Fragmentos de monarquía
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Alianza Universidad

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el relativo agotamiento

que siguió a la eclosión historiográfica de los sesenta se habla insis­ tentemente de la vuelta de la historia política. No está nada claro sin embargo en qué pueda consistir esta reencarnación. No parece, en cualquier caso, que la cuestión vaya a resolverse en una pacífica res­ tauración sin más del orden historiográfico anterior. La historia polí­ tica que se perfila, nostalgias aparte, es otra. Otros son los sujetos que empiezan a detectarse en su territorio y otro, también, resulta ser su lenguaje. En la nueva perspectiva, el Estado no es ya el único I ocupante de ese espacio, ni impone indiscutidamente el discurso y los | personajes que deben hacerse presentes. Las transformaciones ocu- ; rridas en el ámbito de las ciencias sociales plantean claramente la | necesidad de entender el pasado de otra forma, en términos de estricta alteridad, como un tiempo diverso del nuestro, como una ! cultura que no resulte simple proyección retrospectiva del presente. ,¡ Los estudios de PABLO FERN A N D EZ A LB A LA D E JO que se re­ cogen en FRAGM ENTOS D E M ONARQUIA. T RA BA JO S DE HISTORIA POLITICA responden a este planteamiento. Atienden a la individualización de los trazos históricos distintivos de una forma política —la Monarquía Católica— , cuyos mecanismos de composición, representación y actuación, atestiguan la presencia de un orden

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de inspiración nada estatal. Una situación que apenas se modificó con la transformación, ya en el siglo XVIII, de esa monarquía universal en el reino de España. Otras obras en Alianza Editorial: «Una sociedad conflictiva: España, 1469-1714» (LB 1064), de Henry Kamen; «La

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práctica del imperio» (AU 574), de Helmut G. Koenigsberger.

Alianza Editorial ISBN 84-206-2734-8 Cubierta: "EUROPAE DESCRIPTIO" Grabado de Mathias Quad. S. XVI Biblioteca Estatal de Ratisbona

9 788420 627342

Pablo Fernández Albaladejo 'V - '- s i

Fragmentos de monarquía Trabajos de historia política

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Alianza Editorial

OE L A R E P U » L I C * ItlLlOTECA LUIS ANGEL ARANGO

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P r o c e s o s T E C N IC O S

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el art. 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte, sin la preceptiva autorización.

© Pablo Fernández Albaladejo © Alianza Editorial, S. A. Madrid, 1992 Calle Milán, 38; 28043 Madrid; telef. 300 00 45 ISBN: 84-206-2734-8 Depósito legal: M. 37.095-1992 Fotocomposición: EFCA, S. A. Avda. Doctor Federico Rubio y Galí, 16. 28039 Madrid Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid) Printed in Spain

Alianza Universidad

A Pablo y a Miguel, fragmentos en parte míos, a la monarquía con la que hacemos cuerpo.

L

INDICE

Prólogo............................................................................................ I.

IMPERIO Y M ONARQUIA

Los A u s t r i a s m a y o r e s ................................... La crisis del régimen.................................................... «Imperio» y «monarquíacatólica».............................. El «Estado Real».................................. :....................... Monarquía, religión y reinos........................................

C a p í t u l o l.

1.1. 1.2. 1.3. 1.4.

11

«Imperio de por sí : la reformulación del PODER UNIVERSAL EN LA TEMPRANA EDAD MODERNA ...

21 21 60 86 140

C apítulo 2.

168

Capítulo 3. D e « llave de Italia » a « corazón de la MONARQUÍA»: M ILÁN Y LA MONARQUÍA CATÓLICA EN EL REINADO DE FELIPE III.....................................................

II.

185

M ONARQUIA Y CORTES

C apítulo i. Monarquía y reino en C astilla: 1538-1623 . 241 C apítulo 2. Monarquía , cortes y cuestión constitu ­ cional en C astilla durante la edad m oderna .... 284 9

Indice

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C apítulo 3.

C ortes y poder real : una perspectiva COMPARADA ........................................................................

C apítulo 4. III.

C apítulo l. 1.1. 1.2. 1.3.

L a resistencia en las c o rtes .....................

300 325

CAMBIO DINASTICO, MONARQUIA Y CRISIS DE LA CO N STITUCIO N TRADICIONAL

L a monarquía

Bo rbo n es ...............

353

Un establecimiento de nueva planta......................... La estrategia patrimonialista y las resistencias cons­ titucionales del medio........... ...................................... Carlos III: conflicto, recomposición y crisis consti­ tucional ..........................................................................

353

de

los

380 412

C apítulo 2. Monarquía ilustrada y haciendas loca ­ les EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO X V III ................... 455 C apítulo 3. L eón de Arroyal : del « sistema de ren ­ tas » A LA «BUENA CONSTITUCIÓN» ................................. 468

PROLOGO

El más veterano de los trabajos que aquí se recogen, «Monarquía y reino en Castilla: 1538-1623», se terminó de escribir en los pri­ meros meses de 1982. Aunque ya entonces no resultaba muy difícil de calcular que diez años después estaríamos en 1992, espero que el lector me creerá si le digo que no lo concluí por esas fechas pre­ viendo que las expectativas del quinto centenario harían más fácil la publicación de una hipotética y futura recopilación de trabajos. La­ mento de todas formas que ello no fuera así, porque me habría ahorrado mayores explicaciones. No obstante, puestos a buscar al­ guna, la más convincente que se me ocurre es la del propio tiempo transcurrido: después de todo una década es una década y, si bien no me reconozco inclinaciones cabalísticas, sospecho que sólo algu­ na oscura influencia de esta especie ha podido llevarme finalmente a dar este paso. Aceptado lo inevitable, no deseo ocultar sin embargo que me satisface especialmente que el referido trabajo —sin publicar hasta el momento— oficie de decano en la presente recopilación. Entre otras razones porque, para quien estas líneas escribe, Monarquía y reino supuso un giro de unos cuantos grados en relación con el que hasta entonces había venido siendo su horizonte cotidiano de investiga­ 11

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Pablo Fernández Albaladejo

ción. Un giro que, entre otras cosas, le llevó a abandonar el apacible terreno de la historia rural y annaliste en el que estaba instalado para asomarse al más arriscado panorama de una asamblea parlamentaria y de su peculiar dinámica política. Tal desplazamiento coincide en el tiempo con las primeras manifestaciones de la llamada «crisis de los Annales», pero he de confesar que mi particular corrección de rumbo no estuvo determinada por la situación de esa escuela de la que, por otra parte, había aprendido lo fundamental del oficio, ex­ cesos incluidos. Sus móviles fueron mucho más simples y, me temo, que incluso resulten inconfesables. Obedecían sobre todo a las exi­ gencias (¿ilógicas?) de uno de los ejercicios del extinto sistema de oposiciones, en virtud del cual el aspirante debía aparentar cierta suficiencia sobre un tema del programa que —en principio— se su­ ponía alejado de su especialidad. Monarquía y reino es el resultado de esa concreta situación. No sé si me sentiría más a gusto si las cosas se hubieran produ­ cido de forma algo más heroica, pero tampoco me parece que ello sea como para avergonzarse. En todo caso, si el embarazo resultó imprevisto, acepté luego hacerme cargo de la criatura. No tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que advirtiera que la paternidad, responsablemente ejercida, implicaba embarcarse en una apuesta historiográfica diferente. Si bien desde el propio interior del paradigma en crisis empezaba a admitirse que se habían cometido algunos ex­ cesos en relación con la historia política, no parecía sin embargo que tales arrepentimientos fuesen a llevar a ninguna parte. La cuestión iba más allá de hacer notar la importancia o la necesidad de una historia política que se consideraba desatendida por los padres fun­ dadores (tal y como desde perspectivas bien annalistes proponía Jac­ ques Julliard en Faire de Vhistoire), o incluso de postular (como más radicalmente hacía Poulantzas) su autonomía relativa. La naturaleza del problema era otra y, consecuentemente, su solución no dependía de encontrar un lugar más o menos honorable para la política dentro del troisième niveau. Con todo, mi percepción de la situación era entonces bastante menos precisa de lo que ahora pueda parecer. Desembarcado del tríptico annaliste supongo que fue inevitable sentirse náufrago du­ rante un tiempo e, incluso, navegar a ciegas. Aunque esa sensación no ha desaparecido del todo, cuando menos ahora creo intuir cuál puede ser el rumbo a seguir. Debo reconocer en este sentido la importancia que tuvieron determinadas ayudas, alguna de las cuales

Prólogo

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el lector identificará fácilmente desde la primera nota a pie de página de Monarquía y reino. Con la misma facilidad advertirá asimismo que buena parte de los autores citados en esta recopilación guardan una relación más o menos estrecha con la historia del derecho, lo que tampoco tiene nada de particular: ello resultaba de todo punto obligado para quien por primera vez se aproximaba a la historia de una asamblea parlamentaria. Debo hacer notar sin embargo que para un annaliste esta aproximación no resultó nada fácil, dado que en ese paradigma el derecho venía ocupando una posición más irrele­ vante aún que la propia política. Entre las muchas alianzas de una historia pretendidamente ouverte el derecho, curiosamente, no con­ taba. Fue un consuelo poco gratificante comprobar que esa actitud algo tenía que ver también con la tradición de historia aparte de la que los juristas siempre habían hecho gala si bien, en esos momen­ tos, parecía que algo de ese espíritu empezaba a quebrarse. La pre­ sencia de un sector —no diría que mayoritario pero sí extraordina­ riamente activo— de historiadores del derecho interesados en salir de esa tradición de aislamiento constituyó para mí una ayuda ines­ timable. Aunque marchando por caminos diferentes me pareció ad­ vertir que andábamos tras la misma cosa: una revisión de la inter­ pretación con la que se venía rindiendo cuenta del orden político europeo del antiguo régimen. A nadie sorprenderá que en estas circunstancias el denominado estado moderno, es decir, la construcción intelectual sobre la que tradicionalmente se ha venido articulando la inteligibilidad misma de ese orden, haya acabado por convertirse en blapco inevitable dentro de este feu croisée. Las razones profundas de esta situación, obvia­ mente, no se han gestado en los claustros académicos. De hecho el movimiento no constituye sino una manifestación más —historiográfica en este caso— de la en tantos aspectos visible crisis del estado que afecta a nuestra propia contemporaneidad . La cuestión, como es sabido, ya se había planteado y debatido en otros términos en el período de entreguerras. Si, posteriormente, la derrota de Alemania —verdadero laboratorio de ese primer movimiento—, la hegemonía historiográfica —bien estatalista por cierto— de Francia, y la inva­ sión de la sociología funcionalista —tan preocupada siempre por la Formation of National States in Western Europe— consiguieron echar tierra sobre el asunto, nada parece indicar sin embargo que ahora se avecine una situación semejante.

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Cabría decir que incluso al contrario: la reivindicación y afirma­ ción de una alteridad histórica concebida desde patrones no occi­ dentales y en clave antropológica, ha influido decisivamente sobre el entendimiento del propio pasado europeo, insinuando una dinámica política ya no exclusivamente configurada a partir de aquellos fac­ tores más reconocidamente estatales (ejército, hacienda, burocracia, centralización). Naturalmente, el sentido de la operación no es el de implementar categorías más o menos exóticas con las que interpretar el pasado político europeo. Lo que se apunta es que la propia his­ toria política europea debe ser asimismo contemplada desde esa pers­ pectiva de alteridad, y no desde la de simple momento anterior de su actual orden político. Sus categorías, consecuentemente, han de elaborarse a partir de la matriz cultural —religiosa y jurídica— que alimentaba ese antiguo sistema, haciéndolas funcionar de acuerdo con esa lógica y contexto, y no al dictado de nuestros actuales pos­ tulados. Es su lenguajey y no el nuestrcr, el que debe hablar. La tarea es laboriosa, pero los primeros resultados —ahí están los trabajos de Bartolomé Clavero o Antonio Manuel Hespanha— son prometedo­ res. La creencia de que ese pueda ser un relativo mejor camino se detecta asimismo en otros ámbitos y en empresas ya de cierta en­ vergadura: desde la cambridgénse Ideas in context hasta el más ve­ terano Geschichtliche Grundbegriffe. Ideas in context o, si se quiere, Politics in context —si bien la estrategia analítica no es la misma en uno y otro caso— resume en buena medida la consigna que aquí se ha intentado seguir, aunque muchas veces ello se haya hecho más de manera intuitiva que pla­ neada. El autor se daría por satisfecho si, de alguna forma, estos trabajos extendiesen la convicción de que este tipo de historia no puede hacerse a partir de la utilización de una especie de categorías políticas espontáneas supuestamente disponibles en cada uno de no­ sotros. En los años sesenta, cuando comenzó a suscitarse un gran interés por los problemas del crecimiento económico, los historia­ dores procedentes de las facultades de letras realizaron un notable esfuerzo por incorporar esa problemática en sus investigaciones con­ cretas. El resultado fue una relativa familiarización con una serie de términos (tasa de crecimiento, intervalo intergenésico, media móvil, coeficiente de correlación) que pueblan desde entonces incluso los manuales de la EGB. No se observa hoy una exigencia semejante en relación con la historia política: la audacia con la que se manejan términos y conceptos, sin el más mínimo esfuerzo contextualizador,

Prólogo

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resulta inquietante, tanto como la inevitable canonización historiográfica de las categorías estatales que de ello está resultando. Por si acaso la impresión pudiera ser otra, desearía dejar en claro que no se trata de convertir al estado moderno en la bête noire de este proceso de revisión. Tal propuesta sería una necedad. El estado moderno fue una brillante construcción historiográfica forjada por las necesidades de legitimación de una burguesía europea no siempre revolucionaria y casi siempre nacionalista. Quienes participaron en ese diseño interpretaron el orden político anterrevolucionario desde una muy particular postura, pero ello no afecta en nada al recono­ cimiento que esa aportación merece, algunos de cuyos componentes por otra parte denunciaron ya por entonces los peligros del presentismo metodológico. Lo que sorprende es que, a pesar de la ventaja que siempre otorga el tiempo transcurrido, haya todavía hoy quienes se empeñen en continuar considerando poco menos que intocables los supuestos de esa interpretación. Algo —debe reconocerse— han cambiado las cosas desde entonces. No seré yo quien niegue las incertidumbres y dificultades de la apuesta, pero me parece que cual­ quier actividad intelectual que se precie difícilmente podría prospe­ rar sin ellas. Los trabajos que aquí se recogen, agrupados temáticamente, son producto de esta encrucijada. Como cabe suponer su secuencia cro­ nológica —tanto en su conclusión como en su aparición impresa— no se ha producido tan ordenadamente. Los primeros en este senti­ do, según ya se ha indicado, son de asunto parlamentario, referidos al reino de Castilla y, en concreto, a los tópicos que hasta ahora han venido presidiendo la historia de sus cortes durante la edad moder­ na. Sobre tal temática comenzó a trabajar el autor poco antes de 1982, sin sospechar —tampoco esta vez— la proximidad de conme­ moración centenaria en 1988. Estoy muy agradecido sin embargo de que así haya sido, ya que el compromiso de publicación contraído con los responsables de los encuentras de Salamanca (abril de 1987) y Toro (septiembre de 1987) me impidió engolfarme en el tema, con lo que la investigación perdió cualquier posibilidad de convertirse en una segunda tesis doctoral. Con estos trabajos se solapa e interfiere otro bloque de perspectiva ya no tan local. El de contenido más general —aportación del autor a una Historia de España— se ocupa del gobierno de los reinos y estados vinculados a la rama hispana de la casa de Austria bajo Carlos V y Felipe II. Imperio de por sí se gestó a raíz de una participación en la UIMP de La Coruña en 1988,

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y por diversas razones no se ha publicado hasta el momento; en realidad se limita a desarrollar algunas cuestiones apuntadas en el trabajo anterior. Corazón de la monarquía es resultado de mi inter­ vención en un Convegno sobre la Lombardia spagnola organizado por el centro Europa delle Corti, y cuyas actas aparecerán próxima­ mente en Italia; aquí es el gobierno de un territorio concreto lo que se atiende, y la caracterización de la monarquía católica como una organización centralista es lo que se cuestiona. Los trabajos del ter­ cer apartado —uno de ellos de planteamiento asimismo general— recogen mi participación en algunas reuniones sobre el siglo XVIII (UIMP: Santander, 1983; Bilbao, 1988; Madrid, 1988) a las que fui invitado. Abordo en ellos las consecuencias que se siguieron del cambio dinástico ocurrido a comienzos del siglo XVIII, prestando alguna atención a las resistencias y crítica por él suscitadas. Me ha parecido que, participando de una cierta unidad de planteamiento con los anteriores y respondiendo en el fondo a una misma proble­ mática, podían también ser incluidos. Un elenco de cuestiones que como puede verse corresponden a la más clásica y tradicional historia política y que, quizá por esa misma condición, han podido permanecer un tanto al margen de cualquier revisión. Tanto las cortes, como la idea de imperio o el concreto gobierno de los territorios, han venido ubicándose dentro de un espacio historiográfico en el que sólo cabía entrar para aportar nuevos materiales, pero no nuevas perspectivas. Pesaba y pesa to­ davía sobre esa historia y esos temas una dura condena. Su origen data ya de la propia Ilustración, si bien fue el drama del 98 —cuyo próximo centenario no parece suscitar tanta alharaca— quien se en­ cargó de establecer lo fundamental del argumento : el atraso político español sería consecuencia de ese pasado imperial, a quien habría que imputar los males de la patria. Con esas mismas anteojeras presentistas, aunque con otros objetivos, el franquismo historiográfico in­ tentaría sin éxito la rehabilitación de ese período. Lógica heredera de la primera tradición, la posterior historiografía progresista se dio por satisfecha con su interpretación. Después una historiografía re­ conocidamente dura, de temática regionalista y metodología econó­ mica, defensora del entendimiento de lo político en términos de sim­ ple reflejo de lo social, ha venido a asestar el golpe de gracia. Que la situación debe revisarse —se viene revisando de hecho desde hace ya algún tiempo— parece evidente. No estoy muy seguro de la acogida que vaya a encontrar la operación, pero en cualquier

Prólogo

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caso creo que merece intentarse. Incluso aunque sólo fuese por cum­ plir con la pequeña exigencia de «comprender el presente» que gra­ vita sobre nuestra profesión. O incluso aunque sólo sirviese para entender que, después de todo, el 12 de octubre no resulta una fiesta nacional tan descabellada. No se considere ello por otra parte como una empresa narcisista ni exclusivamente hispana. Tampoco en esto resultamos singulares: alguna historiografía hay embarcada desde hace algún tiempo en sutilezas de esta especie, y son muchos los demonios domésticos que la investigación sobre la nationale und kulturelle Identität está liberando; entre ellos curiosamente el de la tradicional inculpación que venía pesando sobre el Reich histórico por su carencia de estatalidad. ¿Será acaso la propia concepción estatalista de la modernidad lo que habrá que empezar a revisar? La lógica de la distribución ha querido que mi colaboración en el homenaje a los profesores Ruiz Martín y Artola Gallego ocupe el último lugar. No es ese exactamente el orden en el que deben figurar a la hora de referirme a los agradecimientos. Monarquía y reino se redactó por sugerencia de Felipe Ruiz, y si la empresa pudo salir adelante ello fue debido a que sus investigaciones ya habían levantado —y aún lo continúan haciendo— las pistas más importan­ tes. Los trabajos relativos al siglo XVIII no se habrían escrito sin la incitación —debería decir provocación— de Miguel Artola. No estoy seguro de que comparta del todo los planteamientos que aquí se recogen, pero me temo que tal cosa es consecuencia de su peculiar magisterio. Con Julio Pardos, Julen Viejo y Chema Portillo, tengo una deuda especial; su magnitud es tal que, prevaliéndome del im­ perio que fingen reconocerme, he decidido declararme insolvente. Debo confesar de todas formas que, con ellos, la incierta meseta de los cuarenta está resultando bastante llevadera. Como pater familias mis expectativas son mejores: aquí lo que he recibido son auténticas donaciones a fondo perdido. Nada, pues, tengo que devolver. Que se sepa entonces que el libro es tanto de ellos como mío.

NOTA. En la presente edición casi todos los trabajos incorporan en su texto alguna modificación en relación con la versión primera, motivada por la convicción del autor de que la redacción, en más de un caso, dejaba que desear. N o se ha podido evitar del todo que a veces los argumentos se reiteren. El trabajo sobre Los Austrias mayores se presenta aquí en versión

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original (en su primera edición, por criterio editorial, sufrió algunas ampu­ taciones de texto y apareció sin notas a pie de página) y, al mismo tiempo también, corregida. Agradezco la ayuda que en este sentido me prestaron José María Iñurritegui y Nacho Vicén. La mayor parte de los trabajos de otros autores que se citan como iné­ ditos han sido luego publicados. Así ha sucedido con los de E. POSTIGO, Honor y privilegio en la Corona de Castilla. El Consejo de las Ordenes y los Caballeros de Hábito en el siglo XVII (Junta de Castilla y León, 1988), F. BOUZA {Portugal en la monarquía hispánica: 1580-1640. Felipe / /, las Cortes de Tomar y la génesis del Portugal católico, Madrid, Ed. Universidad Complutense, 1987, 2 vols.), J. M. CARRETERO {Cortes, monarquía, ciuda­ des. Las Cortes de Castilla a comienzos de la época moderna: 1476-1515, Madrid, Siglo X X I, 1988), J. PARDOS («Comunidad. Persona invisibilis», en Arqueología do Estado, Lisboa, Historia e Crítica, 1988, vol. 2, págs. 935-965, y luego en Revista de las Cortes Generales, 15, 1988, págs. 143-180), J. I. FORTEA {Monarquía y cortes en la Corona de Castilla. Las ciudades ante la política fiscal de Felipe //, Ed. Cortes de Castilla y León, 1990), J. L. CAS­ TELLANO {Las Cortes de Castilla y su Diputación: 1621-1789. Entre abso­ lutismo y pactismOy Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990), E. GIMÉNEZ L ó pe z {Militares en Valencia: 1707-1808. Los instrumentos del poder borbónico entre la N ueva Planta y la crisis del antiguo régimen, Ali­ cante, Ed. Juan Gil Albert, 1990), E. GARCÍA MONERRIS {La monarquía absoluta y el municipio borbónico. L a reorganización de la oligarquía urbana en el ayuntamiento de Valencia} Madrid, C SIC , 1991) y J. M. PORTILLO {Monarquía y gobierno provincial. Poder y constitución en las provincias vascasy Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991). Agradezco a cada uno de los autores, tanto en el caso de los trabajos publicados como en el de los no publicados, las facilidades que me dieron para su consulta.

I. IMPERIO Y MONARQUIA

«Nunc vero quis est qui non intelligat, quanquam titulus imperii sit in Germania, rem tamen ipsam esse penes Hispanos Principes.» (Elio Antonio de Nebrija, Rerum a Ferdinando V et Elisabe Hispaniarum Regibus gestarum Decades IL Exhortatio ad lectorem, 1510.) «Quien con juicio libre revolviere las historias y mirare el orden que ha habido en las monarquías... hallará que España es la que falta en el mundo por tener el supremo mando e imperio y que, desde que comenzó a reinar la Majestad del Emperador Carlos Quinto de este nombre, se comenzó.» {Memorial del contador Luis de Ortiz a Felipe II, 1558.) «Translata est itaque a Domino Deo temporalis potestas in Philippum Secundum Regem Hispaniarum, et novi Orbis maximum, nulla in imperio, praeter titulum, manente... Hic igitur est in mundo maximus, et in orbe Monarcha.» (Juan de Garnica, De Hispanorum Monarchia, 1595.)

Capítulo 1 LOS AUSTRIAS MAYORES

1.1.

La crisis del régimen

La muerte de Isabel A fines del siglo XVIII, en la Segunda Parte de los Anales Histó­ ricos de los Reyes de Aragón, el jesuíta Pedro Abarca señalaba que la muerte de Isabel la Católica —el 26 de noviembre de 1504— fue «principio y causa de las mayores mudanzas» de aquel siglo. Aunque con algunas reservas cabe afirmar que, si no principio, cuando menos este evento agudizó las tensiones de un panorama político ya de por sí harto complejo e inestable, y en el que desde hacía algún tiempo venía debatiéndose la monarquía de los reyes católicos. Los antece­ dentes inmediatos de esta situación estaban íntimamente vinculados con las previsiones establecidas por Isabel —de acuerdo con algunas peticiones que le habían sido hechas en las cortes de 1502-03— en su codicilo a propósito del gobierno de Castilla, particularmente con la posición que dentro del mismo se asignaba a su marido. Según este plan, el Católico, ausente doña Juana en Flandes, pasaba a ha­ cerse cargo de la gobernación de Castilla, si bien podría mantenerse en ese puesto de forma permanente en el caso de que Juana, al volver de Flandes a hacerse cargo de sus estados, no pudiera «entender en la gobernación de ellos». 21

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Imperio y monarquía

El sentido de la operación, obviamente, trataba de atrasar cuanto fuera posible que el marido de Juana —que con ella había recibido el juramento de las cortes de Castilla y de Aragón en 1502— se hiciese con el poder en Castilla. En vida de Isabel ambos monarcas habían sufrido fuertes contrariedades a raíz del comportamiento de su yerno, tanto por la nueva orientación que parecía iba a imprimir a la política exterior cuanto por las noticias que llegaban acerca de las relaciones internas de la pareja. A lo largo de diecinueve meses, hasta el 27 de junio de 1506, Fernando conseguirá mantenerse como gobernador de Castilla, den­ tro de un período en el que se tenía la sensación de que el edificio se venía abajo. Consciente de que tal desenlace no era imposible, Fernando intentó en un principio afianzar su posición en Castilla, buscando para ello el apoyo de las dieciocho ciudades de voto en cortes. Ante esa asamblea congregada en Toro en enero de 1505, Fernando arrancó la previsión más favorable de entre las establecidas por su esposa en el testamento. La petición que allí se hizo de que su gobernación adquiriese carácter permanente fue aprobada sin nin­ guna oposición. Es posible que pensando en la gran ausente de esas cortes, la nobleza, Fernando acelerase la aprobación de un conjunto de leyes encaminadas en su mayor parte a otorgar pleno reconoci­ miento al mayorazgo. La medida, con todo, no dejaba de ser un tanto testimonial si tenemos en cuenta el grado de implantación que había alcanzado esa institución ya desde la segunda mitad del si­ glo XIV. Consecuentemente, la formación de un partido nobiliario opuesto a los propósitos de Fernando resultaba poco menos que inevitable ante el panorama político que empezaba a emerger en Castilla. Para una parte de la nobleza, en efecto, ninguna ocasión mejor que aquella a .efectos de saldar cuentas con el monarca. El movi­ miento de los nobles constituía la respuesta a un pasado inmediato en el que a ellos, como llegaría a comentar un fiel colaborador del monarca, «no se les dio tanta parte en las cosas de estado como solía, y fueron sometidos a gran sumisión y obediencia». Para el Católico la situación resultaba particularmente difícil dado que su yerno —bien informado de lo que sucedía y con buenos contactos en el re in o no era ajeno a las inquietudes que manifestaba la nobleza, intentando además implicar en su trama a las ciudades. Su objetivo era conseguir por todos los medios que nada se hiciese en Castilla antes de su llegada.

Los Austrias mayores

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En una maniobra que finalmente resultaría abortada, Fernando envió a dos de sus hombres de confianza a Flandes con la intención de obtener por escrito el respaldo de su hija Juana. Fracasada esta tentativa por la intervención del propio Felipe, y consciente de la debilidad de su propia posición, Fernando llevó a cabo entonces una acción tan espectacular como inesperada: en octubre de 1505 selló en Blois un tratado con Luis XII de Francia, en virtud del cual se estipulaba el matrimonio de Fernando con Germana de Foix, sobri­ na del propio monarca francés. En caso de que hubiese descendencia —que llegaría a haberla por unas horas— el heredero se convertiría en el futuro rey de Nápoles; de no ser así, Nápoles se incorporaría a la monarquía francesa. Prescindiendo del contenido, importa su­ brayar lo que el propio hecho del tratado suponía: la quiebra de la línea política que tradicionalmente había venido siendo observada por los soberanos de la Corona de Aragón en relación con la dinastía de los Anjou. El tratado con el monarca francés permitió a Fernando afrontar en mejores condiciones una situación política harto com­ prometida, pero a cambio de reconocer que no existía ninguna po­ sibilidad de reconducir la monarquía a su anterior situación. En Blois su diseño fundacional había sido materialmente desmantelado. La decisión adoptada por Fernando en relación con algo tan útil polí­ ticamente para él como la institución inquisitorial, confirma el al­ cance de esta nueva orientación. Sabedor de que Felipe parecía in­ clinado a su disolución inició, en el verano de 1506, una serie de pasos tendentes a la división en dos —Castilla y Aragón— de la Inquisición, lo que efectivamente llegaría a alcanzar por bula del 4 de junio de 1507. Blois sirvió no obstante para que Fernando pudiese negociar en mejores condiciones la cesión de poderes a Felipe de Borgoña, pri­ mero en la Concordia de Salamanca (noviembre de 1505) en la que Felipe actuó a través de representantes, y luego, más resolutoriamen­ te, en la de Villafáfila (junio de 1506), una vez que suegro y yerno pudieron encontrarse tras la llegada de Felipe y Juana a la península. Los términos del acuerdo establecían el cese de Fernando en la go­ bernación de Castilla, renunciando asimismo a cualquier pretensión sobre Granada y las Indias. Continuaría disfrutando no obstante de las rentas de los maestrazgos y de la mitad de los derechos proce­ dentes de las Indias. Definitivamente, se reconocía la incapacidad de Juana en materias de gobierno, lo que de hecho suponía la entrega de todo el poder a Felipe. En documento aparte, y ante testigos,

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Imperio y monarquía

Fernando puso de manifiesto que aquellas cesiones se hacían por salvar a Castilla de una guerra civil, no renunciando por tanto al plan establecido por Isabel ni aun a los derechos de su hija. A efectos de aparentar que la entrega de poderes se hacía sin mayores friccio­ nes, Fernando y Felipe de Borgoña realizarían una entrevista de despedida en Renedo el 5 de julio. El 13 de ese mismo mes Fernando llegaba a tierras aragoneses y el 4 de septiembre embarcaba en Bar­ celona con destino a Nápoles 1.

Nobleza, oligarquías urbanas y transición política Las circunstancias de casi clandestinidad en las que Fernando hubo de abandonar Castilla, así como su posterior embarque con destino a Nápoles —uno de los reinos de su corona— prueban hasta qué punto se daba ya por concluida la etapa en la que Castilla y Aragón habían sido gobernadas desde un solo centro. Dada la ha­ bitual caracterización de los reyes católicos como paradigma de la monarquía autoritaria, sorprende cuando menos constatar la relativa facilidad con la que quebró el orden por ellos establecido. Que una parte de la nobleza anduvo de por medio —y muy activamente— en la aparición de este clima de inestabilidad resulta evidente, como asimismo las razones que podían subyacer tras esa actitud. No obs­ tante, el problema que empezaba a plantearse iba más allá de una simple reacción nobiliaria, prácticamente inevitable de otra parte en aquellas situaciones en las que la sucesión al trono se presentase pro­ blemática. El asunto era de mayor entidad. Se trataba en realidad de una crisis del régimen, crisis que se prolongaría por espacio de die­ cisiete años y en la que intervinieron otros factores que el solo mo­ vimiento reactivo de la nobleza. Era perceptible en este sentido un fuerte malestar de las ciudades que venía manifestándose desde antes de 1504. Su causa principal estribaba en la convicción, por parte de las corporaciones urbanas, de que los monarcas habían hecho dejación del compromiso de tu­ 1 C . CORONA, «Fernando el Católico y la regencia de Castilla», Universidad, 38, Zaragoza, 1960, págs. 3-43; del mismo, «Fernando el Católico, Maximiliano y la regencia de Castilla», ibidem, 43, 1961, págs. 3-66. J. M e s e g u e r , «El período funda­ cional», Historia de la Inquisición en España y en América (Madrid, BAC, 1984), I, págs. 281-370.

