Historia de la teoría literaria II. Transmisores, Edad Media, Poéticas clasicistas [2]
 9788424919634, 8424919637, 9788424919702, 842491970X

Table of contents :
Historia dela teoría literaria II. Trasmisores, Edad Media, Poéticas clasicistas
Introducción
I. Transmisores de las teorías literarias clásicas
I. Los primeros transmisores de las teorías literarias
1. Demetrio
2. Dionisio de Halicarnaso
3. Hermógenes
II. Primeras teorías sobre la comedia
1. Evantio y Donato
III. La tradición neoplatónica
1. Proclo
Textos para comentar
II. Edad Media
I. La estética patrística
Cristianismo y cultura clásica
Las ideas estéticas de los Santos Padres
La afirmación polémica de la nueva fe. La primera patrística
1. Los Padres apologetas griegos.
San Clemente de Alejandría (150-215)
Los velos del lenguaje
Acerca de la interpretación
La música y el teatro
La belleza plástica
Orígenes (185-253)
Poder taumatúrgico de la palabra
Forma y fondo. La palabra de Dios y sus efectos
Los velos del lenguaje. En torno a la interpretación
La belleza plástica y la plástica espiritual
La obra de Orígenes en el contexto de la patrística oriental
2. Los Padres apologetas latinos
Minucio Félix
Tertuliano (h. 155-225)
La filiación demoníaca de las artes
La prohibición de la enseñanza de los textos paganos
Plasticidad del mundo y condena de las artes
Crítica de los aderezos indumentarios
La condena de las artes escénicas
Arnobio de Sicca
Cecilio Firmiano Lactancio
Forma y fondo
Acerca de la interpretación
El porqué de la creación artística
El mundo como obra maestra del Creador
3. La alta patrística. Desarrollo de la estética en una cristiandad libre
4. Alta patrística en Oriente
San Basilio Magno (330-379)
Res /verba. Acerca de los autores paganos
Los velos del lenguaje
A imagen y semejanza del Padre
San Gregorio Nacianzo (h. 330-390)
Res / verba
De lo visible a lo invisible
San Gregorio de Nisa (335-385?)
Res / verba. Labilidad del horizonte hermenéutico
Belleza y orden
La estética del Pseudo Dionisio en la estética medieval (h. 500)
Una estética trascendental
Una estética de la luz
El silencio y lo sublime
Acerca de la interpretación
Influencia del Pseudo Dionisio en la estética medieval
5. Alta patrística en Occidente
San Ambrosio de Milán (h. 338-397)
Res / verba. Hermenéutica e ideal retórico
La armonía musical del mundo
San Agustín (354-430)
El pensamiento agustiniano
a) Filosofía
La estética agustiniana
La inspiración divina en relación con la inerrancia de los textos canónicos
La preeminencia del fondo sobre la forma
Acerca de la interpretación
Teoría de los signos y crítica textual en el contexto de la hermenéutica agus-tiniana
Ideas sobre el teatro
Las artes plásticas
6. De Boecio a San Isidoro. La transmisión del legado clásico a la Edad Media
Boecio (480-524)
Flavio Aurelio Casiodoro (h. 480-575)
Isidoro de Sevilla (560?-636)
Textos para comentario
II. Las aportaciones de la Escolástica al pensamiento estético literario
1. El renacimiento carolingio
Juan Escoto Erígena (810?-877)
Belleza y teofania. La contemplación desinteresada de la belleza
2. La primera Escolástica
La dialéctica
Los universales
Pedro Abelardo (1079-1142)
La escuela de Chartres
La mística alegórica
3. La edad de oro de la Escolástica
Santo Tomás de Aquino (1225-1274)
Doctrinas
Pensamiento estético
La Belleza trascendental, causa eficiente y final de las cosas bellas
El carácter desinteresado de la experiencia estética
Lo bello y lo bueno
Proportio, claritas, integritas
Belleza y finalidad
La expresión simbólica
La poética implícita en el pensamiento tomista
Las cinco preguntas de Eco al pensamiento estético tomista
La crítica de la escolástica post-tomista al concepto deforma
4. La Escolástica tardía
Juan Duns Escoto
Guillermo de Ockham
Textos para comentario
III. La retórica en la Edad Media
Ars dictaminis
Ars poetriae
Ars praedicandi
IV. La poética medieval: caracteres generales
1. Poética y tradición gramática
El comentario o glosa
El «ars versificatoria»
2. Poética y retórica
3. Poética, lógica y filosofía
4. Teoría literaria medieval: construcción de una teoría
Teoría literaria culta
Naturaleza del proceso creador
La obra artística
Finalidad de la obra artística
Teoría literaria de los trovadores
Textos para comentario
V. Preludio del Renacimiento: autores de transición
1. Italia
Dante Alighieri (1265-1321)
El Convite
«Sobre la lengua vulgar»
Carta al Can Grande de la Scala
Boccaccio
2. España: comentaristas y teóricos
Comentaristas: Averroes
Tratados de teoría literaria
La defensa de la poesía
Naturaleza del proceso creador
La obra artística
Finalidad de la obra poética
Textos para comentario
III. Las poéticas clasicistas y neoclásicas
I. Poética clasicista en Italia
1. Panorama cultural del Renacimiento
2. La Academia florentina
3. Los emigrados griegos. Las bibliotecas
4. Los temas generales
La mimesis
La concepción neoplatónica de la mimesis en el Renacimiento
La concepción neoaristotélica de la mimesis en el Renacimiento
La concepción naturalista de la imitación
La imitación como intertextualidad
La finalidad de la poesía
5. La Poética. Los comentaristas. Las poéticas
6. Los géneros literarios
7. El cuarto género en el esquema aristotélico: teoría de la «novella»
8. La comedia: género no omitido, pero no tratado
9. La ley de las tres unidades dramáticas
10. La lírica como tercer género
Textos para comentario
II. Poéticas clasicistas en Francia
1. Los comienzos de las teorías dramáticas clásicas en Francia
2. «Las querellas»
La «querelle des Anciens et des Modernes»
La «querelle du Cid»
3. Las Poéticas
La poética de La Mesnardière
«L’art poétique», de Nicolás Boileau
Forma y estructura de la «.Poética» de Boileau
Materia de los cantos
La teoría literaria de Boileau
La razón
Imitación y verosimilitud
El decoro
El modelo de los antiguos
Finalidad del arte
Los géneros literarios
«L’art poétique»: algunas de sus afirmaciones
Reactivación de la «querella de Antiguos y Modernos»
La Poética del P. Rapin
Textos para comentario
III. Poéticas clasicistas en España
1. Introducción
2. Cuestiones generales de poética
Defensa de la poesía
Creación poética: ingenio y aprendizaje
Mimesis y verosimilitud
La erudición
Imitación de los clásicos
Verosimilitud y decoro
La obra artística
Los géneros literarios
Finalidad de la literatura
3. Los estudios literarios de Francisco Cascales
Las «Tablas poéticas»
Parte primera: de la poesía «in genere»
Tabla primera
Tabla segunda: de la fábula
Tabla tercera: de las costumbres
Tabla cuarta: de la sentencia
Tabla quinta: de la dicción
Parte segunda: las cinco tablas dedicadas a la poesía «in specie»
Tabla sexta: de la épica mayor
Tabla séptima: de los poemas menores reducidos a la épica mayor
Tabla octava: de la tragedia
Tabla novena: de la comedia
Tabla décima: de la lírica
Las cartas filológicas (1634)
4. La justificación teórica de la comedia
5. Lope de Vega: el «Arte Nuevo de hacer comedias»
La parte primera o prólogo
La parte segunda: la doctrina
La parte tercera o epílogo
La polémica teatral
6. Luis Carrillo y Sotomayor: el «Libro de la erudición poética»
7. La polémica gongorina
8. Baltasar Gracián: «Agudeza y arte de ingenio»
Textos para comentario
IV. Poéticas neoclásicas en España
1. «La poética» de Luzán
Fuentes de «La poética»
Las dos «poéticas» (1737 / 1789)
Recepción de «La poética»
Contenido de «La poética»
La tragedia: definición
Crítica del teatro español
2. Teoría y práctica dramática
Textos para comentario
Bibliografía

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HISTORIA DE LA TEORÍA LITERARIA TRANSM ISORES EDAD MEDIA POÉTICAS CLASICISTAS

Carmen Bobes Gloria Baamonde Magdalena Cueto Emilio Frechilla Inés Marful

HISTORIA DE LA TEORÍA LITERARIA II TRANSMISORES. EDAD MEDIA. POÉTICAS CLASICISTAS

CARMEN BOBES-GLORIA BAAMONDE MAGDALENA CUETO-EMILIO FRECHILLA-INÉS MARFUL

HISTORIA DELA TEORÍA LITERARIA ii

TRANSMISORES. EDAD MEDIA. POÉTICAS CLASICISTAS

« R E DOS

©

CARM EN

BO BES,

GLORIA

BAAM O NDE,

M AG DALENA

FRECHILLA E INÉS MARFUL, 1998. © EDITORIAL GREDOS, S. A. Sánchez Pacheco, 85, Madrid.

Diseño de cubierta: Manuel Janeiro.

Depósito Legal: M. 33694-1998. ISBN 84-249-1970-X. Obra completa. ISBN 84-249-1963-7. Volumen II. Impreso en España. Printed in Spain. Gráfica Cóndor, S. A. Esteban Tenadas, 12. Polígono Industrial. Leganés (Madrid), 1998.

CUETO,

EMILIO

INTRODUCCIÓN

Presentamos el segundo tomo de la Historia de la teoría literaria: Trans­ misores. Edad Media. Poéticas Clasicistas. Habíamos cerrado el primer tomo con las figuras de Longino y Plotino, a los que consideramos creadores de ideas en la historia de la teoría literaria. Iniciamos este segundo tomo en la misma época helenística con autores que son transmisores y no creadores de ideas. No hemos aplicado, pues, un criterio cronológico en la división de los dos tomos de la Historia de la teoría literaria, sino un criterio de «valor» (creadores / transmisores), porque nos ha parecido más adecuado en una teoría literaria. Siempre es arriesgado señalar un corte en el devenir de la historia de las ideas, por varias razones: porque la historia no se ha parado nunca, y son los historiadores los que señalan fechas y proponen etapas, por lo general aten­ diendo a un hecho de carácter político, que, si bien puede tener repercusión en el campo de las ideas, es ajeno a ellas; porque los aspectos que pueden considerarse en la historia y la configuran en su conjunto (cultura, ideolo­ gías, creencias, etc.) no son idénticos, ni paralelos, en sú desarrollo y evo­ lución, y no tienen el mismo ritmo, de modo que resulta imposible hacer un corte homogéneo y válido para el conjunto de la historia; y porque las ideas y la cultura están involucrados con sus contextos y circunstancias, donde adquieren su perfil en cada caso y un significado y sentido diversos: una misma idea literaria tiene distinto valor y distinto significado cuando se po­ ne en relación con su entorno, en unas épocas o en otras, y el intentar seguir una línea de evolución sin contar con sus relaciones contextúales resulta siempre artificioso. Por eso, creemos que dibujar límites y señalar etapas para las ideas litera­ rias, fijando fechas en su desarrollo, ha de ser necesariamente convencional, y en particular lo será cuando se aborda desde la autonomía que hoy les recono­ ce la investigación humanística, y se refieren a otra época cultural en la que se situaban de modo bien diferente con la retórica, con la filosofía, con la gramá­ tica, con la ética, y sobre todo con la estética.

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Historia de la teoría literaria

Nos acogemos, en líneas generales, a la periodización en grandes etapas que ha señalado la investigación histórica y hablaremos de Antigüedad clásica, de período Helenístico, de Alta o Baja Edad Media, de Renacimiento, de Ba­ rroco y Neoclasicismo, en el continuo histórico de nuestra civilización occi­ dental. Y en ese esquema iremos situando lo que fue el conocimiento, acepta­ ción, pervivenda y transmisión de las ideas de la Antigüedad grecolatina sobre la creación literaria, y a la vez iremos destacando los cambios que se produjeron en ellas, y señalaremos las nuevas teorías que progresivamente se incorporaron para dar lugar a escuelas y orientaciones como la patrística, la escolástica, el renacimiento, y finalmente señalaremos las causas del acaba­ miento del período clasicista a finales del siglo xvm. Utilizaremos también criterios geográficos para hablar del desarrollo de la teoría clasicista en Italia, en Francia, en España. Y en este marco histórico geográfico, al señalar las grandes corrientes culturales, las centraremos en las figuras más destacadas en cada caso, y, siempre que sea posible, en las obras que se han conservado, y señalaremos su relación con autores secundarios que sirven de precedente, es­ tán en el contexto inmediato, o son continuadores de sus ideas. Es decir, segui­ remos la evolución y transmisión de las teorías literarias atendiendo, en lo po­ sible, al panorama general de la cultura, a las figuras destacadas, y a las obras concretas, en esos largos siglos que van desde la Antigüedad clásica hasta el siglo XIX. Es un largo período en el que la teoría literaria mantiene inalterado el principio de la mimesis como proceso generador del arte, y el concepto de catarsis como «teoría del efecto» del arte. Aunque el término mimesis es poli­ valente y no significa lo mismo en las obras de los autores que lo utilizaron a través del tiempo, lo cierto es que, entendido como forma de elocución (Platón), como copia directa u homologica (Aristóteles), como copia de las obras perfectas anteriores (Dionisio de Halicarnaso), o como copia de la natu­ raleza (Averroes), permanece inalterable en la base de la teoría literaria hasta finales del siglo xvm cuando las poéticas miméticas empiezan a ser sustituidas por un nuevo paradigma teórico en la investigación sobre el arte literario, su génesis, sus formas y sus efectos, y surgen las poéticas expresionistas que se caracterizan por el abandono de las concepciones heteronomas del arte y por el reconocimiento de su autonomía plena, con lo que dan lugar o justifican las vanguardias artísticas y el arte moderno. Por otra parte, las dificultades para la identificación de las teorías y para su clasificación en esquemas coherentes y científicos, no proceden solamente de la necesaria distinción de aspectos de un todo cultural, o de la periodización de uno de los ámbitos del saber que puede hoy aislarse de los demás, sino que proceden del hecho de que los temas o disciplinas que hoy consideramos ne­ tamente delimitados en el esquema general de las ciencias y de la investiga­ ción, antes estuvieron distribuidos de otro modo y mantuvieron entre sí rela­ ciones internas que señalaron límites distintos de los actuales, y se hace difícil

Introducción

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un seguimiento diferenciado de sus contenidos al situamos en la perspectiva actual. Hay que reconocer que la reconstrucción hermenéutica de un contexto alejado es harto difícil y arriesgado. Hemos incluido en el primer tomo de la Historia de la teoría literaria a los creadores de las ideas llamadas generalmente, y no sin cierta ambigüedad, «clásicas» y lo hemos cerrado con dos autores de la civilización helenística, Plotino y Longino, representantes del neoplatonismo, porque creemos que forman la base para la historia de las ideas literarias y estéticas y son una con­ tribución original, en la constitución del corpus teórico que se transmite a oc­ cidente y sobre el que se discute, matizándolo, hasta finales del siglo xvm; a partir de esta fecha, y aunque hay autores que siguen las concepciones anterio­ res, la teoría literaria tienen otras bases y otros presupuestos. Pasamos, pues, a un segundo tomo, siguiendo cronológicamente la histo­ ria que sirve de marco, pero con un corte por autores, y por consiguiente con saltos hacia atrás y hacia adelante, al incluir aquellos que recogieron las ideas clásicas, las interpretaron en su propio contexto histórico y de cultura y las transmitieron a la Europa occidental. Los autores que incluimos en este se­ gundo tomo son comentadores o transmisores de las teorías que encuentran formuladas; en sentido estricto no crean teorías y no tienen un sistema filosó­ fico propio que respalde y sirva de marco de referencia a su interpretación de las obras literarias, pero han recogido y sistematizado las de los autores clási­ cos y las han transmitido, sirviendo de puente entre la cultura grecorromana y la cultura medieval. Su originalidad se limita a la selección que han hecho, a veces se extiende al esquema interpretativo, que introduce cambios en las re­ laciones externas e intemas de los conceptos literarios, y tienen además el enorme mérito de haber conservado textos de una tradición doxática y antolò­ gica, de estudio y de enseñanzas, de los autores que parafrasean, comentan o utilizan como modelo. Por otra parte, conviene destacar que las obras de estos autores transmisores conocieron a veces una divulgación amplia y duradera a través de la enseñanza y formación de generaciones durante siglos y resulta difícil encuadrarlas cronológicamente, sobre todo teniendo en cuenta que se les atribuye a los autores más conocidos obras de otros que se publicaron jun­ tas, y a veces se confundían en una sola figura dos o tres autores del mismo nombre. Las dudas afectan frecuentemente a la autoría, a la fecha, a la persona del autor. Teniendo en cuenta todas estas circunstancias y el criterio que nos guía, está claro que no seguiremos una línea estrictamente cronológica, por siglos, o por etapas culturales bien delimitadas, haremos, en lo que sea posible, un seguimiento de las ideas, analizaremos su procedencia, sus modificaciones, su persistencia en los siglos, a través de las figuras y obras de los autores más representativos históricamente. Con ello nos exponemos a estudiar au­ tores que habiendo sido contemporáneos e incluso anteriores a los que he-

Historia de la teoría literaria

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mos incluido en el primer tomo, son comentaristas o divulgadores de las ideas de otros. Vamos, pues, a exponer las obras de los autores que recogieron ideas clá­ sicas, cuya aparición hemos reseñado respecto a los autores que las formula­ ron, en el primer tomo, y las modificaron, con buenas o malas lecturas, para adaptarlas a la visión de la cultura y el arte nuevos, teniendo en cuenta el con­ texto social en que viven, que reconoce un origen, unas formas y unos fines para el arte literario, que difieren totalmente de los reconocidos anteriormente. Señalaremos la vinculación que tales autores tienen con los clásicos ya estu­ diados y destacaremos el relieve que han adquirido en relación con las ideas que después han prevalecido en el devenir histórico de la teoría literaria. Por­ que hacemos, en este sentido, una historia netamente pragmática, como suele hacerse en una visión retrospectiva: se valoran los hechos por lo que significa­ ron en la sucesión cultural, aunque en su tiempo hayan tenido mayor relieve, o hayan pasado desapercibidos respecto a otros. Los autores que transmiten la cultura clásica se valoran hoy por haber servido de vehículo para la pervivenda de las ideas y para su posterior desa­ rrollo. Comprobaremos que la mayor parte de las obras que vamos a estudiar, aunque no sean originales en la formulación de las ideas y principios del arte literario, ya que son recopilación y paráfrasis de teorías anteriores, tienen una cierta originalidad en el sentido de que hacen la elección o selección de textos y de conceptos desde una perspectiva propia, y los someten a una interpreta­ ción original cuando las sitúan en relación con otras ideas en esquemas nue­ vos, lo que les da un perfil y unos límites necesariamente diferentes a los que tuvieron en su origen. No es lo mismo definir la mimesis en relación al es­ quema filosófico platónico, que al sistema realista aristotélico, en el marco ge­ neral de las Ideas o de la Naturaleza, o definir este concepto, olvidando toda vinculación con un esquema filosófico general, en los límites estrictos de la creación y teoría literarias, como hará Demetrio. * * *

