Historia De La Religion En Israel En Tiempos Del Antiguo Testamento Vol 01

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UltNUIAS

BÍBLICAS Y ORIENTALES EDITORIAL TROTTA

Historia de la religión de Israel en tiempos • del Antiguo Testamento

1. DE LOS COMIENZOS HASTA EL FINAL DE LA MONARQUÍA

RAINER ALBERTZ

La obra presenta la historia de la religión del pueblo de Israel desde sus más remotos orígenes a los que es posible acceder hasta los tiempos helenísticos, bajo una perspectiva que incluye no sólo la relación con las demás religiones del ámbito oriental, sino también, y de manera sistemática, la historia social de Israel. La historia de la religión se concibe como proceso dialéctico continuo entre retos históricos, experiencias religiosas y reacciones teológicas; como el esfuerzo mantenido de grupos muy diversos que buscan en cada circunstancia una cosmovisión —y la correspondiente praxis social— que responda adecuadamente a las exigencias de su Divinidad, que les define como pueblo y a la que van descubriendo y describiendo en el propio devenir histórico. Su autor hace participar al lector en el discurso de los hombres bíblicos y le invita a compartir sus miedos y sus esperanzas, sus sufrimientos y sus luchas. La amplitud metodológica —al reunir los tradicionales datos arqueológicos e historiográficos, de los que realiza una puesta al día sistematizada, con los de las más recientes historia social, literaria y religiosa— convierte este libro en una obra que ofrece al lector una visión panorámica viva y exhaustiva sobre el conjunto completo de las materias de la investigación veterotestamentaria.

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Rainer Albertz Nacido en 1943, empieza su carrera universitaria con el estudio de Teología Protestante en las Universidades de Berlín y de Heidelberg, donde se habilita en el año 1977. Simultáneamente cursa una segunda carrera en Asiriología. En 1980 es nombrado catedrático de Teología Veterotestamentaria e Historia de la religión veterooriental de la Universidad de Múnster. Desde 1995 es catedrático del Antiguo Testamento en esta Universidad. Autor de Persónliche Frómmigkeit und offizielle Religión. Religionsinterner Pluralismus in Israel und Babylon, cuenta con innumerables artículos en publicaciones especializadas sobre los temas de historia de Israel en el contexto del Antiguo Oriente, historia del exilio, génesis y desarrollo del Antiguo Testamento en el contexto veterooriental y estudios monográficos de los libros de Jeremías, Salmo, Job, Daniel y la apocalíptica.

Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento

Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento volumen I De los comienzos hasta el final de la monarquía Rainer Albertz Traducción de Dionisio Mínguez

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T R O T T A

La edición de esta obra se ha realizado con la ayuda de ínter Nationes, Bonn CONTENIDO

Prólogo Bibliografía general Abreviaturas

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INTRODUCCIÓN

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1.1. Historia de la investigación 1.2. Objetivos, método y reflexiones hermenéuticas 1.3. Criterios de división

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HISTORIA DE LA RELIGIÓN EN LA ÉPOCA PRE-MONÁRQUICA

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2. Título original: Religionsgeschichle Israels in olltestamenllicher Zeit 1 : Von den Anfángen bis zum Ende der Kónigszeit

2.1. Elementos religiosos de los primitivos grupos familiares («Religión de los patriarcas») 2.2. La religión del grupo liberado (Grupo del Éxodo) 2.3. La religión de la mancomunidad de clanes pre-monárquicos 2.4. La religiosidad familiar de finales de la época pre-monárquica

© Editorial Trotta, S.A., 1 9 9 9 Sagasta, 3 3 . 2 8 0 0 4 M a d r i d Teléfono: 91 5 9 3 9 0 4 0 Fax: 9 1 5 9 3 9 1 11

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3. © Vandenhoeck & Ruprecht, Góttingen, 1 9 9 2 »

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1999 Diseño

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Joaquín G a l l e g o ISBN: 8 4 - 8 1 6 4 - 3 4 8 - 3 (Obra completa) ISBN: 8 4 - 8 1 6 4 - 3 0 9 - 2 (Volumen 11 Depósito Legal: V A - 8 8 0 / 9 9 Impresión Simancas Ediciones, S.A.

HISTORIA DE LA RELIGIÓN EN LA ÉPOCA MONÁRQUICA

3.1. 3.2. 3.3. 3.4. 3.5. 3.6.

Constitución de un Estado territorial monárquico Polémica sobre la legitimación religiosa de la monarquía.... El culto oficial en el reino del sur El culto oficial en el reino del norte Polémica sobre el sincretismo oficial en el siglo ix Confrontación teológica en la crisis socio-política del siglo vm 3.7. Religiosidad familiar a finales de la época monárquica 3.8. La reforma deuteronómica 3.9. Controversias políticas y teológicas a la muerte de Josías....

Pol. Ind. San Cristóbal C / Estaño, parcela 1 5 2 4 7 0 1 2 Valladolid

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A mi mujer

PROLOGO

La aparición de este libro es fruto de una larga prehistoria. En efecto, mientras preparaba mi tesis de habilitación académica1, descubrí que las religiones de Israel y de la antigua Mesopotamia se caracterizaban por un «pluralismo religioso interno», marcado por fuertes condicionamientos sociales. Estimulado por el descubrimiento, me vino la idea de escribir una «historia de la religión de Israel» que, como ocurría en las culturas desarrolladas del Antiguo Oriente, no limitara su interés a la recensión de acontecimientos «religiosos», sino que integrara también su «historia social» y el sistema de relaciones recíprocas que existía entre esos dos aspectos históricos. Eso explica que, al romper mis primeras lanzas como profesor libre de la Universidad de Heidelberg, en el primer semestre del año académico 1977-1978 escogiera como título del curso «Cambio social y transformación religiosa en Israel». Más tarde, en el segundo semestre de 1980-1981, me atreví a ofrecer por primera vez un curso específico de «Historia de la religión de Israel», concebido en esa misma línea, pero que, dada la inabarcable amplitud del tema, no pudo llegar más que hasta los primeros tiempos de la monarquía. La animada respuesta de mis alumnos, que con la mayor espontaneidad formaron un grupo de trabajo sobre la materia, me dio a entender que ese aspecto, lamentablemente muy descuidado por la investigación, exigía un estudio serio y pormenorizado. Todo eso me movió a pensar en escribir un libro sobre el tema. Con ocasión de mi traslado profesional a la Escuela Superior de Siegen, pensé que era hora de acometer la realización de ese proyecto. Para ello,

1.

Frómmigkeit, 1978.

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ofrecí una serie de cursos sobre aspectos parciales de la investigación en marcha. Una primera publicación —sólo preliminar, y pensada para el gran público— salió a la luz en 1987 bajo el título Historia de la religión de Israel en la época pre-exílica2. Si la elaboración de la monografía que ahora presento al público, y que abarca hasta la época de los Macabeos, ha supuesto más de diez años de dedicación, se ha debido —aparte de las obligaciones que derivan lógicamente de la docencia— a la amplitud de materiales que era necesario consultar y controlar para poder llevar a cabo un proyecto tan ambicioso. De hecho, había que analizar todos los libros que constituyen el canon de la Biblia hebrea, y tener en cuenta la ingente multiplicidad de resultados de la investigación científica en casi todos los campos del Antiguo Testamento, no sólo los directamente relacionados con la religión y la teología, sino también el ámbito de la arqueología, de la historia, de la sociología y la literatura, a lo largo de más de un milenio, para encuadrarlos en una visión de conjunto coherente y que hiciera justicia al objeto de investigación. Si el resultado es o no satisfactorio, dada la masa de publicaciones que hoy día inundan este campo específico y que apenas son abarcables para una sola persona, lo deberá juzgar el lector. Por mi parte, me atrevo a rogar a mis colegas que, si he pasado por alto alguna contribución importante para dilucidar el tema de esta monografía, se muestren indulgentes. No me queda más que agradecerles, ya de antemano y desde estas líneas, sus indicaciones y posibles sugerencias. Una dificultad añadida a la ya de por sí laboriosa redacción de este libro es la situación de cambio en que hoy día se encuentran los estudios sobre el Antiguo Testamento, y que se podría definir, en expresión de Th. S. Kuhn, como «cambio paradigmático». Por otra parte, el hecho de que en la actualidad tanto el género literario como la datación de casi todos los libros del Antiguo Testamento sean objeto de encendido debate podría plantear la pregunta sobre el sentido de esta obra'; Por lo que toca a mi actitud personal, trato de mantener una postura intermedia en el campo de la discusión. En puntos importantes, como el modelo de las tradiciones históricas que dieron lugar al Pentateuco, me adhiero con la más profunda convicción a las «modernas» propuestas de E. Blum3, a las que, por otra parte, doy suficiente cabida en mi reconstrucción histórico-socioló2. En E. Lessing (ed.), Die Bibel. Das Alte Testament in Bildern erzáhlt, 1978, 285360; 400-402. La descripción se extiende hasta la reforma de Josías. Con motivo de la presente publicación, la obra ha sufrido una reelaboración a fondo y se ha ampliado considerablemente. 3. Komposition, 1984 (2.1); Studien, 1990 (2.1).

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gica de los primeros tiempos de la época postexílica. En otros puntos, como la valoración literaria y la fecha de composición del Deuteronomio y de la historia deuteronomística, prefiero la postura más «conservadora», en la línea de W. M. L. de Wette y de M. Noth, ya que la división en bloques literarios propuesta recientemente me parece demasiado problemática y su valor heurístico francamente escaso. Frente a posturas hipercríticas que tratan de explicar ciertos textos o determinadas tradiciones como simple ficción literaria de épocas posteriores, sigo firmemente el principio de que, en general, es difícil que pueda surgir una tradición, si carece de todo apoyo, por mínimo que sea, en la realidad histórica. Y frente a la tendencia «moderna» de relegar ciertos textos o elementos textuales a una indiferenciada y anónima «época posterior», mi experiencia de una precisa y detallada investigación de las controversias postexílicas me empuja a creer que, precisamente por su carácter específico, no encajan en ninguna época tardía, sino que por fuerza tienen que pertenecer a un tiempo mucho más remoto. En ese sentido, una presentación de la historia que englobe el panorama social y la vivencia religiosa de Israel contribuirá, ante todo, a valorar más justamente el grado de probabilidad de que gozan las tesis literarias, aparte de estimular nuevas investigaciones sobre temas concretos y circunscribir la necesaria ronda de hipótesis a proporciones más reducidas y, por consiguiente, más manejables para una comprensión más profunda de la materia. El presente libro, fruto del contacto diario con los alumnos, nace con la intención expresa de servir de libro de texto para estudiantes de Facultad y, al mismo tiempo, de guía y libro de consulta para párrocos, profesores de religión, responsables de círculos de estudio, e incluso para cualquier persona interesada en la materia. Frente a la creciente especialización y dispersión metodológica que se percibe hoy día en el campo de los estudios veterotestamentarios, el libro quiere ofrecer una visión global de los diferentes aspectos del desarrollo histórico que, aparte de facilitar su comprensión, sirva de orientación y estimule el trabajo personal en dicho campo 4 . He puesto el mayor empeño en presentar la exposición de la manera más concreta y gráfica posible, para que el lector pueda revivir los dolores y las alegrías, la luchas, los éxitos y los fracasos de las sucesivas generaciones de israelitas. A nadie que posea un cierto conocimiento de las fuentes podrá extrañarle que en mi trabajo de reconstruc-

4. En este deseo de recalcar con la mayor energía la presentación tanto de los grandes conjuntos como de la investigación en detalle, sigo las indicaciones de mi maestro C. Westermann. Lo considero una exigencia no sólo por razones didácticas, sino también por imperativo interno de la historia de la investigación.

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ción me haya movido muchas veces al filo mismo de lo históricamente permisible. Con todo, estoy absolutamente convencido de que era necesario asumir el riesgo, para poder proporcionar al lector una mayor familiaridad con el tema, de suerte que él mismo sea capaz de embarcarse personalmente en la controversia teológica de entonces. En la medida de lo posible, procuro justificar tanto la fiabilidad histórica de las fuentes como el grado de probabilidad de mis propias opciones, para que el lector pueda juzgar por sí mismo la validez de mi reconstrucción personal. En cuestiones importantes, presento las diversas líneas de la investigación en curso, en la medida en que eso pueda servir al lector de orientación sobre los diferentes aspectos, y estimularle a encontrar una solución convincente, sin demasiada fatiga. No quisiera ser cómplice de una de las costumbres más reprobables en la actualidad, que consiste en dejar al lector solo frente a la catarata de problemas y su alambicada formulación. No es imprescindible leer todo el libro de corrida. De hecho, cada capítulo y sus respectivos apartados se han escrito con la intención de que puedan entenderse por sí mismos. Frecuentes indicaciones sobre puntos ya tratados anteriormente, o breves anuncios de lo que se va a explicar más adelante, conducirán al lector al punto exacto en el que se exponen convenientemente los presupuestos o las indicaciones útiles para entender un texto concreto. Además, el índice temático puede facilitar una lectura cruzada de los temas abordados en el estudio. La bibliografía pertinente se indica, por lo general, al principio de cada apartado. Y para evitar repeticiones innecesarias, las notas incluyen de vez en cuando, entre paréntesis, la complementaria referencia bibliográfica a otros apartados, por ejemplo (5.3). Espero que con este procedimiento se haya logrado una mayor claridad en la presentación. Por último, quisiera agradecer a todos los que me han ayudado en la composición de este libro su disponibilidad y colaboración desinteresada. Mi'asistente, Dr. Burkhard Engel, y el Dr. Ingo Kottsieper me procuraron con incansable solicitud una montaña de títulos y me proporcionaron toda una serie de inestimables indicaciones técnicas. Mi secretaria, Rosemarie Reimann, puso el mayor esmero en la transcripción electrónica de todo el manuscrito y, junto con mi auxiliar, Susanne Düsberg, colaboró con gran generosidad en el arduo trabajo de corrección de pruebas. Finalmente, agradezco a mi colega Walter Beyerlin y al editor, Dr. Arndt Ruprecht, haber aceptado esta monografía en la prestigiosa serie «Grundrisse zum Alten Testament Deutsch» (Complementos al Antiguo Testamento en alemán). 14

PRÓLOGO

Si el presente libro consigue servir de guía para que el lector pueda orientarse en la intrincada maraña de la investigación sobre el Antiguo Testamento, si le descubre el valor humano de este aspecto de la tradición religiosa de la Biblia y despierta en él una actitud solidaria con Israel, el primitivo pueblo de Dios, que nos ha legado una religión tan estimulante, no podré menos de sentirme verdaderamente orgulloso y ampliamente recompensado por los diez años de dedicación a un tema tan apasionante. Hilchenbach, Navidad 1991. RAINER ALBERTZ

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ABREVIATURAS

Para las abreviaturas bibliográficas, véase D. Sch-werteiiinternationales Abkürzungsverzeichnis für Theologie und Grenzgebiete, Berlín» 1974. Para las abreviaturas generales, véase RGG J VI, XXXIIs. AHw AOB 2 ANEP ANEP AP ARAB ARM BATAJ BRL2 BWL CAD CTA EAE Gadd HSS JEN KAI KBL3

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Aramáisches Lexikon zum Alten Testament, 4 vols. publicados, 3 1967-1990. D K Composición pre-sacerdotal del Pentateuco. Kp Composición sacerdotal del Pentateuco. KTU M. Dietrich, O. Loretz y J. Sanmartín, Die Keilalphabetischen Texte aus Ugarit I, AOAT 24, 1976. LA W. Helck y W. Westendorf, Lexikon für Ágyptologie, 1975ss. LXX Septuaginta (Los Setenta). NTOA Novum Testamentum et Orbis Antiquus. P Documento sacerdotal. RLA E. Ebeling y otros (eds.), Reallexikon für Assyriologie und vorderasiatische Archdologie, 1932ss. RT W. Beyerlin (ed.), Religionsgeschichtliches Textbuch zum Alten Testament, Serie de complementos a ATD 1, 1975. SAHG A. Falkenstein y W. von Soden, Sumerische und akkadische Hymnen und Gebete, 1953. SBA Stuttgarter Biblische Aufsatzbande. L •.:,'.'•

Hace algunos años, la «religión de los patriarcas» se definía claramente como religión de tipo nomádico (A. Alt). Fieles a esa idea, una serie de investigadores creyeron poder detectar en la confrontación entre religión nomádica y religión sedentaria un elemento estructural de la historia de la religión de Israel41. Pues bien, ninguna de esas dos afirmaciones se puede sostener sin más. La moderna investigación tanto de las antiguas como de las actuales culturas nomádicas ha demostrado que esos pueblos vivían y viven en perfecta simbiosis con las poblaciones agrícolas, y que entre esos dos modos de vida y actividad económica puede haber infinidad de transferencias42. Por ejemplo, de la documentación descubierta en la antigua ciudad de Mari (hacia 41. Véanse, por ejemplo, los trabajos de V. Maag que se citan en la sección de bibliografía. 42. Para una visión global de las recientes investigaciones sobre la vida nomádica, véanse C. Westermann, Génesis 12-50,1981, 76-81, y M. Kockert, Vátergott, 1988,115ss.

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1800 a.C.) se deduce que un mismo clan se dedicaba tanto a las faenas agrícolas de tipo sedentario como a la cría de ganado menor, actividad típicamente nomádica 43 . Eso quiere decir que, desde el punto de vista etnológico y sociológico, es altamente improbable que se diera una oposición cultural y religiosa entre los pueblos nómadas y los sedentarios. Por lo que se refiere al Israel premonárquico, no hay duda que se puede establecer un contraste entre la población agrícola y ganadera de las regiones montañosas y los habitantes de las ciudades de la llanura, pero jamás entre agricultores y nómadas. En esa misma línea hay que interpretar el hecho de que los transmisores de las tradiciones patriarcales presenten a los antepasados de Israel fundamentalmente como nómadas poseedores de grandes rebaños de ganado menor, aunque la imagen no sea, de por sí, ni unánime ni siempre consecuente. De hecho, según su propia presentación, los patriarcas poseían también grandes manadas de ganado mayor (baqar), un dato que corresponde ciertamente a la forma de economía agrícola (Gn 12,6; 13,5; 18,7; 26,14). Más aún, la narración presenta a Isaac como un opulento agricultor, cuyas cosechas rinden el cien por cien (Gn 26,12s.), aunque a continuación se ve forzado a volver a la actividad nomádica (Gn 26,16ss.). Todo eso significa que, para los transmisores de las tradiciones patriarcales, ambas formas de actividad económica estaban íntimamente relacionadas, por lo que no cabe hablar de anacronismo. Se puede incluso decir que los propios transmisores debieron de vivir en una época relativamente lejana de las condiciones de la vida nómada. Si se leen con atención los textos de Gn 12 -50, se verá que sólo de vez en cuando se describen situaciones genuinamente nomádicas (cf. Gn 13,5ss.; 26,19ss.; 37,12ss.). Y eso mismo vale para la religión. En Gn 12 - 50 se conservan muy pocos acontecimientos específicamente religiosos, que se puedan relacionar con el modo de vida o de economía nomádica de las primitivas familias israelitas. Lo que más se echa de menos en Gn 12 - 50 es un testimonio fidedigno sobre un fenómeno tan determinante para el ritmo de vida nómada como la trashumancia y, por supuesto, las celebraciones religiosas que con toda seguridad acompañaban a esa migración. Los textos que hasta ahora se han considerado más pertinentes, como Gn 12,lss.; 26,2s.; 31,3; 46,2s. 44 , son meras elaboraciones 43. Véase «Casa de Awin», en ARM VIII, 11. 44. Por ejemplo, V. Maag (Afc/tóí, 1960), 1980,153s.; C. Westermann, Verheijlungen, 1976, 129s. En mis comienzos, yo mismo (Frómmigkeit, 1978, 80, nota 453) compartí, aunque con ciertas reticencias, la interpretación propuesta por V. Maag. Ahora, en cambio, no puedo menos de reconocer que los argumentos con que E. Blum (Komposition, 1984, 121; 152ss.) demuestra que Gn 31,3 no formaba parte integrante de la narración primitiva,

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redaccionales, y no tienen nada que ver con el cambio alternativo de pastos45. Hace ya algún tiempo, L. Rost avanzó la tesis de que la fiesta de Pascua, que la Biblia incorpora a las tradiciones del éxodo (Ex 12), era originariamente una celebración religiosa relacionada con la trashumancia 46 . Ciertos rasgos del rito pascual —celebración en primavera, mandato de comer a toda prisa, prohibición de dejar restos de cordero asado, rito de sangre en defensa contra el exterminador— podrían ir realmente en ese sentido 47 . También cuadra con esa misma orientación el hecho de que la fiesta de Pascua, a pesar de su posterior vinculación con la fiesta agrícola de la siega de la cebada (massot), a pesar de su relación con las tradiciones religiosas de la liberación del pueblo (Éx 12), y a pesar de que, con motivo de la reforma deuteronómica, se había transformado durante un tiempo en fiesta de peregrinación (Dt 16), jamás dejó de ser una fiesta eminentemente familiar. Su función originaria era de defensa contra los sino que es una adición deuteronomística de época posterior, han desposeído definitivamente a esa tesis de toda su presunta validez. 45. Véase E. Blum, Komposition, 1984, 297-301; M. Kockert, Vátergott, 1988, 138140. Lo que V. Maag traduce como «transmigración», es decir, emigración al extranjero en circunstancias extraordinarias, no fue nunca una auténtica designación de la «trashumancia», que, en sentido estricto, hace referencia a pequeños desplazamientos locales en busca de nuevos pastos. 46. Weidewechsel, 1969, 103ss. Véase P. Laaf, Pascha-Feier, 156-158. Por su parte, E. Otto {pasah, 1989, 672), aunque cuestiona la pertenencia de la Pascua al contexto de trashumancia, la considera como un rito típico de las familias de cultura pastoril, vinculadas a un lugar concreto en su proceso de transformación de vida nómada en cultura sedentaria. 47. Cf. Éx 12,3-11 y 12,21-22. Según P. Laaf, 10-16 y E. Otto,pasah, 1989, 669), en Ex 12,3-11 se puede distinguir la descripción de un ritual antiguo (tercera persona del plural: vv. 3b*.6b*.7a.8a.llb(3), y algunas indicaciones sobre otro ritual más reciente (segunda persona del plural). Personalmente, me inclino a poner en duda esa teoría, ya que también la primera descripción contiene algunas fórmulas características de la corriente sacerdotal P, como bet 'abot (v. 3). Por otra parte, el hecho de que Ex 12,21-22 sólo contenga indicaciones sobre un rito de sangre no significa que eso deba ser el elemento más antiguo. En primer lugar, el texto de Ex 12,21-27 no es uno de los componentes más primitivos de la narración del éxodo, sino que actúa como fundamentación de la fiesta de los Panes Ázimos (cf. Ex 12,33s.39; véase E. Otto, Plagenzyklus, 1976,18s.). En segundo lugar, el texto fue introducido en la narración por KD a principios de la época postexílica (cf. vv. 24-24 y la mención de los «ancianos» en v. 21; cf. 3,16; 4,29; véase E. Blum, Studien, 1990, 38s.), y eso quiere decir que no pertenece al documento «yahvista». Y en tercer lugar, los vv. 22-23 entraron en el ritual de la Pascua sólo en la medida en que parecieron necesarios para vincular históricamente la fiesta con el hecho del éxodo. Por eso, desde el punto de vista de un estudio crítico de las fuentes, es difícil establecer una distinción entre elementos primitivos y elementos recientes de la Pascua. Lo único que queda bien claro es que, desde el punto de vista de la historia de las tradiciones, la relación de la Pascua con el éxodo es secundaria —posiblemente, ni siquiera pre-deuteronómica— (Ex 12,12-14.23), puesto que no ofrece una interpretación de todos los elementos del ritual. Cuando E. Otto {pasah, 1989, 673), en virtud de su idea sobre una radicación de las tradiciones del éxodo en el rito familiar de la Pascua, polemiza contra la diferenciación que yo propongo entre religiosidad personal y religión oficial, su postura se debe a que —ien contra de sus propias ideas, resultantes de un método de historia de las tradiciones!— se deja llevar únicamente de los presupuestos de una muy cuestionable teoría de las fuentes.

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poderes demoníacos que pudieran acechar a hombres y animales durante la operación de cambio de pastos. El peligro real de ser asaltado por algún demonio, especialmente durante un traslado, se contempla en textos como Gn 32,23-33 y Éx 4,24-26. Otra idea que en las historias patriarcales está relacionada con los peligros del camino es la concepción de que «Dios está con» el viandante. Los testimonios se pueden encontrar tanto en las tradiciones más antiguas (Gn 26,3.28; 28,20; 31,5.42) como en las reelaboraciones posteriores (Gn 26,24; 28,15; 31,3; 48,21). Desde luego, no se trata de una experiencia religiosa especialmente nomádica —la misma concepción se encuentra en Gn 21,20, con referencia al peligro de muerte de un niño, y en textos más recientes, en relación con la enfermedad u otras vicisitudes—, pero no se puede negar que la experiencia debe de tener un sentido especial para grupos que vagan por regiones aisladas y solitarias, o que se pierden en un país extraño 48 . Según esa concepción, Dios se experimenta como un ser extraordinariamente cercano al hombre, que le acompaña en su camino, le asiste en la dificultad y le ayuda a coronar con éxito su misión. Se ve a Dios como un manto protector, como un escudo contra el que se estrellan todas las asechanzas y a cuyo abrigo la vida se convierte en una aventura fascinante. Lo más típico de esa expresión antiquísima de la religiosidad personal es la experiencia única y siempre positiva de la cercanía de un Dios continua e incondicionalmente disponible. Dios «está», sin más; él mismo lo corrobora (Gn 26,3; 28,15; 31,3). Y su presencia carece del aura numinosa que rodea la celebración cúltica (cf. Gn 28,16s.). Una vez más se percibe la función plenamente estabilizadora que sobre el individuo ejerce la religión, a nivel de religiosidad familiar, mientras que, por otra parte, se puede ver en ella un reflejo de la infinidad de peligros que acechaban al hombre de aquella época, precisamente en el seno de una sociedad y de una familia de cultura nómada. Otra experiencia típica de las primitivas familias nómadas parece ser la intervención de Dios para defenderlas contra los posibles abusos de otros clanes más poderosos. Así ocurre, por ejemplo, frente a otros nómadas (Gn 3Os.), pero sobre todo frente a civilizaciones políticamente organizadas, a cuya área de influencia debe huir el pueblo errante, con motivo de eventuales carestías devastadoras (Gn 12,10-20; 26). Un dato curioso en este aspecto de protección divina es que, al ser las familias nómadas demasiado pequeñas para defenderse militarmente, la intervención de Dios suele revestir carácter pacífico. Una muestra es la narración de Gn 26,19ss. Con motivo de 48. Contra M. Kockert, Vátergott, 1988, 145s.

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su disputa con los pastores del rey de Guerar para defender su derecho a la explotación de los pozos de agua, Isaac y su familia se ven obligados a retirarse de la región. Dios no interviene directamente en el conflicto, sino que asegura la supervivencia del grupo mediante la excavación de un nuevo pozo que ya no suscita riñas (26,22). Finalmente, la protección de Dios se traduce en una alianza con Abimelec, rey de Guerar (26,28). Otro tanto sucede en la disputa entre los clanes nómadas de Jacob y de Labán; los dioses familiares se limitan a ejercer una función de vigilantes del tratado entre ambas familias (Gn 31,45-54). El sentido es claro. Como las familias nómadas son demasiado vulnerables, desde el punto de vista bélico, para permitirse entrar en conflictos de esa clase, la protección de Dios no se experimenta en acciones guerreras, como sucede cuando el Dios de la tribu es Yahvé. En manifiesto contraste con la religión yahvista del Israel tribal premonárquico, la religiosidad familiar de esa época es sorprendentemente pacífica49. En relación con las andanzas de los antepasados, las historias sobre los patriarcas incluyen toda una serie de acciones cúlticas. Por ejemplo, se dice de tal o cual patriarca que, después de establecerse en un nuevo lugar de residencia, «erigió un altar al Señor» (Gn 13,18; 33,20; cf. Gn 12,8; 13,4; 26,24s.), «cogió una piedra [...] y la levantó a modo de estela cúltica» (massebá: Gn 28,18; 31,45; 33,20 [conjetura textual]), o «plantó un árbol» sagrado (Gn 21,33). Unas veces descubren un santuario, que más tarde se convertirá en lugar de culto (Gn 28,10-22; 32,2s.), mientras que otras buscan lugares ya consagrados (Gn 12,6; 21,33). Ahora bien, dado el manifiesto interés etiológico que los transmisores sienten por algunos lugares concretos, es difícil valorar exactamente el contenido histórico de dichas referencias. En el fondo, hay que contar con dos posibilidades: una, que las primitivas familias israelitas —tanto de cultura agrícola como de vida nómada— realizaban en sus casas, o en sus tiendas, diversas acciones cúlticas; y otra, que buscaban los san49. Por lo general, se ha aceptado casi unánimemente la idea de que ese carácter «pacifista» de la «religión de los patriarcas» no es más que consecuencia de una proyección en la que se idealizaban la época de David (J. Wellhausen, Prolegomena, '1981,319) y la de Josías (M. Rose, Entmilitarisierung, 1976, 210s.). Ahora bien, ese supuesto no aclara suficientemente por qué dicha proyección no aparece con más frecuencia, a pesar de que en textos posteriores también fue posible proyectar motivos bélicos (cf. Gn 14; 34 [véase, no obstante, la reflexión del v. 30]; 35,5; 48,22). Pues bien, si se asume que hay que conjugar la religiosidad de los primitivos grupos familiares con el clima de contiendas y verdaderas guerras entre tribus que dominaba en la época premonárquica, adquiere más probabilidad una explicación socio-religiosa como la que aquí se propone. De todos modos, ya el propio J. Wellhausen sopesó esa posibilidad en términos de alternativa: «No son los individuos particulares, sino sólo los pueblos o las tribus, los que pueden hacer la guerra» (Prolegomena 6 1981,319).

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tuarios de su región, para celebrar en ellos sus ritos familiares (por ejemplo, el voto de Jacob en Gn 28,20ss.). Sobre el motivo y la forma de dichas celebraciones —fuera del rito de la Pascua— no tenemos prácticamente ninguna información. Es probable que se ofrecieran sacrificios de animales; o tal vez, en extrema necesidad, incluso el sacrificio de un hijo (Gn 22). N o cabe d u d a de que en esas prácticas jugaban un papel importante las respectivas concepciones de los dioses, aunque t a m p o c o hay que excluir que estuvieran relacionadas con el culto a los antepasados. Es probable que los «amuletos» (terapim) que Raquel roba a su padre Labán y esconde en una alforja de la montura de su camello (Gn 31,19.34s.) sean las estatuillas de dioses que solía llevar consigo cada familia, puesto que los protagonistas de la escena hablan abiertamente de «mis dioses» ('elohay. v. 30) o «tus dioses» ('eloheka: v. 32). Esa mención recuerda los DINGIR(MES) = ilani que aparecen en los documentos jurídicos familiares procedentes de Nuzi50, y que se refieren con seguridad a las estatuillas de dioses familiares que se mencionan como parte de la herencia paterna. Ahora bien, eso no quiere decir que en Nuzi —y tampoco hay por qué presuponerlo en Gn 3 1 — la posesión de las figuras de los dioses pudiera reclamarse como parte de los derechos hereditarios 51 , sino que las estatuillas tenían la función de asegurar la continuidad de la familia y la solidaridad entre las sucesivas generaciones. En Nuzi se prohibía al desheredado no sólo el acceso a las casas y a los campos de la familia, sino cualquier contacto con los dioses familiares52. En ese sentido, la sustracción de los terapim por parte de Raquel se puede interpretar como un decidido intento de salvar la continuidad de su familia por encima de la ruptura y separación familiar causada por la negativa de una razonable herencia (cf. vv. 16.19). Aunque el narrador se distancia irónicamente de esas figuras de dioses familiares mediante un serie de rasgos drásticos que caracterizan su descripción, se trasluce claramente que en aquella época primitiva —igual que en Nuzi— los amuletos familiares poseían un alto valor, si no material, al menos emocional, que podía desembocar en un verdadero conflicto de vida o muerte (cf. v. 32). Por desgracia, Gn 31 no dice nada sobre el significado religioso y cúltico de los amuletos. Pero el caso es que los otros doce pasajes del Antí50. Véase HSS 14, 8,1-18; 108,23s.; 19, 5,10s.21; 7,1 ls.; 27,11; JEN 478,6-8; Gadd 51,13-17; YBC 5142. Véase igualmente A. E. Draffkorn, llani, 1957, 219-222; K. Deller, Hausgótter, 1981; A. Tsukimoto, Totenpflege, 1985, 98-105; H. Rouillard y J. Tropper, TRPYM, 1987, 352ss. 51. Es ésta una vieja teoría que contó entre sus defensores a A. E. Draffkorn (Ilani, 1957, 219s.). En contra —y con toda la razón— se manifestó M. Greenberg (Look, 1962, 241ss.). Por su parte, K. Deller (Hausgótter, 1981, 48-57) llega a deducir de HSS 19,5 que los dioses familiares se podían repartir entre el primogénito y el segundo hijo. Sin embargo, no hay que olvidar que en HSS 14, 108,37 se prohibe expresamente todo reparto. 52. Véase JEN 478,6-8, según la interpretación de K. Deller (Hausgótter, 1981, 72), y en una línea semejante, HSS 19, 27,1 ls. Mi interpretación sigue la propuesta de M. Greenberg (Look, 1962, 246s.), fundada en el paralelismo que posteriormente establece Flaviojosefo (Ant., XVIII 9,5).

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guo Testamento en que se menciona el tema tampoco dan una idea clara de su significado. En 1 Sm 19,13.16 se hace referencia, indudablemente, a la figura de un dios familiar —aunque de tamaño un tanto mayor13— que Mical pone en la cama de David, para simular que está enfermo. En Jue 17,5; 18,14.17-18.20, los «amuletos» pertenecen a los utensilios esenciales de un culto doméstico; en este pasaje, se distinguen claramente de la auténtica imagen cúltica de Dios (masseká, pésel) y se mencionan con el «efod», por lo que muchos comentaristas los interpretan, en analogía con este último, como máscaras cultuales5"1. Sin embargo, parece más probable que se trate de estatuillas secundarias, que acompañaban a la imagen principal del culto. Con el texto de Os 3,4 entramos decididamente en los dominios del culto oficial. Aquí se mencionan los amuletos junto a los sacrificios (zebáh), las estelas y el efod. En cuanto a su función, se puede deducir de Jue 18,14 —con cierta probabilidad— y de Ez 21,26 y Zac 10,2 —con seguridad inequívoca— un significado mántico, es decir, que los amuletos —-igual que el efod y el oráculo— pueden ser consultados (sa'albe: Ez 21,26) como un adivino (qosem), para obtener información sobre el futuro (Zac 10,2). En 1 Sm 19,13.16 se podría detectar, en el fondo, una función curativa55. Si en todos esos textos se identifican los amuletos con utensilios cúlticos semejantes —-cosa que no está por encima de toda duda—, se puede aceptar la ¡dea de que las figuras de dioses que, originariamente, recibían culto en el seno de la familia también tenían un puesto en la liturgia oficial, hasta que fueron blanco de la polémica deuteronómica contra los dioses extranjeros (1 Sm 15,23; 2 Re 23,24). Quizá se pueda aclarar el primitivo significado familiar de los terapim mediante otras conclusiones. De Gn 31 se puede deducir que los amuletos de Labán sustraídos por Raquel no se identifican con los dioses protectores de la familia del propio Labán ni con los de la familia de Jacob. La pérdida de sus amuletos no es obstáculo para que Labán pueda invocar al «Dios de Najor» como juez del pacto que establece con su yerno (v. 53). Por otra parte, las circunstancias del culto doméstico en el caso de Mica (Jue 17 - 18) permiten pensar, más bien, en divinidades secundarias, representadas por las figuras de los terapim. La documentación de Nuzi puede proporcionar una nueva pista. Aquí, en paralelismo con los ilani («dioses domésticos»), se llama a esas divinidades etemmu («espíritus de los difuntos»)56. Por consiguiente, da la impresión que los ilani representan los antepasados de la familia elevados a condición de dioses57. Pues 53. Si, como generalmente se supone, la figura debía aparentar que se trataba de David, tuvo que ser de tamaño natural. En cambio, si lo que se pretendía era, más bien, simular un rito mágico de curación, por cuyo medio la enfermedad se transfería a la imagen del dios, como lo proponen H. Rouillard y J. Tropper (TRPYM, 1987, 340-351), se podría pensaren una figura de menor tamaño. 54. Para una discusión del tema, con todas las incertidumbres de sus resultados, véase KBL', 1651-1653. Véase también S. Schroer, Bilder, 1987, 136-154. 55. Según la curiosa interpretación de H. Rouillard y J. Tropper, TRPYM, 1987, 346351. 56. Véase JEN 478,6; HSS 19, 27,11; YBC 5142, línea 30. 57. Partiendo de la veneración de los antepasados que caracteriza la cultura japonesa A. Tsukimoto afirma que el «espíritu (etemmu[m]) de un difunto se eleva a categoría de dios familiar cuando, con el paso del tiempo, ha perdido su carácter personal en el seno de la

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bien, dado que en un pasaje del Antiguo Testamento —aunque en un contexto deuteronómico de origen posterior y de carácter globalizante— se mencionan los terapim junto a 'obot y yiddé-'onim (2 Re 23,24) que, probablemente, se refieren a los espíritus de los difuntos58, parece confirmarse la antigua tesis de F. Schwally59 —recientemente ratificada por H. Rouíllard y J. Tropper con nuevos argumentos 60 — según la cual, los terapim son imágenes de los antepasados elevados a condición divina. En favor de esa teoría se podría aducir también el hecho de que en 1 Sm 28,13 se puede llamar 'elohim («dios») al espíritu de Samuel, igual que a los terapim en Gn 31,30.32, aparte de que los espíritus de los difuntos ('obot) poseían una función mántica mucho más clara que los terapim (Lv 19,31; 20,6; Dt 18,11; Is 8,19s.; 19,3 [en paralelismo con la ecuación 'itim = etetnmu]; véase el epíteto recurrente yiddé-'onim = «agoreros»; cf. 1 Sm 2 8 3

' ' >Se plantea, pues, la pregunta: ¿existió en las primitivas familias israelitas un culto a los antepasados? O. Loretz da una respuesta vehementemente afirmativa61. Según él, los primitivos israelitas participaron plenamente en el «culto cananeo a los difuntos», como se puede reconstruir a partir de textos ugaríticos. Ese culto —siempre según Loretz— habría sido relegado por el monoteísmo yahvista de la época exílica y postexílica, y sustituido por la veneración de los patriarcas. El culto a los difuntos y la veneración de los antepasados, en cuanto «elementos esenciales de la religiosidad familiar, fueron corregidos por el yahvismo e integrados en la religión oficial»62. Por fascinante que pueda parecer esa hipótesis, los detalles de su argumentación descubren unas lagunas demasiado grandes como para resultar absolutamente convincente. No cabe duda de que la comparación con textos propia familia» (Totenpflege, 1985,104s.). Al cabo de treinta y tres o cincuenta y cinco años de la muerte de un familiar, los japoneses ponen fin a todo tipo de celebración de su memoria, porque para entonces el difunto se encuentra ya totalmente divinizado. Esa misma línea es la adoptada por H. Rouillard y J. Tropper (TRPYM, 1987, 355) para establecer la relación entre 'obot y terapim. 58. Así piensan, y con razón —aunque, cf. Lv 20,27—, M. Dietrich, O. Loretz y J. Sanmartín, ILIB, 1974, 451; H. Rouillard y J. Tropper, Ahnenkult, 1987, 236-238; K. Spronk, Afterlife, 1986,251-257, una vez que, entre tanto, ha ganado terreno la etimología propuesta por H. A. Hoffner, que la considera como derivada del sumerio AB, del hurritohitita ayabi y del ugarítico 'eb, con el significado de «fosa de las víctimas», en el sentido de entrada en el mundo inferior (Antecedente, 1967, 401; véase J. Ebach y U. Rütersworden, Unterweltsbeschwórung, 1977,1980). De ese modo, es probable una derivación etimológica del hebreo 'ab (= «padre, patriarca») vocalizado como boH (= «vergüenza, infamia»). 59. Leben, 1892, 35ss. 60. TRPYM, 1987, 351-360. Aunque falta el sonido «alef» O, los autores aducen buenos argumentos para defender que el término terapim deriva de rp' (= «curar»), y de ahí deducen su función como tarpa'im / tarpi'im (= «curandero[s]). Véase la correspondiente designación de los espíritus de los difuntos como repa'im, de un originario rope'im (= «curanderos»). Por su parte, la puntuación masorética, que sugiere una derivación del arameo o hebreo medio trp (= «actuar vergonzosamente, deteriorar»), es altamente cuestionable. De ahí que la etimología derivada del hurrito-hitita tarpis (= «espíritu o genio de la tierra», «demonio»), que propone H. A. Hoffner (Teraphim, 1966, 115ss.), cuente con muy pocas probabilidades. 61. Totenkult, 1978, 153ss. 62. Ibid., 188. Véase la valoración —asombrosamente positiva— de esa tesis que ofrece un autor, por lo demás tan crítico, como M. Kockert (Vátergott, 1988, 311, nota 31a).

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ugaríticos puede ayudar a esclarecer tanto el sentido profundo que tenía el culto a los antepasados en las regiones septentrionales de Siria63, como su incorporación mitológica a los aspectos ctónicos del dios Baal64, y ciertas indicaciones sobre la etimología de las conceptualizaciones hebreas65. Pero siempre tendremos que seguir preguntándonos hasta qué punto se pueden presuponer todas esas indicaciones como auténtica realidad histórica del antiguo Israel66. No se puede negar que en Israel —y, de hecho, hasta bien entrada la época postexílica67— estaba muy extendida la costumbre de evocar los espíritus de los difuntos (necromancia). Pero en el único texto completo que poseemos sobre el tema, 1 Sm 28, la evocación no está relacionada precisamente con los antepasados de la propia familia; Saúl pregunta sobre su futuro no a los espíritus de sus antepasados, sino al espíritu de Samuel (v. 15), un hecho que quizá haya que considerar como una excepción relevante. También hay que reconocer que el significado que se atribuye en las historias patriarcales a los sepulcros del padre o de la madre68, y ciertas formulaciones como «fue a reunirse con sus antepasados» (Gn 25,8s.l7; 35,29; 49,29.33, etc.)69, indican una relación de solidaridad emocional entre los vivos y los antepasados de una misma familia. Pero, una vez más, las historias de los patriarcas no ofrecen ni un solo dato sobre una verdadera costumbre relacionada con el culto a los muertos, como se ve, por ejemplo, en el ritual kispú de Mesopotamia. Por lo demás, referencias

63. Véase el papel tan relevante atribuido al 'il'ib en las listas de dioses y en los textos litúrgicos de la literatura de Ugarit (KTU 1. 47,2; 1. 91,5; 1. 109,12[?].15.19.35; 1. 148,1.10.23). Uno de los deberes principales del hijo consiste en erigir una estela al 'il'ib de su padre difunto (Epopeya Dan'il, KTU 1. 177,26.44; II, 16). El ugarítico 'il'ib, debido al cuneiforme DINGIR a-bí que aparece en RS 20.24,1 (y que quizá haya que traducir por «El/ Dios del padre»), se ha puesto frecuentemente en relación con el dios de los patriarcas (véase H.-P. Müller, Gott, 1980, 118). Sin embargo, es evidente que está relacionado con el culto de los difuntos, es decir, de los antepasados, y que hay que interpretarlo como «El/Dios del [difunto] padre» (por asimilación vocálica de un originario 'il'ab, como proponen M. Dietrich, O. Loretz y J. Sanmartín, ILIB, 1974, 451), o bien, como «divinity of the ancestor / ancestral god» (= «divinidad del antepasado, dios ancestral»: K. Spronk, Afterlife, 1986, 146s.). Indudablemente, el hebreo 'ob puede muy bien estar relacionado con dicho término. 64. Véanse los textos ugaríticos rp'um (= «curanderos»: KTU 1.20-22; 108; 126; K. Spronk, Afterlife, 1986,161-192; Th. J. Lewis, Cults, 1989, 5-98). Los rp'um, en su calidad de antepasados reales divinizados, poseen poderes curativos y de protección. Viven como sombras en el mundo inferior, pero todos los años, con motivo de la festividad de Año Nuevo, resucitan en compañía de Baal, el rp'u por antonomasia (KTU 1.21 II,5s.), reciben sus respectivas ofrendas y aparecen en figura de pájaros. En cambio, los repa'im (en sus orígenes, rope'im) veterotestamentarios, indudablemente relacionados con los rp'um ugaríticos, son más bien sombras de héroes condenados al mundo del Abismo (cf. Is 14,9). 65. Por ejemplo, la relación de 'il'ib con 'ob (derivados de 'ab), de rp'um con repa'im y, desde luego, con terapim (derivados de rp' [— «curar»]). Véanse las notas precedentes 60, 63 y 64. Véase igualmente R. Rouillard y J. Tropper, 1987, 357ss. 66. Véanse las reservas que manifiestan K. Spronk, Afterlife, 1986, 248s. y Th. J. Lewis, Cults, 1989, 171-181. 67. Véanse las prohibiciones, que van desde el Código deuteronómico (Dt 18,11) hasta el Código de santidad (Lv 19,31; 20,6.27). 68. Cf. Gn 23; 35,20; 50,1-14. El acento recae, naturalmente, sobre la pretensión a la tierra. 69. Véanse las fórmulas «dormir/descansar con sus padres» (Gn 47,30, etc.), o «reunirse con sus padres» (1 Cr 17,11; Gn 15,15; cf. 2 Sm 12,23).

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de ese tipo no sólo son llamativamente escasas en la literatura bíblica, sino que más bien parece que se tiende a rechazar dicha costumbre (cf. Dt 26,14)70. Por otra parte, la obstinada reserva con que la posterior religión oficial yahvista reacciona frente a la concepción del más allá hace perfectamente plausible que esos datos predominantemente negativos se puedan considerar —al menos, en parte— como resultado de ulteriores correcciones dogmáticas. Sin embargo, los reparos contra el culto a los antepasados comienzan, evidentemente, mucho antes de lo que O. Loretz quiere hacer creer, como lo prueba el tono irónico y distante con que se trata el tema de los terapim en las narraciones de principios e incluso de mediados de la época monárquica (Gn 31; 1 Sm 19). Si la imagen de la primitiva religiosidad familiar que se ofrece en Gn 12 - 50 no está completamente desfigurada, habrá que pensar que la relación personal con el Dios de los patriarcas redujo el sentido de la divinización de los antepasados a meros vestigios, cuyas huellas se pueden ver, por ejemplo, en la intención de asegurar la continuidad familiar, o en sus funciones oraculares y, tal vez, curativas71. En los comienzos de la historia de la religiosidad personal en Israel, el «culto a los antepasados», que aún se puede percibir directamente en la costumbre más bien conservadora de la imposición del nombre72, no es más que un mero substrato religioso73. A pesar de todo, el culto familiar sigue estrechamente vinculado al ritmo de vida del propio grupo, sin haber logrado aún independizarse de la rutina cotidiana, para convertirse en acontecimiento personal. No han surgido figuras cúlticas especializadas, sino que es el propio patriarca el que ejerce las funciones sacerdotales (véase la propuesta de Mica al levita itinerante, en Jue 17,10). En las primitivas familias israelitas, la celebración litúrgica no estaba, 70. La interpretación de Is 56,7s.; 65,4 no es del todo segura. En cuanto al material arqueológico acumulado por E. Bloch-Smith, Burial Practices, 1992, con relación a las diferentes clases de sepulcros y ofrendas funerarias, aún habrá que discutir si realmente hacen referencia a continuados banquetes fúnebres en Israel (103-108). O. Loretz, por su parte, presenta el texto de Jr 16,5-7 como testimonio de un culto a los difuntos, ya que el término marzéah (= «banquete, asamblea eúltica») tiene esa connotación en ugarítico. Pero, para ello, tiene que modificar el v. 7, de modo que los difuntos puedan tomar parte en el banquete (mrzh, 1982, 89). Contra K. Spronk (Afterlife, 1986, 247), hay que mantener que, en Babilonia, el ritual kispú no hacía referencia a un banquete común entre vivos y difuntos, sino a un «aprovisionamiento» de los difuntos por parte de los familiares. Véase igualmente A. Tsukimoto, Totenpflege, 1985, 231. 71. Así lo interpretan H. Rouillard y J. Tropper, TRPYM, 1987. Cf. 1 Sm 19,14. 72. Véanse los nombres que encierran designaciones familiares con carácter divino y que suponen un estadio más antiguo con respecto a los nombres que implican referencias a un dios protector. Cf. pp. 179ss. 73. No se puede sostener, como afirma B. Lang (Life, 1988, 145ss.), que la religiosidad familiar esté fundamentalmente orientada hacia el mundo inferior, mientras que el culto oficial yahvista mira esencialmente hacia el cielo. En el mejor de los casos, sólo se puede hablar de una cierta tendencia subyacente, que de ningún modo aparece como dominante en la religiosidad personal del pueblo israelita.

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por lo general, ligada a determinados santuarios, a festividades o fechas fijas, o a mediadores institucionales de lo sagrado74. Hay que tener en cuenta que las historias sobre los patriarcas no han transmitido la totalidad de hechos y concepciones que determinaron la religión de las primitivas familias israelitas. Sin embargo, bastan esos pocos indicios para reconocer todo un mundo simbólico peculiar y consistente en sí mismo, que en muchos aspectos se distingue claramente de lo que más tarde se convertirá en la religión yahvista del Israel de las doce tribus. Todo está orientado al tema central de la supervivencia de las familias —tanto agrícolas como nómadas—, y determinado por sus propias estructuras comunitarias. Los estrechos vínculos personales que caracterizan la vida de familia marcan también la pauta en su relación con la divinidad. Uno de los rasgos más típicos del sistema religioso es el contacto directo e incondicional con el dios de la familia que, como padre, guía y protege de cualquier peligro al reducido grupo que tiene encomendado. En cambio, faltan elementos sustanciales que, en el fu— turo, serán decisivos para la religión yahvista del Israel de las doce tribus; por ejemplo, el exclusivismo polémico de la relación con Dios, la imposición de estrictas exigencias éticas, la integración del nivel político, la fundación de instituciones cúlticas bien diferenciadas, y toda clase de reflexión teológica propiamente dicha. La religiosidad que se vivía en las familias del primitivo Israel era, por decirlo así, una religión pre-cúltica, pre-política y pre-moral. El q u e " quiera entender correctamente el ulterior desarrollo histórico de la religión israelita deberá tener muy en cuenta que no todos los elementos religiosos que más tarde configuraron la peculiaridad de Israel surgieron exclusivamente por obra de la religión yahvista, o quedaron indeleblemente marcados por su impronta. Más bien, hay que presuponer un mundo de relaciones religiosas familiares, que la religión yahvista fue integrando progresivamente a lo largo de su historia, hasta construir su propio sistema. 2.2. LA RELIGIÓN DEL GRUPO LIBERADO (GRUPO DEL ÉXODO) BIBLIOGRAFÍA

Ahlstrom, G. W., «An Israelite God Figurine from Hazor»: OrSuec 19-20 (1970-7T) 54-62; Id., «Aspects of Syncretism in Israelite Religión», en HSoed V, 1963; Albrektson, B., History and the Gods, ConB.OT 1, 1967; 74. Personalmente, desearía que se interpretara en este sentido mi propia postura [Frómmigkeit, 1978, 79) frente a los interrogantes críticos planteados por E. Blum (Komposition, 1984, 500) y M. Kockert (Vátergott, 1988, 161).

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El verdadero comienzo histórico de la religión de Israel no habrá que buscarlo, precisamente, en la religiosidad que las primitivas familias israelitas proyectan hacia la época de los patriarcas. Si en algo hay unanimidad entre los transmisores de las tradiciones originarias es en reconocer que el impulso decisivo que puso en marcha la historia de la religión israelita b r o t ó de una experiencia religiosa específica vivida por Israel en Egipto y, posteriormente, en las regiones desérticas al sur de Palestina, lejos aún de sus asentamientos futuros. C u a n d o Israel vivía en Egipto, sometido a trabajos forzados por orden del Faraón, Yahvé lo liberó de la esclavitud y lo sacó del país bajo la guía de Moisés; en el m a r Rojo le hizo experimentar su p o tencia liberadora, destruyendo el gran despliegue bélico de los carros egipcios; y luego, en el m o n t e Sinaí se le manifestó en una teofanía impresionante, que n o sólo estableció una relación peculiar entre Israel y Yahvé, sino que determinó para siempre la configuración específica de la ética y de la vida cúltica del pueblo, en su condición de comunidad elegida. Ya hemos a p u n t a d o anteriormente que esa concepción de los comienzos de la religión de Israel corresponde a la mentalidad de unos teólogos muy posteriores 1 , que ciertamente no concuerda en todos sus detalles con la realidad histórica de los acontecimientos. La enorme cantidad de saltos y divergencias que se perciben en los textos del Pentateuco —desde el libro del É x o d o hasta el Deuteron o m i o — indica con t o d a probabilidad que en la redacción se han compilado diferentes tradiciones religiosas de la época antigua, acom o d á n d o l a s a los intereses concretos de ciertos grupos de diferente mentalidad. Los resultados del análisis literario de Éx-Dt es bastante más complicado que el de Gn 12 - 50, hasta el punto de que en el día de hoy todavía no se ha llegado a una explicación científica satisfactoria. El modelo de crítica de fuentes, que se basa en la teoría de tres documentos —Yahvista (J), Elohísta (E) y Sacerdotal (P)—, encuentra graves dificultades, sobre todo a partir de Ex 19ss., y ha obligado a sus defensores a aceptar —junto a esas tres fuentes tradicionales— otras redacciones más o menos extensas de carácter «yahvista» o «deuteronómico» 2 . Personalmente, creo que el modelo histórico-tradícional propuesto por E. Blum3 ofrece más amplias perspectivas. Para los libros Éx-Nm, Blum ha elaborado el cuadro de una composición pre-sacerdotal tardo-deuteronó-

1. Cf. pp. 55s. 2. Véanse, por ejemplo, W. Fufi, Pentateuchredaktion, 1972; A. Reichert, ]ehowist, 1972; W. H. Schmidt, Exodus, 1983, 135-144; 196s.; 247; E. Zenger, Israel, 1982, 19ss. 3. Studien zur Komposition des Pentateuch, 1990.

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mica (KD) y una sacerdotal (Kp), ambas originarias de los primeros tiempos postexílicos4. La ventaja de esta novedad que Blum introduce en el planteamiento del análisis histórico de las tradiciones radica en el hecho de que ese procedimiento permite contemplar la oscilación del trabajo de sus autores entre una redacción meramente compilativa o comentada de las tradiciones ya existentes y una configuración totalmente nueva de los viejos materiales tradicionales, según los diferentes niveles de los respectivos textos. Por ejemplo, según Blum, en Ex 1-14.(15) la presencia de determinadas figuras es relativamente menor que en otros complejos textuales, sobre todo a partir de Ex 19ss. Hay que reconocer, con todo, que Blum, teniendo en cuenta la fluidez de las transiciones, no se atreve a retrotraer diacrónicamente el ámbito textual del documento KD. Dada la incertidumbre en la que aún se mueve la investigación, resulta imposible ofrecer aquí un modelo de análisis histórico-tradicional plenamente aceptado. En mi reconstrucción histórico-religiosa del texto de Ex 1-14.(15) parto fundamentalmente de los siguientes estratos de tradición: 1. Reelaboración post-sacerdotal: Presentación de Aarón en Ex 4,1316.27-30; 5,1.4.20; y 4,21-22. 2. Reelaboración, o nueva concepción, sacerdotal (Kp): Ex l,l-5.7.13s.; 2,23ap-25; 6,1-17; la reconocida sección sacerdotal Ex 7 - 14; 15,19. 3. Reelaboración pre-sacerdotal (KD): Éx 1,6.8; 3,1-4.12.17s. 5 ; 4,2931*; 5,22 - 6,1; textos referentes al bastón de Moisés: Éx 7,15.17.20; 11,13; 12,(21.23).24-27; 13,3-16; 14,13s.30s. Para la fundamentación de esta propuesta, véase E. Blum, Studien, 1990, 17-43; 232-262. Como pertenecientes a un estadio previo, se pueden reconocer —a modo de tentativa— los siguientes niveles: 4. Una narración incompleta de las plagas que provocaron la salida de Egipto: (Éx 1,9-12.15 - 2,23aa; 4,19-20a.24-26[?]) ; 5,l-2.(3-19).20-21 6 ; 4. Cf. pp. 616ss. 5. Éx 3,1 - 4,18* constituye una clara interpolación entre 2,23acc y 4,19.20a. Véase M. Noth, ÜP, 1948, 31s., nota 103 (secundario con relación a J); E. Blum, Studien, 1990, 20-22. Si se considera que 3,7s. y 3,9s. forman una figura de «inclusión», desaparece el principal motivo para repartir el texto entre J y E (E. Blum, ibid., 1990,22-27). Separar por razones literarias 4,lss. de 3,lss. y atribuirlo al «Yahvista» sólo porque se trata de «una expresión más bien reciente» (W. H. Schmidt, Exodus, 1983, 196s.) constituye una pura arbitrariedad. 6. La prueba de que Ex 5,1-21, prescindiendo de los vv. ls.20s., es una composición introductoria a todo el ciclo de las plagas se deduce no sólo de la conexión inicial que se establece en el v. 1: «Deja salir a mi pueblo, para que me rinda culto en el desierto» (véanse expresiones semejantes en 7,16.26; 8,16; 9,1.13; cf. 8,4; 10,7s.ll; 12,31), sino también de la «pregunta temática» del Faraón: «¿Quién es Yahvé, para que yo tenga que obedecerle?» (v. 2), que se responderá a lo largo del ciclo narrativo mediante una creciente automanifestación del poder soberano de Yahvé. Es más, en Ex 7,14-16 se hace referencia explícita al capítulo 5 (véanse M. Noth, ÜP 1948, 76; W. H. Schmidt, Exodus, 1983, 255; E. Blum, Studien, 1990, 13). Por su parte, el bloque de Ex 5,3-19 tuvo que ser, originariamente, una composición autónoma. Lo prueba, además de la temática social, el hecho de que el motivo de una fiesta litúrgica ordenada por Dios, que habría de celebrarse «después de tres días de caminar por el desierto», sólo aparece en su contexto original en Ex 5,3 (véase la serie de alusiones indirectas a lo largo del ciclo de las plagas: 7,16; 9,1; 8,21.23). La expresa vinculación de ese motivo con el resto de la narración fue obra de los redactores de KD, concretamente, en Ex 3,18.

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7,14 - 12,39* (excepto Kp y KD); 13,17-19.21-22; 14*; 15,la 1980; D. N. Freedman y P. O'Connor, JHWH, 1982; M. Rose, Jahwe, 1978.

39. Véase, por ejemplo, M. Rose, Jahwe, 1978, 22-30. 40. Véanse los respectivos testimonios en M. Weippert, Jahwe, 1980, 247s. y D. N. Freedman y P. O'Connor, JHWH, 1982, 536s. 4 1 . Por ejemplo, (d)Iksudum (= «Él agarró con firmeza») y Yagut (= «Él ayuda, o protege»). Véase M. Weippert, Jahwe,\9S0, 2 5 1 ; E. A. Knauf, Jahwe, 1984, 468s.; H.-P. Müller, Jahwename, 1982, 320s. Este último interpreta en ese mismo sentido algunos nombres procedentes de Ebla, en los que el elemento i-a (derivado de HW1 {= «Él será, se mostrará»]) aparece como sujeto (1982, 317ss.); y afirma lo siguiente: «Lo que se basa en una antigua tradición oriental no es el nombre de Yahvé, sino su interpretación dinámica, en el sentido de un Dios eterno, que llena tanto el presente como el futuro» (ibid., 322). 42. Recientemente, E. A. Knauf (Jahwe, 1984, 469) se ha declarado en favor de esa derivación, ya que, a su parecer, es la que mejor se adapta a un dios del tipo Hadad. 43. Así piensa, entre otros, L. Kóhler. Véase una discusión del tema en W. H. Schmidt, Exodus, 1983, 175. Otras construcciones que guardan una cierta semejanza con esta expresión (Éx 4,13; 1 Sm 22,23; 2 Sm 15,20; 2 Re 8,1) tienen un sentido deliberadamente indeterminado. 44. Véase W. H. Schmidt, Exodus, 1983, 177-179, etc.

