Hegel y el romanticismo [Primera edición]
 9788430923311, 8430923314

Table of contents :
Indice

PRÓLOGO....................................................................................................................... Pág. 11

INTRODUCCIÓN................................................................................................................. 13

I. LA IDEA DE EUROPA EN HEGEL........................................................................ 17

II. EL IDEALISMO ALEMÁN COMO MITOLOGÍA DE LA RAZÓN................. 35
1. El renacimiento del mito en la cultura prerromántica........................................ 38
2. La primacía de la razón práctica como primado existencia! de la libertad…48
3. La compensación estética del desencantamiento moderno del mundo........... 59
4. Liberación política y mecanización del Estado.................................................... 66
5. Religión popular y cultura secularizada................................................................ 72

III. EL AMOR EN TORNO A 1800 .................................................................................. 81
1. Kant y la moral burguesa del amor......................................................................... 82
2. El romanticismo o el amor como pasión............................................................... 87
3. El amor como paradigma de la dialéctica hegeliana........................................... 94
4. Amor y sociedad moderna.................................................................................... 103

IV. LAS DISONANCIAS DE LA LIBERTAD............................................................... 109
1. La conspiración moderna contra el destino.......................... 111
2. El destino contra la modernidad............................................................................. 126
3. Ética y estética de la tragedia.................................................................................. 137
4. Providencia e historia universal............................................................................. 145

V. DIALÉCTICA DE LA REVOLUCIÓN....................... 153
1. Semántica de la revolución................................................ 157
2. La libertad absoluta o el terror............................................................................... 169
3. El problema de la emancipación política: Fichte y Hegel............................... 177

VI. LA IRONÍA ROMÁNTICA Y SU CRÍTICA HEGELIANA............................. 187

EPÍLOGO. LA RAZÓN INSUFICIENTE: ENTRE EL ABSOLUTO Y LA FINITUD…199

Fuentes y abreviaturas utilizadas.................................................................................... 205

ÍNDICE DE NOMBRES.................................................................... 209

ÍNDICE DE CONCEPTOS...................................................................................... 211

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Hegel y el romanticismo Daniel Innerarity’

5L

■I

El idealismo alemán y el romanticismo son los dos principales prota­ gonistas de la discusión intelectual que marcó el final del siglo XVIll y se prolongó durante buena parte del XIX. Ni Hegel ni los románticos son los primeros en revisar la lógica de la modernidad, pero sí los primeros Eara los que ésta se ha convertido en el problema fundamental. Este li­ to aborda dicha cuestión desde diversos puntos de vista y con un con­ vencimiento de fondo: el idealismo y el romanticismo son esencial­ mente teorías de la libertad y no tanto epistemologías y mitologías. Ambos tienen su origen en la conciencia oe que a la idea moderna de emancipación acompaña un profundo desgarramiento que es necesario superar. El núcleo de la discusión podría sintetizarse en la siguiente pregunta: ¿cómo es posible evitar al mismo tiempo la concreción ca­ rente de razón de la libertad antigua y la universalidad abstracta de la li­ bertad moderna? Daniel Innerarity es profesor titular de Historia de la Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra, amplió sus estudios en Alemania y Suiza. Ha publicado los li­ bros Praxis e intersubjetividad, Dialéctica de la modernidad y Libertad como pasión. Ha traducido los Himnos de Tubinga de Hólderlin, la Poesía filosófica de Schiller y la Exhortación a la vida bienaventurada de Fíente.

Daniel Innerarity

Hegel y el romanticismo

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© Daniel Innerarity Grao. 1993 © EDITORIAL TECNOS, S.A.. 1993 Tclémaco. 43 - 28027 Madrid ISBN: 84-309-2331-4 Depósito Legal: M-17820-1993 Printed in Spain. Impreso en España por Grafiris. S.A.. Codorniz, s/n Polígono Matagallegos. Fuenlabrada (Madrid)

Indice PRÓLOGO....................................................................................................................... -Pág.

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INTRODUCCIÓN............................................................................................................ -.....

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I.

LA IDEA DE EUROPA EN HEGEL................ ........................................................

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II.

EL IDEALISMO ALEMÁN COMO MITOLOGÍA DE LA RAZÓN.................

35

1. El renacimiento del mito en la cultura prerromántica........................................

38

2. La primacía de la razón práctica como primado existencia! de la libertad

48

3. La compensación estética del desencantamiento moderno del mundo...........

59

4. Liberación política y mecanización del Estado....................................................

66

5. Religión popular y cultura secularizada................................................................

72

EL AMOR EN TORNO A 1800 ..................................................................................

81

1. Kant y la moral burguesa del amor.........................................................................

82

2. El romanticismo o el amor como pasión...............................................................

87

3. El amor como paradigma de la dialéctica hcgeliana...........................................

94

4. Amor y sociedad moderna....................................................................... -.............

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LAS DISONANCIAS DE LA LIBERTAD...............................................................

109

1. La conspiración moderna contra el destino..........................

III

2. El destino contra la modernidad.............................................................................

126

3. Ética y estética de la tragedia..................................................................................

137

4. Providencia e historia universal.............................................................................

145

DIALÉCTICA DE LA REVOLUCIÓN.......................

153

1. Semántica de la revolución................................................

157

2. La libertad absoluta o el terror...............................................................................

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III.

IV.

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DANIEL INNERAR1TY El problema de la emancipación política: Fichte y Hegel...............................

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LA IRONÍA ROMÁNTICA Y SU CRÍTICA HEGEL1ANA.............................

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EPÍLOGO. LA RAZÓN INSUFICIENTE: ENTRE EL ABSOLUTO Y LA FIN1TUD.

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Fuentes y abreviaturas utilizadas....................................................................................

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ÍNDICE DE NOMBRES...........................................................................................................................................

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ÍNDICE DE CONCEPTOS.......................................................................................................................................

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3. VI.

Prólogo Los capítulos que componen este libro tienen en común el interés de explorar esa apasionante relación entre Hegel y los románticos, una relación que no fue siempre crítica y polémica, sino también inspiradora de temas, pro­

blemas y soluciones. El conjunto de todos ellos pretende servir para entender algunos aspectos de la discusión intelectual que tuvo lugar en tomo a ese de­ cisivo cambio de siglo entre el xvin y el xix. Ofrecen separadamente diversas perspectivas, por lo que tiene cada uno de ellos una existencia autónoma que permite su lectura aislada del resto de los capítulos. No obstante, considerados

en su conjunto, pretenden cercar el enigma de una época y atacarlo fragmen­ tariamente, con la esperanza de que, una vez reunidos, se presente el rostro reconocible de ese período tan decisivo para la cultura occidental y, por consi­ guiente, para la dilucidación de nuestra propia identidad. Esta investigación ha sido realizada en la Universidad de Munich entre 1987 y 1991, bajo la dirección del profesor Robert Spaemann y gra­ cias a una beca de la Fundación Alexander von Humboldt. Ambos saben que —cuando se trata de reconocer a un maestro y a una institución que ayuda económicamente al fomento de la investigación— el agradeci­ miento de un filósofo es más profundo de lo que alcanza una solemne dedicatoria. Cuando la reciprocidad es imposible, consuela saber que todavía existen relaciones —como la de maestro y discípulo— exone­ radas de las leyes económicas, espacios —como el de la filosofía— no avasallados por los imperativos del mercado, en los que se cumple a la letra aquello de Kant de que hay cosas que no tienen precio, sino valor. Quiero hacer patente también mi agradecimiento a quienes como Rafael Alvira, Jorge V. Arregui, Harald Bienek, Juan Cruz Cruz, Josef Dohrenbusch, Carlos Durán y Alejandro Llano, entre otros, han sido —si se me permite el uso de la terminología kantiana— algo así como las «condi­ ciones de posibilidad» de este libro. IH]

Introducción Delicia de las musas del cielo, ven y aplaca el caos de estos tiempos, reconcilia como antes todo lo que está en pugna y calma la furiosa discordia con tu celestial música de paz. ¡Que sea el corazón humano un lugar de armonía! ¡Que la primitiva naturaleza del hombre, su alma

tranquila y magnánima, surja de nuevo poderosa y calme la agitación de nuestro tiempo!

La actual discusión acerca del carácter, del proyecto o la esencia de la modernidad surge desde la convicción de que los procesos de racionalización han tenido como consecuencia la incapacidad del sujeto para reconocerse en unas formaciones culturales que se han hecho autónomas, impenetrables y hostiles. Esta reflexión invita a revisar la lógica de la modernidad y confiere una especial significación al pensamiento romántico e idealista. Ni románti­ cos ni idealistas son los primeros pensadores de la era moderna, pero sí los primeros para los que ésta se ha convertido en el problema fundamental. Los capítulos que componen este libro abordan dicha cuestión desde diversos puntos de vista y con un convencimiento de fondo: el idealismo es, como el romanticismo, esencialmente una teoría de la libertad y no tanto una teoría del conocimiento o una ontología. Ambos tienen su origen en la conciencia de que a la idea moderna de emancipación acompaña un profundo desga­ rramiento —una contradición entre subjetividad racional y realidad históri­ ca— que es necesario superar. Por variadas que puedan parecer las posturas aquí analizadas, tienen en común la centralidad de la libertad y el profundo desasosiego que produce su versión como mera libertad subjetiva o emanci-

1 F. Hóldcrlin, StA, I, p. 231. En la bibliografía se puede encontrar también la relación

de abreviaturas empleadas. [13]

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pación. El núcleo de la discusión podría sintetizarse en la siguiente pregunta: ¿cómo es posible evitar al mismo tiempo la concreción carente de razón de la libertad antigua y la universalidad abstracta de la libertad moderna? Entre la identidad trascendental kantiana y el yo absoluto de Fichte, por una parte, y el sujeto de la fenomenología hegeliana. diversos acontecimien­ tos culturales, sociales y políticos, así como no pocos personajes literarios han interpuesto la figura de una subjetividad fracasada. Del moderno ideal de racionalidad emancipada parece quedar poco cuando, tras una serie de expe­ riencias de las que nos ocuparemos a lo laigo de estas páginas, Hólderlin exclama: «desde entonces ya no pude seguir pensando como pensaba antes; el mundo se me había vuelto más sagrado, pero también más misterioso»2. La constitución del sujeto al modo moderno presagia ya una relación desdi­ chada del hombre con la naturaleza si la libertad se entiende como una mera subsunción de lo empírico en lo racional. Estas fracturas se hacen extraordi­ nariamente visibles en tomo al cambio de siglo y animan a intentar una cierta recuperación —dentro del nuevo contexto creado por una libertad irrenuncia ble— del ideal clásico de armonía. Entre otros fenómenos culturales que ten­ dremos ocasión de analizar, la Fenomenología de Hegel, Ifigenia de Goethe o las Cartas de Schiller son intentos paralelos de responder al problema crea­ do por el enfrentamiemto entre libertad y realidad. Se hace necesario superar la pavorosa alternativa entre destruir o ser destruido, reconciliar lo escindido, suprimir esa situación en virtud de la cual lo que el sujeto realmente es en su contexto sociocultural no lo puede hacer suyo subjetivamente y lo que pien­ sa, siente y anhela no encuentra plasmación en el mundo objetivo. La concepción kantiana de la libertad no solamente expresa el orgullo de

una época, sino también sus dificultades ante un problema cuya moderna solución no acaba de convencer. La autonomía del sujeto racional parece asegurada, pero al precio de sancionar su escisión respecto de las formas de vida contingentes. Este dilema es el que impulsa la polémica romántica e idealista contra el mundo escindido. Se trata de la búsqueda de una concilia­ ción adecuada entre la razón autónoma —cuyo valor reside en la abstracción de todos los contenidos contingentes e históricos— y el contexto positivo en el que se inscriben las formas de vida humana en la historia. Si se afirma la primacía de la razón frente a la vida, ésta queda abandonada al caos de la irracionalidad y la razón parece no desempeñar otra función que la crítica implacable de todo lo existente. Pero si, por el contrario, se declara como racional a una forma de vida histórica concreta, parece perderse con ello la

2 Id., til. p. 183.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

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capacidad crítica de la razón. Hegel intenta una reconciliación que difiere de la autocomprensión de la filosofía moderna, en la medida en que no conside­ ra la lógica de la libertad como algo confrontado con la realidad histórica, sino que la considera, principalmente, en la estructura de su realización. La pretendida consideración de la eticidad como sistema —a lo que se negaran estrictamente los románticos— apela a un nexo racional de instituciones en las que los sujetos puedan reconocerse sin tener que renunciar por ello a su libertad subjetiva. En este sentido puede entenderse que la crítica de Hegel a

los románticos sea sólo una parte de su posición ante la época en general. Según E. Hirsch3, el epígrafe conclusivo del capítulo de la Fenomeno­ logía que se ocupa de la conciencia contiene en clave el desarrollo histórico de la filosofía contemporánea. Hegel tenía en mente a Kant al hablar de la «cosmovisión moral», mientras que en el siguiente apartado trata las varian­ tes fundamentales de la conciencia romántica: la «genialidad moral» se re­ fiere a Jacobi; la «certeza absoluta de sí mismo» como «intuición pura del Yo=Yo», a Fichte; el «alma bella», a Novalis; la «hipocresía», a Schleiermacher, el «duro corazón» a Hólderlin, y el «mal declarado», a Friedrich Schlegel. En la forma del «perdón» Hegel ha caracterizado su propia filosofía, en la que la escisión de la conciencia romántica quedaría superada. Esta intuición temprana se despliega en la pretensión sistemática de toda su obra: en la era moderna el espíritu ya no se puede quedar satisfecho con la interio­ ridad del sentimiento, ni con la inmediatez de la experiencia estética, sino solamente con un pensamiento que sea saber absoluto, sistema. No he querido asistir a esta apasionante discusión como un observa­ dor neutral. Comparto el desagrado que a Hegel le producía una historia de la filosofía hecha como mera recopilación y muestrario de cadáveres, como si lo que unos y otros han dicho no tuviera nada que ver con noso­ tros, como si no nos fuera nada en ello (el historiador sin pensamiento propio, gedankenlos decía Hegel). Por eso me he atrevido a juzgar las soluciones. Y es que esta osadía es consustancial a la aventura filosófica. Me ha interesado más subrayar los aciertos que los —a mi juicio— erro­ res de idealistas y románticos. Pero he asumido también el riesgo de tomar en serio las doctrinas aquí estudiadas y aceptar sus pretensiones de verdad como un reto que hay que comprobar argumentativamente. Desde Sócrates al menos sabemos que el mayor homenaje que podemos tributar a un filósofo es entrar en discusión con él. En este caso, mi conclusión

podría ser formulada de la siguiente manera: la crítica de Hegel a los románticos no es concluyente, por lo que las resistencias de éstos al siste3 Die idealistische Philasophie und das Christentum. Gütersloh. 1926.

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ma hegeliano —a pesar de haber sido históricamente menos fecundas— indican algunas direcciones inéditas que podrían ayudamos a salir de

cierta «mayoría de edad culpable», haciendo al menos más llevaderas algunas de nuestras perplejidades. Permítaseme que en el apretado marco de una breve introducción anticipe los ejes de esta argumentación. Hegel no quiere entender la libertad subjetiva simplemente como auto­ nomía y emancipación, sino también y al mismo tiempo como propiedad de un mundo de instituciones que es precisamente el producto de dicha subjeti­ vidad. Esto significa pensar a la razón como necesariamente referida a la configuración práctica de la realidad, o sea, suponer un desarrollo de la histo­ ria en el que las distintas formas de vida de los hombres puedan ser entendi­ das como manifestaciones concretas de la racionalidad. Pero, si la historia se interpreta como un espíritu autoponente, la historia se autonomiza respecto de los sujetos que participan en ella, es decir, se sirve de las acciones de ellos como medios. Entonces se plantea la pregunta de en qué ha quedado la sub­ jetividad constitutiva, o mejor: cómo se puede reconocer el sujeto en su sus­ tancia cuando esa sustancia es un momento contingente dentro de la historia universal. Una posible respuesta de corte hegeliano sería decir que todo Esta­ do concreto participa de una razón suprema, cuya comprensión sólo estaría al alcance del filósofo. Con ello retrocederíamos a un punto de vista que el propio Hegel combatió sin tregua: al punto de vista de un absoluto más allá del sujeto, del mundo y de la historia. Y el romanticismo, en su protesta, aun­ que no en sus manifestaciones histriónicas, tendría razón. Dicho de otra manera: según Hegel, el espíritu es el sujeto que se ha hecho sustancia, que

ha redimido todo lo finito y lo ha reconciliado sistemáticamente. La exigen­ cia que de este modo se plantea al hombre consiste en salir de su interioridad e incorporarse a aquella totalidad del espíritu, a ese yo sustancial, pensando y actuando a partir de él. Pero los románticos criticaron a Hegel —una crítica a menudo olvidada tras la presentación inversa de Hegel como un crítico y «superador» del romanticismo— que esa totalidad del espíritu no era otra cosa que la vana presunción de una razón que creía poder hacerse cargo de la totalidad y variedad de la vida, exigiendo a cambio el sacrificio de toda parti­ cularidad. El «derecho absoluto» del espíritu universal constituye el límite y la debilidad del juicio hegeliano acerca del romanticismo, el punto en el que la obstinación de la subjetividad romántica —la «insurrección lógica»4 de la que hablaba Friedrich Schlegel— sigue conservando su valor.

4 KA. ¡I. p. 179.

I. La idea de Europa en Hegel En una época como la nuestra, en la que se celebra el fracaso de todas las síntesis y se decreta la debilidad del pensamiento, la narración hegeliana de la historia universal como epopeya del espíritu produce la fascinación de una pieza de museo. Hace tiempo que la filosofía ha renunciado a conceder a la razón el protagonismo de lo que ahora se entiende como «historia multiversal». Y, sin embargo, el discurso hegeliano puede arrojar todavía mucha luz para comprender incluso esta situación cultural que prefiere la arqueología a la hermenéutica, el frag­ mento a la síntesis, y que sólo teme al desvarío de la razón. En cualquier caso, para saber si esta despedida de la racionalidad moderna merece o no la pena, y para advertir lo que puede estar necesitado de una rectifica­ ción, el edificio conceptual del idealismo alemán no ha dejado de ser al menos una cosa: síntesis teórica de la comprensión moderna de Europa y fuente de inspiración para el pensamiento. Cuando el discípulo de Hegel y principal continuador de su filosofía del derecho. Eduard Gans, quiso resumir el núcleo de las intenciones que animaban el pensamiento de su maestro, lo expresó de la siguiente manera: concebir la idea de Europa1. Efectivamente, no ha habido en la era moder­ na otro pensador tan eurocentrista. Europa es para Hegel centro y término del viejo mundo, el escenario del descenso del espíritu a sí mismo. Si Asia es el continente de los orígenes, África el de la uniformidad y América el

del futuro hipotético, Europa es el continente de la libertad real, la síntesis de la diferencia y la unidad, la armonía en la diversidad, el lugar donde el hombre ha alcanzado la mayor conciencia de su libertad. El gran relato de la historia universal describe «el triunfo de Occidente sobre Oriente, de la1* 1 Cfr. Das Erbrecht in weltgeschichtlicher Entwicklung. Aalcn. Berlin/Stuttgart.

1824-1835,1.p. 51. 1171

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medida europea, de la belleza individual, de la razón que se limita a sí misma sobre el esplendor asiático, sobre la suntuosidad de la unidad patriarcal»2. La filosofía de la historia de Hegel apunta en una clara di­ rección: el espíritu busca el Occidente, donde la negación genera supera­ ción, a diferencia del Oriente, donde negar es destruir. El Oriente es el espíritu infantil, el reino de la unidad del espíritu con la naturaleza. El espí­ ritu es únicamente sustancia universal, de la que el individuo es un mero accidente. La individualidad es superficial. Todavía no se ha puesto en marcha el proceso de emancipación. «En esta identidad del espíritu con la naturaleza no es posible la verdadera libertad. El hombre todavía no puede acceder aquí a la conciencia de su personalidad, no tiene ningún valor ni legitimación (Berechtigung) en su individualidad»3. Con el mundo griego y romano comienza la era de la separación reflexiva, desaparecen la confian­ za inmediata y la obediencia ciega, la subjetividad comienza el recorrido de su autoafirmación. La Europa cristiana es la madurez del espíritu, defi­ nida por la reconciliación del sujeto y el objeto. El espíritu culmina su gesta en un tratado de paz, con el que se pone fin a una trayectoria dramáti­ ca de afirmación, lucha y desgarramiento. Hegel describe el escenario de este combate por la libertad con unas referencias geográficas que, de entrada, resultan desconcertantes, si se tiene en cuenta la irrelevancia que la naturaleza tiene para la configura­ ción de la idea moderna de libertad. Lo que podría llamarse «madurez geográfica de Europa» consiste en que en ella no predomina ningún ele­ mento geográfico: montaña, valle y costa están constantemente entrelaza­ dos, ofreciendo así múltiples posibilidades de existencia histórica. La libertad viene facilitada por el hecho de que ningún principio natural se revele como dominante. Con esta observación Hegel ha radicalizado el eurocentrismo de la Ilustración. La teoría climática de las constituciones había sido formulada por Montesquieu y recogida por Herder en lo que habría de ser la primera concepción romántica de la historia. Pero en la historiografía ilustrada —Montesquieu, Voltaire, Condorcet— la relación establecida entre el proceso histórico y las condiciones geográficas tenía una intención relativizante. Ofrecía una explicación de la diversidad de sistemas socioculturales y legitimaba a su vez esa variedad. La existencia de gobiernos democráticos en Europa y de gobiernos despóticos en Asia o África podía ser remitida a la explicación de que el clima cálido favo­ recía la esclavitud y la servidumbre, sin necesidad de recurrir a expli-*5

2 Ásth.. XV. p. 353. 5 Ehz.. X. § 393 Z. p. 61; cfr. GeschPhil.. XVIII, p. 139.

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caciones de orden espiritual. El universalismo de la Ilustración consistía en explicar la diferenciación desde un factor exterior al aspecto subjetivo de la cultura. Había sin duda una preferencia en favor de la libertad euro­

pea, pero su superioridad cultural quedaba vinculada a hechos fortuitos. En Hegel, por el contrario, no hay ninguna intención de situar a todas las culturas en pie de igualdad «por naturaleza» y explicar su desigual valor histórico en virtud de factores externos. La historia humana tiene una direc­ ción hacia Occidente. El camino hacia la autoconciencia y la libertad coinci­ de con el recorrido del sol. El desconcierto que puede producir el hecho de encontrar en Hegel esta concesión al naturalismo se aclara si se tienen en cuenta tres aspectos. En primer lugar, el tratamiento de la geografía al que Hegel concede predominancia es el de Karl Ritter, profesor en Berlín duran­ te los mismos años, para quien esta ciencia se encuadraba con más propie­ dad en la hermenéutica de las ciencias del espíritu que en la descripción positiva de las ciencias naturales4. En segundo lugar, el fundamento geográ­ fico del proceso histórico no era entendido —por lo que a Europa se refie­ re— como un principio determinante, sino como una condición de libertad. La idea de que la libertad requiere la colaboración de la necesidad es una tesis central en el pensamiento hegeliano que aquí aparece en su versión geográfica. La libertad es autonomía frente a la naturaleza. Pero, a su vez, sólo se desarrolla donde cuenta con el favor de unas determinadas condicio­

nes naturales: que el poder de la naturaleza no vaya más allá de ciertos lími­ tes. Todo lo cual no contradice el principio de que la relación entre naturaleza y civilización que tiene lugar en todo proceso histórico acontece

bajo el protagonismo del espíritu. Y en este concepto es donde ha de buscar­ se la entraña de Europa, su significación para la historia universal. Por úl­ timo, Hegel no comparte en absoluto la mitología geográfica de algunos

románticos que, como Adam Müller, hablaban de una preferencia por los

4 Hegel leyó la obra que Ritter había publicado en 1817 con el título Die Erdkunde im

Vcrhdltnis zur Nana- und zur Gtschichte des Menschen. oder allgemeine. vergleichende Geographie y así lo hace constar en sus lecciones de filosofía de la historia que dictó los artos 1822-1823 y 1830-1831. Con ello Hegel toma partido indirectamente por una de las dos concepciones de la geografía que litigaban en aquella ¿poca, tan decisiva para la con ceptualización de esta ciencia. La otra dirección, más descriptiva y empírica, siguiendo los parámetros de las ciencias positivas, venía representada por Alexander von Humboldt. Hegel conocería probablemente su libro Ansichten der Natur de 1808. pero no pudo cono­

cer su obra cumbre. ¡Cosmos. Entwurf einer physischen Weltbeschreibung. publicada entre 1845 y 1862. El año 1827 Humboldt pronunció una lección en Berlín con el título «Ver-

wahrung gegen Hegel», al que acusaba de elaborar una «metafísica sin experiencia». Hegel acusaría recibo de esta crítica, sin que por ello disminuyeran su admiración y estima por Humboldt (cfr. la cana del 24 de noviembre de 1827, en Br„ III. pp. 211-212).

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que a través de la historia han compartido un mismo espacio físico (Raumgenossen) frente a los contemporáneos (Zeilgenossen). Con ios Nibelungos, dice Hegel, tenemos en común el hecho de estar geográficamente sobre un mismo suelo, pero el vínculo geográfico y espacial no equivale al vínculo

histórico, y no determina en absoluto una identidad cultural inamovible5. A partir de la era moderna, las entidades naturales han sido definitivamente subordinadas a la fuerza vinculante de los proyectos históricos. Siempre resulta esclarecedor tomar en cuenta el escenario cultural desde el que nace y al que responde toda reflexión. En este caso, el eurocentrismo hegeliano se formula en un contexto de crisis y cambios que parece dar la razón a quienes ven en ello el síntoma de agotamiento de una cultura y abogan en favor de nuevas perspectivas. Quisiera referirme brevemente a un género literario cuyo auge en los siglos xvm y XIX guarda una estrecha relación con la crisis de la conciencia europea: la literatura de viajes. El incremento de las descripciones de otras culturas es uno de los factores que explican la intensidad con que se discute acer­ ca de la polaridad entre naturaleza y razón, mundo salvaje y civilización europea. Herder, Wieland. Goethe, Forster, Kant, Alexander y Wilhelm von Humboldt fueron algunos de los que recogieron el desafío que los descubrimientos de la curiosidad planteaban al pensamiento de la época. El entusiasmo romántico por la naturaleza y la afanosa búsqueda del hombre natural resultarían inexplicables sin esta extraversión de la razón hacia nuevos espacios. Una especie de nostalgia por lo inmediato y origi­ nal, por el paraíso de lo auténtico, se rebelan contra la inercia mecánica de la imagen moderna del mundo. Se trata de una inquieta búsqueda de nuevas certezas en un nuevo orden que se ha construido sobre el primado de la relatividad, la duda y la infinita capacidad de contradición. Pero, a su vez, el viajero cumple —quizás sin saberlo— el mandato de Francis Bacon, padre del pensamiento científico-experimental moderno: ver las cosas con los propios ojos, verificar y controlar, experimentar de primera mano, sustituir el testimonio oral por la inmediatez ocular, tal era la invi­ tación de su obra Of iravel (1625). El resultado de una aventura semejan­ te no podía ser sino la relativización de la cultura europea. Al mostrar la movilidad de los confines del mundo, el viaje revoluciona el espacio de la experiencia, sacudiendo las certezas que proporcionan la mentalidad y cultura propias. Descubrir es comparar y relativizar, obtener un contexto más amplio y diverso, gracias a la visión de las ideas, conceptos, costum­

5 PhilGesch., XIII. 8. p. 353.

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bres y constituciones de otros pueblos. De alguna manera el cumplimien­ to de la modernidad europea estriba en su propia relativización. Aunque Hegel no se refiere directamente a estas cuestiones, es posible entender su insistencia en la hegemonía cultural de Europa como una clara respuesta a la emergencia de esta relativización sociocultural que habrá de culminar en el historicismo del XIX. Su crítica a la idea de un estado de natura­ leza, su idea de mediación cultural o la categoría de neflexividad como nota esencial del espíritu apuntan claramente en una dirección contraria a la iguala­ ción de las culturas. No existe un paraíso al que se accede por medio de la sensibilidad. La idea de mediación significa que para el hombre moderno la naturaleza ha dejado definitivamente de ser significativa en su inmediatez. Pongamos un ejemplo para ilustrar esta crítica. La obsesión por conocer de primera mano ha conducido al aumento de relatos y testimonios, es decir, de creencias. Formulado dialécticamente: siempre que el hombre persigue la inmediatez del objeto se ve obligado a configurar mediaciones. Y además la formulación de tales descubrimientos está mediada por un lenguaje, fuera del cual serían experiencias privadas y, por tanto, socialmente irreievantes. Por consiguiente, el viaje sólo tiene sentido en una cultura que. como la europea, fomente la inquietud de comparar; sólo gracias a que se posee una cultura cuya grandeza consiste en hacer de la curiosidad rutina y en exigir para todo fundamento y justificación, puede el viajero europeo fingir el holocausto de su propia superioridad. Con el retomo a un estado de naturaleza —ya sea a través del sentimiento, del desprecio a la cultura o de la incapacidad de sopor­ tar instituciones para el ejercicio de la libertad— perdería el europeo también aquella capacidad de relativización universal que le había permitido tan audaz empresa. Hegel no desprecia la aventura del viaje; lo que quiere decir es que el viaje no se convierte en experiencia mientras no se ha regresado a casa. Cuando se observa la historia europea no es posible evitar una pregunta que se suscita inevitablemente: ¿por qué está la trayectoria histórica de Europa surcada de revoluciones? En otras culturas encontramos también de­ seos de libertad y admirables instituciones, choques de intereses y conflictos dramáticos, pero sólo Occidente ha hecho de la libertad incondicional el carácter esencial de su autoconciencia. Elevada al rango de valor absoluto, la libertad ha foijado utopías capaces de despertar el entusiasmo y mover al he­ roísmo. Ciertamente, este rasgo contrasta también sobre un fondo de som­ bras. De la libertad se ha hecho también un arma arrojadiza y bajo su bandera se han agrupado en no pocas ocasiones tiranos y fanáticos. Pero ya resulta suficientemente significativo que incluso éstos hayan de apelar a la libertad —a una futura liberación absoluta que les exime de respetar la liber­ tad existente— para gozar del crédito que les permita presentarse en so­

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ciedad. En cualquier caso, la exaltación de la libertad y la incapacidad de so­ portar su carencia forman parte del carácter europeo. Su cultura se ha confi­ gurado sobre una radicalización de lo insoportable, es decir, sobre una extrema capacidad de indignación y una elevada resistencia a la privación de libertad, que no logra fácilmente acostumbrarse a ella, obstinada en derribar los obstáculos que encuentra y abrir nuevos espacios de acción. La dialéctica hegeliana de la libertad responde a este principio: el espíritu que quiere ser libre necesita haber vencido, no puede renunciar a que surja el antagonismo. Lo europeo es la incapacidad de sellar un pacto con el poder de hecho y la irresistible tentación de traicionarlo cuando no ha habido otra solución que aceptar ese compromiso. A esto se debe su carácter dramático, su tensión característica. Toda la obsesión de Fichte por impedir que el pacto social se revista de la aureola de lo definitivo —su idea de que un pacto inmodificable atentaría contra los derechos de la humanidad— responde a esta inquietud. Es lo que Kant advirtió al señalar que el hombre moral no es necesariamente feliz, pero obtiene un premio terreno por su virtud: la insatisfacción que le impide renunciar a lo mejor en beneficio de lo dado. Kant nunca modificó su concepción de las tendencias e inclinaciones como una debilidad. Roo hay algunas que por estar de acuerdo con la moralidad consideraba dignas de ser acrecentadas. Y entre ellas menciona la pasión por la libertad67. En la Europa moderna, las reflexiones acerca de la libertad han sido casi siempre respuestas a una amenaza; más que de una estricta demostra­ ción lógica, se trataba por lo general de una obstinación práctica. Una pre­ sunción a su favor alentó su defensa frente al determinismo universal anunciado por la moderna ciencia natural, la rebeldía política ante los Esta­ dos construidos sobre principios mecanicistas y la afirmación de la per­ sonalidad contra la resignada proclamación de los determinismos históricos, psicológicos y sociales. En este sentido se debe entender la consideración que Schelling hacía del dogmatismo —es decir, del sometimiento del hom­ bre al mundo objetivo— como una derrota voluntaria, o la idea de Fichte de que el mal radical es la pereza, la renuncia a la acción. Aun cuando estas ba­ tallas no siempre se hayan saldado con una victoria sobre el atacante, la misma resistencia a aceptar incuestionadamente su dominio, lo que Hegel llamará «la obstinación absoluta de la subjetividad»? frente al acoso del determinismo, es un indicio de las buenas razones que asisten a la libertad. Constituye ya una victoria el hecho de que la negación teórica o práctica de la libertad no sea aceptada como un hecho trivial.

6 Cfr. KpV.. Ak„ V, p. 118; XIX, p. 287. 7 PhilGesch., XII. p. 415.

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El idealismo es una teoría de la libertad, más que una teoría del co­ nocimiento. Su impulso inicial no es disolver una perplejidad teórica, sino conjurar una amenaza de la libertad. Schelling lo puso en marcha al darse cuenta de que la defensa teórica de la libertad era mucho más débil que su exhortación moral. «El criticismo sólo tiene débiles armas contra el dogmatismo si todo su sistema se fundamenta sólo en las propiedades de nuestra capacidad cognoscitiva y no en nuestra esencia original»**. El motor de toda liberación es más la exasperación que produce la servi­ dumbre que el resultado de un silogismo teórico. Por eso intrerpretaba Kant el grito del niño al nacer como la expresión paradójica de una aspi­ ración a la libertad elevada por quien ha sido traído a la existencia sin su consentimiento y, con ello, le ha sido regalada la libertad*910 . Y así, cuando en los Prolegómeno denomina a la filosofía idealista «infantil»1**, está lla­ mando la atención sobre el carácter originario que la libertad recibe en la filosofía moderna: es la libertad como pasión. La razón más poderosa de

la libertad es que la razón misma es libertad. Toda la reflexión filosófica que va de Kant a Hegel es una reacción frente a la aparición de una cosmovisión científica y unas formas sociales tras la que se esconde un intento de remover al hombre de la centralidad del universo. Mecanismos naturales y mecanismos políticos pugnan por obtener un protagonismo que supondría la absorción del sujeto en la férrea cadena de la necesidad. El pathos de la emancipación que anima al idealismo ha de entenderse como la aspiración de sustraer al hombre de una constelación ontológica mecanicista que no tolera existencia autónoma alguna y que se

presenta con una intención aniquiladora. Para comprender esta reacción se ha de tener en cuenta que la primera modernidad tenía el carácter de una verdadera restauración de la antigua filosofía de la necesidad. Pensadores como Hume, Lulero, Spinoza o Helvetius habían puesto en cuestión de diversas maneras la noción de una autonomía del hombre. Fatalismos, psicologismos y materialismos de diverso género venían a coincidir en una negación explícita de la libertad, a la que se condenaba a ser una ilusión o una blasfemia. El idealismo es la revuelta contra esta restauración de la necesidad. Se trata de una reivindicación de la libertad como negación de los límites que desde diversos frentes reclaman un valor absoluto. La diferencia entre lo que Hegel llama libertad sustancial y libertad subjetiva consiste en que para ésta ni los fenómenos, ni las costumbres, ni las leyes

* «Kritische Briefe über Dogmatismos und Kritizismus». HKA, 3, p. 56. 9Cfr. VIl.pp. 268 ss.

10 Cfr. IV, p. 292; VII. p. 172.

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son algo fijo y definitivo. Su distintivo es la reflexión como capacidad de oponer, comparar, enjuiciar, que «contiene en sí la negación de la reali­ dad»'>. El idealismo aspira a recuperar aquella concepción de la libertad como trascendental que había tenido en Eckhart su más preclaro defensor a las puertas de la era moderna. Parafraseando la afirmación aristotélica acer­ ca del alma, podría valer aquí el axioma: la libertad humana es en cierto modo todas las cosas. Que el idealismo acertara en su estrategia es muy dis­ cutible, pero no en cambio la intención que alentó su pensamiento. En el análisis del concepto de libertad moderna que Hegel sintetiza se ve con gran claridad que la era moderna es más amplia que las seña­ lizaciones al uso de las eras históricas. Propiamente hablando, los pre­ supuestos de la modernidad hunden sus raíces en el cristianismo. La era moderna, en tanto que realización de un concepto de libertad que ella misma no ha descubierto por primera vez. debe al cristianismo su principio

inspirador. «El derecho de la libertad subjetiva constituye el punto central sobre el que gira la distinción entre la antigüedad y la era moderna. Este derecho ha sido expresado en su infinitud por el cristianismo y ha sido cons­ tituido como principio real y general de una nueva forma del mundo»*12. Me

parece muy plausible la tesis de que lo moderno surge como una respuesta a la amenaza de helenización de la cultura occidental. Así lo entendió Hegel al dirigir una mirada de escepticismo al entusiasmo que el ideal griego des­ pertaba en la segunda mitad del siglo XVlli. Y aquí también es la apología de la Europa moderna una defensa del principio de rebeldía. En uno de sus escritos de juventud alaba Hegel la belleza de la libertad griega, en la que todavía no había tenido lugar la escisión entre la voluntad individual y la voluntad general, entre lo público y lo privado, la religión y la política, el poder y el deber. La moralidad griega era bella y no problemática, ingenua. Cada uno encontraba en el todo la identidad personal: la obediencia a las leyes de la polis no podía aparecer en contradición con la moral o la re­ ligiosidad individual, por la sencilla razón de que el todo social era a su vez quien suministraba las convicciones de la moral y la religión. Obedecer al Estado equivalía a obedecer a los dioses y a la propia conciencia. Belleza significa aquí armonía inmediata, ausencia de fuentes de conflicto y carencia de problematicidad. El mundo griego es el reino de la bella libertad: la voluntad individual se halla en la costumbre inmediata y las leyes. «Es el reino de la moralidad. Cada uno es moral en la medida en que está inme­ diatamente unido a lo general. Aquí no tiene lugar ninguna protesta (Es fin-

" PhitGesch., XII. p. 135. 12 Rechtsphil., VII, § 124. p. 233.

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det kein Protestiren hier statt). Cada uno se sabe inmediatamente como algo general, es decir, renuncia a su particularidad.» Pero se trata de la belleza de lo terrible, de una belleza a la que le falta verdad. La libertad interior es, por el contrario, «el principio más sublime de los nuevos tiempos, que los anti­ guos, que Platón, no conocían, pues en la era antigua la bella vida pública era la moral de todos, unidad bella e inmediata de lo general y lo particular, una obra de arte en la que ninguna parte estaba separada del todo, ya que la uni­ dad genial de la particularidad que se sabe como ser absoluto, del absoluto ser-en-sí, no estaba presente [...]. Por este principio, los individuos han perdi­ do la libertad exterior real, pero han conservado su libertad interior, la liber­ tad del pensamiento»13. La libertad moderna es el intento de reconstruir la inmediatez exterior de los griegos por medio de la libertad. La palabra griega para designar la libertad, eleuthería, significa «poder vivir de acuerdo con la costumbre». La libertad antigua apunta a una incor­ poración; la moderna, a una separación. La cultura griega contenía ya los gérmenes de su propia insatisfacción. La idea de racionalidad habría de tener a la larga un efecto disolvente sobre esta totalidad social. A esto se refiere Hegel cuando habla del resultado revolucionario que se sigue del principio socrático de la reflexión, «pues lo peculiar de este estado es que su forma consiste en la costumbre, es decir, que el pensamiento es insepa­

rable de la vida real»1415 . La razón eleva un momento de incondicionalidad y, en esa misma medida, relativiza toda condición. Pero esta fuerza desga­ rradora sólo alcanzará su legitimidad con la religión cristiana, gracias a su capacidad de relativización de las formas socioculturales. En el fondo del alma griega se alojaba un profundo pesimismo y una resignación acomoda­ ticia. En cambio, Europa es inconcebible sin esa capacidad de cuestionar toda costumbre y tradición, con excepción de la que nos reconoce ese dere­ cho de cuestionar13. Ese derecho es lo único que resulta incuestionable.

¿Cuáles son entonces las señas de identidad de lo que Hegel denominó

13 JenSyst., III. pp. 262-264; cfr. Eni.. X. § 393 Z, p. 65; PhilGesch.. XII, pp. 137 ss. 14 PhilGesch., XII, p. 329. Según esta observación, la separación de vida y racionalidad

—la no deducción de la razón a partir de un entramado de intereses, costumbres o prejuicios— aparece como una condición de la libertad. La Ilustración como desenmascaramiento que triunfa en la filosofía del siglo xtx, con su pretensión de vincular la razón a contextos vitales con­ dicionantes, podría ser interpretada como la consideración de que todo el curso de la historia

puesto en marcha por lo que aquí se entiende como libertad en sentido europeo no es sino un extravío de la razón. Nietzsche fue el más clarividente, al achacar al cristianismo este «error» histórico sobre el que se ha montado toda la apoteosis de la libertad en el mundo moderno. 15 Cfr. R. Spaemann. «Eurozentrismus oder Universalismos», en Merkur. Zeitschrift für europáisches Denken. agosto de 1988 (8), pp. 706-712.

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«el sentido europeo de la libertad»?16. La libertad europea no evoca una situación idílica, sino que contiene un núcleo de capacidad polémica cuyo agotamiento equivaldría a su propia ruina. No nos eleva por encima de otras culturas el haber encontrado mejores soluciones, sino el haber ampliado el elenco de los problemas, es decir, aquello para lo que no nos daríamos por satisfechos con una respuesta simple. Schiller estableció la distinción entre el hombre antiguo y el moderno como un contraste entre la sencillez y la problematicidad. Se trata de una libertad que incomoda el ejercicio del poder, problemaliza las relaciones sociales y condiciona todo género de lealtades. La idea de algo absoluto tiene el efecto de relativizar cuanto encuentra a su paso y cuestionar los estadas de hecho. La libertad es más una fuente de pro­ blemas que de soluciones adormecedoras. Y, cuando se hace de la libertad una exigencia universalizable, la problematicidad adquiere unas dimensiones incontrolables. La aterradora simplicidad de un sistema político que no res­ peta las libertades personales contrasta con la complejidad de un entramado político democrático en el que, al mismo tiempo que se extiende umversal­ mente la libertad, también aumentan exponencialmente las fuentes de con­ flicto, los centros de intereses y los sujetos capaces de ejercer la crítica. Christoph Wieland había formulado el principio de que cuanto más ilustrado es un pueblo, más difícil es de gobernar. La universalización de los derechos humanos es inevitablemente un aumento de la complejidad social, aunque sólo sea por el incremento del número de interlocutores. Esta disposición hacia la complejidad no es solamente el resultado de una creciente moderni­ zación social, sino que se basa en una decisión de principio por la que el hombre europeo recela de la facilidad. Europa ha ido forjando esta rebeldía en tomo al principio de realidad, al principio del derecho y a la idea de Dios. El saber, la justicia y la religión constituyen el entramado sobre el que se arti­ cula la conciencia de su libertad. La desconfianza del hombre europeo ante lo inmediatamente dado configuró en la antigua Grecia la idea de una realidad que está más allá de los juicios históricos, no sometida al juego de las opiniones, ni a disposición de la arbitrariedad individual. Este deseo de objetividad apa­ rece como condición de libertad tan pronto como se comprende que ésta exige que el criterio de lo verdadero y de lo bueno no puede ser —no lo es en absoluto— patrimonio de ninguna subjetividad. La experiencia de la verdad únicamente pudo abrirse paso en un espíritu que no se queda fascinado ante la apariencia inmediata, ni se adhiere con facilidad a la

•‘Cfr.Enz., X, $ 503. p. 312.

