes: in­ fancia (hasta los siete años), pueritia (de siete a catorce años), ado­ lescencia (de catorce a veintiocho años), juventud (de veintiocho a cincuenta años), madurez (de cincuenta a setenta años) y vejez, que comienza a los setenta años, cuya última parte, senies, corresponde a la senilidad, última etapa de la decrepitud. Este maestro compi­ lador ejercerá una enorme influencia hasta el Renacimiento. Por ex­ traño que parezca, esta fragmentación de la vida humana que pro­ longa la juventud hasta los cincuenta años será recogida íntegramen­ te en el siglo XIII en El Gran Propietario de todas las cosas, vasta enci­ clopedia en latín de todos los conocimientos de la época que mani­ fiesta «la unidad fundamental de la naturaleza, la solidaridad que existe entre todos los fenómenos naturales, que no se separan de las manifestaciones sobrenaturales» 5. Esta obra será traducida a su vez al francés y publicada en 1556 6.

Entre Agustín e Isidoro, el primer gran papa medieval, Gregorio Magno (590-604), había expresado explícitamente la idea de la in­ terdependencia del envejecimiento del hombre y del mundo: «Como vivimos en un cuerpo formado por elementos de este mundo, tene­ mos que imaginarnos el fin del universo según el de este mismo cuer­ po que forma parte de él... Nuestro cuerpo es fuerte y robusto en la juventud: cuando va acercándose a la madurez comienza también a debilitarse por causa de las enfermedades; y si llega a una vejez de­ crépita, estos lánguidos restos de vida son sólo un continuo desfa­ llecimiento que se encamina a la muerte» 7. Igualmente en el siglo V, ante el espectáculo de las invasiones bárbaras, san Euger, obispo de Lyon, hablaba de «este mundo de cabellos blancos» 8. Asimis­ mo, también los escritores cristianos de los primeros siglos compa­ ran a la Iglesia, entonces muy joven, con una mujer anciana, «por­ que fue la primera en ser creada, antes de todo lo demás», dice el pastor de Hermas. Igualmente surgidas de las ideas pitagóricas son las especulacio­ nes descabelladas sobre los números, y en este orden de ideas la edad, el número de años, se convierte en un objeto puramente ale­ górico. Desde el comienzo de nuestra era, el judío Filón de Alejan­ dría (20 antes de J.C .-50 después de J.C.) se entregaba, en su inter­ pretación alegórica y platónica de la Biblia, a ejercicios de malabarismo a propósito de la edad de los patriarcas: así, el Génesis decla­ ra que Abraham abandonó Haran a los setenta y cinco años, para significar que ya había alcanzado la plenitud de su ser, el equilibrio entre las fuerzas naturales e intelectuales: «Este número es la línea que separa la naturaleza sensible y la intelectual, lo antiguo y lo nue­ vo, lo perecedero y lo imperecedero. El principio numérico de seten­ ta es inteligible, primitivo e indestructible, pero la numeración que puede aplicarse a los cinco sentidos tiene un valor sensible y de ju­ ventud» 9. Las etapas esenciales son, para muchos, los múltiplos de siete, cifra perfecta. Alcanzar los setenta años significa ya una ben­ dición; rebasarlos, un fenómeno excepcional. Esto es lo que afirma san Jerónimo, basándose no en observaciones personales, sino en el Libro de los Salmos 10. El Manual para mi hijo, escrito en el siglo IX por Dhuoda, esposa

de Bernardo, duque de Septimania, y dirigido a su hijo mayor, Gui­ llermo, contiene extrañas especulaciones sobre el número de años. Lo ideal es llegar a los cien años, pues así se puede alcanzar el pa­ raíso; el razonamiento parece desconcertante: «Los calculadores ex­ pertos cuentan hasta noventa y nueve con las falanges de la mano izquierda, pero cuando llegan al total de cien, al punto deja de in­ tervenir la izquierda y elevan alegremente la derecha para el núme­ ro cien... ¿Qué significa la mano izquierda, hijo mío, sino la vida pre­ sente, durante la cual cada uno de nosotros se desvive en el trabajo? ¿Y qué significa la mano derecha, sino la santa y verdadera patria celestial? Ojalá puedas acabar la bienaventurada centena» n .

La sabiduría es la verdadera vejez Estos juegos con las cifras muestran que el pensamiento cristia­ no de la alta Edad Media está muy poco interesado en la vejez con­ creta. Para tal concepción de la vida, la edad es ante todo un sím­ bolo, y desprecia a los paganos por su miedo a envejecer: «¿No es una gran desgracia para vosotros, paganos, envejecer y quedar re­ ducidos a maldecir la vejez, tras haber visto transcurrir vuestra ju ­ ventud sin recoger ningún fruto de la verdadera felicidad?», les dice Juan Crisóstomo, oponiendo a la desesperación del viejo pagano el gozo del viejo cristiano que recoge los frutos de su virtud 12. Por su parte, Lactancio, en La Obra del Dios creador, se burla de los filósofos que creen que la vida es demasiado corta. Para él, querer llegar a centenario es tan utópico como querer ser eterno en la tierra. La du­ ración de la vida terrenal no tiene ninguna importancia: «Ellos quie­ ren que ningún hombre muera antes de haber cumplido los cien años de su vida.» Ahora bien, piensa Lactancio, querer alcanzar la mayor vejez es una prueba de extravagancia; si el hombre es mor­ tal, es normal que pueda morir en cualquier momento 13. De todas maneras, lo importante no es la edad, sino la virtud, dice san Agus­ tín; al no ser la vejez intrínsecamente perfecta, no aporta necesaria­ mente la sabiduría 14.

En realidad, y nos encontramos de nuevo lógicamente con una idea de la sabiduría bíblica, la vejez física no es la verdadera vejez. El anciano verdadero es el sabio, cualquiera que sea su edad. Todos los autores coinciden en este punto: Gregorio Magno, hablando de san Benito, manifiesta que «desde la infancia, su corazón era el de un anciano» 15. En el siglo V, san Hilario de Arles cuenta en la Vida de san Honorato cómo éste y su hermano Venancio, siendo todavía jó­ venes, se consideraban viejos por su sabiduría y su virtud; cuando decidieron abandonar su país quisieron impedírselo: «Pues todos sus compatriotas sentían que perdían a unos padres al perder a estos jó­ venes. Verdaderamente tenían de la vejez no el brillo de los cabellos blanqueados por los años, sino el brillo de sus virtudes, no la pér­ dida de la fuerza física, sino la conducta misma de un hombre con experiencia» 16. Y añade: «Qué gravedad hay en ellos, qué madurez propia de la vejez» 17. A comienzos del siglo VIII, el Libro de Resplan­ dores, compilación de pasajes de la Escritura y de los Padres reali­ zada por Defensor, monje de Ligugé, recuerda: «Dijo Salomón: “la vejez no se contará por el número de años. Los hombres son creí­ bles por sus canas; y la edad de la vejez es una vida sin mancha y grata a los ojos de Dios... La corona de los ancianos es una gran ex­ periencia, y su gloria el temor de Dios”» 18. Orígenes, inspirándose a la vez en la Escritura, en Filón de Ale­ jandría y en el manierismo pagano del Bajo Imperio, llegará a la mis­ ma conclusión. En sus homilías sobre Josué, comentando el versí­ culo «Josué era viejo y colmado de años», recuerda: «El nombre de anciano o viejo no se atribuye en la Escritura en razón de una edad avanzada, sino que se otorga para honrar la madurez de juicio y la dignidad de la vida, sobre todo cuando se le añade al término “an­ ciano” las palabras “lleno de días”» 19. Y observa que esta expre­ sión nunca se usó aplicada a pecadores. Adán, Matusalén, Noé, no son llamados ancianos, sino multicentenarios. Abraham es el prime­ ro al que se le aplica este título, habiendo vivido, sin embargo, mu­ cho menos tiempo que los otros. San Ambrosio, en el Tratado sobre el Evangelio de san Lucas, es de la misma opinión: «Así pues, hay en la propia infancia algo así como una venerable vejez de las costum­ bres, y en la vejez una inocencia de niños, pues existe una vejez ve­

nerable, no por su duración, que no se calcula por el número de anos» 20 .

£1 anciano, imagen del pecado Los autores cristianos, en el ámbito de la moral, utilizan tam­ bién la vejez, pero siempre de forma alegórica: la decrepitud, con la fealdad que la caracteriza, les proporciona una excelente imagen del pecado. El hombre viejo es el pecador que debe regenerarse por me­ dio de la penitencia; por el contrario, la juventud es la lozanía del hombre nuevo salvado por Cristo. El pecado y el mal son tan repe­ lentes como los ancianos y, como la vejez, conducen a la muerte. La comparación era demasiado expresiva como para desaprove­ charla. Será uno de los tópicos usados por los predicadores. Juan Crisóstomo aclara esta idea en su décima homilía sobre la Epístola a los Romanos: el alma del pecador llega a ser tan abyecta y odiosa a los hombres como un anciano; ésta «es conducida al último grado del idiotismo, no diciendo más que tonterías, como los ancianos y las personas que deliran; sometida a la pituita, a la estupidez, al olvido, a la légaña, odiosa a los hombres, fácil de vencer por el de­ monio». Va incluso más allá de la imagen y llega a establecer un verdadero vínculo físico entre el pecado y la vejez. El pecado afecta al hombre en su carne, y cada vez que lo comete lo enve­ jece más: «Después de ser rejuvenecidos por la gracia, nos con­ vertimos otra vez en viejos por efecto del pecado... Cualquier clase de pecado envejece normalmente al que lo comete» 21. San Agustín dirá lo mismo en su primer tratado sobre la Epís­ tola de san Juan, donde establece la equivalencia entre el pecado y el hombre viejo, y entre el niño y el hombre regenerado. Comentan­ do en otro lugar un pasaje de Isaías —«mientras que vosotros en­ vejecéis, Yo soy»— , hace la siguiente distinción: los que alaben a Dios tendrán los cabellos blancos de la sabiduría, mientras que los demás verán marchitarse su carne 22. Por consiguiente, aparecen juntos en el anciano signos de sabiduría (las canas) y manifestacio­ nes del pecado (la piel ajada). La blancura de los cabellos propor­

ciona además otra imagen; es la marca del carácter venerable del anciano, del aspecto inmaculado de su alma y, de manera paradó­ jica, de la juventud verdadera, de la inocencia: «Según sea la cabe­ za de un anciano así serán sus obras. Veis que su cabeza se vuelve blanca y canosa a medida que se aproxima la vejez. Si un hombre envejece a un ritmo normal, por mucho que busquéis en su cabeza un solo cabello negro no lo encontraréis; de la misma manera, si nuestra vida ha sido lo suficientemente justa como para que no en­ contremos la negrura del pecado por mucho que la busquemos, nues­ tra vejez será una verdadera juventud, una lozana vejez, una vejez siempre vigorosa» 23. Por su parte, Juan Grisóstomo entona un him­ no a los cabellos blancos: «¡Honor a los cabellos blancos, no porque sintamos predilección por este color, sino porque es el color de la vir­ tud, y porque este exterior venerable nos permite adivinar que el hombre interior tiene también cabellos blancos! Pero un anciano que contradice sus canas con su conducta es por ello más ridículo» 24. Dejando aparte los cabellos, los demás signos de la vejez están marcados por el sello de la fealdad. Las descripciones de los males físicos y psicológicos de la vejez hechas por los autores cristianos no tienen nada que envidiar a los retratos realizados por Plauto y Juvenal. Incluso se puede descubrir en algunos una complacencia sal­ vaje en acentuar las taras de la decrepitud, imagen excelente a sus ojos de la vanidad de las cosas terrenales. El tema, que no es nuevo, será recuperado cientos de veces en la literatura religiosa de los si­ glos posteriores. Por consiguiente, el anciano va a servir de imagen-adefesio para testimoniar la decrepitud de la creación y la vanidad del mundo te­ rrenal. En estas condiciones, es mejor que sea lo más feo posible: «Los ojos se nublan, las orejas se ensordecen, los cabellos caen, el rostro palidece, los dientes empiezan a moverse y se caen, la piel se seca, el aliento se vuelve maloliente, se respira con dificultad, son frecuentes los ataques de tos, las rodillas vacilan, los talones y los pies se hinchan; el hombre interior, que no envejece en absoluto, se ve influido por estos signos de decrepitud, que muestran que pronto se va a derrumbar la morada del cuerpo. ¿Qué otra cosa se puede hacer, ya que está cercano el final de esta vida, sino que cada an­

ciano piense sólo en una cosa, en saber cómo podrá llegar felizmen­ te a la orilla de la vida futura?» 25. Esta descripción se la debemos a san Agustín, que añade: «Se querría unir la belleza con la vejez, siendo ambos deseos contradic­ torios; si llegáis a viejos no esperéis conservar la belleza, que huirá al ver que la vejez se acerca, pues no se puede ver convivir en una misma persona la fuerza de la belleza y las lamentaciones de la ve­ jez» 26. «No os dais cuenta de que si deseáis la vejez deseáis algo que lamentaréis cuando llegue» 27. «Pensad en el hombre: nace, cre­ ce, envejece. ¡Cuántos motivos de queja hay en la vejez! La tos, los catarros, la disminución de la vista, la inquietud, la fatiga, todo le agobia al mismo tiempo. El hombre que ha envejecido es, pues, víc­ tima de todas las miserias» 28. San Agustín saca de esto la lección siguiente: reducido a este es­ tado ruinoso, el anciano sólo debe preocuparse de buscar su salva­ ción, de fortalecer su alma, procurar la perfección y hacer buenas obras: «Conviene a los ancianos más que a los demás ocuparse de la religión, pues para ellos ya pasaron los años florecientes de este mundo presente.» San Jerónimo insiste también en el estado lamen­ table de los viejos: «¿Cuántos hay que rebasen los cien años? O, si lo consiguen, lo hacen en tal estado que lamentan haber llegado a ello» 29; Salviano, por su parte, convertido en el siglo V, monje en Lérins y después sacerdote en Marsella, clasifica a los «ancianos las­ timosos» en la categoría de los que deben inspirarnos piedad, junto con las «madres desconsoladas» y los «niños llorosos» 30.

La vejez, maldición y castigo Los autores cristianos tienen, pues, una visión pesimista de la ve­ jez. En esto son herederos de los escritos más modernos del Antiguo Testamento y de la civilización greco-romana, y de ellos toman las descripciones para utilizarlas de nuevo. Y ya que cualquier aconte­ cimiento o fenómeno terrenal tiene a sus ojos una significación es­ piritual, la vejez, que es claramente un mal, sólo puede ser un cas­ tigo divino, una maldición que pesa sobre el hombre a causa de sus

pecados. Forma parte de la dolorosa herencia de Adán, como el su­ frimiento y la muerte. Según Efrén de Nísibe, doctor de las Iglesias de lengua siria en el siglo IV, constituye incluso el castigo por exce­ lencia del pecado original. Así lo proclama en uno de los himnos dog­ máticos que eran cantados por los fieles: Adán era eternamente joven y bello en el paraíso, Pero su desprecio del orden lo convirtió en un anciano, Triste en su decrepitud, Llevando el miserable peso de la vejez 31.

Por el contrario, el paraíso es el lugar de la eterna juventud, don­ de rejuvenecerán todos los elegidos: Destina al paraíso, Vejez, tus pensamientos: Su perfume te hará rejuvenecer, Su aliento te dará juventud. ¡Sepultada quedará tu deshonra Por la magnificencia con que te vestirá! Moisés trazó para ti Esta imagen del paraíso: Sus mejillas completamente arrugadas Brillaron, radiantes, Signos de la vejez Que encuentra en el Edén el rejuvenecimiento 32.

La felicidad es completa en el paraíso, porque «nadie envejece allí, nadie muere». Desde el pecado original, el hombre se ve «hostigado por el do­ ble mal de la vejez y de la enfermedad», explica la Vida de los padres del Jura> una obra del siglo VI que relata la vida de los anacoretas de la época burgundia. Estos antiguos padres, como san Lupicio, san Oyendo, san Román, tenían una vejez muy prolongada y con­ sideraban los males de su ancianidad como un castigo divino 33. Esta opinión está ilustrada también con una anécdota contada por Teodoreto de Ciro en la primera mitad del siglo V. En la Vida de San­ tiago vemos a unas jóvenes lavanderas ocupadas en batir la ropa con

los pies, con el vestido remangado y la cabeza descubierta. Acierta a pasar el santo por allí, severo y ceñudo como debe ser un santo, y lejos de quedarse encantado por la escena se ofende, tanto más cuanto que las impúdicas jóvenes le miran sin ni siquiera cubrirse y tapar sus piernas: «El hombre de Dios tomó mal la cosa y apro­ vechó la ocasión para mostrarles el poder con objeto de librarlas de la impiedad por medio de un milagro. Maldijo la fuente y en segui­ da la corriente se secó; después maldijo a las muchachas, infligiendo una vejez prematura a su insolente juventud, y su palabra surtió efec­ to: sus cabellos negros cambiaron de color y ellas se parecieron a tier­ nos árboles que, en primavera, se llenaran de hojas de otoño» 34. Está claro que la vejez es considerada como un castigo divino. ¿Pero no podríamos ver también, en la historia que acabamos de contar, una sombra de despecho y de celos en el venerable Santiago hacia «la insolente juventud»? Imagen del pecado, símbolo de la decrepitud del mundo, sufrien­ do la maldición divina como consecuencia del pecado original, el an­ ciano tiene que ser miserable, feo y doliente. Y los autores comprue­ ban con satisfacción que la mayoría de las veces se ajusta efectiva­ mente a este modelo. Las excepciones son sospechosas. Un viejo que goce de buena salud no confirma el plan divino. Es un fenómeno que sólo puede explicarse de dos maneras: por una intervención dia­ bólica o por un favor especial de Dios hacia un ser particularmente virtuoso. San Jerónimo lo afirma explícitamente en una carta a uno de sus amigos, Pablo, un centenario extraordinariamente bien con­ servado; carta que es necesario comparar con la que Plinio el Joven escribe a Espurnina 35. Las perspectivas son completamente diferen­ tes; la carne será de ahora en adelante solamente la expresión de una realidad espiritual: mientras que para Plinio la buena salud de su viejo amigo es debida a su vida sana, para san Jerónimo es el fru­ to de una vida virtuosa: «Ya se ha cumplido el ciclo centenario de tus años; sin embargo, como siempre observas los preceptos del Se­ ñor, te ejercitas en la beatitud de la vida futura por medio del ejem­ plo que das desde ahora. Tus ojos, de mirada clara, están llenos de vida; tus pies caminan con seguridad, el oído es permeable a los so­ nidos, los dientes están blancos, la voz sonora, el cuerpo robusto y

lleno de vigor, la blancura de los cabellos contrasta con el color ro­ sado de las mejillas, tu fuerza no está en consonancia con tu edad. La extremada vejez no ha aflojado la firmeza de su memoria, como sucede la mayoría de las veces; la frialdad de la sangre no ha em­ botado lo más mínimo una mente que se ha mantenido en activi­ dad; las arrugas no contraen el rostro ni surcan la frente con seve­ ridad; por último, no es una mano temblorosa la que dirige una plu­ ma aberrante a través de sendas demasiado sinuosas trazadas en la cera. El Señor nos muestra en ti la fuerza de la resurrección futura; de donde se desprende esta lección: los demás mueren por anticipa­ do en su carne a causa del pecado, aunque estén vivos; mientras que tú, a causa de tu virtud, imitas a la adolescencia, hasta el punto de confundirte con ella en una edad completamente diferente» 36. La sana vejez no es, pues, más que una imagen, la de la virtud. Es verdad, reconoce san Jerónimo, que hay también viejos viciosos que se conservan sanos: pero es porque el diablo les ampara.

£1 anciano culpable y sin disculpa Por otra parte, si aceptamos lo que dicen los autores cristianos, los ancianos virtuosos constituyen la excepción. Parece que con los años aumenta el número y gravedad de los vicios. Lujuriosos, ava­ ros, coléricos, glotones, egoístas, los ancianos son focos de vicios, tan­ to más imperdonables cuanto que la experiencia y la sabiduría de­ berían hacerles inclinarse hacia el bien: «Ved ante vosotros un hom­ bre vicioso, corrompido, adúltero, impúdico, que se congratula con sus desórdenes, en quien los hielos de la vejez no han apagado el fue­ go de las pasiones», dice san Agustín refiriéndose a un anciano de ochenta y cuatro años, quien tras haber vivido veinticinco años con su mujer, se compró una actriz para satisfacer su pasión. El hecho de haber conseguido vivir mucho tiempo satisfaciendo al mismo tiempo sus deseos convenció a este hombre de que estaba en su de­ recho y lo curtió en sus vicios, sobre todo al comprobar que a su al­ rededor morían jóvenes que llevaban una vida virtuosa 37. Los viejos que se entregan a la vida licenciosa son mucho más

culpables que los jóvenes. Salviano de Marsella se sintió especial­ mente horrorizado al asistir a las orgías a las que se entregaban los ancianos de la alta sociedad en Tréveris en el tiempo de las invasio­ nes germánicas. La inminencia del desastre y del hundimiento del mundo civilizado les despojaba de toda moderación: «Es algo sinies­ tro relatar lo que he visto: ancianos respetables, cristianos decrépi­ tos, esclavos de la gula y el desenfreno. ¿Qué es lo primero que ten­ dríamos que reprocharles? ¿Su rango, su edad, su condición de cris­ tianos, el peligro que les amenazaba...? Allí he visto yo, el mismo que os habla, cosas lamentables: no había ninguna diferencia entre los niños y los viejos. Las mismas payasadas, la misma ligereza. To­ dos los vicios al mismo tiempo: lujuria, borracheras, inmoralidad. No había ni uno entre todos ellos que no practicase todos los vicios y se diferenciara de los demás: se divertían, se emborrachaban, se entregaban al libertinaje. Viejos y gentes de alta posición social per­ dían la vergüenza en los festines: ya estaban casi demasiado débiles para vivir, pero muy fuertes todavía para el vino, endebles para ca­ minar, robustos para beber, vacilantes en sus pasos, ágiles en sus bai­ les» 38. La vejez y la pobreza son dos circunstancias agravantes para el pecado: «Añade a esto, como dije antes, que los que los cometen son ya viejos y además pobres: dos circunstancias que agravan el de­ lito, ya que pecar en la juventud, pecar en la riqueza es algo mucho menos sorprendente. ¿Qué esperanza, qué remedio puede haber para estos hombres que no han abandonado sus impurezas habituales ni por las miserias de la pobreza ni por la decadencia de la edad...? ¿No son las personas viciosas hasta la muerte una nueva clase de monstruosidad?» 39. Encontramos la misma idea en san Ambrosio, que ha estudiado el problema en su obra La penitencia: los jóvenes poseen la excusa de su juventud cuando pecan, mientras que los viejos son inexcusa­ bles 40. Todos los manuales de confesión coinciden en este punto, y Juan Crisóstomo utiliza en sus homilías las mismas expresiones cuando fustiga el afán de placeres que comprueba en muchos viejos: «Pero cómo, me diréis, acaso no se ve a ancianos que están más co­ rrompidos que los jóvenes...? Es un gran mal que un anciano padez­ ca las enfermedades de los jóvenes... Si, al llegar a la vejez, nuestra

conducta es siempre tan vergonzosa, tan deshonrosa, ¿merecemos el nombre de ancianos, si no respetamos nuestra edad...? ¿No es ab­ surda e inexplicable la conducta del anciano que se emborracha, que frecuenta las tabernas, que va a las carreras, que sube a un escena­ rio, que corre con la multitud como un niño? Es tremendamente ver­ gonzoso y ridículo tener canas en la cabeza y la ligereza de la in­ fancia en el corazón... »Dios ha puesto una diadema en vuestra frente al daros esta co­ rona de cabellos blancos. ¿Por qué ignorar este honor? ¡Cómo que­ réis que la juventud os respete, cuando sois aun más disipados, aun más libertinos que los jóvenes...! Lo que digo no es para acusar a todos los ancianos, ¡Dios me libre! Sólo acuso aquí al anciano que se comporta como un joven... Mis reproches no van dirigidos a to­ dos los ancianos, ni ataco a la vejez en general, no soy lo suficien­ temente insensato para eso; ataco este rasgo juvenil que deshonra la vejez; estas palabras amargas van dirigidas no a los ancianos, sino a los que deshonran sus cabellos blancos. Un anciano puede ser rey, si quiere; es más rey que el soberano revestido de púrpura si refrena sus pasiones, si pisotea los vicios como viles satélites. Pero si se deja arrastrar, si se degrada, si se vuelve esclavo de la avaricia, del amor, de la vanidad, de los refinamientos de la nobleza, del vino, de la có­ lera y de los placeres, si se perfuma los cabellos, si él mismo injuria su vejez deliberadamente, ¿no merece ser castigado?» 41. Según el patriarca de Constantinopla, el ideal de la vejez en la alta sociedad de su época es completamente profano: «No hay que juzgar dejándose llevar por la opinión actual y decir que una buena vejez es la que se vive con lujo y desenfreno entre inmensas rique­ zas, rodeado de multitud de cortesanos y de un tropel de esclavos» 42. Los ancianos de las clases populares no salen mejor parados. Pasan el tiempo en el hipódromo y en los espectáculos: «Hay ancianos que van corriendo por ahí más deprisa que jóvenes en la flor de la edad, sin respeto a sus canas (siempre la cabellera como símbolo), sin te­ mor de dar un espectáculo con sus años ni de exponer a la vejez mis­ ma a la burla pública» 43. Su piedad es mínima: siempre están gi­ moteando en la iglesia, mientras que están dispuestos a soportar mil males en el hipódromo para ver las carreras. El sermón se vuelve

pintoresco para describir este contraste de actividades: «Apenas en­ tran aquí (en la iglesia) sucumben al aburrimiento, se encuentran incómodos, se dejan caer para atrás para escuchar la divina pala­ bra, se quejan de la falta de sitio, del gentío y de otras molestias pa­ recidas. Allí, donde su cabeza descubierta está expuesta al sol, pi­ soteados, apretujados, asfixiados en el barullo, maltratados de todos modos, dan la impresión de estar tumbados indolentemente en una pradera, tan felices están» 44. Aunque dice que no quiere generalizar, Juan Crisóstomo parece querer poco a los viejos. Ningún otro Padre de la Iglesia los ha cri­ ticado tanto. Para él son mucho peores que los jóvenes: «La vejez tiene algunos vicios que no tiene la juventud, y algunos otros que comparte con ella. Es perezosa, lenta, olvidadiza, tiene los sentidos embotados, es colérica... Hay, sí, incluso entre los ancianos, hom­ bres que se dejan arrastrar hasta la furia y la locura, unos después de una borrachera, otros a causa de sus penas; pues la vejez nos apor­ ta la pusilanimidad» 45. También trae consigo la embriaguez, «pues cuando la edad nos enfría nos gusta el vino con pasión... Precisa­ mente a esta edad es cuando se necesita el vino, ya que la vejez es débil» 46. Los viejos dan malos ejemplos por todas partes. Por eso no son respetados. Y a pesar de sus defectos, querrían que se les res­ petara también; se indignan cuando un joven les ofende, mientras que sólo reciben lo que se merecen: «Si un joven ofende a un ancia­ no, éste invoca rápidamente su edad y encuentra mil personas que compartirán su indignación: pero cuando se trata de formar a la ju ­ ventud, de ser para ella un modelo de virtud, no se tiene en cuenta la edad, y se muestra más pasión que los jóvenes incluso para pre­ cipitarse a los espectáculos prohibidos» 47. Por consiguiente, los an­ cianos serán más severamente castigados que los jóvenes. Sin embargo, sería fácil para ellos ser virtuosos: la edad debilita las pasiones, embota los deseos, apaga el goce. Juan Crisóstomo com­ parte aquí la opinión de Sófocles y de Platón sobre este problema muchas veces debatido: la vejez nos libera de los deseos de la carne. Las homilías sobre la Epístola de san Pablo a los Hebreos insisten en este punto: los ancianos tienen la suerte de no poder gozar ya de los placeres físicos; que la aprovechen para purificar su alma y al­

zarla sobre el tumulto de las pasiones; el vigor del alma debe susti­ tuir para ellos al vigor del cuerpo; al llegar a la meta, deben redo­ blar los esfuerzos en la carrera hacia la salvación: «El alma se for­ talece en la vejez; entonces es cuando tiene más vigor.» En el Co­ mentario sobre Isaías vuelve a retomar la misma idea: «Aquél a quien la edad ha aportado más calma, que no se ve asediado por pasiones violentas, sino que por el contrario consigue vivir fácilmente con sa­ biduría, y que puede prescindir de las cosas del siglo, será justamen­ te castigado con más severidad si muestra a una edad avanzada la misma licencia que los jóvenes» 48. San Agustín muestra unas opiniones más divididas sobre este problema, y su confusión es un poco el reflejo de la de Cicerón. Pa­ rece admitir en algunos sermones que el anciano no pueda gozar ya de los placeres de la carne: «La vejez trae consigo muchas cosas bue­ nas y muchas malas; buenas, porque nos libera de nuestras pasio­ nes, los tiranos más crueles; porque pone freno a la voluptuosidad, amansa la vivacidad, aumenta la sabiduría, da consejos llenos de madurez y, al enfriarse el ardor del cuerpo, duerme sin perder la vir­ ginidad, habiendo despreciado los placeres ofrecidos por la Sunamita» 49. En otro lugar, en cambio, confiesa que se siente acosado siem­ pre por los deseos de la concupiscencia a pesar de su edad avanza­ da. Y aunque sea menos fuerte que en los jóvenes, la tentación no es menos temible: «Nosotros mismos, que hemos envejecido en estos combates, tenemos que luchar contra enemigos menos poderosos, pero tenemos que continuar luchando. Nuestros mismos enemigos parecen estar también fatigados por la edad, pero incluso estando muy fatigados no dejan de turbar el reposo de nuestra vejez por to­ dos los medios posibles» 50. Piensa que existen dos partes en nues­ tro cuerpo que no envejecen y que nos arrastran al pecado: el «co­ razón», es decir, el centro de los malos pensamientos, y la «lengua», que los expresa. De esta manera nunca estamos fuera del alcance del mal. Por el contrario, en el siglo II Justino parece sobreentender que a partir de los cincuenta o sesenta años no hay nada que temer en lo referente a la virginidad 51. Sea lo que fuere, las mujeres viejas que se siguen maquillando para camuflar los estragos producidos por la edad se ganan las iras

de Tertuliano: «Vemos también esforzarse por pasar del blanco al negro a aquellas que lamentan haber llegado a la vejez. ¡Oh teme­ ridad! se ruboriza la edad que buscan: se comete un plagio; se sus­ pira por la juventud, edad del pecado; se echa a perder la ocasión que se tiene de mostrar gravedad. Lejos de las muchachas discretas semejante estupidez. Cuanto más cuidado ponga la vejez en disimu­ larse, más se traicionará... ¡Tenéis mucha prisa en ir hacia el Señor! ¡Estáis muy urgidas por abandonar este mundo de iniquidades, vo­ sotras que encontráis desagradable acercaros a vuestro fin!» 52. En fin, los autores cristianos reprochan confusamente a los an­ cianos distintos defectos. Según Cirilo de Alejandría, «un anciano es un ser inclinado a la mentira, que intenta que se acepten con com­ placencia sus añadidos a lo que podría querer y decir si fuere digno de fe»; «la vejez es siempre taciturna; duda mucho en salir, sobre todo si llueve»; la duda «es propia siempre de la vejez» 53. Su avan­ zada edad y su experiencia convierten a menudo a los ancianos en seres presuntuosos. Gregorio Magno relata en sus Diálogos que unas religiosas encomendaron a san Eleuterio, a la sazón muy viejo, un niño poseído por el demonio. Este último no se atrevió ya a mani­ festarse, y el santo resultó glorificado por ello: «El alma del anciano se sintió muy alborozada ante la buena salud del niño». Dijo a los hermanos congregados: «Hermanos míos, el diablo se burlaba de es­ tas hermanas, pero ahora que se ha recurrido a los servidores de Dios, ya no tiene el atrevimiento de acercarse a este niño.» Tras lo cual, por supuesto, el demonio reapareció 54. «Los ancianos que han perdido los dientes tartamudean de tal modo que parece que han vuelto a la infancia», escribe también Lactancio 55. Se les puede en­ contrar en todos los ambientes depravados, incluso entre los peores bandidos. Juan Mosco, monje que vivía cerca de Jerusalén a co­ mienzos del siglo VII relata la historia de un anciano bandolero que cometió un homicidio y denunció a su joven cómplice. Endurecido en el delito no quiso arrepentirse, al contrario que su compañero, y fue ahorcado ante el templo de Cronos 56. ¿Está el anciano todavía a tiempo de cambiar su conducta? Las opiniones están divididas. San Patricio piensa en sus Confesiones que es inútil intentar adquirir en la vejez lo que no se ha conseguido do­

minar durante la juventud 57. En cambio, una homilía del siglo IX afirma que no se debe perder la esperanza de alcanzar la santidad, incluso aunque se haya pecado hasta en la vejez; porque uno puede ser llamado a la viña del Señor a cualquier edad 58. En una carta dirigida a san Jerónimo en 415, san Agustín, con sesenta y un años, declara también: «Aunque tengáis muchos más años que yo (san Je­ rónimo tenía entonces sesenta y ocho años, lo que nos muestra la precisión de estos autores en lo referente a la edad), es ya un ancia­ no el que se dirige a vos para consultaros. Pero nunca se es dema­ siado viejo cuando se trata de aprender lo necesario; pues si es me­ jor para un anciano enseñar que aprender, vale más, sin embargo, aprender que ignorar lo que se enseña» 59. Por lo demás, los hechos parecían dar la razón a san Agustín; su época es particularmente rica en conversiones tardías: la más clamorosa de todas, que tuvo lugar hacia el año 355, fue la del célebre retórico romano Mario Vic­ torino, convertido al cristianismo a una edad muy avanzada.

Un amigo de los ancianos: Gregorio Magno En términos generales, la literatura cristiana da una visión muy negativa de la vejez. Y, al hacerlo, permanece en la línea del pen­ samiento greco-romano. Algunos testimonios de simpatía hacia los ancianos no son suficientes para alterar este panorama. De todos los autores cristianos de estos siglos de hierro, Gregorio Magno parece haber sido quien más estima ha mostrado hacia los viejos. Lo re­ cuerda con frecuencia en sus Diálogos: «Me han presentado en efec­ to a un pobre anciano, y siempre he sentido debilidad por la con­ versación de los ancianos.» Siente una verdadera amistad por el vie­ jo Fortunato, al que honra con el título de pater, como los abades, obispos y sacerdotes, cuando se trata de un simple laico. «El vene­ rable Fortunato, al que amo mucho por su edad, su conducta, su sim­ plicidad», le cuenta historias de la vida de su homónimo, san For­ tunato. A veces le encuentra un poco charlatán: «El anciano se mo­ ría de ganas por contar otras historias sobre Fortunato», y el santo pontífice no tiene siempre tiempo de escucharlo, pero se lo dice gen­

tilmente y le hace volver al día siguiente 60. Delicadeza muy poco frecuente para la época. Los ancianos son también para Gregorio los agentes del más allá: cuenta cómo un joven monje muy enfermo tuvo una visión en la cual un anciano vino a tocarle con una varilla y a anunciarle que no moriría de dicha enfermedad 61. Recordando los milagros de san Bonifacio, san Fulgencio y san Eleuterio, siem­ pre apela al testimonio de viejos clérigos, y en las historias que pre­ senta, los «venerables ancianos» ocupan casi siempre el lugar cen­ tral 62. Gregorio Magno es la excepción. Cuando no los denigran, los otros escritores sólo los tienen en cuenta como símbolos y les atri­ buyen cualidades totalmente formales. Orígenes, al hablar en sus Ho­ milías sobre los Números de los setenta ancianos entre los cuales repar­ tió Moisés el Espíritu, les concede «la pureza de corazón, la since­ ridad del alma y la capacidad de comprensión: tales son las cuali­ dades de los ancianos» 63. La vida de san Honorato muestra tam­ bién que a pesar del desprecio con que se humilla a los viejos, su reputación de sabios no ha desparecido por completo: Honorato y Venancio, todavía jóvenes, decidieron buscar la compañía de un an­ ciano antes de abandonar su país, para dar un aspecto más serio a su huida: «Para evitar que su tentativa fuera considerada como la consecuencia de una audacia juvenil, se hacen acompañar por un an­ ciano de una gravedad ideal y perfecta; como siempre le considera­ ban como su padre en Cristo, le dieron el título de Padre: es el san­ to hombre Caprais, que hasta ahora llevaba en las islas una vida evangélica» 64.

¿Obediencia a los padres u obediencia a Dios? Los autores cristianos de la primera generación rompen con la tradición latina en un punto esencial: la autoridad del pater familias debe someterse a la autoridad divina. Al escribir en un mundo pa­ gano aún en su mayoría, animan a los jóvenes a que se conviertan, conversión a la que se oponen los padres. En este caso, transforman en deber la desobediencia al padre. Hay que obedecer a Dios a pe­

sar de los padres. San Hilario de Arles pone como ejemplo el caso de san Honorato, quien provocó la desesperación de su anciano pa­ dre cuando se convirtió al cristianismo: «Su padre se creía conde­ nado en su vejez por el tipo de vida de su joven hijo.» Descendiente de una familia ilustre, el padre de san Honorato desprecia la reli­ gión cristiana, cuyos adeptos son en su mayoría de origen popular, y se esfuerza por alejar a su hijo de ella, llegando hasta «rejuvene­ cerse a sí mismo para poder convertirse en camarada de su hijo ado­ lescente», y arrastrarlo a los placeres mundanos para hacerle olvi­ dar su propósito. Pero Honorato «sólo sentía repugnancia por lo que hacía las delicias de su anciano padre» 65, e Hilario lo alaba por ha­ ber resistido en la desobediencia. San Jerónimo es todavía más duro. En su carta al monje Heliodoro le recomienda la más absoluta indiferencia ante los ruegos de los padres si éstos intentan desviarlo de la vida monástica: «... Aun­ que vuestra madre, con los cabellos en desorden, las ropas desga­ rradas, os mostrara los pechos que os amamantaron; aunque vues­ tro padre se tumbara sobre el umbral de la puerta, pisotead a vues­ tro padre, marchaos; corred sin lágrimas hacia el estandarte de la cruz. Ser insensible en semejante circunstancia, y sólo entonces, es una forma de piedad... Luego una nodriza achacosa por la vejez y un preceptor, vuestro segundo padre después del natural, os gritan: Vamos a morir, esperad un poco y enterradnos. Tal vez también vuestra madre, con los senos colgando y la frente surcada de arru­ gas, venga a repetiros las canciones que adormecían vuestra niñez... Me diréis quizá que la Escritura ordena que se obedezca a los pa­ dres. Sí, pero cualquiera que los ame más que a Cristo pierde su alma» 66. Más tarde, cuando la sociedad europea esté completamente cris­ tianizada, los autores restablecerán con firmeza el principio de obe­ diencia filial, pero éste no siempre será respetado. En el siglo IX, Dhuoda se muestra particularmente ansiosa en el Manual para mi hijo de asegurar la sumisión de su hijo Guillermo, de dieciséis años, a su padre, Bernardo de Septimania, que debía tener alrededor de los sesenta. El frecuente fallecimiento de las mujeres en el parto y los matrimonios posteriores con mujeres jóvenes, sobre todo en la no­

bleza, conducen a crear diferencias de edad muy grandes entre el pa­ dre y los hijos, y este desfase difícilmente favorece un buen enten­ dimiento. Dhuoda es consciente de ello, y dirige a su hijo citas de algunos pasajes de la Escritura: «Ampara su vejez; no lo entristez­ cas durante su vida, y no lo desprecies cuando estás en pleno vigor; honra a tu padre para poder llegar a una edad avanzada.» Escribe dos años después de la guerras provocadas por las revueltas de los hijos de Luis el Piadoso, y parece obsesionada por la posibilidad de una ruptura entre padre e hijo, «fechoría cometida por muchas per­ sonas, lo sabemos bien» 67. Hincmaro y Rábano Mauro componían también en la misma época tratados sobre la obediencia debida a los padres.

Los viejos monjes Un ejemplo evidente de la poca consideración que la Iglesia mos­ traba respecto a los ancianos nos lo proporciona la vida monástica: ese intento de realizar en la tierra la ciudad celestial. Las reglas mo­ násticas prestan muy poca atención a los monjes ancianos. La más célebre, la de san Benito, los sitúa en la categoría de los niños y re­ comienda cierta indulgencia para ellos: «Aunque la naturaleza hu­ mana se sienta por sí misma inclinada a mostrar indulgencia hacia es­ tas edades, la de los ancianos y la de los niños, la autoridad de la regla debe, sin embargo, ocuparse de ellos. Se les tendrá considera­ ción por su debilidad y no se les sujetará en modo alguno a los rigo­ res de la regla en materia de alimentos, sino que se les tratará con cariñosos miramientos y se adelantarán en las horas canónicas» 68. Pero no se plantea el conferir a la edad el menor privilegio en lo que concierne a la elección de los abades: «No se les elegirá según el or­ den de antigüedad, sino según el mérito de su vida y la sabiduría de sus enseñanzas» 69. Entre los monjes de la región del Jura, los más ancianos son equi­ parados a los enfermos, y a menudo son objeto de desprecio por par­ te de los jóvenes. Sin embargo, cuando el diablo quiere tentar a san Román, lo hace valiéndose de los consejos de un viejo monje, pen­

sando que así será mejor escuchado; y cuando, en la vida de san Lupicino, el ecónomo quiere advertir algo al abad, hace que le acom­ pañen cinco ancianos para dar más peso a sus afirmaciones 70. En el monaquismo oriental, en Séridos, al sur de Gaza, los superiores del monasterio reciben el título de «grandes ancianos». Pero lo que en estos últimos casos se respeta en la vejez es también su valor de símbolo, pues la situación concreta de los viejos monjes no tiene nada de envidiable. La Regla del maestro, conjunto de reglas monásticas de comienzos del siglo IX basadas en la de san Benito, relega a los ancianos a los empleos de porteros: «Se construirá un alojamiento para dos her­ manos decrépitos por la edad de la parte de acá de las puertas del monasterio y cerca de éstas.» Se les confiarán pequeños trabajos ma­ nuales y servirán de ejemplo de humildad para el abad: «Estos an­ cianos comerán con el abad, en consideración a su edad, según el ejemplo de perfecta humildad dado por santa Eugenia, cuando dice que no quiere mostrarse superior ni siquiera a ellos» 71. La Regla de Cartujas redactada a comienzos del siglo XII por el prior Guigues I, sólo habla de los viejos para indicar que se ha visto obligado a au­ mentar el número de los hermanos legos: «Algunos de ellos eran, efectivamente, viejos y débiles, y ya no podían trabajar» 72. En al­ gunas comunidades se quería incluso que los religiosos ancianos vol­ vieran con/ sus7Q familias, pero Salviano de Marsella está en contra de esta opimon . Obligados a ver por todas partes las huellas del pecado y las se­ ñales del castigo, los autores cristianos las descubren tanto en la muerte prematura como en la edad avanzada. Si la vida humana es tan corta, escribe san Jerónimo, es por culpa de Adán, que nos ha hecho perder la inmortalidad, y después por culpa de nuestros an­ tepasados antediluvianos, que vivían también más de novecientos años, es decir, una «semi-inmortalidad». Difícilmente podemos, des­ de Noé, esperar rebasar la centena: «La brevedad de la vida huma­ na es el castigo de los pecados, y la muerte que con frecuencia arran­ ca de la cuna al recién nacido proclama que los siglos van corrom­ piéndose de día en día. Después que el primer habitante del paraí­ so, tras ser apresado en los nudos de la serpiente, fue arrojado a la ■



tierra, y pasó de ser inmortal a estar condenado a la muerte, una vida prolongada hasta novecientos años y más, que semejaba a una segunda inmortalidad, suspendía en cierto modo la sentencia de mal­ dición pronunciada contra el hombre. Después se fue evidenciando poco a poco el recrudecimiento del pecado, y la impiedad de los más grandes ocasionó el naufragio de todo el universo. Después de esta especie de bautismo, por decirlo así, que lavó el mundo, la vida de los hombres fue encerrada en límites estrechos» 74. A pesar de la débil duración de su existencia actual, el hombre se ve alcanzado pronto por las señales de la decrepitud, y conoce con frecuencia una vejez desgraciada. Pero el anciano concreto no interesa a los autores cristianos: «El hombre interior tiene también cabellos blancos», decía Juan Crisóstomo, y este hombre interior es el que interesa a los santos padres, que tienen una actitud normati­ va y no objetiva. El problema de la vejez es abstracto y simbólico; se comprende que, finalmente, el cristianismo apenas haya hecho evolucionar la situación del anciano. Este es simplemente un ser dé­ bil, y en los hospicios no se le diferenciará de los mendigos, lisiados y enfermos. Para los santos autores no existe problema específico de la vejez, y solamente les interesa la fealdad de los viejos porque les proporciona una buena imagen del pecado, ya que la consideran con­ secuencia de éste. Otras veces, la vejez física será negada en bene­ ficio de una vejez completamente abstracta y sin relación alguna con la edad, que se convierte en sinónimo de virtud y de sabiduría.

CAPITULO 6

La alta Edad Media: indiferencia hacia la edad

La Iglesia será, a partir del siglo VI, el único elemento de unión de la joven Europa occidental, que emerge caóticamente de las ruinas de la romanitas. Pero aunque protege los restos de la civilización an­ tigua en las diócesis episcopales y los monasterios y hace que pene­ tren lentamente los nuevos valores morales y las formas de piedad características de la cristiandad, no aporta nada nuevo con respecto al lugar que ocupan los ancianos en la sociedad. Todo lo más se li­ mita a intentar que disminuyan las crueldades que se cometen con ellos, en tanto en cuanto forman parte de los débiles. Fuera del pa­ pel simbólico que les atribuye, la Iglesia no los considera nunca como grupo distinto. Por consiguiente, la condición del anciano se regirá por las costumbres paganas y se modificará al ritmo de la evolución de esta época agitada. Epoca de confusión, de diversidad, de contrastes y de contradic­ ciones. El barniz de unidad institucional y jurídica dado por el Im­ perio Romano ha sido barrido por las invasiones. Se establecen nue­ vos reinos bárbaros, a veces efímeros y siempre vacilantes. Las re­ laciones sociales yuxtaponen o combinan ciertos usos prerromanos, principalmente célticos, que no habían desaparecido nunca y que re­ surgen en las regiones más occidentales, con los restos del jus romanorum y las tradiciones germánicas, muy diversas también, de los re­ cién llegados. Nada más impreciso que este cóctel jurídico de los pe­ ríodos merovingio y carolingio; las tentativas de clarificación lleva­

das a cabo por los juristas modernos no deben engañarnos, por muy meritorias que sean. El único principio universalmente aceptado en estas sociedades, cualesquiera que sean los diversos disfraces con los que se han mostrado, es la ley del más fuerte o del más astuto, lo que viene a ser lo mismo. Y los ancianos muy pocas veces resulta­ rán ganadores en este juego. Sin embargo, ya lo veremos, su situación no fue tan deplorable como uno podría imaginarse de antemano. Las sociedades bárbaras no son las peores en el trato a los débiles. La presencia constante de elementos sobrenaturales, la multitud de tabús, la creencia en el castigo inmanente ponen freno a la brutalidad en estado puro. Todo aquello que parece entrar en relación, de cerca o de lejos, con el mundo divino, del loco al epiléptico pasando por el anciano, es objeto de un respeto supersticioso, sin que haya sin embargo reglas generales explícitas referidas a ello. Contrastes y contradicciones ca­ racterizan esencialmente este mundo y la condición de los ancianos lo ilustra de manera evidente.

La situación ambigua de los viejos guerreros En este período de intensa brutalidad el anciano se identifica a menudo con el viejo guerrero: el que no ha hallado la muerte en los combates y tiene que esperarla en la enfermedad y el deterioro. Nos encontramos aquí ya con la primera ambigüedad: si está orgulloso de dejarse matar en combate ¿no lo estará más de matar a otros y llegar a la decrepitud imbatido y cubierto de cicatrices? Esta es la desventura del héroe anglosajón Beowulf, cuya historia se nos cuen­ ta en un famoso poema épico, compuesto en Inglaterra en el siglo VIII, y que conoció en las islas británicas una fama comparable a la que alcanzó más tarde Roldán l. La acción se sitúa en los siglos V y VI al sur de Escandinavia; el invencible héroe, después de triun­ far en su lucha contra muchos dragones, se encuentra en la edad del retiro dividido entre el pesar y la satisfacción:

El era rey, Soberano sobre todas las cosas hasta el momento en que la vejez, que de­ rriba a multitudes, le privó finalmente de su orgulloso poder. Todos los vie­ jos guerreros se reúnen con él, nostálgicos, recuerdan y cantan sus hazañas pasadas; la tristeza les invade: Tocaron instrumentos musicales y rieron, cantando lais: el veterano de los Scyldings, conocedor de las sagas, se acordaba de un pasado para nosotros lejano; el audaz guerrero tocaba el arpa, el grato y gozoso instrumento, o contaba una anécdota triste y verdadera, o nos relataba la historia de una aventura maravillosa, la del rey valiente. En ella, el guerrero envejecido, cargado de años, comenzaba de nuevo a fabular su juventud y la época de su fuerza guerrera; su corazón estaba turbado y su mente se llenaba de viejos recuerdos.

Naturalmente, el viejo jefe posee ahora «la sabiduría de la edad», y reinará cincuenta años; como él, el viejo rey Edgetheow, un guerrero muy conocido entre las naciones, que había visto muchas primaveras antes de convertirse en un anciano de palacio; todos los sabios del mundo guardan de él un intenso recuerdo.

Tras la guerra lLega el tiempo de la sensatez, y los antiguos gue­ rreros forman un grupo encargado de leer los signos del destino: Y allá arriba, los sabios examinaban con Hrothgar las profundidades del lago, y pronto observaron que en las agitadas aguas ascendía sangre a la superficie y la amorataba. Los guerreros mayores, de cabellos grises, llenos de experiencia, celebraron consejo, y concluyeron que probablemente ya no verían al príncipe volver triunfante a buscar a su famoso maestro.

Pero les cuesta trabajo resignarse a este papel pasivo. Nada me­ rece la pena, y el consuelo de convertirse en un sabio cuando ya no

se puede sostener la espada es muy pequeño. Entre fuerza y sabi­ duría no hay lugar a dudas, y el viejo Beowulf, «cargado de años», quiere todavía ir a luchar: Beowulf pronunció un discurso, habló por última vez y se vanaglorió: — He participado en numerosas batallas en mi juventud; voy a participar en este combate y restablecer la gloria, como guardián de mi pueblo, a pesar de mi vejez, si este destructor maléfico se atreve a salir de su morada subterránea.

Porque, en definitiva, el guerrero puede decidir morir de una es­ tocada, de una puñalada o de un lanzazo, o bien querer conocer «la fealdad de la vejez». La vejez para Beowulf es, por consiguiente, una falsa ambigüedad, ya que no se puede elegir: el anciano se identifica con la sabiduría o no; uno se convierte en hombre experimentado por la fuerza, pero ¡cuánto mejor es tener el vigor de los músculos! Encontramos el falso dilema en otros muchos pueblos. Tácito lo había observado ya en los antiguos germanos, quienes aparentemen­ te prestaban mucha atención a la vejez: los jefes intervenían en las asambleas por orden de edad, comenzando por los más ancianos; con frecuencia, los jóvenes guerreros recibían sus armas, en una es­ pecie de armadura, de manos del padre del jefe; el ritual de las pre­ cedencias situaba la edad antes del nacimiento, la gloria guerrera y la elocuencia. Pero esto no era obstáculo para que en tiempo de paz los guerreros desocupados dejaran los trabajos domésticos y engo­ rrosos para las mujeres y los ancianos 2. Numerosas historias romanas afirman incluso que los germanos tenían costumbre de matar a los viejos. Según Procopio, entre los hérulos era costumbre que el propio anciano pidiera a su familia que le matara, lo que se hacía de una estocada antes de colocar el cuerpo sobre una hoguera 3. César sugiere una práctica idéntica en­ tre los galos. Para algunos, el rito seguido entre los escandinavos, consistente en marcar al anciano con la punta de un venablo para consagrarlo a Odín, recuerda la muerte real llevada a cabo en las épocas antiguas 4. Plinio el Viejo habla del suicidio de los viejos en­ tre los hiperbóreos. Una ley noruega, posterior a la introducción del

cristianismo, declara que los viejos y las personas que no puedan bas­ tarse por sí mismas sean metidas en un hoyo del cementerio y aban­ donadas hasta que mueran 5. Por consiguiente, es mejor para estos pueblos morir combatiendo que morir de vejez. La misma opinión imperaba entre los alanos, según Ammio M ar­ celino: «La suprema felicidad a sus ojos es perder la vida en un cam­ po de batalla; morir de vejez o por accidente es un oprobio o una cobardía que colman de horribles ultrajes» 6. La saga de Gautrecks menciona el suicidio de los viejos que se arrojaban desde lo alto de un acantilado, y Beda el Venerable testimonia una costumbre pare­ cida con ocasión de una época de hambre en Sussex 1. Sin embargo, el hecho no es frecuente, y se limita a los períodos en los cuales está en peligro la supervivencia del grupo; en circunstancias normales, la solidaridad familiar se hace cargo de los ancianos. Ciertos folcloristas piensan que los celtas también tienen la cos­ tumbre de matar a los ancianos en la época de los druidas. P. Sébillot, basándose en una tradición oral, precisa incluso que en Armórica se acaba con los viejos demasiado resistentes haciéndoles es­ calar el Mane Guen, la montaña Blanca de Guénin. En las mitolo­ gías escandinavas, germánicas y eslavas encontramos rasgos que he­ mos estudiado a propósito de los griegos: los antiguos dioses, ancia­ nos, perecieron todos combatiendo contra los jóvenes. Pero hay que ser muy prudente antes de sugerir cualquier posible relación con la existencia de un conflicto real entre generaciones y de un rechazo de los viejos entre estos pueblos tan lejanos en el tiempo.

Los primeros retirados De todas formas, parece claro que la eliminación de los viejos ha sido, como en el caso de los pueblos primitivos, una medida excep­ cional en la fase prehistórica de estos pueblos, excepto en la situa­ ción relatada por Beda. En la alta Edad Media, los celtas, los ger­ manos y los escandinavos han entrado en la historia y caminan ha­ cia la estabilidad de distinta manera. La moral cristiana pugna por

instalarse en sus costumbres, y el homicidio legal, ritual o consue­ tudinario ya no es aceptado, sea cual sea la edad de la víctima. ¿Qué pasa con los viejos? En general, la solidaridad familiar ase­ gura su subsistencia. Pero entre los ricos surge la preocupación in­ dividualista de asegurarse un retiro tranquilo, seguro y confortable, que garantice también la salvación eterna. En efecto, la Iglesia aca­ ba de crearle al hombre una preocupación suplementaria: al proble­ ma ya delicado de la supervivencia en este mundo, se añade ahora la ansiedad de tener que alcanzar la felicidad eterna en el otro. La familia, que podía subvenir a la primera necesidad en la mayoría de los casos, se ve impotente ante la segunda. Aunque la idea de soli­ daridad, de castigo o de recompensa colectivos sigue siendo esencial en el pensamiento popular, el individualismo comienza ya a insi­ nuarse entre los grupos dominantes, en la élite del saber y de la ri­ queza, que comienza a considerar la salvación como un asunto per­ sonal entre Dios y ellos mismos. Ahora bien, el anciano rico tiene un medio de asegurar su salvación poniendo los últimos días de su vida a salvo del desprecio: retirándose a un monasterio. Esta práctica, surgida en el siglo VI, marca un hito en la historia de la vejez. En primer lugar, porque introduce la idea de una rup­ tura fundamental en la vida humana y ayuda por ello a que se tome conciencia de la particularidad de la vejez. Por otra parte, la vejez se identifica con el cese de actividad, con la ruptura con el mundo profesional: el término «retiro» se irá cargando poco a poco de estos diferentes sentidos. Sin duda alguna, los viejos patricios romanos se retiraban también algunas veces a sus tierras para terminar apaci­ blemente su vida en ellas. Pero sólo se trataba de un retiro parcial. Mantenían contacto con sus amigos y su familia, continuaban lle­ vando una vida social, conservaban una actividad como propieta­ rios de la tierra, dirigiendo ellos mismos su explotación, y permane­ cían en su casa, en su propia villa, rodeados de su familia o visita­ dos por ella con frecuencia. Nada comparable con el aislamiento que representa el monaste­ rio, aunque no se lleve en él una vida de recluso. La ruptura con el mundo es en este caso mucho más radical. Y además se encuentra uno entre viejos; es el primer esbozo del asilo de ancianos, refugio

y gheto a la vez. Así se inicia la concepción moderna del aislamien­ to de los viejos, aislamiento por ahora voluntario; está ya en germen la desunión de las generaciones, y también la característica esencial de la vejez, pero en un sentido negativo: los ancianos, apartados de la vida de este mundo, están de paso; preparan la vida eterna. Ya no están por completo en este mundo, pero todavía no están en el otro. Antecámara de la vida eterna, el retiro a un monasterio asigna a la vejez su preocupación esencial: asegurar su salvación. Naturalmente, estas orientaciones son sólo esbozadas durante la alta Edad Media: el retiro sólo afecta a una escasa minoría de gran­ des personajes. Casiodoro (480-575), consejero de Teodorico y ami­ go del papa Agapito, será el primero en dar ejemplo ilustre. Pasará sus últimos años en su monasterio calabrés de Vivarium disfrutan­ do de una excepcional longevidad de noventa y cinco años. Se trata también de un retiro laborioso: instala un taller de editores y tra­ ductores y redacta tratados enciclopédicos y, con sus compañeros, trabaja para la posteridad, scribantur haec in generatione altera. La moda se extiende en el siglo VIII y sobre todo en el siglo IX, en la época carolingia, con la proliferación de los grandes monaste­ rios, Fulda, Corvey, Saint-Gall, Reichenau, S. Juan de la Peña, Sahagún, Silos, en los que hay alojamientos para los ancianos. Los monjes, que se ven beneficiados con generosas donaciones de los ri­ cos retirados, alientan el movimiento. Se prevén dos regímenes di­ ferentes: unos llevan una vida casi monástica, participando en los ofi­ cios de la comunidad y viviendo con los monjes; otros son alojados aparte y reciben una pensión alimenticia. En el monasterio de SaintGall, los contratos especifican las condiciones de mantenimiento de los retirados laicos: cada uno disfruta de una habitación particular caliente, de un vestuario renovado cada año y de una renta diaria equivalente a la de dos monjes 8. Sin embargo, algunos practican la humildad, como el rico propietario Willibald, que donó tierra a la abadía para ser recibido en el hospicio de los pobres. Su contrato preveía simplemente un alimento diario semejante al de los monjes, el suministro anual de un vestido de lana y uno de lino, de una capa cada tres años, de zapatos y de un equipamiento semejante al de los monjes. En Gysoing, cerca de Lille, los canónigos se comprometían

a alojar a un laico anciano, a servirle cada día dos panes semejantes a los suyos, una porción de guiso, un sextario de cerveza, dos litros de vino, y a darle cada año cinco sous para ropa.

Infortunios de los ancianos pobres Para los ancianos pobres no hay posibilidad de retiro voluntario. Hasta el siglo XIX éste será privativo de los privilegiados. El pobre debe continuar trabajando mientras sus fuerzas se lo permitan. Des­ pués, la comunidad familiar lo mantendrá como pueda. Pero si por desgracia está solo, se ve inmediatamente situado en la categoría de los mendigos, esta categoría indiferenciada que mezcla indistinta­ mente inválidos, enfermos, huérfanos, locos, ancianos y pordioseros de todas clases. Incluido en la masa de los «pobres», el anciano no se diferencia de sus compañeros de infortunio: pertenece a la histo­ ria más general de la pobreza 9. Durante la alta Edad Media aumenta el número de pobres como consecuencia de las invasiones y del deterioro de la condición cam­ pesina. La cristianización aún superficial y la concepción, predomi­ nante entre los eclesiásticos, de la pobreza como resultado del peca­ do y de la degradación del hombre favorecen muy poco la caridad organizada. Dios ha querido la división de los hombres entre pode­ rosos y débiles, ricos y pobres, y así hay que aceptarlo. Un hombre tan importante como Beda el Venerable no muestra ningún pesar ante la existencia de tantos pobres 10. La limosna es un deber, des­ de luego, pero está destinada a asegurar la salvación del que da; to­ davía no se habla del amor al pobre, y menos aún de su «eminente dignidad». ¿Es posible conocer el lugar que ocupan los ancianos en el mun­ do de los marginados? Se les enumera de manera indiferenciada, mezclados con los demás; con frecuencia incluso no se les menciona. C uando Rathier, obispo de Verona (890-974), evoca a los desgra­ nados de la Italia del Norte en el siglo X, menciona a las «viudas, mérfanos, cautivos, vencidos, lisiados, ciegos, cojos, tontos» n . Sin duda alguna hay viejos en cada una de estas categorías, pero nadie

piensa en hacer con ellos un grupo aparte, ya que la clasificación vie­ ne determinada por razones de pobreza. Durante mucho tiempo, los pobres no tendrán edad. Esta es una de las diferencias importantes en relación con las clases privilegiadas, en las que comienza a surgir la noción de retiro, es decir, de clases de edad. En este sentido, cualquer historia de la vejez en el mundo campesino es una tarea impo­ sible. Sin embargo, algunas informaciones nos muestran que los an­ cianos se encuentran entre los más desgraciados dentro del conjunto de los pobres. Los adivinamos en la institución del censo de pobres, cuya mención más antigua se remonta a la segunda mitad del siglo V en la Galia. Cada iglesia y cada monasterio hacen «una lista en la cual se inscribe a los pobres a quienes se entrega una parte reser­ vada»; estos privilegiados entre los desgraciados, los matriculara, re­ ciben alojamiento, víveres y vestidos; evidentemente, su número es muy restringido en relación con la abundancia de mendigos de to­ das clases, 726 en Metz y en toda su región a mediados del siglo VII, por ejemplo 12. A partir del siglo VIII, las posibilidades de ayuda se reducen aún más con las expoliaciones de las propiedades de la Iglesia llevadas a cabo por Carlos Martel y sus sucesores, y en el período carolingio, según Hincmaro, los matriculara son escogidos entre los más desgra­ ciados de los desgraciados, los ancianos y los lisiados, excluyendo a los pobres que gozan de buena salud. El número de los elegidos se convierte en una cifra simbólica: 12 en Corbie, Saint-Gall o San-Pablo de Lyon. Las asociaciones de ayuda mutua, que adivinamos en el capitulado de Herstal en el año 779 y en Inglaterra, ya no son eficaces. Algunos textos podrían hacer pensar que la caridad públi­ ca se dirigía preferentemente a los lisiados más que a los ancianos: un viejo ciego de Aix se niega a rezar para recobrar la vista, porque perdería entonces las limosnas, que debe a su ceguera y no a su ve­ jez: «¿Que necesito la vista que he perdido desde hace mucho tiem­ po? Es mucho mejor para mí carecer de ella que tenerla. Siendo cie­ go, practico la mendicidad y nadie me rechaza; se apresuran a ayu­ darme. Pero que me devuelvan la vista, y todos verán mal que pida limosna; ahora bien, soy viejo, débil y no puedo trabajar» 13.

La Iglesia difícilmente admite que la vejez constituya por sí mis­ ma un título que justifique favores y una actitud especial. En los Li­ bros de Timoteo a la Iglesia, Salviano de Marsella declara que los vie­ jos deben contentarse con lo mínimo para vivir y no tomar como pre­ texto su debilidad para reclamar más 14. Un sermón del siglo IX pide que los viejos no se aprovechen de su edad para librarse de ir a maitines cada domingo, aunque vivan lejos de la iglesia 15. En es­ tas condiciones, el anciano no puede esperar mucha conmiseración de los que le rodean, y se comprende el consejo que da el autor de Beowulf: sé generoso y haz amigos mientras eres joven, a fin de que «cuando llegue la vejez, cuando se reúnan los enemigos, permanez­ can junto a ti los fieles compañeros».

Una situación familiar precaria Pues aunque no se esté solo, poco se puede esperar de los hijos. En primer lugar, las costumbres célticas y germánicas ponen legal­ mente un término a la autoridad del padre en el momento en que éste llega a ser físicamente incapaz de hacerla respetar. Por consi­ guiente, el anciano se encuentra a merced de los que le rodean. Cé­ sar y el jurisconsulto Gayo habían observado que, entre los celtas, el padre de familia era el amo de la casa y de los suyos en sus do­ minios, y que ejercía en la Galia una patria potestas según la moda romana, con derecho de vida y de muerte sobre sus hijos 16. Los de­ rechos irlandés y galés atestiguan los mismos poderes, pero en todas partes se había establecido un límite: en Irlanda, la incapacidad del padre; en el norte del país de Gales, la emancipación del hijo con ocasión de su servicio militar, es decir, a los catorce años. El hijo salía entonces de la tutela de su padre para entrar a formar parte de la clientela del jefe a quien se le entregaba 17. El anciano perdía por tanto su control sobre la familia bastante pronto, y su autoridad sobre la matrona estaba lejos de ser tan ab­ soluta como en Roma. No era, en suma, más que el usufructuario de los bienes de la familia, a la cual debía rendir cuentas. La familia nuclear estaba integrada en un grupo mucho más amplio que no con­

feria a los ancianos ningún poder particular, aunque aseguraba su sostenimiento material. En Irlanda, el grupo estaba compuesto por el geljine (padre, hijo, nieto y bisnieto), el derbfine (abuelo, tío, primo hermano), el iarfine (tatarabuelo y tío abuelo), y el indfine (tatara­ buelo, tío bisabuelo y dos grados de primos). La solidaridad es fuer­ te, pero el jefe del grupo, que representa un papel político, jurídico y militar, es escogido por su popularidad, su riqueza y su fuerza, lo que excluye prácticamente a los ancianos. Estos dependen comple­ tamente de los demás. En el mundo germánico, en la época de las invasiones, los que no llevan armas están sometidos a la autoridad del padre, el mun­ dium, pero esta potestad cesa en el momento en que los hijos toman las armas. Solamente es perpetua esta potestad sobre la mujer y el esclavo 18. El reino merovingio perpetúa este uso. El mundium del pa­ dre de familia, que comprende el derecho de castigo sobre los hijos, incluida la pena de muerte, el derecho de dar el consentimiento a su matrimonio o a su ingreso en el clero, el derecho de representarle en los contratos y la venganza privada y administrar los bienes fa­ miliares cesa cuando el hijo cumple los catorce años, edad en la que se le entregan las armas. Esta ceremonia cayó poco a poco en desu­ so, y fue hacia los quince años cuando el muchacho se hizo respon­ sable de sí mismo. En cuanto a la mujer, sólo sale del mundium pa­ terno para someterse al de su marido. Desde ese momento, sólo pue­ de actuar con el consentimiento de éste, sólo la viudez la libera de él y, sin duda, las viudas de edad avanzada han tenido el derecho de actuar ellas mismas ante la justicia 19. Pero lo que es importante para nosotros es destacar que los ancianos, que ya no tienen auto­ ridad sobre nadie, se encuentran a merced de la buena voluntad del grupo. ¿No contribuyó este hecho a animar a los propietarios ancianos a retirarse a un monasterio a cambio de la donación de una parte de sus propiedades, a fin de asegurar sus últimos días? Esto es tanto más probable cuanto que el amor filial no parece haber sido una de las cualidades dominantes entre los grupos dirigentes merovingios y carolingios. Entre estos últimos, la autoridad del padre ya no se res­ peta desde el momento en que ya no es capaz físicamente de man­

tener su rango. La ley de los bávaros prevé explícitamente que el hijo de un jefe no debe intentar reemplazar a su padre mientras éste es poderoso, puede ayudar personalmente al rey, dirigir el ejército, montar a caballo, llevar las armas, y no es sordo ni ciego 20, lo que sugiere por una parte que los conflictos generacionales y las rebe­ liones contra el padre debían de ser frecuentes, y por otra, que los ancianos que ya no pueden mantener su rango son excluidos del po­ der. Otros textos confirman todo esto. Hemos visto en el siglo X lo ansiosa que estaba Dhuoda por mantener a su hijo en la fidelidad a su padre; Rabano Mauro, en su Liber de reverentia jiliorum erga patres et erga reges, muestra esta misma preocupación, mientras que Eginhard en su Vida de Carlomagno insiste, entre los méritos del empera­ dor, en que siempre ha honrado a su madre Berta. Los malos ejem­ plos provenían también de los grupos privilegiados. Gregorio de Tours nos muestra los casos poco frecuentes de reyes llegados a la vejez que han sido asesinados por sus hijos, impacientes por reinar. Clovis escribiría tal vez a Gloderico, hijo del viejo Sigeberto el Cojo, rey de los francos ripuarios, diciéndole: «Tu padre está viejo y cojo. Si muriera, su reino te correspondería por derecho, serías mi alia­ do.» Cloderico mata, pues, a su padre, antes de ser él mismo asesi­ nado por los enviados de Clovis. En la época carolingia, las rebelio­ nes de los hijos de Luis el Piadoso proporcionan un ilustre ejemplo. En resumen, la alta Edad Media parece haber proporcionado poca seguridad al anciano en el terreno familiar. El derecho no le es favorable. Como depende de la buena voluntad de los suyos, no goza de ninguna garantía; las costumbres brutales de la época, ape­ nas pulidas por una cristianización muy superficial, permiten adivi­ nar un destino poco envidiable para los débiles, cuyas tarifas de wergeld manifiestan claramente el escaso valor que tienen a los ojos de sus contemporáneos. Es revelador que los relatos hagiográficos re­ lativos a los datos de esta época no hagan intervenir nunca a sus abuelos. Los estudios, cada vez más numerosos, sobre la estructura familiar del mundo merovingio muestran que el papel de la familia extensa había sido exagerado hasta este momento por los historia­ dores 21. De hecho, la familia reducida, la familia nuclear, parece ha­

ber predominado en todas partes; se guarda silencio en lo relativo a los abuelos. Un silencio de mal augurio. Porque, en definitiva, ¿dónde han ido a parar estos viejos? Hoy en día no se puede sostener ya la afir­ mación de que eran casi inexistentes. Una gran proporción de los que alcanzaban la edad de veinte años tenían muchas posibilidades de llegar a los sesenta. Si no los vemos aparecer en los relatos no es porque no existen, es porque no cuentan. En Roma, los viejos ha­ cían que se hablara de ellos porque desempeñaban un papel. En la alta Edad Media, considerados desdeñables en número, son exclui­ dos de los textos, ya raros de por sí, de las leyendas, de la literatura religiosa. Los más pobres se juntan con las cohortes de mendigos; los más ricos se refugian en los monasterios. Muchos son manteni­ dos por su familia, sin duda, pero al no tener poder ni un lugar pre­ ciso, están condenados a vegetar mientras esperan la muerte. Poesías y leyendas célticas han expresado de forma patética esta condición degradante de los ancianos. Un poema épico galés del si­ glo IX cuenta la historia del viejo jefe Llywarch hen, que vivió en el siglo VI y luchó contra los sajones. Había tenido veinticuatro hijos, todos muertos en combate. Cuando llegó a viejo vio que su último hijo, Gwén, le abandonaba a su vez para ir a luchar. «El anciano no fue débil cuando era joven», dijo Gwén a su padre para conso­ larlo, recordándole que él había tenido su momento de gloria. Pero también matan a Gwén, y Llywarch se lamenta: «¡Ay de aquél que es demasiado viejo y te ha perdido!» Solo definitivamente, el viejo guerrero entona el extraordinario Canyr Henwr, el «canto del ancia­ no», amarga endecha sobre la debilidad, los achaques, la soledad, el fin de los placeres, de la amistad y del amor que caracterizan al anciano. Su canto se acerca en intensidad al del visir Ptha-Hotep, a tres mil años de distancia: «Antes de tener la espalda como un ca­ yado, fui rápido y hablador. Todos admiraban mis hazañas. Los hombres de Argoet me han prestado ayuda siempre. Aunque tenga la espalda como un cayado, fui audaz; era bien recibido en las ta­ bernas: ¡oh Powys, paraíso de Gales! Aunque tengo la espalda en­ corvada, fui hermoso; mi dardo era el primero; él daba el primer gol­ pe. Tengo la espalda encorvada, estoy pesado, inspiro lástima... Bas-

ton de madera, rama familiar, ¡sostén a un viejo nostálgico, Llywarch el viejo chocho! La vejez es una burla, y yo mismo lo soy, desde mi cabello a mis dientes, hasta el tobillo que gustó a las mujeres. Todo lo que me gustaba cuando era joven lo detesto ahora: muchacha, ex­ tranjero y caballo indómito. En realidad ya no les agrado... Soy vie­ jo, solitario, frío y deforme, después de la gloria de mi lecho (mi des­ cendencia). Soy digno de lástima, estoy completamente encorvado. Soy viejo y muy encorvado; soy inconstante e insensato. Estoy loco, soy huraño. Todo el que me amaba ya no me ama. Los jóvenes ya no me quieren; nadie se relaciona conmigo. ¡Ay! No puedo ir de acá para allá. ¡Oh, muerte, que no llegas!» 22. El alma poética de los celtas encuentra en el sueño y la imagi­ nación el único remedio posible contra la vejez: existen lugares ma­ ravillosos, bajo el mar y los lagos, que son países de eterna juven­ tud; en ciertas islas lejanas, sobre las que reinan diosas, no se enve­ jece. Así, por ejemplo, en la isla de Avalon, de las novelas de la Mesa Redonda, o en la isla de los manzanos, donde el tiempo está aboli­ do: el héroe Bran pasa en ella dos meses que son en realidad dos siglos en el mundo ordinario, verdadera anticipación poética de la relatividad. «Existimos desde el comienzo de la creación, sin vejez, sin cementerio», dicen los habitantes 23. Hasta el siglo XIX , los ancianos serán considerados en la tradi­ ción celta como los mensajeros del más allá. Se encuentran claras huellas de esta concepción hasta en las Leyendas de la muerte, de Anatole Le Braz: «La vieja de Ker Is» se aparece por la noche a dos jóvenes y les pide que la ayuden; si éstos hubieran aceptado, la ciu­ dad de Is habría resucitado; «el viejo de Tourc‘h» vuelve para ju ­ garle una mala pasada a la criada y hacerle un hijo a su viuda; «el viejo hilandero de estopas» vuelve para hilar en su habitación hasta que se haya dicho una misa por él; en Las Tres Mujeres, una viejo misterioso conoce el pasado y el futuro y sabe lo que pasa en el más allá. En varios relatos, las viejas vienen a asistir a la parturienta: si el niño nace por la noche, la más anciana se dirige hasta el umbral de la puerta para leer en las estrellas el futuro del recién nacido 24.