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parten o de una raíz causativa («Yahvé es el que llama a la vida, el que crea»4j), o de una raíz de fundamento («Yahvé es el que es, el que está presente con todo su poder, para ayudar a su pueblo»46). Decidirse con seguridad por una de las dos interpretaciones es, por el momento, imposible. En apoyo de la última, se puede acudir a los nombre personales amorreos del tipo Yawy-GN (= «GN se muestra [benévolo, dispuesto, etc.]»), que en Mari —y según las últimas investigaciones, probablemente en Ebla47— cuentan con abundantes testimonios (véase, además, la forma acádica Ibassi-GN). En dichos textos aparece una forma verbal que corresponde al nombre de Yahvé, como predicado de alabanza a Dios. Es perfectamente posible que en el nombre de «Yahvé» haya tomado forma, de modo independiente, ese mismo predicado de alabanza. En el fondo, contra todos esos intentos de explicación se puede objetar que la etimología no es el camino más adecuado para expresar el significado de un Dios, salvo en muy raras ocasiones. Por lo genera], los nombres de los dioses son muchísimo más antiguos que las religiones ya consolidadas y, bajo la corteza de un mismo nombre, la concepción de Dios puede sufrir profundas transformaciones. En sí, es relativamente poco probable que Israel fuera ya consciente del significado del nombre de Yahvé. La alusión especulativa de Ex 3,14 no es, prácticamente, más que un caso aislado48. Frente a esa constatación, la pregunta por el origen de Yahvé es de mayor alcance. Hay que reconocer que el ambiente contemporáneo no ofrece testimonios seguros sobre el tema49. Pero ya según la propia tradición veterotestamentaria, Moisés vivió su encuentro decisivo con ese Dios en las montañas desérticas al sur de Palestina, 45. Véase D. N. Freedman y P. O'ConnorJHWH, 1982, 545-548, que siguen a F. M. Cross. Pero en contra de esa interpretación se puede aducir la escasa relevancia que tuvo el hecho de la creación en los comienzos de la religión de Israel. 46. Véase, por ejemplo, W. von Soden, Jahwe, 1966, 162, entre otros muchos intérpretes. 47. Véase H.-P. MüHet, Jahwename, 1982, 308ss. 48. Así piensa, con razón, M. Rose (Jahwe, 1978, 34), que avanza esa idea en contra de una derivación de HWH. Una interpretación semejante podría encontrarse, a lo sumo, en Os 1,9, si no se trata aquí de una corrupción textual. En cuanto al nombre nabateo 'bd'hyw, lo más probable es que no tenga ninguna relación con la raíz HYI, en primera persona del singular, aunque puede hacer referencia a un dios YHW o a una montaña con ese mismo nombre situada en Arabia Noroccidental. Véase E. A. Knauf, Parallele, 1984,25. 49. Contra M. Rose, Jahwe, 1978, 32. La afirmación de G. Pettinato, de que el nombre de Yahvé se puede encontrar entre los nombres propios de Ebla, causó una gran sensación. Pero, hoy día, esa sugerencia se puede dar por rechazada. Lo más probable es que el componente -ya, o (DINGIR)Yá-, que se escribe en los textos con el signo NI, sea una abreviatura de NI.NI = i-lí («mi dios») y se refiera al dios protector personal (véase H.-P. Müller,Jahwename, 1982,305-307). La forma Yw, que aparece en Ugarit juntoaYam, dios del mar (KTU 1.1 IV, 14), no debe de tener mucho que ver con Yahvé, según las leyes fonéticas (cf. D. N. Freedman y P. O'Connor, JHWH, 1982, 542s.; M. Weippert, Jahwe, 1980, 250; por su parte, H.-P. Müller, o. c, 325s., cuenta con la posibilidad de que en el norte de Siria existiera un dios Yw).

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es decir, no sólo lejos del país de Egipto, sino también lejos de lo que posteriormente había de ser la tierra de Israel (Ex 3,1-6). A eso habrá que añadir que una serie de antiguos textos poéticos atribuyen a Yahvé una vinculación local con esa región, que recibe diversos nombres, como Sinaí, Se'ir, Campos de Edom, Teman, o Monte Farán (Jue 5,4s.; Sal 68,8s.; Dt 33,2; Hab 3,3)50. Incluso se designa a Yahvé, con un epíteto muy antiguo, como «el que viene del Sinaí» (jue 5,5; Sal 68,9). E igualmente, otra tradición, según la cual Elias habría emprendido un viaje para encontrarse con Yahvé en el monte Horeb (1 Re 19), que se supone que está a cuarenta días de camino al sur de Berseba, encierra una indicación clara de que el Dios Yahvé estaba relacionado con un monte de las regiones desérticas al sur de Palestina, aunque en el Antiguo Testamento no se dan más que unos cuantos detalles imprecisos sobre su localización concreta. Por consiguiente, el dios que Moisés revela al grupo del éxodo viene de una región que no pertenece al territorio del futuro Israel. Por eso, difícilmente se podrá explicar su vinculación geográfica por el culto que los israelitas tributaban a Yahvé. Todo parece indicar, por el contrario, que la localización y el culto a Yahvé ya estaban afincados en una región montañosa al sur de Palestina, antes de que la divinidad se convirtiera en Dios de Israel. Por otra parte, las catalogaciones egipcias de la época de Amenhotep III (primera mitad del siglo xiv) y de Ramsés II (siglo xm) recogen la mención de Y-k-w' en tierras de S'sw, es decir, en esa misma región al sur de Palestina, como designación geográfica y/o étnica51. No se puede excluir absolutamente que esa mención esté relacionada con el culto a una divinidad local de idéntico nombre. En ese mismo sentido van también las indicaciones que da el Antiguo Testamento sobre la estrecha vinculación de Moisés con los madianitas (Ex 2,15ss.; 3,1; 18), cuyo territorio estaba situado al este del golfo de Áqaba y, por consiguiente, en el área de la mencio50. Véase también la denominación «Yahwé-Temán» y el fragmento de un himno («Cuando [...] dios se manifiesta, se derriten los montes...») que aparece en las inscripciones de Kuntillet 'Ayrud. Cf. M. Weinfeld, Inscriptions, 1984, 125s. 51. Referencia a Soleb y Amara Occidental, regiones de Nubia. Véase S. Herrmann, Gottesname, 282ss.; Geschichte, 1973,106s.; M. Gorg, Jahwe; H. Donner, Geschichte, 1984,101. La interpretación gramatical de una construcción comoí's"u>y/w'(«la tierra de [los] Schasu-Yahvé») no es plenamente segura. M. Gorg piensa en la figura gramatical de «aposición aparente» y traduce: «Yahú [...] en la tierra de [los] Schasu» (10s.). El término «Schasu» se refiere, probablemente, a la población nómada que se encontraba al sur de la línea entre Raphia y el extremo sur del Mar Muerto (véase W. Helck, Bedrohung, 1968, 479s.). En la lista procedente de Amara Occidental aparece también «la tierra de los Schasu de Seír». Todo apunta claramente a una región al sur de Palestina. R. Giveon aduce dos nuevos testimonios procedentes de Medínet Habú (de la época de Ramsés III, siglo xn). Véase D. N. Freedman y R. O'Connor, JHWH, 1982, 542; M. Gorg, o. c, 13s.

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nada región. A raíz de su huida de Egipto, Moisés se habría casado con una mujer madianita, cuyo padre era un sacerdote local (Ex 2,16; 3,1; 18,1). Hay que reconocer que la tradición no es consistente. El suegro de Moisés recibe unas veces el nombre de Reguel (Ex 2,18) 52 , otras el de Jetró (Ex 3,1; 18,lss.), otras se le llama Jeter (Ex 4,18), y otras Jobab, el quenita (Jue 1,16; 4,11; en paralelismo con Nm 10,29), una designación que podría hacer referencia a un subgrupo de los madianitas 53 . Sin embargo, ante el hecho de que más tarde se hablará expresamente de una relación hostil con los madianitas, puede ser que esa indicación sobre la vida de Moisés no sea inventada, sino que refleje una realidad histórica14. Es verdad que en ninguna parte se dice expresamente que Jetró fuera sacerdote de Yahvé; sin embargo, el hecho de que en Ex 18,12 sea él el que invite a los israelitas a ofrecer un sacrificio a Yahvé en la montaña sagrada da pie para suponer que los madianitas, o los quenitas, ya adoraban a Yahvé, antes de que el grupo del éxodo se encontrara con ellos". Otro indicio que corrobora esa misma suposición es que más adelante se presenta a los quenitas como fervientes adoradores de Yahvé (cf. Jue 4,17ss.), con los que Israel tenía una deuda de gratitud (1 Sm 15,6s.), por lo que les procuró un asentamiento junto a la tribu de Judá (Jue 1,16). Pero, por otro lado, la tradición separa geográficamente la montaña sagrada, en la que se da culto a Yahvé, de la región de Madián (Éx 3,1; 18,lss.27); de modo que no se puede afirmar con seguridad que Yahvé fuera originariamente un 52. El nombre de Reguel se encuentra también entre los antepasados de los edomitas (Gn 36,10.13), lo que parece apuntar a un asentamiento semejante, en torno al golfo de Arabía; cf. T. N. D. Mettinger, Essence, 1990, 408. M. Weinfeld, League, 1987, 305 llama la atención sobre el hecho de que también en la lista XXVII procedente de Medinet Habú aparece el término rw'l/r (línea 111) al lado de la designación jhw'. Cf. M. Gbrgjahwe, 14. 53. La referencia de Nm 12,1 a la «mujer cusita» de Moisés no tiene por qué afectar a la credibilidad de que Moisés estaba relacionado con los madianitas o quenitas por línea de parentesco (véase M. Noth'ÜP, 1948,185s.), si se piensa no en los etíopes —como hacen los LXX—, sino en la tribu de «Cusan», que Hab 3,7 se menciona en paralelo con «Madián». 54. Véase W. H. Schmidt, Jahwe, 1990, 50s.; Exodus, 1983, llOss.; A. H. J. Gunneweg, Mose, 1964, 2ss.; G. W. Coats, Aloses, 1973, 4ss. El hecho de que K1' haya suprimido esa tradición y trasladado a Egipto la vocación de Moisés (cf. Éx 6,1 ss.) es un dato a favor de la autenticidad originaria de la tradición relacionada con Madián. 55. Véase A. H. J. Gunneweg,Mose, 1964,4-8. Sobre la «hipótesis quenita», véase W. H. Schmidt, Exodus, 1983,110-118s. Esta hipótesis, que estuvo en vigor desde los tiempos de B. Stade, ha cobrado una nueva valoración positiva en la época reciente; véase A. H. J. Gunneweg,o. c ; M. Weinfeld,Leag«e, 1987,309s.;T. N. D. Mettinger,£s5ence, 1990,408s. A este propósito, no se puede negar que en la redacción actual —ciertamente, postexílica de los materiales de Éx 18 no se trata del origen madianita del culto a Jahvé, sino de la conversión del extranjero Jetró, suegro de Moisés, a la adoración de Yahvé, Dios de Israel y el más grande de todos los dioses (Éx 18,10). Así lo sostiene igualmente, y con razón, E. Blum, Studien, 1990,160. Con todo, esta reelaboración es un testimonio indireao de lo difícil que les resultó a las generaciones posteriores integrar en su propia concepción un material tan escandaloso como el emparentamiento de Moisés con un sacerdote madianita.

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dios de los madianitas. Con todo, la tradición da pie para suponer con cierto realismo que, además de otros pueblos, también los nómadas madianitas, o quenitas, daban culto a un dios Yahvé, oriundo de las escarpadas montañas al sur de Palestina. Es absolutamente probable que Moisés entrara en conocimiento de ese dios por mediación de su suegro, el sacerdote madianita, antes de recibir el oráculo que le enviaba a Egipto como liberador del grupo del éxodo. Por consiguiente, el Dios Yahvé es más antiguo que Israel. Antes de convertirse, para Moisés y su grupo, en el Dios de la liberación, era un dios de las montañas al sur de Palestina. Lo importante es que Yahvé era un dios extranjero, que venía de fuera, un dios que no pertenecía a las estructuras del panteón egipcio y que, por tanto, era capaz de romper el sistema religioso establecido. Como dios montaraz de una región desértica y desolada que carecía de estructura política, y venerado únicamente por tribus nómadas que se movían en plena libertad, Yahvé era lo más opuesto a un símbolo del poder organizado y, en cuanto tal, capaz de convertirse fácilmente para Moisés y su grupo en símbolo de liberación. No es mera casualidad que en Ex 1 - 1 2 se designe a Yahvé como «Dios de los hebreos» (Ex 3,18; 5,3; 7,16; 9,1.13; 10,3), es decir, como un dios que en pleno estallido de una conflictividad social se pone de parte de los oprimidos. No sabemos cuáles eran las características de Yahvé, antes de convertirse en Dios del grupo liderado por Moisés. A juzgar por las elementos con que en las descripciones teofánicas (cf. Jue 5,4s.; Sal 68,8s.; Dt 33,2; Hab 3,3) se presenta a Yahvé como un dios que irrumpe violentamente desde las montañas del sur, rodeado de toda clase de fenómenos cósmicos, habrá que deducir que Yahvé es, fundamentalmente, un dios del tipo Hadad, es decir, un dios del huracán y de la tormenta S6 . Por otra parte, la cantidad de rasgos característicos que, en este aspecto, Yahvé comparte con el dios ugarítico Baal (por ejemplo, «el que cabalga sobre las nubes»: cf. Sal 68,5; Is 19,1; etc.) pueden proceder, obviamente, de una misma tipología de época pre-israelita. Lo peculiar de la historia israelita de Yahvé es que las características dinámicas de ese primitivo dios de la tormenta se han enmarcado en un espacio histórico-político. El dios del Sinaí, que convulsiona las fuerzas de la naturaleza, viene en ayuda de las tribus de Israel, en lucha por su liberación (cf. Jue 5). El dios 56. Véase M. Weippert, Jahwe, 1980, 252; E. A. Knauf, Jahwe, 1984, 469; T. N. D. Mettinger, Essence, 1990, 410. Este último se opone, con razón, a la tesis de F. M. Cross, Myth, 1973, 65-75, de C. de Moor, God, 1983, 59-64, y de otros sobre que Yahvé era originariamente una divinidad de tipo «El» (o. c, 395; 409), aunque admite que Yahvé había adquirido rasgos del dios «El» ya antes de que el grupo del éxodo se estableciera en la tierra. Sobre un primer sincretismo pre-monárquico entre El y Yahvé, véase pp. 146ss.

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que se aparece a Moisés en las escarpadas montañas al sur de Palestina moviliza a todo un batallón de esclavos de la gleba, para que emprendan la aventura de su liberación. 2.2.4. Teofanía y existencia en el desierto Junto a los acontecimientos del éxodo, la tradición menciona una segunda vivencia clave que funda la religión de Israel: el encuentro con Dios en el Sinaí. La implicación recíproca de ambas tradiciones será objeto de viva controversia en el curso de la investigación. Por lo pronto, habrá que señalar que la imponente composición tradicional de los sucesos del Sinaí (Ex 19 - Nm 10) se presenta como un cuerpo extraño dentro del hilo de tradición que, a lo largo del Pentateuco, comprende desde el fenómeno del éxodo hasta la toma de posesión de la tierra. Por otra parte, llama la atención el hecho de que en los resúmenes de la historia primitiva de Israel se pasen generalmente por alto los sucesos del Sinaí (cf. Dt 26,5-10; Jos 24; Jue 11,16-26; etc.), y que sólo se mencionen, ya en la época postexílica, en la solemne oración de Neh 957. Ese estado de cosas ha llevado a poner en duda la historicidad de la tradición sinaítica que, o bien se ha intentado considerar como la historificación de una leyenda cúltica^8, o se ha pretendido atribuir a otro grupo del primitivo Israel, distinto del grupo del éxodo 59 . Sin embargo, la introducción de tales distinciones parece crear más problemas que los que realmente pretende resolver. ¿Por qué una leyenda cúltica se iba a proyectar en una región en la que más tarde —como se puede demostrar— ya no se va a dar culto a Yahvé? Y una vez admitida la existencia de diferentes grupos, ¿cómo se explica el hecho de que se haya llegado a vincular recíprocamente los acontecimientos del éxodo y los del Sinaí, por medio de Yahvé y de Moisés?60. A eso hay que añadir que el texto contiene numerosos

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indicios de que, en un tiempo, ambas tradiciones estaban más estrechamente relacionadas de lo que aparentan ahora. La montaña sagrada en la que Moisés recibe la promesa liberadora de Yahvé (Ex 3,lss.) es, según .Ex 3,12, la misma montaña en la que el grupo liberado de Egipto deberá rendir culto al propio Dios Yahvé. Por otra parte, también en las negociaciones con el Faraón emerge, como si si se tratara de un estereotipo, la idea de dar culto al «Dios de los hebreos» fuera del territorio egipcio (Ex 3,18; 5,3; cf. 4,23; 7,16.26; 8,16; 9,1.13). Si es verdad que en la redacción actual de los textos del Sinaí se han recuperado sólo parcialmente esos motivos61, y si de los datos de Ex 19ss. se puede sacar la impresión de que Moisés y su grupo llegan a un lugar hasta entonces totalmente desconocido para ellos, eso se debe a que la tradición posterior se esforzó, en la medida de lo posible, por disimular toda vinculación de la montaña sagrada con los madianitas y, de paso, con un correspondiente culto a Yahvé en época pre-israelita62. El aislamiento contextual que rodea a los acontecimientos del Sinaí se debe, al menos en parte, a una posterior corrección dogmática. A este propósito, se puede plantear la pregunta sobre si los vagos indicios que ofrece el Antiguo Testamento sobre la localización de la montaña sagrada no se podrían explicar, en gran parte, por el deseo de dejar en la penumbra de una especie de «tierra de nadie, desde el punto de vista histérico-religioso», ese lugar tan significativo para la instauración de las relaciones entre Yahvé e Israel. Una antigua tradición hímnica sitúa el origen de Yahvé en la comarca de Edom (los campos de Edom, Se'ir: Jue 5,4; Dt 33,2), al este y, quizá —dada la mención de Farán (Hab 3,3; Dt 33,2)— también al oeste de la 'Araba, o sea, en las inmediaciones de los asentamientos madianitas (cf. Hab 3,7), al este del golfo de Áqaba (1 Re 11,18). Lo que no admite ninguna duda es que «Sinaí», tanto en las descripciones teofánicas como en la antigua designación de Yahvé como «el del Sinaí» (Jue 5,5; Sal 68,9), no se refiere a una montaña determinada, sino a toda una región.

57. Ésa es la opinión de G. von Rad en su influyente artículo «Das formgeschichtliche Problem des Hexateuch», 1936, 15, 20-27, a la que se sumó más tarde M. Noth, ÜP, 1948, 63ss. con la separación de dos «temas»: «liberación de la esclavitud de Egipto» y «revelación en el Sinaí». 58. Así piensa G. von Rad (o. c, 28-33), sobre las huellas de S. Mowinckel. 59. Es la opinión de M. Noth, ÜP, 1948, 65s., que se inclina por una tradición particular de las tribus del sur. 60. En la investigación reciente se han multiplicado los esfuerzos por superar esa «separación» entre el Éxodo y el Sinaí establecida por el análisis histórico-crítico de las tradiciones. Véase un resumen del estado de la investigación en W. H. Schmidt, Exodus, 1983, 74ss.; H. Schmid, Mose, 1986, 6-16; 40-42. A medida que se ha ido acreditando la separación establecida por G. von Rad, desde unos postulados de análisis histórico-crítico de las tradiciones, entre la historia de los patriarcas y los orígenes primordiales que, según la investigación reciente de la historia de las tradiciones (R. Rendtorff, E. Blum, y otros), se unieron

a la historia fundacional de Israel a principios de la época postexílica por obra de K", o de Kp, se ha mostrado cada vez más engañosa esa misma separación aplicada al conjunto de Éxodo, Sinaí, desierto y conquista de la tierra. Este último complejo siempre formó una unidad en la mente de Israel y, más tarde, desde la época deuteronómica, se materializó en una unidad incluso literaria. Véase, para más detalles, p. 428. 61. Es probable que Éx3,12 (KD) sea una especie de anticipación de Éx 24,9-11, como dice E. Blum, Studien, 1990, 53. Con todo, la relación terminológica —sobre todo, porque en Éx 24,9-11 la composición KD recoge una tradición más antigua— no es tan evidente como para afirmar eso sin ningún género de duda. De hecho, algunos autores —por ejemplo Th. Booij, Mountain, 1984, 8— cuestionan seriamente esa relación. 62. Cf. Éx 18,27 y Nm 10,30, donde el apunte de separación entre los personajes hace desaparecer de la escena a los madianitas. Sobre ese punto, véase M. Weinfeld, League, 1987, 306s. Sobre la posible corrección de carácter «dogmático», véase A. H. J. Gunneweg, Mose, 1964, 5; Th. Booij, Mountain, 1984, 6-13; L. Perlitt, Sinai, 1977,313.

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Aparte de esos datos, existía la tradición sobre un «monte de Dios» (har ha'elohim: Ex 3,1; 4,27; 18,5; 24,13; cf. haryhwh [= «monte de Yahvé», «monte del Señor»]:Nm 10,33) que, según Ex 3,1 («por el desierto, más allá del desierto») y Ex 18,5 (Jetró se encuentra con Moisés frente al monte de Dios), estaría un tanto alejado de los asentamientos madianitas, pero que, no obstante, debía de ser uno de los santuarios en los que las tribus madianitas rendían culto a Yahvé (Ex 18,12). Por otra parte, ya que el pasaje de la saga sobre el descubrimiento del culto, del que se hace protagonista a Moisés (Ex 3,1-6), tiene que desembocar, debido a la paronomasia hebrea: sené-sináy («zarza ardiente-Sinaí»), en la designación del monte de Dios con el nombre de «Sinaí» (cf. har sináy: Ex 19,18; 34,2, etc.), la tradición de la montaña sagrada no puede separarse de la tradición sobre una teofanía63, a pesar de que en Éx 19ss. se hagan los mayores esfuerzos por evitar cualquier referencia a localidades edomitas o madianitas. Es más, habrá que suponer que la denominación «Sinaí» no sólo se refiere a una región, sino que también puede designar uno o varios santuarios de montaña situados en la comarca64. El hecho de que algunos textos localicen el Sinaí en las proximidades del oasis de Cades Barne {'En qdés y 'En quderat), en la región norte de la península del Sinaí (Ex 17,6; Dt 33,2; etc.), donde Israel se habría detenido una buena temporada (Ex 17; Nm 13,26; 20; Dt 1,19.46; Jos 14,7), se puede interpretar como un intento de mantener el Sinaí separado de la región edomita. Probablemente, esa misma idea preside el peculiar cómputo de distancia que ofrece Dt 1,2: «Once jornadas hay desde el Horeb hasta Cades Barne, pasando por las montañas de Se'ir». Así es como, una vez más, la tradición deuteronómica pretende alejar la localización del monte de Dios de su antiguo origen edomita, situándolo en la región desértica del sur de la península del Sinaí. No deja de ser probable la concepción de L. Perlitt, según la cual hay que entender la denominación «Horeb», que la literatura deuteronomística emplea para designar el Sinaí, como una clave cifrada —en el sentido de «yermo»—, para evitar cualquier asociación con los edomitas —tan odiados, sobre todo a partir del año 587— que habían trasladado sus asentamientos al desierto del Néguev, al sur de Judea 6 \ Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en el sur del Néguev y en diversos puntos de la península del Sinaí han sacado a la luz numerosos restos de asentamientos del período calcolítico (siglos vi-rv)66, y algunos pertenecientes a la primitiva Edad del Bronce (siglo ni)67, que se pueden interpretar como santuarios de montaña; pero no han sido capaces de encontrar ningún tipo de asentamiento perteneciente al último período de la Edad del Bronce —que es de lo que aquí se trata—, a excepción del santuario egipcio de Timna. Del mismo modo, las excavaciones de Cades no han ofrecido más que una sorprendente laguna de asentamientos humanos en-

63. Así lo intenta Th. Booi], Mountain, 1984, 9-18. 64. M. Weinfeld, League, 1987, 306, cree que había varios. 65. Sinai, 1977, 310-318. •: 66. Véase U. Avner, Culi Sites, 1984. 67. Sobre los impresionantes ejemplares encontrados en Har Karkom, véase E. Anati, Har Karkom, 1984, 89ss.

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tre finales del tercer milenio y el siglo x68. Por consiguiente, en el estado actual de la investigación, todo parece favorecer la hipótesis que sitúa el monte Sinaí del que se habla en el Antiguo Testamento no en la actual península del Sinaí6'', sino al este de la 'Araba, es decir, del golfo de Áqaba70. Si se tiene en cuenta esa inclinación a difuminar conscientemente los datos histórico-religiosos, se abre paso la idea de que detrás de las tradiciones del Sinaí hay t o d a una serie de experiencias auténticamente históricas vividas p o r el g r u p o del é x o d o . C o r o n a d a felizmente su huida de Egipto, el g r u p o , bajo la guía de Moisés, se pone en busca de la m o n t a ñ a sagrada de Yahvé, que tan maravillosamente se ha mostrado c o m o el Dios de su liberación. C o m o de manera automática, Moisés regresa al lugar en el que había recibido el decisivo oráculo de Yahvé (Ex 3,lss.). E igual que antes Moisés había entrado en conocimiento del Dios Yahvé por mediación de su suegro, un sacerdote de M a d i á n , también a h o r a vuelven a ser los madianitas los que introducen al g r u p o del é x o d o en el culto al Dios Yahvé sobre la m o n t a ñ a sagrada (Ex 18,12). C o n toda probabilidad, el «Sinaí» era una santuario de m o n t a ñ a situado en la zona fronteriza entre E d o m y Madián, que las tribus nómadas de la región, especialmente los madianitas, visitaban para ofrecer allí sus cultos, y que ahora sirve de lugar sagrado también para la advenediza comunidad del é x o d o . Desde la perspectiva de la tradición posterior, los acontecimientos fundamentales del Sinaí fueron los siguientes: teofanía, institución del culto, proclamación de los m a n d a m i e n t o s y conclusión de la alianza. Hay que reconocer que, entre t o d o s los textos recopilados por diversos grupos de teólogos en el curso de un largo proceso de tradición, n o hay ni u n o que se p u e d a asociar directamente, y con cierto grado de verosimilitud, con las experiencias vividas por el grupo del éxodo. Sin embargo, parece que en esos textos se formu-

68. Véase la evaluación que hace F. M. Cross,Reuben, 1988, 59s., y las expresiones de frustración del arqueólogo R. Cohén, Biblical Archaeology, 78-80, etc., que, basado en esos datos negativos, deduce una tesis tan fantástica como que los sucesos del éxodo y del Sinaí debieron de tener lugar unos mil años antes (en el Período Medio I de la Edad del Bronce). 69. La identificación del monte Sinaí con el macizo montañoso del sur de la península del mismo nombre (Yébel Musa, etc.) no es anterior al período bizantino. Véase H. Donner, Geschichte, 1984, 98s. 70. Ésa es la opinión de F. M. Cross, 1973, que se acerca a una antigua tesis defendida por M. Noth, Wallfahrtsweg, 1971. Este último interpretó las referencias locales de Nm 33 y los elementos volcánicos de la descripción teofánica en Ex 19,18 como evidencia de que el Sinaí tuvo que ser una de las cumbres volcánicas que se yerguen en la región nordoccidental de Arabia. Pero el argumento relacionado con los volcanes carece de fuerza probatoria, ya que los elementos más comunes de todas las descripciones teofánicas pertenecen a un inventario convencional. Por tanto, también son imaginables otras localizaciones de esa región.

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lan ya con una expresión básicamente adecuada algunos elementos esenciales de la naciente religión yahvista. No es éste el lugar más oportuno para discutir en detalle el complicado proceso de sedimentación literaria de la narración del Sinaí. En línea con las indicaciones de E. Blum, Studien, 1990, 45-99, nuestras reflexiones parten de los siguientes estratos de tradición: 1. Adiciones post-sacerdotales: Éx 19,llb(?).20-25; 24,lb.2(?). 2. Elaboración de tipo mal'ak: Éx 23,20-33; (32,34ap); 33,2.3b*.4; 34,11-17. 3. Composición sacerdotal (Kp): Éx 19,1.2*; 24,15b-18a; 25 - 31; 34,29ss.*; 35ss. 4. Composición pre-sacerdotal (KD): Éx 19,3b-8.9; 20,22s.*; 24,(1).38*.(9-ll).12-15a.l8b; 32,7-14; 33,1.3a.5 - 34,10.28.29ss.*. 5. Textos exilíeos: Redacción exílica del Decálogo: Éx 20,1-17 (intercalada por KD); Éx 24,1*.9-1171 y Éx 32,1-6.15-34*.(35) ... (seguido de Éx 33s. en la nueva redacción de KD)72. 6. Composición predeuteronómica: Éx 19,2b*.3a.l0.lia.13b-17a.1819; 20,18-21, que desemboca en el Código de la alianza: Éx 20,22s.* 23,19; 24,3-8*73. La descripción de la teofanía se ha refundido deliberadamente en Éx 19,12-13a.l7b —y también en Éx 24,lb.2(?)-— con la noticia de que el pueblo no debe traspasar los límites y subir al Sinaí. Por el contrario, la cesura que se introduce en la descripción de la teofanía (Éx 19,16s. [fuente E]; Éx 19,18s. [fuente J]) no tiene ningún sentido, si se piensa en los rasgos tópicos de tales descripciones y se prescinde de la necesidad compulsiva de reconstruir los hilos que tejen las diversas fuentes.

71. Sobre la datación de este pasaje véase E. Ruprecht, Exodus, 1980, 24; 139-151. Tradicionalmente, el texto se ha considerado como uno de los elementos más antiguos de la perícopa del Sinaí. 72. Los intentos de dividir Éx 32 en diversos estratos, a excepción de los vv. 7-14 y de algunos pequeños retoques sacerdotales, no han dado hasta ahora un resultado que pueda suscitar —ni siquiera mínimamente— un consenso entre los investigadores. Bastaría ver las propuestas recientes de Chr. Dohmen, Bilderverbot, 21986, 66ss. (con discusión de bibliografía antigua) y de E. Aurelius, Fürbitter, 1988, 60ss. De modo que aún queda en el aire la cuestión sobre si se pueden aislar con métodos literarios o lingüísticos las diversas tradiciones que, sin duda, se han reelaborado en ese capítulo. Por lo general, se piensa que el «estrato base» debe de ser del siglo vil (véase L. Perlitt, Bundestheologie, 1969, 208s.; Chr. Dohmen, Bilderverbot, -1986, 14ss.; E. Aurelius, Fürbitter, 1988, 76s.), por cuanto «el día de la visita [o de la cuenta]» anunciado en v. 34b se relaciona con la deportación del reino del Norte, el año 722. Pero en esa interpretación no se tiene en cuenta que el relato, en su forma actual, presenta el culto al novillo, introducido en Betel por Jeroboán, como el modelo primitivo de la apostasía de todo Israel, de modo que también se presupone la deportación del reino del Sur, que tuvo lugar el año 587. En favor de una composición durante la época del exilio se puede aducir, además de la coincidencia terminológica de los vv. 30s., bata' hata'ágedolá, con 2 Re 17,21, la oposición entre Aarón y los levitas (Ex 32,25-27), que cuadra perfectamente con las controversias sacerdotales durante el exilio (cf. Ez 44,1012). Véase pp. 556ss. 73. Ciertos textos como Dt 5; 6,lss. presuponen la tradición de Ex 20,18ss. (cf. E. Blum, Studien, 1990, 93s.). Y dado que el Código de la alianza es de finales del siglo vm (véase pp. 340ss.), la composición en la que está enmarcado tendrá que ser del siglo vn.

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El elemento más firmemente arraigado es la «teofanía». Exactamente, cinco narraciones teofánicas están asociadas al acontecimiento del Sinaí (Éx 19s*.; 24,1*.9-11; 24,15b-18a; 33; 34). Aunque totalmente distintas en su descripción del modo en que Dios se manifiesta, todas coinciden en subrayar el hecho de que, en el Sinaí, Israel se encontró frente a frente con la soberana majestad de Yahvé. Podemos tomar, por tanto, como punto de partida la constatación de que el grupo del éxodo, al llegar al monte de Dios —probablemente, en el contexto de una liturgia celebrada en el lugar (cf. Ex 18,12)—, experimentó la potencia sobrecogedora de Yahvé. Pero eso introduce un nuevo elemento en la relación con Dios. En su liberación de la esclavitud de Egipto, el grupo había experimentado el poder de Yahvé en las circunstancias de un proceso histórico. Pero ahora, en la montaña de Dios, se va a ver confrontado con la irrupción de la potencia divina en su realidad cotidiana. Precisamente, en ese monte de Dios, cuya gigantesca mole e inaccesible altura transmiten por sí solas una sensación de majestad y trascendencia, Yahvé sale al encuentro de ese grupo de fugitivos impresionado por las experiencias de su liberación y sensibilizado por las innumerables fatigas de una marcha por la inmensa soledad del desierto, y se le manifiesta personalmente, en un despliegue de potencia sobrecogedora. A la experiencia histórica de Dios se añade la vivencia de su cercanía en el culto. Sólo en esa vecindad única queda inequívocamente ratificada la experiencia de Dios en la historia que, a pesar de los signos y prodigios, permanecía aún sumida en la ambigüedad y sujeta a una permanente amenaza. Sólo en esa cercanía la relación con Dios fundada en una acción histórica se puede transformar en una sólida y verdadera unión con la divinidad. Por la experiencia de la teofanía, Yahvé, el Dios de la liberación histórica, se convierte en pleno símbolo sagrado de integración del grupo. El modo de conjugar la vivencia histórica y la experiencia cúltica de Dios constituye una de las peculiaridades específicas de la religión de Israel. En el fondo, todas las religiones conocen esos dos tipos de experiencia de lo divino. Pero, mientras que en las demás religiones del Medio Oriente domina el aspecto cúltico, y la percepción histórica pasa a un segundo plano ante la manifestación teofánica de la divinidad en el culto 74 , la religión de Israel, a pesar de la 74. Tiene razón B. Albrektson (History, 1967) cuando insiste en que también en las religiones del Próximo Oriente se consideraba a los dioses como conductores de la historia. Pero en ellas, la actuación divina en la historia no adquiere un significado tan constitutivo de la religión como en Israel. En particular, la relación oficial con Dios no depende, en esas religiones, de una probada continuidad de la actuación histórica de sus dioses. Para poner sólo un ejemplo, es verdad que el apogeo del antiguo imperio babilónico se relaciona con una

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indiscutible relevancia que en ella llegó a alcanzar la liturgia, mantuvo siempre un claro predominio de la experiencia histórica de Dios. Lo que realmente funda la relación de Israel con Dios no es la teofanía del Sinaí, sino el acontecimiento del éxodo. La función de la teofanía consiste únicamente en ratificar, corroborar y dar continuidad a una experiencia que ya antes había tenido su fundamento en la realidad histórica. Según una rama de la tradición, la teofanía pretende fundamentar el culto. Por desgracia, esa concepción —probablemente, la más antigua— no se ha conservado en los textos narrativos pre-sacerdotales más que de manera fragmentaria. El texto más antiguo que puede rastrear un análisis literario es el de Ex 24,1*.9-11, que presenta a Moisés y a los setenta ancianos de Israel celebrando en el monte santo un banquete litúrgico en la inmediata presencia de Dios. En su forma actual, el texto es de época exílica75. Más tardío, aunque tributario de una tradición muy antigua, es el relato de Ex 18,12, en el que —sin la mención expresa del elemento teofánico— se cuenta el banquete cúltico de Jetró con los representantes de Israel76. Donde se ve más claramente esa concepción de la teofanía es en la composición sacerdotal (Kp), de principios de la época postexílica. En una manifestación de «la gloria de Yahvé» (kebod Yhwh), Moisés recibe el mandato de construir un santuario que, según K1', no es más que una reproducción portátil del templo de Jerusalén (Ex 24,15b-18; 25,8ss.). Una vez construido el santuario (Éx35ss.), proclamadas las leyes sobre las ofrendas (Lv 1 - 7), e instituido el sacerdocio (Lv 8), se celebra el primer servicio litúrgico (Lv 9), que queda ratificado con una nueva manifestación de la gloria de Dios. Yahvé está presente en la celebración litúrgica; el encuentro originario con Yahvé, en todo el esplendor de su gloria, se perpetúa en su presencia en el culto77. Esa concepción presupone inequívocamente unos estadios posteriores de la historia del culto, que se proyectan en la época primitiva. Pero, por otra parte, la conexión entre la teofanía y el culto es un fenómeno tan común en la historia de las religiones, que habrá que pensar que la teofanía de Yahvé que vivió el grupo del éxodo en

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la montaña sagrada no constituyó realmente la fundamentación del culto yahvista en aquel lugar concreto, sino que fijó una permanente adoración de Yahvé en el grupo. Por lo que sabemos, sus rasgos peculiares son también menos específicos de lo que cabría esperar; más bien, son los típicos del primitivo culto comunitario. La acción cúltica se realiza en un lugar sagrado —en este caso, un santuario natural, una montaña— con escasas instalaciones para la celebración. De hecho, en todas las religiones se da una preferencia especial por los santuarios naturales (montañas, bosques, fuentes, etc.) frente a los construidos por el hombre. La celebración se vincula a un tiempo sagrado, que realza el acontecimiento cúltico al arrancarlo del flujo cotidiano de la existencia (Éx 24,16; cf. 19,10s.l5) e impone a los participantes una preparación adecuada mediante ritos especiales (cf. Ex 19,10.14s.: purificación de los vestidos, abstinencia sexual). Además, exige la representatividad cúltica de uno o más mediadores de lo sagrado, que son los únicos que pueden penetrar en el recinto sacro para realizar las ceremonias litúrgicas en favor de la comunidad. Desde los primeros tiempos, la acción cultual consistía principalmente en la Inmolación de víctimas sacrificiales (Ex 18,12; cf. 24,5.11), aunque más tarde algunos teólogos cuestionaron dichas prácticas (Am 5,25; Jr 7,22). Naturalmente, habrá que suponer que el primitivo culto yahvista en el desierto era relativamente simple78, pero sin duda poseía ya todos los principios de la posterior actividad cultual institucionalizada. Ahí es, precisamente, donde radica una de las diferencias esenciales entre el culto a Yahvé, en cuanto actividad comunitaria, y el ámbito más bien reducido del culto familiar. Lo que ya no es tan evidente es el papel que pudieron desempeñar en el desierto los utensilios del culto. Uno de los enseres que se mencionan con más frecuencia es la «Tienda del encuentro» ('óhel mo'ed:Éx 33,7-11; Nm ll,16s.24; 12,4ss.; Dt31,14s.; y en la composición Kp), que se puede remontar hasta la misma época del desierto. Lo que inmediatamente viene a la memoria es la Qubbe de los árabes preislámicos, una pequeña tienda de cuero rojo, en la que se transportaban las imágenes de los dioses de la tribu79. Según la

intervención del dios Marduk (véase, por ejemplo, el Prólogo del Código de Hammurabi, TUAT 1/1, 40-44, etc.), pero ese dato no constituye el momento decisivo fundacional de la historia de Babilonia, ni es un hecho al que se tenga que hacer obligada referencia teológica en tiempos de crisis o cuando se ve que se acerca la desintegración del imperio. Por el contrario, el culto —por ejemplo, el culto a Marduk en Babilonia— resistió indemne toda una serie de ocupaciones, como la de los Kasitas, la de los Neobabilonios y la de los Persas. 75. Véase el estrato n.° 5 de la tradición. 76. Cf. p. 102. 77. Véase una exposición detallada en pp. 641ss.

78. La apariencia externa de un santuario de ese tipo quizá se pueda deducir del conjunto de estructuras excavadas por E. Anati en Har Karkom y clasificadas con el n.° 52, aunque éstas son anteriores en más o menos un siglo. El complejo es un santuario al aire libre, cerca de la montaña sagrada, y la instalación propiamente cúltica consta de doce piedras en posición vertical (cf. Éx 24,4). Sin embargo, la identificación propuesta por el arqueólogo entre ese santuario y el que se menciona en la Biblia parece un tanto apresurada (Har Karkom, 1984, 53s.; 89s.). 79. Véase V. Fritz, Tetnpel, 1977, 111. En territorio de Timna se han encontrado huellas de una tienda sagrada de los madianitas, probablemente erigida sobre una vieja construcción egipcia; cf. V. Fritz, ibid., 109.

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tradición, la tienda n o constituía la realidad central del culto establecido, sino que desempeñaba ocasionalmente la función de oráculo. De t o d o s modos, se trataba de una especie de santuario portátil, en el que Moisés, indiscutible jefe del grupo, se encontraba regularmente con Yahvé 80 . Por el contrario, el «arca» ('aróri) no era, originariamente, u n m e r o utensilio cúltico, sino u n a especie de insignia que servía de guía y que garantizaba la presencia de Dios en la lucha con el enemigo (Nm 10,35s.; 14,44; cf. 1 S m 4 , 3 s s . ; 2 Sm 1 1 , 1 1 ; 15,24ss.) s l . N o llegó a convertirse en utensilio cúltico hasta que se g u a r d ó primero en el santuario de Silo y, más t a r d e , en el templo de Jerusalén, d o n de se colocó en el lugar más sagrado —llamado el «Santísimo»—, por considerarla parte del t r o n o de Dios (cf. 2 Sm 6; 1 Re 8,6ss.; Sal 9 9 , 5 ; 132,7), hasta que, más tarde, los teólogos d e u t e r o n ó m i c o s transformaron su función en la de un cofre para guardar el Decálogo c o m o d o c u m e n t o de la alianza (Dt 10,1-5), de d o n d e viene el n o m b r e de «Arca de la Alianza». T a m p o c o se puede asegurar con certeza que, en el primitivo culto yahvista, hubiera ya u n sacerdocio propiamente dicho. Lo más probable es pensar en los levitas, a u n q u e en u n texto deuteronomístico tardío (1 Sm 2,27) se retrotraen a los tiempos de Egipto los privilegios sacerdotales de la familia de Eli en Silo. El estado de la investigación sobre la historia pre-exílica de los levitas es tan difuso como hace años. Da la impresión que el problema que tanto preocupaba a los investigadores de otro tiempo, sobre cómo habría que interpretar la relación entre una —¿quién sabe si desaparecida?— tribu «secular» de Leví (Gn 34; 49,5-7; véanse las listas de las doce tribus) y otra de carácter más bien «religioso» (Dt 33,8-11; cf. Éx 32,25-29; Jue 17s.; 19s.)82, se puede considerar definitivamente resuelto por las investigaciones de A. H. J. Gunneweg y H. Schulz, en el sentido de que el levita, según la antigua «regla levítica» que se deduce de Éx 32,29 y Dt 33,9a, debe «vivir sin vinculación a una familia o a una tribu»83, es decir, «desvinculado de su parentela (e integrado en las filas levíticas)»84, para entrar en una especial vinculación con Yahvé (Dt 33,8.9b; Éx 32,29) 85 . Ahora bien, la

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función que desempeñaban los levitas y su significado en la sociedad del primitivo Israel son todavía hoy —como antaño— objeto de viva controversia. Por una parte, A. H. J. Gunneweg consideró a los levitas como un grupo de oposición social que, aunque originariamente no pertenecía a la clase de los sacerdotes, asumió tareas clave en la mancomunidad 86 . Por otro lado, G. Schmitt los describió como una «orden militar», comprometida incondicionalmente con Moisés87. En cambio, H. Schulz prefería ver en ellos un grupo selecto de dirigentes, organizados por tribus y con gran influjo social, que por su relevante posición con respecto a Yahvé copaban un amplio espectro de tareas, tanto de tipo cúltico-religioso (adivinación, servicio sacerdotal, ministerio de la bendición, etc.), como jurídico (arbitraje en contiendas criminales, derecho de asilo, enseñanza de los preceptos, etc.), o incluso político-militar (sanciones de guerra, arbitraje entre las tribus, etc.)88. Sin embargo, a pesar del material etnológico acumulado por H. Schulz para sostener sus combinaciones exegéticas —a veces, un tanto «infladas»89—, siempre queda en el aire la pregunta sobre si de ese modo no se habrá exagerado excesivamente el papel que desempeñaban los levitas. En realidad, los pocos textos que ofrece la tradición pre-deuteronómica referentes a los levitas parecen contradecir esa importancia y amplitud que se atribuye a su función. Además, veremos ulteriormente que, contra la opinión generalizada, el posterior movimiento deuteronómico-deuteronomístico, con toda su profunda influencia, no tiene nada que ver con los antiguos levitas™. La concepción deuteronómica, según la cual todos los sacerdotes eran levitas (Dt 18,1, etc.), es un arcaísmo puramente artificial. Una imagen bastante más creíble de lo que debieron de ser los levitas en la época pre-monárquica se traza en Jue 17 - 1891. Un levita de Belén de Judá, que residía allí como emigrante (ger), se pone en camino para buscarse la vida y encuentra ocupación, primero como sacerdote particular en casa de Mica, en la sierra de Efraín (17,7-12), y luego al servicio de los danitas en el santuario de la tribu en Dan (18,18ss.). Los levitas no tenían por qué ser sacerdotes, pero tenían una especial predisposición para ello (Jue 17,13; Dt 33,10b). Es altamente probable que el texto de Jue 17s. no se refiera exclusivamente a un caso concreto, sino que describa el modo habitual en que los levitas eran contratados como sacerdotes en los pequeños santuarios dispersos por todo el país. Una vez contratados, podían incluso fundar una dinastía sacerdotal en determinados santuarios, como el de Dan (Jue 18,30b) 92 . Sin embargo, en la época primitiva, en la que había

80. Para una discusión de este aspecto, véase R. Schmitt, Zelt, 1972, 180ss.; V. Fritz, Tempel, 1977, 100-109. 81. Sobre el origen del arca, véase R. Schmitt, Zelt, 1972, 140ss.; H. J. Zobel, 'aran, 1973, 395ss. La crítica de J. Maier {Ladeheiligtum, 1965, 9s.) es quizá demasiado radical. 82. Para una discusión del tema, véase D. Kellermann, lewí, 1984, 499ss. (con abundante bibliografía). 83. A. H. J. Gunneweg, Leviten, 1965, 37. 84. H. Schulz, Leviten, 1987, 17. 85. Con esa idea cuadra perfectamente la etimología más probable del término lewí «como abreviatura de un nombre propio que podría significar "seguidor, cliente, adorador

del dios X"», según D. Kellermann, lewí, 1965, 506, que coincide con M. Weippert. Una interpretación semejante es la que propone H. Schulz, Leviten, 1987, 83s. 86. Leviten, 1965, 67s. 87. Ursprung, 1982, 580ss. 88. Leviten, 1987, 20; 27; 42; 48s.; 50ss,; 82. •• • 89. lbid., 95ss. 90. Cf. pp. 414ss. 91. El relato base de estos capítulos es de época pre-monárquica, según H. M. Niemann, Daniten, 1985,61 ss. Personalmente, no puedo menos de aceptar su análisis crítico de las fuentes. 92. Dicha dinastía se gloriaba de remontarse a un antepasado de Jonatán y estuvo en funciones hasta la primera deportación del reino del Norte, el año 732. A. H. J. Gunneweg (Leviten, 1965, 21s.) es, sin duda, demasiado purista al afirmar que esa dinastía es irreconci-

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unas necesidades muy limitadas y en la que tanto los particulares como las comunidades rurales andaban escasos de recursos, habrá que contar, más bien, con un contrato temporal, de modo que los levitas se veían obligados a estar continuamente en busca de un nuevo empleo. Los levitas se ganaban el derecho a ejercer las funciones sacerdotales con su disponibilidad para desvincularse de sus legítimas relaciones de parentesco93, asumir un estado jurídicamente tan inseguro como el deger (cf. Jue 17,7; 19,lss.), y tener así plena libertad de movimientos. De ese modo, desarrollaban una especial lealtad a Yahvé (cf. Dt 33,8: hasid), confiando únicamente en su protección (cf. Dt 33,11; Jue 20). Por consiguiente, los levitas de los primeros tiempos pre-exílicos debieron de ser una especie de asociación religiosa itinerante, de estructura cuasi-tribal, que vivían dispersos por el país94. Algunos de ellos ejercían funciones sacerdotales, principalmente en pequeños santuarios («alturas, lugares altos»)95 de la región; mientras que los que carecían de empleo fijo tenían que ganarse la vida con servicios religiosos ocasionales, por ejemplo, como expertos en adivinación (manejo de amuletos [urim y tumim]: cf. Dt 33,8; Jue 17,5), o como consultores y maestros del derecho (Dt 33,10a). Se explica así perfectamente que, con el tiempo, perdieran su primitiva relevancia, sobre todo cuando, con la creciente institucionalización del culto, las familias sacerdotales más organizadas (como los descendientes de Eli, de Aarón, o de Sadoc) se apoderaron del poder96. Pero la pregunta sigue siendo: ¿a qué época se remonta esa forma de sacerdocio tan poco institucionalizada? La bendición de Moisés para Leví (Dt 33,8-11) lo relaciona (v. 8b) con el suceso de MasáMeribá (Cades), un episodio que resulta totalmente enigmático, al no tener ningún apoyo ulterior en la tradición (cf. Ex 17,7). En la escena de Ex 32,25-29, es Moisés mismo el que, todavía en la montaña sagrada, otorga a los levitas el privilegio del sacerdocio por su decidida intervención marcial al lado de Yahvé. Y según Jue 18,30b, los levitas de Dan se relacionan por vía genealógica con Guersón, hijo de Moisés97 (cf. Ex 2,22; 18,3). Por otra parte, al propio Moiliable con el «ideal levítico», lo que le lleva a cuestionar la veracidad del dato. Es claro que el texto de Jue 18,30b pertenece a un estrato tardío (después del año 732), pero su contenido es incomprensible. De esa misma opinión es H. M. Niemann, Daniten, 1985, 110-123. 93. Véase la «regla levítica» en Ex 32,29; Dt 33,9. Igualmente, el levita del que se habla en Jue 17,7 parece que era originario de Judea, si el texto masorético no está adulterado. Véase A. H. J. Gunneweg, Leviten, 1965, 15-17. 94. Es perfectamente admisible que existieran ciertas localidades habitadas únicamente por levitas. Sin embargo, la tradición sobre las cuarenta y ocho ciudades levíticas (cf. Jos 21; 1 Cr 6) es, a mi parecer, una sistematización artificial tardía. 95. Cf. pp. 157ss. 96. Para más datos sobre la historia de los levitas, cf. pp. 557ss.; 414ss. 97. Ese dato más bien esporádico, que contradice a otras genealogías levíticas —en otros pasajes Guersón aparece como hijo de Leví (cf. Ex 6,16; etc.)—, parece fidedigno y difícilmente se puede considerar como adaptación de ger Satn en Jue 17,7. En cuanto a la velada transformación del nombre de «Moisés» en «Manases», que adopta el texto masorético, hay que atribuirla —como demuestra la nun suspensiva— al excesivo pietismo de

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sés, a pesar de su nombre egipcio, se le considera —a lo más tardar, a principios de la monarquía— como hijo de levitas, y se le vincula de las más diversas maneras con la línea genealógica de los levitas98. Esos textos prueban que, ya en época pre-monárquica, los levitas se consideraban legitimados por el propio Moisés y relacionados con el grupo del éxodo. Sin embargo, ¿hasta qué punto esas narraciones responden a la realidad histórica? En primer lugar ; el único texto que presenta a los levitas en relación con el Sinaí (Ex 32,2529) no se remonta ciertamente a una tradición muy antigua99. Su rigurosa monolatría presupone no sólo la teología exclusivista deuteronómica (cf. Dt 13,7-12; 17,2-7), sino que, además, refleja una polémica exílica entre descendientes de Sadoc-Aarón y descendentes de Leví (= «curas rurales») sobre quién era culpable de la destrucción de Israel100. Si realmente hubiera habido unos levitas tan fanáticos contra el sincretismo y el culto a las imágenes, como los que describe esa leyenda, la historia de la religión de Israel habría sido totalmente distinta101. Desde otra perspectiva, el trenzado de relaciones entre los levitas y la primitiva época mosaica es tan tupido, que no resultaría extraño en modo alguno que, por lo menos el núcleo constitutivo de una especie de asociación religiosa dotada de gran movilidad y organizada por tribus, cuya existencia durante el período pre-monárquico cuenta con suficiente número de pruebas, pudiera remontarse hasta la época de Moisés y hasta los mismos comienzos del determinados copistas. La lectura «Jonatán, hijo de Guersón, hijo de Moisés» debe considerarse como originaria. Véase H. M. Niemann, Daniten, 1985, llOss. 98. Cf. Ex 2,1. Véase también Ex 6,19, donde aparece Musí («línea de Moisés») como descendiente de Merarí, hijo de Leví. Igualmente, en Ex 6,20, Moisés y Aarón se presentan como descendientes de Quehat, también hijo de Leví. Sobre este punto, véase H. Schulz, Leviten, 1987, 45ss. 99. Contra una opinión muy difundida (véase M. Noth, DT, 1948, 160, nota 416; A. H. J. Gunneweg, Leviten, 1965, 29; G. Schmitt, Leviten, 1982, 580s.; H. Schulz, Leviten, 1987, 25), hay que pensar que la escena que se describe en los vv. 25-29 se ha incluido por medio del v. 25b en el contexto de la narración —¡exílica!— de Ex 32. Además, el v. 30 no fluye armónicamente después del v. 24, ya que no se aduce ninguna razón por la que Moisés tenga que esperar todo un día para lanzar su amenaza de castigo. En todo caso, habría que suprimir —o, al menos, aislar— toda la sección comprendida entre los vv. 21-29 (como propone, con razón, E. Aurelius, Fürbitter, 1988, 67). Otro elemento que confirma la datación relativamente tardía del texto es el uso de la «fórmula del mensajero» en el v. 27 («Esto dice el Señor, Dios de Israel»), que ya presupone la presentación de Moisés como profeta. 100. En Ez 44,10-12, los sacerdotes de la línea sadoquito-aaronita residentes en Jerusalén defienden sus propios privilegios echando en cara a los «levitas» que ellos colaboraron decisivamente a la caída de Israel, que acabó en el destierro. En cambio, en Ex 32 es precisamente ese grupo de discriminados el que trata de dar la vuelta al argumento e, invocando la vieja tradición de Betel, intenta probar que fue Aarón el causante del «embrutecimiento» del pueblo (Ex 32,2ss.25b), mientras que los levitas destacaron por una fidelidad a Yahvé de corte incluso fanático. Cf. pp. 270s. 101. Cf. pp. 117ss.

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culto comunitario instituido por el grupo del éxodo. Así se podría explicar por qué, junto a un sacerdocio localmente establecido, surgió ese gremio especial de sacerdotes itinerantes. Y se comprendería también cómo pudo nacer la concepción deuteronómica de que todos los sacerdotes debían ser de procedencia levítica. El primitivo culto de Yahvé tuvo, probablemente, una doble función: ratificar la vinculación que se había ido estrechando entre Yahvé y ese grupo especial de hombres a raíz de los acontecimientos históricos, y consolidar los lazos sociales entre el propio grupo. Se puede decir que el culto fue el factor determinante para convertir una masa heterogénea de fugitivos en una tribu sólidamente organizada. Aunque nuestras informaciones sobre los detalles del primitivo culto yahvista son más bien escasas, lo fundamental es que se originó, en sus planteamientos más esenciales, en las regiones desérticas al sur de Palestina, antes de que el grupo del éxodo tomara posesión de la tierra. En sus orígenes, el culto no estaba vinculado a ninguno de los santuarios famosos del país, de modo que su principio fundamental no contemplaba la relación de Yahvé con un lugar concreto, sino más bien con un determinado grupo de hombres. El recuerdo de esos orígenes no sólo hizo posible que, más tarde, ciertos grupos de oposición se distanciaran radicalmente del culto institucionalizado, sino también que la adoración de Yahvé tuviera continuidad incluso después de la desaparición del culto oficial, el año 587, y durante el destierro. Según otra rama de la tradición, la teofanía tiene como finalidad transmitir los mandamientos y las leyes. Eso explica que en la narración del Sinaí se hayan introducido infinidad de mandatos y códigos legales de las más diversas épocas y proveniencias: el Decálogo (Ex 20,1-17), el «Código de la alianza» (Éx 20,22 - 23,19), el llamado «Decálogo cúltico» (Éx 34,11-26), el «Código de santidad» (Lv 17 26), y diferentes tipos de leyes sacerdotales. Esa concepción se puede percibir —en un análisis literario, antes que en su interpretación cúltica— ya en el siglo vil102, en la narración de una teofanía, que desemboca en la proclamación del Código de la alianza por parte de Dios y en un compromiso por parte de Israel. Su formulación clásica se debe a los teólogos deuteronómicos, que asociaron el Decálogo y el Código legal del Deuteronomio con la teofanía del Horeb (Dt 5; 6,lss.; 12ss.). A su ejemplo, el estrato tradicional KD convirtió esa formulación en la estructura básica de Ex 19ss. El proceso se com-

102. Cf. p. 108,n.°6.

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ceptos de Ex 13 con prescripciones del Código de la alianza 106 . En cuanto a las leyes sacerdotales, ni se ha planteado seriamente su posible origen mosaico. Una cuestión abierta es la datación de mandamientos concretos, que plantea el problema —capital desde el punto de vista de historia de las religiones— del verdadero origen primitivo de las normas fundamentales de la religión yahvista, en particular su exclusividad y su prohibición de imágenes, tal c o m o se formulan en los dos primeros mandamientos del Decálogo. De hecho, se trata de unas peculiaridades tan llamativas d e la religión de Israel, con respecto a las concepciones del Antiguo O r i e n t e , que la mayor parte de los investigadores se inclinan a considerar esos dos mandamientos como originarios de la primitiva época yahvista 107 . Ahora bien, la forma en la que se han transmitido ambos mandamientos parece relativamente reciente. La formulación categórica del primero: «No tendrás o t r o s dioses frente a mí» (Ex 2 0 , 3 ; Dt 5,7) difícilmente se puede considerar anterior a la reforma d e u t e r o n ó m i ca (año 622). En cambio, los textos de Ex 2 2 , 1 9 y 34,14 1 0 8 , d o n d e se prohibe dar culto a otros dioses, d a n la impresión de ser bastante más antiguos, aunque también aquí parece presuponerse un clima de confrontación como el q u e se da en una sociedad desarrollada. Por consiguiente, es más que discutible que ya en la época primitiva se pueda contar con la formulación explícita de la prohibición del culto a dioses extranjeros. En tiempos recientes, la cuestión sobre el origen y antigüedad del monoteísmo bíblico ha vuelto a ser objeto de las más vivas discusiones10'. En la 106. Contra la opinión de J. Halbe, Privilegienrecht, 1975, 517ss.; E. Blum, Studien, 1990, 69ss.;365ss. 107. G. Fohrer, Geschichte, 1969, 74; H. Ringgren, Religión, 21982, 34, etc. 108. Según J. Halbe, Privilegienrecht, 1975, el texto de Ex 22,19 no pertenece al estrato más antiguo del Código de la alianza, sino al «estrato II» de la composición. Halbe lo sitúa a principios de la época monárquica, pero hay muchas razones que hacen insostenible esa postura. Cf. pp. 341ss. De ese modo, la antigüedad de la prohibición de dar culto a dioses extraños depende únicamente de Ex 34,14, que Halbe, a pesar de que reconoce en el texto una cierta tonalidad deuteronómica, atribuye a lo que él define como «derecho de privilegio» de la época pre-monárquica (119-122). Pero en contra está el predicado que se aplica a Yahvé: 'el qaná' («dios celoso», o mejor: «dios apasionado»), que no se encuentra en testimonios anteriores al siglo vn (cf. Ex 20,5; Dt 4,24; 5,9; 6,15; véase 'el qannó' en Jos 24,19; Nah 1,2). Por tanto, habrá que decir que Ex 22,19 pertenece al siglo vm, mientras que Ex 34,14 es del siglo vn. Las demás prohibiciones de culto a dioses extranjeros (Ex 23,13.24; Lv 19,4a; 26,1; Sal 81,10) son todas ellas posteriores al mandamiento del Decálogo. 109. Véanse las obras colectivas de O. Keel, Monotheismus, 1980; B. Lang, Der einzige Gott, 1981; E. Haag, Gott, der Einzige, 1985; y entre las numerosas monografías sobre el tema, las de F.-L. HoSfeld, Einheit, 1985; M. Hutter, Werden, 1987; M. Weippert, Synkretismus, 1990.

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investigación precedente, se pensaba que la exclusividad que la religión de Israel atribuía a su Dios Yahvé era herencia de los tiempos fundacionales. Sólo posteriormente, debido a las crisis provocadas por la conquista de la tierra y la instauración de la monarquía, y frente a la continua amenaza de contaminación «cananea», su formulación fue cambiando progresivamente, primero en forma de mandato expreso de «monolatría» (adoración de un solo Dios) y luego, durante el exilio, como auténtico «monoteísmo» (afirmación de un solo y único Dios, con el consiguiente rechazo de otros dioses)" 0 . Por su parte, la investigación moderna ha planteado con toda brusquedad la tesis contraria, es decir, que la religión de Israel fue, durante todo el periodo pre-exílico, «una religión politeísta, exactamente igual que las religiones contemporáneas» 111 . La difusión de un yahvismo claramente monolátrico no se generalizó hasta más tarde, incialmente con Elias (siglo ix), y ya manifiestamente con Oseas (siglo vm); y eso, sólo como ideal de pequeños grupos de oposición («Movimiento "Sólo Yahvé"»)112. Hubo que esperar hasta el reinado de Josías para que el movimiento adquiriera —aunque por breve tiempo— cierto influjo en la sociedad. Sólo durante el exilio y a principios de la época postexílica pudo triunfar definitivamente un auténtico «monoteísmo»" 3 . No es éste el lugar más apropiado para exponer detalladamente esa controversia; ya llegará el momento" 4 . Lo que interesa aquí es el fondo de la cuestión. Para una justificación de ese nuevo enfoque crítico, que personalmente comparto en muchos aspectos, habrá que tener en cuenta que el camino hacia el «monoteísmo» no obedeció desde sus comienzos a una especie de «programación previa» que se fue desarrollando como «automáticamente», sino que tuvo que abrirse paso laboriosamente a través de todo un proceso de conflictividad social. La pregunta es si dentro de ese modelo se pueden encontrar razones plausibles para explicar cómo en Israel —al contrario que en las demás sociedades del Medio Oriente— pudieron surgir esos movimientos de oposición. ¿Qué empujó a hombres como Elias, Eliseo y Jehú a no conformarse con el sincretismo diplomático oficial de Ajab, cuando eso era lo que se hacía habitualmente en las demás sociedades politeístas de la época?115. ¿Qué impulsó al profeta Oseas a condenar el 110. Así piensan, por ejemplo, B. Balscheit, Alter, 1938, 25ss.; 135ss.; G. von Rad, Theologie I, "1962, 216-225; R. Knierim, Gebot, 1965, 32ss.; W. H. Schmidt, Gebot, 1969, llss. Para una discusión sobre la bibliografía referente al tema, véase N. Lohfink, Geschichte, 1985. 111. Ésa es la decidida opinión de B. Lang, Bewegung, 1981, 53; M. Weippert, Synkretismus, 1990, 151. Véase H. Vorlander, Monotheismus, 1981, 99ss. A una concepción semejante había llegado ya anteriormente G. W. Ahlstrom, Aspects, 1963. 112. En línea con una expresión de M. Smith que, desde el punto de vista históricosociológico, no aparece del todo clara ni en su propia obra ni en la de sus seguidores. 113. Así de terminante es la opinión de B. Lang, Bewegung, 1981,58-82; M. Weippert, Monotheismus, 1990, 60-66. 114. Cf. pp. 290ss.; 323ss.; 345s.; 386ss. 115. M. Weippert (Synkretismus, 1990, 161) piensa que lo que intentó Jehú con su revolución fue, «en primer término, dar un giro a la política exterior de Israel». Pero resulta que, desde una perspectiva de política exterior, la erradicación del culto a Baal, que aisló totalmente al reino del Norte con respecto a sus vecinos, fue un verdadero desastre. De modo que, si no se quiere imputar a Jehú una medida realmente insensata, habrá que buscar razones más bien de política interna.