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opinión dominante, sino que interroga incansablemente. Toda la ascética moderna de la razón se ilumina desde este horizonte abierto por una razón que incluye en sí libertad, interioridad y acción. La primacía de la razón sobre la sensibilidad es lo que posibilita sustituir la fijación del ins­ tinto por la creatividad de la razón. Si tener instinto significa tener la evi­ dencia de aquello que ha de hacerse para la propia conservación, actuar de manera racional es aceptar el abismo que se ofrece a la libertad como un desafío que invita a abandonar las seguridades que contradicen la dig­ nidad humana. De una experiencia análoga procede la idea de justicia. El principio de que nada vale que no haya sido antes justificado es también un modo prác­ tico de proceder en la organización de la convivencia humana. El derecho consiste precisamente en impedir la vigencia inmediata de la fuerza. Toda pretensión política ha de ser avalada con razones y acreditarse en un dis­ curso público. Por eso el hombre europeo se comporta de una manera tan tiránica ante la historia. «Costumbre y tradición ya no valen; los diferentes derechos deben legitimarse a partir de principios racionales. Sólo de este modo deviene realidad la libertad del espíritu»17. Sustraer la cuestión del deber y del derecho del tribunal de la historia era lo que Fichte había con­ vertido en tarea de la filosofía idealista. La diferencia entre esta nueva manera de pensar y el dogmatismo vendría a ser la que existe entre quienes compran todo de primera mano y quienes aceptan rutinaria y cansinamente vivir de prestado18. Lo que Hegel había llamado en su análisis de la cultura griega belleza moral o bella libertad designa precisamente aquella actitud pre-modema de serenidad natural en la que las leyes son obedecidas no porque se esté subjetivamente convencido de su validez, sino por la necesi­ dad objetiva de un hábito o una costumbre con la que el espíritu no ha con­ seguido aún romper por carecer de una instancia absoluta de relativización obtenida al maigen del espíritu objetivo de un pueblo. Una vez que el hom­ bre dispone de esta posibilidad, las formas históricas no valen en virtud de su duración y su vigencia social; cualquiera puede ser llamada a revisión. «¡Atreveos! —grita el Empédocles de Hólderlin—. Lo que heredasteis, lo que adquiristeis, lo que os contaron los labios de vuestros padres, lo que aprendisteis como leyes y costumbres, los viejos nombres de los dioses, olvidadlo, audaces, y alzad como recién nacidos los ojos a la divina natura­ leza, para que el espíritu se encienda con la luz del cielo y se os impregne

17 PhilGesch., XII, p. 417. 18 Cfr. Beitrag zur Berichtigung der Urteile des Publikums über die franzñsische Re-

volution. Erste Teil. Zur Beurteilung ihrer Rechtmüfiigkeit. FW, VI, p. 65.

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el pecho como en el primer día»19. La tradición podra contar con buenas razones, pero no puede ser elevada a la categoría de ideología. El pen­ samiento es más corrosivo que el tiempo. Su universalidad contiene una

fuerza destructiva frente a todo lo que se le presente de modo inmediato, definitivo o limitante. Racionalidad equivale a relativización universal. Ninguna forma finita puede consolidarse ante la razón: esto sería la mayor desgracia. Por eso la historia de Europa tiene a la revolución en sus entra­ ñas, hasta el punto de que tampoco la pretensión de subvertir un orden po­ lítico está eximida de justificación. El vértigo y la relativa inseguridad que lleva consigo una historia así entendida forman parte, a su vez, del riesgo de la libertad. El hombre corre el peligro de no encontrar un contexto en el que reconocerse, puede enfrentarse con dificultades a la hora de configurar su identidad o sentir la extrañeza de la cultura que le envuelve; pero tam­ bién encuentra en este riesgo la garantía de que no caerá fácilmente en una identidad extraña. Solamente un europeo como Goethe puede sentir nostal­ gia de una cultura que no haya problematizado su propia tradición y excla­ man «América, a ti te va mejor / que a nuestro viejo continente. / No tienes palacios en ruinas ni basaltos. / A ti, en tu interior, no te inquietan con so­ bresaltos en tiempos de vida / inútiles recuerdos y vanas disputas.» Con la ¡dea cristiana de la persona la libertad alcanza su dimensión más profunda: su incondicionalidad y universalidad. La aspiración de objetividad y justicia supera un último obstáculo: la fijación del indi­ viduo a un status, su reclusión en una particularidad. «El hombre vale porque es hombre, no por ser judío, católico, protestante, alemán, italia­ no, etc.»20. El hombre deja de ser parte, individuo, caso o elemento, y se convierte en una imagen de la totalidad. Hegel entiende la aparición del cristianismo como el acontecimiento decisivo de la historia universal porque gracias a él tiene lugar una liberación del espíritu que confiere al

hombre universalidad e infinitud. «El Oriente sólo sabía y sabe que uno es libre; el mundo griego y romano, que algunos son libres; el mundo germánico sabe que todos son libres»21. Sobre la cultura occidental se imprime una dinámica hacia la universalización de la libertad, es decir, hacia la conquista de todas las libertades para todos los hombres. Las demás religiones habían considerado al sujeto como una ilusión o un error; el cristianismo le libera de las fuerzas objetivas en la medida en que lo constituye como centro de una relación directa con Dios.

” StA., ¡v, p. 69. 20 Rechtsphil . Vil. § 209, p. 360. 21 PhilGesch., XII. p. 134; cfr. id., pp. 386 ss.

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Ya Novalis había subrayado como distintivo de la religión cristiana

una profunda anarquía22. Pero, a la vez, creyó que la religión había desapa­ recido de la cultura europea; su nostalgia por los tiempos en que Europa

era una tierra cristiana suponía una aceptación implícita de la dinámica de secularización que otros celebraban. Hegel no compartía en absoluto este punto de vista. Se dio cuenta de que Europa es cristiana, por así decirlo, hasta en sus defectos. Incluso las ideas que se alzaban polémicamente con­ tra ios valores de la civilización cristiana —racionalidad, poder sobre la naturaleza, conciencia, crítica, emancipación...— tenían su origen en aque­ llo mismo que parecían querer destruir. El problema de la realización de la libertad en el mundo moderno le debe al cristianismo su propia existencia como tal problema: únicamente en él adquiere la libertad un valor incon­ dicional y únicamente en él la construcción de un orden social correspon­ diente aparece con toda su problematicidad. La idea de libertad como emancipación se enfrenta a unas dificul­ tades específicas. Una libertad que consiste en la disolución de todo vínculo determinante necesita más que ninguna otra de orientación y finalidad. Europa, escenario de heroísmos y holocaustos, parece estar destinada a moverse siempre entre alternativas extremas. Es capaz de una virtud más sublime, pero también de la más estremecedora perversión. Esta ambigüedad se debe también a la amplitud de posibilidades que abre su concepción específica de la libertad. «Cuanto más alta se eleva la naturaleza sobre lo animal —hacía notar Hólderlin— tanto mayor es el peligro de perecer en la tierra de la caducidad»23. La problematicidad de la emancipación no está en la rebeldía que la pone en marcha, sino en la carrera frenética hacia ninguna parte a que puede dar origen cuando se entiende únicamente como desvinculación, cuando se juzga sólo a partir de lo que ha dejado tras de sí. Con una mezcla de entusiasmo subversivo y perplejidad, Friedrich Schlegel resumía así el espíritu revolucionario de la modernidad: «el verdadero protestante debe también protestar contra el mismo protestantismo»24. El vértigo que produce una libertad así enten­ dida pone en marcha una nueva reflexión acerca del sentido que la liber­ tad puede tener bajo las condiciones del mundo moderno. La idea hegel ¡ana de que la libertad es el conocimiento de la necesidad no es una contradición lógica aceptada como algo inevitable; responde a la convic­ ción de que la libertad sólo es real si integra en sí la necesidad. No es que

22 Cfr. Die Christenheit oder Europa. Reclam. Stullgart. 1984, p. 80. 23III. p. 165. 24 KA, III, p. 88

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la libertad subjetiva sea una quimera; el holocausto de la libertad subje­ tiva es el resultado de no haber recogido en sí el momento de la nece­ sidad. Lo que Hegel designa como necesidad no es otra cosa que el espacio de la libertad, su expresión exterior, las condiciones que la hacen posible, su realización histórica, etc. Desde el punto de vista de una sub­ jetividad abstracta, esta esfera exterior puede ser vista como una limita­ ción insoportable, pero en verdad es lo que hace posible una existencia libre. El ejercicio de la libertad exige espacios de acción en los que no quede atrapada irremediablemente. A la concepción europea de la liber­ tad pertenecen no sólo la experiencia del desasimiento, sino también el deseo de protección, compromiso, reconocimiento y expresión. La tarea de la libertad en una cultura que tiende a perder de vista esta segunda dimensión no puede ser otra que asegurarse a sí misma frente a la seduc­ ción de liberarse también de los supuestos que la hacen posible. En un pasaje de Hyperion25 plantea Hólderlin esta contraposición entre el mundo oriental y la Europa moderna (el norte) como la dife­ rencia entre lo exterior y lo interior. Superar esta escisión de la libertad, encontrar una forma que las unifique, sería la tarea específica del pensa­ miento. «Como un soberbio déspota, la zona oriental del cielo obliga a sus habitantes, con su poder y su esplendor, a agacharse hasta tocar el suelo [...]. El egipcio está sometido antes de ser un todo, y por eso no sabe nada del todo, nada de la belleza, y lo más elevado a lo que da nom­ bre es una potencia velada, un enigma terrible.» La aventura de la liber­ tad no ha iniciado todavía su atrevida singladura, no se ha liberado aquí de la seducción de lo inmediato. Bajo la idea de una totalidad enigmática y avasalladora, Hólderlin señala la misma situación que Hegel describirá como una unidad no diferenciada en la que es imposible la verdadera experiencia de la libertad. «El norte, en cambio, empuja a sus hijos demasiado pronto hacia el interior de sí mismos (...]. En el norte hay que estar en posesión de la razón aun antes de que haya en uno un sentimien­ to maduro; se siente uno responsable de todo aun antes de que la inocen­ cia haya llegado a su hermoso final; hay que ser razonable, hay que

convertirse en un espíritu autoconsciente antes de ser hombre, en una persona inteligente antes de ser niño; no llega a florecer y madurar la uni­

dad del hombre total, la belleza, antes de que él se forme y desarrolle. La pura inteligencia, la razón pura, son siempre las reinas del norte.» La libertad moderna es una conquista puramente interior que se traduce en una falta real de libertad por carecer de objeto exterior. «Sin belleza del

25III. pp. 82-83.

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espíritu y del corazón, la razón es como un capataz que el amo de la casa ha enviado para vigilar a los criados; él sabe tan poco como ios criados en qué acabará aquel trabajo inacabable, y sólo grita: “¡Eh. vosotros, a trabajar!”, pero casi ve con fastidio que el trabajo avance, pues cuando

acabe ya no tendrá que dar más órdenes y su papel se habrá acabado.» La belleza es el nombre de la nueva tarea de la libertad, más allá de la mera emancipación. Es el punto de apoyo para la construcción de una nueva Grecia en la que se armonicen la sublimidad de Oriente y la introversión de Occidente, superando así el desgarramiento del mundo moderno. Xavier Zubiri llamó a Hegel «la madurez intelectual de Europa». Sin duda, no se hizo merecedor de este calificativo por haber formulado la idea moderna de libertad, sino por haber mostrado también sus aportas e inten­ tado resolverlas. Toda su filosofía es el proyecto de pensar las condiciones de realización de la libertad bajo las circunstancias del mundo moderno. La idea de que la mera emancipación es una renuncia a la expresión de la libertad, el intento de sustituir la atomización de la sociedad en subjetivida­ des hostiles por la búsqueda de una solidaridad compatible con la libertad individual, su propósito de superar las escisiones que se siguen de la filoso­ fía de la conciencia y la introducción de conceptos como amor, destino, tra­ bajo, intersubjetividad y espíritu, como banco de pruebas en el que toda verdadera libertad ha de acreditarse, responden a una misma intención: do­

tar a la idea moderna de libertad de una realidad inteligible. El parágrafo 393 de la Enciclopedia es una buena síntesis de la in­ tención que anima el pensamiento hegeliano e ilustra su verdadera idea de Europa: es la civilización que se propone someter lo concreto a lo univer­ sal, no dejarlo abandonado pacíficamente en su inmediatez, y el lugar en el que, a la inversa, lo universal tiende a hacerse concreto. «De ahí que el principio del espíritu europeo sea la razón autoconsciente que tiene la con­ fianza de que nada puede ser para ella una limitación insuperable, que todo

lo penetra y en todo se hace presente. El espíritu europeo se pone frente al mundo, se libera del él, pero suprime (aufheht) de nuevo esa contraposi­ ción, recupera para sí lo otro, lo diverso, en su simplicidad. Aquí domina, por tanto, el infinito afán de saber del que carecen otras razas. Al europeo le interesa el mundo; quiere conocerlo, hacer suyo lo otro que se le opone, componérselo para ver en las particularidades del mundo la especie, la ley, lo general, el pensamiento, la racionalidad interna. Al igual que en lo teó­ rico, el espíritu europeo aspira también en lo practico a la unidad produc­ tiva entre él y el mundo exterior. Somete al mundo exterior a sus propios fines con una energía que le ha asegurado el dominio del mundo. En sus acciones particulares, el individuo parte de principios universales firmes y

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el Estado representa en Europa más o menos el despliegue y desarrollo de

la libertad, arrebatada a la arbitrariedad de un déspota, por medio de instituciones racionales»26. De este modo expone Hegel los dos mo­ vimientos que se le ofrecen a la libertad —dominación y reconocimiento— cuya realización no será completa hasta que la separación no haya empren­ dido el camino de la reconciliación. El proyecto de alcanzar la unidad de lo finito y lo infinito se dirige contra una religión apartada del mundo, contra la escisión entre lo sa­ grado y lo profano. La filosofía de Hegel constituye el esfuerzo más notable de la filosofía moderna elaborada en el contexto de una cultura protestante por pensar algo así como una santificación del mundo, susci­ tado por la insatisfacción frente a un proceso de secularización que ha convertido a Europa en un entramado de intereses sin espíritu. «La tarea de la historia consiste exclusivamente en que aparezca la religión como razón humana, en que el principio religioso que habita en el corazón del hombre se articule también como libertad mundana»27. Si el objetivo no ofrece lugar a dudas, su formulación resulta tremendamente ambigua. ¿Exige la racionalización y mundanización de la religión una renuncia de su dimensión trascendente? ¿Se trata de revestir con un sucedáneo de religiosidad a una forma política concreta? ¿No se perdería con ello la capacidad de relativización de los ordenamientos sociales concretos que el cristianismo ha introducido en la conciencia del hombre europeo? Pienso que estas preguntas apuntan al núcleo inspirador de la filo­ sofía del idealismo alemán y nos permiten comprender sus intenciones sin tener que renunciar a la valoración de su alcance real. Un texto del año i 802 puede aclarar estos interrogantes: «en la perspectiva de la eticidad, la palabra de los hombres más sabios de la antigüedad es la única verdadera: lo ético consiste en vivir de acuerdo con las costumbres éticas del propio país; y en lo que se refiere a la educación, aquello que respon­ dió un pitagórico a uno que le preguntó cuál podría ser la mejor educa­ ción para su hijo: hazle ciudadano de un pueblo bien organizado»28. Aquí se pone de manifiesto un curioso paralelismo con aquel texto anterior­ mente citado en el que Hegel lamentaba en el mundo griego la carencia

de una instancia que permitiera la protesta, es decir, la relativización de la totalidad social. No hay en ello una evolución de su pensamiento —ambos escritos son de la misma época de Jena—, sino una explicita-

26 En:., X, $ 393 Z. pp. 62-63. 27 PhilGesch., XII, p. 405. 28 «Über die wissenschaftlichen Bchandlungsarten des Naturrechts». JenSchr., n, p. 508.

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ción muy significativa. La radicalización del momento afirmativo de la libertad ha generado dialécticamente su contrario. La escisión rousseauniana entre el hombre y el ciudadano se salda así con el triunfo de la ciu­ dadanía sobre la humanidad. No toda exteriorización es una realización de la libertad. Este prin­ cipio confiere al hombre una reserva interior ante cualquier forma his­ tórica concreta que se presente como realización del Reino de Dios. Hegel se dio cuenta de que el catolicismo entendía la conciencia de tal manera que impedía su plena reconciliación con una legalidad exterior. Por eso afirmó que «con la religión católica no es posible ninguna consti­ tución racional»29. Ésta mantiene, en efecto, un espacio para lo profano

en el que la pluralidad es irreductible y un sentido para lo sagrado que se escapa de la lógica del tiempo, de lo que se sigue una reserva interior ante el espíritu objetivo, un cierto atomismo social y un residuo de liber­ tad interior frente a toda forma de obligación política. Hegel no vio que la universalidad del hombre europeo consiste en esta libertad que se esconde bajo la forma de una prohibición: aquella que impide al hombre consagrar una forma concreta de constitución racional.

29 PhilGesch.. XII. p. 531.

II. El idealismo alemán como mitología de la razón La opinión vulgar considera, con cierta razón, a la filosofía como una actividad poco arriesgada y de escaso interés. Se entiende a veces ese ocio que la filosofía necesita como una especie de vagancia trascendental. Pero hay ocasiones en que la persecución de un texto, las pesquisas para dar con su autor y ios interrogatorios posteriores la convierten en una investigación poli­ cíaca, trepidante, envuelta en la fascinación del misterio, irresistiblemente

empujada por el interés en desvelar alguna página que se presume de impor­ tancia para la comprensión de algún momento estelar del pensamiento huma­ no. Una de esas escasas excepciones a la rutina filosófica es la todavía hoy acalorada discusión acerca de un documento enigmático que Franz Rosenzweig encontró en la Konigliche Bibliothek de Berlín y publicó en 1917 con el título Das álteste Systemprogramm des deutschen Idealismos [El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán] *. La discusión acerca de la auto­ ría y significado de este manuscrito estuvo rodeada de un ambiente misterioso hasta 1976. Anteriormente se había trabajado sobre una fotografía realizada por el propio Rosenzweig para Ludwig StrauB, suponiendo que el original se había perdido definitivamente. Poco antes del final de la guerra, los nacional­ socialistas habían trasladado a Griissau, en Silesia (actualmente Polonia), un

1 El documento ha sido publicado en las ediciones críticas o clásicas de Hdlderlin,

Schelling y Hegel, debido a que su autoría no ha sido definitivamente desvelada. Cfr. StA,

V, 1, pp. 297-299; H. Fuhrmans, F. W. J. Schelling. Briefe und Dokumente, Bonn. 1962. l. pp. 69-71; Dok.. pp. 219-221 (Dok.}-, FrühSchr., I, pp. 234-236. Por los motivos que más adelante se verán, citaré siempre el Systemprogramm (ÁSP) según la edición de las obras

de Hegel. En castellano existen dos traducciones: J. M. Ripalda, Hegel. Escritos de juven­ tud, FCE. Madrid. 1978, pp. 219-220, y J. Amaldo. Fragmentos para una teoría romántica del arte, Tecnos, Madrid, 1987, pp. 229-231.

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gran número de documentos de interés histórico que se guardaban en diversos museos y bibliotecas de Berlín. Este documento y otros fueron dados por per­

didos hasta que Dieter Henrich encontró el original del Systemprogramm —tras no pocas gestiones diplomáticas— en una biblioteca de Cracovia. ¿Nos encontramos ante un típico caso de paranoia detectivesca, ante una de esas cuestiones minúsculas que solamente atraen el interés en una época de escasas ideas? ¿A qué se debe si no el hecho de que diversas generaciones de investi­ gadores se hayan enfrentado —con el texto y entre sí—, teniendo en cuenta que se trata de un documento breve —una hoja escrita por las dos caras— y fragmentario?2. El problema de la autoría del texto ha sido, sin duda, lo que más ha ocupado la atención de los investigadores. Hasta 1969 existía la opinión

casi unánime que lo atribuía a Schelling, si bien la letra era indudable­

mente de Hegel. Este debió de haberlo copiado, pues el texto no presen­ taba los tachones y enmiendas característicos de la escritura original de Hegel, utilizaba la primera persona (absolutamente inusual en las obras de Hegel) y el contenido no parecía encajar bien con el pensamiento hegeliano. Otto Póggeler sostuvo entonces que su autor era Hegel, rom­ piendo con ello un consenso prácticamente general. No voy a entrar al fondo de esta cuestión, pues me interesan más los problemas de conteni­ do e interpretación, pero no me resisto a ofrecer una opinión particular al respecto, a la que iré añadiendo razones a lo largo de la exposición del contenido del Systemprogramm. A pesar de la primera impresión que puede producir, este documento es más difícil de encajar en el desarrollo intelectual de Schelling que en el de Hegel. La autoría de Hegel no puede ser puesta en duda con mejo­ res argumentos que la de Schelling o Hólderlin. Tampoco puede recha­ zarse taxativamente que se trate de un primer esbozo de las Nuevas cartas sobre la educación estética del hombre que Hólderlin había anun­ ciado escribir con la intención de «encontrar el principio que me explique las separaciones en las que pensamos y existimos, pero que sea capaz también de hacer desaparecer las contradiciones entre el sujeto y el obje­ to, entre nuestro yo y el mundo, e incluso entre la razón y la revelación»3.

2 Para la historia de estas discusiones, cfr. R. Rubner. Das dlteste Systemprogramm. Studien tur Frühgeschichte des deutschen Idealismos. Hegel Studien. 9, Bouvier. Bonn, 1973; Ch. Jamme y H. Schneider, Mythologie der Vernunft. Hegel •¿¡¡testes Systempro­ gramm» des deutschen Idealismos, Suhrkamp, Frankfurt, 1984; F.-P. Hanser, «Das Ateste Systemprogramm des deutschen Idealismos», Reteptionsgeschichte und Interpretation, W.

de Gruyter, Berlín. 1989. J StA, VI, p. 202.

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Pero lo más plausible es que el autor de este escrito no sea ninguno de los tres, sino que se trate de un protocolo para la discusión entre los compo­ nentes de la Gesellschaft freier Manner, constituida el 18 de junio de 1794 en Jena por algunos discípulos de Fichte, como Holderlin, Sinclair, Boehlendorf, Perret, Hülsen y Berger4. Entre ellos destaca Johann Erich von Berger, el más activista y radical de todos. Bien podría considerarse este escrito como el resultado de las discusiones que mantuvieron estos inquietos estudiantes, por lo que su redación debió de tener lugar en 1795. Finalmente, habría que insistir en la influencia decisiva de Schiller, quien, junto con Fichte, era el más célebre de los profesores que en la Universidad de Jena apelaban a una superación de la filosofía kantiana en la línea del naciente romanticismo. Sus Cartas sobre la educación estéti­ ca del hombre habían sido publicadas en la revista Die lloren, que él mismo dirigía, en 1795. Es bien sabido que Hegel recibía esta revista y en una de sus cartas a Schelling (la del 16 de abril de 1795) elogia este escrito como una «obra maestra». También es conocido el entusiasmo de Hólderlin por la obra de Schiller y que criticara de él —lo que concuerda muy bien con la intención programática del escrito que nos ocupa— no haberse atrevido a dar un paso más a través de la frontera kantiana («über die Kantische Gránzlinie»)\ Pero lo más importante es, sin duda, que nos encontramos ante un

Agitationsprogramm (D. Henrich) que constituye el acta de fundación del idealismo alemán, su manifiesto programático. La discusión acerca de a

quién debe ascribirse no está todavía cerrada y, en no pocas ocasiones, ha distraído la atención de los problemas de contenido e interpretación. Quizá sea mucho más interesante preguntarse en qué medida Hegel, Hólderlin o Schelling han desarrollado en su producción filosófica posterior el proyecto que aquí aparece. Con esta pregunta se abre una perspectiva mucho más interesante desde el punto de vista filosófico. La «dialéctica de la Ilustración» que se había convertido en un apasionante debate en la segunda mitad del siglo xvm —Lessing, Herder. Mendelssohn, Wieland.

4 Cfr. P. Raabe. «Das Protokolbuch der Gesellschaft der Freien MMnner in Jena 17941799». en Festgabe für Eduard Berend zum 75. Geburtstag, Weimar. 1959, y M. Oesch (edj. Aus der Frühzeit des deutschen Idealismos. Texte zur Wissenschqfislehre Fichtes (1794-1804). Konigshausen & Neumann. Würzburg, 1987. Algunos textos de Berger reco­ gidos en estos dos libros presentan un estrecho paralelismo con las ideas del Systemprogramm, especialmente las ideas de significación política. Las polémicas en clave política eran del todo ajenas al joven Schelling. pero habituales entre los discípulos de Fichte en Jena. s Cfr. SrA. VI. p. 137.

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Schiller... — se ve ahora enriquecida con un texto en el que se muestran y se intentan resolver programáticamente los problemas esenciales de la filosofía postkantiana: el renacimiento del mito en la cultura prerrománti­ ca (l), la primacía de la razón práctica como primado existencia! de la libertad (2). la compensación que la estética ofrece ante el desencanta­ miento moderno del mundo (3), la mecanización del Estado que resulta de la liberación política (4), y las posibilidades de una religión popular en

una cultura secularizada (5).

1.

EL RENACIMIENTO DEL MITO EN LA CULTURA PRERROMÁNTICA Hablaré aquí en primer lugar de una idea que. por lo que sé. todavía no se le ha ocurrido a hombre alguno: hemos de tener una nueva mitología, pero debe estar al servicio de las ideas, ha de llegar a ser una mitología de la razón | ASP. 236).

Con una extraña mezcla de ironía y nostalgia escribía Marx a propósito de la moderna desmitologización que acababa de dar un paso de gigante con la Revolución industrial: «¿qué queda de Vulcano ante Roberts et Co., de Júpiter ante el pararrayos y de Mermes ante el Crédit mobilier?»6. Efectiva­ mente, la Ilustración satisfecha resulta de un proceso por el cual todas las viejas explicaciones míticas de los fenómenos del mundo natural han sido

reducidas a su verdadero origen causal. El único interés que acerca a la Ilus­ tración a la mitología es una pretensión racionalizadora, es decir, de inventa­ riar la historia de todos los errores históricos del género humano, explicar los mitos como el resultado de una minoría de edad de la razón, ofrecer una causalidad cierta donde antiguamente se cerraba el paso a la curiosidad con una brumosa explicación suprasensible de los fenómenos de origen incierto. Como explicación antropológica de estos errores de la fantasía antigua, la Ilustración racional remitía al simple desconocimiento o al miedo, cuando no a otra forma de irracionalidad consistente en la pretensión de descargar la propia responsabilidad ante un acontecer que se presenta como inevitable. Para entender el contexto en el que ha de inscribirse el renovado interés por la mitología que se declara en el Systemprogramm es oportuno recordar que en la segunda mitad del siglo xvui aumentan las voces que acusan a la concepción analítica de la razón de ser la causa de procesos destructivos. Los nuevos métodos de conocimiento —tomados de los procedimientos de

6 Grundisse der Kritik der politischen Ókonomie, Berlín. 1953, p. 30.

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las ciencia positivas— han conducido a una era abstracta y fría. La era ana­ lítica habla sin fundamento trascendental. Fundamento significa no sólo remisión a una causa —como en las explicaciones de la física—, sino remi­ sión a lo sagrado, a lo absoluto, es decir, justificación. Pero el principio de la era analítica es la mecánica y su modelo la máquina. Esta mentalidad ha cristalizado en la legislación, administración y forma de gobierno del Esta­ do absolutista y en todas las esferas de la vida. Es el resultado de lo que Herder denominó una «razón tardía»: la lucidez desmitificadora. la Ilustra­ ción que divide, separa y desgarra, el desenmascaramiento de los sueños, las ilusiones y las creencias. La luz sola no alimenta; al siglo iluminador le fal­ tan corazón, calor, sangre, humanidad, vida; la Ilustración no es necesaria­ mente sinónimo de virtud y felicidad. Para Herder, la luz se encuentra más bien en oposición a la vida lograda. El agotamiento de Europa consiste, por tanto, en el oscurecimiento de la imaginación, el lenguaje y la sensibilidad. La desacralización del mito ha conducido al empobrecimiento de nuestras experiencias, en el trato con los hombres y con las cosas. Se podrían aducir muchos ejemplos de este malestar del que surge la atmósfera intelectual del Sturm und Drang y el romanticismo. La imagen del mecanismo opuesto a la vida, del individualismo fíente a la comunidad, de las causas frente a los fines es un tópico crítico de la literatura de la época.

En una poesía del año 1801 —posterior, por consiguiente, al Systemprogramm pero clarificadora de su contexto cultural— A. W. Schlegel pone en diálogo al viejo y al nuevo siglo. Aquél se muestra orgulloso de sus enciclo­ pedistas, a quienes ha concedido el poder de someter al cálculo «lo que pueda ocurrimos y lo que podamos hacer». A lo que el nuevo siglo contesta; Esto da como resultado un cero. Pues tales fantasmas podían ser aglomerados a base de átomos que interiormente no sirven para nada y se asustan de ser reales.

Tan ateas como eran sus obras, ¿cómo iban a comprender a la naturaleza. que no es sino manifestación e imagen de la divinidad, infinitamente grande y sabia y eterna7.

Como representativo de esta insatisfacción citaré también un texto del Viaje a Francia de Friedrich Schlegel que sintetiza muy bien la crítica al espíritu analítico-mecanicista. «La escisión ha alcanzado ya su punto más álgido; el carácter de Europa se ha puesto totalmente de manifiesto y ha 7 A. W. Schlegel. Samtliche Werke. ed. E. Bócking, Weidmann, Leipzig, 1846. II. p. 154.

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alcanzado su plenitud, y precisamente es esto lo que constituye la esencia de nuestra era. De ahí la completa incapacidad para la religión —si es que se me permite utilizar esta palabra—, la extinción absoluta de los órganos superiores. El hombre no podía haber caído más bajo; más no es posible. Se ha ido de hecho tan lejos en el arte de la separación arbitraria o, lo que es lo mismo, en el mecanicismo, que también el hombre se ha convertido casi en una máquina, en la que hay tan sólo el mínimo espíritu que sería necesa­ rio para demostrar, en caso de necesidad, que el hombre es, no obstante, algo realmente distinto del animal. Sí, este ser que todo lo domina, este espíritu usurero, sentimental y estafador, de conducta moral y miseria, este absoluto desconocedor de la propia determinación, escritor feliz y lo­ cuacidad sin fin, la presunción insensata y la incapacidad absoluta para sen­ tir todo lo grande, para aquello que ya era real sobre la tierra, todo esto debe llevar ai hombre pensante al desprecio de su propia época y convertirse en indiferencia»8. Este contexto de crítica a la Ilustración es el origen del idealismo alemán. En referencia a este espíritu han de entenderse las protes­ tas de Hegel, Schelling y Hólderlin ante la carencia de mitología de la cultu­ ra moderna, su insatisfacción ante la frialdad de una era sin mitos. En el Fragmento de Tubinga, por ejemplo, critica Hegel el uso grandilocuente de palabras como «Ilustración» o «Humanidad» a las que una modernidad con­

vertida en gesto y retórica ha despojado de contenido. Son los nuevos «charlatanes de la Ilustración», los «voceros del mercado» que ponen a la venta una «medicina universal insípida» y hacen su negocio «en estos tiem­ pos repletos de letras» (ín unseren vollgeschriebenen Zeiten), en una «época llena de palabras»9. En esos primeros escritos, Hegel critica la «fría erudi­ ción» que genera conceptos abstractos a los que no corresponde ninguna experiencia vital. Y se refiere expresamente a un tipo de examen analítico de la razón que investiga, clarifica e incluso cree, pero esta creencia tiene por objeto algo que previamente ha sido convertido en «capital muerto». La razón analítica es «el laboratorio del naturalista que ha matado los insectos, ha secado las plantas, ha disecado los animales» y después trata de referir todo esto a una finalidad extrínseca que sustituya «el vínculo amistoso» que armoniza «la infinita variedad de fines» propia de la naturaleza10. Pero el autor del Systemprogramm parece enfatizar la novedad de esta mitología de la razón. ¿Qué es aquí lo radicalmente nuevo? La novedad se subraya, por supuesto, frente al interés puramente negativo que podía tener

* KA, VII. pp. 75-76. ’ Cfr. FrühSchr., I, pp. 27 y 33. 10 Cfr. íd..p. 14.

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la mitología para la Ilustración, pero también en contraposición a un uso alegórico de la mitología que tenía en Herder a su más célebre defensor. Este segundo sentido de la mitología se refiere más bien a un «nuevo uso» de lo antiguo, a una suerte de reposición, que a una novedad esencial. Res* ponde a esa peculiar dialéctica de la modernidad que rehabilita mitologías antiguas para compensar el desencantamiento del mundo. Toda la filosofía moderna —también en esto se manifiesta la involuntaria estructura narrati­ va de la modernidad— había subrayado el riesgo y la aventura de la liber­ tad que era consecuencia de la precaria constitución natural del hombre. Si el hombre es un ser arrojado de la naturaleza a la libertad, prematuramente lanzado hacia lo incierto, esta indeterminación le enfrenta a una temible infinitud. La máxima plasticidad e indeterminación —no ser objetivamente nada y poderlo ser todo o poder ser aniquilado— coinciden con el máximo riesgo. El miedo es consecuencia de una protección insuficiente contra la alteridad, de una dotación natural indigente y de la ausencia de orientación. El renacimiento del mito en la modernidad tardía tiene mucho que ver con esta función compensatoria, de acotamiento del ámbito de las posibilida­ des, que privilegia todo cuanto reduce el mundo a unas dimensiones que lo hagan asimilable para una subjetividad finita. En este sentido, el mito no es un desmentido, sino una condición para el cumplimiento de los objetivos de la modernidad. La renovación de los cuentos populares, dichos y can­ ciones. por parte de Tieck, los hermanos Grimm, Brentano o Eichendorf, no es un acontecimiento casual: es una de las respuestas que el prerroman­ ticismo ofrece para arraigar el ser y colonizar semánticamente un mundo demasiado etéreo y hostil. El problema nuclear de esta época podría ser formulado de la siguiente manera: ¿cómo es posible reconciliar al indivi­ duo particular con su comunidad política concreta y un orden cósmico general bajo las condiciones que ha producido la idea moderna de libertad? La existencia de mitos supone, en principio, la existencia de un ámbito de ficción no controlado por la razón subjetiva, un límite de sus pretensio­ nes de universalidad y autosuficiencia. Una de las posibles maneras de hacer que este límite no sea un desmentido de la racionalidad consiste en entender la razón como una facultad que. en último término, procede de la imaginación. Ésta es la propuesta de Herder: «nuestra razón se constituye sólo por medio de ficciones»11. En Friedrich Schlegel, la imaginación es el puente que nos abre el paso al terreno prohibido de lo absoluto. El ámbito de lo imaginario es la verdadera patria de la verdad: «la imposibilidad de11

11 ¡duna, oder der Apfel der Verjüngung. en Siimfliche Werke, ed. B. Suphan. Berlín. 1X77. 18, p. 485.

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alcanzar positivamente ¡o más alto por medio de la reflexión conduce a la alegoría»12. Para entender la relativa novedad de este planteamiento puede ser interesante hacer referencia a la polémica que enfrentó, por medio de Herder, Lessing y Klotz, a la pretensión de rehabilitar el mito en una cultu­ ra racionalista con la desmitologización ilustrada. La interpretación más favorable al mito es la de considerarlo en su función alegórica: su único valor consiste en la presentación sensible de una verdad racional suprasen­ sible. En el contexto de la crítica bíblica vecina al protestantismo liberal, la única manera de salvar el valor de los textos consiste en neutralizar la críti­ ca que veía en ellos una pretensión de verdad y, por consiguiente, una opo­ sición a las evidencias de la razón. Con esto se acepta y rechaza, a un tiempo, la crítica de la Ilustración. Sólo es posible mantener el mito si se le despoja de cualquier valor veritativo. Lessing reduce el mito a fábula, a ejemplificación alegórica, ya que «verdades históricas casuales no pueden ser nunca la prueba de verdades necesarias de la razón»13. La Ilustración en general se interesa por la clasificación analítica de los mitos como narra­ ciones que pertenecen estrictamente al pasado o por las circunstancias que los han originado. La relativa novedad del planteamiento de Herder consis­ te en haberse planteado la cuestión de si es posible el uso de mitos antiguos en el presente o si cabe encontrar una nueva mitología. Por supuesto que no se trata de entender literalmente el sentido de los mitos y las poesías antiguas. Al calificar esta pretensión como «ridicula», Herder se encuentra todavía muy lejos del romanticismo; en todo momento recomienda no olvi­ dar que son alegorías y que como tal deben ser entendidas. «De lo contra­ rio, se pasaría de la esfera poética y se entraría en el ámbito de la estricta verdad, en donde los mitos no se encuentran en casa»14. La mitología no tiene un contenido veritativo, sino que es la representación sensible de un principio racional. En un escrito que lleva el significativo título Acerca del nuevo uso de la mitología (1767), Herder duda de que sea posible crear una nueva mitología para los tiempos presentes como la hubo en la antigüedad, aunque lo desearía. No es posible una verdadera nueva mitología, por lo

que sólo cabe un empleo renovado de la antigua. Lo que sí puede la imagi­ nación humana —en tanto que capacidad productiva e innovadora— es insuflar un «nuevo espíritu» a la mitología de los tiempos pasados, trans­ formarla «con una nueva mano creadora, fructífera y artística» y rehabili-

12 KA, XIX. p. 25. 15 Ober den ¿eweis des Geistes und der Kraft (1777). Werke, ed. K. Wdlfel. Frankfurt. 1967. III. p. 309. 14 Sümtliehe Werke, I. p. 440.

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tarta para el presente**. Desde luego, no es ésta la novedad de la que se habla en el texto del Systempmgramm que estamos comentando. Esta novedad es un argumento de peso contra la posibilidad de que Schelling fuera el autor de este escrito, pues su Über Mythen, historische Sagen und Philosopheme der alternen Welt (1793)*16 se mueve dentro del espíritu ra­ cionalista. Con la salvedad de que pudiera en dos años haber modificado sustancialmente su punto de vista, en esta obra la mitología es entendida como una producción típica de la infancia de la humanidad, a la vez que procede a discernir los ámbitos de la verdad filosófica y las producciones legendarias de las diversas culturas. Tanto Hegel como Holderlin se encon­ traban intelectualmente más cerca de la novedad esencial de una mitología de la razón. La ocurrencia original del autor del Systemprogramm es la oposición de una razón narrativa, capaz de apresar la totalidad, de pensar lo distinto como unido, frente a una razón analítica que descompone, separa y des­ garra. Nos encontramos ante una primera formulación de la antítesis hegel ¡ana entendimiento-razón (Verstand-Vernunft). La novedad estriba,

por tanto, en recuperar el valor de verdad de la referencia de la razón a la totalidad, una referencia que tuvo en la antigüedad forma mitológica, pero que puede ser recuperada como forma de racionalidad. Frente a la fragmentación moderna de la razón, el idealismo inquiere por la síntesis, reivindica el «sentido para la totalidad» que Schelling definió como el núcleo de toda metafísica, el carácter absoluto de la razón. Lo absoluto no es aquí el resultado de una desertización de lo real, sino la posibilidad de recoger pacientemente toda la riqueza y variedad de la vida. La razón sintética es una razón estética que «recupera para el orden (...) lo que la naturaleza en su gran curso / dispersa y separa con facilidad»17. Es el recogerse de la vida como tal en un acto de reflexión. El saber, la belleza y la mitología tienen en común que ninguno de sus momentos aislados son verdaderos al margen de la totalidad. Una de las poesías filosóficas de Schiller plantea este requisito de totalidad en la imagen de un joven que no consigue calmar el deseo de saber y se pregunta: |...| ¿Qué tengo yo si no lo tengo todo? [...]. ¿Hay aquí un más y un menos?

ls íd.. p. 429. 16HKA, I.l.pp. 183-246. 17 Los artistas, vv. 234-237. (Cito tos versos de las poesías de Schiller según mi tra­

ducción en Friedrich Schiller, Poesía filosófica, Hiperión. Madrid, 1991.)

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DANIEL INNERARITY ¿Es tu verdad como la felicidad de los sentidos sólo una suma que se puede poseer en mayor o menor medida pero que. a fin de cuentas, siempre se tiene?

¿Acaso no es la verdad única, indivisa? Toma un tono de una armonía. toma un color de un arco iris,

y lo que tienes no es nada mientras falte la bella totalidad de tonos y colores18.

El orgullo con el que el entendimiento analítico muestra sus con­ quistas puede hacemos olvidar que el análisis —bajo la forma de la racionalidad científica moderna y llevado a la praxis en la emancipación burguesa— permanece atrapado en una situación paradójica: el perfec­ cionamiento de la reflexividad conduce a la estabilización de la oposi­ ción que con ella se establece. Pero el análisis y la crítica de la reflexión han de ser consideradas como parte de un contexto más amplio al que la Ilustración es incapaz de elevarse. Sólo cuando se consiga relativizar el dogmatismo de la Ilustración y detener la revolución analítica, se dibuja­ rá ese nexo que era inaccesible al mero entendimiento. Hegel llamará a esto razón, en la que se anuncia y despliega lo absoluto. Este plantea­ miento responde al programa sintético que Fichte había planteado en la Wissenschaftslehre de 1794: investigar en los opuestos la nota por la que son idénticos19. La dialéctica misma se apoya en el descubrimiento de

que el análisis es imposible sin un acto sintético. El gran mérito del idealismo es haber recorrido una dirección que ya estaba apuntada en la filosofía anterior, haberse atrevido con proyectos incoados que respondían a las necesidades más profundas de una cultura pero que la falta de valor o de tiempo había impedido acometer. A esta tradición de resistencia al imperialismo analítico se refería F. Schlegel cuando, al hablar del vacío mitológico de la época, no dejaba de señalar la existencia de signos que anticipan el advenimiento de una nueva cultu­ ra de lo absoluto: las formaciones sintéticas en la naturaleza y en la histo­

ria que ya hablan contra la omnipotencia del análisis y apelan a un principio de unificación. Quisiera mencionar alguno de estos preceden­

tes, en los que se relativiza un tanto la novedad del idealismo alemán y quedan contextualizadas sus inspiraciones originarias. La concepción sintética de la racionalidad surge en oposición al proyec­ to de trasladar el paradigma de las ciencias de la naturaleza al ámbito de la

18 La imagen velada de Sais, vv. 6-16. 19 Cfr. GA, l. 2, pp. 273 ss.

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comprensión del hombre y de la sociedad. La razón sintética o narrativa se enfrenta a una racionalidad analítica bajo el principio metas,sico de que el todo es diferente a la suma de las partes. El propio Kant había ya elevado

este principio a fundamento de la razón, tanto teórica como práctica. La consistencia del mundo se fundamenta en la síntesis de la autoconciencia y la ley moral descansa en un principio sintético a priori. A su vez, ambas síntesis son remitidas en la Crítica del Juicio a otra más elevada, que Kant denomina «principio suprasensible de unidad de la naturaleza y la liber­ tad»20. Dado que la naturaleza es el conjunto de los fenómenos que están encadenados por la ley de la causalidad —mecanismo que no admite ex­ cepciones (durchgangiger Mechanismus)—. las estructuras orgánicas que han surgido desde la libertad no pueden ser reducidas a leyes mecánicas. Todo el esfuerzo de la empresa intelectual kantiana está orientado a demos­ trar, contra la concepción analítica y mecanicista de la racionalidad, que existen principios sintéticos a priori y que toda pretensión de validez —tanto descriptiva como normativa— ha de legitimarse a partir de aqué­ llos. A priori significa aquí tanto como principios a los que no se puede descomponer de modo analítico en compuestos elementales, como la sensation de los empiristas británicos y franceses. En el ámbito de la razón teóri­ ca es la autoconciencia pura la que constituye una síntesis a priori de este tipo. El conjunto de los objetos cuya legalidad no puede ser explicada por el entendimiento exige como principio explicativo una segunda y más alta sín­ tesis. Kant la llamará precisamente Vernunft. La Ilustración racionalista hace un uso del análisis cuya carencia de fun­ damento creyó Kant haber detectado. El postulado básico de aquélla era que la relación entre las cosas podía ser retrotraída a ordenación de elementos simples. Todo fue analizado de este modo: la sustancia es reducida a sus elementos; el espíritu, a una suma de impresiones; la sociedad, a un conjunto de individuos... Se puede caracterizar al siglo xvm como la apoteosis de este pensamiento, negativo y paciente, que no descansa hasta haber remitido todas las cosas a sus elementos más pequeños. El concepto kantiano de jui­ cios sintéticos es una revuelta contra esta situación. Estos juicios son aque­ llos en los que el espíritu recibe algo que no se encontraba ya dado en su pura capacidad de discriminar. Que exista un mundo es algo que no se puede derivar del puro pensamiento (lo más que el entendimiento puede decir es si

sería posible la existencia de un mundo y cómo podría ser éste). Que haya ra­ zón y por qué es así y no de otra manera, es una cuestión a la que la razón —considerada como un sistema funcional de pensamientos— no puede 20 Cfr. KdU. Ak.. XX. § 59, pp. 258-259.