¿Había ancianos durante la alta Edad Media? El problema demográfico La presencia de los ancianos en estas prácticas, supersticiones y relatos paganos contrasta, de manera general, con su casi total au­ sencia en las historias cristianas. Y sin embargo, estos mismos rela­ tos hagiográficos que guardan silencio sobre los viejos hacen vivir con frecuencia a su héroe hasta una edad avanzada, incluso invero­ símil. Tal es el caso de las Vitae de los santos bretones, estudiados por Bernard Merdrignac 25. De todos estos venerables personajes, sólo Méloir y Salomón, que fueron asesinados, Goulven y Suliac, que murieron por fiebres, tienen una existencia corta. Por su parte, el anglosajón Nennius, en su Crónica de Kent, no duda en atribuir a san Patricio ochenta y cinco años de apostolado entre los irlandeses y en hacerlo morir, in good oíd age, a los ciento veinte años; en los Anales galeses se aproxima incluso a los modelos bíblicos antediluvia­ nos, al atribuir trescientos cincuenta años al obispo de Ebur 26. Y cuando los historiadores francos reconstruyen los orígenes de la di­ nastía merovingia no muestran más moderación 27: el legendario Pharamond, al que consideran yerno de Priam, vivió trescientos años, igual que sus hijos y nietos; su descendiente Clodion muere a los ciento setenta años, y el hijo de este último, Meroveo, a los cien­ to cuarenta y seis. Algunos incluso, reuniendo varias generaciones en un solo individuo, atribuyen dos mil años a Pharamond. Estas exageraciones no indican necesariamente el prestigio de la vejez en la vida real. En muchos casos, los autores se inspiran sim­ plemente en los relatos del Génesis, y estas cifras extraordinarias son utilizadas sólo para incrementar el carácter épico, heroico y sobre­ natural del relato; incluso se puede decir que por encima de los cien años estos ancianos ya no son ancianos, son héroes mitológicos que escapan a la condición humana. Estas longevidades fabulosas, lejos de testimoniar admiración por la vejez vivida son, por el contrario, un medio de facilitar a los héroes la huida de las debilidades y limi­ taciones de la decrepitud; la vejez fabulosa es una negación de la ve­ jez vivida, real. El caso contrario lo confirma: Childerico, a los ocho años, dirige los ejércitos, viola mujeres y doncellas, vuela de orgía

en desenfreno: posee ya todas las cualidades de un buen merovingio adulto. Sin embargo, no se puede afirmar por ello que se trata de una glorificación de la infancia, sino únicamente de ilustrar el ca­ rácter fabuloso del héroe, como Hércules estrangulando una serpien­ te en la cuna. La necesidad de exagerar las edades, en un sentido u otro, es señal de una insatisfacción ante la realidad; si los ancianos reales tuvieran tanto prestigio ¿por qué habría necesidad de dupli­ car o triplicar su longevidad? Si bajamos ahora de nuevo del nivel de la fábula al de la demo­ grafía, nos encontramos evidentemente con el problema de las fuen­ tes. ¿Qué representaban numéricamente los ancianos en la Europa de los siglos VI al X, y cuál era su longevidad? Dos preguntas que hacen sonreír a los demógrafos por la indigencia absoluta de docu­ mentos cuantitativos serios relativos a este período. Sin embargo, si nos guiamos por lo que dice César, los pueblos galos también ha­ cían sus censos: «En el campamento de los helvecios se encontraron registros escritos en caracteres griegos, que fueron enviados a César. Anotaban por su nombre a todos los que habían salido del país, el número de los hombres capaces aún de llevar las armas, y en lugar aparte, el de los ancianos, los niños y las mujeres» 28. Es muy lamentable que César no nos haya proporcionado cifras. Por ello nos vemos reducidos a estimaciones basadas en algunos in­ dividuos, una decena de esqueletos de cementerios merovingios aquí y allí, inscripciones funerarias, escasas indicaciones de cronistas y muchas conjeturas y razonamientos a priori. Numerosos historiado­ res, extrapolando a partir de estos pocos datos, afirman en efecto que los ancianos debían ser muy escasos en este mundo brutal y pri­ mitivo. ¿Cuántos hombres y mujeres podían atravesar las apretadas mallas de la red de la muerte, mallas cuyos nombres son entonces desnutrición, malnutrición, hambres, epidemias, guerras, falta de hi­ giene, ignorancia médica, debilidad de los niños de pecho? ¿Cuán­ tos podían llevar a cabo sin daño este temido recorrido del comba­ tiente que es entonces la vida humana y llegar a los sesenta años? Una ínfima minoría, cree Pierre Riché, que se ha dedicado con más detenimiento a estudiar estos problemas 29. Basándose en las ins­ cripciones de la necrópolis de Choulans, en Lyon, que datan del si­

glo VII, y en las de Grigny, comprueba que los sexagenarios son prácticamente inexistentes. Los textos literarios parecen indicar lo mismo: Gregorio de Tours, por ejemplo, presenta la edad de setenta años como excepcional 30. Los soberanos merovingios mueren en general jóvenes, asesina­ dos, caídos en combate o agotados por el desenfreno. Según los da­ tos aportados por Maurice Bouvier Ajam 31, su edad en el momento de la muerte sería la siguiente: F ech a

S o bera n os

F e ch a DE NACIMIENTO ( h ip o t é t ic a )

DEFUNCIÓN

E dad en el MOMENTO DE LA MUERTE A ño s

Clovis ............................ Thierry I ...................... Clodomiro.................... Childeberto I .............. Clotario I ...................... Cariberto ...................... Gontran ........................ Sigeberto I ................... Chilperico I ................. Childeberto II ............ Clotario II ................... Theodoberto II ........... Thierry II .................... Dagoberto I ................. Cariberto ...................... Sigeberto I I I ................ Clovis II ....................... Dagoberto II .............. Clotario III ................. Childerico I I ................ Thierry III .................. Chilperico I I ................ Clovis III .................... Childeberto III Childerico III ............. Dagoberto III ............. Clotario I V .................. Thierry IV ....................

467 486 492 495 497 521 545 535 539 570 584 586 587 604 606 631 632 650 652 653 654 670 682 683 714 699 700 713

511 534 524 558 561 567 592 575 584 596 629 612 613 639 632 656 657 680 673 675 691 721 695 711 751 715 719 737

45 48 32 62 64 46 47 40 45 26 45 26 26 35 26 25 25 30 21 22 38 51 13 28 41 16 19 26

de

Solamente dos reyes entre veintiocho rebasaron los sesenta años y por poca diferencia: Childeberto I (sesenta y tres años) y Clotario I (sesenta y cuatro años). Tres hijos de este último murieron a edad temprana, lo mismo que dos hijos de Chilperico I; el hijo de Cariberto murió a los tres años, el de Glotario III a los seis años. Nantilde, esposa legítima de Dagoberto, murió a los treinta y tres años, y una de sus concubinas, Ragnetrudis, a los cuarenta y tres años. Solamente la abuela de la dinastía, Clotilde, la esposa de Clo­ vis, alcanzó los setenta años (475-545). Según Gregorio de Tours, «la reina Clotilde murió, anciana y rica en buenas obras, en la ciu­ dad de Tours, en tiempos del obispo Injuriosus». Su récord fue igua­ lado tal vez por la reina Ingoberg, viuda del rey Cariberto. El mis­ mo autor, que la conoció bien y que conversó con ella poco antes de su muerte, declara: «Creo que ya había cumplido los setenta años.» También está el caso de la famosa Brunehaut, mujer de una gran belleza pasada la cincuentena, la cual, después de una existen­ cia agitada, murió en las circunstancias ya conocidas, alrededor de los ochenta años, después de tres días de torturas y lapidación, arras­ trada por un caballo al galope. A juzgar por los ejemplos aportados por la familia real, parece, en efecto, muy raro alcanzar la vejez en esta época. Pero ¿es representativa esta muestra? Basta con leer a Gregorio de Tours para convencerse de que el asesinato político ha desempeñado un papel primordial en la edad media de los podero­ sos en el momento de su muerte. Porque hay indicios que demuestran lo contrario, como sería el caso de Chindasvinto, elegido rey de los visigodos en el siglo VII a los setenta y nueve años. Siguiendo con las familias reinantes, es evi­ dente, por ejemplo, que los carolingios, que no han heredado la ma­ nía del asesinato que tenían sus predecesores, han vivido muchos más años. El precursor, Pipino de Landen, muerto en el 640, rondó probablemente los noventa años, y su mujer Iduberge vivió más de sesenta; el duque Adalgiso, padre de Pipino d’Héristal, tenía ochen­ ta y cuatro años cuando murió, y su hermao Clodulfo, obispo de Metz, noventa y dos. Si Pipino d4Héristal, Carlos Martel y Pipino el Breve no llegaron a los sesenta años, cincuenta y seis, cincuenta y cinco y cincuenta y cuatro años respectivamente, Berta la de los

Grandes Pies vivió sesenta y un años, y su famoso hijo Garlomagno, setenta y dos años. Este personaje excepcional desde numerosos puntos de vista me­ rece que nos detengamos a analizarlo un instante con más atención. Conocemos relativamente bien los últimos años del gran emperador gracias a Eginhard, y asistimos a su decadencia, salteada con ex­ traordinarios arranques de energía. Démonos cuenta de que la ima­ gen que perpetuará la leyenda, y a veces incluso la historia, es la del anciano de la barba florecida. Carlomagno se convertirá en la en­ carnación de la vejez gloriosa y vigorosa, y la fantasía popular, in­ fluida por La Canción de Roldan, se lo imaginará como un perpetuo anciano, la antítesis de un Alejandro. Con él, la vejez penetra en el mundo de los hombres de pro, y allí hará él compañía a otra ancia­ na barba, mucho más legendaria que la suya, Arturo. Pero entrará en la leyenda sólo mucho más tarde. Volveremos sobre ello. Siga­ mos ahora los últimos años históricos del emperador según va enve­ jeciendo 32. Hasta los sesenta y cuatro años, el 6 de febrero del 806, Carlo­ magno no hizo su testamento. Sigue estando muy activo, como lo prueba el número de reformas que datan de esta época. Pero es sen­ sible a los signos; al año siguiente, un eclipse de sol y el cambio de fase de Mercurio le hacen temer que su fin esté próximo, lo que no le impide, en el año 808, ir a Badén, en el norte de Verden, donde se entrevista con el rey de los daneses, y en el 810, a los sesenta y ocho años, reúne al ejército para hacer frente a la amenaza escan­ dinava. Pero por primera vez el cronista lo presenta indeciso ante el problema de si es mejor lanzar la campaña en Frisia o en Dina­ marca. El año 810 es, por lo demás, nefasto: el emperador ve morir a su hija mayor, Rotrud, después a la menor, Gisela; una epidemia azota el país; las defecciones se multiplican; sufre una mala caída del caballo. Se le ve más vacilante que nunca y ganado por el mie­ do. La angustia por su salvación le hace redactar una confesión ge­ neral de sus faltas en una carta al clero, y piensa seriamente en ab­ dicar para retirarse a un convento. No lo hará, pero el muelle está roto; el anciano va a debilitarse rápidamente de ahora en adelante. En el año 811 redacta un segundo testamento y, baldado por la gota,

considera de nuevo el retiro al convento. De todos sus hijos, sólo le queda el más débil, Luis, de treinta y dos años, al que Garlomagno designa oficialmente como sucesor en el 813. En el otoño se dedica todavía a cazar durante un mes, después trabaja en la corrección de los Evangelios: muere, al año siguiente, de una pleuresía. Arturo, que le había precedido en la leyenda, debe también una parte de su celebridad a su longevidad, que hizo de él el modelo del rey sabio y respetable, temible aún a pesar de su edad. El héroe bre­ tón, cuyo reinado se sitúa entre el 475 y el 515, debía de tener alre­ dedor de sesenta y cinco o setenta años en el momento de su muer­ te 33. Hay que subrayar, por lo demás, que los pueblos anglosajones no hacían ninguna diferencia entre las edades en lo relativo a la ta­ rifa del wergeld al contrario que los visigodos o los francos. ¿Hay que ver en ello un respeto mayor hacia los viejos? 34. Pero no solamente encontramos ancianos entre los príncipes. El cementerio de Choulans no contiene sexagenarios, pero el de la isla de Lavret, en las costas de Trégor, que data del siglo VII, contenía buen numero de septuagenarios, y el importante cartulario de la aba­ día san Víctor de Marsella, donde se enumeran los siervos del se­ ñorío, nos muestra que incluso entre esta categoría de campesinos miserables, más del 11 por 100 de los adultos rebasan los sesenta años 35: E d ad de lo s sie r v o s

50 50 80 58 37 17 6 4

tenían tenían tenían tenían tenían tenían tenían tenían

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20 25 30 40 50 60 70 80

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24 29 39 49 59 69 79 99

años años años años años años años años

Robert Etienne ha estudiado, en el límite cronológico entre el Bajo Imperio y la alta Edad Media, la demografía de la familia del poeta bordelés Ausonio, a partir de los Parentalia, conjunto de poe­

sías fúnebres redactadas en el año 384 36. El autor, que dedica la obra a los muertos de su familia, da la edad de cada uno de ellos en el momento de su muerte, y los resultados son sorprendentes: de los 14 hombres mencionados, Iulius Galippio muere a los sesenta y cin­ co años, Paulinus a los sententa y dos, Flavius Sanctus a los ochen­ ta, Ausonio mismo a los ochenta y cuatro años, Iulius Ausonius a los ochenta y ocho y Gaecilius Argicius Arborius a los noventa y dos años. La longevidad masculina es mucho mayor que la de las mujeres, de las que sólo tres, entre doce, alcanzaron los sesenta años: Iulia Dryadia (sesenta años), Aemilia Corinthia Maura y Aemilia Hilaria (sesenta y tres años). La media de edad se sitúa en cuarenta y cua­ tro años para los hombres, y en 33,7 para las mujeres. Esta diferen­ cia queda confirmada con otros estudios realizados sobre la demo­ grafía bordelesa y sobre grupos de esclavos y libertos 37. De este modo, los ancianos no constituyen en ningún caso una especie desconocida, aunque no son excesivamente numerosos. Son sobre todo hombres, ya que los riesgos de la maternidad castigan a las mujeres con mucha dureza. Una vez rebasados los veinte años, los hombres de los tiempos merovingios y carolingios tenían una lon­ gevidad probablemente semejante a la nuestra, y si las fuentes no hablan de los ancianos es fundamentalmente porque desempeñan una función social insignificante y viven como seres dependientes y a cargo de su familia.

Importancia de los ancianos en el clero Hay sin embargo un medio donde los ancianos son particular­ mente numerosos: la Iglesia. Si los eclesiásticos conceden poco lu­ gar a la vejez en sus escritos, como hemos visto, conocen sin embar­ go en su propia carne lo que significa ser viejo. Innumerables obis­ pos y monjes alcanzan una edad muy avanzada, lo que es fácilmen­ te comprensible: el carácter sagrado de su persona les pone a salvo la mayoría de las veces, aunque no siempre, de los asesinatos que diezman el mundo político. Disfrutan de un nivel de vida superior

al del resto de la población, se alimentan de manera más equilibra­ da, se ven menos afectados por las epidemias y carestías de víveres; los monasterios son los únicos reductos de paz, fuera del alcance, en términos relativos, de las masacres; el ascetismo de muchos monjes y ermitaños es una garantía de su resistencia física, a menudo fuera de lo común. Considerada desde este punto de vista, no nos puede sorprender mucho que la longevidad haya podido ser considerada como un sig­ no de vida virtuosa y de recompensa divina. San Antonio, el padre del monacato, es el prototipo de estos ermitaños protegidos de las contaminaciones gracias a la vida sana y ascética del desierto: «Entonces lo vieron, por primera vez, los que venían a verlo. Que­ daron admirados: su aspecto seguía siendo el mismo; no había en­ gordado por la falta de ejercicio físico, ni enflaquecido por los ayu­ nos y la lucha contra los demonios, sino que estaba tal como lo ha­ bían conocido antes de su retiro» 38. ¡Magnífico anciano de ciento cinco años (251-356)! Así nos lo describe san Atanasio, obispo de Alejandría. Y tantos otros monjes orientales que vivieron hasta una extrema vejez, a semejanza de Simeón «el Joven», que murió en lo alto de su columna, a los setenta y cinco años, en el 592. En Occidente, en el Berry, el ermitaño Patroclo rebasó los ochenta años; santa Geno­ veva los noventa; san Benito de Aniane los setenta (750-821); el abad san Guillermo de Volpiano murió a los sesenta y nueve años (962-1031); Teodoro de Tarsis, elegido por el papa para ser nom­ brado arzobispo de Canterbury a los sesenta y siete años, en el siglo VII, permaneció activo hasta los ochenta y ocho años. Venancio For­ tunato es también nombrado obispo a los sesenta y siete años, en Poitiers, y murió tres años más tarde. Salviano de Marsella vivió no­ venta y cuatro años (390-484); el famoso Hincmaro, arzobispo de Reims, setenta y seis años (806-882); san Germán PAuxerrois, se­ tenta años (378-448); san Germán, obispo de París, ochenta años (486-576); san Germán, obispo de Gyzique, noventa y nueve años (634-733); san Bonifacio, setenta y cuatro años (680-754); san Lam­ berto, setenta años (635-705), igual que el cronista Eginhard (770-840). La mayor parte de estos venerables personajes fueron no­

tablemente activos hasta el final, siguiendo el ejemplo de Bonifacio, asesinado en pleno apostolado. Y aún podemos añadir a san Golombano, muerto a los setenta y cinco años (540-615), Walbert, abad de Luxeuil, muerto a los se­ senta y seis años (604-670), Isidoro de Sevilla, muerto a los setenta y seis años (560-636), san Euger, elegido obispo de Lyon a los se­ senta y cinco años en el 435, y que lo fue hasta los ochenta años (370-450). Añadamos los sesenta y siete años de Efrén de Nísibe (306-373), los setenta y ocho años de Atanasio, obispo de Alejan­ dría (295-373), los sesenta y dos de Juan Grisóstomo (345-407), los setenta y cuatro de Cirilo de Jerusalén (313-387), los setenta y tres de san Jerónimo (347-420), los setenta y seis de san Agustín (354-430), los setenta y ocho de san Ireneo (130-208), los sesenta y siete de Orígenes (185-252), los setenta y cinco de Eusebio de Cesarea (265-340), y los ochenta y seis años de san Bernardo de Menthon, fundador de los hospicios del Pequeño y del Gran San Bernar­ do (923-1009), los cien años de Narsai, organizador de la Iglesia nestoriana persa (402-502), los ochenta y cuatro de Rathier, obispo de Verona (890-974), los setenta de Patricio (390-460), los ochenta y dos de Máximo el Confesor (580-662), los setenta y nueva de Juan Moschus (540-619), los sesenta y siete de san Benito de Nursia (480-547), los ochenta de Lactancio (245-325). Y cuando san Agus­ tín escribe a los primados de la Iglesia, son siempre ancianos a los que se dirige: el primado Aurelio, el primado Donaciano y el pri­ mado de Numidia son «santos ancianos» 39. Más significativa aún que la longevidad es la edad a la que son elegidos los obispos y los misioneros. La diversidad más grande pre­ side el reclutamiento, lo que prueba una vez más que tanto en la teo­ ría como en la práctica la Iglesia no tiene en cuenta para nada la edad: a los cuarenta años san Germán llega a ser obispo de Auxerre, mientras que su homónimo es nombrado patriarca de Constantinopla ¡a los ochenta y un años! Esta diversidad la encontramos también entre los papas, elegidos de todas las edades, desde Juan XI (931-936), que contaba apenas veinte años, algunos dicen inclu­ so que quince o dieciséis, hasta Agathón (678-682), del que se ha dicho que tenía ciento tres años. El nombramiento del pontífice era

a menudo, en esta época, sólo un asunto entre clanes romanos, a los que se añade la intervención del emperador a partir del siglo IX. Por consiguiente, no se puede sacar ninguna conclusión relativa a la actitud de la Iglesia con respecto a la edad, sino simplemente com­ probar que se tenía tendencia a confiar la responsabilidad suprema a hombres que habían alcanzado ampliamente la edad madura. De los veinte papas de este período cuya edad conocemos, la me­ dia al comienzo del pontificado se establece en los 54,3 años, lo que invalida completamente los supuestos de Simone de Beauvoir, quien declaraba que los papas de la Edad Media eran hombres jóvenes 40. Siete de veinte pontífices tenían sesenta años o más en el momento de su elección: Siricio (384-398) tenía setenta y seis años, Silverio (536-538), también setenta y seis años, y Agathon, ya mencionado, más de cien años. La edad media en el momento de la muerte se establece en 65,2 años. Dámaso I (366-384) y Sixto III (432-440) tenían ochenta años. Si bien es exagerado hablar de «gerontocracia pontifical» en el caso de la alta Edad Media, no es menos cierto que, en esta época, los papas son las personalidades más ancianas del mundo religioso y político a la vez. Reyes y emperadores son mucho más jóvenes; excepto Carlomagno, rara vez llegan a los setenta años: Luis el Piadoso murió a los setenta y dos años, y Carlos el Calvo a los cincuenta y cuatro. Los dirigentes eclesiásticos son, y así sigue siendo en nuestros días, claramente más ancianos que los persona­ jes políticos. ¿Podemos encontrar aquí una de las razones del carácter siem­ pre más conservador de la Iglesia? Sin duda es demasiado pronto para responder a esta pregunta. Señalemos simplemente la tenden­ cia del episcopado a atribuir responsabilidades a los más ancianos: en Numidia los obispos reconocían como primado no al titular de una sede determinada, sino a su decano, senex, por antigüedad en el episcopado 41. Además, la Iglesia de los primeros siglos atribuía un lugar especial a las mujeres ancianas, con tal de que fueran viudas, reclutadas entre las que tenían más de sesenta años, sólo habían es­ tado casadas una vez, habían ejercido la hospitalidad y practicado buenas obras. Su cometido era ascético, contemplativo y catequísti­ co al mismo tiempo 42.

F ech a s

P apas

del P o n t if ic a d o

Silvestre I .................... Julio I ............................ Dámaso I ...................... Siricio ........................... Sixto III ....................... León I .......................... Simplicio....................... Silverio ......................... Gregorio Magno ........ Teodoro I .................... Martín I ....................... Agathon ........................ León III ....................... Sergio II ....................... León I V ........................ Nicolás I ....................... Juan VIII ..................... Juan XI ........................ Gregorio V .................. Silvestre I I ...................

314-335 337-352 366-384 384-398 432-440 440-461 467-483 536-538 590-604 642-649 649-655 678-682 795-816 844-847 847-855 858-867 872-882 931-936 996-999 999-1003

E dad A LA QUE FUERON ELEGIDOS A ños

E dad en el MOMENTO DE LA MUERTE A ñ os

44 57 62 60 62 50 47 76 50 62 59 103? 45 44 47 58 52 20 24 64

65 72 80 74 80 71 63 78 64 69 65 107? 66 47 55 67 62 25 27 68

Pero queda aún por establecer la relación entre vejez y conser­ vadurismo. En el concilio de Gonstantinopla, en el año 381, según cuenta Gregorio Nacianceno, los ancianos no eran los menos exci­ tados: «Los obispos parloteaban como una bandada de cotorras reu­ nidas. Había un estrépito de niños, el ruido de un taller completa­ mente nuevo, una ráfaga de polvo, un verdadero huracán... Discu­ tían sin orden y se abalanzaban directamente al rostro, como avis­ pas, todos al mismo tiempo. Los ancianos venerables, lejos de cal­ mar a los jóvenes, les pisaban los talones...» 43. Las corrientes hete­ rodoxas o heréticas son lanzadas muy a menudo por hombres de edad avanzada, los cuales dan muestra de una notable audacia de pensamiento. Si Nestorio sólo tenía cincuenta años cuando inició el

debate sobre las naturalezas de Cristo, fue un viejo monje de más de setenta años, Eutiquio, quien llevó la herejía a un grado supe­ rior, afirmando que en Jesús la naturaleza divina había absorbido la humanidad, poniendo los cimientos de la doctrina monofisita. Apolinar de Laodicea, de la misma edad, encontraba una solución intermedia, a propósito de la misma querella, afirmando que Cristo no tenía alma humana. Arrio tenía alrededor de sesenta y cinco años cuando comenzó a negar, en 320, la divinidad de Cristo; Narsai era casi centenario cuando difundió el nestorianismo en Persia a finales del siglo V. Estos ejemplos bastarán por el momento al menos para mantener la duda sobre la pretendida actitud conservadora y la fal­ ta de apertura de la vejez. ¿No fue un papa de ochenta y un atños quien convocó el concilio más revolucionario de la historia moder­ na, el Vaticano II?

£1 papel político de los ancianos El mundo de la política de la alta Edad Media ha sabido tam­ bién sacar partido de las posibilidades de la vejez. Ciertos reinos bár­ baros tienen un consejo de ancianos. En Gran Bretaña, Nennio lo menciona en varias ocasiones en su Kentish Chronicle: cuando Hengist, rey de los anglos, decide conceder a su hija en matrimonio a Vortigern, rey bretón, convoca a su consejo de los ancianos para de­ cidir acerca de lo que se va a pedir a cambio; Vortigern hace lo mis­ mo, pero sus 300 ancianos serán masacrados por sorpresa por los an­ glos 44. Entre los merovingios, los viejos desempeñan un papel esen­ cial en la justicia, si es que se puede hablar de justicia en esta épo­ ca. El conde es ayudado en el tribunal por «gentes honorables», no­ tables laicos y eclesiásticos que son de hecho los más ancianos de la región. En el norte y en el este de Austrasia estos asesores son nom­ brados de forma vitalicia: donominados rachimbourgs, son automáti­ camente los ancianos de los pueblos, y su decano, el thungin, que por lo tanto es necesariamente un anciano, puede ser habilitado, en au­ sencia del conde, para presidir el tribunal. «Los rachimbourgs son ver­ daderos jurados, que tienen voz deliberativa cuando se determina la

sentencia y que pueden interponer apelación ante el rey o el mayor­ domo de palacio si consideran que el conde se ha extralimitado en sus derechos, sobre todo desatendiendo la opinión mayoritaria» 45. El tribunal está presidido en cada pueblo por el decano de la comu­ nidad. El medio real está compuesto, en una palabra, por una sorpren­ dente cantidad de viejos consejeros. Tras la fachada de jóvenes re­ yes abatidos por el desenfreno y el asesinato, descubrimos persona­ jes relativamente ancianos, quienes aseguran una cierta continuidad de la política. Así sucede en la época de Dagoberto, relativamente mejor conocida (629-639) 46. En su infancia, el rey había sido edu­ cado en contacto con viejos nobles y mujeres de grandes cualidades que velaban por su salud. Durante su reinado está rodeado por el mayordomo de palacio de Neustria, Landri, antiguo amante de Frenegonda, de más de setenta años; por el senescal, especie de mayor­ domo superior, que es el más viejo servidor del rey; por el refrenda­ rio Bobbon, tan anciano que se le pone como apoyo a su secretario, Ouen, futuro obispo de Rouen, que morirá a los setenta y nueve años en 683; por el mayordomo de palacio de Austrasia, Pipino de Landen, de setenta y ocho años, que estará activo hasta su muerte en 640, a los ochenta y nueve años; por el mayordomo de palacio de Borgoña, Warnachaire, también él muy anciano pero dominado por su hijo Godin; por Arnoul, obispo de Metz, que morirá un año después que Dagoberto, a los sesenta años; por Faron, obispo de Meaux, que morirá en 672 con más de setenta años; por el obispo de Therouanne, Omer, que vivirá setenta y tres años (597-670); por Wandrille, conde del palacio, que vivirá también más de setenta años; por el duque Adalgiso, que acabará sus días a los ochenta y cuatro años (601-685); por Clodulfo, obispo de Metz, que casi llega a alcanzar los cien años (604-696). Si bien algunos de estos perso­ najes pertenecen a la generación de Dagoberto, sus tres principales consejeros son claramente mayores que él: el famoso Eloy, nacido en 588, tiene cincuenta y un años a la muerte del rey, pero vivirá aún veintiún años más; Didier, obispo de Cahors, nacido en 580, tie­ ne veinticuatro años más que el rey y morirá a los setenta y cinco años; y sobre todo el gran hombre del reinado, Ega, primer minis­

tro, hombre para todo, nombrado en 637 mayordomo de palacio de Clovis II, tan excelente administrador como estratega, que contaba sesenta y cuatro años a la muerte del rey. Se descubre así, no sin sorpresa, que este período merovingio, tras su fachada agitada y anárquica, llena de furor, de ruidos, de ma­ sacres, saqueos, asesinatos, donde se agitan jóvenes y feroces tira­ nos, posee una vieja armadura de viejos políticos, en su mayoría ecle­ siásticos, que aseguran la continuidad de la vida administrativa. La dinastía de los merovingios va a deber en parte su duración de dos­ cientos cincuenta años a este conjunto de ancianos, más que a la re­ tahila de jóvenes sanguinarios que ocuparon el trono de Clovis a Childerico.

£1 arte: el anciano estereotipado La alta Edad Media es por tanto una época de grandes contras­ tes. Los ancianos no están ausentes, aunque las fuentes no hablen apenas de ellos. En las clases humildes están a merced de los más jóvenes, pero desempeñan un papel en relación con lo sobrenatural. Entre los poderosos, no tienen ningún privilegio por derecho, pero están en posesión de muchos cargos importantes, particularmente en la Iglesia. Según el derecho, matarlos no cuesta muy caro, pero están con frecuencia al frente de los tribunales. La elocuencia ecle­ siástica los trata con dureza, pero son ellos quienes dirigen la Igle­ sia. En este mundo guerrero no tienen ya ningún valor, pero en este mundo iletrado son los testigos y la experiencia. De hecho, la alta Edad Media casi no tiene conciencia de lo que significa concretamente la vejez. En una sociedad rural sumamente frustrada, donde salvo entre los poderosos nadie tiene una idea pre­ cisa de su edad, y donde, en condiciones de vida sumamente duras, el aspecto físico se deteriora prematuramente, la diferencia entre el individuo de cuarenta años y uno de sesenta o de setenta años debía de ser mucho menor de lo que es en la actualidad. En un mundo donde, salvo entre algunos grandes propietarios, nadie se retira, la

diferencia solamente se encuentra entre adultos y adultos entrados en años. El arte manifiesta esta indiferenciación. Se trata esencialmente de un arte cristiano, que desde el principio es desfavorable a cual­ quier tendencia realista. El simbolismo ocupa un lugar muy impor­ tante en este campo, y el hombre está escasamente representado en él. Durante los primeros siglos se ve con frecuencia en los frescos la figura de Cristo, joven parecido a Orfeo. Los primeros ancianos apa­ recen en los evangelios coptos y siriacos del siglo VI, como Eusebio de Cesarea y Ammonio de Alejandría, en el evangeliario de Rabula. Pero los signos de la vejez aparecen estereotipados: largos cabellos y largas barbas blancas; a veces se añaden las arrugas, como en dos de los evangelistas del púlpito de marfil del arzobispo Maximiano de Rávena (mediados del siglo V I), o en los marfiles de la escuela helenística de Antioco. El famoso mosaico de San Apolinar el Nue­ vo, en Rávena, que data de la misma época, tiene también el interés de sugerir una diferencia de edad entre los reyes magos que llevan sus ofrendas. El primero, Gaspar, es visiblemente un anciano, con la barba y los cabellos blancos, mientras que el segundo es imberbe y el tercero tiene la barba y los cabellos negros. Se puede observar también el lugar preferente dado a la vejez, pues el más viejo está en cabeza, así como una completa indiferencia con respecto a la edad, pues estos tres sabios abarcan a la vez a un joven, un hombre maduro y un viejo. El arte merovingio no entrará en estas últimas sutilezas. En él la estilización es extrema. En cuanto a los retratos carolingios, tam­ bién son estereotipados; los viejos tienen la barba blanca y a veces son calvos. San Juan, en el evangeliario de Godescalc (hacia 781-783), lleva una pequeña barba y el pelo corto. Nada en él es re­ flejo de la vejez, de la que la Edad Media no se preocupa, decidi­ damente, casi nada.

CAPITULO 7

Los siglos XI al XIII: la diversidad social y cultural de la vejez

Los primeros años del siglo XI marcan, sin ninguna duda, el co­ mienzo de una nueva era en Europa. Más allá de sus legendarios terrores, el año mil, así como los que le sucedieron fue, aunque pa­ rezca imposible, un hito esencial en la historia de la cristiandad. Su­ puso, en lo profundo, el fin de las grandes epidemias y carestías, la expansión demográfica, las roturaciones, la estabilización del régi­ men feudal, el reconocimiento del comercio y de las ciudades. En lo superficial: las nuevas dinastías, de los capetos y de los otoñes, los primeros torreones de piedra, el «blanco manto» de iglesias, la pe­ regrinación a Santiago, pronto las primeras corrientes de reforma re­ ligiosa. El año mil es un nuevo comienzo: doscientos cincuenta a tres­ cientos años de Edad Media «clásica». Esta «hermosa» Edad Me­ dia se terminará, según las zonas, entre 1270 y 1330, y la peste ne­ gra le dará el golpe de gracia en 1348. Así pues, el verano medieval brilla entre el comienzo del siglo XI y el del siglo XIV. Se alcanza un relativo equilibrio, que produce al­ gunas flores magníficas: catedrales, castillos, dialéctica y escolásti­ ca, cistercienses y mendicantes, san Bernardo y san Francisco. Pero no idealicemos: estas flores crecen en la inmensa turbera de la mi­ seria campesina. De la civilización medieval sólo nos queda el fino barniz: el arte y la literatura. Tras esta máscara se escondían los sufrimientos del mundo rural y, por más que se diga, la Edad Media sigue siendo la Edad Media,

es decir, un período en el cual no era bueno ser siervo o villano. En los inicios del siglo XI, el arzobispo Adalberon recordaba las tres grandes divisiones de la sociedad: oratores, bellatores, laboratores (sa­ cerdotes, guerreros, campesinos). Estos últimos, la inmensa mayo­ ría, permiten con su trabajo que los primeros, la pequeña minoría, se instruyan y recen y que los segundos luchen. Gracias a su labor se construye la fachada de la Edad Media, grandiosa y simbólica como la fachada de una catedral. Pero esta Edad Media refinada, esta Edad Media de claustros, de palacios episcopales, de frescos y estatuas góticas, de universidades y de castillos, ¿a cuántos hombres importa de verdad? ¿Cuántos hombres la comprenden y se sirven de ella? La Edad Media es una época dura, ni peor ni mejor que los pe­ ríodos que la preceden y la siguen. Ha llevado a cabo grandes em­ presas gracias a sus élites clericales, pero su miseria sigue siendo pro­ funda. Llena de contrastes como está, ha podido producir al mismo tiempo a Francisco de Asís y a Simón de Monfort, y aceptarlos a los dos. Tanto el uno como el otro reciben la bendición del pontífi­ ce, uno para servir a sus hermanos, el otro para masacrarlos. Mun­ do sorprendente y sin matices donde conviven lo sublime y lo bes­ tial, a veces en la misma persona, y que parece ignorar la medianía, la mediocridad.

La vejez del mundo y las edades de la vida: un juego de intelectuales Atendiendo a sus élites, ya que son las únicas que se han mani­ festado, este mundo se considera viejo. A partir de la llegada de Cris­ to, punto central de la historia desde los trabajos de Dionisio el Pe­ queño en el siglo VI, la humanidad ha comenzado su decadencia y avanza hacia su fin: «Vemos que el mundo desfallece y exhala, por así decirlo, el último aliento de la extrema vejez», escribía Otón de Freising en su crónica. Según Honorio de Autun, el mundo ha co­ nocido la infancia, la juventud, la adolescencia, la edad madura y la vejez, y estas diferentes etapas han estado representadas por la

creación de Adán, la ley de Noé, la vocación de Abraham, la mo­ narquía de David, el exilio de Babilonia y el nacimiento de Cristo. Por consiguiente, el fin está próximo, y Hugo de San-Víctor encuen­ tra un signo de ello en el desplazamiento del centro de la civiliza­ ción hacia el oeste: «La divina Providencia ha ordenado que el go­ bierno universal, que en los comienzos del mundo se encontraba en Oriente, a medida que el tiempo se acerca a su fin se desplazase ha­ cia Occidente para advertirnos que el fin del mundo está próximo, pues el curso de los acontecimientos ha llegado ya hasta el extremo del universo.» Esta idea del envejecimiento del mundo va acompañada para muchos de una visión pesimista de su época. El mundo, viejo, se en­ coge como un anciano; los hombres empequeñecen. En el siglo XIII, Guiot de Provins afirma: «Los hombres de antaño eran hermosos y altos. Los de ahora son niños y enanos.» Se lamentan de las desgra­ cias y la decadencia del presente: «La juventud ya no quiere apren­ der nada, la ciencia está en decadencia, el mundo entero va de ca­ beza, ciegos conducen a otros ciegos y los arrojan a los precipicios... Lo que antes se había condenado se ensalza ahora. Todo se ha des­ viado de su cauce» l. Gon frecuencia se considera el tiempo bajo su aspecto nefasto: es el anciano-tiempo, alado y descarnado, que lleva una hoz, el que aparece en la estatuaria de las catedrales. El tiempo es causa de decadencia y de decrepitud. La vejez del mundo sólo acrecentará sus males y no mejorará nada. Saturno, nombre roma­ no de Cronos, es el planeta más lejano y más lento, y de él se piensa que es frío y seco. Se le asocia con la senilidad y la muerte y se le representa como un anciano con una muleta o una hoz. Sin embargo, la vejez puede tener ventajas para la gente: san Buenaventura destaca el aumento de los conocimientos humanos que se deriva de ella, y Bernardo de Chartres establece esta compara­ ción que se ha hecho célebre: «Somos enanos montados en los hom­ bros de gigantes, pero vemos más lejos que ellos.» A pesar de todo, predomina el pesimismo. El mundo está viejo y decrépito, y todo va peor. El fin está cercano. Todo esto no augura nada bueno, en el mundo imaginario me­ dieval, para la concepción de la vejez humana. Los esquemas clási-

eos de las edades de la vida dan en efecto una sombría imagen del último período. La división de la vida en cuatro, seis o siete partes era, como ya hemos visto, una idea muy antigua, puesta de nuevo de moda por Isidoro de Sevilla. Desde entonces se la encontrará a cada paso. Se perfecciona y se concreta en el siglo XIII, particular­ mente en la famosa enciclopedia en latín, El Gran Propietario de todas las cosas, célebre más tarde gracias a la traducción al francés en 1556. Encontramos en ella la concepción clásica de la unidad fundamen­ tal del universo, espiritual y material, sobrenatural y natural. Todo es solidario: el ciclo de las estaciones, el movimiento de los planetas, la historia, el desarrollo de la vida humana, los temperamentos, los elementos y el simbolismo de los nombres. Todo está íntimamente relacionado, todo repercute sobre todo, todo es imagen de todo; en este mundo todo es a la vez realidad y símbolo. Las edades de la vida son un ejemplo de ello; según El Gran Propietario hay siete, que corresponden a los siete planetas: infancia, pueritia, adolescencia, ju ­ ventud, senecté, vejez, senies. Veamos las características que de cada una se nos dan: «La primera edad es la infancia, en la que nacen los dientes, y esta edad comienza en el momento del nacimiento del niño y dura hasta los siete años, y en esta edad al nacido se le llama infante, que equivale a decir el que no habla, porque en esta edad no puede ha­ blar bien y formar perfectamente sus palabras, ya que aún no tiene los dientes bien ordenados ni firmes, como dicen Isidoro y Constan­ tino. Después de la infancia viene la segunda edad... Tiene por nom­ bre pueritia, y es llamada así porque en esta edad está todavía igual que está la pupila en el ojo, como dice Isidoro, y esta edad dura has­ ta los catorce años... Sigue a continuación la tercera edad llamada adolescencia, que según dice Constantino en su viático termina a los veintiún años, pero según Isidoro dura hasta los veintiocho años... Se extiende hasta los treinta y los treinta y cinco años. Esta edad es llamada adolescencia porque la persona es lo suficientemente adulta para engendrar, ha dicho Isidoro. En esta edad los miembros son flexibles y están preparados para desarrollarse y recibir fuerza y vi­ gor por el calor natural. Y por esta razón la persona crece en esta edad tanto que alcanza el tamaño que la naturaleza le debe. A con­

tinuación viene juventud, que ocupa el lugar central entre las eda­ des y, sin embargo, la persona se encuentra en la plenitud de su fuer­ za, y esta edad dura hasta los cuarenta y cinco años, según Isidoro; o hasta los cincuenta, según los demás. Esta edad es llamada juven­ tud por la fuerza que tiene el hombre para ayudarse a sí mismo y a otros, ha dicho Aristóteles. Sigue después la senecté, según Isidoro, que está en medio de juventud y vejez, y la llama Isidoro pesadez porque en esta edad la persona está torpe en hábitos y modales; y en esta edad la persona no está vieja, pero ha pasado la juventud, como dice Isidoro. Después de esta edad viene la vejez, que según unos dura hasta los setenta años y según otros no termina hasta la muerte. Vejez, según Isidoro, es así llamada porque las gentes que en ella se encuentran están ansiosas ya que los viejos no tienen tan­ ta sensatez como han tenido y dicen tonterías en su vejez... La últi­ ma etapa de la vejez es llamada senies en latín... el anciano está lleno de tos y de esputos y de inmundicia hasta el momento en que vuel­ ve a las cenizas y al polvo de donde ha salido» 2. Como podemos comprobar, lo que nosotros llamamos normal­ mente vejez ocupa aquí tres de las siete partes de la vida humana. Lo cual es una muestra de la importancia que le concede la Edad Media. Lejos de considerar a la vejez como algo raro, se le da un lugar esencial y se sitúa su comienzo hacia los cincuenta años, su­ cediendo directamente a la juventud. Idea característica de los con­ trastes a los que la Edad Media nos tiene habituados, no hay lugar para la mediana edad; se es joven o viejo; joven mientras se conser­ va la fuerza física, viejo desde que comienza la debilidad. La Edad Media parece ignorar las transiciones; de la misma manera que pasa sin matices del bien al mal, de lo sublime a lo cruel, de la risa a las lágrimas, el paso de la juventud a la vejez es una caída brutal. Y como en este mundo brutal el cuerpo se usa prematuramente, se lle­ ga a viejo muy pronto. Los ancianos son, pues, numerosos a los ojos del hombre medie­ val. La vejez es una noción relativa, y las clasificaciones modernas no se adecúan en absoluto al siglo XIII. Si hacemos comenzar la ve­ jez hacia los sesenta y cinco años, pocos viejos se podrán encontrar en la Edad Media. Pero este límite arbitrario no tiene ningún valor

para los siglos pasados. Lo que importa es la manera que tenía el hombre medieval de plantearse la vida, y es seguro que éste veía mu­ chos ancianos en los hombres y mujeres de más de cincuenta años. Tenía sin duda el sentimiento de codearse con un gran número de personas ancianas, igual que nosotros, y la noción de vejez le era tan familiar como a nosotros, hasta el punto de hacer distinciones entre senecté y senies, inicio de nuestras categorías de la tercera y cuar­ ta edad. Otros tratados, afinando aún más, llegan adividir lavida humana en doce partes, a imitación de los doce meses del año; en este caso, la vejez, que abarca todavía tres partes, comienza a prin­ cipios de octubre, lo que le hace ocupar por término medio la cuar­ ta parte de la existencia: En el mes que viene tras septiembre Llamado mes de octubre, Cuando cumple exactamente LX años Se convierte en un anciano canoso Y tiene por tanto que recordar Que el tiempo le conduce a la muerte 3.

O también, según otro poema: Nada más llegar octubre El hombre debe sembrar buen trigo Del cual tendrá que alimentarse todo el año; Así debe actuar el hombre experimentado Que ha llegado a los LX años; Debe sembrar entre los jóvenes Buenas palabras, por ejemplo, Y dar limosna, tal es mi opinión 4.

Algunos, agrupando los meses en estaciones, dividen la vida en cuatro partes, lo que corresponde más a nuestra clasificación actual en infancia, edad adulta, tercera y cuarta edad. Así, para el italiano Felipe de Novara, que escribe hacia 1265, cuando contaba más de cuarenta años, su tratado Des quatre tenz d(aage dcome} la existencia se compone de cuatro períodos de veinte años cada uno, lo que esta­ blece la entrada en la vejez a los sesenta años y el término de la

vida en los ochenta años. Pasada esta edad, «el hombre debe desear la muerte». Los cuatro períodos de veinte años los encontramos tam­ bién en Arnaldo de Villanueva, equivalentes a los cuatro humores y a los cuatro elementos 5. El arte medieval hace suyas e ilustra estas ideas. En el siglo XII, los capiteles del baptisterio de Parma establecían la relación entre los obreros de la undécima hora y la vejez del hombre, senectus 6. Se encuentran en el siglo XIV, en los capiteles del palacio de los Dogos y en un fresco de los Eremitani de Padua, las edades de la vida re­ presentadas por medio de las ocupaciones características de cada uno: tras las edades de la escuela, del amor, de la caza, de la guerra y de la caballería llega el tiempo de la vejez, simbolizado por un vie­ jo sabio barbudo que estudia al amor de la lumbre: la ciencia y el estudio son las ocupaciones del anciano 1. ¿Eran tan populares estas ideas como afirmaba Philippe Aries? 8. En la Edad Media probablemente no. Del siglo XI al XIII sólo apa­ recen en obras eruditas, la mayoría de las veces escritas en latín, como El Gran Propietario. En cuanto a los frescos y esculturas, su sen­ tido simbólico sólo podía ser percibido por una ínfima minoría. Sólo a partir del siglo XVII, y más aún en el XIX, las edades de la vida se convertirán en un tema popular gracias, sobre todo, a la prolife­ ración de los grabados y los almanaques. Pero no es en absoluto ne­ cesario tener una teoría completa de la división de la vida en cua­ tro, seis, ocho o doce períodos para tener conciencia del envejeci­ miento y de sus manifestaciones. El campesino medieval no divide la vida en etapas, para él no existen ocupaciones específicas a cada edad de la vida; no hay para él ni tiempo de escuela, ni edad de la caza, de la guerra o del estudio. Sólo existe el trabajo de la tierra, del principio hasta el final, y todo está, por tanto, en función de la fuerza de trabajo, lo que sólo permite que se mantengan tres perío­ dos: la primera infancia, donde el individuo es improductivo; la vida adulta, que comienza desde el momento en que se puede ayudar en el campo y que termina cuando se está demasiado baldado y decré­ pito para sembrar o cosechar. Entonces comienza la verdadera ve­ jez, más tarde, sin duda, que en las teorías aristocráticas. A los se­ senta tal vez se toca retreta para el guerrero, no desde luego para el

cultivador. La vejez, en el sentido de retiro, es sobre todo un hecho de los medios aristocráticos y literarios. La diversificación de las funciones sociales ha ayudado sin duda a tomar conciencia por primera vez de la especialidad de la vejez, sentimiento que había desaparecido durante la alta Edad Media, como ya hemos visto. A partir del siglo XI, los documentos empie­ zan a hablar expresamente de la vejez, a describirla, a buscar sus causas y también sus remedios. Se recuperan entonces, sobre todo en el siglo XIII, ciertos aspectos del pensamiento antiguo. El ancia­ no, que había que ir a buscar con gran dificultad en las crónicas y los tratados teológicos de las edades oscuras, vuelve a ser un perso­ naje de la literatura. Se tiene interés por él; se le consagran libros; se estudia su situación. Este solo hecho es significativo: la vejez es sentida en la Edad Me­ dia como una realidad muy presente, a causa de la existencia de nu­ merosas personas ancianas y como una probabilidad muy grande de futuro para la mayor parte de los adultos. Hacia 1175, Etienne de Fougéres, capellán de Enrique II de Inglaterra y obispo de Rennes, escribe un poema, «Sobre la vejez»; hacia 1265, Felipe de Novara consagra al tema una buena parte de su libro; a finales del siglo XIII Arnaldo de Villanueva publica La Defensa de la vejez y el rejuveneci­ miento; Roger Bacon, «el doctor admirable», compone hacia 1280 El Cuidado de la vejez y la preservación de la juventud; varios libros se ocu­ pan de las edades de la vida, ya lo hemos visto; dentro del mundo musulmán, Avicena escribe un tratado, La fatiga y la vejez• El interés por la edad avanzada es desde luego seguro, al menos entre los eru­ ditos. Interés personal, ya que la mayor parte de estos autores tie­ nen alrededor de setenta años cuando redactan las obras citadas, pero también interés más general, que muestra la relativa importan­ cia de los ancianos en la sociedad medieval.

La vejez en el mundo de lo imaginario: una opinión desfavorable

Se estudia la vejez desde todas las perspectivas: descriptiva, nor­ mativa, médica, moral y simbólica. La imagen que de ella se tiene

es en conjunto pesimista. Para El Gran Propietario, la vejez es peno­ sa, los individuos empequeñecen; chochean; están llenos de toses, de gargajos y de inmundicias, antes de convertirse en cenizas. Para El Grant Kalendrier, al anciano sólo le queda pensar en su muerte y dar limosna. Para Felipe de Novara, que escribe como entendido, la vida de los viejos no es más que dolor, y sobre todo no hay que plantear­ les la pregunta: «¿Sufrís?» Resumiendo su experiencia personal, Felipe observa que según la opinión general, las personas ancianas son tachadas de necedad y de pérdida de la sensatez: «Hay quienes dicen que los viejos están idiotizados y faltos de memoria, y han cambiado y olvidado lo que solían saber» 9. Los jóvenes los desprecian y no dudan en interrum­ pir sus intervenciones en los consejos; sin embargo, son entonces ás­ peramente reprendidos por sus colegas (lo que es una valiosa mues­ tra acerca de la actitud general de respeto hacia la vejez). Los an­ cianos, continúa Felipe, deben agradecer a Dios el haberles dejado tanto tiempo para arrepentirse; deben pensar en salvar su alma y despreciar la vida. Deben evitar, sobre todo, casarse con una perso­ na joven, ya que serán engañados indefectiblemente; pero casarse con una vieja no es mucho más recomendable, pues «dos carroñas en una cama no son muy apetitosas». Por tanto, es mejor renunciar al matrimonio a partir de cierta edad, pues de todas formas Dios siente horror por los viejos lujuriosos. Que piensen ante todo en dar limosna para ganar el paraíso. Las viejas son en general viciosas; se maquillan para disimular su fealdad y se enfadan cuando se les re­ cuerda su edad. Esta tradicional misoginia queda, sin embargo, sua­ vizada por el reconocimiento que se hace de la utilidad de las an­ cianas: ellas dirigen la casa y los bienes, educan a los jovencitos, arre­ glan los matrimonios. En El Libro de los modales, escrito hacia 1170-1175, se podía ver a la vieja condesa de Hereford pasar el tiem­ po fundando capillas, cuidando a los pobres, ocupándose de los ni­ ños, recibiendo a eclesiásticos 10. Novelas y poesías, procedentes de medios clericales tanto como laicos, coinciden en describir los vicios, la fealdad y el horror de la vejez. La historia de Aucassin y Nicolette, compuesta en la primera mitad del siglo XIII, reserva los papeles antipáticos a viejos. Frente

a la juventud, la frescura, la lealtad y la belleza del héroe y la he­ roína, nos encontramos con el tutor de Aucassin, Garín de Beaucaire, viejo señor que realiza turbios tratos, comercios deshonestos y no cumple sus promesas: «El conde Garins de Biaucaire era viejo y frágil, su tiempo había pasado» n : después de cierta edad uno ya no sirve para nada. Aucassin le reprocha sobre todo no cumplir la palabra dada, falta grave a esta edad: «En verdad, dice Aucassin, me siento muy ofendido cuando un hombre de vuestra edad mien­ te» 12. En cuanto a Nicolette, es puesta bajo la vigilancia de una vie­ ja desagradable por el vizconde de Beaucaire, vasallo de Garín. El Román de la Rose} de mediados del siglo XIII, traza un retrato poco halagüeño de la vejez, de la que sólo recoge la fealdad. El pa­ saje es interesante por varias razones. La pintura cruel que aquí se hace, anuncia ya las amargas reflexiones y los retratos del Renaci­ miento; pero sobre todo, la visión de la vejez provoca rápidamente la meditación sobre el tiempo que pasa: El Tiempo que envejeció a nuestros padres, que envejece a los reyes y emperadores, y a nosotros mismos envejecerá, a menos que la muerte nos lleve antes.

En el cortejo de imágenes y pinturas que adornan el muro del jardín, después de odio, felonía, villanía, codicia, avaricia, envidia, tristeza y precediendo a hipocresía y pobreza, vemos a Vejez que se acerca, bien acompañada: «Después estaba representada Vejez, con un pie encogido, como era natural. Apenas podía alimentarse, tan decrépita estaba, la vie­ ja chocha; su belleza estaba completamente echada a perder; su ca­ beza estaba canosa y blanca como si hubiese florecido. No supon­ dría una gran pérdida ni gran perjuicio si muriese, pues todo su cuer­ po estaba seco por la vejez y aniquilado; su rostro, antes delicado y lleno, estaba marchito y surcado de arrugas; tenía las orejas cubier­ tas de musgo y no le quedaba ni un diente; estaba tan caduca que no hubiese podido caminar sin muleta la distancia de cuatro toesas. Tal había sido la obra del Tiempo que avanza noche y día sin des­

canso, este Tiempo que se aleja de nosotros y nos abandona tan fur­ tivamente que parece pararse sin cesar, pero que no acaba de pasar, de manera que no se puede pensar en el presente sin que haya pa­ sado ya. El Tiempo que transcurre siempre sin volver atrás, como el agua que cae y de la que ni una sola gota puede subir de nuevo a su punto de origen, el Tiempo al que nada se resiste, ni hierro ni nada por duro que sea, porque corrompe y devora todo, el Tiempo que cambia, alimenta, hace crecer todo, y todo lo consume y todo lo pudre, y el Tiempo que envejeció a nuestros padres, que envejece a reyes y emperadores y a nosotros mismos envejecerá, a menos que la muerte nos lleve antes, la había despojado de todo, hasta tal pun­ to que no tenía más fuerza ni sentido que un niño de un año. Sin embargo, que yo sepa, ella había sido hábil y decidida en su mejor edad, pero ahora estaba completamente idiotizada. Por lo que re­ cuerdo, su cuerpo estaba cubierto por una capa forrada que lo man­ tenía caliente, ya que los ancianos son sensibles al frío: es natural en ellos, ya lo sabéis» 13.

La indiferencia hacia el tiempo y la vejez: la actitud de los hombres de iglesia «El tiempo que se aleja noche y día», «el tiempo que no puede permanecer», «el tiempo ante el que nada resiste», «el tiempo que todo lo transforma», «el tiempo que envejeció a nuestros padres», «el tiempo que todo lo abarca»: Guillermo de Lorris no comparte la «inmensa indiferencia hacia el tiempo» de la que ha dado mues­ tras la Edad Media. Tampoco Rutebeuf, quien, por otra parte, ad­ vierte a los jóvenes en la Chanson de Pouille: «Cuando seáis viejos...» Y desde finales del siglo XII, el monje Hélinant de Froidmont veía en el rostro de los viejos la imagen de la muerte: muerte que estás claramente escrita en el viejo rostro miserable 14.

Se puede afirmar sin ninguna duda, como dice Jacques Le Goíf, que en esta civilización cristiana el tiempo «está instalado en la eter­

nidad, forma parte de la eternidad... Para el cristiano de la Edad Me­ dia... sentirse existir era para él sentirse ser, y sentirse ser era sen­ tirse no cambiar, no sucederse a sí mismo, sino sentirse subsistir. Su tendencia hacia la nada estaba contrarrestada por una tendencia opuesta, una tendencia hacia la causa primera» 15. Pero, como el mismo autor puntualiza en otra parte, «... creo que los hombres de la Edad Media, lejos de ser indiferentes al tiempo, eran particular­ mente sensibles a él. Si no son exactos en su medida es sencillamen­ te porque no experimentan la necesidad de serlo, porque el marco de referencia del acontecimiento evocado no es el numérico. Pero muy pocas veces falta una referencia temporal... La verdad es que el tiempo y la cronología no están unificados. Una multiplicidad de tiempos, tal es la realidad temporal para el pensamiento medie­ val» 16. La relatividad le resulta una idea familiar, y como conse­ cuencia de ello el sentimiento del envejecimiento varía según los me­ dios socioeconómicos y las circunstancias. De manera lógica, la in­ diferencia hacia el tiempo es el patrimonio de las gentes de Iglesia. El calendario litúrgico es un gran intento de abolir el tiempo bajo una apariencia cíclica y mística; Cristo nace y resucita cada año y cada día, eternamente presente para la humanidad redimida. El tiempo cíclico y el mito del eterno retorno están representados por la rueda de la fortuna que adorna cada catedral: «No tengo reino, he reinado, reino, reinaré...» Los milenaristas se apresuran a buscar en el futuro la edad de oro del pasado. La escolástica glosa los textos antiguos. Oraciones, himnos, cánticos repiten incansablemente las mismas palabras; inal­ terables, eternas, reactualizando constantemente el pasado. La his­ toria se convierte en crónica del tiempo presente. Tomás de Aquino piensa que el estudio de las sucesivas escuelas filosóficas no tiene in­ terés; sólo importa lo que tiene valor universal y eterno en cada una. Y cuando algunos se aventuran a explicar la historia del mundo des­ de la creación, se quedan impresionados por la contemplación de su decrepitud y la cercanía de su fin. Es necesario detener esta odiosa marcha hacia el futuro. El ideal es lo inmutable y lo incorruptible. «Un esfuerzo encarnizado para petrificar la historia», así califica Gi­ líes Lapouge el pensamiento medieval 17.

Con la vida conventual, la Iglesia ha conseguido crear islotes de eternidad sobre la tierra: en edificios sin edad, hombres sin edad re­ citan, al son de una melodía estereotipada, letanías sin comienzo ni fin. Fuera de las oraciones, que son una reactualización del «orden de las palabras del discurso primordial», sólo hay silencio, es decir, intemporalidad; la palabra, que es devenir, está abolida. Los mon­ jes no nacen; los monjes no mueren; perduran eternamente, porque no son individuos, son una comunidad. Han perdido su nombre y «con el nombre se ha eliminado la infancia, la familia, el padre y la madre, todo el linaje precedente, como queda abolido el momento en que el niño viene al mundo» 18. Llevan el nombre de un santo, cuya imagen perpetúan, y este nombre permanecerá a través de los hermanos que lo llevarán sucesivamente. El nombre es inmortal, como la comunidad, como los monjes. Y en este mundo no se enve­ jece. Las reglas monásticas no hablan de la vejez ni de las edades de la vida. El abad cisterciense Isaac de PEtoile, muerto hacia 1168-1169, especula en sus sermones sobre el simbolismo de los nú­ meros, que aniquila la realidad del tiempo: el siete designa el pre­ sente, y es la cifra perfecta y eterna 19. Filón, san Gregorio, Rabano Mauro, Isidoro de Sevilla, Jean de Salisbury dicen lo mismo 20. En esta concepción, el retiro al convento al final de la vida toma también el significado de una salida del tiempo, de una entrada en la eternidad. Es un medio para escapar a la vejez, de prolongarse, de perpetuarse. El movimiento, que comienza durante la alta Edad Media, se va intensificando. A comienzos del siglo XII, Eustaquio de Boulogne, hermano de Godofredo de Bouillon, que había sido ele­ gido por los barones francos de Tierra Santa como rey de Jerusalén en 1118, renunció a su título y a su viaje para retirarse, a los sesenta años, a la abadía de Rumilly, donde murió en 1125. Los monaste­ rios cluniacenses, cistercienses, cartujos, premonstratenses y pronto los franciscanos y dominicos se convierten en refugios donde la no­ bleza envejecida se pone a cubierto del tiempo. Numerosos obispos los imitan. En 1120, Marbode, obispo de Rennes desde 1096, se re­ tira a Saint-Aubin de Angers a la edad de ochenta años, donde mue­ re en 1123 21; Arnoul, obispo de Lisieux durante cuarenta años, cosejero de Enrique II, entra a los ochenta y un años en la abadía

Saint-Víctor de París, en 1181; murió en ella a los ochenta y cuatro años; Alain de Flandre, obispo de Auxerre de 1152 a 1167, se retira a Glairvaux, donde muere a los ochenta años en 1186; Alain de Lille, «Alain el Grande», teólogo, que enseña en París y en Montpellier, entra en los cistercienses en los últimos años de su vida y allí muere a los ochenta y nueve años, en 1203. Como sucede en la época precedente, los teólogos se interesan poco por los ancianos. Santo Tomás se ha ocupado muy poco de la vejez, a no ser para comprobar que ésta no es un fenómeno natural. Físicamente se caracteriza por un agotamiento de las operaciones vi­ tales, derivado a su vez del desperdicio de calor humano, pues la vida sólo puede conservarse mediante la mezcla de calor y hume­ dad. Pero esta decadencia física y la muerte que la acompaña son los efectos de la destrucción de la justicia original que permitía al alma preservar al cuerpo de cualquier imperfección. Antes del pe­ cado original, el hombre era eterno por un don divino, y volverá a serlo 22. La espiritualidad cisterciense, en su desprecio por lo terreno y lo corporal, no podía conceder una importancia muy grande a la ve­ jez. Y aunque no la niega, sin embargo intenta utilizarla con una finalidad moral y escatológica. San Bernardo asigna a los ancianos el papel de guías espirituales para la juventud, en una relación maes­ tro-discípulo que nos hace recordar la práctica griega: «... El trato con los ancianos es más seguro; gracias a su autoridad y su expe­ riencia educan la conducta de los jóvenes y le dan, por decirlo así, el tinte de la honradez. Si aquellos que no conocen la situación de los lugares se fija, antes de ponerse en camino, en los que están se­ ñalados en las direcciones que tienen que tomar, ¿no deben los jó­ venes, con mucha más razón, iniciar un camino nuevo en compañía de los ancianos, a fin de estar menos expuestos a equivocarse y apar­ tarse del sendero de la virtud? No hay nada más hermoso que tener a los ancianos como conductores y testigos de su camino. La reu­ nión de jóvenes y viejos está llena de encantos. Unos están para en­ señar, los otros para consolar; unos distraen, los otros respetan» 23. Pero el anciano debe pensar sobre todo en sí mismo, pues se apro­ xima a la muerte: «La vida entera es muy corta, pero más para el

anciano que está ante las puertas de la muerte; en un determinado momento ya no estaréis en medio de este mundo... vosotros, a quie­ nes arrastran los años y que no podéis tardar en caer bajo las mi­ radas de los ángeles y en comparecer ante el temible tribunal de Je­ sucristo» 24. Por eso resulta ridículo que un anciano se lance a em­ presas nuevas, como el hombre que, tras quedarse viudo, entra en el convento, después sale de él y «vuelve a casarse de una manera tan indecente como ridicula» 25, o como un tal Eustaquio, quien, a una edad muy avanzada, acaba de usurpar la sede episcopal de Valence: «¿Queréis que una edad que sólo sirve en este momento para recoger, en el descanso, los favores innumerables de la misericordia divina, se consuma soportando el dolor de las faltas de vuestra ju­ ventud, sin expiarlas por ello? ¿Acaso estos venerables cabellos blan­ cos deben ser privados del honor que les pertenece y mancillados por el desprecio para el que no están hechos?» 26. Por lo demás, la vejez no tiene distintivo particular; la virtud o el vicio de los viejos es el resultado de una vida entera. En general es demasiado tarde para cambiar de conducta en los últimos días; la vejez es un resultado: «Es extremadamente difícil que los ancia­ nos se corrijan y abandonen los hábitos viciosos inveterados en ellos.» Pueden servir tanto de buenos como de malos ejemplos a la juventud, y su responsabilidad es grande en este terreno: «Su sabi­ duría brilla tanto más cuanto que la vejez misma se instruye con la edad, se fortalece por medio de la experiencia y se hace más pru­ dente con el paso del tiempo. Ella es quien produce los dulces frutos de los esfuerzos precedentes y quien engaña al prójimo y le sirve de modelo. Pues muchos ancianos que viven una larga vejez sin ser me­ jores por ello, porque no han sabido reunir ninguna riqueza en el momento favorable, infectan con la corrupción de su vida culpable la mente de los jóvenes desprovistos de toda virtud. La religión, en efecto, puede ser destruida tanto por un anciano vicioso e insensato como por un joven temerario y desvergonzado» 27. La edad no tiene nada que ver, pues, con la virtud o la sabidu­ ría: «No digo que es una edad demasiado joven o demasiado ade­ lantada para la gracia de Dios; se ve, por el contrario, a muchos jó­ venes que sobrepasan a los ancianos en inteligencia... Estos jóvenes

inducidos a la virtud valen más que hombres que han envejecido en la maldad. Un hombre aún niño cuando cuenta cien años de exis­ tencia es digno de toda clase de desprecios; pero hay por el contra­ rio una vejez digna de todos nuestros respetos aunque no cuente con un gran número de años y no se eleve demasiado alto» 28. San Ber­ nardo enlaza así con esta idea familiar al pensamiento clerical de la Edad Media: la verdadera vejez es la sabiduría y la virtud, y el nú­ mero de los años es completamente secundario, aunque, en la vida corriente, un joven sabio es «un prodigio de la gracia que tiene que impresionar». Por tanto, el anciano no está eximido de hacer esfuer­ zos para tender hacia la perfección, porque el que no avanza retro­ cede; en la carrera hacia la salvación está excluida cualquier idea de abandono o de retirada: «Por mucho tiempo que corráis, si no corréis hasta la muerte, no alcanzaréis vuestro propósito y no ob­ tendréis el premio; ahora bien, el premio de esta carrera es Jesucris­ to mismo» 29. No está permitido ningún relajamiento, pues el demo­ nio tienta al hombre hasta el final de su vida, y se ven demasiados de «estos ancianos tercos y difíciles que abundan en nuestros días llenos de peligros». La suerte de la vejez radica en la decrepitud del cuerpo, que per­ mite al alma elevarse más fácilmente hacia las realidades celestiales. Cuanto más se debilita el cuerpo más se fortalece el alma. Esto es lo que observa el biógrafo de san Bernardo, Guillermo de SaintThierry, en la persona del propio santo: «Siempre está lleno de vi­ gor y de fuerza, y a medida que su cuerpo se debilita él se muestra más fuerte y más potente, no cesa de hacer cosas dignas de memo­ ria» 30. Aunque sólo vivió sesenta y tres años, san Bernardo se vio atacado, en efecto, por muchos males en sus últimos años, pero man­ tuvo hasta el final una actividad espiritual prodigiosa. El mismo san Bernardo observaba un fenómeno idéntico en su amigo Guerin, abad de Santa María de los Alpes, que emprendió a una edad muy avanzada la reforma de su convento. Lo felicita por ello: «Estáis en edad de descansar, vuestros dilatados servicios sólo esperan ya su recompensa... No hay por qué temer que el enemigo triunfe sobre aquél en quien ni siquiera los años han hecho mella; su alma es más fuerte que la edad; en vano la vejez ha helado todo

su’cuerpo, entorpecido sus miembros, cubierto de arrugas su carne debilitada; conserva un corazón inflamado de santos deseos, un alma apasionada por secundar sus piadosos designios y un espíritu que está por encima de los desfallecimientos del cuerpo. Después de todo, ¿qué tiene de extraño que se preocupe tan poco por el estado de de­ terioro y de ruina en que se encuentra la choza que habita, cuando ve elevarse cada día más el edificio espiritual que él construye para la eternidad? Sabe bien que perderá su casa de barro sólo para re­ cibir del mismo Dios otra casa que no estará hecha por la mano de los hombres y que durará eternamente». «Guando el cuerpo está ro­ busto y vigoroso, el alma está débil y abatida; por el contrario, ésta recobra toda su fuerza y su vigor cuando el cuerpo sufre y se debi­ lita. El Apóstol ya lo había experimentado cuando decía: —Jamás estoy más fuerte que cuando estoy débil» 31. El adagio moderno se­ gún el cual «un cuerpo fuerte obedece, un cuerpo débil domina» no tendría sentido para san Bernardo. En el Libro sobre la manera de vivir bien afirma que «la salud del cuerpo, que conduce al hombre a la imperfección del alma, es mala: sin embargo, la imperfección del cuerpo, que lleva al hombre la salud del alma, es buena» 32. La magnífica indiferencia de la Iglesia con respecto a la edad se ve reflejada también en la escultura románica y su estilización in­ temporal. La barba es el principal atributo del viejo. Sin embargo, como vemos en Moissac en el primer tercio del siglo XII, aparece una primera preocupación por la individualización, si no en los vein­ ticuatro ancianos del Apocalipsis representados sobre el dintel, al menos en los dos grandes ancianos del entrepaño, de los que uno tie­ ne una gran cabellera y el otro la cabeza calva y la frente arrugada. También en el siglo XIII, como señala Georges Duby, el hombre es representado de manera intemporal 33; es un tipo, una idea, un ideal que no puede por ello mostrar las señales de deformación de la ve­ jez. Hombres y mujeres son eternamente jóvenes y bellos. El carác­ ter venerable de los viejos santos y de los profetas está simbolizado con una magnífica barba, como se ve en los pórticos de Ghartres y de Reims. Las arrugas son una excepción: surcan la frente de san Pablo, que por otra parte es calvo, en Ghartres, y la de san Juan Bautista en la estatua del colegio de Rieux.

