Georg Simmel Filosofo De La Vida

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T E O R Í A

S O C I A L

Director de la serie: Esteban Vernik La Serie Teoria Social reúne obras que son muestras del estado latente de la modernidad. Si la historia del pensamiento social y humanístico delineó un conjunto de textos clásicos sobre el legado modernista, a su sombra restan aún por recuperarse contribuciones incisivas que conservan viva la inquietud sobre los fundamentos de nuestro presente. La Biblioteca Dimensión Clásica se inicia con una Serie que se propone ampliar los horizontes del estado de la teoría social -tanto en sus resonancias filosóficas como político-culturales— mediante la publicación de un conjunto de ensayos claves hasta ahora alejados de los currículos universitarios, y que se ofrecen en todos los casos a través de traducciones cuidadas y textos introductorios de alto nivel realizados por destacados especialistas en la materia, que, por un lado, devuelven los textos a su estado original de indicación y presentimiento, y, por otro, los reintroducen plenamente en la discusión de lo contemporáneo. Imágenes momentáneas Georg Simmel Roma, Florencia, Venecia Georg Simmel Los debates de la Dieta Renana Karl Marx Max Weber y Karl Marx Karl Lowith Próxima aparición Los empleados Siegfried Kracauer Pedagogía escolar Georg Simmel

Vladimir

Jankélévitch Georg Simmel, filósofo de la vida Traducción de Antonia García Cast ro Prólogo de Cécile Rol

editorial

indiice

PRÓLOGO: Impresiones y reminiscencias. Vladimir Jankélévitch y la recepción de Georg Simmel Cécile Rol

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GEORG SIMMEL, FILÓSOFO DE LA VIDA

Vladimir Jankélévitch Razón teórica y razón práctica La «autotrascendencia» Aplicaciones La tragedia de la cultura Conclusión Notas

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Pròlogo Impresiones y reminiscencias. Vladimir Jankélévitch y la recepción de Georg Simmel ReminLicencia es una palabra banal que mantiene para mi una dono ridad poética y nostálgica [...] la reminucencia no tiene el peso del recuirào, es niád bien el toque fugitivo que nos roza, a menudo din que nod demod cuenta.; nod queda algo y, a la vez, no nod queda nada, nod queda algo que no ed nada. ¡Ed una huella que no deja hue liad! {QJ: 5J). " Vladimir Jankélévitch (1903-1985) había cumplido 20 años cuando empezó la redacción de su ensayo «Georg Simmel, filósofo de la vida».' Durante décadas, la recepción de Simmel en Francia fue sin lugar a dudas mediocre,^ de tal manera que sin pasar totalmente desapercibido, dicho texto no se encontró con su público al ser editado en 1925. «En vano Jankélévitch intentó revivir el pensamiento de Simmel a través de un artículo publicado en la Reme de Métaphydique ct de Morale», resumía Freund, y en cierto sentido Jankélévitch compartió ese veredicto a regañadientes (Freund, 1981: 9). Evocando aquel «extenso artículo entusiasta» como una guirnalda de «exageraciones juveniles», concedía con melancolía el poco éxito de sus esfuerzos al respecto (S: 125; QJ: 242). Sin embargo, estas palabras tampoco constituían una abierta confesión de fracaPara hacer más ligera la lectura, hemos recurrido a siglas que especiíicamos en la bibliografía, en donde también figuran las referencias de las obras traducidas al castellano.

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so. A los 75 años proclamaba lo contrario con la misma convicción que medio siglo antes. «Pronto, quizá, la posteridad volverá a leer a Georg Simmel, lo reconocerá [...]. Algún día, se sabrá; algún día, tarde o temprano, el ignorado será reconocido; nunca nadie ha sido ignorado por los siglos y los siglos» (ibíd.: 243). Desde entonces, la historia le ha dado la razón y Simmel, de hecho, no es el único en conocer un vertiginoso reconocimiento desde finales de la década de 1980. Publicado por segunda vez en Francia en 1988, ese artículo fue traducido al alemán en el año 2003 y hoy se traduce al castellano, un idioma que Jankélévitch apreciaba especialmente. Esta introducción pretende contextualizar aquel ensayo: ¿cómo se ubica en la obra de Jankélévitch? ¿En qué radica su propia originalidad?

I. «Serás simmeliano y vitalista hasta el final... » En 1922, finalizados los estudios secundarios, Jankélévitch entra en la École Normale Supérieure de París, en donde asiste a las clases de un importante representante de la filosofía francesa del período de entreguerras, Léon Brunschvicg (1869-1944). «En un principio», él fue quien lo «atrajo hacia Simmel» {S\ 133) y, de hecho, los lazos entre los dos filósofos son más tenues de lo que se podría pensar a priori. Simbólicamente, primero, ya que Brunschvicg asegura la continuidad de la enseñanza filosófica en Estrasburgo, haciéndose cargo de la antigua cátedra de Simmel en 1919.' Brunschvicg se incorpora más tarde a un círculo de pensadores que militará activamente por una «Europa» intelectual.'' Después de la guerra, una de las preocupaciones de Brunschvicg fue el abismo establecido entre el pensamiento francés y el alemán. Decidido a «hacer que la película de Europa retome el curso que le corresponde» (ibíd.: 139), él seguía esgrimiendo su antorcha,

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usando el espacio de sus clases para sensibilizar a sus alumnos. ' Pero las afinidades terminan ahí, si se considera hasta qué punto^runschvicg se sentía lejano al vitalismo. Ante todo, Jankélévitch debe su encuentro con Simmel más que nada a otro «maestro», cuyo prestigio fue mucho menos académico. En efecto, la recepción de Simmel es una historia familiar que empieza con el padre de Vladimir, Samuel.

Samuel Jankélévitch (1869-1951) En 1890, Samuel Jankélévitch parte de Odessa rumbo a Montpellier, donde cursa sus estudios de medicina.' Sostiene su tesis sobre la enfermedad de Hodgson y, en 1895, se radica en Bourges para atender a las necesidades de su familia. «El doctor Samuel Jankélévitch desempeñará un papel fundamental en la vida de su hijo» {Corn 172); en primer lugar, por intermedio de su impresionante biblioteca, en la que el joven Vladimir encontrará materia para sus primeras afinidades electivas. Ahí devorará prácticamente toda la obra de Simmel, la mayor parte en alemán, lengua que lee con gusto aunque la hable «muy mal» (ibíd.: 202).^ No obstante, serán las repetidas conversaciones con su padre las que se revelarán determinantes para Vladimir y, respecto a éstas, la muerte de Samuel, a fines de 1951, no implicará más que un final relativo.^ Autor ocasional, Samuel Jankélévitch fue un médico atipico, apasionado por la filosofía, por la psicología e incansable traductor de obras rusas, italianas, inglesas o alemanas. ' Si bien la misteriosa traducción de Simmel, que a veces se le atribuye, no ha sido encontrada hasta ahora, el hecho es que, desde 1905 hasta la década de 1920, el doctor Jankélévitch se interesó especialmente por la sociología y a menudo propuso sus escritos a revistas de primer rango: la Reviw de dynthcM, Scientia o precisamente \&RMM. Una señal de la importancia otorgada

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a Simmel, es la publicación en 1911 de una reseña de la Sociologia editada por la Reviie de jynthèje y por la Revu£ philodophiqLie. En esas ocho páginas elogiosas no sobresale más que una crítica, pero apenas «de pasada, sin ninguna intención de rebajar el valor de un libro que se puede considerar, sin exageración, como una de las contribuciones más capitales hechas a la investigación sociológica en los últimos años» (Soz: 139). Tal como indica el libro que había publicado en 1906, Nature et docieté, en Samuel Jankélévitch perduraba, fruto de su paso por Montpellier, la huella de un enfoque vitalista de lo biológico y de lo social. Centrada en la cuestión de lo humano y de sus efectos recíprocos, ésta se refleja por ejemplo en su interés por «las discusiones sobre el objeto sociológico» y también en su crítica radical al «sociologismo». «Modesto», pero a la vez «profundo y penetrante», el esfuerzo de abstracción y la perspectiva formalista elaborada por Simmel remitían directamente a su sensibilidad, y veía ambos como la única alternativa posible a las derivas de la escuela durkheimiana (ibíd.: 129-130). El hecho de que Vladimir haya asumido las posiciones de su padre sobre la polémica que oponía Simmel a Durkheim se desprende claramente de su ensayo de 1925. El formalismo sociológico de Simmel, fundado en la WecLielwirkung, está en «desacuerdo profundo» con las «escuelas positivistas» y los «excesos del "psicologismo" y del "sociologismo" en los que demasiado frecuentemente se ha incurrido estos últimos tiempos en Francia», especialmente en lo referente a la «escuela de Durkheim» {SPV\ 17; 22) según su resumen, tan enfático como el de su padre. Ahora bien, si las reticencias del joven Vladimir acerca de una «sociología sin alma» nunca fueron desmentidas,"' esta faceta de Simmel tampoco era la más relevante a sus ojos. Sus «descubrimientos fecundos» y sus «análisis tan variados» del grupo social no le interesaban sino como preámbulo anunciador de una filosofía de la vida, verdadero resultado de la obra de Simmel (ibíd.: 26).

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«Los dos filósofos más grandes del siglo xx»: Bergson y Simmel En 1908, Samuel Jankélévitch publicó un artículo en el que, transponiendo su análisis sobre el cáncer, ' ' trató de combinar sociología y filosofía. Bajo el título «Del papel de las ideas en la evolución de las sociedades», sus conclusiones se inspiraban, en gran medida, en La evolución creadora de Bergson (1907): La vida en general, dice el señor Bergson, siempre empuja hacia delante; sus manifestaciones particulares quisieran permanecer en un mismo lugar [...]. Lo que es cierto de la vida en general lo es también de la vida histórica y social, y nada ilustra mejor que estas palabras las relaciones entre la evolución histórica en general y sus fases particulares, la primera estando determinada por ideas y tratando de adquirir su plasticidad [...], las últimas representando esas ideas en el estado de materialización, es decir, limitadas, inmovilizadas, obstruidas en su expresión por la forma concreta que han adoptado» {RIS-. 279-280). He aquí un marco de lectura que su hijo no vaciló en retomar para elogiar dos ideas geniales de Bergson: la existencia de una esclerosis del impulso vital y la necesidad de explicar la vida mediante la vida. Sin embargo, Vladimir irá más lejos, afinando la formulación de su padre, por lo demás bastante trabajosa, cruzándola con los análisis de la temporalidad y de la moral expuestos en Lebeiwaruchauung {Intuición de Li \>ida^. Así como la vida, para realizarse, precisa de su mortal antítesis, las obras del espíritu se reifican al objetivarse. Y si, al igual que su padre, consideraba la filosofía de Simmel como muy próxima a la de Bergson,' ' el núcleo que constituía su médula le parecía, al contrario, «totalmente antibergsoniano» (SPV-. 69). ¿Buscaba Vladimir convencer a su padre de la «incomparable superioridad de Simmel sobre Bergson» al tratar de captar «el origen interior y profundo del cáncer»? {Corr.

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65; SPV\ 64) ¿Veía, acaso, en esa jerarquía, que de hecho Simmel hubiera refutado, un intersticio donde emanciparse de un pensamiento del que seguía siendo deudor? A decir verdad, la alquimia del encuentro del joven Vladimir con la obra de Simmel proviene de una lógica mucho menos freudiana. Ciertamente, en un principio el atractivo de lo nuevo se traducía por una apología ditiràmbica. Sus artículos, «verdaderamente maravillosos», le hacían el efecto de ser «puras obras de arte» (Corr. 47). Insiste Jankélévitch: Cada vez que abro Intuición de la vida, [...] o ProbUmaj funciainentahd de filosofía es [...] como una bocanada refrescante de entusiasmo [...] Este hombre endiablado me hace pasar de maravilloso desconcierto en maravilloso desconcierto [...] Sólo un genio pudo haber escrito esas líneas» (ibíd.: 52-54). Sin embargo, Jankélévitch opta rápidamente por los rnatices. A partir de 1923, sin negar sus diferencias, sitúa a los dos hombres en un mismo plano" del que no los volverá a desplazar. Su ensayo sobre «La decadencia», publicado en 1950, nos da la medida: «Los dos filósofos más grandes del siglo XX dieron, cada uno en su lenguaje, la formulación de esta fatal y fundamental decepción que [...] representa toda nuestra medianía creativa, fienri Bergson describe, en La evolución creadora, el impulso formativo, a cada instante fascinado por la tentación del torbellino en un mismo lugar e inmovilizándose, complaciente, en esos mismos organismos que son obra de su genialidad. Bajo el nombre de «tragedia de la cultura», Georg Simmel estableció la ley muy general que norma esta ironía metafísica: el espíritu inventor produce obras que lo desmienten [...] [éstas] se vuelven ingratamente en su contra; el pensamiento creador llega a ser irreconocible en sus progenitores; los signos no expresan ya el sentido, ni los aódigos la necesidad de justicia; la revolución,finalmente,se reseca en burocracia y en neopatriotismo» {D: 356; la cursiva es nuestra).