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yahvismo de su tiempo, calificándolo de culto a Baal, cuando, en realidad, Yahvé y Baal eran idénticos?116. La mera referencia a las crisis sociales y políticas117 no basta para motivar las despiadadas y, a veces, sanguinarias luchas que se provocaron en Israel por motivos de exclusivismo religioso. Para superar las crisis, lo mismo se podría haber echado mano del procedimiento típicamente politeísta de buscarse la seguridad en otros dioses (cf. Jr 44,15-19)ll!i. Pero eso no basta. En la religión yahvista tuvo que haber una fuerza diferencial que la hacía distinta de las demás religiones politeístas y que podían reivindicar los grupos de oposición, para los que la única salida de la crisis era el exclusivismo religioso de su fe en Yahvé"1'. En ese sentido, el planteamiento de la investigación de antaño, que partía de una originaria tendencia del yahvismo hacia una visión monolátrica, no ha perdido aún toda su validez. Se puede decir, por consiguiente, que la religión yahvista tuvo que tener algo intrínseco que, en el curso de su desarrollo, la llevara a la formulación de un mandamiento como la prohibición del culto a divinidades extranjeras. Desde luego, como se verá más adelante, no se puede hablar aún de monoteísmo, o incluso de monolatría, en sentido estricto, al menos en la época pre-exílica. Pero la pretensión de un culto exclusivo al Dios Yahvé, que se generalizó —a lo más tardar— desde mediados del período monárquico, no se puede explicar de manera satisfactoria por la oposición de grupos o personajes como Elias u Oseas al sincretismo y al politeísmo oficial de esa época relativamente tardía, sino que por fuerza tuvo que brotar de la propia estructura interna del yahvismo120.

116. Esa es la opinión de M. Weippert (Synkretismus, 1990, 158), con lo que subraya su hipótesis anterior de que, en sus orígenes, Yahvé era un dios del tipo Hadad, dios de la tormenta. Cf. p. 103. 117. B. Lang, Bewegung, 1981, 68; M. Weippert, Synkretismus, 1990, 161s. 118. B. Lang (Bewegung, 1981, 66ss.), para explicar el hecho de que a raíz de la predicación de Oseas surgiera una «monolatría yahvista como crisis del culto», hace referencia a una «monolatría temporal» del tipo de la que aparece en la epopeya de Atramhasis (I 391399; 409-413, etc.) para conjurar las plagas. Sin embargo, y prescindiendo totalmente de que esa práctica fuera una auténtica realidad cúltica en el Próximo Oriente, no podemos encontrar en Oseas ni el más mínimo indicio de que concibiera la orientación de Israel hacia un culto único a Yahvé como temporalmente limitada. 119. También B. Lang (Bewegung, 1981, 60s.) parece haber intuido la necesidad de buscar algunas peculiaridades de la religión yahvista que pudieran ser responsables del origen del «Movimiento "Sólo Yahvé"» cuando afirma (ibid., 60): «El hecho de que Yahvé pueda llegar a convertirse en adversario de Baal tiene que tener un fundamento en su propia esencia». En particular, enumera los siguientes aspectos: el carácter solitario de Yahvé, su escasa vinculación con el mundo de las divinidades cananeas, y una correspondencia entre su propia actitud y la de Israel como meros observadores externos. «Eso podría ser una de las raíces más importantes de la concepción "Sólo Yahvé" y, en definitiva, del monoteísmo: Yahvé, el dios solitario, se transforma en Dios único» (ibid., 61). 120. Véanse M. Rose, Ausschliefllichkeitsansprucb, 1975, 165, que ve aquí una herencia de la vida nomádica; F. Stolz, Monotheismus, 1980, 163ss., que deriva la unicidad de Yahvé de la confrontación que dio lugar a las «guerras de Yahvé» durante el período pre-

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El profeta Oseas veía la raíz del monoteísmo yahvista en la vivencia clave del tiempo fundacional: Pero yo soy Yahvé, Dios tuyo desde Egipto, no conocías a otro dios más que a mí, ningún otro salvador fuera de mí (Os 13,4). No se puede menos de aceptar la idea de que el fundamento radical del exclusivismo inherente a la religión de Israel hay que buscarlo en la extraordinaria constelación de vivencias sociales y religiosas que rodearon su salida de Egipto. En las condiciones extremas no sólo de su liberación política, sino también de su prolongado vagar por el desierto, se estableció una relación personal cada vez más estrecha entre el grupo del éxodo y su Dios Yahvé121. En las demás religiones del Medio Oriente, esa relación personal con el propio Dios no se produce más que en el seno de pequeños grupos o con individuos particulares122. El hecho de que toda una comunidad se sienta personalmente vinculada con su Dios es una peculiaridad de la religión de Israel. Los dioses babilónicos, por ejemplo, son dioses de una ciudad determinada, o del país de «Sumer y Akad». Significativamente, en acádico no existe la palabra «pueblo»; en su lugar, el término nisú se refiere a la «población del país», que puede cambiar a lo largo de la historia sin que el mundo de los dioses se vea fundamentalmente afectado. Sólo a través de su país, de su ciudad con sus templos, y de sus instituciones políticas como la monarquía, la población babilónica se pone en relación con sus dioses. En el plano político, los dioses sólo están personalmente relacionados con el rey; con respecto al país, su relación es puramente pragmática. Los dioses son dueños de la tierra, mantienen en orden sus posesiones mediante una delegación de su soberanía en el rey, y llevan a la práctica sus decisiones por medio de esa instancia,

monárquico; y N. Lohfink, Geschichte, 1985,25, que sitúa el exclusivismo del culto a Yahvé en el contexto de la lucha de Israel por la implantación de un orden social más justo. Véase, igualmente, M. Hutter, "Vlerden, 1987, 35s.; F.-L. HoGfeld, Einheit, 1985,70s. (aunque con una cuestionable referencia a Ex 34,14 y al documento «Yahvista»); T. N. D. Mettinger, Essence, 1990, 412, etc. 121. Me parece que uno de los puntos débiles del planteamiento de M. Weippert radica en que pone en primer lugar la concepción teológica (Monotheismus, 1990, 143-149) y, luego, el desarrollo histérico-religioso (150-166), sin preguntarse como aquélla nace de éste. Desde luego, uno de los aspectos más peculiares es que todos los grupos reformistas, como Elias, Oseas o el Deuteronomio, hacen referencia expresa a la época de los comienzos para buscar allí el origen de la monolatría yahvista. Aun teniendo en cuenta cualquier posible idealización, esa idea no pudo haber caído de las nubes, si es que se quería que tuviera efectos convincentes sobre sus destinatarios. 122. Véase R. Albertz, Frómmigkeit, 1978, lOlss.

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en la que la dignidad real se reviste de aureola divina123. Por el contrario, en la religión israelita, dadas las peculiares circunstancias de su comienzo, Yahvé no es primariamente dueño de un país, sino dios de una comunidad («el dios de los hebreos» y, posteriormente, «el Dios de Israel») que le debe no sólo su condición de pueblo libre, sino incluso la supervivencia en medio de sus dificultades. Ese carácter específico proporciona ya a la vinculación de Israel con su Dios una cierta exclusividad. Precisamente a esa situación específica de Yahvé como Dios de una comunidad corresponde la estructura relativamente simple del grupo del éxodo. En un grupo de fugitivos que se ve en la inmensidad del desierto, en extremas condiciones de supervivencia, difícilmente se puede suponer una perfecta diferenciación social, con su respectivo reparto de tareas y sus estamentos institucionales. Pues bien, ese aspecto concreto de un orden social perfectamente estructurado era el punto de referencia del politeísmo reinante en las religiones del Medio Oriente. Su multiplicidad de dioses no era más que el trasunto de un pluriforme y antagónico juego de intereses que dominaba el mundo de las relaciones sociales en aquellas culturas superiores124. E igual que ese juego sólo alcanza su equilibrio en la monarquía, el panteón del Medio Oriente no encontraba su centro de unidad —aunque siempre lleno de tensiones— más que en la cumbre de una especie de jerarquía monárquica, presidida por «el rey de los dioses». Por consiguiente, mientras el grupo del éxodo tuviera que luchar por su supervivencia, es decir, mientras su estructura social permaneciera sin diferenciaciones y el mundo de sus intereses no sufriera una alteración considerable, lo que contaba era su vinculación a un único Dios, sin más necesidad de otros símbolos religiosos. En esas condiciones extremas, lo único que tenía que hacer Yahvé era asegurar la supervivencia del grupo en su libertad recién conquistada. No había necesidad de las complicadas instancias jerárquicas de un panteón. Yahvé actuaba directamente en el grupo, sin intermediarios de ninguna clase; no como el rey de una nación, sino como el jefe de una tribu. Ya entonces estaba claro que la distancia entre Yahvé y el sistema politeísta de la religión de Egipto era lo que realmente capacitaba al grupo del éxodo para ver a su Dios Yahvé como el único garante de su liberación. Sólo desde esa perspectiva de las condiciones histórico-sociales del grupo del éxodo se puede dar una explicación plausible de la ex-

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clusividad de Yahvé en la religión israelita. Sin embargo, eso no quiere decir que el camino hacia la monolatría, o incluso hacia un auténtico monoteísmo, quedara así como automáticamente diseñado. Ya se verá más adelante que, al cambiar las condiciones histórico-sociales, principalmente desde que la instauración de la monarquía introdujo una compleja diferenciación en la sociedad de Israel, también allí se dejaron sentir los síntomas de un creciente sincretismo y hasta de un manifiesto politeísmo 121 . Lo que de ahí parece deducirse es que, al principio, no estaba excesivamente claro lo que en circunstancias socio-políticas cambiantes podía significar el exclusivismo religioso de Yahvé, que en las condiciones excepcionales de la época primitiva parecía perfectamente «normal»; más bien, había que descubrirlo poco a poco. Para la mayoría, era una postura sencillamente superada por el desarrollo social. Sólo unos cuantos grupos de oposición recurrían a la primitiva exclusividad de la relación con Dios y hacían de ella su bandera (Elias, Oseas, etc.)126. La lucha que sostuvieron los profetas por el exclusivismo yahvista de Israel fue, paralelamente, una batalla contra la evolución socio-política de mediados y finales de la época monárquica, en la que estaba en juego la permanencia de la propia identidad de Israel, amenazada en el interior por encarnizadas luchas fratricidas y en el exterior por una política de alianzas que conducía a una degradante alienación127. Pues bien, precisamente en ese clima de confrontación interna y externa se formularon los mandamientos sobre la exclusividad del culto yahvista. Pero aún se necesitaron interminables controversias para que la aceptación de esos mandamientos en toda su decisiva envergadura fuera prácticamente unánime. No es mera casualidad que la tendencia de la religión yahvista a un auténtico monoteísmo sólo llegara a realizarse plenamente durante el exilio, es decir, después de la dolorosa quiebra de la sociedad israelita y más allá del nivel de una religión política de corte puramente nacionalista128. Por su parte, el desarrollo histórico-religioso de la prohibición de fabricar imágenes parece que siguió los mismos pasos que la relativa a los dioses extranjeros. Las formulaciones explícitas del precepto (Ex 20,4-6; Dt 5,810; Éx 20,23; 34,17; Lv 19,4; 26,1; cf. Dt 27,15) parecen también relativamente tardías 129 . De hecho, da la impresión de que, hacia el

123. Ibid., 140ss.; lélss. 124, Sobre ese orden social estructurado en torno al politeísmo, véase A. Brelich, Polytheismus, 1960, 133s.; F. Stolz, Monotheismus, 1980, 148-154.

125. Véase F. Stolz, Monotheismus, 1980, 165. Cf. pp. 243ss.; 274ss.; 278ss. 126. Cf. pp. 286ss.; 323ss. 127. F. Stolz (Monotheismus, 1980, 177ss.) está en lo justo cuando subraya ese aspecto social de la confrontación. 128. Cf. pp. 538ss. 129. Sobre este punto parece que ahora reina un consenso entre los autores, a pesar de pequeñas diferencias de detalle. Véase O. Keel, Jahwe-Visionen, 1975, 37-45; T. N. D.

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año 730, incluso un profeta como Oseas, el gran abanderado en la lucha contra el culto a las imágenes, desconocía totalmente esas formulaciones; de lo contrario, sin duda habría echado mano de ellas130. En realidad, en el culto a Yahvé se percibe, ya en época bastante antigua, una cierta tendencia a prescindir de las imágenes, como se puede deducir del hecho de que, en el templo de Jerusalén, el trono de Dios careciera de toda imagen figurativa. Quizá eso pueda explicarse como reminiscencia del yahvismo primitivo del grupo del éxodo, en el que no existían imágenes de Dios' 31 . En tan extremas circunstancias como las de la supervivencia en el desierto, es lógico que faltaran no sólo los instrumentos materiales del culto, sino incluso la necesidad de tales apoyos, mientras Yahvé continuara siendo el símbolo de la distancia entre el grupo liberado y la cultura egipcia con su religiosidad poblada de imágenes de dioses. Ya en ciertas culturas secundarias del Antiguo Oriente —por ejemplo, entre los nabateos— hay indicios fiables de cultos anicónicos' 32 . Pero no excluye que, después de la conquista de Canaán y del posterior asentamiento en la tierra, se pudiera dar culto a Yahvé aprovechando los símbolos e imágenes religiosas de la nueva cultura133. En textos antiguos se mencionan frecuentemente —y sin la más mínima crítica— como símbolos manifiestos de la presencia divina ciertas piedras o estelas (mazzebot) de carácter cúltico (cf. Gn 28,18); es Mettinger, Veto, 1990, 22-25; F.-L. HoGfeLd, Dekalog, 1982, 268-273; Chr. Dohmen, Bildewerbot, 21986, 237-277; S. Schroer, Bilder, 1987, 12-16 (2.1). Mientras que T. N. D. Mettinger considera el texto de Ex 34,17 como la formulación más antigua del mandamiento, Chr. Dohmen reconoce —y con razón— su carácter redaccional, con el que generaliza la íormulación de Ex 20,23b* (o. c, 181-183). Véase también E. Blum, Studien, 1990, 69s. Dohmen se inclina a ver en Ex 20,23b*.24a* («No te fabriques un dios de plata o de oro; hazme un altar de tierra») un mandamiento cúltico de carácter conservador, procedente de los primeros tiempos de la época pre-monárquica (237-244); con todo, presupone una datacign antigua del Código de la alianza. Ahora bien, si el Código no es anterior al siglo vin (cf. pp. 340ss.), podría tratarse de una determinación arcaizante y habría que datarlo como los demás textos de Oseas. A veces, se ha considerado el texto de Dt 27,15 como la formulación más antigua del mandamiento, pero se trata de una ampliación posterior de la serie de maldiciones, por la que la prohibición de fabricar imágenes se extiende de manera explícita al nivel del culto privado (Jue 17,1-5); según Dohmen (o. c , 232-235), tiene que ser de época tardo-deuteronomística. 130. Así piensan, con razón, T. N. D. Mettinger, Vero, 1990,24; F.-L. HoSfeld, Dekalog, 1982, 272, etc. 131. La narración del «becerro de oro» (Ex 32) refleja un estadio posterior del culto oficial que se practicaba en el reino del norte. 132. Véase O. Kee\,]ahwe-Visionen, 1975,40; M. Weinfeld, League, 1987, 310; T. N. D. Mettinger, Essence, 1990, 412; Chr. Dohmen, Bilderverbot, 21986, 239; 276. 133. Véase S. Schroer, Bilder, 1987 (2.1). R. S. Hendel observa una clara discontinuidad «en la presencia de figuras antropomórficas entre los estratos del último período de la Edad del Bronce y los de la Edad del Hierro en los primitivos asentamientos israelitas» (Origins, 1988, 367). Sin embargo, habrá que proceder con mucha cautela en la valoración de esos datos arqueológicos.

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más, en las formulaciones más antiguas de la prohibición de imágenes (cf. Ex 20,23b) aún no se excluye ese tipo de representación cúltica. Por su parte, la excavación de ciertos santuarios innegablemente israelitas da testimonio fehaciente de la existencia de esos símbolos de culto. Por ejemplo, se han descubierto «estelas» precisamente en el «santísimo» del templo de Yahvé en Arad. Otro importante símbolo de Yahvé era el «efod» construido por Gedeón, según Jue 8,22-28. Imágenes de Dios, en figura de hombre o de animales, existían en el culto yahvista del santuario de Dan (Jue 17s.) e incluso en Jerusalén (cf. 2 Re 18,4: los israelitas quemaban incienso a una serpiente de bronce llamada Nejustán, quizá una divinidad salutífera). Originariamente, el toro de Betel no era más que una especie de pedestal sobre el que Yahvé se asentaba de manera invisible, pero la mentalidad popular lo identificaba expresamente con el propio Yahvé (cf. Ex 32,1-6; Os 8,6). En las excavaciones de Jasor se ha encontrado una estatuilla de un dios, que probablemente representaba a Yahvé134, y en las montañas del norte de Samaría ha aparecido una escultura de toro en bronce 135 . Por consiguiente, se puede decir que, hasta bien entrada la monarquía, es probable que se diera culto a Yahvé con imágenes y símbolos religiosos, sin que eso despertara críticas oficiales. La auténtica lucha contra las imágenes como objeto de culto no empezó más que con el profeta Oseas, que veía en esos símbolos una expresión inequívoca del intrusismo «cananeo» en la religión de Israel (Os 4,17; 8,4s.6; 10,5; 11,2; 13,2; 14,4.9). Sólo a raíz de esa controversia, se prohibió, hacia finales del siglo VIII, el uso de metales preciosos en la fabricación de figuras de la divinidad (cf. Ex 20,23b); luego, en el siglo vn, la prohibición se extendió a cualquier tipo de imágenes (Ex 20,4a) y, por fin, al empleo de los tradicionales símbolos cúlticos ('aserot y mazzebot [= «mayos» y «estelas»]: Dt 16,21s.). Ya en tiempos del exilio, se prohibió el uso de imágenes en el culto doméstico (Dt 27,15) y todo tipo de representación figurativa de la divinidad en contexto litúrgico (Ex 20,4b-6; Dt 4,15-19). Para los teólogos deuteronómicos, la veneración de cualquier imagen, aunque representara a Yahvé, era pura y simple idolatría. En ese proceso de clarificación, que se inició relativamente tarde, los grupos de oposición se habían dado cuenta de que toda representación de Dios en una imagen inanimada, como era habi134. Véase G. W. Ahlstróm, God, 1970-1971. R. S. Hendel (Origins, 1988, 367, nota 9) menciona aún otros fragmentos de posibles imágenes divinas. 135. Véase A. Mazar, Bull-Site, 1982, 27-32. Sobre otras figuras de toro moldeadas en barro que se han descubierto en Silo y en el monte Ebal, véase H. Weippert, Palástina, 1988, 409.

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tual en el Antiguo Oriente, privaba a Yahvé de uno de los rasgos esenciales que, desde los primeros tiempos, le había caracterizado como el Dios de la religión de Israel: su trascendencia y su infranqueable distancia con respecto al mundo de aquí abajo, fundado en la aparente consistencia de sus estructuras de poder y de su dinamismo histórico. Desde sus mismos orígenes, Yahvé no es un Dios que se deje encuadrar en una simple imagen, como garante del orden social establecido, sino un Dios que con su promesa de liberación trasciende las estructuras de este mundo y promueve una trasformación radical de sus fundamentos. Israel no puede comprender el significado de su propio Dios en la mera contemplación de una imagen, sino que deberá seguir el camino que le traza su palabra (Dt 4,12ss.)136. Finalmente, la tradición sobre los sucesos del Sinaí quería servir de fundamento a la alianza entre Yahvé e Israel. Ahora bien, aunque en épocas precedentes se tendía a considerar «la alianza del Sinaí» como la piedra angular de la tradición y el verdadero punto de partida «mosaico» del posterior desarrollo histórico-religioso137, hoy día es cada vez más claro que se trata de una interpretación introducida de modo artificial por los teólogos deuteronómico-deuteronomísticos138. En su estrato pre-deuteronómico, la narración del Sinaí no hablaba, probablemente, más que del compromiso de Israel con respecto a la ley (Ex 24,3ss*.); su ulterior transformación en rito formal de alianza debió de producirse a principios de la época postexílica, por obra del estrato KD (Éx 19,3b-8; 24,3-8; cf. Éx 34*), según el modelo de la concepción deuteronómico-deuteronomística (Dt 136. La interpretación de la prohibición de imágenes sigue siendo tan dudosa como antaño. Véanse, por ejemplo, las reflexiones de Chr. Dohmen, Bilderverbot, 1986,25-30, y de R. S. Hendel, Origins, 1988, 368-372. Para Dohmen, la prohibición de imágenes no tiene nada que ver con la naturaleza de la imagen, sino que está al servicio de la tendencia exclusivista que define la prohibición del culto a dioses extranjeros: «Puesto que toda imagen, por el hecho de su ambigüedad, puede abrir la puerta a religiones extranjeras, se opta por prohibir terminantemente cualquier clase de representación» (o. c, 279). Sin embargo, parece que, detrás de ese reduccionismo de la función representativa, hay un interés de tipo apologético por justificar el uso de imágenes en la Iglesia. Por su parte, R. S. Hendel propone una explicación interesante de carácter sociológico-religioso. Su punto de partida es la estrecha relación que se da en la iconografía medio-oriental entre las imágenes del rey y las de los dioses: «Dado que el universo del primitivo Israel no contemplaba el fenómeno de la "realeza", se llegó a prohibir cualquier imagen de un dios, que simbolizaba la autoridad del rey» (o. c, 378). Sin embargo, esa línea interpretativa se basa en la asunción —muy cuestionable— de que, ya en tiempos pre-monárquicos, el arca se consideraba como el trono de Dios, que en Israel se conservaba conscientemente vacío. Cf. p. 243. 137. Para una discusión de teorías precedentes, véase D. McCarthy, Treaty and Covenant, : 1981. Véase también, por ejemplo, H. Ringgren, Geschichte, '1982, 31s.; W. Beyerlin, Herkunft, 1961, 165ss.; N. K. Gottwald, Tribes, 2 1981, 36, etc. (2.3), bajo el concepto «Covenant» (= «Alianza»), etc. 138. Véase L. Perlitt, Bundestheologie, 1969, 55ss.; 156ss.

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5,2ss.; etc.)139. Por consiguiente, en la época primitiva aún no se puede hablar de una «alianza», en el sentido de una institución teológica y jurídicamente estructurada, sino sólo de una peculiar relación personal entre Yahvé y el grupo del éxodo, nacida de la experiencia de liberación y ratificada por una teofanía en contexto litúrgico. Aun sin las típicas formalidades de auténtica alianza, el compromiso con Dios estimulaba la integración del grupo; aun sin la proclamación explícita de los mandatos, comprendía ya las normas fundamentales de comportamiento en el interior del grupo; y sobre todo impulsaba a no desfallecer, a pesar de todas las dificultades que sembraban el camino hacia la libertad completa. Había que mantener a toda costa una fidelidad inquebrantable a Yahvé, el Dios de la liberación. Sólo que, por el momento, la normativa aún no estaba especificada en sus detalles. La tradición de los tiempos del desierto mencionaba, igualmente, los innumerables peligros a los que se vio expuesto el grupo de fugitivos en circunstancias como las de una vida errante por las regiones desérticas al sur de Palestina: peligro de morir de hambre (Ex 16; Nm 11,4-35) o de sed (Éx 15,22-27; 17,1-7; Nm 20,1-13), ataques de los enemigos (Éx 17,8-16) y de los animales salvajes (Nm 21,4b-9), fracaso de los exploradores enviados a reconocer la tierra prometida (Nm 13s.). A pesar de que todas esas dificultades apenas se pueden considerar como históricas, en sentido estricto140, no por eso dejan de reflejar con todo realismo la aventura a la que se lanzó el grupo de Moisés. Aunque sobre la acción liberadora se cernía implacablemente la amenaza del más rotundo fracaso, el pueblo no podía prescindir de Yahvé en su lucha por la subsistencia. Y si, en ese contexto, la tradición habla no sólo del papel de «guía» desempeñado por Yahvé, que «va delante» de su pueblo {halak lipné: Éx 13,21; 32,1.23; Nm 14,14; cf. Nm 10,33), o de su actuación salvadora (Éx 15 - 17), sino también de su cólera (Nm 11; 13s.; 20s.), la mención no deja de tener un profundo sentido en su proyección teológica posterior. De hecho, para que una comunidad, cuyo proceso de liberación se ve continuamente amenazado, pueda entablar una relación con Dios fundada en actuaciones de carácter históricopolítico, tiene que pasar necesariamente por la experiencia de la cólera de Dios141. Con todo, la tradición del desierto, sea cual sea su interpretación, constituye el testimonio más fehaciente de que el grupo del éxodo no pasó de golpe de un estado de desintegración, como había vivido en 139. Véase E. Blum, Studien, 1990, 72ss; 188ss. 140. Véase V.Frhz, Israel, 1970, lOlss. 141. Sobre este punto, véase R. Albertz, Frómmigkeit, 1978, 86s.

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Egipto, a una nueva situación de integración en la tierra de Palestina. Desde el p u n t o de vista histórico-religioso, lo verdaderamente imp o r t a n t e es que los comienzos de la religión yahvista se sitúan en una etapa anterior a la integración del grupo, es decir, en el tiempo de su supervivencia en las condiciones extremas del desierto. Eso explica el t r e m e n d o potencial crítico que se acumuló en aquella etapa, y que posteriormente p u d o ser explotado por los grupos de oposición a las estructuras jerárquicas de la sociedad israelita.

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2.3. LA RELIGIÓN DE LA MANCOMUNIDAD DE CLANES • .. ..-• PRE-MONÁRQUICOS BIBLIOGRAFÍA

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d o en u n proceso de profundas transformaciones sociales, culturales y políticas 1 . Hacia finales de la Edad del Bronce (siglos xv-xm), Palestina era un conjunto de ciudades-estado', de régimen monárquico y bajo la soberanía de Egipto. Ya en pleno declive, la desarrollada cultura de las ciudades cananeas sufrió una considerable decadencia, que contribuyó a precipitar su ruina social 2 . Pero hacia finales del siglo xin la situación se hizo dramática, cuando la desaparición del m u n d o micénico les privó de sus más importantes socios comerciales y la invasión de los pueblos del mar, que ya antes habían arrollado al p o d e r o s o imperio hitita y devastado el reino de Siria, debilitó también la soberanía egipcia sobre Palestina y, en consecuencia, el poderío de las ciudades cananeas, sometidas al Faraón. En el curso de ese proceso de desestabilización política y económica, un buen n ú m e r o de ciudades palestinenses de finales de la Edad del Bronce fueron sistemáticamente destruidas alrededor del año 1200 a.C. 3 . En ese clima de inestabilidad estallaron frecuentes insurrecciones contra la dominación egipcia, en las que, según testimonio de la famosa Estela de M e r n e p t a (del a ñ o 1219), junto a las ciudades cananeas de Ascalón, Guézer y J e n o ' á n , participó también un grupo de gente designado como «Israel» 4 . M e r n e p t a logró dominar las insurrecciones, de m o d o que su sucesor Ramsés III p u d o mantener por algún t i e m p o el control de Palestina. Pero hacia el año U S O la soberanía egipcia sobre Canaán se eclipsó definitivamente. En consecuencia, las ciudades cananeas, con t o d a su floreciente cultura de finales de la Edad del Bronce, se vieron t r e m e n d a m e n t e debilitadas y n o tuvieron más remedio que tratar de mantener una precaria subsistencia en las llanuras de la costa, concretamente en la Sefelá y en la llanura de Jezrael, bajo la influencia de nuevos invasores, los filisteos, que habían arribado con los pueblos del mar 5 . Mientras tanto, sobre t o d o a partir del año 1 2 5 0 , se fueron creando numerosos asentamientos rurales, al margen de los viejos núcleos urbanos, princi-

1. Aquí no podemos ofrecer más que una síntesis bastante somera del complicado proceso de transición desde las últimas etapas de la Edad del Bronce a los comienzos de la Edad del Hierro, cuyas causas aún no se han aclarado por completo. Para una exposición detallada, véanse H. Weippert, Palastina, 1988, 340-417, e I. Finkelstein, Archaeology, 1988. 2. En el aspecto material de la cultura, se puede reconocer una considerable diferencia de nivel de calidad entre los bienes considerados de lujo y los que servían para el consumo diario. Véase H. Weippert, o. c, 340s. 3. Las excavaciones arqueológicas dan prueba de la destrucción de, al menos, trece ciudades. Véanse las listas que ofrece H. Weippert, o. c, 341s. y las propuestas de datación de los diversos niveles en los que se perciben las huellas de la destrucción, según V. Fritz, Conquest, 1987, 86-92. 4. Véase TGF 39s., donde Israel aparece con el determinativo de «pueblo». Sobre la cuestión, véase H. Engel, Siegesstele, 1979. 5. Véase H. Weippert, Palastina, 1988, 358-392.

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pálmente en las m o n t a ñ a s de Galilea y de Trans y Cisjordania, y al norte del gran desierto del Néguev 6 . Los colonos desbrozaron la exuberante frondosidad de las cumbres enteramente cubiertas de vegetación, abrieron terrazas, cavaron cisternas y, a pesar de sus escasos recursos técnicos, hicieron posible una cultura agrícola en la montaña 7 . El desarrollo material que experimentaron los primeros asentamientos de la Edad del H i e r r o — a u n q u e , evidentemente, a nivel primitivo— n o fue, por u n a parte, más que una continuación de las tradiciones de finales de la Edad del Bronce, mientras que, p o r otra, dejó una huella imborrable, sobre t o d o en arquitectura, de su enorme creatividad 8 . Por consiguiente, el paso de la Edad del Bronce a la del H i e r r o se puede definir, en Palestina, c o m o fenómeno de «desurbanización» 9 . J u n t o a los reducidos y debilitados núcleos urbanos cananeos que sobrevivían en la región costera, se creó en la m o n t a ñ a y en determinadas regiones desérticas una floreciente cultura rural que, más tarde, iba a producir una enorme transformación en las estructuras sociales y políticas de la región. Todavía hoy no está muy claro cómo hay que interpretar, desde el punto de vista histórico, ese proceso de «desurbanización», tan relevante arqueológicamente 10 . Hasta ahora, la investigación ha presentado —aunque con algunas modificaciones— tres tipos globales de modelos: la invasión, la infiltración y la revolución. El modelo de invasión, propuesto por la escuela de W. F. Albright, se basa en los hallazgos arqueológicos que prueban la destrucción de ciuda-

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des, para documentar la presentación que hace el Antiguo Testamento (Jos 1 - 12) de la sistemática campaña militar de conquista de la tierra. Contra esa teoría está el hecho de que las nuevas colonias surgen prevalentemente en lugares alejados de los antiguos centros políticos y, además, casi todas carecen de fortificaciones". Por su parte, A. Alt y M. Noth proponen el modelo de una progresiva infiltración pacífica de grupos nómadas procedentes del desierto, que trashumaban en busca de pastos para sus ganados 12 . A favor de esa hipótesis se puede decir que la mayor parte de las aldeas de la Edad del Hierro se encuentran en pequeños reductos de montaña o de zonas semidesérticas que durante la Edad del Bronce carecían prácticamente de estructura política, es decir, precisamente en los lugares que Alt y Noth, basándose en los datos de la historia del territorio y en la tradición representada por Jue l,27ss., habían postulado como primitivos asentamientos israelitas. Hoy día, el modelo goza de una gran aceptación13, sobre todo una vez que se ha comprobado que en algunos sitios hay huellas de asentamientos en los que no se empleaba la piedra como elemento arquitectónico (sepulcros, pavimentos, puntales, etc.), lo que apunta a un modo de vida nomádico". N o obstante, hay dos dificultades, que ponen en duda la validez de ese modelo. La primera dificultad es el concepto de «nómada» que presupone esa teoría. De hecho, Alt y Noth parten de una concepción del nomadismo que se basa en las costumbres de los beduinos modernos. Sin embargo, los antiguos nómadas cuidadores de ganado no vivían aún en el desierto, sino en terrenos baldíos o en las zonas áridas adyacentes; además, aparte de mantener buenas relaciones comerciales y económicas con los agricultores y los

6. Véase H. Weippert, ibid., 393-415; V. Fritz, Conquest, 1987, 92-96, y las descripciones presentadas en Biblical Archaeology, 1985, 54-86. Poseemos pruebas documentales sobre unos cien asentamientos de la Edad del Bronce, de los que hasta ahora se han podido excavar una docena. 7. Una viva descripción de esta nueva cultura de asentamientos se puede ver en J. Callaway, Visit, 1983. 8. Eso aparece con toda claridad en las casas de tres o cuatro habitaciones que, en cuanto casas típicamente «rurales» —con la entrada a través del patio—, se distinguían de las casas «señoriales» de la Edad del Bronce, con sus habitaciones en torno a un patio central. Véase H. Weippert, Palastina, 1988, 393ss. Sin embargo, ese tipo de casa no se puede considerar como típicamente «israelita», puesto que también hay ejemplos de esa forma de construcción en TransJordania. Las tinajas para guardar provisiones, que frecuentemente se consideran una innovación de la cultura de principios de la Edad del Hierro, se asocian más bien con las tradiciones de finales de la Edad del Bronce. Véase E. Otto, Geschehen, 1983, 71; V. Fritz, Conquest, 1987, 96. Y otro tanto se puede decir sobre la técnica de construcción de cisternas impermeables. 9. Término empleado por H. 'Weippert, Palastina, 1988, 334; 415-417, con referencia a desarrollos semejantes durante la fase no urbana entre principios y mediados de la Edad del Bronce. L. E. Stager denomina ese mismo fenómeno con los conceptos de «descentralización» o «ruralización» (Biblical Archaeology, 1985, 85). 10. Véase la discusión que se produjo entre renombrados arqueólogos y expertos en el Antiguo Testamento durante el Congreso de Jerusalén en abril de 1984, y que se reproduce en Biblical Archaeology Today, 1985, 16-95.

11. Véase la presentación de M. Weippert, Landnahme, 1967, 51-59. La destrucción de Jericó (Jos 6) y la toma de Ai (Jos 8) están claramente falsificadas, desde el punto de vista arqueológico. Cuando el grupo del éxodo entró en la tierra, Jericó llevaba ya tres siglos —y Ai, catorce— en ruinas. Además, poco después de la destrucción de Jasor (Estrato XIII), se disolvió el asentamiento; la colina fue visitada en ocasiones por tribus nómadas (XII) y más tarde fue sede de un modesto asentamiento (XI), antes de que Salomón construyera una fortaleza (X). Y lo mismo se puede decir sobre la destrucción de Laquis. Todo habla claramente contra una ocupación israelita. Por otra parte, las fechas de las destrucciones se prolongan por un período de por lo menos cincuenta años y difícilmente se debieron a una única causa (véase V. Fritz, Conquest, 1987, 90s.). En parte, después de la destrucción, la primitiva población de las ciudades continuó la tradición de finales de la Edad de Bronce (por ejemplo, en Meguido, en Bet-Seán, en Tell Bet Mirsim); sólo en raras ocasiones se produjo una reconstrucción que, al mismo tiempo, significaba un cambio cultural (por ejemplo, en Betel y, quizá en parte, en Tell Bet Mirsim; véase H. Weippert, Palastina, 1988,356366), como debería ser la regla según el modelo de invasión. De ahí que la presentación de la conquista de la tierra, de acuerdo con los presupuestos bíblicos, sea totalmente rechazable. Si bien es verdad que los antiguos arqueólogos israelitas aún defienden esa postura, los más jóvenes la rechazan de plano. Véanse los puntos de discusión en Biblical Archaeology, 1985, y en I. Finkelstein, Archaeology, 1988, 352. 12. Véase A. Alt, Landnahme, 1959, 121ss.; Erwágungen, 1959, 139ss. Para la discusión de posturas más antiguas, véase M. Weippert, Landnahme, 1967, 14-51. 13. Véase H. Weippert, Palastina, 1988, 401s.; 416s.; V. Fritz, Conquest, 1987, 98; B. Halpern, Emergency, 1983, 81ss., y toda una serie de arqueólogos israelitas, como Y. Aharoni, Land, 1984, 194ss.; M. Kochavi, Biblical Archaeology, 1985, 58; I. Finkelstein, o. c, 1988, 82, etc. 14. Por ejemplo, Hirbet el-Msas (Estrato IIIB), Tell es-Sebá' (IX), Tell der 'Allá (A y B); Jasor (XII); Dan (VI)'. Véase H. Weippert, Palastina, 1988, 402.

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vecinos de las ciudades, ellos mismos cultivaban la agricultura, en caso de necesidad1S. Por otra parte, el modelo de infiltración deja sin resolver dos cuestiones: primero, no explica la procedencia de esos grupos de nómadas16, ya que no se puede sostener la concepción del desierto como una «inagotable reserva de pueblos», e incluso se ha podido demostrar que, a finales de la Edad del Bronce, el Néguev estaba absolutamente deshabitado; y en segundo lugar, no explica la razón por la que los nómadas habrían buscado de repente una vida plenamente sedentaria, siendo así que, de todos modos, ya estaban integrados en la sociedad civil17. La segunda dificultad con la que choca el modelo de infiltración es la plena continuidad —probada por la arqueología— entre la cultura material de las colonias de principios de la Edad del Hierro y la tradición palestinense de finales de la Edad del Bronce. El dato excluye prácticamente cualquier suposición de que los infiltrados fueran unos advenedizos. De ahí que V. Fritz se vea obligado a asumir que los nómadas israelitas llevaban mucho tiempo en estrecho contacto con la cultura urbana de la población cananea, antes de pasar a la vida sedentaria' 8 . Por consiguiente, no se puede hablar de «una nueva inmigración», ya que hasta los mismos «pastores israelitas» formaban parte ya desde muchísimo tiempo —si no desde siempre— de la población cananea de Palestina19. Pues bien, los descubrimientos arqueológicos y los nuevos datos sobre el modo de vida de los antiguos nómadas no dejan la menor duda de que los grupos que constituían el primitivo Israel pertenecían desde mucho antes a la sociedad palestinense. En ese caso, cobra un atractivo especial el «modelo de revolución» introducido por G. E. Mendenhall y reelaborado por N. K. Gottwald, que se inclina a explicar el origen de Israel no como 15. Para un estudio sobre los antiguos nómadas cuidadores de ganado, véase C. Westermann, Génesis Í2-S0, 76-81; C. J. H. de Geus, Tribes, 1976, 124-133; Communities, 1984, 209-212; N. K. Gottwald, Tribes, 2 1981, 433-436; N. P. Lemche, Early Israel, 1985, 95-163; M. Kockert, Vátergott, 1988, 60s.; 116-127. M. B. Rowton caracteriza justamente el nomadismo del Medio Oriente antiguo, en contraposición al de Asia Central, como «nomadismo cerrado» de una «sociedad dimórfica». También N. Lohfink piensa que el problema del nomadismo es el talón de Aquiles del modelo de infiltración {Anfánge, 1985, 178). Véase igualmente H. Engel, Abschied, 1983, 43s. Por su parte, H. Donner (Geschichte, 1986, 124), al adherirse al modelo de A. Alt, sólo lo puede hacer a costa de un concepto deslavazado de «nómadas», que cobra las connotaciones de «cazadores, recolectores, criadores de ganado menor, agricultores pendencieros, caldereros ambulantes, gitanos, fugitivos de las ciudades, y otras muchas cosas»; es decir, para Donner, «nómadas» son sencillamente los «no sedentarios, en contraposición a los sedentarios» (o. c, 49). 16. L. E. Stager calcula que, en la Edad del Hierro, la población de las aldeas del macizo central debía de estar en torno a las cuarenta mil personas (Biblical Archaeology, 1985, 84). 17. La ¡dea de H. Donner (Geschichte, 1986,47) de que la tierra civilizada era para los nómadas «objeto de sus inconfesables deseos y de pura codicia» es una apreciación romántica y totalmente falsa. Numerosos estudios etnológicos han demostrado convincentemente que tuvo que haber razones de peso para que los nómadas se vieran obligados a abandonar su modo de vida. Véase P. Lemche, Early Israel, 1985, 136-147. 18. Conquest, 1987, 98, donde denomina ese modelo mixto «hipótesis de una simbiosis». 19. De modo semejante piensa E. Orto, Geschehen, 1983, 72; y de una manera explícita lo afirma R. Oppermann, Rebellionsthese, 1986, 95s.

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una «conquista de la tierra» por grupos venidos del exterior, sino, más bien, como un proceso revolucionario que estalló en el propio seno de la sociedad cananea hacia finales de la Edad del Bronce. Según ese modelo, ciertos grupos de marginados sociales (¡pabiru), en unión con los campesinos y los pastores asalariados, se levantaron contra la aristocracia dominante en las ciudades y crearon por su cuenta una sociedad tribal igualitaria, al margen de la estructura feudal20. Pero también este modelo encuentra algunas dificultades. Ante todo, la convicción con que las posteriores generaciones israelitas afirman que no son autóctonos de Canaán (Gn 12,lss.; Jos 24; Am 9,7, etc.)21. Por más que ese argumento pierde fuerza, si se supone que es precisamente ese modelo el que ofrece el fundamento sociológico más sólido para las experiencias de un grupo errante como el del éxodo que, según el «modelo de revolución», contribuyó decisivamente a reforzar el movimiento subversivo que posteriormente se extendió a todo Israel en su confrontación con «Canaán», como se describe en Jue 5 —aún en tiempos pre-monárquicos— y más tarde, ya en plena monarquía, en el exclusivismo de la teología deuteronómica. Otra dificultad se plantea desde el punto de vista de la innovación arquitectónica que supone la construcción de casas «de tres o cuatro habitaciones»22. En mi opinión, ese argumento apenas tiene consistencia, ya que el modo de construcción difícilmente supone una diferencia étnica de los nuevos colonos, sino que se explica perfectamente por la mera funcionalidad de una «casa de labranza» o de un «cortijo», o sencillamente por las exigencias de la nueva situación económica23. Una objeción de más peso es la que se funda en la ausencia de documentación inequívoca, tanto en las Cartas de Tell el-Amarna como en el propio Antiguo Testamento, sobre una revuelta del campesinado para conseguir sus libertades24. El testimonio de la arqueología, basado en la excavación de asentamientos no fortificados, más bien parece contradecir la tesis de una revolución social violenta25. Por tanto, la solución más aceptable parece ir en la línea de una transformación del modelo de «revolución» en un modelo de «evolución» o, como proponen —aunque con sus propias variantes— C. H. J. de Geus26,

20. Véase G. E. Mendelhall, Conquest; N. K. Gottwald, Tribes, 1981, 401ss.; 474ss.; 489ss. Para una discusión de las tesis anteriores, véase M. Weippert, Landnahme, 1967, 59ss.; sobre las hipótesis más recientes, véase R. Oppermann, Rebellionsthese, 1986; H.-W. Jüngling, Gesellschaft, 1983, 59ss. 21. Véase M. Weippert, Landnahme, 1967, 102s., etc. 22. Según V. Fritz (Conquest, 1987, 97), esa realidad confirma el carácter indiscutible del modelo. 23. En dichas casas se entraba por el patio, donde se podía guardar los animales, los aperos de labranza y las provisiones. Las personas y los animales vivían «bajo el mismo techo»; véase H. Weippert, Palástina, 1988, 394ss. Pero en los asentamientos había, igualmente, otras muchas construcciones que no se pueden encuadrar en esa categoría específica. 24. Véase H.-W. Jüngling, Gesellschaft, 1983, 63, y la discusión en torno a los documentos de Tell el-Amarna en N. K. Gottwald, Tribes, 2 1981, 398-409; 474-483. El propio Gottwald confiesa: «No encontramos una clara articulación de un movimiento social igualitario, en confrontación directa con el sistema feudal de Canaán» (406). Y lo mismo se puede decir de los pasajes bíblicos que el autor analiza en pp. 503-558. 25. Así lo afirma, con razón, J. A. Callaway, Biblical Archaeology, 1985, 75. 26. Tribes, 1976,164ss.; Communities, 1984,216ss. De Geus carga el acento sobre el

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N. P. Lemche27 y L. E. Stager28, de «desviación». Según esa nueva hipótesis, al clima de inseguridad política se sumó principalmente la quiebra económica de las ciudades de finales de la Edad del Bronce. Eso fue lo que impulsó a la masa de asalariados —campesinos, pastores, e intrusos (habiru), decididos a no soportar por más tiempo una situación que había desembocado prácticamente en la miseria—- a tratar de liberarse del cerco de influencia de la ciudad, creando una nueva base económica de vida, mediante una explotación agrícola de las regiones montañosas y comarcas circundantes29. En conexión con esa idea, L. E. Stager ha propuesto una teoría que pretende explicar por qué los nómadas habrían participado también en ese cambio social. La fuerte recesión del comercio que, según los datos arqueológicos, se produjo a finales de la Edad del Bronce privó a los pueblos nómadas de una de sus principales fuentes de ingresos, de modo que se vieron en la necesidad de dedicarse plenamente a las faenas agrícolas30. Con las categorías de este modelo se explica por qué muchos asentamientos de finales de la Edad del Bronce —por ejemplo, Hirbet el-Mías— se remontan con toda probabilidad a una cultura nómada, mientras que otros —como Ai, o Hirbet Raddaná— son indiscutiblemente de carácter agrícola31. Así que el proceso de «desurbanización» que se deduce de los testimonios arqueológicos es lo que mejor puede explicar el origen de Israel en la línea del modelo de «desviación». La desestabilización de la soberanía egipcia en Palestina, unida al consiguiente debilitamiento político-económico de las ciudades cananeas, impulsó a grandes contingentes de las clases sociales más deprimidas y a los grupos que vivían en la marginación social a abandonar los centros urbanos, para establecer sus propias bases económicas y una organización política independiente en regiones montañosas y desérticas, apartadas del control político de la ciudad. Precisamente esa población de campesinos y pastores, que había logrado liberarse de la sumisión a la aristocracia ciudadana, fue la que constituyó el núcleo del sistema de las doce tribus de «Israel». Pues bien, en ese proceso social de alternativa y de liberación es donde irrumpió confctoda fuerza el grupo del éxodo. Con sus tradiciones religiosas de liberación, colaboró sustancialmente a estimular e incluso a canalizar ese proceso y a instaurar un nuevo orden social, significado de los instrumentos de hierro para el cultivo de la tierra, aunque eso es más bien dudoso. Véase N. P. Lemche, Early Israel, 1985, 428. 27. Early Israel, 1985, 41ss., especialmente 427-432. Lemche, en clara oposición a Gottwald, emplea el concepto de «Evolutionary Israel», aunque reconoce la semejanza entre su propio modelo y el de Gottwald (432). 28. Véase Biblical Archaeology, 1985, 85s., donde el autor aboga por el término «ruralización», en lugar de «revolución». 29. Véase N. P. Lemche, Early Israel, 1985, 431. 30. Biblical Archaeology, 1985, 85. No cabe duda de que una de las razones que llevó a los pueblos nómadas a transformarse en sedentarios fue su progresiva depauperación, como se puede probar por la etnología. Véase N. P. Lemche, Early Israel, 1985, 143s. 31. Ésa es la opinión del arqueólogo J. A. Callaway, Biblical Archaeology, 1985, 73.

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que aseguró a los pobladores de la montaña una vida plenamente libre durante más de un siglo. 2.3.1. Organización antijerárquica del Israel de las doce tribus La organización del grupo de campesinos y pastores emancipados que habían fijado sus asentamientos en las regiones montañosas de Palestina se puede considerar, hasta cierto punto, como la contrafigura de la organización monárquica de las ciudades cananeas32. Uno de sus rasgos característicos era la descentralización de la vida comunitaria, que no conocía ninguna instancia suprema de naturaleza política. La autoridad extradoméstica era prácticamente inexistente; y los incondicionales vínculos de solidaridad de grupo, o un cierto control social del individuo, existían únicamente en el seno de las respectivas familias y, en menor grado, en el ámbito de la parentela. Al principio, las instituciones políticas no funcionaban más que a nivel local; sólo más tarde se extendieron también al conjunto de la tribu. Más allá de esos límites, las relaciones del grupo carecían de carácter institucional y su determinación se regía únicamente por el principio de libre disponibilidad. El modelo básico de organización era de carácter tribal, es decir, las relaciones sociales se establecían según un sistema escalonado de parentesco por línea paterna, basado en vínculos realmente genéticos o puramente convencionales33. Sólo los niveles más próximos al individuo, el de la familia exógama (bet 'ab) y el de parentela endógama (mispahá), eran de naturaleza genética. Si los parientes residían en un mismo sitio —como era habitual en el estrato agrícola de la problación—, esos dos niveles constituían el marco en el que se desarrollaba la actividad del individuo; de modo que cada miem32. Véase N. Lohkink, Anfánge, 1985, 178. Esa confrontación es aceptada cada vez con más claridad por diferentes autores, por ejemplo, W. Dietrich, Israel, 1979, 9-20; R. Albertz, Israel, 1987, 374; N. P. Lemche, Ancient Israel, 1988, 89; 102, etc. A partir de esa diferencia, R. Neu (Israel, 1986, 221) describe justamente el Israel pre-monárquico en los siguientes términos: «El nombre "Israel" es [...] la designación de una sociedad racial segmentada que, al margen de las formas jerárquicas cananeas, se define por categorías de parentesco». 33. Para las reflexiones siguientes, véanse las nuevas propuestas de W. Thiel, Entwicklung, 1980, 101-126; C. H. J. de Geus, Tribes, 1976, 133-150; N. K. Gottwald, Tribes, a 1981,233-292; N. P. Lemche, Ancient Israel, 1988, 92-98; Early Israel, 1985, 244290; R. Neu, Israel, 1986. Las incertidumbres se centran en torno al sentido de miSpahá (= «clan», «parentela»), término al que tanto Thiel (101) como de Geus (136-144) atribuyen una función determinante, mientras que Lemche cuestiona ese sentido (Early Israel, 1985, 269; 272) y, en su lugar —justamente, a mi parecer—, subraya el significado decisivo de bet 'ab (= «casa del padre», «familia»), término que, en su opinión, designa no sólo la familia en sentido estricto o incluso la parentela, sino que se extiende también al linaje concreto de un determinado individuo (o. c, 245ss.).

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bro podía contar con la solidaridad del grupo, mientras que éste, a su vez, exigía a cada uno un comportamiento solidario. La familia resultaba así una auténtica unidad económica, que disponía de sus propios bienes hereditarios (nahalá)34, mientras que la parentela sólo entraba en acción en casos especiales, como el matrimonio o la ejecución de la venganza de sangre (2 Sm 14,7). Una ocasión en que se exigía especial solidaridad por parte de los parientes más próximos era cuando una familia se encontraba en dificultades económicas (caso de obligación de rescate: Jr 32,6ss.; Rut 4; Lv 25,25ss.47ss.), o cuando un hombre moría sin descendencia masculina (matrimonio «levirático»: Gn 38; Dt 25,5-10; Rut 1 - 4). Lo que traduce esa costumbre es el esfuerzo por mantener los bienes familiares dentro del propio círculo de parientes. En cambio, en los dos niveles más amplios, o sea, la tribu {Sébet, matté) y la mancomunidad («Israel»), las relaciones de parentesco eran mucho más convencionales. La tribu se constituía por la unión política de diferentes parentelas de una región, para poder actuar en defensa de sus intereses3^. La pertenencia a una tribu era mucho más elástica. Una misma parentela podía pertenecer unas veces a una tribu, y otras veces a otra (cf. 1 Cr 7,37; 1 Sm 9,4)36, lo que hacía que la estructura misma de los grupos fuera claramente inestable. Una tribu podía dividirse en varias (Efraín, Benjamín; Manases oriental, Manases occidental) o, por el contrario, fundirse con otra (Simeón con Judá). Por consiguiente, las tribus eran fundamentalmente magnitudes regionales, como se deduce de la denominación originaria de muchas de ellas (Efraín, Neftalí, Benjamín, Judá). Su multiplicidad refleja, al menos en parte, la abrupta geografía de la montaña palestinense que, ya de por sí, favorecía la constitución de grupos políticos más bien reducidos. Una coalición suprarregional de tribus que, por encima de sus fronteras naturales, acabara en auténtica mancomunidajd debió de ser un fenómeno relativamente flexible. Pero, en todo caso, la razón por la que tantas familias de campesinos asalariados lograron crear una mancomunidad de ese tipo fue el deseo de conseguir y asegurar su libertad frente a las ciudades cananeas. , 34. Cf. 1 Re 21,2s.;Lv 25,23. 35. Actualmente, en virtud del material etnológico que permite hacer estudios comparativos, esa diferencia esencial entre, por una parte, bet 'ablmiSpahá y, por otra, Sébetlmatté se acepta unánimemente, en clara contraposición con las investigaciones anteriores. Véase W. Thiel, 1980, 105; C. H. J. de Geus, 1976, 133s. La gradación genética descendente que presentan Jos 7,14-18 y 1 Sm 10,19b-21aa es, sin duda, una construcción artificial. 36. Por ejemplo, la parentela de Salisá/Silsá que, según 1 Sm 9,4, pertenecía a Efraín (cf. 2 Re 4,42), se presenta en 1 Cr 7,37 como descendiente de Aser. Sobre la inestabilidad de las tribus, véase B. Lindars, Tribes, 1980, 99ss.

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•>*.AT 9,1981; Id., The Sacral Kingship,Numen.S 4,1959; Veijola, T., Die ewige Dynastie, AASF.B 193, 1975; Id., Verheifiung in der Krise, AASF.B 220, 1982; Waschke, E.-J., «Das Verhaltnis alttestamentlicher Überlieferungen im Schnittpunkt der Dynastiezusage und der Dynastiezusage im Spiegel der alttestamentlichen Uberlieferung»: ZAW 99 (1987) 157-179; Weiser, A., «Die Legitimation des Kónigs David»: VT 16 (1966) 325-354; Westermann, C , «Das sakrale Kónigtum in seinen Erscheinungsformen und seiner Geschichte», en Id., Forschung am Alten Testamment. Gesammelte Studien II, TB 55, 1974, 291-308; Id., «Zum Geschichtsverstandnis des Alten Testaments», en H. W. Wolff (ed.), Probleme biblischer Theologie, 1971, 611-619; Whitelam, K. W., Thejust King, JOSOT.S 12, 1979; Winfried, B., «Kónigsdogma», en LA III, 1980, 485-494.

de Yahvé» (1 Sm 18,7; 25,28); pero más tarde, sobre todo a partir de su victoria sobre los filisteos, resulta absolutamente imposible, aun con la mejor voluntad del mundo, interpretar la actividad bélica de David en la línea de las «guerras de liberación» propias del tiempo pre-monárquico. En realidad, sus ambiciosas campañas de conquista carecían prácticamente de todos los elementos característicos de aquellos primitivos combates, es decir, la prolongada situación de emergencia, la voluntariedad del alistamiento, la solidaridad creada por un carismático y la limitación de los objetivos de guerra a conjurar el peligro 1 . David podía disponer de su ejército profesional en cualquier momento y para cualquier empresa, y no necesitaba el consenso de la población; lo único que pretendía era someter pueblos y más pueblos, ejercer el control sobre las rutas comerciales, disponer de depósitos de materias primas e imponer trabajos forzados a los vencidos (2 Sm 8,1-15; 10,1-19; 12,26-31). Para David, la guerra era un instrumento político de poder en manos del rey2. Por eso, es difícil considerar sus campañas como una actuación de Yahvé en favor de su pueblo. A partir de David ya no fue posible legitimar la figura del rey como el liberador enviado por Dios. En esa situación, se creó un vacío teológico que trataron de colmar los teólogos de corte —tal vez, profetas como Natán y Gad, o sacerdotes de la línea oficialista como Sadoc y Azarías— con una legitimación más bien novedosa y ajena a la religión yahvista, que seguía fielmente los cauces de la teología monárquica elaborada en los círculos religiosos y culturales del Medio Oriente. 3.2.1. Teología monárquica de los sucesores de David Casi todos los testimonios que poseemos sobre la teología monárquica en Israel proceden del ámbito de la dinastía davídica3. Sobre el posterior reino del norte apenas existen documentos, por lo que no será objeto de consideración en este estudio4. Personalmente, parto

La religión yahvista de época pre-monárquica no preveía una legitimación del poder político permanente. Por eso, cuando se trató de legitimar la monarquía desde una perspectiva religiosa se plantearon considerables problemas teológicos. Si la monarquía de Saúl aún se podía legitimar en el marco de un liderazgo carismático durante las guerras de liberación, ese molde interpretativo tradicional no podía aplicarse en los casos de David y de Salomón. Es verdad que algunos teólogos de corte atribuyeron a las escaramuzas de David —al menos a las de sus,primeros tiempos— el carácter de «guerras

i. Cf. P . 151. 2. Sobre esta diferencia esencial entre las guerras pre-monárquicas y las del tiempo de la monarquía, que incluso se materializa en un tipo distinto de presentación, véase J. Kegler, Geschehen, 1977, 289ss.; R. Albertz, Schalom, 1983, 20ss. (2.3). 3. Los testimonios son, sobre todo, los salmos reales contenidos en el salterio (Sal 2; 18; 20; 45; 72; 89; 101; 110; 132; 144,1-11) y el relato de 2 Sm 7. 4. A pesar de todo, cf. pp. 259s.; 275s. De momento, baste notar que la contraposición entre una monarquía dinástica en el sur y una monarquía carismática en el norte, como pretende A. Alt (Kónigtum, 1953), parece exagerada, desde el punto de vista de la investigación actual (véase T. Ishida, Dynasties, 1977, 171ss.; L. Schmidt, Kónig, 1982, 73ss.). Por otra parte, las claras diferencias de autocomprensión político-religiosa que caracterizan a ambos reinos no son realmente pertinentes. «

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del supuesto de que la teología monárquica en torno a la figura de David tomó forma, al menos en sus grandes líneas, a partir de Salomón, aunque eso no implica que la entera colección de salmos reales provenga de esa época. Cuando Israel asumió el régimen de monarquía, la institución llevaba ya bastantes siglos de existencia en el Medio Oriente, donde tenía claro sentido religioso. En la Antigüedad, «monarquía» significaba una «realeza sagrada», con todo género de implicaciones cúlticas y teológicas5. Aunque con sus naturales diferencias, el mundo oriental consideraba al rey como el representante en la tierra —más o menos directo— de la divinidad, como creatura especial de Dios, hijo de Dios, imagen de Dios, e incluso como auténtico y verdadero Dios6, que imponía la autoridad divina en el mundo y mantenía el orden interno establecido por Dios. El rey era el garante supremo de la subsistencia del Estado 7 . Por eso, nada tiene de extraño que, apenas establecida en Israel, la institución monárquica empezara a desplegar su propio dinamismo histórico-religioso, hasta el punto de relegar a un segundo plano las grandes tradiciones yahvistas de carácter antijerárquico. La legitimación religiosa de la monarquía, tal como la formularon los teólogos de la corte davídica a la luz de la teología monárquica que impregnaba el ambiente contemporáneo, establecía una íntima vinculación de carácter personal y de orden casi creativo entre Yahvé y el rey, que elevaba a este último por encima de todo ser humano y lo situaba en la más estrecha cercanía a la divinidad. El propio Yahvé le había engendrado (yalad: Sal 2,7; 110,3)*, le había proclamado su hijo (ben: Sal 2,7; 2 Sm 7,14) y su primogénito (bekor: Sal 89,28), le había hecho su «mano derecha» {'isyamín: Sal 5. Véase The Sacral Kingship (Actas del Congreso Internacional sobre Historia de las Religiones, Roma 1955), 1959. Sobre este punto, véanse H. Frankfort, Kingship, 1978; K.-H. Bernhardt, Kónigsideologie, 1961, 67ss., revisión crítica de la concepción demasiado genérica de la «Ritual Pattern School» («Escuela del modelo ritual»); H. Rmggren,Religionen, 1979, 46ss.; lOOss.; 160ss.; 240ss.; M.-J. Seux, Kónigtum, 1980-1983; B. Winfried, K6nigsdogma, 1980; E. Blumenthal, Kónigsideologie, 1980; C. Westermann, Kónigtum, 1974. 6. Una divinización del rey, en Mesopotamia, no aparece más que en las dinastías de Acad, Ur III Isin y Larsa; posteriormente, sólo se dan algunos indicios esporádicos (véase M.-J. Seux, Kónigtum, 1980-1983, 171s.). Por el contrario, en Egipto, ya desde el Imperio Antiguo, el rey se consideraba como la encarnación del dios Horus, aunque ese carácter divino sólo se aplicaba a la función regia. El rey reinante, en cuanto hijo de Ra, el dios-sol, era un semi-dios, y siempre responsable ante su padre; sólo a su muerte se identificaba con la esencia del dios Osiris (véase B. Winfried, Kónigsdogma, 1980, 487ss.). 7. Así reza, por ejemplo, la teología de las inscripciones reales del antiguo imperio babilónico. Véase R. Albertz, Frómmigkeit, 1978, 141ss. (2.4). 8. El texto masorético está tremendamente deteriorado. Yo sigo la conjetura normalmente aceptada en los comentarios: «En las montañas sagradas [en el atrio sagrado] te di a luz (yeladtika, véase el texto de los LXX) como a rocío del seno de la aurora».