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contestar. De este modo creyó Kant haber dado el golpe decisivo a la concep­

ción analítica de la racionalidad de los empiristas y, sobre todo, de los mate­ rialistas del siglo xvili. Sólo puede hablar de razón quien ofrezca principios que expliquen la conexión de nuestra comprensión del mundo, por un lado, y que hagan posible la acción madura y responsable, por otro lado. Para ello, la metafísica kantiana —y esto vale también para el romanticismo y el idealismo que se sitúan en continuidad con ella— opuso la misma resistencia contra el sprit danalyse y contra el materialismo mecanicista. A los primeros, porque rechazaban la existencia de entidades sintéticas a priori (como la autoconciencia o la libertad); a los otros, porque rechazaban una explicación ideológica de la naturaleza, sin la cual la libertad resultaba a la taiga inviable. Éstos eran los planteamientos que Kant, Hegel. Schelling o F. Schlegel tenían a la vista cuando afirmaban que el entendimiento ilustrado debía ser sustituido por la

razón. Y esto es una buena parte de lo que el autor del Systeniprogranim pro­ pone como mitología de la razón. La crítica del romanticismo y del idealismo al mundo producido por el entendimiento {Verstand) ilustrado tiene como soporte la afirmación de que el entendimiento es una razón incompleta que, elevada al rango del saber por antonomasia, paga con una vida escindida y alienada el precio por su grosera unilateral idad. La sociedad emancipada (losgebundene), en lugar de avanzar hacia la vida orgánica, vuelve a caer en el reino de lo ele­ mental, observa Schiller una y otra vez en sus Cartas sobre la educación

estética del hombre. Los elementos se separan y enfrentan como pequeñas totalidades en un movimiento ciego y elemental, según leyes mecánicas, sin reparar en la ruptura que en el interior del hombre producen. La ver­ dadera tarea de la razón consiste, por el contrario, en superar los efectos desgarradores de la Ilustración analítica y restablecer el nexo del pensa­ miento con la realidad. Todos los productos de la reflexión analítica han configurado una segunda realidad que el acto mismo de la reflexión no es capaz de superar en su carácter de realidad opuesta a la conciencia. El mundo de la civilización ilustrada se enfrenta a las realidades originarias sin reconciliarse con ellas. El entendimiento carece de la libertad de abar­ carlo todo en un golpe de vista; su instrumento de trabajo es la división hasta el infinito. En una de sus primeras publicaciones escribe Hegel: «cuanto más sólido y resplandeciente es el edificio del entendimiento, tanto más inquieto es el esfuerzo de la vida, que se encuentra en él atrapa­ do como parte, por escaparse de él hacia la libertad. Pero, tan pronto como aparece la razón en la lejanía, queda aniquilada la totalidad de las limita­

ciones, referidas en esa aniquilación a lo absoluto, puestas y concebidas al mismo tiempo como mera apariencia; la escisión entre lo absoluto y la

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totalidad de las limitaciones ha desaparecido»21. Desde la pura elementalidad del entendimiento, el edificio de la racionalidad aparece como una constricción que no satisface la necesidad de unidad, ya que la unidad proporcionada por una civilización unilateral está conseguida al precio de la escisión. Es necesario, pues, establecer una nueva unidad que no parta de la contraposición rousseauniana entre una unidad inmediata originaria y el desgarramiento de la civilización moderna. Ésta es la nueva tarea de una mitología de la razón. En una era analítica, la mitología conserva la unidad íntima del hombre con la naturaleza y su identificación con la comunidad política. La unidad del hombre consigo mismo, con la sociedad y con Dios responde a un mismo principio: el mito debe su fuerza de solidaridad a su naturaleza sinté­

tica. El idealismo y el romanticismo elaboran este programa de remitologización siguiendo la ruta marcada por el Sturm und Drang: sustituir la separación que ha sido introducida a través de la filosofía de la conciencia, del individualismo moderno y de la fría religiosidad protestante por la unifi­ cación del corazón. La mitología política del idealismo alemán surge, por

tanto, contra la pluralización sofística de los intereses, frente al contractualismo individualista, como respuesta al fracaso que supone el intento fichteano de construir la comunidad política desde la subjetividad: estas concepciones del hecho social tienen el efecto de no permitir ninguna eticidad, de establecer identidades aparentes y forzosas. Lo que ahora se propo­ ne —siguiendo una idea de Herder— es pensar orgánicamente la idea de identidad y entender la totalidad como estructura cuyos componentes parti­ cipan en el fin del todo, de tal manera que este fin no les es ajeno. Todas las formas de cultura se establecen mediante una cierta uni­ ficación de lo plural. Ahora bien, la sociedad buiguesa parece haber entrado en un proceso de descomposición, ya que desde la noción de individuo es imposible pensar lo común. «Sé que el cielo ha sido despo­

blado, y la tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, se ha vuelto casi como un hormiguero»22. El romanticismo alemán es el primer acontecimiento cultural de la era moderna que tematizó el problema de la identidad en un medio social de alienación. La nostalgia por el mito surge desde esta preocupación. ¿Es posible mantener en la sociedad moderna una instancia de legitimación al resguardo de los cambios cultu­ rales, de los conflictos de intereses y de la división del trabajo? ¿Dónde

21 Differenz des Fichtesehen und SchelUngschen Systems der Philosophie, JenSchr., II,

pp. 20-21. 22StA, III. p. 91.

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puede encontrarse un vínculo comunitario que cumpla la función que el mito parece haber perdido tras la crítica racionalista? ¿Es posible recupe­ rar una visión de la naturaleza que sea una patria para el hombre y una

vida social presidida por la confianza? El romanticismo se presenta como una revuelta contra el separatismo racionalista, contra la subjetividad atomizada, contra esta nueva confusión babilónica que ha resultado de la razón ilustrada. Lo que se reivindica es un nuevo terreno común —una «simbólica general» (allgemeine Symbolik), dirá Schelling— a partir de la cual pueda surgir una comprensión universal del mundo y una nueva comunidad entre los hombres. La carencia de una sim­

bólica propia en el mundo moderno es debida precisamente a la falta de una auténtica mitología. El renacimiento de una visión simbólica de la naturaleza sería, por tanto, el primer paso para la rehabilitación dé una verdadera mitología. Pero ¿cómo puede ésta constituirse si no se ha constituido pri­

meramente una totalidad moral, si el pueblo no se ha constituido de nuevo como un individuo? Éste es el problema que plantean Hegel y Schelling en sus primeros escritos. Donde toda la vida pública se desmorona en la parti­ cularidad y languidez de la vida privada, en cierto modo se hunde también la poesía en esta esfera indiferente. Este nuevo punto de vista aparece en conti­ nuidad con la tesis de Schiller de que en la cultura moderna del entendimien­ to que todo lo separa ha desaparecido la posibilidad de una unificación por medio de la naturaleza; en su lugar surge la privacidad del individuo, el ato­ mismo social y la sociedad como un agregado mecánico de singularidades. Lo esencial del espíritu moderno es, precisamente, el hecho de que el poder de reunificación ha huido de la vida.

2.

LA PRIMACÍA DE LA RAZÓN PRÁCTICA

COMO PRIMADO EX1STENCIAL DE LA LIBERTAD Dado que. en el futuro, toda la metafísica caerá en la moral —de lo que Kant. con sus dos postulados prácticos, sólo ha dado un ejemplo, sin haber agotado nada—, igualmente esta ¿tica no será otra cosa que un sistema completo de todas las ideas o. lo que es lo mismo, de todos los postulados prácticos. La primera

idea es. por supuesto, la representación de mí mismo como un ser absolutamente libre. Con el ser libre, autoconsciente. emerge si­

multáneamente todo un mundo —de la nada—. la única marión de la nada verdadera y pensadle. Aquí descenderé a los campos de la física: la pregunta es ¿sta: ¿cómo tiene que estar constituido un mundo para un ser moral? [.„] Libertad absoluta de todos los espíritus, que llevan en sí el mundo intelectual y no deben buscar ni a Dios ni a la inmortalidad fuera de sí |ÁSP, 234-235].

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Una cultura basada en la oposición de lo racional y lo natural se ve obligada a afirmar la primacía de la razón práctica si quiere alcanzar la

«libertad absoluta de todos los espíritus». La superioridad de la acción respecto de la contemplación equivale a declarar el primado existencia! de la libertad. La acción del sujeto se constituye como el eje de toda emancipación, una vez que el yo no puede entenderse en vinculación con

una naturaleza mecánica que carece de lelos y que contradice la idea de dignidad humana. Todas las virtualidades y limitaciones del idealismo alemán están en función de este propósito emancipador frente a una com­ prensión de la naturaleza que no engarza con los objetivos de la libertad. La limitación que Kant había declarado como algo esencial al en­ tendimiento se enfrenta al horizonte ilimitado que a la razón práctica se

le abre en tanto que pertenece al mundo inteligible, la verdadera patria del hombre. La espontaneidad de la razón es lo que abre el paso a lo incondicional y a la universalidad, a la autonomía de una legalidad que no es empírica, sino fundada en las leyes de la razón. La idea de una cau­ salidad desde la libertad frente a la causalidad empírica de los meca­ nismos naturales era una manera de superar la subordinación del hombre al mundo de los objetos y desafiarle a la construcción de un reino propio para el ejercicio de su libertad. Allá donde una filosofía meramente espe­

culativa tenía que desesperar de poder defender la existencia de la liber­ tad. la razón práctica supera estos límites. Esta primacía de la razón práctica es también la inspiración que anima la Teoría de la ciencia de Fichte, un título engañoso para una obra cuyo objetivo es —como se reconoce en la lección conclusiva— defender la dignidad del hombre contra toda suerte de naturalismo. Esta retórica humanista es menos una muestra de autosatisfacción narcisista que una verdadera exigencia moral. «Va a dar vértigo esta suprema cumbre de toda la filosofía, que tanto ha elevado al hombre —advierte Hegel—; pero ¿por qué se ha tar­ dado tanto en elevar la dignidad del hombre, en reconocer su capacidad de libertad, que le sitúa en el mismo orden que todos los espíritus? Creo que no hay un mejor signo de la época que este de que la humanidad se presente como tan digna de respeto en sí misma: es una prueba de que desaparece el nimbo de las cabezas de los represores y dioses de esta tie­ rra. Los filósofos demuestran esta dignidad, los pueblos aprenderán a sentirla, y no exigirán suplicantes sus derechos conculcados, sino que los volverán a tomar por sí mismos»23. Una vez que el cosmos ha dejado de ser entendido como unidad de sentido, si la acción humana ha de ser 23 Br.. i. p. 24.

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moral tiene que entender que su mundo es historia, obra de la libertad. «Pero esto me lleva también necesariamente —observa Schelling— más alia de los límites del saber, a una región en la que ya no encuentro tierra firme, que tengo que producirla para poder estar firme sobre ella. Cierta­ mente podría intentar la razón teórica abandonar la región del saber para salir alegremente al descubrimiento de otra; pero con ello no conseguiría

más que perderse en vana poesía, mediante la cual no llegaría a ninguna posesión real. Para estar asegurado contra esta aventura tiene que crear ella misma una región allí donde termina su saber, es decir, tiene que dejar de ser razón cognoscente para convertirse en razón creadora, tiene que pasar de razón teórica a razón práctica»24. La libertad es una tarea de finalidad incierta, una aventura que desborda la limitada seguridad del entendimiento. Aunque nos encontramos en el núcleo inspirador del idealismo —la superación práctica del límite kantiano—, algunas matizaciones del autor ofrecen un elemento de diferenciación. El mundo es puesto simultáneamente con el yo, de tal modo que no nos hallamos ante la típica tesis fichteana de que el mundo es puesto por el yo. Por otro lado, la idea de una creación de la nada se distancia del planteamiento de Schelling, en cuyos primeros escritos rechaza esa posibilidad y opta por pensar el mundo también como una consecuencia de la causalidad absoluta del yo. El principio de una simultaneidad de origen entre el yo y el mundo supo­ ne más bien un anticipo programático de la unificación que persigue

Hegel desde sus escritos de la época de Francfort. En este momento del Systemprogramm se plantea claramente el objeti­ vo de completar el sistema kantiano llevando hasta sus últimas consecuen­

cias el camino iniciado por la teoría de los postulados de la razón práctica. El autor menciona los dos postulados que habían merecido un apartado en la Crítica de la razón práctica (la inmortalidad del alma y la existencia de Dios) y trata el problema de la libertad como un camino abierto que está todavía por recorrer (Kant habla de la libertad como una tercera idea de la razón un tanto peculiar, pues se trata del único concepto suprasensible que ha de acreditar su realidad objetiva en la naturaleza). De este modo, la razón obtiene un fundamento para afirmaciones sintéticas que no se refie­ ren a objetos de la experiencia, ni a su posibilidad intrínseca. Este texto es de una singular importancia para la dilucidación de la

autoría del documento que estamos comentando. Ofrece un motivo plausi­ ble para excluir a Schelling, pero no a Hólderlin o a Hegel. Si en el System-

24 Philosophische Briefe über Dogmatismus und Kriticismus (1795). SSW, 1/1, p. 311.

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programm se considera que «Kant, con sus dos postulados prácticos, sólo ha dado un ejemplo, sin haber agotado nada», en Schelling encontramos el planteamiento exactamente inverso: «la filosofía no ha llegado aún a su tér­ mino. Kant ha dado los resultados; faltan las premisas»2*. En esta carta de enero de 1795, Schelling critica la utilización de los postulados kantianos para apuntalar la existencia de unos principios que la razón analítica no está en condiciones de justificar y lamenta el curso de la teología escolástica kantiana, en la que «todos los dogmas posibles han recibido ya el sello de

postulados de la razón práctica». Por aquellas mismas fechas expone Hólderlin a su hermano la doctrina kantiana de los postulados de un modo que no está en contradicción con las tesis del Systemprogramm. También en esa carta del 13 de abril de 1795 separa el tratamiento de los dos primeros pos­ tulados (Dios y la inmortalidad) del de la libertad. La libertad es presupuesta como la fuerza positiva de nuestra dimensión inteligible que no necesita de mayor justificación. Para los otros dos se sigue una argumentación esen­ cialmente kantiana: dado que el fin de la «moralidad más alta» no es posible sobre la tierra, ni puede ser alcanzada en el tiempo, y dado que «el progreso infinito en el bien es una exigencia incontrovertible de nuestra ley», ha de aceptarse «la fe en una duración infinita», es decir, en una vida eterna. Pero esta duración infinita «no es pensable sin la fe en un Señor de la naturaleza,

cuya voluntad sea la misma que aquello que la ley moral nos exige»25 26. Más significativo es el uso que —frente a Kant— hace Hólderlin del postulado de la inmortalidad en su carta a Schiller del 4 de septiembre de 1795. Hól­ derlin objeta a Kant el hecho de haber desarrollado este postulado en el ámbito teórico —la inmortalidad sería necesaria para realizar un sistema de pensamiento completo— y haberlo traspasado al ámbito de la acción. Hól­ derlin considera que los postulados carecen de sentido y se vacían de conte­ nido cuando se los separa por un momento de la actividad moral27. Y Hegel, por su parte, también considera, en su carta a Schelling del 16 de abril del mismo año28, que es necesario agotar el sistema kantiano. Desde Berna declara Hegel su intención de reelaborar la doctrina kantiana de los postula­ dos prácticos y poner en marcha el programa de una filosofía práctica uni­ versal. De este proyecto Hegel espera que resulte «una revolución en Alemania» con el mismo pathos que trasluce el Systemprogramm. En esta carta habla también Hegel del «supremo placer» que le ha 25 Carta a Hegel del 6 de enero de 1795. 26 StA. VI. pp. 45-46. 27 íd.. VI.pp. tosa. 28 Sobre el tratamiento hegeliano de la doctrina de los postulados, cfr. FrühSchr., I, pp. 17 y 101-102.

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producido la lectura de la primera parte de La educación estética del hombre que Schiller había publicado recientemente en la revista Die

Horen. Esta referencia es especialmente importante para entender por qué en el Systemprogramm aparece vinculada la teoría de los postulados con una reivindicación de la estética como «maestra de la humanidad». Y es que. en su célebre poesía de 1789 Los artistas. Schiller había plantea­ do una versión estética del postulado de la inmortalidad: (...] se hundió la vida en las profundidades. antes de completar el bello círculo. Ahí completasteis vosotros con audaz libertad el arco a través de la noche del futuro: os arrojasteis sin vacilar en el oscuro océano de Averno y más allá de la urna encontrasteis

de nuevo a la vida que se os escapaba: allí se mostró con una luz sobre él arrojada, recostado junto a Cástor. una exhuberantc imagen de Pólux: el rostro sombrío de la luna. antes de que culminara el bello circulo de plata29.

La idea de la inmortalidad es aquí deducida de la creación artística. El propio Schiller lo explica así a Komer el 30 de marzo de 1789: «pero esta ley de la armonía leí artista] la aplica demasiado pronto al mundo real, por­ que muchas partes de ese gran edificio permanecen para él todavía en la oscuridad. Pero, dado que su espíritu se ha familiarizado una vez con la armonía, por el propio poder poético se regala una segunda vida para poder disolver allí las desproporciones de aquí»30. Pólux es el hermano inmortal del mortal Cástor. La parte sombría de la luna es a la luz lo que la vida terrenal a la eterna: el anuncio del que aguarda como un regalo para poder completar el círculo aquí iniciado de la evocación estética. La primacía de la razón práctica está pensada desde una autoconciencia espiritualista que se define por oposición a la naturaleza. El hom­ bre moderno ha sufrido la experiencia del desarraigo del espíritu. «Un signo somos, sin significado, [...] y casi hemos perdido el lenguaje en tie­

rra extranjera»31. El hombre es ahora un ser sin topos. Ya no se puede reconocer en una naturaleza que la física moderna ha reducido a mero

29 Los artistas, vv. 251 -262. 30 Cit. en F. Schiller, Gedichte, Bibliographisches Instituí, Leipzig. 1935, p. 85. Tam­

bién Hblderlin se refiere a la narración mitológica según la cual Pólux entregó a Cástor la

mitad de su inmortalidad (cfr. StA, 111, p. 94), 3ISM,II. p. 195.

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mecanismo. «A menudo, cuando oía voces humanas, era para mí como si me exhortaran a huir de un país al que no pertenecía, y me encontraba como un espíritu que se ha entretenido más allá de la medianoche y escu­ cha el canto del gallo»32. Por eso Holderlin habla del curso de la natura­ leza eternamente hostil al hombre y del universo carcelario que le rodea: «¿quién podría soportar más tiempo este calabozo que nos envuelve con sus tinieblas?»33. Otro ejemplo de esta situación es la metáfora del ente­ rrado vivo, con la que se caracteriza la situación del hombre desgarrado

en su aspiración a la infinitud y la indigencia de su propia condición. Schiller formulará el ideal espiritualista que se le ofrece a quien quiera ya en la tierra parecerse a los dioses, ser libre en el reino de la muerte, como

una huida del mundo material hacia el mundo del espíritu: Sólo del cuerpo pueden apropiarse aquellos poderes que tejen el oscuro destino. pero libre de todo el poder del tiempo. Ja forma, amiga de las naturalezas felices, se eleva hacia el espacio de la luz divinamente entre los dioses. Si queréis volar sobre sus alas.

¡arrojad de vosotros el miedo terreno, huid de la vida angosta y sofocante hacia el reino de lo ideal!34.

El hombre es espíritu, algo divino, y la experiencia propia del es­ píritu es la experiencia de la infinitud. No hemos sido creados para algo particular, por lo que no pertenecemos propiamente a este mundo. Su infinitud constitutiva prohíbe al hombre abandonarse en la exterioridad, encontrarse a gusto en lo finito, entregarse a una tarea limitada. En el mundo moderno, el hombre ha sido desposeído de la centralidad del universo y se ha apoderado de él el vértigo de su minimización. El dualismo antropológico y cosmológico es una defensa contra la nega­ ción de la libertad, es consecuencia del pánico ante el materialismo. Éste

es el motivo por el que el idealismo alemán acentúa la interioridad y el primado de la acción como las dos únicas posibilidades de salvar la dig­ nidad humana frente a la presión de la materia. Por eso la madurez coin­ cide con la muerte de aquella naturaleza que había dejado de ser una compañera amistosa, un ámbito de confianza y realización, para conver-

32 id.. III, p. 185. 33 íd.. III. p. 34. 34 Das Ideal und das Leben, vv. 11 -20.

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(irse en una continua amenaza. De ahí también la acentuación de la digni­ dad humana. El idealismo lamenta, por un lado, que el entendimiento analítico no pueda hacerse caigo del espíritu humano. «El pensamiento ya no concibe (fast) ai alma»35, dice Hegel en el poema Eleusis. Por otro lado, celebra que el yo pueda escaparse de ese entendimiento que todo lo trivializa. El yo es totalidad y, por ello, inaprehensible. Del yo no puede hacerse nunca un objeto36. El hombre es una sustancia; se contiene a sí mismo. Es inconmensurable con el mundo. Ya Kant había situado al suje­ to fuera del ámbito de la pavorosa necesidad. Toda la filosofía alemana de la época es una estrategia para inmunizar al sujeto frente a la necesi­ dad natural, la dependencia moral y la violencia política. Éste es el moti­ vo de que el idealismo haga un problema de la relación del hombre con el mundo y se plantee como tal la eficacia de la acción del hombre sobre la realidad exterior. No es una casualidad que el problema de la causali­ dad entre el yo y el no-yo adquiera una especial significación. La consideración moderna de la naturaleza estaba presidida por el intento de reducir los objetos a una legalidad natural, poniendo a todos los

ámbitos de la realidad bajo la perspectiva de la experimentación fisicalista. Desde la idea de una legalidad físico-matemática universal, la pregunta con­ sistía en saber cómo debía ser el hombre para poder integrarlo en este mundo de fenómenos causales. El Systemprogramm altera completamente esta pregunta. Lo que debe plantearse es cómo debe estar constituido el mundo para que sea posible la existencia de un ser moral. De acuerdo con los postulados prácticos de Kant, Hegel plantea la exigencia de que la razón práctica gobierne el mundo de los fenómenos. En la medida en que niega

las pretensiones de prioridad de las ciencias naturales, pone en su lugar la constitución moral del sujeto racional, de acuerdo con la cual lo que ha de preguntarse es cómo debe ser el mundo para estar en consonancia con la idea de libertad y la autonomía moral del sujeto. Así pues, nos encontramos en plena revuelta contra el materialismo, ante la conciencia de que este dua­

lismo no es la solución definitiva, pero constituye al menos una barrera que detiene ante el espíritu humano este programa de trivialización de lo real. La vida del espíritu consiste en abandonar su morada natural y elevarse como poder frente a la naturaleza. El idealismo experimenta la fuerza desga­ rradora de tal separación. «El dolor moral debió de ser infinito»37. Pero éste es el destino del hombre en la tierra. La libertad tiene un carácter abismático. La

35 FrühSchr., I, p. 232.

«SW.I/l.p. 181. 37 Ros., p. 136.

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condición de posibilidad de su infinitud es una indeterminación que puede ser experimentada como un vacío absoluto. «El hombre es esa noche, esa nada vacía que todo lo encierra en su simplicidad, una riqueza de infinitas represen­

taciones, de imágenes que no se le ocurren actualmente o que aún no las tiene como presentes Esta noche es lo que se vé cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del mundo*38. Hay, pues, un gran trayecto por recorrer desde la mera carencia de determinación hasta una legislación autónoma. Como había mostrado Schiller, el hombre puede ser egoísta sin ser sí mismo; suelto, sin ser libre; escla­ vo, sin servir a una regla. El valor del hombre ya no depende de los dones que la naturaleza le ha dado, sino de lo que él hace de sí mismo por medio de su libertad. El don se convierte en propiedad humana. Ya no estamos ante una libertad engarzada en exigencias naturales finalizadas; se trata, más bien, de un acto de autocreación sobre el vacío de una subjetiva carencia de leyes39. Pero, en el mismo acto de emancipación frente a la naturaleza, el hombre se asoma al abismo de su propia indeterminación. En lugar de un objeto contem­ plado o fijado por el instinto, se le abre una extraordinaria infinitud. El autolegislador se ve obligado a sacar todo de sí mismo. Quien no puede confiar en nada, ha de hacer valer su libertad a partir de sus propias fuerzas. No ser dependiente de nada significa depender absolutamente de sí. Toda separación

es una desprotección. El idealismo alemán nace con la aparición del ideal emancipativo como una grosera unilateralidad que desgarra y astilla el dinamismo de la vida. La moralidad racionalista —esa suma de renuncias de la que habla­

ba Herder— se experimenta como un conflicto interior insoportable del que sólo puede resultar una ascética represiva o la rebelión de la sensibi­ lidad, el resentimiento o la irracionalidad. Cuando se enquista el dualis­ mo, la unidad sólo puede ser mantenida como subordinación, de lo que solamente puede surgir la uniformidad, pero no la armonía. La rehabilita­ ción de la sensibilidad había surgido en Schiller desde un profundo senti­ miento de libertad que aspiraba a abarcarlo todo y que, por tanto, no podía dejar de experimentar como carencia la oposición entre lo racional y lo sensible. Kant no supo pensar lo moral sino como sumisión de lo individual a lo universal, cuando en realidad es una elevación que supri­ me la contraposición misma, hace justicia a toda la riqueza del alma y le confiere un carácter absoluto. Y es que, en última instancia, la libre autolegislación moral es insostenible en el marco de una situación continuada

KJenSyst.. III, p. 187. 39 Cfr. Kant. Reflexionen, 6.960. Ak.. XIX, p. 214.

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de heteronomía física. Este malestar de las oposiciones entendimientocorazón, ley-inclinación, letra-espíritu es el que preside la filosofía de Jacobi. Sturm und Drang, romanticismo e idealismo, coinciden en cues­ tionar el valor emancipador de la mera racionalidad. No cabe ninguna

duda de que el último y decisivo impulso para la superación del dualismo kantiano se debió a Hólderlin, cuyo Hyperion es el documento de la filo­ sofía de la reunificación como alternativa a la dominación unilateral. Se trata de la crítica más audaz a Occidente, a la represión de la naturaleza por el despotismo de la ley, y el anhelo de aquella unificación originaria de la que hemos caído y a la que hemos de volver. Todas las formas y organizaciones de la vida son unificaciones de lo subjetivo y lo objetivo, de lo particular y lo universal. La primera condición de toda vida y de toda organización es que «no hay ninguna fuerza monárquica en el cielo y sobre la tierra»40. La rehabilitación de la sensibilidad se presenta como fundamento de una nueva concepción de la virtud y de la libertad. La escisión interior del hom­ bre, el dominio de una parte sobre otra, por muy bella que pueda aparecer, se traduce en una estática que conduce a la muerte. La libertad y la virtud no deben ser unidimensionales, sino plenas de contenido; han de suponer el desarrollo de todas las fuerzas que alcanzan su plenitud de manera armónica. Si la sensibilidad es una parte constitutiva del equilibrio armónico entre las fuerzas del hombre, entonces ya no cabe pensar al hombre de manera aisla­ da. sino que debe concebírsele enraizado en un medio natural y social. La valoración positiva de la sensibilidad individual abre el paso a una nueva totalidad. La historiografía de la época comienza a considerar que el contexto formado por la cultura, la religión, las costumbres y legislaciones, e incluso el clima, han de reemplazar a las narraciones épicas que describían el aconte­ cer histórico como la yuxtaposición de los destinos individuales. Los nom­ bres de Winckelmann, Herder y Montesquieu están en el origen de esta nueva concepción totalizadora y pragmática de la historia del género huma­ no. La libertad inhiere y se expresa en un contexto sociocultural, ninguno de cuyos elementos pueden considerarse aisladamente. Esta concepción de la libertad como despliegue de todas las dimensiones humanas forma un entra­ mado supraindividuai, de tal modo que la tosca identificación de libertad e independencia o la de sensibilidad y no-libertad comienza a desacreditarse desde el momento en que lo que había sido entendido como limitación apare­ ce como el espacio de realización de la libertad. El conjunto de lazos y vín­ culos que resultan de este despliegue ya no es un argumento contra la

40 SM. vi, p. 300.

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realidad de la libertad; más bien ocurre lo contrario: el arraigo de la libertad en un espacio es su radical condición de posibilidad. El puro ideal de la razón debe tomar cuerpo en una forma sensible y en un entramado social, pero esto no supone una liquidación de la racionalidad, sino su realización cumplida. La mitología es precisamente una concreción sensible e histórica del ideal de la razón. La necesidad de una nueva mitología de la razón encuentra aquí su verdadero fundamento: se trata de superar el subjetivismo de la pura interio­ ridad que se eleva por encima del tiempo sin poder realizar sus aspiraciones y evitar así lo que Hegel llama «el ateísmo del mundo moral», es decir, la vaciedad, la cosiíicación del mundo histórico y social que resulta del enquistamiento de una subjetividad pura en su huida ante lo finito. El retomo hacia la interioridad no neutraliza el poder del mundo objetivo. Si conocer es sepa­ rar, y liberarse es separarse, el resultado teórico y práctico sólo puede ser algo finito. Es una falsedad y una falsa libertad que consisten en haber deja­ do algo fuera de sí. Cuando la libertad se consigue distanciándose del todo, lo que propiamente se ha liberado es la pluralidad exterior, cuyo curso discu­ rre entonces completamente fuera del control de la subjetividad. Ésta es la

contradición que anima el interés de Schelling —y, con él, toda la Naturphi-

losophie de los románticos— por escudriñar en la naturaleza a la búsqueda de una señal de colaboración con la libertad humana. «El carácter de todo el tiempo moderno es el idealismo, y el espíritu dominante es la vuelta a la inte­ rioridad. El mundo ideal busca poderosamente la luz. pero queda detenido poique la naturaleza es ocultada como un misterio»41. El idealismo alemán surge de la experiencia del fracaso al que con­ duce el pensamiento unidimensional. Tarea de la filosofía ha de ser, por el contrario, restablecer la totalidad y la identidad de sujeto y objeto. Esta tarea es posible porque la escisión misma está precedida por una unidad originaria. «Lo ajeno —hace notar Hegel— se produce sólo por el aban­ dono de la vida unificada»42. La vida actual de los hombres está ca­ racterizada por una contraposición que resulta de la actividad reflexiva. De no haber otro camino, sólo sería posible establecer síntesis en la forma del dominio de un opuesto por su contrario, y la unificación abso­ luta sólo sería posible en un lejano más allá, incierto e inconcebible. En esta situación ven Hegel, Hólderlin y Schelling las doctrinas filosóficas vigentes en la época (Kant, Jacobi, Reinhold, Fichte...). No se trata, pues, de eliminar la reflexión, sino de considerar su relatividad. Y esto signifi­ ca que las oposiciones producidas por ella no son algo «en sí» o «absolu­

41 Ideen zu einer Philosophie der Natur, SSW, 1/2, pp. 72-73. 42 FrühSchr.. I. p. 342.

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to», sino un momento, una apariencia a la que precede y acompaña una totalidad más profunda. La crítica a la filosofía de la reflexión tiene un claro destinatario: Fichte. Su filosofía de la conciencia es una radicalización de la unilateralidad de la Ilustración, la mala subjetividad que se despliega a costa de la vida, el paradigma de la enfermedad de Europa. Mantener la unidad en la diferencia, pensar lo distinto como unido, ser sí mismo en lo otro, id hen diaphéron heauto43, expresa el propósito fundacional del idealismo absoluto: la remisión de lo plural a un princi­ pio unitario y explicar —es decir, relativizar, reducir a momento— el desgarramiento de la cultura analítica, reconciliar la dinámica moderna de desasimiento con el espíritu objetivo, recuperar la vinculación ontológica del sujeto con la universalidad. La unidad de la distinción y la uni­ ficación, de identidad y diferencia, es la nueva mitología de la era de la racionalidad y la emancipación. El verdadero objetivo de la filosofía es excluir las oposiciones, superar la contraposición y pensar lo separado en su unidad ontológica radical, hasta cancelar toda distinción. El hombre debe entonces pensarse fuera de su conciencia y entender la vida como algo que tiene la posibilidad de entrar en relación con lo distinto de sí, como capacidad de vincularse con lo excluido44. Desde esta nueva pers­ pectiva, libertad como reunificación significa que lo otro —en tanto que naturaleza física o comunidad social— deja de actuar como un obstáculo en el momento en que ha sido abolida toda contraposición. La libertad pasa de ser una mera autonomía formal a constituirse en una potencia capaz de arraigar el propio ser, aumentarlo y ofrecerlo como don. El trasunto de esta concepción de la libertad es una nueva ontología que desdibuje la rígida distinción entre lo extenso y lo pensante, y recupere aque­ lla imagen antropocéntrica del mundo que había sido metodológicamente prohibida por la crítica cartesiana. Sólo si la naturaleza nos ofrece un rostro legible, si el plan del mundo coincide con los postulados de la moral, tiene sentido sustituir la abstracta imposición de la razón por una entrega al mundo de la que resulte una armonía universal. Superar la contraposición entre la libertad y el mundo es el objetivo del Systemprogramm cuando hace surgir a ambos de una simultánea creación a partir de la nada. La cuestión acerca de cómo debe estar constituido el mundo para que sea posible la realización moral es ajena al pensamiento de Schelling por aquel entonces y se encuen­ tra en la línea del nuevo curso que la filosofía emprende tras la Crítica del juicio, en la que Kant postula un principio teleológico en la naturaleza como

43 Cfr. SiA. III, p. 81; IV. p. 256. 44 Cfr. FrühSchr., I. pp. 245 y 419.

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condición necesaria para pensar la posibilidad de que los fines morales de la razón practica puedan realizarse en el mundo45. Éste es el núcleo del Systemprogramm. En el momento en que se declara como fundamento de la filoso­ fía la idea de un yo que actúa libremente, se plantea la pregunta acerca de cómo debe estar configurada la naturaleza para corresponder a esta idea y manifestarla. De acuerdo con las premisas kantianas, la respuesta sólo puede sen la naturaleza ha de entenderse como organismo, es decir, como relacio­ nes entre el lodo y las partes cuya interacción esté basada en una orientación común hacia el mismo fin. Esto significa que la naturaleza es pensada como resultado de una voluntad racional —de una libertad— que le confiere una finalidad general. La teoría kantiana del organismo y la naciente filosofía romántica de la naturaleza conspiran con el idealismo alemán para producir una naturaleza que sea trasunto del espíritu, haciendo de ella un ideal desde el que criticar la innaturalidad de las relaciones mecánicas de la sociedad burguesa. La belleza es el nombre más adecuado para definir aquel estado en el que la relación de dominio y esclavitud es abolida para dar paso a una armonía entre el hombre, la naturaleza y la sociedad. La estética se convierte así en el refugio de más rebeldías y mayores aspiraciones que las que pudo albergar una concepción fría, dominativa y austera de la razón.

3.

LA COMPENSACIÓN ESTÉTICA DEL DESENCANTAMIENTO MODERNO DEL MUNDO Estoy convencido de que el acto supremo de la razón, en el que ésta abarca todas las ideas, es un acto estético, y que sólo en la belleza se hermanan la verdad y el bien. El filósofo debe poseer tanta fuerza estética como el poeta. Los hombres sin sentido esté­ tico son nuestros filósofos de la letra. La filosofía del espíritu es una filosofía estética (...). La poesía recibe de este modo una dig­ nidad superior, al final será lo que era en el principio: maestra de la humanidad |ASP, 235).

45 Éste es el camino que emprende la filosofía romántica de la naturaleza: la búsqueda

de una convergencia entre la moral y la naturaleza. Para Novalis. por ejemplo, «el sistema de la moral ha de llegar a ser el sistema de la naturaleza» (Novalis Werke. Beck, Mlinchen, 1981, p. 555). Adam Müller lamenta así la ruptura entre la física y la ética: «la concepción que acostumbran a mantener nuestros contemporáneos divide todos los fenómenos en dos grandes clases; como si existiera una ley que dominara en el reino de las realidades y otra ley. enteramente distinta, en el reino de las ideas y de los productos del carácter íntimo del

hombre. ¡Eso fue del todo distinto en la concepción de las cosas mantenida por los an­

tiguos! ¡La ética y la física, ambas tienen el mismo objeto!» (Vorlesungen über deutsche Wissenschaft und Literatur. Salz, München, 1920. p. 119).

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Para el naciente idealismo alemán —en plena consonancia con el prerromanticismo— la estética aparece como la tabla de salvación para el hombre en un mundo desencantado, privado de fines e inhóspito, que resulta de la estrategia dominadora del entendimiento moderno. Más aún. la estética como tal surge al desaparecer la imagen Ideológica del mundo bajo la presión del conocimiento científico-analítico. Ese universo desontologizado no presenta ninguna analogía con el hombre. Tiene en su origen aquella prohibición de antropomorfismo por la que se obligaba a pensar a la naturaleza como lo estrictamente otro y proyectaba la libera­ ción humana como el resultado de la constitución de una autoconciencia a expensas del mundo. La infinitud del espacio newtoniano es cualquier cosa menos un hogar. Así lo describe Hegel —con la insatisfacción de ver un programa cumplido y el secreto deseo de iniciar la aventura de la reunificación— en una poesía de juventud: Y cual envoltura sin alma yace la piel de la tierra envejecida, de cuyos polos antes manaba júbilo y espíritu46.

Éste es también el estado de hechos que describe Schiiler en su poesía Los dioses de Grecia; la nostalgia ante un mundo desprovisto de sentido: Cuando aún gobernabais el bello universo, estirpe sagrada, y conducíais hacia la alegría

a los ligeros caminantes. bellos seres del país legendario [...]. Cuando el velo encantado de la poesía aún envolvía graciosamente a la verdad. Por medio de la creación se desbordaba la plenitud de la vida

y sentía lo que nunca había sentido. Se concedió a la naturaleza una nobleza sublime para estrecharla en el corazón del amor, todo ofrecía a la mirada iniciada, todo, la huella de un dios.

Donde ahora, como dicen nuestros sabios, sólo gira una bola de fuego inanimada, conducía entonces su carruaje dorado

Helios con serena majestad. Las Dríadas llenaban las alturas, una Dríade vivía en cada árbol, de las urnas de las encantadoras Náyades brotaba la espuma plateada del torrente | ...|.

46 Do*., p. 384.

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6i

Ignorante de las alegrías que ella regala

nunca entusiasmada ante su majestad, sin darse cuenta del espíritu que ella dirige, nunca dichosa por mi felicidad, indiferente incluso ante la gloria de sus artistas,

igual que la maquinaria muerta del reloj, obedece servilmente a la ley de los graves la desdivinizada naturaleza47.

Las utopías de la exactitud, de la organización more geométrico del espacio, han conseguido que se pierda la experiencia de aquellos ámbitos de sentido que no comparecen ante el entendimiento simplificador. Para la visión prosaica de la naturaleza, el yo es una hipótesis sobre la que hacer descansar el origen del hacer y el destinatario del padecer; las olas del mar. el resultado de un azaroso equilibrio entre los elementos enfurecidos; la

caída de una hoja de otoño se descompone en una multitud de momentos inmóviles; los colores son reducidos a pálidas longitudes de honda... En definitiva: la realidad es una suma de nadas. El mundo sentido en la expe­ riencia cotidiana y el mundo de la ciencia se divorcian, al mismo tiempo

que se enemistan los hechos y los valores, el rudo imperio de las cantida­ des y el etéreo sueño de las aspiraciones. El universo matemático extiende la necesidad a costa de las posibilidades, transforma los organismos en mecanismos y prohíbe taxativamente cualquier analogía entre lo creado y el Creador. La comunidad de ciencia, poesía y filosofía se desintegra en una pluralidad de centros de variada dirección. Lo que el dominio de la naturaleza, el rigorismo de la moral abstracta y el despotismo político tie­ nen en común es la cristalización de los procesos de separación que carac­ terizan al mundo moderno. La poesía romántica es, precisamente, una resistencia frente a la trivialización del mundo, un viaje hacia la certeza, un catálogo de verdades oportu­ nas pero intempestivas, una condena del salvajismo racionalista que todo lo objetiva, el refugio de las diferencias y el encanto desvanecido, un puñado de evidencias arrebatadas a la riada de la nivelación universal, una nueva arca de Noé. Se trata de procurar la visión de una naturaleza que pueda con­ vertirse de nuevo en patria del hombre y que conduzca a la reunifrcación de la humanidad. Y la belleza es el elemento que permite pensar la naturaleza en analogía con el espíritu humano, la presencia de lo eterno en lo finito, lo que precede a toda división que introduce la actividad reflexiva. Nos encontramos en un momento de especial significación histórica:

47 Die Gbtter Griechenlandes, vv. 1-4,9-24,105-112.

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DANIEL INNERARITY

asistimos al desdoblamiento del discurso acerca del hombre. La química se hace con el monopolio de la exactitud; la literatura, con el del sentido. Nace el dualismo de lo preciso trivial y del sentido evocado, de la mera materia y del puro espíritu, de lo mostrenco y lo inapresable. La importan­ cia que la literatura adquiere en esta época no es un hecho casual; obedece a que la ficción y el ensueño poético se convierten en portadores de aquella verdad incondicional acerca del hombre que el entendimiento ha expulsado del mundo real. La estética misma —como esfera autónoma— nace como una compensación frente a la sequedad de la razón analítica moderna. Se trata de la inconmensurabilidad señalada por Baumgarten entre el sentido que un acontecimiento tiene para una sensibilidad cultivada y su presenta­ ción en los conceptos de la ciencia. Y Kant formuló filosóficamente esta

intuición en la Crítica del juicio: una vez que las ciencias de la naturaleza han encontrado una andadura firme gracias a que se limitan estrictamente al análisis de su aparición externa en el ámbito de la experiencia posible, la imaginación estética se encarga de mantener viva y presente para el alma la naturaleza en su totalidad e integridad. El privilegio de la poesía es el tema central de la experiencia romántica. No se trata tanto de una reivindicación como de la constatación de que sólo en el mundo de la poesía puede mantenerse viva esa experiencia global a la que el científico renuncia cuando acota el ámbito de su dominio. El idealis­

mo alemán no se contentará, por supuesto, con ese dualismo. Pero no puede entenderse sino como respuesta a este desgarramiento. La poesía filosófica de Schiller es el eslabón que decreta este privilegio de radicalidad que asiste a la poesía del prerromanticismo y que en Los dioses de Grecia adquiere la forma de una protesta nostálgica a la que sigue la declaración de que la li­ bertad se haya fuera de la naturaleza, en el alma del poeta: Mundo encantado, ¿dónde estás? ¡Vuelve, amable apogeo de la naturaleza! Ay. sólo en el país encantado de la poesía habita aún tu huella fabulosa. El campo despoblado se entristece, ninguna divinidad se ofrece a mi mirada,

de aquella imagen cálida de vida sólo quedan las sombras f...]. Ociosos retomaron los dioses a su hogar, el país de la poesía, inútiles en un mundo que. crecido bajo su tutela. se mantiene por su propia inercia. Sí, retomaron al hogar, y se llevaron consigo

lodo lo bello, lodo lo grande.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

63

todos los colores, todos los tonos de la vida, y sólo nos quedó la palabra sin alma. Arrancados del curso del tiempo, flotan a salvo en las alturas de Pindó,

lo que ha de vivir inmortal en el canto, debe perecer en la vida4*.