Reyes y príncipes son igualmente intemporales sobre sus tum­ bas. Las estatuas yacentes no tienen edad, a semejanza de la del du­ que de Normandía, Roberto, muerto a los ochenta años en 1134, que se encuentra en la catedral de Gloucester; la cota de mallas, que recubre frente y mentón, disimula todo rastro de vejez; la octogena­ ria Leonor de Aquitania y la septuagenaria Isabel de Angulema, en Fontevraud, parecen mujeres jóvenes. No encontramos en esto nin­ guna diferencia entre Oriente y Occidente: algunas arrugas, una lar­ ga barba y cabellos blancos confieren la sabiduría a los obispos que rodean al emperador Constantino XI en las miniaturas de la cróni­ ca de Jean Skylitzés, del siglo XI. Giotto permanece fiel a estos cánones: en la famosa escena de la reconciliación de santa Ana y de san Joaquín, que se encuentra en la capilla Scrovegni de 1‘Arena en Padua, Ana tiene los cabellos gri­ ses, Joaquín tiene barba y cabellos blancos. Sin embargo, los críti­ cos se interrogan sobre la significación de una mujer misteriosa, que se cubre la cabeza con el extremo de un manto negro, y que mira con semblante penetrante y celoso a una joven rubia sonriente. Al­ gunos ven en ella el símbolo de la envidia de la vejez hacia la ju ­ ventud. Por otra parte, en Italia aparece en el siglo XIII una repre­ sentación más realista de los ancianos, en los frescos de la iglesia de Asís, obra del romano Pietro Cavallini: Jacob sirve una comida a su viejo padre Isaac, que está echado y cuyo rostro indica debilidad y sufrimiento.

La conciencia de la edad en el hombre medieval Esta relativa indiferencia hacia la edad que caracteriza la obra de los moralistas, teólogos y artistas de la Edad Media clásica no debe engañarnos. En realidad, los hombres estaban muy atentos al paso del tiempo y al envejecimiento. Es cierto que se ha insistido con frecuencia en su falta de precisión en lo relativo a la edad de los individuos, en particular entre los cronistas. Villehardouin, ha­ blando del dux de Venecia Enrico Dándolo, de noventa y siete años, que dirigió la cuarta cruzada, señala simplemente que «el dux de Ve-

necia, que se llamaba Henri Dándolo... era muy sabio y muy va­ liente». En otro lugar menciona de pasada que es un anciano, pero lo que más le impresiona es que está casi ciego: «Pues era un hom­ bre viejo; aunque tenía unos hermosos ojos apenas podía ver, pues había perdido la vista a causa de una herida que tuvo en la cabe­ za» 34. Incluso entre los grandes, el principal problema es el desco­ nocimiento de la fecha de nacimiento: según Christopher Brooke, la hija del rey de Inglaterra Enrique I, Matilde, es la primera princesa inglesa desde el siglo VII cuya fecha de nacimiento se conoce 35; Gui­ llermo el Mariscal, cuyas hazañas caballerescas llenan las crónicas de comienzos del siglo XIII, nació «hacia 1145»; la mayoría de las veces se contentan con redondear el número de los años con la de­ cena más próxima. Los procesos de canonización, donde desfilan cientos de testigos que rehúsan dar su edad y su profesión, son un ejemplo evidente. Una muestra de ellos es el de san Ivés, que tiene lugar en 1330; para la información comparecen en Tréguier, ante los obispos de Limoges y de Angulema y el abad de Troarn, 216 testigos cuya edad se indica con la mención: «como se muestra por su aspecto corporal»; el aspecto físico es el único medio de verificación, muy aproximado, de la cifra citada. Ahora bien, de estas 216 personas, 162 declaran una edad que es un múltiplo de 10; 191 un múltiplo de 5. Solamen­ te 25 personas tienen una edad intermedia. El grado de precisión no es mayor entre los jóvenes. En general depende de la condición so­ cial: eclesiásticos y caballeros parecen estar más al corriente de su edad exacta: un caballero tiene sesenta y dos años, otro setenta y dos; un chantre de catedral tiene sesenta y tres años; un noble tiene veintiocho años, otro tiene treinta y dos. ¿Redondeaban su edad estos hombres con la decena superior o inferior? Unos, como Georges Duby, piensan que a partir de cierta edad los individuos exageran su edad gustosamente, y que es fácil que a los setenta y seis años se diga, por ejemplo, que se tienen ochenta. Es una cuestión de prestigio para personas que, de todas maneras, no pueden hacer el papel de jovencitos. Tal vez esto es cier­ to en nuestros días, pero no necesariamente en la Edad Media. T. H. Hollingsworth, en su gran obra de demografía histórica, mués-

tra por el contrario que se da más bien una tendencia a redondear con la decena inferior. Utiliza para ello las Averiguaciones «post mortem» y las pruebas de edad relativas a los vasallos del rey de Ingla­ terra de 1250 a 1450. Estos documentos indican al mismo tiempo la fecha del fallecimiento de los arrendatarios y la edad del heredero; cuando se encuentra la fecha de fallecimiento de este último se ob­ tiene, pues, al mismo tiempo, su edad, y se comprueba con frecuen­ cia que estos personajes tenían tendencia a rejuvenecerse 36. Apun­ tamos otro hecho que refuerza esta opinión: en el proceso de cano­ nización, varios testigos afirman tener «más de» cincuenta, sesenta o setenta años; nunca «menos de». E dad d ecla ra da p o r lo s t e s t ig o s d el pr o c eso DE CANONIZACION DE SAN YVES (TREGUIER, 1330) 37

15 16 18 19 20 22 25 28

años: años: años: años: años: años: años: años:

1 1 1 2 5 1 6 3

30 35 37 38 39 40 45 50

años: años: años: años: años: años: años: años:

12 7 1 1 1 42 2 43

+ de 50 años: 55 años: + de 55 años: 60 años: 62 años: 63 años: 65 años: 66 años:

1 70 años: 13 + de 70 años: 1 75 años: 50 78 años: 1 80 años: 1 + de 80 años: 1 90 años: 1

5 1 2 1 4 1 4

Los historiadores modernos han exagerado con frecuencia la ten­ dencia a la aproximación de los hombres de la Edad Media. Esta corresponde, en lo que concierne a las cifras, a una voluntad cons­ ciente de amplificación, de simplificación y de simbolismo. Esto es evidente en la utilización que hacen los autores eruditos de los múl­ tiplos de 7 o de 12. Pero ellos mismos tampoco se dejaban engañar. A comienzos del siglo XII, un cronista tan dado a lo maravilloso como Orderic Vital sabe su edad y la pone al final de su obra: «Mira, estoy consumido por la edad y la enfermedad y deseo acabar este libro... Cumplo ahora mis sesenta y siete años» 38. Nacido en Attingham en 1075, moría en 1143, a la edad de sesenta y ocho años. La frecuente falta de referencia a las cifras no significa en abso­

luto ignorancia de la edad en el hombre medieval. Cada uno posee un sistema de referencias ligado a los acontecimientos familiares, so­ ciales o litúrgicos que le permite, cuando es necesario, situarse de manera exacta en el tiempo. Los procedimientos de pruebas de edad (proof of age) en Inglaterra lo muestran ampliamente. El primero de octubre de 1304, vienen a prestar declaración a York testigos, en ge­ neral de edad avanzada, sobre la fecha de nacimiento de un tal John Tempest, por una cuestión de herencia. Cada uno utiliza sus refe­ rencias personales, que son de una precisión asombrosa: William de Marton «se acuerda del día y del año porque el día de la Exaltación de la Santa Cruz siguiente le nació un hijo, que ha cumplido vein­ tiún años en esta última festividad». William de Cestrunt se acuer­ da también de la fecha porque su madre se volvió a casar el día de san Martín siguiente al nacimiento de John Tempest, hace de esto veintiún años; John de Kygheley tuvo una nieta aquel día; Henri de Aula se acuerda de que su padre se volvió a casar en la festividad de san Juan Bautista siguiente; Robert Buck, de cuarenta y un años, tiene por su parte una referencia humillante: el día siguiente de la Natividad de san Juan Bautista recibió tal castigo por parte del maestro de escuela que tuvo que volver a su casa; esto sucedía, se acuerda muy bien, veintiún años antes; Robert Forbraz hizo aquel año un viaje a Francia; Elias de Stretton se quedó viudo; Adam de Brochtom fue padrino de John Tempest; Robert de Bradeley, de ochenta años, tuvo aquel año un proceso por una tierra; Richard de Bradley tuvo un hijo, lo mismo que Henry de Marton; William de Brigham, de cuarenta y cuatro años, entró al servicio de sir William de Paterton 39. Todos son exactos: hace de eso veintiún años. Lo cual no les im­ pide declarar para sí mismos una edad redondeada con la decena más próxima. En esto actúan de manera aproximada, porque ese no es el problema principal. Pero son capaces de ser minuciosos en los casos en que es nece­ sario.

Los remedios contra la vejez Cada cual sabe bien, pues, en qué momento de su vida se en­ cuentra. Si no tenemos cifras es porque el hombre medieval no le daba tanta importancia como nosotros a la estadística meticulosa, pero esto no le impedía medir por sí mismo el número de sus años. La conciencia del paso del tiempo, y de su carácter irreversible, está fuertemente anclada en su ánimo. Por eso le preocupa el envejeci­ miento. Lejos de ser indiferente al tiempo, el hombre medieval teme envejecer, y busca los medios de escapar a la decrepitud, bien por la fantasía, bien por la ciencia. A nivel popular, el folklore asocia siempre la vejez con la idea de la muerte y el sufrimiento. En las tradiciones alemanas, todas las viejas son maléficas; son brujas que simbolizan el mal y la vejez uni­ das. En ciertos pueblos, para ahuyentar la vejez, se quema el mu­ ñeco de una vieja. Un cuento famoso relata que en el principio Dios había fijado en treinta años la duración de la vida de los hombres y de los animales; como el asno pidió a continución que se le qui­ taran dieciocho años, el perro doce años y el mono diez, el hombre reclamó para sí estos años suplementarios recuperados a los anima­ les, lo que le otorgó una duración de sesenta años. Pero no se daba cuenta de que éstos serían años de dolor y de decrepitud. Una vez cumplidos los treinta años, tiene que trabajar penosamente, como un asno, durante dieciocho años; después se arrastra de un rincón a otro, como un perro, durante doce años, gruñendo, pero ya ni si­ quiera tiene dientes para morder; finalmente, durante sus diez últi­ mos años, de los sesenta a los setenta, ya no está en pleno juicio, y se burlan de él como de un mono. En el Rosellón, la Cuaresma, período de penitencia, está simbo­ lizado por una vieja, la patona, a la que se quema el día de Pascua. En Italia y en España, el rito de expulsión de la muerte se caracte­ riza por la costumbre de «serrar a la vieja»: se sierra en dos un ma­ niquí muy feo que representa a la más vieja del pueblo; en Palermo hacen como si serraran a la vieja de verdad; en Florencia, el mani­ quí de la vieja está relleno de nueces y de higos secos que la mu­ chedumbre recoge después del cercenamiento. En Europa central,

al último haz de la cosecha se le denomina «la vieja», «el viejo» o «la abuela», y se burlan del que lo recoge 40. La fuente de juventud forma parte, más que nunca, de la ima­ ginación colectiva: en El Libro de las maravillas, de Jean de Mandeville, está escondida en medio de la selva india. En Le Fabliau de coquaigne, de mediados del siglo XIII, está bien situada en esta ciudad maravillosa donde todos los bienes se encuentran en abundancia. En L (Alexandrecité es más que una fuente, es un lago entero que re­ juvenece a los que se sumergen en él. En otro lugar es el elixir de larga vida y la isla donde no se envejece. El famoso elixir fue, como la piedra filosofal, el objeto de investigaciones de los alquimistas. Aquí o allá se sugieren recetas mágicas contra el envejecimiento: be­ ber la sangre de un niño o, más agradable pero no más eficaz, la leche del seno de una joven; o también bañarse en sangre 41. Algunos nombres relevantes en el campo de la filosofía investi­ garon las causas del envejecimiento y sobre todo una eventual solu­ ción. Avicena (980-1037), volviendo a tomar el problema en el pun­ to en el que lo había dejado Galeno, insiste en la influencia que el clima, el régimen alimenticio, la bebida, la excreción urinaria y anal, y el ejercicio físico tienen sobre el proceso de envejecimiento. «En los viejos, escribe en su Canon, y en las personas decrépitas, el elemento terrestre es más importante que en otras edades» 42. Maimónides (1136-1204) recomienda la moderación en la vida sexual y aconseja el disfrute del vino y los cuidados médicos. Arnaldo de Villanueva (1135-1211), en su Tratado sobre la defensa de la vejez y el rejuvenecimien­ to, hace una complicada mezcla de astrología, alquimia, medicina y teología, que le lleva a declarar: «La conservación de la juventud y la posibilidad de retrasar la vejez se basan en el mantenimiento de la fuerza, de la mente y del calor natural del cuerpo en su estado de templanza; y también en el cuidado y el arreglo de estos elementos cuando son defectuosos. Pues mientras la fuerza, la mente y el calor natural del cuerpo humano no estén debilitados o desfallecidos, la piel no se arrugará, pues la disminución del calor natural que se en­ fría y se reseca impide y altera la alimentación del cuerpo, lo que provoca el desgaste de la piel y las arrugas» 43. Esto es, en otros tér­ minos, la recuperación de la teoría clásica según la cual el enveje­

cimiento es causado por el enfriamiento y el resecamiento del cuer­ po, lo que debe combatirse con el consumo de buena carne, de vino y de los baños. Fue el editor del Regimen Sanitatis de la escuela de medicina de Salerno y se lanzó a la búsqueda del elixir de la larga vida. Los trabajos más importantes llevados a cabo sobre el proceso del envejecimiento y sus remedios fueron los del sorprendente fran­ ciscano Roger Bacon. Nacido en Dorset hacia 1210, estudia en Ox­ ford bajo el magisterio del gran teólogo Robert Grosseteste, después va a París, enseña a su vez en Oxford de 1251 a 1257, entra enton­ ces en la orden de san Francisco, comparte su tiempo entre París y Oxford, pero encuentra numerosas dificultades con las autoridades eclesiásticas, preocupadas por el carácter poco ortodoxo de su obra. Muere después de 1292, con más de ochenta años. Este hombre susceptible y atormentado, de salud frágil sin em­ bargo, tuvo la originalidad de poner el acento en la experiencia como factor principal del conocimiento científico. Gracias a ella se podrá prolongar la vida humana, así como construir aparatos que vuelan, navios sin velas ni remeros, coches automóviles o ingenios sumergi­ bles. Pensamiento excepcional para su tiempo, pero que queda ins­ crito en un plano religioso e incluso clerical: los prodigios de la cien­ cia servirán para triunfar sobre los no creyentes y permitirán que la Iglesia lleve a cabo una reorganización del mundo bajo la dirección de los clérigos. También considera sus obras científicas como ver­ daderos secretos militares. Un ejemplo perfecto a este respecto es su tratado El cuidado de la vejez y la preservación de la juventud. Da en ella consejos sobre la manera de prolongar la vida y mantener a los an­ cianos en buena salud, pero quiere reservar estos preceptos saluda­ bles para los cristianos, porque esto los hará superiores a los mu­ sulmanes. Por esta razón, toma la decisión de expresar sus opinio­ nes «de forma oscura y difícil, por miedo a que caigan en manos de los no creyentes» 44, lo que dificulta la comprensión de su texto, in­ cluso para los buenos cristianos. El tema tiene para él un gran in­ terés, ya que vuelve a él en sus tratados Sobre el retraso de la vejez y Sobre el poder maravilloso del arte y de la naturaleza. Sin embargo, su pensamiento no es tan revolucionario como po­

dría creerse. Al investigar las causas del envejecimiento y del carác­ ter mortal del hombre, utiliza fundamentalmente la medicina grecolatina encuadrándola en un marco teológico cristiano: «La posi­ bilidad de prolongar la vida viene confirmada por el hecho de que el hombre es naturalmente inmortal, es decir, capaz de no morir; in­ cluso después de haber pecado podía vivir todavía cerca de mil años, y luego su longevidad fue acortada poco a poco. De donde se dedu­ ce que esta disminución es accidental; por tanto debe ser posible po­ nerle remedio, total o parcialmente. Pero si investigamos la causa ac­ cidental de esta alteración comprobamos que no es debida ni al Cie­ lo ni a la nada, sino a un mal régimen de vida. Pues de padres co­ rruptibles nacen hijos de naturaleza corruptible, y por la misma ra­ zón sus hijos son también corruptibles; y de esta manera la corrup­ ción se transmite de padres a hijos, de modo que la reducción de la longevidad se hace por herencia. Esto no quiere decir, sin embargo, que la vida sea cada vez más breve, pues está establecido como tér­ mino de la especie humana que el número máximo de años que pue­ de alcanzar será de ochenta, pero con mucho dolor y sufrimiento. El remedio contra la corruptibilidad del hombre es seguir un régi­ men de vida sano desde la juventud, que se basa en estas palabras: comida y bebida, sueño y vigilia, movimiento y reposo, eliminación y asimilación, aire, pasiones del espíritu. Y si un hombre sigue este régimen desde su nacimiento, vivirá tanto tiempo como le permite la naturaleza que ha recibido de sus padres, y esto podrá llevarle has­ ta el límite de la naturaleza, perdida con la integridad original; lí­ mite que no podrá, sin embargo, rebasar: pues este régimen es im­ potente contra la antigua corrupción de nuestros padres» 45. No se trata en absoluto, pues, de hacer que el hombre sea in­ mortal, sino de alargar su longevidad para hacerla semejante a la de los patriarcas. Visión optimista en suma, caracterizada por la con­ fianza en el progreso científico: poco a poco, al ir mejorando su for­ ma de vida, el hombre alargará su existencia y reducirá los sufri­ mientos de la vejez. Bacon, rompiendo con la teoría de la solidari­ dad universal de los elementos, atribuye el envejecimiento, en El cui­ dado de la vejez, a causas puramente naturales: «De la misma manera que envejece el mundo, los hombres envejecen también, np por cau­

sa de la edad del mundo, sino por causa del aumento del número de criaturas vivas, que infectan el aire que nos rodea, y por causa de nuestra negligencia en organizar nuestra vida, así como también por la ignorancia de cuanto conduce a la salud» 46. Guando el hom­ bre envejece, la temperatura de su cuerpo disminuye a causa del des­ censo del grado de humedad natural interna y del aumento de la hu­ medad externa. Un factor importante de deterioro es la contamina­ ción atmosférica, provocada por la proliferación de los seres vivos. ¿Podemos ver en ello una intuición del fuerte crecimiento demográ­ fico que tiene lugar en Europa en la época en que escribe Bacon? Los demógrafos han calculado para Inglaterra el siguiente ritmo de crecimiento 47: P e r ío d o

C r e c im ie n t o an u a l

1234-1239 1240-1244 1245-1249 1250-1254 1255-1259 1260-1264 1265-1269 1270-1274 1275-1279 1280-1284 1285-1289 1290-1294 1295-1299

+ 2,06 % + 0,99 % + 0,94 % + 0,62 % + 1,1 % + 0,98 % + 0,48 % + 0,35 % + 1,1 % + 1,97 % + 0,18 % - 0,15 % + 0,32 %

Bacon tuvo tal vez un presentimiento notable: un mayor número de hombres, que contaminan más, ponen en peligro el medio am­ biente y la salud. No menos notables son sus reflexiones sobre las causas psicológicas del envejecimiento: los pensamientos sombríos y la ansiedad secan y disminuyen nuestra humedad natural y nos ha­ cen envejecer prematuramente. Después, procediendo a hacer el cua­ dro clínico de la vejez, Roger Bacon declara: «Los accidentes de la vejez son: los cabellos grises, la palidez, las arrugas, el debilitamien­

to de las facultades y de la fuerza natural, la disminución de la san­ gre y del espíritu, la abundancia del flema podrido, los esputos re­ pugnantes, el ahogo, la cólera, el insomnio, la inquietud, el dolor» 48. A cada una de estas señales atribuye una causa, cuya extravagancia contrasta con lo que de razonable tenían las causas generales: los ca­ bellos blancos son debidos a la «flema pútrida que viene del cerebro y del estómago», las arrugas a la fatiga de la piel, la disminución de las fuerzas a «una humedad extraña y no natural que reblandece los nervios». Es a los cuarenta años cuando «la belleza del hombre alcanza su máximo esplendor». Después comienza la decadencia, que puede retrasarse de muy diferentes maneras, que Bacon declara haber ex­ perimentado por sí mismo. ¿Acaso no se consiguió rebasar el límite fatal de los ochenta años? Lo esencial es llevar una vida cuidadosa­ mente reglamentada y seguir un régimen alimenticio que mantenga en la mayor medida posible la humedad, a base de carne, vino, yema de huevo y verduras. Diserta ampliamente sobre el problema de las carnes: recomienda especialmente faisanes, pollos, cabritos, corde­ ros y ocas tiernas. «Las carnes que se sirven a los ancianos deberían ser jugosas, calientes y húmedas, a fin de ser muy fácil y rápida­ mente digeridas y descender del estómago» 49. Hay que evitar tam­ bién los vapores pútridos, dosificar bien el sueño, las vigilias y los esfuerzos. Si el buen humor contribuye a conservarla, la risa exce­ siva, por el contrario, consume energía y es, por consiguiente, desa­ consejada: «En resumen, es evidente que la alegría, el canto, la con­ templación de la belleza humana, las especias, el agua caliente, los baños, algunas cosas que se encuentran en las entrañas de la tierra, otras que están escondidas bajo las olas del mar, otras que proceden del noble animal, bien dosificadas y preparadas, y otras muchas nu­ merosas cosas semejantes, son remedios mediante los cuales los ac­ cidentes del envejecimiento de los hombres jóvenes, los achaques de la vejez y de los ancianos, las flaquezas y las enfermedades de la de­ crepitud en los últimos años de la vejez pueden verse disminuidos, retrasados y suprimidos» 50.

El número de los ancianos y la longevidad La vejez ha preocupado, pues, a los hombres de la Edad Media, tanto a los sabios como al pueblo llano. Este hecho indica por sí mis­ mo que los ancianos eran relativamente numerosos. No se concede­ ría, si no fuera así, una importancia tan grande a una fase de la vida a la que sólo podría llegar una ínfima minoría. Ahora bien, la falta de precisión que hasta este momento ha habido en las cifras y en la reflexión sobre la situación sanitaria, alimenticia y médica de la Edad Media, han hecho que la casi totalidad de los historiadores ad­ mita que los ancianos medievales eran casos excepcionales. No pre­ tendemos contradecir radicalmente una opinión tan general, defen­ dida por eminentes medievalistas, pero formularemos a pesar de todo algunas reservas. En primer lugar, al margen de cualquier prejuicio o sensación de imprecisión, estudios rigurosos basados en el examen de los es­ queletos encontrados en los cementerios medievales, tienden a de­ mostrar que un gran número de personas morían con más de sesen­ ta años. J. C. Russell, en la Historia económica de Europa 51, ha elabo­ rado estadísticas a partir de datos de un centenar de cementerios, que se basan en 6.259 esqueletos de personas con un mínimo de edad de catorce años. De ellas resulta que 719 individuos (414 hombres y 305 mujeres) es decir, el 11 % del total, habían rebasado los se­ senta años: E d ad

14-19 años ................... 20-39 años ................... 40-59 años ................... 60 años y más .............

NUMERO DE FALLECIMIENTOS H om bres

M u jer es

144 1.107 1.165 414

308 1.365 951 305

T otal

452 2.472 2.616 719

Utilizando el mismo tipo de fuente, Eric Fügedi ha realizado un análisis demográfico de la Hungría medieval para el período de los siglos X al XII, según el cual resulta que, niños incluidos, el 13,7 %

de los fallecimientos se producían entre los cincuenta y los cincuen­ ta y nueve años, el 8,7 % entre los sesenta y los sesenta y nueve años, el 3,1 % entre los setenta y los setenta y nueve años, y el 0,3 % de ochenta años en adelante. De cada 100 nacimientos, 25,9 perso­ nas seguían vivas a la edad de cincuenta años, 12,2 a los sesenta años, 3,5 a los setenta, 0,3 a los ochenta 52. Es decir, que dejando aparte la enorme mortalidad infantil, un número importante de adul­ tos podía llegar a los sesenta años. Ahora bien, lo que importa para nuestro propósito no es el punto de vista puramente estadístico de la demografía, sino más bien la influencia que sobre las mentalida­ des ejercía el hecho de que buen número de adultos alcanzaba la ve­ jez. El hombre medieval podía comprobar que, una vez superada la infancia, había pasado el cabo más peligroso y podía esperar, o te­ mer, llegar a viejo. Con relación a la población adulta, los ancianos representaban una cantidad no desdeñable, un estado, por tanto, que merece que se le preste atención, tanto más cuanto que cual­ quiera puede ser llamado a formar parte de él. El anciano no es, por tanto, un accidente: «Comparativamente, la esperanza de vida en la Edad Media era excelente. Parece supe­ rior a la de los romanos, excepto por los datos inexplicables de Afri­ ca del norte, mayor que la de los países subdesarrollados hasta una época reciente, e incluso mayor que la de comienzos del período mo­ derno en Europa» 53. Es lo que afirma J. C. Russell, basándose en un cuadro muy esclarecedor que utiliza los datos de la demografía inglesa entre 1276 y 1300 54. Según este cuadro, se comprueba, en­ tre otras cosas, que de un grupo de 1.000 muchachos cuyo segui­ miento se hace desde el momento de nacer, sólo quedan 650 a la edad de veinte años, y 311 de cuarenta años, pero quedan todavía 144 que cuentan sesenta años, y el 56 % de los que llegan a esta edad rebasarán los sesenta y cuatro años; el 60 % de estos supervi­ vientes alcanzarán los setenta años:

I ntervalo DE EDAD

0 1- 4 5- 9 10-14 15-19 20-24 25-29 30-34 35-39 40-44 45-49 50-54 55-59 60-64 65-69 70-74 75-79 80-84 85-89

años ........ años......... años ......... años ......... años ......... años ......... años ......... años ........ años ......... años ........ años ......... años ......... años ......... años ......... años ......... años ......... años ......... años ......... años .........

T asa de MORTALIDAD EN ESTE INTERVALO

% 15,00 11,00 4,35 4,65 5,68 12,60 13,66 11,01 12,70 16,67 25,00 25,66 18,44 43,86 39,39 45,00 69,56 71,43 100,00

P r o b a b ilid a d de

SUPERVIVENCIA

% 85,00 89,00 95,65 95,35 94,32 87,40 86,34 88,99 87,30 83,33 75,00 74,34 81,56 56,14 60,61 55,00 30,44 28,57 0,00

N ú m e r o de SUPERVIVIENTES

in d iv id u o s

E speranza DE VIDA ANos

1.000 850 756 723 689 650 568 490 436 311 311 194 181 144 81 49 27 8 2

31,30 35,76 35,65 32,16 28,62 25,19 23,47 21,80 19,19 14,78 14,78 10,52 16,61 8,30 7,81 6,29 4,37 3,75 2,50

Otros cuadros se han realizado a partir de los datos sobre los fa­ llecimientos en la Inglaterra medieval. Elaborados con ocasión de problemas de herencias, estos datos conciernen solamente, con toda seguridad, a los propietarios de tierras, y en su gran mayoría a los hombres. La esperanza de vida de este grupo social es de aproxima­ damente diez a los sesenta años, y de cinco años a los setenta, con variaciones bastante importantes según las épocas. Los casos de an­ cianos de avanzada edad no son tan escasos como se habría podido pensar: una tal Alina de Marechal hereda su tierra a los noventa años y muere a los noventa y siete; Reginald de Colewyk llega a los cien años; su hijo y su nieto rebasarán los ochenta años. Las pro­ porciones referidas al mundo campesino son más difíciles de cono­ cer; sin embargo, según el mismo autor, la comparación entre la es­ peranza de vida de los propietarios y la de ciertos grupos de siervos

en Inglaterra entre 1280 y 1340 no revela diferencias significativas. El régimen alimenticio de los señores, con sus excesos de carne y vino, apenas era más sano que el de los campesinos. ESPERANZA DE VIDA PARA LOS HOMBRES EN LA INGLATERRA MEDIEVAL 55 IT?r\ j DAar\ u

0 10 20 30 40 60 80

H o m b r es n a c id o s en l o s pe r ío d o s 1200 1275

1276 1300

1301 1325

1326 1348

1349 1375

1376 1400

1401 1424

1425 1450

35,3 36,3 28,7 22,8 17,8 9,4 5,2

31,3 32,2 25,2 21,8 16,6 8,3 3,8

29,8 31,0 23,8 20,0 15,7 9,3 4,5

27,2 28,1 22,1 21,1 17,7 10,8 6,0

17,3 25,1 23,9 22,0 18,1 10,9 4,7

20,5 24,5 21,4 22,3 19,2 10,0 3,1

23,8 29,7 29,4 25,0 19,3 10,5 4,8

32,8 34,5 27,7 24,1 24,0 13,7 7,9

En todos los medios sociales, los hombres son más numerosos que las mujeres entre los ancianos, ya que los partos eran respon­ sables de múltiples fallecimientos prematuros. Robert Fossier seña­ laba, sin embargo, una evolución favorable en Picardía en 1225-1250, período que marcó posiblemente el punto de partida de mejoras en el terreno de la obstetricia 56. No parece que esta com­ probación pueda hacerse extensiva a otras regiones. Las epidemias no parecen haber afectado a la proporción gene­ ral de personas ancianas en la sociedad. Sin duda se vieron menos afectadas que los otros grupos de edad, como veremos en el capítulo siguiente al hablar de la peste. Pero en los siglos XI al XIII hubo relativamente pocos períodos de gran mortalidad que lamentar, y la tuberculosis, que fue tal vez la enfermedad más mortífera de esta época, mata sobre todo entre los quince y los treinta y cinco años. Más importante por sus consecuencias sobre la condición mate­ rial, psicológica y social es el hecho de que muchos ancianos están solos, y esto por tres razones: en primer lugar debido a la débil tasa

de nupcialidad: de 28 a 34 % entre los siervos de la alta Edad Me­ dia, el 32,8 % en Basilea el 34,6 % en Ypres, el 38,7 % en Friburgo, de 35 a 45 % en Inglaterra en 1377 57. La proporción de solte­ ros es grande, en particular entre los hombres. Por otra parte, la fuer­ te mortalidad femenina aumenta considerablemente el número de viudos y reduce más las posibilidades de matrimonio al introducir un desequilibrio de los sexos. Según los cálculos citados anterior­ mente, de 719 individuos que llegan a los sesenta años, el excedente masculino es de 109, y los 610 hombres y mujeres restantes no for­ man todos parejas. Finalmente, Robert Fossier estima que en el si­ glo XIII, en Picardía, un tercio de las parejas es estéril, lo que con­ vertirá al superviviente en un anciano solitario. Sucede también con frecuencia que después de un matrimonio en segundas nupcias en­ tre un anciano y una mujer joven aquél es el primero que desapa­ rece, lo que explica el número relativamente elevado de viudas cuya situación es a menudo dramática: la viuda y el huérfano son desde siempre los símbolos del desamparo. Se ven representantes de todas las edades en los procesos de canonización: con ocasión del de san Yves, de 51 mujeres que prestan declaración, 18 son viudas: una de treinta años, dos de cuarenta, cinco de cincuenta, tres de cincuenta y cinco, cuatro de sesenta, una de sesenta y seis, dos de ochenta años.

El clero: una fuerte proporción de ancianos El anciano medieval no es, pues, un mito. Representa un peso social no despreciable, y cada uno de los tres órdenes que, según Adalberon de Reims, constituyen el pueblo cristiano, tiene su grupo de viejos y viejas. El lugar que ocupan y el papel que les está reser­ vado varían por supuesto de una categoría a otra. El clero es siempre, y desde muy antiguo, el estamento que com­ prende la mayor proporción de ancianos: las limitaciones de edad existentes para el acceso a las órdenes excluyen a los que son dema­ siado jóvenes, aunque las dispensas no escasean. El carácter sagra­ do de los clérigos los pone, como en el período precedente, relativa­ mente a salvo de las crueldades; mantenidos por su orden y por sus

fieles, no tienen apenas por qué temer las carencias alimenticias; el aislamiento de los monjes puede protegerlos de las epidemias. Final­ mente sus funciones, esencialmente «terciarias», les evitan los tra­ bajos físicos violentos o peligrosos; las monjas no tienen temor a las maternidades. Por tanto no podemos extrañarnos de encontrar en las filas de los eclesiásticos los casos más numerosos de longevidad. Las encuestas de los procesos de canonización hacen que presten su testimonio venerables clérigos regulares y seculares; la de san Yves, que nos sirve de referencia, ve comparecer a Jean de La Vieuvillc. clérigo de noventa años, otros dos de ochenta y setenta años, al rec ­ tor de La Roche Derrien, de setenta años de edad. El cronista Matthieu París cuenta cómo, a comienzos del siglo XI, cuando se hicie­ ron excavaciones en la antigua ciudad de Verulamium (Saint-Albans), fue necesario solicitar la ayuda de un viejo sacerdote muy de­ crépito para descifrar las inscripciones que se encontraron 58. Los monasterios están llenos de viejos monjes que siguen siendo muy ac­ tivos. El entusiasmo que despertó la orden del Císter a comienzos del siglo XII hizo afluir a miles de aspirantes que, treinta o cuarenta años más tarde, formaron una generación de ancianos más numero­ sa que la de los jóvenes monjes después de la disminución de las vo­ caciones. En los años 1150, la generación de san Bernardo tiene más de sesenta años, y si bien el célebre abad de Clairvaux no concede, como ya hemos visto, privilegios especiales a la vejez, habla sin em­ bargo mucho de ella y da consejos sobre el papel que deben repre­ sentar los viejos. ¿No será debida esta presencia de los viejos en sus últimas obras especialmente al hecho de que en todos los monaste­ rios de su orden que visita encuentra una gran proporción de mon­ jes ancianos? Su padre, convertido en el ocaso de la vida, se había hecho monje y había muerto «en una dichosa vejez»; las personas religiosas con quienes mantiene correspondencia son con frecuencia ancianos, como Guérin, abad de Santa María de los Alpes, o como Robert, que fue monje durante sesenta y siete años 59; sus biógrafos son todos hombres de edad: el más importante, Guillermo de SaintThierry (1085-1148), tiene sesenta y tres años cuando comienza su obra, que se verá interrumpida por la muerte. Declara en su intro­

ducción: «Me pongo, pues, a trabajar, acuciado como me veo por los achaques crecientes de este cuerpo de muerte, por el lenguaje de todos mis miembros, que no hablan más que de un final que está cerca, y por el sentimiento que tengo de que el término de mi vida no está lejos. Tengo incluso mucho miedo de arrepentirme, pero de­ masiado tarde, de haber demorado tanto el comienzo de un relato que querría haber terminado a cualquier precio antes de abandonar este mundo» 60. El trabajo será continuado por Arnaud de Bonneval, después por Geoffroy d’Auxerre, muerto a los sesenta y ocho años, que había sido secretario de san Bernardo (1120-1188). Una segunda vida del santo fue escrita por Alain, antiguo obispo de Autun de 1153 a 1161, retirado a Glairvaux, donde muere en 1181 con más de setenta años; después de 1180, Juan el Ermitaño, antiguo discípulo de san Ber­ nardo, septuagenario, escribirá otra biografía a petición del obispo de Frascati. Por otra parte, todos estos relatos nos muestran al abad de Clairvaux en frecuente relación con viejos religiosos, recompen­ sados a menudo con dones proféticos y con visiones: «un anciano re­ ligioso de gran piedad» del monasterio de Clairvaux oye a los de­ monios que se regocijan de haber arrastrado con ellos el alma de un hermano lego. Este último se le aparece igualmente y le hace cono­ cedor de sus tormentos. Tras la intervención de san Bernardo, el an­ ciano tiene una tercera visión en la que el hermano fallecido le cuen­ ta cómo ha sido salvado 61. El santo utilizaba con frecuencia los ser­ vicios de los viejos monjes cuya sabiduría apreciaba; en 1127, en una carta al conde de Champagne, Thibaud, le recomienda a uno entre ellos, que va a ir a ver al rey: «Es anciano, como veis», ad­ vierte discretamente 62. En cada orden monástica, el período de decadencia viene mar­ cado por un envejecimiento muy claro de sus miembros. La inte­ rrupción de la captación provoca un descenso dramático del núme­ ro de los jóvenes y una subida espectacular de la media de edad. Esto mismo comprobamos entre los templarios a comienzos del si­ glo XIV. Las actas del proceso de 1307, que indican la edad de los hermanos interrogados, dan de las encomiendas una imagen de asi­ los de ancianos. El Gran Maestre, Jacques de Molay, tiene sesenta

y cuatro años y morirá a los setenta y uno (1243-1314); Geoffroy de Charnay, preceptor de Normandía, tiene más de sesenta años; Hugues de Pairaud, visitador de la orden para Francia, tiene sesenta y seis años; Geoffroy de Gonneville, preceptor de Aquitania y de Poitou, tiene aproximadamente cincuenta años. De cuarenta hermanos ordinarios interrogados, diez tienen más de sesenta años, y solamen­ te doce tienen menos de cuarenta años. Al haber perdido la orden su función militar, se entra a formar parte de ella a veces a una edad avanzada: Gilíes d’Encrey, de la diócesis de Reims, pronuncia sus votos a los cincuenta años; Albert de Rumercourt a los sesenta y sie­ te años. Según su declaración, se le dispensó de escupir sobre la cruz a causa de su edad avanzada: «Como sois viejo se os dispensará, así como a los demás» 63. Tiene setenta años en el momento del proce­ so; otro hermano tiene setenta y dos años. La edad media de los de­ clarantes es de 47,4 años. Fundadores de órdenes y abades de monasterios son con frecuen­ cia vigorosos ancianos. Robert d’Arbrissel (1047-1117), archidiáco­ no de Rennes retirado después como ermitaño en el bosque de Craon, nombrado predicador apostólico por el papa en 1096, reco­ rre el oeste de Francia, entre los cincuenta y los setenta años, des­ calzo, andrajoso y llevando a cabo ayunos draconianos; funda la aba­ día de Fontevraud. El beato Gérard (1040-1120), su contemporáneo que murió a los ochenta años, fue el fundador de los hospitalarios de san Juan de Jerusalén, en tanto que el santo del mismo nombre, muerto a los setenta y nueve años, en el 959, había fundado la aba­ día de Brogne. Herluin, fundador de la abadía del Bec, muerto al­ rededor de los ochenta y tres años, en 1078, permanece activo hasta el final de su vida. En 1070, cuando contaba más de setenta y cinco años, fue a Boulogne y se embarcó para Inglaterra después de ha­ ber provocado milagrosamente vientos favorables. San Bruno, fun­ dador de la Cartuja, nació en Colonia antes de 1030; en 1090, Ur­ bano II, que lo había conocido cuando era canónigo en Reims, man­ da que vayan a buscarlo a su ermita para convertirlo en su conse­ jero; pero, no pudiendo acostumbrarse a la corte pontificia, el viejo ermitaño se retira a Calabria, donde murió en 1101 a los setenta y un años. Reginal, prior de Saint-Aignan d’Orleans, antiguo maestro

de la universidad de París, donde enseñaba derecho canónico, cura­ do milagrosamente en 1217 por santo Domingo, cuando contaba más de sesenta años, no duda en partir en peregrinación a Jerusalén, y entra después en la orden de los dominicos; enseña después en Bo­ lonia, antes de ser enviado de nuevo a París por Domingo. Los cronistas, muchos de los cuales son religiosos, comienzan su trabajo con frecuencia bastante tarde, como hemos visto con los bió­ grafos de san Bernardo. El principal motivo que les impulsa a es­ cribir es el sentimiento de haber vivido mucho tiempo y haber asis­ tido a acontecimientos importantes que no han conocido las jóvenes generaciones. De esta manera el anciano toma conciencia poco a poco del único elemento de superioridad que posee sobre los jóve­ nes: haber sido el testigo presencial de un pasado glorioso que sus hermanos menores nunca conocerán personalmente. Nadie podrá arrebatar nunca esta ventaja a la vejez, y los antiguos combatientes de todas las guerras serán siempre unos documentos irreemplaza­ bles, a semejanza de Joinville, que redacta su Historia de san Luis en­ tre los ochenta y los ochenta y cinco años, evocando recuerdos de la séptima cruzada, en la que contaba sesenta años. El senescal de Champagne, que morirá en 1317, a los noventa y tres años, es el sím­ bolo del papel fundamental que los ancianos medievales van a re­ presentar como testigos del pasado. Al final de su libro manifiesta discretamente el orgullo que le inspira su situación excepcional de archivo viviente: «Hago saber a todos que gran parte de los hechos de nuestro san­ to rey antes relatados, los he visto y oído, y otra gran parte de sus hechos han llegado a mi conocimiento. Y os he recordado estas co­ sas para que aquellos que lean este libro crean firmemente en lo que el libro dice, que yo he visto y oído verdaderamente; y las demás co­ sas que en él aparecen escritas no os garantizo que sean verdaderas porque yo no las he visto ni oído. Esto se escribió en el año de gra­ cia mil CGC y IX, en el mes de octubre.» 64. Cuando Guillaume Le Bretón (hacia 1150-1225) compone sus Gesta Philippi Augusti, hay ciertamente menos desfase cronológico con los hechos que relata, pero el autor se beneficia sin embargo del pres­ tigio que le confieren sus setenta años.

El benedictino Guibert de Nogent escribe poco más o menos a la misma edad (1053-1130), lo mismo que Gerald le Gallois (1146-1223); hemos mencionado ya a Orderic Vital, que compone su crónica a los sesenta y siete años (1075-1143), y a Guillaume de Malmesbury, que redacta la suya a los sesenta años (1080-1142). Los ancianos cumplen en la Edad Media la función esencial de ser vínculos de unión entre las generaciones, bien testificando en los procesos de canonización, bien escribiendo crónicas, contando his­ torias en las veladas o transmitiendo su saber. ¿Se plantea un litigio en una cuestión de derecho? A falta de pruebas escritas es a ellos a quienes se consulta. En 1252 hay una polémica entre los siervos del cabildo de Notre-Dame de París y los canónigos a propósito de un derecho señorial, por lo que se hace necesaria una investigación; se interroga a los hombres más viejos de la región sobre la tradición: a Simón, alcalde de Corbreuse, de más de setenta años de edad, «viejo y enfermo», y al arcediano Jean, antiguo canónigo, quien declara que en su tiempo tuvo conocimiento de la existencia de «viejos rollos» don­ de estaban inscritos los derechos del cabildo y que ha oído hablar de ellos a otros más ancianos que él, los cuales le han asegurado que los derechos eran percibidos «desde la época más antigua» y que el valor de estos rollos estaba confirmada «en consideración de la an­ tigüedad de la escritura». Todo lo que es antiguo hace derecho, y cuanto más antiguo es el testimonio más valor tiene. Robert Fossier muestra la presencia de tres testigos de setenta a ochenta y cinco años en un proceso que tiene lugar en Béthune en Picardía, en 1316; en 1237 en Montreuil tres declarantes tienen entre cincuenta y se­ senta años, tres de sesenta a setenta años, uno tiene setenta y seis años, y cuatro tienen más de ochenta años. Durante el proceso de canonización de santo Domingo, sor Cecilia, una religiosa de más de ochenta años, hace una descripción muy exacta del santo 65. Como los ancianos conocen bien la ley son consultados sobre sus aplicaciones: es el caso, por ejemplo, de Felipe de Novara y también de Joinville. Si los viejos son numerosos entre las filas de los clérigos ordina­ rios, tanto regulares como seculares, con mayor razón la jerarquía trae consigo una gran proporción de personas de edad avanzada.

Christopher Brooke ha señalado que los ocho obispos cuya edad era conocida en Inglaterra en 1153 tenían más de setenta años66. No faltan los ejemplos individuales de ilustres prelados: Robert Grosseteste, nacido en 1175, nombrado obispo de Lincoln a los sesenta años y muerto a los setenta y ocho años en 1253; san Anthelme, na­ cido en 1107 en Saboya, obispo de Belley de los cincuenta y seis años a los setenta y uno (1163-1178); Arnould de Rochester, nacido en Beauvais en 1040, monje y después prior en Canterbury, abad de Peterborough, elegido obispo de Rochester a los setenta y cuatro años, en 1114, y muerto en este cargo a los ochenta y cuatro años; Diego Gelmírez, primer arzobispo de Santiago de Compostela, muer­ to a los setenta años en 1140; Jean de Salisbury, nombrado obispo de Ghartres a los sesenta y un años en 1176; Otton, obispo de Bamberg, evangelizador de Pomerania, muerto a los setenta y nueve años en 1139. Los arzobispos de Canterbury forman una magnífica sucesión de ancianos intransigentes, ardientes defensores de los derechos de la iglesia frente a la monarquía. Los más notables fueron Lanfranc, An­ selmo y Stephen Langton. Lanfranc, nacido en 1005, abad de San Esteban de Caen en 1060, fue elevado a la sede primada de Ingla­ terra a los sesenta y cinco años por Guillermo el Conquistador, quien tenía plena confianza en él. Desempeñó en varias ocasiones el papel de regente durante las ausencias del rey y gracias al prestigio de este anciano de ochenta y dos años la corona pasó a Guillermo el Rojo sin incidentes en 1087; el nuevo rey soportó con impaciencia sus re­ criminaciones, y murió dos años más tarde, respetado por todos. An­ selmo, abad del Bec, uno de los pensadores más relevantes de la Edad Media, le sucedió en 1093; tenía entonces sesenta años. En se­ guida entró en conflicto con el rey, que le aborrecía, y tuvo que exi­ liarse. Regresa en 1100 a comienzos del reinado de Enrique I, y se enfrenta pronto con el nuevo rey a causa de las investiduras laicas; en 1103, a los setenta años, viaja a Roma como embajador, perma­ nece exiliado en Lyon y vuelve a Inglaterra en 1107 como resultado de un compromiso. Ejerce sus funciones hasta su muerte en 1109, a los setenta y cinco años. Stephen Langton, cardenal, elegido arzo­ bispo de Canterbury en 1207 a los cincuenta y siete años, se encon-

tro al principio con la dura tared Je enfrentarse a Juan sin Tierra, el cual le obligó a permanecer diez años entre los cistercienses de Pontigny y expulsó a los monjes de Canterbury, todos ellos viejos y achacosos 67. En 1215 desempeñó un papel esencial en la redacción de la Carta Magna, después dirigió a su clero con firmeza hasta la edad de sententa y ocho años. Todavía de 1272 a 1279 es ocupada la sede de Canterbury por un septuagenario, el dominico Robert Kilwardby. Los teólogos ancianos son legión en esta época. Citamos entre los más célebres a Guillermo de Champeaux, maestro en la escuela catedral de París, fundador de la escuela de san Víctor, donde Abe­ lardo seguirá sus lecciones, elegido obispo de Chálons-sur-Marne en 1113, a los sesenta y tres años, muere a los setenta y un años, en 1121; Guillermo de Conches, preceptor de Enrique Plantagenet a los sesenta años, muerto con más de setenta y cuatro años después de 1154; Guillermo de Saint-Amour, profesor de teología en París, muerto a los setenta años (1202-1272); Alain de Lille, el «Doctor Universal», retirado al final de su vida al Císter, donde muere en 1203, a la edad de setenta y cinco años según unos, de ochenta y ocho años según otros; Alberto Magno, dominico, maestro de santo Tomás de Aquino, obispo de Ratisbona en 1260, a los cincuenta y cuatro años, que enseña hasta los últimos años de su vida, empren­ de a los sesenta y cuatro años una ambiciosa Suma Teológica y muere a los setenta y cuatro años, dejando una obra gigantesca cuya parte científica trata precisamente del elixir de la eterna juventud. Su alumno Gilíes de Lessines lo imitará incluso en su longevidad (1230-1304). Si bien la mayor parte de los eclesiásticos cumplían sus funcio­ nes hasta el final de su vida, algunos se veían obligados a causa de la decrepitud a retirarse del ministerio, y se ven surgir en el siglo XIII hospicios para sacerdotes ancianos, prueba de que el número de ancianos de edad avanzada debía de ser elevado entre el clero: en 1251, el obispo Walter de Marvis abre en Tournai uno de estos hospicios, reservado a los eclesiásticos a los que se les retira el be­ neficio a causa de su vejez 68. La dignidad del estado eclesiástico y la justicia exigían no reducir a la mendicidad a estos eclesiásticos.

No hay retiro, sin embargo, para los papas, y a pesar de lo que se haya podido decir, los pontífices de la Edad Media son de edad avanzada, no siendo siempre los más jóvenes los más enérgicos. No hay más que pensar en Gregorio VII (1073-1085), el hombre de Canossa, el irreductible antagonista del emperador, elegido a los sesen­ ta años y muerto en el exilio a los setenta y tres; en Calixto II (1119-1124), signatario a los sesenta y dos años del concordato de Worms; en Celestino III (1191-1198), elegido a los ochenta y cinco años, que se opone a las pretensiones de Enrique IV sobre el reino de Sicilia, muerto a los noventa y dos años; en Gregorio IX (1227-1241), elegido a los setenta y tres años, el enérgico adversario de Federico Barbarroja, que conoció mil tribulaciones y murió a los noventa y siete años en la Roma sitiada; en Gregorio X (1271-1276), que presidió el concilio de Lyon, elegido a los sesenta y un años y muerto a los sesenta y seis; en Celestino V (1294), elegido a los se­ tenta y nueve años, pero que pasó rápidamente por el trono de Pe­ dro; en el irascible Bonifacio V III (1294-1303), el anciano megaló­ mano, el autor de la bula Unam Sanctam, quien, a los ochenta y cinco años, califica al rey de Francia Felipe el Hermoso de joven golfo y amenaza con «destituirlo por ser un mal muchacho», y que muere a los ochenta y seis años, poco después del atentado de Anagni; y también en sus sucesores Benito XI (1303-1305), papa de los sesen­ ta y tres a los sesenta y cinco años, o Juan X X II (1316-1334), ele­ gido a los setenta y dos años y muerto a los noventa años. Difícilmente se puede suscribir, con la evocación de estos nom­ bres citados, la afirmación de Jacques Le Goíf según la cual obispos y papas «son con frecuencia elegidos jóvenes» 69. De hecho, exclu­ yendo el escandaloso período de la «pornocracia pontificia» del si­ glo X y comienzos del XI, la Iglesia confía en la edad y la experien­ cia y este principio apenas se modificará hasta nuestros días. Pero los ancianos que escoge como pontífices son hombres de un temple y una energía excepcionales.

Los viejos guerreros: respetados mientras permanecen activos El mundo de los bellatores, de los guerreros, de los caballeros, del feudalismo, plantea un problema diferente en su actitud con respec­ to a la vejez. Si bien a priori podría parecer que este medio en el que prima la fuerza física haya sido poco favorable a los ancianos, un examen más atento muestra que el número de los años en realidad apenas tenía importancia entre los caballeros. Una vez el yelmo so­ bre la cabeza, ¿quién puede distinguir al joven del viejo? Ya no hay más que fuertes y débiles, valientes y cobardes. La misma literatura caballeresca duda entre el emperador de la barba florida y la loza­ nía de Lanzarote del Lago. La defensa del feudo exige en verdad un jefe en plena posesión de sus facultades, y la canción de Girard de Vienne, compuesta a comienzos del siglo XIII, describe el drama de un viejo caballero, Garin de Montglane, cuyas tierras, en Gascuña, son devastadas por las incursiones de los moros porque él es dema­ siado viejo para defenderlas, en tanto que sus cuatro hijos son de­ masiado jóvenes. Uno de ellos, Girard, tuvo una pendencia de ho­ nor con el emperador, y Garin, en virtud de la solidaridad del lina­ je, toma partido por él y se convierte en un rebelde, siendo por ello blanco de los sarcasmos de los barones: «¡Mirad ese anciano intra­ table! Le tiembla la mano, tiene la frente canosa y hace frente al em­ perador, ¡se rebela! ¡Mirad a ese héroe al que se puede derribar de un soplo!» La caballería no trata con cariño al anciano que se ha vuelto de­ masiado débil para combatir. Pero no es tanto de la vejez de la que se burla, cuanto de la debilidad, pues es igualmente dura con res­ pecto al joven bachiller inexperto. Sabe respetar la vejez: tanto si el viejo guerrero ha conservado todo su vigor, como un Garlomagno de leyenda, como si se encasilla en su papel de consejero, de hom­ bre de experiencia cuya opinión es tanto más valiosa cuanto más bri­ llante ha sido su carrera. Y los caballeros coinciden en esto con el pensamiento de los teólogos: cada cual recoge en su vejez lo que ha sembrado durante su vida; el anciano es el resultado de lo que ha hecho de sí mismo a lo largo de toda su existencia; el santo es el fru­

to de toda una vida virtuosa; el viejo caballero es honrado en la me­ dida en que ha sido famoso en otro tiempo. Estos hombres, hechos de una sola pieza, no separan al hombre adulto del anciano. El va­ liente obtiene gracias a sus hazañas el respeto de sus semejantes para el resto de sus días. La entrada en la leyenda es definitiva. Tal vez sea ésta una de las diferencias fundamentales con el mun­ do moderno en el cual «el hombre nunca consigue nada». La edad no hace mella en los auténticos héroes; los supermanes de la Edad Me­ dia, Arturo y Carlomagno, luchan como auténticos diablos mucho más allá de los setenta años. Su longevidad histórica, agrandada por los trovadores, los convierte en eternos jóvenes de barba blanca. Ar­ turo, fallecido en realidad en el 515, cuando contaba alrededor de sesenta y cinco a setenta años, se pasea hasta los cien años en La Muerte de Arturo, en compañía de alegres octogenarios como Gauvain. En cuanto a Garlomagno, que murió en el 814 a los setenta y un años, una de sus Vidas, que apareció en el siglo X, le atribuye dos­ cientos años. Es la misma edad que le asigna La Canción de Roldan, impresionante epopeya llevada a buen ritmo por ancianos intempo­ rales: el sabio consejero de Marcile es el viejo Blancandrin, mien­ tras que el bicentenario Carlomagno escucha los consejos de Ricar­ do el Viejo. Su terrible adversario, el almirante Baligant, es un «an­ tiguo anciano, que ha sobrevivido a Virgilio y Homero», lo que no es obstáculo para que haya conservado un físico impresionante: Monta a horcajadas este valiente con gallardía finas las caderas y anchos los costados, el pecho fuerte y bien modelado, anchos los hombros, el rostro iluminado, orgulloso el semblante, los cabellos rizados y muy blancos, igual que la flor en verano.

En el ejército franco destacan Anseis el Viejo y Gérard de Roussillon el Viejo, mientras que para la batalla decisiva se alinean los barones de Francia, 100.000 vigorosos ancianos: Tienen el cuerpo gallardo y orgullosa compostura, los cabellos floridos y las barbas blancas.

Todos llevan a cabo extraordinarias proezas atléticas. Documen­ to admirable, testigo de una época, la de los siglos XI y XII, en la cual la vejez no ha alcanzado todavía su autonomía, en la que no está separada de la edad adulta de la cual, por el contrario, consti­ tuye el resultado prestigioso. Estos viejos guerreros no han perdido nada de su fuerza y de su audacia, sino que su barba blanca les otor­ ga prestigio, experiencia y sabiduría. Es un atributo esencial del hé­ roe épico; Carlomagno no cesa de acariciarla cuando está reflexio­ nando y de mesársela cuando está ansioso (el relato lo menciona die­ cisiete veces). Y el último verso del narrador está también dedicado a ella: Con los ojos llenos de lágrimas se mesa la barba blanca 70.

En un contexto muy diferente, el del mundo escandinavo, las sa­ gas del siglo XIII reflejan igualmente el respeto que la sociedad is­ landesa profesaba a los viejos jefes, pero también reflejan la evolu­ ción que esta actitud sufre con el proceso de sedentarización. Estos relatos, testimonios excepcionales de la vejez en las sociedades gue­ rreras, están dedicados a contar los acontecimientos y describir una situación que se remonta tres siglos atrás, al siglo IX. Los viejos je­ fes, lejos de ser despreciados como en el feudalismo francés, gozan de un prestigio proporcional a la importancia de sus hazañas pasa­ das. Una vez retirados, viven en sus tierras; las gentes van a con­ sultarles y ellos procuran que los jóvenes saquen provecho de su ex­ periencia, como Olaf des Dales, el cual «llegó a ser un jefe grande y poderoso y vivió en Hvamm hasta la vejez» 71. Antes de morir, reú­ nen a sus hijos y familiares para darles sus últimos consejos y co­ municarles sus últimos deseos; así actúan, en la saga de Laxdale, los jefes Hoskuld, muerto en el 964, y Snorri el sacerdote, muerto en 1031 a los sesenta y siete años 72. El jefe Karlsefni, después de muchas aventuras en el mar, volvió a Islandia, se instaló como la­ brador y vivió hasta una edad muy avanzada, honrado por todos. Algunos, sin embargo, continúan sintiéndose atraídos por el mar y siguen navegando cuando son ya viejos, buscando deliberadamen­ te la muerte en un último viaje. La saga de Njal habla así del viejo

jefe: «Los hombres cuentan la muerte de Flosi de la siguiente ma­ nera: cuando era viejo viajó él mismo al extranjero a buscar madera para la construcción. Pasó el invierno en Noruega, y cuando llegó el verano se retrasaba en su salida. Las gentes le advirtieron que su barco no era seguro, pero Flosi respondió que era lo suficientemente bueno para un hombre viejo condenado. Subió al barco y partió. No se le volvió a ver nunca más» 73. Las ancianas son igualmente res­ petadas y ejercen una autoridad comparable a la de los hombres cuando ellas son jefes de familia; la vieja Unn, en la saga de Laxdale, ejerce un verdadero matriarcado, y procede a distribuir las tie­ rras entre sus hijos y nietos. Otras sagas tienen sin embargo un tono diferente y en ellas se ve a viejos jefes venidos a menos que son atropellados sin miramien­ tos. La más hermosa de estas historias es la de Egil Skallagrimsson, poema épico que narra la vida del famoso héroe muerto a los ochen­ ta años, en el 990. Protagonista de numerosas hazañas, Egil padece no obstante una vejez difícil a causa de sus achaques. El relato de su decadencia es patético dentro de su simplicidad: «Egil Skalla­ grimsson se hizo viejo. Sus movimientos se volvieron pesados en su vejez; disminuyeron su vista y su oído. En este tiempo vivía con Grim y Thordis en Mosfell. Un día, Egil se paseaba fuera de las mu­ rallas cuando tropezó y cayó. Algunas mujeres lo vieron y se burla­ ron de él: “Estás ya arruinado, Egil, le dijeron, si te caes sin nece­ sidad de que nadie te empuje.” Las mujeres no se reían tanto cuan­ do éramos más jóvenes, dijo Grim. Y Egil compuso estos versos: »Mi calva cabeza se balancea y se equivoca, la golpeo cuando me caigo; mi verga está blanda y colgante y no oigo cuando me llaman 74.

Egil se queda ciego y va a calentarse ante el hogar;pero, como es torpe y estorba, es reprendido ásperamente: “Nomeempujes cuando vengo a calentarme ante el fuego, dijo Egil; intentemos no molestarnos unos a otros.” “Levántate, dijo la mujer, vuelve a tu si­ tio y déjanos trabajar.” Egil se levantó, volvió a ocupar su sitio y compuso estos versos:

»Titubeo cerca del fuego, imploro la compasión de las mujeres... El príncipe me ha recompensado con el oro precioso, el rey antaño salvaje fue domesticado por mis palabras... El tiempo pasa penosamente, Estoy solo aquí, aburrido, viejo, anciano senil, sin la ayuda del rey. Dos viudas me ayudan a caminar, antaño verdaderas mujeres, ahora débiles y heladas, que necesitan el fuego para calentarse» 75.

Egil hace todo lo que puede para que por lo menos se hable de él: procura ir a una asamblea para arrojar en ella su dinero por el aire y poder oír empujarse a las gentes para cogerlo. Trágica deca­ dencia de un viejo jefe. Pero Egil es una excepción. Son sus acha­ ques los que le reducen a este lamentable estado, pues en la misma saga, el viejo rey Harald, el de los Hermosos Cabellos, que reinó se­ tenta años en Noruega y cedió la corona a su hijo Eric, lleva un re­ tiro apacible y honorable, aunque los tributos se le entregan con un poco menos de regularidad que antes. Lo que en realidad va a destronar definitivamente el prestigio del viejo guerrero en Islandia es el paso de una economía de guerra y rapiñas a una economía pastoril. En el antiguo sistema, el viejo es el testigo viviente de las proezas guerreras, la encarnación del honor familiar que él hace respetar incitando a los jóvenes a sangrientas venganzas, a la manera española de don Diego. En la nueva socie­ dad, pacífica y agrícola, ya no hay tiempo para estas bravatas, y las sagas de la corriente realista del siglo XIII ponen en ridículo a estos ancianos belicosos. Así, por ejemplo, en la historia de Thorstein, el viejo Thorarin, vikingo retirado, conserva sus viejas armas y anima a su hijo, un hombre pacífico y trabajador, a cometer una sangrien­ ta venganza. «Es una reliquia fósil del pasado vikingo, que no con­ sigue integrarse en la pacífica comunidad rural de la que forma par­ te a regañadientes como un miembro inútil», observa el traductor 76.