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De lo que se desprende que, una vez terminado el período de adulación, poco le importa a Jankélévitch la preeminencia de uno sobre otro. Lo que ahora ocupa un lugar central es la común intuición de una tragedia de la cultura que, por así decirlo, subsume a Simmel y a Bergson. Punto focal de su pensamiento, en definitiva la tragedia de la cultura constituye la principal aportación de su ensayo sobre Simmel. A partir de 1925, Jankélévitch encuentra aquí una problemática central, tomando de esta «constelación fundamental de la naturaleza humana» un aliento extraordinario para su propia filosofía moral y política. Muy atento a este fenómeno, cuya lógica volverá a bautizar con las expresiones de «órgano obstáculo», de «imposible necesario»" o aun de «maldición del poder» {QJ: 151), «Jankélévitch no cesó de acechar con meticulosa clarividencia sus múltiples avatares» (Montmollin, 2000: 77), del frenesí al estancamiento pasando por el aburrimiento. Sin embargo, cuando encaramos la cuestión de la originalidad de su lectura, un paso más se impone. Estrechamente vinculada a su padre, la insistencia sobre la tragedia de la cultura no lo distinguía tampoco de otros mediadores de Simmel. Si hizo prueba de originalidad fue indirectamente, al apropiarse del proyecto simmeliano de philúdophLtche KuLtur, una suerte de actitud ante el mundo capaz de responder a la tragedia de la cultura.

II. Una réplica a la tragedia, o la originalidad de una lectura La tragedia de la cultura es un hecho y, sean cuales sean sus formas, hay que encararla, sostiene Jankélévitch remitiendo a Simmel. Ahora bien, mientras que los racionalistas dormitan, él prefiere exhortar a «no dormir durante este tiempo»'® (SPV\ 85; Corr. 77). No cerremos los ojos ante ella si acaso el

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hecho de aceptar su ineluctabilidad constituye una primera manera de obviarla. En efecto, «el relativismo mismo nos ofrece una salida» porque conocer nuestros límites es un acto de superación de los límites (SPV-. 29)."^ Sobre todo, estar en vigilia mientras la tragedia se desarrolla permite desplegar una segunda astucia que, aun siendo imperfecta, atenúa sus efectos. A esta astucia, Simmel la llama «cultura filosófica»,'' y para facilitar su emergencia -que se espera que sea de dimensión europea—, se involucró activamente en la creación de una revista que marcó su época: Logoj, Internationale Zeitjchrift filr Philoéopbie der Kultur. Hasta que estalló la guerra, estuvo orgulloso de haber contribuido a que «esta época espantosa de la edad de las máquinas y de los valores exclusivamente capitalistas llegue a su fin», creyendo incluso «percibir los signos que anunciaban una nueva espiritualidad».'® No se trata de relatar detalladamente en qué contexto Walter Benjamin, haciendo alusión a esta defensa simmeliana, hablaiá de'iT«/turhoLichewumiu [bolcheviquismo cultural], Pero no podemos dejar de constatar que, aunque no hayan tenido gran éxito en Francia," estas réplicas destinadas si no a desbaratar por lo menos a atemperar la tragedia de la cultura, fueron recibidas con entusiasmo por diversas corrientes revolucionarias rusas y alemanas. La originahdad de Jankélévitch consistió en introducir esa sensibilidad en Francia. Durante mucho tiempo ignorado, la tumultuosa recepción de Simmel iba cobrando visibilidad bajo su pluma. Pero sobre todo, en ese mismo surco, se inscribía el propio Jankélévitch.

El proyecto Logod y su desarrollo Testimonio de dicha inscripción, el ensayo que Jankélévitch dedica a Simmel da cuenta de una doble arquitectura. En un primer plano aparece la influencia puntual de algunos «filóso-

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fos rusos de la época» que a menudo citaban a Simmel {QJ: 242), como es el caso del «estudio de Fedor Stepun sobre el Romanticismo de E Schlegel y la "tragedia de la creación" estética» publicado en Logod (SPV: 49) que, de hecho, había llamado la atención de Simmel.Sobre todo, el enfoque simmeliano de la cultura filosófica dotaba a los esplritualismos ruso y alemán de un j)rograxn&dociopoUtico'^'- al que Jankélévitch era muy receptivo. «Lo que sobre todo me parece interesante en el pensamiento de Simmel», sostenía, «es que traduce cierto estado de ánimo actualmente imperante en Alemania» -pero también en Rusia—y que, manifestándose bajo las formas más diversas, apela a la intuición con el fin de superar las formas alienantes de la cultura objetiva por intermedio de un retorno a la vida espiritual» {SPV: 83). Ahora bien, al principio de los años veinte, y aunque conociendo las fuentes históricas y sociales de esa suerte de «revolución cultural» temblorosa, Jankélévitch creía con firmeza en las promesas de ese proyecto: Parecería que en estos dos grandes vencidos de la guerra, Rusia y Alemania, en estos dos pueblos jóvenes que han sufrido más que cualquier otro en estos últimos diez años, se produce [...] una amplia conversión hacia los valores de la vida espiritual. Parecería que, desencantados por las «unilateralidades» monstruosas de nuestra civilización occidental (la cual, por una anomalía verdaderamente horrorosay dramática [...] se desarrolla [...] en un solo sentido: en el sentido de la Técnica material, de la Repetición indefinida, o sea de un menor ejfiierzo), le piden su salvación presente a la «cultura» interior, [...y] es, en efecto, la sofia alejandrina (la WeLiheit de la escuela de Darmstadt) en su plenitud concretay en su perfecta limpidez espiritual la que nos proponemos restaurar» {Corr. 92). A través de ese «nosotros» que incluía un «yo», Jankélévitch da cuenta de un gran entusiasmo por la lectura de la tragedia de la cultura tal como emana de Logoé. ¿Cuál era ese programa

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en común? ¿Por qué los rusos tuvieron en él un papel tan activo? ¿Qué perspectivas ofrecía después de la guerra? Estoy «permanentemente aquejado por esas mismas ideas» confesaba, intrigado por la proliferación de clones en la revista, porque si «Logod, la antigua revista de Simmel,"" se llamaba Périodújue pour laphibéophie de la Culture es de notar que la Sophia, «revista de los rusos de Berlín, tiene el mismo subtítulo» (ibíd.) Impresionado por esta coincidencia, decide encarar un tema que le «importa particularmente: las reacciones de la mística rusa frente al bergsonismo y los filósofos romántico-vitalistas de Alemania», y se interesa por el nuevo número publicado por la delegación ruso-alemana de Logoé, que acababa de volver a formarse en 1925, en Praga, «con un índice de lo más apetitoso» (ibíd.: 90; 112). Sin embargo, la aventura cobró otra dimensión cuando Jankélévitch fue nombrado profesor de Filosofía en el Instituto Francés de Praga en 1927. Rápidamente lúcido frente a su auditorio, tuvo, desde un principió, sentimientos encontrados sobre esta estancia, que describió en algunas ocasiones como «el Pactolo» y en otras como «una broma amable que no durará más de un año» (ibíd.: 142). Serán cinco años, durante los cuales tratará de involucrarse en el viejo proyecto de Logoé, enviando por ejemplo a París «algunas reseñas» sobre los movimientos checoy ruso de Praga o desarrollando, a petición de Brunschvicg, un «proyecto de sociedad de filosofía franco-eslava» (ibíd.: 152). En Praga, Jankélévitch mantendrá sobre todo algunos contactos con los Logodcy emigrados, los redactores del Logod ruso, tales como Jakovenko. Huella innegable de sus esfuerzos y de sus mediaciones, será invitado a participar en este avatar ruso-alemán de Logoó que iu&Der rMítuche Gedanke, haciendo entrega de una contribución en 1929, y de dos más para el último número de 1930.'' Pero el idilio no durará y las últimas palabras de su estancia están marcadas por la amargura. «Sobre la enseñanza filosófica en Checoslovaquia no hay nada que decir. Es un país de peones y

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pedantes, la tierra bendita del sinergismo [...] y otras extravagancias —en fin, el país de JVLasaiyky Essertier»"^ (Corr: 199). Señal aún más elocuente, Jankélévitch reformula drásticamente el tema de su segunda tesis, " que en un principio quería dedicar a sus «proyectos rusos». ¿Qué pasó?

Ambivalencia y disonancias A pesar de su entusiasmo por el misticismo ruso y el irracionalismo alemán, hay que señalar que desde un principio la posición de Jankélévitch fue ambivalente. Tempranamente desconfiará de un Keyserling o de un Spengler, quienes se consuelan «de sus desgracias presentes, atribuyéndole a no sé qué fatalidad dramática de la naturaleza humana las decepciones que la civilización ha podido generar en ellos» (SPV: 84). Pero en cambio alaba sus esfuerzos por asumir esa «amenaza mortal, pero inevitable, que nuestra inteligencia, con sus progresos fulminantes, constituye para la frescura intuitiva de nuestra vida espiritual» (ibíd.). La conclusión de su ensayo sobre Simmel ilustra con fidelidad este quiasmo. Se puede «deplorar las tendencias "irracionalistas" de este movimiento» decía, lúcido en relación con los «seudofilósofosy charlatanes» que estaban ligados a él (ibíd.). Pero se negaba rotundamente a generalizar. Razón por la cual «no podríamos negar que el movimiento en sí mismo merece toda nuestra atención y toda nuestra simpatía» (ibíd.). Mantendrá la misma actitud frente a las patentes desviaciones de algunos rusos: «Soy difícil al respecto, es un tema que me tiene hastiado», decía ya en 1924: Acostumbrado [...] alas disciplinas occidentales, al pensamiento francés y alemán, no se me ocurriría confundir la reflexión filosófica, en su irreductible autonomía, con divagaciones apocalípticas como las que, durante demasiado tiempo, han constituido la «filosofía rusa» (Corr: 90-91).

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Seducido por el misticismo ruso, Jankélévitch temía sin embargo que diversas corrientes se apoyaran en un mal uso de la cultura filosofica, como el círculo de la Sophia reunido en torno a Berdiaev.^'' Entre los Logoécy, algunos como Jakovenko o Losskij le desesperaban. Éstos «lamentablemente ignoran a Simmel, quien les da miedo por su relativismo religioso de judío i^reí^ért/tí-r [librepensador]: es decir, que no entienden nada» (Corr: 91). Si bien le parecía que «la gran tradición que emana de Vladimir Soloviev debería [...] dibujar para las nuevas generaciones la silueta de una verdadera filosofia de la Cultura, tomando la palabra Cultura no en su sentido unilateral, técnico y objetivo que corrientemente le atribuyen los rusos, sino en el sentido sintético que tiene para los Relativistas alemanes» —léase Simmel—, Jankélévitch no estaba totalmente seguro de que fuera necesariamente capaz de hacerlo {TM: 359). O sea, para preservar este movimiento de cualquier desviación nacionalista, para conservar su postura de «verdadera filosofía», era vital no limitar a sus garantes. Bajo este rótulo, Simmel, hijo de la tradición kantiana modelado con «escriipulos racionalistas», todavía era quien ofrecía las mejores garantías de seriedad (iS'i'F: 17; 81).