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tela y defensa de la integridad del realengo tal y como había sido formulado en las Cortes de Toledo de 1480. Era este un punto cru­ cial que había hecho posible un incondicional apoyo urbano a la monarquía en Castilla, y del cual ésta última se había beneficiado ampliamente. La primera formulación de ese acuerdo se hizo en la llamada ley-pacto de 1442, cuya continuidad había sido ratificada de nuevo en las cortes de 1480. Existen suficientes indicios como para afirmar que, en torno al 1500, los reyes católicos no parecían mostrar demasiado interés en hacer observar estrictamente lo acordado en ese compromiso. Reiteradamente, las ciudades venían denunciando las dificultades que encontraban para la efectiva realización de las disposiciones de Toledo, lo que se traducía en un auténtico amon­ tonamiento de pleitos pendientes. En 1501, por ejemplo, la ciudad de Cuenca se lamentaba de que incluso los propios jueces por ella nombrados para ejecutar las sentencias al respecto, «no han restau­ rado las posesiones que les habían quitado, y muchas sentencias pronunciadas por lo jueces de comisión no han sido ejecutadas». Un caso espectacular era el de la ciudad de Toledo, enfrentada desde 1477 con el conde de Belalcázar a propósito de ciertos lugares de su término municipal. Tras una serie de reclamaciones en las que pare­ ció que la ciudad iba a ser escuchada, el pleito sería suspendido temporalmente en 1497 por presiones del propio Fernando, que vol­ vería a intervenir en el mismo sentido en 1511. Un comportamiento parecido observó Isabel ante las constantes protestas de Segovia a fin de que se revisasen las usurpaciones cometidas por el tesorero Andrés Cabrera. Estos acontecimientos ilustran suficientemente has­ ta dónde estaba dispuesta a llegar la monarquía autoritaria en defensa de los acuerdos de Toledo. Independientemente de éstas y otras evidencias que podrían adu­ cirse, el deterioro del clima de entendimiento entre monarquía y ciudades no debe imputarse en exclusiva a lo que parece ser una consentida posición de intangibilidad —a partir de un cierto nivel— para con la nobleza. Tanto o más que las agresiones externas de la nobleza, sobre la situación de las ciudades repercutían asimismo pro­ blemas de orden estrictamente interno, derivados de la propia natu­ raleza constitutiva de las corporaciones urbanas. A ello se aludía ya en las disposiciones de las Cortes de Toledo cuando, a propósito de las usurpaciones del realengo, se denunciaba —además de la respon­ sabilidad de la nobleza— la acción de determinados concejos y per­ sonas particulares. Toledo proporciona de nuevo una referencia ejem-

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piar. En 1503 el jurado Pedro Ortega solicitaba la restitución a la ciudad de una serie de lugares de su jurisdicción anteriormente poblados, que habían sido hechos «término redondo» y deliberada­ mente despoblados por caballeros de la propia ciudad; Lorenzo Zomeño, el juez de términos, había dictado varias sentencias en 1503 y 1505, sentencias que en 1531 todavía no habían sido cumplidas y estaban pendientes de ejecución. La situación era muy parecida en Salamanca, donde nobleza local y oficiales del concejo habían venido realizando una selectiva usurpación de bienes del alfoz sal­ mantino, amén de otras coacciones sobre el campesinado de ellos dependiente. De igual forma que en Toledo, una buena parte de las sentencias estaban aún pendientes de ejecución en el primer tercio del siglo 2. Demuestran estos testimonios unos modos de hacer por parte de las oligarquías urbanas que no son sino fiel calco de los de la no­ bleza territorial circundante. La caracterización que la más reciente historiografía —y alguna otra no tan reciente— viene haciendo de la ciudad medieval como un señorío colectivo encuentra en este caso plena justificación. Establecidas por iniciativa regia, dominadas por una aristocracia de caballeros, señoras de importantes distritos territoriales, las ciudades castellanas reflejaban a fines del siglo XV aquella impronta feudal que les había impuesto la reconquista. Ha­ biendo nacido como reductos para la guerra y centros desde los que organizar la repoblación del país, no habían hecho de la actividad comercial su exclusiva razón de ser. El comportamiento de las oligarquías urbanas en Castilla no resultaba, finalmente, tan incon­ secuente. En cierto sentido lo que empezaba a ocurrir en los primeros años 2 Ver el estudio preliminar de J. M. PÉREZ PRENDES al De regia potestate, de B. de Las Casas (Madrid, CSIC, 1969), I-XLV; la importancia de la ley-pacto de 1442 ha sido subrayada asimismo por J. PARDOS MARTÍNEZ, «Comunidad, persona invisi­ bilis», Arqueología do Estado (Lisboa, Historia e Critica, 1988), II, págs. 935-965, de donde he tomado la interpretación que aquí se apunta. Los ejemplos que se refieren en: J. OWENS, Despotism, Absolutism and the Law in Reanissance Spain (Ann Arbor, University Microfilms, 1973; M. P. MOLENANT, «Tolède et ses finages au temps des Rois Catholiques», Melanges Casa Velâzquez, VIII, 1972, págs. 327-377; C. I. LÓPEZ B e n it o , «Usurpaciones de bienes concejiles en Salamanca durante el reinado de los Reyes Católicos», Studia Storica, I, 3, 1983, págs. 169-183; S. H a l l ic z e r , «Cons­ trucción del Estado, decadencia política y revolución», Homenaje a E. Gómez Orbaneja (Madrid, Moneda y Crédito, 1977), págs. 301-323.

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del siglo XVI no era otra cosa que el resurgir de una dinámica política vinculada, precisamente, a esas raíces orginarias, y cuya trama habían intentado deshacer los reyes católicos. En las posibilidades de recom­ posición de la misma jugaban un papel crucial los oficios municipa­ les, nexo a través del cual la nobleza conectaba —frecuentemente dominaba— el aparato de poder urbano. En el Ordenamiento de Toledo, los monarcas dispusieron estrictas medidas tendentes a im­ pedir la sucursalización de las ciudades a manos de la nobleza, cons­ cientes de que por esa estrategia pasaba cualquier posibilidad de pacificación y aun de consolidación de su propia posición. De ahí que, siempre que les resultó posible, congelasen o impidiesen el dis­ frute de cargos municipales a miembros de la nobleza, al tiempo que frenaban el establecimiento de relaciones de dependencia —el acos­ tamiento— entre los habitantes de la ciudad y los señores de fuera de ella. Las medidas tuvieron un cierto éxito en las ciudades caste­ llanas, pero hubieron de reconocerse excepciones numerosas y sus­ tanciales en el caso de Andalucía. Esas disposiciones pretendían eli­ minar la intervención directa de la nobleza territorial dentro del ámbito urbano, pero no pudieron impedir que aquélla desarrollase entonces otro tipo de conexiones alternativas, ni que determinadas casas nobiliarias continuasen jugando un relevante papel dentro de la política regional con inmediatas repercusiones sobre la propia vida urbana. La recomposición de esta especie de feudalismo bastardo dentro de las ciudades, con los alineamientos que inevitablemente resulta­ ban de la lucha por el poder, está detrás de los numerosos conflictos de bandos urbanos que vuelven a registrarse en este período. Para las cabezas de estos clanes políticos familiares —según los ha desig­ nado M. C. Gerbert—, el control de los oficios del concejo resultaba fundamental como plataforma desde la que organizar la expoliación de los distritos rurales. Y no menos para controlar aquellas preben­ das locales con las que sostener a sus allegados. La principal amenaza de esta situación estribaba en la inmejorable oportunidad que ofrecía a la nobleza para volver a recuperar su condición de líderes de la comunidad urbana. El ejemplo de Córdoba resulta en este sentido particularmente ilustrativo. En 1506, en la imposibilidad de hacer frente a la situación creada a raíz de las malas cosechas que se venían sucediendo desde 1502, la ciudad había solicitado la ayuda de algunos de los nobles de la región. La solicitud no sería desatendida pero, naturalmente, los no­

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bles aprovecharon la situación para conseguir contrapartidas. En con­ creto, el conde de Cabra y el marqués de Priego, aprovechando la ausencia del corregidor, conseguirían hacerse con las varas de justicia de la ciudad. Restablecida la normalidad con la llegada de un nuevo corregidor, volvería a plantearse otra oportunidad a comienzos de 1507, con la peste de por medio y trasladado el cabildo a Alcolea. En esta ocasión sin embargo la situación era algo más compleja, dada la existencia de un extendido clima de oposición contra el tribunal de la Inquisición establecido en la ciudad, y particularmente contra la actuación que había llevado a cabo el inquisidor Diego Rodríguez Lucero, un protegido del inquisidor general y del propio Fernando. Los cabildos eclesiásticos y civil encabezaron un movimiento de re­ sistencia denunciando su arbitrario proceder, al cual se sumó de inmediato la mayor parte de los nobles. En esta concreta situación, en marzo de 1507 un grupo de hombres armados asaltó los reales alcázares —sede del tribunal— exigiendo la liberación de un preso. El resultado fue un tumulto que obligó a soltar cerca de 400 presos y que hizo huir a Lucero de la ciudad. El marqués de Priego .alcalde mayor, mantuvo una actitud inhibicionista durante los acontecimien­ tos, que fue interpretada como un apoyo tácito a los amotinados. En agosto de 1507, coincidiendo con el retorno de Fernando el Ca­ tólico a Castilla, el marqués se negó a aceptar la carta de prorroga­ ción del corregidor don Diego de Osorio, ausente en el acto aunque representado por un servidor suyo. Pretextando esta ausencia, de nuevo los nobles se harían con las varas, manteniéndose en el cargo hasta diciembre de ese año. Fernando hubo de enviar un nuevo co­ rregidor que, finalmente, sería aceptado 3. Los sucesos de Córdoba muestran inequívocamente la gravedad de la crisis a la que posteriormente habría de enfrentarse Fernando el Católico. De hecho la crisis ponía en cuestión aquellos supuestos (el papel político a jugar por la nobleza, el apoyo urbano, la auto­ ridad indiscutida de la Inquisición) sobre los cuales había podido cimentarse el éxito del régimen. A este compleja situación se añadía, finalmente, la existencia de fuertes tensiones en el propio seno de la 3 M. A. L a d e r o Q u e sa d a , Andalucía en el siglo XV (Madrid, CSIC, 1973). M. C. G e r b e r t , La noblesse dans le royaume de Castille (Paris, Publications de la Sor­ bonne, 1979). J. H. EDWARDS, «La révolte' du marquis de Priego a Cordove», Me­ langes Casa Velâzquez, XII, 1976, págs. 165-172; del mismo, «Oligarchy and Mer­ chant Capitalism in lower Andalusia», Historia, Instituciones, Documentos, 4, 1977.

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administración, motivada por la actividad de una serie de peones que Fernando había ido CQlocando en el interior del propio aparato cas­ tellano. El monarca había iniciado esta estrategia en torno a 1497, coincidiendo con una muy delicada situación anímica de la reina. Fernando era consciente de lo imprescindible que resultaba contar con este tipo de apoyos a la hora de imprimir a la política exterior una orientación aragonesa, completamente necesaria de otra parte desde el momento que se tuvo noticia de la invasión del reino de Nápoles por parte de Carlos VII de Francia. El monarca llegó a organizar así algo parecido a un partido, a través del cual intentó —y consiguió en parte— incrementar su cuota de poder en el con­ junto de la monarquía. A esta dinámica obedecen una serie de ope­ raciones dirigidas a desbancar de sus puestos a partidarios incondi­ cionales de la reina, y cuyos puntos de vista sobre la política a seguir no coincidían con los que quería imponer Fernando. Así sucedió por ejemplo en el caso del secretario Fernán Alvarez de Toledo, o bien en el del antiguo confesor de la reina fray Hernando de Talavera, a los que el monarca pudo reemplazar por hechuras suyas. Tales ra­ zones explican el ascenso a partir de 1498 de gente como Gaspar de Gricio (que acabaría como secretario de Fernando en 1504), Lope Conchillos (pieza fundamental del partido fernandino), o Miguel Pé­ rez de Almazán {escribano de mandamiento de la cancillería arago­ nesa que llegaría a refrendar en algún caso documentos castellanos). La denuncia que en 1503 formuló un miembro desconocido del Con­ sejo de Castilla —Galíndez de Carvajal, según Keniston— acerca de los manejos que venía realizando el secretario Gricio, debe interpre­ tarse como una prueba de la nueva correlación de fuerzas que estaba asentándose en el seno de la administración castellana. Este proceso, dada la compraventa de favores políticos de la que inevitablemente fue acompañado, comprometió la propia eficacia de esa administra­ ción, y derivadamente hubo de influir en la credibilidad misma del régimen 4. Dada la serie de tensiones que se cruzaban en el interior de la monarquía, y particularmente en Castilla, resulta comprensible el clima de agitación en el que se produjo la partida de Fernando hacia 4 F. MÁRQUEZ, introducción a la Católica impugnación (Juan Flors, ed., Barcelo­ na, 1961). H. KENISTON, Francisco de los Cobos (Madrid, Castalia, 1980). La suge­ rencia de una «crisis de credibilidad» la plantea S. FÍALLICZER, The Comuneros of Castile (Wisconsin Universty Press, 1981).

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sus reinos de Aragón. Se confundía con este clima una cierta expec­ tación acerca de las medidas que de inmediato habrían de ser adop­ tadas por el nuevo soberano, aunque había pocas dudas sobre la orientación general que las presidiría. No obstante, la habitual pre­ sentación de Felipe el Hermoso, duque de Borgoña y archiduque de Flandes, como de un personaje atento sólo a poner bajo su control los ricos recursos que le tocaban en Castilla, merece quizá alguna matización. El archiduque había accedido a la soberanía de los Países Bajos en 1494, donde había conseguido implantar un cierto equili­ brio entre los poderes de la nobleza, los de cada provincia, y los suyos propios. Este sistema operaba sobre la base de una generosa utilización de favores y mercedes, dentro de unos usos políticos nada extraños a la tradición borgoñona, que ahora se aplicaban en Castilla 5. Su utilización en estos reinos levantó unas expectativas de cuyo alcance, probablemente, él mismo no era consciente. Por lo demás, y a la vista de alguna de sus mercedes (a su camarero mayor llegó a concederle «todos los oficios de Indias», aunque posterior­ mente quedó sin efecto), tales expectativas no carecían de fundamen­ to. No obstante, la brevedad de su reinado —entre el 27 de junio y el 25 de septiembre de 1504— impide dilucidar en qué medida Felipe habría representado un estilo de gobierno sustancialmente distinto del puesto en práctica por Fernando e Isabel. La inesperada muerte de Felipe dejó descabezados —aunque no desasistidos— a sus partidarios. Algunos de ellos, según refiere el cronista Bernáldez, continuaron queriendo creer que la nueva situa­ ción autorizaba una vuelta sin más a los viejos buenos tiempos «def rey Enrique»; los más avisados advirtieron sin embargo que se im­ ponía una renegociación de las posiciones que recientemente acaba­ ban de ganar. De hecho no cabía proceder de otra forma cuando la facción fernandina encabezada por el duque de Alba estaba ahora en condiciones de hacerse oír con más posibilidades que antes. De ahí que ante la inminencia de la muerte del rey miembros de una y otra facción suscribiesen una concordia en la que, además de comprome­ terse a mantener la paz en el reino, se establecían una serie de ga­ rantías mutuas a fin de no proceder al secuestro de aquellas personas —el infante Fernando, hermano de Carlos; la propia reina Juana— sobre las que podía organizarse un nuevo gobierno. No obstante en 5 A. D erville , «Pots-de-vin, cadeaux, racket, patronage; essai sur les mécanismes de décision dans l’état bourguignon», Revue du Nord, 1974, págs. 341-364.

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octubre de 1506, en una nueva reunión de nobles, el sector antifernandino puso de manifiesto hasta qué punto la muerte del archidu­ que creaba una situación nueva en la que no era obligado observar el orden establecido por Isabel, posibilidad que era negada abierta­ mente por los partidarios de Fernando. El conflicto, finalmente, se solventó dejando la gobernación del reino en manos de Cisneros. El acuerdo firmado establecía una tregua de noventa días a lo largo de la cual el anciano cardenal debería solucionar la compleja cuestión de la regencia. Se disponía asimismo que, cualquiera que fuese la propuesta que llegara a formularse, ésta sólo tendría validez una vez que hubiese pasado por cortes. La concreta instrumentación de estos acuerdos no resultaba por lo demás nada fácil. Estaba en primer lugar el problema de la reina viuda, que pese a su total falta de disposición para participar en las tareas de gobierno no podía sin embargo ser apartada del mismo. Después, la aparición de una división dentro del antiguo bloque de seguidores filipistas —constituida por aquellos que en vez de agru­ parse bajo el padre de Felipe, el emperador Maximiliano, preferían hacerlo en torno a su nieto Carlos, con vistas a organizar una re­ gencia más a su medida— hacía aún más complicado el cometido de Cisneros. A esta dificultad contribuía asimismo la nueva postura de los fernandistas encabezados por Alba. Recelosos que de las cortes pudiera surgir una solución contraria a sus intereses, decidieron de­ nunciar la convocatoria alegando que las órdenes cursadas no venían firmadas por la reina. Cisneros entretanto intentaba sortear esta serie de obstáculos, si bien parecía convencido que la solución más ade­ cuada pasaba por hacer volver al monarca aragonés a tierras de Castilla. Bien informado de lo que sucedía, Fernando trataba de ganar un más decidido apoyo por parte de Cisneros al tiempo que, mani­ festando públicamente su intención de observar los derechos de su­ cesión de su nieto Carlos al margen de cualquier heredero que pu­ diera darle su nueva esposa, restaba fuerzas a los argumentos que en sentido contrario venían propalando sus rivales. Cuando en noviem­ bre de 1506 se reunieron las prometidas cortes, este clima de tensión se mantenía. En otoño Cisneros se veía enfrentado a una agitación general en el reino, especialmente intensa en los núcleos urbanos, y a la que no resultaba ajena la existencia de ese clima faccional al que venimos refiriéndonos. Hasta tal extremo que los procuradores lle­ gados a Burgos, aun manteniendo el carácter de reunión ya iniciada,

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acordaron aplazar la continuidad de la misma hasta la vuelta de Fer­ nando. Una solución que al parecer había llegado a proponer la propia reina cuando fue consultada ante la gravedad de la situación.

El rey Fernando en su reino de Ñapóles Se esperaba que en cuatro meses Fernando podría estar de vuelta, pero los cálculos resultaron errados en este punto. El 5 de octubre de 1506 estaba y a enterado de la muerte de su yerno, y venía reci­ biendo información regular acerca de lo que sucedía en Castilla. Hizo su entrada solemne en Nápoles el 1 de noviembre, y allí per­ manecería hasta el 4 de junio del año siguiente. Sin duda el monarca tenía urgentes problemas que resolver en el Rey no, pero verosímil­ mente la prolongada estancia en esas tierras era al mismo tiempo una forma de actuar pensando en Castilla. De hecho, Fernando ya había utilizado este modo de proceder en situaciones anteriores. Con ello su intervención, cuando se producía, adquiría un carácter absoluta­ mente imprescindible, casi providencial, que le permitía imponer con relativa facilidad sus propias soluciones. Era del todo cierto por lo demás que el monarca debía atender en Nápoles compromisos inaplazables, motivados por el giro que había supuesto su boda con Germana y, de hecho, su alianza con Francia. La nueva situación afectaba de manera muy especial a la persona —un castellano— que, al frente de las tropas hispanas, había recuperado el reino de las manos francesas. En buena medida, el Gran Capitán había podido asentar su victoria sobre la base de trans­ ferir los feudos de los barones profranceses a los proaragoneses, una actitud que chocaba frontalmente con los compromisos suscritos por Fernando en Blois. Pero, además de ello, estaban las diferentes con­ cepciones que uno y otro sostenían a propósito del papel que debía jugar Nápoles en la política internacional. Estas divergencias apare­ cían ahora muy comprometedoras ante las continuas sugerencias —de parte de Felipe el Hermoso, de Maximiliano después, de los poderes italianos incluido el propio papado--- que venía recibiendo el jefe militar a fin de adoptar una línea independiente de actuación en Italia. Este diseño chocaba con los más limitados planteamientos de Fernando, principalmente encaminados —como ha apuntado Suárez Fernández— a asegurar el control del Mediterráneo occidental antes que a entrar en el juego de la política italiana. Por ello Fernando

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estaba firmemente decidido a demostrar que las líneas políticas a seguir iban a ser exclusiva «iniciativa y prerrogativa de la Corona», según sugiere D'Agostino, Tal orientación no pensaba llevarse a la práctica, en ningún caso, a través de una directa confrontación política. Ni las circunstancias lo permitían ni era ese el estilo del monarca. En las Capitulaciones de Segovia, expedidas el 5 de octubre de 1505 como consecuencia de una embajada que la ciudad envió al Católico, éste había prome­ tido «visitare dictum suum fidelissimum Regnum & Civitatem», ex­ presión que, si bien protocolaria, no dejaba de subrayar la impor­ tancia que el soberano reconocía a la città dentro del reino, y que Nápoles estaba dispuesta a continuar haciendo valer y aun a acre­ centar. Así lo prueba en efecto el hecho de que en el Parlamento General celebrado entre el 15 y el 30 de enero de 1507, el sindaco Salvatore Zurlo, elegido entre los aristocráticos eletti de cada uno de los cinco seggi —círculos— en los que se organizaba la nobleza urbana, representase —de acuerdo con la tradición— a la ciudad y al reynOy disfrutando de la máxima precedencia después del virrey. El sindaco participaba asimismo, conjuntamente con los más egre­ gios de los baroni, en la discusión y selección de aquellas gracias que debían suplicarse al soberano. De los 47 capítulos concedidos en este parlamento una buena parte de ellos resultaron en exclusivo benefi­ cio de la ciudad que, de otra parte, disfrutaba ya a través del Tri­ bunal de San Lorenzo —su principal órgano político— de un amplio margen de autonomía. Fiel a los criterios del divide et impera, el Católico intentó evitar que la componente nobiliaria de la ciudad concentrase todo el poder en sus manos. Hizo para ello importantes concesiones a los popula­ resy desde ventajas de tipo económico a una más sustanciosa y activa presencia en el Tribunal de San Lorenzo. Todo ello pasando por un decidido reconocimiento de los propios órganos populares de go­ bierno, si bien mediando siempre el placet último del soberano o del virrey. En esta línea, dio una deliberadamente ambigua respuesta a la petición de los populares de «havere tante voci quante hanno le nöbili della Città». Pero estaba claro en cualquier caso, y esa había sido la intención de Fernando, que aquéllos disponían a partir de ahora de unos medios reconocidos de actuación con los que podían contrapesar —siquiera parcialmente— a los poderosos nobili. La situación de los barones del reino era otro de los grandes problemas que Fernando estaba obligado a resolver. De manera in-

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mediata, pesaban sobre el monarca los compromisos contraídos con Luis XII en Blois —y concretados en las Capitulaciones de Atripalda— a propósito de una restitución o compensación a aquellos ba­ rones a quienes el Gran Capitán había arrebatado sus feudos como consecuencia de su postura proangevina. Fernando no podía hacer otra cosa sino poner en marcha —con carácter un tanto testimo­ nial— unos trámites cuya resolución no empezaría a abordarse hasta el reinado de su nieto. N o obstante, el problema mayor al que había de enfrentarse Fernando no estaba tanto en la materialización de ese compromiso cuanto en la búsqueda de~un lugar político para los barones en el ordenamiento del reino. De tal forma que la estabili­ dad de este último no quedase comprometida ante virtuales acciones que aquellos pudiesen emprender. Ignoramos si Fernando llegó a tener noticia de la solución que, en relación con este mismo proble­ ma, había pergeñado setenta años antes su antepasado Alfonso el Magnánimo. Es lo cierto sin embargo que la línea de acción que finalmente se adoptó se aproximaba mucho a la seguida por aquel monarca. Por una parte Fernando se mostró dispuesto a continuar man­ teniendo el vínculo feudal que le unía con sus nobles, pero siempre que su funcionamiento se entendiese como una relación particular, de vasallo a señor, y no como reconocimiento de ninguna especie de derecho estamental. Así lo hizo cuando en las Capitulaciones de Segovia los barones solicitaron un indulto general que llegaba a in­ cluir el delito de lesa majestad, y a lo que el monarca respondió que sólo se avendría a ello siempre y cuando se solicitase a título indi­ vidual, reforzando así su propia posición. Esta medida, que sancio­ naba la continuidad del feudalismo como estructura de fondo, fue acompañada de otras que establecían claramente los límites que a ese ordenamiento se imponían. Entre ellos estaba la intangibilidad del realengo —las terre demaniali—, a cuya defensa se comprometió el monarca reforzando la administración de la justicia real frente a cual­ quier posible acción de los baroni. Este planteamiento inicial cedió un tanto tras la marcha de Fernando, adoptándose entonces una solución que habría de resultar más duradera: se confirió al feudo una jurisdicción delegada en virtud de la cual se permitía que sus titulares pudiesen ejercer funciones judiciales acumulativamente con los tribunales regios. Se inició de esta forma el comienzo de un proceso de integración del instituto feudal en la estructura adminis­ trativa del reino, proceso que como ha señalado A. Cernigliaro per-

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mitió que el incremento del poder monárquico no se efectuase a expensas de una progresiva disolución del régimen señorial. La reorganización de los órganos de justicia y particularmente la fundación del Consejo Colateral, al margen de las funciones que le habían sido asignadas, fue al mismo tiempo una deliberada ma­ niobra a fin de disponer de un freno frente al poder del virrey. A la vista del comportamiento del Gran Capitán, el monarca inició un proceso de concentración de poderes en torno al Colateral. La na­ turaleza consiliar de este organismo, así como su composición toga­ da, no vinculada en principio a juristas del reino, parecían suficientes garantías como para no esperar de este consejo aspiraciones de pro­ tagonismo político a las que los virreyes parecían más proclives. Previendo que esta política de contrapesos no fuese suficiente, Fer­ nando, ya desde Castilla, intentaría introducir en Nápoles el Santo Oficio de la Inquisición, en la idea de que esta institución podría asegurarle con mayores garantías un último y definitivo control so­ bre el aparato napolitano. Existían incluso razones de política exte­ rior que reforzaban la oportunidad de esta medida: los planes del papa Julio II con vistas a establecer una cierta unidad de Italia a partir de los estados de la Iglesia colocaban al Reyno en una posi­ ción muy delicada, dado que Nápoles era feudo de la Santa Sede. De ahí que la visita —cuando se producía— de miembros de la Inquisición romana suscitase siempre todo tipo de recelos, e hiciese considerar a Fernando la necesidad de colocar a Nápoles dentro de la órbita de la Inquisición hispana. De hecho, el proyecto había estado a punto de materializarse en 1496 y en 1507. Fracasaría tam­ bién la tentativa de 1510 ante el tumulto que encabezaron los seggi, con participación de los populares y amplia intervención de los ju­ díos. La nobleza no urbana, salvo la facción angevina, mostró sus distancias en relación con el movimiento. Como escribe F. Ruiz Martín, cuando el monarca tuvo noticia de que empezaba a maqui­ narse «contra la dominación hispana», dio orden al virrey para que procediera a un discreto replegamiento 6.

6 A. R y d e r , El reino de Nápoles en la época de Alfonso el Magnánimo (Valencia, Inst. Alfonso el Magnánimo, 1987). G. D’A g o s t in o , La capitale ambigua (Nápoles, Società Editrice Napolitana, 1979). A. C e r n ig l ia r o , Sovranitá e feudo nel regno di Napoli (Florencia, Jóvene, 1983). F. Ruiz M a r t ín , «La expulsión de los judíos del reino de Nápoles», Hispania, XXXV, 1949, págs. 5-116.

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El regreso del Católico: política interior y empresas bélicas Independientemente de las dificultades que su aplicación habría de presentar en un plazo inmediato, las reformas realizadas en Nápoles parecen constituir tan sólo un primer paso dentro de un plan de reorganización política que, probablemente, el monarca pensaba aplicar en el conjunto de la corona. Recién llegado a la península para hacerse cargo de la regencia de Castilla, aprovechó su breve estancia en Valencia para asentar definitivamente la Real Audiencia de ese reino, que él mismo había fundado justamente un año antes (el 30 de agosto de 1506). Su presencia en las actuaciones del tribu­ nal, entre julio y agosto de 1507, debe entenderse por tanto más allá de un simple apoyo testimonial. El 30 de noviembre de ese mismo año una pragmática ratificaba la condición de la ausencia como tribunal supremo del reino, consolidándola como «instancia juris­ diccional de carácter permanente» 7. De acuerdo con esta línea de actuación, Fernando cuidó de manera especial la independencia de los togados que componían la audiencia, propiciando —como ase­ sores— la presencia de estos ministros en determinadas instituciones del reino. N o obstante, en la segunda mitad de 1507, la posible reorgani­ zación de la Corona de Aragón quedaba en un segundo plano ante la complicada situación que se presentaba en Castilla. En conniven­ cia con el monarca, Cisneros había venido realizando una inestima­ ble labor, asegurándose la fidelidad de las principales cabezas que constituían el partido antifernandino, excepción hecha del duque de Nájera y de don Juan Manuel. Una vez en tierras de Castilla, Fer­ nando consolidó su posición a través de una hábil política de mer­ cedes para con los filipistas más reconocidos, salvo siempre el prin­ cipio de subordinación al poder real. Don Juan Manuel acabaría abandonando el reino y refugiándose en la corte de Maximiliano. De entre los adversarios de Fernando sólo el duque de Nájera planteó demandas de verdadero alcance político: la custodia del príncipe Car­ los y la constitución de un consejo de cinco grandes que habría de asistir a Fernando en su gobierno. Estas pretensiones, acompañadas de acciones atentatorias contra el orden establecido (había hecho caso omiso del Consejo Real impidiendo la acción de la justicia y el 7 T. CANET A pa r isi , La Audiencia valenciana en la época moderna (Valencia, Inst. Alfonso el Magnánimo, 1986).

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cobro de rentas reales), motivaron una enérgica y decidida interven­ ción por parte del propio Fernando. Razones semejantes llevaron al monarca a actuar en Andalucía occidental, una región donde —como escribiera el cronista Bernáldez— la mayor parte de los grandes «parecía desamar el Rey Don Fernando», y donde algunos habían llegado a concretar este rechazo comprometiéndose en una alianza. De nuevo aparece aquí la figura del marqués de Priego, oponiéndose primero a la acción del corre­ gidor y llegando después a encarcelar al alcalde de corte enviado por Fernando para investigar los sucesos. La respuesta del monarca fue en este caso tan fulminante como ejemplar: al marqués, que había sido declarado reo de lesa majestad, se le impuso destierro perpetuo de Córdoba y de su tierra, amén de la entrega al monarca de todas sus fortalezas. Todavía, Fernando aprovecharía su estancia en An­ dalucía en el verano de 1508 para intentar neutralizar la boda que se había planeado del joven heredero de los Medina-Sidonia, un enlace que dada las características de la casa y su implantación en Andalucía constituía siempre una potencial amenaza política. Burla­ do en sus planes por el tutor del duque, Fernando se sirvió de este pretexto para proceder a la incorporación de todas las fortalezas de Andalucía que estaban bajo el control de la casa ducal. Aunque no exenta de cierta ambigüedad —dos años después el marqués y los veinticuatros y jurados sancionados eran restablecidos en sus puestos— la actitud de Fernando era todo un mensaje a la nobleza, advirtiéndoles que sus posiciones sólo serían respetadas siempre que aceptasen su modelo de monarquía, tal y como habían venido haciendo desde 1480. Era este por lo demás un supuesto ya asumido —e incluso defendido— por un amplio sector de la noble­ za. Así lo había hecho por ejemplo el conde de Tendilla, primer alcalde de la Alhambra y flamante capitán general del reino de Gra­ nada. En su correspondencia este noble había criticado abiertamente la torpeza de los grandes andaluces al no querer adaptarse a los nuevos tiempos, señalando lo peligroso que resultaba «a todo grande burlar con el rey», y advirtiendo a renglón seguido que «la mayor errada» que podía cometerse era hacer confederaciones entre ellos 8. En íntima conexión con la actitud nobiliaria aparecía, en Cas8 J. SZMOLKA, «Una fuente de insospechado alcance: el registro de corresponden­ cia del conde de Tendilla», Actas I Congreso H. Andalucía Medieval, II (Córdoba, 1978), págs. 413-420.

