Historia de la idea europea

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Lo

que europeo

puede se

llamarse espíritu ha formado y depurado

un viejo y agitado crisol. Es el sazonado fruto de un largo transen

currir histórico, con sus acontecimientos sangrientos o felices; tu-

multuosos maridajes o separaciorecónditas coincidencias o nes, imprevistos azares han ido jalonando su lento y constante emerger. Este libro nos cuenta esta larga y accidentada ruta que, desde antes de la «pax romana» a la época carolingia, desde ésta a los tiempos napoleónicos, y desde entonces a nosotros, parece llevarnos a una Europa sin fronteras. Bernard Voyenne, profesor y periodista, fervoroso adalid del pensamiento y la unidad europeos en una obra de una erudición y riqueza notables nos traza una verdadera historia de la política europea —y de los hombres que la han encarnado, de los ideólogos a los realistas, de los profetas a los políti-

constituye seguramente uno de los mejores ensayos históricos consagrados a Europa.

cosS—

que

traducción de J. Ignacio F. de la Reguera

revisión de Enrique 6

Bagué

figuras

editorial labor, s.a.

Bernard

Voyenne

historia de la idea europea

nueva

colección labor

Título de la obra original Histolre de l'ldée européenne Editada por Payot, París O) Editorial Labor, SA. Calabria 235-239 Barcelona 15 Depósito legal B. 30288-65 Número de registro 8131-65 Impreso por Printer Barcelona 232 02 15

Printed in Spain

Prefacio

La idea de Europa debe poco a la geografía: ha mejor, a la geografía servir a aquélla en determinados circunstancias. La idea,

es

decir, la razón suprema de

cumplido, tiempos y proceso la volun-

un

histórico, su principio y su fin, ¿dónde radican sino en tad, oscura o clarividente, tenaz o débil, libre o necesaria, de los hombres que la han concebido? La conciencia de los europeos. Obra ni de un día ni de mil años. Frecuentemente desaparecida.

siempre vuelta a nacer. Bien que no siempre bajo idénticas formas, ni igual dimensión. Con alternativas, por el contrario, de expansión y de contradicción, de generosidad y aridez, según el propio ritmo de la vida. Europa no tiene fronteras, pero sí una fisonomía, del todo inequívoca. No tememos añadir —a pesar del abuso que se ha hecho de esta imagen— que tiene un alma. Este es su tesoro inconguistable, y la fuente de su energía. Todo lo demás, apariencias y vestido. En absoluto accesorios sin embargo, ni indiferentes. Por vestido entendemos su carne y por apariencia su mismo ser. No Pero

existe

idea si

encarnada

realidad, la que trasciende, y de la que, por tanto, no puede prescindir. Inversamente, es algo inmanente al dato real, se desprende de él, lentamente, como el

una

fruto de

no

es

en

una

la semilla.

Esta dialéctica preside las misteriosas nupcias del pensamiento y la acción que han engendrado nuestra civilización. Una civilización es aquello que tiene conciencia de existir como un todo distinto. Y esta conciencia es una cultura. Europa es esto, ¿pero cabe imaginar cosa mayor? En esta perspectiva, cual5

quier miserable discusión sobre cuestión de límites hace sonretr. Europa es así para quien la quiera tomar así. Se la descubre, toda entera, en la comunidad panhelénica, minúscula y genial. Está en el mundo romano, por más que se extienda por Africa y el sur de Asia. Se halla —sobre todo— en el cristianismo que, sin embargo, carece de patria. Europa ha surgido de una ciudad, o de dos. Aún hoy, no subsiste, no existe, más que en el grado de libertad y de humanidad que reina en la menor de muestras ciudades. Pero esta Europa no se detendrá más que ante los mismos límites del

siglos, ha vivido en un feliz engaño, Decir Europa creíalo equivalente a decir mundo, o, al menos, mundo humanizado: Romanidad o cristiandad, el concepto es el mismo. Mahoma, despues Colón, la despertaron de este sueño. Descubrirá la diferencia; se endurecerá tal vez. Pero la pasión de lo universal no la abandonará jamás; no cesará de legiferar para el mundo entero. El tema que nos hemos atrevido a abordar en estas páginas es, pues, ambiguo. Pero es precisamente esta ambigiiedad la que, haciendo nuestro cometido hijo del azar, puede prestarle, en el mejor de los casos, interés. Primeramente era preciso exponer las

planeta.

Durante

tentativas que han venido sucediéndose, durante más de veinte siglos, hasta conseguir hacer de Europa una unidad. El deseo de hegemonía constituye, casi siempre, su motivación y el malogro de estas

mejor demostración de que una Europa monolítica es imposible, Después, debemos enumerar los puntos de vista, a veces curiosos, a veces peligrosos, a veces proféticos, de las ideologías que han elaborado proyectos de unión, y han intentado racionalizar la vida en común. La importancia práctica de buen número de ellos podrá parecer despreciable. Que nadie se engañe sin embargo. «Si se considera —escribe Henry Moisset— estos proyectos con advertencia a su fecha, a su número, a su diversidad, sus relaciones, su continuidad y sus características fundamentales, son, en realidad, menos obra de soñadores aislados que de intérpretes inspirados en el deseo colectivo en distintas épocas. Bajo este punto de vista, parecen como súplicas de la masa anónima, ciertas como voces públicas (...); llamadas precisas todos ellos, en su confusa amplitud o su estricto rigor, a un poder, investido en prestigio, capaz de comprenderlas»'. Esta es también nuestra impresión. A fin de hacerla compartir mejor, nos hemos esforzado en citar, como contrapunto de los proyectos y juicios, los hechos que los motivan, los explican o tentativas

es

la

Introducción de La Guerre et P. J. Proudhon. París, Riviére, 1927, 1

la Paix

en

las

Oeuvres

compléetes

de

los contradicen. Así, una reducida evidentemente a

especie sus

política de Europa, generales, pero tal vez

de historia

estructuras

liberada de los prejuicios nacionalistas de que adolecen ordinariamente las historias, se ha derivado, como de sí misma, de nuestra narración. Podrá leerse como de rechazo. Finalmente deberá aparecer una última dimensión para dar perspectiva a nuestro estudio. Este relieve —o, si se prefiere otra la esencia misma de nuestro intento, y, por tanto, lo que resultaba más difícil de conseguir: la historia de la conciencia europea. Cómo nace y se desarrolla el contenido real, intelectual y afectivo que en cada época los hom-

imagen,

este elemento

sinfónico—

es

bres —y qué hombres— dan a este nombre de Europa. El orgullo o la ambición, el desprecio o el disgusto, la angustia o el ensueño que han habido, y que hay aún, en pensarse y decirse europeo: lo que habríamos querido expresar. Es evidente que, en este terreno, de indefinidas derivaciones, apenas si habremos sobrepasado el umbral. Nos cabrá, cuanto mehe

aquí

nos, el honor de haberlo

franqueado.

hemos concedido mayor espacio a las realizaciones contemporáneas que a tal o cual proyecto más o menos utópico del pasado. Nos hemos mantenido en nuestro propósito,

Conscientemente,

no

guardándonos de preterir, por el momento, tan excelentes fuentes y de anticipar el porvenir. Por lo demás, los vestigios de organización que dibujan la «pre-Europa», aquella en que vivimos en la hora actual, resultan tan diversos, tan complejos, tan mutables y tan amenazados, que no podían ser tratados convenientemente más que a precio de algunas páginas suplementarias. Por otra parte, apenas si entraban dentro de los objetivos del presente trabajo, no atención

dimensiones, sino también por razón de su naturaleza misma. Una cosa es la historia, que se limita a registrar lo que ya está hecho, y otra cosa es la actualidad, que

solamente

en

a

sus

está realizando. Seguimos día a día las fases del lento e incierto nacer de Europa, prometedoras, decepcionantes, irritantes, se

periódicos. De esta vida confusa, dibujan ya las grandes líneas de lo que

en

los

mañana. Pero

a

nuestro

ha de

ser

alrededor,

se

la historia de

hallamos demasiado vinculados a estas realizaciones para poderlas describir, si no es en estudios especializados y de carácter técnico. nos

En el interior incluso del cuadro que nos hemos trazado es del todo cierto que hemos multiplicado los olvidos, intencionados o no. Consignar, aunque hubiera sido con una sola palabra, todo cuan7

to

hubiera merecido que así-se hiciera,

que habría entraamasar hechos hemos

creemos

provecho. Más que intentado ver las perspectivas 0, más exactamente, nos hemos contentado con subrayar aquéllas que nos han sido sugeridas por el producirse mismo de los hechos. Por más que parezca poco sisñado

confusión

sin

cierto que contiene las constantes europeas, es decir, los problemas que se plantean periódicamente a todos los europeos en términos si no parecidos, al menos análogos, y las respuestas —felices o desafortunadas— a los mismos,

temático,

es

Tras la toma de conciencia de estos problemas, tras la reflexión sobre estas respuestas y el intento de ajustar lo mejor po-

aquellas, ha surgido, a través de los siglos, la idea europea. Europa vive hoy idéntica conciencia y con ella, mañana, triunfará.

sible éstas

a

Indice de materias

PREFACIO

Primera parte

La

Europa ecuménica

INTRODUCCIÓN Fruto de Asia El nombre del misterio Continente del agua Continente del espíritu EL MUNDO GRIEGO 1. La

Europa en germen comunidad panhelénica

Nacimiento del universalismo 2. LA PAZ ROMANA El mundo unificado El nacionalismo imperial Victoria del universalismo Contradicciones de la idea de imperio 3. EL ENSAYO DE RESTAURACIÓN CAROLINGIA La gran noche Los aventureros providenciales El nuevo imperio El Sacro-Imperio 4.