El relato es claramente crítico en lo que a él respecta: «Había un hombre llamado Thorarin que vivía en Sunnudale; era viejo y estaba casi ciego. Había sido un feroz vikingo en su juventud, e in­ cluso en su vejez no era fácil acercarse a él... Thorarin tenía poco dinero pero muchas armas» 11. Se dirige a su hijo y le reprocha su cobardía: «En mi juventud yo no habría cedido nunca ante alguien como Bjarni, por muy buen combatiente que sea. Preferiría perder­ te antes de tener por hijo un cobarde». Pero, menos afortunado que el Cid, el hijo de Thorarin muere a manos de Bjarni. El irreductible anciano intentará entonces vengarse él mismo, increpando a Bjarni: «Acércate, pues soy viejo y me tiemblan las piernas a causa de la enfermedad y la vejez. Y la pérdida de mi hijo, lo confieso, me tras­ torna un poco.» Coge una espada e intenta golpear a su adversario, que lo esquiva. Su lamentable fracaso es el de los ancianos de la an­ tigua generación, el de los ancianos guerreros a los que ya no se res­ peta. En la saga de Hranfkel, el viejo ideal es puesto de manifiesto de manera irrisoria por una lavandera, que recuerda a su amo anciano el deber de venganza: «Es muy cierto lo que dice el viejo refrán: “Cuanto más viejo es el hombre más débil es.” El honor que un hom­ bre adquiere pronto en su vida no vale gran cosa si lo deja caer en desgracia y no tiene el coraje de luchar por sus derechos. Es algo extraño que les sucede a los que antaño se les tenía por valientes» 78. Como enseña el ejemplo islandés, se respeta más al anciano en el seno de una sociedad guerrera que en el mundo agrícola. El viejo guerrero está rodeado por una aureola de hazañas; ¿en qué puede sobresalir el viejo campesino? Mientras no le llegan los achaques, el guerrero anciano mantiene todo su poder, y su experiencia sólo con­ tribuye a acrecentar su prestigio. Por otra parte, el sistema feudal no tiene prevista una edad límite: el vasallaje compromete a los dos miembros hasta la muerte, de acuerdo con la visión monolítica que se tiene de la vida humana. El vasallo es responsable de su feudo hasta el final de su vida. Es cierto que a veces los hechos desmien­ ten el derecho. Hijos impacientes pueden rebelarse contra su viejo padre; Enrique II Plantagenet realizó esa cruel experiencia. Pero los ejemplos son asombrosamente escasos. El viejo caballero que cede

voluntariamente el poder a su hijo es más bien un personaje litera­ rio. La historia del Cid a la que antes nos referíamos, basada en tra­ diciones del siglo XI, constituye una de las excepciones: don Diego encarga a su hijo Rodrigo Díaz de Vivar que le vengue del conde Lozano, «sabiendo que le faltan fuerzas para vengarse por sí mismo y que es demasiado viejo para manejar la espada, no puede dormir por las noches ni puede probar bocado». La mayoría de las veces se comprueba que el caballero continúa cumpliendo personalmente con sus obligaciones mientras le queda suficiente fuerza para montar a caballo. Ni siquiera la ceguera se lo impide; sirvan como ejemplo Juán de Luxemburgo, el Ciego, que pasa su vida de batalla en batalla hasta que encuentra la muerte en Crécy. Tenía entonces cincuenta y dos años; en Bouvines, Felipe Au­ gusto, que tenía cuarenta y nueve, combatió como un joven león y nadie se sorprendió por ello. ¿Y qué decir de Federico Barbarroja, muerto en plena cruzada a los sesenta y ocho años? ¿De Raimundo VI, conde de Tolosa, que reconquista su feudo con las armas en la mano con más de sesenta años (1156-1222)? ¿De Raymond de SaintGilles, uno de los jefes de la primera cruzada, que cae gravemente enfermo durante la travesía del Asia Menor, se recupera, participa en todas las batallas y muere en el ataque a Trípoli, a los sesenta y tres años (1042-1105)? ¿De Guillermo el Conquistador, guerrero has­ ta la punta de las uñas y hasta el último minuto, muerto a los cin­ cuenta y nueve años a la vuelta de una expedición de saqueo en Man­ tés, en 1087, y al que un monje de Caen describe entonces como al­ guien tan robusto como un joven? ¿O también del famoso Guiller­ mo el Mariscal, cuyas hazañas ha narrado Georges Duby? 79. Aventurero profesional, casado por primera vez a los cincuenta años, mariscal del rey de Inglaterra, encargado de la regencia del reino a los setenta y un años, a la muerte de Juan sin Tierra, Gui­ llermo dirige personalmente la lucha en la batalla de Lincoln, a los setenta y dos años, en la que no se queda en mero comparsa: hace prisionero al jefe del ejército enemigo, el conde del Perche, lugarte­ niente del delfín Luis; tres meses más tarde quería ir también al asal­ to de la flota francesa y fue difícil detenerlo. En el poema de comien­ zos del siglo XIII que narra su vida apenas se muestra extrañeza por

su edad. El caballero no es viejo mientras puede combatir y nadie parece asombrarse de que se confíe la defensa del reino a un sep­ tuagenario. Cuando pide la opinión de sus amigos, sólo Jean d’Early muestra cierta turbación: «Veo vuestro cuerpo debilitado por la fa­ tiga y la vejez», le dice, pero todo se queda en eso. Pero no es por su mayor vulnerabilidad en el campo de batalla por lo que se señala que Mariscal es viejo, sino por su fidelidad a los usos caballerescos ya superados: después de la batalla de Lincoln, escolta a su enemi­ go vencido, el príncipe Luis de Francia, hasta la costa. Este respeto al adversario ya no era oportuno en una sociedad donde el realismo comenzaba a prevalecer sobre el ideal caballeresco, y el hermoso ges­ to fue considerado como una traición. El autor del poema, muy an­ ciano también, lamenta amargamente la desaparición de los ideales de antaño. Guillermo el Mariscal no es el guerrero más viejo que sigue en activo en su época. El veneciano Enrico Dándolo, nacido alrededor de 1107, empleado varias veces en misiones diplomáticas que le ha­ bían valido ser cegado parcialmente en 1171 por orden del empera­ dor bizantino Manuel Commeno, era elegido dux el 21 de junio de 1192, a los ochenta y cinco años. Doce años más tarde, cuando con­ taba noventa y siete de edad, decide participar en persona en la cuar­ ta cruzada, fundamentalmente con el objeto de vengarse de Constantinopla. Según él, su edad avanzada es una razón suplementaria para embarcarse, ya que su experiencia será muy valiosa para la ex­ pedición, como declara en un discurso a los cruzados: «Señor, estáis acompañado por la mejor gente del mundo que llevará a cabo la ha­ zaña más importante que cualquier hombre pueda emprender; yo soy viejo y débil, necesitaría descansar, y tengo el cuerpo mutilado; pero veo que nadie sabría gobernaros y conduciros tan bien como yo, que soy vuestro señor. Si por el contrario queréis que tome el estandarte de la cruz para protegeros y enseñaros y que mis hijos se queden ocupando mi puesto y guardando la tierra, iré a vivir o a morir con vosotros y con los peregrinos» 80. Los cruzados le aclaman y celebran su «proeza». En el momento decisivo, el dux se lanza al frente de sus hombres, provisto de yelmo y cota de malla, al asalto de las murallas de Constantinopla, provo­

cando la admiración de todos: «Escuchad ahora esta extraordinaria proeza: el dux de Venecia, que era anciano y apenas veía, cogió to­ das sus armas y se puso al mando de su nave y ondeó el estandarte de San Marcos ante él; y gritó a los suyos que le llevasen a tierra, o si no haría justicia con sus cuerpos. Y ellos así lo hicieron; el bar­ co atracó y saltaron fuera; y llevan delante de él el estandarte de San Marcos a tierra... Entonces veríais asalto grande y maravilloso; y esto lo atestigua Joffrois de Ville-Harduin, el mariscal de Champa­ ña» 81. El caso es sin duda único en los anales de la guerra. El dux so­ brevivió al ataque y murió al año siguiente, en 1205, a la edad de noventa y ocho años. Pero mezclados en la muchedumbre anónima de los cruzados, muchos otros ancianos viajaron a Jerusalén: «Los niños, las ancianas y los ancianos se preparaban para la partida; ellos sabían bien que no combatirían, pero esperaban ser mártires», dice Guibert de Nogent a propósito de la cruzada de los pobres. Y la expedición de Godofredo de Bouillon contaba con numerosos vie­ jos caballeros 82. Roberto, hijo mayor de Guillermo el Conquista­ dor, participó en ella, fue hecho prisionero en Tinchebray a su re­ greso y murió en prisión a los ochenta años. Así pues, la vejez no parece hacer mella en la caballería. Los va­ lientes que sobreviven a los torneos, a las batallas, a los accidentes de caza, a los festines y a la apoplejía son fuerzas de la naturaleza a los que la edad no podrá obligar nunca a ceder a los más jóvenes la defensa del feudo. No eran muchos los que se retiraban a una en­ comienda del Temple. En cuanto a las mujeres, si bien es cierto que ingresaban con más frecuencia en un convento a partir de cierta edad, son también numerosas las mujeres de la nobleza que man­ tienen una vida muy activa. En una época en la que los partos son más mortíferos que las batallas, sólo las madres más robustas alcan­ zan la menopausia y entonces prodigan su excedente de energía de­ dicándolo a la política. Sigue siendo célebre el caso de Leonor de Aquitania. Tras haber dado diez hijos a sus dos maridos, quedarse viuda en dos ocasiones, siendo aún una mujer hermosa con más de setenta años, como lo atestigua Guillermo el Mariscal, pasó su vejez recorriendo Europa,

de Inglaterra a Aquitania, España, Italia, Alemania, para asegurar el poder de sus queridos y atolondrados hijos. Durante los últimos quince años de su vida, de los sesenta y nueve a los ochenta y cua­ tro, recorre miles de kilómetros, remueve cielo y tierra en favor de Ricardo y Juan, trama intrigas, arregla matrimonios, firma trata­ dos, soporta asedios. La vida para ella comienza en 1189, a la muer­ te de su tiránico marido Enrique II, que la tenía prisionera. Tiene entonces sesenta y nueve años. Inmediatamente Leonor toma el mando, organiza la coronación de Ricardo y va a Francia al año si­ guiente para preparar su cruzada. Le encuentra también una espo­ sa, Berenguela de Navarra, y se va a Aquitania para preparar el ma­ trimonio, a pesar de sus setenta años y de los malos caminos de la época, y desde allí, a través del puerto del monte Genévre, va a Pisa, Nápoles y Brindisi, donde se embarca para reunirse con su hijo en Sicilia. En el viaje de vuelta, la encontramos en Roma el 14 de abril de 1191 y, tras atravesar los Alpes de nuevo, se halla en Rouen el 24 de junio. Una vez instalada en Bonneville-sur-Touques, se ente­ ra del regreso de Felipe Augusto y emprende inmediatamente la for­ tificación de las plazas fuertes normandas, desembarca en Inglate­ rra el 11 de febrero de 1192, reúne a los barones en Windsor, Ox­ ford, Londres y Winchester y vigila de cerca las maniobras de Juan, quien pretende usurpar el puesto de Ricardo. Cuando éste cae pri­ sionero, Leonor despliega una actividad diplomática extraordinaria para conseguir liberarlo al tiempo que trata de contrarrestar los ma­ nejos de Juan. Embarca para Alemania en diciembre de 1193, a los setenta y tres años, para ir ella misma a pagar el rescate; reside en Colonia, consigue la libertad de Ricardo a comienzos de febrero de 1194 y regresa a Inglaterra por Anvers y Sandwich (12 de marzo de 1194). Dos meses más tarde la encontramos de nuevo en Barfleur con su real hijo y en los medios allegados se murmura que «olvida su edad». Sin embargo, probablemente decide retirarse ese mismo año a la abadía de Fontevraud. Pero es una solución falsa. Cinco años más tarde, en abril de 1199, a los setenta y nueve años, va a Chálus, en Limousin, junto a la cabecera de su hijo moribundo. Y de nuevo la encontramos en su papel de lugarteniente y de «madraza», buscan­

do asegurarse las fidelidades vacilantes de las ciudades y de los se­ ñores del suroeste a favor de Juan. Su fantástica cabalgada de la pri­ mavera de 1199 la lleva a Loudun (29 de abril), Poitiers (4 de mayo), Montreuil-Bonnin (5 de mayo), después a Niort, Andilly, La Rochelle, Saint-Jean-d’Angély, Saintes, Burdeos y a Soulac (4 de julio). Por todas partes otorga cartas de franquicia y recibe homenajes, an­ tes de ir a rendir el suyo a Felipe Augusto, lo que hace en nombre de su hijo. Y está de nuevo en Rouen el 30 de julio. El invierno de 1199-1200, el invierno de sus ochenta años, la ve atravesar los puertos pirenaicos para ir a Castilla a buscar una es­ posa para el hijo de Felipe Augusto, el delfín Luis; y se lleva a Blan­ ca, su nieta, fruto del matrimonio de su hija Leonor con Alfonso V III de Castilla. Finalmente se retira de nuevo, en la primavera de 1200, a Fontevraud; ella cree que definitivamente. Pero es sólo una tregua. En 1202, a comienzos de la guerra entre Felipe Augusto y Juan, huye a Poitiers. Su propio nieto, Arturo de Bretaña, la sor­ prende en su huida; ella se encierra en la torre del homenaje de Mirebeau y soporta un asedio del que la liberará Juan sin Tierra. La ancianísima dama volverá a Fontevraud, donde morirá el 31 de mar­ zo o el 1 de abril de 1204, a los ochenta y cuatro años aproximada­ mente. Sobre su estatua yacente, que se encuentra en la iglesia aba­ cial, no consta ninguna edad. Destino excepcional sin duda alguna; pero de manera menos es­ pectacular, mujeres como la reina Matilde, esposa de Enrique el Pa­ jarero (890-968), Ida de Borgoña, madre de Godofredo de Bouillon, muerta en 1113, la condesa Matilde de Toscana (1046-115), la rei­ na Blanca de C astilla (1181-1252), la em peratriz M ahaut (1102-1167), y muchas otras dieron ejemplos de firmeza y energía hasta una edad avanzada. Si bien el derecho feudal somete por re­ gla general a la viuda a la autoridad de sus hijos varones, puede su­ ceder que gracias a su ascendiente personal ella represente un papel político eminente. Ya conocemos las malas pasadas que Blanca de Castilla, que ha heredado el temperamento de su abuela Leonor, le juega a su nuera, la reina Margarita. Joinville ha narrado en una célebre página los subterfugios a los que tenía que recurrir san Luis para ver a su mujer a escondidas:

«La crueldad con que la reina Blanca trató a la reina Margarita fue tal que la reina Blanca no podía soportar, si estaba en su mano, que su hijo estuviera en compañía de su mujer, excepto por la no­ che cuando iba a acostarse con ella. El lugar donde más le gustaba vivir era Pontoise, donde se alojaba entre el rey y la reina, porque la habitación del rey estaba encima y la habitación de la reina de­ bajo. Estos se habían puesto de acuerdo para satisfacer su necesi­ dad de verse, y se reunían para charlar en una escalera de caracol que descendía de una habitación a otra; y habían preparado tan bien sus entrevistas, que cuando los ujieres veían que la reina se dirigía a la habitación de su hijo, el rey, golpeaban las puertas con sus va­ ras, y el rey volvía corriendo a su habitación para que su madre lo encontrara en ella; y lo mismo hacían los ujieres de la habitación de la reina Margarita cuando la reina Blanca iba a visitarla para que ésta encontrase en ella a la reina Margarita. »Una vez estaba el rey junto a la reina, su mujer, que se encon­ traba en grave peligro de muerte porque acababa de dar a luz en un parto difícil. Llegó la reina Blanca, cogió a su hijo de la mano y le dijo: “Venid conmigo, aquí no hacéis nada.” Cuando la reina M ar­ garita vio que la madre se llevaba al rey, exclamó: “¡Ay! no me de­ jáis ver a mi señor ni muerta ni viva.” Entonces cayó desvanecida y creyeron que había muerto; y el rey, que no creyó que hubiese muerto, volvió; y con gran esfuerzo consiguió que volviera en sí» 83. Lo cual no fue obstáculo para que Margarita le diera once hijos al rey y viviera sesenta y cuatro años (1221-1295). Esta célebre pareja ha inspirado por otro lado a los genealogistas. En 1949, Forst de Battaglia publicó un cuadro de los 64 ascen­ dientes más próximos de san Luis, que se remonta a siete genera­ ciones, es decir, hasta la segunda mitad del siglo XI 84. Conocemos la edad de 82 de los 128 reyes, reinas, príncipes y princesas mencio­ nados, a veces con ciertas dudas, pero éstas no sobrepasan los dos o tres años. El resultado es claro y debería moderar las afirmaciones pesimistas y apresuradas de muchos historiadores: no siempre se muere joven en el mundo principesco de la Edad Media. De 82 per­ sonas, 30, es decir, el 36 %, alcanzan o rebasan los setenta años, y entre las más viejas, muertas con más de setenta años, se encuen­

tran seis mujeres y cinco hombres, siendo la decana Dulce de Provenza, esposa del conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, que muere en 1190 a la edad de noventa y cinco años. Si bien es verdad que con estos datos no se pueden calificar de gerontocráticos los Estados de la Edad Media, falta mucho para ello, conviene reconocer, sin embargo, que los soberanos ancianos no eran tan escasos como algunas veces se afirma. Hubo escritores medie­ vales que se convirtieron incluso en sus defensores. Brunetto Latini es uno de ellos. Nacido en Florencia en 1230, era uno de los jefes del partido güelfo, y tuvo que exiliarse a Francia de 1260 a 1269. Desempeñó después hasta su muerte un papel importante en la po­ lítica florentina como secretario, síndico y después prior, y murió en 1294. Su experiencia política es importante y atañe, sobre todo, al funcionamiento de una república, a los magistrados electos. En El libro del tesoro, su gran obra, da consejos a los gobernantes, como lo hará dos siglos más tarde Maquiavelo; pero, a diferencia de éste, es claramente favorable al gobierno de los ancianos, quienes ofrecen más garantías de sabiduría: «Dijo Aristóteles que los hombres se vuelven sabios gracias a la acumulación de una larga experiencia; y no se puede tener una larga experiencia sin una larga vida. Por tan­ to, concluye que los jóvenes no pueden ser sabios aunque tengan mu­ cho talento para aprender. Por ello dice Salomón que desgraciada la tierra que está gobernada por un rey joven. Y, sin embargo, pue­ de perfectamente tener muchos años y poco juicio; pues da lo mis­ mo ser joven de razón que de edad. Por eso, los ciudadanos deben elegir a un gobernante que no sea joven en ninguno de los dos sen­ tidos, sino, por el contrario, que sea viejo en ambos» 85. De acuerdo con este principio, los gobiernos monárquicos con­ fiaron con frecuencia en consejeros ancianos, apreciados por su ex­ periencia. Y como era preferible que fueran también instruidos, los elegidos eran a menudo eclesiásticos. Luis VI se dejó guiar en mu­ chas ocasiones por el abad benedictino Geoffroy de Vendóme, quien le aconsejó hasta su muerte, en 1132, cuando contaba sesenta y dos años; Luis VII tuvo la suerte de contar con el abad de Saint-Denis, Suger, el cual ejerció el cargo de regente durante la cruzada, entre 1147 y 1149, de los sesenta y seis a los sesenta y ocho años, y murió

ASCENDIENTES DE SAN LUIS QUE ALCANZARON O REBASARON LOS SESENTA AÑOS N om bre

Blanca de Castilla ............. Luis VII ............................. Alix de Champaña ........... Leonor de Aquitania ....... Teobaldo IV de Champa­ ña ..................................... Balduino IV de Hainaut . Thierry de Flandes ........... Adela de Inglaterra .......... Englebert II, duque de Carintia................................. Uta de Passau ................... Godofredo de Namur ...... Hermesinda de Luxemburg ° .........................................................

Dulce de Provenza ........... Enrique I de Inglaterra ... Gertrudis de Sajonia ....... Guillermo I de Borgoña .. Teobaldo IV de Champa­ ña ..................................... Guillermo el Conquista­ dor .................................... Hedvige d’Eppenstein ..... Clemence de Gleiburg ..... Alberto III de Namur ..... Hermesinda de Longwy .. Foulques IV de Anjou .... Alfonso VI de Castilla .... Geoífroy II du Perche ..... Malcolm III de Escocia .. Guillermo VIII de Aquita­ nia .................................... Hildegarda de Borgoña ...

F ech a de

NACIMIENTO

F ech a DE MUERTE

E dad en el MOMENTO DE LA MUERTE (AÑOS)

1188 1120 1140 1120

1252 1180 1206 1204

64 60 66 84

1085 1110 1108 1062

1152 1170 1168 1137

67 60 60 75

1075 1080 1068

1141 Después de 1140 1139

66 + de 60 71

1080 1095 1068 1035 1025

1143 1190 1135 1113 1087

63 95 67 78 62

1011

1089

78

1027 1050 1065 1030 1058 1043 1030 1040 1031

1087 1112 Después de 1129 1102 Después de 1129 1109 1109 1110 1093

62 62 + de 64 72 + de 71 66 79 70 62

1026 1045

1086 60 Despúes de 1114 -1- de 69 años

a los setenta años. Felipe Augusto contó en sus círculos allegados con dos obispos ancianos y antagonistas: el cistercíense Guillermo, que llegó a ser arzobispo de Bourges en 1200, a los ochenta años, y que tomó partido por el papa contra el rey en el asunto del divorcio y murió a los ochenta y nueve años; su adversario y homónimo Gui­ llermo el de las Blancas Manos, hijo de Teobaldo II de Champaña, obispo de Chartres, después arzobispo de Sens, más tarde de Reims, y cardenal, dirigió al consejo real de 1184 o 1202; tenía entonces se­ senta y siete años. Tío del soberano, era llamado «el ojo y la mano del rey», o «el rey suplente»; durante la cruzada, ejerció la regencia en compañía de la madre del rey, Adela de Champaña, que tenía aproximadamente sesenta años. No olvidemos tampoco al hermano hospitalario Guérin, hombre de confianza del rey, al que Luis V III conserva como canciller en 1223, cuando cuenta sesenta y seis años de edad, y que morirá cua­ tro años más tarde. San Luis se rodea de consejeros que son de diez a quince años mayores que él, y que son relativamente ancianos al final de su reinado: el arzobispo de Rouen, el franciscano Eudes Rigaud, que tiene setenta años, el dominico GeofFroy de Beaulieu, con­ fesor y amigo del rey, también él septuagenario, el canónigo de Notre-Dame Robert de Sorbon, de sesenta y seis años, y Simón de Clermont, señor de Nesles, uno de los consejeros más escuchados, que ocupa asiento en el consejo y en los parlamentos, de sesenta años de edad. San Luis lo nombrará como uno de los regentes en 1270. En cuanto a Blanca de Castilla, tenía como confesor al obispo de Pa­ rís Guillermo d’Auvergne, hasta el fallecimiento de éste en 1249, a la edad de noventa y nueve años. Por consiguiente, los ancianos no están ausentes de las altas esferas de la política, en los que la expe­ riencia es una baza capital.

£1 viejo campesino: a merced de la familia Es más difícil de enjuiciar el lugar que ocupa el viejo en el mun­ do de los laboratores, en la muchedumbre de los humildes, y en par­ ticular en la masa campesina de la Edad Media. Son demasiado es­

casos los documentos que, a la manera de los registros de Jacques Fournier, permiten estudiar minuciosamente la vida cotidiana de una comunidad rural. Tomemos, pues, como punto de partida el caso único de Montaillou, pueblo occitano, a comienzos del siglo XIV 86. Pero hemos de procurar no generalizar: la sociabilidad cátara no es la de toda Europa, y muchos de sus rasgos parecen cons­ tituir verdaderas particularidades. Los ancianos son poco numerosos en este pueblo, y su situación no es envidiable. El jefe de la casa es el hijo adulto, quien trata con rudeza a los padres ancianos: «En cuanto a Bernard Rives, el viejo padre de Pons, no las tiene todas consigo en la casa donde él mismo vive, pero que desde ahora dirige su hijo» 87. Cuando vienen a pe­ dirle algo prestado, responde: «No me atrevo a hacer nada sin el per­ miso de mi hijo». La madre anciana parece estar también tiraniza­ da y vivir en una dependencia completa respecto de su hijo: «Estoy arruinada, he vendido mis bienes y empeñado a mis dependientes; vivo humilde y miserablemente en la casa de mi hijo; y no me atre­ vo a moverme», se lamenta la vieja Estefanía de Chateauverdun 88. Para Le Roy Ladurie, «los pocos paquidermos senescentes que so­ breviven aún en Montaillou» están en una situación de completa de­ pendencia, sin poder y sin prestigio. «Desde luego no es agradable hacer de viejos osos en el país de Aillon, hacia 1300-1320.» El caso del padre anciano que está a cargo de su hijo se da en todas las épocas, y las relaciones que se establecen entonces depen­ den enormemente de las personalidades de ambos. La literatura me­ dieval ha abordado el problema, especialmente en el cuento de La Manta partida, del siglo XIII: un vendedor, viudo, ha dado sus bienes a su hijo, que se ha casado con la hija de un caballero arruinado. El anciano padre vive durante doce años en casa de su hijo y su nue­ ra; ya muy viejo, depende totalmente de ellos, que lo desprecian y acaban por echarlo de casa: «Padre, marchaos, No podemos hacer nada por vos: ¡id a pudriros a otra parte! Hace más de doce años que coméis nuestro pan. Por tanto, id a vivir ahora donde os parez­ ca!» 89. Pero el cuento tiene una moraleja: cuando el hijo indigno en­ vía a su propio hijo a buscar una manta para dársela a su abuelo que se marcha, el niño la corta en dos diciendo que conservará la

otra mitad para dársela a su padre cuando él, a su vez, lo eche de su casa. Embargado de arrepentimiento, el hijo acepta que su padre se quede. La realidad no era siempre tan moralizante, y el triunfo de la fa­ milia conyugal sobre la familia patriarcal tuvo lugar probablemente en esta época en detrimento de la situación de los padres ancianos. Robert Fossier ha estudiado esta evolución en Picardía 90. Hasta el siglo X predomina en esta región la familia amplia, que impone a cada uno de sus miembros un papel perfectamente delimitado y que asegura de esta manera el mantenimiento y la supervivencia de los viejos. A partir del siglo XI, por influencia de la Iglesia y a causa también de la mejora de la seguridad en los campos, los vínculos que hay entre los miembros del grupo se relajan, se debilita la au­ toridad del padre, y la familia conyugal consigue su autonomía. Des­ de entonces, una parte de los hijos adultos abandona la casa, y los que se quedan deben mantener a los viejos, que ya no son conside­ rados como parte integrante del núcleo familiar, sino como un su­ plemento más o menos parasitario. Esta forma de evolución parece haber sido casi general. Los historiadores, lejos de ver en la familia comunitaria el modelo predominante entre los siglos XI y XIII, la consideran hoy como excepcional. La Europa mediterránea parece haber sido la primera que dio preferencia a la familia conyugal; estudios que se remontan al siglo X sobre Cataluña, el Languedoc e Italia central, muestran el aplas­ tante predominio del grupo conyugal 91. Les sigue con algún retraso Europa del norte. Los agrupamientos de tipo patriarcal, que reúnen en torno al abuelo a las generaciones surgidas de él, apenas subsis­ ten más que en el sur-oeste francés, y responden a objetivos parti­ culares. Incluso en Montaillou, la familia conyugal tiene claro pre­ dominio, con el resultado de la frecuente cohabitación de los padres ancianos o del que sobrevive de los dos con el hijo y la nuera que se quedan a cargo de la casa. En el caso de ser la anciana madre la que se queda viuda, se beneficia de la situación de viuda-matriarca, vive en una habitación reservada, ejerce un derecho de control so­ bre toda la gente de la casa y es generalmente respetada. Su influen­ cia sobre el hijo y la nuera equivale con frecuencia a un matriarca­

do de hecho. En lo que respecta al padre anciano, desde el momen­ to en que pierde su fuerza física es rápidamente despreciado, inclu­ so aunque teóricamente siga siendo el jefe de familia. Una vez que ha elegido al hijo que heredará la casa se le relega a un lugar su­ balterno. Al contrario de lo que sucede en el mundo aristocrático, el derecho tiene muy poco reconocimiento en la práctica. Normal­ mente, el poder paterno acaba sólo con la muerte del padre, que si­ gue siendo el único jefe en su casa. Este poder paterno, llamado «mainbournie» en las zonas donde existía, sólo se ejerce sin embar­ go sobre los hijos que abandonan el hogar paterno. En realidad, la práctica es de una enorme diversidad, y cada familia soluciona sus problemas en función del interés del grupo 92. El trato entre generaciones en el interior de la familia depende fundamentalmente de las relaciones afectivas, dejando aparte cual­ quier cuestión de derecho. Así, por ejemplo, el interés que muestran algunos abuelos hacia sus nietos está atestiguado en Montaillou, como ha señalado Emmanuel Le Roy Ladurie: Beatriz de Planissoles es una abuela solícita, preocupada por la salud de su nieto; una abuela muerta, convertida en fantasma, vuelve para abrazar a sus nietos cuando están en la cama; Raymond Authié se interesa por el matrimonio de su nieta 93. La aparición progresiva del apellido en­ tre el siglo XI y XIII tendrá el efecto, por otra parte, de afianzar la solidaridad entre generaciones, y los conflictos no parecen haber sido abundantes. Cada familia se ocupa de sus padres ancianos. En Ir­ landa se les reserva una habitación, la «habitación del oeste». En al­ gunas regiones, el hospital de la localidad concedía una pensión a las familias más pobres que mantuvieran con ellas a un ascendiente anciano 94. Pero, además de lo raro de este sistema, que estaba des­ tinado más bien a evitar el aumento del número de mendigos; esto parece indicar más bien una engorrosa tendencia a arrojar a la calle a los padres ancianos. Las prácticas variaban, por consiguiente, según los recursos y las circunstancias, y durante los períodos de crisis aumentaban los aban­ donos de ancianos. El libro de los milagros de san Bernardo men­ ciona a varios de estos desgraciados: cura a ancianos paralíticos en Francfort y en Meurville, cerca de Clairvaux, a ancianos ciegos en

Friburgo, Constanza, Mons, en el monasterio de las Tres-Fuentes y en el Cambraisis, a un anciano cojo en Cambrai 95. Los viejos sin recursos constituyen de una manera evidente un gran batallón entre los indigentes de la Edad Media: ancianos sin hijos o abandonados por los suyos. Su número es lo bastante importante como para justificar la fun­ dación de varios establecimientos de asistencia destinados a ellos: el concilio de Mayenza, en 1261, pide que cada monasterio esté equi­ pado con una enfermería para los ancianos 96; en Passau, a comien­ zos del siglo XIII, los burgueses fundan con la aprobación del cabil­ do el hospital san Juan para acoger a viejos y viejas que ya no pue­ den trabajar; los pensionistas ancianos de la casa Santa Isabel, en Tréveris, realizaban pequeños trabajos de acuerdo con su capaci­ dad: jardinería y limpieza de legumbres los hombres, hilado, tejido de punto, costura, lavado, las mujeres. En las pequeñas casas de Venecia y Florencia, pero también en Lille, se acoge a viudas o a hom­ bres ancianos de buena conducta, pero se trata preferentemente de antiguos ricos arruinados; surgen por todas partes casas de retiro 97. La tradición caritativa de la Iglesia había conducido desde mucho tiempo atrás en. Oriente a la creación de gerontachia. En Occidente, algunos señores mantenían a los viejos trabajadores agrícolas, sobre todo en Inglaterra, donde también a veces el anciano llega a un acuerdo con su heredero, al cual deja sus bienes a cambio de una pensión 98. Medidas todas completamente insuficientes, pero revela­ doras de una necesidad real. En las relaciones sociales entre los campesinos de la Edad Me­ dia, el anciano puede desempeñar, no obstante, un papel no desde­ ñable: lo vemos haciendo de intermediario entre las generaciones, durante las veladas, mientras relata sus historias intemporales. De­ positario de la cultura familiar y campesina, es el vínculo indispen­ sable mediante el cual el grupo enlaza con su pasado. En Montai­ llou, y también seguramente en otros lugares, las personas son se­ paradas según su sexo y edad durante esta ceremonia de la velada, como sucede en la misa, a la que sustituye entre los cátaros; la mis­ ma separación se da en la misa en los países católicos. Durante es­ tos pequeños momentos de reunión en torno al fuego, verdadera li­

turgia laica, el anciano encuentra su función esencial, su verdadera dimensión, justificada únicamente por su edad. Gran sacerdote en virtud de su vejez, él es irreemplazable, único, inestimable. La so­ lemnidad del momento y el misterio de la noche contribuyen a agran­ dar y amplificar al personaje y sus palabras. Asamblea más reduci­ da y sin duda más atenta que la que se reúne en la iglesia: entonces, de cuando en cuando, durante una velada, el anciano es grandioso, e incluso algo sobrenatural, porque proviene de una época que na­ die más ha conocido, surge del tiempo. Su templo es también la plaza del pueblo, al menos en el Midi francés, como en Montaillou, donde viejos y viejas vienen a charlar, despiojarse al sol y comentar los acontecimientos pequeños y gran­ des, pasados y presentes. La edad otorga a su opinión un peso con­ siderable, incluso cuando se refiere a materias tan serias como las creencias religiosas: en Montaillou, Raymond de l’Aire creerá du­ rante diez años que Dios y María no son otra cosa que el mundo visible, simplemente porque un campesino anciano le ha asegurado que era así: «Gomo Pierre Rauzi era más viejo que yo, creía que me había dicho la verdad», ¡delicioso ejemplo del prestigio que tenían los ancianos! Pasado cierto tiempo, el mismo personaje se dejará con­ vencer también de que los animales tienen un alma parecida a la del hombre: «He creído todo esto porque Guillaume de l’Aire era más viejo que yo» " . No se trata en absoluto del caso de un retra­ sado que cree todo lo que se le dice, sino, como observa Emmanuel Le Roy Ladurie, es un ejemplo de la autoridad cultural de los an­ cianos en la comunidad campesina: «La cultura fluye del que tiene más años al que tiene menos», y nunca en sentido contrario. En este medio cátaro, los hijos nunca consiguen cambiar las convicciones de sus padres: «Los campesinos varones pueden, si acaso, dejarse do­ minar ideológicamente por sus mujeres o por sus suegras. Nunca por su hijo» 10°. Se comprende entonces que en un país católico el clero insista tanto sobre el papel que deben representar los ancianos como ejemplo para los jóvenes y sobre su responsabilidad en la for­ mación de éstos. El viejo es una autoridad moral cuya cooperación la misma Iglesia cree que es útil obtener. Parece natural pensar que este prestigio que disfruta de hecho

le lleve a formar parte de la asamblea del pueblo. Hipótesis difícil de comprobar, sin embargo, por la escasez y la imprecisión de los documentos. Sin duda, los ancianos —incluidas las viudas que es­ tán a cargo del gobierno de la casa— asistían a la asamblea general, en las que cumplían la función de prestar homenaje y rendir testi­ monio. Las escasas listas nominativas que poseemos muestran una total heterogeneidad en lo referente a las edades, y nada hace pen­ sar que a los viejos se les daba en ellas especial importancia o un papel particular. Por el contrario, las reuniones más reducidas, los «parlamentos» de pueblo, compuestos por la major et sénior pars de los «hombres experimentados», que tienen un papel más activo y de­ terminado por las cartas de franquicia, reúnen a la vez a los más ri­ cos y a los más ancianos. Al ser el reparto de los impuestos el co­ metido principal de esta asamblea, la fortuna prevalece sobre la edad como criterio de reclutamiento, de la misma manera que se exigen cada vez más competencias intelectuales para elaborar el presupues­ to colectivo: saber por lo menos leer y contar. Aparecen aquí los lí­ mites de la función social de la vejez en la comunidad aldeana: si bien le son reconocidos su prestigio cultural y su importancia en la formación y la permanencia de las mentalidades, le son denegados por el contrario los poderes de decisión. Su campo es el del saber tradicional, no el del poder real, el cultural, no el práctico. Son la riqueza y la cultura las que dan poder al hombre del pueblo, no la edad.

Los negocios: una nueva oportunidad para la vejez A partir del siglo XI, el desarrollo urbano ofrece nuevas posibi­ lidades a los ancianos. Surge una mentalidad diferente en estos nue­ vos espacios fortificados, como Jacques Le Goff ha señalado cumpli­ damente, una mentalidad basada en el cálculo; cálculo tanto del tiempo como del dinero. En el mundo de los comerciantes se hacen cuentas; se cuentan los años y se cuentan las monedas. Si bien es cierto que no se trata de un descubrimiento del tiempo, al que nadie

es indiferente en la Edad Media, es al menos la aparición de una conciencia del valor irreemplazable de este tiempo, que toma inclu­ so el aspecto de dinero con el préstamo a interés. Este despertar a la noción de tiempo-dinero genera una actitud ambigua y contra­ dictoria con respecto a la vejez, la cual, más que en las otras cate­ gorías sociales, se presenta bajo el aspecto de un Jano de dos caras. La vejez supone para el comerciante el apogeo de su carrera, al contrario de lo que le sucede al guerrero, cuya fuerza se debilita con la edad. Para aquél cuyo éxito se mide por la riqueza, la importan­ cia depende, aunque parezca imposible, del mayor número de años. La acumulación de las ganancias llega con la edad, y estas ganan­ cias, más que en el medio campesino, son personales. Los bienes muebles son fundamentalmente individuales, en tanto que los bie­ nes raíces son más bien propiedad de un linaje; el tesoro es de Harpagon; los créditos pertenecen a je a n Boinebroke y a nadie más, ni siquiera a su hijo; el feudo es de la familia, de la estirpe. De esta manera el mercader que ha llegado a viejo sigue siendo el único due­ ño de su fortuna, y ésta asegura su prestigio y su autoridad. El viejo campesino puede ser suplantado por su hijo; el viejo comerciante no puede ser suplantado mientras él no lo quiera. Pero aunque la vejez y la riqueza puedan acompañarse mutua­ mente en los negocios, la cercanía de la muerte trae también consi­ go los remordimientos. Incluso aunque en sus mejores años el co­ merciante continúe imperturbablemente sus operaciones de comer­ cio, cambio y préstamo, sabe que la Iglesia lo señala con el dedo, lo cual perturba su búsqueda de ganancias. El negociante italiano no olvida asignar en sus cuentas su parte de beneficio al «Buen Dios», en forma de sustanciosas limosnas, ya que él, que pasa el tiempo con­ tando, piensa en Dios como en un gran contable en cuyo libro es me­ jor tener un crédito sólido. La mala reputación que tiene para la Igle­ sia atormenta su conciencia; cuando es viejo el miedo se apodera a menudo de él y restituye por medio del testamento. Incluso un hom­ bre tan despiadado como Jean Boinebroke actúa honradamente: a una tintorera que explota de la manera más deshonesta le afirma: «¡Comadre! No os debo nada, que yo sepa, pero os incluiré en mi testamento.» En Prato, Francesco di Marco Datini, un hombre ávi­

do de ganancias como ninguno, deja casi toda su fortuna, adquirida moneda a moneda, 75.000 florines, a los pobres. Algunos llegan más lejos. No se contentan con estos repartos pos­ tumos, que en definitiva no cuestan nada: dejan los negocios cuan­ do llegan a viejos y se retiran a un convento. Uno se sorprende al comprobarlo: es más frecuente la renuncia al mundo entre los viejos comerciantes que entre los viejos caballeros. Se abandona con más facilidad el dinero que la espada, y la enseñanza de la Iglesia pesa más en el mundo de los negocios que en el de la guerra. ¿No sería porque, más instruido, más «evolucionado», el mercader tiene ya una fe más interiorizada, más meditada, más profunda, que le lleva a poner en práctica la concepción eclesiástica de la vejez como pre­ paración para la salvación? En las ciudades, el comerciante frecuen­ ta mucho los conventos, en los que el ideal religioso es más elevado que en la parroquia, y la enseñanza de los monjes le marca más de lo que parece. ¿Acaso no surgió el ideal de pobreza absoluta, el de los monjes mendicantes, en los medios de los comerciantes, con Frangois Bernardone? Mucho antes que él, a comienzos del siglo XII, había sido cano­ nizado el comerciante Godric de Finchale, igual que lo será en 1197 el gran negociante de Cremona, Homebon. Sin llegar a la santidad, numerosos comerciantes ancianos sienten la necesidad de acercarse a Dios y se retiran a un convento al final de su vida: a comienzos del siglo XII, Werimbold de Cambrai hace anular su matrimonio y ambos esposos entran en religión; los bienes son distribuidos entre las abadías Saint-Aubert y Sainte-Croix. En 1178, Sebastiano Ziani, cuya riqueza es proverbial («rico como Ziani»), se retira al monas­ terio de san Giorgio Maggiore al que lega una parte de sus casas, yendo a parar el resto al cabildo de san Marcos. Su hijo Pietro Zia­ ni hará lo mismo en 1229. A principios del siglo XIV, Baude Crespin, viejo banquero de Arras, se hace monje en la abadía de SaintVaast. En 1344 otro gran banquero de Siena, Bernardo Tolomei, se retira a la congregación de los olivétanos, que acaba de fundar, y la Iglesia lo declarará bienaventurado. No todos los viejos mercaderes se retiran. Los que se quedan for­ man parte de los notables de la ciudad e influyen sobre los asuntos

públicos. Según André Chédeville, la edad era en el siglo XII uno de los elementos determinantes en el reclutamiento de los regidores y caballeros de las ciudades meridionales. Las grandes ciudades de Flandes recurren a los patricios ancianos para las misiones delica­ das: en 1127, cuando envían una delegación ante el rey de Francia, ésta está compuesta por veinte caballeros y doce «de los más ancia­ nos y sabios ciudadanos» 101. No podemos, por tanto, estar de acuerdo con lo que afirmaba Jacques Le GofF en La Civilización del Occidente medieval: «Parece en cam­ bio que la clase de los viejos —los “ancianos” de las sociedades tra­ dicionales— no ha desempeñado un papel importante en la socie­ dad medieval, sociedad de gentes que mueren jóvenes, de guerreros y campesinos que sólo tienen valor en el momento de su plenitud física, de clérigos dirigidos por obispos y papas que, a excepción de los escandalosos adolescentes del siglo X —Juan XI sube al trono de san Pedro en el 931 a la edad de veintiún años, Juan X II en el 954 a los dieciséis años— , son elegidos con frecuencia jóvenes (Ino­ cencio III en 1198 tiene alrededor de treinta y cinco años). La so­ ciedad medieval ha ignorado la gerontocracia. Todo lo más, su sen­ sibilidad puede haberse visto conmovida por los más ancianos de barba blanca —tal como se encuentran en los pórticos de las igle­ sias: ancianos del Apocalipsis y profetas, en la literatura a imitación de Carlomagno, “con la barba canosa”, y tal como se imaginó y re­ presentó a los ermitaños, patriarcas de una longevidad impresionan­ te» 102. Es cierto que la sociedad medieval no ha practicado sistemáti­ camente la gerontocracia. Pero los personajes ancianos fueron nu­ merosos en la jerarquía civil y sobre todo en la eclesiástica. Si la edad no aparece nunca como un criterio positivo en sí, desempeñó en la práctica un papel no desdeñable. La noción de vejez, como la de infancia, es relativamente confusa en las mentes medievales. En tanto que la incapacidad física no paralice por completo al indivi­ duo, apenas se hace diferencia entre el hombre maduro y el hombre anciano, el cual, mientras no se retire, y no se retirará hasta el úl­ timo momento, conserva íntegramente su puesto en la sociedad. La división de las «edades de la vida» es un juego intelectual que no

corresponde a ninguna realidad de hecho ni de derecho. La vida hu­ mana es una e indivisible. Comienza con el bautismo y termina en la tumba. Su misma precariedad es causa de unidad; las grandes etapas que marcan el ritmo de la existencia del hombre moderno —esco­ laridad, mayoría legal, matrimonio, promoción profesional, retiro, viudedad—, estas etapas no existen o están muy relativizadas en el hombre medieval; no hay escolaridad, no hay mayoría legal, la vida activa comienza cuando lo permite la fuerza física, matrimonios y estados de viudez se suceden, con lo que su importancia se debilita; no existe promoción en un mundo en el que apenas hay movilidad social, así como tampoco existe retiro oficial, excepto para una ínfi­ ma minoría de comerciantes y caballeros. Las verdaderas etapas son las estaciones, los acontecimientos familiares, las carestías, las ca­ tástrofes locales, las fiestas religiosas, acontecimientos demasiado nu­ merosos y repetidos con demasiada frecuencia para representar el papel de transiciones. El envejecimiento es imperceptible; la entra­ da en la tercera edad no viene marcada por ninguna ceremonia; de hecho no hay tercera edad; hay vida y muerte. El único límite de la actividad es la incapacidad física. El ancia­ no desempeña su cometido mientras puede sostener el hisopo, la es­ pada, el arado o el libro de cuentas. De hecho, rara vez se señala la vejez, que se disimula con más facilidad que en nuestros días. El en­ vejecimiento precoz del rostro y de todo el cuerpo atenúa la diferen­ cia entre la madurez y la vejez. Esta sólo atrae la atención cuando es muy avanzada, y si el hombre está activo todavía, le otorga sa­ biduría y experiencia a los ojos de los demás. La vejez no se disocia del resto de la existencia humana; el anciano es lo que ha sido y re­ coge lo que ha sembrado. Sólo cuando la decrepitud física le impide desempeñar sus funciones, cuando se vuelve «lento y pesado, y frio­ lero y dormilón, y no se acuerda bien de las cosas pasadas» 103, como dice Brunetto Latini, pierde su condición. El mundo campesino es el más despiadado, pues cada cual vive en él ante todo de su trabajo físico y personal, y en tanto que el cle­ ro cuida de sus ancianos, la aristocracia mantiene a los suyos en el castillo, el monasterio acoge al comerciante retirado, el viejo cam­

pesino sólo puede contar con sus hijos, cuando los tiene, y éstos no siempre son cariñosos con las bocas inútiles. Al anciano ya sólo le queda entonces el papel, muy aleatorio, de memoria del grupo. En­ vejecer en el siglo XIII no es dramático, a condición de poder seguir manteniendo su puesto o de poder permitirse un retiro.

CAPITULO 8

Los siglos XIV y XV: la afirmación del anciano

El virus de la peste negra desembarca en Génova en 1348. Tres años más tarde ha matado a más de un tercio de la población europea. Esta catástrofe demográfica sin precedentes va a tener consecuen­ cias muy importantes para la economía, la sociedad, la política, el arte, la literatura y las mentalidades. Las formas intermitentes con que se presenta la epidemia durante más de un siglo, hasta la dé­ cada de 1450, provocarán un clima de inseguridad permanente. Pue­ blos abandonados, ciudades en regresión, inseguridad e inestabili­ dad cada vez mayores de la población, retorno forzoso al erial y a la insociabilidad, sublevaciones urbanas, estado de guerra perma­ nente, matanzas y violencia salvaje, asesinos y salteadores de ca­ minos, carestías y hambres, extravagancias sin freno de los medios principescos y las cortes reales, extraños e inquietantes destellos del arte flamígero: la Edad Media se consume en una fascinante hogue­ ra donde el olor de la muerte se mezcla con el del incienso. Epoca de locura en la que el hombre y la naturaleza parecen aunar esfuer­ zos para destruir la vida, en la que se transforma la tierra en infier­ no con la esperanza de convertirla en un paraíso. Se quema, se que­ ma como jamás se ha hecho: a templarios, a judíos, brujos, moris­ cos, husitas, a Juanas de Arco y Savonarolas. Este otoño de la Edad Media, descrito por Huizinga, es verdaderamente el fin de un mun­ do, envuelto en una atmósfera de apocalipsis. Epoca de paradojas, de extremos, desequilibrios y contradiccio-

nes, ilustrados por la extraña pareja Gilíes de Rais-Juana de Arco, que se pone en 1429 al servicio del extravagante Garlos VII de Fran­ cia. Uno tiene veintinueve años, la otra diecisiete y el rey veintiséis: brillan en plena juventud y desaparecen pronto. El hacha o la ho­ guera para las grandes personalidades, la peste o el hambre para la masa anónima, se encargan de acortar la existencia. Todo esto sin embargo es sólo una fachada romántica, deslum­ brante y engañosa. Los siglos XIV y XV ven de hecho, y no es esta una de las menores paradojas de la época, un fortalecimiento con­ siderable del papel de los ancianos. Este fenómeno, indudable aun­ que poco espectacular, ha tenido consecuencias importantes para las relaciones entre las generaciones, el arte, la literatura y las menta­ lidades en el sentido más amplio del término.

La peste trata a los ancianos con indulgencia Esta afirmación se sustenta en un hecho demográfico cierto, que sorprendió a los contemporáneos pero que hasta una época reciente no han llegado a comprender los historiadores: las epidemias tan mortíferas de los siglos XIV y XV, particularmente la peste, mata­ ron, sobre todo, a niños y jóvenes adultos e introdujeron momentá­ neamente un desequilibrio en las distintas categorías de edades, en beneficio de la vejez. La proporción de personas ancianas aumenta bruscamente a partir de 1350. Los hombres de la época así lo ad­ virtieron. El cronista italiano Marchionne Stefani hacía la siguiente comprobación en 1383: «Murieron muchos buenos hombres, pero la peste atacó más a los jóvenes y niños que a los hombres y mujeres maduros» l. En 1418, el Burgués de París anotaba en su diario: «Esa epidemia de peste fue, según el decir de los viejos, la que más crueles estragos hizo desde hacía tres siglos. Ninguno de aque­ llos a los que atacaba y, sobre todo, si eran jóvenes y niños, tenían salvación... De cuatrocientos o quinientos muertos, no llegaban a doce los viejos, casi todos eran niños y jóvenes.» En 1445 señalaba el mismo fenómeno a propósito de la viruela: «Ataca sobre todo a los niños.»

Los demógrafos contemporáneos confirman estas observaciones. J. G. Russell señala que la tuberculosis mata, sobre todo, entre los quince y los treinta y cinco años, y que después de la primera ola de peste, la segunda, que reaparece aproximadamente cuatro años más tarde, mata sobre todo a los jóvenes: «Después de la primera epidemia de peste, los niños padecieron especialmente las pestes pos­ teriores, porque habían estado menos expuestos, o nada en absolu­ to, a la primera... A la segunda peste se le llamaba peste de los ni­ ños: los jóvenes que habían crecido desde la última peste proporcio­ naban la mayor parte de las víctimas» 2. La esperanza de vida de los supervivientes aumentaba, de manera generalizada, después de las epidemias: «Probablemente la peste eliminaba a muchos jóvenes que habrían muerto de otras enfermedades más tarde» 3: morían los menos resistentes, los supervivientes alcanzaban la vejez en un nú­ mero muy elevado. Todos los estudios locales confirman los juicios anteriores: en el Condado, en la primera mitad del siglo XV, la proporción de per­ sonas ancianas crece claramente después de las crisis de mortalidad: el 24 % de los cabezas de familia tienen más de cincuenta y cuatro años; el 21 % tiene más de cincuenta y siete años, y el 12 % más de sesenta y dos años 4. La tasa de mortalidad es claramente decre­ ciente con la edad en Chalon-sur-Saóne hacia 1380-1400 5. En el año 1400, la peste afecta, sobre todo, a los adultos de mediana edad en Perigueux. El caso del reino de Navarra, minuciosamente estudiado por Maurice Berthe, es especialmente esclarecedor 6. Cada brote de peste tiene como resultado un brutal aumento del número de ancia­ nos solos. En 1442, en el pueblo de Oteiza, la epidemia hace que en seis casas distintas sobrevivan ancianas solas; en Larrainzar, M ar­ tín Migua «murió con todos los de su familia... excepto una anciana llamada Orchanda», dicen los registros. «Las familias han sido casi totalmente destruidas, excepto ancianos y niños muy pequeños, pero la mayoría de las veces sólo ha matado al padre» 1. En San Martín d’Unx, los supervivientes son los viejos, los «ancianos». En 1429, en Marcalain, de doce explotaciones diez están diezmadas y ocupadas sólo por viejos. «La única hipótesis que se puede barajar para ex­ plicar este fenómeno es la inmunidad otorgada por la enfermedad a

los enfermos curados», declara el autor 8. En la comunidad de Baigorri, en 1433, no pasan de trece los hogares, dos de los cuales tie­ nen un cabeza de familia de más de setenta años, nueve entre los cincuenta y los setenta años, y solamente dos tienen menos de cin­ cuenta años. La emigración de los jóvenes que sucede a las crisis aumenta tam­ bién la proporción de las personas de edad avanzada: en esa comu­ nidad, dos hogares se componen de ancianos solos porque los hijos se han ido, y otras tres familias han visto también partir a hijos e hijas. En las clasificaciones fiscales navarras, los hogares de mugeres son los que carecen de adultos varones en situación de trabajar; se refieren esencialmente a los casos de ancianos solos o de parejas de ancianos sin hijos. Ahora bien, su número total es considerable: del 24 al 36 % de los hogares según las regiones, del 21 al 31 % en el valle de Pamplona entre 1360 y 1445. Los documentos señalan fre­ cuentes reclasificaciones de hogares por decadencia física debida al envejecimiento 9, y la desaparición de otros hogares como consecuen­ cia de ventas o donaciones hechas por ancianos y ancianas solos 10, sobre todo después de 1365. Los que sobreviven se ven condenados la mayoría de las veces a la mendicidad: en Olondriz, la carestía ha obligado a una pobre vie­ ja a abandonar todo para mendigar; una viuda de setenta años, Gra­ cia García, vive sola en su cabaña. En la comunidad de Sesma, en 1433, 29 de los 163 hogares, es decir, el 18 %, están compuestos por ancianos, como Martín Sacristán y su mujer, de ochenta años de edad, que viven solos y sin animales, o como Teresa, viuda de se­ tenta y cinco años, que está tullida y vive de limosnas. Estos ancia­ nos cuyos parientes han desparecido se reagrupan a veces, para so­ brevivir, en familias complejas formadas con los restos de otros ho­ gares desmantelados por la peste: en Zudaire, en 1433, viven juntas dos viudas ancianas con tres de sus nietos huérfanos y un hijo ca­ sado; Pero Periz, de cuarenta años, ha recogido a su tía de ochenta años, viuda, así como a dos sobrinos. Por todas partes predomina la misma impresión, la de un déficit de jóvenes y adultos de media­ na edad y un exceso de ancianos n .

Fuerte aumento de la proporción de ancianos entre los años 1350 y 1450 Es posible además hacer una aproximación preestadística del fe­ nómeno gracias al mayor rigor de las fuentes en cuanto a la edad, y al aumento de la documentación cualitativa. Las dificultades de la época acentúan la necesidad de contar; recuentos de familias, de ingresos y gastos, de víctimas y supervivientes. Se mide el tiempo con más precisión; se multiplican los relojes, se generaliza la crono­ logía, cada vez es más frecuente el empleo de números para las fe­ chas. Surgen los registros parroquiales, instrumentos indispensables para el estudio demográfico: a partir de 1232, hay ya un registro de matrimonios en Rímini, en 1281 un registro de fallecimientos en Cividale, en el Friuli; después un registro de bautismos en Arezzo (1334), en Cremona (1369), Siena y Gemona (1379). En Francia, el registro de Givry (Saóne-et-Loire) menciona las sepulturas desde 1334; en 1406, el obispo de Nantes ordena la apertura de registros en su diócesis y es imitado por sus vecinos de Saint-Brieuc en 1421, Dol y Saint-Malo en 1446, Rennes en 1464. En Florencia, el registro más antiguo de fallecimientos se remonta a 1398, el de bautizos a 1450. En Alemania se registran los bautizos en Rheine desde 1345, en Münster desde 1403, en Endersdorf desde 1415. Milán posee re­ gistros de sepulturas desde 1452, Barcelona desde 1457, M antua des­ de 1496; la edad del fallecimiento está indicada en algunas actas. Paralelamente aparecen los primeros recuentos de población, en Dresde (1430), Ypres (1431), Nuremberg (1449), Basilea (1454), Es­ trasburgo (1470) y Pouzzoles (1489). En cuanto a reinos y princi­ pados, es conocido el famoso recuento de los hogares de 1328 en Francia, el del Poli Tax en Inglaterra en 1377, los de los fuegos ca­ talanes de 1359 y 1378 y el de Bretaña en 1427. Se conoce la edad con más precisión. En las familias de la buena sociedad florentina del siglo XV se anotan meticulosamente el día, la hora y el minuto del nacimiento 12. Lo que no impide que los cro­ nistas le atribuyan ochenta años a John Talbot, muerto en la bata­ lla de Castillon a los sesenta y cinco años, ni que Froissart le supon­ ga sesenta años al duque de Berry cuando se casó por segunda vez,

no teniendo a la sazón más de cuarenta y nueve. Pero estas exage­ raciones literarias no deben ocultarnos lo esencial: los dos últimos siglos de la Edad Media han avanzado considerablemente hacia lo que podemos llamar la civilización del número. Y las primeras es­ tadísticas, que confirman el gran empuje numérico de los ancianos en la época de las grandes epidemias, se las debemos a esta evolu­ ción. Las cifras más numerosas se refieren a Inglaterra e Italia. Los cálculos de T. H. Hollingsworth y J. C. Russell indican en Inglate­ rra una clara elevación de la esperanza de vida de las personas an­ cianas a partir de la peste negra de 1348 y hasta finales del siglo XV. El estudio, basado en 3.070 grandes propietarios, indica que la esperanza de vida al nacer, que era de 35,3 años para los hombres nacidos entre 1200 y 1275, es sólo de 27,2 años para los nacidos en­ tre 1326 y 1348, y desciende a 17,3 años para la generación de 1348-1375, antes de subir de nuevo lentamente a 32,8 años para la de 1425-1450. Por el contrario, la esperanza de vida de los hombres de sesenta años pasa de 9,4 años para los nacidos entre 1200 y 1275, a 10,8 años para la generación de 1326-1348, a 10,9 años para la de 1348-1375 y a 13,7 años para la de 1425-1450. La esperanza de vida durante los mismos períodos para los hombres de ochenta años pasa de 5,2 años a 6, 4,7 y 7,9 años respectivamente 13. Estudios referidos exclusivamente a la esfera social de los pares ingleses confirman esta tendencia. En el siglo XIV la mortalidad au­ menta mucho antes de los cincuenta años, pero disminuye después: con anterioridad a 1325, el 18 % de los pares moría antes de llegar a los cincuenta años; de 1350 a 1370 la proporción sube al 66 %, para bajar de nuevo al 43 % en la primera mitad del siglo XV. Pero los que rebasan esta edad viven más tiempo 14. Los estudios realizados por Ghristiane Klapisch y D. Herlihy so­ bre la demografía toscana en la primera mitad del siglo XV 15 hacen constar con certeza la existencia en Italia de una gran proporción de ancianos: el 13,9 % de los habitantes de Pistoia y el 16,2 % de los de Arezzo tienen más de sesenta años en el período de 1427-1430. La media para el conjunto de Toscana es de 14,6 % de personas de más de sesenta años en 1427. Gomo es habitual en la Edad Me-

PISTOIA .t , (A n o s )

H a b it a n t e s

% d el t o t a l

0-19 ........................ 20-59 ........................ + de 60 ........................

6.904 6.677 2.194

43,8 42,3 13,9

AREZZO E d ades

0-19 ........................ 20-59 ........................ + de 60 ........................

H a b it a n t e s

1.598 1.729 644

% d el t o t a l

40,2 43,6 16,2

dia, el número de hombres es más elevado entre estas personas de edad avanzada: un sondeo llevado a cabo en Arezzo sobre 1000 fa­ milias arroja una tasa de masculinidad de 103,1 entre los que tienen cincuenta y ocho y sesenta y siete años, de 97 (lo que es una ano­ malía) entre los de sesenta y ocho a setenta y siete años, y de 138 a los setenta y ocho años y más. Sin embargo, el número de viudas es proporcionalmente mucho más elevado que el de los viudos, ya que los hombres se vuelven a casar con mucha más frecuencia que las mujeres: de 1.000 hombres que tienen entre sesenta y sesenta y nue­ ve años, 894 están casados todavía, 42 están viudos y 64 se encuen­ tran en una situación indeterminada; entre los que tienen setenta años y más, 739 de 1.000 están casados, 193 viudos y 68 indetermi­ nados. Sin embargo, entre las mujeres hay ya 474 viudas de 1.000 casos entre las que cuentan de sesenta a sesenta y nueve años, y 561 viudas de 1.000 casos que tienen setenta años o más. Esta situación está documentada en los archivos fiscales del catasto florentino de 1427, que muestran numerosas familias como la de Agostino di Bar­ tolo, en San Giminiano, que comprende la pareja de los abuelos (Agostino, de ochenta y seis años de edad y su mujer Caterina, de sesenta años), la de los hijos (Piero, de veintiséis años, y su mujer Cristófana, de veintiséis años), y los nietos, Mariana y Benedetto 16. La diferencia de edad entre los esposos aumenta con los nuevos ca­

samientos. Es bastante pequeña con ocasión del primer matrimonio y con frecuencia llega a ser considerable con ocasión del segundo, cuando el hombre que se queda viudo se casa con una mujer joven. Si sólo se tienen en cuenta los jefes de familia, se comprueba des­ de luego una proporción incluso mucho mayor de personas ancia­ nas. En Arezzo, de 832 cabezas de familia masculinos, 341 tienen más de cincuenta y cinco años; 160 de cincuenta y cinco a sesenta y cuatro años, 106 de sesenta y cinco a setenta y cuatro años, 75 de setenta y cinco años en adelante, y la media de edad es un poco superior a los cincuenta años. Entre las mujeres, de 169 cabezas de familia, 92 tienen más de cincuenta y cinco años, 47 de cincuenta y cinco a sesenta y cuatro años, 29 de sesenta y cinco a setenta y cua­ tro años, 16 de setenta y cinco años en adelante. En resumen, de una muestra de 1.000 cabezas de familia, 432 tienen más de cin­ cuenta y cinco años, 205 de cincuenta y cinco a sesenta y cuatro años, 136 de sesenta y cinco a setenta y cuatro años, 91 de setenta y cinco años o más. Jacques Heers ha proporcionado otro ejemplo, referido a la fa­ milia urbana italiana, de padre a menudo anciano y casado con una mujer por lo menos veinte años más joven que él, que podría ser su hija: el de Mateo Chorsini, que muere en 1402 a los ochenta años, tres más tarde del nacimiento del último de los veinte hijos que su mujer le dio en veinticinco años. Esta última, especialmente robus­ ta, sobrevivió a su marido; su edad es desconocida, pero calculando por su último embarazo, debía de tener de veinticinco a treinta años menos que su marido 17. Sólo cinco de los veinte hijos alcanzaron la edad adulta, de tal manera que al final la familia de Mateo esta­ ba compuesta por un anciano de ochenta años, que habría podido ser el tatarabuelo de sus últimos hijos, por una mujer de aproxima­ damente cincuenta años y por cinco hijos. Situación muy particular, poco propicia para la comprensión entre las generaciones: el desfase entre la edad del padre y la de los hijos es tan enorme que se con­ vierte en una fosa infranqueable; el padre, aislado por su edad, está considerado como un patriarca, y concentra en sus manos todos los poderes sobre una familia en la cual la madre se siente más próxima a sus hijos que a su marido.

La peste, al matar a los jóvenes y adultos y dejar vivir a los vie­ jos, favoreció por supuesto este desfase, que encontramos también en Francia. En Reims, el «censo de bocas» de 1422, tras las epide­ mias de principios de siglo, muestra un claro déficit de los grupos de edad «cero a diez años» en comparación con los de «treinta y cin­ co a cuarenta y cinco años», lo que hace esperar una gran propor­ ción de ancianos respecto a los jóvenes en los treinta años siguien­ tes 18. Como sucede en Italia, el desfase entre los esposos aumenta con los nuevos casamientos: en Dijon, el 30 % de los hombres en eda­ des comprendidas entre los treinta y treinta y nueve años tienen una mujer que es de ocho a dieciséis años más joven que ellos; el 15 % de los de cuarenta años tienen de veinte a treinta y cuatro años más que su esposa 19. En estas condiciones, la mujer es en efecto la eter­ na menor, a la que el viejo marido tenderá a tratar como a sus hijos. El caso de Périgueux ha sido cuidadosamente estudiado por Arlette Higounet-Nadal, quien ha señalado especialmente el aumento de la longevidad después de 1350 y sobre todo después de 1400, con­ secuencia indudable de las epidemias de peste. Los registros están llenos de ancianos, y según el autor las edades indicadas son siem­ pre edades mínimas, que pueden incrementarse aproximadamente unos cinco años. Tal como se muestran, son ya notables. De 465 ca­ sos de los que se conoce la edad en el momento del fallecimiento, 217, es decir, el 46 %, se refieren a personas de más de sesenta E dad al FALLECIMIENTO (a ñ o s )

15-19 20-24 25-29 30-34 35-39 40-44 45-49 50-54 55-59

.............................. .............................. .............................. .............................. .............................. .............................. .............................. .............................. ..............................

N ú m e r o de FALLECIMIENTOS

1 3 4 18 12 43 50 62 73

E dad al FALLECIMIENTO (a ñ o s)

60-64 65-69 70-74 ... 75-79 . 80-84 85-89 ..... 90-94 95-99 + de 100

N ú m e r o de FALLECIMIENTOS

77 42 37 18 15 6 2

1 1

En un proceso sobre los derechos del conde de Puy-Saint-Front, los veintiséis testigos tienen todos sesenta años o más: dos tienen al­ rededor de sesenta años, cinco tienen setenta años, dieciséis tienen ochenta, uno noventa, uno cien y uno declara tener ciento cuarenta años. Si bien este último caso es muy discutido por los historiadores locales, el examen individual de todos los demás personajes prueba que las edades no están exageradas, y que si se redondean las cifras se hace bajando a la decena inferior. Algunas mujeres que se han quedado solteras o viudas rebasan los ochenta años: es el caso de Anthéa de Barrant, hija única del comerciante Elie Barrant, falleci­ da en 1415, soltera, y de Marie Peyroni, casada una sola vez y fa­ llecida a los ochenta y ocho años. Jacques Rossiaud hace la siguiente observación en un estudio so­ bre el medio urbano a fines de la Edad Media: «Los efectos de las mortalidades selectivas podían hacer que la ciudad cediera bajo el peso de los viejos» 21. Y añade: «El tiempo de las epidemias fue tal vez más que ningún otro el de una toma de conciencia de la vulne­ rabilidad de la juventud. La muerte negra era terriblemente cruel, trataba con indulgencia a gentes que habían vivido, pero abatía a los jóvenes...» Esta revancha del anciano engendra la amargura en los jóvenes: «... muchos tenían un padre que cruzaba el umbral de la vejez cuando ellos iban a cumplir veinte años, o una madrastra que, con pocos años de diferencia, habría podido ser su compañera. Comprobarán que una gran proporción de muchachas casaderas les era arrebatada por hombres establecidos; por último, todos estaban excluidos de la vida municipal, de las asambleas, de los cargos, de la burguesía» 22. El envejecimiento de los cabezas de familia que viven en el cam­ po es igualmente evidente en la primera mitad del siglo XV; los re­ gistros de renovación de los censos de Bretaña de 1427, que hemos estudiado en el marco de la diócesis de Tréguier, indican una porporción de más del 5 % de hombres que rebasan los setenta años. En veintidós parroquias, 62 cabezas de familia tienen setenta años, y 77 tienen ochenta; 4 son calificados como centenarios 23. Esta si­ tuación encuentra una magnífica ilustración en Les Tres Riches Heures du duc de Berry, que vio la luz hacia 1413: este anciano de barba blan­

ca que trabaja la tierra en el mes de marzo no es una invención de los hermanos de Limbourg, que han podido ver miles iguales que ellos trabajando en los campos franceses a comienzos del siglo XV. Por otra parte, toda la obra está marcada por la importancia dada a la vejez y en ella abundan los ancianos: los veinticuatro del Apo­ calipsis, todos barbudos (f.° 17 r.°), san Mateo, con los rasgos de un anciano (f.° 18 v.°), igual que el emperador Augusto (f.° 22 r.°) y Za­ carías (f.° 43 v.°). David, representado muchas veces, lleva siempre barba y cabellos blancos; santa Isabel es una anciana con el rostro surcado de arrugas (f.° 38 v.°). En cuanto a Dios Padre, es invaria­ blemente un anciano: en el paraíso terrenal (f.° 25 v.°), asistiendo a la construcción del Templo (f.° 35 v.°), en la Natividad (f.° 44 v.°), o presidiendo diversas escenas sacadas de los salmos (f.° 45 v.°, 46 v.°, 49 v.°). Nos encontramos ante algo más que una representación conven­ cional; se trata de la expresión de una realidad palpable de la época de los artistas: el padre patriarca, de edad avanzada. También su­ giere esta obra que esta situación podía ser pasajera, por las dife­ rencias que advertimos entre la forma de representar la paternidad que tienen los hermanos Limbourg (hacia 1413) y Jean Golombe, que terminó la decoración del manuscrito entre 1485 y 1489. A to­ dos los padres los representa como ancianos el pincel de los prime­ ros, en tanto que el segundo les da un aspecto de adultos de media­ na edad. El contraste es sorprendente en el caso de san José —véase la Natividad de los hermanos Limbourg (f.° 44 v.°)— : frente a una rubia jovencísima, María, un anciano encogido de larga barba blan­ ca, José. Extraña pareja, en la que el padre se parece más a su bi­ sabuelo: imagen que traduce una realidad social característica. Igualmente, en la adoración de los pastores, Hugo van der Goes nos presenta a un san José arrugado y con el pelo desgreñado; y lo en­ contramos una vez más en la misma obra el día de la Purificación, apoyado en un bastón (f.° 54 v.°). Tres páginas después Jean repre­ senta la huida a Egipto (f.° 57 r.°); José ha rejuvenecido al menos treinta años; aunque tiene el aspecto un poco torpe, ha cambiado su barba blanca por una pequeña barba rojiza y parece tener una edad más razonable. Del mismo modo, Jean Colombe ha rejuvene­

cido a David en todas sus miniaturas, y en la Presentación de M a­ ría en el Templo, Ana y Joaquín están lejos de parecer tan ancianos como podría esperarse (f.° 137 r.°). Lo que sucede es que Jean Colombe no vive ya en el mismo contexto; desaparecen los efectos de las epidemias de peste; la juventud se recupera; la proporción de an­ cianos desciende; allí donde C. Klapisch establecía para 1427 un por­ centaje del 14,6 % de personas de más de sesenta años, en 1545 sólo hay 5,7 % en el campo y 6,4 % en la ciudad 24.

Consecuencias: la ampliación del grupo familiar Este empuje de los ancianos en los años 1350-1450 tuvo conse­ cuencias importantes en las prácticas sociales y en la mentalidad. En primer lugar, parece que la desintegración parcial de las familas bajo el peso de la peste provocó un reagrupamiento de los supervi­ vientes en familias amplias, incluso en comunidades, lo que permi­ tió asegurar la supervivencia de los más desposeídos. Los ancianos se beneficiaron de este movimiento en tanto que, durante el período precedente, el predominio de la familia conyugal abandonaba a viu­ dos y viudas a la soledad. La tendencia parece generalizada. De 16.368 hogares en Trégor en 1427, solamente 181 son hogares de viudos o viudas que viven solos, es decir, el 1,1 % 25. En 1481, el porcentaje subirá en la mis­ ma región al 6,7 %. Desde este punto de vista, el período de las epi­ demias resultó muy favorable para las personas ancianas, de las cua­ les se hizo cargo el grupo familiar diezmado, en tanto que en perío­ dos normales, la familia restringida, que estaba al completo, los ex­ cluía con frecuencia. Es verdad que se encuentran casos de ancianos aislados, que viven en una situación trágica, como esas viudas de ma­ rinos de Perros-Guirec en 1457, «cuyos maridos se ahogaron en el mar hace ahora aproximadamente seis años. Diciendo los testigos que murieron al naufragar en el mar en tres o cuatro barcos veinti­ trés hombres vecinos de la dicha parroquia, y que sus viudas son tan pobres que sólo pueden pagar por fuego seis monedas cada una, debiendo pagar veinte» 26.

De las 849 familias de Trégor clasificadas entre los pobres inca­ paces de pagar impuestos, 125 son familias de «viejos» o «ancianos», como la de Alain Quiener, «pobre anciano enfermizo y consumido que vive con gran pobreza y miseria»; la de Alain Todic, «pobre an­ ciano de cien años y está enfermo en la cama y su mujer le trae el pan»; la de Jean Leguen, «de ochenta años y pobre tullido, y cami­ na con zanco y su mujer es tan vieja como él y viven de limosnas»; la de Jean Pratezer, «anciana y miserable persona no casada y ha perdido casi la vista y se ha convertido en un mendigo» la de la viu­ da Jean Madoc, «pobre anciana de setenta años y tiembla por la en­ fermedad y debilidad de cuerpo y vive de la limosna». El campo navarro ofrece el mismo espectáculo que el de Trégor. Si bien son numerosos los viejos que viven en una situación misera­ ble, el aumento del número de familias complejas o extensas no es menos evidente durante los períodos de epidemias. Los investigado­ res subrayan siempre el carácter anormal del hecho de encontrarse en presencia de personas ancianas que viven solas. Por el contrario, el censo de 1427-1428 enumera 1.983 familias complejas de un total de 8.620, es decir, el 23 %, porcentaje inferior a la realidad, ya que las fuentes olvidan a menudo señalar la presencia en el hogar de un padre o una madre ancianos. En la mayor parte de los casos estas familias amplias reagrupan a tres generaciones, en ocasiones cuatro. A veces la estructura de las parejas permanece intacta durante tres generaciones y coexisten la familia de los abuelos, la del hijo y su mujer, y la del nieto y su esposa, más dos o tres bisnietos de corta edad. La distribución es la siguiente: Familias Familias Familias Familias Familias Familias

formadas formadas formadas formadas formadas formadas

por por por por por por

los los los los los los

padres y el hijo casado ......................... padres y la hija casada ......................... padres y dos hijos casados ................... padres y tres hijos casados .................. padres, hijos y nietos casados ............ padres y el nieto casado .......................

846 718 120 5 16 12

Asistimos también en la misma época en el Bordelais a la proli­ feración de los grupos de «personeros y consortes» que practican la

vida en común. Vemos en Anjou a familias de hermanos y herma­ nas que suscriben acuerdos para mantener a los padres ancianos 27. Se encuentran casos parecidos en el Limousin y los Pirineos, pero también se dan en ciudades como Reims, donde los abuelos viven a veces en casa de los hijos o de los nietos. Sin embargo, el fenómeno es más rural que urbano, como lo verifica K. Klapisch en Toscana: «Rara vez vive solo un anciano en un popolo toscano, y está integra­ do en un hogar gobernado por otras generaciones con más frecuen­ cia que en la ciudad» 28. Si bien la existencia material de los ancianos queda asegurada por el hecho de que sus hijos se hacen cargo de ellos con más fre­ cuencia, no es seguro que esto les otorgue el mismo grado de pres­ tigio y poder. La convivencia produce resultados distintos. Puede te­ ner desde luego'sus ventajas: el anciano recupera a veces su puesto de patriarca. Así sucede en las ciudades italianas, donde los clanes familiares eligen un «jefe», que generalmente es el más anciano de la rama principal 29, o incluso en los campos del Limousin y los Pi­ rineos, donde el más anciano conserva el control de la Hermandad. El papel que tiene el viejo en la transmisión del saber es reconocido y aceptado con frecuencia. Así sucede en Navarra, donde la desa­ parición de los adultos podía devolver a la experiencia del abuelo toda la importancia que tenía para el conocimiento de los modelos culturales: «Si desaparece sin haber tenido la posibilidad de trans­ mitirla, es todo un patrimonio de prácticas minuciosas el que queda sin aprovechar» 30. El caso es más evidente aún entre los artesanos, sobre todo en aquellos cuya técnica es más delicada, como los orfebres. A veces nos encontramos con verdaderas dinastías, varias generaciones en el mismo taller, donde el más anciano inicia a los demás en los proce­ dimientos tradicionales. Así vemos en Bretaña las familias Le Bellec, en Morlaix, y Saint-Jean-du-Doigt y Floch en Tréguier entre 1486 y 1515: Olivier, Guillaume y Jean, abuelo, padre e hijo, traba­ jan para la duquesa; los Lapous en Morlaix, los Ploiber en Tréguier, son otros ejemplos. Entre los arquitectos de Trégor, Beaumanoir el Viejo trabaja con Philippe y Etienne en los años 1500. Entre los al­ fareros de Rieux, los ancianos trabajan con los más jóvenes 31.

En el plano afectivo, la convivencia de varias generaciones pue­ de dar lugar a la aproximación y el establecimiento de nuevos vín­ culos entre abuelos y nietos. El siglo XV es sin duda un hito impor­ tante en el arte de ser abuelo, a pesar del mutismo de los textos so­ bre el tema. Afortunadamente los pintores han paliado la falta de interés de los escritores. Es ejemplar a este respecto el magnífico cua­ dro de Domenico Ghirlandaio, Un viejo y su nieto, reproducido en la portada de este libro. Las miradas se cruzan con una intensidad emo­ cionante. El anciano de frente despejada, de cabellos blancos y cor­ tos, de nariz hinchada, tiene un rostro tosco que contrasta con la lo­ zanía del rostro del niño; sus pesados párpados le dan una expre­ sión meditabunda, dulce y desengañada; una vida que termina mira a una vida que comienza, sin amargura, pero con una nostálgica re­ signación. Su nieto, sentado en sus rodillas, le dirige una mirada car­ gada de interrogantes, como si intentara adivinar el misterio de esta tristeza. Fuera, un paisaje simbólico muy sobrio: el camino de la vida serpentea desde una verde colina a una roca solitaria, abrupta y reseca: de la juventud a la vejez.