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80,18; cf. Sal 110,1), le había exaltado (qum, en hifil9: 2 Sm 23,1), y le había entronizado a su diestra (Sal 110,1); de modo que el rey hasta podía llevar el título de «dios» {'elohim-. Sal 45,7) 10 . Siempre se ha subrayado con insistencia que Israel, en contraste con Egipto, nunca reconoció una «realeza divina», sino que más bien consideró al monarca como hijo adoptivo de Yahvé". Con todo, las diferencias no eran tan marcadas 12 . Desde luego, no se puede negar que, en Israel, la teología monárquica tuvo cierto reparo en identificar plenamente al rey con Yahvé, sin duda porque aún tenía fuerza la idea de la trascendencia de Yahvé, heredada de los primeros tiempos. Pero también es cierto que la concepción israelita de la filiación divina poseía un claro componente físico {yalad = «engendrar»: Sal 2,7; 110,3) y hasta una dimensión mítica (Sal 110,3; cf. Ez 28,13) 13 . Por otra parte, si se tiene en cuenta el influjo indiscutible de Egipto en el ritual judío de la coronación 14 , es lógico interpretar los textos de Sal 2,7 y Sal 110,3 en línea análoga a la concepción egipcia del nuevo nacimiento del rey en su entronización^. El hecho de que en las narraciones sobre la subida de David al trono se considere como sacrosanto al «ungido de Yahvé» {mesíah

9. En vez del «hophal», léase con el manuscrito Q el «hiphil» heqim 'el[yón¡ («al que exaltó Elyón», «enaltecido por Elyón»), Véase J. A. Soggin, Beitrag, 1972, 24, nota 2. 10. Los LXX traducen theós («dios»). Véase igualmente la expresión 'elgibbor («dios guerrero», «dios poderoso», «héroe divino»: Is 9,5), como uno de los títulos reales que se aplican al rey-salvador que, según la profecía, ha de llegar en el futuro. 11. Véase G. von Rad, Kónigsritual, 209; M. Noth, Gott, '1966, 221s.; K. H. Bernhardt, Kónigsideologie, 1961, 263s.; 281ss.; T. N. D. Mettinger, King, 1976, 259-267. Por su parte, H. Frankfort piensa que a la monarquía israelita, en contraposición a la monarquía egipcia y a la sumero-babilónica, hay que atribuirle un carácter casi secular (Kingship, 1978, 341). Por otro lado, T. N. D. Mettinger aduce el término hayyom («hoy») y el lenguaje de carácter performativo como fundamento exegético para interpretar Sal 2,7 en sentido de «fórmula de adopción» (King, 1976, 261). Pero el lenguaje de «nacimiento», o de «generación», y el hecho de que en Israel no había costumbre de adoptar (véase H. Donner, Adoption, 1969,104-114) no conceden mucha probabilidad a esa hipótesis (así piensa también J. J. M. Roberts, Defense, 1987, 391 [3.1]). B. Lang descubre en el texto un carácter apologético (Kónig, 1988, 39ss.). 12. Incluso en Egipto, el rey permanecía de por vida sometido a los dioses. Véase E. Blumenthal, Kónigsideologie, 1980, 528. 13. El texto de Ez 28,llss. pone al rey de Tiro en relación con el primer hombre, cuando aún tenía acceso al jardín de los dioses. En 28,14, según el difícil texto hebreo, se le identifica con «un querube», o sea, un ser de la propia corte divina. Véase T. D. N. Mettinger, King, 1976, 269ss.; B. Lang, Kónig, 1988, 52ss. 14. Véase G. von Rad, Kónigsritual, 207ss. El «decreto», tanto hoq en Sal 2,6 como 'edut en 2 Re 11,12, se puede interpretar en analogía con el acta real egipcia. Igualmente, Is 9,5 refleja la concesión de nombres regios, que jugaban un papel de primer orden en la teología monárquica de Egipto. También J. J. M. Roberts presta especial atención al influjo egipcio (Defense, 1987, 392 [3.1]). 15. Véanse M. Gorg, Wiedetgeburt, 1970,420s. y el mito egipcio del «nacimiento del rey-dios (RT, 56).

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Yhwh)' es una indicación bien clara de que, ya en los mismos comienzos, se ensalzó al rey, incluso físicamente, por encima del común de los mortales. Ahora bien, comoquiera que se interprete en concreto la asociación entre Dios y el rey17, lo importante es que la teología davídica expresa una relación excepcional entre el rey y Yahvé que, por lo pronto, no se ajusta a los cánones tradicionales de la relación entre Yahvé e Israel. Igual que David no se sentía dependiente del dictado de las tribus en el ejercicio de su poder, la monarquía davídica se construyó su propia base teológica sin ajustarse a ningún principio de tradición. El testimonio más evidente, desde el punto de vista literario, es la llamada «profecía de Natán» (2 Sm 7; Sal 89,20-38; cf. Sal 132,1 lss.), por la que Yahvé confirma a la monarquía davídica sus pretensiones de poder y le promete una duración eterna.

tras que otros las retrasan hasta finales del exilio21. A consecuencia del detallado análisis de L. Rost, se pensó durante mucho tiempo que la piedra angular de la promesa dinástica eran los vv. 11b y 16, estilísticamente independientes, pero que contienen el núcleo de la profecía22. En cambio, la investigación actual considera esos versículos como fruto de una reelaboración posterior23. Es decir, se puede distinguir una antigua promesa hecha a Salomón (vv. 12-15*) y una posterior promesa dinástica (vv. 11b.16); pero eso presupone una interpretación del término zerá' («semilla», «descendencia») del v. 12 en un sentido individualista que, por lo menos, es poco habitual24. Si además, como pretende T. Veijola, se atribuye esa promesa a la escuela deuteronomista, que la habría compuesto después de la desaparición de la dinastía davídica25, se caerá por necesidad en toda clase de aporías tanto de orden religioso como literario26.

16. Cf. 1 Sm 24,7.11; 26,9.11.16.23; 2 Sm 1,14.16 y la petición que Joab hace a David en 2 Sm 21,17, de que no salga él mismo a la batalla, «para que no apagues la lámpara de Israel». 17. Tras las diferentes valoraciones que ofrece la investigación se esconde un problema metodológico, a saber, si en la interpretación de la teología monárquica de Israel hay que dar la primacía a los salmos reales o a la tradición narrativa. Contra la interpretación demasiado amplia que de esos salmos da la «Escuela del modelo mítico y ritual», M. Noth (Gott, '1966, 208) y K. H. Bernhardt (Kónigsideologie, 1961, 82ss.) insisten en la primacía de la tradición narrativa. Por su parte, T. N. D. Mettinger (King, 1976, 102-105) intenta una síntesis de las dos posturas mediante una asociación de los salmos reales con el «estilo de corte», lo que le lleva a interpretar literalmente sus contenidos. Pero de ese modo las rupturas y correcciones críticas que al cabo de un siglo iban a provocar en Israel un permanente conflicto con la teología monárquica oficial se convierten por anticipado en características de esa teología. Por otra parte, si se tiene en cuenta que, en Israel, la teología monárquica fue siempre objeto de encendida polémica, habrá que suponer que la concepción de los teólogos de corte era mucho más amplia de lo que permiten suponer los pocos salmos reales que se nos han transmitido por la tradición. 18. Véase L. Rost, Überlieferung, 1965,159ss.; T. Veijola, Dynastie, 1975, 68ss.; M. Gorg, Gott, 1974, 178ss; T. N. D. Mettinger, King, 1976, 48ss.; R. Bickert, Geschichte, 1979, 17s. y el resumen que ofrece del estado de la investigación. 19. Véase S. Henmarm, Kónigsnovelle, 1953-1954,57s.; M. Noth,Davtd, J 1966, 337 (donde se desdice de sus manifestaciones anteriores en Überlieferungsgeschichtliche Studien, '1967, 64s.); E. Kutsch, Dynastie, 1961, 139ss.; 150, que detecta un elemento más antiguo sólo en el v. 11b, mientras que considera el v. 13a como más reciente. 20. Así piensan M. Noth, David, '1966, 345, y T. N. D. Mettinger, King, 1976, 60 (este último, por lo que respecta a lo que él designa como «documento salomónico»).

21. Por ejemplo, T. Veijola (Dynastie, 1975,73ss.) atribuye los vv. 11b.13.16.18-21.2529 a la redacción deuteronomística, mientras que, para él, los vv. Ib.lia.22-24 procederían de una redacción un tanto posterior (DtrN), que habría combinado dos oráculos más antiguos (w. la.2-5* y vv. 8a.9a.12.14s.17). R. Bickert (Geschichte, 1979, 17s.) divide casi todo el texto entre DtrP, DtrN y «una adición de carácter marcadamente post-deuteronomístico» (vv. 11b.16.18-21.25.29). Sólo los vv. la.2s. son, en su opinión, pre-deuteronomísticos, y podrían haber sido introducidos como transición narrativa entre 2 Sm 6 y 2 Sm 7. 22. L. Rost, Überlieferung, 1965, 169-174. Hay que notar que el v. 11b, aunque está dentro del discurso directo de Dios, pasa a la tercera persona y, en contraste con la situación inicial de comunicación (vv. 4ss.), es parte del relato en el que Natán transmite a David el mensaje de Dios. En el texto masorético, el v. 16, a diferencia de los vv. 12-15, está en estilo directo. Las variantes textuales que ofrecen la traducción de los LXX y el texto de 1 Cr 17,10b.15 son testimonio de un esfuerzo por suavizar la redacción o, quizá, conscientes desviaciones teológicas. Cf. pp. 756s. 23. Por ejemplo, T. Veijola (Dynastie, 1975, 73ss.) los atribuye a la redacción deuteronomística, mientras T. N. D. Mettinger (King, 1976, 56ss.) los considera como parte de lo que él llama «redacción dinástica» (vv. 3*.8-9b.llb.l4b-15.16 [texto masorético].18-22a.2729), que proviene de una época posterior al año 926 y que, posiblemente, fue obra del autor del relato de la subida al trono. Por su parte, R. Bickert (Geschichte, 1979,17) los encuadra en una reelaboración deuteronomística posterior. 24. T. Veijola (Dynastie, 1975, 70, nota 14b) da «una preferencia absoluta» al sentido individual de zerá', sin aducir ninguna razón para su postura. T. N. D. Mettinger (King, 1976, 53) presenta dos textos (Gn 4,25; 1 Sm 1,11) en favor de una posible interpretación individualista; pero en modo alguno son testimonios evidentes. Por su parte, la expresión «nacida de tus entrañas» no indica más que una procedencia biológica, sin determinar en absoluto el sentido individual del término zerá'. En cuanto a la promesa contenida en el v. 14a, es válida en cualquier caso —según los principios de la teología monárquica davídica— para todo monarca que suba al trono (cf. Sal 2,7; 89,27). Igualmente, la expresiones de los vv. 14b-15 pueden referirse a la entera descendencia de David (cf. Sal 89,31-33). Sólo el v. 13 relaciona con Salomón el término zerá' del v. 12. Pero eso, como demuestra la repetición del v. 12b en el v. 13b, es una adición probablemente deuteronomística (cf. 1 Re 5,19; 8,19). Sólo la redacción «cronista» aplica expresamente a Salomón la profecía de Natán (cf. 1 Cr 17,11.14). Cf. pp. 756s. 25. Dynastie, 1975, 73ss.; 136s. 26. Es decir, no se puede entender, en primer lugar, por qué no sólo la historia deuteronomista sino también el Deuteroisaías pudieron hacer referencia a esa promesa, transformándola en elemento de esperanza (véase E.-J. Waschke, Verhaltnis, 1987,175; 178s.; 405s.; 446). Y en segundo lugar, tampoco se entiende por qué la historia deuteronomista —excepto 1 Re 2,24ap— se refiere a esa promesa con unas formulaciones totalmente distintas (1 Re 2,4; 8,25; 9,5). Cuando Veijola, en virtud de su propia hipótesis, tiene que explicar Sal 89 y Sal 132 como «salmos de influjo deuteronomístico» (Dynastie, 1975, \36;Verhei/Sung, 1982,

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Como sucede con casi todos los textos fundamentales del Antiguo Testamento, la historia de la tradición de 2 Sm 7 es tan compleja, que todavía no se ha encontrado una organización literaria y una datación temporal unánimemente aceptada. En el aspecto literario, las opiniones abarcan desde la división en múltiples y complicados niveles18 hasta la más estricta unidad de composición". Y en cuanto a la datación temporal de las secciones más significativas, hay quienes las sitúan en tiempos de Salomón20, mien-

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Ante esas incertidumbres sobre la interpretación de 2 Sm 7, lo mejor será empezar por los datos externos. Es indiscutible que en la historia de la sucesión dinástica de David, cuando se llega a la subida de Salomón al trono, Natán aún no conoce la profecía qu£ se le atribuye (cf. 1 Re l j H " 14.22-27). Habrá que pensar, por tanto, que cuando se compuso esa historia, aún no existía la promesa 27 . También es indiscutible que en Sal 89,2038, una lamentación colectiva de los primeros tiempos del exilio, y en el libro del Deuteroisaías (Is 55,3s.) se presupone la promesa dinástica. Por consiguiente, tuvo que originarse en algún tiempo entre esos dos períodos. Pues bien, desde el punto de vista histórico, en el episodio de la insurrección contra Atalía (2 Re ll,4ss.), hacia mediados del siglo ix, se puede percibir la pretensión de los descendientes de David al trono de Judá, fundada en motivos religiosos2". Por otra parte, es probable que ya en esa misma época se conociera la promesa dinástica, al menos en embrión. Se podría decir, por tanto, que la profecía de Natán (2 Sm 7,8-9.12.1415.[16]), que presupone una profunda crisis de la dinastía davídica (cf. vv. 14bs.), bien pudo componerse a mediados o, quizá, a finales de la época monárquica 29 . Ahora bien, teniendo en cuenta las alusiones de H. Gese30 y E.-J. Waschke31 a los estudios de crítica de formas de S. Herrmann 32 y M. Górg 33 , que detectan en los diálogos de las novelas egipcias entre Dios y el rey, en los que ambos se garantizan mutuamente reciprocidad de servicios34, un claro paralelismo estructural con Sal 132, mientras que en 2 Sm 7 se interrumpe bruscamente el paralelismo3^, quizá se pueda reconstruir un estadio 72ss.; 117s.), la explicación es poco convincente. En realidad, esos salmos representan una teología monárquica perfectamente compacta; sólo se pueden encontrar algunos retoques deuteronomísticos en Sal 89,31-33 y en Sal 132,1 lb-13. Véase E.-J. Waschke, Verhaltnis, 1987, 172-174. 27. La referencia más bien críptica en 1 Re 2,24ap aparece así como secundaria. 28. Véase E.-J. Waschke, Verhaltnis, 1987, 162. 29. En los w . 8.15 la formulación de la promesa supone la historia de la subida al trono ya «proféticamente reelaborada» (cf. 1 Sm 16,1-13; 28,15s.; cf. también 18,13). Por su parte, L. Rost (Überlieferung, 1965, 174s.) había situado la composición de 2 Sm 7,811a.12.14-17 poco después de la caída del reino del norte (722). La observación de E.-J. Waschke {Verhaltnis, 1987, 1£7) de que en Sal 2,7 y Sal 89,27 se reelabora en clave de «fórmula de la Alianza» la filiación divina del rey, prometida nominalmente en 2 Sm 7,14, apuntaría a una época un tanto posterior, por ejemplo, al reinado de Josías. 30. Davidsbund, 1984,118s. 31. Verhaltnis, 1987, 170ss. 32. Konigsnovelle, 1953-1954, 57ss. 33. Gott, 1974, 235ss. 34. E. Kutsch (Dynastie, 1961, 147s.) hace referencia a un lejano paralelismo con los relatos reales mesopotámicos sobre construcción de templos, en los que también aparece una atención recíproca entre el dios y el rey. Pero Kutsch sólo aplica ese paralelismo al conjunto narrativo de 2 Sm 6 y 7, y no a una reconstrucción de la profería de Natán. 35. No deja de ser curioso que en los vv. 4b-7 se rechace de un modo radical la construcción de un templo. En mi opinión, todo ese pasaje, que vuelve su mirada al Pentateuco y presupone ya la reelaboración sacerdotal —compárese el término miihán («habitar», «ne habitado») del v. 6 con Ex 25,9ss.—, sólo puede ser de principios del postexilio. En esa misma línea se mueven K. Rupprecht, Tempel, 1976, 66-78 (3.3) y F. Stolz, Samuel, 1981, 222. El paralelismo más estrecho se puede encontrar en Is 66,ls. La contraposición: «No eres tú el que me va a construir a mí una casa [un templo], sino que Yahvé te va a

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más antiguo de la promesa dinástica, en el que alienta el espíritu oriental de la «realeza sagrada». En Sal 132 se le pide a Yavé que recuerde el juramento que le hizo David de procurarle a él —simbolizado en el arca (vv. 6-8)— una morada digna de su nombre 36 . A lo que responde Yahvé renovando su propio juramento de vincularse por toda la eternidad con el templo de Jerusalén y con la dinastía de David, magnificando su dominio y dando lustre a su estirpe (vv. lla 37 .14-18) 38 . Al servicio cúltico que el rey ofrece a Dios, Yahvé responde —en línea con la teología oriental de la «realeza sagrada»— con toda clase de bendiciones políticas y económicas para la casa real. Es muy posible que la versión más primitiva de 2 Sm 7, de la que se conservan restos en vv. la.2-4a ... 11b ... 16, se hubiera originado con motivo del traslado del arca al templo (jebuseo) de Jerusalén39. En ese caso, el contexto vital de la primitiva promesa dinástica habría sido, como en Egipto, de naturaleza cúltica. Pero quizá sea posible reconstruir, a partir de 2 Sm 7,16, un estadio aún más antiguo de la tradición. Lo llamativo de ese versículo es que, a diferencia de todo el contexto, no está formulado como promesa de Dios —en primera persona—, sino de una manera impersonal (cf. Sal 89,37s.) y, en realidad, como un deseo: «Tu casa y tu reino durarán (ne'mán) eternamente en mi presencia (lifnay)40; tu trono se mantendrá firme por toda la eternidad (yihyé nakón 'ad-'olam)». Un deseo semejante aparece en 1 Re

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construir a ti una casa [una dinastía]» (vv. 5.11b), que se ha llamado núcleo temático del capítulo (por ejemplo, E. Kutsch, Dynastie, 1961, 139), no se desarrolla claramente en ninguna parte del texto (véase la postura crítica de M. Noth, David, '1966, 335) y es, a lo más, una mera reelaboración redaccional. 36. Ni en Sal 132 ni en 2 Sm 7,2 se habla aún de la construcción del templo. Eso podría reflejar uno de los estadios de la tradición cúltica de Jerusalén, que partía del hecho de que David siguió usando el templo jebuseo de la ciudad, una práctica radicalmente suprimida por el grupo de redactores deuteronómicos. Sobre este punto, cf. pp. 235s. 37. Los vv. 1 lb-13 son redacción deuteronomística. Véase E.-J. Waschke, Verhaltnis, 1987, 173. 38. Es un hecho que Sal 132,7 se interpretó en línea de la promesa dinástica, como lo demuestran los redactores deuteronomistas, que de ese texto dedujeron la llamada «promesa de la lámpara» (nir = «lámpara»), es decir, una forma de la profecía de Natán que, según ellos, conservaría su validez para la casa de David, aun después de la desintegración del imperio davídico-salomónico (cf. 1 Re 11,36; 15,4; 2 Re 8,19). Sobre este punto, cf. p. 503. 39. Esa misma opinión es la que mantiene F. Stolz, Samuel, 1981, 220. Son claras las correspondencias terminológicas del v. 11b y del v. 16 con 1 Sm 25,28 y 1 Re 2,24ap ('aéá báyit = «formar una casa»; báyit ne'emán = «casa estable»). El segundo pasaje es, ciertamente, una clara ampliación del relato de la sucesión dinástica, mientras que el primero quizá sea parte de una adición (1 Sm 25,28b-31a) al reelaborado discurso de Abigaíl en la narración de la subida al trono. De modo que esta forma de la profecía de Natán bien podría ser obra del redactor que fusionó las dos narraciones mediante 2 Sm 6. La fecha de composición podría situarse hacia mediados de la época monárquica. T. Veijola (Dynastie, 1975, 74) se inclina por atribuir los dos pasajes citados, además de 1 Sm 2,35 y 1 Re 11,38, al redactor deuteronomista, aunque quizá no sea demasiado estricto al pasar por alto las diferencias de formulación entre «formar ('asá) una casa» y «construir (baná) una casa»; pero eso no es más que una pura arbitrariedad. Sólo en 1 Sm 2,35, donde se prevé la elección de los sadoquitas (1 Re 2,26), se puede suponer una reelaboración por parte de los redactores deuteronomistas. 40. Léase con un manuscrito el sufijo de primera persona, en lugar del de segunda. Véase, además de 1 Re 2,45, también 2 Sm 7,16.26.29; Sal 89,37.

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2,45: «¡Bendito sea el rey Salomón, y el trono de David se mantenga firme ante Yahvé por toda la eternidad! {yihyé nakón lifné Yhwh 'ad-'olam)»M. Eso podría significar que la promesa dinástica no tenía, originariamente, nada que ver con Natán o con la actividad de los profetas cúlticos, sino que se habría derivado de los buenos deseos o felicitaciones' de la corte con motivo de la ceremonia de entronización (cf. 1 Re 1,37; Sal 45,7). Con todo, hay que reconocer que esas felicitaciones no eran de carácter puramente profano, sino que tenían fundamento en la peculiar relación del rey con Dios, como se deduce de la idea de que el trono del rey está directamente en la presencia de Dios (cf. 2 Sm 7,16cj.26.29; 1 Re 2,45; Sal 89,37). No cabe duda de que debió de ser bastante difícil integrar esa peculiaridad de la teología monárquica en la concepción que Israel tenía de Dios, como lo muestra la historia ulterior de la profecía de Natán. A finales de la época monárquica, se solía designar la peculiar relación entre Yahvé y el rey con los conceptos de «alianza» (berit: 2 Sm 23,5; Sal 89,4s.29.35.40; Is 55,3) y de «benevolencia» o «amor» {hésed: Sal 89,29.50; Is 55,3). Pero esa «alianza davídica» no tenía nada que ver, a pesar de la coincidencia terminológica, con la alianza entre Yahvé e Israel elaborada por la teología deuteronómica y deuteronomística. Ya en el propio salmo 89 se trata de un concepto autónomo, deducido directamente del dominio universal del rey del cielo42, y que es el fundamento decisivo de la confianza del pueblo (v. 50). Por el contrario, en 2 Sm 7 falta intencionadamente la idea de una «alianza davídica». En su lugar, se habla de «filiación divina» del rey, que se equipara a la relación de alianza (v. 14)43. La redacción deuteronomística del capítulo dio un paso más y enmarcó la promesa dinástica en un anillo de alusiones a la vinculación de Yahvé con Israel (vv. lb.10-lla.13.22b26) 44 . La «elección» de los descendientes de David y la garantía divina de estabilidad de su trono se convirtió de esta manera en un «caso marcadamente especial» de la alianza entre Yahvé e Israel (cf. vv. 24.26) 45 . A resultas de esa integración teológica, la escuela deuteronomística no presentó directamente la extraordinaria relación de Yahvé con la casa de David como alianza autónoma, sino que insistió en que la realización de la promesa dinástica dependía de la fidelidad de Israel a sus compromisos de alianza

41. Extrañamente, el deseo se pone en boca del propio Salomón. Es posible que los vv. 44s. sean una adición temprana al relato de la sucesión dinástica. De ese modo, estaríamos cerca del propio tiempo de Salomón. 42. Nótese la correspondencia del v. 15 con los vv. 25.34. Términos como hésed y 'émet, que preceden en el cielo al rey divino, se convierten por la benevolencia de Yahvé hacia David en realidades activas dentro de la historia. Véase T. N. D. Mettinger, King, 1976, 263; E.-J. Waschke, Verhaltnis, 1987, 170; 178. 43. A diferencia de la expresión nominal directa que aparece en Sal 2,7 (bení 'attá = «mi hijo eres tú») y en Sal 89,27 ('ahí 'attá = «mi padre eres tú»), la construcción verbal en 2 Sm 7,14 ('aní ehyé-lo le'ab wehú'yihyé-li lebén = «yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo») recuerda la llamada «fórmula de la Alianza» (cf. v. 4; Jr 11,4; Ez 11,20; etc.; en Os 1,9 aparece en negativo). Véase E.-J. Waschke, Verhaltnis, 1987, 167. La comparación del rey con Dios se transforma aquí en reciprocidad histórica. 44. En la delimitación del trabajo redaccional deuteronomístico sigo fundamentalmente a T. N. D. Mettinger, King, 1976, 51s. También es deuteronomística la predicción de que será Salomón el que construya el templo (v. 13). 45. Así lo intepreta, acertadamente, E.-J. Waschke, Verhaltnis, 1987, 167.

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que, en su mentalidad, obligaban también al rey (1 Re 2,4; 9,5; cf. Sal 89,31-33; 132,1 lb-12). Incluso después de la defección de Salomón, la promesa siguió vigente, aunque en tono más moderado (1 Re 11,36; 15,4; 2 Re 8,19) y constituyó uno de los elementos más importantes para mantener viva una esperanza que hiciera posible superar la catástrofe del exilio46. Pero la perspectiva más amplia fue la que trazó el grupo profético representado por el Deuteroisaías, que extendió la alianza davídica a todo el pueblo de Israel (Is 55,3), renunciando expresamente a una monarquía humana 47 . Y si es verdad que los teólogos exilíeos hicieron los mayores esfuerzos por integrar la teología monárquica en la relación de Israel con Yahvé, eso demuestra una vez más lo incompatible que debió de ser, en un principio, con la religión israelita. La excepcional relación del rey con Dios sirvió de base para que los teólogos de corte, siempre a tenor de la teología monárquica que reinaba en el Medio Oriente, derivasen directamente de ella las competencias del rey tanto en materia política c o m o en la administración de justicia y en la función cúltica: p o d e r absoluto, transmisión de la bendición, defensa jurídica del débil, y sacerdocio. La instauración de la monarquía davídica se interpretaba en relación directa con el dominio universal de Dios, como expresa con t o d a claridad el Sal 2, que proviene del rito conmemorativo de la entronización. Según esa teología, Yahvé no era sólo el Dios de Israel, sino el Señor de todas las naciones 4 8 . Durante el interregno, Yahvé refrenaba cualquier conato de insurrección por parte de los pueblos sometidos a vasallaje (Sal 2,1-3). Yahvé consagraba al nuevo rey davídico en Sión, su m o n t e santo, y le proclamaba hijo suyo (v. 7), le concedía el dominio sobre las naciones (v. 8) y le mandaba gobernarlas con cetro de hierro (v. 9). Sometiendo a los rebeldes, el rey imponía en t o d o el m u n d o el reconocimiento de la absoluta soberanía de Yahvé (vv. 10-12a) 4 9 . Esa u n i ó n entre el dominio divin o y el del monarca, que también aparece en Sal 89 5 0 , se ponía de manifiesto en el homenaje que los príncipes de las naciones sometidas debían rendir a Yahvé en Jerusalén (Sal 4 7 , 1 0 ) . Y en esa línea habrá que interpretar también la actitud de David de repartir con 46. Cf. pp. 499s. 47. Cf. pp. 550s. 48. Cf. pp. 246s. 49. El v. 12b es una adición de la época en la que el salmo ya había adquirido una interpretación mesiánica. El texto engloba en el movimiento del salmo a la gente piadosa de Israel, que en el resto de la composición no tiene ninguna relevancia. 50. Nótese la correspondencia entre el himno a Yahvé (vv. 6-19) y el oráculo sobre el rey (vv. 20-38), ya señalada por J. B. Dumortier, Rituel, 1972, 185ss., T. N. D. Mettinger, King, 1976, 263, y E.-J. Waschke, Verhaltnis, 1987, 170. Al dominio victorioso de Yahvé sobre la insolencia de los poderes del caos (vv. 10-13) corresponde la delegación del dominio sobre el mar y los grandes ríos en la persona de David, como muestra el v, 26.

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Dios el botín de sus conquistas, consagrándole lo más valioso (2 Sm 8,11) 5 '. Aunque los reyes de Israel no tuvieron gran oportunidad de llevar a la práctica esa concepción teológica, no cabe duda de que la idea ofrecía la mejor legitimación de toda clase de guerras de conquista. De ese modo, la guerra formaba parte integrante de una ambiciosa :oncepción teológica del orden universal, en la que los intereses del propio Estado tenían un valor absoluto. En la teología monárquica, i*ahvé se convirtió en símbolo del dominio político en expansión32. Pero, por otra parte, lo más llamativo de esa concepción teológica es que la relación de Yahvé con Israel pasa a segundo plano. Si :n las guerras de liberación de época pre-monárquica la acción liberadora de Yahvé hacía referencia a la entera comunidad israelita, mora, en las guerras monárquicas, todo se limitaba al rey (2 Sm 3,6.14), por ejemplo, los enemigos derrotados por Yahvé eran los jnemigos deJ rey (SaJ 110,ls.; 72,9; cf. Sai 18,40.44), no precisanente los enemigos de Israel. Eso es, quizá, el mejor reflejo del cambio en la concepción de la guerra: lo que en un principio era guerra le liberación del pueblo se convierte, incluso a nivel teológico, en nstrumento del poder político del rey. Si en la mentalidad pre-monárquica los mediadores de la actuaron salvífica de Yahvé eran los carismáticos, la teología monárquica itribuía la función de mediador y garante de la bendición divina en el ¡eno de la comunidad exclusivamente al rey (Sal 21,7) 53 . En Sal 72, jue es una gran plegaria por el rey, se le compara con la lluvia que ;mpapa y fertiliza la tierra (vv. 6s.), y se pide no sólo que brote la ibundancia de «sus frutos» (v. 16), sino que en sus días florezcan la (justicia» (sédeq) y la «paz» (salom: v. 7). Según esa concepción, el rey :s el responsable tanto de la fertilidad de los campos como del bien:star de todo el país. Igual que en Egipto, el rey se considera como ¡aliento de vida», como aquel a cuya «sombra se puede vivir» entre los meblos (Lam 4,20). Por eso, es importante que el rey goce de buena alud y tenga larga vida, como símbolo ÍJe bendición (Sal 72,5.17). 5ajo esta curiosa mezcla del mundo natural y del ámbito político se ibre paso la experiencia —sin duda, más fuerte en la Antigüedad que :n el mundo moderno— de que la estabilidad política, tanto interior :omo exterior, es el presupuesto básico para una «floreciente» vida ¡conómica. El hecho de haber llegado a conseguir un nivel de vida has51. Sobre el dominio universal véase Sal 46,9-11; 47,4s.; 72,8-11; 89,26.28. 52. Véase R. Albertz, Schalom, 1983, 21s. No hay duda de que el imperio universal 5ue Yahvé establece desde Sión con la ayuda de su ungido es un «reino de paz» (Sal 46,1 Os.), Dero una paz fundada en el sometimiento de los demás pueblos. 53. Véase J. A. Soggin, Beitrag, 1972, 24s.

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ta entonces desconocido en Israel era uno de los grandes activos de los que podía presumir la monarquía (1 Re 4,20; 5,5). Algo parecido sucede ya en la historia de José, donde se legitima el poder de un funcionario real por el hecho de asegurar la abundancia de provisiones, incluso en épocas de escasez (Gn 45,5-11; 50,20) 54 . La función de garante de la seguridad y bienestar del pueblo era una buena legitimación teológica de la monarquía israelita, aunque lo más probable es que no fuera aceptada en círculos relativamente amplios. Además de sus funciones políticas y de su carácter mediador en la transmisión de las bendiciones divinas, la monarquía davídica reivindicó también la administración de justicia a los pobres y a los oprimidos (Sal 72,2.4.12s.; cf. 45,7s.; 101). Esa reivindicación pertenece al catálogo de funciones que la teología monárquica del Medio Oriente atribuía, por lo general, al soberano 55 , aunque es difícil apreciar la importancia que llegó a tener en IsraeP6. Es verdad que hay ciertos casos en los que se acude al rey como si se tratara de una instancia de apelación (2 Sm 14,4-12; 15,lss.; 2 Re 6,26ss.; 8,3ss.). Pero, de hecho, la administración de justicia por el soberano, junto a la que se administraba «en la puerta», se limitó a casos muy extraordinarios, sobre todo en los comienzos 57 ; es más, a medida que esa práctica se fue extendiendo en el país, lo que se consiguió fue, más bien, atizar los conflictos, en vez de suavizarlos (Is 10,ls.; Jr 22,15ss.). Al revés de lo que ocurría en Mesopotamia, el rey de Israel no tenía directamente una función legislativa, aunque se vio indirectamente implicado —por encima del tribunal supremo de Jerusalén, creado por él mismo— en las dos grandes reformas legislativas de finales de la época monárquica: la reforma de Ezequías, que dio lugar al Código de la alianza, y la reforma de Josías, con el encuentro y aplicación del Deuteronomio 58 . La tarea del rey como administrador de justicia para los humildes fue un tema central de la esperanza en una monarquía futura que habría de superar con creces las miserias de la monarquía histórica (cf. Is 11,3-5). 54. Para una presentación convincente de la importancia que tiene esa función en la historia de José, véase F. Crüsemann, Widerstand, 1978,148s. Por su parte, E. Blum (Komposition, 1984, 241ss.) aduce poderosas razones para considerarla como una legitimación de la monarquía del reino del norte (¿desde el siglo vin?). 55. Véase K. W. Whitelam, King, 1979, 17ss. 56. La valoración a la que llega G. Chr. Macholz (Stellung, 1972, 181) está llena de reservas, mientras que K. W. Whitelam {King, 1979, 219ss.) atribuye a esa función más importancia, aunque reconoce que ha quedado muy desdibujada debido a la selección de datos operada por la tradición. 57. Concretamente, estaba limitada a los militares, a los miembros de la familia real, a los funcionarios, a la capital del Estado y a las ciudades-fortaleza. Véase G. Chr. Macholz Stellung, 1972, 175-179. 58. Cf. pp. 344y381ss.

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Ahora bien, las funciones propias del rey no se limitaban al asueto político y a la administración de la justicia. En línea con la incepción de una «realeza sagrada», los sucesores de David reivincaron funciones cúlticas, como habían hecho anteriormente los yes jebuseos39. Dada su condición de sacerdote, el rey se encargade realizar personalmente el sacrificio litúrgico, sobre todo en las andes fiestas nacionales (2 Sm 6,17s.; 1 Re 8,62s.; 2 Re 2,18ss.25), impartía al pueblo la bendición sacerdotal (2 Sm 6,18; 1 Re 14.55; cf. Sal 21,7). La actividad cúltica del rey comprendía problemente otras muchas acciones, como se ve, por ejemplo, en la anza sagrada» de David (2 Sm 6,14ss.) y en la solemne oración Srgica de Salomón (1 Re 8). Por otra parte, prescindiendo del itido que pudiera dar el rey a sus funciones propiamente cúlticas, que sí es cierto es que, basándose en su relación especial con Dios, le dolían prendas a la hora de reivindicar para sí una santidad mo la de los sacerdotes y arrogarse el derecho de mediación entre os y los hombres. Como investido del «espíritu de Dios» (1 Sm ,13; 2 Sm23,2; cf. Is 11,2; 42,1; 61,1), pretendía ser el mediador la revelación (2 Sm 23,2s.; Prov 16,10) 60 . Es difícil imaginar una :zcla más compacta del altar con el trono. El culto comunitario de ael se convirtió, en gran medida, en el culto monárquico oficial61. lo con la quiebra definitiva de la institución monárquica, ya en mpos del exilio, se disolvió esa conjunción y el rey quedó despodo de su función sacerdotal (Ez 43,1-12; 46) 62 . La teología monárquica, esbozada aquí en sus grandes líneas, mso para la religión yahvista una profunda cesura, cuyas conse;ncias será difícil exagerar. Con todo el apoyo del aparato del :ado, irrumpe en la religión oficial de Israel una teología no sólo extracción espuria, sino, para la mayor parte de la población, ntalmente opuesta a lo que desde un principio significaba la relim yahvista. Los dos puntos más conflictivos fueron, en primer ;ar, el monopolio de la monarquía sobre la relación de Israel con as y, en segundo, la vinculación de Yahvé con el poder político. La doctrina de los teólogos de corte presentaba al rey como gaite absoluto de la salvación. En su mentalidad, el rey transmitía al eblo no sólo la actuación histórico-política de Yahvé en el con-

59. Véase, por ejemplo, la figura del legendario «rey-sacerdote» Melquisedec (Gn 18; Sal 110,4). 60. Véase el «sueño de Salomón» en el santuario de Gabaón (1 Re 3,4-15). Sobre el 1a en su conjunto, véase T. N. D. Mettinger, King, 1976, 233ss.; L. Schmidt, Kónig, ¡2, 82ss. 6 1 . Cf. pp. 232ss. 62. Cf. p. 563.

cierto de las naciones, sino también su cercanía en la celebración litúrgica. Es decir, según la teología monárquica, los aspectos fundamentales de la relación de Israel con Dios, como su conciencia de creatura, su experiencia de liberación política, e incluso la celebración cúltica, fluían a través del rey y se unificaban en su propia persona63. Entonces, ¿qué había sido de aquella relación directa entre Israel y Yahvé que había brotado en los tiempos pre-monárquicos? La historia de Israel y la teología monárquica eran dos magnitudes absolutamente irreconciliables. Desde luego, hay que reconocer que la dinastía davídica nunca se atribuyó —como, por ejemplo, las monarquías sumerias— un origen mítico, a la manera de un reino que hubiera bajado del cielo en los tiempos primordiales; pero, de hecho, con la profecía de Natán, se creó su propia base histórica, que no tenía nada que ver con el éxodo, el acontecimiento fundacional de la relación entre Yahvé e Israel64. ¿Es que ahora Israel tenía que pasar necesariamente por la mediación del rey —hijo de Dios—, para entrar en contacto con Yahvé? Es probable que entre los teólogos de corte hubiera un grupo que pensara en esa dirección; pero también debió de haber una decidida resistencia a esa doctrina. De todos modos, es evidente que se hicieron numerosos esfuerzos por mediar entre la nueva teología, que predicaba la especial vinculación de Yahvé con el rey, y la religión tradicional que atribuía al entero pueblo de Israel esa relación específica. Pero, desde luego, el punto más sensible para la religión yahvista era la aceptación de la política del rey. Desde siempre, Yahvé había sido símbolo de libertad y de liberación del sometimiento a un Estado. Y ahora venían los teólogos de corte, y le hacían garante del poder político de un Estado que no sólo sometía a naciones extranjeras con sus guerras de expansión, sino que creaba mecanismos represivos, como trabajos forzados, contra su propia sociedad. El frescor del primer impulso se veía ahora contrarrestado por nuevas formas de legitimidad; la pureza de la religión yahvista se había envilecido, para convertirse en exaltación de intereses de poder político, y ya no era más que pura ideología, en el sentido más estricto de la palabra65. Por eso, no es casualidad que en ese momento estallara con toda virulencia la confrontación. Una de las peculiaridades de la

63. La situación es perfectamente comparable con el monopolio sobre la relación con Dios ejercida por el rey egipcio en tiempos de Akenatón, en el contexto de la religión de Atón. Véase J. Assmann, Haresie, 1972, 123. 64. Cf. Sal 132,17s.; 89,20-30.34-38. En 2 Sm 7, toda una serie de sucesivas correcciones (vv. 8s.) y reelaboraciones ( w . 10-lla.22b-26 y4b-7) han borrado prácticamente las huellas de esa situación especial. Cf. pp. 217s. 65. Así lo afirma con toda claridad O. Eififeldt, Kónigsprádizierung, 1973, 216ss.

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historia de la religión de Israel, que no se puede explicar más que por las extraordinarias condiciones de sus orígenes, es que la inserción «imperialista» de Yahvé en la teología monárquica no pudo mantenerse sin una serie de profundas contradicciones66. 3.2.2. Sublevaciones y posturas contrarias a la monarquía El reinado de David, en su segunda mitad, se vio convulsionado por el estallido de dos sublevaciones: la de su hijo Abasalón (2 Sm 15 19) y la del benjaminita Sebá (2 Sm 20). Habían bastado dos décadas de monarquía para que, a pesar de los fulgurantes éxitos iniciales, el descontento de un amplio sector de la población llegara a niveles tan insostenibles, que los responsables de la tradición tribal rompieran su primitivo pacto con David y se aliaran con sus hermanos del norte y del sur para formar una gran coalición de «ancianos» y «hombres de Israel» (cf. 2 Sm 17,4.15; 15,13; 17,14; etc.) contra las pretensiones del monarca 67 . El objetivo de la sublevación de Absalón no era precisamente el derrocamiento de la monarquía, sino la abolición del carácter autocrático que la institución había adquirido con David. Se trataba de crear, bajo la égida del joven Absalón, una especie de monarquía constitucional, que restituyera a los gremios tribales su derecho a la cooperación política y recuperara en todo su vigor los ideales de la época pre-monárquica (2 Sm 17,4.11.14) 68 . Pero al fracasar ese experimento —inconcebible en la Antigüedad— con la derrota del ejército de las tribus y la muerte de Absalón (2 Sm 18), David logró abrir una cuña entre el sur y el norte. No obstante, el clima político estaba tan enrarecido, que la situación de Israel se radicalizó hasta el punto de provocar una nueva sublevación. Sebá, el cabecilla de la revuelta, convocó a las tribus del norte y del centro de Palestina a rebelarse contra el rey, en los siguientes términos: i ,.

No tenemos nada que ver con David, no tenemos una herencia común con el hijo de Jesé. ¡Cada cual a su tienda, pueblo de Israel! (2 Sm 20,1).

La arenga de Sebá contiene no sólo una renuncia absoluta a la acción bélica (cf.Jue 7,8; l S m 4 , 1 0 ; 13,2; etc.), sino también—probablemente— un rechazo directo de la propia monarquía 69 . David, por su parte, aplastó la insurrección y, con ello, abrió definitivamen66. 67. 68. 69.

Cf. pp. 315s. y 547ss. Sobre este punto véase F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 94-104. Así lo explica, de manera convincente, H. Tadmor, ¡nstitutions, 1982, 246-249. Véase F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 107 (3.1).

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te las puertas de Israel a la idea de una «monarquía sagrada», al estilo del Medio Oriente, que al cazó su apogeo con Salomón. Pero el ansia de libertad de las tribus del norte volvió a dejarse sentir hacia el final del reinado de Salomón con un nuevo levantamiento, capitaneado esta vez por el efraimita Jeroboán (1 Re ll,27ss.; 12). Sólo que la intentona desembocó en la creación de una nueva monarquía, en competencia con la dinastía davídica70. Por desgracia, los datos para una comprensión política y teológica de estas insurrecciones se basan meramente en indicios, puesto que los relatos provienen de la parte opuesta. A pesar de todo, es muy probable que tenga razón F. Crüsemann cuando atribuye a esos grupos de oposición de principios de la época monárquica toda una serie de textos del Antiguo Testamento en los que se critica acerbamente la monarquía 71 . En algunos de ellos la argumentación es fundamentalmente política, mientras que en otros predomina el aspecto teológico. Las críticas más cáusticas en el aspecto político se encuentran en la fábula de Yotán (Jue 9,7-15) y en la llamada «declaración de los derechos del rey» (1 Sm 8,11-17), donde se dibuja al monarca como perjudicial para la sociedad: «¡Os arrebatará todo lo que tenéis: hijos e hijas, esclavos, campos y ganado!». Será muy difícil encontrar una expresión más clara de las convicciones de un grupo consciente de sus valores sociales, pero angustiado por las considerables pérdidas que le va a traer la monarquía. Sin embargo, la crítica en el aspecto teológico es mucho más profunda. La instauración institucional del poder político a través de una dinastía atenta directamente contra la soberanía de Yahvé sobre Israel, como lo demuestra el caso de Gedeón (Jue 8,22s.). Y de un modo más incisivo, la institución de una realeza humana supone un ataque directo a la realeza de Yahvé (1 Sm 8,7; 12,12). Por consiguiente, en los grupos de resistencia se admitía —qué duda cabe— la concepción de una realeza divina, pero la instauración política de una monarquía humana se criticaba con la mayor acritud. Si, para la teología monárquica, el rey era el órgano ejecutor del reinado universal de Dios y, en consecuencia, la dinastía davídica representaba concretamente la realeza de Yahvé, para los grupos de oposición la institución de la monarquía no sólo usurpaba, sino que negaba la soberanía de Yahvé, por lo que equivalía, prácticamente, a un verdadero «ateísmo»72. En esa misma línea, hay que observar que, en los círculos tribales, la realeza de Yahvé no estaba directamente relacionada —como 70. Cf. pp. 259ss. 71. Widerstand, 1978, 42ss.; 66ss.; 86s.; 122ss. 72. Véase F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 73-84 (la referencia al «ateísmo práctico» es una cita de la p. 84).

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era el caso en la teología monárquica— con las naciones ni siquiera con el rey73, sino con Israel74. Por consiguiente, no sólo se oponían a la aceptación de un poder político de Yahvé, sino también al monopolio sobre la relación con Dios ejercido por el monarca. Yahvé era directamente rey y soberano de Israel; no necesitaba intermediarios. Junto a la tendencia antijerárquica de la primitiva religión yahvista, se reafirmaba un rasgo «populístico» que trataba de mantener, incluso como estructura política, el modelo de sociedad tribal. Si la concepción de Israel como el «pueblo de las doce tribus» (Gn 49; Dt 33) no nació, probablemente, más que a comienzos de la época monárquica7^, se podría pensar que esa idea fue una especie de alternativa lanzada por los grupos de oposición, de mentalidad tribal, contra la fundación de un Estado monárquico de carácter centralista. Es decir, lo que constituía a Israel en su auténtica unidad como pueblo no era precisamente el rey, sino las tribus. Las tradiciones políticas y religiosas de la época pre-monárquica actuaron de manera determinante en las primeras sublevaciones contra la monarquía. Un ejemplo bien claro es la conflictividad laboral que surgió en tiempos de Salomón. Si hubo protestas contra el trabajo forzado, fue porque la situación se interpretaba a la luz de los acontecimientos del éxodo 76 . En suma, el simbolismo antijerárquico de la primitiva religión yahvista no sólo no se extinguió ante tan adversas condiciones sociales, sino que fue precisamente entonces cuando desplegó toda la fuerza de su enorme efectividad.

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ria de la ascensión de David al trono» (1 Sm 16,14* - 2 Sm 5,12)78, nacieron de ese interés. Y si sus autores —probablemente, funcionarios de la corte— presentan al rey no precisamente con la figura sobrehumana de los salmos reales, sino sujeto a todas las virtudes y debilidades del ser humano —una presentación que carece de paralelismo en el Antiguo Oriente—, es para acercarlo a las categorías de una mentalidad rural como la que dominaba en la sociedad israelita79. ¡Con ese rey, joven astuto, pero generoso, y padre que se exalta

73. Cf. p. 219. 74. Posteriormente, el Deuteroisaías recuperará esa misma concepción (cf. Is 41,21; 43,15; 44,6). Cf. p. 548. 75. Véase la síntesis de la primacía de Judá en Gn 49,8-12 que, con la correspondiente exaltación de José (Gn 49,22-26), se puede explicar perfectamente desde la perspectiva de la instauración del reino davídico. Véanse, a este propósito, S. Herrmann, Entwicklungen, 1969, 152s., y R. Albertz, Israel, 1987, 377 (2.3). 76. Cf. pp. 262ss. 77. Sobre este punto, véanse las reflexiones —que aún siguen siendo fundamentales— de L. Rost, Überlieferung, 1965,191ss.; una bibliografía reciente puede verse en O. Kaiser,

Beobachtungen, 1988. Las cuestiones más discutidas son los límites, la amplitud de la elaboración literaria y la tendencia del relato. Pero no podemos entrar aquí en los detalles de la discusión. Basten un par de indicaciones. El discutido capítulo 1 Re 2 pertenece a la narración, ya que el conflicto entre Salomón y Adonías no queda definitivamente resuelto en 1 Re 1,50-53. Pero, desde luego, no se puede negar que el capítulo ha sido objeto de múltiples retoques. Los vv. 24ap.26-27a.31b33.44-45 constituyen una adición del redactor que unió las narraciones de la subida al trono y de la sucesión dinástica; puede ser que ese redactor fuera el mismo que compuso la narración de la subida al trono. En cuanto a los vv. lb-9.11.27b, parecen una especie de suturas que, entre otras cosas, tratarían de exonerar a Salomón. Por otra parte, si se tiene en cuenta que, en la Antigüedad, la medida más frecuente para asegurar la propia soberanía consistía en la eliminación del adversario —como ya se presupone en 1 Re 1,12—, los asesinatos ordenados por Salomón no son tan monstruosos como podría parecer, ni apuntan necesariamente a una actitud fundamentamentalmente crítica con la monarquía por parte del autor. Lo que pretendía éste —que yo considero próximo a la corte— era prevenir de una manera realista a los posibles adversarios políticos internos y convencerlos de que la legítima soberanía de la casa de David estaba perfectamente asegurada y consolidada, después de tantas turbulencias (cf. 1 Re 2,46; véase J. Conrad, Gegenstand, 1983,165ss.). No obstante, esa intención sólo es plausible en el supuesto de que la institución de la monarquía davídica todavía era una magnitud muy reciente y, por tanto, extremadamente vulnerable. En resumen, la solución que sigue pareciendo más probable es poner la fecha de composición del capítulo en el reinado mismo de Salomón, con el propósito de —al menos— conjurar una sublevación (1 Re 11,26-28). Así lo había sugerido ya L. Rost [Überlieferung, 1965, 233s. Una opinión contraria es la que propone O. Kaiser [Beobachtungen, 1988, 20), que se inclina por retrasar la composición del capítulo hasta la época entre Ezequías y Jeconías, mientras se resiste decididamente a aceptar la absurda datación de J. Van Seters, que lo sitúa en tiempos del postexilio. 78. La historia de la subida al trono es, con toda probabilidad, más reciente que la historia de la sucesión dinástica, como lo demuestran los textos que hacen referencia a ésta (por ejemplo, 1 Sm 20,16.42; 23,17; 24,22 remiten a la clemencia para con los descendientes de Saúl en 2 Sm 9; 16,3; 19,25-31; el texto de 2 Sm 3,39 hace referencia 1 Re 2,32-34, y 2 Sm 4,4 está relacionado con 2 Sm 9). No se puede decidir aquí si esas referencias pertenecían ya a la composición originaria, o si fueron fruto de una reelaboración posterior. El carácter más ágil de la composición literaria, que se suele aducir en favor de una datación más temprana de la historia de la subida al trono (por ejemplo, F. Crüsemann, Widerstand, 1978,131), no supone un argumento en contra, sino que más bien depende de los materiales anecdóticos que la tradición proporcionaba al autor de los relatos sobre los primeros tiempos de David. A partir de 1 Sm 27, la historia de la subida al trono se transforma en un relato perfectamente ensamblado. La innegable tendencia a legitimar la postura de David frente a Saúl inclina a datar la composición de la historia poco después de la división del imperio. Así piensan también T. N. D. Mettinger, King, 1976, 41, y F. Schicklberger, Davididen, 1974, 262s.; véase también J. Conrad, Hintergrund, 1972, 327, que se decide por la época de Jehú. 79. Véase C. Westermann, Geschicbtsverstándnis, 1971, 615-619; J. Kegler, Geschehen, 1977, 130-136; 186-188.

226

227

3.2.3. Justificación de la monarquía y posturas de mediación Aunque los movimientos de oposición a la monarquía davídica terminaron en un fracaso político, no por eso dejaron de interpelar a la institución monárquica, obligándola a buscar una justificación política y teológica que pudiera situarla en una posición intermedia entre la rigidez de la teología monárquica del Medio Oriente y la tadicional religión yahvista. Las primeras obras de la literatura de Israel, «historia de la sucesión dinástica» (2 Sm 9 - 1 Re 2) 77 e «histo-

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en la alegría y se deprime en la tristeza, podrían identificarse todos los jóvenes y todos los padres de familia israelitas! O sea, la justificación política y la teológica discurren paralelamente, codo con codo: David no fue responsable de la muerte de Saúl80; el fracaso de éste y la ascensión de aquél son obra del misterioso designio81 y asistencia de Yahvé82, a la que David se somete por completo, mientras que Saúl no hace más que consultar a Yahvé83. Por eso, el camino de David hacia el trono está predeterminado desde un principio, a pesar de todas las dificultades, y nadie podrá ponerle trabas84. Ésa es la técnica de los teólogos de corte para hacer plausible a los ojos de la población el principio de la teología monárquica de que el descendiente de David es el elegido de Yahvé {bahar: Sal 47,5; bahir/bahur: Sal 89,4.20), por fuerza de los acontecimientos históricos85. La reelaboración profética de la historia ve en la portentosa subida de David al trono una prueba evidente del postulado de la teología monárquica de que el carisma real de Saúl había pasado definitivamente a David (1 Sm 16,13s.). T. N. D. Mettinger llama la atención sobre un grupo de textos que, al parecer, intentan buscar un equilibrio entre la teología monárquica y la tradicional religión yahvista86. El intento se originó probablemente en los primeros círculos proféticos del reino del norte, aunque debió de ser elaborado posteriormente, desde mediados de la época monárquica, por los teólogos de la dinastía davídica87. En los textos se presenta al rey como el designado por Yahvé para ser «jefe de su pueblo»: 1 Re 14,7: «Te hice nagid sobre mi pueblo ('al-'ammí), Israel». 1 Sm 10,1: «Yahvé te ha ungido como nagid sobre su heredad ('alnahalató)». 80. Cf. 1 Sm 26,19; 27,3s.lls.; 29,7ss.; 30; 2 Sm l,llss.; 2,4b-7; 3,22-39; 4,9ss. 81. Cf. 1 Sm 20,22;"22,3.5; 23,14; 25,26.31.33s.; 2 Sm 4,9 y 2 Sm 12,15; 15,31 + 32ss.; 16,12; 17,14; 18,19.31; 1 Re 1,29; 2,15. Véase también A. Weiser, Legitimation, 1966, 335; G. von Rad, Anfang, 2 1961, 186. 82. Cf. 1 Sm 16,18; (17,37); 18,12.14.28; 20,13; (26,25); 2 Sm 5,10 y 14,17; 1 Re 1,37. 83. Cf. 1 Sm 22,10.13.15; 23,1-12; 30,7; 2 Sm 2,1. Véase igualmente 2 Sm 5,19.23; la reelaboración profética de la historia de la subida al trono pone este pasaje en contraposición con la desesperada e ilegítima consulta de Saúl a la nigromante (1 Sm 28,3-25). 84. 1 Sm 18,8; 20,31; 21,12; 23,17; 24,21; 25,28.30; 2 Sm 3,9s.l7.18.21. A propósito de Salomón, cf. 1 Re 1,48; 2,24aa. 85. 2 Sm 6,21; 16,18; cf. 1 Sm 16,8.9.10. Un testimonio temprano de que David se sabía elegido es el nombre Yibhar («[Dios] ha elegido») que da a uno de sus hijos (2 Sm 5,15). 86. King, 1976,151-184; 267s. Véanse también las reflexiones de L. Schmidt {Erfolg, 1970, 170s.) que, aunque diferentes en los detalles, coinciden prácticamente en la tendencia. 87. Véase T. N. D. Mettinger, o. c, 167ss. Con referencia a Saúl, cf. 1 Sm 9,16; 10,1; con relación a Jeroboán, cf. 1 Re 14,7.

POLÉMICA

SOBRE

LA

LEGITIMACIÓN

RELIGIOSA

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LA

MONARQUÍA

2 Sm 5,2 : «Yahvé te dijo: "Tú pastorearás a mi pueblo, Israel, y serás nagid sobre Israel"»88. Es probable que el término nagid expresara la designación oficial y pública del pretendiente (1 Re 1,35; 2 Cr 11,22)89. Antes de que el rey subiera al trono, Yahvé estaba ya implicado en su designación, fuera por medio de un profeta o, al menos, de manera teórica. Lo llamativo de esas formulaciones es la designación expresa de Israel como «pueblo» ('am) o «heredad» (nahalá) de Yahvé, que pone de relieve la estrecha relación de Yahvé con Israel. Por eso, precisamente, porque Yahvé se preocupa de su pueblo, designa como su rey a un hombre sacado de ese mismo pueblo. Sin duda, T. N. D. Mettinger va demasiado lejos cuando habla aquí de una democratización del concepto de hijo de Dios que reinaba en la teología monárquica del Medio Oriente y que aquí quedaría reducido a primus inter pares90. Lo que sí parece seguro es que, según esas mismas formulaciones, la relación tradicional entre Yahvé e Israel es la auténtica base en la que se funda la particular relación entre Yahvé y el rey. Dentro de la relación entre Yahvé y su pueblo, el rey asume una función de jefe, pero no es él mismo quien constituye esa función. Aquí se ve por primera vez el intento de incluir en la religión yahvista una visión positiva del fenómeno monárquico, a la vez que se echa un cierre a su pretensión del monopolio religioso. Si es verdad que los teólogos de corte aceptaron el compromiso, fue sencillamente porque de ese modo fomentaban la aceptación de la monarquía en la sociedad israelita. Evidentemente, eso no implicaba concesiones institucionales, pero sí ponía una barrera ideológica contra el peligro de que la monarquía llegara a ser, en Israel, el único centro sagrado de la sociedad (como lo era, por ejemplo, en Egipto). No se puede negar que un compromiso así debió de facilitar a mucha gente la tarea de acostumbrarse a la nueva institución. Sólo el profeta Oseas y, más tarde, la escuela deuteronómica se atrevieron a 88. Con referencia a Saúl, 1 Sm 9,16 (que, como 1 Sm 10,1, pertenece a una reelaboración profética de 1 Sm 9s. procedente del reino del norte; véase L. Schmidt, Erfolg, 1970, 102). Con referencia a David, 1 Sm 13,14 (el texto de 1 Sm 13,7b-15a es una inserción secundaria que pretende unir la tradición de Saúl con la de David); igualmente, 1 Sm 25,30; 2 Sm 6,21 (que hay que atribuir, lo mismo que 2 Sm 5,2, a la redacción que unió la historia de la subida al trono con la de la sucesión dinástica); 2 Sm 7,8 (un elemento de la profecía de Natán, quizá de la época de Josías). A la redacción deuteronomísrica pertenecen 1 Re 16,2; 2 Re 20,5. 89. Así piensan, con razón, T. N. D. Mettinger, King, 1976, 155-162 y E. Linpiñski, Nagid, 1974, que con ello corrigen opiniones precedentes, por ejemplo, la de A. Alt (Staatenbildung, 1953,23 [3.1]: «el proclamado por Yahvé»), o de L. Schmidt, Erfolg, 1970, 141ss.: «jefe del ejército»). 90. Véase T. N. D. Mettinger, o. c, 267s.

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EN

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MONÁRQUICA

ir más lejos, hasta el p u n t o de negar a la m o n a r q u í a cualquier clase de dignidad sagrada".

3.3. EL CULTO OFICIAL EN EL REINO DEL SUR BIBLIOGRAFÍA

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CULTO

OFICIAL

EN

EL

REINO

DEL

SUR

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91. Cf. pp. 319s. y423s.

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Pero mucho más importante que cualquier templo de provincias fue la espléndida construcción de los grandes santuarios nacionales, primero en Jerusalén y luego en Betel. Este último se designa en el libro de Amos (Am 7,13) como «casa del reino» (bet mamlaká) y como «santuario del rey» (miqdás hammélek). Eso quiere decir que el templo era propiedad del rey, quien poseía allí una capilla privada. Paralelamente, pretendía ser el santuario central del reino, donde los subditos tuvieran oportunidad de rendir culto al Dios de la nación israelita. La centralización del poder político provocó, por un lado, una centralización del culto comunitario de Israel que, más tarde, bajo otros postulados político-religiosos, iba a desembocar en las exigencias deuteronómicas de abolición de todos los cultos locales, a excepción de Jerusalén 2 ; por otro lado, propició una extraña amalgama institucional de poder político y culto, que convirtió la celebración de la liturgia comunitaria —naturalmente, en el santuario central— en un mero asunto de Estado. Consecuencia del protagonismo estatal fue una asombrosa ampliación del culto comunitario. La prosperidad económica que la monarquía produjo en Israel transformó totalmente la celebración del culto, sobre todo en los santuarios oficiales, y no sólo en el aspecto arquitectónico, en la profusión de utensilios cúlticos y en el personal asignado al servicio del templo, sino también en la dimensión y significado de las fiestas litúrgicas. Atraídos por la grandiosidad de las instalaciones, enormes contingentes de fieles acudían desde los más apartados rincones del país para la celebración de las fiestas anuales; los sacrificios adquirían una dimensión imponente, a pesar de que los datos sobre el número de víctimas (cf. 1 Re 8,62s.) son ciertamente exagerados; y la masa de participantes, por ejemplo, en el sacrificio tamid que se celebraba por la mañana y por la tarde, se multiplicaba sin cesar. Mantener un culto comunitario de tales dimensiones suponía un ingente dispendio económico para el país, y no podía financiarse y organizarse convenientemente más que a través de un sistema riguroso de impuestos y una explotación a gran escala de la cría de ganado en las tierras pertenecientes al rey. Aunque esas características eran válidas para el culto comunitario de la época monárquica, en general el desarrollo concreto, tanto templo estaba situado en el ángulo nord-oriental de la fortaleza y ocupaba un amplio espacio (9 x 2,7 m) con una hornacina elevada (1,2 x 1,2 m); el recinto estaba unido, en dirección este, con un atrio de unos 10,5 x 9 metros. En el centro del atrio se han encontrado restos de un altar para los holocaustos. Véase Z. Herzog (y otros), Fortress, 1984, 6-8; H. Weippert, Palástina, 1988, 482s. 2. Cf. pp. 387ss.

