Historia Contemporanea
 8473394763, 9788473394765

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M aqueta: RAG

Traducción: Marcial Suárez Copyright 1950© 1956,1965, 1971, 1978 by Alfred A. Knopf, Inc. ©Akal editor, 1980 .Paseo Santa María de la Cabeza, 132 - Madrid-26 ISBN: 84-7339-476-3 Depósito Legal: M-32969-1981 Impreso en: Rodagraf, S.A. - Luis Feito, 24 - Madrid-19

R PALMER &J.COLTON HISTORIA CONTEMPORANEA

AKAL EDITOR

IN T R O D U C C IO N

Panorámica Puede preguntarse por qué una historia del mundo contemporáneo ha de comenzar con la Europa del siglo XVIII, porque el siglo XVIII todavía no era «contemporáneo»' y porque Europa no es más que una pequeña parte del mundo- Pero fue en Europa donde hizo su primera aparición casi todo lo que hoy se entiende por contemporáneo. A medida que se modernizaba, Europa creaba la más poderosa combina­ ción de estructuras política, económica, tecnológica y científica que el mundo hubiera visto nunca. Con ello, Europa se transformaba radicalmen­ te, y producía también un abrumador efecto sobre otras culturas de Améri­ ca, de Africa y de Asia, a veces destruyéndolas, a veces estimulándolas o haciéndolas revivir, y siempre suscitando en ellas problemas de resistencia o de adaptación. Esta influencia europea se puso de manifiesto, por primera vez, hace unos 500 años, cuando los pueblos ibéricos descubrieron América y abrieron las rutas del mar hacia Asia. Y se fortaleció, mediante el desarrollo científico y económico de los siglos siguientes. Alcanzó su cénit con los imperios coloniales europeos, a comienzos del siglo XX. Desde entonces, la posición de Europa ha declinado, relativamente, en parte a causa de conflictos surgidos dentro de la propia Europa, pero, sobre todo, porque el aparato que dotó a Europa de tal dominio puede ahora encontrar­ se en otros países. Algunos de éstos, como en ambas Américas, son, esencialmente, vástagos de Europa. Otros tienen antecedentes muy distintos y muy antiguos. Pero, cualesquiera que sean sus antecedentes, y voluntaria­ mente o no, todos los pueblos, en el siglo XX, se ven envueltos en el proceso de modernización o «desarrollo», lo que suele significar la adquisición de experiencias y posibilidades inicialmente mostradas por los europeos. Hay, pues, en nuestro tiempo, una especie de uniforme civilización moderna que se sobreimpone a las culturas tradicionales del mundo, o que pe­ netra en ellas. Esta civilización es una unidad entrelazada, en la que las condicio­ nes en una parte del globo tienen repercusiones en la otra. Las comunicacio­ nes son casi instantáneas, y las noticias se difunden por doquier. Si el aire se contamina en un país, los países vecinos se ven aquejados; si el petróleo deja de correr desde el Oriente Medio, la vida de Europa y de América del Norte puede tornarse muy difícil. El mundo contemporáneo depende de unos 7

elaborados medios de transporte, de una ciencia, una industria y unas máquinas, de nuevas fuentes de energía para satisfacer unas demandas insaciables, de una medicina científica, de una higiene pública y de unos métodos de producción de alimentos. Estados y naciones libran guerras con métodos avanzados, y negocian o mantienen la paz mediante la diplomacia. Hay una red de dimensiones mundiales de finanzas y de comercio, de préstamos y deudas, de inversiones y cuentas bancadas, que da origen a fluctuaciones en los intercambios económicos y en las balanzas de pagos. Unos 150 miembros muy desiguales y desunidos constituyen las Naciones Unidas. El concepto mismo de nación, tal como se representa en ese organismo, procede de Europa. En la mayor parte de los paises contemporáneos, se han ejercido presio­ nes en favor de un incremento de la democracia, y todos los gobiernos contemporáneos, democráticos o no, tienen que tratar de suscitar las ener­ gías y de ganar el apoyo de sus pueblos. En una sociedad moderna, se relajan las viejas costumbres, y se cuestionan las religiones ancestrales. Hay una exigencia de liberación individual, y una expectativa de niveles de vida más altos. Por todas partes surge un afán de mayor igualdad en una multiforme variedad de campos, mayor igualdad entre los sexos y las razas, entre los ricos y los pobres, entre los adeptos de diferentes religiones, o entre diferentes partes del mismo país. Los movimientos en favor del cambio social pueden ser lentos y graduales, o revolucionarios y catastróficos, pero el movimiento, del tipo que sea es universal. Estos son algunos de los indicios de la contemporaneidad. Como apare­ cieron por primera vez en la historia de Europa, o del mundo europeo en el amplio sentido en que se incluyen países de ascendencia europea, el presente libro trata, principalmente, del desarrollo de la sociedad y de la civilización europeas, con una atención creciente, en los últimos capítulos, al mundo en su conjunto. El siglo XVIII, y, en particular, la generación que vivió hacia el ano 1760, constituye un punto de partida, a causa de las grandes transfor­ maciones económicas y políticas que entonces estaban produciéndose. En el campo económico, los cambios se conocen con el nombre de Revolución Industrial, que se efectuó, primeramente, en la Gran Bretaña. En el campo político, que incluye constituciones, derechos legales, el estado nacional y las primeras formas de democracia, la nueva era se anunció en ía Revolución Americana de 1776, y, más decisivamente, mediante la Revolución Francesa de 1789, mucho más explosiva. En general, los efectos de las revoluciones económica y política se difundieron por toda Europa en el siglo XIX, y por el resto del mundo en el XX. Europa, ya antes de los cambios del siglo XVI11, no era una zona «subdesarrollada», tal como ese término se entiende hoy. Pero unas partes de ella estaban mucho más «desarrolladas» que otras. La agricultura era, en todos los países, la principal actividad, y la mayoría de la población trabajaba en ocupaciones rurales, pero había también muchas ciudades y complejos sistemas de clases sociales, tal como se habían formado a partir de la Edad Media. Una era la nobleza o aristocracia, cuya riqueza y hábitos de pensamiento procedían de la propiedad de grandes haciendas. La segunda 8

era una clase media o burguesía, generalmente residente en las ciudades, y que incluía a funcionarios públicos, hombres de leyes, médicos, buena parte del clero, banqueros, navieros, comerciantes y artesanos cualificados. Por debajo de ellos, en las ciudades, se encontraba una tercera clase de trabaja­ dores pobres, los asalariados sin cualificar, cuyo número se acrecentaba con los desempleados, los inválidos, los mendigos y los vagabundos. La más numerosa de todas era la cuarta clase, formada por los que trabajaban la tierra —el campesinado—, ocupados en la agricultura de subsistencia o en facilitar artículos alimenticios a las ciudades y a las clases superiores, labrando la tierra, o criando ganado lanar o vacuno, o produciendo vinos o aceite de oliva o lino, según las circunstancias geográficas. En cuanto al volumen y a la importancia de estas clases sociales, había grandes diferencias entre las distintas partes de Europa. A este respecto, conviene considerar a la Europa del siglo XVIII como dividida en cuatro zonas. Una de esas zonas, la menos desarrollada económica y políticamente, era la Europa Oriental, que se extendía, en líneas generales, desde el río Elba, por la Alemania septentrional, a través de Polonia, hasta adentrarse en Rusia. Allí, la clase dominante eran los grandes terratenientes, que solían ser dueños de vastas haciendas, y los campesinos no eran libres, sino siervos que podían ser comprados y vendidos juntamente con la tierra. Estos realizaban un trabajo obligatorio, estaban sometidos a la jurisdicción legal de sus señores, y no podían casarse, ni abandonar la hacienda, ni dedicarse a otra actividad, sin permiso del señor. Las ciudades eran pocas y lejanas entre sí, y la clase media no era numerosa. En los territorios eslavos, las ciudades contaban con muchos alemanes o judíos, étnicamente distintos de las pobla­ ciones de señores y de campesinos que les rodeaban. Todos los habitantes de las cincuenta ciudades más grandes de Polonia, en su conjunto, no sumaban más de la mitad de los miembros de la nobleza. En tales condiciones, la clase media no tenía, en realidad, influencia alguna. Habia un comercio de exportación de productos agrícolas y forestales, dominado por señores aristócratas que utilizaban el trabajo de los siervos. Algunos de los aristócra­ tas eran ricos, e importaban libros y objetos de arte de la Europa Occidental, juntamente con preceptores y visitantes intelectuales y artistas, pero había una pobreza más aguda en la Europa Oriental que en la Occidental. Los países mediterráneos, y en especial las penínsulas italiana e ibérica, formaban una especie de segunda zona. Hasta el siglo XVI, estas regiones habían estado a la cabeza de la civilización europea, pero la apertura de las rutas comerciales atlánticas les había perjudicado. Una gran parte de las riquezas procedentes del comercio con América y con Asia, y de las minas de plata de México y del Perú, pasaba, en realidad, a través de España y de Portugal, y enriquecía el área situada al norte de los Pirineos. Comerciantes franceses e ingleses realizaban un gran volumen de negocios en Cádiz y en Sevilla. Antiguas ciudades mediterráneas como Palermo y Nápoles eran grandes por sus dimensiones, pero económicamente inactivas. La tierra, por lo general, se hallaba en manos de propietarios aristócratas. Los campesinos eran «libres», no siervos como en la Europa Oriental, pero eran víctimas de una pobreza que se agudizaba a causa de la baja productividad, de unos duros impuestos y de la esterilidad de la tierra. La excepcional autoridad 9

de la iglesia en aquellos países y la relativa inercia de las clases urbanas se sumaron a las razones por las que aquella- región no participó en el desarrollo europeo tan plenamente como en épocas anteriores. Francia estaba a la cabeza del continente europeo en el siglo XVIII, y, juntamente con los Países Bajos, la Italia septentrional y la Alemania al oeste del Río Elba, constituía una tercera zona. En general, la aristocracia o nobleza de la tierra era menos exclusivamente dominante que en la Europa Oriental. La tierra se dividía, para su cultivo, en pequeñas parcelas, muchas de las cuales pertenecían a los propios campesinos, en el marco de un régimen señorial o «feudal», en el que el campesino tenía un derecho seguro y hereditario a su tierra, a cambio de diversos pagos hechos al señor. El campesino era «libre», no siervo. El propietario campesino podía comprar y vender en el mercado, y entablar juicio ante los tribunales. Muchos campesi­ nos, naturalmente, no eran propietarios, sino jornaleros empleados por otros campesinos o por los señores. Algunos trabajaban en sus cabañas como tejedores para los comerciantes de las ciudades. Las ciudades eran numerosas, generalmente separadas sólo por una jornada de viaje, y, aunque pequeñas, albergaban a una considerable población de clase media. Mientras en Polonia las cincuenta ciudades más grandes tenían una población conjun­ ta que no superaba a la mitad de los miembros de la nobleza, las cincuenta ciudades más grandes de Francia sumaban una población cinco veces mayor que la totalidad de la nobleza. Había más contacto entre la ciudad y el campo que en la Europa Oriental. París era la ciudad más grande del Continente, y también su capital intelectual. Los puertos de mar como Burdeos y Nantes prosperaban, y las grandes familias mercantiles y dirigen­ tes, así como los aristócratas propietarios de la tierra, construían residencias en muchas ciudades de la provincia. Todo esto había de ser importante en la Revolución Francesa. Inglaterra, o la Gran Bretaña (porque Inglaterra y Escocia se unieron en 1707), era, en muchos aspectos, el país más avanzado de Europa, y bastante distinto del Continente para constituir por sí solo una cuarta zona. Había tenido sus guerras civiles y su revolución política en el siglo anterior, y, a partir de 1688, estaba gobernado, cada vez en mayor medida, por su Parlamento, en el que predominaban los intereses agrícolas. Había menos diferencia legal entre las clases que en el Continente. Sólo unas doscientas personas eran «pares», es decir, nobles, que se sentaban en la Cámara de los Lores; sus hijos eran plebeyos que, con la excepción del primogénito que heredaba la dignidad de par, acababan fundiéndose con las clases medias superiores. La propiedad de la tierra se concentraba en un pequeño número de personas, entre las que se incluían los grandes duques y otros pares, y también una gentry (hidalgos), más numerosa. Los terratenientes recibían sus rentas, no mediante el cobro de pequeños tributos abonados por los campesinos, como en la Europa Occidental, ni mediante la explotación directa del trabajo de los.siervos, como en la Oriental, sino arrendando la tierra a granjeros intermediarios, que, a su vez, empleaban a obreros agrícolas mediante salarios. Así pues, la aristocracia (pares y gentry) era ya un tanto «burguesa», en el sentido de que trataba de elevar al máximo sus rentas en dinero; existía una clase de importantes granjeros medios; y la gran 10

masa de los obreros agrícolas no era una fuerza de trabajo coactivo, ni era todavía un campesinado que se hubiera hecho conservador por haber adquirido unos derechos sobre el suelo. La clase media comercial y profesio­ nal era fuerte, y se hallaba más unida a la aristocracia de lo que solía estarlo en el Continente. El gobierno, aunque controlado por la aristocracia de la tierra, atendía a las necesidades de las clases mercantiles. Libraba guerras, no por intereses dinásticos, sino por beneficios comerciales. Hacia 1760, Inglaterra había adquirido un gran imperio colonial, construido una marina y conquistado el dominio del mar. Sostenía un amplio y creciente comercio con las islas del Caribe, con las colonias americanas que luego fueron los Estados Unidos, y con la India, así como con Europa, además de un esporádico y a veces ilícito comercio con la América Española, y del comercio africano de esclavos, mediante el cual se proporcionaba una fuerza de trabajo a las plantaciones transatlánticas, y se enriquecían ciudades como Liverpool y Bristol. El comercio de esclavos, naturalmente, fue explotado también por los holandeses, franceses, españoles y portugueses, debido a la importancia, en la economía internacional de aquel tiempo, de las Indias Occidentales y del Brasil. Estas diferencias entre las distintas partes de Europa contribuyen a explicar por qué, en el siglo XVIII, se produjo en Inglaterra una revolución económica e industrial, y en Francia tuvo lugar una revolución más política, que se extendió, rápidamente, más allá de las fronteras francesas, por lo que aquí hemos llamado tercera zona, mientras las regiones orientales y medi­ terráneas se mantenían más conservadoras, menos abiertas a las influencias políticas de la Revolución Francesa, y menos capaces de seguir a Inglaterra por el camino de la industrialización. Realicemos ahora, en esta introduc­ ción, un examen de la Revolución Industrial en Gran Bretaña, y del anden régime en el continente europeo, cuyo hundimiento condujo a la Revolución Francesa de 1789. L a Revolución Industrial El problema tiene dos aspectos: definir qué se entiende por industrializa­ ción, cuyo primer episodio fue la «revolución industrial», y comprender por qué se produjo primeramente en Inglaterra. En pocas palabras, una sociedad industrial es aquella en que la energía es proporcionada por máquinas, y no por músculos humanos o animales, ayudados por turbinas y por la fuerza del viento actuando sobre las aspas de los molinos y sobre las velas de los barcos. Las consecuencias son, evidentemente, enormes. Los hombres y los animales sólo pueden trabajar un determinado número de horas diarias, el viento puede no soplar, y una turbina deja de girar si el caudal de agua se seca en verano o se hiela en invierno. La máquina puede funcionar de noche y de día, sin descanso, y, si se cuida debidamente, puede durar muchos años. La diferencia de escala es inmensa. Una determinada mina, en Inglaterra, antes de la industrialización, empleaba 500 caballos para sacar agua de los pozos. Una máquina puede producir más energía que cualquier número disponible de animales; a comienzos del siglo XX, se calculó que si toda la 11

energía que entonces se obtenía de otras fuentes (que en aquel tiempo consistían principalmente en el carbón) hubiera de ser producida por hom­ bres y animales, se necesitaría cada centímetro cuadrado de la superficie terrestre, incluidos los desiertos y las extensiones árticas, sólo para acoger a tantos seres vivos, y para facilitarles vivienda y alimentación. Hasta hace poco tiempo, se creía también que las fuentes minerales de energía eran virtualmente inagotables. El incremento en el uso del carbón a partir del siglo XVIII fue asombroso, hasta el punto de que, en 1870, Inglaterra producía anualmente 100.000.000 de toneladas. Una consecuencia de ello fue que, hasta el advenimiento de la era eléctrica y nuclear, las principales áreas industriales del mundo se hallaban situadas cerca de las cuencas carbonífe­ ras, primero en Inglaterra, luego en Bélgica y en el valle del Ruhr, en Alemania, y en las regiones de los Allegheny de los Estados Unidos. La energía así generada sé aplicaba a las máquinas, y el uso de una compleja maquinaria de motor es otro signo de una sociedad industrializada. Esas máquinas comenzaron utilizándose en la producción de hilaza y de tejidos, luego en las minas de carbón y de hierro, y después, en el siglo XIX, se aplicó a los buques de vapor y al ferrocarril, con lo que se llevó a cabo una «revolución en el transporte». Las máquinas pesadas tenían que colo­ carse en grandes construcciones, llamadas fábricas o factorías, y, con el ferrocarril, esas factorías y las casas de los obreros se concentraron en las ciudades. Anteriormente, la mayor parte de la manufactura artes ana se había realizado en zonas rurales y en ciudades muy pequeñas, para un mercado local. Con la maquinaria de motor y con los ferrocarriles, el crecimiento de la industria significó urbanización rápida, con los problemas sociales inherentes. Significó también un gigantesco incremento en el volu­ men total de los artículos producidos, y un descenso en el coste de produc­ ción por unidad, de modo que los precios cayeron. Inglaterra, por ejemplo, hacia 1750, importó y consumió unos dos millones de libras de algodón en rama, que fueron hilados y tejidos por trabajadores rurales en sus cabaflas; un siglo después, consumía unos 400 millones de libras en sus factorías; y el precio del algodón había descendido casi a una vigésima parte del que tenia en 1750. Aplicado a una variedad de productos, este principio significó una elevación en el nivel de vida de los habitantes de los países industrializados. Hubo también efectos menos favorables. Las primeras factorías eran ingra­ tos lugares de trabajo, y a menudo dependían del trabajo de los niños, mientras los tejedores manuales se empobrecían porque no podían competir con las factorías; v como los efectos eran internacionales, las artesanías tradicionales de la India y de otras partes del mundo se vieron arrinconadas por la afluencia de productos más baratos, procedentes de Inglaterra y de Europa. En general, tanto en Europa como en América del Norte, a mediados del siglo XIX, la mayoría de la población gozaba de un nivel de vida superior al de cualquier otro tiempo pasado. Se dice, a veces, que la Revolución Industrial no tiene fin. Y, en efecto, otra característica es la de que se perpetúa. Una vez iniciado, el proceso continúa indefinidamente. El «despegue» conduce al «desarrollo que se sostiene a sí mismo». Un producto nuevo crea la demanda de otros. Una invención da origen a la siguiente. La invención misma se convierte en un 12

hábito. La ciencia pura, es decir, la física y la química, que tuvieron poca importancia en las primeras fases de la industrialización inglesa, fueron cada vez más decisivas, a partir de 1800. La aplicación sistemática de la ciencia a la industria produjo la tecnología moderna, que, a su vez, produce y se espera que produzca nuevas soluciones a los problemas que vayan surgiendo. La sociedad contemporánea, que utiliza la maquinaria de motor, tras haber comenzado con la era del carbón, pasó, a finales del siglo XIX, a la era de la electricidad y del petróleo, que dio origen al motor de combustión interna, y en especial al automóvil, al que seguiría, a mediados del siglo XX, la retro-propulsión y la energía nucléar. Interminable también en el sentido geográfico, la industria moderna que comenzó en Inglaterra y luego se extendió a Europa y a América del Norte, siguió extendiéndose por la América Latina y por Asia, hasta el punto de que las fábricas de acero y las factorías textiles del Brasil y de Taiwan socavan los fundamentos mismos sobre los que en otro tiempo se levantó la supremacía industrial de los antiguos centros de la Civilización Occidental. Hasta dónde puede llegar esta apárente infinitud, tanto en el sentido tecnológico como en el geográfico, es una pregunta para el futuro, a la que ningún trabajo de historia puede tener la pretensión de responder. ¿Por qué comenzó en Inglaterra la Revolución Industrial? Todos los demás países, cuando se industrializaron, se vieron influidos por un ejemplo preexistente. Europa y América del Norte comenzaron con m áquinas impor­ tadas de Inglaterra, con obreros ingleses contratados para manejar la maquinaria y para instruir acerca de su manejo, y, muy frecuentemente, con capital obtenido en Inglaterra mediante préstamos e inversiones. El desarro­ llo del Tercer Mundo, más reciente, ha implicado también una tecnología importada, unos consejeros técnicos extranjeros y unos fondos prestados. Solamente los ingleses entraron en la era industrial sin ese estímulo exterior. En otros países, que se industrializaron después, una gran parte de la iniciativa procedió de los gobiernos, y, ya en el siglo XX, como en la Unión Soviética y en la República Popular de China, mediante un alto grado de planificación centralizada. En Inglaterra, la revolución industrial fue la consecuencia de innumerables decisiones y acciones de personas privadas. No hay razón alguna para suponer que los ingleses y los escoceses fuesen individualmente más inventivos, imaginativos o laboriosos que sus vecinos del otro lado del Canal, La explicación radica en la combinación de condiciones sociales, económicas, políticas, legales y psicológicas que hicie­ ron de Inglaterra un país único. Inglaterra era, probablemente, el país más rico de Europa, per capita, con la excepción de Holanda, ya antes de la industrialización. Sus pobres, aunque numerosos y miserables, lo eran menos que los pobres del Continen­ te. Los viajeros observaban que, en Inglaterra, incluso los más pobres llevaban zapatos de cuero, mientras en otras partes usaban calzado de madera o iban descalzos. Los salarios eran altos, comparados con los niveles del siglo XVIII. Había una clase próspera y experimentada de comerciantes, que se fortalecía, gracias al comercio interior y a unas exportaciones cada vez más cuantiosas. Los artículos de lana eran la más importante manufac­ tura tradicional, la cual, aunque producida por obreros manuales en sus 13

cabañas, estaba coordinada por comerciantes que conocían los mercados nacional, colonial e internacional, y que ya la habían convertido en un negocio a gran escala. La agricultura era productiva, y su productividad, es decir, su producto por acre y por obrero individual, aumentaba rápidamente ya antes de 1750. La tierra, según hemos señalado ya, pertenecía a pocas personas relativa­ mente, pero los propietarios podían elegir como granjeros a los mejores hombres, dictar las condiciones de arrendamiento, y .encontrar un granjero más eficiente, si así lo deseaban, cuando el arrendamiento llegaba a su término. Muchos propietarios eran suficientemente ricos para poder hacer inversiones de capital, convirtiéndose así en «terratenientes introductores de mejoras», es decir, que podían abordar la introducción experimental de nuevas cosechas, la cría selectiva de ganado, la compra de nuevos utensilios, la desecación de terrenos pantanosos, y la construcción de cercas, vallas y caminos, todo lo cual requería un desembolso inicial de dinero, con el correspondiente riesgo de que no diese rendimiento alguno durante muchos años. Aquellas mejoras sobrepasaban las posibilidades de los campesinos del Continente, y los más grandes propietarios de Francia y de Alemania, principalmente los nobles, o no tenían interés por aquellas cuestiones mate­ riales, o se hallaban imposibilitados, a causa de las limitaciones del sistema señorial. En Inglaterra, donde el Parlamento era soberano y los propietarios controlaban el Parlamento, pudieron elaborar una legislación que extinguía los antiguos derechos señoriales y comunales. El resultado fue una serie de obras de cercado, por las que unas pequeñas parcelas de tierra en campos abiertos se consolidaban en terrenos más extensos, protegidos por cercas, bajo leyes de propiedad privada que concedían gran libertad al dueño, el cual podía, en consecuencia, introducir las innovaciones que desease. El incremento en la producción de artículos alimenticios no sólo enriqueció a los terratenientes, sino que permitió que la población aumentase sin empo­ brecerse, e hizo posible el mantenimiento de una creciente fracción de la población dedicada a otras ocupaciones. Las formas de gobierno y las leyes favorecían la actividad económica. Tras la Revolución de 1688, con el creciente poder del Parlamento, las minorías ricas y el gobierno coincidieron de un modo más estrecho que en el Continente. Si esto significó que los ricos gobernaban el país, significó también que entregaban su dinero a un gobierno en el que ellos podían confiar, pues tenían su control. Los ricos terratenientes pagaban una gran proporción de los impuestos, sin las exenciones ni los privilegios de que gozaban en la mayor parte de Europa. Entre otras cosas, fundaron también el Banco de Inglaterra, en 1694. El Banco no desempeñó un papel directo en la financiación de la Revolución Industrial, pero contribuyó a proporcionar una base de estabilidad fiscal que favorecía las iniciativas privadas, porque Inglaterra no tuvo que valerse de las inciertas e imprevisibles medidas financieras a que otros gobiernos tuvieron que recurrir, y nunca tropezó con la bancarrota en que acabó hundiéndose la monarquía borbónica. El país acertó a afrontar una deuda nacional creciente, que financió las guerras y una marina cada vez más poderosa, que, a su vez, amplió los mercados ultramarinos. Las guerras en que intervino Inglaterra se libraron en Bélgica, 14

en Baviera, en América del Norte y en el mar. En Inglaterra no se mantenía un ejército costoso, y el país se libró de los daños en la agricultura, de la destrucción de edificios y de puentes, y del general quebrantamiento de la vida civil, que asolaron, de cuando en cuando, a distintas partes de Europa. El país se unificó; no había tarifas interiores, ni grandes provincias semiautónomas con distintos ordenamientos legales y tributarios. Inglaterra (sin Escocia ni Gales) no era más que una cuarta parte de la extensión de Francia, y apenas tenía más que una cuarta parte de la población francesa en 1700, pero presentaba el más amplio y libre comercio nacional de Europa. A partir de 1700, hubo una gran actividad en la mejora de carreteras y en la construcción de canales, que establecieron un contacto más estrecho entre todas las partes del país. Las ligas comerciales conservadoras en las ciudades habían desaparecido o perdido su posibilidad de controlar y restringir la producción, mientras en el Continente permanecían activas o incluso eran protegidas por el gobierno central —en Francia, por ejemplo— como parte de un sistema general de regulación. En la cima de la sociedad, como la monarquía se había hecho constitucional, y estaba, de hecho, germanizada, y era, por lo tanto, extranjera en los primeros años de la casa de Hannover, no existía una sofisticada corte real, en torno a la cual creían que debían congregarse las personas importantes. Los duques, los condes y las personas ricas se construían elegantes casas de campo, pasaban una «season» -en Londres, hacían el «grand tour» por Europa, y vivían a un nivel ostentoso con multitud de criados, pero no necesitaban un despliegue tan continuado y fastuoso, ni un gasto suntuario como los que se requerían en Versalles, en Madrid o en Viena. Tenían tiempo y podían permitirse colocar parte de sus rentas en inversiones más remuneradoras. Si atendemos a la transformación de la manufactura en términos econó­ micos de oferta y demanda, observaremos que la primera presión se produjo por parte de la demanda, que alcanzó un punto en que ya no podía seir satisfecha mediante los antiguos métodos de la oferta. La existencia de uria amplia clase media, con muchos miembros de la clase trabajadora pór encima del nivel de pobreza, e incluso con los pobres menos pobres que en otros países, significaba un mercado potencial para los artículos de consumo corriente y de uso diario, como el vestido y el menaje del hogar. La población aumentaba también en el siglo XVIII; aumentaba, por lo general, en toda Europa, pero, mientras en algunos sitios, como la Italia meridional, más población significaba más pobreza, en Inglaterra el aumento se produ­ cía sin pérdida de los niveles de vida. El aumento de población significaba, pues, una ampliación del mercado interior. Además, existía también el creciente mercado de ultramar, y también aquí la demanda se centraba prin­ cipalmente en los artículos de consumo corriente. Las islas del Caribe necesitaban ropas sencillas para sus esclavos. Las colonias continentales de la América del Norte británica, donde la población blanca, en 1760, había llegado a ser tan numerosa como la cuarta parte de la propia Inglaterra, y donde aún había pocas manufacturas, importaban también de Inglaterra muchos artículos corrientes, como tejidos y ferretería. Es fácil, pues, comprender por qué la industrialización comenzó en Inglaterra, no con la brusca y forzada construcción de grandes proyectos de 15

realizaciones mecánicas, ni tampoco por una necesidad militar, sino a causa de las mejoras en la producción de objetos corrientes de amplia utilización práctica, y en especial con la producción de tejidos de algodón. Los algodones, estampados con colores brillantes, habían aparecido por primera vez en Inglaterra como importaciones de la India, en el siglo XVII. Y, en realidad, las fábricas indias, por ser de alta calidad, continuaron encontran­ do compradores en Inglaterra y en otros países, durante mucho tiempo. La ventaja de los algodones ingleses, una vez que se aplicaron métodos mecáni­ cos, consistió en que, si bien eran más bastos y sencillos, también eran más baratos. Hicieron posible que más gente poseyese una mayor variedad de vestidos y disfrutase de las comodidades de ropa interior, sábanas, mantele­ rías y pañuelos, que antes, cuando eran de seda o de lino, habían constituido lujos para gentes acomodadas. El algodón tenía también la ventaja de ser más lavable que las lanas, y, en consecuencia, más sano; y era también de peso más ligero, por lo que resultaba más adecuado para los climas cálidos de las regiones transatlánticas y mediterráneas. Se satisfizo la demanda, mediante una serie de invenciones. En 1733, John Kay inventó un procedimiento llamado la lanzadera volante, con la que sólo se necesitaba un hombre, en lugar de dos, para manejar un telar. Como se tejía más paño, había una demanda creciente de hilado, que se satisfacía mediante una serie de nuevos aparatos utilizados para hilar, como la «jenny» introducida en los años 1760 y la «water frame» de Richard Arkwright, de 1769, con la que se podían hilar simultáneamente muchos hilos. Poco después, Arkwright sustituía la energía hidráulica con un motor de vapor, y reunió sus motores, sus máquinas y a sus trabajadores en una fábrica o factoría. La producción de hilado sobrepasaba ahora la posibilidad de los tejedores de convertirlo en paño. Edmund Cartwright patentó un telar mecánico en 1787. Como no cesaban de agregarse mejoras, un muchacho con dos telares mecánicos podía producir, en 1820, quince veces más paño que un tejedor de otro tiempo trabajando con un telar de mano en su cabaña. El enorme incremento en la demanda de algodón en rama se satisfizo principalmente gracias a la parte meridional de los Estados Unidos, donde el invento de la desmotadora de algodón, en 1793, facilitó considera­ blemente lá eliminación de las semillas. Las importaciones inglesas de algodón en rama se multiplicaron por cinco entre 1790 y 1820. En conse­ cuencia, el algodón en rama se convirtió en la principal exportación ameri­ cana, y los Estados Unidos, tras haber proclamado la libertad y la igualdad en la Revolución Americana, se encontraron con que dependían cada vez más de la esclavitud negra, a causa de los cambios industriales en Gran Bre­ taña. La máquina de vapor, aplicada a las hilanderías de algodón en los años 1780, había ido desarrollándose a lo largo de un siglo. Mientras las primeras máquinas utilizadas para hilar y tejer estaban hechas de madera y movidas por turbinas, la máquina de vapor tuvo que construirse de hierro, desde el principio. La energía de vapor, la maquinaria de hierro y las minas de carbón se desarrollaron simultáneamente. La ganga de hierro se fundía, originariamente, con carbón de leña, un producto de la madera. Los bosques de Europa habían ido disminuyendo desde la Edad Media, y, en 1700, la 16

escasez de madera en Inglaterra fue agravándose, hasta el punto de que los fundidores del hierro recurrían cada vez en mayor medida al carbón. No podían excavarse pozos más profundos de carbón, mientras alguien no idease mejores métodos para extraer el agua. Hacia 1702, Thomas Newcomen construyó la primera máquina de vapor económicamente interesante, que pronto fue muy utilizada para impulsar las bombas en las minas de carbón. Consumía tanto combustible en proporción a la energía producida, que sólo podía emplearse, por lo general, en los propios campos de carbón. En 1763, Jaime Watt, un técnico de la Universidad de Glasgow, comenzó a introducir mejoras en la máquina de Newcomen. Formó una sociedad con Matthew Boulton. Boulton, inicialmente fabricante de juguetes, de botones y de hebillas de zapatos, facilitó los fondos para financiar los experimentos bastante costosos de Watt, el equipamiento elaborado a mano y las ideas que iban desarrollándose lentamente. En los años 1780, la firma de Boulton y Watt gozaba de una asombrosa prosperidad, fabricando máquinas de vapor para uso inglés y para el comercio de exportación. Al principio, mientras no pudieron conseguirse más perfeccionamientos y una mayor precisión en el trabajo del hierro, las máquinas eran tan pesadas que sólo podian utilizarse como máquinas fijas: así ocurría, por ejemplo, en las hilaturas de Arkwright y en otros casos. Inmediatamente después de 1800, la máquina de vapor fue utilizada con éxito para impulsar embarca­ ciones fluviales, especialmente en el Hudson, en 1807, por Robert Fulton, que empleó una máquina importada de Boulton y Watt. Simultáneamente, comenzaron los experimentos con energía de vapor para el transporte terrestre. Así como había sido en los campos de carbón de Inglaterra, un siglo antes, donde se había empleado para usos prácticos la máquina de Newcomen, así también ahora fue en los campos de carbón donde por primera vez convirtió en «locomotora» la máquina de Watt. Mucho antes de 1800, las minas habían empezado a utilizar «railes», por los que unas vagonetas con ruedas de pestañas, tiradas por caballos, transportaban el carbón a los canales o al mar. En los años 1820, las máquinas de vapor se incorporaron con éxito a vehículos móviles. La primera locomotora plena­ mente satisfactoria fue la R ocket de George Stephenson, que en 1829, en el Ferrocarril de Liverpool y Manchester, de reciente construcción, nó sólo alcanzó una asombrosa velocidad de dieciséis millas por hora, sino que superó también otras pruebas más importantes. En los años 1840, la era de la construcción de vías férreas se había iniciado ya en Europa y en los Estados Unidos. No es suficiente recitar una lista de inventos y de innovaciones técnicas, porque hay que explicar otras muchas cosas. Las sociedades, en su mayoría, suelen ser muy conservadoras, con obreros que no quieren abandonar sus lugares adquiridos, y con personas ricas más inclinadas a disfrutar de sus ocios y de sus comodidades que a emprender nuevas e inciertas aventuras que, en el mejor de los casos, pueden ser inquietantes, y, en el peor, originar graves pérdidas. La industrialización requiere un alto grado de movilidad en diversos sentidos, una movilidad de la fuerza de trabajo en virtud.de la cual los obreros cambian sus ocupaciones, una movilidad geográfica en virtud de la cual familias enteras se desarraigan de sus hogares, y una movilidad de 17

capital en virtud de la cual las inversiones pueden desplazarse de una forma de producción a otra, como cuando Matthew Boulton distrajo una parte de los beneficios de sus negocios ya existentes para financiar a Jaime Watt y su máquina de vapor. La Revolución Industrial se produjo en Inglaterra, gracias a la movilidad y a las motivaciones personales que la sociedad per­ mitía. En Inglaterra, más que en otros países pre-industriales, había muchas personas en todas las clases sociales que eran sensibles a los incentivos económicos, personas que, ricas o pobres, estaban ya acostumbradas a recibir sus ingresos en dinero, como consecuencia de una nueva inversión, o de la venta de más artículos, o la percepción de salarios más altos por el trabajo realizado. Existían ya un capitalismo y una economía de mercado. Las primeras fábricas reclutaron su fuerza de trabajo, principalmente, entre los tejedores manuales y sus familias. Los salarios que se pagaban, aunque bajos en relación con los niveles posteriores, eran atractivos para los tejedores manuales que ya no podían vender sus productos a un precio competitivo. Los inventores, por lo general procedentes de la clase media, podían confiar en que serían recompensados por sus inventos afortunados, pues encontrarían personas que confiarían en que tales inventos serían útiles y provechosos. Era más fácil la introducción de nuevos métodos de produc­ ción, a causa de la decadencia de los gremios en Inglaterra, porque en Ingla­ terra en el pasado, y en el Continente todavía, protegían los antiguos procedi­ mientos, actividades e intereses. Las invenciones del siglo XVIII, en su mayoría, eran sencillas, y las nuevas máquinas estaban al alcance de una sola persona emprendedora o de una familia. Una máquina de hilar de madera por ejemplo, sólo costaba, en 1792, unas 6 libras. Para empresas mayores, tom o las de minas y energía, o la construcción de canales, las personas ricas que obtenían sus ingresos de la tierra se inclinaban a prestar o a invertir dinero, mediante la formación de sociedades o la compra de acciones de las compañías. En esos casos, la administración solía confiarse a miembros de la clase media, pero los hijos más jóvenes de las familias aristocráticas podían también dedicarse a los negocios, especialmente al comercio en gran escala. Habia una gran inclinación a afrontar los riesgos, o a aceptar la posibilidad de pérdidas con la esperanza de los beneficios, o a absorber la pérdida de un tipo de actividad mediante las ganancias logradas en otra. En una palabra, fueron la libertad y la fluidez de la sociedad británica las que hicieron de los ingleses el primer pueblo que entró en la revolución industrial. Pero no debe exagerarse la subitaneidad dercambio. Hasta después de las guerras napoleónicas, no llegó a manifestarse plenamente el efecto de la revolución industrial, ni siquiera en Inglaterra. Aunque en 1850 Inglaterra producía más hierro que todo el resto del mundo junto, en 1780 producía menos que Francia. Las guerras de la Revolución Francesa y del Imperio revelaron que en tecnología militar se habían introducido muy pocos cam­ bios. En aquellas guerras, Inglaterra fue el más constante adversario de los franceses, pero el ejército inglés utilizaba mosquetes que apenas se diferen­ ciaban de los empleados en la Guerra de Sucesión Española de cien años antes, los cañones ingleses no eran mejores que los de Francia o Austria, y aunque la marina inglesa obtenía victorias, el arte de la construcción de 18

barcos era conocido también por los franceses. Todavía en 1851, el censo británico registraba a más personas trabajando en la agricultura y en el servicio doméstico que en las fábricas, y la hilandería de algodón media no empleaba a más de 200 personas, mientras miles de telares manuales funcionaban todavía en las cabañas rurales. Hasta después de 1800, los efectos de la Revolución Industrial se limitaron a la industria textil, acompa­ ñados por cambios en la minería y en la metalurgia. Había aparecido la máquina de vapor, y era un poderoso símbolo de los cambios que se avecinaban, pero aún no se había hecho sentir todo su efecto sobre la manufactura y sobre el transporte. Las ciudades crecían, pero los problemas de la nueva ciudad industrial —hacinamiento, pobreza, mala vivienda, chimeneas de las fábricas, basura, poca sanidad, y la tensión entre los obreros proletarizados y los capitalistas— fueron problemas del siglo XIX, no del XVIII. La Revolución Industrial no fue una revolución en el sentido de cambio brusco; incluso en Inglaterra, se desarrolló a lo largo de unos cien años, si establecemos su comienzo en 1760. Mientras los ingleses se embarcaban en una revolución económica, sin saberlo muy bien, puesto que nada semejante había ocurrido anteriormente a ningún pueblo, los franceses se lanzaban a una revolución política tan evidente, violenta y sensacional, que nadie podía dejar de verlo. Es una paradoja de la historia europea que los ingleses, económicamente tan progresistas, continuaron siendo social y políticamente conservadores, por encontrarse satisfechos con las condiciones de su próspero país, mientras en Francia, donde el cambio económico era lento en aquel tiempo, estalló, en 1789, una revolución de la que habían de derivarse ideas modernas acerca del gobierno, de la nacionalidad, de la ciudadanía, de los derechos legales, del constitucionalismo, y de la libertad y de la igualdad —y, en cierta medida, del socialismo y del endémico conflicto de clases. E l A ncien Régime Después de la Revolución Francesa, los franceses comenzaron a llamar a lo que la había precedido el anclen régime, o «antiguo régimen». El término puede aplicarse apropiadamente a toda la Europa anterior a la era del estado nacional moderno, que ha sido la formación política característica de los tiempos modernos. Este estado moderno puede ser democrático o no demo­ crático, liberal o autoritario, pero, en todo caso, es «nacional», pues se supone que se basa en el consenso de sus habitantes, tiene un territorio definido dentro de unas fronteras precisas y reconocidas, y es soberano, en el sentido de que tiene una última jurisdicción sobre su pueblo, y de que es independiente de otros estados y de que no se halla sometido a ningún poder superior de carácter internacional, ni político, ni religioso. En épocas recientes, el número de tales estados se ha multiplicado en todo ei mundo, especialmente en Africa y en Asia, y los esfuerzos por reducir los poderes independientes de los estados soberanos han tropezado siempre con dificul­ tades. El anden régime era muy diferente. El estado no se hallaba todavía 19

plenamente consolidado. En proceso de crecimiento aún, era la más reciente de las grandes instituciones de Europa. Se superponía a una variedad de diversas organizaciones mucho más antiguas: la iglesia, la ley consuetudina­ ria, los sistemas de posesión de la tierra, la clase de sociedad feudal o noble, las ciudades con derechos comunales, y con provincias diferenciadas como Bretaña o Cataluña, que en otro tiempo habían gozado de una mayor independencia. Europa se componía, esencialmente, de muchas pequeñas unidades, con distancias medidas por la velocidad media de un caballo, que raramente excedía de los cincuenta kilómetros diarios. El anden régime es difícil de comprender, e incluso de describir, porque era muy diferente del mundo en que hoy vivimos. Era una confusa mezcla de instituciones de tres diferentes tipos, que pueden agruparse bajo los epígrafes de monarquía, iglesia y sociedad en general bajo las formas sugeridas por términos como «feudalismo» o « la sociedad de estamentos». Comencemos por la iglesia. La Europa meridional había sido cristiana desde tiempos antiguos, interrumpidos en España por los prolongados siglos de dominación árabe. También la zona más septentrional, y Polonia y Hungría al este, habían sido cristianas desde el siglo XI. Todos los europeos eran, en principio, cristia­ nos, a excepción de los judíos, de los que ahora había muy pocos en la Europa Occidental. La .estructura institucional de la iglesia, con su red de diócesis, parroquias y órdenes religiosas que culminaban en el papa, era la más antigua de Europa. En el siglo XVI, la Cristiandad Occidental se había dividido en dos áreas —Protestante y Católica—, entre las que había importantes diferencias, pues los Protestantes rechazaban la autoridad del papa y abolían las órdenes religiosas, pero los países Protestantes y Católicos tenían también rasgos comunes. En todos los países había una religión establecida u oficial: la Católica Romana en España, Portugal, Francia, Italia, partes de Alemania, Polonia y Hungría; la Anglicana en Inglaterra e Irlanda; la Luterana en partes de Alemania y Escandinavia; la Calvinista en los Países Bajos, en Escocia y en algunos cantones suizos. Los países protestantes, en su mayoría, durante el siglo XVIII, otorgaban una toleran­ cia legal, permitiendo a los disidentes religiosos la práctica de sus formas de culto, pero en todos los países solamente los miembros de la iglesia estable­ cida gozaban de plenos derechos legales. Excepto en partes de Alemania, tal tolerancia no existía en los países católicos, hasta que la monarquía francesa concedió derechos civiles a los protestantes en 1787. Derechos iguales en materia de religión, o ciudadanía independiente de las creencias religiosas, no existían en ninguna parte de Europa antes de la Revolución Francesa. La fuerza decisiva de la Iglesia radicaba, en parte, en su antigüedad, pero principalmente en la auténtica creencia y en la fe de sus miembros, derivadas de las tradiciones eclesiásticas y de la Biblia. La Biblia ofrecía casi todo lo que la mayor parte del pueblo entendía por historia del mundo, y era la base de la enseñanza moral. En el siglo XVIII, la fe iba debilitándose en los círculos intelectuales, como veremos en el capítulo inmediato, pero se mantenía viva entre la masa de la población. No era incompatible con un penetrante anticlericalismo, en virtud del cual verdaderos creyentes religiosos podían pensar que el clero era demasiado rico, egoísta, influyente, corrom­ 20

pido, o incluso que estaba equivocado en su predicación de la verdad cristiana. Entre los sectores no ilustrados, la religión se mezclaba con el folklore y con la superstición. La religión oficial se hallaba asociada al gobierno en todas partes, tanto en los países católicos como en los protestantes. La coronación de los reyes era una ceremonia religiosa, los obispos se sentaban en la Cámara de los Lores de Inglaterra, y en el Continente el clero formaba el «primer estado». Las iglesias enseñaban la obediencia al gobierno, generalmente citando a San Pablo, que había dicho que toda autoridad, al representar un poder legíti­ mo, estaba instituida por Dios para beneficio de la humanidad. La propia iglesia oficial, en este sentido, era una forma de autoridad pública, porque Dios, en realidad, había transmitido dos clases de poder, una al estado y otra a la iglesia, la primera para atender los problemas terrenales del hombre, y la segunda para cuidar de su situación espiritual y para alcanzar su salvación eterna. Sólo unos pocos protestantes disidentes cuestionaban aquella consagración del gobierno. Pero, mientras la iglesia enseñaba obe­ diencia, el alto clero sostenía frecuentes querellas con los ministros del rey, especialmente en los países católicos, donde la riqueza y el poder de la iglesia seguían siendo mayores que en el mundo protestante. Los obispos católicos argüían que el poder espiritual debía mantenerse independiente del estado, pero, por lo general, los motivos de disputa se referían a cuestiones más mundanas. La Iglesia Católica, a través de sus diócesis, capítulos catedralicios, monasterios y colegios, poseía cuantiosas propiedades, tanto rurales como urbanas, cuya proporción variaba en los distintos países católicos, mayor en España y en Bélgica que en Francia. Percibía unas rentas de aquellas propiedades, como cualquier otro dueño, pero no pagaba contribuciones. Además, cobraba el diezmo a todos los demás propietarios rurales, que consistía, generalmente, en el pago de un diez por ciento del producto agrícola anual. La exención de la iglesia de las contribuciones por sus propiedades se justificaba sobre la base de que piadosos donantes, a lo largo de los siglos, habían establecido fundaciones perpetuas para beneficio del pueblo cristiano. A cambio de la exención de contribuciones en Francia por ejemplo, la Iglesia hacía al rey un «libre donativo», cuya cuantía y cuyos plazos se convirtieron en motivo de controversia. La Iglesia tenía también su sistema de leyes canónicas y de tribunales eclesiásticos, que atendían a materias como los delitos civiles y penales cometidos por su propio clero, y a la regulación del matrimonio, de la vida familiar, a la legitimidad de los hijos, y a la validez de testamentos y herencias, y, en consecuencia, a los derechos de propiedad. También esto fue materia de permanente disputa entre la Iglesia y el estado. Las autoridades religiosas también censuraban libros, a menudo de acuerdo con el gobierno, pero a veces trataban de suprimir libros que el gobierno aprobaba, como cuando los autores defen­ dían la posición del gobierno en los conflictos con el clero. Instituciones benéficas, hospitales y hospicios estaban regidos por hombres y mujeres de congregaciones religiosas. El clero tomaba la principal iniciativa en la escolarización elemental y en la difusión de las primeras letras, así como en la preparación de los niños para ser cristianos. Los «colegios» o escuelas 21

secundarias en las que las clases alta y media recibían más amplia educación, aunque generalmente sostenidas por las ciudades o por sus propias dotes, utilizaban a profesores que, por lo general, eran miembros del clero. Cuando la iglesia y el gobierno disputaban sobre otras cuestiones, la enseñanza en los colegios podía resultar sospechosa. Tras haber sido disuelta la Compañía de Jesús en los países católicos en los años 1760, y suprimida por el papa en 1774, por razones que no guardaban relación alguna con la educación, tuvieron que reorganizarse centenares de colegios en todos los países católi­ cos. En todas estas cuestiones de educación, socorro a los pobres, beneficen­ cia y jurisdicción legal, en el siglo XVIII se tendía a la secularización, o a la asunción de autoridad por parte de los poderes civiles, pero el proceso estaba incompleto. La riqueza y el poder de Ja iglesia habían sido la fuente de los conflictos con los gobiernos, constantemente, desde la aparición de las monarquías en la Edad Media, Había sido una causa de la Reforma Protestante. En el siglo XVIII, en los países protestantes, las iglesias habían perdido la mayor parte de sus propiedades, aunque seguían siendo influyentes de otros modos. En el mundo católico, y especialmente en Francia y en Espafia, los reyes habían logrado una influencia indirecta sobre la iglesia al conquistar el derecho a nombrar los obispos. Los reyes y las cortes reales disputaban con las cortes eclesiásticas, y en España por el control sobre la Inquisición. Los miembros del clero que se sentían amenazados en su propio país tendían a apelar a la autoridad del papa. Las querellas localizadas entre gobernantes y eclesiásti­ cos podían, pues, adoptar el color de intereses nacionales contra una autoridad internacional o ultramontana de Roma. Esta tendencia anti-papal y anti-romana en el catolicismo se llamó galicanismo en Francia y febronianismo en Alemania. El jansenismo, que en principio era un movimiento puramente religioso de clérigos y laicos, y que se hizo anti-romano cuando Roma lo declaró no ortodoxo, se convirtió en una fuente de discordia en Italia y en Francia. Incluso en la España profundamente católica, el gobier­ no del rey andaba a la greña, a menudo, con el papa, y los «jansenistas» atacaban a los jesuítas como partidarios de una excesiva autoridad romana. En resumen, las iglesias se hallaban sólidamente entramadas en la urdimbre de la vida europea, estaban consideradas como depositarías de las verdades últimas, y conceptuadas como necesarias para preservar el orden social, pero, al propio tiempo, resultaban, a veces, irritantes para los gobiernos, y eran fuentes de las confusiones y conflictos que caracterizaron el anden régime. Social y legalmente, el clero constituía el «primer estado». Antes de la Revolución Francesa, se suponía que todas las personas pertene­ cían a un «estado», «orden», «estamento» o «brazo», incluso de un modo ar­ caico en Inglaterra, donde el jurisconsulto Blackstone identificaba unos cuarenta niveles de status que iban desde el jornalero hasta el duque. Desde otro punto de vista, Blackstone encontraba «tres estados del reino» en Ingla­ terra, es decir, el alto clero, la nobleza y los plebeyos. Indefinidas e incluso ab­ surdas en la Inglaterra del siglo XVIII, aquellas distinciones tenían más reali­ dad en el Continente. En parte, el estamento de un hombre se hallaba en rela­ ción con su nacimiento, que determinaba su rango en una jararquizada so­ ciedad de superiores e inferiores. En parte, recordaba las asambleas delibera­ 22

doras que los reyes habían reunido para asistir a sus gobiernos, y que, en aten­ ción a las realidades del siglo XIII, habían estado compuestas, en general, por el clero, la nobleza y los representantes de las ciudades. A partir de aque­ llas asambleas, se habían desarrollado el Parlamento inglés, los Estados Gene­ rales franceses, las Cortes de Castilla, y organismos similares en toda Europa. En el siglo XVIII, el Parlamento inglés había llegado a ser, efectivamente, so­ berano, pero, en otras partes, aquellos organismos no eran más que vestigios, y algunos ya no se reunían, en absoluto. De todos modos, la sociedad se componía, en principio, de «estados» u «órdenes» legales, más que de clases definidas por la propiedad de bienes o por el nivel de ingresos, como después de la Revolución Francesa. Un noble o un caballero podían ser muy pobres, y mantener, sin embargo, su status. Un plebeyo podia llegar a ser rico, pero seguía siendo plebeyo. En general, se suponía que el estamento de un hombre era el mismo de su padre, tanto por lo que se refería a su posición social como a su profesión. La posición social se heredaba. Es decir, la teoría del anden régime prestaba poca atención a la movilidad social. En realidad, había más movilidad de la que la teoría autorizaba, y este hecho contribuyó a erosionar el anden régime. En el esquema predominante, la nobleza formaba un segundo estado. Las personas consideradas nobles, incluidas sus familias, eran en todas partes una pequeña minoría, que iba desde el ocho por ciento de la población en Polonia hasta menos del dos por ciento en Francia, y a sólo doscientas cabezas de familia en Inglaterra. Pero los números reales eran importantes, elevándose tal vez a 300.000 personas en Francia. Los nobles eran, pues, un grupo heterogéneo, lejos de ser un estamento homogéneo pon intereses comunes. Algunos eran ricos, como los grands seigneurs de Francia y los grandes de España, pero muchos eran relativamente pobres, y vivían como los más modestos hidalgos campesinos de Inglaterra. Algunos se movían en un mundo de alta sociedad y frecuentaban las cortes reales, y otros llevaban una existencia provinciana e incluso rústica. Unos poseían títulos como el de conde o el de barón, y otros, no. Unos pocos tenían un largo y distinguido linaje, y afirmaban que sus antepasados habían luchado en las Cruzadas, y éste era, en realidad, el ideal de la nobleza, pero la mayor parte de las familias tenía una posición noble de orígenes mucho más recientes. Los reyes habían adquirido el derecho a «hacer» nobles, o a otorgar status de nobleza a personas que no habían nacido con él, y muchos nobles del siglo XVIII debían su posición a la buena fortuna de sus abuelos, que habían sido útiles a reyes anteriores en sus ambiciones militares o en la gobernación civil. En el siglo XVIII, era posible incluso obtener una patente de nobleza por compra. Nobles necesitados se casaban, a veces, con las hijas de plebeyos ricos, de modo que el árbol genealógico de los hijos era mixto. Como la verdadera distinción social dependía de la pureza del linaje, unos nobles miraban despectivamente a otros, y se decía que, si bien el rey podía crear nobles, no podía hacer de nadie un caballero. Pero todos los nobles consideraban como inferiores a los demás. La situación era, por lo tanto, diferente de la de Inglaterra, donde, aun cuando Inglaterra er.a un país altamente aristocrático, las líneas entre la nobleza, «gentry» y clases medias superiores eran un tanto vagas. La nobleza, en el Continente, estaba 23

legalmente definida. Había casos excepcionales de fraude, pero, en general, todos sabían si ellos mismos u otros pertenecían al orden de la nobleza. Esto suscitó diversas rivalidades, ansiedades y ambiciones, y un deseo de elevarse en prestigio social más que de hacer dinero mediante productivas actividades económicas. La nobleza confería importantes privilegios. Uno de esos privilegios era la exención de ciertas formas de impuesto directo. Otro era el de tener un tratamiento especial en los tribunales de justicia. O la familia noble tenia asientos especiales en la iglesia del pueblo. O solamente los nobles tenían derecho a llevar espada, pero esto era, sobre todo, una cuestión de etiqueta, cada vez más ignorada. Ya fuese por estricta legalidad o por prerrogativa consuetudinaria, los nobles recibían casi todos los nombramientos para los cargos más distinguidos; se convertían en palaciegos de las reales casas, en gobernadores de provincias, en obispos y arzobispos, en embajadores del rey, en jueces supremos en los tribunales, y en generales y almirantes con mando en las fuerzas armadas. Pretendían tener también el derecho especial de dar consejos al rey. Mientras las antiguas asambleas medievales de estados se hallaban en suspenso, este derecho era de menor importancia. Pero cuando Luis XVI de Francia se vio obligado a resucitar los Estados Generales en 1789, la nobleza se reunió como «segundo estado» en una cámara propia, con un peso igual al del clero y al de todas las demás personas del reino juntas. Esta amenaza de aumento de poder de la nobleza precipitó la Revolución. La doctrina revolucionaria de la igualdad de dere­ chos estaba dirigida, en principio, contra las desigualdades producidas por los privilegios de los nobles. El status noble había surgido de la triple distinción medieval entre los que guerreaban, los que rezaban y los que trabajaban. En el siglo XVIII, sólo una minoría de nobles eran militares, aunque todos desdeñaban el «trabajo» en el sentido de comercio o de actividad manual. La función tradicional del noble consistía en ser el lord, o el seigneur, o el señor de uno o más pueblos o señoríos. En gozar de derechos señoriales o «feudales». Esto se había hecho también confuso al paso del tiempo, porque, especial­ mente en Francia y en lo que se ha llamado la tercera zona de Europa Occidental, los derechos señoriales podían corresponder a personas de clase media de las ciudades, o más raramente a campesinos, o a organismos corporativos como colegios y hospitales. El «feudalismo» y los «derechos feudales» habían pasado a ser materia de propiedad, e implicaban el derecho a percibir un cierto tipo de renta. El sistema feudal, manorial o señorial, que la Revolución iba a sustituir con un sistema más moderno de propiedad, puede entenderse como un sistema en el que una determinada porción de tierra origina una pluralidad de derechos y de obligaciones. Los campesinos eran «libres» en el sentido de que no tenían que prestar ningún trabajo obligatorio y gratuito. Los agricultores campesi­ nos podían ser propietarios, en el sentido de que disponían de una posesión segura, que podían comprar o vender, o heredar o legar a sus hijos. Eran dueños del producto, pero el cultivo estaba sometido a las limitaciones de los derechos comunales, por lo que los tipos de cosechas sembradas, la determi­ nación de los campos en barbecho, y los momentos de la siembra y de la 24

cosecha dependían de la comunidad del pueblo. (Fue la eliminación de esas limitaciones lo que hizo posible la rápida mejora de la agricultura en Inglaterra). El campesino propietario tenía que pagar tributos al rey, y el diezmo a la iglesia o a alguna persona laica a la que se hubiera transferido el derecho del diezmo. También tenía que pagar al seigneur, pagos que variaban notablemente de un lugar a otro, que podían ser ligeros o gravosos, y que podían hacerse en dinero o en especie. En Francia, esos pagos recibían nombres como el de cens, un pago en dinero, el de champart, un pago en medidas de grano o de otro producto, el de lods et ventes, un tipo de impuesto de ventas o de herencia pagado al señor, o el de banalités, derechos pagados por el uso del horno o de la prensa de lagar del pueblo, que se consideraba que pertenecían al señor del feudo. Estos eran los «tributos feudales» que serían abolidos por la Revolución. Además, sobre todo si el señor era un noble, el campesino podía estar sometido a su jurisdicción legal en el tribunal del feudo, en el que podían resolverse pequeñas disputas y repararse daños, pero en el que los nobles más altos también podían tener el derecho a imponer condenas de muerte por delitos penales. Un signo de la más alta nobleza era el mantenimiento de una horca en la propia hacienda. Los tribunales señoriales habían ido pasando progresivamente a la supervisión de los jueces reales, y habían de desaparecer con la Revolución, sustituidos por tribunales locales mantenidos por el estado. Esta sucinta información de los derechos y obligaciones «feudales» no es una descripción adecuada del uso de la tierra en el siglo XVIII. Muchos propietarios campesinos eran dueños de muy poca tierra, y muchos no poseían ninguna, en absoluto. Algunos, en la Francia septentrional, trabaja­ ban como tejedores en sus cabañas, igual que en Inglaterra. Unos trabajaban como jornaleros por un salario en las tierras, otros cuidaban del ganado y otros quemaban carbón en los bosques. Algunos agricultores eran métayers (aparceros), que compartían la cosecha con el propietario o con el señor, y otros tenían arrendamientos durante plazos limitados, como el de nueve años, a cambio de rentas establecidas. Por el contrario, no está claro en qué medida los nobles dependían, realmente, en cuanto a sus ingresos, de los tributos feudales tradicionales. El período de mediados del siglo XVIII fue de relativa prosperidad para el campesinado francés. A partir de 1770, su carga se hizo más pesada, pues sostenía a la iglesia, a la nobleza, al gobierno y a distintos señores, mediante los impuestos, los diezmos y los tributos que pagaba. En los últimos años del anden régime, los terratenientes comenza­ ron a cobrar los tributos señoriales más rigurosamente, a elevar las rentas al expirar los plazos, y a imponer condiciones más duras a sus métayers, sin preocuparse mucho de mejorar la productividad agrícola, como en Ingla­ terra. Los campesinos iban tornándose cada vez más hostiles, no sólo frente al «feudalismo», sino también frente a un «capitalismo» que buscaba la ganancia sin el correspondiente aumento de la inversión agrícola. En las ciudades, también los individuos pertenecían a diferentes «esta­ dos», dispuestos en un orden jerárquico de categorías sociales y ocupacio­ nes. Algunas ciudades eran la residencia favorita de los nobles rurales, otras eran principalmente centros eclesiásticos donde predominaba el alto clero, y otras eran centros de gobierno y de los tribunales de justicia del rey. En el 25

mundo pre-industrial, no había verdaderas ciudades industriales, pero había muchas ciudades comerciales; y en los puertos de mar y en los principales centros del interior, los comerciantes ricos gozaban de una alta posición. Todas las ciudades estaban llenas de hombres de leyes y de notarios, porque la complejidad de la propiedad de la tierra y la variación de las leyes de una provincia a otra creaban una gran actividad jurídica. Aquellos grupos urbanos superiores proporcionaban los magistrados y los concejos de las ciudades, que, si bien bajo el control del rey, ejercía, sin embargo, un gran poder local. Los concejos eran, a veces, cooptativos, pues nombraban a sus propios miembros, y, a veces, elegidos por un limitado número de votantes, y, en todo caso, oligárquicos. Por debajo de las minorías profesionales y gobernantes, los trabajadores con sus diversas cualificaciones se disponían también en orden descendente, desde oficios tan respetados como el de los orfebres hasta otros tan humildes como el de los peluqueros. Por lo general, cada oficio tenía su gremio o «corporación», que trataba de limitar el número de sus miembros, de proteger sus procedimientos y sus secretos, y de oponerse a la competencia de nuevos hombres y nuevas ideas, especialmente si procedían de fuera. Cada oficio, gremio o profesión tendía también a convertirse en una unidad social, dentro de la cual se creaban amistades y se concertaban matrimonios. Todavía más abajo en la escala social se encon­ traba la masa de los trabajadores menos organizados y menos favorecidos, ' los criados domésticos, los mozos de cuadra, los jardineros, los cocheros, los aguadores, los ayudantes de la construcción, los porteadores y trabajadores esporádicos de todo tipo, reforzados por las viudas pobres, los inválidos y los vagabundos. Nadie pensaba que personas de tan baja posición tuvieran voz en los asuntos públicos. La monarquía era la única institución que se mantenía por encima de toda aquella confusión de clero y nobleza, diócesis y provincias, señoríos y ciudades, gremio y clases inferiores inarticuladas. Un reino era un manojo de organismos con diferentes privilegios. El rey era la única figura pública entre intereses privados contendientes. Al tener poca solidaridad nacional, grandes territorios se mantenían unidos por la lealtad a la corona. Pero conviene recordar que muchos pueblos no tenían rey. La monarquía era menos universal que la iglesia o que la sociedad de estados, rangos y órdenes que acabamos de describir. Venecia y Génova eran repúblicas aristocráticas, Toscana un gran ducado autónomo, y, en la Italia central, los estados pontificios eran gobernados por el papa. Los cantones suizos constituían pequeñas repúblicas, y lo eran también, en realidad, las patricias Provincias Holandesas bajo su estatúder. La anómala República de Polonia tenía un rey, que, sin embargo, no tenía poder. El Sacro Imperio Romano compren­ día unos 300 estados, 50 de los cuales eran ciudades libres, y otros eran obispados y pequeños principados sobre los que no se ejercía, realmente, ningún poder superior. La monarquía en Inglaterra, a partir de 1688, era un símbolo del gobierno constitucional. Los auténticos monarcas de Europa, en el siglo XVIII, podían contarse con los dedos de las manos: los reyes de Francia, España y Portugal; los reyes de Suecia y Dinamarca (que entonces poseía Noruega); los reyes de Nápoles y Cerdeña; y los tres grandes gobernantes del Este: el zar de Rusia, el rey de Prusia y el gobernante de los 26

dominios de los Habsburgo: Austria, Hungría, Bohemia, Croacia, Milán y los Países Bajos austríacos, por nombrar sólo los más importantes. Con las singulares excepciones de Inglaterra y Polonia, y la del Sacro Imperio Romano en la Europa central, la monarquía bajo el anden régime estaba considerada como «absoluta». También era hereditaria en la familia o dinastía real, de modo que la corona pasaba legalmente al hijo mayor superviviente, o, en algunos países, a una hija, en el caso de que no hubiera hijos. El carácter hereditario impedía disputas sobre la sucesión, y el absolutismo significaba que el rey no podía ser perturbado por las querellas de los magnates feudales y de los dirigentes religiosos, como en las guerras de religión del siglo XVI. La monarquía preservaba la paz interior, y los más firmes partidarios del rey solían encontrarse entre el pueblo llano. El rey, como principio, recibía sus poderes de Dios, rio por delegación de un pueblo o de una nación, o de fragmentos del pueblo, lo que había causado muchos trastornos en el pasado. El soberano reinaba durante toda su vida, nadie podía deponerle legalmente, y, aunque dependía de consejeros, nadie podía contradecir su voluntad expresa. Solamente las monarquías, en el siglo XVIII, mantenían ejércitos impor­ tantes, que habían sustituido a los ejércitos privados y a las bandas errantes de un pasado turbulento. Los ejércitos se sostenían mediante los impuestos reales, y no mediante el saqueo. Los soldados eran pagados, uniformados, instruidos y alojados en cuarteles, separados de la población civil. Los oficiales eran disciplinados, y estaban preparados para recibir órdenes y para darlas. Los ejércitos, pues, eran para su propio pueblo una amenaza un poco menor de lo que habían sido en otro tiempo. Además, constituían los instrumentos mediante los cuales los monarcas luchaban entre sí, general­ mente por la conquista de territorio y por el ensanchamiento de sus domi­ nios. Pero, añtes de las guerras de la Revolución Francesa y de Napoleón, los ejércitos eran muy pequeños, y pocas las batallas en que intervenían más de unas decenas de miles de soldados. Carecía también de contenido ideoló­ gico; ni los aristocráticos oficiales ni los soldados rasos se sentían inspirados por una causa superior. La guerra era menos destructiva que en el pasado, o de lo que había de serlo después. Las burocracias civiles se habían desarrollado también bajo las monar­ quías. Los reyes gobernaban por medio de consejos, cuyos miembros ellos nombraban y destituían a voluntad, y crearon ministerios que iban hacién­ dose más especializados y profesionales, a medida que el tiempo pasaba. Impusieron también a sus jueces reales y a sus funcionarios sobre las autoridades tradicionales y locales, más antiguas, de que estaban compuestos sus reinos. El proceso había ido más lejos en Francia, monarquía modelo del anden régime. Raras veces se abolían las antiguas instituciones, pero al lado de ellas se creaban otras nuevas. Cada provincia francesa conservaba su gobernador, por lo general un noble eminente con grandes propiedades y con relaciones personales en la provincia, pero los gobernadores iban limitándose, gradualmente, a funciones militares y ceremoniales, y el país se dividió en unos treinta nuevos distritos, cada uno de ellos bajo un «intenden­ te». El intendente solía ser un hombre de posición noble más reciente, que, por lo tanto, dependía del rey para su ascensión, y que supervisaba y 27

controlaba todos los asuntos del rey en su área, informando directamente a un ministro en Versalles. Los tribunales supremos franceses eran alrededor de una docena de parlements, cada uno para su región, como Bretaña y Languedoc. En parte, procedían de los antiguos altos tribunales de ducados y condados anterior­ mente autónomos, y, en parte, ejercían el supremo poder judicial del Rey de Francia en aquellas áreas. El Parlement de París era, sin duda, el más importante, pues tenía jurisdicción sobre casi la mitad del país. Pero como las leyes habían ido desarrollándose lentamente desde la Edad Media, variaban de una localidad a otra, de modo que se decía que un hombre podía cambiar de leyes más a menudo que de caballo. Los parlem ents provinciales solían defender sus libertades regionales históricas. N o había más autoridad legal central sobre los parlements que la del propio rey. Los gobiernos reales necesitaban también innumerables recaudadores de impuestos y personas dedicadas a la transmisión y al gasto de los fondos del rey. La recaudación de los impuestos indirectos, como los de la sal y del tabaco, solían asignarse a personas privadas —los arrendatarios de impues­ tos— que proporcionaban al gobierno una suma fija, a cambio del derecho de recaudar los impuestos en el momento debido. Algunos de aquellos arrendatarios de impuestos se hicieron muy ricos, y el «capitalismo» o las «finanzas» del anden régime se referían más a aquella manipulación de dine­ ro de acuerdo con el gobierno que a un sistema de producción de artículos útiles. En general, la clase media del Continente, más que la de Inglaterra, se había desarrollado tanto mediante el trabajo político como el económico. Las burocracias se reclutaban entre los jóvenes de preparación jurídica, de modo que las escuelas de leyes florecían como viveros del servicio público. Provistas de todo aquel aparato administrativo, las monarquías del siglo XVIII se convirtieron en «despotismos ilustrados», de los que se habla más en el capítulo siguiente; signos de monarquía «ilustrada» pueden encontrarse en pequeños estados como Cerdeña, Nápoles y Dinamarca, en los principa­ dos alemanes, y en Portugal bajo el Marqués de Pombal, pero los déspotas ilustrados famosos fueron Catalina II de Rusia, María Teresa y José II en los dominios austríacos, Federico II de Prusia y Carlos III de España. En Francia, era «ilustrado» el gobierno, ya que no el propio Luis XV. Los reyes y sus ministros se preocupaban de todas clases de medidas innovadoras, como las reformas de los impuestos, la construcción de carreteras, la organización de escuelas militares y técnicas, el intento de aliviar la servi­ dumbre en Austria, la reducción de las tarifas internas, la inspección de las manufacturas para proteger a los consumidores, y el control del precio del pan para impedir motines en las ciudades. Fueron los despotismos ilustrados los que desarrollaron la pólice, una palabra originariamente francesa que pronto pasó a otros idiomas, y que al principio significaba un sistema de regulación en una sociedad bien ordenada, y después el personal que efectuaba aquella regulación, ya fuese por procedimientos públicos o secre­ tos. Los déspotas también chocaron con la Iglesia, alcanzando el punto crítico con la supresión de los Jesuítas, que fueron expulsados de Portugal y del Brasil en 1761, de Francia en 1762-64, de España y de sus posesiones en 1767 y del Reino de Nápoles en 1768. Bajo la constante presión para 28

financiar sus ejércitos y sus guerras, los gobiernos reales se vieron obligados a imponer más altos tributos, que caían pesadamente sobre los campesinos, e incluso a avanzar hacia la igualdad en la carga impositiva gravando con más tributos a los nobles. Los intentos de reducir las desigualdades impositivas tropezaron siempre con firme resistencia. Las llamadas monarquías absolutas estaban, en realidad, lejos de ser absolutas. Tenían grandes limitaciones en sus poderes efectivos. La ignoran­ cia, la apatía y la incomprensión, juntamente con unas comunicaciones lentas e inseguras, obstaculizaban hasta la política más beneficiosa. Las antiguas asambleas medievales de estamentos nunca llegaron a convertirse en organismos responsables, dispuestos a conceder dinero al rey, y, a largo plazo, a apoderarse del gobierno, como el Parlamento de Inglaterra. En el Continente, las asambleas se enredaban en tales disputas, y hasta tal punto se inclinaban a representar intereses especiales, que los reyes, sencillamente, dejaban de utilizarlas, y, en consecuencia, tenían que echar mano de otros recursos para atender a sus necesidades financieras. Uno de esos recursos, que resultó muy perjudicial, fue la venta de cargos públicos. Iniciado en Francia hacia 1600, pero también en otras partes, llegó a ser posible para el que ocupaba un cargo transmitirlo a su hijo, o a cualquier otra persona que él designase, a condición de pagar una cantidad de dinero a la tesorería del rey. Los cargos, pues, pasaron a ser una forma de propiedad privada, que podían heredarse o adquirirse de quienes antes los ocupaban, y el rey perdió la facultad de seleccionar a sus propios servidores. Se desarrollaron unos intereses creados, opuestos al cambio. O el rey asignaba la categoría de nobleza a un cargo para aumentar su precio, lo que molestaba a los nobles de nacimiento; o creaba nuevas maestrías en los gre­ mios, que los gremios acaparaban a fin de no verse inundados por advenedizos; o cancelaba los derechos de los consejos de las ciudades, que las ciudades volvían a adquirir para conservar un cierto grado de libertad local. Los nombramientos en el ejército también se compraban y se vendían. Muchas personas compraban cargos y nombramientos militares por el rango social que conferían, lo que constituyó una práctica que no vino a mejorar la eficiencia administrativa ni la militar. Es sorprendente que tal sistema funcionase, en absoluto, pero es más comprensible si se tiene en cuenta que en Francia los cargos más importantes, como los de intendente, miembro, del consejo real o comandante de las fuerzas armadas, nunca se compraron, ni se vendieron, ni se heredaron. Sin embargo, los escaños en los parlements franceses se convirtieron en una forma de propiedad privada, lo que daba a los jueces una segura posesión vitalicia y les permitía oponerse al rey y a sus ministros. Surgieron familias enteras de parlementaires, que se sucedían de generación en genera­ ción, y que formaron una nueva clase de nobleza, la noblesse de robe. Muchos de aquellos hombres eran profundos estudiosos de las leyes, como el famoso Montesquieu, y otros eran escrupulosos en el cumplimiento de sus funciones judiciales, pero tendían a oponerse a las reformas que amenaza­ ban sus intereses profesionales o de clase, o a las propuestas de reducir la esfera de su jurisdicción o de elevar los impuestos sobre la propiedad de la nobleza, pues casi todos los parlementaires, en el siglo XVIII, eran nobles. 29

Sobre todo, el absolutismo se vio neutralizado por el «privilegio». Los privilegios se llamaron también libertades, pero diferian de una concepción más moderna de la libertad en que se aplicaban sólo a ciertas clases de personas, o al «estamento» al que pertenecían los individuos. La propia pa­ labra, en su origen latino, privilegium, significaba una ley privada. En el anden régime, el clero y la nobleza eran los dos estados privilegiados, pero pro­ vincias, ciudades y gremios enterps gozaban de sus privilegios también, in­ cluidos los gremios de profesores llamados universidades. El privilegio más buscado era el de librarse del pago de los impuestos que caían sobre el indefenso pueblo llano, que en Francia era la taille pagada por los campesi­ nos. Los privilegios habían surgido, por comprensibles razones históricas. A medida que las monarquías se habían extendido, habían garantizado ciertas libertades locales y ventajas fiscales a las regiones nuevamente anexionadas. Asi, Bretaña y Alsacia pagaban muchos menos impuestos que las provincias interiores de Francia; y Bélgica, Lombardía y Hungría pagaban menos que la propia Austria. Las propiedades de la Iglesia se hallaban exentas, con el fin de apoyar a la religión y servir el bienestar público. En cuanto a los nobles, los monarcas, al privarles de poder militar independiente como magnates feudales, y al negarse luego a consultarles en las asambleas de es­ tamentos, les habían persuadido de que aceptasen la supremacía real, prome­ tiéndoles la exención tributaria. Como la exención tributaria se convirtió así en un símbolo de superioridad social, muchos otros la procuraron también, y fueron muchos los simples burgueses que obtuvieron algún tipo de desgravación. En consecuencia, los impuestos recayeron más duramente sobre los pobres, que eran los que menos podían pagarlos. Las monarquías del anden régime vivían en un permanente estado de crisis financiera. Casi todas estaban agobiadas de deudas. Tanto Inglaterra como Holanda, con sus diferentes instituciones, afrontaron con éxito una deuda nacional p er capiía superior a la que hundió la espléndida monarquía de Versalles, en la década de 1780. En resumen el anden régime adolecía de una confusión y de una rigidez excesivas, una confusión de jurisdicciones superpuestas y de intereses creados, y una rigidez en virtud de la cual los grupos privilegiados podían obstaculizar los verdaderos intentos de reforma que las monarquías empren­ dieron repetidas veces. La monarquía tal vez alcanzó su apogeo en el «despotismo ilustrado» del siglo XVIII, pero no era bastante. No fue sufi­ cientemente autocrática para ignorar, simplemente, los derechos de la pro­ piedad y para obtener dinero por la fuerza, ni suficientemente liberal para permitir que sus súbditos tomasen a su cargo la responsabilidad —financiera y de otro tipo— de los asuntos del país. En los dos capítulos inmediatos, examinamos más detenidamente lo que sucedió en el siglo XVIII, durante la Ilustración, para volver luego a la Revolución Francesa, en la que desapare­ ció el anden régime.

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I.

L A E D A D D E L A IL U S T R A C IO N

El siglo XVIII, o, por lo menos, los años de ese siglo que precedieron a la Revolución Francesa de 1789, son generalmente conocidos como la Edad de la Ilustración, y, aunque esa denominación suscita más dificultades de las habituales, no hay otra, sin embargo, que tan bien describa tantos aspectos de la época. Los hombres estaban profundamente convencidos de que la suya era una edad ilustrada, y es de su valoración de si mismos de donde se deriva nuestro término de Edad de la Ilustración. Por todas partes se experimentaba el sentimiento de que los europeos habían salido, al fin, de un largo crepúsculo. Se consideraba el pasado como un tiempo de barbarie y de oscuridad. La sensación de progreso era casi universal entre las clases instruidas. Era la creencia, no sólo de los pensadores y escritores dé espíritu más abierto, conocidos como los philosophes, sino también de los reyes y emperatrices de disposición más progresista, los «déspotas ilustrados», juntamente con sus ministros y sus funcionarios. 1.

Los philosophes

El espíritu de la Ilustración: la idea de progreso El espíritu de la Ilustración del siglo XVIII se extrajo de la revolución científica e intelectual del siglo XVII. La Ilustración transmitió y popularizó las ideas de Bacon y Descartes, de Bayle y Spinoza, y, sobre todo, de Locke y Newton. Transmitió la filosofía de la ley natural y del derecho natural. Nunca hubo una época tan escéptica respecto a la tradición, tan confiada en los poderes de la razón humana y de la ciencia, tan firmemente convencida de la regularidad y armonía de la naturaleza, y tan profundamente imbuida del sentido del avance de la civilización y del progreso. Se dice muchas veces que la idea del progreso es la idea dominante o característica de la civilización europea, desde el siglo J£VII hasta el X X . Es una creencia, una especie de fe no religiosa, en que las condiciones de la vida humana mejoran con el paso del tiempo, en que, por lo general, cada generación es mejor que sus predecesoras y contribuirá con su labor a una vida todavía mejor para las generaciones futuras, y en que, a largo plazo, toda la Em blema d é capítulo: caja de rapé francesa, con retratos en miniatura, sobre concha de tortuga de tres fam osos filó so fo s: Voltaire, Rousseau y Benjamín Franklin.

humanidad participará en el mismo avance. Todos los elementos de esta creencia se hallaban presentes en 1700. Pero fue después de 1700 cuando la idea de progreso se manifestó explícitamente. En el siglo XVII se había mostrado de una manera más rudimentaria, en una disputa esporádica, entre hombres de letras de Inglaterra y Francia, conocida como la querella de Antiguos y Modernos. Los Antiguos sostenían que las obras de los griegos y de los romanos nunca habían sido superadas. Los Modernos, atendiendo a la dencia, al arte, a la literatura y a la invención, declaraban que su propia época era la mejor, que era natural que los hombres de su tiempo fuesen mejores que los antiguos, porque venían después y contaban con las realizaciones de sus predecesores. La querella nunca se resolvió, en realidad, pero eran muchí­ simos los modernos en 1700. Los europeos siempre se habían sentido mejores que los antiguos, por ser cristianos, mientras los antiguos eran paganos. Ahora, por primera vez en la historia de Europa, muchos europeos estaban convencidos de que habían superado a los eminentes griegos y romanos en lo puramente terrenal. Y muchos creían que aquel progreso no cesaría nunca. Era muy amplia también la fe de la época en las facultades naturales del entendimiento humano. El puro escepticismo, negadón de la razón, estaba superado. N o era probable que la gente instruida, con posterioridad a 1700, fuese supersticiosa, o sintiese terror ante lo desconocido, o permanedese adicta a la magia. La manía de la brujería se extinguió bruscamente. En realidad, se oscuredó todo sentido de lo sobrenatural. Los hombres «modernos» no sólo dejaron de temer al diablo, sino que también dejaron de temer a Dios. Pensaban en Dios, menos como un Padre que como una Primera Causa del universo físico. Había menos sentimiento de un Dios personal, o de la inescrutable inminencia de la Providencia divina, o de la necesidad de la gracia salvadora. Dios era menos el Dios del Amor; era el ser inconcebible­ mente inteligente, que había hecho el asombroso universo, ahora descubierto por la razón del hombre. El gran símbolo del Dios cristiano era la Cruz, en la que un ser divino había sufrido bajo forma humana. El símbolo que se les ocurrió a los hombres de visión dentífica fue el Relojero. Las complejidades del universo físico se comparaban con las complejidades de un reloj, y se aseguraba que, de igual modo que un reloj no podía existir sin un relojero, asi el universo, tal como había sido descubierto por Newton, no podía existir sin un Dios que lo hubiera creado y puesto en movimiento mediante su ley matemática. Lo que se consideraba divino era una inteligencia omnipotente. Todo esto favoreció el espíritu del secularismo en Europa. Los progresos intelectuales vinieron a reforzar las causas sodales y económicas que estaban apartando a la gente de la vieja religión. Las iglesias y los eclesiásticos perdieron autoridad y prestigio. La economía y la política, los negocios y el estado, ya no se encontraban supeditados a fines religiosos. Rompieron las ataduras impuestas por juidos morales o religiosos. Al propio tiempo, se extendió la tolerancia religiosa. La persecución de las minorías religiosas se hizo menos frecuente. En todo caso, las iglesias, en sus intentos de imponer la aceptación de su doctrina religiosa, ya no utilizaban los bárbaros métodos de tiempos pasados, como el potro o la hoguera. Y los métodos bárbaros empleados por el estado, contra personas sospechosas o convictas de crímenes o de delitos políticos, fueron cayendo también cada vez en mayor descrédito. 32

Los filósofos Philosophe es, sencillamente, un vocablo francés, que significa filósofo, pero ser philosophe significaba en el siglo XVIII aproximarse a cualquier tema con un espíritu crítico e inquisitivo. En inglés, el vocablo francés se utilizó para designar un grupo de escritores que no eran filósofos, en el sentido de que trataban las cuestiones últimas de la existencia. Eran hombres de letras, divulgadores y publicistas. Aunque a menudo eruditos, escribían para llamar la atención, y fue a través de los filósofos como se extendieron las ideas de la Ilustración. Anteriormente, los aurores habian sido, por lo general, caballeros ociosos, o inteligentes protégés de patrones aristocráticos o regios, o profesores o clérigos mantenidos por la renta de los establecimientos religiosos. En la Edad de la Ilustración, muchos eran independientes, escritores o periodistas. Escribían para «el público». El público lector se había ampliado considerablemente. La clase medía instruida, comercial y profesional, era mucho mayor de lo que nunca habia sido. Los caballeros rurales iban abandonando sus rústicas costumbres, e in­ cluso los nobles querían estar informados. Los periódicos y las revistas se multiplicaban, y la gente que no podía leerlos en casa podía leerlos en los cafés o en las salas de lectura organizadas para ese fin. Había también una gran demanda de diccionarios, de enciclopedias y de compendios sobre todos los campos del conocimiento. Los nuevos lectores querían que las materias se les presentasen de un modo interesante y claro. Apreciaban el ingenio y la ligereza en el tratamiento. La propia literatura se benefició enormemente de aquel público. El estilo del siglo XVIII se hizo admirablemente fluido, claro y preciso, ni pesado, por una parte, ni frívolo, por la otra. Y de las obras de aquel tipo también se beneficiaron los lectores, desde el interior de Europa hasta la América de Benjamín Franklin. La clase medía burguesa iba haciéndose no sólo instruida, sino inclinada a pensar. Pero el movimiento no era sólo un movimiento de clase. Habia otro aspecto en el que las oteas de la época seveían influidas por las condiciones sociales. Todas se escribían bajo censura. La teoría de la censura consistía en proteger al pueblo contra las ideas perniciosas, como se le protegía contra un producto falsificado o contra pesos y medidas fraudulen­ tos. En Inglaterra, la censura fue tan suave, que tuvo pocos efectos. Otros países, como España, tuvieron una censura fuerte, pero pocos escritores originales. Francia, el centro de la Ilustración, tuvo una censura compleja y un numeroso público lector y autor. La Iglesia, el Parlamento de París, los funcionarios del rey y los gremios de impresores, todos intervenían en la censura de libros. La censura francesa, sin embargo, se administraba muy indulgentemente, y después de 1750 molestó muy poco a los escritores. No puede compararse con la censura de algunos países en el siglo XX. Pero, en cierto sentido, tuvo un efecto desfavorable sobre las letras y el pensamiento franceses. Disuadió a los escritores de dedicarse razonablemente a una seria consideración de cuestiones públicas concretas. Al estar legalmente prohibido criticar a la iglesia o al estado, dirigían sus criticas hacia un plano abstracto. Como se les impedía atacar las cosas en particular, tendían a atacar las cosas en general. Hablaban de las costumbres de los persas y de los iroqueses, pero 33

no de las costumbres francesas. Sus obras se llenaron de dobles significados, de pullas disimuladas, de indirectas y de burlas, de modo que un autor, en caso de ser interrogado, podía declarar que él no había querido decir lo que todo el mundo sabia que había querido decir. En cuanto a los lectores, desarrollaron un gusto por los libros prohibidos, que se obtenían siempre con bastante facilidad a través de canales ilícitos. Nadie se conformaba con leer solamente literatura autorizada, y los parisienses que se enteraban de que un libro era visto, con malos ojos por el arzobispo, o por el parlamento se apresuraban a leerla y a hablar de él. Las ideas se estimaban por su audacia, o incluso, simplemente, por su picardía. El pensamiento francés se radicalizó, a causa de los procedimientos de medias tintas empleados para controlarlo. París era el corazón del movimiento. Las señoras, en sus salons, celebraban veladas en las que intelectuales, hombres de letras y gentes de la sociedad distinguida conversaban, brillantemente, sobre muchos temas; También en París se publicó la más importante de todas las empresas filosóficas, la Encyclopédie, editada por Denis Diderot en diecisiete grandes volúmenes, en los años transcurridos desde 1751 a 1772. Era un gran compendio del conocimiento científico, técnico e histórico, que traslucía una profunda actitud crítica respecto a la sociedad y a las instituciones existentes, y que sintetizaba el espíritu escéptico, racional y científico de la época. No fue la primera enciclopedia, pero fue la primera que contó con una distinguida relación de colaboradores o que fue ideada como una fuerza positiva en favor del progreso social. En realidad, colaboraron todos los filósofos franceses —Voltaire, Montesquieu, Rousseau, D ’Alembert (que ayudó también en la dirección), Buffon, Turgot, Quesnay y muchos otros, a todos los cuales, colectivamente, se les conoce como los Enciclopedistas. Otro grupo de pensadores era el de los Fisiócratas, a quienes sus críticos llamaban «economistas», palabra inicialmente aplicada con una ligera intención insultante. A este grupo pertenecían Quesnay, médico de Luis XV; Turgot, ministro de Luis XVI, y Dupont de Neumours, fundador de la familia industrial de lps Du Ponts en los Estados Unidos. Los Fisiócratas se interesaban "por la reforma fiscal e impositiva, y por las medidas para incrementar la riqueza nacional de Francia. Fueron los primeros err utilizar la expresión laissezfaire («dejad hacer»), pues creían que la riqueza aumentaría si hubiera una mayor libertad para la inversión y para el comercio y la criculación de mercancías, aunque insistían en la autoridad planificadora de un gobierno «ilustrado»; Por toda Europa se encoñtraban hombres y mujeres que se consideraban philosophes, o próximos en espíritu a los philosophes. Federico el Grande era un philosophe eminente; no sólo era amigo de Voltaire y anfitrión de un circulo de escritores y hombres de ciencia en Postsdam, sino que él mismo escribía epigramas, sátiras, disertaciones e historias, así como obras sobre ciencia militar, y estaba dotado de un gran ingenio, de una lengua mordaz y de una cierta picardía respecto a todo lo tradicional y pomposo. Catalina la Grande, emperatriz de Rusia, era también una philosophe, por las mismas razones, aproximadamente. María Teresa de Austria, no era una philosophe; era demasiado religiosa y se interesaba muy poco por las ideas generales. Su hijo José, por otra parte, como luego veremos, demostró ser un philosophe 34

entronizado. En Inglaterra, el obispo Warburton estaba considerado por alguno de sus amigos como un philosophe; sostenía que la Iglesia de Inglaterra de su tiempo, como institución social, era exactamente lo que la razón pura habría ideado. El filósofo escéptico escocés David Hume, estaba considerado como un philosophe, al igual que Edward Gibbon, que escandalizó a los devotos con sus ataques al cristianismo en su famoso Decline and Fall o f the Román £7wp/re(«Declive y caída del Imperio Romano»). El doctor Samuel Johnson no fue un philosophe; se preocupaba de lo sobre­ natural, se adhirió a la iglesia establecida, restaba importancia a los autores pretenciosos e incluso declaraba que Voltaire y Rousseau eran hombres malos, que deberían ser enviados «a las plantaciones». Había también philosophes italianos y alemanes, como el marqués de Beccaria, que trataba de humanizar las leyes penales, o el barón Grimm, que enviaba una publica­ ción literaria, desde París, a sus muchos suscriptores.

