Hacia la ciudad de umbrales (Pensamiento crítico) (Spanish Edition) [1 ed.] 8446042762, 9788446042761

Esta obra recupera y muestra la vigencia del cuestionamiento que en su momento hicieron Foucault y Lefebvre acerca de có

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Hacia la ciudad de umbrales (Pensamiento crítico) (Spanish Edition) [1 ed.]
 8446042762, 9788446042761

Table of contents :
HACIA LA CIUDAD DE UMBRALES (...)
PÁGINA LEGAL
ÍNDICE GENERAL
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE
I RITMOS METROPOLITANOS EJEMPLARES Y LA CIUDAD DE ENCLAVES
RITMOS, PRÁCTICAS SOCIALES Y ESPACIO PÚBLICO
LA LÓGICA DE LAS ZONAS ROJAS
LA CIUDAD COMPARTIMENTADA Y EL «ENCUADRAMIENTO» DE LAS IDENTIDADES
EL «ESTADO DE EXCEPCIÓN» SE CONVIERTE EN NORMA
EXCEPCIÓN VERSUS UMBRALES
LAS ZONAS ROJAS COMO EXCEPCIONES NORMALIZADORAS Y LA «CIUDAD DE UMBRALES»
LA CIUDADANÍA ANTE LA POLÍTICA DEL CERCO
DE LA CIUDAD DE ENCLAVES A LA CIUDAD DE UMBRALES
II LA INVENCIÓN DE RITMOS, HABITAR LA EXCEPCIÓN
RITMOS HABITADOS
COSTUMBRES, EL HABITAR Y LA ALTERIDAD
LA EXPERIENCIA DESTRUCTIVA: HABITAR UN «ESTADO DE EXCEPCIÓN»
¿PUEDE EL ESPACIO ACTIVAR LA MEMORIA DE LA DISCONTINUIDAD?
SEGUNDA PARTE
III LOS UMBRALES DE WALTER BENJAMIN
LAS HUELLAS Y LA INDIVIDUALIDAD
EL FLÂNEUR Y LA FANTASMAGORÍA URBANA
LA DIALÉCTICA DEL DESENCANTO
EL «ESTUDIO DE LOS UMBRALES»
IV NAVEGAR POR EL ESPACIO METROPOLITANO: EL ACTO DE CAMINAR COMO FORMA DE NEGOCIACIÓN CON LA ALTERIDAD
LA METÁFORA DE LA NAVEGACIÓN
A TRAVÉS DEL PASAJE, HACIA LA ALTERIDAD
NEGOCIAR COREOGRAFÍAS
V LA TEATRALIDAD: EL ARTE DE CREAR UMBRALES
LA APROXIMACIÓN AL OTRO
DISTANCIA Y DEMOCRACIA
DISTANCIA, DIFERENCIA Y RACISMO
CUATRO PASOS HACIA LA DIFERENCIA
LA DISTANCIA TEATRAL
BAUDELAIRE Y EL PAYASO
LA CIUDAD TEATRAL
SOBRE VECINDADES Y PROXIMIDADES MANEJABLES
TERCERA PARTE
VI
HETEROTOPÍAS: UNA APROPIACIÓN DE LA GEOGRAFÍA
DE LA ALTERIDAD DE FOUCAULT
PODER, ORDEN, LUGARES
LA ESPACIALIZACIÓN DEL CONOCIMIENTO
¿ESPACIOS PARA LA ALTERIDAD?
¿PERTURBACIONES DEL ORDEN?
LAS HETEROTOPÍAS COMO ESPACIOS EN SUSPENSO
VII
DENTIDADES Y REBELIÓN EN LAS HETEROTOPÍAS ZAPATISTAS
LOS SIN ROSTRO
LA MÁSCARA
CUALQUIER ROSTRO
EXPERIENCIAS HETEROTÓPICAS
VIII
LA REBELIÓN JUVENIL DE 2008 EN ATENAS (...)
UNA REVUELTA ESPONTÁNEA
LA CRUZADA POR LA JUSTICIA URBANA
IDENTIDADES EN CRISIS Y LA EXPERIENCIA DE LA POROSIDAD URBANA
¿HAY VIDA A PARTIR DE DICIEMBRE?
APÉNDICE
CRISIS DE LEGITIMIDAD Y EL PAPEL DE LAS PRÁCTICAS COMUNICACIONALES CONTEMPORÁNEAS
EL ESPACIO COMÚN COMO ESPACIALIDAD DE UMBRAL
LA COMUNIDAD REINVENTADA
¿«NOSOTROS»?
REFERENCIAS CITADAS
ÍNDICE DE ILUSTRACIONES

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Akal Pensamiento crítico

HACIA LA CIUDAD DE UMBRALES Stavros Stavrides

AKAL / PENSAMIENTO CRÍTICO 46

Diseño interior y cubierta: RAG Motivo de cubierta: Antonio Huelva Guerrero @huelvaguerrero [email protected] www.gorroloco.com

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Título original: Towards the City of Thresholds

© Stavros Stavrides, 2016 © Ediciones Akal, S. A., 2016 para lengua española Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028 www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4276-1 Depósito legal: M-1.200-2016 Impreso en España

Stavros Stavrides

Hacia la ciudad de umbrales Traducción de Olga Abasolo Pozas Prólogo de Manuel Delgado

A Evgenia

AGRADECIMIENTOS

Las ideas principales de este libro se han contrastado tanto en medios académicos como entre los movimientos sociales. Debo mucho a mis alumnos de posgrado de la Escuela de Arquitectura (Universidad Politécnica Nacional de Atenas, ƌƓƗ), así como a quienes aportaron ideas y críticas mientras participábamos en las luchas sociales. Todas aquellas personas que colaboraron con sus opiniones a articular y desarrollar los argumentos del libro hallarán –confío en ello– la huella de su contribución en estas páginas. De varias maneras, y en diferentes lugares y momentos, dejaron su valiosa impronta Sotiris Dimitriou, Dimitris Karydas, Maria Kopanari, Fereniki Vatavali, Karen Franck, Quentin Stevens, Andrew Wernick, Eftijis Bitsakis, Costas Gavroglou, Sabine Horlitz, Oliver Clemens, Jenny Robinson y Anny Brychea, quien ya no está entre nosotros. He de agradecer especialmente a John Holloway y Michael Hardt todo su apoyo, así como a Manuel Delgado, quien ha llevado a cabo una iluminadora lectura de Hacia la ciudad de umbrales en el prólogo. Andrea Mubi Brighenti contribuyó decisivamente a que la edición en inglés del libro, en la editorial alternativa ProfessionalDreamers, viera la luz. He de agradecer asimismo a M. Hardt –nuevamente– y a Duke University Press que permitieran la inclusión, a modo de apéndice, de «Plazas en movimiento», publicado originalmente en South Atlantic Quarterly (111/3, verano de 2012). La versión en castellano la llevó a cabo con infinito esmero y precisión Olga Abasolo. A ella debo la solución a intrincados problemas derivados de la traducción de terminología especializada; también que me diera la posibilidad de revisar algunos puntos que necesitaban de alguna modificación. Mi gratitud se hace 7

extensiva a Cristina Martínez y Tomás Rodríguez, del grupo editorial Akal, quienes desde el comienzo apoyaron fervorosamente la publicación de la obra. Zoe Stavrides-Mijalopoulou y Evgenia Mijalopoulou estuvieron siempre presentes en mi pensamiento durante el alumbramiento del presente libro, que transitó por infinitas etapas hasta su feliz conclusión. Les agradezco su compañía y paciencia infinitas en los momentos difíciles. Evgenia Mijalopoulou es la persona que consigue siempre, desde hace muchos años, alimentar mi trabajo con su pensamiento crítico y su entusiasmo. A ella está dedicada la presente edición.

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PRÓLOGO Espacios otros Manuel Delgado

Sigue ahora una reflexión, ilustrada con ejemplos, de cómo es cierto que una ciudad es un lugar estable en que vemos desplegarse emplazamientos fijos y flujos regulares, pero también lo es que la vida urbana desmiente una y otra vez tales sujeciones para descubrir esa misma ciudad no como espacio a secas, sino como sistema de espacialidades, es decir, de percepciones, conocimientos y controles relativos a los potenciales cambios de posición de lo que en ese espacio se encuentra, no sólo en el sentido de lo que en él se halla, sino también en el de lo que en él se reúne. Lo que Stavros Stavrides pone de manifiesto en Hacia la ciudad de umbrales es que una ciudad no constituye un organigrama cerrado de funciones, estructuras e instituciones, sino que no cesa de conocer discontinuidades, rupturas, porosidades, lagunas…, en cada una de las cuales se expresa o se insinúa la presencia de lo otro, a veces de todo lo otro, es decir, de todo aquello que se opone o desacata la realidad existente. Esos intersticios pueden aparecer en la vida cotidiana o bajo la forma de «grandes momentos»; pueden ser moleculares –experimentados por cada individuo en lo que cree que es su «vida personal»– o masivos, cuando son colectivos y hasta tumultuosos; pueden estar marcados en el calendario –la fiesta– o surgir en forma de estallidos que desgarran la ilusión que los poderes se hacen de que existe algo llamado «normalidad ciudadana»: el motín y la revuelta. Esta obra, por tanto, recupera y muestra la vigencia del cuestionamiento que en su momento hicieron Foucault y Lefebvre acerca de cómo el despotismo de los proyectos políticos y urbanísticos sobre las ciudades –para hacer de ellas espacios sumisos y homogéneos– se ve desobedecido o ignorado por lo que el primero llamó heterotopías, es decir, por súbitas desjerarquizacio9

nes del territorio, entradas en crisis del tiempo, por las que penetran o se despiertan energías oscuras pero a veces esperanzadoras. Las razones y ejemplos que Stavrides nos propone desvelan lo ilusorio que es el sueño de los tecnócratas de la ciudad de hacer de esta un espacio del todo inteligible, liso, desconflictivizado y amable. El espacio urbano es un espacio agujereado: lo demuestran de las iluminaciones mínimas que provoca el mero merodeo cotidiano a las ocupaciones rebeldes de las plazas griegas o españolas en el 2011. Al respecto, entre las cualidades de este trabajo hay una que merece ser subrayada y que es una aportación de veras singular de su autor a la crítica de la usurpación capitalista de las ciudades. Se trata de cómo, para ello, se reclama la pertinencia de nociones de umbral y margen tal y como la antropología simbólica las ha considerado a partir de la teoría del ritual. En efecto, en el libro Los ritos de paso, publicado en 1909, el folclorista francés Arnold van Gennep describía en términos topológicos la distribución de las funciones y los papeles sociales: una casa con distintas estancias el tránsito entre las cuales se lleva a cabo atravesando distintas formas de antesala o pasillo. A la circulación protocolizada por los corredores que separan los aposentos de esa «casa social» Van Gennep la llamaba fase liminar o de margen, momento del proceso ritual en que se hace efectivo el tránsito de personas o grupos de un determinado estado a otro, transiciones entre ubicaciones estables y recurrentes de una determinada morfología social constituida por institucionalización o, como mínimo, perduración de grupos y relaciones. Décadas más tarde, un africanista británico, Victor Turner, desarrolló esa noción de fase liminal o marginal aplicándola al sistema ritual de los ndembu de Zambia. Lo hizo para mostrar cómo existe un modelo básico de sociedad, la metáfora topográfica de la cual hemos visto que sería la mansión con una distribución clara de habitaciones, es decir, la sociedad como una estructura neta de posiciones bien definidas; no obstante, en todas las sociedades el periodo de umbral de los pasajes rituales, aquel en el que el neófito se ve en el trance de no ser ya lo que era, sin ser todavía lo que le espera. Es en ese entreacto que se 10

abre una situación interestructural¸ algo así como un estado de excepción en el que la compartimentación de atributos, roles o identidades se desvanece o, cuando menos, se desdibuja, puesto que en el paréntesis suscitado por el paso entre estados sociales se insinúa todo un mundo de potencialidades, algunas monstruosas, que no hacen sino certificar el acecho de una alteridad que es al mismo tiempo la negación y el requisito del orden social, puesto que es al mismo tiempo el augurio de su demolición cercana pero también la sustancia básica de la que dependerá su reconstitución futura. La función de la fase liminal de los ritos de paso es, en cualquier sociedad, la de advertir acerca de la revocabilidad de cualquier organización social, es decir, el señalamiento de que todo estado de cosas puede ser modificado a partir de lo que sucede en esos vacíos llenos de actividad que todo rito iniciático incorpora, para los que Turner sugería la imagen del punto muerto del cambio de marchas de un vehículo, que pone a disposición del conductor la posibilidad de volver a arrancar –empezar de nuevo– en cualquier dirección, a cualquier velocidad. Pero esos intervalos a veces bruscos que experimenta toda permanencia o duración estructural en no importa qué sociedad también cumplen una tarea de orden intelectual, puesto que corresponden a una lógica empeñada en crear lo discreto a partir de lo continuo, es decir, en forzar discontinuidades que hagan pensable el universo a partir de suponerlo constituido por módulos o ámbitos que mantienen entre sí una distancia que debe quedar vacante y, por tanto, disponible. Es como si la inteligencia le aplicara al mundo pensado una configuración que bajo ningún concepto podría ser perfecta, precisamente para recordar en todo momento su naturaleza reversible o, cuando menos, transitable. Lo haría porque lo que importa no es tanto que haya unidades separadas en el universo, sino que haya separaciones, puesto que el espíritu humano sólo puede pensar ese universo distribuyendo en él cortes, segregaciones, fragmentaciones. De ello se deriva que no son instancias separadas lo que se constata, sino la distancia que las separa y las genera. Percepción de cómo lo que la sociedad y la inteligencia humanas exigen ver asegurado no es tanto que exis11

ta una división entre entidades, sino los umbrales que las dividen y, con ello, que las fundan. De ahí esa obsesión humana no por establecer segmentos en sus distintos planos de lo real, sino tierras de nadie, no man’s lands, espacios indeterminados e indeterminantes cuya labor primordial es la de ser franqueables y franqueados, escenarios para encuentros, intercambios, fugas y contrabandismos, pero no menos para los choques y las luchas. Es como si de algún modo se supiera que es en los territorios sin amo, sin marcas, sin tierra, donde circulan todo tipo de informaciones, donde se interrumpen e incluso se llegan a invertir los procesos de igualación entrópica y desaparición de diferencias y donde se producen verdaderos islotes de libertad y de belleza. Convicción última de que lo más intenso y más creativo de la vida social, y también de la vida afectiva y de la vida intelectual de cada ser humano, se produce siempre en sus límites; expresión de la vida a secas, que encuentra en sus orillas sus máximos niveles de frenesí y complejidad. Todo lo humano y todo lo vivo encuentra en su margen el núcleo del que depende. Ese espacio de frontera es el espacio de todas las audacias, lo que hace comprensible la estrecha vigilancia a que es sometido constantemente. Cobra valor y se demuestra como no arbitraria la pluralidad de sentidos de la palabra margen como, a la vez, borde, espacio en blanco y ocasión para un suceso. Viene a la cabeza la reflexión que Gilles Deleuze, concluyendo su Lógica del sentido, hace sobre el protagonista de La bestia humana de Zola, Jacques Lantier, que a veces ve abrirse algo parecido a una grieta, en esas ocasiones en que experimentaba «repentinas pérdidas de equilibrio, como fracturas, agujeros por los cuales su yo se le escapaba en medio de una especie de gran humareda que lo deformaba todo». He ahí como Stavros Stavrides viene a hacernos el elogio de las virtudes explicativas de la antropología y su método comparativo. Unas herramientas conceptuales habilitadas para hacer comprensible la lógica de los tránsitos rituales en sociedades consideradas obsoletas o remotas pueden resultar clarificadoras para entender las dinámicas de contestación y cambio que conocen contextos contemporáneos urbanizados. ¿En qué sentido lo hacen? Pues estableciendo una distinción clara entre sociedad y 12

estructura social. Es decir, no todo está estructurado en una sociedad, la nuestra o cualquier otra. Existen ciertos momentos y espacios –espacializaciones, nos dirá Stavrides– que aparecen como ni estructurados ni desestructurados, sino estructurándose, es decir, ámbitos excepcionales en los que emergen acontecimientos que son anuncios de formas otras de vivir y convivir –alteridades, nos dirá el autor–, cuyos protagonistas son seres o grupos marginales o que han devenido tales, pero que, porque son marginales, porque son fronteras vivientes, porque agitan páginas en blanco, están instalados –aunque suene chocante– no en un rincón o periferia, sino en el epicentro mismo de lo social. Son su corazón. En todas las sociedades vemos entrar de vez en cuando en acción a esas gentes del umbral a las que se refiere Victor Turner, gentes que no son ni lo uno ni lo otro, sino todo lo demás; que ya han salido, pero todavía no han llegado; individuos o colectivos que descubren fronteras y las cruzan luego; bestias que, solas o en manada, abren en canal las servidumbres de la vida cotidiana y nos la muestran como preñada de oportunidades de que pasen cosas que a veces pasan. Esas gentes del umbral se mueven entre dos luces: son seres al mismo tiempo del alba y del crepúsculo, puesto que, también en las ciudades, anuncian el fin de una jornada y, a la vez, la inminencia de otra nueva.

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INTRODUCCIÓN Umbrales espaciotemporales y la experiencia de la alteridad

El pensamiento y la práctica radicales, al abordar el papel que desempeñan las espacialidades para una potencial transformación de la sociedad, han tendido a dar por supuesto que estas contienen y delimitan la vida social y que, por tanto, la identifican. Las espacialidades de emancipación se conciben, por lo general, como reductos liberados que han de ser defendidos, o como enclaves de alteridad insertos en un orden espacial urbano. Sin embargo, es importante pensarlas no como contenedoras de lo social, sino como elementos formativos de prácticas sociales. Imaginar un futuro distinto significará, así, experimentar y conceptualizar aquellas espacialidades que pueden contribuir a construir unas relaciones sociales distintas. Las espacialidades no sólo forman parte de nuestra experiencia; también pensamos e imaginamos a través de ellas. Por lo tanto, no sólo dan forma al mundo social existente (experimentado y entendido como condición de vida con sentido), sino también a mundos sociales posibles, mundos capaces de inspirar acción y expresar sueños colectivos. Así, si lo que pretendemos es explorar las formas en las que potencialmente puede producirse una conexión entre las espacialidades y los procesos de emancipación, no bastará con descubrir las supuestas «espacialidades de emancipación». Si entendemos la emancipación como proceso, entonces esta será generadora de transformaciones dinámicas y no sólo instituirá zonas definidas de libertad. Las características de las espacialidades, y no estas en concreto, podrían convertirse en el objeto que dilucidar. Y es precisamente en este nivel de análisis donde la idea de umbral emerge como concepto capaz de captar la dinámica espacial de la emancipación. Como veremos, los umbrales marcan el cam15

bio, indican comparaciones, regulan y dotan de sentido al acto de interacción productor del cambio. El argumento central de este libro es que la creación y el uso social de los umbrales permite la potencial emergencia de una espacialidad emancipadora. Las luchas y los movimientos sociales están expuestos al potencial formativo de los umbrales. La experiencia fragmentada de una vida distinta, durante la propia lucha, adquiere forma en las espacialidades y tiempos con características de umbral. Cuando las personas advierten colectivamente que sus acciones empiezan a diferir de lo que hasta entonces habían sido sus hábitos colectivos, la comparación adquiere una dimensión liberadora. Las luchas que implícita o explícitamente pretenden cambiar la vida en común no sólo son creadoras de enclaves temporales de alteridad. A menudo, la experiencia de la alteridad implica habitar espacios y tiempos intermedios. En las comunidades autoorganizadas dichos espacios y tiempos se generan en las asambleas, las manifestaciones o los comedores colectivos. En una municipalidad rebelde zapatista, los umbrales se convierten en el medio para inventar el futuro aquí y ahora, puesto que las formas nuevas de autodeterminación colectiva generan formas ambiguas de coexistencia en los espacios. Al aproximarnos a la alteridad desde su potencial liberador con respecto a los valores reguladores dominantes, inventamos pasajes hacia la alteridad. Con ello seremos capaces de interpretarla como proceso más que como un estado. Los movimientos de emancipación necesitan investigar un «arte de hacer» que favorezca la comprensión, el descubrimiento, la creación y la apreciación de la alteridad. Las personas desarrollan el arte de la negociación en sus encuentros cotidianos con la alteridad, cuya base se encuentra en los espacios intermedios, es decir, en los umbrales. Y este es el arte que se pone colectivamente en práctica hasta su máxima potencialidad durante los periodos en los que se experimenta el cambio liberador. Cabe pensar la ciudad de umbrales como la obra siempre emergente de un arte colectivo cuando se combina con los es16

Fig. 1. Habitando el umbral (Salvador de Bahía, Brasil).

fuerzos orientados a la creación de un futuro liberador. Una «cultura pública» emancipada será creadora, a partir de estos umbrales, de vínculos solidarios con los otros y de nuevas formas de vida en común.

MÁS ALLÁ DE LAS FRONTERAS Muchos pensadores parecen considerar la imposición de fronteras en los asentamientos humanos como un fenómeno natural. Algunos, al observar el proceso de definición del territorio de los animales, sugieren que las marcas impuestas a la naturaleza en forma de fronteras para delimitar una zona de dominio, ya sea de un individuo o de un grupo, son fruto de una voluntad natural. Así, la territorialidad aparecería como una necesidad natural que surge de la necesidad de sobrevivir y combatir a los enemigos y rivales. Ciertamente, la demarcación de una zona va asociada a su descripción potencial como lugar de lucha. El acto de demarca17

ción puede parecer como un intento por evitar la confrontación, pero, al mismo tiempo, constituye necesariamente una declaración de guerra. No obstante, los humanos como creadores de asentamientos no sólo definen las fronteras para mantener a salvo dentro de ellas a una comunidad que se percibe en un entorno hostil. Las fronteras también están para ser cruzadas. Y, a menudo, el cruce de fronteras va acompañado de una serie de complejos actos ritualizados, gestos y movimientos simbólicos. La invasión es tan sólo una de las muchas formas de cruzar una frontera. De modo que podríamos afirmar, siguiendo a Georg Simmel, que el ser humano no «es la criatura que conecta, que debe siempre separar y no puede conectar sin separar» (Simmel, 1997a: 69). Según Simmel, la creación de un cercamiento contiene en sí misma «la posibilidad de salirse de su delimitación en cualquier momento en busca de libertad» (ibid.). Si cabe concebir un puente o una puerta como ejemplos de estructuras materiales que contienen la cualidad de separar y conectar simultáneamente –«criatura que conecta, que debe siempre separar y no puede conectar sin separar» (ibid.)–, deberíamos empezar a considerar el acto de construir fronteras como sujeto a muchos significados. No sólo tendrá el de la declaración de una guerra contra los otros, sino que también tiene la de tender puentes hacia ellos. Por lo tanto, no estaremos hablando sólo de hostilidad, sino también, quizá, de negociación. Una persona exiliada, que se siente eternamente fuera de su hogar, quizá pudiera hablar desde una conciencia fronteriza, algo que nos resultaría muy revelador. Esto es lo que comentaba un activista obligado a abandonar Sudáfrica: Ciertamente, las experiencias y todo aquello que produce el exilio podrían contribuir a diluir la conciencia fronteriza. Podrían llegar a constituir un modo de reconocimiento, de cambio y de extensión de los límites (Breytenbach, 1993: 76).

Desde la experiencia del exilio se percibe que las fronteras tienen la capacidad de separar a las personas de los lugares que las 18

definen, de su historia, de su identidad. Pero, mientras el exiliado permanece fuera y mientras no se le permita volver, descubre que la identidad no es un ámbito totalmente circunscrito ni marcado por una estructura permanente de características identificables. En el caso del exilio, la identidad se construye mediante la asimilación de experiencias nuevas, el descubrimiento de nuevos criterios, la fijación de nuevos objetivos. Por tanto, la identidad deja de ser un ámbito definido por una frontera, y asume –en términos bajtianos– una cualidad cronotópica. La identidad está abierta a los otros; se ve forzada a enfrentarse a la alteridad. En efecto, también puede producirse la experiencia contraria: la persona en el exilio puede blindar su identidad. Esta actitud propiciará la construcción de muros; dejará la identidad congelada en un estado imaginario de impoluta inocencia. En su viaje mental hacia una patria imaginada, el exiliado estará siempre ausente; contribuirá a construir fronteras aún más rígidas si cabe que las que motivaron su huida o de las que ha sido excluido. En su lucha por conservar ese pequeño enclave imaginario de semejanza a salvo de toda invasión real o imaginaria, el exiliado logra fortalecer la idea de las fronteras como lugar de colisión de fuerzas, fuerzas que definen tanto como excluyen. ¿Qué nos revela la experiencia del exilio sobre la conciencia fronteriza? Fundamentalmente, que la identidad social se construye a través de un proceso que está profundamente influido por la realidad de las relaciones que definen eso que cabría llamar «la frontera de la identidad». Dicha línea divisoria, como en el caso de las fronteras espaciales, puede ser tan permeable como estar sujeta a extrema vigilancia; puede suponer un límite o constituir un punto de partida; un lugar en el que estar y comunicarse o en el que adentrarse en tierra de nadie, que se extiende entre dos mundos opuestos que no comparten ningún punto en común, incluso cuando están en contacto. Las identidades pueden considerarse como ámbitos definidos; las fronteras diferenciadas se apoyan en esa definición y construyen el propio carácter de la identidad. Una identidad fija e inequívoca tendrá un carácter cerrado y unas fronteras rígidas. Una identidad abierta no es aquella carente de fronteras sino que reside dentro de 19

fronteras flexibles que ofrecen puntos de encuentro con la alteridad. Esta es la identidad a la que podríamos otorgar la cualidad de umbral. Los umbrales espaciotemporales serían aquellos que propician la apertura de las identidades a través de acciones de negociación y encuentro con la alteridad. Esta argumentación dotaría de nuevo significado a las palabras del conocido teórico de la geografía moderna David Harvey: «Las relaciones entre el “yo” y el “otro” de las que emana cierta cognición de los asuntos sociales serán siempre… una construcción espaciotemporal» (Harvey, 1996: 264). De hecho, no sólo porque se considera a las identidades como ámbitos circunscritos, definidos por la cualidad y el lugar específico de sus límites, sino porque las identidades son visibles y materialmente efectivas fruto de relaciones espaciales y temporales muy concretas. Por eso las identidades pueden verse forzadas a cambiar a través de la imposición de cambios impuestos sobre su consciencia espaciotemporal.

UMBRALES Y ARTEFACTOS SOCIALES Las distintas formas de definir y controlar el espacio son construcciones sociales, y como tales no sólo reflejan distintas relaciones sociales y valores sino que los moldean e intervienen en la construcción a su vez de experiencias concretas, socialmente significativas. Las identidades no sólo constituyen, por tanto, una serie de creencias o ideas sino que están integradas en el entorno social e influyen en distintas prácticas y estilos de vida, por lo que afectan también al ámbito de lo material. A través del estudio de la lógica de las diferentes disposiciones espaciales como características de sociedades específicas, no sólo descubriremos los usos y sentidos de las espacialidades, sino también la lógica que rige la creación y el sustento de diferentes identidades sociales. Pierre Bourdieu ha observado que, en aquellas sociedades carentes de «las tecnologías simbólicas de conservación del producto asociado a la alfabetización, “las disposiciones sociales” se inculcan a través de la interacción del espacio habitado y de los 20

cuerpos de los nuevos miembros de las sociedades» (Bourdieu, 1977: 89). El espacio se convierte así en una especie de «sistema educativo» creador de eso que hemos denominado identidades sociales. Pero resulta importante advertir que tales identidades son el producto de una red socialmente regulada de prácticas que secretan su lógica y que tejen una y otra vez características concretas. De modo que, cuando Bourdieu estudia la casa cabileña no lo hace como un índice material de símbolos sociales sino como la suma de las posibles prácticas productoras de todo un mundo de valores y sentido. La casa cabileña implica una serie de condiciones espaciotemporales que adquieren un estatus social en el proceso de definición del movimiento de los cuerpos sociales, ahora cargado de sentido. La casa enseña eternamente al cuerpo y se erige una y otra vez como un universo de valores de actuaciones integradas. Para probar la doble relación que se establece entre el cuerpo y el espacio habitado durante el proceso de creación de los atributos simbólicos del espacio, Bourdieu opta por observar la función social que tiene la puerta principal de la casa. El umbral es el punto en el que confluyen los dos mundos distintos. El interior es todo un mundo que pertenece a una familia distinguida; el exterior es el mundo de lo público, de los campos, los pastos y los edificios compartidos de la comunidad. Ambos mundos no sólo son simétricamente distintos, opuestos entre sí como hombre y mujer o la luz y la oscuridad, sino que confluyen para «fertilizarse» el uno al otro. Lo importante es que el umbral adquiere su significado como punto tanto de contacto como de separación a través de las prácticas que lo cruzan. Estas prácticas son experiencias espaciotemporales significativas creadoras del umbral, según quién lo cruce, bajo qué condiciones y en qué dirección. Los hombres cruzan el umbral de la puerta principal tan sólo para abandonar la casa, ir a los campos a los que pertenecen, enfrentándose al amanecer puesto que la puerta está orientada al este. Las mujeres cruzan la puerta principal para entrar en la casa y enfrentarse a la pared de enfrente, el muro de luz. Tanto hombres como mujeres desempeñan sus actos «siguiendo la orienta21

ción benévola, es decir, de oeste a este». Ello es posible, como señala Bourdieu, porque el umbral establece un cambio simbólico de la orientación de la casa, es decir, un cambio en su relación con el espacio exterior. En este caso, el umbral es «el lugar de encuentro de los contrarios, y el lugar para una inversión de la lógica y… punto de encuentro y cruce necesario entre los dos espacios, definidos en términos de movimientos socialmente cualificados del cuerpo; es el lugar en el que ser revierte el mundo» (Bourdieu, 1992: 281-282). Como en el caso de la casa cabileña, lo que produce la experiencia espaciotemporal del umbral es el potencial de comunicación entre dos mundos opuestos. El umbral, cuya existencia consiste en ser cruzado, real o virtualmente, no es una frontera definitoria que mantiene al margen a la alteridad hostil, sino un complejo artefacto social que produce, mediante distintos actos de cruce definidos, diferentes relaciones entre la mismidad y la alteridad. Si el interior y el exterior se comunican y definen mutuamente, entonces el umbral podrá considerarse como una zona intermedia de mediación de dimensiones variables que se produce. El antropólogo Victor Turner, siguiendo a Arnold van Gennep, ha descrito estas tierras de paso como poseedoras de un estatus de limianidad (del latín limen = umbral). La condición de la limianidad se caracteriza por la construcción de identidades transitorias. En palabras de Turner, «las entidades liminales no están ni aquí ni allá; se encuentran entre las posiciones asignadas y acordadas por la ley, la costumbre, las convenciones y las ceremonias» (Turner, 1977: 95). Todo tránsito crea las condiciones para experimentar el umbral que, en esencia, supone la suspensión de una identidad previa y la preparación para adquirir una nueva. El tránsito por el umbral es un acto simbólico explícita o implícitamente. Por lo tanto, es también un gesto hacia la alteridad: no sólo en términos espaciales, como cuando alguien sale al mundo exterior desde una casa, sino también temporales, como cuando uno se aleja del presente hacia un futuro más o menos desconocido. Los «ritos de paso», como los denomina Van Gennep, acompañan en su iniciación a quienes pasan de una identidad social a 22

otra y la mayor parte de las veces están conectados con el paso real, ritualizado, de un umbral espacial (Van Gennep, 1960: 26). Por tanto, si este acto de aventurarse hacia la alteridad se realiza en y a través de umbrales, ¿cabría asumir que los umbrales son los lugares de negociación con la alteridad? Los umbrales pueden constituir el esquema sistemático a partir del cual las sociedades construyen simbólicamente la experiencia de negociación y, al mismo tiempo, los artefactos materiales que permiten dicha negociación. Pueden ofrecer una relación esquemática a la par que realista de las zonas de encuentro y negociación que se crean entre las identidades permeables y cambiantes.

CÓMO ACERCARNOS A LA ALTERIDAD No es fácil abordar la alteridad. En todas las sociedades conlleva riesgos tanto simbólicos como materiales. Sin embargo, el acto de abordar la alteridad es constitutivo de cada encuentro social. Y cabría decir que las formas en las que se controlan y formalizan estos actos de encuentro caracterizan a toda sociedad o grupo social. Si sólo se atribuye al encuentro la cualidad de ser un paso necesario que ha de darse para verificar y desplegar la hostilidad entre grupos de personas, el acto de cruzar fronteras será un mero acto de guerra real o simbólico. Semejante tipo de encuentro es característico de aquellas comunidades que describen todo lo que les es externo como potencialmente hostil. No es casual que estas comunidades se protejan erigiendo muros materiales o simbólicos cuyos puentes levadizos se encuentran plegados la mayor parte del tiempo. Un ejemplo serían las urbanizaciones cerradas. Si, no obstante, dicho encuentro fuera fruto de un intento por acoger la alteridad sin pasar por una fase intermedia de reconocimiento mutuo, y sin que medie gesto alguno de negociación, nos podemos encontrar con la práctica extinción o asimilación de la alteridad. La cultura consumista de hoy nos empuja a una constante carrera en busca de nuevos productos, nuevas sensaciones. Como ha destacado Zygmunt Bauman, «los consumido23

res son ante todo y en primer lugar recolectores de sensaciones» (1998: 83). Aquello que percibimos como una nueva sensación deseable es una especie de alteridad prefabricada, prefabricada por los medios de comunicadión, por la publicidad, por la continua educación de los sentidos orientados al consumismo. El ciudadano-consumidor está más que dispuesto a cruzar las fronteras que lo conduzcan hasta esa alteridad. Hallamos una forma similar de asimilación consumista de la alteridad en la actitud del turista –guiada por un exotismo que moviliza el deseo– en un país ajeno, al que acude para acumular nuevas sensaciones como si de trofeos se trataran. La aproximación a la alteridad como acto de reconocimiento mutuo requiere habitar el umbral con delicadeza. Desde ese territorio de transición que no pertenece a ninguna de las partes vecinas, comprenderemos que, para poder construir un puente, es preciso sentir la distancia. La hostilidad surge cuando esa distancia se preserva y aumenta; la asimilación cuando se anula. El encuentro se produce al mantenerse la distancia necesaria a la vez que se cruza. La sabiduría que encierra la experiencia del umbral radica en la consciencia de que sólo podremos acercarnos a la alteridad si abrimos las fronteras de la identidad, para poder formar –por así decirlo– zonas de paso habitadas por la duda, la ambivalencia, la hibridación; zonas de valores negociables. Como dice Richard Sennett, «para poder sentir al Otro uno tendrá que aceptarse como incompleto» (1993: 148). Es posible que estas zonas requieran el despliegue de gestos que no formarían parte de las características identitarias sino que son fundamentalmente actos de aproximación. Por lo tanto, los gestos tendrán un estatus igualmente híbrido, y describirán una identidad intermediaria que se ofrece como punto de encuentro. Esta identidad intermediaria quizá sea el resultado del «modo subjuntivo» que Turner conecta con la liminalidad (Turner, 1982: 84). La performatividad de las identidades intermediarias sirve para poner a prueba la voluntad de contacto del otro, no para ocultar o engañar sino para ofrecer vías para alejarse de un yo encercado a un yo que se construya a través del encuentro. 24

Sennett describe la urbanidad como «tratar a los demás como si fueran extraños y forjar un vínculo social desde la distancia social» (1977: 264). Si consideramos la urbanidad como un aspecto que pertenece al arte de construir umbrales entre las personas o grupos sociales, coincidiremos con la defensa de Sennett de una nueva cultura pública, la cual se basaría en un esfuerzo continuo por conservar la alteridad y construir zonas intermedias de negociación. Una curiosa teatralidad difícil de definir aparece en esos gestos de reconocimiento y acercamiento mutuo. En los umbrales habita esa teatralidad en el sentido brechtiano: uno no sólo se aleja de uno mismo para convertirse en otra persona, sino que esa transformación transitoria aparece en forma de gesto –un Gestus según el vocabulario de Brecht–, de un gesto que busca entender qué es ese otro distinto de uno o una. Por lo tanto, el elemento común entre los actores liminales en el transcurso del rito de paso y los extranjeros contemporáneos que se tantean unos a otros en el contexto de la versión moderna de urbanidad es la teatralidad. La capacidad de los seres humanos para ser otro está en la base de la experiencia de un «modo subjuntivo». Esta capacidad socialmente construida nos ayuda a encontrarnos con otros sin condenarlos a identidades prefabricadas. La capacidad para ser otro, aunque sólo sea para recuperar después la identidad anterior, significa aceptar la alteridad y, potencialmente, poder construir una relación con el otro como otro. ¿Acaso no es la imaginación sino una curiosa puesta en escena de la realidad creadora de pensamientos y sentimientos a partir de acontecimientos inexistentes, cuya performatividad tiene lugar en la mente? ¿Acaso no es eso un encuentro exploratorio con la alteridad en su forma más pura?

¿UNA ESPACIALIDAD EMANCIPADORA? El libro se divide en tres secciones que corresponderían con tres ámbitos de investigación interconectados, relativos a los procesos de emancipación como umbrales espaciales. La primera parte gira en torno a la idea de que el espacio urbano contem25

poráneo es discontinuo: para entender las experiencias espaciotemporales, es preciso recurrir a conceptos capaces de captar esa discontinuidad inherente. El capítulo I explica, en este contexto, en qué medida los términos «ritmo» y «excepción» son apropiados si pretendemos desentrañar no sólo las características sino las potencialidades del modelo urbano dominante como «ciudad de enclaves». El segundo capítulo revelará que tanto el ritmo como la excepción no son únicamente medios para establecer un orden espacial dominante sino que también constituyen formas a partir de las cuales se crean los espacios de resistencia. El capítulo explora la discontinuidad espaciotemporal como posible terreno propicio para el encuentro con la alteridad, y para ello se centra en las experiencias de destrucción masiva, exilio e inmigración. El término «alteridad» no remite a una esencia sino que es un término relativo, resultado de una comparación distintiva que prospera en determinados periodos en los que los hábitos colectivos quedan suspendidos o incluso se destruyen. La segunda parte problematiza las formas en las que puede tener lugar el encuentro con la alteridad en el contexto de la experiencia urbana. El capítulo inicial es un intento, recurriendo al estudio inconcluso de Walter Benjamin sobre el París del siglo XIX, de interpretar la experiencia metropolitana como algo inherentemente dinámico y ambiguo, que alberga potencialidades tan liberadoras como propias de una pesadilla. Mediante una descripción antitética del «individuo privado» y del flâneur burgueses, se exponen dos actitudes diferenciadas hacia los espacios público y privado. Ambas son equiparables en términos de su dependencia de una manipulación propia de los indicios del proceso de individualización característico de la vida metropolitana, así como por su participación en la creación de fantasmagorías urbanas «auráticas» (ya sean privadas o públicas). Se evocará un precario «estudio de los umbrales», entendido como conocimiento construido a través de la experiencia ambigua del flâneur como alegorista. Este estudio podrá explorar en la dinámica de la experiencia urbana destacando la rastro-aura que permite la aparición de un tercer elemento intermedio: el umbral. Así, la «ciu26

dad de umbrales» describe la perspectiva de una modernidad urbana redimida. Con el fin de ahondar en la exploración de la espacialidad del umbral, el siguiente capítulo partirá de la noción de que el acto de pasear por la ciudad nos expone a la experiencia de la alteridad. Recurriremos a los términos de porosidad como cualidad espacial y a los pasajes como artefactos espaciales para centrarnos en el acto de cruzar, en esencia creador de umbrales y activador de sus potencialidades. El siguiente capítulo aborda uno de los aspectos cruciales del argumento fundamental del libro: los umbrales marcan procesos de transformación de la identidad social. La antropología es la disciplina que ha teorizado sobre la difícil relación entre el yo y el otro como relación culturalmente determinada. Cómo abordar la alteridad (cultural así como histórica) es un problema crucial para las ciencias sociales. En este capítulo se muestra cómo lo es también para la táctica del habitar. La distancia, la distancia apropiada en el encuentro, es necesaria para que persistan las diferencias sin que por ello se bloquee la negociación ni el entendimiento mutuo. La capacidad para reconocer las distancias apropiadas en el espacio y en el tiempo influyen de forma fundamental en la teatralidad de la interacción social. Esta capacidad se adquiere y de hecho se mejora a través de la experiencia de unas condiciones cambiantes como son las que se generan en la creación de umbrales. El espacio intermedio de los umbrales se aborda por tanto en este capítulo como etapa potencial en la que el encuentro con la alteridad significa visitarla, ensayarla, probarla y explorarla. La tercera parte del libro pretende aunar los hallazgos de las dos primeras con el fin de poner de manifiesto la importancia del término «umbral» para interpretar los aspectos espaciales de las prácticas de emancipación. Si reformulamos las definiciones de Foucault de heterotopía, cabría considerar como heterotópicas todas las experiencias en espacialidades que son un «ensayo» de un futuro de emancipación para el ser humano. Así, el primer capítulo se centra en el carácter de umbral de la heterotopía. Más allá y contra la ciudad de enclaves, los espacios heterotópi27

cos marcan los umbrales en el espacio y en el tiempo en el que se cuestiona el orden y el control dominantes. Los dos últimos capítulos ponen a prueba la utilidad de la idea de las heterotopías, entendidas como umbrales hacia una alteridad radical, para analizar dos casos ejemplares: las acciones y discursos de la rebelión zapatista, y las prácticas de la movilización juvenil en Atenas en diciembre de 2008. En ambos casos, se muestra cómo las experiencias colectivas múltiples y ambiguas han producido espacios heterotópicos dentro y más allá de los espacios capitalistas dominantes. En ambos casos entraron en crisis las identidades colectivas, y las experiencias heterotópicas estaban verdaderamente conectadas con las transformaciones y las comparaciones de las identidades propias de la teatralidad que se produce en los umbrales. ¿Cabría entonces hablar de algún potencial atisbo de una ciudad de umbrales? Las experimentaciones en el ámbito de lo social que se producen en las heterotopías son constructoras de umbrales temporales, que nos dan paso hacia el futuro como alteridades. No obstante, estos umbrales, estas heterotopías están sujetas a las inconsistencias y meandros del cambio social. Es en ellos donde se enfrenta, se encuentra y se explora la alteridad radical propia de la emancipación humana. Basta con pensar en la Comuna de París de 1871, o en el movimiento de los pobladores en el Chile de la Unidad Popular, o en la Selva Lacandona como heterotopía zapatista, o incluso quizá en las calles de Seattle, Génova o Atenas durante las enormes manifestaciones de protesta. Todos han sido umbrales temporales, todos ellos gestos heterotópicos hacia una alteridad emancipatoria. ¿Puede llegar a ser la ciudad de umbrales verdaderamente un equivalente espacial a un proyecto de emancipación basado en la negociación entre identidades distintas, aunque abiertas en el transcurso de un proceso de invención colectiva del futuro?

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PRIMERA PARTE De la ciudad de enclaves a la ciudad de umbrales

CAPÍTULO I Ritmos metropolitanos ejemplares y la ciudad de enclaves

RITMOS, PRÁCTICAS SOCIALES Y ESPACIO PÚBLICO Las ciencias sociales han abordado y teorizado sobre la idea de la espacialidad urbana no sólo como aquello que alberga la vida social, sino como expresión de los valores sociales necesarios para la reproducción social. Esta idea parece formar parte ya de las diversas aproximaciones del conocimiento social, así como de los conocimientos orientados hacia prácticas concretas como, por ejemplo, las de los agentes inmobiliarios, los tecnócratas municipales, los expertos en publicidad y, por supuesto, los políticos. De estas aproximaciones cabe extraer tanto diversos interrogantes como algunos hallazgos que podemos rescatar para otro enfoque (quizá complementario): ¿puede el espacio de la ciudad expresar y fomentar prácticas y valores distintos o incluso opuestos a los dominantes? ¿Intervienen en los espacios fuerzas reproductoras o también fuerzas y actos de resistencia o de diferenciación cultural? ¿Cabe referirnos a las espacialidades en las que fracasa la reproducción social como moldeadoras de valores culturales alternativos, donde emergen nuevas formas híbridas de cultura pública? Con el fin de localizar espacialidades y prácticas que secreten, expresen y recurran a semejantes condiciones espaciotemporales, necesitamos explorar en el espacio urbano y localizar no sólo sus características dominantes sino sus puntos de ruptura, donde tales características entran en disputa, quedan suspendidas o se invierten. Desde esta perspectiva, el debate sobre la crisis contemporánea del espacio público puede ser un buen punto de partida. Probablemente, lo que está aquí en juego no es sencillamente el uso real o potencial de determinadas configuraciones físicas existentes, sino cómo se generan y qué formas adquieren 31

los espacios a través de prácticas y modos de habitar y de perspectivas compartidas (por ejemplo, la memoria o sueños colectivos). Cabe pensar el espacio público como un sistema coordinado de distinciones espaciales que corresponden con distinciones sociales que tienen una relevancia crucial (cfr. Bourdieu, 2000: 134). Pero ¿acaso es posible interpretar las relaciones sociales y sus mediaciones políticas sin observar cómo se produce constantemente el espacio y cómo lo interpretan los actores sociales a medida que se despliega la experiencia de la vida pública? En ese caso, requeriríamos conceptos capaces de captar las formas «performativas» del espacio en las prácticas cotidianas, conceptos capaces de revelar el cambio no meramente formal de las espacialidades sino, sobre todo, el de las prácticas que en ellas se suceden. E, indudablemente, dichos conceptos deberán permitir captar las transformaciones que no dejan marcas observables a primera vista, en el carácter público del espacio público. ¿Cómo conceptualizar las construcciones temporales como, por ejemplo, las «zonas rojas» que se crean en circunstancias excepcionales y que al poco tiempo se eliminan? ¿Acaso no afectan estas marcas espaciales al espacio público incluso cuando parecen no estar presentes? ¿Cómo podemos discernir sus mutaciones posibles o reales? Para responder a estas preguntas, necesitamos integrar la variable tiempo en el espacio público, y no sólo el tiempo vacuo que miden los relojes, sino el tiempo socialmente significativo y performativo de las prácticas. Las zonas rojas, que son un ejemplo fundamental de la transformación en marcha del espacio público metropolitano, podrán conceptualizarse como construcciones de un nuevo espacio-tiempo social concreto. Las zonas rojas son performativas y, cabría defender, a través de su perfomance se promulga un nuevo modelo de ciudadanía y de gobernanza.

LA LÓGICA DE LAS ZONAS ROJAS Cuando Pierre Bourdieu insiste en que existe una «lógica de la práctica» diferente y distintiva de aquella otra lógica que empleamos para interpretar la práctica, en realidad se encuentra 32

haciendo hincapié en la temporalidad inherente de toda acción social significativa (Bourdieu, 1977). Si revelamos las «falacias de la norma», que tienden a reducir las prácticas a relaciones de causa y efecto, veremos cómo las prácticas utilizan los intervalos temporales para sacar provecho de circunstancias diversas (ibid.: 6). Así, las prácticas, como series de actos interrelacionados, están definidas por su tempo, por el modo en que se despliegan en el tiempo, por las formas en las que emplean y reproducen simultáneamente distancias sociales significativas en el tiempo. Desde una perspectiva antropológica, «el uso del tiempo» significa entender cómo los ritmos y prácticas garantizan el fortalecimiento de las relaciones sociales humanas y cómo las performances individuales o colectivas pueden basarse en variaciones diferenciadoras de los ritmos dominantes. Por ejemplo, cuando se devuelve un regalo, se introduce una variación en el ritmo de la reciprocidad que puede afectar a las relaciones de poder cuestionables. Los actos rituales pueden considerarse, en términos generales, como manipulaciones comunitarias de los ritmos sociales, a pesar del hecho de que estos actos parecen a menudo centrarse en ritmos naturales. El concepto de ritmo puede contribuir a la conexión entre una teoría de las prácticas, entendidas como performances con sentido, y la experiencia del tiempo y del espacio. La experiencia metropolitana podrá entenderse, por tanto, como el resultado de prácticas performativas diferenciadas y con distintos ritmos a la hora de habitar. Podemos tomar prestado del proyecto de «ritmoanálisis» de Henri Lefebvre, cuya construcción no es muy sólida, esta frase: «Todo ritmo implica una relación entre un tiempo y un espacio, un tiempo localizado o, si se quiere, un lugar temporalizado» (Lefebvre, 1996: 230). El concepto de ritmo nos permite entender las características del espacio público como una construcción mediante unas prácticas sociales recurrentes. Los agentes sociales perciben estas cualidades y las integrarán en sus actos en la medida en que sean capaces de integrarlas en los ritmos de la vida social. ¿Podríamos entender la plaza de un mercado sin los ritmos cotidianos que la definen en distintos momentos del día? ¿Y los lugares de deci33

sión colectiva (las antiguas ágoras, las asambleas nacionales posteriores a 1789, los foros modernos, etc.), sin tener en cuenta los ritmos de las asambleas, la conexión de estos ritmos con los de la producción, la interdependencia de esos ritmos con los ritmos de combinación de rituales, etc., etc.? Así, el espacio se define como artefacto social significativo, o más bien cobra existencia, en el proceso de «temporalización» a través de los ritmos que se derivan del acto de habitar. El espacio se reconoce como familiar, o se considera apropiado, porque los sucesos que en él se producen se perciben como similares a los que se han producido allí con anterioridad. La rítmica permite entender el presente y el futuro a través de una suerte de partitura de repeticiones definitorias. Siguiendo a Lefebvre, cabría distinguir dos formas de repetición que definen dos tipos de ritmos fundamentales. Los «ritmos cíclicos», que suelen tener un origen cósmico, son como formas a través de las cuales algunos fenómenos naturales recurrentes parecen obedecer a las leyes de la repetición rítmica. Estas leyes los tornan predecibles y, por tanto, susceptibles de ser utilizados socialmente. Los ritmos cíclicos tienen «una frecuencia o periodo determinado» (Lefebvre, 1996: 231). Hay una tendencia a identificarlos con sociedades tradicionales en las que se considera que la vida social está organizada y es interpretada como repetitiva. En este caso, los ritmos sociales siguen de cerca a los ritmos de las estaciones y las correspondientes tareas productivas. Según la famosa distinción de LéviStrauss entre sociedades frías y calientes –según la cual las primeras carecen de la idea de historia y, por lo tanto, están circunscritas a un universo de constante autorrepetición–, los rituales son como «una máquina de destrucción del tiempo». Quizá sea más certero en su análisis Alfred Gell cuando destaca que en dichas sociedades «no es el tiempo lo que se destruye, sino sus efectos» (Gell, 2001: 27). Los ciclos rítmicos, como artefactos sociales, recurren a la experiencia del tiempo partiendo de la coincidencia con la imagen que tiene de sí misma una sociedad. No significa que los habitantes de sociedades de ritmos cíclicos no presten atención al paso del tiempo y al im34

pacto que este tiene. Más bien, le otorgan un sentido social concreto al conectarlo con la necesaria sucesión de actos sociales recurrentes para que se dé una forma específica de reproducción social. «Los ritmos lineales», según Lefebvre, «se definen por su carácter consecutivo y por la reproducción de un mismo fenómeno, idéntico o casi idéntico, a intervalos más o menos breves» (Lefebvre, 1996: 231). En otras palabras, «lo lineal es rutina» (ibid.: 222). Los ritmos de trabajo regulados (mecánicos, como al martillear, o corporales, como al remar) son como ritmos lineales capaces de extenderse hasta el infinito. En las sociedades modernas el concepto del tiempo está esencialmente conectado con la conciencia histórica, algo que puede atribuirse a una concepción lineal del tiempo, un tiempo «vacío» y «homogéneo» (Benjamin, 1992: 252), porque precisamente lo que lo define es su ritmo lineal a partir del cual se mide el tiempo. En este caso, la experiencia cotidiana del tiempo regulado por el reloj y convertido en rutina a través de actos medidos, repetidos, sólo puede tener diferencias cuantitativas con el tiempo de la historia. Es en este marco desde el cual algunos analistas pueden aludir a un «tempo histórico» que se acelera. La rutina tiene, obviamente, algo de predecible. En las sociedades modernas, no obstante, el mito de la novedad se ofrece como sustituto de la experiencia de las rutinas. El carácter rítmico de las cosas queda proscrito, por su cualidad de restrictivo y anónimo, mientras que la originalidad se convierte en la verdadera marca de identidad. No obstante, las rutinas laborales y vitales están meticulosamente reguladas. El orden impuesto al tiempo y al espacio queda sólo parcialmente escondido tras un azar bien calculado. La estructura de un mensaje publicitario ejemplifica esta condición en su forma más prototípica: se nos insta a comprar algo que sabemos se produce en masa, convenciéndonos de que fue creado «especialmente para usted» (se supone que la identidad se crea, se verifica, a través del acto de comprar).

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LA CIUDAD COMPARTIMENTADA Y EL «ENCUADRAMIENTO» DE LAS IDENTIDADES En las muy proclamadas metrópolis «posmodernas», el espacio público aparece como el lugar en el que se experimenta una libertad fantasmagórica. El caos y el azar, opuestos a la supuesta búsqueda del orden universal típico de la Modernidad, se elevan a características positivas y clave del entorno urbano emergente. El surgimiento frenético de la privatización, y de las ideologías consumistas sustentadas sobre una idea de hedonismo individualista que la acompañan, transforma las prácticas «performativas» de los espacios públicos en prácticas para la autogratificación. Dichas prácticas tienden a representar la ciudad como si de una colección de casualidades (y de lugares) para la satisfacción del consumidor se tratase. No obstante, como ha mostrado Peter Marcuse, entre otros, la «condición posmoderna» corre pareja a una nueva «ciudad compartimentada». El vínculo entre el caos urbano y la fragmentación de la ciudad está lejos de ser azaroso (Marcuse, 1995: 244). La metrópolis moderna se convierte progresivamente en un conglomerado de enclaves definidos de forma distinta. En algunos casos, hay muros que separan literalmente estos enclaves del resto de la ciudad, como en el caso de los grandes almacenes y de las urbanizaciones valladas. Pero también puede haber muros «de orgullo y estatus, de dominación y prejuicio» (ibid.: 249), como los muros invisibles de los guetos1, los barrios suburbiales y las zonas de ocio gentrificadas. Uno de los atributos básicos de la «ciudad compartimentada» es que destruye eso que parece constituir el carácter público del espacio público. El espacio público, tal y como lo crean las prácticas que lo habitan, «siempre es disputable precisamente porque, si bien hay criterios para controlar la admisión en él, 1

Loïc Wacquant recurre al concepto de «marginalidad avanzada» en un intento por interpretar los guetos contemporáneos como «territorios aislados y delimitados que se convierten crecientemente en purgatorios sociales tanto para los outsiders como para los insiders; tierras yermas y leprosas en el corazón de la metrópolis posindustrial» (Wacquant, 2008: 237).