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en el sur como en el norte, poseía sus propias diferencias específicas. Eso es lo que se va a exponer en detalle a continuación. 3.3.1. El culto oficial en Jerusalén La construcción de un santuario del reino en la ciudad de Jerusalén fue obra, principalmente, de la monarquía. Por eso, no es extraño que fuera ahí donde se dio una vinculación más estrecha entre el altar y el trono. Fue el propio David el que tuvo la genial idea de trasladar el arca de Dios —símbolo cúltico de las tribus, aunque prácticamente olvidado desde la destrucción del santuario de Silo— a su recién creada capital (2 Sm 6), para convertirla en el centro cúltico del reino. Pero el que tomó la iniciativa de transformar el santuario de Jerusalén en un suntuoso templo fue Salomón (1 Re 6s.). Las instalaciones eran propiedad del rey; y todo el recinto, que incluía también el palacio real, constituía un conjunto arquitectónico verdaderamente impresionante(l Re 7,12; cf. Ez 43,8) 3 . Los sacerdotes eran funcionarios a las órdenes del rey (2 Sm 8,17), e incluso algunos eran miembros de la propia familia real (2 Sm 8,18)4, o parientes muy cercanos (2 Re 11,2). Según la idea de la «monarquía sagrada», el rey mismo desempeñaba funciones sacerdotales5, era el supremo responsable del mantenimiento de las instalaciones y del desarrollo de los servicios, y podía disponer de la contribución de los fieles tanto de tipo voluntario como de carácter impositivo (2 Re 12,5ss.; 22,4ss.). Igual que los reyes babilónicos, también los sucesores de David eran «proveedores del templo» (zaninu); y para ello, la liturgia incluía determinadas oraciones por el rey (Sal 20; 72). De esa forma, el culto oficial no sólo servía de manera directa a una legitimación y estabilidad del poder del rey, sino que, al mismo tiempo, garantizaba —sobre todo mediante el sacrificio cotidiano Tamid— la seguridad y la unidad del reino. 3. Por lo general, se supone que los palacios de Salomón y el templo constituían una especie de acrópolis —o ciudad alta— en un recinto franco que sobresalía por encima de la Ciudad de David, por más que los indicios arqueológicos para dicha suposición son más bien inconsistentes. Véase H. Weippert, Palastina, 1988, 460. 4. La afirmación de 2 Sm 8,18, de que «también los hijos de David oficiaban como sacerdotes (kohanim)» sigue poniéndose en duda por algunos comentaristas, aunque con poco fundamento (véase A. Cody, Priesthood, 1969, 103ss.). Las variantes de los LXX ('aulárchai = «jefes, mayordomos de la corte») y de 1 Cr 18,17 (ri'Sonim = «primeros, principales») pueden muy bien ser correcciones dogmáticas, debidas a la tendencia postexílica a subrayar la independencia de los sacerdotes con respecto al Estado (cf. pp. 603s.). Por otra parte, el hecho de que miembros de la familia real ocuparan la posición de sacerdotes está suficientemente atestiguado por testimonios procedentes de Egipto, de Mesopotamia, de Ugarit y de Fenicia (véase A. Cody, o. c , 105). 5. Cf. pp. 222s.

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Pero, por otro lado, el imperio davídico-salomónico había extendido su dominio a amplias zonas de población no israelita, principalmente en Jerusalén, la antigua capital de los jebuseos. Por eso, no es extraño que aun el culto oficial de Jerusalén obedeciera, en todos sus niveles, a la intención refleja de crear un cierto equilibrio entre ambos elementos de población, cada cual con sus respectivas tradiciones. David instaló dos (familias de) sacerdotes en los santuarios del reino (2 Sm 8,17; 20,25) 6 . Uno de los sacerdotes era Abiatar, viejo conocido de sus tiempos de lucha por el poder (1 Sm 23,9; 30,7), descendiente de la familia sacerdotal de Eli, que oficiaba en el santuario del arca, en Silo (1 Sm 22; cf. 14,3). Con esa elección, lo mismo que con el traslado del arca, lo que pretendía David era establecer un vínculo entre el nuevo culto oficial y las viejas tradiciones del Israel de las doce tribus. El otro sacerdote era Sadoc, una figura que surge aquí de repente, y cuya ascendencia —reconstruida en época tardía y con mucho artificio7— no puede ocultar que se trata, probablemente, de un antiguo sacerdote jebuseo de Jerusalén 8 . Pues

6. En 2 Sm 20,26 se menciona un tercer sacerdote, «Irá, el de Yaír», que no vuelve a aparecer en ningún otro texto, por lo que parece probable que su papel fuera de orden más bien secundario. La conjetura de S. Olyan (Zadok, 1982, 190ss.) de que se trata de un descendiente de Caleb, con cuya ttibu quería congraciarse David, es dudosa. 7. El único pasaje de la tradición más antigua en el que se menciona al padre de Sadoc es 2 Sm 8,17. Ahí se le presenta como «hijo de Ajitub», y como si perteneciera al árbol genealógico de los descendientes de Eli (según 1 Sm 14,3, Ajitub era nieto de Eli). También en las Crónicas se presupone esa filiación; más aun, en línea con las pretensiones de los sadoquitas, se atribuye a «Sadoc ben Ajitub» una ascendencia más noble, es decir, un origen «aaronita» (1 Cr 5,27-41; 6,35-38). A continuación, el texto masorético de 2 Sm 8,17 dice: «y Ajimélec, hijo de Abiatar». Pero se trata obviamente de una corrupción textual, ya que en tiempos de David el sacerdote no era Ajimélec, sino Abiatar (2 Sm 20,25), y éste no es el padre, sino el hijo de Ajimélec (1 Sm 22,9.20). En un principio, el texto debió de ser: «Sadoc, hijo de Ajitub, y [Abiatar, hijo de] Ajimélec» (por defecto visual [aberratto occuli = «error del ojo»], se introdujeron en posición errónea las dos palabras olvidadas 'ebyatary ben; véase F. M. Cross, Myth, 1973, 213s.). Más tarde, la versión siríaca lo reconstruyó correctamente. Desde luego, el tenor de la lista considerada originaria: «Abiatar, hijo de Ajimélec, hijo de Ajitub, y Sadoc» (o alguna secuencia semejante [véanse J. Wellhausen; H. H. Rov/\ey,Zadok, \939,114]), no se puede reconstruir por medio de unacrítica textual (quizá los dos nombres estaban en la lista, pero sin su correspondiente filiación, como en 2 Sm 20,25). En cambio, desde una perspectiva de historia de las tradiciones, puesto que sería algo más que una mera casualidad que los dos sacerdotes tuvieran un abuelo con el mismo nombre (contra la opinión de F. M. Cross, o. c, 214), se puede deducir perfectamente que fue un redactor sadoquita el que proporcionó a su antepasado un origen de conveniencia. Para ello, tomó de la genealogía de Eli, ya conocida por la antigua tradición, los nombres del abuelo (Ajitub) y del padre (Ajimélec) y los repartió entre los dos sacerdotes de la época de David. 8. Ésa es la —todavía atractiva—tesis de H. H. Rowley (Zadok, 1939, 118ss.), que siguen muchos comentaristas (para el estado de la cuestión, véanse A. Cody, Priesthood, 1969, 88-93, y S. Olyan, Zadok, 1982,178, nota 3). La tesis puede apoyarse en los testimonios de una continuidad ininterrumpida del sacerdocio jerosolimitano desde época preisraelita (cf. Gn 14,18-20; Sal 110,4), y explicar así cómo el «advenedizo» Sadoc (como lo llama J. Wellhausen, Prolegomena, 1981, 120) llegó en tan poco tiempo a desempeñar un

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bien, si David confirmó a Sadoc en su oficio, e incluso le dio primacía sobre Abiatar, es evidente que con ello intentaba dar validez a las tradiciones cúlticas pre-israelitas de Jerusalén, para poder así reconciliarlas con la primitiva religión yahvista. Pero la política religiosa de conciliación llevada a cabo por David cambió radicalmente de rumbo con la llegada de Salomón al trono, una vez más en beneficio de Sadoc. En efecto, Salomón destituyó a Abiatar y le desterró a Anatot (1 Re 2,26s.), poniendo en manos de los sadoquitas el monopolio sacerdotal en Jerusalén (1 Re 4,2). Es claro que Salomón estaba tan convencido de la sacralidad de su realeza, en analogía con los reyes cananeos, que ni siquiera pensó en vincular institucionalmente el culto oficial con las tradiciones yahvísticas de época pre-monárquica. Ahora bien, si la religión yahvista que imperaba oficialmente en el templo de Jerusalén dejó traslucir algunos atisbos de las antiguas tradiciones de liberación que caracterizaron la época primitiva, fue porque —a más tardar desde los tiempos de Salomón— los que llevaban la voz cantante, como sacerdotes y teólogos, eran de origen no-israelita. Lo que había pasado con el sacerdocio ocurrió también con el templo. El traslado del arca pudo ser una hábil maniobra históricopolítica de David para vincular su culto oficial con la primitiva religión yahvista. Por otra parte, la lógica conexión con el santuario jebuseo9 contribuyó conscientemente a oscurecer la tradición10. Para suscitar la idea de que el templo de Salomón fue una construcción de nueva planta y edificado en terreno virgen, se dice que David colocó el arca en una tienda que había preparado al efecto (2 Sm 6,17; 7,2; cf. 1 Re 1,39; 2,28s.), hasta que Salomón la trasladó al templo recién terminado (1 Re 8,lss.). Ahora bien, una medida «propapel decisivo en el culto oficial y en la corte de David (cf. 2 Sm 15,24-29; 1 Re l,32ss.). Desde luego, la tesis no deja de plantear ciertas incertidumbres, pero la alternativa propuesta por F. M. Cross {Myth, 1973, 207-215) y reelaborada por S. Olyan (Zadok, 1982, 183ss.), que defiende que Sadoc era de origen aaronita y se había unido a David ya desde Hebrón, se funda en una valoración histórica y en una dudosa interpretación de 1 Cr 12,27-29 que no sólo es más problemática, sino incluso de carácter apologético. Por otra parte, la identificación del sacerdote Sadoc con el joven y valiente guerrero homónimo del que se habla en 1 Cr 12,29 no proviene del propio autor de las Crónicas (como bien había visto ya H. H. Rowley, Zadok, 1939, 118), sino que el primero en proponer esa identificación parece que fue el historiador judío Flavio Josefo (Ant VII 56). 9. A este propósito escribe M. Noth (Geschichte, '1963): «Se puede suponer que él [David] colocó la tienda en el santuario de la ciudad, que probablemente estaba situado al norte, en la cima que dominaba la ciudad antigua y donde más tarde Salomón construyó sus edificaciones. O sea, el antiguo santuario israelita estaba sobre el lugar de culto cananeo de una ciudad cananea ...». Lo malo es que M. Noth, en el curso de sus trabajos posteriores, no volvió a echar mano de esa intuición tan brillante. 10. Para lo siguiente, véase sobre todo K. Rupprecht, Tempel, 1976, 42ss., cuya opinión recoge también F. Stolz, Samuel, 1981, 220s. (3.2).

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visional» que duró unos cuarenta años es, ya en sí misma, altamente cuestionable; más aun, pierde toda probabilidad, si se tiene en cuenta que la tradición tiende a silenciar el hecho de que existiera en Jerusalén un santuario pre-israelita, y llega a afirmar que, antes de David, la ciudad carecía de santuario, y que el sitio del futuro templo se encontraba entonces en una «era» (2 Sm 24,16ss.); por eso, el pueblo, e incluso el rey, tenían que desviarse al santuario de Gabaón para poder celebrar el culto (1 Re 3,2.4). Sin embargo, el texto de 2 Sm 24,16-25 afirma expresamente que David levantó un altar en la «era de Arauná», y en 2 Sm 12,20 se relata —como de paso y, por consiguiente, sin resultar sospechoso— que David fue al templo de Yahvé {bet Yhwh), para encontrar consuelo por la muerte de su hijo". Por tanto, es probable que la propia ciudad pre-davídica de Jerusalén contara ya con un santuario precisamente en dicha «era»12. David habría preferido ese lugar como el mejor «sitio» para el arca (2 Sm 6,17)13, en vez del templo de la ciudad donde residían las tribus. De ahí se deduce claramente que no había necesidad perentoria de construir un nuevo templo 14 . Por otra parte, ya el relato mismo de la construcción del templo salomónico (1 Re 6 - 7) deja entrever que se trató de la reforma de viejas estructuras más que de una auténtica edificación de nueva planta15. Lo que realmente hizo

11. En 2 Sm 15,25 se designa el lugar donde estaba el arca con el término nawé («morada», «pradera»), que también se usa para designar los «lugares de culto» (cf. Ex 15,13; Jr 25,30). La mención de una «tienda», o de la «tienda de Yahvé», en 1 Re 1,39; 2,28s. es con toda probabilidad una acomodación posterior llevada a cabo por la historia de la sucesión dinástica para que coincidiera con 2 Sm 6,17; 7,2. La localización de la tienda-santuario junto al manantial de Guijón (1 Re l,38s.), en el fondo del valle del Cedrón, es altamente improbable, por razones obvias. Por otra parte, la huida de Joab para refugiarse en el santuario como lugar de asilo (1 Re 2,28s.) presupone la estructura de un templo sólidamente establecido, y por eso en la escena paralela (1 Re 1,51-53) no se hace mención de la tienda. 12. De todos modos, en 2 Cr 3,1 se identifica el emplazamiento del altar —«en la era de Ornan»— con el mismo lugar en que Salomón empezó a construir el templo. 13. El término maqom, que se usa en 2 Sm 6,17, designa por sí mismo los lugares de culto (véase, por ejemplo, Gn 28,11.19). La precisión que añade el texto: «en el centro de la tienda que David le había habilitado» es totalmente superflua, y no está en absoluto preparada por el ritmo de la narración. Por eso, el cronista, al redactar de nuevo los materiales precedentes, consideró oportuno especificar más el contexto (1 Cr 15,1b). Por tanto, lo más probable es que dicha precisión sea obra del redactor, que vinculó su relato sobre la tienda con el estadio más primitivo de la profecía de Natán (cf. 2 Sm 7,l-4a...llb...l6). Cf. pp. 216s. 14. Anteriormente (cf. pp. 216s) se ha presentado la idea de que quizá la formulación más antigua de la promesa dinástica tuviera que ver con un traslado del arca al santuario originariamente jebuseo de Jerusalén, aceptado ya como centro del culto yahvista. Por otra parte, también Sal 132,5 muestra un profundo interés por encontrar una definitiva «morada» (maqom, mükanot; véase menuhá en el v. 14) para Yahvé y para su tienda. 15. Ésa es la tesis defendida por K. Rupprecht (Tempel, 1976, 18-40; Nachrichten, 1972,40ss.) que, además, supone que el redactor no dispuso de un relato específico sobre el comienzo de la construcción (51s.). K. Rupprecht ha demostrado de manera convincente que el núcleo del relato propiamente dicho (1 Re 6,l-9a.[9b-10.14]) sólo cuenta, en reali-

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Salomón fue renovar un antiguo santuario jebuseo y transformarlo en un suntuoso templo, como institución central del culto yahvista. El templo jebuseo-salomónico, situado probablemente al noroeste de la Cúpula de la Roca16, pertenecía al tipo basílica, con un dad, la construcción de un anejo a la fábrica del templo (vv. 5-8). Si se admite, por otro lado, que ese tipo de construcción suplementaria requería elevar la altura de los ventanales, habrá que incluir también el v. 4 entre las medidas adoptadas para reformar las viejas estructuras. Pero donde cabría esperar algunos datos concretos sobre la construcción propiamente dicha, no se dan más que las medidas interiores (!) del recinto (vv. 2s.; sólo mediante una frase de relativo: «[El templo] que el rey Salomón construyó en honor de Yahvé», los datos se insertan a duras penas en la narración). Por el contrario, no se dice ni una sola palabra sobre la consolidación de los cimientos, la progresión de los muros, el grosor de las paredes, etc. Es decir, si el texto se puede considerar como un verdadero relato sobre la construcción del templo, es sólo por las indicaciones genéricas que se dan al principio (v. Ib: «Salomón empezó a construir el templo en honor de Yahvé») y al final (v. 9a: «Salomón remató la construcción del templo») de la narración (cf. vv. 14.37s.). K. Rupprecht muestra, además, que una interpretación correcta de la única descripción detallada de los trabajos de reforma (v. 7: las piedras se labraban en la propia cantera, para evitar el estrépito que necesariamente habría de producirse con el agetreo de las obras) presupone que, mientras duraron los trabajos, se siguió utilizando el templo para la celebración litúrgica (Nachrichten, 1972, 47; Tempel, 1976, 25s.). La complicada teoría de M. Noth (Kónige, 1968, 104s.), que supone un primitivo «proyecto de obra» posteriormente convertido en «relato de construcción», y que pretende explicar así las peculiares generalizaciones que presenta la narración de 1 Re 6, resulta francamente superflua. Por su parte, M. J. Mulder (Bemerkungen, 1982, 88) que en 1982 había rechazado la hipótesis de K. Rupprecht y había tratado de salvar la narración de 1 Re 6,1-10 como un relato de construcción del templo aduciendo otra interpretación de los conceptos arquitectónicos más discutidos, volvió en 1986 a la tesis de Rupprecht, al preguntarse por el origen de las dos columnas —«Yakín» («Firme») y «Boaz» («Fuerte»)— que flanqueaban el pórtico del templo (Bedeutung, 1986,23). De hecho, también esas columnas pueden explicarse perfectamente como herencia del período pre-israelita. 16. Según la tradición cristiana e islámica, cuyos testimonios se remontan a la alta Edad Media, el templo estaba situado sobre la Cúpula de la Roca. En la investigación de hace décadas, el punto más discutido era si la «roca sagrada» (es-sakhrá) —hoy día encerrada en el monumento omeya (mezquita de Ornar) construido entre los años 688-691 d.C.— estaba debajo del «Santísimo» (como pensaba, por ejemplo, H. Schmidt, 1955, y más recientemente E. Orto, Jerusalem, 1980, 53s.), o debajo del altar de los holocaustos (como sostenía, por ejemplo, H. Vincent). Sobre la historia de la investigación véase Th. A. Businlc, Tempel, 1970, 1-20; E. Vogt, Tempel, 1974, 24ss. Ahora bien, para cimiento del «Santísimo», la roca es demasiado grande (unos 18 x 13 m); y si hubiera sido la base del altar de los holocaustos, habría implicado tal desplazamiento hacia el oeste de la entera fábrica del templo, que se habrían necesitado impresionantes trabajos de desmonte para poner los cimientos del edificio (véase K. Galling, Tempel, 1962, 684). Además, habrá que tener en cuenta que durante los trabajos de reparación de la Cúpula de la Roca en 1958-1959 no aparecieron huellas de antiguas edificaciones bajo sus cimientos (B. Bagatti, Tempio, 1962, 17). De ahí que cada vez se hayan presentado más dudas sobre la localización tradicional (véase B. Bagatti, Posizione, 1962, 443; T. A. Busink, Tempel, 1970, 19; H. Weippert, Palástina, 1988, 461). Por su parte, B. Bagatti (Tempio, 1962, 13s.) y E. Vogt (Tempel, 1974,29), asumiendo la exactitud de los datos ofrecidos por Josefo, que describe el templo herodiano como una superficie cuadrangular de 280 x 280 m. (Bell. V 184-226; Ant. XV 380-425), proponen localizar el templo al sur de la Cúpula de la Roca, cerca de la actual mezquita elAqsa. Sin embargo, en contra de esa ubicación se puede aducir el hecho de que, como muestran las junturas entre el muro herodiano y el muro persa en la parte oriental del muro del Haram, fue Herodes el que amplió la plataforma unos cuarenta metros hacia el sur. En realidad, hay muchos más argumentos para suponer que el templo estaba al norte —un tanto desviado hacia el oeste— de la Cúpula de la Roca (véanse K. Galling, Tempel, 1962, 684;

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gran pórtico semejante a los excavados en Siria y que datan de entre el tercero y el primer milenio17. La prolongación de los muros laterales formaba un gran atrio {'ulam), detrás del cual, y separado por una puerta de doble hoja profusamente ornamentada (1 Re 6,3335), se encontraba el recinto sacro propiamente dicho {qódes o hekal, de unos 25,70 x 8,60 x 12,90 m). Al fondo de ese recinto, Salomón mandó construir el «Santísimo» (debir), una especie de hornacina revestida de madera y toda recubierta de planchas de oro, que ocupaba unos 8,60 m, es decir, toda la anchura del muro de esquina a esquina (1 Re 6,16ss.). De ese modo, la estructura tripartita se asemejaba al tipo de templo sirio, que constaba de pórtico, nave y camarín18. El debir estaba reservado para acoger el arca provista de unos varales cuya longitud llegaba hasta la puerta de doble

Th. A. Busink, Tempel, 1970, 18ss.; 160; A. Kaufmann, Tempel, 1983, 44ss.). Por consiguiente, el templo estaría situado en la pequeña meseta de la parte posterior de la colina, perfectamente alineado con la «Puerta Dorada» y rodeado de un gran número de cisternas, cuya función era proveer a las necesidades de la actividad cúltica (véase el plano del Haram, elaborado por C. Schick, en Th. A. Busink, Tempel, 1970, 9). Desde esta ubicación y orientación del templo primitivo se puede explicar también el perfil del muro que limita por el norte la plataforma de la Cúpula de la Roca, asentada sobre restos de muros más antiguos, y que corre en transversal frente al muro sur del Haram y dobla en ángulo recto al llegar al muro oriental. A. Kaufmann piensa que el «Santísimo» estaba situado en el ángulo noroeste de la actual Cúpula de la Roca, donde hoy se encuentra la capilla árabe qubbat el-arwá («capilla de los espíritus») o qubbat el-alouá («capilla de las tablas»), cuyo nombre podría reflejar la santidad del lugar (por las tablas del Decálogo que, de acuerdo con la tradición deuteronomística, se guardaban en el arca: cf. Dt 10,2; 1 Re 8,9). Es lógico que lo único que podría proporcionar una seguridad completa sería una nueva excavación; pero dadas las tensiones políticas que reinan hoy en la zona, eso no parece factible a largo plazo. Con todo, bien podría ser que la convicción de que el templo judío no estaba directamente sobre el segundo lugar sagrado del islam contribuyera a facilitar un equilibrio entre las competencias que dos grandes religiones se disputan todavía hoy en Jerusalén. 17. Así piensa A. Kutschke {Tempel, 1967,338-341), que reelabora una tesis de A. Alt. Véase V. Fritz, Tempel, 1977,27-35; H. Weippert,Palástina, 1988,464s. Puede establecerse una comparación con los templos encontrados en Tell el-Huwera (de principios de la Edad del Bronce III), Tell fvlardi (mediados de la Edad del Bronce HA), Tell Munbaqa (mediados-finales de la Edad del Bronce) y Tell Ta'yinat (siglo vm). Véanse los planos en A. Kuschke, o. c , 243;339,y en V. Fritz, o. c.,33; 35. Ese tipo de templo sirio se caracterizaba no sólo por el atrio, sino también por una estructura tripartita: pórtico, nave (antecella) y camarín (cella/ádyton). Por eso, y si además se tienen en cuenta las proporciones del templo de Tell Ta'yinat, en las proximidades de la desembocadura del río Orontes, el antiguo templo sirio constituye el paralelo más estrecho con el templo de Salomón. También se puede detectar un cierto paralelismo, aunque más lejano, con los templos de planta basilical —de recinto único— procedentes de la Palestina de la Edad del Bronce, que se han encontrado en Jasor, Siquén, Betseán y Meguido. Véase V. Fritz, o. c , 29s. 18. Para una explicación del debir, sigue siendo fundamental la obra de H. Schult, Debir. Sin embargo, no es fácil aceptar una explicación que reduce el debir a uno de tantos «elementos de inventario» del templo, que niega la división tripartita del recinto y que, por consiguiente, compara tipológicamente el templo de Salomón con los templos de planta basilical encontrados en Siquén y en Meguido (48; 54; con esa misma interpretación coincide M. Noth, Kónige, 1968, 111). Véase A. Kutschke, Tempel Salomas, 1967, 127ss.; Tempel, 1977, 340.

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hoja (1 Re 8,8) que separaba el debir y el hekal (1 Re 6,31ss.)19. La anchura del «Santísimo» no estaba completamente ocupada por el «arca», sino por un poderoso trono de querubines de madera de olivo recubierta de oro, de unos 4,30 m de altura (1 Re 6,23-28; cf. 2 Cr 3,10-14). Las dos alas exteriores de las figuras formaban los brazos del trono y las interiores estaban extendidas hasta tocarse, formando el asiento20. Debajo de ellas reposaba el arca, como una especie de «escabel»21. Si se prescinde de la disposición y equipamiento del «Santísimo», el templo salomónico representaba, tanto en su arquitectura como en su simbolismo, la tradición del santuario siro-palestinense. Y no sólo porque el atrio frontal reprodujera modelos sirios o porque la decoración de la nave con sus planchas y frisos de madera se ajustase a los cánones fenicios, sino porque todo el conjunto de las instalaciones del santuario respondía plenamente a la concepción

19. Por lo que respecta al texto —más bien, oscuro— de 1 Re 8,7s., yo me inclino a interpretarlo en el sentido de que el arca estaba situada en el eje longitudinal de la fábrica del templo (véase J. Maier,K«/t«s, 1964,74ss.). En favor de una colocación transversal se declara M. Noth,Kó«ige, 1968,179s. y más recientemente M. Metzger,Kónigsthron, 1985,341s. Sin embargo, contra esa disposición se podría aducir la dificultad que necesariamente habría de presentarse cada vez que hubiera que sacar el arca del debir para llevarla en procesión. 20. Entre las innumerables propuestas de interpretación que se han presentado sobre las dos figuras de querubines descritas en 1 Re 6,23ss., la solución más obvia parece ser la que ofrecemos aquí, a saber, que con sus alas extendidas formaban un trono (véase M. Harán, Ark, 1959, 35ss.; J. Maier, Ladeheiligtum, 1965, 39-74; O. Keel, Jahwe-Visionen, 1977, 15-36; T. N. D. Mettinger, YHWH, 1982, 115s.; Dethronement, 1982, 20-23; H. Weippert, Palástina, 1988, 467s.). Y eso, por las razones siguientes: 1) Su analogía con el «trono de la esfinge» del ámbito siro-fenicio, ampliamente documentada por los datos arqueológicos (véanse los copiosos materiales pertenecientes al segundo y al primer milenio, recopilados por M. Metzger [Kónigsthron, 1985, 261-279, nn. 1181-1216]; véanse también las estatuas de arcilla de Aya Inri, en Chipre [O. Keel, JahweVisionen, 1977,25s.], que representan seres fabulosos cuya función no consiste en ser —como de ordinario— portadores de un trono, sino que ellos mismos lo forman con sus alas). 2) Es un buen punto de referencia para interpretar el predicado con que se designa frecuentemente a Yahvé como el que está «entronizado sobre querubines» (yoéeb hakkerubim: 1 Sm 4,4; 2 Sm 6,2; 2 Re 19,15; Is 37,16; Sal 80,2; 1 Cr 13,6; cf. Sal 99,1). 3) Se compagina perfectamente con el documentado inñujo fenicio en la configuración del templo salomónico. Según una hipótesis de M. Noth (Kónige, 1968,123s.), recogida por M. Metzger (Kónigsthron, 1985, 330-351), se trataba de dos figuras fantásticas que, en pie y con las alas extendidas en horizontal o ligeramente inclinadas hacia arriba, hacían de guardianes del arca (según Metzger, o. c, 347, desempeñaban también la función de «portadores de la bóveda celeste». Pues bien, el fallo de esa hipótesis está en que, según el antiguo simbolismo medio-oriental, las figuras que con sus alas protegen algún objeto suelen estar una de cara a la otra (como ya observaba O. Keel, Jahwe-Visionen, 1977,21; 29, contra la teoría de M. Noth). En cambio, según 2 Cr 3,12, los querubines del templo de Jerusalén «estaban de pie, mirando hacia dentro», es decir, hacia el hekal. La función de proteger el arca, que se deduce del texto de 1 Re 8,6s., aparece aquí claramente como secundaria (véase O. Keel, o. c, 27s.). 21. Cf. 1 Cr 28,2; Sal 99,5; 132,7, aunque los testimonios no son absolutamente claros.

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contemporánea del templo como morada de la divinidad. La propia estructura expresaba una separación entre Dios y el hombre; los gruesos muros y el triple recinto con un grado creciente de sacralidad parecían querer proteger a la divinidad contra toda clase de profanación, incluso inadvertida. Desde luego, en el templo de Salomón no había ninguna imagen de la divinidad, como era el caso, por ejemplo, en el ádyton impenetrable del templo de Tell Ta'yinat. Yahvé se concebía, más bien, como sentado invisiblemente en el majestuoso trono formado por los querubines. Pero eso no implicaba un cambio profundo en la concepción básica de la santidad divina, aunque el recinto destinado originariamente al mantenimiento de la imagen del dios por parte de los sacerdotes perdía de ese modo toda función cúltica22. La relación con un grupo humano, tan característica de Yahvé, no encontraba ni su más mínima expresión en la arquitectura de ese templo. El pueblo sólo podía participar en el culto desde el atrio exterior; pero el acceso al templo propiamente dicho le estaba totalmente vedado, por lo que, de hecho, quedaba excluido de toda auténtica celebración cúltica. Es decir, Yahvé, el Dios de la liberación, desaparecía detrás de gruesos muros en la penumbra del santuario oficial del reino. Sólo las dos columnas colosales de bronce, que flanqueaban el acceso al atrio —y que llevaban por nombre Yakín, el Firme, y Boaz, el Fuerte— ofrecían al pueblo una cierta impresión visual de la inaccesible majestad de Dios23. La función de la estructura arquitectónica —especialmente la del «Santísimo»— consistía, por el contrario, en simbolizar la vinculación de Yahvé con un lugar concreto. En el templo de Jerusalén, Yahvé era, esencialmente, un Dios que estaba entronizado [yasab: Is 6,1) y tenía su morada (sakán: Is 8,18) en Sión. El trono formado por los querubines representaba la presencia cuasi-material de Yah-

22. Restos de esa atención «material» al dios pueden ser la mesa de los panes presentados y el altar de madera de cedro y recubierto de oro que se encontraba en el hekal (1 Re 7,48; 6,20). 23. A partir de esa función simbólica de las columnas con relación al pueblo se puede explicar el profundo significado que se les concedió en la tradición (véase la descripción detallada que se da en 1 Re 7,13-22; 2 Re 25,16s.). Su carácter de representación marcadamente cúltica de la divinidad, que se deriva de la propia arquitectura y que ha elaborado C. L. Meyers {¡achín, 1983, 172ss.), podría adquirir una expresión aun más concreta, si fuera verdad la suposición de M. J. Mulder (Bedeutung, 1986, 20ss.) de que los nombres de las columnas representan el tenor de una oración (Yakín = yakin, o sea, «que él mantenga fuerte [el trono —o la descendencia— de David]», cf. 2 Sm 7,16; Boaz = be'oz [yhwh], «[que el rey se alegre] por la fuerza [de Yahvé]», cf. Sal 21,2). Sin duda, fue el rey el que pronunció esa oración durante un ritual de consagración de las columnas (nótese el papel activo que, según 1 Re 7,21, desempeña el rey no sólo en el hecho de encargar la fabricación de las columnas, sino también en ponerles nombre).

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vé en el templo. Así lo expresa la plegaria del propio Salomón en k ceremenia de dedicación del santuario: Yahvé puso el sol en el cielo24, , •.,. ,< Yahvé quiere habitar en la tiniebla; por eso te he construido un palacio, como morada de tu trono por la eternidad (1 Re 8,12).

,1 r

La altura colosal de los querubines significaba la grandeza de Yahvé, que excede toda capacidad, incluso la del «Santísimo». Por eso, en la visión profética de Isaías, la orla del manto de Yahvé llena todo el santuario (Is 6,lss.). Por su parte, la «teología del templo» que se desarrolló en Jerusalén expresaba de manera insistente la presencia de Yahvé en Sión25. Sólo más tarde la reflexión teológica se preguntará si esa concepción local y cúltica de Yahvé en Sión puede compaginarse con la auténtica religión yahvista (2 Sm 7,4b-7; Is 66,1; y la concepción del Deuteronomio y de la obra deuteronomística). Pero, a pesar de todo, esa reflexión no llevó consigo ningún cambio en la arquitectura del templo. Tanto el modelo elaborado por los reformadores sacerdotales de la época del exilio (Ez 40ss.; Éx 25ss.) como la estructura del templo postexílico e incluso la del nuevo templo de Herodes siguieron fieles a la tradición arquitectónica del templo siro-palestinense26. .,,.,,,;, , 3.3.2. Teología del templo de Jerusalén La concepción teológica que se desarrolló en torno al templo central de Jerusalén se caracterizó —igual que la política religiosa de David y de Salomón— por un marcado sincretismo oficial. Los sacerdotes y teólogos de corte que, como Sadoc e incluso Natán, procedían de ambiente jebuseo estaban expresamente vinculados no sólo por interés propio, sino también con el consentimiento del rey, a las tradiciones cúlticas pre-israelitas del templo de Jerusalén. Su pretensión consistía en elaborar una síntesis de concepciones israelitas y cananeas que pudiera funcionar como religión yahvista oficialmente aceptada, y que respondiera con más exactitud a las transformaciones políticas y sociales que, en su opinión, había producido la monarquía. El desarrollo de la nueva teología del templo de Jerusalén elaborada por los sacerdotes y por los teólogos de corte giraba 24. ejemplo, 25. 26.

El texto se ha ampliado siguiendo a los LXX; compárese con el texto hebreo, por de la BHS. Cf. pp. 251ss. . . .- • Cf. pp. 555ss.; 600ss.; 646s.

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en torno a dos núcleos principales: la realeza de Yahvé y la presentación de la ciudad de Jerusalén como ciudad de Dios. Aunque no se puede probar con seguridad que los títulos reales se aplicaran a Yahvé sólo después de la instauración del régimen político monárquico 27 , lo que sí es cierto es que la concepción de la realeza de Yahvé no alcanzó sustancial relevancia teológica hasta que se implantó el culto oficial en Jerusalén28. Y lo mismo puede decirse de un título tan vinculado a la condición real como «Señor

27. Véase G. von Kad,melek, 1 9 5 7 , 5 6 7 ; F. Crüsemann,Widerstand, 1978,77ss. (3.1); N . Lohfink, Begriff, 1987, 45s. (la nota 20 constituye un buen resumen de la discusión más reciente). Como testimonios de época pre-monárquica se aducen Ex 15,18; N m 23,21; Dt 33,5; 1 Sm 8,7; 12,12, con la indicación de que el carácter religioso de los títulos reales ya existía en el ámbito de Israel desde hacía mucho tiempo (véase J. J. M. Roberts, Zi'on, 1973, 94-97; K. Seybold, melek, 1984, 948). Pero, si se tiene en cuenta la tendencia antijerárquica de la sociedad israelita en los tiempos pre-monárquicos, no parece que haya razones para aceptar esa teoría (véase F. Crüsemann, o. c , 78); más aun, hay indicios de que en dicha época se evitaba deliberadamente toda clase de títulos reales (cf. Jue 8,23; y el Canto de Débora que, a pesar de que presenta a Yahvé como el más fuerte de los guerreros, no hace referencia a ningún título real; véase N . Lohfink, Begriff, 1987,46ss.). En cuanto a 1 Sm 8,7 y 12,12, los análisis de F. Crüsemann demuestran con una gran probabilidad que se trata de textos polémicos, en los que ya se presupone la instauración de una monarquía de orden político. Cf. pp. 224ss. El himno de Ex 15, contra la opinión de la escuela de Albright, no es en absoluto un texto antiguo; de hecho, en el v. 17 se presupone ya la teología del templo de Jerusalén, y su deseo de conjugar la teología del éxodo con la teología de Sión se explica perfectamente en un contexto como el de la época de Josías (para la discusión del tema, véase j . Jeremías, Kónigtum, 1987, 103-106). Por otra parte, después del descubrimiento de los textos procedentes de Deir 'Alia, los oráculos de Balaán —y en concreto la composición claramente redaccional de Nm 23,18-24— no se pueden datar de antes del siglo vm. N o quedan más que la introducción y la conclusión del himno de Dt 33 —en concreto, vv. 2-5.26-29— que J. Jeremías (o. c, 82-92), en conexión con una propuesta de I. L. Seeligmann (y suprimiendo el v. 4), considera como de origen pre-monárquico. Pero la expresión del v. 5 —no excesivamente clara desde el punto de vista gramatical— sobre la proclamación de Yahvé como rey del pueblo en una reunión de los ancianos de las tribus deberá atribuirse, más bien, a la oposición tribal a una monarquía de carácter político (véase F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 83). 28. En este punto hay un consenso prácticamente unánime (véase W. H. Schmidt, Glaube, 7 1 9 9 0 , 1 5 4 ; K. Seybold, melek, 1984, 948s.; W. Dietrich, Gott, 1981, 254; 259ss.; T. N . D. Mettinger, Dethronement, 1982, 24ss.; N . Lohfink, Begriff, 1987, 55ss.). Por su parte, J. J. M. Roberts (Zíon, 1973, 94ss.), que admite la atribución a Yahvé de títulos reales ya en el período pre-monárquico, piensa que su exaltación a «gran rey» (mélek rab: Sal 4 8 , 3 ; mélek gadol: Sal 47,3) estaba relacionada con la instauración del culto oficial. De los sesenta y tres pasajes en los que se vincula a Yahvé con términos como malak/mélek o sus derivados, veintidós se pueden considerar claramente relacionados con la teología de Sión (véase T. N . D. Mettinger, Dethronement, 1982, 24, nota 20). Los principales pasajes que se pueden atribuir, con toda probabilidad, a la época pre-exílica son: malak: Sal 47,9; 9 3 , 1 ; Ex 15,18; mélek: Is 6,5; Jr 8,19; Sal 24,7.8.9.10; 29,10; 47,3.7.8; 48,3. Sobre la entronización de Yahvé se habla en Is 6,1; Sal 47,9; 93,2; cf. Sal 89,15. En cuanto a la datación pre-exílica de Sal 4 7 y 93, como salmos reales aplicados a Yahvé, hay un cierto consenso en la investigación (véase J. Jeremías, Kónigtum, 1987, 15ss.; 50ss.); el propio O. Loretz (Ugarit-Texte, 1988, 68ss.; 268s.; 292s.) lo acepta como un dato fundamental. También se puede establecer una comparación con los testimonios de otros salmos reales que se aplicaron a Yahvé en época exílica o incluso postexílica, por ejemplo, Sal 95,3; 96,10; 9 7 , 1 ; 98,6; 91,1.4, y que contienen —al menos en parte— expresiones más antiguas.

de los ejércitos» (Yhwh Seba'ot)29. No se puede negar que, en la tradición, el título de «Señor de los ejércitos, entronizado sobre los querubines» (Yhwh Seba'ot yoseb hakkerubim) está vinculado al arca (1 Sm 4,4; 2 Sm 6,2). Eso ha llevado a algunos investigadores a derivar del primitivo santuario de Silo tanto el título (cf. 1 Sm 1,3.11) como la concepción misma de la realeza de Yahvé30. Sin embargo, el título posee una vinculación tan estrecha con el equipamiento del templo salomónico, en concreto con el trono formado por los querubines, que lo más probable es que su relación con el arca no sea más que una proyección retrospectiva de la concepción teológica del templo de Jerusalén31. El hecho de que más tarde, en pleno siglo vm, Isaías contemple en su famosa visión, precisamente en el templo, «al Rey y Señor de los ejércitos» ('et hammélek Yhwh Seba'ot: Is 6,5; cf. 6,1.3) sentado en un trono alto y excelso, y rodeado de toda su corte celeste, es claro testimonio de lo profundamente arraigados que tenían que estar en la teología del templo de Jerusalén, ya desde mucho antes, el título de «Señor de los ejércitos» y la concepción de Dios como rey32. Hay que reconocer que el significado y la interpretación gramatical del título «Señor de los ejércitos» constituye aún un punto os29. El término Seba'ot sale doscientas ochenta y cinco veces en el Antiguo Testamento, pero falta absolutamente en el Pentateuco, Josué y Jueces (véase H.-J. Zobel, Seba'ot, 1989, 878). Llama poderosamente la atención su ausencia en el libro de un profeta del reino del norte como Óseas (prescindiendo de Os 12,6, que es una inserción hímnica); aparte de que es poco frecuente en las tradiciones relacionadas con ese mismo reino (cf. 1 Re 18,15; 19,10.14; 2 Re 3,14; Sal 80 [¿quizá reelaborado en territorio de Judá?]). Por el contrario, hay una multitud de pasajes que apuntan inequívocamente al reino del sur, especialmente a Jerusalén (cf.Is 6,3.5; 8,13.18; Sal 24,10; 46,8.12; 48,9; 84,2.4.13; 89,9; a esos textos habrá que añadir los innumerables testimonios que aparecen en los libros de los profetas del sur: Is, Jr, Zac, Ag). Eso ratifica con toda solidez la tesis de T. N . D. Mettinger (YHWH, 1982,118s.), que descubre el «contexto vital» del título «Seba'ot» en el culto que se celebraba en el templo de Jerusalén. En cambio, H.-J. Zobel (Seba'ot, 1989, 884ss.) insiste, quizá demasiado, en atribuir el origen —desde luego, muy dudoso— del título al culto del santuario de Silo. 30. Véase, por ejemplo, A. Alt, Gedanken, 3 1 9 6 3 , 3 5 1 ; W. H. Schmidt, Glaube, 7 1990, 154; W. Dietrich, Gott, 1981, 254s.; H.-J. Zobel, Seba'ot, 1989, 882s.; B. C. Ollenburger, Zion, 1987, 39ss. También es de esa misma opinión T. N. D. Mettinger (YHWH, 1982, 128ss.), aunque consciente de la debilidad de sus argumentos. 3 1 . Siguiendo una antigua línea interpretativa (véase la exposición en R. Schmitt, Zelt, 1972, 110-131 [2.2]; M. Metzger, Kónigsthron, 1985, 326ss.j, así piensan resueltamente J. Maier (Ladeheiligtum, 1965, 45-54) y F. Crüsemann (Widerstand, 1978, 77s.). N o cabe duda de que, en su forma actual, la narración sobre el arca refleja una visión retrospectiva, es decir, se concibe desde el punto de vista de su traslado al templo de Jerusalén. Si es verdad, como generalmente se acepta, que el arca no era en sí misma el trono de Dios, habría que asumir, primero, que ya en el santuario de Silo debió de existir un «trono de querubines», y segundo, que la configuración estática del trono permaneció vinculada al arca, a pesar de que el destino de ésta fue esencialmente errabundo. Ahora bien, para lo primero no disponemos de testimonios, y lo segundo es difícil de asumir. 32. También en otros pasajes se da una estrecha vinculación entre los títulos reales y el título «Seba'ot» (cf. Sal 24,10; 84,4; 103,19-21; Jr 46,18; 48,15; 51,57; Zac 14,16s.

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curo en la investigación33. Sin embargo, parece convincente la explicación propuesta por T. N. D. Mettinger, según la cual, el término Seba'ot (literalmente: «ejércitos») haría referencia a la corte celeste que rodea al rey Yahvé y lleva a cabo su dominio sobre el universo. El término posee, es verdad, resonancias militares (Jos 5,13-15), pero también puede tener funciones administrativas (1 Re 22,19ss.; Sal 103,21; 148,2)34. Por consiguiente, el título se podría interpretar, desde el punto de vista de la gramática, como un «estado constructo» ( = «Yahvé de los ejércitos»), que presentaría a Yahvé como un monarca que dispone de un ejército de servidores, prontos a ejecutar sus órdenes. Por otra parte, no es seguro que Yhwh Seba'ot se remonte a un título de El, el dios cananeo 35 . En relación con ese título de «Señor de los ejércitos», se hace referencia a una «asamblea divina» (Sal 82,1), una especie de Consejo del reino (cf. Sal 89,8; Jr 23,18; Job l,6ss.; 15,8), que en la vieja mitología ugarítica aparece estrechamente vinculado con ía soberanía del dios El36. Por consiguiente, lo mismo que el poder político de un rey se manifiesta en su ejército de funcionarios y subordinados, el poder del Dios Yahvé, presentado con la categoría de rey, se muestra en un ejército de seres celestes que cumplen a la letra su voluntad. De todos modos, el paralelismo entre la dominación universal ejercida por Dios y la ejercida por el rey es innegable (cf. Sal 89,6-13.20-28) 37 . Las ventajas de esta concepción teológica son evidentes. Mientras que, por un lado, sostiene y justifica el poder político del descendiente de David, por otro ofrece ciertos puntos de conexión con el mundo de los dioses que imperaba en las naciones del Medio Oriente con las que Israel mantenía contactos políticos, económicos y culturales. Aunque la posición tradicional de Yahvé como Dios único impedía la creación de un verdadero «panteón», la idea de una corte 33. Desde el punto de vista del contenido, se discute la relación del título con el ejército israelita, con el ejército celeste, o con las potencias de la naturaleza desposeídas de sus poderes, es decir, si hay que interpretar el título como expresión de un poder supremo o, más bien, como atributo del rey. Desde el punto de vista gramatical, la discusión recae no sólo sobre la posibilidad de que se trate de una expresión en «estado constructo» —bastante difícil, tratándose de nombres propios—, sino también sobre su posible carácter de aposición o de frase nominal. Para el estado de la investigación, véase T. N. D. Mettinger, YHWH, 1982, 109ss.; H.-J. Zobel, Seba'ot, 1989, 880s. Partiendo del epíteto egipcio db'ty, M. Gorg se inclina por interpretar Seba'ot como «el entronizado», «el que reina desde el trono» (b'wt, 1985, 16s.). 34. YHWH, 1982, 123-128. Véanse las presentaciones de la corte real en las que aparece el título «Seba'ot»; Is 6,1-8; Sal 89,6-19; 1 Re 18,15; 2 Re 3,14; Zac 1 - 8. 35. En Ugarit no hay testimonios de ese título. No obstante, Filón de Biblos atestigua que El dispone de symmachoi («compañeros de lucha»), que le prestan apoyo en la batalla Véase T. N. D. Mettinger, YHWH, 1982, 134s. 36. Véase W. H. Schmidt, Konigtum,1} 966, 26ss. 37. Cf. pp. 219s.

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celeste hacía posible relacionar a Yahvé con los dioses de los demás pueblos. Yahvé era un rey que había degradado a todos los demás dioses a la condición de servidores de su propia corte. Con su teología del «señorío de los ejércitos», los teólogos de la corte jerosolimitana crearon un instrumento adecuado para legitimar y encauzar una política expansiva que habría de dar lugar a la creación de un gran imperio por parte de la monarquía davídica38. Ahora bien, los peligros del sincretismo imperialista no se manifestarían hasta más tarde, cuando en el siglo vn, bajo influencia de la religión asiría, los Seba'ot se identificaron automáticamente con el mundo astral, y el incipiente culto a los astros supuso un verdadero peligro para la adoración de Yahvé como Dios único (2 Re 21,3; 23,5) 39 . Si el origen cananeo del título «Señor de los ejércitos» no deja de ser una suposición, no ocurre lo mismo con los demás títulos reales que se atribuyen a Yahvé, cuyas raíces cananeas son fácilmente demostrables. En efecto, como afirma W. H. Schmidt, la religión ugarítica presenta dos concepciones diferentes de la realeza de Dios40. La primera, de carácter más bien «estático», atribuye a El, dios supremo del panteón de Ugarit, los títulos de «Rey eterno» (mlk 'lm) y de «Señor de los excelsos dioses» ('adn 'ilm rbm), que lo presentan como «principal» de la asamblea divina (pbr 'ilm). La segunda, más «dinámica», concibe la realeza de Baal como consecuencia de su triunfo sobre Yam, personificación del poder del caos: «Yam ha muerto. ¡Viva el Rey Baal!»4'. Evidentemente, ambas concepciones se aplican a Yahvé. Por una parte, igual que El, Yahvé se sienta en medio de su corte celeste (Sal 82; 89,6-8), como «soberano de todos los dioses» (Sal 95,3) y ante el que se postran los demás en señal de reverencia (Sal 29,ls.9; 97,7). Por otra parte, en el salmo 29 Yahvé es aclamado por los hijos de Dios como «Rey eterno» (tnélek le'olam), que «está sentado por encima del aguacero» (v. 10); y en el salmo 93 se le canta como rey, cuyo poder afianza el orbe en su seguridad, contra el fragor torrencial de las aguas caudalosas (vv. 1-4), combinando la 38. Sobre este punto véase T. N. D. Mettinger, YHWH, 1982, 136, de acuerdo con J. J. M. Roberts, Origin, 1973, 340; O. Eigfeldt, Konigsprádizierung, 1973, (3.2). 39. Cf. pp. 354ss. Según T. N. D. Mettinger (YHWH, 1982, 137s.; Dethronement, 1982, 38ss.), ésa es la principal razón por la que los teólogos deuteronómico-deuteronomísticos sustituyeron la teología del título «Seba'ot» por la teología del «nombre» (ietn), y los reformadores sacerdotales (Ez, P) por una teología de la «gloria» (kabod). 40. Kómgtum, 21966, 22ss. 41. Ym l mtlb'lm yml[k¡ (KTU 1.2 IV,32). Basándose en KTU 1.6 1,55, O. Loretz (Ugarit-Texte, 1988, 14) aboga por una interpretación de la frase como expresión de un «deseo» (para la discusión de este punto véase ibid., 4s.). Un sorprendente paralelismo entre la subida al trono de Baal y la entronización de Yahvé se encuentra en la cadena de verbos: 'ly («subir»), ytblySb («sentarse») y mlk («reinar»). En cuanto a los testimonios procedentes de Ugarit, véase O. Loretz, o. c, 8ss.; cf. Sal 47,6.9; 29,10.

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realeza con la lucha contra el caos. Y como Baal, Yahvé domina el caos primigenio (Sal 74,13s.;89,10s.;Is51,9s.; Job 26,12s.;Is27,l). Pero también es verdad que los himnos israelitas, como ponen de relieve los análisis de J. Jeremias 42 , reducen las descripciones dramáticas de la mitología ugarítica a situaciones más bien concretas. La idea de un dios de la vegetación que muere y resucita era totalmente ajena a las tradiciones religiosas de Israel. Al revés que Baal, Yahvé no renueva continuamente su poderío regio, sino que lo ejerce —como El— desde siempre y para siempre (Sal 93,2). Aún no se ha logrado explicar satisfactoriamente, desde el punto de vista religioso, esa mezcla tan peculiar de elementos heterogéneos. Hay testimonios fehacientes de que en el culto pre-israelítico de Jerusalén se veneraba al dios El probablemente bajo la forma de El-Elyón43, pero no hay datos sobre un culto semejante en honor de Baal. Pues bien, si esa mezcla no es fruto de posteriores retoques, habrá que suponer que el dios El había adquirido rasgos del dios Baal en los territorios del sur, es decir, en Palestina —y no en el norte, o sea, en Ugarit—, antes de que Yahvé ocupara su lugar44. Pero la teología jerosolimitana añadió a la concepción dinámica de la realeza de Dios un nuevo matiz más incisivo, que llegó a ser un rasgo típico de la religión yahvista. Yahvé es aclamado «Rey de las 42. Kónigtum, 1987, 19ss., etc. 43. Véase sobre todo la tradición específica de Gn 14,18-20, que se ha integrado posteriormente en el conjunto de Gn 14. Según esa tradición, Melquisedec, presentado como rey de Salen (cf. Sal 76,3, en paralelo con Sión) y sacerdote de El-Elyón, salió al encuentro de Abrahán, le ofreció pan y vino, y le bendijo en nombre de su dios; a lo que Abrahán respondió dándole el diezmo de sus conquistas. Toda la escena parece un intento de legitimar el culto pre-israelita de Jerusalén con la presencia del padre de la raza. Desde luego, la forma nominal «El-Elyón» (Gn 14,18.19.20; Sal 78,35), que habrá que interpretar como un nombre de dios más un adjetivo atributivo («El, el Altísimo»), no está atestiguada fuera de Israel. En Ugarit aparece el término 7y —semejante a 'elyon— como epíteto aplicado a Baal (KTU»1.16 111,5-8). Por otro lado, es probable que la inscripción de Sefiré, del siglo vm (KAI 222 A,ll), y hasta Filón de Biblos (Praep. ev., 1.10,14-16) presenten a «Elyón» como una divinidad autónoma, al lado de El. De modo que no está claro si se trata de una contaminación de dos dioses o de la separación de un epíteto atribuido a El o, quizá, a Baal. Para una discusión del problema véase R. Rendtorff, El, 1975; F. Stolz, Strukturen, 1970, 133-137; 149-152; J. J. M. Roberts, Origin, 1973, 331s.; H.-J. Zobel, 'eljon, 1989. 44. Véase F. Stolz,Strukturen, 1970,152ss.; E. Otto,£/, 1980,325ss. Por lo que toca a la teoría de W. H. Schmidt (Kónigtum, 21966, 58), que postula una combinación —ya israelita— de las tradiciones de El y de Baal, pero que es bastante ambigua en lo referente a su radicación en un lugar concreto (ibid., 88s.), J. Jeremias (Kónigtum, 1987, 34ss.) trata de esclarecer esa idea asumiendo que en Sal 29 se pueden detectar dos estadios de tradición, es decir, un antiguo himno procedente del Israel del norte, que habría consumado la identificación entre Yahvé y Baal (vv. 5-9a.l0), habría sido reelaborado en Jerusalén en la línea de una teología de Yahvé-El (41ss.). Sin embargo, aun en el caso de que eso hubiera sido así, quedan sin explicar otras identificaciones pertenecientes al ámbito de Baal que proceden incuestionablemente de Jerusalén, por ejemplo, la identificación de Sión con la montaña sagrada de los dioses en el norte (cf. Sal 48,3; Is 14,13: «vértice del cielo», «cima de las nubes»).

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naciones» (Sal 47,9) por su victoria sobre los pueblos vecinos de Israel (vv. 3-6). De ese modo, el tema de la victoria contra el caos queda despojado de su carácter mitológico y traspuesto al campo de la historia política (Sal 29,11). Pues bien, aquí es donde los teólogos de Jerusalén introdujeron la experiencia específica que el primitivo Israel tenía de su Dios, según la cual Yahvé había dado pruebas de la efectividad de su acción, sobre todo en el terreno histórico-político. Pero no lo hicieron evocando las viejas experiencias de liberación vividas en la época pre-monárquica, sino poniendo de relieve todo el valor teológico de las nuevas vivencias de poder y de grandeza política. Los fulgurantes triunfos de David sobre los pequeños Estados circunvecinos eran prueba evidente de la supremacía de Yahvé45 y de su carácter de rey universal sobre todos los pueblos de la tierra {'ala = «ascender», yasab = «sentarse», malak — «reinar»: Sal 47,6. 9-10). Al mismo tiempo, la contingente experiencia histórica del poder de Dios se exalta a categoría mítica46 y se actualiza regularmente en el culto (Sal 47,6; 24,7-10) 47 . Ahora bien, las luchas mitológicas de los dioses, que tenían tanta cabida en el ambiente que rodeaba a Israel, poseían también una cierta dimensión política. Cuando la epopeya babilónica Enumaelis celebra la victoria del dios Marduk sobre Tiamat, el monstruo del caos, proclama al mismo tiempo la hegemonía de Babilonia en Mesopotamia. Pero el hecho es que la trasposición de la lucha de los dioses y de la realeza divina al campo de la política, como hacían los

45. Es seguro que en Sal 47,4 no se trata de las «guerras de Yahvé» de los tiempos premonárquicos, como pretende hacer creer J. Jeremias (Kónigtum, 1987, 55s.; 62), sino de las ambiciosas conquistas de David que llevaron al sometimiento duradero de los demás pueblos (cf. vv. 9s.). Véase J. J. M. Roberts, Setting, 1975-1976, 131s. Y en el v. 5, si no es una inserción de época deuteronómica, no se trata de la «donación de la tierra», sino de la elección de Jerusalén o del propio rey. 46. Con toda razón subraya J. Jeremias (Kónigtum, 1987,56) que en Sal 47 no sólo se produce una «historificación del mito», sino también una «mitificación de la historia». 47. En la actualidad impera una relativa calma en torno a la tesis ampliamente difundida sobre una «fiesta de entronización de Yahvé», con la que S. Mowinckel (Psalmenstudien II, 1966) mantuvo ocupada a toda una generación de investigadores. Para una discusión del tema véanse H.-J. Kraus, Psalmen I, s 1978, 99-103; B. C. Ollenburger, Zion, 1987, 24ss.; O. Loretz, Ugarit-Texte, 1988,19ss.; y las acertadas indicaciones que da P. Welten (Kónigsherrschaft, 1983) sobre determinados prejuicios al respecto. De Sal 47,6.9 en conexión con Sal 24,7ss. se deduce con mucha probabilidad que la «exaltación» de Yahvé a la categoría de rey sobre las naciones se actualizaba y se celebraba en el culto, sin duda con motivo de una procesión del arca. Véase J. Jeremias, Kónigtum, 1987, 59ss.; W. Dietrich, Gott, 1981, 259s.; N. Lohfink, Begriff, 1987,56. Por su parte, B. C. Ollenburger (Zion, 1987, 33; 44s.) y O. Loretz (Ugarit-Texte, 1988, 496ss.), entre otros, suponen una fiesta de entronización, que debía de celebrarse en otoño. En concreto, O. Loretz, basándose en los resultados —no siempre comprobables— de su «análisis métrico» de los versos, intenta establecer mediante el método de historia de las tradiciones una teoría intermedia entre la interpretación «cúbica» de S. Mowinckel y la visión «escatológica» de H. Gunkel.

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círculos teológicos de Jerusalén, daba un relieve incomparable al carácter imperialista de la realeza de Yahvé. En ella se expresaba abiertamente la pretensión del joven Estado israelita de ejercer el dominio político sobre los pueblos de alrededor. En consecuencia, la teología del templo de Jerusalén, al presentar a su Dios Yahvé como el rey universal de dioses y pueblos, lo transformó de liberador de oprimidos en promotor de su propia política de expansión y, en última instancia, de opresión 48 . Pero esa idea no se impuso sin más, sino que siempre encontró sus detractores 49 . Es muy probable que, además de los títulos reales, la teología de Jerusalén aplicara a Yahvé el predicado de «creador del mundo», que era un título del dios El. No cabe duda de que en Ugarit se consideraba a El, preferentemente, como creador del ser humano {'ab 'adam = «padre del hombre», bny bnwt = «creador de las creaturas»), pero también se dice de él que «creó la región montañosa» 50 ; es más, en una inscripción fenicia del siglo vm, procedente de Karatepe, se le designa como «creador de la tierra» (qoné 'ars)5]. La denominación tiene una semejanza asombrosa con el predicado de «creador de cielo y tierra», que emplea Melquisedec, el legendario rey-sacerdote de Salen, para referirse a El-Elyón en Gn 14,19. Sin duda, la ampliación del título con una referencia al «cielo» obedece a influjo babilónico52. 48. Para las implicaciones políticas de esa teología oficial de la realeza de Yahvé puede verse J. Jeremías, Kónigtum, 1987, 65-68, que las presenta con un cierto optimismo. Por su parte, B. C. Ollenburger (Zion, 1987, 59-66), con una intención claramente apologética, intenta separar limpiamente las expresiones de la teología de Sión que hacen referencia a la realeza de Yahvé de los postulados de la teología monárquica que se centran en la figura de David; sin embargo, ciertos pasajes, como Sal 2 y Sal 47, desembocan claramente en el sometimiento de las naciones por medio de una acción militar. Véase, por el contrario, la sobriedad de los juicios de O. Eififeldt,Kónigsprüdizierung, 1973,219ss.; W. Dietrich, Gott, 1981,261; J.J. M. Roberts, Setting, 1975-1976,132; Zion, 1987, 98s.; N. Lohfink, Begri/jf 1987, 55ss.; y M. S. Smith, History, 55-60, que aporta nuevos materiales de comparación tomados del mundo ambiente contemporáneo. 49. Cf. pp. 314ss. y547ss. 50. Véanse los documentos en F. Stolz, Strukturen, 1970, 138. 51. KAI26 AIII, 18. La amplia difusión espacio-temporal de ese epíteto (véase en KAI 129 la inscripción neo-púnica procedente de Leptis Magna [Lebda], del siglo u d.C), que llegó a materializarse en nombres divinos (por ejemplo, los de los dioses 'Iqwnr' de Palmira [siglo i d.C] y Elkunirsa [de procedencia cananea, anterior al 1200 a.C] de Boghazkóy), remite a un antiguo elemento de tradición del semítico nordoccidental. Véase R. Rendtorff, El, 1975,179ss.; F. Stolz, Strukturen, 1970, 130ss. Por otra parte, en una inscripción procedente de Hatra, el epíteto qnh dy l']r" se atribuye a Baal-Samem. Véase P. D. Miller, El, 1980,44. Es posible que ese mismo epíteto sea el que aparece también en un óstracon de los siglos VIII-VII encontrado en Jerusalén {[ ]qn 'r ), por más que el nombre de Dios está fragmentado y el contexto es muy dudoso; véase P. D. Miller, o. c, 44s. En opinión de E. Lipiñski (qána, 1990, 67ss.), el epíteto no se refiere precisamente a la creación, sino al derecho de propiedad sobre la tierra. 52. Desde la época de los casitas hay testimonios de la atribución a Marduk de un epíteto exactamente igual (baní ¡amé u ersitim). Véase VAB 7,234,1; F. Stolz, Strukturen, 1970, 17; 150.