En Los artistas Schiller defiende el privilegio que asiste a quienes se

ocupan con la belleza y concluye con una solemne declaración de su res­

ponsabilidad: Sólo por la puerta oriental de la belleza

te abriste paso en el país del conocimiento [...]. Lo que sólo transcurrido un milenio la vieja razón encontró, ya era conocido por el entendimiento infantil en el símbolo de lo bello y de lo grande. Su graciosa imagen significaba para nosotros amor a la vinud, un tierno sentido ha resistido al vicio,

antes de que un Solón hubiera escrito la ley, el débil pétalo brotaba lentamente. Antes de que surgiera del espíritu del pensador el audaz concepto del espacio eterno, ¿quién no lo había presentido ya al mirar hacia el escenario de las estrellas? (...]

Lo que recibimos aquí como belleza

se nos presentará un día como verdad. Cuando el Creador expulsó al hombre de su presencia hacia la mortalidad

y le ordenó retomar a la luz por el áspero camino de los sentidos, cuando todos los celestes apartaron su rostro de él, noblemente se enclaustró ella (la belleza! con los humanos en la mortalidad. sólo ella con los abandonados en el destierro [_.]. Vosotros hicisteis resonar en la naturaleza el primer eco de la imagen originaria de todo lo bello [...). Al igual que sobre el arroyo claro como un espejo flota el baile de las coloreadas orillas. la luz del crepúsculo y el campo florido,

así de tenue brilla velando sobre la vida indigente el mundo sombrío de la poesía [...].

48 íd„ vv. 89-96. 117-128.

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DANIEL INNERARITY El arte creador pone cerco en una victoria silenciosa

al inabarcable reino del espíritu [...]. La dignidad del hombre ha sido puesta en vuestras manos,

¡conservadla! ¡Ella se hunde con vosotros! ¡Con vosotros se alzará!

La magia sagrada de la poesía sirve a un sabio plan del universo, silenciosamente conduce al océano

de la gran armonía. Rechazada por su época, reMgiese la austera verdad en la poesía y encuentre protección en el coro de las musas. En la sublime plenitud de su esplendor, más terrible en su vestidura encantadora,

resurja en el canto y vénguese tocando victoria en el pusilánime oído de su perseguidor. Hijos libres de la madre más libre, elevaos con rostro imperturbable a) trono luminoso de la sublime belleza, no ambicionéis otras coronas. Las hermanas que aquí os han desaparecido, buscadlas en el seno de la madre: Lo que las almas bellas consideran bello,

ha de ser perfecto y excelente. Alzaos con audaz vuelo por encima de vuestro tiempo; refléjese ya en vosotros

el siglo venidero. Por los miles de enredados senderos de la rica diversidad,

salid al encuentro unos de otros hacia el trono de la suprema unidad. Como se rompe graciosamente la blanca luz

en siete dulces rayos, como se funden en la blanca luz los siete rayos del arco iris: multiplicad así vuestro juego de claridad en tomo a la mirada fascinada, retomad así al vínculo de la verdad, al único torrente de la luz49.

En un mundo trivializado, abrazar el sentido, tomar a su cargo lo mí verdadero, es la misión especifica del poeta. Es una capacidad, urgida pt ** Die Künslter, w. 34-35.42-53,64-65.64-73,227-228.344-348.405-406,450-488.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

65

la sequedad de los tiempos, para apresar lo indecible y conservar ese ele­ mento de misterio, aquel escándalo de lo desconocido que aletea aún entre el armazón conceptual de las relaciones de causa y efecto. Es una resistencia a las divisiones, en espera de un momento más propicio para convertir todo en alma, cuando el ser desnudo deje de imponerse al deber de la ensoñación y se reconcilien para siempre. Es una retirada momentá­ nea que presagia el triunfo final de la creatividad sobre la mecánica. Ésta es la situación espiritual desde la que están escritos los Himnos a

la noche de Novalis50. En ellos, la poesía es un refugio precario donde se alberga todo lo que ha huido de la luz avasalladora. La poesía permite son­ dear los espacios infinitos y mantenerse en fidelidad al tesoro escondido en la noche. «Ella te guía maternalmente y es a ella a quien debes toda tu gran­ deza. En ti mismo te disiparías, te desvanecerías en los espacios infinitos, si ella no te contuviera y ciñese para que te enciendas y al arder engendres el mundo.» El poeta construye así un hogar a la espera de que el mundo vuel­ va a ser morada de la divinidad y, por tanto, imagen del hombre. «Desapare­ cieron los dioses con su séquito. Solitaria y muda quedó la naturaleza. Exánime, el árido número y la medida estricta la apresaron con una gélida cadena en forma de leyes. Y en forma de ideas, como en polvo y en aire, se hundió la inestimable floración de la vida milenaria. Huyeron la fe todopo­ derosa y la imaginación, su celeste compañera, que todo lo transfigura y emparenta. Un frío viento del norte sopló sobre los gélidos campos y la patria maravillosa se disipó en el éter. Las infinitas lejanías del cielo se lle­ naron de mundos que brillaban. El alma del mundo se retiró con todas sus potencias a un santuario más profundo, ai espacio superior del espíritu, para reinar allí hasta el amanecer del nuevo día. La luz dejó de ser morada de los dioses y signo celeste. Con el velo de la noche se cubrieron. La noche se convirtió en el seno fecundo de las revelaciones.» Fuera del reino de la luz. en el espacio sombrío de la noche, se refugia el vestigio de todo lo sagrado. El crepúsculo envuelve a los que aún permanecen cuerdos. Desde este horizonte romántico se entiende la reivindicación de la estética que presenta el Systemprogramm. Se trata de una protesta contra la especificación moderna de la estética, a la que se ha concedido dere­ cho de ciudadanía en el mundo moderno como un mero contrapunto de la luz. Pero la estética tiene que invadir el mundo, «romantizarlo» (Novalis), extender el sentido y la cualidad. El idealismo no es otra cosa que la expansión de aquellos valores que el romanticismo ha guardado celosa­ mente y para los que ha llegado la hora de su universalización. 50 Hymnen an die Nacht, pp. 44-48.

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DANIEL INNERARITY

El hermanamiento de la verdad y del bien en la belleza es la versión

postmodema de la antigua conexión entre los trascendentales, de la kalokagatía griega. Esta conjunción ya había sido indicada por Kant como enlace entre el mundo natural y el de la libertad y elevada a programa educativo por Schiller. En su poesía Los ideales, Schiller lamenta la pér­ dida del vínculo que debía unir al amor, la felicidad, la gloria y la verdad: El amor como dulce recompensa,

la felicidad con su guirnalda dorada, la gloria con su corona de estrellas, la verdad en el esplendor del sol. Pero, ¡ay!, a la mitad del camino

se perdieron los acompañantes, desanclaron infieles sus pasos

y se retiraron uno tras otro. Rápidamente se evaporó la felicidad, la sed de saber quedó sin aplacar, el siniestro temporal de la duda se cernió en tomo a la imagen soleada de la verdad51.

La seca ascética del deber puede ser sublime, pero es incapaz de hablar a

todas las facultades del hombre a la vez, desconoce la libertad estable y

armónica. Eleva a costa de reprimir una dimensión: es una injusticia contra la

variedad de la vida, en la que introduce el antagonismo. Que el acto supremo de la razón sea un acto estético significa que es ahí donde cabe encontrar un ejercicio de la libertad que no haya que pagar con el desgarramiento interior.

4.

LIBERACIÓN POLÍTICA Y MECANIZACIÓN DEL ESTADO Desde la idea de humanidad quiero mostrar que no existe una idea del Estado, porque el Estado es algo mecánico, del mismo

modo que tampoco existe una idea de una máquina. Sólo lo que es objeto de la libertad se llama idea. Por tanto, ¡tenemos que ir más allá del Estado! Pues todo Estado tiene que tratar a los hom­ bres libres como engranajes mecánicos y. puesto que no debe hacerlo, debe desaparecer (ÁSP, 234-235).

Nos encontramos ante uno de los momentos que mayor estupor ini­ cial producen en el investigador del Systemprogramm. Una expresión

51 Die Ideóte, vv. 53-64.

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anarquista, un individualismo radical, ante el que debe retroceder cual­ quier pretensión de organizar mecánicamente la vida de los hombres. ¿Cómo encaja todo esto en la trayectoria intelectual de los filósofos idea­ listas? El texto pierde su carácter enigmático si lo ponemos en relación con lo que se ha visto hasta ahora. Se trata, sin más, de una protesta con­ tra las consecuencias sociales de una concepción analítica de la razón. La

privatización de todo el ámbito del sentido —el correlato político de la noche poética— se corresponde con una desmoralización de la esfera pública que es ocupada por un Estado mecánico. Un mecanismo es visto como una relación impropia entre sujetos morales, como una lógica de fuerzas carentes de espíritu, que tiende a expulsar toda traza de sentido hacia el exilio de la más estricta intimidad. Mecanización de la vida pública y aparición de la vida privada son dos fenómenos correlativos: de la prohibición de que las convicciones morales se extiendan a los asuntos políticamente relevantes se sigue la conversión del espacio público en un ámbito regido únicamente por la razón estratégica; simultáneamente, la cosificación de lo social impulsa la protección de un espacio interior de sentido y valor. El progreso cultural es un proceso de diferenciación y

disgregación, en virtud del cual las relaciones vitales se vacían de su conexión intema y dan lugar a un movimiento mecánico. Con el roman­ ticismo esta dinámica de la modernización se experimenta como una amenaza para la propia identidad; el idealismo es el programa de su­ peración de esta ruptura. Una universalidad racional que tiende a elimi­ nar lo que no ha sido capaz de integrar sólo puede ser detenida por una libertad pensada como capacidad de implicación en proyectos históricos. El esprit de géometrie de la Ilustración había extrapolado al ámbito social un paradigma acreditado en el campo de las ciencias analíticas de la naturaleza. El año 1747 se había publicado en Holanda L' hnmme-machine de La Mettrie y los éxitos en el descubrimiento de las leyes causales permi­ tían presagiar una nueva cultura universal del mecanismo. Schlózer aplica este término al Estado en un sentido totalmente positivo. Hasta en el propio Rousseau —tan critico de la civilización en otros aspectos— la palabra «máquina», referida al aparato del Estado, no tenía ninguna connotación negativa Las cosas comienzan a cambiar con Kant, quien celebra que la Revolución francesa haya convertido a un pueblo en un Estado, pero opone el concepto de «organización» —en el que cada miembro no es un mero medio, sino también un fin— al de una máquina de movimiento inercia! que impidiera la autodeterminación de sus elementos52. Dignidad humana signi52 KU, V. p. 375.

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Tica que «el hombre es más que una máquina»-53. Para el buen funciona­

miento del aparato estatal es necesario apelar al acuerdo consciente de sus ciudadanos. No hay, no obstante, ninguna oposición de principio entre la objetividad de la maquinaria estatal y la libertad personal. Kant está influido por la concepción hobbesiana del Estado como artificio que ha de funcionar sin que tenga que esperar la virtud del ciudadano ni temer sus vicios. Y en la Crítica del juicio se sostiene implícitamente que el mecanismo no es de suyo la negación del espíritu. No hay arte que no lleve algo mecánico consi­

go. También la producción artística —salvo en el caso del genio— requiere una estrategia y el seguimiento de determinadas reglas, de las que no puede prescindir arbitrariamente. Tanto en lo político como en lo estético, Kant abandona el punto de vista del individualismo genial y se separa así del Sturm und Drang, al que, de paso, ha prestado alguno de sus más estimados conceptos. Pero, en cualquier caso, la exigencia radical de disolución del Estado es incompatible con la filosofía kantiana.

La imagen de la Staatsmaschine es un lugar común del período 1780-1800. La encontramos en Mendelssohn, en Hemsterhuis —con cuya filosofía se ocuparon intensamente Novalis y Hólderlin a comienzos de la década de los noventa—, en Fichte, en Jacobi, en Hegel, en Schi11er, en los hermanos Schlegel... La idea, por ejemplo, de que el gobierno ha de tender a hacerse superfino está ya formulada por Lessing y de ahí la tomará Fichte en polémica contra los críticos de la revolución. Pero también se encuentra en teóricos de la restauración, como Górres o Adam Müller (para éste, el Estado no puede ser entendido ni como una compañía de seguros ni como un cortijo). Veamos alguno de ellos en fun­ ción de la importancia crítica que tiene para la interpretación y

contextualización del palitos antiestatalista. Ya Spinoza había señalado que el fin del Estado no es hacer de los hombres unos autómatas, sino asegurar su autonomía. Pero habrá que esperar al Sturm und Drang para que deje de ser un sueño la constitución del Estado como una maquinaria lograda. Herder y Jacobi critican las novedades racionalistas en el ámbito de la organización social como modalidades de «encadenamiento» (Jacobi). La metáfora de la máquina

ya no es presentada como una conquista, sino como una amenaza. Frente a la afirmación de Christian Wolf de que el mundo es una máquina que se manifiesta como una obra de la sabiduría de Dios, Jacobi escribirá en el anexo a su novela Allwill que no entiende cómo una representación mecanicista de la creación puede ser más racional y más cercana al Ser 53 Beantwortung der Frage: Was isl AufHarung?, Ak„ VIII, pp. 41 -42.

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supremo que una imagen antropométrica (se trata de una obra que, por cierto, fue leída con entusiasmo por Hegel y Hólderlin en Tubinga). Y en su otra célebre novela. Woldemar, contrapone Jacobi la especificidad del sentimiento moral a las leyes casuales y mecánicas de la sociedad burguesa. Pero quien ejerció una mayor influencia en el ánimo antiestatalista del autor de nuestro texto fue, sin duda, Fichte. Como abonado de la revista Die Horen, Hegel conocía seguramente el escrito que Fichte había publicado con el título Über Belebung und Erhdhung des reinen

¡nteresses für Warheit. En él se mencionaba como obstáculo para la ver­ dad el hacer del hombre una «máquina representativa». En los Grundlage des Naturrechts declaraba que el fin de todo Estado consiste en hacerse superfluo. Y en su escrito sobre la Revolución francesa se critica «la maquinaria política artificial de Europa»54 que oprime al individuo al tratarlo como mera pieza de un gigantesco mecanismo. Resulta curioso comprobar que unos años más tarde sea Fichte criti­ cado por Hegel como el filósofo del Estado-máquina. En el fondo, lo que se critica es que Fichte no haya sido capaz de poner las bases para supe­ rar una concepción atomística de la sociedad, que es la que da origen a la mecanización de la esfera pública. El Estado que Fichte proyecta en su obra Der geschlossene Handelsstaat «no es una organización, sino una

máquina; el pueblo no es el cuerpo orgánico de una vida común y rica, sino una pluralidad atomística, sin vida», cuyos «elementos» son consi­ derados y tratados como «sustancias absolutamente contrapuestas». Se trata, pues, de un Verstandesstaat pensado desde el atomismo analítico que desemboca necesariamente en un sistema de control y dominio55. El ideal de Estado que Hegel se ha forjado desde su estancia en Berna es la república antigua, cuya organicidad lo distingue radicalmente del indivi­ dualismo en que se basa el Estado moderno. Lo propio de la república es vivir para una idea. «Cuando después de siglos —escribe Hegel en Berna el año 1794— la humanidad vuelve a hacerse capaz para las ideas, desa­ parece el interés por lo individual»56. Con esta afirmación Hegel se refie­ re más a una oportunidad histórica en trance de ser desaprovechada que a una posibilidad cumplida. El Estado moderno no se entiende a sí mismo como la realidad de una libertad común —como «idea», pues «el pueblo es una idea» (Novalis)57 —, ya que en él lo primero no es la totalidad de

54 Cfr. VI, p. 91 55 Cfr. JenSchr., II, pp. 85-87. *FrühSchr.,l, p. 100. 57 Novalis Werke, p. 333.

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un pueblo; entendido como garantía de la libertad y la propiedad, es una yuxtaposición de privacidades, la conjunción de individuos por medio de un mecanismo coercitivo. De este modo, no existe propiamente una vida pública. La separación burguesa entre la vida privada y la esfera pública implica una lógica coactiva. El movimiento «ciego y elemental» de la esfera económica —«la vida de lo muerto», es calificada por Hegel— reclama un dominio y un control exterior como el que es necesario para amansar a una «bestia salvaje»38. Paradójicamente, la emancipación eco­ nómica produce un sistema caótico y eleva la represión de la libertad. Pero un Estado-máquina no puede legitimar en modo alguno su monopo­ lio legal de la violencia; para ello tendría que recurrir a una instancia de justificación de la que ha prescindido abiertamente una cultura analítica. Observaciones análogas pueden encontrarse en la obra de Schelling. Su Nueva deducción del derecho natural (1795), puede entenderse como la búsqueda de una mitología política que significa que el entramado ins­ titucional no puede ser deducido unilateralmente desde el sujeto, como identidad coactiva, consensual o mecánica. Y desde el Sistema del idea­ lismo trascendental (1800) se esfuerza Schelling en sustituir la lógica de relaciones objetivas, propia de un mecanismo, por una relación de sujetos morales. De acuerdo con los principios de la primera, el sistema social se

convierte en «una máquina que está programada para determinados casos y que actúa por sí misma, es decir, con una ceguera absoluta, en el momento en que se dan esos casos; y aunque esta máquina haya sido construida y programada por manos humanas, desde el momento en que el artífice retira sus manos de ella, debe proseguir del mismo modo que la naturaleza visible sigue sus propias leyes, como si existiera por sí mis­ ma»39. Esta naturalización del sistema social es lo contrario de una ver­ dadera sociedad en la que —como advertirá Schelling unos años más

tarde— la vida privada y la vida pública se compenetran orgánicamente. La consecuencia de esta ruptura es la mutua indiferencia y, con ello, en el Estado separado de la sociedad «domina una legalidad, pero no es posi­ ble ninguna aplicación de ideas; a lo sumo, la de una sagacidad mecáni­ ca»58 60. La extensión y afianzamiento de una razón estratégica son el 59 resultado del abandono de la vida unificada. La diferenciación de la esfera económica que ha tenido lugar en la modernidad ha conducido a que este sistema de acción imponga su pro­

58 Cfr. JenSyst.. I. p. 324. 59 SSW. 1/3. p. 584. 6614. t/5. p. 313

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pia lógica sin límites. El tráfico mercantil es un ámbito éticamente neu­ tralizado para la persecución estratégica de intereses privados y por eso

no puede ser un ámbito de integración. Esta reciprocidad sin espíritu con­ figura unos vínculos inconscientes en los que el individuo no se puede

reconocer. De ahí la despreocupación por la totalidad que se apodera del alma del ciudadano y que Hegel detecta con especial clarividencia. «La parte que se confía a cada uno en la totalidad despiezada es tan pequeña en relación con el conjunto que el individuo no tiene por qué conocer esa relación ni tomarla en cuenta»61. De estos supuestos resulta la mecaniza­ ción de la política, de la que se apodera una mentalidad calculadora. Bajo las condiciones de la sociedad moderna y despolitizada no puede ser restituido el ideal antiguo de Estado. Mas, por otra parte, la mera auto­ rregulación de la sociedad burguesa es incapaz de superar los antagonis­ mos del sistema de las necesidades. La forma más inmediata y abstracta de la subjetividad es la fijación en el interés material. Por eso postula Hegel una mediación intersubjetiva para superar esa espontaneidad elemental que adopta la forma de un privatismo de los intereses. Es necesario subsumir los antagonismos en la esfera de una eticidad viva, precisamente en este momento en el que, frente al espejismo de una liberación individual, «las ideas morales pueden encontrar un sitio en el hombre», de tal modo que

«las constituciones que sólo garantizan la vida y la propiedad dejan de ser consideradas como las mejores»62. Solamente puede superarse la paradoja de una libertad que termina creando un «aparato de terror» (der angstliche Apparat) si la libertad se entiende como configuración de una comunidad política, si se abandona la atomización de subjetividades hostiles en favor de una solidaridad compatible con la libertad individual.

El espíritu analítico tiene un efecto de debilitamiento de la soli­ daridad. Frente a él, la cultura romántica es la rehabilitación de Dioniso. el destructor del principio de individuación. La crítica al Estado como máquina remite al de su concepto rival: el de organismo. En contraposi­ ción al mecanismo, cuyos elementos pueden ser sustituidos sin que se altere la función total, y en el que las partes no contienen en sí mismas ni

la idea ni los fines del todo, en un organismo cada miembro es símbolo inmediato de la totalidad, o una variación de ésta. Una comunidad así entendida no es una yuxtaposición de mónadas indiferentes, homogéneas y con idénticos derechos, sino una comunidad de comunicación. El fin de un Estado así constituido puede coincidir de nuevo con los fines de sus

61 FrühSchr., 1. p. 206. 62 íd., p. 101.

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ciudadanos. Esta concepción antimecanicista del Estado se convierte con el romanticismo y el idealismo alemán en la metáfora de una utopía anti­ burguesa. Esta nueva mitología política se basa en la central idad que adquiere una interacción social que tiende a desdibujar las fronteras entre lo público y lo privado, en beneficio de una nueva categoría: la media­ ción universal en la que los sujetos se constituyen como tales. Es lo que Schelling llamará «simbólica general» (allgemeine Symbolik'fi3 y E Schlegel «mediación general» (allgemeine Mittelbarkeitj*64.

5.

RELIGIÓN POPULAR Y CULTURA SECULARIZADA Ilustrados y no ilustrados deben darse por fin la mano, la mitología debe llegar a ser filosófica y el pueblo racional, y la

filosofía debe llegar a ser mitológica para hacer a los filósofos

sensibles. Entonces reinará la unidad perpetua entre nosotros. No habrá ya una mirada despectiva, ni el temblor ciego del pueblo ante sus sabios y sacerdotes. Sólo entonces nos espera la misma formación de todas las fuerzas, tanto del individuo como de las

de todos los individuos. Ninguna fuerza será ya reprimida. ¡Entonces reinará una libertad y una igualdad universal de los espíritus! Un espíritu superior, enviado del cielo, deberá instaurar entre nosotros esta nueva religión que será la última y la más grande obra de la humanidad [ÁSP. 2361.

Todas las reflexiones de románticos e idealistas en tomo a la religión parten de un dato fundamental: el mundo moderno ha convertido a la religión en un asunto privado y esta secularización ha supuesto una trivialización —una pérdida de sentido— de las acciones humanas. La cul­ tura de la época se construye desde la ausencia de Dios. Hólderlin

denomina a esta lejanía «noche de Dios» (Gotternacht), por el avasalla­ miento al que Dios se ve sometido «desde hace demasiado tiempo»65, cuando nuestro linaje comenzó a vagar en la noche sin lo divino66. Este alejamiento de Dios es lo que hace a Novalis añorar el parentesco que unía a los hombres con la divinidad cuando el entendimiento dominador aún no había expulsado de la tierra a los vestigios de lo divino67. Hólder­ lin parece atribuir a la cultura del mecanismo las responsabilidades de

® SSW, 1/2. p. 73. 64 KA. II. p. 314. 65 Cfr. StA, II, p. 46. • 66 Cfr. id., II. p. 115. 67 Cfr. Geislliche Lieder. Novalis Werke, pp. 57 ss.

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esta carencia, cuando en su estudio fragmentario Über die Religión escri­ be: «hay en el mundo más que un discurrir mecánico; hay un espíritu, un Dios»68. La cultura moderna ha roto tres analogías: el parecido del hom­ bre con Dios —su carácter de representación e imagen de la divinidad—,

el parecido de la naturaleza con Dios —el universo mecánico no puede ya proporcionamos información alguna acerca de Dios— y el parecido

del hombre con la naturaleza. Esta ausencia, esta distancia infinita que prohíbe cualquier metáfora, fue expresada así por Hegel: ¡No hay sedal de tus fiestas, ni huella de tu imagen! (...) Quien quisiera hablar de ello a otros, aunque lo hiciera con lengua de ángel, sentiría la miseria de las palabras. y el horror de haber empequeñecido lo divino al pensarlo. de haberío hecho tan pequeño por las palabras. que el hablar le parecería pecado y cenaría la boca estremecido69.

Superar este silencio, poner punto final a esta separación absoluta, es el objetivo de Hegel al menos desde 1795 cuando manifiesta a Schelling su intención de aclarar «qué pueda significar acercarse a Dios»70. Toda la filosofía de Hegel resulta incomprensible sin este objetivo de penetrar en la esencia de Dios.

Para completar este panorama en el que la religión aparece como objeto de nostalgia en un mundo regido por la razón que todo lo separa y empobrece, resulta inexcusable traer a colación la elegía de Hólderlin Pan y vino, en la que el poeta pone en relación la mentalidad calculadora del mundo burgués con la lejanía de Dios, el afán del hombre por otorgar a realidades a medias el carácter de lo absoluto, su incapacidad para aco­ ger el ser como un don, y la función evocadora que corresponde ejercer a los poetas en una cultura en la que Dios y el hombre parecen vivir en la mutua indiferencia: Saciados de los bienes del día vuelven los hombres a casa para descansar y la cabeza prudente sopesa las pérdidas y las ganancias. |...| Y llega la noche soñadora, cubierta de estrellas y ajena a las inquietudes humanas. reluce admirable allí, extraña entre los hombres.

sobre las cumbres, triste y luminosa. (...) El hombre teme a los dioses. (...)

crea, se prodiga y piensa conferir a las cosas profanas un valor sagrado, cuando su mano las bendice, necio y generoso. |...|

68 StA, IV. p. 272. M Eleusis. FrühSchr., I, p. 232. 70 Cana del 30 de agosto de 1795.

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Pero así es el hombre; cuando el bien se presenta e incluso un dios le ofrece sus dones, ni lo ve ni lo reconoce. Ha de sufrir primero; pero luego da un nombre a lo más querido,

y entonces se abren como flores las palabras justas. Y entonces decide honrar seriamente a los dioses. (...]

¡Pero llegamos demasiado tarde, amigo! Sin duda los dioses viven todavía, pero allá arriba, sobre nuestras cabezas, en otro mundo. Allí obran sin cesar y no parece inquietarles que vivamos o no. ¡Así nos cuidan los celestes! Pues no siempre una vasija frágil puede contenerles, el hombre sólo soporta un tiempo la plenitud divina.

Después, la vida no es sino soñar con ellos. Pero el error es útil, como el sueño, y la angustia y la noche fortalecen, hasta que un número suficiente de héroes, crecidos en cunas de bronce, sean tan valerosos como los dioses. Entonces vendrán como truenos. Mientras tanto, pienso a menudo que es mejor dormir que estar sin compañeros y esperar. (...] ¿Para qué poetas en tiempos de miseria? [...] Así, cuando en un tiempo que ahora nos parece tan lejano, los que hacían la vida tan hermosa huyeron hacia lo alto, cuando el Padre apartó de los hombres su mirada y un justificado dolor se extendió por toda la tierra, un genio apacible, el último de todos, vino a nosotros con divinos consuelos y anunció el fin del día.

dejó al coro celeste como señal de que estuvo y de que habría de volver algunos dones que humanamente podíamos disfrutar, como antaño. Pero el don del espíritu excede al hombre y aún faltan los fuertes,

capaces para el gozo supremo, aunque alguna gratitud vive oculta. El pan es el fruto de la tierra, pero la luz lo bendice y del tronante dios nos llega la alegría del vino. Estos bienes nos recuerdan a los celestes, que antaño nos acompañaron y vendrán en el tiempo oportuno. Por eso los poetas cantan al dios del vino con solemnidad y no resulta vana la alabanza para el antiguo dios71.

La filosofía hegeliana de la religión —en estrecha relación con la de Schelling— expone un desarrollo progresivo de la experiencia religiosa, desde la religiosidad judía hasta el luteranismo, que es necesario recorrer brevemente para entender su apuesta final por una gnosis religiosa. El desarrollo de la religión equivale aquí a una despositivación que concluye con su interiorización en la era moderna. El cristianismo supera la religión positiva del judaismo en la medida en que opone la subjetividad humana a la objetividad de la ley y sustituye la pureza o, impureza de un objeto a la

71 StA. II. pp. 94 ss.

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pureza o impureza del corazón. Con el cristianismo cae todo un universo

de prohibiciones objetivas. Su surgimiento significa la relativización de toda eticidad dominante y la elevación de la subjetividad: con él comienza

propiamente la modernidad, a la que presta sus condiciones de posibilidad. Schelling lo formula de la siguiente manera: si la religión griega y judía era una mitología de la naturaleza, el cristianismo es «la visión general del uni­ verso como historia, como un mundo de la Providencia. Éste es propia­

mente el punto de transformación de la religión y poesía antiguas y modernas. El mundo moderno comienza en la medida en que el hombre se separa de la naturaleza, pero dado que todavía no conoce ninguna otra patria, el hombre se siente perdido. Cuando un sentimiento de este tipo se extiende sobre toda una generación, ésta se dirige —libremente o empuja­ do por un impulso interior— hacia el mundo ideal, para encontrase allí como en casa. Un sentimiento semejante se extendió por el mundo cuando surgió el cristianismo»72. Hegel también subraya la dimensión liberadora de la religión cristia­ na, a la que no pertenece la estructura de la dominación. Frente a la críti­ ca ilustrada de la religión, Hegel advierte que el cristianismo es una religión que exige y fomenta la libertad. Sin duda, se encuentra bajo la influencia de la crítica de Jacobi al Dios mecanicista de la teología natu­ ral, que anula la libertad y consolida la ruptura entre la razón y el cora­ zón. «Sobre un espíritu oprimido, que ha perdido su fuerza juvenil bajo el peso de sus cadenas y comienza a envejecer, no pueden hacer gran impresión las ideas religiosas»73. La Ilustración ha tratado de criticar a la religión con la pretensión de abrir así el paso a la emancipación en otras esferas de la cultura: en la economía, en la política, en la moral... Pero no ha advertido que entre estos ámbitos existe una íntima colaboración. En este sentido, la idea hegel iana de Sittlichkeit —de totalidad de la vida de un pueblo— es anti ilustrada, alberga una pretensión de impugnar o supe­ rar los procesos modernos de diferenciación de las distintas actividades humanas. El grado de libertad de un pueblo tiene muy poco que ver con el desarrollo unilateral de una de sus esferas; está más bien en función de la armonía con la que se desarrollan todos los subsistemas particulares. El espacio de libertad abierto por el cristianismo contiene un momento desgarrador. Hegel llama la atención sobre el efecto desmitologizador del cristianismo en relación con la naturaleza: «ha despoblado el Walhalla, ha cortado las flores sagradas, ha extirpado la fantasía del pueblo como una su­

72 SSIV, 1/5. p. 427. 73 FrühSchr., I, p. 13.

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perstición infame, como un veneno demoníaco»74. La naturaleza deja de tener un poder mágico. Se convierte en lo completamente otro del hombre. El cristianismo «supone la absoluta separación»7*, hace notar Schelling. La imagen de Dios se purifica. Desde la prohibición del antropomorfismo

religioso, la infancia de la humanidad es la incapacidad de representarse una imagen de Dios no antropomórfica y una imagen del hombre no naturalista. «Todas las demás religiones son imperfectas [...]. El terrible poder de la naturaleza, en el que el yo no es nada»76. La religión cristiana aparece así

como presupuesto de la libertad subjetiva. La religión ha alcanzado su absoluta interioridad en el cristianismo. Lo que Hegel denomina «la bella subjetividad del protestantismo» corresponde a una religión meramente espiritualista, cuya expresión exterior resulta tre­ mendamente problemática. Se trata de una religión que ha proseguido la desmitologización de la naturaleza en la línea de una secularización de los asuntos humanos, permitiendo así su radical cosificación. «La gran forma del espíritu del mundo, que se ha reconocido en aquellas filosofías [moder­ nas de la conciencia], es el principio del norte y, visto religiosamente, el principio del protestantismo: la subjetividad en la cual la belleza y la verdad se representan en sentimientos y emociones, en el amor y en el entendi­ miento [...]. La religión construye sus templos y altares en el corazón del individuo [...]. Pero también lo interior debe exteriorizarse, la intención ha de devenir realidad en la acción, la sensibilidad religiosa inmediata ha de expresarse en el movimiento exterior y la fe huidiza debe alcanzar la objeti­ vidad del conocimiento en pensamientos, conceptos y palabras»77. Nos encontramos en uno de los momentos de mayor ambigüedad de la filosofía hegeliana de la religión. Por un lado, intenta hacer de los contenidos de la religión una moralidad puramente interior; por otro, pretende traducir esos contenidos en objetividades; por un lado, acepta la interiorización luterana como una conquista; por otro, se propone detener la trivialización de la pra­ xis humana que del protestantismo se deduce; por un lado, proclama la pri­ macía absoluta del convencimiento interior, por otro, añora una religión que pudiera fundamentar una nueva solidaridad universal; por un lado, hereda

de Lulero el principio de corrupción de la naturaleza humana: por otro, sos­ tiene la pretensión de penetrar en el conocimiento de Dios y no quiere ver a

la religión como aliada del despotismo. 74 íd.. I. p. 197. 75 Ober das Verhaltnis der NaturphUosophie zur Philasophie überhaupt (1802). SSW. 1/5. p. 119. 7^JenSyst., III, p. 280. 77 JenSchr., II. pp. 289-290.

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Hegel intenta salvar en el medio moderno de la razón las virtualidades de una religiosidad que trascendía a la razón y detener el proceso de secula­ rización. «Con los progresos de la razón se pierden inevitablemente muchos sentimientos, se debilitan muchas asociaciones de la imaginación que en un tiempo nos consolaban, lo que llamamos sencillez de costumbres, y cuyas imágenes nos alegraban y tranquilizaban. Su pérdida es a menudo lamenta­ da y con motivo. El lucus se convierte en un montón de madera y el templo en una masa de piedras, como cualquier otra»71*. La búsqueda de esa unidad perdida y del sentido expulsado por el entendimiento desmitificador ne­ cesita de otro principio distinto. De ahí la invocación a Grecia como expre­ sión de una nostalgia por la totalización de la libertad en la unidad de un pueblo, el ideal de armonía estética de Winckelmann que Hegel traduce en una totalidad cultural, social y política. Se trata de recuperar la eticidad des­ garrada por el protestantismo. La Reforma había roto toda mediación entre inmanencia y trascendencia, todo parecido entre el más acá y el más allá. La ganancia de interioridad se muestra finalmente como una pérdida de socialidad. «Nuestra religión quiere educar a los hombres para ciudadanos del cielo, cuya mirada esté dirigida siempre hacia arriba, y por eso los senti­

mientos humanos se les convierten en algo extraño»78 7980 *. La crítica de Hegel se dirige contra una religión que «ha enseñado lo que quería el despotismo»: a despreciar la libertad política en comparación con los bienes del cielo, un más allá que no roza en absoluto con lo cercano y lo entrañable, con el or­ gullo de la propia libertad, que no se entrevera con las aspiraciones huma­

nas nobles y bellas, una gigantesca e insoportable negación que exige apartar la mirada ante el bien y dirigirla a un lugar incierto, que recela —en suma— de la libertad**0.

En una dirección semejante piensa Schelling cuando —influido, sin duda, por la reivindicación que Schiller había planteado de encontrar nuevamente un parentesco entre Dios y el mundo— formula su esperan­ za de que la naturaleza llegue a ser una nueva fuente de la intuición y el conocimiento de Dios. «Si buscáis una mitología universal, apoderaos de la visión simbólica de la naturaleza, haced que los dioses tomen posesión de ella y la llenen»1*1. Este deseo de recuperar la analogía entre Dios, la naturaleza y el hombre comparte con Hegel el principio de unificación y exclusión de las oposiciones analíticas, aunque —al menos en la etapa de

78 FrühSchr.. I. p. 56. ” íd.. I, p. 42. 80 Carta a Schelling del 16 de abril de 1795; FrühSchr., I. p. 182. *' SSW. 1/6, p. 67; cfr. 1/5. p. 122.

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la filosofía de la identidad— se oriente menos hacia la totalidad sociopolítica y más hacia una nueva concepción de la naturaleza. Nos encontramos, qué duda cabe, ante un problema de gran envergadura: cómo es posible la santidad bajo las condiciones del mundo moderno. La racionalización ilustrada de la religión había producido una desespiritualiza­ ción de las motivaciones humanas favoreciendo la irrupción de una conducta calculadora. Iría y mecánica, un trato con lo real desencantado y superficial. Los románticos habían tratado también de detener el proceso de seculariza­ ción mediante una nueva mitología. En este contexto hay que entender la expresión «iglesia invisible» que Hegel utiliza como divisa en alguna de sus cartas de juventud112. Se trataría de recuperar la presencia de lo divino en lo mundano, que permita el establecimiento de una nueva solidaridad, y hacerlo sin modificar sustancialmente el contexto cultural del que este déficit se ali­ menta: el esplritualismo protestante y racionalista que prohíbe cualquier ana­ logía entre lo sensible y lo espiritual, entre el más acá y el más allá. Hegel quiere poner punto final a esta torpe y estricta separación, aunque cabría obje­ tar si nos encontramos ante una rehabilitación de la analogía o ante la instau­ ración de una equívoca univocidad. En cualquier caso, Hegel se opone a la consideración del ideal de santidad como inalcanzable en un mundo que el protestantismo había considerado un obstáculo para el ejercicio de la virtud. Efectivamente, Lutero reivindicó la mundanidad como el lugar específico del hombre, pero no por haber captado el valor que el mundo conserva pese al pecado original, sino precisamente por la irrelevancia de todo lo humano e histórico ante la propia salvación. En este punto, el planteamiento de Hegel aparece —probablemente contra sus intenciones— en disparidad absoluta con el espíritu de la Reforma o, considerado desde otro punto de vista, como un estadio final del proceso por el que todo lo humano se convierte en un equívo­ co sustituto de lo divino. Schelling no escapa tampoco a esta ambigüedad. También él rechaza la «escisión del mundo y Dios» y considera que lo propio del cristianismo es «la visión de Dios en lo finito», añadiendo a continuación: «el cristianismo como oposición es sólo el camino hacia su plenitud; en la ple­ nitud misma se suprime como lo contrapuesto; entonces se ha recuperado ver­ daderamente el cielo y se ha anunciado el Evangelio absoluto». Pero este tiempo de plenitud lo sitúa Schelling en el futuro: el cristianismo lo prepara, pero el Evangelio sólo será verdadero en el futuro, cuando «las formas exte­ riores del cristianismo caigan y se desaparezcan», y en el renacimiento de una visión simbólica de la naturaleza surga «la nueva religión»82 83.

82 Cfr. la carta de Hegel a Schelling de enero de 1795. 83 SSW, 1/5. p. 120

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Desde estas premisas, es posible entender el interés del Systemprogramm por anular la contraposición entre el pueblo y los sacerdotes o entre sabios y no ilustrados. La religión no es asunto de un grupo selecto, sino una propiedad de lo humano como tal. Ya Kant había criticado «la humillante distinción entre laicos y clérigos» y reivindicado una igualdad que tuviera su origen en la libertad84. Herder postuló también una nueva mitología que superara la separación entre los sabios y el pueblo*5, para fundar nuevamente —añadiría Hólderlin— la «antigua alianza de los espíritus»86. En esta nueva mitología

tendría que desaparecer también lo que Hemsterhuis había considerado como efecto característico del cristianismo: el despiezamiento de la sociedad, ese desmembramiento de la totalidad social que ha producido la moderna «coli­ sión de obligaciones»87. Éste es uno de los objetivos que se propone Hegel en su escrito Glauben und Wisserr. oponer a la separación ilustrada de Estado e Iglesia —todavía presente en Schleiermacher— la objetividad vinculante y la «catolicidad» (O. Póggeler) de la religiosidad griega y medieval. La religión ha de entretejer toda la vida de un pueblo. Pero el desgarramiento más profundo que el autor de nuestro texto quiere superar tiene su lugar específico en el interior del hombre como consecuencia de una hermenéutica racionalista que pretende anular el Cristo histórico en beneficio de un ideal subjetivo, pero «una idea no es

un Dios vivo»88. La reducción de Dios a una idea lleva consigo la oposi­ ción de lo racional a lo sensible, el desagarramiento de la vida, una rela­ ción petrificada entre Dios y el hombre, allí donde debería haber un vínculo viviente, «del que sólo se puede hablar de forma mística»89. Esta oposición de sus primeros escritos entre teología y religión está en conti­ nuidad con el planteamiento de Fichte en su Kritik aller Offenbarung, pese a que el interés del Hegel maduro sea precisamente el inverso: subsumir la religión bajo la racionalización gnóstica de Dios en una teo­ logía absoluta. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que Hegel se da cuen­ ta de que la religión racionalista conduce a una representación vacía, pues lo pensado no es algo existente, vivo, personal. Éste es el sentido de

sus reflexiones acerca del amor como relación no dominativa, de la vida como unidad y pluralidad que se integra en un todo, de una virtud orien­ tada hacia la construcción de una comunidad ética. Porque la oposición 84 Cfr. Die Religión innerhalb der Grenzen der hlofien Vernunft, At.VI, p. 180. 85 Cfr. Sdmtliche Werke, I, pp. 443 ss; 14, pp. 34 ss. 86 Cfr. StA, III, pp. 79 y 89. 87 Cfr. FrühSchr., I. p. 31. 88 id., 1. p. 304. 89 id., I, p. 375.