Al exponer las modificaciones que cada autor introduce sobre las ideas y conceptos que trata, iremos viendo cómo los suele orientar hacia unos princi­ pios generales que dominan el panorama cultural de su tiempo. La aparición y difusión del cristianismo, con su idea de la proyección divina en lo humano, trajo a la cultura clásica un relativismo en el arte, a la vez que confiere un sen­ tido transcendente a los valores de unidad, verdad, belleza y bondad, en rela­ ción con la coherencia, el conocimiento, la estética y la ética, que antes se consideraban en una forma absoluta. En el período que avanza desde el siglo i al V (d. C.), de dominio cultural griego y de dominio político romano, la in-

Introducción

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coiporación de una tercera vía, la cristiana, resultará decisiva para comprender el cambio de orientación de las ideas literarias, referentes tanto a la creación de obras y a sus formas como a la teorización sobre ellas. Es evidente que se­ gún el concepto de belleza y de arte que se mantenga, las obras literarias se construirán de modo muy diverso, y los cánones críticos para comprenderlas y valorarlas variarán también considerablemente. Parece evidente que el sentido ético y estético de la obra literaria condiciona sus formas y su estructura, no sólo sus temas y contenidos. Si proyectamos una visión panorámica sobre la evolución de las ideas en esa etapa de la historia que va desde los primeros tiempos de la decadencia de Roma hasta que Italia en el Renacimiento vuelve los ojos a su pasado glorioso, podemos observar como líneas más destacadas, la conservación de la teoría literaria formulada en la época clásica de Grecia y Roma, la selección e inter­ pretación de las ideas desde la personalidad y las circunstancias pragmáticas de los diversos autores que las transmiten, y la incorporación de actitudes que proceden de la nueva visión del mundo aportada por el cristianismo a la civili­ zación occidental. Hemos dedicado el primer tomo de la Historia de la teoría literaria a la aparición de las ideas clásicas, dedicaremos el segundo a su seguimiento en las fases de transmisión y adaptación a los nuevos tiempos, y lo haremos desde el testimonio de los autores cuyas obras se han conservado, sin seguir — pues sería imposible, según hemos argumentado más arriba— un orden cronológico estricto, ni de autores, ni de ideas, que con frecuencia se solapan. En este sen­ tido podemos decir que la labor de recogida de teorías y de selección de ideas se inicia antes de que haya terminado la etapa creativa, de ahí que hayamos ce­ rrado la primera etapa con Plotino y Longino, y que iniciemos la segunda en un tiempo anterior, con Dionisio de Halicarnaso, con Demetrio y con otros autores, aunque su misma individualidad, las fechas de su vida y de composi­ ción y conocimiento de sus obras se mueva con incertidumbre de dos y hasta de tres siglos, en algunos casos, y aunque en otros no haya certeza de que tras un nombre haya un autor y no varios. Por otra parte, a medida que avanzamos en la historia, la decadencia del imperio romano camina paralelamente con una decadencia de la cultura gene­ ral y literaria, pues ya no produce, al menos al ritmo y con la brillantez ante­ rior, obras y teorías. La baja latinidad y la alta Edad Media serán etapas prefe­ rentemente de transmisión, de admiración matizada por los clásicos, y de comentarios desde perspectivas platónicas, neoplátonicas, o desde actitudes inspiradas más o menos directamente en Aristóteles, según iremos señalando en cada autor. No parece posible, por muchas razones, y renunciamos a ello, exponer sistemáticamente las ideas literarias, estéticas y retóricas de una época de la que tenemos pocos datos y en la que aparecen mezcladas en los manuales con­

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Historia de la teoría literaria

servados la filosofía, la retórica, la gramática, la crítica literaria y la historia del arte; no vamos a enumerar tampoco exhaustivamente los nombres de los autores conocidos, porque con frecuencia las obras se repiten casi iguales en unos y otros, dado su carácter de manuales, vamos a limitamos a aquellos que han adquirido mayor relieve por sus posiciones claras y más o menos origina­ les, por su labor de transmisión, y finalmente por el rastro que han dejado en la posteridad. No podemos en muchos casos valorar o exponer objetivamente el lugar que cada uno ocupa en ese abigarrado y extenso mundo que lleva de la Edad Antigua hasta la caída del Imperio Romano y desde esto hasta la apari­ ción de nuevos horizontes culturales en la Edad Media, Alta y Baja. En líneas generales, vamos a comprobar que la mayor parte de los autores que trataremos se sitúan en la perspectiva autorial y conciben las doctrinas li­ terarias en el conjunto de los saberes humanísticos, y las artes desde la pers­ pectiva del autor o de la obra en sí; no suelen tener en cuenta al lector, a pesar del relieve que se da en la teoría de la tragedia, a la catarsis. Por lo general se reconocen tres tipos de actividad artística: a) artes poéticas (artes quae operis quod oculis subicitur consummatione finem accipiunt); b) artes prácticas (artes quae ipso actu perficiuntur nihilque post actum operis relinquunt), y c) artes teoréticas (artes nullum exigentes actum, sed ipso cuius studium habent intellectu contentae) (Lausberg, 1960: 65-67); no hay una consideración de las artes literarias desde la perspectiva del lector, aunque no falten alusiones a la finalidad de las artes que de alguna manera implican la presencia del lector. En este esquema general, la teoría literaria es un arte teorética (una especu­ lación racional), cuyo objeto es un arte poética (la creación literaria) y, en principio coincide con la gramática y la retórica, ya que las tres, teoría literaria (o poética), gramática y retórica tienen como objeto el conocimiento del len­ guaje desde un punto de vista práctico y artístico; esta coincidencia dará lugar a un oscurecimiento de los límites entre las tres especulaciones, a su estudio conjunto, y a la falta de tratados autónomos de poética. Tal situación persistirá durante la Edad Media, donde estudiaremos la Retórica y la Poética en capítu­ los separados, pero con la advertencia de que hubo una estrecha vinculación entre ellas. En la época helenística, la paideia, o ideal de educación de los jóvenes, tiene tres aspectos, dos comprendidos en el ars grammaticae y un tercero en el ars rhetoricae. Por lo que refiere a la gramática, una educación gramatical constaba del aprendizaje de las letras y comprendía también la lectura y co­ mentario de los poetas; y por lo que se refiere a la retórica, consistía en el adiestramiento en el manejo del discurso y sus recursos, principalmente en el ámbito jurídico y en el político. Cuando dejaron de practicarse estos tipos de retórica, por cambio de regímenes políticos y de formas forenses, los precep­ tos y conocimientos teóricos de la retórica fueron recogidos en la gramática, y no resultaba infrecuente que el mismo maestro enseñase las dos artes: gramá­

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tica (que incluía la teoría literaria) y retórica (Marrou, 1971 / 1985). La mayor parte de las obras que han llegado hasta hoy son precisamente manuales desti­ nados a la educación de los jóvenes y tienen esta disposición conjunta de gra­ mática, poética (o partes de ella) y retórica, que se manifiestan y evolucionan según épocas y según'los regímenes políticos dominantes. La gramática en Roma recoge los conocimientos sobre la lengua que pro­ cedían de reflexiones hechas quizá para otros fines, como podía ser suscitar determinadas reacciones emocionales o mentales en el oyente, es decir, desde una perspectiva directamente pragmática, de carácter político o jurídico. La gramática tiene, por consiguiente, ya desde la época clásica romana unos con­ tenidos heterogéneos y unos esquemas también heterogéneos, y es un hecho su falta de límites precisos con la retórica y la poética. No es extraño, pues, que Diomedes, en su gramática (siglo n), que puede servir de modelo de lo que hacen con escasas variantes otros autores posterio­ res, defina el ars grammaticae en relación al conjunto de las artes: «artium ge­ nera sunt plurima, quarum grammatice sola litteralis dicta, ex qua rhetorice et poetice consistunt, idcirco litteralis dicta, quod litteris incipiat, nam et grammaticus Latine litterator est appellatus et grammatica litteratura, quae formam loquendi ad certam rationem dirigit», y afirme que «tota autem gram­ matica consistit praecipue intellectu poetarum et scriptorum et historiarum prompta expositione et in recte loquendi scribendique ratione». Tampoco es extraño que de los tres libros en que va dividida la gramática, el I esté dedica­ do a las partes orationis, el II a los elementa y el III a la poetica (ritmo, metro, pies, poemas) (Diomedes, 1981). El helenismo es, pues, una etapa cultural en la que la teoría literaria se mueve en las coordenadas generales que acabamos de señalar, de decadencia de la cultura clásica, de un deseo de conservación, y del injerto de la cultura judeo-cristiana. Destacan en estas circunstancias algunos autores que, a la vez que ilustran la situación, dan testimonio de cómo la personalidad de cada uno, a la par que el panorama histórico que viven, puede condicionarlos para intro­ ducir variantes en sus obras: Dionisio de Halicarnaso, Demetrio, Hermogenes, Proclo, Evantio, Donato, etc., representan este amplio panorama histórico. Podremos observar cómo surgen algunas interpretaciones equivocadas, o «misreading», de las teorías, que a veces han sido atribuidas a Aristóteles y a otros autores clásicos, simplemente buscando un apoyo en su autoridad. Este apartado de autores de manuales, de comentarios, de paráfrasis y de lecturas buenas o malas de las obras clásicas, comprende un amplio arco de siglos, pues se mueven desde un tiempo casi contemporáneo de algunos de los auto­ res originales a los que siguen, hasta la desaparición del Imperio Romano. El marco filosófico que le sirve de referencia es el helenístico-romano, que com­ prende también direcciones y escuelas muy diversas, cuyo énfasis se sitúa en la ética (peripatéticos, cínicos, la Stoa), en una actitud escéptica (pirrónicos,

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Historia de la teoría literaria

académicos...), o eclécticos (estoicos, epicúreos, platonismo medio...) y que ya conviven con los judeo-alejandrinos, o con la filosofía neoplatónica de Plotino (1982, 203-269). A medida que el peso del cristianismo se deja sentir más intensamente, pa­ saremos a exponer las direcciones más sobresalientes de la patrística, ponien­ do énfasis en la figura y la obra de San Agustín, y destacaremos cómo los Santos Padres trataron de encajar las culturas clásicas en el marco axiológico y ético de ima moral positiva, la judeo-cristiana. La formación humanística clá­ sica que generalmente tuvieron los Santos Padres fue sin duda su punto de partida, pero sometido a su propia visión del mundo y a la escala de valores éticos y transcendentes de la religión que profesaban. En líneas generales po­ demos decir que su labor se concreta en la cristianización de las teorías y de la lectura de las obras clásicas. Tatarkiewick (1962: 1990) advierte cómo la esté­ tica cristiana tiene diversas fuentes clásicas: de Platón toman la belleza espiri­ tual; de los estoicos la belleza moral; de Plotino, las tesis referentes a la belle­ za de la luz y del mundo; de los pitagóricos la idea de la belleza como proporción; igualmente parten de diversas posiciones estéticas: de la concep­ ción aristotélica del arte, de la ciceroniana respecto a la retórica; de la horaciana sobre la poesía... de modo que, aunque no presenten una teoría poética ori­ ginal, la mediación de la fe es la nota común que los lleva a seleccionar en las teorías anteriores aquellas tesis y aspectos que mejor adaptan a su posición y las sitúan en un esquema coherente y armónico; y así destacan en las poéticas ya formuladas determinados conceptos que extrapolan a esquemas nuevos, dándoles también unos contenidos nuevos. Resulta notable que, por ejemplo, San Agustín, interprete la belleza desde la teoría de la iluminación y en gene­ ral de la luz, cuyo valor simbólico destaca la doctrina cristiana («Yo soy la luz del mundo»), por oposición a las tinieblas y al mal; de esta lectura deriva no sólo una temática preferente en la estética cristiana, sino también el relieve que adquieren las ideas sobre la belleza formal de las obras desde los nuevos principios estéticos, y las interpretaciones simbólicas y alegóricas (Bruyne, 1963). Si los cambios de regímenes políticos había condicionado la estimación y la independencia de la retórica en los autores que hemos citado más arriba, ahora podremos observar cómo la selección y adaptación de las ideas clásicas se realizan desde una perspectiva ética basada en la religión cristiana. La Patrística se prolonga hasta el siglo vm y enlaza en la pre-escolástica del renacimiento carolingio (vm-ix), con Juan Escoto o Erígena (810-877?), que formula el primer sistema filosófico medieval. Continuaremos con la pri­ mera escolástica (xi-xn) y analizaremos en la Edad de Oro de la Escolástica las ideas de Santo Tomás; tendremos en cuenta las aportaciones de los no es­ colásticos, sobre todo Averroes, que nos. llevará a las traducciones de la Poéti­ ca y a sus comentaristas en el Renacimiento y también citaremos algunos au­ tores que desde bases escolásticas preludian en la Edad Media algunas de las

Introducción

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ideas y posiciones renacentistas, y que son principalmente poetas que refle­ xionan sobre sus obras (Dante, Boccaccio...). En la formación de la doctrina clasicista desempeñó un papel de primer orden la atención, exégesis y comentarios que el Cinquecento italiano realiza sobre la Poética de Aristóteles. Este siglo, sobre todo en su segunda mitad, es llamado «la época de la crítica», porque como en ningún otro tiempo se discu­ tieron con tanto apasionamiento hasta en sus mínimos detalles las afirmacio­ nes sobre aspectos de la literatura: ni un término se aceptaba sin una discusión previa (Hathaway, 1962). Entramos en el Renacimiento con una vuelta a las fuentes clásicas, no simplemente rescatadas, sino discutidas hasta en sus mí­ nimas afirmaciones. El Renacimiento italiano surgirá a partir de las teorías medievales, pues no en vano transcurren los siglos, pero se definirá progresivamente hasta afianzar en plenitud una nueva estética que incorpora de modo directo los conceptos y el modelo de autores griegos y latinos, y se extenderá por toda la Europa culta y adquirirá particular cohesión y relieve en la literatura y en la preceptiva francesas del siglo xvn, en el movimiento llamado Neoclasicismo. Efectivamente, la influencia de los cometaristas italianos de la Poética se deja sentir en España y particularmente en Francia desde finales del siglo XVI, y llevará a la formulación de una estética literaria intelectualista, preceptivista, racional y clara, que defiende la creación literaria del furor y de la fantasía desordenada. La crítica francesa llevará a sus extremos esta ten­ dencia (Nicole, Scudéry, d’Aubignac y, sobre todo, Chapelin). No obstante, hay que admitir que la fuerza del neoclasicismo francés no procede solamen­ te de la influencia italiana, sino de la presencia en Francia de una notable corriente intelectual, de índole filosófica, que tiene su expresión en el Dis­ curso del método de Descartes y en la presencia de una burguesía ilustrada muy fuerte, que domina la administración pública, y está formada en la lógi­ ca, la gramática, las matemáticas y la jurisprudencia: una sociedad que está preparada para aceptar una teoría literaria de ese tipo (Aguiar e Silva, 1972: 305). Aristóteles es considerado como la encamación de la razón y sus «preceptos» son aceptados con placer a partir del año 1640 y será la gene­ ración de 1660 (Racine, Molière, Boileau, La Fontaine) la que les dará ca­ rácter universal. La posición de los españoles en este concierto europeo de poética clasicis­ ta va desde la aceptación teórica de Aristóteles a través de los comentaristas italianos (Pinciano, Cáscales, Carvallo...), pasando por el rechazo total en la práctica de la creación literaria del Siglo de Oro particularmente en el teatro, para alcanzar en el siglo xvm una actitud preceptiva extremada con Ignacio de Luzán, con el que cerraremos el ciclo de las poéticas miméticas. Las reacciones ante este racionalismo extremo se iniciarán a partir del si­ glo xvm, apoyadas en las tesis filosóficas de Fichte y culminarán en la estética

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Historia de la teoría literaria

del Romanticismo, que sustituye el paradigma clásico y neoclásico de las poé­ ticas miméticas por el nuevo paradigma de las poéticas expresionistas, que sir­ ven de marco de referencia y de explicación al arte nuevo. La crisis de la Gran Teoría, la aparición de la Estética como ciencia autónoma, la quiebra del sen­ tido mimètico del arte y de la llamada «teoría del efecto», que se concretaba en la catarsis aristotélica, entendida de modos bien diversos, pero mantenida a lo largo de los siglos, van a dar paso a una concepción del arte bien alejada de lo que se había entendido por tal. A lo largo de los dos volúmenes de la Historia de la teoría literaria hemos tenido la oportunidad de referimos, en sus contextos respectivos, a aquellas obras que han constituido hitos en el «pensamiento estético»: el lón o la Re­ pública de Platón, la Poética de Aristóteles, el tratado Sobre lo sublime de Longino, etc., pero la Estética como ciencia independiente no aparece hasta el siglo XVIII y contribuye de forma decisiva a la configuración de lo que hoy consideramos Modernidad. El diálogo con las ideas estéticas del pasado, los hallazgos que se producen en la práctica artística y las nuevas modalidades de recepción están en la base de las que serán obras inaugurales en la historia de la llamada, ya de forma específica, la Estética: la Estética de A. G. Baumgarten (1750), los Salones de D. Diderot (el primero de 1759), o la Historia del arte en la Antigüedad, de J. J. Winckelmann (1764). Creemos que la aparición de la Estética como filosofía sectorial, al lado de la Filosofía de la Ciencia, o la Filosofía de la Historia, implicó el final de la «teoría del efecto estético» sobre la que descansaba la Gran Teoría y, en con­ secuencia, implicó también la desaparición de la concepción heterónoma del arte. La idea de que el arte se rige por leyes pertenecientes a otros ámbitos del saber o del hacer humano (la ética, la estética, la filosofía moral, la religión...) es rechazada a partir de este momento y un sentido autónomo de la creación va a imponerse en el arte nuevo. Pero, sin duda, los textos que consagran esta idea están precedidos por una práctica artística que ha dejado de apelar a los repertorios de otras actividades y saberes y, por primera vez, reclama atención sobre su propia materialidad como soporte y sobre el conjunto de sentidos que autónomamente suscita (Bozal, 1996). El esquema aristotélico mimesis-catarsis — línea que va desde el proce­ so creador del arte hacia una concepción de la obra en razón de su finali­ dad— no era sino la aplicación al caso de la tragedia ática de la teoría gene­ ral del arte en cuanto representación y en cuanto actividad social referida a unos determinados fines éticos o didácticos, amparados por el efecto estéti­ co. La tensión que de aquí deriva entre heteronomía y autonomía del arte la encontramos particularmente patente en el pensamiento de Lessing, verda­ dera piedra angular en el cambio de las concepciones mimético-catárticas del arte hacia la modernidad, pues teniendo los conceptos de la Poética por elementos tan infalibles como los principios euclidianos para la geometría,

Introducción

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interpreta todavía el efecto trágico como un efecto de purificación moral, y a la vez es radicalmente moderno con afirmaciones como las que siguen: Ahora bien, como de entre las obras antiguas sacadas a la luz hay piezas de todas clases, sólo quisiera dar el nombre de obras de arte a aquellas en las que el artista se ha podido manifestar como tal, es decir, aquellas en las que la be­ lleza ha sido para él su primera y última intención. Todas las demás obras en las que se echan de ver huellas demasiado claras de convenciones religiosas no me­ recen este nombre, porque en ellas el arte no ha trabajado por mor de sí mismo, sino como mero auxiliar de la religión, la cual, en las representaciones plásticas que le pedia el arte, atendía más a lo simbólico que a lo bello (Lessing, 1990: IX, 76).