Montesquieu, Voltairey Rousseau Los más famosos de todos los philosophes fueron los tres franceses, Mon­ tesquieu (1689-1755), Voltaire (1694-1778) y Rousseau (1712-1778). Eran pro­ fundamente distintos entre sí. Los tres fueron proclamados como genios lite­ rarios en su tiempo. Los tres pasaron de la literatura pura a obras de comen­ tario político y de análisis social. Los tres pensaban que el estado de la socie­ dad existente podía ser mejorado. Montesquieu, dos veces barón, era un aristócrata terrateniente, un seigneur de la Francia meridional. Heredó de su tío un puesto en el Parlamento de Bur­ deos, y participó activamente en aquel parlamento, en los días de la Regencia. También tomó parte de la resurgencia nobiliaria que siguió a la muerte de Luis XIV y continuó a lo largo del siglo XVIII. Aunque compartía muchas de las ideas de la corriente de pensamiento aristocrático y antiabsolutista, él iba más allá de una simple filosofía clasista. En su gran obra, L ’Esprit des lois («El espíritu de las leyes»), publicada en 1748, desarrolló dos ideas prin­ cipales. Una era la de que las formas de gobierno variaban según el clima y las circunstancias, por ejemplo, que el despotismo era adecuado sólo para grandes imperios en climas calientes, y que la democracia sólo seria eficaz en pequeñas ciudades-estado. Su otra gran doctrina, dirigida contra el absolu­ tismo real en Francia (al que él llamaba «despotismo»), era la separación y el equilibrio de poderes. Creía que en Francia el poder debía estar dividido entre el rey y muchos «cuerpos intermedios»: parlamentos, estados provin­ ciales, nobleza organizada, ciudades con privilegio e incluso la iglesia. Era natural que él, juez en el Parlamento, hombre de la provincia y noble, favo­ reciese a los tres primeros, a la vez que era razonable que reconociese la posición de la burguesía de las ciudades; en cuanto a la iglesia, señalaba que, si bien no tenía en cuenta, en absoluto, sus enseñanzas, la consideraba útil como contrapeso frente a una indebida centralización del gobierno. Sentía gran admiración por la Constitución inglesa tal como él la entendía, creyendo que Inglaterra mantenía, mejor que ningún otro país, las libertades feudales de comienzos de la Edad Media. Pensaba que en Inglaterra, la nece­ 35

saria separación y el necesario equilibrio de poderes se obtenían medíante una ingeniosa mezcla de monarquía, de aristocracia y de democracia (rey, lores y comunes), y mediante una separación de las funciones del poder eje­ cutivo, del legislativo y del judicial. Esta doctrina tuvo una amplia influen­ cia, y era bien conocida de los americanos que en 1787 redactaron la Cons­ titución de los Estados Unidos. Los propios amigos philosophes de Montesquieu le consideraban demasiado conservador e incluso trataron de disuadir­ le de dar al público sus ideas. Técnicamente, era, desde luego, un reacciona­ rio, pues apoyaba un estado de cosas anterior a Luis XIV, y era una excep­ ción entre sus contemporáneos por su admiración de la «bárbara» Edad Media. Voltaire nació en 1694, en una acomodada familia burguesa, y fue bauti­ zado Frangois-Marie Arouet; «Voltaire», una palabra inventada, es, senci­ llamente, el más famoso de todos sus seudónimos. Hasta superar los cuaren­ ta años, fue conocido sólo como un ingenioso autor de epigramas, tragedias en verso y una epopeya. Después, se dedicó cada vez más intensamente a las cuestiones ñlosóficas y públicas. Su fuerza en todos los géneros radica en la facilidad de su pluma. Es el más fácil de leer de todos los grandes escritores. Era siempre cortante, lógico e incisivo, a veces procaz; burlón y sarcástico cuando quería, dueño igualmente de una hábil ironía y de üna destructora mordacidad. Por serio que fuese su objetivo, lo conseguía provocando una carcajada. En su juventud, Voltaire pasó once meses en la Bastilla, por lo que se consideró que era una impertinencia para el Regente, el cual, sin embargo, le recompensó, al año siguiente, con una pensión por uno de sus dramas. De nuevo fue arrestado, tras una riña con un noble, el Chevalier de Rohan. Si­ guió siendo un burgués incorregible, aunque sin oponerse nunca profunda­ mente a la aristocracia por principio. Gracias a su admiradora, Mme. de Pompadour (otra burguesa, aunque la favorita del rey), llegó a ser gentilhom­ bre de cámara e historiador real de Luis XV. Cumplía estas funciones iti absentia, cuando las cumplía, porque París y Versalles eran demasiado insoportables para él. Fue amigo personal de Federico el Grande, con quien vivió en Potsdam, durante unos dos años. Los dos acabaron riñendo, porque no había espacio suficientemente grande para albergar, durante mucho tiempo, a dos divos semejantes. Voltaire hizo una fortuna con sus obras, con sus pensiones, con sus especulaciones, y con su sentido práctico para los negocios. En sus últimos años, compró una casa solariega en Ferney, cerca de la frontera suiza. Allí, como él mismo decía, se convirtió en el «hotelero de Europa», pues recibía riadas de admiradores distinguidos, de solicitantes de favores y de personas desgraciadas que recurrían a él. Murió en París, en 1778, a la edad de ochenta y cuatro años, siendo, con gran dife­ rencia, el más famoso hombre de letras de Europa. Sus obras completas llenan más de setenta volúmenes. Voltaire estaba especialmente interesado por la libertad de pensamiento. Como Montesquieu, era un admirador de Inglaterra. Permaneció tres años en aquel país, donde, en 1727, asistió al funeral oficial concedido a Sir Isaac Newton y a su entierro en la Abadía de Westminster. Las Cartas filosóficas sobre el inglés (1733) y los Elementos de la filosofía de N ewton (1738), de 36

Voltaire, no sólo contribuían a destacar a Inglaterra ante la conciencia del resto de Europa, sino que también popularizaban las nuevas ideas científicas —la filosofía inductiva de Bacon, la física de Ñewton y la psicología sensarialista de Locke, cuya doctrina de que todas las ideas verdaderas surgen de la experiencia de los sentidos socavaba la autoridad de la creencia reli­ giosa—. Lo que Voltaire admiraba, sobre todo, en Inglaterra, era su libertad religiosa, su relativa libertad de imprenta y la alta consideración dispensada a los hombres de letras como él. La libertad política le interesaba mucho menos que a Montesquieu. Luis XIV, un villano para Montesquieu y para la escuela neoaristocrática, era un héroe para Voltaire, que escribió un lauda­ torio E l siglo de Luis X I V (1751), ensalzando al Rey Sol por el esplendor del arte y de la literatura durante su reinado. Voltaire también seguía esti­ mando a Federico el Grande, aunque personalmente riñese con él. En efecto, Federico era casi su ideal del gobernante ilustrado, un hombre que fomen­ taba las artes y las ciencias, no reconocía autoridad religiosa alguna, y con­ cedía la tolerancia a todos los credos, dando la bienvenida a protestantes y católicos en igualdad de trato, sólo a condición de que fuesen socialmente útiles. Después de 1740, aproximadamente, Voltaire se convirtió en el cruzado, de un modo más definido, predicando la causa de la tolerancia religiosa. Luchó por rehabilitar la memoria de Jean Calas, un protestante condenado a muerte bajo la acusación de haber matado a su hijo, para impedirle que se convirtiese a Roma. Escribió también en defensa de un joven llamado La Barre, que había sido ejecutado por haber profanado una cruz al borde de un camino. Ecrasez 1‘infñme! pasó a ser el grito de guerra volteriano —«¡Aplastad a la infame!»—. La infáme para él era fanatismo, intolerancia y superstición, y, detrás de eso, el poder de un clero organizado. Voltaire atacaba no sólo a la Iglesia Católica, sino toda la visión tradicional cristiana del mundo. Defendía la «religión natural» y la «moralidad natural», soste­ niendo que la creencia en Dios y la diferencia entre el bien y el mal surgen de la propia razón. Esta doctrina, en realidad, había sido enseñada, durante mucho tiempo, por la Iglesia Católica. Pero Voltaire insistía en que no era deseable ni necesaria ninguna revelación sobrenatural agregada a la razón, o, más bien, que la creencia en una especial revelación sobrenatural hacia a los hombres intolerantes, estúpidos y crueles. Fue el primero en presentar una concepción puramente secular de la historia del mundo. En su Essai sur les moeurs («Ensayo sobre las costumbres»), o «Historia Universal», empezaba por la antigua China y estudiaba, sucesivamente, las grandes civilizaciones. Los que antes habían escrito sobre la historia del mundo habían situado los hechos humanos en el marco de una estructura cristiana. Siguiendo la Biblia, empezaban por la Creación, pasaban a la Caída, contaban nuevamente el surgimiento de Israel, y así sucesivamente. Voltaire situó la historia judeocristiana en el marco de una estructura sociológica. Representó al cristia­ nismo y a todas las demás religiones organizadas como fenómenos sociales o como simples opiniones humanas. Spinoza habia dicho otro tanto; Voltaire difundió aquellas ideas por Europa. En materia de política y de auto-gobiemo, Voltaire no era un 'liberal ni un demócrata. Su opinión acerca de la especie humana era, aproximadamen­ 37

te, tan desfavorable como la de su amigo Federico. Si un gobierno era ilus­ trado, Voltaire ya no se preocupaba de la medida de su poder. Por gobierno ilustrado, entendía él un gobierno que luchase contra la pereza y la estupi­ dez, que mantuviese al clero en una posición subordinada, que autorizase la libertad de pensamiento y de religión, y que impulsase la causa del progreso material y técnico. No disponíá de ninguna teoría política desarrollada, pero su ideal para los grandes paises civilizados se aproximaba al despotismo ilus­ trado o racional. Convencido de que sólo unos pocos podían ser ilustrados, él consideraba que esos pocos —un rey y sus consejeros— debían tener el poder de poner en práctica su programa, contra toda oposición. Para vencer la ignorancia, la rutina, la credulidad y el clericalismo, era preciso que el estado fuese fuerte. Puede decirse que lo que Voltaire más deseaba era la libertad para los ilustrados. Jean Jacques Rousseau era muy diferente. Nacido en Ginebra, en 1712, era suizo, protestante, y casi de origen de clase baja. Nunca se sintió cómodo en Francia ni en la sociedad de París. Abandonado siendo un niño, y fugitivo a los dieciséis años, vivió durante mucho tiempo realizando extraños trabajos, como copista de música, y hasta los cuarenta años no tuvo ningún éxito como escritor. Fue siempre el hombre sin importancia, el marginado. Además, su vida sexual fue insatisfactoria; por último, se unió a una muchacha ine­ ducada, de nombre Thérése Levasseur, viviendo con ella y con su madre, que se entrometía en sus asuntos. Con Thérése, tuvo cinco hijos, a los que depositó en un orfelinato. No tuvo posición social, ni dinero, ni sentido del dinero, y, después de hacerse famoso, vivió principalmente de la generosidad de sus amigos. Fue, patética y dolorosamente, un inadaptado. Llegó a convencerse de que no podía confiar en nadie, de que aquellos que trataban de protegerle estaban burlándose de él o traicionándole a sus espaldas# Su­ frió de lo que hoy se llamarían complejos; posiblemente, era un paranoico. Hablaba interminablemente de su virtud y de su inocencia, y se quejaba, con amargura, de que era mal comprendido. Pero, por desequilibrado que fuese, era, posiblemente, ,el más profundo escritor de la época, y fue, sin duda, el de más permanente influencia. Rous­ seau creía, por su propia experiencia, que en la sociedad, tal como ésta exis­ tía, una persona buena no podía ser feliz. Por lo tanto, atacaba a la sociedad, declarando que era artificial y corrompida. Atacó también a la razón, cali­ ficándola de falsa guia cuando se sigue sólo a ella. Tenia dudas acerca de todo el progreso que tanto satisfacía a sus contemporáneos. En dos «discur­ sos», uno sobre Las artes y las ciencias (1750), el otro sobre el Origen de la desigualdad entre los hombres (1753), sostenía que la civilización era la fuente de muchos males, y que la vida «en un estado de naturaleza», sí fuese posible, sería mucho mejor. Como Voltaire dijo, cuando Rousseau le envió una copia de su segundo discurso (Voltaire, que gustaba de la civilización en todas sus formas), le hizo «sentirse como si anduviera a cuatro patas». Para Rousseau, los mejores rasgos de la condición humana, como la amabilidad, el altmísmo, la honestidad y el verdadero conocimiento, eran productos de la naturaleza. Por debajo de la razón, él percibía la presencia del sentimien­ to. Gozaba con el calor de la simpatía, con el rápido destello de la intuición, con el claro mensaje de la conciencia. Fue religioso por temperamento, porque, si bien no creía en ninguna iglesia, ni en ningún clero, ni en ninguna 38

revelación, tenía un respeto por la Biblia, un temor reverente ante el cosmos, un amor a la meditación solitaria, y una creencia en un Dios que no era sola­ mente una «primera causa», sino también un Dios de amor y de belleza. De este modo, Rousseau facilitó a las gentes de espíritu reflexivo el apartamien­ to de la ortodoxia y de todas las formas de disciplina eclesiástica. Fue temido por las iglesias como el más peligroso de todos los «infieles», y fue conde­ nado tanto por la Francia católica como por la Ginebra protestante. En general, en la mayoría de sus libros, Rousseau, al. contrario de tantos de sus contemporáneos, daba la impresión de que el impulso es más digno de confianza que el juicio ponderado, y el sentimiento espontáneo más que el pensamiento crítico. Las visiones místicas eran para él más verdaderas que las ideas racionales o claras. Se convirtió en el «hombre del sentimiento», en el «hijo de la naturaleza», en el precursor del romanticismo cuyo momento se acercaba, y en una importante fuente de todo el gran interés moderno por lo no racional y por el subconsciente. En E l contrato social (1762), Rousseau parecía contradecir todo esto. En esta obra sostenía, en cierto modo cómo Hobbes, que el «estado de natura­ leza» era una situación salvaje, sin ley ni moralidad. En otras obras, había sostenido que la maldad de los hombres era debida a los males de la sociedad. Ahora sostenía que los hombres buenos sólo podían ser produci­ dos por una sociedad mejorada. Los pensadores precedentes, como John Locke, por ejemplo, habían concebido el «contrato» como un acuerdo entre un gobernante y un pueblo. Rousseau lo concibió como un acuerdo entre la gente misma. Era un contrato social, no simplemente un contrato políti­ co. En él descansaba la sociedad civil organizada, es decir, la comunidad. Era un acuerdo, en virtud del cual todos los individuos entregaban su libertad natural los unos a los otros, fundían sus voluntades indivi­ duales en una Voluntad General colectiva, y convenían en aceptar las normas de esta Voluntad General como decisivas. Esta Voluntad General era la so­ berana; y el verdadero poder soberano, rectamente entendido, era «abso­ luto», «sagrado» e «inviolable». El gobierno era secundario; reyes, funcio­ narios o representantes elegidos no eran más que delegados de un pueblo so­ berano. Rousseau dedicó muchas páginas difíciles y abstrusas a explicar cómo podía conocerse la verdadera Voluntad General. No estaba determinada, necesariamente, por el voto de una mayoría. «Lo que generaliza la voluntad —decía— no es el número de voces, sino el común interés que las une». Ha­ blaba poco del mecanismo de gobierno, y no sentía admiración alguna por las instituciones parlamentarías. Lo que le interesaba era algo más profundo. Marginado inadaptado como era, anhelaba una comunidad de la que toda persona pudiera sentirse parte integrante. Deseaba un estado en el que todos los hombres tuvieran un sentimiento de pertenencia y de participación. Por estas ideas, Rousseau se convirtió en el profeta de la democracia y del nacionalismo. Ciertamente, en sus Consideraciones sobré Polonia, escritás a requerimiento de los polacos que estaban luchando contra los repartos, Rousseau aplicaba las ideas del Contrato social de una forma más con­ creta, y se convertía en el primer teórico sistemático de un nacionalismo consciente y calculado. Al escribir el Contrato social, pensaba en una peque­ 39

ña ciudad-estado como su Ginebra natal. Pero lo que hizo, en realidad, fue generalizar y tomar aplicable a grandes territorios la psicología de las peque­ ñas ciudades-república —el sentido de pertenencia, de comunidad y de com­ pañerismo, de ciudadanía responsable y de íntima participación en los asuntos públicos— , en resumen, de voluntad común. Todos los estados modernos, democráticos o antidemocráticos, se esfuerzan por comunicar ese sentimien­ to de solidaridad moral a sus pueblos. Mientras en los estados democráticos la Voluntad General puede, en cierto modo, identificarse con la soberanía del pueblo, en las dictaduras se hace posible que los individuos (o los par­ tidos) se arroguen el derecho de actuar como portavoces e intérpretes de la Voluntad General. Tanto los totalitarios como los demócratas han conside­ rado a Rousseau como uno de sus profetas. E l Contrato social fue poco leído y casi desconocido en su tiempo. La in­ fluencia de Rousseau sobre sus contemporáneos se extendió, gracias a sus demás obras, y en especial a sus novelas, Emile («Emilio», 1762) y la Nouvelle Héloíse («La nueva Eloísa, 1760). Las novelas eran muy leídas en todas las clases instruidas de la sociedad, especialmente por las mujeres, que rendían una especie de culto a Jean Jacques, durante su vida y después de su muerte, ocurrida en 1778. Era un maestro de la literatura, capaz de evocar imágenes de pensamiento y de sentimiento que ningún escritor habia tocado antes, y, mediante sus obras literarias, difundió en los más altos círculos un nuevo respeto al hombre común, un amor a las cosas comunes, un impulso de piedad y compasión humanas, una sensación de artificio y superficiali­ dad en la vida aristocrática. Las mujeres criaban a sus hijos. Incluso los hombres hablaban de la delicadeza de sus sentimientos. Las lágrimas estaban de moda. La reina, María Antonieta, se hizo construir una aldeíta en los jar­ dines de Versalles, donde ella pretendía ser una simple lechera. En todo aquello había muchos aspectos ridículos o superficiales. Pero era el manan­ tial del humanismo moderno, la fuerza que conducía hacia un nuevo senti­ miento de la igualdad humana. Rousseau apartó a las clases altas francesas de su propio modo de vida. Hizo que muchos perdiesen la fe en su propia superioridad. Esta fue su principal contribución directa a la Revolución Francesa. Corrientes principales del pensamiento de la Ilustración Está claro que las corrientes del pensamiento en Francia y en Europa eran divergentes y contradictorias. Mucha gente creía en el progreso, en la razón, en la ciencia y en la civilización. Rousseau tenía sus dudas y ensalzaba las bellezas del carácter. Montesquieu consideraba útil a la iglesia, pero no creía en la religión; Rousseau creía en la religión, pero no veía la necesidad de iglesia alguna. Monstesquieu estaba interesado por la libertad política práctica; Voltaire renunciaría a la libertad política, a cambio de garantías de libertad intelectual; Rousseau aspiraba a la emancipación de las frivolidades de la sociedad y buscaba la libertad que consiste en fundirse voluntariamente con la naturaleza y con nuestros iguales. La mayoría de los philosophes estaba más próximos a Voltaire. 40

Es evidente que el más activo centro de ideas de la Edad de la Ilustración era Francia. Los philosophes franceses viajaban por toda Europa. Federico II y Catalina II invitaban a sus cortes a los pensadores franceses. El francés era la lengua de las academias de San Petersburgo y de Berlín. Federico escribía sus obras en francés. Había una cultura uniforme, cosmopolita, entre las clases altas de casi toda Europa, y esta cultura era predominante­ mente francesa. Pero Inglaterra era importante también. U n tanto margi­ nada de la conciencia europea, hasta el momento, Inglaterra se acercaba ahora al centro. Puede decirse que Montesquieu y Voltaire habían «descu­ bierto» Inglaterra a Europa. A través de ellos, las ideas de Bacon, de Newton y de Locke, así como la teoría conjunta de la ley y del gobierno parlamentario ingleses se convirtieron en temas de discusión y de comentario general. La ascensión de Gran Bretaña en riqueza y en dominio imperial daba un irresistible prestigio a aquellas ideas. Y a medida que las fam ilias inglesas iban haciéndose más opulentas, sus hijos realizaban, cada vez con mayor frecuencia, el «grand tour» por el continente, hasta el punto de que los milords anglais se convirtieron en figuras familiares para los europeos, nunca muy bien comprendidos, pero a menudo secretamente envidiados. Todas aquellas influencias, la francesa y la inglesa, venían a sumarse a la función directiva de la Europa occidental en la civilización moderna. El pensamiento de la Ilustración era completamente secular. La iglesia estaba considerada, en el mejor de los casos, como una institución socialmente útil. Para los más militantes, era una superviviencia de la barbarie. Los propios eclesiásticos, en las iglesias oficiales, miraban frecuentemente con desconfianza el celo religioso que se manifestaba. Porque es lo cierto que en todas partes habia inquietudes religiosas, formas de religión regenerada, que urgían una nueva y fresca realización de las enseñanzas evangélicas: el jansenismo continuaba en Francia, el pietismo se desarrollaba en Alemania, el movimiento metodista comenzaba en Inglaterra y el «gran despertar» se producía en las colonias anglo-americanas. Pero aquellos movimientos proselitístas tenían su mayor éxito entre las clases menos acomodadas. Las iglesias oficiales —anglicana, luterana, católica— no querían ser perturbadas. Los obispos eran caballeros cultos e ilustrados de la época, y razonaban como caballeros ilustrados. Todas las iglesias eran abandonadas por los más destacados intelectuales. La tolerancia en religión, o incluso la indiferencia, se convirtieron en el sello del progreso. La concepción cristiana mas antigua ya no parecía ser necesaria. Los pensadores proporcionaban teorías de la sociedad, .de la historia del mundo, del destino del hombre y de la naturáleza del bien y del mal, en las que no intervenían las explicaciones cristianas. Las antiguas virtudes cristianas, tales como la humildad, la castidad o el paciente sufrimiento de dolores y aflicciones, dejaron de ser consideradas como importantes (excepto por Rousseau, en algunos sentidos). El amor cristiano se transformó y se secularizó en buena voluntad humanitaria. La virtud más importante consistía en ser socialmente útil. El progreso de la sociedad, de generación en generación, hacia una vida más cómoda y decorosa en la tierra, se convirtió en la idea dominante que daba sentido a la historia y al destino de la humanidad. Era una fe resumida por uno de los últimos philosophes, el 41

marqués de Condorcet, cuando escribía, poco antes de su muerte en la Revolución Francesa, su Bosquejo del progreso del espíritu humano. Se creía que el más importante instrumento de progTeso era el estado. Ya fuese bajo la forma de monarquía limitada según el modelo inglés defendido por Montesquieu, o del despotismo ilustrado preferido por Voltaire, o de la comunidad republicana ideal pintada por Rousseau, se consideraba que la mejor garantía de bienestar social era la sociedad rectamente ordenada. Era el estado ilustrado al que el pueblo miraba ahora en busca de salvación, y toda esperanza de progreso se basaba en la reforma política, en la educación y en la creación de un ambiente ilustrado. Aunque entendían la reforma dentro del marco del estado, los pensado­ res de la época no eran nacionalistas, sino «universalistas». Creían en la unidad de la humanidad y sostenían que todos los hombres vivían bajo la misma ley natural del derecho y de la razón. En esto mantenían la interpretación clásica y cristiana, bajo una nueva forma. Suponían que todos los hombres participarían igualmente en el mismo progTeso, que, a largo plazo, todos los hombres estarían de acuerdo, y que el resultado de la historia sería una civilización uniforme, en la que todos los pueblos y razas participarían en igual medida. N o se pensaba que nación al gima tuviese un mensaje peculiar. Las ideas francesas gozaban de una gran circulación, pero nadie creía que fuesen peculiarmente francesas, que surgiesen de un «carácter nacional» francés. Se pensaba, sencillamente, que los franceses de aquel tiempo, que constituían el pueblo más civilizado, habían desarrollado más plenamente las posibilidades del entendimiento humano. Nunca, desde la Edad de la Ilustración, ha habido una creencia tan indiscutida en la potencial semejanza de todos los seres humanos. Todo el pensamiento de la época se proponía hacer a los hombres libres. Todo el pensamiento de la Ilustración, de un modo u otro, estaba relacionado con el problema de la libertad. Montesquieu quería garantías contra el despotismo. Rousseau quería la liberación de los artificios y de las presiones de la sociedad, tal como él la conocía. Para limpiar el país, para liberar al pueblo de las costumbres antiguas, para dominar las fuerzas que él creía que ponían en peligro esta liberación del espíritu, Voltaire y otros deseaban confiar en un gobierno poderoso y bien dispuesto, es decir, en un «déspota ilustrado». El despotismo ilustrado, un tanto similar al defendido por Voltaire y por la mayoría de los philosophes, fue el tono característico del gobierno en Europa, después de 1740, aproximadamente. 2.

El Despotismo Ilustrado: Francia, Austria, Prusia

La significación del despotismo ilustrado Es difícil definir el despotismo ilustrado, porque surgió del absolutismo representado por Luis XIV o por Pedro el Grande. Característicamente, los déspotas ilustrados desecaban pantanos, construían carreteras y puentes, codificaban las leyes, reprimían la autonomía y el localismo provinciales, cercenaban la independencia de la iglesia y de los nobles y organizaban un 42

cuerpo de funcionarios públicos bien preparados y pagados. Todas estas cosas habían sido hechas antes por los reyes. El déspota ilustrado típico difería de sus predecesores «no ilustrados», principalmente en la actitud y en el ritmo. Hablaba poco de un derecho divino a su trono. Incluso podía no hacer hincapié en su derecho familiar hereditario o dinástico.'Justificaba su autoriad sobre la base de su utilidad a la sociedad, denominándose, como hacía Federico el Grande, «el primer servidor del estado». Es despotismo ilustrado era secular; no se proclamaba depositario de ningún mandato del cielo y no reconocía ninguna responsabilidad especial ante Dios o ante la iglesia. El déspota ilustrado típico defendía, por consiguiente, la tolerancia religiosa, y éste fue un nuevo e importante punto, con posterioridad a 1740, aproximadamente; pero también aquí encontra­ mos un precedente en el viejo absolutismo, porque los gobernantes de Prusia se habían sentido inclinados a la tolerancia, mucho antes de Federico, e inclu­ so los Borbones franceses habían reconocido un cierto grado de libertad religiosa durante casi un siglo, a continuación del Edicto de Nantes. El carácter secular de los gobiernos ilustrados se observa también en si frente común que adoptaron contra los jesuítas. Profundamente papistas y ultramontanos, defensores de la autoridad de una iglesia universal, y, al propio tiempo, la orden religiosa más fuerte del mundo católico, tanto desde el punto de vista intelectual como en otros aspectos, los jesuítas no eran gratos a los monarcas ilustrados ni a sus funcionarios públicos, y en los años sesenta fueron expulsados de casi todos los países católicos. En 1773 se persuadió al Papa de que disolviese totalmente la Compañía de Jesús. Los di­ versos gobiernos interesados de Franday de Austria, de España, de Portugal y de Nápoles confiscaron las propiedades jesuítas y se adueñaron de las escuelas de la Compañía. Esta no se reconstituyó hasta 1814. El despotismo ilustrado fue también racional y reformista. El déspota típico se proponía reconstruir su estado mediante el empleo de la razón. Al compartir la interpretación corriente del pasado como tenebrosos, era intolerante frente a los usos y frente a todo lo que estuviese impregnado de usos y se proclamase herencia del pasado, como los sistemas de leyes consuetudinarias y los derechos y privilegios de la iglesia, de los nobles, de las ciudades, de los gremios, de las provincias, de las asambleas de estamentos o , en Francia, de los cuerpos judiciales llamados parlamentos. El conjunto de tales instituciones se encerraba, desdeñosamente, bajo la referencia de «feudalismo». Los monarcas habian luchado largamente contra el feudalismo en este sentido, pero en el pasado habían solido transigir. El déspota ilustrado estaba menos dispuesto a la transacción, y en ello radica la diferencia de ritmo. El nuevo déspota actuaba bruscamente, decidido a obtener resultados más rápidos. La tendencia al despotismo ilustrado después de 1740 se debió, en gran parte, a escritores y phüosophés, pero surgió también de una situación perfectamente real, es decir, de la gran guerra de mediados del siglo XVIII. La guerra, en la historia moderna, ha solido conducir a una concentración y a una racionalización del poder dél gobierno, y las guerras de 1740-1748 y 1756-1763 no fueron ninguna excepción. Bajo sus, efectos, incluso gobiernos cuyos soberanos no estaban considerados como ilustrados por los 43

philosophes, especialmente los de Luis XV y María Teresa, y también el gobierno de Gran Bretaña, que ciertamente no era despótico, se aventura­ ron en programas que presentaban, en conjunto, rasgos comunes. Inten­ taban aumentar sus ingresos, idear nuevos impuestos, gravar a personas o regiones hasta entonces más o menos exentas de tributos, limitar la autonomía de entidades políticas distantes y centralizar y renovar sus respectivos sistemas políticos. La obra del despotismo ilustrado puede verse en muchos estados, en la Toscana de los Habsburgo bajo Leopoldo; en el Nápoles y en la España de los Borbones, bajo Carlos III; en Portugal, bajo el ministro Pombal; en Dina­ marca, bajo Struensee. Pero acaso lo mejor sea considerar sólo con algún de­ tenimiento los países más importantes —Francia y Austria, Prusia y Rusia— y observar luego el curso de los acontecimientos, más bien diferente, pero no en­ teramente diferente, en el imperio británico.

E l fracaso del despotismo ilustrado en Francia En Francia fue donde el despotismo ilustrado tuvo menos éxito. Luis XV, que habia heredado el trono en 1715 y vivió hasta 1774, aunque no era estúpido en absoluto, se mostraba indiferente respecto a las cuestiones más graves, absorbido en las intrigas diarias de Versalles, poco inclinado a molestar a las personas de su proximidad, y sólo esporádicamente interesado por el gobierno. Su observación, aprés m oi le déleuge, ya sea auténtica o no, basta para caracterizar su actitud personal ante la situación de Francia. Pero el gobierno francés no era un gobierno carente de ilustración, y fueron mu­ chos los funcionarios capacitados que administraron sus asuntos a lo largo de todo el siglo. Estos hombres, por lo general, sabían cuál era el problema fun­ damental. Todas las dificultades prácticas de la monarquía francesa podían encontrarse en su sistema tributario. Su impuesto más importante, la taille, una especie de contribución sobre la tierra, no era pagada, en general, más que por los campesinos. Los nobles estaban exentos de ella, por principio, y los funcionarios públicos y los burgueses, por una razón u otra, general­ mente se hallaban exentos, también. Además, la iglesia, que poseía entre el cinco y el diez por ciento de la tierra del país, insistía en que sus propiedades no podían ser gravadas con impuestos por el esíado; garantizaba al rey un «donativo voluntario» periódico, que si bien era cuantioso, no lo era tanto como el que el gobierno podría esperar de un impuesto directo. La con­ secuencia de las exenciones de impuestos consistía en que, a pesar de que Francia era rica y próspera, el gobierno era crónicamente pobre, porque las clases sociales que más gozaban de la riqueza y de la prosperidad no pagaban unos impuestos correspondientes a sus ingresos. Luis XIV, obli­ gado por la guerra, habia tratado de gravar a todos, creando también nuevos tributos, la capitación o impuesto personal y el dixiéme o décimo, Fijándose ambos en proporción a los ingresos, pero estos impuestos habían sido ampliamente burlados. Un esfuerzo similar se hizo en 1726, pero también había fracasado. Las clases propietarias se resistían a los impuestos porque los consideraban deshonrosos. Francia había sucumbido bajo el desalentador 44

principio de que el pago de impuestos directos era el signo indudable de una posición inferior. Los nobles, los eclesiásticos y los burgueses se resistían también a los impuestos, porque, al mantenerse al margen de las funciones de gobierno, carecían de todo sentido de responsabilidad o de control político. Había buenas razones históricas para ello, pero el resultado fue fi­ nancieramente ruinoso. En 1748, bajo la presión de los elevados costes de la guerra, y al dictado de Mme. Pompadour, Luís XV se decidió a nombrar un interventor general de Hacienda, que creó un impuesto que debían pagar todas las personas que percibiesen ingresos procedentes de sus bienes —tierras, derechos señoriales, inversiones en negocios y cargos, como los de jueces parlamentarios— , inde­ pendientemente de la posición de clase, de las libertades provinciales o de cualquier tipo de exenciones anteriores. Un gran clamor se levantó en el Parlamento de París, en los once parlamentos provinciales, en los estados de Bretaña y en la iglesia. Todas aquellas instituciones estaban capitaneadas por nobles, y, debido al resurgimiento aristocrático que se había iniciado con la Regencia, eran políticamente más fuertes que en los tiempos de Luis XIV. Ahora podían citar también a Monstesquieu para justificar su oposición a la corona. El Parlamento de París decidió que el nuevo impuesto era incons­ titucional, es decir,, incompatible con las leyes de Francia y con las liberta­ des de los franceses. Los estados de Bretaña y de otros p ays d ’états, que eran provincias que tenían asambleas de estados, declararon que sus liber­ tades consuetudinarias e históricas estaban siendo ultrajadas. La iglesia protestó enérgicamente. Después de varios años de disputas, Luis XV decidió no llevar más lejos la cuestión, retiró su apoyo al ministro de Hacien­ da y todo el proyecto se derrumbó. Las décadas de 1750 y 1760 asistieron a continuas fricciones entre el Consejo de ministros y las diversas entidades simiatónomas del país. Mientras tanto,, sobrevinieron los enormes gastos y los humillantes reveses de la Guerra de los Siete Años. El gobierno renovó su decisión de alcanzar un eficaz control centralizado. Se acordó eliminar los parlamentos como fuerza política, y con este fin, en 1768, Luis XV nombró canciller a un hombre llamado Maupeou, que abrogó los viejos parlamentos y estableció otros nuevos en su lugar. Maupeou contaba con la simpatía de Voltaire y de la mayoría de los philosophes. En los «parlamentos Maupeou», los jueces no tenían derecho alguno de propiedad sobre sus escaños, sino que se convir­ tieron en funcionarios pagados, nombrados por la corona, con seguridades de inamovilidad, y tenían prohibido rechazar edictos del gobierno o discutir acerca de su constitucionalidad, limitándose a funciones puramente judi­ ciales. Maupeou también se propuso hacer las leyes y los procedimientos judiciales más uniformes en todo el país. Mientras tanto, marginados los viejos parlamentos, se llevó a cabo otro intento de someter a tributo a los grupos privilegiados y exentos. Pero Luis XV murió en 1774. Su nieto y sucesor, Luís XVI, aunque muy superior en hábitos personales a su abuelo, y poseído de un auténtico deseo de gobernar bien, se parecia a Luis XV en que carecía de una fuerza de voluntad sostenida y era incapaz de ofender a las gentes de su proximidad. En todo caso, tenía solamente veinte años en 1774. El reino resonaba de 45

clamores contra Maupeou y sus colegas como esbirros del despotismo, y de demandas de una inmediata restauración del viejo Parlamento de París y de los otros. Luis XVI, temeroso de comenzar su reinado como un «déspota», volvió a convocar, pues, a los viejos parlamentos y abrogó los de Maupeou. Los malogrados parlamentos de Maupeou representaron la medida más extrema adoptada por el despotismo ilustrado en Francia. Fue arbitrario, caprichoso y despótico que Luis XV destruyese los viejos parlamentos, pero fue ciertamente ilustrado, en el sentido que la palabra adquiriría después, porque los viejos parlamentos eran baluartes de aristocracia y privilegios, y habían cerrado el paso, durante décadas, a los programas de reforma. Luis XVI, al volver a convocar los viejos parlamentos en 1774, comenzaba su reinado pacificando a las clases privilegiadas. Al propio tiempo nombró un ministerio reformador. A su cabeza estaba Turgot, philosophe y fisiócrata, y gobernante muy experimentado. Turgot acometió la supresión de los gremios, que eran monopolios municipales privilegiados en sus diversas actividades. Concedió una mayor libertad al comercio interior de cereales. Proyectó la abolición de la corvée real (la obligación para determinados campesinos de trabajar en las carreteras, unos días cada año), sustituyéndola por un impuesto en dinero, que recaería sobre todas las clases. Empezó a revisar todo el sistema de impuestos y se supo incluso que apoyaba la tolerancia legal de los protestantes. El Parlamento de -París, secundado por los Estados Provinciales y por la iglesia, se opuso clamorosa­ mente a él, y Turgot dimitió en 1776. Luis XVI, al convocar de nuevo los parlamentos, había hecho imposible la reforma. En 1778, Francia entró en guerra otra vez con Gran Bretaña. Se repetía el mismo ciclo: gastos de guerra, deuda, déficit, nuevos proyectos de impuestos, resistencia por parte de los parlamentos y de otros organismos semiautónomos. En los años 1780, el choque condujo a la revolución1. Austria: L as reformas de María Teresa (1740-1780) y de José (1780-1790) La guerra de los cuarenta demostró a María Teresa, la extraordinaria endeblez de su imperio. Si los aliados continentales hubieran alcanzado una victoria más aplastante, no sólo se habría perdido Silesia en favor de Prusia, sino que Bélgica habría pasado a poder de Francia, Bohemia y Austria al del elector de Baviera apoyado por Francia, y el cetro del Sacro Imperio Romano, que durante largo tiempo había sido una fuente de prestigio para los Habsburgo, habría pasado definitivamente, con toda probabilidad, a un príncipe bávaro o a otro príncipe alemán profrancés. María Teresa se habría convertido en reina de Hungría solamente. Sus súbditos tampoco se mostraron muy inclinados a permanecer unidos bajo su soberanía. En Breslau, capital de Silesia, tras el ataque prusiano de 1740, los habitantes defendían tan inflexiblemente las libertades de su ciudad, que no habrían admitido el ejército de María Teresa dentro de sus murallas. En Bohemia, casi la mitad de los nobles dio la bienvenida a los invasores franco-bávaros. 1 Ver págs. 88-92.

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En Hungría, María Teresa consiguió apoyo, pero sólo mediante la confir­ mación de las libertades históricas húngaras. El imperio no era más que un vago haz de territorios, sin un objetivo o una voluntad común. Debe recordarse que la Pragmática Sanción ideada por Carlos VI había sido proyectada no sólo para garantizar la herencia de los Habsburgo contra un ataque exterior, sino también para asegurar el consentimiento de las diversas partes del imperio en permanecer unidas bajo la dinastía. La guerra de los años cuarenta condujo a la consolidación interna. El reinado de María Teresa abría el camino a todo la ulterior evolución del imperio austríaco, y, por consiguiente, de los muchos pueblos que vivían dentro de sus fronteras. María Teresa contaba con la ayuda de un notable equipo de ministros, cuyo origen revelaba el carácter no nacional del sistema de los Habsburgo. Su consejero de máxima confianza en relaciones exteriores, el astuto Kaunitz, era un moravo; sus principales asesores en asuntos internos eran un silesio y un checo-bohemio. Trabajaban cómoda­ mente con la reina-archiduquesa alemana y con funcionarios alemanes en Viena. Su objetivo era primordialmente el de impedir la disolución de la , monarquía, ampliando y garantizando el flujo de impuestos y de sol­ dados. Esto implicaba la ruptura del control local de los nobles terri­ toriales en sus diversas dietas, que correspondían, en cierto modo, a los Estados Provinciales franceses. Hungría, profundamente separatista, se quedó sola. Pero las provincias bohemias y austríacas fueron unidas. El reino de Bohemia, en 1749, perdió la carta constitucional, que había recibido en el año 1627. Las distintas dietas bohemias y austríacas perdieron su derecho a conceder impuestos. Los distintos departamentos o «cancillerías» mediante los cuales se regían, separadamente, sus asuntos en Viena, fueron abolidos. Anteriormente, los asuntos locales, el reclutamiento y la recaudación de impuestos habían estado dominados por comisiones de las dietas, com­ puestas por nobles terratenientes de la vecindad, caballeros amateurs que a menudo eran negligentes o indiferentes y que, puesto que servían sin paga, eran impermeables a la disciplina oficial, a las reprensiones o a la coordinación. Fueron sustituidos por administradores asalariados. La burocracia ocupó el lugar del autogobierno local. Los funcionarios (siguiendo una forma de doctrina mercantilista llamada «cameralismo» en la Europa central) pro­ yectaron el aumento de la fuerza económica del imperio mediante el incremento de la producción. Contuvieron los monopolios de los gremios locales, suprimieron el bandidaje en las carreteras y, en 1775, crearon una unión arancelaría de Bohemia, Moravia y los ducados austríacos. Esta región llegó a ser el área más extensa de libre comercio en el continente europeo, cuando todavía Francia estaba dividida por tarifas internas. Bohemia, la parte más avanzada del imperio desde el punto de vista industrial, se benefició sustancialmente; una de sus instalaciones de manu­ factura de algodón, al final del reinado de María Teresa, empleaba cuatro mil personas. El gran hecho social, tanto en los territorios de los Habsburgo como en toda Europa oriental, era la servidumbre en que habían ido cayendo, cada vez más profundamente, las masas rurales, durante los últimos doscien­ tos años. La servidumbre significaba que el campesino pertenecía más a su 47

señor que al estado. El siervo debía trabajo a su señor, frecuentemente sin especificar ni su cantidad ni su género. La tendencia, mientras los terratenientes gobernaban localmente a través de sus dietas, consistía en que el siervo hiciese seis días semanales de trabajo forzado en la tierra del señor. María Teresa, por motivos humanitarios, y también por el deseo de apoderarse de la mano de obra entre la que se reclutaban sus ejércitos, lanzó un ataque sistemático contra las instituciones de la servidumbre, lo que significaba también un ataque contra la aristocracia terrateniente del imperio. Con las dietas disminuidas en su poder, las protestas de los nobles eran menos eficaces; sin embargo, se hallaba implicado todo el sistema de trabajo agrícola de sus territorios, y María Teresa procedió con cautela. Se aprobaron leyes contra el abuso de los campesinos por parte de los señores o de sus intendentes. Otras leyes regulaban las obligaciones de los trabajado­ res, exigiendo que se registrasen públicamente y limitándolas, por lo general, a tres días semanales. Las leyes eran burladas a menudo. Pero el campesino se había liberado, en cierta medida, de las arbitrarias exacciones del señor. María Teresa logró aliviar la servidumbre más que ningún otro gobernante del siglo XVIII en la Europa oriental, con la única excepción de su propio hijo, José II. La gran reina-archiduquesa murió en 1780, tras haber reinado durante cuarenta años. Su hijo, que habia sido corregente con su madre desde 1.765, no estaba muy de acuerdo con los métodos de ella. María Teresa, aunque bastante firme en sus propósitos, siempre se había contentado con medidas parciales. En lugar de exponer sus proyectos mediante una generalización filosófica, los enmascaraba o les quitaba importancia, no llevando nunca las cuestiones hasta el punto de provocar una reacción incontrolable o de unir contra ella los intereses creados que ella misma socavaba. Retrocedía y ocupaba, vigilaba y esperaba. José II no esperaría. Aunque consideraba frívolos a los philosophes franceses, y conceptuaba a Federico de Prusia como un simple cínico inteligente, él mismo era un puro representante de la Edad de la Ilustración, y es en su breve remado de diez años cuando mejor pueden observarse el carácter y las limitaciones del despotismo ilustrado. Era un hombre serio, formal y bueno, que sentía la miseria y la desesperación de las clases más bajas. Creía que las condiciones existentes eran malas, y él no las regularía ni las mejoraría; acabaría con ellas. El derecho y la razón, a su parecer, concordaban con los puntos de vista que él adoptaba; los defensores del viejo orden eran egoístas o equivocados, y someterse a ellos sería transigir con el mal. «El estado», decía José, anticipándose a los radicales filosóficos de Inglaterra, significaba «el mayor bien para el mayor número». Y él actuaba en consecuencia. Sus diez años de reinado constituyeron una rápida sucesión de decretos. María Teresa había regulado la servidumbre. José la abolió. Su madre había recaudado impuestos entre los nobles y éntre los campesinos, pero no equitativamente. José decretó equidad en la tributación. Insistió en la igualdad del castigo para crímenes iguales, cualquiera que fuese la clase social del delincuente; un aristócrata oficial del ejército, que habia robado 97.000 florines, fue exhibido en la picota, y el conde Podstacky, un falsificador, fue condenado a barrer las calles de Viena, encadenado con 48

otros delincuentes comunes. Al propio tiempo, se hicieron menos crueles, físicamente, muchos castigos legales. José concedió una total libertad de imprenta. Ordenó la tolerancia de todas las religiones, excepto la de unas pocas sectas populares, que él consideraba demasiado ignorantes para ser permitidas. Otorgó iguales derechos cívicos a los judíos, e iguales deberes, de modo que, por primera vez en Europa, los judíos estuvieron obligados a prestar el servicio m ilitar. Incluso hizo nobles a algunos judíos, lo que constituyó un fenómeno asombroso para los de «sangre» aristocrática. Chocó abierta y ásperamente con el Papa, apoyando un movimiento llamado Febronianismo, que urgía una mayor independencia nacional respecto a Roma para los prelados católicos alemanes, según el modelo de las libertades galicanas francesas. Demandaba mayores poderes para el nombramiento y supervisión de obispos y suprimió muchos monasterios, utilizando las propiedades de éstos para financiar hospitales seculares en Viena, asentando así las bases de la excelencia de esta ciudad como centro de la Medicina. También intentó desarrollar económicamente el imperio y construyó el puerto de Trieste, donde estableció incluso una Compañía de las Indias Orientales, que pronto fracasó, por razones obvias —al no llegar desde la Europa central ni el capital ni el apoyo naval—. Sus intentos de alcanzar el mar, comercialmente, a través de Bélgica, se vieron bloqueados, como los de su abuelo en la época de la Compañía de Ostende, por los intereses holandeses y británicos. Para imponer su programa, José tuvo que centralizar su estado, como otros gobernantes anteriores, sólo que él llegó más lejos. Las dietas y el autogobierno aristocrático regionales se encontraron todavía peor que bajo su madre. Mientras ella había dejado siempre, sagazmente, que Hungría se desenvolviese con una gran independencia, él aplicó a Hungría también la mayor parte de sus medidas —lo que era justo debía ser justo en todas partes—. Su ideal era un imperio perfectamente uniforme y racional, con todas las irregularidades suavizadas como bajo un rodillo de vapor. Consideraba razonable tener un solo idioma para la administración y, naturalmente, eligió el alemán; esto condujo a un programa de germanización de los checos, de los polacos, de los magiares y otros, lo que, a su vez, provocó la resistencia nacionalista de aquellos pueblos. Había un cuerpo de funcionarios fuertemente presionado, en constante crecimiento y cada vez más disciplinado, que utilizaba el alemán y llevaba adelante el programa del emperador, frente a la oposición de las regiones y de las clases. La burocracia se hizo perceptiblemente m oderna,. con cursos de preparación, escalafones, pensiones de retiro, informes de eficiencia y visitas de inspec­ ción. Los clérigos fueron empleados también como portavoces del estado para explicar las nuevas leyes a sus feligreses y para enseñar el respeto debido al gobierno. Para vigilar el conjunto de la estructura, José creó una policía secreta, cuyos agentes, solicitando la confidencial ayuda de espías y delatores, informaban acerca del comportamiento de los empleados del gobierno, o de las ideas y acciones de nobles, clérigos u otros de quienes pudieran esperarse perturbaciones. El estado policiaco, tan ignominioso para el mundo liberal, fue construido por primera vez, sistemáticamente, por José, como instrumento de ilustración y reforma. 49

José II, el «emperador revolucionario», anticipó mucho de lo que en Francia fue hecho por la Revolución y bajo Napoleón. No podía soportar el «feudalismo» o el «medievalismo»; personalmente, detestaba la nobleza y la iglesia. Pero pocas de sus reformas fueron duraderas. Murió prematura­ mente en 1790, a la edad de cuarenta y nueve años, desilusionado y lleno de amargura. Hungría y las provincias belgas se habían levantado contra él. Decían que sus viejas libertades constitucionales habían sido ultrajadas, y que estaban siendo gobernados sin su consentimiento. En Hungría, toda la buena disposición ganada por María Teresa parecía perdida; en Bélgica, las provincias defendían tenazmente los mismos privilegios medievales, la antigua Joyeuse Entrée, que doscientos años antes habían reivindicado frente al rey de España. Por todo el imperio de los Habsburgo, los nobles terratenientes, que habían perdido su control sobre los trabajadores pqr la abolición de la servidumbre, y su posición de casta por las reformas legales y fiscales, estaban, naturalmente, indignados. La iglesia se consideraba prostituida y despojada. Los campesinos estaban agradecidos por su nueva libertad personal, pero se sentían frustrados ante la actitud oficial de condescendiente elevación, y muchas veces, en la vida diaria, simpatizaban con sus sacerdotes y con sus nobles. Los funcionarios eran inferiores a la tarea de ellos exigida. Había muy pocos burgueses en la mayoría de las partes del imperio para dirigir el servicio público, de modo que muchos funcionarios eran miembros de la nobleza terrateniente que José humillaba, y, en todo caso, frecuentemente encontraban imposibles de hacer cumplir o incluso de comprender las directrices que llegaban de Viena. José era un revolucionario sin un partido. Fracasó porque no podía estar en todas partes y hacerlo todo él mismo. Su reinado demostró las limitaciones de una ilustración simplemente despótica. Reveló que un gobernante legalmente absoluto no podía hacer en realidad lo que quisiera. Puso de manifiesto que una reforma drástica y brusca sólo podía introducirse con una verdadera revolución, con el apoyo de la opinión pública y bajo la dirección de unos hombres que compartiesen un cuerpo coherente de ideas. José fue sucedido por su hermano Leopoldo, uno de los más capaces gobernantes del siglo, que durante muchos años, como gran duque de Toscana, había dado a aquel país el mejor gobierno conocido en Italia, a lo largo de generaciones. Ahora, en 1790, Leopoldo estaba atormentado por las voces de su hermana, María Antonietá, atrapada en las redes de una verdadera revolución en Francia2. Leopoldo se negó a intervenir en los asuntos franceses; en todo caso, estaba ocupado en ordenar la confusión dejada por José. Revocó la mayoría de los edictos de José, pero no los anuló totalmente. Los nobles no recuperaron los plenos poderes en las dietas. Los campesinos no fueron enteramente devueltos a la antigua servidumbre; los esfuerzos de José por facilitarles tierra y por liberarles del trabajo forzado habían de ser abandonados, pero, personalmente, siguieron siendo libres, ante la ley, para emigrar, para casarse o para elegir la ocupación que deseasen. Leopoldo murió en 1792, sucediéndole su hijo Francisco II. Bajo Francisco, la reacción aristocrática y clerical recuperó fuerzas, aterrada 2

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Ver pág, 103.

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por el recuerdo de José II y por el espectáculo de la Francia revolucionaria, con la que Austria iba a entrar en guerra inmediatamente después de la muerte de Leopoldo,

Prusia bajo Federico el Grande (1740-1786) En Prusia, Federico el Grande continuó reinando durante veintitrés años después del final de la Guerra de los Siete Años. «El viejo Fritz», como se la llamó, pasaba el tiempo apaciblemente, escribiendo memorias e historias, restableciendo su destrozado país, promoviendo la agricultura y la industria, rehaciendo su tesorería, organizando su ejército y asimilando su gran conquista de Silesia, y, después de 1772, la parte de Polonia que le correspondió en el primer reparto. Sin embargo, la fama de Federico como uno de los más eminentes de los déspotas ilustrados se debe no tanto.a sus innovaciones prácticas como a sus dotes intelectuales, que eran considerables, y a la pública admiración que le profesaban escritores amigos, como Voltaire. «Mi principal ocupación —escribía a Voltaire— es la de luchar contra la ignorancia y los prejuicios en este país... Tengo que ilustrar a mi pueblo, cultivar sus costumbres y su moral, y hacer a mis gentes tan felices como puedan serlo los seres humanos, o tan felices como lo permitan los medios de que dispongo». No creía que fuesen necesarios cambios radi­ cales para la felicidad de Prusia. El país era dócil, porque su iglesia lute­ rana se había subordinado al estado, desde hacía mucho tiempo, sus bur­ gueses, relativamente pocos, dependían en gran medida de la corona, y la independencia de los Junker terratenientes, expresada en las dietas provinciales, había sido cercenada por los predecesores de Federico. Este simplificó y codificó las muchas leyes del reino e hizo los tribunales más baratos, más expeditivos y más honestos. Mantuvo un saludable y enérgico tono en su servicio público. Concedió la libertad religiosa y decretó, aunque no llevó a la práctica, un mínimo nivel de instrucción elemental para todos los niños de todas las clases. Bajo Federico, Prusia fue suficientemente atractiva para que a ella acudiesen unos 300.000 inmigrantes, Pero la sociedad continuó estratificada, de un modo apenas conocido en la Europa occidental. Nobles, campesinos y ciudadanos vivían unos al lado de los otros, en una especie de segregación. Cada grupo pagaba impuestos diferentes y tenía diferentes obligaciones respecto al estado, y nadie podía adquirir bienes del tipo correspondiente a uno de los otros dos grupos. La propiedad estaba legalmente clasificada, así como las personas; era poca la que pasaba de un grupo a otro. El objetivo básico de estas políticas era militar, y consistía en mantener, conservando intactas sus respectivas formas de propiedad, una clase campesina distinta, de la que habian de reclutarse los soldados, y una clase aristocrática distinta, de la que habían de salir los oficiales. Los campesinos, excepto en los límites occidentales del reino, eran siervos que poseían unos pedazos de tierra en términos precarios, a cambio de obligaciones de trabajo en las haciendas de los señores. Estaban considerados también como «súbditos hereditarios» del señor, y no eran libres para abandonar la hacienda del señor, para casarse ni para aprender 51

un oficio, a no ser con su autorización. Federico, en sus primeros años, pensó en medidas para aliviar la carga de la servidumbre. Y la alivió en sus propios feudos, en los que pertenecían al dominio de la corona prusiana, que comprendían una cuarta parte de la extensión del reino. Pero no hizo nada para los siervos que pertenecían a los terratenientes privados o Junkers. Ningún rey de Prusia pudo enfrentarse radicalmente a la clase Junker, que tenía el mando del ejército. Por otra parte, también en Prusia la existencia de un estado monárquico suponía una cierta ventaja para el hombre común; el siervo en Prusia no estaba tan mal como en zonas limítrofes —Polonia, Livonia, Mecklemburgo, o la Pomerania sueca—, donde la voluntad de los señores era la ley de la tierra, y que, en consecuencia, fueron llamadas, no sin razón, repúblicas Junker. En aquellos países se conocieron casos en que los propietarios vendieron a sus siervos como bienes muebles, o los jugaban, o los regalaban, destruyendo familias en la operación, como los terrate­ nientes rusos podían hacer con sus siervos, o los dueños de las plantaciones americanas con sus esclavos. Aquellos abusos eran desconocidos en Prusia. El sistema de Federico estaba centralizado no solamente en Potsdam, sino en su propia cabeza. Atendía personalmente a todos los asuntos, y adoptaba todas las decisiones importantes. Ninguno de sus ministros o generales alcanzó nunca una reputación independiente. Como él decía de su ejército: «Nadie razona, todos ejecutan», es decir, nadie razonaba, excepto el propio rey. O también, como Federico explicaba, si Newton hubiera tenido que consultar con Descartes, nunca hubiera descubierto la ley de la gravitación universal. Tener que contar con las ideas de otros, o confiar responsabilidades a hombres menos capaces que uno mismo, le parecía a Federico despilfarrado y anárquico. Murió en 1786, después de haber gobernado cuarenta y seis años, y sin haber preparado sucesores. Veinte años después, Prusia era casi destruida por Napoleón3. No era extraño que Napoleón derrotase a Prusia, pero Europa se asombró, en 1806, al ver que Prusia se hundía total y repentinamente. Entonces, se llegó a la conclusión en Prusia y en otras partes de que el gobierno por parte de una mente rectora, que actúe en una sublime y aislada superioridad, no ofrecía una forma viable de estado en las condiciones modernas. 3.

Despotismo Ilustrado: Rusia

El imperio ruso no ha aparecido en las páginas precedentes. Hay razones para su ausencia, porque no desempeñó ningún papel en la revolución intelectual del siglo XVII, y su intervención en la lucha por la riqueza y por el imperio, que alcanzó su punto culminante en la Guerra de los Siete Años, fue un tanto incidental. En la Edad de la Ilustración, el papel de Rusia fue pasivo. Ningún pensador ruso era conocido en Europa. Perodios pensadores europeos eran bien conocidos en Rusia. La cultura cosmopolita de domi­ nante francesa de las clases altas europeas se extendió a las clases altas de

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Rusia. La corte y la aristocracia rusas tenían el francés como su idioma común de conversación. Con el francés (también se conocía el alemán y, a veces, el inglés, porque los aristócratas rusos eran notables lingüistas), entraron en Rusia todas las ideas que bullían en la Europa occidental. Aunque la Ilustración no afectó profundamente a Rusia, le afectó, sin embargo, de un modo importante. Continuó la occidentalización tan decididamente impulsada por Pedro, y extremó todavía más el apartamiento de las clases altas rusas de su propio pueblo y de su marco natal.

Rusia después de Pedro el Grande Pedro el Grande murió en 1725. Para asegurar su revolución, había decretado que cada zar nombrase a su sucesor, pero él mismo no habia nombrado a ninguno y habia condenado a muerte a su hijo Alexis para evitar una reacción social. Sucedió a Pedro su esposa, una mujer de origen campesino, que reinó durante dos años como Catalina I. Después subió al trono el joven Pedro II, hijo de Alexis y nieto de Pedro I. Pedro II sólo reinó desde 1727 a 1730. Le sucedió Ana, 1730-1740; en el reinado de ésta, el viejo partido ruso nativo trató de imponer a la autoridad de los zares diversas restricciones constitucionales, pero fracasó. Sucedió a Ana Iván VI, que sólo fue zar durante unos pocos meses, en los que su madre, una alemana, rigió los asuntos de acuerdo con los puntos de vista del partido alemán en Rusia, lo que era indispensable para el programa de occidentálización y constituyó un agravio para los nacionalistas rusos. En 1741, una revolución de palacio elevó al trono a la hija de Pedro el Grande, Isabel, que acertó a conservar el poder hasta su muerte, veintiún años después. En su reinado se incrementó el poderío militar de Rusia, e Isabel intervino en la diplomacia europea y tomó parte en la Guerra de los Siete Años contra Prusia, temerosa de que el continuado crecimiento de Prusia perjudicase la nueva posición rusa en el Báltico. Fue la muerte de Isabel, en 1762, la que tan decisivamente alivió la presión sobre Federico. Su sobrino, Pedro III, fue casi inmediatamente destronado y probablemente asesinado por un grupo que actuó por orden de su joven esposa, Catalina. La camarilla victoriosa divulgó que Pedro III había sido casi un imbécil, que a los veinticuatro años todavía jugaba con soldados de cartón. Catalina fue proclamada la emperatriz Catalina II, y se llamó «la Grande». Gozó de un largo reinado, desde 1762 a 1796, durante el cual adquirió una reputación un tanto exagerada de déspota ilustrada. Los nombres de los zares y zarinas entre Pedro I y Catalina II son de escasa importancia. Pero su violenta y rápida sucesión es reveladora. Sin ningún principio de sucesión, ni dinástico ni de otro tipo, el imperio cayó en una desatada lucha de partidos, en la que los complots contra los soberanos durante su vida alternaban con las revoluciones de palacio después de su muerte. En toda aquella confusión subyacía siempre la cuestión de saber cuál seria el futuro del programa de occidentalización de Pedro. Rusia seguía pareciendo bizantina y bárbara a la Europa occidental. 53

Catalina la Grande (1762-1796): program a interior Catalina la Grande era alemana, de una pequeña casa principesca del Sacro Imperio Romano. Habia ido a Rusia, a la edad de quince años, para casarse. Inmediatamente se había ganado la simpatía de los rusos, aprendió el idioma y abrazó la religión ortodoxa. Ya en lós primeros momentos de su vida de casada, disgustada con su marido, pensó en la posibilidad de proclamarse emperatriz ella misma. No se parecía en nada a su contemporá­ nea femenina María Teresa, a no ser, tal vez, en que tenía, más o menos, el mismo sentido práctico. Sana y, efusiva, tuvo una larga sucesión de aman­ tes, a los que mezclaba arbitrariamente en la politica y los utilizaba en fun­ ciones de estado. Cuando murió, a la edad de sesenta y siete años, de un ataque de apoplejía, estaba viviendo aún con el último de aquellos amantes aventureros. Sus facultades intelectuales eran tan notables como su vigor físico; incluso siendo ya emperatriz se levantaba muchas veces a las cinco de la mañana, encendía su propio fuego y se entregaba a sus libros, haciendo un resumen, por ejemplo, de los Comentarios a las leyes de Inglaterra, de Blackstone, publicados en 1765. Mantenía correspondencia con Voltaire, e invitó a Diderot, director de la Encyclopédie, a visitarla en San Petersburgo, donde, según ella contaba, Diderot la golpeaba con tal fuerza en las rodillas en el calor de la conversación que ella tuvo que poner una mesa entre los dos. Compró la biblioteca de Diderot, permitiéndole conservarla durante toda su vida, y en otros aspectos obtuvo gran renombre por sus favores a los philosophes, a los que ella, probablemente, consideraba como útiles agentes de publicidad de Rusia. Los donativos que les entregaba eran importantes, aunque más bien escasos si se comparan con los 12.000.000 de libras esterlinas que gastó, según se calcula, en sus amantes. Cuando llegó al poder, hizo público su propósito de llevar a cabo ciertas reformas ilustradas. Convocó una gran asamblea consultiva, llamada Comisión Legislativa, que se reunió en el verano de 1767. Gracias a sus numerosas propuestas, Catalina obtuvo una gran cantidad de información acerca de las condiciones del país, y, gracias a la enorme lealtad mostrada por los diputados, llegó a la conclusión de que, a pesar de ser una usurpadora y una extranjera, tenía un firme dominio sobre Rusia. Las reformas que a continuación introdujo consistieron en una medida de codificación legal, en restricciones sobre el uso de la tortura y un cierto apoyo a la tolerancia religiosa, aunque no permitiese a los Viejos Creyentes construir sus propias capillas. Aquellas innovaciones fueron suficientes para levantar un coro de admiración entre los philosophes, que vieron en ella, como veían retrospectivamente en Pedro el Grande, la abanderada de la civilización en medio de un pueblo atrasado. Como otros déspotas ilustra­ dos, Catalina prestaba también asidua atención a las cuestiones administra­ tivas. En su consolidación de la maquinaria del Estado, sustituyó los diez gubernii de Pedro por cincuenta, cada uno de ellos subdividido en distritos, y todos equipados con los debidos conjuntos de gobernadores y fun­ cionarios. Cualesquiera que fuesen las ideas que Catalina pudiera tener al principio, como joven inteligente y progresiva, acerca del tema fundamental de 54

la reforma de la servidumbre en Rusia, no duraron mucho después de haberse proclamado emperatriz, y se desvanecieron ante la gran insurrección campesina de 1773, conocida como la rebelión de Pugachev. La situación de los siervos rusos estaba empeorando. Sus propietarios los vendían, cada vez en mayor número, apartándolos de la tierra, destruyendo las familias, utilizándolos en las minas o en las manufacturas, disciplinándolos o castigándolos a voluntad, o desterrándolos a Siberia. La población sierva se hallaba inquieta, incitada por los Viejos Creyentes, y acariciando falsos recuerdos populares del gran héroe, Stenka Razin, que un siglo antes habia capitaneado un levantamiento contra los señores. El antagonismo de clases, aunque escondido, era profundo, y no se reducía ciertamente cuando el tosco mujik, en algunos sitios, oía al señor y a su familia hablar en francés a fin de no ser comprendidos por los siervos, o les veían vestir ropas europeas, leer libros europeos y adoptar las formas de un modo de vida extraño y superior. En 1773, un cosaco del Don, Emelian Pugachev, antiguo soldado, apareció capitaneando una insurrección en los Urales. Siguiendo una vieja costumbre rusa, se anunció como el verdadero zar, Pedro III (el marido muerto de Catalina), que ahora volvía, después de largos viajes por Egipto y por Tierra Santa. Se rodeó de dobles de la familia imperial, de cortesanos e incluso de un secretario de estado. Publicó un manifiesto imperial pro­ clamando el fin de la servidumbre y de los impuestos, así como del re­ clutamiento militar. Decenas y cientos de millares, en las regiones de los Urales y del Volga, tártaros, kirguises, cosacos, siervos de la agricultura, obreros esclavos de las minas de los Urales, pescadores de los ríos y del mar Caspio se juntaron bajo la bandera de Pugachev. Aquella gran multitud actuaba por la Rusia oriental, incendiando y saqueando, dando muerte a sacerdotes y señores. Las clases altas, en Moscú, estaban aterradas; 100.000 siervos vivían en la ciudad, como criados domésticos o como obreros industriales, y sus simpatías estaban con Pugachev y su horda. Los ejércitos, al principio, fracasaron. Pero el hambre por las zonas del Volga en 1774 dispersó a los rebeldes. Pugachev, traicionado por algunos de sus seguidores, fue llevado a Moscú en una jaula de hierro. Catalina prohibió el empleo de la tortura en su proceso, pero Pugachev fue ejecutado mediante el arrastre y el descuartizamiento de su cuerpo, castigo que —tal vez deba señalarse— se utilizaba en la Europa occidental de aquel tiempo en casos de flagrante traición. La rebelión de Pugachev fue la más violenta sublevación campesina de la historia de Rusia, y el más formidable levantamiento de masas ocurrido en Europa en aquel siglo con anterioridad a 1789. Catalina reaccionó ante él con la represión. Concedió más poderes a los terratenientes. Los nobles se liberaron de los últimos’ vestigios del servicio obligatorio a que Pedro les había sometido. En adelante, los campesinos fueron la única clase sojuzgada o sujeta a unas obligaciones. Al igual que en Prusia, el estado se apoyaba más que nunca en un entendimiento entre el gobernante y los señores, en virtud del cual los señores aceptaban la monarquía con sus leyes, sus funcionarios, su ejército y su política exterior, y recibían de ella a cam bio la seguridad de una autoridad plena sobre las masas rurales. El gobierno se 55

extendía a través de la aristocracia y de las ciudades dispersas, pero se detenía ante la casa del señor; allí, el señor ejercía el poder y él mismo era una especie de gobierno en su propia persona. En tales circunstancias, el número de siervos aumentó y la carga sobre cada uno de ellos se hizo más pesada. El reinado de Catalina vio la culminación de la servidumbre rusa, que ahora ya no se diferenciaba en ningún aspecto importante de la esclavitud cosificada a la que los negros se veían sometidos en América. En ; la Gaceta de Moscú podían leerse anuncios como el siguiente: «Se venden dos vigorosos cocheros; dos muchachas de dieciocho y de quince años, ágiles en trabajos manuales. Dos barberos: uno, de veintiún años, sabe leer y escribir y tocar un instrumento musical; el otro sabe hacer peinados de señoras y de caballeros».

Catalina la Grande: A suntos Exteriores Territorialmente, Catalina fue uno de los principales constructores de Rusia. Cuando pasó a ser zarina, en 1762, el imperio llegaba hasta el Pacífico y el Asia central y tocaba en el Báltico, por el golfo de Riga y el golfo de Finlandia, pero, al oeste de Moscú sólo se podían recorrer unas 200 millas antes de llegar a Polonia, y desde el suelo ruso no podian verse las aguas del mar Negro. Rusia estaba separada de la Europa central por una ancha faja de territorios vagamente organizados, que se extendía desde el Báltico hasta los mares Negro y Mediterráneo y que pertenecía concre­ tamente a los estados polaco y tinco. Polonia era un antiguo enemigo, que en otro tiempo había amenazado a Moscovia, y tanto en Polonia como en el Imperio Otomano había muchos cristianos ortodoxos griegos, a quienes los rusos se sentían unidos por un lazo ideológico. En la Europa occidental el reparto de toda la zona polaco-tinca, que se alargaba a través de Asia Menor, Siria y Palestina hasta Egipto, pasó a llamarse la Cuestión Oriental. Aunque la denominación cayó en desuso después de 1900, la cuestión nunca ha dejado de existir. El gran proyecto de Catalina consistía en penetrar en toda la zona, tanto polaca como turca. En una guerra con Turquía, en 1768, Catalina desarrolló su «proyecto griego», en el que los «griegos», es decir, los miembros de la Iglesia Ortodoxa Griega, sustituirían a los musulmanes como elemento dominante en todo el Oriente Medio. Catalina derrotó a los turcos en la guerra, pero se vio refrenada por las presiones diplomáticas del equilibrio de poder europeo. El resultado fue el primer reparto de Polonia. Las tres monarquías orientales comenzaron a repartirse entre ellas el territorio. Federico tomó Pomerania, rebautizándola con el nombre de Prusia Occi­ dental; Catalina tomó partes de la Rusia Blanca; María Teresa, Galitzia. Federico digirió con gusto su porción, haciendo realidad un viejo sueño de la casa de Brandenburgo; Catalina engulló la suya con un poco menos de apetito, porque antes había controlado satisfactoriamente toda Polonia; a María Teresa, el plato le resultaba desagradable e incluso horrible, pero no podia dejar que sus vecinos siguiesen adelante sin ella, y participó en el festín, acallando sus escrúpulos morales. Federico dijo, cínicamente: «María 56

Teresa lloraba, pero seguía agarrando». En 1774, Catalina firmaba un tratado de paz en Kuchuk Kainarji, junto al Danubio, con los turcos vencidos. El sultán cedía sus derechos sobre los principados tártaros, en la costa septentrional del mar Negro, donde los rusos fundaron en seguida el puerto de Odessa. Catalina sólo había aplazado —no alterado— sus planes respecto a Turquía. Decidió neutralizar la oposición de Austria. Invitó a José II a visitarla en Rusia, y los dos soberanos recorrieron juntos las provincias del mar Negro, recientemente ganadas por Catalina. Su favorito en aquel momento, Potemkin, construía pueblos artificíales, de una sola calle, a lo largo del camino de los soberanos y organizaba muchedumbres de pueble­ rinos de aspecto alegre y feliz, que les daban la bienvenida, todo lo cual sólo enriqueció a la humanidad con la expresión de «pueblos Potemkin», para significar la falsa evidencia de una prosperidad inexistente. En Kherson, los dos monarcas pasaron por una puerta sobre la que se leía: «Camino hacia Bizancio». José II decía: «Lo que yo quiero es Silesia», pero la zarina le indujo a unirse en una guerra de conquista contra Turquía. Esta guerra fue interrumpida por la Revolución Francesa. Los dos gobiernos redujeron sus compromisos en los Balcanes para esperar acontecimientos en la Europa occidental. La nueva política de Catalina fue la de incitar a Austria y a Prusia a una guerra contra la Francia revolucionaria, en nombre de la monarquía y de la civilización, pues de este modo ella podría tener las manos libres en la esfera polaco-turca4. Mientras tanto, ella contribuía a sofocar el movimiento nacionalista y reformador entre los polacos. En 1793, llegó a un acuerdo con Prusia para el segundo reparto, y en 1795, con Prusia y con Austria para el tercero. Catalina fue el único gobernante que vivió para intervenir en los tres repartos de Polonia. Muchos pensadores avanzados de la época elogiaron los repartos de Polonia como un triunfo de los gobernantes ilustrados, que ponía fin a un viejo engorro. Las tres potencias participantes atemperaron sus comporta­ mientos en diversos terrenos, e incluso se enorgullecían de ello como de un éxito diplomático, gracias al cual se evitaba una guerra entre las tres. Lo que parecía un robo se justificaba mediante el argumento de que las ganancias eran iguales; esta era la doctrina diplomática de la «compensación». Se alegaba también que los repartos de Polonia ponían fin a una vieja causa de rivalidad internacional y de guerra, sustituyendo la anarquía con un gobierno sólido en una extensa área de la Europa oriental. Es una realidad que Polonia había sido escasamente más independiente antes de los repartos que después. Es de señalar también, aunque los argumentos nacionalistas no se utilizaran en aquel tiempo, que, sobre bases nacionales, los propios polacos no reivindicaban extensas zonas de la antigua Polonia. Las regiones de que se había adueñado Rusia en los tres repartos estaban habitadas predominantemente por rusos blancos y por ucranianos, entre los cuales los polacos eran sobre todo una clase terrateniente. Rusia, incluso con el tercer reparto, sólo llegó hasta la verdadera frontera étnica de Polonia. Pero después, tras la caída de Napoleón, por general acuerdo internacional, la 4

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esfera rusa se extendió hasta penetrar profundamente en el territorio habitado por los polacos. Los repartos de Polonia, aunque graduales, fueron de todos modos un gran choque para el viejo sistema de Europa. Edmund Burke, en Inglaterra, vio proféticamente en el primer reparto el desmoronamiento del antiguo orden internacional. Su diagnático fue perspicaz. El principio del equilibrio del poder había sido invocado históricamente para reservar la indepen­ dencia de los estados europeos, para asegurar a los estados débiles o pequeños contra la monarquía universal. Ahora se utilizaba para destruir la independencia de un reino débil, pero antiguo. No era que Polonia fuese la primera en ser «repartida»; *los imperios español y sueco habían sido repartidos, y durante el siglo XVIII hubo intentos de repartir también Prusia y el imperio austríaco. Pero Polonia era la primera que se repartía sin guerra y la primera que desaparecía totalmente. Que la Polonia fuese repartida sin guerra, lo que constituía un motivo de gran satisfacción para las potencias participantes, era también un hecho muy inquietante. Era alarmante que Un gran estado desapareciese simplemente en virtud de un frío cálculo diplo­ mático. Parecía que ningún tipo de derechos establecidos se encontrase seguro, ni siquera en tiempos de paz. Los repartos de Polonia demostraban que en un mundo en el que habían surgidos grandes potencias, que controlaban modernos aparatos de estado, resultaba peligroso no ser fuerte. Venían a indicar que toda área que no lograse desarrollar un estado soberano capaz de impedir la infiltración extranjera y colocada, por consiguiente, a merced de las grandes potencias de Europa no conservaría probablemente su independencia. En este sentido anticiparon, por ejemplo, los repartos de Africa un siglo después, cuando también Africa, carente de gobiernos fuertes, fue casi totalmente repartida, sin guerra, entre media docena de estados de Europa. Además, los repartos de Polonia, aunque mantenían el equilibrio en la Europa oriental, alteraban profundamente el equilibrio de Europa como conjunto. La desaparición de Polonia fue un golpe para Francia, que durante mucho tiempo había utilizado a Polonia, como habia utilizado a Hungría y a Turquía, como una avanzada de la influencia francesa en el Este. Las tres potencias del Este ensanchaban sus territorios, mientras Francia, en adelante, no disfrutaría de ningún crecimiento permanente. La Europa Oriental adquirió una importancia mucho mayor de la que nunca había tenido antes en los asuntos de Europa. Prusia, Rusia y el imperio austríaco se habían hecho vecinos inmediatos. Tenían un interés común, que era la represión de la resistencia polaca que se oponía a su dominación. La resistencia polaca, iniciada antes de los repartos y proseguida después de ellos, fue él primer ejemplo de nacionalismo revolucionario moderno en Europa. La independencia de Polonia y la de otras nacionaliddes ahogadas se convirtió, con el paso del tiempo, en una causa muy apoyada en la Europa occidental, mientras las tres grandes monarquías de l á . Europa oriental sé unían en su común oposición a la liberación nacional, y este hecho, unido a la realidad de que las monarquías orientales eran primor­ dialmente estados de terratenientes, acentuó la característica división de Europa, en el siglo XIX, entre un Oeste que se inclinaba a ser liberal y un 58

Este que se inclinaba a ser reaccionario. Pero estas ideas anticipan una parte ulterior de la historia. En cuanto a Catalina, sus propias protestas de ilustración inducen a un irónico juicio acerca de su trayectoria. Su política exterior era simplemente expansionista y falta de escrúpulos, y el auténtico efecto de su politica interior, al lado de unas pocas reformas de detalle, fue el de favorecer a la aristocracia medio europeizada y el de extender la servidumbre entre el pueblo. En su defensa, puede señalarse que la expansión sin escrúpulos era la práctica admitida de la época, y que, en el marco de la política interior, es probable que ningún gobernante pudiera haber corregido los males sociales que Rusia sufría. Si habia de existir un imperio ruso, tendría que ser con el consentimiento de los señores propietarios de siervos, que constituían la única clase politicamente importante. Como Catalina señalaba a Diderot, a propósito de las reformas: «Usted escribe sólo sobre el papel, pero yo tengo que escribir sobre la piel humana, que es incomparablemente más irritable y delicada». Tenía razones para saber con qué facilidad podían ser destro­ nados e incluso asesinados los zares y las zarinas, y que el peligro de derrocamiento procedía no sólo de los campesinos, sino de las camarillas de oficiales del ejército y de terratenientes. Catalina seguía ateniéndose a la pauta del Oeste. Nunca pensó que las instituciones peculiares de Rusia pudieran convertirse en un modelo para los otros. Continuó reconociendo las normas de la Ilustración, por lo menos como normas. En sus últimos años prestó especial atención a su nieto predilecto, Alejandro, supervisando estrechamente su educación, que ella planteaba según el modelo occidental. Le dio como tutor al phüosophe suizo La Harpe, que llenó su espíritu de sentimientos humanos y liberales sobre los deberes de los príncipes. Preparado por Catalina como una especie de gobernante ideal, Alejandro I estaba destinado a desempeñar un importante papel en los asuntos de Europa, a derrotar a Napoleón Bonaparte, a predicar la paz y la libertad y a sufrir las mismas divisiones y frustraciones internas que parecían aquejar característicamente a los rusos ilustrados. Las limitaciones del despotism o ilustrado El despotismo ilustrado, observado retrospectivamente, prefiguraba una época de revolución e incluso significaba un esfuerzo preliminar para revolucionar la sociedad mediante una autoritaria acción desde arriba. Los propios gobiernos decían a los pueblos que las reformas eran necesarias, que muchos privilegios, libertades especiales o exenciones de impuestos eran malos, que el pasado era una fuente de confusión, de injusticia o de ineficacia en el presente. El estado se elevó a una soberanía mas completa, ya fuese actuando francamente en su propio interés, ya fuese proclamando que actuaba en interés de su pueblo. Todos los antiguos derechos estableados fueron sometidos a revisión —los derechos de los reinos y de las provincias, de las órdenes v de las clases, de las instituciones legales y de las corporaciones—. El despotismo ilustrado rechazó o eliminó la Compañía de Jesús, el Parlamento de París, la autonomía de Bohemia y la independencia 59

de Polonia. La ley consuetudinaria y común fue desechada por los códigos legales autoritarios. Los gobiernos, al oponerse a los poderes especiales de la iglesia y a los intereses feudales, tendían a convertir a todas las personas en súbditos uniformes e iguales. En este sentido, el despotismo ilustrado fomentaba la igualdad ante la ley. Pero sólo podía recorrer una cierta distancia en ese camino. El propio rey era, después de todo, un aristócrata hereditario, y ningún gobierno puede ser tan revolucionario que destruya sus propias bases. Ya antes de la Revolución Francesa, el despotismo ilustrado había cumplido su curso. En todas partes, los «déspotas», por razones de política, cuando no de principio, habian llegado a un punto más allá del cual no podían ir. En Francia, Luis XVI había apaciguado a las clases privilegiadas; en el imperio austríaco, el fracaso de José en su apaciguamiento las arrojó a la rebelión abierta; en Prusia y en Rusia los brillantes reinados de Federico y de Catalina significaron un agravamiento del señorío de la tierra en per, juicio de la masa del pueblo. En casi todas partes, había una resurgencia aristocrática e incluso feudal. La religión estaba renovándose también de muchas formas. Y también había muchos que decían que la realeza era, en cierto sentido, divina, y estaba formándose una nueva alianza entre «el trono y el altar». La Revolución Francesa, al amedrentar a los viejos intereses creados, habia de acelerar y de endurecer una reacción que había comenzado ya. La monarquía en Europa, desde la Edad Media, había sido generalmente una institución progresista, que actuaba en la línea que Europa parecía destinada a tomar, y, en todo caso, situándose en contra de los poderes feudales y eclesiásticos. El despotismo ilustrado fue la culminación de la institución histórica de la monarquía. Después de los déspotas ilustrados y después de la Revolución Francesa, la monarquía, en conjunto, se hizo nostálgica y vuelta hacia el pasado, apoyada muy fervorosamente por las iglesias y por las aristocracias que en otro tiempo habia tratado de someter, y nada en absoluto por quienes en sí mismos sentían agitarse el futuro. 4.

Nuevas conmociones: el movimiento británico de reforma

Pero no era sólo por los monarcas y por sus ministros por quienes estaban amenazados los viejos intereses privilegiados, feudales y eclesiásti­ cos. A partir de 1760, aproximadamente, eran discutidos también en planos más populares. Como resultado de la Ilustración y del fracaso de los gobiernos a la hora de abordar graves problemas sociales y fiscales, estaba a punto de iniciarse una nueva era de inquietud revolucionaria. Esta era estuvo marcada, sobre todo, por la gran Revolución Francesa de 1789, pero la Revolución Americana de 1776 fue también de importancia internacional. En Gran Bretaña, además, el prolongado movimiento en favor de la reforma parlamentaria, que comenzó en los años 1760, era en efecto de carácter revolucionario, aunque no violento, pues cuestionaba los fundamentos del gobierno y de la sociedad tradicionales de Inglaterra. Por otra parte, en el último tercio del siglo XVIII había una agitación revolucionaria en Suiza, en 60

Bélgica y en Holanda, en Irlanda, en Polonia, en Hungría, en Italia y, en menor grado, en otros países. Después de 1800, el fenómeno revolucionario era cada vez más evidente en Alemania, en España y en la América Latina. Puede decirse que esta oleada general de revolución no terminó hasta después de las revoluciones de 1848. Irrupción de una E dad de «Revolución democrática» Se ha utilizado, a veces, para el conjunto del período la denominación de «Revolución Atlántica», porque alcanzaba a países de ambos lados del Atlántico. Se ha llamado también una edad de «Revolución democrática», debido a que en toda la diversidad de aquellos levantamientos, desde la Revolución Americana hasta los de 1848, se afirmaban, de un modo o de otro, ciertos principios de la sociedad democrática moderna. Desde este punto de vista, las revoluciones particulares, los intentos de revolución o los movimientos de reformas básicas se consideran como aspectos de una gran oleada revolucionaria, que transformó virtualmente toda el área de la , civilización occidental. También se sostiene lo contrario, es decir, que cada ■ país representa un caso especial, que no se comprende bien cuándo se considera solamente como parte de una vaga perturbación internacional de carácter general. Así, se afirma que la Revolución Americana fue esencial­ mente un movimiento por la independencia, incluso esencialmente conser­ vador en sus objetivos, y, en consecuencia, totalmente distinto de la Revolución Francesa, en la que se intentó una renovación completa de toda la sociedad y de sus ideas; y las dos fueron totalmente distintas de lo ocurrido en Inglaterra, donde no hubo revolución, en absoluto. Algo hay de cierto en ambas afirmaciones, y aqui sólo es necesario afirmar que los revolucionarios americanos, los jacobinos franceses, los irlandeses unidos, los patriotas holandeses y grupos similares de otras partes, aunque diferentes entre sí, tenían, sin embargo, muchos elementos comunes que sólo pueden carac­ terizarse como revolucionarios y como cooperantes a una era revolucionaria. Es importante observar en qué sentidos el movimiento que comenzó hacia 1760 fue y no fue «democrático». En general, no demandaba el sufragio universal, aunque un puñado de personas en Inglaterra lo pidiese ya en los años 1770, y algunos estados americanos practicasen un sufragio masculino casi universal con posterioridad a 1776, como los revolucionarios franceses más militantes en 1792. No pretendía una sociedad del bienestar, ni Questionaba el derecho a la propiedad, aunque habia signos que apuntaban en esas direcciones en el ala extrema de la Revolución Francesa. No estaba especialmente dirigido contra la monarquía en cuanto tal. El conflicto de los americanos era primordialmente con el Parlamento Británico, no con el rey; los franceses proclamaron una república por desaparición de la monarqía en 1792, tres años después de haber comenzado su revolución; los revolucionarios polacos, después de 1788, trataron de fortalecer la posición de su rey, no de debilitarla, y los grupos revolucionarios podían entrar en acción en países en los que no existía monarquía alguna en absoluto, como en las provincias holandesas antes de la Revolución Francesa y en los cantones suizos, en la 61

República Veneciana o de nuevo en Holanda, bajo la influencia francesa, después de 1795. Ciertamente, el primer estallido revolucionario del período se produjo en 1768, en Ginebra, una pequeña ciudad-república, verdadera­ mente no monárquica, gobernada por un estrecho circulo de patricios hereditarios. El poder real, donde existia, fue víctima de los revolucionarios sólo en los países donde se utilizó en apoyo de los diversos grupos sociales privilegiados. El movimiento revolucionario se presentaba en todas partes como una demanda de «libertad e igualdad». Preconizaba declaraciones de derechos y explícitas constituciones escritas. Proclamaba la soberanía del pueblo o «nación» y formulaba la idea de la ciudadanía nacional. En este contexto, el «pueblo» éra esencialmente sin clases; era un término legal, el contrario de gobierno, que significaba la comunidad sobre la cual se ejercía la autoridad pública y de la que en principio se derivaba el propio gobierno. Decir que los ciudadanos eran iguales significaba inicialmente que no habia diferencia entre los nobles y los plebeyos. Decir que el pueblo era soberano significaba que ni el rey ni el Parlamento Británico, ni grupo alguno de nobles, patricios, regen­ tes u otra minoría selecta tenía poder de gobierno por derecho propio; que todos los funcionarios públicos eran destituibles y que ejercían una autori­ dad delegada dentro de los límites definidos por la constitución. No debía ha­ ber ningún «magistrado» por encima de el pueblo, ni autoperpetuación ni cooptación en los cargos, ni rango derivado del nacimiento y reconocido por la ley. Las distinciones sociales, como los franceses decían en su Declaración de Derechos de 1789, tenían que basarse sólo en «la común utilidad». Podía haber minorías de talento o función, pero no de nacimiento, privilegio o esta­ mento. La «aristocracia» en todas sus formas debía ser evitada. En los cuer­ pos representativos no podía haber ninguna representación especial de grupos especiales; los representantes serían elegidos mediante elecciones frecuentes, no desde luego habitualmente por sufragio universal, sino mediante un cuer­ po de votantes, determinado como quiera que sea, y en el que cada votante contaría como uno, en un sistema de representación igual. La representación por números, con la norma de la mayoría, sustituyó a la antigua idea de representación de clases sociales, de ciudades privilegiadas o de otras corporaciones. En resumen, todo lo asociado con el absolutismo, el feudalismo o el derecho heredado (excepto el derecho a la propiedad) era repudiado. También se rechazaba toda conexión entre religión y ciudadanía, o derechos civiles. La Revolución Democrática socavaba la especial posición de la iglesia católica en Francia, de la anglicana en Inglaterra e Irlanda, de la holandesa reformada en las Provincias Unidas; aquel fue también el gran período de lo que se ha llamado «emancipación» judia. La idea de conjunto de que el gobierno, o toda autoridad humana eran, de algún modo, deseados por Dios y protegidos por la religión se desvanecía. Se toleraba una general libertad de opinión acerca de todos los temas, en la creencia de que era necesario progresar. Aquí se mantenía una vez más el secularismo de la Ilustración. 62

LA HON. MRS. GRAHAM por Thomas Gaiosborough (inglés, 1727-1788) Este cuadro y los tres siguientes, de las págs. 75, 105 y 110, revelan lo que significan las cuatro clases fundamentales de la sociedad preindustrial —aristocracia, clase media, obreros de la ciudad y campesinado—. La alta posición social es evidente en este retrato de una joven da­ ma, cuyo titulo, «La Honorable», se usa todavía en Gran Bretaña para las hijas de los vizcon­ des y de los barones. La riqueza se muestra en el broche, en las plumas, en las sedas, en los lazos y en los volantes, y en las perlas que se ensartan en hileras o están cosidas, en el sombrero y en los vestidos. El meticuloso peinado y las complejidades de las ropas revelan los constantes cuidados de las criadas de la dama. La alta estatura, las manos delicadas, la boca refinada y 1^ expresión altiva revelan una educación distinguida, y la columna clásica en que la dama apoya su brazo, de un modo tan natural, da un aire de familiaridad con ambientes de magnificencia. Tal vez los aristócratas del siglo XVIII no tuviesen este aspecto, frecuentemente, pero ésta es la forma en que gustaban de imaginarse y de ser retratados para la posteridad. En Gainsborough, en Sir Joshua Reynolds y en Sir Thomas Lawrence, Inglaterra tuvo un incomparable grupo de artistas especializados en retratar a las clases altas. Cortesía de la Galería Nacional de Escocia.

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En su conjunto, la Revolución Democrática fue un movimiento de clase media y, desde luego, la denominación de «revolución burguesa» se inventó después para describirla. Muchos de sus dirigentes en Europa fueron en realidad nobles que deseaban prescindir de los privilegios históricos de la nobleza, y muchos de sus defensores eran de las clases más pobres, especialmente en la gran Revolución Francesa. Pero las clases medias eran las grandes beneficiarías, y lo que estaba surgiendo era una especie de sociedad de clase media o burguesa. Las personas de ascendencia noble siguieron existiendo, una vez pasada la tormenta, pero el mundo de valores de la nobleza habia muerto, y los aristócratas, o bien tomaron parte en diversas actividades aproximadamente en las mismas condiciones que los demás o bien se retiraron a sus salas exclusivas para gozar en privado de sus aristocráticas distinciones. El gran impulso de las clases trabajadoras habia de llegar todavía. L os países de habla inglesa: parlam ento y reforma Si la Revolución Americana fue el primer acto de un drama más amplio, debe ser considerada también en relación con el mundo británico, más extenso, del que las colonias americanas constituían una parte. El Imperio Británico, a mediados del siglo, estaba descentralizado y era complejo. Treinta y un gobiernos se hallaban directamente subordinados a Westminster, y entre ellos se contaban desde el reino separado de Irlanda, pasando por todas las colonias de la corona y de carta de privilegio, hasta los distintos establecimientos políticos mantenidos en Oriente por la Compañía de las Indias Orientales. El imperio en su totalidad, con unos 15.000.000 de habitantes de todos los colores en 1750, estaba menos poblado que Francia o que la monarquía austríaca. Toda la extensión del continente americano-, desde Georgia hasta Nueva Escocia, podía compararse, por el número de su población blanca, con Irlanda o con Escocia —o con Bretaña o con Bohemia—, alcanzando en cada caso una cifra aproximada de 2.000.000 de habitantes. Inglaterra tuvo su forma propia de pasar la Edad de la Ilustración. Había una general satisfacción por las disposiciones que siguieron a la Revolución Inglesa de 1688 —muchas veces se ha dicho que nada hay tan conservador como una revolución triunfante. El pensamiento inglés carecía de la aspereza del pensamiento del Continente. Los escritores que más se parecían a los philosophes franceses, como Hume y Gibbon, eran inocentemente modera­ dos en sus ideas políticas. La actitud predominante era la de una complacencia, de una autosatisfacción por las glorias de la constitución británica que permitía a los ingleses gozar de unas libertades desconocidas en el Continente. En Gran Bretaña, el Parlamento era la suprema autoridad, como en la mayoría de los países continentales lo era el monarca. Como dijo un periodista gracioso, el Parlamento tenía el poder de 'hacerlo todo, menos 64

transformar a un hombre en una mujer. El Parlamento Británico era tan soberano como cualquier soberano europeo, e incluso más todavía, porque en Inglaterra quedaba menos de io que podía llamarse feudalismo que en el Continente. Y tampoco había «despotismo» en Inglaterra, ni ilustrado ni de otro tipo. El joven Jorge III, que heredó el trono en 1760, se consideraba a sí mismo como un «rey patriota». Quería incrementar la influencia de la corona y superar el faccionalismo de los partidos. Pero tenía que hacerlo mediante el Parlamento. Tuvo que descender personalmente a la arena política, comprar o, en otro caso, controlar los votos en los Comunes, conceder pensiones y mercedes y hacer promesas o pactos con otros políticos parlamentarios. Lo que hizo en realidad fue crear una nueva facción, los «amigos del rey». Esta facción estuvo en el poder durante el gobierno de lord North, desde 1770 hasta 1782. Es de señalar que todas las facciones eran facciones de Whigs, que el partido Tory estaba prácticamente muerto, que la Gran Bretaña ya no tenía un sistema de dos partidos y que la palabra «Tory», tal como pasó a ser empleada por los revolucionarios americanos, era poco más que un término injurioso. Aunque el Parlamento era autoridad suprema y las cuestiones constitu­ cionales aparentemente estaban resueltas, había, sin embargo, numerosas subcorrientes de descontento. Estas se expresaban, puesto que la prensa era más libre en Inglaterra que en cualquier otra parte, en muchos libros y folletos que se leían en las colonias americanas y que contribuyeron a formar la psicología de la Revolución Americana. Había, por ejemplo, una escuela de escritores protestantes angloirlandeses, que sostenían que como Irlanda era, en todo caso, un reino separado, con su propio parlamento, debía ser menos dependiente del gobierno central de Westminster. La posibilidad de un reino separado similar, manteniéndose dentro del Imperio Británico, era una de las alternativas consideradas por los americanos antes de decidirse por la independencia. En Inglaterra había el importante grupo de Disidentes o Protestantes, que no aceptaban la Iglesia de Inglaterra, que habían gozado de tolerancia religiosa desde 1689, pero continuaron trabajando (hasta 1828) bajo diversas formas de exclusión política. Coincidían con otros dos grupos amorfos, con un pequeño número de «hombres de la Commonwealth» y con un maá alto y creciente número de reformadores parlamentarios. Los «hombres de la Commonwealth», cada vez más raros y ampliamente ignorados, miraban atrás nostálgicamente hacia la Revolución Puritana y hacia la era republicana de Oliverio Cromwell. Mantenían vivos los recuerdos de los Niveladores y los ideales de igualdad, bien mezclados con una seudohistoria de una sencilla Inglaterra anglosajona, que había sido aplastada por el despotismo de la Conquista Normanda. Los «hombres de la. Commonwealth» tenían menos influencia en Inglaterra que en las colonias americanas y especialmente en Nueva Inglaterra, que había nacido en estrecha conexión con la Revolución Puritana. Los reformadores parla­ mentarios eran un grupo más variado e influyente. Se vieron condenados en el siglo XVIII a repetidas frustraciones; nada se consiguió hasta el Primer Proyecto de Reforma de 1832. El propio poder del Parlamento significaba que los dirigentes políticos 65

tenían que adoptar fuertes medidas para asegurar los votos de los parla­ mentarios. Aquellas medidas generalmente eran denunciadas por sus críticos como «corrupción», sobre la base de que el Parlamento, fuese o no fuese verdaderamente representativo, tenía que ser, por lo menos, libre. El control del Parlamento, y especialmente de la Cámara de los Comunes, se aseguraba mediante varios recursos, como el patronazgo o la concesión de tareas gubernamentales (llamadas «plazas»), o adjudicando contratos, o cele­ brando pocas elecciones generales (después de 1716, cada siete años), o mediante el hecho de que en muchos distritos no había verdaderas elecciones, en absoluto. La distribución de escaños en los comunes no guardaba relación alguna con'el número de habitantes. Una ciudad que tenía derecho a enviar miembros al Parlamento se llamaba un «burgo», pero no se creó burgo nuevo después dé 1688 (o hasta 1832). Así, localidades que habían sido importantes en la Edad Media o bajo los Tudor estaban representadas, pero ciudades que se habían desarrollado recientemente, como Manchester y Birmingham, no lo estaban. Unos pocos burgos eran populosos y democráticos, pero muchos tenían pocos habitantes o ninguno, de modo que influyentes «traficantes de burgos» decidían quién los representaría en el Parlamento. El movimiento de reforma se inició en Inglaterra antes de la Revolución Americana, con la que estaba estrechamente asociado. Como las demandas eran diversas, atrajo a gente de diferentes tipos. La primera agitación se centró en torno a John Wilkes. Tras haber atacado la política de Jorge III, y tras haber sido vindicado cuando los tribunales declararon ilegal el arresto de su editor y expulsado por una Cámara de los Comunes domina­ da por los partidarios del rey, Wilkes se convirtió en un héroe y fue reelegi­ do tres veces para la Cámara, que, sin embargo, se negó a permitirle que ocupara su escaño. En un clamor de protestas y de reuniones públicas, mon­ tones de solicitudes le apoyaban en contra de la Cámara. Sus seguidores, en 1769, fundaron los Defensores del Proyecto de Derechos, la primera de muchas sociedades dedicadas a la reforma parlamentaria. Su caso planteó la cuestión de si la Cámara de los Comunes debía depender del electorado y la. conveniencia de la agitación de masas «de puertas afuera» sobre cuestiones políticas. Fue también en relación con esto cuando por primera vez se informó en la prensa de Londres acerca de los debates en el Parlamento. El Parlamento estaba en vísperas de una larga transición, mediante la cual iba a convertirse de una corporación selecta, que se reunía en privado, en una moderna institución representativa, responsable ante el pueblo y ante sus electores. El propio Wilkes, en 1776, introdujo el primero de muchos proyectos de reforma, de los que no fue aprobado ninguno durante más de medio siglo. Mientras tanto, el mayor John Cartwright, llamado «el padre de la reforma», había iniciado una larga serie de folletos sobre el tema; vivió hasta los ochenta y cuatro años, pero noy lo suficiente para ver el Acta de Reforma de 1832. Intelectuales disidentes, como Richard Price y Joseph Priestley, se unieron al movimiento. Price, un fundador de las estadísticas actuariales, anunció en 1776 que solamente 5.723 personas elegían la mitad de los miembros de la Cámara de los Comunes. Muchos comerciantes de Londres estaban a favor de la reforma. También lo estaban muchos grandes 66

terratenientes y señores rurales, especialmente en el norte de Inglaterra, capitaneados por Christopher Wyvil. Aquellos hombres se oponían a que cuatro quintas partes de los miembros de la Cámara de los Comunes representasen a los burgos, y sólo una quinta parte a los condados. Pensaban, con razón, que los burgos eran manipulados más fácilmente por el gobierno; pensaban que las elecciones en los condados eran más honestas, y en 1780 iniciaron un movimiento de asociaciones de condados para introducir el cambio en el sistema electoral. Los importantes dirigentes Whig, que antes habían manejado el parlameneo con unos métodos aproximadamente iguales, empezaron a sentir la «corrupción», tras el control ejercido sobre Jorge III y sus «amigos». El más elocuente portavoz de los Whigs fue Edmund Burke. Otros reformadores pedían elecciones más frecuentes, «parlamentos anuales», un sufragio masculino más amplio y más igual o incluso universal, con disolución de algunos burgos en los que nadie estaba realmente representado. Burke no apoyaba ninguna de aquella cosas; de hecho llegó a oponerse a ellas enérgicamente. Uno de los fundadores del conservadurismo filosófico era, sin embargo, a su manera un reformador. Estaba más interesado en que la Cámara de los Comunes fuese independiente y responsable que en lograr que fuese matemáticamente representativa. Pensaba que los intereses terrate­ nientes deberían gobernar. Pero abogaba por un fuerte sentimiento de par­ tido frente a los abusos del rey, y sostenía que los miembros del Parlamento debían seguir su propia y mejor interpretación de los intereses del país, sin verse atados por el rey, de una parte, ni por sus propios electores, de otra. Como otros reformadores, se oponía a los «hombres de plaza», o detenta­ dores de cargos dependientes de sus patronos ministeriales, y se oponía al uso hecho con fines políticos de un desconcertante aparato de pensiones, sinecuras, nombramientos honoríficos y cargos ornamentales, distincio­ nes y títulos. En su Reforma Económica de 1782 logró abolir muchas de esas cosas. El movimiento de reforma, aunque ineficaz, se mantuvo fuerte. Incluso William Pitt, como primer ministro en los años ochenta, le prestó su apoyo. Cobró nueva fuerza en el momento de la Revolución Francesa, extendién­ dose entonces a capas más populares, cuando los hombres de la clase artesana cualificada se sentían estimulados por los acontecimientos de Francia y demandaban una «representación del pueblo» más adecuada en Inglaterra. Tuvieron luego el apoyo de clase alta de Charles James Fox y de una minoría de los Whigs. Pero el conservadurismo, la satisfacción con la constitución británica, el patriotismo engendrado por un nuevo ciclo de guerras con Francia y la reacción contra la Revolución Francesa vinieron a levantar una barrera insuperable. La reforma se aplazó hasta otra generación. Después de la Revolución Americana, que en cierto modo era una guerra civil dentro del munde de habla inglesa, los reformadores ingleses, en general, culparon del conflicto con América al rey Jorge III. Esto era injusto, porque el Parlamento nunca fue coaccionado por el rey en la cuestión americana. Los más fervientes reformadores argumentaron después 67

que si el Parlamento hubiera sido verdaderamente representativo del pueblo británico, los americanos no se habrían visto empujados a la independencia. Esto parece improbable. En todo caso, reformadores de diversos tipos, desde Wilkes hasta Burke, estaban de acuerdo con las demandas de los hombres de las colonias americanas, a partir de 1763. Había una correspondencia muy activa a través del Atlántico. Wilkes era un héroe en Boston, tanto como en Londres. Burke abogó por la conciliación con las colonias, en un famoso discurso de 1775. Su propia insistencia en los poderes y en la dignidad del Parlamento, sin embargo, le dificultó la tarea de encontrar una solución viable, y, una vez que las colonias se hicieron independientes, no mostró interés alguno por las ideas políticas de los nuevos estados americanos. Fueron los más radicales reformadores de Inglaterra, así como los de Escocia e Irlanda, los que más firmemente apoyaron a los americanos, antes y después de la independencia. Naturalmente, no tenían ningún poder. Del lado americano, durante los diez años que precedieron a la independencia, los hombres de las colonias, cada vez más descontentos, leían libros y folletos e informaciones de discursos ingleses, y se enteraban de que Jorge III era denunciado por despotismo, y de que el Parlamento era acusado de corrupción incorregible. Todo aquello parecía confirmar lo que los ameri­ canos habían estado leyendo durante mucho tiempo en las obras de los disidentes ingleses o de los viejos «hombres de la Commonwealth», ahora al margen de la sociedad inglesa, pero seguros de una audiencia receptiva en las colonias americanas. El resultado fue que los americanos se volvieron recelosos respecto a todas las acciones del gobierno británico, percibiendo la tiranía por todas partes y magnificando cosas como el Acta del Timbre hasta convertirlas en una especie de complot contra las libertades americanas. Sin embargo, el verdadero impulso en la Inglaterra del siglo XVIII, a pesar de la crítica permanente al Parlamento, se orientó a que el Parlamento extendiese sus poderes a una centralización general del Imperio. El gobierno británico se enfrentaba en cierto modo con los mismos problemas que los gobiernos del Continente. Todos tenían que afrontar las cuestiones plantea­ das por la gran guerra de mediados del siglo, en sus dos fases de la Sucesión Austríaca y de la Guerra de los Siete Años. En todas partes la solución adoptada por los gobiernos' consitía en incrementar su propio poder central. Hemos visto cómo el gobierno francés, al intentai explotar nuevas fuentes de ingresos, trataba de restringir las libertades de Bretaña y de otras provincias, y de subordinar las corporaciones que en Francia se llamaban parlamentos. Hemos visto igualmente cómo el gobierno de los Habsburgo, también en un esfuerzo por recaudar más impuestos, reprimió el autogobierno local en el imperio e incluso abrogó la constitución de Bohemia5. La misma tendencia se manifestó en el sistema británico. La revocación de la carta constitucional de Bohemia en 1749 tuvo su paralelo en la revocación de la carta de Massachusetts en 1774. Las disputas del rey francés con los estados de Bretaña o del Languedoc tenían su paralelo en las disputas del Parlamento Británico con las asambleas provinciales/de Virginia o de Nueva York. 5 68

Ver págs, 44-46, 46-47.