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Designaciones semejantes, en las que se incluye la creación de cielo y tierra, se encuentran, a modo de fórmula, en las bendiciones impartidas por los sacerdotes en las celebraciones cúlticas del templo de Jerusalén (Sal 115,15; 121,2; 124,8; 134,3). Otros pasajes, por lo menos Sal 24, ls., atestiguan claramente que ya en la poesía lírica preexílica del templo de Jerusalén se aclamaba a Yahvé como creador del universo 53 : «la tierra y cuanto la llena, el orbe y sus habitantes» (v. 1) representan la sacrosanta majestad de Yahvé, Señor de los ejércitos (cf. Is 6,3). Todo eso quiere decir que el culto oficial de Jerusalén era un sitio —quizá, el sitio, el más importante— en el que la idea de creación del mundo, sólidamente asentada en el ámbito religioso contemporáneo, se incorporó a la religión oficial yahvista. De esa forma, Yahvé entró en relación con todos los niveles de la realidad. Yahvé no era ya solamente el Dios de la historia, sino también el Dios de la naturaleza. Su acción rebasaba las fronteras de Israel. La pervivencia de la propia sociedad, más aun, la estabilidad del universo entero, dependía de su poderosa y providente actuación. No se puede determinar con seguridad qué otros dioses del panteón de la ciudad pre-israelita de Jerusalén, aparte del dios El, se equipararon con Yahvé, o quedaron subordinados a su supremacía54. Se puede pensar en «Salem» (o «Salim») que, como indica el propio nombre de la ciudad: yerusalem (= «fundación de Salem»), debió de ser en época primtiva el dios propio de la localidad. En los textos de Ugarit se habla de «Salim» como dios del crepúsculo, junto a «Sáhar», dios de la aurora55. Con todo, no se puede asegurar que todavía siguiera recibiendo culto en la ciudad jebusea; por lo pronto, en el Antiguo Testamento no hay huellas claras de esa realidad56. El que parece que asumió realmente las funciones de dios de la ciudad fue, más bien, el dios «Sédele», ya que ciertos personajes ilustres de la Jerusalén pre-israelítica llevaban nombres teofóricos compuestos de ese elemento divino, como Melquisedec (malkí-sédeq = «mi rey es Sédele»), Sadoc, etc.57. Sédek pertenece a los dioses cuyo nombre proviene de una personificación de los atributos divinos, en este caso, «justicia» (como «Ma'at» 53. Véase R. Albertz, Weltschópfung, 1974, 116; 158s. (2.4). Creo haber probado ahí que no se puede decir que Israel empezara a hablar de la creación del mundo sólo en la época del exilio. 54. Sobre este punto, véase F. Stolz, Strukturen, 1970, 181-220; W. H. Schmidt, Glaube, 71990, 218s. 55. Véase, sobre todo, el mito «Sáhar y Salim» (KTU 1.23) y F. Stolz, Strukturen, 1970, 182ss. 56. F. Stolz (o. c, 204) relaciona con ese epíteto los nombres de los hijos de David Absalón y Salomón. Sin embargo, el primero nació en Hebrón (cf. 2 Sm 3,3), y el nombre del segundo se debe interpretar —según la propuesta de J. J. Stamm, Ñame, 1980, 55ss.—, como nombre sustitutivo (selomó = «su incolumidad/su sustitución», es decir, como sustituto del niño muerto, del que se habla en 2 Sm 12,15bss.). 57. Esa realidad podría reflejarse también en la designación de Jerusalén como 'ir hassédeq («ciudad de la justicia») en Is 1,26.

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[= «Sabiduría»] en Egipto, y «Kittu» y «Misaru» [figuras del séquito de «Samas», el dios del sol] en Babilonia)58. En la tradición veterotestamentaria que ha llegado hasta nosotros no se han conservado más que algunos restos de dioses que se conciben como miembros del séquito de Yahvé o subordinadoSv a su actuación (Sal 17,1 [?]; 85,11.12.14; 89,15; 97,2)". Parece que «Sémes», el dios del sol, desempeñó un papel importante en el culto de Jerusalén (cf. Sal 19,5-7; 84,12; 2 Re 23,11; Ez 8,16ss.)"°. En cuanto a las divinidades femeninas, se daba culto en Jerusalén —igual que en otros santuarios del país61— por lo menos, a la diosa «Aserá» (cf. 1 Re 15,13; 2 Re 23,7). La composición de la imagen tradicional de Yahvé con elementos de evidente sincretismo sirvió de fondo para el desarrollo de una teología peculiar del templo de Jerusalén, con la que los sacerdotes y teólogos jerosolimitanos quisieron convertir el santuario del reino en el centro oficial de la religión yahvista62. Con su aceptación de las tradiciones jebuseas63, la teología de corte afirmaba que Yahvé se 58. Filón de Biblos hace referencia a una pareja semejante de dioses fenicios: Misor y Sydyk (Praep. ev. I 10,10). «Sédek» también aparece en documentos ugaríticos y fenicios como nombre propio personal. 59. Véase a este propósito R. A. Rosenberg, Gott, 1965, 170ss.; H. H. Schmid, Gerechtigkeit, 1968, 75ss.; F. Stolz, Strukturen, 1970, 218ss. 60. Véase H.-P. Stahli, Elemente, 1985, 5ss. Indicios arqueológicos de que la religión yahvista había incorporado ciertos elementos del culto solar quizá se podrían ver en el escarabajo de cuatro alas, es decir, un sol alado, que aparece en el sello real tanto de Ezequías como de Josías (H.-P. Stahli, o. c, 10s.), y en los caballos de terracota con un disco solar en la frente (cf. 2 Re 23,11); véase T. A. Holland, Study, 1977, 130; 149s. (2.3); H. Weippert, Palüsttna, 1988, 629. Por su parte, W. H. Schmidt {Glaube, 71990, 219) opina que el culto al sol no se introdujo en Jerusalén hasta más tarde, bajo influencia asiría. 61. Cf. pp. 159ss. 62. Sobre esa concepción teológica conocida como «teología de Sión» véanse los denominados «salmos de Sión» (Sal 46; 48; 76; [84]; 87). Véase igualmente H. Schmid,Jahwe, 1955; E. Rohland, Bedeutung, 1956, 119ss.; H.-M. Lutz, Jahwe, 1968, 157ss.; G. Wanke, Zionstheologie, 1966; F. Stolz, Strukturen, 1970; J. Jeremías, Zelt; J. J. M Roberts, Origin, 1973; Id., Zion, 1982. Para una panorámica de la investigación reciente véase B. C. Ollenburger, Zion, 1987, 15-19; en cuanto a sus argumentos personales sobre el «símbolo teológico de Sión», se puede decir que se caracterizan por una ampliación arbitraria de la base textual y una muy cuestionable inserción de posteriores interpretaciones de la teología de Sión. 63. Ésa es la derivación más corriente, propuesta por H. Schmid y E. Rohland y reelaborada por H.-M. Lutz, F. Stolz y otros (véanse las obras anteriormente citadas). Para la discusión del tema véase J. J. M. Roberts, Origin, 1973, 339s. Por el contrario, G. Wanke (Zionstheologie, 1966, 109-113) cuestiona la existencia de una antigua tradición cúltica de Jerusalén, procedente en su mayor parte de la época pre-israelítica. Al mismo tiempo, intenta probar que se trata de una tradición posterior elaborada en el seno del propio Israel en época exílica y postexílica, que tuvo origen en la legendaria preservación de Jerusalén frente a las tropas de Senaquerib el año 701 a.C, y que se alimentó de la tradición profética. Pero esa tesis ha sido ampliamente rechazada (véase H.-M. Lutz, Jahwe, 1968,213ss.; J. Jeremías, Zelt, 188s.; J. J. M. Roberts, Origin, 1973, 338s.). En efecto, difícilmente se puede poner en duda que tanto Isaías (cf. Is 6,lss.; 8,18) como Miqueas (cf. Miq 3,10s.) en el siglo vm, y la «redacción asiría» del libro de Isaías, como muy tarde durante el siglo vil (cf. Is 8,9s.; 14,2427; 17,12-14; véase H. Barth, Jesaja-Worte, 1977, 119ss.; 177ss. [3.9]), presuponen ya la

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había vinculado de manera especial con la ciudad de Jerusalén y estaba presente en su templo sin ningún tipo de intermediarios. De acuerdo con las pretensiones de esa teología, Jerusalén era «la ciudad de Dios» ('ir 'elohim), «la más santa morada de Elyón»; «Yahvé residía en medio de ella» (Sal 46,5s.; cf. Sal 48,3; 87,3), y había puesto «su morada en Sión» (Sal 76,3; 87,ls.) 64 ; más aun, «Elyón en persona la había fundado» (Sal 48,9; 87,5). Típico de esa «teología de Sión» era una casi completa identificación de Yahvé no sólo con la capital del reino, sino también con su santuario oficial (Sal 48,4.13-15). Si para la primitiva religión yahvista lo característico de Yahvé era su vinculación con un grupo humano, ahora los teólogos de Jerusalén habían sustituido esa idea por una vinculación íntima de Yahvé con un determinado lugar. Por tanto, la decisiva actuación salvífica de Dios, que constituía el fundamento y la razón esencial de la pervivencia del Estado israelita, no era ya la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, sino el hecho de que Yahvé había fijado su morada en Sión, en concreto mediante el traslado del arca al templo jebuseo-salomónico. De esa forma, el culto oficial de Jerusalén había elaborado por su cuenta una tradición salvífica totalmente independiente de las viejas creencias del primitivo yahvismo pre-monárquico. Lo ajena que debió de resultar esa tradición frente a la previamente establecida se puede ver en el hecho de que las nuevas ideas no encerraban una relación directa de Yahvé con su pueblo, sino que giraban en torno a otros centros, como la ciudad, e incluso el mundo. Sión se identiteología de Sión. Según J. J. M. Roberts {Zion, 1982,105-108), la tradición se fue formando entre la época de David y la de Ezequías. En cambio, lo que sí resulta problemático es determinar la cuota de participación cananea y la israelita. Dadas las evidentes inconsistencias que permanecen si se hace derivar esa tradición del primitivo culto cananeo —como se dirá más adelante—, J. Jeremías (Lade, 1971, 192ss.) y J. J. M. Roberts (Origin, 1973, 331ss.) abogan por considerarla como un producto originariamente israelita que no dudó en incorporar diversos motivos cananeos para crear una unidad totalmente nueva. Con todo, derivar esa tradición del complejo de tradiciones pre-monárquicas sobre el arca (por ejemplo, las guerras de Yahvé y la concepción del trono), como supone J. Jeremías (Lade, 1971, 194ss.), plantea serios problemas, ya que lo más probable es que el arca no empezara a considerarse como parte del trono de Dios más que después de su traslado a Jerusalén (cf. p. 243); además, el arca no desempeña ningún papel relevante en los salmos de Sión. A eso habrá que añadir que el carácter imperialista de esa teología sólo se puede interpretar como «guerra universal de Yahvé» (J. Jeremías, o. c, 196), si se presupone un auténtico desprecio de las diferencias histórico-sociales. Por tanto, la solución más convincente parece ser la que propone J. J. M. Roberts, que concibe la teología de Sión como una elaboración davídica orientada a legitimar no sólo la creación del imperio, sino también el carácter de Sión como centro absoluto de toda actividad cúltica y política (Origin, 1973, 340; 342; Zion, 1982, 108). 64. En los textos deuteronómico-deuteronomísticos eso se interpreta como elección (bahar) de Sión (cf. Dt 12,18.26; 1 Re 8,16.44; etc.; Sal 78,68; 132,13 [reelaboración deuteronomística]), a no ser que Sal 47,5 haya de referirse a Sión.

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ficaba con la «cumbre del Safón» (yarketé Sapón: Sal 48,3), o sea, con la célebre montaña de Dios, en el norte de Siria65 —donde, según la mitología ugarítica, Baal había construido su palacio después de su victoria sobre Yam, el poderoso dios del caos—, y no, por ejemplo, con la montaña del Sinaí, en el sur (!). El templo de Baal en Ugarit estaba orientado hacia el Safón; y uno de los títulos que se aplicaban a Baal en Ugarit era el de «Baal-Safón»66. Ahora bien, el hecho de que Is 14,13s. relacione esa montaña sagrada con Elyón parece sugerir que en la Jerusalén jebusea se había aplicado a El-Elyón ese motivo mítico cananeo ya antes de que Yahvé heredara la denominación. El dato de que «los brazos de un río» atraviesan la ciudad (Sal 46,5; cf. Is33,21ss.; Ez 47,1-12; Jl 4,18; Zac 14,8), que no puede conjugarse con la topografía de Jerusalén, alude probablemente a una antigua vinculación de la ciudad con la mítica morada de El «en la cabecera de los dos ríos, en la fuente misma de los dos mares»67. Con todo, y aun prescindiendo de esa derivación —un tanto incierta desde el punto de vista de la historia de las religiones68—, el motivo de la identificación no admite ninguna duda. Sión, en cuanto montaña mítica donde mora la divinidad, reivindica para sí la condición de centro, de «ombligo del mundo» (tabbur ha-'áre: Ez38,12). Es decir, su propia consistencia asegura la estabilidad de todo el universo. Según esa concepción, Jerusalén, en cuanto centro del mundo, «fue fundada para siempre» por el propio Yahvé (Sal 48,9). Su presencia en la celebración cúltica consituye una garantía incondicional e inquebrantable de protección y salvación para la ciudad (Sal 46,6; 48,4). Por eso, Sión es refugio y baluarte contra el asalto de las potencias del caos (Sal 46,2-4) 69 y contra la embestida de los pueblos (Sal 46,7; 48,5-8; 76,4-6) 70 .

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Y precisamente porque Yahvé defiende a su ciudad de toda amenaza, protege y da estabilidad al universo entero; es más, desde Sión pone fin a todas las guerras entre las naciones (Sal 46,9-11; 76,1113). Desde esa visión teológica, Jerusalén puede aspirar a ser —al menos conceptualmente— el centro de un reino universal de paz, como «alegría de toda la tierra» (Sal 48,3) 71 . Por tanto, la teología del templo de Jerusalén, al socaire de las concepciones cananeas, alcanzó rasgos de universalismo absoluto, aunque quizá no tan agresivo como el propugnado por la teología monárquica, ya que la intervención guerrera de Yahvé en favor de su ciudad poseía un carácter más bien defensivo. Sin embargo, el proyecto de un reino de paz universal era el de unapax israelítica, es decir, un reino dominado por Israel y asentado sobre la rendición y humillación de las naciones (Sal 46,9s.; 76,4) 72 . El problema de esa

65. El actual Yébel ql»Aqrá', que con sus 1.770 metros se yergue majestuoso dominando la costa mediterránea. Los hurritas lo denominaban Hazzi, mientras que los autores clásicos lo llamaban Kasios, o Casius. Está situado a unos cuarenta kilómetros al norte de la antigua Ugarit. 66. Véase la documentación en E. Lipiñski, Sapon, 1989, 1096ss. 67. Véase J. J. M. Roberts, Zion, 1982,1 OOs. El tema también se ha relacionado con la descripción del paraíso (véase, por ejemplo, G. Wanke, Zionstheologie, 1966, 67s. 68. Véase la crítica de J. J. M. Roberts, Origin, 1973, 332ss. Según él, los teólogos jerosolimitanos acumularon sobre Yahvé toda una serie de temas relativos a Baal y a El, antes independientes, para subrayar la soberanía dominadora de Yahvé (íbid., 342). El propio Roberts aduce como término de comparación —desde el punto de vista histórico-religioso— con ese cúmulo de combinaciones conscientes la identificación de Asur con los dioses Marduk y Ánsar (padre de Anu, dios del cielo) en algunas ediciones asirías del Enuma-eliS. 69. También aquí se trata de un tema relativo a Baal, una alusión a la lucha de Baal contra Yam (véase, por ejemplo, F. Stolz, Strukturen, 1970, 43ss.). 70. En relación con esa escenografía se pueden aducir determinadas descripciones proféticas: Is 8,9s.; 14,24-27; 17,12-14; Miq 4,11; Zac 12,2-4* (véase H.-M. Lutz, Jahwe, 1968, llss.). La derivación del tema de la lucha de los pueblos plantea serias dificultades.

Para G. Wanke (Zionstheologie, 1966, 70ss.), la ausencia de paralelos precisos en el mundo contemporáneo era la razón más importante para poner en duda el origen jebuseo y la antigüedad de la teología de Sión y para suponer la prioridad de los testimonios proféticos. Lo que es seguro es que el tema no se puede explicar sencillamente como una «historificación» de la lucha contra el caos, como en su tiempo pensó S. Mowinckel (Psalmenstudien II, 1966, 57ss.). Véase G. Wanke, o. c, 76; J. Jeremías, hade, 1971,189. Por su parte, F. Stolz (Strukturen, 1970, 72ss.) intentó aportar algunos paralelismos sobre la lucha de los dioses contra los pueblos, tomados principalmente del ámbito mesopotámico. Pero, en realidad, ninguno de esos testimonios hace referencia expresa a una embestida de los pueblos contra la montaña de Dios (véase la crítica de J. Jeremías, hade, 1971, 189). Ahora bien, la propuesta del propio J. Jeremías, que ve ese motivo como derivado del tema de la guerra de Yahvé (ibid., 194ss.), es todavía más cuestionable (véase la crítica de O. H. Steck, Friedensvorstellungen, 1972, 18s.). En cuanto a J. J. M. Roberts, mientras que en un principio se inclinaba a ver en las experiencias históricas de las guerras (2 Sm 5,17-25) e insurrecciones que tuvieron lugar durante el reinado de David y el de Salomón (1 Re 11,17-25) el trasfondo experiencial que dio origen al motivo de la lucha de los pueblos (Origin, 1973, 343s.), en época más reciente se ha decidido —igual que F. Stolz— por el modelo de las luchas míticas de los dioses (Zion, 1982, 102s.). En esa línea, parece que en CTA 4 VII,30-37, partiendo del mito ugarítico de Baal, se presupone un ataque de los enemigos contra la montaña divina de Safón, pero el ataque es rechazado por Baal valiéndose exclusivamente de «su sagrada voz». Del mismo modo, la extraña mención de las «naves de Tarsis» en Sal 48,8 se podría explicar como originaria del mundo ambiente de Ugarit. Por tanto, quizá habría que revisar la idea —tan divulgada en la bibliografía sobre el tema— de que, desde una perspectiva histórico-religiosa, no hay textos paralelos sobre la lucha de los pueblos contra Sión. Por otra parte, si el elogio pronunciado por Melquisedec en Gn 14,20: «Bendito sea El-Elyón, que ha entregado en tus manos a tus enemigos», no es una mera inserción redaccional en el relato de las guerras de Abrahán (Gn 14,1-11.12-17.21-24), quizá pudiera considerarse como un testimonio de que, en Jerusalén, el dios El tenía un componente guerrero (véase F. Stolz, Strukturen, 1970, 150s.). 71. Véase O. H. Steck, Friedensvorstellungen, 1972, 26-35, por más que el autor no critica suficientemente la ideología que subyace a esta concepción teológica. 72. O. EiSfeldt (Kónigsprádizierung, 1973, 219 [3.2]) propugna una opinión semejante. El hecho de que Yahvé «rompa los arcos y quibre las lanzas» (Sal 46,10; 76,4) no debe interpretarse, como propone R. Bach (Bogen, 1971, 23), desde la perspectiva de algunos textos proféticos posteriores (Miq 5,9-13; Zac 9,10; Is 2,4), como si se tratara de un radical distanciamiento de Yahvé con respecto a la guerra (es curioso que también B. C. Ollenburger [Zr'on, 1987, 141s.] defienda esa misma postura, siendo así que se aparta críticamente de la

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teología radicaba, fundamentalmente, en el hecho de que identificaba a Yahvé de tal modo con el templo, con la capital, e incluso con sus instalaciones defensivas (Sal 48,4.13-15), que llegaba a simular ante la población una seguridad salvífica que la hacía completamente insensible ante las amenazas externas y demasiado ingenua frente al progreso interno de la sociedad (cf. Miq 3,11; Jr 7,4). Por el contrario, el hecho de que surgieran fuertes protestas significaba que la religión yahvista poseía un dinamismo diferencial que se rebelaba contra la masiva aceptación de Yahvé como magnitud puramente cúltica y política. Sólo cuando, en el curso de la historia, se consumó el rechazo de la teología de Sión, y la capital con su templo se convirtieron en un montón de escombros, el año 587, pudo integrarse esa teología en el marco de la religión yahvista, y al producirse la ruptura escatológica, con su profunda disfunción social, desarrolló su considerable potencial interno de esperanza73. La instauración del culto oficial monárquico en Jerusalén permitió que la religión yahvista sufriera la invasión incontrolada de un torrente de tradiciones cúlticas y mitológicas procedentes de la religión cananea. Aunque el origen histórico-religioso de determinados pasajes está todavía sujeto a grandes incertidumbres, de modo que es imposible saber hasta qué punto los testimonios de Ugarit son válidos también para los territorios del sur, o sea, de Palestina74, lo que sí parece cierto es que se trató, prevalentemente, de un sincretismo entre Yahvé y el dios El, al que se añadieron rasgos de las tradiciones sobre Baal y elementos religiosos de Mesopotamia. A pesar de que la ratificación oficial del sincretismo cambió profundamente y hasta llegó a sustituir —al menos en parte— al sistema simbólico tradicional de la religión yahvista, su influencia no fue del todo negativa75. De hecho, el yahvismo tenía que evolucionar, si quería mantener su relevancia en la recién creada realidad político-social de un Estado monárquico. Y como la religión yahvista carecía de respuestas adecuadas a los retos planteados por la nueva situación, era lógico —y, posición de Bach). Más bien, habrá que interpretarlo, como muestran los paralelos acádicos (véase AHw III, 1206, a propósito del término Sebéru), como humillación adicional que se impone al enemigo derrotado. Véase R. Albertz, Schalom, 1983, 21s. (2.3). 73. Cf. pp. 501s. 74. Véanse las fundadas advertencias de R. Rendtorff, El, 1975, 172s. 75. En la investigación del Antiguo Testamento se percibe una cierta inclinación a tildar al sincretismo de teológicamente ilegítimo, a la luz de la posterior polémica profética y de la crítica deuteronomística, por ejemplo, cuando J. A. Soggin (Synkrettsmus, 18ls.) subraya sus peligros, o cuando J. Jeremías (Lade, 1971, 194) trata de probar —en un tono casi conminatorio—que, naturalmente, son las tradiciones israelitas las que «marcan la escala que hay que aplicar en cuanto al modo y al grado de esa fusión» sincretista. Uno de los pocos investigadores que subrayan la función positiva que ejerció el sincretismo jerosolimitano tanto en el culto de El como en la propia religión yahvista, es E. Otto, El, 1980, 382s.

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hasta cierto punto, imprescindible— que tomase prestadas las categorías de la tradición cúltica de la Jerusalén pre-israelítica. La contribución del sincretismo jerosolimitano al desarrollo de la imagen de Dios característica de Israel no se puede rechazar sin más. De hecho, Yahvé, como sucesor de El-Elyón, adquirió denominaciones de Dios supremo, creador del mundo, vencedor del caos, rey de los dioses y de sus respectivos pueblos. Su radio de acción se extendió poderosamente, hasta dejar de ser el dios de un reducido grupo de marginados políticos y el responsable de sus éxitos y fracasos, para transformarse en el soberano que, desde Sión —y con la colaboración del rey—, dominaba el concierto de las naciones, como responsable de la historia universal. Yahvé, aquel dios montaraz y guerrero del desierto del sur, heredó del dios El los rasgos de augusta majestad, sabiduría prodigiosa y condescendencia sin límites. El portentoso incremento del poderío de Yahvé y la expansión universal de su radio de acción dieron cauce a una cierta reelaboración teológica de la centralización del poder y de la enorme apertura cultural y política con la que Israel se vio confrontado desde la época de David. Y prueba de la aceptación social de que gozó esa teología es el hecho de que jamás, ni siquiera en épocas posteriores, se cuestionaron seriamente los principios fundamentales del sincretismo elaborado en Jerusalén. Aun la más feroz oposición profética, empezando por el jerosolimitano Isaías, presupone siempre, como lo más natural, esa imagen de Dios de dimensiones sencillamente universales. La protesta del sur se desató en relación con un aspecto totalmente distinto. El punto de contradicción no fue el sincretismo, en cuanto tal, sino el hecho de que los teólogos de corte, que habían creado la teología del templo, se aprovecharan de esa idea y, de acuerdo con los modelos del Medio Oriente, mezclaran directamente a Yahvé con unas instituciones como el poder político, la monarquía, la corte y el culto oficial del Estado. De hecho, al poner a Yahvé como garante de esas instituciones, olvidaban que Yahvé siempre había sido el garante de la libertad; y, más que nada, de la libertad de los políticamente oprimidos contra la prepotencia de los políticamente opresores.

3.4. EL CULTO OFICIAL EN EL REINO DEL NORTE .1.

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-

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Cf. pp. 421s.

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c o m o herética, e incluso c o m o apostasía del yahvismo 2 . Por eso, hay que tener en cuenta que las escasas fuentes sobre el particular son e x t r e m a d a m e n t e parciales, y deben leerse a contrapelo, si se quiere obtener una reconstrucción más o menos fidedigna del desarrollo histórico de la religión en el reino del norte. Las circunstancias literarias de la tradición sobre Jeroboán en 1 Re 11 12 son bastante complejas y han sido objeto de fuerte discusión3. Personalmente, tomo como punto de partida las unidades siguientes: 1. Relato del fracaso de la insurrección y subida al trono de Jeroboán: 1 Re 11,26.40; 12,2(cj: «regresó de Egipto»).20a. 2. Fragmento de un relato sobre el fracaso de la sublevación, interrumpido en favor de la narración sobre Ajías: 1 Re l l , 2 7 s . 3. Reelaboración de un relato profético, originario del reino del norte, sobre la designación de Jeroboán como rey por Ajías de Silo: 1 Re 11,29-39. 4. Relato, originario de Judea, sobre la defección de Israel con respecto a la dinastía de David: 1 Re 12,l*...3b-11.12M3s.l6.18f 4 . 5. Informe legendario sobre el fracaso de las operaciones militares de Roboán contra el norte: 1 Re 12,21-24. 6. Reconstrucción deuteronomística de un relato sobre las medidas de gobierno tomadas por Jeroboán: 1 Re 12,25-32; (13,33s.); en concreto, v. 25: fortificación de Siquén, vv. 26-32: medidas de carácter cúltico-político5. Una nueva complicación proviene de dos tradiciones muy distintas, recogidas en el códice Vaticano (LXX[BJ: 3 Reg 11,43 - 12,20 y 12,24a-z). Entre los investigadores hay discrepancias sobre su valor histórico 6 . 2. Véase la mención de «los pecados de Jeroboán» en 1 Re 12,28-32; 13,34; 14,9.16; 15,26.30; 16,19.26.31; 22,53; 2 Re 3,3; 10,29; 13,6.11; 14,24; 15,9.18.24.28; 17,21-23. Sobre este punto véase J. Debus, Sünde, 1967, 93ss.; E. T. Mullen, Sins, 1987. En cuanto a los objetivos de esa teología de la historia según la visión deuteronomística, cf. pp. 503s. 3. Véanse los análisis de M. Noth, Kónige, 1968, 245; 268ss. (3.2); E. Würthwein, Kónige I, 1977, 142ss.; 150ss.; J. Debus, Sünde, 1967, 3ss.; 19ss.; W. Dietrich, Prophetie, 1972, 54s.; F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 112s. (3.1). 4. Donde más claramente se ve esa perspectiva judea es en el juicio conclusivo sobre la conducta de Israel, calificada de «rebelión» {peía'), como afirman de modo convincente M. Noth, Kónige, 1968, 271s. (3.2) y F. Crüsemann, Widerstand, 1978,113 (3.1), contra E. Würthwein, Kónige I, 1977, 150 y J. Debus, Sünde, 1967, 22s. Como una reelaboración posterior, es decir, como una inclusión de carácter redaccional, se presentan los vv. 2-3a.l2* (implicación de Jeroboán, al revés que en vv. 16.[20]; en la primera versión del códice Vaticano falta totalmente esa referencia [cf. 3 Reg ll,43ss.]), el v. 15 (adición deuteronomística a ll,29ss.), el v. 17 (falta en los LXX*; constatación dulcificada en el sentido de 2 Cr ll,16s.). Por su parte, el v. Ib, que transmite la intención de Roboán de presentarse en Siquén para ser allí proclamado rey por todo Israel, está formulado en antítesis con el v. 20. Ese dato falta en la tradición particular recogida en el códice Vaticano (12,24n), además de que es bastante improbable desde el punto de vista histórico. 5. En el v. 25 el deuteronomista recoge un antiguo dato histórico; en cambio, los vv. 26-32 son una elaboración totalmente deuteronomística (véanse H. Donner, Gotter, 1973, 49 y la detallada prueba aducida por H.-D. Hoffmann, Reform, 1980,62-70, contra M. Noth, Kónige, 1968, 283 [3.2] y J. Debus, Sünde, 1967, 41). Hoffmann califica con razón esos versículos como un «texto esencial de la crítica deuteronomística contra el culto» (o. c, 70). 6. Sobre este punto véase J. Debus, Sünde, 1967, 55-92, donde se ofrece el texto con una retrotraducción al hebreo.

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La tradición sobre Jeroboán, recogida en 1 Re 11 - 12, está compuesta por un conjunto de tradiciones literarias de diferente origen y naturaleza. Hasta 11,29-39 no hay ninguna tradición procedente del reino del norte que nos permita una visión directa de las motivaciones y objetivos de los acontecimientos. La reconstrucción de los hechos sólo se puede basar en meras conclusiones. En el relato deuteronomístíco de 1 Re 12,26-32 la transformación de Betel y Dan en santuarios del reino del norte 7 se relaciona con la quiebra y posterior desmoronamiento del imperio davídicosalomónico. La interpretación del hecho como pura medida de seguridad para mantener el poder, con la que Jeroboán pretendía impedir que sus subditos siguieran peregrinando a Jerusalén y pudieran retirarle su lealtad (vv. 26s.), es una suposición maliciosa, que sólo hace justicia a la realidad histórica en cuanto que, a nivel de religión nacional, la independencia política debía incluir también la autonomía cúltica8, y la instauración del culto oficial tenía, evidentemente, la función de asegurar la unidad del reino y consolidar el poder monárquico. Ahora bien, en ese aspecto, Jeroboán no hizo más que seguir el camino que David y Salomón habían recorrido ya antes que él. El verdadero impulso que llevó a la instauración del culto oficial en el reino del norte sólo se puede descubrir, si se tiene en cuenta que la separación política y religiosa estuvo precedida por

7. Eso se afirma explícitamente sólo del santuario de Betel (véase bet mamlaká en Am 7,13). La dotación de Betel y Dan con la figura de un becerro en cada uno de los dos santuarios, como se dice en 1 Re 12,28s., se ha puesto a veces en tela de juicio, ya que en el v. 30 sólo se hace mención de un «becerro», igual que en la profecía de Oseas (cf. Os 10,5, donde hay que leer el singular 'eglut, en vez del aparente plural [véase J. Jeremías, Hosea, 1983, 127]; 8,5s., donde la mención de Samaría hace referencia, probablemente, a los residuos de la desintegración del reino del norte). Así opina, por ejemplo, H. Motzki (Stierkult, 1975, 470-476), que explica la duplicidad de figuras de becerro como consecuencia de la polémica antipoliteísta de 1 Re 12,26ss. Sin embatgo, es probable que en 1 Re 12,30 haya un error textual (véase el texto de los LXX[L]), aparte de que Am 8,14 constituye un testimonio de que Dan tenía un prominente significado cúltico, mientras que en Tob 1,5 se menciona la imagen del becerro que Jeroboán había colocado allí. Por tanto, no carece de cierta probabilidad la explicación de que, en tiempos de Oseas, Dan ya se había visto desposeído de su becerro cúltico por los asiríos que conquistaron la ciudad el año 733 (véase J. Jeremías, Hosea, 1983, 107). Igualmente, un análisis histórico-tradicional de la leyenda cúltica sobre Dan que se ha conservado en Jue 17s. apoya la credibilidad de 1 Re 12,28s., una vez que H. M. Niemann (Daniten, 1985, 131ss.) ha probado que en esa leyenda hay un estrato redaccional (Jue 17,2-4*.6; 18,la.l7.29a?.30a.31b), que por su tendencia puede situarse perfectamente en la época de Jeroboán. Al mismo tiempo, la leyenda polemiza contra la vieja imagen cúltica de Dan y se pronuncia a favor de una supervisión del culto por parte del rey. 8. Así piensa, con razón, J. Debus (Sünde, 1967, 40ss.) contra M. Noth, que creía poder considerar 1 Re 12,26s. como testimonio de una duradera vinculación de los israelitas del norte con el santuario del arca. Para una opinión semejante véase H. Motzki, Stierkult, 1975, 472.

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una insurrección, y que ese culto, que no pasó desapercibido al historiador deuteronomista, se centró de manera ostensible en una relación con el Dios del éxodo (1 Re 12,28). 3.4.1. Insurrección de Jeroboán y su motivación teológica Los hechos que llevaron a que el reino del norte se separara del imperio davídico-salomónico tuvieron origen en una revolución social contra los trabajos forzados impuestos por la monarquía 9 . La insurrección ya había empezado en tiempos de Salomón. Un joven efraimita llamado Jeroboán, de clase más bien acomodada {gibbor háyil), y que durante la construcción de un terraplén para consolidar la Ciudad de David había destacado por su valía hasta el punto de ser nombrado por el propio Salomón capataz del contingente de cargadores de la casa de José, «levantó su mano contra el rey» (1 Re 11,26-28). Por desgracia, no sabemos con exactitud qué fue lo que pasó, ya que el relato que debería contar el desarrollo ulterior de los acontecimientos (vv. 27s.) se interrumpe bruscamente, después de su exposición. Pues bien, sea que Jeroboán intentara directamente asesinar a Salomón, o que organizara una revuelta en el grupo de trabajadores10, el caso es que un funcionario de la corte traicionó su lealtad al rey y se solidarizó con los miembros de su tribu, sometidos por Salomón a unos trabajos forzados que resultaban insoportables. Pero la insurrección fue cortada de raíz. Y Jeroboán, para escapar de una ejecución segura, tuvo que huir a Egipto, donde permaneció refugiado hasta la muerte de Salomón (1 Re 12,40). Se puede suponer que el malestar entre las tribus del centro y del norte fue cobrando fuerza. Pero lo que es cierto, en todo caso, es que inmediatamente después de la muerte de Salomón estalló una segunda fase del movimiento revolucionario. Las tribus entablaron conversaciones con Roboán, hijo de Salomón, para conseguir una mitigación de los trabajos forzados (1 Re 12,1a.3bss.) n . Pero la negociación no sólo no tuvo éxito, sino que —al revés— produjo un endurecimiento de las condiciones por parte de Roboán, de modo que las tribus del 9. Véase F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 113ss. (3.1); H. Tadmor, Institutions, 1982, 250ss.; J. Kegler, Arbeitsorganisation, 1983, 66ss. 10. La expresión herim yad be (1 Re ll,26s.) no se encuentra en otros pasajes del Antiguo Testamento, aunque en 2 Sm 20,21 aparece una formulación semejante: nasa' yad be («levantar la mano contra»), con motivo de la insurrección de Sebá contra David. Véase F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 120 (3.1); H. Tadmor, Institutions, 1982, 252. 11. H. Tadmor (Institutions, 1982, 254, nota 40) ha establecido una conexión entre esas conversaciones y los decretos misarum, o andurarum, con los que los reyes de la antigua

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norte rompieron su fidelidad a la casa de David (1 Re 12,16). En circunstancias difíciles de aclarar, fue asesinado Adoran, intendente de los trabajadores, y Roboán tuvo que huir a toda prisa a Jerusalén (v. 18)12. Del estado en que la tradición ha llegado hasta nosotros no se puede deducir sin más la implicación de Jeroboán en ese tipo de acciones13. Es de suponer que el que había puesto en marcha la primera fase de la sublevación hubiera regresado de Egipto, aún como perseguido de la justicia, y estuviera moviendo en la sombra los hilos de la trama e impulsando una nueva conspiración militar14. El hecho de que, una vez consumada la defección, la asamblea de los portadores de armas de Israel le ofreciera la dignidad real (v. 20) significó algo más que una solución de emergencia, nacida de la persuasión de que la vuelta a las relaciones pre-monárquicas era puramente ilusoria15. Más bien debió de tratarse de un decidido intento de crear en la persona del jefe de la revolución una monarquía semejante a la de Saúl16 que, en contraste con la de David, ofreciera más sólidas garantías a los intereses tribales. Si el reino del norte, a pesar

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de sus problemas para consolidar el poder político, renunció durante medio siglo a construir una residencia estable para el rey, como base del poder monárquico; es señal de que con ello se intentó seriamente situar a nivel político el ideal antijerárquico de la sublevación17. No se sabe con seguridad si, en su levantamiento, Jeroboán pudo contar —y hasta qué punto— con el apoyo religioso del profetismo. La respuesta depende únicamente de la interpretación que se dé, tanto desde el punto de vista literario como desde una perspectiva histórica, al oráculo de Ajías de Silo (1 Re 11,29-39), que no cuenta con una opinión unánime entre los investigadores'8. Si es correcto el análisis que de un texto tan difícil propone H. Weippert (Átiologie, 1983, 346-355), en los vv. 29-31.37.38bap se puede detectar un núcleo del oráculo profético, de finales de la época de Salomón, que se actualizó en los vv. 34a.35aba.36a —referencia a la pérdida de la tribu de Benjamín, que pasó al reino del sur— durante el reinado de Jeroboán o de su hijo". Según eso, Ajías, desde el antiguo centro cúltico del

Babilonia solían conceder una especie de amnistía socio-laboral, después de su accesión al trono. 12. En 1 Re 12,16, la asamblea se disuelve con la repetición de la protesta que había dado origen a la sublevación de Sebá (cf. 2 Sm 20,1: «¿Qué nos repartimos nosotros con David? ¡No heredamos juntos con el hijo déjese! ¡A tus tiendas, Israel!»). El envío de Adoran y la huida del rey se producen, en realidad, demasiado tarde. Pero tal vez se trate de una combinación narrativa de dos acontecimientos históricamente distintos. F. Crüsemann interpreta el envío de Adoran como un intento por parte de Roboán de «pasar por alto el orden del día», después del fracaso de las negociaciones {Widerstand, 1978,115 [3.1]). Pero también se puede pensar que los acontecimientos sucedieron en orden inverso, de modo que habría sido el asesinato del odiado intendente de los trabajadores lo que puso en marcha la sublevación. 13. Nótense los datos tan contradictorios transmitidos por las tres tradiciones: 1) Según la primera versión del códice Vaticano, Jeroboán regresa de Egipto después de la muerte de Salomón, pero no toma parte en las negociaciones (cf. 3 Reg ll,43ss.). 2) En la segunda versión de dicho códice, Jeroboán es desde el principio la fuerza que pone en marcha toda la acción, construyendo una fortaleza y convocando la asamblea del pueblo (cf. 3 Reg 12,24 f.n). 3) El texto hebreo actual representa un compromiso —en sí mismo contradictorio (cf. 1 Re 12,2.3a.12.16.20)— entre esos dos extremos, como afirma J. Debus, Sünde, 1967, 27ss. 14. Cf. 3 Reg 12,24 f y la reconstrucción histórica de J. Debus (Sünde, 1967, 28s.), que pone en tela de juicio la historicidad de las negociaciones en Siquén. Por el contrario, F. Crüsemann (Widerstand, 1978, 115-121) piensa que Jeroboán no intervino en las conversaciones y que su coronación no fue consecuencia inmediata de la revuelta, sino que tuvo que ver con la previsible confrontación militar para la que Jeroboán se presentaba como el jefe más adecuado. No obstante, la formación de un grupo de seguidores armados por parte de Jeroboán —que Crüsemann deduce de 3 Reg 12,24 b en favor de su propia tesis— pertenece, por el contexto, a la primera fase de la revuelta, todavía en tiempos de Salomón; y según 1 Re 12,21-24, no se llegó a una auténtica confontación militar. De modo que habrá que suponer que Jeroboán desempeñó un papel enormemente activo en la revuelta social, ya que los insurrectos le eligieron como su rey. 15. Véase F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 116s. (3.1). 16. Es decir, una «jefatura» o «cacicazgo», de nivel inferior al estatal. Cf. pp. 199s.

17. El traslado de la residencia de Jeroboán desde Siquén a Penuel (1 Re 12,25) se relaciona generalmente, de acuerdo con la teoría de M. Noth (Kónige, 1968, 281 [3.2]), con la campaña del faraón Sisac 1 el año 922 (cf. 1 Re 14,25-27). Véase J. Debus, Sünde, 1967, 36s.; F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 121 (3.1). Pero esa explicación desde un punto de vista de política exterior es más bien improbable. En primer lugar, Sisac llegó en sus correrías hasta territorios de TransJordania, por lo menos hasta Majanayyim y quizá hasta Penuel; lo que significa que habría sido inútil tratar de evitar un encuentro con el Faraón. En segundo lugar, la teoría no aclara por qué Jeroboán y sus sucesores residieron también en Tirsá (1 Re 14,17; 15,33; 16,8). Y tercero, tampoco explica por qué hubo que esperar hasta la época de Omrí (881-870) para que se llegara a fijar la residencia oficial del rey en Samaría (1 Re 16,24). Por consiguiente, parece mucho más probable la explicación de H. Donner (Geschichte, 1984, 241), que considera las diferentes residencias reales en analogía con los diversos palacios de los emperadores en la Edad Media. 18. Véase un resumen de la bibliografía pertinente en H. Weippert, Átiologie, 1983, 344s., nota 3. Algunos autores, por ejemplo, W. Dietrich (Prophetie, 1972, 15-20) y E. Würthwein {Kónige I, 1977, 139-144), opinan que el oráculo es pura composición deuteronomística con ciertas adiciones de época posterior. Pero en contra de esa teoría está el hecho de que la segunda versión del códice Vaticano (3 Reg 24 o), que no deja traslucir huellas de reelaboración deuteronomística, recoge una parte del oráculo, aunque puesto en boca del profeta Semayas (cf. 1 Re 12,22). En cuanto a 1 Re ll,30s., H. Weippert (o. c, 351s.) ha demostrado que no depende del texto tardío de 1 Sm 15,27s., como pensaba W. Dietrich (o. c, 15s.). 19. H. Weippert añade a la narración también el v. 40. Pero es claro que el versículo pertenece al marco narrativo: 1 Re 11,26.40; 12,2cj.20a. Se podría considerar si al núcleo más antiguo del relato, procedente de la época de la insurrección, pertenecieron únicamente los vv. 29-31 (como afirma J. Debus, Sünde, 1967, 3ss.), que habrían sido ampliados en torno al oráculo real sólo después de la coronación de Jeroboán. En favor de esta opinión podría aducirse el hecho de que 3 Reg 12,24o no reproduce ningún oráculo relativo al rey. Pero como el texto también subraya la coronación de Jeroboán y sitúa incluso antes de su insurrección el juicio condenatorio que sobre su descendencia pronuncia el profeta Ajías (cf. v. 24g-n, al revés que el texto masorético de 1 Re 14,1-18), parece que lo que aquí se reproduce es una tradición hostil a Jeroboán, que incluso podría haber silenciado conscientemente el oráculo real. Personalmente, no estoy seguro de que también la promesa dinástica (1 Re ll,38bct|3) pueda pertenecer al núcleo más primitivo del relato, puesto que la formulación recuerda intensamente la profecía de Natán (2 Sm 7,llb.l6).

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Isarael pre-monárquico, habría apoyado la sublevación de su pueblo contra la opresión monárquica, en cuanto que en una fase crítica —quizá previendo la ruina que se avecinaba20— y mediante una acción simbólica, puso ante los ojos del cabecilla rebelde la desmembración que Dios mismo iba a producir en el reino salomónico, aparentemente tan seguro, al tiempo que le prometió que sería el jefe de diez tribus (vv. 30s.), y lo designó como rey elegido por Yahvé sobre el recién liberado reino del norte (v. 37). Éste sería, pues, el primer caso en que un profeta sin vínculos institucionales intervenía para desestabilizar, en nombre de Dios, un poder político opresivo, que se consideraba insoportable. Posteriormente, ésa habría de ser la norma de los grandes profetas de Israel2'. Si hemos tratado con un cierto detenimiento el curso de la rebelión de Jeroboán, ha sido porque entre este relato y la antigua narración de los sucesos del éxodo, capitaneado por Moisés22, existe un sorprendente paralelismo. Por ejemplo, Moisés, igual que Jeroboán, es un personaje que procede de ambiente palaciego, que se solidariza con sus correligionarios sometidos a trabajo de esclavos, y que decide rebelarse contra el Faraón, matando a un intendente egipcio (Éx 2,11-12; cf. 1 Re 11,26-28; 12,18) 23 . En ambos episodios, el intento de rebelión termina en fracaso; y también Moisés, como Jeroboán, tiene que huir al extranjero, ante la amenaza de muerte (Éx 2,15; cf. 1 Re 11,40) 24 . Ambos vuelven a sus hermanos, una vez muerto el rey (Ex 2,23aa; 4,19-20a; 1 Re 11,40; 12,2[cj].20); y en ambos casos se inician negociaciones con el sucesor para suavizar el trabajo, aunque todo termina en un empeoramiento de las condiciones (Ex 5,3-19; 1 Re 12,3b-15), mientras Moisés, lo mismo que Jeroboán, actúa más bien en la sombra25. 20. En el texto masorético, el orden de los acontecimientos que se produjeron a raíz del fracaso del primer intento de rebelión por parte de Jeroboán se puede considerar puramente redaccional —y, por tanto, poco fiable—, sobre todo porque el oráculo de 3 Reg 12,24o referente a Siquéh se sitúa antes de las negociaciones. 21. Cf. pp. 281s.;306s. 22. Cf. Éx 1,9-12; l,15-2,23acc; 4,19-20a.24-26(?)... 5,3-19... 14,5a(?). Cf. p. 88. 23. Véase también la lapidación de Adoran, encargado de las brigadas de trabajadores, en 1 Re 12,18, aun cuando la tradición de Judea no dice una palabra sobre la participación de Jeroboán. 24. En este caso, el paralelismo es incluso literal, aunque quizá se deba a que el curso de los acontecimientos es prácticamente análogo. Las divergencias entre los datos de Ex y los que se recogen en 1 Re l i s . inclinan a considerar como más probable la independencia redaccional de los dos relatos, sobre todo porque faltan textos originales que pudieran haber descrito el curso de la revuelta desde la perspectiva del reino del norte. 25. Sobre Jeroboán, cf. p. 260. En Éx 5, como indican los w. 8.15, los que desde el principio llevan las negociaciones son los inspectores israelitas; sólo por efecto del marco narrativo en el que posteriormente se inscribió el relato (vv. 1-2.20-21) el grupo de negociadores incluye a Moisés (y más tarde también a Aarón), que terminan por sustituir a los primeros. De ahí pretendía deducir M Noth {Überlieferungsgeschichte des Pentateuch, 1948, 179s.; Exodus, 1968, 40) que Moisés no tuvo nada que ver con esa acción. Pero eso parece

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Finalmente, en ambas ocasiones, la liberación del trabajo forzado se produce mediante una separación territorial y el alejamiento de la tierra en la que un soberano insensato ejerce su poder opresor (Éx 14,5a; 1 Re 12,16.19). Quizá se pueda encontrar otro paralelismo en el hecho de que, por un lado, Moisés (Éx 3,1 - 4,18*) y, por otro, Jeroboán (1 Re 11,29-39), después de fracasado el primer intento de sublevación, reciben —por decirlo así, «como fugitivos»— un oráculo divino que les da ánimos y les encomienda una misión. Sin embargo, el texto de Éx 3,1 - 4,18* es un pasaje redaccional, introducido posteriormente en el contexto de las narraciones sobre Moisés26. De modo que ese paralelismo puede ser meramente casual27 y no supone una gran contribución al trasfondo de la primitiva tradición del éxodo. Según ciertos investigadores, el conjunto de la tradición del éxodo ha tomado el graficismo de detalle con que describe la opresión de Israel en Egipto de las experiencias concretas de trabajo forzado en tiempos de Salomón28. Eso se aplicaría de un modo especial a la narración de Éx 5*, cuya viveza descriptiva recuerda poderosamente los sucesos que se reseñan en 1 Re 12*. Ahora bien, si se observa cuidadosamente la formulación del texto de Éx 5,16, en el que los inspectores israelitas echan en cara al Faraón que él es el que «ha pecado contra su propio pueblo»29, se puede suponer que la primi-

más bien altamente improbable, dada la relevancia de la figura de Moisés en la antigua tradición del éxodo. Véase R. Smend,Jahwekrieg, 1963,90-92 (2.3), que ya en su época y en relación con este aspecto puso de relieve el singular paralelismo entre Éx 5 y 1 Re 12 (incluidas las variantes del texto de los LXX). 26. Introducido por KD a comienzos de la época postexílica. Cf. p. 86s. No se puede negar que en Éx 3s., especialmente en 3,1-6, se reelabora una tradición más antigua. Ahora bien, lo que ya no es tan seguro es cómo se llegó a relacionar dicha tradición con las antiguas narraciones sobre Moisés. 27. Sobre todo, una vez que en los LXX (3 Reg 12,24o) el oráculo dirigido a Jeroboán está colocado en un sitio distinto dentro del curso de los acontecimientos, a saber, antes de que empezaran las negociaciones en Siquén. 28. Véase W. H. Schmidt, Exodus, 1988, 39; 249s. (2.2); F. Crüsemann, Widerstand, 1978, 175ss. (3.1), naturalmente partiendo de la suposición de que la mayor parte de los textos proceden del «Yahvista», es decir, de principios de la época monárquica. Pero el que va más lejos es J. Kegler (Arbeitsorganisation, 1983, 59ss.), que ve una conexión más profunda entre ambos textos desde el punto de vista de la historia de las tradiciones: «La tradición del éxodo tiene que interpretarse en estrecha conexión con las experiencias colectivas del pueblo de Israel cuando se vio sometido a los trabajos forzados impuestos por Salomón» (ibid., 70). 29. El texto masorético wehata't 'ammeka («y peca tu pueblo») es una lectura tanto objetiva como gramaticalmente imposible, porque en ese caso 'am («pueblo») tendría que ser femenino. La lectura correcta es la que ofrece el texto de los LXX: adikéseis oün ton laón sou («y pecarás contra tu propio pueblo»), que sería en hebreo: wehata'tá le'ammeka. Véase W. H. Schmidt, Exodus, 1988, 244 (2.2).

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tiva narración de Éx 5,...3.4*.6-19 30 era una especie de panfleto propagandístico esgrimido por los trabajadores contra Salomón o, concretamente, contra Roboán. O sea, estos nuevos opresores del pueblo se equiparan, polémicamente, con el Faraón, que en tiempos antiguos había esclavizado a Israel en Egipto (!). Igualmente, la severa conclusión del relato (Éx 5,19) va en el mismo sentido que la cínica reacción de Roboán en 1 Re 12,10s., y bien pudo haber servido para estimular a los oyentes a rebelarse contra el rey. Todas estas observaciones, tomadas en conjunto, pueden dar bastante probabilidad a la idea de que la lucha de Jeroboán y las tribus del norte contra el trabajo forzado impuesto por Salomón se inspiró, como punto de referencia, en la primitiva liberación de la esclavitud de Egipto, y que los viejos recuerdos religiosos recibieron forma narrativa como expresión de la experiencia actual de la sublevación de las tribus, capitaneada por Jeroboán 31 . El paralelismo con aquellos hechos remotos actualizaba y daba relevancia social a las tradiciones del éxodo, a la vez que proporcionaba a la rebelión contra las pretensiones absolutistas del sucesor de David su necesaria motivación y legitimación religiosa. Al mismo tiempo, si se lograba poner el movimiento secesionista de las tribus del norte bajo la bandera de las tradiciones del éxodo, las medidas político-religiosas de Jeroboán se presentaban en una nueva perspectiva. La construcción de Dan y de Betel, como santuarios oficiales del nuevo reino, y la fabricación de nuevos símbolos religiosos —dos becerros de oro (1 Re 12,28)— que hacían referencia explícita al Dios del éxodo, significaban una acción de gracias a Yahvé que, al librar de los trabajos impuestos por Salomón, se mostraba otra vez —igual que antaño, en los orígenes del pueblo— como el Dios de la liberación32.

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reproche se basaba en el hecho de que Jeroboán había mandado fabricar dos becerros de oro para colocarlos en Betel y en Dan (1 Re 12,28s.), había reconstruido los «altozanos» como lugares de culto, había puesto en ellos como sacerdotes a gente que no pertenecía a la tribu de Leví (v. 31), y había trasladado del séptimo al octavo mes la fecha de la fiesta de otoño (v. 32). En realidad, las medidas político-religiosas de Jeroboán, igual que la rebelión misma contra los sucesores de David, tenían un aire más bien conservador. Con la elección de Betel como santuario principal del reino, Jeroboán prefirió un lugar que, a diferencia de Jerusalén, gozaba de una antigua legitimación tribal33, aunque, dada su situación periférica, no era el sitio más adecuado para constituir el centro cúltico y religioso de la nación. Sin embargo, Jeroboán tuvo en cuenta, mucho más que David, la descentralización cúltica que había sido una de las características de la época pre-monárquica. Por eso, además de Betel, erigió también los santuarios de Dan, Siquén y Penuel (1 Re 12,25; cf. Gn 33,18-20; 32,25-32) y renunció a vincular su residencia privada con el santuario central del reino (1 Re 12,25; 14,17). A diferencia de David, Jeroboán no quiso interferir con el sacerdocio local de los diversos santuarios 34 , y es muy probable que no cambiara sustancialmente sus respectivos ritos. En cuanto a la trasposición de la fiesta de otoño, tuvo que ver sin duda con el hecho de que por entonces aún no se había fijado definitivamente una fecha para su celebración, puesto que dependía del grado de maduración de las cosechas, que cambiaba según las regiones35. Por consiguiente, da la impresión de que Jeroboán, a raíz de sus éxitos en la lucha contra los sucesores de David, que tuvo como san-

3.4.2. El culto oficial en Betel Los teólogos deuteronomísticos culpaban a Jeroboán de haber introducido en el culto del reino una serie de innovaciones arbitrarias, que habrían inducido a todo el país a cometer un grave pecado. El 30. Suprimiendo «Moisés y Aarón» en el v. 4 y todo el v. 5, que es un duplicado del v. 4 y sirve para unir la narración con Ex 1,9-11. 31. A cuanto sé, hasta ahora nadie ha defendido esta tesis. El que más se ha acercado ha sido J. Kegler (Arbeitsorganisation, 1983,59-70), pero sin ofrecer ninguna especificación redaccional en la tradición del éxodo ni explotar su significado revolucionario para la insurrección de Jeroboán. Tampoco se trata de «una relación de carácter literario entre los dos complejos textuales», como afirma Kegler (o. c, 70), sino de una relación de reciprocidad entre un fenómeno social que hay que reconstruir por los datos de 1 Re l i s . y la configuración literaria de una tradición (las narraciones sobre Moisés). 32. Así lo insinuaba ya F. Crüsemann (Widerstand, 1978, 122 [3.1]).

33. Se sabía perfectamente por la leyenda cúltica de Gn 28,10-19* que el santuario había sido fundado por el propio patriarca Jacob. Pues bien, como el «ciclo narrativo de Jacob» (Gn 27 - 33*) que, según E. Blum (Komposition, 1984, 175ss. [2.1]) se originó probablemente en la época de Jeroboán tomó esa leyenda como piedra angular de toda la composición, lo más probable es que haya que retrotraer la formación de la leyenda a la época pre-monárquica (como dice el propio E. Blum, o. c , 504s., nota 22). En cambio, las etiologías cúlticas que se decantan por Jerusalén (Gn 14,17-20; 22,2; 2 Cr 3,1) no son anteriores a la época postexílica. 34. Es el caso explícito del santuario de Dan, donde, según se dice en Jue 18,30, el sacerdocio levítico que estaba a cargo del culto y que se consideraba descendiente directo de Moisés estuvo ininterrumpidamente en funciones desde la época pre-monárquica hasta el exilio del reino del norte (años 733-732). Con eso no concuerda el reproche deuteronomístico que echa en cara a Jeroboán haber «puesto como sacerdotes a gente de la plebe, que no pertenecía a la tribu de Leví» (cf. 1 Re 12,31). Véase S. Talmon, Kalender, 1988, 60. Se explica por la posterior concepción deuteronomística de la función levítica, que sólo aceptaba el sacerdocio legítimo de Jerusalén (cf. pp. 491s.; 503s.). Por su parte, el cronista va aun más lejos, hasta el punto de reprochar a Jeroboán el hecho de haber expulsado a los levitas de los territorios del reino del norte (cf. 2 Cr ll,14s.). Sobre el sacerdocio de Betel, cf. pp. 269ss. 35. Así opina, con argumentos convincentes, S. Talmon, Kalender, 1988, 62-65.

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to y seña la idea de restablecer las tradiciones yahvistas de la época pre-monárquica, quiso instaurar una alternativa más bien arcaizante al culto oficial de Jerusalén con todas sus innovaciones sincretísticas, en orden a mantener más viva la continuidad con las condiciones pre-monárquicas 36 . Y en ese contexto hay que interpretar también la sorprendente innovación cúltica, tan criticada en épocas sucesivas, de la fabricación de un becerro de oro para el santuario de Betel37. Esa apreciación está apoyada por el sensacional hallazgo de un toro de bronce, de 17,5 cm de largo y 12,4 cm de alto, y perteneciente a la Edad del Bronce I, en las excavaciones de un santuario al aire libre en la región motañosa de Samaría, a unos diez kilómetros al este de Tell Dotan38. Si, como es de suponer, se trata aquí de un santuario israelita39, quiere decir que nos encontramos ante una prueba de que, ya en época pre-monárquica, las figuras de toro eran un elemento cúltico en una región que más tarde sería territorio del reino del norte. En ese caso, Jeroboán, al fabricar dos becerros de oro —quizá especialmente impresionantes— para los santuarios de Betel y de Dan, no hizo más que seguir una antigua tradición cúltica del norte40. Según el deuteronomista, Jeroboán habría mandado forjar dos becerros de oro para los santuarios de Betel y Dan, y [os habría instalado con las siguientes palabras: «Éstos son tus dioses, Israel, que te sacaron de la tierra de Egipto» (1 Re 12,28) 41 ; y un poco más adelante, en el v. 32, el autor parece presuponer que Jeroboán había instalado otras figuras de toro en los alrededores de Betel. Pero en esa presentación casi todos los elementos tienen un punto de polémica. Con la pluralidad de figuras se quiere subrayar el reproche de

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politeísmo, o de «poliyahvismo»42; con su interpretación como «imágenes de Dios»43 se da relieve a la acusación de idolatría; y con la designación despectiva de «becerro» {'égel)AA, se pretende degradar la entera acción de Jeroboán. Por otra parte, dado que el resto de la tradición habla sólo de un «becerro», en singular45, lo más probable es que cada santuario contara con un símbolo cúltico, y no con una pluralidad. De ahí parece deducirse también que la fórmula originaria de presentación estaba en singular, una interpretación perfectamente posible desde el punto de vista lingüístico-gramatical (cf. Neh 9,18). Si se quiere encuadrar ese determinado símbolo cúltico dentro del simbolismo religioso global del Antiguo Testamento y de la iconografía del Medio Oriente contemporáneo, se verá inmediatamente que no debió de tratarse de un «becerro», sino, con toda probabilidad, de una figura de «toro»46. El mundo religioso del Antiguo Oriente nos ha legado múltiples representaciones plásticas en las que el dios de la tormenta, Adad/Hadad, está de pie sobre el lomo de un toro 47 . De ahí que el toro del santuario de Betel —probable-

36. Véase S. Talmon, o. c, 57s.; H. Tadmor, Institutions, 1982, 255s. 37. Véase H. Th. Obbink, Jahwebilder, 1925,267ss.; O. EiGfeldt,Lade, 1963,291ss.; J. Debus, Sünde, 1967, 38s.; M. Weippert, Gott, 1961; H. Motzki, Beitrag, 1975; H. Utzschneider, Hosea, 1980, 91-98; Chr. Dohmen, Bilderverbot, 1986, 147-153; H. Ringgren, 'ege¡, 1986. 38. Véase A. Mazar, BuU-Site, 1982,27ss.; H. Weippert, Palestina, 1988,407ss. Con ese hallazgo habrá que comparar la figura de un toro de bronce procedente del santuario de la «acrópolis» de Jasor, de finales de la Edad del Bronce (Y. Yadin, Hazor, 1975, 84; H. Utzschneider, Hosea, 1980, 92; 94, ilustración n. 3). Eso prueba que esa clase de simbolismo cúltico estaba enraizado en la región ya en época pre-israelítica. 39. Cf. p. 158. 40. En sí es bien posible, aunque no se puede probar, que Jeroboán siguiera una tradición cúltica ya existente en Betel, como han afirmado algunos autores (por ejemplo, W. Beyerlin, Herkunft, 1961,147 [2.2]; H. Motzki, Stierbild, 479ss.; H. Utzschneider, Hosea, 1980,97), por más que basándose en una cuestionable datación temprana de Éx 32. Pero en el caso de Dan habrá que excluir dicha hipótesis, a la vista de la polémica con que la redacción procedente de la época de Jeroboán trata el tema de la estatua que mandó hacer Mica en tiempos pre-monárquicos (Jue 17,2-4*; 18,31b). Véase H. M. Niemann, Daniten, 1985, 145s. 41. En el contexto polémico del deuteronomista, la traducción en plural es la correcta, como ha demostrado convincentemente H. Donner (Gótter, 1973, 45-47).

42. Ésa es la opinión de H. Donner (o. c , 48). Se hace referencia a la diferenciación cúltica de Yahvé en los diversos santuarios, que era habitual en el período pre-deuteronómico (cf. pp. 155s.), pero que después fue violentamente combatido por el movimiento reformista relacionado con el Deuteronomio. Cf. pp. 386ss. 43. Así se denominan explícitamente en 1 Re 14,9; 2 Re 17,16; cf. Ex 32,4.8; 34,17; Dt 9,12.16; Os 13,2; Neh 9,18: masseká. Según la más reciente investigación de Chr. Dohmen {Gottesbild, 54), el término hace referencia a «las obras de orfebrería o de decoración de las imágenes de dioses que se empleaban en el culto». 44. Cf. 2 Re 10,29; 17,16. Anteriormente, Oseas ya había usado esa terminología (Os 8,5.6; 13,2); es más, probablemente fue él quien acuñó ese lenguaje más bien polémico. Recientemente, algunos investigadores han puesto en duda el tono por lo menos despectivo de esa designación (véase J. Hahn, Kalb, 1981, 12-19; Chr. Dohmen, Bilderverbot, 1988, 150). Sin embargo, si es verdad que se trata de la «designación oficial del becerro de Betel», como afirma Chr. Dohmen (o. c, 151ss.), cabría esperar que 'égel se usara también como un epíteto referido a Yahvé. Pero resulta que eso no se encuentra en ninguna parte. Por consiguiente, el nombre 'glyw que aparece en un óstracon de Samaría deberá traducirse no precisamente «Yahvé es un novillo» (véase J. Hahn, Kalb, 1981, 18), sino más bien en el sentido de una designación del portador del nombre como «becerro», es decir, «hijo» de Yahvé, como afirma exactamente M. Noth, Personennamen, 1966, 150ss. (2.4). 45. Cf. Os 8,5s.; Éx 32,4.8; Dt 9,16; Sal 106,19; etc. El plural sólo se encuentra en Os 10,5 y 13,2. Pero en Os 10,5 habrá que puntuar el término como 'eglut («becerro»), o leerlo en singular como los LXX, Teodoción y la versión siríaca. En cuanto a Os 13,2 («la gente besa los becerros»), o se trata de una exageración generalizante, o hay que pensar en reproducciones populares de la imagen cúltica de Betel. 46. En hebreo, par o Sor. Como designaciones o epítetos divinos se encuentran: 'ab(b)ir ya'aqoblyiéra'el («toro [campeón, héroe] de Jacob/de Israel»: Gn 49,24; Is 1,24; 49,26; 60,16; Sal 132,2.5) y re'em («búfalo»: Nm 23,22; 24,8). 47. Por ejemplo, el torso de finales de la Edad del Bronce excavado en la «acrópolis» de Jasor y los sellos y las estelas procedentes de los antiguos territorios siro-mesopotámicos. Véase Y. Yadin, Hazor, 1975, 85 (2.3); H. Utzschneider, Hosea, 1980, 93ss.; P. Wlten, Gottesbild, 1977, lOlss.; H. Weippert, Paldstina, 1988, 300s.