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siempre se cuestiona el derecho a promulgar y hacer cumplir estos criterios» (Hénaff y Strong, 2001: 4). La ciudad compartimentada se halla repleta de espacios públicos privatizados en los que los usos públicos están minuciosamente controlados y son específicamente motivados. No se tolera en ellos la contestación. A menudo, se controla y clasifica a sus usuarios, que deben seguir instrucciones específicas para que se les permita acceder a diversos servicios e instalaciones. Hallaremos, por ejemplo, este tipo de espacios cuasi públicos en un centro comercial o en unos grandes almacenes. En una cuidad de propiedad empresarial o en una urbanización cerrada, aisladas de la red de espacios públicos que los rodean (calles, plazas, bosques, etc.), el espacio local está controlado y su uso estará limitado a quienes puedan certificar su condición de residentes. Los complejos vacacionales a menudo despliegan espacios públicos tradicionales que adquieren la forma de parques temáticos y que representan comunidades rurales o de pueblo. La vida pública queda así reducida a un consumo conspicuo de identidades fantaseadas dentro de un enclave sellado que imita a una «ciudad de vacaciones». Lo que define a esos espacios como lugares para la «vida pública» no es el choque de los ritmos de prácticas contestatarias (creadoras de lo político), sino los ritmos acompasados de una rutina bajo vigilancia. Las identidades de los usuarios que se exhiben allí públicamente actúan acordes a los mismos ritmos que las discriminan y canonizan. Las identidades sociales son performativas en estas espacialidades cuasi públicas propias de las ciudades compartimentadas. El acceso a los diversos enclaves está permitido a diferentes categorías de personas y el mero hecho de que se las permita estar ahí es un indicador crucial de su identidad. Los enclaves residenciales definen unas identidades urbanas reconocibles, sobre todo cuando determinadas fuerzas internas o externas tienen un efecto homogeneizador sobre quienes habitan en ellas, al producir unas características distintivas evidentes. En este sentido, los barrios suburbiales de las ciudades americanas, las barriadas de chabolas de África, América Latina o Asia, los barrios residenciales gentrificados de diferentes ciudades europeas y los guetos 37

en los que habitan poblaciones inmigrantes de todo el mundo también atribuyen identidades urbanas a las personas. En estos barrios, un determinado espacio público queda separado del resto de la ciudad y su uso queda restringido básicamente a los miembros de una comunidad concreta de residentes. Obviamente, tanto las zonas residenciales cercadas como las favelas impenetrables resultan manifestaciones extremas de la segregación2. Las identidades están encuadradas tanto espacial como conceptualmente. Un encuadramiento es un espacio caracterizado por una demarcación clara de un espacio interno en oposición al espacio externo: lo que queda fuera del encuadramiento no contribuye a la definición de lo de dentro. Lo que percibimos a través de la fotografía, ya sea de las noticias o de la publicidad, fortalece esta intuición socialmente inculcada. Un encuadramiento define una situación, un sujeto y, en último término, sirve para dar una información específica, que pasa a ser un mensaje cargado de sentido. Los mensajes encuadrados no están conectados entre sí. Los mensajes publicitarios están en todas partes: coronan edificios, aparecen en las revistas o en los propios cuerpos de las personas. Las fotografías de noticias aparecen también unas junto a otras en una yuxtaposición temporal o espacial que produce la imagen de un mundo fragmentado, o quizá debiéramos decir, acotado. Así, las identidades encuadradas corresponden a la experiencia de una espacialidad urbana acotada en la que los enclaves residenciales parecen o más bien se fantasean como completamente independientes del espacio público circundante. Sin embargo, la metrópolis contemporánea se presenta a sus habitantes más como una red de flujos que como una estructura de lugares. Como indica Castells, el «espacio de los flujos» constituye la estructura dominante que adopta en la sociedad contem-

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Para Teresa Caldeira, la ciudad de São Paulo es hoy una de las ciudades más segregadas del mundo, y se caracteriza por «un nuevo patrón de segregación»: «los enclaves fortificados, los espacios residenciales, de consumo, de ocio y de trabajo privatizados, cercados y vigilados» (Caldeira, 2008: 65).

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poránea la distribución de las funciones y del poder (Castells, 1996: 428). «La nueva ideología dominante», explica Castells, insiste en que hemos llegado al «fin de la historia y a la suplantación de los lugares por los espacios de los flujos» (ibid.: 419). No obstante, aún existen algunas experiencias y prácticas en algunos lugares que, aunque están ideológicamente dominadas, actúan como espacios de apoyo a las identidades. Además de describir una vida dividida entre universos paralelos (espacios de los flujos versus espacios de lugar), Castells describe detalladamente un vínculo esencial entre la movilidad de las elites y su necesidad de habitar en enclaves aislados «que establecen las fronteras entre qué queda “dentro” y qué “fuera” de su comunidad político-cultural» (ibid.: 416). La experiencia de los enclaves urbanos emerge como mera excepción con carácter extremo en el contexto de una ciudad en la que prevalece el movimiento por encima de las rutinas localizadas. Pero ¿es realmente cierta esta dinámica? Para empezar, debemos distinguir entre aquellos para quienes la movilidad es un privilegio y aquellos para quienes se convierte en una obligación (Bauman, 1998). Del mismo modo, es preciso distinguir entre distintos tipos de movimientos, para lo cual habremos de definir en cada caso sus límites. Estos, ¿se hallan en un enclave concreto, atraviesan la ciudad, conectan el hogar y el trabajo, establecen conexiones entre puestos de determinado estatus por todo el mundo (como en el caso de los agentes de viajes o los académicos), etcétera? (véase Castells, 1996: 417). Aún más importante será observar cómo cada movimiento potencial o real influye en la formación de distintas identidades urbanas. No todas estas identidades se tornan temporales por el mero hecho de que alguien emprenda movimiento. Más bien, la performatividad de la identidad en los procesos de desplazamiento de un lugar a otro acaban fortaleciéndolas en algunos casos; por ejemplo, en el caso de un hombre de negocios de éxito o de un político del ámbito internacional. En estos casos, el encuadramiento espacial hace las veces también de estructura que define. Si bien la performatividad de estas identidades no está circunscrita al espacio que la delimita, ya que cabría esperar encontrarse con hombres 39

de negocios y políticos en distintos enclaves bien definidos que constituyen el espacio urbano de diversas ciudades. Dichos enclaves (los edificios de las corporaciones, restaurantes selectos, los vestíbulos de los hoteles, etc.) constituyen un encuadramiento topológicamente funcional fuera del cual es como si no existiera el resto de la ciudad3. Sin embargo, hay toda una gama de espacios urbanos contemporáneos que parecen quedar excluidos de las normas aplicables a la formación de la identidad urbana. La gente los atraviesa, pero nadie los considera como lugares que definan a sus usuarios. Parece prevalecer en ellos un anonimato generalizado. La mayor parte de la gente está de paso en lugares como los aeropuertos, los supermercados, las estaciones de servicio de las autopistas o los hoteles, como si la parte de su vida que se despliega en ellos «fuera un paréntesis». No obstante, en estos lugares de performatividad de un anonimato solitario, se producen algunas de las características que definen las identidades contemporáneas urbanas. Las identidades de tránsito del viajero de la autopista o el cliente del supermercado contribuyen a la construcción del habitante tipo de una ciudad moderna. En dichos espacios siempre se dan una serie de instrucciones de uso explícitas o implícitas, dirigidas a cada cual individualmente pero generadoras de características recurrentes. Los mensajes no verbales son especialmente potentes como marcadores de esas características; por ejemplo, las imágenes de los anuncios en unos grandes almacenes o los logos de una cadena de comida rápida o las estaciones de servicio. Las identidades de tránsito no son, por lo tanto, el producto de una experiencia azarosa; por el contrario, destilan aquello que es típico y recurrente a partir de la experiencia contingente y personal en los «no lugares» urbanos (Augé, 1995).

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La propuesta de Bryan Turner de una «sociología de la inmovilidad» incluye la definición de una «sociedad de enclaves» como una sociedad en la que «los gobiernos y otros organismos pretenden regular los espacios e inmovilizar cuando sea necesario los flujos de personas, bienes y servicios» (Turner, 2007: 290).

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De modo que estas identidades también están encuadradas, encerradas como están entre los paréntesis espaciales y temporales socialmente identificados. Este encuadramiento se asemeja algo al de una foto instantánea. Por muy arbitrariamente que haya sido elegido un encuadre, las fotos pierden de alguna forma su carácter contingente desde el momento en que se muestran y se tornan en escenas típicas reconocibles. Los álbumes familiares y de vacaciones están llenos de este tipo de fotos: «Delante de la torre Eiffel», «Paseando al bebé», «La primera proeza de papá pescando»… Cabría decir que las identidades urbanas modernas están encuadradas espacial y temporalmente de acuerdo con prácticas que trasponen una experiencia de la ciudad acotada en la propia experiencia de identidades divididas. Los enclaves metropolitanos son de diversa índole y sus usuarios pertenecen a determinadas categorías de moradores de la ciudad (que se definen en términos de público objetivo o público general, como en cualquier otra estrategia publicitaria), pero cuya percepción y performatividad adoptan la forma de encuadramientos que los definen, aparentemente ajenos al tejido urbano que los rodea. Sin embargo, de hecho, su estatus se funda sobre las relaciones que mantiene con el entorno, que están reguladas por sistemas concretos de control. La regulación de los ritmos sociales definitorios requiere necesariamente un sistema de control cuidadosamente diseñado. Los enclaves metropolitanos se caracterizan más por los puestos de control que por la existencia de muros. Uno ha de pasar por el control, probar su inocencia por anticipado, como ha destacado Marc Augé (1995: 102), antes de ser usuario de tales enclaves. La ciudad está salpicada de estos puestos de control: en los aeropuertos, en los edificios oficiales, en los supermercados y en los bancos, en los clubes y en los teatros y, por supuesto, en los edificios públicos bajo vigilancia. Los puestos de control son los elementos que modulan el ritmo predominante, que producen una nueva experiencia dominante de «estar en público». Los puestos de control marcan las rutinas cotidianas y definen a la vez rutas distintivas de acceso a distintas categorías de habitantes dentro de las ciudades parcela41

das. Los peajes o las cabinas del metro marcan los movimientos cotidianos de muchos habitantes de las ciudades. El ritmo de la caja de un supermercado marca, de forma similar, el ceremonial cotidiano normalizador de hacer la compra. Las identidades colectivas aparentemente individualizadas se recrean en el proceso de participación en tales ritmos. También las identidades transitorias del viajero o del comprador están marcadas por el acto de cruzar controles de identificación en los que se otorga a la persona un anonimato supuestamente liberador si enseña la tarjeta de crédito o el pasaporte: «los placeres pasajeros de la pérdida de identidad» (Augé, 1995: 103). Podemos discernir fácilmente la emergencia en los nuevos ritmos urbanos de nuevas rítmicas lineales. No obstante, lo interesante es que este carácter lineal genera prácticas casi ceremoniales de afirmación identitaria. Al margen de lo necesarios que sean desde un punto de vista funcional esos puestos de control, su existencia genera la performatividad de prácticas entregadas a la repetición del ritual. Como en el caso de «los rituales profilácticos» (Turner, 1977: 168-169; 1982: 109-110) consagrados a protegerse de cualquier desastre natural inesperado, los puestos de control aparecen sobre todo como puntos de autoprotección explícita: protegen de las prácticas impredecibles de esos otros que son diferentes, es decir, protegen de las prácticas «arrítmicas». Los puestos de control parecen cumplir la función de proteger la normalidad de quienes se oponen a ella; protegen a la sociedad de todo aquello que parece externo, extranjero y, por lo tanto, hostil.

EL «ESTADO DE EXCEPCIÓN» SE CONVIERTE EN NORMA Las ideologías dominantes contemporáneas que defienden la seguridad frente a una amenaza que es considerada antisocial encuentran tierra fértil en la que arraigarse y alimentan nuestra adicción cotidiana a los controles normalizadores. Lo que la fobia a dichas supuestas amenazas ha extendido deliberadamente por todo el mundo es un fenómeno que puede considerarse 42

como el inicio de un estado de emergencia aparentemente interminable, y que ha pasado a formar parte del espacio público metropolitano. Asistimos a una proliferación de puestos de control que se extienden en forma de metástasis; nuestro modelo de ciudad está salpicado de comisarías, de cámaras de vigilancia en los lugares públicos, con controles de inmigrantes por todas partes. Las guerras provocadas en su mayor parte por brutales intervenciones externas causan el desplazamiento masivo de personas. Los puestos de control siempre estarán ahí para identificar, separar y someter a personas indefensas en la incesante búsqueda del «terrorista infiltrado». La seguridad elevada a objetivo fundamental justifica la metástasis de los puestos de control que marcan la excepcionalidad. No obstante, lo que esta situación está concretando verdaderamente es un nuevo modelo potencialmente coherente de gobernanza (Vecchi, 2001). El estado de excepción se convierte en una prueba. Lo que será una nueva mutación de la ciudad compartimentada, acotada, se justifica alegando unas condiciones excepcionales que, por tanto, requieren medidas excepcionales, medidas que dejan el reconocimiento de los derechos básicos de ciudadanía en suspenso. La idea planteada por Agamben (2005) de la excepción nos puede servir para interpretar y conceptualizar los enclaves contemporáneos de la ciudad. Para ello, es precisa una interpretación esencialmente jurídico-política de la excepción: esta ha de compararse con una norma. Según Agamben, no obstante, una excepción no es lo contrario a la norma; más bien es la condición fundacional de la norma. Este razonamiento tiene una componente histórica, además de una lógico-matemática. Así, cabría considerar la excepción como condición específica para la imposición del poder, como bien pone de manifiesto la historia de los estados de excepción. Históricamente, se ha referido a momentos o periodos de tiempo durante los cuales se suspende la ley con el fin de proteger a la sociedad de cruciales amenazas internas o externas. Durante el estado de excepción, la autoridad (la autoridad soberana) justifica la decisión de su aplicación (suspender la aplicación de la ley) bajo la promesa de reinstituir la ley y el orden tan pronto desa43

parezca la amenaza. No obstante, según Agamben, esta situación revela un rasgo esencial de la autoridad: la legitimación de su capacidad de decidir cuándo y por cuánto tiempo se suspenderá la ley. Mediante este acto, la autoridad se revela a sí misma como precondición de la ley misma, y no viceversa. Durante el estado de excepción se pone de manifiesto una peculiar relación entre la ley y el poder. No se trata de que un poder sin tapujos sustituya al poder de la regulación legal. Al ser suspendida, la ley está presente como fuerza legítima, con poder para imponer determinadas acciones y prohibir otras; con poder de castigo. La fuerza de la ley como fuerza legítima pasa a manos del poder ejecutivo a la par que queda suspendida la propia legalidad de la ley. Se crea así una especie de zona ambigua e indeterminada «en la que el adentro y el afuera no se excluyen el uno al otro, sino que se confunden entre sí» (Agamben, 2005: 23). Agamben caracteriza esta situación de «umbral de indecidibilidad… en el que los factum (acontecimientos y actos concretos) y la ius (ley) se funden entre sí» (ibid.: 29). Es interesante aquí detenerse a reflexionar sobre cómo y por qué Agamben emplea la imagen y el concepto del umbral en este contexto. Para él, un umbral es una zona intermedia en la que ámbitos supuestamente diferenciados (en términos espaciales, dentro y fuera; en términos jurídicos, la ley y la anomia) pierden sus márgenes y se «diluyen uno en el otro». Si hubiera recurrido a la imagen de frontera o límite, habría descrito el estado de excepción como una violación o traspaso de un límite. La excepcionalidad del estado de excepción se concebiría como algo completamente fuera de la ley, como el otro de la ley. Sin embargo, Agamben insiste en que la ley está presente en el estado de excepción como elemento legitimador de una decisión soberana. La ley está presente al quedar suspendida. En esa condición de umbral del estado de excepción, conviven segmentos opuestos e indistinguibles (puesto que sus perímetros definitorios son sustituidos por una zona de indistinción) y, por lo tanto, pierden su carácter exclusivo. En términos del análisis histórico del estado de excepción, el umbral sería un periodo intermedio durante el 44

cual quedan suspendidas algunas diferencias decisivas (como entre la ley y la anomia). Sin embargo, utilizar la imagen del umbral en términos históricos plantea ciertas inconsistencias. Si el periodo de umbral es un periodo intermedio, «antes» y «después» deberían aparecer como periodos concretos y diferenciados; el paso de un estado a otro crea la diferencia esencial. Pero, supuestamente, el estado de excepción no es un periodo en el que se produzcan diferencias y cambios cualitativos, sino más bien un periodo intermedio diferente en el que se elimina la amenaza al statu quo social. Dicho periodo es la mediación entre dos periodos de orden, es decir, dos periodos que comparten sus características definitorias. La antropología nos ha enseñado que el cruce de umbrales es una experiencia de cambio, el cual no tiene por qué ser un cambio creado colectivamente, como sería el caso de un alzamiento o cualquier otro salto cualitativo en términos de las relaciones sociales. Puede quizá tratarse de un cambio que afecta a grupos específicos de personas en periodos concretos de su vida social. Los antropólogos han aportado numerosos ejemplos de espacialidades que albergan periodos ritualizados de transición de una posición o condición social a otra. Van Gennep denominó «ritos de paso» (Van Gennep, 1960) a aquellos actos ritualizados que se conectan con determinadas espacialidades que simbolizan transiciones (por ejemplo, de la infancia a la adolescencia, de la soltería al matrimonio, de la adolescencia a la ciudadanía, del rol de guerrero al de cazador). Los actos ritualizados supervisan el paso de una identidad social a otra, por lo que garantizan la estabilidad general de la sociedad y las relaciones sociales correspondientes. No obstante, el umbral al que se refiere Agamben se asemeja a un movimiento circular. De algún modo, en el estado de excepción «antes» y «después» son equivalentes, ya que supuestamente está garantizada la vuelta a la situación anterior una vez pasado el periodo intermedio. El estado de excepción convierte en in-diferentes el antes y el después: no son diferentes y, por lo tanto, son mutuamente intercambiables. 45

En términos de un análisis lógico-matemático, el periodo de estado de excepción se presenta como una paradoja lógica: términos que son opuestos, como dentro y fuera, que son mutuamente excluyentes según la lógica de la teoría de conjuntos, pasan a describirse como potencialmente indistinguibles. Agamben intenta recurrir a una «figura topológica compleja» como en la viñeta de Moebius para representar ese estado que implica que «no sólo se atraviesan la excepción y la norma, sino también el estado de naturaleza y la ley, fuera y adentro» (Agamben, 1998: 37). Esta imagen muestra un ligero cambio hacia una interpretación distinta de esta zona de indefinición. Como en un cómic de Moebius, en el que uno ha de recorrer la viñeta (literal o especulativamente) para descubrir que los opuestos «se atraviesan», en el estado de excepción se produce un movimiento entre la ley y la ausencia de ley, que crea una situación dinámica de suspensión temporal de la ley. En otras palabras, el análisis lógico-matemático de este periodo de umbral otorga al conceptoimagen de umbral de Agamben un componente dinámico más próximo a la experiencia real que se produce al atravesar los umbrales. Como veremos a lo largo de este libro, el mismo acto de atravesar, ya sea real o virtualmente, otorga al umbral su cualidad de espacio de potencialidad. En la conceptualización que Agamben plantea en torno al estado de excepción, este habría sido un elemento crucial, puesto que influye radicalmente en la interpretación de una antinomia inherente a la historia del estado de excepción: la excepción se convierte en la regla. ¿Cómo puede un estado temporal, caracterizado por su condición de temporal y legitimado como parte crucial de los derechos necesarios del poder soberano, pasar a ser permanente? Y, dado que en términos históricos no hay nada que pueda considerarse como inmune al cambio, ¿qué significa exactamente caracterizar de permanente una condición, un estado? Es probable que a lo que Agamben se refiere es a que el carácter temporal del estado de excepción, la legalidad y la ilegalidad han de estar presentes de igual manera en ese proceso de «atravesar uno a otro». Esa zona de indefinición que describe 46

debería entenderse más como un mecanismo que como un estado. La ley y la anomia se comparan constantemente durante este periodo. Se trata de un mecanismo que vacía constantemente de legalidad (porque se suspende) un periodo, dado que, para imponer el estado de excepción, es necesaria la fuerza de la ley. En cierto sentido, la ley está siempre presente a la vez que el poder la suspende. La zona de indefinición es, por lo tanto, una zona activa en la que las diferencias se desdibujan, ya que las diferencias existen, se perciben socialmente y se plantean para ser suspendidas. El motor de este mecanismo, por así decirlo, es la temporalidad legitimadora. El mecanismo funciona únicamente porque retracta constantemente la ley de una situación en la que aún se la considera como la fuerza necesaria para garantizar el orden social.

EXCEPCIÓN VERSUS UMBRALES Cuando el estado de excepción se convierte en norma, el mecanismo se convierte en una «máquina de matar» (Agamben, 2005: 86). Podríamos decir que en este caso el mecanismo se paraliza. Se interrumpe el paso constante entre los elementos opuestos (tanto espaciales como jurídicos). La zona de indistinción se convierte más en un ámbito en el que coinciden elementos opuestos que en uno en el que concurren activamente las comparaciones. Lo que Agamben pretende describir cuando recurre a la imagen del campo de concentración como modelo, y no únicamente como caso histórico, es precisamente la coincidencia «permanente» de la ley y de la anomia: no es precisa justificación alguna para la suspensión. El campo de concentración representa la anulación final de una distinción crucial como la existente entre la excepción y la norma. La excepción se convierte en algo normal. «El campo es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en la regla […]. Adquiere ahora una disposición espacial permanente que queda como tal, pero siempre fuera del ordenamiento normal» (Agamben, 1998: 169). 47

El campo como «ordenamiento espacial permanente» significa en esencia que ya no es una zona de indistinción, dado que se imposibilita la comparación entre fuera y dentro (tanto espacial como jurídicamente). «El campo de concentración es un ámbito híbrido en el que los términos ley y hecho se han tornado indistinguibles» (ibid.: 170). He aquí una expresión ligeramente distinta que pone de manifiesto un salto cualitativo. Si ambos términos «se han tornado indistinguibles», la zona de indistinción en la que se cruzan los opuestos se torna rígida, y los opuestos son ya indiferenciables. «Se han tornado» describe un resultado en forma de estado, y no de proceso. El campo no es equiparable a un umbral. En coherencia con el simbolismo que plantea Agamben, el campo no debe caracterizarse como espacio de excepción (como él mismo afirma), sino como un espacio de excepción normalizado. La paradoja del campo y la del estado de excepción son distintas. El campo permanece «fuera del ordenamiento normal» (ibid.: 169), pero al mismo tiempo constituye y contiene una «normalidad localizada», una ley excepcional, una ley que sólo rige en ese enclave gigantesco. Lo terrible de los campos de concentración nazis es que estaban organizados funcionalmente como máquinas letales. La razón administrativa, y su terrorífica eficiencia, define la lógica de este enclave puesto en marcha para asesinar masivamente. Los campos nazis no han sido ni la primera ni la más cruel máquina de matar en masa utilizada en una guerra civil, en un genocidio o en una expedición imperialista; sin embargo, nos pueden ayudar a comprender el mecanismo urbano-administrativo específico a través del cual «la excepción se torna normal». Cuando la excepción pierde su carácter de umbral y, por tanto, su carácter inherente que amenaza el proceso que ha de repetirse a sí mismo; cuando, en otras palabras, la excepción se convierte en la norma, pasa a ser también un enclave aislado. Para aquellos que están encerrados espaciotemporalmente en el enclave, sencillamente no existe la ley «externa». Para quienes permanecen fuera del enclave, este puede convertirse en una trampa potencialmente fatal (si adoptara la forma de campo de concen48

tración) o en una zona potencialmente protectora (en caso de que adopte la forma de zona aislada de privilegios). El campo de concentración podría representar el límite hacia el que evoluciona la ciudad siempre y cuando asumamos como característica de la vida urbana contemporánea el habitar en enclaves desconectados y cercados. De otro modo, el campo de concentración, entendido como una disposición modélica que define y confina a las personas exentas de derechos (la «nuda vida»), está acotado en una parte concreta de la historia, en la que de hecho cabría incluir los actuales centros de internamiento para inmigrantes «ilegales» (a los que se da trato de no ciudadanos). El modelo del campo de concentración nos permite necesariamente distinguir entre los dos niveles si vamos a recurrir a él como modelo analítico. Un enclave urbano es una zona claramente definida en la que se suspende parcialmente la ley general y se aplica una serie concreta de normas administrativas. La fuerza de la ley está presente en un enclave, como protocolo de uso. Todo enclave urbano parece una excepción desde fuera, es decir, si se experimenta desde el afuera. La excepción aparece en todos los mecanismos que regulan el acceso al enclave: donde no se aplican ni las leyes generales ni los derechos comunes. Quien entra en él deberá aceptar unas condiciones específicas de uso, unas obligaciones específicas y unas pautas de comportamiento. Es como si un archipiélago urbano compuesto de enclaves en los que la aplicación de medidas excepcionales definiera diferentes formas de suspensión de la ley reemplazara a la ciudad, considerada como localización uniforme de la ley soberana. El enclave urbano que se experimenta desde dentro, es decir, como un adentro, configura un mundo cerrado, un mundo entero de usos que está definido por unas normas que han sido creadas especialmente para sus habitantes. Así, por seguir con la comparación con el campo de concentración, se normaliza la excepción. Un enclave urbano suele constituir un sistema cuidadosamente planificado de unas relaciones humanas reguladas por una serie de protocolos de uso. Algunos adoptan la forma de directrices administrativas o funcionales, y constituyen en esen49

cia un sistema legal localizado que ocupa el lugar de la ley general que ha sido suspendida4. Los enclaves urbanos, en coherencia con lo anterior, no son meros lugares en los que no se aplican las leyes generales, sino lugares en los que unas normas concretas, que adoptan la forma de decretos funcionales, normalizan un estatus excepcional que se torna permanente. ¿Se alejan los enclaves de un ordenamiento urbano específico? En primer lugar, el ordenamiento urbano no ha dejado de ser un proyecto orientado hacia el gobierno de la ciudad contemporánea. Los actos en apoyo de políticas de tolerancia cero son ejemplos de ese proyecto que se basa en la reinstitución de la ley general para definir el estatus de la ciudadanía urbana. No obstante, lo interesante es que este proyecto se inspira en los protocolos de eficiencia para la regulación del uso de los enclaves. Así, la propia ciudad se fantasea desde el punto de vista administrativo como si fuera un enclave gigantesco. El ordenamiento también puede proyectarse como un sistema de obligaciones que delimitan, como una restricción de la libertad de quienes habitan enclaves privilegiados. La excepción puede tener buena acogida entre algunos habitantes al adoptar la forma de marca de su privilegio5. En términos generales, la construcción de ordenamientos tanto espaciales como legales siempre será un proceso abierto al antagonismo social. Lo cierto es que aparece como característica crucial de las actuales prácticas y lógica administrativas la aceptación de una condición dinámica del ordenamiento que se basa 4 Para Atkinson y Blandy las urbanizaciones cercadas se «caracterizan por basarse en acuerdos legales previos vinculantes para los residentes que acatan un código común de conducta y (por lo general) una responsabilidad colectiva en la gestión» (Atkinson y Blandy, 2005: 178; véase también Minton, 2009: 74-77). 5 The World es un «barco de crucero residencial», enclave último para los súper ricos (Atkinson y Blandy, 2009: 92-110). «Al quedar fuera del espacio público ya sea por medio de urbanizaciones cercadas o por otras formas de gobernanza segregada, se han creado lugares que están engarzados espacialmente en los confines estatales pero que quedan fuera del ámbito de las funciones del Estado en muchos aspectos» (ibid.: 108-109).

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en dos premisas: el orden localizado de enclaves urbanos-isla y el poder regulador de los puntos de control metastásicos, que simplemente imponen un orden parcial precario sobre el mar urbano que rodea dichos enclaves. Ciertamente, los centros de internamiento de refugiados e inmigrantes constituyen una especie de contención que marca «una crisis radical del concepto [de los derechos humanos]», como insiste en destacar Agamben (2000: 19). Pero quizá lo más importante sea el hecho de que el modelo del campo de concentración como enclave para la normalización de la excepción se extiende como una metástasis en todos los aspectos de la vida social. No hace falta ser un refugiado reducido a una vida desprotegida para recibir el trato de usuario confinado a un enclave. Se nos entrena para que aceptemos como legítimos protocolos de uso «específicos del lugar» sin que estén referidos a los derechos generales (o universales). Tendemos a considerar como normal el hecho de que la excepción se organice en términos espaciales para adoptar la forma de un ámbito en el que sólo se aplican leyes específicas. Tendemos a adaptarnos a la excepción sin tan siquiera considerar eso que vivimos como excepción. Así es como se normalizan las «zonas rojas»: los procedimientos de control de la rutina y las normas que limitan el acceso a los sitios tienden a caracterizar, por ejemplo, el acceso al centro de la ciudad o a zonas específicas que se protegen como si fueran potencialmente objetivos «terroristas» (sea lo que sea lo que significa esa palabra). Los puntos y sistemas de vigilancia de los comercios se han convertido en algo normal. También se han vuelto normales los cacheos, incluso en acontecimientos deportivos. El estado de excepción se generaliza en este sentido, y se convierte en norma, lo cual no quiere decir que vivamos en un estado de emergencia generalizado (aunque ello es una realidad para muchas personas como, por ejemplo, para los pueblos palestino e israelí). Más bien se trata de que se nos priva constantemente de una característica crucial del espacio urbano que es también característica fundamental de toda cultura legal: la capacidad y la oportunidad para poder establecer comparaciones y, derivadas de ellas, plantear controversias 51

o indagar en el modo en que se imponen los límites. Los umbrales pueden constituir al mismo tiempo experiencias urbanas espaciotemporales y zonas en las que se experimentan activamente determinadas indiferenciaciones tanto espaciales como jurídicopolíticas. Con el fin de investigar el potencial liberador de la experimentación y la conceptualización de los umbrales, habremos de asumir que los umbrales se cruzan constantemente. El mecanismo de la excepción (y no el estado) guarda un potencial de cambio que será más fácil de localizar si dotamos de dinamismo a la imagen del cruce de umbrales. Si el empleo que hace Agamben de la imagen del umbral sirve sólo para describir un estado, entonces la excepción sólo podrá entenderse como una trampa. En este caso, la excepción describe «un acto de paso que no puede completarse, una distinción que no podrá ni mantenerse ni eliminarse» (Norris [ed.], 2005: 4). Entender el estado de excepción como un mecanismo dinámico que sólo se transforma en el escenario de una inclusión exclusiva cuando se convierte en estático tiene una importancia crucial (Agamben, 1998: 177). En este contexto, la reflexión de Walter Benjamin con respecto a que «nuestra tarea consiste en provocar un auténtico estado de emergencia» (Benjamin, 1992: 248) adquiere un significado interesante. La frase de Benjamin, si no la entendemos como una apelación históricamente específica a la movilización antinazi, podría resumir esa tarea de creación de umbrales a lo largo de la historia. En esos umbrales, la conexión entre el pasado y el presente no es lineal. El presente es simplemente uno de los futuros posibles que puede contener el pasado. Nuestro descubrimiento de la esperanza albergada en el pasado nos concede la habilidad de situarnos frente a sus potenciales incumplidos. «Nuestra consciencia de la discontinuidad histórica es una característica definitoria de las clases revolucionarias en el momento de su acción» (Benjamin, 1980, I: 1236). Los umbrales se han creado a lo largo de la historia a partir de esta consciencia. Desde esta interpretación de los umbrales históricos, la excepción desencadena una alteración transformadora de la nor52

malidad. Así, la excepción puede tornarse condición espaciotemporal para el cambio, para la diferencia. En lugar de la secuencia cíclica de normalidad-excepción-vuelta a la normalidad propia del estado de emergencia, en la normalidad del estado de emergencia «real» de Benjamin la excepción que tiene visos de posibilidad sustituye a la normalidad. Así, la excepción destruye la normalidad en lugar de ser el mecanismo que la sustenta.

LAS ZONAS ROJAS COMO EXCEPCIONES NORMALIZADORAS Y LA «CIUDAD DE UMBRALES» Las zonas rojas parecen pertenecer a ese tipo de formas espaciales que poco tienen que ver con los ritmos que organizan el espacio público. No parece que su emergencia esté dictada por el compás de algún ritmo cíclico; tampoco su existencia en la ciudad moderna nos dice nada de carácter lineal. Las zonas rojas ejemplifican una concepción del tiempo que no se basa en la repetición –es decir, no es rítmica–, sino en la excepción. Las zonas rojas se erigen en casos excepcionales y representan el «estado de excepción». No obstante, las zonas rojas no son tan excepcionales como pudiera parecer. Más bien, constituyen casos «excepcionales» de toda una categoría de ritmos urbanos que tienden a definir las características de los espacios públicos urbanos de hoy. Las zonas rojas son sencillamente una versión extrema de los puestos de vigilancia ubicuos de la ciudad. Por ejemplo, con ocasión de un encuentro de líderes mundiales, la ciudad se divide entre zonas accesibles y zonas prohibidas. La nueva «ciudad prohibida», un enclave «temporalmente» marcado por verjas, muros, cámaras de vigilancia, barricadas policiales, focos, helicópteros y demás se está convirtiendo en la imagen publicitaria de una utópica seguridad total. Se inscribe sobre el cuerpo de la ciudad la marca de un nuevo proyecto de subordinación. Sobre todo porque la ciudad se está volviendo cada vez más ingobernable. Los conflictos urbanos estallan en las principales ciudades y la policía asume el rol de «ejército de interior». Esta situación se 53

Fig. 2. Zona roja alrededor de la embajada de Francia (Túnez, 2013).

producía anteriormente en ciudades como Beirut, Jerusalén, Belfast, Los Ángeles, París o Río, pero hoy los conflictos y disturbios, la violencia urbana y los enfrentamientos raciales se producen en todas partes. Como dice Agamben (2001), las autoridades modernas tienden a adoptar el modelo de ciudad medieval infectada por la peste. De acuerdo con este, se erigían zonas de progresivo control que dejaban a merced de la epidemia algunas partes de la ciudad mientras se protegía otros enclaves para los ricos. En 2001 Génova, con su zona roja prototípica, emulaba una «ciudad infectada». El nuevo orden mundial, tan utópico como de pesadilla, se basa en la existencia de zonas diversas de control, en las que los puestos de vigilancia pretenden introducir los ritmos globalizadores del neoliberalismo. Se pone a prueba la utopía de la gobernanza absoluta a distintas escalas tanto en ciudades como en continentes. Por último, se diseña la emergencia de un globo estratégicamente dividido. Las zonas rojas son construcciones temporales que pretenden obtener resultados permanentes. De la misma forma que la 54

«amenaza terrorista» (término diseñado para abarcar indiscriminadamente cualquier amenaza al estatus del nuevo orden) se renueva constantemente, la excepción se convierte en norma, y la emergencia se vuelve canónica. Las zonas rojas parecen excepcionales si se las compara con el ritmo urbano cotidiano, pero en realidad inauguran nuevos ritmos urbanos ante un nuevo orden metropolitano muy mitificado. Así, la excepción se convierte en un modelo de repetición. Jon Coaffee ha mostrado de forma reveladora cómo el centro económico de Londres, la City, se ha convertido en un enclave enorme al que define como un «anillo de acero» urbano (Coaffee, 2004: 276-296). Las policías urbanas «antiterroristas» han pasado de ser una reacción acotada en el tiempo ante las amenazas y atentados del IRA (provisional) a convertirse en medidas con carácter permanente a partir del 11-S. La City se ha convertido paulatinamente en una zona «que se excluye a sí misma del resto del centro de Londres por medio de estrategias de delimitación territorial, vigilancia y fortificación» (ibid.: 294)6. Las zonas rojas son una puesta en escena de la amenaza como excepción recurrente. Lo que expresan ceremoniosamente es la demonización de la alteridad, como los ritos profilácticos que comentábamos. La mera existencia de zonas rojas sirve para definir como extranjero a los otros que violan las normas, convertidos en potenciales o reales intrusos a los que se impide el paso a la «ciudad prohibida». Se espera de la ciudadanía obediente de las leyes que acate las medidas y consienta la supresión de su «derecho a la ciudad». Se le pide que participe en la purificación ritualizada, en la exorcización del mal que, como en cualquier otro ritual, aparece representado como antinatural y allende la ciudad. Las zonas rojas describen ceremonialmente a la nueva ciudadanía: como la cajera del supermercado (un puesto de control

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En Nueva York, sobre todo a partir del 11-S, se ha producido un «enclavismo» securitario análogo. Las zonas de seguridad definen tanto lo público como los edificios privados de las corporaciones de una forma que resulta destructiva del espacio público (véase, por ejemplo, Nemeth y Hollander, 2010).

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en sí mismo) define al cliente, los puestos de facturación del aeropuerto definen al viajero y el control policial autoriza el paso al conductor identificado o al inmigrante legal, así sirven dichas zonas rojas para caracterizar a una nueva ciudadanía siempre dispuesta a dejar a un lado sus derechos a cambio de una sensación de seguridad y a aceptar el estado de emergencia permanente. El muro que ha erigido el Gobierno israelí en Palestina7 no es más que un caso extremo de una zona roja que se concreta en un estado de emergencia permanente, que circunscribe los límites de la vida social de los nuevos ciudadanos con una serie de puestos de control. Las zonas rojas se presentan ante los medios como un espectáculo coherente que alaba el estado de emergencia como hecho tan justificado como eficaz8. Este despliegue de control absoluto se contrapone con la imagen del poder que crea la mitología neoliberal. La imagen del líder que pasea en un coche descapotable y que le da la mano a la gente corriente ha llegado a su fin. Los políticos de hoy se exhiben fundamentalmente a través de los medios en pose benévola y humana a la par que decidida. Las imágenes que se reproducen ceremonialmente en las zonas rojas son las de la exclusión y la distinción, que realzan la figuran de un poder cuasi feudal y paternalista que promete la seguridad por encima de todo. Todas las edificaciones de control, totalmente desproporcionadas que

7 El muro de Israel es en efecto una medida de seguridad «temporal» que tiene visos de permanencia. «Los territorios ocupados están atrapados en un bucle temporal en el cual la temporalidad se torna un estado permanente y la excepción se convierte en norma, en el cual no se fija ninguna realidad, no están claras las reglas, y ninguna definición legal es estable» (Weizman, 2005: 241). 8 Para Kurt Iveson (que recurre al ejemplo de la zona roja creada en Sidney en septiembre de 2007 durante el encuentro de los líderes de la APEC, el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico) «las medidas físicas reguladoras…, lejos de permanecer en secreto…, se difundían eternamente a través de una amplia gama de intervenciones de los medios» (Iveson, 2009: 243). Los opositores también utilizaron los medios para sus propios fines, para interrumpir, poner en evidencia y combatir las zonas rojas: así «combinaron las acciones en la calle con la acción en la pantalla» (ibid.).

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sólo serían funcionales en caso de guerra civil, constituyen una nueva fortaleza, un castillo para las elites gobernantes. No obstante, este castillo mediatizado no es más que un caso extremo de enclave protegido en una ciudad compartimentada (Davis, 1992: 221-260). El movimiento antiglobalización ha logrado, mediante su desafío a la aceptación de las zonas rojas, revelar un uso pedagógico de las mismas, el de definir las características de los residentes-ciudadanos. Se sigue poniendo de manifiesto activamente su papel en la configuración de un modelo emergente de gobierno. Las prácticas del movimiento muestran explícitamente cómo se ha producido la transformación de un espacio público en una serie de enclaves controlados que culmina en el mediatizado Castillo de los Líderes Mundiales. Tomamos prestado el término de Edward P. Thompson de «contrateatro» (Thompson, 1993: 57 y 67) para los actos simbólicos de desobediencia civil frente a las zonas rojas. En ocasiones, los manifestantes evidencian, a través de la dramatización teatral de un choque controlado, que las zonas rojas marcan líneas divisorias dentro de la sociedad y no entre la sociedad y un enemigo externo y despiadado. Así, rechazan desempeñar el papel de plaga en una ciudad esterilizada y desenmascaran el aparente rito profiláctico y modernizado que no es más que la metástasis de los ritos de iniciación discriminatorios que aparecen, bajo la etiqueta de «ciudadanía», en la mayor parte de las sociedades.

LA CIUDADANÍA ANTE LA POLÍTICA DEL CERCO Las identidades de los moradores de la ciudad contemporáneos están encuadradas y, a la vez, encuadran. Sus bordes están cuidadosamente definidos y corresponden al perímetro que define los enclaves espaciales y temporales en los que se produce su performatividad. Los puestos de control no sólo agudizan la discriminación que acompaña al perímetro espaciotemporal, sino que además ponen a prueba las identidades urbanas mediante su recurrente performatividad, que demuestra constan57

temente su eficacia a la hora de definir a unos ciudadanos y ciudadanas identificables. Impugnar las identidades contemporáneas significaría, por tanto, impugnar su performatividad reiterativa representada en enclaves que encuadran. Para que se produjera una cultura pública diferente, basada en identidades mutuamente conscientes y abiertas, habrían de producirse otras experiencias espaciales distintas. El espacio público tendría que transformarse y dejar de componerse de una serie de enclaves, indiferentes unos de otros, a una red de zonas conectadas. Una membrana permeable y no un marco tendría que ser el elemento que indicara el perímetro de estas zonas. Las relaciones espaciales y temporales entendidas como necesariamente formadoras de unas identidades interdependientes estarían garantizadas por unos pasajes que actuarían como conectores y no por puntos de control discriminadores. La liminalidad, la experiencia de ocupar temporalmente un territorio intermedio, nos ofrece la imagen alternativa de una espacialidad de emancipación. La creación de espacios intermedios puede suponer crear espacios de encuentro entre identidades en lugar de espacios que corresponden a identidades específicas. El acto de reconocer la existencia de la división con el único fin de superarla, pero sin pretender acabar con ella, puede llegar a ser emblemática de una actitud que concede a identidades distintas la base para negociar y alcanzar interdependencia. La emancipación puede concebirse entonces no como el establecimiento de una nueva identidad colectiva sino como el establecimiento de los medios para que se produzca la negociación entre identidades emergentes. Podemos tomar prestado de Van Gennep como aportación reveladora que las sociedades tienen que instruir y guiar a sus gentes cuando cambian de estatus social mediante acontecimientos que tienen una importancia crucial para su vida social, como explica en su estudio seminal sobre «los ritos de paso» (Van Gennep, 1960). El nacimiento, el matrimonio, la muerte de un familiar, la llegada de la vejez, pasar a formar parte de una comunidad profesional, el servicio militar, adquirir la ciudadanía, convertirse en guerrero, etc., todos estos acontecimientos 58

producen transformaciones específicas de la identidad. Estas transformaciones son cruciales en el ámbito de la reproducción social y han de combinarse con pruebas de acceso y con la inculcación de conocimientos específicos en quienes están destinados a cambiar. Así, las sociedades idean formas de regulación de esas transformaciones y se aseguran de que los procesos se repitan sin que se vea amenazada la cohesión social. A partir de la teoría de Van Gennep, Victor Turner se ha centrado precisamente en esta amenaza concreta: pudiera parecer que los procesos de transformación ya contuvieran la semilla de la discrepancia, de la divergencia. La gente que experimenta cambios relacionados con la transformación de su identidad social, las personas que se ven en la situación de pasar por un periodo intermedio, en el que se los prepara para asumir sus nuevas obligaciones sociales, probablemente sean capaces de descubrir formas de desafiar las identidades dominantes. En particular, cuando se inicia el proceso de abandono de las identidades anteriores, que a menudo se expresa a través de la creación de una comunidad intermedia de iguales carentes de características diferenciadoras (communitas en términos de Turner; véase Turner, 1977: 169-170), aparece un atisbo amenazador de transgresión colectiva de la norma. Durante la experiencia de la communitas los sujetos perciben que el poder no sólo puede imponer identidades sociales sino que también puede suspenderlas. Sus derechos y obligaciones sociales quedan suspendidos, porque podrían revelar una conciencia amenazadora: las identidades se construyen y la gente puede comunicarse y actuar conjuntamente prescindiendo de ellas, o explorando otras distintas. Las identidades emergentes son identidades que necesitan ser aprendidas; por eso con frecuencia la iniciación por medio de ritos de paso se produce por medio de suplantaciones y disfraces9. El ensayo de identidades es un procedimiento estrictamente normativizado de acuerdo con los rituales correspondientes. Pero las personas adquieren inevitablemente habilidades sociales muy relevantes: son capaces de 9 En concreto, Turner (1977: 95) escribe sobre «entidades liminales», «personas umbral» o «personae liminales».

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convertirse en otro, ponerse en el lugar de otro. Aquí reside el poder de habitar umbrales, intermedios espaciotemporales. La posibilidad de experimentar un cambio de identidad, de ensayar, probar, constatar y visitar la alteridad significa adquirir potencialmente capacidad de negociación con la alteridad. Para Turner (1982: 27), estas incursiones iniciadoras en la alteridad ponen en evidencia de un modo revelador los hábitos aprendidos y podrán abrir las identidades a cambios imprevistos. El reconocimiento, la apertura, la creación y el acto de habitar los umbrales pueden tornarse características importantes de las espacialidades emancipatorias emergentes. Las ocasiones de encuentro con la alteridad, capaces de activar las comparaciones, las negociaciones y las transformaciones ingeniosas son necesarias para todo intento de superación de las taxonomías y valores existentes. A lo largo de este libro exploraremos la idea de una ciudad de umbrales. Defenderemos que el término nos permite describir un proceso variopinto de creación espaciotemporal a partir de la cual pueden surgir experiencias emancipatorias. ¿Es posible reconocer algún atisbo de tales procesos en las actuales movilizaciones y reivindicaciones? ¿Hallaremos el potencial y las características reales de los movimientos urbanos que pudieran fundamentar este enfoque? Las experiencias fragmentadas y ambiguas de protesta contra el creciente cercamiento y control de los espacios públicos de Atenas pueden ofrecernos la oportunidad de responder a estos interrogantes. Las autoridades municipales y el Gobierno se esfuerzan en probar que Atenas es un lugar seguro tanto para sus habitantes como para los turistas, algo que se puso especialmente de manifiesto durante los preparativos para los Juegos Olímpicos de 2004. Los parques públicos de la ciudad, supuestamente «incontrolables», se cercaron con vallas altas y se controlaba el acceso a ellos a través de puertas que se cerraban durante la noche, iniciativas que constituían una versión local de la manía securitaria internacional10. En el caso del acantilado Filopapou, lugar en el 10

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Véase Samatas (2007).

que se hallan algunas importantes ruinas, la iniciativa se disfrazó de esfuerzo por protegerlas. Sin embargo, las verjas constituían fundamentalmente un cerco que ponía precio de entrada a lo que antes era un espacio público abierto. Pedion tou Areos, un parque en el centro de Atenas, se describía como un lugar peligroso el cual era preciso controlar, cuando era en realidad un lugar con una vida pública rica y variada. La presencia de la policía conllevó la estigmatización y expulsión de minorías como inmigrantes pobres u homosexuales de la zona. Muchos habitantes de Filopapou y Pedion tou Areos se manifestaron contra la política de cercamiento. En numerosos casos, la gente se concentró a las puertas de los parques y destruyó colectivamente las nuevas estructuras erigidas con ese fin. Personas de distinta procedencia social y cultural se unieron contra la transformación de los espacios públicos en enclaves controlados y discriminatorios, mediante actos de desobediencia civil urbana. También se negaron a aceptar la privatización de algunas zonas de esos espacios públicos (un centro de entrenamiento de atletismo que crecía arbitrariamente en Pedion tou Areos, o amplias zonas de Filopapou que habían sido colonizadas por restaurantes y cafeterías). Lo interesante de esas movilizaciones no era sólo el hecho de que fueran impredecibles esos actos de demolición de las verjas, sino la diversidad de personas que participaban en ellos. No había ningún partido detrás de esas demandas o de esos actos; se organizaron asambleas vecinales sin apoyo formal ni institucionalizado. En Filopapou algunos de los vecinos tomaron la iniciativa de convocar una reunión a la que acudieron 500 personas y en tres ocasiones (3 de noviembre de 2002, 10 de marzo de 2003 y 12 de septiembre de 2003) la asamblea votó colectivamente tirar la verja, y así fue. Con el tiempo, distintos grupos que se organizaron de forma muy similar conformaron una red para coordinar sus esfuerzos. Estos actos representan la organización espontánea de un movimiento urbano contra la intervención gubernamental en el barrio. Se trata de un movimiento urbano capaz verdaderamente de «plantear reivindicaciones urbanas que se enfrentan a las políticas y prácticas existentes» (Pickvance, 1995: 198). No obstan61

te, las demandas no se limitan a un enclave concreto en el espacio público del barrio, sino que su objetivo es que se garantice el uso público de espacios similares por toda la ciudad y sin restricciones. La declaración del Comité Popular para la Protección de Pedion tou Areos decía: «Queremos que el parque sea un espacio público gratuito y accesible a todos los atenienses, práctico, seguro y hermoso». Estas movilizaciones se oponen explícitamente al modelo de espacio público orientado al turismo que ya ha conseguido expulsar por distintos medios a los vecinos de los barrios gentrificados en torno al centro de la ciudad, como Plaka y Psiri. Estos movimientos, en vez de contribuir a demandas locales de seguridad, vigilancia policial y a la homogeneización social, son creadores, conscientemente o no, de umbrales de encuentro en el espacio público. Su organización refleja una forma de coexistencia pública de identidades diferenciadas que buscan el reconocimiento mutuo. Sus actos parecen también desafiar el efecto de encuadramiento que tienen las construcciones espaciales a las que se enfrentan, y defienden el carácter esencialmente poroso del perímetro de estos espacios.

DE LA CIUDAD DE ENCLAVES A LA CIUDAD DE UMBRALES ¿Cabe considerar estos movimientos contra las vallas como parte de una iniciativa diversa y en ocasiones contradictoria y dispersa de oposición a la acotación del espacio urbano? Las medidas tomadas durante la presidencia griega del Consejo de la Unión Europea, o durante los Juegos Olímpicos de 2004, que adoptaron la forma de estado de emergencia impuesto son una continuación hasta sus últimas consecuencias de las políticas de cercamiento y control del espacio público. El centro de la ciudad de Atenas se está convirtiendo en una zona muy vigilada en la que las verjas que inicialmente se instalaron de modo temporal han pasado a ser permanentes en muchos casos, y los controles policiales siguen multiplicándose. 62

Figs. 3 y 4. Enclaves adyacentes de los pobres y de los ricos (favela Paraisópolis, São Paulo; favela Rocinha, Río de Janeiro).

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Figs. 5 y 6. Enclaves de los pobres marginados (Korogotcho, Nairobi).

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Las zonas rojas temporales constituyen una forma de rechazar un espacio público acotado y siempre vigilado. Los bloques multicolores de jóvenes activistas de los movimientos «antiglobalización» expresan activamente que el espacio público debería ser el lugar en el que se produce la comunicación, el encuentro, el intercambio de ideas, de anhelos y acciones entre distintas identidades. En las ocasiones en las que toda esa diversidad de personas ocupa el espacio público y se organizan en él, emerge una potencial ciudad de umbrales. Estos grupos crean tanto simbólicamente como en la práctica un espacio público poroso, abierto a todos en las calles y plazas de la ciudad. Si en la construcción temporal-permanente de zonas rojas se está poniendo a prueba una nueva forma de gobernanza, se pone a prueba espontáneamente una nueva forma de cultura emancipadora en el espacio público. En las prácticas migratorias y efímeras de los movimientos sociales orientadas explícita o implícitamente a las reivindicaciones urbanas, la performatividad de esta cultura pública es ambigua. Cuanto más se extiendan estas acciones de protesta urbana, más posibilidades habrá de que se produzcan pasajes, como umbrales públicos, que sustituyan a la metástasis de los puestos de control. Y quizá, en lugar de unos enclaves urbanos totalmente seguros «utópicamente burgueses» (Davis, 1992) –o de la fantasía de unos guetos fortaleza capaces de otorgar identidad y que habrán de ser defendidos del resto de la ciudad–, podemos ver cómo emergen las heterotopías de los espacios públicos porosos. Una ciudad abierta es una ciudad de umbrales (Stavrides, 2002; 2007). Hacer frente a las mitologías del terror y de la seguridad que hoy prevalecen puede suponer, en último término, oponerse a la ciudad compartimentada como representación y lugar de un nuevo orden globalizado. En el proceso de oposición ante un espacio público atrincherado, pueden llegar a emerger nuevas experiencias espaciales. Se pueden crear pasajes en lugar de puestos de control. Una ciudad de umbrales puede llegar a ser una ciudad en la que el espacio público funcione como una red de espacios intermedios, de umbrales metropolitanos propicios para la performatividad de unas identidades colectivas distintas e inter65

dependientes en reconocimiento mutuo. Las acciones de desobediencia civil metropolitana pueden tornar temporalmente los umbrales urbanos en lugares para la alteridad, de modo que se contrapongan a las identidades urbanas normalizadoras que las zonas rojas imponen ritualmente. Quizá, en el renovado proyecto de la emancipación social, tenga cabida la sustitución de los ritmos que imponen los puestos de control por los ritmos propios de los puntos de inflexión, en esos umbrales en los que puede emerger un nuevo concepto del tiempo. Walter Benjamin describe esta época como «mesiánica», una época marcada por una ruptura crucial del tiempo social. Como veremos en el capítulo III, el concepto de tiempo de Benjamin se basa en la experiencia espaciotemporal de los umbrales. Su estudio de los umbrales urbanos podría integrar una posible investigación sobre las potencialidades liberadoras de la espacialidad de umbrales. ¿Cabe entonces, en este contexto, imaginar una nueva consciencia del tiempo social que emergiera a medida que las identidades colectivas múltiples y polirrítmicas crean los espacios de sus encuentros?