Aumento de los conflictos entre generaciones La mayor duración de la vida de los ancianos y su presencia en el hogar de los más jóvenes, más que favorecer la ternura que acer­ ca los dos extremos de la vida, lo que hizo fue facilitar una renova­ ción de la tensión y un renacimiento de los conflictos entre genera­ ciones, que se habían atenuado tras la desaparición del Imperio ro­ mano. Cristina de Pisán describía de la siguiente manera las rela­ ciones entre jóvenes y viejos de su época en El tesoro de la ciudad de las damas, de 1405: «Hay con mucha frecuencia disputa y discordia, tanto en las formas como en la conversación, entre los viejos y los jóvenes, hasta el punto de que apenas pueden soportarse, como si per­ teneciesen a especies diferentes. La diferencia de edad provoca una diferencia de actitud y de posición social» 32. Cuando habla más es­ pecíficamente de las mujeres, les dirige consejos para poner fin a esta «guerra». A través de sus recomendaciones se adivina todo el

espíritu de las relaciones entre jóvenes y viejos a principios del siglo

XV:

«Es conveniente que la mujer anciana sea sensata en sus actos, sus vestidos, su expresión y sus palabras... Se dice que los viejos son habitualmente más sabios que los jóvenes, lo cual es verdad por dos razones. En primer lugar, porque su facultad de comprender es más perfecta y debe ser tomada más en serio; en segundo lugar porque tienen una mayor experiencia del pasado, ya que han visto más co­ sas. Así pues, es probable que sean más sabios, y si no lo son, tanto más criticable es su conducta. Evidentemente, nada hay más ridí­ culo que los ancianos a quienes les falta el buen juicio, o son estú­ pidos, o cometen las locuras que la juventud engendra en los jóve­ nes (y que incluso en éstos son reprensibles). Por esta razón, la mu­ jer anciana debería tener cuidado de no hacer nada que parezca poco razonable. No es conveniente que baile, que brinque o que ría a carcajadas. Si tiene suficiente talento, debe asegurarse siempre de que se divierte de forma comedida y no como los jóvenes, sino de una manera más digna. Es conveniente que pronuncie con calma y se divierta con dignidad y sin alboroto. Si bien decimos que debe mostrarse discreta y digna, no deseamos sin embargo que sea irri­ table, de mal carácter, huraña o grosera, no sea que la gente crea que estos son los signos de la sabiduría. Por el contrario, debería pro­ curar evitar las pasiones que a menudo sobrevienen a los viejos, como por ejemplo ser colérica, rencorosa y desabrida... Además de esta actitud sensata, la mujer anciana debería llevar vestidos ade­ cuados y respetables, porque es cierto el adagio: una anciana vesti­ da de manera extravagante resulta ridicula. Su rostro debería tener una expresión agradable y honorable, porque aunque algunos pien­ sen que los vestidos hermosos son los que engendran el honor y el respeto, en verdad la expresión es característica de una persona an­ ciana que es sabia y se comporta honorablemente en todos sus ac­ tos. Las palabras de esta sabia anciana deberían estar guiadas siem­ pre por la discreción. Debe tener cuidado de que no salgan de su boca palabras imprudentes o vulgares. Pues un lenguaje ligero y grosero es sumamente ridículo en los viejos. »Pero volvamos a nuestro tema, es decir, a las disputas y desa­

cuerdos que existen generalmente entre los jóvenes y los ancianos: la mujer sabia debería reflexionar acerca de ello, a fin de que cuan­ do tenga deseos de criticar a los jóvenes por alguna falta intolerable de su juventud, se diga a sí misma: “¡Dios mío, si tú has sido joven en otro tiempo: acuérdate de todo lo que hiciste en aquella época!” Se debe corregir a los jóvenes y censurarlos con firmeza por sus lo­ curas, pero sin embargo no se les debe odiar ni calumniar, porque no saben lo que hacen. Por esta razón, los aceptaréis con tolerancia y les reprenderéis con dulzura cuando sea necesario... Si estos vicios peculiares os han abandonado, otros más graves han ocupado su lu­ gar, tales como la envidia, la codicia, la cólera, la impaciencia, la glotonería (especialmente de vino, por la cual os dejáis llevar con frecuencia). Vosotros, que deberíais ser prudentes, no tenéis la fuer­ za de resistiros a ellos, pues las inclinaciones de la vejez os atraen, os tientan y os incitan. Pero queréis que estos jóvenes sean más sensatos que vosotros y hagan lo que vosotros mismos sois incapa­ ces de hacer, es decir, resistir a las tentaciones que la juventud les ofrece. Por tanto dejad en paz a los jóvenes y dejad de quejaros de ellos.» A continuación Cristina de Pisán se dirige a los jóvenes y les pide que no desprecien a los ancianos, sino que, por el contrario, los respeten, como hacían los espartanos y, según ella, los antiguos ro­ manos: «No les irritéis ni les hagáis reproches como hacen algunos jóve­ nes, que son por ello censurables.» Hay que obedecerlos porque son sabios: hay que temerlos, aunque son físicamente débiles, ya que siempre tienen algún medio de corregir a los jóvenes; hay que ayu­ darlos, por caridad, pues son frágiles y «no existe peor enfermedad que la vejez». Hay que respetarlos, ya que la sociedad les debe nu­ merosos favores: «Cada día, los ancianos hacen observar las buenas leyes y disposiciones del mundo, en todas las tierras, todos los paí­ ses y reinos. Pues a pesar de la fuerza de los jóvenes, el mundo sería un caos sin la sabiduría de los viejos.» Los jóvenes deben merecer por su buen comportamiento el favor de los ancianos, y especial­ mente las jóvenes deben hacerse acompañar por ancianas, que en­ vejecerán en su honor: «Si los viejos muestran esta actitud hacia los

jóvenes y los jóvenes tratan a los viejos de esta forma, habrá paz en­ tre estos grupos, que con frecuencia están en discordia.» Este largo pasaje muestra claramente la existencia de un proble­ ma agudo entre las generaciones a comienzos del siglo XV, y confir­ ma el lugar creciente ocupado por los viejos en esta época. El hecho de que Cristina de Pisán haya juzgado útil consagrar dos capítulos a este tema prueba que ha sido especialmente sensible a esta «gran discordia» entre jóvenes y viejos. La longevidad acrecentada de es­ tos últimos y la mayor vulnerabilidad de los jóvenes frente a la pes­ te no han hecho más que exacerbar la impaciencia de estos últimos de cara al mantenimiento de la autoridad y de la propiedad en ma­ nos de los ancianos. Esta situación nos recuerda la de la Roma repu­ blicana.

El desfase creciente entre las edades de los esposos: el tema del marido anciano Cristina de Pisán es también un buen testigo de otro rasgo ca­ racterístico de finales de la Edad Media: el desfase creciente entre las edades de los esposos. Ella conoció la experiencia de vivir con un esposo mucho mayor, ya que se casó a los quince años con un noble picardo, Etienne du Castel, en 1380, y se quedó viuda a los veinticinco años, con tres hijos. Su madre se había encontrado en la misma situación por su matrimonio con Thomas de Pizzano, que era un colega de su propio padre. La época abunda en ejemplos de casamientos en segundas nupcias entre un hombre anciano y una mujer muy joven. En la célebre familia inglesa de los Paston, la ma­ dre, Agnes, obligó a su jovencísima hija Elizabeth a casarse con un viudo cincuentón, feo y ajado; como se resistía, durante tres meses fue «golpeada una o dos veces a la semana, a veces dos veces el mis­ mo día, y tuvo la cabeza hendida en dos o tres lugares» 33. En Flo­ rencia, en el siglo XV, la mitad de los niños de menos de un año tie­ nen un padre de más de treinta y ocho años, y la diferencia media de edad entre los esposos es de catorce años entre los ricos y de once años entre los pobres 34.

El exceso de mortalidad femenina debido a los embarazos, agra­ vado por los estragos de las epidemias de los siglos XIV y XV, fue responsable de la escasez de mujeres casaderas. Para responder a las necesidades matrimoniales, se casó a las muchachas cada vez más jóvenes: la media de edad en el primer matrimonio es de 17,6 años en Florencia. La primera consecuencia que resultó de ello fue el empeoramiento de la rivalidad entre jóvenes y viejos varones. Los segundos, más ricos, reciben con frecuencia las preferencias de los padres de la joven; los primeros, frustrados en sus deseos nupciales, comienzan a aborrecer a estos vejestorios que monopolizan las jóve­ nes bellezas. También puede suceder el fenómeno contrario, pero más raras veces: una viuda rica de edad avanzada puede ser elegida como nuera por los padres de un joven. Cristina de Pisán, quien a pesar de sus veinticinco años no se volvió a casar, no aprobaba esta práctica: «¡El colmo de la locura para una mujer vieja es casarse con un hombre joven! Poco después ella empieza a desilusionarse, y es difícil compadecerla, ya que ella es la causa de su propio infortumo» . Estas grandes diferencias de edad entre los esposos tienen tam­ bién consecuencias en las relaciones padre-hijo en el seno de la fa­ milia. Como ha comprobado D. Herlihy en Florencia, el padre de­ masiado viejo ve que su influencia disminuye; la comunicación y la comprensión mutua con los hijos se vuelven difíciles a causa de la diferencia tan grande de edad, y por ello el papel de la madre gana en importancia. Los matrimonios en segundas nupcias complican más la situación y añaden desavenencia y ambigüedad entre la jo­ ven madrastra y el hijastro. Paraíso de los falsos complejos de Edi­ po, donde nos encontramos de nuevo con la situación de las come­ dias latinas, padre e hijo compartiendo la misma mujer. No hay, pues, nada extraño en el resurgimiento del tema litera­ rio del viejo marido engañado, que se alimenta de la realidad social del siglo XV. Una de las ilustraciones más logradas es el pequeño tratado satírico Los Quince Gozos del Matrimonio, de Gilíes Bellemére, obispo de Avignon de 1390 a 1407. Esta obra muy misógina es entre otras cosas una maliciosa pintura de la situación de los hogares en los que existe una gran diferencia de edad entre los esposos. Más

allá de las exageraciones impuestas por el género literario, y debido a su insistencia en el tema, muestra la frecuencia de esta situación en la encrucijada de los siglos XIV y XV. Por su estilo vivo y gra­ cioso, merece que transcribamos amplios es tractos. Para el autor, el hombre es siempre la víctima: el pobre marido, bien sea un hombre joven casado con una mujer vieja, o por el contrario, un hombre vie­ jo casado con una mujer joven, resulta prematuramente envejecido a causa de las preocupaciones: «Guando el que se casó sigue aún casado tras seis o siete, ocho o nueve años de matrimonio, año más, año menos, y tiene cinco o seis hijos, y ha sufrido todos los malos días, las malas noches y las desgracias antes mencionadas, o al menos algunas de ellas, entonces no ha tenido un momento de descanso; y el vigor de su juventud está ya tan apagado, que es hora de que descanse de una vez, si pue­ de; porque está tan abatido, tan cansado, tan domado por el trabajo y los tormentos domésticos, que no le importa en absoluto lo que su mujer le diga o le haga, ya que está encallecido como un viejo asno que por costumbre aguanta el aguijón, sin por ello acelerar la mar­ cha más de lo acostumbrado» 36. Es cierto, declara nuestro obispo, que las mujeres tienen que soportar los embarazos, pero eso no es motivo para compadecerlas: ¿acaso las gallinas no ponen un huevo cada día «por un agujero donde antes no habríais podido meter un dedito»? Y eso no les impide estar más gordas que los gallos. Estas pequeñas molestias femeninas no tienen importancia: «Esto no es nada comparado con las preocupaciones con las que se enfrenta un hombre juicioso: pensamientos profundos provocados por asuntos importantes de los que debe ocuparse.» Agotado por las preocupa­ ciones, el marido se queda sin aliento en los juegos amorosos y no consigue satisfacer a su mujer, que se queda «con tanto vigor como tenía antes». También «hay un principio general en lo relativo al ma­ trimonio que todas creen y mantienen: es que su marido es el más mal intencionado y el menos potente en lo relativo al tema secreto». Y así nos encontramos a esas esposas que «se lanzan a la aventura de comprobar si los demás son tan poco potentes como sus maridos». Con mayor motivo ¡qué desgracias tendrá que soportar un hom­ bre anciano que se casa con una mujer joven! «Considero comple­

tamente estúpido al anciano que quiere dárselas de guapo y se casa con una mujer joven. Cuando veo hacer tales cosas me río de quien las hace, al pensar en el fin que le espera. Porque debéis saber que si el anciano toma a una mujer joven por esposa, será un milagro si ella llega a comprender sus necesidades: e imaginad cómo ella, que es joven y tierna y de dulce aliento, podrá soportar al anciano, que toserá, escupirá y se quejará toda la noche, ventoseará y estornuda­ rá; será un milagro que ella no se mate. Y él tiene el aliento agrio a causa del hígado, que está echado a perder, u otros accidentes pro­ pios de los viejos. Y, por otra parte, también uno estará en contra del placer del otro. Porque veamos, ¿pensáis que está bien poner jun­ tas dos cosas opuestas? Podemos compararlos con el hecho de poner en un saco a un gato y un perro: estarán constantemente peleando allí dentro hasta el final... Y cuando los jóvenes galanteadores ven a una hermosa joven casada con un hombre así o con un pobre ne­ cio, y observan que es bonita y alegre, echan el cebo: porque pien­ san con acierto que ella caerá con más facilidad que otra que tenga marido joven y capaz» 37. Si por desgracia el anciano se vuelve impotente todo se convierte en un infierno para él: «A veces sucede que por causa de pesares y dificultades muy grandes o por vejez, el buen hombre languidece de enfermedad, de gota u otras cosas, de tal manera que no puede le­ vantarse cuando está sentado, ni marcharse de un lugar, o está afec­ tado en una pierna o un brazo, o le han sobrevenido varias moles­ tias que le pueden suceder a cualquiera. Entonces se acaba la gue­ rra, y las cosas se ponen peor: porque la mujer, que se encuentra en un buen momento de su vida y es más joven para la aventura que él, hará seguramente sólo lo que le plazca. El buen hombre, que antes había mantenido viva la guerra de distintas maneras, se ve atrapado. Los hijos que había conseguido mantener adoctrinados y controlados, estarán mal aconsejados de ahora en adelante, pues si el hombre sensato quiere censurarlos por algo, la mujer se pondrá en contra suya; por lo cual él sufre profundamente. También está dominado por todos sus criados por la ayuda que necesita de ellos, que es mucha. Y aunque sigue teniendo tanto juicio como tuvo siem­ pre, quieren convencerle de que se ha vuelto estúpido para que no

intervenga en nada. Y aprovechando la ocasión, su hijo mayor que­ rrá llevar las riendas de sí mismo, con la ayuda de su madre, para ser igual que aquél a quien no acaba de llegarle la muerte; así pues, está harto de ellos. Y cuando el buen hombre se ve tratado de esta manera, que ni su mujer, ni sus hijos, ni sus criados lo tienen en con­ sideración, ni hacen nada de lo que él manda, y ni siquiera quieren correr el riesgo de que haga testamento, porque se han enterado de que no quiere dejarle a su mujer lo que ésta le pide, y algunas veces lo dejan en su habitación durante medio día sin ir a verlo; entonces tiene que soportar hambre, sed y frío. Por todo lo cual el buen hom­ bre, que ha sido discreto y sensato, y sigue manteniendo entera su capacidad de juicio, cae en una gran desolación mental, y se dice a sí mismo que él podrá salir adelante, y manda a su mujer y a sus hijos que se presenten ante él: y su mujer deja al azar el acostarse con él, según le apetezca, pues el buen hombre ya no puede hacer nada, y se compadece y se duele. ¡Ay! todos los placeres que en todo tiempo proporcionó a su mujer están ya olvidados, pero sin embar­ go ella se acuerda de muchos disgustos que él le ha ocasionado, y les dice a sus vecinos que ha sido un mal hombre y que le ha dado tan mala vida que si ella no hubiese sido una mujer de mucha pa­ ciencia no habría podido aguantar el matrimonio con él» 38. Así pues, la madre y el hijo se confabulan para aislar al viejo pa­ dre y hacerle pasar por loco, con el fin de que no les desherede: «Y la mujer y el hijo se ponen de acuerdo y dicen que él ya no está en su sano juicio: y como ha amenazado al hijo, temen que piense des­ baratar la herencia, que les desheredará, y los dos deciden que na­ die podrá hablar con él. El hijo pretende hacerse cargo de todo con más fuerza que antes, pues cuenta con la ayuda de la madre. Se van y dicen a todos que el hombre se ha vuelto como un niño; y el hijo procura que el buen hombre sea puesto bajo la tutela de un cura­ dor, y le hacen creer que ha perdido el juicio y la memoria, aunque está tan cuerdo como lo estuvo siempre» 39. Si casualmente la correspondencia de edades es la contraria, es decir, si un joven está casado con una anciana, también en este caso será él la víctima, «pues no hay nada más esclavo, ni que se encuen­ tre en mayor servidumbre, que un joven sencillo y de buen natural

que esté sometido y gobernado por mujer viuda...: el que llega a este estado no tiene nada que hacer, si no es rogar a Dios para que éste le dé una gran paciencia para soportarlo y sufrirlo todo...; y con fre­ cuencia sucede que como él es muy joven con relación a ella, ella se vuelve celosa: porque el apetito y la lujuria de la fresca carne del jo­ ven la han hecho glotona y celosa, de tal manera que querría tener­ lo siempre entre sus brazos y asimismo querría sentirse siempre abra­ zada por él. Se parece al pez que está dentro de una corriente de agua y a causa del fuerte calor del verano que ha durado mucho tiempo, el agua se estanca y se corrompe: por lo cual el pez que está dentro de ella está deseando encontrar agua nueva, va tras ella y sube a la superficie en cuanto la encuentra. Igual se comporta la mu­ jer entrada en años cuando encuentra a un joven y carne joven que la renueva. Pero sabed que no hay nada que desagrade más a los jóvenes que una mujer vieja, ni que le perjudique más su salud. E igual que un hombre que tiene mucha sed y bebe mucho vino que ha cogido el sabor del tonel, pero en cuanto ha acabado de beber le queda un sabor de boca muy malo, y no volverá a probarlo mien­ tras tenga otro del que beber; pues lo mismo le sucede al joven que tiene una mujer vieja, que seguramente ya no la ama, y menos aún amará la mujer joven al hombre viejo. Hay algunos que se casan con mujeres viejas por avaricia; pero ellas son muy tontas, pues por muy útiles que ellos les sean, no cumplirán ninguna promesa que les haya hecho» 40. «Y si se da el caso de que una vieja se casa con un joven, éste sólo lo hace por avaricia; por tanto, nunca llegará a amarla; y les pegan mucho, y malgastan lo que ellas tienen y a veces algunas lle­ gan a empobrecerse. Y debéis saber que la convivencia prolongada con una mujer vieja acorta la vida de un joven: por eso dice Hipó­ crates: non vetulam novi, cur moriar? Y estas viejas casadas con hom­ bres jóvenes son tan dadas a los celos y tan insaciables que siempre están rabiosas: y vaya donde vaya el marido, sea a la iglesia o a otra parte, les parece que sólo va a hacer algo malo; y sólo Dios sabe en qué tribulación y tormento se encuentra él y los ataques que recibe. Y una mujer joven nunca estaría celosa por las causas antes men­ cionadas; y además podrá también tomarse la revancha cuando quie­

ra. El que ha llegado al estado del que hablo está tan sometido que no se atreve a hablar a ninguna mujer, y no le queda más remedio que estar al servicio de la mujer que es vieja: por lo cual envejecerá más en un año de lo que lo hubiese hecho con una joven en diez años. La vieja lo secará completamente: y vivirá también en medio de peleas y aflicciones, en medio de tormentos de los que nunca po­ drá desprenderse y acabará sus días miserablemente» 41.

El testimonio de Chaucer En tanto que Cristina de Pisán evocaba los conflictos generacio­ nales y Gilíes Bellemére ridiculizaba los matrimonios de viejos y vie­ jas, Geoffrey Chaucer presentaba a numerosos ancianos en sus Can­ terbury Tales entre los años 1385 y 1390. La vejez estaba evidente­ mente a la orden del día, especialmente el problema de los maridos viejos. Chaucer nos presenta una retahila de éstos, que oscilan to­ dos entre lo ridículo y lo odioso, colocados sobre un fondo de ani­ mosidad entre generaciones. En la historia del molinero, un viejo car­ pintero se casa en segundas nupcias con una muchacha de diecio­ cho años: Ella tiene dieciocho años de edad. El era celoso y la mantenía enjaulada, porque era viejo; ella era ardiente y joven; él temía dejarse dominar. Tendría que haber sabido, si hubiera leído a Catón, que un hombre debe casarse con alguien semejante a él, debe escoger como compañera a su igual. Jóvenes y viejos están con frecuencia enfrentados. Pero cayó en la trampa, y debió llevar su cruz como los demás 42.

Es engañado y ridiculizado inevitablemente, y acaba por pasar por un loco. La mujer de Bath, casada en cinco ocasiones, tres de ellas con un anciano, ameniza a su vez a los peregrinos contándoles cómo padecían y sufrían sus viejos maridos para satisfacer sus ape­ titos:

Difícilmente podían rellenar los aparatos que los ataban a mí (si comprendéis mi sonrisa). ¡Dios me perdone! ¡Todavía me río al recordar como los hacía trabajar por la noche! Y a mi vez, yo apenas gozaba; aquello no me proporcionaba ningún placer. Ellos me habían dado su tesoro, y por tanto yo no necesitaba en absoluto darme prisa para ganar su amor o mostrarles respeto 43.

También pasa ella su tiempo insultando a su marido y procu­ rando pelearse con él: Dime, viejo chocho, ¿de qué hablas? ¿Por qué la mujer del vecino es tan elegante y alegre? Por todas partes donde va se la respeta. Yo me quedo en casa y no tengo nada que ponerme. ¿Por qué estás siempre en su casa? ¿Qué haces allí? ¿Estás enamorado? ¿Tan bonita es ella? ¡Cómo! ¿Le susurras secretos a la criada? ¡Qué vergüenza, viejo asqueroso! Ya no estás para esos juegos. Pero si yo charlo con un amigo me gruñes como un demonio... 44.

«Viejo traidor», «viejo buitre chocho», «viejo tonel lleno de men­ tiras», «viejo loco», esto es lo que el marido oye todos los días, ya que a su mujer no le gusta «el jamón endurecido». La historia del comerciante describe los ridículos esfuerzos del viejo marido cuando está en la cama con su joven esposa: El le daba mimos, procuraba tranquilizarla abrazándola; los pelos de su barba eran tan duros como el rastrojo, como la piel de un cazón, y punzantes como zarzas, aunque recientemente afeitados para endulzar su deseo. El frotaba su barbilla contra su tierna piel...

Pero ninguna caricia consigue avivar su virilidad: Hizo esfuerzos hasta el alba, después bebió un trago de vino aguado, se irguió en la cama, y comenzó a cantar fuerte y vivamente... Dios sabe lo que May pensaba en su interior al verlo sentado, con la camisa abierta, el gorro de noche en la cabeza, el cuello descarnado. No habría dado ni un real por su hazaña. Finalmente él dijo: «Creo que voy a descansar; ahora que es de día, es mejor dormir un poco»; se tendió y durmió hasta las ocho y media 45.

Como reconoce el viejo aparcero en su prólogo: Ya no tenemos fuerza para jugar a este juego, aunque siempre nos gustaban tanto estas tonterías. Hablamos de lo que ya no podemos hacer, y removemos las cenizas cuando el fuego está apagado... El deseo no desaparece jamás, y en verdad, todavía ahora me asaltan ganas juguetonas, a pesar del número de años muertos y derramados desde que el grifo de mi vida comenzó a fluir. Con seguridad, cuando nací, hace tanto tiempo, la muerte abrió el grifo de la vida y lo dejó correr; y después, el grifo ha hecho su trabajo, ya sólo queda un tonel casi vacío. El arroyo de mi vida no es ya más que gotas en la orilla. La lengua de un viejo loco se irá con él, hablando todavía de los buenos ratos del pasado. Al final ya sólo queda la chochez 46.

Lo que piensa el comerciante es que el único atractivo que un viejo marido puede tener para su mujer es, en definitiva, su dinero. Y a pesar de todo, observa, ¡cuántos ancianos hay en nuestros días que intentan casarse con una joven! Como este caballero lombardo cuya historia relata, quien, con más de sesenta años, experimenta la necesidad de casarse. Pero es preciso que sea con una muchacha de

menos de veinte años, como explica a sus amigos, encargados de en­ contrarle una novia: Amigos —dice— , ya no soy joven; Dios sabe que estoy cerca de la tumba, al borde; tengo un alma, es preciso que piense en ella... He decidido casarme... Pero, queridos amigos míos, tengo que deciros que la mujer no debe ser vieja, desde luego, menos de veinte años, y comedida... la tierna vaquilla es mejor que la vieja vaca. El trato con viejas es tan peligroso y lleno de peligros como el barco de Wade, y cuando ellas quieren, son tales brujas que no tendría jamás un momento de reposo; ... pero cuando son jóvenes, un hombre puede todavía controlarlas con la voz y guiarlas, si ellas se extravían 47.

Descrédito de la mujer anciana La situación inversa es siempre considerada con desagrado, tal y como comprobamos en Los Quince Gozos del Matrimonio, hasta tal punto parece monstruosa la idea de comercio carnal con una vieja. En la historia de la mujer de Bath, el caballero que tiene que casar­ se con una vieja tras haber prestado juramento, está horrorizado. El matrimonio se lleva a cabo sin festejos: Se casó con ella en privado al día siguiente, y se escondió durante todo el día como un hurón, tan grande era su tortura por tener una mujer tan fea. Qué angustia atormentaba su espíritu cuando era conducido al lecho...

Su esposa intenta consolarlo en vano, y él le responde con estas despiadadas palabras: Ya nada podrá ir nunca bien: tú eres vieja, y horriblemente fea 48.

Es un episodio anunciador de uno de los temas favoritos del si­ glo XVI, el de las feas engreídas y las viejas repelentes de Baldung Grien: la vieja, encarnación del mal, adquiere el aspecto de una bru­ ja. «Uno no podría imaginarse una criatura más horrorosa», dice Chaucer. Villon, por su parte, hará su contribución al retrato con Les Regrets de la belle Heaulmiere: Y aquí sigo todavía, vieja y canosa. Cuando pienso ¡desgraciada de mí! en los buenos tiempos, ¡Qué fui, en qué me he convertido! Cuando me contemplo totalmente desnuda, Y veo cuánto he cambiado, Pobre, seca, flaca, menguada, Al momento me invade una gran rabia... Frente arrugada, cabellos grises, Cejas peladas, ojos sin brillo Que regalaban sonrisas y miradas Que engatusaron a tantos mercaderes; Nariz torcida de olvidada belleza, Orejas largas, llenas de musgo, El rostro sin color, muerto y deslucido, Encogido el mentón, los labios agrietados: ¡El conjunto resulta de una enorme belleza! Los brazos cortos y las manos crispadas, Los hombros corcovados por completo; ¿De los senos me habláis? Se han escondido; Igual están las caderas que las tetas; En cuanto al sexo, ¡puag! Y si hablamos de muslos, De muslos ya, ni restos, sólo quedan muslitos Moteados como si fueran salchichas. Así añoramos entre nosotras, Pobres viejas estúpidas, Los buenos tiempos pasados, Sentadas en el suelo, en cuclillas, Acurrucadas, hechas un ovillo, Al débil fuego de cañamizas Que tan pronto arde, que tan rápido se apaga; ¡Tan graciosas como fuimos antaño! Así será con todos y todas 49.

Para Olivier de La Marche, la mujer de sesenta años es la ima­ gen de la fealdad: Si vivís tanto como lo permite la naturaleza y llegáis a los sesenta años, que son muchos, vuestra belleza se tornará en fealdad, vuestra salud en oscura enfermedad, y serviréis sólo de estorbo en este mundo. Si tenéis una hija, seréis un fastidio para ella, que se verá solicitada y requerida, y de todos será la madre abandonada 50.

En los ambientes populares, la mujer anciana sola y pobre se en­ cuentra en el punto más bajo de la escala social; es despreciada, in­ sultada, explotada; nadie la defiende. Al menos así es como nos la muestra Chaucer en la historia del monje: un grupo de bromistas pesados la toman con una vieja viuda, «viejos restos, ruina destro­ zada»; van a buscarla y la interpelan: «Sal de ahí, vieja borracha; apuesto que escondes todavía en tu casa a un monje o a un cura.» Inventando una falsa orden terminante para que comparezca ante el archidiácono, le arrebatan doce peniques a la «vieja bruja». La equiparación de la mujer anciana con las fuerzas del mal es un rasgo característico del arte religioso de los siglos XIV y XV. En las representaciones de la Pasión aparece el personaje de una vieja, encarnación del mal, que guía a los soldados al Monte de los Olivos y que forja los clavos de la crucifixión: la vemos en miniaturas in­ glesas poco después de 1300, más tarde en una miniatura de la Pe­ regrinación de Jesucristo, en 1393, en las Horas de Esteban Caballero, de Jean Fouquet, en un misterio del siglo XV, en Los Misterios de la Pa­ sión, de Jean Michel. Conocida entonces con el nombre de Hédroit, es fea y odia a Jesús 51. La Dulle Griet, de Brueghel, será su descen­ diente en muchos aspectos. Chaucer piensa que la única ventaja de casarse con una vieja es que no se corre el riesgo de ser engañado. En la historia de la mujer de Bath, la esposa del desgraciado caballero tranquiliza a su marido de la siguiente manera:

Dices que soy vieja y más repugnante que el fango de un pantano. No debes, pues, temer convertirte en un cornudo. Convendrás conmigo en que la suciedad y la vejez son los mejores guardianes de la castidad. Tienes donde escoger: ¿qué prefieres? Tenerme vieja y fea hasta mi muerte, pero humilde esposa, fiel y leal, que no te irritará nunca, o prefieres que sea joven y bonita y correr el riesgo de lo que sucede en la ciudad donde tus amigos te visitarán por mi causa, y también sin duda en otros lugares. ¿Qué prefieres? Eres tú quien debes elegir 52.

El dilema es tan cruel que el caballero acaba por dejar la elec­ ción a su esposa, que la resuelve de la mejor manera posible: vuelve a ser joven de manera mágica y permanece fiel a su marido. El problema de la gran diferencia de edad entre los esposos, tan­ to en un sentido como en el otro, estaba, pues, de actualidad a fi­ nales de la Edad Media, mucho más que en épocas precedentes. La proliferación de escritos sobre este tema muestra que los contemporáneos eran conscientes de esta situación, de su novedad y de sus consecuencias, si no de sus causas. A veces parecen también asom­ brarse por ello, como Boccaccio; en el Decamerón, escrito durante los peores estragos de la peste negra, entre 1349 y 1351, nos presenta a «Garlos el Viejo», es decir, Charles de Anjou, hermano de san Luis, rey de Nápoles, que se enamora de las hijas de un noble napolitano, el señor Neri, y desea raptarlas. Su consejero, el conde Guido, se que­ da muy sorprendido por ello: «... Encuentro tan nuevo y tan extraor­ dinario que vos, a quien veo ya viejo, estéis enamorado, que me pa­ rece casi un milagro.» El tiempo de amar ha pasado para los viejos, y Garlos el Viejo es claramente un caso aislado en esta sociedad ex­ clusivamente joven y licenciosa que muestra el Decamerón. Por lo de­ más, el rey de Nápoles renunciará a su proyecto. En lo que respecta a Guillermo de Machaut, éste no hará ningún misterio de sus amo­ res de canónigo sexagenario tuerto y gotoso con su Péronnelle d5Ar­ men tieres, joven de dieciocho años. En Le Livre du Voirdit, expone su relación sin complejos. Es cierto que los dos encontraban ventajas

en ella: el vanidoso poeta se siente halagado de ser amado todavía a su edad por una joven, y esta última debe a la fama de su amante el poder salir del anonimato. Pero, por su misma desproporción, la célebre pareja simboliza una situación social nueva.

La concentración de la riqueza y el poder en manos de los ancianos Los estragos selectivos de la peste provocaron también el forta­ lecimiento del poder económico y político de los hombres de edad. El padre, perdonado por la epidemia, va a permanecer mucho más tiempo al frente de sus negocios, que a veces transmitirá directa­ mente a su nieto. El tiempo le permitirá acumular un capital más importante y monopolizar más que antes los poderes de decisión, lo que acarreará en algunas ciudades serios conflictos generacionales. Arlette Higounet-Nadal ha demostrado con claridad el papel de­ cisivo que tiene la vejez en Périgueux, en la ascensión social de las familias; en 1254, un inmigrante, Bernabé Joy de Dieu, acaba de ins­ talarse en la ciudad; compra una casa, después otra diez años más tarde; en 1276 se encarga de acuñar moneda; su nieto, Hélie Berna­ bé, orfebre, es nombrado cónsul en 1323, con poco más de veinti­ cinco años; se ocupará de los asuntos municipales hasta la edad de noventa años, desempeñando varias misiones al tiempo que conti­ nuaba adquiriendo bienes; murió después de 1393, cuando contaba más de noventa y cinco años. Su hijo Arnaud, fallecido aproxima­ damente a los noventa años en 1436, se casará con la hija de un rico comerciante de Limoges, ocupará asiento en el consejo de 1388 a 1432 y será elegido diez veces alcalde entre 1387 y 1420. No hay duda ninguna de que la longevidad excepcional de estos tres hom­ bres haya contribuido enormemente a su prestigio y a su riqueza. Los hombres más influyentes de Périgueux en esta época tienen ge­ neralmente más de sesenta años; muchos prosiguen una carrera pú­ blica durante más de veinticinco años, hasta su muerte. «Tal vez de manera general, pero con toda seguridad en el caso particular de Pé­ rigueux, la longevidad ha sido un gran triunfo en la vida social. El

poder, la influencia, la acción, han sido el destino de aquellos que vivieron mucho tiempo» 53. El Sudoeste francés vio prosperar también a Barthélemy Bonis, comerciante de Montauban, enriquecido gracias al comercio de los paños, la seda, la mercería, los cueros, las joyas, las armas y las es­ pecias, convertido en banquero local y dedicado a prestar con fian­ za o garantía hasta los setenta años (1300-1370). En un nivel supe­ rior, Francesco Datini, nacido en Prato en 1335, multiplicaba los ne­ gocios después de cumplidos los cincuenta años, creando empresas en su ciudad natal y después en Florencia, Pisa, Génova, Barcelona, Valencia y Mallorca, lo que le permitió legar, a la edad de setenta y cinco años, 75.000 florines a Prato para fundar un hospicio. Como los oficios y los beneficios eran con frecuencia para toda la vida, los cargos de responsabilidad vuelven a recaer con frecuen­ cia en las personas de edad. Así sucede en el campo en lo que se refiere a los cargos menores de los señoríos, y todavía más en la ciu­ dad, donde el acceso a las funciones municipales venía reglamenta­ do por la antigüedad: en Avignon, en 1450, era necesario justificar al menos diez años de presencia en las listas fiscales para tener ac­ ceso al consejo; en Tarascón, entre 1370 y 1400, había que haber par­ ticipado en el consejo durante al menos diecisiete años para llegar a ser síndico: «Semejantes reglas convertían a algunas élites muni­ cipales en minorías de la edad» 54. Y entre los que eran iguales en capacidad, eran preferidos siempre los más ancianos. En Italia, donde las funciones municipales tienen una importan­ cia mucho mayor, es todavía más clara la tendencia a la concentra­ ción en manos de los ancianos, que conducirá en el siglo XV a un enfrentamiento directo entre jóvenes y viejos. Así, por ejemplo, Luca era gobernada por nueve nobles ancianos y un gonfalonero. En Venecia, el largo cursus honorum conducía a reservar los cargos impor­ tantes a personas ancianas, y los dux forman la serie más notable de viejos jefes de Estado de los siglos XIV y XV, batiendo todos los records de longevidad política: los siete más importantes, que per­ manecieron activos hasta el final, tenían una media de edad de se­ tenta y ocho años en el momento de su muerte: Tommaso Mocenigo (1343-1423), elegido a los setenta y un años; Francesco Foscari

(1373-1457), elegido a los cuarenta y seis años y que permanece en su puesto durante treinta y cuatro años, hasta su destitución; Pietro Mocenigo (1406-1476), elegido a los sesenta y ocho años; Giovanni Mocenigo (1408-1485), elegido a los setenta años; Agostini Barbarigo (1419-1501), elegido a los sesenta y siete años; Andrea Gritti (1455-1538), elegido a los sesenta y ocho años. Es cierto que los dux no son los verdaderos inspiradores de la política veneciana, pero sin embargo su papel no es desdeñable, y la elección sistemática de estos hombres ancianos es un hermoso ho­ menaje a la vejez. Algunos incluso llegaron a crear verdaderas cas­ tas de ancianos, asegurándose de esta manera un poder considera­ ble. El caso más notable es el de la familia Mocenigo. Tommaso (1414-1423) extendió la dominación veneciana sobre Trentino, Friule y Dalmacia; su sobrino Pietro, famoso almirante, luchó contra los turcos en Esmirna a los sesenta y seis años; su hermano, Giovanni, fue dux de los setenta a los setenta y siete años (1478-1495). El nie­ to de este último, Andrea, fue un hombre de letras y murió a los se­ senta y nueve años (1542), mientras que un sobrino, Alvise I, fue dux de los sesenta y tres a los setenta años (1507-1577). Las cofradías de la ciudad estaban también en manos de ancia­ nos: en 1544, el estatuto sobre el reglamento de la edad de la Scuola della Misericordia recordaba que los Guardiani Grandi habían sido siempre «hombres dignos, de rango y edad respetables», con fre­ cuencia de más de setenta años; el estatuto fijaba además la edad mínima en cincuenta años 55. La oposición entre jóvenes y viejos era evidente: el dux Mocenigo lanzó en varias ocasiones discursos en­ cendidos contra la juventud, y es conocido un complot de jóvenes que en el año 1433 intentó hacerse con el poder 56. En Florencia, la rivalidad entre generaciones llegará más lejos. Existente ya en la primera mitad del siglo XV, se hace notar en to­ dos los medios: en un monasterio los monjes viejos son expulsados por los jóvenes; unos jóvenes nobles intentan apoderarse de las ur­ nas electorales. Por lo demás, Bernardino de Siena echa la culpa a ambas partes: ridiculiza por un lado la decadencia física de los an­ cianos, y se burla al mismo tiempo de los jóvenes gobernantes «an­ gelicales». En esta ciudad donde los jóvenes de menos de treinta

años, no aptos para la vida política y calificados con frecuencia de «idiotas», suman en 1427 unos 12.000 de los 20.000 adultos varo­ nes, el período de los Médicis es testigo de un grave enfrentamiento entre generaciones: los jóvenes apoyan el bando Médicis, en tanto que los viejos son favorables al mantenimiento de la gerontocracia tradicional. Característica a este respecto es la época de Lorenzo el Magnífico. Rodeado de hombres y mujeres jóvenes, el «príncipe», que se ve en la obligación de ser el modelo del «cortesano», brillan­ te y fastuoso, no podría aceptar la tutela de austeros ancianos, aun­ que en la calle les cede ostensiblemente la acera 57. Algunos historiadores no dudan en conceder más importancia al enfrentamiento entre las generaciones que a las rivalidades econó­ micas y sociales para explicar los acontecimientos políticos de Toscana en esta época: «La división más importante en la Res publica era la división entre los viejos y los jóvenes», afirma Richard C. Trexler 58. Probablemente Pedro de Médicis perdiese así el poder en 1494 porque «apoyaba a los jóvenes y la pequeña nobleza y los favorecía contra la voluntad de algunos viejos principales y de los hombres de edad madura. A estos ancianos les parecía que Pedro no los apre­ ciaba» 59. Savonarola intentó explotar esta rivalidad; desconfiaba de los viejos, que sentían nostalgia por los tiempos disolutos de Loren­ zo el Magnífico, y quiso formar una juventud virtuosa, que cuidara de la sociedad. «Savonarola ha utilizado a los jóvenes para poder conseguir su reforma cívica y religiosa» 60. El siglo XVI asistirá al desarrollo de estos conflictos generacionales cuyo origen se debe en parte a las consecuencias de la peste negra.

La vejez como tema poético: una imagen pesimista La tendencia a la gerontocracia tuvo como corolario en los am­ bientes cultivados un brote de crítica contra los ancianos. La ima­ gen de la vejez en la literatura pierde el brillo anterior. Cuanto más importante es el papel activo que desempeñan los ancianos, tanto más se les considera como obstáculos, rivales despreciables y temi­ bles al mismo tiempo. Frente a su riqueza y a su poder de hecho,

se insistirá en su fealdad, su debilidad física, sus defectos, las des­ dichas de su condición tan próxima a la muerte. Cuanto más nu­ merosos y fuertes son, políticamente, los ancianos, más desprestigia­ dos están; un pesimismo general se abate sobre ellos, en pago por el aumento de su poder. La mujer anciana, como ya hemos visto, se convierte en bruja y encarnación del mal. El hombre viejo es, en el mejor de los casos, objeto de meditación pesimista sobre lo transi­ torio de los placeres terrenos. Todos los nombres importantes de la poesía del siglo XV han abordado estos temas. La única voz discordante en estas recriminaciones contra la ve­ jez es la de un oscuro poeta escocés sobre el que se conocen muy pocos datos, excepto que murió muy anciano, hacia el año 1500. En La alabanza de la edad, se declara dichoso de no ser ya joven, pues cuanto más viejo es más se aproxima a la felicidad eterna: «No me gustaría ser joven..., me siento feliz de que mi juventud haya pasa­ do..., considero nocivo el estado de juventud, porque en este estado hay grandes peligros. Cuanto más viejo es uno más cerca se está del Cielo» 61. En El diálogo entre la juventudy la vejez, insiste en la vanidad de las ventajas de la juventud, que pasa tan deprisa. Es una alaban­ za de la vejez puramente académica, pues la única ventaja que se deriva de ella es no tener nada que perder aquí abajo. Los demás poetas, que miran con nostalgia todos ellos, con más o menos suer­ te, la primavera de su vida, no lo ven de la misma manera. Charles d’Orléans, que arrastró durante setenta y un años una existencia desgraciada (1349-1465) 62, ypasó susúltimosaños en el valle del Loira, enfermo y retirado de sus quehaceres, supo expresar con gracia y melancolía los disgustos que le inspiraba la pérdida de la juventud: Pero ahora que ya soy viejo, Cuando leo el libro de la Alegría, Tengo que coger los lentes Para que las letras se agranden, Y ya no veo tanto como solía: Antes no padecía esta carencia, Cuando estaba en manos de mi Dueña Juventud 63.

En otro lugar se lamenta de sus pérdidas de memoria: lo que ha­ bría aprendido en una hora y media «en la florida juventud», tarda ahora el doble de tiempo en retenerlo «los últimos días de mi vida»; hay que dejar a los jóvenes los placeres galantes: De ahora en adelante es mi Dueña Vejez Quien me ordena y me prohíbe, Mientres permite gallardías a los jóvenes.

Ya sólo queda acordarse del pasado, ... pues, a fe mía, Sólo me importa del presente lo que veo: Pues Vejez me ha abandonado Como a moneda depreciada.

«El viejo Briquet descansa», y se aburre, solo, Y Vejez ha decidido hacerle prisionero En una habitación cerrada... El paso del tiempo me ha robado juventud Y me ha dejado en manos de Vejez.

Males de todas clases asaltan al viejo poeta; «preocupación, ve­ jez y displacer» convierten su retiro en «la casa del dolor»: Aturdido por la indiferencia, Cegado por el disgusto, Agobiado por la tristeza No sabe para qué puede valer.

«¡Pocas cosas puede hacer urv anciano!», concluye. Frangois Villon expresa poco más o menos los mismos sentimien­ tos, pero en un contexto muy diferente. Le asalta muy temprano la obsesión por el envejecimiento, pues a la edad de treinta años, en El Testamento, habla ya de «la entrada en la vejez». Los ancianos son

despreciados en todas partes, señala, y según los jóvenes no son ca­ paces de hacer nada bien: «siempre es desagradable el viejo mono»: Pues si fue gracioso en su juventud, ahora ya no dice nada que guste: Siempre es desagradable el viejo mono, no hay mueca que haga que no disguste; Si se calla para agradar, se le toma por un loco cobarde; Si habla, le dicen que se calle y que lo que sirve no es de su cosecha 64.

La vejez es la fealdad, espantosa sobre todo para las mujeres: «Yo seré viejo; vos, fea, sin color»: Llegará un tiempo que hará secar, amarillear, marchitar, vuestra abierta flor.

Eustache Deschamps, en El Espejo de matrimonio, ha expresado de manera más mezquina las mismas ideas, pero su actitud sistemáti­ camente quejumbrosa, como señalaba Huizinga, resta mucho valor a su testimonio: «El poeta sólo ve en la vejez males y motivos re­ pugnantes, lamentable decadencia del alma y el cuerpo, ridicula in­ sipidez» 65. Para él, la mujer es vieja a los treinta años, el hombre a los cincuenta, y difícilmente pueden esperar rebasar los sesenta años. «Todo va mal»: esa es la lección que se desprende de su obra. El mundo es como un anciano que ha vuelto a la infancia: Ahora estás flojo, enclenque y blando, viejo, codicioso y mal hablado: Sólo veo locos y locas... En verdad el fin está próximo... Todo va mal...

A este pesimismo innato será preferible sin duda, aunque la en­ señanza que se desprenda de ella sea semejante, la encantadora ba­ lada de Jehan Régnier, compuesta en 1460. El poeta tiene sesenta y ocho años; su esposa Ysabeau Ghrestienne, al evocar su larga vida

conyugal, le pide que le componga un poema: «Amigo mío, hemos estado mucho tiempo juntos y hemos vivido felizmente, y por el amor que me profesáis habéis compuesto canciones y otras sutilezas, pero como ahora estamos en la edad anciana ya no hacéis nada; os ruego que compongáis al menos una por amor a mí.» Testimonio conmo­ vedor de la fidelidad y el amor de los dos viejos esposos, que con­ trasta con las frivolidades de Charles d’Orléans o de Villon. Jehan Régnier compone, pues, para su mujer una pequeña balada sobre la vejez, encantadora por su sinceridad, simplicidad, melancolía y tranquila resignación: Puesto que siento que Vejez se acerca a mí y Juventud me abandona y olvida también, es preciso que abandone las armas, pues mi vigor se ha debilitado por completo... Ya sólo ansio tranquilidad y descanso. Cuando me acuerdo de los buenos tiempos pasados en los que íbamos de cacería... y ahora tengo moquillo en la nariz, no tengo ni un diente, tomo leche o sopa, forrado estoy de pieles y además llevo esclavina, junto al fuego, vino y agua en dos pucheros, me tiemblan las manos y bebo de un tazón; Ya sólo ansio tranquilidad y descanso. ¡Ay, amiga mía! aquél tiempo no volverá, si lo esperamos es que somos unos locos, hay que irse sin saber qué será de nosotros, debemos gritar: ¡Olvida, olvida, olvida...! Querida, la edad me ha traído hasta aquí, estudio calendarios y letras, ya estoy en manos de la medicina, ya sólo ansio tranquilidad y descanso 66.

La novela del siglo XV hace causa común con la poesía para des­ prestigiar a la vejez. Estamos muy lejos de los valientes ancianos de la Chanson de Roland. En el Román de Jehan de Paris, escrito a finales del siglo XV, el viejo rey de Inglaterra, «que ya está muy viejo y can­ sado», no puede rivalizar con el rey de Francia, joven y hermoso. En la guerra, el anciano no hace nada para impedir que le echen

de la ciudad sitiada. Chaucer, cuyos ataques contra la práctica de los matrimonios entre jóvenes y viejos ya conocemos, ha introduci­ do en su galería de ancianos algunos retratos positivos, como el del regidor, «viejo, colérico y flaco», con la barba bien apurada, lleno de experiencia y agudeza, hábil y temible: Sabía evaluar, partiendo de la sequía y la lluvia, la cosecha que podía esperarse de las semillas y del grano, nunca nadie le había cogido en falta... era temido como la peste por sus subordinados... 67

Reconoce también que la edad tiene una gran ventaja sobre la juventud, por la sabiduría y la tradición, es verdad. Se puede derrotar a los viejos en una carrera, pero no en el razonamiento.

Pero ¡cuántas desdichas hay en la vejez! La edad, que viene a envenenarlo todo, se ha apoderado de mi belleza y mi vigor,

se lamenta la mujer de Bath: «La edad os invade arrastrándose, si­ lenciosa como la piedra», dice el sabio. Los viejos son insultados y despreciados en todas partes, si creemos las historias de peregrinos. Cuando un anciano saluda a un grupo de caballeros, éstos le respon­ den: ... ¿Cómo, viejo loco? ¡Quítate de ahí! ¿Por qué no escondes también tu cara? ¿Por qué vivir tanto tiempo? ¿No es hora de morir? El viejo, muy viejo buen hombre, lo miró de frente y dijo: —Ya que nunca he encontrado, aunque he caminado hasta la India y explorado ciudades y pueblos en mi peregrinación, a nadie que cambiara su juventud por mi edad... Ni siquiera la muerte, ¡ay!, se apodera de mi vida... ¡Mira cómo se resecan mi carne, mi sangre y mi piel! ¡Ay! ¿cuándo descansarán estos huesos...?

Pero vos, Señor, os habéis deshonrado vos mismo, al hablar tan duramente a un hombre anciano, a menos que éste os haya molestado de palabra o de obra. Está dicho en la Escritura, como vos sabéis: te levantarás ante la cabeza cana y la honrarás» 68.

Precepto que parece estar muy olvidado, incluso entre los caba­ lleros, según el testimonio de la mujer de Bath: Vos me habéis acusado, señor, de ser vieja. Ahora bien, aunque nunca lo hubieseis leído en los libros antiguos, vosotros, hidalgos, estáis comprometidos por vuestro honor a respetar la vejez 69.

A comienzos del siglo XIV, Dante retoma en el Convivio el tema clásico de los períodos de la vida humana y ofrece una opinión más elevada de la vejez. Pero apenas le atribuye otra función que la de prepararnos para la muerte. Los valores de la edad avanzada son todos negativos. Para él la vida se divide en cuatro etapas: la ado­ lescencia, caracterizada por el calor y la humedad; la edad adulta, período del calor y de la sequedad; la madurez, que amplía genero­ samente de los cuarenta y cinco a los setenta años, fría y seca; y la decrepitud, de los setenta años a los ochenta, fría y húmeda. La vida es como un arco, con una fase ascendente, una cima, situada entre los treinta y los cuarenta años, y una fase descendente. Cada edad tiene un papel que desempeñar; el de la madurez es el de ayudar a los demás o alcanzar la perfección, pues sus cualidades son la pru­ dencia, debida al recuerdo de los acontecimientos pasados, la justi­ cia, que ha de servir para mostrar el ejemplo a los otros, la libera­ lidad y la afabilidad. El tiempo de la decrepitud es el de la prepa­ ración para la muerte, que debe hacerse apaciblemente, igual que un barco arriba tranquilamente al puerto tras un largo viaje. Noso­ tros volvemos a nuestro puerto natural, que es Dios; el anciano debe abandonar todos los placeres terrenos y practicar una vida religiosa, bendecir a Dios por todo lo pasado. Los ochenta años son el límite. Incluso el cuerpo de Cristo, si no hubiese sido crucificado, se habría transformado en cuerpo glorioso a los ochenta y un años.

Otros permanecen fieles a la división de la vida en doce partes, pero sólo dejan para los últimos años la tarea de preparar la muer­ te. Los artistas de finales de la Edad Media, inspirándose en un poe­ ma del siglo XIV, representan la vida humana en doce estampas, que corresponden a los doce meses del año: a los cuarenta y ocho años se da el agosto de nuestra existencia; la juventud se acaba, es el tiempo de las cosechas; a los cincuenta y cuatro años, finales de septiembre, hay que entrojar, pues aquél que entra en la vejez sin bienes será muy desgraciado, y las miniaturas ilustran esta edad con un mendigo; a los sesenta años, finales de octubre, uno se convierte en un anciano, y ya sólo se puede pensar en la muerte; finales de noviembre: sesenta y seis años; ya no hay razón para vivir; todo se seca y muere; los herederos se impacientan; la miniatura nos mues­ tra un anciano en bata con su médico; a los setenta y dos años, fi­ nales de diciembre, llega el final: el desgraciado agoniza 70. La vejez es, pues, tanto en la literatura como en el arte, un pe­ ríodo trágico, sobre todo si uno se queda solo. El desgarrón de la separación de los viejos esposos ha sido representado de forma an­ gustiosa por Piero della Francesca en La Muerte de Adán (iglesia de San Francisco de Arezzo), pintada entre 1452 y 1459. Arrugada, tris­ te y resignada, la vieja Eva, nuestra abuela común, reposa su mano sobre el hombro de Adán, con un gesto de muda ternura. Drama de valor universal. También se sigue soñando con la eterna juventud, con el mito del rejuvenecimiento. Las fuentes de juventud fluyen cada vez más en las miniaturas de manuscritos: en el Román de Fauvel (comienzos del siglo X IV ), en la Historia de Alejandro el Grande (siglo XV) 71. Se escriben tratados sobre la manera de retrasar la decadencia física de la vejez: el mismo Marsilio Ficino se siente atraído por el proble­ ma 72, y Alvise Cornaro piensa que ha de ser posible prolongar la vida hasta su fin natural de cien años, ya que los hombres se con­ vierten en seres decrépitos a los cuarenta años a causa de sus cos­ tumbres disolutas 73. Gabriele Zerbi publicaba en 1489 su Gerontocomia, obra consagrada a la higiene de las personas ancianas.

Políticos, clérigos y artistas ancianos De manera más concreta, el aumento del número y del papel de los ancianos se tradujo en el avance de la idea del retiro, señal de un principio de reconocimiento de la situación particular y de la es­ pecificidad de la vejez. Especificidad todavía exclusivamente nega­ tiva, pero que manifestaba una cierta toma de conciencia hacia los problemas de la «tercera edad». Es cierto que los más fuertes continúan desempeñando sus fun­ ciones y permanecen activos hasta el final. Los siglos XIV y XV apor­ tan su cuota de hombres de Estado, de militares, comerciantes o ar­ tistas ancianos, que no han renunciado a su papel y a quienes la muerte encontrará dedicados a sus tareas. En esta situación se en­ cuentran numerosos caballeros y militares de todas clases: si bien ig­ noramos lo que le sucedió a Berenguer de Roquefeuil, constructor del magnífico castillo de Bonaguil en los últimos años de su vida, muerto en 1530 a los ochenta y dos años, sabemos que el conde de Foix, Gastón Phoebus, murió a los sesenta años, en 1391, al regreso de una cacería de osos; que Robert d’Artois murió a los cincuenta y seis años a consecuencia de una herida recibida en la batalla de Vannes, que el condotiero John Hawkwood, que estaba al servicio de Florencia y que combatió en Italia durante los treinta últimos años de su vida, participaba todavía en torneos en Bolonia en 1392, a los setenta y dos años; que sus colegas Federigo da Montefeltro, Francesco Sforza y Erasmo Gattamelata permanecieron activos has­ ta los sesenta años los dos primeros, hasta los sesenta y nueve el úl­ timo; que John Talbot, nombrado condestable de Portchester a los sesenta y cuatro años, después capitán de la flota y lugarteniente en Aquitania, fue herido de muerte, a los sesenta y cinco ños, cuando dirigía el ataque contra el reducido campamento de los franceses en Castillon (1453); que los ejércitos de Felipe VI y de Jean le Bon te­ nían como jefes a viejos soldados como el condestable Gaucher de Chátillon y los mariscales Baudrain de la Heuse y Arnold d’Audrehem. Por lo demás, en el año 1356, Jean le Bon no dudaba en con­ vocar a todos los hombres de dieciocho a sesenta años. Soberanos y soberanas, príncipes y princesas y consejeros reales

contaron también entre sus filas con un buen número de viejos per­ sonajes: si bien Felipe de Valois murió tras cumplir los cincuenta y siete años, Jeanne d’Evreux, esposa de Garlos IV, vivió sesenta y un años; Blanca, esposa de Felipe de Valois, sesenta y cuatro años; M ar­ garita, esposa del conde de Flandes, Luis I, setenta y dos años; Isa­ bel de Francia, reina de Inglaterra, sesenta y ocho años; Isabel de Portugal, sesenta y cinco años; Juan, duque de Berry, setenta y seis años; a los sesenta años escribía este último una balada sobre el nú­ mero de sus amantes: «No una, sino tres o cuatro pares.» René d’Anjou murió en 1481, a los setenta y un años; Jean de Brienne, copero mayor de Francia durante cuarenta años, muerto en 1237 a los ochenta y nueve años; Arturo III, conde de Richemont y duque de Bretaña, fallecía a los sesenta y cinco años en 1458; Dunois le se­ guía, a la misma edad, diez años más tarde. Los soberanos prefieren con frecuencia a los consejeros experimentados: en 1328, Carlos VI recordaba a los bufones de su padre: Jean Le Mercier, Bureau de la Riviere, Jean de Montagu. Los clérigos siguen siendo los campeones de la longevidad, y ge­ neralmente no se retiran. Siguiendo la tradición, los papas son ele­ gidos a una edad avanzada, con frecuencia con más de sesenta años: Urbano VI es pontífice de los sesenta a los setenta y un años (1378-1389); Benedicto X III de los sesenta a los ochenta y un años (1394-1415); Inocencio VII de los sesenta y seis a los sesenta y ocho años (1404-1406); Alejandro V de los sesenta a los sesenta y un años (1409-1410); Calixto III de los setenta y siete a los ochenta años (1455-1458); Sixto IV de los cincuenta y siete a los setenta años (1471-1484); Alejandro VI de los sesenta y uno a los setenta y dos años (1492-1503). De este último se decía entonces, cuando tenía se­ tenta años: «Rejuvenece cada día; olvida sus preocupaciones en el espacio de tiempo de una noche; siempre está contento y nunca hace nada que le disguste» 74. Numerosos eclesiásticos de todas las cate­ gorías y niveles de moralidad se muestran muy activos en su vejez, desde el arzobispo de Sens, Felipe de Marigny, consejero de Felipe IV y acusador de los Templarios, muerto a los setenta años en 1350, hasta la humilde Juana María de Maillé, que lleva una vida de po­ breza y de vagabundeo en Turena y muere a los ochenta y tres años,

en 1414, pasando por el dominico español Vicente Ferrer, muerto cuando estaba en viaje de predicación en Vannes en 1419, a los se­ senta y cuatro años. Los cabildos catedralicios presentan todos ellos su lote de ancianos; el de Laon incluye, en el año 1409, un canónigo de más de ochenta años, uno situado entre los setenta y los ochenta años, ocho entre sesenta y setenta años, y once entre cincuenta y se­ senta años 75. Una categoría nueva viene a amenazar sin embargo la suprema­ cía que hasta ese momento disfrutaban los eclesiásticos: la de los ar­ tistas. El espíritu creador parece sostener a estos hombres hasta una edad avanzada, ayudándoles a conservar al mismo tiempo todas sus facultades intelectuales. Basta consultar las Vidas de los artistas, de Vasari, para convencerse. De los 47 artistas italianos de los que nos ha­ bla, de los siglos XIV y XV, 34 de ellos, es decir, el 72 % han vivido más de de sesenta años; 19 han rebasado los setenta años, y seis los ochenta años. Muy pocos de estos artistas llegarán a retirarse, lo que se com­ prende mejor al contemplar el autorretrato que pintó el decano de todos ellos, Tiziano, a los noventa años (Museo del Prado). Los ojos de este enjuto anciano de larga barba brillan con tal fuego interior que difícilmente podría concebirse que semejante hombre cesara en su actividad. Aún trabajaría durante nueve años, apagándose algu­ nos meses antes de cumplir los cien años. Luca Signorelli moría a los ochenta y dos años mientras pintaba un fresco del bautismo de Cristo; Giovanni Bellini realizaba sus obras más hermosas de los se­ tenta y cinco a los ochenta y tres años; Andrea Mantegna termina­ ba su Madona de la Victoria a los sesenta y cinco años y su Parnaso a los setenta años; Tintoretto nos hacía su autorretrato a los setenta años; Leonardo da Vinci el suyo a los sesenta, y Miguel Angel se representaba a sí mismo bajo los rasgos de san Bartolomé, cuando contaba más de sesenta y cinco años, en el fresco del Juicio final. Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir han creído descubrir deses­ peración en estos autorretratos. Sartre escribía lo siguiente a propó­ sito del de Tintoretto: «... Un viejo estupor fatigado, petrificado como su vida, endurecido como sus arterias... Se otorga a sí mismo en la tela la soledad de un cadáver... Se declara culpable: ¿cómo si

N om bre

N a c id o en

M uerto EN

E dad al m o r ir ( a ñ o s )

Arnolfo di Lapo .............................................. Cimabue ........................................................... Niccolo Pisano ................................................ Giovanni Pisano ............................................. Giotto ................................................................ Andrea Pisano ................................................ Andrea Orcagna ............................................. Duccio .............................................................. Spinello Aretino.............................................. Jacopo delía Quercia .................................... Luca della Robbia ......................................... Paolo Ucello .................................................... Lorenzo Ghiberti ........................................... Filippo Bruneleschi........................................ Donatello .......................................................... Piero della Francesca.................................... Giovanni da Fiesole ....................................... León Battista Alberti .................................... Fra Filippo L ippi........................................... Benozzo Gozzoli ............................................. Jacopo Bellini ................................................. Gentile Bellini................................................. Giovanni Bellini.............................................. Antonio Pollaiuolo ......................................... Sandro Boticelli .............................................. Andrea Mantegna.......................................... Pietro Perugino............................................... Francesco Francia.......................................... Vittore Scarpaccia ......................................... Luca Signorelli ............................................... Leonardo da V inci......................................... Bramante.......................................................... Tiziano ............................................................. Miguel A ngel...................................................

1226 1240 1220 1250 1266 1270 1308 1255 1346 1376 1400 1397 1378 1377 1386 1416 1387 1404 1406 1420 1404 1429 1430 1429 1444 1431 1450 1450 1455 1441 1452 1444 1477 1475

1302 1302 1284 1317 1337 1348 1368 1319 1410 1438 1482 1475 1455 1446 1466 1492 1455 1472 1469 1497 1470 1507 1516 1498 1510 1506 1523 1517 1526 1523 1519 1514 1576 1564

76 62 64 67 71 78 60 64 64 62 82 78 77 69 82 76 68 68 63 77 66 78 86 69 66 75 73 67 71 82 67 70 99 89

no podría tener esa mirada atormentada de viejo asesino...? Hay algo en él que nos obliga a mantener las distancias: el orgullo aus­ tero de su desesperación» 76. ¿Desesperación por envejecer? En cier­ to modo, no hay duda de ello.

Miguel Angel confesaba estar atormentado por los sufrimientos físicos debidos a su edad avanzada: «Estoy roto, hundido, desenca­ jado por mis largos trabajos, y la hospedería adonde me encamino para vivir y comer en común es la muerte... En un saco de piel lleno de huesos y nervios guardo una avispa que zumba y en un canal he encontrado tres piedras de pez. Mi rostro se parece a un espanta­ pájaros. Soy como esos trapos colgados en los días de sequía en los campos y que bastan para espantar a los cuervos. Una araña corre por una de mis orejas, y en la otra un grillo canta durante toda la noche. Agobiado por mi catarro, no puedo ni dormir ni roncar» 77. ¿Pero no fue este mismo sufrimiento uno de los acicates de la ex­ traordinaria actividad que mantuvo hasta los ochenta y ocho años? En sus últimos veinte años realizó un trabajo colosal, que hubiese sido suficiente para llenar la vida de cualquier artista capaz. A los sesenta y cinco años emprende el gigantesco fresco del Juicio final, trabajo agotador, tumbado boca arriba durante horas sobre un an­ damio del que cae hiriéndose gravemente. A petición de Paulo III, comienza después las pinturas de la capilla paulina, perseguido siem­ pre por problemas de dinero. En 1544, a los sesenta y nueve años, cae gravemente enfermo, lo que no le impide continuar la realiza­ ción de la gigantesca tumba de Julio II. A los setenta años se en­ carga de los planos de las fortificaciones de Roma, del palacio Farnesio, de la plaza y de los palacios del Capitolio. Nombrado arqui­ tecto de la fábrica de san Pedro en el año 1547, es acosado por las persecuciones de los partidarios de Sangallo, que había sido su ri­ val. En 1548 esculpe el busto de Bruto. A partir de 1555, fecha de la muerte de su alumno Urbino, por el que sentía un gran afecto, comienza a debilitarse y ya no siente gusto por nada; se siente tor­ turado por la idea de haber malgastado su vida pintando y escul­ piendo, actividades vanas, cuando habría debido consagrarse ente­ ramente a Dios. Sin embargo prosigue su obra, dirige los trabajos de san Pedro, realiza la Pietá Rondamini, continúa luchando contra sus enemigos, que pretenden arrebatarle la dirección de los talleres. Sufre un síncope a los ochenta y seis años, en 1561, y muere tres años más tarde. En un nivel mucho más modesto, el pintor francés Jean Coste

había trabajado en el siglo XIV hasta una edad muy avanzada para realizar unos frescos en el castillo de Vaudreuil, al servicio de Jean le Bon 78. En Flandes, Hans Memling comenzaba a los sesenta y un años, en 1491, el gran tríptico destinado a la catedral de Lübeck. El artista es irreemplazable, más que ningún otro; su genio y su originalidad no pueden transmitirse. Por ello sin duda, en esta épo­ ca de renacimiento donde el gusto por las obras bellas alcanza pro­ porciones sin precedentes, pintores y escultores trabajan hasta la muerte. Los mecenas no les dejan ningún descanso, y ellos tampoco se plantean la posibilidad de retirarse. Un político puede reempla­ zarse, pero no un Miguel Angel. Estos hombres se sienten en la obli­ gación de beneficiar a la humanidad con su genio hasta el último momento, y constituyen hasta hoy la única categoría para la cual las palabras retiro, jubilación, no tienen ningún sentido.

Una idea en auge: el retiro Sin embargo, la idea empieza a extenderse en este final de la Edad Media entre las capas acomodadas de la sociedad. Guando Jean le Bon crea la orden de caballería de la Estrella, en 1351, pre­ vé una casa de retiro para los viejos caballeros; éstos serán tratados allí con respeto y servido cada uno por dos criados: idea que puede considerarse como el precedente de una Gasa de los Inválidos para antiguos combatientes. El proyecto sólo concierne a un número muy limitado de personas, pero tiene un valor simbólico: por primera vez, el poder político aporta la idea de mantener a sus viejos servidores. Esta medida supone, además, que un número relativamente impor­ tante de caballeros alcanzaba una edad avanzada, hecho que pro­ bablemente motivó la decisión. En la misma época, comerciantes y artesanos se organizan en al­ gunas ciudades para asegurar su retiro cotizando hasta su muerte para ayudar al mantenimiento de una casa de reposo. En Lyon, cam­ pesinos y artesanos comprometen sus bienes en favor del hospital a condición de tener garantizada una vejez segura; algunos hospicios se transforman en casas de retiro 79. En Roubaix se funda en el año

1488 una institución destinada a recoger a doce ancianas «débiles y extenuadas» y a treinta religiosas ancianas; existe en Londres desde 1446 una casa de retiro para los viejos taberneros (vintners3almhouse), y desde 1454 una para los viejos marinos (salters’ almhouse). El obis­ po de Milán funda un asilo en el siglo XV para acoger a las ancia­ nas 80. Jean de Hubant abre un hospicio en París, en la calle de los Almendros, para recoger a diez ancianas y a diez viejos criados. Las hermandades, cada vez más abundantes, prevén una cierta asisten­ cia en favor de los miembros de más edad. En los hospitales se re­ servan camas para los ancianos, incluso en aldeas como Tréguier, Lammion y Guingamp. El muy escaso número de estas instituciones y su débil capaci­ dad de acogida nos parecen risibles. La gran masa de los viejos po­ bres se veía claramente obligada a la mendicidad. Sin embargo, la idea misma de retiro iba progresando con toda claridad; el principal obstáculo era material y financiero. Se comenzaba ya a reconocer la necesidad y la legitimidad de un período de descanso en la última etapa de la vida. Esta toma de conciencia se deriva en parte del aumento de la pro­ porción de personas de avanzada edad como consecuencia de la pes­ te: a fuerza de encontrarse uno con ancianos acaba por plantearse preguntas relacionadas con este problema. Y los que tienen medios para ello se ofrecen a sí mismos, cada vez más, el lujo de un retiro. Así lo hace Cosme de Médicis, que se retira paulatinamente de los negocios, dejando la dirección a su hijo Pedro. Pasa los últimos años de su vida en la villa de Careggi, cuida su uricemia y sus problemas de articulaciones, se entretiene trabajando en los jardines y filosofa con sus amigos neoplatónicos del círculo de Marsilio Ficino; sus ocu­ paciones intelectuales le permiten mantener la serenidad y el humor a pesar de sus setenta años cumplidos. Vejez dorada, es cierto, vejez de humanista, pero también vejez cristiana. Cosme no olvida las en­ señanzas de los predicadores; pasa horas meditando sobre la muer­ te, y al ver que su mujer se extraña por ello, le responde: «Cuando vamos a ir a la villa haces preparativos quince días antes de la par­ tida. ¿No comprendes que yo, que debo abandonar esta existencia y cambiarla por la vida futura, tenga mucho que pensar en ella?» 81.

Muere dulcemente en 1464, a los setenta y cinco años. A finales del siglo XIV, otro florentino, Gregorio Dati, no esperó tanto tiempo para prepararse a morir: a los cuarenta y dos años se retira a la vida conventual para conseguir su salvación 82. Vejez me­ nos devota, pero retiro también dorado es el que tiene el famoso con­ dotiero Bartolomeo Golleoni. Tras su última batalla a los sesenta y siete años contra Federigo de Urbino, el viejo jefe vivirá los últimos ocho años de su vida en su castillo de Malpaga, cazando y ocupán­ dose en tareas de riego hasta el último día. También éste fue un re­ tiro voluntario, pues las ofertas de empleo no le faltan a pesar de su avanzada edad. Su reputación de jefe militar es tal que los sobera­ nos no tienen en cuenta sus años: en 1468, el papa Paulo II pide a este hombre de sesenta y ocho años que dirija la guerra contra los turcos; a los setenta y dos años recibía también una oferta de Garlos el Temerario, que buscaba un buen general. Pero el condotiero tuvo la sensatez de declinar estas propuestas. A los setenta y cuatro años recibía al rey de Dinamarca, Christian, y un fresco de Malpaga los representa cazando juntos 83. Murió al año siguiente, en 1475. Exactamente un siglo antes desaparecían en Italia otros dos cé­ lebres retirados, Petrarca y Boccaccio. Habían pasado los últimos años de su vida piadosa y apaciblemente en sus villas de campo, Arquá y Certaldo respectivamente. Boccaccio fue el primero en reti­ rarse, a los cuarenta y nueve años, meditando sobre los problemas que podrían acarrearle en el más allá los cuentos licenciosos del De­ camerón. Murió a los sesenta y dos años. Petrarca, que no se retiró hasta los sesenta y seis años, le precedió algunos meses en su muer­ te, que le llegó cuando contaba setenta años.