La

REALIZACIÓN la cristiandad? de los poderes

CRISTIANDAD COMO VOLUNTAD Y COMO

¿Qué es Separación

5.

LAICIZACIÓN

DE LA CRISTIANDAD Y

La paz cristiana RENACIMIENTO DE EUROPA

Pierre

Dubois,

El gran giro el precursor

Las ideas de Pierre Dubois El proyecto de Dubois Influencia de Dubois El proyecto de Podiebrad

La respuesta de Luis XI Absolutismo y cosmopolitismo

Segunda parte

La

59 60 6l 62 63

64

EL

NUEVO UNIVERSO

69

Renacimiento y Reforma La Europa herética El imperialismo de la razón

69

La aventura europea La Europa horizontal

70 7 7 73

UNIVERSALIDAD

75

de los soberanos

75

Constitución del derecho de gentes Crucé y pacifismo activo

76 78

El proyecto de Crucé El Gran Plan de Enrique IV La cristianísima República

79

2.

LA

EXIGENCIA DE

La

Europa

El cristianisimo El

3.

Consejo

equilibrio

europeo El proyecto de William Penn HACIA UN CATOLICISMO RACIONAL

Crisis de conciencia Los europeos superados Leibnitz y la organización cristiana del mundo La paz perpetua según el abate de Saint-Pierre Las críticas de J. J. Rouseau

Voltaire y

Montesquieu europeístas Bentham, hombre práctico

¿SOBERANÍA

58

Europa cosmopolita

1.

4.

52 57 57

SOBERANÍAS? Una revolución europea Los Estados-naciones El nuevo emperador Kant y la soberanía del derecho En los albores del siglo xIX

DEL DERECHO O DERECHO DE LAS

80 81 83 83 87 91 91 92 92 95 97 99 101 103 103 104 105 108

110

Tercera parte

La

Europa de las nacionalidades 1.

Los

SOBERANOS Y LOS PUEBLOS

Caída de un hombre La Santa Alianza El directorio europeo Saint-Simon o la nueva Europa El plan de Saint-Simon La posteridad de Saint-Simon 2. ROMANTICISMO Y NACIONALIDADES y los pueblos Contradicciones unitarias Mazzini o el sueño imposible La

primavera

Republicanos

y socialistas Contribución de los poetas

La gran 3.

PROUDHON

Y

esperanza de 1848 Napoleón el menor LA

IDEA

FEDERALISTA

Clarividencia de Proudhon El individuo y el Estado O todo o nada Proudhon y las nacionalidades El edificio federalista Proudhon y Europa Influencia de Proudhon 4. EL DERIVATIVO INTERNACIONALISTA Permanencia del cosmopolitismo La paz por los negocios El internacionalismo obrero Marx y Europa

El federalismo de Constantin Frantz El europeismo después de 1870

Europa dividida y el arbitraje El Congreso de Ciencias Políticas Liquidación de la paz de hierro

La

Cuarta parte

Europa

en

115 115 116 118 119 121 124 127 127 128 129 130 132

133

135 137 137 138 139 139 141 143 144 147 147 148 149 151 154 155 157 158 160

marcha

1. DESPUÉS DEL DESASTRE La Conferencia de la Paz La Sociedad de Naciones Renacimiento de la idea europea

165 165 168 170

2. La

¿EUROPA

DE GRADO O A LA FUERZA

Propagación de la idea proposición de Arístides Briand Resultado de la proposición La idea

pesar de todo Hitler, Carlomagno de la Nada La Europa de la esperanza avanza a

3. UNIRSE O PERECER La hora de la elección La respuesta de Europa Los movimientos europeos El Congreso de La Haya Constitución del movimiento europeo El Consejo de Europa Actuación del Consejo de Europa Misión de los movimientos 4. LA BATALLA DE LOS FEDERADORES La Comunidad del Carbón y del Acero El proyecto de comunidad política Malogro de la Comunidad de Defensa Los acuerdos de Londres y de París El «nuevo lanzamiento» de Mesina El mercado Común y la Euratom 5. A LA ESPERA DE LA EUROPA DE LOS PUEBLOS Las iniciativas europeas del general De Gaulle La comisión Fouchet La participación de Gran Bretaña La Europa agricola Un último paso: La Europa política

Antagonismos

europeos

La conciencia europea Unidad y diversidad Indice de nombres

173 173 174 176 177 179 180 183 183 185 185 187 188 189 190 192 195 195 198 200 205 207

209 215 215 219 221 224 228 231 232 233 235

Primera parte

La

Europa ecuménica

Introducción

Fruto de

Asia. — Europa

no

es

un

continente, ni por

sus

di-

mensiones ni por su estructura, ni incluso por su población. Es una vasta región, más o menos comparable a la India o a la China y

caracterizada que ellas. Los límites que la separan de Asia son tan arbitrarios y tan inciertos, que Herodoto se preguntaba ya cuál había sido su fundamento y a qué antiguedad debía remitirse menos

qué ocasión la tierra, siendo una, ha recibido tres denominaciones distintas, deducidas de nombre de mujer, y se han fijado entre sus partes, como líneas de demarcación, el Nilo, río de Egipto, y el Fasis de la Cólquida ( que otros llaman el Tánais, río del país de los Meotes en los estrechos cimerios); por otra parte, saber los nombres de los que trazaron estas demarcaciones, ni de dónde han sacado las denominaciones de las partes (...). Sobre Europa, al igual que nadie su

origen:

sabe si

se

tinieblas el

«No

en

encuentra toda ella rodeada de agua, permanece entre

origen de digamos

que Europe ; habría menos

puedo (...) explicarme

nombre y el de aquel que se lo impuso, a que el país recibió su nombre de la tiria

su

sido, en este caso, con anterioridad, anónima, como las demás partes del mundo. Pero es cierto que esta Europe es originaria de Asia, y que no acudió jamás a este país que los grie-

gos llaman actualmente Europa; fue solamente de Fenicia a Grecia y de Creta a la Licia. Ya basta con lo dicho; porque, en esta materia, seguiremos el uso consagrado»'. Esta declaración de ignorancia, esta sonriente sabiduría, conservan un valor de actuali'

Herodoto, Historias, IV, 45. 15

dad aun hoy en día, y, sobre aquello que pueda definirnos Europa debemos admitir que no sabemos mucho más que el antiguo historiador. Es, por tanto, forzoso que nos contentemos con algunos datos elementales. Geográficamente, apenas el istmo que separa el mar Caspio del

Blanco, reduciéndose

extensión de 2 080 kilómetros, individualiza una península. Por lo demás, las transiciones son insensibles y las oposiciones poco marcadas. De la gran llanura central y septentrional, obierta a la estepa, a los cerrados diques del «fimar

a una

nisterre» occidental, se pasa progresivamente por estos países marinos que forman el centro vital de Europa y que constituyen, por tanto, su extremo orillo. Por eso la presencia de Oriente

influyó

tiempo, simultáneamente como una llamada y una amenaza. Contra esta pujanza masiva de Asia, Europa se dispondrá como en oposición. Nacida en la axila, allí donde la rama se separa del tronco, una civilización de orígenes fuertemente orientales se desarrollará, se dibujará a lo largo de las costas y de los cursos fluviales, para desprenderse, al fin, como un fruto en sazón. El Mundo Antiguo —cuyo ombligo está situado en algún lugar en el orto-centro del Mediterraneo, del Caspio y del golfo Pérsico— habrá acodado un nuevo brote, cuya frágil infancia en nada dejaba prever un brillante porvenir. durante tanto

El nombre del misterio. Así, esta región donde debía radicar «la metrópoli del género humano»? no fue al principio más que una portada, incluso ésta mal conocida, tras la cual no había —

más que el misterio de un «gran Norte» —los pueblos «hyperbóreos» de los griegos— y el límite del universo. Estos pocos arpendes de tierras húmedas eran tan preteridos que no se tomaba

incluso ni la molestia de nombrarlos. parece desconocido para Homero. El poeta Hesíodo, en el verso 357 de su Teogonía, nos ofrece la cita más antigua. Aún no es más que el nombre: Europa designa allí una de las tres mil Oceánidas, ninfas del mar, hijas del Océano y de Tetis. ¿Cuál es su legendario parentesco con la hija de Posei-

El nombre de

Europa

dón, princesa de Tiro

en

Fenicia, de la que el alejandrino Moschos

narrará por primera vez el idilio? Lo ignoramos. Esta radiante joven, de ojos claros y piel blanca, es raptada por Zeus bajo forma de un toro blanco. De sus amores surgió la primera dinastía cretense que fue, en efecto, la cuna de nuestra civilización. El mito nos

*

16

La

expresión

es

de Mantelle

en

su

Géographie universelle. París, 1816.

¿Nos esclarecerá algo más la etimología? Apenas. Esta ciencia conjetural lo resulta aquí particularmente. Se ha querido ver, primeramente, en europe una forma derivada de la palabra semítica oreb o creb que significa «poniente», «noche» (como aparece en la palabra mogreb). Después, se ha sugerido la palabra opía, la tierra, indicando que Sófocles y Eurípides dicen Europia. Hoy se prefiere referir el nombre de Europa al epíteto homérico de Zeus: euruope (de eurus: amplio, y ops: «el que ve a lo lejos». Contentémonos con señalar que, soojo) bre todo, aparece alrededor de la idea de lo lejano, de secreto al fin penetrado. Es sorprendente que este nombre, misterioso en sí mismo, de «país de misterio», se haya dado a aquel lugar de donde surgirán los hombres más ávidos de claridad que jamás es

hermoso pero

oscuro.