Escocia, Irlanda, India También más cerca de casa había problemas. Escocia resultó una causa de debilidad en la Guerra de Sucesión austríaca. Los hombres de las tierras bajas fueron bastante leales, pero los de las tierras altas se rebelaron con la ayuda francesa en el levantamiento jacobita de 1745, e', invadiendo Ingla­ terra, amenazaban con sorprender por la espalda al gobierno británico en el momento en que se hallaba trabado en lucha con Francia. Los de las tierras altas nunca habían estado realmente bajo ningún gobierno, ni siquiera bajo la antigua monarquía escocesa anterior a la unión de 1707 con Inglaterra. La organización social en los reductos de las tierras altas seguía el primitivo principio del parentesco físico. Los hombres esperaban que sus jefes, cabezas de los clanes, les dijesen contra quién tenían que luchar y cuándo. Los jefes tenían una jurisdicción hereditaria, que a menudo incluía poderes de vida y muerte sobre los individuos de su clan. Unos pocos jefes podían entregar toda la región a los Estuardos o a los franceses. El gobierno británico, a partir de 1745, procedió a hacer efectiva su soberanía en las tierras altas. Allí se acantonaron tropas durante años. Se abrieron carreteras a través de las ciénagas y a lo largo de las cañadas. Los tribunales imponían la ley de las tierras bajas escocesas. Los cobradores de impuestos recaudaban fondos para la tesorería de Gran Bretaña. Los jefes perdieron su antigua jusrisdicción casi feudal. El antiguo sistema de posesión de la tierra quedó abolido. La propiedad de la tierra por parte de los jefes de clan se acabó. El hombre del clan, sometido a su jefe, se convirtió en súbdito de la corona de Gran Bretaña. En muchos casos se convirtió también casi en un «pegujalero» sin tierra, mientras algunos de los jefes, o sus hijos, surgíancorno caballeros terratenientes del tipo inglés. Combatientes de las tierras altas se incorporaron a regimientos de nueva creación, formados por hombres de sus propias comarcas, y que se integraban en el ejército británico bajo la disciplina habitual impuesto por el estado moderno a sus fuerzas de combate. Durante treinta años se prohibió a los escoceses vestir el kilt y tocar las gaitas. En Irlanda, el proceso de centralización se efectuó más lentamente. Irlanda fue sometida después de la batalla del Boyne. Era un ejército francés el que había desembarcado en Irlanda, apoyando a Jacobo II y siendo derrotado en 1690. Las nuevas disposiciones constitucionales inglesas, la sucesión de la dinastía de Hannover, el dominio protestante, la Iglesia, y la situación agraria en Irlanda junto con la prosperidad del comercio británico, todo quedaba asegurado por la subordinación de la isla más pequeña. Los ir­ landeses nativos o católicos continuaron siendo, en general, profranceses. Los irlandeses presbiterianos sentían aversión hacia los franceses y hacia el papis­ mo, pero se mantenían también ajenos a Inglaterra; muchos, en realidad, emi­ graron a América, en la generación anterior a la Revolución Americana. La is­ la se mantuvo tranquila en las guerras de mediados de siglo. Cuando comenzó el conflicto entre el Parlamento Británico y las colonias americanas, los irlan­ deses presbiterianos, en general, tomaron partido por los americanos. Se sin­ tieron profundamente estimulados por el ejemplo de la independencia ameri­ cana. Millares de ellos se integraron en Compañías de Voluntarios, y fueron 69

uniformados, armados y ejercitados; demandaban la reforma interna del parlamento irlandés (que era todavía menos representativo que el británico) y una mayor autonomía del parlamento irlandés frente al gobierno central de Westminster. Ante aquellas demandas y temiendo una invasión francesa de Irlanda durante la Guerra .de la Independencia Americana, el gobierno británico hizo concesiones. Autorizó un incremento del poder del parla­ mento irlandés en Dublín. Pero los católicos seguían estando excluidos de aquel parlamento. En la guerra siguiente entre Francia y Gran Bretaña, que comenzó en 1793, muchos irlandeses sintieron una profunda simpatía por la Revolución Francesa. .Católicos y presbiterianos, al final de acuerdo, formaron una red de sociedades de Irlandeses Unidos por toda la isla. Procuraron la ayuda francesa, pero los franceses, sencillamente, no podían desembarcar un ejército considerable. Aun sin apoyo militar francés, los Irlandeses Unidos se levantaron en 1798 para expulsar a los ingleses y establecer una república independiente. Los ingleses, tras sofocar el levan­ tamiento, volvían ahora a la centralización. El reino separado de Irlanda y el parlamento irlandés dejaron de existir. En adelante, los irlandeses estarían representados en el Parlamento imperial de Westminster. Estas disposiciones se incorporaron al Acta de Unión de 180.1, que creaba el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, que perduró hasta 1922. Los establecimientos británicos en la India también sentían sobrfe ellos, cada vez más intensamente, la mano del Parlamento. A l final de la Guerra de los Siete Años, los distintos puestos británicos situados en Bombay, Madrás y Calcuta, y en torno a esas ciudades, estaban desconectados entre sí y subordinados solamente al Consejo de Dirección de la Compañía de las In­ dias Orientales, en Londres. Los funcionarios, de la Compañía intervenían a su arbitrio en las guerras y en la política de los estados indios, y se enrique­ cían por los medios que podían, sin excluir el soborno, la trampa, la intimi­ dación, el robo y la extorsión. En 1773, el gobierno de Lord North aprobó un Acta de regulación, cuyo principal propósito era el de regular, no a los in­ dios, sino a los súbditos británicos en la India, a los que ningún gobierno indio podía controlar. La Compañía era autorizada a continuar con sus ac­ tividades comerciales, pero sus actividades políticas pasaban a depender de una supervisión parlamentaria. El Acta reunía todos los establecimientos británicos bajo un solo gobernador general, creaba un nuevo tribunal su­ premo en Calcuta, y requería a la Compañía a que sometiese su correspon­ dencia sobre cuestiones políticas a la revisión de los ministros del gobierno de Su Majestad. El primer gobernador general británico en la India fue Warren Hastings. Fue tan despótico con algunos de los príncipes indios, e hizo tantos enemigos entre los suspicaces ingleses residentes en Bengala, que fue denunciado a la metrópoli, se le formó expediente y fue sometido a un pro­ ceso que se arrastró durante siete años por la Cámara de los Lores. Final­ mente, fue absuelto. Después de Clive, fue el principal artífice de la supre­ macía británica en la India. Mientras tanto, en 1784, se creaba un depar­ tamento para la India en el gobierno británico de la metrópoli. En adelante, el gobernador general regia la creciente esfera británica en la India, casi como un monarca absoluto, pero sólo como agente del gobierno y del par­ lamento de la Gran Bretaña. 70

Así, pues, el mundo británico tendía a la centralización. A pesar de la erupción del fervor monárquico bajo Jorge III, se trataba de una centraliza­ ción de todos los territorios británicos bajo la autoridad del Parlamento. Lo que estaba produciéndose en los asuntos del Imperio, como en la política in­ terior de Inglaterra, era una aplicación continuada de los principios de 1689. La soberanía parlamentaria establecida en 1689 era aplicada ahora, después de mediados del siglo XVIII, a regiones en las que antes había tenido poco efecto. Y fue contra el Parlamento Británico contra el que se rebelaron, ini­ cialmente, los americanos. 5.

La Revolución Americana

Antecedentes de la Revolución El comportamiento de los americanos en la Guerra de los Siete Años dejó mucho que desear. Las diversas legislaturas coloniales rechazaron el Plan de Unión de Albany redactado por Franklin y que les era recomendado por los funcionarios británicos. Durante la guerra, fueron el ejército regular y la es­ cuadra de Inglaterra, financiados por los impuestos y los préstamos de este país, los que expulsaron de América a los franceses. El esfuerzo de guerra de los anglo-americanos fue, en el mejor de los casos, inconexo. Tras la derrota de los franceses, los hombres de las colonias tenían que vérselas con los indios del interior, que preferían la dominación francesa a la de sus nuevos amos británicos y británico-coloniales. Muchas tribus se unieron en un levantamiento capitaneado por Pontiac, un jefe del oeste, y lo asolaron todo, hacia el este, hasta las fronteras de Pennsylvania y de Virginia. Una vez más, los coloniales se mostraron incapaces de resolver un problema vital para su futuro, y la paz fue conseguida por funcionarios y unidades del ejér­ cito que recibían sus órdenes de Gran Bretaña. El gobierno británico trató de conseguir que los coloniales contribuyesen con una cuota mayor a los gastos del Imperio. Hasta entonces, los colonia­ les sólo habían pagado impuestos locales. Estaban obligados al pago de de­ rechos de aduanas, cuyos beneficios iban, en principio a Gran Bretaña pero aquellos derechos se imponían en cumplimiento de las Actas de Co­ mercio y Navegación, para dirigir la corriente del comercio, y no para ob­ tener beneficios; y rara vez se pagaban, porque las Actas de Comercio y Navegación eran persistentemente ignoradas. Los comerciantes america­ nos, por ejemplo, generalmente importaban el azúcar de las Indias Occi­ dentales Francesas, en contra de la ley, e incluso expedían a cambio los ma­ teriales de hierro que, según la ley, los americanos no podían manufac­ turar para la exportación. En realidad, el colonial sólo pagaba los impuestos aprobados por su propia legislatura local, con fines locales. Los americanos disfrutaban, evidentemente, de un cierto grado de exención de impuestos dentro del imperio, y fue contra esta forma de privilegio provincial contra la que empezó a actuar el Parlamento. Mediante el Acta de Ingresos de 1764 (el Acta del «Azúcar»), el gobierno británico, mientras reducía y liberalizaba los derechos de aduanas pagaderos 71

en América, iniciaba un programa de verdadera y sistemática recaudación. Al año siguiente, el gobierno intentó extender a los súbditos británicos resi­ dentes en América un impuesto tranquilamente aceptado por los que vivían en la Gran Bretaña y que era normal en casi toda Europa. Se trataba de imponer a todos los usos de papel, como periódicos y documentos comer­ ciales y legales, el pago de unos derechos que se certificaba mediante la fijación de un timbre. El Acta del Timbre provocó una violenta y concertada resistencia en las colonias, especialmente entre los hombres de negocios, los abogados y los editores, que constituían la clase con mayor capacidad de expresión. En consecuencia, el Acta fue derogada en 1766. En 1767, el Parla­ mento, reflexionando torpemente en busca de un impuesto aceptable para los americanos, encontró los «derechos (del ministro) Townshend», que grava­ ban las importaciones coloniales de papel, pinturas, plomo y té. Surgió otra protesta, y los derechos Townshend fueron revocados, excepto el del té, que se mantuvo como un signo del poder soberano del Parlamento de gravar con im­ puestos a todas las personas del imperio. Los coloniales se habían mostrado obstinados, y el gobierno flexible, pero carente de ideas constructivas. Los americanos sostenían que el Parla­ mento no tenía autoridad para imponerles cargas, porque no estaban repre­ sentados en él. Los ingleses replicaban que el Parlamento representaba a América tanto como a Gran Bretaña. Si Filadelfia no enviaba, ciertamen­ te, diputados elegidos a los Comunes —aseguraba aquel razonamiento—, tampoco los enviaba Manchester, ciudad de Inglaterra, pero una y otra dis­ frutaban de una «virtual representación», porque los miembros de los Co­ munes, en todo caso, no hablaban sólo en nombre de sus distritos locales, sino que se hacían responsables de los intereses del imperio como conjunto. A esto redargüían muchos americanos que si Manchester no estaba «real­ mente» representada, debía estarlo, y ésta era también, naturalmente, la creencia de los reformadores ingleses. Mientras tanto, la cuestión estricta­ mente anglo-americana se apaciguó tras la revocación del Acta del Timbre y del programa Townshend. No se había producido ninguna aclaración de principios por ninguna de las dos partes. Pero, en la práctica, los americanos se habían resistido a un importante impuesto, y el Parlamento se había refre­ nado a la hora de hacer un uso excesivo de su poder soberano. La calma se rompió en 1773, a causa de un acontecimiento que puso de manifiesto, para los americanos más descontentos, los inconvenientes de pertenecer a un sistema económico global en el que las líneas maestras de la política se trazaban al otro lado del océano. La Compañía de las Indias Orientales tenía dificultades. Contaba con un gran excedente de té chino, y, en todo caso, quería nuevos privilegios comerciales, a cambio de los privile­ gios políticos que perdía a causa del Acta de Regulación de 1773. En el pasado, la Compañía había sido requerida para que vendiese sus mercancías en pú­ blica subasta en Londres; otros comerciantes habían dirigido la distribución, a partir de aquel momento. Ahora, en 1773, el Parlamento concedía a la Compañía el exclusivo derecho a vender el té mediante sus propios agentes en América a los comerciantes locales americanos. El té era una importante partida en los negocios del capitalismo comercial de la época. El consumidor 72

colonial podría pagar menos por él, pero el comerciante intermediario ame­ ricano quedaría excluido. El té de la Compañía fue boicoteado en todos los puertos americanos. En Boston, para impedir su desembarque por la fuerza, una banda de hombres enmascarados invadió los barcos de té y arrojó las cajas al puerto. A este acto de vandalismo, replicó el gobierno inglés con me­ didas realmente desproporcionadas respecto a la magnitud del delito. «Ce­ rró» el puerto de Boston, amenazando así a la ciudad con la ruina económica. Rescindió virtualmente la carta de privilegio de Massachusetts, prohibiendo ciertas elecciones locales y la celebración de mítines en la ciu­ dad. Y, al propio tiempo, en 1774, al parecer por coincidencia, el Parlamento estableció el Acta de Quebec. Esta Acta, la pieza más prudente de la legis­ lación británica en aquellos turbulentos años, proporcionaba un gobierno a los franceses canadienses recientemente conquistados, garantizándoles la se­ guridad en sus leyes civiles francesas y en su religión católica, y asentando así las bases para el Imperio Británico que había de establecerse. Pero el acta definía los límites de Quebec, en cierto modo, como los propios franceses lo habían definido, incluyendo en ellos todo el territorio al norte del río Ohio —los actuales estados de Wisconsin, Michigan, Illinois, Indiana y Ohio. Aquellos límites eran perfectamente razonables, porque los pocos hombres blancos d éla zona eran franceses, y porque, en la época anterior a los cana­ les o a los ferrocarriles, el medio natural de llegar a toda la región era por el valle del San Lorenzo y de los Lagos. Pero, para los americanos, el Acta de Quebec era un ultraje pro-francés y pro-católico, y, en un momento en que los poderes de los jurados y de las asambleas en las antiguas colonias esta­ ban amenazados, era inquietante que el Acta de Quebec no hiciese mención alguna de tan representativas instituciones para la nueva provincia septen­ trional. Esto se sumaba al cierre de un puerto americano y a la destrucción de un gobierno americano, como una de las «Actas Intolerables» a las que era preciso oponer resistencia. Y, ciertamente, las implicaciones de la soberanía parlamentaria eran ahora evidentes. El significado de la planificación y de la autoridad centrali­ zadas estaba ahora claro. Ya no era simplemente una cuestión de impues­ tos. Un gobierno que tenía que preocuparse de la Compañía de las Indias Orientales, de los canadienses franceses y de los contribuyentes británicos, aunque fuese más prudente e ilustrado que el ministerio de Lord North de 1774, tal vez no pudiese, al mismo tiempo, haber satisfecho a los americanos de las trece colonias de la costa. Aquellos americanos, que desde 1763 ya no temían al imperio francés, se sentían menos inclinados a renunciar a sus inte­ reses con el fin de permanecer dentro del británico. La política británica había provocado un antagonismo en las ciudades costeras y en el interior, entre los ricos especuladores de la tierra y los pobres intrusos que vivían al margen de la civilización, entre los comerciantes y los jornaleros que depen­ dían de los negocios de ios comerciantes. Estaba en cuestión la libertad de los americanos para determinar su propia vida política. Pero eran pocos, en 1774, o incluso después, los que estaban preparados para afrontar la idea de la independencia. 73

L a Guerra de la Independencia Am ericana Tras las «Actas Intolerables» grupos auto-acreditados se reunieron en las diversas colonias y enviaron delegados a un «congreso continental» en Filadelfia. Esta corporación acordó un boicot a los artículos británicos, que había de ser impuesto a los americanos reacios por los organizadores locales de la resistencia. La lucha comenzó al año siguiente, 1775, cuando el coman­ dante británico de Boston envió un destacamento para apoderarse de los depósitos de armas no autorizados de Concord. Durante su desplazamiento, en Lexington, en una escaramuza entre soldados y milicianos o «minutemen», alguien disparó el «tiro que se escuchó alrededor del mundo». El Se­ gundo Congreso Continental, reunido unas semanas después, procedía a crear un ejército americano, enviaba una expedición para obligar a Quebec a la unión revolucionaria, y entraba en negociaciones con la Francia borbó­ nica. Pero el Congreso se resistía a romper sus lazos con Inglaterra. Sin em­ bargo, las pasiones se exacerbaron a consecuencia de la lucha. Los radicales convencieron a los moderados de que la elección se centraba ahora entre in­ dependencia y esclavitud. Parecía que los franceses, nada interesados, na­ turalmente, en una reconciliación de súbditos británicos, prestarían su apoyo si el objetivo proclamado de los rebeldes americanos era el de desmembrar el Imperio Británico. En Enero de 1776, Thomas Paine, en su folleto Common Sense («Sentido común»), se iniciaba como una especie de revolucionario internacional; figuraría en la Revolución Francesa y trabajaría por la revolución en Inglaterra. Había llegado de Inglaterra, menos de dos años antes, y detestaba a la sociedad inglesa por sus injusticias con hombres como él. Elocuente y cáustico, Common Sense identificaba la independencia de las colonias americanas con la causa de la libertad para todo género humano. Incitaba a la lucha de la libertad contra la tiranía en la persona de «la bestia real de Gran Bretaña». «Repugna a la razón —decía Paine— suponer que este Continente pueda permanecer, durante mucho tiempo, sometido a ningún poder exterior... Hay algo absurdo en el hecho de suponer que un Continente ha de estar perpetuamente gobernado por una isla». Common Sense fue leído por todas partes en las colonias, y sus agudos razonamientos difundieron, indudablemente, un sentimiento de orgulloso aislamiento del Viejo Mundo. El 4 de julio de 1776, el Congreso adoptaba la Declaración de Independencia, mediante la cual los Estados Unidos proclamaban su condición separada e igual entre las potencias de la tierra. La Guerra de la Independencia Americana se convertía, pues, en otra lucha europea por el imperio. Durante dos años más, el gobierno francés permaneció sin intervenir, ostensiblemente, aunque enviando, mientras tanto, municiones a las colonias, a través de una empresa comercial especialmente organizada. Nueve décimas partes de las armas utilizadas por los americanos en la batalla de Saratoga procedían de Francia. Tras la victoria americana en aquella batalla, el gobierno francés llegó a la conclusión, en 1778, de que los insurgentes constituían una buena opción política, los reconoció, firmó una alianza con ellos y declaró la guerra a Gran Bretaña. España la imitó en seguida, con la esperanza de expulsar a los 74

Mrs. ISAAC SMITH por John Singleton Copley (americano, luego inglés, 1737-1815) Puede compararse a Mrs. Smith con Mrs. Graham, más aristocrática, mostrada en la pág. 63. Esposa de un comerciante de Boston, ella y su marido fueron retratados por .Copley. en 1769. Este cuadro podría representar, en su retrato de una mujer de mediana edad, la base social de familia burguesa de donde surgió una buena parte de los dirigentes de las revoluciones americana y francesa. En general, era una base social acaudalada, de bienestar y de trabajo duro. El ves­ tido y el ambiente de Mrs. Smith, aunque menos elegantes que los de Mrs. Graham, sugieren su alta posición en la sociedad de Nueva Inglaterra. Su expresión es entre estirada y afable. Está claro que observa, y espera de los demás, una norma establecida de comportamiento y decoro. Copley, inquieto ante la creciente agitación revolucionaria, abandonó América en 1774 y pasó el resto de su larga vida en Inglaterra. Cortesía de la Galería de A rte de la Universidad de Yale. Donación de Maitland FuUer Griggs,

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ingleses de Gibraltar y covencida de que sus posesiones de ultramar estaban más amenazadas por un establecimiento de la supremacía británica en América del Norte que por el intranquilizador ejemplo de una república americana independiente. Los holandeses se vieron envueltos en las hostili­ dades, tras el reconocimiento de la independencia americana. Otras poten­ cias como Rusia, Suecia, Dinamarca, Prusia, Portugal y Turquía, disgusta­ das por el empleo británico del bloqueo y de su poderío marítimo en tiempo de guerra, formaron una «Neutralidad armada» para proteger su comercio frente a las imposiciones de la flota británica. Los franceses, en un breve renacimiento de su potencia marítima, desembarcaron una fuerza expedicio­ naria de 6.000 hombres en Rhode Island. Como los americanos adolecían de las diferencias internas inseparables de todas las revoluciones y todavía eran incapaces, en cualquier caso, de gobernarse a sí mismos a todos los efectos, a la vez que tropezaban con las antiguas dificultades para reunir tropas y dinero, fue la participación de los regimientos del ejército francés, junta­ mente con las escuadras de la flota francesa, lo que hizo posible la derrota de las fuerzas armadas del Imperio Británico, de modo que el gobierno inglés se convenció de la necesidad de reconocer la independencia de los Estados Unidos. Mediante el tratado de paz de 1783, aunque los ingleses continuaban todavía en posesión de Nueva York y de Savannah, y aunque los gobiernos que habian ayudado a los americanos habrían preferido mantenerlos al este de las montañas, la nueva república obtuvo los territorios, por el oeste, hasta el Mississippi. El Canadá siguió siendo británico. Recibió una población de habla inglesa mediante el asentamiento de más de 60.000 refugiados americanos que se mantenían leales a Gran Bre­ taña. Significado de la Revolución La insurrección de América fue una revolución tanto como una guerra de independencia. El grito de libertad contra Gran Bretaña despertó ecos dentro de las propias colonias. La declaración de Independencia fue más que un anuncio de secesión del imperio; fue una justificación de la rebelión contra la autoridad establecida. Aunque la querella americana había sido con el Parlamento, la Declaración, curiosamente, no acusaba más que al rey. Una razón era la de que el Congreso, al no reconocer la autoridad del Parlamento, sólo podría separarse de Gran Bretaña mediante la acusación de la corona británica; otra razón era la de que el grito de «tirano» dio más popularidad y apasionamiento a la cuestión. Proclamando audazmente la filosofía del derecho natural de la época, la Declaración afirma como «evidente a todas luces», es decir, como evidente para todas las personas razonables, que «todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Estas palabras electrizan­ tes se difundieron interiormente por América y hacia fuera, hacia el mundo. En los nuevos estados la igualdad democrática hizo muchos progresos. Se hallaba sometida, sin embargo, a una gran limitación, en el sentido de 76

que durante mucho tiempo sólo se aplicó realmente a los varones blancos de origen europeo. Pasó más de un siglo antes de que las mujeres tuviesen voto. Los indios americanos eran pocos en número, pero la población negra, en el tiempo de la Revolución, constituía, aproximadamente, una quinta parte de la totalidad. Proporcionálmente, era mucho mayor de lo que había de serlo después, tras la masiva inmigración procedente de Europa, que elevó lá proporción de blancos. Muchos blancos americanos de la generación revolucionaria estaban ciertamente preocupados por la institución de la esclavitud. Fue totalmente abolida en Massachusetts, y todos los estados al norte de Maryland adoptaron medidas para su gradual extinción. Pero la aplicación de los principios de libertad e igualdad, independientemente de la raza excedia de las posibilidades de los americanos de aquel tiempo. En el Sur, todos los censos desde 1790 hasta 1850 revelaban que una tercera parte de la población estaba formada por los esclavos. En el Norte, los negros libres descubrían que de facto, y muchas veces de jure, estaban privados de voto, de la instrucción adecuada, y de las amplias oportunidades en las que los americanos blancos veían la esencia de su vida nacional y de su superioridad respecto a Europa. Para la mayoría blanca, la Revolución tuvo un efecto democratizador en muchos sentidos. Juristas, terratenientes y hombres de negocios que dirigían el movimiento contra Inglaterra necesitaban el apoyo de las multitudes y para obtenerlo estaban dispuestos a hacer promesas y concesiones a las clases más bajas. O los elementos populares, obreros y mecánicos, granjeros y hombres, a menudo disidentes en materia religiosa, arrancaban concesiones por la fuerza o mediante amenazas. Hubo mucha violencia, como en todas las revoluciones; los nuevos estados confiscaron la propiedad de los contrarrevo­ lucionarios, llamados «Tories», algunos de los cuales, además, eran embre­ ados y emplumados por multitudes enfurecidas. La disolución de los antiguos gobiernos coloniales puso al descubierto todas las cuestiones políticas. En al­ gunas estados más hombres recibieron el derecho de voto. En algunos, ahora eran de elección popular los gobernadores y los senadores, y no solamente las cámaras bajas de las legislaturas, como en los tiempos coloniales. Se adoptó el principio, todavía desconocido en las instituciones parlamentarias de Europa, de que cada miembro de una asamblea legislativa representase, aproximada­ mente, el mismo número de ciudadanos. El mayorazgo y la vinculación, que a veces favorecían las familias terratenientes que aspiraban a un modo aris­ tocrático de vida, declinaron ante las demandas de los demócratas y de los pequeños propietarios. Los diezmos se acabaron, y las iglesias esta­ blecidas, la anglicana en el Sur y la congregacionalista en Nueva Inglaterra, perdieron su posición privilegiada, en distintos grados. Pero la Revolución no era socialmente tan profunda como la Revolución que pronto iba a producirse en Francia, o como la Revolución de Rusia de 1917. La propiedad cambió de manos, pero la ley de la propiedad sólo se modificó en ciertos detalles. En la América británica no ha habido nada como un noble, ni siquiera un obispo nativo; el clero y la aristocracia se habían insertado incomparablemente menos en la sociedad americana que en la europea, y la rebelión contra ellos fue menos devastadora en sus efectos. 77

El más importante significado de la Revolución Americana seguía siendo politico, e incluso constitucional en un sentido estricto. Los dirigentes americanos formaban también parte de la Edad de la Ilustración, y participaban plenamente de su espíritu humano y secular. Pero probable­ mente, el único pensador no inglés por quien estaban influidos era Montesquieu, y éste debía su popularidad a su filosofía sobre las institu­ ciones inglesas. Los americanos se inspiraron mucho en las obras de John Locke, pero su formación intelectual se remonta más atrás, hasta el movi­ miento puritano inglés de la primera mitad del siglo XVII. Su pensamien­ to estaba formado no sólo por las ideas de Locke sobre la naturaleza huma­ na y el gobierno, sino, como se ha señalado ya, por la literatura disidente y por los trabajos neorepublicanos, que nunca se habían extinguido total­ mente en Inglaterra. Las realidades de la vida habían agudizado en América, durante cinco generaciones, la vieja insistencia sobre la libertad y la igual­ dad personales. Cuando la disputa con Inglaterra se agravó, los americanos se encontraron luchando tanto por los derechos históricos y constituciona­ les de los ingleses como por los derechos intemporales y universales del hom­ bre, todos los cuales se alzaban como barrera frente a las incursiones de la soberanía parlamentaria. Los americanos llegaron a creer, más que nin­ gún otro pueblo, que el gobierno debía poseer unos poderes limitados y actuar únicamente dentro de los términos de un documento constitucional establecido y escrito. Los trece nuevos estados se proveyeron de constituciones escritas sin pérdida de tiempo (en Connecticut y en Rhode Island se confirmaron sim­ plemente las viejas cartas constitucionales), y todos ellos rendían culto vir­ tualmente a los mismos principios. Todos seguían la idea expuesta en la gran Declaración, en el sentido de que habia que proteger los derechos «inalienables», que los gobiernos se instituían entre los hombres, y que en el caso de que cualquier gobierno amenazase con la destrucción de ese objetivo, el pueblo tenía derecho a «instituir un nuevo gobierno», para su seguridad y su felicidad. Todas las constituciones se proponían limitar el gobierno, mediante una separación de poderes gubernamentales. Todas tenían un apéndice de derechos fundamentales, que establecía los derechos naturales de los ciudadanos y las cosas que ningún gobierno podría hacer con justicia. Ninguna constitución era todavía plenamente democrática; hasta la más liberal concedía alguna ventaja en los asuntos públicos a los propietarios. El federalismo, o distribución del poder entse gobiernos central y circundantes, recorrió un camino paralelo al de la idea de constituciones escritas, como principal propuesta de los americanos al mundo. Al igual que el constitucionalismo, el federalismo se desarrolló en la atmósfera de protesta contra un poder soberano centralizado. Era una idea difícil para que los americanos la pusieran en práctica, porque los nuevos estados seguían fíeles ál viejo separatismo que tanto habia perturbado a los ingleses. Hasta el año 1789, los estados permanecieron unidos en los Artículos de la Confede­ ración. Los Estados Unidos constituían una unión de trece repúblicas independientes. Como las desventajas de este sistema eran evidentes, en 1787 se. reunió en Filadelfia una convención constitucional, y redactó la 78

constitución que es hoy, el instrumento escrito de gobierno más antiguo del mundo, todavía en vigor. En ella, se concebía a los Estados Unidos no sólo como una liga de estados, sino como una unión en la que los individuos eran ciudadanos de los Estados Unidos de América, a unos efectos, y de sus distintos estados, a otros. Las personas, y no los estados, formaban la república federal, y las leyes de los Estados Unidos obligaban no sólo a los estados, sino también a los habitantes. Pero los Estados Unidos no se convir­ tieron en una nación plenamente consolidada hasta después de la Guerra Civil de 1861-1865.

ü i im pacto de la Revolución Americana en otros países Acontecimientos ocurridos en las colonias británicas de América iniciaron la era de las revoluciones democráticas ya mencionada, que se prolongó en Europa hasta 1848 y en el Nuevo Mundo hasta la implantación de las repú­ blicas hispano-americanas independientes, en los años veinte. Al sobrecargar las finanzas francesas, la guerra americana se transformó en una causa directa de la propia Revolución Francesa, cuyos efectos sobre otros países habían de ser mayores aún. Pero, ya antes de la Revolución Francesa, había muchos europeos que deseaban cambios importantes en sus respectivos países, y que se sentían estimulados por el ejemplo americano. Como la doctrina america­ na, al igual que la mayor parte del pensamiento de la Edad de la Ilustración, se expresaba en términos universales de «hombre» y «naturaleza», todos los pueblos, independientemente de sus respectivas historias, podían aplicársela. Incipientes movimientos revolucionarios, en la década de 1780, en Irlanda, Holanda, Bélgica y Polonia, estaban inspirados en la Declaración Americana de Independencia y en las constituciones de los nuevos estados americanos. Irlanda tenía su propio parlamento, que, en todo caso, era todavía menos representativo que el inglés, pues casi las nueve décimas partes de la población se hallaban fuera de la Iglesia Anglicana establecida. Durante la Guerra de Independencia americana, los Presbiterianos irlandeses sentían especiales simpatías por los americanos. Formaron batallones armados, llamados Voluntarios, al principio como defensa contra una posible invasión francesa, pero, cuando la guerra tocaba a su fin, aquellos Voluntarios provocaron problemas internos. Todavía armados y combativos, exigían una reforma del parlamento irlandés y menos control por parte de Gran Bretaña. Los Vo­ luntarios se debilitaron, cuando los Presbiterianos y los Católicos, más numerosos, resultaron incapaces de colaborar. Pero, bajo su presión, el gobierno inglés concedió más autonomía al parlamento irlandés, sin cambiar la base sobre la cual se elegía, de modo que una gran parte de los irlandeses continuó descontenta, para sentirse estimulada de nuevo, unos años después, por la Revolución Francesa. Las Provincias Unidas, la más importante de las cuales era Holanda, constituían, en realidad, una federación de siete pequeñas repúblicas bajo un estatúder que semejaba un monarca constitucional. En cada provincia, un pequeño grupo de familias que se autoperpetuaba, llamadas «regentes», dominaban en los asuntos locales y resistían a los poderes del estatúder. Mediante su intervención en la guerra americana al lado de los americanos, 79

algunos de aquellos regentes se opusieron a las inclinaciones pro-británicas del estatúder, Guillermo V, y fueron apoyados por otros muchos ajenos a la clase regente, en un levantamiento general conocido en la historia holandesa como el Movimiento Patriótico. Los patriotas se sentían estimulados por el ejemplo americano de rebeldía, así como por las ideas políticas americanas, y se organizaron en batallones llamados Cuerpos Libre, armándose y ejercitándose como los Voluntarios Irlandeses. Declararon destituido al estatúder y estable­ cieron planes de reforma constitucional, pero su coalición, formada por re­ gentes patricios que se oponían al estatúder y por patriotas más democráti­ cos que se oponían al estatúdpr y a los regentes, no pudo mantenerse. Se desbarató en 1787, a causa de una intervención diplomática inglesa y de una auténtica invasión militar del ejército prusiano. Miles de patriotas se refugia­ ron en Francia. Una llama revolucionaria prendida por la Revolución Americana, apagada luego por Inglaterra y Prusia, había de ser otra vez encendida por la Revolución Francesa, inmediatamente después. Bélgica —llamada entonces los Países Bajos Austríacos— era un grupo de provincias bajo la distante soberanía de la Casa de Habsburgo. También allí se desarrolló un movimiento revolucionario en los años 1780. Los revolucio­ narios expulsaron a los austríacos y proclamaron los Estados Unidos, Belgas orientándose, frecuentemente, por los precedentes americanos. Después, se dividieron en un partido de la clase alta, que deseaba mantener intactas las viejas estructuras privilegiadas, y en un partido «democrático», realmente de la clase media, que aspiraba a la abolición de los privilegios y a una mayor igualdad de derechos. En un momento en que la palabra «democrático» tenía un mal sentido, y en que incluso los americanos la evitaban, fueron aquellos Demócratas belgas los primeros que se aplicaron orgullos ámente el término. Los Demócratas utilizaron argumentos tomados de América para justificar las reformas en Bélgica. Fueron derrotados, pero saludarían a los franceses como liberadores, cuando en 1792 fueron invadidos por los ejércitos revolu­ cionarios franceses. Hubo levantamientos similares por toda Europa. En Alemania, muchas personas de la clase media se sentían fascinadas por las noticias de la guerra americana y de la independencia obtenida. En Polonia, la Dieta de los Cuatro Años, que inició sus sesiones en 1788, se propuso fortalecer el país contra una ulterior- partición, y las menciones a América fueron frecuentes en sus deba­ tes, En Italia, el Gran Duque de Toscana pensaba en una nueva constitución para su ducado y guardaba sobre su mesa un ejemplar de la Constitución de Virginia. En Hungría, un grupo de conspiradores era conocido como la Logia Roja o Logia Americana. En Rusia, Catalina la Grande lamentaba que Alejandro Radishchev fuese especialmente peligroso porque hablaba de los americanos y leía a Benjamín Franklin. El ejemplo tampoco se perdió en América Latina. La primera conspira­ ción seria en favor de la independencia fue descubierta en 1789 en Brasil, donde se encontró que los conspiradores poseían numerosos trabajos relativos a la Revolución Americana. En cuanto a la América española, el gobierno ilustrado de Carlos III ideó una reorganización del imperio, esperando evitar así el destino de los ingleses en América del Norte. Había un creciente descontento de la dominación española entre los criollos, los cuales, como personas blancas de habla española nacidas en América, a menudo se sentían 80

ofendidos por la arrogancia y la presunción de los españoles enviados desde España para ocupar los altos cargos de la administración. Al principio, se trataba sólo de unos pocos individuos descontentos. Un misterioso mexicano habló con Thomas Jefferson en París acerca de la futura independencia de su país. Un jesuíta peruano, Vizcardo y Guzmán, escribió una carta en 1791, en la que elogiaba a los colonizadores anglo-americanos como «los primeros que coronaron al Nuevo Mundo con su independencia soberana». El más famoso de estos primeros libertadores hispano-americanos, de la generación anterior a Bolívar, fue Francisco Miranda. Nativo de Venezuela, Miranda visitó los Estados Unidos en los años 1780 para familiarizarse con la nueva república, y luego fue a Europa y se hizo general del ejército de la Francia revolucionaria. Después, desembarcó en Venezuela, en dos ocasiones diferentes y proclamó una república independiente, pero fue derrotado por las autoridades españo­ las y murió en la cárcel. Así, pues, aunque las ideas de independencia germi­ naban en la América española desde el tiempo de la Revoiución Francesa, los movimientos revolucionarios victoriosos comenzaron un poco después, cuan­ do la monarquía española fue desmantelada durante las guerras napoleónicas. En resumen, la instauración de los Estados Unidos demostró que muchas ideas de la Ilustración eran realizables. Los racionalistas declaraban que allí había un pueblo, libre de pasados errores, que demostraba hasta qué punto los hombres ilustrados podían ordenar sus asuntos. Los russonianos veían en América el auténtico paraíso de la igualdad natural, de la inocencia sin man­ cha y de las virtudes patrióticas. Pero nada impresionó tanto a los europeos, y especialmente a los franceses, como el espectáculo de los americanos reunidos en un cónclave solemne para redactar las constituciones de sus estados. Estas, juntamente con la Declaración de Independencia, fueron traducidas y publi­ cadas en el año 1778 por un noble francés, el duque de la Rochefoucauld. Se discutieron interminable y apasionadamente. El constitucionalismo, el federa­ lismo y el gobierno limitado no eran ideas nuevas en Europa. Procedían de la Edad Media, y eran normalmente expuestas en muchos sitios, como, por ejemplo, en Hungría, en el Sacro Imperio Romano y en el Parlamento de París. Pero en su forma predominante, e incluso en la filosofía de Montesquieu, se asociaban al feudalismo y a la aristocracia. La Revolución Americana hizo progresivas tales ideas. La influencia americana, unida a la fuerza de los procesos de desarrollo europeos, hizo más democrático el pensamiento de la Ilustración ulterior. Los Estados Unidos reemplazaron a Inglaterra como el país modelo de pensadores avanzados. En el Continente había menos confianza pasiva en el despotismo ilustrado del estado oficial. Nació la confianza en el autogobierno. , Las constituciones americanas parecían una demostración del contrato social. Ofrecían un cuadro de los hombres en un «estado de naturaleza», tras haberse liberado de su viejo gobierno, reuniéndose deliberadamente para idear uno nuevo, sopesando y juzgando cada rama del gobierno por sus méritos, asignando los correspondientes poderes al legislativo, al ejecutivo y al judicial, declarando que todo gobierno era creado por el pueblo y se hallaba en posesión de una autoridad simplemente delegada y relacionando específicamente los inalienables derechos de los hombres —inalienables, en el sentido de que no era concebible que se les pudiesen arrebatar, porque los 81

hombres los poseían aunque les fuesen negados por la fuerza—. Y aquellos derechos eran exactamente los derechos que muchos europeos querían asegurarse para sí mismos —la libertad religiosa, la libertad de imprenta, la libertad de reunión y el derecho a no ser detenidos arbitrariamente, según el capricho de los funcionarios—. Y eran los mismos para todos, de acuerdo con el riguroso principio de la igualdad ante la ley. El ejemplo americano cristalizó e hizo tangibles las ideas que soplaban fuertemente por Europa, y el ejemplo americano fue una razón por la que los franceses, en 1789, comenzaron su Revolución con una declaración de derechos humanos y con la redacción de una constitución escrita.

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II.

L A R E V O L U C IO N F R A N C E S A

En 1789, Francia cayó en la Revolución, y el mundo ya nunca volvió a ser el de antes. La Revolución Francesa fue, con gran diferencia, el más importante movimiento de toda la época revolucionaria. Sustituyó el «antiguo régimen» por la «sociedad moderna», y en su última fase se hizo tan radical, que todos los movimientos revolucionarios ulteriores la tuvieron como antecedente. En aquel tiempo, en la época de la Revolución De­ mocrática o Atlántica, desde los años sesenta hasta 1848, el papel de Francia fue decisivo. Incluso los americanos, sin la intervención militar francesa, difícilmente habrían conseguido de Inglaterra un arreglo tan conveniente, ni habrían sido lo suficientemente libres para instaurar los nuevos estados y las nuevas constituciones que acaban de describirse. Y si bien los conflictos revolucionarios en Irlanda y en Polonia, o entre los holandeses, los italianos y otros no eran provocados en absoluto por el ejemplo francés, era la presencia o la ausencia de la ayuda francesa lo que generalmente determinaba los resultados conseguidos, cualesquiera que fuesen. La Revolución Francesa, al contrario de las revoluciones rusa o china del siglo X X , se produjo en el que en muchos sentidos constituía el país más avanzado de aquel tiempo. Francia era el centro del movimiento intelectual de la Ilustración. La ciencia francesa dirigía entonces el mundo. Los libros franceses se leían en todas partes, y los periódicos y los diarios políticos, que se hicieron muy numerosos a partir de 1789, portaban un mensaje que apenas necesitaba traducción. El francés era una especie de lenguaje hablado internacional en los círculos ilustrados y aristocráticos de muchos países. Francia era también potencialmente antes de 1789 y realmente después de 1793, el país más poderoso de Europa. Puede haber sido el más rico, pero no p e r capita. Con una población de unos 24.000.000 de habitantes, los franceses eran el pueblo más numeroso de todos los pueblos europeos bajo un solo gobierno. Incluso la propia Rusia difícilmente serla más populosa antes de los repartos de Polonia. Los alemanes estaban divididos, los súbditos de los Habsburgo eran de diversas nacionalidades, y los ingleses y los escoceses juntos no sumaban más que 10.000.000. París, aunque más pequeño que Londres, era más de dos veces mayor que Viena o Amsterdam. =■Las exportaciones francesas a Europa eran superiores a las de Gran’Bretaña. Se dice que la mitad de las monedas de oro que circulaban por Europa eran Emblema del capitulo: Una escarapela usada durante la Revolución Francesa, con el fam oso lema, y la f lo r de lis de la monarquía, embellecida p o r el gorro frigio.

francesas. Los europeos, en el siglo XVIII, estaban habituados a tomar las ideas de Francia; se sintieron, pues, según sus posiciones, máximamente exal­ tados, estimulados, alarmados o aterrorizados cuando la Revolución esta­ lló en aquél país.

6.

Antecedentes

E l Antiguo Régimen: los tres estados Se han hecho ya algunas observaciones acerca del Antiguo Régimen, como pasó a llamarse la sociedad prerrevolucionaria tras su desaparición y acerca de la incapacidad del despotismo ilustrado en Francia para introducir ninguna alteración fundamental en él1. El hecho esencial respecto al Antiguo Régimen consistía en que aún era legalmente aristocrático y, en algunos aspectos, feudal. Todos pertenecían legalmente a un «estamento» u «orden» de la sociedad. El Primer Estado era el clero, el Segundo Estado era la nobleza y el Tercer Estado incluía a todos los demás —desde las más ricas clases de los hombres de negocios y de los profesionales hasta los más pobres campesinos y obreros—. Estas categorías eran importantes en el sentido de que los derechos legales del individuo y el prestigio personal dependían de la categoría a que se perteneciese. Políticamente, estaban anticuados; desde el año 1614, los estados no se habían reunido en unos Estados Generales de todo el reino, aunque en algunas provincias habían seguido reuniendose como corporaciones provinciales. Socialmente, estaban anticuados también, porque la división en tres categorías no correspondía ya a la auténtica distribución de los intereses, de la influencia, de la propiedad o de la actividad productiva entre el pueblo francés. La situación de la iglesia y la posición* del clero han sido muy exageradas como causa de la Revolución Francesa. La iglesia de Francia cobraba un diezmo por todos los productos agrícolas, pero también lo cobraba la iglesia de Inglaterra; los obispos franceses intervenían a menudo en los asuntos del gobierno, pero también los obispos ingleses intervenían a través de la Cámara de los Lores. Los obispados franceses de 1789 no eran en realidad más ricos que los de la iglesia de Inglaterra, según se descubrió mediante la investigación llevada a cabo cuarenta años después. En números reales, en el ambiente secular de la Edad de la Ilustración, el clero, en especial por lo que se reñere a las órdenes monásticas, había descendido notablemente, hasta el punto de que en 1789 probablemente no habría más de 100.000 clérigos católicos de todo tipo en el conjunto de la población, Pero si bien la importancia del clero se ha exagerado con frecuencia, es preciso señalar, sin embargo, que la iglesia se hallaba profundamente implicada en el sistema social predominante. En primer término, las instituciones eclesiásticas —obispados, abadías, conventos, escuelas y otras fundaciones religiosas— poseían entre el 5 y el 10 por 100 de la tierra del país, lo que significaba 1 Ver págs. 19-30 y 44-46.

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que, colectivamente, la iglesia era el mayor de todos los terratenientes. Además, los ingresos procedentes de las propiedades de la iglesia, como todos los ingresos, se repartían muy desigualmente, y una gran parte de ellos iba a parar a manos de los aristócratas que ocupaban los más elevados cargos eclesiásticos. El orden de la nobleza, que en 1789 comprendía unas 400.000 personas, incluyendo mujeres y niños, habia experimentado un gran resurgimiento tras la muerte de Luis XIV en 1715. Los servicios públicos distinguidos, los más altos puestos de la iglesia, el ejército, los parlamentos y casi todos los demás honores públicos y semipúblicos estaban punto menos que monopolizados por los títulos de la nobleza en tiempos de Luis XVI, que, como se recordará, había subido al trono en 1774. Repetidamente, a través de los parlamentos, de los Estados Provinciales o de la asamblea del clero dominada por los obispos nobles, la aristocracia habia bloqueado proyectos impositivos del rey y había mostrado el deseo de controlar la política del estado. Al propio tiempo, la burguesía —la capa más alta del Tercer Estado— nunca había sido tan influyente. El aumento del comercio exterior francés, en­ tre 1713 y 1789, hasta hacerse cinco veces mayor, revela el crecimiento de la cla­ se de los comerciantes y de las clases de juristas y funcionarios a ella asociadas. A medida que los miembros de la burguesía se hacían más fuertes, más leídos y con mayor confianza en sí mismos, se sentían más agraviados por las distincio­ nes de que gozaban los nobles. Algunas de aquellas distinciones eran económi­ cas: los nobles estaban exentos, por principio, del más importante impuesto di­ recto —la taille— , mientras a los burgueses les costaba más esfuerzo obtener la exención; pero eran tantos los burgueses que gozaban de privilegios en los impuestos, que el interés puramente monetario no ocupaba un lugar fundamental en su psicología. El burgués miraba al noble con resentimiento, por su superioridad y por su arrogancia. Lo que antes había sido un respeto habitual, se sentía ahora como una humillación. Y consideraban que estaban siendo excluidos de cargos y honores y que los nobles, como clase, trataban de alcanzar más poder en el gobierno. La Revolución fue el choque de dos fuerzas que se desplazaban, una aristocracia descendente y una burguesía ascendente. El pueblo común, por debajo de las familias de comerciantes y de profesio­ nales del Tercer Estado, se encontraban probablemente en la misma situación que en la mayoría de los países. Pero no era tan buena, si se comparaba con la de las clases más altas. Los jornales no habian participado en absoluto de la ola de prosperidad de los negocios. Entre los años 1730 y 1780, los precios de los artículos de consumo se elevaron aproximada­ mente en un 65 por 100, mientras los jornales sólo subían en un 22 por 100. En consecuencia, las personas que dependían de un jornal se hallaban en difícil situación, pero eran menos numerosas que hoy, porque en el campo había muchos granjeros pequeños y en las ciudades muchos pequeños artesanos, y ambos grupos no vivían de unos jornales, sino de la venta de unos productos de su propio trabajo, a precios de mercado. Pero tanto en la ciudad como en el campo había un importante elemento asalariado o proletario, que habia de desempeñar un papel decisivo en la Revoludón. 85

E l sistem a agrario del A ntiguo Régimen Más de las cuatro quintas partes del pueblo pertenecían al campo. El sistema agrario se había desarrollado de tal modo, que en Francia no había servidumbre, desde luego, tal y como era conocida en la Europa oriental. La relación de señor y campesino en Francia no era la relación de amo y criado. El campesino no estaba obligado a prestar trabajo alguno al señor, a excepción de unos pocos servicios simbólicos, e n . algunos casos. EÍ campesino trabajaba para sí mismo, en su propia tierra o en tierra arrendada, o tjabajaba como aparcero (métayer), o se contrataba a jornal con el señor o con otro campesino. El señorío, sin embargo, continuaba manteniendo ciertos rasgos supervi­ vientes de la época feudal. El noble propietario de un señorío gozaba de «derechos de caza», o del privilegio de mantener reservas de caza, y ¿1 de cazar en su propia tierra y en la de los campesinos. Solía tener un monopolio sobre la panadería o sobre la prensa del lagar del pueblo, por cuyo uso co­ braba unos derechos, llamados banalités. Tenía ciertos poderes residuales de jurisdicción en el tribunal del señorío y ciertos poderes de policía local, que le permitían cobrar derechos y multas. Estos privilegios señoriales naturalmente eran las supervivencias de unos días en los que el señorío local había sido una unidad de gobierno y el noble había representado las funciones de gobierno, de una época que había pasado hacia mucho tiempo con el desarrollo del estado moderno centralizado. Había otro rasgo especial del sistema de propiedad del Antiguo Régimen. Todo propietario de un señorío (habia burgueses e incluso campesinos :ricos, que habían comprado señoríos) poseía lo que se llamó un derecho de «propiedad eminente», respecto a todas las tierras situadas en el pueblo del señorío. Esto significaba que los propietarios menores que se encontraban dentro del señorío «poseían» sus tierras, en el sentido de que podían libremente comprarla, venderla, arrendarla y legarla o heredarla, pero debían al propietario del señorío, en reconocimiento de los derechos de su «propiedad eminente» ciertas rentas, pagaderas anualmente, así como unos honorarios de transmisión, que debían abonarse cada vez que la tierra cambiase de propietario, por venta o por muerte. La propiedad de la tierra sometida a estos derechos de «propiedad eminente» era evidentemente muy extensa. Los campesinos poseían directamente unas dos quintas partes del suelo del país; los burgueses, un poco menos de una quinta parte. La nobleza poseía tal vez un poco más de la quinta parte y la iglesia, un poco menos de la décima parte, siendo el resto tierras de la corona, yermos o comunales. Por último, es de señalar que todos los derechos de propiedad estaban sometidos también a unos ciertos derechos «colectivos», en virtud de los cuales los campesinos podían cortar leña o meter sus cerdos en los comunales, o apacentar el ganado en tierras pertenecientes a otros propieta­ rios, una vez hecha en ellas la recolección, pues no habia, por lo general, ni cercas ni vallas. Todo esto puede parecer más bien complejo, pero es importante comprobar que la propiedad es una institución cambiante. Todavía hoy, en los países industrializados, una alta proporción del total de la propiedad está 86

en la tierra, incluyendo los recursos naturales que se encuentran en el suelo y en el subsuelo. En el siglo XVIII, propiedad significaba tieiTa, todavía más que hoy. Incluso la burguesía, cuya riqueza estaba constituida en tan alto grado por barcos, mercancías o valores comerciales, hacía grandes inver­ siones en la tierra, y en la Francia de 1789 disfrutaba de la propiedad de casi tanta tierra como la nobleza, y de. más que la iglesia. La Revolución había de revolucionar la ley de la propiedad, liberando a la posesión privada de la tierra, de todos los gravámenes indirectos descritos —tributos señoriales, derechos de propiedad eminente, prácticas agrícolas comunales de los pueblos y diezmos de la iglesia—. Había de abolir también otras formas antiguas de propiedad, como la propiedad de los cargos públicos o de las maestrías de los gremios, que habían sido especialmente útiles a ciertos grupos cerrados y privilegiados. Por último, la Revolución estableció las instituciones de propiedad privada ep el sentido moderno, y benefició, por lo tanto, muy especialmente a los campesinos terratenientes y a la burguesía. Los campesinos no solamente poseían las dos quintas partes del suelo, sino que lo ocupaban casi todo, trabajándolo según su iniciativa y con su propio riesgo. Es decir, la tierra perteneciente a la nobleza, a la iglesia, a la burguesía y a la corona se dividía y se arrendaba a los campesinos en pequeñas parcelas. Francia era ya un país de pequeños granjeros. No habia una «gran agricultura», como en Inglaterra, en la Europa oriental o en las plantaciones de América. El señor del feudo no desempeñaba una función económica. Vivía (había excepciones, naturalmente), no de administrar una hacienda y de vender sus propias cosechas y su ganado, sino de la recaudación de innumerables tributos, foros e impuestos. Durante el siglo XVIII, juntamente con el resurgimiento aristocrático general, tuvo lugar un fenómeno a menudo llamado la «reacción feudal». Los señores de los feudos, ante los crecientes costes de la vida y situados en niveles de vida más altos a causa del progreso material general, cobraban sus tributos más rigurosamente o restablecían otros viejos, que habian caído ya en desuso. Los arrendamientos y los contratos de aparcería se hicieron también menos favorables para los campesinos. Los granjeros, al igual que los jornaleros, se encontraban sometidos a una presión cada vez mayor. A l propio tiempo, los campesinos soportaban más difícilmente cada día los «derechos feudales», porque se consideraban a sí mismos, en muchos casos, los verdaderos propietarios de la tierra, y veían en el señor a un caballero de la vecindad, que sin razón alguna gozaba de unos ingresos especiales y de una posición diferente de la suya. El problema consistía en que una gran parte del sistema de propiedad ya no guardaba relación alguna con la utilidad o con la actividad económica real. La unidad política de Francia, lograda a lo largo de los siglos por la monarquía, fue como un requisito previo fundamental, e incluso una causa de la Revolución. Cualesquiera que fuesen las condiciones sociales existen­ tes, sólo podrían dar origen a una opinión pública de alcance nacional y a una agitación y a una política y a una legislación de alcance nacional también, en un país ya políticamente unificado como nación. Estas condiciones no existían en la Europa central. En Francia existía un estado francés. Los reformadores no tenían que crearlo, sino solamente tomarlo y 87

remodelarlo. En el siglo XVIII, los franceses tenían ya la conciencia de ser miembros de una entidad política llamada Francia. La Revolución asistió a un tremendo brote de aquel sentimiento de asociación y de fraternidad, convirtiéndolo en una pasión de ciudadanía, de derechos cívicos, de poderes de voto, de uso y aplicación del estado y de su soberanía en beneficio público. En el estallido mismo de la Revolución, las gentes se saludaban entre sí como citoyen y gritaban vive la nation! 7.

La Revolución y la reorganización de Francia

L a crisis financiera La Revolución se precipitó a causa de un colapso financiero del gobierno. Lo que sobrecargaba al gobierno no era en absoluto la costosa magnificencia de la corte de Versalles. En 1788, sólo el 5 por 100 de los gastos públicos estaba dedicado al mantenimiento de toda la institución real. Lo que sobrecargaba a todos los gobiernos eran los gastos de guerra, el normal sostenimiento de ejércitos y armadas y el gravamen de la deuda pública, que en casi todos los países era consecuencia casi en su totalidad, de los costes de guerra del pasado. En 1788, el gobierno francés dedicaba alrededor de una cuarta parte de su gasto anual al normal sostenimiento de sus ejércitos, y la mitad aproximadamente al pago de sus deudas. Los gastos británicos presentaban casi la misma distribución. La deuda francesa sumaba alrededor de cuatro mil millones de libras. Se había visto considera­ blemente aumentada por la Guerra de Independencia Americana. Pero no era más que la mitad de la deuda nacional de Gran Bretaña e inferior a una quinta parte en cuanto a su carga p e r capita. Era menor que la deuda de Holanda. Aparentemente, no era mayor que la deuda dejada por Luis XIV, setenta y cinco años antes. En aquel tiempo, la deuda había sido aligerada por repudiación. En los años ochenta, ningún funcionario francés responsable pensaba siquiera en la repudiación, lo que constituía una señal segura del avance que durante aquel periodo habían experimentado las clases acomo­ dadas, que eran las principales acreedoras del gobierno. Pero no podía afrontarse la deuda, por la sencilla razón de que el presupuesto francés no se equilibraba. Los impuestos y otros ingresos no cubrían los gastos necesarios. Esto, a su vez, no se debia a la pobreza nacional, sino a las exenciones y a las evasiones de impuestos de los elementos privilegiados, especialmente de los nobles. Ya hemos señalado que el impuesto más importante, la taille, sólo era pagado, en general, por los campesinos, pues los nobles estaban exentos en virtud de sus privilegios de clase, y los funcionarios públicos y los burgueses conseguían la exención por diversos procedimientos2. La iglesia insistía, además, en que sus bienes no podian ser gravados con impuestos por el estado, y su periódica y «libre donación» al rey, aunque sustancial, era inferior a lo que podría obtenerse

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Ver págs. 44-46.

mediante un impuesto directo de las tierras de la iglesia. Asi pues, aunque el país era rico, el tesoro público estaba vacio. Las clases sociales que disfrutaban de casi toda la riqueza del pais no pagaban unos impuestos adecuados a sus ingresos, y, lo que era aún peor, se resistían a los impuestos por considerarlos como signos de una posición inferior. Una larga serie de personas responsables —el propio Luis XIV, John Law, Maupeou, Turgot—, habían visto la necesidad de imponer tributos a las clases privilegiadas. Jacques Necker, un banquero suizo nombrado director de las finanzas en 1777 por Luis XVI, dio algunos pasos en esa dirección, y, al igual que sus predecesores, fue destituido. Su sucesor, Calonne, como la crisis se agravaba, llegó a conclusiones más revolucionarias todavía. En 1786, trazó un programa en el que el despotismo ilustrado se moderaba mediante un discreto recurso a instituciones representativas. En lugar de la taille, él proponía un impuesto general que recayese sobre todos los terratenientes sin exención, una suavización de los impuestos indirectos y la abolición de los aranceles interiores para estimular la producción económica, la confiscación de algunas propiedades de la iglesia y la instauración como medio de interesar en el gobierno a los elementos adinerados, de asambleas provinciales en las que todos los terratenientes —nobles, clérigos, burgueses y campesinos— estarían representados, inde­ pendientemente de su estado u orden. Este programa, si se llevase a la práctica, podría haber resuelto el problema fiscal y conjurado la Revolución. Pero atacaba no solamente los privilegios en los impuestos —nobles, provinciales y otros—, sino también la triple organización jerárquica de la sociedad. Sabiendo por experiencia que el Parlamento de París no lo aceptaría, Calonne convocó en 1787 una «asamblea de notables», con la esperanza de ganar el apoyo de éstos para sus ideas. Los notables insistieron en obtener concesiones a cambio, porque deseaban participar en el control del gobierno. Se produjo un punto muerto; el rey destituyó a Calonne y nombró como sucesor suyo a Loménie de Brienne, el arzobispo de Toulouse, gran conocedor de los negocios del mundo. Brienne trató de hacer pasar el mismo programa en el Parlamento de París. El Parlamento lo rechazó, declarando que solamente los tres estados del reino, reunidos en Estados Generales, tenían autoridad para permitir nuevos impuestos. Brienne y Luis XVI, al principio, se negaron, creyendo que los Estados Generales, si se convocaban, estarían dominados por la nobleza. Al igual que Maupeou y Luis XV, también Brienne y Luis XVI trataron de acabar con los parlamentos, sustituyéndolos con un modernizado sistema judicial, en el que los tribunales de justicia no tuvieran influencia alguna en la política. Esto provocó una auténticá rebelión de los nobles. Todos los parlamentos y los Estados Provinciales se resistieron, los oficiales del ejército se negaron a servir, los intendentes no sabían qué hacer, los nobles empezaron a organizar clubs políticos y comités de relaciones. Con su gobierno paralizado e incapaz de obtener dinero a préstamo y de recaudar impuestos, Luis XVI, el día 5 de julio de 1788, prometió convocar los Estados Generales para el mes de mayo siguiente. Las diversas clases fueron invitadas a elegir representantes y también a redactar sus" listas de agravios. 89

D e los E stados Generales a ¡a Asam blea N acional Como los Estados Generales no se hablan reunido durante más de siglo y medio, el rey pidió a todos que estudiasen el tema e hiciesen propuestas acerca de la forma en que debía organizarse aquella asamblea, en unas condiciones modernas. Esto dio origen a una erupción de discusiones públicas. Aparecieron cientos de folletos políticos, muchos de los cuales exigían que se desechase el viejo sistema por el que los tres estados se reunían en cámaras separadas, de modo que cada cámara votase como una unidad, porque, de aquel modo, la cámara del Tercer Estado siempre era superada en número. Pero en septiembre de 1788 el Parlamento de París, restablecido en sus funciones, decidió que los Estados Generales debían reunirse y votar como en 1614, en tres órdenes separados. La nobleza, a través del parlamento, revelaba así su propósito. Había forzado la convocatoria de los Estados Generales y, de este modo, la nobleza francesa iniciaba la Revolución. La Revolución empezó como otra victoria del resurgimiento aristocrático frente al absolutismo del rey. Los nobles tenían realmente un programa liberal: pedían un gobierno constitucional, garantías de libertad personal para todos, libertad de expresión y de imprenta y garantías frente a las detenciones y a los confinamientos arbitrarios. Muchos estaban ahora incluso dispuestos a renunciar a sus especiales privilegios en materia de impuestos; esto podría hacerse con el tiempo. Pero, en compensación, esperaban convertirse en el :elemento político preponderante del estado. Su objetivo consistía no sólo en reunir los Estados Generales de 1789, sino en que Francia fuese gobernada en el futuro mediante los Estados Generales, una institución suprema en tres cámaras: una para los nobles, una para el clero —en el que los más altos cargos eran también nobles— y una para el Tercer Estado. Y esto era precisamente lo que el Tercer Estado quería evitar. Juristas, banqueros, hombres de negocios, acreedores del gobierno, tenderos, artesa­ nos, obreros y campesinos no tenían el menor deseo de ser gobernados por los señores temporales y espirituales. Sus esperanzas de una nueva era, formadas por la filosofía de la Ilustración, estimuladas por la revolución en América, alcanzaron su máxima excitación cuando el «buen rey Luis» convocó los Estados Generales. La decisión del Parlamento de Paris, en septiembre de 1788, les sentó como una bofetada —un insulto de clase, no provocado—. Todo el Tercer Estado se volvió contra la nobleza con odio y desconfianza. El Abbé Sieyés, en enero de 1789, lanzó su famoso folleto, ¿Qué es el Tercer Estado?, declarando que la nobleza era una casta inútil, que podía ser abolida sin inconveniente alguno, que el Tercer Estado era ei único elemento necesario de la sociedad, que era uno mismo con la nación y que la nación era absoluta e incondicionalmente soberana. A través de Sieyés, las ideas del Contrato social de Rousseau penetraron en el pensa­ miento de la Revolución. Al propio tiempo, ya antes de que realmente se reuniesen los Estados Generales, y no tanto por los libros de los philosophes como por los hechos y las condiciones reales, los nobles y los plebeyos se miraban con miedo y con recelo. El Tercer Estado, que había apoyado inicialmente a los nobles contra el «despotismo» de los ministros del rey, les 90

atribuía ahora los peores móviles posibles. El antagonismo de clase envenenó la Revolución en sus comienzos, hizo imposible una reforma pacífica y arrojó a muchos burgueses, inmediatamente, a una actitud radical y destructiva. Y el mutuo recelo entre las clases, producido por el Antiguo Régimen y avivado por la Revolución, ha inquietado a Francia desde entonces. Tal como estaba previsto, los Estados Generales se reunieron en mayo de 1789, en Versalles. El Tercer Estado, cuyos representantes, en su mayoría, eranjuristas, boicoteó la organización en tres cámaras separadas. Insistió en que los diputados de los tres órdenes debían reunirse como una sola cámara y votar como individuos; este procedimiento supondría una ventaja para el Tercer Estado, porque el rey le había concedido tantos diputados como a los otros dos órdenes juntos. Durante seis semanas se mantuvo un punto muerto. El día 13 de junio, unos pocos sacerdotes, abandonando la cámara del Primer Estado, cruzaron y fueron a sentarse con el Tercero. Fueron recibidos con una jubilosa bienvenida. El 17 de junio, el Tercer Estado se declaró «Asamblea Nacional». Luis XVI, bajo la presión de los nobles, cerró la sala de sesiones en que se reunía. Los miembros encontraron una sala vecina, en la que se jugaba a la pelota, y allí, envueltos en una babel de confusión y recelos, se pronunciaron y firmaron el Juramento del Juego de Pelota, el 20 de junio de 1789, afirmando que, dondequiera que ellos se reuniesen, allí estaba la Asamblea Nacional, y que no se disolverían hasta que hubiesen redactado una Constitución. Aquello era un paso revoluciona­ rio, porque suponía virtualmente el poder soberano de una institución cuyos miembros carecían de legítima autoridad. El rey ordenó a los miembros de los tres estados que se reuniesen en sus cámaras separadas. Ahora, el rey presentaba un programa de reforma propio, pero era demasiado tarde para ganar la confianza de los desafectos, y, en todo caso, prolongaba la organización de la sociedad francesa en clases legales. La autotitulada Asamblea Nacional se negó a volverse atrás. El rey vaciló, no logró imponer sus órdenes con la necesaria prontitud, y dejó que la Asamblea continuara existiendo. En los dias siguientes, a finales de junio, convocó en Versalles a unos 18.000 soldados. Lo que habia ocurrido era que el rey de Francia, en la disputa sostenida entre los nobles y los miembros de la cámara baja, optó por los nobles. En Francia era tradicional que el rey se opusiese al feudalismo. Durante siglos, la monarquía francesa había encontrado su fuerza entre la burguesía. A lo largo de todo el siglo XVIII, los ministros del rey habían mantenido la lucha contra los intereses de los privilegiados. No hacía más de un año que Luis XVI había estado casi en guerra con su rebelde aristocracia. En 1789 no logró hacer valer sus derechos. Perdió el control sobre los Estados Generales, no ejerció su autoridad, no ofreció un programa hasta que fue demasiado tarde, y no proporcionó ningún símbolo tras el cual pudieran reunirse los partidos. No supo hacer uso de la profunda lealtad que hacia él sentían la burguesía y el pueblo llano, que nada deseaban tanto como un rey que los defendiese, como en el pasado, contra una aristocracia de nacimiento y de posición. En lugar de ello trató, al principio, de arbitrar y aplazar una crisis; después se encontró en la situación de haber dado unas órdenes que el 91

Tercer Estado se atrevía a desafiar, y, en tan embarazoso trance aceptó las sugerencias de su mujer, María Antonieta, de sus hermanos y de los nobles cortesanos que vivían a su alrededor, y que le decian que su dignidad y su autoridad estaban siendo ultrajadas y socavadas. A finales de junio, Luis XVI se propuso decididamente disolver los Estados Generales por la fuerza militar. Pero lo que el Tercer Estado temía no era un retomo a la antigua monarquía teóricamente absoluta. Era un futuro en el que la aristocracia controlase el gobierno del país. Ahora ya no había posibilidad de retroceso; la revuelta del Tercer Estado había aliado a Luis XVI con los nobles, y el Tercer Estado temía a los nobles ahora más que nunca, pues creía, con razón, que los nobles tenían ahora al rey en sus manos. Las clases inferiores en acción Mientras tanto, el país iba cayendo en la descomposición. Las clases inferiores, más bajas que la burguesía, estaban levantiscas. También a ellas les había parecido que la convocatoria de los Estados Generales anunciaba una nueva era. Los agravios de siglos y los que existían también en otros países, y no sólo en Francia, salían a la superficie. Las circunstancias, a corto plazo, eran malas. La cosecha de 1788 había sido pobre; el precio del pan en julio de 1789 era más alto que en ningún otro momento desde la muerte de Luis XIV. El año de 1789 fue también un año de depresión; el rápido crecimiento del comercio a consecuencia de la guerra americana se había detenido repentinamente, de modo que los jornales cayeron y el desempleo se extendió, mientras la escasez hacía subir los precios de los artículos alimenticios. El gobierno, paralizado en el centro, no podía tomar medidas de auxilio, según era costumbre en el Antiguo Régimen. Las ma­ sas estaban inquietas en todas partes. La revuelta obrera estalló; en abril, un gran motín de trabajadores devastó una fábrica de papeles de decoración en París. En los distritos rurales habia muchos trastornos. Los campesinos declaraban que no pagarían más tributos señoriales y se negaban también a pagar impuestos. En tiempos mejores, el campo se veía turbado por vagabundos, mendigos, picaros y contrabandistas, que florecían a lo largo de las muchas fronteras aduaneras. Ahora, la depresión en los negocios reducia el ingreso de los campesinos honrados, que se dedicaban al tejido o a otras industrias domésticas en sus hogares; el desempleo y la indigencia se extendían por el país; la gente abandonaba sus pueblos y el resultado era que el número de vagabundos se elevaba en proporciones alarmantes. Se creia, porque nada era tan malo que no pudiera creerse de los aristócratas (aunque no fuese verdad) que estaban reclutando secretamente a aquellos «bandidos» para su propósito de intimidar al Tercer Estado. Las crisis económica y social se hacían así agudamente políticas. Las ciudades tenian miedo de verse saqueadas por mendigos y malhecho­ res. Tenía miedo incluso París, la ciudad más grande de Europa, después de Londres. Los parisienses estaban alarmados también por la concentración de tropas en tom o a Versalles. Y empezaron a armarse para su propia defensa. Todas las clases del Tercer Estado lo hicieron. El banquero Laborde, cuyo 92

hijo se sentaba en la Asamblea, en Versalles, fue uno de los muchos que facilitaron fondos. Las multitudes comenzaron a buscar armas en los arsenales y en los edificios públicos. El día 14 de julio se dirigieron hacia la Bastilla, una fortaleza construida en la Edad Media para intimidar a la ciudad, como la Torre de Londres en Inglaterra. Se utilizó conjo lugar de encarcelamiento para personas con la influencia suficiente para librarse de las cárceles comunes, pero, por otra parte, en tiempos normales se consideraba como un lugar inocuo; en efecto, unos años antes se había hablado de derribarla para crear en su lugar un parque público. Ahora, en medio de la confusión general, el gobernador había colocado cañones en las troneras. La multitud le requería para que quitase su cañón y les facilitase armas. El gobernador se negó. A través de una serie de equívocos, reforzados por la vehemencia de unos cuantos incendiarios, la multitud se transformó en un populacho que asaltó la fortaleza y que, ayudado por un puñado de soldados preparados y por cinco piezas de artillería, indujo al gobernador a que se rindiese. La muchedumbre, indignada por la muerte de noventa y ocho de sus miembros, entró y dio muerte a seis soldados de la guarnición. El gobernador fue muerto también, mientras era conducido al Ayuntamiento. El alcalde de París corrió la misma suerte. Sus cabezas fueron cortadas con cuchillos, clavadas en unas picas y paseadas por la ciudad. Mientras ocurría todo esto, las unidades del ejército regular de los alrededores de París no se movieron, pues su lealtad era dudosa y, en to­ do caso, las autoridades no estaban acostumbradas a disparar contra el pueblo. La toma de la Bastilla, aun sin proponérselo, vino a salvar la Asamblea de Versalles. El rey, que no sabía qué hacer, aceptó la nueva situación de París. Reconoció a un comité de ciudadanos, que aui se naoia tormado, como el nuevo gobierno municipal. Despidió a las tropas que habia convocado y ordenó a los nobles y clérigos recalcitrantes que se incorporasen a la Asamblea Nacional. En Paris y en otras ciudades se creó una guardia burguesa o nacional para mantener el orden. El marqués de Lafayette, «el héroe de dos mundos», recibió el mando de la guardia de París. Como insignia, combinó los colores de la ciudad de Paris, rojo y azul, con el blanco de la casa de Borbón. El emblema tricolor francés de la Revolución surgió, pues, de una fusión entre lo antiguo y lo nuevo. En los distritos rurales las cosas iban de mal en peor. Una vaga inseguridad alcanzó las proporciones del pánico en el Gran Miedo de 1789, que se extendió por el país a finales de julio, al paso de los viajeros, de los correos, etc. De un punto a otro se corría la voz de que «venían los ban­ didos», y los campesinos, armados para proteger sus hogares y sus cosechas, y reunidos y excitándose los unos a los otros, a menudo fijaban su aten­ ción en las casas de los señores, unas veces quemándolas y otras veces des­ truyendo, simplemente, los archivos señoriales en que estaban registrados los derechos y los tributos. El Gran Miedo formó parte de una insurrección agraria general, en la que los campesinos, lejos de actuar a impulsos de alarmas incontroladas, sabían muy bien lo que estaban haciendo. Trataban de destruir por la fuerza el régimen señorial. 93

L as reformas iniciales de la A sam blea N acional

La Asamblea de Versalles sólo podía restablecer el orden satisfaciendo las demandas de los campesinos. La eliminación de todos los impuestos señoriales privaría a la aristocracia terrateniente de una gran parte de sus ingresos. Muchos burgueses también tenían señoríos. Había, pues, mucha perplejidad. Un pequeño grupo de diputados preparó un" movimiento de sorpresa en la Asamblea, eligiendo una sesión nocturna de la que estaban ausentes muchos miembros. De ahí vino «la noche del 4 de agosto». Unos pocos nobles liberales, previamente convenidos, se levantaron y renunciaron a sus derechos de caza, a sus banalités, a sus derechos en los tribunales señoriales y a los privilegios feudales y señoriales en general. Lo que quedaba de servidumbre y de todo tipo de vasallajes personales se declaraba acabado. Los diezmos fueron abolidos. Otros diputados repudiaron los privilegios especiales de sus provincias. Todos los privilegios fiscales perso­ nales fueron abandonados. Sobre la cuestión más importante —los tribu­ tos derivados de la «propiedad eminente» en los señoríos— se llegó a un compromiso. Se abolían todos aquellos tributos, pero los campesinos tenían que abonar una compensación a los antiguos propietarios. En la mayoría de los casos la compensación nunca se pagó. Con el tiempo, en 1793, en la fase radical de la Revolución, la cláusula de la compensación fue revocada. Al final, los propietarios campesinos franceses se liberaron de sus obligaciones señoriales, sin tener que pagar por ello. Esto contrastaba con lo que luego ocurrió en casi todos los demás países, donde los campesinos, cuando se liberaron, a su vez, de las obligaciones señoriales, o perdieron parte de su tierra o se vieron sometidos a tener que pagar plazos durante muchos años. En un decreto en el que se resumían las resoluciones del 4 de agosto, la Asamblea declaraba sencillamente que el «feudalismo queda abolido». Con el privilegio legal sustituido por la igualdad legal procedía trazar los princi­ pios del nuevo orden. El 26 de agosto de 1789 hizo pública la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Durante la Ilustración, y en el curso de la Revolución Americana, los «derechos del hombre» se habían convertido en el lema o consignaj i é ideas potencialmente revolucionarias. Incluso Alexander Hamilton habíSutilizado con entusiasmo la expresión. «Hombre», en este sentido, se aplicaba sin referencia a la nacionalidad, a la raza o al sexo. En francés como en inglés, entonces como ahora, la palabra «hombre» se utiliza —como en español también— para designar a todos los seres humanos, y la Declaración de 1789 no se refería sólo a los varones. En alemán, por ejemplo, donde existe una diferencia entre Mensch como ser humano y Mann como varón adulto, los «derechos del hombre» se han traducido siempre como Menschenrechte. De un modo similar, el vocablo «ciudadano» se aplicaba, en su sentido abstracto, a las mujeres, como se demuestra por la frecuencia del femenino citoyenne durante la Revolución, en la que muchas mujeres intervinieron muy activamente. Pero cuando se entraba en derechos legales determinados, como el voto, el derecho de familia, la propiedad y la 94

instrucción, los revolucionarios otorgaban derechos más amplios (así como mayores responsabilidades públicas) a los varones. En aquel tiempo muy pocos defendían la igualdad legal entre los sexos; éntre elfos, estaban Condorcet en Francia y Mary Wollstonecraft en Inglaterra, que publicó su Vindication o f the rights o f woman («Reivindicación de los Derechos de la Mujer») en 1792. La Declaración de 1789 pretendía afirmar los principios del nuevo estado, que eran, esencialmente, el dominio de la ley, la ciudadanía individual igual y la colectiva soberanía del pueblo. El artículo I declaraba: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Se afirmaba que los derechos naturales del hombre eran «la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Se garantizaba la libertad de pensamiento y la de religión; nadie podía ser detenido ni castigado, excepto mediante un procedimiento legal; todas las personas eran declaradas elegibles para cualquier función pública, siempre que estuvieran capacitadas para ella. La libertad se definía como el poder de hacer todo lo que no perjudique a otro, lo que, a su vez, había de ser determinado sólo por la ley. La ley debía ser igual para todos. La ley era la expresión de la voluntad general, y había de ser elaborada por todos los ciudadanos o por sus representantes. La única soberana era la nación, y todos los funcionarios públicos y las fuerzas armadas actuaban solamente en su nombre. Los impuestos no pueden establecerse más que mediante común consentimiento, todos los funcionarios públicos eran responsables de su conducta en el cargo y los poderes del gobierno se separaban en diferentes ramas. Por último, el estado podía confiscar, con fines públicos y mediante la ley, la propiedad de las personas privadas, pero sólo con una justa compensación. La Declara­ ción, impresa en miles de hojas, folletos y libros, leídos en voz alta en las plazas públicas, o fijados y colgados de las paredes, se convirtió en el catecismo de la Revolución en Francia. Al traducirse a otros idiomas llevó inmediatamente el mismo mensaje a toda Europa. Entre los que habían dirigido la Revolución, comenzaron a manifestarse divergencias, cuando, en septiembre de 1789, la Asamblea inició la verda­ dera planificación del nuevo gobierno. Algunos querían un fuerte poder de veto para el rey y un cuerpo legislativo bicameral, como en Inglaterra. Otros, los «patriotas», querían sólo un veto suspensivo para el rey y un cuerpo legislativo de una sola cámara. También aquí había un recelo frente a la aristocracia, que resultó decisivo. Los «patriotas» temían que una cámara alta reintegrase a la nobleza como una fuerza colectiva, y temían también que el rey se hiciese constitucionalmente fuerte, al darle una facultad de veto total, porque creían que estaba de acuerdo con los nobles. En aquel momento dudaba en aceptar los decretos del 4 de agosto y la Declaración de Derechos. Su hermano, el conde de Artois, seguido por muchos aristócratas, había emigrado ya al extranjero, y juntamente con aquellos otros émigrés, estaba tratando de levantar contra la Revolución a todos los gobiernos de Europa. El partido patriota no concedería nada, el partido más conservador no podría ganar nada. El debate fue interrumpido nuevamente, «como en julio, por la insurrección y la violencia. El día 4 de octubre una multitud de verduleras y de militantes revolucionarios, seguidos por la guardia nacional 95

de París, emprendieron el camino de París a Versalles. Asediando e invadiendo el cháteau, obligaron a Luis XVI a trasladar su residencia a París, donde podía ser vigilado. La Asamblea Nacional se trasladó también a París, donde muy pronto cayó bajo la influencia de elementos radicales de la ciudad. Triunfaron los defensores de un cuerpo legislativo de una sola cámara y de un veto suspensivo para el rey. Los revolucionarios más conservadores, si así pueden llamarse, decepcio­ nados al ver las cuestiones constitucionales resueltas por el populacho, comenzaron a desaparecer de la Asamblea. Hombres que el 20 de junio habían pronunciado valerosamente el Juramento del Juego de Pelota, sentían ahora que la Revolución estaba cayendo en manos indignas. Algunos incluso emigraron, formando una segunda oleada de émigrés, que no tendría nada que ver con la primera. Así cobraba fuerza la contrarrevolución. Pero los que querían seguir adelante, y eran muchos, empezaron a organizarse en clubs. El más importante de todos fue la Sociedad de Amigos de la Constitución, comúnmente llamado el Club Jacobino, porque se reunía en un viejo monasterio jacobino de París. Las cuotas eran tan altas al principio, que solamente los grandes burgueses pertenecían a él; después se redujeron, pero nunca lo suficiente para incluir a personas de las clases más pobres, que, por consiguiente, formaban clubs propios, menos importantes. Los miembros más avanzados de la Asamblea eran jacobinos y utilizaban el club como un conventículo en el que discutían su política y pergeñaban sus planes. Siguieron constituyendo un grupo de clase media, incluso durante la fase posterior y más radical de la Revolución. Mme. Rosalie JuUien, por ejemplo, que era una revolucionaria tan apasionada como su marido y su hermano, asistió a una reunión del Club Jacobino de París, el 5 de agosto de 1792. «Decid a vuestros amigos de las provincias —escribió a su marido— que estos jacobinos son la flor y nata de la burguesía de París, a juzgar por las elegantes casacas que visten. Se hallaban presentes también dos o trescientas mujeres, ataviadas como para asistir al teatro, que causaban impresión por su altiva actitud y por su violento lenguaje».

Cambios constitucionales. En los dos años transcurridos desde octubre de 1789 hasta septiembre de 1791, la Asamblea Nacional (o la Asamblea Constituyente, como había pasado a llamarse, porque estaba preparando una Constitución) continuó simultáneamente su trabajo de gobernar el país, de proyectar una constitu­ ción escrita y de destruir minuciosamente las instituciones del Antiguo Ré­ gimen. Los antiguos ministerios, la antigua organización de despachos gu­ bernamentales, los antiguos impuestos, la antigua propiedad de los cargos, los antiguos títulos de nobleza, los antiguos parlamentos, los centenares de sistemas legales de las regiones, las antiguas tarifas internas, las antiguas provincias y las antiguas municipalidades urbanas —todo iba siendo des­ echado— . Contemporáneos como Edmundo Burke estaban asustados an­ te la meticulosidad con que los franceses parecían decididos a destruir sus instituciones nacionales. ¿Por qué —se preguntaba Burke— los fanáticos 96

franceses tienen que despedazar el cuerpo vivo de Normandía o Provenza? Lo cierto es que las provincias, como todo lo demás, se hallaban insertas en el sistema conjunto del privilegio especial y de los derechos desiguales. Todo tenía que desaparecer, si habia de mantenerse la esperanza de una ciudadanía igual bajo una soberanía nacional. En lugar de las provincias, la Constituyente dividió a Francia en ochenta y tres «departamento» iguales. En lugar de las viejas ciudades, con sus singulares y viejos magistrados, introdujo una organización municipal uniforme, en la que en adelante todas las ciudades tendrían la misma forma de gobierno, variando sólo en consonancia con la magnitud. Todos los funcionarios locales, incluidos los fiscales y los recaudadores de impuestos, eran elegidos localmente. Desde el punto de vista administrativo, el país se descentralizó como reacción frente a la burocracia del Antiguo Régimen. Fuera de París, nadie actuaba ahora legalmente en nombre del gobierno central, y las comunidades locales hacían cumplir la legislación nacional o renunciaban a hacerla cumplir, según ellas mismas decidiesen. Esto resultó ruinoso cuando estalló la guerra, y aunque los «departamentos» creados por la Asamblea Constitucional existen toda­ vía, ha sido tradicional en Francia, desde la Revolución, como lo habia sido antes, mantener a los funcionarios locales bajo un estrecho control de los ministros de París. Con la Constitución que se preparó, llamada a veces la Constitución de 1791, porque entró en vigor en ese año, el poder soberano de la nación pasaba a ser ejercido por una asamblea elegida, unicameral, llamada Asam­ blea Legislativa. Sólo se concedía al rey un derecho suspensivo de veto, por el que la legislación deseada por la Asamblea podía ser pospuesta. En general, la rama ejecutiva, es decir, el rey y los ministros, se debilitó, en parte como reacción frente al «despotismo ministerial» y en parte a causa de una lógica desconfianza respecto a Luis XVI. En julio de 1791, con la «huida a Varennes», Luis XVI intentó escapar del reino, reunirse con los nobles emigrados y solicitar ayuda de las potencias extranjeras. Dejaba tras él un mensaje escrito en el que repudiaba explícitamente la Revolución. Arrestado en Varennes, en la Lorena, fue reconducido a París y obligado a aceptar su situación de monarca constitucional. La actitud de Luis XVI desorientó considerablemente la Revolución, porque hizo imposible la creación de un poder ejecutivo fuerte y dejó que el país fuese gobernado por unos círculos de discusión que en las circunstancias revolucionarias contaban con un número de agitadores superior al habitual. No toda aquella maquinaria del estado era democrática. En lo que se refiere a los derechos políticos, los principios abstractos de la gran Declaración se vieron gravemente modificados por razones prácticas. Como los individuos del pueblo, en su gran mayoría, eran ignorantes, se daba por supuesto que no podían tener puntos de vista políticos razonables. Como el hombre bajo solía ser un criado doméstico o un dependiente de una tienda, se daba por sentado que en política tendría que ser un simple dependiente de su patrono. La Constituyente, por lo tanto, distinguía en la nueva Cons­ titución entre ciudadanos «activos» y «pasivos». Unos y otros tenían los mismos derechos civiles, pero solamente los ciudadanos activos tenían derecho al voto. Estos ciudadanos activos elegían a los «electores», sobre la 97

de París, emprendieron el camino de París a Versalles. Asediando e invadiendo el cháteau, obligaron a Luis XVI a trasladar su residencia a París, donde podía ser vigilado. La Asamblea Nacional se trasladó también a París, donde muy pronto cayó bajo la influencia de elementos radicales de la ciudad. Triunfaron los defensores de un cuerpo legislativo de una sola cámara y de un veto suspensivo para el rey. Los revolucionarios más conservadores, si así pueden llamarse, decepcio­ nados al ver las cuestiones constitucionales resueltas por el populacho, comenzaron a desaparecer de la Asamblea. Hombres que el 20 de junio habían pronunciado valerosamente el Juramento del Juego de Pelota, sentían áhora que la Revolución estaba cayendo en manos indignas. Algunos incluso emigraron, formando una segunda oleada de émigrés, que no tendría nada que ver con la primera. Asi cobraba fuerza la contrarrevolución. Pero los que querían seguir adelante, y eran muchos, empezaron a organizarse en clubs. El más importante de todos fue la Sociedad de Amigos de la Constitución, comúnmente llamado el Club Jacobino, porque se reunía en un viejo monasterio jacobino de París. Las cuotas eran tan altas al principio, que solamente los grandes burgueses pertenecían a él; después se redujeron, pero nunca lo suficiente para incluir a personas de las clases más pobres, que, por consiguiente, formaban clubs propios, menos importantes. Los miembros más avanzados de la Asamblea eran jacobinos y utilizaban el club como un conventículo en el que discutían su política y pergeñaban sus planes. Siguieron constituyendo un grupo de clase media, incluso durante la fase posterior y más radical de la Revolución. Mme. Rosalie Jullien, por ejemplo, que era una revolucionaria tan apasionada como su marido y su hermano, asistió a una reunión del Club Jacobino de París, el 5 de agosto de 1792. «Decid a vuestros amigos de las provincias —escribió a su marido— que estos jacobinos son la flor y nata de la burguesía de París, a juzgar por las elegantes casacas que visten. Se hallaban presentes también dos o trescientas mujeres, ataviadas como para asistir al teatro, que causaban impresión por su altiva actitud y por su violento lenguaje».