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mente una escultura de madera recubierta de oro 48 — no fuera originariamente una verdadera imagen de Dios, sino una especie de pedestal sobre el que se erguía, invisiblemente, Yahvé49. Por tanto, la figura no representaba directamente a Yahvé, sino que, como el trono que formaban los querubines del arca en el templo de Jerusalén, era sólo una indicación de su majestuoso poder. Es de sobra conocido el significado religioso del toro en el Antiguo Oriente. En Mesopotamia, el dios de la tormenta, Adad, recibía el nombre de «toro de magníficos cuernos», o «gran toro del cielo y de la tierra» {rimuY0. En Ugarit se representaba al dios Baal en figura de toro que, mediante su unión con una vaca —encarnación de la diosa Anat— engendraba un becerro 51 . Sin embargo, el título de «toro» (ir) estaba reservado al dios El52, que, según el texto Sahar we Salim, disponía de una formidable potencia sexual 53 . En el simbolismo del Medio Oriente, el toro expresaba no sólo la fuerza indómita, sino también la fertilidad. En este aspecto radicaba, sin duda, un cierto peligro para Israel, cuyos efectos sólo se percibirían más adelante54. Es probable que, con la forja de un becerro de oro para su santuario central, Jeroboán no hiciera más que acomodarse a la vieja tradición pre-israelita de dicho santuario. De hecho, en Betel (bet 'el: «casa de El»), se daba culto al dios El-Betel en época pre-israelita, e incluso en los primeros tiempos de ésta (cf. Gn 31,13; 35,7), antes de que la divinidad local (El) se fusionara con Yahvé55. Es pro-

48. En Os 8,6 se dice que «se hace astillas» el novillo de Samaría. 49. La interpretación de esa figura de toro como pedestal se remonta a H. Th. Obbink (Jahwebilder, 1925, 267s.) y ha tenido amplia acogida en la investigación. Véase M. Weippert, Gott, 1961, 103; H. Ringgren, 'égel, 1986, 1060; y la recopilación bibliográfica de J. Hahn (Kalb, 1981, 333, nota 140). La diferente interpretación propuesta por O. EiSfeldt (Lade, 1963,298ss.), que, basándose en la función del «becerro de oro» como guía simbólico en Ex 32,1, concibe la figura como estandarte cúltico no parece haber tenido muchos seguidores (por ejemplo, J. Debus, Sünde, 1967, 39). 50. rimú qamú, o rimú rabú ¡a samé u erseti (véase K. L. Tallqvist, Gótterepitheta, 1974, 166). 51. El mito —por desgracia, conservado sólo fragmentariamente— puede verse en CTA 10 (versión semejante en CTA 11, en RS 22.25, y quizá en PRU V 124). Sobre este punto véase J. C. de Moor, ba'al, 1973, 715s. En KTU 1.5 V,18s. se dice que Baal, poco antes de su muerte, «tuvo amores con una vaca {prt) en la desolación del desierto, con una novilla Cglt) al borde del erial»; el resultado fue una preñez que acabó en la generación de un hijo. Quizá también aquí la novilla es la propia diosa Anat (véase H. Ringgren, 'égel, 1986, 1057. 52. Véase, por ejemplo, la expresión tr 'il 'abh 'il mlk d yknnh («el toro El, su padre, el rey El, que lo formó») en CTA 3 V,43 y otros muchos pasajes. Véase F. M. Cross, 'el, 1973, 262. 53. KTU 1.23,31-52; véase F. M. Cross, Mi., 263s. 54. Cf. pp. 326s. 55. Una cuestión que debe permanecer abierta es la posibilidad de que el dios El de Betel, igual que el de Jerusalén, hubiera adquirido ya determinados rasgos de Baal, como

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bable que ya en esa época pre-monárquica se intercambiaran los títulos de El y de Yahvé56, y hasta cabe la posibilidad de que Yahvé heredase de El, entre otros muchos elementos, el simbolismo del toro 57 . Por consiguiente, el toro de Jeroboán no supuso una novedad absoluta, sino que dio forma sensible al sincretismo entre El y Yahvé que ya existía en Betel. Desde luego, el simbolismo quedaba abierto también a una asimilación sincrética de todo lo relacionado con Baal, lo que iba a traer toda una serie de consecuencias fatídicas para el futuro. Con la figura del toro iba unida una fórmula fija de presentación, que en el Antiguo Testamento se transmite, con ligeras variantes, en tres pasajes diferentes: 1 Re 12,28: Ex 32,4.8: Neh 9,18:

•u i

«He aquí (hinné") a tu dios, Israel, que te sacó del país de Egipto». «Este ('elle) es tu dios, Israel, que te sacó del país de Egipto». «Este (ze) es tu dios, el que te sacó de Egipto».

Lo más probable es que se trate de una aclamación cúltica habitual, con la que se presentaba la imagen ante la asamblea reunida en el templo de Betel58. La aclamación encierra dos elementos. En primer lugar, la figura del toro simboliza la fuerza indómita de Yahvé, como el Dios del éxodo y el liberador de la esclavitud de Egipto y del trabajo impuesto por Salomón y su descendiente. Y en segundo lugar, esa imagen demuestra que el culto del norte, en contraste con las innovaciones introducidas en Jerusalén, es el culto auténtico de las viejas tradiciones yahvistas. Es decir, en Betel no se adoraba a Yahvé como rey entronizado en Sión, vencedor del caos, creador del universo, o señor de las naciones, sino como el liberador de su pueblo de la esclavitud de Egipto. Con la pretensión ostensiblemente conservadora del culto de Betel cuadra perfectamente la actuación de su sacerdocio —probapodría sugerir el material iconográfico que sirve de comparación con el dios de la tormenta que está de pie sobre un toro. 56. Cf. pp. 146s. 57. Véase, especialmente, la llamativa formulación de los oráculos de Balaán en Nm 23,33; 24,8: «El [Dios], que lo/los sacó de Egipto, es para él como los cuernos de un búfalo». A eso habrá que añadir los otros pasajes en los que —como queda indicado anteriormente se designa a Yahvé como 'a(b)bir. La tesis de Chr. Dohmen (Bilderverbot, 21986, 152s.), de que la designación 'égel deriva de la subordinación de Yahvé al «toro» El en las ceremonias cúlticas de Betel, sigue siendo pura especulación. 58. Préstese atención al estilo directo, a las partículas deícticas y a la alocución en segunda persona. Así piensan también W. Zimmerli, Bilderverbot, 1974, 250, y H Utzschneider, Hosea, 1980, 90.

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blemente de origen aaronita 59 —, que pronto vinculó la imagen cúltica de Jeroboán con la primitiva historia de Israel. La narración sobre el «becerro de oro» (Ex 32), que cuenta la primera apostasía de Israel en el desierto y sus terribles consecuencias es —al menos en su forma actual— una réplica posterior procedente del reino del sur60, que presupone una narración más antigua, originaria del nor59. La hipótesis de que los sacerdotes de Betel se consideraron a sí mismos como descendientes de Aarón, como muy tarde desde los tiempos de Jeroboán, se ha venido defendiendo ya desde el siglo xix. Véase una enumeración de autores en H. Valentín, Aaron, 1978,290, nota 4; pueden consultarse principalmente W. Beyerlin, Herkunft, 1961, 148s. [2.2]; A. H. J. Gunneweg, Leviten, 1965, 88-95 [2.2]; M. Aberbach y L. Smolar, Aaron, 1967,136s.; F. M. Cross, Myth, 1973, 198s.; H. Motzki, Stierkult, 1975, 479-482. En época más reciente, la hipótesis ha sido puesta en duda por A. Cody, Priesthood, 1969, 151 (33); J. Hahn, Kalb, 1981, 216s.; M. Gorg, Aaron, 1986; y decididamente cuestionada por H. Valentín, Aaron, 1978, 290: «carente de todo fundamento». Ahora bien, tanto A. Cody como H. Valentín tendrían que preguntarse si está justificada su confianza en la posibilidad de detectar en Ex 17,8-13* una figura de Aarón más antigua y aún sin carácter sacerdotal, que ellos definen como «héroe del pueblo» (A. Cody, Aaron, 1977, 2), o como «jefe subalterno» (H. Valentin, o. c, 409), mientras que el texto se presenta cada vez más claramente como una composición posterior (véase M. Gorg, Aaron, 1986,lis.). Por otra parte, la afirmación de H. Valentin (o. c, 299ss.) de que en Ex 32 Aarón culpa a Moisés de ser el auténtico fundador del culto al becerro de oro es pura especulación. La hipótesis de la existencia de un sacerdocio aaronita en Betel cuenta con los argumentos siguientes: 1) La peculiar circunstancia de que en Ex 32 se vincula a Aarón con la instauración del «becerro de oro» y, por consiguiente, con el pecado original de Israel, aunque más tarde se ve elevado a la categoría de antecesor de todos los sacerdotes legítimos y, en especial, del sumo sacerdote de Jerusalén, tiene que tener algún punto de apoyo en la realidad histórica. 2) La indicación de Jue 20,26-28 sobre el hecho de que en el santuario de Betel oficiaba como sacerdote Pinjas, nieto de Aarón, aunque es ciertamente secundaria desde el punto de vista de la composición, no puede considerarse como invento absolutamente arbitrario. 3) La tradición de Jos 24,33 sobre la sepultura de Eleazar, hijo de Aarón y padre de Pinjas, en Guibeá de Pinjas apoya la tesis de un enraizamiento local de los descendientes de Aarón en la serranía de Efraín. 4) La circunstancia singular de que tos dos primeros hijos de Aarón (Nadab y Abihú) se llamen casi exactamente como los hijos de Jeroboán (Nadab y Abías) y, además, el hecho de que en ambos casos los dos hijos mueran en edad prematura (cf. Lv 10,1-3; 1 Re 14,18; 15,27) se explican de manera convincente como un homenaje a Jeroboán por parte de los sacerdotes de Betel que, en principio, incluyeron en su redacción de la genealogía los nombres de los dos miembros de la familia real, pero más tarde, ante la asombrosamente rápida desaparición de la dinastía de Jeroboán, optaron por desviarse hacia la línea de los otros dos hijos de Aarón (Eleazar e Itamar). Por su parte, M. Aberbach y L. Smolar (Aaron, 1967, 129-134) aducen más paralelismos entre Aarón y Jeroboán, pero todos se reducen a las coincidencias de conjunto entre Éx 32,1-6 y 1 Re 12,26-32. La razón por la que los sadoquitas de Jerusalén, no sólo durante el exilio, sino también en época postexílica (P, Cr), continuaron aceptando la genealogía aaronita fijada por los sacerdotes de Betel nos resulta totalmente incomprensible. La única explicación parece ser la necesidad que sentían de legitimar su propia vinculación con la primitiva historia de Israel, sobre todo una vez que el movimiento reformista deuteronómico había convertido aquella etapa, incluso para los jerosolimitanos, en el decisivo período de salvación para Israel. 60. Basándose en el sistema impuesto por la «teoría de las fuentes», se atribuyó durante mucho tiempo a Ex 32 una datación demasiado temprana, lo que no dejó de tener consecuencias muy cuestionables desde el punto de vista histórico-religioso. Por ejemplo, H. Valentin (Aaron, 1978, 274; 289) lo atribuía a J-E («Yahvista-Elohista»), es decir, de entre mediados y finales del siglo vm. Sin embargo, ya L. Perlitt (Bundestbeologie, 211); Chr.

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te, en la que Yahvé en persona, desde el monte Sinaí, da a Aarón, padre de los sacerdotes de Betel, la orden de fabricar el becerro de oro. Así, de paso, queda legitimado el culto oficial en el santuario de Betel61. Igualmente, parece por sus características que el culto de Betel, comparado con la liturgia oficial de Jerusalén, estaba más cerca de las celebraciones populares que tenían lugar en los «altozanos» en la época pre-monárquica 62 . El toro de Betel era un símbolo eminentemente popular. El profeta Oseas habla del duelo que se hizo por su pérdida, cuando cayó en poder de los asirios (Os 10,5); de hecho, la devoción de la gente era tan grande que tenía la costumbre de tirarle besos, como signo de acción de gracias (Os 13,2). Eso implica —igual que la aclamación litúrgica— que en ciertas celebraciones se expusiera públicamente la imagen, de modo que hasta se pudiera tocar63. Al revés que en el templo de Jerusalén, donde Yahvé se es-

Dohmen (Bilderverbot, : 1986,141ss.) y E. Aurelius (Fürbitter, 1988, 76s.) se vieron inducidos a rebajarlo hasta el siglo vil. Con todo, el núcleo del capítulo —que yo, personalmente, considero como una unidad, frente a las innumerables y hasta contradictorias hipótesis de toda clase que se han venido formulando desde la crítica de fuentes (véase una lista en J. Hahn, Kalb, 1981,142s., y de nuevo en P. Weimar, Kalb, 19878), y prescindiendo de los vv. 7-14 y de algunos retoques sacerdotales— procede con seguridad de la época del exilio. Cf. pp. 107s. En realidad, presupone ya: 1) la polémica de Oseas; 2) la apreciación deuteronomística del culto al becerro de Betel como una defección sin igual; y 3) la presentación deuteronómico-deuteronomística de las tablas del Decálogo (Dt 5,22; 9s.), prescindiendo completamente de la posible relación literaria entre Éx 32 y Dt 9,1 Oss. 61. La tesis de que detrás de Éx 32,1-6 hay una leyenda cúltica de Betel, que intenta legitimar la reforma cúltica introducida por Jeroboán refiriéndola a los primeros tiempos de Israel, fue enunciada por primera vez por R. H. Kennett (Origin, 1905,166-168) y aceptada por buen número de exegetas (véase una lista en H. Valentin, Aaron, 1978,292, notas 3s., a la que el autor añade sus propios argumentos en pp. 291-299). Desde luego, hay que subrayar que el texto de dicha leyenda cúltica es hoy día irreconstruible en su conjunto; aunque quizá no sea excesivamente difícil detectar su final originario en los vv. 4-6, que tienen peso propio como tema de composición literaria. 62. Eso se puede apreciar también en el motivo que se desarrolla en Éx 32,2s., es decir, que el metal precioso para construir el becerro debe recogerse mediante contribución popular. En la vieja teología del templo de Jerusalén falta completamente ese tipo de participación responsable de la comunidad en la construcción del santuario. Aquí, el único mecenas es el rey. Sólo más adelante, en el documento P y luego en Cr, volverá a manifestarse la invitación a una generosidad responsable por parte del pueblo para la reconstrucción del segundo templo de Jerusalén (cf. Éx 35,4ss.; 1 Cr 29,5ss.). Cf. pp. 648; 757. 63. J. Jeremías (Hosea, 1983,162) piensa que «el beso cúltico [...] difícilmente podría darse a la propia imagen del toro de Betel, sino sólo a algunas pequeñas reproducciones, ya que, como es de suponer, la figura estaría —igual que el arca— en el ádyton, o sea, en un sitio inaccesible al pueblo llano». No obstante, esto último no excluye que se celebraran procesiones con la imagen del toro. Personalmente, pienso que los gritos de aclamación cúltica presuponen la exhibición regular de la imagen para su veneración en público. Igualmente, es bien posible que de ese símbolo de religiosidad popular se hicieran reproducciones para «uso doméstico», aunque todavía no hayan aparecido testimonios arqueológicos al respecto.

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condía detrás de gruesos muros y sólo resultaba accesible para los sacerdotes, en Betel Yahvé era un Dios que estaba cerca de su gente; de modo que su vinculación a un grupo humano se expresaba aquí de manera directa. El hecho de que las celebraciones festivas en Betel fueran mucho más alegres y bulliciosas, frente al decoro y solemnidad de las liturgias de Jerusalén 64 , es una prueba más de la cercanía de Dios a su pueblo. La presencia de Yahvé en medio de la asamblea simbolizada sensiblemente por la figura del toro, daba a la población del norte la gozosa y esperanzada seguridad de tener a Yahvé de su parte. Si es verdad que precisamente ese culto conservador que, en reacción crítica contra el culto oficial de Jerusalén, se esforzaba por vincularse a la teología y a las prácticas cultuales de la época premonárquica cayó posteriormente en descrédito, fue porque, aparte de las implicaciones no carentes de peligro que entrañaba el simbolismo del toro, tenía carácter eminentemente popular. Al mismo tiempo, la exposición pública del símbolo cultual encerraba un peligro de interpretación errónea por parte de la gente. Con el tiempo se fue difuminando, al menos en la mentalidad popular, la diferenciación teológica entre Yahvé y su soporte simbólico, de modo que la figura del toro se identificó directamente con Yahvé (cf. Os 8,6) 6i . El simbolismo ambiguo de la imagen contribuyó de tal manera a hacer de Yahvé el garante cúltico de la fertilidad de la tierra, que poco a poco se extinguió casi por completo su potencial histórico de liberador de la opresión egipcia. De ahí que, para el profeta Oseas, la figura del toro no representara más que una «baalización» del culto a Yahvé, que había olvidado sus genuinas raíces históricas66. Según el profeta, Yahvé reafirmaría su carácter de «Dios desde Egipto» mediante la abolición total de la activi64. Nótese la descripción un tanto despectiva, desde el punto de vista de Judá, en Éx 32,6.18.22.25. Sin embargo, la ruidosa y exultante celebración de un banquete, como se cuenta en Éx 32,6, no debe dar pie para pensar que se trató de una «orgía sexual, como las que jugaban un papel importante en los ritos cananeos de fertilidad» (M. Noth, Exodus, 4 1968, 204). El verbosahaq («reírse») en pi'el puede significar también «el juego del amor» (véase en Gn 26,8 el juego de palabras con el nombre de Isaac [!]); pero aquí —igual que la forma parecida sahaq en pi'el (cf. 2 Sm 6,5.21)— se refiere a la danza cúltica (véase meholot = «danzas en corro»: Éx 32,19), como muy bien observa O. Eififeldt, hade, 1963, 293s. ¡Si David se lo podía permitir, no iban a ser menos los de Betel! 65. Así pensaba ya H. Th. Obbink (Jahwebilder, 1925, 269) y, en su línea, otros muchos. Por el contrario, M. Weippert (Gott, 1961, 104s.) puso fundamentalmente en duda que «hubiera que trazar una perfecta línea divisoria entre el «becerro» y el «Dios de [la liberación de] Egipto». Contra la opinión común de que «en el Antiguo Oriente Próximo, en clara contraposición a Egipto, se solía venerar a divinidades en figura humana» (ibid., 95), Weippert considera posible que en Siria hubiera «divinidades tauromorfas» (ibid., 109). Véanse reflexiones semejantes en H. Weippert, Palastina, 1988, 301. 66. Cf. pp. 327.

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dad cúltica del reino del norte (Os 10,3-8). El veredicto de Oseas no sólo sirvió de punto de partida para condenar el culto instaurado por Jeroboán como una desviación del auténtico yahvismo, sino que suministró al rey Josías el argumento decisivo para legitimar la destrucción del santuario de Betel, el año 622 a.C. (2 Re 23,15-18). Mientras que en el templo de Jerusalén logró imponerse un sincretismo entre El y Yahvé, fuertemente controlado por la monarquía, en el santuario de Betel ese mismo sincretismo acabó en un estrepitoso desastre. 3.5. POLÉMICA SOBRE EL SINCRETISMO OFICIAL EN EL SIGLO IX BIBLIOGRAFÍA

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Olivos, es decir, frente al templo de Jerusalén (1 Re 11,5.7.33; cf. 2 Re23,13) 3 . De hecho, está suficientemente atestiguada por documentos extrabíblicos la importancia de la diosa Astarté en Sidón y en Tiro 4 ; y la categoría de dioses nacionales de que gozaban Milcón (¿Malkum?)5 en Amón y Camós 6 en Moab aparece frecuentemente no sólo en la Biblia, sino también en las inscripciones de la época. Por consiguiente, la información que transmite el deuteronomista es perfectamente fiable7, aunque los motivos que aduce, o sea, que Sa-

1. Pienso que hay que distinguir esta clase de sincretismo no sólo de una adaptación inconsciente de la religiosidad personal al sistema de condicionamientos mutables de carácter histórico-religioso, sino también del sincretismo oficial basado en la conquista o superposición de nuevos factores culturales. El sincretismo diplomático se aprecia especialmente en los antiguos tratados internacionales, en los que, después de invocar a los dioses de las respectivas partes contratantes, se establece entre ellos una relación recíproca. Posibilitar esa forma de sincretismo desde una perspectiva teológica es una de las especialidades mas relevantes de las religiones politeístas. 2. En el Antiguo Testamento, la vocalización correcta 'astart se ha deformado en 'aStóret, siguiendo la vocalización de bóíet («vergüenza», «abominación»).

3. La sucesión de las tres divinidades no se encuentra más que en 1 Re 11,33 y en 2 Re 23,13. En cambio, en 1 Re 11,5 sólo se mencionan Astarté y Milcón, y en el v. 7, sólo Camós y Milcón (la lectura molek del texto masorético es una deformación; véase el texto de los LXX: Molchom, o sea, (ó basilei autón [«a su rey»], que en hebreo sería malkem). Esa sucesión peculiar se explica por el hecho de que el v. 5 es una formulación del propio deuteronomista, mientras que en el v. 7 se toma un dato anterior. Por el contrario, los LXX, que omiten el v. 5 e incluyen en el v. 7 la mención del culto a Astarté, ofrecen indudablemente la lectio facilior. Pero eso no tiene por qué significar que el culto tributado por Salomón a la diosa Astarté sea pura invención del deuteronomista o mero reflejo de su propio presente marcado por el exilio. En primer lugar, porque la referencia concreta a la Astarté fenicia es completamente distinta de la polémica introducida por la historia deuteronomística contra los dioses extranjeros, que en otros pasajes se presenta en visión global (véanse las formulaciones en plural en Jue 3,7; 10,6; etc.), y en segundo lugar, porque no hay testimonios de que dicha polémica representara un peligro especial durante la época del exilio (véase, por ejemplo, la terminología totalmente distinta que se usa en Jr 44,15ss.). Este enfoque va en contra de la opinión de H.-P. Müller ('aitoret, 1989, 459s.). 4. Sobre Sidón véanse: la inscripción funeraria del sepulcro del rey Tabnit (siglo vi) que se presenta a sí mismo como «sacerdote de Astarté» (KAI 13,1.2.6), la inscripción de Esmunazar (siglo v), en la que se cuenta que la madre del rey, además de haber sido «sacerdotisa de Astarté» (KAI 14,15), había edificado un templo en honor de Astarté y otro en homenaje a Astarté (como personificación del nombre) de Baal (ibid., lín. 16.18), y la dedicatoria que presidía el templo de Esmún en Sidón: «En honor de Astarté y de Esmún, señor (del mecenas)». El epígrafe «Astarté en Sidón» aparece también en un sello del siglo vil (véanse las referencias en H.-P. Müller, 'aStoret, 1989,458). Por consiguiente, Astarté era la diosa suprema de Sidón (véase S. Timm, Dynastie, 1982, 233s.; H.-P. Müller, o. c, 457). Pero también en Tiro desempeñaba Astarté un papel de primera magnitud, como muestra no sólo la mención de la diosa en el tratado entre Asaradón (680-669) y Baal de Tiro (IV,18', TUAT 1,2,158s.), sino también la inscripción votiva en su honor —desde luego, más reciente (siglo n)—, encontrada en Hirbet et-Taiyibe (KAI 17,1). Los fenicios extendieron el culto a Astarté por todo la cuenca mediterránea. 5. Cf. 2 Sm 12,30 LXX[0,L]; Sof 1,5; Jr 49,1.3. Véase igualmente una inscripción procedente de la acrópolis de Rabat-Amón, junto a tres sellos cuyo texto contiene una felicitación en nombre del dios Milcón (véanse los documentos en G. C. Heider, Cult, 1985, 169s. [3.7]). 6. Cf. Nm 21,29; Jr 48,46; y otros muchos pasajes. Sólo en Jue 11,24 se le designa —equivocadamente— como dios de los amonitas. En cuanto a las inscripciones, destaca la Estela de Mesa, de mediados del siglo ix (KAI 181,3.5.9, etc.), a la que hay que añadir diversos sellos moabitas. La denominación «Astar-Kamós» en la Estela de Mesa (lín. 17) bien podría referirse a su relación con el mundo subterráneo, sobre todo porque en una lista asiría de dioses se le equipara al dios Nergal (véase H. Gese, Religionen, 140s.). 7. E. Würthwein {Kónige I, 1984, 133 [3.4]), al que se une también H.-P. Müller ('aStoret, 1989, 459s.), pone en duda la fiabilidad de esa información sobre el culto a la Astarté fenicia. Para ello se basa en una mezcla —altamente cuestionable— de argumentos de carácter histórico y de crítica de fuentes. Su argumento histórico para afirmar que el culto

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Junto a las nuevas formulaciones sincretísticas del yahvismo en el culto oficial de la época monárquica —con amplitud considerable en Jerusalén, y más modestamente en Betel—, las tramas internacionales y la apertura cultural que se produjo con la creación del Estado israelita llevaron a un sincretismo diplomático 1 , es decir, a la introducción de cultos a los dioses de los países vecinos con los que la casa real de Israel mantenía relaciones políticas. En efecto, el deuteronomista cuenta que Salomón erigió santuarios a Astarté2, «diosa de los fenicios», a Malcón, «ídolo de los amonitas», y a Camós, «ídolo de los moabitas», al sur del Monte de los

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lomón fue impulsado a ello por amor a sus numerosas mujeres extranjeras tiene todos los rasgos de una leyenda de carácter teológico (1 Re l l , l - 4 ) 8 . La única noticia documentada es su matrimonio diplomático con una princesa egipcia (1 Re 3,1; 9,16). En cuanto al culto a Astarté, diosa de los fenicios, debió de estar ligado a las estrechas relaciones comerciales que Salomón mantenía con Tiro (1 Re 5,15ss.; 9,11), mientras que el culto a los dioses de los dos pueblos vasallos debería servir, sin duda, para mantener la unidad del reino. Eso quiere decir que la política exterior de Salomón se reflejaba directamente en la coexistencia pacífica de diversos cultos nacionales en la capital del imperio. Por otra parte, no parece que ese sincretismo diplomático del reino del sur fuera en ningún momento objeto de condena. De hecho, si se cree al deuteronomista 9 , la mezcla de cultos persistió hasta casi finales de la época monárquica, y sólo fue abolido por la reforma de Josías (2 Re 23,12s.). Se puede pensar, por consiguiente, que los que practicaban esa clase de culto eran los diplomáticos extranjeros y algunos funcionarios de la casa real10, mientras que la población israelita permanecía fiel al yahvismo. Por eso, resulta aun más asombroso que precisamente ese sincretismo condicionado por la política exterior del reino fuera el que sólo un siglo más tarde —y sobre todo en el norte— provocara un serio conflicto político y religioso que habría de influir, a la larga, en el desarrollo ulterior de la historia de la religión de Israel. 3.5.1. Política religiosa de los sucesores de Omrí La alternativa política que Jeroboán pretendió oponer al autoritarismo del reino del sur1 ] no cuajó en lo sucesivo, sino que en los cincuenta años siguientes llevó al reino del norte al más completo aislacionismo en política exterior y a una creciente inestabilidad interna. Debilitado por interminables guerras defensivas en el sur y en el norte, y sacudido por las revueltas de algunos generales del ejército que rivalizaban por el poder, el reino del norte era terreno abonado a Astarté se funda en «testimonios tardíos procedentes de Sidón» es más que dudoso, por el hecho de que, ya en el siglo vm, el culto a la diosa fenicia se había extendido más allá de las fronteras de la región, como lo demuestra el testimonio de una figura de bronce procedente de Sevilla, dedicada a 'Strt hr, o sea, a la «Astarté hurrita, o siria». 8. Sobre este tópico de la visión deuteronomística de la historia, cf. Jos 23,12s.; Jue 3,1-6. 9. Cosa que pone en duda, por ejemplo, E. Würthwein, Kónige II, 1984, 460. 10. Véase M. Noth, Kónige, 1968, 249s. (3.3); E. Würthwein, Kónige I, 1984, 134 (3.4). 11. Cf. pp. 260s.

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para la creación de una instancia política fuertemente centralizada. Fue uno de los generales más enérgicos, el usurpador Omrí (881870), el que capitaneó el trascendental cambio político en Israel. Según el modelo de David, transformó la ciudad de Samaría en capital del reino, con lo que dio a la monarquía del norte una base consistente y estable de poder (1 Re 16,24). Con unos objetivos bien claros, se propuso sacar al reino de su aislacionismo político. En primer lugar, trató de reconciliarlo con los sucesores de David mediante el matrimonio de su hija Atalía con Jorán, rey de Judá; y, luego, se abrió al mundo de las naciones limítrofes a través de un elaborado sistema de alianzas con los fenicios y los árameos12. La expresión más evidente de la nueva planificación diplomática fue el matrimonio de su hijo Ajab con «Jezabel, hija de Etbaal, rey de Sidón» (1 Re 16,31) 13 . Ajab (870-851) continuó la política de equilibrio iniciada por su padre. Por ejemplo, ocupó una posición de liderazgo en la «alianza entre los doce reyes de Hati (Siria) y de la costa (Fenicia)» que, a pesar de la derrota de Qárqar (853), detuvo el incontenible avance de Salmanasar III, rey de Asiría14. Los logros de la nueva política exterior del reino del norte fueron verdaderamente espectaculares. Los dos mil carros de combate que Ajab, por sí solo, pudo aportar a la batalla de Qárqar, la construcción monumental de fortalezas como la de Jasor (estrato VIII)15, la elaborada técnica arquitectónica de su palacio en Samaría16, con sus maravillosas incrustaciones de mar12. Debido al pacto que se selló en la batalla de Qárqar entre los estados árameos y el reino del norte, es probable que las guerras contra los árameos, que el deuteronomista sitúa en la época de Ajab y de Jorán (1 Re 20; 22; 2 Re 6,8 - 7,20; originariamente, sin mencionar el nombre del rey [!]), tuvieran lugar durante el reinado de Jehú. Sobre este problema véase H. Donner, Gescbichte, 1984, 261. 13. Basándose en el testimonio de Flavio Josefo, que con referencia a Menandro de Efeso menciona un rey de Tiro llamado 'Ithóbalos que reinó en el siglo ix, la investigación mantuvo durante largo tiempo que Jezabel era, en realidad, una princesa tiria, y que el término sidonim del texto hebreo ha de entenderse en el sentido amplio de «fenicio». No obstante, S. Timm {Dynastie, 1982,200-231) ha demostrado que la tradición que se atribuye a Menandro es muy poco fiable, y que milk sidonim era el título oficial de los reyes de Sidón (KAI13,ls.; 14,ls.; etc.). Lo mismo piensa H. Donner, Gescbichte, 1984, 268. Ahora bien, si Jezabel viene de Sidón, todas las referencias histórico-religiosas que se suelen relacionar con Tiro caen por su propio peso. De ahí que M. Weippert (Synkretismus, 1990,173 [2.2]) trate de eludir esa conclusión, postulando algo así como una unión transitoria entre los reinos de Sidón y de Tiro. 14. Véase la «Inscripción del Monolito», 11,90-102; TGI2 49s. El peso internacional que alcanzó el reino del norte durante el reinado de los sucesores de Omrí se deduce del hecho de que los asirios, aun después de la desaparición de la dinastía, seguían hablando de mat Humrí («tierra de Omrí») o bit-Humrí («casa de Omrí»). Véase R. Albertz, Israel, 1987, 369 (2.3). 15. Véase H. Weippert, Valastina, 1988, 510; 518ss.; M. Weippert, Synkretismus, 1990, 161 (2.2). 16. Véase H. Weippert, o. c, 539.

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fíl17, atestiguan el poderío político, económico y cultural que llegó a alcanzar el reino del norte por medio de sus contactos internacionales y su actitud aperturista hacia el mundo de la cultura. En el marco de esa nueva política exterior de los sucesores de Omrí se inscribe también su política religiosa, que debería servir no sólo para mantener un equilibrio con los vecinos del norte, sino también para consolidar las relaciones políticas con las naciones de su entorno. Ajab construyó un templo a Baal en la ciudad de Samaría (1 Re 16,32; cf. 2 Re 10,18ss.)' 8 , que probablemente estaba dedicado al dios Baal de Sidón19 y que debía servir, sobre todo, para las prácticas cultuales de la reina Jezabel y de su séquito fenicio. Aun prescindiendo completamente de las múltiples —y, sin duda, exageradas— tradiciones posteriores, parece que ese templo de Baal debió de ser algo más que una simple capilla privada de la reina. Se trataba, no cabe duda, de una instalación cúltica en toda regla, con gran número de sacerdotes y profetas, que ejercía un poderoso atractivo sobre buena parte de la población, incluso fuera de la capital (2 Re 10,18ss.). En realidad, Baal no era un dios total17. Sobre este aspecto véase H. Weippert, o. c, 654-660. Es verdad que esas incrustaciones se han descubierto en un estrato de hacia el año 720. Sin embargo, la mención del «palacio de marfil» de Ajab (1 Re 22,39) hace plausible que ésas u otro tipo de filigranas en marfil se remonten a la época de los descendientes de Omrí. 18. Y. Yadin (House, 1978,127-129), basado en el hecho de que en 2 Re 10,18-27 no se menciona explícitamente Samaría, es más, dado que en el v. 25 se dice incluso que los oficiales de Jehú entraron «en la ciudad del templo de Baal», ha puesto en duda la localización que se da en 1 Re 16,32, considerándola como una falsa glosa, y sospecha que el auténtico lugar en el que se erguía el templo de Baal era el monte Carmelo. Esta suposición podría explicar por qué el enfrentamiento de Elias con los profetas de Baal se produce precisamente en dicho monte (1 Re 18). Pero resulta que 2 Re 10,17 menciona Samaría como lugar de una nueva acción de Jehú, y es probable que en el v. 25 haya un error textual, ya que la palabra 'ir («ciudad») falta en los LXX; quizá haya que suprimirla del texto hebreo, como ditografía del término 'ad, o leer en vez de 'ir la palabra debir («santuario», «camarín [del templo]»). Según Yadin, Ajab erigió también en Jezrael una capilla dedicada a Baal, para uso privado de Jezabel. Pero eso es pura especulación. 19. En épocas anteriores se solía pensar que el dios de la ciudad de Tiro era Melqart, llamado también «Baal de Tiro» (KAI 47,1) y cuyo culto está documentado más allá de los dominios de dicho reino (KAI 201,3). Sin embargo, el origen sidonio de Jezabel —del que ya se trató anteriormente— no deja lugar más que para un dios de Sidón. Por otra parte, no sólo en KAI 14,18 se menciona un «Baal de Sidón», sino que esa misma referencia aparece también en algunos nombres propios de personajes sidonios. Por desgracia, no se puede saber con seguridad si aquí se trata de una denominación puramente local del dios de la tormenta (Baal/Hadad), o si detrás se esconde otra divinidad como «Señor de Sidón». Sobre este punto véase S. Timm, Dynastie, 1982,235s. Los problemas que suscitó en Israel el culto al dios de Sidón inducen a inclinarse por la primera de esas dos alternativas. En cambio, parece improbable que se trate de una identificación con Baal-Samem («dios del cielo»), como decía O. EiGfeldt (Ba'alsamem, 1963, 187s.). Es verdad que hay documentos que sitúan a ese dios también en Tiro y, concretamente, como cabeza del panteón (véase el tratado con Baal de Tiro, IV,10', TUAT 1,2 159), pero sus rasgos son más bien los del dios El (véase R. A. Oden, Ba'al Samém, 1977, 472s.). Sobre el problema de las identificaciones véase F. C. Fensham, Observations, 1980, 228s.

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mente extranjero, como Milcón de Amón o Caraos, de Moab, sino "qliie düráñíe "siglos había sido venerado en la región que más tarde habría de cQijyertírse en élreino de Israel.. Como se ve, por ejemplo, en los óstraca de Samaría con su elevado número de nombres compuestos con el elemento «Baal-», el culto a ese dios estaba enormemente extendido, por lo menos en la religiosidad personal 20 , y seguía vivo en la memoria de la población no israelita establecida en el país ya en tiempos de la monarquía. Por eso, da la impresión de que, al abrigo del culto oficial, cobraron nueva vida los antiguos santuarios de Baal dispersos por toda la región, por ejemplo, en el monte Carmelo. Es relativamente improbable que desde la propia casa real se desatara una agresiva política religiosa contra el yahvismo, como los textos atribuyen especialmente a Jezabel21. Lojriás probable es que el rey no sólo aprobara la coexistencia del culto a Yahvé con el de Baal, sino que hasta llegara a fomentarlo, sin poner ningún obstáculo a una posible revitalización del culto báalístico22. El «dioteísmo» (dualismo religioso) oficial respondía perfectamente a los intereses de Estado. Perseverar en el primitivo culto a Yahvé como Dios único que, a nivel de Estado, sólo podía mantenerse por medio de una aceptación utópica de su dominio universal y a costa de un aislamiento absoluto en política exterior, parecía inoportuno e incluso anticuado en las circunstancias de apertura internacional emprendida por el reino del norte. No sabemos qué principios in20. La proporción entre los nombres con el elemento «Baal» y los que llevan el componente «Yahvé» es de siete a once. Desde luego, según las investigaciones más recientes, la datación de los óstraca puede oscilar entre el reinado de Joacaz (817-801) y el de Jeroboán II (786-746). Véase B. Mazar, Óstraca, 1986, 186ss.; H. Weippert, Palástina, 1988, 584. Pues bien, si la datación más antigua es la correcta, esos nombres —contando hacia atrás la edad de las personas mencionadas— reflejan una situación que corresponde plenamente a la época anterior a la revolución de Jehú (845). Véase B. Mazar, o. c, 188. De lo contrario, esos nombres son una indicación de que la religiosidad personal en el norte se encontraba en un estado en el que apenas se vio afectada por las controversias a nivel de la teología oficial. 21. Véase, por ejemplo, la persecución de los profetas de Yahvé que se menciona en 1 Re 18,4.13; 19,2. 22. De modo semejante reconstruye S. Timm (Dynastie, 1982, 302s.) un aspecto aún no plenamente explicado, como el de la relación entre el sincretismo de la corte, condicionado por razones de política exterior, y las funestas consecuencias en materia de política interior. En cambio, A. Alt (Stadtstaat, 1959, 274ss.) supone que la política interna de los sucesores de Omrí fue de carácter dualista, es decir, que pretendía hacer justicia tanto a la población cananea como a la israelita, pero que por fuerza del invadente sincretismo diplomático no pudo menos de «perder el rumbo». Y lo mismo piensa H. Donner (Geschichte, 1984, 270), que también aquí sigue fielmente a su maestro. Pero la opinión de A. Alt, que supone una prolongada presencia de cananeos en Israel, es inaceptable. Y tampoco sirve de mucho la precisión de H. Donner (Geschichte, 1984, 264), cuando pretende interpretar el término «cananeos», en esa época, no en sentido étnico, sino con una connotación sociológica y religiosa. Por su parte, W. Dietrich (Israel, 1979, 60-83 [2.3]), en la línea de A. Alt, dibuja un escenario con tonalidades verdaderamente dramáticas.

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vocaban los teólogos de la corte de Ajab para legitimar teológicamente la coexistencia del culto a Yahvé con el de Baal, ya que todos los textos que poseemos proceden de la parte contraria, es decir, condenan totalmente la política religiosa de los sucesores de Omrí. Se puede suponer que, en las condiciones del sincretismo diplomático establecido, lo que se debatía no era la fusión de ambos dioses o de sus respectivos cultos, como ocurría en Betel o en Jerusalén con su sincretismo entre El y Yahvé, sino un orden religioso verdaderamente politeísta. Y no vale objetar que, a cuanto sabemos, todos los hijos de Ajab llevaban nombres con el elemento «Yah-»23, porque eso pertenecía exclusivamente al ámbito de la religiosidad personal que, en sí misma, se movía en una onda distinta a la de la religión oficial. En realidad, llevada hasta sus últimas consecuencias, la política religiosa de los sucesores de Omrí, que probablemente tenía su reflejo en el reino del sur (2 Re 11,18a; cf. 8,18.27)24, habría acabado por transformar la religión del reino del norte en una versión politeísta del yahvismo, si hubiera tenido tiempo suficiente.

23. Ajasías («Yahvé ha agarrado [mi mano para ayudarme]») y Jorán («Yahvé es sublime»), e incluso el nombre de su hermana, Atalía («Yahvé ha manifestado su superioridad»), son nombres teofóricos con el elemento «Yahvé». Cuando H.-D. Hoffmann {Reform, 1980, 81; 103 [3.4]), en virtud precisamente de esos nombres, pone en duda que Ajab hubiera edificado un templo a Baal en Samaría, no presta suficiente atención a la diferencia entre religiosidad personal y religión oficial, ni al desafío específico que planteaba el sincretismo diplomático. 24. Por el matrimonio político de Atalía, hermana de Ajab (2 Re 8,26 contra 8,18aP, donde aparece como hija suya), con Jorán de Judá, el reino del sur se vio implicado en el laberinto de la diplomacia del norte y en su sincretismo diplomático. Por eso, en época de Atalía, el culto a Baal se vio directamente influido por el reino del norte. Por otra parte, el hecho de que 2 Re 11,18a represente una reelaboración deuteronomística posterior ha llevado a Chr. Levin (Atalja, 1982, 61-64) a cuestionar la fiabilidad histórica del versículo. Sin embargo, la noticia del asesinato de Matan, sacerdote de Baal, va más allá de las meras informaciones sobre la reforma cúltica deuteronomística (véase H.-D. Hoffmann, Reform, 1980,11 ls. [3.4]), aparte de que el veredicto de Chr. Levin: «El que considere la relación de nombres propios como una característica de la historicidad debería prestar más atención a las Crónicas» (o. c, 62, nota 9), carece de valor, por cuanto los libros de las Crónicas, en comparación con la historia deuteronomística, presentan otra historiografía completamente distinta. Y. Yadin (House, 1978,130ss.) supone que el santuario de Baal estaba situado en la acrópolis deHirbet Salih/Ramat Rahel (= Ba'al Perasín [?]: 2 Sm 5,20), unos tres kilómetros al sur de Jerusalén, puesto que tanto sus instalaciones como su estilo arquitectónico y determinados detalles recuerdan la acrópolis de Samaría. En realidad, eso se podría explicar perfectamente como un producto de la época en que Israel y Judá mantenían estrechas relaciones políticas, es decir, en la época de los sucesores de Omrí. Sin embargo, como han demostrado las excavaciones, su estructura pertenece a los siglos vm o vn. Datarlo del siglo ix choca contra los hallazgos de otras piezas arqueológicas de menor importancia, como bien observa H. Weippert (Palástina, 1988, 598s.; 622).

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3.5.2. Grupos proféticos de oposición y revolución

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Una de las peculiaridades de la historia de la religión de Israel es la feroz protesta que se levantó contra ese desarrollo histórico-religioso, en sí perfectamente normal, y que terminó en un trágico desmantelamiento de la política religiosa de los sucesores de Omrí. La tradición bíblica vincula con esa protesta religiosa principalmente a los dos profetas del norte, Elias y Eliseo. Y aunque haya que contar con que la tradición ha reelaborado sustancialmente su participación en el conflicto religioso, considerar su actuación profética como pura invención posterior sería ir demasiado lejos2S. Es en el siglo ix cuando aparecen por primera vez los grupos proféticos de oposición, es decir, individuos o grupos organizados en torno a una determinada ideología religiosa que inspira su actitud de oposición al sistema. El profetismo israelita no jugó desde sus comienzos un papel de oposición social. Esa función no se puede deducir de las antiguas tradiciones religiosas de la época pre-monárquica26, sino que, a cuanto podemos saber, se introdujo en Israel a principios de la monarquía, procedente del mundo circundante27. Desde el punto de vista de la fenomenología de la religión, el profetismo deriva, en sus orígenes, de un fenómeno muy extendido en el Antiguo Oriente como la mántica intuitiva o adivinación, es decir, el oráculo, o la clarividencia28, que podía asumir las más diversas funciones. Por 25. Así piensa, en última conclusión, E. Würthwein (Kónige II, 1984, 218s.; 251s.; 329; 339; 368) que, o cuestiona cualquier intervención de los profetas en el conflicto, o lo explica como una proyección de épocas posteriores. Ahora bien, sin una precisa controversia político-religiosa durante el siglo ix no se puede entender en absoluto la polémica global de Oseas —y, posteriormente, la del deuteronomista— contra «los baales». Así piensa también M. Weippert (Synkretismus, 1990, 162 [2.2]), a pesar de ciertos reparos críticos con respecto a la tradición sobre Elias. 26. Así piensa, con razón, H.-C. Schmitt (Prophetie, 1977) contra los repetidos intentos de la investigación precedente por demostrar una conexión directa entre las tradiciones del yahvismo pre-monárquico y la profecía (como hace, por ejemplo, R. Rendtorff [Erwágungen, 1975, 223ss.] aduciendo la «invención carismática del derecho» y los «jefes militares carismáticos» durante las guerras de Yahvé). A favor de un origen cananeo ya se habían pronunciado anteriormente determinados autores, en especial G. Hólscher (Propheten, 1914) y J. Lindblom (Ursprung, 1958). 27. Piénsese, por ejemplo, en los grupos de profetas extáticos que aparecen en las tradiciones sobre Saúl, o en los profetas de la corte de David, como Natán y Gad. En cambio, cuando determinadas figuras de los orígenes de Israel reciben el nombre de «profetas» —por ejemplo, Abrahán (Gn 20,7), Moisés (Dt 34,10; etc.), Aarón (Éx 7,1) y Samuel (1 Sm 3,20)— o de «profetisas» —como Miriam (Éx 15,20) y Débora (Jue 4,4)—, se trata, en realidad, de un título honorífico proyectado hacia el tiempo de los orígenes. 28. Véase J. Lindblom, Ursprung, 1958, 92ss.; K. Koch, Propheten I, 1978, 17-22; H.-P. Müller, nábi', 1986, 147ss. Desde la perspectiva de historia de las religiones, existen paralelos directamente comparables en Mari (siglo xvm; véase E. Noort, Untersuchungen, 1977), Ta'anac (siglo XV; ANET 490), Biblos (siglo XI; TGI2 43), Hamat (siglo vm; KAI 202 A,12ss.), Deir 'Allá (siglos ix-vm; véase M. Weippert, Balaam, 1991) y en el imperio neoasirio (siglo vil; véase M. Weippert, Prophetien, 1981). En cambio, hay otros muchos ele-

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ejemplo, a principios de la época monárquica surgieron en Israel diferentes grupos de profetas extáticos sin una clara función social29. Frente a ellos estaban los profetas de la corte de David, Natán y Gad, dedicados establemente al servicio del rey, y cuya función consistía en procurar la estabilidad de la institución monárquica30. Hay testimonios del siglo ix sobre esa clase de profetas al servicio del rey (1 Re 22; 2 Re 3,13). Junto a esos grupos —aunque los testimonios son de época posterior— había también profetas cuídeos, destinados al servicio del templo31, cuya misión era augurar al pueblo, sobre todo en las ceremonias de lamentación colectiva, un futuro de salvación32. En suma, el profetismo en Israel estaba en gran medida institucionalizado estatal o cúldcamente y, en cuanto tal, desempeñaba unas funciones tendentes a mantener la estabilidad social del país. Pero hasta el siglo ix no empezaron a multiplicarse los profetas individuales o los grupos proféticos independientes de la institución33, que se habían liberado desús compromisos familiares o profesionales (1 Re 19,1921) para ganarse la vida como curanderos, exorcistas o transmisores de oráculos34. La aparición del profetismo tiene mucho que ver con el desarrollo económico de la época. Por una parte, presupone un bienestar social relativamente amplio, por el que la población podía permitirse el lujo de contratar los servicios de los profetas; y, por otra parte, constituye un indicio de la creciente diferenciación de clases sociales, pues parece que esos grupos proféticos se reclutaban principalmente de entre los estratos más deprimidos de la sociedad. En cuanto a Elias, debía de pertenecer —si el texto hebreo es correcto— a una familia de «residentes» (tosabim) sin posesiones propias (1 Re 17,l)35; en cambio, Elíseo era un rico agricultor (1 Re memos recogidos en TUAT 11,1 que son relativamente ajenos al profetismo israelita. La cultura superior sumero-babilónica tenía a su disposición, en lugar de la profecía, una mántica instrumental enormemente sofisticada (como la inspección de las entrañas [hígado] de los animales sacrificados, etc.). 29. En 1 Sm 10,5s.l0-12; 19,18-24, el éxtasis no tiene más función que representar una vivencia de grupo; pero se trata de una apreciación desde fuera, con un tono más bien sarcástico. 30. Las palabras de esos profetas que nos han llegado por tradición, tanto las de apoyo (1 Sm 22,5; 2 Sm 7,44-16) como las de moderada crítica (2 Sm 12,5-14; 24,11-13.18), todas son de redacción posterior. Por lo que se refiere al compromiso institucional del profeta, se puede deducir del título «vidente de David» que se atribuye a Gad (2 Sm 24,11). 31. Cf. Jr 23,11; 28; 35,4; Zac 7,3; Lam 2,20. Parece que hasta los profetas autónomos estaban sometidos a vigilancia por las autoridades del templo (Am 7,10ss.; Jr 20,lss.; 26; 29,26). Sobre toda esa cuestión véase J. Jeremías, Kultprophetie, lss.; para el autor, es probable que haya que considerar a Habacuc como profeta cúltico. 32. Cf. Jr 14,1-10; Sal 74,9; 60,8ss. Sin embargo, también podían ser portavoces de una condena, aunque fuera sólo parcial. 33. Sobre esa distinción véase R. Rendtorff, nabí', 1959, 796; 799ss. 34. Entre los primitivos profetas individuales habrá que contar a Ajías de Silo (1 Re 14,1-6*), al profeta anónimo de Judá (1 Re 13*) y al también anónimo de Betel (1 Re 13,llss.), a Miqueas, hijo de Yimlá (1 Re 22), a Elias (1 Re 17) y, en parte, a Elíseo (2 Re 2,19-25; 4,8-17; 5). Los primitivos grupos proféticos aparecen en 1 Re 20,35-42 y en torno al profeta Eliseo (2 Re 4,1-4.38-44; 6,1-7). 35. Muchas veces se ha considerado el texto masorético mittosabégil'ad («de [entre] los residentes en Galaad») como una glosa vocalizada de manera incorrecta, que debería decir «de Tisbé de Galaad» (véase el texto de los LXX: ek thesbon tes galaad). De la misma opinión es también E. Würthwein, Kónige II, 1984, en su comentario al pasaje. Sin embar-

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19,19), en cuya hermandad de profetas había gente que había caído en manos de acreedores (2 Re 4,1). Pero el grupo, en su conjunto, pasó rachas de auténtica necesidad (2 Re 4,38ss.; 6,1-7). Las víctimas del desarrollo económico del país encontraban en esos grupos proféticos una posibilidad de sobrevivir. Sólo desde esa independencia económica y autonomía con respecto a la sociedad pudo una parte del profetismo israelita desarrollar una función crítica del sistema36. En esa perspectiva de desarrollo se encuadran los dos profetas Elias y Eliseo. El primero es el tipo de profeta itinerante, mientras que el segundo era jefe de una hermandad de profetas y disponía de una casa de reuniones junto al Jordán, en las cercanías de Guilgal (2 Re 4,38; cf. 6,lss.), pero también recoma la región. Ambos provenían del territorio del norte —Elias, de Tisbé de Galaad (1 Re 17,1), en TransJordania; y Eliseo, de Abel-Meholá, en el valle central del Jordán (1 Re 19,16)—, y ambos tenían sus reservas frente a la actividad que se desarrollaba en el centro del poder político. Con todo, en los comienzos, su profesión no tenía mucho que ver con confrontaciones políticas o de orden político-religioso, ya que ambos —principalmente Eliseo— se presentaban dentro del grupo de profetas como obradores de prodigios y curanderos, siempre en relación con personas particulares (1 Re 17,12ss.; 2 Re 4; 6,1-7), si bien la fama de Eliseo llegó hasta Siria (2 Re 5), mientras que Elias se señaló como impetrador de la lluvia (1 Re 18,41-46). Por tanto, los dos profetas se caracterizaban no sólo por su poder de adivinación, sino también por un marcado carácter mágico37. El conflicto con los sucesores de Omrí estalló en relación con dos aspectos fundamentales: su proceder absolutista y su política religiosa. En el primer aspecto, los profetas continuaron la tradicional crítica al rey —siempre más virulenta en el norte que en el sur—, renovada ahora y continuamente alimentada por la insolente prepotencia de los detentores del poder desde el reinado de Omrí. go, quizá la interpretación de los LXX represente, a su vez, una suavización del texto original. 36. El primer testimonio de esa función se refiere a Ajías de Silo, que puso en tela de juicio el imperio davídico-salomónico y, aunque había expuesto ante Jeroboán la legitimación divina de su reino (1 Re ll,29ss*; cf. p. 261), también le anunció la muerte de su hijo y, probablemente, incluso el fin de su dinastía (1 Re 14*; véase la redacción más antigua, que se ha conservado en los LXX 3 Reg ll,24g-n). También se atribuye esa misma función a Miqueas, hijo de Yimlá, que le predijo al rey su derrota y muerte, contra el oráculo unánime de todos sus profetas de corte (1 Re 22). 37. Véase R. Albertz, Magie, 1991, 693s. La circunstancia de que el componente mágico aparece en la actividad tanto «privada» como «pública» de Elias y de Eliseo va contra la presunción de que ese aspecto (público) se les atribuyó posteriormente por influjo de los representantes de un estadio ulterior de la tradición (contra E. Würthwein, Kónige II, 1984 269ss.; 366ss.).

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Un caso típco de la conflictividad entre la monarquía absolutista y el profetismo crítico se puede encontrar en el relato sobre la viña de Nabot (1 Re 21,l-20a) 38 . Ajab quería ampliar su residencia de Yezrael; pero para ello necesitaba la viña de un tal Nabot, que estaba pegada al palacio. Sin embargo, Nabot se negó a vendérsela o a cambiarla por otra, porque era «la heredad de sus padres» (na halat 'abotay = «herencia de mis padres»: vv. 3s.). Con toda su demostrativa crudeza, el caso de Nabot es un ejemplo de la insaciable avaricia de la corona, que ponía en peligro las posesiones de los modestos campesinos39. El ansia de expansión del monarca chocaba contra el tradicional derecho de familia, según el cual las posesiones familiares no se podían poner en venta40. El relato dice que Ajab estaba dispuesto, aunque a regañadientes, a aceptar ese límite de su poder. Pero no así Jezabel, la hija del rey de los fenicios, para quien la nega-

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tiva ostensible de Nabot cuestionaba la soberanía real (v. 7) 4 '. Por eso, urdió un asesinato jurídico, para quitar de en medio a Nabot y brindar a la corona la posibilidad de hacerse con la viña42. En el procedimiento de sacra administración local de justicia43 resaltan dos elementos: primero, la acusación contra Nabot de que «ha maldecido a Dios y al rey» (v. 10) —un crimen capital que, en cuanto vincula a Dios con el rey, no aparece en ningún código penal del Antiguo Testamento 44 — y, segundo, la debilidad de las viejas autoridades tribales, que ceden a las presiones y se dejan corromper por la casa real45. La tradición subraya que, en esa situación en que la instancia tradicional de administración de justicia había fallado tan ignominiosamente, el profeta Elias fue el que, en virtud de su autoridad religiosa, tuvo el coraje de enfrentarse a Ajab, para desvelar el escándalo y anunciar al rey el correspondiente castigo de Yahvé (vv. 17-20a)46. Él expresó en voz alta lo que se pensaba en amplios círcu-

38. Esta narración, tan tensa y a la vez tan instructiva desde el punto de vista histórico-sociológico, ha sido objeto de toda una serie de interpretaciones, de las que aquí sólo se pueden enumerar las más relevantes: K. Baltzer, Weinberg, 1965; O. H. Steck, Überlieferung, 1968, 32ss.; P. Welten, Weinberg, 1973; H. Seebafi, Fall, 1974; E. Würthwein, Naboth, 1978; R. Bohlen, Fall, 1978; S. Timm, Dynastie, 1982, lllss.; H. Schmoldt, Botschaft, 1985; M. Oeming, Naboth, 1986; A. Rofé, Vineyard, 1988. El punto más discutido es su delimitación literaria, como se dirá a continuación, mientras que el único aspecto en el que existe una cierta unanimidad es el de las múltiples adiciones que parecen acumularse, sobre todo en el conjunto de los vv. 20b-29 (véase la lista ofrecida por M. Oeming, o. c, 362s.; sólo H. Seebafi y H. Schmoldt incluyen en el núcleo narrativo algunos versículos de la conclusión). No se puede decidir si la pregunta con que se expresa el sobresalto del rey en el v. 20a marca el final de la narración, o si más bien la interrumpe con determinadas adiciones. En v. 20ba, la ausencia de sufijo («he sorprendido», «yo sé») indica claramente una sutura narrativa (véase P. Welten, Weinberg, 1973, 21). Entre los puntos dudosos habrá que incluir también ciertos detalles de carácter jurídico y social que encierra la narración. 39. Así se desprende de la excitada exclamación que abre el v. 3:halilá (literalmente: «¡Maldita sea!» = «¡Dios me libre!») y que expresa toda la repugnancia con la que uno trata de apartarse de algo con lo que no quiere tener nada que ver en absoluto. 40. Algunos autores han puesto en duda que la negativa de Nabot haga referencia a la vieja usanza de que «las tierras de familia no se ponen en venta», ya que en ese caso sería difícil entender la airada decepción de Ajab en el v. 4 (véase H. Seebafi, Fall, 1974,475ss.), aparte de que los testimonios explícitos sobre dicha costumbre (Lv 25,23; Nm 36,lss.) son de composición tardía (véase E. Würthwein, Naboth, 1978, 384s.). Ahora bien, no cabe duda que la oferta de intercambio de terrenos que propone Ajab se puede entender perfectamente como una muestra del respeto que tenía el rey por las costumbres de los agricultores, además de que las llamadas «compraventas de adopción», procedentes de Nuzi (véase, por ejemplo, ANET 219s.), son un claro testimonio, en primer lugar, de que ya en el Antiguo Oriente eran conocidas semejantes limitaciones en los contratos de compraventa, y en segundo lugar, del modo en que se podían llevar a cabo las negociaciones, si se accedía a ello. Pero en realidad, poco importa que la viña de Nabot perteneciera, o no, a los bienes de familia, con su calidad de intransferibles; el mero hecho de que Nabot pudiera negarse a vender su viña apelando a que era la «heredad de sus padres», y que incluso el rey tuviera que aceptar esa circunstancia, es prueba fehaciente de que, por entonces, el derecho de familia tuvo que tener una vigencia normativa, por lo menos teórica. En realidad, de lo que se trataba era de un derecho consuetudinario, que sólo posteriormente halló su formulación teológica.