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CAPÍTULO II La invención de ritmos, habitar la excepción

RITMOS HABITADOS El orden urbano en las grandes ciudades contemporáneas parece estar caracterizado por unos ritmos dominantes y por excepciones a estos localizadas. La discontinuidad espacial no desemboca en el caos ni en la posibilidad de que se produzcan disposiciones espaciales impredecibles sino que, por el contrario, constituye un orden espacial distinto de las ciudades, que tienden a adoptar forma de archipiélago urbano. No obstante, ¿puede ese carácter rítmico caracterizar formas de vida en común que diverjan de los hábitos dominantes? La excepcionalidad de determinados espacios ¿puede generar oportunidades para que surjan prácticas del habitar alternativas o disidentes? Cuando Walter Ruttmann estrenó Berlín, sinfonía de una ciudad en 1927, de acuerdo con el modelo modernista de «obra de arte total», dicha película encajaba en la definición de una sinfonía cinemática compuesta por los ritmos de la ciudad. En ella representaba la repetición de distintos movimientos mecánicos y humanos como elementos de una estructura secuencial característica de la vida urbana cotidiana. La película pretendía captar la reiteración de determinadas prácticas de la vida cotidiana berlinesa durante el periodo de entreguerras. Desde primera hora de la mañana, al llegar el tren a la estación central, y hasta el final de la tarde, la ciudad se asemeja a una enorme maquinaria en la que cada pieza mantiene su propia cadencia característica. Ruttmann introduce en su película una perspectiva documental específica. Al destacar el sincronismo del movimiento, no sólo está interpretando la ciudad como una estructura espaciotemporal bien ordenada, sino que también pretende criticar 67

determinados aspectos del comportamiento de las masas: establece una comparación directa con el comportamiento animal en determinados casos, cuando el comportamiento de las masas se asemeja al de un rebaño que actúa por instinto (tan pasivo como en el caso de las vacas o las ovejas, tan agresivo como una jauría de perros). Todo ritmo urbano observable, ya sea mecánico u orgánico, lleno de vitalidad o pasivo, creativo o destructivo, tiene su función en la síntesis dominante: la sinfonía de la ciudad, la ciudad como sinfonía. No obstante, a pesar de ello, en la obra de Ruttmann hay notas disonantes que asoman en el continuum de la sinfonía. El suicidio de una joven interrumpe el flujo del tráfico. Se trata de una película muda, que permite al espectador imaginar la interrupción de determinados sonidos, o la irrupción de otros –un llanto, una conmoción, un popurrí inesperado de voces disparatadas, un aislado chapoteo en el río, en el lugar en el que encuentra la muerte la desdichada joven–. Así, se produce una alteridad temporal de la maquinaria interna de la repetición que define y describe los ritmos de una gran ciudad. ¿Se trata de un acontecimiento? ¿Acaso esta interpretación sinfónica inestable de la ciudad es indicativa de la práctica diaria? ¿Acaso creamos nosotros mismos ese sentimiento reconfortante que provoca la repetición, y que reduce lo desconocido a lo ya conocido y experimentado? Proyectamos la noción de continuidad en nuestra experiencia del tiempo, para reforzar la certeza implícita en la sucesión de momentos en el tiempo (Bachelard, 2000: 19). Sin embargo, en realidad la sucesión no es más que mera irregularidad, discontinuidad. Proyectamos retroactivamente la continuidad hacia el pasado, a través de nuestros recuerdos; una sucesión lógica y fluida (ibid.: 28-29). El ritmo es una duración en la cual la discontinuidad de las secuencias subordinadas se incorpora a una secuencia predecible. El ritmo implica una continuidad generada por la discontinuidad, que torna comparables a las partes de la secuencia. Así, podría parecer que hay una continuidad y una uniformidad en la vida, pero, cuando se trata de las transformaciones elementales, la vida se asemeja al trajín de las olas. 68

Es interesante, por ejemplo, cómo la primera secuencia de Berlín «compara» el ritmo natural de las olas con los ritmos mecánicos que caracterizan al traqueteo de un tren que llega a la ciudad. Como muestra Michael Cowan (2007), en los debates de los años veinte sobre la importancia de los ritmos naturales la imagen de la olas ocupaba un papel central: estaban quienes apostaban por recuperar un ritmo orgánico (frente a las experiencias dominantes alienantes propias de los ritmos artificiales «mecánicos») y recurrían a la imagen del «ondulante fluir de las olas» para describir los ritmos naturales estructurados en una continuidad fluida (ibid.: 231). El ritmo, entendido como ondulación, es un elemento formativo de la experiencia. Tiene un impacto sobre la forma en la que los sentidos moldean su relación con el mundo material. El ritmo conduce el oído, el tacto y la vista. El carácter rítmico de una respiración conduce al sentido del olfato, como el ritmo al que tragamos afecta a nuestro sentido del gusto. No obstante, el ritmo no se identifica simplemente con la repetición, sino con una experiencia específica de la repetición que es socialmente significativa. Para Lefebvre «los ritmos implican repeticiones y pueden definirse como movimientos y diferencias dentro de la repetición» (Lefebvre, 2004: 90). Cabría entender dicha interpretación como una forma esquemática de aludir a la relación entre el ritmo y el tiempo. La idea que subyace es que podría representarse esta relación en términos espaciales. El movimiento combina puntos en el espacio con puntos en el tiempo. Cualquier secuencia de movimiento se basa en el hecho de que ambos puntos del espacio y del tiempo son discretos, distintos. Cuando nosotros, como humanos, atribuimos a un movimiento un carácter repetitivo, estamos atribuyendo la similitud entre unos puntos que son distintos (entendidos como unidades espaciotemporales, happenings). No obstante, los seguimos experimentando como discretos. Claramente, sea lo que sea aquello que nos parece que siempre acaba sucediendo «otra vez», de hecho está sucediendo inevitable y necesariamente, tan sólo una vez. La repetición como diagnóstico socialmente dotado de sen69

tido describe una condición inherentemente imposible. Sin embargo, ese diagnóstico de la repetición representa, en su imposibilidad, un esfuerzo humano que tiene una relevancia crucial: el esfuerzo por entender el presente y predecir el futuro –porque lo único que realmente sabemos, aunque tímidamente, es aquello que en efecto ya ha sucedido–. El ritmo, a pesar de la sensación que conlleva de similitud entre lo que precede y lo que sigue, se basa en la distinción entre esas dos cosas, una distinción relativa a las diferentes posiciones en el tiempo y en el espacio1. Al reconocer el ritmo como un medio activo para entender la repetición, Lefebvre destaca la dialéctica entre la mismidad y la alteridad. En el caso de los seres humanos, la memoria es lo que nos permite reconocer el carácter rítmico de las cosas. No es que la memoria desempeñe un papel concreto en los límites extremos del ritmo lineal, mecánico, porque «la repetición mecánica funciona mediante la reproducción del instante que la precede» (ibid.: 79). No obstante, cuando el ritmo conecta periodos de tiempo diferenciados, la memoria es esencial a la hora de retener esa sensación de repetición. En el caso de los ritmos cíclicos, la memoria establece la comparación con lo que ha transcurrido, lo que le permite identificar la completitud de un periodo y, por tanto, identificar su periodicidad. Esta capacidad de identificar mediante la comparación es en esencia la capacidad de conceder un carácter diferente a esa fuerza impulsora de la repetición. Ese poder de la memoria permite al ritmo formar parte del proceso de creación, en lugar de impedirlo. El carácter rítmico de un sonido puede en efecto generar una sensación de orden temporal. De la misma forma, el aspecto rítmico de una textura puede definir la organización espacial, por ejemplo, en el caso de los adornos de un suelo. Sin embargo, si el ritmo percibido no se 1 En este contexto, nos puede resultar muy útil el concepto de Bachelard de «devenir cuántico» [devenir quantique]: «El devenir cualitativo es claramente un devenir cuántico. Debe transitar por un proceso dialéctico para ir de sí hasta sí mismo pasando por lo otro» (Bachelard, 2000: 102) [«Le devenir qualitatif est très naturellement un devenir quantique. Il doit traverser une dialectique, aller du même au même en passant par l’autre» (1950: 91)].

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define de forma lineal, si el reconocimiento de la naturaleza periódica de un estímulo está ya cargada de un significado preconcebido, seremos capaces de descubrir o incluso de inventar los ritmos en el proceso de experimentación y reconocimiento de las repeticiones dotadas de sentido. No nos limitamos a seguir una serie de instrucciones rítmicas; más bien, estamos en constante necesidad de encontrar ritmos que nos permitan apreciar el significado y la forma del espacio-tiempo social. He aquí la paradoja del sentido social del ritmo: incita pautas de comportamiento colectivo a la vez que moldea hábitos individualizantes específicos. Repito el modo en que me enciendo un cigarrillo, la forma en que pestañeo cuando te miro, como suspiro o como me río. Es una repetición gestual. La relación de los niños con el espacio revela quizá en esencia la forma en que el ritmo da forma a nuestra experiencia individual. Los niños no se cansan de las repeticiones de los sonidos, las muecas y las historias que se repiten. Pero cada repetición es de por sí una variación, un descubrimiento. ¿Podemos dejarnos atrapar por la repetición de algo como les pasa a los niños? ¿Puede sorprendernos la repetición de algo, como si fuera un nuevo lapso de la vida? Walter Benjamin quiso captar de nuevo esa capacidad infantil de ver la ciudad como si se tratara de un nuevo lugar cada vez, de redescubrirlo mediante la invención temporal de mundos en sus juegos (Benjamin, 1985a: 315 y 52). ¿Nos puede ofrecer el ritmo nuevas oportunidades para que podemos volver a ver, a sentir, a pensar sobre algo que hemos visto, sentido o pensado? Entonces, quizá podamos reconocer el carácter rítmico de la diferenciación más que el de la repetición (Deleuze y Guattari, 2004: 346). Si nuestra ciudad, nuestra casa, los espacios que habitamos no sólo existen sin más, sino que son diferentes cada vez que forman parte de nuestra experiencia, entonces la vida cotidiana puede convertirse en un lugar potencial para la emergencia de creatividad. Mediante la comparación se establecen relaciones que pretenden confirmar esa repetición, pero también relaciones que pueden pretender que se produzcan nuevas repeticiones en lugar de otras. ¿Hasta qué punto se extiende el ciclo de la repeti71

ción? ¿Quién define sus límites? ¿Hasta qué punto puede la regularidad introducir un elemento de diferenciación que sirve para destacar ese ínterin en el que no estamos seguros del momento en que se cierra el ciclo? Y, una vez que sabemos que el ciclo se ha cerrado, ¿qué elementos volverán a repetirse? Si somos capaces de imaginar la potencialidad como condición propicia para la irrupción de hábitos establecidos, es porque pretendemos desbaratar determinadas expectativas relativas a la repetición, no porque rechacemos toda expectativa de repetición. Quizá la potencialidad sólo exista como expectativa de un ritmo posible, cuya naturaleza periódica aún no es evidente. Quizá determinadas acciones o acontecimientos sean experimentados mediante la anticipación, o la esperanza, de su repetición. Así es como manejamos nuestra relación con la alteridad. No somos capaces de concebir ni sentir la alteridad absoluta ni la novedad absoluta. Sin embargo, podemos recrear verdaderamente nuestro mundo reconociendo con inventiva sus múltiples periodicidades. ¿Pretendía Ruttman hacer un documental sobre el Berlín de entreguerras? ¿O acaso con su observación de los ritmos de la ciudad pretendía reconstruir una realidad urbana más profunda, casi acorde con el proyecto rítmico-analítico de Lefebvre? Con respecto a la película, Siegfried Kracauer cree que el montaje de Ruttmann limita el contraste entre los ritmos naturales y mecánicos al convertirlos en una serie de correspondencias formales y estructurales vacías de todo valor significativo o revelador (Kracauer, 2004: 184-185). David Macrae, sin embargo, plantea un argumento convincente según el cual lo que opera verdaderamente en la película es el poder inherentemente fílmico de descubrir y leer la realidad. Así, los «ritmos… revelan sus propias realidades profundas» a medida que dan forma a los «procesos activos en la extensa y variada vida de Berlín, y de las vidas que la habitan» (Macrae, 2003: 269). En efecto, este puede ser un posible mecanismo mediante el cual el arte de hacer películas puede ser el sustento para una consciencia renovada de la dimensión creativa que aporta una interpretación de los ritmos urbanos. 72

COSTUMBRES, EL HABITAR Y LA ALTERIDAD El acto de habitar parece reafirmar constantemente una cierta familiaridad con el mundo circundante. Al reconocer un lugar como habitable, en el sentido más amplio de la palabra, estamos considerándolo como un lugar apropiado para las costumbres. Por lo tanto, se considera el lugar como algo cuya forma es relativamente estable o cuyos cambios son predecibles y controlables. El acto de habitar en efecto tiene que ver con la costumbre. Una cierta recurrencia de las prácticas y una permanencia característica de las relaciones espaciales parecen constituir aquello que podemos denominar un espacio habitado. El habitar parece puro ritmo. No obstante, ¿y si las prácticas de habitar son prácticas de apropiación en constante confrontación con todo aquello que escapa permanentemente a la predicción, con los aspectos espaciales y temporales de la alteridad? ¿Y si las prácticas habituales son en realidad prácticas de acomodación a una alteridad recurrentemente emergente? La costumbre parece domar el futuro, pero ¿es así? ¿Cabe esperar que aquello que conocemos y con lo que estamos familiarizados siga ahí mañana? Nuestra educación social no se basa sólo en el establecimiento de costumbres. La reproducción social habría sido más bien imposible si tuviéramos que limitarnos a aprender y obedecer las leyes. Lo que debe garantizar nuestra educación es que actuemos en distintas situaciones de acuerdo con pautas reconocibles. La alteridad es, por tanto, un elemento constitutivo del proceso de formación de la conducta. Entonces, ¿podríamos quizá decir que habitar no consiste únicamente en establecer costumbres, como sugiere etimológicamente la palabra, sino que es también el alojamiento2 de lo que escapa a la costumbre? El alojamiento es, al fin al cabo, una palabra que utilizamos para lugares de residencia. El acto de residir implica un compromiso, de asentamiento y de establecimiento de un acuerdo; un acto que resulta de una negociación a la vez que establece las bases para futuras negociaciones. 2

En el original, accommodation: «alojamiento, hospedaje». [N. de la T.]

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La memoria parece ser un prerrequisito del habitar que, entendido como inherentemente dependiente del tiempo, como un proceso más que como una serie de costumbres, dota a la memoria de algo más que un mero repertorio de actos prototípicos y sujetos a repetición. La capacidad de adaptación a diversas circunstancias puede suponer además contar con la capacidad de establecer comparaciones entre ellas. En muy raras ocasiones las similitudes indican por sí mismas posibles vías de acción. Más bien son las analogías que se establecen entre las distintas circunstancias las que generan prácticas diversas y que adquieren formas reconocibles. Nuestra capacidad, socialmente inculcada, de manejarnos con la alteridad depende de las llamadas «transferencias de esquemas» de una parte de nuestra experiencia social a otra. Según Pierre Bourdieu, «el habitus, entendido como un sistema de disposiciones duraderas, que pueden trasponerse», sustenta una vasta variedad de actos diferentes mediante «transferencias analógicas de esquemas que permiten solucionar problemas conformados de forma similar» (Bourdieu, 1977: 83). La memoria ofrece esos esquemas más que unos moldes prefabricados que permitan clasificar con categorías rígidas la realidad social. La memoria, así, aporta prácticas relativas al habitar a través de formas de acción, repertorios de tácticas posibles que se actualizan para lidiar con circunstancias diferenciadas. La memoria desarrolla los mecanismos para que se formen los hábitos y da lugar a la trasposición por analogía en diferentes contextos sociales. Una situación de catástrofe o una guerra provoca una perturbación decisiva y demoledora del curso de las costumbres. Dicha perturbación va unida a una suspensión del tiempo en el habitar. Esa experiencia provoca en nosotros la consciencia de una ruptura, de una interrupción, a la par que incertidumbre con respecto al futuro. En esta situación pudiera parece que prevalece la experiencia de la alteridad. Tales situaciones generan un enorme desconcierto en la memoria. A menudo, los esquemas disponibles tienden a quedar paralizados ante unas condiciones que se perciben como com74

pletamente distintas a las anteriormente experimentadas por los individuos o grupos sociales. Ante la experiencia de un acontecimiento traumático, la memoria, tanto individual como colectiva, se ve obligada a albergar la huella del trauma cuyo impacto altera las rutinas de la memoria y las costumbres basadas en esquemas reconocibles. Si, a pesar de todo, las prácticas del habitar no son evidentemente opuestas a la experiencia de la alteridad, quizá descubramos que el acontecimiento traumático encierra la posibilidad de una consciencia del tiempo que ya estaba presente en la vida cotidiana. La experiencia de la discontinuidad temporal forma ya parte de las prácticas del acto del habitar. La costumbre siempre se impone contra las diferenciaciones que produce el tiempo; siempre se establece en el proceso de definición del tiempo como algo constituido rítmicamente. Según el ritmoanálisis de Lefebvre, la memoria está influida esencialmente por los diversos ritmos de la vida social y urbana que constituyen el presente. «La sucesión de alteraciones, de repeticiones diferenciales, sugiere que en algún lugar de este presente existe un orden que proviene de otro sitio y que se revela» (Lefebvre, 1996: 223)3. Los seres humanos tejemos el tiempo para dotar de coherencia al medio de la reproducción social. Sin embargo, nuestra experiencia nos dice que se producen rupturas, puntos de inflexión, circunstancias sin parangón. Imaginemos a unas personas que han de enfrentarse a un acontecimiento devastador, no como si estuvieran totalmente desprotegidas frente a una situación total e increíblemente nueva, sino más bien como algo que confronta de pronto con la lógica social del tiempo que caracterizaba a su sociedad. Puede que se apresuren a intentar salvar la distancia entre el pasado y el futuro que ha generado un presente imprevisto. O quizá empiecen a cuestionarse las bases mismas de sus propias costumbres y prácticas para acoplarse a la alteridad. Con esta actitud pueden lograr los medios necesarios para replantearse cómo las convenciones y esquemas sociales de comporta3 En consecuencia, «todo ritmo implica la relación de un tiempo con un lugar» (ibid.: 230).

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miento han configurado prácticas y valores relativos al del acto de alojamiento. Una experiencia de esas características cataliza la consciencia de las costumbres como construcción social. Cuando uno experimenta la perturbación o incluso la destrucción del propio mundo, irremediablemente pasa a considerar las costumbres de ayer como algo carente de sentido. Queda en evidencia el carácter inherentemente artificial de los hábitos. Ello no obedece, como sugiere Paolo Virno, a un cinismo imperante en las interacciones humanas de hoy, sino a una situación que provoca que se descubra el velo de legitimidad de las costumbres establecidas y que veamos «desnudas las normas que estructuran artificialmente las fronteras de la acción» (Virno, 2004: 87).

LA EXPERIENCIA DESTRUCTIVA: HABITAR UN «ESTADO DE EXCEPCIÓN» La experiencia de una situación destructiva supone una nueva experiencia espacial: para que tal experiencia se experimente como una ruptura en la secuencia de hábitos, el lugar en el que se vive debe adoptar una nueva forma. El espacio cambia; pasa a ser uno del que es difícil apropiarse, inhóspito. Experimentamos la ruptura temporal que marca el acontecimiento destructivo precisamente a través del espacio. La transformación del espacio en ajeno hace que sintamos el tiempo de la cotidianidad con extrañeza. La experiencia de una situación destructiva puede producir un sentimiento de extrañeza. De confirmarse la hipótesis de Freud, «la extrañeza no es en realidad algo nuevo o extraño sino algo familiar y largo tiempo fijado en la mente» (Freud, 1975 [1919]: 24). Dicha experiencia puede provocar una «retorno de lo reprimido», y poner en evidencia de pronto el trabajo del inconsciente, que oculta el hecho de que el proceso de habitar es siempre un proceso generado por una alteridad emergente. En cierto sentido, este sentimiento es opuesto al de la nostalgia colectiva del «hogar» como la que se produce, siguiendo a Vilder, como reacción a la campaña modernista contra las «preocupa76

ciones insanas» de la memoria (Vilder, 1992: 64). Los modernistas intentaron eliminar todos los espacios y objetos que pudieran potencialmente mediar una relación «insana» con el pasado en una vivienda. La nostalgia no es un indicio de una alteridad presente en el centro de las prácticas del habitar, sino que más bien fabrica una esencia mitificada que otorga a esa forma de alojarse una noción de invariabilidad, repetición y seguridad. Detengámonos en un caso concreto que exige nuevas formas de abordar la espacialidad de la memoria, con el fin de acertar a comprender el poder de esa experiencia a la hora de perturbar la regulación social del espacio y el tiempo. Dicho ejemplo revela también la necesidad, ante la experiencia colectiva de rupturas espaciotemporales, de un replanteamiento del pensamiento y de la práctica arquitectónica. ¿Qué debemos hacer? ¿Cerrar las grietas, conservarlas, conmemorarlas arquitectónicamente, o deberíamos intentar transformarlas creando espacialidades propias de una consciencia histórica distinta? En Giaros, una pequeña isla desierta de las Cícladas, se produjo una experiencia colectiva muy ilustrativa tras la experiencia de una guerra civil devastadora. En 1947 se construyó un enorme campo de concentración integrado por cinco instalaciones situadas en las bahías vecinas. Estas instalaciones, compuestas de tiendas de campaña militares y algunos barracones, estaban separadas por alambradas y vigiladas por guardias. Los reclusos vivían en condiciones extremadamente penosas; eran forzados a construir los edificios en los que luego permanecerían encarcelados o a cargar con piedras desde la montaña hasta el mar como forma de tortura. Estos prisioneros estaban acusados de haber apoyado a la guerrilla de izquierdas y a los combatientes del Frente de Liberación Nacional (EAM) y, de un modo u otro, pertenecían al bando de los perdedores de aquella guerra civil (Svoronos, 1972). Giaros fue concebida como una isla-prisión para presos políticos. Durante una primera fase (1947-1952) se retuvo allí a unos 15.000 prisioneros que con frecuencia provenían de otras cárceles urbanas. La mayor parte estaban acusados de haber participado en crímenes que jamás cometieron o sencillamente se los 77

acusaba de ser «enemigos del Estado». En el Tratado de Varkiza de 1945 el ejército revolucionario acordó abandonar las armas. Sin embargo, el nuevo ejército griego instruido por los británicos violó el acuerdo y apoyó explícitamente al terror de la derecha. Este proceso político culminó con la decisión del Gobierno en 1947 de ilegalizar a todas las organizaciones de izquierda. Los tribunales militares condenaron a muchísimas personas en un contexto prácticamente de «estado de excepción» que siguió vigente por lo menos hasta el fin de la segunda etapa de la guerra civil (etapa que se caracterizó por la reacción armada del Partido Comunista Griego). Muchos de los prisioneros sufrieron torturas y hubo como mínimo 20 bajas en Giaros; otros murieron en los hospitales de la cárcel. Giaros siguió funcionando hasta 1952. Volvió a abrirse en 1955 y se cerró de nuevo en 1962 a causa de las protestas y llamamientos que venían principalmente de Europa. Durante la dictadura militar (1967-1974), Giaros volvió a utilizarse para encarcelar a presos políticos (6.000 reclusos en total, incluyendo a mujeres) durante casi un año. La iniciativa provocó la repulsa de la opinión pública griega y extranjera, que acabó por provocar el cierre de la prisión y del campo de concentración a finales de 1967. Tras un breve periodo de apertura en respuesta a las movilizaciones estudiantiles que se produjeron durante el último año de la dictadura, Giaros ha permanecido definitivamente cerrada hasta la fecha. Los vencedores de la guerra civil crearon en Giaros un lugar externo a la sociedad, más allá de los límites de esta. Los prisioneros, acusados de «enemigos sociales» y privados de todos sus derechos fundamentales, sufrieron un «estado de excepción». Al negarles los derechos humanos fundamentales, el Estado recién concebido de posguerra estaba definiendo de un modo paradigmático las «fronteras» de la acción legítima de sus ciudadanos. La exclusión de esos «otros» de la sociedad implicaba que dejaban de estar amparados por las leyes que garantizaban su estatus de prisioneros de guerra. Esa excepcionalidad servía para mostrar y legitimar el derecho exclusivo del Estado para recurrir al uso de la violencia. Esta situación podría describirse como «la creación voluntaria de un estado de emergencia per78

manente» que, según Agamben, caracteriza a «la inmediata reacción del poder del Estado ante los conflictos internos extremos» (Agamben, 2005: 2). La sociedad griega de posguerra se fundó sobre una política extremadamente discriminatoria que acabó por permear en la vida pública y por paralizar a la sociedad civil. Los ganadores no incluyeron en «su» versión del desenlace a nadie que osara oponérseles. No obstante, la situación de los prisioneros de Giaros no podía equipararse a otros desenlaces tras un conflicto en los que se producía una «nuda vida» colectiva, término que describe el estatus legal de los habitantes de los campos de exterminio nazis, «desprovistos de todo estatus político» (Agamben, 1998: 171). Por muy traumática que fuera la situación de excepción en la que se los obligó a vivir, su vida estaba organizada de tal forma que servía para reafirmar los valores y los anhelos de una sociedad más justa. La vida se desplegaba en un doble sentido en relación con las costumbres cotidianas. Los prisioneros tenían que obedecer las reglas que se les imponían a la vez que creaban tácitamente sus propias reglas y las estructuras de sus propios vínculos sociales. Si aceptamos la argumentación de James Scott, en las relaciones de dominación las personas dominadas se inventan formas de actuar que tienen un doble sentido. Algunas prácticas de resistencia, por lo general «formas de resistencia de bajo perfil», se esconden tras gestos de conformidad. Cabría atribuir a las costumbres cotidianas de los prisioneros el carácter de lo que Scott denomina «la infrapolítica de los grupos subordinados» (Scott, 1990: 19). Así, los prisioneros eran capaces de mejorar colectivamente su entorno de residencia recurriendo a todos los medios a su alcance. La solidaridad oculta generaba espacialidades de igualdad y apoyo mutuo. Los prisioneros llegaron incluso a construir una suerte de espacio público –por ejemplo, escenarios al aire libre en los que representaban obras de entretenimiento– que contribuía indirectamente a elevar su moral. Dichos espacios eran distintos en esencia a los que estaban funcionalmente vinculados a la aplicación de la disciplina por parte de las autoridades del campo. 79

En algunas entrevistas realizadas a exprisioneros, estos expresaron que en aquella época experimentaron una ruptura importante con su vida. Pero lo interesante es que fueran capaces de crear su propio tiempo poblado de hábitos colectivos y en forma de «transcripción oculta» escrita colectivamente (Scott, 1990). La experiencia de una nueva residencia con una nueva organización de la vida cotidiana ponía a prueba sus valores. Conscientes como eran de la situación excepcional que vivían, los prisioneros ponían en práctica sus propias ideas sobre el futuro, unas ideas que diferían de las entonces presentes en la sociedad que las rechazaba con tanta virulencia. Cabría decir quizá que su experiencia de ruptura se proyectaba sobre una voluntad de ruptura, una voluntad de concretizar el futuro como otro –lo que significa reiniciar el tiempo–. La isla-prisión estaba pensada para constituir una ruptura espaciotemporal violenta en la vida de los allí confinados. Dicha ruptura construiría un espacio-tiempo de excepción que podía prolongarse arbitrariamente. Sin embargo, los deportados de izquierda transformaron este enclave carcelario en un umbral al proyectar en él su propia interpretación de una ruptura social emancipadora: su solidaridad clandestina les permitía abrir resquicios, pasadizos comunicantes, en cada perímetro espacial y temporal pensado para controlar punitivamente sus vidas. A la vez que habitaban la excepción, implícita o explícitamente estaban luchando por tornarla porosa, permeable. Verdaderamente se trataba de una situación precaria y contradictoria. No obstante, no tardaron en percibirse algunos atisbos de una cultura pública que emergía a medida que algunos umbrales efímeros eran capaces de abrirse en un contexto de brutal imposición de la uniformidad sobre la alteridad emancipadora4. 4

Michel Agier ha percibido prácticas similares en sus estudios de los campos de refugiados de NU en Kenia. En ellos ha observado cómo las personas llegaban a habitar la excepción creando nuevas formas de socialidad y renegociando las identidades colectivas: «El campo genera experiencias de socialización híbrida» (Agier, 2002: 336). No obstante, insiste en que hay límites inquebrantables que evitan que el campo configure una nueva forma de ciudad y que imprimen en la gente la sensación de inutilidad: «La liminalidad propia de todas las experiencias de éxodo

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¿PUEDE EL ESPACIO ACTIVAR LA MEMORIA DE LA DISCONTINUIDAD? Recientemente, un equipo de investigación integrado por arquitectos profesores en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica Nacional de Atenas5 se implicó en la búsqueda de vías para la reconstrucción de Giaros, ahora desierta, como lugar para conmemorar la memoria colectiva. ¿Cómo puede trazarse espacialmente en el paisaje de la cárcel-isla la voluntad de conmemorar? Un detallado estudio basado en numerosas entrevistas realizadas con los supervivientes no logró aportar indicios de que se hubieran producido actos heroicos significativos. Era más fácil hallarlos entre los actos cotidianos de la gente corriente. Durante los periodos en los que Giaros fue utilizada como campo de concentración o como cárcel de aislamiento (como durante la dictadura militar de 1967-1973), las personas desarrollaron en ella formas de habitar colectivas tanto en las construcciones improvisadas como en los edificios. El gran edificio de la cárcel, que hoy tiene un aspecto abandonado como de casa encantada y que domina de un modo surrealista la costa de la isla, no es más que la celda vacía de un sufrimiento prosaico. Los prisioneros guardan en la memoria no tanto los hechos concretos como los ritmos, los ritmos de una vida cotidiana que se resistía a su aniquilación mediante costumbres que les permitían vivir colectivamente. Recuerdan cómo ellos mismos se encargaban de las comidas, cómo se dividían las tareas, cómo organizaban clandestinamente clases para aprender una diversidad de cosas o cómo circulaba la información del otorga a estas formas de “urbanización” su carácter frustrado, inconcluso» (ibid.: 337). 5 Un proyecto de investigación financiado por el Ministerio de Marina Mercante y del Egeo (2002-2003) recabó información relativa a la historia del campo de Giaros, que se plasmó en una serie de mapas con el fin de descubrir cómo la memoria remite a índices espaciales. Dicha investigación acababa proponiendo la elaboración de una red de «rutas de la memoria» para reactivar la memoria colectiva. Estas rutas permitirían a los visitantes interpretar el paisaje del sufrimiento humano. El equipo de investigación estaba integrado por Annie Vrychea (coordinadora del proyecto), Vica Guizeli, Vasilis Kritikos, Katerina Polichroniadi y yo mismo.

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«mundo exterior». Son recuerdos de una cultura distinta en relación con las formas de habitar los que marcan la experiencia devastadora de Giaros. El centro de reclusión creaba una alteridad paralizante en la que la vida proseguía de acuerdo con un nuevo registro. Se mezclaban las nuevas rutinas impuestas con otras de elección colectiva, igualmente novedosas en comparación con las experimentadas con anterioridad. Para recuperar los vestigios de una memoria colectiva enterrada en un olvido colectivo que ha difuminado los hechos y el resultado de la guerra civil griega para las generaciones más jóvenes, quizá sea preciso condensar la experiencia pasada en forma de monumento. Los monumentos marcan lugares y recalcan un acontecimiento, un acto heroico o una hazaña. Son «instrumentos de la memoria» y constituyen «topoi retóricos», «momentos en el calendario que conmemoran la existencia de hombres y mujeres importantes o hechos heroicos del pasado» (Boyer, 1994: 343). Cabría hacer hincapié en otros aspectos tales como el modo en que acontecimientos cruciales alteran la vida real y a las personas corrientes, para así adoptar una perspectiva distinta. Si partimos de que determinadas disposiciones espaciales provocan el estímulo de la memoria, entonces cabría buscar nuevas formas que aviven la consciencia sobre las rupturas temporales. Si hacemos hincapié en el recuerdo de la discontinuidad que se experimenta cuando se introduce un cambio radical en los ritmos de la vida social, esa espacialidad debería «monumentalizar» el acto de habitar. Objetivo que no alcanzaremos a no ser que modifiquemos por completo el contenido de la experiencia del monumento. Esto implicaría entender como memorables o como dignas de conservarse las construcciones incompletas y mundanas que reflejan la crudeza de la vida, las huellas de actos cotidianos insignificantes. Habría que conservar, por tanto, los pequeños muros que construían los prisioneros para proteger sus tiendas de campaña de los azotes del viento. Los visitantes tendrían la oportunidad de reconocer así aquellos lugares que fueron importantes en la rutina diaria que conlleva el encarcelamiento; por ejemplo, una vieja higuera a la que se ató a un prisionero para torturarlo; el bro82

cal de un pozo tras el cual cobijarse un rato y descansar; los restos de una estación eléctrica donde se ocultaba la radio improvisada que permitía acceder a las noticias esperanzadoras que provenían del mundo exterior; unas palanganas; un lugar de castigo en el que quedaban expuestos al ardiente sol los prisioneros… Estos monumentos en apariencia triviales muestran cómo viven la historia las personas, a través de momentos tanto recurrentes como discontinuos. Bajo la experiencia de rupturas históricas extremas siempre late dormida la posibilidad de que se produzcan discontinuidades temporales capaces de reorganizar la memoria colectiva. Giaros nos permite recordar que se obligó a las personas a abandonar los hábitos relativos a sus propios recuerdos. Estas personas tuvieron que idear nuevos hábitos que les permitieran sobrevivir, y que acabaron creando una nueva cultura colectiva. Lo mundano adquiere así un significado monumental. De este modo, los recuerdos de esa discontinuidad, y la propia experiencia de la discontinuidad que caracteriza a esa época, pueden contribuir a una consciencia colectiva contemporánea. Y esta podría conllevar descubrir que las experiencias destructivas encierran tanto los efectos devastadores de una división entre vencedores y vencidos como los fundamentos de un conformismo típico de la sociedad civil en una etapa en la que se demonizó la alteridad. Si hemos de considerar la vida cotidiana como algo que aflora conscientemente en permanente negociación con la alteridad, la experiencia vivida en Giaros puede resultar muy instructiva. La experiencia de una situación traumática obliga a las personas a percibir el tiempo no como algo fluido y marcado por la costumbre, sino como una serie de puntos de inflexión, de discontinuidades que median ritmos diferenciados. Cada punto de inflexión y, sobre todo, los puntos de inflexión que marcan una situación traumática ponen a las personas en situación de comparar «el antes» con «el después». La comparación no va únicamente encaminada a marcar indicadores temporales sucesivos, sino que se centra en «el antes» y en «el después» como si fueran mutuamente excluyentes, o esencialmente el otro. Si la memoria es fundamentalmente el lugar en el que se establecen 83

comparaciones, la analogía será meramente una forma de comparación que pretende reducir la alteridad a una similitud reconocible, que permite que «el antes» y «el después» puedan implicar la interpretación tanto del pasado como del presente como abiertos a la alteridad. La situación traumática fuerza a las personas a reelaborar una interpretación del pasado, y la única manera de evitar su efecto paralizante es tomar consciencia de que la situación experimentada no es el único resultado posible. La alteridad se ubica en el pasado como otro futuro posible que no pudo realizarse. Un punto de inflexión, un cruce en el tiempo, será lo que marque potenciales distintas perspectivas de futuro. No hay que atribuir la explicación de un desastre ni al destino ni a fuerzas históricas inevitables. Como Benjamin nos urge a pensar, los momentos de peligro, o de situación de crisis como la que provoca una experiencia traumática, son especialmente propicios para que se produzca una repentina «iluminación profana», reveladora de nuevos significados del pasado al compararse con el presente. «Articular el pasado históricamente… significa aferrarse a un recuerdo en el instante en que surge en un momento de peligro» (Benjamin, 1992: 247). El historiador es capaz de «captar la constelación que ha creado su propia era a través de una anterior y definida» (ibid.: 255). La constelación del pasado y del presente revela un pasado no realizado hasta ahora, un pasado plagado de posibilidades opuestas. Con el fin de conservar la consciencia del tiempo característica de los umbrales que a lo largo de la historia han activado la experiencia de un desenlace traumático, necesitamos una memoria atenta a la discontinuidad, que registre ese desenlace como punto de inflexión. El recuerdo de esa discontinuidad es «rapsódico»6. Esta memoria no puede condensarse en estructuras inertes ni atribuirse a lugares precisos o monumentos emblemáticos, sino 6

En palabras de Benjamin, «el recuerdo no debe avanzar de un modo narrativo […] sino ensayar su prospección de tanteo en lugares siempre nuevos, indagando en los antiguos mediante capas cada vez más profundas» (Benjamin, 1985a: 314).

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que se despliega en las prácticas espaciales que suponen comparaciones entre experiencias espaciales. Al comparar lugares, tomamos consciencia de las diferencias que existen entre ellos pero también de sus similitudes; supone advertir su interdependencia por muy distintas que sean. La conmemoración de una experiencia traumática permite activar a través de prácticas espaciales una hermenéutica espacial, que se basa, en esencia, en la experiencia diferenciadora del tiempo. Giaros nos conduce, más que a la búsqueda de lugares para conmemorar, a pensar en rutas que pudieran convertirse en una práctica espacial articulada para los visitantes y capaz de favorecer la emergencia de comparaciones espaciales. Unas piedras desperdigadas, restos de una alambrada, una caseta de vigilancia en ruinas, un pequeña estufa de carbón en el exterior son expresiones espaciales cotidianas que narran la experiencia colectiva de una serie de hábitos y formas de habitar que se generaron ante la alteridad. La espacialidad que se crea a través de una visita guiada de estas características no está pensada como una ruta que conecte varios destinos espectaculares (como en el caso de una ruta turística), sino como una experiencia que surge durante el paseo y que permite comprender los contrastes de un paisaje de terror pero también de esperanza. En determinadas ocasiones, son precisos algunos indicios para que surja el ejercicio de comparación, pero, una vez que se advierte esa tensión, una vez que se comprende que la memoria ha de lidiar con posibilidades encontradas, tanto en el pasado como en el presente, surge una forma propia de representación de la experiencia de la comparación espacial y temporal con toda su ambigüedad. El mero hecho de que unas piedras sueltas simbolicen a la vez la agonía de la tortura y la resistencia cotidiana revela el poder que tiene la capacidad de comparación como una interpretación de la historia a través de la experiencia de correspondencias espaciales. Es imposible descifrar las huellas a no ser que se perciba el significado del espacio como algo sobredeterminado. Las huellas no se limitan a conducir unas a otras, sino que son elementos en competición. Las huellas que ha dejado el pasado han construido una multiplicidad de espacios que se solapan. 85

Para activar una memoria de discontinuidades, es preciso rememorar los ritmos pasados en conflicto que han habitado espacios conflictivos. Lo que tenemos ante nosotros no es un texto que haya que descifrar, sino una multiplicidad de espacios-tiempo percibidos como parte de una constelación hermenéutica que puede reactivar posibilidades. En un contexto de estas características, recordar significa comprender y representar prácticas espaciales que a la vez están construidas y en construcción. Tras el desenlace de un pasado devastador, puede resurgir la creatividad de una constelación hermenéutica adoptando la forma de una experiencia espaciotemporal abierta a la alteridad histórica. La experiencia del exilio, el desarraigo o el desastre suspende o destruye violentamente los hábitos de vida. La discontinuidad espacial y temporal amenaza el carácter rítmico de la vida cotidiana. Cabe plantearse si estas condiciones crean y legitiman inevitablemente enclaves de excepción en los que las personas quedan explícita o implícitamente atrapadas. La excepción ¿es siempre y únicamente una trampa? Cuando las personas consiguen habitar la excepción, perforar el perímetro que define su enclave, adquieren la capacidad de transformar esa excepción en un potencial umbral. Los umbrales conectan y separan a la vez; los umbrales permiten comparaciones. Las personas que habitan en la excepción buscan activar ese poder que tienen los umbrales y que permite que se abra el lugar de la excepción de aislamiento y autosuficiencia. La comparación les permite inventar, improvisar, explorar y descubrir la alteridad, que no es meramente lo que queda fuera de ese perímetro, sino la relación que se establece entre «el adentro» y «el afuera». Surge un encuentro con la alteridad opuesto a la experiencia que supone que la alteridad devore, como cuando la excepción cierra su cerco. La excepción es una condena: una vida entregada por completo a la alteridad. Es posible que emerjan nuevos ritmos durante el proceso de habitar la excepción. No obstante, si se desvían de los hábitos impuestos, entonces estarán constituidos por y mediante la representación de comparaciones. Los ritmos se convierten en reacciones creativas a las violentas rupturas temporales y están 86

en constante negociación con las experiencias de la discontinuidad temporal. Los exiliados, los inmigrantes, poblaciones desplazadas, las víctimas de desastres naturales o provocados por la acción humana se ven obligados a convivir con estas experiencias. Sin embargo, hay una posibilidad de que descubran en su interior la posibilidad de vivir de un modo distinto, experimentar una negociación creativa con la alteridad. Algo podemos aprender del esfuerzo y del comportamiento, a menudo contradictorio, de las personas que habitan la excepción. Estas experiencias colectivas excepcionales (o, más bien, las experiencias colectivas de la excepción) pueden ser enormemente útiles para comprender de qué manera los umbrales, como artefactos espaciotemporales, pueden dar pie a que se produzcan encuentros liberadores con la alteridad. Las personas que quedan atrapadas en la excepción ingenian mecanismos de vida y de respuesta que les permitan abrir el cerco fagocitador dentro del que se hallan. La perspectiva de alcanzar una ciudad de umbrales está tan sólo vagamente presente en sus actos. No obstante, la ciudad de umbrales sólo podrá ser un proceso siempre precario, dispar y multiforme de emancipación humana. A ello contribuirán diferentes experiencias y formas de acción colectiva, siempre y cuando estas generen oportunidades para que se produzca el encuentro entre unas identidades colectivas abiertas a la consciencia mutua y a las potenciales negociaciones. La capacidad para lidiar creativamente con la alteridad –como lo hace la población inmigrante y exiliada cuando habitan la excepción– es un prerrequisito que habrá de estar presente en todo intento de imaginar y lograr un futuro distinto, emancipador. La memoria colectiva de la experiencia de la discontinuidad será extremadamente valiosa para entender la ciudad de umbrales no sólo como posibilidad futura sino también como promesa latente contenida en el pasado. En el siguiente capítulo hallaremos, de la mano de Walter Benjamin, una oportunidad fundamental para que surja en la ciudad la posibilidad de un proceso de emancipación colectiva, ante la incumplida promesa de la Modernidad. La ciudad de umbrales, precaria y ambigua como es, bien 87

podría haber operado como patrón cultural que permitiera espacios performativos de emancipación humana en las ciudades. Como veremos, la discontinuidad espaciotemporal de la ciudad moderna no sólo sustentó la promesa de unas prácticas del habitar emancipadoras, sino también la pesadilla de un orden social con un nuevo orden espacial normativo y de una fantasmagoría urbana igualmente provisto de un halo de privación de derechos.

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SEGUNDA PARTE El estudio de los umbrales

CAPÍTULO III Los umbrales de Walter Benjamin

LAS HUELLAS Y LA INDIVIDUALIDAD La memoria, la capacidad que tenemos de comparar el pasado y el presente tiene –como hemos visto– la capacidad de reinterpretar y crear ritmos, la capacidad de habitar y desviar la excepción. La memoria es capaz de otorgar sentidos distintos a las discontinuidades espaciotemporales que experimentamos. Benjamin, con su énfasis en la discontinuidad de la historia y en su búsqueda «arqueológica» del pasado reciente del espacio urbano de la Modernidad, concede a la memoria un papel paradójico que en esencia se basa en su poder de comparación y de descubrimiento en el pasado de pasajes que conducen a un futuro diferente. El intento por vislumbrar la posibilidad de un futuro emancipador en la ruptura de la Modernidad con el pasado permite indagar en la importancia teórica de los umbrales: esos momentos que se producen en el tiempo y en el espacio cuando y donde emerge la promesa de un futuro que no repetirá el pasado. Hay un debate en curso sobre las cualidades y las características de la cultura urbana moderna. Ciertamente, cabe interpretar la vida en la ciudad moderna como una diversidad multiforme de prácticas individualizadas que irrumpieron fundamentalmente a lo largo del siglo XIX, bajo la apariencia de un caos urbano y de una indeterminación formal. No obstante, si lo que pretendemos es desvelar las pautas de la experiencia urbana moderna, tal y como se formó y se expresó a través de las pautas de comportamiento en el espacio público, tendremos que emprender la búsqueda de unas herramientas teóricas que nos permitan abordar la diversidad de las experiencias urbanas. Semejante proceso de investigación permitiría seguir un camino bien trazado: po91

demos recurrir a un análisis dicotómico que nos permita clasificar las distintas formas que adquiere la experiencia urbana. La centralidad de distintas dicotomías –público-privado, tradiciónmodernidad, táctil-visual, mental-físico, etc.– dependerá de la teoría a la que se recurra. No obstante, podemos intentar establecer algunas distinciones entre los elementos para que afloren elementos intermedios. Es posible que algunos elementos similares entre sí logren presentar la experiencia urbana como algo esencialmente dinámico y en proceso de creación. Cabe ubicar las propuestas teóricas que plantea Benjamin en un contexto de esas características, ya que su «dialéctica en suspenso» nos permite interpretar la experiencia urbana a través de figuras emblemáticas que no sólo representan actitudes antitéticas hacia la vida en la ciudad, sino que de hecho viven en umbrales urbanos precarios. Entender la Modernidad en su doble vertiente de promesa y pesadilla significaba para Benjamin que la experiencia urbana moderna contenía elementos de los dos. La vida urbana no puede simplemente analizarse como una estructura coherente de experiencias recurrentes, sino más bien como una síntesis híbrida de experiencias potencialmente emancipadoras y, al mismo tiempo, «reencantadoras». La conceptualización de la experiencia urbana se producirá mediante el empleo de términos como «umbral», «cesura» o «pasaje», capaces de combinar eficazmente, como pensaba Benjamin, los aspectos tanto espaciales como temporales de los elementos inherentemente dinámicos que moldean la vida en la ciudad. Semejante perspectiva teórica podría llegar a proporcionarnos un método que está inherentemente influido por su objeto (de estudio). Y quizá sea esta una de las principales aportaciones de Benjamin para nuestra comprensión de la Modernidad. La experiencia metropolitana es una experiencia de shock. El tiempo-espacio de la ciudad se experimenta a través de la mediación traumática del shock. Ya en el siglo XIX las grandes ciudades constituyen una condición espaciotemporal sin precedentes. El espacio público se torna progresivamente arduo. Los individuos se ven forzados a hacer frente a un tempo acelerado de sensaciones fragmentadas que desbaratan la continuidad espaciotempo92

ral de la experiencia colectiva tradicional. Los individuos han de aprender cómo responder a estímulos demandantes, y adaptar su comportamiento público a una experiencia metropolitana emergente. El resultado, según Simmel y Benjamin, es una especie de anestesia que lleva a las personas a adoptar la denominada «actitud blasé», de indiferencia o hastío, con el fin de lidiar con los crecientes asaltos perpetrados a sus sentidos (Simmel, 1997a: 69-79). Bajo estas circunstancias, la consciencia individual queda desconectada de la memoria colectiva y de la experiencia común. A la experiencia no le está permitido dejar su huella en las profundidades de la memoria individual; ninguna experiencia se compara con acontecimientos previos, ni adquiere su peso y significado en el contexto de las tradiciones compartidas. Semejantes experiencias «carentes de profundidad» quedan convenientemente almacenadas en la memoria individual y siempre será posible recuperarlas a través de la memoria consciente capaz de clasificarlas y controlarlas (véase Benjamin, 1983: 117). Así, las experiencias se convierten en su propia vara de medir: cada una autocontenida y singular. El culto burgués a la individualidad está necesariamente conectado al culto a la experiencia individual. Supuestamente, la individualidad se construye a partir de la acumulación de experiencias pulcramente diferenciadas. Las mercancías se anuncian, se venden y se consumen como mediadoras de experiencias reconocibles que acaban por construir perfiles biográficos. Independientemente de en qué medida o cómo estén influidas las experiencias por el consumo, funcionan como indicadores de la personalidad en una sociedad que convierte el individualismo en su principal ideología legitimadora. Sin embargo, por muy individualizadas que estén las experiencias de la modernidad metropolitana, resulta imposible hallar huellas del individuo en el cuerpo de la ciudad. La individualidad se condensa en la fugaz presentación del yo en el espacio público, una aparición ambigua y transitoria que habrá de ser descifrada innumerables veces por la mirada del fisonomista. La individualidad no deja huella en el espacio público. La individualidad burguesa sólo perdura en el interior del refugio priva93

do, si bien para ello deberán conservarse las huellas de la experiencia individual. Como dice Benjamin, el individuo privado (der Privatmann, le particulier) «hace su entrada en la historia» (Benjamin, 1999b: 19), y crea en el interior del ámbito doméstico un universo privado. Y este universo es como un caparazón (Benjamin, 1999: 220, compárase con Benjamin, 1999d: 264), como una caverna (Benjamin, 1999: 216); de hecho es como un estuche (étui) (Benjamin, 1999b: 20) en el que prevalece la obsesión por la conservación de las huellas1. ¿Por qué esta obsesión por las huellas? ¿Cómo engarza con «la adicción a la casa» (Benjamin, 1999: 220) típica del siglo XIX, y que logró que cada individuo sintiera morriña incluso en su propia casa? (ibid.: 218). «El coleccionista es el auténtico habitante del interior» (Benjamin, 1999a: 9). Esta frase benjaminiana resume la actitud del individuo del siglo XIX al cobijarse en el ámbito de lo privado. El coleccionismo atribuye valor a las huellas del pasado. Los objetos coleccionados, desprovistos de su valor de uso, son meros transmisores de una impresión, la impresión de que podemos aferrarnos a experiencias pasadas. Los objetos representan esas experiencias a través de sus marcas; son portadores de huellas. Así es como «el acto de coleccionar adopta la forma de memoria práctica» (Benjamin, 1999: 205). Y esta memoria que reconstruye una secuencia temporal a través de una serie ordenada de objetos guarda una relación crucial de analogía con la memoria capaz de registrar experiencias traumáticas cotidianas. Ambos tipos de memoria tienden hacia la consecución de una función ordenadora. Las dos «combaten la dispersión» (ibid.: 211) y ambas protegen la consciencia de la experiencia traumática del desmantelamiento del tiempo social. El coleccionista pretende controlar y ordenar el pasado. Pretende domar las reliquias del pasado, neutralizar el poder que 1

«Desde los tiempos de Luis Felipe, el burgués ha demostrado una tendencia a compensar la ausencia de toda huella de la vida privada en la gran ciudad…, como si fuera una cuestión de honor que no se extraviaran las huellas de sus objetos cotidianos y accesorios» (Benjamin, 1996b: 20).

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poseen los objetos de mostrar la historia mediante la comparación entre distintas épocas pasadas. El coleccionista reúne aquello que considera que encaja, quizá en lo que constituye un esfuerzo fútil, ya que cada nuevo objeto puede poner en peligro el orden de la colección en lugar de reforzarlo. El coleccionista acerca al presente cosas del pasado remoto. Pero el objeto queda petrificado (ibid.: 205); el sello de propiedad lo extrae del flujo del tiempo. Si coleccionar es un intento de conservación, es también «la más terminante de las manifestaciones profanas de “cercanía”» (ibid.). Para Benjamin, la huella «es aparición de una cercanía, por más lejos que ahora pueda estar eso que la ha dejado atrás…; en la huella nos apoderamos de la cosa» (ibid.: 447). El coleccionista activa ese poder de la huella. Pero, a la vez, invierte el proceso: aquello que nos acerca el objeto que las dejó atrás no son huellas visibles, sino que son los objetos, «las cosas», los que nos traen las huellas del pasado al presente del coleccionista. Sin embargo, en este proceso se pierde el carácter esencialmente relativo de la huella: la huella no pertenece a las cosas; las cosas que las portan no las identifican. Como intérpretes del pasado, somos capaces de observar e interpretar como huellas determinados cambios en los objetos. Por tanto, tendremos que comparar distintos periodos del pasado para poder descubrir, nombrar, describir y evaluar las huellas. La obsesión del coleccionista por las huellas y por su «instinto táctil» (ibid.: 206) son expresión de su ansia de poseer. El coleccionista es, ante todo, un propietario2. Con el acto de coleccionar se despliega una conducta en cierta medida compensatoria, orientada a superar el sentimiento de pérdida. Y esta pérdida tiene que ver con que las huellas individuales quedan borradas en la experiencia urbana del espacio público. El individuo erige su refugio para poder ejercer su individualidad, como una forma de resistencia a esa 2

En efecto, es una suerte de propietario sublimado, ya que sus objetos quedan desprovistos de su uso «liberados del tedio de ser útiles» (Benjamin, 1999b: 19). O, quizá, de propietario por excelencia, ya que su actitud no sólo expresa una práctica sino toda una ideología de la propiedad.

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pérdida. Acumula los símbolos de esa individualidad en forma de objetos coleccionables. Estos objetos dicen cosas de él. Su historia acaba en el momento en que él los adquiere, y él representa su destino. El valor de esos objetos no reside en las huellas de antaño, sino en que alguien, el coleccionista, ha sabido leer en ellos un origen y un destino. Esta habilidad convierte al coleccionista en connoisseur, alguien capaz de conferirles un «valor de connoisseur» (Benjamin, 1999: 9, 19). A través de la propiedad de los objetos de la colección se verifica el estatus de una determinada individualidad, que adquiere sentido tan sólo porque ostenta un talento de saber elegir. El coleccionista no se limita a exhibirse, sino que construye su identidad a partir de los objetos que colecciona. El coleccionista, en la esfera privada, organiza el ámbito doméstico como si de un gran bodegón se tratase. Hagamos memoria: los bodegones holandeses del siglo XVIII encierran tanto objetos cotidianos como obras de arte. Se exponen meticulosamente los objetos en un escenario que muestra sus características en un peculiar «arte de la descripción» (Alpers, 1983). Por muy efímera que sea su apariencia, los objetos representados están inmovilizados. El fluir del tiempo doméstico burgués queda interrumpido, y las escenas representadas adquieren un carácter emblemático. Por eso los bodegones son mediadores propicios de «un tremendo orgullo a través de lo poseído» (ibid.: 100; Berger, 1972). El hombre privado, como coleccionista, presenta una exhibición análoga de objetos; los extrae de su contexto de uso en un gesto que nos recuerda al ethos del bodegón (o naturaleza muerta, si se prefiere). Sus lienzos son, en efecto, los estuches que utiliza obsesivamente para albergar los objetos domésticos. «¡Para qué cantidad de cosas no inventaría fundas el siglo XIX! Para relojes de bolsillo, zapateros y hueveras, para termómetros, naipes y, a falta de fundas, tapetes, alfombras, cubiertas y sobrecubiertas» (Benjamin, 1999: 220). La propia casa se convierte en un enorme estuche dentro del cual el individuo ocupa también un lugar específico, como la silueta de una pipa en un estuche que aguarda a que se inserte el objeto. 96

El individuo privado –encerrado en su refugio privado, donde él mismo encierra cada objeto que lo representa ante los otros– está atrapado por el poder de unas huellas históricamente específicas. Ciertamente, «habitar significa dejar huellas» (Benjamin, 1999a: 9) como propone Benjamin. Pero el individuo privado acaba controlado por las huellas, en una suerte de fetichización enfática de estas. De un modo muy similar a como el contorno de una pipa en un estuche precede al objeto, el interior del ámbito doméstico precede y preordena la vida doméstica. La individualidad construida a partir de una colección de objetos se acaba convirtiendo en una individualidad tipificada, casi como en el caso del estuche de un objeto que, por mucho que parezca que ha sido hecho específica y distintivamente para él, no deja de ser un estuche típico para un objeto típico. El estuche, en lugar de conservar las huellas como si fueran marcas del tiempo y del uso, convierte a los objetos en inaccesibles, alejados; los protege. Los objetos alcanzan valor en su exposición, más bien un «valor de culto» (Benjamin, 1992a: 218), portador de la ilusión de la individualidad3. El individuo privado burgués acaba siendo víctima de la mitología de la huella, en su empresa sísifica de búsqueda de la individualidad en un mundo alienante. Las huellas de los objetos coleccionados parecen marcar el aura, es decir, destruyen «la aparente cercanía» en una «manifestación de la distancia» recreada. «El aura introduce distancia, por muy cerca que esté aquello que la invoca», como versa la otra mitad del pasaje fundamental ya mencionado. Las huellas se convierten en vehículos para el aura; la cercanía se torna distancia y se produce una suerte de reencantamiento del interior, mientras la fantasmagoría metropolitana toma posesión del universo doméstico4.