Cambios constitucionales En los dos años transcurridos desde octubre de 1789 hasta septiembre de 1791, la Asamblea Nacional (o la Asamblea Constituyente, como habia pasado a llamarse, porque estaba preparando una Constitución) continuó simultáneamente su trabajo de gobernar el país, de proyectar una constitu­ ción escrita y de destruir minuciosamente las instituciones del Antiguo Ré­ gimen. Los antiguos ministerios, la antigua organización de despachos gu­ bernamentales, los antiguos impuestos, la antigua propiedad de los cargos, los antiguos títulos de nobleza, los antiguos parlamentos, los centenares de sistemas legales de las regiones, las antiguas tarifas internas, las antiguas provincias y las antiguas municipalidades urbanas —todo iba siendo des­ echado— . Contemporáneos como Edmundo Burke estaban asustados an­ te la meticulosidad con que los franceses parecían decididos a destruir sus instituciones nacionales. ¿Por qué —se preguntaba Burke— los fanáticos 96

franceses tienen que despedazar el cuerpo vivo de Normandía o Provenza? Lo cierto es que las provincias, como todo lo demás, se hallaban insertas en el sistema conjunto del privilegio especial y de los derechos desiguales. Todo tenía que desaparecer, si había de mantenerse la esperanza de una ciudadanía igual bajo una soberanía nacional. En lugar de las provincias, la Constituyente dividió a Francia en ochenta y tres «departamento» iguales. En lugar de las viejas ciudades, con sus singulares y viejos magistrados, introdujo una organización municipal uniforme, en la que en adelante todas las ciudades tendrían la misma forma de gobierno, variando sólo en consonancia con la magnitud. Todos los funcionarios locales, incluidos los fiscales y los recaudadores de impuestos, eran elegidos localmente. Desde el punto de vista administrativo, el país se descentralizó como reacción frente a la burocracia del Antiguo Régimen. Fuera de París, nadie actuaba ahora legalmente en nombre del gobierno central, y las comunidades locales hacían cumplir la legislación nacional o renunciaban a hacerla cumplir, según ellas mismas decidiesen. Esto resultó ruinoso cuando estalló la guerra, y aunque los «departamentos» creados por la Asamblea Constitucional existen toda­ vía, ha sido tradicional en Francia, desde la Revolución, como lo había sido antes, mantener a los funcionarios locales bajo un estrecho control de los ministros de París. Con la Constitución que se preparó, llamada a veces la Constitución de 1791, porque entró en vigor en ese año, el poder soberano de la nación pasaba a ser ejercido por una asamblea elegida, unicameral, llamada Asam­ blea Legislativa. Sólo se concedía al rey un derecho suspensivo de veto, por el que la legislación deseada por la Asamblea podía ser pospuesta. En general, la rama ejecutiva, es decir, el rey y los ministros, se debilitó, en parte como reacción frente al «despotismo ministerial» y en parte a causa de una lógica desconfianza respecto a Luis XVI. En julio de 1791, con la «huida a Varennes», Luis XVI intentó escapar del reino, reunirse con los nobles emigrados y solicitar ayuda de las potencias extranjeras. Dejaba tras él un mensaje escrito en el que repudiaba explícitamente la Revolución. Arrestado en Varennes, en la Lorena, fue reconducido a Paris y obligado a aceptar su situación de monarca constitucional. La actitud de Luis XVI desorientó considerablemente la Revolución, porque hizo imposible la creación de un poder ejecutivo fuerte y dejó que el país fuese gobernado por unos círculos de discusión que en las circunstancias revolucionarias contaban con un número de agitadores superior al habitual. No toda aquella maquinaria del estado era democrática. En lo que se refiere a los derechos políticos, los principios abstractos de la gran Declaración se vieron gravemente modificados por razones prácticas. Como los individuos del pueblo, en su gran mayoría, eran ignorantes, se daba por supuesto que no podían tener puntos de vista políticos razonables. Como el hombre bajo solía ser un criado doméstico o un dependiente de una tienda, se daba por sentado que en política tendría que ser un simple dependiente de su patrono. La Constituyente, por lo tanto, distinguía en la nueva Cons­ titución entre ciudadanos «activos» y «pasivos». Unos y otros tenían los mismos derechos civiles, pero solamente los ciudadanos activos tenían derecho al voto. Estos ciudadanos activos elegían a los «electores», sobre la 97

base de un elector por cada centenar de ciudadanos activos. Los electores se reunían en la capital de su nuevo «departamento», y allí elegían los diputados para la legislatura nacional, así como ciertos funcionarios locales. Los varones de más de veinticinco años de edad y suficientemente acomodados para pagar un pequeño impuesto directo eran habilitados como ciudadanos «activos», y así podía clasificarse más de la mitad de la pobla­ ción masculina adulta. De éstos, los hombres que pagaban un impuesto algo más elevdo eran habilitados como «electores»; aun así, habilitaba casi la mi­ tad de los varones adultos para este papel. En la práctica lo que limitaba el nú­ mero de electores disponibles era que, para actuar como tal, un hombre nece­ sitaba tener suficiente instrucción, bastante fortuna y todo el tiempo libre pre­ ciso para asistir a una asamblea electoral, lejos de su casa, y para permanecer en ella durante varios días. De todos modos, sólo 50.000 personas podían ser electores en 1790-1791, porque esa es la cifra que resulta de la proporción de un elector por cada centenar de ciudadanos activos. Políticas económicas Las políticas económicas favorecían a las clases medias, más que a las bajas. La deuda pública había precipitado la Revolución, pero los dirigentes revolucionarios —ni aun los jacobinos más extremados— nunca dejaron de reconocer la deuda del Antiguo Régimen. La razón consistía en que las personas a quienes se debía el dinero componían, en su conjunto, la clase burguesa. Para garantizar la deuda y para pagar los gastos corrientes del gobierno —porque las recaudaciones de impuestos se habían hecho muy esporádicas—, la Asamblea Constituyente, ya en noviembre de 1789, recurrió a un procedimiento que en modo alguno era nuevo en Europa, aunque nunca se hubiera utilizado antes en tan gran escala. Confiscó todas las propiedades de la iglesia. Contra aquellas propiedades emitió instrumen­ tos negociables llamados asignados, considerados primero como bonos y emitidos sólo por valores grandes, y después considerados como moneda corriente y emitidos en pequeños billetes. Los poseedores de asignados podían hacer uso de ellos o de cualquier moneda para comprar parcelas de las antiguas tierras de la -iglesia. Ninguna de las tierras confiscadas .fue transferida gratuitamente; todas, en efecto, fueron vendidas, porque el interés del gobierno era fiscal más que social. Los campesinos, aunque tuviesen el dinero, no podían comprar fácilmente las tierras, porque las fincas se vendían en subastas distantes o en grandes bloques indivisos. Los campesinos estaban descontentos, aunque compraron una gran cantidad de las antiguas tierras de la iglesia, valiéndose de intermediarios. Y también se concedió un plazo a los campesinos propietarios, hasta 1793, para pagar una compensación por sus viejos foros y por muchos otros bienes señoriales. Los campesinos sin tierras, a su vez, se mostraron inquietos cuando el gobierno, con sus ideas modernas, estimuló la división de los bienes comunales de los pueblos y la extinción de distintos derechos colectivos vecinales, en beneficio de la propiedad privada individual. La dirección revolucionaria favorecía el libre individualismo económico. 98

Bastante había habido, bajo el Antiguo Régimen, de intervención guberna­ mental en la venta o en la calidad de los artículos, asi como de compañías privilegiadas y de otros monopolios. El pensamiento económico reformador de aquel tiempo, no sólo en Francia, sino también en Inglaterra, donde Adam Smith habia publicado, en 1776, su importante obra, La riqueza de las naciones, sostenía que los intereses especiales organizados eran malos para la sociedad, y que todos los precios y los salarios debían ser determinados mediante libre acuerdo entre los individuos interesados. Los dirigentes más destacados de la Revolución Francesa creían firmemente en esta libertad exenta de control. La Asamblea Constituyente abolió las corporaciones, que eran principalmente organizaciones monopolistas de pequeños empresarios o de maestros artesanos, interesados en mantener altos los precios y contrarios a las nuevas maquinarias o a los nuevos métodos. En Francia hubo también un movimiento obrero bastante organizado. Como las maestrías en las corporaciones eran prácticamente hereditarias (como una forma de propie­ dad y de privilegio), los asalariados formaron sus propias asociaciones, o «sindicatos», que recibieron el nombre de compagnonnages, al margen de las corporaciones. Así se organizaron muchas profesiones: carpinteros, estu­ quistas, papeleros, sombrereros, talabarteros, cuchilleros, herreros, carrete­ ros, curtidores, cerrajeros y vidrieros. Algunas de aquellas organizaciones tuvieron carácter nacional, y otras sólo carácter local. Todas aquellas asociaciones de asalariados habían sido ilegales bajo el Antiguo Régimen, pero, de todos modos, habían florecido. Recaudaban cuotas y mantenían a unos funcionarios. Con frecuencia, negociaban colectivamente con los maestros de las corporaciones o con otros empresarios, exigiendo el pago de un salario estipulado o la revisión de unas condiciones de trabajo. A veces, incluso imponían la sindicación obligatoria. Las huelgas organizadas eran muy frecuentes. Los conflictos laborales de 1789 continuaron durante la Revolución. Los negocios decaían en aquella atmósfera de desorden. En 1791 hubo otra oleada de huelgas. La Asamblea, con la ley Le Chapelier de aquel año, restableció las viejas prohibiciones de los compagnonnages. La misma ley impuso de nuevo la abolición de las corporaciones y prohibió la organización de intereses económicos especiales de todo tipo. Declaró que todas las profesiones eran de entrada libre para todos. Todos los hombres, sin pertenecer a organización alguna, tenían derecho a trabajar en cualquier ocupación o negocio que eligiesen. Todos los salarios debían ser acordados privadamente por el obrero y por su patrono. Aquello no era en absoluto lo que realmente quería el trabajador, ni en aquel tiempo ni en ningún otro. Sin embargo, las disposiciones de la ley Le Chapelier continuaron formando parte de las leyes francesas durante tres cuartos de siglo. Los embrionarios sindicatos continuaron existiendo secretamente, aunque con más dificultad que bajo la indulgente imposición de la ley del Antiguo Régimen. E l conflicto con la Iglesia Lo más funesto de todo fue que la Asamblea Constituyente entró en conflicto con la Iglesia católica. La confiscación de los bienes de la Iglesia 99

fue naturalmente un golpe para el clero. Los sacerdotes de los pueblos, cuyo apoyo había hecho posible la revuelta del Tercer Estado, veían ahora que los mismos edificios en que ellos habían oficiado, con sus feligreses, los domingos, pertenecían a la «nación». La pérdida de unas propiedades que les producían unos ingresos socavaban a las órdenes religiosas y arruinaban las escuelas, en las que miles de niños habían recibido educación gratuita antes de la Revolución. Sin embargo, no fue por la cuestión de la riqueza material por lo que chocaron la Iglesia y la Revolución. Los miembros de la Asamblea Constituyente tenían de la Iglesia la misma opinión que las grandes monarquías habían tenido antes que ellos. Se hallaban muy ajenos a la idea de separación de la Iglesia y del estado. Consideraban la Iglesia como una forma de autoridad pública, y, por consiguiente, subordinada al poder soberano. Sostenían sinceramente que los pobres necesitaban la religión, si habían de respetar la propiedad de los más ricos. En todo caso, al privar a la Iglesia de sus ingresos habían procurado su mantenimiento. Para las escuelas se elaboraron muchos proyectos generosos y democráticos de instrucción, costeados por el estado, aunque fueron pocos los que se llevaron a cabo, a causa de las turbulentas condiciones de la época. Para el clero, el nuevo programa estaba extraído de la Constitución Civil del Clero de 1790. Aquel documento fue un gran paso hacia la instauración de una iglesia nacional francesa. Según sus disposiciones, los párrocos y los obispos eran elegidos, siéndolo estos por los mismos 50.000 electores de otros importantes funcionarios. Protestantes, judíos y agnósticos po,dían tomar parte legal­ mente en las elecciones, sencillamente sobre la base de la ciudadanía y de las clasificaciones según los bienes. Se abolieron los arzobispados y se trazaron de nuevo todos los límites de los obispados existentes. El número de diócesis se redujo de más de 130 a 83, de modo que coincidirían cada una con un departamento, sólo se permitió a los obispos que notificasen su elevación al Papa; se les prohibió que reconociesen ninguna autoridad papal en su toma de posesión, y no se publicaría ni se impondría en Francia ninguna carta ni decreto papales, a no ser con permiso del gobierno. Todo el clero recibía sus salarios del estado, reduciéndose algo el ingreso medio de los obispos y elevándose el del clero parroquial. Las sinecuras, los múltiples arrenda­ mientos y otros abusos, mediante los cuales las familias nobles habían sido sostenidas por la iglesia, fueron abolidos. La Asamblea Constituyente (independientemente de la Contitucié/n Civil) prohibió también la toma de votos religiosos y disolvió todos los conventos. No todo aquello era, en principio, alarmantemente nuevo, porque antes de la Revolución la autoridad civil del rey había designado los obispos franceses y decidido acerca de la admisión de documentos papales en Francia. Los obispos franceses, en el viejo espíritu de las «libertades galicanas», eran tradicionalmente celosos del poder papal en Francia. Muchos estaban ahora dispuestos a aceptar algo semejante a la Constitución Civil, siempre que se asentase sobre su propia autoridad. La Asamblea se negó a conceder tanta jurisdicción a la iglesia galicana, y acudió, en cambio, al Papa, con la esperanza de imponer sus planes al clero francés, mediante la invocación de la autoridad del Vaticano. Pero el Vaticano declaró que la Cons­ titución Civil era una inmoral usurpación del poder en perjuicio de la 100

iglesia católica. Desgraciadamente, el Papa llegó aún más allá, condenando la Revolución en su conjunto y toda su obra. La Asamblea Constituyente replicó exigiendo a todo el clero francés que prestase un juramento de lealtad a la Constitución, incluida la Constitución Civil del Clero. La mitad prestó el juramento y la otra mitad se negó, incluyéndose en esta segunda mitad todos los obispos menos siete. Uno de los siete que se avinieron a aceptar las nuevas disposiciones fue Talleyrand, que pronto seria famoso como ministro de Negocios Extranjeros de muchos gobiernos franceses. Ahora había dos iglesias en Francia, una clandestina y otra oficial, una sostenida por donaciones voluntarias o por fondos que entraban de contrabando desde el exterior, y la otra financiada y protegida por el gobierno. La primera, que comprendía a todo el clero que se había negado al juramento, que era desleal o «refractario», se hizo violentamente contrarevolucionaria. Para protegerse conmtJa Revolución, sus miembros insistían con una obstinación verdaderamente nueva en Francia, en la supremacía religiosa universal del romano pontífice. Denunciaron a los miembros del clero «constitucional» como cismáticos, que despreciaban al Papa y como simples arribistas deseosos de ocupar unos cargos en la administración pública. El clero constitucional estaba formado por los que habían prestado el juramento y que apoyaban la Constitución Civil, a la vez que se consideraban a sí mismos como patriotas y defensores de los derechos del hombre; insistían también en que la iglesia galicana siempre había gozado de un grado de libertad respecto a Roma. Los católicos seglares estaban aterrados y confundidos. Muchos eran suficientemente adictos a la Revolu­ ción para preferir el clero constitucional, pero eso significaba desafiar al Papa, y los católicos que persistían en desafiar al Papa eran, en general, los menos cumplidores de su religión. El clero constitucional se asentaba, pues, sobre unas bases débiles. Muchos de sus seguidores, sometidos a la tensión de los tiempos, acabaron abandonando el cristianismo. Los buenos católicos tendían a apoyar al clero «refractario». El ejemplo más elocuente era el del propio rey. Utilizaba personalmente los servicios de sacerdotes refractarios, con lo que daba un nuevo motivo a los revoluciona­ rios que desconfiaban de él. Se desbarataba toda posibilidad de que Luis XVI pudiera continuar adelante con la Revolución, porque él llegó a la conclusión de que sólo podía hacerlo asi, poniendo en peligro su alma iminortal. Los antiguos aristócratas también preferían, naturalmente, el clero refractario. Ahora desechaban las ligerezas volterianas de la Edad de la Ilustración, y el «pueblo mejor» comenzaba a mostrar una nueva piedad en materia religiosa. Los campesinos, que sentían poco interés por la Revolu­ ción después de su propia insurrección de 1789 y de la consiguiente abolición del régimen señorial, estaban también a favor del clero antiguo o refractario. Lo mismo sucedía con las familias obreras urbanas, especialmente con las mujeres. La Asamblea Constituyente y sus sucesores no sabían qué hacer. A veces, cerraban los ojos a las intrigas del clero refractario; el clero cons­ titucional, entonces, se amedrentaba. A veces, se lanzaban a la caza y persecución de los refractarios, con lo que no hacían más que exarcebar el fanatismo religioso. La Constitución Civil del Clero ha sido llamada el más craso error táctico 101

de la Revolución. Sin duda alguna, sus consecuencias fueron sumamente desafortunadas, y se extendieron a gran parte de Europa. En el siglo XIX, la Iglesia seria oficialmente antidemocrática y antiliberal4, y los demócratas y los liberales, en la mayoría de los casos, serían violenta y francamente anticlericales. El principal beneficiario fue el papado. La iglesia francesa, que durante largo tiempo había defendido sus libertades galicanas, se vio arrojada en brazos del Papa por la Revolución. Incluso Napoleón, cuando resolvió el cisma una década después, reconoció al papado unos poderes que los reyes franceses no habian reconocido nunca. Eran aquellos unos pasos en el camino que conduciría a la proclamación de la infalibilidad papal en 18705, por la que los asuntos de la iglesia católica moderna se centralizaban cada vez más en el Vaticano. Con la proclamación de la Constitución, en septiembre de 1791, se disolvió la Asamblea Constituyente. Antes de disolverse acordó que ninguno de sus miembros pudiera sentarse en la siguiente Asamblea Legislativa. Esta, por consiguiente, se compuso de hombres que aún deseaban imponer su sello en la Revolución. El nuevo régimen entró en vigor en octubre de 1791. Era una monarquía constitucional, en la que una Asamblea Legislativa unicameral se enfrentaba a un rey que no se había convertido al nuevo orden. Destinada a ser la solución permanente de los problemas de Francia, había de hundirse al cabo de diez meses, en agosto de 1792, como resultado de una insurrección popular, cuatro meses después de verse Francia implicada en una guerra. Un grupo de jacobinos, conocido como los girondinos, durante un tiempo se convirtió en el partido izquierdista o avanzado de la Revolución y en la Asam­ blea Legislativa condujo a Francia a la guerra. 8.

La Revolución y Europa: La guerra y la «Segunda» Revolución, 1792

E l impacto internacional de la Revolución Los gobiernos europeos eran muy reacios a intervenir en las cuestiones francesas. Se hallaban sometidos a una presión considerable. De una parte, aparecieron inmediatamente grupos pro-franceses y pro-revolucionarios en muchas regiones. Las doctrinas de la Revolución Francesa, como las de la Americana, eran altamente exportables: adoptaban la forma de una filosofía universal, que proclamaba los derechos del hombre, sin distinciones de tiempo ni lugar, ni raza, ni nación. Además, según lo que cada uno quisiera encontrar, en los primeros trastornos surgidos en Francia podía verse una revuelta de la nobleza, o de la burguesía, o del pueblo llano, o de toda la nación. En Polonia, los que estaban tratando de reorganizar el país contra una nueva partición saludaron el ejemplo francés. Los terratenientes húngaros lo aclamaron, en su reacción contra José II. En Inglaterra, durante algún tiempo, los que controlaban el Parlamento se complacían en creer que los franceses estaban tratando de imitarles. 4 Ver pags. 229-230, 364-365. 5 Ver pág. 364.

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Pero fueron las clases marginadas de la sociedad europea las que se sintieron más estimuladas. Los tejedores más oprimidos de Silesia esperaban que «vinieran los franceses». En Hamburgo se declararon huelgas, y los campesinos se rebelaban en todas partes, u n diplomático inglés observó que incluso el ejército prusiano experimentaba «una fuerte infección de democracia entre los oficiales y los soldados». En Bélgica, donde los elementos privilegiados estaban ya en rebeldía contra el emperador austríaco, estalló una segunda rebelión, inspirada por los acontecimientos de Francia y dirigida contra los elementos privilegiados. En Inglaterra, los «radicales» de reciente aparición, hombres como Thomas Paine y el doctor Richard Price, que deseaban una total revisión del Parlamento y de la iglesia establecida, iniciaron una correspondencia con la Asamblea de Paris. Los hombres dé negocios de cierta importancia, incluidos Watt y Boulton, los adelantados de la máquina de vapor, eran también profranceses, porque no tenían representación en la Cámara de los Comunes. Los irlandeses estaban excitados también y no tardaron en rebelarse. Los jóvenes despertaban por todas partes, el joven Hegel en Alemania, o en Inglaterra el joven Wordsworth, que más adelante recordó el sentimiento de una nueva era, que en 1789 había cautivado a tantos espíritus: Fue una dicha estar vivo en aquella aurora, pero ser joven fu e el mismo cielo Por otra parte, el movimiento anturevolucionario cobraba fuerza. Edmund Burke, asustado por las inclinaciones francesas de los radicales ingleses, publicó ya en 1790 sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia. Para Francia, predecía anarquía y dictadura. Para Inglaterra aconsejaba severamente a los ingleses que aceptasen una lenta adaptación de sus propias libertades inglesas. Para todo el mundo denunciaba una filosofía política que se basaba en principios abstractos de lo justo y de lo injusto, decla­ rando que cada pueblo debe ser configurado según sus propias circuns­ tancias nacionales, su historia nacional y su carácter nacional. Provocó una elocuente réplica y una defensa de Francia por parte de Thomas Pine, en los Derechos del hombre. Burke comenzó en seguida a predi­ car la necesidad de la guerra, urgiendo un tipo de lucha ideológica con­ tra la barbarie y la violencia francesas. Sus Reflexiones fueron traducidas y muy leídas. Al paso del tiempo, su libro llegó a constituir una obra influyente en la historia del pensamiento. A corto plazo fue a caer en oídos bien dispuestos. El rey de Suecia, Gustavo III, ofrecía dirigir una cruzada monárquica. En Rusia, la vieja Catalina estaba aterrada; prohibió nuevas traducciones de su amigo de otro tiempo, Voltaire, llamaba a los franceses «vil canalla» y «salvajes caníbales» y envió a Siberia a un ruso llamado Radishchev, que en su Viaje d e San Petersburgo a M oscú señalaba los males de la servidumbre. Se dice que los rusos incluso tenían prohibido hablar de las «revoluciones de las esferas celestes». Los terrores se vieron incremen­ tados por los lastimosos mensajes de Luis XVI y de María Antonieta, y por los emigrados, que seguían multiplicándose, capitaneados ya en julio de 1789 por el propio hermano del rey, el conde de Artois. Los emigrados, que al principio eran nobles, se instalaron en diversas partes de Europa y 103

comenzaron a hacer uso de sus relaciones aristocráticas internacionales. Pre­ dicaban una especie de guerra santa. Deploraban la triste situación del rey, pero lo que más deseaban era recuperar sus rentas señoriales y otros derechos. Insinuaban que el propio Luis XVI era un peligroso revolucionario, y muchos preferían a su hermano, el implacable conde de Artois. En resumen, Europa pronto se vio escindida por una división que alcanzaba a todas las fronteras. Lo mismo ocurría también con América: en los Estados Unidos, el naciente partido de Jefferson fue calificado de jacobino y profrancés; el de Hamilton, de reaccionario y probritámco, mientras en la América colonial española las ideas de independencia se fortalecían, y el venezolano Miranda llegaba a general en el ejército francés. En todos los países del mundo europeo, aunque en menor grado en la Europa oriental y en la meridional, había elementos revolucionarios o profranceses, que eran temidos por sus gobiernos. En todos los países, incluida Francia, había implacables enemigos de la Revolución Francesa. En todos los países había gente cuyas lealtades se encontraban en el extranjero. Tal situación no se había producido desde la Reforma Protestante, ni volvió a producirse nada semejante hasta después de la Revolución Rusa, en el siglo XX. La llegada de la guerra, en abril de 1792 Pero los gobiernos europeos eran lentos a la hora de moverse. Catalina no tenía intención alguna de intervenir en la Europa occidental. Sólo quería que interviniesen sus vecinos. William Pitt, el primer ministro británico, se resistía a los gritos de guerra de Burke. Hijo del conde de Chatham, primer ministro desde 1784, jefe fundador del nuevo partido Tory, Pitt tenía un programa reformador propio; había tratado de realizar una reforma del Parlamento, sin conseguirlo, y ahora estaba concentrándose en una política de ordenamiento financiero y de economía sistemática. Su programa se vería desbaratado por la guerra. Pitt insistía en que los asuntos interiores de Francia no eran de la incumbencia del gobierno británico. La posición clave era ocupada por el emperador de los Habsburgo, Leopoldo II, hermano de la reina francesa. Leopoldo, al principio, respondía a las demandas de ayuda de María Antonieta diciéndole que se ajustase a las circunstancias de Francia. Se resistía a las furiosas demandas de los emigrados, a los que él conocía perfectamente, por haber heredado de José II una aristocracia levantisca. Sin embargo, el nuevo gobierno francés era un fenómeno perturbador. Estimulaba abiertamente a los descontentos de toda Europa. Mostraba una tendencia a resolver los asuntos internacionales mediante la acción unilate­ ral. Por ejemplo, se anexionó Aviñón, a requerimiento de los revoluciona­ rios locales, pero sin el consentimiento de su soberano histórico, el Papa. O bien, en AJsacia habían existido muchas superposiciones jurisdiccionales entre Francia y Alemania, a partir de la Paz de Westfalia6. La Asamblea Constituyente abolió el feudalismo y los derechos señoriales en Alsacia, como en el resto de Francia. La Asamblea ofreció compensaciones a los 6

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Ver m apa 1.

UNA M UJER DE LA REVOLUCION por Jacques-Louis David (francés, 1748-1825) He aquí algo de lo que los historiadores llaman la «clase obrera», y que puede compararse con las representaciones de la aristocracia y de la clase media, ya mostradas (ver págs. 63 y 75). Las ropas bastas y los cabellos descuidados, los labios descoloridos, la frente surcada y las muestras de sufrimiento en los ojos —todo revela una vida de mucho trabajo y pocos solaces—. La mujer parece estar observando algo, con una mezcla de interés y recelo, y su aire de decisión, e incluso de desafío, sugiere la conciencia política que despertaba hasta en las clases más pobres, en los tiempos de la Revolución. David pintó este retrato en 1795, un año después del Terror en Francia. El propio David era un activo revolucionario, un miembro de la Convención y del Co­ mité de Seguridad General. Es raro encontrar retratos de gentes de esta clase social, hechos con tanto realismo, simpatía y fuerza. Cortesía del Museo de Bellas Artes, Lyon (J. Camponogara).

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principes alemanes que tenían derechos feudales en Alsacia, pero no les pidió su consentimiento, y los principes alemanes interesados, al verse despojados por un decreto revolucionario de los derechos que antiguos tratados les garantizaban, recurrieron al Emperador del Sacro Imperio Romano, protes­ tando contra la infracción de los acuerdos internacionales. Además, tras el arresto de Luis XVI en Varennes, tras su intento de fuga en junio de 1791, se hizo imposible negar que el rey y la reina franceses eran prisioneros de los revolucionarios. En agosto, Leopoldo se reunió con el rey de Prusia en Pillnitz, en Sajonia. La Convención de Pillnitz que de ello resultó tenía por base un famoso si: Leopoldo daría pasos militares para restaurar el orden en Francia, si todas las demás potencias se unían a él. Conociendo la actitud de Pitt, creía que el si. nunca podría hacerse realidad. Su propósito era principalmente el de desembarazarse de los emigrados franceses. Estos, por el contrario, recibieron la Convención con alegría. La utilizaron como una clara amenaza contra sus enemigos de Francia, anunciando que pronto volverían juntamente con las fuerzas de la Europa civilizada para castigar a los culpables y para resarcirse de los daños que les habían causado. En Francia, los defensores de la Revolución estaban alarmados. Ignora­ ban lo que realmente se proponía Leopoldo, y tomaron las terribles amenazas de los emigrados por lo que parecían. La Convención de Pillnitz, lejos de acobardar a los franceses, les enfureció contra todas las testas coronadas de Europa. Dio una ventaja política a la facción entonces dominante de los jacobinos, históricamente conocidos como los girondinos. Entre estos se encontraban el philosophe Condorcet, el humanitario jurista Brissot y el funcionario público Roland y su mujer, más famosa, Mme. Roland, cuya casa se convirtió en una especie de cuartel general del grupo. Atra­ jeron también a muchos extranjeros, como Thomas Paine y el alemán Anacharsis Cloots, el «representante de la raza humana». En diciembre de 1791, una delegación de radicales ingleses, capitaneada por James Watt, hijo del inventor de la máquina de vapor, recibía una tremenda ovación en el club jacobino de París. Los girondinos se convirtieron en el partido de la revolución internacio­ nal. Declararon que la Revolución nunca podría estar segura en Francia, mientras no se extendiese al mundo. En su opinión, una vez que estallase la guerra, los pueblos de los estádos que entrasen en la guerra contra Francia no apoyarían a sus gobiernos. Había razones para esta creencia, porque ya antes de la Revolución Francesa existían elementos revolucionarios, tanto en los Países Bajos holandeses como en los austríacos, y, en menor medida, en partes de Suiza, en Polonia y en otros países. Algunos girondinos imagina­ ban, pues, una guerra en la que los ejércitos franceses entrarían en los países vecinos, se unirían a los revolucionarios locales, derribarían a los gobiernos establecidos e instaurarían una federación de repúblicas. La guerra también era apoyada por un grupo muy diferente, acaudillado por Lafayette, que deseaba refrenar la Revolución, manteniéndola en la línea de la monarquía constitucional. Este grupo creía equivocadamente que la guerra podría restablecer la muy dañada popularidad de Luis XVI, unir el país bajo el nuevo gobierno y acabar con la continuada agitación jacobina. Cuando el 106

espíritu de guerra hervía en Francia, murió el emperador Leopoldo II. Le sucedió Francisco II, un hombre mucho más inclinado que Leopoldo a ceder a los clamoreos de la vieja aristocracia. Francisco reanudó las negociaciones con Prusia. En Francia, todos los que temían un retomo del Antiguo Régimen estaban más dispuestos a prestar oídos a los girondinos. Entre los jacobinos como conjunto sólo unos pocos se oponían a la guerra —por lo general, un puñado de demócratas radicales—. El 20 de abril de 1792, sin oposición importante, la Asamblea declaraba la guerra «al rey de Hungría y Bohemia», es decir, a la monarquía austríaca. L a «segunda» Revolución: 10 de agosto de 1792 La guerra intensificó la inquietud y la insatisfacción existentes entre las clases desposeídas. Tanto los campesinos como los obreros de la ciudad pensaban que la Asamblea Constituyente y la Legislativa habían servido a los intereses de las gentes adineradas y habían hecho poco por ellos. Los campesinos estaban descontentos ante las inadecuadas medidas adoptadas para facilitar la distribución de la tierra; los obreros acusaban especialmente la presión de la subida de los precios, que en 1792 se habían elevado notablemente. El oro había sido llevado del país por los emigrados; el papel moneda, los asignados, eran casi la única moneda circulante, y el futuro del gobierno era tan incierto, que perdían valor constantemente. Los campesinos ocultaban sus productos alimenticios, en lugar de venderlos a cambio de un papel desvalorizado. La evidente escasez se combinaba con el valor descendente de la moneda para hacer subir el coste de la vida. Los que más sufrían eran los grupos de ingresos más bajos. Pero, por descontentos que estuviesen, cuando la guerra comenzó se vieron amenazados con un retomo de los emigrados y con una vindicativa restauración del Antiguo Régimen, lo que, por lo menos para los campesinos, constituiría la peor de todas las eventualidades posibles. Las clases trabajadoras —campesinos, artesanos, menestrales, tenderos, asalariados— se adhirieron a la Revolución, pero no al gobierno revolucionario que ocupaba el poder. La Asamblea Legislativa y la monarquía constitucional no contaban con la confianza de numerosos elementos de la población. Además, la guerra, al principio se desarrolló muy desfavorablemente para los franceses. Prusia se unió inmediatamente a Austria, y en el verano de 1792 las dos potencias estaban a punto de invadir Francia. Lanzaron una proclama al pueblo francés, el Manifiesto de Brunswick, del 25 de julio, declarando que si el rey y la reina franceses sufrían algún daño, las fuerzas austro-prusianas, a su llegada a París, impondrían el más duro castigo a los habitantes de la ciudad. Tales amenazas, combinadas con la emergencia militar, sólo hacían el caldo gordo a los activistas más violentos. Las masas del pueblo francés, excitadas y dirigidas por los jefes burgueses jacobinos, especialmente Robespierre, Danton y el cáustico periodista Marat, estallaron en una pasión de exaltación patriótica. Se volvieron contra el rey porque le identificaron con las potencias que luchaban contra Francia, y también porque en la propia Francia los que seguían apoyándole utilizaban la 107

monarquía como una defensa contra las clases bajas. El republicanismo en Francia era, en parte, un accidente histórico más bien súbito, en aquella Francia que se hallaba en guerra bajo un rey en el que no se podía confiar y, en parte, una espede de movimiento de clase baja o casi proletario, en el que, sin embargo, tomaban parte muchos revolucionarios burgueses. La exaltadón se caldeó durante el verano de 1792. Los reclutas afluían a París desde todas las regiones, en su camino hada las fronteras. Un destacamento, procedente de Marsella, traía una nueva candón de marcha, conocida desde entonces como L a Marsellesa, una vehemente llamada a la guerra contra la tiranía. Los provincianos transeúntes exarcebaban la agitación de París. El 10 de agosto de 1792, los barrios obreros de la ciudad se alzaron en una revuelta, apoyados por los reclutas de Marsella y de otras partes. Asaltaron las Tullerias, frente a la resistenda de la guardia suiza, muchos de cuyos miembros fueron muertos, y apresaron y encarcelaron al rey y a la familia real. En París se establedó un gobierno municipal revolucionario, o «Commune». Usurpando los poderes de la Asamblea Legislativa, impuso la derogación de la Constitución y la elección, por sufragio universal masculino, de una Convención Constitudonal, que gobernaría a Franda y prepararía una nueva Constitución, más democrática. La propia palabra, Convendón, fue utilizada en recuerdo de la Convendón Constitucional Americana de 1787. Mientras tanto, en París reinaban la histeria, la anarquía y el terror; un puñado de voluntarios insurrectos, declarando que ellos no lucharían contra los enemigos en las fronteras mientras no se hubieran desecho de los enemigos que tenían en París, sacaron de las cárceles de la ciudad a unas 1.100 personas —sacerdotes refractarios y otros contrarrevolurionarios— y les dieron muerte, tras unos juirios sumarísimos. Estos hechos son conocidos como «las matanzas de septiembre». Durante más de dos años y medio, desde octubre de 1789, se había producido un descenso de la violenda popular. Ahora, la inminenda de la guerra y el descontento de las clases bajas con el curso de los acontecimien­ tos hasta la fecha, habian conduddo a nuevas explosiones. La insurrección del 10 de agosto de 1792, la «segunda» Revolución Francesa, iniciaba la fase más avanzada de la Revolución. 9.

La república de emergencia, 1792-1795: el terror

L a Convención Nacional La Convendón Nadonal se reunió el día 20 de septiembre de 1792; iba a durar tres años. Inmediatamente, proclamó el Año Primero de la Repú­ blica Francesa. También el 20 de septiembre, los desorganizados ejércitos franceses obtuvieron una gran victoria moral en el «cañoneo de Valmy», una batalla que fue poco más que un duelo de artillería, pero que obligó al mando prusiano a abandonar su marcha sobre París. Los franceses no tardaron en ocupar Bélgica (los Países Bajos austríacos), Saboya (que per­ tenecía al rey de Cerdeña, que se había unido a los austríacos), Maguncia 108

y otras ciudades de la orilla izquierda alemana del Rhin. Los simpatizantes revolucionarios de aquellas zonas solicitaban la ayuda francesa. La Conven­ ción Nacional decretó la asistencia a «todos los pueblos que deseasen recobrar su libertad». También ordenó que los generales franceses, en las áreas ocupadas, disolviesen los antiguos gobiernos, confiscasen las propieda­ des del gobierno y de la iglesia, aboliesen los diezmos, los derechos de caza y los tributos señoriales, y estableciesen administraciones provisionales; Así, la Revolución se extendía, siguiendo la estela de los ejércitos franceses victo­ riosos. Los ingleses y los holandeses se prepararon para resistir. Pitt, insistiendo todavía en que los franceses podían tener en su país el régimen que desearan, declaraba que Gran Bretaña no podía tolerar la ocupación francesa de Bélgica. Los ingleses y los holandeses iniciaron conversaciones con Prusia y con Austria, y ios franceses declararon la guerra el día 1 de febrero de 1793. Unas pocas semanas después, la República se habia anexionado Saboya y Niza, así como Bélgica, y tenía bajo su mando militar una gran parte de la Renania alemana7. Mientras tanto, en la Europa oriental, a la vez que denunciaban la rapacidad de los bárbaros franceses, los gobernantes de Rusia y de Prusia llegaron a un acuerdo, mediante el que cada uno se apropiaba de una porción de Polonia, en la segunda partición, en enero de 17938, Los austríacos, excluidos del segundo reparto, se mostraron preocupa­ dos por sus intereses en la Europa oriental. La naciente República Francesa, ahora en guerra con toda Europa, se salvó gracias a la debilidad de la Coalición, porque Inglaterra y Holanda no tenían importantes fuerzas de tierra, y Prusia y Austria tenían demasiados recelos recíprocos, y se hallaban excesivamente preocupados con Polonia para comprometer el grueso de sus ejércitos contra Francia. En la Convención, todos los dirigentes eran jacobinos, pero ios jacobinos estaban, a su vez, divididos. Los girondinos ya no eran el grupo revoluciona­ rio más avanzado, como lo habían sido en la Asamblea Legislativa. A l lado de los girondinos, surgió un nuevo grupo, cuyos miembros preferían ocupar los asientos más altos de la cámara, por lo que recibieron el nombre de la «Montaña» en la jerga política de la época. Los dirigentes girondinos procedían de las grandes ciudades de las provincias; los dirigentes «montagnards», aunque en su mayoría de nacimiento provinciano, eran representan­ tes de la ciudad de París y debían casi toda su fuerza política a los elementos radicales y populares de esta ciudad. Aquellos revolucionarios del pueblo, fuera de la Convención, se daban a sí mismos, orgullosamente, el nombre de «sans-culottes», porque llevaban los largos pantalones de los obreros, y no los calzones hasta la rodilla o culottes, de las clases media y alta. Constituían la clase obrera de una época pre-industrial, tenderos y dependientes, artesanos especializados en varios

7 Ver mapa 3. 8 Ver pág, 57,

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LAS REBUSCADORAS por Jean-Franfois MiUet (francés, 1814*1875) Aquí se muestran tres mujeres de las más pobres del campesinado francés. Pueden compa­ rarse con las mujeres representadas en las págs. 63, 75 y 105. Encorvadas en el trabajo, alar­ gando unas manos fuertes y musculosas, agarrando sus pocos tallos de grano, estas mujeres están ejercitando un derecho legal, el «glanage», que permitía a los pobres rebuscar en los campos, una vez que los dueños hubieran recogido la cosecha. Muchos de los dueños eran cam­ pesinos más opulentos. El «glanage» era uno de los derechos colectivos de las aldeas, originaria­ mente común en Francia, en Inglaterra y en gran parte de Europa, que tendió a desaparecer con la difusión de las modernas instituciones de propiedad privada. Cuando el cuadro fue expuesto por primera vez, en 1857, recordó la Revolución Francesa a cierto indignado crítico. «Detrás de esas tres rebuscadoras —dijo—, contra el horizonte plomizo, podemos ver las siluetas de las picas, de los motines y de los patíbulos del 93.» Cortesía del Louvre (Giraudon).

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oficios, incluidos algunos que eran propietarios de pequeñas empresas manufactureras o artes anas. Durante dos años, su militancia y su activismo impulsaron la Revoludón. Pedían una igualdad que tuviera un significado para gentes como ellos, exigían un poderoso esfuerzo contra las potendas extranjeras que se atrevían a intervenir en la Revoludón Francesa, y denun­ ciaban (bastante correctamente) al rey y a la reina, ahora derrocados, por confabuladón con el enemigo austríaco. Los «sans-culottes» temían que la Convención fuese demasiado moderada. Ellos defendían una democracia directa en sus clubs y asambleas de vednos, al lado de una masa que, en caso necesario, se levantaría contra la Convendón misma. Los girondinos, en la Convendón, comenzaban a desechar a aquellos militantes populares como anarquistas. El grupo conocido como la «Montaña» estaba más dispuesto a trabajar con ellos, por lo menos mientras durase la emergencia. La Convención juzgó a Luis XVI, por traidón, en didembre de 1792. El 15 de enero, pronunció, unánimemente, su sentenda de culpabilidad, pero, al día siguiente, de los 721 diputados presentes, sólo 361 votaron en favor de una inmediata ejecudón: una mayoría de uno. Luis XVI murió en la guillotina, tinos días después, el 21 de enero de 1793. Desde entonces, los 361 diputados fueron tachados de regiddas, durante su vida entera; por su propia seguridad, nunca podrían consentir una restauradón de la monarquía borbónica en Francia. Los otros 360 diputados no estaban comprometidos de igual modo; sus rivales les llamaron girondinos, «moderados», contrarrevolucionarios. Todos los que esperaban todavía más de la Revolución, o que temían que el más ligero vaivén trajese a los aliados y a los emigrados a Francia, miraban ahora al ala «montagnard» de los jacobinos.

Antecedentes del Terror En abril de 1793, el general francés más espectacular, Dumouriez, que había obtenido las victorias de Bélgica, cinco meses antes, desertó a Austria. Los ejércitos aliados expulsaron ahora de Bélgica a los franceses, y de nuevo amenazaron con invadir Francia. Los contrarrevoludonarios se entusiasma­ ron. Entre los revolucionarios, se escuchó un clamor: «¡Estamos siendo trairionados!». Los precios seguían subiendo, el valor de la moneda bajaba, los ali­ mentos eran más difíciles de conseguir, y las clases trabajadoras estaban cada vez más inquietas. Los «sans-culottes» exigían controles de precios, controles de moneda, racionamiento, legislación contra el acaparamiento de alimentos y re­ quisa de los mismos para su obligada circulación. Denundaban a la burguesía como usureros y explotadores del pueblo. Mientras los girondinos se resistían, la Montaña actuaba de acuerdo con los «sans-coulottes», en parte por simpatía con sus ideas, en parte para atraer el apoyo de las masas a la guerra, y en parte como maniobra para deshacerse de los girondinos. El día 31 de mayo de 1793, la Comuna de París, bajo presión de los «sans-coulottes», reunió una multitud de manifestantes y de insurrectos que invadieron la Convendón y ordenaron d arresto de los dirigentes girondinos. Otros girondinos huyeron a provin­ cias entre ellos Condorcet, el cual, mientras permanedó oculto, y poco antes 111

de su muerte, encontró tiempo para escribir su famoso libro sobre los Progresos del espíritu humano9Ahora, la «Montaña» gobernaba en la Convención, pero la Convención, a su vez, gobernaba muy poco. No sólo eran los ejércitos extranjeros y los emigrados que se acercaban a las puertas los que tenían interés en destruir la Convención como una banda de regicidas y de incendiarios sociales, sino que la autoridad de la Convención era ampliamente repudiada en la propia Francia. En el oeste, en la Vendée, los campesinos se habían levantado contra el alistamiento militar; estaban incitados por los sacerdotes refracta­ rios, por los agentes británicos y por los emisarios realistas del Conde de Artois. Las grandes ciudades de provincias, como Lyon, Burdeos, Marsella y otras, se habían rebelado también, especialmente después de haber llegado a ellas los fugitivos girondinos. Aquellos «federalistas» rebeldes demandaban una república más «federal» o descentralizada. Como los hombres de la Vendée, con quienes no tenían relación alguna, se oponían al predominio de París, pues se habían acostumbrado a una mayor independencia regional bajo el Antiguo Régimen. Aquellas rebeliones se hicieron contrarrevolucionarias, pues todo tipo de extranjeros, realistas, emigrados y clericales acudieron a estimularlas. La Convención tenía que defenderse también contra los extremistas de la izquierda. A la auténtica acción de masas de los «sans-culottes» se unían ahora las voces de los militantes todavía más excitados, llamados enragés. Diversos organizadores, entusiastas, agitadores y políticos de barriada decla­ raban que los métodos parlamentarios eran inútiles. Por lo general, eran hombres ajenos a la Convención —y también mujeres, porque las mujeres eran especialmente sensibles a la crisis de escasez de alimentos y de subida de precios, y una organización de Mujeres Republicanas originó un breve motín en 1793— . Todos aquellos activistas actuaban por medio de unidades de gobierno local en París y en otras partes, y en millares de «sociedades po­ pulares» y de clubs provincianos por todo el país. Formaron también «ejér­ citos revolucionarios», bandas semimi litar es de hombres que recorrían las áreas rurales en busca de alimentos, registraban los graneros de los campe­ sinos, denunciaban a los sospechosos y predicaban la revolución. En cuanto a la Convención, aunque no puede decirse que tuviera nunca jefes de ninguna clase, el programa que siguió, durante más de un aflQ, fue, en conjunto, el de Maximilien Robespierre, jacobino, pero que no siempre se mantuvo al lado de la revolución popular o de la anarquía. Robespierre es uno de los hombres más discutidos y menos comprendidos de los tiempos modernos. Las personas acostumbradas a condiciones de estabilidad le desechan con un estremecimiento como a un sanguinario fanático, dictador y demagogo. Otros le han considerado un idealista, un visionario y un ferviente patriota cuyos objetivos e ideales eran, por lo menos, sinceramente democráticos. Todos están de acuerdo en reconocer su honestidad e integridad personales, y su celo revolucionario. Fue, originariamente, un abogado del norte de Francia, educado con becas en París. En 1789, había sido elegido para representar al Tercer Estado en los Estados Generales, y en la inmediata Asamblea Constituyente desempeñó un papel menor, aunque 9 112

Ver pág. 42.

llamó la atención por sus puntos de vista contrarios a la pena de muerte y favorables al sufragio universal. Durante el período de la Asamblea Legislativa, en 1791-1792, continúo luchando por la democracia y alzándose inútilmente contra la declaración de guerra. En la Convención, elegida en septiembre de 1792, representó a un distrito de París, Llegó a ser un destacado miembro de la Montaña y asistió, complacido, a la purga de los girondinos. Siempre se habia mantenido limpio de los cohechos y malversa­ ciones en que algunos otros se habian visto envueltos, y por esta razón era conocido como el Incorruptible. Fue un gran creyente en la importancia de la «virtud». Este término había sido utilizado de un modo particular entre los philosophes: Montesquieu y Rousseau habían sostenido que las repúbli­ cas dependían de la «virtud», o espíritu público altruista y celo cívico, a lo que se añadió, bajo la influencia rusoniana, una idea un tanto sentimental de la integridad personal y de la pureza de la vida. Robespierre se decidió, en 1793 y 1794, a hacer realidad una república democrática hecha de buenos ciudadanos y hombres honestos. E l program a de la Convención, 1793-1794: el Terror El programa de la Convención, que Robespierre contribuyó a elaborar, consistía en reprimir la anarquía, la lucha civil y la contrarrevolución en el interior, y ganar la guerra mediante una gran movilización nacional de los hombres y de los recursos del país. Prepararía una Constitución democrática e iniciaría una legislación para las clases inferiores, pero no transigiría con la Comuna de París y con otros órganos de acción revolucionaria directa. Para dirigir el gobierno, la Convención otorgaba amplios poderes a un Comité de Salvación Pública, grupo formado por doce miembros de la Convención que se elegían cada mes. Robespierre fue un miembro influyente; otros fueron el joven St. Just, el paralítico parcial Couthon, y el oficial del ejército, Camot, «organizador de la victoria». Para reprimir la «contrarrevolución», la Convención y el Comité de Salvación Pública establecieron lo que popularmente se conoce como el «Reinado del Terror». Se instituyeron tribunales revolucionarios como alternativa a la ley de Lynch de las matanzas de septiembre. Se creó un Comité de Seguridad General, como una especie de policía política suprema. Destinado a proteger la República Revolucionaria frente a sus enemigos interiores, el Terror golpeó a los que conspiraban contra la República, y a los que, sencillamente, eran sospechosos de actividades hostiles. Sus víctimas fueron desde María Antonieta y otros realistas hasta los antiguos colegas revolucionarios de la Montaña, los dirigentes girondinos; y antes de que terminase el año 1793-1794, algunos de los viejos jacobinos de la Montaña que habían contribuido a iniciar el programa acabaron también en la guillotina. El número de personas que perdieron sus vidas durante el Terror, desde finales del verano de 1793 hasta julio de 1794, ha sido frecuentemente exagerado. Comparado con los patrones del siglo XX, según los cuales los gobiernos han acometido la extirpación de clases o razas enteras, el Terror fue verdaderamente blando. Pero durante él murieron unas 40.000 personas; \ ¡«nos cientos de millares fueron también, en un momento u otro, 113

arrestados y mantenidos en prisión. Las ejecuciones, en su mayoría, tuvieron lugar en la Vendée, en Lyon, y en otros lugares de franca rebeldía, y estaban dirigidas contra personas que se habían insurreccionado en tiempo de guerra. El Terror no mostraba respeto ni interés alguno por los orígenes de clase de sus víctimas. Alrededor del 8 por 100, eran nobles, pero los nobles, como clase, no eran molestados, a menos que resultasen sospechosos de agitación política; en un 14 por 100, las víctimas aparecían clasificadas como burgueses, principalmente de las ciudades rebeldes del sur; el 6 por 100 eran clérigos, mientras no menos del 70 por 100 eran de clases cam­ pesina y trabajadora. Una república democrática, fundada en la Decla­ ración de los Derechos del Hombre, había de suceder, en principio, al Terror, una vez que la guerra y la emergencia hubiesen teminado, pero, mientras tanto, el Terror era, en el mejor de los casos, inhumano, y, en algunos sitios, cruel, como en Nantes, donde 2.000 personas fueron cargadas en barcazas y hundidas deliberadamente. El Terror dejó en Francia prolongados recuerdos y antipatías respecto a la Revolución y al republica­ nismo. Para dirigir el gobierno en medio de la emergencia bélica, el Comité de Salvación Pública operó como una dictadura conjunta o gabinete de guerra. Preparó y guió la legislación a través de la Convención. Logró el control sobre los «representantes en misión», que eran miembros de la Convención que se hallaban de servicio con los ejércitos y en las áreas insurgentes de Francia. Estableció el Bulletin des loix, de modo que todas las personas pudieran saber qué leyes se suponía que tenían que cumplir u obedecer. Centralizó la administración, convirtiendo el enjambre de funcionarios localmente elegidos, residuos de la Asamblea Constituyente, y que eran realistas en unos sitios, desenfrenados extremistas en otros, en «agentes nacionales» de designación central,, nombrados por el Comité de Salvación Pública. Para ganar la guerra, el Comité proclamó la levée en masse, llamando a filas a todos los hombres físicamente útiles. Reclutó a hombres de ciencia para que trabajasen en armamentos y municiones. Los más destacados científicos franceses de la época, incluido Lagrange y Lamarck, trabajaban para el gobierno o era protegidos por él contra el Terror, aunque uno, Lavoisier, «padre de la química moderna», fue guillotinado en 1794, por haber estado implicado en un arrendamiento de impuestos, con anterioridad a 1789. Por motivos militares, el Comité instituyó también controles económicos, que al mismo tiempo satisfacían las demandas de los enragés y de otros portavoces de la clase trabajadora. Los asignados dejaron de desvalorizarse durante el año del Terror. Así, el gobierno protegía su propio poder adquisitivo y el de las masas Lo consiguió, mediante el control de la exportación del oro, mediante la confiscación de efectivo y de moneda extranjera de los ciudadanos franceses, a los que pagaba con asignados, y mediante la legislación contra el acaparamiento o contra la retirada de artículos del mercado. Los alimentos y los suministros para los ejércitos, así como para los civiles de las ciudades, se recogían y se asignaban mediante un sistema de requisas, centralizado en una Comisión de Subsistencia sometida al Comité de Salvación Pública. Un «máximo general» fijaba los techos de 114

los precios y de los salarios. Contribuyó a frenar la inflación durante la crisis, pero no resultó muy eficaz; el Comité creía, como principio, en una economía de libre mercado y carecía de la maquinaria técnica y administrati­ va para imponer controles completos. En 1794, estaba dando rienda más suelta a la empresa privada y a los campesinos, a fin- de estimular la producción. También trató de mantener bajos los salarios, y, a este respecto, no pudo alcanzar la adhesión de muchos dirigentes de la clase trabajadora. En junio de 1793, el Comité redactó una Constitución republicana, adop­ tada por la Convención, que establecía el sufragio universal masculino. Pero la nueva Constitución fue aplazada indefinidamente, y el gobierno fue declarado «revolucionario hasta la paz», entendiendo por «revolucionario» extra-constitucional o de un carácter de emergencia. En otros aspectos, el Comité mostraba intenciones de legislar en favor de las clases económicas más bajas. Los controles de precios y otras disposiciones económicas respondían a las demandas de los «sans-culottes». Se acabaron los vestigios del régimen señorial; los campesinos quedaron exentos del pago de la compensación por las obligaciones que habían sido abolidas al comienzo de la Revolución. Se concedió una mayor facilidad para la compra de la tierra por los campesinos. Hubo incluso movimientos, en las leyes de Ventoso, de marzo de 1974, para confiscar los bienes de los sospechosos (no sólo de la iglesia o de los emigrados convictos), y de entregar esos bienes, gratuitamen­ te, a los «patriotas necesitados»; pero aquellas leyes fueron redactadas de una forma impracticable, nunca recibieron mucho apoyo del Comité de gobierno, y no se tradujeron en casi nada. El Comité se ocupó también de los servicios sociales y de medidas de mejoras públicas; publicó folletos para enseñar a los granjeros a mejorar sus cosechas, seleccionó a jóvenes prometedores para que recibiesen instrucciones en oficios útiles, abrió una escuela militar para muchachos de todas las clases, hasta de la más humilde, y, desde luego, trató de introducir la instrucción elemental universal. En aquel tiempo, fue abolida también la esclavitud en las colonias francesas, y los negros fueron declarados libres, tras haber obtenido los derechos dviles. El Comité de Salvación Pública quería concentrar la Revolución en sí mismo. No transigía con la violencia revolucionaria no autorizada. Con un programa democrático propio, condenaba la democracia turbulenta de los clubs populares y de las asambleas locales. En el otoño de 1793, arrestó a los dirigentes enragés y prohibió, al mismo tiempo, las organizaciones de mujeres revolucionarias. El revolucionarismo extremado tomó después el nombre de hebertismo, derivado de Hébert, un funcionario de la Comuna de París. Los hebertistas eran un grupo amplio e indefinible, e incluía a muchos miembros de la Convención. Denunciaban indiscriminadamente a los comer­ ciantes y a la burguesía. Eran el partido del Terror extremado; fue un hebertista el que llevó a cabo los hundimientos de Nantes. Convencidos de que toda religión es contrarrevolucionaria, lanzaron el movimiento de descristianización. La Convención adoptó incluso un calendario revolucio­ nario. Su principal objetivo era el de borrar de los espíritus de los hombres el ciclo cristiano de los domingos, de los días festivos y de fechas religiosas como la Navidad y la Pascua de Resurrección. Los años se contaban desde la fundación de la República Francesa, dividiéndose cada año en nuevos meses 115

de treinta días cada uno, y eliminando también la semana, que fue sustituida con la décade10Otra forma adoptada por la descristianización fue el culto a la razón, que se extendió por toda Francia a finales de 1793. En París, el obispo renunció a su cargo, declarando que había sido engañado; y la Comuna organizó ceremonias en la catedral de Notre Dame, en las que la Razón estaba representada por una actriz que era la mujer de uno de los funcionarios de la ciudad. Pero la descristianización no fue vista con buenos ojos por Robespierre, convencido de que apartaría de la República a las masas y de que le enajenaría las simpatías que la Revolución todavía suscitaba en el exterior. El Comité de Salvación Pública, por lo tanto, ordenó la tolerancia con los católicos pacíficos, y, en junio de 1794, Robespierre introdujo el «Culto del Ser Supremo», que era una especie de culto nacional y naturalista, en el que la República declaraba reconocer la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Robespierre esperaba que,, sobre aquella base, podrían reconciliarse los católicos y los agnósticos anticlericales. Pero los católicos estaban ahora lejos de toda reconciliación, y los librepensadores, apelando a la tradición de Voltaire, consideraban a Robespierre como un extraño personaje reaccionario y estaban dispuestos a provocar su caída. Mientras tanto, el Comité procedía implacablemente contra los hebertistas, a cuyos principales jefes envió a la guillotina, en marzo de 1794. Se dominó a los «ejércitos revolucionarios» paramilitares. Se retiró de las provincias a los terroristas extremados. La revolucionaria Comuna de París fue destruida. Robespierre ocupó los cargos municipales de París con hom­ bres de su propia elección. Esta comuna adicta a Robespierre desauto­ rizó las huelgas y trató de mantener bajos los salarios, alegando nece­ sidades militares; pero no logró atraerse a los ex-hebertistas y a los re­ presentantes de la clase trabajadora, que se vieron decepcionados por la Revolución y la desecharon como un movimiento burgués. Acaso para impedir precisamente esta conclusión, y a fin de evitar la apariencia de desviación a la derecha, Robespierre y el Comité, después de liquidar a los hebertistas, liquidaron también a ciertos miembros del ala derecha de la Montaña que eran conocidos como dantonistas. Danton y sus seguidores fueron acusados de deshonestidad financiera y de tratar con los contrarrevo­ lucionarios; las acusaciones tenían una cierta parte de verdad, pero no era este el principal motivo de las ejecuciones. En la primavera de 1794, la República Francesa poseía un ejército de 800.000 hombres, el más grande sostenido hasta aquella fecha por una potencia europea. Era un ejército nacional, que representaba a un pueblo en armas, mandado por oficiales que habían sido ascendidos rápidamente, por sus méritos, y compuesto por soldados que se consideraban ciudadanos que luchaban en defensa de su propia causa. Su intensa formación política lo hacía temible y contrastaba profundamente con la indiferencia de los ejércitos adversarios, algunos de los cuales estaban integrados realmente por A u n q u e n o se a d o p tó h asta o ctu b re de 1793, el c a len d ario rev o lu cio n ario c o m p u ta b a el A flo 1 de la R ep ú b lica F ran cesa desde el 22 de se p tie m b re de 1792. L os n o m b res de los meses eran , su cesiv am en te, V endém iaire, B ru m aire, F rim aire (o to ñ o ); N ivóse, P luviS se, V entóse (invierno); G erm in al, F lo ré al, P ra iria l (prim avera); M essidor, T h e rm id o r, F ru c tid o r (verano).

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siervos, y sin que Jos soldados de ninguno de ellos se sintieran miembros de sus sistemas políticos correspondientes. Los gobiernos aliados, cada uno de los cuales perseguía sus propios fines, y que se hállaban todavía distraídos por sus ambiciones en Polonia, donde era inminente el tercer reparto, no podían combinar sus fuerzas contra Francia. En junio de 1794, los franceses ganaron la batalla de Fleurus, en Bélgica. Los ejércitos republicanos invadían de nuevo los Países Bajos; seis meses después, su caballería entraba en Amsterdam, cuyas aguas heladas se habían convertido en una ruta sólida. Las viejas provincias holandesas no tardaron en ser sustituidas por una República Bátava revolucionaria. A causa de sus éxitos militares, los franceses se sentían menos dispuestos a soportar el gobierno dictatorial y la disciplina económica del Terror. Robespierre y el Comité de Salvación Pública se habían malquistado con todos los partidos importantes. Los radicales de la clase trabajadora de París ya no le apoyarían, y, tras la muerte de Danton, la Convención Nacional tenía miedo de su propio comité dirigente. Un grupo de la Convención obtuvo la «proscripción» de Robespierre, el día 9 de Thermidor (27 de julio de 1794); Robespierre fue guillotinado, al día siguiente, con algunos de sus compañeros. Muchos de los que se volvieron contra él creían que estaban dando un mayor impulso a la Revolución, como al acabar con los girondinos, el año anterior. Otros pensaban, o decían, que estaban cerrando el paso a un dictador y a un tirano. Todos estaban de acuerdo, para su propia absolución, en cargar todas las culpas sobre los hombros de Robespierre. La idea de que Robespierre era un monstruo se debió más a sus antiguos compañeros que a los conservadores de la época.

La reacción thermidoriana La caída de Robespierre asombró al país, pero sus efectos se manifesta­ ron, durante los meses siguientes, como la «reacción thermidoriana». El Terror se calmó.-La Convención redujo los poderes del Comité de Salvación Pública, y cerró el club jacobino. Se abolieron el control de precios y otras regulaciones. La inflación reanudó su carrera, los precios volvieron a subir, y las clases trabajadoras, desorientadas y sin dirigentes, sufrieron más que nunca. Estallaban motines esporádicos, de los que el más importante fue la insurrección de adiaí del Año III (mayo de 1795), en que una multitud casi dispersó la Convención por la fuerza. Por primera vez desde 1789, fueron l'amadas las tropas a París. Los insurrectos de los barrios obreros levantaron barricadas en las calles. El ejército se impuso sin mucho derramamiento de sangre, pero la Convención arrestó, encarceló o deportó a diez mil insurgentes. Unos pocos organizadores fueron guillotinados, incluido un militante negro. El levantamiento de pradial tuvo un sabor anti­ cipado a revolución social moderna. El elemento vencedor fue la burguesía, que había dirigido la Revolu­ ción desde la Asamblea Constituyente y que, en realidad, no había sido desplazada, ni siquiera durante el Terror. No era, básicamente, una burguesía de "apitalistas modernos, preocupados de obtener unas ganancias mediante el 117

desarrollo de nuevas fábricas o de nueva maquinaria11. Los vencedores políticos después de Thermidor eran «burgueses» en un sentido más antiguo, los que no habían sido nobles o aristócratas con anterioridad a 1789, pero que habían tenido una posición sólida bajo el Antiguo Régimen, muchos de ellos abogados o funcionarios públicos, y que frecuentemente obtenían unos ingresos de la propiedad de la tierra. A estos se agregaban ahora nuevos elementos producidos por la propia Revolución, advenedizos y nouveaux riches, que habían ganado dinero mediante los contratos con el gobierno en tiempo de guerra, o que se habían beneficiado de la inflación o de la compra de antiguas tierras de la Iglesia a precios de ganga. Tales individuos, a los que muchas veces se unieron antiguos aristócratas, y como reacción contra la «virtud» de Robespierre, implantaron un turbulento y ostentoso estilo de vida que dio mala fama al nuevo orden. También desataron un «terror blanco» contra los jacobinos, en el que muchos fueron, sencillamente, ase­ sinados. Pero los thermidorianos, por desacreditados que estuvieran algunos de ellos, no habían perdido la fe en la Revolución. Asociaban la democracia con el terror rojo y con el gobierno de las masas, pero seguían creyendo en los derechos legales individuales y en una Constitución escrita. Las condicio­ nes eran, más bien adversas, porque el país todavía estaba sin asentar, y, aunque la Convención hizo una paz separada con España y con Prusia, Francia continuaba en guerra con la Gran Bretaña y con el imperio de los Habsburgo. Pero los hombres de la Convención estaban decididos a llevar a cabo otro intento de gobierno constitucional. Desecharon la Constitución democrática elaborada en 1793 (y nunca usada), y redactaron la Constitu­ ción del Año III, que entró en vigor a finales de 1795. 10.

La República Constitucional: el Directorio; 1795-1799

La debilidad del Directorio La primera República Francesa, formalmente constituida, conocida como el Directorio, sólo duró cuatro años. Su debilidad consistió en que se sostenía sobre una base social extremadamente estrecha, y que presuponía unas determinadas conquistas militares. La nueva Constitución se aplicaba no sólo a Francia, sino también a Bélgica, que se consideraba como incorporada constitucionalmente a Francia, aunque los Habsburgo todavía no habían cedido aquellos «Países Bajos austríacos», ni los ingleses habían transigido en su negativa a aceptar la ocupación francesa. La Constitución de 1795 comprometía, pues, a la República a un programa de expansión victoriosa. Al propio tiempo, reducía la clase políticamente activa. Concedió el voto a casi todos los adultos varones, pero los votantes sólo votaban a los «electores», para los que se establecieron aproximadamente las mismas características que en la Constitución de 1789-1791. Las personas designadas como electores solían ser hombres de ciertos recursos, capaces de dedicar su 11 118

Sobre la burguesía y el capitalism o, ver pág. 168.

tiempo y su voluntad a tomar parte en la vida pública; esto, en realidad, significaba hombres de la clase media alta, porque la antigua aristocracia era desafecta. Los electores elegían todos los funcionarios importantes de los departamentos, y también los miembros de la Asamblea Legislativa nacio­ nal, que ahora se dividía en dos cámaras. La cámara baja se denominaba el Consejo de los Quinientos, y la alta, compuesta de 250 miembros, el Consejo de los Ancianos —«ancianos», porque eran hombres de más de cuarenta años—. Las cámaras elegían el ejecutivo, que se llamaba el Directorio (del que recibía su nombre el régimen en su conjunto) y que estaba compuesto por cinco Directores. Asi, pues, el gobierno estaba constitucionalmente en manos de los propietarios importantes, tanto rurales como urbanos, pero su base real era más estrecha todavía. En la reacción subsiguiente a Thennidor, mucha gente empezó a pensar en la restauración de la monarquía. La Convención, para proteger a sus propios miembros, estableció que dos tercios de los hombres inicialmente elegidos para el Consejo de los Quinientos y para el Consejo de los Ancianos debían ser ex-miembros de la Convención. Esta interferencia en la libertad de las elecciones provocó graves trastornos en París, instigados por personas llamadas realistas; pero la Convención, que ahora se había acostumbrado a utilizar el ejército, ordenó a un joven general que se encontraba en París, llamado Bonaparte, que reprimiese al populacho realista. Y el general así lo hizo, con un «soplo de metralla». La república constitucional dependía, pues, ya desde el principio, de la protección militar. El régimen tenía enemigos a la derecha y a la izquierda. Por la derecha, los realistas no se recataban en su labor de agitación en París e incluso en los dos Consejos. Su centro era el Club Clichy, y estaban en contacto permanente con el hermano del rey muerto, el Conde de Provenza, al que ellos consideraban como Luis XVIII (pues Luis XVII sería el hijo de Luis XVI, que había muerto en la cárcel). Luis XVIII se había instalado en Verona, en Italia, donde dirigía un centro de propaganda ampliamente financiado por dinero británico. El peor obstáculo para el resurgimiento del1 realismo en Francia era el propio Luis XVIII. En 1795, al asumir el titulo, había publicado una Declaración de Verona, en la que anunciaba su propósito de restaurar el Antiguo Régimen y de castigar a todos los implicados en la Revolución, desde 1789. Se ha dicho —y, a este respecto, con bastante razón— que los Borbones «no habían aprendido nada, ni olvida­ do nada». Si Luis XVIII hubiera ofrecido en 1795 lo que ofreció en 1814, es muy probable que sus partidarios en Francia hubieran podido llevar a cabo su restauración y terminado la guerra. En realidad, la mayoría de los franceses no se adhería precisamente a la república tal como se había establecido en 1795, sino, más negativamente, a cualquier sistema que cerrase el paso a los borbones y a la antigua nobleza, que impidiese el restablecimiento del sistema señorial, y que asegurase a los nuevos propieta­ rios, campesinos y burgueses, en la posesión de los bienes de la Iglesia que habían comprado. La izquierda estaba formada por personas de diversos niveles sociales, que apoyaban todavía las ideas más democráticas expresadas en momentos anteriores de la Revolución. Algunos de ellos creian que la caída de 119

Robespierre había sido un gran desastre. Un pequeño grupo de extremistas formó la Conspiración de los Iguales, organizada en 1796 por «Gracchus» Babeuf. Su propósito era el de derrocar el Directorio y sustituirlo por go­ bierno dictatorial que él llamaba «democrático», en el que se aboliría la propiedad privada y se decretaría la igualdad. Por estas ideas y por su programa activista, ha sido considerado como un interesante precursor del comunismo moderno. El Directorio reprimió sin dificultad la Conspiración de los Iguales, y guillotinó a Babeuf y a otro. Mientras tanto, no hacía nada por aliviar la dura situación de las clases inferiores, que se mostraban poco inclinadas a seguir a Babeuf, pero,que sufrían los estragos de la escasez y de la inflación. L a crisis política de 1797 En marzo de 1797, tuvo lugar la primera elección verdaderamente libre celebrada nunca en Francia bajo los auspicios republicanos. Los candidatos victoriosos fueron, en su mayoría, monárquicos constitucionales, o, por lo menos, vagamente realistas. Parecía inminente un cambio del equilibrio dentro de los Quinientos y de los Ancianos, en favor del realismo. Esto era, precisamente, lo que la mayor parte de los republicanos de 1793, incluidos los regicidas, no podían soportar, aunque para impedirlo tuvieran que violar la Constitución. Ni era soportable tampoco, por otras razones, para el general Napoleón Bonaparte. Bonaparte había nacido en 1769, en el seno de una familia de la pequeña nobleza de Córcega, poco después de la anexión de Córcega a Francia. Había estudiado en escuelas militares francesas y había sido destinado al ejército Borbón, pero nunca habría alcanzado un alto rango en las condiciones del Antiguo Régimen. En 1793, era un ferviente y joven oficial jacobino, que había sido útil a la hora de expulsar de Tolón a los ingleses, y que, por consiguiente, fue ascendido a general de brigada por el gobierno del Terror. En 1795, como se ha señalado, sirvió a la Convención acabando con una manifestación de realistas. En 1796, recibió el mando de un ejército, con el que, en dos brillantes campañas, cruzó los Alpes y expulsó del norte de Italia a los austríacos. Como otros generales, se salió del control del gobierno de París, que estaba demasiado apurado, económicamente, para pagar a sus tropas o para abastecerlas. Vivía de las requisas locales en Italia, se convirtió en autosuficiente e independiente, y, en realidad, fue el gobierno de civiles de París el que pasó a depender de él. Desarrolló una política exterior propia. Muchos italianos estaban descon­ tentos de sus antiguos gobiernos, de modo que la llegada de los ejércitos republicanos franceses produjo una gran excitación en el norte dé Italia, donde las ciudades venecianas se levantaron contra Venecia, Bolonia contra el papa, Milán contra Austria, y la monarquía sarda se vio amenazada por levantamientos de sus propios súbditos. De acuerdo con algunos de aquellos revolucionarios, aunque rechazando a otros, Bonaparte estableció una República «Cisalpina» en el valle del Po, modelada según el sistema francés, con Milán como capital. Mientras el Directorio, en conjunto, había 120

pretendido, inicialmente, devolver Milán a los austríacos como compensa­ ción por el reconocimiento austríaco de la conquista francesa de Bélgica, Bonaparte insistía en que Francia mantuviese sus posiciones, tanto en Bélgica como en Italia. Por lo tanto, necesitaba republicanos expansionistas en el gobierno de París, y se vio perturbado por las elecciones de 1797. Los austríacos negociaron con Bonaparte, porque él era quien les habia vencido en la batalla. También los ingleses, en conferencias con los franceses en Lille, discutieron la paz entre 1796-1797. La guerra se había desarrollado con signo adverso para Inglaterra; un grupo de Whigs, capitaneado por Charles James Fox, la había desaprobado siempre abiertamente, y los radicales pro-franceses y republicanos estaban tan activos, que el gobierno suspendió el «habeas corpus» en 1794, encarcelando seguidamente, a discreción, a los agitadores políticos. En 1795, un asesino disparó sobre Jorge III, rompiendo el cristal de su carruaje. Las cosechas fueron malas, y el pan era escaso y caro. Inglaterra estaba aquejada también por la inflación, porque Pitt financió la guerra, al principio, con importantes empréstitos, y una gran cantidad de oro fue embarcada para el Continente, con el fin de atender a los ejércitos aliados. En febrero de 1797, el Banco de Inglaterra suspendió los pagos en oro a los ciudadanos particulares. El hambre amenazaba, el pueblo estaba inquieto, y había incluso motines en la armada. Irlanda estaba en rebeldía; los franceses se hallaban a punto de desembarcar allí un ejército republicano, y cabía esperar que el próximo intento pudiera tener éxito. Los austríacos, los únicos aliados que le quedaban a Inglaterra, fueron derrotados por Bonaparte, y, por el momento, los ingleses no podían seguir subvencionándoles. Los ingleses tenían razones más que suficientes para hacer la paz. Muchos se inclinaban por un arreglo respecto a las conquis­ tas coloniales, considerando la guerra como una renovación de la lucha del si­ glo XVIII por el imperio. Las perspectivas de paz eran buenas en el verano de 1797, pero, como siempre, la paz se conseguiría bajo ciertas condiciones. En Francia, eran los realistas los que formaban el partido de la paz, porque un rey restaurado podría devolver, fácilmente, las conquistas de la república, y, en todo caso, abandonaría las nuevas repúblicas de Holanda y del valle del Po. Los republicanos del gobierno francés difícilmente podrían hacer la paz, en el caso de que pudieran. Constitucionalmente, estaban obligados a la retención de Bélgica. Iban perdiendo el control de sus propios generales. Y tampoco podía soslayarse la pregunta suprema: ¿era la paz suficientemente valiosa para adquirirla al precio del retorno del Antiguo Régimen, tal como Luis XVIII había prometido? El golpe de estado de Fructidor (4 de septiembre de 1797) resolvió todas aquellas importantes cuestiones. Fue el punto crítico de la república constitucional y resultó decisivo para toda Europa. El Directorio pidió ayuda a Bonaparte, quien envió a París a uno de sus generales, Augereau. Mientras Augereau los apoyaba con la fuerza de sus soldados, los Consejos anularon la mayor parte de las elecciones de la primavera anterior. Fueron depurados dos Directores; uno de ellos, Lazare Carnot, «organizador de la victoria» en el Comité de Salvación Pública, y ahora, en 1797, estricto constitucionalista, fue desterrado. En líneas generales, fueron los antiguos 121

republicanos de la Convención los que se aseguraron en el poder. Su justificación consistía en que estaban defendiendo la Revolución, contra Luis XVIII y el Antiguo Régimen. Pero, para ello, tenían que violar su propia Constitución y anular la primera elección libre que se hubiera celebrado nunca en una república francesa constitucional. Y pasaron a depender del ejército, más que nunca también. Tras el golpe de estado, el gobierno «fructidoriano» rompió las negociaciones con Inglaterra. Firmó con Austria el tratado de Campo Formio, el 17 de octubre de 1797, de acuerdo con las ideas de Bonaparte. La paz predominaba ahora en el Continente, pues sólo Francia y la Gran Bretaña continuaban en guerra, pero era una paz llena de inquietudes ante el futuro. Mediante el nuevo tratado, Austria reconocía la anexión francesa de Bélgica (los antiguos Países Bajos austríacos), el derecho francés a incorpo­ rarse la Orilla Izquierda del Rhin, y la República Cisalpina de dominación francesa en Italia. A cambio de ello, Bonaparte permitía a los austríacos la anexión de Venecia y de la mayor parte del territorio véneto. Las posesiones venecianas en las Islas Jónicas, frente a la costa de Grecia, pasaban a Francia. En los meses siguientes, bajo los auspicios franceses, el republicanismo revolucionario se extendió por una parte de Italia. La antigua república patricia de Génova se convirtió en una República de Liguria según el modelo francés. En Roma, el papa fue depuesto de su poder temporal, y se estableció una República Romana. En la Italia meridional, se instauró una República Napolitana, llamada también Partenopea. En Suiza, al mismo tiempo, los reformadores suizos cooperaron con los franceses para crear una nueva República Helvética. La Orilla Izquierda del Rhin, en el atomizado Sacro Imperio Romano, estaba ocupada por un gran número de príncipes alemanes que ahora tenían que abandonarla. El tratado de Campo Formio estipulaba que serían compensados con territorios de la Iglesia en Alemania, al este del Rhin, y que Francia intervendría en la redistribución. Los principes alemanes miraban con ojos codiciosos a los obispos y priores alemanes, y el Sacro Imperio, de casi 1.000 años de antigüedad, poco más que una forma solemne desde la Paz de Westfalia, se hundía hasta el nivel de una rebatiña territorial o de una especulación de bienes raíces, mientras Francia intervenía en la reconstrucción territorial de Alemania.

E l golpe de estado de 1799: Bonaparte Después de Fructidor, se abandonó la idea de mantener la república como un gobierno libre o constitucional. Hubo más levantamientos, más elecciones anuladas, más depuraciones, tanto a la Izquierda como a la Derecha. El Directorio se convirtió en una especie de dictadura ineficaz. Repudió la mayor parte de los asignados y de la deuda, pero no pudo restaurar la confianza o estabilidad financiera. La actividad guerrillera se encendió nuevamente en la Vendée y en otras partes del oeste de Francia. El 122

cisma religioso se agudizó; el Directorio adoptó severas medidas respecto al clero refractario. Mientras tanto, Bonaparte esperaba que la situación madurase. A l volver de Italia como un héroe conquistador, fue destinado al mando del ejército que se preparaba para invadir Inglaterra. Llegó a la conclusión de que la invasión era prematura, y decidió golpear indirectamente a Inglaterra, amenazando a la India mediante una espectacular invasión de Egipto. En 1798, burlando a la armada británica, desembarcó un ejército francés en la desembocadura del Nilo. Egipto formaba parte del Imperio Turco, y la ocupación francesa de aquel país alarmó a los rusos, que tenían sus propios designios respecto al Cercano Oriente. Los austríacos se oponían a la reorganización francesa de Alemania. Año y medio después del tratado de Campo Formio, Austria, Rusia y Gran Bretaña formaron una alianza conocida como la Segunda Coalición. La República Francesa se vio de nuevo envuelta en una guerra general. Y la guerra se desarrolló desfavorable­ mente, porque, en agosto de 1798, la escuadra británica había aislado al ejército francés en Egipto al ganar la batalla del Nilo (o de Abuldr), y, en 1799, las fuerzas rusas, al mando del Mariscal Suvorov, llegaron a operar, tan hacia el Oeste como Suiza y el norte de Italia, donde la República Cisalpi­ na se derrumbó. Había llegado el momento del general Bonaparte. Dejó su ejército en Egipto, y, deslizándose de nuevo entre la armada británica, reapareció inesperadamente en Francia. Descubrió que ciertos dirigentes civiles del Directorio estaban proyectando un cambio. Entre ellos, se encontraba Sieyés, de quien apenas se había oido hablar desde que había escrito ¿ Qué es el Tercer Estado?, diez años antes, pero que había sido miembro de la Convención y había votado en favor de la condena a muerte de Luis XVI. La fórmula de Sieyés era ahora: «confianza por abajo, autoridad por arriba», lo que él quería ahora del pueblo era sumisión, y del gobierno, poder para actuar. Aquel grupo estaba buscando un generad, y su elección recayó en el brillante joven Bonaparte, que aún no tenía más que treinta años. La dictadura de un militar repugnaba a la mayoría de los republicanos de los Quinientos y de los Ancianos. Bonaparte, Sieyés y sus seguidores recurrieron a la fuerza, dando el golpe de estado de Brumano (9 de noviembre de 1799), en el que los legisladores fueron expulsados de las cámaras por los soldados armados. Estos proclamaron una nueva forma de república, a la que Bonaparte llamó el Consulado. Estaba dirigida por tres cónsules, siendo Bonaparte el Primer Cónsul. 11.

La República despótica: el consolado, 1799-1804

El próximo capítulo trata de los asuntos de Europa como conjunto, en la época de Napoleón Bonaparte, proponiéndonos ahora solamente decir cómo aquel hombre puso fin, en cierto modo, a la Revolución en Francia. La República Francesa, al caer en manos de un general, cayó también en poder de un hombre dotado de ese talento extraordinario que suele llamarse genio. Bonaparte era un hombre bajo y moreno, de tipo mediterráneo, que, 123

vestido con un traje civil, nunca habría llamado la atención. Sus modales eran más bien toscos; perdía la calma, hacía trampas en el juego, y tiraba de las orejas a la gente, en una especie de broma espantosa; no era un «caballero». Hijo de la Ilustración y de la Revolución, se emancipó totalmente, no sólo de las. ideas acostumbradas, sino también de los escrúpulos morales. Consideraba el mundo como un plasma al que había de dar forma su propia mente. Tenía una creencia exaltada en su destino, que, al paso de los años, fue haciéndose más mística y exagerada. Proclamaba que seguía su «estrella». Sus ideas de lo bueno y de lo bello eran más bien torpes, pero era un hombre Éde extraordinaria capacidad intelectual, que impresionaba a cuantos entraban en contacto con él. «No hables nunca, a no ser que estés seguro de que eres el hombre más inteligente de la reunión», aconsejó, una vez, a su hijastro, al hacerle virrey de Italia: una máxima que, si él mismo la siguiera, no le habría impedido, de todos modos, ser el que más «hablase. Su atención iba hacia temas sólidos: la historia, el derecho, la ciencia militar, la administración pública. Su inteligencia era tenaz y perfectamente ordenada; en una ocasión, declaró que su inteligencia era como una cómoda cuyos cajones él podía abrir o cerrar, a su voluntad, olvidando cualquier tema cuando su cajón estaba cerrado, y encontrándolo dispuesto, con todos los detalles necesarios, cuando su cajón se abría. Poseia to­ das las imperiosas cualidades inherentes a la facultad de mando; podía deslumbrar y cautivar a cuantos sintiesen alguna inclinación a seguirle. Algunos de los seres más humanos de su tiempo, como Goethe y Beethoven en Alema­ nia, y Lazare Carnot entre los primeros dirigentes revolucionarios, le miraron con gran simpatía, ya inicialmente. Inspiraba confianza por su palabra vigoro­ sa, por sus decisiones rápidas y por su inmediata comprensión de complejos problemas, aún cuando se le presentasen por primera vez. Era o parecía, justa­ mente, lo que muchos franceses deseaban, después de diez años de inquietud. Bajo el Consulado, Francia regresó a una forma de despotiSmo ilustrado, y Bonaparte puede ser considerado como el último y más eminente de los déspotas ilustrados. El nuevo régimen fue despótico, indudablemente, desde el principio. El auto-gobierno mediante organismos elegidos fue implacable­ mente desechado. Bonaparte se complacía en afirmar la soberanía del pueblo, pero, en su opinión, el pueblo era un soberano como el Dios de Voltaire, que de algún modo creó el mundo, pero no volvió a intervenir en él. Napoleón veía claramente que la autoridad de un gobierno era mayor cuando se sostenía que representaba a toda la nación. En las semanas siguientes a Brumario, se aseguró un mandato popular ideando una Constitución escrita y sometiéndola a un referéndum general o «plebiscito». Los votantes podían aceptarla o no. La aceptaron, por una mayoría oficialmente registrada en 3.011.007 contra 1.562. La nueva Constitución establecía una ficción de instituciones parlamen­ tarias. Concedía el sufragio universal masculino, pero los ciudadanos sólo elegían a los «notables»; los hombres de las listas de notables eran luego nombrados por el gobierno para su función pública. Los notables no tenían poderes propios. Estaban, sencillamente, disponibles para el nombramiento en virtud del cual desempeñarían un cargo. Podían pasar a formar parte de un Cuerpo Legislativo, en el que no podían iniciar ni discutir ninguna ley, 124

sino, simplemente, rechazarla o aprobarla. Había también un Tribunado que discutía y deliberaba pero que no tenía facultades de aprobación. Había un Se­ nado Conservador, que tenía derechos de nombramiento de notables para los cargos («patronage», en términos americanos), y en el que muchos atribulados regicidas encontraron un abrigo. El principal núcleo del nuevo gobierno era el Consejo de Estado, imitado del Antiguo Régimen; preparaba la legislación im­ portante, a menudo bajo la presidencia del propio Primer Cónsul, que siempre daba la impresión de que lo comprendía todo. El Primer Cónsul adoptaba todas las decisiones y gobernaba el estado. El régimen no representaba abiertamente a nadie, y esa era su fuerza, porque provocaba menos oposición. En todo caso, la m aquinaria política que acabamos de describir cayó rápidamente en desuso. Bonaparte se atrincheró también prometiendo y obteniendo la paz. El problema militar, a finales de 1799, estaba muy simplificado, gracias a la actitud de los rusos, que, en realidad, se retiraron de la guerra con Francia. En el escenario italiano, Bonaparte sólo tenía que enfrentarse con los austríacos, a los que nuevamente derrotó, cruzando los Alpes otra vez, en la batalla de Marengo, en junio de 1800. En febrero de 1801, los austríacos firmaron el tratado de Lunéville, en el que se ratificaron los términos de Campo Formio. Un año después en marzo de 1802, se hizo la paz también con Inglaterra. También se hizo la paz en el interior. Bonaparte mantuvo el orden interno, en parte mediante una policía política secreta, pero más especial­ mente a través de una poderosa y centralizada máquina administrativa, en la que un «prefecto», bajo las órdenes directas del ministro del interior, regía firmemente cada uno de los departamentos creados por la Asamblea Constituyente. El nuevo gobierno acabó con las guerrillas en el oeste. En la Bretaña y en la Vendée, se impusieron sus leyes y tributos. Los campesinos de aquellas zonas ya no estaban aterrorizados por los guerrilleros merodea­ dores. Una nueva paz se instauró entre las facciones dejadas por la Revolución. Bonaparte ofreció una amnistía general e invitó a regresar a Francia, con unas pocas excepciones, a los desterrados de todas clases, desde los primeros aristócratas emigrados hasta los refugiados y deportados de los golpes de estado republicanos. Exigiéndoles sólo que trabajasen para él y que cesasen en sus querellas recíprocas, Napoleón eligió a los hombres inteligentes de todos los campos. Su Segundo Cónsul era Cambacérés, un regicida del Terror, y su Tercer Cónsul, Lebrun, que había sido colega de Maupeou en los tiempos de Luis XV 12. Fouché apareció como ministro de policía; había sido un hebertista y un terrorista extremado, en 1793, y había contribuido maá que cualquier otro a provocar la caída de>Robespierre. Antes de 1789, había sido un oscuro y burgués profesor de física. Talleyrand surgió como ministro de negocios extranjeros; había pasado el Terror en un retiro seguro, en los Estados Unidos, y sus principios, suponiendo que tuviera alguno, eran los de la monarquía constitucional. Antes de 1789, había sido obispo y era de un linaje aristocrático, casi insoportablemente distinguido; «el que no haya conocido el Antiguo Régimen —dijo una vez— no puede imaginar qué agradable era». Hombres de este tipo estaban ahora 12 Ver págs. 44-46.

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deseando, durante unos pocos años a partir de 1800, olvidar el pasado y trabajar en común por el futuro. El Primer Cónsul abatía, implacablemente, a los* perturbadores del nuevo orden. En realidad, urdía alarmas para ser mejor recibido como un pilar del or­ den. En la Nochebuena de 1800, cuando se dirigía hacia la ópera, estuvo a punto de ser muerto por una bomba, o «máquina infernal», como la gente decía entonces. Había sido obra de los realistas, pero Bonaparte la presentó como resultado de una conspiración jacobina, pues en aquel momento temía especialmente a algunos de los viejos republicanos; y fueron deportados, de nuevo, más de un centenar de antiguos jacobinos. Por el contrario, en 1804, exageró notablemente ciertas confabulaciones realistas contra él, invadió el estado independiente de Badén, y allí arrestó al Duque de Enghien, que estaba emparentado con los Borbones. Aunque sabía que Enghien era ino­ cente, lo hizo fusilar. Su objetivo ahora consistía en agradar a los viejos jaco­ binos, manchándose las manos con sangre de los Borbones; Fouché y los re­ gicidas llegaron a la conclusión de que estaban seguros mientras Bonaparte permaneciese en el poder. E l acuerdo con la Iglesia; otras reformas La reconciliación resultó más fácil para casi todos, excepto los realistas y re­ publicanos más convencidos, gracias al establecimiento de la paz con la Iglesia. El propio Bonaparte era un racionalista puro, a la manera del siglo XVIII. Consideraba la religión como una cuestión de conveniencia. Se proclamaba musulmán en Egipto, católico en Francia, y librepensador entre los profesores del Instituto de Paris. Pero un resurgimiento católico estaba en plena actividad, y él comprendía su importancia. El clero refractario era la fuerza espiritual que animaba todas las formas de contrarrevolución. «Cincuenta obispos emigrados, pagados por Inglaterra —dijo una vez— dirigen hoy el clero francés. Su influencia debe ser destruida. Para ello, necesitamos la autoridad del papa.» Desoyendo los gritos de horror de los viejos jacobinos, en 1801 firmó un concordato con el Vaticano. Las dos partes ganaron con el acuerdo. La autonomía de la iglesia galicana prerrevolucionaria tocó a su fin. El papa obtuvo el derecho a deponer a los obispos franceses, porque, antes de que el cisma pudiera curarse, tenían que ser obligados a dimitir los obispos constitucionales y los refractarios. El clero constitucional o pro-revolucionario cayó bajo la disciplina de la Santa Sede. De nuevo se permitió el culto católico público, como en el caso de las procesiones por las calles. Volvieron a permitirse los seminarios eclesiásticos. Pero Bonaparte y los herederos de la Revolución gánaron todavía más. Al firmar el concordato, el papa reconocía, virtual­ mente, a la República. El Vaticano se avenía a no plantear cuestión algu­ na a causa de los antiguos diezmos y de las antiguas tierras de la Iglesia. Los nuevos propietarios de los antiguos bienes eclesiásticos obtenían así unos títulos indiscutibles. Tampoco habria cuestión alguna en tom o a Aviñón, un antiguo enclave papal dentro de Francia, anexionado por este país en 1791, No hubo negociadores papales capaces de socavar la tolerancia religiosa; 126

todo lo que Bonaparte concedió fue una cláusula que era puramente objetiva, y por consiguiente innocua, en la que se establecía que el Catolicismo era la religión de la mayoría de los franceses. A l clero, en compensación por la pérdida de sus diezmos y bienes, se le garantizaba la percepción de salarios del estado. Pero Bonaparte, para desvanecer la idea de una Iglesia oficial, puso también en la nómina del gstado a ministros pro­ testantes de todas las confesiones. Así, dio jaque mate al Vaticano, en pun­ tos importantes. Al propio tiempo, y simplemente mediante la firma de un acuerdo con Roma, desarmaba a la contrarrevolución. Ya no podría de­ cirse que la República era atea. Las buenas relaciones, ciertamente, no dura­ ron mucho, pues Bonaparte y el papado pronto entraron en conflicto. Pero los términos del concordato resultaron duraderos. Con la paz y el orden establecidos, el trabajo constructivo del Consulado atendió a los campos del derecho y de la administración. El Primer Cónsul y sus consejeros combinaron lo que ellos consideraban que era lo mejor de la Revolución y del Antiguo Régimen. El estado moderno adoptó una forma más clara. Era el reverso de todo lo que tenia un carácter feudal. Toda la autoridad pública se concentraba en agentes pagados del gobierno, nadie se encontraba sometido a autoridad legal alguna excepto a la del estado, y la autoridad del gobierno alcanzaba también a todas las personas. No había más estamentos, ni clases legales, ni privilegios, ni libertades locales, ni cargos hereditarios, ni gremios, ni señoríos. Los jueces, los funcionarios y los oficia­ les del ejército recibían unos salarios determinados. Ni las comisiones militaras ni los cargos civiles podían ser comprados ni vendidos. Los ciudadanos ascenderían en el servicio público, sólo en virtud de su capacidad. Esta era la doctrina de las «carreras abiertas al talento»; era lo que la burguesía había querido antes de la Revolución, y unas pocas personas de muy humilde nacimiento se beneficiaron también. Para los hijos de la antigua aristocracia, aquello significaba que el linaje no era suficiente; tenían que demostrar también capacidad individual para conseguir el empleo. La cualificación pasó a depender cada vez más de la instrucción, y en aquellos años se reorganizaron las escuelas secundarias y superiores, a fin de preparar a los jóvenes para el servicio público y para las profesiones liberales. Se facilitaban becas, pero la beneficiada era, sobre todo, la clase media alta. La instrucción, en efecto, tanto en Francia como en Europa, por lo general, pasó a ser una determinante de gran importancia para la posición social, con un sistema para los que podian dedicar a la escuela una docena de años o más, y otro para muchachos que tenían que pasar a formar parte de la fuerza de trabajo a la edad de doce o de catorce años. Otra profunda demanda del pueblo francés, más profunda que la demanda del voto, era la que aspiraba a más razón, más orden y más economía en la hacienda pública y en los impuestos. El Consulado también satisfizo esta aspiración. No hubo exenciones de impuestos por razón de nacimiento, de posición o de acuerdos especiales. Se suponia que todos pagaban, de modo que el hecho de pagar no implicaba ninguna idea de desgracia, y había menos evasión. En principio, estos cambios se habían introducido en 1789; después de 1799, comenzaron a entrar en vigor. Por primera vez en estos diez años, el gobierno recaudaba realmente los 127

impuestos que señalaba, y podía así planificar racionalmente sus asuntos financieros. También se introdujo orden en los gastos; y se perfeccionaron los métodos contables. Ya no hubo una clasificación aleatoria de diferentes «fondps», de los que distintos funcionarios extraían dinero, independiente y confidencialmente, cuando lo necesitaban, sino que se llevó a cabo una concentración de administración financiera en la hacienda; e incluso una espe­ cie de presupuesto. Las incertidumbres revolucionarias acerca del valor del di­ nero se acabaron también. Gracias a que el Directorio había suscitado el odio por haber repudiado el papel moneda y la deuda pública, el Consulado pudo establecer una moneda sana y un crédito público. Para subvenir a la organización de las finanzas del gobierno, se restauró uno de los bancos del Antiguo Régimen, y se estableció como Banco de Francia. Al igual que todos los déspotas ilustrados, Bonaparte codificó las leyes, y, desde los romanos, los códigos napoleónicos son los más famosos de todos. A los 300 sistemas legales del Antiguo Régimen, y a las numerosas ordenanzas reales, se sumaban ahora los millares de leyes aprobadas, pero pocas veces puestas en práctica, por las asambleas revolucionarias. Aparecie­ ron cinco códigos: el Código Civil (por lo general, llamado sencillamente el Código de Napoleón), los códigos de procedimiento civil y de procedimiento criminal, y los códigos comercial y penal. Los códigos uniformaron a Francia, desde el punto de vista legal y desde el judicial. Aseguraron la igualdad legal; todos los ciudadanos franceses tenían los mismos derechos civiles. Formulaban la nueva ley de propiedad y establecieron la ley de contratos, deudas, arrendamientos, sociedades anónimas y materias simila­ res, de tal modo que crearon la estructura legal para una economía de res, de tal modo que crearon la estructura legal para una economía de empresa privada. Repetían la prohibición de todos los regímenes anteriores acerca pues su declaración no era aceptable ante los tribunales en contra de la de su patrono; una importante desviación de la igualdad ante la ley. El código criminal era, en cierto modo, más libre, al dar al gobierno los medios de descubrir el crimen, que al conceder al individuo los medios de defenderse contra las acusaciones legales. En relación con la familia, los códigos reconocían el matrimonio civil y el divorcio, pero dejaban a la mujer con unos poderes muy restringidos sobre la propiedad, y al padre con una amplia autoridad sobre los hijos menores. Los códigos reflejaban una gran parte de la vida francesa bajo el Antiguo Régimen. También fijaban el carácter de Francia tal como ha sido desde entonces, socialmente burguesa, legalmente igualitaria y administrativamente burocrática. Con el Consulado, la Revolución había terminado en Francia. Si sus más altas esperanzas no se habían cumplido, los peores males del Antiguo Régimen habían sido, por lo menos, remediados. Los beneficiarios de la Revolución se sentían seguros. También los antiguos aristócratas iban rehaciéndose. El movimiento de la clase obrera, repetidamente frustado bajo todos los regímenes revolucionarios, desaparecía ahora de la escena política, para reaparecer como socialismo treinta años después. Lo que el Tercer Estado había deseado, sobre todo, en 1789, estaba ahora codificado y vigente, con la excepción del gobierno parlamentario, que, después de diez años de perturbaciones, mucha gente, de momento, estaba deseando olvidar. 128

Además, en 1802, la República Francesa estaba en paz con el papado, con la Gran Bretaña y con todas las potencias del Continente. Llegaba hasta el Rhin, y tenia repúblicas dependientes en Holanda y en Italia. Tan popular era el el Primer Cónsul, que, en 1802, mediante otro plebiscito, se había elegido a sí mismo cónsul vitalicio. En 1804, una nueva Constitución, ratificada también por plebiscito, declaraba que «el gobierno de la república es confiado al emperador». El Consulado se convirtió en el Imperio, y Bonaparte surgió como Napoleón I, Emperador de los Franceses. Pero Francia, que ya no era revolucionaria en el interior, era revolucio­ naria más allá de sus fronteras. Napoleón se convirtió en el terror para los patricios de Europa. Le llamaban «el jacobino». Y la Francia que él gobernaba y utilizaba como su arsenal, era un estado incomparablemente fuerte. Ya antes de la Revolución, habia sido el más populoso de Europa, tal vez el más rico, en primera posición en lo que se refiere a la empresa científica y a la autoridad intelectual. Ahora, todas las antiguas barreras de los privilegios, de las exenciones de impuestos, de los localismos, de los exclu­ sivismos de casta, y de las actitudes rutinarias habían desaparecido. La nue­ va Francia podía succionar la riqueza de sus ciudadanos y colocar en los cargos a los hombres capaces, sin investigar acerca de sus orígenes. Cualquier particular —alardeaba Napoleón— llevaba en su mochila el bastón de mariscal. Los franceses miraban con desdén a sus adversarios divididos en castas. El principio de la igualdad ciudadana demostró que no sólo tenia el atractivo de la justicia, sino también que era politicamente útil, y los recursos de Francia fueron lanzados contra Europa con una fuerza que nada pudo detener, durante muchos años.

129

III.