El Lessing que en 1766 teoriza acerca de un arte no sujeto a demandas de sentido o finalidades morales exteriores encontrará eco reiterado en los sucesi­ vos replanteamientos dieciochescos de la teoría del efecto trágico, desde el es­ crito de Moritz De la imitación creativa de lo bello (1788) hasta el último artí­ culo de Hegel en la Revista de Jena de 1802. La crisis de la idea del efecto trágico arrastra consigo la de la mimesis: si no hay efecto aprioristicamente determinado que producir, no hay ya, es lógico, naturaleza que representar. De ahí a la formulación kantiana del arte como finalidad sin fin (Critica del jui­ cio, 1790) no hay más que un paso en el avance natural de un proceso escalo­ nado. En fin, según creemos, la aparición de la Estética como ciencia indepen­ diente a mediados del siglo xvm supuso también la independencia del arte, y concretamente del literario, pues trajo el fin de la teoría aristotélica del efecto trágico y de la teoría de la mimesis que la sustentaba, de tal manera que po­ demos afirmar que la concepción autónoma del arte literario comporta, sin más, el fin de las poéticas miméticas. Cerramos, por tanto, nuestra Historia de la teoría literaria que había fijado su objetivo en las poéticas miméticas, con la aparición de Lessing y demás teóricos que introducen las ideas románticas, y dejamos el campo abierto para las poéticas que puedan explicar el arte nuevo.

I

TRANSMISORES DE LAS TEORÍAS LITERARIAS CLÁSICAS

Capítulo I LOS PRIMEROS TRANSMISORES DE LAS TEORÍAS LITERARIAS

1. Demetrio

En el códice Parisinus 1741, con la Poética y la Retórica de Aristóteles y la Compositio verborum de Dionisio de Halicarnaso, se encuentra Sobre el estilo, una pequeña obra en cinco capítulos, atribuida a Demetrio. El texto y su autor presentan problemas que no han sido resueltos por la crítica, aunque se han intentado aclarar a partir de las referencias que hace la misma obra. Autores como Rhys o Grabe han señalado para el discurso de esta obra, mediante un análisis del léxico y de sus referencias, un arco tem­ poral que va desde el siglo m a. C. hasta el siglo i d. C., y como autor han considerado la posibilidad de que fuese Demetrio Falereo, un Demetrio sin patronímico, Demetrio de Pérgamo (100 a. C.), o Demetrio, sofista alejan­ drino. No entraremos en estas cuestiones de crítica autorial o textual, pero el tratado Sobre el estilo, manual que se localiza en la tradición helenística postaristotélica, nos servirá para ilustrar la situación a la que hemos aludido en la introducción: durante siglos, y a veces poco posteriores e incluso en coexistencia con los autores originales y creadores, surgen comentaristas, intérpretes y divulgadores de las ideas, o que sencillamente las usan en ma­ nuales escolares para las lecciones a sus alumnos. Es el caso de este peque­ ño manual sobre la composición literaria griega, de fecha incierta y de autor no identificado aún satisfactoriamente. Sus editores y comentaristas advier­ ten que las seguridades de Demetrio proceden de sus apoyos anteriores, y cuando alguna vez puede ser, o parece ser, original, por ejemplo al hablar del cuarto estilo, que parece un añadido por su cuenta, su discurso se hace inseguro y poco claro en sus esquemas y en sus ideas y relaciones.

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Transmisores de las teorías literarias clásicas

Sobre el estilo es, desde luego, una recopilación de doctrinas anteriores y tiene un contenido más de crítica literaria textual que de retórica; tiene el méri­ to de haber recogido algunos textos de autores, que así se han conservado. A veces divaga, se contradice, repite, pero con todo consigue una sistematización interesante de las teorías sobre el estilo. Demetrio sigue un método estratificacional y parte de una definición de las unidades del lenguaje (palabra, frase, período) para señalar y caracterizar las clases de estilo. Admite que los períodos de un texto pueden constituirse como tales por razones de tipo histórico, retórico y conversacional, y pueden estar formados por miembros simétricos, opuestos o semejantes en su composición. Las clases de estilo son cuatro: a) el llano o sencillo; b) el elevado; c) el elegante y d) el fuerte o vigoroso. El estilo elevado, que suele denominarse elocuente, puede serlo por el pen­ samiento, es decir, por el asunto que trate, por la dicción que utilice (lexis), o por la composición que el autor da a sus períodos (síntesis). Dentro de lo que es este tipo de estilo, se extiende Demetrio en un análisis de las figuras, de la dicción, de las metáforas, entre las que distingue siguiendo a Aristóteles las «activas», y destaca los peligros de su uso. El estilo elegante es considerado por Demetrio a partir de las palabras, que pueden ser hermosas y suaves, y puede proceder también de la composición; para su análisis da muchos detalles sobre la lengua que se utiliza. Al estilo elegante se contrapone el estilo afectado. El estilo llano exige sencillez en la dicción, en el tema y en la composi­ ción; es un estilo en el que debe haber claridad, viveza y poder de persuasión; lo contrario sería el estilo árido. El estilo fuerte o vigoroso debe evitar lo arcaico, las antítesis y los parale­ lismos; son frecuentes en él los períodos de dos miembros, y suele destacar la brevedad y hasta el silencio. Suele utilizar el estilo fuerte figuras retóricas de pensamiento (omisión, silencio, prosopopeya), figuras de lenguaje (anáfora, asíndeton); también suelen encontrarse en él metáforas, comparaciones, pala­ bras compuestas, preguntas retóricas, etc. La suavidad de la composición, el empleo de lo inesperado y lo espontáneo, el asíndeton... son recursos del esti­ lo fuerte (García López, J., Introducción y texto de Demetrio, 1979).

2. Dionisio de H alicarnaso

Como ejemplo de la extensión de la cultura griega a todo el ámbito del Imperio Romano, y también como figura que muestra cómo los cambios que los principales conceptos clásicos van sufriendo al adaptarse a las nuevas condiciones pragmáticas en los esquemas culturales de épocas posteriores,

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destacamos la figura y las teorías de Dionisio de Halicarnaso, un griego natu­ ral de Halicarnaso (Asia Menor), máximo representante del aticismo en su tiempo, que vive y escribe en Roma en los comienzos del Imperio, siglo i a. C. Entre sus obras destacan Sobre la imitación, y Sobre los oradores antiguos, si bien la más interesante y original parece ser Sobre la composición literaria, dedicada al análisis lingüístico de los recursos literarios, que ha resultado ser la base de la teoría sobre la prosa artística de todos los tiempos. Dionisio de Halicarnaso puede servir como representante de los primeros cambios y de las primeras actitudes que harán posible la persistencia de las teorías clásicas griegas en el mundo helenístico y en la época del Imperio Ro­ mano hasta su decadencia y desaparición. Es también ejemplo de cómo a tra­ vés de él se mantienen, a veces con lecturas y transducciones no del todo orto­ doxas, teorías clásicas e ideas más o menos nuevas y matizadas sobre ellas, que tuvieron un gran relieve posterior: su concepto de mimesis y sus teorías sobre la composición, las encontramos en autores y épocas siguientes: Plutar­ co, Quintiliano, Hermogenes de Tarso; en la época bizantina: Siriaco, los Es­ coliastas; en los rétores anónimos que consideran a Dionisio «canon retórico» despreciando a Aristóteles, etc. Y otro tanto sucede en el Renacimiento respec­ to a las teorías de la prosa artística y de la imitación: Bembo, Escalígero, Pico della Mirandola, Castelvetro (que hizo un comentario al tratado de Dionisio sobre la composición); Fray Luis de Granada en su Retórica cristiana; el mismo Herrera en las Anotaciones, etc., todos se inspiran en los textos de Dionisio de Halicarnaso directamente. Repasamos, como ejemplo de esta afirmación que hacemos, su concepto de mimesis, bastante cambiado respecto a. lo que por tal entendieron Platón o Aristóteles. Dionisio traslada el concepto de mimesis al ámbito estricto de la teoría literaria y mantiene que es la imitación del discurso de los clásicos, es decir, no entiende la mimesis como principio generador del arte, como trasla­ do de la naturaleza a la expresión humana artística, o como reflejo de tercer grado de las Ideas, sino como principio de perfección técnica del discurso lite­ rario y retórico: puesto que el discurso había alcanzado con Demóstenes la perfección del género oratorio, los oradores posteriores deberían ejercitar la mimesis, imitación o copia, sobre este discurso. Demóstenes, que representa la síntesis en el proceso dialéctico entre un estilo oratorio llano (representado por Lisias) y un estilo elevado o solemne (representado por Gorgias), alcanza el ideal, la suma y la síntesis, de los estilos anteriores: es el orador perfecto que puede y debe servir de modelo para todos los oradores posteriores. Para los oradores, la mimesis artística consiste en la copia, o inspiración, de sus discur­ sos en el discurso perfecto de Demóstenes. Con esta extrapolación, las relaciones entre la realidad o las Ideas con el arte quedan desvirtuadas totalmente: se mantiene el concepto de mimesis co­ mo imitación, pero no se realiza en la relación arte-realidad (Ideas), sino en las

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relaciones arte-arte. El arte, que en la época clásica se había situado en la oposición physis-tecne (Grecia) / natura-ars (Roma), va a desplazarse en la época helenística al ámbito de las relaciones de la nueva literatura con las formas de la que se convertirá en modelo, la literatura clásica. Con este des­ plazamiento se relaciona probablemente la valoración de los comentarios, la lectura de las obras clásicas y su erección en cánones formales y temáticos. El cambio en la consideración del estilo, que está más o menos generali­ zado entre los estudiosos de la literatura, dará lugar a dos escuelas, la de los Teodoreos y la de los Apolodoreos. Los primeros, cuya cabeza destacada es Teodoro de Gádara (y entre otros Filodemo y Longino), se remontan a la tra­ dición Académica (platónicos, irracionalistas) y los segundos se vinculan a la tradición Peripatética y siguen a Apolodoro de Pérgamo, y entre ellos cabe si­ tuar a Demetrio y a Dionisio de Halicarnaso. Para los peripatéticos el arte literario se concibe desde una perspectiva bá­ sicamente lingüística de vocabulario y de estructura de la frase; parten de la necesidad de elegir un modelo perfecto, que se concibe como compendio de rasgos positivos, suma de virtudes. De aquí que se denominase «teoría de las virtudes» y «teoría de los vicios», lo que debe hacerse, lo que debe evitarse al escribir. En la Poética se habla ya de «virtud poética», la claridad, p. e. La doctrina de las virtudes, que fue desarrollada por Teofrasto, encuentra su apli­ cación más completa en Dionisio. Y aquí enlazamos con la segunda de las teorías de este autor, que tomamos como modelo de lo que fue el traslado con matizaciones de las ideas clásicas hacia la cultura de la Europa occidental en la Alta y en la Baja Edad Media, antes de que se volviese directamente a las fuentes clásicas en el Renacimiento italiano. Dionisio y sus seguidores críticos y retóricos, distinguen dos aspectos en el discurso, el de la expresión y el del contenido; y unas virtudes en la expresión y unas virtudes en el contenido; unas necesarias, otras accesorias. Virtudes ne­ cesarias son la pureza de la dicción y la claridad de los contenidos. De las virtudes accesorias unas se orientan hacia el placer, otras a la belleza. Las ca­ tegorías que señala Dionisio son muchas y actúan como un canon de valores que permiten criticar desde una posición de cierta segundad el estilo de las obras literarias y los temas que tratan. La crítica, cuyo carácter prescriptivo procedía de la retórica, amplía así su ámbito y se hace descriptiva, comparati­ va y valorativa. El análisis de los textos sigue una triple escala: se inicia con su conocimiento por la lectura atenta, se valora desde un canon exterior obje­ tivo que elige el crítico y se califica de acuerdo con el conocimiento que se ha adquirido y la valoración que haya alcanzado (cognitio, aestimatio, censura). Para lograr estos fines, Dionisio sigue un método preciso, que nos resulta altamente interesante al compararlo con los conocidos en la historia de las teorías literarias: a partir de las teorías de los caracteres estilísticos, pasa al análisis o examen de los datos, a la comprobación por contraste con los prin­

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cipios y a la valoración. Perfeccionó también una nuevo nivel de análisis: el fonoestilístico, con el que introdujo unas nuevas perspécticas, para poner en relación las cualidades sonoras de las unidades fónicas con los valores semán­ ticos denotativos o connotativos. Dionisio desarrolla la teoría de los estilos desde una perspectiva lingüística (hermeneia) en la que principalmente tiene en cuenta el vocabulario utilizado en el discurso y las estructuras de frase; y, como para todos los que siguen esta perspectiva en el análisis de los estilos, es esencial la armonía sonora, musical, de las letras de las frases y períodos (eklogé). Pero de nuevo los matices que introduce Dionisio, abrirán nuevos horizontes al análisis: frente a lo mantenido por Aristóteles, Teofrasto y Horacio, Dionisio advierte que las unidades lin­ güísticas adquieren su mayor relieve desde la perspectiva de la composición. Horacio había destacado el valor de las «bellas palabras» en el poema, Dioni­ sio mantiene que no hay palabras bellas o feas en sí mismas, sólo lo son com­ binadas, es decir, en la síntesis, donde se produce su ordenación, su ajuste ar­ monioso y eufónico con otras palabras, de modo que al ser de las unidades hay que añadir sus relaciones en el discurso. Y todavía la teoría de Dionisio da un paso más ál vincular la armonía fónica con los contenidos semánticos: en la perspectiva lingüística, a las unidades en sí, y a la síntesis o compositio, hay que a ñ a d ir en la valoración del discurso la finalidad moral: la búsqueda de una selección y utilidad de los contenidos. Sobre el estilo no es un tratado sistemático, a veces divaga, a veces repite conceptos, no presenta conclusiones, pero tiene el interés enorme de haber re­ copilado y transmitido ideas, y a veces también es original puntualmente, por ejemplo, cuando se refiere al estilo epistolar, que debe combinar estilo gracio­ so y llano; también resultan muy interesantes sus juicios sobre textos literarios griegos. En muchos puntos coincide con Longino y Hermogenes, lo que nos hace afianzamos en la idea de que existe una materia común, procedente de los autores griegos clásicos y extendida por todo el Imperio en manuales y tratados, que la esquematizan de modos diversos, más o menos originales. Podemos afirmar, como resumen, que las teorías estilísticas de Dionisio están articuladas en tomo a tres criterios: el lógico-lingüístico (caracteres y virtudes de las unidades fónicas, lo que constituye, según tradición teórica, el estilo), el irracional-estético (las armonías que surgen, al parecer de modo es­ pontáneo, en la composición) y el moralista (el discurso es valorable en razón de su finalidad, por sus contenidos). Los autores de los siglos i al v después de Cristo seguirán más o menos las pautas señaladas por Dionisio de Halicarnaso y algunas de sus actitudes sobre la transmisión y matización de los textos clásicos persistirán hasta el movi­ miento humanístico y renacentista en el que se vuelve directamente a las obras para comentarlas y discutirlas, y, como veremos, hay problemas que surgen sencillamente en el contraste que supone la tradición y adaptación de unas

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ideas en las nuevas circunstancias que presenta la Europa del Renacimiento frente a las que presentaban la Grecia y la Roma clásicas.

3. Hermogenes

Una posición parecida a la de Demetrio es la que presenta la figura y la obra de Hermogenes de Tarso (siglo n). Se le atribuye un manual de gran di­ fusión y relevancia en la historia de la retórica y de la teoría literaria desde la época helenística hasta el Renacimiento, titulado Sobre las formas de estilo, que es una recopilación de muchas de las ideas que autores anteriores habían formulado y que adquieren una coherencia y una sistematización notables en el conjunto de esta obra. Hermogenes de Tarso pasa por ser autor de una Retórica con cinco trata­ dos: a) Ejercicios preparatorios; b) Sobre el status; c) Sobre la invención retó­ rica; d) Sobre las siete ideas o formas de estilo fundamentales, y e) Sobre el tratamiento de la Habilidad, pero parece que sólo pueden atribuírsele con se­ guridad el segundo y el cuarto. El primero fue latinizado por Prisciano; los, tres siguientes están dedicados a la teoría del status, a la invención retórica, y a las siete ideas, respectivamente; el cuarto, que es el más extenso fue desconocido en el medievo, y el quinto es un tratado acerca del método de la séptima idea, que no es más que el uso perfecto y conveniente de las demás. Algunos de estos tratados, particularmente el tercero y el quinto ofrecen dudas sobre su autoría. El problema no es sólo textual, pues no está muy seguro a quién se le atri­ buyen realmente tales tratados, ya que, como en el caso de Demetrio, parece que bajo el nombre de Hermogenes confluyen datos de varias personas: un Hermogenes retórico, un Hermogenes sofista, y otros Hermogenes, pues el nombre parece haber sido frecuente (Hermogenes, 1993, Introducción: 26 y sigs.). Tampoco hay seguridad sobre su tiempo, aunque parece probable que haya nacido en el 160 d. C. Sobre las formas de estilo no parece una obra juvenil, y éste no es un dato como para fechar exactamente la obra. Hay datos y leyendas sobre su precocidad y sobre su locura que pueden referirse a autores de otras obras. Nos atenemos a la tradición y analizamos como obra de Hermogenes (sea quien sea) Sobre las formas de estilo (que puede ser obra independiente o parte de una retórica general y amplia). Los estudios recientes sobre esta obra, por ejemplo, los de Patterson (1970), de López Grigera (1983) y otros, no aclaran las cosas. Sobre las formas de estilo está dividido en dos partes, de doce capítulos cada una. El primer libro va precedido de una introducción, y es el estudio de

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las formas de estilo; el segundo termina con la aplicación de la teoría a textos literarios de varios autores. En la Introducción aclara que su intención consiste en llegar a conocer profundamente los estilos y para ello considera conveniente partir del análisis de los recursos estilísticos como formas diferenciadas y luego ver cómo se realizan en los textos concretos de cada autor, como estilos individuales; pero de hecho parte de los textos de Demóstenes, como un muestrario general de todos los estilos. ~ ' Hermogenes señala la existencia de siete formas posibles de estilo: Clari­ dad, Grandeza, Belleza, Viveza, Carácter, Sinceridad, Habilidad. Todas estas formas se relacionan entre sí y forman textos sincréticos que se dan de modo diverso, con predominio generalmente de una forma; su análisis constituye la parte central de Sobre las formas de estilo. Las formas de estilo son diferenciables, pues unas están constituidas en sí mismas y no dependen de otras, ni subordinan a otras: así la Belleza, la Viveza y la Habilidad; otras son formas subordinadas, como la Claridad y la Grande­ za, y hay formas que pueden tener partes comunes entre sí, aunque sean distin­ tas: el Carácter y la Sinceridad, por ejemplo. Además cada forma tiene su contraria. Teniendo en cuenta estas características y estos criterios, Hermogenes formula una especie de sistema de las formas de estilo y de sus relaciones de oposición, subordinación, participación, coordinación, mezcla y complementación. En cada una de las formas se pueden distinguir tres aspectos: los pensa­ mientos, el tratamientos que se les da y la expresión que los manifiesta. La ex­ presión, por su parte, tiene sus propios elementos: dicción, figuras, miembros, y composición, y con los dos últimos, la pausa y el ritmo. En Cada autor, en cada discurso, el estilo se conforma y se caracteriza como un estilo propio al dar preponderancia a uno de los elementos frente a los otros. Hermogenes afirma en la introducción a su tratado que nadie antes de él había sistematizado de modo tan riguroso las unidades y las formas del esti­ lo, sin embargo se pueden encontrar antecedentes de sus ideas en los trata­ dos de Retórica anteriores, por ejemplo las teorías sobre los tipos de estilo o genera dicendi, que aparece en Trasimaco, Teofrasto, en la Rhetorica ad Herennium, en Cicerón y en Demetrio; las teorías sobre las virtudes o cuali­ dades de la narración (claridad, brevedad, verosimilitud) que aparecen en la Retórica de Aristóteles y se mantienen en las posteriores, y las teorías sobre las virtudes o cualidades del estilo, que iniciadas en el siglo iv a. C., tienen también precedentes en Aristóteles. Hermogenes es original en algunos as­ pectos, por ejemplo, sitúa las figuras de dicción como tales figuras, pero las figuras de pensamiento las sitúa en el aspecto de «tratamiento de los pen­ samientos».