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Benjamin insiste en este aspecto: «El individuo privado, que lidia con la realidad desde su despacho, necesita un mundo interior doméstico que mantenga viva su ilusión» (Benjamin, 1999a: 8). 4 Así, las «fantasmagorías del interior» pasan a ser el universo privado del hombre (ibid.: 9).

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Si «en la huella se nos otorga la posesión del objeto, en el aura aquel se apropia de nosotros» (Benjamin, 1999: 447). Sin embargo, no es esta el aura de la tradición. Es más bien el aura de una tradición inventada para integrar el universo de la normalidad burguesa en el frenético carácter efímero de la Modernidad. Ciertamente, en el aura creada artificialmente de las fantasmagorías interiores emerge el drama de la Modernidad: la pesadilla del reencantamiento desmiente la promesa de emancipación e Ilustración. La fantasmagoría, en su impulso de una fetichización del consumo, recobra la creencia mágica en las relaciones entre los objetos, como si en efecto pudieran reemplazar a las relaciones humanas5. El interior del hogar burgués está dispuesto como si se tratara de una vitrina en la que los objetos expuestos nos presentaran a sus propietarios. Las vitrinas y las exposiciones en los museos tienen un elemento en común: en ambos casos la manera en que están dispuestos los objetos adquiere significado porque se supone que nos presenta el espíritu de una época. Se atribuye a los artículos de moda expuestos el papel de presentarnos el espíritu de lo moderno. La disposición de los objetos tras un escaparate cambia a menudo, claro. No obstante, la lógica de esa disposición permanece intacta y, por tanto, es siempre reconocible. Los objetos parecen siempre inalcanzables, protegidos, extraídos del fluir del tiempo. Los escaparates son como «museos del presente» (y, análogamente, las construcciones publicitarias pueden considerarse como «monumentos al presente»). En el interior 5

Según Rolf Tiedemann, «el concepto de fantasmagoría al que recurre Benjamin reiteradamente pudiera ser otra forma de referirse al concepto de fetichismo de la mercancía de Marx» (Tiedemann, 1999: 938). No obstante, Benjamin parecía más interesado en «la expresión de la economía en su cultura» (Benjamin, 1999: 460) que en las leyes de la economía capitalista per se. Así, no considera las fantasmagorías del interior el mero resultado de la economía doméstica burguesa (vinculada tanto al consumo como a la producción), sino el producto de un comportamiento expresivo que transfigura las mercancías en mediaciones del mito moderno. Y este mito crea, a partir del fetichismo de la mercancía, una cultura que construye mitologías individuales mediante la manipulación de las relaciones entre los objetos.

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del ámbito doméstico burgués se combina el ethos propio de las colecciones de un museo con la fantasmagoría de los escaparates modernos. Así, esas fantasmagorías del interior son una disposición de objetos con sentido, portadoras del aura de una «tradición moderna» por muy rápido que se transformen (por el tempo siempre acelerado que impone el consumo). En esta tradición se imponen los valores burgueses hegemónicos como horizonte de normalidad, a la vez que subvierten las promesas emancipadoras de cambio en meros caprichos efímeros de moda. Quizá esas fantasmagorías pasen a ser en el futuro museos del presente de su propietario. Y quizá sean eficaces a la hora de crear la imagen de una individualidad que no se construye a partir de «narrativas familiares» o de memorias de actos distintivos, sino a partir de un despliegue de pertenencias. Las identidades burguesas se interpretan y presentan así más en términos de espacio que en términos de tiempo.

EL FLÂNEUR Y LA FANTASMAGORÍA URBANA La figura del flâneur es lo contrario al individuo privado en muchos aspectos. Vive en el espacio público. Las calles, los bulevares y, sobre todo, los soportales parisinos son su hogar6. En cierto sentido, el flâneur busca y produce a la vez marcas de individualidad en el ámbito externo a su refugio privado, en el espacio público metropolitano. Observa y con frecuencia escribe sobre la vida urbana entre el «zarandeo» de la multitud, adentrándose en «un inmenso embalse de energía eléctrica», como describe Baudelaire a las multitudes metropolitanas (Benjamin, 1999: 443). Como buen fisonomista, busca los rasgos distintivos, las peculiaridades del paisaje de la vida cotidiana que se despliega en la ciudad ante su mirada. Otorga valor a los pequeños inci6

«Los muros son el pupitre en el que apoya su cuadernillo de notas. Sus bibliotecas son los quioscos de periódicos; y las terrazas de los cafés, balcones desde los que, hecho el trabajo, contempla su negocio» (Benjamin, 1983: 37).

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dentes; explora las imágenes pasajeras, los gestos fugaces y los encuentros efímeros y fortuitos. El flâneur se convierte así en un detective sublimado (ibid.: 442). Su pasión por los detalles minúsculos que revelan la existencia de pequeños dramas o fechorías ocultas lo convierte en el perfecto detective. Su extremada agudeza visual logra interpretar cada elemento como si se tratara de una pista. Mientras que el individuo privado colecciona en su refugio igualmente privado los rastros de una individualidad cuidadosamente construida, el flâneur busca pistas que revelen trayectorias individuales en el espacio público. La individualidad que busca en las calles es la misma individualidad fugaz que provoca disgusto en el individuo privado, que no acierta a percibir rastros individuales en el espacio público. Y, mientras que el individuo privado dedica las fantasmagorías del interior a una individualidad «monumental» que ofrece resistencia al carácter transitorio de la vida moderna, el flâneur es capaz de descubrir en las profundidades de la transitoriedad los rastros de una individualidad efímera y –aunque pueda parecer un contrasentido– anónima. Inmerso como está en las fantasmagorías públicas, le gusta «leer qué profesión, qué abolengo, qué carácter hay detrás de cada rostro» (ibid.: 429). El individuo privado como morador de la ciudad atraviesa el espacio público con ojos «sobrecargados de funciones de seguridad» (Benjamin, 1983: 151). Cuando los ojos pierden la capacidad de comunicar con elocuencia y de devolver la mirada, pasan a servir sólo para informar, proteger y guiar. El morador de la ciudad se anestesia como mecanismo de protección7. Para poder transitar las calles, hay que adaptarse a las reglas, adaptarse a las situaciones previsibles con un mínimo compromiso. Por el contrario, el flâneur empatiza con la multitud (ibid.: 54). Es capaz de percibir la energía, la chispa, los peligros y las pasiones. Y esta actitud se expresa a través de una estetización de la vida metropolitana. El flâneur es un esteta. Todo lo que ve le parece estéti7 «No hay sometimiento a la ensoñación de las cosas lejanas ante los ojos protectores» (ibid.: 151).

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camente significativo. Por eso su presentación en público está impregnada de teatralidad enfática: saca a pasear una tortuga, en ocasiones se atavía como un dandi, produce extrañeza en medio de la multitud, juega a imitar, aparece y desaparece con distintos disfraces. Zygmunt Bauman ha sugerido con acierto que «la tarea del flâneur consiste en ensayar en el mundo como si este fuera un teatro, y la vida una obra teatral» (Bauman, 1994: 146). Esta actitud denota capacidad de apreciar elementos auráticos, y contrasta con la del individuo privado que pasea anestesiado por las calles, incapaz de percibirlos o reconocerlos en el paisaje metropolitano. La vida en la ciudad tiene ante los ojos del flâneur un aura peculiar. A través de una mirada soñadora que introduce una nueva perspectiva entre el flâneur y las imágenes metropolitanas fugaces, este percibe «una manifestación única de la distancia». Lo que ante el resto aparece bajo la forma de algo corriente y protector se convierte en algo extraño para él. Todo alcanza el estatus de obra de arte; cada objeto se torna capaz de devolverle la mirada. Semejante estetización de la experiencia metropolitana convierte al flâneur en un posible coproductor de fantasmagorías urbanas. Con sus gestos y sus escritos contribuye al carácter espectacular de una cultura dedicada a «venerar la mercancía», y puede llegar a convertirse incluso en una figura mediadora en el reencantamiento de la vida pública. «El haragán-flâneur tiene un carácter doblemente fantasmagórico: por lo que escribe (fisiologías) y por lo que hace (la simulación de la ociosidad aristocrática y la realidad del interés comercial burgués)» (Gilloch, 1997: 156). La construcción de una mitología metropolitana preserva positivamente esa aura que se va perdiendo en situaciones de anestesia y de alienante asimilación del shock: los modernos «dioses transitorios» (Buck-Morss, 1991: 259) sólo participan en la necesaria fetichización de la novedad para mantener el culto al consumo. Y la novedad «es la quintaesencia de esa falsa consciencia cuyo agente infatigable es la moda» (Benjamin 1999a: 11). El flâneur, ese peculiar esteta, ensalza las fantasmagorías públicas y convierte la búsqueda de todo lo novedoso que ofrece la 101

vida moderna en su profesión. Ante todo, lo que observa está envuelto en un aura de novedad, de originalidad. Ello se traduce en una búsqueda de la individualidad y de la particularidad distintiva, en una búsqueda de lo novedoso y de moda en relación con cualquier aspecto de la vida pública (el vestido, la conducta, las artes, los lugares, las vistas, los artilugios tecnológicos, etc.).

LA DIALÉCTICA DEL DESENCANTO No obstante, no es este el único rol posible del flâneur. La tensión que hay entre su relación empática con la multitud y su distanciada mirada estética no contribuye necesariamente a la mitificación del aura metropolitana. La mirada alegórica de Baudelaire parece permitir que emerja un aura nueva. El alegorista se contrapone al coleccionista en que no aspira a construir un orden cargado de sentido, sino en que aspira a un desplazamiento significativo de los actos y de los objetos en relación con sus contextos (Benjamin, 1999: 329). El alegorista vacía los objetos de toda mitología y los expone. Con esa acción los enajena de su uso habitual con el único fin de exponer la alienación como característica general de la vida en la ciudad8. El flâneur-alegorista no se limita a dejarse poseer por la cosa, es decir, que lo domine un aura fantasmagórica. Él atribuye un aura que expone y revela las potencialidades de las cosas, potencialidades que permanecen escondidas tras una superficie mitoligizante. El flâneur-alegorista recurre a las formas y al lenguaje del mito para revelar el elemento mítico de la cultura de la Modernidad. Las imágenes descontextualizadas de la Modernidad metropolitana adquieren el estatus de códigos emblemáticos, de acuerdo con los cuales su sentido se convierte en el producto de deter8

Así, «pierde toda intimidad con las cosas» (Benjamin, 1999: 336). Y, como errante, es capaz de redescubrir una mirada infantil que se deslumbra ante las escenas metropolitanas, que logra apropiarse con ingenio de aquello pasado de moda, desechado, insignificante.

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minadas correspondencias reveladoras. Así es como la imagen de una prostituta puede convertirse en una alegoría de la mercantilización y las imágenes de los bulevares se convierten en alegorías de las contradicciones internas de la Modernidad. «El escenario que convierte a la humanidad urbana en una gran “familia extensa de ojos” también saca a la luz a los hijastros marginados de la familia… Una pátina abrillanta los escombros e ilumina las oscuras vidas de las personas a expensas de las cuales brillan las luminosas luces» (Berman, 1983: 153). Los mitos operan de una manera similar. Con su capacidad para atribuir a los actos y a los objetos una «manifestación única de la distancia» (Benjamin, 1983: 148) construyen «imágenes ceremoniales» (ibid.) a través de las cuales se impone un significado uniformador de la vida. La alegoría puede convertirse en un antídoto del mito, como propone Benjamin (1980: 667) si recurre a los elementos constitutivos de los mitos: las imágenes. No obstante, la alegoría priva a las imágenes de todo valor ceremonial y, en lugar de ello, los utiliza como medio para salvar los obstáculos míticos. Así, la alegoría se convierte en una forma de conocimiento a través de las imágenes capaz de sacar a la luz aquello que, gracias a la acción del mito, permanece en el inconsciente colectivo. Para poder revelar lo socialmente reprimido, la alegoría recurre a imágenes capaces de circunscribir mediante asociaciones los sueños colectivos. Esos sueños no se interpretan de una forma meramente alegórica sino como «representaciones distorsionadas» como sugiere Weigel (Weigel, 1996: 103). La mirada alegórica no estetiza, siendo como es una colaboradora involuntaria del espectáculo publicitario, ya se produzca este en los escenarios de las exposiciones internacionales o se disemine por el paisaje metropolitano. La mirada alegórica distorsiona adrede, de un modo muy similar al mecanismo distorsionador del sueño que encubre su significado. La mirada alegórica no se limita, por tanto, a desmitificar. Recurre a elementos míticos para así revelar los mitos dominantes. La mirada alegórica descubre la fuerza aurática que no es producto del aura mistificadora propia del fetichismo de la mercancía. Su fuerza más bien reside en la revelación de una serie de correspondencias, 103

fruto de encuentros fortuitos que iluminan nuevas posibilidades para descifrar la cultura de la Modernidad. La delicadeza como forma de abordar la experiencia es un requisito previo para que aflore el aura específica de esta mirada alegórica. Esa es la cualidad que Benjamin atribuye al genio de Baudelaire. O ¿acaso proyecta sus propias ideas en la obra y las prácticas tan ambiguas como llenas de talento del poeta del siglo XIX? En cualquier caso, esta noción se revela en su comentario algo enigmático sobre las críticas de Baudelaire a la pintura: «Baudelaire insiste en la magia de la lejanía; llega hasta el punto de juzgar por el mismo rasero un paisaje y los decorados pintarrajeados en las barracas de las ferias. ¿Significa eso que la magia de la lejanía se rompe, como cuando el espectador se acerca demasiado a una escena pictórica?» (Benjamin, 1983: 152). Se insinúa aquí la capacidad de la mirada alegórica de destruir, a través de la propia aura, el aura falaz de la fantasmagoría metropolitana, algo que puede producirse en el instante fugaz de una revelación repentina. Y que adoptará la forma de una peculiar colisión entre la distancia absoluta (distancia mágica, distancia aurática) y la absoluta cercanía. Lo que opera aquí es una peculiar dialéctica entre el aura y la huella. El flâneur-detective se siente empáticamente cercano a la multitud. Al «herborizar el asfalto» (ibid.: 36), se acerca demasiado a las escenas de la vida urbana. Observa, toca, huele, escucha: está inmerso en la materialidad de la ciudad. Esta actitud deja expuesto lo oculto; desmitifica y acaba contribuyendo a marchitar el aura, ya que prevalece la «aparente cercanía» más que la «aparente distancia». «El deseo de las masas contemporáneas de “acercarse” las cosas espacial y humanamente» (Benjamin, 1992a: 217), en el sentido que le da Benjamin, es «también acercarse en exceso a lo representado», ya sea en la reproducción de una obra de arte o arquitectónica, o, de un modo muy especial, en el cine. El público, como «examinador distraído» (ibid.: 234) que no está absorto en la obra de arte, tampoco por tanto estará poseído por el aura de la obra. No obstante, no parece suficiente con rastrear la superficie de las cosas ni con experimentar la cercanía para poder interpretar, 104

sobre todo, si entendemos por interpretar descubrir las potencialidades ocultas del pasado y del presente. Se requiere la «ilusión útil» (Benjamin, 1983: 51) de la magia de la lejanía, por recurrir a la frase de Baudelaire. Esa experiencia simultánea de distancia y cercanía quizá sea un indicio de la imposibilidad que encierra dicha posición. O ¿acaso es un indicio del carácter precario de una posición que, ante la tensión de dos tendencias en conflicto, permite de pronto apreciar el carácter ambiguo de la realidad? La realidad no es aquello que vemos al levantar el velo del mito, puesto que el mito es un elemento constitutivo de la realidad históricamente específica de la Modernidad. Tal realidad queda al descubierto en el instante fugaz en el que se rasga el velo. La realidad se hace presente en el acto de su redención momentánea a través de la mirada alegórica.

EL «ESTUDIO DE LOS UMBRALES» Aura y huella son opuestos, como lo son la experiencia de la cercanía y la de la lejanía. Pero su influencia dialéctica provoca la emergencia de un tercer elemento. Este elemento no es la síntesis de los opuestos; más bien constituye un campo de fuerzas activado por los opuestos. Por eso puede invocarse este elemento en la llamada «dialéctica detenida». Allí donde mayor es la tensión entre los opuestos dialécticos, es capaz el pensamiento que se detiene de llegar a reconocer una «imagen dialéctica». Ese tercer elemento deberá tener el poder revelador de una imagen semejante (Benjamin, 1999: 463 y 475). En medio de este campo de fuerzas emerge un lugar siempre precario, peligroso, siempre en suspenso y prácticamente imposible de ocupar. Benjamin le atribuye el estatus de «cesura» (Benjamin, 1999: 475), indicio de un posible pasaje: un umbral. Los umbrales tienen el poder de unir lo que está separado y de separar lo distinto (Simmel, 1997a: 68-69). Experimentar el poder de los umbrales significa advertir que la cercanía y la distancia se activan simultáneamente en esa dialéctica de la comparación: la acción separadora de los umbrales establece la diferencia 105

entre zonas adyacentes. Por lo tanto, la cercanía es operativa al crear la lejanía de la diferencia. No obstante, al mismo tiempo, los umbrales unen, acercan esas zonas que la diferencia tiende a mantener apartadas. Los umbrales tienen la capacidad de crear cercanía a partir de las distancias, sin las cuales las diferencias no podrían constituirse mutuamente como los «otros». La dialéctica entre la huella y el aura se cristaliza, por tanto, en el concepto de umbral. Este concepto es capaz de expresar la dinámica de la discontinuidad temporal y espacial, un elemento central en la crítica de Benjamin al historicismo (Benjamin, 1992: 254). ¿Cabe inferir un tratamiento análogo de la experiencia metropolitana mitologizada? Winfried Menninghaus propone que la obra de Benjamin puede ser «definida como un estudio de umbrales diversos» (Schwellenkunde) (Menninghaus, 1991: 309). En tal estudio, el propio flâneur, «connoisseur de umbrales», es una figura en el umbral (Benjamin, 1999a: 10). El flâneur, inmerso en la fantasmagoría urbana y a la vez alejado de ella, encarna el poder ambiguo de los umbrales. La posición que ocupa, muy cercana a la vez que muy lejana a la multitud metropolitana, le permite experimentar los destellos iluminadores que se activan en ese filo. El flâneur alegorista no sólo aprecia el carácter de umbral que tienen algunos lugares específicos en el espacio urbano sino que, en el acto de perderse en la ciudad (Benjamin, 1985a: 298), descompone la unidad de la fantasmagoría urbana. Así, se inventan los puntos de ruptura en el espacio urbano, los pasajes y los umbrales. El flâneur destruye deliberadamente la continuidad de cualquier trayectoria urbana al negarse a aceptar lo que constituye el sentido de la trayectoria (su destino), y así experimenta la ciudad como algo fragmentado y disperso9. El flâneur no interpreta la ciudad como un texto coherente sobre «progreso» sino como alegoría múltiple de la Modernidad, 9

En el acto de callejear (o flânerie), se producen combinaciones inesperadas de estos fragmentos, que permiten la emergencia de revelaciones súbitas. Así, «en el transcurso del acto de callejear, interpenetran el paisaje y el momento presente lugares y tiempos remotos» (Benjamin, 1999: 419).

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y lo hace combinando lo cercano y lo lejano, comparando los fragmentos del espacio y los fragmentos de la historia de la ciudad. La mirada alegórica no descubre una narrativa alternativa sino multitud de constelaciones de sentido nuevas, cada una de las cuales alude al carácter inherentemente ambiguo, contradictorio y potencialmente emancipador de la modernidad urbana. En la experiencia de la discontinuidad temporal emergen los recuerdos involuntarios. Según Benjamin, «quien se trate de acercar a su propio pasado sepultado debe comportarse como un hombre que cava» (Benjamin, 1985a: 314). El lugar en el que se produce esa acción se convierte en un umbral que da paso al pasado, y cada hallazgo inesperado mediará la reemergencia de experiencias pasadas10. El umbral se abre hacia el pasado con la experiencia de esos recuerdos involuntarios. El pasado se convierte en algo repentinamente cercano, como si se tratara de un instante revelador, y los rastros se hacen enfáticamente legibles. Sin embargo, por muy contundente que sea la experiencia que «lo invoca», el pasado sigue siendo algo distante, inaccesible, que irradia el aura de su singularidad. Quizá podamos entender el concepto de Benjamin de actualización (Aktualisierung) (Benjamin, 1999: 392, 460) como esa inevitable rasgadura de la magia de la lejanía que nos separa del pasado, al «acercarse demasiado» a la concreción material de la huella que dejan las experiencias pasadas. La actualización que pretende abrir de par en par el continuum de la historia puede considerarse entonces como un acto de creación de umbrales que se unen mientras se separan el pasado y el presente. «El ahora de un reconocimiento concreto» puede caracterizar, en efecto, esos umbrales (ibid.: 463). No es en absoluto casual que el Arcades Project se centre en un tipo de espacio urbano que posee las características de un umbral. Los soportales entre el espacio público y el espacio privado, entre la calle y la tienda, son el hogar del flâneur a la vez que son fantasmagorías urbanas para el individuo privado. Sin embargo, por encima de todo, los soportales son la concreción del carácter ambiguo de la Modernidad, de la esperanza y del infierno simul10

Ya vimos en el capítulo II la idea de rememoración rapsódica.

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táneamente. Según Caygill, Benjamin «fue capaz de leer especulativamente esta forma arquitectónica prematuramente arcaica, es decir, que contiene futuros latentes frustrados» (Caygill, 1998: 133). «La tensión entre los opuestos dialécticos es mayor» en la imagen dialéctica de los soportales (Benjamin, 1999: 475), lo cual los convierte en un lugar apropiado para la experiencia precaria de la «iluminación profana», en la que la cercanía rasga la lejanía y los sueños colectivos revelan su potencial liberador exactamente en el momento en que también se rasgan tras un despertar abrupto. El acto de habitar se presenta dialécticamente en los soportales tan sólo como posibilidad. En el umbral, entre el espacio público y el espacio privado, aparece el destello iluminador de la potencialidad de una experiencia moderna liberadora del habitar. En su ensayo «Experiencia y pobreza», Benjamin reclama un «concepto positivo de la barbarie», que podría beneficiarse de la creciente «pobreza de la experiencia» propia de la vida moderna y alentar un nuevo comienzo, liberador, «haciendo tabla rasa» (Benjamin, 1999c: 732). Para que pueda producirse ese nuevo comienzo, es necesaria la irrupción de una nueva cultura de la vivienda que sea hostil a la «intimidad acogedora» del ámbito doméstico burgués11. El vidrio es el material propio para la construcción en una cultura así, siendo como es enemigo de los secretos, de la posesión, del aura, del interior-colección. El vidrio es a la vez enemigo de las huellas, por lo que resultará difícil para el propietario dejar su marca en su entorno doméstico (ibid.). ¿Cabe imaginar que Benjamin estuviera realmente pensando en el vidrio para rasgar precariamente la magia de la lejanía fruto de la absoluta cercanía? En efecto, el vidrio expone, acerca extremadamente el interior al exterior. Sin embargo, conserva la «ilusión útil» de la «magia de la lejanía» al convertirse en una 11 En tales interiores domésticos burgueses, se fuerza al habitante a «adoptar el mayor número de hábitos, hábitos que hacen más justicia al interior en el que habita que a sí mismo» (Benjamin, 1999c: 734).

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suerte de pantalla en la que se proyecta lo lejano como en una «panorámica». El vidrio, enemigo a la vez del aura y del rastro, se sitúa en el centro de su oposición dialéctica. ¿Cabe hallar en estos pensamientos una alternativa a la experiencia del habitar propia del siglo XIX, una alternativa que pretenda acoger la optimista «transitoriedad del habitar» del siglo XX con toda su «porosidad y transparencia»? (Benjamin, 1999: 221). Evidentemente, poco tiene que ver esta idea con la realidad propia de una pesadilla de los bloques de vivienda del Modern Movement, las habitaciones de hotel o los edificios de oficinas. Quizá lo que Benjamin pretendía era integrar una reafirmación heroica de los valores modernistas (que la Modernidad capitalista ha distorsionado para adecuarlo al mito del progreso) dentro de una concepción filosófica que se centra en revelar las posibles discontinuidades. Para él el vidrio era el elemento capaz de mediar esta experiencia de la discontinuidad en el tiempo y en el espacio: entre el espacio interno y externo, el vidrio crea un umbral precario que siempre está a punto de ser cruzado; un umbral que une y separa lo público y lo privado, la naturaleza y la cultura, el dentro y el afuera. Quizá el panel de vidrio asume el papel de umbral alegórico para Benjamin, un umbral que representa el potencial revelador de la dialéctica entre cercanía y lejanía. Así, el cristal podría expresarse como «imagen dialéctica», «el acto de rasgar la distancia mágica». Lamentablemente, la realidad de la cultura del vidrio modernista no sirvió para propiciar que este material de construcción moderno adoptara carácter de umbral. Es más coherente con las ideas de Benjamin asumir que la Glasskultur era una cultura potencialmente liberadora, suponiendo que la sociedad hubiera dado un paso adelante a favor de un futuro emancipador. En términos de Bloch, «el ventanal que sólo alberga cosas del mundo exterior necesita que el exterior esté repleto de atractivos desconocidos, no de nazis; la puerta de cristal hasta el suelo necesita que irrumpa el sol por ella, no la Gestapo» (citado en Heynen, 1999: 123). Benjamin no sólo se lamentaba del «declive del aura» propio del mundo moderno, ni se limitaba a condenar las fantasmago109

rías modernas ilusorias. Su imagen de la distancia rasgada por la acción de la cercanía remitía posiblemente al poder revelador de las discontinuidades expuestas tanto al tiempo histórico como al espacio metropolitano. No era proclive a un aura redimida, ni a un reencantamiento del mundo por el mito de lo «novedoso» propio de la Modernidad. Tampoco era favorable a la transitoriedad, siempre y cuando no se revele cada presente efímero como «débil poder mesiánico» (Benjamin, 1992: 246) con capacidad para abrirlo hacia un posible futuro radicalmente distinto. El desencantamiento de la experiencia del habitar moderno se produce con el poder de la mirada alegórica que rasga la fantasmagoría urbana. Y, de igual modo, sacude para siempre el orden monumental del interior de una colección privada-refugio. ¿Podemos llegar a imaginar que una modernidad redimida, respetuosa con la transitoriedad inherente al habitar moderno y que no reproduzca los no lugares propios de la alienación metropolitana, pueda crear una ciudad moderna de umbrales? ¿Y seríamos capaces de entender esa ciudad como una que encarne la experiencia de las discontinuidades capaces de orientar el comportamiento colectivo hacia una cultura pública alternativa y emancipadora?

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CAPÍTULO IV Navegar por el espacio metropolitano: el acto de caminar como forma de negociación con la alteridad

LA METÁFORA DE LA NAVEGACIÓN Recurrir a la metáfora de la navegación parece adecuado para describir la experiencia de lo desconocido a través de una imagen familiar. Quizá por eso emerjan en el «lenguaje de internet» tantos términos y expresiones metafóricos. Y, sin duda, muchos de ellos emanan de la idea sencilla y fácilmente inteligible de que el ciberespacio es como un mar vasto e inexplorado, que surca cada usuario en busca de su camino. Es interesante comparar el punto de vista de Rayner –«en el ciberespacio no hay espacio hipotético. El orden de los sistemas digitales aplasta el “como si” creador de tal espacio» (Rayner, 1999: 289)– con el de Robin, que critica por «conservadoras y nostálgicas» las descripciones de internet como «variante electrónica del sueño rousseauniano» (Robins, 1996: 98). Ambos analizan la metáfora de una experiencia concreta, la experiencia de «surfear la red». No obstante, las metáforas no sólo nos ayudan a acercarnos a lo desconocido como si fuera análogo a lo ya conocido, en un desplazamiento –como indica la etimología de la palabra– de características y significados desde los ámbitos familiares de la experiencia a otros desconocidos. En cierto sentido las metáforas «contaminan», a través de una comparación centrada en la imagen, las experiencias de lo inmediato. No es que toda persona que surfee la red se imagine a sí misma sobre las olas de una playa californiana. Es muy probable, no obstante, que la metáfora de la navegación produzca una interpretación capaz de construir toda una ideología o una serie de esquemas cognitivos investidos de valor, a través de los cuales se moldea la experiencia en internet. La metáfora permite moldear 111

la forma en la que captamos el carácter socialmente significativo de una experiencia que, por tanto, posee un determinado valor social. Lakoff y Johnson concluyen que «los sistemas conceptuales humanos son de naturaleza metafórica e implican una comprensión imaginativa de una cosa en términos de otra» (Lakoff y Johnson, 1980: 194). La experiencia, entendida desde este punto de vista, se vive de forma distinta, dependiendo del diferente sentido y valor que se le atribuya a partir de descripciones metafóricas. En ocasiones, las metáforas llegan a ser tan poderosas que se incorporan tan eficazmente a lo aparente hasta el punto de que pasamos a percibirlas como descripciones literales. Basta con pensar, por ejemplo, en cómo describimos algo que vamos a hacer como si emprendiéramos una ruta: «Seguiré mi camino». La imagen del marino que surca las olas para descubrir nuevas tierras, la imagen de un cibernauta que cruza los asombrosos mares de la información, es con toda seguridad lo suficientemente potente como para infundir en el acto de la búsqueda en internet los valores positivos de una experiencia de navegación aventurera y heroica, que promete placeres y, con mucha probabilidad, provecho. ¿Podríamos hallar un potencial diferente y latente en la metáfora de la navegación? ¿Seríamos capaces de transferir este potencial desde el espacio virtual de la «red» hasta el espacio real del entorno urbano? ¿Podríamos entonces imaginarnos a nosotros mismos surcando el mundo material y no el inmaterial? ¿Estamos seguros de que la enterrada memoria colectiva de la navegación por mar difícilmente podrá reavivarse dotándola de un nuevo significado a través la metáfora de una experiencia bastante moderna como es la travesía por el espacio metropolitano? Los antiguos griegos parecían dar gran valor a las hazañas y experiencias de los marineros. Pensemos en la Odisea, que entre otras cosas es una oda a un marino extraordinariamente habilidoso. Los griegos recurrían a la imagen de un diestro navegante surcando un mar ignoto para describir características más generales relacionadas con una sabiduría peculiar y distintiva. Dicha sabiduría, polifacética y cargada de ingenio, como corresponde a 112

todo navegante experimentado, no es la sabiduría de los filósofos, sino una inteligencia para lo cotidiano que recurre a cualquier método para enfrentarse a situaciones diversas. La metis, como se denominaba, era una competencia relacionada con el ingenio y que se adquiría con la práctica, tras la inmersión en el universo de las prácticas sociales, y que cobraba forma a través de esa práctica concreta. En ese sentido, difiere de la inteligencia reflexiva que tiene tiempo para reconsiderar y planificar en el futuro. La metis es la inteligencia que debe guiar las decisiones tomadas al instante, en un lapso de tiempo limitado, como en el caso de un marinero que ha de actuar rápida y acertadamente. Esta inteligencia ha de ser también multifacética, habilidosa y astuta dada la variedad, versatilidad y carácter inesperado de las situaciones a las que se enfrenta, por muy típicas que puedan ser formalmente: No hay duda de que la metis es un tipo de inteligencia y de pensamiento… Implica una serie de actitudes mentales compleja pero muy coherente y una conducta intelectual capaz de combinar talento, sabiduría, premeditación y sutilidad, engaño, iniciativa, vigilancia, oportunismo, diversas habilidades y la experiencia acumulada a lo largo de los años. Se aplica en situaciones transitorias, cambiantes, desconcertantes y ambiguas; situaciones que no pueden medirse con exactitud, ni se prestan al cálculo preciso ni a una lógica rigurosa (Vernant y Detienne, 1978: 3).

De modo que quien esté equipado de una debida metis poseerá la habilidad de ser tan ingenioso como lo demanden las circunstancias a las que se enfrente. La metáfora de la navegación infunde en la inteligencia práctica de la metis una imagen que tiene una especial relevancia. La capacidad para sacar partido de la situación inesperada, extraña, implica saber hallar la manera de sortear la situación e incluso de salir airoso de ella. Implica acertar a descubrir aquellos indicios capaces de guiarte (como en el caso arquetípico del marinero que contempla las estrellas); de saber aprovechar la oportunidad para sacar todo el partido a la situación que se presenta (como en 113

el caso arquetípico del marinero que se apresura a reorganizar las velas de su embarcación); de saber, por lo tanto, inventar un pasaje, fijar una ruta a través de un entorno hostil e ignoto (como cuando nuestro marinero arquetípico toma el control de su embarcación en mar abierto). Para los antiguos griegos, la imagen de un mar desconocido carente de puntos de referencia reconocibles, sin tierra a la vista, representaba la absoluta alteridad. Por eso la consideraban como una imagen apropiada para describir metafóricamente el Mundo de las Tinieblas. Para surcar el mar, el navegante tendrá que inventarse un pasaje, un poros. Así, se convierte en paradigmática la navegación como actividad capaz de confrontar la alteridad y proporciona imágenes sobre cómo una suerte de inteligencia es capaz de manejarse con la emergencia cotidiana de la alteridad. Para los griegos, saber comportarse en el trabajo, en el espacio público, en la guerra, en el mercado, en el Senado o en los juegos olímpicos era sinónimo de saber comportarse ante distintas circunstancias. No sólo las personas desarrollaban distintas estrategias en distintas circunstancias sociales, sino que también los dioses intervenían siempre, e involucrando con frecuencia a los mortales en sus disputas. De modo que saber navegar a través de las circunstancias podía significar en último término crear pasajes que permitieran, bien la huida, bien la aproximación y, por tanto, con capacidad para regular una potencial relación con la alteridad circundante. Dicha alteridad abarcaba por igual tanto los caprichos impredecibles de los dioses como la diversidad de intereses de los mortales. Una característica fundamental del arte del marinero, del viejo arte de la navegación, es que está en constante movimiento. Su arte es, en cierto sentido, móvil. Y esa cualidad implica ser siempre distinto a uno mismo, imaginativamente distinto. En eso consiste el arte de cambiar, para poder lidiar con el cambio. Nada tiene que ver esto con una capacidad camaleónica para adaptarse al entorno circundante. La metis implica tomar las riendas de la situación, pero no porque uno sea lo bastante fuerte; tampoco porque esté tan desesperado como para intentar renunciar si114

quiera a aquello que le separa a él o ella del entorno social con el fin de encarar la alteridad de los otros. El antiguo navegante recurre a los ardides de la metis para poder negociar con la alteridad, para crear pasajes, a menudo con la intención de apaciguar a los dioses y a los mares por igual. Así, el antiguo navegante es la imagen arquetípica de las políticas de la interacción social cotidiana. Quizá sea su inteligencia práctica un indicio de una sabiduría bastante antigua, la sabiduría de una coexistencia social que se basa en constantes negociaciones cara a cara.

A TRAVÉS DEL PASAJE, HACIA LA ALTERIDAD ¿Significa todo ello que la metáfora de la navegación podría conducirnos hacia una nueva interpretación de la experiencia de la alteridad, que irrumpe por doquier bajo el manto homogeneizador de la globalización? La inteligencia metis para la navegación nos ofrece un modelo de acción rico en matices al que recurrir siempre que partamos de la idea de que lidiar con la alteridad inherente a todo encuentro social moderno no sólo significa enfrentarse a todos como si fueran potenciales enemigos, sino ser también capaces de negociar, juzgar y ponderar que hay de otro en los otros. «Navegar por el mundo material» es algo más que una metáfora apropiada de los vientos de un colonialismo heroico agitando las velas. Más bien infunde en en la interacción social una nueva forma y un valor tan nuevos como añejos. ¿Podríamos entonces pensar en el acto de navegar por el espacio metropolitano como el paradigma de una actividad que construye una relación con la alteridad, y no como una cuya motivación es la búsqueda de aventuras? Y, si esta actividad es creadora de pasajes, ¿acaso se basa a la vez en la capacidad creativa de convertirse en el otro para poder lidiar con la alteridad? En la antigua Grecia, poros significaba pasaje y pontos, el barco que surca un mar desconocido. El barco de los argonautas, por ejemplo, es un pontoporos (literalmente, una embarcación 115

Fig. 7. Porosidad urbana: emigrantes en las calles del barrio YeniKapi (Estambul).

que crea su propia ruta como si atravesara un pasaje fugazmente). Cuando dudamos por dónde ir, nos quedamos parados delante de eso que nos resulta desconocido, «otro». La palabra griega para duda es aporía, que significa literalmente «falta de pasaje». 116

Fig. 8. «Cada día de la semana oculta un grano de domingo». En la terraza de un complejo de viviendas sociales (Atenas).

Así, la alteridad adopta la forma de una tierra aparentemente inalcanzable. Sin embargo, los pasajes hacia la alteridad no dominan ni eliminan la alteridad. Con suerte, crearán espacios intermedios, con la ayuda de una inteligencia que disponga de los recursos necesarios para poder acercarse a la alteridad: espacios de negociación (no debemos olvidar que los griegos no se limitaban a temer a sus dioses, sino que negociaban con ellos). En inglés, aporia puede aludir a una actitud que se caracteriza por una «consciencia de perspectivas opuestas o incompatibles sobre un mismo aspecto» (véase el Webster’s Third New International Dictionary). ¿Acaso podremos decir entonces que la aporia es en realidad una forma de consciencia de la heterogeneidad? ¿Podríamos considerar el descubrimiento de una solución necesariamente temporal a los problemas que nos plantea la heterogeneidad como el descubrimiento de un pasaje precario, un poros? El arte de la navegación es el arte de transportar aporia y no el arte de eliminarla. Cuando se cierra el pasaje tras la embarcación, se 117

cierra también el pasaje hacia la alteridad. Es algo permanentemente temporal, un dispositivo social que se crea en marcha. Poros tiene también otro significado en griego. De hecho, podría considerarse como un uso metafórico de la palabra. Poros es un «poro» de la piel (que obviamente proviene de la misma raíz griega). Los poros son los pasajes que conectan nuestro cuerpo con el medio ambiente circundante. Un cuerpo en aporia sería un cuerpo herméticamente cerrado en sí mismo, como una mente incapaz de descubrir pasajes que la conecten con la alteridad, supuesta fuente de problemas irresolubles. El potencial metafórico de la porosidad es igualmente rico. Cuando decimos que algo es poroso, queremos decir que se comunica con su entorno. Cuando Walter Benjamin describe la vida cotidiana napolitana, utiliza la palabra «porosidad» en uno de sus famosos «retratos de ciudades»: La arquitectura es tan porosa como esta piedra [una piedra en la orilla del mar]. Construcción y acción se interprenetan en los patios, los soportales y las escalinatas. Encierran en cada elemento la capacidad de convertirse en un escenario de nuevas constelaciones inesperadas. Evitan quedar marcadas con el sello de lo definitivo (Benjamin, 1985b: 169). La porosidad no es sólo resultado de la indolencia del artesano del sur, sino, por encima de todas las cosas, de la pasión por la improvisación, que demanda que el espacio y la oportunidad se conserven a cualquier precio. Los edificios se utilizan como escenario popular (Benjamin, 1985b: 170).

En estos pasajes («¿pasajes?») del texto la porosidad parece describir las características de una vida cotidiana orientada hacia las circunstancias cotidianas fugaces, no a las típicamente repetitivas y normalizadoras, sino a las que llevan la marca distintiva de ser ocasionales. De ahí que la porosidad sea resultado de la «pasión por la improvisación», de una teatralidad cotidiana, un arte de lidiar con situaciones siempre distintas, de convertirse creativamente en el otro sin dejar de ser uno mismo. 118

Esta forma de socialidad humana, en la que «cada día de la semana oculta un grano de domingo» como observa Benjamin (ibid.: 172), implica que la interacción social sea algo más que una serie predeterminada y planificada de procedimientos. La interacción social que se define por su carácter poroso conserva la cualidad de la alteridad en la relación entre lo mismo y lo otro. Así, como en el caso del arte de navegar, la porosidad es la creación de pasajes, de poroi y de «poros» a través de los cuales cada individuo equipado socialmente respira el aire de la interacción creativa. La metáfora de la mediación corporal de la experiencia propia de la ciudad moderna emerge en el constante movimiento característico de la vida napolitana, tal y como la apreciara Benjamin en los años veinte. Así, la porosidad es la llave para esta metáfora, cualidad de los elementos materiales e inmateriales de la experiencia. Porosos son los edificios y porosos son los hábitos de las personas, porosas las calles y los encuentros cotidianos. Porosas son las escaleras omnipresentes, las familias y los encuentros que se producen en los mercados al aire libre.

NEGOCIAR COREOGRAFÍAS Benjamin teorizaba sobre el arte del deambular. Quizá recordarlo nos ayude a entender por qué la porosidad y la navegación coinciden metafóricamente en el potencial emancipador que esconde la Modernidad. El flâneur, como paseante, como errante metropolitano, es la figura capaz de apreciar esa promesa escondida. Por su propia idiosincrasia, el peatón se pierde en la ciudad para descubrir las falsas promesas propulsoras de la civilización moderna que permanecen ocultas tras la fachada metropolitana fantasmagórica. El flâneur, «entre el coro de sus pasos ociosos» (De Certeau, 1984: 97), intuye los pasajes; intuye los umbrales (Benjamin, 1999: 416). Descubre e inventa pasajes incluso cuando los identifica como puntos de ruptura en el tejido de la ciudad. El flâneur interrumpe el continuum de la costumbre pero también la coherencia inventada de la ratio urbanística. Así, el paseo se 119

convierte en el paradigma de un acto capaz de reinventar la discontinuidad en el corazón mismo de la uniformidad; es un acto capaz de descubrir la alteridad en el corazón mismo de la homogeneidad. El flâneur intuye los pasajes porque intuye la heterogeneidad. Ciertamente, cabe la posibilidad de que caiga preso de la falacia de la heterogeneidad de las apariencias, simuladoras de un pluralismo característico de la metrópolis moderna. Lo cierto es que, al navegar por la metrópolis sin seguir un itinerario obligatorio, uno puede descubrir potenciales rupturas de la proyectada uniformidad de la fantasmagoría urbana moderna. No basta con reconocer el poder de cada práctica espacial individual para poder concretar las «formas de uso» o «estilos de uso» individuales, aunque anónimos, como hace De Certeau (1984: 100). Debemos ver en cada acto de andar el poder expresivo de un movimiento hacia la alteridad y no únicamente de una retórica idiosincrática. Pasear por la ciudad moderna, por estrictas que sean las normas que delimitan el movimiento del peatón, conlleva siempre una marca de individualidad, un atisbo de imprevisibilidad. El predominio de los encuentros casuales y la complejidad de la vida en la ciudad contemporánea provocan en los habitantes de la ciudad la necesidad de desarrollar una inteligencia navegadora creativa. Caminar –no sólo deambular– puede abrir potenciales pasajes hacia destinos indefinidos, que con frecuencia nos pasan desapercibidos pero que otras veces percibimos explícitamente. Ese encuentro revelador y exploratorio con la alteridad es lo que confiere a los andares un poder expresivo. La teoría de la danza nos puede ayudar a ubicar las posibles modalidades de esa expresividad. Susan Leigh Foster sigue el rastro de la historia de la interpretación de la danza moderna en los actos del caminar y distingue tres formas distintas de teatralidad en el proceso. La primera es característica de las coreografías modernas que se basan en «la fusión entre elementos del caminar y de la danza» (Foster, 2002: 128). Se trata de una teatralidad en la que los efectos del teatro se trasladan a los actos cotidianos (ibid.: 131). Podríamos decir que en este caso el caminar adopta una nueva forma; se torna teatral. 120

La segunda, según Foster, es que presenciamos la construcción de una forma de teatralidad alternativa acompañada de una práctica de mirar también alternativa. Potenciar determinados movimientos característicos al caminar en este contexto no supone sólo imitar una forma de andar cotidiana y trivial, sino también convertir el fluir del movimiento en el principio que guíe la improvisación de la danza: así, al «dejar que surja la danza» (ibid.: 132), extraemos del andar un principio estructural, y no un mero repertorio de elementos formales. La tercera forma de teatralidad hace hincapié en la discontinuidad del movimiento: «La coreografía dirige una investigación anatómica no del cuerpo, sino de su movimiento» (ibid.: 140). Los gestos corrientes al andar que son reconocibles se nos presentan de forma reflexiva (ibid.: 142): es decir, están conectados tanto con la performatividad de los cuerpos de los individuos como con las características estructurales que hacen reconocibles esos movimientos específicos. Probablemente esta interpretación de la creatividad de la investigación de la danza moderna sea capaz de mostrarnos que el andar, como acto de conexión ingeniosa entre lugares, podrá interpretarse y emplearse como una forma de presentación individual que supera la expresión de estados de ánimo, sentimientos u orientaciones individuales. El andar es una forma de negociación corporal en la práctica con la alteridad; es una forma de dirigirse a los demás. El actor-paseante no sólo se presenta a sí mismo o misma a través de la teatralidad gestual, sino que invita a participar a los otros implícitamente en una fase transitoria. Así, «representar» un paseo se convierte en un gesto de negociación hacia la alteridad con los que pasan por delante. Baudelaire, el poeta flâneur, describe los andares implícitamente teatrales de une passante: Alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina Una dama pasó, que con gesto fastuoso Recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos, Agilísima y noble, con dos piernas marmóreas.

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Aquí se interpreta la práctica espacial pedestre desde su expresividad, no sólo porque alguien haya decidido dirigirse a alguien, sino porque cada gesto, no importa cuán trivial o «funcional» sea, puede ser demostrativo de algo, revelador de intenciones ocultas, o como si orquestara su propio sentido. Este, ya sea ambiguo o huidizo, poderoso o exigente, sólo es capaz de emerger en un escenario urbano en el que es probable que se topen gentes extrañas entre sí. Esto es asumido o transmitido deliberadamente, puesto que en tal escenario las personas no se limitan a caminar, sino que navegan. La navegación en el sentido que le da Benjamin es similar a la par que diametralmente inversa a la inteligencia metis propia del navegante en la antigua Grecia. Similar porque crea una relación negociadora y creativa con la alteridad que moviliza una consciencia del tiempo en varias fases. Y es diametralmente inversa porque, mientras que la metis navega por la alteridad creando pasajes, la navegación de Benjamin busca descubrir la alteridad que se halla escondida bajo la fantasmagoría urbana moderna y uniformadora. Lo que busca Benjamin en esencia es abrir la vida social moderna a la alteridad de la emancipación humana, y liberarla del mito del progreso humano. Navegar por la metrópolis es también una experiencia característica, que también nos puede aportar la metáfora para evaluar y entender tal experiencia. La imagen de la navegación puede constituir, por tanto, una metáfora que describe la creación de pasajes hacia, o en la dirección de, la alteridad. Navegar significa en esencia negociar. O quizá signifique, como en la teatralidad de la vida napolitana o los ingeniosos ardides del navegante, un intento de aproximación, de descubrimiento y de encuentro con la alteridad. Lo que convierte el andar en una práctica capaz de condensar el potencial metafórico del acto de navegar es que la negociación con la alteridad no es el resultado de un plan cuidadosamente urdido. La negociación se produce mientras las personas pasean, ya elijan improvisar temporalmente y enfrentarse a posibles encuentros inesperados u opten por expresar un interés por alguien que pasa a su lado, o prefieran dejar que sean sus movimientos los que, a propósito o no, expresen e interpelen a 122

todos o a nadie. El andar, entendido como navegación, representa una sabiduría concreta encarnada; la sabiduría capaz de comprender que las identidades sociales y los comportamientos están en constante negociación, y la de fabricar el tejido de la interacción humana a partir de las diferencias y similitudes.

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CAPÍTULO V La teatralidad: el arte de crear umbrales

LA APROXIMACIÓN AL OTRO Los umbrales median una relación con la alteridad al marcar pasajes entre el tiempo y el espacio. En el contexto de la creativa interacción social que caracterizaba a la vida en el Nápoles de entreguerras, los umbrales parecen operar como escenarios urbanos –a menudo temporales– en los que se practica el encuentro con la alteridad. Cabe preguntarse si este encuentro con la alteridad se basa en una capacidad socialmente adquirida de convertirse en otro, o de asumir, comprobar, expresar o incluso negar las identidades. De igual modo, habría que preguntarse si los umbrales son propicios para que se produzcan estos gestos y actos de convertirse en los otros, por su carácter inherentemente comparativo y relacional. ¿Son los umbrales una creación de tales encuentros basados en la negociación? ¿Son los umbrales escenarios teatrales precarios en los que se produce la teatralidad de los encuentros? La teatralidad se conecta con la dimensión temporal de la interacción humana; origina su despliegue y, como toda práctica, es su ritmo lo que la define. La teatralidad no se adscribe a un tiempo homogéneo; más bien, interviene en su fluir, lo acelera o desacelera; incluso puede llegar a suspenderlo (en un momento de «huelga», de huelga teatral, un coup de théâtre), o invertirlo (integrando elementos del pasado o del futuro en el presente). ¿De qué otro modo podría la teatralidad, el arte de convertirse en otro, aproximarse a la alteridad? ¿De qué otro modo nos podría ayudar el proceso de dramatización a estar «en un lugar con el aroma de otro… al menos por un instante» (Cixous, 2005: 182), si tenemos en cuenta que la expresión más radical de la 125

Fig. 9. Improvisando el escenario de un mercado improvisado (Nairobi).

alteridad es su carácter impredecible, su capacidad para escapar de la red en la que pretendemos atrapar la realidad? Josette Féral argumenta que «la teatralidad como forma de alteridad emerge en un momento de ruptura en el espacio cotidiano» (Féral, 2002: 97). De hecho, dicha ruptura introduce una interrupción significativa en la continuidad espaciotemporal cotidiana. Como veremos, la interrupción no supone que simplemente se establezca un «dentro» y un «afuera», sino un espacio intermedio en el que se produce una comparación entre dentro y fuera, entre la identidad y la alteridad, entre lo real y lo posible. La teatralidad emerge como proceso de comparación capaz de revelar el carácter inherentemente relacional de cada creación identitaria. Tomaremos del filósofo Vladimir Jankélévitch un concepto que nos puede ayudar a clarificar la singularidad temporal reglamentaria de la aproximación teatral del otro: el concepto de modestia (la pudeur). La aproximación al otro requiere una cierta restricción. «Una intimidad que se produce a primera vista es 126

Fig. 10. Emigrantes inventando lugares de encuentro en el centro de la metrópolis (Atenas).

como el caso de un hijo prematuro: se debilita muy pronto, puesto que no ha tenido tiempo de adentrarse en la zona de tribulaciones y decepciones de efecto purificador, que la dotarían de profundidad» (Jankélévitch, 1996: 166). Por lo tanto, la modestia es al mismo tiempo la sensación de que algo se pospone y una sensación que pospone, que provoca un retraso y un acercamiento indirecto al objetivo. Esta demora no es el resultado de la duda ni del temor, sino que es producto de la prudencia: «La modestia es el alma circunspecta que regula las transiciones y clasifica los objetivos» (ibid.: 75). El otro no es transparente. El lenguaje, los gestos que dirigimos al otro tampoco son transparentes y, en consecuencia, no son inequívocos. La constante acción de posponer, y de referirnos al otro recurriendo a una perífrasis o tentativamente, es lo que pone en marcha o allana el terreno para el encuentro. Nos escondemos para ser descubiertos; nos disfrazamos para revelar nuestra identidad. La comunicación no consiste exclusivamente en aquello 127

que queremos decir sino también en lo que no queremos que se advierta. De alguna forma, administramos lo que mostramos a los demás, de la misma manera que nos disfrazamos para revelar una naturaleza que parece adecuarse a la ocasión; necesariamente, así, desviamos, oscurecemos unilateralmente o mostramos. Este proceder pone de manifiesto la naturaleza de campo de acción de la comunicación. La acción siempre se dirige a otros y, por tanto, siempre se evalúa en el curso de su desarrollo; se modifica continuamente de acuerdo con las reacciones de esos otros. Una relación es, en efecto, un intercambio temporalmente estructurado, puesto que se despliega cuando quienes tienen capacidad para moldearlo lo controlan de distintas maneras. La modestia, esa suerte de prudencia con capacidad de posponer, maneja un sentido que sólo alcanza al otro a través de obstáculos. Estos nos obligan a intentar abrir el cerrojo del sentido, atribuírselo a la alteridad del otro y, como tal, aceptarlo como algo que no nos es aún familiar. El sentido sólo puede circular disfrazado en relación con distintas instancias de alteridad. Se necesita mucho esfuerzo, establecer constantes comparaciones y transferencias para que el sentido alcance la otra orilla y sirva de puente para la distancia, aunque siempre se trate de una construcción precaria. El sentido es algo que se cierne en el aire puesto que la visita de la alteridad siempre va acompañada por el riesgo de errar. En nuestra visita a la alteridad se configura la matriz misma de la conceptualización del tiempo, que probablemente constituye la esencia misma del encuentro, los cimientos de la temporalidad. Por eso la teatralidad sólo puede compararse con la modestia perifrástica –capaz de dirigir los disfraces a la vez que allana su camino sorteando los obstáculos que se encuentra– si la entendemos como una práctica creadora de tiempo y definida por él (Jankélévitch, 1996: 45). La tendencia a posponer genera una distancia temporal, terreno propicio para el encuentro y para que surja una comunicación entendida como acto de acercamiento a la alteridad. La distancia temporal es la precondición para ese acercamiento. Como destaca Jankélévitch, el encuentro inmediato es necesariamente transitorio y superficial. Entonces, ¿quizá sea la propia distancia una condición para el encuentro? ¿Acaso, para que se 128

produzca el encuentro, sea necesaria cierta distancia, tanto espacial como temporal?