Fascismos irracionalistas y democracias de la razón A partir de 1933, la ambivalencia de Jankélévitch se acentúa. Los usos franceses de la filosofía alemana, en gran parte mediada por rusos —piénsese en Groethuysen, Koyré o Gurvitcb-, ya no son solamente impugnados por haber permitido a una serie de «pretendientes» a la Sorbona imponerse (Pinto, 2002: 33), sino que, atizado por el fortalecimiento de los fascismos, el clima político suscita una nueva acusación. Este «carácter antiobjetivista» que se refiere a Schelling, ITeidegger o Bergson se convierte progresivamente en sinónimo de conser-

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vadurismo (ibíd.: 25). Cada vez más inseguro de sus propias opciones políticas, Jankélévitch vacila hasta que la Segunda Guerra Mundial arrasa con sus últimas dudas. Destituido de sus funciones, se sumerge en la clandestinidad y entra en la Resistencia, eligiendo claramente su bando. En 1945, ala hora del balance, su vida intelectual está inexorablemente cortada en dos: «Antes, el joven filósofo amado por Bergson, influenciado por Simmel y Plotin, enarbolando un pensamiento nimbado [...] de algún irracionalismo; luego, el pensador de edad madura, vomitando ideologías teñidas de romanticismo» (Schwab, 1998: 15). Preso de una desgarradora «mala conciencia»,^ Jankélévitch va perdiendo pie al recordar las críticas de Brunschvicg, quien, entonces, le había reprochado [el] haberse abandonado al hechizo de Schelling, del Romanticismo y de los filósofos de la noche [...]. ¡Como si todo eso hubiese sido culpa mía! Desde luego, él no lo creía pero, igualmente, tenía un poco de razón [...]. Era y no era mi culpa. Temamos nuestra parte de responsabilidad en el delirio del irracionalismo sangriento y del galimatías frenético. Cuando Victor Delbos escribía, hace mucho, que el pangermanismo estaba muy discretamente contenido en el idealismo alemán, exageraba sin duda y nosotros nos alzábamos en contra de esas alegaciones, en las que nos parecía reconocer la expresión de un fuerte patriotismo. Haciendo hoy día, y tan tardíamente, mi autocrítica, me pregunto si no había gran parte de verdad en ese reproche dirigido a los jóvenes que éramos entonces y que cometían el error de sucumbir a las tentaciones del ideéilismo mágico {S: 137-138). Al humor matizado de su mentor, Jankélévitch opone una seriedad extrema que excluye todo perdón, repudiando al mismo tiempo «prácticamente toda la cultura alemana» y llegando a olvidar su idioma, negándose a leer y a enseñar a sus filósofos, a tocar a sus grandes músicos. Pero la radicalidad de este cambio de postura, que le significó, por cierto, una ex-

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elusion gradual del mundo académico ¿significaba realmente un abandono puro y simple de la tragedia de la cultura? ¿Fueron Simmel y el Logoé germano-ruso desechados de la misma manera que Keyserling o Schelling?

III. Reminiscencias La referencia a Simmel fue ciertamente alterada por la guerra. Mientras que en 1925 Jankélévitch se resistía a ver en él a «la figura-tipo del filósofo semita» {SPV: 84), después de la guerra lo presentará bajo los rasgos de un .«filósofo judío alemán». Sin embargo, aunque Jankélévitch «repudiaría prácticamente toda la cultura alemana», conservó con fervor un «no sé qué», un «casi nada», como le gustaba formularlo, en el que Simmel no desapareció jamás. Simmel no será, como lo fue en Lukács, la referencia oportuna de un instante. Cuando sucumbe a la enfermedad, a la edad de 82 años, su influencia seguía siendo palpable. De hecho, Jankélévitch parecía haberlo presentido muy tempranamente: Lo uno o lo otro: aceptas el principio de la Selkitraruzenc)enz [autotrascendencia] o lo rechazas. Si lo aceptas, no puedes ya, no debes ya detenerte: serás simmeliano y vitalista hasta el final {Corr. 64). Simmeliano hasta el final, Jankélévitch continuará inspirándose en muchos de sus temas. Aun de forma insinuada, se puede distinguir la problemática simmeliana del Solíen o del hombre fronterizo que «relaciona los extremos» en su Traite dcé Vertiu {TV-. 112-117; 139; 149), la de la «metafísica de la muerte» {M-. 130-131; 425), la de la dialéctica sin síntesis de la vida o la del conflicto. Se podría alargar esta lista sin mayores dificultades. Nos contentamos con subrayar que la «nota

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azul», alrededor de la cual éstos seguían articulándose, no cambia: la tragedia de la cultura. En 1963, bajo los auspicios de «Georg Simmel y Fedor Stepun, [que] insistían con la tragedia de una cultura que se vuelve contra el espíritu», Jankélévitch proponía una contribución identificando otras tres modalidades, más modernas y más propias del espíritu del tiempo: L'Aventiire, l'ennidet le ^lérieux (AES". 91; 215-216). Aún en 1981, su tardío opúsculo sobre Le paradoxe de la morale reactualizaba explícitamente el programa sociopolitico de la cultura filosófica como réplica a la tragedia de la cultura. La tragedia es tragedia porque es a la vez miseria y condición de toda fecundidad, una «feliz negación» de la cual nace la gracia que a ella se sobrepone y que hace posible la acción (PM: 110112). Queda por saber si la filosofía de la cultura sigue siendo moderna para nosotros; si, a la manera de una huella sin huellas, no se trata de la reminiscencia de una visión del mundo que responde a catástrofes irremediablemente pasadas. Recurriendo también a Simmel, Arendt abogaba por un somos herederos sin testamento. Pero el debate ha ido ganando desde entonces radicalidad, desplazándose desde la filosofía a la tragedia de la cultura. « ¡Pues se ha acabado! », exclamaba hace poco Baudrillard, como si el intercambio, la mediación, el órgano-obstáculo estuvieran también destinados a la extinción: Ahora somos libres con una libertad diferente. Liberados de la representación por sus propios representantes, los hombres son libres por fin de ser lo que son sin pasar por nadie más, ni siquiera por la libertad o el derecho a ser libres. Liberadas del valor, las cosas son libres de circular sin pasar por el intercambio y la abstracción del intercambio. Las palabras, el lenguaje, son libres de corresponder sin pasar por el sentido (Baudrillard, 1999; 152 [124 en su edición en castellano]). CÉCILE R O L

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Notas 1. Jankélévitch comienza este ensayo en julio de 1923 y envía la versión definitiva «a Brunschvicg dui'ante el mes de septiembre» {Corr. 47). A pesar del servicio militar, al que se incorpora en agosto, su voluntad de trabajar se mantuvo tanto más intacta cuanto que el lugar al que file destinado era la última ciudad en la que Simmel dio clases. La «miel que permitió tragar la muy amarga bebida»fijefi-utode «unas cuantas visitas intempestivas a los libreros» para conseguir «algún Simmel» (ibíd.: 46; 52). Afinesde agosto, Jankélévitch, embriagado por el «opio simmeliano» (ibíd.: 60), pone sus argumentos a prueba en largas cartas que le escribe a su amigo Louis Beauduc. Muchos párrafos de esta correspondencia se repiten exactamente igual en su artículo. 2. Prueba de esto es la traducción tardía de la Filosofía del dinero (1987), o de Sociología (1999). Para más detalles véanse DerocheGurcel (2002: 17-59) y Rol (2006: 137-176). 3. Cuando Simmel muere en Estrasburgo, en septiembre de 1918, se acerca el fin de la Primera Guerra Mundial y la Universidad se convierte rápidamente en un espacio de poder. Los alemanes deben abandonar el lugar con toda celeridad y dar paso a los profesores franceses. La organización llevará meses, pero varios maestros son inmediatamente solicitados en misión temporal; es el caso de Brunschvicg, que propuso una clase sobre el tema «Naturalezay libertad» (Pfister, 1919: 336). 4. Mencionemos a Xavier Léon, quien ofreció, en más de una oportunidad, la tribuna de la RMM a Simmel. 5. Es también ese perfume de Europa lo que, presente en Simmel, seducirá a Jankélévitch. «Tuvo a principios del siglo XX una audiencia europea», insistía: «los filósofos rusos le citaban a menudo, el relativismo simmeliano ejerció una gran influencia en Italia [...], y más particularmente en España, en OrtegaGasset, que había creado la Revuta de Occludente, muy impregnada por el espíritu de Simmel y su "filosofía de la cukura"» {QJ-. 242-243). 6. «El númerus clausus impuesto en Rusia excluía a los judíos de la Universidad» (Le, 1989: 42). En Montpellier, Samuel conocerá a su mujer, Anna Ryss, también de origen ruso. La pareja tuvo tres hijos, Ida, Vladimir y Léon.

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7. Se puede citar Introducción a la ciencia de Iti moral, Sobre la diferenciación social, Kant, Intuición de la vida, Philoàophiiche Kultur [Cultura filosofica], Problema^ fundamentales de Filosofia, Goethe, Filosofia del dinero, Problimas defilosofia de la. huitoria o Schopenhaiwr y Nietzsche. Los artículos tampoco fueron descartados, como aquellos sobre Rodin, Rembrandt, «Die Tragödie der Kultur» o «Die Metaphysik des Todes». Algunos ejemplares están conservados en Q^iai aux fUurs, y la cantidad de anotaciones al margen da cuenta de largas y minuciosas lecturas. 8. Hasta 1975, Vladimir vivirá con sus padres sin mayores interrupciones. Incluso al final de su vida, «su hijo lo visitaba cada díay ambos hablaban de sus lecturas». Por otra parte, Vladimir «confesaba con gusto la deuda que tenía con su padre, quien le había encomendado que escribiera//Ä muerte, dejándole gran cantidad de notas para llevar a cabo ese proyecto (Le, 1989: 45). Asimismo, en una entrevista realizada en France-Culture, declaró: «Mi padre no se halla en el cementerio en donde fue enterrado. Está más bien [...] en el libro que me dejó y en el pensamiento que me legó». 9. Traducirá, entre otros, a Berdiaev, Croce, Fichte, Malinowski, Lossky, Michels, Nordau, Rank, Schelling, Schiller o Sombart. También fue el primer traductor de Freud en Francia. 10. Su correspondencia y sus artículos contienen gran cantidad de ejemplos que dan cuenta de la perennidad de esta desconfianza, y ningún durkhemiano, incluso heterodoxo, fue eximido. En 1924, Vladimir sonreía porque Lévy-Bruhl le había «convocado en la B£vue Philosophique [...], sin duda para retarle con motivo de algunos ataques en contra de la "sociología sin alma" (la de Durkheim), a la que oponía la de Guyau» {Corr. 56). La «grandilocuencia de Mauss», a quien tuvo que dedicarle una reseña para la. RMM, le daba «jaquecas», y cuando Célestin Bouglé, enfant terrible del durkheimismo, le «embarca para el próximo número de la revistay4««ífe sociologique» en 1926, su respuesta fue clara: «¿Y qué haría yo ahí? ¡por Dios!» (ibid.: 87; 115). En cuanto a Durkheim, si bien Jankélévitch le reconocía alguna aportación en cuanto a la «presión del medio en la evolución del concepto de Deber», era más bien para desposeerlo inmediatamente sosteniendo que Simmel había sistematizado esos descubrimientos mucho antes que él {SPV\ 22).

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11. Sus reflexiones sobre el cáncer, tema que no dejará de preocuparle, se remontan probablemente a su tesis. Sintetizará sus análisis en varias ocasiones. Véase Lephénomène vital (1909) o un artículo titulado más simplemente «Le cáncer» (1938). 12. Sobre las relaciones de Simmel con Bergson, véase la monografía de Gregor Fitzi (Fitzi, 2002). 13. Parece ser que su encuentro con Bergson, a fines de 1923, fue determinante al respecto: «Por fin be visto al gran hombre en su domicilio [...]. Un detalle al que fui especialmente sensible es que Bergson conoció a Simmel, en 1911, en Florencia, y que tiene de él un recuerdo inolvidable. Lo que resulta verdaderamente conmovedor y divino en estos dos hombres extraordinarios es la admiración recíproca que se inspiraron y la emoción con la que hablan el uno del otro (ibíd.: 81-82; la cursiva es nuestra). 14. Jankélévitch sólo llegará a estas formulaciones después de 1925, pero el lazo con la tragedia de la cultura está implícito. Un solo ejemplo: «La naturaleza se encuentra ante la ley en la misma relación [...] contradictoria que se establece entre el lenguaje y el pensamiento, entre el ojo y la visión, el cerebro y la memoria [...]; es esta paradoja, visible en la existencia de cualquier cosa, que Georg Simmel llamaba la Tragedia de la Cultura: la tragedia que está contenida por completo en el obstáculo que a su vez es un medio, así como la desesperanza de morir lo está en lo imposible que le es necesario» (TV: 120; PhM: 207-209; 258-261; 280-288). 15. «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormir durante este tiempo», Peruamientoj, sección VII, § 553. Este extracto de Blaise Pascal vuelve como un leitmotiv en la obra de Jankélévitch. 16. Esta problemática es influencia directa de un credo de Simmel: el hombre es el ser fronterizo que no tiene frontera. Jankélévitch le seguirá siendo fiel. «El hombre sólo es un hombre», escribía aún en 1980, «porque puede hacer mentir su definición. No tenemos otra "naturaleza" que no sea este poder de estar fuera de toda naturaleza, y en primer lugar fuera de la nuestra. Ahora bien, esta posibilidad del desmentido infligido al concepto es la que constituye la libre libertad» (JP: 27). 17. «Después de que la síntesis de lo subjetivo produjera lo ob-