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tilla, la cuestión de la Inquisición. Hasta el extremo de que algunos de los nobles castellanos anteponían al homenaje al monarca una revisión de las últimas actuaciones del tribunal. Así había llegado a plantearlo en concreto el duque de Nájera a raíz de lo ocurrido en Córdoba con el inquisidor Lucero. Pero las presiones no procedían solamente de la nobleza. En septiembre de 1507 Fernando había recibido a una serie de representantes —laicos y eclesiásticos— de las ciudades de Toledo, Granada, y la propia Córdoba, quienes ade­ más de reiterar esa petición de reforma formularon veladas acusa­ ciones sobre el proceder de Fernando en ese asunto. El monarca, como en él era habitual, había intentado adelantarse a los aconteci­ mientos. A comienzos de 1507, todavía en Nápoles, había aceptado la dimisión del inquisidor general de Castilla Diego de Deza, de hecho exonerado del cargo desde el año anterior y a quien se atribuía una manifiesta protección a Lucero. De otra parte, y aunque vincu­ lado al monarca aragonés, Deza no dejaba de mantener con él algu­ nas diferencias en relación con la propia organización de la Inquisi­ ción. La baza del monarca consistió entonces en implicar a Cisneros, una personalidad que si bien había actuado como inquisidor subde­ legado en el asunto de los moriscos de Granada, había sabido luego mantener sus distancias en relación con una institución dominada por los hombres del Católico. El propio Deza, ya destituido, había advertido a Fernando sobre los inconvenientes de colocar a Cisneros al frente de la Suprema, por «el odio y la enemiga que le tiene, lo cual está bien conocido». Haciendo caso omiso de esas recomenda­ ciones, el monarca volvió de Italia con el capelo cardenalicio y el nombramiento de inquisidor general de los reinos de Castilla y León para Cisneros. El nuevo inquisidor aceptó el cargo sin mayores problemas, dispuesto a enfrentarse con la delicada situación. En primer lugar hizo promulgar su nombramiento desde la corte, fijando copias de la bula en las puertas de las catedrales de Sevilla y Toledo. Después, y tras estudiar las informaciones que se habían recibido en relación con el asunto de Córdoba, diseñó el procedimiento a seguir. Invo­ cando la tradición medieval del consilium, y amparándose en su con­ dición de príncipe de la Iglesia y arzobispo primado, Cisneros con­ vocó una Congregación General. Semejante asamblea tenía conco­ mitancias originarias con las cortes, y más inmediatas con la Con­ gregación General del Clero. En puridad no era ni una cosa ni otra. En la congregación participaron la totalidad de los miembros del

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Consejo de Castilla, la mayor parte de los de Inquisición, unos cuan­ tos obispos elegidos por su autoridad en cuestiones teológicas, y el vicencaciller y un regente del Consejo de Aragón. La consideración de que se trataba del más «grave e arduo negocio [...] después del advenimiento de Jesuchristo», y de que asimismo era de los que más había «ofuscada y confundido este Sancto offiçio», explican esta com­ pleja composición 9. La congregación estuvo reunida del 1 de junio al 11 de julio de 1508. Sus conclusiones no fueron nada espectaculares, y se formu­ laron dentro de una línea de compromiso. Lucero no fue convertido en cabeza de turco ni hubo tampoco una amnistía general para quie­ nes habían sido inculpados por el tribunal. Se reconoció la existencia de inocentes, pero eran los inquisidores quienes finalmente habrían de dictaminar caso por caso. La falta de medidas radicales estuvo muy condicionada por el destino de Lucero. El monarca utilizó to­ dos los resortes —incluida la presión a Cisneros— para conseguir que el inquisidor fuese prácticamente absuelto en 1511. La conse­ cuencia más importante de esta congregación fue, con mucho, la continuidad misma del Santo Oficio, punto sobre el que tanto el monarca como Cisneros estaban de acuerdo; este último, por su parte, aprovechó la ocasión para realizar algunas reformas en la ins­ titución, especialmente en relación con sus distritos territoriales. El control sobre la situación que Fernando parecía a punto de alcanzar, se vio momentáneamente comprometido ante las demandas de Maximiliano de Austria en relación con la tutoría de su nieto Carlos, probablemente sugeridas por el grupo de nobles filipistas refugiados en su corte. En el contexto de exaltación de la idea im­ perial que venían sosteniendo los Habsburgo, la posibilidad de llegar a controlar la regencia de Castilla —invocando, como abuelo pater­ no, el derecho de tutoría sobre su nieto— no era un asunto baladí. Mucho más en un momento en el que Maximiliano sufría una acu­ ciante necesidad de fondos para poder llevar a cabo su política im­ perial en Italia. Frente a esta pretensión Fernando, apoyándose a su

9 T. AZCONA, «La Inquisición española procesada por la Congregación General de 1508», La Inquisición española, J. Pérez Villanueva ed. (Madrid, Siglo XXI, 1980), págs. 89-163. J. M a r t ín e z M il l á N y T. SÁNCHEZ R iv il l a , «El Consejo de Inquisi­ ción», Hispania Sacra, XXXVI, 1984, págs. 71-93. J. M e se g u e r , op. cit., en nota 1, y también «El cardenal Cisneros inquisidor general», Archivo Iberoamericano, 1979, págs. 165-205.

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vez en los derechos que como tutor de su hija le correspondían, dejó bien en claro que no iba a renunciar a su posición. La desafortunada política italiana de Maximiliano se encargaría de resolver el conflicto. El emperador se vio poco menos que obligado a firmar el tratado de Blois con el Católico. A cambio de algunas compensaciones eco­ nómicas, Fernando continuaría con el gobierno de Castilla en tanto viviese su hija y, en el caso de fallecimiento de ésta, hasta que su nieto Carlos cumpliese los veinticinco años. Para este último que­ daba asegurada la sucesión en la Corona de Aragón incluso en el caso de que Fernando llegara a tener descendencia. El monarca consiguió asimismo que en Castilla se aceptase este acuerdo. Para ello convocó cortes en Madrid donde, el 6 de octubre de 1510, los procuradores de las ciudades y las principales potestades aceptaron a Fernando como gobernador y se ratificaron en el jura­ mento de las Cortes de 1506 sobre la aceptación de Carlos como heredero. En ese acto, recibió asimismo el pleito homenaje de cada uno de los grandes. A cambio de ese reconocimiento, Fernando acep­ tó la petición que le hicieron de rebajar en cinco años su período de gobernación, que habría de concluir así en el momento en que Carlos cumpliese los veinte años. Estas concesiones en cortes fueron acompañadas —fuera de esa asamblea— por otras de carácter parti­ cular hechas a determinados miembros de la nobleza, tratando de asegurar fidelidad de aquel sector cuya lealtad parecía más dudosa. Con toda probabilidad, la decisión de intervenir en el norte de Africa no debió ser ajena a la situación en la que se encontraba la nobleza. Al reactivar la economía de guerra, Fernando retomaba un expediente habitualmente utilizado como medio de distracción y po­ tencial gratificación del estamento nobiliario. La maniobra no pasó inadvertida. Como llegaría a escribir un cronista, todo se hacía «por poner en grandes necesidades a Castilla», a fin de poder gobernar «aún más absolutamente que en tiempo de la Reina doña Isabel». Fernando no obstante sabía que en este aspecto contaba con el apo­ yo de Cisneros. Se realizaron así las empresas de Orán, Bugía y Trípoli entre mayo de 1509 y julio de 1510, gracias a las cuales Fernando pudo erigirse en líder de la amenazada cristiandad. Ampa­ rado en esa situación aprovechó la ocasión para imponer sobre la marcha la política de ocupación que él quería: una línea de plazas fuertes a lo largo de la costa frente a una penetración más en pro­ fundidad y sin extenderse hacia el oriente como pretendía Cisneros. Este asunto provocó la ruptura de Cisneros con el monarca, lo que

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no impidió que la estrategia de Fernando acabase prevaleciendo. Tra­ tando de capitalizar el éxito de Trípoli, Fernando planteó en las Cortes de Monzón —ante los representantes de los reinos de su corona— la oportunidad de una acción contra el infiel que exten­ diese la presencia hispana —asegurando al mismo tiempo protección a las posesiones aragonesas— hasta el Mediterráneo oriental. A cam­ bio de importantes concesiones Fernando conseguiría un subsidio de 500.000 libras. Coincidiendo con esta presencia en el Mediterráneo, Fernando intentó cerrar la operación inquisitorial sobre Nápoles a la que nos hemos referido anteriormente. Pero, en contra de sus expectativas, el 20 de noviembre de 1510 el monarca se vio obligado a abandonar definitivamente el proyecto.-No fue éste por lo demás el único —ni el más importante— revés sufrido por Fernando en la segunda mitad de 1510. En agosto había tenido lugar el desastre de las Gelves, una derrota que de hecho impidió la continuidad de la actividad sobre el litoral africano. La intervención de Luis XII en el norte de Italia a comienzos de 1511, hizo aún más evidente por otra parte la ne­ cesidad de una nueva orientación de la política exterior. Sobre todo desde el momento en que Fernando había conseguido del papado la investidura del reino de Nápoles el 14 de diciembre de 1510, en unas condiciones que ahora le obligaban a salir en su defensa. En este sentido la convocatoria de un conciliábulo en Pisa con la abierta intención de deponer a Julio II, no dejaba a Fernando otra salida que la de ser consecuente con un título -—el de Católico— que había recibido de manos del propio papado. De resultas de esta interven­ ción contra Luis XII, Fernando acabaría por incorporar el reino de Navarra a la Corona de Castilla, si bien hubo de mantener durante más de año y medio un simultáneo esfuerzo militar en tierras italia­ nas e hispanas. En las «Justificaciones presentadas por Fernando el Católico para la ocupación de Navarra», éste reconocía que el conjunto de los gastos de la «Sanctisima Liga» eran «tantos y tan excesivos y valen tanto como el dicho reyno de Navarra» 10. A pesar de lo cual hoy por hoy no tenemos todavía una idea exacta de la procedencia de los fondos con los que sostuvo esas campañas. Una parte de ellos lo aportaron las cortes de la Corona de Aragón reunidas en Monzón

10 L. SuÁREZ, Fernando el Católico y Navarra (Madrid, Rialp, 1985).

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en 1512. Pero la concesión no estuvo exenta de contrapartidas. En sintonía con lo que había sucedido en Nápoles, los representantes del reino de Aragón libraron una decidida batalla con vistas si no a eliminar la Inquisición, sí al menos a reducir su jurisdicción a las solas causas de fe. Los estamentos querían forzar las promesas que al respecto les habían sido hechas en la anterior asamblea de 1510. Llegarían a conseguir así una primera concordia que introducía se­ veros recortes sobre la jurisdicción del tribunal y sobre los privile­ gios de los familiares. El monarca y el inquisidor general juraron observar y hacer cumplir la concordia. A cambio, Fernando obtuvo de las cortes que se hiciesen cargo de la financiación —a través de las correspondientes sisas— de 500 hombres de a caballo para la defensa del reino. Las expectativas que el propio reino albergaba acerca de una solución favorable de los contenciosos fronterizos con Navarra, permitieron que se aceptase incluso un aumento de la pe­ tición inicial. A pesar de lo cual, tanto en este último extremo como en el de la modificación de la Inquisición, sus expectativas se verían defraudadas. Aduciendo una desfavorable situación económica, el reino de Valencia consiguió autorización del monarca para no asistir —y teóricamente no contribuir— a las cortes de 1512. Fernando no puso demasiadas objeciones ya que, en realidad, la cuestión carecía de importancia. Para esas fechas el monarca se había asegurado el control de las finanzas municipales de Valencia y, a través de un bien asentado mecanismo de préstamos urbanos, sabía perfectamente —como ha demostrado E. Belenguer— que podía «si no suplir to­ talmente, sí dilatar temporalmente la percepción de los servicios de las Cortes» n . Desde el el primer momento la conquista de Navarra fue pre­ sentada en términos de guerra justa, «con autoridad de la Yglesia y permisión de derecho como debía», y concluyéndose que el reino pertenecía a Fernando «iure propio». Después el historiador oficial Nebrija, en su De Bello Navarriensi, se encargaría de presentar esta empresa como la recuperación de un territorio que permitía restau­ rar la integridad de la primitiva Hispania. En la fórmula de juramen­ to ante los procuradores del reino, Fernando había prometido guar­ dar y hacer guardar «los privilegios, libertades y exenciones, usos y costumbres del dicho mi reyno de Navarra», pero tal promesa no1

11 E. BELENGUER, Valencia en la crisi del segle XV (Barcelona, Edicions 62, 1976).

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significaba necesariamente que ese reino no pudiese ser agregado a otros territorios de la propia monarquía. Como es sabido, fue lo que hizo Fernando en las Cortes de Burgos de 1515, donde el reino recién conquistado se incorporó a la Corona de Castilla. Desde un punto de vista político y general, las razones de esa decisión parecen claras: una pieza estratégicamente tan decisiva como Navarra no po­ día permanecer suelta. La incorporación a una de las coronas de la monarquía permitía una mejor salvaguarda ante posibles reclamacio­ nes de terceros y, sobre todo, abría la posibilidad de un cierto in­ tervencionismo 12. El hecho de que la incorporación se hiciese a la Corona de Castilla no dejó de causar cierta sorpresa, especialmente dentro de la Corona de Aragón. Vista a posteriori la elección no resulta sin embargo tan sorprendente. El monarca tuvo desde luego sus razones, y las de más peso ya las señaló Zurita en su momento: la cuestión era evitar que los navarros «suspirasen... por mayores exenciones y libertades». El ideal político de primera hora, como puede verse, dejaba notar todavía su influencia.

El cardenal Cisneros y la llegada de Carlos I Fernando el Católico murió el 23 de enero de 1516 en Madrigalejo. En los últimos años de su vida el monarca había hecho redactar hasta cinco testamentos diferentes, prueba del carácter nada pacífico con el que se presentaba la sucesión. En el último de ellos su hija Juana, la Loca, quedaba como heredera universal si bien, por razones obvias, se imponía a su hijo Carlos como gobérnador general. En tanto se producía la llegada de este último, el octogenario cardenal Cisneros pasaba a ocupar la gobernación de Castilla, un cargo que en la Corona de Aragón había recaído a su vez sobre don Alonso de Aragón, hijo natural de Fernando. Tanto la posición que se asig­ naba a Carlos, como la designación del propio Cisneros, echaban por tierra las expectativas que se habían venido alimentando sobre una hipotética sucesión por parte del hermano de Carlos, el infante don Fernando, por quien su abuelo había mostrado siempre una mayor predilección. 12 R. T a t e , Ensayos sobre la historiografía peninsular del siglo XV (Madrid, Gredos, 1970). J. SALCEDO I z u , El Consejo Real de Navarra en el siglo XVI (Pamplona, Inst. Príncipe de Viana, 1964).

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Elegido como única persona capaz de neutralizar las diferentes fuerzas en presencia, Cisneros fue consciente desde el principio de la precariedad de su posición. En Castilla, determinados sectores le acusaban de haber sido designado gobernador por alguien que, como Fernando, lo había sido anteriormente y que en consecuencia no podía designar sucesor. De hecho, el testamento de Fernando le confería la regencia hasta que Carlos llegase a los reinos de Castilla. En un primer momento Cisneros hubo de actuar por lo tanto con los solos poderes testamentarios de Fernando. Después, el 14 de febrero, Carlos le escribió desde Bruselas encomendándole «la go­ bernación y administración de justicia de los reinos de Castilla» has­ ta que él llegase. La presencia de Adriano de Utrecht, en condición de embajador de Carlos, complicaba aún más la situación, si bien la prudencia de que este último hizo gala —aceptando una posición subordinada en relación con Cisneros— evitó lo que pudo ser un serio conflicto. Tratando asimismo de reforzar la posición del car­ denal, Carlos le nombró en abril chanciller mayor de Castilla. Siendo importante, el principal problema no era tanto la situa­ ción de Cisneros cuanto la del infante Fernando, en torno al cual comenzaban a organizarse claros movimientos. De hecho el propio Cisneros había impuesto sobre él una estrecha vigilancia tras la muer­ te de Fernando. De ahí que, finalmente, Cisneros no mostrase de­ masiadas reticencias cuando tuvo noticias de la pretensión de Carlos de proclamarse rey de Castilla conjuntamente con su madre como reina, modificando así el testamento de Fernando. El Consejo de Castilla consideró innecesaria e inoportuna esa decisión, como tam­ bién el propio Cisneros en un primer momento, pero no por ello se dejaba de reconocer que la proclamación de Carlos era la única forma de cerrar el paso a cualquier intentona en torno a su hermano. El 14 de marzo de 1516, en Santa Gúdula de Bruselas, Carlos fue proclamado rey de Castilla y Aragón. El 29 llegaban a Madrid las cédulas firmadas por Carlos en las que se ordenaba al gobernador, consejo, grandes y ciudades que se le proclamase rey, lo que efecti­ vamente se hizo en los primeros días de abril. Si la proclamación clarificó las cosas, no contribuyó sin embargo a dar una mayor estabilidad a la situación. Los antiguos antifernandistas y, en general, aquellos que de una u otra forma se considera­ ban afectados por las medidas tomadas anteriormente por Fernando, aprovecharon la ocasión para intentar modificar esas disposicio­ nes. En Burgos los enemigos de Fonseca asaltaron la casa del obispo,

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en tanto que la villa de Huáscar se levantó contra el duque de Alba pidiendo su vuelta al realengo. Por su parte, don Pedro Girón in­ tentaba apoderarse de Medina-Sidonia y Sanlúcar. Momentáneamen­ te Cisneros consiguió controlar la situación, pero en junio eran los fernandistas quienes a su vez andaban «murmurando y amenazando y haciendo concilios y cosas bien escusadas». Cisneros pasó enton­ ces a organizar una fuerza propia, la llamada gente de ordenanza, un proyecto que se empezó a poner en marcha a lo largo del verano de 1516. Se trataba de organizar una milicia ciudadana que permitiría disponer de una fuerza de 10.000 hombres, y con la cual podría enfrentarse cualquier tipo de amenaza interna. No obstante algunos defectos de planteamiento (modo de reclutamiento, financiación, po­ sibles compensaciones a las ciudades), el proyecto había dado ya importantes pasos hacia adelante. Pero sería abandonado finalmente ante el motín que, por su causa, estalló en Valladolid en el mes de octubre. Este acontecimiento marcó claramente el límite de actuacción del cardenal, evidenciando al mismo tiempo su falta de apoyos. A pesar de que las informaciones y testimonios recogidos mostraban inequívocamente la presencia —como inductores— de nobles fer­ nandistas en la preparación de esa algarada, y a pesar también de que Cisneros había escrito a la corte de Flandes solicitando que no se diese marcha atrás en el asunto, en noviembre el consejo privado del monarca acordaba suspender la gente de ordenanza, pretextando que «no era bien alterar las comunidades por agora», y que habría de esperarse hasta que Carlos estuviese allí presente. Estas decisiones no hacían sino ahondar aún más el aislamiento político del cardenal, en el cual también tenían alguna responsabili­ dad los propios miembros del Consejo de Castilla, con los que Cis­ neros nunca consiguió sentar unas relaciones de cooperación. Se sa­ bía incluso que el propio presidente del consejo se había manifestado públicamente contrario al proyecto de la gente de ordenanza. Pero era la existencia y actividad de la corte de Flandes quien más tenía que ver con la situación en la que se encontraba el cardenal. En buena medida, la audacia de que hacían gala determinados nobles en sus acciones se basaba precisamente en esta circunstancia. Desde Flandes se podía influir en las decisiones del Consejo de Castilla, y así se había hecho en concreto para detener el proceso contra el obispo de Osma, uno de los principales implicados en el motín de Valla­ dolid. También los fernandistas supieron aprovechar muy bien las posibilidades que ofrecía la corte de Flandes: cuando Cisneros inició

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una revisión de la actuación de Conchillos y Fonseca en Indias, ambos acabaron en la corte flamenca, y con ellos la mayor parte de los fernandistas con responsabilidades. A ella llegaría también a pri­ meros de junio Francisco de los Cobos, quien fraguaría una impor­ tantísima alianza con Chièvres cimentada sobre el dinero contante y sonante llevado a Flandes. Del éxito de esta operación nos da idea el hecho de que algunos de los que participaron en ella llegaron a entrar en el consejo privado de Carlos. La actividad desplegada por este grupo resultó decisiva en el total deterioro de las relaciones que venía manteniendo Cisneros con la corte. Desde la segunda mitad de 1516 el cardenal sabía que no contaba al respecto con ningún apoyo. De manera cada vez más evidente, se gobernaba desde Flandes. Esta situación influyó decisivamente en el ánimo de Cisneros, que moriría en Roa el 8 de noviembre de 1517 sin haber conseguido ver a su rey. Carlos, que había desembarcado en la península en septiembre de ese año, demoró en todo lo posible el encuentro con el anciano cardenal —al tiempo que se hacía efectivamente con el gobierno— , no privándose de exigirle, crudamente, las últimas ren­ tas aún controladas por aquél 13. El 18 de noviembre de 1517 Carlos hizo su entrada solemne en Valladolid. Menos de un mes después, el 12 de diciembre, convocaba para una reunión de cortes que habrían de celebrarse en febrero del próximo año. La rapidez con que se llevó a cabo esta convocatoria obedecía al deseo de Carlos y sus consejeros por dejar definitiva­ mente despejado el problema de la sucesión. Pero en esa actitud debió de influir también la petición —anterior a su llegada— hecha por las ciudades para que el monarca acudiese cuanto antes a hacerse cargo de sus reinos, a fin de que fuesen bien gobernados y evitar que se pudiesen «levantar bolliçios». De hecho, Burgos había llegado a proponer al cardenal Cisneros la oportunidad de celebrar un ayun­ tamiento —que no cortes— de ciudades del que saldría una «emba­ jada junta de todo el reyno hecha un cuerpo», que justificaría ante Carlos las razones de esa petición. El 4 de febrero Carlos era jurado como rey por los procuradores de las ciudades, manteniéndose su 13 Con mucho, el mejor trabajo sobre el período sigue siendo el de M. J im én e z F e r n á n d e z , Bartolomé de las Casas, 2 vols. (Sevilla, 1953 y 1960, reed. 1984). J. LÓPEZ DE A y a l a , El cardenal Cisneros, gobernador del reino (Madrid, Academia de la Historia, 1931). C. CORONA, «España desde la muerte del Rey Católico hasta la llegada de don Carlos», Universidad, 3-4, 1958, págs. 343-367.

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madre como reina. Tres días después, en ceremonia aparte, lo hacían la nobleza y las altas dignidades eclesiásticas. En esta asamblea, Car­ los se comprometió a observar y respetar las leyes del reino. Sus asistentes le recordaron la obligación que —como cabeza del cuerpo político— tenía de velar por el bien del reino y de sus naturales, en clara alusión a las mercedes que se venían haciendo a los flamencos que le acompañaban. Condescendientemente, Carlos prometió «mi­ rar» y «ver» el conjunto de las peticiones, dentro de un nivel de compromiso que a nada le obligaba de manera inmediata. No en­ contró mayores dificultades para que le fuese concedido un impor­ tante servido. Formalmente Carlos había conseguido salir airoso en este pri­ mer encuentro con las cortes, pero era evidente que los problemas de fondo continuaban. En cierto sentido puede decirse que él mismo se encargó de activarlos con determinados hechos, permitiendo por ejemplo que su hermano Fernando abandonase el reino en mayo, o bien insistiendo en la designación de flamencos para ocupar cargos en la administración castellana. De ahí que la inquietud en las ciu­ dades continuase. A ella se sumaría la decepción de la nobleza, ex­ cluida de un reparto del que se creía naturalmente llamada a participar. En los primeros días de mayo Carlos llegaba a Zaragoza para celebrar cortes. Desde un punto de vista constitucional, la situación se presentaba aquí sumamente problemática. Ya antes de la llegada de Carlos a Castilla, Alfonso de Aragón había tenido grandes difi­ cultades para hacerse reconocer como gobernador dado que, según el ordenamiento del reino, sólo era posible la existencia de un go­ bernador general, y ese era el cargo que desempeñaba precisamente Carlos. De hecho, poco antes de que el monarca partiese de Flandes, Cisneros le había informado que en Aragón, Cataluña y Valencia, se decía que «sola la persona del rey han de obedecer, y no a otro alguno». Ahora, el «rigorismo legal» aragonés —en expresión de C. Corona— se negaba a aceptar a Carlos como rey en tanto no se justificase la incapacidad de su madre y no jurase los fueros del reino. Si bien finalmente sería jurado como rey el 30 de mayo, ello tuvo lugar no sin haber mediado antes importantes mercedes a los brazos de las cortes aragonesas, especialmente a quienes formaban el brazo nobiliario. Sin duda en la resolución favorable de esas cortes resultó decisivo el juramento prestado por Carlos en relación con los treinta y un capítulos relativos a Inquisición que le fueron pre­

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sentados, y que recortaban sensiblemente los privilegios de esa ins­ titución. Tras estas concesiones las cortes votaron antes de su clau­ sura, en enero de 1519, un servicio de 200.000 libras jaquesas, que no llegaban a cubrir lo que el propio Carlos había gastado durante su estancia en el reino. Reivindicaciones similares hubo de atender el monarca cuando llegó a Barcelona en enero de 1519, donde debía jurar las constitu­ ciones y privilegios del Principado para ser reconocido como rey. Pero a diferencia de lo ocurrido en Aragón, las cortes catalanas tu­ vieron un tono menos tempestuoso. La mayor parte de los capítulos de cortes fueron encaminados a mejorar la administración de justicia, en tanto que otros suponían importantes concesiones para reactivar el comercio catalán. Como en Aragón, una parte de estos capítulos se dirigieron a limitar la jurisdicción de la Inquisición. En conjunto, los capítulos concedidos favorecían ostensiblemente el brazo real, constituido por las universidades realengas que tenían voto en cor­ tes. Invocando la amenaza del peligro turco, y recordando también los auxilios que le había hecho los reinos de Castilla y Aragón, Carlos conseguiría un donativo de 250.000 libras barcelonesas, de las que 155.000 serían entregadas a la nobleza en gratificaciones diversas con cargo a ese mismo donativo. Para esas fechas —mayo de 1519— el interés de la corte de Carlos estaba en realidad fuera de Cataluña. A fines de febrero se había tenido noticia de la muerte del emperador Maximiliano. La elección de Carlos como nuevo emperador el 28 de junio, de la que éste tuvo noticia el día 6 del mes siguiente, le obligó a concluir rápidamente los asuntos pendientes. Así el 2 de agosto, en Barcelo­ na, se recogía en acta el juramento de Carlos —y de su madre— por el que ambos se comprometían a observar las franquezas y consti­ tuciones del reino, de Mallorca. Simultáneamente, ante la obligación de conseguir el juramento de las Cortes de Valencia, intentaría pri­ mero que éstas se celebrasen fuera del reino y, después, que pudiesen tener lugar sin su presencia siendo sustituido por un legado real. Ninguna de ambas tentativas tuvo éxito: las Cortes de Valencia no llegarían a celebrarse. Su fracaso influiría en la preparación del clima que precedió a las gemianías. La circunstancia imperial jugó asimismo un papel decisivo en el giro que tomaron los acontecimientos en Castilla. La noticia de que el monarca iba a salir hacia Alemania sin visitar las ciudades del interior castellano suscitó todo tipo de recelos, agraviados por las

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influencias que —desde la corte— ejercían los fernandistas en la designación de los cargos del reino. El nombramiento de Adriano como inquisidor general de Castilla en marzo de 1518, así como la designación del sobrino de Chièvres —el cardenal de Croy— para ocupar la sede toledana, constituían en este sentido dos importantí­ simos agravios. En tan delicado momento Carlos tomó tres decisio­ nes nada afortunadas: consiguió el 18 de julio una bula por la que se le otorgaba un subsidio del clero por valor de 200.000 florines, anunció su intención de suprimir los encabezamientos de la alcabala y, por último, convocó cortes en Santiago para marzo de 1520 con objeto de solicitar un servicio que le permitiese atender los gastos de la elección imperial. La consecuencia inmediata —y de mayor alcance— de estas me­ didas fue la estrecha aproximación que se produjo entre ayuntamien­ tos y cabildos eclesiásticos de las principales ciudades castellanas. Una aproximación que sirvió para que los eclesiásticos suministrasen los oportunos argumentos doctrinales a las corporaciones urbanas, cuyos representantes los harían valer frente a las pretensiones del emperador electo. Las ciudades, obviamente, se manifestaban con­ trarias a su marcha, y nada proclives a conceder un servicio que no iba a redundar en beneficio de «estos reynos». Formalmente, alega­ ban además la improcedencia del lugar en el que habían sido con­ vocadas las cortes —dado que Santiago era una ciudad que no tenía voto en ellas—, y asimismo el tipo de poder —impuesto desde la corte— que se exigía a los procuradores. Aducían por último la necesidad de acabar con la concesión de cargos a extranjeros, e ins­ taban a que en el caso de que se produjese la ausencia del rey, los gobernadores designados quedasen con «poder muy bastantisymo», manifestando su temor de que se volviese a repetir la situación de Cisneros. De camino hacia Santiago, en Valladolid, el monarca pudo com­ probar a primeros de marzo el carácter nada artificial de este males­ tar urbano. Al intentar convencer al concejo que otorgase a sus pro­ curadores el poder tal y como había sido diseñado por la corte, Carlos y sus consejeros se encontraron como una decidida negativa. A pesar de utilizar todo tipo de presiones, sólo conseguirían el apo­ yo de una parte de los regidores. Consecuentemente, Carlos se ne­ garía a recibir a los representantes de Salamanca y Toledo, que acu­ dían a Valladolid con la intención de manifestarle el sentir general del reino. Cuando el día 5 se disponía a partir de la ciudad, Carlos

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se encontró con un tumulto que intentaba impedir su salida, y en el que llegaron a proferirse gritos de: «¡Viva el rey, mueran los malos consejeros!» El movimiento comunero Las Cortes de La Coruna se iniciaron el 31 de marzo. Los pro­ blemas comenzaron ya en el mismo momento de verificar si los poderes que traían los procuradores se ajustaban a la minuta enviada desde la corte. N o se admitieron por ello los de Salamanca —la ciudad en la que se habían elaborado las peticiones que luego serían asumidas por las restantes ciudades—, en tanto que los procuradores de Toledo, con mandato de no votar el servido, ni siquiera se pre­ sentaron. Ambas ciudades no asistirían por tanto a esa asamblea. La presentación que, ya después, hizo el obispo Mota del programa imperial no conmovió los ánimos de los procuradores. Tampoco parecieron hacerlo las promesas del propio Carlos asegurando que volvería al reino cuanto antes, y que atendería asimismo la petición de no conceder oficios a extranjeros: una buena parte de los procu­ radores había acudido con la intención de no votar el servicio si previamente no se atendían las peticiones. Demoras, negociaciones, promesas y sucesivas votaciones fueron necesarias para conseguir finalmente la concesión del servicio, dentro ya de una segunda fase de reuniones que tuvieron lugar en La Coruña entre el 22 y el 25 de abril. Este último día Carlos comunicaba a los procuradores y a la corte el nombramiento de Adriano como regente en su ausencia. Carlos abandonó la península el 20 de mayo. Para esas fechas el malestar urbano había superado ya en alguna ciudad el umbral de estado contenido en el que se encontraba. El 16 de abril, en Toledo, cuando algunos de los regidores más decididamente opuestos a los planes de Carlos se disponían a partir hacia la corte, un tumulto popular impidió su partida. Los revoltosos se hicieron en pocos días con el control de la ciudad, quitando —en nombre de la comuni­ dad— las varas de justicia a los oficiales del corregidor y obligando a aquél a salir ocultamente del recinto urbano. A partir de este mo­ mento, como refiere el cronista Mejía, «comenzaron a querer poner forma de gobierno a su voluntad, nombrando y diciendo que se hacía en nombre del Rey y de la Reina y de la Comunidad». Cuando tuvo noticia de este hecho Carlos manifestó su intención de acudir

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personalmente a sofocar la revuelta, aunque fue disuadido por Chiévres y su gente. El que finalmente Carlos partiese sin haber enfren­ tado la situación de Toledo, pareció legitimar toda una serie de mo­ vimientos similares que, entre junio y agosto de 1520, se difundieron por la mayor parte de Castilla. «En la gente popular de algunas ciudades», escribe de nuevo Mejía, «creció sin parar el atrevimiento», poniéndose en armas y «ejecutando la primera furia en sus procuradores de Cortes», tal y como manifiestamente ocurrió en Segovia. Más allá de estas accio­ nes, importa anotar sobre todo la existencia de un movimiento co­ munero en Zamora, Burgos, Madrid, Guadalajara, Salamanca, Avila, León, Cuenca y algunos otros núcleos, en todos los cuales «se hi­ cieron sus diputados y formas de comunidad». De su vitalidad nos da idea el hecho de que los comuneros de Segovia, capitaneados por Juan Bravo, hicieron retirarse a Adriano cuando acudía a castigar el asesinato de los procuradores. Intentando reforzar su dispositivo, el cardenal trató de apoderarse de la artillería depositada en Medina, produciéndose entonces un incendio que destruyó la mejor y más rica parte de la villa. El incendio de Medina —el 21 de agosto de 1520— incrementó notablemente la solidaridad en torno al movi­ miento comunero, al que se sumaron una serie de ciudades —Valla­ dolid entre ellas— hasta entonces dudosas o fieles al rey. No obs­ tante, desde el 29 de julio, los comuneros ya habían organizado en Avila una Junta General compuesta por Toledo, Salamanca, Segovia y Toro. Desde los primeros momentos la Junta procedió a tomar medi­ das para la gobernación del reino, medidas cuya legitimidad era ne­ cesario justificar habida cuenta de la presencia del gobernador Adria­ no y del propio Consejo Real. En este sentido, tanto la Junta como las ciudades argumentaban no desde una perspectiva revolucionaria como a veces se ha dicho, sino desde el supuesto de que se acudía a reparar (o restaurar) un orden jurídico que se consideraba alterado, y cuya restauración —desde el entendimiento medieval del derecho— se consideraba como verdadera obligación. Tal restauración se inter­ pretaba por tanto como reposición de un derecho subjetivo que les había sido usurpado a las corporaciones urbanas. Los textos recogi­ dos por J. L. Bermejo a propósito del procedimiento seguido para organizar la gobernación del reino lo prueban claramente: lo que por ejemplo reclamaba Toledo desde el primer momento no era sino que se concediese a las ciudades «la parte que el derecho les daba cerca

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del proveer sobre la forma de la gobernación». Esta reclamación se exigía ante la situación de ausencia del rey, que los comuneros equi­ paraban a una minoría regia en la que, el reino, tenía entonces «de­ recho» a intervenir. El propio Mejía ya indica que los comuneros hacían al rey «menor y pupilo, y a ellos tutores y gobernadores». Consecuentemente, la petición de que los gobernadores fuesen «pues­ tos y elegidos a contentamiento del reino», poco tenía que ver con ningún principio de partición del poder con el rey, inimaginable por otra parte. Pero, en cambio, la no observación de ese derecho podía llegar a justificar tanto la lucha armada —«obligados por las leyes de estos reynos y de la lealtad que a su rey debían», dirá Mejía— como las propias medidas de gobernación adoptadas por la Junta. Por lo demás, los miembros de la Junta no se cansarán de reiterar que «mandaban» en nombre de «sus altezas» y del «reino». Natu­ ralmente, tal momento se aprovechó para realizar una serie de pe­ ticiones que asegurasen las posiciones ganadas en la primera mi­ tad del siglo XV, y cuyo sentido fue recogido ejemplarmente en el Proyecto de ley perpetua elaborado por los comuneros. Este docu­ mento evidencia como ningún otro la voluntad de establecer defini­ tivamente —confiriendo al texto rango de ley-pacto— un reino bien ordenado. Al hilo de lo que venimos refiriendo, el desplazamiento de la Junta a Tordesillas —donde se instaló a partir de septiembre— se explica precisamente por el deseo de legitimar aún más su proce­ der colocándose junto a la reina. Desde esta ciudad, los comuneros declararon disuelto el Consejo Real, y acordaron no obedecer las órdenes del cardenal. Al mismo tiempo, continuaron con la incauta­ ción de rentas reales iniciada desde el incendio de Medina, y desti­ nada al sostenimiento de la organización. Este proceso fue particu­ larmente intenso en torno a Tierra de Campos. Paradójicamente, la Junta no aprovechó la coyuntura que se le ofrecía para extender sus posiciones, dominada por la idea de ofrecer la imagen de un movi­ miento ordenado. Esta actitud tuvo efectos decisivos en los últimos meses de 1520, ya que permitió la recomposición del bando realista. En septiembre, el emperador dispuso la incorporación del almirante de Castilla y del condestable a la gobernación, reorganizándose si­ multáneamente el ejército. Con la intención de ganar tiempo se ofre­ cieron a la Junta ciertas condiciones de paz, condiciones que conse­ cuentemente serían rechazadas. El 31 de octubre los gobernadores declaraban la guerra a la Junta.