DISTANCIA Y DEMOCRACIA La diferencia se considera de por sí en términos de distancia. El otro pertenece, o se piensa que pertenece, a otro lugar. En otras palabras, la distancia contribuye a describir al otro como otro. La proximidad absoluta, es decir, la intimidad, convierte al otro en lo mismo que uno, alguien cercano y reconocible. De modo que, si deseáramos aceptar a alguien en su alteridad, no debiéramos eliminar la distancia que nos separa. La apuesta por el encuentro se realiza precisamente en esa distancia. Si esta es muy amplia, se tornará evidente que el encuentro es imposible (igual que si la distancia está delimitada por fronteras-barreras). Pero, si desaparece la distancia, esa relación se cortocircuita. Lo diferente pasa a ser idéntico; la diferencia que no puede quedar reducida a lo mismo desaparece. El encuentro únicamente podrá producirse si la distancia entre esos dos límites sigue existiendo. Sólo entonces, como una chispa que se produce entre dos polos, puede prender el encuentro. Obviamente, la definición de esa distancia no se corresponde con ninguna medida; más bien se corresponde con un sentido, con una intuición socialmente inculcada. La distancia necesaria se torna suficiente hasta el punto de que define el terreno del intercambio, el terreno para la interacción. Massimo Cacciari describe esta distancia mediante una imagen: las instancias de la alteridad son como islas que flotan en un archipiélago. Las distancias existen: cada isla se define como un dominio y su relación con las islas circundantes está mediada por el mar. Sin embargo, la sensación de participar en un todo más grande, un archipiélago, transforma las islas en instancias de alteridad que están orientadas las unas con respecto a las otras. La suficiente distancia entre ellas, en este caso, describe la condición misma de vecindad: «La idea de vecindad encierra una distinción necesaria de lugares» (Cacciari, 1999: 47). 129

Para Cacciari, la abolición de la distancia es una obsesión típica del Homo democraticus que, a su manera, en esencia transmite «la tiranía de la intimidad» que describe Sennett (1993: 337340). Sin embargo, al mismo tiempo, esta obsesión destruye toda vecindad. La vecindad surge a partir de unas distancias que permiten la creación de relaciones. La ominipresencia del Homo democraticus torna la existencia misma del forastero en algo intolerable e inconcebible (Cacciari, 1999: 160). La estigmatización del otro como desviación de la norma proviene de la certeza de que todo puede reducirse a una norma común, a una matriz común. El discurso democrático de la igualdad en la sociedad de masas amenaza con convertirse en un discurso homogeneizador. Todo aquello que queda fuera de la definición homogeneizadora, lo no reconocible, sencillamente es como si no existiera: de modo que o bien tenemos una proximidad absoluta o una distancia remota (que sitúa al otro permanentemente en otro lugar). La distancia característica de las relaciones de vecindad, donde las entidades son distinguibles, como lo son sus diferencias, se encuentra atrapada entre ambos polos. El forastero, o bien es asimilado, es decir, se convierte en lo mismo, o se convierte en un extraño hasta un punto inconcebible. Augé describe este estado como una crisis de alteridad, como la incapacidad para simbolizar al otro, como una crisis de sentido en el sentido de que el otro se torna inconcebible. Y, como hemos visto, el sentido es producto de la negociación (Augé, 1999: 132). ¿Cómo responder a esta amenaza? ¿Manteniendo las distancias? ¿Mantener las distancias con los otros para así impedir la expropiación de su alteridad? ¿Acaso no escondería esta actitud un peligro inverso al de la expansión a nivel global de la «democracia» de masas y de una uniformidad cultural globalizada?

DISTANCIA, DIFERENCIA Y RACISMO En el inconsciente de Occidente está profundamente arraigada la diferencia como aquello que nos distancia de las personas objeto de estudio. En la civilización occidental el interés etnoló130

gico va de la mano de una valoración de los otros desde la diferencia con «nosotros». La etnología se topa inevitablemente con el problema de la distancia en cuanto se adentra en sus fundamentos. ¿Acaso es necesaria cierta distancia para poder comprender al otro como otro? ¿Quizá sea así porque el otro es producto de esta distancia? ¿Y qué sucede cuando se reducen o eliminan las distancias? Claude Lévi-Strauss, el teórico que más logró sensibilizar a la etnología hacia la búsqueda de estructuras unificadoras del pensamiento humano, el antropólogo capaz de reconocer en el «pensamiento salvaje» unos valores equiparables al conocimiento científico, y de atribuir a las personas antaño consideradas como bárbaros, salvajes o primitivos virtudes equiparables a las de los pueblos de Occidente, fue quien definió en su obra tardía la mirada antropológica como «mirada distante». Y fue Lévi-Strauss quien pidiera que se mantuvieran intactas las distancias, en nombre de la diferencia cultural y de su utilidad para la evolución de la cultura. En sus propias palabras, «toda creación verdadera implica una cierta sordera al llamado de otros valores que puede ir hasta el rechazo, cuando no a la negación. Pues no se puede, al mismo tiempo, fundirse en el goce de otro, identificarse con él y mantenerse diferente. Cuando la comunicación integral con el otro es plenamente lograda, ello significa, antes o después, la condena de mi creatividad y de la suya» (Lévi-Strauss, 1985: 24). Es obvio que este punto de vista defiende la identidad –la identidad cultural, para ser precisos– como un campo claramente definido, capaz de establecer distinciones entre grupos humanos. Su asociación constante y cercana, su intercambio continuo, podrían provocar un equilibrio desde la pasividad, como cuando se completa el trasvase de calor de un cuerpo caliente a uno frío y se iguala la temperatura. Según Lévi-Strauss la vecindad logra, en cierta medida, neutralizar las diferencias. Sin embargo, no cabe encontrar el origen de las relaciones que se establecen entre distintas instancias de alteridad cultural en el contenido de la alteridad en sí mismo. Ninguna civilización logra imponerse por medio de uno solo de sus valores; tampoco es producto de los intercambios culturales cualquier síntesis cultural. 131

La civilización es un campo de antagonismos capaces de refractar o de transformar las competencias del poder político y económico, del mismo modo que las relaciones entre las civilizaciones están jerarquizadas o son jerárquicas. De modo que, para llegar a la conclusión de que la distancia protege las particularidades, es preciso realizar una abstracción. Es preciso mantener a un lado el poder de la imposición, capaz de influir desde la distancia; pasar por alto las disputas por la hegemonía en las que, por elección o no, está implicada cualquier entidad cultural. El problema de la distancia es un problema de poder y un problema de gestión de la identidad. Para que puedan generarse espacios de encuentro con una suficiente distancia, bastará con renunciar a dos pretensiones que acaban obstaculizando los espacios de negociación entre personas diferentes: la pretensión de predominancia y la pretensión de poseer una identidad definida, cerrada e invariable. La distancia del encuentro presupone una serie de condiciones para la apertura de las identidades y para la eliminación o cuestionamiento de las relaciones de poder entre identidades diferentes1. La distancia de la vecindad, como distancia en la que se visita a los otros, pone en contacto los dominios que definen las identidades en función de sus fronteras. Los límites de la distancia se establecen en función de que puedan demolerse dichas fronteras sin que ello conlleve una dispersión de los dominios. En último término, se trata de una distancia en la que la mera negociación de poder (una relación entre instancias desiguales de alteridad) se transforma en un encuentro en el que se produce la negociación (una relación entre instancias de alteridad que se comunican en términos de igualdad). Es curioso que el desarrollo argumental de Lévi-Strauss aporte elementos para enfrentarnos al racismo contemporáneo,

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En el capítulo VI veremos cómo Foucault describe el poder disciplinario como un proceso de clasificación y de control de las identidades. En este modelo de relaciones de poder inherentemente espaciales, las distancias que median entre las identidades crean taxonomías sociales y regulan las jerarquías.

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un racisme différentialiste en términos de Balibar (Balibar y Wallerstein, 1991: 36). De acuerdo con esa lógica, las fronteras entre entidades sociales no se basan en la herencia biológica, sino en diferencias culturales irreductibles. En el nombre de tales diferencias irreductibles, es decir, diferencias que no pueden ser negociadas ni mezclarse o no pueden coexistir, el nuevo racismo diferencialista pretende proteger el aislamiento y la pureza de quienes considera que son culturalmente superiores. Los otros tienen derecho a la diferencia y a ejercer sus propias particularidades, siempre y cuando se queden en el lugar al que pertenecen (inmigrantes, refugiados o todos aquellos que quedan permanentemente relegados a la condición de otros).

CUATRO PASOS HACIA LA DIFERENCIA Es obvio que no bastan, para garantizar la comunicación entre distintas instancias de alteridad, ni la mera invocación de la diferencia ni sus intentos por preservarla, por lo que necesariamente la negociación queda a merced de la confrontación abierta que a menudo, aunque no siempre, no se libra en igualdad de condiciones entre las partes. Resulta curioso que quepa sólo imaginar la preservación de la alteridad como horizonte de una relación entre instancias diferentes de alteridad. De otro modo, toda confrontación –puesto que, como es natural, no existe tal cosa como una distancia prudente, ni metafórica ni literalmente– conducirá a la reducción de toda particularidad a las que dicten los poderosos2. Pretender que medie una distancia suficiente significa aceptar que esta no sólo acabará definiendo los confines de la zona de seguridad, una especie de tierra de nadie, sino que también 2 Iveson defiende «una política crítica de la diferencia» que abogue por «los grupos oprimidos que pujan porque se incluyan en el espacio público sus valores y sus necesidades» (Iveson, 2000: 234), que es algo más que equiparar las diferencias. Supone abonar el terreno para la negociación y la comunicación a la par que se protege a los más vulnerables del imperialismo cultural.

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se tratará de una distancia que se cruza una y otra vez. Esta distancia se convierte en un lugar de trasiego, un lugar de ensayo, un lugar de visita. Todorov describe este movimiento continuo entre el yo y el otro como «el universalismo del itinerario» (Todorov, 1993: 74). Detengámonos para analizar en mayor detalle este razonamiento acerca del proceso de reciprocidad que se establece entre el yo y el otro. La antropología, al estudiar sociedades distintas a las propias, nos da la pauta para poder describir el encuentro con la alteridad. Según Todorov, la experiencia de dicho encuentro se produce en cuatro pasos (ibid.: 83-84). El inicio, cuando se produce el primer paso hacia la persona diferente, tenderá necesariamente al distanciamiento entre uno mismo y la sociedad y el yo. Según Todorov, esto es lo que motiva la partida. No puede haber movimiento sin que antes se produzca este sentimiento de distanciamiento. El segundo paso se refiere al primer acercamiento hacia la otra sociedad. Una se sumerge en ella con la intención de entender, comunicarse, etc. No obstante, va cargada con sus propias formas de actuar y de pensar, sus propias categorías de conceptos. Recurrirá a ellas en primer lugar, puesto que son las únicas de las que una dispone. El tercer paso es el momento de retorno al lugar de origen, incluso si ese retorno es sólo mental. No obstante, este retorno inaugura el proceso de un segundo distanciamiento. El observador emigrante contempla su sociedad –y la identidad que esta le otorga– a través de unos ojos distintos, casi los ojos de un extraño. Es posible que, si logra no sucumbir a la esquizofrenia que puede llegar a provocar semejante experiencia, su nuevo lugar de destino le ofrezca la oportunidad de una conciliación entre los aspectos, aparentemente incompatibles, de su propia experiencia y las conceptualizaciones de los otros. Por último, el cuarto paso supone una aproximación nueva a la alteridad que se enriquece, podríamos decir, con la evaluación de la primera visita, a través de la cual los otros ni son una desviación de los valores ecuménicos que supuestamente representa su cultura ni son un modelo exótico de un nuevo conjunto de 134

valores. Entonces, sin perder de vista el horizonte del universalismo (es decir, el horizonte que considera la comunicación y el encuentro previo como algo necesario y legítimo pero también factible), esta persona podrá estudiar tanto la sociedad de los otros como la suya propia y establecer comparaciones. Todorov concluye: «Conocer a los otros no es sólo una posible vía hacia el autoconocimiento: es la única» (ibid.: 84)3. Así, la visita a la alteridad constituye una acción que no sólo preserva la distancia; también teje una relación a partir de esa distancia, una relación que abre la propia particularidad del visitante y lo deja expuesto ante el otro. Y, si imagináramos también que el otro pudiera emprender su propio recorrido desde la reciprocidad hacia la alteridad del visitante, entonces posiblemente nuestro razonamiento podría describir la relación hacia la alteridad como divergencia simétrica de uno hacia el otro. La distancia con respecto a uno mismo, y el retorno a un yo que no volverá a ser el mismo, será el horizonte de esa divergencia4.

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Partiendo del concepto de Benjamin de discontinuidad histórica, Susan Buck-Morss entiende que el horizonte de la «universalidad humana» se verifica explícitamente cuando las personas han de enfrentarse a rupturas culturales: «Estas discontinuidades de la historia permiten a las personas cuya cultura se ha sometido a tanta tensión hasta quebrarla que den expresión a una humanidad que traspasa los límites culturales» (BuckMorss, 2009: 133). Esta visita a la alteridad hace del habitar de la excepción, de las secuelas y del desarraigo una práctica creativa abierta a nuevas formas de solidaridad. 4 Según Richard Schechner, «actuar es, en la mayoría de los casos, el arte de transformación temporal –no sólo el viaje de ida, sino también el de vuelta–» (Schechner, 1985: 125). No obstante, hay formas culturalmente significativas de actuar que se centran explícitamente en la transformación del actor. Para Schechner, los ritos de iniciación son «performances de transformación» (ibid.: 127). La idea de visitar la alteridad, como exploramos en este capítulo, ofrece una formulación unificadora para la comprensión de los diversos grados de transformación vinculados al actuar. El contexto social es lo que dota de sentido al actuar como forma de negociación con la alteridad y que, por tanto, abona el terreno para las desviaciones, las transformaciones y los «regresos» dotados de sentido.

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LA DISTANCIA TEATRAL La apertura de las identidades y el esfuerzo de acercamiento a la identidad de los otros tiene, como práctica social que es, una naturaleza teatral innata. Al emprender el camino hacia un yo diferente, lo ofrecemos como el lugar para el encuentro5. Este yo es ya distinto del que se utiliza como punto de partida, pero es también distinto del yo de los otros. El encuentro se produce a través de disfraces provisionales siempre y cuando se preserven los términos de la particularidad de las partes que se encuentran entre sí. Así, la particularidad puede entenderse como una identidad en constante movimiento. Podríamos considerar que la cualidad teatral que guía el proceso de aproximación al disfraz es prácticamente la que define un primer distanciamiento de uno mismo y que puede considerarse como el lugar de una identidad circunscrita. Este distanciamiento corresponde a lo que, según el razonamiento de Todorov, constituye la fuerza impulsora de la partida. Los intentos de aproximación dictan los movimientos, la conducta inventada y los experimentos gestuales que literalmente construyen los aspectos de un yo capaz de crear el campo de la comunicación. De modo que estos intentos tienen un carácter teatral y de disfraz, puesto que construyen características y rasgos de un yo ideado, que las performa «a la vista» del encuentro. Así, si hacemos un gesto de llamada, se pone a prueba la intención del otro de corresponder. En esencia, esta teatralidad del acercamiento trata de convertir la distancia en el escenario donde se desarrolla la acción. Sin embargo, la propia acción teatral, cuando no queda atrapada en la ilusión de la equiparación, que oculta las fuerzas profundas de la comparación que la alimenta, enfatiza su teatralidad de forma teatral. Dicha teatralidad mantiene operativa la comparación fundante –formadora de la acción de disfrazarse–, no sólo al estable5 El artista de Schechner aprende «a representar entremedias de las identidades; en este sentido, la representación es el paradigma de la liminalidad» (Schechner, 1985: 123).

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cerse sobre el escenario, sino también cuando apunta allende del escenario6. Semejante aproximación creativa al otro implica que el disfraz teatral no es un mero gesto de ocultación o engaño. Es, a su vez, un gesto que destaca la propia actividad y pone de manifiesto la distancia que se convierte en un escenario. La teatralidad de toda aproximación tentativa constituye una teatralidad que se expone teatralmente, puesto que es precisamente la dinámica de la comparación, circunscrita en el núcleo de lo teatral, lo que aspira a explotar el comportamiento teatral. Así, enfatiza la comparación; en otras palabras, señala la distancia misma capaz de separar instancias de alteridad a la vez que las distingue. El distanciamiento que inicia esta doble teatralidad, es decir, el movimiento que, de forma teatral, despliega el carácter de la acción de aproximación, anula la naturaleza cerrada de todo disfraz engañoso. Los comportamientos tendentes a una aproximación teatral adoptan la forma de construcciones, invenciones, disfraces que no pretenden decepcionar sino explorar formas de actuación hacia la alteridad a sugerencia del otro, pautas de acción con las que se topa «la escena». Las acciones teatrales pueden poner de manifiesto que la realidad del encuentro no se escinde de las operaciones que la forman. El encuentro no «acontece» después de que unos gestos teatrales iniciales e ingeniosos hayan producido, de un modo u otro, resultados. El encuentro –en general y en todos sus aspectos en particular– es un campo de operaciones, si lo que pretende es mantener esa fuerza de la comparación que es su motor, si lo que pretende es conservar la alteridad de las 6

Como nos muestra Tracy C. Davis, hay un debate bastante extendido que vincula el primer empleo de Carlyle del término «teatralidad» con las ideas de Brecht y de Boal sobre el teatro crítico. En este sentido, teatralidad no es sinónimo de mímesis, sino que implica «una alienación del carácter y de las circunstancias» (Davis, 2003: 153) que efectúa «una actitud crucial en la esfera pública, que incluye al teatro, pero no se limita a este» (ibid.: 145). Davis ve el poder autorreflexivo de la teatralidad en la «disociación activa» de quien es espectador, de lo que presencia, y no en la representación del actor (ibid.).

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partes que se encuentran. La habilidad para acercarse al disfraz es algo más que una herramienta útil para el encuentro; constituye un horizonte necesario. El campo para el acercamiento que se abre entre las instancias de la alteridad adopta la forma de un mosaico compuesto por micromovimientos teatrales hacia la negociación. Su significado, que se entreteje sin que por ello llegue a expresarse, acaba así convirtiéndose en el vínculo, la cohesión, el horizonte construido y constructor del encuentro. La doble teatralidad del encuentro corresponde, en esencia, al doble distanciamiento que Todorov identifica bajo la forma de un acercamiento recíproco a la alteridad. El segundo distanciamiento –el que tiene lugar cuando uno o una contempla su sociedad bajo la mirada de un extraño– revela en la práctica el carácter relativo de cualquier papel, y de ahí radica que en esencia su naturaleza sea una construcción. Aquello que nos resultaba hasta hace poco familiar y evidente se convierte en extraño e injustificado cuando lo miramos desde los ojos de un extraño. No obstante, quien regresa no se limita a adoptar la identidad del extraño y su perspectiva. No se produce la asimilación de la alteridad tan sólo con visitarla. Lo que activa la nueva conducta es la dinámica de la comparación, que lidia con la distancia entre los dos sistemas culturales de referencia en la escena. Así, el que regresa no se comporta como un «otro», sino como alguien que sabe de la existencia de otras personas, y que sabe que la formación de su identidad depende exclusivamente de la relación con los otros. Así, con su conducta pone de manifiesto la teatralidad del acercamiento en forma de una doble teatralidad. Ya que el segundo distanciamiento, el distanciamiento que se produce con la toma de conciencia y no con la pérdida de una distancia insalvable, lo que muestra de un modo teatral, intrínseco al juego de la negociación, es que los otros existen y que, además, influyen en nuestra conducta a través de instancias intermedias de alteridad que se entretejen constantemente y que están en constante negociación7. 7 Para Féral, «inicialmente, la teatralidad… es un acto performativo que crea el espacio virtual de los otros, el espacio de transición al que

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Así, este razonamiento no acaba desembocando ni en una negación absoluta de la diferencia (que pretende entregar las instancias de la alteridad a un ecumenismo normativo) ni en una afirmación absoluta de la diferencia (que conduce al relativismo de la coexistencia pero también a un racisme différentialiste). Es importante comprender la relación con la alteridad como relación de aceptación que sólo puede existir en la medida en que se pretenda el encuentro. El resultado del encuentro no está predeterminado, ya adopte la forma de una síntesis o de un nuevo antagonismo o nuevos equilibrios. No obstante, para poder explorar la relación con la alteridad, esta ha de ser aceptada tal y como es. Y aquí puede radicar el intento que subyace a la teatralidad del acercamiento. Todorov afirma que semejante constante movimiento entre dos polos de alteridad acaba produciendo personas que se sienten constantemente exiliadas, «desarraigadas» (Todorov, 1993: 74). No pertenecen ni al país que visitan ni al que dejan atrás. Y tiene razón pero sólo si aceptamos que esa actitud, al producir identidades abiertas no reconocibles, conduce a un exilio temporal, a un distanciamiento de aquellos que insisten en salvaguardar las fronteras de una identidad común autosuficiente y no negociable. Este exilio temporal corresponde a la experiencia del encuentro; sin embargo, no predetermina el futuro de la relación que pudiera resultar de un encuentro de esas características. Puesto que este encuentro puede dar pie, por un lado, a composiciones y mutaciones y, por otro, a un desplazamiento de los antagonismos. Entonces, el exilio temporal se convierte en una forma de describir la sensación de alejamiento que conlleva la aventura de aproximarse a la teatralidad.

aludiera Winnicot, el umbral (limen) de Turner o el “encuadramiento” de Goffman. Logra despejar el pasaje, y permite al sujeto que performa y al espectador pasar de “aquí” a “cualquier otro sitio”» (Féral, 2002: 98). Las instancias intermedias de alteridad que se crean en y por el encuentro recurren al poder de creación de «espacios virtuales del otro» con el fin de establecer relaciones con formas de alteridad social existentes, experimentadas.

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UNA ALTERIDAD CERCANA El manejo simbólico de la distancia define en esencia las relaciones entre las personas y los grupos. Se establece como mecanismo de diferenciación de aquello que es cercano, amable u hostil. Todas las normas de conducta, ya sean manifiestas, ya sean meras insinuaciones, definen las distancias: en un sistema de referencia relativamente cerrado como pueda ser el barrio tradicional, el conocimiento de la «corrección» se condensa según De Certeau, Giard y Mayol (1998: 21), en un sentido que describe «hasta dónde no es ir demasiado lejos» (hasta dónde se nos permite alejarnos, sin que se convierta todavía en «demasiado lejos»). Las distancias sociales siempre acaban describiendo distancias en el espacio: cuántas veces podemos abordar a un desconocido por la calle, cómo abrazamos a un amigo o a nuestra pareja, cuánto estamos dispuestos a acercarnos a un vendedor o desde qué distancia tenemos que saludar a otra persona, etc. Las distancias se «mantienen» –según la renombrada expresión– en el momento de respetar las instrucciones que marcan la expresividad del propio cuerpo. Las distancias se establecen en esencia como relaciones físicas. Sin embargo, al mismo tiempo, se encuentran ahí para salvarlas. El concepto de cercano y lejano adopta un significado especial por medio de un sistema de medida «praxeomórfico» (Bauman, 1998: 28). En la misma proporción, puede llegar a reconocer el grado de afinidad o de diferenciación del espacio circundante en una clasificación de espacios más privados o más públicos. Semejante sistema, que emerge en la práctica y que abastece necesariamente a la práctica, es capaz de medir las distancias que han de cruzarse prácticamente. «El único vacío que existe, existe dada la naturaleza de la acción emprendida para poder cruzarla» (Virilio, 1997: 59). La distancia en sentido empírico e intuitivo en las prácticas del habitar el espacio se convierte en una suerte de relación simbólica. El esfuerzo que requiere atravesar la distancia se convierte, a su vez, en la medida de la misma. De modo que, 140

intuitiva y empíricamente, la distancia se corresponde con las distintas formas que adopta la relación cuerpo-entorno. Estas relaciones distintas se registran en los órganos del cuerpo como un esfuerzo orientado a calcular el espacio, cruzarlo y utilizarlo. La experiencia del cuerpo convierte la distinción entre aquí y allí en algo aceptable que sirve para evaluar y que ofrece una base empírica para la simbolización de lo cercano y lo lejano, lo inmediato y lo remoto. La simbolización de la alteridad como condición de distanciación o gradación de la cercanía entra en crisis cuando dicha distinción intuitiva se ve «contaminada por la distancia» (Virilio, 1997: 58), que torna el espacio intermedio en algo in-diferente. En efecto, la crisis de la alteridad, entendida por Augé como la crisis de la simbolización del «otro» (Augé, 1999: 132), también se ha visto desde luego afectada por esa crisis que introduce en el mecanismo simbólico una distinción entre «lejos» y «cerca» desdibujada. Aún más, la crisis de alteridad como crisis que se produce al acercarnos al otro está íntimamente relacionada con la incapacidad de simbolizar la distancia como si fuera un campo que se cruza y que está ahí para ser cruzado. La proximidad instantánea destruye el encuentro con el otro del mismo modo que el distanciamiento excesivo acaba erigiendo fronteras infranqueables. Quizá, para que se produzca el encuentro, sea necesario contar con la habilidad para una prudencia dilatoria que sirva para procesar la distancia misma como condición necesaria. Esa habilidad sustentaría dicha prudencia creadora de espacios, prudencia que no sólo lidia con las distancias sino que también construye distancias capaces de albergar la relación con la alteridad. Sin esos espacios intermedios, sin la habilidad necesaria tanto para poder diferenciarlos como para poder crearlos, parece que perdiéramos la capacidad de comunicarnos con la diferencia, con lo que hay de otro en los otros. Si toda visita a la alteridad constituye un viaje que implica sus propios tiempos y espacios, que define un campo de maniobra y aproximaciones consecutivas, al quedar cancelado este campo, la visita se torna problemática, por no decir inviable. 141

BAUDELAIRE Y EL PAYASO La conducta teatral facilita al individuo social el arte del distanciamiento. Dependiendo de la consciencia que uno tenga de la distancia entre el yo y el yo que se presenta –que lo distingue de la mera imitación–, la teatralidad requiere que se produzca esa distancia entre los dos yoes, o entre las dos conductas o las dos expresiones que tornan activa a la comparación. Sin la presencia catalizadora de la comparación, la teatralidad del «como si fuera» se convierte en mera imitación, con la pérdida que eso conlleva8. Toda vez que ya estamos metidos en el cuerpo del actor, en la microescala de los propios movimientos, la sensación de distancia y el habilidoso manejo de la aproximación del rol imitado se convierten en obvios. «Una pulsión continua abstrae al cuerpo de su significado hipotético y lo hace retornar desde este significado a su presencia literalmente física» (Starobinski, 1970: 58). ¿Dónde se halla el cuerpo de la actriz? Temporalmente, en otro lugar, pero sabemos que no es quien aparenta ser. Igual que la propia actriz. Se halla en la distancia entre el cuerpo que, con todo su peso físico, ya está en escena y el cuerpo que el rol construye; un cuerpo que, por extraño que parezca, es el mismo aunque completamente diferente. Acaba emergiendo por fin el campo de la suplantación. ¿Y en qué consiste esta, sino en el acto de visitar a la alteridad? Baudelaire nos cuenta la historia de la Fanfarlo, una radiante actriz de la que alguien se enamora. Pero ¿de quién se enamora ese alguien realmente? ¿De la actriz o de su diestra suplantación de roles en el escenario? Aparentemente, ni de ella ni de sus roles. Cuando ella le entrega su amor y él la llega a conocer tal y como es fuera de la magia del escenario, cuando ella se muestra incapaz de recuperar las propiedades mágicas que le otorgaban 8

Schechner realiza una muy debatida formulación a este respecto: «Laurence Olivier no es Hamlet, pero no es tampoco no Hamlet: su representación se mueve entre negarse a ser otro (= yo soy yo) y la negación de no ser otro (= yo soy Hamlet)» (Schechner, 1985: 123).

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los rasgos de las heroínas de Shakespeare o de las commedie dell’arte italianas, la aparta de sí con desdén. Y ella se muestra «incapaz de prolongar la retracción entre la verdadera presencia y el significado simbólicamente revocado» (ibid.: 61-62). De modo que el héroe de Baudelaire se enamoró de un cuerpo en un umbral. No es simplemente el amor que inspira un símbolo, el amor que desaparece cuando se desmitifica el símbolo. Se trata de un amor volcado en una cara-cuerpo, capaz de salvar una y otra vez la distancia entre el aquí y el allí, lo tangible y el sueño. La fuerza motriz de un amor semejante no reside en la ilusión de la imagen sino en la intensidad que emerge de la distancia entre el yo y el papel representado. La visita a la alteridad del rol, la dimensión poética de la distancia que el cuerpo de la Fanfarlo cruza una y otra vez es lo que la convierte en un objeto de deseo. Para aquel hombre enamorado, la existencia de la Fanfarlo se cernía entre aquellos dos cuerpos. Al ofrecérsele sólo uno, no pudo más que alejarse. El poder de la distancia teatral, de la distancia entre los dos yoes, los dos cuerpos, se representa de un modo especialmente vívido a través de la figura del payaso, tal y como aún lo conocemos hoy en la tradición circense. Es una persona disfrazada, y su conducta es teatral. Pero ¿qué papel imita? El de una personalidad irreal totalmente extraña a los demás: sus ropas extravagantes y su excesivo maquillaje lo evidencian. Pero, a su vez, representa el papel de alguien cercano. Un payaso se «tropieza» como todos: su torpeza es constante, pero también lo son sus astutas travesuras. Se trata de un bufón torpe, bondadoso y emotivo, que es joven y viejo a la vez. Sabemos que quien se hace pasar por un payaso no se limita a aparentar ser lo que no es en realidad, sino que pone en ello parte de su alma, de su ingenio y de su picardía. Ser un payaso no está al alcance de todos. Por tanto, en este caso no cabe aplicar la paradoxe sur le comédien de Diderot9. 9

«Dicen que un buen actor es quien mejor se emociona, quien mejor se enfada. Para mí no. Será quien mejor imite la ira. Los actores impresionan a su público no cuando se enfurecen, sino cuando representan bien el enfado» (Diderot, 1957: 71).

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Pero, entonces, ¿en qué consiste el papel del payaso? ¿Es un papel de mera identificación? En realidad, la respuesta es no. Su papel está en la frontera entre el teatro, la improvisación y la indecisión permanente entre el impostor y su apariencia. El payaso literalmente nace y vive en la distancia que separa ambos cuerpos. Por un lado, él mismo constituye el límite de un distanciamiento teatral que diluye las fronteras entre el teatro y el mundo. De modo que el payaso es un acróbata de la suplantación. Sabe cómo mantener el equilibrio en el vacío que emerge entre la teatralidad y la vida. Quizá por eso mismo nos muestra la teatralidad de la vida al llevarla hasta sus extremos. Si todo es teatro y, a la vez, todo resulta tan reconocible como la vida misma, el payaso revela la condición de fugaz pretexto de la vida: nada ofrece la estabilidad de un significado inequívoco. Así, el payaso se convierte en un objetor que no encuentra un lugar en el que su objeción se convierta en una postura. Debido a esto, el payaso invade el escenario del circo de un modo muy concreto. Entra en él desde otro lugar; su entrada se planifica con sumo cuidado. Mediante un truco, un gesto, un estruendo el propio escenario se adentra en otro mundo. En palabras de Starobinski, «su entrada en escena debe representar la superación de las fronteras de la realidad» (ibid.: 139). ¿Acaso cabe ver en la importancia de la entrada en escena del payaso otra forma de subrayar su identidad «teatral» cerniéndose sobre el umbral? ¿Podría ser que este peculiar revoltoso del escenario, tan travieso que nunca llega a quedar atrapado entre los clichés de los roles, aunque sus pautas de conducta deban ser reconocibles, nos ofrezca un modelo de relación entre el yo-el otro a través de su particular manera de vincular los mundos de la paradoja y de la intimidad? El payaso, al entrar en el escena, cruza el umbral que nos separa, que separa al público de un mundo distinto, dispar, un mundo de felicidad que es a la vez fantástico y mundano10, puesto que, finalmente, el payaso puede provocar 10 Kirsten Hastrup, en su análisis del teatro de Shakespeare en su búsqueda de una teoría general de la acción humana (2004: 111), considera el escenario como «el lugar de un pasaje», «un pasaje entre mundos y puntos

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que resuenen en nuestro interior nuestros recuerdos de rarezas liberadoras, de la risa liberadora del carnaval como inversión colectiva y superación de roles (Bajtin, 1984: 217-220).

LA CIUDAD TEATRAL Si aceptamos la opinión del historiador de la arquitectura Manfredo Tafuri, el teatro del siglo XX parece haberse dedicado con especial esmero a adentrarse en la relación entre lo que sucede en el escenario y la vida en una megalópolis moderna. Como dice con acierto, el escenario adopta la forma de una «ciudad virtual» (Tafuri, 1990: 95-112). Era como un teatro moderno que pretendía representar la intensidad de la experiencia metropolitana mediante la avalancha de estímulos que transmite al cuerpo humano ya sea adoptando una actitud afirmativa hacia la vida metropolitana o criticándola de formas muy distintas. No es una coincidencia, ya que la forma en que se representa el cuerpo humano en el escenario desempeña un papel decisivo en todas las propuestas teatrales mencionadas anteriormente. El intervencionismo de las vanguardias de principios del siglo XX estaba marcado por la presencia de cuerpos que transmitían la sensación de un nuevo ritmo vital a través de sus movimientos y formas. Desde las muecas nerviosas y frenéticas de la actuación dadaísta hasta las monumentales marionetas humanas del teatro de la Bauhaus, el cuerpo ya no es el campo en el que se produce la búsqueda expresiva de una psique en concreto, de la psique que corresponde con el contenido de un rol; más bien da forma a sensaciones comunes, sensaciones que pretenden representar, reformar o incluso prefigurar en su desarrollo la experiencia metropolitana. ¿Por qué adquiere el cuerpo un rol semejante? ¿Por qué la experiencia de la megalópolis se torna inmediatamente –y con de vista distintos, entre entonces y ahora, entre este mundo y el otro distinto». «Los agentes sociales», destaca, «habitan, por lo general, un lugar de pasaje similar, un presente momentáneamente desconocido» (ibid.).

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frecuencia dolorosamente– perceptible para el cuerpo de quien la habita? La experiencia contemporánea de la multitud, que inunda las calles, las estaciones de metro, los grandes almacenes y los edificios públicos, la misma experiencia que define la relación personal con la ciudad, es una experiencia de relaciones corporales. El ritmo del movimiento de las masas, la proximidad forzosa, y el cruce aleatorio de caminos constituyen el campo propicio para una conducta del cuerpo reflexiva que a ratos resulta hipnótica. Si hemos de analizar la experiencia de la multitud como si se tratara de una nueva convención social para manejar la distancia que se establece entre dos cuerpos, veremos que adopta una forma concreta de expresividad de esos cuerpos. La avant garde de principios de siglo parecía explorar, explícita o implícitamente, precisamente la teatralidad de esta nueva convención reguladora de los encuentros entre los habitantes de la ciudad. Detengámonos un momento en el caso de los futuristas, por ejemplo. En su manifiesto Teatro de variedades (Teatro di varietà, 1913), Marinetti ensalza la técnica del shock capaz de destruir la unidad espaciotemporal del escenario (Tafuri, 1990: 98). Se insta a la realidad de la metrópolis, aquí entendida como experiencia excitante y de un ritmo intenso, a que fluya hacia el espacio teatral como un estallido. El caos no es más que una mezcla polimórfica de fragmentos de vida. De este modo se canaliza una «corporalidad» (fisicofollia) (ibid.: 99) en la acción física sobre el escenario, capaz de convertir la «locura» de la vida metropolitana en un principio desmontador de todo sistema de valores. El cuerpo asume la responsabilidad de transmitir la intensidad y la fuerza desestabilizadora de un ritmo vital contemporáneo (ibid.), en nombre de una afirmación estética del nuevo mundo, una afirmación que abraza los elogios de los futuristas hacia el paisaje industrial y su interpretación de la guerra como celebración. Los futuristas aplauden el movimiento, su aleatoriedad y carácter polimórfico. En las acciones futuristas, el cuerpo-como-movimiento supera toda estabilidad o certeza. Durante los encuentros futuristas, entre aquel pandemonio de ruidos y recitales, los propios creadores a menudo parodiaban la respetabilidad de sus propios roles a través de su expresividad, 146

y de sus acciones y movimientos corporales agresivos y provocadores. Inducían así una violencia indirecta sobre el público y provocaban su reacción, mediante el nerviosismo y la intensidad de los inquietos. Lograban incluso «dirigir» la conducta de la audiencia. La teatralidad de semejante performance permitía a los cuerpos descubrir y alabar la experiencia de la multitud, que sólo la guerra era capaz de revelar en toda su crudeza: una experiencia que convierte la proximidad forzosa en una condición del conflicto. En el «embalse de energía eléctrica» que es la multitud metropolitana en palabras de Baudelaire (Benjamin, 1983: 132), los futuristas hacían saltar las chispas con el fin de que se produjera una conflagración mayor, orgiástica. Algunos llegaban a lanzarse a la multitud para provocar su reacción, incluso en un momento en el que la aceptación de las experimentaciones futuristas o su reducción a tendencia habían tornado más pasivo al público, que aquel que antaño arrojara con entusiasmo objetos y verduras al escenario (Tisdall y Bozzola, 1984). El payaso y el protagonista de las acciones futuristas comparten la intención de la parodia. Como apunta Tafuri, también cabría afirmar que el teatro futurista vuelve a poner lo grotesco en la escena del arte teatral (Tafuri, 1990: 99). Sin embargo, si el payaso desarrolla la irresoluble suplantación de la identidad que lo capacita para activar el humor y que el público se ría de sí mismo, el «payaso» paroxismal del futurismo tiene la intención de convertirse en crítico de su público. El payaso futurista no introduce en el juego esa distancia que lo separa de su público, como en el caso del payaso de circo, sino que gesticula para provocar la abolición explosiva de la distancia como campo idóneo para el encuentro, y transforma el escenario en un campo de batalla metafórico o literal. Al cortocircuitar la proximidad forzosa de la multitud, los futuristas acababan proyectando el modelo de una teatralidad de «la guerra», de la confrontación y no del encuentro. Quizá ahí resida la razón que explica que lograban expresar con certeza la propia experiencia metropolitana –que precisamente acaba anulando las distancias como lugares de encuentro–, y creaban a través de la proximidad situaciones de antagonismo y no de intimidad. 147

SOBRE VECINDADES Y PROXIMIDADES MANEJABLES La teatralidad de los encuentros es ante todo una teatralidad de las distancias que permiten que se produzca el encuentro. La absoluta «extrañeza» de la multitud (Simmel, 1997b: 74) expresada, en su forma más pura, en la proximidad absoluta de un metro abarrotado no permite, por lo general, movimientos de acercamiento, sino más bien tan sólo reacciones nerviosas y hostiles y gestos hipnóticos y sumisos. Ni las intersecciones forzosas entre peatones y vehículos ni el cruce instantáneo de distancias por medio de las tecnologías de la retransmisión en vivo y del control remoto dan lugar a lugares de encuentro. La proximidad forzosa que impone la multitud metropolitana que obsesionaba a la ciudad de los siglos XIX y XX, como en la proximidad forzosa de la telepresencia como obsesión de la expectativa distópica de la futura «omnipolis» (Virilio, 1997: 74), se disipa la distancia necesaria, que constituye el escenario de un encuentro entre distintas instancias de alteridad. Quizá debiéramos buscar un modelo de precaución hacia la creación de distancias, precaución que parece imponer la presencia del payaso sobre nosotros mismos y nuestras vidas, en un mundo regido por una sabiduría antigua y reguladora que rige los encuentros propios de la experiencia vecinal urbana. De hecho, las relaciones urbanas de vecindad entre los individuos y los grupos estaban reguladas por una red de relaciones de proximidad clasificadas. Además, en la propia figura del vecino hay resonancias del concepto de vecindad; es decir, de la sensación de proximidad que da lugar a los encuentros. En la vecindad, el otro se instala con su presencia en las fronteras de una proximidad manejable. El otro no es necesariamente un conocido, pero es muy probable que llegue a serlo a través de una intersección de movimientos capaces de organizar la vida cotidiana en el espacio. Tampoco es el otro necesariamente un extraño. Al participar en el mundo del barrio, nos convertimos potencialmente en otros en una relación que podría ser transitoria, accidental o incluso producirse con regularidad (como en el caso de los repetidos encuentros accidentales que se producen 148

Fig. 11. La vida en la calle-umbral (La Habana).

en la parada de un autobús, en la panadería, en el parque, etc.). De modo que el barrio no es un lugar para el «tribalismo» mimético (Maffesoli, 1996) –como en el caso de las urbanizaciones cerradas y homogeneizadoras–11, sino una red de espacios que crean las tácticas multiformes para el habitar. La estructura accidental de los encuentros es el resultado de la intersección de rutas que toma la persona y que organizan una forma de habitar el espacio que es simultáneamente personal y colectiva. «El barrio es así definido como una organización colectiva de trayectorias individuales» (De Certeau, Giard y Mayol, 1998: 15). Se aprende a vivir en el barrio a medida que se desarrolla y agudiza la capacidad para manejar las relaciones espaciales definidas por estas trayectorias: es preciso que cada cual encuentre «un equilibrio entre la proximidad que impone la configuración pública de los lugares y la distancia necesaria para salvaguardar la vida privada de cada cual» (ibid.). 11

Véase el capítulo I.

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Fig. 12. ¿Salón de belleza o umbral callejero? (Salvador de Bahía, Brasil).

Esta «destreza», esta capacidad para hallar el punto de equilibrio, implica la habilidad de apropiarse del espacio público del barrio en el que están incrustadas las trayectorias personales cada una con su propia singularidad. Los vecinos del barrio deben comportarse de tal manera que resulten reconocibles al resto. Con ello se sitúan en una red de intercambio de relaciones con el resto de vecinos, en la que se desarrollan distintos grados de intimidad. La consciencia y la gestión ingeniosa de los distintos grados de intimidad se basan en el control del grado de proximidad con los otros. Mayol sugiere que el reconocimiento de los otros se teje sobre la base de la confirmación ritual de las reglas de la «corrección» cuando reflexiona sobre el arte de la coexistencia en el barrio (ibid.: 18-23). La corrección define el grado en que los modales, expresiones y movimientos corporales de todos presentan un yo aceptable. En este sentido, como toda la teatralidad ritual, la vecindad normaliza la conducta. «La corrección es el rito de la vecindad» (ibid.: 19). Sin embargo, las tácticas específicas, de elección individual, en las que se apoya la presentación 150

Fig. 13. La acera transformándose en escena teatral (Nicosia, Chipre).

del yo, revelan toda su diversidad al confirmarse de un modo ritual la sensación de participar en el universo de la vecindad. La corrección define una teatralidad de la conducta que no se orienta hacia la confirmación de los roles y de las jerarquías, sino hacia la negociación con las pequeñas o grandes diferencias que caracterizan al otro; negociación que será indirecta y que, en ocasiones, según Bourdieu (1977: 171), puede resultar equívoca; o, según Vernant (véase Vernant y Detienne, 1978), pretendidamente calculada pero siempre oblicua y perifrástica. En este sentido, la teatralidad de la corrección, aunque ritual, tiene la particularidad de las «improvisaciones reguladas» (Bourdieu, 1977: 78). Los deseos se disfrazan de otra cosa, pero a la vez están secretamente sujetos a las normas implícitas y no expresables de la corrección. Los cuerpos aprenden a apreciar las distancias. Por ejemplo, el saludo al dueño de la tienda del barrio conlleva su propia pequeña teatralidad del encuentro, como cuando nos encontramos fugazmente con el vecino cara a cara cada mañana, a la misma hora, camino del trabajo. 151

Fig. 14. Emigrantes creando sus efímeros umbrales urbanos (Atenas).

Todas estas negociaciones múltiples de las distancias que originan formas de relación diversas definen la vecindad como una espacialidad de umbral, de umbral entre la espacialidad de la ciudad y la doméstica. Como un campo en el que se producen encuentros de naturaleza gradual y accidental (y, por lo tanto, de una repetitividad gradual), el barrio es un espacio en el que aprendemos a transformar las distancias en puentes controlados que tendemos hacia otros; aprendemos a administrar nuestras relaciones con los otros como relaciones de vecindad. En contraposición a la proximidad forzada de la multitud metropolitana, el barrio genera las condiciones propicias para que se produzca el encuentro propio de la vecindad, y así la distancia se convierte en un prerrequisito para la construcción de relaciones. El barrio no ofrece la sabiduría necesaria para el habitar –la necesaria para gestionar las distancias propias de la vecindad– para que tan sólo se reproduzca un mundo cerrado en el que no pasa nada. El barrio es un lugar de nacimiento para los acontecimientos pequeños y grandes. Tiene su propia historia. La teatra152

lidad ritual de la corrección no coincide con la estructura estereotípica de la cultura de masas. De Certeau ha incidido sobre ello. Sin embargo, tal y como él mismo matiza, este recurso cultural poético de la vida cotidiana no es tan sólo una cultura de lo habitual capaz de «ocultar una diversidad fundamental de situaciones, intereses y contextos bajo la aparente repetición de objetos a los que recurre» (De Certeau, Giard y Mayol, 1998: 256). La fundamental variedad de prácticas del habitar que suponen un acercamiento al otro mediante la sabiduría perifrástica y creadora de distancias propia de la teatralidad, depende de que surjan acontecimientos que no pueden quedar reducidos a las normas de la reproducción social. Lo reconocible se compara con aquello que no nos resulta familiar. El barrio es un lugar que está potencialmente abierto al cambio social y es siempre un escenario para transformaciones de menor o mayor escala. Si la capacidad para «aproximarse a la teatralidad» pudiera seguir siendo un elemento de su cultura, el barrio permanecerá como un campo propicio tanto para la síntesis como para las relaciones diferenciadoras. Así, el tan manido debate sobre la destrucción del tejido urbano contemporáneo no supondría el desmantelamiento de la comunidad real o imaginaria de personas que se conocen unas a otras. Más bien denotaría un cambio más profundo: el cortocircuito de la capacidad de acercamiento a los otros como otros. Más allá del exotismo y de la hostilidad y contra la asimilación de prácticas miméticas, la teatralidad de la corrección nos revela el arte para fomentar la diferencia mediante unas prácticas que entretejen continuamente el tejido de la vida en común.

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TERCERA PARTE Experiencias heterotópicas

CAPÍTULO VI Heterotopías: una apropiación de la geografía de la alteridad de Foucault

PODER, ORDEN, LUGARES El concepto de orden está profundamente imbuido de la experiencia de la espacialidad. Con el término «orden» nos estamos refiriendo a una situación que requiere un lugar para cada cosa. Probablemente sea una de nuestras experiencias más inmediatas la percepción del espacio como una suma de lugares. De modo que el concepto de orden lleva implícita la imagen latente de un lugar ordenado, la imagen de una organización de los lugares. El concepto de orden (ordre) es extremadamente importante en el análisis del poder que recorre la obra de Michel Foucault. Como a menudo destaca el autor, lo que le preocupa en concreto no es la ontología del poder, es decir, la esencia del poder, como si este fuera una condición que trascendiera la historia y la sociedad (Foucault, 1983: 217). ¿Cómo se ejerce el poder y cómo se crean las relaciones de poder? Estas son las cuestiones que ocupan el centro de interés de Foucault. Sin embargo, si el poder se manifiesta sólo cuando se ejerce y se determina en las relaciones históricas que constituyen a los sujetos sociales, cabe preguntarse por cómo se ensamblan dichas relaciones y por los aspectos que las definen en una sociedad históricamente determinada. El concepto de orden nos puede resultar útil en este sentido. En un modelo relacional –vaciado de toda expectativa de conocimiento– que evita dejarse pervertir por la constatación de que todo está conectado con todo, por medio de formas que escapan a toda normalidad, es importante saber si las relaciones construyen o no formas de orden, es decir, si son unidades conectadas entre sí, coordinadas y organizadas o si simplemente están alineadas. 157

En su análisis del nacimiento de las prisiones, las clínicas y los psiquiátricos, Foucault busca la particularidad histórica del «encadenamiento» de las relaciones de poder propias de una «sociedad disciplinaria», cuyas características quedan cristalizadas en el mundo occidental del siglo XVIII. Sin embargo, dicho encadenamiento, dicha subordinación sistemática de unas relaciones de poder a otras no se corresponde con un orden de los lugares que pueda definirse como centros de poder. «El poder no es algo que pueda adquirirse, tomarse o compartirse» (Foucault, 1990: 94). Por eso no puede acumularse en determinados lugares; no se halla en los lugares. El orden se corresponde con la disposición del campo de acción que constituye el ejercicio del poder. En esencia, este campo constituye «el sistema de diferenciaciones que nos permiten actuar sobre la acción de los otros» (Foucault, 1983: 223). La particularidad histórica de la sociedad disciplinaria reside en el hecho de que el sistema de diferenciaciones en torno al cual se articulan las relaciones de poder alcanza el carácter «molecular» limítrofe de la individualización. La disciplina clasifica y define la acción de las personas hasta el punto de que las separa entre sí. La disciplina como relación de poder garantiza la acción sobre la acción de las personas definiéndolas como sujetos –los cuerpos sobre los que se ejerce la «microfísica del poder» (Foucault, 1995: 26)–. De modo que el orden se refiere, más que a centros de poder, a los lugares en los que se ejerce; en su diferenciación molecular estos lugares son los propios cuerpos de los individuos que forman la sociedad. Así, el orden como condición de las relaciones que se establecen entre lugares es una condición de relaciones entre lugares que definen a los sujetos1, entiendo aquí el término «sujeto» desde la acep1 Como observa Andrea Mubi Brighenti, «para poder funcionar apropiadamente, los gobiernos necesitan territorializar a una población concreta, dentro de un marco propio de soberanía. Para Foucault, el disciplinamiento contribuye a alcanzar este objetivo. Lo importante no es el espacio en sí mismo, sino las relaciones entre las personas que se contruyen a través del espacio y se inscriben en él, en un esfuerzo por mantener el triángulo de la soberanía-la disciplina-el gobierno» (Brighenti, 2010: 55).

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Fig. 15. Una gran manifestación contra las políticas de gentrificación crea sus propias heterotopías efímeras (Berlín).

ción de Foucault: un sujeto de acción que a la vez está sujeto a un determinado tipo de poder. La imagen espacial que subyace al concepto de orden no es para Foucault un medio que permita definir el poder como distribución de unas fuerzas sociales específicas que se producen en determinados lugares. Pero sí le sirve para formular un enfoque muy relevante: en la sociedad disciplinaria, el poder clasifica, 159

distribuye, define, demarca y controla la complicidad entre las personas mediante la aceptación activa de los elementos que les son atribuidos socialmente para definirlas. El poder se ejerce en este sentido como un proceso capaz de construir el campo de la posible acción de los sujetos disciplinados.

LA ESPACIALIZACIÓN DEL CONOCIMIENTO La noción de orden y la imagen espacial que conlleva permiten a Foucault definir –al mismo nivel y con los mismos medios– la lógica de la distribución de las relaciones de poder por el cuerpo social y la lógica de la materialización-perpetración de esas relaciones en entornos materiales específicos. Es aquí donde radica uno de los desarrollos más útiles a partir de la obra de Foucault. El propio autor admite que no tiró de ese hilo, a pesar de que le habría podido ser de gran utilidad: «El espacio es fundamental para todo ejercicio de poder» (Foucault, 1984: 252). Esta afirmación parece expresar la idea de la relevancia del espacio, así como las disposiciones materiales específicas que lo definen, como receptáculo de las relaciones de poder. Esta afirmación puede interpretarse de un modo algo distinto: la lógica de la organización del espacio no sólo nos permite descubrir los resultados de la articulación de las relaciones de poder, sino las precondiciones que resultan cruciales para que se produzca dicha articulación. Foucault inició esta línea de investigación en su ensayo Vigilar y castigar, donde identifica un ejemplo de organización espacial como modelo de sociedad disciplinaria: el panóptico. Al observar el nacimiento de la prisión en la historia occidental, detecta la emergencia de una serie de prácticas de castigo, y pretende hallar la precondición que les es común. No se trata de rastrear una ideología común, ni de buscar un centro de regulación que sirva para programar y actuar, sino de intentar hallar una matriz común (en el sentido de un molde), un modelo capaz de extraer los elementos comunes a las relaciones de poder que sustentan una sociedad disciplinaria y que son también la base de la articulación de dichas relaciones. Foucault (1995) halló esta 160

matriz en una disposición espacial concreta, una creación arquitectónica imaginaria, un sistema de relaciones espaciales que ya imaginara Jeremy Bentham como el sistema perfecto de vigilancia2. La importancia de esta organización espacial inspiradora para el diseño de una gran variedad de edificios con un fin específico como las cárceles y los manicomios descansa en el hecho de que se obliga a la persona a acatar y a adaptar su conducta al sentirse observada en todo momento desde la torre de vigilancia, sin saber a ciencia cierta si en efecto se la está observando. De modo que la vigilancia se interioriza, se inscribe en su cuerpo: «La trampa de la visibilidad» (ibid.: 200). El panóptico «es el diagrama de un mecanismo de poder que se reduce a su forma ideal… Es la figura de una tecnología política» (ibid.: 205). Al quedar los cuerpos situados en el espacio, su comportamiento se ve afectado por la arquitectura y la geometría que los encierran y que prácticamente clasifican su conducta. Es la precondición para el ejercicio de poder que se les impone. Para Foucault, la disciplina es por encima de todo un arte de distribución. Por eso «la disciplina procede de la distribución de los individuos en el espacio» (ibid.: 141). Se trata de un orden específico en el espacio, en el sentido de que interfiere activamente en la distribución espacial de la gente y que confiere una forma material a la vigilancia disciplinaria. Para Foucault este poder de control y vigilancia, que además supone la estricta definición de las obligaciones de los habitantes, guarda semejanza con el caso de una ciudad azotada por la peste. Con el fin de registrar las bajas y de controlar la propagación de la enfermedad, todas las personas deben permanecer en su sitio. Su estado de 2

«En la periferia un edificio circular; en el centro una torre; esta aparece atravesada por amplias ventanas que se abren sobre la cara interior del círculo» (Foucault, 1995: 200). «El edificio periférico está dividido en celdas, cada una de las cuales ocupa todo el espesor del edificio. Estas celdas tienen dos ventanas: una abierta hacia el interior que se corresponde con las ventanas de la torre; y otra hacia el exterior que deja pasar la luz de un lado al otro de la celda. Basta pues situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un alumno» (ibid.).