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jetivo, la síntesis de lo objetivo engendró un subjetivo aún más elevado y más novedoso», sostenía Simmel en 1908 {GSG, 11: 467). Esta suprasubjetividad fortalece la culturafilosófica,es decir, y, por un lado subjetiva lo objetivo, ajnida a personalizar sus formas, por otra parte, objetiva la individualidad de manera que su experimentación del desfase con las formas objetivas sea menor. Antes de morir lo formulaba así: «Mi problema es el de la objetivación del sujeto o más bien el de la desubjetivación del individuo (siendo lo primero más bien asunto de Kant o de Goethe); dicho de otra manera: la significación eterna de lo temporal» {GSG, 20: 122). 18. Véase Simmel, carta a Keyserling de 18-05-1918, Georg Simmel Archiv. 19. Recordemos que, si no hubiera mediado la guerra, Loqoé hubiese sido publicada también en Francia bajo la dirección de Bergson y de Boutroux. 20. Fedor Stepun (1884-1965), a quien Jankélévitch no estaba «lejos de considerar como uno de los espíritus más penetrantes de la generación actual», fue profundamente marcado por Simmel {TM\ 360). Después de haber leído su artículo en Logod, Simmel se declaraba «absolutamente encantado», hasta el punto de que Stepun le parecía ser, «con toda evidencia, uno de los pocos que sabe de qué se trata» {GSG, 22: 857). Jankélévitch citará también abundantemente a otros representantes de este «movimiento filosófico ruso tan interesante» tales como Losskij, Frank o Berdiaev {Corr. 90; M\ 69; 143; 162; TV-. 230). 21. Jankélévitch insistirá en el término: «el antiintelectualismo tomó en Alemania [...] una íovva-a. éociopoLítica particularmente bien hecha para ser comprendida por los rusos» {TM: 338; las cursivas son nuestras; véanse también Kramme, 1993y Rol, 2003). 22. Una de las originalidades de Jankélévitch es también haber devuelto a Simmel sus laureles en esta empresa, presentándolo como «uno de los colaboradores más asiduos» Ae. Logos, una publicación a la que «supo imprimirle una dirección conforme a su dinamismo vitalista» {TM: 341), en circunstancias en las que aquella fue descrita durante mucho tiempo como el órgano de Rickert, e incluso de Weber. 23. Véase Jankélévitch, V. (1929), «N. Losski. L'Intuition, la

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m.aúhT& etìsiVie», Der riuisLiche Gedanke, 1, 1: 108-109; (1930a), «La culture russe en France (1922-1929)», ibíd., 2, 1: 92-95y por fm (1930b), «Alexandre Koyré, La philosophic et le problème national en Russie au début du XIX° siècle», ibíd., 2, 1: 114-115. 24. Daniel Essertier (1889-1931) fue profesor de 1920 a 1927 en el Instituto Francés de Praga, en donde Jankélévitch daba clases. Su tesis trataba de las «Las formas inferiores de la expHcación» y buscaba renovar la sociología con la ayuda de la psicología bergsoniana. La desconfianza que inspiraba a Jankélévitch no remitía tanto a su enfoque, sino que apuntaba a denunciar la propaganda del Instituto de Praga: constituir una «verdadera arma cutural antialemana» en donde la francofilia «era un instrumento privilegiado de aculturacióny de desgermanización» (Braunstein, 1993: 14; 16). 25. Dirigida por Brunschvicg, llevaba por título « Valeur et signification de la mauvaise conscience». Jankélévitch la defendió en 1933, al mismo tiempo que L'OdyMee de la condcience dand la derniere phllodophie de Schelling. 26. «Por lo tanto está claro», así concluía su artículo sobre el misticismo ruso, «que, fascinados de algún modo por la unilateralidad revolucionaria, los representantes del movimiento Sophia abandonaron poco a poco la hospitalaria y armoniosa Ciudad que soñaban con edificar, enLogod, losfilósofosde la "Cultura". Influenciados por circunstancias que no siempre eran favorables a la serenidad y a la sangre fría intelectuales, indispensables para el verdadero filósofo, cayeron también en una de esas abstracciones de las cuales Soloviev había previsto la estrechez esterilizante» {T/M: 353-354). 27. Éste fue, de hecho, el tema de su segunda tesis, una vez que abandonó la cuestión del misticismo ruso.

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[...] el contenido en ta pecho Y la forma en ta espirita. GOETHE

Razón teórica y razón práctica La idea de vida siempre ejerció sobre Georg Simmel una suerte de misteriosa atracción. En uno de sus últimos ensayos dedicados a Henri Bergson,' señala que el concepto de vida tiende a desempeñar, desde el siglo XIX, el mismo papel que en la antigua especulación romana le incumbía a la idea de sustancia en tanto esencia inmutable y eterna, en la teología medieval a la idea cristiana de Dios y en el Renacimiento a la idea de la naturaleza, y de las leyes del movimiento mecánico. No parece ser que Simmel haya asumido la importancia de esta idea bajo la influencia de la Biología, aunque las ciencias de la naturaleza organizada fueron las que se la impusieron a la filosofía durante el siglo pasado. Es el pensamiento, pero el pensamiento en lo que conlleva de inmediato, de móvil, de intuitivo e, incluso, de «primario»; distinto a la vez de un devenir continuo, pero vegetativo y en parte orgánico, y de una razón dinámica y actuante, pero discursiva, ese «pensamiento vivido» autónomo es lo que constituye para él la imagen psicológica

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de la vida. En efecto, en nuestro idioma la palabra «vivir» tiene dos sentidos profundamente diferentes; por un lado, la «vida» es pura exterioridad: no supone un yo actuante o consciente de la acción de la que puede ser sujeto; en la oración «la ameba vive», la palabra «ameba» es, si se quiere, un sujeto, pero es un sujeto ficticio, sin sentido y meramente gramatical, así como, por ejemplo, el pronombre impersonal en la oración: ilpleut. Sólo queremos decir que la ameba es el teatro de cierto fenómeno objetivo del cual la biología estudia el mecanismo, y que llamamos «vida». Pero, por otra parte, la vida exige un sujeto, una conciencia que la viva-, en este segundo sentido, la vida es interioridad cualitativa y concreta; es inseparable del individuo, al que le es inmanente. Los alemanes expresan muy bien este matiz distinguiendo entre lehen y eríeben, ErlebnLf, de una ameba nunca se dirá erUben, puesto que el prefijo er-, al dar al verbo un sentido transitivo, implica la presencia de un yo-sujeto actuante, cuya acción sería la vida misma, y no la presencia de un ser pasivo, para quien la vida es un elemento exterior. En pocas palabras, y si puedo expresarme así, et animaL vive pero no vive du vida; eL hombre vive, y, ademad, vive du propia vida, vive sus estados de conciencia y su tiempo espiritual. Pues bien, para Simmel la vida no es precisamente el envejecimiento psicológico y por ello inconsciente de un organismo que evolucionay cambia en el transcurso del tiempo: es el devenir continuo y creador que experimentamos en nosotros mismos cuando se produce, de alguna manera, una reflexión de la conciencia sobre la conciencia. Ahora bien, mientras que el fenómeno vital, objeto de la biología, se presenta bajo una forma cíclica, como ritmo causalmente determinado por leyes fijas, rigurosamente previsibles, y sometido al principio de la «economía vital», la «vida vivida», auf der Stufe ded Geidted, [al nivel del espíritu], al postular un sujeto sintientey consciente que «la viva», se presenta como un progreso imprevisible según el cual a la conciencia le resulta tan imposible

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vivir a contracorriente la fluyente sucesión como atravesar dos veces una misma fase: como la voluntad nietzscheana, como el WiLle zur Macht geniai de Zarathustra, el devenir espiritual, tal como lo concibe Simmel, tiende, no a conservar la «existencia» estática (Dasein) del organismo, sino a crecer y a enriquecer la vida del yo en todas sus formas: intelectual, moral, estética o religiosa. Ya en la Introducción a Li ciencia moral, Simmel parece distinguir, a grandes rasgos, dos actitudes generales del pensamiento humano: la actitud «eleática» y la actitud «heracliteana». La primera ha sido, salvando algunas excepciones, la actitud dominante en el pensamiento helénico, aquella cuyas huellas se encuentran tanto en los artistas y en los escritores como en los filósofos de la época clásica, aquella que Fidias petrificó para la eternidad en el mármol blanco del Partenón. La otra, que visiblemente tiene la preferencia de Simmel, apareció en la antigüedad griega, pero en un segundo plano y, al menos durante el período helenístico, bajo influencias orientales, en todo caso no helénicas. Esta Weltanschauung [cosmovisión] se habría perpetuado no sólo en los románticos, en Goethe particularmente, sino también en los representantes más ilustres del voluntarismo alemán, Schopenhauer y Nietzsche. Simmel compara sin resquemores el genio de Goethe, esencialmente sintético y monista, cuya energía creadora emerge de lo más profundo de la vida subjetiva, con el genio analítico de Kant, aún dominado, más allá de las apariencias, por el intelectualismo del siglo XVIIL. Por otra parte, Schopenhauer y Nietzsche, aunque llegando a conclusiones diametralmente opuestas, ¿no entronizan uno y otro el querer-vivir? ¿No está el voluntarismo schopenhaueriano saturado por esta atmósfera de Sehnsucht [religiosidad], cuyo encanto sutil aturdió a un Hölderlin, a un Novalis, a un Robert Schumann, y en medio de la cual parecería que nuestros modernos irracionalistas aún respiran? La obra de Simmel

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traduce, a su manera, esa suerte de aspiración oscura a un infinito moral, intelectual, estético y religioso que los alemanes llaman Sehnducht; la Sehmucht sigue animando el relativismo filosófico, y en la idea de un orden vitaídu)tinto a La vez de un pensamiento dinámico pero raciocinante y de una «vida» espontánea, pero meranwnte fijioLógica, es donde Georg Simmel condensa las intuiciones más relevantes del Romanticismo alemán. 1? La noción de Vida'se presenta como el principio motor, invisible e inexpresado, de la epistemología simmeliana. Se percibe, primero, de qué manera la idea misma de relatividad, al desplazar la atención, en un término autónomo y absoluto, sobre la relación por la cual dos o vanos términos se remiten el uno al otro, pudo servir de punto de partida a una filosofía de la vida; ésta sustituye a la idea de un conocimiento «absolutamente» objetivo, inalterado en su contacto con el sujeto, definitivo por consiguiente e inmóvil, a la idea de un vínculo entre dos términos solidarios e independientes: un sujeto cognoscente y un objeto conocido que serían función el uno del otro, cuyas variaciones serían correlativas y cuya compleja reciprocidad de relaciones, determinada por una suerte de equilibrio inestable del conocer, se ejercería en una incesante ida y vuelta de acciones y reacciones. Para el relativismo sensualista de los griegos, para Protágoras y los escépticos, nuestras representaciones son solamente relativas a la conciencia empírica, al conjunto de las imágenes subjetivas y a las percepciones ilusorias del yo. Sin embargo, no era posible fundar una epistemología en la idea de vida interior limitándose a este «Relativismo de la contingencia»: la «subjetividad», en las teorías de Protágoras o de la Nueva Academia, no es, si puedo así decirlo, sino la superficie inconsistente del espíritu; no podría, por lo tanto, establecer con el conocimiento objetivo de la realidad una relación verdaderamente interior, viviente e inmanente a la conciencia profunda. El incomparable mérito