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Para los realistas el primer objetivo, lógicamente, era la toma de Tordesillas, a cuyo efecto procedieron a concentrar tropas en torno a Medina de Rioseco. Contra ellos la Junta, después de no pocas disensiones, envió a don Pedro Girón, un miembro de la nobleza. Al aceptar el desplazamiento de su líder Padilla, la Junta quería hacer ver que el movimiento contaba con algún apoyo de la nobleza. De manera sorprendente —habida cuenta de su superioridad ini­ cial— Girón se limitó a exhibir sus tropas ante la villa, permitiendo que los realistas reforzasen sus filas. Poco después, el 2 de diciembre, las tropas de los comuneros levantaban el campo para dirigirse hacia Villalpando, dejando a Tordesillas desguarnecida. El 5 de diciembre la villa caía en manos de los realistas, que se hacían al mismo tiempo con la persona de la reina. Inevitablemente, la sospecha de que Gi­ rón no había querido enfrentarse con su propio estamento, y de que había un pacto de por medio, se extendió. Y con ella se extendió también la sensación de que la situación, hasta entonces favorable, se había invertido. A pesar de un intento de revigorización del mo­ vimiento por parte de Toledo y Valladolid, las tropas comuneras no realizaron desde ese momento ninguna acción de envergadura; se intentará, por contra, reanudar negociaciones con los gobernadores buscando una salida a la situación. En este contexto, la toma de Torrelobatón —una acción sin mayores consecuencias— produjo el acantonamiento definitivo de las tropas comuneras, que comenzaron a sufrir además los efectos de numerosas deserciones. Los goberna­ dores, informados de la existencia de fuertes disensiones entre los comuneros acerca de la estrategia a seguir, aprovecharon la situación para reforzar sus efectivos, sin que ello produjese ninguna reacción por parte de Padilla. Cuando finalmente éste decidió dirigirse hacia Toro, fue alcanzado y derrotado por las tropas realistas en Villalar, el 23 de abril de 1521. La resistencia de Toledo durante seis meses más no alterará ya en nada este desenlace. Al margen de estos acontecimientos, la derrota de las comunida­ des plantea hoy por hoy una serie de interrogantes sobre las causas profundas —o no inmediatamente perceptibles— tanto de su fracaso como incluso de su éxito inicial. Al respecto, debemos tener en cuen­ ta la existencia dentro de este movimiento de dos importantes con­ tradicciones: una de ellas fue la que movilizó a las corporaciones urbanas no tanto contra los regentes cuanto contra una política —acentuada probablemente a partir de la segunda regencia de Fer­ nando— que amenazaba directamente las cuotas de poder que ellas

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habían alcanzado a lo largo del siglo XV. Carlos V, con su concep­ ción patrimonial del reino, no hizo sino exacerbar estos temores. Dado el sentido de agresión exterior con el que se interpretaron las primera medidas del emperador, el movimiento pudo disfrutar desde los primeros momentos de un alto grado de solidaridad y coherencia internas. La inhibición de la nobleza, aunque motivada por otras razones, facilitó extraordinariamente las cosas. Sin embargo, las cor­ poraciones urbanas arrastraban en su seno una segunda y doble con­ tradicción: por una parte la que resultaba del enfrentamiento entre comunidad patricia y comunidad plebeya, o como más castizamente se afirma en algún texto, entre comunidad baja y comunidad alta; después, la derivada de su condición señorial, materializada en la serie de conflictos, ampliamente documentados, entre villa y tierra. Progresivamente, esta segunda contradicción asumió, en su doble vertiente, la condición de contradicción principal. Así, «en la gente popular de algunas ciudades de Castilla», según nos cuenta Mejía, «creció sin parar el atrevimiento», un atrevimiento que por lo demás no era sólo privativo del interno ámbito urbano. Desde la tierra también llegaban reivindicaciones cuya aceptación, de producirse, habría significado «sugetar la ciudad que es señora, a la tierra que es súbdita, y someternos a que la tierra nos ponga gobernadores y procuradores [...] sería poner la ciudad en cautiverio». Probablemen­ te este tipo de reivindicaciones se deslizaron también hacia los se­ ñoríos de la nobleza territorial, y produjeron —como ha demostrado J. I. Gutiérrez Nieto— el cierre de filas de esta última en torno al emperador. De igual forma que indujeron a las corporaciones de dominante moderada, como Burgos, a un abandono de la causa. El cruce de esta serie de contradicciones explica la especie de anulación desde dentro que se produjo en el seno del movimiento comunero. Incapaz de extenderse más allá de las ciudades que defi­ nían el núcleo de la vieja Castilla, y obligado a una política de ob­ tención de recursos sobre el lugar sin ofrecer mayores expectativas, no tardaron en aparecer las primeras resistencias desde dentro. In­ cluso en aquellas zonas que, como Tierra de Campos, parecían des­ tinadas a jugar el papel de reducto natural del movimiento, según se desprende de la minuciosa reconstrucción llevada a cabo por L. Fer­ nández Martínez. Planteadas así las cosas, la discusión sobre el carácter feudal o revolucionario del movimiento parece un tanto fuera de lugar. En un universo político en el que el derecho era —todavía— el sobera­

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no, las comunidades no pretendían sino mantener la parte que de ese derecho les venía siendo hasta entonces reconocida. Su consideración como revolución burguesa temprana representa una simplificación impuesta desde nuestro presente entendimiento de la dinámica po­ lítica. Naturalmente, tras esa voluntad restauradora se ventilaba un importante conflicto social pero, retomando una sugerencia de J. H. Elliott, no parece que las libertades defendidas por quienes consti­ tuían la masa crítica del movimiento hubiesen conducido a un pro­ greso sin más de la libertad. Su actitud ante la comunidad baja y la tierra así parecen sugerirlo. Los fuertes lazos que inmediatamente reanudarían esas mismas oligarquías urbanas con el propio empera­ dor lo confirma de manera aún más contundente 14.

Las germanías Al tiempo que tenían lugar los acontecimientos de las comuni­ dades de Castilla, los reinos de Valencia y Mallorca se vieron afec­ tados por el movimiento de las germanías, término con el que en­ tonces se designó la hermandad o unión en la que se organizaron sus protagonistas. Tras una fase larvada, el movimiento se inició en la ciudad de Valencia entre mayo y junio de 1520, a raíz de una serie de tumultos populares contra determinadas decisiones del virrey, que finalmente obligarían a éste a huir de la ciudad a comienzos de junio. La huida fue aprovechada por la recién fundada Junta de los Trece, una organización menestral que se hizo de inmediato con el control de la ciudad. Su actitud sirvió para que movimientos simi­ 14 Sobre la problemática de las cortes, R. GARCÍA CÁRCEL, «Las Cortes de 1519, una opción revolucionaria frustrada», Homenaje J. Regla (Valencia, 1975), I, págs. 239-255. C h . HENDRICKS, Charles V and the Cortes of Castile (Ann Arbor, Univer­ sity Microfilms, 1976). Una investigación de conjunto en_J, PÉREZ, La révolution des comunidades de Castille (Burdeos, Inst, de Estudios Ibéricos, 1970). J. L. BERMEJO, «La gobernación del reino en la comunidades de Castilla», Hispania, 124, 1973, págs. 249-264. B. GONZÁLEZ A l o n s o , Sobre el Estado y la Administración de la Corona de Castilla (Madrid, Siglo XXI, 1981, págs. 7-56). Un caso particular que no ha po­ dido ser incorporado, en J. B. OWENS, Rebelión, monarquía y oligarquía murciana en la época de Carlos V (Universidad de Murcia, 1980). J. MIRANDA CALVO, Refle­ xiones militares sobre las comunidades de Castilla (Zocodover, Toledo, 1984). J. I. GUTIÉRREZ N ie t o , Las comunidades de Castilla como movimiento antiseñorial (Bar­ celona, Planeta, 1973). L. FERNÁNDEZ MARTÍN, El movimiento comunero en Tierra de Campos (León, Inst. San Isidoro, 1979).

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lares se extendiesen hacia el norte y sur de la capital del reino, entre Castellón y Orihuela, dentro de una franja litoral no muy ancha y con predominio de lugares de realengo. Desde estos núcleos el mo­ vimiento llegó a alcanzar también el territorio señorial —urbano y rural—, si bien este último ámbito no conferiría ninguna singulari­ dad a las gemianías. En febrero de 1521 la isla de Mallorca se vio afectada asimismo por la rebelión, que se prolongaría hasta marzo de 1523. Para esas fechas el movimiento ya había sido derrotado en el reino de Valencia. ¿Cuáles fueron las causas de este movimiento y por qué su lo­ calización en Valencia y Mallorca? Para responder a esta pregunta debe tenerse en cuenta, en primer lugar, la incompleta y desigual política mantenida por Fernando en relación con los reinos de la Corona de Aragón. Fernando había realizado importantes reformas municipales y financieras tanto en el principado de Cataluña como en el reino de Aragón, pero no así en los reinos de Valencia y Mallorca. Tal actitud no obedecía a una política de deliberada desa­ tención hacia esos reinos. Reflejaba sencillamente la existencia de una situación más estable —momentáneamente— que en los otros dos casos. Y no menos la convicción de que el mantenimiento del statu quo, como ha demostrado E. Belenguer para la ciudad de Va­ lencia, era una inapreciable fuente de ventajas para el monarca. Gra­ cias a ello precisamente pudo Fernando conseguir una inestimable serie de préstamos por parte de la ciudad de Valencia para financiar su política italiana. Aunque posible a corto plazo, tal proceder ha­ bría de revelarse particularmente peligroso, toda vez que quienes afrontaban las cantidades solicitadas por el monarca se resarcían lue­ go estableciendo imposiciones municipales sobre bienes de consumo, destinadas a financiar los intereses de lo prestado. De otra parte, este sistema sancionaba la continuidad de una organización del poder municipal potencialmente muy conflictiva y que, el propio Fernan­ do, había resuelto con muy distinto criterio en Barcelona o Zaragoza. Esta evolución diferenciada se acentuó tras la celebración de cor­ tes en esas dos ciudades, lo que dejó a Valencia como único reino —Mallorca carecía de esa institución— en el que no se celebró tal asamblea. La resistencia del brazo nobiliario a que se celebrasen sin la presencia del rey resultó definitiva en este desenlace. A raíz precisamente de las negociaciones que venía manteniendo el monarca a fin de conseguir que las cortes se celebrasen por persona inter­ puesta, una embajada de los menestrales de la ciudad consiguió —a

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cambio de comprometerse a apoyar la propuesta real— permiso para constituir una Junta de trece síndicos (diciembre de 1519); a esta organización se le autorizó además para portar armas y organi­ zarse en milicias, tal como habían hecho en ocasiones anteriores ante eventuales ataques —que ahora también se insinuaban— de piratas berberiscos. La nobleza protestó de inmediato ante lo que constituía usurpación de unas funciones que hasta ahora sólo a ella tocaban, pero Carlos no se retractó de su decisión. Su única compensación fue el nombramiento de don Diego Hurtado de Mendoza, conde de Melito, como virrey de Valencia. Entretanto los gremios aprovecha­ ron su recién reconocida fuerza para, amén de alguna que otra ex­ hibición ejemplarizante, mejorar su posición dentro del gobierno municipal. Cuando a fines de mayo —en una ciudad de la que estaba ausente la mayor parte del patriciado ante el peligro de la peste— la nobleza y el virrey pretendieron hacerse con la situación, no lo con­ siguieron. Entre mayo de 1520 y julio de 1521 (momento en el cual los agermanados declararon la guerra al virrey) el movimiento conoció una progresiva radicalización, visible tanto en el desplazamiento de los líderes iniciales cuanto en el propio nivel de las demandas. Ha­ biendo conseguido introducir dos jurados menestrales en el ayunta­ miento, los agermanados concentraron su actividad en el problema de la deuda municipal y en el de las imposiciones de ella derivadas. Como escribe el cronista Viciana, se dedicaron a «poner en razón y execución los derechos y deudas de la ciudad, de lo que entonces el pueblo pretendía que havía grande necesidad». Al mismo criterio obedecían las disposiciones que se tomaron para controlar la impor­ tación de trigo, en manos de los genoveses y financiada también a base de préstamos municipales. A estas medidas siguieron la ocupa­ ción de cargos municipales hasta entonces reservados a los caballeros y, posteriormente, la supresión de los derechos percibidos por la Generalidad y la ciudad. Paradójicamente, tales decisiones no impi­ dieron que se continuasen enviado embajadas al monarca, ni aun que éste les contestase, si bien con propuestas que exigían en cualquier caso la vuelta a la obediencia del virrey. La actitud del monarca, así como la resistencia por parte de ciudadanos y caballeros a aceptar las medidas adoptadas por la Junta, forzaron finalmente el enfren­ tamiento abierto. En su intento de extender el movimiento hacia la zona del Maes­ trazgo y Morelia, los agermanados fueron derrotados en Almenara

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el 18 de agosto de 1521, a manos de las mejor organizadas tropas del duque de Segorbe. En el sur, después de algunos éxitos iniciales, sufrieron un duro revés en Orihuela (30 de agosto), gracias sobre todo al apoyo prestado por el marqués de los Vêlez a las tropas realistas. Vicente Peris, el caudillo agermanado, hubo de refugiarse en Valencia, donde los sectores moderados, los ciudadanos, venían intentando con éxito reconducir la situación. En octubre de 1521 los jurados elegidos para el municipio lo fueron en exclusiva del grupo de caballeros y ciudadanos. En noviembre se producía la entrada triunfal del virrey en la ciudad. Peris hubo de trasladarse a Játiva, donde resistió los ataques de las tropas realistas. Desde esta ciudad volvió a Valencia con la intención de sublevar la ciudad de nuevo. La tentativa no tuvo éxito y Peris pagó con la vida. Desde sus comienzos, el movimiento agermanado mostró una fuerte componente antimorisca. La causa de ello era la situación de protección-explotación en la que se encontraba esta población en relación con sus señores. En las Cortes de Barcelona de 1503 y en las de Monzón de 1510, la nobleza recibió garantías de que los mo­ riscos de la Corona de Aragón no se verían afectados por las medi­ das tomadas en Castilla (bautizo o expulsión) después de la revuelta granadina de 1502, circunstancia que acentuó aún más la dependen­ cia de éstos hacia sus señores. De ahí la actitud antimorisca de los agermanados —saqueo de las propiedades moriscas, bautizos en masa—, que consideraban a los moriscos como competidores des­ leales y sustentadores materiales del régimen señorial. La germanía mallorquína presenta una acusada similitud con la de Valencia. Como desde el primer momento indicaron los cronis­ tas, la germanía valenciana «sirvió de ejemplo y dio ansia a la de Mallorca». De hecho algunos de sus líderes se desplazaron a Valen­ cia para establecer contacto con aquellos agermanados. El movimien­ to se inició a comienzos de febrero de 1521, a raíz de algunas de­ tenciones preventivas llevadas a cabo por el virrey. El 6 de marzo los agermanados obligaban a los jurados de la ciudad a destituir al virrey alegando su condición de aragonés. Un mes después el virrey abandonaba la isla. Simultáneamente se organizaba la Junta de los Trece, con carácter de máxima autoridad en la isla. Para marzo toda la isla, excepto Alcudia, estaba en manos de los agermanados. En julio se llevó a cabo la toma del castillo de Bellver, donde buena parte de los caballeros de la isla fueron muertos. En pleno apogeo, el movimiento hizo caso omiso de las cartas del emperador exigien­

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do la vuelta a la normalidad. En octubre se hizo con el control del movimiento, como instador del pueblo, Joanot Colom, el más radi­ cal de sus dirigentes. Al igual que en Valencia, la Junta adoptó también aquí una serie de medidas tendentes a hacer desaparecer el peso de la deuda mu­ nicipal y de las imposiciones destinadas a satisfacer sus intereses. Era éste un problema que contaba con una larga historia en la isla, y que constituyó reivindicación central del movimiento. Bajo el man­ dato de Colom, llegaron a abolirse todos los derechos establecidos para el pago de los títulos —censales— de esa deuda. Estas medidas fueron acompañadas de otras destinadas a ajustar, con mayor equi­ dad, la distribución espacial de la carga tributaria, intentando equi­ librar la desproporción mantenida hasta entonces entre la ciudad (Mallorca) y las villas (la parte forana). El anuncio de esta medida fue, indiscutiblemente, una de las claves del éxito social del movi­ miento. Pero su nada fácil instrumentación la hizo convertirse en un verdadero semillero de problemas. Los sectores foranos más radica­ les pronto pasaron a la acción directa en lo relativo a la aplicación de estas medidas, lo que incrementó las tensiones existentes y pro­ movió, reactivamente, la respuesta de los mascarais o leales al rey. A partir de este momento la resistencia al movimiento se hizo más consistente. En un intento por conquistar Ibiza, donde se había refugiado el virrey y los caballeros mallorquines, los agermanados sufrieron una decisiva derrota en junio de 1522, lo que posibilitó que los realistas pudiesen iniciar la reconquista de Mallorca a partir de agosto de ese mismo año. En mayo de 1523 se rendía la ciudad. La represión que siguió fue más dura en Mallorca que en Valencia, tanto desde el punto de vista de la «tasa de castigo aplicada» (el doble en Mallorca que en Valencia) cuanto desde el número de personas ejecutadas (200 frente a 150, respectivamente) 15. 15 Una visión de conjunto en E. DURAN, Les germantes als països catalans (Bar­ celona, Curial, 1982). Sobre Valencia, E. CISCAR y R. GARCÍA CÁRCEL, Moriscos y agermanats (Edicions L ’Estel, 1974). R. GARCÍA CÁRCEL, Las germanías de Valencia (Barcelona, Península, 1975); sobre la cuestión de la deuda municipal, véase el trabajo de E. B e l e n g u e r citado en la nota 11. Sobre Mallorca, J. J. V id a l , «Una aproxima­ ción al estudio de las germanías de Mallorca», Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea, núm. 1, 1973; del mismo, «La problemática de los censales: su in­ cidencia en las germanías» (Palma de Mallorca, Fac. de Filosofía y Letras, 1975). Una última síntesis del mismo autor en Els agermanats (Ayuntamiento de Palma, 1985).

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1.2.

«Imperio» y «monarquía católica»

Imperio particular El hecho de que los reinos de Castilla y los de la Corona de Aragón acabasen finalmente en manos de una dinastía extranjera, cuyo titular sería elegido además emperador del Sacro Imperio, ha venido siendo considerado como uno de los cambios más decisivos —sino el más— en la posterior evolución de los mencionados reinos. De acuerdo con este planteamiento, el reinado de Carlos V (1516-1556) supuso la incorporación de ambas coronas a un orden de obligaciones y responsabilidades que les era ajeno. Y, sobre todo, dificultó seriamente la posibilidad de que los reinos peninsulares pudieran haber seguido una trayectoria más propia y nacional, tal y como empezaba a suceder en otros territorios de la cristiandad. El desembarco de Carlos V en la península, se ha dicho, fue así uno de los acontecimientos cruciales de nuestra modernidad. Durante siglo y medio, los sucesores del emperador hubieron de desenvolverse, con algunas variaciones, dentro de unas perspectivas sustancialmente determinadas a partir del imperio carolino. Que en líneas generales la llegada de Carlos V constituyó una modificación de importancia en la marcha de los reinos peninsulares no parece que pueda discutirse. Que el rumbo hubiera sido comple­ tamente distinto de no haberse producido la circunstancia imperial, es ya una conjetura de no tan fácil recibo. No resulta descabellado pensar que, sin el imperio de por medio, quizá el desenlace no habría sido completamente diverso. Sobre todo si aceptamos —y no hay razones para no hacerlo— que la consolidación de las llamadas mo­ narquías nacionales no fue acompañada de la extinción de los plan­ teamientos de poder universal característicos de la edad media. Tal desenlace se produjo desde luego durante la edad moderna, pero no en el siglo XVI. En esta centuria la aspiración a ese tipo de poder —con las matizaciones que más adelante se expondrán— no consti­ tuía, ni mucho menos, un ideal desfasado u obsoleto. Al menos desde el siglo XIII venía asistiéndose a un creciente proceso de autonomización de los reinos cristianos en relación con el imperio. Pero ello no significa que esas formaciones políticas que eran los reinos hubiesen pasado a desenvolverse, y se considerasen a sí mismas, como estados soberanos. El hecho de que se rechazasen los lazos de dependencia con el imperio, no implicaba dejar de re­

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conocer, alternativamente, la sustancial unidad del orbe cristiano; ni, de acuerdo con ese mismo criterio, tampoco suponía abandonar la idea de que al frente de esa Universitas Christiana debía de existir en los asuntos temporales —en los espirituales la discusión ni siquie­ ra podía imaginarse— un poder de alcance universal, entendido este último término en relación siempre con la totalidad del orbe cristia­ no 16. Y ello con una indiscutible repercusión sobre quienes estaban al frente de cada uno de los reinos. Si bien cada rey intentaba hacerse reconocer como «emperador en su reino», ese era en realidad tan sólo un primer paso: todos y cada uno de ellos aspiraban, además, a hacerse con la jefatura de esa universitas. Su objetivo último, po­ dríamos decir, era el de ser reconocidos como emperadores también «fuera de su reino». Mientras esta configuración del poder se man­ tuviese, su propia lógica interna se encargaba de impedir que nin­ guna de las piezas del conjunto pudiese actuar de manera indepen­ diente. En la hipótesis de que los reinos peninsulares hubiesen que­ dado al margen del imperio, difícilmente hubieran podido iniciar una andadura política distinta. Ni, probablemente, hubieran podido evi­ tar verse implicados en la serie de conflictos resultantes de esa or­ ganización global del poder. En el siglo XV los reinos hispanos, Portugal incluido, disfrutaban de una asentada tradición de exemptio ab imperii, tradición que Vi­ cente Hispano, Francisco Eximenis y Pedro de Belluga —entre otros— habían venido defendiendo en los siglos anteriores. El re­ sultado de esta tradición será la aparición de lo qué V. Frankl llama la teoría del «imperio particular», según la cual cada uno de estos reinos venía a formar de hecho un imperio aparte, teóricamente no sometido y distinto del Imperio Romano Germánico 17. En Castilla, la formación de esta idea imperial «paralela», como la designó en su día Maravall, originó dos importantes cambios: en primer lugar una modificación del propio concepto de imperio, que dejó de referirse a una abstracta idea de preeminencia para pasar a concretarse, de acuerdo con Maravall, como pretensión a «un dominio directo y no

16 Véase, especialmente, E. H. K a n t OROWICZ, «The problem of Medieval World Unity», The Quest for Political Unity in World History (Washington, Government Printing Office, 1944), págs. 31-37; recogido asimismo en Selected Studies (Nueva York, J. Agustín Publisher, 1965), págs. 77-81. 17 V. FRANKL, «Imperio particular e imperio universal en las cartas de relación de Hernán Cortés», Cuadernos Hispanoamericanos, 165, 1963, págs. 443-482.

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compartido» 18; en un segundo momento, el término de emperador empezó a ser sustituido por el de monarca, un desplazamiento poco menos que obligado ante la propuesta de convertir a Castilla en «monarchia del reyno de España». La contradicción entre la unidad que esa monarquía presuponía y la concreta realidad plural de los reinos hispanos, fue salvada me­ diante el procedimiento de remitir esa formación ideal a la época de los godos, momento en el cual se consideraba que «principatum Hispaniae fuit monarchia». Simultáneamente, una orientada activi­ dad historiográfica intentaba demostrar que uno de esos reinos de­ bía asumir la misión de recomponer la unidad disgregada. El neogoticismo de la historiografía hispana cumplía en gran medida, como ha escrito Täte, la tarea de legitimar la preeminencia de Castilla en el contexto de los reinos hispanos. En la primera mitad del siglo XV el obispo de Burgos, Alfonso García de Santamaría, exponía en su Anacephaleosis los supuestos básicos a partir de los cuales se desen­ volvería desde entonces esa historiografía castellanista. Por una par­ te, la reivindicación de que el verdadero heredero —en línea ininte­ rrumpida— del reino visigodo no era otro que el rey de Castilla y que, consecuentemente, sólo a él cabía considerar como Rex Hispa­ niae; en segundo lugar, Santamaría, reflejando probablemente su con­ dición de converso, presentaba la historia de Castilla como parte integrante de un designio superior fijado por la propia divinidad. Pocos años más tarde, en 1470, en la que había de ser la primera Historia de España impresa —la Compendiosa Historia Hispánica—, Rodrigo Sánchez de Arévalo se ocupaba de desarrollar más matizadamente estos argumentos. En la búsqueda de una identidad propia para los primitivos hispani, este obispo realizó un decidido esfuerzo a fin de resaltar no ya la importancia de la historia goda, sino aún la de los tiempos prerromanos. Para ello Arévalo trató de encontrar una conexión que enlazase las primitivas tribus ibéricas con los go­ dos, y a éstos con los reyes de León y Castilla 19. En los comienzos del reinado de los reyes católicos, Diego de Valera profetizaba que Fernando habría de alcanzar «la monarchia de todas las Españas», proceso que el escritor identificaba con la 18 J. A. Estudios de 1973), págs. 19 Sobre

M a r a v a l l , «El concepto de monarquía en la Edad Media española»,

historia del pensamiento español (Madrid, Inst. de Cultura Hispánica, 69-87. este punto sigo a T äte, Ensayos sobre historiografía, esp. págs. 55-104.

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recomposición del imperio godo: «e reformaréis la silla imperial de la ínclita sangre de los godos, de donde venís, que de tantos tiempos acá está esparzida e derramada». En los límites de ese mismo reina­ do, y en el contexto de la incorporación de Navarra, el humanista Antonio de Nebrija podría escribir —sin atender a Portugal— que «Hispania tota sibi restituta est». Restauración que además de poner de manifiesto la culminación de una empresa servía como legitima­ ción de la posición que quería asignarse a esa Hispania como nueva dueña de hecho del título imperial. Como advertía el propio Nebri­ ja, si bien el «título de Imperio» estaba en Germania, resultaba evi­ dente sin embargo que la «realidad de el está en poder de los reyes hispanos». No recatándose tampoco de insinuar que la fuerza ex­ pansiva de este nuevo imperio —acreditada con la presencia en Africa y en América—, así como sus propias dimensiones, pronto harían olvidar el recuerdo del imperio germánico. Precisamente el interés por subrayar esa diferencia y potencial superioridad es lo que lleva a escritores y cronistas del reinado a designar esa nueva realidad con el término de monarquía y no con el de imperio. Pero bien enten­ dido que esta preferencia no encubre ninguna especie de renuncia a los planteamientos universalistas. La «Monarquía de España» no era sino el primer paso para la inmediata realización de una «Monarquía del mundo desde España» 20. La evolución seguida por la monarquía de los Austrias no será ajena, como podremos ver, a la influencia y aun a la vitalidad de este ideal durante el siglo XVI.

Imperio tradicional, imperio particular La elección de Carlos V como emperador introdujo en efecto una importante modificación en esa aspiración a un poder universal que perseguía la recién fundada monarquía hispana. Esa aspiración hubo de coexistir a partir de entonces con una tradición —la del Imperio Romano Germánico— ya asentada e indiscutiblemente de superior reconocimiento, si bien en una situación de transición e indefinición relativamente similar a la que se encontraba la propia idea hispana. Y todo ello habiendo de ser interiorizado por un em­ perador que, de nacimiento y tradición borgoñona, se encontraba

20

M a r a v a ll , C on cepto m o n a rq u ía , pág. 85.

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distante —cuando no ajeno— a los valores que una y otra concep­ ción representaban. La situación, no exenta de dificultad, llegaría sin embargo a re­ solverse, aunque en ello no interviniera demasiado el joven monarca. Como es sabido corresponde a Mercurino de Gattinara, el gran can­ ciller del emperador, el mérito de haber sabido tejer —a partir de mimbres tan diversos— un consistente y bien articulado diseño de imperio. En su composición se detectaba con relativa claridad la influencia de la cultura juridicopolítica noritaliana, especialmente de aquellos pensadores —Dante sobre todo, pero también Bártolo y Baldo— a partir de los cuales se había producido una nueva formu­ lación del imperio tradicional. La monarchia que Gattinara proponía a su señor reflejaba así una fuerte impronta gibelina, en virtud de la cual el norte de Italia se constituía en centro del imperio y, al mismo tiempo, postulaba la presencia de un emperador firmemente decidi­ do a rechazar cualquier interferencia papal en la dirección de la tem­ poralis monarchia. Un principio que por lo demás no se entendía en términos de estricta reciprocidad: en la estela del canciller, Alonso de Valdés y fray Antonio de Guevara dejarían bien en claro —desde una posición de despotismo espiritualista en el primer caso; desde una actitud virtuosa y ejemplarizante en el segundo— la responsa­ bilidad y también la obligación que incumbía al emperador en la tarea de regeneración moral de la cristiandad 21. En el famoso discurso de las Cortes de La Coruña de 1520 el obispo Ruiz de la Mota, como portavoz de Carlos, realizó una in­ teligente exposición —la pluma de Gattinara había andado de por medio— en la que, aludiendo al importantísimo hecho que motivaba la petición de ayuda, se intentaba demostrar al mismo tiempo las 21 La polémica suscitada en su día en relación con el papel de Gattinara puede seguirse abreviadamente en M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Política mundial de Carlos V y Felipe I I (Madrid, CSIC, 1966), págs. 51-60. Abundante información sobre la lite­ ratura política de toda esta época en R. A r c o y G a r a y , La idea de imperio en la política y en la literatura españolas (Madrid, Espasa-Calpe, 1944), passim, y asimismo en J. B e n e y t o , España en la gestación histórica de Europa (Madrid , Inst. de Estudios Políticos, 1975), passim. Las consideraciones sobre Gattinara proceden de J. M. H e a d LEY, «Germany, the Empire and the Monarchia in the Thought and Policy of Gat­ tinara», Das römische-deutsche Reich im politischen System Karls V, H. Lutz, ed. (R. Oldenbourg, Munich, 1982), págs. 15-33, y «The Habsburg World Empire and the Revival of Ghibellinism», Medieval and Renaissance Studies, vol. 7, 1978, págs. 93-127. Para las otras propuestas de imperio, J. A. M a r a v a l l , Carlos V y el pensamiento político del Renacimiento (Madrid, Inst. de Estudios Políticos, 1969), págs. 167-231.