Personificación de la vejez La presencia de los ancianos en la pintura y la escultura es el último signo de su importancia en los siglos XIV y XV. Presencia ya no simbólica, sino personalizada; ancianos representados por ellos mismos y tal como son, no ya ejemplares alegóricos convertidos en

estereotipos de Doña Vejez. Cierto es que esta evolución es más que nada el fruto de la evolución artística de finales de la Edad Media hacia un realismo siempre más acentuado; los ancianos no fueron los únicos en ser retratados, pero fueron tal vez quienes mejor sir­ vieron a los pintores para destacar su originalidad, pues los signos físicos de la vejez habían aparecido muy desdibujados hasta ese mo­ mento. El cambio fue progresivo, y uno de los primeros pasos fue representado por la efigie en bronce del rey Eduardo III de Ingla­ terra, que se encuentra en la Abadía de Westminster; realizada par­ tiendo de la máscara mortuoria, la cabeza del rey, muerto a los se­ senta y cinco años en 1377, tiene la frente arrugada, las mejillas hun­ didas y una expresión de cansancio, pero la larga barba y los largos cabellos siguen siendo tradicionales. Habrá que esperar al siglo XV para asistir al nacimiento del ver­ dadero retrato, surgido gracias al mecenazgo. El que encarga la obra se hace representar, de manera que sea reconocible, en la escena re­ ligiosa que manda ejecutar y ofrecer a una iglesia; o simplemente hace que le pinten un retrato en el que aparece solo. Las obras de Jan Van Eyck ilustran los dos procedimientos. La Virgen del canónigo van der Paele nos ofrece una imagen realista del viejo clérigo, digno y tímido, con el rostro lleno de arrugas, las venas saltonas, la piel flácida y con las gafas en la mano, en tanto que el retrato del car­ denal Albergad nos muestra a un hombre anciano cuya expresión llena de bondad, de sabiduría, de calma, con una pizca de amargu­ ra, corresponde a lo que por otra parte conocemos del personaje, em­ bajador de la Santa Sede, conocido por su amor a la paz. Filippino Lippi realizó en Italia el Retrato de un anciano, de una gran sobriedad, con la cabeza cubierta con un gran gorro y la frente solamente surcada por algunas arrugas. Una vez más todo nos vie­ ne dado por la expresión: la ligera sonrisa nos evoca al testigo indi­ ferente al espectáculo que va a terminar pronto; el hombre anciano medita, pero mantiene intacta su innata bondad. El anciano simbó­ lico no ha desaparecido completamente. En las Adoraciones de los Ma­ gos, uno de los tres representa con frecuencia a la vejez: en las es­ culturas del coro de Nuestra Señora de París, de la segunda mitad del siglo XIV, es el que ofrece los regalos: el cráneo calvo, largos los

cabellos y la barba blanca. En las Tres Riches Heures du duc de Berry, Melchor tiene también barba y cabellos blancos, Baltasar tiene la barba morena y Gaspar es imberbe: son las tres edades de la vida. Pero de ahora en adelante se va a representar cada vez menos a la vejez y cada vez más a los ancianos, personalizados y realistas. Es­ tos ancianos son, por el momento, todavía dignos; se ha alcanzado el equilibrio. El anciano ha conseguido el reconocimiento del lugar que ocupa en la sociedad, y se ofrece una imagen respetuosa de él. Será el siglo XVI el que, al exaltar belleza y juventud, caerá en la caricatura cruel cuando pinte a los ancianos y las ancianas. A pesar de la indudable afirmación del anciano en los siglos XIV y XV, éste sigue encontrándose en una situación precaria y ambi­ gua. Su importancia social es pasajera, ya que se debe a condiciones especiales y efímeras: los estragos que la peste causó entre los más jóvenes. La recuperación demográfica que tiene lugar a partir de 1480 hace surgir la oleada de una juventud numerosa y reivindicadora que arrollará a los viejos y se burlará de ellos. Unos cuantos factores van a tener un papel desfavorable en lo que respecta a la vejez: la aceleración relativa de la historia, la discusión de algunas tradiciones, la aparición de nuevas técnicas. La sistematización de los registros parroquiales y la utilización de la imprenta, entre otras cosas, harán que el anciano pierda poco a poco su función de ser la memoria de la comunidad.

CAPITULO 9

El siglo XVI: el humanista y el cortesano contra la vejez

Si has de creer lo que te digo, amada, en tanto que tu edad abre sus flores en la más verde y fresca novedad, toma las rosas de tu juventud, pues la vejez, lo mismo que a esta flor, hará que se marchite su belleza *.

Todos los poetas del siglo XVI, tanto los que preceden a Ronsard como los que lo imitan, entonan este estribillo. Novelistas, en­ sayistas, artistas, literatos y pensadores de todas clases y aptitudes lo repetirán a coro; y el eco de su canto impregnará todas las esferas sociales del Renacimiento europeo. Pues este período, como cual­ quier otro de primavera y renovación, ensalza la juventud, la vida en toda su plenitud, la belleza, la lozanía. Siente horror por todo lo que presagia la decadencia, la decrepitud, la muerte: Siento que se acerca el invierno, cuyo helado aliento eriza mi piel con un trémulo horror,

se lamentará Du Bellay. Al enlazar con la Antigüedad griega, el Re­ nacimiento hace instintivamente suya la repugnancia helénica hacia la vejez. Pero lejos de procurar disimularla, camuflarla, ignorarla, hace alarde de ella, la enseña, muestra todos sus aspectos repugnan­ tes. Inconscientemente, espera exorcizarla exhibiéndola públicamen­

te; pero como se da cuenta al mismo tiempo de que sus esfuerzos son inútiles, la ataca encarnizadamente, la difama, la desacredita, la maldice. La violencia sin precedentes de los ataques realizados en el siglo XVI contra la vejez surge de la rabia impotente de esta generación de adoradores de la juventud y de la belleza; esta época optimista y creadora se da cuenta de la banalidad de sus esfuerzos por conju­ rar el envejecimiento, y la crueldad que manifiesta por los ancianos revela una oculta desesperación. Pues ése es el gran obstáculo que hace imposible que el hombre se convierta en Dios: siempre le fal­ tará la eternidad en la tierra. ¿Y no es desesperante para los huma­ nistas saber que a fin de cuentas el envejecimiento y la muerte vuel­ ven vanos todos los éxitos de la razón? El envejecimiento es el ene­ migo por excelencia; la imposibilidad absoluta de vencerlo lo hace al mismo tiempo detestable y fascinante.

Literatura y arte: culto a la juventud y maldición de la vejez El Renacimiento sostiene un combate encarnizado contra la ve­ jez; se utilizan todos los medios disponibles para prolongar la juven­ tud y la vida: medicina, magia, brujería, elixir de la eterna juven­ tud, utopía. Tiempo perdido. La vejez y la muerte constituyen el gran escándalo, pues las dos caminan juntas; una anuncia a la otra; de ahora en adelante el rostro de los viejos será percibido ante todo como la máscara de la muerte. Ronsard lo experimenta en su cuer­ po a los sesenta años: Ya sólo tengo huesos, parezco un esqueleto, demacrado, abatido, sin vigor, agotado, por el tiro mortal sin piedad alcanzado. No miro ya mis brazos por miedo a estremecerme.

Hans Baldung Grien ha expresado de forma horrible esta alian­ za fatal en Las Edades de la mujer y de la muerte (Museo del Prado). Sobre un fondo de batalla, de resplandores de incendios, bajo la cía-

ridad macilenta de la luna, se nos muestran tres mujeres: en el cen­ tro está una hermosa joven desnuda, de cuerpo firme y blanco, pero cuyo rostro deja ver ya rasgos de dureza y ansiedad; a su izquierda, hay una mujer anciana de cuerpo oscuro, con los pechos caídos y de rasgos angulosos; a su derecha, dándole el brazo, un horroroso esqueleto femenino que sólo conserva algunos jirones de piel y unos pocos cabellos; de su vientre salen gusanos y en la mano sostiene un reloj de arena. La vieja y la muerte son hermanas. El hombre del siglo XVI oscilará entre las lamentaciones y la in­ vectiva ante el destino que le espera. Lamentaciones frente al inevi­ table paso de la juventud y de la belleza; exhortaciones para apro­ vechar los años lozanos que, como la rosa, acabarán marchitándose. Ronsard se revela el especialista del género, bien cuando se dirige a su amada: Cuando seas muy vieja, a la luz de una vela, Y al amor de la lumbre, devanando e hilando... Para entonces serás una vieja encorvada, Añorando mi amor, tus desdenes llorando. Vive ahora; no aguardes a que llegue el mañana: Coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida **.

cia:

O bien cuando medita tristemente acerca de su propia decaden­ Mi dulce juventud se ha marchitado, Y con ella se ha roto mi vigor, Tengo los dientes negros y los cabellos blancos, Consumidos los nervios y las venas, Tan frío está mi cuerpo, están llenas Sólo de agua rojiza, en vez de llevar sangre... El único tesoro verdadero del hombre Es el verdor de abril. Los años que nos quedan Son un eterno invierno.

En una obra impresa en Lyon en 1538, una anciana que está apo­ yada en un bastón y rodeada de dos esqueletos, se lamenta así:

Tanto tiempo he vivido y con tanto dolor Que yo no tengo ganas ya de seguir viviendo Pero por el contrario ya creo ciertamente Que mejor que la vida es cien veces la muerte

En Inglaterra, George Peel (1556-1596) lamenta también la inu­ tilidad de los esfuerzos contra el envejecimiento: El tiempo ha transformado en plata sus rubios bucles; Vertiginoso tiempo, que no se para nunca; Su juventud rechazaba sin cesar al tiempo y a la edad, Pero en vano: la juventud desaparece al crecer.

El caballero que en un tiempo él fue, se ve reducido a pasar el tiempo dedicado a ocupaciones devotas, y suplica a la reina que le conceda el cargo de capellán. Un contemporáneo suyo, Edmund Spenser (1552-1599), toma de nuevo el tema de la rosa: Coge la rosa, pues, cuando aún está lozana, Ya que pronto la edad ajará su belleza.

Samuel Daniel (1562-1601) desarrolla la misma idea en sus So­ netos a Delia: Qué efímera es la gloria de la encendida rosa, El rocío que cuidas tan primorosamente Y que al final un día llegarás a perder. El día en que cargada del peso de los años, Te encorves y a la tierra muestres tus arrugas; Cuando haya rubricado el tiempo el pasaporte De todos tus temores y haya al fin decidido Señalar las calendas en que vendrá la muerte. Pero silencio; se ha repetido esto ya con mucha frecuencia Y la mujer se duele al pensar que envejece.

Thomas Wyatt (1503-1542), para vengarse de la frialdad de su amada, le desea que se convierta en una vieja: Ojalá que el destino te seque y te envejezca en las frías noches de invierno.

De Francia a Inglaterra y de Inglaterra a España, la canción si­ gue siendo la misma. En El Picaro o la vida de Guzmán de Alfarache, novela española de finales del siglo XVI, el protagonista se da cuen­ ta de que su madre ha envejecido, al volver de nuevo a su casa des­ pués de varios años de ausencia: «Hallóla flaca, vieja, sin dientes, arrugada y muy otra en su parecer. Consideraba en ella lo que los años estragan. Volvía los ojos a mi mujer y decía: lo mismo será desta dentro de breves días. Y cuando alguna mujer escape de la feal­ dad que causa la vejez, a lo menos habrá de caer por fuerza en la de la muerte» 2. El mismo lenguaje encontramos en Italia, donde la comedia delV arte recupera la vena cómica de Plauto y de Terencio explotando lo que de ridículo y odioso hay en la vejez en estos tres prototipos: el viejo enamorado, el viejo pedante y el viejo rico explotador. El pri­ mer tipo, que dio a la comedia romana sus mejores momentos, re­ surge con Pantaleón. Este comerciante retirado de los negocios, afec­ tado por la gota, catarroso, avaro y lujurioso, vestido con ridículo traje que pone en evidencia su falo en erección, pasa el tiempo in­ tentando corromper a las jóvenes con su oro, pero casi siempre se burlan de él, lo engañan y lo golpean. Ruzzante (1502-1542) nos pre­ senta en El Segundo Diálogo rústico a un anciano que ha raptado a una mujer joven; ésta expresa así su repugnancia: «Está medio enfermo. Se pasa la noche tosiendo como una oveja podrida. Nunca duerme; constantemente intenta abrazarme, me cubre de besos... Seguro que su aliento es más apestoso que un estercolero. Huele a muerte a mil leguas y tiene tanta porquería en el culo que ésta tiene que salirle por el otro lado.» El mismo Maquiavelo no tendrá inconveniente en escribir una comedia sobre el mismo tema, Clizia, en el año 1525, con ocasión del carnaval de Florencia. Es una obra hecha con precipitación, pero muestra la popularidad del tema, imitación una vez más de las obras antiguas. Nicómaco, un ridículo anciano de setenta años, está ena­ morado de la joven Clizia. Para poder mantener su debilitada viri­ lidad, toma un afrodisíaco; «¡Dios mío! —dice— cuántos problemas nos trae esta maldita vejez. Pero, sin embargo, no soy tan viejo que no pueda romper una lanza con Clizia.» Los que lo rodean lo ridi­

culizan: «Un soldado anciano es algo horroroso; un anciano enamo­ rado es algo más horroroso todavía.» «Tan agradable es el amor en un corazón joven, como repelente resulta en el hombre que ha visto que se ha marchitado la flor de su edad.» Guando no se dedican a corromper a las mujeres, los viejos caen en la beatería: «Si encuen­ tras un viejo, seguro que va a meter las narices en todas las iglesias que encuentra por el camino, y ahí lo tienes mascullando un Pater noster en cada altar.» Nicómaco será engañado, por supuesto; harán fracasar su plan para acostarse con Clizia y será uno de sus criados el que aparece en su cama. El tema da la vuelta a Europa en esta época; lo encontramos de nuevo en una comedia escrita en bretón, en un sabroso lenguaje po­ pular, e impresa en 1647, Los amoríos del anciano 3. El erotismo de los ancianos es también puesto de relieve en las obras del obispo de Agen, Matteo Bandello, quien publica en 1554, a la edad de setenta años, tres libros de Historias trágicas, llenas de violaciones y de aven­ turas lascivas; Lucas Cranach plasmará el tema en un amargo cua­ dro, la Escena costumbrista, que está en el Palacio de la Virreina, en Barcelona: un rico anciano, lujosamente vestido, abraza a una mu­ jer joven; su cara es una mezcla de concupiscencia y fealdad; su boca desdentada y sus rasgos angulosos contrastan con la lisa redondez del rostro de la mujer, que se presta al juego sonriendo: con mano rápida rebusca en la bolsa del viejo, embaucado por culpa de su lu­ juria. La comedia italiana ridiculiza también, en el personaje del doc­ tor, al viejo pedante y exasperante, y Ruzzante ataca en el Aconitaire a los ancianos que se aprovechan de su riqueza para explotar a los pobres. Establece un cruel paralelismo entre juventud y vejez en la Piovana: «La juventud se parece a un bello zarzal florido donde los pájaros se posan a cantar; en tanto que la vejez se asemeja a un pe­ rro flaco cuyas orejas invaden y devoran las moscas... Todo lo que la vejez toca está mucho más expuesto a la desgracia... Verdadera­ mente la vejez es una charca donde se juntan todas las aguas noci­ vas y cuyo único desagüe es la muerte. Si alguien quiere desearle al­ gún mal a otro, que le diga: “Ojalá te conviertas en un viejo”.» Los pintores def Renacimiento vuelven a tomar con frecuencia

el tema del contraste violento que hay entre la juventud y la vejez. Un cuadro alegórico de Bernardino Luini (1480-1532), La Caridad romana, es un curioso ejemplo de ello: una mujer joven amamanta a su padre; antítesis brutal y ambigua de las carnes; el padre, calvo y con una gran barba blanca, bebe ávidamente la vida por el seno de su hija. Albrecht Altdorfer llega más lejos al tratar el tema del incesto entre padre e hija en Lothy sus hijas, de 1525 (Museo de Viena); el anciano arrugado, lúbrica la sonrisa, está tumbado al lado de la joven mujer cuya blanca piel contrasta con sus carnes oscuras. Rafael no se atreve a tanto, pero en La Sagrada Familia (Museo del Prado), al colocar juntas a María e Isabel, opone la lozanía y la sua­ ve sonrisa de una a la piel curtida y arrugada y a la expresión me­ ditabunda de la otra.

La crueldad con la mujer anciana La cólera que los hombres del Renacimiento han sentido contra la vejez se ha manifestado especialmente en la pintura de las muje­ res ancianas, ya que el envejecimiento parece producir en ellas un efecto todavía más devastador que en el hombre. La mujer joven, imagen de la belleza, el amor y el placer terreno, se ve relegada con el paso de los años al otro extremo: fealdad, odio y sufrimiento. La mujer está destinada a los extremos: al ser símbolo de la belleza, sólo puede convertirse en símbolo de la fealdad; de hada, se trans­ forma en bruja. Pero sigue siendo el agente del diablo tanto si es se­ ductora como si inspira horror. Por consiguiente, no puede esperar compasión alguna: despreciada por sus antiguos amantes asquea­ dos, condenada por sus detractores de siempre, es rechazada por to­ dos. Si bien los italianos prefieren no prestadle atención, los pintores flamencos y alemanes se ensañan con la anciana y rivalizan en mos­ trar el horror que les inspira. Sirvan como ejemplo La Duquesa fea, de Quentin Metsys (National Gallery), adefesio con encajes, por cuyo escote se desborda la carne fofa y ajada; La Vieja Bruja, de Niklaus Manuel Deutsch (Berlín, Kupferstichkabinett), que exhibe con

impudor su viejo cuerpo desnudo, el canoso y largo vello púbico y los senos caídos. Quentin Metsys vuelve sobre el mismo tema en Las Tentaciones de san Antonio (Museo del Prado): detrás de las tres boni­ tas jóvenes que se afanan por seducir al santo, aparece una bruja, desdentada, arrugada, repelente, descotada hasta los senos para mostrar a todos sus carnestfofas. Los hombres de letras disfrutan mucho con esto, y su encarni­ zamiento parece más exagerado ya que ellos son al mismo tiempo los poetas del amor. La Antierótica de Du Bellay es característica a este respecto: ... Observa (oh vieja e inmunda, Vieja, deshonor de este mundo) a la que (si mal no recuerdo) apenas ha cumplido quince años.

En los Juegos rústicos habla de las cortesanas envejecidas y arre­ pentidas a la fuerza. La mujer vieja tiene poderes maléficos: Puedes ensangrentar la luna, Sacar de la noche oscura Las sombras de su sepultura Y forzar a la naturaleza.

Igualmente, la Catina de Ronsard, «imagen denigrada», de dien­ tes «cariados y negros», de cabellos blancos, con «ojos legañosos», con la «nariz llena de mocos», anda errante: Triste, pensativa y solitaria Entre las cruces del cementerio.

Maynard critica a la vieja por tener una «boca desdentada» que despide «un olor infectado que hace estornudar a los gatos», y Sigogne la compara a una «negra corneja»: ... momia que respira Y cuya anatomía se adivina A través de una piel transparente,

Cuyo cuerpo seco y descarnado Podría convertir, en una tienda, A un ignorante barbero en sabio... Retrato vivo de la muerte, retrato muerto de la vida, Carroña sin colores, despojo de la tumba, Cuerpo desenterrado, alimento de cuervos.

En el teatro, las obras de Jodelle, Odet de Turnébe y Larivey, se burlan de las mujeres viejas. La Celestina, de Rojas, es una vieja prostituta llena de vicios, que termina siendo castigada. Las novelas picarescas están llenas de viejas mendigas, mitad magas mitad cu­ randeras. En La Vida del Buscón, de Quevedo, la tía de uno de los personajes, de setenta años de edad, se convierte en el ama de llaves del protagonista y de sus amigos: «Lo que pasábamos con la vieja, Dios lo sabe; era tan sorda, que era menester desgañitarnos, y casi ciega de todo punto; y tan gran rezadera, que un día se le desensar­ tó el rosario sobre la olla, y nos trajo el caldo más devoto que he comido» 4. El Príncipe de los Humanistas se revela el más cruel de todos en el ataque contra las viejas. El Elogio de la locura es despiadado: «Sin embargo, es aun más cómico mirar a las mujeres viejas, que casi no pueden soportar el peso de sus años, y que se parecen a cadáveres salidos de entre los muertos. Todavía se pasean proclamando que la vida es algo bueno, siempre calientes, deseando un macho, como dicen los griegos, y seduciendo a un joven Faonte que han compra­ do muy caro. Pasan el tiempo maquillándose, depilándose los pelos del pubis, exhibiendo sus senos caídos y arrugados, intentando des­ pertar el deseo extinguido con su voz temblorosa y lastimera, be­ biendo y bailando con las jóvenes y garabateando cartitas de amor. Esto sólo puede provocar la risa, pues es una completa locura» 5. La vida real coincide con la literatura en la condena de las mu­ jeres viejas. El prejuicio desfavorable que se tiene de ellas hace que se las tome por brujas, con mucha más frecuencia que a las jóvenes: la media de edad para los 164 brujos y brujas juzgados ante el Par­ lamento de París ente 1565 y 1640 es de más de cincuenta años 6. Las mujeres viejas, inútiles entre los inútiles, son las primeras en ser

expulsadas de las ciudades sitiadas: el 25 de enero de 1555, se ex­ pulsa de Siena a 400 durante el largo bloqueo impuesto por las tro­ pas del emperador 1. Sólo una voz se alza en el siglo XVI para de­ fender a las mujeres ancianas: la de Brantóme, que encuentra nor­ mal que éstas busquen todavía el amor; algunas de ellas, afirma, to­ davía son bellas y amadas a los setenta años. Diana de Poitiers for­ ma parte de estas excepciones; a la muerte de Enrique II, en 1559, cuando cuenta sesenta años de edad, conserva una extraordinaria be­ lleza.

El cortesano y el humanista rechazan la vejez El siglo XVI tuvo dos modelos: el cortesano y el humanista. En los inicios del siglo, en el año 1515, Baltasar de Castiglione fijaba las normas del primero y Erasmo proclamaba el manifiesto del se­ gundo. Ambos condenaban la vejez. El mismo año, un joven rey de veintiún años inauguraba su reinado con la victoria de Marignan; sus futuros rivales, Carlos V y Enrique V III, tenían quince y vein­ ticuatro años respectivamente. El siglo comenzaba bajo el signo de la juventud. El libro del cortesano y el Elogio de la locura se convirtieron en guías de la época. Los ideales que ambos ofrecían iban a deter­ minar el modelo humano del Renacimiento. Pues bien, tanto el cor­ tesano como el humanista rechazaban a los viejos. Esto es fácilmente comprensible en lo que se refiere al primero. Joven, hermoso, cortés, espiritual, valeroso y decidido, el cortesano no se parece en nada a un vejestorio. Los interlocutores del Libro del cortesano lo reconocen fácilmente. La obra se presenta como una con­ versación ficticia entre personajes reales, que habría tenido lugar en Urbino el año 1507. Los participantes están en la plenitud de la vida, la mayoría entre los treinta y los cuarenta años. Entre ellos en­ contramos a Alfonso Ariosto, de treinta y dos años, a Pietro Bembo, de treinta y siete, a Ludovico Canossa, de treinta y uno, a Bernardo Dovizi, de treinta y siete, a Ottaviano Fregoso, de treinta y siete, a Cesare Gonzaga, de treinta y dos, a Elisabeth Gonzaga, de treinta y seis, a Guidobaldo de Montefeltro, de treinta y cinco; con unos

cuantos años más, Bernardo Accolti, de cuarenta y nueve años, Calmeta, de cuarenta y siete, Giovan Cristoforo Romano, de cuarenta y dos, Fra Mariano, de cuarenta y siete; los más jóvenes son Michel de Silva, de veintisiete, Francesco María della Rovere, de diecisiete, Gaspare Pallavicino, de veintiuno, y Giuliano de Medici, de vein­ tiocho años. Todos estos personajes de la buena sociedad están to­ talmente de acuerdo: los viejos son detestables, nostálgicos del pa­ sado, denigran sin cesar el tiempo presente, piensan que todo va mal y que todo iba mejor en su tiempo. Y no es éste un defecto excep­ cional, todos los viejos lo padecen por igual: «Me he preguntado mu­ chas veces con asombro cuál era el origen de cierto error que, ya que es cometido por todos los viejos sin excepción, debe formar par­ te sin duda de la naturaleza humana: a saber, que casi todos ellos alaban el pasado y censuran el presente, desprecian nuestros actos y nuestra conducta y todo lo que ellos mismos no han hecho cuando eran jóvenes, y afirman también que todas las buenas costumbres y formas de vida, todas las virtudes y, en una palabra, todas las cosas imaginables van de mal en peor... Este defecto ha sido siempre tí­ pico de la vejez, no sólo en nuestro tiempo, sino también en el pa­ sado; podemos comprobarlo en los escritos de muchos autores anti­ guos, especialmente los autores de comedias, que reflejan mejor que los demás la naturaleza de la vida humana.» El motivo de este estado de espíritu apesadumbrado es, al mis­ mo tiempo, físico y psicológico: «Particularmente yo creo que la ra­ zón de esta falta de juicio entre los viejos estriba en que los años que pasan les van quitando la mayor parte de los atractivos que tie­ ne la vida; entre otros, retirando a su sangre lo esencial de su vita­ lidad; como consecuencia de esto cambia su constitución física y los órganos mediante los que el alma ejercita su poder se debilitan. De esta forma, en la vejez caen de nuestro corazón las gozosas fiebres del contento, igual que en el otoño caen las hojas de los árboles; y en lugar de pensamientos claros y luminosos, el alma se ve adueña­ da por una melancolía sombría y confusa, acompañada por una an­ gustia infinita. De esta forma, el alma se debilita igual que el cuer­ po; conserva sólo una débil impresión de los placeres pasados, no más que las horas preciosas de la juventud, cuando, mientras du­

ran, el cielo y la tierra y toda la creación parecen alegrarse y sonreír bajo nuestra mirada, y una gozosa primavera de dicha parece flore­ cer en nuestros pensamientos igual que en un maravilloso jardín. Por eso, cuando llegue el frío invierno de nuestras vidas y el sol co­ mience a declinar por el oeste, cuando nuestros placeres pierdan su encanto, sería bueno que perdiésemos el recuerdo de ellos y descu­ bramos, como dijo Temístocles, el secreto del olvido... »Por tanto, ya que el espíritu senil es un vaso en el que no caben numerosos placeres de la vida, no puede aprovecharse de ellos. E igual que sucede con los vinos delicados y raros, que tienen un gus­ to amargo para aquellos cuyo paladar está estropeado por la enfer­ medad, así pasa con los viejos, que a causa de su incapacidad (que no significa sin embargo ausencia de deseo) piensan que los place­ res son fríos e insípidos y muy diferentes de los que recuerdan haber gozado, aunque los placeres mismos no hayan cambiado. Por con­ siguiente, al sentirse privados de ellos, gruñen y condenan el pre­ sente como malo, no dándose cuenta de que el cambio está en ellos y no en el tiempo; y por otro lado, cuando se acuerdan de los pla­ ceres del pasado, recuerdan el tiempo en que los disfrutaban, y lo juzgan bueno porque parece estar cargado del sabor de lo que ellos sentían cuando aquél era presente» 8. Los viejos cortesanos piensan que en su tiempo la corte era más refinada, que podían encontrar en ella a hombres superiores a los de hoy; que no había ni asesinatos, ni pendencias, ni intrigas, ni trai­ ciones, que la lealtad y la buena voluntad reinaban en todas partes. El tiempo añorado era el del duque de Milán Filippo María Visconti (1391-1447) y el del duque de Ferrara Borso d’Este (1413-1471). En esta época, los cortesanos se comportaban como monjes y no se oía nunca una palabra deshonesta; ahora llevan una vida disoluta, las mujeres son libertinas, las modas indecentes. Y Castiglione con­ tinúa burlándose de estos viejos chochos de espíritu débil: «Que nos dejen seguir las formas de vida de nuestra época y de nuestra edad sin ser calumniados por estos ancianos que, queriendo hacerse valer, dicen a menudo: “Cuando yo tenía veinte años, dor­ mía todavía con mi madre y mis hermanas”, y sólo mucho más tar­ de aprendía lo que eran las mujeres; ahora, sin embargo, los jóvenes

apenas están bautizados, ya conocen más maldad que los adultos de nuestra época. Al decir esto no se dan cuenta de que confirman que los jóvenes de hoy son más brillantes y más capaces de lo que lo eran los viejos. Por tanto, deberían dejar de condenar el presente como algo lleno de vicios, ya que si suprimieran los vicios tendrían que suprimir al mismo tiempo las virtudes; y deberían acordarse también de que antes, cuando el mundo estaba lleno de virtud, de espíritus elevados y de hombres de un genio excepcional, también había muchos golfos. Y que si éstos estuviesen vivos todavía, supe­ rarían en maldad a los malvados de hoy, de la misma forma que los virtuosos de esa época aventajarían a los de hoy.» El conflicto generacional está, pues, más enconado que nunca, y el ambiente de los cortesanos manifiesta un profundo respeto hacia la vejez. Al reproche de la chochez añade Castiglione los de desen­ freno y embriaguez: «¿Qué es lo más raro en un anciano: la conti­ nencia o la embriaguez?» Afortunadamente, los viejos son todos me­ dio impotentes, y «lo que desean más aún que las batallas de Venus es el Vino». La acusación es tan antigua como la literatura, y la en­ contramos con regularidad desde la Grecia antigua. Erasmo, que conoce a los clásicos, la toma a su vez de nuevo en el Elogio de la locura: «Hay hombres, sobre todo ancianos, que son más dados al vino que a las mujeres y encuentran en las borrache­ ras su mayor placer» 9. ¿Realidad o tópico literario? Si creemos la máxima que dice que no hay humo sin fuego, nos sentiríamos incli­ nados a pensar que los viejos de antes tal vez abusasen en efecto del vino. Antonio de Guevara, obispo de Guadix, se lo reprocha a su vez, y cuenta que los antiguos godos tenían costumbre de beber tan­ tos vasos de vino como años tenían 10. Las teorías médicas de la épo­ ca animaban además al consumo del vino como remedio para la pér­ dida de calor y de humedad que, según las ideas de la época, era una característica de la vejez n . Si a esto añadimos la menor resis­ tencia de los viejos a la embriaguez y el carácter incongruente de un anciano borracho —él, que desde siempre ha sido considerado como la encarnación de la prudencia— , encontramos, sin duda alguna, la explicación a la popularidad de este tema. Podemos entender fácilmente que el anciano haya sido desterra­

do del ambiente de los cortesanos, donde prima el ideal del super­ hombre, bello, inteligente, fuerte y dado a las pendencias. Pero pue­ de parecemos más sorprendente que se le condene en el ambiente de los humanistas. En efecto, sabiduría y erudición son cualidades que el sentido común otorga sin dificultad a los ancianos, y que el humanismo coloca en un primer plano. Sin embargo, la vejez no es bien vista por los pensadores más importantes del siglo XVI. Erasmo se muestra despiadado en lo que a ésta respecta, y el anciano ocupa un lugar eminente en su galería de los locos. A partir de cier­ ta edad, los viejos se comportan como niños: «Yo sé que se les ca­ lifica de idiotas y estúpidos, y lo son realmente, pues esto es exac­ tamente lo que significa volver a ser un niño... No hay otra diferen­ cia entre ellos (entre el anciano y el niño) que las arrugas del viejo y el número de sus cumpleaños. Aparte de esto, son exactamente iguales: tienen cabellos blancos, boca sin dientes, son pequeños, les gusta la leche, son charlatanes, indiscretos, estúpidos, olvidadizos, inconsecuentes, todo les une. Cuanto más se acercan las personas a la vejez más se parecen a los niños, hasta el momento en que deben dejar esta vida, igual que los niños, que no están ni cansados de vi­ vir ni conscientes de morir» 12. Se alegra de que suceda eso, dice la locura, ya que «¿quién podría continuar tratando y haciendo nego­ cios con un viejo si su amplia experiencia estuviese todavía sosteni­ da por una mente vigorosa y un excelente juicio? Por eso yo procedo de manera que el viejo sea estúpido, y además esto lo libera de to­ das esas terribles ansiedades que atormentan a un hombre que está en su sano juicio». He aquí expresado, de forma ridiculizadora, el secreto de la eter­ na juventud: gracias a la locura, la infancia se prolonga hasta el fi­ nal de la vejez; los filósofos y otras gentes respetables envejecen an­ tes que los demás a causa de las preocupaciones y los asuntos gra­ ves que traen entre manos. La locura es el verdadero remedio con­ tra la vejez. Erasmo encuentra un ejemplo de ello entre sus compa­ triotas: «Es muy cierto lo que se cuenta de los nativos de Brabante: que el envejecimiento, que aporta la sabiduría a los demás hombres, los hace a ellos cada vez más locos. Y al mismo tiempo no hay na­ die tan alegre en compañía o tan poco afectado por las miserias de

la vejez. Parecidos a ellos, como vecinos que son y también por sus formas de vivir, son mis holandeses, pues ¿por qué no puedo llamar­ los míos? Me son tan adictos que se han hecho acreedores de un di­ cho popular del que no sólo no se avergüenzan, sino que incluso se enorgullecen.» Este dicho era: «Cuanto más viejo es un holandés, más tonto es.» La vejez es una carga pesada: «La vejez, con sus desgracias, ino­ portuna no sólo para los demás, sino también para sí misma»; «Nada es equiparable a la juventud, nada es más odioso que la vejez»; «La vejez es una carga y la muerte una penosa necesidad.» Y, sin em­ bargo, los viejos están tan locos que no quieren abandonar la vida. «Cuantas menos razones tienen para permanecer vivos, más apro­ vechan la vida, pues nada más lejos de ellos que estar cansados de vivir. Gracias a mí*(la locura), podéis ver por todas partes a viejos que han alcanzado la edad de Néstor y que difícilmente conservan la apariencia humana, refunfuñones, seniles, desdentados, calvos o con cabellos blancos, o más bien, según las palabras de Aristófanes, sucios, encorvados, miserables, arrugados, calvos, impotentes, des­ dentados. Y, sin embargo, están tan dichosos de vivir y tan ávidos de juventud que uno tiñe sus cabellos blancos, el otro cubre su cal­ vicie con una peluca, otro lleva dientes postizos, tal vez tomados de un puerco, en tanto que otro está loco por una muchacha y sobre­ pasa a los jóvenes en su locura de amor. Pues en nuestros días cual­ quier vieja ruina con» un pie en la tumba puede casarse con una tier­ na joven, aunque ésta no tenga dote y esté dispuesta a entregarse a otros» 13. El dinero es la única razón por la cual se corteja todavía a los viejos y a las viejas. Estamos muy lejos de la imagen tradicional del viejo sabio en su gabinete de trabajo que el tiempo del humanista evoca a menudo. De hecho, tras esta crítica despiadada que Erasmo hace de la vejez, podemos reconocer los modelos griegos y romanos: las imágenes y las ideas están sacadas con frecuencia de Plauto, Horacio, Ovidio, Aristófanes; el tema de la segunda infancia procede directamente de Luciano. La opinión personal y profunda de Erasmo es, sin ninguna duda, más matizada de lo que nos pueden dejar adivinar las cari­ caturas del Elogio de la locura. Sin embargo, algunos pasajes mués-

tran una amargura innegable y una destemplada ironía del autor consigo mismo. Cuando escribe estas líneas tiene cuarenta y cinco años, y asiste a su propia entrada en la edad madura comprobando que ha consagrado por completo su juventud al estudio, que ha he­ cho de él un sabio, pero un sabio envejecido que no ha disfrutado nunca de la vida: «... Un modelo de sabiduría, un hombre que ha malgastado su infancia y su juventud estudiando, que ha perdido la parte más di­ chosa de su vida en largas noches de vigilia, de trabajo y preocupa­ ción, y que no disfruta nunca del más mínimo placer en el tiempo que le queda. Es siempre ahorrador, pobre, miserable, irritable, duro e injusto consigo mismo, desagradable e impopular con los demás, pálido y delgado, enfermizo y con la vista cansada, prematuramente canoso y senil, agotado y acreedor a una muerte prematura. ¿Qué diferencia encontramos cuando muere un hombre así? El no ha vi­ vido nunca. He aquí una excelente imagen de un sabio» 14.

Relatividad del sentimiento de la vejez La ironía es amarga; tras la máscara optimista de la época hu­ manista adivinamos un profundo malestar. ¿No es también ésta la época de los «lamentos», del llanto de los «tristes»; la de la nostal­ gia? ¿Cómo podría ser de otra manera? Cualquier época que vuelve a descubrir el placer de vivir en la tierra siente con más crueldad el paso del tiempo. El hombre se libera, mejora su entorno, construye máquinas y sueña con el triunfo de la razón; y, sin embargo, este mundo más agradable que él construye parece que se le escapa cada vez más deprisa. La historia parece acelerarse: la imprenta, los tur­ cos, América, la Reforma, Copérnico, la inflación; hay tantos temas de meditación como revoluciones en el mundo intelectual. La histo­ ria no vuelve nunca atrás, toma una dirección y coge velocidad. Las modas pasan cada vez más rápidamente, los estilos se suce­ den, y se tiene la impresión de envejecer más deprisa en este plane­ ta que da vueltas que en la antigua tierra fija y centro del mundo. Uno siente que lo dejan atrás con más rapidez que antes. Erasmo

se siente envejecer prematuramente a los cuarenta y cinco años; Montaigne, a la misma edad, se siente feliz por haber vivido tanto tiempo 15; a los cincuenta y tres años se tiene por un anciano y se comporta como tal: «Me encuentro ahora en un estado nuevo; la na­ turaleza de la vejez no cesa de aconsejarme, de hacerme sentar la cabeza, de sermonearme. He pasado del colmo de la alegría al de la severidad, más fastidioso. Los años me van enseñando, día a día, frialdad y templanza. Mi cuerpo evita y teme cualquier alteración: le toca a él ahora guiar al espíritu por el camino de la perfección; y gobierna a su vez con más rudeza y despotismo; no me deja ni un momento, esté dormido o despierto, librarme de sus advertencias de muerte, de paciencia y de penitencia» 16. Pero éstos son estados de ánimo de intelectuales, de gentes que tienen tiempo de observarse a medida que envejecen y que están de­ dicados a la introspección. No podemos aceptar sus conclusiones so­ bre la longevidad real de los hombres del siglo XVI ni sobre su en­ vejecimiento precoz. Los hombres de acción tienen un sentimiento muy diferente de la edad. Blaise de Monluc, duro soldado que de­ dica muy poco tiempo a la meditación, se considera a los cincuenta y tres años como un joven capitán; se dedica todavía a cortejar a las damas durante la campaña del Piamonte. A los cincuenta y ocho años proclama que no hay que pararse nunca, pues todavía queda mucho por conseguir; hay que continuar luchando para conservar la reputación: «No hagáis como aquellos que, desde el momento en que han conseguido algo, se contentan con ello y piensan que hagan lo que hagan siempre se les considerará audaces.» Predicando con el ejemplo, viene a combatir a Lorena, con Francisco de Guisa. A los sesenta y dos años lucha todavía en Aquitania, recorriendo a veces más de cien kilómetros en menos de dos días, y repitiendo «que él no era hombre de demoras». Dos años más tarde emprende grandes trabajos en su castillo de Estillac, y el mismo año se casa con la jo­ ven Isabeau-Paule de Beauville, que le dará tres hijos. El 20 de sep­ tiembre de 1569, a los sesenta y nueve años, realiza el asalto contra Mont-de-Marsan, dirigiendo él mismo a sus tropas. Gravemente he­ rido de un arcabuzazo en la cara a los setenta años, dirige el asedio a La Rochelle tres años más tarde, y participa incluso en un asalto.

A los setenta y cuatro años llega a ser mariscal de Francia, asedia y toma Gensac a los setenta y cinco años y después se retira hasta morir a los setenta y siete años. Jean Bodin había publicado De la República un año antes. Se de­ dicaba a mostrar en ella, con muchos ejemplos históricos, que la ma­ yor parte de los hombres mueren a una edad que es un múltiplo de siete: prolongación de una concepción artificial y simbólica de la edad. La vejez comienza a los cincuenta y seis años, y se termina, para la mayoría, siete años más tarde: «El número 63, resultado de multiplicar siete por nueve, arrastra tras sí generalmente el fin de los ancianos.» Los que pasan este cabo llegan hasta los setenta años, «(edad) que lleva a casi todos los ancianos», o hasta los setenta y siete: «Hay un número infinito de ellos a los que vemos morir a esta edad 17». Monluc tendría que darle la razón. Otro hombre de acción nos ha dejado un valioso testimonio en sus Memorias: Benvenuto Cellini. Nos ofrece la imagen de un hom­ bre que no se preocupó apenas por su edad. A los cincuenta y dos años es tan impetuoso como un joven, y provoca a duelo a un capi­ tán; al año siguiente se dedica a hacer bromas de mal gusto propias de un chiquillo; continúa procreando: a los sesenta y dos, a los se­ senta y seis, a los sesenta y nueve... Sin embargo, admite haber te­ nido ataques de gota desde los cincuenta y ocho-cincuenta y nueve años, y otro muy agudo a los sesenta y seis años; a los sesenta y nue­ ve años, dice que está «enfermo y cojo».

¿Qué papel desempeñan los ancianos? La opinión de Montaigne En la literatura del siglo XVI se ha discutido mucho acerca del papel que los viejos debían desempeñar en la sociedad. Las opinio­ nes están repartidas en este punto y dependen ampliamente de los prejuicios heredados de la formación de los humanistas, prejuicios casi siempre desfavorables. Montaigne trata este problema con fre­ cuencia con un matizado pesimismo. En el capítulo titulado «Del ca­ riño de los padres a los hijos», piensa que el anciano debe intentar,

ante todo, ganarse el amor de su familia y no comportarse como un tirano doméstico, ya que es tan débil que puede ser ridiculizado y engañado fácilmente: «Hay tantas clases de defectos en la vejez, tanta impotencia, es tan dada a recibir desprecio, que lo mejor que puede hacer es dedi­ carse a conseguir el amor y el afecto de los suyos; la autoridad y el temor no son ya sus armas. Conozco a alguno que fue muy despó­ tico en su juventud; cuando ha envejecido, aunque sea de la forma más razonable posible, golpea, muerde, echa juramentos, como el más impetuoso maestre de Francia; se consume de inquietud y re­ celo. Todo esto es sólo una comedia en la que participa la misma familia: los demás pueden hacer mejor uso que él del granero, de la bodega y hasta de su propia bolsa, aunque sea él quien guarda las llaves en su zurrón con más cuidado que si de sus propios ojos se tratara. Aunque él tiene bastante con el ahorro y la tacañería de su mesa, en otros lugares de la casa todo es desenfreno, juego, derro­ che y cotilleos sobre su cólera inútil y su racionamiento. Todos lo vigilan. Si, por suerte, algún pobre criado se dedica a ello, rápida­ mente sospecha de él, cualidad que con tanta facilidad corroe a la vejez» 18. Ya pasó, por tanto, la hora de mandar, pues «son tan len­ tos los pasos de la vejez, tan confusos los sentidos», que ya no tiene medios para hacerse temer. ¿Cuáles pueden ser los entretenimientos de un anciano? Desde luego, no la beatería. Montaigne se opone absolutamente a la idea tan extendida en la Edad Media según la cual la única tarea válida para un anciano es prepararse para la muerte. El humanista es cris­ tiano, pero ante todo es hijo de esta tierra, y cree que hay que dis­ frutar de ella hasta el final. Que el anciano aproveche todas las oca­ siones de divertirse que tenga: «Es una gran simpleza alargar y an­ ticipar, como hacen algunos, las incomodidades humanas: prefiero ser viejo menos tiempo que ser viejo antes de serlo; aprovecho todas las ocasiones de placer que puedo encontrar, hasta las más peque­ ñas» I9. Lo malo es que estas ocasiones son muy escasas: «Antes se­ ñalaba los días difíciles y oscuros como extraordinarios; éstos se han convertido ahora en ordinarios: los extraordinarios son los hermosos y serenos; me sorprendo a mí mismo sobresaltándome cuando algo

no me duele, como si de una merced se tratase. Ya no consigo arran­ car ni una pobre risa de este cuerpo infame, aunque me haga cos­ quillas; sólo me distraigo en la imaginación y en sueños, para alejar con artimañas la tristeza de la vejez: pero se necesitaría sin duda al­ guna otro remedio del que se recibe en sueños, frágil lucha del arte contra la naturaleza» 20. Por tanto, el anciano debe intentar arrancarle todavía algunos placeres a la vida: «Los años pueden arrastrarme si quieren, ¡pero andando para atrás, como los cangrejos!» Hay que distraer el espí­ ritu asistiendo a los juegos y a las actividades de los jóvenes, recor­ dando al mismo tiempo las propias hazañas. Que el espíritu procu­ re divertirse todavía, pues el cuerpo estará demasiado débil de aho­ ra en adelante. Pero por desgracia también el espíritu está paraliza­ do por los males físicos; semeja al muérdago sobre un árbol muerto. Muy desventurada es «esta pobre situación a la que mi edad me em­ puja», y la filosofía no puede hacer nada contra las aflicciones de la vejez: «La razón me impide refunfuñar y protestar contra los incon­ venientes que la naturaleza me obliga a soportar, pero no me impi­ de sentirlos: corro de un extremo a otro del mundo en busca de un buen año de tranquilidad grata y divertida, yo, que no tengo otra meta que vivir y gozar». Montaigne piensa como Erasmo que la ve­ jez, «esta edad calamitosa», nos hace caer de nuevo en la infancia. Se revuelve con violencia contra la hipocresía de aquellos que pretenden que la vejez es algo bueno porque nos proporciona la pru­ dencia: deber la virtud a la imposibilidad de gozar de la vida y a la decrepitud es una falacia: «¡Miserable remedio, deber su salud a la enfermedad!» No hay ningún mérito en no entregarse al desenfreno cuando uno se ha vuelto impotente: «Nuestros apetitos son escasos en la vejez; una profunda saciedad se apodera de nosotros tras el es­ fuerzo: en lo cual yo no encuentro ninguna inteligencia; la pesadum­ bre y la debilidad nos infunde una virtud estéril y enfermiza» 21. Si hay que conseguir la virtud a costa de la decrepitud, es pre­ ferible también disfrutar de los placeres. ¡Qué idea tan estúpida la de ansiar ser más dichoso y más virtuoso en la vejez, renegar de nues­ tros años más hermosos y despreciarlos! La virtud de los viejos no es más que impotencia; huele a agria y mohosa: «Creo que nuestras

almas están sometidas en la vejez a enfermedades e imperfecciones más molestas que en la juventud; yo lo decía cuando era joven; en­ tonces me decían que era una estupidez: lo repito también ahora, cuando mis cabellos grises me acreditan para hacerlo. Le damos el nombre de sensatez a nuestro difícil humor, a la desgana que mos­ tramos por las cosas del presente; pero la verdad no es tanto que abandonemos los vicios como que los cambiamos por otros que son, en mi opinión, peores; además de un estúpido y decadente orgullo, una cháchara aburrida, el humor difícil y huraño y la superstición, y una ridicula preocupación por las riquezas cuando ya no se puede hacer uso de ellas, encuentro en la vejez más envidia, injusticia y ma­ licia; nos produce más arrugas en el espíritu que en el rostro; y no se ve ni un alma, o muy pocas, que al envejecer no huelan a agrio y mohoso» 22. ¿Qué hacer, pues, con la vejez? O mejor, ¿qué no hacer? Pues todo es negativo a esta edad. El colmo del ridículo consiste en lan­ zarse a empresas de largo alcance cuando la muerte está próxima. Montaigne se muestra a este respecto irrespetuoso con los modelos clásicos: Catón fue un tonto al ponerse a aprender griego en la eta­ pa final de su vejez: «A esto es a lo que llamamos exactamente caer en el infantilismo. Igualmente ilusos fueron el viejo Xenócrates, que seguía asiduamente las clases de Eudemonidas, y el viejo rey Ptolomeo, que se adiestraba todos los días con la armas. El joven debe prepararse para la vida, el viejo disfrutar de ella, dicen los sabios; y el vicio más grande que señalan en nosotros es que nuestros de­ seos rejuvenecen sin cesar; siempre estamos empezando a vivir. Nuestra aplicación y nuestra avidez deberían a veces barruntar la vejez. Tenemos un pie en la fosa y sin embargo nuestros apetitos y diligencias están renovándose constantemente» 23. Si las hubiese co­ nocido, Montaigne habría tratado de locuras nuestras universidades para la tercera edad. A los cincuenta años ya no hace ningún pro­ yecto que sobrepase un año de plazo: «El más largo de mis deseos no llega a tener un año de satisfacción: de ahora en adelante sólo pienso en terminar, me deshago de cualquier esperanza y empresa nueva, me despido por última vez de todos los lugares que abando­ no y me desprendo todos los días de lo que tengo» 24. Y se burla de

los ancianos que se dedican a estudiar: «Este aprende a hablar cuan­ do lo que tiene que hacer es aprender a callarse para siempre. Siem­ pre es tiempo para continuar con el estudio, pero no con la escuela: ¡no hay cosa más tonta que un anciano abecedario!» Por el contrario, recomienda hacer turismo, e incluso viajar a paí­ ses lejanos: «Pero a una edad como ésta no volveréis nunca de un viaje largo. ¿Qué me importa? No lo emprendo ni para regresar ni para completarlo: lo emprendo solamente para moverme, mientras que el movimiento me guste; y no me paseo por pasearme. Cierta­ mente, el mayor fastidio de mis viajes es no poder contar con la de­ cisión de establecer mi residencia donde más me guste; y que tenga siempre que pensar en regresar para adaptarme al talante de siem­ pre. Si tuviera miedo de morir en otro lugar distinto del lugar don­ de nací; si pensara que moriría con más disgusto alejado de los míos, apenas saldría fuera de Francia; no saldría sin horror ni siquiera fue­ ra de mi parroquia; siento que la muerte me aprieta constantemente la garganta o los riñones. Pero ya me he acostumbrado; ella me acompaña a todas partes. Si tuviera sin embargo que escoger, pre­ feriría que me encontrara mejor, así lo creo al menos, a caballo que en una cama, fuera de mi casa y lejos de los míos. Uno encuentra más tormento que consuelo en despedirse de sus amigos» 25. Los viejos son unos quejicas que exageran sus dolencias para que los demás se compadezcan de ellos: «Deseamos provocar con nues­ tras desgracias la compasión y la tristeza en nuestros amigos: exa­ geramos ante ellos nuestros problemas para provocar su llanto; y la fortaleza para sobrellevar la adversidad, que en los demás nos pa­ rece loable, nos parece digna de acusación y de reproche cuando se trata de la nuestra: no nos conformamos con que compartan nues­ tras desgracias, sino que además queremos que se aflijan con ellas.» El cuadro es muy sombrío. Según Montaigne, los viejos no sirven ya para gran cosa. Basándose en sus conocimientos históricos y tam­ bién en su caso particular, manifiesta una opinión que será recogida y desarrollada en nuestra época por Harvey C. Lehman 26: todas las cosas importantes han sido realizadas por jóvenes de menos de trein­ ta años. Una vez pasada esta edad, todas nuestras facultades, tanto físicas como intelectuales, disminuyen:

«De todas las acciones humanas dignas de admiración que co­ nozco, de cualquier clase que sean, creo que son muchas más las que han sido realizadas, tanto en los siglos pasados como en el nues­ tro, antes de los treinta años que después: sí, con frecuencia incluso en la vida de los mismos hombres. ¿Acaso no puedo asegurarlo en el caso de Aníbal y de Escipión, su gran enemigo? Vivieron apaci­ blemente la mitad de su vida gracias a la gloria adquirida en su ju­ ventud: grandes hombres después a costa de todos los demás, pero no a costa de ellos mismos. En cuanto a mí, estoy seguro que a par­ tir de este momento de mi vida, tanto mi espíritu como mi cuerpo han disminuido más que aumentado, y han retrocedido más que avanzado. Es posible que, en aquellos que emplean bien el tiempo, la ciencia y la experiencia crezcan paralelas a la vida; pero la viva­ cidad, la diligencia, la fortaleza y otras propiedades mucho más nuestras, más importantes y esenciales, se marchitan y languidecen... Unas veces es el cuerpo el primero en rendirse a la vejez; otras es también el alma: conozco a muchos a quienes se les ha debilitado antes el cerebro que el estómago y las piernas; y es un mal tanto más peligroso por cuanto se trata de una enfermedad poco apreciable para quien la padece, de una desconocida anormalidad» 27. Por tanto es un error decidir que los veinticinco o treinta años son la edad de entrada en la vida activa o el momento del acceso a las ma­ gistraturas: es privarse de los años más activos de la vida, que ya es por sí misma muy corta.

La hostilidad a la vejez de los teóricos de la política Montaigne está de acuerdo en este punto con la mayor parte de los teóricos de la política de su época, que confían en la juventud y desconfían de los viejos. Esto es así sobre todo en Italia a comienzos de siglo. Maquiavelo, en su tratado Sobre la primera década de Tito Livio, hacia 1515-1520, alaba a los romanos de comienzos del período republicano porque otorgaban las magistraturas sin tener en cuenta la edad, ya que si un hombre joven posee cualidades sobresalientes, «sería un gran perjuicio que el Estado se viese obligado a privarse

de él y a esperar que la vejez le hubiese enfriado su valor» 28. En 1523 va más lejos al acusar, en El arte de la guerra, a los viejos sabios de su ciudad de ser responsables, por su actitud resignada y paci­ fista, de las humillaciones que tuvo que soportar Florencia: «Creo que deberíamos adoptar la práctica veneciana de hacer hablar a los jóvenes en primer lugar. Pues ya que la milicia es un ejército de jó­ venes, estoy convencido de que los jóvenes son más capaces de dis­ cutir de ella... Los otros, como ya tienen los cabellos blancos y la sangre fría, se oponen tradicionalmente a la guerra por una parte, y por otra son incorregibles, igual que los que creen que es la época y no las malas costumbres la que obliga a los hombres a vivir así» 29. En la misma época, un miembro del bando de los Médicis, Lodovico Alamanni, redactaba en 1516 un manual práctico de gobier­ no para Florencia en el que condenaba los errores de los antepasa­ dos responsables de haber introducido mercenarios en la milicia: «Debemos muy poco a nuestros mayores. Al invertir el orden esta­ blecido en Italia, lo han reducido al gobierno de los sacerdotes y de los comerciantes»; partidarios del gobierno republicano tradicional, los viejos tienen ideas anticuadas y, demasiado indecisos, ya no re­ sultan peligrosos, pues se ven rebasados por los acontecimientos: «No se pueden eliminar las fantasías republicanas de los viejos. Pero los viejos son sabios, y no se debe temer a los viejos, porque nunca hacen nada» 30. También el canciller de Inglaterra, Francis Bacon, les reprocha el ser demasiado indecisos, y por tanto malos gobernantes. Gomo fi­ lósofo, científico y hombre político de primera clase que es, se inte­ resa por la vejez desde estos tres puntos de vista. En su ensayo De la juventudy de la vejez3 piensa que el principal defecto de los políticos de edad avanzada es la indecisión: «Los errores de los hombres jó­ venes provocan la ruina de los negocios, pero los errores de los hom­ bres ancianos consisten simplemente en no poder hacer más cosas ni hacerlas antes... Los hombres de edad avanzada ponen demasia­ das objeciones, hacen demasiadas consultas, son muy poco empren­ dedores, se arrepienten demasiado pronto y pocas veces llevan los proyectos hasta el final; se contentan con éxitos mediocres» 31. Hacia 1525, otro florentino, Donato Giannotti, se enfurece con­

tra los viejos que detentan el poder: «Estos viejos que han hecho y hacen profesión de sensatez cívica... y viven voluntariamente bajo la tiranía que ellos mismos se han dado... dicen que los jóvenes no de­ berían discutir de los asuntos públicos, sino ocuparse de sus amo­ res... y que un joven de veinticinco años es todavía un muchacho... Voy a dejar de hablar de la perversidad de estos viejos, porque sólo pensar en su maldad me da dolor de vientre» 32. Su contemporáneo Pierfilippo Pandolfini insiste en lo mismo: «Tal vez no os parece ra­ zonable que los jóvenes, que no tienen cargos importantes, vayan an­ tes que los viejos, a los cuales el pueblo ha otorgado los honores su­ premos y la reponsabilidad del bien público..., pero se puede encon­ trar en cualquier persona, aunque sea joven y sin experiencia, algo útil al bien público» 33. Sólo una voz discordante encontramos en este concierto de opo­ siciones, la de Jean Bodin. Aunque con reservas, concede su apoyo a los viejos políticos. En su gran obra De la República, hace un resu­ men de todos los ejemplos antiguos favorables a los viejos: «No sólo los griegos y los latinos han concedido a los ancianos la prerrogativa de ser consejeros de la República: sino también los egipcios, los per­ sas y los hebreos, que han enseñado a los demás pueblos a gobernar correcta y sabiamente sus estados.» Moisés creó un consejo de se­ tenta ancianos; Licurgo y Solón dieron el poder a los viejos. Por con­ siguiente, según él, la Antigüedad ha confiado en la gerontocracia, y él está dispuesto a hacer lo mismo. Pero es el poder de consejo, más que el poder de decisión, el que él otorga a los ancianos, a con­ dición de que éstos posean intactas todas sus facultades: «Pues no sin razón las leyes han concedido la prerrogativa de honores, privi­ legios y dignidades a los ancianos, por la presunción que se debe te­ ner de que ellos son más sabios, mejor entendidos y están más pre­ parados para aconsejar que los jóvenes. No quiero decir con esto que la cualidad de vejez sea suficiente para entrar a formar parte del senado de la República, y menos aún si la vejez está cansada y decrépita, si sus fuerzas naturales están desfallecidas y el cerebro tan debilitado que no puede cumplir con su deber» 34. Así pues, los teóricos políticos del siglo XVI sienten preferencia en general por la juventud, de acuerdo con las preferencias de los

cortesanos y del pueblo. Y aunque estos discursos, como tendremos ocasión de comprobar, no coinciden con la realidad, responden a pe­ sar de todo a un sentimiento generalizado. Los viejos jefes son a me­ nudo mal aceptados, particularmente en el ejército, donde los hom­ bres prefieren mandos jóvenes y audaces. Cuando Enrique II nom­ bra, en el año 1555, lugarteniente general en el Piamonte a Paul de la Barthe, señor de Termes, de setenta y tres años de edad, tiene que enfrentarse a la crítica de los oficiales; no por ello Termes de­ jará de ser nombrado mariscal de Francia, a los setenta y seis años, y morirá en activo a la edad de ochenta años. El trato de favor que disfrutaba el mismo Monluc desaparecerá en sus últimos años; el vie­ jo soldado será considerado como un vejestorio que ha sobrepasado su tiempo. En otro orden de cosas, Benvenuto Cellini, que sin em­ bargo sólo tenía entonces sesenta años, será engañado en una tran­ sacción financiera por personas según él poco escrupulosas, que le consideran como «un anciano que no llegaría al año siguiente» 35.

Investigación sobre las causas y el tratamiento de la vejez Para los médicos y filósofos humanistas se plantea más que nun­ ca la cuestión de las causas de esta vejez hostil. Viejo problema que Galeno parecía haber resuelto definitivamente, tras los intentos de Aristóteles, pero que los pensadores del siglo XVI van a replantear movidos por su curiosidad insaciable. Testimonio evidente del inte­ rés de esta época por el tema es el abundante número de obras so­ bre el origen y tratamiento de la vejez aparecidas alrededor de 1500, número no sobrepasado más que en la época actual. Se siguieron to­ das las pistas, por otra parte un poco confusas y mezcladas: medi­ cina, alquimia, filosofía, religión, mezclaron sus esfuerzos para re­ solver el enigma y poner fin al escándalo. Porque la meta buscada era realmente práctica: encontrar las causas de la vejez a fin de eliminarla, o al menos aplazarla. Todas las obras incluyen a la vez estos dos aspectos. Su ambición es in­ mensa; sus medios de investigación, pueriles y confusos, mezclan los aspectos serios con los conceptos más extravagantes. Los resultados

prácticos fueron por consiguiente escasos: en general, algunos con­ sejos dietéticos e higiénicos que permitieran encontrarse mejor en la vejez. El balance es muy decepcionante si se compara con las locas esperanzas que habían depositado en ello los humanistas. La bús­ queda de la eterna juventud condujo como mucho a averiguar la for­ ma de evitar los resfriados después de los sesenta años. La longevi­ dad no podrá alargarse ni un sólo día y, en definitiva, nada nuevo se añadirá a las teorías de Galeno. Pero es el esfuerzo mismo, más que los resultados, lo que nos interesa, la pasión con la que tantos pensadores han buscado el remedio de ese mal incurable que es la vejez. Ninguna otra cosa indica mejor el horror que inspiraba en el siglo XVI la vejez y sus males. Luigi Cornaro, en su Tratado de la salud y de la longevidad seguido de los medios infalibles para alcanzarlas, recomendaba la moderación en todo, tanto en el beber y el comer como en las emociones, y su pro­ pia longevidad fue la mejor garantía de la eficacia de su método, ya que vivió noventa y seis años (1470-1566) 36. Su compatriota Jéróme Cardan se ocupó también de la vejez en sus obras de medicina, pero sus conceptos son confusos y están mezclados con la astrología. Vivió lo suficiente como para llegar a odiar la vejez (1501-1576): «Cuando llega la vejez, hace que el hombre lamente no haber muer­ to en la infancia» 37. El suizo Paracelso (1493-1541), espíritu original e independien­ te, concibió una teoría completa del envejecimiento en su tratado El libro de larga vida 38. Oscura, prolija, llena de contradicciones y de apelaciones a la astrología, su obra da una visión global del proceso de la vida, de su decadencia y de los medios para prolongarla. Pa­ racelso niega la concepción griega de la patología y la sustituye por otra propia, que insiste sobre la naturaleza independiente de las dis­ tintas enfermedades. La vida es para él un «espíritu» surgido del aire y que posee «fuerza y virtud». Todo ser material tiene un «es­ píritu», animal, vegetal o mineral, animado o inanimado, celeste o terreno. Cada parte del cuerpo tiene un «espíritu» específico e inde­ pendiente. Ahora bien, existe en el hombre una tendencia innata, na­ tural, a la corrupción, a la separación de los elementos que lo com­ ponen. Esto provoca las enfermedades y también el envejecimiento

y la descomposición final. Paracelso compara la vejez a la herrum­ bre que corroe y descompone el metal. Se puede retrasar el proceso gracias a una alimentación equilibrada, viviendo en un clima favo­ rable, y sobre todo tomando un elixir mágico, que él pretende haber elaborado, que podría reparar el envejecimiento de los tejidos y re­ generar la persona. Esta poción, que él denomina quinta essentia, o prima substantia, o lignun vitae, o lignun anima, o arcanum de oro y de mercurio, se niega sin embargo a utilizarla, ya que sería un método contra natura y opuesto a la religión. La vida tiene un fin natural y predeterminado, y nadie tiene el derecho de alargarla artificial­ mente. No es ésta una de las menores paradojas de este extraño mé­ dico. Los franceses tienen también su versión de la vejez. André Du Laurens (Laurentius, 1558-1609), canciller de la Universidad de Montpellier y médico de la corte, publicaba en 1599 un Discurso so­ bre la preservación de la vida: sobre las enfermedades de melancolía, catarros y vejez. Su concepción del proceso de envejecimiento se basa en las teorías tradicionales de Hipócrates, Galeno, Avicena y Celso: la evo­ lución divergente de los cuatro elementos que están en el cuerpo y la acumulación de excrementos que provienen de la alimentación. Esta falta de originalidad en las conclusiones contrasta con los mé­ todos modernos utilizados por Du Laurens. Seguidor del método ex­ perimental, se dedicó a diseccionar cadáveres, lo que le permitió in­ validar una antigua creencia según la cual el corazón de los ancia­ nos disminuía de volumen con la edad y acababa por desaparecer, lo que provocaba la muerte: «Los egipcios y alejandrinos creían que la causa natural de la vejez provenía de la disminución del corazón: decían que el corazón aumentaba hasta los cincuenta años a dos on­ zas por año, y que después de los cincuenta años encogía hasta de­ saparecer. Pero esto no es más que vana imaginación y pura locura. Hemos diseccionado varios ancianos y hemos encontrado su cora­ zón tan grande y pesado como el de los más jóvenes.» El método científico no dio, pues, en sus comienzos resultados más convincentes que el método especulativo tradicional. Podemos comprobarlo igualmente con los trabajos del italiano Santorio Santorio (Sanctorius, 1561-1636). Profesor de «medicina teórica» en Pa-

dua hasta 1629, consagró los últimos años de su vida a experimen­ tos privados, pero su obra más importante, El arte de la medicina es­ tática, data de 1614 y fue reeditada en varias ocasiones 39. Su teoría se apoya en la noción de «transpiración insensible», que Sanctorius se dedicó a medir. La principal originalidad de sus trabajos estriba en este espíritu cuantificador, pero el alcance de aquéllos se ve limi­ tado por el hecho de que no supo desligarse de la concepción griega de los humores. El cuerpo humano contiene «espíritus» que le per­ miten llevar a cabo sus funciones. El envejecimiento se produce por la progresiva descomposición de estos espíritus, cuyos residuos re­ cargan y endurecen los tejidos, impidiendo de esta forma la respira­ ción insensible. El cuerpo, que ya no puede eliminar todas sus sus­ tancias superfluas, se endurece, y los ancianos mueren «porque sus fibras se han vuelto duras y ya no pueden renovarse: por eso viene la muerte» 40. La vejez es «un endurecimiento universal de las fi­ bras» 41. Esta opinión, que hoy día nos parece curiosa, será recogi­ da sin embargo por respetables médicos del siglo XIX, como Rowbotham 42. A finales del siglo XVI y a comienzos del XVII, dos filósofos y políticos ingleses estudiaron atentamente el fenómeno del envejeci­ miento desde el punto de vista teórico: Henri Cuff y Francis Bacon. El primero (1563-1601), profesor de griego en Oxford, conocido por sus intentos de acercar la filosofía griega al cristianismo, tomó parte en la conspiración del duque de Essex y fue decapitado. Su obra so­ bre la vejez, Las diferencias de las edades de la vida humana 43, fue im­ presa después de su muerte, en 1607. Los humores griegos se mez­ clan en ella con el alma cristiana de una forma curiosa. En el prin­ cipio, el cuerpo y el alma estaban en perfecta armonía, y su sepa­ ración, es decir, la muerte, era imposible. «Pero después que el or­ gullo humano fue sublevado por las insinuaciones del diablo, quiso probar el fruto prohibido del saber; ... entonces surgieron desacuer­ do y querella en las partes inferiores del alma, y de ahí proviene la guerra entre los elementos del cuerpo, que dura hasta que la sangre haya perdido la partida» 44. A partir de aquí, Cuff intenta explicar el proceso del envejecimiento. Pero su prolijidad confunde al lector, que sigue con mucha dificultad el curso de su pensamiento.

En resumen, CuíT ofrece tres explicaciones posibles; la primera procede directamente de los griegos: el envejecimiento es el resulta­ do de la disminución de calor interno y de humedad en el cuerpo. La segunda es una teoría mecánica que recuerda la disminución de la velocidad de un cuerpo a causa del rozamiento. La forma en que CuíT la expone es un buen ejemplo de su estilo confuso y de la difi­ cultad que el lector experimenta para seguir el razonamiento: «Por­ que igual que en el movimiento violento de las cosas naturales com­ probamos que la virtud o potencia de movimiento imprimido por el poder sobrenatural disminuye poco a poco, a causa de la continua­ ción del movimiento, o más bien por la resistencia de los cuerpos que lo rodean, y se extingue completamente; de la misma forma, en el proceso natural hacia el enemigo, y el fin de la naturaleza, la muer­ te, los medios de conservación de la vida (sea por el trabajo de su operación incesante, sea por la corrupción y la mezcla de humedad impura, debilitado e incapacitado cada vez más cada día por el tra­ bajo suficiente de su función) ceden finalmente a la violencia opre­ siva de sus resistentes adversarios, ya no pueden mantener su ac­ ción conquistadora...» 45. La tercera «explicación» es que el enveje­ cimiento proviene del enfrentamiento en el cuerpo de los cuatro ele­ mentos, el fuego, el agua, el aire y la tierra, y de sus propiedades, el calor, el frío, la humedad y la sequedad. En efecto, los seres en los cuales estos cuatro elementos no luchan entre sí duran eterna­ mente: los ángeles, por ejemplo. Francis Bacon (1561-1621) gozó de una reputación muy supe­ rior a la de su amigo Henri CuíT. Su brillante carrera política, que le condujo al cargo de canciller de Inglaterra en 1618, y sus brillan­ tes teorías científicas, expuestas en el Novum Organum en 1620, que hacen de él uno de los precursores del método experimental e in­ ductivo, justifican plenamente su renombre. Sin embargo, sus con­ cepciones relativas al envejecimiento no son más «modernas» que las de sus contemporáneos, aunque les haya consagrado una parte importante de su obra con La historia de la vida y de la muerte, con ob­ servaciones naturales y experimentales sobre la prolongación de la vida, y dos tratados, De la juventud y de la vejez, y Del aumento de la ciencia, dedi­ cando en el último toda una parte a los medios de alargar la vida 46.

Pues éste es para él el punto de vista esencial: ¿no podría ser posible prolongar la longevidad humana? Con esta orientación práctica es como comienza a estudiar el proceso del envejecimiento, con objeto de retrasarlo en la medida de lo posible. Esta es, a su entender, la parte más notable de la medicina. Desde luego, no busca la eterna juventud: sólo estamos de paso en esta tierra; pero ¡qué ventaja si nuestro cuerpo y nuestro espíritu no se deteriorasen! También se ex­ traña Bacon de que nadie haya escrito todavía seriamente sobre este tema, exceptuando el corto tratado de Aristóteles. Los mismos mé­ dicos son completamente ignorantes en este terreno, teniendo en cuenta que «la prolongación de la vida es un trabajo considerable y difícil y necesita un gran número de remedios que se complemen­ tan» 47. Bacon se burla de la teoría tradicional de los humores, que fal­ sea cualquier estudio serio y oscurece la investigación, «porque está deformada por falsas opiniones y vanas analogías. Pues estas dos co­ sas de las que hablan los médicos corrientes, la humedad radical y el calor de las medicinas químicas nos llenan de vanas esperanzas al principio, y después decepcionan a sus seguidores» 48. Pero tras este comienzo prometedor, el mismo Bacon cae en otra concepción tradicional y teórica, la de «el espíritu o cuerpo neumático», que se supone que reside en cada parte del cuerpo y permite el funciona­ miento de éste: hay un espíritu de la sangre, de la carne, de la gra­ sa, de las articulaciones, de las arterias, de las venas, de los huesos, de los cartílagos, de los intestinos, etc. Es una opinión heredada del realismo neoplatónico, según la cual estos espíritus, sobre todo el es­ píritu que está en la sangre, son la fuente última de la energía cor­ poral. Renunciando por tanto a utilizar el método experimental, a pe­ sar de sus proclamas iniciales, el autor oscila en realidad entre la al­ quimia y las recetas populares cuando se trata de remedios para pro­ longar la vida. De la primera retiene la idea de que los «secretos de la naturaleza» pueden ser descubiertos y conducir a cambiar el cur­ so de aquélla: «El espíritu de juventud inoculado en un viejo cuerpo podría pronto invertir el curso de la naturaleza»; lo que no es otra cosa que una nueva versión del elixir de la larga vida. Como el de­

terioro del cuerpo deriva del deterioro de los espíritus que gobier­ nan ese cuerpo, bastaría con renovar esos espíritus para encontrar de nuevo la juventud. Mientras tanto, es importante cuidarlos para no envejecerlos prematuramente: no cometer excesos, no excitarse, preservarse de los rayos del sol, vivir al aire libre, bañarse, comer alimentos dulces, pero no ácidos, seguir un régimen estricto, no abu­ sar de cosméticos, hacer ejercicio físico, pero sin exagerar ni buscar batir marcas, «... pues los Juegos Olímpicos han desaparecido hace mucho tiempo; y además que en esto es suficiente la mediocridad, pues casi siempre lo óptimo sólo es utilizado para una ostentación mercenaria» 49. Así pues, nada de deporte profesional ni de alta com­ petición; una «razonable mediocridad» en todo: ni derroche de ale­ gría (reír a carcajadas cansa), ni derroche de tristeza. Por el contrario, se recomienda tener pequeñas preocupaciones de vez en cuando: «La pena y la preocupación, sin miedo, y no de­ masiado importantes, prolongan la vida al contraer los espíritus, lo que es una especie de condensación o de espesamiento» 50. Igual­ mente, un pequeño ataque de cólera bien dosificada de vez en cuan­ do es muy bueno para fortalecer el corazón. La contemplación de un hermoso cuadro, que satisface al espíritu, puede también ayudar a prolongarlo. Pero la longevidad no depende sólo de las condicio­ nes de vida; se debe también al estado de salud de los padres en el momento de la concepción: es preferible haber sido concebido por la mañana, después del sueño. Hay también signos que no engañan: «Ser velludo en los miembros inferiores, en los muslos y las piernas, es un signo de larga vida, pero no en el pecho o en los miembros superiores» 51. Las cabezas y las nalgas pequeñas viven más tiempo que las gruesas. Todo esto no nos llevará lejos en el terreno científico. Pero está claro que el Renacimiento ha intentado apasionadamente combatir la vejez, hacer recuento de los signos y recetas existentes para pro­ longar la longevidad y mejorar la salud de los ancianos. Añadire­ mos también El árbol de la vida, del médico de Juan IV de Portugal, Eduardo Madeira Arrais (1500-1600), y el Methusala vivax, de Dornavus, donde el autor se interroga sobre las causas de la extraordi­ naria longevidad de los patriarcas anteriores al diluvio.