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Longino presenta cuatro categorías comunes con Hermogenes: el pensa­ miento, las figuras de pensamiento y de dicción, la expresión y la composi­ ción, y añadía el pathos o emoción. Demetrio hablaba de pensamiento, dicción y composición, y engloba en ésta el ritmo, los miembros, la harmonía, y, a ve­ ces, las figuras. Dionisio de Halicarnaso utiliza también una triple división de las virtudes estilísticas, y subdivide la lexis en selección de palabras (propia o metafórica) y síntesis, que comprende incisos, miembros y períodos. De todos modos hay que advertir que las formas (ideiai) tienen el sentido de «aspecto externo», pero con el tiempo el término se hizo polivalente en los diferentes textos en que puede encontrarse y se utilizó con varias acepciones: «forma de estilo», «estilo» de un autor, tipo de estilo, especie o género, de modo que a veces las coincidencias son nominales y otras veces lo son de concepto, aunque bajo otra denominación. En resumen, podemos advertir que los componentes que señala Hermoge­ nes son tradicionales en las retóricas, y aparecen citados, a veces con ligeras variantes de contenido o de relación, por autores anteriores, de modo que lo más original en Sobre las formas está en la sistematización a que los somete. La Claridad, compuesta por la Pureza y la Nitidez, se da tanto en la na­ rración como en la elocución o estilo, y encontramos antecedentes en Dionisio de Halicarnaso, en la Rhetorica ad Herennium y en Cicerón. La Grandeza pertenece a la tradición del llamado estilo «grande», en el que caben la solemnidad, la aspereza, la vehemencia, la brillantez, el vigor y la abundancia, citadas de modo diferente en Aristóteles, Teofrasto, Demetrio, Longino, etc. Señalamos que la «brillantez» en Hermogenes se hace sinónimo de «luminosidad», «esplendor», en clara relación con lo que entiende la pa­ trística.. La Belleza (kallos) se usa como sinónimo de «elegancia» (epimeleia). y a ve­ ces de «omato»; tiene antecedentes en Platón, sobre todo referida al ritmo y a la harmonía, y en general en Gorgias, y se relaciona con los conceptos de «placer» (hedone) y «gracia» o «encanto» (charis), en Dionisio de Halicarnaso. La Viveza, que integra la rapidez y la agilidad, es término utilizado tam­ bién por Dionisio de Halicarnaso aplicado a los miembros del período en el discurso retórico. El Carácter comprende cuatro formas: simplicidad, dulzura, ingenio y equidad; es una forma compleja que aparece frecuentemente en la tradición retórica relacionada con el ethos en el sentido de credibilidad (discurso judi­ cial), o en el sentido de verosimilitud (discurso ficcional), y se refiere a la conveniencia y adecuación de la acción de un personaje en unas circunstancias concretas. Hermogenes habla de la verosimilitud literaria al tratar de la apheleia en relación con los personajes de la comedia, con su dulzura y gracia, y las sitúa muy próximas a la belleza y a la elegancia. El ingenio es sinónimo de «agudeza» y está en relación, según han observado algunos autores, con las

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teorías del chiste en Cicerón y Quintiliano, que como el ethos y el pathos son medios para captar la atención, atraerse al auditorio. La Sinceridad (aletheia), según Hermogenes, pertenece al ethos, pero no de la misma manera que otras formas; tiene como componentes la Simplicidad y la Equidad, pero no referidas al autor del discurso, sino al discurso mismo y es sinónimo de estilo persuasivo, espontáneo, salido del alma; es interesante en cuanto que colabora a la credibilidad del discurso. Tiene antecedentes en la Retórica de Aristóteles. La Habilidad (demotes) expresa tanto la habilidad del orador como el te­ mor del auditorio ante la fuerza e intensidad de un discurso. Hermogenes re­ laciona esta forma, la habilidad, con la grandeza del estilo, y parece que la vincula también con la «propiedad» y la «conveniencia», pues la Habilidad remata todas las formas y consiste en utilizar correcta y adecuadamente todos los elementos del discurso oratorio. La segunda parte de Sobre las formas de estilo trata de los estilos corres­ pondientes a los tres tipos de oratoria: judicial, deliberativa y panegírica. La caracterización de los dos estilos primeros, el judicial y el deliberativo, no pre­ senta dificultades siguiendo los esquemas propuestos en la primera parte del libro, pero al llegar al panegírico declara Hermogenes que no constituye un discurso político, y que el modelo supremo de tal estilo se encuentra en Platón, de la misma manera que el estilo supremo del tipo político es Demóstenes. Del discurso político pasa así Hermogenes al discurso literario, y destaca en él su carácter imitativo y su carácter dramático, en referencia directa a Platón. Distingue también el panegírico en verso, cuyo modelo es Homero, el mejor de los poetas y, a la vez, el mejor de los oradores. Hermogenes supera con estas distinciones la teoría de los tres estilos y abre la posibilidad de analizar estilísticamente los textos oratorios y los textos literarios, teniendo en cuenta las formas (como Dionisio de Halicarnaso, por ejemplo), y también los pensamientos, que constituyen una parte fundamental del discurso. Desde luego las formas de estilo que cita y estudia no constitu­ yen una serie homologa y podrían discutirse, pero es indudable que su esque­ ma y su método de análisis tuvo una gran importancia en los siglos siguientes. Sobre las formas de estilo fue objeto de comentarios desde muy temprano por parte de autores neoplatónicos (Siriano, siglo v) porque se adaptaba bien en sus ideas y en sus términos a los principios neoplatónicos; también el cris­ tianismo encontró en la obra de Hermogenes una coincidencia notable con sus ideas; la tradición retórica clásica se hace compatible con el Nuevo Testamen­ to y no fue difícil encontrar conceptos comunes y términos que los expresasen: solemnidad, claridad, habilidad, etc. Hay noticia de que la Retórica de Hermogenes está en el siglo xv en la biblioteca de Lorenzo de Medicis y en la Vaticana (Hermogenes, 1993, Intro­ ducción: 77). El traductor e introductor de Hermogenes en Europa occidental

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fue Jorge de Trebisonda, que llega a Italia en 1416 y en 1433 publica su Rhe­ toricorum libri V, la primera retórica humanística original en la que combina las teorías de Dionisio de Halicarnaso y de Hermogenes con Cicerón. Las ideas de Hermogenes se centran en el análisis de la oratoria de Demóstenes, aunque podemos advertir que se extiende a la retórica civil y sagrada y, lo que nos importa directamente, a la poética. Su influencia en este aspecto se deja sentir, a partir de 1558, en los tratadistas de literatura y de retórica del Rena­ cimiento italiano: en los Poetices Libri Septem (1561, postumos), de Escalígero; en el Arte Poetica Thoscana (1564), de Mintumo, y también en los españo­ les (Antonio Lulio, Pedro Juan Núñez, Vives, Matamoros, fray Luis de Granada). Conceptos como el decorum, que Mintumo identifica con la habili­ dad (demotes), serán clave en las discusiones humanísticas (Vega, 1991:172). La primera edición completa del Ars Rhetorica de Hermogenes es la de Aldo Manuzio en 1508, e incluye los comentarios de Siriano y otros.

Capítulo II PRIMERAS TEORÍAS SOBRE LA COMEDIA

1. E vantio y D onato

Los teatros clásicos, los helenistas y los romanos, dejan progresivamente de ser utilizados como espacios escénicos y durante la Edad Media se van arruinan­ do sin que se les preste demasiada atención hasta que el Renacimiento los recu­ pera como espació de investigación arqueológica. Sin embargo, se conocen los textos dramáticos clásicos, algunos de los cuales, según nos consta, fueron leídos (Hroswitha, Gandersheim), aunque no fuese con carácter general, en las escue­ las. Hasta llegar el siglo xrv el drama clásico no se recupera como texto de lectu­ ra y de representación, a pesar de que ya se tenían datos sobre su historia, sus temas y sus formas y también sobre la interpretación y los conceptos teóricos que sobre ellos se habían formulado. Pasajes de textos clásicos, así como conceptos y teorías, fueron conocidos, aunque no se tuviese acceso al texto completo, a partir de una tradición doxática de alusiones, afirmaciones, frases, citas textuales, etc., que habían sido re­ cogidas en manuales y prontuarios, en antologías y enciclopedias y habían si­ do así transmitidas por los siglos últimos del Imperio Romano y por los de la Alta Edad Media. San Isidoro de Sevilla (vn) y Vincent de Beauvois en Specu­ lum Historiale (xm) son los autores más destacados en la transmisión. A partir del siglo xrv el drama clásico empieza a ser leído e imitado y puede servir de objeto de reflexiones directamente. Las definiciones, algunos datos, frases y determinadas alusiones de autores y obras concretas, constituyeron el acerbo cultural de generaciones y fueron un legado mantenido en las escuelas catedralicias y conventuales y también en las universidades. MacMahon ha seguido la continuidad histórica de las más destacadas definiciones a lo largo de la Edad Media y hasta los inicios del Re­ nacimiento (MacMahon: 1929).

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Las fuentes de información del drama clásico en el Bajo Imperio se con­ cretan fundamentalmente en tres: De Fabula de Evantio, De Comedia de Elio Donato y la parte que Diomedes dedica al drama clásico en su Ars Grammatica. Evantio pasa por ser autor de una pequeña obra De Fabula, que solía edi­ tarse conjuntamente con la obra de Elio Donato, Commentum Terenti, por lo que se atribuyó durante mucho tiempo a Donato, autor mucho más conocido por sus gramáticas. El mismo caso presentaba una segunda obrita titulada De Comoedia, Excerpta de Commoedia, (Evantio, 1969), que también suele in­ cluirse en el comentario de Donato sobre Terencio. Podemos afirmar que la mayor parte de las informaciones sobre el teatro clásico de que dispone la época medieval procede de estas fuentes. Incluso en el Renacimiento y hasta finales del siglo xvn se reimprimen las obras de Evantio y Donato general­ mente acompañando a ediciones de las obras de Terencio, y parcialmente en antologías, en comentarios y en prefacios. De Evantio sabemos que fue un gramático del siglo iv y que sus obras se atribuyeron a Donato, quizá debido a la difusión que tuvo la gramática de este autor (cualquier gramática latina se llamaba «donet», como nombre común). No se conocen las fuentes de De Fabida; MacMahon se remonta a través de las escuelas romanas y a través de los críticos alejandrinos hasta Teofrasto, especialmente el ensayo de éste Sobre el Poeta y señala ecos, aunque débiles de la Poética. De Fabula comienza señalando el origen religioso del teatro griego: la comedia se inicia en el culto a Apolo, la tragedia en los ritos báquicos, hace una breve historia de la tragedia y de la comedia y cree, como Aristóteles, que la tragedia fue la más antigua de las formas dramáticas, frente a la comedia que es producto de una sociedad urbana; advierte también Evantio la progresi­ va desaparición del coro y señala acertadamente las diferencias entre el teatro griego y el latino. También, como Aristóteles, considera que Homero es el maestro de los poetas dramáticos, pues puede decirse que la Iliada anticipa la tragedia y la Odisea es preludio de la comedia; valora a Terencio sobre todos los autores cómicos latinos por la excelente forma en que dibuja a los caracte­ res y por el mantenimiento del decorum en sus obras. Pero nos interesa destacar la contraposición que hace de la tragedia y la comedia: la comedia tiene personajes de clase media, anécdotas y motivos ligeros y un desenlace feliz; por el contrario, la tragedia discurre con perso­ najes de gran altura, sucesos intensos y termina con un desenlace fatal. En la comedia el comienzo es complicado y se va aquietando hacia un final tran­ quilo; la tragedia sigue un orden inverso en la presentación de los hechos y de la tensión que suscitan. El modo de vida que sirve de marco anecdótico a la tragedia ha de ser evitado, pues sirve de modelo negativo a una conducta

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razonable; por el contrario el de la comedia ha de ser imitado, si se quiere alcanzar una vida feliz. Por último, la comedia se ajusta a un argumento ficcional, mientras que la tragedia se construye a partir de hechos históricos (Vega, 1995). Evantio no dice nada sobre la representación dramática, quizá de acuerdo con la concepción, que llega a la Baja Edad Media, del texto dramático como poema para ser recitado más que para ser representado: piénsese en la defensa que hace Dante en la Epístola a Can Grande de la Escala de la Divina Come­ dia como poema de naturaleza «cómica», o en las afirmaciones de Proaza en los versos acrósticos de La Celestina; la oposición cómico / trágico basada en el criterio del final feliz y final desgraciado supone otro sentido, que no se afianzará hasta más tarde. Esta es precisamente una de las diferencias que podemos advertir entre las tesis aristotélicas de la Poética y las enunciadas por Evantio en De Fabu­ la: Aristóteles califica de tragedia una obra como Ifigenia entre los tauros, de final feliz, porque produce el efecto específico de la tragedia: la catarsis y tiene algunos de sus elementos más caracterizadores, por ejemplo, la anag­ norisis. Evantio insiste en que el desenlace de la tragedia ha de ser desgra­ ciado. Aristóteles cita Anteo como ejemplo de obra dramática de tema fic­ cional; Evantio insiste también en que la tragedia, frente a la comedia, ha de estar basada en hechos históricos. Por último, Aristóteles no entra en la ejemplaridad moral de las tragedias, mientras que Evantio afirma que el des­ enlace ha de ser ejemplar. Podemos, pues, comprobar que alguno de los tópicos medievales sobre teoría dramática están ya en Evantio: el destino del texto dramático en la reci­ tación; el final feliz / desgraciado, que opone comedia / tragedia, de donde de­ rivará el término tragicomedia para aquellas obras que, como La Celestina mezclan elementos trágicos y cómicos; la ambientación en escalas sociales altas o bajas de la tragedia y la comedia respectivamente; la historia frente a la ficción que caracterizaría a la tragedia frente a la comedia, etc. Evantio considera que las partes del drama son el prólogo, la protasis, la epítasis y la catástrofe, frente a las partes cuantitativas señaladas por Aristóte­ les en la tragedia griega: el prólogo, la párodo, los episodios con los estásimos, el éxodo y el epílogo. El prólogo, según Evantio, es una especie de prefacio del drama que permite decir algo exterior al argumento, dirigido a la sala, so­ bre el poeta, la obra o el actor; la protasis, que da comienzo al drama, sería el primer acto; la epítasis, parte central de la obra, desarrolla el conflicto propia­ mente dicho, y finalmente la catástrofe es el desenlace, que ha de ser feliz (catastrophe conuersio rerum ad iocundus exitus). Elio Donato, más conocido como gramático, escribe en el siglo rv un tra­ tado que titula De comedia, y que suele conocerse comò Comentum Terentii. TEORÍA LITERARIA,

II.-2

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Las dos gramáticas de Donato, el Ars Maior y el Ars Minor se usaron como textos escolares hasta el siglo xvi, y hoy pueden verse en la edición de Grammatici Latini hecha por H. Keil (1857-80). Su comentario de Terencio, del que se conserva una redacción hecha en el siglo xvi sobre el original, fue ampliamente reimpresa y conocida durante el Renacimiento, y hoy puede ver­ se en la edición de P. Wessner, con buena introducción. De Comedia repite muchas de las ideas expuesta por Evantio en De fabula. El drama es el término general que comprendería dos géneros: la comedia y la tragedia. Los rasgos principales que oponen la comedia a la tragedia son va­ rios: sus casos suceden a personas privadas, no se sale de lo corriente en la vi­ da, es decir, no presenta casos raros, etc. Afirma Donato que Cicerón define la comedia como «imitación de la vida, espejo de caracteres e imagen de la ver­ dad», pero como no se encuentran tales afirmaciones en las obras del orador romano, es posible que sean de Donato directamente. Afirma también que no se conoce quién inventó la comedia entre los griegos, en cambio sí se sabe que Livio Andrónico fue el primer romano que escribió comedias, tragedia y fabu­ la togata, y también fue el primero que considera a la comedia «espejo de vi­ da», debido a que leyendo la comedia descubrimos imágenes de la vida y de las costumbres. Las comedias suelen, según Donato, tomar sus títulos de cuatro áreas principalmente: nombre de los personajes: Phormio, Hécyra; de los lugares: Andria, Leucadia; de acciones: Eunucus, Asinaria; o desenlaces: Commorien­ tes, Heautontimoroumenos. Pero quizá lo que nos sorprende más en la obra de Donato son sus ob­ servaciones sobre el espectáculo teatral: sobre el traje de los actores, los te­ lones o la música, de los cuales señala un valor sémico: los viejos suelen llevar en las comedias trajes blancos, porque el blanco se asocia a la ancia­ nidad, en cambio los jóvenes llevan generalmente trajes de diversos colores que connotan su vitalidad; los esclavos llevan vestido corto, signo de su po­ breza o bien señal de que sus acciones no tienen gran relieve; los parásitos llevan un pallium que los envuelve; el feliz llevará un traje nuevo, el des­ graciado, uno viejo; el rico lucirá púrpura, el pobre un traje de fenicio; al soldado le conviene capa corta color púrpura; las jóvenes llevarán trajes ex­ tranjeros; ima alcahueta llevará capa de diversos colores; una prostituta lle­ vará traje amarillo, signo de la codicia. Informa Donato de diferentes clases de telones que se usan en el teatro de su tiempo: delante del escenario suelen desplegarse telones bordados (aulea); los telones de fondo suelen estar pintados con temas cómicos (siparium). La música, según Donato, no está hecha por el autor de la comedia, sino por los músicos, y puede ser de diferentes tipos; el orden de aparición de los que intervienen en el espectáculo está sujeto, como hoy, a unos criterios de

Primeras teorías sobre la comedia

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importancia: el nombre del músico se pone en el telón, al comienzo de la obra, detrás del autor y del primer actor. La música se realiza con flautas y se ha semiotizado no sólo el tono, sino hasta el lugar donde se toca, de modo que algunos espectadores pueden deducir el tipo de drama que se va a repre­ sentar sólo con oír la música o comprobar el lugar de donde procede: las flautas de la derecha tocan música grave y anuncian el carácter serio de la obra; las flautas de la izquierda anuncian con tonos agudos que la comedia es ligera; y si tocan las flautas de la derecha y de la izquierda se tratará de una tragicomedia.