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muy concretas e históricas razones que había para que los procura­ dores se avinieran a su concesión. Hábilmente la exposición de Mota vinculaba imperio particular e imperio tradicional, haciendo conver­ ger ambas tradiciones: después de un pasado en el que «España enviaba enperadores» (Trajano, Adriano, Teodosio), ahora era el im­ perio quien venía «a buscar el Enperador a España». Esta fórmula de convergencia se revelaría momentáneamente exitosa si bien, de manera cada vez más evidente, el imperio particular acabaría por imponerse dentro de esa composición. El hecho americano, ya in­ tuido por Nebrija, resultaría determinante dentro de esa evolución. El propio Hernán Cortés se encargaría de recordarlo en su conocida carta de relación de 1521 : las «cosas» de América conferían de hecho a Carlos V un nuevo título imperial, y con «no menos merito que el de Alemaña». Operando dentro de este marco, y a partir de una cierta reelaboración de los argumentos del De Monarchia de Dante, Juan Ginés de Sepúlveda —ya en la década de los treinta— llegaría a formular la que ha sido considerada como la primera teoría del «imperio español», basada en principios de supremacía militar, po­ lítica y cultural. La tradicional christianitas se metamorfoseaba así en hispanitas. El planteamiento, como podrá verse, se revelará extraor­ dinariamente fructífero. Entretanto, la polémica abierta a raíz de los justos títulos de la conquista permitiría a una renovada escolástica castellana jugar un importante —y en cierto sentido ambiguo— papel dentro de esta revisión de la idea imperial. A lo largo de sus relectiones salmantinas, Francisco de Vitoria había venido denunciando el carácter ni idóneo ni legítimo de la mayor parte de los títulos aducidos para la con­ quista del nuevo mundo, incluidos aquellos que se pretendían deri­ var de la acutoritas del papa o del emperador: «imperator non est dominus totius orbis» sostenía abiertamente Vitoria, una restricción que hacía extensiva asimismo al propio papado en el orden temporal. La propuesta de Vitoria no era del todo nueva. De hecho se inscribía dentro de un largo debate iniciado ya en el siglo XIII con motivo de las cruzadas, cuando la cristiandad hubo de enfrentarse al problema de la legitimidad de los poderes externos a ella y, en idéntica medida, a la legitimidad con la que ella misma pretendía justificar su inter­ vención; la cuestión volvería a plantearse en el siglo XV, ante la pre­ tensión de los caballeros teutónicos de apropiarse de los territorios del este europeo ocupados por infieles. Este mismo debate era el que se planteaba en el caso de América. En este sentido, la originalidad

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de la aportación vitoriana consistió en su firme oposición a hacer del orbe una simple proyección de la cristiandad. Aquél fue conce­ bido por Vitoria como una comunidad de pueblos, una respublica totius orbis —que incluía a los pueblos no cristianos— encaminada a conseguir el bien común universal, con capacidad para «dar leyes justas y a todos convenientes». Tal era el derecho de gentes, al que ninguna comunidad podía sustraerse y por el que debían regirse las relaciones entre los pueblos. El hecho de que —consecuencia de este planteamiento— la po­ sición del emperador quedase un tanto en entredicho, no implicaba sin embargo que Vitoria postulase su desaparición. El poder impe­ rial, simplemente, se concebía de otra manera. Así, Vitoria admitiría sin reservas la posibilidad de ese poder siempre que se circunscri­ biese al ámbito del imperio tradicional, y que se constituyese como una jefatura de fundamentación electiva: «La mayor parte de los cristianos aún estorbándolo otros, puede crear un monarca al cual todos los príncipes y provincias deben obedecer.» Si tenemos en cuenta estas proposiciones, la habitual caracterización de Vitoria como la figura a partir de la cual se produce —conceptualmente— la sustitución del entramado unitario de la cristiandad por un orden de estados soberanos, debe quizá considerarse con algunas reservas. No resultando incongruente en este sentido la hipótesis de una in­ terpretación si no continuista, sí al menos con muchos elementos de continuidad. Si bien la figura del emperador y el monopolio de ciu­ dadanía que hasta entonces disfrutaban los cristianos era sustituido ahora por el poder esencialmente moral del emperador y por el de­ recho de gentes, tales supuestos no impedían sin embargo el reco­ nocimiento de una posición verdaderamente privilegiada a la Respu­ blica Christiana dentro de esa comunidad universal. Sólo a ella se le reconocía, en virtud de su religión, una misional aunque pacífica capacidad de expansión. Gracias al reconocimiento de esta función la figura del emperador continuaba manteniendo un cierto protago­ nismo. De esta forma la escolástica podía poner en duda la posibilidad de un poder temporal universal sin que ello impidiese reconocer al mismo tiempo su existencia de hecho. Domingo de Soto, un corre­ ligionario y colaborador de primera hora de Vitoria, formalizará definitivamente este planteamiento. Retomando los argumentos de Vitoria, Soto concluye asimismo que «en buen derecho existe un emperador de los cristianos», a quien por otra parte debe de reco­

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nocérsele una cierta superioridad sobre «los reyes cristianos» dado el papel de fidei protector ac propugnator que obligadamente debía ejercer 22.

La monarquía católica: el nuevo imperio Carlos V concluyó su actividad política sin haber conseguido mantener la unidad religiosa de la cristiandad y, ya más internamen­ te, habiendo de reconocer asimismo la imposibilidad de mantener bajo un solo monarca el complejo de territorios por él heredados. Así, mientras los acuerdos de familia de Ausburgo de 1551 estable­ cían un orden sucesorio por el que definitivamente quebraba la uni­ dad del sistema de los Austrias, la paz de Ausburgo de 1555 reco­ nocía una relativa y vigilada libertad religiosa que, a pesar de sus limitaciones, hubiera resultado inimaginable muy poco tiempo antes. Si bien la consideración de estos hechos parece sugerir —a posterio­ ri— que se trataba de un desenlace perfectamente previsible, no de­ bemos olvidar que todavía en la misma Dieta de Augusta de 1550 Carlos albergaba el propósito de designar a Felipe como emperador, criterio que después de no pocas discusiones habrá de abandonar definitivamente. Ese empeño resultaba comprensible a la vista de lo que estaba en juego: la quiebra de una concepción del mundo que, basada en la sunidad política y religiosa, había dominado la historia de Occidente desde los primeros tiempos medievales, y de la que Carlos V fue precisamente su último representante. Quienes después de él se co­ locaron al frente del imperio ya no serían coronados por el Papa. Con la desaparición de este último y significativo reconocimiento, la idea imperial abandonaba su anterior sentido romano para, de acuerdo con J. Beneyto, empezar a «hacerse viable como pura idea 22 Sobre la concepción de Sepúlveda, J. A. M a r a v a l l , Carlos V, págs. 288-310, y también J. L. PHELAN, «El imperio cristiano de Las Casas, el imperio español de Sepúlveda y el imperio milenario de Mendieta», Rev. de Occidente, 1974, págs. 292-310. Sobre Vitoria y Soto, M a r a v a l l , ibid., págs. 249-264, con la bibliografía que allí se cita; sobre Soto, J. B r u fa u P ra TS, El pensamiento político de Domingo de Soto y su concepción del poder (Salamanca, Universidad, 1960), págs. 170-181 especialmente. Los precedentes medievales en R. L. BENSON, «Medieval Canonistic Origins of the Debate on the Law-fulness of the Spanish Conquest», First Images of America (Berkeley, California University Press, 1976), I, págs. 327-334.

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alem ana», apareciendo luego en el siglo XVII las prim eras m an ifesta­ ciones tendentes a tran sform ar la idea imperial en una idea estatal.

Liberado de las obligaciones que la condición de emperador his­ tórico imponía, el panorama de Felipe II no aparecía sin embargo menos complicado que aquel al que había tenido que enfrentarse su padre medio siglo antes. De hecho se encontraba ante un nuevo imperio, un imperio de extensión sin precedentes pero carente al mismo tiempo de una referencia hacia la que mirar. Por esta razón, juristas, políticos e historiadores, desplegarán a partir de la segunda mitad del siglo XVI una intensa labor específicamente dirigida tanto a la legitimación como a la constitucionalización de esa formación política. Tales condiciones de partida resultaban propicias para que la co­ rriente del imperio particular apareciese de nuevo, suministrando —oportunamente reelaborados y adaptados a las nuevas condicio­ nes— los argumentos. Volvía a insistirse ahora en la exención del imperio, sin importar que tal posición se defendiese a expensas de una deliberada devaluación del título imperial y de su función. Así, mientras Mariana a fines de siglo escribía que el imperio era «ape­ llido sin duda, sin sustancia y sin provecho», Juan de Garnica, por esas mismas fechas, afirmaba que emperador era «título sin objeto», llevando las cosas al extremo de sostener que, por su origen, tal título no era sino «tiranía y pecado». Ambas afirmaciones, a pesar de la descalificación que de una dignidad existente implicaban, no constituían sin embargo ninguna novedad a esas alturas. Puede de­ cirse que formaban parte de una corriente iniciada treinta años antes por el regente de la audiencia de Galicia, Juan Redín. Este jurista, en su De Maiestate Principis (1568), había sostenido que emperador significaba «nombre de terror y rigor en alto grado». Semejantes afirmaciones, como resulta fácil de imaginar, formaban parte de una tentativa encaminada a presentar la imagen del rey, alternativamente, como encarnación de la «previsión y equidad», con una dignidad homologable cuando menos a la del emperador, y poseedor de un título —el de majestad— que en puridad era exclusivo de la divini­ dad. «Sacra Majestad» era el título que, en 1580, reivindicaba el jurista Camilo Borrell para el monarca hispano, a quien por el nú­ mero y extensión de sus coronas podía considerarse como el mayor rey del mundo. Hasta el punto de que el titular de esta monarquía, sin ser formalmente emperador, disfrutaba y ejercía en la práctica la plenitud de los derechos imperiales. De ahí que Felipe II pudiera

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«ser elevado a la cumbre del Imperio». Borrell concluía así la labor de «expropiación» y —al mismo tiempo— de nueva privatización del título imperial, fundamentado ahora no en el viejo imperio his­ tórico sino en la particular grandeza del monarca hispano 23. En una obra publicada en 1597, y que conocería una segunda edición en el reinado de Felipe IV, Gregorio López Madera forma­ lizaba de manera prácticamente completa los supuestos que, a partir de entonces, iban a definir la identidad de la compleja herencia re­ cibida por Felipe II. La extensión de ese entramado territorial apa­ recía como la evidencia más contundente, capaz de proporcionar por sí sola título suficiente de supremacía a quien estuviese a su frente. Entre las Excelencias de la Monarquía de España figuraba, en efecto, su «extendido Imperio», sin duda «el mayor de todos los imperios precedentes», superior a «cuanto tuvieron sujeto los romanos». Este dilatado imperio presentaba además dos interesantes rasgos adicio­ nales: las diferentes «provincias» habían sido adquiridas sin violen­ cia, por sucesión en unos casos y por conquista en otros, apoyán­ dose en este último supuesto en la existencia de «justos títulos»; se trataba, en segundo lugar, de un imperio vivo, que venía siendo poblado por hispanos y sobre cuya totalidad el monarca católico ejercía su «señorío». Esta fabulosa extensión era precisamente lo que permitía que los monarcas hispanos pudiesen ser considerados como «monarcas en todos significados» : es decir, eran al mismo tiempo «reyes y emperadores del nuevo mundo, únicos en sus reinos y únicos entre todos los demás reyes». El Reino de España en defini­ tiva aparecía perfectamente legitimado para darse a sí mismo calidad de imperio. Era un reino que, en palabras de López Madera, disfru­ taba de «preeminencia y cualidad propia de Imperio y Monarquía». Precisamente esa «cualidad» de «Imperio» era la que, tan sólo cinco años después, invocaría Jaime Valdés en una obra destinada a poner de manifiesto La dignidad de los Reyes y Reinos de España. En ella, sin mayores problemas, se presentaba ya a Felipe II como «Emperador del nuevo mundo y de Europa». La inclusión de este último título, de más problemática apropiación, se justificaba por los muy particulares vínculos que nos habían unido con Roma (Trajano, primer emperador extranjero, y Teodosio, primer emperador cris­ tiano, fueron «españoles») y, de otra parte, invocando la propia po23 A rco Y G aray, Idea de imperio, passim; mientras no se indique otra cosa, las citas utilizadas en este apartado proceden de esa antología.

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sición historicopolítica de «España» como «caput Europae et nobilis pars eius». La propuesta de Valdés, aunque directamente motivada por la necesidad de justificar las aspiraciones de Felipe III al Impe­ rio 24, constituía la conclusión lógica de las tesis del «imperio pro­ pio» que venimos comentando. La incorporación de Portugal aportó en este sentido un apoyo inestimable, ya que el humanismo portu­ gués había venido formulando, durante la primera mitad del siglo, un proyecto de imperio concordante en sus supuestos de fondo con el castellano 25. Gracias a esa incorporación, que recomponía la pri­ mitiva unidad de Hispania, Felipe II podía ser denominado como «primer monarca de las Españas y las Indias». Y sobre esa misma idea de formal unión de «las Españas enteras», enumerando pose­ siones de uno y otro ámbito, podía Valdés designar ya a Felipe II como «rey de reyes» y «emperador señor del mundo», acreedor por tanto al título imperial europeo. Que estas invocaciones neoimperiales no eran simple retórica, y que podían tener una inmediata aplicación política, nos lo prueba de nuevo el propio caso de Portugal. En el momento de justificar su incorporación, los teólogos de Alcalá no tuvieron inconveniente en argumentar, invocando a Francisco de Vitoria, que en ausencia de un verdadero emperador y «señor del mundo» cuya auctoritas hu­ biera podido justificar esa incorporación, bastaba la hazaña recon­ quistadora llevada a cabo por los monarcas hispanos para conferir, sin otros requisitos, título autorizado y más que suficiente 26. Así pues, sin necesidad de recurrir al arbitraje de ningún otro poder —ya que su solo reconocimiento hubiese implicado una situación de de­ pendencia que era justamente la que se negaba—, el dictamen de los teólogos sancionaba de hecho ese poder universal que los tratadistas venían atribuyendo al titular de la monarquía católica. Felipe II desempeñó su papel de monarca universal de acuerdo con estos supuestos, y así lo proclamaron abiertamente juristas e historiadores de su entorno. Vázquez de Menchaca, una personali­ dad no menos radical que la de Vitoria, sostenía que la principal grandeza de Felipe II provenía sobre todo de haber conservado en sus dominios «la verdadera fe y dogmas de Cristo», reconociéndole 24 Sobre ello, B e n e y t o , España, págs. 403-405. 25 D . BiGALLl, Immagini del Principe. Ricerche su politica e umanesimo nel Portogallo e nella Spagna del Cinquecento (Milán, F. Angelli, 1985). 26 A r c o y G a r a y , Idea de imperio, pág. 130.

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por ello «como más distinguido e ilustre que los restantes príncipes de todo el mundo». Por las mismas razones la titulación de católicos que disfrutaban los monarcas hispanos llamaba la atención de López Madera. Veía en ello la realización de una profecía en virtud de la cual, «todo lo que verdaderamente conservase la sincera religión y reconociese a la Santa Iglesia Romana por cabeza, y la obedeciese», acabaría por venir a sus manos. Felipe II, por su parte, dio reiteradas muestras de que estaba dispuesto a cumplir con ese cometido. El rigor con que ejecutaba la que consideraba era su misión llegaría a suscitar recelos incluso en el propio papado. Pero la prueba más espectacular la constituye, sin duda, el monasterio de El Escorial, una construcción deliberadamente planeada para realzar el papel de un monarca que se consideraba al tiempo «salvador de la cristian­ dad» y «gobernante universal», y sede de quien pretendió transmitir de sí mismo la imagen de «Rex et Sacerdos» 27. Dada la evolución que venimos describiendo, la monarquía uni­ versal filipina hubo de ser contemplada, inevitablemente, como una forma de dominación presidida por los principios del cesaropapismo. Independientemente de que en la práctica tal imagen no se ajustase demasiado a la realidad, fue sin embargo la que acabó por alcanzar una mayor proyección. De ella se hacía eco el dominico y súbdito napolitano Tommaso Campanella en su Monarchia di Spagna, ini­ ciada el mismo año que moría Felipe II y cuya primera edición no vería la luz hasta 1620, conociendo a partir de entonces una extraor­ dinaria difusión. Con acusada coincidencia, Campanella reiteraba cuanto los publicistas hispanos de la segunda mitad del siglo XVI habían venido sosteniendo a propósito de la monarquía de Felipe II, si bien con una mayor insistencia en la supeditación de esta organi­ zación al poder papal. De tal forma que la posibilidad de consoli­ darse como un poder de alcance verdaderamene universal exigía, como contrapartida, convertirse en el fiel y obediente brazo armado del papado: sólo quien liberase a la Iglesia de sus males sería tenido por «monarca universal» 28. Dado a quien iba dedicado el libro, la 27 Ver la anécdota que refiere H. G. KOENIGSBERGER a propósito de las relaciones entre Sixto V y Felipe II («El arte de gobierno de Felipe II», Rev. de Occidente, 107, 1972, pág. 149). Sobre el significado de El Escorial véase C. VON DER O st e n S a c k e n , El Escorial (Bilbao, Xarait, 1984). 28 Puede seguirse la edición de P. Mariño (Madrid, Centro de Estudios Consti­ tucionales, 1982).

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propuesta no dejaba de tener su sentido, aunque quizá no hasta el extremo al que Campanella pretendía llevarla.

Monarquía, derecho y segunda escolástica La historiografía liberal decimonónica elaboró una imagen tan ideológica como negativa acerca de lo que había significado el go­ bierno de la casa de Austria, e imputó en ello una especial respon­ sabilidad a quienes habían sido sus dos primeros representantes, aque­ llos que luego serían conocidos como los Austrias mayores. Desde una óptica presentista nada recatada, Carlos V y Felipe II fueron presentados como introductores del absolutismo, haciéndose caer sobre ellos el peso de haber desmantelado, pieza a pieza, el entra­ mado medieval de libertades. Las propias comunidades, como hemos podido ver, no habrían sido sino un primero y significativo jalón dentro de esta historia. En el origen de la discusión, obviamente, está el propio término de absoluto, que en boca de la historiografía decimonónica adquirió una virtual identificación con despótico. Con esa calificación se alu­ día a aquellas formaciones políticas cuya cabeza podía ejercer un poder arbitrario y sin límites. Esta acepción, consecuencia directa del debate constitucional sobre las monarquías europeas llevado a cabo por los ilustrados, se apartaba ya sensiblemente de los términos en los que en un primer momento se había planteado la discusión 29. Al menos desde el siglo XIV, toda una larga serie de juristas, con planteamientos bien diversos entre sí, venía intentando concretar a efectos prácticos el alcance que debía concederse a la máxima «rex tantum iuris habet in regno suo quam imperator in imperio». Una de las principales cuestiones del debate estribaba en determinar si el príncipe podía llegar a utilizar o no —y en caso afirmativo bajo qué condiciones— la potestas extraordinaria, un poder excepcional que permitía a quien lo ejerciera actuar de una manera «desvinculada» (soluta) en relación con el ordenamiento jurídico. Durante la primera mitad del siglo XVI, a medida que avanzaba el proceso de consolidación de las nuevas monarquías, la discusión 29 F. VENTURI, Utopism and Reform in the Englightenment (Cambridge Univer­ sity Press, 1971). J. VARELA S u a n z ES-C a r p e g n a , La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispano (Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983).

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sobre este extremo se hizo más intensa. Aun cuando existían dife­ rencias acerca del entendimiento que cabía dar a esa fórmula, se aceptaba im lícitamente que las propuestas habrían de dirimirse sin modificar aquellos supuestos de fondo sobre los que venía desen­ volviéndose la discusión. Entre esos supuestos se contaba que la aludida desvinculación no podía extenderse en ningún caso más allá del derecho positivo (es decir, el derecho divino y el derecho natural continuaban jugando como límites metapositiv os) y, dentro de éste, sólo podía llevarse a cabo a partir de una casuística sumamente res­ trictiva y elaborada. El ejercicio de ese poder extraordinario impli­ caba, en fin, un exquisito respeto a los derechos adquiridos de los súbditos y, no menos, una adecuada atención a las situaciones ju­ rídicas singulares. Corresponde al jurista francés Jean Bodin —aun partiendo de ese paradigma— el mérito de haber situado en otra perspectiva la discusión sobre esa excepcional potestas. Como es sabido, su apor­ tación fundamental consistió en la consideración de esa potestas como parte nuclear de su concepto de soberanía (que Bodin define preci­ samente como «summa in cives, ac subditos legibusque soluta po­ testas»), concepto que de la mano de Bodin pierde gran parte de la acepción de «poder preeminencial» que hasta entonces había tenido. Para Bodín la soberanía se identifica sobre todo con la capacidad de «dar y anular la ley», y de ello resulta un inevitable desplazamiento de la función judicial —dominante hasta el momento— por la legis­ lativa. De tal manera que «sous cette meme puissance de donner et casser la loy, sont compris touts les autres droits et marques de souveraineté». Este acaparamiento del núcleo de la soberanía por ese concreto poder, señala el comienzo del fin del monarca-juez y su sustitución por el monarca-legislador 30. A pesar de su condición de solutus, Bodin no postulaba sin embargo un monarca dispuesto a imponer como práctica regular el incumplimiento sistemático de las exigencias de legalidad que de los ordenamientos del reino pu­ dieran derivarse. De acuerdo con la tradición a la que pertenecía,

30 Ver por todos a V. PIANO MORTARI, II potere sovrano nella dottrina giurídica del sécolo XV I (Nápoles, Ligouri Eds., 1973), cap. IV. Prescindimos aquí de consi­ deraciones sobre la presencia en Bodin de un importante —y activo— fondo de elementos tradicionales (J. PÉREZ ROYO, Introducción a la teoría del Estado, Barce­ lona, Blume, 1980, págs. 16-35. B. CLAVERO, Derecho común, Sevilla, Universidad, 1979, págs. 142-146).

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Bodin aceptaba el derecho natural y el divino como límites situados por encima del derecho positivo, dentro del cual había de desenvol­ verse el monarca. Que debía respetar además las leyes fundamentales del reino. Frente a las modificaciones que la práctica del poder monárqui­ co llegaría a producir en el reino de Francia, la evolución de la monarquía hispana en el siglo XVI guardó una mayor fidelidad a los principios característicos del orden político bajomedieval. No pre­ tende afirmarse con ello que ambos procesos fuesen diametralmente opuestos, pero sí que entre uno y otro llegó a producirse una dife­ rencia verdaderamente fundamental: en el caso hispano el monarca no llegará a posponer nunca la función jurisdiccional, con lo que la monarquía no perderá esa identidad justiciera que la conformaba. Sin rechazar de plano los supuestos de la monarquía legítima propug­ nada por Bodin, los tratadistas hispanos mantendrán, en líneas ge­ nerales, una actitud de rechazo a la hora de aceptar —como propo­ nía Bodin— un monarca que «puede obligar a todos sus súbditos y no puede obligarse a sí mismo». Ejemplos bien notorios atestiguan este contraste. En la segunda mitad del siglo XVI un jurista de la talla de Diego de Covarrubias —catedrático de la Universidad de Salamanca, oidor de la Chancillería de Granada, presidente del Consejo de Castilla— consideraba que la jurisdicción suprema, aquella en virtud de la cual se elevaban «las quejas, llamamientos y apelaciones de los jueces inferiores», venía a ser «como la defensa la forma y esencia substan­ cial de la magestad real». Con anterioridad, Bartolomé de Las Casas había escrito que el principal de todos los actos del «poderío del rey» era el de juzgar, y que a tal poderío «se dice o llama jurisdic­ ción». Con el mismo sentido utilizaba Vázquez de Menchaca el tér­ mino imperium (junto con los de maiestas o summa potestas), que en realidad «nihil aliud est quam iurisdictio». Incluso un jurista tan proclive al autoritarismo regio como Gregorio López identificaba asimismo la summa potestas con esa reserva última de justicia que tocaba al rey. Puede entenderse así que, a partir de la hegemonía del paradigma jurisdiccionalista, no encontrase aquí fácil recepción ni acomodo el término soberanía. En la versión al castellano de Los seis libros de la República, Gaspar de Añastro traducía ese término como «suprema autoridad», y no dejaba de consignar en sus «enmiendas» las dificultades de aceptación que habrá de encontrar el término en­ tre los hispanos.

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Los hechos no desmintieron ese temor. Entrado ya el siglo XVII, en un pasaje de su Arte Real (1623), Jerónimo Zeballos consideraba la «amplia potestad» (summa potestas) como una «soberanía justa». Por su parte, Blázquez de Mayoralgo (1646), aun identificando al príncipe como «el autor de la ley» y como aquel «que por sí mismo tiene soberanía», señalaba sin embargo la obligación que éste tenía de gobernar «con justicia». Como señala Martín de Albuquerque, a quien venimos siguiendo en este punto, en tierras de la península la justicia no llegó a separarse nunca de la soberanía, produciéndose la paradoja de que los tratadistas peninsulares llegasen a proponer fi­ nalmente «una concepción de la soberanía menos absoluta» 31. Así pues, lo dominante y definitorio de la función del rey con­ tinuó siendo aquí la justicia, virtud «muy propia de reyes que les incumbe de oficio y les constituye en el ser de reyes», tal y como refería fray Juan de Santamaría (1619). Sólo a través de la observan­ cia de la justicia pudieron «establecerse los reinos», y gracias a ella asimismo se «conservan». De esta conservación dependía el equili­ brio de una serie de relaciones sociales que el monarca debía cuidar y mantener «atribuyendo a cada uno lo que es suyo», es decir, rea­ lizando la justicia. Tal actividad se entendía en un exclusivo sentido conservador: dar a cada uno lo que es suyo, «con igualdad» —como llega a postular Ribadeneira (1595)—, implicaba continuar mante­ niendo a cada uno lo que tenía, sin que cupiese interpretar tal peti­ ción de igualdad en el sentido de una eventual nivelación. El mo­ narca realizaba esta particular función «igualatoria» a través de la justicia distributiva, una especie de la justicia particular (junto a la conmutativa) que a través de la concesión de «galardones» premiaba los servicios prestados a la comunidad. Y que, a diferencia de la justicia conmutativa, se regía por el principio de proporción geomé­ trica, que permitía recompensar una misma acción de forma distinta según quien la realizase. En el mantenimiento de ese orden al que el monarca quedaba obligado, la ley desempeñaba un papel fundamental. A través de las leyes se mostraba la justicia, y también gracias a ellas se conservaban las comunidades políticas. Con el radicalismo que le caracteriza, Las Casas defendía a mediados del siglo XVI una concepción de la ley típicamente medieval, en virtud de la cual ésta jugaba el papel de 31 M. DE A l b u r q UERQUE, Jean Bodin na península ibérica (París, Fund. Goulbenkiam, 1978), pág. 180, trabajo del que proceden las dos últimas referencias.

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auténtico soberano. De acuerdo con el combativo clérigo, los súb­ ditos no estaban subordinados tanto al monarca como a la ley, obe­ decían no a un hombre «sino a la ley», de tal forma que el gober­ nante no mandaba a los súbditos «en calidad de hombre, sino como ministro de la ley». A mediados del siglo XVI esta concepción de lex supra regem no era desde luego la única existente, ni hacia ella pa­ recía inclinarse tampoco la propia práctica del poder real. Al menos desde la baja edad media venía desenvolviéndose en Castilla una orientación decisionista 32 del poder monárquico, una de cuyas consecuencias fue la legislación por pragmática. Se trataba de una disposición elaborada por el rey sin intervención de cortes, a pesar de lo cual tenían validez para todo el reino. Su alcance, sin embargo, es menor de lo que a primera vista pudiera parecer. Como ha señalado Clavero, el hecho de que el monarca adoptase entonces esa solución constituía en cierto sentido una ficción: ante la delibe­ rada inasistencia a cortes generales de los poderes señoriales —no dispuestos a consentir con su presencia en la elaboración de unas normas que estimaban atentatorias contra sus privilegios—, el mo­ narca se vio obligado a sustituir ese procedimiento por el de las pragmáticas. A las que no obstante se intentaba dar una apariencia de haber sido elaboradas por todos, con la intención de hacer pasar por cortes generales lo que no eran sino «asambleas parciales de las jurisdicciones más vinculadas al monarca, fundamentalmente de las ciudades». Ante esta ausencia, la efectividad de las disposiciones dic­ tadas por el monarca no dejaba de ser un tanto incierta 33. De otra parte, la posibilidad de que el decisionismo castellano pudiera acentuar su vertiente autoritaria, quedó prácticamente bloqueda ante la presencia y ascendencia que en dicho reino llegó a tener un pensamiento escolástico en sostenido proceso de renova­ ción a lo largo del siglo XV, y al cual Cisneros dio un impulso de32 Ver, especialmente, J. L. L a l in d e , «La creación del derecho entre los españo­ les», Anuario de Historia del Derecho Español, 1960, págs. 303-376. Esta orientación ño debe confundirse con lo que en la historia del pensamiento político se entiende por decisionismo, término que acuña Carl Schmitt (La dictadura, Madrid, Rev. de Occidente, 1968, págs. 34-74; del mismo, Estudios políticos Madrid, Doncel, 1975, págs. 35-93), y cuyas primeras formulaciones son obra de pensadores franceses de la primera mitad del siglo XVII (E. Castrucci, Ordine convenzionale e pensiero decisio­ nista, Milán, Giuffré, 1981). 33 B. C la v e r o , «Notas sobre el derecho territorial castellano», Historia, Institu­ ciones, Documentos, 3, 1976, págs. 143-165; Derecho común, págs. 105-106.

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finitivo. A través de una serie de reformas en las facultades de teo­ logía, pudo consolidarse aquí un pensamiento de orientación no pre­ cisamente secular, y cuya influencia llegaría a resultar decisiva en el conjunto de la cultura jurídica hispana. En el ámbito político del que venimos ocupándonos, esta neoescoldstica trajo como inmediata consecuencia un reforzamiento de los lazos —ya estrechos de por sí— que vinculaban el derecho a la religión o, más precisamente, la ley positiva a la ley divina. En la práctica, esta dependencia vino a significar una constante evaluación de la ley positiva a partir de supuestos estrictamente metapositivos, determinados desde la ley divina, y deducibles a través de la propia ley natural. Como escribía Domingo de Soto en las primeras páginas de su De Iustitia et de lure (1556), a los reyes no sólo les convenía vivir sujetos a la razón, «sino sobre todo a las leyes de Dios». No resulta extraño pues que en este contexto los teólogos llegaran a ocuparse dominantemente de cuestiones de derecho, aten­ tos a dilucidar si éste último se apartaba de los preceptos de la justicia. La ley positiva quedaba recortada así por una «moderación de carácter trascendentalista» 34, tal y como lo ponía de manifiesto fray Luis de León al afirmar que «todas las leyes tienen por fin mediato y último el bien divino». Inevitablemente, esta concepción sobrenatural de lo justo, a la que se supeditaba la ley, dio lugar a lo que M. Villey ha denominado como «una promoción de la ley como ley moral», como regla de conducta. Se eliminaba así lo que, alter­ nativamente, pudo haber sido promoción de una más autónoma con­ cepción del derecho, según lo habían entendido los romanos, y cuyos ecos había recogido incluso el propio fundador de la escolás­ tica 35. De la construcción de Santo Tomás precisamente, teólogos y juristas del siglo XVI retoman y desarrollan su concepción de la ley, a la que entienden como una rationis ordinatio. Con tal elección venía a marcarse una decidida oposición de principio a aquella otra concepción exclusivamente voluntarista de la ley, que a partir de las enseñanzas de Scoto y Ockam había venido desarrollándose durante la baja edad media. Era ésta una concepción de impronta teológica 34 La expresión es de Lalinde, Creación del derecho, pág. 339. 35 M. VlLLEY, «La promotion de la Loi et du droit subjectif dans la seconde scolastique», La seconda scolastica nella formazione del diritto privatto moderno (Mi­ lán, Giffrè, 1973), págs. 53-71.