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que establece el entendimiento termina por interiorizarse produciendo un desgarramiento de difícil superación. La conjunción de fantasía y racio­

nalidad que aquí se postula habría de conducir a una religión que frene el extravío de la sinrazón en una época de austera racionalidad. Por eso la

religión ha de contener mitos que protejan a la fantasía contra los «aven­ turados desvarios»90, se dice en el Fragmento de Tubinga. La religión

debe integrar todas las dimensiones humanas porque «el hombre es una cosa pluridimensional» (ein vielseitiges Ding)91. Hegel exige que la reli­ gión se introduzca en el tejido de los sentimientos humanos y se constitu­

ya como motor de la acción, a fin de acabar con la mecanización de los intereses. La convergencia entre el conocimiento y la acción, entre lo pú­ blico y lo privado, entre la estética, la ética y la política, habrá sido así recuperada.

90 íd.. 1. p. 37. " id.. I.p.31.

III. El amor en torno a 1800 El más elevado goce de la libertad limita con su plena pérdida*.

El año 1774 se publicó anónimamente en Leipzig el célebre libro de

Goethe Die Leiden des jungen Werihers. una de las obras literarias más representativas de la mentalidad de ese fin de siglo. Aquellos dos pequeños tomos, ilustrados con unas delicadas viñetas de estilo rococó, provocaron una auténtica conmoción en toda Europa que no tardó en calificarse como fiebre, moda o epidemia Entre sus consecuencias se incluye también un tipo de suicidio que llevaba el nombre del protagonista. El werthérisme se extendió como un gesto de inútil oposición a la racionalidad burguesa, como un acto heroico de autoexpresión en un mundo que no acababa de lomarse en serio la estética. La pasión era sublimada y vencida al mismo

tiempo en un acto de estetificación de la existencia. En 1824, en el prólogo An Werther para la edición del jubileo, escribe Goethe una serie de re­ flexiones entre las que destaca la siguiente: «la separación es la muerte»*2. Con una afirmación tan escueta se pone punto final a un capítulo de la his­ toria de la filosofía moderna. ¿Qué ha pasado en la cultura europea durante estos cincuenta años para que la pasión subjetiva sea ahora vista como fuente de desesperación? En literatura se trata del paso del Sturm und Drang al clasicismo. La filosofía de la época registra esta crisis como el fracaso de la subjetividad romántica. Medio siglo parece haber sido sufi­ ciente para desbaratar la aventura de la pasión y aconsejar la búsqueda de otro itinerario. El idealismo alemán se pone en marcha precisamente al registrar la unilateralidad de la filosofía de la conciencia. En este contexto marcado por la primera gran revisión que la filosofía moderna hace de sus

' F. Schiller. SW, 20. p. 306. 2 Gnethe.t Werke, ed. R. Buchwald, Standard-Verlag, Hamburg. 1957,9. p. 260.

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propios supuestos. Hegel aparece como un espectador privilegiado. Su crí­

tica a la subjetividad abstracta de los románticos corresponde al diagnós­ tico de Goethe de «la enfermedad general de la época», es decir, de una subjetividad incapaz de desprenderse productivamente de sí misma, para adentrarse en el mundo objetivo. Esta patología tiene sus raíces en la estructura que se conforma desde la emancipación exigida por la con­ ciencia moderna. Por tal motivo, la conceptualización del amor en los años que giran en tomo a este cambio de siglo —forjada más a partir de encen­ didas polémicas que por opiniones pacíficamente compartidas— resulta ser un problema central si se quiere comprender el curso singular que em­

prende la filosofía europea de la época.

1.

KANT Y LA MORAL BURGUESA DEL AMOR

La moral burguesa del amor se forma a lo largo de los siglos xvm y XIX a partir de las discusiones entre puritanos, románticos y racionalistas. Buena parte de la historiografía y sociología de la familia ha mantenido como una

conquista evolutiva de la modernidad la autonomización del amor, que deja­ ría de ser una virtud pública, política y religiosa para pasar a ser entendido como pasión individual. En la era moderna —según esta interpretación— el amor se aparta del control social general y gana una autonomía cuya lógica

es la de ser una emoción no responsable. Ahora bien, la idea del amor como pasión corresponde más bien a una rebeldía contra la concepción puritana y racionalista, como, por ejemplo, la del amor racional de Thomasius, para quien la decisión de contraer matrimonio había de ser tomada ante el tribu­

nal de la razón. Durante la primera mitad del siglo xvin, el amor había sido despojado de su propia lógica y reducido a una institución social, a la vez que el matrimonio se entiende sólo en términos de contrato civil. La primera

concepción específicamente moderna del amor se forma en un contexto racionalista que exige la socialización del amor para escapar de la condición natural. Desde la concepción luterana de una disarmonía constitutiva del or­ den natural, el amor y la familia encuentran su justificación en su prestación social. Con la escisión entre pasión y racionalidad, el amor y la familia pier­ den, junto con su fundamento jurídico-natural, su independencia respecto del contexto sociopolítico. La única legitimación del amor es de carácter social: orientar las pasiones hacia el mantenimiento del orden político. Y, así, Pufendorf convierte la tarea de formar miembros útiles a la sociedad en su finalidad esencial. La versión alemana de la polémica francesa acerca del pur amour parece saldada —hasta la aparición del romanticismo— con una derrota de la subjetividad. Nunca se había cargado sobre el amor tanta

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responsabilidad socializadora, hasta el punto de convertirlo en un instru­ mento de reproducción del poder político. La doctrina luterana de la no imputación de la culpa no tiene solamente a Dios como sujeto, sino también al Estado: lo irracional es permitido con la condición de que actúe de una manera socialmente constructiva. Nos encontramos en pleno proceso de conformación de una ética de la obligación —tan ardientemente combatida después por los jóvenes idealis­ tas— que viene a sustituir a una ética de la virtud. Es el tránsito de la ética entendida como realización de la naturaleza a una ética montada sobre las exi­ gencias de una racionalidad que. de hecho, viene definida por el orden institu­ cional. El puritanismo predica unas exigencias cuya eficacia socializadora es manifiesta: la lucha contra la naturaleza desordenada, autocontrol e indepen­ dencia afectiva, resistencia a la inclinación... El matrimonio sólo puede ser una institución no-natural, es decir, estrictamente hablando, sociopolítica. Sobre esta polarización de una racionalidad moralizante y una cor­ poralidad animal, está basada la teoría kantiana del matrimonio como con­ trato legal, tal como es formulado en la Metafísica de las costumbres del año 1787. El amor se encuentra ante una rígida alternativa: o está regido desde la animalidad natural o se somete a la ley3. Y Kant se decide por la segunda consideración, sobre el modelo de la relación contractual de un derecho de posesión y uso recíproco, según el derecho civil de la época. La reciprocidad salva, en una última instancia, la dignidad perdida. El dualismo se encuentra con graves dificultades a la hora de pensar el amor humano. Prueba de ello son los problemas en que se queda atrapado Kant cuando trata de ofrecer una explicación que no contradiga los supues­ tos del sistema crítico. Por lo pronto, el amor no vincula a dos sujetos trascendentales de la apercepción, ni mucho menos es el género humano el destinatario del enamoramiento. La concreción desborda así el principio de generalidad. Por otro lado, vistas las cosas desde la perspectiva de una idea de dignidad entendida como autodominio, racionalización y afirmación del yo, una fenomenología del amor tendría que concluir con una afirmación de incompatibilidad: lo que aquí aparece es más bien una pérdida de la razón, un deseo de entrega incondicional, un descentramiento de la subjetividad, en resumen: una patología. Como tal se lo plantea Kant. Considerado en su

naturalidad, el commercium sexuale tiene un aire de familia con el ca­ nibalismo: uso y abuso son indiscernibles, por lo que hay en todo ello algo que lesiona la dignidad humana4. ¿Es posible entonces conciliar la inclina­

5 Cfr. Metaphysik der Sitten. Ak., VI. $ 24, pp. 277 ss. 4 Cfr. Ak., XIX, p. 481 (Reflexión 7662) y p. 540 (Reflexión 7865).

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ción con el dominio de sí, el deseo con la dignidad, donación y autonomía? La teoría kantiana del amor patológico se encuadra dentro de una antropo­ logía que ha ampliado el inventario de las enfermedades humanas hasta incluir todos los movimientos del alma que no son deducidles de un prin­ cipio de libre autodeterminación. En su origen, el amor es algo pasivo, sen­ sible. carente de lógica, no libre. Kant registra así un lugar común en la mentalidad de la época: su originalidad consiste en habérselo planteado como un problema y, sobre todo, en haber ensayado una solución exterior la racionalización jurídica de una realidad que por naturaleza es patológica. Así pues, la intención de Kant consiste en encontrar un estatuto jurí­ dico que dignifique lo que, de no ser así. supondría una consagración de la animalidad. La cuestión es cómo puede el hombre ser a la vez un obje­ to disponible y una personalidad. Pues bien, la posesión del otro como una cuasicosa sólo puede justificarse bajo la condición de una comu­ nidad recíproca y previamente presupuesta. De este modo, con ayuda de un modelo mecanicista de bilateralidad y reciprocidad se mantiene el dualismo entre lo natural y lo racional, en un campo en el que parecía naufragar. El derecho se ha desvinculado así de toda ordenación natural ideológica. La consecuencia es el triunfo de la escisión entre el reino de la naturaleza y el reino de la libertad. La filosofía kantiana no permitía otra posibilidad. Si no hay alma, si el hombre es una conciencia que dispone de una máquina, el amor sólo es posi­ ble como contrato de propiedad. Esto se debe a que para Kant la dimensión corporal del amor no forma parte de la libertad. De este modo, aun cuando Kant se haya esforzado por aducir argumentos contra la poligamia, poco o nada puede decir frente al protagonista de la novela Woldemar, a quien Jacobi había asignado dos mujeres, una para el cuerpo y otra para el alma5. El ma­ trimonio es un contrato civil de propiedad, en el que la libertad no se ve com­ prometida. La conciencia libre hace uso de la corporalidad propia y ajena, sin que en ello se contradiga el principio de autonomía, pues el yo se ha refugiado en una cláusula contractual. La libertad no es afectada por la corporalidad, ya que ésta es solamente un instrumento de la razón. El amor no compromete la autonomía de la subjetividad. La existencia de algo así como un contrato de donación integral atentaría, en cambio, contra la autonomía de) espíritu. En el amor no cabe hablar de donación completa, sino tan sólo de cesión del cuer­ po. Si la donación fuera total, el hombre se convertiría en objeto y perdería su dignidad personal. La única manera de salvar la dignidad es hacer de este derecho una prestación parcial recíproca. Y, así. lo que de suyo es pasión nalu5 Cfr. Werke, ed. G. Fleischer. Leipzig. 1812-1825, L V.

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ral animalizante se humaniza mediante un contrato bilateral. «En este acto el hombre se convierte en una cosa, lo que contradice el derecho de la hu­ manidad en su propia persona. Sólo bajo una única condición es posible recu­ perarla recíprocamente: en la medida en que una persona es adquirida igualmente como cosa por la otra. Así se recupera de nuevo a sí mismo y rea­ liza nuevamente su personalidad»6. El trasfondo de este planteamiento podría quedar así sintetizado: la naturaleza destruye a la persona, y el derecho civil la restituye; el derecho dignifica las realidades naturales. A Kant no se le ocurrió pensar que esa rígida alternativa pudiera ser falsa. El puritano y el frívolo están mucho más de acuerdo de lo que parece; para ambos, las relaciones humanas carecen de una lógica intema que vaya más allá de la fugacidad, la pasión o el interés. El primero trata­ rá de poner un remedio extrínseco a este problema, pedir auxilio a la fuerza de la ley, a quien corresponde salvar lo que de otra manera no podía mantenerse en pie. Para el segundo, tampoco la configuración de la identidad personal pasa por la construcción de un vínculo con otro sujeto. En un caso, es la dignidad subjetiva la que no permite la autodonación; en el otro, la incapacidad de comprometer la libertad en algo objetivo. Uno y otro mantienen la misma actitud de reserva interior y se resisten a reconocer una lógica propia en el amor. La dura crítica de Hegel a la concepción kantiana del amor se dirige contra la rigidez con que Kant se aferra a la categoría de la subjetividad autónoma. El matrimonio no consiste en un contrato civil, porque en éste los individuos sólo constituyen una voluntad común con relación a cosas, permaneciendo como sustancias autosuficientes. En el amor se estrella el sujeto autosuficiente y pierde, contra sus intenciones declaradas, su verda­ dera dignidad. «Bajo el concepto de contrato no puede ser subsumido el matrimonio. Esta subsunción está representada por Kant —hay que de­ cirlo— bajo la forma de una degradación que prostituye»7*. Hegel introduce a este respecto la diferencia entre «contrato de intercambio» (Tauschsvertrag) y «contrato de donación» (Schenkungsvertrag)*. Un contrato de inter­ cambio no se ajusta a la realidad del amor entre personas, pues en ese

contrato aquello de lo que se dispone es algo exterior al propietario. Pero la donación amorosa es una «recíproca entrega perfecta»9. En todo caso, se trataría de «un contrato negativo, que suprime precisamente aquel presu­ 6 Ak.. VI, p. 278. 7 Rechtsphil., Vil, § 75. p. 157. Una crítica similar puede encontrarse en J. G. Fichte.

titundlagen des Naturrechts nach Prinzipien der Wissenschaftslehre. FW, III, p. 317. * Cfr. Rechtsphil., VII. § 76. p. 159. 9 íd., § 164. p. 316.

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puesto sobre el que descansa la posibilidad del contrato en general, a saber, la personalidad o el ser-sujeto, el cual se aniquila en el matrimonio, en tanto que la persona entera se entrega como un todo»10*. Esta crítica de Hegel a Kant constituye una impugnación del concepto puritano del amor y una vuelta a la concepción del matrimonio según la cual su esencia consiste en el compromiso verbal, con independencia del acto jurídico correspondiente conforme al derecho civil. «La esencia del matrimonio, en tanto que unión de dos personas de distinto sexo, no es ni meramente natural —unificación animal— ni un mero contrato civil, sino una unificación moral en el amor y la confianza recíproca para constituir una persona»11. El trámite jurídicocivil vendría a ser el reconocimiento público de un acuerdo previo. Como es lógico, esto supone una anterioridad de lo natural respecto de lo jurídico, como parece señalar Hegel al definir el amor como «la moralidad en la forma de lo natural»12. Kant no podía aceptar —y tampoco Hegel diri­

girá su crítica en esta dirección, aunque la apunte— la idea de que existen obligaciones surgidas de la condición natural del hombre y no solamente aquellas que se derivan del sistema jurídico vigente. En el fondo, la con­ cepción kantiana del amor resulta de una forzada separación entre la na­ turaleza y la libertad, correspondiente a la escisión de cuerpo y espíritu. Esto se debe a que la libertad está pensada como autonomía que se acredita en el

dominio de objetos, como aplicación a un material dado que no pertenece a la esencia de la libertad13. Pero la libertad ha de poder acreditarse fuera de sí misma, bajo la forma de una mediación en la realidad natural, lo que no se consigue con su despótica subordinación. Entre Kant y Hegel, la concepción moderna de subjetividad ha experimentado una profunda transformación. La idea kantiana de sujeto como una instancia que establece relaciones y di­ ferencias, como conexión de lo múltiple, ha sido profundamente desacredita­ da. El romanticismo vive de la experiencia de una oposición que no es puesta por el yo, sino que antecede a su propia comprensión; y Fichte la formula teóricamente al sostener que el acto fundamental de la conciencia no puede ser el establecimiento inmediato de una unidad libre de contradición, sino la comprensión de su unidad a partir de la experiencia de la oposición. El romanticismo entra en la escena europea cuando la escisión de la conciencia moderna deja de ser una garantía incuestionable de libertad para sentirse

como origen de insatisfacción y dolor.

10 SystSitt., pp. 43-44. " Nürn-HeidSchr., IV, § 51, p. 265. 12 RechtsphilVil, § 158 Z. p. 307. 13 Cfr. id.. § 10, p. 57.

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2.

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EL ROMANTICISMO O EL AMOR COMO PASIÓN

El romanticismo representa la otra posibilidad de pensar el amor desde las premisas de la filosofía de la conciencia. El hombre se rebela contra una subjetividad descorporalizada y autosuficiente, se exalta apasionadamente la búsqueda de unidad como contestación a la razón que divide y separa. Así lo expresa patéticamente Hólderlin como un reproche a ios maestros pensa­ dores de la era moderna: «con vosotros he llegado a ser tan racional, he aprendido a diferenciarme radicalmente de todo lo que me rodea, y ahora estoy separado en el bello mundo, he sido expulsado del jardín de la natu­ raleza, donde crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía. Un dios es el hombre cuando sueña, un mendigo cuando reflexiona»14. La filosofía de la conciencia es una estrategia para la protección de la subjetividad; Kant y Fichte solamente proporcionan argumentos para la victoria, pero enmude­

cen ante los signos de debilidad. Hólderlin descubre la tristeza de una filo­ sofía que se ha convenido en una ascética de autoafirmación. Frente a ella se propone encontrar un nuevo camino, trazado a partir de las realidades que habían sido despreciadas: la naturaleza, el amor, el origen. «La escuela de los sabios me había hecho injusto y tiránico contra la naturaleza. El escepticismo absoluto, con el que me protegía frente a todo lo que había recibido de sus manos, no dejó crecer en mí el amor. El puro espíritu libre, creía yo, no se podría nunca reconciliar con los sentidos y su mundo, y no había ninguna amistad posible sino la de la victoria. A menudo enojado, rei­ vindicaba al destino la libertad originaria de nuestra esencia»15. Ha pasado ya el tiempo en que Hólderlin celebraba el imperativo categórico por encon­ trar en él un ideal heroico de autoafirmación frente al mundo. Ha dejado de resultar evidente la equiparación fichteana entre actividad autónoma y feli­ cidad. Nuevas experiencias han arrojado una sombra de desesperación sobre el espejismo de una identidad desvanecida. Una afirmación meramente especulativa de la libertad es un engaño a la vida. La tensión de la libertad sólo origina un esfuerzo infinito, tras el que no se divisa ningún regalo, a la

par que parece desaparecer el camino de retomo hacia las antiguas seguri­ dades. El premio prometido de una futura convergencia entre liberación y felicidad se convierte en quimera si ningún yo puede acudir a recogerlo. La conciencia se ha roto en dos pedazos: por un lado, la pura afirmación de sí, trivial y tautológica; por otro, toda una realidad que se le escapa tan pronto como quiere ponerla a su disposición. «Llenos del sabor amargo de la re-*19

14 StA, III, p. 12. 19 «Die me trise he Fassung». StA., III. p. 186.

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sistencia de la naturaleza, luchamos contra ella no para fundar e instaurar la paz y la unidad entre ella y lo divino en nosotros, sino para aniquilarla. Vio­

lentamente destruimos toda menesterosidad (Bediirfnis) y renegamos de toda capacidad de recibir (Empfanglichkeit)', así desganamos el bello lazo que nos mantiene unidos a otros espíritus, hacemos del mundo a nuestro alrededor un desierto y del pasado el ideal de un futuro sin esperanzas»16. La típica ruptura romántica de la sucesión temporal aparece como una consecuencia de su desarraigo frente al mundo objetivo y toma problemáti­

cas las relaciones intersubjetivas. ¿En qué estriba la novedad del planteamiento romántico? ¿Por qué el amor representa un problema irresoluble para una subjetividad abstracta y emancipada? Holderlin es un testigo de excepción en esta experiencia. En el Fragmento de Hiperión, el amor resulta inaceptable para una subjetividad que no necesita nada. «Tuvo que apoderarse de mí la desesperación al com­ probar que lo sublime que yo amaba era tan sublime que no me necesitaba. ¡Que me perdone ese sagrado ser! Con frecuencia maldije el momento en que la conocí»17*. La exigencia de autonomía impide la verdadera experiencia del amor, la insuficiencia que se revela en el necesitar. El drama que el ro­ manticismo expresa es la contradición entre la «celeste sobriedad» de un espíritu autosuficiente —el ideal moral forjado en tomo al principio de auto­ nomía— y el recurso a una «riqueza ajena» que se impone como una ten­ dencia irreprimible de nuestra indigente naturaleza. Holderlin se ve atrapado en los ideales ilustrados, en cuya consecución había cifrado el objetivo de su existencia independiente. Pero ahora se espanta con el presentimiento de que la mujer que amaba pudiera responder a ese modelo de subjetividad emanci­ pada que no puede dar ni recibir, pues no necesita de otras personas ni de «riquezas ajenas». Y éste es precisamente el caso. «Con lágrimas celestiales me pidió que aprendiera a conocer la parte más noble y poderosa de mi ser, tal y como ella la conocía, a dirigir mi mirada hacia lo indomable, autosuficientc y divino que en todos existe, también en mí»lx. La emancipación no soporta ni la finitud de la necesidad que en la realidad del amor se expresa, ni la finitud de una determinación en la que el amor se concreta necesa­ riamente, pues amar es amar a alguien. «Quisiera anular la finitud que pesa sobre nosotros.» El problema que el amor plantea a un esplritualismo abs­ tracto es la reconciliación entre el deseo de lo incondicionado y la entrega a una persona singular, entre la infinitud y lo limitado. La filosofía moderna no

16 id.. StA., III. p. 188. 17 «Fragment von Hyperion», StA., III. p. 170. '• Id., p. 179.

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ha dejado de subrayar la infinitud del espíritu, y Hólderlin es incapaz de re­ sistir a esta influencia. «No hemos sido creados para lo particular, para algo limitado [...]. Si ninguna Arcadia florece en tomo a mí. es sólo porque la indigencia que piensa y vive en mi interior debe enriquecerse y abrazar lo infinito»!9. Es posible encontrar así consuelo, aceptar la carga de una infini­ tud que se ha evadido de la vida real, pero la escisión queda definitivamente sin resolverse. Uno de los personajes del último e inconcluso drama de Schi-

ller —Demetrio— expresa así esta tragedia típica del alma romántica: «¿Por qué estoy aquí, atada y oprimida. / presa de un infinito sentimiento?» El mismo Schiller describe con detalle esta situación del espíritu en su ensayo dedicado a comparar la poesía clásica y la moderna: «la vida real no se presta de modo alguno para despertar en él |el idealista] el entusiasmo, y mucho menos para alimentarlo continuamente. Frente a la grandeza absoluta que es lo único que le interesa, la pequenez absoluta del caso individual al cual ha de aplicarse ofrece un contraste demasiado fuerte. Como su voluntad está siempre formalmente orientada hacia el todo, no querrá dirigirla hacia lo fragmentario material; y sin embargo, la mayoría de las veces, sólo podrá demostrar su disposición moral por realizaciones menudas. Suele ocurrir que por el ideal ilimitado pierde de vista el limitado caso práctico y que, aspiran­ do a lo máximo, descuida el mínimo, pese a que sólo de este mínimo provie­ ne toda la grandeza en la realidad»*20. Esta inmediatez de lo infinito en la conciencia romántica es lo que Hegei criticará al advertir —en lo que consti­

tuye un lugar común de su pensamiento— que lo absoluto nunca puede estar al comienzo y sólo puede ser resultado. La noción de Bedürfnis es clave para entender el sentido de la protesta romántica contra el racionalismo. El ideal ilustrado es, como reza el título

de la obra de Fichte, la determinación deI sabio: no necesitar nada exterior, ser autónomo y esforzarse por pensar y obrar sin ayudas ajenas, sostener el

yo sin descansar en la poltrona de la razón (Kant). La libertad moderna es una ascética negativa una renuncia a la riqueza de la vida y un estrecha­ miento del horizonte de la experiencia personal. El amor no puede entender­ se desde estos supuestos. Si el individuo se concibe a sí mismo como un centro de interés y de realización, el amor sólo es pensable como un movi­ miento que tiene por finalidad la propia conservación («suiun esse conser­ vare», en palabras de Spinoza). Cuando Hólderlin subraya la necesidad como condición del hombre, está queriendo decir que sólo el recono­ cimiento de su pobreza le permitirá huir de ella. En el hombre se expresa

•’íd-.p. 171. 20 Über naive und senümenialische Dichtung. SW. pp. 496-497.

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una aspiración infinita en forma de carencia, de una indigencia que obedece a su deseo de plenitud. Lo específicamente humano escapa a cualquier in­ tento de afirmar de modo unilateral su riqueza o su pobreza. Infinitud e indi­

gencia son los dos rasgos que definen el rostro del hombre. Esta dualidad se hace especialmente visible en el amor. «Nosotros tendríamos que perecer en la lucha de esos reñidos impulsos. Pero el amor los reúne. El amor aspira y se esfuerza por lograr lo más alto y lo mejor, pues su padre es la abundan­ cia. Sin embargo, no niega a su madre, la indigencia»21. El amor romántico no logra objetivar la infinitud. Su rebeldía no consi­ gue hacerse objetiva, quedando así como la otra posibilidad de pensar el amor desde la idea moderna de libertad subjetiva. Empédocles —el perso­ naje de una obra de Hólderlin, en el que se compendia el drama de esta contradicción— abandona a su familia y se arroja el cráter del Etna para huir de la finitud y unirse con el todo. La infinitud a la que aspira el romanticismo lleva en sus entrañas un impulso de muerte, una contradición que la vida no está en condiciones de resolver, como tampoco la muerte, pero esta puede aliviar el dolor que produce. Así lo entiende Empédocles, «dispuesto ya después de mucho tiempo, por su carácter y su filosofía, al odio de la cultura, al desprecio de toda actividad demasiado determinada, de todo interés orientado hacia los objetos diversos, enemigo mortal de toda existencia unívoca y, por esta razón, insatisfecho en el seno mismo de situa­ ciones realmente bellas, indeciso, sufriendo poique sólo hay situaciones particulares, las cuales no le satisfacen plenamente, porque no se hallan uni­ das en un gran acuerdo con todo lo viviente, únicamente porque en ellas él no puede vivir y amar como un dios [...I»22. La contradición del alma romántica radica en la imposibilidad de conciliar el amor y la vida, producto de una pasión infinita que no se concreta en una esfera de reconocimiento. La pasión es un instante desmesurado y, como tal. enemiga mortal del tiem­ po. Lo sublime resulta inconmensurable con la monotonía de la vida real; no hay mediación ni compromiso posible con lo trivial. Hay otro documento de la época que resulta imprescindible para enten­ der el alcance de las discusiones que en tomo a 1800 convirtieron el amor

21 «Die metrische Fassung». StA. III, p. 194. Hólderlin recoge aquí un lugar clásico de la mitología griega: Eros. hijo de Poros y Penia. En el siglo U los pensadores cristianos sustituyeron Eros por Ágape para poder predicar de Dios el amor creador sin que ello

suponga una atribución de indigencia, sino una donación sin necesidad que confiere al des­ tinatario una existencia gratuita. Pienso que la crítica de Hegel a Hólderlin se mueve en este contexto: su entusiasmo por el espíritu griego no le impide ver la superioridad —y mayor

problematicidad— de esta segunda concepción. 22 StA. IV, p. 145.

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en un tema especialmente polémico. Se trata de la novela Lucinde, publica­ da por Friedrich Schlegel en 1V9923. Uno de los aspectos de esta obra que explican la polémica por ella desatada es su carácter autobiográfico24 y la singular mezcla de géneros literarios con la que su autor desafía también los parámetros estéticos al uso: lo épico coexiste con lo dramático y lo lírico, el empleo de la primera persona con el de la tercera, cartas y diálogos con

narraciones y fantasías... Pero tras la forma se esconde también un núcleo de afirmaciones filosóficas cuya intención provocativa no dejaron de ad­ vertir sus contemporáneos. El trasfondo es una rebelión contra la concep­ ción burguesa del matrimonio. El amor sólo se puede entender desde una perspectiva religiosa: es un vínculo sagrado. El amor devuelve al hombre al estado de naturaleza: «cuando se ama como nosotros, también la naturaleza que hay en el hombre retoma a su divinidad original»2-5. La trama se configura a partir del conflicto —tantas veces tematizado por los románticos— entre el yo privado y el yo público, entre la vivencia subjetiva y su formulación objetiva. El propósito de Schlegel es liberar al amor de toda suerte de artificialidad, recuperar su originalidad26. A este fin se dirige su exaltación de la libertad de prejuicios y su crítica del orden social (de uno de los personajes se dice que llevaba un comportamiento exterior conforme al orden social, por el que era considerado un hombre razonable, mientras se desgarraba en su interior), o su ridiculización de la opinión públi­ ca y su apología del ocio («único fragmento de semejanza con los dioses que nos quedó del Paraíso»27; «la diligencia y el provecho son los ángeles de la muerte que con espada de fuego impiden al hombre volver al Paraíso»2"). Schlegel pretende hacer objetivo el amor, encontrar una forma de expresión de la intimidad, «dar forma a la cruda casualidad y transformaría en objeti­

vo»; pero para ello hay que «aniquilar lo que llamamos orden»29. Esta novela constituye una de las cumbres del proceso de interiorización del amor que el romanticismo radicaliza. El amor viene a ser entendido como una pasión tan extraña a la lógica social que incluso la ceremonia civil del matrimonio —la «odiosa ceremonia»30— es considerada como una mera formalidad exterior. 23 KA, v. 24 Schlegel conoció por aquellas fechas a la que más larde seria su mujer. Dorolhea Mendelssohn. hija del judio ilustrado Moses Mendelssohn y a quien éste había casado por

conveniencia a la edad de diecinueve años con un banquero berlinés 25 Lucinde, p. 67. 26 Cfr. Philosophische Lehrjuhre. KA, XVIII. Fragmento n.’ 114. p. 572. 27 Lucinde, p. 25. 28 id., p. 27. 29 íd.. p. 9. 30 Cfr. Caroline. Briefe aus der Frühnmantik, ed. E. Schmidt, Leipzig, 1913,1. p. 478.

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contraria a la intimidad del amor. La fidelidad procede del amor mismo, cuando éste es verdadero, y no de vínculos jurídicos exteriores. Declarar que el amor es lo sustancial significa para Sdilegel que su lógica secreta no re­ quiere de esa falta de buen gusto que es el reconocimiento de la opinión pública. La crítica de la sociedad butguesa es la puerta de acceso al descubri­

miento de la espiritualidad del amor. La novela de Schlegel desató una fuerte polémica. Las discusiones se centran en tomo a la concepción romántica del amor como pasión. Nos encontramos en el otro extremo de la dialéctica provocada por el puritanismo racionalista. Lo que se discute ya no es si la ceremonia jurídica forma parte del matrimonio, sino la posibilidad misma de traducir el amor en una existen­ cia finita. La discusión atañe a un punto tan central para la autocomprensión que el hombre tiene de sí mismo en tomo a este cambio de siglo, que todos los literatos y pensadores de la época se sienten en la obligación de tomar par­ tido. Algunos, como Schiller, lo hacen con una implacable crítica. En una carta dirigida a Goethe parece advertir en el rechazo de los convencionalismos sociales propugnado por Schlegel una sustitución de la hipocresía por el ci­ nismo31. Escritos anónimos y denuncias varias contribuyen a avivar la po­ lémica. poniendo de manifiesto hasta qué punto los convencimientos de Schlegel chocaban con las maneras y los modos de una época32. Decidida­ mente a su favor se pronuncian Fichte y Schleiermacher, entre otros33. En

31 Schlegel «construye una pasión ardiente e infinita, a la que va unida una espantosa

frivolidad que, a partir de aquí, se permite cualquier cosa y declara como diosa propia a la desfachatez» (carta a Goethe, lena. 19 de julio de 1799. SW. 30. pp. 72-73). 32 A los pocos meses apareció un escrito anónimo titulado Drei Briefr an ein humanes

Berliner Freudcnmüdchen über Lucinde ron Schlegel (Francfort y Leipzig) y dos artículos crí­ ticos de L. F. Huber en el Jenaische Allgemeine Ijteraturzeitung (7 de mayo y 25 de diciembre de 1800). el segundo contra la defensa que de la novela acababa de escribir Schleiermacher. Otros escritos de carácter satírico y despectivo contribuyeron a crear la atmosfera propicia para que los enemigos que Schlegel se había ganado anteriormente por diversos motivos -Schiller. Wieland. Jacobi. entre otros— adoptaran también una postura crítica a este respecto. Todavía en 1810 fue denunciado ante la policía y la Zensur-Hofstette de Viena al ser nombrado secreta­

rio de la legación austríaca en el parlamento de Francfort. 33 En una carta a su mujer del 8 septiembre de 1799 declara Hchte su entusiasmo por esta

obra, que ha leído ya tres veces —había salido a la luz el mes de mayo— (cfr. Fichies Briefwechsel. cd. H. Schulz. Leipzig. 1925. p. 158). Su juicio favorable se debió, sin duda, al hecho de haber reconocido en Schlegel su propia influencia, especialmente la tesis de la compleción del matrimonio y su autonomía frente al Estado: «el matrimonio no tiene ningún fin fuera de sí mismo: él es su propio fin [...). Es una relación necesaria y plenamente determinada en su vín­

culo por la naturaleza y por la razón» (cfr. Grundiage des Naturrechts.... FW. III. §§ 8 y 9. pp. 315 ss ). La defensa más directa de la novela de Schlegel fue llevada a cabo por su amigo Sch­ leiermacher en el escrito que publicó anónimamente en 1800 bajo el título Vertraute Briefe über F. Schlegels Lucinde (Friedrich Schleiermacher's sdmtliche Werke, G. Rcimer. Berlín.

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cualquier caso, la provocación había surtido efecto y se había puesto en mar­ cha el proceso de autonomización del amor. Con independencia de la postura que se adoptara en dicha discusión. la propia literatura romántica había representado en sus personajes la inviabili­

dad de esta comprensión del hombre. En las Lecciones sobre estética, Hegel describe con agudeza la comprensión del amor que se trasluce en las diversas obras de la literatura universal y llama la atención sobre su parcialidad. «En la poesía de los bardos alemanes el amor se muestra lleno de sensibilidad, tierno, sin la riqueza de la fantasía, travieso, melancólico, monótono; entre los espa­ ñoles, fantasioso en su expresión, caballeresco, susceptibles con frecuencia en la búsqueda y defensa de sus derechos y deberes, como cuestiones de honor personal, y también quiméricos en su más elevado esplendor. En los franceses actuales el amor deviene más galante, volcado hacia la vanidad, un senti­ miento convertido en poesía y a menudo con argucias ingeniosas, unas veces placer sensual sin pasión, otras pasión sin goce, un sentimiento y una sensibi­ lidad sublimados y llenos de reflexión»-*4. La imposibilidad ante la que se rin­ den Werther. Lucinda Hiperión o María Estuardo no es sólo el drama de un personaje literario; es también la agonía de un ideal de humanidad que no per­ mite una expresión real de la libertad. «Cuando el desacuerdo de la desdicha resuena en su vida —comenta Hegel a propósito de algunos personajes litera­ rios del romanticismo—, el ánimo permanece expuesto a la cruel contradición de no tener ni aptitud ni puente para mediar entre su corazón y la realidad»-*-5. Por eso, más allá de la abstracta contraposición entre lo sublime y lo me­ diocre, tiene que haber una expresión concreta del amor que no rompa al hombre en la tensión de dos fuerzas irreductibles. Ha de ser posible reconci­ liar lo infínito con lo ordinario, descubrir la belleza en lo vulgar. El ideal de infinitud que el romanticismo habla pretendido no se alcanza desde sus pro­ pias premisas, pues éstas coinciden, en última instancia con las de aquella subjetividad que había sido objeto de sus críticas. En polémica directa con las tesis mantenidas en Lucinde, Hegel pre­ tende sacar al matrimonio de la esfera privada y subrayar su carácter público. La exigencia de una ceremonia vendría justificada por su ca­ rácter de signo-*6. Pero Hegel no entendió el núcleo de lo que Schlegel*

1846. Ul. I.pp. 421-506) y en el que llama la atención sobre la alabanza de la religiosidad del amor, frente a las acusaciones de inmoralidad. El mismo año 1. B. Vermehren salió también en su favor en lena con su escrito Bríefe über F. Schlegels Lucinde zur richrigen Würdigung der-

selhen y. posteriormente. F. Asi en su System der Kunstlehre. Leipzig. 1805. 34 Asth.. XIV, pp. 185-186. 35 íd.. XIV. p. 207. 36 Cfr. HechtsphiL. VII. § 164. p. 315.

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quería decir, porque nunca se tomó demasiado en serio los argumentos del romanticismo. Muy probablemente la interiorización romántica del amor acabe siendo indiscernible de la pasión subjetiva, pero hay en ella una intención crítica contra la reducción del matrimonio a un protocolo civil que no puede ser pasada por alto. Schlegel no pretende justificar a los seductores, aunque quizá les haya proporcionado algún argumento. Pero el sentido de lo que los románticos reivindicaron —la interioridad y

sacralidad del amor, su independencia frente al orden social— no puede ser despachado como una apología de la arbitrariedad. En el fondo de toda esta polémica no se discute una mera cuestión jurí­ dica, lo cual no dejaría de ser importante (a quien opine que el derecho y el amor no tienen nada en común se le habría de recordar que nunca se ha legis­ lado tanto sobre él como cuando se le ha declarado libre de toda expresión jurídica). El fondo del problema radica en saber si la libertad puede vincu­ larse seriamente, si el hombre está en condiciones de reivindicar el derecho a prometer y comprometerse, si la libertad puede estar engarzada con exigen­ cia naturales finalizadas o es una simple determinación (autónoma o jurídi­ ca). La consideración del amor como pasión parece olvidar que el hombre necesita que el orden exterior colabore al cumplimiento de los compromisos libremente adquiridos. Y la deducción de la naturaleza del amor desde la ló­ gica social desconoce que el derecho es expresión y no remedio frente a una carencia de interioridad y vinculación.

3.

EL AMOR COMO PARADIGMA DE LA DIALÉCTICA HEGELIANA Las consideraciones de Hegel acerca del amor están dirigidas pre­

cisamente contra la unilateralidad de una conciencia sin mundo, tal como aparece tanto en la Ilustración como en el romanticismo, las dos grandes posibilidades que se le ofrecen al «amante moderno»37. Por un lado, el matrimonio como contrato, del que fácilmente se puede apoderar un

motivo de conveniencia económica o psicológica, y cuyo objeto resulta ser una cosa exterior individual, susceptible de ser enajenada, es decir,

una cuestión de interés sin interioridad. Por otro lado, la reivindicación de los «derechos del corazón», el sentimiento interior sin objetividad, sin lazos jurídicos vinculantes. La relación ética del amor no pertenece al campo de la sensibilidad inmediata, ni se puede entender como un con­

37 Cfr. Ásth., XIV, p. 184.

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trato civil3* Por este motivo, el amor proporciona un campo de reflexión a partir del cual es posible superar la ética kantiana de la obligación —la sustitución de la virtud por una razón que decreta normas— y la escisión romántica de una libertad sin objeto ni cueipo. Hólderlin había expresado la infelicidad romántica bajo la forma de la siguiente paradoja: «¿Cómo es que el hombre quiere tanto?»*39. Hegel interpreta este querer más de lo que se puede como una mala infinitud. El alma bella —figura de la Fenomenología en la que se compendia el espíritu romántico— no supo­ ne un exceso de infinitud, sino una incapacidad de expresar y objetivar la infinitud. «De ahí procede la infelicidad y la contradición. Por un lado, el sujeto quiere entrar en la verdad y desea vivamente objetividad. Por otro lado, no puede quitarse de encima esa soledad y retraimiento, ni arrancar esa interioridad insatisfecha y abstracta; y así se cae en el anhelo [...]. La insatisfacción de este estancamiento e impotencia origina la enfermiza alma bella y el anhelo ansioso»40. El amor romántico no es otra cosa que la azarosa y fugaz pasión entre sujetos a los que no vincula todavía la relación moral del matrimonio y la familia; es la efusividad de un senti­ miento interior (’Jnnigkeit), la pasión incapaz de darse a sí misma ninguna obligación. En la pasión, el amor no ha alcanzado todavía su concepto. Hegel intenta reconciliar en una síntesis superadora la unilateralidad de la teoría racionalista del contrato y de la concepción romántica del amor. Estos dos puntos de vista responden a una aplicación irreflexiva del princi­ pio de subjetividad que caracteriza al mundo moderno. El contrato y la

pasión son las dos maneras posibles de entender el amor desde la emancipa­ ción, es decir, parcial y desfiguradamente. La parcialidad del romanticismo consiste en no haber entendido que el amor sólo es auténtico cuando surge desde un compromiso verbal que objetiva y vincula las voluntades. Lo que diferencia el concubinato del matrimonio —señala Hegel— es el uso de la palabra. Si bien su «punto de partida subjetivo es estar enamorado»41 —como reivindica con justicia el principio de subjetividad del mundo

moderno—, es el libre compromiso de formar un vínculo lo que distingue al amor del sentimiento o la pasión. Su arranque subjetivo puede ser la incli­ nación afectiva o cualquier otra circunstancia casual, pero su objetividad consiste en el libre asentimiento «para formar una persona»42. Esta autolimitación de la subjetividad, en la medida en que permite obtener una con­ “ Cfr. Phán.. III. pp. 330 ss. 39 SM, III. p. 41. 40 Ásth.. XIII, p. 96; cfr. Phán.. III. pp. 464 ss. 41 Cfr. Ásth., XIV. pp. 172 y 188; Rechtsphil., VII. § 167, p. 320. 42 Rechtsphil., VII. § 162, p. 310; cfr. Nüm-HeidSchr., IV, § 51. p. 265.

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ciencia sustancial, es una verdadera liberación. Con palabras de una elegía de Goethe: «el corazón se siente más libre en tan queridos límites»43. La concepción hegeliana del amor surge a partir de una reflexión moti­

vada por las dificultades que dicha realidad ofrece para ser pensada desde los

supuestos de la filosofía de su época. ¿Cómo es posible conciliar el amor con la idea de subjetividad autónoma, en la que reposa toda la legitimidad de la libertad moderna? ¿Es posible amar y seguir siendo un Yo? Sin duda, al acto de darse a sí mismo contradice cualquier programa de emancipación, lo desconcierta y amenaza con detenerlo. Ni siquiera resulta fácil encontrarle un lugar en la filosofía de la conciencia. Parece incluso contradecirse a sí mismo, en tanto que acción de un sujeto que renuncia a serio. Schelling había advenido esta paradoja y había tratado de encajarla con una afirmación poco comprometida: la esencia del amor es un misterio, pues presupone lo contrario de sí mismo, es decir, la separación y el desorden a partir del cual se producen la reunificación y la armonía44. Hegel intenta aclarar esta aporta apelando a una instancia de consideración que no se detenga en las contradi­ ciones. «El primer momento del amor consiste en que yo no quiero ser una persona autosuficicnte para mí y, si lo fuera, me sentiría indigente e incom­ pleto [...|. El amor es por eso una tremenda contradición que el entendi­ miento no puede resolver, pues no hay nada más duro que esa puntualidad de

la autoconciencia que es negada, pero que ha de considerar esto, no obstante,

43 Goethes Werke, 9, p. 163. 44 Cfr. Über das Wesen der menschlichen Freiheü, pp. 99-100 (ed. W. Schultz, Suhrkiimp. Frankfurt, 1975). Jacob Bóhme y todo el pensamiento cosmogónico y teosófico del

siglo xvm intentaron superar esta paradoja rehabilitando el mito platónico del andrógeno (Banquete 189a- I93d). Mediante este recurso, el amor queda explicado a partir de una indi­ gencia ontológica —la perfección humana sólo serla alcanzable en la complementación del hombre y la mujer— peto de este modo quedaba desacreditada la noción de subjetividad.