Capítulo IE LA TRADICIÓN NEOPLATÓNICA

1. Proclo

Si los autores anteriores recogen ideas clásicas sobre el drama y proponen otras nuevas cuyo conjunto constituirá la base de la teoría y crítica dramática medievales, un autor del siglo v, Proclo (412-485), será el continuador de las corrientes neoplatónicas que tanto relieve alcanzarán en el llamado primer Re­ nacimiento del siglo xn y en el Humanismo renacentista. Platón había desarrollado en el libro X de la República su teoría sobre la imitación: Sócrates distingue tres regiones del ser: a) la idea de cama, b) la realidad física de una cama hecha por un carpintero, que sería la primera imi­ tación de la idea, y c) la cama pintada por un pintor, que sería una segunda imitación, imitación de la imitación, imitación de apariencias. Luego en el Ion y en el Fedro vuelve al mismo tema y, por boca de Sócrates también, sugiere la idea de que el poeta es un inspirado. El neoplatonismo desarrollará fundamentalmente las ideas del Fedro y del Ion, que resultan un tanto ambiguas, marginando las de la República. El Fedro presenta la poesía como «una posesión de las Musas y una mania del poeta», y el Ion se ha leído como una exposición del furor poeticus. El neoplatonismo medieval se abre con un proceso que se inicia en el siglo in con Plotino (205-269), concretamente con el apartado «Sobre la be­ lleza» de las Enéadas I, 6, donde se puede leer que la belleza es algo más que la proporción de las partes, la simetría. La belleza es el placer que ex­ perimenta el alma ante la percepción de lo que le resulta afín, y es, por tan­ to, una experiencia de lo espiritual más que de lo material. Dios es el prin­ cipio de donde emana la belleza que se percibe con los ojos cerrados; en Enéadas V, 8, se vuelve a insistir en que la verdadera belleza es la inteligi­ ble, la que se encuentra en las obras de los artistas (Plotino se refiere a la es­ cultura más que a la música o a la literatura), pues éstos actúan como visio-

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nanos, hombres capaces de elevarse de lo material a lo espiritual y captar la belleza espiritual para ofrecérsela luego a los hombres que no son capaces de alcanzar tales visiones. Las tesis de Plotino fueron cultivadas por una serie de escuelas que flore­ cieron en todo el imperio: la de Roma (Amelio y Profirió, siglo m), la siria (Jámblico, 330), la de Pérgamo (Juliano el Apóstata, que se convirtió en el centro de los defensores de la antigua cultura pagana frente a la emergente cristiana), la de Atenas (Proclo), la de Alejandría... En lo que se refiere a la teoría literaria cierra la evolución neoplatónica la figura de Proclo, de Constantinopla (410-485), un discípulo tardío de Plotino, que recoge sus ideas y las refiere directamente a temas literarios; si bien antes que él otros autores (Filón, Clemente y Orígenes) habían aplicado las ideas de Plotino a la explicación de textos bíblicos concretos, fue Proclo quien las pro­ yecta hacia los problemas de una teoría y una crítica literarias. Estas ideas se mantendrán en la escuela de Atenas y cuando ésta se cierra (529), el neopla­ tonismo teológico, filosófico y literario encontrará en la religión cristiana su cauce de pervivenda (Hirschberger, 1954). Las obras de Proclo pertenecen a variados y amplios ámbitos: comen­ tarios (algunos de los cuales se han perdido, por ejemplo, todos los que hi­ zo sobre la obra de Aristóteles, en cambio se conservan muchos sobre Pla­ tón); pequeños tratados, generalmente sobre algún tema polémico; los manuales elementales, como Prolegómenos a .la filosofía de Platón; obras sistemáticas, caracterizadas por su forma axiomática, por ejemplo, los Ele­ mentos de física, los Elementos de teología, o la Teología platónica; Him­ nos, etc. La Elementado theologica se conoció por un resumen que hizo un autor desconocido en el Liber de causis. Durante mucho tiempo este libro, atribuido a Aristóteles, gozó de gran predicamento, lo que motivó que el aristotelismo medieval conservase cierto tono platónico. El neoplatonismo se formula en esta obra como una filosofía de la identidad: se da primera­ mente el uno, que se hace todas las cosas a través de un proceso triàdico: primero es reposo, ser en sí, luego evolución hacia lo múltiple y finalmente vuelve al punto de partida; un término intermedio pone en relación de uni­ dad a los extremos. Actualmente se reconoce que el influjo de Proclo sobre los padres de la Iglesia, la escolástica y la edad moderna es muy amplio e intenso (Boecio, San Agustín, el Pseudo Dionisio Areopagita, Escoto Erígena, la escuela de Char­ tres, los platónicos de Cambridge, Nicolás de Cusa, Schelling, Hegel...). La obra de Proclo confluye en la Edad Media con la de Dionisio el Pseudo Areopagita (conjunto de obras escritas a finales del siglo iv que se atribuyen a este autor y que, enviadas a la corte de Ludovico Pío desde Constantinopla, fueron traducidas al latín en el siglo ix por Juan Escoto Erígena, muerto hacia 877) y constituye la base teórica del neoplatonismo del primer Renacimiento

La tradición neoplatónica

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(siglo xii) en autores como Bernardo Silvestre y volverán a la actualidad en los escritos que en defensa del poeta harán Boccaccio en Italia y Sir Philip Si­ dney en Inglaterra. Pensamos que tanto la práctica literaria como la teoría literaria medievales pueden ser explicadas en el marco de las ideas neoplatónicas procedentes bá­ sicamente de Proclo y del Pseudo Dionisio. Algunos de los rasgos más desta­ cados del arte medieval, por ejemplo, el alegorismo, tienen sentido a partir de la idea neoplatónica sobre la inspiración del poeta: las formas artísticas son alegóricas necesariamente porque las visiones del artista son inefables, no pueden ser comunicadas directamente y, por tanto, deben ser manifestadas mediante formas alegóricas con signos que puedan entender todos. La poesía, producto de la imaginación del poeta en sus visiones, es una forma de conocimiento, diferente y más elevada que la racional; los hombres corrientes no entienden esas visiones y consideran irracional a la poesía, y al poeta, loco o ebrio. Lógicamente la teoría clásica de la imitación queda recha­ zada desde esta perspectiva; el poeta no es un técnico de la copia, y la poesía no consiste en ofrecer reproducciones de la realidad sino en crear modelos de conducta; la poesía no tiene una finalidad lúdica, sino que es semejante a la experiencia religiosa; el poeta participa de las visiones místicas de una reali­ dad ideal. La consideración ética de la obra literaria se acentúa en teorías neoplatónicas, que volverán a tomar actualidad en el Renacimiento, concreta­ mente en el siglo xv, Marsilio Ficino las recogerá en sus Diálogos de amor, que tanto influirán en la teoría y en la práctica literaria de los humanistas y poetas de los siglos xvi y xvii. Los racionalistas y lógicos, por ejemplo Castelvetro o Bacon, atacarán esta concepción de la poesía y rechazarán aquellos recursos que como las visiones, las alegorías, los simbolismos, procedían de la concepción neoplatónica del arte: el término entusiasmo, clave para los neoplatónicos, llega a ser conside­ rado ridículo en el racionalista siglo x v iii . En esta trayectoria desde Platón hasta el neoplatonismo del primer Rena­ cimiento del siglo xii y hasta el Humanismo de los siglos xvi y xvii resulta, pues, clave la figura de Proclo. Su texto sobre La naturaleza del arte poético hace una paráfrasis de algunas ideas platónicas, con mayor énfasis en las que se orientan hacia las posiciones neoplatónicas. Siguiendo un esquema triàdico, mantiene Proclo que hay tres clases de al­ mas: 1) la intuición, intelecto o mens, que está en relación directa con los dio­ ses; 2) la razón, que se revela por los sentidos, tiene relación con la vida hu­ mana y con el mundo, y se manifiesta en la inteligencia y el saber; es una facultad discursiva que es capaz de lograr principios generales a partir de la observación de lo particular; y 3) la fantasía o imaginación, que no hace abs­ tracciones, pero combina imágenes captadas por los sentidos.

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Resulta interesante esta división de los tipos de alma porque en relación a ella se reconocen tres tipos de poesía: 1) la poesía que muestra el «furor por la belleza», de inspiración divina, que se manifiesta como una especie de locura (manía); 2) la poesía didáctica, subordinada a la anterior, capaz de presentar verdades científicas de modo bello para enseñar prudencia y otras virtudes; 3) la imitativa, subordinada a las anteriores y producida por las opiniones y la fantasía, que presenta al mundo no como es sino como parece. Esta división de la poesía se encuentra en Platón, que había distinguido una poesía de origen divino, que subsiste en las almas tiernas y solitarias, ima poesía asimilativa y una poesía fantástica, y en el Sofista explica las diferencias entre las dos últi­ mas: una es el arte de copiar un modelo original en todas sus proporciones y colores, la otra consiste en reproducir imágenes no en sus verdaderas propor­ ciones, sino las que hagan que parezca así, pues a veces los escultores deben dar proporciones diversas del original para que parezca proporcionado al verlo de lejos. Ni qué decir tiene que Proclo, con estas tesis, rompe con la idea clásica de la mimesis, pues no reconoce como primera función del arte la reproducción de la vida y las costumbres. La mimesis no puede considerarse, como lo había hecho Aristóteles, el proceso generador del arte, al menos en sus formas más elevadas, que son producto de la intuición y de la mente. La mimesis daría lu­ gar solamente a la tercera clase de poesía que refleja las apariencias del mun­ do. El apoyo platónico para estas posiciones lo encuentra Proclo en los diálo­ gos Ion y Fedro, no en la República y lo confirma en Las Leyes y en el Sofista.

TEXTOS PARA COMENTARIO

1 (El pintor Nicias) creía que el tema mismo era parte del arte pictórico, como los mitos lo son del arte poético. Así pues, no es de admirar si también en los discursos la elevación surge de temas elevados. La dicción en este estilo debe ser grandiosa, distinta y lo más desacostumbrada posible. De esta manera tendrá grandeza: la dicción corriente y familiar, aun cuando sea clara, es también vulgar e insignificante. En primer lugar se han de emplear metáforas, ya que éstas, sobre todo, proporcio­ nan al estilo placer y distinción. Sin embargo, no deben ser abundantes, pues puede pa­ recer que estamos escribiendo un ditirambo en lugar de un discurso. Tampoco deben parecer forzadas, sino espontáneas y por analogía. Así, por ejemplo, hay cierta seme­ janza entre un general, un piloto y un auriga, pues todos son jefes. Por tanto, hablará correctamente el que diga que el general es el piloto de la ciudad y, al contrario, que el piloto es el general de la nave. No obstante, no todas las metáforas se pueden emplear indiferentemente las unas por las otras, como las que hemos citado antes, puesto que el poeta pudo llamar a la ba­ se del monte Ida su pie, pero no hubiera podido llamar nunca al pie del hombre su base. Pero, cuando la metáfora parezca demasiado atrevida, cámbiese por un símil. Pues, así, será menos peligrosa. Un símil es una metáfora extendida, como si uno en lugar de decir: «ante el orador Pitón, que entonces desbordaba sobre vosotros un torrente de elo­ cuencia», añadiéndole una partícula comparativa, dijera: «que desbordaba sobre vosotros como un torrente de elocuencia». De esta forma, hacemos un símil y la expresión resulta menos arriesgada, mientras que en aquella forma teníamos una metáfora, pero también había más riesgo. Por eso Platón, al emplear más metáforas que símiles, da la impresión de estar haciendo algo peligroso; Jenofonte, sin embargo, prefiere los símiles. Para Aristóteles, la metáfora llamada «activa» es la mejor, cuando los objetos ina­ nimados son introducidos en un estado de actividad como si fueran animados, por ejemplo, en el pasaje en el que se describe el dardo: El afilado dardo, anhelante por volar sobre la multitud (Ilíada). y en las palabras: Hinchadas, blanqueadas de espuma (Ilíada).

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Estas expresiones: «hinchadas» y «anhelantes», sugieren actividades de seres vi­ vos. Sin embargo, algunas cosas se dicen con más claridad y precisión por medio de metáforas que si se emplearan los términos propios, como en: «El combate se erizaba». Pues nadie, cambiando la frase y usando términos propios, lo diría con más verdad ni con más claridad. El poeta llamó «batalla erizada» al choque de las lanzas y al ruido continuo y suave por ellas producido, y, a la vez, usa la metáfora «activa» antes men­ cionada, al decir que el combate se erizaba como un ser vivo. No obstante, es conveniente no olvidarse de que algunas metáforas producen más trivialidad que grandeza, aunque la metáfora sea empleada para producir dignidad. Por ejemplo: Y en derredor sonó como trompeta de guerra el espacioso cielo (Ilíada). El firmamento entero al resonar no tenía por qué parecerse a una trompeta resonante, a menos que alguno, en defensa de Homero, dijera que el espacioso cielo resonaba del mismo modo que resonaría el cielo entero si tocase la trompeta. Vamos a examinar, por tanto, otra metáfora que es causa más de trivialidad que de grandeza de estilo. Es necesario que las metáforas se hagan de lo más grande a lo más pequeño, no al contrario. Jenofonte dice, por ejemplo: «Después, al avanzar, se desbor­ dó parte de la línea de la falange». Comparaba la desviación de la línea al desborda­ miento del mar y le aplicó ese término. Si alguien, cambiando la frase, dijera que el mar se desviaba de la línea de la falange, probablemente no sería una metáfora apro­ piada y en todo caso resultaría completamente trivial. Algunos escritores procuran salvaguardar las metáforas, cuando parecen demasia­ do arriesgadas, añadiendo epítetos. Así Teognis aplica al arco la expresión: «Lira sin cuerdas», al describir un arquero en actitud de disparar. Es arriesgado el nombre de lira aplicado a un arco, pero se salva con el epíteto «sin cuerdas». La costumbre es maestra de todas las demás cosas, pero sobre todo lo es de las metáforas. Ya que, revisiténdolo casi todo con metáforas, lo hace con tanta seguridad que pasa desapercibido. Llamando a una voz «blanca», o a un hombre «agudo», a un carácter «tosco», a un orador «prolijo», etc., se aplican metáforas de una forma tan ele­ gante que se parecen a los términos propios. Yo establezco esta regla del uso de la metáfora en los discursos: el arte, o la natura­ leza, establecido por el uso. Así, en verdad, el uso estableció de una forma tan bella al­ gunas metáforas que ya no necesitamos los términos propios, sino que la metáfora se mantiene, ocupando el puesto del término propio. Por ejemplo, «el ojo de la vid» y otros del mismo género. Sin embargo, las partes del cuerpo que son llamadas «vértebras», «clavícula» y «costilla» no derivan sus nombres de una metáfora, sino porque el uno se parece a un huso, el otro a una llave y el último a un peine. Pero cuando convertimos una metáfora en una comparación, como se ha dicho más arriba, se ha de buscar la brevedad y poner delante nada más que la palabra «como», pues, en caso contrario, tendremos imágenes poéticas en lugar de ima com­ paración. Por ejemplo, el pasaje de Jenofonte que dice: «como un perro de noble ra­ za se lanza temerariamente sobre un jabalí» y «como un caballo sin riendas, que ga­ lopa y da coces sobre la llanura». Estas expresiones no parecen comparaciones, sino imágenes poéticas.

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Textos para comentario

Estas imágenes no.se deben emplear en prosa con ligereza ni sin el máximo cuida­ do. Esto será suficiente para dar una idea de las metáforas. (Demetrio, S o b re e l estilo, 1979, págs. 54-58.)

2 Un doble aspecto abarca, por así decirlo, toda instrucción oratoria: el del contenido y el de la expresión; el primero de ellos diríamos que afecta ante todo al asunto a tratar, y el segundo a la forma de tratarlo. Todos los que ponen la mira en el arte de hablar han de interesarse por igual en uno y otro aspecto del discurso. La ciencia que nos lleva al dominio de este asunto por la inteligencia del mismo sigue ima senda dura y difícil para los jóvenes, digo más, imposible de ser coronada por los imberbes. Ahora bien, una vez en la plenitud de los recursos intelectuales y domada la juventud por las canas, la posibilidad de alcanzarla es más factible, acrecentado todo por los profundos cono­ cimientos de las palabras y las cosas, por la mucha experiencia y sufrimientos en vicisi­ tudes propias y ajenas; a pesar de todo, las facultades literarias pueden brotar igualmen­ te en plena juventud. Es un hecho que todo espíritu juvenil se siente arrebatado ante las excelencias literarias al recibir para ello una excitación en cierto modo irracional, y como si dijéremos inspirada... (120). La composición es, como su mismo nombre indica, una cierta ordenación de las partes de la oración unas al lado de las otras, las que algunos llaman también elementos del lenguaje. De éstos, Teodectes, Aristóteles y otros filósofos de su época dedujeron hasta tres, estableciendo como primeras partes de la oración nombres, verbos y partícu­ las conectivas. Los que los siguieron, sobre todo los principales representantes de la es­ cuela estoica, las ampliaron a cuatro, separando los artículos de las partículas conecti­ vas. Luego, sus sucesores, dividiendo los nombres comunes de los sustantivos en general, descubrieron las cinco primeras partes. Otros, al separar los pronombres de los nombres, los hicieron el sexto elemento. Otros además separaron los adverbios de los verbos, las preposiciones de las conjunciones y los participios de los nombres; por fin otros aplicando nuevas divisiones, multiplicaron las primeras partes de la oración. De ellas se podría hablar mucho. En otro sentido, el encadenamiento y yuxtaposición de estas primeras partes, sean tres, cuatro, o cuantas fueren, constituyen los llamados miembros, el ajuste de éstos da lugar a los llamados períodos y éstos, por fin, realizan el discurso en su totalidad. Función de la composición es disponer de manera debida y congruente entre sí las palabras, conferir a los miembros el ajuste conveniente y distri­ buir adecuadamente el discurso en períodos. A pesar de que, y de acuerdo con un orden, en la parte de la preceptiva que se re­ fiere al dominio de la expresión la composición vendría en segundo lugar (ya que se considera que la selección de palabras debe ser naturalmente previa), es con mucho la composición donde antes que en ningún otro lugar residen el placer y el poder persua­ sivo de la palabra. Nadie se extrañe de que mientras se han dedicado muchos y gruesos volúmenes a la selección de palabras, que ha sido tema de discusión abundante para filósofos y rétores, la composición, que ocupa el segundo lugar conforme a ese orden, lo haya sido mucho menos, no obstante poseer tal fuerza y eficacia que supera con ventaja todos los logros de aquélla, lo que resulta claro si se tiene presente que también en las demás artes que utilizando materiales distintos tienen un fin práctico, como son

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la construcción, la carpintería o la decoración y cuantas se les parecen, la actividad compositiva sucede a la selección, pero es la primera en cuanto a la efectividad (122123). De la ligazón de las letras resulta la varia potencialidad de las sílabas, de la combi­ nación de las sílabas la diversa naturaleza de las palabras y de la disposición de las pa­ labras el multiforme discurso. De esta suerte, es del todo necesario que sea bello el esti­ lo en el que hay bellas palabras y que la causa de la belleza de las palabras lo sean las bellas sílabas y letras; que un lenguaje agradable provenga igualmente de lo que es agradable al oído por su afinidad: palabras, sílabas y letras; y que las diferencias parcia­ les entre ellas mediante las cuales se manifiestan los caracteres, sentimientos, afectos, acciones y otras cualidades de las personas, resultan tales a partir de la primitiva orga­ nización de las letras. Me serviré de algunos ejemplos para ilustrar este principio: otros, habiendo como hay muchos, los encontrarás por tus propios medios. El poeta de más variados regis­ tros, Homero, cuando desea pintar la lozanía de un rostro perfecto y la belleza que lla­ ma al placer, empleará las vocales más suaves y las semivocales más blandas, y no densificará las sílabas con las mudas ni cortará la cadencia del sonido poniendo juntos los difíciles de pronunciar, antes bien, creará ima dulce armonía de letras que fluyan sin obstáculos por el oído, como en los ejemplos siguientes: Salía de su cuarto la prudente Penèlope semejante a Artemisa o a la áurea Afrodita... en Delos una vez junto al altar de Apolo otro igual vi, un joven retoño de palmera que se erguía..., también vi a la bella Cloris con la que se casó Neleo por su hermosura pagando miles por la dote... (O disea). Pero cuando introduzca un rostro miserable, terrible o arrogante no pondrá las vo­ cales más suaves, sino las más semejantes a ruidos, o de las mudas tomará las más di­ fíciles de pronunciar y con ellas densificará las sílabas, como en los casos que cito a continuación: espantoso se les mostró a ellas afeado con la costra marina... estaba coronado por la Gorgona de terrible semblante mirando torvamente y a su lado Terror y Miedo... (Iliada).