L A E U R O P A N A P O L E O N IC A

Las repercusiones de la Revolución Francesa se habían hecho sentir por toda Europa desde la toma de la Bastilla, y de un modo todavía más definido tras el estallido de la guerra, en 1792, y tras las sucesivas victorias de los ejércitos republicanos. Tales repercusiones se hicieron aún más evidentes, una vez que el republicano general Bonaparte se convirtió en Napoleón I, Emperador de los Franceses, Rey de Italia, y Protector de la Confederación del Rhin. Napoleón estaba más cerca de imponer una unidad política al Continente europeo, de lo que nadie hubiera estado nunca. De su poder ostentado a lo largo de un periodo de quince años, hay que atender a dos aspectos. Uno es el de las relaciones internacionales, que reflejan los diversos intereses de los estados contendientes de Europa. El otro es el del desarrollo interno de los pueblos europeos. El impacto francés, aunque basado en éxitos militares, significaba algo más que una simple servidumbre forzada. Las innovaciones de determinado tipo introducidas en Francia por la Revolución se extendían a otros países por decreto administrativo. Durante varios años, hubo alemanes, italianos, holandeses y polacos que colaboraron con el emperador francés para introducir los cambios que él quería, y que a menudo también ellos deseaban. En Prusia, fue la resistencia a Napoleón la que proporcionó el incentivo para la reorganización interna. Ya fuese por colaboración, ya fuese por resistencia, Europa se transformó. Es conveniente pensar en la lucha desarrollada desde 1792 a 1814 como en una «guerra mundial», como realmente lo fue, que afectó no sólo a toda Europa, sino a lugares tan remotos como la América española, donde comenzaban las guerras de independencia, o el interior de América del Norte, donde los Estados Unidos compraron Luisiana en 1803 e intentaron una conquista del Canadá en 1812. Pero es importante señalar que aquella guerra mundial estuvo formada, en realidad, por una serie de guerras, en su mayoría muy breves, duras y distintas. Solamente la Gran Bretaña se mantuvo en guerra continuada con Francia, excepto durante un año de paz, aproximadamente, en 1802-1803. Las cuatro grandes potencias —Gran Bretaña, Austria, Rusia y Prusia— nunca estuvieron simultáneamente en lucha contra Francia, hasta 1813. La historia del período napoleónico habría sido mucho más simple, si los gobiernos europeos hubieran luchado sólo para protegerse contra los agresivos franceses. Pero, cada uno a su modo, todos eran tan dinámicos y Em blema del capítulo: Un camafeo italiano de 1810, que muestra la idealizada cabeza de N ap o ­ león, coronado con laureles como legislador y héroe de la cultura.

expansivos como el propio Napoleón. Durante varias generaciones, la Gran Bretaña habia estado construyendo un imperio comercial, Rusia habia presionado sobre Polonia y Turquía, Prusia habia consolidado sus territo­ rios y se habia esforzado por obtener la supremacía en el norte de Alemania. Austria era menos agresiva, mostrándose un tanto pasivamente preocupada por la ascensión de Rusia y de Prusia, pero los austríacos no dejaban de acariciar sus sueños de predominio en Alemania, en los Balcanes y en el Adriático. Ninguna de estas ambiciones fue abandonada durante los años napoleónicos. Los gobiernos, atentos a la consecución de sus objetivos, estaban tan dispuestos a aliarse con Napoleón como a luchar contra él. Sólo gradualmente, y bajo repetidas provocaciones, llegaron a la conclusión de que su principal interés consistía en desembarazarse totalmente del empera­ dor francés.

12.

La formación del sistema imperial francés

La disolución de la Primera y Segunda Coaliciones, 1792-1802 Los opuestos objetivos de las potencias habían sido evidentes desde el comienzo. Leopoldo de Austria, al publicar la Declaración de Pillnitz en 1791, había creído que una coalición europea general contra Francia era imposible. Cuando se formó la Primera Coalición, en 1792, los austríacos y los prusianos mantuvieron sus principales fuerzas en la Europa oriental, más temerosos los unos de los otros y de Rusia, a causa de la cuestión de Polonia, que de la república revolucionaria francesa. En realidad, la principal realización de la Primera Coalición fue la destrucción del estado polaco1. En 1795, los franceses rompieron la coalición. Los ingleses retiraron del Continente su ejército. Los prusianos hicieron una paz separada; los franceses los compraron reconociéndoles como «protectores» de Alemania, al norte del rio Meno. España también hizo una paz separada en 1795. El mundo contemplaba el espectáculo, ofensivo para cualquier ideología o principio, de una alianza entre la España de los borbones y la república que había guillotinado a Luis XVI y que negaba sus derechos monárquicos a Luis XVIII. España volvía, sencillamente,,al patrón del siglo XVIII, al aliarse con Francia a causa de su hostilidad contra la Gran Bretaña, cuya posesión de Gibraltar, con su influencia naval en el Mediterráneo y su actitud respecto al imperio español era vejatorias para el gobierno español. Cuando Austria firmó la paz de Campo Formio, en 1797, la Primera Coalición se disolvió completamente, quedando sólo las fuerzas navales británicas luchando contra los franceses2. La segunda Coalición, de 1799, no fue mejor. Una vez que la flota inglesa derrotó a la francesa en la batalla del Nilo, aislando al ejército

1 Ver págs. 104-106, 108-111. 2 Ver pág. 121.

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trancés en Egipto, los rusos vieron sus ambiciones en el Mediterráneo bloqueadas principalmente por los ingleses, y retiraron el ejército de Suvorov de la Europa occidental. La aceptación por parte de Austria de la paz de Lunéville, en 1801, disolvió la Segunda Coalición. En 1802, la Gran Bretaña firmó la paz de Amiens. Fue el único momento, entre 1792 y 1814, en que ninguna potencia europea estaba en guerra con otra; aunque los ingleses, desde luego, estaban en guerra con algunos príncipes indios, los rusos con algunos jefes de tribu caucasianos, y los franceses con Toussaint Louverture, el negro ex-esclavo que intentaba fundar una república independiente en Haití.

interm edio de paz, 1802-1803 Nunca una paz había sido tan beneficiosa para Francia como la paz de 1802. Pero Bonaparte no le dio oportunidad. Utilizó la paz, como la guerra, al servicio de sus intereses. Envió un gran ejército a Haití, ostensiblemente para reducir una colonia francesa rebelde, pero con el ulterior propósito (puesto que Luisiana había sido cedida por España a Francia en 1800) de restablecer el imperio colonial francés en América. Reorganizó la República Cisalpina como una República «Italiana», declarándose él mismo presidente. Reorga­ nizó la República Helvética, erigiéndose él mismo en «mediador» de la Confederación Suiza. Reorganizó Alemania; es decir, él y sus agentes vigila­ ron atentamente el ordenamiento del territorio que los propios alemanes ha­ bían estado llevando a cabo desde 1797. Mediante el tratado de Campo Formio3, como se recordará, los principes alemanes de la Orilla Izquierda del Rhin, expropiada por la anexión de sus dominios a la República Francesa, recibirían nuevos territorios en la Orilla Derecha. El resultado fue una rebatiña llamada por los historiadores alemanes patrióticos «la vergüenza de los principes». Los gobernantes alemanes, lejos de oponerse a Bonaparte o de atender a los intereses nacionales, competían desesperadamente por la absorción de territorio alemán, sobornando y halagando cada uno de ellos a los franceses (Talleyrand ganó más de 10.000.000 de francos en la operación), para conseguir el apoyo de Francia contra los otros alemanes. El Sacro Imperio Romano fue fatalmente maltratado por los propios alemanes. La mayor parte de sus principados eclesiásticos y cuarenta y cinco de sus cincuenta y una ciudades libres desaparecieron, anexionados por sus vecinos más grandes. El número de estados del Sacro Imperio fue notablemente reducido, especialmente el de los estados católicos, de modo que era previsible que ningún Habsburgo católico volviera a ser elegido emperador. Prusia, Baviera, Württemberg y Badén se consolidaron y se extendieron. Estos ajustes fueron ratificados en febrero de 1803 por la dieta del Imperio. Los estados alemanes ampliados dependían ahora de Bonaparte para el sostenimiento de su nueva posición.

3

Ver págs. 121-122.

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Formación de la Tercera Coalición en 1805 Inglaterra y Francia estaban nuevamente en guerra, en 1803. Amenazadas sus comunicaciones con América por la escuadra británica, y diezmado su ejército en Haití por las enfermedades y por los negros rebeldes, Bonaparte renunció a sus propósitos de volver a crear un imperio americano, y vendió Luisiana a los Estados Unidos. Gran Bretaña comenzó a buscar aliados para una Tercera Coalición. En mayo de 1804, Napoleón se declaró Emperador de los Franceses para asegurar la permanencia hereditaria de su sistema, aunque no tenía ninún hijo. Francisco II de Austria, al ver el hundimiento del Sacro Imperio Romano, proclamó el Imperio Austríaco, en agosto de 1804. Adelantó así el largo proceso de integrar la monarquía danubiana. En 1805, Austria firmaba una alianza con Gran Bretaña. La Tercera Coali­ ción se completó con la incorporación del zar ruso, Alejandro I, que des­ pués de Napoleón, seríala figura más importante en el escenario europeo. Alejandro era nieto de Catalina la Grande, educado por ella para ser una especie de déspota ilustrado según el modelo del siglo XVIII4. El tutor suizo de su infancia, La Harpe, apareció después'como revolucionario pro-francés en la República Helvética de 1798. Alejandro se convirtió en zar, en 1801, a la edad- de veinticuatro años, mediante una revolución palaciega que le implicaba en el asesinato de su padre, Pablo. Todavía sostenía correspon­ dencia con La Harpe, y se rodeaba de un círculo de jóvenes liberales y entusiastas, de diversas nacionalidades, siendo el más destacado de ellos un joven polaco, Czartoryski. Alejandro consideraba los todavía recientes repartos de Polonia como un crimen5. Deseaba restablecer la unidad de Polonia, con él mismo como rey constitucional. En Alemania, muchos que al principio se habían entusiasmado con la Revolución Francesa, pero que se habían desilusionado, empezaban a saludar al nuevo zar liberal como al protector de Alemania y esperanza para el futuro. Alejandro se consideraba a sí mismo como rival de Napoleón en la conducción de los destinos de Europa en una época de cambio. Moralista y beato, desconcertaba e in­ quietaba a los estadistas de Europa, que generalmente veían, tras sus de­ claraciones humanas y republicanas, a un dirigente entronizado de todos los «jacobinos» de Europa-, o al conocido fantasma dél engrandecimiento ruso. Pero Alejandro, más que sus contemporáneos, tenía una concepción de la seguridad colectiva internacional y de la indivisibilidad de la paz. Se vio sorprendido cuando Napoleón, en 1804, para apoderarse del duque de Enghien, violó brutalmente la soberanía de Badén6. Declaró que la cuestión, en Europa, se encontraba evidentemente entre la ley y la fuerza; entre una sociedad internacional en la que los derechos de cada miembro estuvieran asegurados por un acuerdo y una organización internacionales, y una sociedad en la que todos temblasen ante el imperio de cinismo y de conquista personificado en el usurpador francés. 4 Ver pág. 59. 5 Ver pág. 109. 6 Ver pág. 126.

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Alejandro estaba, por lo tanto, dispuesto a formar una Tercera Coalición con Gran Bretaña. Imaginándose como un futuro árbitro de la Europa Central y con secretos designios respecto al Imperio Turco y al Mediterrá­ neo, firmó un tratado con Inglaterra, en abril de 1805. los ingleses estuvieron de acuerdo en pagar a Rusia 1.250.000 libras esterlinas por cada 100.000 sol­ dados que los rusos pusiesen en pie de guerra. La Tercera Coalición, 1805-1807: la Paz de Tilsit *

Mientras tanto, desde la reanudación de las hostilidades en 1803, Napoleón había estado haciendo preparativos para invadir Inglaterra. Concentró grandes fuerzas en la costa del Canal, juntamente con millares de barcos y barcazas, en las que dio a las tropas una preparación anfibia de embarco y desembarco. Consideraba que si su flota podía distraer o descalabrar a la flota británica durante unos pocos días, podría colocar a bastantes soldados en la isla indefensa, para forzar su capitulación. Los ingleses, sintiéndose en un peligro mortal^ colocaron a lo largo de sus costas puestos de vigilancia y boyas de señales, a la vez que preparaban una guardia nacional. Su principal defensa constaba de dos elementos: los ejércitos austro-rusos y la flota británica al mando de Lord Nelson. Los ejércitos ruso y austríaco se desplazaban hacia el oeste, en el verano de 1805. En agosto, Napoleón atenuó la presión sobre Inglaterra, trasladando siete cuerpos de ejército del Canal al alto Danubio. El 15 de octubre, rodeó una fuerza austríaca de 50.000 hombres en Ulm, en Baviera, y la obligó a rendirse sin re­ sistencia. El 21 de octubre, Lord Nelson, frente al Cabo de Trafalgar, en la costa española, sorprendió y aniquiló al grueso de las flotas combinadas de Francia y de España. La batalla de Trafalgar estableció la supremacía de la armada británica durante más de un siglo, pero sólo a condición de que Napoleón no pudiese controlar la mayor parte de Europa, lo que proporcionaría una amplia base para la posible construcción de una armada niás poderosa que la británica. Y el control de Europa era, precisamente, lo que Napoleón se proponía. Avanzando hacia el este, desde Ulm, alcanzó a los ejércitos ruso y austríaco en Moravia, donde, el 21 de diciembre, obtuvo la gran victoria de Austerliz. El ejército ruso, destrozado, se retiró a Polonia, y Austria hizo la paz. Mediante el tratado de Pressburg, Napoleón arrebató Venecia a los austríacos, a los que se la había dado en 1797, y la anexionó a su reino de Italia (la anterior República Cisalpina e Italiana), que ahora incluía una gran parte de Italia, al norte de Roma. Venecia y Trieste pronto resonaron con los martillos de los constructores de barcos que forjaban la armada napoleóni­ ca. En Alemania, a comienzos de 1806, el emperador francés elevaba a Baviera y Württemberg a la categoría de reinos, y a Badén a la de Gran Ducado. El Sacro Imperio Romano quedaba, finalmente, formalmente e irrevocablemente disuelto. En su lugar, Napoleón comenzó a reunir a sus estados dependientes alemanes en un nuevo tipo de federación germánica, la Confederación del Rhin, de la que se declaró «protector». Prusia, en paz con Francia desde hacía diez años, había renunciado a 135

unirse a la Tercera Coalición, Pero, como el propósito de Napoleón de controlar Alemania estaba claro después de Austerlitz, el partido de la guerra en Prusia llegó a ser irresistible, y el gobierno prusiano, engañado y aturdido, entró en guerra con Francia, sin ayuda y solo. Los franceses aplastaron al famoso ejército prusiano en las batallas de Jena y Auerstadt, en octubre de 1806. La caballería francesa galopaba, sin oposición, por todo el norte de Alemania. El rey prusiano y su gobierno buscaron refugio en el este, en Kónigsberg, donde el zar y el rehecho ejército ruso podian protegerles. Pero el terrible corso perseguía a los rusos también. Avanzando a través del oeste de Polonia' y adentrándose en la Prusia Oriental, se enfrentó con el ejército ruso, primero en la batalla sangrienta, pero no decisiva, de Eylau, y derrotándole después, en Friedland, el 14 de junio de 1807. Alejandro I no estaba dispuesto a retirarse a Rusia. No tenia seguridad en sus propias posibilidades; si el país fuese invadido, podría estallar una rebelión de nobles o incluso de los siervos, porque el pueblo recordaba todavía la insurrección de Pugachev7, También temía hacer, sencillamente, el juego a los ingleses. Desechó sus propósitos bélicos de 1804, y manifestó su disposición a negociar con Bonaparte. La Tercera Coalición había corrido la misma suerte de las dos anteriores. El Emperador de los Franceses y el Autócrata de Todas las Rusias se reunieron, privadamente, en una balsa, sobre el río Niemen, no lejos de la frontera entre Prusia y Rusia, en el límite más oriental de la Europa civilizada, tal como el victorioso Napoleón la imaginaba, alegremente. El desventurado rey prusiano, Federico Guillermo III, paseaba nerviosamente por la orilla. Bonaparte ponía su máxim o interés en atraer a Alejandro, denunciando a Inglaterra como la autora de todos los trastornos de Europa y cautivándole con los arrebatos de su imaginación latina, en los que extendía ante Alejandro un destino ilimitado como Emperador del Este, insinuándole que su futuro se orientaba hacia Turquía, Persia, A fganistán y la India. El resultado de sus conversaciones fue el tratado de Tilsit de julio de 1807, que, en muchos sentidos, fue el apogeo de Napoleón. Los imperios francés y ruso se conviritieron en aliados, especialmente contra la Gran Bretaña. Aparentemente, esta alianza duró más de cinco años. Alejandro aceptaba a Napoleón como una especie de Emperador del Oeste. En cuanto a Prusia, Napoleón seguía ocupando Berlín con sus tropas, y se apoderaba de todos los territorios prusianos del oeste del Elba, combinándolos con otros arrebatados a Hanover para constituir un nuevo reino de Westfalia, que formó parte de su Confederación del Rhin.

E l Sistema Continental y la guerra en España Apenas se había restablecido «la paz del Continente», sobre la base de la alianza franco-rusa, cuando Napoleón comenzó a tener serios problemas. Estaba decidido a someter a los británicos, que, seguros en su isla, parecían fuera de su alcance. Desde el desastre naval francés en Trafalgar, no había 7 136

Ver págs, 55-56.

posibilidad de invadir Inglaterra, en un futuro previsible. Napoleón, por lo tanto, pensó en la guerra económica. Lucharía contra la potencia naval mediante la potencia por tierra, utilizando su control político del Continente para impedir la entrada de artículos y barcos ingleses en todos los puertos europeos. Destruiría el comercio británico de exportaciones a Europa, no sólo de productos ingleses, sino también de los artículos que Inglaterra importaba de América y de Asia, y con cuya reexportación a Europa obtenía ricos beneficios. Así esperaba hundir a las empresas comerciales británicas y provocar una violenta depresión en los negocios, que se caracterizaría por almacenes sobrecargados, desempleo, quiebras bancarias, una caidk de la moneda, elevación de precios y agitación revolucionaria. El gobierno británico, que simultáneamente perdería sus ingresos por derechos de aduanas, se encontraría así incapaz de afrontar la enorme deuda-nacional, y obtener préstamos de fondos adicionales de sus súbditos, o de proseguir con sus subsidios Financieros a las potencias militares de Europa. En Berlín, en 1806, tras la batalla de Jena, Napoleón publicó el Decreto de Berlín, prohibiendo la importación de artículos británicos en cualquier parte de Europa aliada con él o dependendiente de él. De este modo, establecía formal­ mente el Sistema Continental. Para que el Sistema Continental fuese eficaz, Napoleón creía que debía extenderse a toda la Europa continental, sin excepción. Mediante el Tratado de Tilsit, en 1807, requirió a Rusia y a Prusia para que se adhiriesen al Sistema. Estos países accedieron a excluir todos los artículos británicos; en efecto, en los meses siguientes, Rusia, Prusia y Austria declaraban la guerra a la Gran Bretaña. Entonces, Napoleón ordenó a dos países neutrales, Dinamarca y Portugal, que se adhiriesen. Dinamarca era un importante depósito para toda la Europa central, y los ingleses, temiendo la com­ plicidad danesa, enviaron una flota a Copenhague, bombardearon la ciudad duranté cuatro días, y se apoderaron de la flota danesa. Los daneses, ofendidos, se aliaron con Napoleón y se unieron al Sistema Continental. Portugal, desde hacía tiempo satélite de Inglaterra, se negó a someterse; Napoleón lo invadió. Para controlar toda la costa europea, desde San Petersburgo hasta Trieste, ahora ya solamente le faltaba controlar los puertos de España. Mediante una serie de engaños, consiguió que el Borbón Carlos IV y su hijo Fernando abdicasen del trono español. En 1808, nombró rey de España a su hermano José, y le reforzó con un gran ejército francés. Así se enredó en una maraña de la que no se libró nunca. Los españoles consideraban a los soldados napoleónicos como villanos ateos que profana­ ban las iglesias. Por todas partes, surgieron terribles guerrillas. A las crueldades de un bando se replicaba con las atrocidades del otro. Los ingleses enviaron una fuerza expedicionaria de su pequeño ejército regular, al mando del Duque de Wellington, para apoyar a las guerrillas españolas; esto originó una Guerra Peninsular que se prolongó durante cinco años. Pero, desde el principio, el desarrollo fue adverso para Napoleón. En julio de 1808, un general francés, por primera vez desde la Revolución, se rendía con un cuerpo de ejército, sin lucha, mediante la capitulación de Bailén. En agosto, otra fuerza francesa se rendía al ejército inglés en Portugal. Estos hechos despertaban esperanzas en el resto de Europa, Y en Alemania se 137

extendió un movimiento anti-francés. Este se hizo muy poderoso en Austria, donde el gobierno de los Habsburgo, que no había sido desalentado por tres derrotas y que esperaba acaudillar una resistencia nacional germánica, de carácter general, se preparaba, por cuarta vez desde 1792, a entrar en guerra con Francia. La Guerra de Liberación austríaca, 1809 Napoleón convocó un congreso general que se reunió en Erfurt, en Sajonia, en septiembre de 1808. Su principal objetivo era el de hablar con su aliado de hacía un año, Alejandro; pero llamó también a numerosos monarcas dependientes, con cuya presencia esperaba intimidar al zar. Llevó incluso a Taima, el más grande actor de la época, a actuar en el teatro de Erfurt, delante de «un parterre de reyes». Alejandro no se dejó impresionar. Había sido tocado en un punto sensible, pues Napoleón, unos meses antes, había iniciado unos movimientos para reconstruir un estado polaco, estableciendo lo que se llamó el Gran Ducado de Varsovia. No había encontrado a Napoleón dispuesto a apoyar, realmente, su expansión en los Balcanes, a pesar del pomposo lenguaje de Tilsit. Además, Alejandro fue llevado aparte por Talleyrand, ministro de Negocios Extranjeros de Napo­ león. Talleyrand había llegado a la conclusión de que Napoleón estaba excediéndose, y así se lo dijo, confidencialmente, al zar, aconsejándole que esperase. De este modo, Talleyrand actuaba como un traidor, entregando al hombre a quien aparentemente servía, y preparándose una situación segura para el momento de la caída de Napoleón; pero actuaba también como un aristócrata del Antiguo Régimen pre-nacionalista, que consideraba a su país sólo como una parte del conjunto de Europa, que creía que era necesario un equilibrio entre las diversas partes, y que sostenía que la paz sólo sería posible cuando se redujese el exagerado volumen del poderío francés. Porque la unión de Francia y Rusia, los dos estados más fuertes, contra todos los demás estados era contraria a todos los principios de la antigua diplomacia. Austria anunció una guerra de liberación, en abril de 1809. Napoleón avanzó rápidamente por la ruta familiar hacia Viena. Los príncipes alemanes, obligados al francés, se negaron a tomar parte en una guerra general germánica contra él. Alejandro permanecía al margen, vigilante. Napoleón ganó la batalla de Wagram, en el mes de julio. En octubre, Austria hizo la paz. La breve guerra de 1809 había terminado. La monarquía danubiana, en modo alguno tan frágil como parecía, sobrevivió a una cuarta derrota a manos de los franceses, sin revolución interna ni deslealtad a la casa de los Habsburgo. Como castigo, Napoleón se apoderó de considera­ bles porciones de su territorio. Una parte de la Polonia austríaca se utilizó para ampliar el Gran Ducado de Varsovia de Napoleón, y partes de Dalmacia, de Eslovenia y de Croacia, en el sur, se erigieron en una nueva creación a la que Napoléon llamó las Provincias Ilirias8. 8

138

Ver m apa 4.

Napoleón en su punto culminante, 1809-1811 Los dos años siguientes vieron el imperio napoleónico en su punto culminante. En Austria, después de la derrota de 1809, la dirección de los Negocios Extranjeros cayó en manos de un hombre que habia de conservarla durante cuarenta años. Su nombre era Clemens von Mettemich. Era un alemán del oeste del Rhin, cuyos territorios ancestrales hablan sido anexionados a la República Francesa, pero él había entrado al servicio de Austria e incluso se habia casado con la nieta de Kaunitz, el viejo modelo de savoir faire diplomático, de lo que ahora Mettemich se hizo un modelo también. Austria habia sido repetidamente humillada e incluso partida por Napoleón, sobre todo en el tratado de 1809. Pero Mettemich no era hombre que dirigiese la diplomacia por rencores. Convencido de que Rusia era el problema realmente permanente para un estado situado en el valle del Danubio, Mettemich consideró prudente reanudar las buenas relaciones con Francia. Estaba totalmente decidido a ponerse al lado de Napoleón, a quien conocía personalmente, pues había sido embajador austríaco en París, antes de la breve guerra de 1809. El emperador francés, que en 1809 tenía exactamente cuarenta años, estaba cada vez más preocupado por el hecho de que no tenía hijos. Habia hecho un imperio y lo había declarado hereditario. Pero no tenía hijos. Entre él y su esposa Josefina, con la que se había casado en su juventud, y que era seis años mayor que él, hacía mucho tiempo que había dejado de hacer afecto, e incluso fidelidad, de un lado y otro. Napoleón se divorció de ella en 1809, aunque, por haber tenido dos hijos de su primer marido, Josefina protestaba, naturalmente, que ella no era la culpable de que Napoleón no tuviese hijos. El pensaba casarse con una mujer más joven que pudiera darle descendencia. También proyectaba hacer una boda espectacu­ lar, a fin de arrancar el más alto y exclusivo reconocimiento que la Europa aristocrática podía conceder, reconocimiento que se le otorgaría a él, un corso oficial del ejército, que se había hecho a si mismo. Dudaba entre Habsburgos y Romanovs, entre una archiduquesa y una gran duquesa. Algunas indagaciones en San Petersburgo acerca de la actitud de la hermana de Alejandro fueron discretamente rechazadas; el zar insinuó que su madre nunca lo consentiría. La alianza rusa revelaba, una vez más, sus limitaciones. Napoleón fue arrojado en brazos de Mettemich y de María Luisa, joven de dieciocho años, hija del emperador austríaco y sobrina de otra «mujer austríaca», María Antonieta. Se casaron en l810. Un año después, ella le daba un hijo, al que Napoleón dio el título de Rey de Roma. Napoleón adoptó aires todavía más pomposos de majestad imperial. Ahora era, por matrimonio, sobrino de Luis XVI. Mostró más considera­ ción a los nobles franceses del Antiguo Régimen —decía que sólo ellos sabían, realmente, servir—. Se rodeó de una nobleza napoleónica heredita­ ria, de nuevo cuño, esperando que las nuevas familias, con el paso del tiempo, ligarían sus destinos a la casa de Bonaparte. Los mariscales se convirtieron en duques y príncipes, Talleyrahd en el Príncipe de Benevento, y el burgués Fouché, un hebertista del 93, y más recientemente, un funcionario de policía, ostentaba ahora el solemne título de Duque de Otranto. En los 139

Negocios Extranjeros, se había recorrido el ciclo también. Con una importante excepción, todas las potencias de las sucesivas coaliciones estaban aliadas con el Francés, y el Hijo de la Revolución se refería ahora, gravemente, al emperador de Austria como a «mi padre». 13.

£1 Gran Imperio: la expansión de la Revolución

L a organización del imperio napoleónico Territorialmente, el poderío de Napoleón alcanzó su máxima extensión en 1810 y 1811, cuando abarcaba todo el continente europeo, excepto la península balcánica. El imperio napoleónico constaba de dos partes. Su núcleo era el imperio francés; luego venían los densos territorios de estados dependientes, que, juntamente con Francia, formaban el Gran Imperio. Además, al norte y al este, se encontraban los «estados aliados», bajo sus gobiernos tradicionales —las tres grandes potencias—, Prusia, Austria y Rusia, y también Dinamarca y Suecia. Los aliados se hallaban en guerra con la Gran Bretaña, aunque no empeñados en hostilidades positivas; se suponía que sus poblaciones no consumían artículos ingleses, de acuerdo con el Sistema Continental, pero, por otra parte, Napoleón no tenía influencia legal directa sobre sus asuntos internos. El imperio francés, como sucesor de la República Francesa, incluía a Bélgica y la Orilla Izquierda del Rhin*. Además, en 1810, había desarrollado dos apéndices que en un mapa semejaban tentáculos que brotaban de él. Al proclamar a Francia como un imperio, y al convertir a sus repúblicas dependientes en reinos, Napoleón había erigido a su hermano Luis en rey de Holanda; pero Luis había mostrado tal tendencia a congraciarse con los holandeses, y tal disposición a dejar que los hombres de negocios holandeses comerciasen secretamente con Inglaterra, que Napoleón le destronó e incorporó Holanda al imperio francés. En su interminable guerra contra los artículos ingleses, consideró necesario ejercer un control más directo sobre los puertos de Bremen, Hamburgo, Lübeck, Génova y Liorna; en conse­ cuencia, anexionó directamente al imperio francés la costa alemana hasta el Báltico occidental, y la costa italiana hasta incluir también a Roma. Napoleón codiciaba Roma no tanto por su valor comercial como por su prestigio imperial. Remotándose a tradiciones tan antiguas como las de Carlomagno, consideraba a Roma como la segunda ciudad de su imperio, y dio a su hijo el título de «Rey de Roma»; y, cuando el Papa Pío VII protestó, Napoleón le prendió y le internó en Francia. Todo el imperio francés, desde Lübeck hasta Roma, estaba gobernado directamente por prefectos departamentales que informaban a París, y los ochenta y tres depar­ tamentos de Francia, creados por la Asamblea Constituyente, se habían ele­ vado en 1810 a ciento treinta. Los estados dependientes, que formaban con Francia el Gran Imperio, eran de diferentes tipos. La federación suiza seguía siendo republicana en la 9

140

Ver págs. 118, 122.

forma. Las Provincias Ilirias, que incluían a Trieste y la costa dálmata, estuvieron administradas, en sus breves dos años, casi como departamentos de Francia. En Polonia, como los rusos se oponían a un resucitado reino de Polonia, Napoleón llamó a su creación el Gran Ducado de Varsovia. Entre los más importantes de los estados dependientes que integraban el Gran Imperio, figuraban los estados alemanes organizados en la Confederación del Rhin. Con una denominación muy modesta, la Confederación incluía toda la Alemania comprendida entre lo que los franceses se anexionaron en el oeste y lo que Prusia y Austria retenían en el este. Era una liga de todos los principes alemanes de aquella región la que se consideraba como soberana, y que ahora se elevaban sólo a unos veinte, siendo los más importantes los cuatro recientemente erigidos en reyes —el de Sajónia. él de Baviera, el de Württemberg y él de Westfalia—. Westfalía era un estado enteramente nuevo y sintético, formado por territorios hannoverianos y prusianos, y por diversas porciones de la antigua Alemania. Su rey era Jerónimo, el hermano más joven de Naooleón. Porque Napoleón utilizaba a su familia como instrumento de gobierno. El clan corso se convirtió en la dinastía Bonaparte. Su hermano José, desde 1804 a 1808, actuó como rey de Nápoles, y, desde 1808, como rey de España. Luis Bonaparte fue,* durante seis años, rey de Holanda. Jerónimo fue rey de Westfalia. Su hermana Carolina pasó a ser reina de Nápoles, una vez trasladado a España su hermano José; porque Napoleón, al no tener más hermanos (habia reñido con el otro que le quedaba, Luciano), dio el .trono de Nápoles a su cuñado, Joaquín Murat, un valeroso jefe de caballería, marido de Carolina. En el «Reino de Italia», que en 1810 incluía Lombardía, Venecia y la mayor parte de los antiguos estados papales, Napoleón se re­ servó para sí mismo él título de rey, pero estableció como virrey a su hijas­ tro, Eugenio Beauharnais (hijo de Josefina). «El tío José», hermano de la madre de Napoleón, se convirtió en el Cardenal Fesch. La madre de los Bo­ naparte, Leticia, que había criado a todos aquellos hijos en muy distintas circunstancias, en Córcega, fue instalada en la corte, convenientemente, como Madame Mére (Señora Madre). Según la leyenda, no dejaba de repetir, para sí misma: «¡Si esto durase!»; sobrevivió en quince años a Na­ poleón.

Napoleón y la expansión de la Revolución En todos los estados del Gran Imperio, los acontecimientos tendían a repetir el mismo curso. La primera etapa era la de conquista y ocupación militares por las tropas francesas. Venía luego la instauración de un gobierno satélite nativo, con el apoyo de las personalidades locales que estaban dispuestas a colaborar con los franceses y que cooperaban en la redacción de una Constitución que especificaba los poderes del nuevo gobierno y regulaba sus relaciones con Francia. En algunas áreas, estas dos etapas se cumplieron bajo los gobiernos republicanos, antes de que Napoleón subiese al poder. En algunas regiones, en realidad, no se llevaron 141

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a cabo más que estas dos etapas, especialmente en España y en el Gran Ducado de Varsovia. La Tercera etapa era de drásticas reformas y reorganizaciones internas, de acuerdo con el programa de Bonaparte para Francia, y, en consecuencia, según el modelo de la Revolución Francesa10, Bélgica y los territorios alemanes del oeste del Rhin sufrieron esta etapa de un modo muy completo, pues estuvieron anexionados directamente a Francia, durante veinte años. Italia y el grueso de Alemania, al oeste de Prusia y de Austria, pasaron también por esta tercera etapa. Napoleón se consideraba a si mismo como un gran reformador y un hombre de la Ilustración. Calificaba su sistema de «liberal», y, aunque la palabra significaba para él casi lo contrario de lo que después significó para los liberales, él fue, posiblemente, el primero que la utilizó en un sentido político. También creía en las «constituciones»; no era que se inclinase en favor de asambleas representativas o de gobiernos limitados, pero quería que el gobierno estuviese racionalmente «constituido», es decir, deliberadamente estructurado y planificado, y no simplemente heredado de la confusión del pasado. Aunque era un hombre de acción, creía firmemente en el imperio de la ley. Insistía, con el celo de la convicción, en trasplantar su Código Civil11 a los estados dependientes. Consideraba que este Código se basaba en la naturaleza misma de la justicia y las relaciones humanas, y que era aplicable, por lo tanto, a todos los países, sólo con una pequeña adaptación. La idea de que las leyes de un país debían reflejar su peculiar carácter nacional y su historia era ajena a su pensamiento, porque él mantenía los conceptos racionalistas y universalistas de la Edad de la Ilustración. Creía que todos los pueblos necesitaban y merecían aproximadamente lo mismo. Como escribía a su hermano Jerónimo, al nombrarle rey de Westfalia, «los pueblos de Alemania, como los de Francia, Italia y España, necesitan igualdad e ideas liberales. Desde hace algunos años, yo vengo rigiendo los asuntos de Europa, y estoy convencido de que los alardes de las clases privilegiadas eran aborrecidos en todas partes. Procura ser un rey constitucional». El mismo plan de reforma se inició, con alguna variación, en todos los estados dependientes, desde España hasta Polonia y desde la desembocadura del Elba hasta el Estrecho de Messina. Las reformas estaban dirigidas, en una palabra, contra todo vestigio feudal. Establecían la igualdad legal de las personas individuales, y otorgaban a los gobiernos una autoridad más completa sobre sus súbditos individuales. Las clases legales fueron elimina­ das, como en Francia, en 1789; la teoría de una sociedad formada por «esta­ mentos del reino» dejó paso a la teoría de una sociedad formada por individuos legalmente iguales. La nobleza perdió sus privilegios en los impuestos, en la ocupación de cargos y en el mando militar. Las carreras quedaron «abiertas al talento». El sistema señorial, baluarte de la antigua aristocracia, quedaba virtual­ mente liauidado. Los señores perdían toda jurisdición legal sobre sus campesinos; los campesinos se convertían en súbditos del estado, personal­ 10 Ver págs. 94-99.126-129 11 Ver pag. 128.

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mente libres para trasladarse, para emigrar, para contraer matrimonio, y con capacidad para entablar pleitos ante los tribunales. Los derechos señoriales, juntamente con los diezmos, fueron abolidos, en general, como en la Francia de 1789. Pero, mientras en Francia los campesinos se libraban de aquellas cargas sin tener que pagar una compensación, porque se habían alzado en rebeldía en 1789 y porque Francia atravesó una radical revolución popular en 1793, en otras partes del Gran Imperio los campesinos tuvieron que comprométese al pago de indemnizaciones, y la antigua clase feudal siguió percibiendo ingresos de sus derechos abolidos. Sólo en Bélgica y en Renania, incorporadas a Francia bajo la República, el régimen señorial desapareció sin compensación, como en Francia, dejando una numerosa clase consoli­ dada de pequeños granjeros terratenientes. Al este del Rhin, Napoleón tuvo que llegar a un compromiso con la aristocracia a la que atacaba. En Polonia, el único país del Gran Imperio en el que aún predominaba una completa servidumbre, los campesinos recibieron la libertad legal durante la ocupación francesa; pero los terratenientes polacos seguían económicamente indemnes, porque poseían toda la tierra. Napoleón tuvo que atraérselos, porque no había en Polonia ninguna otra clase efectiva a la que él pudiera recurrir en busca de apoyo. En general, fuera de Francia, el asalto al feudalismo no fue socialmente tan revolucionario como lo había sido en Francia. El señor se acabó, pero quedó el terrateniente. En todos los países del Gran Imperio, la iglesia perdió su posición como autoridad pública al lado del estado. Se abolieron o se restringieron los tribunales eclesiásticos; la Inquisición fue declarada ilegal en España. Se acabaron los diezmos, los bienes de la iglesia fueron confiscados, y las órdenes monásticas se disolvieron o fueron severamente reguladas. La tolerancia se covirtió en ley; católicos, protestantes, judíos y no creyentes obtuvieron los mismos derechos civiles. El estado se basaría, no sobre la idea de la comunidad religiosa, sino sobre la idea de la residencia territorial. Con la nobleza, o en cuestiones económicas, Napoleón podía transigir, pero no transigiría con el clero católico respecto al principio de un estado secular. Incluso en España, insistía sobre estos fundamentos de su sistema, señal cierta de que no estaba impulsado solamente por un oportunismo, porque fue, en gran parte, su programa religioso lo que provocó la rebelión del pueblo es­ pañol. Los gremios fueron abolidos, en general, o reducidos a formas vacías y el derecho individual al trabajo fue generalmente proclamado. Los campesi­ nos, al oDtener la libertad legal, podían aprender y desempeñar cualquier oficio que desearan. Las viejas oligarquías de las ciudades y los patriciados burgueses fueron anulados. Las ciudades y las provincias perdieron sus antiguas libertades y se sometieron a la legislación general. Se abolieron las tarifas interiores, y se estimuló el libre comercio dentro de las fronteras del estado. Algunos países se cambiaron a un sistema monetario decimal; y los heterogéneos pesos y medidas surgidos en la Edad Media, y de los que las pintas, las onzas, las yardas y los bushels anglo-americanos eran activas supervivencias, dejaron paso a las regularidades cartesianas del sistema métrico. Antiguos y distintos sistemas legales cedieron su puesto a los códigos napoleónicos. Los tribunales se separaron de la administración. Se 143

acabaron las herencias y las ventas de cargos. Los funcionarios recibían salarios suficientemente altos para defenderles de las tentaciones de corrup­ ción. Los reyes se incluyeron en las nóm inas de la administración, con sus gastos personales separados de los gastos del gobierno. Se modernizaron los impuestos y las finanzas. La contribución corriente se convirtió en un impuesto sobre la tierra, pagado por cada terrateniente; y los gobiernos sabían cuánta tierra poseía realmente cada propietario, porque desarrollaron un registro sistemático de los bienes y unos métodos sistemáticos de aforo y de amillaramiento. El arrendamiento de impuestos fue sustituido por la recaudación directa. Se introdujeron nuevos métodos de contabilidad y de reunión de datos. En general, en todos los países del Gran Imperio, con Napoleón se introdujeron los principios fundamentales de la Revolución Francesa, con la notable excepción de que no hubo ningún auto-gobierno mediante cuerpos legislativos elegidos. Napoleón encontró, en todos los países, muchos nativos dispuestos a apoyarle, sobre todo entre los comerciantes y los profesionales, que eran lectores de los autores de la Ilustración, a menudo anticlericales, ávidos de una mayor igualdad con la nobleza, e impacientes por acabar con los viejos localismos que entorpecían el comercio y el intercambio de ideas. Encontró partidarios también entre muchos nobles progresistas, y, en la Confederación del Rhin, entre los gobernantes nativos. Su programa atraía a una cierta clase de gente en todas partes, y en todos los países del Gran Imperio era ejecutado, sobre todo, por personas del país. Con aquel programa iba la represión, aunque difícilmente en la medida que ha sido habitual en el siglo X X . N o hubo grandes campos de intemamiento, y la policía de Fouché se dedicaba más a espiar y a facilitar informes que a maltratar a los desafectos. La ejecución de un solo librero bávaro, llamado Palm, constituyó un famoso ultraje. En resumen, al principio, había un fuerte sentimiento pro-napoleónico en el Gran Imperio. La influencia francesa (aparte de Bélgica y Renania) pe­ netró profundamente en el norte de Italia, donde no había tradiciones mo­ nárquicas nativas, y donde las viejas ciudades-estado italianas habían ge­ nerado una fuerte clase ciudadana, a menudo anticlerical. En el sur de Alemania, la influencia francesa era profunda también. Donde menos atracción ejerció el sistema francés fué en España, país en el que que un sentimiento monárquico católico dio origen a una especie de movimiento de independencia, de carácter contrarrevolucionario. Tampoco resultó atractivo para la Europa agraria del este, zona de señores y de siervos. Pero incluso en Prusia, como luego se verá, el estado se remodeló siguiendo las líneas irancesas. En Rusia, durante la alianza de Tilsit, Alejandro respaldó a un ministro reformador pro-francés, Speranski. La influencia napoleónica era penetrante porque implicaba el antiguo movimiento del despotismo ilustrado y parecía proporcionar las ventajas de la Revolución Francesa, sin laviolencia y el desorden. En opinión de Goethe, Napoleón «era la expresión de todo lo razonable, legítimo y europeo del movimiento revolucionario». Pero las reformas napoleónicas eran también armas de guerra. Todos los estados dependientes tenían que facilitar a Napoleón dinero y soldados. Alemanes, holandeses, belgas, italianos, polacos e incluso españoles lucha­ 144

ban en sus ejércitos. Además, los estados dependientes sufragaban una gran parte del coste del ejército francés, que, en su mayoría, se hallaba situado fuera de Francia. Esto significaba que los impuestos podían seguir siendo bajos en Francia, para general satisfacción de los intereses económicos surgidos de la Revolución.

14.

El sistema continental: Inglaterra y Europa

Tras los estados tributarios del Gran Imperio, se encontraban los países nominalmente independientes, imidos bajo Napoleón en el Sistema Conti­ nental. Napoleón consideraba a sus aliados, en el mejor de los casos, com o subordinados participantes en un proyecto común. El gran proyecto era el de aplastar a la Gran Bretaña, y con este objetivo se había establecido el Sistema Continental. Pero el aplastamiento de Inglaterra se convirtió, en el pensamiento de Napoleón, en un medio para un fin ulterior: la unificación y el dominio de toda Europa. Esto, a su vez, si Napoleón lo hubiera conseguido, seguramente no habría hecho más que abrir el camino hada nuevas conquistas. En el punto en que se encontraba Napoleón en 1807 ó 1810, la unificación de la Europa continental parecía un objetivo posible. Bonaparte buscaba una ideología que inspirase tanto a su Gran Imperio como a sus aliados. Proponía las doctrinas cosmopolitas del siglo XVIII, hablaba incansablemente de la ilustración de la época, apremiaba a todos los pueblos a trabajar con él contra el medievalismo, el feudalismo, la ignorancia y él oscurantismo de que todavía estaban rodeados. Y, mientras apelaba al sentido de la modernidad, hacia también hincapié en la grandeza de los tiempos de Roma. La inspiración romana se reflejaba en las artes de su época. Los sólidos muebles «imperio», los lienzos heroicos de David, la iglesia de la Madeleine de París, que recordaba un templo clásico convertido en un Templo de Gloria, el Arco de Triunfo de la misma ciudad, comenzado en 1806, todo evocaba la atmósfera de difusa majestad en que Napoleón habría querido que viviesen los pueblos de Europa. Además, para despertar un sentimiento pan-europeo, Napoleón operaba sobre la latente hostilidad contra Gran Bretaña. Los ingleses, victoriosos en la lucha del siglo XVIII por la riqueza y por el imperio, se habían hecho aborrecer en muchas partes. Había natural sentimiento de envidia respecto al afortunado, y el resenti­ miento contra la arbitrariedad con que habia sido alcanzado y con que era •mantenido el triunfo. Aquellos sentimientos se hallaban presentes entre casi todos los europeos. Se creía que los ingleses estaban utilizando, realmente, su poderío naval, para conseguir una participación permanente mayor del comercio marítimo mundial. Y, ciertamente, tal creencia no era equivocada. E l bloqueo británico y el Sistema Continental de Napoleón Los ingleses, en las guerras revolucionarías y napoleónicas, cuando declaraban el bloqueo de Francia y de sus aliados, no esperaban rendirlos 145

por el hambre ni privarlos de ios necesarios materiales de guerra. La Europa occidental era todavía autosuficiente en artículos alimenticios, y los arma­ mentos se producían, en gran proporción, localmeñte, de materias primas como el hierro, el cobre y el nitrato de sodio. Europa no importaba casi nada indispensable de ultramar. El principal objetivo del bloqueo británico no era, por lo tanto, el de privar de importaciones a los países enemigos, sino el de mantener el comercio de tales importaciones ajeno al control del enemigo. Se trataba de destruir el comercio y los barcos del enemigo, a fin de debilitar, a corto plazo, las posibilidades bélicas del gobierno adversario, m inando sus ingresos y su marina, y de debilitar, a largo plazo, la posición del enemigo en los mercados mundiales. La guerra económica era guerra comercial. Los ingleses estaban decididos a que los artículos ingleses penetrasen en los países enemigos, o bien de contrabando, o bien por intermedio de los neutrales. Ya en 1793, los republicanos franceses habían denunciado a Inglaterra como la «moderna Cartago», una implacable potencia mercantil, atenta a la obtención de ganancias, que aspiraba a esclavizar a Europa, sometiéndola a su sistema financiero y comercial. En efecto, los ingleses, con las guerras, consiguieron un monopolio sobre los transportes de las mercancías ultrama­ rinas a Europa. Al propio tiempo, com o estaban relativamente avanzados en la Revolución Industrial, podían producir géneros de algodón y otros artículos, con las nuevas máquinas, más baratos que otros países de Europa, y. amenazaban así con monopolizar el mercado europeo de aquellos artículos manufacturados. Había mucha animadversión en Europa contra la moderna Cartago, especialmente entre las clases burguesas y comerciantes que se hallaban en competencia con ella. Las clases superiores eran quizá menos* hostiles.* pues no se preocupaban de la procedencia de los artículos que consumían, pero las aristocracias y los gobiernos eran sensibles al argumento de que Gran Bretaña era una potencia económica, una «nación de tenderos» como decía Napoleón, que libraba sus guerras con libras esterlinas en lugar de sangre, y que estaba siempre en busca de victimas en Europa. Era con todos estos sentimientos con los que Napoleón jugaba, reiteran­ do, una -y otra vez, que Inglaterra era el enemigo real de Europa, y que Europa nunca sería próspera ni independiente, hasta que se curase del íncubo del «monopolio» británico. Impedir la afluencia de artículos a la Gran Bretaña no era el objetivo del Sistema Continental, como impedir la afluencia de artículos a Francia no era el objetivo del bloqueo británico. El objetivo de cada uno era el de destruir el comercio del enemigo, así com o el crédito y los ingesos públicos, mediante la destrucción de sus exportaciones y también el de reforzar sus propios mercados. Para destruir las exportaciones británicas, Napoleón prohibió, mediante el Decreto de Berlín de 1806, la importación de artículos ingleses en el continente europeo. Si eran de origen británico, o de origen colonial británico, se consideraban británicos los artículos, aunque entrasen en Europa en barcos neutrales como de propiedad neutral. A esto replicaron los ingleses con un real decreto de noviembre de 1807, ordenando que los neutra­ les sólo podrían atracar en puertos napoleónicos, si antes se detenían en Gran Bretaña, donde las reglas eran tan severas que les estimulaban a cargar 146

artículos británicos. Los ingleses trataban asi de introducir sus exportaciones en territorio enemigo a través de canales neutrales, que era, precisamente, lo que Napoleón quería impedir. Mediante el Decreto de Milán, de diciembre de 1807, Napoleón anunció que todo barco neutral que se hubiera detenido en un puerto británico, o que se hubiera sometido a pesquisa por un barco británico en alta mar, sería confiscado en cuanto se presentase en un puerto continental. Con toda Europa en Guerra, el único comercio neutral era, virtualmente, el de los Estados Unidos, que ahora no podía comerciar con Inglaterra ni con Europa, excepto violando las normas de uno u otro beligerante. Asi se expondría a represalias, y, por lo tanto, a verse envuelto en la guerra. Para evitar este peligro, el Presidente Jefferson intentó una política auto-impuesta de aislamiento comercial, que resultó tan ruinosa para el comercio exterior americano, que el gobierno de los Estados Unidos adoptó medidas para reanudar las relaciones comerciales con el beligerante que primero eliminase sus controles sobre el comercio neutral. Napoleón se ofreció a hacerlo asi, a condición de que los Estados Unidos se opusiesen a la coacción de los controles británicos. Simultáneamente, un partido expansionista entre los americanos del oeste, deseoso de anexionarse el Canadá, considero que, con el ejército inglés comprometido en España, era el momento adecuado para poner fin a la Guerra de la Independencia expulsando a Inglaterra del continente norteamericano. El resultado fue la Guerra Anglo-Americana de 1812, que tuvo pocas consecuencias, a no ser la de poner de manifiesto la penosa ineficacia de las instituciones militares en la nueva república. Pero el Sistema Continental era algo más que un recurso para destruir el comercio de exportación de la Gran Bretaña. Era también un proyecto —hoy se llamaría un «plan»— de desarrollo de la economía de la Europa continental, en tom o a Francia com o centro principal. El Sistema Continen­ tal, si tuviera éxito sustituiría las economías nacionales con una economía integrada para el Continente como conjunto. Crearía la estructura para una civilización europea. Y arruinaría el poderío naval y el monopolio comercial de Inglaterra; porque una Europa unificada —pensaba Napoleón— no tardarla en dom inar el mar.

E l fracaso del Sistema Continental Pero el Sistema Continental fracasó; fue peor que un fracaso, porque dio origen a una amplia hostilidad contra el régimen napoleónico. El sueño de una Europa unida, bajo el dominio francés, no era suficientemente atractivo para inspirar el sacrificio necesario, incluso un sacrificio de comodidades más que de necesidades. Como Napoleón decía impacientemente, parecería que los destinos de Europa se jugaban sobre un bañil de azúcar. Era cierto, como él y sus propagandistas aseguraban con insistencia, que Inglaterra monopolizaba la venta de azúcar, de tabaco, y de otros artículos ultramari­ nos, pero la gente prefería negociar clandestinamente con los ingleses, antes que seguir sin ellos. Los atractivos de América destruyeron el Sistema Continental. 147

Las manufacturas inglesas eran algo más fáciles de sustituir que los artículos coloniales. El algodón en rama se traía por tierra, desde Oriénte, a través de los Balcanes, y las manufacturas de algodón de Francia, Sajorna, Suiza e Italia del norte se estimulaban como alivio de la competencia británica. Hubo una gran expansión de lanas danesas y de ferretería alemana. El cultivo de remolachas de azúcar, para sustituir el azúcar de caña, se extendió por Francia, Europa central, Holanda y también Rusia. Asi se crearon nacientes industrias e instalaciones que, tras la caída de Napoleón, reclamaron protección arancelaria. En general, los intereses industriales europeos estaban bien dispuestos hacia el Sistema Continental. Pero nunca pudieron sustituir' adecuadamente a los ingleses en el abastecimiento del mercado. Un obstáculo era el transporte. Una gran parte del comercio entre las diversas regiones del Continente se habia hecho siempre por mar; este tráfico costero estaba ahora bloqueado por los ingleses. Las rutas terrestres se utilizaban cada vez más, incluso en los lejanos Balcanes y en las Provincias Hiñas, zonas a través de las cuales se importaba el algodón en rama; y se construían mejores carreteras a través de los pasos del Simplón y del Monte Ceñís, en los Alpes. En 1810, cruzaron el paso del Monte Cenis unos 17.000 vehiculos rodados. Pero, en el mejor de los casos, el transporte por tierra no alcanzaba a sustituir al marítimo. Sin ferrocarriles, que se introducirían unos treinta años después, era imposible* mantener una economía puramente continental. Otro obstáculo eran los aranceles.* La idea de una unión arancelaria continental fue propuesta por algunos de sus subordinados, pero Napoleón nunca la adoptó. Los estados independientes seguían insistiendo en su aparente soberanía. Cada uno de ellos habia ampliado su área comercial, destruyendo los antiguos aranceles interiores, pero cada uno de ellos mantenía un arancel contra los otros. Los reinos de Italia y de Nápoles no disfrutaban de un libre comercio recíproco, y los estados alemanes de la Confederación del Rhin, tampoco. Francia seguía siendo proteccionista; y cuando Napoleón anexionó Holanda y partes de Italia a Francia, las mantuvo fuera de los derechos aduaneros franceses. Al propio tiempo, Napoleón prohibía que los estados satélites elevasen sus aranceles contra Francia. Francia era su base, y Napoleón quería favorecer la industria francesa, que se habia perjüdicado mucho con la pérdida de sus mercados en el Próximo Oriente y en América. Armadores, constructores de barcos y comerciantes en artículos ultrama­ rinos, poderosos elementos de la antigua burguesía, se arrumaron a causa del Sistema Continental. Los puertos franceses permanecían inactivos, y sus poblaciones, descontentas y angustiadas. Lo mismo ocurría con todos los puertos de Europa donde el bloqueo se imponía rigurosamente; en Trieste, el tonelaje anual total descendió de 208.000 en 1807, a 60.000 en 1812. La Europa oriental sufrió golpes especialmente duros. En el oeste, habia el estimulo de las nuevas manufacturas. El este, dependiente desde hacia mucho tiempo de la Europa occidental en cuanto a los artículos manufactu­ rados, ya no podia obtenerlos legalmente de Inglaterra, ni de Francia, ni de Alemania, ni de Bohemia, a causa de las dificultades del transporte por tierra y del control británico del Báltico. Tampoco los terratenientes de 148

Prusia, Polonia y Rusia podían comercializar sus productos. La aristocracia de la Europa oriental, que era la principal clase consumidora e importadora, tenia nuevas razones para estar disgustada con loS franceses y para sentir simpatía por los británicos. Como medida de guerra contra Gran Bretaña, el Sistema Continental también fracasó. El comercio inglés con Europa se redujo considerablemen­ te. Pero la pérdida se compensó en otras zonas, gracias al control británico del mar. Las exportaciones a América Latina se elevaron de 300.000 libras esterlinas en 1805, a 6.300.000 en 1809. La existencia del mundo ultramarino frustraba también el Sistema Continental. A pesar del Sistema, la exportación de artículos británicos de algodón, que se elevaba al ritmo constante de la Revolución Industrial, experimentó un incremento superior al 100 por 100 en cuatro años, desde 1805 a 1809. Y, sí bien una parte del incremento era debida a la simple inflación y al aumento de los precios, se calcula que la renta anual del pueblo británico se elevó en más del 100 por 100 durante las guerras revolucionarias y napoleónicas, saltando de 140.000.000 de libras esterlinas en 1792, a 335.000.000 en 1814.

15.

Los movimientos nacionales: Alemania

La resistencia a Napoleón: el nacionalismo Ya desde el principio, a partir de 1792, los franceses encontraron resistencia, asi com o colaboración, en los países que ocuparon. Habia resentimiento, cuando los ejércitos invasores hacían requisas y saqueaban el* país, cuando los estados recientemente organizados se veían obligados a pagar tributos en hombres y en dinero, cuando sus políticas eran dictadas por residentes o embajadores franceses, y cuando el Sistema Continental se utilizaba en especial beneficio de los fabricantes franceses. Los europeos empezaban a comprender que Napoleón estaba utilizándolos, simplemente, como instrumentos contra Inglaterra. Y en todos los países, incluida la propia Francia, el pueblo iba cansándose de una paz que no era paz, de las guerras y de los rumores de guerras, del reclutamiento y de los tributos, del lejano gobierno burocrático desde las alturas, del afán de auto-exaltación y de poder de Napoleón, a todas luces creciente e insaciable. Incluso dentro de la estructura napoleónica, surgían movimientos de protesta y de independen­ cia. Ya hemos visto cómo los estados dependientes se protegían mediante aranceles. Incluso los procónsules del emperador trataban de arraigar en la estimación local, como en el caso de Luis Bonaparte, rey de Holanda, que intentó defender los intereses holandeses contra las demandas de Napoleón, o en el de Murat, rey de Nápoles, que apeló al sentimiento italiano para asegurar su .propio trono. El nacionalismo se desarrolló como un movimiento de resistencia contra el fuerte internacionalismo del imperio napoleónico. Como el sistema internacional era esencialmente francés, los movimientos nacionalistas eran antifranceses; y como Napoleón era un autócrata, eran antiautocráticos. El nacionalismo de aquel periodo era una mezcla de conservador y de liberal. 149

Algunos nacionalistas, predominantemente conservadores, insistían en el valor de sus instituciones peculiares, de sus costumbres, de su cultura popular y de su desarrollo histórico, que ellos temían que podrían verse destruidos bajo el sistema francés y napoleónico. Otros, o realmente los mismos, insistían en una mayor autodeterminación, en una mayor participa­ ción en el gobierno, en instituciones más representativas, en una mayor libertad individual frente a la intervención burocrática del estado. Tanto el conservadurismo como el liberalismo se alzaron contra Napoleón, le destruyeron, le sobrevivieron y configuraron la historia de las generaciones siguientes. El nacionalismo era, pues, muy complejo, y apareció en diferentes países, en diferentes formas. En Inglaterra, se puso de manifiesto la profunda solidaridad del país; todas las clases se unieron y lucharon hombro con hombro contra «Boney»; y las ideas de reforma del Parlamento o de descomponer las históricas libertades inglesas fueron resueltamente abando­ nadas. Es posible que las guerras napoleónicas ayudasen a Inglaterra a atravesar una dificilísima crisis social, desempleo e incluso agitación revolucionaria entre una pequeña minoria, y todo ello se eclipsó tras la patriótica necesidad de resistencia contra Napoleón. En España, el naciona­ lismo adoptó la forma de una resistencia implacable frente a los ejércitos franceses que asolaban el país. Algunos nacionalistas españoles eran liberales; un grupo burgués en Cádiz, al rebelarse contra el'régimen francés, proclamó la Constitución española de 1812, según el modelo de la Constitución francesa de 1791. Pero el nacionalismo español extrajo su máxima fuerza de los sentimientos contrarrevolucionarios, que aspiraban a restaurar al clero y a los Borbones. En Italia, el régimen napoleónico fue mejor recibido, y el sentimiento nacional fue menos antifrancés que en España. Los burgueses de las ciudades italianas estimaban, en general, la eficacia y la ilustración de los métodos franceses, y a menudo participaban del anticlericalismo de la Revolución Francesa. El régimen francés, que duró en Italia desde 1796 hasta 1814, acabó con el hábito de la lealtad a los diversos ducados, repúblicas oligárquicas, estados pontificios y dinastías extranjeras que durante mucho tiempo había regido Italia. Napoleón nunca unificó Italia, pero la agrupó sólo en tres partes, y la influencia francesa introdujo la idea de una Italia políticamente unida dentro de los límites de una aspiración razonable. Entre los polacos, Napoleón estimuló positivamente el sentimien­ to nacional. Les dijo repetidamente que podrían alcanzar una Polonia restaurada y unida, si luchaban con fe a su lado. Unos pocos nacionalistas polacos, como el viejo patriota Kosciuzsko, nunca confiaron en Napoleón, y otros, como Czartoryski esperaban más bien del zar ruso una restauración del reino polaco; pero, en general, los polacos por sus propias razones nacionales, eran especialmente adictos al emperador de los franceses y lamentaron su caída. E l m ovim iento de ideas en la Alemania napoleónica El movimiento nacional más poderoso, con gran diferencia, tuvo lugar en Alemania. Los alemanes se rebelaron, no sólo contra la dominación 150

napoleónica, sino también contra la influencia que desde bacía un siglo estaba siendo ejercida por la cultura francesa. Se rebelaron, no sólo contra los ejércitos franceses, sino también contra la filosofía de la Edad de la Ilustración. Los años de la Revolución Francesa y de Napoleón fueron para Alemania los años de su máximo florecimiento cultural, los años de Beethoven, de Goethe y de Schiller, de Herder, de Kant, de Fichte, de Hegel, de Schleiermacher y de muchos otros. Las ideas alemanas coincidieron con todo el fermento del pensamiento fundamental conocido como «romanticis­ mo», que en todas partes se enfrentaba con las «secas abstracciones» de la Edad de la Razón, y del que se hablará más en este capítulo y en el siguiente. Alemania se convirtió en el más «romántico» de todos los países, y la in­ fluencia alemana se extendió por toda Europa, En el siglo XIX, los alemanes llegaron a ser generalmente considerados como guías intelectuales, en cierto modo como los franceses lo habian sido en el siglo anterior. Y los rasgos distintivos del pensamiento alemán, en su mayor parte, se hallaban, en cierto modo, relacionados con el nacionalismo, en un sentido amplio. Anteriormente, sobre todo en el siglo siguiente a la Paz de Westfalia. los alemanes habían sido los de menos inclinaciones nacionales, de todos los grandes pueblos europeos. Ellos se preciaban de su ciudadanía mundial o de sus actitudes cosmopolitas. Desde el punto de vista de los pequeños estados en que vivían, tenían conciencia de Europa, tenían conciencia de otros países, pero difícilmente tenían conciencia de Alemania. El Sacro Imperio Romano era una sombra. El mundo alemán no tenía fronteras tangibles; el área de habla alemana se desvanecía, sencillamente, en Alsacia o en los Países Bajos austríacos, o en Polonia, en Bohemia, o en los altos Balcanes. Que alguna vez «Alemania» hiciese, pensase, o esperase algo nunca pasó por la imaginación alemana. Las clases altas, que habian llegado a despreciar mucho de lo que era alemán, adoptaban las modas francesas, los vestidos, la etiqueta, las maneras, las ideas y el lenguaje, considerándolos como una norma internacional de la vida civilizada. Federico el Grande contrataba a recaudadores de impuestos franceses y escribía sus libros en francés. Hacia 1780, surgen algunos signos de cambio. El propio Federico, en sus últimos años, predijo una edad de oro de la literatura ¿em ana, declarando orgullosameñte que los alemanes podían hacer lo que otras naciones habian hecho. En 1784, apareció un libro de J. G. Herder, titulado Ideas p ara la Filosofía de la H istoria de la Humanidad. Herder era un espíritu grave, un pastor y teólogo protestante, que consideraba un tanto frívolos a los franceses. Llegaba a la conclusión de que la imitación de los modos extranjeros hacía a los pueblos triviales y artificiosos. Declaraba que los modos alemanes eran ciertamente distintos de los franceses, pero que no por esa razón eran menos dignos de respeto. Sostenía que toda verdadera cultura o civilización debe brotar de raíces propias. Debe brotar también de la vida del pueblo común, del Volk, no de la vida cosmopolita y desnaturalizada de las clases altas. Creía que cada pueblo —entendiendo por pueblo un grupo que comparte el mismo lenguaje— tenía sus propias actitudes, su propio espíritu, su propio genio. Una civilización sana debe expresar un carácter nacional o Volksgeist. Y el carácter de cada pueblo le era peculiar. Herder no creía que las naciones se hallasen en conflicto; muy al contrario, insistía, 151

sencillamente, en que eran distintas. N o creía que la cultura alemana fuese la mejor; muchos otros pueblos, especialmente los eslavos, descubrirían después que las ideas de Herder eran aplicables a sus propias necesidades. Su filosofía de la historia era muy diferente de la de Voltaire. Voltaire y los philosophes habían esperado que todos los pueblos avanzarían por el mismo camino de razón y de ilustración hacia la misma civilización. Herder pensaba que todos los pueblos desarrollarían su propio genio a su propio modo, que cada uno iría desplegándose, lentamente, con la inevitabilidad del crecimien­ to de una planta, evitando todo cambio súbito o distorsión a causa de influencias externas, y reflejando todos, en fin, en su innumerable diversi­ dad, la infinita riqueza de la humanidad y de Dios. La idea del Volksgeist se vio reforzada por otras fuentes no alemanas, y no tardó en pasar a otros países, dentro del general movimiento del pensamiento romántico. Como muchas otras ideas románticas, también esta exaltaba el genio o la intuición más que la razón. Hacía hincapié en las diferencias más que en la semejanza de la humanidad. Destruía el sentimien­ to de semejanza humana que había sido característico de la Edad de la Ilustración12, y que se revelaba en las doctrinas francesa y americana de los derechos del hombre, o en los códigos de Napoleón. En el pasado, habia sido habitual pensar que lo que era bueno era bueno para todos los pueblos. La buena poesía era poesía escrita según ciertos principios clásicos o «normas» de composición, que eran los mismos para todos los autores, desde los griegos en adelante. Ahora, de acuerdo con Herder y con los románticos de todos los países, la buena poesía era la poesía que expresaba un genio interior, ya fuese un genio individual o el genio de un pueblo —no habia más «normas»—. Las leyes buenas y justas, de acuerdo con la antigua filosofía de la ley natural, correspondían, en cierto modo, a un tipo de justicia que era el mismo para todos los hombres. Pero ahora, según Herder y la escuela romántica de jurisprudencia, las buenas leyes eran las que reflejaban condiciones locales o características nacionales. Tampoco aquí había «nor­ mas», a excepción, posiblemente, de la norma según la cual cada nación debía tener su propio camino. La filosofía de Herder formulaba un nacionalismo cultural, sin mensaje político. Los alemanes habían sido, durante mucho tiempo, un pueblo no po­ lítico. En los estados microscópicos del Sacro Imperio Romano, no habian tenido importantes cuestiones políticas sobre las que se viesen obligados a pensar; en los de mayores dimensiones, se habían visto excluidos de los asuntos públicos. La Revolución Francesa dio a los alemanes una clara conciencia del estado. Demostró lo que un pueblo .podía hacer con el estado, una vez que se apoderase de él y lo utilizase para sus propios fines. En primer lugar, los franceses se habian elevado a la dignidad de ciudadanos; se habían convertido en hombres libres, responsables por sí mismos, partícipes en los asuntos de su país. En segundo lugar, gracias a que tenían un estado unificado que incluía a todos los franceses, y un estado en el que una nación entera surgía con un nuevo sentimiento de libertad, pudieron elevarse sobre todos los demás pueblos de Europa. En Alemania, 12

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Ver págs. 41-42.

muchos estaban empezando a sentirse humillados ante el paternalismo de sus gobiernos. Las rivalidades del Sacro Imperio Romano, que habían hecho de Alemania, durante siglos, el campo de batalla de Europa, les llenaban ahora de vergüenza y de indignación. Veían con disgusto cómo sus príncipes alemanes, siempre entregados a mutuas querellas por el control de sus súbditos, se envilecían ante los franceses en defensa de sus intereses particulares. El despertar nacional de Alemania, que cobró gran fuerza a partir de 1800, estaba dirigido, pues, no sólo contra Napoleón y los france­ ses, sino también contra los gobernantes alemanes y contra gran parte de las clases altas alemanas medio afrancesadas. Era democrático, en la medida en que ponía el acento en la superior virtud del pueblo común. Los alemanes llegaron a sentirse fascinados por la idea de la unidad política y de la grandeza nacional, precisamente porque carecían de la una y de la otra. Un gran estado alemán nacional, que expresase la profunda voluntad moral y la cultura característica del pueblo germánico, les parecía la solución de todos sus problemas. Aquel estado otorgaría dignidad moral al individuo alemán, resolvería la enojosa cuestión de los egoístas principillos, protegería el profundo Volksgeist alemán contra la violación, y resguardaría a los alemanes de toda sujeción a potencias extranjeras. La filosofía nacionalista seguía siendo un tanto vaga, porque en la práctica era poco lo que se podía hacer. El «Padre» Jahn organizó una especie de movimiento de la juventud y se convirtió en el inventor de lo que podría llamarse la gimnasia política, en la que sus jóvenes hacían gimnasia para la Madre Patria; les conducía en expediciones al aire libre, por el país, en las que hacían burla de los aristócratas afrancesados; y les enseñaba a recelar de los extranjeros, de los judíos y de los intemacionalistas, y, en realidad, de todo lo que pudiera corromper la pureza del Volk alemán. Muchos alemanes le consideraban excesivamente extremado. Otros *recogían maravillosas historias del rico pasado medieval alemán. Había una obra antifrancesa anónima, Alem ania en su profunda humillación, por cuya venta fue condenado a muerte su editor, Palm. Otros fundaron la Unión Moral y Científica, generalmente conocida como la Tugendbund o liga de la virtud o de la hombría, cuyos miembros, mediante el desarrollo de su carácter moral, contribuirían al futuro de Alemania. La trayectoria de J. G. Fichte ilustra el curso del pensamiento alemán en aquellos años. Fichte fue un filósofo moral y metañsico, profesor de la Universidad de Jena. Su doctrina, según la cual el espíritu interior del individuo crea su propio universo moral, fue muy admirada, en muchos países. En América,' por ejemplo, entró a formar parte de la filosofía trascendental de Ralph Waldo Emerson. Al principio, Fichte carecía prácticamente de sentimiento nacional. Aprobaba con entusiasmo la Re­ volución Francesa, como habían hecho Jahn y Am dt. En 1793, con la Revo­ lución en su apogeo y muchos observadores extranjeros volviéndose contra ella, Fichte publicó un opúsculo en que elogiaba a la República France­ sa. La veía como una emancipación del espíritu humano, como un paso más en la elevación de la dignidad del hombre y de su estatura moral. Aceptaba la idea del Terror, de «obligar a los hombres a ser libres»; y compartía la concepción de Rousseau del estado como la encarnación de la 153

voluntad soberana de un pueblo. Llegó a considerar el estado como el medio de salvación humana. En 1800, en su El Estado comercial cerrado, esbozaba un tipo de sistema totalitario, en el que el estado planificaba y dirigía toda la economía del país, aislándose del resto del mundo, a fin de que, en el interior del país, pudiera desarrollar libremente el carácter de sus dudadanos.Cuando los franceses conquistaron Alemania, Fichte se hizo intensa y conscientemente alemán. Acogió la idea del Volksgeist: el espíritu individual no sólo creaba su propio universo moral, sino que el espíritu de un pueblo creaba una espede de universo moral también, que se manifestaba en su lenguaje, en sus artes, en sus tradiciones, en sus costumbres, en sus instituciones y en sus ideas. En Berlín,-en 1808, Fichte pronundó una serie de Discursos a la nación alemana, declarando que había un indestructible espíritu alemán, un primordial e inmutable carácter nadonal, más noble que el de otros pueblos (con lo que iba más lejos que Herder), que a toda costa debía mantenerse puro frente a toda influencia extranjera, tanto internacional como francesa. Sostenía que el espíritu alemán siempre había sido profundamente diferente del espíritu de Francia y de la Europa occidental; que aún no se había oído hablar nunca de él, realmente, pero que algún día se oiría. El jefe del ejército francés que entonces ocupaba la dudad consideró las conferencias muy profesorales para que mereciesen la suspensión. En efecto, tenían muy pocos oyentes; los alemanes, en su mayoría, conceptuaban a Fichte como un extremista, pero después le veneraron como a un héroe nacional.

Reform as en Prusia Políticamente, en la revuelta contra los franceses, las transformadones más importantes se produjeron en Prusia. Tras la muerte de Federico el Grande, Prusia había caído en un periodo de inercia satisfecha, como el que suele seguir a un rápido credmiento o a un éxito espectacular. Después, en 1806, en Jena-Auerstádt, el reino se hundió, en una sola batalla. Se vio despojado de sus territorios occidentales y de la mayor parte de sus territorios polacos. Napoleón lo redujo a sus antiguas zonas, al este del Elba. Y también allí los franceses mantuvieron su ocupación, pues Napoleón situó su Noveno Cuerpo de Ejército en Berlín. Pero, a los ojos de los nacionalistas alemanes, Prusia tenia una ventaja moral. De todos los estados alemanes, era el menos comprometido por la colaboración con los franceses. Así, pues, hada Prusia se dirigían, como hacia un refugio, los patriotas alemanes. La Prusia del este del Elba, anteriormente el menos alemán de los territorios alemanes, se convirtió en el centro de un movimiento pan-germá­ nico por la libertad nacional. Los años siguientes a Jena, contribuyeron a la «prusianizadón» de Alemania; pero es de señalar que ni Fichte ni Hegel, ni Gneisenau, ni Scharnhorst, ni Stein, ni Hardenberg, todos ellos reconstruc­ tores de Prusia, eran prusianos nativos. El más importante problema para Prusia era el militar, porque sólo por la fuerza militar podía ser derrocado Napoleón. Y, como siempre en Prusia, los requerimientos del ejército configuraban la forma adoptada por el esta154

ido13. El problema se enfocaba como un problema de moral y de personal. La antigua Prusia de Federico, que había caído sin gloria, había sido mecánica, arbitraria, sin alma. Su pueblo había carecido del sentimiento de formar parte del estado, y los soldados de su ejército no habian tenido esperanzas de ascenso, y no habían tenido el sentimiento del patriotismo ni del espíritu militar. Crear este espíritu era el propósito de los reformadores del ejército, Scharnhorst y Gneisenau. Gneisenau, un sajón, habia servido en uno de los regimientos mercenarios británicos en la Guerra üe Independencia America­ na, durante la cual había observado el valor militar del sentimiento patriótico en los soldados americanos. Fue también un atento observador de las consecuencias de lá Revolución Francesa, que, según él decia, «había activado la energía nacional de todo el pueblo francés, al poner a las diferentes clases sobre una misma base social y fiscal». Si Prusia tenía que fortalecerse contra Francia, o, desde luego, evitar la revoludón a largo plazo en la misma Prusia, era preciso que encontrase un medio de infundir en su propio pueblo un sentimiento análogo de igual participación, y que permitiese a los individuos capaces ocupar puestos importantes en el ejército y en el gobierno, independientemente de su posición social. La Reconstrucción del estado, requisito previo para la reconstrucción del ejército, fue iniciada por el Barón de Stein y continuada por su sucesor, Hardenberg. Al igual que Mettemich, Stein procedía de la Alemania occidental; había sido un caballero imperial de finales del Sacro Imperio Romano, que, desde un puente próximo a su castillo había contemplado, de una sola ojeada, los dominios de no menos de ocho principes alemanes. Como él no tenía ningún estado, pensaba en Alemania como conjunto; era hostil, desde hacía tiempo, a lo que él consideraba la escasamente civilizada Prusia, pero, al fin, recurrió a ella como a la esperanza del futuro. Profundamente entregado a la filosofía de Kant y de Fichte, hacía hincapié en los conceptos de deber, de servicio, de carácter moral y de responsabili­ dad. Creia que el pueblo común debía ser incitado a una vida moral, alzado de un brutal servilismo hasta el nivel de la autodeterminación y de miembro de la comunidad. Estaba convencido de que esto requería una igualdad de deberes más que de derechos. Bajo Stein, la vieja estructura de castas de Prusia se hizo un poco menos rígida. La propiedad pasó a ser intercambiable entre las clases; se permitía a los burgueses comprar tierras y servir como oficiales en el ejército. Para que los vecinos desarrollasen un sentimiento de ciudadanía y de participación en el estado, se les concedía una amplia libertad de autogobierno en las ciudades; los sistemas municipales de Prusia, y después también de Alemania constituyeron un modelo para gran parte de Europa en el siglo siguiente. Stein tenía ideas para la creación de instituciones parlamentarias en Prusia co­ mo conjunto, convencido de que fortalecerían el país, pero dejó el cargo antes de ponerlas en práctica. Su obra más famosa fue «la abolición de la servidumbre». Como el programa de reformas, en su totalidad, aspiraba a fortalecer a Prusia para una guerra de liberación contra Francia, era imposible, naturalmente, 13

Ver págs. 51-52. 155

indisponerse con los «junkers» que mandaban el ejército. La ordenanza de Stein de 1807 soio abolía la servidumbre en la medida en que abolía la «su­ jeción hereditaria» de los campesinos a sus señores. Concedía a los cam­ pesinos el derecho a trasladarse y a emigrar, a casarse, y a cerrar tratos sin la aprobación del señor. Pero si el campesino continuaba en la tierra, seguía sujeto a todos los antiguos servicios de trabajo obligado en los campos del señor. Los campesinos que disfrutaban de pequeñas posesiones continuaban sometidos a los antiguos derechos y pagos señoriales. Por un edicto de 1810, un campesino podía convertir su posesión en propiedad pri­ vada, liberándose de las obligaciones del señorío, pero sólo a condición de que un tercio de la tierra que él poseía pasase a ser propiedad privada del se­ ñor. En las décadas siguientes, tuvieron lugar muchas conversiones de ese tipo, con el resultado de que las fincas de los «junkers» se hicieron conside­ rablemente mayores. Las reformas en Prusia redujeron un tanto los antiguos poderes patriarcales de los señores y dieron status legal y libertad de movi­ miento a las masas de la población, asentando así las bases para un estado moderno y para una economía moderna. Pero los campesinos tendian a con­ vertirse en simples trabajadores agrícolas asalariados, y la posición de los «junkers» mejoró, en lugar de degradarse. Prusia evitó la Revolución. Stein, a causa de que inspiraba ciertos temores a Napoleón, fue obligado a desterrarse en 1808, pero sus reformas perduraron.

16.

El derrocamiento de Napoleón: el Congreso de Viena

La situación, a finales de 1811, puede resumirse como sigue. Napoleón tenía en su poder el continente europeo. Rusia y Turquía estaban en guerra en el Danubio, pero no había ninguna otra guerra, excepto en España, donde cuatro años de lucha no habían decidido nada. El Sistema Continen­ tal estaba funcionando mal. Perjudicaba a Inglaterra, sólo negativamente, en el sentido de que, sin él, las exportaciones inglesas a Europa se habrían elevado rápidamente en aquellos años. Bien entrada en la Revolución Industrial, la Gran Bretaña estaba acumulando una amplia reserva de riqueza nacional, y acopiando los recursos precisos para ayudar a los gobiernos europeos financieramente contra Napoleón. Los pueblos de Europa estaban cada vez más impacientes, soñando cada vez más con la libertad nacional. En Alemania, sobre todo, eran muchos los que esperaban la oportunidad de levantarse en una guerra de independencia. Pero Napoleón sólo podía ser derrocado mediante la destrucción de su ejército, con el que ni la riqueza ni la potencia naval británicas, ni los patriotas y nacionalistas europeos, ni las fuerzas armadas prusianas ni las austríacas podían enfrentarse. Todos los ojos miraban a Rusia. Hacía mucho tiempo que Alejandro I estaba descontento de su alianza con Francia. N o había obtenido de ella más que la anexión de Finlandia, en 1809. No recibió ayuda de Francia en su guerra con Turquía; vio a Napoleón unirse en matrimonio con una mujer de la casa de Austria; tenía que tolerar la existencia de una Polonia de orientación francesa, a sus propias puertas. Las clases ilustradas en Rusia, concretamente, los propietarios de tierras y los dueños de siervos, 156

denunciaban clamorosamente la alianza francesa y demandaban la reanuda­ ción de francas relaciones comerciales con Inglaterra. Una agrupación internacional de emigrados y de antibonapartistas, en la que figuraba el Barón de Stein, iba congregándose también gradualmente en San Petesburgo, donde hacían llegar a los oídos del zar el halagüeño mensaje de que Europa tenía puestas en él sus esperanzas de salvación. L a campaña rusa y la Guerra de Liberación El 31 de diciembre de 1810, Rusia se retiraba formalmente del Sistema Continental. Las relaciones comerciales anglo-rusas se reanudaron. Napo­ león decidió aplastar al zar. Concentró en la Alemania Oriental y en Polonia el Gran Ejército, una enorme fuerza de 700.000 hombres, la más grande nunca reunida hasta entonces para una sola operación militar. Era un ejército pan-europeo. Poco más de un tercio era francés; otro tercio era alemán, de las regiones alemanas anexionadas a Francia, de los estados de la Confederación del Rhin, y con unas fuerzas simbólicas de Prusia y de Austria; y el tercio restante estaba constituido por todas las demás nacionalidades del Gran Imperio, incluidos 90.000 polacos. Al principio, Napoleón esperaba enfrentarse con los rusos en Polonia o en Prusia. Pero, esta vez, los rusos decidieron luchar en su propio terreno, y, en todo caso, tenían que aguardar hasta que sus fuerzas pudieran ser retiradas del bajo Danubio. En junio de 1812, Napoleón entró con el Gran Ejército en Rusia. Napoleón proyectaba una guerra corta y terminante, como habían sido casi todas sus guerras en el pasado, y sólo llevaba abastecimientos para tres semanas. Pero todo fue mal desde el principio. El postulado de Napoleón consistia en forzar una batalla decisiva, pero el ejército ruso, sencillamente, se esfumaba. Pensaba vivir sobre el terreno, reduciendo así la necesidad de sistemas de abastecimiento, pero los rusos lo destruían todo al retirarse, y, en cualquier caso, en Rusia, incluso durante el verano, era difícil encontrar víveres para tantos hombres y caballos. Por último, no lejos de Moscú, Napoleón pudo entablar batalla con el grueso de la fuerza rusa, en Borodino. También aquí todo le salió mal. Su principio seguía siendo el de superar en número al enemigo en el punto decisivo, pero el Gran Ejército habia dejado tantos destacamentos a lo largo de su línea de marcha, que en Borodino fueron los rusos quienes le superaron a él. También era un principio de Napoleón el de concentrar su artillería, aunque aquí, por el contrarío, la dispersó, y el de hacer intervenir sus últimas reservas en el momento crítico, pero en Borodino, tan lejos de su país, no quiso arriesgarse a ordenar que entrase en acción la Vieja Guardia. Napoleón ganó la batalla, a costa de 30.000 hombres contra 50.000 perdidos por los rusos, pero el ejército ruso pudo retirarse en perfecto orden. El 14 de septiembre de 1812, el emperador francés entró en Moscú. Casi inmediatamente, la ciudad era presa de las llamas. Napoleón se encontró acampando entre minas, con sus tropas esparcidas por toda la prolongada línea que constituía el camino de regreso hasta Polonia, y con un ejército hostil operando en sus proximidades. Desconcertado, trató de negociar con 157

Alejandro, que se negó a todos los intentos. Tanscurridas cinco semanas, sin saber qué hacer y temiendo permanecer aislado en Moscú durante el invierno, Napoleón ordenó una retirada. Al impedirle los rusos regresar por una ruta más meridional, el Gran Ejército tuvo que retirarse por el mismo camino que habia seguido en su avance. El frió llegó en seguida y fue excepcionalmente duro. Durante un siglo después de 1812, la retirada de Moscú fue la última palabra en horrores militares. Hombres congelados y muertos de hambre, caballos que resbalaban y morían, vehículos que no podían desplazarse, equipamientos abandonados. Hacia el final, la disciplina desapareció; el ejército se convirtió en una horda de individuos fugitivos, que hablaban una babel de lenguajes, hostigados por guerrillas rusas, abriéndose paso a pie, sobre el hielo y la nieve, durante la mayor parte del tiempo a oscuras, porque las noches son largas en diciembre, en aquellas latitudes. De 611.000 hombres que entraron en Rusia, 400.000 murieron a consecuencia de las luchas, del hambre y del frío, y 100.000 fueron hechos prisioneros. El Gran Ejército ya no existía. Ahora, al fin, se unían todas las fuerzas antinapoleónicas. Los rusos avanzaban hacia el oeste, por la Europa central. Los gobiernos prusiano y austríaco, que en 1812 habían suministrado tropas, a regañadientes, para la invasión de Rusia, en 1813 dejaron de hacerlo y se unieron al zar. Por toda Alemania, los patriotas, a menudo jóvenes semientrenados, se incorporaban a la Guerra de Liberación. En Italia estallaban motines antifranceses. En España, Wellington, al fin, avanzaba rápidamente; en junio de 1813, cruzaba los Pirineos hacia Francia. El gobierno británico, en los tres años transcurri­ dos desde 1813 a 1815, distribuyó 32.000.000 de libras esterlinas en subven­ ciones por Europa, más de la mitad de todos los fondos concedidos durante los veintidós años de guerras. Una heterogénea alianza de capitalismo bri­ tánico y feudalismo agrario del este de Europa, de la marina inglesa y del ejército ruso, del clericalismo español y del nacionalismo alemán, de monar­ quías de derecho divino y de demócratas y liberales de reciente aparición, se organizó, al fin, para derribar al hombre del Destino. Napoleón, que había dejado su ejército en Rusia en diciembre de 1812, y cruzó apresuradamente Europa hasta París, en trineo y en coche, en el asombroso plazo de trece días, organizó un nuevo ejército en Francia, en los primeros meses de 1813. Pero no estaba preparado y carecía de seguridad, y él mismo había perdido parte de sus geniales facultades de mando. Su nuevo ejér­ cito fue aplastado en octubre, en la batalla de Leipzig, que los alemanes co­ nocen como la Batalla de las Naciones, que fue la batalla más grande en núme­ ro de hombres de todas las libradas hasta el siglo X X . Los aliados hicieron retroceder a Napoleón hasta Francia. Pero cuanto más se acercaban al momento de derrotarle, más empezaban a temer y a desconfiar los unos de los otros. La restauración de los Borbones La coalición mostraba ya signos de ruptura. Los aliados, juntos o separados, ¿debían negociar con Napoleón? ¿Qué fuerza tendría Francia en 158

el futuro? ¿Cuáles serian sus nuevas fronteras? ¿Qué forma de gobierno tendría? N o habia acuerdo acerca de estas cuestiones. Alejandro quería destronar a Napoleón y dictar la paz en París, en espectacular compensación por la destrucción de Moscú. Tenía un proyecto para entregar el trono de Francia a Bemadotte, un antiguo mariscal francés, ahora principe heredero de la corona de Suecia, que como rey de Francia dependería del apoyo ruso. Metternich prefería conservar a Napoleón o a su hijo como emperador francés, tras arrojar a los franceses de la Europa central; porque una dinastía Bonaparte en una Francia reducida seria dependiente de Austria. Las opiniones prusianas estaban divididas. Los ingleses declaraban que los franceses tenían que abandonar Bélgica, y que Napoleón debía irse; sostenían que los franceses podían elegir luego su propio gobierno, pero creían que una restauración de los Borbones seria la mejor solución. Las tres monarquías continentales no tenían interés por los Borbones, y tanto Alejandro como Metternich, a condición de que Francia, en adelante, dependiese de Rusia o de Austria, respectivamente, estaban dispuestos a permitirle que siguiese siendo fuerte hasta cierto punto, incluso con la anexión de Bélgica. En noviembre de 1813, Metternich comunicaba a Napoleón unas condiciones conocidas como «las propuestas de Francfort», según las cuales Napoleón seguiría siendo emperador de Francia, y Francia conservaría su frontera «natural» en el Rhin. Sobre esta base, habia una posibilidad de paz, pues los aliados no podían desprenderse de su antiguo miedo a Napoleón, los prusianos podían ser compensados en otra parte, y, entre los rusos, muchos generales y otros hombres estaban impacientes por regresar a su país. Los ingleses, reducida su influencia diplomática por el hecho de que tenían pocas tropas en Europa, se encontraban ante la desalentadora perspectiva de que el Continente, una vez más haría la paz sin ellos; y una paz en la que Francia continuaría conservando Bélgica. El ministro de Negocios Extranjeros británico, Vizconde de Castlereagh, llegaba al Continente en enero de 1814. Traía en su poder algunas bazas fuertes. En primer lugar, Napoleón rechazaba las propuestas de Francfort. Seguía luchando, y los aliados, en consecuencia, seguían solicitando ayuda financiera británica. Castlereagh utilizó hábilmente la promesa de subvencio­ nes británicas para conseguir la aceptación de las pretensiones de guerra de su país. Además, encontró una plataforma común para el acuerdo con Metternich, pues tanto Inglaterra como Austria temían la dominación de Europa por Rusia. El primer gran problema de Castlereagh consistía en mantener la cohesión de la alianza, pues sin aliados continentales los ingleses no podían derrotar a Francia. El 9 de marzo de 1814, consiguió que Rusia, Prusia, Austria y Gran Bretaña firmasen el tratado de Chaumont. Cada potencia se ligaba durante veinte años a una Cuádruple Alianza contra Francia, y se comprometía a facilitar 150.000 soldados para imponer las condiciones de paz que pudieran alcanzarse. Por primera vez desde 1792, ahora existia una sólida coalición de las cuatro grandes potencias contra Francia. Tres semanas después, los aliados entraban en París, y, el día 4 de abril, Napoleón abdicaba en Fontainebleau. Se vio obligado a ello, por falta de apoyo en la propia Francia. Veinte años antes, en 1793 y 1794, Francia había rechazado las potencias combi­ 159

nadas de Europa, menos Rusia. En 1814, no podía hacerlo, y no lo haría. El país clamaba por la paz. Incluso los mariscales imperiales aconsejaron la abdicación del emperador. Pero, ¿qué vendría detrás de él? Durante más de veinticinco años, los franceses habían tenido un régimen tras otro. Ahora, unos querían una república y otros querían el imperio bajo el cetro del hi­ jo de Napoleón, unos querían una monarqía constitucional y otros suspira­ ban por el Antiguo Régimen. TalleyTand se introdujo por la brecha. Decía que el rey «legítimo», Luis XVIII, era, después de todo, el hombre que provocaría menos partidismos y oposiciones. Por aquel tiempo, las poten­ cias se habían decidido también a favor de los Borbones. Un Borbón seria un rey pacífico, pues no se sentiría impulsado a recuperar las conquistas de la república ni las del imperio. Como rey natural y legítimo de Francia, tampoco necesitaría ningún apoyo extranjero para sostenerle, de modo que el control de Francia no se plantearía como una cuestión que dividiese a las potencias victoriosas. Así se restauró la dinastía de los Borbones. Luis XVIII, ignorado y despreciado durante una generación entera, tanto por la mayoría de los franceses como por los gobiernos de Europa, volvía al trono de su hermano y de sus padres. Publicó una «carta constitucional», en parte ante la insistencia del zar liberal, y en parte porque, después de lo que verdadera­ mente había aprendido en su largo destierro, buscaba el apoyo de las personas influyentes de Francia. La carta de 1814 no hacia concesión alguna al principio de la soberanía popular o nacional. Se presentaba com o la graciosa merced de un rey teóricamente absoluto. Pero, en la práctica, otorgaba lo que la mayoría de los franceses queria. Prometía igualdad legal, elegibilidad de todos los cargos públicos sin discriminación de clases, y un gobierno parlamentario de dos cámaras. Reconocía los códigos napoleónicos el acuerdo napoleónico con la iglesia, y la redistribución de la propiedad efectuada durante la Revolución. Mantuvo la abolición del feudalismo y de los privilegios, del sistema señorial y de los diezmos. Limitó el voto, desde luego, a muy pocos y grandes terratenientes; pero, de momento, excepto en el caso de unos pocos irreconciliables, Francia se disponía a disfrutar de los beneficios de una revolución escarmentada, y de la paz.