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salud debe quedar registrado, así como controlado el acceso a los medios de subsistencia. «La peste se combate con orden» (ibid.: 197). De modo que «la ciudad azotada por la peste… es la utopía de la ciudad perfectamente organizada» (ibid.: 198). El panóptico permite la transformación de un estado de salud cuya legitimación y eficiencia estaba vinculada a una «situación de emergencia» a una situación permanente, a una articulación modélica entre unas técnicas de vigilancia y un ejercicio de poder controlador (ibid.). Es preciso aclarar que el modelo del panóptico no se limita a un estado espacial capaz de reducirse a una geometría de relaciones establecidas entre distintas posiciones. Foucault insiste en que el panóptico es un ideal de maquinaria social. Su capacidad de imponer, y de imponerse, depende de que esté en funcionamiento. De modo que la espacialidad del modelo implica la performatividad de una espacialidad, una materialización de relaciones espaciales específicas por parte de sujetos específicos que ocupan puestos de poder precisamente porque «habitan» esas relaciones de espacialidad. Para Deleuze el trazado del poder disciplinario de Foucault activa la noción de un «diagrama» como «multiplicidad espaciotemporal». «El diagrama… es una cartografía coextensiva al conjunto del campo social» (Deleuze, 1988: 34). Para Foucault, el concepto de diagrama encierra el sentido de una asociación espacial, si bien se enfatiza su potencial carácter orientado al proceso. Así, el diagrama bien podría ofrecernos la imagen de un orden espacial que está en proceso. Stuart Elden apunta a algo parecido acerca del concepto de ordenación espacial de Foucault: «Los mapeos de Foucault distan mucho de ser totalizadores; más bien hay que entenderlos como croquis, aproximaciones, señalizaciones» (Elden, 2001: 151). Así, la espacialidad se convierte en un factor determinante para poder entender el concepto de vigilancia disciplinaria que caracteriza a una articulación concreta de las relaciones de poder en una sociedad específica, pero también para el desarrollo y la materialización de esas prácticas en una organización social determinada. De modo que la arquitectura específica de las prisiones, manicomios, fábricas o escuelas en esta sociedad no es úni162

camente un epifenómeno de las relaciones de poder, sino que es a la vez precondición necesaria y resultado del modo en que estas se despliegan. Si las relaciones de poder propias de una sociedad disciplinaria están integradas en el modelo del panóptico, el papel que desempeñarán para la conservación de ese régimen social dependerá de su capacidad a la hora de detectar y clasificar a los individuos y de orientar sus acciones. Así, las relaciones de poder son productoras de conocimiento, de un conocimiento que no sólo es útil para su ejercicio, sino que además es resultado del mismo3. «En el siglo XVIII, la tabla era a la vez una técnica de poder y un procedimiento de conocimiento. Se trataba de organizar la multiplicidad…, de imponerle “un orden”» (Foucault, 1973: 148). En esta operación, conocimiento y poder aportan los fundamentos para cada uno; no se trata de una relación entre base y superestructura. Por encima de todo, la disciplina es el arte de la distribución y del registro. En último término, la lógica de la clasificación, de la organización de la conducta humana, de las personas pero también de los objetos y de la ciudad de acuerdo con un orden, es en sí mismo un acto de poder (de control de la realidad) y de conocimiento (de la realidad). A lo largo de ese mismo periodo histórico, cuando se plantea la cuestión de la capacidad de clasificación como forma de conocimiento (de detectar las particularidades de tipos de conducta), se desarrolla también la historia natural mediante la clasificación de los seres vivos (ibid.: 128-132). Ambas empresas otorgan un papel crucial a lo visible. Todo aquello que es visible es susceptible de ser coleccionado, clasificado a la vez que convertido en objeto de observación y vigilancia4. La historia natural constituye una auténtica «espacialización del conocimiento» (Foucault y Rabinow, 1984): herbarios, colecciones y jardines constituyen la forma material que adopta «el

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«No existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder» (Foucault, 1995: 27). 4 «Observar es contentarse con ver. Ver sistemáticamente pocas cosas» (Foucault, 1973: 134).

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Figs. 16 y 17. Heterotopías de la dignidad. La construcción de una guardería infantil autogestionada (Villa 21, asentamiento precario en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires).

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rectángulo no temporal» en el que «aparecen las criaturas unas junto a las otras, con sus superficies visibles, agrupadas en función de sus rasgos comunes» (Foucault, 1973: 131). El rectángulo atemporal es otra versión de la tabla, de las tablas que elabora el poder del panóptico: el orden dentro de un espacio permite conocer y controlar a la vez. Esta espacialización de las relaciones es precondición necesaria para que se produzca una consolidación de las identidades y de las características de los seres vivos («caracteres», ibid.: 140)5.

¿ESPACIOS PARA LA ALTERIDAD? Al experimentar unas relaciones que están definidas por unos espacios que se materializan como tales, a la vez que a través de la forma en que pensamos o que adoptamos al hablar sobre las cosas –presuponiendo que las define un determinado orden–, el espacio aparece como condición para la asociación, condición que permite a su vez la discriminación y la comparación. Sin embargo, según Foucault, la espacialidad en su calidad de experiencia y de concepto que alimenta el pensamiento occidental tiene su propia historia. En un texto breve que presentó en 1967 ante un grupo de arquitectos y que se publicó en 1984 poco después de su muerte (Foucault, 2008: 14-29), Foucault intenta esbozar una periodización de esta historia. En la Edad Media, la jerarquización y la mezcla de espacios según su relevancia sacra o cósmica dio lugar a la espacialidad medieval, «la espacialidad de la localización». En el siglo XVII, Galileo confirmó la existencia de un «espacio infinito e infinitamente abierto», con lo que contribuyó a introducir una interpretación del espacio como extensión. En nuestro tiempo, la extensión espacial se sustituye por localizaciones espaciales (emplazamientos). «Vivimos en 5

«La historia natural en la época clásica… constituye todo un campo de empirismo que es a la vez descriptible y ordenable» (Foucault, 1973: 158). «La estructura que se selecciona como locus para las identidades y diferencias pertinentes es lo que se denomina carácter» (ibid.: 140).

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una época en la que se nos presenta el espacio como una forma de relación entre emplazamientos» (ibid.: 15). Estos emplazamientos son perfectamente diferenciables e irreductibles los unos a los otros. Así, la espacialidad de la vida moderna está recorrida por la heterogeneidad como rasgo diferencial. La forma en la que se articulan las relaciones de poder en un sistema de estas características no llega a describirse con claridad. No obstante, resulta especialmente interesante la categorización de las espacialidades que parecen constituir un campo de articulación crucial de las relaciones de poder, en el que se regula la relación entre la identificación clasificatoria y la heterogeneidad. Foucault denomina a estos espacios heterotopías y los define como «lugares reales (réel)-lugares efectivos (effectifs), inscritos en la institución de la propia sociedad, y que constituyen una especie de contra-emplazamiento, una especie de utopías eficazmente alcanzadas en las que los emplazamientos reales, el resto de los emplazamientos reales que pueden hallarse en una cultura, se representan (representés), se disputan (contestés) y se invierten (inversés)» (ibid.: 17). Foucault distingue estos espacios de los que se describen como utopías y, por tanto, les adscribe una existencia dentro de la sociedad específica, real. Es además evidente que estos espacios se diferencian perfectamente de todos los demás en los que se desarrolla la vida de una sociedad. Sin embargo, no es tan evidente el lugar que ocupan las heterotopías, donde se entrelazan el poder y el espacio constituidos por el orden disciplinario, la cuadratura del campo social y el espacio en el que se desarrolla la vida en común. ¿Acaso las heterotopías hallan su lugar en este orden estrictamente delimitado y estigmatizado, o acaso constituyen una versión distinta de la articulación entre el poder y el espacio distinta y antagónica contra el orden de la sociedad disciplinaria? Foucault sitúa el punto de inflexión de la sociedad occidental en el siglo XVII, en los albores de la era clásica, con el nacimiento de la institución carcelaria6. Y, tal y como pretende mostrar a 6 La institución de confinamiento no sólo se define por un espacio cercado sino por la propia distribución en él de las personas. «Cada individuo

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través de sus investigaciones históricas, el confinamiento es el origen de una nueva relación entre la sociedad y lo que esta define como normal o anormal, natural o contra natura, de la vida humana. Al quedar proscrito todo aquello que se considera antinatural, asocial –siendo la locura la amenaza emblemática en esta ecuación–, la sociedad delimita en su interior un ámbito bajo vigilancia en el que se confina a los «otros peligrosos»7. El confinamiento al margen de la sociedad de los locos, o de quienes están considerados como antisociales en general, implica determinar al «otro», a una alteridad radical externa a la sociedad, en términos espaciales. Si el modelo de ciudad vigilada, azotada por la peste, logra imponer una clasificación y un control generalizados sobre sus habitantes, el manicomio constituye un modelo de exilio del otro, como en el caso de los leprosos, sólo que en el interior de una sociedad que delimita estrictamente el perímetro de un «absceso» maligno. La clasificación de los sujetos sociales (en la que el panóptico sería el ejemplo más claro) parece presuponer la existencia de un orden diferente pero que a la vez rige en otro lugar, un lugar en el que puede hallarse esa alteridad que escapa a la clasificación. De modo que las heteropías podrían identificarse como los lugares del otro, fuera del orden disciplinado generalizado, donde las diferencias no describen caracteres distintos sino fronteras, las fronteras de lo social8. Sin embargo, si uno quisiera observar consistentemente la lógica de cómo se entrelazan el espacio y el poder desde la perspectiva de Foucault, tanto el manicomio como la prisión no sólo estarían fuera del orden sino que también operarían en su inteocupa un lugar y hay un lugar para cada individuo… La disciplina organiza un espacio analítico» (Foucault, 2006: 102). Como observan Dreyfus y Rabinow (1983: 155), es la codificación de una organización estructural. 7 Semejante gesto «no aislaba a los extraños que habían permanecido anteriormente invisibles, y que hasta entonces habían sido ignorados a fuerza de costumbre. Alteraba el paisaje urbano reconocible dotándolo de otros rostros, de siluetas extrañas y estrambóticas que nadie reconocía» (Foucault, 2006: 80). 8 Los locos «quebrantan el orden (ordonnance) del espacio social», tal y como se dice en la primera edición en francés de Historia de la locura (1961), citado en Elden (2001: 126).

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rior, en el seno de un sistema dinámico regulador de la desviación mediante la terapia y la disciplina. Se configura así un afuera necesario, en el que se analizan y clasifican constantemente los hallazgos de una incesante observación panóptica. Según la definición de Foucault, la prisión y el manicomio son heterotopías desde el momento en que nos centramos en la fuerza del contraste con respecto a otros espacios sociales. Foucault también distingue una categoría especial de heterotopías de la desviación en las que incluye esos tipos de instituciones (Foucault, 2008: 18). La alteridad absoluta de semejantes lugares, sin embargo, no se limita a una posición diferenciada dentro de una ordenación establecida del espacio. Poseen un elemento activo a la hora de definir dicho orden. Las heterotopías no son transgresoras del orden; más bien lo reproducen, precisamente por su capacidad de «revertir» otros lugares. El motor de la clasificación es la distinción entre lo normal y lo anormal como contrapartida a la diferenciación entre lo aceptable y lo no aceptable y lo social y lo antisocial. En último término, las distinciones y la salvaguarda de su validez y efectividad son el objeto del poder disciplinario. No obstante, Foucault detecta el siguiente principio ante la perspectiva de explorar una potencial «heterotopología»: «La heterotopía tiene el poder de yuxtaponer en un único lugar real varios espacios, varias localizaciones incompatibles en sí mismas» (ibid.: 19). En este sentido, parece permitir la formación de un horizonte distinto para el papel que cumplen las heterotopías para la articulación entre el poder y los espacios. Como si la aproximación a estas se realizara desde el interior, como si fueran mundos regidos por su propia lógica de organización, y no desde un afuera que las diferencia y las separa. Desde esta perspectiva, las heterotopías son mundos complejos, no sólo como reglamentaciones externas al orden regulador, sino también como campos en los que emerge un «antiorden». Pero ¿a qué ejemplos apela Foucault para mostrar el poder de la heterotopía? El teatro en cuyos escenarios hallamos la alternancia de distintos espacios, el cine con su singular superposición del espacio bidimensional de la pantalla y el es168

pacio de proyección tridimensional y, por último, el jardín, el más antiguo ejemplo de un espacio en el que coexisten lugares distintos y diferentes9.

¿PERTURBACIONES DEL ORDEN? Los ejemplos esgrimidos permiten distinguir la particularidad de una perspectiva desplazada en el análisis de las heterotopías: su lugar acarrea incompatibilidades en su seno, tensiones. El hecho de que coexistan muchos lugares en uno solo parece poner en tela de juicio el ejercicio de clasificación. Foucault destaca el zoo como un ejemplo de heterotopía contemporánea. Probablemente no se refiera específicamente a los jardines zoológicos que exhiben a las distintas especies de animales con fines educativos, para definir parentescos y entornos de origen similares, sino a esos otros lugares que sitúan unos junto a otros a los animales más dispares entre sí, los más exóticos e inesperados para sorpresa y regocijo de quienes los observan. Estos animales de distintas procedencias, cada uno inserto en una reproducción de su entorno en miniatura, forman parte de un collage de lugares e imágenes y componen una superposición heterotópica de localizaciones. En el prefacio de Las palabras y las cosas, Foucault comenta la famosa enciclopedia china a la que aludiera Borges en uno de sus cuentos. Foucault observa que se trata de una especie de «desorden» en el que «los fragmentos de un gran número de órdenes posible brillan por separado en la dimensión de lo heteróclito, sin que los rija ley ni geometría» (Foucault, 1973: XVIII). Denomina también a esto una heterotopía y detecta en ello una ausencia de «espacio amistoso», la definición de un lugar común a través de las diferencias entre las cosas. Por eso las heterotopías destruyen la sintaxis de la palabra y, sobre todo, la sintaxis que 9 «El jardín es la porción más pequeña del mundo, pero es a la vez su totalidad.» Según Foucault, el zoo moderno surge de esta dimensión heterotópica del jardín (ibid.: 20).

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mantiene la unión entre palabras y objetos (unas junto a los otros, o unos frente a otros) (ibid.: XVIII). Si bien el punto de vista de Foucault que emana de estas referencias está orientado a la arqueología del pensamiento occidental, cabe observar una interesante analogía entre esta interpretación de las heterotopías y la inferida hasta entonces. Una cierta ambigüedad peculiar a la par que inquietante define a las heterotopías: se caracterizan por una coexistencia de fragmentos que pertenecen a distintas taxonomías. Más allá del dilema entre orden y desorden está lo «incongruente», «la imposibilidad de definir un lugar común» (ibid.: XVIII). Ante los límites de un conocimiento imposible, es decir, ante los límites que ofrece un desorden cargado de un orden potencial, la heterotopía se convierte en un lugar explosivamente heterogéneo, un lugar que quizá tan sólo pueda definirse como pura inquietud, en el que nacen y se refutan mutuamente órdenes en paralelo. Quizá pueda hacerse aquí visible la importancia del giro que que suponen las heterotopías en comparación con otros «emplazamientos» reales. En la medida en que son emplazamientos de la alteridad en relación con lo que los rodea, las heterotopías se convierten en lugares que conceden protagonismo a las relaciones entre lugares de alteridad. No sólo proyectan su diferencia, sino que infunden a la alteridad una condición interna de constante nacimiento. Son numerosas las lecturas que se han hecho de las heterotopías de Foucault y que se corresponden con este énfasis en el carácter confuso de la constitución heterotópico, por muy divergentes que estas sean entre sí. En esta línea, el geógrafo Edward Soja no considera las heterotopías como un tipo de espacio más que sumar a la «imaginación geográfica», sino que insiste en que las heterotopías logran hacernos pensar en la espacialidad de un modo distinto, diferente al discurso geográfico en boga (Soja, 1996: 163). El sociólogo Kevin Hetherington considera las heterotopías como «ordenaciones alternativas» en el sentido de que –a lo largo de su historia– se las pone a prueba y acaban emergiendo determinadas formas de orden espacial y social distintas de las que define su entorno. Siguiendo esta línea de pen170

samiento, analiza el surgimiento de la fábrica como heterotopía moderna en un momento histórico en el que se superponen distintas formas de orden espaciotemporal (Hetherington, 1997: 109-138). Benjamin Genocchio se pregunta si las heterotopías muestran los límites de la imposibilidad de un espacio que puede llegar a ser completamente «otro» (Genocchio, 1995: 42). Se centra en la interpretación que Foucault hace de las heterotopías en el prefacio de Las palabras y las cosas para mostrar cómo el discurso –ese sistema de sistemas, ese orden que posibilita todo orden, tanto del conocimiento como de la acción– es incapaz de representar o describir las heterotopías. Para Genocchio, las heterotopías se convierten en el afuera absoluto, más allá del discurso y del espacio (ibid.: 43). Manfredo Tafuri, teórico e historiador de la arquitectura, considera que la definición foucaultiana en ese mismo texto encaja con las famosas ilustraciones de Piranesi, Campo Marzio y Le Carcerie (ibid.: 27), en el sentido de que son «un montaje discontinuo de formas, citas y recuerdos» (Tafuri, 1990: 40), generador de «esta fragmentación hermética del ordo arquitectónico»10. Todas estas interpretaciones tienen en común que las heterotopías aparecen como perturbaciones del orden. Quizá la tensión interna detectada en ellas no caracterice a las relaciones que se producen en los emplazamientos, sino más bien a condiciones espaciotemporales en las que la emergencia de la alteridad a la vez se entrelaza y se confronta con la semejanza. ¿Acaso obedezca a que, en el fuero interno de la condición heterotópica, la semejanza y la diferencia (términos inherentemente relacionales) se combinan en múltiples relaciones que se exponen a las tensiones, fruto de la constante suspensión del orden que las define, y que a la vez confirman y niegan ese orden? El desorden heterotópico, enfrentado a la clasificación que identifica y detecta, sigue produciendo diferencias, dada la multiplicidad de órdenes 10 Urbach (1998: 352) pretende encontrar en la heterotopología la forma de descubrir «cómo operan los espacios para identificar y devaluar determinadas formas sociales».

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Fig. 18. Creando espacios de lo común; parque ocupado y autogestionado Navarinou, Atenas (Archivo del parque Navarinou).

posibles que implica. Las heterotopías emergen así como espacios de alteridad suspendidos11. Según Hetherington, las heterotopías nacen cuando el deseo dominante de orden que caracteriza a la sociedad moderna se ve obligado a confrontar las ambigüedades que generan las prácticas que la materializan. La lógica utópica y reformadora de la propia sociedad –que imagina la gobernanza como una ciudad perfecta en la que cada cosa tiene su lugar– encierra una contradicción: «El ideal utópico que descansa tras el deseo de orden no guarda necesariamente un orden en sí mismo» (Hetherington, 11

Por supuesto, cabe hallar una simulación de la heterotopía en el mundo moderno del consumismo. La ciudad de Las Vegas se considera un lugar emblemático por su extraña coexistencia de escenarios arquitectónicos y pictóricos que representan lugares exóticos del pasado y del presente (los grandes casinos se disfrazan de Roma, del antiguo Egipto, del mítico Oriente o de una colonia futurista en el espacio). «Hay reducciones de Nueva York, París y Venecia que se remezclan y empaquetan para el consumidor de alteridad mediada en un espacio conveniente» (Chaplin, 2000: 216).

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1997: 67). El autor reconoce que las heterotopías constituyen intersecciones de estrategias alternativas necesarias para la creación de orden; esta cualidad las diferencia internamente como diferencia a los sujetos que operan en su dominio. Así, nacen como espacios de utopías materializadas que se exponen a las contradicciones que las caracterizan a la vez que a las confrontaciones capaces de minar toda claridad en sus objetivos (ibid.: 60). Sin embargo, otras interpretaciones tienden a exagerar esa aspiración de orden, que como mínimo debería entenderse como expresada en las estrategias que definen las relaciones de poder, en detrimento del reconocimiento de las prácticas imbuidas de la negación del orden, sin que se produzca necesariamente un llamamiento para un orden distinto, más justo. Si las definimos como prácticas de resistencia, ¿qué papel desempeñarían entonces en la creación de unas condiciones heterotópicas?

LAS HETEROTOPÍAS COMO ESPACIOS EN SUSPENSO Foucault lo expone con toda claridad: «Allí donde hay poder, hay resistencia» (Foucault, 1990: 95). No obstante, la relación entre el poder y la resistencia no es algo externo. Las relaciones de poder tienen un carácter relacional que afecta a la multiplicidad de resistencias; el ejercicio del poder es históricamente diferenciado precisamente por las resistencias a él. La incorporación de las resistencias al «campo estratégico de las relaciones de poder» (ibid.: 95-96) es consistente con la lógica de unos polos opuestos que necesariamente se entrecruzan, lo normal-anormal, en la organización del orden social. No obstante, en la historicidad de las confrontaciones sociales, de las rebeliones de mayor o menor magnitud, lo que se pone en tela de juicio, de facto y no necesariamente porque algunos opten por hacerlo, es precisamente esta distinción fundamental entre lo normal y lo anormal. Las resistencias no deberían interpretarse únicamente como el rechazo o la obstaculización de los planes que plantea el poder; implican también la deslegitimación de las prácticas clasificatorias a través de las cuales se articulan en 173

el orden las relaciones de poder. Así, la resistencia no se convierte en algo externo al poder sino que, dado que el poder y la resistencia se constituyen mutuamente, el campo del poder se crea mediante procesos que pueden resultar destruidos, revertirse o exponerse a las posibilidades que abre la confrontación. Foucault sugiere en uno de sus últimos textos que, «más que analizar el poder desde el punto de vista de su racionalidad interna», podemos «ir más allá en dirección a una economía de las relaciones de poder» mediante «el análisis de las relaciones de poder a través del antagonismo de las estrategias» (Foucault, 1983: 211). Con ello pretende destacar las resistencias como campo característico del tipo de poder al que se oponen. Contra el «poder objetivador» que Foucault señala como forma moderna de poder disciplinario, contra el poder que sujeta a los sujetos a unas identidades forzosas (ibid.: 203), surgen luchas que niegan precisamente tales definiciones. Las luchas por «una nueva subjetividad» han existido también en otro tiempo, según Foucault, pero lo que las torna especialmente relevantes en las sociedades modernas es el hecho de que cuestionan el elemento más fundamental de la sociedad disciplinaria: el nexo entre clasificación y vigilancia. ¿Deberíamos entonces reservar el término «heterotopía» para describir las relaciones de poder-espacio en un contexto de emergencia de dichas luchas, de dichas resistencias? ¿Podría darse el caso de que, precisamente cuando el orden que expresa una articulación específica entre poder y espacio se ve amenazado por un «desorden» en el que «brillan los fragmentos de un gran número de órdenes posibles», sea cuando nacen las condiciones heterotópicas? Y, si estas luchas alteran el orden espacial tanto como el social, no será necesario asumir que vaticinan la emergencia de otro orden social, a menos que identifiquemos lo social con el mero «orden». En ese caso, como en el caso de una tautología, toda práctica que provocara la emergencia de nuevas relaciones entre personas sería por definición el esbozo de un nuevo orden. No obstante, es probable que las acciones de resistencia creen las posibilidades de unas nuevas relaciones sociales que no forman necesariamente parte de un nuevo orden social. Laclau defiende 174

de un modo bastante convincente que «toda representación [de la sociedad] supone un intento de constituir sociedad, no de afirmar lo que es» (Laclau, 1990: 82). Cuando la sociedad se representa como una totalidad ordenada, lo que queda fuera es la dinámica del cambio, que es la que en esencia consigue que la dominación (o la hegemonía) sea un proceso abierto a la historia. Así, el orden es más una apuesta hegemónica que un hecho. Las condiciones heterotópicas emergen cuando se entrelaza la heterogénesis con la reproducción. En este contexto, la individualización social se desarrolla sobre una base precaria. Así las heterotopías nacen como lugares de discontinuidad, grietas en los moldes clasificatorios del espacio y del tiempo, a medida que los fragmentos heteróclitos de espacio y tiempo se aúnan en los procesos que aportan un lugar en el que pueden emerger las relaciones sociales. De esta forma, cabe considerar las heterotopías como pasajes hacia la alteridad y no como lugares de alteridad12. La imagen espacial del pasaje no nos presenta un espacio sólo a través de sus características, sino más bien por sus relaciones con los otros hasta el punto de que acaba por identificarse con esta relación. Todos los pasajes son «pasajes hacia». Las heterotopías entendidas como pasajes son lugares en movimiento, en los que todo lo que sucede se ha desprendido del orden anterior sin que tenga un destino concreto. Toda sociedad protege sus pasajes. Como hemos visto, a través de los ritos de paso las sociedades controlan y aseguran el pasaje de una identidad a otra sin que ello suponga una amenaza para el orden de la reproducción social. No obstante, en los pasajes acechan los peligros del desorden y de la vulneración del orden. En ellos siempre cabe la posibilidad de que fracase el ejercicio de control13.

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«Las heterotopías marcan así una ósmosis entre identidades y experiencias situadas y experiencias capaces de destruir eficazmente las taxonomías estrictas que garantizan la reproducción social» (Stavrides, 2007: 178). 13 Véase Turner (1982: 45) para una presentación antropológica bien documentada.

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Las heterotopías tienen algunos atributos de lugares de transición, en los que permanecen temporalmente quienes experimentan un rito de paso. En dichos lugares, como ha destacado Turner (Turner, 1977: 102-106), se oscila entre una identidad de origen que ya se ha abandonado y una identidad de llegada para la que el iniciado aún no es apto. Las pruebas que acompañan a esta fase intermedia, que tienen lugar en lugares que están simbólicamente y a menudo materialmente fuera de cualquier lugar, son ejercicios sobre cómo asumir una identidad social impuesta. En el caso de las heterotopías, estas experiencias de iniciación a la alteridad de una identidad latente no están estrictamente predeterminadas sino que más bien asumen la forma de una visita a la alteridad (Stavrides, 2002: 391), la forma de una visita a un mundo que todavía no existe. Es una partida de prueba de todo aquello que caracteriza a uno sin un destino predeterminado. Estas pruebas de alteridad pueden provocar el titileo de las identidades, que aparecen y desaparecen simultáneamente, que se expresan y se refutan. Por eso mismo, parece razonable considerar que esencialmente las heterotopías albergan teatralidad. Se produce la prueba de nuevas máscaras y roles sin que ello suponga acceder a otra identidad. El arte de convertirse en otra persona, no como arte del engaño sino como el arte de buscar nuevas formas de subjetividad, brota de las heterotopías. Las condiciones heterotópicas albergan la teatralidad como manera de aproximarse a la alteridad (ibid.: 233-241), una teatralidad que, más que originar identificaciones, pone a prueba y niega más que afirma los roles, las composiciones híbridas y las prácticas de subjetivación incompletas. El arte de convertirse en otra persona puede convertirse en el arte de la supervivencia14. Quienes se encuentran en posiciones estratégicamente desventajosas frente a las relaciones de poder dominantes tienden a idear mecanismos de autoprotec14

Podría convertirse en una forma de creatividad que menciona De Certeau (véase De Certeau, 1984: 24-28 y 40) para las tácticas del engaño a las que recurren los trabajadores que aparentan estar trabajando para escapar temporalmente de unas condiciones de trabajo extenuantes.

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ción para huir de las posibles consecuencias del control. Para ello, simulan encajar en las clasificaciones normalizadoras para no llamar la atención. Así, el poder disciplinario y el consiguiente conocimiento clasificatorio de alguna manera se ponen a sí mismos una trampa al asumir como conformidad a la norma lo que en realidad es pura apariencia. El poder disciplinario depende de la vigilancia del panóptico, por lo que queda expuesto al riesgo de que se identifique lo que es visible con lo que ya existe. El control ejercido por medio de la clasificación puede errar su objetivo por incapacidad para producir realidad mientras produce conocimiento. El arte de adoptar en las heterotopías otra faceta –un arte alimentado por el ingenio de los débiles en la partida cotidiana de la supervivencia15– se convierte en el motor de la visita crucial en términos sociales a la alteridad: desde el punto de vista estratégico, la simulación se torna cuestionamiento ingenioso de las normas de identificación, que conducen a una síntesis de facto y ad hoc de las identidades incompletas e híbridas o en proceso de construcción. En los soportales parisinos del siglo XIX, la heterogénesis permitía el surgimiento de identidades colectivas e individuales evasoras de las codificaciones normalizadoras: la presencia del flâneur, el bohemio, el intelectual, el dandi o la prostituta convertía los soportales en heterotopías de Modernidad16. Emergen también las condiciones modernas para la heterotopía en la experiencia colectiva de una fábrica ocupada en la Argentina de hoy, donde se están experimentando formas de control colectivo de la producción y donde la lógica de la horizontalidad está produciendo nuevas relaciones. Es posible que los jóvenes skateboarders también creen su propia heterotopía cuando patinan por las escaleras de un banco o de un monumento en medio de una 15 James Scott (1990) ofrece un análisis sistemático de esta creatividad y de las «artes del disfraz» que la caracterizan. Véase también su referencia directa a Foucault, quien enfatiza la exagerada teatralidad de los súbditos reales ante el monarca (ibid.: 93). 16 En relación con ello, véase el fundamental análisis de Walter Benjamin (1999) de los soportales parisinos.

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plaza (Borden, 2001: 182). Quienes protestan interrumpiendo el tráfico de una calle experimentan también en ese mismo momento la heterogénesis que implica establecer una relación con la ciudad con carácter extraordinario, lo mismo que en el caso de los piqueteros argentinos, los sin techo en Brasil, los estudiantes de Mayo del 68, las revueltas de los barrios marginales europeos o de los guetos en Estados Unidos. Obviamente, además, cada vez que los movimientos han intentado poner rostro al futuro a través de unas condiciones heterotópicas, han descubierto en el proceso el potencial creativo de esta visita tentativa a lo que se halla en un «aún no». Este tipo de experiencias surgieron y lo siguen haciendo en las manifestaciones contra la globalización neoliberal en las que participa un movimiento multiforme, como brotan también, en la Selva Lacandona, en los municipios zapatistas insurgentes. Foucault destacó la importancia, en su tenaz análisis de las conexiones entre el poder y el conocimiento, del espacio, no como campo en el que se expresan las relaciones sociales sino como elemento articulador de las relaciones de poder, así como elemento del conocimiento que se corresponde con ellas. El espacio tiene su propia historia como experiencia concreta, pero también como concepto que nos permite pensar en la sociedad como un campo en el que se mueven relaciones de interdependencia, de ahí su relevancia para entender la arqueología del conocimiento y la genealogía del poder moderno. Es posible que Foucault no siguiera la senda de una investigación centrada en el espacio; sin embargo, su obra arroja luz sobre la importancia de esta perspectiva. Ha problematizado las clasificaciones normalizadoras desde su papel de geógrafo de la alteridad, de analista de las relaciones de poder que «subjetivan» y «sitúan». Los órdenes espaciales y sociales sustentan a la vez que expresan el ejercicio del poder de la clasificación en las sociedades vigiladas. Foucault además ha mostrado que el campo del control es discontinuo, que no hay centros de poder sino relaciones y condiciones para el ejercicio del mismo que producen sujetos activos. La efectividad limitada e históricamente confinada del poder normalizador torna necesaria la microfísica del poder. La micro178

física de la resistencia es igualmente necesaria17, en la medida en que reconfigura las normas del ejercicio del poder. Las condiciones heterotópicas que van más allá de la implicación simétrica del poder y de la resistencia generan nuevas posibilidades como lo hiciera y lo experimentara Foucault. «El barco», dice Foucault, «es la heterotopía por excelencia. En las civilizaciones que no los tienen, se secan los sueños, el espionaje sustituye a la aventura y la policía a los piratas» (Foucault, 2008: 22). Cuando los zapatistas organizaron en la Selva Lacandona el Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, también imaginaron sus heterotopías en forma de embarcación. El toldo [de la convención, celebrada en medio de la selva] es en realidad una vela, los barcos son remos, la colina el casco de un navío poderoso, y el estrado se convierte en su puente… Ahora soy un pirata. El pirata es ternura que explota furiosa; es justicia aún incomprendida… Es el eterno navegar hacia puerto alguno (Taussig, 1999: 257).

Los zapatistas no pretendían proteger su embarcación con un ancla escondida. Tampoco pretendían atrincherarla en los límites de una utopía bien planificada. Más bien la lanzaron por doquier a las aguas sucias del archipiélago social (Stavrides, 2004) con el fin de que pudiera toparse con todo tipo de navíos de resistencia. En estos, en los que a menudo destaca su crudeza, navega el futuro cuajado de esperanzas y ambivalencias, aquí y a la vez en cualquier sitio, hoy pero también ayer y mañana; un futuro desconocido aunque familiar, puesto que se crea a partir de materiales tomados del presente.

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«Si es cierto que el entramado de la “disciplina” está en todas partes y es cada vez más claro y de mayor alcance, será aún más urgente descubrir cómo se resiste toda una sociedad a quedar reducida a él» (De Certeau, 1984: XIV). De Certeau alude también a «la red de la antidiscplina» en la que se articulan acciones moleculares.

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CAPÍTULO VII Identidades y rebelión en las heterotopías zapatistas

Asumir que las identidades individuales y colectivas definen a los miembros de una sociedad no equivale a pensar en la sociedad como una mera clasificación de etiquetas, como un grupo de entidades invariables que se nombran. Las identidades aparecen y desaparecen, se proyectan en el antagonismo social; lo expresan, lo difractan o lo encubren. Es preciso imaginar las identidades como producto de las relaciones sociales y no como precondición para ellas. Por lo tanto, habremos de considerar su construcción como un proceso en desarrollo y abierto al cambio y a la confrontación. Precisamente porque lo que está en juego cuando se crean o anulan determinadas identidades es la duración, la confirmación o incluso la superación de las relaciones sociales, no es posible imaginar unas políticas insurgentes ajenas a las condiciones sociales que rodean al nacimiento de identidades específicas. Si un individuo o grupo se reconoce en unos rasgos definitorios con un horizonte de promesa de continuidad, preservar dicha continuidad demandará actos de asertividad y de reproducción. Las políticas disidentes abonarán el terreno para la negación de las identidades dominantes precisamente mediante su ataque a dicho continuismo y el desafío a una reproducción autoevidente. La manifestación y reafirmación de una identidad se produce a través de acciones socialmente significativas: una identidad tiene sus consecuencias y se produce como consecuencia. En este sentido, la existencia de las identidades depende de su performatividad y, por lo tanto, son elementos activos de la condición social: interactúan con las relaciones sociales y literalmente surgen cuando se despliegan esas relaciones. 181

Esta argumentación no equivale a decir que las identidades puedan surgir y desaparecer en cualquier momento. Tampoco que hoy por hoy –cuando en nuestras sociedades las relaciones sociales se expresan en un entramado de relaciones personales sumamente complejo–, cada una de nosotras seamos poco más que una entidad amorfa que amolda sus características a los distintos entornos sociales en los que se encuentre temporalmente. Los mecanismos de dominación siguen imponiendo identidades tan reconocibles como perdurables. Siguen clasificando, prejuzgando y jerarquizando. No obstante, la reafirmación de estas discriminaciones no es automática sino activa. Se produce mediante acciones y prácticas «performativas» de las relaciones sociales. La adopción de esta perspectiva en el debate sobre las identidades difícilmente puede acompañar a la certeza con la que antaño se expresaban las políticas de negación de la sociedad específica, la certeza de que los dominados habrán de reaccionar en nombre de su propia identidad colectiva. Si las identidades sociales nacen y viven en condiciones de desigualdad conflictiva y, por tanto, se imponen como resultado del predominio de un grupo de individuos sobre otro, como mínimo resultaría desconcertante que en el enfrentamiento, los segundos apelaran a aquello que les es atribuido y que los relega a una condición que precisamente los define como los sometidos. Siguiendo esta argumentación, entonces las identidades serían «neutras», es decir, caerían fuera del campo de la dominación en el caso de que llegaran a describir a los individuos y a los grupos en términos «instrumentales»: los trabajadores son las personas que trabajan, las mujeres tienen unas características biológicas específicas, los inmigrantes son las personas que se ven obligadas a dejar sus lugares de origen, etc. Sin embargo, una estructura de dominación históricamente específica denominará a algunas personas como trabajadoras y definirá las condiciones de sus actividades, sus características, sus derechos, aspecto, discurso, sueños y formas de vida. La identidad de una mujer, como en el caso de cualquier otra identidad generizada, tiene un significado social, está definida por su performatividad, que la describe y normaliza; se le impondrá unas obligaciones y se moldeará su conducta. 182

De modo que enfrentarse a lo existente o –mejor aún– defender un sueño de emancipación y autodeterminación no significa meramente desconfiar de las identidades establecidas, sino también reconocer la necesaria conexión entre la producción de identidades y la reproducción social. Esta es la consciencia que parece recorrer el discurso y las acciones de un movimiento contemporáneo que se opone a la «sociedad del dinero», como la denomina el movimiento. Los zapatistas, los y las rebeldes del México moderno, irrumpen en el horizonte del orden capitalista internacional en nombre de la emancipación de todos a quienes les es negado el derecho de autodeterminación, y no en nombre de una identidad colectiva que pretende reafirmarse. Muchos se apresuraron a clasificar este movimiento como una fase más de las luchas por la defensa e institución de una identidad indígena oprimida. Desde los días del colonialismo clásico hasta el colonialismo propio de la globalización de la actualidad, han sido numerosos los movimientos de liberación de todo cuño que han pretendido dar protagonismo a las identidades colectivas como formas de autodeterminación. Sin embargo, el movimiento zapatista no demandaba la reafirmación de la identidad maya contemporánea. Más bien al contrario, consideraban que la población maya de hoy hallaría expresión moderna en un México que incluye a muchos otros, en un mundo en el que «los de abajo» intercambiarían experiencias y sueños de igualdad y justicia.

LOS SIN ROSTRO El discurso y las prácticas políticas del movimiento zapatista surgen en un momento y espacio que estuvo marcado por el encuentro al menos entre dos mundos. En el estado mexicano de Chiapas se produjo el encuentro entre un pequeño grupo de rebeldes marxistas, más o menos afines a las características y formas de pensar de las guerrillas armadas latinoamericanas, y las comunidades indígenas de la zona, integradas en su mayor parte por personas que habían abandonado sus pueblos huyendo de 183

Fig. 19. Encuentro con «los sin rostro» (Chiapas, México). [NB. Todas las fotos de este capítulo pertenecen al archivo de la campaña, llevada a cabo por el Colectivo Griego de Solidaridad con los Zapatistas, «Una Escuela para Chiapas»].

las autoridades corruptas locales (Gossen, 1999: 262). Así, los rebeldes se toparon con una estructura de vida comunitaria que se asemejaba a su manera de entender la democracia y la emancipación; aunque, no obstante, ponía en cuestión algunas de sus certezas sobre la vanguardia, la revolución y los sujetos sociales. Las formas de resistencia colectiva indígena, el principio de organización interna de las comunidades basadas en el dogma de «mandar obedeciendo», una concepción del mundo que tiende puentes entre enormes distancias entre el pasado y el futuro a un ritmo que habla de generaciones y no de trayectorias personales, todos estos elementos modificaron la manera de pensar y los proyectos políticos del grupo. Sobre todo aprendieron a escuchar, a esperar, a respetar las particularidades de los oprimidos basadas en sus experiencias cotidianas de resistencia. Por otra parte, los indígenas estaban imbuidos de ideas relacionadas con la emancipación humana a escala global y empezaron a entender los mecanismos que componen el mundo del capitalismo globalizado. 184

La insurrección zapatista se decidió desde las propias comunidades. No se trataba de que un ejército libertador actuara en su nombre, sino que ellas mismas integraban el ejército y este garantizaba su defensa. El EZLN transformó en acción, a las órdenes de las comunidades y en nombre de un objetivo común, ese sentimiento de «¡Ya basta!». La insurrección zapatista condensa las particularidades de su política, que se basa en la pregunta, interrogar a quienes la apoyan y hacer política tanto en los grandes como en los pequeños momentos de la lucha. Se trata de una manera de hacer política que pretende combatir las injusticias sin reproducirlas, que rechaza dejarse llevar por la lógica de la violencia, la disciplina y la jerarquía que define a todos los grupos y experiencias armadas en su lucha por una sociedad más justa. Con su declaración constante de que van armados contra su voluntad, destruyen toda perspectiva de que un ejército se convierta en el medio o en el modelo para una nueva sociedad. A su vez, precisamente porque esa forma de hacer política no se basa en la idea de una vanguardia o paradigma que haya que seguir sino que extrae su fuerza de la resistencia cotidiana que queda sintetizada en la reivindicación-objetivo de «dignidad», en el ámbito tanto individual como colectivo1. Estas particularidades de su forma de hacer política no son rasgos constitutivos de un tipo específico de persona a la cual defender. Más bien son constitutivas de un campo en el que pueden emerger distintas figuras como subjetividades para un nuevo mundo. No obstante, ¿en qué se diferencia el levantamiento zapatista, con base en las comunidades indígenas de Chiapas, de otros levantamientos indígenas, de otras insurrecciones que reivindican sus derechos? Ciertamente, desde el inicio de la rebelión los derechos de los indígenas en México han sido una de las demandas fundamentales. La mecha que prendió la llama de su «¡Ya basta!» fue la amenaza de que se aboliera el derecho reconocido constitucionalmente a la propiedad colectiva de las tierras co1 «¡Resistiremos! ¡Tenemos dignidad! Si la dignidad del pueblo mexicano no tiene precio, ¿de qué nos sirve el poder de los poderosos?» (Marcos, 2002: 50).

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munales (ejidos), en coherencia con la lógica impuesta por el tratado de libre comercio de América del Norte (Nafta). No obstante, los zapatistas, en su defensa de las poblaciones indígenas mexicanas, reivindicaban los derechos de todos los oprimidos. Y vieron en la diferencia ignorada, silenciada y a menudo ultrajada de los indígenas el epítome de toda diferencia (Lascano, 2002: 13) que se destruye desde el poder a no ser que encaje en los términos universales de «la sociedad del dinero». Las particularidades de los y las indígenas en relación con su lengua, civilización, historia, cultura política y valores no se convirtieron en una bandera defensora de un universo cerrado, sino que eran un componente necesario para un mundo lleno de riqueza que estaba siendo destrozado por el capitalismo. «Todos los movimientos rebeldes son movimientos contra la invisibilidad», como afirma Holloway (Holloway, 2002: 156). Y esa era la característica general que los zapatistas destacaron en su defensa de «los sin rostro», de los que literalmente ni tan siquiera existían para el Estado mexicano, ignorados, condenados a la invisibilidad, a la imposibilidad de expresar y exigir aquello que les es constitutivo y que supera los valores y prioridades de la sociedad que les niega. Los indígenas «sin rostro» son en cierto sentido los oprimidos anónimos por excelencia. Como mónadas desprovistas de sus características, en realidad integran las masas que hacen funcionar el mecanismo de la sociedad, que ofrecen sus fuerzas tanto en el puesto de trabajo como en el campo de batalla. De modo que se trata de discurso y práctica por la defensa de la diferencia individual y colectiva. El subcomandante Marcos lo resumía de manera ejemplar en una de sus famosas posdatas en un comunicado del EZLN: Posdata de la mayoría disfrazada de minoría: Marcos es gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, asiático en Europa…, palestino en Israel, indígena en las calles de San Cristóbal, chavo banda en Neza, rockero en CU, judío en Alemania…, artista sin galería ni portafolios, ama de casa un sábado por la noche en cualquier colonia de cualquier ciudad…, campesino sin tierra, editor marginal,

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obrero desempleado… En fin, Marcos es un ser humano, cualquiera, en este mundo. Marcos es todas las minorías intoleradas, oprimidas, resistiendo, explotando, diciendo: «¡Ya basta!». Todas las minorías a la hora de hablar y mayorías a la hora de callar y aguantar. Todos los intolerados buscando una palabra, su palabra, lo que devuelva la mayoría a los eternos fragmentados, nosotros2.

El debate moderno sobre el valor de la diferencia y la particularidad de que no pueden quedar reducidas a la norma general tiende a describir la sociedad como un campo complejo de diferenciaciones. Sin embargo, los zapatistas no se limitan a confirmar que las diferencias en efecto existen, las visibles y las oprimidas, también piden que se produzca un encuentro entre las diferencias3. De ahí que las demandas indígenas no quedaran condensadas en un único eslogan como, por poner un ejemplo, «luchemos por un nuevo Estado maya», sino más bien en un «nunca más un México sin nosotras» (que además fue el principal lema de la marcha hacia Ciudad de México en febrero de 2001). Antes de que emergiera el zapatismo, pudiera parecer que el movimiento indígena agrario se identificaba completamente con la defensa de una identidad indígena común y característica. Marcos describe la Unión de Ejidos Kiptik creada en 1975 durante el Congreso Indígena como unos «fundamentalistas» que pretendían articular una identidad indígena cerrada en torno a las diferencias internas y contra todas las demás4. La crítica posmoderna a los «grandes relatos» no significa necesariamente que se arrase con el sueño colectivo de una sociedad justa. En el caso del discurso y la praxis zapatista, dicha crítica tiene un efecto liberador de las constricciones que impo2

Comunicado de Marcos, 28 de mayo de 1994. Traducción parcial del texto, en Taussig (1999: 264). 3 «Somos la rebelión de la heterogeneidad contra la homogeneización, la revuelta de la diferencia contra la contradicción», afirma Holloway en apoyo al movimiento multiforme creador de «grietas» en el orden de dominación capitalista (Holloway, 2010: 220). 4 Véase Cal y Mayor (2002: 162 y 216) para más información sobre los sindicatos de Ejidos.

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ne adaptar la acción «de los de abajo» a un modelo jerárquico y transhistórico. Así, apelar a la diferencia en este caso no supone entonar el himno del consumo como reafirmación del individualismo, sino que se convierte en una medida para culminar el sueño de la emancipación, un medio para abordarla. Si se entiende la liberación de la humanidad como un mundo que encajaría en otros muchos mundos, la conquista del futuro sería una lucha que encajaría en muchas luchas distintas. La Sexta Declaración de la Selva Lacandona incluye una iniciativa pública por parte de los y las zapatistas para aunar resistencias y luchas contra el horror que impone el neoliberalismo. Su propuesta a favor de «un programa nacional de luchas» pretende ser una «propuesta alternativa de izquierdas» a construir «desde abajo y para los de abajo». Con la frase de «les preguntaremos por sus vidas, por su lucha, su opinión sobre lo que está aconteciendo en nuestro país y cómo evitar que nos dobleguen», se reafirma la ética política zapatista que rechaza el papel de una vanguardia o liderazgo para encabezar un movimiento tan diverso5.

LA MÁSCARA La enigmática frase de «para que nos vean, ocultamos los rostros» resume el concepto zapatista de política: una política para la defensa y el descubrimiento de los «que no tienen rostro» en esta sociedad. Con ello los rebeldes cubiertos con pasamontañas ocultan conscientemente sus rostros y con ello asumen el lugar de los invisibles privados no sólo de visibilidad sino también de su papel en la vida pública. Como muchos han destacado ya, la fijación zapatista por utilizar el pasamontañas trasciende la mera necesidad de protegerse de la represalias de sus enemigos oficiales o paramilitares. Ni Zapata y sus compañeros revolucionarios los 5 Véase http://enlacezapatista.ezln.org.mx/sdsl-es/. La declaración está asimismo accesible en inglés en: https://webspace.utexas.edu/hcleaver/ www/SixthDeclaration.html.

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utilizaban, tampoco el Che y sus compañeros de lucha. En el caso de los guerrilleros y los portavoces del EZLN el pasamontañas ha adquirido un poder simbólico perfectamente compatible con sus peculiaridades políticas. Marcos apuntaba algo sobre esta intencionalidad simbólica: «La máscara como símbolo no es fruto de la planificación, sino de la lucha… A nosotros nadie nos miraba cuando teníamos el rostro al descubierto. Ahora nos están viendo porque tenemos el rostro cubierto» (Montalbán, 2001: 112). La máscara zapatista no disfraza ni encubre. Más bien es emblema de la unidad «de los de abajo»; de todos quienes, siendo diferentes, son «la gente común, es decir, rebeldes». Los oprimidos proyectan sus rostros invisibles a través de esta máscara que los despersonifica. Aparecen ante la historia no como personas definidas, sino como personas que son visibles e invisibles a la vez, que están presentes en unas luchas que les conceden la única identidad capaz de incluirlos sin arrasar con sus diferencias: la identidad del y la rebelde. «Nombre tenemos nosotros, los olvidados... Tenemos, también, la esperanza de que, así como recibimos nombre, estos hermanos, ustedes, nos den mañana rostro». Con estas palabras se dirigía la Comandancia General del Comité Clandestino Revolucionario Indígena del EZLN a sus «hermanos y hermanas», a los pueblos del mundo6. La despersonalización de la máscara que, lejos de homogeneizar, origina lugares de encuentro tiene una esencia ritual. Marcos se muestra constantemente sarcástico frente a los que se preguntan por su verdadera identidad y afirman que la oculta para no perder su poder de seducción. Él responde que es una cuestión de estilo, y que él y sus compañeros comandantes ocultan así su fealdad. Con esta postura, Marcos consigue revertir la adoración dominante por el rostro, como si volviera contra sí misma la propia proyección ritual occidental de convertir el rostro en el centro de la identidad personal. 6

Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del EZLN, «Grande es su fuerza de ustedes si una se hace», comunicado del 12 de marzo de 1995 [disponible online en http://enlacezapatista.ezln. org.mx/1995/03/12/grande-es-su-fuerza-de-ustedes-si-una-se-hace/].

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Lo que descansa tras las palabras de Marcos es que existe un mundo profundamente enraizado en el pasado indígena que dota a la máscara de un poder mágico. No se trata de que los zapatistas adoptaran interpretaciones y simbolizaciones indígenas del mundo con el fin de persuadirlos para apoyar el movimiento; más bien, fueron los propios habitantes de las comunidades de Chiapas que integran el Comité Clandestino Revolucionario Indígena, los mandos del EZLN y todo elemento del movimiento zapatista los que llevaron su cultura al encuentro con el discurso emancipador occidental. Su sabiduría colectiva se correspondía con una relación con el mundo abierta a la diferencia, a la conciencia de que las identidades nacen de la relación con los otros, que se adhieren a las personas y a los grupos en el largo trayecto por el mundo y que están constantemente puestas a prueba. La cultura indígena, exiliada a la fuerza de los asuntos tanto religiosos como laicos por los conquistadores, se vio obligada a permanecer oculta y, aunque sus prácticas quedaron invisibilizadas, fueron tejiendo formas de resistencia colectiva. Para los descendientes indígenas de los mayas, toda persona va acompañada de un alma consustancial y poderosa. Esta alma corresponde, por lo general, a un animal en el que la persona puede transformarse por parentesco absoluto, hasta ganarse su poder y su apoyo (Gossen, 1999: 228; Taussig, 1999: 247). La relación de cada quien con el animal-alma (nahual) determina en buena parte la propia identidad y puede interferir con los vínculos entre los diferentes individuos de una sociedad. En esencia, el nahualismo es un sistema de relaciones que regula la reproducción social y el control de la comunidad. Por eso mismo interfería y mantenía secretamente su continuidad a lo largo de aquellos años de resistencia silenciosa contra los conquistadores (Gossen, 1999)7. Los 7 Esta forma de resistencia ha aludido sistemáticamente a una identidad cultural común a la par que incorpora elementos de la cultura dominante de los colonizadores, situándolos en contra de la represión, como el caso de la religión cristiana. Como observa June Nash, «la dialéctica de la continuidad relacionada con la capacidad para adoptar cambios que permitan a los mayas seguir siendo ellos mismos, supone un alejamiento del discurso indigenista, que asume una fusión de las culturas indígena y ladina

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conquistadores no tenían suficiente poder como para menoscabar las identidades indígenas, dado que estas emergían y se producían en torno a una fe que permanecía oculta. Es interesante destacar que este componente necesario de la identidad que es externo al individuo, el alma-animal consustancial, marca un destino. No se trata de una metafísica teleológica para normalizar la conducta de la población indígena maya, sino más bien una preocupación por adaptarse a las condiciones externas –que junto con el yo conforman una entidad–; una preocupación que genera un comportamiento recatado. En la cultura indígena no se enaltece la importancia del rostro como si equivaliera a un rasgo de la personalidad, al contrario de lo que sucede en Occidente, donde hay una auténtica adoración al rostro. El rostro es la esmerada expresión de la persona a la que caracteriza, sin por ello revelar la relación secreta con el mundo exterior que la constituye. Así, la sociedad se sitúa por encima de los individuos no porque sea un elemento homogeneizador, sino porque ofrece la seguridad de su diferencia; una diferencia guardada en secreto, frágil, vulnerable a las fuerzas externas, articuladora de destinos personales que cada cual debe hallar sin considerarse superior a las demás. Es esta la raíz de la moderación expresiva de los indígenas, de la cuidadosa «despersonificación» en sus manifestaciones públicas y, de igual manera, la protección de los notables de la comunidad de una potencial arrogancia autoproyectada. De hecho, cabe interpretar la máscara zapatista, despersonificadora de la función de liderazgo, como resultado directo de la concepción indígena del rostro. Expuestos como estaban a la intervención malintencionada de sus enemigos, los líderes indígenas debían rechazar sus rasgos personales para así gobernar obedeciendo, no como líderes sino como los siervos mediadores de una comunidad (ibid.: 261). La fuerza ritual de la máscara que despersonifica está profundamente arraigada en la actitud colectiva del pueblo indígena, que permita al primero incorporar los valores culturales más avanzados, o modernos, de Occidente, pero sin ofrecer posibilidad alguna a una introducción de los rasgos indígenas en la modernización» (Nash, 2001: 236).