Cuando se trate de representar por medio del lenguaje la confluencia de ríos en un lugar y el estruendo de sus aguas al mezclarse no se utilizarán sílabas suaves sino fuertes y chocando entre sí: como torrentes invernales que corriendo montaña abajo reúnen sus hirvientes aguas en el barranco (Ilíada). Al presentar a uno cargado con sus armas luchando contra la corriente de un río resistiendo unas veces y otras retrocediendo, se harán interrupciones silábicas; pausas dilatadas y apoyos de letras: terrible oleaje se eleva rodeando a Aquiles, la corriente empuja contra su escudo y ya no podía mantenerse en pie... (¡liada, 161-163). (Dionisio de Halicarnaso, T res e n sa y o s d e c rític a lite ra ria , 1992.)

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Por lo que se refiere a la poesía — pues sin duda toda poesía es materia panegírica, y el más panegírico de todos los discursos—, por lo que se refiere a ella, pues, y a cuál es la mejor especie de ella (pues eso es lo que ahora debemos distinguir primero, del m ism o modo que hemos distinguido todas las demás especies genéricas a partir de sus más bellos ejemplos), no va a ser igual nuestro modo de proceder, sino que a todos los rasgos que hemos mencionado antes a propósito del estilo del panegírico, debemos añadir otros muchos que cualquiera diría que son propios de la poesía, y de los que de­ bemos hablar. Es forzoso de nuevo declarar lo mismo, y mantener aquí la misma pro­ porción que en los casos anteriores, como dicen los geómetras: lo que era para nosotros Demóstenes en el discurso político tanto en el deliberativo como en el judicial, y Platón en el panegírico en prosa, eso sería Homero en la poesía, con respecto a la cual, si al­ guien dijera que es discurso panegírico en verso creo que no se equivocaría, porque también aquí el argumento es circular, como lo era en los dos casos anteriores: la mejor poesía es la de Homero, y Homero es el mejor de los poetas, y diría que incluso de los oradores y logógrafos; pero estoy diciendo tal vez la misma cosa, puesto que la poesía es una imitación de todas las cosas: quien mejor imita, acompañado del ornato expresi­ vo, tanto a oradores que hablan ante el pueblo como a citarodas que cantan panegíricos, còrno Femio y Demódoco, y a todos los demás personajes y hechos, ése es el mejor poeta. Puesto que ello es así, tal vez al afirmar que es el mejor poeta habría dicho lo mismo que si hubiera dicho que es el mejor de los oradores y logógrafos. Porque tal vez no es el mejor de los generales, artesanos, o similares, aunque es también quien mejor imita tales profesiones, pero el oficio de éstos no consiste en la palabra, ni radica en la oratoria; pero quien mejor imitara a aquellos cuyo oficio es la palabra, me refiero a oradores y logógrafos, y hablara como lo haría el mejor de ellos, ése sería también siempre el mejor de ellos. Así, pues, de todos los poetas, oradores y logógrafos el mejor en todas las especies de estilo es Homero. Pues, en efecto, él es quien, más que los demás poetas, ha elabo­ rado expresiones de Grandeza, de Placer, de Elegancia, de Habilidad y, lo más impor­ tante en poesía, una imitación vivida y apropiada a la materia correspondiente, tanto en los elementos relacionados con la expresión como en la introducción de los personajes, descripciones de intrigas, variadas cesuras métricas, a partir de las cuales se produce cierta variedad de versos, que se modifican de forma conveniente y calculada; además de que ha elegido el verso que es por naturaleza el mejor de todos y, en suma, él es quien, frente a todos los poetas, en mayor medida ha elaborado un verso que es variado y único entre todos por su belleza. Así pues, esas observaciones son suficientes para ca­ racterizar la mejor poesía y al propio Homero; pero para que nuestra exposición sea más completa, volvamos al punto inicial. (Hermogenes, S o b re la s fo r m a s d e e stilo , 1993, págs. 292-294.)

V

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Aelii Donati Commentum Terentii. Ed. P. Wessner, Stutgart, B. G. Teubner (1966). Esta edición del Comentario de Terendo, de Elio Donato, incluye los textos atribuidos a Evantio, De fabula, Excerpta de Comoedia, que parecen no­ tas para basar una explicación más amplia, dado su carácter asertivo, fragmen­ tario y repetitivo: Inter tragoediam autem et comoediam cum multa tum in primis hoc distat, quod in comoedia mediocres fortunae hominum, parui impetus periculorum laetique sunt exitus actionum, at in tragoedia omnia contra, ingentes personae, magni timores, exitus fu­ nesti habentur; et illic prima turbulenta, tranquilla ultima, in tragoedia contrario ordine res aguntur; tum quod in tragoedia fugienda vita, in comoedia capesenda exprimitur; postremo quod omnis comoedia de fictis est argumentis, tragoedia saepe de historia fi­ de petitur. (...) Comoedia per quattuor partes dividitur: prologum, protasin, epitasin, catastrophen. Est prologus uelut praefatio quaedam fabulae, in quo solo licet praeter argumen­ tum aliquid ad populum uel ex poetae uel ex ipsius fabulae uel actoris commodo loqui; protasis primus actus initiumque est dramatis; epitasis incrementum processusque tur­ barum ac totius, ut ita dixerim, nodus erroris; catastrophe conuersio rerum ad iucundus exitus patefacta cunctis cognitione gestorum. D e C o m o ed ia

Comoedia est fabula diuersa instituta continens affectum ciuilium ac priuatorum, quibus discitur, quid sit in uita utile, quid contra euitandum (...) Comoediam esse Cice­ ro ait imitationem uitae, speculum consuetudinis, imaginem ueritatis (...). Comoedia autem, quia poema sub imitatione uitae atque morum similitudine compositum est, in gestu et pronuntiatione consistit... (...) O m nium autem comoediarum inscripta ex quattuor rebus omnino sumuntur: nomine, loco, facto, euentu. Nomine, ut Phormio...; loco, ut Andria...; facto, ut Eunu­ chus...; euentu, ut Commorientes... Comoediarum formae sunt tres: palliatae Graecum habitum referentes, togatae iuxta forman personarum habitum togarum desiderantes, quas nonnulli tabernarias uocant. Atellanae salibus et iocis compositae, quae in se non habent nisi uetustatum ele­ gantias. Comoedia autem diuiditur in quattuor partes: prologum, protasin, epitasin, catastrophen... (pág. 21 y sigs.)

II

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Capítulo I LA ESTÉTICA PATRÍSTICA

La figura de Cristo y el culto que inaugura suponen un punto de inflexión en la historia de la filosofia occidental. Se trata de una auténtica revolución en la historia del pensamiento, que, «conservando muchas veces los términos y fórmulas tradicionales, llevó hacia una nueva concepción del mundo» (Bruyne, 1963: XII). Al producirse el encuentro de la doctrina cristiana con la filosofía helenística con la que, en el contexto del Imperio, convive, quienes practican la nueva religión se aplican decididamente a la constitución de un sistema filosófico propio, que, sin renunciar al legado de la Antigüedad, sus­ tente sin violencia sus convicciones. La filosofía de los llamados Padres de la Iglesia1, que llevaron a cabo esta tarea, se prolonga en Occidente hasta Gregorio Magno (f 604) y en Oriente hasta Juan Damasceno (f 749) (Quasten, 1984:1), y su estudio se ha abordado convencionalmente a partir de los dos ámbitos geográficos en que se produce —Oriente y Occidente— y dividida en tres períodos2: 1. La primera patrística (ss. ii y m), que abordó la construcción de los funda­ mentos filosóficos en los que se apoya la doctrina de la revelación y la de­ fendió contra los ataques exteriores.

1 En el contexto del cristianismo primitivo se usaba la palabra padre para designar al maestro, ya que, como arguye Clemente de Alejandría (Strom ata, 1 , 1 ,2 - 2 , 1): «Las palabras son las hijas del alma. Por eso llamamos padre a los que nos han instruido... y todo el que es instruido es, en cuanto a su dependencia, hijo de su maestro.» Con el tiempo, padre pasó a designar a todos los escritores eclesiásticos, antes de que, de forma convencional, se reunieran bajo esta denomina­ ción los que de entre ellos se distinguen por: «ortodoxia de doctrina, santidad de vida, aprobación eclesiástica y antigüedad» (cír. Quasten, 1984:12-13). 2 Nuestra sistematización de la filosofía patrística hace exclusión lógica de los llamados Pa­ dres Apostólicos. Pertenecientes al s. i y principios del n, su obra tiene carácter no doctrinal sino pastoral; próxima por su estilo y contenido a las Epístolas del Nuevo Testamento, es el eslabón que engarza la época de la revelación y la de la tradición (Quasten, 1984: 50).

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2. La alta patrística o edad de oro de la patrística (ss. iv y v), etapa de consoli­ dación doctrinal y marcada actividad antiherética desarrollada con fuerza a partir del 313, en que el edicto de Milán, promulgado por Constantino, da carta de oficialidad a la religión cristiana. 3. La patrística tardía (ss. vi y vn), que se abroquela ante las invasiones bárba­ ras y transmite el legado doctrinal del cristianismo a la Edad Media. CRISTIANISMO Y CULTURA CLÁSICA

Señala J. Pépin (1976: 268) que De forma muy genérica, lo que podemos llamar filosofía patrística se pre­ senta como el resultado del intento de una síntesis entre la tradición filosófica helena y las exigencias doctrinales de la Escritura. La importancia adquirida por el primero de estos factores varía según los autores; por lo menos, nunca está totalmente ausente, incluso en los Padres que hacen profesión de romper con la cultura pagana. En consecuencia, para quien desea bosquejar las grandes líneas de la filosofía patrística, la primera gestión debe ser la de caracterizar las prin­ cipales corrientes doctrinales que el paganismo ofrecía concretamente a los Pa­ dres de la Iglesia.

Un argumento de procedencia estoica es de uso común entre los Padres a la hora de inspirarse en fuentes ajenas a la Escritura: se trata de la teoría del logos spermatikos, Verbo divino que, diseminado aquí y alia, ha ido produ­ ciendo brotes de verdad en distintos contextos y a lo largo del tiempo. Uno muy señalado, y de muy amplia estirpe y repercusiones, es la filosofía platóni­ ca, que, dada su orientación metafísica, presentaba con el cristianismo una cierta afinidad. Es característico del llamado platonismo medio haber transmi­ tido las enseñanzas del filósofo a través de un compendio más o menos estable de citas vinculadas a determinada explicación. Los Padres de los ss. n-ni ma­ nejan con profusión estas citas, de contenido teológico por lo general, y las interpretan a luz de los nuevos planteamientos doctrinales3. 3 Jaeger (1974: 63-68) ha señalado con precisión el desplazamiento del pensamiento helenís­ tico desde el plano de la especulación filosófica hacia los horizontes teológico y existential: «La evolución de la mente griega desde los primeros tiempos revela — tras un período inicial de pen­ samiento m itológico— una tendencia creciente hacia la racionalización de todas las formas de la actividad y el pensamiento humanos. Su manifestación suprema fue la filosofia, la forma más ca­ racterística y única del genio griego y uno de sus mayores títulos de grandeza histórica. El clímax de este desarrollo fue alcanzado por las escuelas de Platón y Aristóteles. Los sistemas de estoicos y epicúreos que las siguen en la primera edad helenista son un anticlimax y muestran cierta deca­ dencia de su poder filosófico creador. La filosofía se convierte en una serie de dogmas que, si bien están basados en cierta concepción del mundo y la naturaleza, tiene como primer propósito el ser una guía de la vida humana mediante las enseñanzas de la filosofía y el proporcionar una seguridad interior que ya no se encontraba en el mundo externo. Con ello, este tipo de filosofía cumple con una función religiosa. (...) Podría decirse, con justicia, que el gran renacimiento del

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El segundo — y no menos importante— foco de inspiración de los prime­ ros padres es la moral estoica, cuyo modelo existencial se adaptaba sin vio­ lencia a la renuncia a los placeres del mundo que es característica de la doctri­ na Christiana. Platonismo y estoicismo, así pues, en el contexto de un Imperio en el que siguen vivos los ideales de la paideia, y donde se presta particular importancia a las artes discursivas como útiles influyentes en la conformación del individuo en el seno de la vida social. A este respecto, se demuestra fun­ damental el aprendizaje de la gramática y la retórica, y a ella se dedican los primeros y más prolongados esfuerzos pedagógicos. Los cánones que se mane­ jan son los aportados por los tratados clásicos, De oratore de Cicerón y las Institutiones oratoriae de Quintiliano, que prolongarán su vigencia, sobre todo en el ámbito eclesiástico, durante toda la Edad Media. Primera y alta patrística se desarrollan en dos ámbitos geográficos, Oriente y Occidente, y en dos registros lingüísticos, griego y latín, que irán relevándo­ se como lenguas de uso con el transcurrir de los siglos. Dada la fuerte helenización de todo el Imperio Romano, el griego era el registro lingüístico em­ pleado no sólo en la parte oriental sino también en Roma, en África del Norte o en las Galias, donde se usó corrientemente hasta que, por un desconocimien­ to progresivo del griego en el contexto occidental, el mundo de la cultura vaya plegándose a las letras latinas ya en el siglo iv. Entre los primeros padres occidentales o latinos se sitúan: Justino (muerto en el 165), autor de dos Apologías dedicadas respectivamente a Adriano y a Marco Aurelio y de un Diálogo con Trifón; Taciano, discípulo de Justino que, en su Discurso a los griegos, descarga sus armas contra los mitos griegos con mayor intensidad que el maestro, y Atenágoras, que en el 177 dirige a Marco Aurelio una Súplica por los cristianos. Algo posteriores son Teófilo de Antioquía y la anónima Exhortación a los griegos, tradicionalmente atribuida a Jus­ tino. Dado su interés para la historia de las ideas estéticas, nosotros nos deten­ dremos en Minucio Félix, Tertuliano, Amobio y Lactancio. La obra de estos dos últimos, si bien se adentra prácticamente en el siglo iv, puede — dado su carácter apologético— incluirse sin violencia en el contexto de la primera pa­ trística. En el ámbito oriental, también en el siglo n y abriendo un foco de fecunda influencia, se produce la difusión de la teosofía gnóstica, que apelaría al co­ nocimiento como sustituto de la fe. Clemente de Alejandría y su discípulo platonismo que puede observarse por este tiempo en todo el mundo de habla griega no se debe tanto a la intensificación del estudio erudito que lo acompaña, cuanto al papel del «divino Pla­ tón» como suprema autoridad religiosa y teológica, papel que asumió en el curso del siglo n y que llegó a su punto culminante en el llamado neoplatonismo de la generación de Orígenes du­ rante el siglo ni. (...) Las Ideas de Platón — que fueran acatadas por Aristóteles como la esencia misma del pensamiento del maestro— eran interpretadas ahora como pensamiento de D ios, a fin de dar a la teología platónica una forma más concreta».

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Orígenes, primeros padres griegos de la escuela de Alejandría en Egipto, ela­ boran entonces una contestación al gnosticismo, integrando sin ruido la dis­ ciplina del conocimiento en el edificio en formación de la doctrina cristiana. Tras el edicto de Milán, en el año 313, y en un contexto de libertad religio­ sa y de mayor permeabilidad entre ambos ámbitos, florecerán en Oriente las escuelas de Alejandría, Cesarea y Antioquía, que — ya como cultivadores fervientes de sus teorías (Alejandría y Cesarea), ya como refutadores (An­ tioquía)— desarrollan su pensamiento estético bajo la égida de Orígenes. En Occidente, un nuevo pensamiento teòrico-artistico se abrirá paso, a través de las obras de San Ambrosio de Milán y San Jerónimo, hasta alcanzar su culmi­ nación en San Agustín.

LAS IDEAS ESTÉTICAS DE LOS SANTOS PADRES

Los Santos Padres adaptan el pensamiento estético heredado de la Anti­ güedad a las necesidades de coherencia planteadas por los nuevos parámetros religiosos, trazando así el arco que lleva desde la estética antigua a las nuevas concepciones estéticas cristianas, que pasarán como un corpus coherente, aun­ que de enorme riqueza y diversidad, a la Edad Media. «Leyendo con atención las obras de los doctores eclesiásticos — dice Menéndez Pelayo—, saltan a cada paso ideas y nociones de materia estética, ya sobre la belleza misma, ya sobre el arte. Con ellas no puede formarse un conjunto razonado; pero son piedras, algunas de ellas magníficamente labradas, para, el futuro edificio de la ciencia cristiana». Dado el carácter manual de esta obra, y la escasez de estudios de cierta en­ vergadura acerca de la estética patrística, seguiremos, de forma particular, la valiosa aportación verificada por E. de Bruyne en el segundo volumen de su Historia de la estética: La antigüedad cristiana. La Edad Media.