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que, en conexión con la máxima romana del «quod principi placuit habet legis vigorem», podía ser redimensionada perfectamente en términos políticos, como lo prueba el hecho de que sobre ella hubiera venido levantándose la interpretación decisionista de los poderes del monarca. Explícitamente contra ella, Domingo de Soto «sienta» a la ley en el entendimiento «como obra propia suya»; a través de la ley, la razón, rectamente ejercida, revela el orden divino. En este proceso la voluntad no constituye sino una potencia ciega, cuya misión es mover las otras potencias una vez que la ley natural ha sido auscul­ tada por la razón. Ratio y voluntas son también para fray Luis los principios constitutivos de la ley, en una relación similar a la de Soto. La ley es sobre todo un acto del entendimiento, pero en ella participa también la voluntad: «existe la ley —proclama fray Luis— cuando se manda hacer lo que es aprobado por la razón y agrada a la voluntad». La razón constituye la fuerza directiva déla ley, «en­ seña lo que hay que hacer en cada caso», en tanto la voluntad «in­ duce más fuertemente a la acción», y encarna la fuerza coactiva de la ley. Más simplificadamente: al entendimiento compete averiguar lo que «conviene y es necesario hacer»; después, «la voluntad lo elige» y se encarga de «llevarlo a la práctica» 36. Este principio de general supeditación de la voluntad a la razón no implica que, en el caso de ciertas leyes, la voluntad no pueda participar con una mayor presencia y dentro de una distinta relación de fuerzas. Para los escolásticos, tal posibilidad era la que se ofrecía en el caso de las leyes de las comunidades humanas políticamente organizadas, donde el ajuste entre razón y voluntad no se producía de una manera tan mecánicamente supeditada. Aquí, la ley positiva tenía la posibilidad de actuar relativamente desvinculada de la propia ley natural, y con una dominante participación en su gestación de la voluntad del legislador. En este ámbito, y debido a la diversidad y variabilidad de circunstancias históricas, la ley positiva venía a completar el derecho natural, pudiendo incluso llegar a «establecer algo que nunca ha sido establecido ni por ley natural ni por ley divina». El resultado de esta práctica fue la creación de lo justo legal, concepto asentado ya por Aristóteles y que fray Luis vuelve a tomar. Lo justo legal designa a «aquello que era indiferente antes de dar la 36 V. CARRO, Domingo de Soto y su doctrina jurídica (Madrid, 1943), págs. 78-97. Sobre fray Luis, véase el prólogo de L. P e r e ñ A a la edición de Las leyes (Madrid, CSIC, 1963).

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ley», y precisamente por ser indiferentes, esa cosas establecidas «no habían sido prohibidas o mandadas por ningún derecho natural o divino». Así pues, sin renunciar a una derivación en última instancia de la ley natural, la ley positiva tenía la posibilidad de desenvolverse dentro de un espacio en el que adquiría sustantividad propia, siem­ pre con la cobertura del derecho natural, pero también con todas las posibilidades para el despliegue, aquí, de la voluntad del legislador. Como explicaba Vázquez de Menchaca, el derecho civil trabaja con la misma masa y materia que el natural, pero el que se consiga una u otra figura «depende exclusivamente de la voluntad del artífice». La ley natural manda que el culpable debe ser castigado, pero no manda —como apunta fray Luis— «con qué genero de castigo», ya que tal cosa «lo determina la ley humana». De acuerdo con esta concepción de la ley positiva humana, puede aceptarse la caracteri­ zación que se viene haciendo de los pensadores escolásticos como representantes de un voluntarismo moderado. Sentado ese supuesto, pensadores de la segunda escolástica y también determinados juristas desplegaron un esfuerzo paralelo —y no menos consistente— tendente a una interpretación controlada y sustancialmente jurídica de la utilización de la potestad extraordina­ ria por parte del monarca. Covarrubias y Vázquez de Menchaca —particularmente este último— representan la más completa y vehe­ mente defensa de este planteamiento. El argumento fundamental de ambos reside en la idea de que la potestas absoluta del monarca sólo puede entenderse como ejercicio de un poder esencial y consti­ tutivamente jurídico. Para Covarrubias la distinción entre potestad ordinaria y potestad absoluta es simplemente «absurda y falsísima», hasta el punto que «debemos huir y aborrecer enteramente la sola mención de la potestad absoluta». Cuanto al principe le está permi­ tido hacer, incluso la derogación de leyes humanas, «incumbe a la potestas ordinaria»; cualquier otro poder que el príncipe pueda ejer­ cer, no regulado por el derecho, no constituye sino «tiranía». Más matizadamente, y con no menos contundencia, Vázquez de Men­ chaca considera la plenitudo potestatis como una potestad ordinaria privilegiada, contemplándola como ejercicio, hasta el límite, de todas aquellas posibilidades potencialmente contenidas en la potestas ordi­ naria. El monarca, si lo estima conveniente, puede acogerse a esa franja de derecho privilegiado donde le es dado prescindir de «for­ malidades» legales en determinados asuntos, sobreentendiéndose no obstante que se trata de «asuntos insignificantes». Tal potestad, de

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otro lado, sólo podrá utilizarse en el caso de que existan razones de interés común. Cuando utiliza esa potestad para desposeer a otro de su derecho, entonces «más parece usar del derecho común que del derecho especial propio, porque esto sólo puede hacerlo en razón del bien público», y ejerce entonces un poder que «le sería lícito a todo magistrado el ejecutar lo mismo». De otra forma, concluye Vázquez de Menchaca, este poder más habría de denominarse ple­ nitudo tempestatis que plenitudo potestatis. La juridización de la plena potestas no resulta indiferente al planteamiento que hacían los pensadores escolásticos acerca del gra­ do de obligación del monarca en relación con sus propias leyes. A este fin propondrán un conjunto de argumentos encaminados a re­ forzar el sometimiento del monarca al derecho. Su planteamiento arranca de la distinción establecida por Santo Tomás entre la vis directiva y la vis coactiva de la ley, así como de la sumisión del príncipe a la primera de esas fuerzas. En 1571 fray Luis de León —manifestando lo que sin duda era opinión común— consideraba a la vis directiva como una simple obligación, «en conciencia», de actuar siguiendo las prescripciones de la ley, y comentaba asimismo las razones por las que tal sometimiento no podía concretarse en relación con la vis coactiva («el príncipe no puede poner en práctica la fuerza coactiva de la ley contra sí mismo»). El peso de esta vis directiva no debe subestimarse dados los supuestos metapositivos con los que trabaja el sistema. Para Francisco Suárez, la fuerza di­ rectiva puede no ir acompañada por la coactiva, sin que por ello quede la ley debilitada. Es más, la sola fuerza directiva de la ley puede llegar a producir «obligación grave» según la materia y el fin de la ley, vaya ésta acompañada o no por una coacción. De ahí que, apurando la lógica del sistema, Suárez llegue a afirmar que la ley «manda y obliga realmente, aunque no imponga nada», siendo su­ ficiente cuando el legislador no está «sometido a sí mismo» que «pueda y deba temer el castigo de Dios». Aunque dominante, la tesis de la sumisión del príncipe a la ley —restringida a los términos de la vis directiva— no fue la única que llegó a formularse. El jurista Vázquez de Menchaca por ejemplo llegará a proponer la sumisión del príncipe «a las leyes civiles de su república» no sólo «en cuanto a las palabras», sino también en cuan­ to «al efecto y substancia de la obligación legal». Propuesta que señaladamente implicaba la sujeción del príncipe a la pena «aun contra él mismo», actuando como «juez» y «ejecutor» en su propia

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causa. A través de una elemental labor de crítica histórica y de ade­ cuada contextualización de las citas utilizadas —procediendo en este sentido como lo venía haciendo un sector del humanismo jurídico francés—, Vázquez de Menchaca llegará a sostener una interpreta­ ción restrictiva y ajustada del princeps legibus solutus. De acuerdo con su interpretación, la aludida máxima debía entenderse como «un derecho privativo del príncipe romano y no de los restantes prínci­ pes del orbe». La posibilidad de cambiar las leyes, en todo caso, sólo podía admitirse siempre que fuese «para bien de la República». Fren­ te a este planteamiento, y utilizando esa misma metodología, Fran­ cisco Suárez compondrá una propuesta intermedia. Haciéndose eco de la interpretación de Vázquez de Menchaca, y sin llegar a recha­ zarla «en sí misma», se negará sin embargo a admitirla. Para el je­ suíta, la aceptación de la mencionada interpretación implicaba tam­ bién al mismo tiempo un reconocimiento de la organización política —con protagonismo de ciertas magistraturas— entonces vigente en Roma, lo cual se oponía frontalmente a su propio diseño. Como ha apuntado Lalinde, Suárez concebía el pacto como una legitimación «filosófica» del poder, pero su modelo político no quedaba por ello configurado desde abajo. Antes al contrario. Su oposición a aceptar la sumisión del príncipe a la ley en términos de fuerza coactiva estaba íntimamente conectada con los supuestos de ese modelo 37. Independientemente de estas diferencias en cuanto al tipo de sumisión del príncipe a la ley positiva, no debe olvidarse que la propia concepción organológica de la comunidad política mantenida por la escolástica imponía asimismo una nueva y nada desdeñable limitación al desnvolvimiento de la acción del monarca. A lo largo de la baja edad media esa configuración de la comunidad había ve­ nido articulándose a partir del concepto de cuerpo natural, formu­ lado primero por el organicismo naturalista más típicamente aristo­ télico al que, posteriormente, se incorporaría la calidad de místico, procedente del eclesiástico corpus mysticus Christi. En Castilla esta identidad organológica de la comunidad había sido tempranamente afirmada en las Partidas, donde el monarca aparecíá como «alma» y 37 J. LALINDE, «Una ideología para un sistema», Quaderni Fiorentini, 8, 1979, págs. 61-156. La cita de Suárez se encuentra en De Legibus, págs. 325-327 (edición de L. Pereña, V. Abril y C. Baciero: Madrid, CSIC, 1977); sobre Menchaca, F. CARPINTERO, Del derecho natural medieval al derecho natural moderno (Salamanca, Universidad, 1977).

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«cabeza de todos los del Reyno», como aquella fuerza por la cual esos miembros recibían, en palabras de Maravall, «unidad para ser un cuerpo». Hasta comienzos del siglo XV no aparecerá el término místico para caracterizar a ese cuerpo, incorporando a él un sentido sobrenatural y configurándole como una realidad inmaterial. No obs­ tante habrá de esperarse hasta bien avanzado el siglo XVI —prácti­ camente hasta Francisco Suárez— para encontrarnos ya con una cier­ ta utilización de la imagen del corpus mysticum politicum 38. La representación organológica tendía a configurar una comu­ nidad jerárquicamente organizada y regida por el monarca como su cabeza. A partir de esta configuración, el modelo podía desembocar en un absolutismo capital en tanto esa función rectora que se atribuía a la cabeza concentrase más y más la representación de la comuni­ dad política; de hecho esas eran las conclusiones a las que habían llegado ya algunos juristas franceses del siglo XV —como Jean de Terrevermeille— sosteniendo que la cabeza podía representar por sí sola la totalidad del cuerpo y, consecuentemente, negando al reino cualquier posibilidad de acción. Pero, al mismo tiempo, el modelo corporativo admitía también la posibilidad de que esa concentración en la cabeza no anulase, necesariamente, la capacidad de acción de los miembros del cuerpo. De hecho en su versión más radicalmente corporativista, tal y como originariamente había sido formulada por el movimiento conciliarista de la baja edad media, se reconocía abier­ tamente la superioridad del cuerpo frente a la cabeza. En el siglo XV, representantes hispanos de esta tendencia, como Juan de Segovia o Alfonso García, aceptaban que el gobernante tuviese mayor poder que cualquier individuo o grupo particularmente considerado, pero rechazaban por absurdo que el rey pudiera llegar a tener mayor poder que el conjunto del reino. Esta tradición fue recibida por los tratadistas del siglo XVI, y sobre ella se organizó una corriente que llegaría a ser mayoritaria en nuestro pensamiento político 39. 38 Planteamiento general en E. H. KANTOROWICZ, The King's Two Bodies (Prin­ ceton Universtiy Press, 1957, reed. 1981), págs. 195-232. Ver también, J. A. M a r a VALL, «La idea del cuerpo místico en España», Estudios de historia del pensamiento español, siglo XVII, págs. 193-213. F. M u r il l o F e r r o l , «Sociedad y política en el corpus mysticum politicum de Suárez», Revista Internacional de Sociología, VIII, 1950, págs. 139-158. 39 J. K r y n e n , Ideal du Prince et pouvoir royale (Paris, Picard, 1981), págs. 319-326. B. TlERNEY, Religion, law and the growth of constitutional thought (Cambridge University Press, 1982), págs. 57-60.

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Como consecuencia de esta recepción, fue comúnmente admi­ tida aquí la tesis de que el monarca no estaba fuera de la comunidad, sino dentro de ella, desempeñando un oficio que como refería Mar­ tín de Azpilicueta no era tanto «concreción de una potestad abstrac­ ta como la actualización de una potencia». En este planteamiento el poder de la comunidad no era absorbido por su cabeza que, en el desempeño de su oficio, no hacía otra cosa que realizar^ la fuerza potencialmente contenida en la potestas de la comunidad. Como «mercenario» de la misma había sido designado el monarca en las Cortes de Ocaña de 1469. De ahí que haya podido señalarse que la concepción general del oficio —en los autores de los siglos XVI y XVII— postule abiertamente el servicio a la comunidad política 40. En lo que aquí nos interesa, la asignación al monarca de esa posición intracomunitaria suponía implícitamente el reconocimiento de su­ puestos políticos de sustancial importancia. Uno de los más trascen­ dentes lo enunciaba Las Casas cuando escribía que el imperium «pro­ cede inmediatamente del pueblo», añadiendo a renglón seguido que el pueblo, al elegir a su rey, «no perdió su propia libertad», ni le concedió ningún tipo de poder del cual pudiese resultar perjuicio a la misma comunidad. Más técnicamente Azpilicueta, retomando la distinción ya establecida por Azo en el siglo XIII, subrayaba que una cosa era conceder el poder y otra transferirlo: fue a través de una concesión la forma en la que el «emperador» alcanzó su jurisdicción, sin que se entendiese por ello que la comunidad renunciaba a algo que le pertenecía por «ley natural», y que le era necesario para su «pública defensa». Junto al sector de tratadistas que consideraban como cuestión de principio el reconocimiento de una reserva de soberanía en la comunidad, debe anotarse la presencia de quienes, como Núñez de Avendaño, se mostraban partidarios de una interpretación del pacto que dotaba al monarca de una potestad equivalente a la de la comu­ nidad. No parece de todas formas que sus tesis llegaran a disfrutar de mayor audiencia que las que venimos comentando. En 1599, en su De Rege et Regis Institutione, Mariana venía a situarse en un punto intermedio. Aplicando el principio de la maiestas duplex tal como había sido formulado en el siglo X I I I 41, el jesuíta reconocía 40 J. GARCÍA M a r ín , La burocracia castellana bajo los Austrias (Sevilla, Univer­ sidad, 1976), págs. 79-120. 41 KANTOROWICZ, King's Two Bodies, pág. 103. Su influencia en otros ámbitos

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que el poder real era «absoluto e indeclinable» en una serie de acti­ vidades (administrar justicia, nombrar magistrados, hacer la guerra) que tradicionalmente venían siendo dejadas «al arbitrio de los prín­ cipes». En ellas reconocía Mariana que su poder era mayor «que el de todos y cada uno de los ciudadanos», si bien, y a cambio, en aquellos asuntos que afectaban a leyes, tributos y a cuestiones cons­ titucionales (sucesión del reino), el príncipe debía limitarse a «acatar la voluntad de los súbditos, resignarse y callar». La utilización del símil organológico actuaba así como un per­ manente recordatorio acerca de la procedencia del poder de quien desempeñaba la función rectora de la comunidad. Al mismo tiempo, la propia lógica interna del modelo actuaba como un importante elemento de autoconservación: ni los miembros debían actuar unos contra otros ni —lo que nos interesa más— la cabeza debía hacerlo contra los miembros. Las leyes, como decisiones de esa «cabeza», habían de ser consideradas como la «medicina» del cuerpo, y debían establecerse con el objeto de «sanar el cuerpo e no a otro fin». Estas recomendaciones de Sánchez de Arévalo eran retomadas por Las Casas cien años después. «Salvar» y «conservar» la república era la finalidad que asignaba Las Casas a la ley. Considerando explícita­ mente al reino como un «corpus mysticum» y aplicándole «los ar­ gumentos del organismo físico», Las Casas —en una obra dirigida contra la venta de oficios y jurisdicciones que venía llevando a cabo la monarquía— invocaba precisamente la condición «imperfecta» y «deforme» en que quedaría el reino si se le «amputase» algún terri­ torio, ciudad o villa. El rey, «que cumple en la sociedad humana las funciones de un médico», debía impedir por ello cualquier enajena­ ción. Hasta el extremo, escribe Las Casas, que «la esencia misma de la función real» no consistía sino en «conservar, defender y engran­ decer el reino». Dentro de lo que probablemente era una corriente minoritaria, Vázquez de Menchaca había manifestado su convicción de que la simbolización del orden político en términos organológicos sólo po­ día admitirse como «un cierto modo de enseñanza», especialmente apta para hombres «de corto ingenio». Sus tesis guardan una cierta similitud con las que anteriormente habían sido formuladas por el italiano Mario Salomonio, para quien el príncipe no era sino un sim­ en G. B a r u d io , La época del absolutismo (Madrid, Siglo XXI, 1983), págs. 262, 283 y 320.

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pie «mandatario» del pueblo, y sus normas una manifestación última de la voluntad popular 42. En esta línea, Vázquez de Menchaca in­ terpretaba «hasta la menor potestad o jurisdicción» del príncipe como una concesión hecha por el pueblo, y entendía esa potestad como un «contrato de mandato», una «comisión» que los propios súbditos le conferían. Para Menchaca era la utilidad el principal impulso que llevaba a los «ciudadanos» a la formación de la sociedadvJustamente como consecuencia de la aplicación de ese principio, la acción del príncipe se entendía condicionada a la consecución de cosas útiles a la comunidad. La creación de la «sociedad civil» resultante de ese contrato tenía como objeto la protección de los derechos de los «ciudadanos», particularmente los que se sustentaban en el derecho natural (como por ejemplo la propiedad). A partir de estos derechos, Menchaca llegaría a articular una muy consistente red defensiva fren­ te a las pretensiones del monarca. Sólo en el caso de que se consi­ derase que la posesión de alguno de estos derechos podía dañar gravemente a la comunidad, y mediando por tanto causa justa, cabía admitir la intervención del príncipe 43. Más allá de la propia presencia de estos supuestos, interesa su­ brayar finalmente su alto grado de difusión e interiorización, visible en los más familiares tratados de política entonces al uso. Y en los que, abiertamente, podía hacerse apología de una monarquía cuyos reyes —desde Alfonso X a Felipe II— no habían vivido sino para la conservación y el acrecentamiento de la justicia y que, en todo mo­ mento, habían querido sujetarse «al juizio de sus consejeros y aun de otros menos altos tribunales, cuyas sentencias permiten que se cumplan y executen contra ellos, según lo dispone el derecho» 44.

42 M o r t a r i , Potere sovrano, págs. 64-67. 43 CARPINTERO, Del derecho natural medieval, págs. 158-170; G. A r i ÑO O r TIZ,

«Derechos del rey, derechos del pueblo», II Symposium de Historia de la Adminis­ tración (Madrid, IEA, 1971), págs. 41-93. 44 J. CASTILLO d e B o b a d il l a , Política para corregidores (1597), ed. de B. Gon­ zález Alonso (Madrid, IEAL, 1978), I, pág. 232; el propio autor, como es sabido, fue corregidor.

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1.3.

El «Estado Real»

Estado», «estado moderno», «estado real» Estado no es un término que goce de acepción unívoca entre los historiadores que de él vienen ocupándose. En el origen de esta situación juegan las mismas razones de fondo que han sido aludidas anteriormente al ocuparnos del problema de la soberanía. Un sector de especialistas opera a partir de la proyección, sobre las realidades políticas del pasado, de categorías obtenidas del moderno derecho público. Inevitablemente, la utilización de esta metodología produce una apariencia de continuidad en la cual el orden político pasado queda convertido de hecho en un simple antecedente del nuestro. El estado moderno es, en este sentido, la pieza que permite realizar la soldadura entre la organización política de la edad moderna y la de la época contemporánea. Cuando aludimos aquí a continuidad, no queremos decir que quienes defienden la validez del término estado moderno estén abo­ gando por una especie de completa identidad entre la organización política de uno y otro período. Muy al contrario. Se trata tan sólo de señalar que, como consecuencia de este planteamiento, de hecho viene a realizarse una lectura del orden político del antiguo régimen desde una perspectiva exclusivamente estatalista. Una lectura por tanto no dispuesta a entender ese orden político anteestatal desde las categorías que le eran propias, considerando la matriz cultural en la que éstas se producían y desde la cual operaban. Como consecuencia de este modo de proceder, el estado moderno, desde el mismo mo­ mento de su aparición, monopoliza y hace girar en torno suyo toda la evolución del orden político. Y contiene ya, potencialmente, la mayor parte de las características que inmediatamente después serán definitorias del estado contemporáneo 45. Sin embargo, para los tratadistas de los siglos XVI y XVII estado

45 El tratamiento de los argumentos que aquí se apuntan, en A. M. H e sp a n h a , Poder e instituçoes na Europa do Antigo Regime (Lisboa, Fund. Calouste Goulbenkiam, 1985), págs. 8-88. J. L a l in d e , «Depuración histórica del concepto de Estado», El Estado español en su dimensión histórica (Málaga, PPU, 1985), págs. 19-58. C . MOZZARELLI, «L ’Italia d’Antico Regime. L ’Amministrazione prima dello Stato», Archivio. Nuova Serie (Milán, Giuffré, 1985), I, págs. 5-21. B. CLAVERO, Tantas per­ sonas como estados (Madrid, Tecnos, 1986).

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no tenía esa acepción de ente impersonal y abstracto, sujeto unitario del derecho público y detentador del monopolio del poder político. Estadoy como refiere Cerdán de Tallada en la primera página de su Veriloquium (1604) significaba, entre otras acepciones, «una cosa firme, estable y que permanece». Tal «cosa» firme y estable —según se deduce de las propias páginas de Cerdán— podía ser poseída a su vez por otros poderes, apoyados en una cultura que como la del derecho común no venía sino a articular, precisamente, la existencia misma de ese orden de poderes concurrentes, cada uno de los cuales pudiera disponer de un particular estado. Pero no por ello debe imaginarse que ese orden político se organizase como una jerar­ quizada pirámide de estados, desde cuyo vértice, el estado real ejer­ ciese una acción ya claramente preestatal. Desde la perspectiva del derecho común la utilización de este término presuponía, o daba por sabida, una concepción del sujeto político radicalmente distinta de la actual. A ella aludía Covarrubias (1611) cuando, tras recordar la acep­ ción más típicamente estamental del término (los estados de una república) indicaba, además, que estado «se toma por el gobierno de la persona real y de su reyno, para su conservación, reputación y aumento». En el adecuado entendimiento de lo que en esa definición —y en general en esa cultura— significaba persona reside la clave de esa fundamental diferencia a la que acabamos de referirnos. Contra lo que parecería aconsejar una lectura presentiste del término, per­ sona no debe entenderse en este contexto en el sentido de persona individua, sujeto unitario de derechos, sino como condición jurídica de alcance particular, según había advertido ya en 1559 Fadrique Furió y Ceriol. Con mayor acopio de datos y tácita utilización de doctrina, el humanista valenciano había señalado las dos personas (la natural y la pública) que —sin mayores problemas— componían a su vez la identidad del príndpe. Obviamente era a la última de ellas, «Príncipe en quanto Príncipe», aquella que había sido hecha «para gobierno i amparo del bien público», a la que se refería Covarrubias. Con esta última especie de persona —y no sobre el individuo por­ tador de derechos subjetivos según empezará a formularse por el iusnaturalismo del siglo XVII— trabajaba el sistema del derecho co­ mún, cimentado sobre un entendimiento objetivista del derecho y capaz de admitir en su seno otras personas no menos imaginadas (señoríos, corporaciones) que la del príncipe. Y aun admitiendo la posibilidad misma, como ha apuntado Clavero, de llegar a operar

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con «privilegios sin sujetos personales», compartiándose el orden jurídico y no monopolizando su creación. A partir de estos supuestos, una persona física determinada podía llegar a representar varias personas imaginadas, pero ateniéndose es­ crupulosamente a su particular complejo de derechos y sin posibili­ dad alguna de coordinación o integración. La persona física se mul­ tiplicaba en varias personas imaginadas, dentro de una situación de disfrute de privilegios perfectamente compartible con otras personas del sistema. De ahí la imposibilidad verdaderamente estructural de que el estado, moderno o no, pudiera llegar a producirse natural y pacíficamente dentro de la lógica de este sistema, por mucha que fuese la acumulación de estados en torno al estado real46.

La génesis del orden consiliar: el diseño de Gattinara y la creación del Consejo de Estado En la monarquía hispana el estado real} como gobierno de la persona pública del monarca, se organizó sobre la base de secretarios y consejos, siendo estos últimos quienes a la postre llegarían a con­ ferir identidad a la monarquía. Fue en el primer cuarto del siglo XVI cuando se sentaron aquí las bases de una organización verdadera­ mente consiliar. Así lo indican los primeros pasos dados por Car­ los V entre 1521 y 1523, una vez resuelto el problema de la elección imperial. A comienzos de 1521 el canciller Gattinara recomendaba al emperador la instauración de un Consejo Secreto de Estado, que dos años más tarde aparecía ya relativamente asentado. En este úl­ timo año de 1523, en febrero, el emperador establecía asimismo un Consejo de Hacienda, en tanto que un mes más tarde instituciona­ lizaba el Consejo de Indias. En este año se ordenaba también un Consejo de Guerra. Un año antes, en abril de 1522, Carlos V había confirmado la pragmática de creación del Consejo de Aragón, que adquiría ahora titulación de Sacro y Real Consejo de los Reinos de la Corona de Aragón; para el conjunto de esta misma corona llegaría 46 Además del libro de Clavero citado en la nota precedente (especialmente su capítulo tercero), puede verse también a F. DE CASTRO, «Formación y deformación del concepto de persona jurídica», Centenario de la ley del Notariado (Madrid, Ed. Reus, 1964), vol. I, págs. 11-47, y R. O restano , Azione. Diritti soggetivi. Persona giuridica (Bolonia, II Mulino, 1978), págs. 193-272.

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incluso a plantearse, sin éxito, un Consejo de Hacienda. La labor de recomposición del Consejo de Inquisición llevada a cabo por Adria­ no de Utrecht como inquisidor general entre 1518 y 1522, fue con­ tinuada —tras la elevación del primero a la sede pontificia— por García de Loaysa. En cierto sentido puede decirse que el Consejo de Ordenes fue fundado también por estas fechas: en 1523 Adria­ no VI concedía la bula de incorporación a la Corona de Castilla de los maestrazgos de las Ordenes militares, lo que constituía un inte­ ligente procedimiento para superar el carácter puramente personal —como concesión a Fernando el Católico— que esa incorporación había tenido hasta entonces. Finalmente, en 1525, doce años después de su incorporación, se concedieron ordenanzas al Consejo de Na­ varra, que ya existía bajo los Albret. La existencia de una serie de consejos dentro de la monarquía de los reyes católicos no jugó ciertamente en contra del posterior esta­ blecimiento, en el último tercio del siglo XVI, de un verdadero régi­ men de organismos colegiados. Pero no deben pasarse por alto las diferencias existentes entre uno y otro período. Cuando en un pasaje de su Crónica Hernando del Pulgar describe los cinco consejos exis­ tentes en el palacio real, se está refiriendo a una situación bien dis­ tinta. Allí se alude sobre todo a un consejo por excelencia, el Con­ sejo Real, una parte de cuyos miembros recibía «las embaxadas de los reynos extraños», en tanto que «perlados» e «doctores», «enten­ dían en oyr las peticiones que se davan, e en dar cartas e procesos, e informaciones que venían de todas las partes del reyno». En otros lugares de palacio se atendía a los asuntos de Hermandad por sus diputados, mientras que «contadores mayores y oficiales» se ocupa­ ban de las cuestiones de Hacienda. «Doctores» de la Corona de Aragón resolvían de esos reinos a excepción de Nápoles. En con­ junto no puede decirse que estemos verdaderamente ante un régimen polisinodial. Lo que hay son especializaciones dentro de un gran consejo. Con toda probabilidad fueron razones de pura oportunidad política —hacer patente una mayor presencia de la Corona de Ara­ gón dentro del entramado de la monarquía— las que llevaron a la fundación del Consejo de Aragón. A esta misma dinámica obedecen los avatares del Consejo de Inquisición. Aquí el plan político de Fernando era de superior alcance, si bien finalmente no llegó a ma­ terializarse tal como su autor lo había planeado. Pero independientemente de estos antecedentes, la implantación de un régimen de consejos fue, antes que otra cosa, exigencia im­

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puesta por la necesidad de gobernar una herencia política tan ex­ traordinariamente compleja como la que había recaído sobre los hom­ bros de Carlos V. Una herencia que, además, se había recibido con la obligación expresa —capitulada en el caso del Reich alemán— de respetar los ordenamientos políticos de cada una de las partes que la constituían 47. Dados estos supuestos, Carlos V sólo podía aspi­ rar a establecer una cierta coordinación entre los diversos territorios que componían su imperio, a cuyo efecto los consejos estaban llamados a jugar un papel fundamental. Ahora bien, si finalmente el régimen de consejos llegó a asentarse con las características de du­ rabilidad con que lo hizo, tal cosa fue debida a la confianza que en ellos depositó Mercurino Gattinara, la persona a quien cabe atribuir la primera tentativa de puesta en práctica de una organización polí­ tica acorde con la nueva realidad imperial 48. Gattinara había servido a Margarita de Austria en puestos clave de la administración del Franco-Condado, y ella le llevó consigo cuando fue designada regente de los territorios borgoñones durante la minoría de su sobrino Carlos. Durante su estancia en el FrancoCondado, como presidente del Parlamento de Dole, Gattinara se había esforzado por llevar a cabo una impecable administración de justicia, lo que le valió la enemistad de la nobleza, que en varias ocasiones solicitó su remoción. Como consecuencia de esta actitud, Gattinara se afirmó en la convicción de que una sólida magistratura resultaba fundamental en el mantenimiento del imperio, dentro del cual los milites togati estaban llamados a jugar un papel verdadera­ mente decisivo. Tras la muerte de Sauvage, último gran canciller de Borgoña, Gattinara fue nombrado canciller de la persona de Carlos, utilizando el título de «Gran Canciller de todas las tierras y reinos del Rey». La consolidación de esta cancillería de nuevo cuño, que se pretendía de alcance general para todo el imperio, resultaba cru­ cial para la materialización de sus planes. El canciller era el guardián de los diversos sellos del rey, y a él competían directamente tanto la validación como el registro de los

47 A. M a r o n g io u , «Capitulations électorales et pouvoir politique au XVIéme siè­ cle», Dottrine e instituzioni politiche medievali e moderne (Milán, Giuffrè, 1979), págs. 425-438. 48 Ver, específicamente, J. M. HEADLEY, The Emperor and his Chancellor (Cam­ bridge University Press, 1983). Una perspectiva general en K. B r a n d i , The Emperor Charles V (Humanities Press, 1939, reed. 1980).