=

hayan existido, Continente del agua. Dejemos, por tanto, los indicios desconcertantes, perdidos en la oscuridad de las leyendas, para intentar leer los datos ciertos inscritos en su suelo. Por más que Europa —

efectivamente, un continente reográfico, esto no significa, en absoluto, que la geografía no lo nayr. modelado, definido, y, en gran medida, determinado. Aquí aparece una certeza: Europa es el con-

no

es,

tinente del agua. El agua, que es la madre de las civilizaciones, lo es, por antonomasia, de la civilización europea. Es un hecho, y algo más, un símbolo. El primer filósofo europeo —y tal vez el primer

federalista, puesto que Herodoto nos refiere (1, 170) que había elaborado para los jonios un proyecto de Estado federativo— Tales de Mileto hacía del agua la causa primera del universo: «Todo es agua —decía—, todo proviene del agua». Opinión metafísica discutible que traducía la eminente realidad física de Europa. Esta península tortuosa, ramificada hasta el infinito, es, en efecto, el lugar más bañado que existe en el mundo: un kilómetro de costa por doscientos ochenta y nueve: k:lómetros cuadrados de tierras. Por todas partes se insinúa el agva, refluye en largos estuarios o en fiords, rodea islas o islotes litorales. Ninguna distancia del excede

mucho los mil

kilómetros, y la mayor parte más pequeñas (Suiza, país que es tenido por continental, se mar

en

son en-

de seiscientos kilómetros del océano y a trescientos del Adriático). Europa ha nacido y crecido alrededor de un mar; se ha extendido bordeando un océano. Pero el agua no cuentra

a

menos

periférica únicamente. Del «castillo de agua de Europa» que delimita el triángulo Berna-Stuttgart-Saintz Moritz parten tres grandes avenidas líquidas que fueron, y continúan siendo, los ejes es en

ella

17

de la circulación en Occidente. Entre las mallas de esta red primitiva se desarrolla un sistema fluvial que dispensa armoniosamente agua por todas partes, se ramifica en extensos valles, comunicantes entre

sí,

extiende y alcanza el largos deltas. se

mar

en

poderosas des-

embocaduras o Este cuerpo maravilloso, regado por mil arterias, arteriolas y vasos, recibe generalmente del cielo humedad abundante que hace germinar sus campos y dulcifica su clima, Una temperatura moderada, que la latitud no consigue —ni con mucho— explicar, permite a la naturaleza una rica vegetación y concede a los homhumor amable. Herodoto señala ya (VII, 5) que Europa es la más hermosa de las tierras, cubierta de todo género de árboles frutales, presa tentadora, en efecto, para el mayor de los reyes. Por último, también el agua, erosionando, puliendo, esculpiendo un suelo muy viejo y, por tanto, rejuvenecido, ha dado a nuestra

bres

un

vario y armonioso relieve. Crea las regiones, celosamente autónomas, pero a las que, a la vez, une con generosas aberturas y amplios paseos. Los ríos no son tanto «fronteras naturales» como vías de comunicación; ni incluso las montañas han podido resistir tierra

su

la fuerza

apaciguadora

y comunicante del agua. Europa es la tierra de los intercambios fecundantes, pero también la de las ba-

a

tallas que

«templan»

y virilizan.

Así, pues, un país excepcionalmente espíritu. favorable ha proporcionado al hombre blanco una ocasión, a decir verdad, única. Pero si Europa se halla prefigurada en tan felices condiciones, no ha sido realizada más que por equéllos que han sabido aprovecharlas. Es la historia la que ha dado a esta tierra, entre las mil facetas posibles, su aspecto definitivo. Europa no es un continente por su configuración. Tampoco lo es por el medio marino en que se sumerge y resurge. Es únicamente Europa por Continente del



voluntad común de cuantos viven en ella, por una común vocación. El humanismo en expansión de Grecia: el legalismo e imperialismo romanos, el universalismo cristiano: éstos son los una

explosivos que, literalmente, han constituido Europa. «¿No será Europa el continente del espíritu?», se pregunta el historiador suizo Gonzaga de Reynold al principio de un hermoso libro*. Plantear la cuestión es, simultáneamente, responder a ella. Europa, a fin de cuentas, es una idea o, si se prefiere, una conciencia. En

factores

Formation de l'Europe, tomo I: Librairie de l'Université, 1941. *

18

La

Qu'est-ce que l'Europe? Friburg,

el Espíritu, soplando sobre las aguas, ha hecho nacer a Europa. El más humano de los continentes no lo es más que por sobrepasar lo humano. El hombre europeo no se define ni por la raza ni por la lengua. La raza es una palabra que carece aquí de sentido, aquí donde los más sorprendentes entrecruzamientos de pueblos se inician anteriormente a toda memoria, y no cesan de producirse. ¿Resulel

principio

existía el

agua,

y

tado? Que los mongoles habitan el valle del Danubio, los germanos Italia del Norte e Inglaterra, los africanos España, mientras que los escandinavos fundaron el Estado ruso y el de las Dos Sicilias. Por cuanto se refiere a la lengua, si bien es relativamente más homogénea, y atestigua la existencia de algunos reinos primitivos que emprendieron la conquista del continente, aparece dividida en dos grupos irreductibles (indo-europeo y fino-ugrés), sin mencionar las infiltraciones semíticas y otras extrañas salvedades. Sobre

ha diversificado hasta el infinito. No, el mapamundi no define a Europa, ni la raza, ni la lengua al europeo. Lo que explica al europeo es cierta fiebre espiritual, una pasión por la aventura y la organización, una curiosidad, una inquietud. Una llamada,

todo,

se

surgida sus

profundidades ignotas no ha cesado nunca de oídos, conduciéndole a milagrosos descubrimientos y, de

solicitar a

veces,

locuras que le han llevado a las puertas de la destrucción. El hombre europeo de Ulises, solicitado alternativamente por la perdición y la salvación, sucesivamente rebelde y sumiso, fiel y a

alegre, nado

sucumbiendo

en

sus

a

la

menor

seducción

con

todo, obsti-

firmeza la nave del ser el olvidadizo Ulises y la Penélope

intentos, conduciendo

entre las aguas del acaecer, es

y,

con

que le espera.

La diversidad, el abigarramiento incluso, se leen en el suelo europeo. No se conseguirá hacerlas desaparecer, en provecho de cualquiera unificación arbitraria. Pero la unidad, la unidad viva y

cálida, reside

espíritu, sólo allí. Y, sin duda, el espíritu no se alcanza al primer intento. La incesante, la insaciable persecución de su unidad de vocación a través de las dolorosas fragmentaciones de su destino: ésta es la historia de Europa. Terribles embates de dispersión y de odio, alternan con hitos de equilibrio triunfal. Su historia no ha sido escrita por santos: la codicia, la venganza, la divagación, son más

en

numerosos

Pero

el

que el puro

amor.

siempre han surgido aquellos hombres

que, con ennoblecida mirada a las veces, han visto más allá que los demás. Estos hombres han formado la conciencia europea, porque se hallaban

más allá —para el bien y a veces para el mal—. La conciencia es precisamente lo que está «más allá». La historia que intentamos trazar a grandes rasgos, en las páginas siguientes, es la de estos europeos de vanguardia; la historia de esta «idea europea» sin la que la tiría, 0, al menos, carecería de sentido.

palabra Europa

no

exis-

1 El mundo griego

germen. — Así como

miniatura, pero de manera acabada, el árbol inmenso que contiene, Grehace veinticinco cia cumplida figura de Europa a la

Europa

en

la

planta reproduce

en

siglos,

fue,

atento que su origen. Aquí, como en otros terrenos, el estudio del microcosmos permite comprender el conjunto. Las caracterísvez

ticas, incluso, de Grecia

son

ya las de

Europa: dentada península,

bañada abundantemente por un mar maternal, dividida en multitud de valles y llanuras autónomas pero, por lo mismo, vinculadas

puebla una raza compuesta: mediterráneos, bajos y morenos; nórdicos indo-europeos, más altos, más fuertes, de piel clara y dorados cabellos: el autóctono y el conquistador. Intimamente mezclados, son, sin embargo, generadores de una dualidad

entre sí. Los

fundamental, fuente, ella misma, de contrastes, de vitalidad y de invención. Por una parte, un carácter sedentario, más antiguo, más estable, más religioso; por otra el genio crítico, mercader, colonizador e incluso un poco pirata. Esta oposición esclarece, sin duda, si no basta para explicarlo, el «milagro griego», como explicará

día el

milagro europeo. carácter apolíneo es razonable:

un

ocupar el suelo, a hacerle rendir los recursos que contiene; es, en el arte, forma y medida, equilibrio soberano; en la política, culto de la ley y amor El

a

la

justicia.

El carácter dionisíaco

es

induce

a

razonador, soñador incluso;

movimiento e insubordinación; es la espontaneidad creadora que da a la forma significación siempre renovada; es la rebe-

es

lión que combate,

en

anquilosado. Antígona

nombre de

una

justicia superior,

contra Creón. Por

un

un

orden

lado la llamada, por 21

respuesta; aquí, la estabilidad centrípeta, la dulzura del hogar, la calma de la ciudad; allá, la agitación centrífuga, la avenotro la

tura

próxima

o

lejana.