Esto sería tanto como resolver una oposición anulado uno de sus términos. El plantea­

miento del romanticismo se puede entender como una crítica a esta solución inmediata en que consiste la renuncia al principio de subjetividad. Así se puede interpretar, a mi juicio, aquella idea de Holderlin de que los que se aman están «en cumbres separadas» (cfr.«Pat-

mos». StA, 11. p. 165). La objeción de Schelling dice así: «si cada uno no fuera un todo, sino una mera pane de un todo, no existiría el amor. Pero existe el amor porque cada uno es un todo y. a pesar de ello, quiere al otro y lo busca» (System der gesammten Philosophie und der Naturphilosophie insbesondere. SW, 1/7. p 409). La idea del amor como un misterio se encuentra también en Novalis (Werke. ed. Minor. lena. 1907, IV. p. 202) y en Eran/, von Baader (Über Liebe. Ehe und Kunst. Aus den Schrifien. Briefen und Tagebüchem. ed. H.

Grassl. Míinchen, 1935. p. 107). F. Schlegel le había dado otro nombre: ironía. «La ver­

dadera ironía es la ironía del amor. Surge a partir del sentimiento de la finitud, de la propia limitación, y de la aparente contradición de este sentimiento con la idea de infinitud que

lleva consigo todo amor verdadero» (KA. X, p. 357).

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como algo afirmativo. El amor crea y resuelve al mismo tiempo dicha con­ tradición: la soluciona en tanto que es una unificación moral»45. La aparición del problema del amor constituye un momento de cambio de dirección en el desarrollo del pensamiento hegeliano y una ruptura con la filosofía de la época, de modo especial con la teología que se había elabora­ do siguiendo a Kant y que había sido el núcleo de su formación durante su estancia en Tubinga y Berna. Como un decidido kantiano aparece Hegel en Francfort para ejercer el trabajo de preceptor que su amigo Holderlin le había conseguido. Pero el manuscrito del año 1797 titulado Moralidad, amor, religión46 contiene un cambio brusco y significativo. Mientras que en la primera mitad del texto desarrolla una argumentación típicamente kantia­ na, la segunda mitad toma una orientación muy distinta. Aquí comienza a oponer a la libertad subjetiva de la razón práctica el amor, cuya más alta libertad consiste en unirse con su objeto. Este ideal de unificación parece poner punto final a la estrategia de separación que ha guiado a la conciencia a lo largo de la filosofía moderna. Con esta nueva consideración de la liber­ tad, Hegel se sitúa en el contexto de una tradición de pensamiento distinta, ignorada por Kant, cuando no combatida fuertemente. La contraposición entre libertad subjetiva y objetividad, que había constituido el eje de la críti­ ca de Hegel en Berna, es sustituida por un ideal de unificación en virtud del cual la verdadera contraposición estaría definida por una objetividad muerta y una objetividad vivificada. Este singular cambio de perspectiva supone una renuncia al rígido planteamiento kantiano y la formulación de un nuevo horizonte para la acción humana: la ampliación de la subjetividad mediante la vivificación de la objetividad. Como ha sostenido Henrich47*, este repenti­ no cambio no se explica más que por una modificación de las circunstancias en las que Hegel se encuentra, especialmente su nueva relación con el círcu­ lo de filósofos que se había formado en Francfort en tomo a Holderlin. y en el que también era apreciable la influencia de Schiller y Jacobi. Sin duda, fue Holderlin el primero que. después de haber sido discípulo de Fichte en lena, dirigió una crítica implacable a la idea del yo absoluto como principio de la filosofía. En el amor se hace patente una pobreza y necesidad radical del yo. El éxtasis del amor muestra que el hombre no puede alcanzar su pro­ pia identidad a través de un proceso de introspección. «Nosotros no somos nada; aquello que buscamos es todo»4*. La reflexión es una operación que

45 Rechtsphil., VII, § 158 Z. p. 308. 46 FrühSchr., I. pp. 239-243 (Nohl. pp. 374-377). 47 Cfr. Hegel im Kontext, Suhrkamp. Frankfurt, 1967. p. 63. 44 Cfr. «Fragtncnl von Hyperion», StA. III. p. 184.

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separa, rompe y distancia hasta crear auténticos abismos. El yo que pretende ser absoluto por medio de una reflexión que domine los objetos, se empo­ brece. Dado que el sujeto sólo puede ser pensado con relación a un objeto,

la idea de un yo absoluto se convierte en algo sin sentido. El sujeto y el ob­ jeto sólo se pueden reconocer en su recíproca limitación. Esta unidad se re­ fleja, según Hólderlin. en la naturaleza; obtiene su representación en la belleza y se alcanza en el amor. Hegel recoge este ideal de una filosofía de la reconciliación y pone en marcha su programa de liquidación del primado moderno de la reflexión. La filosofía de la reflexión se ha caracterizado por producir cada vez más oposi­ ciones, comenzando con una abstracta oposición entre el hombre y el mundo, y acabando por interiorizar esa oposición que amenaza romper al hombre mismo. El amor y la vida impugnan esa dinámica de separación. «El amor cancela la reflexión en una ausencia completa de objetividades, quitándole a lo opuesto todo su carácter ajeno (...]. En el amor lo separado subsiste todavía, pero ya no como separado, sino como unido»4950 . El amor es, pues, un poder unificador que vincula de tal modo naturaleza y libertad, sujeto y objeto, que cada uno de ellos mantiene su especificidad a la vez que se encuentra relacio­ nado con el otro en una unidad inseparable. «Aquello que amamos no es para nosotros algo opuesto, sino que está unido a nuestro ser, sólo nos vemos en él, pero es algo diferente de nosotros: un milagro que no llegamos a compren­ der»^. Hegel encuentra así la tan buscada síntesis entre el aumento de libertad y la superación de una objetividad legal extraña. «La ley no puede reconciliar, pues domina siempre con su terrible majestad y no se deja abordar por el amor»5152 . Frente a una ética de la obligación, el amor se sitúa por encima de la abstracta contraposición entre la heteronomía y el solipsismo. El amor es la virtud sin sumisión ni dominio; escapa a la férrea aplicación de dichas catego­ rías y se sitúa en un espacio que no viene definido por ellas. En él son supera­ das todas las antinomias kantianas. Querer supone la liquidación de las oposiciones. El amor «excluye todas las oposiciones; no es entendimiento, cu­ yas relaciones siempre toleran que la multiplicidad siga siendo multiplicidad, y cuyas uniones son oposiciones. No es razón, que opone sin más su de­ terminar a lo determinado; no es nada limitador, nada limitado, nada finito»*2. El amor recupera aquella infinitud que la autodeterminación parecía prometer, pero que de hecho hacía inalcanzable. 49 Nohl. p. 379. 50 FrühSchr., I. p. 244. 51 Nohl, p. 392. 52 íd.. p. 379; cfr. id., p. 388. Citado según la reconstrucción de las dos versiones exis­

tentes del manuscrito por Ch. Jamme en Hegel Siiulien. 17(1982), pp. 9-23.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

99

En este punto desempeña un papel fundamental la idea de espíritu (Geist). Su formulación y desarrollo caracterizan el pensamiento de Hegel y permiten hacerse caigo de su originalidad frente al contexto filosófico en el

que recibió su primera formación. Este concepto resume la pretensión de reconciliar las con tradiciones entre razón y sensibilidad, libertad y natu­ raleza. amor e ipseidad, lo que había sido ya intentado por Herder, Schilier y Hólderlin. sin demasiado éxito por cierto. La expresión espíritu caracteriza a una realidad que está más allá de la subjetividad autoconsciente y que ten­ dría la capacidad de reconciliar los antagonismos por ella producidos. Como

categoría mitológica, el espíritu designa la capacidad de ser un sí mismo en la alteridad (bei-sich-selbst in Anderssein; Selbstsein in einem fremdem). El amor es un retomo reconciliado (die versohnte Rückker) a sí mismo a partir de un otro53. Aquí se pone en juego una de las intuiciones fundamentales de Hegel: la relación consigo mismo debe pensarse de tai manera que incluya al mismo tiempo el pensamiento de una relación con lo otro, y a la inversa. Esta intuición se ilumina tan pronto como tratamos de pensar la vida, la ver­ dad y el amor, en tanto representaciones del espíritu. En ellas se supera la categoría lógica de oposición. «La verdad es algo libre, que no dominamos ni nos domina [„.|. Aquello de lo que se depende no puede tener la forma de una verdad»54. Esto es precisamente lo que acontece en el amor. No es una 53 Cfr. Ásth., XIV, p. 155; SystSitt.. p. 25.

54 FrüliSehr., I, p. 288. Esta misma libertad del espíritu se expresa en la vida y en el conocimiento verdadero. La constitución moderna de la subjetividad, para la cual entender significa dominar, hizo irreconocibles estos ámbitos de la realidad o, al aplicar sus categorías, contribuyó a hacer imposibles determinadas experiencias. Esto es precisamente lo que Hegel —bajo la influencia de Jacobi, con toda probabilidad— intenta evitar el espíritu consistirá

para él en el carácter no reducible a la subjetividad de las relaciones vitales, interpersonales y cognoscitivas. La modernidad —al igual que ocurrió con el amor— ludria problematizado la vida. Un modo de pensar asentado sobre la oposición es incapaz de hacerse cargo de la uni­ dad. Una praxis autoafirmaliva contiene una fuerza desgarradora que conduce a la muerte. La

vida presupone ciertamente oposiciones y diferencias, pero los elementos de la oposición deben ser entendidos a partir de un todo. Ésta es una idea clave para entender el pensamiento

hegel ¡ano. La vida sólo resulta comprensible cuando la oposición de los seres vivos entre sí y

la unidad orgánica en cada uno de ellos son pensadas desde una totalidad orgánica que. a su vez, carece de existencia propia fuera del proceso de los seres vivos (cfr. D. Henrich. Hegel

im Kontext, p. 36). La vida es para Hegel unidad y pluralidad, reconciliación de las oposicio­ nes. Vivir es un poder establecer relaciones Isich verhalten tómen) y no una mera afirmación

de identidad en un contexto variable. La vida —se dice en el Systemfragment de 1800— es unidad de la unidad y de la no-unidad (cfr. FrühSchr., I, p. 422). Es una representación del espíritu en la medida en que logra la unidad de lo distinto: ni mera yuxtaposición, ni aniquila­ ción de realidades autónomas. Este nuevo punto de vista tiene una especial significación

como presupuesto para una renovada consideración de la libertad, que exige superar el mode­ lo de la autoafírmación. La plena unidad de sujeto y objeto es una condición de la libertad.

100 DANIEL 1NNERAR1TY casualidad que Hegel ponga en relación estas dos experiencias. La filosofía moderna había perdido de vista aquella similitud antigua —de raíz bíbli­ ca— entre amar y conocer. Tal coincidencia ya no resulta plausible cuando

conocer es equivalente a objetivar. En un escrito del año 1775 Herder pare­ ce exigir su recuperación: «el amor es el conocimiento más noble»55. «No se conoce sino lo que se quiere», advierte también un conocido aforismo de Goethe. Y en esta misma línea discurre la reflexión de Hólderlin en el frag­ mento Üher Urtheil und Seyn: «allí donde sujeto y objeto están sencilla­ mente unidos, y no sólo en parte, unidos hasta el punto de que no se puede practicar división alguna sin herir la esencia de aquello que debe ser separa­ do, allí y sólo allí puede hablarse de un ser en sentido propio, como es el

caso de la intuición intelectual»56. Desde esta perspectiva se puede in­ terpretar el sentido del escrito hegeliano acerca de la Differenz y la crítica de la concepción del conocer como un separan la realidad del conocimiento es una relación, no existe ninguna verdad de la reflexión aislada57. Pero no basta con apelar vagamente a una etimología, ni postular el valor de una realidad perdida: hay que fundamentar los supuestos a partir de los cuales sea posible entender las relaciones del hombre con el mundo de una manera no dominaliva. Precisamente la concepción hegeliana del amor intenta abrir un marco de intersubjetividad donde la entrega, la gratitud y la donación

obtengan un sentido que no contradiga la realización del yo. Mas para ello debe ser revisado el principio de autonomía. La característica distintiva del amor es la reciprocidad, la entrega mutua. El amor no hace nada unilateral. «El amor es un recíproco tomar y dar» que «excluye todas las oposiciones» y «cancela la reflexión en una ausencia completa de objetividades, quitándole a lo opuesto todo su carácter ajeno». Sólo et hombre tiene la capacidad de transformar las relaciones objetivas en instrumentos para su determinación subjetiva. En relación con la vida, el concepto de espíritu remite al hecho de que la unidad de la vida es tarea de una acción libre y no resultado de una ciega necesidad natural. Pero esta libre unidad no es alcanzable por medio del dominio unilateral. «En la rela­ ción vital, sólo existe libertad en la medida en que se tiene la posibilidad de superar la mera relación a sí mismo y establecer vínculos con otros. Esto significa abandonar la concepción de

la libertad como un factor ideal, como indeterminación» (JenSchr., II. p. 83). El ser vivo se caracteriza por ser capaz de mantenerse como unidad en unas condiciones objetivas. Peto esa unidad es el resultado de un proceso de mediación entre el medio y el sujeto. Por ello puede

decir Hegel que la vida es la primera representación de la libertad. 55 Vom Erkennen und Empfmdtn der menschlichen Seele, en J. G. Herder. Sámtliche Werke, ed. B. Suphan, Berlín, 1885. VIH, p. 200. «El amor es la más alta razón» (id., p. 202). La idea de una analogía entre la razón y el amor es un pensamiento que aparece muy

tempranamente en Hegel (cfr. FrühSchr., I. p. 30). ^KA.IV.p 216. 57 Cfr. FrühSchr., 1. pp. 30 y 95.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

101

En el, «lo separado subsiste aún. pero ya no como separado, sino como unido». Unilateralidad significaría en este contexto acción controlada y diri­ gida a la afirmación personal. Pero el amor no es un contrato de alquiler ni

un acto de benevolencia, como tampoco un espacio de juego para el encuen­ tro ocasional de dos personalidades autónomas. Dicha reciprocidad no es el resultado de un intercambio, sino el presupuesto para la constitución de una subjetividad: el nuevo sujeto que surge de una superación de la propia volun­ tad. Ahora es posible hacerse cargo de por qué el amor no puede consistir en un contrato civil ni en un mero sentimiento. «Sólo en el amor se es uno con el objeto, ni se domina ni se es dominado»5”. El poder del amor es el poder de la unificación. Esto no se puede comprender desde la filosofía de la con­ ciencia. para la que está prohibido el abandono de la propia subjetividad. Pero el amor supera cualquier reciprocidad de prestaciones, que es la re­ lación más estable que una conciencia emancipada está en condiciones de constituir. La voluntad de poder es ciega ante la verdadera experiencia del amor. Sólo puede construir simulacros, obrar «como si». El amor está conde­ nado a desaparecer cuando el único vínculo que establece es la satisfacción recíproca de necesidades*5960 . El amor no es una relación entre soberanos ni una división de poderes. «De tal modo que quien ama no existe para sí. no vive para sí ni se preocupa de sí mismo, sino que encuentra la raíz de su exis­ tencia en otro y, no obstante, en ese otro encuentra completamente su propio goce; es aquí donde se expresa la infinitud del amor»*0. En esta considera­ ción completa del otro se alcanza verdaderamente aquella riqueza que la Ilustración esperaba como resultado de un proceso de autodeterminación y que el romanticismo había fijado en la aspiración por la infinitud y en la in­ terioridad subjetiva. Todo lo anterior nos permite comprender un poco mejor qué es lo que Hegel quiere decir al subsumir el amor bajo la categoría del espíritu. Esto significa que el amor sólo se constituye como tal en el matrimonio y la fami­ lia. donde acontece la transformación plena de la persona para-sí en miembro de una comunidad moral61. El amor supone la donación de la temporalidad.

M Id.. 1. p. 242. Hegel utilizará en las Lecciones sobre estítica de los años veinte las

expresiones *.Verlorensein des BewuJJtseins». «Uneigennützigkeit», «Selbstlosigkeit» y «Vergessenheit» para designar el requisito que exige la constitución del sujeto del amor (cfr. Asth., XIV, p. 183). «La verdadera esencia del amor consiste en superar la conciencia de sí mismo, olvidarse en otro yo y, no obstante, sólo en ese perderse y olvidarse, tenerse a sí mismo y poseerse» (id., p. 155). 59 Cfr. Rechtsphil.. VII. § 33 Z. p. 91; SystSitt.. p. 43. 60 Ásth.. XIV. p. 183. 61 Cfr. Rechtsphil.. Vil. z 158. p. 307; Nürn HeidSchr.. IV. § 49. p. 264.

102 DANIEL INNERARITY

la entrega de toda la diversidad y variedad del alma (alie Mannigfaltigkeit

der Seele). Se trata de un regalo recíproco del tiempo y del azar, como corresponde a la condición temporal del hombre. El don más valioso que cabe ofrecer es la entrega del propio futuro. El amor es una historia, no un acontecimiento. Todo compromiso entre personas incluye el regalo de lo imprevisible que el tiempo lleva consigo y la confianza mutua de que es posible mantener la subordinación del tiempo a la libertad de una decisión. «Confianza es identidad de la persona, de la voluntad, del ideal, en la contin­ gencia del azar (bel Verschiedenheit der ZufalligkeitJ62. Lo que accede al amor es un carácter, una individualidad viva, no una sustancia completa o una personalidad lograda; los que se aman son un silogismo incompleto63. Ni Kant ni los románticos habían conseguido deducir del amor ninguna obliga­ ción. La configuración jurídica del matrimonio estaba pensada desde la categoría de la subjetividad. Por eso resultaba imposible integrar el cuerpo y el espíritu en un compromiso. Para Kant, el amor resultaba demasiado ex­ temo al yo; para los románticos, demasiado interior. En ambos casos, incapaz de configurar una biografía, es decir, de extender la libertad en el tiempo. Goethe describió así esta imposibilidad de abarcar el tiempo que padece el | amor entendido como pasión: ¡Ah, te conozco. Amor, como cualquiera! Tu antorcha que en la oscuridad nos ilumina. Mas pronto nos llevas por intrincadas sendas; entonces es cuando necesitaríamos tu antorcha y. ¡ay!, la muy falsa se apaga64.

Hegel adopta un punto de vista diferente. El derecho del amor consiste en garantizar la sustancialidad de la familia, su unidad frente a las contingen­ cias extemas. Contra ella no se pueden hacer valer derechos, como el de una cláusula restrictiva o el azar de la pasión. El matrimonio ha de ser indisoluble porque persigue un fin sustancial «en la comunidad de toda la existencia individual»65. De esta manera concluye Hegel su intento de armonizar el derecho y la pasión, a través de la idea de un deber que surge desde la liber­ tad. Se trata de una libertad capaz de extenderse en el tiempo, más humana que la memoria sin libertad que caracteriza al derecho positivo, y más pro­ 62 FrühSchr., I. p. 254; cfr. JenSyst., III. p. 241. 61 Cfr. JenSyst.. III. p. 218. M Venezianische Epigramme. 5. p. 392. 65 Rechtsphil., VII, § 163. p. 313. Sobre la indisolubilidad del matrimonio cfr.

FrühSchr.. I. p. 329; Nürn-HeidSchr.. § 49, p. 264; Rechtsphil^ Vil. $ 159, p. 308; § 163 Z. pp. 314-315; $ 180. p. 336; £nz.. X. § 519. pp. 320 y 329.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

103

funda que la libertad sin memoria de la pasión, tan encendida como fugaz. Sólo quien no se haya rendido a la pobreza de una libertad inmediata puede ver en el compromiso y en el tiempo enemigos de la libertad. Pero la subordinación de la pasión al amor es entendida por Hegel como un desiderátum, en la medida en que su contingencia no puede ser del todo superada. «El matrimonio debe ser indisoluble, pero también ha de quedarse únicamente en este deber ser»66. En última instancia lo único real­ mente indisoluble es el Estado, y todo lo que no está mediado por él es casual y contingente. Esta ambigüedad refleja una cierta vuelta a la concep­ ción de la familia como instrumento de socialización. Esta subordinación resulta lógicamente inevitable cuando se sostiene que el Estado es la me­ diación por antonomasia, es decir, que sólo en él encuentran su plenitud los precarios vínculos que forman el tejido de la sociedad civil.

4.

AMOR Y SOCIEDAD MODERNA

En términos generales, la filosofía moderna se había originado a partir de una serie de experiencias de la conciencia que tienen en común un movi­ miento de separación, autoafirmación, reclusión y distanciamiento: el domi­

nio científico-técnico sobre la naturaleza, la experiencia del conflicto social, la búsqueda de una certeza subjetiva en un contexto de cambio y oscuridad, la afirmación de la propia identidad frente al caos exterior... Toda su estrate­ gia estaba orientada a salvaguardar, proteger y afirmar un núcleo subjetivo inamovible frente a una corriente exterior (el mecanismo natural, las co­ nexiones históricas, la subordinación política), que solamente ofrece un ros­ tro amenazante, hostil e inhóspito. La conciencia moderna sólo se pudo formar a partir de una victoria. El gran mérito de Hegel consiste en haber llamado la atención sobre la necesidad de recoger la otra dimensión de la li­ bertad: aquella que se pone de manifiesto en la experiencia del perdón, en el sentimiento de pertenencia, en la necesidad de arropamiento o en la nos­ talgia por arraigar en un espacio objetivo. El amor y la amistad son el cami­ no de acceso —prohibido por la filosofía de la conciencia— a este lugar del sentido y la significación. La libertad de la que se disfruta en esta tierra prometida contiene un momento de descentramiento de la subjetividad, inconcebible para un proyecto emancipador. La más alta libertad exige la superación de la particularidad. La reconciliación del amor no es la li­ beración que se alcanza sometiendo todo aquello que pudiera ser un motivo

66 Rechisphil., Vil, § 176. Z. p. 330.

104 DANIEL INNERARFTY

de temor. El triunfo del amor es no dominar sobre nada y. de este modo, romper el poder de lo objetivo. «Únicamente el amor no tiene límites»67. El amor no reconoce la alternativa abstracta entre una existencia autónoma y un deber heterónomo. Se instala más allá de la emancipación y, por tanto,

también por encima de sus rígidas categorías. Las discusiones en tomo al amor y la familia en estas décadas que sepa­ ran a Kant de Hegel se inscriben dentro de un contexto social muy determi­ nado. y ningún pensador de finales del XVH1 y principios del XIX dejó de registrarlo. Se trata de la aparición del Estado moderno tras la Revolución francesa y de las nuevas formas de configuración social que se siguen de la Revolución industrial. Las grandes revoluciones que han dado origen a la era moderna han enarbolado como bandera sagrada los derechos del individuo. Qué significación pueden tener el amor y la familia en un medio post­ revolucionario, es una pregunta que inquieta a filósofos y poetas alrededor de este cambio de siglo. En los dramas de Schiller, por ejemplo, la sociedad bur­ guesa es presentada como un mundo opaco al amor, al que se debe el esta­ blecimiento de dos lógicas irreconciliables. Lo mismo se puede advertir en Novalis, en cuyos Hymnen an die Ñachí (1800) la noche aparece como el re­ fugio donde se ha recluido el amor tras ser expulsado por un entendimiento que pretendía dominar la tierra. De manera especialmente aguda vislumbró Hegel el sentido de la especificación funcional que caracteriza a la sociedad moderna: la separación estricta de la familia y la sociedad civil. En la familia, como relación personal de amor y confianza, cada uno de sus miembros tiene un valor absoluto, mientras que en la sociedad civil el individuo vale por la prestación que ofrece. En un caso, el reconocimiento es total y con­ creto: en el otro, parcial y abstracto68. Se trata de la diferencia que media entre la competición abstracta de la sociedad civil y la comunicación perso­ nal de la familia. Nos encontramos en pleno proceso de retirada de la actitud valorativa a la esfera de la vida privada, de subjetivización del valor y meca­ nización social. La intimidad y la publicidad se constituyen desde la po­ larización de la racionalidad y la emotividad. Amistad y sociedad se convierten en términos antagónicos. La familia ya no puede ser entendida como célula de la sociedad —como modelo de relación intersubjetiva— cuando la voluntad que impera en el espacio público es pura dominación. Lo que la familia y la política ganan en especificación y diferenciación funcional tiene como contrapartida una rígida separación que hace de la virtud que re­ gula las relaciones inmediatas algo que carece de trascendencia social, y de

67 FrühSchr., I, p. 363. 68 Cfr. Nürn-HeidSchr., IV, p. 349.

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105

la esfera política un mecanismo regido por un uso dominativo de la voluntad. No se puede entender la concepción hegeliana del amor y la familia si no se tiene en cuenta que forma parte de una teoría de la moralidad dirigida contra el dualismo de los imperativos jurídicos y las convicciones morales. Hegel encontró en la tragedia de Antígona el prototipo de una contra­ posición que en la era moderna ya no es un producto de la fantasía literaria, sino una ley de la historia. Sófocles describe el conflicto entre la piedad familiar y la ley pública: Antígona viola una ley pública al enterrar a su hermano, a quien no debía enterrarse por haber traicionado a su patria. La imposición de la ley escrita que castiga a los traidores y la exigencia de una ley ancestral que prescribe devolver a los muertos al seno de la familia se enfrentan aduciendo obligaciones y fidelidades irreconciliables. «Antígona —comenta Hegel— es la obra de arte más sublime y más lograda de todos los tiempos. Todo es consecuente en esta tragedia: la ley pública del Estado y el íntimo amor familiar, así como el deber frente al hermano, se enfrentan conflictivamente entre sí: el interés de la familia es el pathos de la mujer, Antígona: el bienestar de la comunidad es el pathos del hombre. Creonte»69. Estos dos personajes simbolizan el conflicto entre lo masculino y lo femenino, en tomo al cual se articula la distinción cultura-naturaleza, uni­ versal-particular, inmediatez-mediación, reflexión-espontaneidad, razónsensibilidad... Hegel subraya esta distinción según la cual la universalidad, el poder y la actividad corresponden al varón, mientras que la individuali­ dad. la pasividad y el sentimiento son rasgos específicos de la mujer. Éste

es el motivo por el que el hombre se realiza en la vida pública y la mujer tiene su lugar propio en el hogar70. No parece necesario insistir acerca de cuál de estos dos ejes de valores tiene una mayor estimación en el pensa­ miento moderno. La desvalorización de lo femenino no se debe tanto al triunfo de una razón que establece jerarquías y rangos, cuanto al hecho mismo de separar y establecer oposiciones. Es una idea originariamente moderna la asignación de tareas públicas al hombre y familiares a la mujer. Ha de tenerse en cuenta que sólo en las for­ mas modernas de organización social deja de ser la familia la unidad econó­ mica y el trabajo una tarea doméstica. Pero no sólo son factores sociológicos los que explican esta desvalorización moderna de lo femenino. El tipo de valores a los que se supone que la mujer no tiene acceso —emancipación, universalidad, deber— están pensados desde una antropología masculina. Kant había apoyado esta separación en el supuesto de que lo propio de la

mÁsth.. XIV. p. 60; cfr. Phán.. III, p. 328-». Rechaphil., VII. § 166. p. 319. 70 Cfr. Ktchtsphil.. VII. $ 166. pp. 318-320.

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mujer es la belleza y atender a lo particular, mientras que el hombre prefiere la nobleza y el deber. La mujer es capaz de un bello entendimiento y una

bella virtud, pero sólo el hombre consigue un entendimiento profundo y una virtud noble. La mujer evita el mal «no porque es incorrecto, sino porque es feo». Acciones virtuosas significan en ella tan sólo acciones bellas. Pero «nada de deber, nada de culpabilidad»71. Opiniones de este tenor son habi­ tuales en pensadores de la época. Fichte la sustenta sobre el principio de que al hombre le correspondería la actividad y a la mujer la pasividad; sólo aquél

es apto para las tareas de participación política, mientras que ésta ha de ser educada para la administración de la casa72. Hegel también asigna a la mujer la tarea exclusiva del hogar y al hombre la ocupación de los asuntos públi­ cos, la ciencia, la filosofía y todas aquellas actividades que exigen una res­ ponsabilidad sobre lo general. Esta división sería análoga a la diferencia que existe entre la planta y el animal. «Si las mujeres estuvieran en la cumbre del gobierno, el Estado se encontraría en peligro, pues ellas no actúan de acuerdo con las exigencias de la generalidad, sino según su casual inclinación y opi­ nión. La formación de la mujer tiene lugar —no se sabe bien cómo— en la atmósfera de la representación, más por la vida que por la adquisición de conocimientos, mientras que el hombre alcanza su posición como una con­ quista del pensamiento y mediante un gran esfuerzo técnico»73. El trasfondo de este planteamiento es una antropología masculina y una ética unilateral que exige autoafirmación, actividad y determinación. Schiller y E Schlegel se dieron cuenta de que con ello se perdía de vista el aspecto de la armonía, expresión y representación de la libertad; pero esta intuición no logró corre­ gir el rumbo de la antropología moderna. La idea hegeliana de Sittlichkeit es un intento de recomponer esta unidad por vía sociológica, manteniendo intacta la lógica analítica que introduce la mencionada contraposición. En su filosofía social, el principio de reconoci­ miento recíproco se establece como la clave para la constitución de la perso­ nalidad, anulándose así tendencialmenle la diferenciación estricta que promueve la sociedad moderna. La idea de una totalidad social está tomada del modelo de unificación de lo separado que se prefigura en el amor. Se po­ dría incluso afirmar que el amor proporciona a Hegel la intuición básica que está en el fondo del concepto de dialéctica. En ocasiones se ha reprochado a Hegel por no haber seguido la dirección especulativa que el descubrimiento del amor en Francfort parecía sugerirle. Pienso, por el contrario, que si el

71 Cfr. Beabachtungen üher das GefiM des Schünen und Erhahenen, Ak.. XX. pp. 28 ss. 77 Cfr. Grundlage des Naturrechis..., III. §§ 34-38. 73 Rechtsphil., Vil. § 166 Z. p. 319.

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amor deja de ser un tema es por haberse convertido en el núcleo inspirador del sistema dialéctico. Pero Hegel tomó de la esfera del amor aquello que

menos se presta a ser generalizado: la centralidad de la relación. Aquí se pone de manifiesto también la esencial ambigüedad del pensamiento dialécti­ co. La generalización social de la relación equivale a su establecimiento como subjetividad absoluta respecto de la que todos los momentos reciben su determinación esencial. La generalización del amor coincide formalmente con su aniquilación, pues éste sólo es posible como actividad de un sujeto y, por tanto, como atributo de un sujeto que no puede ser definido desde su relatividad intersubjetiva o histórica. Pese a la dureza de su crítica al romanticismo, Hegel comparte con él la suposición de que el hombre sólo puede encontrar un sentido para la exis­ tencia si se reconcilia con el todo (en este caso, una totalidad social y no de la naturaleza). El odio romántico a la cultura y su culto hegeliano tienen en común un prejuicio contra la finitud, cuyo abatimiento se expresa bajo la forma de una nostálgica infinitud o mediante la subjetivización del espíritu social objetivo. La comunidad moral que Hegel supone como resultado de la alienación de todos en el cuerpo social participa de la ambigüedad propia de todos los órdenes sociales perfectos: el movimiento de recuperación de la personalidad puede no tener lugar. Es cierto que la sociedad moderna no acierta a conciliar la lógica del amor y la lógica social. Pero una equipara­ ción objetiva entre ambas aleja aún más la posibilidad de armonización. La liquidación del hegelianismo ha ironizado sobre sus pretensiones de to­ talidad. pero ha mantenido la definición funcional de la personalidad. Y la sociedad sigue siendo entendida como sujeto, sin que haya disminuido su poderosa disposición sobre la personalidad. Simultáneamente, el descrédito de la concepción hegeliana de la sociedad ha arrastrado también su valiosa intuición acerca de la esencia del amor —el compromiso por medio de la palabra— y se ha afianzado el proceso de subjetivización del amor. Quizás el hombre no necesite de un ámbito de reconocimiento tan am­ plio. Lo que el romanticismo reivindicó —una lógica para el amor que no se ha de deducir a partir del orden político o social— no queda en modo algu­ no superado por la crítica hegeliana. Se trata de una respuesta finita que renuncia a conciliar de manera absoluta la lógica social con la lógica del amor, pero en la que al menos ésta no queda comprometida por aquélla. Es posible que el romanticismo no acertara a definir su objetividad. Pero, cuan­ do Fichte subrayaba la compleción del matrimonio74 o cuando F. Schlegel afirmaba que «siempre queda detrás algo que no se puede representar exte74 Cfr. Grundlage des Naturrechts..., III, §§ 8 y 9, pp. 315 ss.

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nórmente porque es completamente interior»", un elemento de incondicio­ nal idad quedaba afirmado y protegido frente a todo contexto social. En cualquier caso, forma parte de la ¡dea de subjetividad humana un momento de heterogeneidad respecto del espíritu objetivo. Dicha «abstracción» —por

usar la terminología hegeliana— es, a su vez, garantía de la libertad. Esta dificultad de reconciliar plenamente al sujeto con la totalidad histórica y social le puede hacer extraño, desarraigado o carente de expresión social, pero salvaguarda su dignidad en mayor medida que una síntesis precipitada con la exterioridad. Esta reserva supone entender que las formas históricas son más contingentes que la esfera inmediata de la personalidad. Una dife­ renciación de niveles de reconocimiento obligaría al hombre a tolerar una cierta abstracción en las relaciones sociales, pero también le pondría a salvo del tráfico social.

n Lucinde, pp. 58-59.

IV. Las disonancias de la libertad Sin destino, como el niño dormido, respiran los seres celestes [...] Pero a nosotros no nos ha sido dado

descansar en ninguna parte; desaparecen, caen los hombres sufrientes ciegamente de una

hora en otra.

como agua, de roca en roca arrojada durante años a la incertidumbre1.

La idea de destino irrumpe en la filosofía moderna de una manera extraña. Invitado por una razón que ha hecho de la libertad su único absoluto, se piensa en él con el propósito secreto de neutralizarlo, como para ahuyentar un conjuro. En cualquier caso, el destino es un invitado molesto, un vecino no deseado que acecha especialmente a toda conducta

afirmativa. Para el idealismo alemán, por el contrario, es el aliado más valioso. La inevitable comparecencia del destino —tantas veces arrojado por una conspiración impotente— es la amable venganza de aquella tota­ lidad a la que el hombre moderno nunca debió dar la espalda. Pero ¿acaso se divisa ya un final en la lucha del hombre por conquistar y hacer prevalecer su libertad, un lugar en el que se haya abolido el espacio, un momento en el que se recoja todo el tiempo, un Estado donde no quede nadie sin emancipar? El idealismo alemán no se aventura a responder afirmativamente a esta pregunta, pero ofrece al menos una tregua y dirige la mirada del hombre cansado hacia un escenario que le había pasado

1 «Schicksalslied». StA, III. p. 143.

1109]

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desapercibido: la historia universal. Si, como decía Novalis, la filosofía

corresponde a la nostalgia de volver a casa, el idealismo es una inmobi­ liaria que ofrece hogar al héroe desarraigado, sin condenarle por ello a una existencia provinciana. Esta nueva hazaña de la libertad, pese a su apariencia resignada, no es menos arriesgada que la anterior. Se trata de construir la propia casa en medio de las turbulencias del curso histórico, sabiendo que los planes de la libertad no son los planos cuya realización esté a la espera tan sólo de una mediocre tenacidad. «Cuanto más com­ pleja y más sólida sea la construcción en la que la humanidad entera tra­ baja, menos le pertenece a cada individuo. Quien se limita a copiar esa construcción general, quien sólo se dedica a recopilar, quien no construye en y a partir de sí mismo su propia casita como hogar suyo, con techo y paredes, en donde encontrarse completamente en casa, donde cada pie­ dra, si no ha sido completamente trabajada por él desde su estado bruto, haya sido al menos dispuesta por él, transformada por sus manos, ése es un hombre de letras (Buchstabenmensch), que ni ha vivido su propia vida, ni se ha forjado a sí mismo. Quien sólo se construye un palacio de acuerdo con el modelo de una gran casa, vive en ella como Luis XIV en Versalles, sin apenas conocer los aposentos de su propiedad, y ocupa sólo un minúsculo gabinete. Por el contrario, un padre de familia en la pe­ queña casa de sus antepasados sabe hablar y dar respuesta del uso y de la historia de cada tomillo y de cada pequeño armario [...]. Ahora bien, para que el hombre pueda llamar suya a su propia casita, la religión debe ayu­ darle a construir. Pero ¿cuánto le puede ayudar en ello?»2. Hegel no había cumplido todavía los ventitrés años cuando escribió este fragmento en el que se contienen ya las líneas maestras de su proyecto especulativo: la libertad es una superación de la estrañeza de lo real, no su simple abo­ lición. Ya desde entonces sabe Hegel que la mera emancipación es la continuación del sometimiento por otros medios. Esta reconciliación con la finitud la describirá Hólderlin como un viaje hacia la libertad concreta: el abandono de Grecia —la interpretación heroica del imperativo cate­ górico, con toda su carga de esplritualismo abstracto y desprecio por la finitud— para «refugiarse en algún valle sagrado de los Alpes o de los Pirineos, y comprar allí una casa amiga y la suficiente tierra fértil que se requiere para la dorada mediocridad de la vida»3. El destino desempeña un papel insustituible en este transito desde el desarraigo de la liberación

a la realización efectiva de la libertad.

2 «Tübinger Fragmcnt», FrühSchr., I. p. 28. 3 SM. III. p. 133.

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1.

111

LA CONSPIRACIÓN MODERNA CONTRA EL DESTINO

La extraña presencia de la idea de destino en la filosofía moderna puede explicarse como el movimiento de una dialéctica peculiar 1) desfatalización; 2) refatalización; 3) neutralización indirecta del destino: el heroísmo trascendental. Estos tres pasos ilustran la dialéctica de una despe­ dida que se creyó definitiva. El destino parece asistir complacido a su pro­ pio enterramiento. Pero la astucia de la libertad trata de derrotar ai destino llevándolo a un campo de batalla más propicio: su aprovechamiento moral. 1. La filosofía trascendental y las configuraciones culturales que se pro­

yectan a su amparo se presentan como un programa de desfatalización. La analítica kantiana celebra la victoria sobre el destino y proclama su destierro a la región de lo insignificante con un non datur fatum que expresa el entusiasmo de una libertad arrebatada como se roba terreno al mar. Toda necesidad es necesidad natural, reconducible a explicaciones causales en la cadena de las relaciones entre los fenómenos. Decir que el hombre es un ser moral —es decir, no natural— equivale a declarar su inmunización frente al curso de los acontecimientos regidos por la necesidad. El actuar libre del hombre ha abierto una brecha, ha vencido a la inercia que le amenazaba con usurpar su espontaneidad. Todo el pathos moralizante de esta declaración de victoria se debe a que la liberación frente al fatalismo permite pensar una nueva fuente de obligaciones que tenga su origen en la autonomía del yo. Libertad y moralidad tienen un mismo origen: la posibilidad de sustraerse al fatalismo natural y poner en marcha acciones personales, decisiones libres en las que se refleje un rasgo de incondicionalidad. La idea moderna de libertad es un esforzado sobreponerse a todo aque­ llo que conspira con su inercia a cerrar el paso y estrechar el ámbito de la posibilidad. Ser libre es, fundamentalmente, crear y poner en marcha algo nuevo. Derrotando al destino —aunque esta victoria no consista exactamen­ te en su muerte, sino en su confinamiento— el hombre se constituye como autor todo lo que haya de tener significación para él es producto de su libertad. Lo demás es materia prima, ocasión u obstáculo, exterioridad que fortalece la determinación interior. Si existe algo así como un destino para el hombre, ése descansa en su propio pecho, hace decir Schiller a un personaje de Die Jungfrau von Orleans. En cualquier caso, hablar de destino es sola­

mente una manera poética de describir la débil sombra que refuerza el trazo luminoso de la propia libertad. Hablando con propiedad, los hombres no tie­ nen destino; hacen la historia. Desde esa perspectiva de emancipación frente al destino afirmaba Novalis —al amparo de la protección intelectual de

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Fichte— que la historia no es factum —mucho menos fatum— sino Faktur*, vivo retrato de lo humano, su factura, despliegue soberano del espíritu en el tiempo, producto intencional; en definitiva: obra de la libertad. En sus Lecciones sobre filosofía de la historia relata Hegel el célebre encuentro del año 1808 entre Napoleón y Goethe4 5. Al parecer, la conver­ sación tuvo como tema principal la distinción entre la literatura antigua y la moderna, a partir de las distintas concepciones de la tragedia y del des­ tino. No es difícil imaginar que el interés del político por gozar de tan culto interlocutor se tomara pronto en aburrimiento. Para quien hace la historia, tiene escaso interés que se la cuenten, sobre todo cuando se pre­ senta como un inventario de fracasos. Los encuentros entre la lírica y la épica son tan efímeros como los acuerdos de la teoría y la acción. Napo­ león. probablemente insatisfecho ante la mostración de los límites objeti­ vos de la libertad, de los ideales fracasados y de la muerte de tantos proyectos históricos como la tragedia clásica le traía a consideración, sentenció: los hombres modernos no tenemos destino; el lugar del fatum lo ocupa ahora la política. Aquel espíritu emprendedor no sospechaba entonces el acecho de ningún revés. La libertad como desprecio de todo límite objetivo había configurado en él un deseo de conquista inconmovi­ ble ante cualquier resistencia. La expulsión moderna del destino es una oportunidad para el hombre de acción. En su aspiración a domeñar cual­ quier adversidad, el político se revela como el héroe moderno por exce­ lencia. Conoce las condiciones que modulan el comportamiento humano, y la lectura de Maquiavelo le ha enseñado a atraer para sí el favor de la fortuna. Pertenece a la estirpe de aquellos legisladores franceses a los que Jacobi reprochaba tener una opinión demasiado elevada de las fuerzas del hombre6. No concibe la historia como una monótona repetición de lo mismo, sino como escenario de los proyectos de transformación del mundo. Ha sido formado para no esperar demasiado y, por tanto, está inmunizado contra la desesperación. Toda espera está subordinada a la acción, cuya oportunidad sabe adivinar en el momento propicio. La moderna expulsión del destino recurre también a una estrategia lingüística. Sabe que las palabras no son nunca inocentes y que a ellas les debe su identidad. En su libro de estilo se decreta el empleo de la palabra «determinación» (Bestimmung) como sustituto de la pavorosa palabra

4 Cfr. «Das Allgcmeine Brouillon» (1798/1799), Schriften. ed. R. Samuel, Kohlham-

mer. Stuttgart. 1960,3. pp. 247 SS. 5 Cfr. PhilGesch.. Xll. p. 339. 6 Cfr. Werke. ed. G. Fleischer, Leipzig, 1812-1825, VI, p. 210.