E l acuerdo antes del Congreso de Viena El 30 de mayo de 1814, las potencias firmaron un tratado con el gobierno restaurado de los Borbones. Este documento, el «primer» Tratado de París, reducía a Francia a sus fronteras de 1792, anteriores a las guerras. Los estadistas aliados desecharon las demandas de venganza y de castigo, no impusieron indemnizaciones ni reparaciones, e incluso permitieron que las obras de arte arrebatadas a Europa durante las guerras permanecieran en París. Los vencedores no deseaban crear dificultades al nuevo gobierno francés, en el que ponían sus esperanzas. Mientras tanto, Napoleón era desterrado a la isla de Elba, en la costa italiana. Para el tratamiento de otras cuestiones, las potencias habían acordado, antes de la firma de la Alianza de Chaumont, celebrar un congreso 160

internacional en Viena, tras la derrota de Napoleón. La retirada de la riada francesa dejaba en una situación de fluidez y de incertidumbre el futuro de gran parte de Europa: Bélgica, Holanda, Alemania, Polonia Italia y España. Había también otras muchas cuestiones discutibles, incluidas la anexión ru­ sa de Finlandia y las ambiciones respecto al Danubio, la desintegración del imperio español en América, la ocupación inglesa de las posesiones fran­ cesas, holandesas y españolas, y el inquietante problema de la libertad de los mares. Tanto Rusia como Gran Bretaña, antes de aceptar una conferencia ge­ neral, especificaron ciertas materias que ellas decidirían por si solas, como no susceptibles de consideración internacional. Los rusos se negaban a discutir Turquía y los Balcanes; retenían Besarabia como botín de su reciente guerra con los turcos. También conservaba Fianlandia, como un gran ducado constitucional autónomo, así como ciertas conquistas recientes en el Cáucaso, casi desconocidas para Europa. Los ingleses rechazaban toda discusión acerca de la libertad de los mares. También se oponían a todas las cuestiones coloniales y ultramarinas. Se dejaba que las revueltas en la América española siguiesen su curso. El gobierno británico anunciaba a Europa, sencillamente, cuáles de sus conquistas coloniales e insulares retendría, y cuáles estaba dipuesto a devolver. En Europa, los ingleses continuaban en posesión de Malta, de las Islas Jónicas y de Heligoland. En América, conservaban Sta. Lucía, Trinidad y Tobago en las Antillas, y reafirmaban sus derechos sobre el Noroeste, junto al Pacífico, es decir, sobre el país de Oregón, sobre el que también alegaban derechos Rusia, España y los Estados Unidos. De las antiguas posesiones francesas, los ingleses retuvieron la isla Mauricio, en el Océano Indico. De los antiguos territorios Holandeses, conservaron el Cabo de Buena Esperan­ za y Ceilán, pero devolvieron las Indias Holandesas. Durante las guerras revolucionarias y napoleónicas en Europa, los ingleses habían realizado también extensas conquistas en la India, imponiendo su dominación sobre gran parte del Decán y del valle del Ganges superior. En 1814, los ingleses se constituyeron en la potencia que controlaba la India y el Océano Indico. Ciertamente, de todos los imperios coloniales fundados por europeos en los siglos XVI y XVII, y cuya rivalidad había sido reiteradamente causa de guerras en el siglo XVIII, sólo el inglés se mantenía ahora como un sistema en expansión y dinámico. Los antiguos imperios francés, español y portugués se reducían a simples residuos de sí mismos; los holandeses todavía conservaban vastos establecimientos en las Indias Orientales, pero todas las posiciones intermedias —el Cabo, Ceilán, Mauricio, Singapur— eran ahora británicas. En 1814, tampoco tenía una armada importante ningún país, a excepción de Inglaterra. Con Napoleón y el Sistema Continental derrotados, con la Revolución Industrial que dotaba de máqui­ nas a los fabricantes ingleses, sin rival alguno ya en la disputa por los dominios de ultramar, y con un monopolio virtual del poderío marítimo, cuya utilización mantuvieron inteligentemente al margen de la regulación interna­ cional, los ingleses iniciaban su siglo de hegemonía mundial, del que puede de­ cirse que duró desde 1814 a 1914. 161

El Congreso de Viena, 1814-1815 El Congreso de Viena se reunió en Septiembre de 1814. Nunca se habia visto asamblea tan brillante. Todos los estados de Europa enviaron representantes, y muchos estados desaparecidos, los príncipes y eclesiás­ ticos antiguamente soberanos del fenecido Sacro Imperio Romano, en­ viaron agentes para que abogasen por su urgente restauración. Pero el pro­ cedimiento se hallaba dispuesto de tal modo, que todas las cuestiones im­ portantes eran decididas por las cuatro grandes potencias victoriosas. En realidad, fue en el Congreso de Viena donde entraron claramente en el vo­ cabulario diplomático los términos de «grandes y pequeñas potencias». Euro­ pa estaba en paz, tras haberse firmado un tratado con el desaparecido ene­ migo; Francia estaba representada también en el Congreso, precisamente por Talleyrand.í ahora ministro de Luis XVIII. Castlereagh, Metternich y Alejandro representaban a sus respectivos países; Prusia estaba repre­ sentada por Hardenberg. Los prusianos esperaban, como siempre, en­ sanchar el reino de Prusia. Alejandro era un problema clave: quería Po­ lonia, quería gobiernos constitucionales en Europa, quería algún tipo de sistema internacional de seguridad colectiva. Castlereagh y Metternich, con el apoyo de Talleyrand, estaban muy especialmente interesados en es­ tablecer un equilibrio de poder en el Continente. Aristócratas del Antiguo Régimen, aplicaban a los problemas actuales principios diplomáticos del siglo XVIII. N o deseaban, en modo alguno, restablecer los límites territoria­ les anteriores a las guerras. Lo que deseaban, según declararon, era restaurar las «libertades de Europa», es decir, la libertad de los estados europeos frente a la dominación por parte de una determinada potencia. La amenaza de «monarquía universal», expresión que los diplomáticos todavía utiliza­ ban, a veces, para referirse a un sistema como el de Napoleón, tenia que ser compensada medíante un ingenioso cálculo de fuerzas, una transferencia de territorios y de «almas» de un gobierno a otro, de tal modo que se distribuyese y se equilibrase el poder político entre un cierto número de estados libres y soberanos. Se . esperaba que un equilibrio adecuado produciría también una paz duradera. La principal amenaza para la paz, y muy probable apirante a la domi­ nación de Europa, parecía ser, naturalmente, la antigua perturbadora, es decir, Francia. El Congreso de Viena, sin grandes discrepancias, levantó una barrera de fuertes estados a lo largo de la frontera oriental francesa. La histórica República Holandesa, extinguida en 1795, fue resucitada co­ mo el reino de los Países Bajos, con la casa de Orange como una monarquía hereditaria; a esto se añadió Bélgica, los antiguos Países Bajos austríacos, de los que Austria' había estado dispuesta a deshacerse desde hacía mucho tiempo. Se esperaba que el reino combinado holandés-belga fuese sufi­ cientemente fuerte para impedir la constante presión francesa sobre los Países Bajos. En el sur, el reino italiano de Cerdeña era restaurado y forta­ lecido por la incorporación de la desaparecida república de Génova, extin­ guida en 1797. Tras los Países Bajos i Cerdeña, y también para impedir, una reanudación de la presión francesa sobre Alemania e Italia, se instalaron dos grandes potencias. Casi toda la Orilla Izquierda Alemana del Rhin fue 162

cedida a Prusia, que había de ser, según palabras de Castlereagh, una especie de «puente» que abarcaría la Europa central, un baluarte contra Francia en el oeste y contra Rusia en el este. En Italia, también como una especie de barrera secundaria contra Francia, se instalaron firmemente los austríacos. N o sólo recuperaron la Toscana y el Milanesado, que les habian pertenecido antes de 1796, sino que también se anexionaron la extinguida república de Venecia. El imperio austríaco incluía ahora un reino lombardo-veneciano en el norte de Italia, que se mantuvo durante casi medio siglo. En el resto de Italia, el Congreso reconocía la restauración del papa en los estados pontificios y de los antiguos gobernantes en los ducados menores; pero no insistió en una restauración de los Borbones en el reino de Nápoles. Allí el cuñado de Napoleón, Murat, con el apoyo de Mettemich, maniobró, durante algún tiempo, para conservar su trono. Los Borbones y los Braganzas recuperaron, respectivamente, los tronos de España y Portugal, y fueron reconocidos por el Congreso. En cuanto a Alemania, el Congreso no realizó intento alguno de recomponer el Sacro Imperio Romano. Los argumentos de los antiguos principillos fueron desechados. Se confirmó, sustancialmente, la reorganiza­ ción francesa y napoleónica de Alemania. Los reyes de Baviera, Wtlrttemberg y Sajonia, conservaron las coronas reales que Napoleón les había asignado. El rey de Inglaterra, Jorge III, fue reconocido ahora como rey, no «elector», de Hannover. Los estados germánicos, en número de treinta y nueve, con la inclusión de Prusia y Austria, se unieron en una vaga confederación cuyos miembros seguían siendo virtualmente soberanos, y que no hacía nada por resolver el dualismo o rivalidad austro-prusiana. El Congreso ignoró las aspiraciones de los nacionalistas alemanes a una gran Patria unificada; Mettemich temía especialmente la agitación nacionalista; y, en todo caso, los propios nacionalistas no tenían respuestas prácticas a cuestiones concretas, tales como las instituciones de gobierno y las fronteras que había de tener una Alemania unida. El Congreso declaró, un tanto ineficazmente, que en cada uno de los estados alemanes debería haber ún cuerpo legislativo, de carácter representativo. L a cuestiónpolaco-sajona La cuestión de Polonia, nuevamente planteada por la caída del Gran Ducado de Varsovia de Napoleón, llevó al Congreso casi al desastre. Alejandro seguia insistiendo sobre la anulación del crimen deJos repartos, lo que en su ánimo significaba la reconstitución del reino polaco ocupando él mismo el trono como rey constitucional, en una unión puramente perso­ nal con el imperio ruso. Un arreglo semejante estaba iniciándose en el Gran Ducado de Finlandia, donde Alejandro reinaba como un gran duque' constitucional. La reuníñcación de Polonia requería que Austria y Prusia devolviesen sus respectivas zonas de la antigua Polonia, la mayor parte de las cuales habian perdido, en todo caso, ante Napoleón. Los prusianos estaban dispuestos, con la condición, que Alejandro apoyaba, de que Prusia recibiese a cambio todo el reino de Sajonia, que se consideraba como 163

disponible porque el rey de Sajonia habia sido el último gobernante alemán que habia abandonado a Napoleón. El asunto se presentó como la cuestión polaco-sajona, con Rusia y Prusia unidas en la demanda de toda Polonia para Rusia, y de toda Sajonia para Prusia. Aquel proyecto horrorizaba a Mettemich. Porque la absorción de Sajonia por Prusia elevaría prodigiosamente a Prusia a los ojos de todos los alemanes, y alargaría considerablemente la frontera común entre Prusia y el Imperio austríaco. Además, el hecho de que Alejandro se convirtiese en rey de Polonia, e incidentalmente en protector de una Prusia más extensa, aumentaría incalculablemente la influencia de Rusia en los asuntos de Europa. Mettemich vio que Castlereagh compartía estos puntos de vista. Castlereagh creía que el principal problema del Congreso era el de frenar a Rusia. Los ingleses no habían luchado contra el emperador francés sólo para que Europa cayese en manos del zar ruso. La cuestión polaco-sajona se debatió durante meses, en los que Mettemich y Castlereagh explotaron todos los recursos dialécticos para disuadir de sus designios expansionistas a la combinación ruso-prusiana. Al fin, aceptaron la propuesta de ayuda de Talleyrand, que utilizó sagazmente la desavenencia surgida entre los vencedores para reintegrar a Francia al círculo diplomático como una potencia por derecho propio. El 3 de enero de 1815, Castlereagh, Mettemich y Talleyrand firmaban un tratado secreto, comprometiéndose a ir a la guerra, en caso necesario, contra Rusia y Prusia. Así, en el centro mismo de la conferencia de paz, la guerra levantaba nuevamente su cabeza; y, dentro de las propias deliberaciones de los vencedores, una parte de ellos se aliaba con el vencido. Tan pronto como se difundieron las noticias del tratado secreto, Alejandro propuso una transacción. En su confuso carácter, era, entre otras cosas, un hombre de paz, y estaba dispuesto a contentarse con un reino polaco reducido. El Congreso creó, pues, una nueva Polonia (llamada «Polonia del Congreso», que duró quince años); Alejandro fue su rey, y le dio una Constitución; comprendía casi la misma área que el Gran Du­ cado de Napoleón, lo que representaba, en efecto, una transferencia de aquella región del control francés al ruso. Alcanzaba unos 400 kilómetros hacia el oeste de Europa, más allá de la zona rusa correspondiente al tercer reparto, en 1795. Algunos polacos quedaban todavía en Prusia y otros en el Imperio Austríaco; Polonia no se reunificó. Satisfecho así el zar, Prusia tuvo que ceder también. Recibió unas dos quintas partes de Sajonia, quedando el resto en poder del rey sajón. La suma de los territorios sajones y renanos llevó la monarquía prusiana hasta las partes más avanzadas de Alemania. El efecto inmediato del acuerdo de paz, y de las guerras napoleónicas, en este sentido, fue el de desplazar el centro de gravedad de Rusia y de Prusia más hacia el oeste, el de Rusia casi hasta el Oder, y el de Prusia hasta las fronteras de Francia14. Con la Solución de la cuestión polaco-sajona, se terminó la obra más importante del Congreso. Se abordaron otros problemas incidentales. El Congreso inició la regulación internacional de ciertos ríos. Publicó una 14 164

Ver m apa 2»

declaración contra el comercio de esclavos en el Atlántico, que, sin embargo, no tuvo eficacia, porque las potencias continentales no estaban dispuestas a otorgar a la marina británica libres poderes de búsqueda en el mar, y los ingleses no estaban dispuestos a colocar sus fuerzas navales a las órdenes de un organismo internacional. Las comisiones del Congeso se pusieron a trabajar en la redacción del Acta Final. Y en aquel momento comenzaron a peligrar todos los acuerdos. L os Cien Días y sus consecuencias Napoleón huyó de Elba, desembarcó en Francia el día 1 de marzo de 1815, y proclamó nuevamente el imperio. En el año transcurrido desde el regreso de los Borbones, el descontento se habia extendido en Francia. Luis XVIII demostró ser un hombre sensible, pero con él habla regresado una caterva de emigrados irracionales y vengativos. La reacción y un «terror blanco» asolaban el país. Los adeptos de la Revolución se unieron al empera­ dor en su espectacular reaparición. Napoleón llegó a París, se hizo cargo del gobierno y del ejército, y se dirigió hacia Bélgica. De haber podido, hubiera dispersado la pomposa asamblea de Viena. Los vencedores del año anterior y la mayor parte de Europa creían que de nuevo estallaba la Revolución, que el viejo horror de los tronos derribados y de las guerras recurrentes podía, en última instancia, no haber terminado. Las fuerzas en conflicto se encontra­ ron en Bélgica, en Waterloo, donde el Duque de Wellington, al mando de un ejército aliado, obtuvo una gran victoria. Napoleón abdicó de nuevo, y de nuevo fue desterrado esta vez a la lejana Santa Elena, en el sur del Atlándco. Se hizo un nuevo tratado de paz con Francia, el «segundo» Tratado de Paris. Fue más severo que el primero, porque los franceses parecían haberse mostrado incorregibles e impenitentes. El nuevo tratado imponía pequeños cambios en las fronteras, una indemnización de 700.000.000 de francos, y un ejército de ocupación. El efecto de los Cien Días —así se llama el período que siguió al regreso de Napoleón de la isla de Elba— fue el de renovar el miedo a la revolución, a la guerra y a la agresión. Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia, tras haber estado casi en guerra unas con otras en el mes de enero, nuevamente unían sus fuerzas para desembarazarse de la aparición de Elba, y, en noviembre de 1815, reafirmaban solemnemente la Cuádruple Alianza de Chaumont, agregando una claúsula según la cual ningún Bonaparte volvería nunca a gobernar en Francia, También acordaban celebrar futuros congresos para revisar la situación política e imponer la paz. No se introdujo cambio alguno en los acuerdos establecidos en Viena, excepto el de que Murat, que había luchado a favor de Napoleón durante los Cien Días, fuese capturado y fusilado, y que en Nápoles se restaurase la monarquía de un Borbón absolutamente nada ilustrado. Además de la Cuádruple Alianza de las Grandes Potencias, concretamente estructurada para imponer o enmendar los términos del tratado de paz mediante la acción internacional, Alejandro proyectaba un esquema más vago, al que él llamaba la Santa Alianza. Atraído, desde hacia mucho tiempo, por la idea de un orden internacional, 165

aterrado ante el regreso de Napoleón, e influido en aquel momento por la pietista Baronesa von Krildener, el zar propuso, para que todos los monarcas la firmasen, una declaración por la que se comprometían a observar los principios cristianos de la caridad y de la paz. Todos firmaron, excepto el papa, el sultán y el príncipe regente de Gran Bretaña. La Santa Alianza —que probablemente habia sido ideada por Alejandro, con toda sinceridad, como una condenación de la violencia, y que, al principio, no fue tomada en serio por los otros que la firmaron, los cuales consideraban absurdo mezclar el cristianismo con la política— pronto pasó a significar, a los ojos de los liberales, un tipo de alianza nada santa de las monarquías contra la libertad y el progreso. La Paz de Viena, que en general incluye el Tratado de Viena propiamente dicho, los tratados de París y el acuerdo británico y colonial, fue el convenio diplomático de más alcance entre la Paz de Westfalia de 1648 y la Paz de París que cerró la Primera Guerra Mundial, en 1919. Tuvo sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Provocó un resentimiento mínimo en Francia; el antiguo enemigo aceptó los nuevos acuerdos. Puso fin a casi dos siglos de rivalidad colonial; durante sesenta o setenta aflos, ningún imperio colonial desafió seriamente al imperio británico. Otras dos causas de fricción durante el siglo XVIII —el control de Polonia y el dualismo austro-prusiano en Alemania— se atenuaron mucho a lo largo de cincuenta años. La paz de 1815 abordó eficazmente cuestiones del pesado; con las cuestiones del futuro, naturalmente, fue menos afortunada. El Tratado de Viena no era poco liberal para su tiempo; no era, en modo alguno, enteramente reaccionario, porque el Congreso mostraba pocos deseos de restablecer el estado de cosas que existía antes de las guerras. La reacción que cobró fuerza a partir de 1815 no estaba escrita en el tratado. Pero el tratado no satisfizo a nacionalistas y demócratas. Fue una decepción también para muchos liberales, especialmente en Alemania. La transferencia de pueblos de un gobierno a otro, sin consultarles sus deseos, daba paso, en las circunstancias del siglo XIX, a una gran cantidad de consecuencias nerturbadoras. Los que habían elaborado la paz eran, en realidad, hostiles tanto al nacionalismo como a la democracia, que consti­ tuían las poderosas fuerzas del tiempo que se avecinaba; consideraban, con razón, que el uno y la otra conducían a la revolución y a la guerra. El problema con el que se enfrentaban era el de restaurar el equilibrio de poder, las «libertades de Europa», y el de hacer una paz duradera. En esto, tuvieron éxito. Restauraron el sistema estatal europeo, o sistema en el que un determinado número de estados soberanos e independientes existía, sin temor de conquista ni de dominación. Y la paz que ellos elaboraron, aunque unos detalles se quebrantaron en 1830 y otros en 1848, en conjunto subsistió durante medio siglo; y durante un siglo entero, es decir, hasta 1914, no hubo en Europa una guerra que durase más de unos pocos meses o en la que se viesen envueltas todas las grandes potencias. Ningún conflicto internacional comparable en magnitud al creado por la Revolución Francesa y por el Imperio napoleónico ha sido nunca seguido por un período dtr paz tan prolongado.

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IV.

REACCION CONTRA PROGRESO, 1815-1848

En el periodo anterior a 1815, habían tenido lugar dos «revolucio­ nes». La primera consistió en el violento cambio acarreado por la Revolución Francesa y por el Imperio napoleónico. En el fondo, era principalmente política, pues se relacionaba con la organización del gobierno, con la autori­ dad y los poderes públicos, con la hacienda pública, con los impuestos, con la administración, con la ley, con los derechos individuales y con la posición legal de las clases sociales. La otra «revolución», que ha de entenderse en un sentido más metafórico, fue la Revolución Industrial, que había comenzado en Inglaterra, hacia 1760, según se explica en la introducción a este libro. Fue fundamentalmente económica, pues se relacionaba con la producción de la riqueza, con las técnicas manufactureras, con la explotación de los recursos naturales, con la formación de capital y con la distribución de los productos a los consumidores. La revolución política y la económica, en aquellos años, sorprendentemente, se desarrollaron sin que la una dependiese de la otra. Hasta 1815, la revolución política afectaba a todo ei Continente, mien­ tras la revolución económica era sumamente activa en Inglaterra. El Continente, aunque renovándose desde el punto de vista político, seguía estando menos avanzado que Inglaterra desde el punto de vista económico. Inglaterra, tranformada económicamente, seguía siendo, en otros aspectos, conservadora. Es posible que la Revolución Industrial haya sido más importante que la Revolución Francesa o que cualquier otra revolución {la cuestión es discutible). En una visión telescópica de la historia del mundo, los dos más grandes cambios experimentados por la especie humana en los últimos diez mil años acaso hayan sido la revolución agrícola o neolitica que diu paso a las primeras civilizaciones, y la Revolución Industrial que dio paso a la civilización de los siglos X IX y X X . De todos modos, un examen más atento revela que la revolución económica y la política, la Revolución Industrial (o industrialización) y las otras instituciones de una sociedad, no pueden permanecer mucho tiempo separadas, cuando se aspira a comprenderlas. La Revolución Industrial se produjo primero en Inglaterra, haciéndose evidente hacia 1780, gracias a ciertas características políticas de la sociedad inglesa, gracias a que se habia logrado el acceso a los mercados mundiales mediante triunfos comerciales y navales anteriores, y gracias a que la vida inglesa ofrecía recompensas al individuo de espíritu arriesgado e innovador. Y los efectos de la revolución política y de la económica, en Inglaterra o en Em blema del capitulo: Una medalla conmemorativa del Congreso de Viena, que muestra a los victoriosos gobernantes de Austria, R u sia y Prusia.

cualquier otra parte, tampoco pueden mantenerse separados durante los años siguientes a 1815. Con la derrota de Napoleón y la firma del tratado de paz en Viena, en 1815, parecía que la Revolución Francesa, al fin, habia terminado. El conservadurismo europeo había triunfado; como se oponía abiertamente a las nuevas «ideas francesas», podía llamarse, justamente, «reacción». Pero los procesos de industrialización, a medida que se aceleraban en Inglaterra y se extendían al Continente, actuaban contra el ordenamiento políticamente conservador. Ampliaban notablemente la clase empresarial y la asalariada, haciendo así más difícil para los monarcas y para los aristócratas de la tierra el mantenimiento de su control sobre los poderes públicos. El desarrollo industrial del siglo XIX se llamó frecuentemente «progreso», y el progreso fue más fuerte que la reacción. La sociedad industrial surgió en Inglaterra, en Europa occidental y en los Estados Unidos, en el siglo XIX, dentro del sistema conocido como capitalismo. En el siglo XX, desde la Revolución Rusa, se han creado so­ ciedades industriales en las que el capitalismo es terminantemente rechazado. Por consiguiente, industrialismo y capitalismo no son, en absoluto, la mis­ ma cosa. Pero todas las sociedades industriales emplean capital, el cual se de­ fine como la riqueza que no se consume, sino que se emplea para producir más riqueza, o riqueza futura. Un automóvil es un artículo de consumo; la fábrica de automóviles es el capital. Lo que distingue a una sociedad capi­ talista de otra no capitalista no es la existencia de capital, sino las clases de personas que lo controlan. Las distinciones, a veces, se hacen confusas. Pe­ ro, en una forma de sociedad, el control del capital se efectúa a través de la «propiedad privada o de instituciones de propiedad privada, por medio de las cuales el capital es poseído por trusts individuales o familiares, o en nues­ tro tiempo fundaciones, caías de iubilaciones, o sociedades que, a su vez, pertenecen a unos accionistas; en ningún caso, al estado. En las sociedades capitalistas, aunque la propiedad puede estar extendida, la mayor parte del capital pertenece, o, por lo menos, es controlada por un número relativa­ mente exiguo de personas. En las sociedades del otro tipo, el capital productivo pertenece, en principio, al público, y es, en realidad, «poseído» y controlado por el estado o por sus ministerios; esas sociedades suelen llamarse socialistas, porque los primeros socialistas rechazaban el principio de la propiedad privada de los medios de producción, es decir, del capital. En estas sociedades, el control del capital, o las decisiones sobre el ahorro, sobre la inversión y sobre la producción, se hallan también en pocas manos relativamente. En Europa, las instituciones de propiedad privada segura se han desarro­ llado desde la Edad Media, y una gran parte de lo que sucedió en la Revo­ lución Francesa estaba destinado a proteger la propiedad contra las deman­ das del estado. Se afirmaba que la posesión de la propiedad era la base de la independencia personal y de la libertad política, y la expectativa de ob­ tener futuros beneficios inspiraba a quienes se sentían dispuestos a arries­ gar su capital en nuevas e inciertas empresas. En Europa, había existido un capitalismo comercial, por lo menos, desde el siglo XVI. La industria­ lización en Europa fue, por consiguiente, capitalista. Los países aienos 168

a la órbita europea occidental, y que se industrializaron después, se encon­ traron con un problema diferente. Un país en el que era poco el capital acu­ mulado, procedente del comercio y de la agricultura de las generaciones anteriores, y que tenía pocos capitalistas y empresarios, difícilmente podía industrializarse mediante procedimientos europeos. Si carecía de los antece­ dentes europeos, en los que diversos rasgos políticos, sociales, legales e intelectual» eran tan importantes como el económico, tenia que emplear otros métodos para llevar a cabo la industrialización. Esto ha significado, por lo general, que la innovación, la planificación, la adopción de decisiones, el control e incluso la dominación dependerían del estado. Así, a corto plazo, en el espacio de unos pocos años, la Revolución Industrial en la Europa occidental favoreció los principios liberales y modemizadores proclamados por la Revolución Francesa. A medio plazo, o en un espacio de medio siglo, hizo a Europa abrumadoramente más poderosa que las demás partes del mundo, dando origen a una hegemonía europea de carácter mundial, en forma de imperialismo. Y a plazo más largo todavía, durante el siglo XX, provocó un afán de desquite, en virtud del cual otros países trataron apresuradamente de industrializarse mediante el proteccionismo, o de mejorar la situación de sus pueblos, tratando desespe­ radamente de alcanzar a Occidente, aunque denunciándolo, con clamorosas acusaciones, como imperialista y capitalista. Las más importantes de estas nuevas sociedades industriales son la Unión Soviética y la República Popular China.

17.

La ininterrumpida industrialización de Inglaterra

La Inglaterra que surgía fundamentalmente indemne y realmente fortale­ cida de las guerras contra Napoleón ya no era la «feliz Inglaterra» del pasado. La aristocracia terrateniente seguía gobernando el parlamento y las comuni­ dades locales, y la Iglesia oficial de Inglaterra continuaba gozando de su ventajosa posición, pero las instituciones tradicionales se veían cada vez más presionadas por el acelerado desarrollo económico. La mecanización de la industria textil y la aplicación de la energía de vapor avanzaban, inconteni­ bles. Ya hemos visto cómo Napoleón no pudo reducir la corriente de exporta­ ciones británicas, en las que la exportación del algodón, por si sola, se habia duplicado entre 1805 y 1809, mientras las exportaciones a América Latina se multiplicaban por veinte, pasando de 300.000 libras esterlinas a 6.300.000. Inglaterra estaba poblándose más también, como la isla de Irlanda, más pequeña. Las poblaciones unidas de Gran Bretaña e Irlanda se triplicaron en los cien años desde 1750 a 1850, aumentando desde unos 10 millones en 1750 hasta unos 30 millones en 1850. El aumento se distribuyó de un modo muy desigual. Anteriormente, en Inglaterra, la mayoría de la población había vivido en el sur. Pero el carbón y el hierro, y, por consiguiente, las máquinas de vapor y las fábricas, estaban en el centro y en el norte. Allí parecían surgir ciudades enteras, como de la nada. En 1785, se calculaba que en Inglaterra y en Escocia, con la excepción de Londres, sólo había tres ciudades de más 169

de 50.000 habitantes. Setenta años después —el espacio de la vida de un hombre—, habia treinta y una ciudades inglesas con esa población. Algunas consecuencias sociales de la industrialización en Inglaterra La más importante de aquellas ciudades era Manchester, en Lancashire, el primero y más famoso de los centros industriales de tipo moderno. Manches­ ter, antes del advenimiento de los molinos de algodón, era más bien una gran ciudad mercado. Aunque muy antigua, no había sido suficientemente impor­ tante para ser reconocida como distrito con representación en el Parlamento. Localmente, estaba organizada como un señorío. Hasta 1845, los habitantes no extinguieron los derechos señoriales, comprándolos entonces al último señor, Sir Oswald Mosley, por 200.000 libras esterlinas, ó 1.000.000 de dólares, aproximadamente. La población de Manchester pasó de 25.000 en 1772 a 455.000 en 1851. Pero hasta 1835 no hubo en Inglaterra ningún procedimiento regular para la incorporación de ciudades. La organización urbana estaba más atrasada que en Prusia o que en Francia. Una dudad no tenia existencia legal, a menos que la heredase de la Edad Media. Tampoco tenia funcionarios capacitados, ni recaudadores de impuestos idóneos, ni facultades legislativas. Era, pues, difícil para Manchester, y para las otras nuevas ciudades de factorías, abordar los problemas de una rápida urbaniza­ ción, como la provisión de protección policíaca, de agua y de alcantarillado, o la recogida de la basura. Las nuevas aglomeraciones urbanas eran lugares parduscos, ennegrecidos por el espeso hollín de los primeros tiempos del carbón, que se posaba igual en las fábricas que eh los barrios obreros, que eran oscuros de todos mo­ dos, porque el clima de las zonas centrales de Inglaterra no es soleado. Las viviendas para los trabajadores se constuian con rapidez, apretadamente apelotonadas, y siempre escasas, como en todas las comunidades de crecimiento acelerado. Familias enteras vivían en un solo cuarto, y la vida de familia tendía a desintegrarse. Un funcionario de policía de Glasgow observaba que había bloques enteros de viviendas en la ciudad, en cada uno de los cuales pululaban m il niños andrajosos que sólo tenían nombres de pila, generalmente apodos, como los animales, aclaraba. El aspecto enojoso de las nuevas factorías consistía en que, en la mayoría de los casos, sólo necesitaban mano de obra sin cualificar. Los obreros cualificados se encontraban en una situación degradada. Tejedores e hilande­ ros manuales, arrojados de su trabajo por las nuevas máquinas, o languidecían en una miseria que era la más profunda de todos los grados en la Revolución Industrial, o acudían a una factoría en busca de trabajo. Las factorías pagaban buenos salarios, en relación con las normas de aquel tiempo para la mano de obra no cualificada. Pero aquellas normas eran muy bajas, demasiado bajas para permitir a un hombre mantener á su mujer y a sus hijos. Esto había sido válido, en general, para la mano de obra no cualificada, en Inglaterra y en otras partes, también bajó los sistemas económicos anteriores. En las nuevas factorías, el trabajo era tan mecánico, que muchas veces se prefería a niños de seis años. Las mujeres, además, 170

cobraban menos por su trabajo, y, frecuentemente, eran más hábiles para el manejo de una bobina. Los horarios en las factorías eran largos, hasta alcanzar catorce horas dianas o más; y aunque esos horarios parecían normales a las personas que habían trabajado en granjas, o en la industria doméstica de las familias rurales, eran más tediosos y opresivos en las circunstancias más sítematizadas que resultaban imprescindibles en las fábricas. Las vacaciones eran pocas, salvo en el caso del ocio ingrato del desempleo, que era un azote frecuente, porque los rápidos altibajos de los negocios eran sumamente imprevisibles en aquel periodo de desconcertante expansión. Un día sin trabajo era un día que no producía nada para vivir, de modo que, aun cuando el jornal fuese relativamente atractivo, el ingreso real del trabajador era crónicamente insuficiente. Los obreros de las factorías, como los de las minas, estaban casi totalmente desorganizados. Eran una masa humana recientemente reunida, sin tradiciones ni lazos comunes. Cada uno se contrataba individualmente con su patrono, el cual era, por lo general, un pequeño empresario que tenia que hacer frente a una feroz competición de los demás, y que, frecuentemente endeudado a causa del equipamiento de su factoría, u obligado a ahorrar dinero para comprar más, mantenía su «pre­ supuesto de jornales» en la cifra más baja posible. Los propietarios de las factorías, los nuevos «señores del algodón», fueron los primeros capitalistas industriales. Solían ser hombres que se habían hecho a si mismos, que debían su posición a su propia inteligencia, a su perseverancia y a su previsión. Vivían cómodamente, sin ostentación y sin lujo, ahorrando de la ganancia de cada año para ampliar sus factorías y para comprar sus maquinarias. Como ellos, por su parte, también trabajaban con dureza, consideraban que los señores de la tierra solían ser unos holgazanes y que los pobres tendían a ser perezosos. Por lo general, eran honestos, de una manera rigurosa y exigente; harían dinero por cualquier medio que la ley les permitiese, pero no irían más allá. N o eran crueles ni intencionadamente inhumanos. Contribuían a causas caritativas y filantrópicas. Creían que hacían un favor a «los pobres» dándoles trabajo y procurando que trabajasen diligente y productivamente. La mayoría de ellos estaba contra la regulación pública de sus empresas, aunque unos pocos, obligados por la competencia a recurrir a procedimientos que no les gustaban, como el empleo de niños pequeños, habrían aceptado alguna regulación que alcanza­ se por igual a todos los competidores. Fue un magnate del algodón, el viejo Robert Peel, quien en 1802 presentó al Parlamento la primera Ley de Fábrica. Esta ley se proponía regular las condiciones en que se empleaba a a los niños pobres en las fábricas textiles, pero fue letra muerta desde el principo, porque no creó un cuerpo adecuado de inspectores de fábricas. En aquel tiempo, los ingleses eran los únicos, entre los pueblos europeos adelantados, que no tenían ninguna clase de administradores públicos preparados, pagados y profesionales, ni los querían, pues preferían el autogobierno y la iniciativa local. Tener inspectores para asuntos propios era algo que olía a burocracia continental. El hecho de que los antiguos métodos de regulación económica fuesen resultando anacrónicos, realmente inade­ cuados a los nuevos tiempos, tuvo como resultado que cayese en descrédito 171

la idea de la regulación misma. Los nuevos industríales querían que los dejasen solos. Consideraban antinatural la interferencia en los negocios, y creían que, si se les permitía seguir sus propios juicios, asegurarían la futura prosperidad y el progreso del país. Economía clásica; aLaissezfaire» Los industriales se vieron fortalecidos en estas creencias por la ciencia de nueva aparición de la «econonfia política». En 1776, Adam Smith publicó su trascendental L a riqueza de ¡as naciones, que criticaba el viejo mercantilismo con sus prácticas reguladoras y monopolisticas, y sostenía, si bien con moderación, que debía permitirse que actuasen determinadas «leyes natura­ les» de producción y de cambio. Smith fue seguido por Thomas R. Malthus, por David Ricardo y por la llamada Escuela Manchesteriana. Su doctrina fue denominada (por sus adversarios) laissezfaire, y, en su forma elaborada, es conocida también como la economía clásica. Fundamentalmente, aquella doctrina sostenía que hay un mundo de relaciones económicas, autónomo y separable del gobierno y de la política. Es el mundo del libre comercio, y se regula por sí mismo, mediante determinadas «leyes naturales» como la ley de la oferta y la demanda o la ley de ganancias decrecientes. Todas las personas deberían seguir su propio y consciente interés; cada individuo conoce su propio interés mejor que cualquier otro; y la suma total de los intereses individuales se agregará al bienestar general y a la libertad de todos. El Gobierno debía hacer lo menos posible; debía limitarse a preservar la seguridad de la vida y de la propiedad, proporcionando leyes razonables y tribunales dignos de confianza, y asegurando así el cumplimiento de los contratos privados, de las deudas y de las obligaciones. N o solamente los negocios, sino también la educación, la caridad y los asuntos personales debían quedar encomendados, en general, a la iniciativa privada. N o debía haber aranceles; el libre comercio debía reinar por doquier, pues el sistema económico es de dimensión universal, y no se halla sometido a barreras políticas ni a diferencias nacionales. Por lo que se refiere al trabajador, de acuerdo con los economistas, clásicos anteriores a 1850, no debía aspirar más que a un simple nivel de vida mínimo; una «férrea ley de salarios» entra en acción, tan pronto como el trabajador recibe un salario superior al de subsistencia, de modo que tiene más hijos, los cuales consumen el exceso, de modo que el trabajador se reduce nuevamente —y la clase obrera en general—, a un nivel de subsistencia. El trabajador, aunque esté desconten­ to, debe comprender la locura que constituiría el cambio de sistema, porque este es el sistema, el sistema natural —y no hay otro—. La economía política, tal como se enseñaba en la torva Manchester, se llamó, y no sin razón, «la ciencia lúgubre». Para la clase obrera inglesa, la Revolución Industrial fue una dura experiencia. Pero habría que recordar que ni los bajos salarios, ni la jom ada de catorce horas, ni el trabajo de las mujeres y de los niños, ni los estragos del desempleo eran cosa nueva. Todo eso había existido durante siglos, en Inglaterra y en la Europa occidental, desde que el capitalismo agrícola y 172

M il l o n e s d e l i b r a s ( A PRECIOS DE MERCADO) 1,800

------------------------------R e n t a n a c io n a l

Fuente: P. Deane y W . A. Colé, British Economía Growth (Cambridge: Cambridge Unívers'ity Press, 19621, págs. 166-167,

LA REVOLUCION INDUSTRIAL EN GRAN BRETAÑA (SEGUN LAS FUENTES DE INGRESO) A pesar de las incertidumbres de esas cifras, algunas cosas son evidentes. El ingreso nacional inglés casi se multiplicó por ocho en el siglo XIX. Los ingresos procedentes de la agricultura, de los bosques, etc., segufan siendo los mismos, aproximadamente, pero, de ser 1/3 de los ingresos totales, pasaron a ser 1/16. En 1851, la mitad del ingreso nacional procedía de la manufactura, del comercio y del transporte, y, en 1901, de esas fuentes procedían los 3/4. La categoría «in­ greso del exterior» se refiere a1 ínterres y a los dividendos obtenidos por ios préstamos e inversio­ nes fuera de Gran Bretaña, es decir, por la exportación de capital, y esta fuente de ingreso, in­ significante en los primeros años del siglo, aumentó rápidamente después de 1850.

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comercial había sustituido a las economías más autosufícientes de la Edad Media. Las ciudades-fábricas eran, en ciertos aspectos, mejores sitios para vivir aue los barrios rurales de los que muchos de sus habitantes procedían. La rutina de la fábrica era psicológicamente rebajante, pero las fábricas textiles ño eran peores, en ciertos sentidos, que los talleres domésticos en que anteriormente se habían desarrollado los procesos manufactureros. La concentración de población obrera en la ciudad y en la fábrica abría el camino hacia el mejoramiento de su situación. Mostraba su miseria, de un modo más evidente; entre los más afortunados, surgía, poco a poco, un sentimiento de filantropía. Hacinados en las ciudades, los obreros alcanza­ ban un mayor conocimiento del mundo. Reuniéndose y conversando los unos con los otros, desarrollaban un sentido de solidaridad, un interés de clase, y unos objetivos políticos comunes; y, al propio tiempo, se organiza­ ban, formando sindicatos para obtener, mediante d ios, una porción mayor de la renta nacional. Tras la caída de Napoleón, Inglaterra se convirtió en el taller del mundo. Aunque en Francia, en Bélgica, en Nueva Inglaterra y en otras partes surgían fábricas que empleaban la fuerza del vapor, la Gran Bretaña, en realidad, no tuvo que enfrentarse con ninguna competencia industrial del exterior, hasta después de 1870. Los ingleses tenían un virtual monopolio en la industria textil y en la siderurgia. La zona del centro dé Inglaterra (.Midlands) y las tierras bajas escocesas (.Lowlands) exportaban hilo de algodón y máquinas de vapor a todo el mundo. Se exportaba capital británico a todos los países, para crear en ellos nuevas empresas. Londres se convirtió en el centro bancaño y financiero del mundo. Las gentes progresistas de otros países miraban a la Gran Bretaña como a un modelo, con la esperanza de aprender de sus avanzados métodos industriales, y de imitar su sistema político parlamentario. Asi se asentaron otros fundamentos del siglo XIX.

18.

La llegada de los «ismos»

Las fuerzas combinadas de la industrialización y de la Revolución Francesa condujeron, con posterioridad a 1815, a la proliferación de doctrinas y movimientos de muchas clases. En 1848, estallaron en una revolución general europea. En cuanto a los treinta y tres años transcurridos entre 1815 y 1848, no hay mejor modo de comprender su significado, a largo plazo, que el de reflexionar acerca del número de «ismos» que surgieron en aquel tiempo y que están vivos todavía. Según se sabe, la palabra «liberalismo» apareció en el idioma inglés, por primera vez, en 1819, «radicalismo» en 1820, «socialismo» en 1832, «conservadurismo» en 1835. Los años 1830 asistieron a la aparición de «individualismo», «constitucionalismo», «humanitarismo» y «monarquis­ m o». «Nacionalismo» y «comunismo» datan de los años 1840. Hasta los años 1850, el mundo de habla inglesa no utilizó la palabra «capitalismo (el capitalisme francés es mucho más antiguo); y no se oyó hablar de «marxismo» hasta mucho después, aunque las doctrinas de Marx surgieron en los tormentosos tiempos de los años 1840, y los reflejaron. 174

La rápida acuñación de nuevos «ismos» no siempre significa que las ideas que significaban fuesen nuevas. Muchos de ellos tenían su origen en la Ilustración, o incluso antes. Los hombres habían amado la libertad antes de hablar de liberalismo, y habían sido conservadores sin conocer el conserva­ durismo en cuanto tal. La aparición de tantos «ismos» más bien revela que los hombres estaban dando a sus ideas un carácter más sistemático. A la «filosofía» de la Ilustración se unía ahora un intenso activismo y un militantismo que se habían generado durante la Revolución Francesa. Los hombres se veian obligados a reconsiderar y a analizar la sociedad como un conjunto. Iban tomando forma las ciencias sociales. Un «ismo» (excluyendo palabras como «hipnotismo» o «favoritismo») puede definirse como la defensa consciente de una doctrina frente a otras doctrinas. Sin los «ismos» creados en los treinta y tantos años siguientes a la paz de Viena, es imposible comprender ni siquiera hablar de la historia del mundo a partir de ese acontecimiento, de modo que será conveniente una breve caracterización de algunos de los más importantes1.

Romanticismo El único de los «ismos» que no fue político. Se llamó «romanticismo», palabra que se utilizó en inglés, por vez primera, en los años 1840, para describir un movimiento que entonces tenía una antigüedad de medio siglo. El romanticismo fue, primordialmente, una teoría de la literatura y de las artes. Entre sus grandes representantes, se encontraban Wordsworth, Shelley y Byron en Inglaterra, Víctor Hugo y Chateaubriand en Francia, Schiller y los Schlegel y muchos otros en Alemania. Como teoría del arte, planteó cuestiones fundamentales acerca de la naturaleza de la verdad significativa, acerca de la importancia de las diversas facultades humanas, acerca de la relación del pensamiento y del sentimiento, acerca de la significación del pasado y del tiempo mismo. Por representar un nuevo modo de sentir toda la experiencia humana, afectó a casi todo el pensamiento relacionado con cuestiones sociales y públicas. Es posible que la actitud romántica más fundamental consistiese en un amor por lo inclasificable; disposiciones de ánimo e impresiones, ambientes o narraciones, visiones o sonidos o cosas concretamente experimentadas, idiosincrasias personales o costumbres peculiares que la inteligencia nunca podría clasificar, encajar, explicar o reducir a una generalización abstracta. Era característica de los románticos la insistencia en el valor del sentimiento, tanto como en el de la razón. Conocían la importancia del subconsciente. Tendían a suponer que una idea perfectamente clara sería, en derto modo, superfidal. Amaban las figuras misteriosas, desconocidas, vislumbradas en un horizonte lejano. De ahí que el romantidsmo contribuyese a un nuevo interés por las sodedades extrañas y distantes, asi como por las extrañas y distantes épocas históricas. Mientras los philosophes de la Ilustración habian deplorado la Edad Media como un tiempo de error intelectual, la generadón 1 P a ra algunos otros «ism os» importantes» posteriores a 1850, ver págs. 237-238,

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romántica volvía la mirada hada ella con respecto e incluso con nostalgia, pues en ella encontraban una fascinación, un colorido, o una profundidad espiritual que echaban de menos en su propia época. Lo «gótico», que los racionalistas consideraban bárbaro, tenia un fuerte atractivo para los románticos. En las artes se produjo un Renacimiento Gótico, uno de cuyos ejemplos fue el edificio del Parlamento Británico, construido en los años 1830. En el arte y en las instituciones medievales, asi como en el arte y en las instituciones de todos los tiempos y de todos los pueblos, los románticos veían la expresión de un genio interior. La idea de un genio original o creador era, en efecto, otra de las más fundamentales creencias románticas. Un genio era un espíritu dinámico al que ninguna norma podía encerrar, al que ningún análisis o clasificación podía siquiera explicar plenamente. Se aseguraba que el genio creaba sus propias normas y leyes. El genio podía ser el de la persona individual, como el artista, el escritor, o el que movía el mundo, como Napoleón. Podía ser el genio o el espíritu de una época, O podía ser el genio de un pueblo o de una nadón, el Volksgeist de Herder, un carácter nadonal inherente que hace que cada pueblo se desarrolle de un modo propio y peculiar, que sólo podría conocerse mediante el estudio de su historia, y no mediante el raciodnio2. También en este campo, el romanticismo dio un nuevo impulso al estudio del pasado. Políticamente, el romántico podía encontrarse tanto entre los conservadores como entre los radicales. Veamos ahora los «ismos» más puramente políticos. Liberalismo clásico Los primeros liberales que se dieron a si mismos ese nombre (aunque Napoleón utilizó esa palabra para su propio sistema, como hemos visto3), surgieron en España, entre ciertos adversarios de la ocupación napoleónica. La palabra pasó luego a Franda, donde significó oposición al realismo tras la restauración de los Borbones en 1814. En Inglaterra, muchos whigs, e incluso unos pocos tories, iban hadéndose cada vez más liberales, hasta que, en los años 1850, se fundó el gran Partido Liberal. El liberalismo decimonónico o «clasico» variaba de un país a otro, pero mostraba muchas semejanzas fundamentales. Por lo general, los liberales eran hombres de las clases profesionales y del mundo de los negodos, juntamente con terratenientes emprendedores que deseaban mejorar sus propiedades. Creían en lo que era moderno, ilustrado, eficaz, razonable y claro. Confiaban en las facultades de autogobierno y de autocontrol del hombre. Tenían en alta estima el gobierno parlamentario o representativo, que actuaba a través de una discusión y una legislación razonables, con ministerios responsables y con una administración impardal y observante de la ley. Demandaban una plena publicidad para todas las acciones del gobierno, y, para asegurar esa publiddad, insistían en la 2 Ver pág. 151. 3 Ver pág. 142.

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libertad de imprenta y en el libre derecho de reunión. Consideraban que todas estas ventajas políticas se harían realidad, muy probablemente, bajo una buena monarquía constitucional. Fuera de Inglaterra, abogaban por constituciones explícitas y escritas. N o eran demócratas; se oponían al sufragio universal, por temor a los excesos del poder del populacho o de una acción política irracional. Los liberales sólo se avinieron a aceptar la idea del sufragio universal para los varones, gradualmente y a disgusto, bien avanzado ya el siglo XIX. Suscribían las doctrinas de los derechos del hombre tal como se habían manifestado en las revoluciones americana y francesa, pero haciendo especial hincapié en el derecho de propiedad, y, en sus puntos de vista económicos,1seguían a la escuela inglesa de Manchester o al economista francés, J. B. Say. Abogaban por el laissez faire, recelaban de la capacidad del gobierno para regir los negocios, tendían a terminar con el sistema de gremios donde aún existía, y desaprobaban los intentos de los nuevos obreros industriales de organizar sindicatos. Intemacionalmente, defendían la libertad de comercio, que se realizaría mediante la reducción o la abolición de aranceles, de modo que todos los países pudieran intercambiar sus productos, fácilmente, unos con otros, y con la Inglaterra industrial. Pensaban que, de este modo, cada país produciría lo que le resultase más conveniente, con lo que incrementaría al máximo su riqueza y elevaría sus niveles de vida. Creían que al crecimiento de la riqueza, de la producción, de la invención y del progreso científico seguiría el progreso general de la humanidad. Solían considerar a las iglesias establecidas y a las aristocracias de la tierra como obstáculos para el avance. Creían en la expansión de la tolerancia y de la educación. Eran también de actitudes profundamente civiles, y se mostraban contrarios a las guerras, a los conquistadores, a los oficiales del ejército, a los ejércitos permanentes y a los gastos militares. Querían cambiar ordenadamente, mediante procesos legislativos. Se estremecían ante la idea de la revolución. Los liberales del Continente solían ser admiradores de Gran Bretaña. Radicalismo, republicanismo, socialismo El radicalismo, al menos como palabra, se originó en Inglaterra, donde los Radicales Filosóficos se aplicaron el término a si mismos, orgullosamente, hacia 1820. Aquellos radicales de los años 1820 incluían no sólo a los pocos dirigentes de la clase obrera que comenzaban a aparecer, sino también a muchos de los nuevos capitalistas industriales, que aún no tenían representación en el Parlamento. Continuaron donde «jacobinos» ingleses cómo Thomas Paine se habían quedado una generación antes, cuando la prolongada crisis de las guerras francesas aún no había desacreditado todo radicalismo como pro-francés4. Los radicales filosóficos se parecían mucho a los philosophes franceses anteriores a la Revolución. Eran seguidores de un viejo sabio, Jeremy Bentham, que en numerosos escritos, desde 1776 hasta 1832, trató de 4

Ver págs. 103, 121.

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reformar las leyes penales y civiles de Inglaterra, asi como la iglesia, el parlamento y la constitución. Los radicales ingleses proclamaban la necesi­ dad de deducir la forma justa de las instituciones de la propia naturaleza y de la psicología del hombre. Se apresuraban a desechar todos los argumentos basados en la historia, en los usos o en las costumbres. Iban a las «raíces» de las cosas. («Radical» procede de la palabra latina que significa «raíz»). Querían una total reelaboración de las leyes, de los tribunales, de las prisiones, del socorro a los pobres, de la organización municipal, de los burgos podridos y del clero dedicado a la caza del zorro. Su demanda de reforma del Parlamento era apasionada e insistente. Detestaban la Iglesia de Inglaterra, la nobleza y la «squirearchy». Muchos radicales abolirían tam­ bién la realeza, tan pronto como fuera posible; hasta el largo reinado de la Reina Victoria (1837-1901), la monarquía británica no llegó a hacerse indis­ cutiblemente popular en todos los sectores. Ante todo, el radicalismo era democrático; pedía que todo hombre inglés adulto tuviese voto. Tras el Proyecto de Reforma de 1832, los capitalistas industriales, en general, se pasaron a los liberales, pero los dirigentes de la clase obrera continuaron siendo radicales demócratas, como se verá. En el Continente, el radicalismo estaba representado por un republicanis­ mo militante. Los años de la Primera República Francesa, que para los liberales y conservadores significaban los horrores asociados al Reinado del Terror, eran para los republicanos años de esperanza y de progreso, interrumpidos por las fuerzas de la reacción. Los republicanos eran una minoría, incluso en Francia; en otras partes, como en Italia y en Alemania, eran todavía menos, aunque existían. En su mayor parte, los republicanos pertenecían a la «intelligentsia», como en el caso de los estudiantes y los escritores, o eran dirigentes de la clase obrera que protestaban contra la injusticia social, o antiguos veteranos, o los hijos y los sobrinos de los veteranos, para quienes la República del 93, con sus guerras y su gloria, era una cosa viva. A causa de la represión policiaca, los republicanos se reunían, a menudo, en sociedades secretas. Consideraban serenamente el proyecto de un nuevo alzamiento revolucionario, que, en su opinión, constituiría un avance para la causa de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. Por su condición de profundos creyentes en la igualdad política, era demócratas que demandaban el sufragio universal. Estaban a favor del gobierno parlamenta­ rio, pero no estaban tan interesados como los liberales por su buen funcionamiento. Los republicanos, en su mayoría, eran rigurosamente anticlericales. Recordando la lucha sin cuartel entre la iglesia y la república ‘durante la Revolución Francesa, y observando todavía la actividad política del clero católico (porque el republicanismo era muy frecuente en los países católicos), consideraban a la Iglesia Católica como la enemiga implacable de la razón y de la libertad. Contrarios a cualquier tipo de monarquía, incluida la monarquía constitucional, intensamente hostiles a la iglesia y a la aristocracia, conscientes herederos de la Gran Revolución Francesa, organi­ zados en sociedades secretas nacionales e internacionales, sin oponerse al derrocamiento de los regímenes existentes por la fuerza, los republicanos más militantes eran considerados por la mayoría de la gente, incluidos los liberales, como poco mejores que los anarquistas. 178

El republicanismo se transformaba gradualmente en socialismo. Los so­ cialistas, por lo general, compartían las actitudes políticas del republicanismo, pero tenían además, otros puntos de vista. Los primeros socialistas, los ante­ riores a la Revolución de 1848, eran de muchos tipos, pero todos tenían ciertas ideas en común. Todos ellos consideraban el sistema económico existente como disparatado, caótico y desaforadamente injusto. Todos pensaban que era irra­ cional que los dueños de la riqueza tuvieran tanto poder económico como para dar o negar trabajo a los obreros, fijar salarios y horarios de trabajo según sus propios intereses, conducir todas las actividades de la sociedad en beneficio de la ganancia privada. Por consiguiente todos cuestionaban el valor de la empresa privada, favoreciendo un cierto grado de propiedad común de los activos pro­ ductivos, bancos, fábricas, máquinas, tierra y transportes. Todos desaprobaban la competencia como un principio rector, y formulaban, en lugar de ella, princi­ pios de armonía, de coordinación, de organización o de asociación. Todos rechazaban, llana y absolutamente, el laissez faire de los liberales y de los eco­ nomistas políticos. Mientras estos pensaban, principalmente, en el aumento de la producción, sin interesarse mucho por la distribución, los primeros socialistas pensaban, principalmente, en una más justa o más equitativa distribución de la renta entre todos los miembros útiles de la sociedad. Creían que, más allá de la igualdad civil y legal introducida por la Revolución Francesa, había que dar, además, u n nuevo paso hacia la igualdad social y económica. Uno le los primeros socialistas fue también uno de los primeros industriales del algodón, Robert Owen (1771-1858), de Manchester y de las tierras bajas escocesas. Preocupado ante la situación de los obreros, creó una especie de comunidad modelo para sus propios empleados, pagando salarios altos, reduciendo las jornadas de trabajo, castigando severamente el vicio y la embriaguez, construyendo escuelas y viviendas y almacenes de empresa para la venta barata de los artículos de primera necesidad a los obreros. De aquel capitalismo paternalista de sus primeros años, pasó, a lo largo de su prolongada existencia, a erigirse en cruzado de las reformas sociales, tropezando en esta labor con ciertos obstáculos, no sólo por la oposición de los otros industriales, sino también por su impopular radicalis­ mo en materia de religión. En su mayoría, los primeros socialistas eran franceses, impulsados por el sentimiento de una revolución inacabada. Uno era un noble, el Conde de Saint-Simon (1760-1825), que había luchado en la Guerra de la Independen­ cia Americana, había aceptado la Revolución Francesa, y, en sus últimos años, escribió muchos libros sobre problemas sociales. Saint-Simon y sus seguidores, que no se llamaban a si mismos socialistas, sino sansimonianos, figuraron entre los primeros claros exponentes de una sociedad planificada. Defendían la propiedad pública del equipamiento industrial y de otro capital, con el control en manos de los grandes capitanes de industria o ingenieros sociales, que idearían grandes proyectos como la excavación de un canal en Suez, y, en general, coordinarían la actividad y los recursos de la sociedad hacia fines productivos. De un tipo diferente fue Charles Fourier (1772-1837), pensador un tanto doctrinario, que sometía todas las institucio­ nes conocidas a una condena devastadora. Su programa positivo adoptó la forma de una propuesta, según la cual la sociedad debía organizarse en 179

pequeñas unidades que él llamó «falansterios». En su opinión, cada uno de aquellos falansterios debía estar compuesto por 1.620 personas, cada una de las cuales realizaría un trabajo adecuado a su inclinación natural. Entre los franceses prácticos, nunca tuvo éxito la organización de ningún falansterío. Un buen número de ellos se establecieron en los Estados Unidos, que eran todavía la tierra del sueño utópico de Europa. El más conocido, pues estaba formado por personas ilustradas, fue el «movimiento de la Brook Farm» (Granja de la Cañada), en Massachusetts, que se mantuvo, a través de una tormentosa existencia, durante cinco años, desde 1842 a 1847. También Robert Owen, en 1825, había fundado una colonia experimental en América, en Nueva Armonía, Indiana, en las orillas del Wabash, entonces remotas y no deterioradas; esta colonia tampoco duró más que cinco años. Aquellos planes, que presuponían la retirada de unos espíritus selectos a una vida apartada, poco tenían que decir, en realidad, acerca de los problemas de la sociedad como conjunto en una era industrial. Políticamente, la forma más significativa de socialismo antediluviano —antes del «diluvio» de 1848— fue el movimiento surgido entre las clases trabajadoras de Francia, que era un compuesto de republicanismo revolucio­ nario y de socialismo. Los politizados trabajadores de París habían sido republicanos desde 1792. Para ellos, la Revolución, en las décadas de 1820, 1830 y 1840, no se había terminado, sino que sólo se habia interrumpido momentáneamente. Reducidos a la impotencia política, perjudicados en sus derechos por las discriminaciones de que eran objeto en los tribunales de justicia, obligados a llevar documentos de identidad firmados por sus patronos, aguijoneados por las presiones de la industrialización que iba extendiéndose por Francia, desarrollaron una profunda hostilidad frente a las clases poseedoras de la burguesía. Encontraron un portavoz en el periodista de París, Louis Blanc, director de la Revue d e progrés y autor de La organización del trabajo (1839), una de las más constructivas entre las primeras obras socialistas. Proponía un sistema de «talleres sociales», o centros manufactureros sostenidos por el estado, en los que los obreros trabajarían por y para sí mismos, sin intervención de los capitalistas privados. De este tipo de socialismo oiremos hablar más, a medida que la historia se vaya desenvolviendo. En cuanto al «comunismo», en aquel tiempo era un dudoso sinónimo de socialismo. Un pequeño grupo de revolucionarios alemanes, desterrados principalmente en Francia, se dieron ese nombre en 1840. La histeria los habría olvidado, si entre sus miembros no hubieran estado incluidos Carlos Marx y Federico Engels. Marx y Engels emplearon conscientemente la palabra en 1848, para diferenciar su variedad de socialismo de la variedad de los utópicos como Saint-Simon, Fourier y Owen. Pero la palabra «comunismo» cayó en un desuso general después de 1848, para renacer tras la revolución Rusa de 1917, momento en que adquiere un nuevo significado. Nacionalismo: Europa occidental El nacionalismo, por haber surgido, en gran parte, como reacción contra el sistema internacional napoleónico, ha sido discutido ya en el capítulo 180

anterior5. Fue el más penetrante y el menos cristalizado de los nuevos «ismos». En la Europa occidental —Inglaterra, Francia o España—, donde la unidad nacional ya existía, el nacionalismo no era tanto una doctrina como un estado de ánimo latente, que se excitaba fácilmente cuando se cuestionaban los intereses nacionales, pero que, normalmente, se daba por supuesto. En otras partes —Italia, Alemania, Polonia, los imperios austríaco y turco—, donde pueblos de la misma nacionalidad se hallaban politicamen­ te divididos o sometidos a una dominación extranjera, el nacionalismo estaba convirtiéndose en un programa deliberado y consciente. Fue, sin duda, el ejemplo occidental, de Gran Bretaña y Francia, prósperas y florecientes porque eran naciones unificadas, lo que estimuló las ambiciones de otros pueblos para convertirse en naciones unificadas también. El período posterior a 1815 fue en Alemania un tiempo de creciente agitación en tom o a la cuestión nacional, en Italia de Risorgimento o resurgimiento, y en la Europa oriental de Resurrección Eslava. El movimiento estaba capitaneado por intelectuales, que muchas veces tenían que inocular en sus compatriotas incluso la propia idea de nacionali­ dad. Se valieron de la concepción de Herder del Volksgeist o espíritu nacional, aplicándola cada uno a su propio pueblo6. Generalmente, comen­ zaban con un nacionalismo cultural, señalando que cada pueblo tenía un lenguaje, una historia, una visión del mundo y una cultura propia, que debía ser preservada y perfeccionada. Después, solían pasar a un nacionalismo político, sosteniendo que, para preservar aquella cultura nacional, y para asegurar la libertad y la justicia a sus miembros individuales, cada nación debía crear un estado soberano propio. Decían que las autoridades gober­ nantes debían ser de la misma nacionalidad, es decir, debían hablar el mismo idioma que los gobernados. Todas las personas de la misma nacionalidad, es decir, del mismo idioma, debían reunirse dentro del mismo estado. Como aquellas ideas no podían realizarse plenamente sin el derrocamien­ to de todos los gobiernos de Europa al este de Francia, el nacionalismo auténtico era instrínsecamente revolucionario. Los nacionalistas declarados eran mal vistos o perseguidos por las autoridades, y, en consecuencia, formaron un gran número de sociedades secretas. La más famosa fue la de los carbonarios, organizada en Italia en los tiempos de Napoleón. En aquel país, había otras muchas —los Veri Italiani, los Apophasimenes, los Sublimes y Perfectos Maestros, etc.—. En algunas regiones, sirvieron para el mismo fin las logias masónicas. En muchas de aquellas sociedades, el nacionalismo se mezclaba con el liberalismo, con el socialismo o con el republicanismo revolucionario, de un modo todavía indiferenciado. Los miembros se iniciaban mediante un complejo ritual destinado a grabar en ellos la idea de las terribles consecuencias que sufrirían si traicionaban los secretos de la sociedad. Utilizaban apretones de manos y contraseñas, y adoptaban nombres revolucionarios para ocultar su identidad y burlar a la policía. Solían estar tan organizados, que el miembro ordinario sólo conocía la identidad de otros pocos miembros, y nunca de los superiores, de modo 5 Ver págs, 149-156. 6

Ver pág. 151.

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que, si le arrestaban, no podría revelar nada importante. Las sociedades actuaban haciendo circular literatura prohibida y, en general, manteniendo un fermento revolucionario. Los conservadores les temían, pero las socieda­ des no eran peligrosas, realmente, para ningún gobierno que contase con el apoyo de su pueblo. El más famoso de los pensadores nacionalistas de la Europa occidental fue el italiano José Mazzini (1805-1872), que pasó la mayor parte de su vida adulta en el destierro, en Francia y en Inglaterra. En su juventud, se adhirió a los carbonarios, pero en 1831 fundó una sociedad propia, llamada Joven Italia, y editaba e introducía de contrabando en Italia copias de un periódico del mismo nombre. Joven Italia pronto fue imitada por otras sociedades de orientación similar, como Joven Alemania. En 1834, Mazzini organizó una expedición contra el reino de Cerdeña, con la esperanza de que toda Italia se alzaría y se uniría a él. Sin desalentarse por el fracaso total de la expedición, Mazzini continuó organizando, conspirando y escribiendo. Para Mazzini, nacionalidad y revolución constituían una causa sagrada, en la que tenían que encontrar expresión las cualidades más generosas y humanas. Era un pensador moral, como puede deducirse del titulo de su libro más leído, L os deberes del hombre, en el que colocaba un deber puro ante la nación, como intermedio entre el deber ante la familia y el deber ante Dios. Para los alemanes, divididos y frustrados, la nacionalidad se convirtió casi en una obsesión. Desde la cultura popular hasta la metafísica, todo estaba influido por aquella idea. Por ejemplo, en 1812, se publicaron los Cuentos populares de Grimm. Se trataba de la obra de los dos hermanos Grimm, fundadores de la ciencia moderna de la lingüistica comparada, que viajaron por toda Alemania estudiando los dialectos populares y recogiendo así los cuentos que durante generaciones habían circulado entre el pueblo. De aquel modo, esperaban encontrar el «espíritu» antiguo, nativo, indígena, de Alemania, profundo e intacto en el corazón del Volk. La misma preocupación por la nacionalidad se revelaba en la filosofía de Hegel (1779-1831), posiblemente el más grande de todos los pensadores del siglo XIX. Para Hegel, con el espectáculo de los años napoleónicos ante sus ojos, era evidente que un pueblo no podía gozar de libertad, de orden ni de dignidad, si no poseia un estado fuerte e independiente. El estado, para él, se convirtió en la encarnación institucional de la razón y de la libertad, «la marcha de Dios por el mundo», como él señalaba, significando, no una expansión en el espacio mediante una conquista corriente, sino una marcha a través del tiempo y de los procesos de la historia. Hegel concebía la realidad en sí misma como un proceso, como un desarrollo que tenía su lógica interna y su propia y necesaria consecuencia. Rompía, así, con la filosofía más estática y mecánica del siglo XVIII, con sus categorías fijas de un bien y de un mal inmutables. Se convirtió en un filósofo del desarrollo del cambio. El patrón del cambio que él sostenía era la «dialéctica», o irresistible tendencia del espíritu a avanzar mediante la creación de contrarios. Una situación dada (la «tesis») produciría inevitablemente, según este punto de vista, la concepción de una situación contraria (la «antítesis»), que también inevita­ blemente sería seguida por una reconcialiación y una fusión de las dos (la 182

«síntesis»). Por consiguiente, podía pensarse que la propia desunión de Alemania, mediante la producción de la idea de la unidad, haría realidad, inevitablemente, la creación de un estado alemán. La dialéctica hegeliana no tardó en ser apropiada por Carlos Marx para nuevas utilizaciones, pero, mientras tanto, la filosofía de Hegel, con otras que circulabaiupor Alemania, hizo que el estudio de la historia resultase más filosóficamente significativo de lo que hasta entonces hubiera sido nunca. La historia, el estudio de la sucesión temporal, parecía constituir la verdadera llave que abriría el camino a la auténtica significación del mundo. Se estimularon los estudios históricos, y las universidades alemanas se convirtie­ ron en centros de aprendizaje histórico, que atraían a estudiosos de muchos países. El más eminente de los historiadores alemanes fue Leopold von Ranke (1795-1886), fundador de la escuela «científica» de la historiografía. También Ranke, aunque intelectualmente escrupuloso en sumo grado, debía mucho de su impulso a su sentimiento nacional. Su primera obra de juventud fue un estudio de los Pueblos latinos y teutónicos; y una de sus ideas fundamentales, durante toda su larga vida, fue la de que Europa debia su grandeza única a la coexistencia y a la interrelación de varias naciones dis­ tintas, que se habían resistido siempre a los intentos de cualquiera de ellas a controlar todo el conjunto. En esto último Ranke se refería realmente a Fran­ cia, la Francia de Luis XIV y la de Napoleón— . En 1830, Ranke decía que los alemanes habían recibido de Dios la misión de desarrollar una cultura y un sistema político totalmente distintos de los desarrollados por los franceses. Estaban destinados a «crear el estado alemán puro correspondien­ te al genio de la nación». Ranke consideraba muy dudoso que los principios constitucionales, parlamentarios e individualistas occidentales fuesen ade­ cuados al carácter nacional de Alemania. En economía, Federico List, en su Sistema nacional de Economía Política (1841), sostenía que la economía política tal como se enseñaba en Inglaterra sólo era conveniente para Inglaterra. La economía política no era una verdad abstracta, sino un cuerpo de ideas desarrolladas en un determinado momento histórico, en un país determinado. List fue asi el fundador de la escuela histórica o institucional de la economía. Decía que la doctrina del libre comercio había sido ideada para hacer de Inglaterra el centro industrial del mundo, manteniendo a los otros paises en la situación de abastecedores de materias primas y de alimentos. Pero él sostenía que todo país, si había de ser un país civilizado y si había de desarrollar su propia cultura nacional, debería tener ciudades, fábricas, industrias y su propio capital. Por lo tanto, tenía que establecer una política proteccionista de aranceles elevados (al menos temporalmente, en teoría). Es de señalar que List había desarrollado sus ideas durante una permanencia en los Estados Unidos, donde el «sistema americano» de Henry Clay era, en efecto, un sistema nacional de economía política. Nacionalismo: Europa oriental En la Europa oriental, los polacos y los magiares habían sido, durante largo tiempo, nacionalistas políticos activos, los polacos deseando anular las 183

particiones y restablecer su estado polaco, y/ilos magiares insistiendo en la autonomía de su reino de Hungría dentro del imperio de los Habsburgo7. Pero en su mayor parte, el nacionalismo en la Europa oriental seguía siendo más cultural que político. Siglos de desenvolvimiento habían tendido a sofocar a los checos, eslovacos, rutenos, rumanos, servios, croatas, eslove­ nos y también, en menor grado, a los polacos y a los magiares. Sus clases más altas hablaban alemán o francés, y, en cuanto a sus ideas, miraban a Viena o a París. Los lenguajes nativos se habían quedado como lenguajes de campesinos, y las culturas como culturas campesinas, apenas conocidos por los europeos civilizados. Parecía que muchos de aquellos lenguajes desapa­ recerían. Pero a comienzos del siglo XIX, el proceso empezó a invertirse. Los patriotas empezaron a demandar la preservación de sus culturas históricas. Recogían cuentos populares y baladas; estudiaban los lenguajes, confeccio­ naban gramáticas y diccionarios, a menudo por primera vez; y se dedicaron a escribir libros en sus lenguas maternas. Apremiaban a sus clases ilustradas para que abandonasen los modos «extranjeros». Escribían historias que mostraban las famosas hazañas de sus diversos pueblos en la Edad Media. Un nuevo nacionalismo agitaba a los magiares; en 1837, se establecía en Budapest un teatro nacional húngaro. En lo que había de ser Rumania, un joven transilvano, antes campesino, llamado George Lazar, comenzó a ejer­ cer como profesor en Bucarest, en 1816. Daba sus lecciones en rumano (para sorpresa de las clases altas, que preferían el griego), explicando cómo Ruma­ nia tuvo una historia ilustre que se remontaba hasta el emperador romano, Trajano. En cuanto a los griegos, abrigaban esperanzas de restaurar el impe­ rio griego medieval (conocido para los occidentales como el Imperio Bizanti­ no), en el que las personas de lengua griega o de religión ortodoxa griega se convertirían el pueblo predominante en los Balcanes. El más importante de los movimientos de la Europa oriental fue el Re­ surgimiento Eslavo. En los eslavos se incluían los rusos, los polacos y los rutenos; los checos y los eslovacos, y los eslavos del sur, que abarcaban a los eslovenos, croatas, servios y búlgaros. Todas las ramas de los eslavos comenzaron a revivir. En 1814, el servio Vuk Karajich publicó una gramática de su lengua nativa y una colección de Canciones y poem as ¿picos populares de los servios; confeccionó un alfabeto servio, tradujo el Nuevo Testamento y declaró que el dialecto de Ragusa (hoy Dubrovnik) debería convertirse en el lenguaje literario de todos los eslavos del sur. Tropezó con la oposición del clero servio, que prefería que la escritura se limitase al Eslavónico, un lenguaje puramente erudito, como el latín; pero, fuera de Servia, encontró mucho apoyo, incluido el de los hermanos Grimm. Los checos habían sido siempre un pueblo más avanzado que los servios, pero los checos ilustrados estaban, por lo general, medio germanizados. En 1836, el historiador Palacky publicó el primer volumen de su Historia de Bohemia, destinado a dar a los checos un nuevo sentimiento de orgullo de su pasado nacional. Primero escribió su libro en alemán, que era el lenguaje de lectura

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Sobre los polacos, ver págs. 56-58, 151; sobre los m agiares, ver pág. 50.

común de los checos ilustrados. Pero no tardó en reelaborarlo en checo, dándole, significativamente, el nuevo título de Historia del pueblo checo. Entre los polacos, puede mencionarse el poeta y revolucionario, Adam Mickiewicz. Los rusos le arrestaron, en 1823, por pertenecer a una sociedad secreta, pero el gobierno zarista en seguida le permitió que se trasladase a la Europa occidental. Desde 1840 a 1844, enseñó lenguas eslavas en el Collége de France, utilizando su cátedra como una tribuna para pronunciar elocuentes alegatos en favor de la liberación de todos los pueblos y del derrocamiento de la autocracia. Escribió poemas épicos sobre temas históricos polacos, y continuó activo entre los polacos revolucionarios des­ terrados y establecidos en Francia. Por su parte, Rusia, a la que los polacos y los checos consideraban muy atrasada, fue más lenta en el desarrollo de un pronunciado sentimiento nacional. Bajo el zar Alejandro I, predominó una orientación occidental o europea, pero en los últimos años de Alejandro y después de su muerte, comenzaron a extenderse las doctrinas eslavófilas. La eslavofilia rusa, o la idea de que Rusia tenía un modo de vida propio, diferente del de Euro­ pa y que no debería ser corrompido por éste, era sencillamente, la aplica­ ción a Rusia de la idea fundamental del Volksgeist. En Rusia, esos puntos de vista eran tan antiguos, por lo menos, como la oposición a las refor­ mas iniciadas por Pedro el Grande8. En el nacionalista siglo XIX, crista­ lizaron más sistemáticamente en un «ismo», y tendieron a fundirse en el pan-eslavismo, que hacía sustancialmente las mismas afirmaciones respecto a los pueblos eslavos como conjunto. Pero, con anterioridad a 1848, el pan­ eslavismo no era más que embrionario. Otros «ismos» El liberalismo, el republicanismo radical, el socialismo y el nacionalismo fueron a partir de 1815 las fuerzas que impulsaban a Europa hacia un futuro todavía desconocido. Otros «ismos» merecen menos atención. El conservadurismo también se mantenía fuerte. Políticamente, en la Europa continental, el conservadurismo sostenía las instituciones de la monarquía absoluta, de la aristocracia y de la iglesia, y se oponía al gobierno constitucional y representativo al que aspiraban los liberales. Como filosofía política, el conservadurismo se basaba en las ideas de Edmund Burke, que había sostenido que todos los pueblos deben cambiar sus instituciones mediante una adaptación gradual, y que ningún pueblo podía hacer realidad, de pronto, en el presente, unas libertades para las que no se hubiese preparado ya debidamente en el pasado9. Esta doctrina carecía de todo atrac­ tivo para quienes en el pasado no habían vivido más que una serie de infortunios. El conservadurismo, a veces, se convertía en nacionalismo, porque hacía incapié en la firmeza y en la continuidad del caráctrer nacional. Pero los nacionalistas, en aquel tiempo, eran más frecuentemente liberales o 8 Ver pág. 53. 9 Ver pág. 103.

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republicanos. El «monarquismo» era conservador e incluso reaccionario. Había desaparecido el despotismo ilustrado del siglo anterior, cuando los reves habían irritado caprichosamente a su aristrocracia y desafiado a sus iglesias. Después de los truenos de la Revolución Francesa, la aristocracia y la monarquía se unían, y su nueva consigna era la de mantener el trono y el altar». Más fuerte que otros «ismos» era la profunda corriente del humanitaris­ mo, sentimiento compartido, de diversos modos, por gentes de todos los partidos. Consistía en un vivo sentimiento de la realidad de la crueldad infligida a otros. En esto, el pensamiento de la Edad de la ilustración no sufrió cambio alguno. La tortura había desaparecido, y ni siquiera los gobiernos reaccionarios mostraban inclinación alguna a restablecerla. Las condiciones en las cárceles, en los hospitales, en las casas de locos y en los orfelinatos mejoraron. La gente empezaba a conmoverse ante la miseria de los niños pobres, de los limpiachimeneas, de las mujeres en las minas, y de los esclavos negros. Los dueños de los siervos rusos y los dueños de los esclavos americanos empezaban a mostrar signos psicológicos de duda moral. Degradar a los seres humanos, utilizarlos como animales de trabajo, torturarlos, encerrarlos injustamente, mantenerlos como rehenes por otros, destruir sus familias y castigar a sus parientes eran acciones consideradas por los europeos como ajenas a la verdadera civilización, como algo distante, «turco» o «asiático», como la castración de los eunucos, la leva de los jenízaros o la quema de las viudas. El sentimiento cristiano de la inviolabili­ dad de la persona humana empezaba ahora, de nuevo, en un marco mundano, a aliviar los sufrimientos de la humanidad. 19.

El dique y el desbordamiento: nacional

Es hora ya de reanudar la narración de los hechos políticos, interrumpida al final del capítulo anterior con el acuerdo de paz de 1814-1815. Los gobiernos que derrotaron a Napoleón querían asegurarse, sobre todo, de que los trastornos de los últimos veinticinco años no se repetirían. En Francia, el rey Borbón restaurado, Luis XVIII, aspiraba a conservar su trono para sí mismo y para sus sucesores. En la Gran Bretaña, la clase gobernante tory esperaba mantener la vieja Inglaterra que tan valerosamente había salvado de las garras de Bonaparte. En Alemania, Austria, Italia y Europa central, la principal aspiración de Mettemich, que durante treinta y tres años más siguió siendo la mente rectora de aquellas regiones, consistía en mantener un sistema en el que la dinastía de los Habsburgo gozase del máximo prestigio. Las ambiciones del zar, Alejandro, eran menos claras. Los representantes de las otras potencias le temían como a un soñador, a un auto-proclamado salvador del mundo, a un hombre que decía que deseaba introducir el cristianismo en la política, a un jacobino coronado, e incluso a un liberal. La conversión de Alejandro al conservadurismo llegó a ser una de las grandes esperanzas de Mettemich. Los acuerdos adoptados por las potencias victoriosas fueron, en ciertos aspectos, moderados, al menos si se tienen en cuenta las provocaciones que 186

habían sufrido en las últimas guerras. En parte por la insistencia del zar, hubo constituciones escritas, después de 1814, en Francia y en la Polonia rusa o del «Congreso». Algunos de los gobernantes de los estados alemanes meridionales permitieron un cierto grado de gobierno representativo. Incluso el rey de Prusia prometió una asamblea representativa para su reino, aunque la promesa no se cumplió. Pero era difícil mantener cualquier tipo de estabilidad. Las fuerzas de la derecha política, las clases privilegiadas (o, en Francia, las clases antes privilegiadas) denunciaban todos los signos de liberalismo como peligrosas concesiones a la revolución. Las de la izquierda política —liberales, nacionalistas, republicanos— consideraban los regímenes recientemente instalados como desesperadamente reaccionarios e inadecua­ dos. Los hombres de estado se ponían nerviosos ante la idea de la revolución, de modo que, frente a cualquier signo de agitación, respondían con intentos de represión, con lo que, si bien sofocaban la agitación temporalmente, en realidad no hacían más que empeorar las cosas, mediante la creación de nuevos agravios. Se formaba así un círculo vicioso que giraba sin cesar. La reacción después de 1815: Francia, Polonia En Francia, en 1814, Luis XVIII concedió una amnistía a los regicidas de 1793. Pero los regicidas, com o todos los republicanos, consideraban que la Francia de 1814 era un lugar incómodo para vivir, pues se hallaban expuestos a la venganza particular de los contrarrevolucionarios, y la mayoría de ellos se unieron a Napoleón cuando regresó de Elba, en 1815. Esto exasperó sobremanera a los contrarrevolucionarios monárquicos. Estalló un «terror blanco» brutal. Jóvenes de las clases altas asesinaban a bonapartistas y republicanos, y hordas católicas apresaban y daban muerte a protestantes en Marsella y en Toulouse. La Cámara de Diputados elegida en 1815 (por el reducido electorado de 100.000 acomodados terratenientes) demostró ser más realista que el rey —plu s royaliste que le roi—. Ni el propio rey podía controlar el creciente furor de la reacción, que él era bastante sensato para comprender que sólo enfurecería más todavía al elemento revolucionario, como en efecto ocurrió. En 1820, un obrero fanático asesinó al sobrino del rey, el Duque de Berry. Los que decían que todos los partidarios de la Revolución Francesa eran criminales extremistas se consideraban justifica­ dos. La reacción se intensificó, hasta que, en 1824, Luis XVIII murió y fue sucedido por su hermano Carlos X. Carlos X no sólo era el padre del recientemente asesinado Duque de Berry, sino que, durante treinta años, había sido el jefe reconocido de la implacable contrarrevolución. Como Conde de Artois, hermano más joven de Luis XVI, había figurado entre los primeros emigrados de 1789. Era el Borbón favorito de los más obstinados ex-seigneurs, nobles y eclesiásticos. Considerándose monarca absoluto hereditario por la gracia de Dios, se había coronado a sí mismo en Reims, con toda la fantástica pompa de épocas pasadas, y procedió a suprimir, no sólo el republicanismo revolucionario, sino también el liberalismo y el constitucionalismo. 187

Recordemos que, en Polonia, el tratado de Viena creó un reino constitucional, con Alejandro como rey, anexionado al imperio ruso me­ diante una unión puramente personal. La nueva maquinaria no funcionó muy bien. La constitución polaca preveía una dieta elegida, un sufragio muy amplio para las normas de la época, el código civil napoleónico, libertad de prensa y de religión, y uso exclusivo del idioma polaco. Pero los polacos descubrieron que Alejandro, aunque favorecía la libertad, no veía con buenos ojos que nadie discrepase de él. Poco era el uso que los polacos podían hacer de su vigiladísima libertad en ninguna verdadera legislación. La dieta elegida no podía desenvolverse con el virrey, que era un ruso. En Rusia, la aristocracia propietaria de siervos veía con recelo la idea de Alejandro de un reino constitucional en Polonia. N o querían experimentos con la libertad, en las fronteras mismas de Rusia. Los propios polacos hacían el caldo gordo a sus enemigos, porque los polacos eran, por lo menos, tan nacionalistas como liberales. Estaban descontentos con las fronteras, concedidas a la Polonia del Congreso. Soñaban con el vasto reino que había existido antes de la Primera Partición y por ello agitaban la interminable cuestión de la Frontera Oriental, reivindicando los extensos territorios de Ucrania y de la Rusia Blanca10. En la Universidad de Vilna, profesores y estudiantes comenzaban a formar sociedades secretas. Algunos miembros de aquellas sociedades eran revolucionarios que aspiraban a expulsar a Alejandro, a reunirse con Prusia y con la Polonia Austríaca, y a reconstruir un estado polaco independiente. Fue con motivo del descubri­ miento y la disolución de una de aquellas sociedades, los Philaretes de Vilna, cuando Adam Mickiewicz fue arrestado, en 1823. La reacción y la represión golpearon entonces a la Universidad de Vilna. La reacción después de 1815: los Estados Alemanes, Gran Bretaña En Alemania, los que habían sentido inquietudes nacionales durante las Guerras de Liberación se vieron decepcionados por el tratado de paz, que mantenía los distintos principados alemanes casi como Napoleón los había dejado y los unía expresamente sólo en una vaga federación o Bund. Las ideas nacionales eran muy comunes en las numerosas universidades, dohde estudiantes y profesores eran más susceptibles que la mayor parte del pueblo a las doctrinas de un eterno Volksgeist y de un extenso Deutschtum. Las ideas nacionales, al ser una glorificación del pueblo llano alemán, implica­ ban una especie de oposición democrática a aristócratas, príncipes y reyes. Los estudiantes de muchas de las universidades, en 1815, formaron clubs de colegios, llamados colectivamente la Burschenschaft, que, como centros de seria discusión política, venían a sustituir a los antiguos clubs dedicados a la bebida y a los desafíos. La Burschenschctft, una especie de movimiento juvenil alemán, celebró un congreso de dimensión nacional en Wartburg, en 1817. Los estudiantes escucharon vehementes alocuciones de patrióticos profesores, se vistieron con trajes «teutónicos» y quemaron unos pocos libros 10 Ver m apa 2. 188

reaccionarios. Aquella manifestación de no graduados no constituía una amenaza inmediata para ningún estado establecido, pero los gobiernos nerviosos se alarmaron. En 1819, un estudiante de teología asesinó al escritor alemán Kotzebue, conocido como informador al servicio del zar. El asesino recibió centenares de cartas de felicitación, y, en Nassau, el jefe del gobierno local se libró, por muy poco, de sufrir la misma suerte, a manos de un estudiante de farmacia. Metternich ahora decidió intervenir. No tenía autoridad sobre Alemania, a no ser porque Austria era miembro de la federación germánica. Conside­ raba todas aquellas manifestaciones de espíritu nacional alemán, o de cualquier demanda de una Alemania más sólidamente unificada, como una amenaza para la favorable posición del Imperio Austríaco y para el equilibrio total de Europa. Convocó una conferencia de los principales estados alemanes en Carlsbad, en Bohemia; los asustados representantes adoptaron ciertas resoluciones, propuestas por Metternich, que en seguida fueron decretadas por la dieta del Bund. Aquellos Decretos de Carlsbad (1819) disolvían la Burschenschaft y los clubs gimnásticos, igualmente nacionalistas (algunos de cuyos miembros se reunieron luego en sociedades secretas); y disponían que en las universidades se colocasen funcionarios del gobierno para vigilarlas y que unos censores controlasen los contenidos de los libros y de la prensa periódica diaria. Los Decretos de Carlsbad estuvieron vigentes durante muchos años, e impusieron un freno eficaz al desarrollo de las ideas liberales y nacionalistas en Alemania. Metternich no pudo convencer a los gobernantes alemanes del sur de que retirasen las constituciones que habían concedido. Los gobernantes de Baviera, de Württemberg y de otros estados consideraban que, con un gobierno representativo, podían contar con el apoyo popular y asimilar los numerosos nuevos territorios que habían obtenido de Napoleón. Pero, en general, después de 1820, la represión de las ideas nuevas o perturbadoras fue la norma en toda Alemania. Y esto es más válido todavía respecto al Imperio Austríaco, que Metternich podía controlar más directamente. Tampoco la Gran Bretaña escapó a los funestos turnos de agitación y represión. Como en cualquier otra parte, el radicalismo producía la reacción, y viceversa. Después de Waterloo, Inglaterra seguía siendo un país del antiguo régimen, pero aquejado de los más avanzados males sociales. En 1815, con la terminación de las guerras, las clases terratenientes temían una invasión de productos agrícolas importados, con el consiguiente colapso en los precios y en las rentas de la tierra. Los propietarios, que controlaban el Parlamento, aprobaron una nueva Ley de Cereales, que elevaba los aranceles proteccionistas sobre las importaciones de granos, hasta el punto de que la importación se hizo imposible, a no ser a unos precios altísimos. Los terratenientes y sus granjeros se beneficiaban, pero los jornaleros veían que los precios del pan no estaban a su alcance. Al propio tiempo, había una depresión de postguerra en la industria. Los salarios cayeron y muchos hombres fueron despedidos. Estas condiciones, naturalmente, contribuían a la difusión del radicalismo político, que aspiraba, ante todo, a una drástica reforma de la Cámara de los Comunes, para que luego púediera aprobarse un radical programa de legislación social y económica. 189

En diciembre de 1816, estalló un motin en Londres. En el mes de febrero siguiente, el Príncipe Regente fue atacado en su coche. El gobierno suspendió el «habeas corpus» y empleó a agentaprovocateurs^para-obtener pruebas contra los agitadores. Los industríales de Manchester y las nuevas ciudades-fábricas, decididos a forzar lai reforma de la representación parlamentaria, aprovecharon la oportunidad que les ofrecía la angustiosa situación de la clase obrera para organizar la protesta en forma de mítines de masas. En Birmingham, una multitud eligió burlescamente a un miembro del Parlamento. En Manchester, ciudad que iba extendiéndose, 80.000 per­ sonas realizaron una enorme manifestación en St. Peter’s Fields, en 1819; pedían sufragio universal masculino, elección anual de la Cámara de los Co­ munes, y la revocación de la ley de Cereales. Aunque la manifestación se desarrolló dentro de una total tranquilidad, los soldados dispararon contra ella, matando a 11 personas e hiriendo a unas 400, entre ellas 113 mujeres. Los radicales llamaron a aquel episodio la matanza de Peterloo, en escarne­ cedora comparación con la batalla de Waterloo. El aterrado gobierno dio las gracias a los soldados por su bravo mantenimiento del orden social. El Parla­ mento aprobó a toda prisa las Seis Leyes (1819) que proscribían la literatura «sediciosa y blasfema», gravaban con un pesado impuesto a los periódicos, autorizaban el registro de los domicilios particulares en busca de armas, y restringían severamente el derecho de reunión pública. Un grupo de revolucionarios, en consecuencia, tramó el asesinato de todo el gabinete, durante una comida; fueron apresados en Cato Street, Londres, en 1820 —de ahí el nombre de «Conspiración de Cato Street»—. Cinco de ellos fueron ahorcados. Mientras tanto, Richard Carlisie pasó siete años en la cárcel, por publicar las obras de Thomas Paine. El Duque de Wellington escribía a un corresponsal continental, en 1819: «Nuestro ejemplo será valioso para Francia y para Alemania, y es de esperar que el mundo se libre de la revolución general que parece amenazarnos a todos». En resumen, las políticas reaccionarias se atrincheraban en todas partes, en los años siguientes a la paz. La reacción sólo en parte se debía a los recuerdos de la Revoludón Francesa. En más alta proporción, se debía al vivo temor de una revolución en el presente. Aquel temor, aunque exagerado, no era simple alucinación. Dándose cuenta del creciente desbor­ damiento, los intereses establecidos levantaban diques, desesperadamente, contra él, en todos los países. Esto es válido también respecto a la política internacional de la época. 20.

£1 dique y el desbordamiento: internacional

En el Congreso de Viena, las potencias acordaron celebrar reuniones en el futuro para velar por el cumplimiento del tratado y para ocuparse de las nuevas cuestiones, a-medida que fueran presentándose. El resultado fue un buen número de congresos de las grandes potencias, que tuvieron importan­ cia como paso experimental hacia la regulación internacional de los asuntos de Europa. Los congresos se parecían, a modo de tentativa y parcialmente, a 190

la Sociedad de Naciones que surgió después de la Primera Guerra Mundial de 1914-1918, o a las Naciones Unidas que surgieron durante y después de la guerra de 1939-1945. En 1815, alarmadas tras el retorno de Napoleón, las potencias habían suscrito también la Santa Alianza de Alejandro I, que pasó a ser la denominación popular de la colaboración de los estados europeos en los congresos11. La Santa Alianza, que comenzó con una deoiaración de propósito cristiano y de concordia internacional, fue convirtiéndose, gra­ dualmente, en una alianza para la supresión de la actividad revolucionaria e incluso de la liberal, siguiendo, en este sentido, la tendencia de los gobiernos que la formaban. E l Congreso de Aquisgrán, ¡818 La primera asamblea general de las potencias, en la postguerra, tuvo lugar en el Congreso de Aquisgrán (Aix-la-Chapelle o Aachen), en 1818. El principal tema de la agenda era el de la retirada del ejército aliado de ocupación de Francia. Los Franceses aseguraban que Luis XVIII nunca seria popular en Francia mientras estuviese sostenido por un ejército extranjero. Como todas las demás potencias deseaban que los franceses olvidaren el pasado y aceptasen a los Borbones, retiraron sus fuerzas militares, por unanimidad. Decidieron también que los banqueros privados se hiciesen cargo de la deuda por reparaciones de los franceses Qos 700 millones de francos impuestos por el segundo Tratado de París); los banqueros pagaron a los gobiernos aliados, y los franceses, en su momento, pagaron a los banqueros. En otras pocas cuestiones menores, la acción colectiva interna­ cional resultó afortunada. El zar Alejandro seguía siendo el más avanzado internacionalista de la época. En Aquisgrán, sugirió una especie de unión europea permanente y llegó incluso a proponer el mantenimiento de fuerzas militares internaciona­ les para proteger a los estados reconocidos contra los cambios violentos. Los gobiernos, en sü opinión, al verse asi defendidos frente a las revoluciones, estarían mejor dispuestos a conceder reformas constitucionales y liberales. Pero los otros se oponían, especialmente el ministro británico del exterior, Lord Castlereagh. Los ingleses se declaraban dispuestos a firmar compromi­ sos internacionales contra contingencias específicas, como la reanudación de las agresiones por parte de Francia. Pero no asumirían obligación alguna de actuar, respecto a futuros acontecimientos indefinidos e imprevisibles. Se reservaban el derecho de un juicio independiente en política exterior. Concretamente, el congreso se dedicó a los problemas del comercio de esclavos del Atlántico y a los frecuentes hostigamientos de los piratas de Berbería. Se acordó por unanimidad que el uno y los otros debían ser suprimidos. Para suprimirlos, eran necesarias unas fuerzas navales que solamente los ingleses poseían en cantidad adecuada, y la acción suponía también que los capitanes de los barcos debían ser autorizados a detener y a registrar navios en el mar. Los estados continentales, siempre suceptibles en 11

Ver pág. 166 y m apa 6.

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relación con el poder marítimo británico, se negaron a apoyar tales utilizaciones de la flota británica. Temían por la libertad de los mares. £ n cuanto a los ingleses, ni siquiera discutieron la incorporación de los buques de guerra británicos a una agrupación naval internacional, ni la colocación de las escuadras británicas bajo la autoridad de un organismo internacional. Asi, pues, no se hizo nada; el comercio de esclavos continuó, incrementán­ dose ilícitamente con la interminable demanda de algodón; y. los piratas de Berbería no desaparecieron hasta que los franceses ocuparon y se anexiona­ ron Argelia, unos años después. El desarrollo de las instituciones internadonacionales se vio bloqueado por los encontrados intereses de los estados soberanos.

L a revolución en la Europa meridional: Troppau, 1820 Apenas se había disuelto el Congreso de Aquisgrán, cuando la agitación revolucionaria alcanzaba un punto crítico en la Europa meridional. No se trataba de que el sentimiento revolucionario o liberal fuese más fuerte allí que en el norte, en el sentido de que contase con más seguidores, sino, más bien, de que los gobiernos cuestionados, es decir, los de España, Nápoles y el Imperio Turco, eran ineficientes, ignorantes, débiles y corrompidos. En 1820, los gobiernos de España y de Nápoles cedieron con gran facilidad ante las demostraciones de fuerza de los revolucionarios. Los reyes de ambos países tuvieron que avenirse a jurar la constitución española de 1812, elaborada según el modelo de la constitución revolucionaria francesa de 1789-179112. Metternich consideraba que Italia, tras la expulsión de Napoleón, per­ tenecía a la legítima esfera de influencia del Imperio austríaco. Veía en aquellas insurrecciones los primeros síntomas de un nuevo brote revolucio­ nario contra el que era preciso preservar a Europa. Evidentemente, la agitación revolucionaria era internacional, cruzaba fácilmente las fronteras, gracias a la acción de las sodedades secretas y de los desterrados políticos, y también porque, en todo caso, la Revoludón Francesa habia despertado las mismas ideas en todos los países. Metternich, pues, convocó una reunión de las Grandes Potendas en Troppau, con la esperanza de utilizar la autoridad de un congreso internacional para sofocar la revolución en Nápoles. Los gobiernos de la Gran Bretaña y de Francia, que no estaban muy entusiasma­ dos con la idea de hacer el juego a Austria, sólo enviaron observadores al congreso. El gran problema de Metternich era, como siempre, Alejandro. ¿Cuál sería la actitud del zar liberal, el amigo y patrocinador de constitudones, ante la idea de una monarquía constitucional en Nápoles? Metternich y Alejandro se reunieron, a solas, en un hostal de Troppau, y allí celebraron una importante entrevista mientras tomaban unas tazas de té. Metternich recordó los horrores del revolucionarismo, y habló de la imprudencia de acceder a toda clase de concesiones, lo que envalentonaría a los revolucionarios. Alejandro estaba ya un tanto desilusionado, a causa de los ingratos 12 Ver págs. 95-96.