Veamos

en

acción

a

estos dos caracteres

contradictorios: mientras que uno organiza pacientemente la vida común y alcanza, al punto, cierta perfección cívica, el otro se lanza allende los mares, al descubrimiento del mundo. Atenas es, sin Grecia municipal,

discusión, el símbolo y la obra

arraigada:

basta

con

maestra de la

pronunciar los nombres esplendor. Pero, es de la

de Solón y de Pericles para evocar su Focia, edificada sobre la costa oeste del Asia

Menor, al

norte de

Mileto, y, también, de las islas del Egeo, de Micenas y de Tarso que parten aquellos marinos que, tomando probablemente su arte de los semitas fenicios, van a colonizar la Magna Grecia y a fundar Massilia. De allí, en el siglo 1v a. de J. C., Piteas, viajero osado que ha sido tenido durante mucho se

lanza

a una

tiempo segunda, después a una

personaje legendario, tercera etapa, franquea las

como

Hércules y va hasta Escocia, Escandinavia y Pomerania. Este dominio, del que su espíritu iba a tomar posesión para columnas

de

fecundarlo, parece que, desde un principio, los griegos hayan querido circunscribirlo con un gesto inmenso. La comunidad panhelénica. — Expansiva pero particularista, Grecia, como la Europa que ya aquí prefigura, tendía a la federación. La diversidad de su suelo, el grado de madurez de sus ciu-

dades, el individualismo y el carácter de sus ciudadanos, impedían una centralización sofocante. Pero, por el contrario, la mediocridad de las fuerzas que la componían, la ambición legítima que autorizaba su superioridad intelectual, y, sobre todo, la amenaza siempre en ciernes de Oriente, le recomendaban la unión. Parece que el profundo parentesco étnico, lingiístico, religioso, de los helenos y la conciencia más o menos confusa que tenían de la similitud de

orígenes, debían facilitarles grandemente el camino de la unión. Muy pronto, en efecto, parece manifiesto que se adelantaron en él. Cuando los griegos hubieron descubierto que honraban a dioses de los cultos comunes, pudieron librarse de la estrechez infecunda Desde políades y acceder a la idea, o al sueño, de una comunidad. entonces, la religión no fue más aquel principio cerrado que convertía a los hombres, para siempre, en extranjeros entre ellos mismos, sino mejor el «ligamen» que los unía y su patrimonio indiviso, fruto de un destino común. Con los juegos, que vendrán acompañados, a partir del siglo 1v, de la tregua religiosa, interrumpiendo todas las discordias intestinas, las anfictionías fueron las celebrasus

22

través de las que

manifestaba esta alianza principio regionales vinieron a ser pronto generales, reuniendo, en determinados altos lugares, las teorías mandadas por todas las ciudades, bajo la égida de Zeus Panhelénico. La historia de las anfictionías es del todo conocida. Anfictión, nieto de Prometeo, las estableció probablemente. Doce pueblos, los más antiguos, enviaron cada uno dos diputados: uno se llamaba el hierómneron y el otro el filágoras. La reunión se realizaba, de preferencia, en Delfos, en el templo de Apolo, o en el de Ceres, próximo a las Termópilas. Parece que la asamblea plenaria no se congregaba más que excepcionalmente, mientras que un consejo permanente celebraba regularmente dos sesiones por año. La misión esencial de las anfictionías era asegurar la libertad y la integridad del culto, protegiendo los vínculos sagrados y afirmando la supremacía efectiva del vínculo religioso sobre las rivalidades tribales. Se había intentado, al menos en principio, pasar de este culto común a una organización de orden político, y este es, sin duda, el sentido de esta súplica de Aristófanes a sus contemporáciones comunes, sagrada. En un

neos:

a

«Vosotros, que

en

Olimpia,

en

se

las

y en Delfos, desmembréis a

Termópilas

rocidis los altares con la misma agua lustral, no Grecia con vuestras querellas, antes bien, unios contra los bárbaros»!. Al instalar sobre la Acrópolis el tesoro de la Confederación de Delfos, Pericles fundó la Hélade. Las anfictionías vinieron a ser, poco a poco, las «guardianas del derecho nacional helénico» y se esforzaron en evitar, mediante un arbitraje, la guerra entre las ciudades confederadas o, por lo menos, en humanizarla. Se discute aún si las anfictionías disponían de sanciones contra los

recalcitrantes y el medio de hacerlas aplicar. Algunos pretenden que el declarar fuera de la ley, e incluso la guerra santa, eran atributos del Consejo de los anfictiones, pero no hay ningún de que hayan hecho uso de ellos, fuera de en aquellos cometidos puramente religiosos. Es cierto, en todo caso, que el paso de un sistema al otro, que nos parece tan natural, como

ejemplo

Aristófanes y a los espíritus esclarecidos, no se produjo más que desafortunada y tardíamente. Cuando el poder de la religión era grande, se manifestaba únicamente en términos de un ritualismo estrecho; y, cuando la religión se debilitó, fue poco menos que impotente para dominar las pasiones. El drama está en que la sabiduría, del todo humana, que

aparecía

a

le sucedió,

1

se

Lisístrata,

reveló

v.

igualmente incapaz,

y tal

vez

indeseosa, de

1130, sigs. 23

producirse quienes la

términos de

en

fe

eficiencia, uniendo espiritualmente

a

integrado más que insuficientemente, Ni los peligros exteriores, acompañados de más trágicas ruinas, ni la lucidez de algunos hombres de Estado hicieron más. Ciertamente, las invasiones persas provocaron la formación de ligas defensivas cuya eficacia fue evidente. Pero no llegaron a alcanzar siquiera el estado confederativo, y se unieron para desunirse después, al dictado de los acontecimientos: provocadas por el miedo, no

había

los éxitos y se tambaleaban ante los infortunios. Faltaba un federador, Atenas estaba señalada para esta misión, por su grandeza espiritual y por el genio de sus mejores jefes. Temístocles, Arístides y Pericles lograron, al menos parcialmente, lo que habría podido ser el retoño de una Grecia unida pero no dominada. La pertinaz inhibición de Esparta y también las ambiciono

sobrevivían

a

hegemónicas de los atenienses decidieron de otra suerte. Separados por odios implacables, debilitados por luchas de clases que brindaban al extranjero ocasiones insospechadas, las ciudades helénicas se condenaron a recibir de una monarquía, dominada por nes

sueño

oriental, la lección que

habían sabido darse a sí mismos. Filipo, después Alejandro, realizaron por la fuerza lo que la libertad había torpemente apuntado. Pero la conquista, por sí misma, no aportó la paz. El federador macedonio debía ser la última esperanza o el inicio de la sabiduría. Y no fue ni una cosa ni otra y los griegos rehusaron estar unidos bajo él, así como lo habían hecho al luchar contra él. El suicidio de Isócrates, como las un

exhortaciones

desesperadas

no

de Demóstenes

son

violentos testimo|

nios de ello. Nacimiento del universalismo.



Este

pueblo

que reveló la más el universalismo fue, sin

trágica incapacidad para poner en práctica embargo, su inventor. Era, tal vez, demasiado inteligente para poder ejecutar lo que concibiera. Lo sorprendente es que haya legado a los siglos, a la vez, el mejor ejemplo de faltas a evitar y la más alta imagen, humanamente concebible, de la dirección a seguir. De obstante, alcanzar la subliregión del espíritu unificado. Sus últimas curiosidades, las

hecho, por me

sus

divisiones, ha sabido,

no

griego al hombre. La civilización que él ha edificado ha sido la primera en concebir la autonomía de la razón. La filosofía, la ciencia y el arte son productos de esta revolución, y también la política, que procede de las tres. No es que no haya habido en otros lugares un conocimiento de la belleza y del derecho, sino que parece que allí solamente hayan sido cultivados y amados por sí reserva

24

el

mismos. El griego ha sufrido pasión del hombre,

««maravilla

de las

maravillas», y distingue celosamente el imperio humano —que es la libertad— del de la fatalidad divina, o cósmica, que detesta, íntimamente, y que le horroriza. El dominio racional, que los han conocido mejor que cualquiera, es menguado, frágil; y ellos lo sabían, Y no ha havido, sin embargo, quien haya ejercitado mejor esta noble embriaguez, en la que el europeo, desde sus orígenes, ha hallado el máximo placer, Y nada mejor ha concurrido con medios deducidos de su propia naturaleza, a honrar al

griegos

hombre. No exageremos, sin embargo. Si bien llega a la razón griega el uso del raciocinio, aparece claro que su dominio se extiende más allá de lo que nosotros entendemos por razonable. Es aún mística el contrario, y atenta a ocultas claridades. ¿Habría podido, por entrever lo que debía aportar a la civilización la idea de un dios único? No es menos cierto que la sabiduría de los helenos, tan

sensible a los acuerdos y a la reciprocidad, ha sabido distinguir lo divino de lo humano, lo espiritual de lo temporal, lo público de lo privado. Un nuevo tipo, sorprendente, de civilización, ha germinado

en

la

pequeña península

teme delimitar las fronteras de lo

púrpura: aquel que no sagrado. Una nueva dimensión

azul y

espíritu ha encontrado, consecuentemente, en ello, una de sus leyes: la del conocimiento profano. Necesitará Europa casi veinte siglos para descubrir el sinnúmero de virtualidades explosivas —y también los indudables peligros— que se hallaban contenidos en esta caja de Pandora. del

Lo mismo que las anfictionías, y más o menos simultáneamente, la idea de un Dios universal nació con el declinar de los viejos cultos

políades.