¿Qué es más temible, la vejez o la muerte? Lo ideal sería aplazar la segunda indefinidamente conservando al mismo tiempo una sa­ lud juvenil. Lo imaginario proporciona dos medios para alcanzar tal objetivo: el elixir de larga vida y la fuente de la juventud. Del pri­ mero existen varias versiones: Gabriele Zerbi sugería una mezcla de carne de víbora, sangre humana destilada y solución de oro; el mis­ mo Erasmo no rechazaba completamente la idea de la «quinta esen­ cia». En cuanto a la fuente de juventud, servía de inspiración tanto a Ponce de León en su exploración de la Florida, como a Lucas Cranach el Joven en un magnífico cuadro de 1546 que nos muestra a unas viejas achacosas y feas que encuentran de nuevo belleza y ju ­ ventud. También puede soñarse con las islas Afortunadas, cuya me­ moria se ha ido transmitiendo por mediación de Hesiodo, Homero, Píndaro, Plinio, Horacio, para encontrarla de nuevo en Erasmo: «El trabajo, la vejez y la enfermedad son desconocidas allí.»

La vejez: un rompecabezas para los utópicos Gomo todas las épocas de crisis y de aceleración de la historia, el Renacimiento ha visto la aparición de numerosas utopías, que son una manifestación de las aspiraciones de los reformadores. La uto­ pía, que presupone una naturaleza inalterable e incorruptible, que desconoce el deterioro, que niega el tiempo que todo lo destruye, está destinada por su propia naturaleza a escamotear la vejez. Gi­ líes Lapouge señala con razón, al estudiar esta clase de literatura: «El tipo corriente del utópico... funciona como una terrorífica má­ quina de desinfectar, una autoclave de ciencia-ficción. En su mora­ da no existen ni el piojo, ni la chochez, ni la muerte ni el pecado. La estancia les está prohibida como por decreto tanto a la enferme­ dad como a la tristeza, y la vejez es escamoteada. Si a pesar de todo el pecado se insinúa, se le bombardea, se le mata, aún a riesgo de triturar con el mismo mazo algunas cabezas. Se suelta a mercena­ rios, perros guardianes, que purgan la ciudad a perpetuidad, libre para cometer algunos asesinatos legales» 52.

La utopía del siglo XVI confirma esta descripción en todos sus puntos. En primer lugar, escamoteo de la vejez: conscientes de no poder eliminar ese cáncer, pues la utopía se guarda de ser un cuen­ to de hadas, los utópicos evitan hablar de ella. Son muy escasas las alusiones que se hacen a ella en La ciudad del sol, de Campanella, en La Nueva Atlántida, de Bacon, en el País de Macaría, de Stiblin, o en La abadía de Théleme, de Rabelais. En este último caso, uno de los po­ cos personajes ancianos es «un viejo poeta francés llamado Raminagrobis», cuya única tarea es predecir el futuro. «He oído decir muy a menudo que todo hombre viejo, decrépito y cercano a su fin, adi­ vina fácilmente lo que va a suceder. Y recuerdo que Aristófanes, en alguna comedia, llama sibilas a las gentes viejas» 53. Es evidente que la utopía, tierra de la perfección racional, no sabe qué hacer con los viejos. ¿Qué papel podría atribuírseles en es­ tas sociedades de hormigas laboriosas? Tampoco aparecen en los pa­ raísos terrenales puestos de moda por las novelas y poesías pastori­ les. Sin duda estropearían el paisaje. Son jóvenes los que pueblan las novelas de la Arcadia, la Aminta de Tasso, la Galatea de Cervan­ tes, la Astrea, de Honoré d’Urfé, el Pastor fido de Guarini, la Diana de Montemayor. Desde el momento en que se deja atrás la realidad, se intenta olvidar la pesadilla que es la vejez. Pero se sabe de sobra que sigue estando ahí, acechando a sus presas escondidas. En ese caso, algunos utópicos no dudan en sugerir, en su abominable ciu­ dad-cuartel, los «asesinatos legales» a los que aludía Gilíes Lapouge. En Utopía, los sacerdotes deberán aconsejar a los ancianos que ya están demasiado débiles, que se suiciden con veneno. Antonio de Guevara, obispo de Cádiz, es más radical aún. En El reloj de príncipes sugiere la eliminación pura y simple de la vejez: todo el mundo de­ berá matarse a los cincuenta años para evitar la decrepitud: «¡Qué puntapié a la Fortuna!», exclama extasiado el obispo, quien, para que no parezca que hace apología del suicidio, sitúa esta costumbre en un poblado de una lejana región oriental en la época de Pompeya, y pone sus palabras en boca de Marco Aurelio 54. La única utopía que se ocupa de una forma clara de los viejos es también la más célebre: La Utopía, de Tomás Moro. El canciller de Enrique V III tuvo el mérito de interesarse honestamente por este

problema y señalar toda su importancia. Por otra parte, sus actos son una prueba de su sinceridad, pues Erasmo nos informa que ha­ bía alquilado en Ghelsea una casa donde acogía a ancianos achaco­ sos. En la primera parte de La Utopía sitúa lúcidamente el proble­ ma, al mostrarnos que los viejos son profundamente despreciados y rechazados en su época; en una conversación imaginaria que sostie­ ne con un cardenal y un bufón a propósito de la organización social y política, se dice que la opinión común clasifica a los ancianos en­ tre los desgraciados más o menos parásitos cuya existencia debe ase­ gurar la sociedad: se les incluye en la categoría de los vagabundos, de los enfermos o incluso de los ladrones. El bufón expresa brutal­ mente el sentimiento general que se tiene respecto a ellos: «Tengo muchas ganas de librarme del espectáculo de estos miserables y de encerrarlos lejos de la vista de todos. Me molestan con sus llori­ queos, sus suspiros y sus súplicas lamentables, aunque esta lúgubre música no haya podido nunca sacarme un céntimo» 55. Sugiere, por tanto, que se les encierre en conventos. Hay demasiados viejos en este mundo prendado de belleza y juventud; contradicen de una ma­ nera irritante el optimismo oficial. Tomás Moro emprende la tarea de su «reinserción social», para lo cual suprime cualquier idea de retiro en la ciudad ideal. Los ofi­ cios y las magistraturas se ejercen de manera vitalicia, a razón de seis horas de trabajo al día. Se les debe respeto y deferencia a los ancianos, que deben ser servidos por los jóvenes, característica que recuerda la República de Platón y que contrasta con la práctica y con los sentimientos de los demás utópicos. Gyrano de Bergerac es­ cribirá un siglo más tarde: «Los ancianos deben rendir toda clase de respeto y de deferencia a los jóvenes..., pues sólo la juventud es apta para la acción» 56. En Utopía, «el jefe de una familia es el miem­ bro más anciano, y si los años han debilitado su inteligencia será reemplazado por aquél que más se aproxime a su edad» 57. Si al­ guien quiere viajar, debe obtener el consentimiento de su mujer y de su padre. Las mujeres de edad avanzada, lejos de ser desprecia­ das, pueden ser admitidas en el sacerdocio. El papel específico de los ancianos en la sociedad será el de moderar el ardor de los jóve­ nes y templar su petulancia al mismo tiempo que el de procurar que

se beneficien de su experiencia. Es la función tradicional del viejo sabio. Tomás Moro prevé las disposiciones prácticas para favorecer­ la: durante las comidas, que se hacen por supuesto en común, dos ancianos, «escogidos entre los de más edad y respetables», comen en la mesa de honor en compañía del magistrado y de su mujer: «A los dos lados de la sala son colocados de manera alterna dos jóvenes y dos individuos de más edad. Esta disposición reúne a los iguales y mezcla a la vez todas las edades; además, cumple un fin moral. Como no se puede hacer o decir nada que no sea percibido por los que están cerca, la gravedad de la vejez, el respeto que ins­ pira, reprime la petulancia de los jóvenes y les impide que se eman­ cipen más de la cuenta en palabras y en gestos... Se sirven las me­ jores raciones a los más viejos de las familias, que ocupan lugares fijos y principales; todos los demás son servidos con total igualdad. Estos buenos ancianos no tienen suficiente para dar a todo el mun­ do de su porción; pero la comparten como quieren con sus vecinos más cercanos. De esta manera se le rinde a la vejez el honor que se le debe, y este homenaje repercute en bien de todos... Los más an­ cianos entablan conversaciones honestas, pero llenas de jovialidad y alegría. Lejos de hablar solos y siempre, escuchan de buen grado a los jóvenes» 58. Finalmente, cuando el anciano, al llegar a una edad demasiado avanzada, se vuelve decrépito y completamente inú­ til, lo mejor que puede hacer es suicidarse. Reconocimiento del fra­ caso final: en toda sociedad que sitúa el bien común por encima del individual, el anciano impotente sólo tiene derecho a la muerte. Cualquier legislador que razone en términos de comunidad, de co­ munismo, de masa, de generalidad, de pueblo, del mayor número, está condenado a sacrificar a los no-productivos, si es consecuente consigo mismo. «¡Si existe el Paraíso, que no vayan a imaginarse des­ de luego los ingenuos una vuelta a las siestas del Edén, donde basta con alargar la mano para coger los frutos de un jardín delicioso! La felicidad debe pasar por el agotamiento, el sacrificio total, la abne­ gación del individuo en beneficio de la Salvación Pública y el mayor bienestar de la colectividad»; así describe Jacques Minois, con ra­ zón, el mundo de la utopía 59. Al menos Tomás Moro intenta atribuir un papel honorable a los

ancianos sanos. Antonio de Guevara ni siquiera hace ese esfuerzo. Lo que piensa de los viejos se lo declara sin rodeos: «Yo os comu­ nico, por si no lo sabéis, pobres ancianos, que estáis ya en tales con­ diciones que tenéis los ojos hundidos, los orificios de la nariz pega­ dos, los cabellos blancos, el oído perdido, la lengua tartamuda, los dientes caídos, la cara arrugada y los pies hinchados, y el estómago frío: finalmente os digo que si la sepultura supiese hablaros como a súbditos, podría obligaros en justicia a que vinieseis a habitar su casa» 60. Es cierto, piensa, que los antiguos hacían mucho caso a los ancianos: Aulo Gelio nos dice en la Noches áticas que los romanos hon­ raban a los viejos, que la vejez tenía precedencia sobre todas las co­ sas, incluso sobre los hombres más importantes, que los viejos eran adorados como dioses; en Esparta, Licurgo había ordenado que se respetara a los viejos; en Grecia, los bandidos se disfrazaban de vie­ jos para escapar a la justicia; parece ser que un filósofo dijo una vez a Pirro que la mejor ciudad del mundo era Molerda, en Acaya, por­ que todos los que gobernaban tenían cabezas blancas. Pero los an­ tiguos, continúa diciendo Guevara, tenían conciencia también de las desgracias de la vejez. Recuerda cómo Catón, habiendo encontrado un viejo que estaba llorando, le preguntó la causa: «Es por causa de las miserias de la vejez», le respondió el otro, quien, a la edad de setenta y siete años, había enterrado ya a su padre, su madre, su abuelo, dos tías, cinco tíos, nueve hermanas, once hermanos, tres es­ posas, cinco concubinas, catorce hijos, siete hijas casadas, treinta y siete sobrinos, quince sobrinas y dos amigos. El hombre que está car­ gado de años, atormentado por las enfermedades, perseguido por los enemigos, olvidado por sus amigos, visitado por los infortunios y ro­ deado de descrédito y pobreza, no debe pedir una larga vida 61. Por eso el suicidio a los cincuenta años sería la mejor solución para todos. Cuando publicó El reloj de príncipes en el año 1529, a la edad de cuarenta y nueve años, ¿hacía Antonio de Guevara esta propuesta en serio? En todo caso, lejos de atribuir a los ancianos un papel po­ sitivo en su sociedad ideal, se limita a imponerles un código de con­ ducta destinado a convertirlos en los más discretos y a hacerles pa­ sar desapercibidos. Si no se les puede matar, al menos que se les ol­ vide. Que dejen de reclamar los mejores puestos y de querer hablar

siempre los primeros mientras se comportan con frecuencia como lo­ cos; que dejen de cotorrear, de chochear, de vestirse como jóvenes y de correr en pos de placeres que ya no son de su edad: «¡Guando un joven le pide consejo sobre cómo relacionarse con los vivos el an­ ciano empieza a contarle la vida de todos los muertos!». Según él algunos ancianos de su tiempo ponen no poca ilusión en ponerse co­ fias en la cabeza, en hacerse afeitar la barba todos los días, en bus­ car pelucas falsas, llevar joyas al cuello, llenar sus gorros con ador­ nos de oro, inventarse caprichos de enfermo, cargar sus dedos con ricos anillos, ir perfumados con olores, buscar otras formas de ves­ tir; finalmente, al mismo tiempo que tienen la cara completamente arrugada no pueden soportar ni una sola arruga en su vestido 62. Todo lo que se les pide es que sean virtuosos y que se callen. A su edad no tienen ya derecho a cometer la menor extravagancia: «Por­ que si el joven peca algunas veces es porque le falta experiencia; pero si el anciano peca es porque le domina la malicia» 63. Los utópicos, que todo lo juzgan según las normas, son, pues, despiadados con la vejez. Gomo parten de una imagen preconcebi­ da e ideal del anciano, esperan de él la sabiduría y la virtud; el me­ nor defecto es intolerable en él. Al convertirse en un ser inútil por su decrepitud física, ya no es verdaderamente un hombre, sino un ejemplo, y si no actúa de acuerdo a este papel, debe desaparecer. Esta idea tan radical aparece en todos los intelectuales de la época con distinta intensidad. Para estos humanistas, los ancianos deben ser unos Néstor o no existir. Maquiavelo describe de la siguiente ma­ nera el cuadro de lo que debería ser la existencia de un viejo jefe de familia en el ámbito de la vida cotidiana de una familia de la alta burguesía. Hay que resaltar los términos: «grave», «reservado», «ho­ norable», «digno», «sabio», «serio», «puntual», «ejemplo», que ca­ racterizan la imagen estereotipada del anciano ideal: «Era un hombre grave, enérgico, reservado. Empleaba el tiempo honorablemente: se levantaba temprano por la mañana, oía misa y se ocupaba de las provisiones para todo el día; después despachaba los asuntos que podía tener en la plaza, en el mercado, y con los ma­ gistrados; cuando no los tenía, se entregaba a dignas conversaciones con alguno de sus conciudadanos, o bien, retirado a su casa, en su

gabinete, ordenaba sus libros y ponía al día sus cuentas; después, bromeaba en la mesa con todo el mundo; acabada la comida, con­ versaba con su hijo, le daba sabios consejos, le enseñaba a conocer a los hombres y le descubría lo que era la vida por medio de algu­ nos ejemplos antiguos o modernos; a continuación salía y dedicaba el día a los negocios o a distracciones serias y honorables; llegada la noche, el Ave Mana le encontraba siempre en casa; pasaba algunos momentos con nosotros al amor de la lumbre si era invierno, y des­ pués se retiraba a su gabinete para echar una última ojeada a sus asuntos; finalmente, por tercera vez, ocupaba su sitio alegremente para cenar. Esta vida regular era un ejemplo para todos en la casa, y cualquiera se hubiese avergonzado de no imitarlo; por eso reina­ ban juntos el orden y la felicidad» 64.

La vejez en el mundo de Shakespeare De lo normativo a lo descriptivo: el mayor fresco social y psico­ lógico del siglo XVI, la «comedia humana» del Renacimiento, la obra del gran William Shakespeare, ofrece, en su incomparable diversi­ dad, un cuadro vivido de la forma en que el maestro de Stratford veía a los viejos. Reflejo de su época al mismo tiempo que penetran­ te observador, Shakespeare ha sabido expresar la situación ambigua de la vejez no sólo en la confluencia de la Edad Media y la Edad Moderna, sino en su dimensión intemporal y universal. Ocaso de la vida, la vejez parece ser, sin embargo, una vuelta a los orígenes. Es nuestro último papel en la escena de la existencia, papel que se parece curiosamente al primero. Recuperando el tema de las edades de la vida, que asocia a su imagen favorita del teatro, Shakespeare desarrolla el drama del destino humano en siete actos: El mundo entero es un escenario, Todos, hombres y mujeres son solo comediantes, Todos hacen su entrada, cada uno sus salidas, Y mientras dura nuestra vida, representamos varios papeles.

Es un drama en siete edades. Primero el pequeñín que chilla y que babea en brazos de su nodriza. Después, el escolar que lloriquea, con su cartera, y la cara bien lavada que sólo le dura la mañana. Se va remoloneando como un caracol camino de la escuela. Después viene el enamorado de largos suspiros de fragua y su triste balada en honor de las perfectas pestañas de su amada. Luego viene el soldado lleno de juramentos y de pelos, pendenciero como una pantera. Persiguiendo esa burbuja de aire llamada gloria Hace guardia, en descanso, por su reputación e incluso bajo la boca en llamas del cañón. Luego el juez, con su panza atiborrada de un buen capón; ojo severo y barba formalista, lleno de sabios refranes, de lugares comunes. Así representa su papel... La sexta edad viste un flaco pantalón, por donde asoman unas pantuflas, en la nariz las gafas, al costado la alforja, Las calzas que tenía en su juventud, conservadas con esmero, son exageradamente holgadas para sus apergaminadas pantorrillas. Y su voz que antaño era fuerte y viril, vuelve de nuevo al falsete infantil, y modula silbidos. Y ya estamos en la escena final que pone fin al curso de esta extraña historia, se convierte en un niño, el niño que acaba de nacer, sin memoria, sin dientes, sin ojos, sin deseo, sin nada 65.

La escena final no tiene, pues, nada de divertida. El anciano es feo y débil. La belleza se marchita después de los cuarenta años: Cuando cuarenta inviernos pongan cerco a tu frente, Hollando tu belleza con zanjas muy profundas, El traje altivo y joven que ahora tanto admiramos no será más que andrajos valorados ruinmente 66.

Ninguna superioridad física es capaz de resistir a la vejez: «Una hermosa pierna enflaquecerá; una espalda recta se encorvará; una bar­ ba negra se volverá blanca; una cabeza llena de bucles se volverá

calva; un rostro bonito se marchitará; unos ojos llenos de vida se hundirán» 67. Es por eso por lo que el viejo es despreciado por los jóvenes: ... con mucha frecuencia los viejos tienen el aspecto de muertos, torpes, lentos y pesados, y grises como el plomo 68,

ironiza Julieta. Los jóvenes «pueden bromear a su gusto, sus burlas ignoradas caerán de nuevo sobre ellos mismos con todo su peso», de­ clara el viejo rey en Bien está lo que bien acaba; pero al mismo tiempo se lamenta: «La horrible vejez se apoderó de nosotros y agotó nues­ tra actividad» 69. En la segunda parte de Enrique IV, el juez clasifica a Falstaff dentro de la categoría de los viejos ante la simple compro­ bación de su fealdad: «¡Cómo apuntáis vuestro nombre en la lista de la juventud, vos, a quien todos los rasgos de la edad señalan como a un anciano! ¿Acaso no tenéis el ojo húmedo, la mano seca, la tez amarilla, la barba blanca, la pierna que mengua, el vientre que en­ gorda? ¿No tenéis la voz cascada, el aliento escaso, el mentón doble, la inteligencia simple, y todas vuestras facultades marchitas por la caducidad? ¿Y queréis pasar todavía por joven? ¡Fuera, fuera, fuera, sir John!» 70. Los viejos, que todo lo juzgan «con la acidez de su bi­ lis», son mentirosos y necios, ya que, igual que le pasa a la cerveza, «la fuerza se va cuando pasan los años» 71, y «de la misma forma que su cuerpo se desfigura, su juicio se corrompe con la edad» 72. Shakespeare recupera de nuevo en El peregrino apasionado la oposición clásica entre juventud y vejez, haciendo que la primera aventaje en todo a la segunda: Juventud no podría vivir junto a Vejez: Una rebosa gozo, la otra inquietud; Mañana estival una, deslumbrante de júbilo, La otra invierno desnudo, recubierto de escarcha. Juventud tiene ardor, Vejez no tiene aliento, La una es ligereza, la otra lentitud; Una es fuerte y caliente, la otra débil y helada, Una es puro entusiasmo, la otra sólo torpeza. Vejez, yo te aborrezco, y adoro a Juventud:

Joven es aquel que amo. Dulce pastor, date prisa, desafía a Vejez: ¡Tardas ya demasiado!, tal es mi parecer 73.

En «la noche de los abismos de la edad», reinan el sufrimiento, la debilidad, los achaques: el viejo Egeón, comerciante de Siracusa, se lamenta de los efectos que el tiempo ocasiona en su cuerpo: ha «gastado y roto mi pobre voz... cubierto con una avalancha de nie­ ve mi rostro marchito...; helado mi sangre en las venas» 74. Hamlet, en medio de su lúcida locura, declara «... los ancianos tienen la bar­ ba gris, el rostro arrugado, que sus ojos segregan goma vegetal y sa­ nies, que están llenos de falta de juicio, a la vez que de flojedad en las corvas» 75. Aquiles y Patroclo se burlan incluso del venerable Néstor, cuyos achaques remedan: «¡Por mi honor! Hay que conse­ guir que las flaquezas de la edad se conviertan en una escena cómi­ ca: Patroclo tosiendo, escupiendo y sacudiendo tembloroso su gola, que no deja de abrochar y desabrochar» 76. En El cuento de invierno, Polixenes se interesa por el estado del padre de Florizel, que es un hombre de edad avanzada. Sus preguntas revelan la idea que uno se hace a priori de un anciano: «¿No le han convertido en un estú­ pido la edad y los trastornos que acarrean los catarros? ¿Puede ha­ blar todavía? ¿Y oír? ¿Sabe distinguir un hombre de otro? ¿Es capaz de discutir sus propios intereses? ¿O incapaz está postrado en cama? ¿O solo hace de nuevo lo que hacía en su infancia?» 77. Encontramos en varias ocasiones esta idea de la vuelta a la in­ fancia en las obras de Shakespeare. Ya lo hemos visto en Como gus­ téis; en El rey Lear, Gonerila se burla de su padre: «¡Viejo inútil, que quisiera todavía asumir los poderes de los que abdicó! Por mi vida, estos viejos necios se vuelven niños; y hay que tratarlos con repri­ mendas a modo de caricias, cuando se ve que divagan» 78. Cuerpo y alma caminan juntos. Es una invectiva que recuerda la teoría de los humores; Timón de Atenas fustiga la frialdad de los viejos: «La ingratitud es hereditaria en estos viejos amigos; su sangre está coagulada, fría, fluye con dificultad. No son buenos porque les falta calor: todas las criaturas se preparan para el viaje de retorno a la tierra, volviéndose apáticas e inertes» 79.

Hay un personaje que resume toda la angustia y la ambigüedad de la vejez: el rey Lear. Es una víctima, desde luego, pero no una víctima inocente. Su vanidad de hombre anciano hace que prefiera los halagos de Gonerila y Regania a la frialdad aparente de Cordelia, a la que deshereda en un acto injusto. Es su primera falta. La segunda es ceder el poder, buscar un confortable retiro, «desemba­ razar a nuestra vejez de todos los cuidados y negocios para confiar­ los a fuerzas más jóvenes, mientras nosotros, liberados de la carga, nos encaminamos poco a poco hacia la muerte» 80. La vanidad y la flaqueza constituyen, pues, la raíz de sus desgracias, y el desprecio con el que sus hijas lo tratan no está del todo injustificado: «Gonerila: Ya veis qué cambiante es su vejez. La observación que acabamos de hacer no es de las menores: siempre sintió predilección por nuestra hermana, y queda patente su falta de juicio por la for­ ma en que acaba de desheredarla. »Regania: Achaques de la edad; verdaderamente nunca tuvo gran dominio de sí mismo. »Gonerila: Las muestras que en otro tiempo dio de mayor firme­ za no fueron sino arrebatos; por tanto, debemos esperar de su vejez no solamente los defectos arraigados de antiguo, sino también la con­ ducta desordenada e irregular que traen consigo los años de achaques e irritación» . «Anciano pobre, achacoso, débil y despreciado», Lear es tam­ bién, por confesión propia, «un anciano caduco y torpe, que tiene ochenta años, ni una hora más ni una menos. Y, hablando con fran­ queza, me temo que no estoy completamente en mi sano juicio» 82. El principal reproche que le hacen, y que él reconoce como cierto en sus momentos de lucidez, es su falta de sensatez, cuando todos coinciden en afirmar que ésta es fundamental en los viejos: «Como sois anciano y venerable, deberíais ser sensato» 83, le dice su hija Go­ nerila; y su bufón exagera aún más: «No deberías haber envejecido hasta ser más sensato» 84. No es, por tanto, a la vejez por sí misma a la que se condena en este caso, sino a un anciano, víctima de sus propios errores. Pero no es menos cierto que esta tragedia represen­ ta también un proceso a la situación de los viejos, colocados en un medio hostil que no les permite tener ningún desfallecimiento. La • /

Q1

más pequeña debilidad les puede resultar fatal; los errores que a los jóvenes se les perdonan fácilmente, son en ellos imperdonables; los fracasos que los más jóvenes pueden superar sin dificultad, son para ellos definitivos. Porque ellos deben ser sensatos, ya que todos espe­ ran que lo sean. La sociedad, que se encarga de mantener al ancia­ no, exige en él la sensatez, y su juicio puede ser despiadado. El rey Lear no es el único anciano de la obra. El honrado duque de Gloucester es también un hombre de edad avanzada, y será asi­ mismo una víctima. Nos hallamos ante otro aspecto del desamparo de los viejos: el conflicto entre las generaciones, la impaciencia de los jóvenes que empujan a sus mayores hacia la nada, «los jóvenes se levantan cuando los viejos caen» 85. Edmundo, hijo bastardo de Gloucester, tratará de desembarazarse de su padre para heredar el título. Rechaza el orden social y familiar y expresa las reivindica­ ciones de la juventud frente a la autoridad de los padres, conflicto que se manifiesta en numerosos casos de la vida política del siglo XVI: «Este respeto cortés y falso para con la vejez nos amarga la exis­ tencia en nuestros mejores años; nos priva de nuestras fortunas has­ ta que somos viejos y la edad nos impide disfrutarlas. Comienzo a ver una traba necia y vana en la opresión de una tiranía servil que gobierna no porque sea fuerte, sino porque se la tolera» 86. Es cierto que se conceden a la vejez algunas prerrogativas, pero éstas no son sino una muestra de condescendencia hacia la debili­ dad propia de esta edad. Por eso es por lo que Leonato niega que quiera sacar provecho de ella: «No hablo como un viejo chocho ni como un necio para, aprovechándose del privilegio que me otorga la edad, jactarme de lo que he hecho cuando era joven y de lo que haría si no fuera viejo» 87. El respeto y la sensatez forman parte más bien de todo el aparato que acompaña a la imagen estereotipada de la vejez que no de la realidad: «¡El buen sentido y la cordura están hechos para los viejos!» 88. «Lo que acompaña habitualmente a la vejez, como el honor, la amistad, la obediencia, numerosos ami­ gos» 89, todo eso sólo existe en los libros. «Príamo, ¿por qué eres vie­ jo y todavía no eres sensato?», pregunta Lucrecia 90. En suma, si los viejos tienen alguna cualidad, no parece que ésta sea la sensatez. «Si ser viejo y alegre es un pecado, sé de más de un viejo convidado que

estaría condenado» 91, declara FalstafF, modelo de vividor, y el mé­ rito del viejo criado Adam es el resultado de haber sabido conservar su fuerza física: Aunque parezca viejo, soy aún fuerte y astuto, Pues jamás abusé, cuando mi juventud, De esos licores que hacen las sangres pendencieras. No he perseguido nunca con obscena mirada Placeres que provocan cansancio y lasitud Por eso estoy tan sano como un áspero invierno, Helado, mas afable; si soportáis que os siga, Os serviré tan bien como lo haría un joven, Todo lo arrostraré, pese a mi barba blanca 92.

Los viejos descarados son más numerosos que los viejos sen­ satos, y son pocos los que responden al tipo tradicional. Sea lo que sea, la vejez es algo muy triste, el final miserable de una vida que no es otra cosa que ilusión. En Medida por medida, el duque se dirige a la vida humana de la siguiente manera: «No tienes ni juventud ni vejez y, por decirlo de alguna manera, no eres más que una siesta de sobremesa que sueña un poco con las dos. Tu bendita juventud envejece deprisa y mendiga las limosnas de la senectud, y cuando, madura finalmente y opulenta, ¡oh vida!, ya no tienes ni calor ni pa­ sión, ni fuerza, ni belleza para disfrutar tus tesoros, ¿qué queda en ti que pueda llamarse vida? ¡Y en esta vida se esconden otros mil muertos más! Sin embargo, tenemos miedo a la muerte, que iguala todas estas cuentas» 93. Por todo lo visto, el balance literario de la vejez en el siglo XVI es completamente negativo. La senectud es para los humanistas el aguafiestas que, con su fealdad, sus achaques y su necedad, viene a estropear el encanto de la existencia y a proporcionar a la vida un fin ridículo y desdichado. ¿Por qué todo tiene que acabar trágica­ mente? Solamente un poeta parece estimar la vejez: Agrippa d’Aubigné, para quien «una rosa de otoño es más exquisita que ninguna otra». Disfrutó plenamente de un confortable retiro como hidalgo campesino, en su castillo de Crest, conservando su plenitud física hasta su muerte, que tuvo lugar cuando contaba setenta y ocho años.

Casado en segundas nupcias, hacia los setenta años, con Renée Burlamachi, veinte años menor que él, saborea como un hombre culti­ vado el encanto de la «vejez dichosa»: Menos deleites hay, más también menos penas; Se calla el ruiseñor, se callan las sirenas. No vemos recoger los frutos ni las flores. Se acabó la esperanza, casi siempre ilusoria. Todo lo puede el invierno, vejez afortunada, La estación del placer, no ya de los esfuerzos.

D ’Aubigné es la excepción; muerto en 1630, pertenece ya a otra época, aquélla en la que se recupera la vitalidad de la religión, que provocará nuevamente un cambio en la perspectiva. Pero para el hombre del Renacimiento, tanto para el humanista como para el cor­ tesano, la vejez sigue siendo el signo del fracaso último de los inten­ tos de crear al superhombre. Porque la vejez nos obliga a perder to­ das las virtudes del hombre ideal: belleza, fuerza, voluntad y capa­ cidad intelectual. Nos priva del amor y de los placeres terrenos. Es sufrimiento y flaqueza. Es el mal del siglo que los utópicos sueñan con suprimir.

El siglo XVI: la importancia real de los ancianos

Una de las paradojas del siglo XVI, y no de las menores, es la con­ tradicción evidente que se da entre la imagen teórica que tiene de la vejez y el papel real desempeñado por los ancianos en la socie­ dad, la economía, la política y el arte. Al mismo tiempo que procla­ ma su aversión hacia los viejos por mediación de sus humanistas, el Renacimiento les confía las responsabilidades más elevadas y les con­ cede también los mayores honores. Si el siglo comenzó bajo el signo de la juventud con el brillante trío Francisco I, Enrique V III y Car­ los V, terminó bajo el de la gerontocracia, con el no menos célebre triunvirato Felipe II, Isabel y Solimán, cuyos miembros mueren to­ dos sobrepasados los setenta años. A pesar del descrédito, los ancianos son el grupo proveedor de multitud de soberanos, ministros, guerreros, diplomáticos, comer­ ciantes, eclesiásticos, lo que explica la completa indiferencia que se da en la realidad a la opinión aceptada... a menos que la opinión sea sólo una reacción contra esa realidad. En estas épocas en las que todavía se desconoce la propaganda de tipo moderno, dicha opinión es generalmente la de personajes «independientes», pensadores, es­ critores, artistas, que manifiestan sentimientos personales motivados por el contexto de su tiempo, la tradición y las modas intelectuales. No existen periódicos, radio ni televisión que suministren a la socie­ dad sus modelos. Muy pocos hombres del siglo XVI han visto a sus gobernantes, sean civiles o eclesiásticos, que siguen siendo abstrae-

dones cuya existencia sólo puede comprobarse a través de las deci­ siones, los impuestos, las guerras o la justicia. El poder y la opinión se desconocen entre sí, pues cada uno se mueve en una esfera dife­ rente. No es nada extraordinario que, en estas condiciones, cada uno evolucione de forma casi independiente, y mientras por un lado se tiene a los ancianos en muy poca estima, por otro los Estados les con­ fían muchas más responsabilidades que antes.

Los ancianos en las estadísticas demográficas: resultados todavía dudosos Este hecho no es debido en absoluto a un aumento de la longe­ vidad o de la proporción de personas ancianas en la población. Las cifras, que se vuelven más numerosas y precisas con el tiempo, así lo demuestran. Los hombres empiezan a conocer su edad de forma más exacta, aunque no todos poseen datos tan minuciosos como Benvenuto Cellini, que sabe que en su nacimiento «el parto tuvo lugar la noche siguiente al día de la fiesta de Todos los Santos, exacta­ mente a las cuatro y media del año 1500» l. En su estudio sobre la demografía bretona en los siglos XVI y XVII, Alain Croix señala que la edad de los ancianos hospitalizados se indica generalmente con bastante exactitud: los casos en que se da una diferencia importante entre la edad declarada y la edad real no sobrepasan el 10 % del total. Un anciano que decía «que tenía más de ochenta años», tenía en realidad, después de comprobarlo, ochenta y un años y seis meses 2. Es que de ahora en adelante exis­ ten ya medios de control. «En efecto, a partir de la Reforma la ins­ cripción en el registro se generaliza, tanto en países católicos como protestantes; y en éstos tanto más cuanto que las Iglesias luterana, anglicana y calvinista procuran impedir la proliferación de las sec­ tas. Con frecuencia interviene la autoridad civil, consciente del in­ terés que presenta el empadronamiento tanto para el orden público como para la condición de los bienes y de las personas» 3. Los re­ gistros de bautismos, matrimonios y defunciones se multiplican en países católicos desde antes de la Reforma: en regiones tan distintas

como Avignon (1509), Sevilla (1512), Angers (1504), Verzprem (Hungría, 1515), Lisieux (1505), se ordena a los curas que anoten los nombres, apellidos y fecha de nacimiento de los bautizados, y la edad de los difuntos. Los censos de población se multiplican al mismo tiempo: Dresde (1430), Ypres (1431), Nuremberg (1449), Basilea (1454), Estrasbur­ go (1470), etc. A nivel estatal encontramos censos en el reino de Va­ lencia (1527), en Sicilia (1548), en Saboya (1561), en Sajonia (1571), a los que hay que añadir las «Relaciones topográficas de Felipe II» 4. Estas averiguaciones tienen casi siempre una finalidad fiscal o in­ cluso religiosa (asegurarse de que los bautismos se llevan a cabo y del grado de consanguinidad). Pero hay otra práctica que estimu­ lará la elaboración de estadísticas relativas a la longevidad y que conducirá a la confección de las tablas de mortalidad: las rentas vi­ talicias y los seguros de vida. Las rentas vitalicias existen desde la Antigüedad, y la Tabla de Ulpiano se había creado para evaluar su valor en el activo y el pasivo de las sucesiones en el siglo III. En la Edad Media, algunos municipios flamencos hacían empréstitos reembolsables en rentas vitalicias, lo que hace suponer que ya exis­ tían cálculos de probabilidad relativos a la longevidad media. Pero este sistema se desarrollará sobre todo en el siglo XVII, con las tontinas 5. Los seguros de vida empezarán más tardíamente, a causa de la oposición de la Iglesia, que consideraba como algo reprobable la especulación sobre la muerte y la vida de los hombres. Prohibidos en los Países Bajos españoles (1570), en Génova (1588), en Holanda (1598), se han hecho sin duda más o menos clandestinamente, y de forma segura en Inglaterra, ya que Thomas Wilson habla de ellos en su Disertación sobre la usura de 1569 6. Casi todos los resultados de estas diversas averiguaciones, ya sean políticas o económicas, se han perdido. Pero las investigacio­ nes demográficas modernas restablecen en parte la realidad demo­ gráfica del siglo XVI relativa a la importancia y longevidad de las personas de avanzada edad. De ellas se desprenden dos conclusio­ nes: la disminución de las epidemias, que afectaban fundamental­ mente a los jóvenes, hace que descienda la proporción global de an­ cianos en el conjunto de la población; por otra parte, la longevidad

sigue siendo igual a la de la Edad Media. Veamos algunos ejem­ plos. En Italia, J. C. Russell ha llevado a cabo un estudio sobre la edad en el momento del fallecimiento de 2.527 personas en Pouzzole en 1489, y de 2.918 personas en Sorrento en 1561 7. Los resultados son los siguientes: E dad al m o r ir (a ñ o s )

60-64 ................. 65-69 ................. 70-74 ................. 75-79 ................. 80-89 ................. 90-99 ................. 100 y más ..........

P o u z z o l e (1489)

S o r r e n t o (1561)

Sobre 1.394 HOMBRES

S o bre 1.133 m u je r e s

S o bre 1.483 h o m b r es

S o bre 1.435 m u je r e s

30 4 15 0 3 1 0

32 5 21 2 9 3 2

51 25 11 9 7 0 2

54 38 6 11 5 3 0

Son cifras bastante sorprendentes por la relativa escasez del nú­ mero de ancianos y, sobre todo, por la mayor proporción de muje­ res: el 3,9 % de los hombres y el 6,5 % de las mujeres murieron con más de sesenta años en Pouzzole; en Sorrento, las proporciones son del 7 y del 8 % respectivamente. ¿Señal de un descenso de la mor­ talidad debida a los partos? Serían necesarios más estudios para con­ firmarlo. Encontramos una situación muy diferente en Bretaña, donde el número de personas de edad avanzada parece mucho más elevado, como lo muestran las cifras de Alain Groix, aunque estas cifras pe­ netran ampliamente en el siglo XVII 8. Los registros parroquiales de Saint-Malo de 1601 a 1625 no se­ ñalan con exactitud la edad en el momento del fallecimiento, sino solamente el nivel de edad. Así, por ejemplo, de 97 fallecimientos se dice en 32 ocasiones «anciano» o «anciana», es decir, en el 32,9 % de los casos 9.

EDAD DE FALLECIMIENTO DE ADULTOS EN ALGUNAS PARROQUIAS BRETONAS EN LOS SIGLOS XVI Y XVII 60-69 A ñ o s

Couffé ........................................ Notre-Dame de Guimgamp .. Notre-Dame d’Hennebont .... Loudéac .................................... Ménéac ..................................... Saint-Jacques de Nantes ...... Névez ......................................... Ossé ........................................... Piriac ......................................... Plozevet ..................................... Le Theil ....................................

(%) 22,2 20,7 17,8 17,3 17 18,4 25,2 16,4 15 20,4 26,6

M ás de 70 años

(%) 15,2 18 11,4 9,8 ? 13 16,4 19,3 p

14,2 12,4

Los ancianos en la aristocracia: un crecimiento importante, sobre todo entre las mujeres Se han realizado en Inglaterra estudios detallados en los medios aristocráticos del siglo XVI 10. Aunque éstos estén limitados a una categoría social numéricamente restringida, las conclusiones revelan las tendencias generales de la época, ya que se han hecho cálculos comparados con los períodos anteriores. De una manera general pue­ de decirse que la esperanza de vida apenas ha aumentado con res­ pecto a la antigüedad romana, si nos atenemos a la Tabla de Ulpiano: un noble inglés de cincuenta años puede esperar vivir 2,5 años más que un romano del siglo III, y si tiene setenta años sólo vivirá por término medio un año más. Aparece sin embargo un factor que favorece la mayor longevidad en la nobleza: el descenso evidente del número de muertes violentas, debido sobre todo a la terminación de las guerras civiles: mientras que de 1330 a 1479 el 46 % de los no­ bles de más de quince años morían en combate, sólo lo hacía el 19 % de 1480 a 1679. La consecuencia es evidente: hay muchos más hom­ bres que llegan a los sesenta años, mientras que la proporción de mu­

jeres sigue siendo la misma: entre 1330 y 1479, de 100 nacimientos masculinos sólo quedaban ocho supervivientes que llegaron a los se­ senta años; el número sube hasta 15 en los años comprendidos entre 1480 y 1679. Nos encontramos ante un hecho importante, si tene­ mos en cuenta que de este medio social se abastece la casi totalidad de los dirigentes políticos: la monarquía de los Tudor tendrá a su servicio el doble de servidores viejos que los York o los Lancaster. Mientras que las matanzas de la guerra de las Dos Rosas habían truncado muchas carreras políticas, los nobles del siglo XVI tienen la posibilidad de prolongar sus actividades hasta una edad avanza­ da; ahora veremos que eso fue exactamente lo que sucedió. Esta ob­ servación es válida, aunque en menor medida, para toda Europa, donde la nobleza, a pesar de las guerras de los Habsburgo y los Valois y de las guerras de religión, tuvo que padecer menos que en épo­ cas precedentes. Estos mismos estudios ingleses confirman la inversión de la ten­ dencia señalada en Italia: hay más mujeres que alcanzan la vejez, y viven generalmente más tiempo que los hombres: de 100 nacimien­ tos femeninos, 19 siguen vivas entre los años 1330 y 1479, y 17 entre 1480 y 1679. La esperanza de vida a la edad de sesenta años, que era de diez años para los hombres y de 8,2 para las mujeres entre 1330 y 1479, pasa a ser respectivamente de 9,2 años y 10,3 años en­ tre 1480 y 1679: el siglo XVI representa un importante cambio en este terreno. De 100 personas nacidas entre 1500 y 1599, quedan: Con 70 Con 80 Con 85 Con 90

años: 6,9 entre años: 0,6 entre años: 0,1 entre años: 0 entre

los hombres los hombres los hombres los hombres

y9 y2 y 0,6 y 0,1

entre las entre las entre las entre las

mujeres mujeres mujeres mujeres

Dicho de otra forma: un hombre de setenta años nacido entre 1500 y 1599 puede esperar vivir todavía 4,9 años por término me­ dio, y una mujer 6,8 años. A juzgar por las cifras suministradas por un artículo de T. H.

Hollingsworth 11, es en el último cuarto de siglo cuando la diferen­ cia se acentúa de forma brutal: E dad al

MORIR

50-54 años ............................... 55-59 años ............................... 60-64 años ............................... 65-69 años ............................... 70-74 años ............................... 75-79 años ............................... 80-84 años ............................... 85 en adelante......................... Total: 50 años en adelante ...

H o m b r es

M u jeres

N a c id o s e n t r e 1550 y 1574

(%)

12,8 6,3 6,3 2,5 5,1 2,5 1,3 1,3 38,1

10,2 13,2 5,8 4,4 4,4 4,4 0 0 42,4

H o m b r es

M u jer es

N a c id o s e n t r e 1575 y 1600

(%)

6,6 7 7,1 5 3 3,8 1,9 0,9 35,3

10,6 10,3 7,6 5,4 2,9 2,4 0,7 1 7 ,2 0 57,1

El hecho parece, pues, definitivo, y no se modificará hasta nues­ tros días: mientras que desde la Antigüedad hasta el siglo XV las mu­ jeres morían más jóvenes que los hombres, y los ancianos varones eran con mucho los más numerosos, en el siglo XVI sucede lo con­ trario, al menos en los medios aristocráticos, en los cuales se mejo­ ran las condiciones de higiene en los partos. No es posible por el mo­ mento hacer extensible este resultado a las capas populares por fal­ ta de suficientes datos. Pero de aquí en adelante es importante este hecho: una de las novedades del siglo XVI es la relativa prolifera­ ción de ancianas en la nobleza. ¿No podemos ver en esto una de las razones del encarnizamiento de los hombres de letras contra las viejas y del éxito de la rosa que se marchita? «Guando seas muy vieja, a la luz de una vela...» Esta previsión habría sido una incongruencia antes del siglo XVI, ya que la amada habría muerto con toda probabilidad antes de los cincuen­ ta años. Si Ronsard puede permitirse escribir este bello poema, se lo debe sin duda alguna a un cambio demográfico de su época, en la que se empieza a ver, en efecto, a numerosas ancianas en los cas­ tillos y casas solariegas.

El fenómeno ha impresionado de forma inconsciente a los con­ temporáneos de las clases privilegiadas, en las que se encuentran pre­ cisamente los poetas y humanistas. Como aumentan con más fre­ cuencia que antes las «feas presumidas», están más sensibilizados arle los efectos devastadores del tiempo sobre la belleza femenina y llenos de aprensiones acerca del futuro de su bienamada. Al descu­ brir a la anciana, se ensañan contra el escándalo que supone la fe­ minidad repelente.

Desprecio por la vejez y admiración por los ancianos Debemos señalar en todos los ambientes la presencia de perso­ nas muy ancianas sin que deje de manifestarse en ello un cierto or­ gullo, que contrasta con las críticas literarias que hemos referido: «En una capital del departamento de Herefordshire, tuvo lugar un baile realizado por ocho hombres, la suma de cuyas edades ascen­ día a ochocientos años; algunos tenían tantos años por encima de cien como otros tenían por debajo» 12, cuenta Francis Bacon. Y no­ sotros hemos podido ver en un pequeño cementerio del condado de Essex la tumba de una tal Mary Ellis, a quien una excepcional lon­ gevidad permitió conocer tres siglos; nació en 1490 y murió el 3 de junio de 1609, a la edad de ciento diecinueve años 13. Benvenuto Cellini habla con orgullo de su abuelo, Andrea, que vivió más de cien años, y cuando la ocasión se lo permite no deja de mostrarnos con simpatía la edad de los viejos que conoce: así, por ejemplo, uno de sus obreros «tenía por tío un bondadoso anciano de más de setenta años de edad, que era médico y cirujano y que incluso se dedicaba un poco a la alquimia». En otro lugar señala los setenta y nueve años del pintor Giuliano Burgiardini. Francis Bacon valora el hecho de que, según él, de todas las criaturas vivas el hombre sea el que vive más tiempo, aunque su longevidad se haya reducido en tres cuartas partes tres generaciones después del diluvio. Piensa también que esta longevidad aumenta, y que sus contemporáneos viven más tiempo que sus antepasados de la Antigüedad. Por una parte, «las edades de las ninfas, de los faunos y de los sátiros, adorados antaño

de forma supersticiosa, no son más que sueños y fábulas, contrarios a la filosofía y a la religión», y por otra, los personajes históricos del antiguo Oriente Medio no han vivido desde luego tanto tiempo como se dice. Los cien años de Ramsés II son para él una leyenda, y los faraones no vivirían seguramente más de cuarenta o cuarenta y cin­ co años. Después de Moisés, la duración de la vida humana es apro­ ximadamente de ochenta años, pero sometida a variaciones según el clima y las ocupaciones de la población; y él ha podido ver, en Bethleem Hospital, a las afueras de Londres, a locos de una edad muy avanzada. El orgullo que se siente por su avanzada edad y la admiración que se profesa a los muy ancianos son, pues, la otra cara de la ac­ titud que el siglo XVI manifiesta hacia la vejez. Llegar a los ochenta años es una especie de hazaña deportiva. Esta época, que practicó el culto al héroe, no podía permanecer indiferente a ello. Además, ¿no había vivido Platón, el ídolo, el semidiós, ochenta y un años, y escrito sus obras más hermosas en el ocaso de la vida? Esto restaba a los sentimientos de gerontofobia una buena parte de su importan­ cia. ¿Acaso Rafael no dio trabajo a numerosos ancianos en su Es­ cuela de Atenas? Si por una parte se desprecia fácilmente a los vie­ jos contemporáneos, a todos complace el representar a los antiguos filósofos con rasgos de ancianos; si se soportan mal los defectos de los viejos aún vivos, sin embargo uno se siente predispuesto a idea­ lizar a los viejos muertos; la edad, que perjudica al hombre de hoy, daba prestigio al hombre de hace siglos. Ambigüedad y contradic­ ción son, una vez más, el patrimonio de la naturaleza humana. ¡Y qué diferencia entre las representaciones de ancianos imagi­ narios y los retratos de ancianos auténticos! Así como los primeros son repelentes, símbolos portadores de las miserias de la vejez, víc­ timas propiciatorias cargadas del odio hacia los defectos y debilida­ des de la vejez, los segundos, por el contrario, son dignos, expresan la sabiduría y la experiencia de individuos reales con frecuencia no­ tables. Es cierto que el retratista no puede permitirse bajo ningún concepto que el rostro del que le encarga el cuadro aparezca defor­ mado; debe representarlo de manera que pueda ser reconocido y que el cuadro sea una obra de arte agradable a la vista de los que la con­

templen. Pero nada obligaba a Durero, capaz de pintar repulsivos personajes inventados, a regalar con tantas cualidades a los ancia­ nos reales cuyos retratos realizaba: Michael Wolgenut, su maes­ tro 14, de rostro anguloso y huesudo, dotado con una mirada de una extraordinaria pureza, de una vida y de una energía intensas; Jérome Holtzschuher, senador de Nüremberg 15, cuya barba y cabellos blancos apenas atenúan su aspecto enérgico, incluso severo; san Je­ rónimo 16, que en realidad es Rodrigo de Almada, embajador de Juan III, meditando ante un cráneo; su misma madre 17, represen­ tada a la edad de sesenta y tres años con mucho realismo y vivaci­ dad en la mirada. Nada obligaba tampoco a Rafael y a Tiziano a mostrarnos sim­ páticos a los papas del Renacimiento, atenuando la afectación altiva y la energía arisca de Julio II con un tinte de amargura, y hacién­ donos olvidar las deformaciones del pequeño cuerpo encogido del oc­ togenario Paulo III con un rostro resplandeciente de extrema mali­ cia 18. ¡Y qué grandeza en la austeridad absolutamente puritana de la serie de los retratos Tudor de la National Portrait Gallery! Gran­ deza en esos hombres vestidos de negro: William Warham, ochenta y dos años, arzobispo de Canterbury; Hugh Latimer, setenta años; William Paulet, ochenta y siete años, marqués de Winchester; Wi­ lliam Cecil, setenta y ocho años, tesorero de Isabel I; Nicolás Heath, setenta y siete años, obispo de Rochester y de Worcester; William Whitgift, setenta y cuatro años. En todas estas obras, así como en el San Jerónimo, de Pedro Berruguete 19, el Jan Gerritsz, de Jacob de Amsterdam 20, la Anciana, de Backer 21 y, más tarde, la Pareja de an­ cianos, de Gossaert 22, el artista está cercano al personaje, lo que le permite captar sus cualidades. El contraste se da en este caso entre la oposición a la vejez abstracta y la simpatía hacia los ancianos con­ cretos. A modo de transposición, de enfrentamiento entre realistas y nominalistas, la vejez es odiosa, pero cada anciano en particular es digno de estima.

La vejez y el poder político Por otra parte, numerosos ancianos desempeñaron un papel po­ lítico o militar sobresaliente debido a sus cualidades personales. Los ejemplos no faltan: Entre los militares, Blaise de Monluc (muerto a los setenta y cin­ co años), Andrea Doria (noventa y cuatro años) y su adversario Barbarroja (más de ochenta años), Villiers de l’Isle Adam (setenta años), Anne de Montmorency (setenta y cuatro años). Entre los jefes de Estado, Isabel (muerta a los setenta años), So­ limán (setenta y dos años), Bajazet II (sesenta y cinco años), Enri­ que, rey de Portugal (sesenta y ocho años), el emperador Federi­ co III (setenta y ocho años), Federico I de Dinamarca (sesenta y dos años), Federico II, el elector palatino (setenta y cuatro años), su su­ cesor Federico III (sesenta y un años), su homónimo Federico III de Sajonia (sesenta y dos años), Segismundo I de Polonia (ochenta y un años), Segismundo III (sesenta y seis años), Iván III (sesenta y cinco años), Cosme de Médicis (setenta y cinco años), Felipe el Bue­ no (setenta y un años), y la serie de los dux de Venecia con, entre otros, Tommaso Mocenigo (ochenta años), Francesco Foscari (ochenta y cuatro años), Pietro Mocenigo (setenta años), Giovanni Mocenigo (setenta y siete años), Agostino Barbarigo (ochenta y dos años), Andrea Gritti (ochenta y tres años), Alvise Mocenigo (seten­ ta años). Entre los papas, Martín V (sesenta y tres años), Calixto III (ochenta años), Eugenio IV (sesenta y cuatro años), Sixto IV (seten­ ta años), Alejandro VI (setenta y dos años), Pío III (sesenta y cua­ tro años), Julio II (setenta años), Adriano VI (sesenta y cuatro años), Paulo III (ochenta y un años), Julio III (sesenta y ocho años), Pau­ lo IV (ochenta y tres años), Pío IV (sesenta y seis años), Pío V (se­ senta y ocho años), Gregorio XIII (ochenta y tres años), Sixto V, Ur­ bano VII (sesenta y nueve años), Inocencio IX (setenta y dos años), Clemente VIII (sesenta y nueve años), León XI (setenta años). Entre los consejeros reales, el cardenal Gattinara (sesenta y cin­ co años), Nicolás de Granvela (sesenta y cuatro años), Hurtado de Mendoza (setenta y dos años), Antoine Duprat (setenta y dos años),

Michel de PHospital (sesenta y ocho años), Cheverny (setenta y un años), Olivier de Serres (ochenta años), el presidente Jeannin (ochenta y dos años), Brülart de Sillery (ochenta años), Achille du Harlay (ochenta y tres años), Glaude de PAubespine (sesenta y sie­ te años), el canciller Pomponne de Belliévre (setenta y ocho años), Duplessis Mornay (setenta y cuatro años), Sully (ochenta y un años), el tesorero William Gecil (setenta y ocho años), Thomas Howard (ochenta y un años), su hijo y homónimo (ochenta y un años), el canciller John Gage (setenta y siete años), el chambelán William Paulet (ochenta y siete años). La lista no es de ningún modo exhaustiva. Es verdad que estos personajes no han sido viejos siempre, y es importante conocer el pe­ ríodo de su vida durante el cual han ejercido sus funciones. Pues si bien la mayor parte de ellos han permanecido activos hasta el final de su vida, algunos han abandonado la vida política y han vivido sus últimos años retirados. Sully, por ejemplo, fue destituido de su cargo en 1611, cuando contaba cincuenta y un años. En cambio, so­ beranos, papas y dux, normalmente titulares vitalicios, permanecen casi siempre ejerciendo su función hasta el final. Pero es preferible, si se puede, hacer una aproximación estadística. Hay un medio que se presta bien a ello, el de los consejeros reales, particularmente en Inglaterra, donde las instituciones monárquicas, que están bien de­ finidas, permiten elaborar listas de titulares de las distintas funcio­ nes. El estudio de la carrera de estos personajes, realizado con la ayu­ da del inestimable Dictionary of National Biography, nos da la respues­ ta a la siguiente pregunta: ¿a qué edad escogían los Tudor a sus con­ sejeros? El cuadro siguiente, realizado con 100 titulares de los más altos cargos de la administración inglesa entre los años 1485 y 1558, indica la media de edad de la toma de posesión, de renuncia y de fallecimiento:

F u n c io n e s C a rg os

Chambelán ................ Canciller .................... Tesorero...................... Mariscal...................... Tesorero de la Casa Real .......................... Oficial del Sello Privado .................... Administrador de la Casa R eal................. Almirante................... Mayordomo de la Casa R eal................. Master of the rolls ....... Secretario del Rey ....

N úm .

E dad M ed ia

de

A LA TOMA DE POSESIÓN

CASOS

A LA RENUNCIA

a., 9 m. a., 2 m. a. a., 1 m.

68 a., 9 m. 67 a. 74 a. 63 a., 4 m.

4 51 a., 6 m.

61 a., 3 m.

71 a., 3 m.

10 51 a., 4 m.

59 a., 2 m.

64 a., 5 m.

11 49 a., 3 m. 9 47 a., 4 m.

54 a., 4 m. 51 a., 5 m.

65 a., 8 m. 60 a., 6 m.

3 46 a., 6 m. 14 42 a., 8 m. 16 40 a., 5 m.

55 a. 48 a. 48 a., 4 m.

62 a. 56 a., 9 m. 63 a., 5 m.

6 12 4 6

58 54 53 53

a. a., 1 m. a., 3 m. a., 1 m.

64 60 71 62

Al

FALLECIMIENTO

La administración de los Tudor está, por tanto, en manos de per­ sonas experimentadas, tanto más ancianas cuanto más importante es el cargo: los empleos más importantes no se alcanzan antes de los cincuenta años, pero difícilmente se continúa siendo titular hasta la muerte. La cumbre de la carrera es la tesorería, que con frecuencia se mantiene hasta pasados los setenta años. Thomas Howard fue ti­ tular de ella durante veintiún años, de los cincuenta y ocho a los se­ tenta y nueve, y murió tres años después de su renuncia, en 1524. Los cambios de reinado apenas provocan trastornos, aunque inclu­ so vayan acompañados de cambios religiosos. Los nuevos monarcas mantienen a los viejos consejeros, ya que son indispensables por su conocimiento de los asuntos de Estado. Sólo los cambios de humor de Enrique VIII interrumpieron algunas carreras, como la del Can­ ciller Tomás Moro, ejecutado a los cincuenta y siete años, en 1535. El mejor ejemplo de esta continuidad es William Paulet, primer marqués de Winchester, que atravesó sin dificultad los reinados de Enrique VIII, Eduardo VI, María Tudor e Isabel, respetado por todos por su sabiduría y experiencia. Nacido en 1485, a los veintisiete

años es ya sheriff de Hampshire, miembro del consejo privado en 1525, a los cuarenta años, administrador de la casa real en 1532 (cua­ renta y siete años), después embajador en Francia y encargado de diversas misiones, tesorero de la casa real de 1537 a 1539 (de los cin­ cuenta y dos a los cincuenta y cuatro años), chambelán en 1543 (cin­ cuenta y ocho años), ministro de la casa real de 1545 a 1550 (de se­ senta a sesenta y cinco años). Apreciado por todos por su gran dis­ creción, es nombrado miembro del consejo de regencia en el testa­ mento de Enrique VIII. Llega a ser tesorero en 1550, y permanece en el cargo durante veintidós años, hasta su muerte a los sesenta y siete años. María Tudor lo confirma en todas sus funciones y le con­ fía el sello privado en 1556, aunque se manifestó contrario al matri­ monio español. Bajo el reinado de Isabel, fue además presidente de la cámara de los Lores, de 1559 a 1566. Un magnífico retrato de la National Portrait Gallery nos lo muestra a los ochenta y cinco años como un digno anciano, del que parece ser que había dicho la reina Isabel: «Si mi tesorero fuera un hombre joven, me casaría con él an­ tes que con cualquier otro de Inglaterra.» Halagador cumplido al proceder de una joven reina de veintisiete años. En el momento de su muerte, William Paulet tenía ciento tres hijos y nietos. Decano de los servidores de la monarquía de los Tudor, William Paulet no es, sin embargo, un ejemplo aislado. Aunque sí menos bri­ llante, la carrera de Thomas Howard no fue menos notable; tesore­ ro de los cincuenta y ocho a los setenta y nueve años, lord mariscal de los sesenta y siete a los ochenta y un años, y lord almirante de los setenta a los ochenta y un años; su hijo y homónimo (1473-1554) fue lord mariscal de los sesenta a los sesenta y cuatro años, y teso­ rero de los cuarenta y nueve a los setenta y cuatro años. John Gage (1479-1556) fue administrador de la casa real de los sesenta y uno a los sesenta y ocho años, y chambelán de los setenta y cuatro a los setenta y siete años. William Warham (1450-1532), que murió sien­ do arzopispo de Canterbury a los ochenta y dos años, fue también canciller de los cincuenta y cuatro a los sesenta y cinco años. En la National Portrait Gallery se encuentra igualmente un retrato suyo que lo representa a los setenta y siete años, y un poco más lejos está eLde Lord Burghley (1520-1598), tesorero de Isabel durante veinti­

séis años, de los cincuenta y dos a los setenta y ocho años. Fue pin­ tado por Marcus Gheeraerts el Joven cuando William Gecil tenía se­ tenta años, y es un magnífico testimonio del poder de hecho que te­ nían los ancianos en Inglaterra en el siglo XVI. La monarquía de los Tudor confió como ninguna otra en la edad y la experiencia, otor­ gando los cargos más importantes a hombres ancianos pero en ple­ na posesión de sus facultades. La presencia de los ancianos es en efecto menos frecuente entre los grandes servidores del Estado en la dinastía de los Valois. El más notable fue sin duda Antoine Duprat. Primer presidente del Par­ lamento de París en 1508, a los cuarenta y cinco años, canciller du­ rante veinte años, de los cincuenta y dos a los setenta y dos años (1515-1535), era además cardenal desde 1527. Uno de sus sacerdo­ tes, Michel de PHospital, ocupó la cancillería de los cincuenta y cin­ co a los sesenta y ocho años (1560-1573). Pero fue el primer Borbón, Enrique IV, el que más confianza depositó en los viejos. En 1590 volvía a tomar a su servicio al viejo canciller Hurault de Cheverny, que había caído en desgracia bajo el reinado de Enrique III; en 1599 recurría a un viejo gentilhombre calvinista de Vivarais, Olivier de Serres (1539-1619), para pedirle consejos sobre agricultura; el mismo año reemplazaba a su canciller de sesenta y nueve años que había muerto, por uno de setenta, Pomponne de Belliévre, que permanecería en el cargo hasta los setenta y ocho años, en 1607. Su sucesor, Brülart de Sillery (1544-1624), tenía sesenta y tres años, y viviría hasta los ochenta. El secretario de Estado Nicolás de Neufville de Villeroy iba a ocupar su puesto durante veintidós años, de los cincuenta y cuatro a los setenta y seis años (1594-1616). El pre­ sidente Jeannin (1540-1622) desempeñaba un papel fundamental en el Consejo de Estado, y Achille de Harlay, conde de Beaumont, que murió en 1619 a los ochenta y tres años, era uno de los hombres más escuchados por el rey. ¿Existió acaso una «política de los vejetes», más prudente y me­ nos arriesgada que la de los hombres jóvenes? ¿Se comportan con comedimiento los ancianos que gobiernan? Nada permite afirmarlo. Es cierto que Michel de THospital jugaba la carta de los «políti­ cos», pero jóvenes y viejos se repartían por igual entre los extremis­

tas y los moderados: Anne de Montmorency y Blaise de Monluc, muertos a los setenta y cuatro y los setenta y cinco años respectiva­ mente, se opusieron hasta el final a todo compromiso. En 1609-1610, el «joven» Sully (cincuenta años) induce al rey para que intervenga de forma activa en Europa, en tanto que Villeroy (sesenta y ocho años) aconseja la prudencia, pero aparte de que no fue escuchado, su ejemplo no basta para afirmar que la edad influye en la política y la orienta a la moderación. El mundo mediterráneo ofrece también numerosos ejemplos. Los dux de Venecia utilizan a diplomáticos ancianos para las misiones más delicadas: en 1540, Tomaso Contarini, de ochenta y ocho años, es enviado ante el sultán Solimán el Magnífico; la Serenísima tuvo, ya lo hemos visto, sus viejos condotieros, como Golleone, que libró por ella su último combate a los sesenta y siete años; su pintor no­ nagenario, Tiziano; sus comerciantes octogenarios, como Francesco Balbi. El septuagenario Andrea Doria rivalizaba en el mar con el oc­ togenario Barbarroja; en tierra, el temible ejército turco entraba en campaña al este de Hungría, en 1565, al mando de un sultán de se­ tenta y un años, Solimán, y de un general en jefe de setenta años, Mustafá Pacha. En su encierro del Escorial, Felipe II meditaba su desquite contra el Infiel mientras escuchaba los consejos del septua­ genario Hurtado de Mendoza (1503-1575), después de Antonio de Granvela (1517-1586), mientras que el historiógrafo real Marineo Sículo se rompía el brazo cuando recorría los campos de batalla espa­ ñoles a los setenta años, y moría a los ochenta y nueve años, sin ha­ ber dejado de escribir. Finalmente, en Roma los papas no rejuvene­ cen. Su media de edad no ha sido incluso nunca tan elevada. De los dieciocho pontífices elegidos entre 1503 y 1605, trece tenían más de sesenta años al tomar posesión de su cargo, y cuatro más de setenta años. Media de edad en el momento de la elección: sesenta y un años y ocho meses; al fallecimiento: sesenta y siete años y dos meses. Los más ancianos fueron incluso los más activos, cualquiera que fuese la naturaleza de sus actividades: Julio II (1503-1513), papa de los sesenta a los setenta años; Paulo III (1534-1549), que convocó el concilio de Trento, restableció la Inquisición, intentó promover la

cruzada, y murió a los ochenta y un años; Paulo IV (1555-1559), que luchó contra los abusos eclesiásticos, fue elegido a los setenta y nueve años y falleció a los ochenta y tres años. Las estatuas de estos dos últimos pontífices, realizadas por Guglielmo Della Porta (Vati­ cano) y Giacomo de Cassignola (Santa María in Araceli), nos pre­ senta a dos nobles ancianos de larga barba, de rostro digno y pen­ sativo el primero, ascético el segundo. Gregorio XIII (1572-1585), cuyo pontificado ejerció de los setenta a los ochenta y tres años, co­ menzó a hacer aplicar los decretos de Trento, y su sucesor Sixto V (1585-1590), papa de los sesenta y cinco a los setenta años, realizó una importante obra legislativa. LOS PAPAS DEL SIGLO XVI T r a m os DE EDAD ( a ñ o s )

30-39 40-49 50-59 60-69 70-79 80-89

.............................. .............................. .............................. .............................. .............................. ..............................

N ú m e r o de P apas e l e g id o s

N ú m e r o de P apas fa l l e c id o s

1 1 3 9 4 0

0 1 3 7 9 3

Los conflictos generacionales: ¿espejismo o realidad? La avanzada edad de los sucesores de san Pedro condujo a al­ gunos historiadores a plantear el problema de la Reforma en térmi­ nos de conflicto entre generaciones. Ciertamente no se puede redu­ cir el cisma protestante a este aspecto relativamente secundario. Pero si consideramos detenidamente la edad de los primeros protagonis­ tas de la crisis, podemos preguntarnos indiscutiblemente qué parti­ cipación tuvo la juventud en las ideas arriesgadas que provocaron la ruptura con Roma y cuál fue la de la vejez en el rechazo católico a plantearse reformas profundas. «El problema de las generaciones

contribuyó también a endurecer y acelerar el desarrollo de los acon­ tecimientos. Los jóvenes estaban por Lutero, los ancianos por la tra­ dición», escribe Hermann Tüchle 23. Sorprende en efecto comprobar la homogeneidad de edad de los primeros grandes reformadores. Lutero tiene treinta y cuatro años en 1517, cuando publica en Wittemberg las noventa y cinco tesis, y se gana la adhesión de hombres de su generación: Karlstadt, su co­ lega de universidad, tiene treinta y siete años, Franz von Sickingen, que estará al mando de la caballería alemana, treinta y seis años, Ecolampadio, hombre de compromiso, treinta y cinco años, Zwinglio, que promoverá su propio movimiento en Berna, treinta y tres años. También arrastra tras sí a mentes jóvenes y brillantes: Ulrich von Hutten, humanista de veintinueve años, Thomas Müntzer, que dirigirá a los campesinos rebelados, de veintiocho años, Martin Bucer, el dominico de Sélestat, de veintiséis años, Philippe Melanchton, profesor de la universidad de Tubinga, de veinte años, Johannes Brenz, futuro reformador del ducado de Wurtemberg, de diecio­ cho años. En efecto, la Reforma parece ser en sus comienzos sólo un movimiento de jóvenes fogosos, el mayor de los cuales tan sólo tenía treinta y siete años. Por el contrario, los adversarios que desde el principio escogen la tradición tienen generalmente más de cincuen­ ta años: los dominicos Prieras y Hochstraten, el franciscano Tho­ mas Murner, los capellanes del duque de Sajonia, Jéróme Emser y Cochláus. Sin embargo, no se debe generalizar partiendo sólo de estos ca­ sos. Gomo ya hemos podido comprobar, las ideas nuevas —que por otra parte nunca son completamente nuevas— han sido con frecuen­ cia difundidas a lo largo de la historia por hombres entrados en años. Por otra parte, volviendo al caso que nos ocupa, no hay que olvidar que el teólogo que luchó más encarnizadamente y que fue el más ac­ tivo defensor del papado, Johann Eck, tenía tres años menos que Lu­ tero, y que el papa de 1517, León X era el más joven que la Iglesia conociera en dos siglos y medio: tenía entonces cuarenta y dos años. Finalmente, encontramos en ambos lados personajes de edades muy heterogéneas: en el bando de Roma, ¿cuántos jóvenes obispos, co­ mendatarios o no? Mientras que en el bando de la Reforma, Galvi-

no recurría a los ancianos para formar su consistorio ginebrino cuyo fin era vigilar la vida religiosa. Si bien parece que la edad no tiene una influencia decisiva en las actitudes religiosas y filosóficas, sin embargo desempeña siempre un importante papel en los conflictos políticos que agitan constan­ temente los pequeños Estados italianos, especialmente Florencia. Aquí surgen constantemente panfletos y tratados a favor o en con­ tra de los viejos, como ya hemos visto. Y los acontecimientos inter­ nos de la República tenían impreso siempre el sello de las disputas entre las generaciones. Los Médicis, de nuevo en el poder de 1512 a 1527, gobiernan rodeados de un círculo de amigos y partidarios compuesto por jóvenes: Lorenzo, nieto del Magnífico, está al mando de la ciudad de los veintiún a los veintisiete años (1513-1519), su hijo Alejandro lo estará de los trece a los diecisiete años (1523-1527), acompañado por su joven tío Hipólito. La oposición está dirigida por los viejos, de las familias Albizzi, Vettori, Valori y Rucellai, y estos últimos son incluso instigadores de un complot en 1522. El fra­ caso de esta conspiración inspiró al joven Niccolo Martelli un me­ morándum que envió a los Médicis, en el que les indicaba una vez más que la división más importante que se daba en la sociedad era la creada entre jóvenes y viejos, y les enumeraba las categorías de viejos que había que vigilar. Los acontecimientos de 1527-1530 iban a avivar el conflicto. Los Médicis perdían el poder en 1527; de él se apoderaban los republi­ canos y elegían como gonfalonero a un feroz enemigo de los jóvenes, Niccolo Gapponi; era el desquite de los viejos. Sin embargo, al año siguiente estos últimos tienen que aceptar rebajar a veinticuatro años la edad mínima para poder participar en el Gran Consejo, y Donato Gianotti, que forma parte del gobierno, es favorable a la idea de con­ fiar algunas responsabilidades a los jóvenes. Afirma que no existe una oposición absoluta entre jóvenes y viejos, y que la barrera psi­ cológica no es insalvable; el orden social existente debería ser cam­ biado a fin de permitir participar a los jóvenes en la vida política y poder ayudarles de esa forma a adquirir experiencia. Habría que ins­ taurar un nuevo orden, en el cual «los jovenes se esforzarían por ser viejos antes de ser jóvenes» 24. El gobierno acepta en 1528, en parte

por influencia de Gianotti, la formación de una milicia de jóvenes, que se cubrirá de gloria durante el asedio de 1529-1530, mientras que los viejos están dispuestos al pacto y a la rendición 25. Existe por tanto en el siglo XVI un claro desfase entre el discur­ so sobre la vejez y la acritud real que se adopta con los ancianos. Los casos de oposición a éstos, como los de la vida política floren­ tina, fueron escasos y limitados a los pequeños Estados de gobierno republicano, en tanto que las monarquías se servían con mucha frecuencia de la experiencia de consejeros ancianos. En todos los terrenos existieron ancianos que desempeñaron un importante pa­ pel. El siglo XVI no conoció una especial supremacía de la geronto­ cracia con respecto a los períodos precedentes, pero depositó a me­ nudo su confianza en los ancianos; y en cuanto a las ancianas, su falta de amor por ellas se manifestó casi solamente en la literatura. La actitud teórica del humanista y del cortesano con respecto a la vejez no es más que una fachada; fachada resplandeciente por el ta­ lento de los que la exponen, pero tras la cual la actitud concreta ha­ cia los ancianos estaba impregnada de más simpatía que sarcasmo. El Renacimiento asistió al desarrollo de los lazos afectivos entre abuelos y nietos. Si la aceleración de la historia puede abrir una fosa entre padres e hijos, puede también acercar a las generaciones más separadas: «Y es que el tiempo de los abuelos está tejido con otro hilo; evoca el irisado temblor de las antiguas estampas de los cuen­ tos, tiempo maternal, tiempo de las abuelas, de mujeres tan carga­ das de años que tal vez han podido librarse de las horas, mientras que el padre es el obrero del tiempo» 26. También Benvenuto Cellini nos cuenta lo mucho que su abuelo amaba a los nietos y jugaba con ellos; cuando era pequeño, el pequeño Benvenuto cogió un escor­ pión mientras jugaba: «Mi abuelo casi murió del susto de tanto como me quería.» Y quienes, como el temible Blaise de Monluc, a sus setenta años, lamentan no haber mostrado suficiente cariño a sus hi­ jos, haber mantenido con ellos una actitud huraña y un «rostro in­ expresivo» 27. En el siglo XVI existió más simpatía real entre las ge­ neraciones de lo que la literatura nos permitiría imaginar. Pero no se hacía alarde de ella; tendremos que esperar hasta el prerromanticismo para ver manifestaciones de ternura hacia el anciano venerable.