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sentimientos de los polacos. Se hallaba preocupado por los rumores de desafecto entre los oficiales de su propio ejército. Siempre había creído que las constituciones debían ser concedidas por los legítimos soberanos, a quienes no debían serles arrancadas por los revolucionarios, como habia ocurrido en Nápoles. Se dejó.convencer por Mettemich. Declaró que siempre habia estado equivocado, y que Mettemich siempre habia tenido razón, y se manifestó dispuesto a seguir el criterio político de Mettemich. El triunfo del canciller austríaco fue completo. El zar radical se volvía ahora reaccionario. Fortalecido de este modo, Mettemich redactó un documento, el protoco­ lo de Troppau, para su consideración y aceptación por las cinco Grandes Potencias. El documento sostenía que todos los estados europeos reconoci­ dos debían ser protegidos por la acción colectiva internacional, y en interés de la paz y estabilidad generales, contra los cambios internos provocados por la fuerza. Era una declaración de seguridad colectiva frente a la revolución. Ni Francia ni Gran Bretaña la aceptaron. Castlereagh escribió a Mettemich que si Austria consideraba amenazados sus intereses en Nápoles, debía intervenir sólo en su propio nombre. A lo que los tories de 1820 se oponían no era tanto a la represión de la revolución napolitana como al principio de una colaboración internacional obligatoria. Mettemich sólo pudo conseguir que Rusia y Prusia respaldasen su protocolo, además de Austria. Estas tres potencias, actuando como Congreso de Troppau, autorizaron a Mettemich a enviar un ejército austríaco a Nápoles. Lo envió, y los revolucionarios napolitanos fueron arrestados o puestos en fuga; el incompetente y brutal Femando I fue restaurado como rey «absoluto»; el demonio de la revolución fue, aparentemente, exorcizado. La reacción triunfó. Pero el Congreso de Troppau, manifiestamente un organismo internacional de dimensión euro­ pea, habia actuado, en realidad, como una alianza anturevolucionaria de Austria, Rusia y Prusia. Asi se abría una brecha entre las tres autocracias orientales y las dos potencias occidentales, aunque estas últimas estaban gobernadas por tories y Borbones. España, la Am érica española, el Oriente Próximo; Verona, 1822 Miles de revolucionarios y liberales huyeron del terror desatado en Italia. Muchos fueron a España, temida ahora por los conservadores como el principal foco de infección revolucionaria. Durante la dominación napoleó­ nica de España, unos pocos hispano-americanos habían aprovechado la ocasión para alzarse en las rebeliones que desembocaron en las guerras de independencia en la América del Norte y en la del Sur. En los años anteriores a 1815, Simón Bolívar y otros dirigentes, descontentos desde hacía mucho tiempo con la dominación colonial española e influidos por los ejemplos de las revoluciones americana y francesa, habían establecido, temporalmente, estados independientes. Después de importantes reveses, estos movimientos de independencia fueron reanudándose, lentamente, durante los años siguientes a 1816. El rey español se propuso un doble objetivo: aplastar las rebeliones en América y recuperar el poder absoluto en España. 193

El Oriente Próximo también parecía a punto de estallar en una conflagración. Alejandro Ypsilanti, un griego que había pasado su vida adulta en el servicio militar de Rusia, condujo, en 1821, una banda de compañeros armados desde Rusia hasta Rumania (que aún formaba parte de Turquía), esperando que todos los griegos y pro-griegos del imperio turco se unirían a él. Confiaba en el apoyo ruso, pues la penetración de Turquía, por medio de los griegos cristianos había sido un proyecto largam ente acariciado por la política exterior rusa13. La posibilidad de un imperio turco convertido en un imperio «griego» y dependiente de Rusia no era grata, naturalmente, a Metternich. Para tratar todas aquellas cuestiones, se reunió un congreso internacional en Verona, en 1822. Alejandro, al pasar de sus puntos de vista liberales a los reaccionarios, no había cambiado su creencia en la necesidad de un gobierno internacional. Si sus decisiones hubieran estado determinadas sólo por su política nacional, habría apoyado, sin duda, la revolución grecófíla de Ypsilanti. Pero Alejandro se inclinaba en favor del principio de la solidaridad internacional contra la violencia revolucionaria. Abandonó a Ypsilanti, que encontró entre los rumanos y los pueblos balcánicos menos entusiasmo del que esperaba por la cultura griega y que pronto fue vencido por los turcos. En cuanto a la intervención para reprimir el levantamiento griego, ni siquiera se planteó la cuestión, pues el gobierno turco se mostró ahora perfectamente capaz de resolver el problema por sí solo. Para impulsar la causa de la solidaridad internacional, Alejandro urgía al Congreso de Verona para que mediase entre España y sus colonias rebeldes. Era aquella una manera indirecta de sugerir la intervención militar en la América española, según el principio del protocolo de Troppau. Los ingleses se opusieron. Ellos habían penetrado en el imperio español comercialmente, desde hacía más de un siglo. Durante las guerras napoleónicas, habían incrementado sus exportaciones a la América Latina, hasta veinte veces más14. Ahora pretendían mantener aquella ventaja, e incluso el gobierno tory favorecía la desintegración del imperio español en estados independien­ tes, con los que pudieran negociarse tratados de libre comercio. Sin contar, por lo menos, con la benévola neutralidad de la flota británica, ninguna fuerza armada podía navegar' hacia América. Los hispano-americanos, por lo tanto, mantuvieron su independencia, gracias, en parte, al uso que los ingleses hicieron, en aquella ocasión, de su poderío naval. Las nuevas repúblicas recibieron también un fuerte apoyo moral de los Estados Unidos. En diciembre de 1823, el Presidente James Monroe, en un mensaje al Congreso, anunciaba la «Doctrina Monroe». En ella, declaraba que los intentos por parte de las potencias europeas de devolver a los países de América a la situación colonial serian considerados com o actos hostiles por los Estados Unidos. El ministro británico del Exterior, George Canning (que acababa de suceder a Castlereagh), habia propuesto, al principio, una declaración conjunta por parte de Gran Bretaña y de los Estados Unidos contra las potencias orientales, acerca de la cuestión hispano-americana. El 13 Ver págs. 56-57. 14 Ver pág. 148.

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Presidente Monroe, aconsejado por su secretario de estado, John Quincy Adams, decidió, en lugar de ello, hacer una declaración unilateral en forma de mensaje al Congreso. Pretendían dirigir su «doctrina» contra la Gran Bretaña tanto como contra los estados continentales, pues la potencia británica, con su dominio del mar, era, en realidad, la única por la que podía sentirse verdaderamente amenazada la independencia de los estados americanos. Canning, en cuyo ánimo no estaban tales amenazas, y más preocupado por el Congreso de Verona, aceptó la línea adoptada por los Estados Unidos. En realidad, declaró con un floreo que él había «dado vida al Nuevo Mundo para reajustar el equilibrio del Viejo». La Doctrina Monroe, en su comienzo, fue una especie de contraposición a la doctrina Metternich del protocolo de Troppau. Mientras esta anunciaba el principio de intervención contra la revolución, la Doctrina Monroe anunciaba que las revoluciones en América, si desembocaban en regímenes reconocidos por los Estados Unidos, quedaban fuera del marco de atención de las potencias europeas. En todo caso, la eficacia de la Doctrina Monroe dependia en gran medida de la tácita cooperación de la flota británica. La cuestión de la revolución en España se resolvió de distinto modo. El régimen borbónico de Francia no veía con buenos ojos una España en la que podían refugiarse revolucionarios, republicanos, desterrados políticos y miembros de sociedades secretas. El gobierno francés propuso al Congreso de Verona que se le autorizase a enviar un ejército al otro lado de los Pirineos. El ofrecimiento fue bien acogido por el Congreso, y, a pesar de las muchas funestas predicciones de desgracia, inspiradas por los recuerdos del desastre de Napoleón, un ejército francés de 200.000 hombres entró en España, en 1823. La campaña se convirtió en un paseo militar por un país jubiloso. No eran muchos los españoles liberales, constitucionalistas o revolucionarios. La mayor parte del pueblo veía la invasión como una liberación de los masones, de los carbonarios y de los herejes, y aclamaba con satisfacción la restauración de la iglesia y del rey. Femando VII, poco escrupuloso y de espíritu estrecho, repudió su juramente constitucional y permitió que los vengativos eclesiásticos, grandes de España e hidalgos campasen por sus respetos. Los antiguos revolucionarios fueron bárbaramente perseguidos, desterrados o encarcelados. E l fin del sistema de congresos Tras el Congreso de Verona, no se celebraron más reuniones. El intento de una regulación internacional formal de los asuntos europeos fue abandonado. En una amplia mirada retrospectiva, se ve que los congresos no lograron hacer aue avanzase un orden internacional, porque, sobre todo tras la conversión de Alejandro al conservadurismo, llegaron a no representar nada, excepto la preservación del status quo. No intentaron adaptarse a las nuevas fuerzas que estaban configurando a Europa. N o era política de los congresos la de prevenir la revolución pidiendo a los gobiernos que instituyesen reformas. Los congresos reprimían o castigaban, sencillamente, toda agitación revoluciona­ ria. Apuntalaban a los gobiernos que por sí solos no podían mantenerse en. pie. 195

En todo caso, los congresos nunca lograron que se les subordinasen los particulares intereses de las Grandes Potencias. Tal vez el abandero de Ypsilanti por parte de Alejandro fue un sacrificio de la conveniencia rusa al principio internacional, pero cuando el gobierno austríaco intervino para aplastar la revolución en Nápoles, y cuando el gobierno francés aplastó la revolución en España, aunque en ambos casos actuaron con un mandato internacional, ambos gobiernos estaban, en realidad, favoreciendo los que ellos consideraban sus intereses. El interés de Gran Bretaña consistia en separarse por completo del sistema. Tal como fue definido por Castlereagh y luego por Canning, aquel interés radicaba en mantenerse al margen de compromisos internacionales permanentes, en conservar ún libre ejercicio del poderío naval y de la política exterior, y el de adoptar una cierta benevolencia respecto a la revolución en otros países. Como Francia acabó por separsrse también, la Santa Alianza dejó de ser, ni siquiera aparentemente, un sistema europeo, y se convirtió, simplemente, en una liga contrarrevolucionaria entre las tres autocracias del este de Europa. Con una mayoría de las cinco grandes potencias profundamente antiliberal, la causa del liberalismo en Europa se vio impulsada por el colapso del sistema internacional. Al propio tiempo, el colapso del sistema dio paso al incontrolado nacionalismo de los es­ tados soberanos. George Canning escribía en 1822: «Las cosas están volvien­ do nuevamente a una situación saludable. ¡Cada nación para sí misma, y Dios con todos!». Rusia: la revuelta decembrista, 1825 Alejandro I, «el hombre que derrotó a Napoleón», el gobernante que había conducido sus ejércitos desde Moscú hasta París, que había impresio­ nado a los diplomáticos por la sombra rusa que arrojaba sobre el Continente, y que, sin embargo, a su modo, habia sido el gran pilar del liberalismo constitucional y del orden internacional, murió en Taganrog, en 1825. Su muerte fue la señal para la revolución en Rusia. Los oficiales del ejército ruso, durante las campañas de 1812-1815 en Europa, se habían familiarizado con muchas ideas perturbadoras. Entre los cuerpos de oficiales rusos, se formaron también sociedades secretás; sus miembros sostenían toda clase de ideas en conflicto, pues unos querían un zarismo constitucional en Rusia, otros aspiraban a una república, y otros incluso soñaban con una emancipación de log siervos. Cuando Alejandro murió, hubo un momento de incertidumbre acerca de cuál de sus dos hermanos, Constantino o Nicolás, le sucedería. Los corrillos inquietos del ejército preferían a Constantino, a quien se consideraba más favorable a las innovaciones en el estado. En diciembre de 1825, proclamaron a Constantino en San Petersburgo, mientras sus soldados gritaban: «¡Constantino y Constitución!». Se dice que los soldados creían que la Constitución era la mujer de Constantino. Pero Constantino había abdicado, mucho tiempo antes, en favor de Nicolás, que era el legítimo heredero. El levantamiento, conocido como la revuelta decembrista, fue sofocado en seguida. Cinco de los oficiales amotinados fueron colgados; muchos otros fueron condenados a trabajos 196

forzados o internados en Siberia. La revuelta decembrista fue la primera manifestación del movimiento revolucionário moderno en Rusia, de un movimiento revolucionario inspirado por un programa ideológico, distinto de los elementales levantamientos masivos de Pugachev o de Stenka Razin. Pero el efecto inmediato de la revuelta decembrista fue el de que Rusia se viese sometida a una represión más fuerte. Nicolás I (1825-1855) mantuvo una autocracia incondicional y despótica. Diez años después de la derrota de Napoleón, las nuevas fuerzas surgidas de la Revolución Francesa parecían destrozadas, y la reacción, la represión y la in m o v ilid a d política parecían haber triunfado en todas partes. Parecía que el dique —un sólido dique— contenía el desbordamiento. 21.

El avance del liberalismo en Occidente: las revoluciones de 1830-1832 El dique se rompió en 1820, y la corriente no se detuvo a partir de entonces en la Europa occidental. Realmente, la filtración había comenzado ya. En 1825, la América española era independiente. Los ingleses y los franceses se habían separado del sistema de congresos. El movimiento nacionalista griego contra los turcos había estallado a comienzos de la década de 1820. Con la derrota de Ypsilanti en 1821, los nacionalistas griegos abandona­ ron, en cierto modo, la idea de un imperio neo-griego y se inclinaron más hacia la idea de la independencia de Grecia propiamente dicha, de las islas y de las penínsulas donde el griego era el idioma predominante. El zar Nicolás se hallaba mejor dispuesto que Alejandro a apoyar aquel movimiento. Los gobiernos de Gran Bretaña y de Francia no se sentían inclinados a permitir que Rusia quedase como la única defensora de los pueblos balcánicos. Además, los liberales de occidente consideraban a los combatientes griegos como antiguos atenienses en lucha contra el moderno despotismo oriental del imperio turco. El resultado fue una intervención naval conjunta anglo-franco-rusa, que destruyó la ñota turca en la bahía de Navarino, en 1827. Una vez más, Rusia, como había hecho frecuentemente en el pasado, envió ejércitos a los Balcanes. Todo ello dio origen a una guerra ruso-turca y a una gran crisis en el Oriente Próximo, acordando las potencias rivales, en 1829, reconer a Grecia como reino independiente. Los estados balcánicos de Servia, Valaquia y Moldáyia fueron reconocidos como principados autónomos dentro del Imperio Turco, profundamente agitado13. De la misma crisis, salió Egipto como región autónoma bajo Mohamed Alí. Con el tiempo, Egipto se convirtió en el centro del nacionalismo árabe, que derribó el poder turco en el sur, como el nacionalismo balcánico lo derribó en el norte. Francia, 1824-1830: la Revolución de Julio, 1830 Fue en 1830, y, antes que en ninguna parte, en Francia, donde el dique de la reacción se hundió verdaderamente. Carlos X subió al trono en 182416. Al 15 Ver mapas págs. 6 y 12. 16 Ver pág. 187.

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LA LIBERTAD CONDUCIENDO AL PUEBLO por Eugéne Delacrolx (francés, 1798-1863) Delacroix, uno de los fundadores de la escuela romántica de pintura, pintó este cuadro in­ mediatamente después de la Revolución de Julio de París, en 1830 (ver págs, 197-200). Revela, claramente la concepción idealista de la revoludón que predominaba entre los revolucionarios antes de 1848, en agudo contraste con la concepción «realista», «científica» o «materialista» de la revolución, que se implanta a partir de 1848 y que estuvo representada por Carlos Marx. (Ver págs, 240-245). La Revolución se muestra como un acto noble y moral. Las figuras expresan decisión y valor, pero no muestran signo alguno de odio, ni siquiera de ira. No son una clase (véase cómo las ropas varían desde.el sombrero de copa hasta el semidesnudo); son el Pueblo, afirmando los derechos del hombre. La Libertad, que mantiene en alto la bandera tricolor, es una diosa serena o incluso racional. A pesar de su romanticismo, el pintor representa a los in­ surgentes haciendo realidad una idea abstracta —la Libertad, o la República—. Es a esta idea a la que dirige su mirada la figura medio recostada y probablemente herida. Cortesía del Louvre (Giraudon).

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año siguiente, las cámaras legislativas votaron una indemnización, en forma de anualidades perpetuas por un total de 30 millones de francos al año, para quienes, émigrés treinta y tantos años antes, habían visto confiscadas sus propiedades por el estado revolucionario. El clero católico comenzó a ocupar aulas en las escuelas. Una ley castigaba con pena de muerte el sacrilegio cometido en los edificios de la iglesia. Pero la Francia de los Borbones restaurados seguía siendo un país libre, y, contra aquellos evidentes esfuerzos por resucitar el Antiguo Régimen, en los periódicos y en las cámaras se desarrollaba una fuerte oposición. En marzo de 1830, la Cámara de los Diputados, en la que los banqueros Laffitte y Casimir-Périer capitaneaban la oposición «izquierdista», aprobaba un voto de censura al gobierno. El rey, en ejercido de su legitimo derecho, disolvió la Cámara y convocó nuevas elecciones. Las elecciones rechazaron la política del rey. Este replicó, el 26 de julio de 1830, con cuatro ordenanzas dictadas en virtud de su propia autoridad. Una disolvía la Cámara redentemente elegida, antes de que hubiera llegado a reunirse; otra imponía la censura a la imprenta; la tercera corregía el sufragio, en el sentido de que reducía la facultad de voto de.los banqueros, los comerdantes y los industriales, para concentrarlo en manos de la antigua aristocracia; la cuarta convocaba una nueva elección sobre la nueva base. Estas Ordenanzas de Julio originaron, al mismo día siguiente, la Revolución de Julio. La alta burguesía estaba furiosa, naturalmente, al verse así abiertamente excluida de la vida política. Pero fueron los republicanos —el núcleo de obreros, estudiantes e intelectuales revoludonarios de Paris— los que en realidad actuaron. Durante tres días, desde el 27 al 29 de julio, se levantaron barricadas en la ciudad, tras las cuales bullía un pueblo que desafiaba al ejército y a la policía. La mayor parte del ejército se negó a disparar. Carlos X , que no estaba dispuesto a caer prisionero de una revolución como su hermano Luis XVI, hacia tiempo guillotinado, abdicó predpitadamente y huyó a Inglaterra. Algunos de los dirigentes querían proclamar una república democrática. El pueblo trabajador esperaba alcanzar mejores condiciones de empleo. Los políticos liberales, apoyados por banqueros, industriales, varios periodistas e intelectuales, tenían otras intendones. En general, se habían considerado satisfechos con la carta constitucional de 1814; sólo se habían opuesto a la política y a las personas del gobierno, y ahora deseaban continuar con la monarquía constitucional, un tanto liberalizada, y con un rey en el que pudiesen confiar. La solución al punto muerto se debió al viejo Marqués de Lafayette, el veterano héroe de las revoluciones Americana y Francesa, que ahora se destacaba como símbolo de la unidad nadonal. Lafayette presentó al Duque de Orleans en el balcón del Hótel de Ville de París, le abrazó en presencia de una gran multitud, y lo ofreció como respuesta a las necesidades de Francia. El duque era pariente colateral de los Borbones; en su juventud, había servido también en el ejérdto republicano de 1792. Los republicanos militantes lo aceptaron, dispuestos a ver cómo se desarrollarían los aconteci­ mientos; el día 7 de agosto, la Cámara de los Diputados militantes le ofreció el trono, a condición de que cumpliese fielmente la constitución de 1814. El Duque de Orleans reinó hasta 1848, con el nombre de Luis Felipe. 199

El régimen de Luis Felipe, llamado Monarquía Orleanista, burguesa o de Julio, fue conceptuado de muy diferente modo por los diferentes grupos en Francia y en Europa. Para los otros estados de Europa y para el clero y los legitimistas de Francia, resultaba terriblemente revolucionario. El nuevo rey debía su trono a una insurrección, a una negociación con los republicanos, y a las promesas hechas a un parlamento. Luís Felipe no se llamaba a sí mismo rey de Francia, sino rey de los franceses, y su enseña no era la flor de lis borbónica, sino la bandera tricolor de la Revolución. Esta bandera producía en las clases conservadoras un efecto semejante al de la hoz y el martillo de épocas posteriores. El rey cultivaba unas maneras populares, vestía sobrios trajes oscuros (los precedente^ del moderno «traje de negocios»), y llevaba paraguas. Aunque en privado trabajaba obstinadamente por mantener su posición real, en público se adhería escrupulosamente a la constitución. La constitución seguía siendo, sustancialmente, lo que había sido en 1814. El principal cambio político era un cambio de tono; ya no habría más absolutismo, con su noción de que las garantías constitucionales podrían ser revocadas por un príncipe reinante. Legalmente, el cambio principal fue el de que la Cámara de los Pares dejó de ser hereditaria, con el disgusto de la antigua nobleza, y que la Cámara de los Diputados había de ser elegida por un censo de votantes un tanto ampliado. Mientras antes de 1830 había 100.000 votantes, ahora había irnos 200.000. El derecho al voto seguía basandose en la propiedad de una considerable cantidad de bienes raíces. Alrededor de una trigésima parte de la población masculina adulta (la trigésima parte superior en la posesión de la propiedad real) elegía ahora la Cámara de los Diputados. Los beneficiarios del nuevo sistema eran los miembros de la alta burguesía, los banqueros, los comerciantes y los industriales. Los grandes propietarios constituían elp a ys légal, el «país legal», y la Monarquía de Julio era para ellos la consumación y la meta final del progreso político. Para otros, y especialmente para los demócratas radicales, constituyó, al paso de los años, una decepción y una carga. Las revoluciones de 1830: Bélgica, Polonia y otros países El efecto inmediato de los tres días de la Revolución de 1830 en París fue la provocación de una serie de explosiones similares por toda Europa. Estas, a su vez, al producirse tras el derrocamiento de los Borbones en Francia, pusieron en peligro la totalidad del acuerdo de paz de 1815. Recuérdese que el Congreso de Viena había unido a Bélgica con Holanda para crear un fuerte estado amortiguador contra una Francia resurgente, y también había hecho todo lo posible para impedir una presión directa de la potencia rusa sobre la Europa central a través de Polonia17. Ambos dispositivos quedaban ahora anulados. La unión Holanda-Bélgica resultó económicamente beneficiosa, porque la industria belga complementaba la actividad comercial y marítima de los holandeses, pero, desde el punto de vista político, su eficacia fue muy escasa, sobre todo porque el rey holandés tenía ideas absolutistas y centralizadoras. 17

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Ver págs. 162-163.

Los belgas, aunque nunca habían sido independientes, siempre habían defendido, inflexiblemente, sus libertades locales bajo la anterior dominación austríaca (y antes, bajo la española); ahora hicieron lo mismo frente a los holandeses. Los belgas católicos detestaban el protestantismo holandés; los belgas que hablaban francés Qos walones) se oponían a las disposiciones que exigían el empleo del holandés. Aproximadamente un mes después de la Revolución de Julio de París, se produjeron disturbios en Bruselas. Los dirigentes sólo pedían un auto-gobierno local belga, pero, cuando el rey tomó las armas contra ellos, pasaron a proclamar la independencia. Se reunió una asamblea nacional y redactó una constitución. Nicolás de Rusia quiso enviar tropas para sofocar el levantamiento belga, pero no pudo conseguir paso libre para sus fuerzas a través de Polonia. También, en Polonia, en 1830, estalló una revolución. Los nacionalistas polacos veían en la caída de los Borbones franceses un momento oportuno para alzarse. Se oponían también a la presencia de tropas rusas, probablemen­ te decididas a suprimir la libertad en la Europa occidental. Un incidente dio lugar a otro, hasta que, en enero de 1831, la dieta polaca proclamó el des­ tronamiento del rey de Polonia (es decir, Nicolás), que inmediatamente envió un gran ejército. Los polacos, inferiores en número y divididos entre sí, no podían oponer resistencia victoriosa. Tampoco lograron el apoyo del oeste. El gobierno británico estaba preocupado por la agitación interior. El gobierno francés, recientemente establecido bajo Luis Felipe, no tenía deseo alguno de mostrarse inquietantemente revolucionario, y, en todo caso, temía a los agentes polacos que le pedían su apoyo como incendiarios intemaciona­ listas y republicanos. La revolución polaca fue, por lo tanto, aplastada. El Congreso polaco desapareció; su constitución fue renovada, y el país fue absorbido en el imperio ruso. Miles de polacos se establecieron en la Europa occidental, donde se convirtieron en figuras familiares en los círculos re­ publicanos. En Polonia, se pusieron en marcha los mecanismos de la represión. El gobierno del zar desterró a varios millares a Siberia, comenzó a rusificar la frontera oriental, y cerró las universidades de Varsovia y de Vilna. Como, mientras tanto, se había hecho demasiado tarde para que el zar siguiera pensando en intervenir en Bélgica, puede decirse que el sacrificio de los polacos contribuyó al éxito de la revolución europeo-occidental de 1830, como había contribuido al de la gran Revolución Francesa de 1789-179518. No le faltaba razón a Nicolás, cuando afirmaba que una Bélgica independiente presentaba grandes problemas internacionales. Durante veinte años antes de 1815, Bélgica había sido parte de Francia. Unos pocos belgas estaban ahora a favor de una nueva unión con aquel país, y en Francia, la izquierda republicana, que consideraba el tratado de Viena como un insulto para la nación francesa, veía una oportunidad de recuperar aquella primera y preciadísima conquista de la Primera República. En 1831, por una pequeña mayoría, la asamblea nacional belga elegía rey al hijo de Luis Felipe* pero éste, que no quería problemas con los ingleses, prohibió a su hijo que aceptase. Los belgas, entonces, eligieron a Leopoldo de Sajonia-Coburgo, un príncipe alemán que por matrimonio había pasado a formar parte de la real 18

Ver págs. 108-109 y m apa 2.

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familia inglesa y se había convertido en súbdito británico. Era, en efecto, tío de una niña de doce años, que había de ser la Reina Victoria. Los ingleses negociaron con Talleyrand, enviado por el gobierno francés (fue su último servicio público); y el resultado fue un tratado de 1831 (confirmado en 1839), que declaraba a Bélgica como un estado perpetuamente neutral, que no podía formar alianzas, y al que las cinco grandes potencias garantizaban que no sería invadido. El fin que el Tratado de Viena se proponía, de impedir la anexión de Bélgica a Francia, volvía a conseguirse ahora, de otro modo. En el interior, Bélgica se organizaba, ahora, en un sistema parlamentario esta­ ble, algo más democrático que el de la Monarquía de Julio en Francia, pero que presentaba, en lo fundamental, el mismo tipo de gobierno burgués y liberal. También en Alemania, Italia, Suiza, España y Portugal, hubo trastomós revolucionarios en 1830. No es necesario examinarlos detalladamente. En una palabra, en Suiza se estableció un mayor grado de liberalismo; España entró en un largo período de tortuoso desarrollo parlamentario, mezclado con guerras civiles originadas por una disputa de sucesión al trono; y en Italia y en Alemania, los motines de 1830 fueron rápidamente sofocados, y sólo sirvieron para mostrar la continuidad de un descontento radical que seguía siendo dominado por las autoridades. Donde realmente se produjeron cambios decisivos fue en Gran Bretaña. Reform a en Gran Bretaña Los tres días de la Revolución de 1830 en París tuvieron repercusiones directas al otro lado del Canal. Los rápidos resultados que siguieron a la insurrección de la clase obrera suscitaron en los dirigentes radicales de Inglaterra la idea de que las amenazas de violencia podían ser útiles. Por otra parte, la facilidad y la prontitud con que la burguesía francesa logró imponerse tranquilizaba a las clases medias británicas, que llegaron a la conclusión de que podian hostigar frecuentemente al gobierno, sin provocar un levantamiento de masas. En realidad, el régimen tory en Inglaterra había comenzado ya a ser más libre. Un grupo de jóvenes pasó a primer piano en el partido tory, en los años ' 1820, destacando entre ellos George Canning, el ministro de negocios extranjeros, y Robert Peel, hijo de uno de los más importantes fabricantes de algodón19. Este grupo era sensible a las necesidades del comercio británico y a las doctrinas del liberalismo20. Redujeron las tarifas aduaneras y liberalizaron las antiguas Actas de Navegación, permitiendo a las colonias británicas comerciar con otros países, y no sólo con Gran Bretaña. Mediante la revocación de ciertos antiguos estatutos, pasó a ser lícito que los obreros especializados emigrasen de Inglaterra, llevando con ellos sus especialidades al extranjero, y que los fabricantes exportasen maquinaria a otros países, aun cuando así se entregaban los secretos industriales británicos. Con aquellas 19 Ver pág. 172. 20 Ver págs. 176-177.

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medidas aceleraban la concepción liberal de un sistema internacional de libre cambio; avanzaban hacia la libertad de comercio. Los tories libera­ les socavaron también la posición legal de la Iglesia de Inglaterra, promo­ viendo la concepción de un estado secular, aunque tal vez no fuera ese su propósito. Revocaron las viejas leyes (que databan del siglo XVII), por las que se prohibía a los protestantes disidentes ocupar cargos públicos, a no ser mediante una ficción legal por la que se proclamaban anglicanos. Permitieron incluso que se revocase el Acta de Pnieba de 1673 y que se adoptase la Emancipación Católica. Los católicos de Gran Bretaña y de Irlanda recibieron los mismos derechos que los demás. Se abolió la pena capital para unos cien delitos. Se introdujo una fuerza policíaca profesional, en lugar de los anticuados e ineficaces condestables locales. (Por Robert Peel es por quien los municipales de Londres se llaman «bobbies»). Se esperaba que la nueva policía se enfrentase con los mítines de protesta, con las multitudes encolerizadas o con alborotos inesperados, sin tener que recurrir a la intervención militar. Hubo dos cosas que los tories liberales no pudieron hacer. N o pudieron cuestionar las Leyes de Cereales, ni pudieron reformar la Cámara de los Comunes. Mediante las Leyes de Cereales, que fijaban las tarifas para los granos importados, y que sufrieron un aumento en 1815, los caballeros de Inglaterra protegían sus ingresos; y mediante la presente estructura de la Cámara de los Comunes, gobernaban el país, esperando que las clases trabajadoras y los intereses comerciales les aceptarían como sus dirigentes naturales. En los quinientos años de su historia, los Comunes nunca habían sido tan poco representativos. Desde la Revolución de 1688, no se había creado ningún nuevo burgo. Los burgos, o centros urbanos que tenían derecho a elegir miembros del Parlamento, estaban densamente concentrados en la Inglaterra meridional. Con la Revolución Industrial, la población iba desplazándose, considerablemente, hacia el norte. Las nuevas ciudades-fábrica no teman representación. Muchos burgos habían experimentado una gran decadencia a lo largo de los siglos; algunos estaban totalmente deshabitados, y uno se encontraba debajo de la aguas del Mar del Norte. En unos pocos burgos, tenían lugar verdaderas elecciones, pero en algunos de ellos era la corporación de la ciudad, y en otros los propietarios de ciertos volúmenes de bienes raíces, los que teman el derecho de nombrar a los miembros del Parlamento. Cada burgo era diferente, pues conservaba las libertades locales de la Edad Media. Muchos estaban totalmente dominados por personas influyentes, llamadas por sus críticos tratantes en burgos. En cuanto a los distritos rurales, los «propietarios de cuarenta chelines» elegían a dos miembros del Parlamento por cada condado, en una festiva asamblea muy influida por las personas más acomodadas. Hacia 1820, se calculaba que menos de 500 hombres, casi todos ellos miembros de la Cámara de los Lores, elegían realmente una mayoría de la Cámara de los Comunes. En el medio siglo anterior a 1830, se habían presentado unas dos docenas de proyectos de reforma de la Cámara de los Comunes. Ninguno había sido aprobado. En 1830, tras la revolución de París, la cuestión fue nuevamente planteada por el partido minoritario, los whigs. El primer ministro tory, el 203

Duque de Wellington, el vencedor de Waterloo y un extremado conservador, defendió tan desmedidamente el sistema existente, que perdió incluso la confianza de algunos de sus propios seguidores. Declaró que los métodos vigentes en Inglaterra eran más perfectos que cualesquiera otros que la inteligencia humana pudiera idear de un solo golpe. Después de esta explosión, subió al poder un gobierno whig. Presentó un proyecto de reforma. La Cámara de los Comunes lo rechazó. Entonces, el gobierno whig dimitió. Los tories, temiendo la violencia popular, se negaron a aceptar la responsabi­ lidad de formar un gabinete. Los whigs volvieron a hacerse cargo del gobierno, y nuevamente presentaron su proyecto de reforma. Esta vez, pasó la Cámara de los Comunes, pero fracasó en la Cámara de los Lores. Un clamor de irritación se extendió por todo el país. Las multitudes llenaban las calles de Londres, los amotinados durante varios días controlaron la dudad de Bristol, la cárcel de Derby fue asaltada, y el castillo de Nottingham fue incendiado. Parecía que sólo la aprobación del proyecto de ley podía evitar una verdadera revolución. Utilizando este argumento, los whigs obtuvieron del rey la promesa de crear un número suñdente de nuevos pares para cambiar la mayoría en la Cámara de los Lores. Antes de verse hundidos, los Lores cedieron, y el proyecto se convirtió en ley, en abril de 1832. La Ley de Reforma de 1832 era una medida muy inglesa. Adaptaba el sistema inglés o medieval, en lugar de seguir las nuevas ideas puestas en circulación por la Revolución Francesa. En el Continente, donde existían constituciones (como en Francia), la idea consistía en que cada representante representaría, aproximadamente, al mismo número de electores, y que los electores dispondrían del voto, solo mediante una simple calificadón uniforme, que generalmente consistía en el pago de una determinada cantidad en concepto de impuestos por bienes raíces. Los ingleses se atenían a la idea de que los miembros de la Cámara de los Comunes representaban burgos y condados, por lo general independientemente del volumen de población (con excepciones); en otras palabras, no se realizó intento alguno de crear distritos electorales iguales. La franquicia, o derecho de voto, dependía de que un hombre viviese en un burgo o en un condado. Se definía también, muy ampliamente, según las rentas, porque en Inglaterra, con la alta concentradón de la propiedad en la vieja clase'terrateniente, muchas personas importantes no poseían ninguna tierra, en absoluto. En un burgo, bajo la nueva ley, un hombre podía votar a un miembro del Parlamento, si ocupaba locales por los que pagaba 10 libras esterlinas de renta anual. En un condado (área rural o pequeña ciudad no considerada como burgo), un hombre podía votar, si pagaba 10 libras de renta anual por tierras ocupadas mediante un contrato a largo plazo, de sesenta años; pero tenía que pagar 50 libras por tierras ocupadas mediante un contrato a corto plazo, si quería reunir los requisitos para votar. Si él era el propietario de la tierra, podía votar sólo con que el valor de su renta anual fuese de 2 libras (los antiguos propietarios de cuarenta chelines). Así, pues, el voto estaba sutilmente distribuido según las pruebas de cuantía económica, solven­ cia y estabilidad. El efecto total sobre el volumen del electorado fue el de elevar el número de votantes en las Islas Británicas desde unos 500.000 a unos 813.000. En realidad, algunas personas perdieron sus votos: concre­ 204

tamente, los elementos más pobres del puñado de viejos burgos que ha­ bían sido claramente democráticos, como el burgo de Westminster, en Londres. Lo más importante no fue el mayor volumen del electorado, sino su redistribución por regiones y por clases. La Ley de Reforma reasignaba los escaños déla Cámara de los Comunes. Cincuenta y seis de los más pequeños de los antiguos burgos quedaron abolidos, de modo que sus habitantes votaban como residentes de sus condados. Otros treinta burgos pequeños conservaron el derecho de enviar un solo diputado al Parlamento, en lugar de los dos históricos. Los 143 escaños que así quedaban disponibles fueron distribuidos entre las nuevas ciudades industriales. Aquí eran los ocupantes de casas de 10 libras esterlinas los que votaban, es decir, las clases medias, propietarios de fábricas, hombres de negocios y sus principales empleados; médicos, abogados, corredores de bolsa, comerciantes y hombres de la prensa; parientes y relaciones de las gentes acomodadas. La Ley de Reforma de 1832 fue más profunda de lo que los whígs habrían deseado, si no fuera por su miedo a la revolución. Fue más conservadora de lo que los demócratas radicales habrían aceptado, si no fuera por su creencia de que el sufragio podría ampliarse en el futuro. En 1830, la Gran Bretaña, probablemente, estaba más cerca de la verdadera revolución qué cualquier otro país de Europa, porque las revoluciones de 1830 en el Continente fueron, en realidad, solamente insurrecciones y reajustes. En Inglaterra, una angustiada masa de obreros fabriles, y de artesanos sin empleo a causa de la competencia de las fábricas, dirigida por indignados intere­ ses manufactureros, iba haciéndose fuerte gracias a los cambios industria­ les, y estaba decidida a no seguir tolerando su exclusión de la vida políti­ ca. Si todos aquellos elementos hubieran desembocado en la violencia ge­ neral, podría haberse producido una verdadera revolución. Pero no hubo revolución violenta en la Gran Bretaña. La razón, probablemente, radica, sobre todo, en la existencia de la institución histórica del Parlamento, que, por voluble que fuese antes de la Ley de Reforma, proporcionaba los medios que permitían llevar a cabo, legalmente, los cambios sociales, y que, en principio, seguía disfrutando de un respeto universal. Los conservadores, entre la espada y la pared, cederían; podían consentir en una revisión del sufragio, porque confiaban en seguir manteniendo sus posiciones en la vida pública. Los radicales, que empleaban la violencia suficiente para amedrentar a los intereses establecidos, no se encontraban, en consecuencia, ante una defensa cerrada; una vez abierta la brecha, podían confiar en que algún día llevarían a cabo una ulterior democratización del Parlamento, y, con eUo, su programa económico y social, mediante una ordenada legislación. Gran Bretaña después de 1832 Pero la Ley de Reforma de 1832 fue, a su manera, una revolución. Los nuevos intereses de los negocios creados por la industrialización, ocuparon un lugar junto a la antigua aristocracia, en la minoría gobernante del país. Los aristócratas whigs que habían introducido la Ley de Reforma, se fundie­ 205

ron poco a poco con los industriales, anteriormente radicales, y con unos po­ cos liberales tories para formar el Partido Liberal, El núcleo principal de los tories, al que se unieron unos pocos antiguos whigs y también algunos que habian sido radicales, fue convirtiéndose, poco a poco, en el Partido Conservador. Los dos partidos alternaron en el poder, con breves intervalos, desde 1832 hasta la Primera Guerra Mundial, siendo este el clásico periodo dél sistema bipartidista Liberal-Conservador en la Gran Bretaña. En 1833, fue abolida la esclavitud en el Imperio Británico. En 1834, se adoptó una nueva Ley de Pobres. En 1835, el Acta de Corporaciones Municipales, de una importancia fundamental sólo superada por la Ley de Reforma, modernizó el gobierno local de las ciudades inglesas; acabó con las viejas oligarquías locales e introdujo un mecanismo electoral y administrativo uniforme, que permitía a los habitantes de las ciudades abordar más eficazmente los problemas de la vida urbana. En 1836, la Cámara de .los Comunes permitió que los periódicos informasen acerca de los votos de sus miembros, con lo que se dio; un gran paso hacia la publicidad de los procedimientos de gobierno. Mientras tanto, una comisión eclesiástica revisaba los asuntos de la Iglesia de Inglaterra; se com gieron las irregularida­ des financieras y administrativas, juntamente con las más fuertes desigualda­ des entre el ingreso del clero alto y el bajo, todo lo cual había hecho de la Iglesia, anteriormente, una especie de coto cerrado para la clase terrateniente. Los tories, asaltados así en sus inmemoriales fortalezas del gobierno local y de la Iglesia establecida, emprendieron una contraofensiva, atacando las fortalezas de la nueva clase manufacturera liberal, concretamente, las fábricas y las minas. Los tories se convirtieron en los defensores de los obreros industriales. Los caballeros terratenientes, el más fam oso de los cuales era Lord Ashley, que luego seria séptimo Conde de Shaftesbury, iniciaron una campaña orientada a poner en conocimiento del público los males sociales de una industrialización rápida y verdaderamente despiadada. Recibieron un cierto apoyo de algunos industriales humanitarios; en realidad, la primera legislación tendía a seguir imas prácticas ya establecidas por las empresas mejores o más fuertes. Una Ley de Fábricas de 1833 prohibía el trabajo de los niños menores de nueve años en las fábricas textiles. Aquella fue la primera pieza legislativa eficaz sobre el tema, pues preveía la existencia de inspectores pagados y de procedimientos coactivos. Una ley de 1842 iniciaba una importante regulación en las minas de carbón; se prohibía el trabajo subterráneo de las mujeres y de las niñas, así como de los niños menores de diez años. La mayor victoria de la clase obrera se produjo en 1847, con la Ley de las Diez Horas, que limitaba el trabajo de las mujeres y de los niños en todas las instalaciones industriales a diez horas diarias. A partir de aquel momento, también los hombres, por lo general, trabajaban sólo diez horas, porque los trabajos de los hombres, de las mujeres y de los niños estaban estrechamente coordinados como para que Jos hombres pudieran trabajar solos. El gran libe­ ral, John Bright, cuáquero y magnate del algodón, llamó a la Ley de las Diez Horas «un engaño del que sé hacia victima a la clase obrera». La regulación de las horas de trabajo era contraria a los principios admitidos del ¡aissez faire, a la ley económica, al mercado libre, a la libertad de comercio y a la 206

GRANDES INVERSIONES por Honoré Datunler (francés, 1808-1879) La Revolución de 1830, vista románticamente por Delacroix, fue seguida, en realidad, por un periodo febril de ganancias y de negocios (asi como de auténtico desarrollo económico), re­ cogido en las novelas de Balzac y en el arte gráfico de Daumier. Esta litografía de 1837 muestra a un financiero, con paquetes de valores amontonados junto a £1, tratando de vender acciones d e factorías, fundiciones, fábricas de cerveza, etc., a un cliente escéptico. Daumier era un cari­ caturista que satirizaba a la sociedad burguesa. Asi como Rembrandt, en el siglo XVII, podía retratar a los negociantes con una alta dignidad, los artistas, a partir de los años 1830 han solido alejarse de esos temas. Cortesía de la Biblioteca Nacional, Paris.

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libertad individual del patrono y del obrero. Pero la Ley de las Diez Horas se mantuvo, y la industria británica continuó prosperando. Reuniendo su fuerza, la combinación whig-liberal-radical estableció, en 1838, una Liga Contra la Ley de Cereales. Los asalariados se oponían a las Leyes de Cereales porque las tarifas sobre las importaciones de granos elevaban los precios de los artículos alimenticios. Los empresarios industriales se oponían también porque, al elevar los precios de esos artículos, elevaban también los salarios y los costes de producción en Inglaterra, por lo que las Leyes de Cereales actuaban en perjuicio de Inglaterra en el comercio exterior. Los defensores de las Leyes de Cereales argüían que la protección de la agricultura era necesaria para sostener a la aristocracia natural del país (como hemos visto, la mayor parte de la tierra pertenecía a los pares y a la nobleza), pero también, a veces, utilizaban argumentos económicos más estructu­ rados, asegurando que Gran Bretaña debía conservar una economía equi­ librada entre la industria y la agricultura, y evitar una dependencia dema­ siado exclusiva de los alimentos importados. La cuestión llegó a conver­ tirse en un claro enfrentamiento entre los industriales, que actuaban con el apoyo de la clase obrera, y la aristocracia, y, predominantemente, los intereses terratenientes tories. La Liga Contra la Ley de Cereales, cuyo cuartel general estaba en Manchester, operaba como un partido político moderno. Tenía mucho dinero, facilitado por grandes donativos de los fabricantes y otros pequeños del pueblo trabajador. Enviaba a conferenciantes de viaje por el país, agitaban en los periódicos y lanzaban una corriente de folletos polémicos y de libros instructivos. Celebraba tés políticos, manifestaciones con antorchas encendidas, y mítines de masas al aire libre. La presión resultó irresistible y recibió un impulso final de una hambrina en Irlanda. Fue un gobierno tory, encabezado por Sir Robert Peel, el que en 1846 cedió ante tan clamorosa demanda. La revocación de la Ley de Cereales en 1846 ha quedado como símbolo del cambio que se había producido en Inglaterra. Confirmaba las consecuencias revolucionarias de la Ley de Reforma de 1832. La industria era ahora un elemento dirigente en el país. En adelante, el libre comercio fue la norma. Gran Bretaña, a cambio de la exportación de manufacturas, pasó a depender, deliberadamente, para su propia vida, de las importaciones. Estaba compro­ metida, para el futuro, en un sistema económico internacional e incluso de dimensiones mundiales. Los ingleses, que fueron los primeros en experimen­ tar la Revolución Industrial, pues poseían una potencia mecánica y unos métodos de fabricación en serie, podían producir hilo y tejidos, utensilios mecánicos y equipamiento ferroviario, con mayor eficacia y a precio más bajo que cualquier otro país. En Gran Bretaña, la fábrica del mundo, la gente acudía cada vez más a la mina, a la fábrica y a la ciudad, vivía de la venta de manufacturas, de carbón, de buques y de servicios financieros a los otros países del mundo, y recibía algodón en rama, metales preciosos, carne, cereales, y miles de artículos de menor necesidad, pero vitales en todo caso, del resto del mundo, a cambio. El bienestar de Gran Bretaña dependía del mantenimiento de un sistema económico de libre cambio, de dimensión mundial. Dependía, también más que nunca, del control inglés del mar, que 208

raramente era mencionado por la Liga Contra la Ley de Cereales, de espíritu civil, pero que, firmemente establecido durante el largo duelo con Napoleón, era un postulado de la discusión dinámica y admitido. Nadie comprendía esto mejor que Lord Palmerston, un brillante aristócrata whig anglo-irlandés, que, mediante arriesgados y audaces movimientos que alarmaron a sus colegas y consternaron a la Reina Victoria, se destacó como el verdadero «bulldog» inglés en defensa del nombre de Gran Bretaña. Por ejemplo, en 1850, un judío marroquí conocido como Don Pacífico, que era súbdito británico, tuvo conflictos con Grecia, a causa de ciertas deudas que el gobierno griego tenía que pagarle. Aunque aquel derecho no era indiscutible, Palmerston soltó los truenos de la flota británica. Envió una escuadra al Pireo, el puerto de Atenas, y prohibió a los barcos griegos que utilizaran su propio puerto, hasta que la cuestión estuvo resuelta. En otra ocasión, en 1856, cuando las autoridades chinas detuvieron un barco chino llamado A rrow (Flecha), que, aunque indebidamente, navegaba con bandera británica, Palmerston recurrió, de nuevo a la escuadra, que procedió a bombardear Cantón y precipitó la Segunda Guerra Anglo-China. En otros aspectos, como buen liberal de mediados del siglo X IX, Palmerston favorecía movimientos de independencia nacional, incluido el de los Estados Confederados de América, con la esperanza de que redundarían en una mayor extensión del libre comercio. 22.

Triunfo de la burguesía europea occidental

bn (irán Bretaña y en Francia (como también en Bélgica) la agitación revolucionaria de 1830-1832 desembocó en un período de predominio para las clases burguesas o propietarias. La doctrina überal reinante era la teoría «del interés en la sociedad»: deben gobernar los que tienen algo que per­ der. En la Francia de la Monarquía de Julio (1830-1848), podía votar, aproxi­ madamente, un varón adulto de cada treinta, y en la Gran Bretaña de la pri­ mera Ley de Reforma (1832-1867), uno, aproximadamente, de cada ocho. En Gran Bretaña, virtualmente, toda la clase media tenía ahora derecho de voto, y en Francia, solamente los más acomodados. En Gran Bretaña, la conti­ nuación de los intereses terratenientes tories en la política embotaba un tanto el filo de la dominación capitalista y administrativa, lo que se reflejaba en la aprobación de importantes leyes para la protección del trabajo industrial. En Francia, los intereses terratenientes aristocráticos, más débiles y con menos sentido púbüco que en Inglaterra en todo caso, perdieron una gran parte de su influencia a causa de la revolución de 1830. Francia bajo Luis Felipe era un país más puramente burgués que Gran Bretaña, y por ello se hizo menos para aliviar la situación de los trabajadores. En general, los decenios siguientes a 1830 pueden ser considerados como una especie de edad de oro de la burguesía europea occidental. Esta burguesía marcó con su sello a Europa, de muchas formas. En primer lugar, la Europa occidental continuó acumulando capital y construyendo su plataforma industrial. La renta nacional subía constantemente, pero la clase trabajadora recibía una parte relativamente pequeña, y los propietarios del capital, una 209

parte relativamente grande. Esto significaba que se gastaba menos en bienes de consumo —vivienda, vestido, alimentación, diversión—, y que era más lo que se ahorraba y quedaba disponible para la reinversión. Se formaban conti­ nuamente nuevas compañías por acciones, y se enmendó la ley de sociedades, permitiendo la extensión de las empresas corporativas a nuevos campos. El sistema de fábrica se propagó desde Inglaterra hasta el Continente, y, dentro de Inglaterra, desde la industria textil a otras ramas de la producción. La producción de hierro, buen indicio del avance económico en esta fase del industrialismo, se elevó, aproximadamente, en un 30 por 100 en Gran Bretaña, entre 1830 y 1848, y en un 65 por 100, más o menos, en Francia, entre 1830 y 1845. (Todos los estados alemanes reunidos, en esta última fecha, producían alrededor de una décima parte del hierro producido por Gran Bretaña, y menos de la mitad del producido por Francia). La construcción de vías férreas se inició activamente después de 1840. En 1849, Samuel Cunard puso cuatro barcos de vapor en servicio trasatlántico regular. Se exportó mucho capital; ya en 1839, un americano calculaba que los europeos (principalmente, ingleses) poseían acciones en las compañías americanas, por valor de 200.000.000 de dólares. Esas inversiones finaciaban la compra de artículos británicos y de otros países, y contribuían a asegurar un sistema económico mundial, en el que la Europa occidental, y especialmente Inglaterra, alcanzaba el predominio, quedando otras regiones en un status un tanto subordinado. La frustración y el desafio de la clase obrera La edad burguesa tuvo también el efecto de enajenarse al mundo del trabajo. En Inglaterra y en Francia, el estado se encontraba más cerca que nunca de lo que Carlos Marx no tardaría en designar como un comité de la clase burguesa. Ya en Francia, se hablaba preocupadamente de los prolétaires, los del fondo de la sociedad, que no tenían nada que perder. Los republicanos en Francia y los demócratas radicales en Inglaterra se sentían burlados y engañados, en los años 1830 y en los 1840. En cada país, habían impuesto una virtual revolución con sus insurrecciones y sus manifestaciones, y luego, en uno y otro país, se habían quedado sin voto. Algunos perdieron su interés por las instituciones representativas. Excluidos del gobierno, se sintieron tentados a perseguir unos fines políticos, a través de canales extragubemamentales, es decir, revolucionarios o utópicos. El trabajador medio consideraba las reformas sociales y económicas mucho más importan­ tes, como objetivo final, que las simples innovaciones gubernamentales. Respetados economistas decían a los obreros que no podían tener la esperanza de cambiar el sistema en su favor. Por lo tanto, sentían la tentación de destruir el sistema, de sustituirlo enteramente con algún nuevo sistema, principalmente ideado en las mentes de los pensadores. La Escuela de Manchester y su equivalente de Francia les decían que los ingresos de los obreros estaban marcados por ineluctables leyes de la naturaleza, que lo mejor y, desde luego, lo necesario era que los salarios permaneciesen bajos, y que la forma de ascender, en el mundo, consistía en abandonar la clase trabajadora para 210

siempre, convirtiéndose en el propietario de un negocio provechoso y dejando a los obreros aproximadamente donde estaban 21. La doctrina predominante hacía hincapié en la concepción de un mercado de trabajo. El obrero vendía trabajo, el empresario lo compraba. El precio del trabajo, o salario, debía ser acordado por las dos partes individuales. El precio, naturalmente, fluctuaría, según los cambios en la oferta y en la demanda. Cuando se necesitara una gran cantidad de un determinado tipo de trabajo, el salario subiría, hasta que nuevas personas entrasen en el mercado ofreciendo más trabajo de ese tipo, con el resultado de que se restablecería un nivel seméjante al del salario aptiguo. Cuando no se necesitase nin­ gún trabajo, no se compraría nada, y las personas que no pudieran vender su trabajo podrían subsistir, durante algún tiempo, gracias al socorro a los pobres. La nueva Ley de Pobres de 1834 era especialmente ofensiva para la clase obrera británica. Corregía evidentes defectos del viejo sistema, que había empobrecido y desmoralizado a millones de personas. Pero la nueva ley seguía los duros preceptos de la ciencia funesta; su principio más importante era el de salvaguardar el mercado de trabajo, haciendo el socorro más desagradable que cualquier trabajo. Sólo concedía el socorro a las personas dispuestas a ingresar en un hospicio o asilo para pobres; y, en esos establecimientos, había separación de sexos, y la vida, en otros aspectos, se hacia mucho menos atractiva que fuera de ellos. Los obreros consideraban la nueva ley como una abominación. Llamaban a los hospicios «bastillas». Se sentían agraviados por la concepción total de un mercado de trabajo, en el que el trabajo se compraba y se vendía (o quedaba sin vender) como cualquier otra mercancía. A largo plazo, sería el incremento de la producción en Europa lo que habia de remediar la situación de los obreros. Mientras tanto, habia dos formas de liberarse. Una era la de mejorar la posición del trabajo en el mercado. Esto condujo a la formación de sindicatos obreros para controlar la oferta de trabajo y para la negociación colectiva con los empresarios. Esos sindicatros, ilegales en Francia, no fueron legales en Gran Bretaña hasta después de 182S, aunque la huelga continuaba siendo ilegal en los dos países. El otro medio de liberarse consistía en rechazar en conjunto la idea de la economía de mercado y del sistema capitalista. Había que idear un sistema en el que los bienes se produjesen para su uso, y no para su venta, y en el que los trabajadores fuesen remunerados según sus necesidades, y no según las exigencias de un patrono. Esta fue la base de la mayor parte de las formas de socialismo en el siglo XIX22.

Socialismo y cartismo El socialismo se extendió rápidamente entre las clases obreras, después de 1830. En Francia, se fundió con el republicanismo revolucionario. Hubo una resurrección del interés por la gran Revolución y por la República democrática 21 Ver págs. 172-174, 176. 22 Ver págs. 179-180.

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de 1793. Reimpresiones baratas de los escritos de Robespierre comenzaron a circular por los barrios de las clases trabajadoras de Paris. Robespierre era considerado ahora como un héroe del pueblo. El socialista Luis Blanc, por ejemplo, que en 1839 publicó su Organización del trabajo, recomendando la formación de «talleres sociales», escribió también una larga historia de la Revolución Francesa, en la que señalaba los ideales igualitarios que ha­ bían inspirado la Convención Nacional de 1793. En Gran Bretaña, como correspondía a los distintos antecedentes del país, las ideas socialistas se mezclaron con el movimiento en favor de nuevas reformas parlamentarias. Este se vio impulsado por el grupo de la clase obrera conocido como los Cartistas, por la Carta del Pueblp que redactaron en 1838. Entre los cartistas británicos y los socialistas franceses había una intensa comunicación. Un cartista, el periodista nacido en Irlanda, Bronterre O’Brien, tradujo un libro francés sobre la «conspiración de Babeuf» de 1796, que sirvió también de fuente e inspiración del ascenso del socialismo en Francia23. El carlismo era un movimiento de masas muy superior al del socialismo francés de la épóca. Sólo unos pocos cartistas eran claramente socialistas por sus ideas. Pero todos eran anticapitalistas. Todos estaban de acuerdo en que el primer paso debía ser el de conseguir una representación de la clase obrera en el Parlamento. La Carta de 1838 constaba de seis puntos. Demandaba (1) la elección anual de la Cámara de los Comunes por (2) sufragio universal de to­ dos los varones adultos, mediante (3) un voto secreto y (4) distritos electorales iguales; y exigía (5) la abolición de las cualificaciones de propiedad requeridas para ser miembros de la Cámara de los Comunes, lo que perpetuaba la vieja idea de que el Parlamento tenía que estar compuesto por caballeros de ingresos independientes, y urgía, en lugar de ello (6), el pago de salarios a los miembros elegidos del Parlamento, a fin de que las personas de escasos medios pudieran ser diputados. Una convención compuesta de delegados enviados por sindicatos obreros, asambleas de masas y sociedades radicales de todo el país se reunió en Londres, en 1839. «Convención» era una palabra ominosa, con resonancias revolucionarias francesas e incluso terroristas; algunos miembros de aquella convención inglesa la consideraban como el organismo realmente representativo del pueblo, y abogaban por la violencia armada y por la huelga general, mientras otros se inclinaban sólo por la presión moral sobre el Parlamento. Se envió a la Cámara de los Comunes una petición con un millón de firmas, exigiendo la aceptación de la Carta. El ala violenta y revolucionaria, o cartistas de la «fuerza física», precipitó una oleada de levantamientos que fueron eficazmente sofocados por las autoridades. En 1842, se presentó, de nuevo, la petición. Esta vez. según el cálculo más fidedigno, estaba firmada por 3.331.702 personas. Como la población total de Gran Bretaña era de unos 19 millones, está claro que la Carta, cualquiera que fuese el número exacto de firmas, contaba con la adhesión explícita de la mitad de los varones adultos del país. La Cámara de los Comunes, sin embargo, rechazó la petición por 287 votos contra 49. Se temía, con razón, que la democracia política amenazaría los derechos de propiedad y la totalidad del sistema económico tal 23

Ver págs. 124-126.

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como entonces existía. El movimiento cartista iba muriendo, poco a poco, ante la firme oposición del gobierno y de las. clases empresariales, y se debilitaba a causa de los recíprocos temores y desacuerdos entre sus propios partidarios. Pero no había sido totalmente infructuoso, porque, sin la agitación popular y sin la publicación de las reivindicaciones de la clase obrera, la Ley de Minas de 1842 y la Ley de las Diez Horas de 1847 no podrían haber sido promulgadas. Estas medidas, a su vez, aliviaron la miseria de los obreros industriales y mantuvieron vivo un cierto grado de confianza en el futuro del sistema económico. El cartismo resurgió brevemente en 1848, como se verá en el capítulo siguiente; pero, en general, en los años 1840, el pueblo trabajador inglés pasó de la agitación política a la formación y fortalecimiento de los sindicatos obreros, mediante los cuales los trabajadores podían tratar directamente con los patronos, sin tener que recurrir al gobierno. El sufragio no se extendió, en Gran Bretaña, hasta 1867, y se tardaron unos 80 años en realizar todo el programa de la Carta de 1838, excepto en lo que se refería a la elección anual del Parlamento, que pronto dejó de reclamarse. No es fácil resumir la historia de Europa entre 1815 y 1848. No se había logrado estabilización alguna entre todas las fuerzas liberadas por las revoluciones francesa e industrial; liberalismo, conservadurismo, nacionalis­ mo, republicanismo, democracia, socialismo. No se había creado ningún sistema internacional; más bien, Europa se había dividido en dos campos, formados por un Occidente en el que progresaban las concepciones liberales, y por un Oriente en el que gobernaban tres monarquías autocráticas. La Europa Occidental apoyaba los principios de nacionalidad; los gobiernos de la Europa Central y Oriental seguían oponiéndose a ellos. El Occidente iba haciéndose colectivamente más rico, más liberal, más burgués. Las gentes de la clase media de Alemania, Europa central e Italia (así como las de España y Portugal) no disfrutaban de las dignidades y emolumentos de que gozaban en la Gran Bretaña o en Francia. Pero el Occidente no había resuelto su problema social; toda su civilización material descansaba en una inquieta clase obrera, penosamente tratada. Por todas partes había represión, en diversos grados, y por todas partes había temores, en unos sitios más que en otros; pero también había esperanza, confianza en el progreso de una sociedad industrial y científica, y fe en el programa incompleto de los derechos humanos. El resultado fue la Revolución general de 1848.

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V.

LA REVOLUCION Y EL RESTABLECIMIENTO DEL ORDEN, 1848-1870

Los temores que habían acosado a las clases acomodadas de Europa durante treinta años se hicieron realidad en 1848. Los gobiernos se hundían en todo el Continente, Los horrores que se recordaban volvían a aparecer, como en una pesadilla recurrente, en una sucesión muy semejante a lo que se había iniciado en 1789, sólo que ahora a un ritmo mucho más rápido. Los revolucionarios llenaban las calles, los reyes huían, se declaraban repúblicas, y, cuatro años después, hubo otro Napoleón. Poco después vino una serie de guerras. Ni antes ni después ha visto Europa un levantamiento tan verdaderamente universal como en 1848. Mientras la Revolución Francesa de 1789 y la Revolución Rusa de 1917 tuvieron repercusiones internacionales inmediatas, en cada uno de esos casos era un solo país el que se hallaba a la cabeza. En 1848, el movimiento revolucionario brotó espontáneamente de fuentes nativas, desde Copenhague a Palermo y desde París a Budapest. A veces, los contemporáneos atribuían la universalidad del fenómeno a las maquinaciones de las sociedades secretas, y es verdad que ya antes de 1848 existían unos débiles comienzos de un movimiento revolucionario internacional; pero lo cierto es que los conspiradores revolucionarios tenían poca influencia sobre lo que realmente ocurría, y la casi simultánea caída de los gobiernos es perfectamente explicable por otras causas. Muchos pueblos de Europa querían, en sustancia, las mismas cosas: gobierno constitucional, la indepen­ dencia y la unificación de los grupos nacionales, el fin de la servidumbre y de las obligaciones señoriales donde todavía existían. Con algunas variaciones, habia un cuerpo común de ideas entre los elementos políticamente conscientes de todos los países. Algunos de los poderes que las nuevas fuprzas tenían que combatir eran, en sí mismos, internacionales, especialmente la iglesia católica y la extendidísima influencia de los Habsburgo, de modo que la resistencia frente a ellos surgía independientemente en muchos sitios. De todas mane­ ras, sólo el imperio ruso y la Gran Bretaña se libraron del contagio revolucio­ nario de 1848, y los ingleses recibieron un gran susto. Pero la Revolución de 1848, aunque sacudió a todo el Continente, carecía de una fuerza impulsora fundamental. Fracasó casi tan rápidamente como triunfó. Su consecuencia más importante, en realidad, fue la de fortalecer las tendencias más conservadoras, que veían con alarma cualquier revolución. Los ideales revolucionarios sucumbieron bajo la represión militar. En cierta Em blem a d el capítulo: Una m edalla que muestra ¡a iglesia de San Pab lo, en Fran cfort.

medida, los gobiernos de los años 1850 y de los 1860, aunque hostiles a la revolución, dieron satisfacción a algunas de las reivindicaciones de 1848, sobre todo en la unificación nacional y en el gobierno constitucional con representación limitada, pero lo hicieron en virtud de un realismo calculado, y mientras reafirmaban su propia autoridad. La Revolución de 1848, aunque sofocada por la represión, dejó también una herencia de temores y de conflictos de clase, en la que los profetas de una nueva sociedad se hicieron también más realistas, como cuando Carlos Marx, tachando de «utópicas» las primeras formas de socialismo, presentaba sus propios puntos de vista como perspicaces y «científicos».

23.

París: el espectro de la revolución social en Occidente

La Monarquía de Julio en Francia fue una plataforma de tablilla levantada sobre un volcán. Bajo ella, ardían los reprimidos fuegos del republicanismo sofocado en 1830, que desde 1830 había ido haciéndose cada vez más so­ cialista1. La política de la Monarquía de Julio se hizo cada vez más irreal. Eran tan pocos los intereses representados en la Cámara de los Diputados, que rara vez se discutían las cuestiones más fundamentales. Incluso la mayor parte de la burguesía carecía de representación. El soborno y la corrupción eran más frecuentes de lo que deberían, pues la expansión económica favorecía la especulación y el fraude por parte de los promotores de negocios y de los políticos asociados. Se inició un fuerte movimiento para que se concediese el voto a más ciudadanos, en lugar de concedérselo a uno solo de cada treinta. Los radicales querían el sufragio universal y una república, pero los liberales sólo pedían una ampliación de los derechos de voto, dentro de la monarquía constitucional existente. El rey, Luis Felipe, y su primer ministro, Guizot, en lugar de aliarse con los últimos contra los primeros, se opusieron, decidida y estúpidamente, a toda clase de cambio.

L a Revolución de «Febrero» en Francia Los reformadores, en contra de los deseos expresados por el rey, proyectaron un gran banquete en París, el día 22 de febrero de 1848, que había de estar acompañado de manifestaciones en las calles. El 21 de febrero, el gobierno prohibió todas aquellas reuniones. Aquella noche, se levantaron barricadas en los barrios de la clase obrera. Estaban hechas de adoquines, piedras para la construcción y grandes muebles, todo mezclado, atravesando las calles estrechas y los cruces de la ciudad vieja, y formaban un laberinto desde el que los insurgentes se disponían a resistir a las autoridades. El gobierno convocó a la Guardia Nacional, que se negó a acudir. El rey prometió entonces la reforma electoral, pero los agitadores republicanos se hicieron cargo de los elementos semimovilizados de la clase obrera, que I

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Ver págs. 199-200, 209-211.

realizaban una manifestación ante la casa de Guizot. Alguien disparó contra los guardias situados alrededor de la casa; los guardias replicaron, matando a veinte personas. Los organizadores republicanos pusieron algunos de los cadáveres sobre un carro con antorchas encendidas y los pasearon por la ciudad, que, con hombres armados y con barricadas, pronto comenzó a bullir, en un enorme levantamiento. El 24 de febrero, Luis Felipe, como antes que él había hecho Carlos X , abdicó y se fue a Inglaterra. La revolución de Febrero de 1848, como la Revolución de Julio de 1830, había destronado a un monarca en tres días. Los reformadores constitucipnales confiaban en seguir con el joven nieto de Luis Felipe como rey, pero los republicanos, ahora excitados y armados, penetraron en la Cámara de los Diputados y forzaron la proclamación de la República. Los dirigentes republicanos formaron un gobierno provisional de diez hombres, mientras toda Francia no elegía una Asamblea Constituyen­ te. Siete de los diez eran republicanos «políticos», siendo el más notable el poeta Lamartine. Tres eran republicanos «sociales», de los que el más notable era Luis Blanc. Una enorme multitud de trabajadores se presentó ante el Hótel de Ville, o Ayuntamiento, pidiendo que Francia adoptase la nueva enseña socialista: la bandera roja. Fueron disuadidos por la elocuencia de Lamartine, y la bandera tricolor siguió siendo la bandera republicana. Luis Blanc urgía al Gobierno Provisional para que abordase, sin demora, un audaz programa económico y social. Pero, como los republicanos «sociales» estaban en minoría en el Gobierno Provisional (aunque, probable­ mente, no entre los republicanos de Paris, en general), las ideas de Luis Blanc se atenuaron mucho, a la hora de su aplicación. Blanc quería un Ministerio de Progreso para organizar una red de «talleres sociales», los establecimientos manufactureros sostenidos por el estado y colectivistas que él había proyectado en sus escritos. Todo lo que se creó fue una Comisión de Trabajo, con poderes limitados, y un sistema de talleres significativamente llamados «nacionales», en lugar de «sociales». Los Talleres Nacionales fueron acordados por el Gobierno provisional sólo como una concesión política, y nunca se les asignó ningún trabajo importante, por miedo a establecer una competencia con la empresa privada y a descoyuntar el sistema económico. En realidad, el hombre a quien se encargó de ellos reconocía que el objetivo que él se había propuesto era el de demostrar las falacias del socialismo. Mientras tanto, la Comisión de Trabajo fue incapaz de ganar la pública aceptación para la jom ada de diez horas, que el Parlamento Británico había establecido el año anterior. Los Talleres Nacionales no fueron, en realidad, más que un gran proyec­ to de ayuda a los parados. Hombres de todos los oficios, cualificados y no cualificados, eran enviados a excavar en los trabajos de las carreteras y de las fortificaciones de París. Se les pagaban dos francos diarios. El número de parados reconocidos aumentó rápidamente, porque el de 1847 había sido un año de depresión, y la revolución impedia que los negocios recobrasen la confianza. Otras personas necesitadas se presentaban también en busca de remuneración, y pronto hubo demasiados hombres para la cantidad de ((trabajo» de que se disponía. De 25.000 alistados en los talleres a mediados de marzo, el número se elevó hasta 120.000 a mediados de junio, momento en el 217

que había en París otros 50.000 a quienes los zozobrantes talleres ya no podían acomodar. En el mes de junio, tal vez hubiera unos 200.000 hombres esencialmente ociosos, pero físicamente útiles, en una ciudad de alrededor de un millón de habitantes. La Asamblea Constituyente, elegida en abril por sufragio masculino universal por toda Francia, se reunió el día 4 de mayo. Inmediatamente, sustituyó el gobierno Provisional por una comisión ejecutiva temporal, formada por miembros de la propia Asamblea. El conjunto de Francia, país de burguesía provinciana y de terratenientes campesinos, no era en absoluto socialista. La nueva comisión ejecutiva temporal, elegida en ma­ yo por la nueva Asamblea Constituyente, no incluía a republicanos «so­ ciales». Sus cinco miembros, a cuya cabeza se encontraba Lamartine, eran conocidos como enemigos declarados de Luis Blanc. Blanc y los socialistas ya no podían esperar siquiera las reacias e insinceras concesiones que hasta entonces habían conseguido. Las líneas de batalla estaban trazadas ahora, sólo tres meses después de la revolución, como habían sido trazadas, en cierto modo, en 1792, después de tres años2. París se inclinaba, de nuevo, por un grado de acción revo­ lucionaría, en la que el resto del país no estaba dispuesto a participar. Los dirigentes revolucionarios de París, en 1848 como en 1792, eran contrarios a la aceptación de los procesos de gobernación por la mayoría o de lenta deliberación parlamentaria. Pero la crisis de 1848 era más aguda que la de 1792. Los asalariados constituían una proporción mayor de la población. Bajo un sistema de capitalismo predominantemente comercial, en el que la industria mecánica y la concentración fabril sólo estaban empezando, los obreros se veían atormentados por los mismos males que las clases obreras, más industrializadas de Inglaterra. Las jomadas eran en cualquier caso más lar­ gas, y los salarios más bajos, en Francia que en Gran Bretaña; la inseguridad y el desempleo eran, por lo menos, iguales; y la convicción de que una economía capitalista no ofrecía futuro alguno para los trabajadores era la misma. Además, mientras el trabajador inglés evitaba una auténtica violación del Parlamento, el trabajador francés no veía nada especialmente sacrilego en la violación de las asambleas elegidas. Desde 1789, en Francia, demasiados regímenes habían estado basados en la violencia insurreccional, incluidos los preferidos por las clases acomodadas, para que el trabajador francés fuese a sentir muchos remordimientos por utilizarla en su favor. L os «Días de Junio» de 1848 De una parte, estaba la Asamblea Constituyente, nacionalmente elegida. De otra, los Talleres Nacionales habían movilizado en París a los más desgraciados elementos de la clase trabajadora. Decenas de millares de hombres habían sido reunidos donde podían hablar, leer periódicos, escuchar discursos y concertar una acción común. Los agitadores y los organizadores utilizaban, naturalmente, la oportunidad que así se les ofrecía. Los hombres de los talleres comenzaban a sentirse desesperados, a comprender que la 2

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Ver págs. 107-108.

república social estaba alejándose de ellos, tal vez para siempre. El día 1S de mayo, atacaron la Asamblea Constituyente, expulsaron de la sala a sus miembros, la declararon disuelta, y establecieron un nuevo gobierno provisional creado por ellos mismos. Anunciaron que la revolución de febrero, puramente política, debía ir seguida por una revolución social. Pero la Guardia Nacional, una especie de milicia civil, hizo frente a los sublevados y restableció la Asamblea Constituyente. La Asamblea, para extirpar el socialismo, se dispuso a terminar con los Talleres Nacionales. Ofreció a los que se hallaban alistados en ellos las alternativas de ingresar en el ejército, de trasladarse a talleres provinciales, o de de ser expulsados de París, por la fuerza. Toda la clase trabajadora de la ciudad comenzó a resistir. El gobierno proclamó la ley marcial, la comisión ejecutiva civil dimitió, y todo el poder pasó a manos del general Cavaignac y del ejército regular. Siguieron los «Sangrientos Días de Junio» —24 a 26 de junio de 1848—, tres días durante los cuales una aterradora guerra de clases asoló París. Más de 20.000 hombres de los talleres tomaron las armas (y, sin duda, las habrían tomado muchos más, si el gobierno no hubiera continuado pagando los salarios en los talleres durante la insurrección), y a ellos se unieron otros incontables miles procedentes de los distritos obreros de la ciudad. Medio París, o más, se convirtió en un laberinto de barricadas defendidas por hombres decididos y por mujeres igualmente resueltas. Los métodos militares de la época permitían a los civiles enfrentarse abiertamente con los soldados; las armas portátiles eran las más importantes, y los ejércitos no disponían de vehículos blindados, ni de una artillería muy devastadora. Los soldados se encontraron con una operación difícil, e incluso fueron muertos algunos generales, pero, tres días después, el resultado ya no ofrecía dudas. Diez mil personas habían resultado muertas o heridas. Once mil sublevados fueron hechos prisioneros. La Asamblea, negándose a toda clemencia, decretó su inmediata deportación a las colonias. Los Días de Junio estremecieron a toda Francia y a Europa. Si la batalla de París había sido una auténtica lucha de clases, qué proporción de la clase trabajadora había tomado parte en ella (en todo caso, una proporción alta), cuántos habían luchado por objetivos permanentes, y cuántos por la cuestión transitoria de los talleres; todas aquellas eran materias secundarias. Se sabía muy bien que, en realidad, lo que había estallado era una lucha de clases. Los obreros militantes se confirmaron en un odio y una enemiga a la clase burguesa, en una creencia de que el capitalismo existía, en último análisis, gracias a los implacables fusilamientos de trabajadores en las calles. Las gentes que se hallaban en niveles superiores al de la clase obrerq. fueron presas del pánico. Estaban seguras de que se habían librado por muy poco de un terrible levantamiento. La base misma de la vida civilizada parecía haberse sacudido. Después de junio de 1848 —escribía una francesa de aquel tiempo—, la sociedad estaba «dominada por un sentimiento de terror sólo comparable al que produjo la invasión de Roma por los bárbaros». Tampoco en Inglaterra había signos mucho más tranquilizadores. Allí, la agitación cartista fue resucitada por la Revolución de Febrero de París3. 3

Ver págs. 211-213.

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«¡Francia es una República!», gritaba el cartista Ernest Jones; de nuevo se puso en circulación la petición cartista, y no tardó en decirse que tenia 6 millones de firmas. Se reunió otra convención cartista, de la que sus dirigentes creian que sería la precursora de una Asamblea Constituyente, como en Francia. La minoría violenta fue la más activa; comenzó por reunir armas y a enseñar su manejo. El viejo Duque de Wellington tomó juramento a 70.000 policías especiales para mantenimiento del orden social. En Liverpool y en otros sitios, se produjeron choques; en Londres, el comité revolucionario tenía proyectos de incendios sistemáticos y disponía de hombres organizados, provistos de picos para levantar los pavimentos y construir barricadas. Mientras tanto, la petición, que pesaba 584 libras, fue llevada en tres coches a la Cámara de los Comunes, qué calculó que «sólo» contenía 2 millones de firmas, y que de nuevo la rechazó, rápidamente. La amenaza revolucionaria pasó. Resultó que uno de los organizadores secretos de Londres era un espía gubernamental; reveló todo el plan, en el momento crítico, y el comité revolucionario fue detenido, precisamente, el día fijado para la insurrección. La mayor parte de los cartistas, en todo caso, se había negado a apoyar a los belicosos, pero la minoría dura de obreros y periodistas radicales tenia un sentido más profundo de exasperada conciencia de clase. Se importó de Francia la palabra «proletario». El director cartista de R ed Revolution (Revolución Roja) escribía: «Todo proletario que no vea y sienta que pertenece a una clase esclavizada y degradada es un necio.» El espectro de la revolución social se cernía, pues, sobre la Europa occidental, en el verano de 1848. Indudablemente, era irreal; no había probabilidad alguna de que, en aquel tiempo, pudiera haber triunfado una revolución socialista. Pero el espectro estaba allí, y extendía un deprimente temor entre todos los que tenían algo que perder. Aquel temor configuró todo el curso subsiguiente de la Segunda República en Francia y de los movimientos revolucionarios que por aquel tiempo se habían iniciado en otros países también. E l surgimiento de Luis Napoleón Bonaparte En Francia, después de los Días de Junio, la Asamblea Constituyente (que mantenía al general Cavaignac como virtual dictador) se dispuso a redactar una constitución republicana. En vista de los disturbios que acaban de ocurrir, se decidió crear un fuerte poder ejecutivo en manos de un presidente que había de ser elegido por sufragio universal masculino. Se decidió también que este presidente se eligiese inmediatamente, antes incluso de terminar lo que aún faltaba de la constitución. Se presentaron cuatro candidatos: Lamartine, Cavaignac, Ledru-Rollin y Luis Napoleón Bonaparte. Lamartine se inclinaba por una república vagamente moral e idealista, Cavaignac por una república de orden y de disciplina, Ledru-Rollin por unas ideas «sociales» un tanto depuradas. La inclinación de Bonaparte no estaba clara. Pero fue elegido por un alud de votos en diciembre de 1848, pues reunió más de 5.400.000, contra sólo 1.500.000 de Cavaignac, 370.000 de Ledru-Rollin, y nada más que 18.000 de Lamartine. 220

Así apareció en el escenario europeo el segundo Napoleón. Nacido en 1808, Luis Napoleón Bonaparte era sobrino del gran Napoleón. Su padre, Luis Bonaparte, era rey de Holanda cuando él nació. Al morir el hijo de Napoleón en 1832, Luis Napoleón asumió la jefatura de la familia Bonaparte. Decidió restaurar las glorias del Imperio. Con un puñado de seguidores, trató de tomar el poder en Estrasburgo en 1836 y en Boulogne en 1840, acaudillando lo que el siglo siguiente conocería como Putsches. Las dos fracasaron ridiculamente. Condenado a prisión perpetua en la fortaleza de Ham, se había escapado recientemente, en 1846, sin más dificultad que la de abandonar los jardines, disfrazado de albañil. Manifestaba ideas sociales y políticas avanzadas, probablemente había sido carbonario en su juventud, y había tomado parte en el levantamiento revolucionario italia­ no de 1830. Escribió dos libros, uno titulado, Ideas napoleónicas, en el que aseguraba que su famoso tío había sido mal comprendido y derrotado por fuerzas reaccionarias, y el otro, L a extinción de la pobreza, un folleto un tanto anticapitalista, como muchos otros de su tiempo. Pero no era amigo de los «anarquistas», y en la primavera de 1848, hallándose todavía refugiado en Inglaterra, se alistó como uno de los policías especiales de Wellington que se oponían a la revolución cartista. N o tardó en regresar a Francia. Sin comprometerse en los Días de Junio ni en su represión, se le suponía amigo del pueblo llano y, al propio tiempo, creyente en el orden; y se llamaba Napoleón Bonaparte. Durante veinte años, un mar de fondo había estado agitando el espíritu popular. Se le da el nombre de Leyenda Napoleónica. Los campesinos colgaban retratos del emperador en sus casuchas, creyendo ingenuamente que había sido Napoleón quien les había dado la libre propiedad de sus tierras. La terminación del Arco del Triunfo en 1836 revivió el recuerdo de las glorias imperiales, y en 1840 los restos del emperador fueron traídos de Santa Elena y enterrados majestuosamente en los Inválidos, a orillas del Sena. Todo esto ocurría en un país en el que, estando el gobierno en manos de unos pocos, la mayor parte del pueblo no tenia más experiencia ni más sentido político que el que habían adquirido durante la revolución. Cuando se pidió, de pronto, a millones de hombres, por primera vez en su vida, en 1848, que votasen a un presidente, el único nombre que conocían era el de Bonaparte. «¿Cómo no voy yo a votar a este señor —decía un viejo campesino—, si a mi se me heló la nariz en Moscú?». Así pues, el Príncipe Luis Napoleón se convirtió en presidente de la república, por un abrumador e indiscutible mandato popular, en el que su único rivEd —y aun ese, escasamente votado— era un jefe del ejército. En seguida comprendió por dónde soplaban los vientos. La Asamblea Consti­ tuyente se ¿so lv ió en mayo de 1849 y fue sustituida por la Asamblea Legislativa prevista en la nueva constitución. Era una extraña asamblea para una república. Recuérdese que, en 1797, la primera elecciói} normal durante la Primera República había dado una mayoría realista4. Ahora, en la Segunda República, con el sufragio universal masculino, se obtuvo el mismo resultado. Quinientos diputados, es decir, los dos tercios, eran verdaderamente Ver pág. 120.

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monárquicos, pero se hallaban divididos en facciones irreconciliables: los legitimistas, que defendían la linea de Carlos X , y los orleanistas, que defendían la de Luis Felipe. El tercio restante de diputados se declaraban republicanos. De ellos, a su vez, unos 180 eran socialistas de uno u otro tipo; y sólo unos 70 eran republicanos políticos o anticuados, para quienes la cuestión principal era la forma de gobierno, más que la forma de sociedad. El presidente y la Asamblea, en principio, estaban unidos para ahuyentar el espectro del socialismo, con el que ahora se asociaba también claramente el republicanismo. Una insurrección abortada, en junio de 1849, proporcionó la ocasión. La Asamblea, respaldada por el presidente, expulsó a treinta y tres diputados socialistas, suprimió las reuniones públicas e impuso controles a la prensa. En 1850, llegó a anular el sufragio universal masculino, privando del voto a un tercio del electorado, aproximadamente; desde luego, el tercio más pobre y, por lo tanto, el más socialista. La Ley Falloux de 1850 sometía las escuelas, en todos los grados del sistema de instrucción, a la supervisión del clero católico; porque, como M. Falloux dijo en la Asamblea, «los maestros laicos han popularizado los principios de la revolución social en las aldeas más remotas», y era necesario «reunirse en torno a la religión para fortalecer los fundamentos de la sociedad contra los que quieren repartir la propiedad». La Repúbli.ca Francesa, que ahora era en realidad un gobierno antirrepublicano, intervino también contra la república revolucionaria establecida por Mazzini en la ciudad de Roma. Fuerzas militares francesas fueron enviadas a Roma para proteger al papa, y allí se quedaron durante veinte años. Bonaparte sabía que él era virtualmente indispensable para los conserva­ dores. Estos se hallaban tan terminantemente divididos en dos grupos de monárquicos —legitimistas y orleanistas—, que cada uno de ellos aceptaría cualquier régimen antisocialista, con tal de no ceder ante el otro. El problema de Bonaparte ,era el de ganarse a los radicales. Lo consiguió, urgiendo, en 1851, el restablecimiento del sufragio universal, que él mismo había contribuido a revocar en 1850. Ahora se presentaba como el amigo del pueblo, como el único hombre público en quien confiaba el hombre llano. Hacía creer que unos insaciables plutócratas controlaban la Asamblea y engañaban a Francia. Situó a sus lugartenientes como ministros de la guerra y del interior, controlando asi el ejército, la burocracia y la policía. El 2 de diciembre de 1851, aniversario de Austerlitz, dio su golpe de estado. Aparecieron carteles por todo Paris. Declaraban disuelta la Asamblea y restablecían el voto para todos los varones franceses adultos. Cuando los miembros de la Asamblea intentaron reunirse, fueron atacados, dispersados o arrestados por los soldados. El país no se sometió sin lucha. En París fueron muertas imas ciento cincuenta personas, y en toda Francia fueron arrestadas unas 100.000. Pero, el día 20 de diciembre, los votantes eligieron a Luis Napoleón presidente para un periodo de diez años, con un resultado oficial de 7.439.216 votos contra 646.737. Un año después, el nuevo Bonaparte proclamaba el Imperio, erigiéndose él mismo en emperador de los franceses. Recordando al hijo de Napoleón, se llamó Napoleón III. Luego veremos cómo funcionaba el imperio. No sólo estaba muerta la república. Tal como los republicanos la entendían, como un régimen igualitario, anticlerical, de tendencias socialistas, o, por lo menos, antibur­ 222

guesas.larepúblicaestabamuerta desde junio de 1848. Ya débil, fue muerta por su reputación de radicalismo. El liberalismo y el constitucionalismo estaban muertos también. Los monárquicos burgueses y propietarios estaban más interesados por el liberalismo constitucional que los republicanos o los bonapartistas, o que los trabajadores de las ciudades, o que los campesinos. Pero los monárquicos, irremediablemente divididos entre sí, fueron ah ora marginados. Por primera vez desde 1815, Francia dejó de tener cualquier ti­ po de vida parlamentaria. Estuvo gobernada por una dictadura más demagó­ gica, más calculadora, más hueca y más moderna que cualquiera que el Pri­ mer Napoleón hubiera imaginado nunca. 24.

Viena: la revolución nacionalista en la Europa Central y en Italia

E l Imperio Austríaco en 1848 El Imperio Austríaco de los Habsburgo, con su capital en Viena, era en 1848 el más populoso estado europeo, exceptuada Rusia. Sus pueblos, que vívian, pricipalmente, en las tres grandes divisiones geográficas del imperio, Austria, Bohemia y Hungría, estaban formados, aproximadamente, por una docena de nacionalidades o grupos de lenguaje claramente distintos: germanos, checos, magiares, polacos, rutenos, eslovacos, servios, croatas, eslovenos, dálmatas, rumanos e italianos5. En algunas partes del imperio, las nacionalidades vivían en sólidos bloques, pero, en muchas regiones, se entremezclaban dos o más, de modo que el lenguaje cambiaba de un pueblo a otro, o incluso de una casa a otra, de un modo totalmente desconocido en la Europa occidental. Los germanos, que constituían el pueblo dirigente, ocupaban toda Austria propiamente dicha y considerables partes de Bohemia, y se hallaban diseminados también en pequeñas zonas de Hungría. Los checos ocupaban Bohemia y la vecina Mor avia. Los magiares eran el grupo dominante en el histórico reino de Hungría, que contenía una mezcla de nacionalidades con un considerable número de pueblos eslavos. D os de las partes más adelantadas de Italia pertenecían también al Imperio: Venecia, con su capital en Venecia, y Lombardía, cuya ciudad más importante era Milán. Los checos, polacos, rutenos, eslovacos, servios, croatas, eslovenos y dálmatas del imperio eran todos eslavos, es decir, sus lenguajes estaban todos relacionados entre sí y con las diversas formas del ruso. Ni los magiares ni los rumanos eran eslavos. Los magiares, a medida que se desarrollaba el sentimiento nacional, se enorgullecían de que su lenguaje era único en Europa, y los rumanos, de su parentesco lingüístico con los pueblos latinos de Occidente. Rumanos, magiares y germanos formaban un fuerte cinturón que separaba a los eslavos del sur (que en años posteriores se llamaron yugoslavos) de los del norte. Los germanos y los italianos del interior del imperio se hallaban en contacto permanente con los germanos y con los italianos del exterior. Les pueblos del imperio representaban todos los niveles culturales conocidos en Europa. Viena, donde reinaba Johann Strauss, el Rey del Vals, 5

Ver mapas 6, 8 y págs, 46-47, 138, 163.

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no tenia igual, con excepción de París. Milán era un gran centro comercial. Bohemia tenía, desde hacía mucho tiempo, una importante industria textil, que en los años 1840 estaba empezando a mecanizarse; pero, a 350 kilómetros hacia el sur, un intelectual croata señalaba, por aquel tiempo, que la primera máquina de vapor que él había visto nunca, figuraba en un dibujo grabado en un pañuelo de algodón importado de Manchester. En 1848, algunos negaban, en absoluto, que existiese el pueblo de los rutenos. Tampoco estaba claro qué grupos formaban, exactamente, los eslavos del sur. Palabras como Yugoslavia o Checoslovaquia no habían sido inventadas, y Rumania era un término utilizado solamente por los profesores. Así pues, el imperio gobernado desde Viena incluía, según las fronteras políticas establecidas setenta años después, en 1918, toda Austria, Hungría y Checoslovaquia, con porciones contiguas de Polonia, Rumania, Yugoslavia e Italia. Pero la autoridad política de Viena llegaba mucho más allá de los límites del imperio. Desde 1815, Austria había sido el miembro más influyente de la confederación alemana, porque Prusia, en aquellos años, se limitaba a mirar con deferencia hacia los Habsburgo. La influencia de Viena se hacía sentir en toda Alemania, de muchos m odos, como en la promulgación y obligatoriedad de los Decretos de Carlsbad citados en el capítulo anterior6. Se extendía también a lo largo de Italia. Lombardía y Venecia formaban parte del Imperio Austríaco. Toscana, ostensiblemente independiente, estaba gobernada por un gran duque de los Habsburgo. El reino de Nápoles o de las Dos Sicilias, que comprendía a toda Italia al sur de Roma, era, virtualmente, un firotectorado de Viena. Los estados papales miraban políticamente a Viena en busca de dirección, por lo menos hasta 1846, año en que el Colegio Cardenalicio eligió a un papa de espiritu liberal, Pío IX; la única contingencia que Mettemich, según propia confesión, no había acertado a considerar. En toda Italia, no había más que un solo estado regido por una dinastía italiana nativa y que intentase una independencia política coherente: el reino de Cerdeña (llamado también Saboya o Piamonte), que se extendía por el rincón del noroeste, en tom o a Turín. Según Mettemich decía suavemente, Italia no era más que una «expresión geográfica», un simple nombre de una región. Podia haber dicho lo mismo de Polonia, e incluso de Alemania, aunque Alemania se hallaba tenuemente unida en el Bund, o vaga confederación de 1815. Desde el cambio de siglo, todos aquellos pueblos habían sentido la con­ moción del Volksgeist, las persistentes inquietudes de un nacionalismo cul­ tural, y entre alemanes, italianos, polacos y húngaros, se habia desarrolla­ do una fuerte agitación política y un alto grado de reformismo liberal. Mettemich, en Viena, había frustrado aquellas manifestaciones durante más de treinta años, prediciendo agoreramente que, si se permitiese que brotaran, provocarían la bellum omnium contra omnes «la guerra de todos contra todos». Como profeta, no se equivocó del todo, pero si la misión de los estadistas no es solamente la de profetizar los acontecimientos, sino la de controlarlos, no puede decirse que el régimen de Mettemich fuese muy afortunado. Toda la cuestión de las nacionalidades se eludió. El problema 6

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Ver págs. 187-188.

fundamental del siglo, el acceso de los pueblos a alguna forma de mutua relación moral con sus gobiernos —problema del que el nacionalismo, el liberalismo, el constitucionalismo y la democracia eran aspectos diversos—, seguía sin merecer la consideración de las autoridades responsables de la Europa central. Todo lo que Mettemich ofreció fue la idea de que una casa remante, con una burocracia oficial, debia gobernar a unos pueblos con los que no era necesario tener relación alguna, y que tampoco necesitaban relacionarse los unos con los otros. Eran las ideas del siglo XVIII, anteriores a la Revolución Francesa y perfectamente adecuadas a una sociedad agrícola y localista. L os Días de M arzo En marzo de 1848, todo se hundió con increíble rapidez. En aquel tiempo, la dieta de Hungría había estado reunida durante varios meses, estudiando reformas constitucionales, y, como era de costumbre, discutiendo nuevos medios de evitar que la influencia alemana penetrase en Hungría. Entonces, llegaron las noticias de la Revolución de Febrero en París. El partido radical de la dieta húngara despertó. Su dirigente, Luis Kossuth, el día 3 de marzo, pronunció un apasionado discurso sobre las virtudes de la libertad. Este discurso se imprimió inmediatamente en alemán y se leyó en Viena, donde la inquietud había aumentado también, a causa de las noticias de París. El día 13 de marzo, los obreros y los estudiantes se insurreccionaron en Viena, levantaron barricadas, hicieron frente a los soldados e invadieron el palacio imperial. Tan aturdido y aterrado se vio el gobierno, que Mettemich, ante el asombro de Europa, dimitió y huyó, disfrazado, a Inglaterra. La caída de Mettemich demostró que el gobierno de Viena se hallaba totalmente desorientado. La revolución se extendió por el imperio y por toda Italia y Alemania. El 15 de marzo, empezaron los motines en Berlín; el rey de Prusia prometió una constitución. Los gobiernos alemanes menores se hundieron, uno tras otro. El último día de marzo, se reunió un Pre-Parlamento para acordar la convocatoria de una asamblea nacional pan-germana. En Hungría, sacudida por el partido nacional de Kossuth, la dieta promulgó, el 15 de marzo, las Leyes de Marzo, por las que Hungría adoptaba una posición de completo separatismo constitucional dentro del imperio, aunque recono­ ciendo todavía la casa de los Habsburgo. Pocos días después, el hostigado emperador Femando concedía, sustan­ cialmente, el mismo status a Bohemia. En Milán, entre el 18 y el 22 de marzo, el pueblo expulsó a la guarnición austríaca. Venecia se proclamó república independiente. Toscana expulsó a su gran duque y se instituyó también como república. El rey de Cerdeña, Carlos Alberto (que, estimulado por la revolución de París, había concedido una constitución a su pequeño país, el día 4 de marzo), declaró la guerra a Austria, el día 23, e invadió Lombardía-Venecia, esperando someter aquella área a la casa de Saboya. Las tropas italianas afluyeron desde Toscana, desde Nápoles (donde la revolución había estallado ya en enero) e incluso desde los estados pontificios (pues el nuevo papa profesaba una cierta simpatía por las aspiraciones nacionales y 225

liberales), para unirse en una guerra de toda Italia contra el gobierno austríaco evidentemente abandonado. Así, en el breve espacio de aquellos asombrosos Días de Marzo, toda la estructura que tenía su base en Viena saltó hecha pedazos: el Imperio Austríaco se había desmembrado en sus principales componentes, Prusia había cedido ante los revolucionarios, toda Alemania se preparaba para su unificación, y la guerra arreciaba en Italia. En todas partes, los gobiernos, aturdidos, habían prometido constituciones, atolondradamente, se reunían asambleas constituyentes, y naciones independientes o autónomas luchaban por su existencia. En todas partes, los patriotas pedían gobierno liberal y libertad nacional, constituciones escritas, asambleas representativas, ministe­ rios responsables, un sufragio más o menos extendido, restricciones en la acción policíaca, juicios por jurado, libertad civil, libertad de prensa y de reunión. En Prusia, en Galitzia, en Bohemia y en Hungría, donde existía aún, fue abolida la servidumbre, y las masas campesinas pasaron a ser legalmente libres del control de sus señores locales. E l reflujo después de junio Al igual que en Francia, la revolución fue en ascenso hasta el mes de junio, y después comenzó a descender. Hay muchas razones que explican su continuado reflujo. Los viejos gobiernos, en los Días de Marzo, sólo se habían visto desconcertados, pero no realmente destruidos. Esperaban, sencillamente, la ocasión de retirar unas promesas que les habían sido arrancadas por la fuerza. La fuerza inicialmente impuesta por los revolucio­ narios no podía sostenerse. Los dirigentes revolucionarios no eran, realmente, muy fuertes. Los intereses de las clases medias, de la burguesía, de los propietarios y de los comerciantes en ninguna parte se hallaban tan desarrollados como en la Europa occidental. Los dirigentes revolucionarios, en una gran proporción, eran escritores, editores, profesores y estudiantes, hombres de ideas, más que representantes de grandes intereses positivos. En Viena, en Milán y en unas pocas ciudades más, la clase trabajadora era nume­ rosa, y las ideas socialistas se hallaban bastante extendidas; pero los obreros no eran tan ilustrados ni tan conscientes politicamente, ni estaban tan organizados ni tan irritados como en Paris o en Inglaterra. Eran bastante fuertes, sin embargo, para inquietar a las clases medias; y sobre todo desde que el espectro de la revolución social se extendió por el oeste de Europa, las clases medias y las clases más bajas, revolucionarias, comenzaron a temerse. Las nacionalidades liberadas empezaron también a mostrar discrepancias. Los campesinos, una vez emancipados, ya no tenían interés por la revolución. En aquel tiempo, los campesinos tampoco tenían una conciencia de la nacionali­ dad; el nacionalismo era, primordialmente, una doctrina de las clases medias ilustradas o de las clases terratenientes en Polonia y en Hungría. Como la antigua aristocracia de espíritu internacional proporcionaba el núcleo de oficiales en los ejércitos, y los campesinos el núcleo de los soldados, los ejércitos seguían siendo casi inmunes a las aspiraciones nacionalistas. Esta actitud de los ejércitos fue decisiva. 226

El reflujo empezó en Praga. La asamblea nacional pan-germana se reunió en Francfort del Main en el mes de mayo. Se había invitado a representantes de Bohemia a que acudiesen a Francfort, porque en Bohemia siempre habian vivido muchos alemanes, y porque Bohemia formaba parte de la confedera­ ción de 1815, como antes del Sacro Imperio Romano. Pero la idea de per­ tenecer a un estado nacional alemán, a una Alemania basada en el princi­ pio de que los habitantes eran alemanes (lo que no había constituido el principio del Sacro Imperio Romano ni de la Confederación de 1815) no atraía a los checos de Bohemia. Estos se negaron a acudir al congreso pan-germánico de Francfort. En lugar de ello, convocaron un congreso pan-eslavo propio. Aquella primera asamblea pan-eslava se reunió en Praga, en junio de 1848. La mayoría de los delegados procedían de las comunidades eslavas pertenecientes al Imperio Austríaco, pero unos pocos correspondían a los Balcanes y a la Polonia no-austríaca. Sólo se hallaba presente un ruso, el revolucionario anarquista Miguel Bakunin. Los eslavos, en general, no miraban con buenos ojos, en aquel tiempo, a Rusia, la opresora de los polacos; tampoco el gobierno zarista, bajo Nicolás I, veía con simpatía el pan-eslavismo, considerándolo como una subversiva agitación popular. El espíritu del Congreso de Praga fue el de la Resurrección Eslava, descrito en el capítulo anterior7; el historiador checo, Palacky, fue, en realidad, una de sus más activas figuras. El proceso era profundamente antí-germano, porque la esencia de la Resurrección eslava era la resistencia a la germanización. Pero no era profundamente anti-austríaco, ni anti-Habsburgo. Unos pocos ex­ tremistas, ciertamente, sostenían que el eslavismo debía ser la base de una regeneración política, y que en el mundo, por lo tanto, no había lugar para un imperio austríaco. Pero la gran mayoría en el Congreso de Praga estaba formada por austro-eslavos. El austro-eslavismo sostenía que los muchos pueblos eslavos, presionados en sus dos flancos por masas de población de rusos y de alemanes, necesitaban del Imperio Austríaco como un marco político dentro del cual pudieran desarrollar su vida nacional propia. Demandaba que los pueblos eslavos fuesen admitidos como iguales de las otras nacionalidades del Imperio Austríaco, con el disfrute de autonomía local y de garantías constitucionales. Los alemanes de Bohemia, es decir, los alemanes sudetes, se sintieron atraídos, naturalmente, a la Asamblea de Francfort. Se hallaban deseosos de incluirse en la Alemania unificada que estaba a punto de formarse. Así como los checos bohemios serían una minoría en la Alemania germana, asi también los alemanes bohemios serían una minoría en la Bohemia checa. Hubo, por lo tanto, fricciones entre las poblaciones mezcladas de Bohemia y en Praga, una ciudad bilingüe. Victorias de ¡a Contrarrevolución, Junio-Diciembre Pero el Emperador Fernando y los consejeros en quienes él había decidido confiar no tenían nada que ver con los movimientos nacionales, pues éstos, al 7

Ver págs. 183-185.