No

sin

peligro, algunos genios

«modernos» propa-

garon, en un principio entre el círculo de iniciados, esta agitadora verdad. Estos últimos, r:ás que sus inventores, fueron, casi de

golpe, a las consecuencias extremas —una especie de racionalismo hipercrítico, diríamos nosotros— con esta alegría sistemática que acompaña con frecuencia a los descubridores. Es sabido cómo Sócrates, después de todo el mayor de los sofistas, restableció un equilibrio entre los derechos de la razón individual y las exigencias de la vida social. No fue por ello aliviado de la pena de muerte, confundido, como es de regla, con aquellos que él mismo había combatido; incluso más detestado que ellos por más moderado y,

ende, más peligroso. Platón y Aristóteles

instalan sólidamente más allá de esta brecha magistral, sobre una especie de plataforma, desde donde, profundizando cada cual por su lado, por

se

25

desembocan

poca distancia y levantan el edificio más prodigioso haya articulado la inteligencia humana. En seguida, a

jamás después de esta pausa clásica, la marcha hacia adelante es reemprendida. Los cínicos y los epicúreos, a la manera agresiva de los sofistas, después los estoicos, con más riguroso procedimiento, acaban por demoler el antiguo orden sociocrático. A una concepción espiritual de la divinidad responde en su pensamiento el surgir de una humanidad personalizada. Por un proceso que prefigura la revelación cristiana, precisamente bajo la idea de una paternidad que

universal establecen la fraternidad universal. «Zenón, en su tratado sobre el gobierno —escribe el Pseudo-Plutarco—, se ha propuesto mostrarnos que no somos habitantes de tal pueblo o

ciudad, separados unos de otros por un derecho particular y leyes exclusivas, si no que debemos ver, en todos los hombres, ciudadanos,

como

si todos nosotros

idéntica ciudad.» Había

perteneciéramos al mismo pueblo y a llegado al mundo antiguo el momento de

operar su transformación. Pertenecía a una ciudad fronteriza, cuya fortuna nunca había cesado de progresar según un movimiento del todo inverso al que había conducido a los griegos a la ruina terial y a la victoria moral, ser ejecutora nata de los grandes

masue-

de nuestra era, acababa Roma, con la conquista de la Heélade, la edificación de un imperio que la convertía ya en dominadora de todo el Mediterráneo. ños estoicos. En el

siglo

I antes

Fortune d'Alexandre, 1, página 422. 2

26

cf. Fustel

de Coulanges, Cité

antique, 20 ed.,

2 La paz

romana

El mundo unificado. — Si Grecia fue germen de Europa, se puede decir que el imperio romano ha sido su matriz. Según la hermosa imagen. de Péguy, dispuso el generoso lecho en el que debía acostarse el cristianismo. Pero

siempre en esta singular historia europea, conviene no tomar las palabras en sentido literal y material. Geográficamente, el imperio romano no se extendió por toda Europa: la separaba en dos partes, siguiendo los limes, aproximadamente por la línea Rin-Danubio. Más allá, encontrábanse las terrae ignotae y parece fuera de duda que esta aquí,

como

división habrá de influir sobre el desarrollo futuro de la historia. Sin embargo, lo esencial no reside tanto en el aspecto físico del mundo romano como en la idea romana que trasciende aquel y, hasta el presente, única vez, el mundo civilizado —la oecumene— se ha presentado, durante siglos, unida en

mucho. Por

primera

ley. Para quien piense detenidamente sobre esta paz romana, no le parecerá excesiva aquella «inmensa majestad» de la que hablaban Plinio el Viejo y otros muchos contemporáneos, que tuvieron conciencia de ella, incluso hasta el orgullo y la fabajo

una

misma

tuidad.

Toda la cuenca mediterránea, la Galia, la Germania, y la Gran Bretaña incluso, todo el viejo mundo occidental en fin, no formaban más que un amplio cuerpo homogéneo, obediente a los mandatos de una única cabeza. Durante largos siglos, y tal vez hasta nuestros días, Europa guardará el recuerdo, la nostalgia, de esta

unidad La

originaria. Europa de

la Edad

Media,

en

todo caso,

no

podrá apartar 27

su

aquélla. El mundo romano le había legado mucho más fronteras, su lengua, su cultura, su derecho, la embriagadora

vista de

que idea de

una

universal,

en

túnica sin costura, de una ciudad verdaderamente su proceder común en su espíritu, tanto en sus medios

el fin. Si bien el concepto de catolicidad desaparecerá pronto, al menos en sus formas más depuradas, la simple idea romana, no se podrá negar que es la romanidad quien la ha hecho posible, aportando el esqueleto y la carne. Así, cuanto dure la cristiandad, se verá rodeada por el deseo de resucitar el antiguo imperium y, hasta el siglo XvI, coronará con el nombre de «rey de los romanos» al que, contra toda oposición, querrá hacer su jefe temporal. Y tanto es así que el descubrimiento de nuevas tierras, más allá de los mares, provocará no sólo una revolución material, sino, además y sobre todo, una inquietud metafísica, una especie de escándalo, al que la cristiandad política, ya harto decrépita, no sobrevivirá. como en

El nacionalismo

A decir verdad, la paz «decretada» por Augusto no es más que la federación de un mundo libre. El principio romano es, en sí mismo, unitario, imperialista, centrali-

imperial.



zador y brutal. Es el «Tu regere imperio populos, Romane, memento» de Virgilio (Eneida, VI, 853). Y Proudhon dirá que «la Pax

fue la lúgubre paz de las tumbas»'. Es un hecho que, desde los tiempos más remotos, Roma ha fundado su carrera en el desprecio de la ley y del contrato, volviendo en su provecho la antigua federación albana de la que ella formaba parte. Y las legiones romanas que forjaron el imperio, no transportaban en sus desplazamientos ninguna idea liberadora, ni aun a la manera harto equívoca como lo hicieron los ejércitos de la República francesa. Aquéllas implantaban el orden, simplemente. En un mundo destrozado por las disensiones y el pillaje, el menor pretexto era bueno de gendarme rural. para Roma para hacer sentir su rudo puñetazo A cambio de una servidumbre —bien dulce para aquellos que «sabían comprender», bastante más dura para los recalcitrantes— prometía una protección de la que, a menudo, se felicitaba pero Romana

de la que, imbatible

lamentaba. Pero, sobre todo, Roma la mirada de aquellos que osaran amenazar, veces,

a a

mente poner

Incluso

!

28

en

se

duda,

a sus

su

hegemonía.

amigos más antiguos

Césarisme el Christianisme.

resultaba Unicao

y manifiestos el Senado

y

el

tenían costumbre de ofrecerles una asociación en pie de igualdad, aún menos una ayuda desinteresada. Estos son conceptos que parecen no haber tenido curso en el mundo antiguo, toda vez que, aún después, nunca han sido practicados más que de palabra. El viejo derecho quiritario es el más nacionalista que

Pueblo

romano no

casi absoluta. La estirpe de los señores es la de los ciudadanos romanos. Todo lo que no provenga de aquélla es un eneapenas si es considerado como humano. El extranjero migo, y ante todo este extranjero del interior llamado esclavo. Contra el hostes todo está permitido: «Adversus hostem aeterna auctoritas» de las XII Tablas). Sin embargo, en buena

existe: lo

es

de

manera

hora,

(Ley

una distinción intervino en favor de los latinos (en recuerdo, sin fueron duda, de las luchas y la fraternidad antiguas) que Si tidos a disfrutar de casi todos los derechos quiritarios. tal favor amplió el ámbito del nacionalismo romano, vino también

admiPero

a

reafirmar

su

carácter, más que

no

a

suprimirio.

Esta distinción teórica entre los ciudadanos y los hostes, entre los hombres libres y los esclavos, entre los que disfrutaban naturalmente de todos los derechos y los que no tenían ninguno, nunca fue abolida. No podía serlo más que por la revolución coper-

práctica (y después de todo, esto es lo que importa), fue progresivamente mejorada por distinciones y atenuaciones, por nuevas nociones que vinieron, sin suprimirlo, a transformar desde dentro el derecho quiritario hasta el punto nicana del cristianismo.

Pero,

en

la

de tornarlo irreconocible. Primeramente se conocen distintas clases de hostes: los bárbaros, que venían a ser el extranjero propiamente dicho, sin ningún derecho, y los peregrinos. Los peregrinos, miembros de los Estados

integrados al imperio, se dividían en dos categorías muy diferentes. Los peregrinos deditices, pertenecientes a las naciones vencidas por Roma después de una resistencia, no estaban mejor tratados que los hostes: la falta de docilidad de sus dirigentes era considerada como imperdonable. Pero los peregrinos sin más, ciudadanos de los países que los romanos llamaban socii o jederati (unidos por un tratado), conservaban sus propias instituciones y gozaban, en lo exterior, de un derecho especialmente elaborado para ellos, el jus gentium; un magistrado designado a este efecto, el pretor peregrinus, juzgaba sus causas, con toda equidad según parece. Además, la ciudadanía en su pleno ejercicio fue, poco a poco, concedida

ciudades no latinas que se habían distinguido especialmente en el servicio de la causa romana. Así, por una parte, la distinción entre quirites y hostes perdía su absoluto rigor, por a

29

otra

parte —y

esto es

esencial—

desaparecido en «parternalista», pero al

lista había

muy

carácter estrechamente nacionaprovecho de una noción ciertamente su

menos,

ágil

y relativamente humana.