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mediadora en sus relaciones con otros y en su relación con la comunidad. En la medida en que esa mediación expresaba tanto resistencia como toda una cultura política enfrentada a la discriminación de los dominados por parte de sus dominadores, se asentó en una visión comunitaria emancipadora. Los caciques corruptos, los potentados que colaboraban con el Estado que habían vendido los derechos del pueblo, eran considerados como los culpables precisamente de esa arrogancia que implica que lo personal, entendido como interés personal, hubiera reemplazado al carácter impersonal del dirigente que gobierna obedeciendo. La fuerza ritual de la máscara se revela con claridad a través del acto de desenmascararse, de quitarse la máscara. El Estado mexicano divulgó unas fotos de quien pensaban que era Marcos, en un intento por atacar el movimiento y desprestigiarlo tanto a escala local como internacional. Desprovisto de su máscara, el legendario Sup no era más que el hijo de un humilde vendedor de muebles ambulante. ¡Demasiado confiaba el Estado en el impacto que tendría revelar, y por tanto desmitificar, la identidad del presunto «líder» de los rebeldes! No había pasado ni una semana desde aquel día de 1995 cuando miles de personas tomaron las calles de Ciudad de México y de Chiapas para gritar: «¡Todos somos Marcos!». A nadie le parecía relevante la cara que se ocultaba tras la máscara, sólo a quienes se empeñaban en aplastar el movimiento que representaba. El propio Marcos lo dijo: «Lo que está en juego es qué es el subcomandante Marcos, y no quién era» (Mertes, 2004: 15). Así, reducía su papel al de mera mediación. «Marcos como mediador, traductor, una ventana que te permite asomarte y ver el mundo interior, o mirar desde dentro al mundo exterior. Lo que pasa es que las ventanas están sucias… El pueblo se ve reflejado en el cristal y ese es el momento en el que Marcos se convierte en un símbolo y se convierte en lo que el pueblo desea ver» (Le Bot, 1998: 190). Al contrario de lo que pensaban quienes estaban en el poder, al retirarse la máscara, no se revela a la persona. Detrás de la máscara está el vacío, un espacio abierto para que los rebeldes puedan verse a sí mismos. La máscara es la expresión de la cara colectiva, múltiple, de los de abajo. Así, la máscara adquiere una 192

fuerza multiplicadora como negación del rostro. La transformación de los rebeldes depende de su capacidad de conquistar los rostros de los que los poderosos les han desposeído. Son rostros que no reflejan el verdadero interior, como querría la mitología occidental de la cara como espejo del alma; son rostros que reflejan el exterior, rostros que nacen en la encrucijada de la creencia nahualica, en la intersección de una entidad extracorporal consustancial con la creencia en un mundo diverso, justo, y lugar de encuentro entre particularidades emancipadas. Esta revelación permitió que emergiera un escenario inesperado para la teatralidad de una política orientada a demoler los fundamentos del prejuicio esencialista con el que la sociedad moderna ha logrado asfixiar el imaginario de muchos de quienes se han vuelto en su contra. «La manipulación colectiva de símbolos, ya sea de uno u otro lado, conlleva una representación teatral», afirma Marcos (Montalbán, 2001: 133). El propio desenmascarado se convierte inesperadamente en director de escena del desenmascaramiento: fue el Estado el que quedó en evidencia al demostrar que, detrás de la máscara colectiva, estaban «los sin rostro» y no un «conspirador» mexicano en concreto. Una vez más, Marcos puso de manifiesto la teatralidad de la máscara por medio de una alegoría. La representación tuvo lugar en la Convención Nacional Democrática que organizó el movimiento zapatista en agosto de 1994, en la Selva Lacandona, zona bajo su control: «En la intimidad, el Sup [Marcos] hace una seña… y todo el mundo, incluido el propio Sup, se retira el pasamontañas. Aparece una multitud de aguerridos marineros; el Sup tiene un parche en el ojo derecho y empieza a moverse cojeando ostentosamente con su pata de palo». El comunicado lleva como firma: «Pirata sin rumbo, profesional de la esperanza, transgresor de la injusticia…, el hombre sin rostro y sin mañana» (Taussig, 1999: 256-257). El rostro eliminado junto con la máscara es a la vez un medio, un pasaje que muestra el camino, un destino incierto. La teatralidad del desenmascaramiento demuestra que lo que se desvela está en otro lugar. La esencia de la despersonificación a través de la máscara aparece en el momento del desenmascaramiento que, 193

más que identificar, suma diferencias (ibid.: 263). La máscara no ocultaba una identidad, sino que desvelaba una referencia colectiva que implicaba a muchas personas diferentes. La máscara apuntaba hacia algo que trascendía el rostro de quien la portaba. Apuntaba hacia la emergencia de los rostros de todos quienes reivindican su emancipación de una sociedad que se empeña en identificar, controlar por medio de la clasificación y definir. El acto de desvelar conduce a una revelación, a un descubrimiento. Por eso la máscara conserva su calidad de símbolo incluso cuando se la retira simbólicamente. ¿Des-cubrimiento? ¿O más bien se trata de un disfraz que nos muestra el camino hacia el surgimiento de un nuevo mundo? No se trata de llamar a filas a las identidades oprimidas, tan humildes e irrelevantes como la del hijo de un vendedor ambulante de muebles, sino del nacimiento de la identidad de los y las rebeldes, humildes pero a la vez infinitamente ricas. La máscara torna posible la identidad, no la oculta puesto que no hay rostro alguno detrás de ella que represente una identidad, sino muchas caras que daban a luz distintas identidades8. En las antípodas de esa máscara que despersonifica para dar visibilidad a quienes no tienen rostro, están las máscaras del Estado. En 1998, tras un largo periodo de silencio por parte de los zapatistas, en su texto «Arriba y abajo: máscaras y silencios» (Marcos, 2004), se retrata a los dirigentes con unas máscaras que ocultan la brutalidad de sus políticas tras disfraces engañosos. La vida política de la nación «se ha convertido en un baile de máscaras volátil». «El mayor traficante de la soberanía nacional, con su máscara de chovinismo» (Marcos, 2004: 325), se dispone a perseguir y hostigar extranjeros, afirmaba Marcos en su descripción del presidente del país. «Detrás de su máscara macroeconómica se esconde un modelo económico» (ibid.) que oculta la cara de una economía que hará aún más pobres a los que ya lo son. 8

«Marcos ha inaugurado un espacio de intersubjetividad, de relaciones interculturales entre una multiplicidad de yoes y de otros capaz de unir a personas de todo el mundo en torno a un movimiento revolucionario “posmoderno” sin precedentes» (García, 2001: 172).

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El Estado y su personal, cuyas caras acostumbramos a ver en las noticias, se presentan ante nosotros con rostros que son en realidad máscaras. Los disfraces del Estado son engañosos; su intención es engañar a los dominados. Los espejos distorsionadores del poder representan personalidades que se supone que se preocupan por los demás. Si las máscaras personificadoras de los rebeldes tienen capacidad para visibilizar y descubrir, las de los dirigentes sirven literalmente para ocultar. Y, cuando los burócratas-políticos toman el escaparate desplegado por el Gobierno, sus rostros quedan congelados bajo una misma fachada homogeneizadora. Cuando los negociadores del Gobierno se negaron en un principio a tener como interlocutoras a personas enmascaradas, la respuesta de los y las zapatistas fue: «Pero si es el Estado el que siempre lleva máscara» (Taussig, 1999: 134). «La cultura de la resistencia es una respuesta a la conspiración de las máscaras», afirma Montalbán (2001: 32) al respecto de este texto. «Silenciosos, estos indígenas ven y son vistos», prosigue el texto. «Tras el silencio, apelan al barco, al arca de Noé, a una Torre de Babel navegable, un reto absurdo e irrelevante para quien la tripula y dirige, ¡un mascarón en la proa que alumbra un pasamontañas! Sí, un pasamontañas revelador, un silencio que habla» (Marcos, 2004: 204). Es así como la máscara de apariencia impersonal, la máscara de la «horizontalidad ritual» de los rebeldes, puede adoptar la forma del nuevo rostro que desvela, que torna posible la existencia de las nuevas identidades de «los de abajo».

CUALQUIER ROSTRO Agamben afirma: «La cara es el único lugar para la comunidad, la única ciudad posible» (Agamben, 2000: 91). El mito de la civilización dominante central-occidental considera que la cara es el bastión de la subjetividad. En un mundo en el que los destinos individuales conducen a las mayorías hacia la humilde derrota y la decepción, a unos pocos a la adquisición de poder y riqueza, la cara aparece como emblema de una promesa. Conviértete en lo que eres; como se decía en un anuncio, «Conviértete en ti mis195

mo», que significa «conviértete en lo que nos gustaría que fueras para que compres lo que nos interesa». Ante el absurdo que supone una personificación que establece categorías, ante la ilusión de poseer características personales y particularizantes encubridoras de la subjetivación como dimensión productiva del poder, la cara sigue siendo la parte más evidente de toda identidad individual. La magia política de los rebeldes indígenas permitió al movimiento zapatista mostrar que el rostro puede ser emblema de una resistencia colectiva que deja espacio a la diferencia. En este sentido, es posible provocar el encuentro explosivo entre su cultura política y el pensamiento inquieto y militante de Agamben. La política ocupa en este hilo argumentativo un lugar expuesto, mas no como al uso de los hombres famosos que nos presentan unas personalidades paradigmáticas en sus actos públicos. Agamben, al mencionar «cualquier singularidad», se refiere a esa nueva figura política que representa la perspectiva de una «comunidad en ciernes» (Agamben, 1993). Su dimensión emancipadora descansaría en que, en esta comunidad, se produce la acción y la unión de individuos cuya diferencia no los personifica como individuos en el sentido que se le otorga en la cultura dominante, ni los reduce al anonimato homogeneizador de una comunidad que no tolera ni diferenciaciones ni particularidades. En un mundo en el que no tiene sentido seguir buscando «identidades apropiadas» ya que la individualidad es ya de por sí una cáscara vacía, Agamben nos anima a imaginar «la singularidad sin identidad»9. Afirma: «Si los humanos pudieran… no ser-así en 9

Hardt y Negri proponen el término «singularidad» para abordar las deficiencias del término «identidad». Para ellos, la singularidad se define y orienta hacia la multiplicidad y «siempre se implica en un proceso de convertirse en diferente» (Hardt y Negri, 2009: 338-339). Hardt y Negri comparten con Agamben la voluntad de conceptualizar la «co-pertenencia» alejándose de la interpretación dominante de la comunidad como espacio identitario. No obstante, si Agamben considera que, «sean cuales sean las singularidades», estas se comunican en lo que hay de común a la humanidad, en una «comunidad del ser» (Mills, 2008: 133), Hardt y Negri creen en el poder de las instituciones de crear un contexto para que [las singularidades] manejen sus encuentros (ibid.: 357). Las instituciones, por tanto, están abiertas al conflicto y no imponen identidades colectivas mien-

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esta o aquella biografía, sino quedarse en el así, su singular exterioridad y su rostro entrarían por primera vez en una comunidad ajena a las presuposiciones, sin sujetos; en una comunicación en la que no habría lugar para lo incomunicable» (ibid.: 65). Sin embargo, no es seguro que la comunidad en ciernes logre distinguirse por el grado de pertenencia, sin que previamente tenga que reducirse a determinadas precondiciones definitorias de sus miembros. La resistencia contra la identificación esencializadora de los individuos sociales no debería ignorar la historicidad de cada lucha contra las identidades en las que los dirigentes quieren atrapar a los gobernados. Tan sólo las políticas de los insurrectos son capaces de abrir los distintos caminos por los que puede transitar la formación de identidades colectivas, más allá de las especificaciones de cualquier poder. En su confrontación multilateral con la dominación capitalista globalizada, con el «mundo monetario» como lo llaman, es posible que los zapatistas estén esbozando el perfil de una comunidad en ciernes. La riqueza de la experiencia de las comunidades insurgentes les ha permitido constituir una forma de autonomía que no cae en la trampa de erigir las fronteras que delimitan el dentro y el afuera. Una identidad colectiva atrincherada en un perímetro espacial y político. Los Municipios Autónomos Rebeldes surgen a raíz de la materialización práctica de la defensa y de la protección de las tierras indígenas, de la cultura, de los derechos y de la riqueza natural de los pueblos indígenas10. Su organización se basa en la tras que, a la vez, abonan el terreno para la creación y apropiación colectiva de lo «común» (entendido tanto en términos de riqueza común como de gestión colectiva y democrática de dicha riqueza). 10 «Los zapatistas y quienes los apoyan desde la sociedad civil promulgan los fundamentos para una convivencia pluricultural basada en sus experiencias como entidades indígenas diferentes que habitan en regiones que se caracterizan por albergar una multiplicidad de lenguas y costumbres… El grito a favor de la autonomía para el autogobierno de entidades diferentes se correlaciona con una forma de socialización en las familias y en las comunidades en las que el respeto a la voluntad de los otros, incluyendo la de las criaturas, sigue fomentando la consciencia de una autonomía en un contexto colectivo» (Nash, 2001: 244).

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democracia directa y en la participación de todos y todas. Merece la pena destacar que en este caso las mujeres, al contrario de lo que sucede en las comunidades tradicionales, tienen un papel activo en los consejos autónomos y que, a iniciativa propia, se ha formado un sistema judicial basado en la igualdad de género. Quizá, al presentar un modelo de comunidad en construcción basada en el valor de cada persona, los Municipios Rebeldes Autónomos estaban impidiendo desde el momento de su constitución la creación de polos de poder permanentes. Las autoridades son electas y revocables. Las decisiones se toman de la forma más unánime posible, sin forzar las opciones para las que no todo el mundo quizá esté preparado. Y se trata a las minorías, sea cual sea el momento de su irrupción, con respeto. En 2003 se aplicó un nuevo modelo de autogobierno en las zonas autónomas y se crearon los Consejos de Buen Gobierno. Sus miembros provenían de los municipios autónomos correspondientes a las zonas con sus propios centros, los Caracoles. Los Consejos de Buen Gobierno «gobiernan obedeciendo»; los delegados de los municipios también cambian a menudo (en algunos casos cada 15 días), de modo que se puede formar a las personas en el ideal de justicia que debe servir a la comunidad insurgente. La organización de la producción, de la educación autónoma, de los servicios de salud o de la justicia autónoma se basa en la participación y en la particularidad de cada zona. En lugar de elaborar un patrón único de administración, se plantean una serie de principios que recorren la ética de la rebelión zapatista. Así, nace un mosaico de prácticas variopinto, que convergen en la defensa de la dignidad de todos y cada uno de los hombres y las mujeres. Su propia versión de la particularidad de cada persona considera la autonomía como experiencia colectiva mediante la cual los oprimidos establecen sus propios vínculos de solidaridad. Y, si emerge como objetivo la defensa de la dignidad individual y colectiva en todos los comunicados y declaraciones, así como en las acciones de los rebeldes, obedece a que cada momento de la lucha depende de todos, hombres y mujeres, que viven en igualdad y solidaridad. «En el mundo de los poderosos no hay sitio para nadie más que ellos y sus 198

siervos. En nuestro mundo, hay sitio para todos y todas» (Marcos, 2002: 80); «no es necesario conquistar el mundo. Basta con que lo hagamos de nuevo. Nosotros. Hoy»11.

EXPERIENCIAS HETEROTÓPICAS Esta forma de entender la política inspiró a muchos en todo el mundo. En Grecia tuvo lugar una iniciativa de solidaridad con el movimiento zapatista que generó varias experiencias colectivas con rasgos de comunidad emancipada en construcción. La iniciativa «Una Escuela para Chiapas» no fue simplemente una campaña solidaria internacional. Pretendía recolectar dinero para la construcción de un Centro de Formación de Educadores pero también contribuir a la construcción in situ de los edificios. El Centro de Formación de Profesorado del Municipio Rebelde Autónomo Ricardo Flores Magón se construyó con la colaboración del grupo griego de solidaridad con el movimiento zapatista durante la campaña «Una Escuela para Chiapas». El 5 y el 6 de agosto, durante un acto simbólico de oposición a los Juegos Olímpicos celebrados en Atenas, se celebró la inauguración de la escuela en la comunidad de La Culebra, en Montes Azules, Chiapas. Se trataba de una escuela localizada en el corazón de la selva, en la que no se enseñaba a los oprimidos la civilización de los conquistadores, sino la civilización y las culturas basadas en la libertad de los indígenas insurrectos, en una escuela-heterotopía. Los edificios, que se construían con mucho esfuerzo y tras infinitas privaciones, son un lugar de encuentro para quienes aprenden para poder educar a otros, quienes, a su vez, enseñarán a otros; no se trata de un conocimiento basado en estructuras de poder sino de un conocimiento y unas cuestiones basadas en la

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Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General del EZLN, «Primera Declaración de La Realidad. Contra el neoliberalismo y por la humanidad», comunicado del 1 de enero de 1996 [disponible online en http://enlacezapatista.ezln.org.mx/1996/01/01/primera-declaracion-dela-realidad-contra-el-neoliberalismo-y-por-la-humanidad/].

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Fig. 20. Construyendo el centro de formación del profesorado en el Municipio Rebelde Autónomo Ricardo Flores Magón (Chiapas, México).

esperanza. En el currículo zapatista predominan las formulaciones en plural: hemos de aprender historias, no historia, geografías y no geografía, civilizaciones y con civilización, la misma formulación en plural que alimenta la experiencia heterotópica. Si se basara en un afuera absoluto soñado, la escuela tendría forma de arco invertido que escondería y protegería en su fuero interno la semilla del futuro, hasta que se secaran las aguas capitalistas que todo lo inundan. Pero, por encima de todo, esta escuela es un pasaje, con sus tejados oblicuos y sus muros abiertos y espaciosos; una membrana porosa, un cruce de caminos para la esperanza; un pasaje imbuido de la inquietud que produce la creación de otro mundo, atravesado por las contradicciones y discontinuidades propias de esa lucha. El conocimiento se entrelaza allí con la alegría que produce la fiesta colectiva, en un encuentro entre la disputa y el estudio detenido de las tradiciones indígenas, y la utilidad del conocimiento práctico se topa con la fuerza propia de la imaginación creativa. El 22 de agosto de 2004 Bellinghausen, autor mexicano, publicaba en La Jornada Semanal «Homero no debió de morir», un 200

texto bastante revelador sobre las dinámicas heterotópicas de esta aventura que merece ser citado: Imaginemos un grupo de atenienses disidentes que no aceptan la militarización de su vida privada bajo pretextos de seguridad hasta la paranoia. Quienes, en vez de entregarse a la edificación de palacios, coliseos y calzadas para los mercaderes de los Juegos Olímpicos, deciden ponerse de acuerdo con unos improbables indígenas rebeldes plantados a miles de kilómetros, en el vientre mismo de la selva tropical, y edifican juntos una escuela moderna y ejemplar para muchachos y muchachas tzeltales y choles que a su vez se dedican a «promover la educación», o sea, educar a los niños del municipio autónomo Ricardo Flores Magón, compuesto por comunidades de bases de apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Entre 2000 y 2004. Sin las Olimpiadas en el reloj. Si según el sapo la pedrada, como dijera no sé si Sócrates o Hugo Hiriart, el centro de formación de promotores de educación demandó un esfuerzo grande, pues la ambición constructora lo era. Una obra titánica. Y como los Titanes no existen en Grecia ni en el sureste chiapaneco, la obra recayó en simples personas que consumieron en caliente tiempo y ganas para llegar a la cita de agosto: los máistros de obras. Hay que señalar que los grupos involucrados –atenienses disidentes e indígenas rebeldes– comparten el no tener un centavo. Así, en pleno siglo XXI de hipercapitalismo rampante, y se presume que triunfante, una obra titánica se emprendió sin dinero. ¿Desde la pobreza? No necesariamente. Veamos. Un arquitecto de Grecia idea una escuela de madera y lámina y le pone alas. Es decir, crea un proyecto arquitectónico con los materiales posibles en la selva. Lo hace gratis, y gratis el proyecto pasa a manos de un colectivo de ciudadanos griegos empeñados en la original tarea de apoyar a unos zapatistas más allá del Mediterráneo y el Atlántico, en un sitio que visto desde el Partenón debe parecer el fin del mundo. Un fin del mundo bastante conocido, como sea, después de una década de levantamiento y lucha pública. Sin dinero (bueno, el mínimo inevitable), por fraternidad, y agradecimiento antes que mera generosidad, los bravos atenienses

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Fig. 21. Preparando la fiesta de inauguración (Chiapas, México).

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entregaron a los indios mexicanos los planos, parte del material y parte de la mano de obra, y durante más de tres años levantaron conjuntamente la escuela Compañero Manuel en La Culebra. No es un lugar donde se lee. No idealicemos el asunto. Ni en las lenguas propias, tzeltal y chol, que no se escriben mucho, ni en la lengua nacional de México. Pero la biblioteca (el edificio que la contendrá) exhibe estos días, apenas cruzar puerta, en fotocopias de gran formato, un canto de Odiseo y uno de Aquiles, en griego clásico y en castellano. Como si el largo viaje de esta escuela desde un restirador en Atenas hubiera sido una suerte de retorno de Homero a casa… siendo su casa cualquier lugar donde se cultiven la palabra, la lucha y la historia. Y si el homérico periplo a las selvas mayas surcó un mundo empobrecido y canalla, a través de guerras, epidemias y rapacidad de los señores, también demostró que la solidaridad y las hermandades por abajo fluyen en mares abiertos hasta selvas que no conocen el mar. Por segunda vez (la primera fue en agosto de 1994 en el Aguascalientes de Guadalupe Tepeyac) oí hablar del barco de Fitzcarraldo en la Selva Lacandona. Pero esta vez no se lo llevó una tormenta tropical. Los tzeltales y choles llevan once años en rebeldía contra el gobierno de México y, aunque parezcan tan remotos, están en la primera fila de la resistencia intercontinental contra el neoliberalismo totalizante. En sus encuentros con las brigadas de griegos que devinieron albañiles (pues albañiles se necesitaban), los indígenas se hermanaron sin metáforas quesque olímpicas en la comprabación de que las cosas se pueden hacer bien de más de un modo. Que otro mundo es posible, más barato, y hasta mejor. En fin, si al llegar el poeta ciego a su nueva y pobre casa en la Selva Lacandona tres milenios más tarde, la encuentra pobre y campesina pero inspirada por la lucha y la alegría, descubrirá que nada fue en vano y que, como dijera el moderno cantor de Alejandría, habrá experimentado el viaje y conjuntamente con los hijos del maíz sabrá por fin lo que las Ítacas y Las Culebras significan12. 12 Hermann Bellinghausen, «Homero no debió de morir», La Jornada Semanal 494 (domingo, 22 de agosto de 2004) [disponible online en http:// www.jornada.unam.mx/2004/08/22/sem-hermann.html].

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Fig. 22. Celebrando la inauguración del centro de formación en la comunidad de La Culebra (Chiapas, México).

Estas encrucijadas son un componente esencial de la heterotopía. En cierto sentido la heterotopía es un umbral dilatado, a la vez temporal y espacialmente; un espacio de transición donde ocurre, con todas sus contradicciones, el nacimiento de nuevas experiencias sociales. Si los zapatistas «avanzan preguntando», es porque el futuro como un lejano «otro lugar» no existe en alguna parte de un horizonte inasible. En su pensamiento y acción políticos, hondamente marcados por el saber de las culturas indígenas, el camino se hace conforme se avanza. Las comunidades aprenden de sus errores; no corrigen simplemente la realidad de la lucha bajo la norma de la utopía. Y, si en el levantamiento de 1994 o en la Marcha por la Dignidad, los zapatistas no hablaron en nombre de otros, sino que dieron la palabra y el lugar a «todas las minorías oprimidas que son mayoría», es porque en su cultura política sobre todo tiene importancia el nacimiento de espacios de libertad y de acción. Las heterotopías zapatistas nacieron en pueblos y ciudades durante la gran marcha. En la Ciudad de México la gente construyó, aunque de manera provisional, su propia heterotopía de la solidaridad. Toda acción de rebeldía, grande o pe204

Fig. 23. Una heterotopía ya construida: alumnos compartiendo instrucción y aprendizaje (comunidad de La Culebra, Chiapas).

queña, construye hoy, aunque sea por poco tiempo, su propia heterotopía de la dignidad en un mundo de terror. Una red hecha de semejantes experiencias colectivas de heterotopía, ¿puede finalmente dar sustancia a la visión de un mundo liberado en el que se busca que quepan muchos mundos? ¿Y una escuela en el fondo de la selva puede marcar, puede materializar, sin temor a los problemas, una perspectiva semejante de emancipación social? Además, no es por azar que en la construcción de esta escuela-pasaje, escuela-encrucijada, escuela-umbral, se hayan encontrado a personas de países, culturas, costumbres e historias tan distantes. Si la esperanza los unió, fue porque en las comunidades zapatistas la acción cotidiana es la muestra más tangible del nacimiento de una cultura de la emancipación que no trazará límites sino que tenderá puentes. Una locura, un sueño y mucho trabajo en Grecia y en México dieron a luz un símbolo material más de esta perspectiva de emancipación. Todo este esfuerzo, a cada paso, generó experiencias de heterotopía. Los procesos de diseño y realización de la escuela constantemente tendieron puentes entre las distancias: 205

distancias de cultura, distancias en los mapas, en la selva que algunos atravesaron para llegar a trabajar en la escuela; entre el sueño y los recursos disponibles. La escuela no es una heterotopía; la escuela se construyó, se construye y vive como heterotopía. Y, si algo marcó su inauguración, con las discusiones sobre la educación en la rebeldía y los festejos que la acompañaron, es que la heterotopía es camino y no fortificación. Es, tal vez, barco y no arca. En un sentido contrario a la metáfora planteada por Marcos, los zapatistas nunca imaginaron realmente que sus encuentros o comunidades adoptaran la forma de un «arca de Noé absurdo». Un arca de estas características sólo podría entenderse como una fortaleza o una suerte de vivarium contenedor de una alteridad preciosa pero aislada. La suya no era una lucha por la conservación de un perímetro liberado. Las zonas autónomas están tanto dentro de México como fuera de las instituciones de poder mexicanas. Sus comunidades incluyen a personas de diferentes orientaciones políticas: basta con que acepten las reglas de la autogestión colectiva y de la democracia directa. Ante las muchas caras que adoptan las luchas de la rebelión zapatista, ante los diversos rostros de la gente que lucha por un mundo nuevo, se crean pasajes hacia la alteridad y no fortalezas para la alteridad. Son muchas las embarcaciones que zarpan, y no una única arca; son muchas las aventuras que emprenden el rumbo hacia mares desconocidos, sin un único itinerario establecido13. Más allá de las clasificaciones fijas y dominantes, para inventar un futuro compuesto de nuevos materiales recogidos a partir de los fragmentos de las luchas de hoy.

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Como dicen los zapatistas: «Preguntando, caminamos». Son múltiples las sendas que conducen hacia la emancipación humana, y las crean los procesos de lucha de los movimientos sociales en (véase también Holloway, 2010: 45).

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CAPÍTULO VIII La rebelión juvenil de 2008 en Atenas: atisbos de una posible ciudad de umbrales

No vivimos la dictadura, pero tampoco hemos vivido la libertad. Se suspende la Navidad. Hay una rebelión en marcha. (Panfleto anónimo, diciembre de 2008)

La expresión «conflicto urbano» puede utilizarse para incluir todas las formas de antagonismo social cuando se producen luchas en un contexto espacial urbano. No obstante, ¿acaso es la ciudad un mero contenedor de estas luchas o moldea la espacialidad urbana la conflictividad social, dándole forma, afectando a su sentido y a su relación con unos derechos y demandas urbanos específicos? En este último capítulo intentaré rastrear la historia de un periodo específico y muy reciente de conflictos urbanos en Atenas, Grecia, donde se han producido una serie de fenómenos muy significativos. Lo que ha empezado como una expresión generalizada de rabia juvenil, que brotó tras el asesinato de un joven por un policía, ha evolucionado en una reivindicación diversa y creativa del espacio público urbano. Como suele ser característico de la mayoría de los conflictos urbanos, la ciudad no era un mero escenario de la acción, sino un espacio urbano cuyos usos eran una de las cuestiones en conflicto. Los conflictos urbanos, ya sea explícita o implícitamente, están conectados con las demandas relacionadas con las condiciones de vida en la ciudad; transforman la ciudad activamente. La cuestión es si, en el transcurso de estas transformaciones temporales o más permanentes, la ciudad representa las aristas del conflicto además de los valores en conflicto de los distintos grupos sociales (o actores) implicados en el conflicto. ¿Se convierte la ciudad en un espejo, y no en un mero lugar para el conflicto? 207

Fig. 24. Cartel de la coordinadora de las escuelas ocupadas: «nosotros elegimos los colores» (Atenas, diciembre de 2008).

UNA REVUELTA ESPONTÁNEA La revuelta juvenil que tuvo lugar en Atenas en el mes de diciembre de 2008 ofrece indicios para poder responder a estos interrogantes. Durante el mencionado acontecimiento, la ciudad se convirtió temporalmente en el lugar en el que habían emergido nuevas formas de espacialidad. La espacialidad como concepto pretende describir las condiciones, cualidades y características del espacio en general, y no de espacios específicos. A pesar de que seamos capaces de localizar formas específicas de espacialidad en lugares concretos, la espacialidad lo que consigue es describir formas de performatividad del espacio más que componerse de espacios que constituyan unas disposiciones concretas de elementos físicos. De modo que, en relación con las distintas espacialidades de la conflictividad urbana, el espacio se considera como resultado pero también como precondición para la acción social. El espacio es algo que sucede. 208

Analicemos los acontecimientos de diciembre de 2008 en Atenas, para así centrarnos en la espacialidad de este conflicto urbano. Exarchia es un barrio próximo al centro de la ciudad que, desde los años setenta se ha identificado como núcleo de una cultura juvenil de protesta y de ocio alternativo. Exarchia se ha convertido en una especie de fortaleza antisistema desde que en noviembre de 1973 se vinculara simbólicamente al barrio con la revuelta estudiantil que culminaría con la sangrienta represión de la ocupación de la Universidad Politécnica Nacional, edificio principal de la universidad. El panorama de hoy es obviamente distinto al de la época de oposición al dictador, cuando aquella acción, marcó el principio del fin de los siete años de gobierno de la junta militar. Las iniciativas de gentrificación se mezclan con la cultura alternativa y tiende a prevalecer la mercantilización tanto del ocio como del espacio público. Sin embargo, hoy, numerosas explosiones simbólicas de acción, así como muchas manifestaciones organizadas, siguen iniciándose o acabando en Exarchia. El 6 de diciembre de 2008 un coche de policía pasó por delante de uno de los cafés frecuentados por jóvenes. La táctica policial consiste en general en la vigilancia, por parte de los cuerpos especiales de la policía (MAT), de algunos «posibles objetivos» del barrio (sedes de partidos políticos, bancos, edificios públicos, etc.). En ocasiones se producen redadas que barren el centro del barrio en busca de «inmigrantes ilegales» o traficantes de droga. No obstante, la mayor parte de las veces lo que pretenden es imponer el orden tras alguna manifestación violenta (incluso a pesar de que, con frecuencia, la violencia viene provocada por las propias cargas policiales). De modo que el hecho de que este coche policial patrullara por delante del café no era algo habitual, y difícilmente podía pasar inadvertido. Algunos jóvenes llamaron a los policías a gritos de todo menos bonitos. La reacción policial fue tan funesta que acabó provocando de inmediato un estallido de rabia. Los policías aparcaron el coche y salieron de él armados. Uno de ellos desenfundó su pistola, apuntó a un joven de quince años y le disparó. El chico cayó desplomado sobre la acera. 209

En el curso de escasas horas, la gente se organizó espontáneamente en distintos actos de protesta. Durante esa misma noche, se produjeron ataques y destrozos de muchos escaparates de los barrios comerciales más caros de Atenas. Los símbolos del consumo se estaban convirtiendo en objetivos por toda la ciudad. La rabia colectiva fue dirigida desde el principio contra los símbolos de la sociedad opulenta. A la mañana siguiente los estudiantes habían cerrado los centros educativos de Atenas y de muchas otras ciudades griegas (acción que se coordinó mediante una comunicación «rizomática» a través de correos electrónicos y SMS). A lo largo de los días siguientes, las manifestaciones espontáneas de estudiantes de todos los barrios (incluso de los ricos de la periferia) acabaron tomando, de forma más pacífica o más violenta, las comisarías. Los coches de la policía aparecían volcados, se producían persecuciones de policías, se quemaban coches caros… Lo más característico de esta rebelión espontánea es que no existían directrices ni organizaciones que las encabezaran, si bien tanto los anarquistas como los izquierdistas en general se estaban implicando activamente en la mayor parte de las acciones. Cada una de las iniciativas locales contaba con su propia forma de organizar y expresar su rabia como elemento común. No obstante, no se trataba simplemente de que cada acción por separado fuera una forma de expresión de esta rabia. Las personas que participaban no compartían meramente la rabia y la tristeza por el brutal asesinato del joven. Lo que estaba emergiendo en ese momento era una forma colectiva de expresar una cultura pública distinta. Y esta cultura incluía distintas formas de recuperar la ciudad. Pero ¿qué fue lo que produjo todo esto? Probablemente, la clave fuera una idea compartida de justicia, una justicia que no está presente en las acciones que provienen del Estado, como dejó bien claro el policía que disparó. Ningún caso de brutalidad policial había sido castigado hasta entonces. Los jóvenes pedían justicia, pero sabían que el policía no recibiría sanción alguna. La población joven experimenta a diario la creciente precariedad en el ámbito laboral y educativo. «Si nos rebela210

mos, si con nuestras acciones criticamos a la policía, a los bancos, a las grandes superficies comerciales, es porque son obstáculos entre nosotros y la vida real. Por eso luchamos contra la total injusticia» (Declaración de la Asamblea Abierta del Edificio Municipal Ocupado, Municipalidad Persiteri, Atenas, 2 de febrero de 2009). Como si cada aspecto de su experiencia vital se condensara de alguna forma en aquella muerte tan injusta. En un momento de crisis económica, unida a la emergencia en la prensa de importantes casos de corrupción en el Gobierno, en un momento en el que no parecía haber alternativas reales a la situación política, la reivindicación de justicia encarnaba una demanda más amplia: «Queremos vivir. Esta sociedad no nos lo permite literal o simbólicamente». Tras la primera oleada de manifestaciones se produjo una segunda oleada de ocupaciones de edificios públicos. En diferentes barrios de Atenas (Nea Smyrni, Ag. Dimitros, Halandri, etc.), este tipo de acciones convertían temporalmente los edificios en centros sociales comunitarios. Los jóvenes okupas pretendían convertir los espacios culturales autogestionados en espacios de encuentro vecinal. Tal fue el caso del edificio de la Ópera Nacional que se convirtió en un laboratorio colectivo para la organización de actos y en centro de información. Por otra parte, varios colectivos de jóvenes artistas realizaron intervenciones de arte en vivo. Irrumpieron en prácticamente todas las salas de teatro de la ciudad para exigir que se leyera antes de la representación un agudo manifiesto contra la policía. En el caso del edificio ocupado perteneciente a la Confederación General de Trabajadores, las acciones se encontraban encaminadas a criticar duramente a los burócratas oficiales de los sindicatos de trabajadores tantas veces pasivos. Y, por supuesto, también estaban las ocupaciones de las facultades universitarias y de las escuelas en las que se producían distintas formas de participación y se generaban distintos problemas de coordinación y comunicación entre facciones a veces rivales de anarquistas e izquierdistas. 211

LA CRUZADA POR LA JUSTICIA URBANA A raíz de estas experiencias, la demanda colectiva de justicia, que adopta diversas formas, se ha concretado en la búsqueda de justicia en el ámbito urbano. La ciudad no se entendía como mero escenario de acciones e iniciativas colectivas, sino que se convirtió progresivamente un una reivindicación potencialmente colectiva. Todas estas iniciativas fragmentarias, ambiguas y difusas, expresadas explícita o implícitamente, incluían la voluntad colectiva de las y los jóvenes de tomar las riendas de sus vidas. Así, la justicia urbana había adoptado la forma del derecho a la ciudad de Lefebvre (Lefebvre, 1996). Recordemos que, para él, el derecho a la ciudad no es simplemente primar unos derechos sobre otros. Más bien al contrario, la totalidad de los derechos civiles está condensada en este derecho. Es importante que, como insiste Lefebvre, este derecho presuponga la acción colectiva para alcanzarlo a la par que para imponerlo. La ciudad se considera como «la obra perpetua de sus habitantes, que son móviles y se movilizan por esta obra» (ibid.: 173). El derecho a la ciudad implica a personas que tienen un proyecto colectivo: transformar la ciudad en una obra de arte colectiva. Así, la ciudad es algo más que una agregación de bienes y servicios y sus correspondientes demandas colectivas de acceso democrático a los mismos. Más allá de la interpretación cuantitativa de la condición urbana, cabe plantear una crítica cualitativa de la cultura de la ciudad contemporánea. Y es precisamente en este aspecto en el que los conflictos urbanos, como la rebelión de la juventud ateniense de aquel diciembre, ofrecen una perspectiva distinta del mundo urbano, y dan lugar a nuevas espacialidades emergentes. Cuando en un contexto de conflictividad urbana las personas pretenden reapropiarse colectivamente del espacio público, no están utilizando únicamente la ciudad tal y como es, sino que la transforman. Sus acciones no sólo buscan espacios sino que los inventan. La performatividad de estos espacios, de estos espacios «practicados», cuando «suceden» en el transcurso del proceso de un conflicto, acaban adquiriendo características que tienden a 212

influir en el resultado y en la forma del conflicto. Las espacialidades emergentes representan, así, las formas por medio de las cuales los participantes imaginan espacios capaces de albergar la vida por la que luchan. Y, al mismo tiempo, dichas espacialidades reflejan el intento de la acción colectiva por crear sus propios espacios. Las espacialidades de los conflictos urbanos son, por tanto, tan imaginados como reales. De modo que es muy importante comprender cómo las imágenes y las representaciones del espacio participan activamente en la formación de las cualidades de los espacios creados, mientras los conflictos urbanos transforman la ciudad. Una de las imágenes modernas dominantes de la tan ansiada comunidad emancipada es un bastión liberado protegido por barricadas: un enclave territorial definido, siempre dispuesto a defenderse. Esta imagen, incrustada en el imaginario colectivo de los oprimidos, tiende a la construcción de una geografía de la emancipación, un mapa, que representa claramente las zonas liberadas dentro de un perímetro reconocible. Como si se tratase de islas rodeadas por un mar hostil o como continentes que se enfrentan a otros continentes hostiles, estas zonas aparecen como espacialmente circunscritas y limitadas. Esta era la imagen a menudo dominante en la historia de los movimientos juveniles de Atenas: Exarchia a menudo se fantaseaba como bastión alternativo liberado. Exarchia, como dijimos con anterioridad, estaba conectado a un incidente muy importante en la historia reciente de la ciudad. En noviembre de 1973 los estudiantes ocuparon el edificio central de la Universidad Politécnica Nacional de Atenas en protesta contra la dictadura militar. Lo que empezó siendo una huelga estudiantil culminó en un acontecimiento importante contra la junta militar. El edificio y los alrededores se convirtieron en símbolo de la insubordinación juvenil, tras la brutal represión que puso fin a la ocupación y que acabaría conduciendo al fin de la dictadura un año más tarde. El mito que rodea Exarchia como «barrio autónomo» y «baluarte juvenil» conecta con ese simbolismo. Desde entonces han sido innumerables los actos de protesta y de desobediencia que han corroborado la fama del vecindario. 213

Resulta interesante que, durante aquellos días de diciembre de 2008, un periodista de la BBC se refiriera a la rebelión estudiantil de noviembre de 1973, y a la ocupación de «la Politécnica de Atenas», como «símbolo de la rebelión moderna». Con ello, vinculaba «el desprecio latente de los griegos hacia la policía» con el papel que esta desempeñó durante la dictadura para intentar hallar una explicación a la rebelión de 2008, que se habría beneficiado de una especie de tolerancia hacia los jóvenes manifestantes. Describía las universidades como «trampolines hacia la violencia». Afirmaba explícitamente que debido a la sangrienta irrupción de los tanques militares de la junta en la zona ocupada de la Politécnica, la Constitución de la etapa posterior «incluyó en su borrador el derecho de asilo, que prohíbe la entrada de las autoridades en las escuelas y universidades». Ciertamente, este «derecho de asilo» sigue en vigor (aunque nunca llegó a incluirse a las escuelas de facto), si bien hay un debate recurrente, alimentado por los medios de comunicación y por la mayor parte de los funcionarios del Gobierno, sobre si se trata o no de una medida que lo único que consigue es que se generen zonas «sin ley», es decir, zonas de anomia. Aunque el edificio de la Universidad Politécnica Nacional también fue ocupado en diciembre de 2008, la idea de que fuera un «baluarte intocable» no tuvo una importancia crucial a la hora de que estallara la confrontación entre los manifestantes y la policía. Tanto el Gobierno como la policía, y algunos periodistas como el anteriormente citado, atribuyeron en muchos casos la violencia callejera al «asilo universitario». No obstante, ya fuera pacífica o no, resultado de una obligada reacción contra la violencia policial o expresión de su rabia por medio de la violencia simbólica, los manifestantes no limitaron sus acciones a los edificios protegidos por el asilo. La mayor parte de las acciones colectivas de diciembre han rebasado el cerco de asilo típico de otras luchas estudiantiles, y se han extendido por toda la ciudad. Los estudiantes, más que estar asediados por la policía en sus enclaves protegidos por el derecho de asilo, han reivindicado las calles y la ciudad como espacios para la acción colectiva. En numerosas ocasiones, fueron sitiadas las propias comisarías por estudiantes y escolares. 214

La rebelión de diciembre no tenía un único centro, ni político ni en términos del espacio urbano. Este rasgo lo diferencia de una forma de lucha situada, como la que caracterizó a los acontecimientos de noviembre de 1973 y que convirtió la imagen del edificio de la Politécnica en un símbolo nacional de resistencia. En esta ocasión las acciones se extendieron por doquier; acciones inesperadas, metastásicas, impredecibles y multiformes. Durante aquellos días de diciembre, la fantasía de un enclave liberado, que dominó y aún domina muchas de las luchas urbanas, ha perdido casi toda su fuerza. ¿Qué otra imagen motivadora ha sustituido a aquella fantasía? La emancipación es un proceso, no una misión cumplida. Es fundamental distinguirla del imaginario religioso de una vida feliz después de la muerte. La emancipación es tanto la ambivalente actualidad de la espacialidad, como fruto de dispersas luchas históricas. Quizá se produzcan prácticas potencialmente liberadoras, pero no pueden establecerse ámbitos fijos de libertad. ¿Es posible entonces visualizar espacialidades de emancipación mediante la interpretación de una reivindicación de la justicia social centrada en la libertad de uso del espacio? En este contexto, la justicia espacial podría ser indicio de un principio redistributivo que tiende a presentar el espacio como un bien abierto al disfrute de todos. La accesibilidad puede llegar a convertirse en uno de los atributos más importantes de la justicia social. Cualquier división, separación, compartimentación del espacio parece, así, como un obstáculo para este tipo de justicia. Ciertamente, el énfasis sobre la justicia espacial es un medio para situar la importancia de la toma de decisiones colectiva en la definición social y física del espacio. No obstante, la correspondiente necesidad de una geografía imaginaria de la emancipación tiene que entender el espacio como un continuum uniforme que puede estar regulado por la voluntad común, más que un medio inherentemente discontinuo y diferenciado, capaz de dar forma a las prácticas sociales. Por decirlo con cierta crudeza, este imaginario puede acabar reduciendo el espacio a algo cuantificable que se distribuye equitativamente. La accesibilidad puede acabar convirtiéndose en una especie de mecanismo redistribu215

tivo. Podemos establecer conexiones entre esta forma de entender las espacialidades de la emancipación con discursos contemporáneos sobre derechos humanos o comunicabilidad humana (el ideal situado del discurso habermasiano). Estos discursos, más a menudo que menos, presuponen algún tipo de figura humana transhistórica y transgeográfica. La misma figura humana se convierte en sujeto de la justicia espacial, sólo que en esta ocasión no se interpreta como habitante de una ciudad ideal, sino como alguien que ocupa un espacio homogéneo con libertad de movimiento. Hay otro (tercer) tipo de imaginario geográfico que emerge de la crítica de esta perspectiva idealizada de la ciudad justa (o de una ciudad de la justicia). Este imaginario, que a veces recurre a imágenes de la vida urbana contemporánea, se centra en la multiplicidad y en la diversidad, así como en posibles espacios polimorfos y mutantes, capaces de describir una espacialidad de la emancipación. Esta interpretación está fuertemente arraigada. La crítica de la vida cotidiana, elaborada ya durante los años sesenta del siglo XX, nos ha proporcionado una nueva forma de abordar la experiencia social del espacio. Si la vida cotidiana no es únicamente el lugar de la reproducción social sino que implica prácticas de autodiferenciación o de resistencia personal y colectiva, entonces cabe encontrar desperdigadas por la ciudad espacialidades moleculares de alteridad. Como ha dicho De Certeau, «se desliza una ciudad migratoria, o metafórica, por el texto cristalino de la ciudad planificada y legible» (De Certeau, 1984: 93). Esta imagen contiene el paisaje de una ciudad habitada que es más un proceso que una condición fija. Proliferan los espacios de alteridad en la ciudad debido a las prácticas diversificadoras o desviadas. Desde esta perspectiva, las espacialidades de alteridad se consideran inherentemente por tiempo limitado. El espacio ni queda reducido a un contenedor de alteridad (idealizado en las ciudades utópicas) ni a la cualidad de bien discutible y distribuible. El espacio se conceptualiza como elemento formativo de la interacción social humana. Así, el espacio se torna expresivo mediante el uso o más bien, puesto que el uso (un «estilo de uso», como aclara De Certeau), define a los usuarios. Si la justicia es216

pacial en su versión idealizada tenderá a invocar a los derechos comunes para definir el espacio como bien común, el énfasis sobre la alteridad molecular espacializada tiende a dar por sentado que el espacio es disperso y diverso y, por lo tanto, no común. Según este punto de vista, las espacialidades emancipadoras podrían considerarse como espacialidades de alteridad dispersas. El espacio discontinuo e inherentemente diferenciado reconoce las identidades sociales diferentes y, por tanto, les permite expresarse. Este imaginario geográfico que se conecta esencialmente con las políticas de identidad «tiende a enfatizar la situacionalidad» (Harvey, 1996: 363) como prerrequisito para la formación de la identidad. Sin embargo, las identidades pueden conllevar un elemento discriminatorio. Forma parte del alcance de la reproducción social imbuir el ámbito social de pautas para la interacción humana. En sociedades carentes de «las técnicas simbólicas conservadoras del producto que se asocian con la alfabetización», el espacio habitado es, según Bordieu, el principal lugar para la inculcación de las disposiciones (Bourdieu, 1977: 89). No obstante, el espacio habitado parece haber recuperado este papel en las sociedades posindustriales, no porque las personas sean ahora menos dependientes de la educación formal, sino porque la vida en la ciudad se ha convertido en el sistema educativo por excelencia. A través del uso del espacio urbano se aprende una amplia variedad de reacciones encarnadas. Todos tienen que aprender a lidiar expresivamente con los riesgos y las oportunidades de la vida en la ciudad. Son indicios de una determinada identidad social el lugar en el que se permite estar a cada cual, y el grado en que ella o él respetan las instrucciones espaciales de uso. El espacio identifica y se identifica mediante el uso. Los conflictos y las luchas urbanas pueden centrarse en la protección de determinados lugares por considerarse que contienen y representan identidades colectivas situadas específicas. Un barrio de clase trabajadora amenazado por la gentrificación o un lugar de encuentro de una minoría étnica bajo amenaza de sus vecinos racistas puede llegar a convertirse en un conflicto urbano que implica a diferentes grupos de ciudadanos y a diferentes autoridades. Las rebeliones de diciembre parecen, no 217

obstante, haber ido un paso más allá: la reivindicación del espacio no estaba vinculada a la protección de unas identidades situadas establecidas. Implícitamente, como veremos, se sometía a crítica a las identidades colectivas.

IDENTIDADES EN CRISIS Y LA EXPERIENCIA DE LA POROSIDAD URBANA Podemos pensar, en efecto, en un esfuerzo liberador, contemporáneo, que lo que pretenda «no sea la emancipación de una identidad oprimida sino [más bien] emancipar una no identidad oprimida» (Holloway, 2002: 156). El razonamiento de Holloway vincula el proceso de formación de las identidades sociales con el esfuerzo continuo de los mecanismos dominantes de reproducción social por lograr que las identidades sigan siendo marcas distinguibles las unas de las otras. Al margen de cómo hayan influido a las taxonomías identitarias las distintas contingencias históricas, dicha tendencia es una característica clave de cualquier gobernanza. Las personas han de ser reconocibles, clasificables y, por tanto, predecibles para poder ser gobernadas1. Una lógica subyace a esta construcción de identidades sociales. Se agrupa y define a las personas en relación con lo que son pero no en términos de lo que puedan llegar a ser o en lo que puedan estar convirtiéndose. Así, la identidad se considera como algo fijo en el tiempo. Pero lo crucial no es la duración del tiempo durante el cual la identidad es fija: lo crucial es que una definición rígida de la identidad impide la emergencia de dinámicas inherentes. Impide las contradicciones inherentes. No se puede «ser» y «no ser» a la vez. Durante los periodos de lucha colectiva en los que las personas parecen cuestionar una parte de las características que definen sus vidas, entran en crisis algunas identidades que funcionan con roles establecidos. Durante estas luchas, en ocasiones algunos grupos de personas descubren que la identidad que se les 1 Como vimos en el capítulo VII con respecto al análisis del poder de Foucault.

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atribuye ni debería ni puede describir su ser colectivo. Y cabe pensar que puedan pretender crear una identidad colectiva distinta. O quizá pretendan que se los incluya en una identidad colectiva distinta pero ya existente2. Las luchas por la emancipación pueden abrir la senda hacia una crisis de identidad aún más profunda. Pueden deslegitimar la tendencia a la producción y el control de identidades cerradas. Durante el proceso de la lucha emancipatoria, a veces las personas adquieren conciencia de la posibilidad de crear su propia vida como un proceso en el cual rige el respeto mutuo entre distintas historias y trayectorias vitales individuales. Si parten de alguna suerte de identidad, si esta ha sido la identidad que los ha identificado hasta entonces, se enfrentarán a un proceso abierto en el que sus sueños y acciones desbordan los límites de esa identidad3. Así ha sido en el caso de algunos sujetos colectivos o individuales que participaron en las rebeliones de diciembre. La crisis de identidad fue uno de los resultados de sus acciones, de sus palabras, de sus nuevas formas de ver el entorno que los define (la escuela, el lugar de trabajo, los espacios de ocio, el hogar, etc.). El poder de una no identidad oprimida es el poder de tornarse diferente sin adentrarse en el perímetro de un nuevo espacio cercado. La no identidad es una identidad en crisis: una identidad abierta que se despliega como proyecto incierto y ambiguo4. La no identidad implica partir desde la identidad dada pero no llegar a una nueva, diferente. Y, aún más, la no identidad es la 2

Todas estas posibilidades entrarían en la política de la identidad radical como la lucha por «la libertad de la identidad, la libertad de ser quien uno es verdaderamente» (Hardt y Negri, 2009: 331). 3 Para Holloway, esto provoca que la gente tome conciencia de que pueden «existir en, contra y más allá» de una identidad colectiva específica (Holloway, 2010: 112). 4 Hardt y Negri creen que las políticas de identidad alcanzarían una dimensión revolucionaria toda vez que se autoabolieran las identidades colectivas (Hardt y Negri, 2009: 332). Las identidades en crisis son el primer indicio de tal posibilidad. Holloway resalta también la importancia de las luchas contra la identificación en el proceso de combatir el capitalismo: «La identidad es la reproducción del capital en el seno de la lucha anticapitalista» (Holloway, 2010: 113).

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experiencia de convertirse en, y que implica que se produzcan intercambios e interacciones con otros. Los espacios de emancipación deberían diferenciarse de los espacios que imponen identidades y reproducen identidades. El espacio como identidad (y la identidad como espacio) presupone la existencia de un campo claramente demarcado. Por el contrario, el espacio como lugar para la no identidad, como lugar que alberga identidades abiertas, diversas, relacionales, ha de ser un espacio sin muchas rigideces5. Son las propias personas las que crean esos espacios menos rígidos, bien al advertir algunas de las posibilidades inherentes a determinadas zonas o porque crean por sí mimas esas posibilidades, que en ocasiones entran en confrontación directa con el uso y las regulaciones que tienden a definir determinados espacios (Franck y Stevens, 2007). La apropiación colectiva de una calle o de un patio de colegio para transfomarlos en espacios para la acción no autorizada y para que tengan lugar en ellos encuentros creativos es ya en sí misma una forma de «soltar» esos espacios. Si las determinaciones «tensas» relativas al uso y al sentido presuponen unas características específicas de los habitantes-usuarios, el proceso de destensar las fronteras espaciales y las normas de uso implica que se destensen las identidades de los usuarios. Esos espacios «sueltos» no definen, sino que reconocen. Están habitados o creados como espacios que aportan el terreno idóneo para la creatividad colectiva. Suspenden o desafían las normas. Si, aun así, el espacio queda temporalmente desconectado de la serie de normas que lo definen, entonces no será el lugar para que emerja una identidad colectiva que describa a sus usuarios. Y, si un espacio específico deja de poder determinar a 5 Los actos rituales aspiran ante todo a garantizar que la experiencia intermediaria de una no identidad (Turner, 1977), necesaria para pasar de una identidad social a otra, no supongan una amenaza para la reproducción social. A través de la mediación de los ritos de purificación o de los dioses guardianes, las sociedades supervisan los espacios de transición, porque dichos espacios llevan la marca simbólica de la posibilidad de la desviación o de la transgresión.

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sus usuarios reales o potenciales, no podrá pertenecer a nadie ni a ningún grupo ni literal ni simbólicamente. Este proceso en el que se suspende la definición espacial y la pertenencia espacial es el que otorga a ese espacio habitado suelto un carácter inherentemente relacional. Los espacios de estas características pueden convertirse en lugares idóneos para que se establezcan comparaciones; son lugares para la comunicación y la consciencia mutua; lugares que están en permanente construcción, siempre intermedios; lugares en transición en los que confluyen identidades en crisis. Estos espacios se convierten a través de su uso en espacios intermedios. Su existencia, como umbrales que son, depende de que sean real o virtualmente cruzados. Pero no es su calidad de cruces de caminos, pasajes vigilados hacia zonas bien definidas, lo que puede convertirlos en representantes de una espacialidad emancipadora alternativa. Tiene más que ver con la idea de que los umbrales conectan destinos potencialmente separados. La espacialidad del umbral representa una experiencia espaciotemporal que puede ser constitutiva de los espacios para la conflictividad urbana, como el que creó temporalmente la rebelión de Atenas aquel mes de diciembre. Una «ciudad de umbrales» puede constituirse como patrón espacial que da forma a espacios intermedios propicios para el encuentro, el intercambio y el reconocimiento muto6. Una vez que se produce la performatividad de esos espacios, ofrecen una alternativa a una cultura de barreras, una cultura que define la 6

La idea de una posible «ciudad de umbrales» pretende describir diversas prácticas espaciales que pueden destruir potencialmente el enclave de la cultura/realidad de las ciudades contemporáneas. En un contexto distinto, Hardt y Negri ven una «degeneración de las características definitorias de la metrópolis toda vez que deja de ser el espacio de lo común y de encuentro con el otro» (Hardt y Negri, 2009: 255). Para ellos, «la política de la metrópolis es la organización de encuentros» que requiere «abrirse a la alteridad» y la capacidad de propiciar los encuentros de manera «alegre y fructífera» (ibid.). Hay una intersección entre esta idea y la de la «ciudad de umbrales» como proyecto liberador, que pone el acento en las características espaciotemporales de dichos encuentros abiertos a la negociación.