41. A. Alt (Stadstaat, 1959, 264s.) pensaba que se podía detectar aquí un conflicto entre el derecho territorial israelita y el cananeo, «que desconocía una posesión hereditaria de terrenos inmune a la posible intervención del rey». Esa tesis ha sido fuertemente avalada por otros autores (como K. Baltzer, Naboth, 1965, 77ss.). Pero sobre el derecho territorial cananeo, o más bien fenicio, no sabemos prácticamente nada. La diferencia entre Jezabel y Ajab no está en la cuestión sobre si se podía o no vender el terreno, sino en su respectiva concepción del poder del rey. Por eso, cada vez hay más exegetas que rechazan —y con razón—la tesis de A. Alt (véanse, por ejemplo, E. Würthwein, Naboth, 1978,380; S.Timm, Dynastie, 1982, 124s.). 42. El fundamento jurídico que se aduce en los w. 15s. para la toma de posesión por parte del rey no está del todo claro. Según la narración de 2 Re 8,1-16, parece que el rey tenía derecho a apoderarse de propiedades que hubieran quedado sin dueño. Pero resulta que, según 2 Re 9,26, Nabot tenía hijos. Pues bien, ¿qué pasó con ellos? ¿Fueron también asesinados, como supone el oráculo profético, o es que la propiedad de unos «reos de lesa majestad» pasó automáticamente a la corona? 43. Sobre este punto véase H. Schultz, Todesrecht, 1969,113-117 (2.3). La sacra administración de justicia y su relación con la que se administraba a la puerta de la ciudad no están todavía suficientemente aclaradas. 44. La única cláusula jurídica que se podría tomar en consideración a este respecto es Ex 22,27, donde se dice: «No blasfemarás contra Dios y no maldecirás al nasí • ("jefe") de tu pueblü». Es significativo que se hable aquí del «jefe» (nasí") y no explícitamente del «rey» (mélek). Lo más probable es que el término nasí' haga referencia al portavoz tribal, carente de poder decisorio (cf. p. 140). Pero aun en el caso de que el texto primitivo leyera mélek y que el término nasí' sea una interpolación posterior (véase la terminología que se emplea en Ez 40ss.), ese tipo de protección religiosa con respecto al rey sólo se podría entender bajo la condición de su sometimiento, tanto en el ámbito de lo sacral como en lo político, a la Tora divina. 45. En los vv. 8.11, junto a los «ancianos» —o «concejales»— que se mencionan en primer lugar, aparecen unos horim («notables») de la ciudad. Es difícil que esta designación haga referencia a un estrato social bien determinado (como piensa H. Seebafi, Fall, 1974, 479s.: «nobles cortesanos que gozaban de posesiones y privilegios otorgados por el rey»), sino que más bien refleja el clima de creciente diferenciación social que condujo a una quiebra de la solidaridad reinante en la sociedad israelita. 46. En los últimos tiempos se ha puesto frecuentemente en duda la vinculación literaria de 1 Re 21,17-20a con los precedentes vv. 1-16 del mismo capítulo (véase, por ejemplo,

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los conservadores de la población y que nadie se atrevía a expresar abiertamente. La crítica a la monarquía, que muy pronto iba a hacerse tradicional, encontró en el movimiento profético que se había creado en torno a Elias y Eliseo un eco a sus preocupaciones y un altavoz para sus denuncias. Con la defensa de los derechos tradicionales de la población rural contra la prepotencia de la corona, el movimiento profético del siglo ix unió —y en eso está la gran novedad— la lucha por la antigua religión yahvista contra el sincretismo oficialmente impuesto por el Estado. Esa unión de dos dimensiones complementarias fue lo que marcó efectivamente el tono agresivo de la confrontación con la dinastía de Omrí. La ulterior reelaboración literaria de las tradiciones sobre Elias oscureció bastante la verdadera ocasión y el desarrollo del conflicto47; pero, sin duda, lo más probable es que el motivo del enfrentamiento de Elias con Ajab fuera una prolongada sequía. Si en 1 Re 18,17 Ajab se enfrenta con Elias y le insulta sin contemplaciones llamándole 'oker Yisra'el4S, que equivale a «ruina E. Würthwein,N, 1978,377ss.; R. Bohlen,F«W, 1978,318s.; S. Timm,Dynastie, 1982, 114ss; 116ss.). Pero difícilmente se trata de una duda razonable. En realidad, el v. 18, tanto desde el punto de vista temático (cf. v. 16) como terminológico (véase el término yarás), va estrechamente unido a lo anterior; y el v. 16 («para tomar posesión de la viña») no constituye en modo alguno una conclusión narrativa (véase P. Welten, Weinberg, 1973, 26s.; H. Schmoldt,Botschaft, 1985,42s.; M. Oeming,Naboth, 1986, 364s., aunque desde su análisis de historia de las tradiciones opera aquí una cesura). De todos modos, da la impresión que en el v. 19a.b el narrador cita dos oráculos proféticos de la época —de ahí la doble introducción narrativa— que, como se deduce de 2 Re 9,25s., no tienen por qué ser necesariamente del propio Elias. Es perfectamente posible que el narrador —al que, como indica el título «rey de Samaría», habrá que situar en la segunda mitad del siglovm, es decir, después de que los asirios hubieran diezmado la población del reino del norte— haya efectuado aquí una concentración de la protesta profética que estalló durante el sigloix, atribuyéndosela a Elias. Con todo, habrá que pensar que, al menos en el v. 19b, se trata de un antiguo oráculo profético de la época de Ajab, puesto que no llegó a cumplirse (cf. 1 Re 22,40; el v. 38 es sin duda un intento de adaptación del relato por parte del redactor deuteronomista). 47. Sobre el origen y datación del llamado «ciclo de la sequía» (1 Re 17-18) aún no se ha llegado a un consenso entre los investigadores (véase H. Seebafi, Hita, 1982, 498s. y los diversos y casi contradictorios análisis basados en una crítica de fuentes, realizados por O. H. Steck, Überlieferung, 1968, 5ss.; S. Timm, Dynastie, 1982, 60ss.; G. Hentschel, Elija, 1985, 62ss., y E. Würthwein, Kónige II, 1984, 269ss. Sólo desde esa constatación se puede reconocer una tendencia a considerar el relato como un todo perfectamente compuesto y ensamblado (R. Smend, Wort, 1975, 540; W. Thiel, Komposition, 1990, 223), y a suponer una cierta distancia entre su redacción y los sucesos que se cuentan (R. Smend; E. Würthwein). Yo, personalmente, pienso que el autor mezcló en su composición una serie de tradiciones sobre Elias de las épocas más diversas, que sólo se pueden determinar parcialmente por el momento. Ya que el núcleo de la narración, o sea, el pulso entre los dos dioses que tiene lugar en el monte Carmelo (1 Re 18,21-40), data, como muy pronto, del siglo vil —si no, incluso de comienzos de la época exílica, como se dirá más adelante—, la composición del pasaje no podría ser anterior al tiempo del exilio. 48. También S. Timm (Dynastie, 1982, 61ss.) subraya que en el texto de 1 Re 18,1718a subyace un antiguo elemento de tradición, aunque desde una impecable metodología constata que ese elemento, de por sí, no hace referencia explícitamente a una situación de

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de Israel» o «maleficio de Israel»49, y a renglón seguido (v. 18) Elias le devuelve el piropo replicándole que son, precisamente, él y su familia los que están llevando a Israel a la ruina, no cabe duda de que el motivo de la confrontación está en determinar quién es el culpable de la situación catastrófica que está arrasando el país. ¿Podrá ser Elias, el impetrador de la lluvia (1 Re 18,41-45), que durante tanto tiempo se ha resisitido a emplear sus poderes mágicos en beneficio del Estado (1 Re 17), o será, más bien, Ajab, que con todo su sincretismo cúltico no ha sido capaz de proporcionar la lluvia que tanta falta hace a la población? A pesar de que el reproche del profeta al rey (1 Re 18,18b: «has dejado los preceptos de Yahvé, para seguir a los baales») suena inequívocamente a lenguaje deuteronomístico50, es probable que se trate de una situación realmente histórica. Sin duda, en los círculos conservadores y dentro del movimiento profético se pensaba que una catástrofe como la sequía era un castigo de Yahvé por el sincretismo cúltico oficialmente establecido. En ese caso, habría que interpretar la resistencia del profeta Elias, en su calidad de portavoz de Yahvé, como una prueba de fuerza religiosa: ¿Qué dios podrá traer a Israel la lluvia, Baal, o Yahvé? Por su parte, el relato de la confrontación en el monte Carmelo (1 Re 18,21-40) 5 ' amplía esa prueba de fuerza sobre el motivo originario del conflicto: «para que sepáis que Yahvé es el único Dios verdadero» (1 Re 18,37.39), y Baal no es más que un espantajo52. La sequía. Pero como, por otra parte, el también antiguo elemento tradicional que aparece en 18,41-46 da fe de la función de Elias como impetrador de la lluvia (o. c, 64s.) y no existe ninguna tradición que le atribuya otra actividad relacionada con todo Israel, se puede sacar la conclusión de que el autor del relato estaba en lo cierto, aun desde el punto de vista histórico, al relacionar el insulto con la polémica desatada con motivo de la catástrofe provocada por la sequía. 49. El significado de 'akar no está totalmente claro. En KBL1 se lo definía como «convertir en tabú», mientras que en KBL' se generaliza como «embrollar, desordenar, desorganizar». El término encierra un componente mágico (véase también esa especie de conjuro con el que, según 1 Re 17,1, Elias impide que llueva). De modo que traducir el término por «maleficio» —por el que aboga S. Timm (Dynastie, 1982, 62s.), siguiendo una propuesta de G. Fohrer (Elia, 1957,11)— es perfectamente legítimo. 50. Cf. 2 Re 17,16; Jr 9,12s. También el cambio de singular a plural indica una generalización posterior. 51. La delimitación es dudosa. Antes se incluía, por lo general, los vv. 19s., pero E. Würthwein (Erzáhlung, 1962,132) ha demostrado que esos versículos son una introducción puramente redaccional, y que la narración propiamente dicha empieza en el v. 21. En cualquier caso, la introducción originaria se habría perdido; y, por otra parte, la consecuencia que saca E. Würthwein (Kónige II, 1984, 218) de que el relato originario carecía de una localización concreta no se impone en modo alguno. Tampoco parece absolutamente seguro que la narración primitiva terminase en el v. 39 (como dice E. Würthwein, o. c, 134) o en el v. 40 (según R. Smend, Wort, 1975, 538), porque también el v. 22 recuerda el tema de la fogosa confrontación entre los partidarios de Yahvé y los profetas de Baal. 52. Por tanto, no se trata de un «juicio de Dios», como sugieren los títulos que se suele dar al relato, sino de un «pulso entre dos dioses», como bien dicen S. Timm (Dynastie, 1982,

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narración presupone n o sólo el triunfo del partido «Sólo Yahvé» del tiempo de la revolución de Jehú 5 3 , sino también — p r o b a b l e m e n t e — del monoteísmo de la época del exilio, c o m o se deduce de su «racionalización» de la polémica c o n t r a los ídolos (1 Re 18,27) 5 4 . Es posible que la localización de este elaborado pulso teológico entre dioses precisamente en el m o n t e Carmelo 5 5 permita deducir que la política religiosa de los sucesores de O m r í mostró cierto interés por restablecer el culto en u n antiguo santuario de Baal en ese lugar, frontera entre Israel y Fenicia 5 6 . Pero eso n o quiere decir que las conclusiones histórico-religiosas que la investigación h a sacado de este relato tengan que ser necesariamente aceptadas. Hasta no hace mucho, la teoría más influyente era la propuesta por A. Alt en 1935 57 . Desde su punto de vista, el pasaje de 1 Re 18 trata de «la 71 s.) y W. Thiel (Komposition, 1990, 221). En los vv. 22-24, Elias enuncia las condiciones de la contienda; los vv. 25-29 describen el fracaso de Baal y sus profetas; los vv. 36-38 celebran el triunfo de Yahvé y de Elias; y en el v. 39 el pueblo entero acata el resultado con una profesión de fe en Yahvé. 53. Así lo afirma, con razón, R. Smend (Wort, 1975, 538), que remite a los paralelismos entre 1 Re 18,19-40 y 2 Re 10. Aunque sólo sea por ese motivo, resulta totalmente improbable que se pueda datar la narración en los tiempos del reinado de Ajab, como suponen O. H. Steck (Überlieferung, 1968, 79s.) y otros comentaristas. 54. Muchas veces se ha hecho alusión a la semejanza de esta escena con la polémica «racionalística» contra los ídolos que se descubre en el libro del Deuteroisaías (Is 44,9-20; etc.). Véase, por ejemplo, S. Timm, Dynastie, 1982, 72. Pero no se han sacado las consecuencias con respecto a la datación del pasaje. A este propósito, hay que pensar que el relato de la confrontación en el Carmelo quiere probar no sólo la unicidad de Yahvé para Israel, es decir, una auténtica monolatría como la proclamada por Oseas y por el Deuteronomio, sino también que Yahvé es absolutamente el único y verdadero Dios (como muy bien dice E. Würthwein, Opferprobe, 1989, 280ss.; compárese 1 Re 18,21.39 con Dt 4,35.39; Is 41,21-29; etc.). E. Würthwein es el único que con la datación de lo que él presenta como núcleo fundamental del relato llega a la época deuteronomística (o. c, 283, con una leve correción de lo que afirmaba en Konige II, 1984, 219). A favor de una datación en la época del exilio se pueden aducir también los vv. 31 y 36, que, por lo general, se excluyen como reelaboración más bien tardía. 55. Que, de hecho, sólo se presupone en la introducción redaccional (v. 19) y en el v. 40, cuya condición de versículo conclusivo del relato no se puede dar por absolutamente segura. 56. Existen numerosos testimonios del período romano que ratifican la sacralidad que se atribuía a esa montaña (véanse las fuentes que aduce S. Timm, Dynastie, 1982, 88s.). El exvoto de un pie del siglo ni d.C. que se ha encontrado en el monasterio del monte Carmelo está dedicado a Zeus Heliopoleites Karmelos («Zeus heliopolitano del Carmelo»). No cabe duda de que esos cultos antiguos que se celebraban en el monte Carmelo son de época temprana. Si el nombre de la localidadBe equivoca cuando piensa que el Deuteronomio distingue aquí, una vez más, entre los «pobres» ('ebyon, 'ant), que se ven amenazados por el peso de sus deudas, y los «huérfanos f viudas» que, evidentemente, sólo pueden sobrevivir de limosna. Pues bien, ése no es el :aso. A los que se refieren los términos 'ebyon y 'ant en el Deuteronomio (cf. Dt 15,4.7.9.11; ¿4,12.14.15), igual que en los profetas de los siglos vm y vil, es a los agricultores modestos que, aun manteniendo la posesión de sus tierras, se ven bajo la amenaza del progreso social 'cf. p. 299), y que se distinguen claramente de los huérfanos y viudas, que carecen de pose¡iones personales. Sólo en época postexílica se agudizó tanto la depauperación de los prime•os, que se los pudo equiparar a los segundos (contra la opinión de N. Lohfink, ibid., 29; /éase R. Albertz, Hintergrund, 1981, 364 [5.4]). 143. El texto primitivo de Ex 22,24 decía únicamente 'et-he'aní («al pobre»); el complementario 'et-'ammí («a uno de mi pueblo») representa una ampliación posterior del mandamiento, en sentido del Deuteronomio. 144. Desde el punto de vista objetivo, tanto el enunciado de la ley (w. 1-3) como su rorrespondiente parénesis (vv. 7-11) se mueven en un mismo plano e incluso poseen una :strecha relación literaria. En cambio, los vv. 4-6 representan una clara adición posterior ^nótese, por ejemplo, la contradicción entre v. 4 y v. 11). Véase H. D. Preufi, Deuterononium, 1982, 53; 135. Lo que de ningún modo parece oportuno es introducir nuevas divi¡iones literarias, como pretenden B. F. Horst, Privilegrecht, 1961, 89ss. y R. P. Merendino, 3esetz, 1969,106ss.

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posesiones (fianza, o depósito de garantía), o de la propia persona del deudor (esclavitud por deudas)145. Por lo demás, en el Antiguo Oriente ya existía como práctica habitual esa liberación genérica de gravámenes monetarios o de esclavitud por deudas. Tenemos testimonios de la antigua Mesopotamia sobre disposiciones reales de tipo anduraru o misara, con las que ciertos gobernantes —por ejemplo con motivo de su accesión al trono— manifestaban su deseo de mejorar la situación social de sus subditos146. El mecanismo tampoco era desconocido en el reino de Judá. Por ejemplo, en Jr 34 se cuenta la manumisión de esclavos (deror) por orden del rey Sedecías, que él mismo impuso formalmente a los nobles de Jerusalén en el templo 147 . Y en esa misma tradición hay que incluir la

145. Así piensa también F. Horst (Privilegrecht, 1961,84ss.). Según él, el término maSéé, derivado de la raíz naSá', se refiere a un préstamo con expreso «acuerdo de apoderamiento». Para la discusión del tema, véase A. Cholewiñski, Heiligkeitsgesetz, 1976, 218s. La incertidumbre proviene de la complicada redacción del texto masorético del v. 2a, cuya traducción literal sería: «Todo dueño condonará el préstamo de su mano, que él haya prestado a su prójimo». Pues bien, en primer lugar, en esta redacción se echa de menos un atributo de ba'al («dueño») que lo presente como «dueño del préstamo = creyente» (ba'al maSsé); en segundo lugar, ¿qué significa «prestar de su mano»? Para resolver la primera dificultad, se ha acudido a veces a la adición de un atributo (maSSé 'et), como hace, por ejemplo, R. P. Merendino (Gesetz, 1969,108s). En cuanto al segundo problema, se han propuesto diversas soluciones, sin que ninguna resulte plenamente satisfactoria, ya que en el v. 3 el término yad («mano») no se refiere a maSSé («préstamo»), sino a Sama («condonar»): «Lo que te pertenece de tu hermano, deberás condonarlo de] tu mano». Recientemente, M. Weinfeld (Justice, 1982, 498s.) parece haber encontrado una solución a estos dos problemas. Según él, maSsé sería atributo de ba'al, y yadó, un complemento de samot, en el sentido de «su pretensión», «su derecho a apoderarse»; y la frase relativa del v. 2ap, en correspondencia con las cláusulas relativas que aparecen en los edictos babilónicos de tipom¡'&r», debería referirse al v. 2b. En consecuencia, Weinfeld traduce así: «Every creditor shall remit his claim, whoever claims from his neighbor shall not sue his neighbor or kinsmen...» («todo acreedor deberá renunciar a su derecho de apoderamiento, [y] el que reclama [algo] a su prójimo no deberá apremiar a su prójimo o pariente...» [497). De ese modo, la cuestión tan discutida sobre si se trata de una auténtica «remisión» o de un mero «aplazamiento» de la deuda se decide por el primer término de la alternativa. 146. Véase, por ejemplo, el famoso edicto miSarum de Ammisaduqa, rey de la antigua Babilonia (ANET 526-528). Pero esa misma costumbre también está documentada en el imperio babilónico medio (zakütu; en Nuzi: Sudütu) y en la época neo-asiria (por ejemplo, subarü). Sobre este punto, véanse M. WeinfeldjHsiice, 1982,492ss.; G. Ries,Lastenfretheit, 1980; y su eco posterior en Est 2,18. Esa liberación de gravámenes existía también en el mundo ugarítico y en el imperio hitita. 147. En Jr 34,14, los posteriores redactores deuteronomísticos del libro de Jeremías unieron ese acto de manumisión con la ley deuteronómica sobre la semittá y con su regulación de la esclavitud por deudas (cf. Dt 15,lss.l2ss.). De ahí que carezca de toda probabilidad la tesis de N. P. Lemche (Manumission, 1976, 57), según la cual la ley deuteronómica sobre la Semittá no es más que una reelaboración del deuteronomista, tomada de Jr 34. Igual que otros muchos, Lemche no tiene en cuenta el hecho de que en Jr 34 subyace una liberación de gravámenes puesta en marcha por el rey en unas circunstancias tan excepcionales como el sitio de Jerusalén. Ese procedimiento es totalmente distinto de la institución de la semittá, que funcionaba regularmente según los cánones fijados.

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remisión de deudas proclamada por el gobernador Nehemías al regresar del exilio (Neh 5). Los reformadores deuteronómicos continuaron esa práctica real, pero la desvincularon de la institución monárquica. En su lugar, recuperaron la vieja costumbre cúltica de dejar los campos en barbecho, que ya había desempeñado una función eminentemente social en la reforma de Ezequías (Ex 23,1 Os.). En vez de una renuncia a aprovechar los productos agrícolas (samat), impusieron una renuncia a la reclamación de las deudas por parte de los acreedores. Y al transformar los siete años para el barbecho —que caían en años diferentes, según los campos— en período fijo y válido para todos 148 , en el que se debía hacer la «remisión», dieron a la condonación oficial de deudas un ritmo automático e independiente de la benevolencia del monarca, y establecieron para la población depauperada una especie de derecho reivindicativo a la remisión de sus deudas. Si no se podía abolir completamente un antiguo derecho tan riguroso como la reclamación de los créditos, al menos había que frenar periódicamente, cada siete años, sus efectos devastadores. Pero esa plena exoneración monetaria de las clases más desprotegidas estaba limitada a los miembros del pueblo de Israel y no era vinculante en el caso del extranjero (Dt 15,3). Los reformadores deuteronómicos eran plenamente conscientes de que su intervención masiva en los derechos de propiedad de los nobles iba a encontrar una fuerte resistencia. Una determinación tan rígida del plazo para la remisión de deudas podía provocar, por ejemplo, que un poco antes del año de la remisión se frenara completamente la concesión de créditos a los pobres (Dt 15,9). De ahí que los reformadores trataran de conjurar ese peligro con una encarecida exhortación religiosa y con una insistente advertencia para el futuro (Dt 15,7-11). Su llamada a una solidaridad de la clase alta con su «hermano» pobre (Dt 15,7.9.11) quería inculcar a los poderosos que la dureza de corazón no podría menos de ser castigada como pecado (Dt 15,9b), mientras que una renuncia generosa al propio derecho era garantía de la bendición de Dios y abría una perspectiva de felicidad para el futuro (Dt 15,10)149. 148. La cuestión frecuentemente discutida sobre si se trata aquí de un período relacionado con las deudas individuales o de un ritmo genérico de siete años (véase A. Cholewiñski, Heiligkeitsgesetz, 1976, 221) queda resuelta en este segundo sentido por el tenor del v. 2bfJ: «porque ha sido proclamada una remisión de Yahvé». Y así se concibe, igualmente, que los problemas insinuados por los vv. 9ss. sólo se puedan plantear si el «año de la semina» se presenta como institución fija y umversalmente válida (véase W. Dietrich, Armen, 1985, 37; 38s.). 149. La perenesis de Dt 15,7-11 deja bien claro, por una parte, que los legisladores deuteronómicos no pretendían simplemente instaurar una utopía en el mundo (G. Hólscher

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Además, los reformadores deuteronómicos se esforzaron por mejorar la situación social de los que se habían visto privados de sus derechos personales o de sus posesiones a causa de los créditos, en especial los esclavos por deudas y los jornaleros. La mayor parte de los agricultores arruinados veían muy difícil una posible recuperación económica al cabo de seis años de esclavitud, que era el tiempo máximo establecido por el Código de la alianza (Ex 21,2-6). Por eso, muchos preferían renunciar a su libertad y quedar como esclavos de por vida (Dt 15,16)1;>0. Para hacer frente a esa situación, los reformadores exhortaban a los amos a proveer al recién liberado con una cierta suma inicial (Dt 15,13s.). Con eso se pretendía inculcar uno de los principios fundamentales de ese género de esclavitud, a saber, que el deudor debía saldar su deuda con su trabajo. El esclavo, igual que los demás trabajadores dependientes del amo, tenía derecho a recibir una compensación por sus prestaciones151. Por eso, los reformadores se abstuvieron también de establecer la cuantía del salario y de consignarla en una cláusula legislativa específica152. Más bien, se esforzaron cada día más por provocar una aceptación de sus propuestas de reforma, por medio de una motivación teológica153. El amo debía recordar que también él fue una vez esclavo en Egipto, y fue liberado por Yahvé (Dt 15,15). Su riqueza actual, con la que [Komposition, 1922, 195] hablaba de un «idealismo ingenuo»), sino que estaban preocupados por la transformación real de ese mundo. Quizá se presuponga aquí el hecho de que las primeras experiencias con la legislación reformista fueron decepcionantes. Pero, por otra parte, la parénesis demuestra lo arraigadas que debían de estar en aquella época las «peculiares legitimidades» de la vida económica. De hecho, los legisladores no se atreven a formular las condiciones para un castigo por denegación de crédito, sino que lo dejan al sentido religioso de cada persona. F. Crüsemann (Tun, 1983, 94) apunta uno de los posibles objetivos más importantes de la legislación: promover «una ayuda masiva y bien planificada, aunque fuera a corto plazo, que sirviera para paliar los efectos de una situación extrema [...] Ligada a ello debería ir, sobre todo, la "ayuda" profesional —es decir, a más largo plazo, y que tuviera en consideración el trabajo por cuenta ajena y la esclavitud por deudas— que deberían ofrecer los grandes terratenientes y los prestamistas». 150. La motivación que ofrece Dt 15,16 para justificar el deseo del esclavo de permanecer en casa de su señor no es, como en Ex 21,5, el amor a su mujer y a sus hijos, que debería abandonar al quedar libre, sino el hecho de haberse encariñado con su señor por el buen trato recibido. 151. Nótese la comparación que establece el v. 18 con el salario de un jornalero. 152. Éste es un nuevo indicio de la preocupación de los reformadores por la posibilidad real de transformación, a pesar de los contrapuestos intereses económicos de los ricos. N. P. Lemche (Manumission, 1976, 45) piensa que la ley, al entrar en vigor, no podría menos de crear una clase proletaria; pero la intención de la medida era exactamente lo contrario. Por otra parte, sólo se podría hablar de una «exageración teórica de la ley», como decía G. Hólscher (Komposition, 1922, 197), si se equipararan el período de seis años de esclavitud por deudas y el ritmo septenal de la Semittá; pero sobre este punto el texto no dice ni una sola palabra. 153. No cabe poner especial énfasis en esa motivación y subordinarla a otros niveles, como hacen F. Horst (Privilegrecht, 1961, 94-103) y R. P. Merendino (Gesetz, 1969,113s.). El texto es perfectamente unitario (véase H. D. PreuS, Deuteronomium, 1982, 53).

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debía ayudar a su hermano, era fruto de la bendición de Dios (Dt 15,14b); y esa pequeña renuncia a sus posesiones se vería recompensada con creces por la benevolencia de Yahvé (Dt 15,18). Ahí se puede apreciar perfectamente el panorama de la argumentación teológica que los reformadores deuteronómicos aducen como fundamento de la nueva responsabilidad social que incumbe a las clases más favorecidas. La riqueza es una bendición de Dios y, por consiguiente, implica toda una serie de obligaciones sociales (Dt 14,24; 16,10.15); esa riqueza sólo se podrá conservar para el futuro, si ahora, en el presente, se renuncia a ella de buena gana y con generosidad (cf. Dt 14,29; 15,10; 16,15; 23,21; 24,19); y las tradiciones religiosas de liberación obligan a todo miembro de la comunidad de Israel a entregarse en favor de sus hermanos de raza que sufren esclavitud o han sido desposeídos de sus derechos, como señal de acción de gracias por la libertad que Yahvé le concedió en su día (Dt 16,12; 24,18.22). Desde esos presupuestos básicos de carácter teológico, la deducción más consecuente hubiera sido exigir la abolición total de la esclavitud. Si Yahvé había liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto (padá: Dt 15,15; 24,18), ningún israelita debería ser esclavo de otro israelita. De hecho, la historia posterior de Israel discurrió en esa dirección154. Pero en tiempos de la reforma deuteronómica, esa motivación teológica no tenía aún suficiente fuerza persuasiva como para hacer saltar estructuras económicas del tipo de las constricciones crediticias. No obstante, con una prohibición como la de entregar a su dueño a un esclavo fugitivo (Dt 23,16s.)15S, los reformadores deuteronómicos limitaron considerablemente las diversas formas de esclavitud156. Los jornaleros (sakir), como grupo social específico, aparecen por primera vez en el Deuteronomio (Dt 15,18; 24,14s.). Su existencia es, con toda probabilidad, uno de los signos de la avanzada crisis social en la que cada día un mayor número de campesinos perdían sus tierras y se veían en la necesidad de asumir por días o por horas algún trabajo dependiente, con el fin de poder asegurarse

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la subsistencia. Pues bien, para velar por sus intereses, en situación tan aleatoria, los reformadores dispusieron que se les pagara el jornal «antes de ponerse el sol» (Dt 24,14s.). Por otra parte, la legislación deuteronómica no se limitó a frenar los efectos devastadores del sistema de créditos, sino que se preocupó realmente —por primera vez, en la historia de Israel— de organizar una verdadera asistencia a los desvalidos. Hasta entonces, el único «tejido social» de la sociedad israelita había sido la familia. Ahora bien, los estrechos vínculos de solidaridad en el seno de la familia tenían como consecuencia, lógicamente, que el sentido de responsabilidad social del individuo quedara limitado, en general, al ámbito de la familia y, más tarde, al del propio clan. Incluso da la impresión de que, con el progresivo asentamiento en ciudades y con el desarrollo de la competitividad hacia finales de la época monárquica, se produjo una disminución de la propia solidaridad familiar. En el caso de las viudas y de los huérfanos menores de edad, no era raro que la familia del marido llegara a expulsarlos de sus posesiones (Miq 2,8ss.), dejándolos sencillamente en la calle. Y lo mismo ocurría con los extranjeros desposeídos de sus tierras, que pocas veces encontraban protección por parte de una familia israelita157. De todos modos, parece que a finales de la época monárquica la situación de esos grupos se había deteriorado en tal medida, que ya no era suficiente protegerlos contra cualquier abuso o arbitrariedad (cf. Dt 24,17), sino que era necesario ayudarles económicamente. A esos grupos tradicionalmente considerados como personae miserae se añadió, a consecuencia de la reforma deuteronómica, un tercer estrato social, el de los sacerdotes de los santuarios locales que habían perdido su ocupación. En la tradición deuteronómica se los conoce como «levitas». Pero el término necesita interpretación, porque, de hecho, ha dado lugar a ciertas confusiones. El Deuteronomio parte del principio de que todos los sacerdotes son levitas y, por tanto, están sujetos a la vieja legislación de que «el levita no tendrá parte en la heredad de Israel» (Dt 18,ls.)158. Pero, por otro lado, distingue dos clases de levitas.

154. En Lv 25,39-43 la esclavitud por deudas entre israelitas queda transformada en una especie de trabajo por cuenta ajena con su respectivo salario y plenitud de derechos personales. Véanse, a este propósito, las reflexiones de A. Cholewiñski, Heiligkeitsgesetz, 1976, 237. 155. Es perfectamente aceptable la formulación de F. Crüsemann (Twn, 1983, 95): «Esa determinación debió de ejercer un extraordinario influjo en la realidad social de la esclavitud, es decir, en el trato que había que dar a los esclavos». 156. Véase, a este propósito, el interés que muestra Dt 21,10-14 por asegurar a la mujer prisionera de guerra el respeto a su dignidad humana, al pasar a su nueva condición de esclava o incluso de segunda esposa de un israelita.

157. Indicios de esa situación podrían ser, por una parte, el hecho de que el Deuteronomio no mencione al extranjero (ger) como partícipe en las comidas festivas de la familia (cf. Dt 12,lls.l8s.)y, por otra, la calificación que seda al extranjero—lo mismo que al levita— en Dt 26,11 con ocasión de la fiesta de las primicias: «que vive en tu vecindad», lo que parece suponer que el extranjero carecía de toda clase de vinculación local o de una familiaridad directa con los interesados. 158. «A los sacerdotes levíticos (lakkohanim hallewiyyim; traducción literal: «a los sacerdotes, los levitas»), [o sea,] a la entera tribu de Leví (kol-Sébet lewí), no les correspondará parte ni herencia en Israel». Es probable que, desde el punto de vista sintáctico, «la entera

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En primer lugar, está el individuo concreto [halleiví, siempre en singular), «que vive en tu vecindad» (Dt 12,12.18; 16,11.14; 26,12), carece de posesiones (Dt 14,27.29) y, desde el punto de vista jurídico, se considera como residente (ger: Dt 18,6). En sus respectivas localidades no desarrolla ninguna actividad sacerdotal que le procure el sustento; por lo que depende de eventuales limosnas (Dt 12,12.18; 14,27.29; 16,11.14; 26,11.12.13). La cláusula de Dt 18,6-8 le concede la posibilidad de trasladarse, si le parece oportuno, al templo de Jerusalén para ejercer allí el servicio sacerdotal 15 ' y recibir el mismo trato que los demás sacerdotes ('e haw hallewiyyim = «sus hermanos, los levitas»)160. En segundo lugar, el Deuteronomio hace referencia a los levitas que ejercen su ministerio en Jerusalén (Dt 18,7) o desarrollan otras funciones de carácter cúltico o jurídico. Generalmente, se los denomina «sacerdotes levitas» (hakkohanim hallewiyyim: Dt 17,9.18; 18,1; 24,8; cf. 21,5) y de ellos se dice que los hijos de Leví (Dt 21,5), o la tribu de Leví (Dt 18,5; cf. 10,8), han sido elegidos de entre todas las tribus de Israel para un servicio sacerdotal perpetuo. La unión de los dos textos, Dt 17,8-13 y Dt 18,1-5, deja bien claro que, en la práctica, este segundo grupo se identificaba con un tercero, el de los «sacerdotes» (kohén, kohanim) del templo de Jerusalén (Dt 17,12; 18,3; 19,17; 20,2; 26,3s.). Pues bien, ¿cómo hay que interpretar esos datos tan complejos? La teoría que se ha convertido en clásica parte de la suposición de que en el Deuteronomio —al revés que en otros textos, como Ez 44,9-16 y las secciones del Pentateuco provenientes de la escuela sacerdotal— los términos «levita» y «sacerdote» tienen idéntico significado; sólo que los primeros pasaron a la categoría inferior de clerus minor, tal como aparece en la época postexílica, cuando los sacerdotes del templo de Jerusalén rehusaron toda equiparación con los sacerdotes itinerantes o de otros santuarios161. En contra de esa teoría, G. E. Wright (Levites, 1954, 327ss.) insiste en la mencionada diferencia entre los dos grupos de «levitas», y a unos los denomina client-Levites, a los que —igual que G. von Rad— atribuye funciones de enseñanza, y a otros los designa con el término altar-clergy, con lo que preludia ya la diferenciación que cobró carta de ciudadanía en la época postexílica. En esa misma línea se pronuncia R. Abba (Priests, 1977). Pero contra esa dicotomía objeta —con razón—J. A. Emerton (Priests, 1962, 134ss.) que el Deuteronomio presupone que todo levita está capacitado tribu de Leví» sea una aposición, y no un segundo sujeto; así parece deducirse del estudio de J. A. Emerton (Priests, 1962,133s.), contra la opinión de G. E. Wright (Levites, 1954, 326). 159. La afirmación de R. Abba (Priests, 1977, 265s.) de que aquí no se trata de auténticos sacerdotes se funda en una analogía con la época postexílica y no corresponde al tenor del texto. La expresión de Dt 18,7: seret beíem yhwh («ofrecer el culto en nombre de Yahvé») define a lo largo de todo el libro la función sacerdotal que se desarrollaba en el templo de Jerusalén (cf. Dt 17,12[conj]; 18,5; y también 10,8; 21,5); por su parte, el complementario 'amad («estar [en presencia de Yahvé]») que se añade en Dt 17,12 y 18,5 no implica una diferencia relevante, ya que en Dt 10,8 se refiere a todos los levitas. La idea, retomada por H. Spieckermann (Juda, 1982, 97s.), de que en Dt 18,6-8 se alude al servicio litúrgico ocasional que desempeñaban ciertos levitas itinerantes cuando pasaban una temporada en Jerusalén es ciertamente posible, pero no está explícita en el texto. 160.

Por desgracia, el v. 8b está mutilado y resulta intraducibie.

161. Véase J. Wellhausen, Pro/egomena, "1927 = 1981,139s.

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para ejercer como sacerdote, y que sólo la centralización del culto privó a algunos levitas de su estado jurídico. Los términos de la controversia se complican aun más, cuando se intenta encuadrar la concepción deuteronómica en el marco de la historia real de los levitas, ya que el supuesto de que los sacerdotes de Jerusalén eran levitas no responde a la realidad de los hechos históricos. Los que tenían el privilegio de ejercer funciones cúlticas en el templo de Jerusalén eran los sadoquitas (descendientes de Sadoc), que no pertenecían al orden levítico162. Prescindiendo del Deuteronomio, los textos referentes a «los sacerdotes levitas del linaje de Sadoc» (Ez 43,19; 44,15) son, como muy pronto, de finales del exilio. Por eso, A. H. J. Gunneweg (Leviten, 1965, 129ss.), en su esfuerzo por relacionar la versión deuteronómica con los acontecimientos reales de la historia, se ve obligado a alterar la interpretación de Dt 18,6-8 —contra la propia literalidad del texto (cf. v.7b)— como una pura pretensión de los levitas de ejercer el sacerdocio en Jerusalén163. No obstante, se ve obligado a confesar que Josías en modo alguno sustituyó el sacerdocio de Jerusalén por levitas. Finalmente, debería dar una respuesta aceptable a la cuestión sobre cómo es posible que el fracaso de la pretensión levítica terminara en «una hipotética "levitización" de los sacerdotes» en época postexílica (134). También otros muchos investigadores subrayan el carácter hipotético de esa pretensión de los levitas164. Sin embargo, la respuesta a esa aparente contradicción con la realidad histórica es, a mi parecer, relativamente simple. Bastaría reconocer que lo realmente hipotético no es la «pretensión levítica», como se ha aceptado hasta ahora, sino la concepción deuteronómica de los levitas. Según el Deuteronomio, todos los sacerdotes de Israel eran levitas. Pero eso no concuerda con los datos históricos. La situación real se caracterizaba, más bien, por una yuxtaposición de competencias entre diversos linajes sacerdotales, como los descendientes de Eli en Silo, los de Aarón en Betel, y los de Sadoc en Jerusalén. Los únicos testimonios fidedignos sobre los auténticos levitas, que constituían una especie de hermandades sacerdotales itinerantes, proceden de la época pre-monárquica. Por ejemplo, un levita, cuya ascendencia se remontaba a Moisés, pudo establecerse en el santuario de Dan (Jue 18,30; cf. Jue 17s.)165. Sin embargo, es muy probable que, en tiempos de la monarquía, con la instauración del culto oficial y la consiguiente atribución a los sacerdotes del estatuto de funcionarios cúlticos, la influencia 162. Cf. p. 234. 163. Véase su tortuosa argumentación: «Ciertamente, del pasaje de Dt 18,6-8, considerado en sí mismo, se podría deducir la idea de que en el santuario central siempre hubo levitas que oficiaban de sacerdotes; de hecho, eso parece suponer el texto de Dt 18,7b. Pero como no hay otros textos que confieran probabilidad a esa idea, y las antiguas tradiciones levíticas y sacerdotales demuestran, más bien, todo lo contrario [...], sólo se podrá interpretar la jerarquización que se quiere descubrir aquí desde la perspectiva más amplia de ese trasfondo (130), es decir, «en realidad, en esa jerarquización no se trata de una autorización —y desde luego, no de la autorización concedida a los antiguos sacerdotes de los altozanos—, sino del propiose'reí de los levitas: en el santuario ideal [...], todos los levitas deberían [...] estar autorizados a desempeñar el servicio sacerdotal» (129). 164. Véanse, por ejemplo, A. Cody,Priesthood, 1969,133s. (3.3); D. Kellermann, ¡éwí, 1984, 513 (2.2). 165. Cf. pp. 114s.

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de las primitivas corporaciones levíticas perdiera prácticamente su vigor. Cuando, a finales de la época monárquica, los reformadores deuteronómicos restauraron la aureola de aquellos antiguos levitas, instauraron un arcaísmo que tenía muy poco que ver con la realidad histórica. Por consiguiente, no hay más que reconocer el artificio de dicha concepción, para que de golpe quede perfectamente claro el sentido de la terminología expuesta. En el Deuteronomio, el término «levita» se usa como una denominación genérica que se aplica a dos grupos completamente distintos: los sadoquitas del templo de Jerusalén (grupo 2), que ejercían allí su sacerdocio hereditario, y los sacerdotes de provincias (grupo 1) que con la centralización del culto habían quedado prácticamente sin trabajo, y cuya asistencia exigía nuevas disposiciones legales. Desde el punto de vista histórico, los primeros (grupo 2) no tenían nada que ver con una auténtica ascendencia levítica, y los últimos (grupo 1), sólo en casos aislados, que no podemos determinar debido a una clara deficiencia de las fuentes. Si, a pesar de todo, los teólogos deuteronómicos incluyeron a esos dos grupos tan distintos bajo la ficción arcaizante de un común origen levítico, lo que pretendían era dotar al sacerdocio yahvista de una unidad correspondiente a la unidad del culto a Yahvé, aunque eso contradijera a la realidad histórica. Sólo desde una perfecta claridad de conceptos se puede entender plenamente el posterior desarrollo histórico del sacerdocio en Israel. Precisamente porque los sadoquitas —contra la intención de la reforma deuteronómica— se negaron a reconocer a los sacerdotes rurales su igualdad de derechos para ejercer como sacerdotes en el santuario central de Jerusalén (2 Re 23,9; Ez 44,10ss.), surgió de este último grupo, a partir del tiempo del exilio, una especie declerus minor, conocido posteriormente como «levitas»166. Pero, al mismo tiempo, tanto los sadoquitas como los descendientes de los sacerdotes rurales se aferraron a la ficción deuteronómica del común origen «levítico» y crearon —por línea genealógica— las espléndidas teorías de un linaje sacerdotal, que posteriormente tomaron forma en las narraciones sacerdotales del Pentateuco167 y de los libros de las Crónicas168. Es, por tanto, evidente que los legisladores deuteronómicos emplean el término «levita» como una clave arcaica para subrayar la unidad de las diferentes familias sacerdotales de su tiempo. Todos eran levitas, tanto los que oficiaban en el templo de Jerusalén («sacerdotes levitas») como el resto de los sacerdotes locales («el levita que vive en tu vecindad»). Con esa concepción, lo que pretendían los reformadores no era sólo poner de relieve la unidad del culto a Yahvé, sino también ensanchar la red de una preocupación social por los sacerdotes que, precisamente por la centralización de ese culto, se habían visto privados de sus medios de subsistencia. Su condición de «levitas» les daba derecho a conservar su dignidad religiosa. Por eso, los refor166. Cf. pp. 557ss. 167. Cf. pp. 648ss. 168. Cf. pp. 755.

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madores no se cansan de instar a los dirigentes locales a que procuren sinceramente que a «sus levitas» no les falte una participación en los banquetes sagrados que se celebran en familia (Dt 12,12.18; 14,26s.; 16,11.14). La primitiva intención de la reforma deuteronómica llegó hasta el punto de permitir que «el levita residente en cualquier poblado de Israel» pudiera, por voluntad propia, ejercer su servicio en Jerusalén y participar con «sus hermanos levitas» en las ofrendas destinadas a los sacerdotes (Dt 18,6-8). Esa disposición, emanada probablemente del grupo laico de los reformadores y que debió de contar con el beneplácito de una buena parte de los sacerdotes del templo de Jerusalén, expresa de modo impresionante el alto grado de solidaridad corporativa que trasluce la concepción deuteronómica del «levita». Ahora bien, el fracaso de una disposición tan generosa, como indica el texto de 2 Re 23,9, es claro testimonio de que se trató de un acuerdo extremadamente precario entre los diversos grupos reformistas y que, en el curso de la reforma, fue revocado por la mayoría de los sacerdotes de Jerusalén. Y no es que los sacerdotes del templo vieran dicha disposición como una amenaza a sus intereses, sino que, posiblemente, la consideraron como un auténtico peligro para la recién conseguida pureza y exclusividad del culto yahvista. Y si el posterior relato deuteronomístico de 2 Re 23 denuncia a los «hermanos levitas» de las aldeas rurales como «sacerdotes de los altozanos» (2 Re 23,9), y la escuela exílica de Ezequiel, que se nutría de la facción más conservadora y ritualista de los sacerdotes del templo de Jerusalén, echa en cara a los «levitas» que «con sus idolatrías han arrastrado a Israel al pecado» (Ez 44,12), quizá se pueda ver en esas críticas los reparos teológicos que en el reinado de Josías llevaron al grupo dominante —con razón, o por simple pretexto— a oponerse a una plena integración de los sacerdotes rurales169. La situación de emergencia de los «levitas itinerantes», ocasionada por la reforma del culto, pudo ofrecer a los legisladores deuteronómicos la ocasión de organizar un sistema asistencial que presta169. El dato objetivo de que la expresión «el levita que vive en tu vecindad» no se refiere a los «levitas» propiamente dichos, sino a los sacerdotes rurales, y la idea de que la denominación «sacerdotes de los altozanos» que aparece en 2 Re 23,9 se emplea en sentido polémico privan de contenido a los argumentos con que A. H. J. Gunneweg {Leviten, 1965, 119ss.) y otros muchos (por ejemplo, H. D. Preuli, Deuteronomium, 1982,5; 137) rechazan cualquier referencia de 2 Re 23,9 a Dt 18,6-8. Por otra parte, la afirmación de N. Lohfink (Sicherung, 1990, 314) y de G. Braulik (Freude, 1988, 202) de que Dt 18,6-8 formula una ulterior reivindicación levítica, que aún se ignoraba en la época de Josías, es pura especulación apologética. Igualmente, la consideración de H. Spieckermann (Juda, 1982, 98) de que Josías traspasó los dictados de la legislación deuteronómica al «inundar Jerusalén con una ingente masa de sacerdotes levitas», supone una interpretación forzada, además de ser absolutamente superflua.

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ra ayuda a todos los grupos de desheredados. Para ello siguieron tres caminos: En primer lugar, prohibieron la rebusca después de la cosecha, para que los frutos que hubieran podido quedar en los campos, en las viñas y en los olivares se dejaran a disposición del emigrante, del huérfano y de la viuda (Dt 24,19-22). Es posible que, con una disposición como ésa, los reformadores quisieran revitalizar una vieja costumbre (Lv 19,9-10); sin embargo, añaden expresamente una amplia motivación teológica170, para no dar la impresión de que con esa medida gravaban a los terratenientes y les imponían un considerable perjuicio en sus cosechas. En segundo lugar, los reformadores solicitaron de las familias que abrieran sus banquetes litúrgicos a los pobres de la vecindad. Las únicas excepciones eran el banquete de Pascua, una celebración tradicionalmente familiar, y la comida común con motivo de la presentación de las primeras crías de los animales (Dt 16,1-8; 15,20) 17 '; en todos los demás banquetes que se celebraban en el santuario central, las familias debían compartir comida y fiesta con los «levitas» de su propia localidad (Dt 1 2 , l l s . l 8 ; 14,26s.; 16,11.14; 26,11). Además, en la ofrenda de las «primicias», es decir, de los primeros frutos del campo, se debía incluir al emigrante (Dt 26,11). Y finalmente, en las solemnes celebraciones festivas de la Fiesta de las Semanas y de la Fiesta de Otoño, o Fiesta de las Tiendas, debían participar también las viudas y los huérfanos de la localidad (Dt 16,11. 14). Para los reformadores deuteronómicos la asistencia ofrecida a los pobres con ocasión de las celebraciones cúlticas tenía un profundo significado teológico y pedagógico, ya que servía como práctica de una solidaridad fundada en principios religiosos y que rebasaba los límites naturales de la familia. En cualquier caso, la celebración litúrgica del banquete festivo en presencia de Yahvé no admitía ninguna división social en»Israel, porque ése era el gran momento en que el único pueblo de Dios, liberado solidariamente, se presentaba en solidaridad racial y religiosa ante su único y verdadero Dios172. Y en tercer lugar, el movimiento reformista deuteronómico añadió una nueva modalidad de asistencia a los desvalidos, cuya reglamentación debía hacerse a nivel local, por encima del ámbito de la familia. Se determinó que la ofrenda del diezmo, que generalmente

se realizaba en el santuario central, se llevara a cabo cada tres años en la propia localidad, y con la participación expresa del levita, del emigrante, del huérfano y de la viuda (Dt 14,28s.; 26,12s.). Pero no era una oblación profana, sino que ese «diezmo del pobre» tenía también, como el propio «diezmo del templo», el valor de ofrenda consagrada (Dt 26,12-14), que no podía ser consumida por personas extrañas. De ese modo, su administración a nivel local —y, por tanto, descentralizada— quedaba protegida contra cualquier clase de abuso, sin tener que recurrir a medidas coercitivas oficiales. Se trata, pues, del primer paso hacia una reglamentación institucional que pudiera ofrecer a los desheredados una asistencia sistemática, independiente de la generosidad de los bienhechores. Todas esas medidas contribuyeron a dar a la legislación social del movimiento reformista deuteronómico unos rasgos de profundo humanismo 173 . Por enérgicas, y hasta crueles, que puedan parecer las restricciones que impuso la reforma cúltico-religiosa en el aspecto externo, no habrá que perder de vista la tremenda fuerza integradora de sus objetivos internos. A la unidad y unicidad de un Dios, como Yavé, tenía que corresponder la unidad indivisa de un pueblo consagrado a su Dios (Dt 7,6; 14,2; 26,18; 28,9). De ahí que fuera tan importante para los teólogos deuteronómicos no sólo la superación de las divisiones y desequilibrios sociales, sino también —y sobre todo— el compromiso de la clase alta con una nueva y exigente solidaridad social con respecto a los «hermanos» económicamente más desprotegidos174. Es relativamente frecuente no sólo tildar de utópica la legislación social del Deuteronomio, sino incluso poner en duda su viabilidad en la práctica175. Pues bien, a ese respecto hay que observar que, sin cierta dosis de utopía, es impensable un movimiento de reforma, y mucho menos si se trata de una empresa tan fuertemente motivada, desde el punto de vista religioso, como la reforma deuteronómica' 76 . En realidad, se trató nada menos que de un intento por destruir y transformar un orden social relativamente complejo, a partir del dinamismo liberador que albergaba la religión yahvista desde sus comienzos. En ninguna época de la historia de Israel desa-

170. Véase la referencia a la bendición divina en el v. 19 y el tema del éxodo en el v. 22. 171. La primera excepción se debió, sin duda, al carácter familiar de la fiesta, que excluía a todos los que no pertenecieran a la familia; y para justificar la segunda excepción, habrá que tener en cuenta que un animal recién nacido difícilmente alcanzaba para más de una familia. 172. También es de esa opinión G. Braulik (Freude, 1988, 206ss.).

173. M. Weinfeld (Deuteronomy, 1972, 282-297) habla del auténtico «humanismo» que caracteriza la legislación deuteronómica. 174. Véase, por ejemplo, el lenguaje marcadamente solidario: «tu hermano» ('aihka: Dt 15,3.7.9.11.12; 22,1.1.2.3.4; 23,20.21; 25,3), «tus hermanos» Caheka: Dt 15,7), «'su hermano» ('ahiu Dt 15,2; 19,18.19). 175. Por ejemplo, G. Holscher (Komposition, 1922, 193; 195; 197; 228s.; 230) llega hasta decir que la intención del Deuteronomio era una «restauración «mesiánica» de Israel». 176. Véanse, a este propósito, las interesantes consideraciones de F. Crüsemann (T««, 1983, 96-99).

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rrolló el yahvismo tanta fuerza social como en tiempos del Deuteronomio. Si, de hecho, apenas pudo ponerse en práctica el contenido social del programa deuteronómico, no se debió tanto a una inviabilidad utópica de sus aspiraciones cuanto a la resistencia de un amplio sector de la mayoría dirigente que, desde la temprana muerte de Josías, el año 609, rechazó el consenso ya alcanzado a escala nacional y se encerró en los intereses de grupo177. Si los reformadores deuteronómicos hubieran tenido más tiempo del que realmente tuvieron a disposición —poco más de un siglo— para implantar su programa de reeducación social, seguramente habrían dejado una huella bastante más profunda en el ulterior desarrollo de la sociedad israelita. Las limitaciones de tan ambicioso proyecto de reforma social se debieron, indudablemente, al hecho de que el movimiento venía de arriba; y por mucho que se insistiera en una solidaridad con los más débiles, era difícil imponer a sus fautores, pertenecientes a clase alta o media, un sincero interés por promover entre los propios afectados un auténtico deseo de liberación. Pero, en todo caso, uno de los grandes méritos del movimiento deuteronómico consistió en haber infundido en la religión yahvista una profunda inclinación a la solidaridad social con los desvalidos178, que más tarde, a comienzos de la época del judaismo, cristalizó en una multiplicidad de formas de limosna. 3.8.5. Síntesis de la religión pre-monárquica y monárquica Ahora bien, el movimiento deuteronómico no se contentó con una finalidad práctica de reforma social y cúltico-religiosa, sino que al mismo tiempo desarrolló un intenso trabajo teológico, cuyo mejor exponente, además de la legislación de carácter parenético, es el cuerpo inicial —el llamado «discurso introductivo»— del libro del Deuteronomio (Dt 6 - l l ) ' 7 9 . Se puede decir, sin exagerar, que los reformadores deuteronómicos trazaron la primera síntesis teológica de la religión yahvista, estructurada en una reflexión conceptual180. El inusitado incremento que experimentó por entonces en Israel la

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reflexión teológica sólo se puede explicar, si se supone que en la reelaboración de las tradiciones religiosas colaboró no sólo el círculo de sacerdotes y ancianos, sino también un buen grupo de intelectuales altamente cualificados. La teología deuteronómica se puede caracterizar como una «teología de mediación» —o de comunicación— perfectamente elaborada181. Y eso se debe, por una parte, a la diversidad de responsables del movimiento, en el que participaban sacerdotes y funcionarios, ancianos y profetas, y por otra, al objetivo mismo de la reforma, que trataba de unir a los diversos grupos de la sociedad israelita en torno a un ideal de unidad. Hasta ese momento, los diferentes esbozos teológicos habían nacido en el ámbito de la religión oficial y por obra de determinados grupos de individuos; por ejemplo, la teología monárquica de inspiración davídica y la teología del templo de Jerusalén, de las que eran responsables los teólogos de corte, o la teología alternativa creada en los círculos proféticos de oposición, como en el caso de Oseas. Pero los teólogos deuteronómicos, por su parte, aspiraron a establecer una teología oficial para todo Israel, que pudiera ser aceptada por todos, y de la que todos pudieran sentirse responsables. La pretensión de representar a la sociedad entera y hablar en nombre de la totalidad es típica de la clase media, a la que pertenecía una buena parte del círculo de reformadores deuteronómicos {'am ba'áresf*1. Por eso, la teología deuteronómica se refracta en toda una profusión de síntesis. Por un lado, recoge las reflexiones histórico-religiosas de la época monárquica, como la teología jerosolimitana sobre la figura del rey y sobre el templo, pero las une estrechamente —a veces, notablemente recortadas— con las tradiciones yahvistas del período primitivo. De modo que la teología deuteronómica resulta plenamente aceptable tanto para los círculos rurales más conservadores como para los grupos de oposición, con su crítica a la monarquía. Por otro lado, la reforma no sólo acepta, sino que subraya la pretensión del templo de Jerusalén, nacida de la «teología de Sión», de ser el verdadero centro del culto, pero trata de completar -

177. Cf., por ejemplo, Jr 5,26-29; 6,6bs.; 8,13s.; 22,13-17; etc. 178. Durante la crisis del siglo v, la cuestión social adquiriría el rango de profesión de fe. Cf. pp. 669ss. 179. Por desgracia, su estructura literaria sigue siendo objeto de un vivo debate. Véase la discusión en H. D. Preufj, Deuteronomium, 1982, 93-102. En mi opinión, Dt 9,7 -10,11 es claramente posterior. 180. Así piensa, con razón, S. Herrmann (Restauration, 1971, 166ss. Esa opinión está aún más justificada desde que se ha puesto en duda la existencia de una antigua síntesis «yahvístico-elohísta» de la historia fundamental de Israel.

181. Ya G. von Rad (Gottesvolk, 1973, 66) hablaba «de la tendencia unificante del Deuteronomio». En su opinión, «hay que considerar el libro del Deuteronomio como el punto álgido de la historia de la religión de Israel, que concentra en sí mismo los rayos particulares de prácticamente todos los teologúmenos del Antiguo Testamento, haciéndolos converger en un equilibrio jamás alcanzado antes o después de dicha época». Con todo, al contar con una ininterrumpida preexistencia de tradiciones yahvistas pre-monárquicas (por ejemplo, el «pequeño credo histórico», el documento «yahvista», etc.), no fue capaz de valorar adecuadamente la imponderable novedad que significó para toda la historia de la religión de Israel esa imponente mediación teológica. 182. Sobre esa apreciación, véase H. Reviv, Structure, 1979,145s. (2.3).

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la expresamente con las tradiciones de algunos santuarios del antiguo reino del norte, como Siquén o Guilgal183. Su idea era facilitar a los hermanos del norte, a los que deseaba integrar en el nuevo Israel, la aceptación de esa teología184. De ahí los estrechos vínculos que establece entre las más diversas tradiciones históricas, cúlticas y legislativas, con el fin de unir, por su medio, a todos los responsables de la evolución tanto del yahvismo como, en general, de la sociedad israelita, a saber, sacerdotes, jueces, ancianos y profetas. Es más, se puede decir que algunos elementos de la teología deuteronómica inspirados en las concepciones del círculo de Oseas185, como la recuperación de la primitiva historia de Israel, la elaboración de un fundamento histórico válido para los diferentes grupos, y la concepción de un Israel que desde sus comienzos actuaba como unidad racial y religiosa, obedecían al único objetivo de ofrecer a las diversas clases sociales una base teológica que pudiera integrar unitariamente la multiplicidad de tendencias y tradiciones. A continuación, habrá que desarrollar alguna de dichas síntesis de la teología deuteronómica. La primera se refiere a la teología monárquica elaborada en círculos jerosolimitanos. La legislación deuteronómica referente al rey 183. El ejemplo más claro es Dt 27. En los vv. 1-3 y 4.8 se recogen en paralelismo dos tradiciones sobre la erección de estelas cúlticas. La segunda se refiere explícitamente al ámbito de Siquén (mención del «monte Ebal»; aunque quizá habría que leer «Garizín», con el texto samaritano), y la primera, con su indicación del paso del Jordán, alude probablemente a Guilgal (cf. Jos 4,19). En la redacción actual, los primitivos objetos cúlticos se reinterpretan como testigos pétreos de la ley deuteronómica. Sin embargo, para congraciarse con sus hermanos del norte, los teólogos deuteronómicos incluyeron entre las dos tradiciones la mención del altar del santuario de Siquén (vv. 5-7), en virtud de una ley del Código de la alianza (Ex 20,24-26) que reconocía la pluralidad de santuarios legítimos en honor de Yahvé, y aceptaron ese altar como lugar provisional (!) del culto yahvista en la primitiva época de Israel. Por otra parte, el Ebal y el Garizín se consideran como lugares de bendición y de maldición (cf. vv. 11-26). Ahora bien, con la ley sobre la centralización del culto, esa concesión tan asombrosa se transmitió de tal manera, desde la perspectiva teológica, que su validez quedaba restringida a la época posterior a la construcción del templo de Salomón (Dt 12,8-12). Es seguro que Dt 27 no pertenece al estadio más antiguo del proceso de formación de la tradición deuteronómica, no sólo porque interrumpe la continuidad entre el capítulo 26 y el 28, sino también porque presenta a Moisés en tercera persona (cf. w. 1.9.11), aunque no se puede negar que en la historia deuteronomística se presupone esa tradición (Jos 8,30-33). Sobre todo este problema, véase H. D. Preufi, Deuteronomiutn, 1982, 149s.; M. Ámbar, Story, 1985. Se podría pensar que el intento de acomodación del texto se produjo en la época de Godolías (cf. Jr 41,5). Por su parte, R. P. Merendino (Di 27,1-8, 1980, 197ss.) propone otra disposición, tanto literaria como histórica: según él, los vv. la*.3b.5a.7 pertenecen al tiempo de la reforma de Ezequías, mientras que los vv. 2-3a.8 son más bien de la época de Josías. 184. Por eso, los testimonios más importantes que se suelen aducir para postular que el Deuteronomio procede del reino del norte son, en realidad, como bien dice M. Weinfeld {Deuteronomy, 1972, 166, nota 3), «un deseo de conciliación con las tribus del norte y sus tradiciones». 185. Cf. pp. 400s.

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(Dt 17,14-20) 186 parte de un postulado de la teología contemporánea medio-oriental, que incide en la teología davídica, según el cual, el rey es elegido por Dios (bahar: Dt 17,15) y, por consiguiente, está en una relación peculiar con Yahvé187. Sin embargo, el Deuteronomio niega prácticamente todas las competencias políticas y sacrales que la teología monárquica atribuía al rey en virtud de ese postulado. Las leyes relativas al rey están marcadas por toda una serie de prohibiciones que, como reflejo de las experiencias negativas que había reportado el régimen monárquico, especifican todo lo que el rey no debe hacer188: no debe incrementar su armamento pesado, ni ampliar sus recursos bélicos (Dt Í7,16aa^); no debe concluir una alianza político-militar con Egipto, que no haría más que prolongar una política de continuos devaneos, de tan funestas consecuencias (Dt 17,16aocJ3)'89; no debe tener muchas mujeres, ya que su situación favorecería la entrada de un sincretismo diplomático (Dt 17, 17a)190: no debe tener una ambición desmedida de riquezas, porque eso le llevaría a imponer trabajos forzados y a gravar a la población con impuestos intolerables (Dt 17,17b; cf. Jr 22,13-17). Como mejor se percibe la peculiaridad de dichas disposiciones es por medio de una comparación con los dogmas de la teología monárquica191. En primer lugar, para el Deuteronomio el rey ya no es el dominador del mundo, y la responsabilidad de declarar y conducir la guerra compete —al menos, en parte— al sacerdote (kohén), a los oficiales (soterim) y a los jefes militares (saré seba'ot), como dice expresamente la norma de Dt 20,1-9. La legislación deuteronómica sobre la guerra se retrotrae a las escaramuzas pre-monárquicas, con 186. Mientras que H. D. PreuG (Deuteronomiutn, 1982,137) considera el pasaje como «puramente deuteronomístico», N. Lohfink (Sicherung, 1990, 313s.) aboga por una datación de principios del exilio. Por el contrario, U. Rütersworden (Gemeinschaft, 1987, 5066; 102ss.) presenta argumentos bastante sólidos para suponer que, por lo menos, un núcleo de ese pasaje (vv. 14s.16-17*.20) es de época pre-exílica. 187. Cf. Sal 47,5(?); 89,4.20; véanse también las antiguas teologías de mediación: 1 Sm 10,24; 16,8.9.10; 2 Sm 6,21; 16,18; y el tardío pasaje deuteronomístico de 1 Re 8,16. En cambio, no aparecen aquí las frecuentes expresiones sobre la filiación divina del rey (cf. pp. 211ss.). El hecho de que el pueblo tomara parte en la coronación del rey no tiene nada que ver con presuntas tradiciones del reino del norte (como sostenía, entre otros, A. Alt, Heimat, 1953, 263ss.), sino que era tanto una pretensión como incluso una práctica del grupo reformista en la época de Josías (cf. 2 Re 21,24; 23,30). 188. La observación de M. Weinfeld (Deuteronomy, 1972, 168s.) de que Dt 17,14ss. manifiesta una postura favorable a la monarquía, mientras que las limitaciones negativas deben considerarse exclusivamente como una crítica a Salomón, es totalmente insostenible. 189. Cf. Is 30,lss.; 31,lss.; y otros muchos pasajes. Cf. pp. 315s. Según U. Rütersworden (Gemeinschaft, 1987, 60), se trata de una adición. Pero, desde el punto de vista sintáctico, lo único que sobra es el v. 16b (por su construcción en plural). 190. Cf.pp.274s. •. ; / -•''•• 191. Cf. pp.219ss. '