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de la critica kantiana, y Simmel lo reconoce abiertamente en sus Lecciones sobre Kant, fue racionalizar de alguna manera el «relativismo de lo contingente», dando cuenta, mediante la intervención de un a. priori necesario y universal, de la idealidad resistente de nuestras representaciones. El subjetivismo kantiano tiene, entonces, como consecuencia la interiorización del «problema de la relatividad» epistemológica: ya no se trata de una relación exterior, superficial y, por así decirlo, periférica de nuestra sensibilidad con las cosas en sí, sino de una relación profunda e íntima entre el plano psicológico del a priori y el plano psicológico de la experiencia. Sin embargo, a pesar de la idea de un dinamismo funcional, necesariamente implícito en el punto de vista criticista, ¿las mismas correcciones que la epistemología de Kant tuvo el gran mérito de aportar al «relativismo periférico» no opacaron la pureza del punto de vista relativista general? ¿Al optar como hizo por el plano de referencia trascendental, Kant no restaura, disimuladamente, una forma de absoluto en el interior de uno de los términos relativos, en el interior de este apriori \áeú que moldea «lo dado» por la experiencia? Hay, desde este punto de vista, una curiosa e interesante analogía entre el examen al que Simmel somete aquí el relativismo kantiano y el juicio que, tres años más tarde, Bergson, ese otro filósofo de la vida, elaborará en La evolución creadora sobre el criticismo.'^ Bergson, al igual que Simmel, no le discute a Kant el hecho de haber desplazado la atención del filósofo de los conceptos, que son cosaci, hacia las leyes, que son relaciones; y, como «una relación no es nada fuera de la inteligencia que la relaciona», fuera del espíritu actuante que vincula los términos, como lo puro a priori es una abstracción del dogmatismo, así como lo es «lo dado» bruto, la Crítica logra conferir al conocer un carácter sintético, operatorio, progresivo y, digámoslo, humano? Al igual que Simmel, Bergson reprocha a Kant haber erigido la forma intelectual de nuestro conocimiento en una especie

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de absoluto, renunciar a hacer la génesis del entendimiento y de sus categorías: «[...] los marcos del entendimiento y el entendimiento mismo deberían ser aceptados tal cual, tout faité»S No se separará del relativismo alemán sino reprochando a la Crítica el no haber podido superar el intelectualismo, llegando a admitir una intuición supraconceptual por la cual la conciencia aprehendería inmediatamente su objeto y nos introduciría plenamente en tina forma de absoluto: hipótesis que el relativismo no podía admitir en una época en que Simmel atín era más un escéptico que un constructor, pero a la que su filosofía de la vida llegará más tarde por un atajo. Simmel es un heredero de la tradición criticista, pero, al igual que Bergson, tal vez más que él, está influenciado por el evolucionismo, el pragmatismo y el «sociologismo» contemporáneos; además, está impregnado por el voluntarismo concreto de Schopenhauer y de Nietszche, que reintegró parcialmente el intelectualismo kantiano en la atmósfera de vida y de acción que impregna nuestra razón y toda nuestra conciencia. Para ablandar el a priori áspero y fijo de la Crítica, Simmel lo volverá a sumergir en el ámbito sociológico, biológico e histórico en relación al cual se establece su propia relatividad. No se trata de que no haya cierta fijeza, cierta unidad en el a priori elaborador de «lo dado» experimental, y a Simmel, auténtico heredero del racionalismo alemán, le importa demasiado el carácter lógico e ideal del conocimiento para no repudiar los excesos del «psicologismo» y del «sociologismo», en los que demasiado frecuentemente se ha incurrido estos últimos tiempos en Francia y en Inglaterra; cuando Baldwin (que, por cierto, sólo tenía en cuenta Ismociobgia simmeliana) levantó en su contra la acusación de forniaLidmo, expresaba solamente el desacuerdo profundo que, en torno a este punto, separa al filósofo alemán de las escuelas positivistas. Para que el contenido (Inhaít) diverso y movedizo del conocer pueda ser unificado por una forma, es necesario que ésta ofrezca cierta cons-

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tancia, al menos relativa, que sea principio de estabilidad y de organización; de la superposición de una diversidad sobre una diversidad, no podría surgir nada inteligible. Lo que Simmel impugna es esa suerte de primacía de la Forma que la crítica kantiana afirma en detrimento de los contenidos del intelecto. La Forma, en el ámbito del entendimiento, es el orden, pero un orden plástico, modificable, vivo-, es más una dirección y una tendencia que una cosa. En suma, si interpretamos correctamente el pensamiento de Simmel, Kant estaba bien encaminado cuando pretendía superar tanto la noción dogmática de objetividad absoluta como la noción dogmática de subjetividad pura; ciertamente era loable la intención de tratar de conciliar, desde el punto de vista subjetivista, el puro a priori del racionalismo con «lo dado» empírico de los sensualistas. Pero lo que Kant obtuvo es, si se puede decir, una simple conciiiacién estática de dos polos del conocimiento, cuando lo que tendría que haber buscado es una comhinacién dinámica de la forma a priori con los contenidos sensibles. Nuestros sentidos no introducen los datos exteriores en las formas de la razón, como quien echa patatas en una bolsa o, si se prefiere, a la manera en que la imagen de un espejo se refleja mecánicamente en una superficie inmóvil. Ciertamente, la combinación realizada por Kant alcanza de todos modos una síntesis profunda en la cual los términos relativos se convierten, por así decirlo, en inmanentes uno al otro; pero si una solución como la suya toma parte, en cierta medida, en el dinamismo relativista, lo hace de un modo que podríamos calificar de unilateral. Admirablemente, Kant vertió luz sobre la actividad sintética por la cual el yo unificador impone sus formas racionales a lo diverso de la experiencia; no mostró cómo la experiencia reacciona sobre estas formas y las modifica; más aún, las erigió en un absoluto definitivo y permanente y, al acentuar a priori el polo del conocer, destruyó el equilibrio armonioso del pensamiento viviente. Para Simmel,

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al contrario, el tínico hecho real es la relación compleja, movediza, multiforme de un objeto que sólo es conocido, modelado, formado, recortado en la tela de la naturaleza por las categorías subjetivas, con un sujeto que, a su vez, se transforma y desarrolla bajo la acción de los contenidos objetivos que él mismo asimila: la única fealidad, al fin y al cabo, es la vida, la vida ondulante, fluida y progresiva del conocer que se busca a sí mismo, tantea y poco a poco afirma su dominio sobre el objeto. Esto explica que tal realidad sea más bien sentida y vivida y no demostrada. «El ser en general no puede ser demostrado, sino solamente vivido y sentido; no se podría, por lo tanto, deducir de conceptos abstractos».' No hay, por un lado, un sistema arquitectónico de categorías fijas e inmutables; y del otro, realidades objetivas absolutas y definitivas. Lo que la introspección y la intuición nos revelan es, más bien desde lo subjetivo, los a pr'wr'uiplásticos y actuantes que sus contenidos moldean, así como individualizan sus contenidos, ante estas formas, una serie de representaciones, entre las cuales algunas se incorporan a la categoría de la realidad (así como otras rellenan la forma a prwñ del espacio y del tiempo) y presentan, por lo tanto, cierto coeficiente subjetivo, no sé qué tonalidad, no sé qué Lokalzeichen [señales locales] específicos, inmanentes al pensamiento en sí mismo, en virtud de los cuales las llamamos «objetivas» o «verdaderas». Hay por lo tanto un ida y vuelta, un intercambio activo de influencias (WechseLwirkiuig) entre esas formas, cuya cualidad psicológicay atmósfera ideal varían segtin los contenidos que la rellenan, unos contenidos que, según la categoría en la que se incorporan, afectan a los caracteres más opuestos; por último, la fuente viva de esos intercambios sutiles es el yo unificador, la conciencia dinámica y espontánea que sintetiza los dos términos correlativos. De manera que, desde la época en que formulaba los principios de su epistemología, Simmel concebía la vida como el movimiento y el esfuerzo por el cual nuestra conciencia

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busca ajustar un contenido a una forma: haciendo estallar las formas perimidas o avejentadas que ya no serían capaces de disciplinar la oleada creciente de los contenidos indeterminados, comprimiendo los contenidos sin ley en formas sólidas que los marcan con el sello de la individualidad y los encierran entre esos límites rígidos a los que la razón necesita aferrarse, si no quiere caer en la nada de la fluidez pura y disolverse, al fin, en lo inexpresable. 2? Antes de extraer de su relativismo una metafísica positiva de la Vida, cuya silueta sin embargo se dibujaba anteriormente, a través de la parte crítica de la doctrina, Georg Simmel había aplicado los principios de su viva y ágil epistemología a las ramas más diversas del saber filosófico. Su punto de partida había sido el de las ciencias sociales, morales y económicas, y fue incluso una crítica de las nociones morales corrientes la que lo llevó a bosquejar, por primera vez, las grandes líneas de su teoría del conocimiento. Limitándonos a resumir la parte de la doctrina relativista anterior a la metafísica de la vida, aquí no se trata de seguir a Simmel en el detalle complejo de las aplicaciones que le otorgaron a sus principios. Nos basta con mostrar de qué manera la crítica del dogmatismo moral, así como la refutación del dogmatismo teórico, condujo a Georg Simmel a una filosofía de la Vida pura, y de qué manera un nuevo tipo de absoluto tomó poco a poco cuerpo en su obra, en el exacto lugar en donde la doble razón de Kant le había parecido que no envolvía sino una relatividad unilateral. Se comprende fácilmente por qué Georg Simmel, obsesionado en cierta forma, como todos los filósofos alemanes de su generación, por el punto de vista de la gran tradición criticista, dirigió muy tempranamente su atención hacia el problema moral. En efecto, en la esfera de la práctica el carácter dogmático del a priori kantiano se afirma con el más inflexible rigor, dado que la forma que rige la moral no es más que, como

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en el ámbito teórico, una suerte de absoluto en %vlvív3, funcional cuyo rol sería interiorizar «lo dado», un valor ideal, m\a.Forderung, es decir, una exigencia trascendental, un absoluto imperativo que se impone soberanamente a nuestra voluntad por la autoridad incondicional e inviolable del Deber.'* ¿Y cómo una forma cuya potencia legisladora consiste en el «respeto» que nos inspira podría depender, de alguna manera, de los contenidos empíricos con los que nuestra conducta diaria la rellena? Ahora bien, esa reacción de los contenidos morales sobre sus formas es postulada por el relativismo como necesario acompañamiento de la acción reguladora de las formas sobre sus contenidos. Por eso, retomando contra el dogmatismo kantiano el viejo argumento escéptico de la lòoòOéueLa que Sextus Empiricus dirigía contra el dogmatismo del Pórtico, Simmel pone en reheve la igual validez de las nociones morales, las más contradictorias y, en suma, la indiferencia en que se debe mantener a todas esas abstracciones conceptuales que forman los principios cardinales de la Ética tradicional. Y trata a su vez de infundir un poco de vida en las formas de la razón práctica, adoptando tres puntos de vista diferentes: el punto de vista de la historia, el de la sociúlogía y el de la psicología. Por un lado, las formas de la moral son los seres vivos que evolucionan y envejecen, y a propósito de los cuales incumbe al filósofo reconstituir la génesis y seguir el desarrollo gradual en el tiempo. Además, estas formas tienen en gran parte un origen colectivo; se arraigan en lo más profundo de la materia social. Antes que Durkheim,' Simmel subrayó el rol de la «presión del medio» en la evolución del concepto de Deber o del Imperativo categórico, y se ocupó de mostrar cómo, por un simple fenómeno de Umdrehung («sustitución de motivos» diría un utilitarista), estas pretendidas categorías abandonaron la forma del Müssen [deber] para adoptar la del Sallen [deber también, pero menos categórico]; más tarde Simmel generalizará la teoría del Umdrehung aplicándola a las normas jurídicas,.