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ciudad como aglomerado de enclaves de identidad (Marcuse y Van Kempen, 2002). Los umbrales, al sustituir los puestos de control de acceso mediante prohibiciones o prácticas cotidianas discriminatorias, abonan el terreno para que surja una posible relación solidaria entre distintas personas capaces aquí de recuperar el control de sus vidas. Así, podemos llegar a comprender la espacialidad del umbral como potencial rasgo de transformación de un espacio urbano. Los conflictos urbanos que generan este tipo de performatividad de los espacios urbanos de hecho transforman la ciudad, por muy temporal que pueda ser este cambio. La porosidad urbana describe una posible alternativa a un dilema presente en diversas luchas urbanas. Este dilema puede formularse de la siguiente manera: ¿habremos de defender unos derechos relacionados con las demandas de redistribución de bienes y servicios vinculados al espacio (por ejemplo, el transporte, servicios de salud, oportunidades de empleo, etc.), o habremos de defender el derecho a poder aferrarnos a identidades colectivas situadas, o a desarrollarlas? No obstante, «hay trazas de reivindicaciones redistributivas en los movimientos basados explícitamente en cuestiones identitarias» (Ballard, Habib y Valodia, 2006: 409), como en el caso del movimiento gay de Sudáfrica. A este movimiento no le queda más remedio que lidiar con «las demandas redistributivas que plantea la situación de pobreza a la que está sometida una importante proporción de sus miembros» (ibid.: 411). La porosidad urbana puede contribuir a ampliar o mejorar los derechos de acceso, a que se desarrollen posibilidades de justicia urbano-espacial o «democracia regional», por utilizar uno de los términos de Soja (2000). La porosidad urbana en principio conecta, crea oportunidades para el intercambio y la comunicación, elimina los privilegios vinculados al espacio. Al mismo tiempo, puede proporcionar los medios para que emerja una consciencia de la identidad relacional capaz de transformar la ciudad en una red de umbrales performativos. Al descartar la defensa de las fortalezas defensivas y apostar por la creación de espacios de encuentro, espacios de protesta colectiva y de crítica alternativa creativa, aquel diciembre la ju222

ventud ateniense trascendió los límites de una lucha específica en nombre de un grupo específico. Exarchia ha dejado de ser una fantasía de enclave liberado. Las manifestaciones y las ocupaciones se produjeron por toda Atenas, por toda Grecia. Se celebraron actos de solidaridad en 150 lugares distintos de todo el mundo. La juventud ha experimentado distintas formas de acción colectiva, numerosas formas de solidaridad, en todas sus formas diferenciadas de expresión colectiva. Por eso los jóvenes inmigrantes hallaron la manera de conectar con esas luchas y de participar en el conflicto. Por eso los y las trabajadoras precarios jóvenes se reconocieron en ese conflicto. No es casualidad que unos cuantos cientos de romaníes, ciudadanos de segunda con tendencia a sufrir situaciones de injusticia y de brutalidad policial, asaltaran una comisaría en uno de sus barrios: la rebelión de diciembre les brindó la oportunidad de expresar su ira y reivindicar su propio espacio (aún mejor, su propia espacialidad característica: su propia forma de crear, entender y habitar el espacio). Durante la rebelión de diciembre se produjeron relaciones de ósmosis entre los espacios de acción colectiva que a su vez expresaban y producían relaciones de ósmosis entre distintas identidades. Los estudiantes no eran simples estudiantes, ni los trabajadores simples trabajadores, ni los inmigrantes meros inmigrantes7. Las personas que participaban en las distintas acciones colectivas hallan formas de encontrarse y de comunicarse entre sí más allá de expresar sus identidades socialmente impuestas, sin que ello supusiera adscribirse a identidades políticas, ideológicas y culturales cerradas. En las asambleas abiertas que se organizaban en 7

«El grito que se escuchó por toda Atenas era por aquellos dieciocho años de violencia, represión, explotación y humillación. Estos días también nos pertenecen… Pertenecen a todas las personas marginadas y excluidas, las que tienen nombres impronunciables e historias desconocidas tras de sí.» Este extracto de un comunicado de un colectivo de inmigrantes albaneses expresa un esfuerzo por trascender una identidad estigmatizada y adquiere la forma de llamamiento solidario y de demanda de reconocimiento; es un grito contra la invisibilidad.

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los lugares ocupados, los participantes planteaban propuestas de acción, describían sus sueños y sus valores, y no se limitaban a enumerar situaciones de desempoderamiento o a criticar a los demás por el mero hecho de ser otros. A la hora de describir los acontecimientos de diciembre, casi todos los medios de comunicación parecían obsesionados por una cuestión recurrente a la par que paralizante: «¿Quién era responsable de todo ello?», «¿quién está detrás de todo ello?». Y las respuestas estaban cada vez más centradas en diferenciar entre las buenas y las malas manifestaciones; distinguir a los jóvenes verdaderamente decepcionados e indignados de esos «otros», ávidos de destruir el orden legítimo. El problema era que los jóvenes escolares estaban por todas partes, pero más allá de su rabia resultaba imposible agruparlos en torno a una identidad colectiva. Y estos jóvenes desde luego no actuaban como jóvenes escolares, ni siquiera como jóvenes que pertenecen a un grupo de edad definido. En sus acciones había una mezcla de capacidad organizativa madura y de acciones que expresaban alegría colectiva8. Para complicar aún más las cosas, los inmigrantes que participaban en acciones o manifestaciones violentas no eran sólo inmigrantes, sino jóvenes con expectativas similares aunque, obviamente, casi todos estaban en el paro o desempeñaban trabajos muy precarios. De modo que ¿en nombre de cuál de todas las características compartidas participaba toda esta gente en los acontecimientos de diciembre? Los medios y el Gobierno habían dado con ello: los protagonistas eran gente que se escondía detrás de una capucha. Sin ca8

El odio y la rabia que caracterizan a los excluidos se combinaron con llamamientos de amor-odio a sus padres: «No te enfades conmigo, por favor. Me enseñaste lo que debía hacer. Me enseñaste que la rebelión es sinónimo de desorden y destrucción. Ahora, como protesto, provoco desorden y destrucción… Os quiero. A mi manera, pero os quiero. Sin embargo, tengo que construir mi propio mundo, y vivir mi propia vida en libertad. Y, para eso, tengo que destruir vuestro mundo», Coordinadora de Estudiantes de Secundaria Alexis Grigoropoulos, Carta a nuestros padres, diciembre de 2008.

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racterísticas propias, personas indefinidas e inclasificables; sencillamente, eran los que quedaban fuera de la taxonomía social legítima y legitimadora: outsiders, enemigos de la sociedad, encapuchados, sin rostro9. Los acontecimientos, que cobraron en su inicio rasgos de alarma social –la gente corriente, los jóvenes vecinos de al lado, empezaban a hacer cosas que no debían hacer (desafiaban y se burlaban del poder y expresaban su total falta de confianza en la justicia y en el Gobierno)–, han desembocado en una versión más tranquilizadora: una vez que se aplaste a los outsiders, el orden quedará restablecido. Una característica distintiva de estas luchas urbanas bien pudiera ser su capacidad para generar, tanto en sus participantes como en los que los contemplan y se preguntan por su porqué, una «crisis de taxonomía». A pesar de los mitos que emanan de los medios, ante la pregunta de «pero ¿quiénes son esas personas?», resulta bien difícil dar una respuesta tranquilizadora o exenta de ambigüedad.

¿HAY VIDA A PARTIR DE DICIEMBRE? Aquella ciudad de umbrales efímera que emergió en diciembre dejó su marca en distintas formas de lucha urbana posteriores a los días de los disturbios. Una de ellas, la más característica, es la lucha por transformar un gran aparcamiento en Exarchia en un parque urbano. Vecinas y vecinos, activistas y ecologistas de otros barrios (no todos implicados ni directa ni indirectamente en los acontecimientos de diciembre pero profundamente influi9

Los manifestantes que improvisaron máscaras para protegerse de los gases lacrimógenos fueron criminalizados. Ya vimos en el capítulo VII lo importante que es para el poder presentarnos a quienes luchan contra él como outsiders, como unos otros peligrosos. ¿Acaso toda fantasía de desenmascarar a esos «otros» pudiera ser portadora del mismo poder de aquel supuesto desenmascaramiento de Marcos por parte del Estado mexicano? Tras las máscaras estaban los jóvenes de la sociedad griega, ignorados por esa misma sociedad como lo estaban los indígenas «invisibles» en la sociedad mexicana.

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Fig. 25. El aparcamiento Navarinou el día de su ocupación (Atenas, 2009) (Archivo del parque Navarinou).

dos por ellos), decidieron reclamar este lugar y lograron hacer de él un espacio público alternativo, abierto a todas y todos. Todo el mundo puede participar en reuniones abiertas en las que se planea la organización del parque, en las que se deciden las normas de uso, en las que se debate sobre los problemas a afrontar desde diferentes puntos de vista y se buscan formas de negociación entre unos y otros. Esta iniciativa colectiva sigue en proceso, a la vez que logra mantener el carácter de umbral de ese espacio. Las normas de coexistencia y respeto mutuo tienen que inventarse colectivamente, ya que no hay nadie ni un solo grupo que haga las veces de propietario o de único usuario de la zona. Dichas normas se ponen a prueba a diario. Así, las identidades también han de negociarse. ¿Qué significa ser usuario del parque? ¿Cuáles son las necesidades que se deben satisfacer? ¿Cómo y quién las define? ¿Qué derechos deben prevalecer? ¿Quién se convierte en sujeto de derechos urbanos, sobre todo en el caso de que emerja un 226

espacio público exterior y autogestionado? ¿Acaso no es esto una experimento de derecho a la ciudad?10. El espíritu de diciembre se convirtió en una fuerza de resistencia inspiradora para la gente que vio una oportunidad de acción más allá de los horizontes que ofrecía la política dominante, y capaz de trascender a veces incluso las certezas de los movimientos anticapitalistas existentes. La iniciativa del parque Navarinou fue una más de las muchas que surgieron parecidas y que han probado activamente que las personas pueden demandar y crear espacios públicos distintos. Por ejemplo, en el barrio de Zografou (cerca del centro de Atenas pero municipalidad independiente), los vecinos han logrado parar la decisión del alcalde de construir edificios de varias plantas destinados a garaje en cinco plazas del barrio. Aunque las autoridades municipales los han tachado de «una minoría de vándalos», los jóvenes han logrado acabar con esa identidad estigmatizante y animar a muchos de los habitantes del barrio a unirse a esta iniciativa. También se ha producido la ocupación de un jardín botánico abandonado en Petroupoli para convertirlo en un espacio público, o la defensa de varios espacios de uso público que estaban en la punta de mira de la gentrificación y el desarrollo. La rebelión de diciembre parece haber disparado la afluencia de unas luchas urbanas que se caracterizan por defender aspectos muy relacionados con la demanda colectiva de espacios públicos. El grito por la justicia se escuchaba en los espacios públicos que eran transformados o incluso inventados por la acción colectiva. La demanda de justicia urbana es tan sólo una de las formas que adoptó este grito en la etapa posterior a aquel diciembre. Probablemente se deba a que, en las luchas por la defensa y afirmación del espacio público, la gente cobra consciencia de lo que supone tomar las riendas de sus vidas. La participación en 10

En la revista An Architektur 23 (2010) se aportan más detalles sobre esta experiencia colectiva; también algunas reflexiones sobre los problemas a los que se efrentó en el número especial de The Commons, que incluye una separata sobre el parque Navarinou.

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Fig. 26. Transformando el aparcamiento en parque (parque ocupado y autogestionado Navarinou, 2009).

estas luchas no es una mera cuestión de expresar una opinión o de unirse a otros con quienes se comparte un proyecto político similar. Se trata de contribuir a la construcción de espacios para uso público y de una nueva cultura de ese uso público que supere la lógica del consumo y las prioridades del «desarrollo» urbano. El legado de diciembre incluye también distintas formas de lucha que traducen directamente los objetivos políticos en prácticas de transformación del espacio público. Durante y después de los acontecimientos de diciembre surgió una figura emblemática de las luchas de un movimiento emergente diverso. Konstantina Kuneva, una inmigrante que trabajaba en la limpieza de oficinas y que era secretaria del Sindicato de Limpieza (PEKOP), sufrió una agresión, probablemente por parte de unos sicarios. La mujer no tardó en convertirse en un símbolo por representar todas esas categorías de personas que sufren la embestida del neoliberalismo: mujer, inmigrante, activista independiente, trabajadora precaria y, además, una persona de una valen228

tía increíble. Muchas de las iniciativas de apoyo a su derecho a obtener la plena ciudadanía griega, a vivir y trabajar en el país, y de exigencia de castigo a todos quienes se benefician de la explotación de las trabajadoras de la limpieza, tenían la impronta del espíritu de diciembre. Otro ejemplo ha sido el bloqueo de las máquinas expendedoras de billetes de cuatro estaciones distintas de metro. Estas acciones iban acompañadas de la explicación a los usuarios de que la compañía de metro estaba contratando un servicio de limpieza mal pagado y sobreexplotado por despiadados contratistas. ¿Acaso no es esta una forma de imponer temporalmente un carácter de umbral en el espacio público de un servicio de transporte diario privatizado y controlado? La solidaridad con la población inmigrante fue y sigue siendo uno de los puntos principales en la agenda de la izquierda y del movimiento anarquista en Grecia. A partir de diciembre, se sucedieron incluso más expresiones de solidaridad a medida que más personas se implicaban en acciones concretas orientadas a la protección y el apoyo de inmigrantes en situación de amenaza. En el barrio ateniense de Ag. Panteleimon, los activistas antirracistas se enfrentaban a los grupos fascistas y a vecinos xenófobos y agresivos que querían expulsar del barrio a la población no autóctona. También se produjo una movilización masiva para proteger un edificio ocupado por inmigrantes en el centro de Atenas, que sufría los ataques de los mismos grupos fascistas con la connivencia oculta y a medias de la policía. En ambos casos, la lucha política era desde el principio también una lucha urbana, puesto que el motivo que la originaba tenía una raíz explícitamente urbana. El apoyo a los derechos de los inmigrantes está directamente conectado con el esfuerzo por defender su «derecho a la ciudad», como expresión de un derecho que es la máxima representación de otros derechos. Y estas luchas pretenden convertir activamente la ciudad en un entorno inclusivo, multiforme, en una ciudad de umbrales. Lo que pusieron de manifiesto las rebeliones de diciembre es, quizá, que la demanda colectiva de justicia puede crear nuevas formas de justicia urbana activa. ¿Acaso sirve la perspectiva de la 229

Fig. 27. Sembrando semillas en el parque Navarinou (Atenas, 2015).

ciudad de umbrales para describir esta búsqueda potencialmente emancipadora? Lo cierto es que aún es un poco pronto para saberlo. Como dice una pintada del barrio de Exarchia, «Diciembre no fue la respuesta. Diciembre fue la pregunta». Este libro supone un esfuerzo por explorar las potencialidades emancipadoras generadas por la creación, la experiencia y la apreciación del poder simbólico de los umbrales. Nos hemos adentrado en la concreción espaciotemporal de los umbrales que suponen los esfuerzos cotidianos emprendidos por personas desplazadas y desempoderadas para traspasar los perímetros que acotan sus vidas. Hemos podido observar también cómo las personas imaginan y actúan en el umbral implícita o explícitamente para oponerse a las taxonomías dominantes de la identidad que acaban por engullir sus aspiraciones. La consciencia de los umbrales parece alentar a la resistencia y quizá pueda ayudar a las personas a poner en tela de juicio sus hábitos, valores, aspiraciones vitales y conductas. Los umbrales, al constituir un escenario, siempre precario, de tanteo al otro, pueden llegar a ser esos es230

pacios relacionales y de transición en los que se producen los encuentros con un horizonte distinto. Los momentos heterotópicos emergerían, en una posible ciudad de umbrales, como parte de un proceso de invención colectiva: la ciudad puede ser una obra de arte colectiva (por recordar la célebre expresión de Lefebvre) en la que, quizá, pueda también crearse como obra de arte colectiva el propio futuro. Los sueños compartidos de justicia, igualdad y fraternidad pueden ser inspiradores de este proceso, y contribuir a su permanencia. Los pasajes hacia un futuro emancipador se abren y pueden ser explorados precisamente en las luchas cotidianas, ya sean estas grandes o menores. Tendremos que descubrir estos pasajes, estudiarlos, respaldar su creación, experimentar las esperanzas y pesadillas que los persiguen. Porque, como nos sigue enseñando la «política de umbral» zapatista, «no es necesario conquistar el mundo. Basta con que lo hagamos de nuevo. Nosotros. Hoy».

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APÉNDICE Plazas en movimiento

CRISIS DE LEGITIMIDAD Y EL PAPEL DE LAS PRÁCTICAS COMUNICACIONALES CONTEMPORÁNEAS

Las elites gobernantes parecían estar convencidas hace no tanto tiempo de que habían alcanzado por completo la utopía capitalista: el dinero genera dinero sin que interfiera en el proceso la gente real, en tantas ocasiones desobedientes e impredecibles, ni unos procedimientos productivos siempre problemáticos. Sin embargo, ese optimismo eufórico se fue desvaneciendo rápidamente desde que se atascara esa maquinaria supuestamente precisa en el lodazal de una crisis socioeconómica mucho más severa que en ciclos anteriores. Las personas reales, que son necesarias para que esta máquina funcione, vuelven a ser visibles: la crisis de crédito tiene que ver con las poblaciones reales, con sus comportamientos, individuales y colectivos, y afecta directamente a los procesos económicos, desbarata planes y falsifica los proyectos de futuro. En un periodo de supuesto predominio absoluto de las leyes del mercado, de la sustitución de la política por criterios de gestión económica, emergen los problemas de gobernabilidad: «los de abajo» deben reintegrarse en un sistema que, atrapado en su propia utopía frenética, pensó que podría prescindir de ellos. Como lo demuestran las numerosas revueltas y estadísticas, la gente está perdiendo la fe en un sistema que se presenta a sí mismo como un mecanismo de distribución de la potencial riqueza a la que aspiran a acceder. Es sin duda aún demasiado pronto para poder afirmar que las políticas dominantes hayan entrado en una crisis sin vuelta a atrás, pero podemos observar que en diversas partes del mundo se están produciendo dos series de fenómenos interrelacionados 233

Fig. 28. La primera asamblea durante la ocupación de la plaza Sintagma (Atenas, 2011).

que afectan profundamente a eso que podemos diagnosticar como una crisis de legitimidad: la primera incluye fenómenos que tienen que ver con el papel que desempeñan la información y la comunicación a la hora de desestabilizar la fe en el sistema. Desde los movimientos latinoamericanos y las distintas rebeliones (el Argentinazo, o las movilizaciones contra los golpistas de Venezuela) hasta las revoluciones árabes (sobre todo la de Túnez y la de Egipto), incluyendo las ocupaciones indignadas de las plazas europeas, el intercambio de información y la comunicación establecidas a través de las redes sociales y los dispositivos interactivos de comunicación han desempeñado un papel clave para forjar la acción colectiva. La segunda serie de fenómenos tiene que ver con las acciones con sesgo comunitario o inspiradas por él y que, a menudo muy lejanas de las ideologías neocomunitarias neoconservadoras, crean o incluso reinventan comunidades en el proceso. A menudo son inestables pero siempre extensibles comunidades en movimiento. 234

Ambas series de fenómenos convergen en prácticas de redefinición y reapropiación del espacio público. Examinemos primero las prácticas relacionadas fundamentalmente con las nuevas formas de comunicación. Estas prácticas crean, utilizan y divulgan la información a través de los medios de comunicación nuevos y viejos, pero no son únicamente prácticas de intercambio de información. Estas prácticas «marcan» la ciudad mediante el intercambio de información que posibilitan. Es un proceso por el cual se demarcan determinados lugares con inscripciones que no sólo sirven para divulgar la información (como en el caso de las pintadas o los grafitis), sino que también sirven para conectar lugares y crear referencias compartidas por las colectividades específicas emergentes que se identifican con ellas. Un ejemplo de ello se produjo en las revueltas de diciembre de 2008 en Atenas (Stavrides, 2010). El centro de la ciudad estaba decorado con unas plantillas artísticas «migratorias» que condensaban los mensajes de la revuelta en imágenes emblemáticas. Algunas de estas marcas eran efímeras; otras que permanecían se superponían con otras inscripciones, mensajes y huellas en pugna con otras huellas. Otra de las características importantes de esas nuevas prácticas urbanas de apropiación del espacio público y de expresión de la discrepancia colectiva es que utilizan los intercambios de información con el objetivo de coordinar potencialmente a quienes participan en los intercambios. La información no es un flujo, en este contexto, sino que se dirige a los receptores y vuelve en forma de promesa de mutua implicación1. 1 Uno de los primeros ejemplos de tales prácticas fue la movilización del «pásalo» en Barcelona y Madrid el 13 de marzo de 2004. Durante aquella «noche de los SMS» la gente intercambiaba mensajes que lograron una crisis de gobierno. «Asesinos, mentirosos. Vuestra guerra, nuestros muertos. Pásalo»: este mensaje se lanzó el día antes de las elecciones generales y acusaba al Gobierno de ocultar sistemáticamente a la opinión pública la verdad sobre los atentados de Madrid. Se produjeron manifestaciones masivas en las plazas principales de Madrid y Barcelona convocadas por SMS. En este proceso era la información («no nos están contando la verdad») lo que convertía a la gente en potenciales actores. Así, la información adquirió un poder movilizador a través de la participación y de los

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La convocatoria del primer encuentro que tuvo lugar en la plaza Sintagma de Atenas, que bordea el Parlamento, se publicó en Facebook el 20 de mayo. Se les ocurrió a dos o tres jóvenes organizar un acto político que permitiera a la gente expresar su indignación sobre la crisis económica (Giovanopoulos y Mitropoulos, 2011: 278). Era una convocatoria sin más en la que se pedía que no acudieran partidos políticos ni organizaciones; no estaba planificada de antemano ni pensada para que se expusieran reivindicaciones elaboradas previamente. Se divulgó por las redes sociales y tuvo un impacto sorprendente: 30.000 personas se congregaron en la plaza Sintagma aquel 25 de mayo de 2011. Aquello sorprendió a todo el mundo, incluida la izquierda y el movimiento anarquista. Tanto los convocantes como los medios denominaron a este movimiento aganaktismeni2. Obviamente, esta convocatoria no había salido de la nada. La llama de la revolución tunecina ya se había prendido inesperadamente. La población había tenido la oportunidad de ver por televisión y en la prensa imágenes de las revueltas protagonizadas por la gente común. Poco después se produciría la ocupación de la plaza Tahrir en El Cairo. El mundo árabe había saltado sin previo aviso a una fase de expresión pública que no parecía tener precedentes históricos ni características ideológicas previas ni líderes. Las calles habían sido tomadas por personas autoorganizadas, creativas y convencidas. Los españoles fueron los primeros en integrar este mensaje en su contexto social. Los indignados ocuparon las plazas de las principales ciudades del país; exigían recuperar sus vidas. Las convocatorias se producían a través de las redes sociales y logramensajes compartidos. Véase Castells, Linchuan Qiu, Fernández Ardèvol y Sey (2007). 2 Aganaktismenos viene del verbo griego antiguo aganakto, que significa enfadarse a causa de la injusticia. Es similar a la palabra indignados. En el lenguaje común, tiene la connotación de estar harto, y es similar al «basta ya». Sin embargo, lo utilizó la izquierda en el pasado para describir a ciudadanos agresivos, respetuosos de la legalidad, con actitudes racistas o incluso fascistas, algo que ha provocado una cierta incomodidad en la actualidad ante su empleo.

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ron sobrepasar a los partidos de la oposición y a los sindicatos. Las plazas se convirtieron en un medio para expresar una rabia creciente contra las políticas de austeridad neoliberales. Los indignados españoles y los aganaktismeni griegos intercambiaban mensajes de solidaridad y coordinaron algunas de sus protestas en torno a fechas puntuales. Los mensajes se retransmitían por internet o se proyectaban en pantallas instaladas en la plaza Sintagma. Se invitaba a participar en las concurridas asambleas a activistas tunecinos y egipcios, cuyas intervenciones eran recibidas con gran entusiasmo. Fruto de este intercambio entre las distintas plazas surgió una red de iniciativas de autoorganización conectadas aunque diferenciadas. Y, obviamente, los medios alternativos de información, incluido el equipo multimedia, muy activo, de la plaza Sintagma, contribuyeron a generar la sensación de que todo lo que estaba pasando en distintos lugares del mundo tenía rasgos comunes; eran expresiones de una serie de actitudes y de sueños compartidos, de una exigencia compartida de una democracia real y directa. Los rumores y el chismorreo eran formas extendidas de intercambio de información que, en sociedades tradicionales, formaban parte de la reproducción o la remodelación de las relaciones personales y sociales existentes. Pero tales «medios de comunicación» ni suponían un desafío para las comunidades ni tampoco las creaban. Sin embargo, en las sociedades contemporáneas las tecnologías interactivas son mediadoras en la creación de comunidades de acción colectiva que no son necesariamente comunidades de personas que compartan ni una identidad común ni unos valores comunes. Son comunidades en movimiento, que se desarrollan a través de la acción común y del espacio público compartido3. Las redes interactivas no crean las oportunidades. La información compartida y los lugares de encuentro establecen vínculos 3

La idea de las comunidades en movimiento recuerda a las «sociedades en movimiento» de Raúl Zibechi para describir las prácticas colectivas y los acontecimientos que se producen más allá de las definiciones acostumbradas de los movimientos sociales (véase Zibechi, 2007 y 2010).

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entre las personas. Por medio de una curiosa trasposición, la reterritorialización de la política se produce a través de la mediación activa de unas tecnologías de la comunicación desterritorializadoras. Las comunidades se localizan en el espacio urbano y evolucionan a través de la redefinición y la reapropiación de su entorno.

EL ESPACIO COMÚN COMO ESPACIALIDAD DE UMBRAL Las comunidades en movimiento forman su propio espacio. No se trata del espacio público tal y como lo conocemos; no es un espacio cedido por determinada autoridad para uso público bajo condiciones específicas que en último término acaban reafirmando la legitimidad de la autoridad. Tampoco es un espacio privado, si con este término nos referimos a un espacio controlado y utilizado por un número limitado de personas que excluyen a otras. Las comunidades crean «el espacio común»4, un espacio que se utiliza en las condiciones que deciden las propias comunidades y que está abierto a cualquiera. Su uso, mantenimiento y espacio común no es un mero reflejo de la comunidad. Esta se forma, desarrolla y reproduce a través de unas prácticas que se centran en ese espacio común. Para generalizar el término, la comunidad se desarrolla en el cotidiano, por medio de actos y formas de organización que están orientadas hacia la producción de lo común. 4

El «espacio común», según Marcel Hénaff y Tracy B. Strong, «no admite criterios; está abierto a todos de la misma manera. No es propiedad de nadie, y nadie lo controla… Todo el mundo puede acudir a él para extraer lo que quiera» (Hénaff y Strong, 2001: 4). Se trata de una interpretación del espacio común como algo más o menos preexistente a sus usos sociales (incluyendo su potencial cercamiento), mientras que aquí el espacio común se considera fundamental y necesariamente como un artefacto social que se crea mediante prácticas de lo común. Véase también Roggero (2010: 357-373 y 361-363). Véase De Angelis y Stavrides (2010: 4-27) para una comparación entre el espacio común y el espacio público, en esp. la página 12 [disponible online en http://www.e-flux.com/journal/onthe-commons-a-public-interview-with-massimo-de-angelis-and-stavrosstavrides/].

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En el transcurso de la ocupación, la plaza Sintagma se transformó en una red de microplazas conectadas, cada una con un carácter y una disposición espacial distinta pero todas contenidas en, o más bien, territorializadas en el área que era conocida como la plaza pública principal de Atenas. Cada microplaza contaba con su propio grupo de personas que la habitaban durante algunos días, en sus tiendas; personas que centraban sus acciones y su entorno microurbano en una tarea específica: un parque de juegos infantil, una zona de lectura y meditación, un punto de encuentro para una campaña por los sin techo, un banco de tiempo (un lugar en el que se intercambian servicios, y donde no median ni el dinero ni la búsqueda del beneficio); un lugar de reuniones para la campaña «no pagamos» (para el boicot activo a las tasas de transporte y peajes), un centro de primeros auxilios, un grupo multimedia, un puesto de traducción simultánea, etc. Estas microcomunidades se interconectaban a diferentes niveles y, por supuesto, todas acataban las normas y decisiones aprobadas en la Asamblea General. Sin embargo, las diferencias entre las opciones para la disposición del espacio y de expresión en los medios (mediante banners, placards, pegatinas, imágenes, «obras de arte», etc.) eran algo más que mera apariencia. Compartían una causa y un objetivo común (el Parlamento griego), pero cada microplaza estableció sus propias rutinas, adoptó su propia estética y organizó diferentes microeventos durante la ocupación. Las estructuras organizativas durante la ocupación de la plaza Sintagma funcionaban de acuerdo con una dialéctica descentralización-recentralización. La asamblea central, como sucede en la mayor parte de las asambleas que caracterizan a los movimientos Occupy, era un espacio de debate abierto, pero las decisiones se tomaban en común mediante el voto (cualquier participante podía votar). Todo esfuerzo era poco para que las decisiones contaran con la mayor aceptación posible. Este proceso habría resultado totalmente inútil de no ser por el trabajo de elaboración que realizaban diversas comisiones. Estas eran también abiertas y se creaban con la intención de centrarse en determinados temas sobre los que tendría que deliberar y decidir la Asamblea General. 239

La dispersión de iniciativas y la descentralización de actos y debates no supuso una pérdida de la idea de causa común ni el debilitamiento de los lazos de solidaridad. En ocasiones se producían acalorados debates. Pero no se permitía que ningún grupo dominara a los demás ni se impedía a nadie expresar su opinión. Curiosamente, el procedimiento asambleario reflejaba también esa dialéctica descentralización-recentralización. Eran muchas las personas que querían intervenir, de modo que se las elegía por lotes y para cada fase específica del debate. Sin embargo, las decisiones tomadas afectaban a todos, de modo que una secretaría (que cambiaba diariamente) recogía las propuestas para someterlas a votación. En la plaza reapropiada, el espacio comunitario requería la producción y el uso de espacios intermedios. Los espacios comunes emergían como espacios de umbral, espacios que no estaban demarcados por un perímetro definitorio. El espacio público lleva la impronta de la autoridad vigente que lo define; el espacio común es un espacio abierto, en un proceso de apertura hacia los «recién llegados» (Rancière, 2010: 59). Los espacios comunes son porosos; son espacios en movimiento, pasajes espaciales. Los espacios de umbral ni definen a quienes los usan ni están definidos por estos. Más bien median en las negociaciones entre las personas sobre el sentido y el uso del espacio. Tales espacios corresponden así a un proceso de apertura de la identidad «[que forma…] zonas de paso habitadas por la duda, la ambivalencia, la hibridación; zonas de valores negociables» (véase supra, p. 24). La plaza Sintagma era como una ciudad en miniatura, una «ciudad de umbrales» (ibid.) en la que los encuentros y las iniciativas dispersas construían espacios en los que la gente podía explorar las posibilidades de una cultura pública basada en la solidaridad y en el respeto mutuo. La comunidad en movimiento de la plaza Sintagma no se creó mediante programas organizativos basados en una toma de decisiones centralizada ni gracias a un predominio absoluto de un espacio central. La descentralización y la recentralización caracterizaban a los espacios y las decisiones, al igual que el proceso 240

de creación de los vínculos sociales creadores de comunidad se rehacían constantemente.

LA COMUNIDAD REINVENTADA Los procesos de lo común permiten la emergencia de iniciativas diferenciadas e improvisaciones individuales. No toda la gente que se acercaba a Sintagma participaba en la asamblea. Muchos sólo acudían a gritar y expresar su rabia y su descontento. Los domingos, algunas personas acudían con sus hijos, simplemente por el gusto de disfrutar de un espacio público «diferente». Sería un grave error pretender hallar allí una identidad común. En algunas ocasiones, los activistas de la izquierda que participaban allí malinterpretaban por completo los motivos, las prácticas y las expresiones de todos quienes participaban más o menos regularmente. Por ejemplo, ¿acaso quienes portaban «sus» banderas nacionales (en Sintagma, Túnez, Barcelona y demás lugares) eran simplemente nacionalistas? ¿Se trataba este proceso de un peligroso resurgimiento comunitario en un momento de crisis? En efecto, si nos limitamos a juzgar recurriendo a un repertorio bien establecido de formas de expresión política. Sin embargo, en las plazas los símbolos nacionales se empleaban de diversas maneras. En Atenas, alguien podría «vestir» la bandera como una especie de escudo contra quienes «estaban vendiendo el país» (como de hecho ocurría). Otra persona quizá ondeara la bandera en nombre de la dignidad colectiva dañada: «levantaos», «despertad», «estamos aquí, como los españoles están en sus plazas, y como deberían estar los italianos, los franceses y otros». El análisis de las palabras y pensamientos utilizados constituía una de las formas de juzgar los largos debates sobre la democracia real o directa (en las asambleas pero también en las pequeñas comisiones o grupos), y predominaba en otras experiencias a lo largo de Europa. Pudiera parecer que este o aquel discurso estaba despolitizado; era utópico, ineficaz y demás. También había cierta tendencia a comparar las palabras, los actos y las distintas formas de expresión. La democracia «real» o 241

directa se experimentaba de distintas formas en las plazas. Al margen de lo que dijeran los observadores, la participación de las mujeres en la plaza Tahrir suponía una práctica democrática de facto del espacio público. En las plazas, los manifestantes ingeniaban la manera de tomar decisiones y de defenderse de las agresiones de la policía, y así establecían nuevas formas de ejercer la democracia directa y justa. En una ocasión, tras una brutal carga policial en la que se produjeron carreras, agresiones y el empleo de gases lacrimógenos, se volvió a ocupar pacíficamente la plaza Sintagma. Se formaron grandes cadenas humanas para transportar, de mano en mano, pequeñas botellas de agua para limpiar los restos tóxicos de los gases. La creatividad colectiva (ante la escasez de agua) generó una solidaridad democrática igualitaria. Aquellas cadenas humanas que se improvisaron para afrontar una situación de emergencia son el símbolo de una comunidad en movimiento que reinventa la democracia «real» y la convierte en acción. En algunas ocasiones, aquellas cadenas humanas acababan en baile para celebrar una victoria (como en la plaza Tahrir cuando Hosni Mubarak renunció a su cargo) o para exorcizar el miedo (en Sintagma la gente bailaba mientras la policía «bombardeaba» la zona con gases lacrimógenos). Los discursos, las prácticas y las formas de expresión pueden y deben ser interpretados como actos en movimiento. A veces existen fuetes correspondencias entre unas y otras; sin embargo, no deberíamos deducir de ello una pauta preexistente útil para mapear un terreno común. Las discrepancias, las ambigüedades y las contradicciones son componentes necesarios para una potencial comunidad en acción; una comunidad integrada por distintas personas que siguen siendo diferentes entre sí pero que se reconocen como coproductoras de un espacio común en formación.

¿«NOSOTROS»? Hay un «nosotros» característico de las actuales revueltas que emerge en las plazas, un «nosotros» ambiguo que condensa pero que con las mismas puede evaporarse. ¿Es este «nosotros» 242

lo que marca la emergencia de nuevos sujetos políticos, la emergencia de quienes hasta ahora no han contado para nada pero que exigen participar, en el sentido que otorga Jacques Rancière (2010: 32-33) al proceso de subjetivación política? A continuación, exponemos algunos ejemplos de textos que emergieron en las plazas; en Barcelona: «Somos personas normales y corrientes. Somos como tú: gente que se levanta por las mañanas para estudiar, para trabajar o para buscar trabajo, gente que tiene familia y amigos. Gente que trabaja duro todos los días para vivir y dar un futuro mejor a los que nos rodean»5; en Patras, Grecia: «Es un llamamiento dirigido a todo el mundo, a los trabajadores, a los parados, a los jóvenes; un llamamiento a la sociedad para que desborde la plaza de San Jorge en Patras. Recuperemos nuestras vidas», y, por último, en Sintagma: «Durante mucho tiempo han decidido por nosotros, sin contar con nosotros. Somos gente trabajadora, desempleada, jubilada, jóvenes que acudimos a Sintagma para luchar por nuestras vidas y nuestro futuro. Estamos aquí porque sabemos que las soluciones a nuestros problemas sólo pueden venir de nosotros» y «Somos nadie»6. Es el «nosotros» de la gente común, un «nosotros» inclusivo que quiere recuperar sus vidas y que exige justicia. Es un «nosotros» que no nombra ni diferencia ni erige barreras. Y, aún más importante, es un «nosotros» que se construye en total oposición al «nosotros» nacional o cosmopolita que pretenden imponer las elites gobernantes y los medios de comunicación dominantes. «Nosotros no somos responsables; los responsables sois vosotros.» «No debemos; no pagamos.» «No tenemos que com5

Manifiesto de ¡Democracia Real Ya! [disponible online en www.democraciarealya.es/manifiesto-comun/ (acceso, 5 de febrero de 2012)]. 6 Patras Real Democracy (blog) [disponible online en patras-democracy. blogspot.com/search/label/%CE%A3%CF%85%CE%AD%CE%BB% CE%B5%CF%85%CF%83%CE%B7 (acceso, 5 de febrero de 2012)]. Los aganaktismeni de la ciudad de Patras colgaban en este sitio las decisiones y debates de la Asamblea General. Véase Real Democracy (blog) [disponible online en real-democracy.gr/content/poioi-eimaste-1 (acceso, 9 de febrero de 2012)] para las resoluciones de la Asamblea General de la plaza Sintagma.

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batir en vuestras guerras.» «No somos vosotros.» Hay un «nosotros» multifacético, caleidoscópico, plagado de refracciones y siempre abierto a nuevos acuerdos entre las diferencias, en oposición a un afuera reconocible, el afuera que contiene a quienes destruyen el futuro. ¿Es el «nosotros» de la multitud? Quizá, si es que la multitud se caracteriza por componerse de una multiplicidad heterogénea. Pero el razonamiento que hay detrás del término multitud para describir a la gente en la actual fase del capitalismo se basa en la idea de que emerge como fuerza productora humana en un periodo de producción biopolítica. La multitud, según Michael Hardt y Antonio Negri, «es una multiplicidad de singularidades que producen y son producidas en el campo biopolítico de lo común» (2009: 165). No obstante, en las plazas y en las rebeliones recientes, la multitud no se presenta como fuerza productora, incluso si admitimos que el término «producción» contiene prácticamente toda forma de actividad humana, como hacen Hardt y Negri. Es cierto que el capitalismo pretende destilar de toda actividad humana el poder productivo en el que se basan necesariamente el valor y el beneficio. No obstante, la gente de las plazas es más creativa que productiva7. Las distintas formas de compartir y las distintas formas de encontrarse en público se crean en el transcurso de su performatividad. Pero ¿podrían llegar a manipularlas las instituciones dominantes o acaso se las puede apropiar el mercado convirtiéndolas en mecanismos de explotación? Ciertamente, pero no conviene pensar sólo en términos de posibilidad. Lo 7 Hardt y Negri insisten claramente en que hoy día «el trabajo no puede limitarse al trabajo asalariado, sino que debe referirse a la generalidad de las capacidades creativas humanas» (2004: 105). Virno considera que «la línea divisoria entre el Trabajo y la Acción (poiesis y praxis)… ha desaparecido por completo» (2006: 190). Virno afirma también: «Ya no hay nada que distinga el trabajo del resto de las actividades humanas» (2004: 102). Sin embargo, hay un movimiento de oposición a la continua captura de la acción creativa por parte de la lógica del capital y que se percibe en las experiencias de lo común en las plazas. Quizá sea más apropiado hablar de una potencial emancipación temporal del «hacer» ante la perspectiva de una «antipolítica de la dignidad» como teorizaría John Holloway (2010: 245-249; 2002).

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Fig. 29. Una ciudad de umbrales temporal (plaza Sintagma, Atenas, 2011).

que nos enseña el presente es más bien que las formas que adopta lo común son totalmente contrarias a los principales objetivos que establece la política dominante y al proyecto hegemónico dirigido a gobernar la crisis, tal y como decíamos al principio. Lo que nos puede ofrecer la teoría de la multitud, junto con otros intentos (incluyendo los de Giorgio Agamben y Jacques Rancière) por repensar lo político, es que la política está necesariamente vinculada a procesos de subjetivación colectiva. Lo que estas teorías pretenden repensar no es sólo una definición distinta del sujeto político sino, más bien, de los procesos de constitución de los sujetos colectivos. Agamben (1993) se refiere a «cualesquiera singularidades» para describir las subjetividades de una comunidad en ciernes, y Rancière alude a la «práctica democrática como inscripción de esa parte de quienes no forman parte, y que no se refiere a los “excluidos” sino a cualquiera» (Rancière, 2010: 100, la cursiva es nuestra). Claramente distinto de la «gente» y de las «masas», la multitud es para Hardt y Negri un «su245

jeto social activo» que, «aunque sigue siendo múltiple e internamente distinto, es capaz de actuar en común y, por tanto, de gobernarse a sí mismo» (2004: 100). La subjetivación política, por tanto, puede considerarse como un proceso que no se desplaza hacia la construcción de identidades colectivas y cuerpos sociales uniformes, sino hacia nuevas formas de coordinación e interacción que se basan en prácticas de lo común creadoras de comunidades abiertas de gente común. Probablemente, estas teorizaciones son meros atisbos de posibilidad de unas sociedad diferente, que desarrollan ideas sobre distintas formas de acción colectiva que podrían efectivamente prefigurar unas relaciones sociales igualitarias y emancipadoras. ¿Es esto suficiente hoy día? Probablemente no, de modo que es urgente y necesario entender los movimientos sociales contemporáneos y aprender de sus acciones, discursos y formas de organización. Lo que sí sabemos es que estos acontecimientos lograron derrocar gobiernos incluso en unas sociedades con regímenes históricamente absolutistas. También sabemos que estos acontecimientos marcan una recuperación de la gente de la acción colectiva. Sin embargo, no es tan obvio poder incluirlas bajo una definición económica o social común. Los une una crisis de legitimidad del poder, y un sentimiento compartido de una total falta de justicia. Cualquiera puede aportar ejemplos de su entorno inmediato que reflejan esta justicia imperante. En las revueltas de Túnez, este sentimiento se expresó a través de la reacción popular contra una familia corrupta que había estado gobernando el país durante muchos años. Durante las revueltas de Atenas de diciembre de 2008, era un sentimiento compartido por los jóvenes que participaban en las distintas acciones; el asesinato de un joven por el disparo de un policía condensaba en un solo acto todas las medidas, políticas e ideologías del poder que condenan a los jóvenes a un futuro predeterminado de antagonismos y decepciones. Y este sentimiento adoptó la forma de una injusticia identificada colectivamente (impuesta o, más bien, acelerada, por las medidas de austeridad). Probablemente, este sentimiento estaba también detrás de los disturbios de 2011 en Reino Unido. 246

Todos estos acontecimientos son indicios de sociedades en movimiento, movimiento que supera los límites de cualquier aglomeración de demandas particulares expresadas por distintos grupos sociales en su búsqueda por lograr sus intereses. Las prácticas de improvisación y creatividad colectiva crean espacios comunes en los que la gente no sólo expresa su rabia y sus necesidades, sino que desarrolla formas de vida en común. Ciertamente, son formas frágiles, precarias y a menudo efímeras e incluso en ocasiones contradictorias en términos de sus premisas o valores ideológicos. Pero esta producción colectiva y de facto de espacios comunes supone la reinvención de las políticas de la disidencia y da una nueva forma a las prácticas que exceden las fronteras de los roles sociales dominantes. Los valores de la solidaridad y de compartir no adoptan la forma de imperativos ideológicos, sino que se experimentan en la práctica, en la resolución cotidiana de problemas y en las organización colectiva de las acciones de protesta. En semejante contexto, no hay diferencia entre la solidaridad que sustenta la organización defensiva frente a las agresiones del Estado y la solidaridad que se expresa a través de la recogida colectiva de la basura en una plaza ocupada. La solidaridad no es simplemente una fuerza que mantiene unida a la gente en los enfrentamientos contra las fuerzas del Estado. La solidaridad se ha convertido y se convierte en una fuerza creativa. La solidaridad que se desarrolló a través de la práctica dotó a la gente de unos medios para responder a la violencia que suponían una reformulación de los dilemas de la acción de oposición. No hay duda de que la ocupación de la plaza Sintagma se declaró a sí misma dese el principio como una reunión pacífica pero decidida de personas que expresaban su rabia, algo que provocó que determinados sectores anarquistas acusaran a los indignados de ideólogos pequeñoburgueses. Bien es cierto que se plantearon muchas propuestas de denuncia de los ataques violentos contra la policía, los bancos y los edificios públicos que no se aprobaron en la Asamblea General. Muchos han criticado los actos de violencia como ejemplos de un movimiento autoproclamado de vanguardia, y muchos pretendieron poner freno a ese 247

tipo de actos, a la vez que se protegía a la gente de las brutales «respuestas» policiales. Pero, una vez más, la reacción de la policía era tan brutal que no era siempre fácil distinguir los límites entre los actos de violencia expresamente organizados del black bloc y cuando la gente se ponía a lanzar piedras espontáneamente. Para entender la actitud hacia la violencia en la ocupación de Sintagma, es preciso tener en cuenta todos esos aspectos ambiguos y quizá contradictorios de la experiencia colectiva. La tarea más urgente y prometedora de oposición al modelo de gobernanza dominante es la reinvención de los espacios comunes. El ámbito de lo común emerge constantemente en la permanente confrontación con el espacio público «autorizado» y de propiedad estatal. Dicha emergencia está llena de contradicciones difíciles de predecir quizá pero, no obstante, necesarias. Tras la exigencia diversa de justicia y de dignidad, se ponen a prueba y se inventan nuevas sendas hacia la emancipación colectiva. Y, como dicen los zapatistas, sólo abriremos esas sendas mientras andamos. Pero habremos de escuchar, observar y sentir el movimiento en marcha. Juntos y juntas.

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262

ÍNDICE DE ILUSTRACIONES (Todas las fotografías del libro –salvo las figuras 19 a 23– son del autor)

Fig. 1. Habitando el umbral (Salvador de Bahía, Brasil)......

17

Fig. 2. Zona roja alrededor de la embajada de Francia (Túnez, 2013).........................................................

54

Figs. 3 y 4. Enclaves adyacentes de los pobres y de los ricos (favela Paraisópolis, São Paulo; favela Rocinha, Río de Janeiro) ........................................................

63

Figs. 5 y 6. Enclaves de los pobres marginados (Korogotcho, Nairobi)..................................................................

64

Fig. 7. Porosidad urbana: emigrantes en las calles del barrio YeniKapi (Estambul)................................................

116

Fig. 8. «Cada día de la semana oculta un grano de domingo». En la terraza de un complejo de viviendas sociales (Atenas) .......................................................

117

Fig. 9. Improvisando el escenario de un mercado improvisado (Nairobi).................................................................

126

Fig. 10. Emigrantes inventando lugares de encuentro en el centro de la metrópolis (Atenas) ................................

127

Fig. 11. La vida en la calle-umbral (La Habana) ..................

149

Fig. 12. ¿Salón de belleza o umbral callejero? (Salvador de Bahía, Brasil) ..........................................................

150 263

Fig. 13. La acera transformándose en escena teatral (Nicosia, Chipre)....................................................................

151

Fig. 14. Emigrantes creando sus efímeros umbrales urbanos (Atenas) ..................................................................

152

Fig. 15. Una gran manifestación contra las políticas de gentrificación crea sus propias heterotopías efímeras (Berlín) ...................................................................

159

Fig. 16 y 17. Heterotopías de la dignidad. La construcción de una guardería infantil autogestionada (Villa 21, asentamiento precario en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires)..........................................................

164

Fig. 18. Creando espacios de lo común; parque ocupado y autogestionado Navarinou, Atenas (Archivo del parque Navarinou) ..................................................

172

Fig. 19. Encuentro con «los sin rostro» (Chiapas, México). [NB. Esta y las fotos siguientes hasta la n.o 23 pertenecen al archivo de la campaña, llevada a cabo por el Colectivo Griego de Solidaridad con los Zapatistas, «Una Escuela para Chiapas»] .......

184

Fig. 20. Construyendo el centro de formación del profesorado en el Municipio Rebelde Autónomo Ricardo Flores Magón (Chiapas, México) ........................................

200

Fig. 21. Preparando la fiesta de inauguración (Chiapas, México) ...................................................................

202

Fig. 22. Celebrando la inauguración del centro de formación en la comunidad de La Culebra (Chiapas, México) ....

204

Fig. 23. Una heterotopía ya construida: alumnos compartiendo instrucción y aprendizaje (comunidad de La Culebra, Chiapas) ..........................................

205

264

Fig. 24. Cartel de la coordinadora de las escuelas ocupadas: «nosotros elegimos los colores» (Atenas, diciembre de 2008)..................................................................

208

Fig. 25. El aparcamiento Navarinou el día de su ocupación (Atenas, 2009) (Archivo del parque Navarinou).......

226

Fig. 26. Transformando el aparcamiento en parque (parque ocupado y autogestionado Navarinou, 2009) .............

228

Fig. 27. Sembrando semillas en el parque Navarinou (Atenas, 2015) ........................................................

230

Fig. 28. La primera asamblea durante la ocupación de la plaza Sintagma (Atenas, 2011) ...............................

234

Fig. 29. Una ciudad de umbrales temporal (plaza Sintagma, Atenas, 2011)..........................................................

245

265

ÍNDICE GENERAL

Agradecimientos....................................................................

7

Prólogo. Espacios otros (por Manuel Delgado)......................

9

Introducción. Umbrales espaciotemporales y la experiencia de la alteridad ...........................................................................

15

PRIMERA PARTE DE LA CIUDAD DE ENCLAVES A LA CIUDAD DE UMBRALES I. RITMOS METROPOLITANOS EJEMPLARES Y LA CIUDAD DE ENCLAVES .................................................

31

Ritmos, prácticas sociales y espacio público .............

31

La lógica de las zonas rojas........................................

32

La ciudad compartimentada y el «encuadramiento» de las identidades .......................................................

36

El «estado de excepción» se convierte en norma .....

42

Excepción versus umbrales........................................

47

Las zonas rojas como excepciones normalizadoras y la «ciudad de umbrales» .........................................

53

La ciudadanía ante la política del cerco ....................

57

De la ciudad de enclaves a la ciudad de umbrales.....

62

II. LA INVENCIÓN DE RITMOS, HABITAR LA EXCEPCIÓN ..

67

Ritmos habitados .......................................................

67

Costumbres, el habitar y la alteridad ........................

73

La experiencia destructiva: habitar un «estado de excepción» .................................................................

76

¿Puede el espacio activar la memoria de la discontinuidad?..........................................................

81

SEGUNDA PARTE EL ESTUDIO DE LOS UMBRALES III. LOS UMBRALES DE WALTER BENJAMIN......................

91

Las huellas y la individualidad...................................

91

El flâneur y la fantasmagoría urbana .........................

99

La dialéctica del desencanto......................................

102

El «estudio de los umbrales» ....................................

105

IV. NAVEGAR POR EL ESPACIO METROPOLITANO: EL ACTO DE CAMINAR COMO FORMA DE NEGOCIACIÓN CON LA ALTERIDAD .............................

111

La metáfora de la navegación....................................

111

A través del pasaje, hacia la alteridad ........................

115

Negociar coreografías................................................

119

V. LA TEATRALIDAD: EL ARTE DE CREAR UMBRALES .......

125

La aproximación al otro ............................................

125

Distancia y democracia..............................................

129

Distancia, diferencia y racismo..................................

130

Cuatro pasos hacia la diferencia ................................

133

La distancia teatral.....................................................

136

Una alteridad cercana................................................

140

Baudelaire y el payaso................................................

142

La ciudad teatral ........................................................

145

Sobre vecindades y proximidades manejables...........

148

TERCERA PARTE EXPRESIONES HETEROTÓPICAS VI. HETEROTOPÍAS: UNA APROPIACIÓN DE LA GEOGRAFÍA DE LA ALTERIDAD DE FOUCAULT .............

157

Poder, orden, lugares.................................................

157

La espacialización del conocimiento.........................

160

¿Espacios para la alteridad? .......................................

165

¿Perturbaciones del orden? .......................................

169

Las heterotopías como espacios en suspenso............

173

VII. IDENTIDADES Y REBELIÓN EN LAS HETEROTOPÍAS ZAPATISTAS ..................................................................

181

Los sin rostro.............................................................

183

La máscara .................................................................

188

Cualquier rostro ........................................................

195

Experiencias heterotópicas ........................................

199

VIII. LA REBELIÓN JUVENIL DE 2008 EN ATENAS: ATISBOS DE UNA POSIBLE CIUDAD DE UMBRALES ........

207

Una revuelta espontánea ...........................................

208

La cruzada por la justicia urbana...............................

212

Identidades en crisis y la experiencia de la porosidad urbana .......................................................

218

¿Hay vida a partir de diciembre?...............................

225

Apéndice. Plazas en movimiento ............................................

233

Referencias citadas.................................................................

249

Índice de ilustraciones ............................................................

263

En la creación y uso social de los umbrales –esos espacios de transición entre puntos urbanos– surge una espacialidad potencialmente emancipatoria. Así, las imágenes de ocupaciones de plazas y otros espacios públicos, frescas aún en la retina, nos mostraron cómo reclamar nuestras propias vidas y proponer maneras diferentes de ordenar la vida social. Estas reivindicaciones, a su vez, han impulsado una formidable reinvención de la política y las relaciones sociales. Hacia la ciudad de umbrales encierra un vigoroso análisis de las nuevas formas de socialización y de uso del espacio que estas experiencias comunitarias y de autogestión urbana desvelan, e intenta dar cumplida respuesta a esta cuestión espinosa: ¿puede la ciudad de umbrales convertirse en el equivalente espacial de un proyecto emancipador basado en la negociación entre diferentes –pero no excluyentes– identidades en el proceso de invención colectiva del futuro? «Si hay algo que nos ha enseñado la crisis en Grecia es, primero, que el capitalismo es un desastre y, segundo, que no sabemos cómo superarlo. “¡Piensen, piensen, piensen!”, eso es lo que nos dice la crisis. “Piensen ahora, piensen urgentemente, piensen el tiempo, piensen el espacio, piensen contra el capital!”. Ahí radica el gran aporte de Stavros Stavrides. A partir de la experiencia griega, nos insta a repensar el espacio, la ciudad, la crisis, a pensar contra el capital. ¡Excelente!» John Holloway «Una aportación de veras singular a la crítica de la usurpación capitalista de las ciudades.» Manuel Delgado

ISBN 978-84-460-4276-1

9 788446 042761

www.akal.com

Este libro ha sido impreso en papel ecológico, cuya materia prima proviene de una gestión forestal sostenible.