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«destino» (Schicksal), aliada de la falta de libertad y evocadora de tristes experiencias. La primera alude a una realización de la libertad como vocación y proyecto, en la que el yo nunca deja de ser activo protagonis­ ta; la segunda aparece como una resignada designación de la necesidad exterior, de la causalidad y la casualidad, como determinaciones cuyo centro está fuera de uno mismo. Fichte es el principal artífice de esta legislación terminológica. El destino es lo más humillante y terrible que

puede apoderarse del hombre7*. En cambio, la determinación mediante la cual el hombre pasa de ser un abanico de posibilidades existenciales a ser-algo, se rige por dos principios emanados de la libertad: el yo es absoluto y su concreción no puede ser un producto del no-yo. El yo «se determina por sí mismo y nunca puede ser determinado por algo extra­ ño». Esta determinación es. por tanto, «absoluta concordia, identidad permanente, pleno acuerdo consigo mismo»*. Cultura significa, preci­ samente, modificación de las cosas que influyen en el hombre desde fuera, para que no remuevan la soberanía absoluta del yo puro, para que concorden con él. «Subordinar a sí todo lo irracional, dominarlo libre­ mente y según sus propias leyes, constituye el fin último del hombre»9. Esta tarea infinita —Vervollkommung ins Unendliche— corresponde a la infinitud de la libertad, a la que no le está permitido el abandono, ni si­

quiera el pacto o la tregua. Pero la emoción que suscita este proyecto no está a salvo de una futura incertidumbre. 2. La emancipación pone en marcha un proceso de refatalización. La suerte que corre la idea de destino en la modernidad estaría incompleta si no se advirtiera que, junto a su destierro forzoso del paraíso del yo, tiene lugar también su regreso triunfante, exigido y celebrado incluso por quienes se habón conjurado contra él. No en vano, y pese a su molesta resonancia, la

palabra alemana para designar el destino (Schicksal) tiene un origen recien­ te: comenzó su carrera triunfal en la segunda mitad del siglo xviu. precisa­ mente en el momento en el que tiene lugar la formulación más acabada de la modernidad y su primera gran revisión. Se podría incluso hablar de una perversa ley proporcional: la emancipación y el destino se odian y se requie­ ren mutuamente como la libertad abstracta y la necesidad real. En tomo a esta dialéctica se forja una de las tesis fundamentales de Hegel: el hombre moderno no está en sí mismo; lo que le es más propio y

7 Cfr. GA. II. 4. p. 292: IV. 1. pp. 159 y 420. 1 Üher die Bestimmung des Gelehrten. GA. L 3. p. 30. 9 fd„ p. 32.

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esencial lo ha perdido en un más allá extraño. Y, a su vez, eso íntimo y personal se ha recluido en la pura interioridad, se ha alejado del mundo, un mundo abandonado y entregado a su propia suerte. La libertad enten­ dida como sustracción del sujeto frente a la objetividad tiene como con­

secuencia la ampliación del campo de juego de la necesidad. Lo que el sujeto renuncia a vivificar es ocupado inmediatamente por las fuerzas contrarias a la vida. La astucia de la sinrazón fortalece al destino como beneficiario directo de una liberación vacía. Examinaremos esta nueva potenciación del destino desde cuatro pun­

tos de vista: como resultado de una dialéctica, como instrumento de exculpación, como garantía moral y como respuesta a una insatisfacción. a) La potenciación del destino es el resultado de una dialéctica en virtud de la cual la formulación unilateral del principio de libertad subje­ tiva remite a su contrario, lo que supone que las expectativas originales se truncan en los resultados opuestos. Que la modernidad libera no sola­ mente al yo, sino también al destino, ya lo había adivinado Fichte. Cuan­ do el hombre piensa su libertad como lo absoluto, se estremece al pensar que lo que no depende de él tenga una análoga libertad. La actividad in­ dependiente introduce nuevas formas de dependencia. «Solamente en la

medida en que el hombre actúa, se siente dependiente de este desconoci­ do destino»1011 . Actuar es invitar a los poderes que luchan por sometemos a la fmitud de lo concreto, provocar al destino y quedar atrapado en él. Hegel describe este movimiento como la lógica que corresponde a la li­ bertad subjetiva. La amistosa enemistad de lo libre y lo necesario no es un motivo de escándalo, sino una ley dictada por la propia subjetividad. «Destino propiamente sólo tiene la autoconciencia. puesto que es libre» y «puede separarse de la generalidad objetiva»11. La acción trágica requie­ re que haya surgido el principio de la libertad individual. Sólo una con­ ciencia que apunta a la autodeterminación puede sentir su carencia. Dado

que este objetivo se presenta como inalcanzable de hecho, toda depen­ dencia irreductible se convierte en recriminación a una libertad no rea­ lizada. A la libertad como separación le sigue la configuración arbitraria de lo separado como hostil. Pero, al margen de su significación subjetiva, esta dialéctica tiene un contenido estructural. En el mundo moderno, del ejercicio de la libertad subjetiva ha surgido una nueva complejidad, se ha disparado un movi­

10 Voríesungen über Logik und Metaphysik (1797), GA, TV, I, p. 420. 11 Logik, VI, p. 421; cfr. Ásth., XV, p. 534.

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miento ciego y azaroso con una lógica emancipada de su autor. Lo factum se convierte en fatum y el yo que se había afirmado como un todo se experimenta pronto como parte de un contexto inabarcable. La libertad moderna reivindica unos espacios de acción emancipados de toda lógica exterior. El ámbito de lo económico y de lo político, la religión o el amor se configuran de acuerdo con su propia lógica y no toleran norma alguna sobre sí. Libertad económica significa liberación de toda traba morali­ zante a la que se supone ajena al ánimo de lucro; la libertad política es entendida como la constitución de un espacio de puro poder; la religión rige exclusivamente el ámbito de la conciencia, sin pretensiones de vin­ culación intersubjetiva, y obtiene su nuevo rostro tolerante a cambio de una renuncia a orientar la actividad exterior del hombre; libertad en las relaciones humanas implica entender el amor como pasión y desvincu­ larlo de toda lógica jurídica o religiosa. Ahora bien, en la medida en que el principio de subjetividad se ha dado a sí su propio derecho se des­ bordan de cada una de las esferas mencionadas nuevos movimientos que reclaman al hombre en su totalidad, desprovisto de una instancia superior que relativice el poder de los nuevos dioses y le proteja frente al desgarramiento. Las libertades subjetivas constituyen el cauce del retomo de la necesidad. «Política, religión, necesidad, virtud, poder, razón, astu­ cia y todos los poderes que mueven al género humano ponen en marcha su juego aparentemente violento y caótico en el amplio campo de batalla que les está permitido. Cada uno se conduce como un poder ab­ solutamente libre y autosuficiente, sin darse cuenta de que todos ellos

son instrumentos en las manos de un poder superior, del destino origi­ nario y del tiempo que todo lo vence, que se ríen de aquella libertad y autosuficiencia»12. Hegel no se limita a extender el certificado de una supuesta defunción de la libertad subjetiva; una de las preocupaciones de sus primeros años es precisamente inventariar las fuentes de esta produc­ ción dialéctica de la necesidad. En la economía, por ejemplo, es donde

más claramente se advierte que la emancipación es tanto una conquista como un abandono: con la desprotección económica del sujeto emancipa­ do y las nuevas formas de producción industrial, aumenta el poder del destino sobre el hombre. El trabajo abstracto arranca al hombre de la naturaleza —de lo que se supone como el lugar propio de la necesidad—,

pero «esto no hace sino tomarse en otra forma de azar» y generar un «movimiento ciego y elemental»13. En este contexto cabría interpretar el 12 FrühSchr., 1. p. 517. 13 JenSyst.. III, p. 243.

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hecho de que la propiedad reciba en uno de sus escritos de juventud el nombre de destino14. Tampoco la concepción del amor como pasión esca­ pa a esta dialéctica*, el problema que esto plantea estriba en cómo prote­

gerlo entonces contra la casualidadIS. Y en el orden político —para no alargar en exceso esta lista de ejemplos de refataiización— el romanti­ cismo convierte en un tópico la comparación del Estado con una máqui­ na. Sin duda, más que una metáfora poética se trata de la conciencia de

que nuevas formas de necesidad se estaban foijando al amparo de deter­ minadas conquistas de la libertad. «El proceso de la necesidad comienza con la existencia de particularidades divergentes (zerstreute Umstande)»16 que se han constituido como realidades autónomas e indiferentes entre sí. Las grandes gestas de la moderna liberación coinciden en el tiempo con el alumbrarse de una nueva época en la qué el espíritu ob­

jetivo comienza a cobrar vida propia.

b) el destino es invocado para aliviar una creciente necesidad de ex­ culpación. Desde la Ilustración el hombre se había comprometido a iluminar lo que una conciencia inmadura declaraba como impenetrable. Donde antaño se ofrecía el azar o la voluntad divina como una rémora para seguir pregun­ tando o como una disculpa para la simple pereza, el hombre emancipado se ofrece a descubrir la causa que se esconde en el reino de la oscuridad. Para esta nueva concepción policíaca de la razón, conocer es ahora interrogar in­ cansablemente, buscar un responsable para cada hecho. Ahora bien, cuando el hombre se entiende como protagonista exclusivo de la historia —Faktur en lugar de fatum— él mismo se establece como acusador y acusado. «La más alta dignidad de la filosofía es que lo espera todo de la libertad huma­ na»17, dirá el joven Schelling, sin sospechar que este entusiasmo estuviera tomándose en una pesada caiga. Pues esperarlo todo de uno mismo significa asumir la responsabilidad de cualquier fracaso, cargar con una responsabili­ dad universal, aumentar exponencialmente la insatisfacción dando lugar a una queja infinita sin instancia de apelación. La decepción ante los resultados de la acción es proporcional al grado de autoría que el hombre reclama para sí. Y cuando la autodeterminación se constituye en programa operativo, cual­ quier límite inebasable se presenta como un desmentido de la libertad. Con el pistoletazo de una libertad absoluta se pone en marcha también el proceso

14 Cfr. FrúhSchr., I. p. 333. 15 Cfr. JenSyst., til. p.24i. 16 Enz.. VIH, § 147. p. 289. 17 Kritísche Briefe über Dogmatismus und Kritizismus. HKA, 3, p. 74.

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de transformación del conjunto formado por lo inevitable, indisponible, ante­ cedente e incontrolable en una instancia de acusación. La irreductible presen­ cia de la finitud se convierte en un caigo de conciencia. La tematización del mal. la culpa y el castigo en los primeros escritos del idealismo alemán bien pudiera interpretarse desde esta perspectiva: como una aliviadora invocación al destino para aliviar el colapso de la conciencia. El hombre moderno se encuentra sobrecargado por una exigencia uni­ versal de justificación a la que no escapa su propia existencia personal. La idea moderna de libertad se convierte en una fiscalización y hostigamiento

de la finitud, la filosofía en una homodicea. Como advierte Odo Marquard1*, la quaestio juris de la deducción trascendental («¿por qué existen aprioris y no más bien ninguno?») se extiende a todos los órdenes de la realidad como una implacable inquisición: «¿con qué derecho existes tú y no más bien nada, o eres así y no de otra manera?». Bajo la presión de esta pregunta, todo hombre —como una secularizada causa sui— tiene el peso de la prueba de su existencia, de su concreto modo de ser, de las acciones que realiza y del resultado global de estas acciones. En este contexto irrumpe el destino como instancia exculpatoria, res­ pondiendo a la necesidad de una nueva inocencia. El hombre se protege rei­ vindicando un ámbito donde carezca de sentido la recriminación —aun cuando esto suponga un estrechamiento de su libertad— como única mane­ ra de detener este proceso de tribunalización. Apela a los límites de su autocausalidad, respecto de los cuales la exigencia de legitimación carece de sentido. La repatriación del destino que se habrá de consumar en el idealis­

mo alemán comienza en el momento en que Kant, junto a la tematización de «lo que el hombre hace de sí mismo en cuanto ser que actúa libremente», plantea «lo que la naturaleza hace del hombre»*19. El destino —en este caso, bajo el nombre de condición humana— es llamado a prestar declaración co­ mo único testigo favorable en este severo proceso judicial. c) La readmisión del destino como curso necesario de la historia es deseada como garantía frente a un genio maligno que ya no se entiende como inductor al error, sino que convierte en vano cualquier esfuerzo moral. El deslinde estricto que la modernidad había establecido entre libertad y necesidad se revela pronto como ficticio. La necesidad puede influir sobre

la libertad y apoderarse finalmente de ella. Pero también puede convertirse en una poderosa aliada. Kant y Fichte se preguntan por el éxito que puede

’• Cfr. Apologie des Zufálligen, Reclam, Stuttgart, 1986, pp. 11 ss. 19 Cfr. Anthropologie in pragmatischer Absicht, Ak., VII. p. 119.

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obtener la acción moral —en tanto que originada en la realidad suprasensi­ ble— sobre una realidad extema a la que se supone gobernada por leyes contrarias a la libertad. Con la resolución de las antinomias, Kant estaba convencido de haber demostrado la existencia de la libertad como facultad

de originar procesos causales. Pero ¿es posible la libertad una vez que estos procesos han sido puestos en marcha? Una libertad obtenida gracias a la separación entre dos mundos no tiene la garantía de que no vaya a ser final­ mente atrapada en su ejercicio real. El dualismo entre las intenciones y los efectos no queda a salvo de la perversión de los fines en la historia, que Mefistófeles lamentaba al verse a sí mismo como un poder que quiere siem­ pre una cosa y obra continuamente lo contrario. Todo esfuerzo resultaría su­ perfino si la autonomía humana fuera sólo aparente, si la libertad humana fuera un ensueño o un desvarío de la imaginación. Sin una garantía de éxito, es decir, sin un puente que vincule lo libre y lo necesario, la libertad sería un espejismo y todos los esfuerzos por conquistarla tan inútiles que bien podría decirse del hombre que es —como insinúa Kant— «una necedad atareada». Kant ahuyenta este oscuro presagio con una invocación a la necesidad que consiste en suponer una colaboración secreta —un plan oculto— de la na­ turaleza en favor de la libertad. La necesidad que había sido expulsada por la puerta de la metafísica entra —con todos los honores— por la ventana de la filosofía de la historia. Efectivamente, un destino gobierna la historia, pero no es un destino ciego, sino providente. Nunca la historia se había car­ gado con tanta esperanza como cuando se la declaró obra exclusiva del hombre. Tampoco Fichte se salva de esta rendición. En su escrito sobre la dignidad del hombre de 1794 había lanzado el siguiente grito de guerra: «¡Romped el refugio pegajoso en el que [el hombre] vive! Por su propia existencia es completamente independiente de todo lo que está fuera de él; es absolutamente por sí mismo»20. Y en un escrito del año 1798 Sobre el fundamento de nuestra fe en un gobierno divino del mundo se pregunta —en estrecha continuidad con el interrogante planteado por Kant en la Crí­ tica del juicio (1790)— cómo debe estar constituido el mundo para que sea posible obrar moralmente21. La dialéctica del destino le lleva a reaparecer bajo la forma de garantía de la libertad. Todo lo cual permite concluir: allí donde el hombre se constituye en autor de la historia sin admitir la más mí­ nima competencia, surge también la pretensión de obtener una garantía sobrehumana de que en la historia habrá de triunfar el bien. Surge el interés por un curso necesario de la historia.

20 Über die Würde des Menschen, FW, 1,2, p. 88. 21 Cfr. FW, 1,5. p. 354.

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d) Finalmente, la promoción indirecta del destino se presenta como ali­ vio de una creciente insatisfacción. La exigencia moderna de una autono­ mía incondicional no consigue su objetivo, al que continuamente desplaza hacia un límite infinito. Esa Vervollkommung ins Unendliche de la que habla Fichte se traduce en que el hombre ha de tender a ser Dios, aunque no lo pueda ser efectivamente, ha de proponerse algo que se sabe incapaz de alcanzar. Lo que ocurre, mientras tanto, es que la conciencia recibe como una insoportable limitación lo que hasta entonces le había parecido una lógica condición de su libertad finita. Se produce una creciente sensa­ ción de heteronomía, a la que escasamente puede aliviar una aceleración del movimiento emancipador. El imperativo de autodeterminación aumenta la percepción del poder que no depende de uno mismo y convierte este velo sutil de condiciones, límites y opacidades en un reproche, en una cadena. Y pronto se siente la impotencia de Fausto: la objetividad es más poderosa que la capacidad legisladora del sujeto. «En qué medida mis fuer­ zas hayan de responder a este deseo es algo que no depende totalmente de mí; depende, en parte, de circunstancias que no están en nuestro poder»22. A la idea del yo como absoluto le falta el poder absoluto que necesitaría para constituirse como tal. Pero, por principio, resulta ilegítimo que una instancia ajena al yo absorba y neutralice esas resonancias de la libertad. Con la irrupción de este programa de autodeterminación ha desaparecido la tolerancia que el hombre poseía para tratar con la necesidad. Schiller había

puesto en la boca de un personaje de Wilhelm Tell lo que podría ser la declaración de heroísmo típica del hombre moderno: «no puede recurrir la dura sentencia quien ha convertido al destino en su maestro». Quien lucha contra él, en cambio, tendría el patrimonio de la protesta. Aunque, cierta­ mente, este derecho parece más bien una condena. En lo que Schiller había entendido como un derecho, Hegel detectó una patología de esta subjetividad que se mueve entre los ideales pensados ya para fracasar y el débil consuelo de la queja. «El disgusto es la sensa­ ción del mundo moderno; el descontento presupone un fin que requiere algo, una exigencia que nuestra arbitrariedad moderna se autoriza a elevar y estima legítima. Ahora bien, en la medida en que ese fin no se cumple, el hombre moderno pasa fácilmente a desanimarse también en lo restante y a

no querer tampoco aquella otra determinación suya que el podría convertir en fin; abandona sus restantes limitaciones, no las tiene en cuenta y, para vengarse, destruye voluntariamente su propia determinación, su propio coraje, su propia fuerza activa, los fines del destino que todavía podía 22 Id.. I, 3, p. 33.

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alcanzar»23. Esto no era así entre los griegos, capaces de pactar con la finitud; en ellos no había descontento, sino simple tristeza ante la necesidad. Pero ya no es posible volver a la satisfacción que ofrecía la vida antigua: propiedad limitada, actitud contemplativa, intereses finitos, mundo abarcable. No hay autodeterminación que sea capaz de controlar todas las de­ terminaciones que ella misma ha originado. De este modo, la era moderna ha disparado el potencial humano de insatisfacción. Con la elevación de las expectativas «se ha aumentado el sufrimiento de los hombres»24, pero tam­ bién se ha abierto un horizonte de posibilidades que ninguna decepción puede clausurar y en el que Hegel se propone pensar de nuevo el poder y el deber que al hombre se le ofrece. La dialéctica de esta insatisfacción que genera el imperativo de au­ todeterminación se hace manifiesta ante determinadas experiencias. A este proyecto corresponde originariamente una ontología que supone el carácter absolutamente disponible de lo real, pero que. de hecho, acentúa la experien­ cia de lo no disponible: bajo la forma de una anterioridad irreductible y de unas consecuencias imprevisibles. Tan pronto como este programa se traduce en acción, comparece de nuevo la idea de límite: que soy y qué soy es sólo parcialmente resultado de mi actividad. La autodeterminación se conviene en destino. Como tal no hay que entender solamente lo repentino e inesperado que se presenta como golpe o revés, sin pedir permiso; el destino que trae a la memoria la propia finitud es. más bien, condición. Sus paradigmas son el nacimiento y la muerte. Permite la configuración de una identidad bajo una fianza que garantiza la renuncia a la totalidad. Desde esta perspectiva cabe interpretar la tesis kantiana de que el nacimiento contiene ya la dialéctica de la insatisfacción ante el propio límite25. Kant entiende que engendrar un hijo es un acto de violencia —no puede ser considerado de otra manera cuando se sostiene unilateralmente el principio de autonomía de la voluntad— pues un nuevo ciudadano es traído al mundo sin su consentimiento. Los padres estarí­ an obligados a «contentar al hijo con esta situación». El correlato infantil de esta experiencia en la que se cruzan la libertad y la necesidad es la contin­ gencia del comienzo de la vida, sentida como algo que —al menos en su ori­ gen— no está totalmente en el propio poder, la inicial insatisfacción de encontrarse existiendo. Indicio de este conflicto es «el grito que hace oír el niño recién nacido», un grito en el que también Hegel encontrará algo espe­

23 VorPhilRel.. 4, p. 129. 24 FrOhSchr.. I. p. 458. 25 Cfr. Metaphysik der Sitien. Ak., VI, § 28, pp. 281 ss.; Anritropologie in pragmatischer Ahsicht, Ak., VII, pp. 268 ss.

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cial. Venir al mundo gritando tiene algo que ver con aquello que hace de él un hombre: su grito le distingue de todos los animales. Esa distinción acústica es expresión de un «sentimiento de desagrado» que no corresponde a un dolor corporal, sino a «una suerte de irritación» o «enfado». Con él se anuncia su «reivindicación de libertad» (Anspruch aufFreiheit). Es el primer anuncio del conflicto entre la libertad subjetiva y la necesidad objetiva que no dejará de perseguirle a lo largo de su vida. Ese primer grito es una versión inarticulada de la tercera antinomia. Cuando Kant llama a la filosofía idealista «infantil»26 lo hace por considerar que en el origen de la vida está incoado el desarrollo teórico y práctico de la idea de emancipación. Pero también se hace patente la intolerancia del hombre moderno ante la finitud, su dificultad para soportar cualquier determinación que limite su autonomía. Entender la propia condi­ ción como destino forma parte del programa de fortalecimiento indirecto de la idea de límite que la modernidad promociona involuntariamente. 3. Tras el fracaso de la emancipación se ensaya una nueva modalidad de neutralización del destino mediante su aprovechamiento moral: el heroís­ mo. Se trata de transformar una derrota física en una victoria moral. Luchar contra el destino es —pese a su fatuidad— el verdadero mandato de la exis­ tencia humana. Frente a la resignación, el héroe trágico opone la voluntad

inquebrantable de mantener su libertad contra la preponderancia del todo. De este modo, la muerte que le derrota le proclama también vencedor por haber mantenido la integridad de la grandeza humana en la máxima adversi­ dad. En ese momento aniquilador, el destino concede lo que hasta ahora había negado: una libertad sublime e incondicional, inconmovible incluso ante su propia muerte. ¡Cantad, terribles dioses del destino! ¡Que vuestro canto,

presagio de desgracias, no deje de sonar en mis oídos! Sé que al final soy vuestro, lo sé. pero antes quiero pertenecerme y alcanzar vida y gloria2728 .

Fatum y virtus son los dos ejes sobre los que se articula la identidad del hombre moderno. «El peligro suscita las fuerzas del hombre»211. La virtud se afirma en la adversidad, pero no de tal modo que un automatis­ 26 Cfir. Anthropologie in pragmatischer Absicht, Ak.. Vil, p. 172; Prolegómeno zu «'• ner künftigen Metaphysik. Ak., IV. p. 292. Schelling definirá como la tarea específica de la

libertad la recuperación del estado de felicidad poseído en kann nicht. so will er nichi» (íd.. p. 73). 89 íd.. p. 67.

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finitivamente adquirida, pues la forma originaria del hombre es el deber. No tiene ningún sentido hablar de lo que el hombre es; «yo hablo siempre de lo que él debe»70. A la pasividad del ser y del tener opone Fichte la acti­ vidad de la cultura como perfeccionamiento al infinito, la inagotable pro­

ductividad de la libertad. De este modo, la libertad produce una perpetua insatisfacción que se tra­ duce en un deseo de acción. El primado de la razón practica ya no se centra en el yo trascendental de Kant como sujeto, sino en la acción misma en tanto que pura libertad. El concepto de una Kultur zur Freiheit, la ecuación entre naturaleza y cultura, confiere al hombre una soberanía interior que se vierte en actividad pura. «Cultura significa el ejercicio de todas las fuerzas en orden a la plena libertad, la completa independencia de todo aquello que no sea nuestro propio yo. nosotros mismos»71. La adquisición de cultura no es pasividad, sufrimiento o cultivo, sino tensión interior, esfuerzo, inquietud, acción. En esto consiste el carácter esencialmente revolucionario de la filoso­

fía fichteana. Frente a la tendencia a describir «lo que debemos llegar a ser como algo que ya hemos sido y lo que tenemos que conseguir como algo perdido», propone un cambio radical de perspectiva: «ante nosotros está lo que Rousseau con el nombre de estado de naturaleza y los poetas como edad de oro pusieron detrás de nosotros»7?.

Con esta peculiar primacía del deber, la soberanía del hombre adquiere una nueva legitimación. El individualismo se fortalece bajo el principio de que ningún hombre puede ser vinculado sino por sí mismo. Esto no signifi­ ca que el ideal de existencia humana sea el absoluto solipsismo. Los hom­

bres pueden configurar una vida común por medio de contratos, mediante los que renuncian a determinadas posibilidades de acción. Pero, si estos contratos no quieren contradecir la dignidad del hombre, deben contener la posibilidad de su modificación; la libertad original no puede ser nunca eli­ minada. De la tensión siempre insatisfecha de la libertad surge así una con­ traposición entre las aspiraciones y los estados de hecho que resulta el dinamismo de la historia y una fuerza explosiva para cualquier tipo de vínculo suprapersonal. Esto se debe, en última instancia, a que el hombre mismo es una «cadena de revoluciones»73, según la fórmula con la que F. Schlegel sintetizó este movimiento de la libertad. La idea moderna de contrato social contenía una grave ambigüedad.

70 íd.. p. 130: cfr. Id., p. 59. 71 íd.. pp. 86-87. 72 GA, III. p. 65. 73 Cfr. KA. XVIII. pp. 82-83.

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Por un lado, reflejaba una soberanía política del hombre al entender la sociedad como un artefacto resultante del libre acuerdo de vivir en comu­ nidad. Los sujetos autónomos no quedaban vinculados más que por aque­ llos lazos que habían decidido instaurar. La artificialidad de lo social subrayaba la autonomía de una subjetividad no vinculada a nada «por naturaleza». Mas, por otro lado, el absolutismo había entendido este con­ trato —de acuerdo con la filosofía política de Hobbes— como una renun­ cia del individuo a hacer valer en el futuro su soberanía originaria en orden a conservar la paz. La inmovilidad del consenso social era el pre­ supuesto de una política que gravitaba sobre el principio de conservación del poder. El orden social transformábase en una servidumbre cuyo único momento de libertad se encontraba en el acto originario de su estableci­ miento. La única libertad de la que el hombre podía hacer uso consistía en la libre entrada en una sociedad que le exigía en adelante un compro­ miso de no resistencia. Me parece muy importante destacar este telón de fondo sobre el que surge la filosofía política de Fichte y valorar adecua­ damente su tono radical, su crítica del «equilibrio europeo» y su con­ cepción del poder como una fuerza que aspira al monopolio exterior y a la expansión exterior. Desde Hobbes y Kant, toda alteración de las cir­ cunstancias políticas tenía que adoptar una forma subversiva. No había

otra manera de recuperar la libertad política en un modelo de configura­ ción del poder que bloqueaba el cambio social por la alternativa entre un poder inmóvil y la reforma como ruptura. El carácter revolucionario de una libertad que no renuncia relativizar cualquier orden social estriba en la subordinación de todas las instancias de poder al tribunal de la razón. Para Fichte. el contrato no puede exigir ningún género de renuncia a los contratantes por lo que se refiere a los derechos «inalienables» (unveraufierlich), entre los que figura el derecho de resistencia al Estado. Esta apelación a la soberanía inalienable del individuo responde al deseo de no restringir la libertad de la institución originaria del pacto social sino como principio que puede y debe renovarse constantemente. De aquí se deriva inmediatamente el derecho a la revolución: todo individuo puede en cualquier momento disolver el contrato de fundación del Estado para su persona, sin tener que abandonar por ello el territorio estatal, o constituir nuevas unidades políticas soberanas (como fue el caso de la efímera república de Maguncia). En este punto el destinatario directo de la polémica es Rehberg. quien había señalado que la sociedad no puede ser disuelta como si fuese una empresa mercantil74, pero también una manera de entender la soberanía que privaba al individuo 74 Cfr. Untersuchungen über die Franzdsische Revolution.... I, p. 50.

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como tal de capacidad de decisión. Evidentemente. Fichte está muy lejos del totalismo de la nación defendido por los jacobinos bajo la apelación a la voluntad general como titular del derecho a la revolución o del ardor con el que los nwntagnards defendían la unidad de Francia frente a los girondinos, a los que acusaban de querer disolver la unidad de la nación en particularis­ mos localistas. Aun cuando Rousseau es el único pensador moderno citado en la Contribución, no comparte en absoluto su teoría de la aliénation totale. Su concepción del contrato es más bien una radicalización del pathos de la libertad propio de la tradición liberal que arranca de Locke y rechaza el momento sintético de una totalidad social constituida como sujeto colectivo único o como delegación de la libertad. Más tarde reconocerá Fichte que el tono de su polémica con Rehberg no había sido adecuado73. El hecho de que nunca se decidiera a escribir la segunda parte que había prometido puede ser un indicio de que estos prin­ cipios no ofrecían un camino transitable para la configuración de una autén­ tica comunidad política. De hecho, su filosofía política discurrirá en ade­ lante por senderos bien distintos. Es posible que también hicieran mella en él las críticas de Reinhold y Bagessen, quienes le acusaron de no haber defendido correctamente la causa de la revolución. De hecho, la teoría fichteana del contrato es jurídicamente inservible. Si la última instancia es la

mera conciencia individual, tampoco hay manera de vincular al gobernante. Schelling ya advirtió la paradoja de que un contrato infinitamente revisable se convierte en un obstáculo para la autonomía del yo. La contingentización

universal, la relativización de toda forma histórica pueden conducir a que también los supuestos sobre los que esta libertad se basa caigan en el flujo del tiempo. ¿Qué sentido puede tener una soberanía del yo sobre toda forma política si el yo también está sometido a la historización? Fichte puede intentar la última y desesperada estrategia de inmunizar al yo frente al cam­ bio histórico, pero su contrapartida inevitable es la configuración de un curso histórico en el que el yo nunca puede penetrar. La dialéctica de esta peculiar emancipación hace de Fichte un filósofo de la necesidad. Por eso podrá calificar Hegel al Estado de Fichte como algo Geistesloses, como una falta de espíritu debida a que la libertad sólo tiene en él la forma de lo individual. «La prisión, los vínculos, son cada vez mayores, en lugar de concebir el Estado como la realización de la liber­ tad»75 76. Las normas que el sujeto se da a sí mismo no configuran una eticidad real, encamada vivamente en la polis, pues proceden de una afirmación

75 Cfr. su cana a Reinhold del 13 de noviembre de 1793 (GA. III. 2, p. 12). 76 GeschPhil., XX, p.413.

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de la razón que no reconoce fronteras en la naturaleza física o en la comuni­

dad política. Esta privación de relevancia pública a la acción libre consagra la escisión del hombre y el ciudadano que Rousseau había establecido: la polarización del sujeto en una intimidad absuelta y una exterioridad que funciona mecánicamente. Fichte ha pagado el precio de la liberación subje­ tiva con la renuncia a vivificar un espacio objetivo. Esta dialéctica arroja una sombra de perplejidad sobre el verdadero alcance de la libertad humana. La libertad inmediata queda problematizada. La filosofía de Fichte concibe ingenuamente la libertad, como si se tratara de un dato incontrovertible y como si su realización fuera inme­ diata. Para ser libre bastaría con querer serlo. Éste es uno de los puntos en que había polemizado Rehbeig con los filósofos de la Revolución francesa, para los que tanto la idea de libertad como su realización histórica no pre­ sentaban ningún problema práctico o técnico. Rehberg ofreció el lado polé­

mico de la libertad, su problematicidad practica y la pericia técnica que su realización exige77. Fichte, en cambio, interpreta esta problematización como una falta de voluntad. En el conocer y en el querer se encuentra ya la capacidad. La emancipación adquiere un tono meramente declarativo: «ya es hora de dar a conocer al pueblo su libertad, que él mismo encontrará en cuanto la conozca»78. Esta inmediatez del conocimiento de la libertad y la

suposición de que su puesta en práctica no requiere ningún género de con­ diciones. es precisamente lo que la dialéctica de la revolución convierte en un problema. La crítica de Hegel al inmediatismo de la libertad discurre en esta dirección. Toda libertad abstracta está condenada a carecer de realidad, en el exilio donde habitan la queja y el lamento, la protesta y la rei­ vindicación, el ensueño y la locura. Hegel se dio cuenta de la escasa capacidad emancipadora de una mera exaltación subjetiva de la libertad. El entusiasmo que su evocación despierta suele esconder un fracaso de hecho, una verdadera patología a cuya curación en nada contribuye la evasión en la literatura apasionada

del Sturm und Drang, su predicación en los frentes de batalla al modo de Fichte o su cultivo individualista, tal como venía siendo practicado por las figuras más célebres de la época. El drama que Hegel diagnostica en el espíritu de su tiempo es la renuncia de la libertad a configurar espacios

de juego, el pacto tácito con la falta de libertad, en una sociedad que co­ mienza a acostumbrarse a la convivencia de la libertad interior con la ser­ vidumbre exterior, a la escisión entre la libertad privada y la necesidad

77 Cfir. Untersuchungen über die Franzósische Kevolution.... I, p. 34. 78 FW. VI. p. 40.

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pública, y cada vez más satisfecha con una emancipación imaginaria. La

libertad moderna está lastrada por el desgarramiento. Todas las contradi­ ciones de la sociedad burguesa tienen su origen en el hecho de que la soberanía del hombre está formulada como principio meramente formal,

mientras que el contenido del espíritu está fuera de sí. La rectificación de esta idea abstracta de libertad responde a una ne­ cesidad cuya evidencia aumenta con las paradojas de la emancipación. Hegel recoge en esta crítica una intuición que va ganando terreno en el pen­ samiento postrevolucionario: la libertad debe inherir en un contexto que sustituya la dinámica de desvinculación por la del reconocimiento. A este objetivo responde el ideal estético-educativo de Schiller, formulado precisa­ mente tras la experiencia de la revolución: el interés de compensar la movi­ lidad histórica con un continuo cultural en el que sedimenten las trans­ formaciones políticas. Lo mismo cabe decir de la crítica de Schelling a la revolución. Si la sociedad no se puede construir a partir del yo fichteano es porque la emancipación sólo es capaz de producir identidades aparentes y forzadas. El sujeto únicamente realiza su identidad en una eticidad real pre­ sidida por el principio del reconocimiento y la cooperación. La crítica de Hegel a Fichte debe entenderse a partir del propósito básico de su filosofía: alcanzar la unidad frente a una subjetividad abso­ luta desgarradora. La revolución es, efectivamente, la conversión del hombre en sujeto, pero no es la plenitud de la subjetividad. Fichte se ha detenido en la absolutez de la conciencia y ha consagrado así la escisión entre el yo y lo real. La identidad del yo ha renunciado a superar esta ruptura y adquiere la forma de una exigencia absoluta del deber. El prin­ cipio de que el yo es el todo se transforma en el deber de tender a la tota­ lidad, en un esfuerzo infinito y sin término. Entre la identidad de la autoconciencia y lo opuesto a ella hay un camino sin fin que, no obstante, debe ser emprendido. El deber abstracto conduce a una lucha trágica con­ tra la contingencia objetiva. Hegel vio en este planteamiento la aporía específica de la revolución y, aunque nunca vinculó a Fichte con el terror, sí que habló de una aniquilación que resulta de la reflexión aislada, del pensar puro79. Y entendió la destrucción de toda diferencia, que no soporta la presencia de un objeto libre, como resultado propio de aquella conciencia marcada por la insociabilidad (Unvertraglichkeit), incapaz de arribar mediante contratos a leyes e instituciones universales de la li­ bertad80. Con el ideal de una emancipación respecto de toda configura­

79 Cfr., JenSchr., II, p. 30. 80 Cfr.. Phán.. III. p. 434; Rechtsphil., VII. § 5 Z, p. 52.

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ción objetiva, la oposición de subjetividad pura y objetividad irracional alcanza en el idealismo subjetivo su más elevada expresión. Cualquier unidad decretada en detrimento de uno de estos extremos se convierte en una desgracia absoluta. Lo que Hegel pretende impugnar es aquella ten­ dencia de la época a configurar un campo de batalla entre una libertad sin condiciones y unas condiciones sin libertad.

VI. La ironía romántica y su crítica hegeliana Si me pide usted una traducción alemana de la palabra «iro­ nía», no conozco ninguna mejor que: manifestación de la li­

bertad del artista o del hombre

Cuando en 1797 Friedrich Schlegel publicó 127 fragmentos críticos

en la revista berlinesa Lyceum der schdnen Kiinste probablemente no sabía que acababa de desencadenar un debate que ha ocupado desde

entonces a muy variadas generaciones de poetas y filósofos. La discusión acerca del concepto y el alcance de la ironía tiene aquí su punto de parti­ da. Los filósofos que siguieron con mayor fidelidad la teoría romántica de la ironía tal como había sido formulada por F. Schlegel fueron Schelling, Adam Müller y Solger; entre ios literatos, cabe citar a Kleist. L. Tieck y E. T. A. Hoffmann; y a Hegel como el principal de sus detracto­ res. En la historia se alternan las épocas irónicas y las épocas demasiado compactas, como en la vida humana se suceden lo trágico y lo cómico. Esta que ahora nos ocupa es uno de esos tantos cruces polémicos entre lo uno y lo otro, la disputa entre dos imágenes contrapuestas del mundo. Si esta discusión hubiera tenido por objeto una técnica literaria, una cues­ tión de gusto estético o una mera estrategia narrativa, no habría pasado a la historia de la cultura con todos los honores de un problema irresuelto. Pero en el fondo del apasionamiento con el que los románticos defendían la ironía y sus críticos apelaban a la seriedad se estaba ventilando una cuestión esencial que define toda una actitud hacia la realidad. No resulta fácil definir un concepto entre cuyas notas se encuentra la 1 A. Müller, Kritische, dslhelische und philosophische Schriften, ed. W. Schroedcr y W. Siebert, Berlín, 1967,1, p. 234.

U87)

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resistencia a quedar fijado en una definición, su apelación al carácter paradójico, dinámico, evocativo y abierto de la realidad. De una realidad

que se supone fragmentaria sólo se puede hablar fragmentariamente. «Toda frase, todo libro que no se contradiga a sí mismo, es incompleto»2. Por decirlo con una expresión similar de Novalis, «todo sistema propia­ mente filosófico debe ser libertad e infinitud o, para decirlo más provoca­ tivamente, ha de hacer un sistema de la falta de sistema»3. El carácter antisistemático de la filosofía de E Schlegel —en cuya obra se diseña con mayor nitidez la concepción romántica de la ironía— responde a una cuestión de principio: el pensamiento debe quedar siempre abierto, sin una culminación que, a la vez que lo corona, le cierra el paso a nuevas perspectivas. Schlegel justifica esta paradoja apelando a Platón, maestro de toda singladura trascendental. «Platón ha tenido sólo una filosofía, pero ningún sistema, pues la filosofía consiste más en un buscar, en un aspirar a la ciencia que en una ciencia [...]. Platón nunca culminó su pen­ samiento (Er ist nie mit seinem Denken fertig geworden) y ha tratado de representar artísticamente en la conversación este curso tenso de su es­ píritu hacia el saber perfecto y el conocimiento de lo supremo, ese eterno devenir, formar y desarrollar sus ideas»4. Este neoplatonismo, teñido por la filosofía fichteana de la aspiración infinita e inconclusa, nos cierra el paso a una definición exacta, determinada y encuadrada en un sistema, de lo que ha de entenderse por ironía. Tan sólo nos cabe el recurso de rela­ cionar una serie de fragmentos para esbozar el perfil de una idea. Schle­ gel dibuja «el aliento divino de la ironía», ese espíritu paradójico de «bufonería trascendental», de la siguiente manera: «en el interior, el ánimo que todo lo abarca y que se alza infinitamente sobre todo lo condi­ cionado y sobre el propio arte, virtud o genialidad; en el exterior, en la ejecución, la manera mímica de un buen bufón italiano convencional»5. La ironía cuestiona los hábitos y los lugares comunes, reaviva los aspec­ tos problemáticos de toda solución, se muestra insatisfecha ante cual­ quier definición, incomoda la pedantería satisfecha, protesta contra lo estático y subraya el dinamismo de la vida. La ironía es una adición a lo contradictorio, el paso continuo del entusiasmo a la decepción, del orgu­ llo al autodesprecio, la convicción —surgida de la experiencia de la insuperabilidad de lo finito— de que lo absoluto no se deja atrapar en

2 F. Schlegel. KA. XVIII. 83. J Novalis, Schriften, ed. R. Samuel, Kohlhammer, Stuttgart, 1960, II, pp. 288-289. 4 KA, XI. p. 120. 5 Id.. II, p. 147.

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nuestras redes pero no se oculta a la evocación. Aquí tenemos las claves del concepto romántico de ironía; nos queda ahora penetrar en su núcleo interior, traspasando esa capa paradójica que lo recubre. La ironía surge desde la experiencia de la contradición y como recha­ zo a la gnosis, al saber que se cree absoluto. En el plano literario, esta actitud es Indica, subjetiva, libre, oscilante y escéptica, y se manifiesta en el recurso a lo cómico, lo paradójico, lo grotesco, lo satírico y lo contra­ dictorio. En el juego de la fantasía se manifiesta el sentido profundo de la creación poética: el libre manipular de la imaginación, el juego irónico con las formas poéticas, la intervención gratuita de la fantasía en los ámbitos más heterogéneos. Pero, además de un recurso literario, la ironía tiene en su origen una visión del mundo como una realidad en la que se enfrentan radicalmente los contrarios. La doctrina de Fichte —«el mayor pensador metafísico de los que viven»6— es el trasfondo de esta estrate­ gia poética que se ha convertido en un modo de instalación del hombre en el mundo. Schlegcl dio al concepto fichteano de lo trascendental una audaz expli­ cación que constituye el núcleo de lo que ha de entenderse por ironía. La actitud trascendental es un proceso dialéctico de antítesis, la salida entusias­ ta del espíritu fuera de sí y el regreso escéptico a sí mismo, el oscilar entre caos y sistema, posición e introversión, unión y separación. «Lo bueno en la forma de Fichte es el poner (das Setzen), el salir de sí y el volver a sí. es decir, la forma de la reflexión»7. La ironía, en la terminología fichteana que adopta la obra de Schlegel, es una voluntad que recibe el nombre de «autocreación», a la que corresponde un escepticismo retroactivo, limitante y correctivo frente a la propia capacidad de creación, una revocación cons­ tante de sus propias realizaciones que recibe el nombre de «autoaniquilación». La ironía designa una posición intermedia entre el entusiasmo y la desilusión, el oscilar entre la creación y la negación, la forma de lo paradóji­ co. Esta «gimnástica del espíritu» se apoya en un procedimiento que reco­ noce la oposición, la contradición y la antítesis como el principio interno de todo verdadero aprendizaje, en su función esencialmente antinómica. «Todo lo que no se anula a sí mismo no es libre ni tiene valor»; «todo lo que tiene valor debe ser a la vez su contrario»; «ironía es la forma de la paradoja. Paradójico es todo aquello que es a la vez bueno y grande»; «toda filosofía no paradójica es sofística»8. En última instancia, las antinomias ponen de

6 F. Schlegels Briefe an seiner Bruder August Wilhelm, ed. O. Walzel, Berlín, 1890, p. 235. 1KA, XVlU.p.53. 8 íd.. p. 628; U. p. 147.