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ser liberales también, implicaban restricciones en los poderes del estado. Por consiguiente, había que oponerse a todos ellos. La primera victoria del antiguo gobierno se produjo en Praga. En esta ciudad, estalló una insurrección checa, el 12 de junio, en el momento en que se hallaba reunido el Congreso Eslavo, y se agravó a causa de las animosidades locales entre checos y germanos. Windischgr&tz, el jefe local del ejército, bombardeó y sometió la ciudad. El Congreso Eslavo se disolvió. El ejército de los Habsburgo controlaba la situación. La segunda victoria de la contrarrevolución se produjo en el norte de Italia, al mes siguiente. De todas las partes del Imperio, solamente Lombardía-Venecia se habian declarado independientes de los Habsburgo, durante los levantamientos de marzo. El pequeño reino de Cerdeña las había apoyado y habia declarado la guerra a Austria. Los italianos de toda lá península se habían unido a la lucha; y hasta después de los días de Junio en París, no parecía imposible que interviniese la Francia republicana, en apoyo de sus compañeros revolucionarios, como en 1796. Pero en Francia no triunfo ninguna revolución radical ni expansionista. Los italianos fueron abandona­ dos a sí mismo. Radetsky, el jefe austríaco en Italia, derrotó aplastantemente al rey de Cerdeña en Custozza, el día 25 de julio. El rey de Cerdeña, Carlos Alberto, se retiró a su país. Lombardía y Venecia fueron reincorporados al Imperio Austríaco, con una feroz venganza. La tercera victoria de la contrarrevolución sobrevino en septiembre y octubre. El partido radical húngaro de Luis Kossuth era liberal e incluso democrático en muchos de sus principios, pero era, sobre todo, un partido nacionalista magiar. Victorioso en los Días de Marzo, se liberó completamen­ te de la unión germana. Cambió la capital, que estaba en Pressburg, cerca de la frontera austríaca, por Budapest, en el centro de Hungría. Sustituyó el latín por el magiar como lenguaje oficial de Hungría. Los magiares formaban menos de la mitad de la población de Hungría, y el magiar es un lenguaje sumamente difícil, totalmente ajeno a las lenguas indo-europeas de Europa. No tardó en estar claro que había que ser magiar para beneficiarse de la nueva constitución liberal, y que los magiares trataban de desnacionalizar y de «magiarizar» a todos los demás con quienes compartían el país. Eslovacosj rumanos, germanos, servios,y croatas se resistieron violentamente, decidido cada grupo a conservar intacta su identidad nacional. Los croatas, que habian disfrutado de ciertas libertades propias antes de la revolución magiar, se pusieron en cabeza del movimiento, mandados por el Conde Jellachich, el «ban» o gobernador provincial de Croacia. En septiembre, Jellachich desató una guerra civil en Hungría, capitaneando una fuerza de servio-croatas, apoyado por la mitad de la población no magiar. Media Hungría, alarmada por el nacionalismo magiar, recurría ahora a los Habsburgo y al imperio, en busca de protección. El emperador Femando nombró a Jellachich su jefe militar contra los magiares, Hungría se entregaba a la guerra de todos contra todos. En Viena, los revolucionarios más clarividentes, que habian dirigido el levantamiento de marzo, veían ahora que el ejército de Jellachich, si vencía a los magiares, se volvería inmediatamente contra ellos. En consecuencia, organizaron una segunda insurrección de masas, en octubre de 1848. El 228

emperador huyó; la revolución vienesa nunca habia ido tan lejos. Pero ya era demasiado tarde. El jefe militar austríaco, Windischgr&tz, trasladó desde Bohemia sus fuerzas intactas. Puso sitio a Viena durante cinco días, y la obligó a rendirse, el 31 de octubre. Con la reconquista de Viena, los defensores del viejo orden cobraron ánimos. Los dirigentes contrarrevolucionarios —los grandes propietarios, el clero católico, los altos mandos del ejército— decidieron facilitar el camino desembarazándose del emperador Fernando, pues consideraban que las promesas hechas por Femando en marzo podrían ser más fácilmente rechazadas por su sucesor. Femando abdicó, y, el 2 de diciembre de 1848, le sucedió Francisco José, un joven de dieciocho años, destinado a vivir hasta 1916 y a terminar su reinado en medio de una crisis todavía más devastadora que aquella en cuyo marco lo iniciaba.

Estallido fin al y represión, 1849 Durante algún tiempo, en la primera parte de 1849, parecía que la revolución, en muchos sitios, estallaba más violentamente que nunca. En algunas partes de Alemania, surgían levantamientos republicanos. En Roma, fue asesinado el ministro reformador de Pío IX. El papa huyó de la ciudad, y se proclamó una República Romana radical presidida por un triunvirato, uno de cuyos miembros era Mazzini, que se apresuró a acudir desde Inglaterra para tomar parte en el levantamiento republicano. En el norte de Italia, Carlos Alberto de Cerdeña invadió nuevamente Lombardía. En Hungría, después de que las resucitadas autoridades de los Habsburgo repudiaron la nueva constitución magiar, los magiares, capitaneados por el apasionado Kossuth, se declararon absolutamente independientes. Pero todas aquellas manifestaciones tuvieron poca vida. El republicanismo alemán se desvaneció. Mazzini y sus republicanos fueron expulsados de Roma, y Pío IX fue restablecido, mediante la intervención del ejército francés8. El rey de Cerdeña fue nuevamente derrotado por un ejército austríaco el 23 de marzo de 1849. En Hungría, los magiares opusieron una terrible resistencia, que el ejército imperial y los irregulares nativos anti-magiares no podían vencer. Los gobernantes Habsburgo reanudaron ahora los procedimientos de la Santa Alianza. El nuevo emperador Francisco José invitó al zar Nicolás a intervenir. Más de cien mil soldados rusos entraron en Hungría por las montañas, derrotaron en seguida a los magiares, y colocaron el devastado país a los pies de la corte de Viena. Esto ocurría en agosto de 1849. La explosión nacionalista de 1848 en la Europa central y en Italia estaba ahora muerta. La autoridad de los Habsburgo había sido reafirmada sobre los nacionalistas checos en Praga, sobre los magiares en Hungría, sobre los patriotas en el norte de Italia, y sobre los revolucionarios liberales en la propia Viena. La reacción, o el anti-revolucionarismo, estaba a la orden del día. Pío IX, el «papa liberal» de 1846, recuperó el trono pontificio, decepcionado en sus ideas liberales. La brecha entre liberalismo y catolicismo romano, que 8

Ver págs. 221-222.

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había sido amplia coa motivo de la primera Revolución Francesa, se convirtió en un abismo abierto por la violencia revolucionaria de la República Romana de Mazzini y por las medidas adoptadas para su represión. Pío IX reiteraba ahora los anatemas de sus predecesores. Los codificó, en 1864, en el Syllabus de Errores, que advertía a todos los católicos, con la autoridad del Vaticano, contra todo lo que respondiese a los nombres de liberalismo, progreso y civilización. Respecto a los nacionalistas de Italia, muchos se sintieron defraudados por los desatentados métodos de los románticos republicanos e inclinados a pensar que Italia sólo se liberaría de la influencia austríaca mediante una guerra a la antigua usanza entre las potencias establecidas. En el Imperio Austríaco, bajo el príncipe Schwarzenberg, primer ministro del emperador, la línea política más importante consistía ahora en oponerse a todas las formas de auto-expresión popular, con unos procedimientos, después de lo ocurrido en 1848, que Metternich jamás había conocido, y con una total confianza en la fuerza militar. El constitucionalismo sería arrancado de raíz, así como todas las formas de nacionalismo: eslavismo, magiarismo, italianismo y también germanismo, que alejarían los sentimientos de los germanos austríacos del imperio de los Habsburgo para orientarlos hacia el gran cuerpo familiar del pueblo alemán. El régimen llegó a llamarse «sistema Bach», del nombre de Alexander Bach, el ministro del interior. El gobierno se centralizó rígidamente. Hungría perdió los derechos propios que había tenido con anterioridad a 1848. El ideal consistía en crear un sistema político perfectamente sólido y unitario. Bach insistía en mantener la emancipación de los campesinos, que había convertido a la gran masa de la población, de súbditos de sus señores, en súbditos del estado. Llevó a cabo una reforma del sistema legal y de los tribunales de justicia, creó un área de libre comercio de todo el imperio con una sola tarifa externa común, y subvencionó y estimuló la construcción de caminos reales y carreteras. Al igual que en la Francia de Luis Napoleón, de aquella misma época, el propósito consistía en lograr que el pueblo se olvidase de la libertad, ante una abrumadora demostración de eficacia administrativa y de progreso material. Pero algunos hombres de aquel tiempo no olvidarían. Un liberal dijo del sistema Bach que consistía en «un ejército en pie de soldados, un ejército sentado de funcionarios, un ejército arrodillado de curas y un ejército reptan­ te de soplones». 25.

Francfort y Berlín: la cuestión de una Alemania liberal

L os estados alemanes Mientras tanto, desde mayo de 1848 hasta mayo de 1849, la Asamblea de Francfort se reunía en la histórica ciudad del Main. Se intentaba la creación de un estado alemán unificado, que fuese también liberal y constitucional, que asegurase los derechos civiles a sus ciudadanos y que tuviese un gobierno conforme con la voluntad popular, manifestada en elecciones libres y en debates parlamentarios abiertos. El fracaso en la creación de una Alemania democrática fue, desde luego, uno de los hechos oscuros de los tiempos modernos. 230

La convocatoria de la Asamblea de Francfort fue posible, gracias al colapso de los gobiernos alemanes existentes en los Dias de Marzo de 1848. Aquellos gobiernos, los treinta y nueve estados reconocidos por el Congreso de Viena, eran los principales obstáculos en el camino de la unificación. Su in­ dependencia proporcionaba a los principes reinantes y a sus ministros una realzada estatura política. Los estados alemanes se resistían a renunciar a su soberanía en aras de una Alemania Unida, de igual modo que los estados nacionales del siglo siguiente habían de resistirse a entregar su soberanía a unas Naciones Unidas. En otro aspecto, Alemania era una miniatura del mundo político. Estaba compuesta por grandes y pequeñas potencias. Sus grandes potencias eran Prusia y Austria. Austria a-a el imperio heterogéneo descrito más arriba; Prusia, después de 1815, incluía la Renania, las regiones centrales en torno en Berlín, Prusia Occidental y Poznan, adquirida en los repartos de Polonia, y la histórica Prusia Oriental. Las áreas anteriormente polacas estaban habitadas por una mezcla de alemanes y polacos9. Ninguna de aquellas grandes potencias podía someter a la otra, ni permitir que la otra dominase a sus vecinos alemanes menores. Las pequeñas potencias alemanas, a su vez mantenían su propia independencia en el equilibrio entre las dos grandes. Este «dualismo» alemán, o esta polaridad entre Berlín y Viena, se habia atenuado un tanto, bajo la común amenaza del imperio napoleónico. Toda la cuestión alemana había permanecido como aletargada, en lo que a los gobiernos se refería, y tampoco preocupaba a las antiguas aristocracias. En Prusia, los «junkers», propietarios de las grandes haciendas al este del Elba, eran singularmente indiferentes al sueño pan-germano. Sus sentimientos políticos no eran germanos, sino prusianos. Estaban haciendo de Prusia algo conveniente para ellos mismos, y sólo podrían sufrir pérdidas si se dejabán absorber en uña Alemania como totalidad, porque en la Alemania del oeste del Elba la base de la sociedad era la pequeña propiedad agrícola, y no había un elemento terrateniente que correspondiese a los «junkers». El resto de Alemania miraba a Prusia como algo rudo y oriental, pero este sentimiento se había atenuado también en el tiempo de Napoleón, cuando los patriotas de toda Alemania se habían alistado en el servicio prusiano10. Berlín: fracaso de la revolución en Prusia Prusia no era liberal, pero tampoco era atrasada. Federico Guillermo III eludió repetidas veces su promesa de conceder una constitución moder­ na11. Su sucesor, Federico Guillermo IV, que heredó el trono en 1840, y de quien, al principio, los Iiberalea esperaban mucho, resultó ser un romántico un tanto sombrío y neomedieval, decidido también a no compartir su autoridad con sus súbditos. Al propio tiempo, el gobierno, desde el punto de vista administrativo, era eficaz, progresivo y justo. Las universidades y el 9 V er m a p a 6, ver p ág . 164. 10 V er p ág . 154. 11 V er p ág . 187.

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sistema de escuelas elementales eran superiores a los de Europa occidental. La alfabetización estaba más extendida que en Inglaterra o que en Francia. El go­ bierno seguía las tradiciones mercantilistas de evocar, planificar y apoyar la vida económica12. En 1818, inició una unión arancelaria, al principio, con pequeños estados (o encalves) enteramente incluidos dentro de Prusia. Esta unión arancelaria, o ZoIIverein, se amplió en las décadas siguientes hasta incluir a casi toda Alemania. El 15 de marzo de 1848, como se ha señalado más arriba, estalló en Berlin un levantamiento y la lucha en las calles. En un momento dado, pareció que el ejército dominaba la situación. Pero el rey, Federico Guillermo IV, hombre de ideas y proyectos, e irregularmente concienzudo, ordenó a los soldados que se retirasen y permitió que sus súbditos eligiesen la primer asamblea legislativa para toda Prusia. Así, aunque el ejército permanecía intacto, y sus oficiales «junkers» no convencidos, la revolución avanzaba superficialmente. La asamblea prusiana se mostró sorprenden­ temente radical, pues estaba dominada por extremistas «anti-junkers» de las clases inferiores de la Prusia oriental. Aquellos hombres apoyaban a los revolucionarios y desterrados polacos que luchaban por la restauración de la libertad polaca. Su principal creencia consistía en que la fortaleza de la reacción era Rusia zarista, en que toda la estructura del poder de los «junkers», de los terratenientes, de los propietarios de siervos, y de la re­ presión de la libertad nacional dependía, en última instancia, de la fuerza armada del imperio zarista, (La subsiguiente intervención de Rusia en Hun­ gría señaló el acierto de este diagnóstico.) Los radicales prusianos, como tantos otros de los diversos países, esperaban aplastar la Santa Alianza desatando una guerra revolucionaria pan-germana o incluso europa contra Rusia, y para precipitarla, apoyaban las aspiraciones de los polacos. Mientra tanto, la Asamblea de Berlín, dominada por los radicales, concedía el auto-gobierno local a los polacos de la Prusia Occidental y de Poznan. Pero, en aquellas áreas, germanos y eslavos habían vivido juntos, durante mucho tiempo. Los alemanes de Poznan se negaban a respetar la autoridad de los funcionarios polacos. Las unidades del ejército prusiano estacionadas en Poznan apoyaban al elemento alemán. Ya en abril de 1848, un mes después de la «revolución», el ejército aplastaba las nuevas instituciones pro-polacas establecidas en Poznan por la Asamblea de Berlín. Estaba claro dónde se encontraba el único poder real. A finales de 1848, tanto en Prusia como en Austria, la revolución se habia desvanecido. El rey cambió nuevamente de actitud, y las viejas autoridades, actuando a través del ejército, volvían a dominar la situación. La Asamblea de Francfort Al propio tiempo, algo semejante ocurría en un escenario más extenso: el de Alemania como conjunto. La incapacidad de los viejos gobiernos dejaba un vacío de poder. Una comisión auto-nombrada convocaba un pre-Parla12 Ver págs. 51-52.

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mentó, que, a su vez, disponía la elección de una asamblea pan-germana. Soslayando las soberanías existentes, votantes de toda Alemania enviaron delegados a Francfort para crear un superestado federal. La fuerza y la debilidad de la Asamblea de Francfort resultante tenían su origen en su forma de elección. La Asamblea representaba el sentimiento moral del pueblo en general, las aspiraciones liberales y nacionales de muchos alemanes. Representaba una idea. Políticamente, no significaba nada. Los delegados no tenían poder para dictar órdenes ni para esperar obediencia. Superficialmente semejante a la Asamblea Nacional que se reunió en Francia en 1789, la Asamblea Nacional Alemana de Francfort se hallaba, realmente, en una situación muy distinta. No había una estructura nacional preexistente con la que pudiera contar. No había ningún ejército ni servicio civil pan-alemán de los que la asamblea pudiera posesionarse. La Asamblea de Francfort, al no tener un poder propio, acabó dependiendo del poder de los estados verdaderamente soberanos que pretendía reemplazar. La Asamblea se reunió en mayo de 1848. Salvo unas pocas excepciones, sus miembros no eran revolucionarios, en absoluto. Eran, en su gran mayoría, profesionales: jueces, abogados, profesores, funcionarios públicos, clérigos protestantes y católicos, e importantes hombres de negocios. Querían una Alemania liberal, auto-gobernada, federalmente unificada y «democrática», aunque no igualitaria. Su actitud era formal, pacificó y legalista; esperaban triunfar mediante la persuasión. Aborrecían la violencia. No querían ningún conflicto armado con los estados alemanes existentes. No querían la guerra con Rusia. No querían ningún levantamiento internacional general de las clases trabajadoras. El ejemplo de los Días de Junio en París y de la agitación cartista en Gran Bretaña, que coincidieron con las primeras semanas de la Asamblea de Francfort, aumentaron el miedo de esta corporación al radicalismo y al republicanismo en Alemania. La tragedia de Alemania (y, por Lo tanto, de Europa) radica en el hecho de que esta revolución alemana llegó demasiado tarde, en un momento en que los revolucionarios sociales habían comenzado ya a declarar la guerra a la burguesía, y la burguesía tenía miedo ya del hombre com ente. Es el hombre corriente, no el profesor o el respetable comerciante, el que, en tiempos revueltos, empuña, realmente, las armas de fuego y corre a lanzar gritos revolucionarios por las calles. Sin la insurrección de las clases bajas, ni siquiera las revoluciones de las clases medias han triunfado. La combinación llevada a cabo en Francia entre 1789 y 1794, una involuntaria y divergente combinación de revolucionarios burgueses y de las clases bajas, no se efectuó ni podía efectuarse en Alemania en 1848. Una forma de turbulencia popular revolucionaria, controlada por el poder, los alemanes de la Asamblea de Francfort no la empleaban ni querían emplearla. Muy al contrario: cuando en la propia Francfort, en septiembre de 1848, estallaron levantamientos radicales, la Asamblea se dispuso a reprimirlos. Como no tenía fuerza propia, recurrió al ejército prusiano. El ejército prusiano sofocó los levantamientos, y en lo sucesivo, la Asamblea se reunió bajo su protección. Pero la cuestión más enojosa con la que tenía que enfrentarse la Asamblea de Francfort no era la cuestión social, sino la nacional. Después de todo, ¿qué era aquella «Alemania» que hasta entonces no existía más que 233

en el pensamiento? ¿Dónde había de trazarse la línea, realmente, en el espacio? ¿En Alemania se incluían también Austria y Bohemia, que pertenecieron al Bund de 1815, y que, anteriormente, habían pertenecido al Sacro Imperio Romano?13. ¿Se incluía toda Prusia, a pesar de que la Prusia oriental había permanecido fuera del Imperio y de que ahora no pertenecía al Bund? Por la parte limítrofe con Dinamarca, ¿se incluían los ducados de Schleswig y Holstein, que pertenecían al rey danés, el cual era, por consiguiente, como gobernante de Holstein, miembro de la confederación de 1815? Y si, como decían los poetas, la Patria existía en cualquier parte en que se hablase la lengua alemana, ¿qué ocurrriría con las comunidades alemanas de Hungría y Moravia, o a orillas del alto Báltico y en la ciudad de Riga, o en algunos de los cantones suizos y en la ciudad de Zurich, o incluso en Holanda, que .había dejado el Sacro Imperio Romano sólo doscientos años antes, lo que no es mucho, si se mide en tiempo europeo? Estas últimas especulaciones, tan vagarosas, aunque habían sido ya planteadas por unos pocos espíritus audaces, fueron desechadas por los hombres de la Asamblea de Francfort. Las otras cuestiones seguían en pie. Los hombres de Francfort, ansiosos de crear una Alemania real, no podían, naturalmente, ofrecer una más pequeña que la Alemania fantasma que ellos tanto deploraban. En su mayoría, por lo tanto, eran Grandes Alemanes; consideraban que la Alemania para la que ellos estaban escribiendo una constitución debía incluir los territorios austríacos, excepto Hungría. Esto significaba que la corona federal debía ser ofrecida a los Habsburgo. Otros, al principio en minoría, eran Pequeños Alemanes; consideraban que Austria debía ser excluida, y que la nueva Alemania debía comprender los estados menores y todo el reino de Prusia. En ese caso, el rey de Prusia se convertiría en el emperador federal. El deseo de la Asamblea de Francfort de retener pueblos no-germa­ nos dentro de la nueva Alemania, en un momento en que aquellos pue­ blos sentían también ambiciones nacionales, fue otra de las razones de su fatal dependencia de los ejércitos austríaco y prusiano. La Asamblea de Francfort aplaudió cuando Windischgrfttz sofocó la revolución checa. Expresó su satisfacción cuando las fuerzas prusianas sometieron a los polacos en Poznan, Sobre esta cuestión, la Asamblea Nacional de Francfort y la Asamblea Prusiana de Berlín no estaban de acuerdo. Los hombres de Francfort, que consideraban a la asamblea revolucionaria prusiana demasia­ do radical y pro-polaca, y que no deseaban la guerra con Rusia, apoyaban, en realidad, al ejército prusiano y a los «junkers» contra la revolución de Berlín, sin la cual nunca podría haber existido la propia Asamblea de Francfort. Un caso todavía más claro surgió con Schleswig-Holstein. Estos ducados pertenecían al rey danés. Schleswig, el más septentrional de los dos, tenía una población mixta de daneses y de alemanes. Los alemanes de Schleswig se sublevaron, en marzo de 1848; y los daneses, que también tenían un levantamiento constitucional en aquel momento, procedieron a incorporar el ducado de Schleswig, íntegramente, a su modernizado estado danés. Cuando 13 234

Ver m apas 1, 6 y 10.

se reunió la Asamblea de Francfort, se encontró con que el pre-Parlamento había declarado ya una guerra pan-germana a Dinamarca, en defensa de sus compatriotas alemanes de Schleswig. Como no tenía ejército propio, la Asamblea de Francfort invitó a Prusia a hacer la guerra; y el gobierno prusiano revolucionario de Berlín consiguió, al principio, persuadir a los generales prusianos de que iniciasen una campaña. La Gran Bretaña y Rusia se dispusieron a intervenir, para evitar que los alemanes se apoderasen del control de la boca del Báltico. El ejército prusiano, simplemente, se retiró de la guerra. Sus oficiales no tenían ni el menor deseo de enfrentarse con Rusia ni de servir a los intereses de los revolucionarios nacionalistas de Alemania. La Asamblea de Francfort, humillada y desvalida, se vio obligada a aceptar el armisticio acordado por los generales prusianos. Contra los «junkers», contra el zar y contra la Asamblea de Francfort, estallaron radicales levantamientos socionacionalistas, y fue entonces cuando ía Asamblea pidió protección a las fuerzas prusianas. El fracaso de la Asamblea de Francfort A finales de 1848, se acercaba el hundimiento. Los nacionalistas se habían destruido recíprocamente. Por todas partes, en la Europa central, desde Dinamarca hasta Nápoles y desde la Renania hasta los bosques de Transilvania, las nacionalidades que entonces despertaban no habían sido capaces de respetarse entre sí en cuanto a sus aspiraciones, se habían regocijado las unas por las derrotas de las otras, y, con sus recíprocas querellas, habían apresurado el retorno del antiguo orden absolutista y no-nacional. En Berlín y en Viena, se había impuesto la contrarrevolución, respaldada por el ejército. En aquel mismo instante, en diciembre, la Asamblea de Francfort publicó, al fin, una Declaración de los Derechos del Pueblo Alemán. Era un documento humano y bienintencionado, que anunciaba numerosos derechos individuales, libertades civiles y garantías constitucionales, muy semejantes a las declaraciones francesa y americana del siglo XVIII, pero con una importante diferencia: los franceses y los americanos hablaban de los derechos del hombre, mientras los alemanes hablaban de los derechos de los alemanes. En abril de 1849, la Asamblea de Francfort terminaba su Constitución. Ahora estaba claro que Austria debía ser excluida, por la sencilla razón de que el restaurado gobierno de los Habsburgo se negaba a entrar. Como hemos visto, el imperio danubiano era tan profundamente contrario al germanismo como a cualquier otro movimiento nacionalista. Así, pues, los Pequeños Alemanes de la Asamblea se habían salido con la suya. Lo que ahora se ofrecía a Federico Guillermo IV, rey de Prusia, era la jefatura hereditaria de un nuevo imperio alemán, una unión constitucional y federal de estados alemanes menos Austria. Federico Guillermo se sintió tentado. Los jefes del ejército prusiano y los terratenientes del este del Elba, no. No querían perder a Prusia en Alemania. También el rey tenía sus escrúpulos. Si aceptaba la corona que se le ofrecía, aún tendría que imponerse por la fuerza a los pequeños estados, a los que la Asamblea de Francfort no representaba ni podía obligar, y que seguían 235

siendo, de hecho, los auténticos poderes dentro del país. También podía temer que surgiesen problemas con Austria. Federico Guillermo no quería la guerra. Y tampoco era propio de un heredero de los Hohenzollern aceptar un trono recortado con limitaciones constitucionales y que representaba la concepción revolucionaria de la soberanía del pueblo. Declarando que no podía «recoger una corona en el arroyo», la rechazó. Habría de serle ofrecida, libremente, por sus iguales, los príncipes soberanos de Alemania. Así pues, todo el trabajo de la Asamblea de Francfort no sirvió para nada. La mayor parte de los miembros de la Asamblea, que nunca habían pensado en utilizar la violencia en primer lugar, llegaron a la conclusión de que estaban derrotados y se fueron a casa. Unos cuantos extremistas continuaron en Francfort, promulgaron la constitución en virtud de su propia autoridad, incitaron a urgentes estallidos revolucionarios, y convoca­ ron elecciones. En diversos lugares, se produjeron levantamientos. El ejército prusiano los sofocó, en Sajonia, en Baviera, en Badén. El mismo ejército expulsó de Francfort los residuos de la Asamblea, y este fue su final. En resumen, la Alemania de 1848 fue incapaz de resolver el problema de su unificación, de modo liberal y constitucional. El nacionalismo liberal fracasó, y pronto fue sustituido por un tipo de nacionalismo menos apacible. El movimiento alemán de 1848, como tantos otros de la historia de Alemania, contribuyó, a largo plazo, a un fatal alejamiento entre Alemania y el Occidente. Millares de liberales y revolucionarios alemanes decepciona­ dos emigraron a los Estados Unidos, donde se les conocía como los «cuarenta-y-ochistas». Llevaron al nuevo país, juntamente con una oleada de agitación revolucionaria, una corriente de hombres preparados en la ciencia, en la medicina, en la música, y de artesanos altamente cualificados como plateros y grabadores. L a constitución prusiana de 1850 En la propia Prusia, el hábil monarca se propuso apaciguar a todos promulgando una Constitución dictada por él mismo, y que sería peculiar­ mente prusiana. Aquella Constitución se mantuvo vigente desde 1850 hasta 1918. Concedía un solo parlamento para todas las diversas regiones de Prusia. El parlamento se reunía en dos cámaras. La Cámara baja era elegida por sufragio universal masculino, no según los principios individua­ listas o igualitarios del Occidente, sino mediante un sistema que, en realidad, dividía la población en tres estamentos: los ricos, los menos ricos y la gente en general. La división se establecía por el pago de impuestos. Los pocos y grandes contribuyentes que en conjunto aportaban un tercio de los ingresos por tributos elegían un tercio de los miembros de los colegios electorales de distrito, que, a su vez, elegían los diputados de la Cámara baja prusiana. De este modo, un gran propietario tenía tanta capacidad de voto como centenares de obreros. Una gran propiedad en Prusia, en 1850, seguía signiñcando, principalmente, las haciendas agrícolas de los «junkers» del este del Elba, pero, con el paso del tiempo, llegó a significar también la propiedad industrial de la Renania. Los «junkers» tampoco se vieron 236

perjudicados por la liquidación final de la servidumbre. Aumentaron la extensión de sus fincas, como después de las reformas de Stein14; y los trabajadores agrícolas que habían sido siervos se convirtieron en jornaleros libres, económicamente dependientes de los grandes propietarios de la tierra. Para 1850, la Constitución prusiana era razonablemente progresiva. Si las masas populares podían elegir muy pocos diputados de acuerdo con el sistema indirecto descrito, las masas populares británicas, hasta 1867 ó incluso hasta 1884, no podían elegir diputados al Parlamento, en absoluto. Pero la Constitución prusiana continuó vigente hasta 1918. A finales del siglo XIX, cuando los avances democráticos hacían su aparición por todas partes, el sistema electoral de Prusia, que no había cambiado, pasó a ser reaccionario y nada liberal, pues daba a los grandes terratenientes e industriales una insólita posición de especial privilegio dentro del estado. 26.

La nueva textura de pensamiento: Realismo, Positivismo, Marxismo

La Revolución de 1848 fracasó, no sólo en Alemania, sino también en Hungría, en Italia y en Francia. La «primavera de los pueblos», como se le llamó, fue seguida de desapacibles ráfagas invernales. Los sueños de medio siglo, las visiones de un nacionalismo humano, las aspiraciones a un liberalismo sin violencia, los ideales de una comunidad republicana pacífica y democrática se habían desvanecido totalmente. En todas partes se habían reclamado gobiernos constitucionales, pero sólo en unos pocos estados pequeños —Dinamarca, Holanda, Bélgica, Suiza, Cerdeña— se vio la libertad constitucional más firmemente asegurada por la Revolución de 1848. En todas partes se había reclamado la libertad de las naciones, para unificar a los grupos nacionales o para liberarlos de la dominación extranjera, pero en ninguna parte avanzó la libertad nacional, en 1850, más de lo que había avanzado dos años antes. Francia consiguió el sufragio universal masculino en 1850, y lo conservó siempre desde entonces; pero no consiguió la democracia; consiguió una especie de dictadura popular bajo Luis Napoleón Bonaparte. Sin embargo, una conquista fue bastante real. El campesinado se emancipó en los estados alemanes y en el Imperio Austríaco. La servidumbre y las obligaciones señoriales fueron abolidas, y no se restablecieron tras el fracaso de la revolución. Esta fue la conquista más fundamental de todo el movimiento. Las masas campesinas de la Europa central fueron, desde entonces, libres para desplazarse, para encontrar nuevos trabajos, para entrar en un mercado de trabajo, para participar en una economía de dinero, para percibir y gastar salarios, para emigrar a ciudades en desarrollo, o incluso para ir a los Estados Unidos. Pero los campesinos, una vez libres, mostraron poco interés por las ideas constitucio­ nales o burguesas. La emancipación campesina, en realidad, robusteció las fuerzas a la contrarrevolución política. La consecuencia más inmediata y de más largo alcance de las revolucio­ nes de 1848, o de su fracasó, fue una nueva textura del pensamiento. El 14 Ver pág. 155.

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idealismo quedó desacreditado. Los revolucionarios se volvieron menos optimistas, y los conservadores, más inclinados al ejercicio de la represión. Ahora constituía un punto de orgullo el hecho de ser realista, de haberse liberado de ilusiones, y de estar dispuesto a afrontar las realidades como son. Se creía que el futuro estaría determinado por las realidades presentes más que por las imaginaciones de lo que debería ser. La industrialización continuaba, con Inglaterra todavía en cabeza, a gran distancia, pero extendiéndose por el Continente e iniciando la importante transformación de Alemania. Los años de 1850 iueron un período de precios y salarios ascendentes, gracias, en parte, a la corriente de oro de California. Había más prosperidad que en los años cuarenta; las clases adineradas se sentían seguras, y los representantes de los obreros abandonaban las teorías sociales por la organización de sindicatos viables, sobre todo en los oficios cualificados. Materialismo, Realismo, Positivism o En filosofía básica, la nueva textura de pensamiento se manifiesta como materialismo, sosteniendo que todo lo que fuese mental, espiritual o ideal era una consecuencia de fuerzas físicas o fisiológicas. En la literatura y en las artes, se llamó «realismo». Escritores y pintores se apartaron del romanticis­ mo, que, según ellos decian, presentaba las cosas como exentas de toda relación con los hechos reales. Trataban de describir y de reproducir la vida tal como ellos la encontraban, sin referencia a un mundo mejor o más noble. Los hombres tendían a confiar cada vez más en la ciencia, no sólo para un conocimiento de la naturaleza, sino para penetrar en el verdadero signi­ ficado del hombre y de la sociedad. En religión, se tendía al escepticismo, reanudando la orientación escéptica del siglo XVIII, que había sido un tanto interrumpida durante el período de romanticismo intermedio15. Se sostenía, de diversos m jodos—no por todos, pero sí por muchos— , que la religión era anticientífica y que, por lo tanto, no debía ser considerada en serio; o que era un simple desarrollo histórico entre pueblos en diversas etapas de desarrollo, y, por consiguiente, ajena a la civilización moderna; o que se debía acudir a la iglesia y llevar una vida decorosa, sin tomar demasiado en serio al sacerdote o al clérigo, porque la religión era necesaria para preservar el orden social contra el radicalismo y la anarquía. Frente a esta idea, la contrapartida radical era, naturalmente, que la religión constituía una invención burguesa para engañar al pueblo, «Positivismo» era otro término empleado para describir la nueva actitud. Debe su origen al filósofo francés Augusto Comte, que había comenzado a publicar sus numerosos volúmenes sobre Filosofía Positiva ya en 1830 y seguía escribiendo todavía en los años cincuenta. Comte veía la historia humana como una sucesión de tres etapas, la teológica, la metafísica y la científica. Consideraba que las revoluciones en Francia, tanto la de 1789 como la de 1848, adolecían de un exceso de abstracciones metafísicas, de palabras 15

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Ver págs. 32, 36-37, 41, 176.

vacías, y de elevados principios incomprobables. Los que trabajaban por el mejoramiento de la sociedad tenían que adoptar una actitud estrictamente científica, y Comte establecía una elaborada clasificación de las ciencias, la más alta de las cuales debia ser la ciencia de la sociédad, para la que él acuñó la palabra «sociología». Esta nueva ciencia se construiría sobre la observa­ ción de los hechos reales para desarrollar amplias leyes científicas del progreso social. El propio Comte y sus discípulos más próximos preveían una última y científica Religión de la Humanidad, que, despojada de arcaicas preocupaciones teológicas y metafísicas, serviría de base para un mundo futuro mejor. De un modo más general, sin embargo, «positivismo» pasó a significar una insistencia sobre hechos comprobables, una evitación de que el pensamiento se supedite a los deseos, una indagación de todos los supuestos y un rechazo de las generalizaciones indemostrables. En un sentido amplio, el positivismo, tanto en su exigencia de observación de los hechos y de comprobación de las ideas como en su aspiración a ser humanamente útil, contribuyó al desarrollo de las ciencias sociales como una rama de conocimiento. En política, la nueva textura del pensamiento fue denominada por los alemanes Realpolitik. Esto significa, sencillamente, «una política de la realidad». En los asuntos nacionales, significaba que el pueblo debia abandonar los sueños utópicos, como los que habían causado el desastre de 1848, y contentarse con los beneficios de un gobierno ordenado, honesto y trabajador. Para los radicales, significaba que el pueblo debía dejar de ima­ ginar que la nueva sociedad surgiría de la bondad o del amor a la justicia, y que los reformadores sociales debían recurrir a los métodos de la política, —el poder y el cálculo— . En los asuntos internacionales, la Realpolitik signi­ ficaba que los gobiernos no debían guiarse por una ideología, ni por sistema alguno de enemigos «naturales» o de aliados «naturales», ni por el deseo de defender o promover cualquier interpretación particular del mundo, sino que debían seguir sus propios intereses prácticos, afrontar los hechos y las situaciones tal como se presentaban, establecer cualesquiera alianzas que pareciesen útiles, desechar gustos y escrúpulos, y utilizar todos los medios prácticos para la consecución de sus fines. Los mismos hombres que, antes de 1848, no se habían avergonzado de manifestar esperanzas pacifistas y cosmopolitas, descartaban ahora esas ideas como un poco ingenuas. La guerra, que los gobiernos, desde el derrocamiento de Napoleón, habían tratado dé impedir con indudable éxito, era aceptada, en los años 1850, como un medio evidente, a veces necesario, de alcanzar un objetivo. No era especialmente gloriosa; no era un fin en sí misma; era, sencillamente, uno de los instrumentos del estadista. La Realpolitik no se limitaba, en modo alguno, a Alemania, a pesar de su nombre alemán y del hecho de que Bismarck, el famoso canciller alemán, se convirtiese en su más ferviente observante. Otros dos pensadores duros, cada uno a su modo, fueron Carlos Marx y Luis Napoleón Bonaparte. M arxismo inicial Carlos Marx y Federico Engels se hallaban entre los revolucionarios decepcionados de 1848, Marx (1818-1883), hijo de un abogado de la Renania 239

prusiana, fue un periodista democrático-radical, que había estudiado leyes y filosofía. Engels (1820-1895) era hijo de un adinerado fabricante de tejidos alemán, dueño de una fábrica en Manchester, para cuya dirección fue enviado a Inglaterra el joven Engels. Marx y Engels se conocieron en París, en 1844. Allí iniciaron una colaboración en su pensamiento y en su obra, que se prolongaría durante cuarenta años. En 1847, se incorporaron a la Liga Comunista, un pequeño grupo secreto de revolucionarios, formado princi­ palmente por alemanes desterrados en el occidente europeo, más liberal. Según Engels, la Liga, al principio, «no era, en realidad, mucho más que una rama alemana de las sociedades secretas francesas». Aspiraba a convertirse en internacional y a trabajar mediante tácticas de infiltración. Llevó a cabo una labor de agitación, como otras sociedades, durante la Revolución de 1848, e hizo público un conjunto de «Demandas del Partido Comunista en Alemania», que urgía una república alemana unificada e indivisible, sufragio democrático, educación libre universal, entrega de armas al pueblo, impuesto progresivo sobre los ingresos, limitaciones sobre la herencia, nacionalización de la banca, de los ferrocarriles, de los canales, de las minas, etc., y un tipo de agricultura a gran escala, científica y colec­ tivizada. Fue este radicalismo tan oscuramente proclamado el que alarmó a la Asamblea de Francfort. Con el triunfo de la contrarrevolución en Alemania, la Liga Comunista fue aplastada. Fue para esta Liga para la que Marx y Engels escribieron su M anifiesto Comunista, que se publicó en enero de 1848. Pero aún no había marxismo, y el marxismo no desempeñó ningún papel en la Revolución de 1848. Como fuerza histórica, el marxismo aparece durante los años 1870. Mientras tanto, con el fracaso de la revolución, Engels regresó a su fábrica de Manchester, y Marx también se instaló en Inglaterra, pasando el resto de su vida en Londres, donde, tras prolongados trabajos en el British Museum, escribió, finalmente, su vasta obra titulada El Capital, cuyo primer volumen se pu­ blicó en alemán, en 1867. Fuentes y contenido del marxismo Puede decirse que el marxismo ha tenido tres fuentes o que ha combinado tres corrientes nacionales: el revolucionarismo francés, la Revo­ lución Industrial Inglesa y la filosofía alemana. Sin la acción de masas de la Gran Revolución Francesa iniciada en vísperas del siglo XIX, es dudoso que nadie hubiera desarrollado una doctrina tan improbable como la brusca y total renovación de las actividades humanas mediante la Revolución. Pero, en efecto, se había producido la revolución; por consiguiente, podía producirse de nuevo. Lo que la burguesía había hecho, los trabajadores podían hacerlo también. Y el marxismo, juntamente con todas las formas primitivas de socialismo, vio una promesa incumplida en la Revolución Francesa, pues creía que la igualdad social y económica seguiría a la igualdad civil y legal ya conquistada16. Además, y paralelamente al gran mo­ 16 Ver págs. 177-180. 240

vimiento general del romanticismo, el concepto de libertad comenzó también a significar una emancipación más personal. Marx, sobre todo en sus escritos de juventud, desarrollaba la idea de la alienación psicológica, un estado de ánimo que se produce cuando un ser humano se aparta del objeto en el que trabaja, a través del proceso histórico de mecanización y comerciali­ zación del trabajo. Los estados revolucionarios de 1848, al producirse unas pocas semanas después de la publicación del Manifiesto Comunista, confirmaron natural­ mente a Marx y a Engels en sus creencias, y la auténtica guerra de clases que sacudió a París en los Días de Junio fue considerada por ello como una mani­ festación de una lucha de clases universal. Pero Marx no era un simple pro­ yectista insurreccional, como los «fabricantes de revoluciones», según él les llamaba, despectivamente. Su maduro pensamiento era un sistema para pro­ ducir la revolución, pero mostraba que la futura revolución se llevaría a ca­ bo mediante la acción de extensas fuerzas impersonales. Engels, dedicado a la industria del algodón en Manchester, tenía un conocimiento personal del nuevo sistema industrial y de fábrica en Ingla­ terra. Estaba en contacto con algunos de los más radicales cartistas, aunque él no sentía respeto por el cartismo como movimiento revolucionario. En 1844 publicó un libro revelador sobre La situación de las clases trabajadoras en Inglaterra. La humillante situación de la fuerza de trabajo, sobre la que el marxismo, como todas las formas de socialismo, llamaba especialmente la atención, era un hecho real17. Era un hecho que los obreros recibían una porción relativamente pequeña de la renta nacional, y que una gran parte del producto de la sociedad se reinvertiría en bienes de capital, que pertenecían como propiedad privada a personas privadas. También era una realidad que el gobierno y las instituciones parlamentarias estaban en manos de los ricos, tanto en la Gran Bretaña como en Francia. Se afirmaba, en general, que la religión era necesaria para mantener en orden a las clases inferiores. Las iglesias, en aquel tiempo —y ésta era otra realidad— , apenas se interesaban, en absoluto, por los problemas de los obreros. En el mejor de los casos, las sectas evangélicas enseñaban a los pobres que debían tener paciencia. La familia, como institución, estaba, de hecho, desintegrándose entre la gente trabajadora de las ciudades, a causa de la explotación de mujeres y niños y del hacinamiento en viviendas inadecuadas e insanas. Todos estos hechos se hallaban recogidos y dramatizados en el Manifiesto Comunista: ¡El obrero es despojado de la riqueza que él mismo ha creado! ¡El Estado es un comité de la burguesía para la explotación del pueblo! ¡La religión es una droga para mantener al trabajador soñando pacíficamente con imaginarias recom­ pensas celestiales! ¡La familia del obrero, su mujer y sus hijos, hán sido prostituidos y embrutecidos por la burguesía! Marx y Engels consideraban que el obrero desarraigado no debía ser leal a nada, excepto a su propia clase. Ni siquiera la patria significaba nada. El proletariado no tenía patria. Los trabajadores de todas partes tenían los mismos problemas y tropezaban en todas partes con el mismo enemigo. Por lo tanto, «que las clases dominantes tiemblen ante una revolución comunista. Los proletarios no 17

Ver págs. 170-172, 209-211. 241

tienen nada que perder, más que sus cadenas. Tienen un mundo que ganar. ¡Obreros de todos los países, unios!». Así terminaba el Manifiesto. Fue de fuentes inglesas de donde Marx tomó también buena parte de su teoría económica. De la economia política británica adoptó la teoria de susbistencia de los salarios, o Ley de Hierro, que los economistas ortodoxos pronto abandonaron, porque los salarios, en realidad, empezaban a subir18. Aquella teoría aseguraba que el trabajador medio nunca podría alcanzar más que un nivel mínimo de vida y la consecuencia de ello, para quien quisiera obtenerla, era la de que el sistema económico existente no ofrecía futuro alguno a la clase trabajadora como clase. Marx también tomó de los economistas ortodoxos la teoría del valor del trabajo, sosteniendo que el valor de todo objeto fabricado por el hombre dependía, en última instancia, del volumen de trabajo a él incorporado, considerándose el capital como la acumulación del trabajo de fases anteriores. Los economistas ortodoxos no tardaron en desechar la teoría del valor del trabajo, prefiriendo la teoría de que el valor está determinado psicológicamente por la satisfacción de las necesidades de los gustos humanos. A partir de la teoría del trabajo, Marx desarrolló su doctrina de la Plusvalía. Era muy complicada, pero la «plus­ valía» significaba, en realidad, que el trabajador estaba siendo robado. Recibía en salarios sólo una fracción del valor del producto creado por su trabajo. La diferencia era «expropiada» por los capitalistas burgueses —los propietarios privados de las fábricas y de las máquinas— . Y como los trabajadores nunca recibían en salarios el equivalente de lo que producían, el capitalismo estaba constantemente amenazado por la superproducción, es decir, por la acumulación de bienes que el pueblo no podía comprar. De ahí que cayese, periódicamente, en crisis y depresiones, y se viese obligado también a una constante expansión en busca de nuevos mercados. Según Marx, fue la depresión de 1847 la que había precipitado la Revolución de 1848, y con cada una de las depresiones que se produjeron durante el resto de su vida, Marx esperaba que el día de la gran revolución social iba acercándose. Lo que reunió todas aquellas observaciones en una doctrina unificada y coherente fu« la filosofía del materialismo dialéctico. Marx entendía por dialéctico lo que el filósofo alemán, Hegel, había entendido19, es decir, que todas las cosas están en movimiento y en evolución, y que todo cambio se produce mediante el choque de elementos antagónicos. La palabra misma procedente del griego significaba, originariamente, un modo de llegar a una conclusión superior, a través de un debate. Las implicaciones de la dialéctica, tanto para Hegel como para Marx, consistían en que toda la historia, y ciertamente, toda la realidad, es un proceso de desarrollo a lo largo del tiempo, un solo y significativo despliegue de acontecimientos, necesario, lógico y determinista, que todo acotecimiento se produce en la debida sucesión, por una razón válida y suficientemente (no por casualidad), y que la historia no pudo ni puede desarrollarse de un modo diferente de aquel en que se ha desarrollado y en el que todavía hoy se desarrolla. Casi no es 18 Ver págs. 173, 349. 19 242

Ver pág. 183.

necesario decir que esto no puede demostrarse sobre ninguna base de realidad cognoscible. Marx difería de Hegel en un sentido fundamental. Mientras Hegel subrayaba la primacía de las «ideas» en el cambio social, Marx hacía hincapié en la primacía de las condiciones materiales. Marx entendía por materialismo que el elemento básico de la sociedad es económico. No es primordialmente por tener ideas por lo que los hombres crean el mundo social en que viven. Por el contrario, su forma de sociedad, especialmente sus instituciones económicas, les predispone a tener ciertas ideas. En el fondo, son las «relaciones de producción» (tecnología, invención, recursos naturales, sistemas de propiedad, etc.) las que determinan qué clase de religiones, de filosofías, de gobiernos, de leyes y de valores morales aceptan los hombres. Creer qué las ideas preceden y generan la realidad era, según Marx, el error de Hegel. Hegel había pensado, por ejemplo, que la inteligencia concibe la idea de libertad, que luego se realiza en la ciudadestado griega, en el cristianismo, en la Revolución Francesa y en el reino de Prusia. Según Marx, no era así, en absoluto: la idea de libertad, o cualquier otra idea, es generada por las condiciones económicas y sociales reales. Las condiciones son las raíces, las ideas son los árboles. Hegel había sostenido que las ideas eran las raíces y que las condiciones reales resultantes eran los árboles. O, como Marx y Engels decían, ellos descubrieron que Hegel estaba cabeza abajo, y lo pusieron cabeza arriba. . La descripción del desarrollo histórico ofrecida por Marx era, aproxima­ damente, como sigue. Las condiciones materiales, o las relaciones de producción, dan origen a unas clases económicas. Las condiciones agrarias producen una clase terrateniente o feudal, pero con los cambios en las rutas comerciales, en el dinero y en las técnicas productivas, surge una nueva clase comercial o burguesa. Cada clase, feudal y burguesa, desarrolla una ideología que conviene a sus necesidades. Las religiones, gobiernos, leyes y costumbres predominantes reflejan los conceptos de esas clases. Las dos clases chocan, inevitablemente, contra los intereses feudales, estallaron revolu­ ciones burguesas: en Inglaterra en 1642, en Francia en 1789, en Alemania en 1848, aunque la revolución alemana abortó. Mientras tanto, a medida que la clase burguesa se desarrolla, origina, inevitablemente, otra clase, que es su antítesis dialéctica, es decir, el proletariado. El burgués se define como el propietario privado del capital, y el proletario, como el obrero asalariado que no posee más que sus manos. Cuanto más burgués va haciéndose un país, más proletario se va haciendo. Cuanto más se concentra la producción en fábricas, más se va constituyendo la clase obrera revolucionaria. En situaciones competitivas, los burgueses tienden a devorarse y absorberse los unos a los otros; la propiedad de las fábricas, de las minas, de las máquinas, de los ferro­ carriles, etc. (Capital), se concentra en muy pocas manos. Otros burgueses caen en el proletariado. Al final la masa proletarizada se impone, simplemente, a los burgueses restantes. «Expropia a los expropiadores», aboliendo la antigua propiedad privada de los medios de producción. Así se lleva a cabo la revolu­ ción social. Es inevitable. El resultado es una sociedad sin clases, porque la clase surge de las diferencias económicas, a las que se ha puesto fin. El estado y la religión, al ser excrecencias de los intereses burgueses, desaparecen también. 243

Durante un tiempo, hasta que todos los vestigios de los interses burgueses ha­ yan sido extirpados, o hasta que haya sido superado el peligro de una contrarrevolución que pretenda destruir el socialismo, habrá una «dictadura del proletariado». Después, el estado se «extinguirá», porque ya no hay una clase explotadora que lo requiera. Mientras tanto, se impone la lucha. Burgueses y proletarios se hallan entregados a una lucha universal. Es realmente una guerra, y, como en todas las guerras, todas las demás consideraciones deben supeditarse a ella. Los períodos de calma social no son la paz; no son más que intermedios entre batallas. Los obreros no pueden volverse blandos ni conciliadores, de igual modo que un ejército no puede olvidar su primordial función de lucha. Los obreros y los sindicatos deben mantenerse en una actitud beligerante y revolucionaria. Nunca deben olvidar que el patrono es su enemigo de clase, y que el gobierno, la ley, la moralidad y la religión no son más que otras tantas piezas de artillería dirigidas contra ellos. La moral es «moral burguesa», la ley «ley burguesa», el gobierno es un instrumento de poder de clase, y la religión es una forma de guerra psicológica, un medio de facilitar «opio» a las masas. Los obreros no pueden dejarse engañar; deben aprender a descubrir los intereses de clase subyacentes en las más sublimes instituciones y creencias. En este servicio de información militar, destinado a indagar los procedimientos del enemigo, contarán con la ayuda de intelec­ tuales especialmente preparados para explicárselo. Como todas las fuerzas de lucha, los obreros necesitan una solidaridad disciplinada. Los individuos deben entregarse al conjunto, a su clase. Es una traición a su clase la de los obreros que se elevan por encima del proletariado, que «progresan», como dicen los burgueses. Es peligroso para los sindicatos obtener, simplemente, mejores salarios o jornadas de trabajo mediante la negociación con los patronos, pues por esas pequeñas ganancias pueden olvidarse de la guerra. Es también peligroso, e incluso traidor, que los obreros confíen en la maquinaría democrática o en la «legislación social», porque el estado, que es un aparato de represión, nunca puede convertirse en un instrumento del bienestar. La ley es la voluntad del más fuerte (es decir, de la clase más fuerte); «derecho» y «justicia» son sutiles emanaciones de los intereses de clase. Debemos sostener —escribía Marx, en 1875— «la concepción realista que tanto esfuerzo ha costado inculcar en el partido, pero que ahora ha echado raíces en él»; y no debemos consentif que esta concepción se vea pervertida «mediante desatinos ideológicos acerca del “ derecho” y mediante otros disparates frecuentes entre los demócratas y los socialistas franceses». El atractivo del marxismo: su fuerza y su debilidad El marxismo originario era una doctrina difícil, con sus ventajas y sus inconvénientes a la hora de ganar adeptos. Una de sus ventajas era su pretensión de ser científico. Marx clasificaba las formas anteriores y rivales de socialismo20 como utópicas: se basaban en la indignación moral, y su 20 244

Ver págs. 179-180.

fórmula para la reforma de la sociedad consistía en que los hombres se hiciesen más justos, o en que las clases altas se compadeciesen de las bajas. Marx insistía en que su doctrina no tenía nada que ver con ideas éticas; era puramente científica, se basaba en el estudio de unos hechos verdaderos y de unos procesos reales, y demostraba que el socialismo no seríá un cambio milagroso, sino una continuación histórica de lo que estaba ocurriendo ya. Consideraba también utópico y anticientífico describir la futura sociedad socialista con todo detalle. Seria una sociedad sin clases, sin burgueses ni proletarios; pero trazar esquemas específicos seria un sueño ocioso. Que venga la revolución, y el socialismo cuidará de sí mismo. El marxismo era un sólido compuesto de lo científico, lo histórico, lo me-' tafísico y lo apocalíptico. Pero algunos elementos del marxismo se interpo­ nían en el camino de su propagación natural. La clase obrera de Europa no tenía, realmente, la mentalidad de un ejército en lucha. Los trabajadores vacilaban a la hora de subordinar todo lo demás al remoto proyecto de una revolución de clase. No eran exclusivamente individuos-de-clase, ni se comportaban como tales. En ellos se mantenía vivo todavía un grado suficiente de cristianismo y de ideas más antiguas relativas a la ley natural, co­ mo para cerrar el paso a la creencia de que la moralidad era un arma de clase, o que el derecho v la iusticia «eran desatinados». Ellos tenían lealtades na­ cionales respecto a su país; era difícil que pudieran asociarse emocionalmen­ te con un proletariado mundial, en una lucha implacable contra sus propios vecinos. El remedio del revolucionarismo de 1848 se demostró, con el tiempo, que consistía en la admisión de las clases trabajadoras a una más plena participación en la sociedad. Los salarios subieron, en general, después de 1850, se organiza­ ron sindicatos y hacia 1870 en los principales países de Europa los trabajadores, casi en su totalidad, ya tenían voto. Mediante sus uniones, los obreros podían, frecuentemente, conseguir mejores salarios y mejores condiciones de trabajo, por la presión directa sobre los patronos. Al tener voto, iban formando, poco a poco, partidos de la clase obrera, y, a medida que progresaban en sus actuacio­ nes a través del estado, se sentían menos inclinados a destruirlo. La palabra con que Marx designaba tales maniobras era «oportunismo». El oportunismo, es decir, la tendencia de los obreros a mejorar mediante la negociación con los pa­ tronos y la obtención de una legislación a través de los canales de gobierno exis­ tentes, era el más gravé de todos los peligros para la Revolución. Porque, en la guerra, los hombres no negocian ni aprueban leyes: luchan. Las clases obreras absorbieron mucho del marxismo, incluida una vigilante hostilidad frente a los patronos y un sentido de solidaridad de clase obrera; pero, en un conjunto, a medida que el marxismo se extendía, a finales del siglo XIX, dejaba de ser real­ mente revolucionario21. Si la vieja Europa no se hubiera despedazado en las guerras del siglo XX, y si el marxismo no hubiera sido resucitado por Lenin y trasplantado a Rusia, es probable que las ideas de Marx hubieran sido asimiladas en el cuerpo general del pensamiento europeo, y que en este libro se dijera mucho menos acerca de ellas. 21

Ver págs. 350-353.

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27.

Bonapartismo: el segundo imperio francés, 1852-1870

Hemos visto cómo Luis Napoleón Bonaparte, elegido presidente de la república en 1848, se proclamó emperador de los franceses en 1852, con el título de Napoleón III22. Los que estaban dispuestos a luchar por las instituciones parlamentarias y liberales que él aplastó en 1851 se quedaron desarmados. Es indudable que se erigió en «dictador», en medio de una oleada de aclamación popular. Instituciones políticas del Segundo Imperio En realidad, el dudoso tituló de primer dictador moderno cuadra mucho mejor a Napoleón III que a Napoleón I. El nuevo Napoleón no era, en absoluto, como su gran tío. No fue soldado ni administrador, y, aunque bastante inteligente, no tuvo ninguna distinción ni capacidad especial. Era un político. Había organizado putsches contra la Monarquía de Julio, que lo había encarcelado. El primer Napoleón subió al poder en el curso de una guerra que él no había iniciado. El segundo Napoleón se erigió en dictador en tiempo de paz, jugando con los temores sociales en un país dividido por una revolución abortada. No es exagerado decir que el primer Napoleón nunca en su vida condescendió a pronunciar un discurso en público. Luis Napoleón los pronunciaba constantemente; la tribuna política era su habitat natural. La opinión pública tenía más fuerza en 1850 que en 1800. Luis Napoleón lo comprendió como una oportunidad, no sólo como un inconve­ niente. Se atrajo a las masas mediante promesas y mediante el fausto; cultivaba, solicitaba, dirigía y elaboraba el favor popular. Sabía perfecta­ mente que un solo jefe ejerce más magnetismo que una asamblea elegida. Y no ignoraba que una Europa todavía atemorizada a causa de los Días de Junio estaba deseando, desesperadamente, que el orden reinase de nuevo en Francia. Se gloriaba del progreso moderno. Respecto a los cambios que se producían en Europa, los monarcas de la vieja escuela solían mostrar una actitud de timidez y de duda, cuando no de positiva oposición. Napoleón III se ofrecía audazmente como adelantado en un mundo valeroso y nuevo. A l igual que su tío, proclamó que él incorporaba la soberanía del pueblo. Dijo que había encontrado una solución al problema de la democracia de masas. En todos los demás grandes estados continentales y en Gran Bretaña, en 1852, se pensaba que el sufragio universal era incompatible con un gobierno inteligente y con la prosperidad económica. Napoleón III declaró que él los armonizaría. Al igual que Marx y otros «realistas» posteriores a 1848, sostenía que los organismos parlamentarios elegidos, lejos de representar a un «pueblo» abstracto, sólo acentuaban las divisiones de clase dentro de un país. Señaló que el régimen de los restaurados Borbones y la Monarquía de Julio habían estado dominados por intereses especiales, que la República de 1848 había sido, al principio, violenta y anárquica, luego había caido en

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Ver págs. 220-223.

manos de una asamblea sospechosa que robaba su voto al trabajador, y que Francia encontraría en el imperio el sistema permanente, popular y moderno que habia estado buscando, inútilmente, desde 1789. Afirmó que él estaba por encima de las clases y que gobernaría equitativamente, en beneficio de todos. En cualquier caso, como muchos otros a partir de 1848, sostenia que las formas de gobierno eran menos importantes que las realidades económi­ cas y sociales. Las instituciones políticas del Segundo Imperio eran, pues, autoritarias, y estaban modeladas según las del Consulado del primer Bonaparte. Había un Consejo de Estado, compuesto de expertos que redactaban la legislación y aconsejaban en cuestiones técnicas. Había un Senado nombrado por decreto, con pocas funciones importantes. Había un Cuerpo Legislativo, elegido por sufragio universal masculino. Las elecciones eran cuidadosamen­ te manipuladas. El gobierno nombraba un candidato oficial para cada escaño, y se requería a todos los funcionarios públicos del distrito para que lo apoyasen. Podían presentarse a la elección otros candidatos, pero no podía haber reuniones políticas de ningún tipo, y si el candidato fijaba carteles, tenia que utilizar una clase de papel diferente de la utilizada por el candidato oficial. En estas circunstancias, pocos se aventuraban a discrepar del gobierno. El Cuerpo Legislativo no tenía poderes independientes propios. N o tenia iniciativa legal, sino solamente considerar la que le era sometida por el emperador. No tenía control sobre el presupuesto, porque el emperador era legalmente libre de recurrir a empréstitos cuando lo creyese conveniente. No tenía poder sobre el ejército, ni sobre la política exterior, ni sobre la decisión acerca de la guerra y de la paz. Estaba prohibida por la ley la publicación de discursos pronunciados en la cámara legislativa. Cinco miembros cualesquie­ ra, mediante la solicitud de sesión secreta, podían excluir al público de las galerías. La vida parlamentaria se hundía hacia el cero absoluto. Para cautivar la atención pública y para glorificar el nombre napoleóni­ co, el nuevo emperador estableció una suntuosa corte en las Tullerías. Frustrado en su ambición de contraer matrimonio dentro de una de las grandes dinastías, Napoleón III eligió como emperatriz a una joven belleza española, Eugenia, que estaba destinada a sobrevivir al imperio durante cincuenta años, muriendo en 1920. Se dijo que era un matrimonio por amor, signo seguro de una realeza popularizada. La vida de la corte del imperio era brillante, alegre, fastuosa y suntuaria, superando todo lo conocido en aquel tiempo en San Petersburgo o en Viena. La nota de la suntuosidad fue superada aún en el embellecimiento de la ciudad de París. El Barón Haussmann, uno de los más grandes creadores entre los proyectistas de ciudades, dio a París una buena parte del aspecto que hoy tiene. Construyó espaciosas estaciones de ferrocarril con amplios accesos, y creó un sistema de bulevares y de plazas públicas que ofrecían dilatadas perspectivas que terminaban en bellos edificios o monumentos, como en la Plaza de la Opera. También modernizó las alcantarillas y el abastecimiento de agua. El programa de construcciones, como la dispendiosa corte, tenía la ventaja adicional de estimular los negocios y el empleo. Y el trazado de amplias avenidas a través de las calles torcidas y de las viejas casas hacinadas 247

facilitaría las operaciones militares contra los insurgentes atrincherados tras las barricadas, si algún día se repitiesen los acontecimientos de 1848.

Evolución económica bajo el Imperio Napoleón III prefería ser conocido como un gran ingeniero social. En su juventud, habia tratado de descifrar el enigma del industrialismo moderno, y ahora, como emperador, encontraba algunos de sus principales defensores en antiguos sansimonianos, que le llamaban su «emperador socialista». Recuérdese que Saint-Simon había sido uno de los primeros en concebir un sistema industrial centralmente planificado23. Pero los sansimonianos de los años 1850 participaban del nuevo modo de ser realista, y su más señalado triunfo fue la invención de la banca de inversiones, mediante la cual esperaban dirigir el desarrollo económico a través de la concentración de los recursos financieros. Idearon una nueva forma de institución bancaria, el Crédit Mobilier, que allegaba fondos mediante la venta de sus acciones al público, y, con los fondos así obtenidos, compraba acciones en las nuevas empresas industriales que pretendía desarrollar. Se creó también un banco rural, o Crédit Foncier, con el fin de conceder préstamos a los propietarios de tierras para el mejoramiento de la agricultura. Los tiempos eran extraordinariamente favorables a la expansión, pues el descubrimiento del oro en California en 1849 y en Australia poco después, unido a las facilidades de crédito recientemente organizadas, crearon un considerable incremento en la oferta europea de dinero, lo que tuvo un efecto ligeramente inflacionista. La constante subida de precios y de los valores de todas las monedas estimulaban la promoción de sociedades y la inversión de capital. La red ferroviaria, que iba en aumento en todos los países del mundo occidental, pasó en Francia de 3.000 a 16.000 kilómetros, en los años 1850. La demanda de material rodante, de railes de hierro, de equipamiento auxiliar y de materiales de construcción para las estaciones y para los depósitos de mercancías proporcionaban trabajo a las minas y a las fábricas. Se racionalizó la red ferroviaria, de modo que en Francia se fundieron cincuenta y cinco líneas pequeñas en seis grandes líneas regiona­ les. Vapores de hierro sustituían a los veleros de madera. Entre 1859 y 1869, una compañía francesa construyó el Canal de Suez, que continuó siendo de su propiedad durante casi un siglo, aunque el principal accionista, a partir de 1875, fue el gobierno británico. Hicieron su aparición grandes sociedades, especialmente en los ferro­ carriles y en la banca. En 1863, la ley concedía el derecho de «responsabili­ dad limitada», por el que un accionista no podía perder más que el valor nominal de sus acciones, por muy insolvente o deudora que llegara a ser la sociedad. Esto constituyó un gran estímulo para la inversión por parte de personas de pocos medios, y de capitalistas grandes y pequeños en empresas acerca de las que tenían muy poca información; así, se movilizaron más eficazmente y se activaron la riqueza y los ahorros del país. Las acciones y 23

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Ver pág. 179.

los valores aumentaron en número y en diversidad. La Bolsa estaba en auge. Los financieros —aquellos cuyo negocio consistía en manejar dinero, crédito y títulos— alcanzaron un nuevo encumbramiento en el mundo capitalista. Muchas personas se hicieron muy ricas, acaso más ricas de lo que nadie hubiera sido antes en Francia. El emperador aspiraba también a hacer algo por los trabajadores, dentro de los límites del sistema existente. El banco rural era de cierta utilidad para los campesinos más importantes. Había mucho trabajo y los salarios eran buenos, para las ideas de la época, por lo menos hasta la depresión transitoria de 1857. El emperador tenía un proyecto, como algunos de los sansimonianos, consistente en organizar unidades de trabajo a la manera militar y en dedicarlas a roturar y cultivar las tierras yermas. No fue mucho lo que se hizo en este sentido. Se logró más en el humanitario remedio del sufrimiento. Se organizaron hospitales y asilos, y se distribuyeron medicinas gratuitas. Comenzaban a aparecer, un tanto vagamente, los rasgos de un estado preocupado por un servicio social. Mientras tanto, los obreros seguían organizando sindicatos. Todas las asociaciones de trabajadores ha­ bían sido prohibidas durante la Revolución Francesa, y se consideraba que estaba aún vigente la Ley Le Chapelier de 179124. Gradualmente, fue aclarán­ dose la ambigua situación legal de los sindicatos de los obreros. En 1864, se declaró incluso legal que los obreros organizados fuesen a la huelga. Así pues, se legalizaron al mismo tiempo las grandes unidades o sindicatos de trabajado­ res, y las grandes unidades o sociedades de empresarios. Napoleón III, desde luego, no hizo lo suficiente por los trabajadores para ser considerado como un héroe por la clase obrera, pero hizo bastante para que muchas personas de la clase media de la época sospechasen de él como de un «socialista». Las dictaduras posteriores, cuando se comprometían, como el Segundo Imperio, con un programa de desarrollo económico, solían ser altamente proteccionistas, pues rehuían la competencia abierta con el resto del mundo. Napoleón III creía en la libertad del comercio internacional. Tenía un proyecto de unión aduanera con Bélgica, que algunos belgas apoyaban también. Bélgica estaba ya muy industrializada, y una unión franco-belga, especialmente porque Bélgica tenía el carbón de que Francia carecía, formaría un área de comercio sumamente fuerte. Pero el proyecto se vio bloqueado en ambos países por intereses privados, y tropezó con una decidida oposición de la Gran Bretaña y del Zollverein alemán. El emperador, entonces, optó por una amplia reducción de los derechos de importación. Desde la revocación de la Ley de Cereales en 1846, en Inglaterra estaban en el poder los partidarios del libre comercio25. Estaban impacientes por abolir las barreras comerciales entre Inglaterra y Francia. Napoleón III, tras vencer la oposición de su Cuerpo Legislativo, firmó un tratado de libre comercio con la Gran Bretaña, en 1860. Apartó 40 millones de francos de los fondos públicos para ayudar a los fabricantes franceses a efectuar reajustes con vistas a la competencia británica; pero esta suma nunca se invirtió del todo, y de ello se dedujo que la industria francesa era 24 Ver pág. 99. 25 Ver pág. 208.

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capaz de competir con éxito con la industria de Inglaterra, más intensamente mecanizada. El tratado anglo-francés fue acompañado de acuerdos comer­ ciales menores con otros países. En los años 1860, parecía como si Europa estuviese, realmente, a punto de entrar en la tierra prometida de la libertad de comercio. Las dificultades internas y la guerra Pero, en 1860, el Imperio iba entrando en dificultades. Tardó unos pocos años en superar la depresión de 1857. A causa de su política de li­ bre comercio, el emperador se creó enemigos entre los industriales de di­ versas ramas. Los católicos no veían con buenos ojos su política en Italia26. A partir de 1860, la oposición aumentó. El emperador concedió más libertad de acción al Cuerpo Legislativo. Los años de 1860 son conocidos como la década del Imperio Liberal —siendo relativos todos estos térmi­ nos—. Nunca sabremos hasta qué punto se habría sostenido el imperio, si se hubiese permitido que actuasen con plena libertad causas puramente internas. Luis Napoleón se aniquiló, en realidad, a causa de la guerra. Su imperio se desvaneció en el campo de batalla, en 1870. Pero él estaba en guerra desde hacía mucho tiempo. «El imperio es la paz», aseguraba a sus auditorios en 1852: l ’empire c ’est la paix. Pero, después de todo, la guerra es el fausto supremo (o lo era entonces); Francia era el país más fuerte de Europa, y el nombre .del emperador era Napoleón. Aún no había transcurrido año y medio desde la proclamación del imperio, cuando Francia estaba ya en guerra con un estado europeo, por primera vez desde Waterloo. El enemigo era Rusia, y la guerra era la Guerra de Crimea. Napoleón III no fue el único en atizar la guerra de Crimea. Eran muchas las fuerzas europeas que incitaban a la guerra, con posterioridad a 1848; pero Napoleón III era una de aquellas fuerzas. En 1859, el nuevo Napoleón estaba peleando en Italia; desde 1862 a 1867, en México, y en 1870, en la propia Francia, en una guerra contra Prusia, que Napoleón III pudo haber evitado fácilmente. Estas guerras forman parte de la historia del capítulo siguiente27. Baste decir ahora que, en 1870, el Segundo Imperio recorría el mismo camino que el Primero, hacia el limbo de los gobiernos ensayados y desechados por los franceses. Había durado dieciocho años, exactamente igual que la Monarquía de Julio, y más que cualquier otro régimen conocido en Francia, hasta aquella fecha, desde la toma de la Bastilla. Hasta los años 1920 y 1930, en que los dictadores brotaron por toda Europa, el mundo no empezó a sospechar lo que realmente había sido Luis Napoleón: una prefiguración del futuro, más que una extraña reencarnación del pasado. Sólo es justo añadir que algunos, como Alexis de Tocqueville, lo sospecha­ ron ya entonces.

26 Ver pág. 265. 27 Ver págs. 263-265, 275-277; en cuanto a México, ver págs. 383-385.

250

INDUSTRIALISMO INICIAL Y CLASES SOCIALES

La industrialización, tai como apareció por primera vez en Inglaterra en el siglo XIX, tenia co­ mo fundamento una combinación del carbón y del hierro, cuyo producto más portentoso fue la máquina de vapor. Las máquinas de vapor proporcionaban la energía a las fábricas textiles, y, cuando se les pusieron ruedas, revolucionaron el transporte. En las fábricas se reunía un nuevo ti­ po de clase obrera asalariada. El ferrocarril, impulsado por la máquina de vapor, y que corria sobre unos rieles que al principio eran de madera, y que luego fueron de hierro, y después de ace­ ro, transportaba a personas y mercancías a una velocidad y en un volumen hasta entonces nunca conocidos. Hizo posible la concentración de la población en ciudades, ya fuesen ciudades gigan­ tescas como Londres, o agrupaciones de pequeñas ciudades en las que se efectuaban los procesos manufactureros. En este mundo urbano, mientras la arquitectura exquisita pasaba por una serie de resurrecciones clásicas, góticas, renacentistas, etc., se construía un nuevo tipo de estructuras más utilitarias, de hierro, y, después, de acero estructural. El nuevo habitat proporcionaba lujo para unos pocos, comodidad para algunos y miseria para casi todos. Los conflictos de clase, por lo tanto, proliferaron durante todo el siglo XIX, pero de un modo más agudo en la primera mitad. Un problema consistía en que, si bien se habia hablado mucho del progreso de la ciencia y de la invención, las verdaderas dificultades de la industrialización no se habían previsto. Al ser los primeros en afrontar la Revolución Industrial, los ingleses no tenían ex­ periencia alguna en que basarse. La imaginación inglesa prefería los temas rurales a los urbanos, sobre todo en la primera parte del siglo y bajo la influencia del romanticismo literario. Hasta 1832, el gobierno estuvo en manos de una aristocracia terrateniente y de una nobleza campesina, conservadoras en su política, a causa de la Revolución Francesa. Orgullosos de sus libertades inglesas, y temerosos de algo semejante a la burocracia continental, los ingleses sólo dotaban a su gobierno, gradualmente, de los adecuados poderes de regulación, de inspección, de coerción y de policía. A partir de 1850, se pusieron de manifiesto algunas de las más favorables consecuencias de la industria y de la tecnología modernas. Mientras la pobreza seguía siendo crónica y la clase obrera luchaba por mejorar su situación, las clases medias aumentaban en número y disfrutaban de nuevas ventajas y comodidades. Las páginas siguientes ilustran la vida de las clases sociales en Inglaterra y en Francia, en esta nueva Edad del Hierro. El medio es aquí parte del mensaje, por­ que han de observarse las innovaciones del siglo XIX en litografía e impresión a bajos costes para un extenso mercado.

A la izquierda, esta pieza de arte popular (la cubierta de un cancionero) presenta el sugestivo contraste entre lo nuevo y lo viejo. Un tren expreso corre, de noche, por un elevado puente, dejando atrás la dudad, a través de un paisaje inglés iluminado por lá luna. Arriba: La policía londinense, de reciente organización en los años 1840, espera la llegada de una manifestación cartista. Entre 1838 y 1848, los cartistas organizaron manifestaciones de ma­ sas, con el vano propósito de democratizar las leyes electorales y de obtener asi una legislación destinada a favorecer a las clases trabajadoras. El gobierno creó una fuerza de policía más mo­ derna y mejor disciplinada, como medida para controlar a la multitud, y para evitar el tipo de caótica confrontación que se ve en la página siguiente. Los hombres visten una espede de uni­ forme civil, completado con chisteras.

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Arriba, a la izquierda; La «Matanza de Peterloo» de 1819, caricaturizada por Croikshanlc. Una pacifica multitud, en los St. Peter’s Fíelds, de Manchester, fue tiroteada y dispersa por la Jermanry, una milicia de soldados por horas, no profesionales, en su mayoría gente del campo sin la menor simpatía por las ciudades modernas.. Abajo, a la izquierda: Estos trenes primitivos, de 1840 aproximadamente, corren sobre rieles de madera, con unas «ruedas de dirección» en un ángulo aparentemente extraño para ayudar a mantenerlos encarrilados. Arriba: Londres, o, más bien, uno de sus barrios más pobres, visto por el artista francés, Gustavo Doré, hacia 1880. El omnipresente ferrocarril se ve al fondo, mientras en primer tér­ mino las viviendas hacinadas, con sus pequeños patios, o, mejor, con sus corrales, evocan el ambiente de una prisión.

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Arriba, a la izquierda: El futuro rey Eduardo VII, entonces Príncipe de Gales, y su mujer, cómodamente instalados en palcos, observan el nuevo proceso Bessemer de fabricación del acero, en Sheffield, en 1875. Arriba: Los grandes almacenes B o n M a rc h é de Paris, h a d a 1880. La nueva era resulta evi­ dente en los grandes espacios, en la abundanda de mercancías, y en la presencia de señoras ricas que han salido de tiendas con sus niños. Abajo a la izquierda: Una reunión de obreros en Paris, vista por el pintor Jean Béraud, en 1884. La audiencia escucha, probablemente, discursos socialistas.

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Las construcciones de hierro fundido y cristal, que aparecieron hacia 1850, representaron la más importante innovación técnica en la arquitectura, desde hacía siglos. Los grandes almacenes de la página precedente eran de ese tipo. A la izquierda, arriba, es el famoso Palacio de Cristal, en Hyde Park, Londres, construido para albergar la Gran Exposición de 1851. La feria mun­ dial, o exposición industrial, fue otro producto de la revolución en el transporte. Abajo, a la izquierda: El Café de laR o to n d e de París, hacia 1860. El nuevo Café francés fue diseñado para ser amplio, vaporoso, abierto, cosmopolita, adecuado para señoras, y no necesa­ riamente para alcohólicos. Arriba: La Torre Eiffel, construida para la Exposición de París de 1889, con ascensores para llevar a los visitantes hasta la cima —300 metros sobre el suelo—, ha sido, durante mucho tiem­ po, la estructura más alta del mundo, y es todavía un símbolo de la civilización del siglo XIX. Al principio fue criticada como obra de un colosalismo chabacano y vulgar. La generación si­ guiente, acostumbrada a una arquitectura de planchas de hormigón y a unas jaulas oblongas, admira sus graciosas curvas y la delicada tracería de sus cuatro inmensas patas.

VI.

LA CONSOLIDACION DE LOS GRANDES ESTADOS NACIONALES, 1859-1871

Sólo una docena de años, desde 1859 a 1871, fue suficiente para ver la formación de un nuevo imperio alemán, un reino unificado de Italia, una doble monarquía de Austria-Hungría, drásticos cambios internos en la rusia zarista, el triunfo de la autoridad central en los Estados Unidos, la creación de un Dominio unido del Canadá, y la modernización o «europeización» del imperio del Japón. Todos estos diversos acontecimientos reflejaban profun­ dos cambios introducidos por el ferrocarril, los barcos de vapor y el telégrafo, que hicieron más fáciles y más frecuentes que nunca hasta entonces la comunicación de las ideas, el intercambio de artículos y el movimiento de las personas. Políticamente, todos ellos representaban el avance del principio del estado-nación. 28.

Precedentes: la idea del estado-nación.

Antes de 1860, había dos estados-nación sobresalientes: Gran Bretaña y Francia. España, unida en el mapa, era internamente tan heterogénea como para pertenecer a una categoría diferente. Portugal, Suiza, los Países Bajos y los países escandinavos eran estados-nación, pero pequeños y periféricos. Las organizaciones políticas características eran pequeños estados que comprendían fragmentos de una nación, como tantos que había dispersos a través de Europa —Hannover, Badén, Cerdeña, Toscana o las Dos Sicilias— , y grandes imperios extendidos, formados por todas clases de pueblos, gober­ nados desde arriba, en actitud distante, por dinastías y burocracias, como los dominios de los Romanov, de los Habsburgo y de los turcos . Excepto en lo que se refiere a recientes procesos de desarrollo en las Américas, la misma mezcla de pequeños estados no-nacionales y de grandes imperios nonacionales se encontraba en casi todo el resto del mundo. Desde 1860 ó 1870, ha prevalecido un sistema de estado-nación. La consolidación de grandes naciones se convirtió en un modelo para otros pueblos, grandes y pequeños. Al paso del tiempo, en el siglo siguiente, otros grandes pueblos se propusieron la creación de estados-nación en la India, Pakistán, Indonesia y Nigeria. Pueblos pequeños y medianos se considera­ 1 Ver mapa 6. Em blem a del capitulo: M ed alló n para celebrar la derrota de A ustria p o r Prusia en 1866, y que representa a l Rey de Prusia, Guillerm o I, que luego sería el prim er Em perador alemán.

ban a sí mismos, cada vez más, como naciones, con derecho a sus propias soberanías e independencia; el resultado, conseguido también en el siglo siguiente, fue la aparición de estados como Checoslovaquia, la República Turca, Israel y la República de Irlanda. Algunas de aquellas soberanías comprendían poblaciones menores que las de una gran ciudad moderna. La idea del estado-nación ha servido tanto para unir a los pueblos en unidades mayores, como para dividirlos en otras menores. En el siglo XIX, con excepción del Imperio Turco que se desintegraba, del que se hicieron independientes Grecia, Servia, Bulgaria y Rumania, y en el que empezaba también a agitarse un movimiento nacional árabe, la idea nacional sirvió principalmente para crear unidades mayores, en lugar de las pequeñas. El mapa de Europa, desde 1871 hasta 1918, fue el más sencillo de todos los tiempos, tanto anteriores como posteriores2. Acerca de la idea del estado-nación y del movimiento del nacionalismo se ha dicho ya mucho en este libro. Capítulos anteriores han descrito el fermento de ideas y movimientos nacionales estimulados por la Revolución Francesa y por la dominación napoleónica de Europa, la agitación naciona­ lista y la represión de los años siguientes a 1815, y la frustración y el fracaso de las aspiraciones patrióticas en Alemania, Italia, y Europa central, en la Revolución de I8483. Para muchos hombres del siglo X IX, el nacionalismo, la consecución de la unidad y la independencia nacionales y la creación del estado-nación se convirtieron en una especie de fe secular. Puede considerarse que, en un estado-nación, la suprema autoridad política descansa en cierto modo sobre, y a la vez representa la voluntad y los sentimientos de sus habitantes. Debe ser un pueblo, y no simplemente una multitud de seres humanos. El pueblo, fundamentalmente, debe querer y sentir algo en común. Sus individuos deben tener la convicción de que pertenecen, de que son miembros de una comunidad, de que' participan, de algún modo, en una vida común, de que el gobierno es su gobierno, y de que los de fuera son «extranjeros». Los de fuera o extranjeros son, por lo general (aunque no siempre), los que hablan un lenguaje distinto. La nación, por lo general (aunque no siempre), se compone de todas las personas que comparten el mismo idioma. Una nación puede poseer también una creencia en una ascendencia o en un origen racial común (aunque sea errónea), o un sentimiento de una historia común, de un futuro común, de una religión común, de un ámbito geográfico común, o de una común amenaza exterior. Las naciones presentan muchas formas. Pero todas coinciden en sentirse comunidades, comunidades permanentes en las que los individuos, junta­ mente con sus hijos y con los hijos de sus hijos se hallan comprometidos en un destino colectivo sobre la tierra. En el siglo XIX, los gobiernos comprendieron que no podían gobernar eficazmente, ni desarrollar todas las posibilidades del estado, a no ser mediante el estimulo de aquel sentimiento de sociedad y de apoyo entre sus súbditos. La consolidación de grandes estados-nación tuvo dos fases bien perceptibles. Territorialmente, significó la unión de estados menores preexis­ 2 Ver mapa 11. 3 Ver págs. 88, 102-103, 149-156, 180-202,-223-237

262

tentes. Moral y psicológicamente, significó la creación de nuevos lazos entre gobierno y gobernados, la admisión de nuevos sectores de la población en la vida política, a través de la creación o de la extensión de instituciones liberales y representativas. Esto ocurrió incluso en el Japón y en la Rusia zarista. La consolidación nacional en el siglo XIX favoreció el progreso constitucional. Aunque habia una considerable variación en el poder real de las nuevas instituciones políticas y en la amplitud del auto-gobierno realmente efectivo, se establecieron parlamentos para la nueva Italia, para la nueva Alemania, para el nuevo Japón y para el nuevo Canadá; y el movimiento en Rusia se produjo en la misma dirección. En Europa, algunos de los objetivos que los revolucionarios de 1848 no habían podido alcanzar eran conseguidos ahora por las autoridades establecidas. Pero se conseguían sólo a través de una serie de guerras. Para crear un estado de toda Alemania o de toda Italia, como las revoluciones de 1848 habian demostrado ya, era necesario destruir el poder de Austria, colocar a Rusia en una situación de ineficacia, al menos temporal, y derribar o intimidar a los gobiernos alemanes o italianos que se negasen a hacer entrega de su soberanía. En los Estados Unidos, para mantener la unidad nacional tal como la concebía el Presidente Lincoln, fue necesario reprimir por la fuerza de las armas el ^movimiento de independencia del Sur. Durante cuarenta aflos a partir de 18Tft;-no se había producido ninguna guerra entre las potencias establecidas Üe / • '

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EUROPA, 1740 Las fronteras son las de 1740. Ahora había tres monarquías borbónicas (Francia, Espafla y las Dos Sicílias), mientras la monarquía austríaca poseía la mayor parte de lo v .

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EUROPA NAPOLEONICA, 1810 Napoleón extendió la esfera de poder francesa mucho más allá de la expansión republicana de 1798-1799 (ver mapa 3). En 1810, dominaba todo el continente, excepto Portugal y la Península Balcánica, Rusia, Prusia y Austria se habían visto forzadas a una alianza con él. Nombró a sus hermanos reyes de España, Holanda y Westfalia; a su cuñado, rey de Nápoles, y a su hijastro, virrey del Reino de Italia. Dio el título de rey a los gobernantes alemanes de Baviera, Württemberg y Sajorna, cada una de las cuales absorbía Estados alemanes menores, a la vez que se hacían miembros de la Confederación del Rhin napoleónica. El antiguo Sacro Imperio Romano despareció. En Polonia, Napoleón, apoyado por los nacionalistas polacos, anuló las particiones de los años 1790, estableciendo el Gran Ducado de Varsovia. Tropas inglesas estaban luchando en Portugal, en 1810, y la flota inglesa controlaba todas las islas. Para contrarrestar la influencia británica, Napoleón extendió las fronteras del Imperio francés hasta incluir el reino de Holanda y las ciudades alemanas de Bremen, Hamburgo y Lübeck y hasta alcanzar, a lo largo de la costa italiana, un punto más allá de Roma.

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En ocho años, desde 1859 hasta 1867, se unificó Italia (excepto la ciudad de Roma, anexio­ nada en 1870), el gobierno de los Habsburgo trató de resolver el problema de sus nacionalidades creando una Doble Monarquía de Austria-Hungría, los Estados Unidos afirmaron su unidad derrotando el movimiento secesionista del Sur, y se formó el Dominio del Canadá para incluir toda la América del Norte Británica (con las fechas de la incorporación de las provincias), ex­ cepto Terranova y Labrador, que se agregaron en 1949.

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LA CUESTION ALEMANA, 1815-1871 Desde 1815 basta 1866, hubo treinta y nueve estados en Alemania (de los que sólo se mues­ tran los más grandes), unidos en la Confederación de 1815. En la Asamblea de Francfort de 1848 (ver pág. 233) se desarrollaron dos grupos: los Grandes Alemanes, que se adhirieron a la idea de una unión pangermánica, que incluía los territorios austríacos, excepto Hungría; y los Pequeños Alemanes, que se inclinaban por excluir a Austria y a su imperio. Bismarck era un Pequeño Alemán, pero un Gran Prusiano. (1) Ensanchó Prusia mediante conquistas en 1866, (2) unió a Mecklemburgo, a Sajonia, etc., con su ensanchada Prusia en una Confederación Ale­ mana del N orte de 1867, (3) combinó ésta, a su vez, con Baviera, Wílrttemberg, etc., para for­ mar el imperio alemán de 1871, (4) conquistó Alsacia-Lorena de Francia, y (5) expulsó a Austria, Las fronteras de la Alemania bismarekiana permanecieron inalteradas hasta 1918. (Ver también mapas 6 y 20).

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EX H OLOC A Li'STCJ El mapa muestra lo que los nazis llamaron su Solución Final, es decir, su programa de « te r minacián de los judiat- y del judaismo, A rtes de !a Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de los judius europeos vivían en Polonia y en Las zonas limítrofes de la Unión Soviética que tos ale­ manes OL'Lip'dton durante !a p ieria, de modo que 1h mayaría de las muertes se produjeron en esas áreas. En la propia Alemania y en regiones donde eI coutrül sleruán Tce mín; firme ^r

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II GUERRA MUNDIAL Estos dos mapas muestran el carácter global de la guerra y la posición central de los Estados Unidos respecto a los teatros de Europa y del Pacífico. Las leyendas numeradas resumen las sucesivas fases de la guerra, en el hemisferio oriental y en el occidental. En 1342, con los ale­ manes llegando por el este hasta Egipto y Stalingrado, y con los japoneses por el oeste hasta Birmania, el gran peligro para la alianza soviético-occidental consistía en que aquellas dos po­ tencias uniesen sus fuerzas, dominasen el Asia oriental, controlasen los recursos petrolíferos del Golfo Pérsico, y cortasen aquella ruta de abastecimientos occidentales a la Unión Soviética. Los

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j s soviético-occidentales, casi simultáneos, a finales de 1942, en Stalingrado y en El AJamein, y en la invasión de Marruecos-Argelia y de Guadalcanal, habían de ser el punto critico de cambio en el desarrollo de la guerra. En 1943, fue derrotada la campaña submarina alemana en el Atlántico, de modo que las tropas y los abastecimientos americanos podían dirigirse a Euro­ pa, más libremente. La invasión de Normandía, en junio de 1944, y la continuada presión so­ viética desde el Este, desembocaron en la rendición alemana, en mayo de 1945. Mientras tanto, en el Pacífico, la ocupación americana de las islas y la recuperación de las Filipinas preparaban el cambio para la rendición del Japón, consumada por dos bombas atómicas en agosto de 1945.

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DEPORTACION Y REASENTAMIENTO, 1939-1950 La antigua distribución de nacionalidades en la Europa Central y Oriental fue radicalmente transformada entre 1939 y 1950. No sólo fueron asesinados unos 6.000.000 de judíos, emigran­ do a Israel, en 1950, más de 300.000 supervivientes, sino que millones de alemanes, de polacos y de otros pueblos fueron desarraigados por la fuerza. La primera fase, que se muestra en el panel de la izquierda, comenzó con el Pacto Nazi-So­ viético de 1939, tras el cual los alemanes ocuparon la Polonia occidental, mientras los rusos se anexionaban la Polonia oriental y las tres repúblicas bálticas. La Polonia occidental recibió po­ lacos expulsados de Alemania, mientras en la Polonia oriental unos 2.000.000 de polacos eran deportados a Siberia, siendo sustituidos por jel mismo número, aproximadamente, de rusos y ucranianos. Muchos estonianos, letones y lituanos fueron trasladados a otras partes de la Unión Soviética. Alemanes que habian vivido en la Europa oriental durante siglos fueron desplazados. Millares de ellos «retornaron» a Alemania desde las repúblicas bálticas y desde lugares de Ru­ mania y de otras partes, donde habían formado, desde hacia mucho tiempo, enclaves alemanes. Los «alemanes del Volga» y otros de la Rusia meridional fueron enviados a Siberia. Una segunda fase (panel de la derecha) se produjo con la victoria soviética y el hundimiento del Reich de Hitler. La frontera germano-polaca se desplazó ahora hacia el oeste, hasta el Rio Oder. Millones de alemanes del este del Oder, juntamente con más millones de las regiones de los sudestes de Checoslovaquia y una corriente ininterrumpida de Hungría y de Rumania, fue­ ron devueltos a lo que restaba de Alemania, huyendo la mayoría de ellos a la zona occidental, pero algunos- a lo que era la zona soviética en 1945. Los polacos acudieron a lo que había sido Alemania, al este del Oder; otros fueron a Polonia, desde Ucrania. Los rusos se trasladaron a lo que habían sido la Polonia oriental y los Estados Bálticos. Ucranianos y diversas minorías no rusas fueron enviados a Siberia. Algunos bálticos escaparon a Occidente (incluso a los Estados Unidos); otros fueron redistribuidos a distintas zonas de la Unión Soviética. Hubo también un considerable reasentamiento de húngaros, eslovacos y finlandeses. Los cambios más importantes, sin embargo, además de la virtual desaparición de la judería europea oriental, fueron la expulsión de la Europa oriental de los alemanes y un movimiento hacia el oeste de polacos y rusos. (Fuente: Westermanns A tla s zu r W eltgeschichte.)

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320,000 I tw s to Israel (194S-l9S0©níy| 120,000 from Poland 91.000 from Rumania 37.000 from Bulgaria 33.000 from Turkey 22j000 from Czechoslovakí* 17.000 from Hungary

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