LA AFIRMACIÓN POLÉMICA DE LA NUEVA FE. LA PRIMERA PATRÍSTICA

Conviene destacar contundentemente, con de Bruyne, que «el cristianismo no es un culto estético a la belleza, sino la adoración de Dios» y que es por tanto de la adoración de Dios del punto de donde parten las ideas estéticas de los Padres, el designio que las orienta y con respecto al cual presentan cohe­ rencia. En el siglo ii , y en medio de la repulsa oficial, tiene lugar el floreci­ miento de una literatura que hace apología de la nueva religión y denosta con fuerza el paganismo politeísta. Todo ello en un ambiente de lasitud y de rela­ tivismo en el que buen número de estoicos y algunos neoplatónicos (que sen­ tarán las bases de la síntesis de Plotino) conviven en las palestras con cínicos,

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epicúreos y escépticos, una variada y nueva sofística que — consciente del po­ der modelizador de la palabra— se mueve profusamente al calor de la retórica y maneja con habilidad sus posibilidades. La copresencia de cultos diversos venidos de diferentes lugares (Egipto, Asia Menor, Mesopotamia...) contribu­ ye no poco a desbastar los asideros, de tal forma que la noción de verdad se desvanece tras las máscaras incesantes de la pericia verbal. El culto a un placer sofisticado y omnímodo convive con el cultivo de la magia y de la astrologia. En ese ambiente de disolución, cuya importancia es determinante en el primer desarrollo del cristianismo, escriben su obra los llamados «apologetas primiti­ vos». Dos son las labores que debieron afrontar los apologetas primitivos: la exaltación de la religión cristiana como verdad única y la denostación paralela de los cultos paganos. Su pensamiento, como en la horma previa más adecua­ da a la forma que habrán de adoptar sus tesis, se incrusta con especial facilidad en las corrientes del platonismo y del estoicismo, doctrinas de cuyas fuentes beben profusamente a la hora de construir una metafísica propia y un particu­ lar modelo existencial. A propósito de los orígenes de la estética, hemos visto que desde siempre se ha atribuido a los dioses el origen de las artes y se han instrumentado ins­ tancias demoníacas — verdaderos intermediarios en el proceso creativo— a las que se hace responsables del delirio poético. Esta consideración del arte como emisión o reminiscencia de lo divino alcanza un punto de inflexión par­ ticularmente importante en la filosofía platónica, al verse el filósofo obligado a discernir, entre el magma de los discursos, qué es lo que puede argumentarse desde un punto de vista moralmente responsable como procedente de los dio­ ses y qué como elemento humano destinado a complacer a la parte inferior del alma. Al hilo de la defensa de una fe única, comunicada al hombre a través de la revelación, esta antigua polémica vuelve a suscitarse con fuerza entre los apologetas primitivos: para ellos los únicos detentadores de la verdad no son los poetas sino los profetas, pues sólo ellos reciben sin mediación, a través de Dios mismo en la figura del Espíritu Santo, la comunicación fiable de las ver­ dades divinas. En la palabra de los poetas, con todo, se encuentran mezcladas verdades y mentiras, verdades procedentes de la inspiración divina — y ad­ quiridas aquí y allá a través de usos y menciones diversas— y mentiras proce­ dentes de distintos demonios gustosos de una parafemalia fabulosa que el componente humano comparte y cultiva. Frente al concierto de personajes mí­ ticos heredados de la tradición poética, profusamente aderezados por elemen­ tos supranaturales y pasiones desorbitadas, las Escrituras hablan al hombre con palabras sencillas y lo exhortan al conocimiento de verdades sencillas. Considerando el componente de verdad que es posible detectar en los mi­ tos paganos, y dadas, por ejemplo, las elementales transposiciones que pueden establecerse entre tantos episodios procedentes de una y otras tradiciones

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(pensemos en la analogía entre Cristo, muerto por los hombres y resucitado por su Padre, y Dioniso, despedazado por los titanes y devuelto a la vida por Zeus, o entre el descenso de Cristo a los infiernos y la visita que Ulises hace al Hades, etc.), la actitud de los apologetas primitivos oscila entre la valoración comprensiva de esas «semillas de verdad» contenidas en los escritos de los poetas paganos y su execración inflexible. Comprensivo es Justino, que reco­ noce los aciertos de la tradición pagana — en particular, por ejemplo, la de­ nuncia hecha por Sócrates, y heredada por Platón, del poco edificante Olimpo de Homero— y atribuye su existencia al Logos divino, ya que todo cuanto de cierto ha sido expresado por el hombre es de Él de quien emana. En el polo contrario, Taciano contrasta con dureza la transparencia de la verdad cristiana, y su soporte verbal, que convoca a todos por igual y es por lo tanto sencillo, y los complejos laberintos discursivos con que los sabios paganos, de temple aristocrático, ofuscan al hombre tanto artistica como moralmente, pues sus «mitos no cuentan acerca de Dios sino mentiras» (Bruyne, 1963: 17). El teatro aturde las conciencias con la extremosidad de sus intrigas, y ello a pesar del bello excipiente en que se presentan diluidas; la pintura y la escultura no hacen más que trasponer esas invenciones y volverlas a registrar con soportes distin­ tos. Aquí y allá Taciano, que admira la belleza del arte pagano y no deja de re­ conocer lo sofisticado de Sus técnicas, no deja de proclamar con auténtica furia la falsedad que alienta en el fondo de esa tupida y hermosa red de fantasma­ gorías. Para él el único Creador es Dios, y su obra, regida por los designios de esa armonía soberana, el mundo. El tratado anónimo De Monarchia (¿s. n?) y la Didascalia (¿s. m?) se ex­ presan según la misma polaridad. Mientras De Monarchia apela de buen grado al monoteísmo de Orfeo, Pitágoras, Sófocles, Eurípides, la Didascalia se pro­ nuncia con firmeza a la hora de preguntar al cristiano qué necesidad tiene de humanas literaturas cuando tiene a disposición la palabra de Dios. La misma oposición puede objetivarse, como veremos, en la obra de Clemente de Alej andría y de Orígenes. Vivas en particular, en este período, están pues las dualidades que habían avivado tradicionalmente las disputas en tomo al arte: la cuestión de la inspi­ ración y de la técnica (dualidad ingenium/ars), a propósito de la cual veremos postular aquí y allá el carácter numinoso del arte, la del fondo y la forma (dualidad res/verba) y, en estrecha imbricación, y especialmente viva en esta época de esplendor de la retórica, de incertidumbre y contradicciones, la de la verdad y la falsedad de las creaciones artísticas, es decir, de la manera como a través de los lenguajes artísticos se instrumentan creaciones — plásticas o ver­ bales— qUe no responden en sí mismas a las categorías religiosas y morales (a los parámetros de verdad) por cuyo rasero se las juzga. En este contexto, y a propósito de los velos del lenguaje, veremos desarrollarse con fuerza una vieja polémica: los Santos Padres se verán obligados a defender el alegorismo pri­

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migenio de las Escrituras — cuyas imágenes serán descodificadas según un modelo virtuoso de vida— en contra del vicio alegorista de los textos paganos — cuya descodificación no nos desvela modelos válidos de conducta— . Se trata de usar el arma de la interpretación contra el paganismo y en favor del cristianismo, y esto teniendo en cuenta que «El cristianismo es una religión que acepta como sagrados los libros del judaismo, y, al mismo tiempo, impone un sentido a dichos libros, sentido que viene dado por el Nuevo Testamento. El lugar de la interpretación se sitúa, pues, en esa distancia entre los dos tes­ tamentos» (Caparros, 1993: 132). Subyace, por lo tanto, la cuestión del poder demiurgico de las artes, su asombrosa capacidad de creación de universos autosuficientes que se mueven con solvencia en el seno de sus propios regímenes de coherencia y de verosimilitud; y, dada su inserción en contextos sociales diversos, en horizontes de recepción distintos, en códigos religiosos precisados cada uno de afirmar determinadas convicciones, su eventual sometimiento a pautas de significación sobreimpuestas, es decir, su heteronomía. Asociado a ellas de forma indisoluble, alienta una vez más, finalmente, el viejo binomio prodesse/delectare, otra de las constantes indeclinables de la historia de la estética.

1. Los Padres apologetas griegos. Señala Jaeger (1974: 44) que: La literatura cristiana primitiva éstá destinada a los cristianos y a quienes están en vías de adoptar la religión de Cristo. Es, pues, un asunto intemo de la comunidad cristiana. Pero la razón inmediata que hizo a los autores cristianos dirigirse a un auditorio no cristiano fue la cruel persecución a que se vieron so­ metidos los seguidores de Cristo por todo el Imperio Romano. Así, a mediados del s. II, surgió una extensa literatura por medio de la cual los cristianos habla­ ban, en defensa propia, a la mayoría pagana de la población. Es evidente que este coro polifónico no podía dar por supuesto, en su apología, aquello que iba a defender.

Con los apologetas griegos, necesitada de arbitrar una defensa sólida de sus creencias ante el acoso del paganismo, la literatura cristiana se dispone a fundamentar la defensa de la fe. Este propósito sólo podía llevarse a cabo en el ámbito intelectual de la literatura helenística, dado que, una vez rotas las fronteras de Palestina e iniciada su expansión por la Hélade, no sólo el hele­ nismo fue el contexto envolvente del primer cristianismo sino que era la filo­ sofía que informaba el perfil cultural del lector instruido, público al que la lite­ ratura apologética se vuelve y ante quien debe pertrecharse de argumentos.

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Las primeras escuelas teológicas florecen en Oriente, ámbito donde nace y empieza a difundirse, en lengua griega, el cristianismo. La escuela de catecú­ menos de Alejandría, ciudad que había sido durante siglos el centro neurálgico de la cultura helenística, es el centro de estudio de las ciencias sagradas más antiguo en la historia de la nueva religión: «dos sistemas universales — la cultura griega y la Iglesia cristiana— iban a unirse en la poderosa sobrestructura de la teología alejandrina» (Jaeger, 1974: 62). Como señala Quasten (1984: 187-188), los apologistas griegos del siglo n: 1) Se dedicaron a refutar las calumnias que se habían difundido enorme­ mente y pusieron particular interés en responder a la acusación de que la Iglesia suponía un peligro para el Estado. Llamaban la atención sobre la manera de vi­ vir seria, austera, casta y honrada de sus correligionarios, y afirmaban con insis­ tencia que la fe era una fuerza de primer orden para el mantenimiento y el bie­ nestar del mundo y, por ende, necesaria, no solamente al emperador y al Estado, sino también a la misma civilización. 2) Expusieron lo absurdo e inmoral del paganismo y de los mitos de sus divinidades, demostrando al mismo tiempo que solamente el cristiano tiene la idea correcta de Dios y del universo. En consecuencia, defendieron los dogmas de la unidad de Dios, el monoteísmo, la divinidad de Cristo y la resurrección del cuerpo. 3) No se contentaron con refutar los argumentos de los filósofos, sino que demostraron que la misma filosofía, por apoyarse únicamente en la razón hu­ mana, no había logrado nunca alcanzar la verdad, o, si la había alcanzado, no era sino fragmentariamente y mezclada con muchos errores, «fruto de los de­ monios». El cristianismo, en cambio, decía, posee la verdad absoluta, porque el Logos, que es la misma Razón divina, vino al mundo por Cristo. De esto se si­ gue necesariamente que el cristianismo está inconmensurablemente por encima de la filosofía griega; más aún, que es ima filosofía divina.

Si bien los apologistas penetran de helenismo la doctrina cristiana, al pro­ ducirse inevitablemente en los registros ideológicos y formales que eran pro­ pios de su tiempo, preconizan con energía ante judíos, paganos y herejes, que el cristianismo no sólo es la única verdad, sino también la más antigua, y de­ fienden la coherencia del Antiguo y Nuevo Testamento como prefiguración y manifestación, respectivamente, de la obra redentora de Cristo. La religión cristiana había asegurado desde un principio y había mantenido constantemente que era la verdad. Tal pretensión tenía por fuerza que medirse con la única cultura intelectual del mundo que había intentado alcanzar la uni­ versalidad y lo había logrado: la cultura griega que predominaba en el mundo mediterráneo. El sueño de Alejandro al fundar la ciudad que lleva su nombre había de realizarse ahora: dos sistemas universales — la cultura griega y la Iglesia cristiana— iban a unirse en la poderosa sobrestructura de la teología alejandrina (Jaeger, 1974: 62).

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La estética patrística

Es característica de los apologetas de la escuela alejandrina, de sesgo idealista y filiación platónica, el empleo del método alegórico, que había sido consagrado por la corriente estoica en un intento de proyectar la grosera lite­ ralidad de las anécdotas narradas por Homero y Hesiodo, poetas y educadores por antonomasia de la Hélade, hacia más elevados horizontes de sentido. Si el Platón de la República había precisado la proscripción de sus textos, a fin de mantener intactos los ideales coincidentes de la verdad y la paideia, la escuela estoica había optado por arbitrar un método de descodificación dual — que hacía convivir los sentidos libre y alegórico como rutas hermenéuticas copre­ sentes— a la hora de preservar a la poesía como base textual de la paideia. Es el judío Filón de Alejandría — que precede a los apologistas griegos en el in­ tento de justificar su religión utilizando las pautas filosóficas del helenismo— el primero en aplicar el método alegórico a la descodificación de los textos bíblicos. Para Filón, el sentido literal es al alegórico lo que la sombra al cuer­ po. San Clemente adoptará este sistema que su discípulo Orígenes, la figura más eminente de este período, y la que mayores repercusiones habría de tener en la historia de la estética cristiana, eleva hasta el paroxismo. Será a través de sus respectivos posicionamientos con relación a su obra como adquirirán carta de naturaleza las tres escuelas orientales en las que la patrística oriental alcan­ za su esplendor en el siglo iv: Alejandría, Cesarea y Antioquía. Marcadas las dos primeras por el intenso idealismo alegorista de Orígenes, la de Antioquía se define por su enfrentamiento al mismo desde un racionalismo de corte aristotélico que consagra con entusiasmo la prevalencia de la letra.

SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA

(150-215).

Tito Flavio Clemente, que habría nacido en Atenas, de padres paganos, y viajado ampliamente tras su conversión con el propósito de recibir la enseñan­ za de los mejores maestros cristianos de su tiempo, encuentra por fin reposo, como narra en Stromata I 1, 11, en la escuela catequética de Alejandría, la primera escuela de teosofía cristiana. Allí se produciría la fusión entre el gnosticismo y el cristianismo en la persona del que fue su director, Panteno, un filósofo estoico convertido al cristianismo de quien San Clemente hereda la dirección de la escuela en tomo al año 200, una vez adquirido allí el sustrato de su pensamiento. La violenta persecución de los cristianos organizada en el 202 por Septimio Severo, lo obligaría a abandonar la escuela y a refugiarse en la Capadocia. La gnosis del siglo n es una nueva teosofía que reúne elementos de la filo­ sofía griega y de distintas doctrinas secretas procedentes de Oriente. Su rasgo definitorio es que, frente a la de la fe — pistis— defiende la primacía del co­ nocimiento o gnosis. Como apunta Jaeger (1974: 82-83):

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es la palabra que designa esta tendencia a trascender la esfera de la que dentro de la terminología filosófica griega tiene siempre la connota­ ción de lo subjetivo. Tal distinción se presenta ya en las epístolas de San Pablo, sea cual fuere su significado exacto. La tendencia aumentó en el siglo II, cuan­ do aparecen sistemas completos que se dan el nombre de gnósticos. Sus doctri­ nas diferían mucho. Las que tenían algo que ver con el cristianismo compartían la tendencia a encontrar un sentido secreto a las Sagradas Escrituras. (...) El hincapié que Clemente y Orígenes ponen en la g n o sis muestra que tuvieron que prestar atención a este nuevo poder que amenazaba con convertirse en un peli­ groso rival del cristianismo (...) La g n o sis que la teología cristiana pretendía ofrecer era, para sus seguidores, el único misterio verdadero del mundo, que habría de triunfar sobre los muchos pseudo misterios de la religión pagana. G n o sis

p is tis ,

En Clemente de Alejandría, que se emplea a un tiempo en la refutación de la gnosis herética y en la adopción de aquellos rasgos que convienen a su in­ terpretación del cristianismo, se opera la síntesis de cristianismo y gnosticis­ mo. Si para la gnosis herética fe y razón son incompatibles, Clemente defende­ rá la conjunción de ambas como el pivote de rotación de la verdadera gnosis. La cultura de Clemente ha debido de ser muy amplia, porque mezcla con soltura los textos cristianos (no sólo la Biblia sino las obras postapostólicas y heréticas) con los autores clásicos, en un continuo ejercicio de sincretismo muy propio de la época. En particular, parece que citaba de memoria a Platón. De su obra hemos conservado tres tratados de desigual extensión: Protreptico, Pegadogo y Stromata, generalmente considerados como partes de una trilogía que, iniciada en el Protréptico como una exhortación a los griegos para que adopten la fe cristiana, y proseguida en el Pedagogo en la forma de un tratado que reclama la «misión paidéutica» (Jaeger, 1974: 90) de la fe cristiana, y la figura del Logos como educador del alma, se cierra con la Stromata, cuyo propósito general es instruir al cristiano en la contraposición vindicativa de la filosofía cristiana con la griega. Clemente escribió también la homilía Quis di­ ves salvetur? y dos notas para su enseñanza. Para Clemente, que fue auténtico pionero de la ciencia eclesiástica y fun­ dador de la teología especulativa, existen tres grados progresivamente eleva­ dos de perfección: 1) la del filósofo, a quien Dios ilumina por medio de la ra­ zón, la más alta de sus cualidades; 2) la del cristiano, que al aceptar la revelación por medio de la fe es superior al filósofo, pues tiene una visión de la verdad que sólo por la razón alcanza la filosofía; y 3) la del gnóstico, en quien se produce la confluencia de razón y fe, de filosofía y revelación, y que representa, por lo tanto, la condición superior a que puede aspirar un cristiano. A la valoración de la razón como cualidad soberana, que comparten gnosti­ cismo y estoicismo, y al desprecio de las pasiones que es propio de este últi­ mo, une el cristianismo gnóstico la especial relevancia que concede al amor al prójimo en el cual se manifiesta el amor de Dios. El gnóstico cristiano, a dife­

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rencia del gnóstico herético, tiene como ideales de vida la castidad y el amor solidario de Dios y de su prójimo. En este contexto se manifiesta San Clemen­ te al verter sus opiniones acerca del arte. Según la teoría del logos spermatikos, Clemente de Alejandría cree, como antes Justino, que la plenitud de la verdad única del cristianismo se encuentra diseminada como un polen, y que ha germinado parcialmente en distintos lu­ gares. La tarea del filósofo cristiano es restablecer la transparencia de esa uni­ dad. Para San Clemente el soporte discursivo verbal, cuando está al servicio de la sabiduría, es asiento de la dialéctica y de la retórica, dos disciplinas nobles que, cuando degeneran por caminos falsos, se convierten en sofística y eristi­ ca. Sofística y eristica producen complicadas coberturas para revestir aparien­ cias mutables destinadas a agradar a la parte del alma que «goza»; la parte que razona, la más noble, se alimenta sin embargo de las realidades inmutables que la razón explora y que transmiten dialéctica y retórica en cuanto usos rectos del lenguaje. La verdadera belleza (el sesgo platónico es patente) se encuentra en los discursos que informan ordenadamente acerca de las realidades inmu­ tables que conciernen a Dios. El buen cristiano se deja conducir hacia esa be­ lleza serena y se despega de los engañosos decorados de la palabra, tan ver­ sátil y con frecuencia tan falaz. Los velos del lenguaje En relación con la capacidad del lenguaje para transmitir lo cierto, y tam­ bién para postular lo falso, se encuentran las reflexiones contenidas en la Stromata, texto que verifica la integración de las teorías clásicas en tomo al simbolismo en el contexto de la nueva religiosidad. En el Libro V, partiendo de una comparación entre la literatura pagana y la cristiana, muy frecuente en esta época de reivindicaciones previa a la oficialización del cristianismo, San Clemente llega a ima conclusión que habrá de frecuentar como un lugar co­ mún toda la filosofía patrística: la revelación de Dios a Moisés es muy anterior a los cantos de Orfeo, la Ley mosaica muy anterior por tanto a las de Minos, Licurgo o Solón. Los griegos, según esto, habrían tomado de los judíos gran cantidad de verdades que se encuentran diseminadas en sus textos entre un copioso cúmulo de mentiras. Así (como también se aduce en Protréptico VI y VII) Platón y las Escrituras coinciden al defender la existencia de dos mundos, sensible e inteligible, y al declarar la triple autoridad solidaria del Bien, la Verdad y la Belleza; la Stoa coincide con el cristianismo al defender un mode­ lo de vida apartado del placer... y unos y otros se producen en registros sim­ bólicos que, si bien es cierto que pueden ofuscar al hombre no formado, pro­ ducen en el hombre delicado, y en particular en el gnóstico cristiano, el placer inconmensurable de la verdad, engrandecida por los velos sutiles que la arro­ pan y que le confieren misterio y esplendor.