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a las creencias y a las prácticas religiosas, e incluso al amor sexual.® Así como el instinto sexual, primitivamente subordinado a las exigencias de la vida, originalmente tenía un significado exclusivamente biológico y utilitario, y no se desarrolló plenamente como «puro Gefüht» [sensación], bajo la forma de ese absoluto afectivo que es el amor, sino bajo la influencia de una Uindrehung-, así como las normas jurídicas o las creencias religiosas le deben al mecanismo de la substitución de los motivos su carácter desinteresado, ideal y, en cierta medida, a pnorb. así, las formas éticas tienen su origen en la vida colectiva, y es una transferencia de motivos la que, al divinizarlas, les ha dado esas apariencias respetables y, de alguna manera, sagradas, bajo las cuales se presentan hoy día ante nosotros. Sin embargo, la preocupación por completar el punto de vista sociológico, necesariamente exterior a la individualidad profunda, por un análisis psicológico, distingue a Simmel de la escuela de Durkheim; y se puede decir que aquí la tradición kantiana le protegió eficazmente contra las seducciones del sociologismo. La conciencia y la vida personal desempeñan un papel capital en el proceso de «idealización» de los conceptos morales; y esos conceptos no aparecerían nunca bajo la forma imperativa, soberana y absoluta que los caracteriza ante la humanidad civilizada si las representaciones colectivas utilitarias no se interiorizaran gradualmente, «condensándose» (dLcht verdichtend) en el espíritu del individuo y moldeando, poco a poco, con segura e irresistible lentitud, la sustancia flexible de su conducta diaria. Los principios de la Ética simmeliana presentan por tanto el mismo carácter de dualidad de la cual la epistemología relativista nos ha revelado las huellas. Por un lado Simmel, tomando posición contra el dogmatismo kantiano, que aisla el a priori en una suerte de idealidad altanera e imperiosa, insiste en la viviente plaéticidad de Leu formcu rrutralei), en los cambios que le impone la acción de contenidos sociológicos e históri-

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cos; de acuerdo con la escuela positivista francesa, entonces reemplaza los principios cardinales de la práctica en el seno del medio concreto, de la materia histórica y social desde donde la ideología universal del siglo XVIII los hábía, por así decirlo, arrancados; es decir, restablece el complejo entramado de las relaciones que unen esas íormas en apariencia absolutas a la vida integral y rica del conjunto. Pero por muy flexible que sea, la Forma es la Forma, y los contenidos empíricos serían un caos anárquico desprovisto de sentido si no estuvieran disciplinados por ella; y aquí Simmel se aleja de los sociólogos que, dejándose llevar por su oposición al kantismo en una oposición a la filosofía misma, pretenden poder prescindir hasta el final de un a pr'wrircíOvA. «Debemos sostener, con el mayor vigor, que todos los detalles históricos, todas las observaciones del mundo no constituyen aún la ciencia en cuestión; el moralista siempre precisa un a priori para organizar esas observaciones y darles un sentido»."' El asunto está claro. Con más ímpetu que otros, Simmel siente que el análisis sociológico o la descripción genética no agotan lo que hay en ese a priori moral de fundamentalmente objetivo y, por así decirlo, de resistente; con más fuerza que cualquier otro siente que cierto residuo ideal, un no sé qué necesario e irreductible, subsiste en el fondo de las normas de la práctica, escurriéndose entre los dedos del sociólogo o del historiador, a medida que sus observaciones se hacen más penetrantes y más apremiantes. Por tanto, la tarea del relativismo consistirá en ligar el formalismo kantiano, que afirma con fuerza y justeza la indispensable primacía del a priori, tanto en el ámbito de la razón teórica como en el de la razón práctica, con un empirismo sociohistórico que, rehabilitando los contenidos, se dedicaría sobre todo a mostrar de qué manera éstos reaccionan sobre las formas que la razón les impone. La verdadera moral filosófica, intermediaria entre una metafísica de formas abstractas y una ciencia positiva de contenidos particulares, evitará

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tanto exagerar la independencia del a priori en relación con «lo dado» que modela, como denunciar en el a priori una ilusión psicológica, un simple epifenómeno, o bien algún espejismo inconsistente, cuyo prestigio audazmente usurpado debería ser disuelto por el sociólogo. La norma del deber, entonces, siempre se merece plenamente el respeto que le inspira a nuestra voluntad: pero ¿es acaso tan difícil seguir demostrándoselo una vez que hemos acatado su relatividad fundamental? En resumen, así como en el terreno de la razón teórica Simmel impugna al mismo tiempo el dogmatismo racionalista que postula la inmutabilidad radical, la actividad exclusivamente determinante de las formas aprioriy el dogmatismo sensualista que pretende explicar el hecho de conocer sin salir del plano de la experiencia, así también, en el ámbito práctico, la verdadera realidad no es ni la forma inmutable y absoluta de la cual las morales racionalistas exaltan la soberanía despótica, ni el contenido empírico bruto de nuestras tendencias y de nuestras acciones, del cual el naturalismo afirma el valor independiente, sino más bien la correlación móvil y dinámica que vincula, el uno al otro, los dos polos contrarios de la moral. Esta correlación es rigurosamente ¡yilateraLy, hablando en los términos einstianos, recíproca (gegeruteitig)-. es decir, que aparece como «reversible» y que nuestra moral, nuestro saber, bamboleándose entre un a prioriy un «dado» que se transforman mutuamente, dan vueltas (kreiéen) en un círculo sin fin. Sin embargo, puesto que toda relación emanada de nuestra vida psíquica es esencialmente inestable, y que esta inestabilidad no tarda en romper el balanceo de las influencias de los términos correlativos, uno de los polos se encuentra rápidamente acentuado por un coeficiente concreto que hace que nos aparezca como \XTÍ Absoluto. Es el caso de las normas a priori tales como el Deber, el Imperativo categórico, etcétera. Pero este absoluto es en sí mismo y, de alguna manera, relativo:

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relativo al término complementario sobre el cual ejerce su supremacía, sin el cual se aboliría a sí mismo en el vacío, y del cual, por lo mismo, precisa para existir. Es un absoluto provisorio y si vemos, por así decirlo, que se coagula en nuestra moral pretendidamente universal de hombres civilizados, no es de ninguna manera en virtud de una misión sobrenatural o de origen sacrosanto: explicaciones que, por otra parte, no agregarían nada a su innegable dignidad; el aflujo incesante de los nuevos contenidos no deja de dilatar gradualmente sus límites elásticos ante nuestros propios ojos y, si se le opone una rigidez demasiado estricta, es probable que tarde o temprano los haga explotar. La razón práctica, como la razón teórica, nos revela en la vida un esfuerzo de renovación creadora que, en todo instante de su devenir, se presenta bajo la forma determinada e individualizada, se cristaliza por intervalos en normas racionales y en conceptos sólidos pero, en su ascensión indefinida hacia un ideal jamás logrado, los rechaza uno tras otro, como ropa demasiado estrecha, cuando ya no se siente cómoda. Espíritu enciclopédico por excelencia, verdadero heredero de esos grandes metafísicos alemanes que reúnen la universalidad del saber y la audacia de la construcción especulativa, Georg Simmel ha aplicado los principios directores de su relativismo teórico y práctico a la Economía política, a la Sociología y a la Historia y, en todas estas disciplinas, ha hecho descubrimientos fecundos, ha obtenido resultados valiosos. Esos análisis tan variados, que tratan de la idea de valor, de los métodos de la Historia o del grupo social, hacen madurar paulatinamente la filosofía de la vida, cuya silueta general ya adivinábamos a través de la crítica moral o epistemológica. Ahora la influencia bergsoniana le permitirá desarrollarse plenamente en la síntesis metafísica de la cual el último, y quizá más bello libro de Georg Simmel, nos ofrece la imagen.

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La «autotrascendencia» En un libro pòstumo, Ldjendaiuchauung \Intuicwn de La i'ida], Georg Simmel encaró de frente el problema de la vida. Hasta entonces la noción de vida no había aparecido en la doctrina relativista sino bajo las vestimentas particulares con que se arropa en la realidad: ya sea como vida moral, como vida social o como vida cognitiva, estética o religiosa. Podría parecer que en los últimos tiempos, apremiado por la enfermedad y sintiendo quizás aproximarse la muerte, Simmel tuvo la necesidad de mirar al enigma frente a frente: así es cómo, de algún modo, la visión directa, la intuición inmediata del misterio angustiante de la vida y de su correlato metafisico, la muerte, otorgan a estas páginas profundamente conmovedoras de IntuLCLÓn de La vida la enérgica sinceridad de su acento, su intensidad vivida y, me atrevería a decir, su lirismo. El primer capítulo del libro, titulado «Die Transzendenz des Lebens» [La trascendencia de la vida], que es, de todos, el más cautivador, expone cabalmente y sin rodeos esa concepción personal de la vida: por ende, ése es el que vamos a analizar, a pesar de sus grandes dificultades de forma. Simmel es un escritor admirable, pero compone mal: al recorrer esas páginas voluminosas y compactas, uno tiene la impresión de que el autor tuvo miedo de romper la continuidad y la densidad intuitiva de su pensamiento, recurriendo a párrafos demasiado frecuentes que, segmentándolo sin cesar, lo hubieran transpuesto brutalmente en el plano discursivo. Ardua es, por lo tanto, la tarea de intentar dar cuenta de ese pensamiento sutil y matizado sin desvirtuarlo; pero ésta tal vez no sea una tarea insuperable. Simmel parte de la observación según la cual el hombre es, de alguna manera, un «ser intermediario» que se encuentra, en razón de su destino profundo, limitado en dos direcciones contrarias: por su saber tanto como por sus deseos o por sus acciones, está restringido entre un «más» y un «menos», un

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Más Aquí y un Más Allá, un mejor y un peor. Esta idea, banal en sí misma, de la MitteUteLLung [posición intermedia] del hombre se aclara y enriquece con un sentido profundo para quien conoce los principios generales de la doctrina relativista. El relativismo postula, en efecto, que el espíritu, en sus diversas manifestaciones, no se mueve jamás en el seno de lo absoluto, no llega nunca a ningún extremo, sino que se halla por así decirlo en equilibrio entre los dos polos contrarios de la subjetividad pura y de la pura objetividad; y ese equilibrio inestable y movedizo, en virtud del cual el pensamiento se inclina tanto hacia un absoluto como hacia el otro, pero siempre más hacia uno que hacia el otro, ese sinuoso y actuante equilibrio es el que constituye la vida espiritual. Damit, dcus wir immer und iiberaíl Grenzen haben, sind wír auch Grenze.» [Por el derecho de que siempre y por doquiera tengamos límites, somos también límite nosotros.] Recurriendo tan sólo a los ejemplos que conocemos, la MitteLitellung moral del espíritu consiste en el hecho de que la moral es intermediaria entre lo absoluto de las normas a priori -que deben, según Kant, al disciplinar las tendencias empíricas, establecer la necesidad de una metafísica de las costumbres-y lo absoluto de los contenidos psicológicos, sociológicos o históricos, de los cuales la escuela positivista afirma la preponderancia exclusiva en la formación de la conciencia moral;'" así también, en el ámbito teórico, SI el conocimiento es verdaderamente una vida, es porque no existe una adecuación estática y definitiva entre las categorías a prioriy «lo dado» empírico, porque sujeto y objeto no se sobreponen uno a otro, de una vez por todas, en virtud de quién sabe qué coincidencia misteriosa, qué armonía preestablecida; el conocimiento es vida porque es fragmentario (brucétilchkhaft) y porque una exigencia superior le ordena completarse a sí mismo; es vida porque sólo subsiste moviéndose, transformándose, progresando, y porque objeto y sujeto son, en derecho, dos absolutos que se buscan, se persiguen, se

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acercan sin cesar el uno al otro y se unen provisionalmente en el compromiso siempre amenazado, siempre inestable que constituye el «saber humano»." Ése es el destino profundo o, como le gusta decir a Simmel, la «constelación» fundamental de la naturaleza humana; y desde esa misma relegación desesperante en la zona de la mediocridad, Simmel hace surgir ante la conciencia la esperanza consoladora de una metafísica de la vida. En efecto, el mismo relativismo nos ofrece una salida, y ningún libro de Simmel lo expresa tan bien como Intuición de. la vida. La crítica moral y teórica se había dedicado más que nada a mostrar que la «constelación» del espíritu humano era una suerte de exilio sin esperanza, sin meta y sin descanso en el inipcuMe de la relatividad perpetua, pero el ensayo sobre la «Trascendencia de la vida» nos revela por primera vez que el relativismo contiene ya, inmanente por así decirlo a la limitación insuperable de la que nuestro espíritu parece ser cautivo, la solución a la esterilizante negatividad. Nuestro espíritu está limitado por todas partes, pero es capaz de desbordar esos límites, de sacudir los duros marcos que circunscriben su expansión. Sin duda el pensamiento humano sería inconcebible fuera de todo límite formal, pero no lo sería menos si la rigidez del límite fuera absoluta y definitiva; y la unidad, en apariencia misteriosa y paradójica del acto vital, es la que realiza la síntesis de estas dos exigencias contrarias. Negar que el saber humano sea un saber entrelazado por ignorancias, agujereado por vastas lagunas, sería renunciar al relativismo; pero suponer el universo absolutamente ininteligible para nuestra razón, es decir, admitir la hipótesis de una inadecuación irremediable de las categorías y de «lo dado», sería sacrificar el principio mismo de la relatividad filosófica. «Todos somos como el jugador de ajedrez. Si él no supiera, hasta cierto punto, qué consecuencias pudieran derivarse de determinados movimientos, el juego sería imposible;