Victoria del universalismo. — En los últimos años de la República, César, incorporando el continente al mundo romano, prefigura la Europa posterior y prepara así un porvenir que su genio no podía en absoluto imaginar. Pero, en el año 9, es detenido por los germanos en el bosque de Teotoburgo?. Augusto consuma su obra retrotrayendo hasta el Danubio los límites de la Europa romanizada. Entonces el Imperio alcanza su mayor extensión a la vez que adquiere su plena comprensión. Forma un conjunto inmenso y complejo, un auténtico sistema solar con planetas de pequeña, mediana y primera magnitud, satélites y asteroides, gravitan alrededor del centro inmóvil y majestuoso de la Ciudad Eterna. Se distingue —para emplear términos modernos más o menos equivalentes— las ciudades de plena soberanía, los dominios, los países asociados, los protectorados y las regiones anexas, todos disfrutando derechos muy distintos pero admitidos, al menos a grandes trazos, por la grandeza romana. En esta misma época, y bajo la influencia de la filosofía griega, Servio Sulpicio, maestro de Cicerón, extendió la noción de «derecho de gentes» al de «derecho natural». La idea progresará, en concierto con el progreso del estoicismo, del que es hija, conforme el imperio mismo se irá convirtiendo en más y más cosmopolita. Después, Séneca, mucho antes que Marco

Aurelio, podrá escribir: «El hombre debe mirar al mundo

como a

la común habitación del género humano; cuanto vemos es uno: nosotros somos miembros de un gran cuerpo; la sociedad es semejante a una bóveda que no se sostiene si no es por la agregaUn pensamiento muy romano, ciertación de todas sus

partes».

mente, pero también un pensamiento universal. De etapa en etapa, la idea humanista aportada por los griegos progresó en el interior de la latinidad, combinándose con una hábil

de asimilación. Por medios los más variados, el derecho de ciudadanía —esta nobleza por excelencia— fue concedido a todos aquellos que, por su lealtad y los servicios prestados, eran dignos. Después de algunos siglos de esta irresistible todos los notables del y un gran número de particulares

política

juzgados

asimilación,

imperio

En la selva de Teutoburgo, quiló las legiones romanas de Varo reinado de Augusto. 2

30

en en

Westfalia, el germano Arminio aniel año 9 antes de J. C., ya durante el

se

encontraron que habían cambiado de

condición,

se

puede decir

incluso que de naturaleza. No pertenecían más que físicamente a su ciudad: jurídicamente eran romanos, moralmente sentíanse ciudadanos del mundo. Entonces un decreto, firmado por Caracalla en el 212, concedió la ciudadanía a todos los hombres libres que habitaban el imperio, salvo a los peregrini dediticii. Pero esta revolución capital estaba ya prácticamente acabada cuando pasó a los textos jurídicos. No sorprendió a nadie, tan consecuente parecía. El único historiador que consigna este acontecimiento de primera magnitud, Dion Cassio, sólo lo indica de paso (LXVII, 9), y el motivo que da es de los más prosaicos. Si es preciso creerle, efectivamente, sólo se trataba de extender a los peregrinos el importe del vigésimo sobre las sucesiones y las franquicias, que no pagaban hasta entonces. Resultaría, por tanto, ser debida a medida fiscal la abolición de los últimos vestigios de la antigua ciudad; el mundo nuevo, ya enteramente constituido, ha recibido su partida de nacimiento oficial. Por sorprendentes que puedan parecer estas circunstancias, no son más que muy significativas de la profunda evolución que habíase obrado en las conciencias, los conceptos políticos y en todo el derecho. Entonces, ciertamente, la ciudad —Urbs— y el mundo —Orbis— no forma más que uno. La imagen majestuosa de un orden universal se revela a los ojos de los hombres ilustrados. En vísperas de la destrucción de Roma por los bárbaros, el poeta cristiano y galo Claudio Rutilio Numáciano la escribirá en dos una

versos

dignos

de

ser

esculpidos:

patriam diversis gentibus unam Urbem fecisti quod prius orgis erat 3.

Fecisti

El

imperio

está

la cima de

proceso. No va más que a declinar en adelante, replegándose sobre su propia grandeza y bajo los golpes recibidos de un mundo exterior del que había, hasta entonces, apenas si supuesto la existencia. El último toque, pero no el menor, que le falta recibir para llegar, en su orden, a la

perfección,

en

el cristianismo lo

su

aportará

en

seguida:

será la idea

—traducida por la abolición de la esclavitud— de que todos los hombres tienen un Padre común, están, por consiguiente, sometidos a idénticas leyes y llamados, según sus méritos, a iguales destinos. Con la duración de un rayo fugitivo, antes de las sombras, el imperio cristianizado podrá aparecer como la representación *

Itinerario de Roma, 63. 31

de la Ciudad de Dios. Eusebio de Cesarea así lo dice magníficamente en su Panegírico de Constantino. Así fue este inmenso edificio, sobre el que pueden formularse, terrestre

sin duda, muchas críticas, pero en el que debe reconocerse, sin embargo, que nunca ha pasado y también que jamás ha sido igualado. Contradicciones de la idea de imperio. lo hemos indicado, el Imperio romano no



si

Sin duda, era

como

ya

específicamente

considera solamente la materialidad de los europeo, menos hechos: más de la mitad de sus territorios eran asiáticos o africanos. Es claro, sin embargo, que ello interesa, a título propio, nuestros propósitos. No solamente porque su cabeza, como los se

más

importantes de sus miembros, fueron europeos; no solamente porque ha legado a la civilización occidental, con su cultura, una gran parte de sus principios de organización política y fue una etapa esencial en el itinerario del cristianismo. Sino también, y sobre todo, porque fue para Europa el modelo fascinante que guardará siempre en su recuerdo. El cuadro grandioso, y además estilizado, de este imperio ecuménico, no cesará en adelante de suscitar muchos recuerdos en los hombres de Iglesia y en los hombres de Estado. La religión católica verá en él, no sin exceso alguna vez, la forma predestinada de su organización temporal. Igualmente —en parte por razón del dominio ejercido sobre los espíritus por el catolicismo romano, por otra a causa del cometido cada día mayor desempeñado por la historicidad en las mentalidades occi-

dentales— la idea

imperial será en el transcurso de los siglos una constante privilegiada de la política europea. Cuando un jefe genial, o simplemente un aventurero de gran estilo, se levanta para imponer al desorden su voluntad de disciplina creadora o su brutal apetito de dominación, siempre veremos aparecer el esquema imperial. Carlomagno, Otón, Barbarroja, Carlos V, Napoleón e incluso Hitler son, con resultados e intenciones diferentes, los más ilustres jalones de esta especie de fatalidad del destino europeo. Además de la ilusión peligrosa que entraña el querer resucitar estructuras ya muertas, que no pueden corresponder al surgir

necesidades inéditas que siguen a ellas, esta preponderancia intelectual y afectiva ejercida por el tipo político romano entraña otra debilidad muy temible que interesa desde ahora subrayar. Por razón de las peculiaridades características del mundo antiguo, el Imperium no había constituido más de

nuevas

fuerzas y

a

que un factor de equilibrio muy insuficiente para la autonomía de las ciudades. En un principio el imperio se había, por la fuerza 32

las ciudades; después, en un que segundo tiempo, no había podido consolidar su autoridad a expensas de los particularismos locales. Además, el humanismo constituía la principal arma ideológica, concebía la estoico

misma de las cosas, superpuesto

a

más

que

unidad del género humano como una fusión en un todo homode géneo, realizándose contra el egoísmo municipal y no a partir él. El cristianismo, mucho más respetuoso de las solidaridades naturales, acudirá demasiado tarde a compensar esta tendencia. De estos diversos factores resulta la

rosa, que ha condenado

concentración cada día más rigu-

probablemente

a

desaparecer en próximo a los hom-

Roma

a

provecho de un sistema más rudo pero más bres, y esto cuando parecía triunfar en apariencia. El Imperium estaba aquejado de un vicio profundo. No podía reinar más que por la fuerza y sobre la pasividad. Era la hegemonía o nada. Dicho de otra forma, estaba condenado para desarrollarse, o incluso para hacer el vacío alrededor de él. Es

mantenerse,

a

génitamente Cuando,

totalitaria.

una

noción

con-

por el proceso normal de los acontecimientos, la insurrección de los intereses o la reacción de las conciencias, las células primarias reconquistarán sus derechos, no podrán hacerlo

detrimento. Su libesu muerte, por la misma razón de que aquél había hecho de su existencia el verdugo de sus libertades. Así se instaura en Europa, bajo los auspicios de la romanidad, una dialéctica que opone en un combate incesante y de victorias alterna-

más que contra el ración equivale a

imperium

edificado

en

su

tivas, los impulsos hechos inconciliables por el sistema monista que

pasado ha impuesto y del que el porvenir no sabrá liberarse. Una ley de doble frenesí parece regir estas rígidas y absolutas estructuras, precipitando sin cesar el centro de gravedad político y social hacia uno u otro de los extremos incompatibles: la unidad por vía de centralización, la libertad por vía de secesión. Al igual que el imperio no ha triunfado de la anarquía viviente de las antiguas ciudades más que destruyéndolas, así también, aunque bajo ángulos diametralmente opuestos, será la anarquía feudal la que ocupará el sitio del Imperio. Ciertamente, el cristianismo se esforzará en organizar la feudalidad con un espíritu muy diferente, capaz de conciliar la autonomía con la jerarquía, pero no conseguirá su cometido más que en breves momentos. Esta lucha creciente ocupará toda la Edad Media y es por el malogro de las tentativas de organización en el seno de la cristiandad que pueden producirse los acontecimientos de los tiempos modernos. ¿Se trata de la victoria definitiva del particularismo? De ningún modo, porque se ven los .nisinos combates

el

33

el interior de los Estados nacionales que, cada día más, tendrán tendencia a comportarse como imperios a menor escala. Conflictos idénticos enfrentarán, en la época contemporánea, los nuevos imperios a los nacionalismos periféricos. En fin, hasta que reconozcamos, después de innumerables guerras y conflictos planetarios, que es preciso —a riesgo de ver desaparecer la especie 0, en todo caso, determinada forma de civilización— organizar Europa y el mundo de una manera efectiva, renacerán idénticas oposiciones, las mismas incompatibilidades. En todas partes y siempre, en este sistema heredado del derecho romano, así como en los métodos simplificadores de la política romana, parece imposible encontrar un camino medio que asegure un equilibrio dinámico entre tendencias igualmente necesarias, evitando los extremos por igual ruinosos. He aquí, nos parece, de qué defecto va a adolecer la historia de Europa y más especialmente la historia de la unidad europea, para su desgracia y también para la nuestra. Falta que estuvo, desde un principio, envuelta en tanta majestad que no aparecía evidente, pero que los siglos revelaron cada día más dolorosamente. en