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Edad Media Pues, para decirlo de una vez, todos los que han tratado de asuntos divinos, lo mismo bárbaros que griegos, han ocultado ciertamente los principios de las cosas; han entregado la verdad, sin embargo, con enigmas, signos y símbolos, también con alegorías y metáforas, y con cualesquiera otros tropos y modos semejantes. De esta forma son también los oráculos de los griegos; pues el pitio Apolo ciertamente es llamado loxias, es decir, oblicuo.

Así pues, literatura griega y literatura cristiana tienen un nivel de manifes­ tación semántica y otro de latencia, un sentido manifiesto y un sentido oculto4, coexistencia de sentidos que, si desdobla el horizonte hermenéutico, al propo­ ner distintos niveles de lectura según la competencia del intérprete, cae ente­ ramente del lado de la tradición filosófica griega, que había distinguido entre un tipo de saber exotérico — apto para el vulgo— y otro esotérico — apto úni­ camente para iniciados—, entre la mera apariencia — doxa— y la verdad — aletheia— . Una diferencia, sin embargo, se tiende entre las distintas veladuras que usa la literatura hebrea a la hora de transmitir la verdad y las posteriores sofistica­ ciones propias de los griegos: mientras las parábolas cristianas ocultan la ver­ dad bajo el ropaje alegórico con el deseo de que únicamente se haga com­ prensible a los elegidos, los poetas griegos, de mayor calidad formal, como reconoce San Clemente en el capítulo 6, han cedido al encantamiento de la lexis, y juegan con el lenguaje de una forma irresponsable, olvidándose de re­ presentar con objetividad el fondo mientras se dejan seducir por los aderezos de la forma. Con todo, cada vez que los poetas han perseguido con tesón la verdad, o se han visto favorecidos por la luz de la inspiración, han logrado vislumbrar la grandeza divina. Ello explica que también la literatura griega esté salpicada de verdades parciales, y que en la poesía griega de carácter sa­ grado esté presente el hálito de la divinidad, si bien nunca con la franqueza radiante con que se presenta en los textos de los profetas del Antiguo Testa­ mento y en los gnósticos del Nuevo. Por consiguiente, la fuerza de Dios ha operado tanto en la razón de los griegos como en la Ley de los judíos. Pero cuando se disuelve y pierde en la vana pompa de las palabras, la filosofía griega se condena irremisiblemente a la muerte. Sólo la nuestra vive un día etemo.Y es por eso mismo por lo que la inspiración de los profetas difiere esencialmente del entusiasmo de los poe­ tas. Clemente no puede abjurar de su formación griega; la poesía y, sobre to­ do, la teológica, no puede brotar sin poetas que, olvidándose de sí mismos, se dejen arrebatar por el ansia y el embeleso divinos, psr évBouataagoñ. Sólo

4 Como precisa Jaeger (1974: 81-82): «La distinción entre la mente cristiana más “simple” de los meros “creyentes” y el teólogo que “conoce” el verdadero significado de los libros sagrados es común a Clemente y Orígenes y se guía, con lógica inevitable, de su forma de tratar las Escri­ turas».

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un estado de éxtasis y bajo el influjo de un espíritu sagrado es capaz de crear lo bello. ¿Qué diremos entonces, pregunta Clemente, de los profetas del An­ tiguo Testamento, que fueron verdaderamente instrumentos de la voz de Dios? ¿Y qué decir de los gnósticos del Nuevo Testamento, donde hemos visto figurada y representada la grandiosidad y la hermosura del e th o s l (Bruyne, 1963: 35).

Acerca de la interpretación En el capítulo 8 del Libro V de la Stromata comenta San Clemente el uso de la alegoría en textos no sólo de carácter sagrado, sino también filosóficos y poéticos, y elabora una reflexión de enorme actualidad en relación con la am­ bigüedad del lenguaje, un fenómeno de observación tan corriente que le resul­ ta imposible circunscribir sus fuentes. El deseo de trascender la pura literali­ dad, el de ennoblecer determinados sentidos al dotarlos de una investidura lingüística de delicada configuración, o la necesidad de cifrar enigmas sólo aptos para iniciados, son las razones que mueven al emisor: E innumerables cosas encontraremos dichas enigmáticamente tanto en los filósofos como en los poetas; dado que todos los libros revelan la voluntad oculta del escritor.

El receptor, el hermeneuta, se ve movido, por su parte, a utilizar el ingenio y compensado por el placer que produce una interpretación lograda. Entre am­ bos polos se tiende un vasto territorio de ambigüedad. Buena prueba aquella anécdota que narra Ferécides y que San Clemente arguye en el capítulo 8: Izandaura, rey de los escitas, amenaza a Darío con entablar batalla, pero, en lugar de hacerlo mediante un escrito, lo hace enviándole cinco símbolos: un ratón, una rana, un ave, un dardo y un arado. Imposible aquilatar el sentido de los mismos. Hay quien, como Orontopagas, interpreta que el rey hace entrega del mando a Darío, y argumenta su tesis de forma coherente pero mediante ima descodificación errada: el ratón significaría las habitaciones, la rana, las aguas, el ave, el aire, el dardo, las armas y el arado el país. De muy distinto te­ nor es la interpretación que hace Xifrodes, al proponer que si no se esconden dentro de la tierra como ratones, o si no se ocultan bajo el agua como ranas, o si no emprenden el vuelo como aves, no evitarán los dardos de los escitas, pues no son dueños del país. Domínguez Caparros (1993: 142) subraya en tomo a dos puntos las impor­ tantes aportaciones de San Clemente en relación con el doble sentido: 1) el enorme interés que tiene su teoría y su práctica del significado alegó­ rico o enigmático en relación con una teoría de la interpretación,

y

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2) la voluntad integradora de la alegoría pagana (filosófica o poética) y la alegoría sagrada en una concepción general del hombre como ser interpretante y alegorizante, sin menoscabo, lógicamente, de la superior verdad contenida en las Escrituras.

La música y el teatro Las ideas griegas acerca de la música habían alcanzado un desarrollo enorme en el siglo n y la arquitectura musical del mundo (la armonía de las es­ feras) y del hombre se tenían como evidentes. Clemente acoge y cristianiza la idea platónica de que el sabio es un musico, y, en los términos de macro y mi­ crocosmos que Platón había acuñado en el Filebo (28d-30a) postula que el instrumento del cristiano es el hombre mismo, que debe tañer la melodía de sus actos en armonía con el Logos: El Logos de Dios, que procede de David, pero que existía antes que él, des­ preció la lira y la cítara, instrumentos sin alma, y llenó de armonía, por el Es­ píritu Santo, este universo y el pequeño universo que es el hombre, su alma y su cuerpo. Entona un himno a Dios a través del instrumento polífono y canta con el instrumento que es el hombre. «Pues tu eres para mi una citara, una flauta y un templo». Una cítara por tu armonía, una flauta por el soplo divino, tu armo­ nía, un templo por tu razón, para que la cítara resuene melodiosamente, el soplo caliente y el templo haga un sitio al Señor (P r o tr e p tic o 1,5,3).

Clemente opone la música que suele acompañar a la moral pagana y aque­ lla que se manifiesta adecuada a la cristiana, y distingue entre instrumentos, tonalidades, melodías, ritmos que preservan la templanza del alma y se mues­ tran aptos para ensalzar a Dios y otros que nos alejan de Él y que excitan las pasiones y la sensualidad. Lugar de perdición moral por antonomasia es el teatro, donde se aúnan textos execrables con músicas igualmente nocivas, cuya huella perdura en la imaginación del hombre incitándolo a la bajeza moral. El cristiano debe ro­ dearse de música moderada, cuyos sonidos, como los de los himnos de David, induzcan a la contemplación de Dios. La belleza plástica La reflexión plástica de Clemente abarca sus ideas acerca de la belleza humana (alma, cuerpo y adomo) y de las artes miméticas (escultura y pintura). A propósito de la belleza humana, Clemente distingue privilegiándola la belleza del alma — la más importante—, de la del cuerpo — la que le sigue en valor— y del omato exterior — la menos valiosa—, y recupera constantemen­ te la tríada Bien/Belleza/Verdad que postula la filosofía platónica y que la tradición estoica recoge y matiza: hay una belleza verdadera y una belleza

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aparente, falsa. La verdadera estará plenamente en la came inmortal, después de la resurrección, y en el alma caritativa, que vivirá eternamente. El hombre bueno se aproxima a ella en el cultivo conjunto del espíritu y del cuerpo, ya que la virtud del alma ilumina la came con su luz. Con relación a la belleza del alma, San Clemente desarrolla, en el capítulo VII de las Stromateis, una imagen que cultivaron San Pablo y los estoicos: la de que el hombre bueno es igual que un atleta que evoluciona en un estadio — el universo— bajo la tutela del árbitro supremo — Dios— y en espera de recoger su premio, que le será entregado por el Verbo. Su ejercicio consiste en elegir la virtud frente al placer, la belleza inmutable del Logos frente a los go­ ces efímeros de la carne, en definitiva, en pulir como una estatua su propia al­ ma, a imagen de Dios. Si, en esa disciplina de perfección que lo guía, consigue alejarse de toda apetencia física, podrá conseguir la apatheia, la fusión com­ pleta con Dios. En cuanto a la belleza de la carne, Clemente piensa que es directamente tribu­ taria de la buena salud y de la perfección del alma. En cuanto al cuidado de la sa­ lud, debe observarse una dieta equilibrada y combinarla con el esfuerzo físico (trabajo doméstico para la mujer, gimnasia para el varón). En cuanto a la perfec­ ción del alma, es sabido que el buen gobierno de las pasiones se traduce en una expresión equibbrada, y que la virtud espiritual se traduce en belleza corporal. En relación con el omato externo, las ideas que esgrime Clemente son sin lugar a dudas el fruto de una reacción de repulsa contra el refinamiento aristo­ crático que se hizo proverbial en la Alejandría del siglo n: la ornamentación de los cuerpos — el fasto indumentario, los perfumes...— proporciona una apa­ riencia de belleza a un alma monstmosa, y está destinada a incitar los apetitos del cuerpo que alejan al hombre de la práctica de la virtud. La reflexión plástica de Clemente cae también del lado de las artes miméticas para incidir en el tema tradicional de la belleza verdadera que posee la creación divina, el mundo, frente a la falsa belleza que posee su reproducción en esculturas o pinturas. Argumento muy acudido por entonces, señala que el hombre vivo es incomparablemente más bello que el Zeus de Fidias porque, como defiende en el Protréptico X, 98, 3-4, es en sí mismo una imagen ani­ mada de la divinidad: Solamente el que creó todas las cosas, el «Padre que posee el mejor arte», modeló una estatua viva de tal clase, a nosotros, el hombre. Vuestro Olímpico, en cambio, es imagen de una imagen, desentona mucho con la verdad y es la obra más estúpida de las manos áticas. «Imagen de Dios» es su Logos (Hijo legítimo del «Nous», el Logos divino, la luz modelo de la luz); imagen del Logos es el hombre verdadero, el «nous» que hay en él; se dice que por esto fue hecho «según la imagen» de Dios y «conforme a su semejanza». Se parece al Logos divino por la inteligencia de su corazón y por ella es razonable. Pero la imagen terrestre del hombre nacido de

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la tierra, según se ve, parece una estatua con figura de hombre, copia pasajera y alejada de la verdad.

Cuando el artista da forma a la materia para modelar una estatua, lo que hace es conformar materia inerte teniendo como modelo cuerpos hermosos, pero esa materia permanece indiferente y no incorpora en ella el hálito de la divinidad: Es hermoso el mármol de Paros, pero no es Posidón; hermoso el marfil, pe­ ro no es el Olímpico. La materia tiene siempre necesidad de arte y, en cambio, Dios carece de necesidades. Al llegar el arte, la materia tomó una forma. La ri­ queza de la sustancia puede llegar a ser provechosa, pero sólo por su forma se hace digna de veneración. Tu estatua es el oro, la madera, la piedra, la tierra. Si reflexionas desde el comienzo, la que recibió la forma del artista. Yo me he ocupado en recorrer la tierra, pero no en adorarla, pues no me es licito confiar las esperanzas de mi alma a cosas inanimadas {P r o tre p tic o IV, 56,5-6).

Lo que los hombres valoran en las artes plásticas es tanto la perfección de la forma cuanto su poder para representar a los dioses, y, en este contexto, si Clemente no muestra inconveniente en estimar la grandeza del arte en el sen­ tido de su perfección formal, lo que no puede admitir es que se tenga las imá­ genes que el arte produce por representaciones de la divinidad, pues el arte ni es capaz de recoger exactamente la luz del sol ni mucho menos la que emite el espíritu invisible de Dios (Bruyne, 1963: 48). «Que se alabe al arte — dice en Protréptico IV, 57,6—, pero que no engañe al hombre como si fuera verdade­ ro». Así pues, el arte puede ser hermoso en cuanto a la forma pero, siendo su contenido engañoso, precipita en el error a aquel que no se deje conducir por la razón: La actividad de los artistas no descansa, pero no es capaz de engañar al hombre lógico ni a los que han vivido según el Logos: pues los pichones vola­ ron hasta los cuadros por la semejanza que había con la paloma pintada y los caballos relincharon a los caballos artísticamente pintados. Dicen que una mujer se enamoró de un cuadro y un hermoso joven de la estatua de Cnido, pero los ojos de los espectadores fueron engañados por el arte. Pues ningún hombre sensato se unió a una diosa, ni se enterró con una muerta, ni se enamoró de un demonio o de ima piedra. En cambio, a vosotros os engaña el arte con otro encantamiento, conduciéndoos, aunque no sea a enamo­ raros, sí a honrar y adorar las estatuas y pinturas {P r o tré p tic o IV, 57,4-5).

orígenes

(185-253)

Orígenes es el teólogo más importante de entre los gnósticos cristianos. Oriundo de Alejandría, fue iniciado en la fe cristiana por su padre Leónidas

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(que sería ejecutado en su defensa por Septimio Severo durante la persecución del 202), por San Clemente y por Ammonio Saccas. A los 18 años el obispo Demetrio lo pone al frente de la escuela catequética, que, habiéndose disuelto tras la huida de Clemente, alcanzaría bajo su gobierno su máximo esplendor entre los años 203 y 231. Durante esos años, Orígenes ejerce de profesor, y su enseñanza de la teología especulativa y la filosofía griega, que recomienda utilizar en su servicio, atrae a numerosos y fervientes discípulos. Cuando, ha­ biéndose castrado al extremar las exigencias de su propio método, Orígenes es excomulgado, viaja hacia Cesarea de Palestina, donde funda una nueva escue­ la de catecúmenos. Orígenes sostiene que ninguna filosofía posterior ha sobrepujado con su fuerza y autenticidad a aquella que está encerrada en los textos primigenios del Antiguo Testamento, y que la revelación divina es la fuente de donde manan todas las verdades. Más severo que Clemente, increpa con mayor du­ reza las ideas vertidas en los hermosos textos de la literatura pagana y cree, como él, que la verdad originaria de las fuentes cristianas alcanza a traslu­ cirse en fragmentos dispersos de aquellos textos. Punto neurálgico del sin­ cretismo helenístico-cristiano, y según narra Eusebio en su Historia ecclessiastica (VI, 19, 5-8), su contemporáneo pagano Porfirio se habría referido al espíritu paradójico de Orígenes, quien, «a pesar de llevar una vida cristia­ na, sostenía los conceptos helénicos acerca de todas las cosas, incluso de Dios, y da a los mitos extraños un sentido griego. Vivía en la constante compañía de Platón y», como se deja ver por el sésgo de su estética, «leía toda la literatura de los platónicos y pitagóricos de la generación preceden­ te» (Jaeger, 1974: 78). De entre su obra ingente destacan el Peri archon {De principiis), su obra teológica capital y primer manual de dogma de la doctrina cristiana, una monumental exégesis de las Sagradas Escrituras (que comprende escolios, homilías y comentarios) en la que se pone a la filosofía — ancilla theolo­ giae— al servició de la interpretación de los misterios, y un detenido alega­ to Contra Celsum, cumbre de la literatura apologética cristiana previa a De civitate Dei de San Agustín. Allí emplea Orígenes lo más y mejor de su ta­ lento en refutar a Celso, un filósofo pagano, encarnizado enemigo del cris­ tianismo, que, en su Discurso verídico había sostenido, entre muchos disla­ tes de parecido tono, que Jesús era el fruto del adulterio de un soldado romano con una virgen seducida, y que, habiendo aprendido las artes mági­ cas en Egipto, había conseguido hacerse pasar por el Hijo de Dios. Orígenes es también responsable de las llamadas Exaplas, magno intento de estable­ cer un texto crítico del Antiguo Testamento mediante el cotejo de seis ver­ siones: la hebrea en caracteres hebraicos, la hebrea en caracteres griegos, y las traducciones griegas de Aquila, Simmaco, la de los Setenta y la de Teudoción. TEORÍA LITERARIA, I I .-3

Edad Media 66------------ ------------------------ ------------------- ------- ---------------------Poder taumatúrgico de la palabra Fn el seno de su disquisición acerca de los nombres de Dios en los distintos contextos (Altísimo, Adonai, Celeste, Sabaoth...), se plantea Orígenes si o nombreuse deben a la convención, como postula Aristóteles en su obra De los nombres se aeoen a naturaleza. Y, en este segundo caso, si gg debelaunparecido entre el nombre y lo que imita — como piensan los es­ se deben a un puieo Fnicuro__ a que