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pero también sería imposible si esta previsión se extendiera indefinidamente.»'" La vida sería entonces radicalmente distinta si no trascendiéramos, de algún modo, en todo instante su más aquí, si no nos obstináramos en negar los límites que, en todo momento de nuestra evolución, circunscriben el alcance de nuestra conducta y la extensión de nuestro saber. Esa doble exigencia constitutiva de nuestra naturaleza Simmel la resume en la impactante fórmula: «Wir haben nach jeder Richtung hin eine Grenze, und wir haben nach keiner Richtung hin eine Grenze»"' [Tenemos un límite en cualquier dirección y no tenemos límite en ninguna]. Un claro signo de que trascendemos continuamente nuestros límites, es que los conoceirwd en tanto limited. ¿Conocer sús propias relatividades no es acaso superar, en parte, el aspecto negativo? ¿No es encontrarse ya del otro lado de la frontera? Y, recíprocamente, ¿no tomamos conciencia de la relatividad esencial de nuestra naturaleza si no el día — y solamente el día— en que comenzamos a vivir mád allá de los límites actuales que determinan la forma de nuestra individualidad, el día en que dejamos precisamente de ser cautivos de esa relatividad de la cual comprendemos la potencia fatal de coacción? Así, el telescopio y el microscopio, al extender desmedidamente el alcance de nuestros sentidos, uno y otro, nos han, por así decirlo, empequeñecido, y la extensión misma de la esfera de lo percibido nos ha otorgado un sentimiento más neto de nuestra relatividad y de los límites que justamente acabábamos de desbordar. «Kaspar Hauser no sabía que se encontraba en prisión hasta que, tras abandonarla, pudo ver los muros desde fuera.»'" Por tanto, la especulación abstracta y la imaginación constructiva nos hacen desbordar los límites formales de nuestro yo cuando hacen que los constantemos como límites. Y es, en efecto, la paradoja más enigmática de la vida que podamos superar nuestra propia relatividad al comprenderla —¿qué digo? por el hecho midmo de que la comprendemos—, que

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podamos, en un acto simple intuitivamente vivido como unidad, percibir nuestra limitación a la vez desde fuera y desde dentro, sentirnos tanto más aquí como más allá de esta forma determinada que es nuestra persona. Sin embargo, en el acto de algún modo lírico de Selbstübeiwindung [autosuperación], de Selhjttrandzendenz [autotrascendencia], de Sich-Selhét-Ueberéchtreiten [autorrebasamiento de sí], según sus expresiones, es cuando Simmel ve la constelación fundamental de la naturaleza humana. Y con una convicción que por momentos recuerda a Pascal, muestra en algunas fórmulas impactantes de qué manera el acto de Selhsttranjzéndez se manifiesta ante nosotros como anhelo, tal vez insensato pero tenaz, de poder racionalizar esa parte de «lo dado» que sabemos irracional, de poder conocer objetos o contenidos que precúamente no podemos conocer. «El hecho de que conozcamos esta limitación [...] nos sitúa por encima de ella. La negamos en el momento en que la conocemos como limitación. [...] Nosotros tenemos conciencia de nuestro saber y de nuestro no saber, y también de este saber extenso, y así sucesivamente, en la permanente inacabilidad potencial de lo real -ésta es la propia infinitud del movimiento de la vida en el nivel del espíritu.»'' Es así como entonces el desdoblamiento indefinido por el cual nuestra conciencia se postula a sí misma como objeto de una reflexión de la cual es ya sujeto, prueba que el espíritu es capaz de salir de ét mismo y de superarse sin, por eso, alcanzar un absoluto, por otra parte inconcebible. Lo que hay que concluir es que la trascendencia es en sí misma inmanente a la vida.''' Fórmula paradójica en apariencia, pero altamente sugestiva; la conciencia se trasciende a sí misma, pero sin dividirse en dos partes, en dos «cosas», una sobrepasando a la otra y separándose a la vez; es decir, que nuestro pensamiento no tiende hacia ese absoluto fijo reificado por el racionahsmo dogmático, hacia quién sabe qué «ideal» estático y abstracto que sería independiente de nosotros y se coagularía, de algún modo, alrededor

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de un punto exterior al tiempo fluido que se vive: ' mientras incluso un esfuerzo de reflexión sobre sí mismo lo transporta fuera de los marcos estrechos de nuestra vida actual, él je sabe Limitado al interior de un yo por relaciones y determinaciones concretas. Por tanto, el más allá que tiende a crear y que hace estallar las formas cerradas en las que se asfixia no se agrega espacialmente y desde el exterior de esas vestimentas anticuadas y caducas que son, de algún modo, los residuos de la vida espiritual; se desprende naturalmente, orgánicamente; su silueta, en cierta medida está preformada, de tal manera que el impulso creador de vida puede actualizarlo sin desbordar ese más aquí psicológico que toma por punto de partida, sobre el cual reaccionará por intermedio de transformaciones continuas y que permanecerá con él en estrecha reciprocidad de acción, en virtud de la solidaridad esencial de los elementos del espíritu. No hay dudas en cuanto al hecho de que el relativismo primitivo de Simmel envolviera ya los gérmenes de esta metafísica de la vida y de que la influencia del dinamismo de Schopenhauer y de Nietzsche'® haya precipitado su vigoroso desarrollo; por último, en este punto el ejemplo de Goethe parece haber obsesionado continuamente la mente de Simmel, tal como se desprende de un estudio de filosofía estética dedicado al gran poeta, que publicó en 1913 y que es una auténtica maravilla de sutileza psicológica, de penetración y de profundidad. Pero la revisión de la crítica y el punto de vista del Romanticismo no fueron los únicos que llevaron a Simmel por este camino. Bergson no aparece jamás nombrado en Intiiicién de la vida-, pero la inspiración bergsoniana, invisible y presente, penetra, atraviesa, impregna todo el volumen. Simmel me parece haber sido particularmente impactado por una idea de Materia y memoria''^ que pudo haberle servido de punto de partida psicológico y como de animadora latente de toda la teoría de la Selbdttranxendenz: es la idea según la cual el presen-

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te no es, en realidad, más que el límite ideal y atemporal del pasado y de futuro, en tanto que el pasado, sea por la memoria, sea por la generalización, es decir, por la creación de conceptos objetivos, sea por la imaginación especulativa, se sobrevive a sí mismo en el presente y se prolonga en el futuro; los términos de los que se vale el relativismo alemán (Hineinleben der Vergangenheit in die Gegenwart, Hinausleben der Gegenwart in die Zukunft [La incorporación viva del pasado al presente; la incorporación viva del presente al futuro]) expresan espléndidamente esa inmanencia profunda de los diversos instantes del tiempo vivido los unos en relación con los otros, esa continuidad íntima del devenir espiritual que sólo la abstracción analítica de los gramáticos ha podido parcelar en tres «tiempos» absolutos y substancialmente distintos. La consecuencia de este hecho es que no noé haUanwd nunca plenamente en el matante actual de nuestra vida, sino que «el presente de la vida consiste en que trasciende el presente»,"" que nuestra voluntad sobrepasa sin tregua el «ahora» de la existencia a pesar de estar eternamente sujeto a él. En el fondo, la vida es superior a la antítesis conceptual de un presente y de un futuro espacialmente yuxtapuestos: es la síntesis del Jetzt [ahora] y del Nocht-nicht [todavía-no], del Diesseits [aquende] y del Jenseits [allende], a la vez limitada por una forma actual y superior a toda determinación particular que desborda ya las orillas del presente en el preciso instante en que se sabe relativa. En suma, la vida tiende incesantemente a superarse a sí misma, y esto en dos direcciones: es Mehr-Lehen [más-vida] y Merh-AL-Leben [más-que-vida],^' es decir que, por un lado, desarrollándose en el plano de los valores vitales, progresa y se enriquece continuamente en tanto vida y, por otra parte, se trasciende a sí misma en el plano de los valores lógicos y objetivos, se convierte en más-vida, y en más-íjue-vida. Pero ya sea que se renueve en un sentido o en otro, siempre se presenta como la inestabilidad misma, siempre manifiesta la inquietud

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febril del espíritu que ninguna forma dada, ningún contenido dado satisfacen, y que, rompiendo una forma actual, bajo la presión de los nuevos contenidos, se desarrolla en la dirección àAMehr-Leben y comprimiendo la oleada tumultuosa de su vida interior por una forma trascendente se proyecta en tanto Alehr-Ald-Lehen. No hay reposo, no hay satisfacción posible para la conciencia, y su «positivo» es, como tal, un «comparativo». No bien un sentimiento, un concepto, una acción estables y bien delimitados en sí mismos se convierten en estados de conciencia intuitivamente vividos, en vez de ser simplemente concebidos, se insertan en este sistema estrechamente solidario de relaciones movedizas que constituye una vida psicológica e inmediatamente los vemos perder su inmutabilidad y su equilibrio estáticos, entrar en reciprocidad de acción con todas las energías secretas de la conciencia: no defendiendo su autonomía, su FUrsichéeln, sino a través de múltiples transformaciones, no subsistiendo, por así decirlo, sino moviéndose, a veces trascendentes, a veces trascendidas, restauradas y destruidas. Ésta es la imagen que hitiiicwn de La vida nos ofrece de la vida en esas páginas sutiles, complejas e incluso vibrantes a causa de las angustias del pensamiento moderno. Resulta fácil, entonces, ver de qué manera Simmel superó el punto de vista de su relativismo primitivo y cómo su metafísica de la vida alcanza una modalidad de lo absoluto. En sus libros anteriores, Simmel había permanecido fiel hasta el fmal a las primicias criticistas de su doctrina. Sin duda, de algún modo había «vitalizado» el formalismo kantiano afirmando la reciprocidad de las acciones dinámicas que, según Kant, sólo el a priori ejercía y sólo «lo dado» sufría; pero mantenía la dualidad criticista de la forma y de su contenido, la obligación para la inteligencia de no conocer «lo dado» sino bajo las determinaciones a priori que lo califican y, como consecuencia, la imposibilidad en la que se encuentra el espíritu humano de alcanzar jamás

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una realidad absoluta. Su crítica de la razón teóricay de la razón moral no supera, en suma, esa dualidad; sólo nos deja presentir en la vida la energía creadora que anima a esas categorías dinámicas, que electriza a esos contenidos actuantes, y cuya incansable movilidad se expresa en la correlación inestable del sujeto y del objeto. l^&FiLMofúi del dinero y sobre todo los Problemcu de filosofía de la historia ya representan un progreso en relación con el relativismo primitivo de la Introducción a la ciencia moral, en el ámbito de la Economía política, como en el ámbito de la Historia, el Arte o la Religión, objetividad pura y subjetividad pura son absolutos igualmente inaccesibles; el ideal de pura subjetividad A&\ Naturmensch [Hombre de naturaleza] se confundiría con alguna impulsión inmediata e inconciente, así como un ideal de pura objetividad, tal como el Kulturmensch [Hombre de cultura] puede concebirlo, aboliría el espíritu en la nada de algún impensable numen. Pero entre esos dos absolutos, o más bien entre esas dos nadas, hay, si puedo así decirlo, un óptimo-, puesto que la objetividad de un valor no deja de crecer a medida que el espíritu la proyecta más lejos de sí, y que paralelamente su subjetividad no deja de borrarse, llega un momento en que las dos exigencias contrarias se encuentran más o menos igualmente satisfechas; dicho de otro modo, existe una suerte de «plan de proyección» intermediario a partir del cual el valor cada vez más objetivo perdería todo contacto con la conciencia individual, debilitándose paulatinamente para finalmente desaparecer en la nada de la cosa en sí y de la exterioridad pura; mientras que hasta ese plan los elementos subjetivos, aún vigorosos, vinculaban demasiado estrechamente el valor con el yo contingente, incurriendo en ciertos aspectos en una ilusión e impidiendo que se desarrollara como objetividad independiente. Entonces, tanto más aquí como más allá de ese plano de proyección intermediaria, el equilibrio nunca es perfecto entre los dos polos fundamentales de la vida. Lo «óptimo» no se haya realizado sino