Conclusión

«Toda sociedad tiende a vivir, a sobrevivir; exalta el vigor y la fe­ cundidad ligadas a la juventud; rechaza el deterioro y la esterilidad de la vejez» l. Esta afirmación de Simone de Beauvoir se confirma especialmente en las sociedades antiguas que hemos estudiado. Se impone en efecto, dejando aparte los casos particulares, una impre­ sión general de pesimismo y hostilidad con respecto a la vejez. A pe­ sar de los distintos defensores con que nos hemos encontrado, es evi­ dente que la juventud fue preferida siempre y en todas partes a la vejez. Desde los comienzos de la historia, los viejos echan de menos su juventud y los jóvenes temen la llegada de la vejez. La vejez es, para la cultura occidental, un mal, una imperfección, una edad tris­ te que prepara la llegada de la muerte. Incluso esta última es con­ siderada a menudo con más simpatía que la decrepitud, ya que sig­ nifica liberación. El pensamiento cristiano se ha dedicado siempre a reconciliar y familiarizar a los creyentes con la muerte, paso hacia la vida eterna. El pensamiento pagano y neopagano prefiere el sui­ cidio a la vejez. Se trata de un hecho indiscutible, que sería inútil querer camuflar tras algunos ejemplos de vejez apacible y «dicho­ sa». Dichosa tal vez desde fuera, pero muy amarga para el que la vive. La fuente de juventud ha sido siempre la más loca esperanza del hombre occidental. La situación vivida por los viejos muestra la ambigüedad de la condición humana mucho más que las demás etapas de la vida. Aun­

que viven todavía en este mundo, se les considera como seres que ya no forman parte de él. Les están prohibidos los comportamien­ tos, actividades y distracciones de los jóvenes; el único papel que les está permitido es inhumano: una sensatez sin desfallecimiento, erro­ res ni debilidad. El anciano tiene que ser un santo para que le acep­ ten. Condenado a ser venerado u odiado, ya no tiene derecho a co­ meter el mínimo error, él que tanta experiencia tiene; ya no puede sucumbir al menor deseo carnal, él, tan consumido y arrugado como está; tiene que ser perfecto, a riesgo, si no lo es, de ser considerado repugnante y chocho. «Si los ancianos manifiestan los mismos de­ seos, los mismos sentimientos y las mismas reivindicaciones que los jóvenes, escandalizan; el amor y los celos parecen en ellos odiosos o ridículos, la sexualidad repugnante, la violencia irrisoria. Deben dar ejemplo de todas las virtudes. Se les exige ante todo serenidad; se asegura que la poseen, lo cual permite desentenderse de su desgra­ cia. La imagen sublimada que se les ofrece de ellos mismos es la del Sabio rodeado de una aureola de cabellos blancos, rico en experien­ cia y venerable, dominando desde muy alto la condición humana; si se apartan de ella caen en desgracia: la imagen opuesta a la pri­ mera es la del viejo loco que chochea y dice extravagancias y del que se burlan los niños. De todas formas, bien por su virtud, bien por su vileza, están fuera de la humanidad» 2. Nos hallamos sin duda ante un razonamiento fundamental, cual­ quiera que haya sido la evolución de las distintas sociedades surgi­ das desde la Antigüedad al Renacimiento, éstas siguen basadas fun­ damentalmente en la fuerza física, en el vigor corporal; por tanto, las condiciones son a priori desfavorables a la vejez. Pero en el in­ terior de este marco aparecen pequeñas variaciones que contribu­ yen a mejorar o deteriorar local y temporalmente la situación de los viejos. Sería inútil, desde luego, buscar una evolución similar desde el antiguo Egipto hasta el Renacimiento a través de regiones y civi­ lizaciones tan diferentes. Pese a que las sociedades que hemos estu­ diado a lo largo de esta obra son en cierta medida herederas las unas de las otras, no existe en ningún caso una continuidad absoluta en­ tre ellas. La marcha de la historia no es ni hipérbola ni parábola, es arabesco caprichoso que escapa a cualquier control del cerebro

humano. La condición de los ancianos está hecha con varios com­ ponentes que no evolucionan necesariamente en el mismo sentido, y una mejora en un sector puede muy bien ir acompañada de un de­ terioro en otro. Nunca se han llegado a juntar todas las condiciones favorables. ¿Cuáles son estos distintos factores que entran en juego para de­ finir el estatuto social del anciano? El primero es, sin duda, la fra­ gilidad física. De donde se deduce que la condición de los viejos será peor en las sociedades menos civilizadas, las más anárquicas, basa­ das en la ley del más fuerte, como por ejemplo en el mundo merovingio y en la alta Edad Media en general. Por el contrario, las so­ ciedades más estructuradas, donde el Estado y la ley tienen más au­ toridad para hacer respetar el orden, protegerán más a los débiles de los ataques físicos de los fuertes; éste será el caso de Roma y de las monarquías absolutas del siglo XVI. El segundo factor que entra a formar parte del estatuto social de la vejez es el conocimiento y la experiencia que se derivan de la du­ ración de la vida. Las civilizaciones más favorables a los ancianos serán, pues, las que se basan en la tradición oral y en la costumbre: en ellas los ancianos desempeñaron el papel de vínculos entre las ge­ neraciones y el de memoria colectiva; a ellos se recurrirá en las ve­ ladas y los procesos; será lo que suceda en Grecia y sobre todo en la Edad Media. Por el contrario, el avance de la escritura, de los ar­ chivos, de las leyes escritas les será desfavorable; su conocimiento de las costumbres se convertirá en algo inútil. El libro impreso fue un tiempo el enemigo del anciano. A este respecto, Roma y el Re­ nacimiento le resultaron nefastos. Estas civilizaciones legalistas tu­ vieron menos necesidad de la experiencia tradicional de los ancia­ nos. A esto hay que añadir que la relativa aceleración de la historia que tuvo lugar en el Renacimiento contribuyó a relegarlos a la ca­ tegoría de lo viejo, de lo pasado de moda. Harvey C. Lehman expresaba de la siguiente manera las carac­ terísticas positivas y negativas de la vejez con respecto a la evolu­ ción cultural: «Cualesquiera que sean las causas de la ascensión y de la decadencia, está claro que el genio no funciona de la misma manera a lo largo de la edad adulta. La creatividad aumenta reía-

tivamente deprisa para alcanzar un máximo que se sitúa general­ mente entre los treinta y los cuarenta años, y después disminuye len­ tamente. Desde que llega a la madurez, el hombre se ve enfrentado a la paradoja de la vejez que puede expresarse en términos de trans­ ferencia positiva y negativa. Las personas entradas en años tienen probablemente una transferencia más importante que los jóvenes, positiva y negativa al mismo tiempo. El resultado de la transferen­ cia positiva es que los viejos tienen en general una sabiduría y una erudición mayores. Es una ventaja incalculable. Pero cuando la si­ tuación exige una nueva visión de las cosas, la adquisición de téc­ nicas nuevas o incluso un nuevo vocabulario, los ancianos parecen estereotipados y paralizados. Para poder aprender lo nuevo tienen que desprenderse con frecuencia de lo viejo, lo que resulta doble­ mente difícil de aprender sin tener que olvidar. Pero cuando la si­ tuación pide una acumulación de saber, entonces los viejos encuen­ tran de nuevo la ventaja que tienen sobre los jóvenes.» 3. Tercer factor: la alteración de los rasgos físicos. Las sociedades que practican el culto a la belleza corporal, tienden a menospreciar la vejez; esto fue especialmente evidente en Grecia y durante el Re­ nacimiento. Por el contrario, las sociedades regidas por un ideal es­ tético más abstracto y más simbólico sentirán menos repulsa por los rostros surcados de arrugas, pues dirigen su mirada hacia una be­ lleza espiritual que está más allá de lo visible; será lo que sucede so­ bre todo en la Edad Media. La edad hace aumentar también el parentesco, ya que aparecen las nuevas generaciones y las alianzas matrimoniales. Las civiliza­ ciones que conocieron la familia amplia y patriarcal, que se hacía cargo de los miembros que ya eran incapaces de trabajar, ayudaron más a los viejos. Esto sucedió generalmente en las épocas más re­ motas, situadas en el origen de una civilización nueva, o también du­ rante los períodos de crisis: Grecia arcaica, comienzos de la Repú­ blica romana, baja Edad Media. Por el contrario, los períodos de equilibrio relativo, que asistieron por lo general a la descomposición del grupo y al repliegue sobre la familia conyugal —Grecia clásica, Roma Imperial, alta Edad Media, Renacimiento— , tuvieron ten­ dencia a abandonar a sus ancianos.

Podemos considerar también la vejez como la edad de la acumu­ lación de riquezas, que garantizan seguridad material y prestigio a los ancianos de las clases dominantes. Las sociedades en las que la riqueza mobiliaria, esencialmente individual, desempeña un papel importante permitieron de esta forma que muchos ancianos tuvie­ ran acceso a un estatus superior, en los medios mercantiles y finan­ cieros de Roma, de finales de la Edad Media y del Renacimiento. Pero esta concentración de riquezas en manos de los viejos tuvo como consecuencia el nacimiento de unos celos impacientes y a veces ren­ corosos de los jóvenes. Por el contrario, el predominio de la propie­ dad de bienes raíces perteneciente al grupo familiar, es menos favo­ rable al dominio de los ancianos. De una forma general, los períodos llamados «de transición» co­ nocieron un clima menos desfavorable a los viejos que los períodos de estabilidad, llamados «clásicos». Los tiempos de cambios profun­ dos, liberados de los prejuicios y de las estructuras rígidas que ca­ racterizan a los tiempos de equilibrio, están más abiertos a la diver­ sidad de los talentos, más receptivos a la diferencia, menos cargados de tabús estéticos, morales o sociales. Se trata, sin duda, de perío­ dos difíciles para todos, pero el anciano se ve en ellos menos recha­ zado; pues la precariedad es patrimonio común de todas las edades: el mundo helenístico, el tiempo de las invasiones germánicas y la baja Edad Media fueron menos duros para los viejos que la Grecia y la Roma clásicas o el Renacimiento. A esto hay que añadir que la atmósfera general con respecto a los viejos adquiere en cada época un tono particular en cada grupo social. Siempre ha sido preferible ser viejo y rico que viejo y pobre. A lo mínimo que se puede aspirar en este último caso es a la cari­ dad. La dependencia de los demás es absoluta. En resumen, no hubo nunca una edad de oro de la vejez, sino una evolución caótica a mer­ ced de los cambios de valor no sincronizados en las civilizaciones. La noción de retiro es inexistente en todos estos períodos anti­ guos, excepto para algunos casos privilegiados. Lo que nos lleva de hecho a distinguir dos categorías de viejos: los viejos activos, que continúan ejerciendo un oficio a pesar de su edad y a quienes sus contemporáneos incluyen en la masa de los adultos, y los viejos inac­

tivos, obligados al reposo a causa de la decrepitud y a quienes las fuentes clasifican entre los impedidos y enfermos. De esta manera se pierde a lo lejos y desaparece la vejez. Aquí reside la principal difi­ cultad y de aquí provienen también la debilidad y las desgracias de los ancianos de antaño: en sociedades todavía muy compartidas, donde el estatus de una persona, su pertenencia a un grupo, es la única garantía de aspirar a un reconocimiento social, donde el indi­ viduo aislado no puede subsistir, el viejo no es reconocido en su es­ pecificidad. Por tanto, no tiene ningún derecho y se encuentra com­ pletamente a merced de su entorno. En definitiva, es el medio social el que crea la imagen de los viejos a partir de las normas y los idea­ les humanos de la época. Cada civilización tiene su propio modelo de anciano y juzga a los viejos con referencia a ese patrón. Cuanto más idealizado está el modelo, más exigente y cruel es la sociedad, y mientras no se invier­ ta el proceso, el anciano no estará verdaderamente integrado en el grupo. Pues todas las descripciones que hemos encontrado eran en realidad juicios de valor, en los que siempre aparecía el buen o mal anciano más o menos conforme al ideal preestablecido. Cuando las sociedades partan de la realidad, de la vejez vivida, en lugar de par­ tir de un modelo abstracto, se dará un paso muy importante. Para ello habrá que esperar el advenimiento de las ciencias sociales, de la psicología y de la medicina geriátrica. Estudiar a los viejos y adap­ tar la sociedad a sus necesidades, y no a la inversa. Reconocer que la persona anciana tiene necesidades, incluidas las necesidades físi­ cas, y permitirle que las satisfaga, más que decretar que el anciano es un sabio y querer obligarle a que lo sea.

NOTAS

INTRODUCCIÓN

17.

1 Ladislas ROBERT: «Biologie du vieillissement», Communications n.° 37, 1983, p.

2 Edgar MORIN: «Vieillissement des théories et théorie du vieillissement», Communications, ibid., p. 206. 3 G. CALOT y J.-C. CHESNAIS: La Situation démographique de la France: diagnostic et perspectives, Rapport au Gonseil Central de Planification, mars 1979, París, Cahiers de 1TNED, 1980. 4 Simone de B e a u v o i R: La Vieillesse, Gallimard, 1970, p. 97 (Edhasa, 1983). 5 El n.° 37 de la revista Communications, de 1983, titulado «Le continent gris», reúne diversos estudios sobre la vejez, procedentes de todas las disciplinas. Cada artículo va seguido de una bibliografía. 6 Michel PHILIBERT: «Le statut de la personne ágée dans les societés antiques et préindustrielles», Sociologie et societés, vol. 16, n.° 2, oct. 1984. 7 Paul-Laurent ASSOUN: «Le vieillissement saisi par la psychanalyse», Commu­ nications, op. dt., p. 167. 8 Edgar MORIN: op. cit., p. 211. 9 Simone de BEAUVOIR: op cit., p. 97. 10 Philippe ARIES: «Une histoire de la vieillesse?» Communications, op. cit., p. 54. 11 Jean-Pierre BOIS: Les Anciens Soldats dans la societéjranqaise au XV 111* suele, 4 vol., 979 p., tesis inédita (defendida en la Sorbona el 21 de junio de 1986). Jean-Pierre BOIS es asimismo autor de numerosos artículos sobre este tema. 12 Simone de BEAUVOIR: op. cit., p. 97. 13 K o nrad LORENZ: «L a place des anciens chez les anim aux sociaux», Commu­ nications, op. cit., p. 7. 14 Georges CONDOMINAS: «Ainés anciens et ancétres en Asie du Sud-Est», Communications, ibid., p. 63.

15 Louis-Vincent THOMAS: «La vieillesse en Afrique Noire», Communications, ibid., p. 85. 16 Ibid. CAPÍTULO 1

El antiguo Oriente Medio: el anciano entre el mito y la historia 1 La Vieillesse, problbne d’aujourd’hui, Groupe lyonnais d’études médicales, SPES, París, 1961. 2 Louis-Vincent THOMAS, Aníhropologie de la morí, Payot, 1975, p. 362. 3 Leo SlMMONS: The Role of the Aged in Primitive Society, Yale University Press, 1945. Para el mismo tema ver también Michel PHILIBERT: «Le statut de la personne ágée dans les sociétés antiques et préindustrielles», en Sociologie et sociétés, vol. 16, n.° 2, oct. 1984, pp. 15-27. 4 J. R.OUMEGUÉRE-EBERHARDT: Pensés et société africaines, Mouton, París-La Haye, 1963, p. 73. 5 Louis-Vincent THOMAS; op. cit., pp. 361-362. 6 HERODOTO: L o s nueve libros de la Historia, libro I, CCXVI. 7 Ibid., Libro III, XCIX. 8 Simone de BEAUVOIR: op. cit., pp. 94-96. 9 D. B. BROMLEY: The Psycology of Human Ageing, Penguin Books, 1981. 10 Inca GARCILASO DE LA V e g a : Comentarios reales de los Incas. (2 vols.). Caracas, 1985. 11 Ibid. 12 Ibid. 13 Ibid . 14 Ibid. 15 Ibid. 16 Ancient Near Eastem Texts relating to the Oíd Testament, ed. James B. Pritchard, Princeton University Press, 1955, p. 412. 17 Ibid., p. 483. 18 Papyrus Insinger, trad. F. LEXA, París, 1926, (XVII, 11, 14). 19 Ancient Near Eastem Texts, op. cit., p. 439. 20 HERODOTO, op. cit., libro III, CXXXIV. 21 Le Papyrus Ebers, trad. B. Ebbel, Londres, Oxford University Press, 1937, p. 117. 22 Huang Ti Nei Ching Su We, The Yellow Emperor’s Classic of Intemal Medicine, trad. I. Veith, Baltimore, Williams and Wilkins, 1949, p. 183. 23 Kaviraj Kunja Lal Bhishagratna, An English Translation of the Sushruta Samhita, Calcuta, Wilkins Press, 1907-1916, t. II, p. 530.

24 J. H. BREASTED: The Edwin Smith Surgical Papyrus, University of Chicago Press, 1930, vol. I, p. 498. 25 D. B. BROMLEY: op. cit., p. 37. 26 I. VEITH: The History of Philosophy of Knowledge of the Brain and its Functions, F. N. Poynter, 1958, p. 35. 27 Ancient Near Eastem Texts..., p. 265. 28 Samuel Noah KRAMER: VHistoire commence á Sumer, Arthaud, 1957, p. 194 (Orbis, 1985). 29 Ibid., pp. 242-243. 30 Ancient Near Eastem Texts..., op. cit., p. 101. 31 H e r o d o to : op. cit., libro III, XXII y XXIII. 32 Ibid., libro I, CXXXXIII. 33 D. B. BROMLEY: op. cit., pp. 36-37. 34 Papyrus Insinger, XVIII, 4. 35 Paul F a u RE: La Vie quotidienne en Crete au temps de Minos, Hachette, 1973 (Vergara, 1984). 36 H e r o d o to , op. cit., libro II, LXXVII. 37 Jacques y Michel DUPAQUIER: Histoire de la démographie, Perrin, 1985, pp. 28-32.

38 Ancient Near Eastem Texts, op. cit., p. 550. 39 Cambridge Ancient History, II, Part 2A, Cambridge University Press, 1975, p. 390 (Alianza, 1988). 40 Ancient Near Eastem Texts., op. cit., p. 350. 41 Encyclopaedia of Religión and Ethics, ed. James Hastings, Edimburgo, 1917, artículo «Oíd Age». 42 Paul GARELLI: Le Pr&che-Orient asiatique. Des origines aux invasions des peuples de la mer, Nlle. Clio, 1969, p. 56, (Labor 1982). 43 Ibid., p. 92. 44 Ibid., p. 119. 45 Ibid., p. 267. 46 Cambridge Ancient History, op. cit., p. 624. 47 H e r o d o to , op. cit., libro III, XXXI. 48 JENOFONTE: La Ciropedia, I, 2, 4. 49 Cambridge Ancient History, op. cit., pp. 154-155. 50 Ibid., p. 159. 51 Ancient Near Eastem Texts, op. cit., p. 422. 52 Ibid., p. 420. 53 Ibid., p. 415. 54 Ibid., p. 414. 55 H e r o d o to , op. cit., libro II, LXXX. 56 Ibid., libro II, XXXV. 57 Ibid., libro I, CXXXVII. 58 Cambridge Ancient History, op. cit., pp. 39-40.

CAPÍTULO 2

El mundo hebreo: del patriarca al anciano Se ha utilizado para este capítulo la traducción de la Biblia de Jerusalén (Desclée de Brouwer, 1967), cuyas referencias se indican en el texto usando las abreviaturas de la misma obra. Asimismo, se han manejado las obras siguientes para todo lo relativo a la sociedad judía: André CHOURAQUI: La Vie quotidimne des hommes de la Bible (Hachette, 1978), Charles F. JEAN: Le Milieu biblique avant Jésus-Ckrist (París, 1936), Dictionnaire de la Bible, de F. VlGOUROUX (París, 1912), R. de VAUX: Les Institutions de VAnden Testament (Cerf, 1960, 2 vols.) (Herder, 1962). André BARUCQ: Écdésiaste Qohélet (París, 1968), Joseph BONSIRVEN: Textes rabbiniques des deuxpremiers siedes chrétiens (Roma, 1955), Emydopaedia of Religión and Ethics (ed. James Hastings, Edimburgo, 1917).

CAPÍTULO 3

El mundo griego: «la triste vejez» 1 Ver, a propósito de estas interpretaciones, Cambridge Ancient History, op. dt., vol. II, parte 2B, («Early cosmogonical and theogonical myths»). 2 Cambridge Ancient History, ibid., cap. X XX IX, «The homeric poems as histo­ ry», pp. 820-850. 3 La litada, I, 245. 4 Ibid., Id, 260. 5 Ibid., IX, 50. 6 Ibid., X, 76. 7 La Odisea, II, 16. 8 Ibid., II, 150. 9 Ibid., VII, 155. 10 Ibid., II, 225. 11 Ibid., II, 179. 12 Ibid., XXIV, 240. 13 Simone de BEAUVOIR: op. dt., p. 97. 14 Ver a este respecto Henri-Irénée MARROU: Histoire de Véducations dans VAntiquité, I, Le Monde grec, Seuil, 1948, cap. I. (Akal, 1985). 15 Diógenes LAERCIO: Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. 16 Ver especialmente para este tema el estudio de Bessie Ellen RlCHARDSON: Oíd Age among the Ancient Greeks, Baltimore, 1933.

17 Diógenes LAERCIO: op. cit. 18 Ibid. 19 Ibid. 20 Ibid. 21 Ibid. 22 Ibid. 23 Ibid. 24 Ibid. 25 Ibid. 26 P latón: Lfl República, I, 328. 27 Ibid., I, 328-330. 28 PLATÓN: Fedra, 240. 29 PLATÓN: ¿a República, III, 412. 30 P latón: Las Leyes, III, 690. 31 Ibid., II, 666. 32 Ibid., XI, 929. 33 ARISTÓTELES: Política, II, 9, par. 25. 34 ARISTÓTELES: Ética a Nicómaco, IV, 1; VIII, 3; VIII, 4; VIII, 5; VIII, 6. 35 A ristó teles: Retórica, II, 13. 36 Citado por Simone de BEAUVOIR, op. cit., p. 123. 37 P latón: Las Leyes, XI, 928. 38 Jacques ELLUL: Histoires des institutions de UAntiquité, PUF, 1961, p. 44. 39 Enciclopaedia of Religión and Ethics, op. cit. «Oíd Age», p. 417; ver también a este respecto M . S. HYNES: «The Supposedly Golden Age for the Aged in Ancient Greece (a study of literary concepts of oíd Age)», En The Gerontologist, 1962. 40 Citado por Diógenes LAERCIO en la Vida de Solón. 41 Robin ¿ANE FOX: Alexander the Great, Omega, 1973. 42 JENOFONTE: Apología de Sócrates. 43 B. E. RlCHARDSON: Oíd Age among the Ancient Greeks, Baltimore, 1933, p. 225. 44 VlTRUVIO: libro III, cap. VIII. 45 Todos los detalles relativos a la expedición de Alejandro Magno están tomados de Robin LAÑE FOX: Alexander the Great, op. cit. 46 ARISTÓTELES: La constitución de Atenas. 47 J. y M. DUPÁQUIER: Histoire de la démographie, Perrin, 1985, p. 34. 48 B. E. RlCHARDSON: Oíd Age Among the Ancient Greeks, op. cit. 49 HIPÓCRATES, trad. F. Adams, The Genuine Works of Hippocrates, Nueva York, William Wood and Co., 1929, p. 197. 50 HIPÓCRATES: Aforismos, III, 31. 51 Richard L. GRANT: «Concept of Aging: An Historical Review», en Perspectives in Biology and Medicine, 1963, p. 450. 52 Se utiliza la traducción inglesa de W. OGLE: On Youth and Oíd Age, on Life an Death and on Respiration, Londres, Longmans, Green and Co., 1897. 53 D. B. BROMLEY: The Psychology of Aging, op. cit., p. 41.

54 PLUTARCO: Obras moralesy de costumbres (Moralia). Los comensales o las charlas de sobremesa. 35 Ibid., C uestión III del libro III. 56 Ibid., C uestión VIII. 57 Ibid. 58 PLUTARCO: Obras morales... ¿Debe un anciano comprometerse en los asuntos públicos? 59 Ibid. 60 Ibid. 61 Ibid. 62 Ibid. 63 Ibid. 64 PLUTARCO: Obras morales... Los comensales... 65 Ibid. 66 PLUTARCO: Obras morales... Consolación a la esposa por la muerte de su hija. 67 PLUTARCO: Obras morales... Cómo alabarse sin provocar envidia. 68 PLUTARCO: Obras morales... Sobre la virtud. CAPÍTULO 4

El mundo romano: grandeza y decadencia del anciano 1 Jacques HEURGON: La Vie quotidienne chez les Étrusques, Hachette, 1961. 2 Patrick GALLIOU: L ’Armorique romaine, Les Bibliophiles de Bretagne, 1984, p. 224. 3 K . HOPKINS: «On the Probable Age Structure of the Román Population», Population Studies, XX, 2 nov. 1966. 4 Trebellius POLLION: «Divus Claudius II», Historiae Augustae Scriptores. 5 Citado en J. y M. DUPÁQUIER: Histoire de la démographie, Perrin, 1985, pp. 38-39. 6 Ibid., pp. 39-40. 7 Jacques HEURGON: op. cit. 8 J. C. RUSSELL: «Late ancient and medieval population» en Transactions of the American Philosophical Society, vol. 48, 3.a parte, 1958. 9 Cifras relativas al período que abarca desde el siglo III antes de Cristo hasta el VII después de Cristo, según Hombert, M. y C. Préaux: «Note sur la durée de la vie dans l’Egipte greco-romaine»; Chronique d3Egipte, 20, 1945. 10 T ito LlVIO: Ab Urbe condita, I, 9. 11 PLUTARCO: Vidas paralelas, Fabio Máximo. 12 Ibid . 13 Ibid., Catón el Viejo. 14 Ibid., Cayo Mario.

15 JUVENAL: Sátira X. 16 SUETONIO: Los doce Césares, Augusto, 1 1. 17 Ibid., Augusto, 98. 18 E ugen ClZEK: Néron, F ayard, 1982, pp. 214-215. 19 T á c it o : Anales, V I, 20. 20 Ibid., V I, 23. 21 E ugen ClZEK: op. cit., p. 185. 22 SUETONIO: Nerón, 33. 23 E ugen ClZEK: op. cit., p. 206. 24 P. GALLIOU: op. cit. 25 Jacq u es HEURGON: La Vie quotidienne chez les Étrusques, op. cit. 26 JUVENAL: Sátira X, 188-288. 27 PUNIO EL JOVEN: Cartas, I II , 1. 28 JUVENAL: Sátira XIV. 29 E ugen ClZEK: op. cit., p. 125. 30 J e a n GAUDEMENT: L ’Église dans VEmpire romain, París, 1958, p. 698. 31 PLAUTO: El mercader, V, 985-988. 32 Ibid., v. 1015-1020. 33 PLAUTO: Los dos Meneemos, escena 2. 34 TERENCIO: Las Adelfas, V. 833-835. 35 The Distichs of Cato: afamous Medieval Text Book, trad . W. J . C hase, U niversity

o f W isconsin Studies in the Social Sciences and H istory, 1922, V II. 36 M . S. HAYNES: «T he Supposedly G olden Age for the A ged in A ncient R om e», en The Gerontologist, I II , 1963. 37 Ibid., p. 34. 38 TlBULO: Elegías, I, 4, v. 31. 39 Ibid., v. 70-73. 40 Ibid., I, 8, v. 41-42. 41 Ibid., v. 44-48. 42 Ibid., I. 10, v. 43-44. 43 OVIDIO: Tristes, IV , 8.

44 Ibid. 45 OVIDIO: Las Metamorfosis, V II. 46 HORACIO: Épodos, V III y X II. 47 H o r a c io : Odas, X X V . 48 HORACIO: Arte poética. 49 HORACIO: Sátiras, L ibro II. 50 Letters and Treatiars of Cicero and Pliny, N ueva York, H arv ard C lassics, 1909, p.

261.

51 CELSO: De medicina, II, 1. 52 GALENO, según la traducción inglesa de M . GREEN: A Translation of Galen’s Hygiene, Springfields, C harles C . T hom as, 1951, p. 7. 53 Ibid., p. 15.

54 Ibid., pp. 217-218. 55 Ibid., pp. 15-17. 56 C ic e r ó n : De senectute, II. 57 /tó/., III. 58 Ibid., V. 59 Ibid., VI. 60 Ibid., VIII. 61 IX. 62 Ibid., XI. 63 Ibid., XI. 64 /6¿¿, XVI. 65 Ibid., XVIII. 66 Letters and Treatises of Cicero and Pliny, op. cit. CAPÍTULO 5

La alta Edad Media: El anciano como símbolo en la literatura cristiana 1 Maurice BOUVIER AjAM: Dagobert, Tallandier, 1980, p. 95. 2 Philippe ARIÉS: UEnfant et la vie familiale sous l’Anden Régime, Seuil, 1973, pp. 6-13. 3 SAN AGUSTÍN: «Sobre el Génesis: contra los maniqueos», cap. 23, Obras de S. Agustín BAC Madrid, 1960 (18 vols.), t. XV. 4 SAN AGUSTÍN: Las 83 cuestiones diversas», Obras, t. XII. 5 Philippe ARIÉS: op. cit., p. 7, cf. infra. 6 Le Grand Propiétaire de toutes choses, tres utile et tres profitable pour teñir lecorps en santé, por B. D e GLANVILLE, traducido por Jean Corbichon, 1556. 7 SAN GREGORIO M a g n o : Les Morales sur le livre de Job, París, 3 vol.,ed.de 1969, t. III, libro 34, p. 814. 8 SAN EUCHÉR: Lettre á Valérien sur le mépris du monde. 9 FILON DE A le ja n d ría : La Migration d’Abraham, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes, 1957, p. 79. 10 SAN JERÓNIMO: Cartas, BAC Madrid, 1950 (2 vols.). Ed. de D. Ruiz Bueno, t. I, carta 10. 11 DHUODA: Manuel por mon fils, trad. B. de Vregille y C. Mondésert, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 1975, VI, 4. 12 SAN JUAN C r is ÓSTOMO: (Euvres completes, 11 vol., trad. M. Jeannin, París, 1865, t. II, «Apologie de la vie monastique», pp. 22-23. 13 LACTANCIO: La Obra de Dios creador, cap. IV. 14 S an A g u s tín : Obras, t. XII.

15 SAN GREGORIO M a g n o : Dialogues, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 3 vol., 1978, II, prol. 16 HILARIO DE A r l e s : Vida de San Honorato, XI, 10. 17 Ibid., X, 2. 18 DEFENSOR, monje de Ligugé: Livre d’étincelles, Le Cerf, col. «Sources chrétien­ nes», n.° 77, 1961, trad. H. M. Rocháis, 2 vol. cap. 68, «Des vieillards et des jeunes», vol. II. 19 ORÍGENES: Homilías sobre Josué, Homilía XVI. 20 SAN AMBROSIO: Obras. BAC. Madrid, 1966. Tomo I, Tratado sobre el Evangelio de S. Lucas, VIII, 7. 21 S an J u a n C ris ó s to m o : (Euvres completes, t. X, p. 260. 22 SAN AGUSTÍN: Obras. T. XV: «Comentarios a Isaías y Primer Tratado sobre la Epístola de S. Juan». 23 Ibid., t. XXI, «Discurso sobre el salmo 91». 24 SAN JUAN CRISÓSTOMO: (Euvres completes, t. XI, p. 485, «Commentaire sur l’Épitre de saint Paul aux Hébreux», Homilía VII. 25 S an A g u s t ín : Obras, t. XII. 26 Ibid., t. XIII, «Tratado XXIII sobre el Evangelio de San Juan». 27 Ibid., t. XX, «Tercer discurso sobre el salmo 26». 28 Ibid., t. VII, «Sermón 81». 29 SAN JERÓNIMO: Cartas, t. I, carta 10. 30 S a lv ia n o DE MARSELLA: (Euvres, 2 vol. trad. G. Lagarrigue, Le Cerf. col. «Sources chrétiennes», 1971 y 1975, Carta IV, 15. 31 EFREN DE NlSIBE: Hymne sur le paradis, trad. R. Lavenant, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 1968, Himno XI, 1. 32 Ibid., himno VII, 10. 33 Vie des peres du Jura, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 1968. 34 Teodoreto DE CYRO: Histoire des moines de Syrie, trad. P. Canivet y A. Leroy-Moliglen, 2 vol. Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 1977, t. I, Vie de saint Jacques, IV. 35 Ver supra. 36 SAN JERÓNIMO: Cartas, t. I, carta 10, «A Paulo Concordiense». 37 SAN AGUSTÍN: Obras, t. VII, «Serm ón 161». 38 SALVIANO DE M a r s e lla : (Euvres, «Du gouvernement de Dieu», VI, 73. 39 Ibid., VII, 2. 40 SAN AMBROSIO d e M il á n : La Penitencia, libro II, cap. 8. 41 SAN JUAN C ris ó s to m o : (Euvres completes, t. XI, p. 485, «Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos», homilía VIII. 42 Ibid., t. V, p. 254, «Homilías sobre el Génesis», homilía XXXVII. 43 Ibid., t. V, p. 509, «Cuarta homilía sobre Ana». 44 Ibid. 45 Ibid., t. XI, pp. 420-421, «Comentario a la Epístola de San Pablo a Tito». 46 Ibid.

47 Ibid., t. V, p. 509. 48 Ibid., t. VI, p. 364, «Comentario sobre Isaías», cap. 3. 49 SAN A g u s tín : Obras, Tomo XII. 50 Ibid., t. VII, «Sermón 138».

51 J u s t in o : I, Apol. X V , 6. 52 TERTULIANO: Sobre el vestido de las mujeres, VI, 3. 53 CIRILO DE A le ja n d ría : Diálogos sobre la Trinidad. 54 GREGORIO M a g n o : Dialogues, 3 vol., Le Cerf, col. «Sources chrétiennes»,

1978, III, 33, 4-5.

55 LACTANCIO: La obra de Dios Creador, X , 14. 56 JEAN MOSCHUS: Le Pré spirituel, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», p. 113. 57 SAN PATRICIO: Confession et lettre á Coroticus, trad. R. P. C. Hanson, Le Cerf,

col. «Sources chrétiennes», 1978, X, 3. 58 XIV Homélies du IX* siecle, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 1970, sermón IV. 59 SAN A g u s tín : Obras, t. XI, «Carta 166». 60 G r e g o r io M a g n o : Dialogues, I, 10-11; I, 4, 21. 61 Ibid., IV, 49, 6. 62 Ibid., I, 9, 15; III, 12, 2; III, 21, 1. 63 ORÍGENES: Homilías sobre Los Números, hom ilía 6. 64 H i l a r i o DE A rle s : Vida de San Honorato, XII, 4. 65 Ibid., VI, 1 y VII, 1. 66 S a n JERÓNIMO: Cartas «Carta al monje Heliodoro». T. 1. Carta 1. 67 DHUODA: Manuel pour mon fils, op. cit., III, 1. 68 La Regla de San Benito, en S. BENITO: Su Vida y su Regla. BAC. Madrid, 1954, título XXXVII. 69 Ibid. 70 Vie des peres du Jura, «Vie de saint Oyend», 171,3; «Vie de saint Romain», 21, 5; 28, 2; «Vie de saint Lupicin», 68, 7. 71 La Régle du maitre, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 1964, cap. 94. 72 GUIGUE, I: Coutume de Chartreuse, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 1984, 78, 2. 73 SALVIANO DE M a r s e l l a : Les Livres de Timothée a VÉglise, IV, 4. 74 SAN JERÓNIMO: «Carta a Paulo Concordiense», op. cit.

La alta Edad Media: indiferencia hacia la edad 1 Beowulf, trad. M. ALEXANDER, Penguin Books, 1973. 2 TÁCITO: La Germania. 3 PROCOPIO: De Bell, Goth, II, 4. 4 H. M. CHADWICH: The Cult of Othin, Londres, 1899, p. 99. 5 Encyclopaedia of Religión and Ethics, op. cit., artículo «Oíd Age». 6 Ammiano MARCELINO: Res Gestae, XXXI, 2. 7 BEDA: Hist. Eccl., IV , 13. 8 Pierre RlCHÉ: La Vie quotidienne dans Vempire carolingien, Hachette, 1973, p. 317. 9 Consúltense especialmente los Études sus Vhistoire de la pauvreté (Moyen Age-XVT siecle), publicaciones de la Sorbona, 1974. 10 A. D. KAPFERER: «Des images de la pauvreté dans le haut Moyen Age anglo-saxon», Cahiers de la pauvreté, n.° 9, 1972-1974. 11 C. MIRABEL: «Les pauvres et la pauvreté en Italie du Nord d’aprés Rathier de Vérone», Cahiers de la pauvreté, n.° 6, 1967-1968. 12 M. ROUCHE: Le Matricule des pauvres, Études sur Vhistoire de la pauvreté, publicaciones de la Sorbona, 1974. 13 C itado en P. RlCHÉ, p. 296. 14 SALVIANO DE M a r s e lla : (Euvres, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 2 vol.,

1971 y 1975, «Livres de Thimothée á l’Église», II, 62. 15 XIV Homélies du IXe siecle, Le Cerf, col. «Sources chrétiennes», 1970, sermón VII. 16 CÉSAR: Guerra de las Galios, VI, 19. GAIUS: Institutionum comment, I, 51, 52, 55. 17 Henri HUBERT: Les Celtes et la civilisation celtique, Albin Michel, 1974, p. 224. 18 J. ELLUL: Histoire des institutions de VAntiquité, PUF, 1961, p. 631. 19 Ibid., pp. 682-683. 20 Lex. bavar. II, 9, MGH Leges V, 2. 21 P. LASLETT: Household and Family in Past Time, Cambridge, 1972, y artículo de Laurent THEIS: «Saints sans famille? Quelques remarques sur la famille dans le monde franc á travers les sources hagiographiques», Revue historique, n.° 517, enero-marzo 1976, pp. 3-20. 22 Récits et poémese celtiques. Dómame britanique (Vle-XV siécles), Stock, 1981, pp. 54-55; ver también los textos de antiguas poesías galesas, editadas por K. Jackson, Early Welsh Gnomic Poetiy, 2.a ed., Cardiff, 1961. 23 L ’Épopée irlandaise, Presses d’aujourd’hui, 1980, p. 43. 24 Anatole Le B r a z : La Légende de la mort chez les Bretons armoricains, Laffitte Reprints, Marsella, 1974, sucesivamente t. I, p. 439, t. II, p. 149, t. II, p. 164, t. II, p. 244, t. I, p. 391.

25 B. MERDRIGNAC: Les Saints témoins de Dieu ou témoins des hommes? L ’hagiographie et son public d’apres les Vitae bretonnes armoricaines des origines au XVe siécle, tesis 3.cr ciclo, Rennes, 1982. 26 NENNIUS: «Kentish Chronicle» y «Welsh Annals», en History from the Sources. Arthurian Period Sources, vol. VIII, Londres 1980. 27 M. BOUVIER-AJAM: Dagobert, Tallandier, 1980, pp. 44-45. 28 CÉSAR: Guerra de las Galios, libro I, cap. 29. 29 P. RlCHÉ: «Problémes de démographie historique du haut Moyen Age. Ve-VIIIe siécles», Anuales de démographie historique, 1966, pp. 37-55. 30 Gregorio de TOURS: Historia Francorum, VI, 15, 20; IX, 26. 31 M. BOUVIER-AJAM: op. cit. 32 Seguimos el relato de Monroe STEARNS: Charlemagne, Monarch of the Middle Ages, Londres-Nueva York, 1971. 33 John MORRIS: The Age of Arthur, Londres, 1973. 34 English Historical Documents, op. cit., vol. I. 35 B. GUÉRARD: Cartulaire de l’abbaye Saint-Victor de Marseille, París, 1857. 36 R. ÉTIENNE: «La démographie de la famille d’Ausone», Études et croniques de démographie historique, 1964, pp. 15-24. 37 R. ÉTIENNE: «A propos de la démographie de Bordeaux aux trois premiers siécles de notre ere», Revue historique de Bordeaux, t. 42, 1955, y G. FABRE: Esclaves et affranchis impériaux: essai de démographie dijférenciée, tesis de 3.er ciclo, Burdeos 1970. 38 SAN A tan ASIO: «Vida y conducta de Nuestro padre San Antonio» en Vida de los Padres del desierto. 39 San A g u s t ín . 40 Simone DE BEAUVOIR: La Vieillesse, op. cit. 41 Nouvelle Histoire de VÉglise, t. I, Seuil, 1963, p. 281. 42 Ibid., p. 149. 43 Gregorio NACIANCENO: «Poema sobre mi vida», v. 1680 s. 44 NENNIUS: Kentish Chronicle, op. cit., pp. 28 y 32. 45 M. BOUVIER AjAM; Dagobert, op. cit., p. 129. 46 Ibid. CAPÍTULO 7

Los siglos XI al XIII: La diversidad social y cultural de la vejez 1 Poema goliardesco, citado por J. Le GOFF: La Civilisation de VOccident médiéval, Flammarion, 1982, p. 142. 2 Le Grand Propriétaire de toutes chases, tres utile et profitable pour teñir le corps en santé, B. DE GLANVILLE, trad. J. Corbichon, 1556.

3 «Grant kalendrier et compost des bergiers», ed. de 1500, según J. MORAWSKI: «Les douze mois figurez», Archivum romanicum, 1926, pp. 351-363. 4 Ibid. 5 Regimen sanitatis, schola salemitania, ed. Arnaldo DE VlLLANUEVA. 6 DlDRÓN: «La vie humaine», Anuales archéologiques, XV, p. 413. 7 DlDRÓN: Amales archéologiques, XVII, pp. 69 y 193. Ver también P. ARIÉS: VEnfant et la vie familiale sous VAncien Régime, Seuil, 1973, p. 12. 8 Philippe ARIÉS: op. cit., p. 11. 9 Philippe DE NOVARE: Des quatre tenz d’aage d’ome, § 36. 10 C. V. LANGLOIS: La Vie en France au Moyen Age d3aprés quelquesmoralistes du temps, París, 1908, p. 27. 11 Aucassin et Nicolette, en Poetes et romanciers du Moyen Age, Bibliothéque de la Pléiade, p. 453. 12 Ibid., p. 461. 13 Le Román de la Rose, en Poetes et romanciers du Moyen Age, Bibliothéque de la Pléiade, pp. 556-558, texto vertido al francés moderno. 14 Hélinant DE FROIDMONT: Les Vers de la mort. 15 J. LE GOFF: «Temps de l’Église et temps des marchands»,en AmalesESC, 1960, pp. 417-433. Consúltese también a este respecto G . POULET: Étudessurle temps humain, 1949; H . I. MARROU: L ’Ambivalence du temps de Vhistoire chez saint Augustin, 1950. 16 J. LE GOFF: La Civilisation de VOccident médiéval, p. 149. 17 Gilíes LapOUGE: Utopie et civilisations, Champs, 1978, p. 68. 18 Ibid., p. 77. 19 Isaac DE L ’ÉTOILE: Sermons, trad. G. Salet, Le Cerf, col. «Sources Chrétien­ nes», n.° 130, 1967, Sermón 6. 20 FILON: De opijicio mundi, 105, 107, S an GREGORIO: Morales, XXV, 17, 18, Isidoro de Sevilla: Liber numerorum, VIII, 34-37, RABANO MAURO: De laudibus s. Crucis, I, 107, 225, Jean DE SALISBURY; De septem septenariis. 21 Héléne ÉTIENNE: Marbode, évéque de Rennes. 1096-1120, DES, Rennes, 1967. 22 SANTO T o m ás DE AQUINO: Suma Teológica, «El Pecado», cuestión 85, art. 5, «Los orígenes del hombre», cuestión 97, art. 1. (BAC. Madrid, 16 vols.). 23 S an BERNARDO: Oeuvres completes, trad. par l’abbé DION, 8 vols. París, 1867, t. IV. Traité du reglement de la vie et de la discipline des moeures, pp. 59-83. (Traducción Española: BAC. 1960. 2 vols.) 24 Ibid., t. I,carta CLXXXV, p.256. 25 Ibid., t. I,carta LXXVI, p. 110. 26 Ibid., t. I,carta CLXXXV, p.256. VI, pp. 59-83. 27 Ibid., t. 28 Ibid., t. II, Traité sur les moturs et les devoirs d’un évéque, cap. VII, p. 207. 29 Ibid., t. I, carta CCLIC, p. 365. 30 Ibid., Vie et gestes de saint Bemard, premier abbé de Clairvaux, en sept livres, par

Guillaume qui, aprés avoir été abbé de saint Thierry, prés de Reims, devint simple religieux de Ligny, oú il écrivit, t. I, p. 5. 31 Ibid., t. I, carta CCLIV, p. 365. 32 Ibid., t. VII, p. 257. 33 Georges DUBY: Le Temps des cathédrales. L ’art et la societé. 980-1420, Gallimard, 1976, p. 182 (Argot, 1983). 34 VlLLEHARDOUIN: «La Conquéte de Constantinople», en Historiens et chroniqueurs du Moyen Age, Bibliothéque de la Pléiade, pp. 91 y 100. 35 Christopher BROOKE: Europe in the Central Middle Ages. 962-1154, Longman, 1964, p. 92. (Aguilar, 1973). 36 T . H . HOLLINGSWORTH: Historical Demography, The Sources of History Limited, 1969, pp. 220-222. 37 Monuments originaux de Vhistoire de saint Y ves, Saint-Brieuc, 1887. 38 Orderic Vital, ed. A. LE PRÉVOST, vol. V, p. 133. 39 English Historical Documents. 1189-1327, ed. Harry Rothwell,Londres,1975, p. 826. n.° 195. 40 J. G. FRAZER: The Golden Bough. 41 D. B. BROMLEY: The Psycology of Human Ageing, Pelican Books, 1981, p. 44. 42 AviCENA, trad. inglesa de O.C. Gruner: A Treatise of the Canon of Avicenna, Londres, Luzac and co., 1930, p. 75. 43 Arnold of VlLLANOVA: The Defence of Age, and Recovery of Youth, A, II, ed. de 1540, Londres, Robert Wyer. 44 Roger BACON: The Cure of Oíd Age and Preservation of Youth, trad. Richard Browne, Londres, 1683, p. 15. 45 R oger BACON: De la merveilleuse puissance de VArt et de lanature, citado en L. GRANT: Concepts of Aging: an Historical Review, op. cit., p. 456. 46 Roger ¿ACON: The Cure of Oíd Age..., op. cit., p. 1. 47 T . H . HOLLINGSWORTH: Historical Demography, op. cit., p. 378. 48 R oger BACON: The Cure of Oíd Age..., op. cit., p. 22. 49 Ibid., p. 139. 50 Ibid., p. 148. 51 The Fontana Economic History of Europe, The Middle Ages, ed. Cario M. Cipolla, 1978, cap. I: «Population in Europe. 500-1500», por J. C. Russell (Ariel, 1979). 52 Éric FUGEDI: «Pour une analyse démographique de la Hongrie médiévale», Annales ESC, 1969, pp. 1299-1312. 53 J. C. RUSSELL: The Middle Ages, op. cit., p. 46. 54 J. C. RUSSELL: British Medieval Population, Alburquerque, 1958, p. 181. 55 J. C. RUSSELL: The Middle Ages, op. cit., p. 47. 56 Robert FOSSIER: La Terre et les hommes en Picardie jusqu’á la fin du XIIT siecle, París-Lovaina, 1968. 57 Ibid. 58 T hom as WALSINGHAM: Gesta abbatum monasterii Sancti Albani, ed. H . T . Riley, t. I, L ondres, 1867, pp. 24-28.

59 SAN BERNARDO: (Euvres completes, op. cit., t. I, p. 352. 60 Ibid., p. 5. 61 Ibid., p. 217. 62 Ibid., p. 76. Carta XLI. 63 Le Procés des Templiers, trad. Raymond Oursel, 1955, p. 39. 64 JOINVILLE: Histoire de Saint Louis, CXLIX. 65 Pierre MANDONNET: Saint Dominique, París, 1937, t. I, p. 72. 66 C hristopher BROOKE: Europe in the Central Middle Ages, op. cit. 67 A. L. POOLE: From Domesday Book to Magna Carta, Oxford, 1970, p. 445. 68 Léon LALLEMAND: Histoire de la chanté, 4 vols., París, 1902-1912, t. III, p. 133. 69 J. LE GOFF: La Civilisation de l’Occident médiéval, op. cit., p. 286. 70 La Chanson de Roland, en Poetes et romanciers du Moyen Age, Bibliothéque de la Pléiade, p. 124. 71 Groenlendigna Saga, trad. Magnus Magnusson, Penguin Books, 1965, p. 57. 72 La Saga de Laxdale, trad. Muriel Press, Londres, 1964. 73 La Saga de Njal, trad. Magnus Magnusson, Penguin Books, 1960, p. 354. 74 La Saga d3Egil, trad. Hermann Palsson, Penguin Books, 1976, p. 235. 75 Ibid., pp. 235-236. 76 HrafnkeVs Saga and other Icelandic Stories, trad. Hermann Palsson, Penguin Books, 1971, p. 20. 77 Ibid., p. 72. 78 Ibid., p. 20. 79 Georges DUBY: Guillaume le Maréchal ou le meilleur chevalier du monde, Fayard, 1984 (Alianza, 1987). 80 VlLLEHARDOUIN: op. cit., p. 100. 81 Ibid., p. 121. 82 Pierre AUBÉ: Godefroy de Bouillon, Fayard, 1985. 83 JOINVILLE: op. cit., p. 336. 84 O. FORST DE B a t t a g l ia : Traité de généalogie, Lausana, 1949. 85 Brunetto LATINI: Le Livre du trésor, en Jeux et sapience du Moyen age, Bibliothé­ que de la Pléiade, p. 826. 86 E. LE ROY L a d u r ie : Montaillou, village occitan, de 1294 á 1324, Gallimard, 1975. 87 Ibid., p. 65. 88 Ibid., p. 64. 89 La Housse partie, en Romans et contes du Moyen Age, Bibliothéque de la Pléiade. 90 Robert FOSSIER: La Terre et les hommes en Picardie jusqu’á la fin du XIIF siécle, París-Lovaina, 1968. 91 M onique BOURIN, Robert DURAND: Vivre au village au Moyen Age. Les solidantes paysannes du XF au XIIF siécle, M essidor, Tem ps actuéis, 1984, p. 42. 92 Jacques POUMARÉDE: «Puissance paternelle et esprit communautaire dans les coutumes du sud-ouest de la France au Moyen Age», en Recueil de mémoires et

travaux publié par la société d’histoire du droit et des institutions des anciens pays de droit écrit, Mélanges Roger Aubenas, Université de Montpellier I, pp. 651-663. 93 E. LE R o y LADURIE: op. cit., p. 317, nota 2. 94 A. BRIOD: UAssistence des pauvres au Moyen Age dans le paysdeVaud, Lausana, 1976. 95 S an BERNARDO: (Euvres completes, op. cit., 1.1, pp. 131, 135, 138, 170, 175, 196, 197. 96 C. H . HEFELE: Histoire de corniles, París, 1914. 97 L éon LALLEMAND: Histoire de la charité, 4 vols., 1902-1912. 98 D. B. BROMLEY: The Psycology of Human Ageing, op. dt., p. 54. 99 E. le R o y L a d u r ie : op. cit., p. 363. 100 Ibid., p. 365. 101 Histoire de la France urbaine, bajo la dirección de Georges DUBY, Seuil, 1980, t. II, La ville médiévale, p. 163. 102 J. LE GOFF: op. cit., p. 286. 103 Brunetto LATINI: op. cit., p. 735. CAPÍTULO 8

Los siglos XIV y XV: la afirmación del anciano 1 Citado en Richard C. TREXLER: Public Life in Renaissance Florence, Nueva York, Londres, 1980, p. 362. 2 The Fontana Economic History of Europe, op. cit., pp. 56-67. 3 Ibid. 4 Monique ZERNER: «Une crise de mortalité au XVe siécle d’aprés les testaments et les roles d’imposition», Annales ESC, 1979, n.° 3. 5 H . DUBOIS: «L’histoire démographique de Chalon-sur-Saóne á la fin du XIVe siécle d’aprés les créches de feux», en Annales de la faculté des lettres de Nice, n.° 17, 1972, pp. 89-102. 6 Maurice BERTHE: Famines et épidémies dans les campagnes navarraises á la fin du Moyen Age, 2 vols. SFIED, 1984. 7 Ibid., p. 417. 8 Ibid., p. 552. 9 Ibid., p. 152. 10 Ibid., p. 155. 11 Mucho más tarde, con ocasión de la peste que asoló Londres en 1603, se advirtió también que morían muchos más niños que ancianos: cf. M. F. y J. M. HOLLINGSWORTH, «Plague Mortality Rate by Age and Sex in the Parish of St. Botolph’s without Bishopsgate, London, 1603», en Population Studies, t. XXV, 1, marzo 1971.

12 Two Memoirs of Renaissance Florence. The Diairies of Buonaccorso Pitti and Gregorio Dati, ed. G. Brucker, Nueva York, 1967. 13 The Fontana Economic History of Europe, op. cit., p. 47. 14 J. J. ROSENTHAL: «Medieval Longevity: the Secular Peerage. 1350-1500», en Population Studies, t. 27, julio 1973. 15 Christiane KLAPISCH: «Fiscalité et démographie en Toscane, 1427-1430», Anuales ESC, 1969, pp. 1313-1337, C. KLAPISCH y D. HERLIHY: Les Toscans et leur famille: une étude du catasto florentin de 1427, París, École des Hautes Études et Fondation nationale des Sciences Politiques, 1978. 16 Caso citado por J. y M. DUPAQUIER: Histoire de la démographie, op. cit., p. 45. 17 J . HEERS: Le Clan familial au Moyen Age, P U F , 1974. 18 P. DESPORTES: La Population de Reims au X V siécle d’aprés undénombrement de 1422, Le Moyen Age, 1966, pp. 463-509. 19 Histoire de la France urbaine, op. cit., p. 485. 20 Arlette HlGOUNET-NADAL: Périgueux aux X IV et X V siécles. Étude de démograp­ hie historique, 2 vols. París 1977, tablas pp. 805-815. 21 Jacques ROSSIAUD: «Crises et consolidations, 1330-1530», en Histoire de la France urbaine, op. cit., p. 487. 22 Ibid. 23 Georges MINOIS: L 3Éveché de Tréguier au X V siécle, tesis de 3.° ciclo, m ecano­ grafiada, R ennes, 1975, p. 189. 24 Jean-Pierre POUSSOU: «Pour une histoire de la vieillesse et des vieillards

dans les sociétés européennes», VII coloquio nacional de demografía, Estrasburgo, 1982, Les Ages de la vie, Actas del coloquio, t. II, PUF, 1983, pp. 149-160. 25 G eorges MINOIS: op. cit., pp. 174-176. 26 Ibid., p. 194. 27 M . LE MÉNÉ: Les Campagnes angevines á la fin du Moyen Age, Nantes, 1982. 28 C. KLAPISCH: Fiscalité et démographie en Toscane, op. cit., p. 1336. 29 J . HEERS: Le clan familial au Moyen Age, P U F , 1974, p. 253. 30 M aurice BERTHE: Famines et épidémies dans les campagnes navarraises á la fin du Moyen Age, op. cit., p. 143. 31 Anne LE DUC: «Familles et lignages d’artisans», en Artistes, artisans et production artistique en Bretagne au Moyen Age, Rennes, 1983, pp. 39-40. 32 Christine DE PISAN: The Treasure of the City of Ladies or the Book of the Three Virtues, trad. inglesa, Penguin Books, 1985. Esta obra es muy difícil de encontrar actualmente. Por lo tanto utilizamos esta traducción inglesa reciente. 33 G. M. TREVELYAN: Histoire sociale de l’Angleterre du Moyen Age á nosjours, trad. Cécile Seresia, Payot, 1949, p. 67. 34 D. HERLIHY: «Vieillir á Florence au quattrocento», Annales ESC, 1969, pp. 1338-1352.

35 Christine DE PISAN: op. cit., p. 160. 36 Les Quinze Joies de Mariage, en Poétes et romanciers du Moyen Age, ed. de la Pléiade, p. 611.

37 Ibid., p. 662. 38 Ibid., p. 643. 39 Ibid., p. 645. 40 Ibid., pp. 661-662. 41 Ibid., pp. 662-663. 42 CHAUCER: The Canterbury Tales, ed. Penguin C lassics, p. 106. 43 Ibid., p. 282. 44 Ibid., p. 283. 45 Ibid., p. 391. 46 Ibid., p. 124. 47 Ibid., p. 379. 48 Ibid., p. 306.

49 VlLLÓN: «La vieille en regrettant le tem ps de sa jeunesse». 50 O livier DE L a MARCHE: Le Parement et triomphe des dames. 31 Émile MÁLE: L ’A rt religieux de la fin du Moyen Age en France, París, 1922. 52 CHAUCER: op. cit., p. 309. 53 A rlette HlGOUNET-NADAL: op. cit., p. 829. 54 Histoire de la France urbaine, op. cit., p. 510. 55 B. PULLAN: Rich and Poor in Renaissance Venice, O xford, 1971. 56 R ichard C. TREXLER: Public Life in Renaissance Florence, op. cit. 57 Ivan CLOULAS: Laurent le Magnifique, Fayard, 1982, p. 277. 58 Richard C. TREXLER: op. cit., p. 518. 59 Piero PARENTI: Citado por Richard C. TREXLER, p. 515. 60 C. PUELLI MAESTRELLI: «Savonarole, la politique et la jeunesse á Florence», en Théorie etpratique politiques á la Renaissance, XXII coloquio internacional de Tours, París, 1977, pp. 1-14. 61 Robert HENRYSON: Poems and Fables, ed. H. Harvey Wood, Edimburgo, 1978, pp. 185-186. 62 E. M a c L e o d : Charles of Orleans, Prince and Poet, L ondres, 1969. 63 Charles D ’ORLEANS: Balada XXII. 64 Frangois VlLLON, ed. de la Pléiade, p. 1158. 65 J. HuiZINGA: Le déclin de Moyen Age, ed. Payot, pp. 39-40 (Alianza, 1987). 66 Jehan RÉGNIER, en Poetes et romanciers du Moyen Age, ed. de la Pléiade, pp.

1131-1132. 67 CHAUCER: op. cit., pp. 35-36. 68 Ibid., pp. 269-270. 69 Ibid., p. 308-309. 70 Émile MÁLE: L ’A rt religieux de la fin du Moyen Age en France, op. cit. 71 Histoire de la France urbaine, op. cit., pp. 528-529. 72 M arsilio FlCINO: De vita libri tres. 73 Alvise CORNARO: Discorsi intomo alia vita sobria, ed. Pietro Pancrazi, Floren­ cia, 1946, p. 80.

74 Citado por J. R. HALE: «Renaissance Europe, 1480-1520», Fontana History of Europe, op. cit., p. 18. 75 Héléne MlLLET: Les Chanoines du chapitre cathédral de Laon. 1272-1412. École frangaise de Rome, 1982. 76 Citado por Simone DE BEAUVOIR: La Vieillesse, p. 319. 77 Ibid., p. 318. 78 Jean DEVIOSSE: Jean le Bon, Fayard, 1985, p. 225. 79 Histoire de la France urbaine, op. cit., p. 536. 80 Léon LALLEMAND: Histoire de la charité', op. cit., vol. I II. 81 Ivan CLOULAS: Laurent le Magnifique, op. cit., p. 84. 82 Two Memoirs of Renaissance Florence. The Diaries of Buonaccorso Pitti and Gregorio Dati, op. cit. 83 Geoffrey TREASE: The Condottieri, Soldiers of Fortune, Londres, 1970. CAPÍTULO 9

El siglo XVI: El humanista y el cortesano contra la vejez * Traducción de J. M. Valverde. ** Traducción de C. Pujol. 1 Citado por Jean DELUMEAU: La Civilisation de la Renaissance, Arthaud, 1967, p. 391. 2 Mateo ALEMÁN: Guzmán de Alfarache (edición de S. Gili Gaya), Espasa Calpe, Madrid 1972 (5 vols.). T.V. p. 93. 3 Gwennolé LE MENN: La Littérature en moyen bretón de 1350 á 1650, Actes du 107 congres national des Sociétés savantes, Brest, 1982, p. 95. 4 F. de Quevedo: El Buscón. Espasa-Calpe, Madrid, 1960, pp. 43-44. 5 ERASMO: Elogio de Ih locura, Edaf, M adrid, 1973, p. 83 (traducción revisada). 6 A. SOMAN: Annales ESC, 1977, p. 799. 7 Jean-Charles SOURNIA: Blaise de Monluc, Fayard, 1981, p. 138. 8 Baltasar CASTIGLIONE: Segundo libro del Cortesano. 9 ERASMO: op. cit., p. 55. 10 Antonio de GUEVARA: Relox de Príncipes o libro áureo del emperador Marco Aurelio. 1529. 11 Francis BACON: «De augmentis scientiarum», en Francis Bacon Philosophical Works, ed. John M. Robertson, Londres, 1905. 12 ERASMO: op. cit., pp. 43-44. 13 Ibid., p. 83. 14 Ibid., p. 96. 15 M o n ta ig n e : Essais, I, 57. 16 Ibid., III, 5. 17 Jean BODIN, Los seis libros de la República, IV, 2.

18 M o n t a ig n e : Essais, II, 8. 19 Ibid., III, 5. 20 Ibid. 21 Ibid., III, 2. 22 Ibid. 23 Ibid., II, 18. 24 Ibid. 25 Ibid., III, 9. 26 Harvey C. LEHMAN: Age and Achievement, Princeton, 1953. 27 MONTAIGNE: Essais, I, 57. 28 MAQUIAVELO: Discurso sobre la primera década de Tito Livio, cap. 60. 29 MAQUIAVELO: El arte de la guerra. 30 Citado en Richard C. TREXLER: Public Life in Renaissance Florence, Nueva York-Londres, 1980, pp. 519-520. 31 Francis BACON: Philosophical Works, ed. John Robertson, Londres, 1905, «Of youth and age», pp. 787-788. 32 Richard C. TREXLER: op. cit., citado p. 521. 33 Ibid., p. 525. 34 Jean BODIN: La República, libro III, cap. 1, «El Senado y su potestad». 35 Benvenuto CELLINI: Memorias, VIII, 4. 36 Edición inglesa de su obra realizada por T. Smith: A Treatise of Health and Long Life with the Sure Means of Attaining it, Hich, Leake and Flackton, 1743. 37 Citado en D. B. BROMLEY: The Psychology og Human Ageing, Penguin Books, ed. 1981, p. 47. 38 PARACELSO: Sámtliche Werke, ed. K. Sudhoff, Munich y Berlín, R. Oldenbourg, 1930, 3.cr vol. 39 Cf. S. SANTORIO: Medicina statica, trad. J. Quincy, Londres, J. Osborn, T. Longwan y J. Newton, 1728. 40 Ibid., p. 92. 41 Ibid., p. 270. 42 S. ROWBOTHAM: An lnquiry into the Cause of Natural Death; or Death from Oíd Age, Manchester, A. Heywood, 1842. 43 H. CUFF: The Differenees of the Ages of Man’s Life: together with the Original Causes, Progresse, and End thereof, Londres, Arnold Hatfield, 1607. 44 Ibid., p. 73. 43 Ibid., p. 76. 46 Francis BACON: The Historie of Life and Death, with Observations Naturall and Experimentall for the Prolonging of Life, Londres, 1638, O f Youth and Age; De augmentis scientiarum, en Francis Bacon. Philosophical Works, ed. John M. Robertson, Londres, 1905. 47 De augmentis scientiarum, p. 490. 48 The Historie of Life and Death, op. cit., p. 61. 49 De augmentis scientiarum, p. 491.

50 The Historie of Life and Death, p. 172. 51 Ibid., p. 121. 52 Gilíes LAPOUGE: Utopie et civilisations, op. cit., pp. 67-68. 53 RABELAIS: Le Tiers Livre, cap. X X I. 54 A ntonio de GUEVARA:op. dt. 55 T om ás MORO: Utopía, Espasa-C alpe, 1952, p. 49. 56 C yrano DE BERGERAC: L ’Autre Monde, ed. sociales, p. 113. 57 T om ás MORO: Utopía,p. 82. 58 Ibid., pp. 86-87. 59 Jacq u es MINOIS: L ’idéalité du réel comme réalité de l’idéal, p. 193. 60 A ntonio DE GUEVARA, op. dt.. 61 Ibid. 62 Ibid. 63 Ibid. 64 MAQUIAVELO: Clizia. 65 S h a k e s p e a r e : Como gustéis, II, 7. 66 S h a k e s p e a r e : Soneto n.° 2. 67 Enrique V, V , 2. 68 Romeo y Julieta, II, 5. 69 Bien está lo que bien acaba, I, 2. 70 Enrique IV, 2.a parte, I. 2. 71 Mucho ruido para nada. IV , 4. 72 La Tempestad, IV , 1.

73 El Peregrino apasionado, 12. 74 La Comedia de los errores, V, 1 . 75 Hamlet, II, 2. 76 Troiloy Créssida, I, 3. 77 El Cuento de invierno, IV , 4. 78 El Rey Lear, I, 3. 79 Timón de Atenas, II, 2. 80 El Rey Lear, I, 1. 81 Ibid. 82 Ibid., IV , 7. 83 Ibid., I, 4. 84 Ibid., I, 5. 85 Ibid., III, 3. 86 Ibid., I, 2. 87 Mucho ruido para nada, V , 1. 88 La violadón de Lucrecia, 275. 89 Macbeth, V, 3. 90 La violación de Lucreda, 1550. 91 Enrique IV, 1.a parte, II, 4.

92 Como gustéis, II, 3. 93 Medida por medida, III, 1. CAPÍTULO 10

El siglo XVI: la im po rtancia real de los ancianos 1 Benvenuto CELLINI: Mémoires, ed. Giuliano Maggiora, París, 1953, p. 7. 2 Alain CROIX: La Bretagne aux XVIe et XVIIe siécles, 2 vol. París, 1981. 3 Jacques y Michel DUPÁQUIER: Histoire de la démographie, Perrin, 1985, p. 52. 4 Ibid., pp. 79-80. 5 Ibid. 6 F. HENDRICKS: Contributions to the History of Insurance and of the Theory of Life Contingencies, Londres, C. y E. Layton, 1851. 7 J. C. RUSSELL: Late Ancient and Medieval Population, Transactions of the American Philosophical Society, vol. 48, 3.a parte, 1958. 8 Alain CROIX: op. cit. 9 Nicole LUCAS: Saint-Malo, étude démographique. 1601-1625, memoria de licencia­ tura, Rennes, 1969. 10 S. PELLER: «Birth and Death among Europe’s Ruling Families since 1500», T. H. HOLLINGSWORTH: «A Démographie Study ofthe British Ducal Families», en Population in History: Essays in Historical Demography, ed. D. V. Glass y D. E. C. Eversley, Londres, 1965. 11 T. H . HOLLINGSWORTH: «Mortality in the British Peerage Families since 1600», Revue Population, sept. 1977. 12 Francis ¿ACON: The Historie of Life and Death..., op. cit., p. 108. 13 Cementerio de Leigh on Sea. 14 Germanisches National Museum, Nuremberg. 15 Staatliche Museum, Berlín. 16 Museo nacional de arte antiguo, Lisboa. 17 Staatliche Museum, Berlín. 18 RAFAEL: Retrato deJulio II (Florencia, Galería de los Oficios); TlZIANO: Pablo IIIy sus sobrinos (Galería Capodimonte, Nápoles). 19 Retablo de Santo Tomás de Ávila. 20 El Louvre. 21 Wallace Collection, Londres. 22 National Gallery, Londres. 23 Nouvelle Histoire de VÉglise, Seuil, t. III, «Réforme et Contre-Réforme», p. 67. 24 Donato Gianotti and his epistolae, ed. R. Starn, Ginebra, 1968. 25 Seguimos aquí la exposición de R. C. TREXLER: Public Life in Renaissance Florence, Nueva York-Londres, 1980.

26 Gilíes LAPOUGE: Utopie et civilization, pp. 126-127. 27 Cf. J. C. SOURNIA: Blaise de Monluc, p. 307. CONCLUSIÓN

1 Simone de BEAUVOIR: La Vieillesse, p. 47. 2 Ibid., pp. 9-10. 3 Harvey C. LEHMAN: Age and Achievement, Princeton, 1953, p. 330.

BIBLIOGRAFIA

Actualmente es difícil proporcionar una orientación bibliográfica sobre la historia de la vejez hasta el Renacimiento, ya que los estudios existentes no la han tratado nunca directamente. Los datos que pueden servir para ello se encuentran dispersos en una multitud de crónicas, artículos y obras de historia social, demográfica, económica, institucional, política y de las mentalidades. Solamente algunos trabajos ingleses y americanos, a menudo difícilmente accesibles, han empezado a abordar la cuestión. Como las referencias están indicadas en las notas de cada capítulo, sólo ofrecemos a continuación los títulos generales más útiles. ARIÉS, P.: UHomme devant la mort, Seuil, 1977.

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