3 El ensayo de restauración

carolingia

Por ambiguos que hayan sido sus beneficios, La gran noche. astro de tal magnitud como el Imperio romano debía, al desaparecer, extender una profunda noche sobre Europa. La idea —

universalista, cida durante

particular, va a muchos siglos: Los en

progresivamente oscurefugitivos retornos que con-

resultar pocos

confirmarán su caducidad, en vez de infundir nuevas esperanzas. Si muchos guardan en su corazón el sueño del Imperium ecuménico, no están menos convencidos de que la debilidad de los hombres y el nuevo curso de los acontecimientos hacen imposible, durante mucho tiempo, su realización. Sin embargo, hay en todo ello buena parte de azar. Si la Iglesia de Roma hubiese encontrado, acabadas las persecuciones, un Imperio aún vigoroso, la cristiandad se habría realizado tal vez algunos siglos antes y con una armadura mucho más sólida. No solamente la idea cristiana no contradecía la idea imperial en sus aspectos universalistas, sino que llevaba en sí fuerzas capaces de regenerarla. Hacia el año 300, la distinción entre los dos poderes comienza a elaborarse, Una vez admitido este punto esencial, los Padres de la Iglesia estaban dispuestos a sostener el imperio con toda su autoridad, que era grande, siempre que aquél garantizara la religión. No separaron, en general, la unión temporal de la unidad espiritual y les parecía que no debía haber más que un solo rebaño en el terreno político igual que en el de la fe: «¿Cuál es el secreto del destino histórico de Roma? Es que Dios quiere la

seguirá

alcanzar

unidad del género humano» (Prudencio, Contra Simarco, II, 5-78). Este único rebaño ¿debía ser conducido por un solo pastor? 35

Algunos, consecuentemente, sostendrán el césaro-papismo. Pero los Padres defienden generalmente la idea de una división jerarquzada de las cargas, correspondiente a la distinción doctrinal de los dos reinos. Los cristianos del siglo 1v se habrían acomodado perfectamente al César, no sin determinada concesión; la de que César diera a Dios lo que es de Dios. Que el emperador se someta a la autoridad de lo espiritual, que asegure, tanto en el interior las fronteras, la paz y el orden de los que el cristianismo tiene tanta necesidad y tan alto concepto, y los cristianos no negarán su concurso en las empresas justas. Antes de ser la doctrina de la Edad Media esta será la de san Agustín, y se encuentra como en

el

pensamiento, y sobre todo mayor parte de sus predecesores. Sin embargo, el destino no permitirá que

ya

germen

en

en

en

la

actitud, de la

se

produzca

sin

re-

traso este relevo de la aecumene por la cristiandad que habría evitado tantas penas y ruinas. Cuando se realizó el encuentro entre las

fuerzas ascendentes y descendentes, es decir, bajo Constantino, las primeras eran aún muy débiles y las segundas ya demasiado precarias, para que su alianza fuera mejor que aquella del ciego y el paralítico. A decir verdad, es tal vez porque la romanidad

perdido su resorte interno que pudo tolerar primeramente, después reconocer al cristianismo. La conjunción de dos motores tan poderosos habría resultado, ciertamente, satisfactoria para el espíritu; en la práctica, hay pocos ejemplos de alianzas de este tipo, si no es, justamente, cuando uno de los dos interlocutores

había

está ya en decadencia. Constantino no ha restaurado el

más que para repartirlo mejor: en el 337, cuando hace su testamento, divide el Imperio entre sus hijos y sobrinos, como un patrimonio. La nova Roma, a la que da su nombre, no será más que la guardiana hierática de un tesoro en gran parte disipado. Y la aportación más importante, sin duda, que el hijo de santa Elena habrá hecho a la

imperio

«Donación», apócrifa en su redacción espíritu, mediante la cual devuelve a la

sociedad cristiana será esta

pero auténtica en su silla apostólica la capital moral de Roma y una parte de su dominio material. Trasladando sobre las riberas del Bósforo el centro

que

político

del

mediante

Imperio, Constantino había, efectivamente, mejor algún documento, realizado el paso simbólico y

efectivo de tal donación. Esta es, al menos, la interpretación de la Edad Media y esta abdicación voluntaria del Imperio en provecho del papado tendrá prodigiosas consecuencias. Sin embargo, el cristianismo, lejos de ser el regenerador que 36

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IX)

aquí

más que uno, entre otros muchos, de los agentes de disolución de una civilización agonizante, a la vez que aparecía cada día más como su heredero privilegiado. Pero otros concurrentes, venidos del fondo de las estepas y de las nieblas, quieren disputarle esta herencia. Avanzando en cerradas columnas, sus invasiones aportan el último cañonazo

pregunta quién

a

la fortaleza vacilante. En

un

instante

uno

se

ganar, si la fuerza bruta o la del espíritu, El genio del cristianismo, y prueba de su vitalidad, será haber sabido desprenderse de un pasado ya condenado para bautizar las fuerzas del

porvenir

va a

y realizar entre ellas

misión. La cristiandad ya no será más el hijo legítimo y tímido de la vieja sangre romana y de la Esposa de Cristo, sino el vigoroso bastardo de una Iglesia que, habiendo salvado de Roma todo lo que podía ser salvado, se dejó violar heroicamente por el bárbaro. En el 395, a la muerte de Teodosio, el imperium es partido su

37

definitivamente. Para el historiador éste

es

el

principio

de

la

Edad Media. Es del todo cierto que, por la brecha así abierta, las fuerzas de descomposición van ahora a penetrar con ritmo rápido. En el 476, Odoacro depone a Rómulo Augústulo; el imperio romano de Occidente se ve desheredado. Bizancio, que queda como

única

depositaria

de la idea

representar virtualmente la

imperial, pretende, ciertamente, totalidad del Imperio. Pero es preciso

ciego para creerlo. ¿Cómo distinguir, en efecto, entre este amasijo de ruinas políticas y religiosas que continúan llamándose respublica Romanorum lo que se encuentra aún bajo el poder, aunque débil, del emperador de aquello que posee ya una vida autónoma? Gran Bretaña se encuentra, desde hace tiempo, en manos de los sajones que han borrado de ella incluso el nombre de Roma; los visigodos se encuentran en la Galia y, pronto, se situarán en España; los borgoestar muy

el valle del Ródano y los vándalos en Africa del Norte. hermosas provincias danubianas no forman más que un

nones

Las

en

desierto donde bandas errantes aúllan

pojos

de la civilización. Sólo la

como

chacales sobre los des-

península itálica, defendida

por

Odoacro y después por Teodorico, subsiste, al menos formalmente, como el último bastión de lo que había sido la pars occidentis del Imperio. Por lo que concierne a la Iglesia, no quedó menos di-

maniqueos y monofisitas se anatematizan mutuamente, se pierden en sutiles discusiones alrededor de textos más o menos legendarios. Los papas, griegos por lo común, subordinados a los emperadores, humillados por los obispos de Constantinopla, no saben ni ellos siquiera a qué santos encomendarse. Empie-

vidida: arrianos,

extenderse la idea de que se acerca el fin del mundo, porque el Imperio de Roma no podía ser más que el último de los imperios. La «reconquista» de Justiniano multiplica los saqueos sobre

za a

las tierras ya devastadas. Roma fue tomada y vuelta a tomar cinco ni los cónsules veces, despojada de sus habitantes, y ni el senado, ni los juegos circenses sobrevivieron a las avalanchas alternativas de los godos y de los bizantinos, que se emulaban en ferocidad. La cree profecía de la Sibila se ha cumplido, Justiniano, no obstante, rehacer el Imperio latino y es cierto que obtiene una especie de moratoria para la romanidad. Pero no dejó finalmente más que dos obras: una maravillosa catedral, levantada en Bizancio y destinada a convertirse en y un Código que, en lo que

mezquita,

contiene de nuevo, está redactado en griego. Esta restauración tan provisional no hizo más que hacer penetrar un poco más el mal entendido. Y son los lombardos, a fin de cuentas, venidos

38

Italia. Si Roma debe renacer, no será precisamente en Roma, y, menos aún, en Constantinopla. La unidad no podrá nunca ser más monolítica. El Imperio, desmembrado, se ha convertido en una palabra: virtual-

quienes

del Elba,

se

instalan sólidamente

en

alcanzado en el siglo vIIIT bajo León III el Isáurico, su ruptura sobrevendrá el 29 de mayo de 1453, en provecho de los turcos. La palabra la tienen, en adelante, los bárbaros, y la historia vive un enfrentamiento. Por un lado los que el Imperio romano había «federado»; y que, construyendo sobre las ruinas sus monarquías autónomas, acabarán por renovar las alianzas indestructibles; y, frente a ellos, todos los demás. En esta lucha de mente

varios siglos, aún inacabada en nuestros días, Europa intenta nacer. En medio de estos interminables alumbramientos, ¿quién puede saber, tan confusas están las fronteras y sorprendentes son las

paradas, si se perfila?

es

el orden de ayer que sobrevive

el de mañana que

La historia nunca ha cesado, providenciales. proto-historia, de ver llegar caballeros, venidos de las esde las tundras asiáticas, aun después de que fuese