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cuando la relación que une los términos en presencia se presenta como rigurosamente recíproca: en efecto, ahí los intercambios de influencias son los más activos y las vibraciones del devenir vital alcanzan, por así decirlo, su más fuerte intensidad; de tal manera que el absoluto no nos es realmente accesible sino cuando la relatividad es, por sí misma, perfecta; sólo la acentuación de un térmmo privilegiado a expensas del otro, haciendo de esa armoniosa interacción una relación superficial y, de alguna manera, caricatural, destruye el elegante equilibrio de las proporciones de la vida que es, para SiWimel, la más profunda realidad que podamos alcanzar. Ésta me parece ser, al menos, la interpretación más plausible de esta teoría de la Dutanzienuig [distanciamiento] tal como se desprende de la Filosofía del dinero y de los ProbUmiu de filosofía de la hutioria. Vemos que, en un balanceo armonioso de acciones y de reacciones por parte del sujeto y del objeto, en un ida y vuelta ágil de influencias equivalentes, o sea, en un equilibrio provisoriamente estable de la vida, contenidos y formas, hasta entonces inadecuados, dejan de ir uno tras otro en esa persecución vertiginosa que es la vida, coinciden de repente y nos hacen entrever, como un relámpago, lo Absoluto. Pero Intuición de la vida va mucho más lejos aún. La Forma de la vida es, en apariencia, un absoluto si se la compara con lo relativo de los contenidos; pero el impulso creador y fecundo del espíritu la reprime, a su vez, en lo relativo, de tal manera que el único absoluto verdadero es esa Seíbsttranszendez en sí misma, que domina y absorbe la antítesis de lo absoluto y de lo relativo."^ Así como existe un concepto absoluto de un Bien y un JVlal que encierra en sí la antítesis de un Bien y un Mal correlativos, de un Bello y un Feo interdependientes, así también existe una vida absoluta que es la unidad irreductible de la Forma en tanto correlativa al flujo transdiscursivo de la vida y del flujo relativo de la vida en tanto inseparable de una forma indeterminada; toda forma es provisional, porque la

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marea creciente de los contenidos termina tarde o temprano por arrastrarla; y la corriente lírica de la vida no es jamás, tampoco, la forma definitiva de nuestra conciencia espiritual, porque siempre hay un dique levantado por la inteligencia que le corta finalmente la ruta. El único absoluto es la ScLbéttratwzendenz, que inmutablemente sintetiza y contracta para nosotros, en un acto simple intuitivamente vivido, esos dos momentos lógicamente contradictorios del drama de la vida. Por lo tanto ese absoluto, para ser entendido en su unidad, exige un modo de pensamiento radicalmente diferente del pensamiento discursivo por conceptos; la inteligencia, por sí sola, hace surgir aquí una antítesis porque, procediendo de una manera analítica y discontinua, aisla y solidifica los elementos que, en la realidad vivida, están dados como inseparables y que ella intenta, sin embargo, yuxtaponer artificialmente. Por eso, aproximándose por entero a Bergson, Simmel confiesa, al final de su ensayo sobre la «Trascendencia de la vida»,"* que su teoría no se presta fácilmente a un formulario meramente lógico porque requiere, en realidad, una estratificación profunda de la conciencia, que es la fuente primera y vivificante de nuestra lógica de los sólidos. Se entiende entonces hasta qué punto Simmel se alejó de su posición criticista inicial, de la cual, según Mamelet, nunca se habría apartado y que de hecho no había totalmente superado en el momento en que el bergsonismo comenzó a propagarse en Alemania. ¿Por qué, según Kant, es imposible «vivir un contenido como no sea bajo una forma»? Porque la forma es, en su filosofía, la necesidad, la universalidad, la inmutabilidad misma, porque la constitución de nuestra razón humana requiere que ella elabore, moldee, cualquier elemento dado, en el momento preciso en que lo dado es «conocido». Pero para una doctrina que extiende a la forma esta relatividad reservada por Kant a los contenidos, que hace depender de las categorías de lo dado empírico, así como lo dado depende de las

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categorías, hay dos movimientos inversos y contradictoriod que se dibujan, cuyo juego complejo forma la vida misma del espíritu: un movimiento por intermedio del cual el a priori disciplina y racionaliza el caos de los contenidos, y el movimiento equivalente por el cual los contenidos niegan la forma en la que nuestra inteligencia los quiere encerrar. Ahora bien, la aprehensión inmediata y simultánea de estos dos movimientos incompatibles es algo irracional. La reflexión lógica postula, para ejercerse, esa suerte de duinietria de la razón crítica que proviene, en Kant, de la adopción de un plano de referencia absoluto; dos hechos que se excluyen mutuamente no podrían ser vividos a la vez sino en un acto de intuición simple e inmediato; al pensamiento discursivo le es imposible concebirlos al mismo tiempo. Esto es lo que da a las fórmulas de Simmel su apariencia paradójica. Der Mensch ist etwcu, das überwunden werden soll. «El hombre es algo que debe ser sobrepasado», dice citando una frase célebre del autor del «Zarathustra». «También esto, tomado lógicamente, es una contradicción: quien se sobrepasa a símLinw, e^s el que sobrepasa pero, al mismo tiempo, lo que se sobrepasa. El yo es derrotado venciendo y vence derrotando."* [Wer sich selbst überwindet, ist zwar der Ueberwinder, aber doch auch der Ueberwundene. Das Ich unterliegt doch selbst, indem es siegt; siegt, indem es unterliegt (...)].» El hombre se sobrepasa a sí mismo significa que el hombre desborda los límites que el instante actual le impone. Es necesario, por tanto, que haya un vencedor que supere, pero él sólo está ahí para ser vencido. El hombre, en tanto ser moral, es, por lo tanto, el ser limitado que no tiene ningún límite. [Es muss etwas zu überwinden da sein, aber es ist auch nur da, um überwunden zu werden. So ist der Mensch auch als ethisher das Grenzwesen, das keine Grenze hat.]'' Das Grenzwesen, das keine Grenze hat! ¡Qué lejos estamos de Kant! Y cada página acentúa el divorcio: «La vida necesita forma y más que forma. La vida puede concebirse desde una contradicción que supone que sólo puede amoldar-

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se a formas y, sin embargo, sobrepasa y socava todo lo que ha formado...» [Indem es Leben ist, braucht es die Form, und indem es Leben ist, braucht es mehr als dir Form. Mit diesem Widerspruch ist das Leben behaftet, dass es nur in Formen unterkommen kann, und doch in Formen nicht unterkommen kann...].»'^' La vida mmediatamente vivida es la unidad de una forma y de la superación de toda forma dada, la unidad del Sicht-Steigern y del In-Sich Bleiben, o más bien, si se quiere, ni unidad ni dualidad: desafía esas groseras aproximaciones cuantitativas; trasciende todas las categorías numéricas confeccionadas por una inteligencia raciocinante; por ella llegamos a ese resultado prodigioso de nuestro sentir a la vez mád aquí y mát) allá de los límites que nosotros mismos nos hemos impuesto. Al final de su ensayo Simmel retoma sus conclusiones anteriores de la Fibdofúi del dinero y de los Problemod de filodofía de la hidtoria, pero agudizándolas. Se desolidariza a la vez del realismo y del criticismo subjetivista; con más vigor que nunca, acentiia su oposición a la Weltandchauung subjetivista; se preocupa especialmente por subrayar que una oración como «el mundo es mi representación» hace de la Selhdttrandzendenz, algo mediato, inerte e ilusorio; que los límites del yo, a pesar de los subjetivismos, suponen un más allá, un no yo del cual el yo sería correlativo, y que la vida no sólo ya no es prisionera del círculo vicioso de la subjetividad absoluta sino que no se diluye en el no ser de una objetividad pura: en el ensayo que sigue a «La trascendencia de la vida», ' Simmel insistirá de igual modo sobre el hecho de que la objetividad, en su teoría, permanece como realmente trascendente al sujeto y que no es en absoluto una simple vestimenta de aquél (eine blodde Verkleidung ded Subjektd). En suma, la Vida es un absoluto superior a la dualidad conceptual del objeto y del sujeto. ¿No nos muestra acaso el bello libro sobre Goethe, in concreto, de qué manera MÍÍ genio realiza en su persona y en sus obras ese absoluto, verdadera-

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mente divino, gracias al cual alcanza la objetividad suprema a fuerza de interiorización y reencuentra la vida profunda del yo a fuerza de objetividad? Queda por mostrar de qué manera ese equilibrio genial se establece más o menos en las diversas formas que reviste la vida, según que ésta se manifieste bajo un aspecto estético, religioso, moral o sexual. Nos incumbe precisamente determinar en qué medida el principio relativista expresa, sometido a la prueba de las aplicaciones concretas, esa fe ardiente en la vida, ese tiefes Zutrauen zum Leben, esa fiebre de vida, si puedo así decirlo, bajo la cual vibra el pensamiento simmeliano.

Aplicaciones Sobre todo en el ámbito del arte y de la religión, la metafísica simmeliana de la vida implica consecuencias profundas; de hecho, los últimos ensayos de Simmel se abocaron más que nada a problemas de filosofía estética o rehgiosa, cuando no trataban del problema sexual o del de la muerte; de esas variadas aplicaciones se desprende una concepción radicalmente nueva de la filosofía, de la cual trataremos, en último término, de caracterizar su inspiración y determinar sus aportaciones. La Estética vitali)ta. En este ámbito, como en el ámbito moral o en el teórico, Simmel parte de la distinción relativista fundamental de la forma y del contenido. El «valor» estético es una forma a priori, como lo es también, por ejemplo, el valor económico, si bien aquél califica contenidos especiales, distintos a los contenidos intelectuales, éticos o religiosos. La teoría de la Diitanzierung, anteriormente esbozada en la Filosofui del dinero o en Problemas de filosofía de la. hidíona, encuentra aquí una nueva aplicación. Así como la filosofía constituye un medio entre el saber absoluto y la ignorancia absoluta,^® así como

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el amor es, según la expresión de Platón, intermediario entre la posesión y la no posesión,'* así también la obra de arte, combinación dinámica de una forma y de una materia, es intermediaria entre la subjetividad pura y la pura objetividad. En la medida en que el valor estético ha sido proyectado muy lejos del yo, alcanza más comúnmente que los otros ese «plano óptimo» a nivel del cual la objetividad llega a su máxima autonomía compatible con la supervivencia de los elementos subjetivos, y la vida subjetiva logra su mínima intensidad compatible con la independencia de los elementos objetivos. Por ende, la auténtica obra de arte presenta dos caracteres opuestos en apariencia, pero que sólo se excluyen según nuestra lógica conceptual, generadora de contradicciones y de discontinuidades: a) La obra de arte se caracteriza por su aULuniento y por su unidad objetiva hasta cierto punto cerrada; por su Selbétgeniigsamkeit [autosuficiencia] y su Fürdichsein [aislamiento]: dos palabras bastante difíciles de traducir a las que Simmel recurre a menudo. En presencia de una obra perfecta, según Schopenhauer, la voluntad se retrae, porque todas las exigencias de orden propiamente artísticas que podrían presentarse están preformadas y satisfechas de antemano en la obra misma.'" Si el yo en tanto voluntad muere al contacto de la obra bella, es que la obra bella se presenta como un todo, a la vez concentrado sobre sí mismo y cerrado al mundo exterior, una síntesis y una antítesis al mismo tiempo. Simmel usa una palabra muy expresiva para definir ese carácter sintético, autónomo y de alguna manera centrípeto de la obra de arte: una obra maestra, dice, el cuadro en su marco y la escultura en su pedestal, es un «islote» en el mundo de la realidad, es una «entidad insular» (inseLhaf) que espera que uno vaya hacia ella y que no se entremezcla, en tanto objeto útil —instrumento o mueble—, con nuestra vida cotidiana." Por eso, el marco es al

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cuadro lo que el cuerpo es al espíritu: aquello que concreta y simboliza al mismo tiempo la individualidad espiritual de la obra pictórica, lo que vuelve sensible a nuestros ojos su unidad irreductible y celosa. Los límites de un objeto natural no son más que un teatro de intercambios osmóticos incesantes; siguen siendo superficiales y no representan, en suma, sino el lugar de los puntos en los que un cuerpo termina y otro comienza. La forma de una obra de arte tiene, por el contrario, un sentido profundo por el hecho mismo de reforzar su aislamiento, su Fiiróichéein. b) Pero el «distanciamiento» de la obra de arte, en su autonomía objetiva, en relación con la conciencia, se acompaña de un acercamiento equivalente, proporcional y simultáneo: proximidad y distancia son dos conceptos recíprocos y cada uno de ellos, a pesar de nuestro principio lógico de identidad, supone e implica al otro inmediatamente. En efecto, al postular la forma de la obra de arte como unidad objetiva absoluta e inmutable, Simmel habría renunciado al principio mismo de su relativismo. Ahora bien, ese principio exige que la objetividad sea siempre relativa a un sujeto que la transforma por lo menos tanto como ella lo transforma a él, y que la relación se intensifique a medida que el objeto se distancia precisamente del yo, hasta que, con la distancia volviéndose a su vez excesiva, el objeto se hunde progresivamente ante nosotros en la nada. Esta Sdb