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documentos reales. En su origen el canciller había sido siempre una alta dignidad eclesiástica, obispo o arzobispo. Por él pasaban todos los negocios de justicia que se despachaban en la corte, si bien su actividad se extendía prácticamente a todas las cuestiones de cierta importancia. En Nápoles el canciller era considerado como uno de los siete oficiales preeminentes del reino. En Borgoña, en las mani­ festaciones públicas, aparecía detrás de las grandes dignidades ecle­ siásticas, de los príncipes de sangre, y del gran chambelán. De él dependía que se hiciese observar adecuadamente el rango de los di­ versos servidores dentro de la casa real. Dos importantes rasgos, apuntados por Headley, merecen señalarse asimismo como caracte­ rísticos de la cancillería borgoñona: de una parte, la no separación de las funciones judiciales, administrativas y políticas que desempe­ ñaba el canciller; de otra, el mantenimiento de una estrecha relación entre Cancillería y Consejo Privado, hasta el punto de que ambos organismos se reunían en el mismo lugar y sus actas eran supervi­ sadas por el canciller. Todo parece indicar que Gattinara tuvo bien presente este esque­ ma en el momento en que comenzó a poner en marcha sus reformas, tal y como puede deducirse —ejemplarmente— de la forma en que se llevó a cabo la gestación del Consejo de Estado. Su precedente estuvo en el Consejo Privado que acompañó a Carlos en su primera visita de 1517 a los reinos hispanos. Dominado inicialmente por flamencos, vio cómo se incrementaba después el número de quienes lo componían, como asimismo su propio espectro político. De acuer­ do con la investigación de F. Barrios, este consejo evolucionó entre 1518 y 1519 hacia una forma más restringida, a la que empezó a denominarse como Consejo Secreto. Característico de esta fase ini­ cial fue la postergación de su componente aristocrática flamenca, que después se haría extensiva a la propia nobleza castellana. Gattinara y Chièvres fueron impulsores de esta línea 49. Desaparecido Chièvres, Gattinara se hizo dueño de la situación y bajo su control se consumó, entre 1521 y 1523, la mutación del Consejo Privado en Consejo de Estado. De las actas de este último año, editadas en su día por K. Brandi 50, se desprende la existencia

49 F. BARRIOS, El Consejo de Estado de la monarquía española (Madrid, Eds. Consejo de Estado, 1985). 50 K. BRANDI, « A us den Kabinettsakten des Kaisers», Berichte und Studien zur

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de un organismo interesado en dotarse de un procedimiento —un «orden del consejo», según se indica en esas actas— eficaz. N o obs­ tante, lo más importante que en ellas se registra es la existencia de un plan según el cual las consultas de los consejos de Indias, Ha­ cienda y Guerra, serían remitidas al de Estado, que realizaría así una labor de centralización y último filtrado antes de pasarlas al monar­ ca. En esta línea se propuso la creación de una cámara del Consejo inmediata al rey, y en la cual los consejeros de estado «entenderían» en todos los negocios, llegando a sugerirse incluso que este método se extendiese a las consultas del Consejo de Cámara y del de Aragón. Insistiendo en la importancia de que la ejecución de los negocios debía tener lugar de la forma más rápida, esta propuesta iba acom­ pañada por la petición de que el consejo pudiese disponer, bien de un sello para despachar los asuntos más importantes o bien de que, alternativamente, se dictase una pragmática que, al modo de Flandes, estableciese que aquellas órdenes signadas solamente por consejeros o secretarios fuesen obedecidas sin más. Todavía en 1524 Gattinara continuaba insistiendo en su plan de reforma, referido esta vez a la reordenación de los oficios de la casa imperial y a ciertos aspectos financieros y de gente de armas que residía en la misma. De acuerdo con sus criterios de regularización y simplificación, Gattinara llegó a proponer la reducción de «tous les livres de la maison, tant de la coronne de Castille que de la coronne d’Arragon et de la maison de Bourgogne en un seul livre». El proyecto que el canciller albergaba en relación con el papel que debía jugar el Consejo de Estado finalmente no llegaría a pros­ perar. Otros fracasos iban a sumarse en seguida, testimoniando to­ dos ellos que su estrella empezaba a declinar. En 1525, desde Bru­ selas, Gattinara confeccionó un verdadero memorial de agravios re­ cogiendo estos hechos, procedimiento que reiteró en 1527 con una serie de peticiones, expuestas en tono tan desairado que, en su pri­ mera redacción, le fueron devueltas sin ser elevadas al emperador. El fracaso del plan de reforma del consejo echaba por tierra en rea­ lidad el conjunto de los planes de Gattinara, ya que éstos sólo po­ dían funcionar a partir de un Consejo de Estado fortalecido e ínti­ mamente vinculado a la cancillería. Desde entonces, como ha escrito Headley, la cancillería quedó reducida de hecho al papel de «recepGeschichte Kaiser Karls V, XIX (Nachrichten der Akademien der Wissentschaften in Göttingen, 1941).

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táculo financiero de los emolumentos que se producían en las can­ cillerías de los otros territorios de la monarquía de los Habsburgo».

La reacción de los secretarios: Francisco de los Cobos Entre las razones de este fracaso pueden aducirse en primer lugar las propias reticencias de los consejeros de estado, cuyos pronuncia­ mientos no parecen sugerir una total identidad con las propuestas del canciller. En la reunión del Consejo de 1523, el gran maestre, La Roche, había manifestado que la centralización propugnada por Gattinara contribuiría a disminuir el «estado» de los otros consejos; el mayordomo mayor, Lachaulx, dudaba que esa imposición se acep­ tase pacíficamente, en tanto que Hernando de Vega, el comendador mayor, pensaba «que se haría muy de mal a los consejos no consul­ tando con la persona de V. M. y con quien más mandase». El res­ peto que imponían los modos de la tradición consiliar no era con todo el principal obstáculo que Gattinara debía enfrentar. El pro­ blema mayor estaba en los secretarios. Se trataba de un conflicto que con carácter general venía planteándose en todas las monarquías del occidente cristiano desde la baja edad media, y que enfrentaba el sello con la firma. Paradójicamente los secretarios, que en buena parte habían nacido como consecuencia del aumento y de la propia complejidad de una serie de asuntos cuyo trámite o supervisión co­ rrespondía a la cancillería, supieron utilizar su actividad especializa­ da para levantar sobre ella un particular reducto de poder. En Castilla habían alcanzado ya un alto grado de implantación en el reinado de los reyes católicos, hasta el punto de que resulta difícil «encontrar materia tocante al gobierno y administración en que de una u otra forma no intervenga un secretario» 51. Ello explica probablemente que los dos arzobispos que nominalmente ostentaron el cargo de canciller durante ese período lo hiciesen de manera pu­ ramente honorífica ya que, en la práctica, a través de una verdadera cadena de renunciaciones, el oficio acabó siendo desempeñado por dos licenciados de la Chancillería de Valladolid. En el conjunto de la Corona de Aragón el cargo de canciller había sido desplazado en importancia por el de vicecanciller desde mediados del siglo XV, pero 51 j . L . BERMEJO, « L os primeros secretarios de los reyes», Anuario de Historia del Derecho Español, 1979, págs. 187-296.

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sin que ello repercutiese en el prestigio e importancia de la cancille­ ría. En el siglo XV, según Lalinde, se detecta un proceso de constitucionalizaáón de ese último organismo dentro del entramado de la corona, aunque sin restar importancia a la posición ganada por el vicecanciller. El canciller continuó desempeñando su actividad, pero sólo dentro del ámbito particular de aquellos reinos que anterior­ mente contaban ya con esta figura. Más importante a nuestros efec­ tos es la temprana vinculación que se estableció entre el cargo de vicecanciller y la presidencia del Consejo de Aragón, configurándose una relación entre consejo y cancillería coincidente con el diseño de Gattinara. No por casualidad este último manifestó desde siempre un acusado interés en esa cancillería. Desde la refundación del Con­ sejo de Aragón en 1522, Gattinara reivindicó para sí el mismo de­ recho de asiento que disfrutaba el presidente 52. Los secretarios, que durante el reinado de Fernando el Católico también habían ganado posiciones en esta corona, no dejaron de protestar ante el nuevo estilo de Gattinara, tal y como hizo Alonso de Soria desde el Consejo de Aragón. Que acabasen alzándose fi­ nalmente con la victoria no tiene nada de extraño, dado que los mismos mecanismos que les habían aupado en sus comienzos con­ tinuaban todavía activos, e incluso se habían incrementado. Cada nuevo consejo que se asentaba suponía una nueva transferencia de asuntos hacia sus manos. El secretario castellano Francisco de los Cobos llegó a convertirse en la auténtica bête noire de Gattinara y contra quien, sin aludirlo directamente, dirigió el canciller las críticas más duras en su memorial de 1525. En él, Gattinara comentaba las dificultades para desempeñar su cargo ante unos secretarios que cons­ tantemente le usurpaban atribuciones. De alguno de ellos incluso llegaba a afirmar que «mande tout le royaulme», y que no se podían disponer «ny mercedes, ny offices, ny benefices si ce nest par sa main». Gattinara no exageraba. Por esas fechas Cobos era, ciertamente, algo más que un secretario. Era un auténtico patrón. Disponía de un particular y extendido entramado de poder que había empezado a construir, primero, desde el momento que entró como criado al 52 J. L a l in d e , «El vicencaciller y la presidencia del Consejo Supremo de Ara­ gón», Anuario de Historia del Derecho Español, 1960, págs. 175-248. Para Castilla, M. A. VARONA, La Chancillería de Valladolid en el reinado de los Reyes Católicos (Valladolid, Universidad, 1981).

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servicio del secretario de la reina, Hernando de Zafra; después, y con no menor dedicación, había continuado en ello, una vez que fue nombrado secretario de Carlos en 1516. Su designación para hacerse cargo del registro de las mercedes reales le permitió adquirir infor­ mación y, en cierto sentido, manejar un área verdaderamente crucial en el juego político de entonces; con toda probabilidad esta circuns­ tancia resultó decisiva en la mejora de su fortuna personal, en la que la merced real jugó un papel importante. Su influencia le permitió asimismo introducirse en municipios de la entidad de Granada, de donde fue nombrado veinticuatro en 1511, llegando a servir a la ciudad en las Cortes de Burgos de 1515. Frecuentemente delegó este cargo en personas de su parentela, asegurándose así una red cuya solidez se completaba con las conexiones profesionales establecidas con otros miembros de la administración. Su nombramiento como secretario de Carlos V fue el paso definitivo. Sus primeros contactos con Gattinara no debieron de producir en el canciller una impresión particularmente favorable, tal y como se desprende de una carta en la que Gattinara censuraba su actuación ante las negociaciones que venía manteniendo para la celebración de las Cortes de Cataluña en 1519. Probablemente este era un hecho totalmente intrascendente en relación con lo que, de verdad, preo­ cupaba al canciller: el gran control que Cobos ejercía en los asuntos castellanos. En 1524 el secretario del emperador era, además, secre­ tario de la Cámara del Rey y de los consejos de Castilla, Hacienda e Indias. La primera fricción seria entre ambos tuvo lugar en 1523, con motivo de la creación del Consejo de Hacienda: después de haber sido el promotor de esa reorganización, el canciller quedó completamente apartado del asunto. Gattinara llegó a lamentarse ante el emperador de que lo habían «convenido todo sin mi firma». No obstante, si Carlos V sostuvo finalmente el plan de Cobos ello fue debido a algo más que a la capacidad de intriga del secretario. El propio emperador parecía convencido que, por su sentido pragmá­ tico y realista, el diseño de Cobos mostraba mayores garantías 53. Esta era probablemente una diferencia de alcance más general —de método cabría decir— entre uno y otro servidor. Y suficiente para explicar sin invocar otras razones —como las diferencias acerca 53 Sobre la trayectoria de Cobos, H . K e n is t o n , Francisco de los Cobos, secretario de Carlos V (Madrid, Castalia, 1980); sobre la reforma en cuestión, A. HERNÁNDEZ E ste v e , Creación del Consejo de Hacienda (Madrid, Ed. Banco de España, 1983).

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de la política internacional a seguir en 1526— la progresiva situación de aislamiento en la que empezó a encontrarse el canciller desde 1525 hasta su muerte en 1530. Para mayor consternación, el viejo canciller hubo todavía de hacer frente en 1528 a una conjura prepa­ rada por el secretario de Estado, Lallemand —un antiguo protegi­ do—, directamente encaminada a hacerse con su posición. Gattinara consiguió parar el golpe e, incluso, volverlo contra su promotor, que sería procesado y destituido del cargo. Pero con ello se abrió un hueco de extraordinaria importancia del que finalmente Cobos sa­ bría sacar partido. Hasta ese momento, Lallemand había venido ob­ servando una cierta división del trabajo con Cobos, ocupándose de los asuntos no hispanos del Imperio. Carlos V transfirió el cometido de Lallemand a Granvela, un borgoñón que como Gattinara había servido a la tía del emperador en los Países Bajos, y de la cual era su representante en la corte desde 1526. Tras la caída de Lallemand fue incorporado al Consejo de Estado en 1528, si bien no en con­ dición de secretario. A estos efectos, el verdadero sucesor sería Co­ bos, nombrado secretario del consejo el 24 de octubre de 1529, un año después de la incorporación de Granvela. De esta forma, la muerte de Gattinara vino a coincidir con el total desmantelamiento de su proyecto. En lugar de la conexión inicialmente planteada entre canciller y Consejo Privado, con una posición subordinada del colectivo de secretarios, fueron estos últi­ mos quienes acabaron haciéndose con el control. No habría ya más cancilleres. Carlos seguiría las indicaciones que en este sentido le hiciera su confesor García de Loaysa —vinculado al círculo de Co­ bos— sugiriéndole que él mismo había de ser su propio canciller. Correlativamente, esta desaparición colocaba a quien era secretario del monarca y del consejo en la posición más importante de entre quienes servían en la administración de la monarquía. Posición que, de otra parte, Cobos —siguiendo también indicaciones de García de Loaysa— iba a compartir con Granvela, de acuerdo con la división de campos antes aludida (Aragón y Castilla de un lado; Flandes y el Imperio de otro). Ambos controlarán el aparato de poder hasta su desaparición en la segunda mitad de la década de los cuarenta. La larga mano de Cobos se extendía a los principales consejos (Castilla, Indias, Ha­ cienda), amén de las posibilidades de intervención que le deparaba su condición de secretario de la Cámara del monarca. Granvela en­ tretanto alcanzaba una posición similar en los asuntos del Norte, y

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probablemente influyó en la decisión del emperador de remodelar el gobierno de los Países Bajos en 1531, tras la muerte de Margarita de Austria. Esta nueva planta instituía en situación preeminente un Consejo de Estado para el conjunto de esos territorios, junto con un Consejo Privado y otro de Hacienda, no estableciéndose ninguna dependencia entre el mencionado Consejo de Estado y el que con idéntica denominación y carácter general había sido establecido an­ teriormente por el emperador. El único nexo lo representaba el pro­ pio Granvela, que disfrutaba de la condición de miembro de ese consejo particular (del que llegará a ostentar los cargos de primer consejero y guardasellos desde 1543) y, al mismo tiempo, formaba parte del Consejo de Estado cerca del emperador 54. Como consecuencia de la actividad desplegada por ambos secre­ tarios, el posible papel centralizador del Consejo de Estado quedó seriamente comprometido. Desdibujado su planteamiento inicial y obligado a mantenerse en una especie de indeterminación constitu­ tiva, el Consejo de Estado tendía a convertirse en una entidad un tanto nebulosa. No había tanto consejo cuanto consejeros de estado, y de entre éstos eran Cobos y Granvela quienes monopolizaban el asesoramiento del emperador. En este sentido quizá no resulte del todo exagerada la afirmación de F. Barrios reduciendo este organis­ mo al papel de «ratificar lo ya decidido», aunque sea ésta una valo­ ración cuya adecuada fundamentación requiera todavía mayores in­ vestigaciones. La formalización del orden consiliar No directamente implicados en las arduas cuestiones de política exterior —aunque desde luego, de ella no ausentes—, los restantes consejos de la monarquía fueron progresivamente asentándose y, de un modo no coordinado, perfilando sus campos respectivos. Pres­ cindiendo del Consejo de Estado, eran ocho (consejos de Castilla, Guerra, Inquisición, Hacienda, Ordenes, Cruzada, Indias y de Ara­ gón) los organismos colegiados con sede en la corte, que no se fijaría 54 Sobre este proceso, M. B a e l DE, «Les Conseils collateraux des anciens PaysBas», Revue du Nord, L, 1968, págs. 203-213. H. SCHEEPER, «La organización de las finanzas públicas en los Países Bajos reales», Cuadernos de Investigación Histórica, 9, 1984, págs. 8-32. Y el trabajo de J. Rabasco Valdés, que se cita en la nota 29.

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definitivamente en Madrid hasta 1561. Con Felipe II esta cifra se incrementaría hasta trece (Italia, Flandes, Portugal y Cámara), ya que —singularmente— el Consejo de Navarra residió siempre en Pamplona. Tan elevado número de organismos resultaba inevitable si nos atenemos a la lógica de agregación que informaba a la monarquía en su conjunto. A mediados del siglo pasado Cos-Gayón, aunque con cierto anacronismo, describió correctamente este mecanismo al es­ cribir que, en la monarquía hispana, el fortalecimiento del «poder ejecutivo» no fue acompañado de un proceso paralelo de centraliza­ ción de la administración: «todo conservaba sus centros especiales que el poder respetaba, contentándose con ser el jefe de cada uno en particular, sin tratar de amoldarlos a una forma común». De ahí que difícilmente pudiera concebirse la existencia de un consejo centralizador o director en relación con el cual los restantes reconocie­ sen alguna especie de dependencia. Naturalmente existía una tácita jerarquía interconsiliar, pero ésta venía determinada por la mayor o menor proximidad al monarca antes que por criterios de escalafón administrativo. En 1620 Bermúdez de Pedraza atribuía a los consejos de Estado y Guerra el carácter de «extraordinarios por su grandeza», precisamente porque el monarca «les asiste real y verdaderamente con su presencia, quando es necesaria, y no representada»; ambos consejos, por esta participación «de los Rayos de la presencia Real», venían a representar «más especialmente a su Príncipe», resultando por ello «más privilegiados». Ciertamente la afirmación de Bermú­ dez no era inocente —aunque no podamos entrar aquí en detalles— pero el criterio por el que se establecía ese rango era perfectamente consecuente. Desde este supuesto, resulta a todas luces manifiesto que la caracterización que a veces se hace de los consejos como si de departamentos de estado se tratase debe rechazarse tajantemente. Roto el principio de unicidad consiliar a partir de los reyes católicos, y fracasada la tentativa coordinadora de Gattinara, cada consejo ten­ día a devenir un mundo aparte. Puede realizarse desde luego una división de esta polisinodia por razón de materia o de ámbito territorial de actuación, pero ello no tiene más que un simple valor orientativo. Con frecuencia las com­ petencias se cruzaban unas con otras ya que, en la práctica, ningún consejo monopolizaba o agotaba en sí mismo el campo que le había sido atribuido. La complejidad de esta situación se incrementa sen­ siblemente si tenemos en cuenta que algunos de estos consejos (Cru-

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zada, Ordenes, Inquisición) disfrutaban de naturaleza mixta, espiri­ tual y temporal a la vez, lo que permitía que invocando la jefatura de la jurisdicción espiritual el propio papado pudiera llegar a inter­ ferir, en cierto sentido, el funcionamiento del régimen consiliar. Fue esta una posibilidad nada teórica, tal y como se encargó de demos­ trar en numerosas ocasiones el comportamiento del Consejo de In­ quisición 55. Visto desde nuestra actual óptica, la predicción que sobre las posibilidades de funcionamiento de la polisinodia pueden hacerse no son otras que las de un sistema dominado por una entropía crecien­ te. No deja de resultar sorprendente por ello que, a pesar de este dato estructural, tan compleja maquinaria fuese capaz de funcionar con un aceptable nivel de efectividad a lo largo del siglo XVI, y no sólo. La respuesta a este interrogante, como se ha indicado anterior­ mente, está en el papel jugado por el monarca, que actúa como un verdadero elemento de cierre del sistema. Fuente de la jurisdicción que los consejos tienen atribuida, el monarca dispone de medios para influir en sus decisiones, resuelve las competencias de jurisdicción que puedan presentarse y, siempre, tiene la posibilidad de avocar para sí aquellas causas cuya relevancia aconseje proceder con extre­ ma cautela. Indudablemente ello requiere la presencia de un monarca con voluntad de intervenir directa y regularmente sobre el sistema, circunstancia que como sabemos ocurrió bajo el reinado de Felipe II. Contaba asimismo dentro de esta dinámica la existencia de conseje­ ros miembros de varios consejos a la vez, lo que incrementaba las posibilidades de control del sistema y aun su propia operatividad. Tal situación nos consta que se dio* aunque no estemos en condi­ ciones de precisar su alcance. A partir de una inteligente utilización de estas posibilidades se basó en gran parte el éxito de Cobos, si bien no fue este un proceder excepcional. Obviamente, la conduc­ ción de la polisinodia en estos términos no dejaba de presentar serios inconvenientes, patentes en la excesiva acumulación de trabajo que recaía sobre ciertas áreas y personas, y que repercutía negativamente sobre la tramitación de los asuntos. Con todo, el problema mayor se localizaba en el hecho de que que esa acumulación de trabajo significaba, al mismo tiempo, acumulación de poder en manos de determinados consejeros, lo que hacía que con frecuencia sus pautas 55 J. MARTÍNEZ MlLLÁN, La Hacienda de la Inquisición (Madrid, CSIC, 1984), págs. 136-138 y 209-210.

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de comportamiento estuviesen alejadas de esa tónica de imparciali­ dad y ética que de ellos exigía la doctrina. A esta situación aludía en 1559 Furió y Ceriol cuando denun­ ciaba, en tono eminentemente didáctico, los peligros que podían re­ sultar de «cargar sobre tres quatro o seis personas los negocios de paz y guerra, de penas y mercedes, de hacienda y mantenimiento, y de seiscientas otras cosas muchas», señalando que por este procedi­ miento resultaba imposible «tener cuenta medianamente» ni aún con una mínima parte de estos negocios. Furió apuntaba asimismo el peligro que acechaba a cualquier régimen pluriconsiliar desde el mo­ mento en que la procedencia de los consejeros se limitase a una o dos «provincias» del conjunto de la monarquía. El sentido de sus recomendaciones, a la vista de las disfunciones señaladas, puede ima­ ginarse: Furió proponía una racionalización del número y compe­ tencias de los consejos, acompañada de la presencia y participación de consejeros de todas las naciones en los puestos del aparato con­ siliar. Consecuente con sus planteamientos Furió componía con los consejos la totalidad de la «persona pública» —la expresión es del propio Furió— del príncipe; así, los consejos venían a convertirse en el «entendimiento», «memoria», «ojos«, «oídos» e incluso «boz» —que no lengua— del monarca. De otra parte, la relevancia que Furió concedía al consejo se hacía patente en la consideración de ambos, «Príncipe» y «Consejo», como «Tenientes de Dios acá en la tierra», postulando una posición de paridad entre uno y otro no muy frecuente en la literatura política, más proclive al reconocimiento del príncipe en una posición preeminente. En esta línea Furió proponía incluso que, «para con el pueblo», el consejo debía jugar —como el monarca— el papel de «padre, tutor y curador». En la esperanza de que sus recomendaciones fuesen atendidas, Furió dedicaba su obra «al Gran Católico de España, Don Felipe el Segundo», si bien no parece que la posterior práctica de este mo­ narca llegara a atender las recomendaciones del humanista valencia­ no. Durante su reinado, la expansión del régimen de consejos se realizó de manera un tanto empírica, no observándose la existencia de algún tipo de orientación o plan que, en consecuencia con lo apuntado por Furió, hubiese permitido a la polisinodia adquirir una conformación más sistémica. Las consecuencias de este proceso se verían claramente en los inmediatos reinados.

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El Consejo de Castilla Las frecuentes ausencias del emperador, así como su propia an­ tigüedad y las funciones que le estaban encomendadas, conferían al Consejo de Castilla una gran relevancia. «Columna de nuestros rei­ nos» lo llama Carlos V en las instrucciones a su hijo Felipe. Una prueba de este reconocimiento la tenemos en el hecho de que fuese el presidente del Consejo de Castilla quien, en 1539, se hiciese cargo de los reinos peninsulares durante la ausencia de Carlos. Sólo este consejo, con los de Estado y Guerra, disfrutaba del privilegio de reunirse en palacio. A lo largo de su historia, el cuerpo efectivo de este consejo lo formaron entre 12 y 35 consejeros —de acuerdo con las estimaciones de J. Fayard—, recayendo sobre ellos una labor tan inmensa como desigual y diversa. De la complejidad de su actividad nos da idea la «Colección de pareceres que en diversos tiempos el Consejo ha dado en cosas generales» relativa al período 1529-1543 56. De acuerdo con esta información, los consejeros tanto podían recomendar al empe­ rador que no admitiese ninguna «proposición nueva» de los lutera­ nos, como exponerle los inconvenientes que podrían resultar de la confirmación del Fuero de Navarra; tanto podían ser llamados a opinar sobre «el desafío del rey de Francia», como sentirse en la obligación de indicar al monarca la injusticia que supondría una pragmática sobre mulas. A este consejo correspondía materialmente administrar justicia, lo que, de acuerdo con lo que se ha dicho en páginas anteriores, im­ plicaba la apertura de una triple línea de actuación. Por un lado atendía la vertiente estrictamente contenciosa que la impartición de esa justicia implicaba, en tanto que, de otro, había de preocuparse sobre todo por su dimensión gubernativa o política. Simultáneamen­ te, un órgano íntimamente vinculado a este consejo, la Cámaray se ocupaba de la tercera especie de justicia, la distributiva, informando al monarca sobre asuntos de gracia, merced y patronato real. Prác­ ticamente, todos los asuntos que se han mencionado en la anterior «Colección de pareceres» son reconducibles a una de estas vías. Más 56 Ha sido editada por P. G an en Chronica Nova, 14, 1985, págs. 161-247. Sobre la fase anterior de este consejo debe consultarse a S. DE Dios, El Consejo Real de Castilla (Madrid, CEC, 1982); sobre el papel de sus consejeros véase a J. F ayard, Los miembros del Consejo de Castilla (Madrid, Siglo XXI, 1982).

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condens adámente, las instrucciones que con motivo de sus ausencias del reino redactó Carlos V para este consejo reiteran esta misma orientación. En ellas se distingue entre «las cosas e pleitos de justi­ cia» y «los negocios de governación», señalándose además la labor de tutela que corresponde al consejo en relación con la calidad de la justicia que se imparte en el reino, e insistiéndose en la necesidad de «ver las residencias» que se hacen a corregidores y demás minis­ tros Ae justicia. En aras de una buena administración de esta última, se encomienda al consejo que «mire» por la «autoridad» de las dos chancillerías de Valladolid y Granada. Particular énfasis ponen final­ mente estas instrucciones en la defensa de aquellos negocios que, como los relacionados con la jurisdicción eclesiástica, «tocan a preheminencia del reyno, o defensa de la jurisdicción real». Demuestran por otra parte las instrucciones el firme criterio del monarca a fin de impedir que la utilización abusiva de la vía de proceso —lo contencioso— bloquease la actividad del consejo. Bus­ cando el «breve y buen despacho de los negocios», y sabedor que ello resultaba crucial en aquellas cuestiones que tocaban a la cosa pública, Carlos V dispuso que los negocios que traían los procura­ dores de los pueblos, como «cosas de gobernación», se despachasen por expediente, es decir, por un procedimiento de carácter sumario. La insistencia en liberar la vía de gobernación del pantanoso entrama­ do de lo contencioso, confirma la continuidad de un proceso que venía apuntándose ya claramente desde fines de la baja edad media. En este sentido Carlos V y Felipe II realizaron un sostenido esfuerzo con la intención de conseguir que el consejo atendiese sobre todo asuntos de gobernación, si bien respetando su actividad como tribunal supre­ mo del reino. Idéntica recomendación se haría a las audiencias, que manifestaban una cierta tendencia a inhibirse en este tipo de asuntos. Esta atención hacia lo gubernativo que el emperador y su hijo trataron de imponer sobre el conjunto del aparato judicial, llegó a crear un serio problema de identidad en el organismo que estaba situado a la cabeza del mismo. En su día, A. Gallego Anabitarte llamó la atención sobre los problemas que se suscitaron a la hora de modificar el enfoque exclusivamente judicialista y privado hasta en­ tonces hegemónico 57. La presencia y el dominio que ejercían los letrados situados en el aparato de poder, aparecía en este sentido

57 A. GALLEGO A nabit ARTE, Administración y jueces (Madrid, IEA, 1971).

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como el obstáculo más importante. A la prepotencia de esta casta aludía precisamente, en tono crítico, el anónimo autor de «Algunos apuntamientos que tocan a la governación del reyno» 58. El autor de este informe —probablemente el mercader castellano Rodrigo de Dueñas, que en 1553 había ingresado en el Consejo de Hacienda— denunciaba con todo detalle la incompetencia y los manejos con que se desenvolvían los «señores letrados» en asuntos de hacienda; Due­ ñas, si la autoría es correcta, propugnaba una división dél consejo en la que los letrados, en este caso, habrían de abandonar los temas de gobernación para dedicarse preferentemente a los asuntos conten­ ciosos. El resultado de estas recomendaciones no se hizo esperar: en 1555 Dueñas acabaría saliendo del consejo. En los momentos crepusculares de su reinado, Felipe II ordenó finalmente la división en salas del consejo, y así lo comunicó en la instrucción particular dirigida a su presidente, Rodrigo Vázquez de , Arce, en noviembre de 1597. Todo parece indicar que la decisión debía estar tomada desde bastante antes, receloso como estaba el monarca —y así lo había reconocido en la instrucción remitida al presidente Covarrubias en 1572— de que el consejo se ocupaba más de lo accesorio, «los pleitos», que de lo principal, «los negocios del Reino». En la instrucción de 1597 el monarca informaba al presidente que su resolución acerca de «apartar en el Consejo una sala de govierno», de hecho era algo que tenía pensado desde bastante antes. Taxativamente, el monarca había dispuesto que además de los asun­ tos propios de esa nueva sala, se incorporasen a ella «lo de la pulicía en cosas de sustancia». Sus consejeros serían de elección y nombra­ miento del monarca, y de lo que en ella se tratase se informaría directamente a él sin que «sea menester dar queñta en Consejo». El 26 de noviembre de 1597, once días después de haber sido escrita esta instrucción, Vázquez de Arce manifestaba a Felipe II su desa­ cuerdo con algo que, en su opinión, no era sino «volver de dentro afuera» la propia identidad del consejo, por lo que solicitaba el re­ levo de su puesto. Tal actitud no disuadió al monarca de su empeño, 58 El texto lo recoge ampliamente S. DE Dios en Fuentes para el estudio del Real Consejo de Castilla (Salamanca, Eds. Diputación, 1986), X X X-XXXI; la referencia de sus tratos con Hacienda, en R. C arande , Carlos V y sus banqueros (Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones), II, págs. 128-131. La información sobre las modificaciones del Consejo a las que inmediatamente se alude proceden de la men­ cionada recopilación de S. de Dios.