Los aventureros

desde la

tepas

o

o

interrumpida



Pero por más feroces que fueran resultaban canalla inofensiva en comparación con

la unidad

romana.

invasores, los conquistadores que se disponían a partir del desierto de Arabia, de donde nada parecía poder venir. estos

En el año 610 de nuestra era, un camellero llamado Mahoma escuchó la voz del ángel Gabriel que le hablaba, no se sabe demasiado cómo, mediante cierta sorate hebrea. La posteridad de Abraham florecía

que

en

en un

principios

los

vástago inesperado. no

Doce años

después,

lo

había sido más

que anécdota de los auténtica fuerza. Las visiones se mul-

convertía en una tiplican y el visionario amenaza el orden establecido. Debe abandonar la Meca por Medina pero esta retirada significa el principio de una aventura prodigiosa. Desmembrado desde sus comienzos

desiertos,

se

por oscuros e inextricables conflictos el Islam encuentra su salvación en la huida de ahora en adelante. Esta marejada salida

extenderse hasta

de la mitad del mundo, hasta el Mekong en Oriente y el Garona en Occidente. En menos de un siglo y medio el Asia Menor, Persia, todo el Africa romanizada del Oxus

va a

cerca

y, por fin España, caen, casi sin un solo golpe, bajo el arrollador impulso de la Guerra Santa, consiguiendo para los descendientes

del

profeta

graneros,

a

las ciudades más antiguas del mundo y sus más ricos la vez que los lugares santos del cristianismo. Después 39

que los vándalos de Genserico, en el 472, hubieron atravesado el Mediterráneo, el mundo greco-latino había cesado de ser una ciudadela, escalonada alrededor de su lago interior. Pero los bárbaros empezaban a asimilar incluso antes de acabar el pillaje. Con los semitas

se

instala

la salvación, ya que Bizancio enervado?

un

no

universo irreductible.

puede

venir ni de

¿De dónde vendrá la abatida Roma, ni de

del Norte. En los confines del antiguo limes un pequeño Estado galo-germánico convertido al cristianismo, ha tomado el relevo. Desde el siglo vI, Clodoveo, reyezuelo salio de Bélgica, ha

Llegará

dominar casi toda la Galia. Segundo Constantino, a la escala de una civilización aún balbuciente, ha hecho voto de comprometerse por el Dios que le dará la victoria, y recibe el bautismo de manos del obispo Remigio. Sus hijos han añadido a sus

llegado

a

dominios

una

parte de Alemania del Sur. Después el linaje, ya

prestigioso, degenera, y los descendientes de Clodoveo abandonan prácticamente el poder a una oligarquía de terratenientes de los que los más poderosos constituyen verdaderas dinastías de regentes, paralelamente a aquellos que no son más que reyes nominales. Una de estas

jor domus)

familias, la de Pepino de Landen, intendente ( ma-

de Austrasia

en

el

siglo

vII, amasó

una

fortuna fa-

bulosa. A cada

generación sube un nuevo escalón en la gloria y un nuevo grado en el poder. Pepino de Heristal, hijo menor de Pepino de Landen, es el padre de este Carlos que conocemos bajo el glorioso sobrenombre de «Martel» y que era mayordomo de palacio en el 732. Es el año en que el emir Abd-er-Rahman marcha sobre el Loira, amenazando la sepultura sagrada del apóstol de las Galias y, con ella, toda la Europa cristiana. Durante seis días, los ejércitos se observan y, en el séptimo, la batalla empieza, terrible e indecisa hasta la noche. Los cadáveres cubren la llanura y, entre ellos, el del emir. Pero los árabes se retiran en orden a sus tiendas. A la mañana del día octavo, no viendo avanzar, Carlos envía exploradores y éstos constatan con delirante

estupor, que están vacías. Por vez primera la horda ha retrocedido. Y ¿ante quién? Delante de los europeos. Juan de Jange ha transcrito hace poco! las expresiones del continuador anónimo de la crónica de Isidoro de Beja quien, explicando los hechos, designa en dos ocasiones bajo este nombre la coalición de francos, de celtas, iberos y sajones reclutados por Carlos Martel. ¿Cómo llamar si no a lo que aún no es un pueblo y sí mucho más que 1

«Les Européens»,

en

La Table

Ronde, núm. 113, imp. 1957.

Es emocionante que estos europeos aparezcan en el relato de la primera batalla de Europa. En el 751, el hijo de Carlos Martel, Pepino el Breve, hace caer de un papirotazo al último merovingio, Childerico III, se proclama Bonifacio. rey de los francos y se hace consagrar en Soissons por El dios de los ejércitos había, sin equívoco, hecho notoria su

un

grupo?

elección. El papa Zacarías tuvo la astucia de ratificarla poniendo resueltaniente la naciente cristiandad bajo la protección de esta dinastía de aventureros providenciales. Como testimonio de gratitud Pepino ofrece al sucesor de Zacarías, Esteban II, un dominio temporal (el exarcado de Rávena

Pentápolis), conquistados a Astolfo, rey de los lombardos, no menos con hábil diplomacia que a golpes de espada. Regalo envenenado, tal vez, pero muy deseado en aquella época, y, sobre todo, con alta significación simbólica. Efectivamente, honrando, sin discutir incluso los particulares litigiosos, el tratado suscrito por Constantino, el pepínida eximia al Pontífice romano de la tutela de los soberanos temporales y de las presiones de su rival bizantino. Pepino se convertía así, a los ojos del Papado y de gran parte del pueblo cristiano, en el presunto heredero de Roma y apoderado del poder de Bizancio. Es sellada así la nueva alianza, con ventaja para ambas partes. Una larga página de la historia, y la

ya más que medio arrancada, es vuelta de un solo gesto. El hijo de Pepino, Carlos, supera aún, por su genio y su fortuna, a sus tres grandes antecesores; es, sin discusión, el Grande: Carlomagno. Aumentan aún los dominios que recibe. Los servicios rendidos los confirma ampliamente. Pepino había recibido del

el título de «Patricius» que antes había correspondido al exarca de Bizancio. En favor del hijo, Roma no podía menos que exhumar la corona imperial de Occidente, de la que se conside-

Papa

raba,

sin razón, diciembre del 800, no

depositaria. Así hizo León III. El día 25 de Carlomagno es coronado emperador en Roma,

como

casi por sorpresa.

imperio. — Desde entonces puede parecer a los ojos de todos aquellos —son aún numerosos, sobre todo entre los clérigos— que han conservado vivo el recuerdo de Roma, que el nuevo emperador es el descendiente milagroso de los Ceésares. Acaso él mismo también lo crea. Pero, en verdad, no es el Imperio el que renace, no es el imperium; no es la latinidad, es Europa. La alianza política que se acaba de reconstruir es, efectivamente, bien distinta de la anterior, incluso bajo la forma diluida El

nuevo

41

presentado en los últimos siglos. comprende ni Grecia ni las comarcas

que había no

unidad de tantes

es

lengua,

carolingio bosforianas. No hay

El dominio

apenas la mitad de los habigermánica y tiene la preponderancia.

ni de cultura:

romana, la otra es

está dominado por el nuevo Imperio, apenas si mira hacia él; su eje radica en el Mosa, el Mosela y el Rin. Su capital política, Aquisgrán (Aix la Chapelle), está situada exactamente en el punto de equilibrio. El nuevo Imperio es el imperio del bárbaro, y nada debe al pasado. Bizancio no se engaña. El

mar

latino

no

Todo cierto. Pero este bárbaro es profundamente hijo del vencedor de Poitiers, hijo del restaurador del

bárbaro, lejos de fuerte

poral,

amenazar

a

Roma,

es, por el

religioso. Es papado; este

contrario,

su

más

único defensor. Aquisgrán es la capital temciertamente la única que conviene a este guerrero pronto e

su

fronteras, y que satisface su orgullo de hombre nuevo. Esto no impide que su imperio tenga una segunda capital, simbólica únicamente, si se quiere, pero este símbolo es esencial. Esta capital no es otra que Roma. Aún Roma. Sin ella, Carlomagno no sería más que un jefe afortunado. Con ella, es el ungido del a

acudir

incluso a

sus

Señor y el Imperator; a la vez Salomón y Augusto. He aquí lo que debe a Roma: su legitimidad. Moralmente esta legitimidad es mayor orgullo, porque es la más difícil de conseguir; políticamente, le resulta indispensable. Porque su imperio no tiene otra su

excepción de Inglaterra y de Irlanda, recobra enteramente, y rigurosamente, el aspecto del cristianismo que permanece fiel al Papa. Imperio de la Iglesia Romana, nada más y nada menos, Aquí reside su profunda originalidad, su verdadera novedad. Y esta es la razón por la que este imperium continúa el de Roma, pero no lo reconstruye. Alcuino era perfectamente consciente de esta transformación cuando sustituyó, en los textos litúrgicos, la antigua expresión de imperium romanorum por la de imperium christianorum. Por la misma razón, el bárbaro, bajo Carlomagno y a partir de él, no es ya el extranjero sino el pagano. Cuando se querrá hacerle entrar en el Imperio, será preciso que unidad que la fe. A

se

convierta, recurriendo

a

la fuerza,

como

así aconteció

con

los

Estos equívocos, que nos parecen enormes, son de lo más común en aquel entonces. Un ligamen religioso, al margen del cual la unión carolingia no puede ser ni imaginada, sustituye al

sajones.

antiguo ligamen jurídico. Digamos hasta qué punto resulta heterogénea esta unión bajo todos los demás puntos de vista, hasta qué punto se encuentra mal preparada para la vida en común. Carlomagno la gobernará con 42

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