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manifiesto la fmitud de nuestras estrategias cognoscitivas y prácticas frente

al mundo. Estas antinomias no responden a una situación intermedia que haya

de ser superada en la reconciliación armónica de un equilibrio finito, sino a la tensión esencial del espíritu. «La poesía romántica está todavía en un devenir; su esencia consiste en que deviene eternamente y nunca puede ser llevada a plenitud»9. Ésta es la razón por la que Schlegel, en vez de posesión de la verdad, hable siempre de una continua aspiración hacia ella, de esa infinita perfectibilidad que procede de la filosofía fichteana y que pronto se constituyó en un tópico del romanticismo. En el fenómeno de la alegoría se pone de manifiesto la peculiar tras­ cendencia de lo absoluto. La alegoría es la tendencia a lo absoluto que existe en lo finito mismo. Lo particular se trasciende a sí mismo hacia lo infinito a través de la ironía. ¿Cómo puede representarse la infinitud en lo finito? Desde luego, no por medio del pensamiento, a través de conceptos. «El puro pensar y conocer lo supremo no puede ser nunca adecuadamente representado.» Éste es «el principio de la relativa irrepresentabilidad de lo

supremo»1011 , principio que sólo es suspendido gracias a la alegorización artística. «La filosofía nos enseña que todo lo divino sólo se deja aludir, sólo se puede presuponer mediante la verosimilitud, y que por eso de­ bemos suponer la revelación para la verdad suprema. Pero la revelación es un conocimiento demasiado sublime para el hombre sensible, por lo que el arte se nos presenta como un buen medio para poner ante los ojos del hom­ bre, mediante la representación sensible y con claridad, los objetos de la revelación»11. Aludir, insinuar, alegorizar: esto sólo es posible cuando el arte es capaz de superar de algún modo su incapacidad de representar lo absoluto. Esta concepción del arte se corresponde con la idea de Schelling de que el arte debe representar simbólicamente lo que se escurre a la refle­ xión. La poesía es expresión de lo inexpresable, representación de lo irrepresentable: de aquello que no se puede hacer presente en ningún concepto especulativo. Esto es lo que constituye el carácter extático de lo finito: lle­ gar hasta las puertas de lo absoluto y aludirlo indirectamente negando la propia negatividad de lo finito. El arte redime a lo finito de su fijación material y lo remite a lo infinito. Se podría decir que en el arte alegórico se hace valer la tendencia de la realidad finita hacia la infinitud. El arte re­

9 íd.. II. p. 183. 10 Id.. XII. p. 214. 11 id- p. 174. Para Solgcr la ironía es la esencia del arte (cfr. Erwin. Vier Gesprdche über das SchSne unddie Kunst. ed. W. Henckmann. Münchcn, 1970, p. 387).

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suelve así un problema filosófico. Lo que el arte presenta es un absoluto que no es representable de otra manera. El arte que presenta estas características con mayor fidelidad es la música, el lenguaje por antonomasia. El sonido tiene una primacía abso­ luta «en la medida en que es algo móvil; a través suyo se da un paso ade­ lante desde la rigidez e inmovilidad de la cosa hacia la libertad»12. El oído es el sentido más noble. «En cuanto sentido para lo móvil está más próximo a la libertad y, por tanto, es más adecuado que todos los demás para emancipamos del dominio de la cosa»13. La música, el arte del tiem­ po, es el que mejor responde a la fluidez del yo carente de sustancia. «Ya no estamos en la época de las formas de validez general», señala Novalis14. Bajo «formas» Novalis parece entender los géneros literarios. Y efectivamente, como Schlegel, él también sueña con la obra de arte total, que deja tras de sí toda caracterización por medio de géneros. La música es el ideal de la escritura irónica, el lenguaje universal. De todo lo anterior puede comprenderse la alta significación que la música tenía para los románticos. La música es la verdadera patria de la ironía. En cuanto arte eminentemente temporal, pone a nuestra consideración la caducidad, el fluir de todo lo dicho. Ningún otro sistema de signos rebaja el nivel de las significaciones a un segundo lugar frente a nivel de la so­ noridad asemántica. Esto no es posible en el lenguaje, pues todo signo —hasta el más sonoro— posee siempre una significación convencional por encima de su materialidad (aquí vio Hegel la dignidad de la poesía y la comparativa indignidad de la música «abstracta»). Se romantiza el uso de los signos en la medida en que se hace de los signos sonidos, lo que en las situaciones corrientes de comunicación permanece como un mero ins­ trumento para la transmisión de sentido. El lenguaje tiene, «además de su existencia alegórica, intelectual, una existencia física»15. Y cuando la voz

humana —«el mejor órgano de la melodía»— hace aparecer este aspecto, que por lo demás sólo funciona como transmisora de sentido, entonces se musicaliza la poesía y se libera de su función de remitir a algo distinto. La función poética del hablar se pone de manifiesto tan pronto como se suspende la función de significación convencional, es decir, cuando el poeta deja de modular el lenguaje de acuerdo con criterios semánticos y

lo hace con criterios estéticos.

12 KA, p. 345. 13 íd., p. 346; cfr. id., XVIII. pp. 57-58 y 217-218.

" Schriften, II, p. 649. 15 KA, XI, p. 220.

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Heine comparó la poesía de Tieck con la finura de la música de Mendelssohn. Por algo se sintió éste impulsado a poner música a diversas poesías de aquél. Escuchando a Mendelssohn se tiene siempre la impre­ sión de que la música es demasiado suave. Pero esto no es una cuestión de tímida orquestación o bajo volumen; en ella está sugerida irónicamen­ te la disonancia y esto es lo que la hace completamente romántica. Cuan­ do la modulación se emancipa de la constricción métrica, esto responde a que de este modo se expresa la ruptura de una subjetividad descentrada. Esta experiencia necesita un principio de composición distinto de los tra­ dicionales. El alma sin patria ya no está en condiciones de distinguir con certeza lo sustancial de lo accidental. Incluso la constancia del tema —el carácter volátil de la vida— ya sólo se realiza como la continuidad de un devenir. En la desaparición de la distinción de tema y variación —en Brahms, entre otros— Adorno creyó ver un nominalismo del lenguaje musical. La ironía romántica pasa así de ser un tema central de la estética romántica a convertirse en el estilo característico de un tipo de arte. Nin­ gún discurso, ninguna secuencia de sonidos se encuentran amortiguadas por una repetición regular que los redima de su naturaleza de fragmento aislado (como era el caso del discurso y la composición simbólico-clasicos). El devenir infinito tiene más bien como consecuencia que cada uno

de los elementos se relativiza en relación con todos los demás, pero de tal modo que sobre todos ellos oscila una serenidad —un espíritu etéreo, diría Tieck— que todo lo sobrevuela y aniquila, que no toma partido por un particular frente a otro. Ésta es la única manera de optar por un abso­ luto que no puede ser adecuadamente representado por ninguna cosa par­ ticular, salvo por la escenificación de la incompetencia de todo lo parti­ cular. Cada disonancia, cada irregularidad, cada paradoja desmienten y corrigen las falsas pretensiones de universalidad. Su aniquilación abre la

visión de aquello que ya no puede ser llamado finito. La ironía está íntimamente emparentada con el humor. Y precisamente el humor tiene en su origen el contraste entre lo finito y lo infinito, que se hace patente en las miserias humanas. Enfrentarse a éstas con humor no tiene por qué significar su desprecio, sino, las más de las veces, la indul­ gencia ante la pequeñez. El humor expresa una superioridad vital que mira indulgentemente las debilidades humanas y escépticamente sus grandezas. El humor —dice lean Paul— ensalza lo pequeño y denigra lo grande «por­ que ante la infinitud todos somos iguales y nada»16. El origen de toda expresión satírica es la crítica a las formas finito-temporales en que el 16 Vorschule lur Ásthetik. Sümtliche Werke, cd. E. Berend, Weimar, 1935, XI, p. 112.

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hombre se presenta, ninguna de las cuales expresa y agota su esencia, al mundo en general y a sus instituciones; es la insatisfación con lo existente, con lo acontecido y con lo dado; es la disconformidad y desaprobación del pasado, de las decisiones y los caracteres. Es, en suma, una manifestación

de la infinitud tendencia! de nuestra libertad. El humor y la ironía tienen en su base una experiencia seria de la vida, incluso una tristeza o melancolía, y no son en absoluto algo su­ perficial. En este punto coinciden todos los románticos que reflexionaron acerca de este recurso literario y lo entendieron también como una acti­ tud existencial. E Schlegel sentencia: «la ironía absolutamente perfecta deja de ser ironía y se convierte en seriedad»17. Y a propósito de la reac­ ción que había producido la novela de Goethe Wilhebn Meister Lehrjahre comenta: «no hay que dejarse engañar por el hecho de que el autor parez­ ca tomarse con ligereza y caprichosamente las personas y los aconteci­ mientos, mencionar a sus héroes casi siempre con ironía e incluso reírse de su obra maestra desde la altura de su espíritu, como si esto no fuera para él la suprema seriedad»18. «La ironía —dice E. T. A. Hoffmann— sólo vive en un espíritu profundo»19. Solger, respondiendo así a una críti­ ca de A. W. Schlegel, quien veía en todo ello una falta de seriedad ante el aspecto trágico de la existencia humana, advierte que la ironía no es un despectivo reírse de todo20. Para Tieck, la ironía no es burla, mofa o parodia, sino «la serenidad más profunda, que está, a su vez, unida a la verdadera serenidad. No es meramente negativa, sino algo positivo en el fondo. Es la fuerza que permite al poeta el dominio sobre la materia, en la que no se debe perder, sino permanecer sobre ella. Así le guarda la iro­ nía de la unilateralidad del idealizar vacío»21. Así pues, lo que diferencia a la ironía del cinismo es una sutilidad en virtud de la cual el yo también se pone por encima de sí mismo, no se toma a sí mismo demasiado en serio, ni a su obra (esto es, en última ins­ tancia, lo que E Schlegel había denominado «autoaniquilación» como movimiento que sigue a la «autocreación»; la disposición crítica hacia la propia obra, exigida por Hoffmann; el «suicidio gramatical del yo», según la expresión de Jean Paul o la verdadera nobleza del yo, de la que hablaba Novalis). Este es el auténtico signo de la libertad interior. «La 17 KA, XVIII. p. 474. 18 íd.. II. p. 133.

19 Werke, ed. Ellínger, Berlín, 1927,1, p. 21. 20 Nachgelassene Schriften und Briefivechsel, ed. L. Tieck y F. von Raumer, Leipzig, 1826,11, p. 514. 21 Kritische Schriften, III, Leipzig, 1848, p. 238.

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ironía socrática es el único simulacro enteramente involuntario y a la vez totalmente meditado. Tan imposible es fingirla como revelarla. A quien no la tiene siempre le parecerá un enigma incluso tras su afirmación más obvia |...]. Es la licencia más libre, pues por ella se coloca uno más allá de sí mismo; pero también la más normativa, pues es del todo necesa­ ria»22. Aquí la libertad es inconfundible con el arbitrio. Si el cinismo es un enseñoreamiento del yo, la ironía es su decapitación, la revuelta con­ tra su propio poder. ¿Una contradición? ¿Es que acaso no es contradicto­ rio el rostro que nos ofrece una realidad finita que trasluce lo infinito? ¿No es la libertad un poder que infringe las reglas de la identidad? Como es evidente, estamos muy lejos de los grandes sistemas del idea­ lismo alemán. La conciencia irónica es identidad insatisfecha que no se insta­ la en el éxito de lo logrado, pero tampoco se detiene ante la dificultad de devenir algo mejor. Su verdadero aprendizaje es la decepción. El motivo pro­ pio de la dialéctica de autocreación y autodestrucción no consiste en una mera destrucción de las ilusiones, sino en un trascender la fuerza creadora limitada, elevándose un momento por encima de lo condicionado y presin­ tiendo así la totalidad que se nos escapa irremisiblemente. Esta Ahndung des Ganzen es el favor divino de la evocación. El artista que es capaz de evocar escapa, a la vez, del nihilismo y de la presunción, ni se resigna ni desespera. Sabe que toda realización de lo infinito en la historia es imperfecta, que no hay sistema que todo lo explique, ni palabra que exprese sin traición alguna todo lo que se lleva en el ánimo, sabe que no se puede hablar sin ironía, pues lo infinito sólo se trasluce en el enmudecimiento del asombro o la perpleji­ dad. Como dice Solger, el entusiasmo y la ironía son «inseparables; aquél, como percepción de la idea divina en nosotros; ésta, como percepción de nuestra nada, de la decadencia de la idea en la realidad»23. Las obras de los románticos están llenas de páginas en las que se entreveran el deseo de in­ finitud y la conciencia de nuestra incapacidad para hacemos con lo absoluto acabadamente. La imposibilidad de una comprensión y una comunicación absolutas, por ejemplo, es el tema del escrito de F. Schlegel Sobre la incom­ prensibilidad (1800), en el que no es difícil advertir una polémica contra la excesiva lucidez de la iluminación ilustrada. Para Schlegel el sentido más profundo de la ironía consiste en que el entusiasmo por lo divino «procede del sentimiento de la propia incapacidad de apresar en palabras y poder expresar plenamente con el lenguaje la plenitud de lo divino»24.

“AM.n.p. 160. 23 Vorlesungen über Ásthetik, ed. K. W. L. Heyse. Leipzig, 1829, p. 242.

24 KA. XX, p. 447.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

195

La crítica de Hegel a la ironía romántica tiene un origen temprano. Comienza a insinuarse en la Fenomenología del espíritu —aunque la palabra «ironía» sólo aparezca allí una vez y en el contexto de la comedia griega, sin que se mencione el nombre de Schlegel— y es uno de los temas recurrentes de los escritos finales de Berlín25. Hegel ha criticado mucho este humor lunático, esta arbitrariedad irresponsable que, a su jui­

cio, elimina toda sustancialidad y juega con la nada. En el trasfondo de esta crítica está la filosofía fichteana de la subjeti­ vidad, que es donde se encuentra la verdadera paternidad de la ironía. Fichte es el destinatario último de esta crítica, en cuanto que su filosofía representa una actitud negativa frente a lo objetivo, «donde no hay conte­ nidos, sino que se gira en tomo a representaciones evanescentes». Ironía es «la frustración autoconsciente de lo objetivo», «góttliche Frechheit» (osadía, impertinencia, descaro, frescura, desfachatez divinas)26. La iro­ nía estética de los románticos cree ser ocurrente, pero es en el fondo una desfachatez27. Es una nulidad complaciente que no sólo ridiculiza lo risi­ ble, sino también lo no risible: es la aniquilación de todos ios contenidos objetivos. En última instancia, se trata de aquella negatividad que «ha elevado a su cumbre abstracta el principio que constituye la filosofía de Fichte; en el Yo = Yo ha desaparecido no solamente toda finitud, sino también todo contenido»28. Esta filosofía del yo abstracto es incapaz de comprometerse con contenidos objetivos, ya que para ella nada es valio­ so considerado en y para sí. Las cosas sólo tienen valor como producidas por la subjetividad, que se enseñorea sobre ellas y puede en cualquier momento aniquilarlas. El hombre ha de configurar su vida artísticamente, lo que quiere decir que toda exterioridad es mera apariencia para mí y asume una forma que se halla enteramente en mi poder, por lo que no la tomo completamente en serio. Al dominar sobre todo contenido objetivo —ya sean derechos, bienes o realidades— la ironía es «la seriedad con nada, juego con todas las formas»29, un alejamiento de lo serio, lo con 25 Cfr. especialmente su recensión a los escritos de Solger del arto 1828, Solgers nachgelassene Schriften und Briefwechsel. BerlinerSchr., XI, pp. 205 ss.: Ásth., XIII, pp. 98 ss.,

y PhilRechts., VII, pp. 277 ss. 26 BerlinerSchr., XI, p. 233. El distanciamiento de F. Schlegel frente a Fichte es muy

claro, aunque Hegel no parezca hacer justicia a las diferencias entre el sistema fichteano y

la teoría romántica de la ironía. En 1803 escribe Schlegel: «Cómo es posible que muchos filósofos como Fichte se encuentren tan cerca de la verdad y sin embargo no la alcancen, es algo que se explica perfectamente desde mi construcción» (KA, XVIII, p. 564). 27 Cfr. GeschPhil., XIX. p. 17. ™ íd., p. 254. 29 íd., XX, p. 416.

196 DANIEL INNERARITY

creto y lo verdadero de la vida, que, así como desvaloriza los intereses sustanciales, también aniquila toda responsabilidad moral30. En la ironía

no hay lugar alguno para la seriedad, «puesto que sólo se atribuye validez al formalismo del yo». Hay formalismo, pero no formalidad. La objeción de Hegel es una apología de la seriedad de lo objetivo, una advertencia sobre la necesidad de escapar del círculo estéril de la subjetividad. «La verdadera seriedad sólo se produce a través de un interés sustancial, por una cosa, verdad, moralidad, que tiene contenido en sí misma, por un contenido que como tal es esencial para mí, de tal modo que yo sólo me hago esencial para mí en tanto que me he sumergido en tal contenido y me he hecho adecuado a él en mi saber y mi actuar»31. El humor romántico aparece así como una eliminación de toda sustancialidad, el juego con la nada de una autoconciencia que pretende mantener una supuesta simplicidad e ingenuidad subjetiva, pero que es un jugueteo injurioso para la realidad que condena al sujeto a divagar por el vértigo de la carencia de forma, a volverse irreal y fantástico. Su alma siempre se en­ cuentra en estado migratorio y recorre al azar innumerables posibilidades. Y es que la ironía no sólo aniquila la objetividad exterior, sino que también deshace, con su nihilismo lírico, la tensión y la consistencia morales del carácter es alma bella, convicción ebria de sí misma, vanidad moral que se sabe y se quiere vana, divina genialidad y virtuosismo que no se toma nada a pecho y que resulta mortal en último término. Junto con la enfermiza belleza del alma, la vanidad y la nostalgia son las formas en las que se manifiesta la negatividad fatal de la ironía, dando lugar a esas «naturalezas sin contenido, añorantes»32. Una vez más se hace así patente el efecto per­ verso de la infinita perfectibilidad a que Fichte condena al alma humana, lo que se traduce en la variada patología de una tensión que nunca puede reali­ zarse. «Se trata de una nostalgia que no se quiere rebajar a la actuación y producción reales porque teme mancharse al tocar la realidad»33. Pero «con ello se produce la infelicidad y la contradición de que el sujeto, por una parte, quiere entrar en la verdad y aspira a la objetividad, pero, por otra parte, no es capaz de sustraerse a ese retraimiento y soledad, ni de desligarse de esa interioridad abstracta que, según vimos, surge también de la filosofía de Fichte»34. Hegel retoma el desprecio de Goethe hacia los «ansiosos ham­

30 Cfr. BerlinerSchr., XI. p. 260. 31 Áslh., Xlll, pp. 94-95. 32 íd.. p. 98.

33 íd.. p. 211. cfr. GeschPhil.. XX. p. 399. 34 Ásth.. XHI.p.96.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

197

brientos de lo inalcanzable» en el Fausto35. Así pues, el alma bella fichteana o schlegeliana conserva la nostalgia de la objetividad y, a pesar de ello, per­ manece recluida en su interioridad, se abisma en la indiferencia, muere de languidez, de irrealidad y de tristeza, encerrada en su pureza vacía. Junto con el mundo y la moralidad, se hunde la persona misma: desaparece en la inmensidad oceánica de su propia libertad. La acentuación de los contenidos fíente a las formas en la estética hegeliana responde a un principio de gran significación filosófica: la sub­ jetividad ha de ser desenclaustrada, vinculada a un contenido real y sus­ tancial, si no quiere condenarse a la mediocridad que supone la falta de carácter de los personajes, su inconsecuencia dramática y casualidad en

las resoluciones, su insipidez, en definitiva. Nunca ha de faltar «realidad, carácter y acción»36. Desde esta perspectiva, Hegel considera ridicula la ironía fantástica de E. T. A. Hoffmann37 y no es menos indulgente con las producciones poéticas de Kleist, en las que se advierte cómo la ironía conduce necesariamente al desgarramiento. «En toda la vitalidad de las configuraciones, de los caracteres y las situaciones, hay una carencia de contenido sustancial —que es lo decisivo, en última instancia— y la vita­ lidad se convierte en una energía del desgarramiento, en una ironía cum­ plida, que se produce a sí misma intencionalmente, y destruye y aniquila la vida»38. La verdadera belleza, si quiere ser expresión auténtica del espíritu y no mera proyección de sus patologías, ha de expresar la unidad de lo objetivo y lo subjetivo en una trama de reconciliación real. En el contexto de sus objeciones a Kleist, Hegel concluye criticando la estéril abstracción de la interioridad, a la que se opone el trabajo, pues «tra­ bajar significa renunciar a dicha abstracción y conferir realidad y verdad ai contenido que tuviera la interioridad»39. La seriedad exigida por Hegel no conoce excepciones imaginarias. Frente a la exuberancia de una fantasía que se disfraza continuamente y vagabundea como un enamorado insatisfecho, el trabajo es el trato con la dureza de lo real, donde se nos ofrece su rostro serio, profundo y compacto. Una estética que no quiera oscilar perpetuamente entre el subjetivismo errático y la decepción objetiva ha de redimir al sujeto en el

trato con las cosas, ha de indicarle el camino de regreso hacia lo real.

35 II, 2, V, vv. 8204-5. 36 BerlinerSchr., XI. p.2\4. 37 Cfr. Ásth., XIII. p. 289.

38 BerlinerSchr., XI, pp. 267-268. 39 íd.. pp. 229-230.

Epílogo. La razón insuficiente: entre el absoluto y la finitud Finalizar este libro tomando pie en el último tema que nos ha ocupa­ do puede ser una buena manera, si no de concluir —la filosofía no cono­ ce este tipo de finales felices—, sí al menos para recapitular el alcance de

la contraposición entre idealismo y romanticismo de la que este libro ha tratado de ofrecer diversas perspectivas. Pocos aspectos son tan ilustrati­ vos como el problema de la ironía para determinar qué nos esta permitido esperar cuando tan patente resulta la insuficiencia de la razón a la hora de apresar lo absoluto. Como hemos visto, Hegel tomó una decidida posición crítica frente a la ironía romántica y la rechazó expresamente con los calificativos más

duros que puedan encontrarse en toda su obra. Queda en pie la pregunta —contestada negativamente por Tieck— de si la entendió adecuadamen­ te. Cuando la ironía fragmenta las totalidades asfixiantes y solemnes no es para renunciar a lo infinito; lo que ocurre es que sabe muy bien que a este plano no se accede por vía acumulativa, que una totalidad abierta sólo puede abordarse de forma alusiva. A Hegel parece faltarle una dis­ posición espiritual hacia ese tipo de juego y humor en el ámbito del arte. Lleno de una penetrante seriedad en la búsqueda de la verdad y en la objetividad de un conocimiento elevado a sistema absoluto de la razón, careció del espacio de juego para la arbitrariedad aparente de la subjetivi­ dad artística. La filosofía del arte de Hegel, especialmente sus Vorlesungen über Ásthetik, está ya desde un principio en abierta oposición al subjetivismo romántico. Su pensamiento se apoya en el ideal clásico y aspira a una concepción lo más objetiva posible de la belleza estética. La armonía es el ideal artístico en la estética de Hegel, mientras que el pen­ [199]

200 DANIEL INNERARITY

samiento romántico prefiere el continuo devenir y hace precisamente de este movimiento espiritual la característica de la ironía productiva (la «agilidad perpetua» de la que hablaba E Schlegel). Partiendo de estos

supuestos estéticos es extraordinariamente difícil para Hegel la compren­ sión de la esencia y la función de la ironía romántica. Las máximas de una estética que aspira a lo estable y objetivo le impiden el tránsito a una filosofía del arte que se sitúa decisivamente en el lado de lo subjetivo. Pero a la hora de hacer un balance de esta discusión es inevitable situarse fuera del ámbito estrictamente estético e indagar las razones más profundas de esta irreconciliabilidad entre el idealismo absoluto de Hegel y el subjetivismo lúdico de los románticos. Por lo demás, esta indagación no es gratuita: tanto Hegel como los románticos eran conscientes de que al defender o atacar una determinada forma de entender la ironía estaban, más allá del plano literario, poniendo en juego toda una comprensión del hombre y de la realidad. Detener la investigación declarando una oposi­ ción en cuestiones de gusto estético sería traicionar el verdadero alcance de una polémica. Ironía y dialéctica coinciden en su pretensión de corregir la negatividad del mundo finito con sus propios medios, con la negatividad. La finitud sólo se puede definir como algo negativo, como carencia de infini­ tud. Todo lo finito está esencialmente caracterizado por relaciones negati­ vas. Si esta negación se piensa, como en Hegel. autónomamente (es decir, no meramente como negación de una sustancia que preceda a la negación y sea independiente de ella), entonces se accede a la idea de una doble nega­ ción o negación autorreferencial, de la que resulta una afirmación. Como tal concibe Hegel el absoluto. ¿Qué ocurre, pues, con la ironía romántica? También en ella se destruye la falsa apariencia de una finitud satisfecha consigo misma, y también en su trabajo de negación se abre la mirada hacia lo infinito sobre la finitud aniquilada. Pero, al contrarío que en la dia­ léctica, no se accede con ello al espacio de lo absoluto; lo que queda es una especie de nostalgia mitológica en esa dirección. Este planteamiento tiene mucho que ver con uno de los principios fun­ damentales del prerromanticismo: la idea de que lo absoluto no puede ser derivado de las relaciones que establece la reflexión. El año 1804, antes de que su filosofía tardía hubiera extraído todas las consecuencias de su crítica a Hegel, hacía notar Schelling: «si la contraposición de lo subjetivo y lo objetivo fuera el punto de partida y el absoluto sólo el producto que es pues­ to tras aniquilar la contraposición, el absoluto no sería entonces más que una mera negación, a saben la negación de una diferenciación, de la que no se sabe de dónde viene ni por qué precisamente su negación ha de servir para

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

201

demostrar el absoluto. El absoluto no sería entonces una posición, sino una

mera idea negativa, un producto del pensamiento sintetizador, o. como muchos piensan, la imaginación sintetizadora, no un objeto inmediato del

conocimiento, sino algo mediato; en una palabra: una mera cosa del pensa­ miento (ein blofies Gedankending)»>. La temporalidad es el esquema propio de la ironía. Toda positividad es puesta y posteriormente desmentida. Como la ironía, el tiempo es no sólo la condición de toda relatividad y finitud, sino también y paradójicamente de una extensión infinita. Ningún momento puede ser presentado como el últi­ mo, como culminación de cualquier valor temporal. Pero esa finitud sin fin no puede so* comprendida meramente a partir de las condiciones estructura­ les de la existencia finita. Todo funciona como si en el fluir del tiempo se hi­ ciera presente algo que sólo puede surgir del absoluto. Las consecuencias antropológicas de esta superioridad del sujeto sobre la historia las extrajo

Schelling en una formidable definición de la subjetividad que constituyó el tema de la primera de las lecciones de Erlangen del semestre de invierno

1820-1821: «atravesarlo todo y ser nada, es decir no ser de tal modo que no pudiera ser también otra cosa [...]. La libertad es la esencia del sujeto»12. Aquí no aparece la expresión «ironía», pero éste sería su lugar preciso. En términos generales, pienso que la ironía romántica responde a una

profunda intuición acerca de la paradójica situación del hombre: su infi­ nitud potencial y la finitud de sus realizaciones. El hombre aspira a tras­ cender esta limitación y es precisamente ese deseo de trascendencia lo que le lleva a no contentarse con ninguna forma histórica en la que se plasma esta aspiración. En su dación histórica, el saber o las instituciones que posibilitan la libertad son siempre limitadas, lo que se manifiesta muchas veces en su carácter paradójico; el único rasgo de infinitud que cabe advertir en lo finito es su apertura potencial hacia lo absoluto. El saber absoluto o las instituciones que se presentan como la realización del reino de Dios son lo contrario de lo que pretenden. Su forma finita se enquista irremisiblemente. Un cierto escepticismo hacia las formulacio­ nes teóricas con las que tratamos de apresar lo absoluto y una reserva interior ante las instituciones políticas que pretenden realizar la libertad son el único procedimiento para asegurar que ni el saber ni la libertad

queden atrapados en su configuración finita. La libertad interior se acredita cuando se realiza en instituciones his­ tóricas, pero no se resuelve completamente en ellas. La historia universal

1 S.W. 1/6. p. 147. 2 E W. J. Schelling. Inina philosophiae universae, ed. H. Fuhrmans. Bonn, 1969, pp. 16 y 21.

202 DANIEL INNERARITY

no es en absoluto el juicio universal. Sólo así tiene sentido insistir en la

irreductible particularidad, la protesta de la persona que reivindica su habeos corpus frente a una razón comunicativa. Si en algo consiste la libertad es —subrayan con acierto los románticos— en la capacidad del yo para no establecerse en su forma finita, tratando de superar continua­ mente sus límites, sin darse por satisfecho con cualquier identidad. El hombre, por así decirlo, es mejor que su tiempo, y una cierta belleza del alma es la condición de posibilidad de toda mejora histórica, nacida de algún tipo de decepción, contraste y crítica con lo lácticamente dado. Quizá nadie haya expresado mejor este desajuste entre lo absoluto y lo finito que Platón. En la conclusión del Fedro, Sócrates pide a los dioses que le concedan ser bello en su interior «y que cuanto tengo en mi exte­ rior sea amigo de lo que hay dentro de mí»3. Esta conformidad es siem­ pre azarosa. Una de las condiciones de la libertad es la desproporción entre el ámbito interior de las posibilidades y el ámbito exterior de las realizaciones. El paso de las primeras a las segundas no es de una reflexividad perfecta; el hombre es un poco más libre de lo que permiten las instituciones históricas. Sin tratar de dilucidar el espinoso problema de si Hegel decretó el final de la historia con su identificación entre lo real y lo racional, sí cabe afirmar que al menos planteó las cosas de tal manera

que la innovación histórica resultaba inexplicable. Si los románticos tuvieron dificultades a la hora de concretar históricamente una libertad abstracta e interior, Hegel no ofreció los criterios que permiten desligar la libertad de sus realizaciones históricas. El platonismo de los románticos, su distinción entre lo interior y lo exterior, contiene sin duda una mayor fuerza crítica que el gnosticismo político hegeliano. Las objeciones de Hegel a la ironía romántica tendrían pleno valor si ésta fuera una forma más o menos solapada de cinismo. Pero entre ambas actitudes hay una sutil diferencia. El cinismo es una afirmación del yo ante una realidad a la que se supone carente de sentido; la ironía es tam­ bién una filosofía de la relatividad, pero respecto de un absoluto que es trascendente al yo. Por eso la ironía se completa con un cierto autodesprecio. Sin referencia a lo absoluto la ironía no podría relativizar las realizaciones históricas ni elevarse por encima de la propia subjetividad. El sentido del humor es patrimonio de una subjetividad tan profunda que es capaz de no tomarse a sí misma demasiado en serio. De igual manera, el escepticismo auténtico sólo puede practicarse como una forma de relativización, es decir, por relación a algo absoluto que es condición de

Fedro, 279b 10c.

HEGEL Y EL ROMANTICISMO

203

posibilidad de toda relativización. El telón de fondo del sano escepticis­ mo es la convicción de que lo verdadero y lo bueno no se resuelven en la historia —ni siquiera tomada en su totalidad—, sino que la trascienden. En la imposibilidad de un acceso directo a lo absoluto los románticos se distancian radicalmente del hegelianismo y ponen punto final a su depen­ dencia fichteana. En lugar de un fundamento absoluto preferirán una con­ cepción finita de las formas históricas —en el plano del saber o de las for­ mas sociopolíticas— relativizadas por su alusión a lo infinito, es decir, abiertas, no enquistadas en su propia finitud. El camino para acceder a la totalidad no es una línea recta, dice E Schlegel, sino un círculo4. Es lógico que los románticos disgustaran a Hegel, poique se negaban a ver en la realidad —y en la realidad moderna— la acabada y perfecta realización del espíritu. Para los románticos la esfera mundana está jalo­ nada de agujeros y desgarrones, a través de los cuales llegan susurros de la trascendencia, reflejos del infinito. Como escribió Jean Paul, cualquier descripción de este mundo, para ser completa, debería pintarse siempre con un pedazo del otro. En última instancia, lo que distingue a Hegel y a los románticos es la presencia o ausencia de esa otra cosa, la sensación de habitar un mundo acabado y agotado en sí mismo o bien incompleto y abierto a otras cosas. La ironía romántica despojó a la exaltación fichteana de la libertad de su pathos combativo y enseñó a toda una generación una lógica de la libertad distinta de la objetividad hegeliana. El irónico no desconoce lo serio; precisamente porque lo venera, sabe que hay palabras que deben pronunciarse pocas veces en la vida; algunas, basta con una sola vez. Y es que la ironía enseña a no tomarse demasiado en serio las propias de­ cisiones, a aliviar esa tensión agotadora que se apodera de quien se vuel­ ca completamente en una exterioridad. Lo que es el hábito respecto de la voluntad —conjunto de automatismos que la descargan de la obligación de estar adoptando siempre decisiones de principio— es la ironía respec­ to de la libertad: un regulador de la pasión que inmuniza contra la exalta­ ción racional o sentimental. La ironía desinfla la falsa sublimidad, las exageraciones ridiculas y el fanatismo de las ideologías. Es el elemento que regula nuestra tendencia a llevar las cosas hasta el final, la obsesión por sacar todas las consecuencias, la irrealidad de nuestras expectativas, que nos inmuniza contra las falsas tragedias y las tercas fijaciones. Por eso el irónico —como puede verse entre los románticos— prefiere la alu­ sión a la insistencia, recela del argumento excesivamente minucioso y 4 Cfr. ka. xvm. p. 518.

204 DANIEL INNERARITY

probatorio, sospecha siempre ante la conducta intransigente. Lo propio del hombre instintivo es siempre ir hasta el final, insistir hasta la exagera­ ción. Sólo las masas inertes siguen una trayectoria rectilínea. La vida inteligente se detiene e impulsa espontáneamente, es capaz de describir una curva, de atajar con un rodeo. La ironía permite que nuestras decisio­ nes no nos encarrilen, cegándonos la visión de los derroteros vecinos. La atención a lo real que la ironía proporciona nos permite tener presente su variedad esencial: no hay alegría que no tenga un elemento de melanco­ lía. ni señorío que protega contra toda humillación, ni seguridad a salvo de todo imprevisto. Hay que ser indulgentes con la seriedad hegeliana y disculpar su pre­ ocupación de que lo absoluto se realice en la historia. Pero su crítica de la ironía romántica le impidió descubrir sus virtualidades, una de las cuales estriba en la conciencia de los límites de toda forma histórica de saber y de obrar. El subjetivismo romántico pudo convertir esta separación entre lo real y lo ideal en aquella contraposición insalvable que está en el ori­ gen de muchas enfermedades del alma —melancolía, nostalgia, indigna­ ción. añoranza, paralización, activismo...—, pero nada nos impide que consideremos también la ironía romántica en su relatividad y exploremos sus posibilidades inéditas. Tenía que ser un poeta contemporáneo de Hegel. Heinrich Heine, el que —por supuesto, con ironía— elogiara el esfuerzo teórico de la razón absolu­ ta y lo contrapusiera al carácter inevitablemente esquivo de la vida: ¡Qué fragmentarios son el mundo y la vida!

Tendré que recurrir al catedrático alemán. De la vida, sabe unir todas las partes

y hacer con ellas un sistema comprensible; con el gorro de dormir y trozos de su bata tapa los agujeros en los muros del mundo5.

5 Poemas, trad. de Feliu Fbrmosa. Lumen, Barcelona. 1981. p. 35.

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PhUGesch.. XII Ásth. XHI/XIV/XV

Vorlesungen überdie Philosophie der Geschichte (tomo XII) Vorlesungen über die Ástherík (tomos XÜI/XIV/XV).

PhilRel.. XV1/XVII GeschPhil.. XVIII/XIX/XX

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|M5|

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HEGEL Y EL ROMANTICISMO

207

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Grimm, J. y W. G.: 41. Guizot, F. P. G.: 163.

Aristóteles: 134, 142.143. Ast, F.: 93.

Hanser, F. P.: 36. Heine, H.: 192,204. Helvetius, C. A.: 23. Hemsterhuis, F.: 68. Henrich. D.: 36.37,97,99. Herder, J. G.: 18, 20. 37. 39. 41. 47, 55. 56.68.79.99, 100, 126, 127, 154, 155. Hirsch, E: 15. Hobbes, T.: 68, 182. Hoffmann, E. T. A.: 187,193,197. HOlderun, J. C. F.: 13, 14, 27. 29, 30. 31,

Baader, F. von: 96. Bacon, F.: 20. Bagessen.J.: 183. Baumgarten. F.: 62. Berger. J. E. von: 37. Bertaux, 163. Boehlendorh K. U.: 37. Bóhme, J.: 96. Brahms. J.: 192. Brandes, E.: 177. Brentano, C.:41. Bubner, R.: 36. Burke, E.: 177,179.

35-80, 87-90, 95-100. 109, 110. 12!. 122. 124. 126-129. 130-134. 151. 153169,171, 173,174. Holthusen, H. E.: 163.

Condorcet. M. de: 18.

Huber, L. F.: 92. HOlsen A. L.: 37. Humboldt, A. von: 19,20. Humboldt, W. von: 20.

Eichendorf, J.: 41. Eckhart. M.: 24. Erhard, J. B.: 167.

Hume, D.: 23. Hyppoute, J.: 176.

Fichte, J. G.: 14. 15.22.27, 37.44.49,57. 58. 68. 69.79. 85-87,89.92. 106. 107.

Jacobi, F. H.: 15.56,57,68.69, 75. 84.92,

112-114, 117-119, 122. 123, 126, 153. 165. 167. 174.177-186, 189. 195, 196. Forster, G.: 20.

97.99, 112, 126, 167,171, 174. Jamme, C.: 36,98.

Gans, E.: 17. Goethe, J. W.: 14, 20, 28. 81. 82, 92, 96,

Kant, I.: 14, 15, 20. 22. 23. 45, 46. 48-51, 54,55.57-59,62. 66-68.79, 82-87,89, 97, 102, 104-106, 111, 117, 118. 120122, 124, 126,133, 137, 138, 153, 155-

100. 102. 112, 127, 143, 153, 193, 196. 197. GOrres, J. J.: 68.

Jean Paul (Richter): 192,193,203.

[209]

158, 165-167, 172, 174. 180-182.

210 DANIEL INNERARITY Kerner.G.: 153. Kleist, H. von: 187,197. Klotz. V.: 42. Kondylis, 166. KOrner. C. G.: 52.

Lessing. G. E.: 37,42.68.155. Leube. M.: 162. Locke. J.: 183. Lukács. G.: 157,161,168.

Lutero, M.: 23,78. Maquiavelo, N.: 112. Marat.J.P.: 171. Marquard.O.: 117. Marx, K.: 38. Mendelssohn, M.: 37,68.91. Mendelssohn-Bartholdy, F.: 192. Mettrie, J. O. de la: 67. Mirabeau. C. de: 171.

Montesquieu. B. de: 18,56. Moshr, F. C. von: 168. MóserJ.: 177. MÜU.ER, A.: 19,59,68.187. Müller-Seidel, W.: 163.

Reinhold, C. L.: 57,183. Ritter, K.: 19. Robespierre, M. M. I.: 171. Rosenkranz, K.: 161. Rosenzweic, F.: 35. Rousseau, J. 1: 33,47. 67, 122, 158, 181,

183,184. Saint Just, A. L. L. de: 175. Scheluno. F. W. J.: 22, 23,35-80,96. 116, 121-123, 125, 126, 135, 138-140, 14X 153-169,171.183,185,187,200,201. Scuiller. F.: 14,26,37.38.43,46,48.5153. 55, 60-64, 66. 68. 77. 81, 89. 92. 97, 99, 104, 106. 111, 119, 124, 126, 127,138-140.144,166,185.

Schlegel, A. W.: 39,68,122.123.193. Schlegel, F.: 15,16,29,39,41.42,44,46. 68, 72. 91-94, 96. 106-108, 122, 123, 134,153,164, 168,171. 181,187-203.

Schleiermacher, F. D. E.: 15,79,92. Schlózer, A. L.: 67. Schneider, H.: 36. Sinclair. I.: 37. Sócrates: 15,202. Sófocles: 105.

Napoleón: 112. Nieizsche, F.: 25. Nohl, «.: 168. Novaus (F. L. von Hardenberg): 15,29,59,

SoiE, K. W. F.: 187,190,193-195. Spaemann, R.: 11,25. Spinoza. B.: 23,89. Straub, L.: 35.

65, 68, 69, 72, 96, 104. 110, 111, 154.

168,188, 191,193.

Thomasius, C. T.: 82.

Tieck, L.:41,122,187,192,193,199. Oesch, M.: 37. Oetinger, F. C.: 168.

Platón: 25,96,188,202.

Vauavec, F.: 163. Vermeneen, J. B.: 93. Voltaire, F. M. A.: 18.

PóGCELER, O.: 36,79. PUFENDORF, S.: 82.

Wieland, C.: 20.26,37,92. WlNCKELMANN. J. J.: 56, 77.

Raabe, P.: 37. Raumer, F. von: 193. Rehbero, A. W.: 177,179,182-184.

Wolf, C.: 68.

Zubiri, X.: 31.

Indice de conceptos Absoluto: 16.43.46.47,89.146. 190,191,194,199-204.

Alegoría: 42, 190, 191. Amor: 31,66.76,79,81-108.115.116. Arte: 43,52.59-66.68,74,77.137-145, 187-200.

Cristianismo: 18,24,25.28.29,32.33,40,72-80,110, >48.150.151,167-169.

Derecho: 27.28,83-86.91-95.101,102,159,160,166,179,180-183. Destino: 31,109-151.

Espíritu: 18,31.40.99-102.146.158,164. Estado: 16. 22. 39. 66-72. 79. 83. 103. 104. 106. 109. 116. 160. 164. 166. 167. 170, 173. 174.177,182.183.

Europa: 17-33.153.154.182. Geografía: 18-21. Grecia: 24-27.31.32.60-63.77,90.110.120. Historia: 13-19. 27. 44.49.50. 56. 109, 110-112. 117. 118. 141. 144-151. 155, 156, 169. 172.179.180.183.194.201- 204. Humor 192.193,195.196.199.

Ilustración: 18.19.25.37-42.44-46,48,58,67,72.75.78.79.89,94,116.161.163. Ironía: 96.134.187-204. Judaismo: 74,75.133. Libertad: 13-33.48-59,66-72, 84. 87,90, 91,93.94.96-99, 102, 103. 108-151, 153-189.

191.193.194.197.201-

203.

Mecanicismo: 23.44-46.48.49.52.53,60-62,65-70.72.73,75,78.80.84,105.131,158. Mitología: 19.20.38-48,70.72.77-80. Modernidad: 13,14.17-33.40.41.43.44.48.57,58,60.61.67.72-78,81.82,86,88,89, 96.97,99.103,109,112-115.119,137,144,148.158.160. Mujer 105. 106.

(211)

212 DANIEL INNERAR1TY Música: 191,192. Naturaleza: 18-21,39-41,43-66.73,75-78,84.86. 87, 118, 131, 157-159. Protestantismo: 23.29,42.47,51.74,76-78. 115, 162,168. Providencia: 75, 144-151.

Razón: 27-31,42-47,49,51,57,59,66,75,87, 100, 140. Reconciliación: 14, 15. 44-48, 50, 56-58, 61. 65. 75, 77, 78. 87, 88, 97, 99, 100, 103. 104, 132. 136.139, 141-145, 164-166, 176. Revolución: 21.22.28,67-69, 104, 144,153-186.

Terror: 70,71, 142. 164,169-178. Tragedia: 114, 121-124, 126, 131, 133, 137-145, 150, 185, 187, 203.

Verdad: 25-27,42-44,59,60.63,64,66.76,99, 100,144, 190,203.