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apareciendo unos meses antes de su muerte la nueva ordenanza del consejo. Desarrollando lo apuntado en la instrucción, la ordenanza asentaba definitivamente la división del consejo en cinco salas, rei­ teraba la conveniencia de un tratamiento diferenciado para asuntos de «justicia» y de «gobernación» y, sobre todo, erigía sala aparte para tratar de estos últimos asuntos. A ellos se dedicaban práctica­ mente la mitad de las nuevas disposiciones que, en la enumeración de aquellas cosas» que se consideraban de «gobierno», distinguía las relativas al «gobierno espiritual» (con particular atención a la apli­ cación de los decretos de Trento y a los recursos de fuerza) de las del «gobierno temporal», entre las que destacaban las destinadas a actividades de fomento de los campos y a cuestiones de abasteci­ miento (con sorprendentes coincidencias en este sentido con algunas de las propuestas del propio Furió). El interés por lo público que quería conferirse a esta sala nos lo prueba el hecho de que se obligase al fiscal a dar cuenta en ella de las actividades de su ministerio, informando sobre aquellas «cosas fiscales que no fueren pleytos entre partes». Felipe III seguirá fiel­ mente ese criterio, volviendo a hacer que se redactara esa misma ordenanza en 1608 y asumiendo así la línea gubernativa que le venía impuesta por su propio padre. Una real cédula de 1608 y un auto acordado de 1610 desarrollarán más específicamente el cometido de los corregidores en cuestiones de abastecimiento, de acuerdo con lo que prescribía la ordenanza de 1598, y acentuándose desde entonces la dependencia de esos jueces en relación con el consejo. No permite el actual estado de las investigaciones dilucidar hasta qué punto este tratamiento individualizado de lo gubernativo pudo repercutir, indirectamente, en una mejor impartición de la justicia contenciosa, tanto de aquella que selectivamente era atendida en la propia sede del consejo como de la que se resolvía antes de llegar a él. En relación con la primera, dictó Felipe II las Ordenanzas de La Coruña de 1554, impresas en Valladolid dos años más tarde. Sus disposiciones, nada espectaculares de otra parte, manifestaban sobre todo una voluntad de moralización y agilización de la actividad ju­ dicial desempeñada por el consejo. Así, junto a una más estricta reglamentación sobre determinados aspectos de las residencias que habían de tomarse a jueces y otros oficiales territoriales dependientes del consejo, se establecía con idéntico criterio de control una visita de ámbito interno sobre sus propios oficiales. Constantemente se aludía a «los gastos e dilaciones que en los pleytos de importancia

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suele haver», fijando, para evitarlos, unos plazos determinados, y proscribiendo al mismo tiempo aquellas corruptelas (derechos abu­ sivos, presentes diversos) que relatores y escribanos de cámara ha­ bían regularizado. Los apartados dedicados a los fiscales reiteran, por último, la firme decisión de que lo contencioso no acabase por anegar aquella dimensión gubernativa a la que preferentemente el consejo debía orientar su actividad. Este mismo rasero pasará a aplicarse también a las chancillerías : las de Valladolid y Granada serían visitadas en seis ocasiones cada una a lo largo del siglo, frecuencia que posteriormente no volverá a repetirse. A juzgar por las reacciones que suscitaban las visitas, todo parece indicar que el consejo desempeñaba con efectividad el papel tutelar que le correspondía sobre las chancillerías. En conjunto pue­ de decirse que la administración judicial incrementó su credibilidad. Por esta razón, y de acuerdo con las investigaciones realizadas por R. Kagan, el pleitear castellano aumentó espectacularmente a lo largo del siglo XVI: las cartas ejecutorias (expedidas una vez concluido el juicio y siempre a petición de la parte ganadora) aumentaron en un 250 % entre 1500 y 1580, en tanto que —a un ritmo inferior— lo hicieron también los abogados inscritos en la chancillería. El alcance de ambos indicadores es limitado, y su interpretación un tanto pro­ blemática. Pero contrastados con documentos de otra procedencia confirman que la hipótesis sugerida puede tenerse por verosímil. En un pleito de 1534 llegó a afirmarse por un testigo que había cierta parcialidad antiseñorial en las decisiones de la chancillería, lo que sin duda era más excepción que regla. Como alternativamente ha mos­ trado J. Owens a propósito del largo pleito de los condes de Belalcázar contra la ciudad de Toledo, la neutralidad de la monarquía llegaba hasta ciertos límites. Importa asimismo no desatender, más allá de esta justicia letrada y documentada, la existencia y plena ac­ tividad de métodos tradicionales de resolución de la conflictividad (el arbitraje por ejemplo), en cuya consideración apenas se ha en­ trado por nuestra historiografía. En relación con el volumen de con­ flictos solventados por este método, los casos atendidos en las chan­ cillerías y aun en los tribunales de primera instancia no constituyen sino una muy pequeña parte del mundo pleiteante, lo que impide generalizar las conclusiones obtenidas a partir del solo análisis de los datos de la justicia oficial 59. 59 Sobre estos aspectos, R. KAGAN, «Pleitos y poder real en Castilla», Cuadernos

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Los Consejos de Inquisición, Ordenes y Cruzada En la ordenanza de 1598 se atribuía explícitamente al Consejo de Castilla la facultad de entender en «todas las competencias y diferencias que tuvieran qualesquier tribunales destos reynos, que residen en corte o fuera de ella», habiendo de consultarse al monarca antes de tomar resolución. Refleja esta disposición una primera ten­ tativa a fin de resolver de manera centralizada una problemática— las competencias de jurisdicción entre los. diferentes consejos— que a partir de entonces iba a ser endémica en el funcionamiento de là monarquía, llegando a comprometer seriamente el rendimiento de su organización politicoadministrativa. Dos procesos convergían en el origen de esta situación: por una parte la incorporación de jurisdic­ ción que en mayor o menor grado llegaron a ostentar todos los consejos, y que no siempre les había sido atribuida desde el momen­ to de su fundación; de otra parte estaba el hecho de que algunos de estos consejos poseían además —con la consideración de.privativa— jurisdicción eclesiástica, presentando así una dualidad jurisdiccional que permite caracterizarlos como organismos de naturaleza mixta. En el caso del Consejo de Cruzada la jurisdicción eclesiástica era definitoria de su identidad, utilizando la civil como un auxilio; en los casos de Inquisición y Ordenes la relación entre ambas jurisdic­ ciones se presentaba de manera más equilibrada. La presencia de este particular grupo de consejos influyó decisivamente en el incremento de esos cruces de competencias a que nos venimos refiriendo. La evolución del Consejo de Inquisición resulta paradigmática a estos efectos. De acuerdo con la tradición medieval, la Inquisición tenía atribuida jurisdicción temporal para intervenir en cuestiones de fe, un privilegio que concedido por el papado había de ser luego confirmado por los monarcas, tal y como hizo Fernando el Católico en 1485 y 1505. Esta concesión no implicaba sin embargo ninguna especie de inmunidad para familiares y oficiales de la institución, pero a ella se llegaría muy pronto. En 1503, la institución recibía de Fernando el privilegio de que los inquisidores fuesen «jueces de to­ das las causas civiles y criminales tocantes a los oficiales de Inquiside Investigación, 2, 1978, págs. 291-316; del mismo, Lawsuits and Litigants in Castile (Chapell Hill, North Carolina University Press, 1981). J. OWENS, Despotism, Abso­ lutism and the Law Renaissance Spain (Ann Arbor, University Microfilms, 1981). A. M. H espanha , «Savants et rustiques», Ius Commune, X, 1983, págs. 1-48.

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ción». Tan singular posición en el ámbito de lo civil se complemen­ taba con otras de similar autonomía en el orden eclesiástico. El in­ quisidor general era nombrado por el Papa —auctoritate apostólica— a propuesta deLmonarca; éste, a partir de una relación de candidatos, elegía a su vez a los consejeros, siendo el inquisidor quien les con­ fería el nombramiento. De el inquisidor dependía prácticamente el nombramiento de los restantes cargos, tanto centrales como de dis­ trito. El inquisidor actuaba además —desde 1487— como juez de apelaciones, es decir, como instancia ante la que se dirimían aquellos conflictos que pudieran plantearse con la jurisdicción eclesiástica que ostentaban los ordinarios. Sólo en el caso de que se tratase de un proceso contra un obispo cabía la apelación a Roma. Que a partir de esta situación el tribunal fuese acusado de co­ meter constantes abusos no tiene nada de extraño. Carlos V sin em­ bargo desoyó estas acusaciones en un primer momento —a pesar de que en la Corona de Aragón alcanzaron tonos particularmente al­ tos—, si bien rectificó posteriormente su actitud en 1535: en ese año el emperador suprimió la jurisdicción temporal del Santo Oficio, en un ambiente en el que se dejaban oír precisas críticas contra la ac­ tuación inquisitorial y ante la decidida actitud de las chancillerías en defensa de la jurisdicción real. Sin que conozcamos con exactitud las razones, se volvió atrás de esta decisión en 1545, siendo regente el príncipe Felipe y, verosímilmente, a instancia de alguno de los con­ sejeros que formaban su gabinete. Entre esta última fecha y 1553 se procedió no obstante a una revisión de la situación en la que —por razones de prestigio— la propia Inquisición estaba interesada. Fruto de esta nueva actitud fueron las concordias que a partir de entonces comenzaron a gestarse, y que en 1568 suscribirían el inquisidor y el monarca. A través de ellas se regulaba el cauce por el que habrían de discurrir las relaciones entre la jurisdicción ordinaria y el Santo Oficio. Fundamentalmente, estos acuerdos versaban en torno al número y privilegios domésticos de los familiares, auténtico caballo de ba­ talla de toda la disputa que se venía sosteniendo. Los aludidos fa ­ miliares constituían una especie de servidores informales de los res­ pectivos tribunales y, consecuentemente, carecían de la considera­ ción de ministros de la institución. No obstante, algunas disposicio­ nes excepcionales que se dieron en el tribunal de Zaragoza y en el de Jaén— favorables a una consideración positiva— originaron un incremento notable del número de conflictos. La Concordia de 1568

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atribuía a la jurisdicción real las causas civiles de los familiares en tanto que, en la esfera penal, se llegaba a un cierto compromiso: los delitos de más «calidad», desde la traición real al quebrantamiento de iglesia, quedaban bajo jurisdicción real; el resto bajo jurisdicción de los inquisidores. En el caso de falta de acuerdo en la primera instancia, la concordia contemplaba un procedimiento de acuerdo último entre el Santo Oficio y cada uno de los consejos de corte con quien se plantease la «competencia», acuerdo que en el caso de no producirse hacía que la competencia fuese entonces resuelta defini­ tivamente por la corona. Tanto en ésta como en sucesivas concordias que se firmaron en 1580, 1582 y 1592, Felipe II trató de dejar muy en claro que los inquisidores venían a ser «jueces con jurisdicción de s. Magd.», y que esa concesión «sea y se entienda por el tiempo que fuera mi voluntad y de los Reyes mis sucesores». Aunque tal advertencia —viniendo de quien venía— no era ciertamente una cláu­ sula de estilo, su sola inclusión ya nos indica que en la práctica cotidiana de los asuntos se temía que tal principio pudiera llegar a difuminarse considerablemente. Especialmente si tenemos en cuenta que, en las fechas en que se firmó la primera concordia, la Inquisición aparecía firmemente asen­ tada después de la importante reforma que había sufrido a manos del inquisidor general Fernando de Valdés, que justamente moriría el mismo año en que se firmaba ese documento. Valdés realizó una reforma —meticulosamente estudiada por J. González Novalín 60— nada innovadora en sus principios, pero cuya aplicación dio lugar de hecho a la aparición de una institución prácticamente nueva a la altura de los setenta. Valdés comenzó su labor por el centro, por el propio consejo, al que orientó decididamente hacia el control politicorreligioso, como lo prueba la aparición del Catálogo de libros prohibidos en 1559. En su proceder, Valdés utilizó unos modos de hacer aprendidos en dos instituciones temporales que anteriormente había presidido: la Chancillería de Valladolid y el propio Consejo de Castilla. Probablemente ello explica la preferencia que siempre 60 El inquisidor general Fernando de Valdés (Oviedo, Universidad, 1971), 2 vols. Sobre el proceso que venimos describiendo, véase La Inquisición española. Nuevas perspectivas (Madrid, Siglo XXI, 1980), edición a cargo de J. PÉREZ VILLANUEVA; asimismo, B. ESCANDELL y J. PÉREZ Villanueva (eds.), Historia de la Inquisición (Madrid, BAC, 1984), vol. I. J. MARTÍNEZ MiLLÁN, «El Consejo de Inquisición», Hispania Sacra, XXXVI, 1984, págs. 71-193.

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mostraría Valdés por incorporar al consejo y a su aparato licenciados y doctores expertos en tareas administrativas, antes que renombra­ dos teólogos. Como explica asimismo el hecho de que esa incorpo­ ración se realizase a través de una atenta selección de los aspirantes propuestos. Su mano intervino también —en este caso con tendencia a favorecer a sus parientes— en la designación de cargos para los tribunales de distrito, en los que familiares más o menos cercanos al inquisidor general llegaron a ocupar puestos de relevancia. Valdés se preocupó además de que existiese circulación dentro de este en­ tramado, promocionando a sedes episcopales a servidores de su ple­ na confianza y, todavía, su valimiento, como sugiere Novalín, podía llegar a orientar el criterio del monarca sobre aquellas personas que debían ocupar plaza dentro de la administración no inquisitorial. Que la Inquisición, y particularmente su consejo, se estaba convir­ tiendo en un decisivo centro político, parece fuera de toda duda: el envío regular de inquisidores como visitadores al conjunto de los diversos tribunales de la monarquía lo prueba suficientemente. Pero la Inquisición no era sólo el consejo. De éste dependían una serie de tribunales de distrito, cuya constitución empezamos a co­ nocer con detalle 61. Cuando Valdés accedió al cargo constituían una red ya formada —más dudosamente, articulada— de doce tribunales que el inquisidor no iba a modificar, aunque después de él su nú­ mero de incrementaría en uno más con el tribunal de Santiago. Cons­ tituía esta red una organización espacial que, prácticamente desde sus comienzos, había sido planteada con criterios innovadores. La división inquisitorial se caracterizaba por la continuidad territorial de cada distrito, así como por la independencia, en relación con an­ teriores demarcaciones, tanto laicas como eclesiásticas. Teóricamente las posibilidades de controlar el territorio con una cierta eficacia parecían dadas, pero no podían materializarse sin el auxilio de una adecuada financiación. Hasta ese momento, los fondos que conseguía la institución se basaban en el producto de las penas pecuniarias y en los secuestros. 61 R. G arcía CÁRCEL, Orígenes de la Inquisición española (Barcelona, Península, 1976). J. CONTRERAS y J. P. D edieu , «Geografía de la Inquisición española», His­ pania Sacra, XL, 1980, págs. 37-93. J. MARTÍNEZ MlLLÁN, «La formación de las estructuras inquisitoriales», Hispania Sacra, XXXIV, 1982, págs. 9-63. J. P. D edieu , «Les inquisiterus de Tolède et la visite du district», Melanges Casa Velâzquez, XIII, 1977, págs. 235-256.

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De manera más irregular le aportaban asimismo recursos algunas concesiones del papado financiadas sobre los bienes beneficíales de las iglesias. No obstante los ingresos que por tal sistema podían conseguirse, además de padecer de grandes oscilaciones^ eran noto­ riamente insuficientes. A lo largo de la primera mitad del siglo XVI había habido varias quejas a propósito del atraso e incluso del im­ pago de salarios, y al parecer Valdés había aceptado el cargo con promesa del emperador de que ese problema se solucionaría. La suspensión de pagos de 1557 planteó inaplazablemente la necesidad de encontrar una solución. Valdés echó mano entonces de un recur­ so que ya había sido utilizado con anterioridad, pero que ahora iba a establecerse sobre bases más firmes. Por breve de 1559 se dispuso que los frutos y rentas de la primera canongía que quedase vacante, «de cada inglesia metropolitana, catedral o colegial» de la monar­ quía, se aplicasen en su totalidad a la Inquisición. Un segundo bre­ ve concedió un subsidio de cien mil ducados que habría de finan­ ciarse «sobre todos los frutos de las rentas eclesiásticas», y específi­ camente destinado a la liquidación de deudas pendientes. Los cabil­ dos, como cabía esperar y había sucedido ya en situaciones similares, resistieron o boicotearon la concesión hasta donde les fue posible —incluso cargando con penas de excomunión—, si bien la firme intervención de Felipe II en el asunto consiguió finalmente que Pío V ratificase el breve concedido por Paulo VI siete años antes. Con todo, el proceso no se consumó de inmediato e incluso hubo excep­ ciones, pero éstas no se convirtieron en regla. El propio monarca se negó a apoyar la actuación de la Cámara Real en sus intentos por eximir las canonjías de Patronato Real del control del Santo Oficio. La consolidación del sistema de canonjías mejoró progresivamen­ te la situación de los tribunales. Y no sólo en virtud de la magnitud del flujo de ingresos que éstas generaban, sino también por unas más acentuadas prácticas de control. Según se desprende de las investi­ gaciones de Martínez Millán, la reforma de Valdés prestó una par­ ticular atención al proceso de intervención de los caudales manejados por los receptores, lo que se tradujo en un mayor reconocimiento de la figura del contador. En 1560 se nombraron contadores para todos los tribunales de Castilla con concretas instrucciones sobre su co­ metido, en tanto que por esas fechas se designaba un contador ge­ neral para los reinos de la Corona de Aragón, cargo que ya existía en Castilla desde 1507. Las mejoras en el volumen y en la gestión de los recursos convirtieron a la red de tribunales en una adminis-

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tración territorial verdaderamente efectiva. En la corte residía el con­ sejo, en las capitales de los reinos los tribunales de distrito, y los familiares en las villas y aldeas; en las cabezas de arciprestazgo y puertos de mar, y con la connotación inspectora y de control que caracterizaba a este oficio en el derecho canónico, se encontraban los comisarios. El consejo, excluido el inquisidor general, lo constituían cinco consejeros y un fiscal, más un número indeterminado de componen­ tes que solía oscilar en torno a las diez personas. A su vez un tri­ bunal de distrito estaba formado por dos o tres inquisidores; entre oficios mayores, medios y menores, un tribunal de este tipo podían llegar a componerlo entre quince o veinte personas. Pero su eficacia dependía sobre todo de la red de familiares, verdaderos «ojos» y «oídos» de la institución, y cuyo número y distribución espacial se organizó muy precisamente. Las grandes ciudades castellanas (Sevi­ lla, Toledo, Valladolid, Granada) oscilaban entre 40 y 50 familiares, y a partir de ahí la cifra bajaba escalonadamente hasta los cuatro familiares de los núcleos con menos de 400 vecinos. En Aragón la relación era la misma: Zaragoza contaba con 60 familiares en tanto que los núcleos de 200 vecinos disponían de uno o dos familiares. El conjunto de la red de familiares del distrito de Santiago ascendía, a fines del siglo XVI, a 497 personas, cifra que prácticamente se re­ petía (490) en el tribunal de Zaragoza a comienzos del XVII 62. A fin de que el cargo resultase atractivo, se concedieron importantes pri­ vilegios a los familiares, si bien no con carácter general y con dife­ rencias entre unos y otros tribunales. Y lógicamente de una entidad menor que aquellos otros que con exclusividad disfrutaban los ofi­ ciales. La existencia de estos privilegios sería fuente inagotable de conflictos con las diversas jurisdicciones del territorio. Las disposi­ ciones —recogidas en las concordias— tendentes a fijar el número de familiares apenas consiguieron amortiguar estos enfrentamientos. El control sobre los tribunales de distrito se realizaba a través de las visitas, como también mediante visitas cada inquisidor inspeccio­ naba el territorio de su respectivo distrito. Este último tipo de visita62 62 J. CONTRERAS, El Santo Oficio de la Inquisición en Galicia (Madrid, Akal, 1982); del mismo, «La Inquisición de Aragón: estructura y oposición», Estudios de Historia Social, 1, 1977, págs. 113-137. Sobre el problema de las canonjías, J. MAR­ TÍNEZ MlLLÁN, «Las canonjías inquisitoriales», Hispania Sacra, XXXIV, 1982, págs. 9-63.

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era más frecuente que el primero, aunque ninguna de las dos obser­ vaba estrictos plazos de regularidad. Fue precisamente el número y heterogeneidad de las cuestiones que llegaron a plantearse en estas visitas lo que forzó al consejo a renovar y uniformizar el modo en que se había de proceder. Fruto de ello fue la publicación de las Instrucciones de 1561, en las que Valdés incorporó, modificándolas, anteriores compilaciones sobre el proceso inquisitorial. Los cambios fueron de alcance: para González Novalín constituían un «código nuevo» al cual habían de ajustarse los inquisidores «desde que reci­ bían los primeros indicios sobre un hereje hasta que se ejecutaba la sentencia dictada al final de un proceso». Debe observarse que la meticulosidad con que se recogían las diferentes fases procesales no iba encaminada en el sentido de una mejora o aun en el de un simple reconocimiento de las garantías procesales del reo. La ratio última del método inquisitivo lo impedía e incluso buscaba producir el efecto contrario: frente al sistema de la accusatio característico del derecho romano, la Iglesia, imbuida de un fuerte espíritu antirromanista, había impuesto la inquisitio. La sistemática de este último pro­ cedimiento, tal y como han apuntado I. Mereu y F. Tomás y Va­ liente 63, aumentaba notablemente el margen de la actuación arbitral del juez, hasta el extremo de que su pretendida posición de neutra­ lidad llegaba a quedar pospuesta. Aquí el juez actuaba como juez y acusador contra reum, dentro de un proceso constitutivamente reli­ gioso en el que el reo había de «confesar» su «pecado». De ahí que en los juicios por causas de fe se permitiese proceder, sin mayores objeciones, simpliciter et de plano et sine strepitu advocatorum et forma iudicorum. No parece exagerado que, a la vista de la posición alcanzada, algunos historiadores hayan considerado la Inquisición como un au­ téntico instrumentum regni. Carlos V le había concedido en 1553 que en los recursos de fuerza que se planteasen ante sus tribunales, fuese el propio Consejo de Inquisición —y no las chancillerías o el Consejo de Castilla— quien conociese en ellos. La inhibición de los tribunales ordinarios en relación con este tipo de recurso de amparo —regalía de «primera y alta soberanía» llega a denominarla un texto 63 I. M ereu , «II método inquisitorio tra ideología e effectivitá», Diritto e potere nella Storia di Europa (Florencia, Olschki, 1982), I, págs. 1127-1147. F. TOMÁS Y VALIENTE, «Relaciones de la Inquisición con el aparato institucional del Estado», La Inquisición española, págs. 41-60, cit. nota 16.

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de fines del siglo XVII— 64 no viene sino a confirmar con nuevos datos el grado en que esta institución disfrutaba del apoyo real. Felipe II comprendió su utilidad en el caso del proceso Carranza, pero algu­ nos síntomas parecen indicar que no por ello dejaba de recelar que la nueva criatura pudiera llegar a escapársele de las manos. Es posible que la propia destitución de Valdés tenga que ver en parte con esta convicción del monarca. Como acaso pueda vincularse con ella una real cédula de 1567 por la que se disponía que dos miembros del Consejo de Castilla debían de pertenecer al de Inquisición, regula­ rizando así una situación que hasta entonces era informal, y que pasaba a convertirse en firme a partir de esa fecha. La asistencia de estos dos consejeros se fijaba para las sesiones de tarde, en las que se discutían problemas de jurisdicción. Precisamente esa conflictiva cuestión era la que como hemos visto anteriormente obligaba a Fe­ lipe II a reiterar, en la firma de cada concordia, el carácter delegado de la jurisdicción inquisitorial. Todo parece indicar que durante la mayor parte de su reinado el monarca fue capaz de mantener el control sobre el aparato de la Suprema, comenzando a perderlo a finales del mismo. Las sorprendentes recomendaciones que en 1595 hizo Felipe II al nuevo inquisidor general, Jerónimo Manrique, prue­ ban —según sugiere Martínez Millán— que la poderosa organiza­ ción se encontraba relativamente alejada de lo que había sido el pro­ yecto de Valdés, deduciéndose que la institución había empezado a orientar su poder y recursos en beneficio, antes que nada, de quienes la componían. La trayectoria seguida por la Inquisición no fue caso único den­ tro del conjunto de consejos que componían la polisinodia, sobre todo si observamos aquellos otros consejos que compartían caracte­ rísticas con el de Inquisición. A diferencia del Consejo de Inquisi­ ción, el Consejo de Ordenes no puede considerarse como de estricta fundación real 6465. Sus antecedentes se encuentran en los respectivos consejos de que disponían los maestres de cada una de las órdenes militares (Consejo del Maestre). Hacia 1498 Fernando el Católico,

64 Ver la edición que del mismo ha hecho J. MARTÍNEZ MlLLÁN, «Los problemas de jurisdicción del Santo Oficio», Hispania Sacra, XXXVII, 1985, págs. 205-259. 65 Mi información al respecto procede de E. POSTIGO, El Consejo de las Ordenes militares, tesis doctoral, Madrid, Universidad Autónoma, 1986, y M. G orges-L a MBERT, Basques et navarrais dans l’Ordre de Santiague (París, CNRS, 1985). Ambos trabajos con amplia bibliografía.

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tras la muerte del maestre santiaguista Alonso de Cárdenas, se hizo definitivamente con los maestrazgos de las tres principales órdenes (Montesa se incorporaría con Felipe II), si bien a título de adminis­ trador y como concesión que se hacía —de por vida— a su persona, pudiendo ser sustituido por la reina en caso de muerte. Esta incor­ poración de los maestrazgos a la persona del rey se realizó sin em­ bargo con una serie de condiciones que salvaguardaban la anterior situación de las órdenes, para lo cual se contemplaba la existencia de un consejo formado por miembros de las mismas. La existencia de este consejo, que se detecta desde 1495, venía dada por la necesidad de atender la administración de esos institutos, pero ello no impli­ caba la eliminación de los consejos particulares de cada una de las órdenes. El carácter un tanto en precario —dada la modalidad de la con­ cesión— con el que el consejo hubo de desenvolverse bajo los reyes católicos, quedó sustancialmente modificado cuando Adriano VI, no sin resistencia de las órdenes, concedió en 1523 la incorporación de los maestrazgos a la Corona de Castilla y León. La concesión se jus­ tificaba como recompensa a los servicios prestados —insinuación al mismo tiempo de los que habrían de venir— por los antecesores de Carlos V a la Santa Sede, y sin pretensión de alterar el espíritu con el que había venido desenvolviéndose su administración bajo Fer­ nando el Católico. Al margen de estas intenciones de continuidad, la situación que se iniciaba era distinta de la anterior, planteándose ahora una serie de contradicciones de no fácil resolución, y que afectaban tanto a la propia posición del monarca como al posible cometido que en un futuro habría de desempeñar el consejo. Desde su fundación, las órdenes disponían de una configuración política que restringía las posibilidades de utilización de un poder absoluto por parte de los maestres. Sus constituciones obligaban al maestre a contar con la cooperación y asentimiento del capítulo ge­ neral (especie de cortes generales) para la resolución —que se hacía por votación— de aquellas cuestiones arduas que afectaban al bien común de la orden. En esta misma línea, el maestre quedaba some­ tido al derecho que esas instituciones hubiesen ido produciendo. Los establecimientos de la orden sólo podían derogarse con consentimien­ to del capítulo, y dispensarse con autorización del Papa. La incor­ poración a la corona supuso la desaparición de los maestres como centro en el que convergían la jurisdicción espiritual y la temporal. Habitualmente los maestres eran prelados pertenecientes a una orden

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y dependientes en última instancia de la autoridad del Papa. Dado que los monarcas no eran personas eclesiásticas, el Papa transfirió esta jurisdicción a las órdenes, correspondiendo al monarca la desig­ nación de quienes habían de ejercerla. Inevitablemente, estas desig­ naciones vinieron a recaer sobre los caballeros de hábito que forma­ ban el consejo. En su condición de administrador competía al monarca gobernar un territorio que, sólo en el caso de la Orden de Santiago, llegaba a los 20.000 kilómetros cuadrados —el 4 % del actual territorio es­ tatal— y que, en conjunto, incluía dos ciudades, doscientas villas y cerca de cien aldeas. De acuerdo con las condiciones con las que se había producido la incorporación, el monarca debía velar por el man­ tenimiento de este extenso patrimonio. Si bien la incorporación de las órdenes a la corona pudo redundar en un fortalecimiento de la posición de esta última, no es menos cierto que la incorporación constituía asimismo una herencia nada fácil de administrar. Cual­ quier decisión que pudiera tomar el monarca resultaba casi siempre problemática, escindido como estaba entre las obligaciones que le imponía su condición de maestre y aquellas que resultaban de su propia situación como rey. En los años inmediatos a la incorporación, Carlos V trató de poner orden en aquellos conflictos que venían produciéndose entre la jurisdicción real y la de órdenes, conflictos que habían sido par­ ticularmente agudos durante la época (1494-1505) en que la segunda audiencia del reino estuvo situada en Ciudad Real, un islote realengo en el territorio de órdenes. Como consecuencia de esas disputas, los reyes católicos habían reconocido al consejo como órgano de segunda apelación en los pleitos procedentes del territorio de órdenes, defen­ diendo asimismo esa situación para las primeras apelaciones. En un primer momento Carlos V, ante una representación que le hizo la Audiencia de Granada, determinó que las audiencias pudiesen ejer­ cer una jurisdicción «acumulativa» con el consejo en las causas que fueran a ellas en grado de apelación, si bien rectificó por completo esa decisión al año siguiente. Según indica el propio Jovellanos en una consulta de este consejo de fines del siglo XVIII 66, la real cédula de 5 de marzo de 1524, «puso la jurisdicción del Consejo de Orde-6 66 G. M. DE JOVELLANOS, «Consulta del Real y Supremo Consejo de las Ordenes a Su Majestad acerca de la jurisdición temporal del mismo, extendida por el autor», Obras (Eds. Atlas, 1963), XLVI, págs. 457-476.

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nes en tal grado de firmeza y claridad, que no parecía poderse temer nuevos atentados contra ella», apreciación que los acontecimientos inmediatamente posteriores no parecen confirmar. En 1527, en la llamada Concordia del conde de Osorno, a la sazón presidente del consejo, Carlos V modificó determinados aspectos del fuero ecle­ siástico que disfrutaban los caballeros de hábito (algo menos de un centenar durante el siglo XVI). A ello le indujo el hecho de que a pesar del comportamiento manifiestamente procomunero de una parte de los caballeros, éstos habían sido sancionados con penas manifiestamente leves por razón de su fuero personal, no obstante la acusación d&lesa majestad que estaba de por medio. La mencio­ nada concordia establecía el procedimiento que debía observarse en los procesos civiles y criminales en que interviniesen «comendadores y caballeros de la Orden de Santiago» y, básicamente, estaba inspi­ rada por el deseo de afirmar la «preeminencia real» frente a los privilegios de los caballeros. La corona se reservaba explícitamente el crimen de lesa majestad así como los denominados delitos «enor­ mes» y «atroces». Si, de esta forma, Carlos V defendía la jurisdicción ordinaria frente al fuero de los caballeros, con ello también dejaba constancia de su intención de respetar la posición del consejo tal como había quedado establecida en 1524. El apoyo a este organismo resulta de todo punto lógico si tenemos en cuenta que sólo actuando así podía marginar el protagonismo de los capítulos generales, de mucho más problemático control. Después de todo el consejo lo constituían un presidente y cuatro consejeros, todos ellos de designación real—aun­ que caballeros de habita— y, consecuentemente, dispuestos a no desatender las indicaciones que en determinados casos pudiera ha­ cerles llegar el emperador. A esta situación parece referirse el pro­ pio Carlos V cuando, en las Instrucciones de 1543, reconocía ante su hijo que «el conde de Osorno tiene muy sujeto al Consejo de las Ordenes», recomendando al futuro Felipe II que cuidase de que sus miembros «tengan libertad». En 1554 el emperador ratificaba su apo­ yo a la jurisdicción del consejo en el importante punto de las ape­ laciones, siendo esta una línea que también mantendrá Felipe II. Durante su reinado la celebración de capítulos generales descen­ dió espectacularmente: frente a los once que se celebraron en la primera mitad de siglo (cinco de ellos para las tres órdenes), Felipe II sólo convocó en dos ocasiones (1560 y 1573, respectivamente), am­ bas con participación de las tres órdenes. Entre 1566 y 1567 el mo­

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narca realizó una importante remodelación del consejo, reagrupando las dos salas hasta entonces existentes (la de Santiago y la de las otras órdenes) en una sola, y delegando su autoridad no tanto en el con­ sejo corporativamente, como hasta la fecha había venido haciéndo­ se, cuanto en su presidente. Con éste formarían el consejo cuatro consejeros en representación de cada una de las órdenes. En conjun­ to los cargos de plantilla del consejo, a fines del siglo XVI, podían llegar a suponer unas sesenta personas, de acuerdo con las estima­ ciones realizadas por M. Lambert-Gorges. Como era tradicional, los asuntos que se trataban en el de consejo se organizaban de acuerdo con los criterios de gracia, gobierno γ justi­ cia. En el primero de esos ámbitos cobraba particular relieve la facul­ tad de proponer, y en otros casos proveer, aquellas personas que de­ bían ocupar algunos de los muchos cargos eclesiásticos que dependían de la orden. Por concesión apostólica, los maestres disfrutaban del derecho de patronato sobre las iglesias de su territorio, derecho que en el momento de la incorporación a la corona fue transferido a los monarcas y al consejo y que, en el caso de la Orden de Santiago, afectaba a no menos de 250 iglesias parroquiales sin considerar otro tipo de cargos. El ejercicio de este patronato planteó frecuentes pro­ blemas con la jurisdicción eclesiástica ordinaria, de la que en prin­ cipio esos cargos no estaban exentos. Los conflictos concluyeron con la creación en 1585 de la Real Junta Apostólica, un tribunal al que se confirió jurisdicción privativa en los pleitos con la jurisdic­ ción eclesiástica ordinaria, y cuyos miembros eran todos comenda­ dores de las órdenes. Gracias a la menor frecuencia con que se con­ vocaron capítulos, el consejo pudo atender sin ipterferencias los asun­ tos de ámbito gubernativo que se planteaban en su territorio, entre los que se incluían aquellas actividades de inspección —visitas— que teóricamente requerían autorización del capítulo. Ante el menor protagonismo que se les pretendía conferir, y quizá movidos por ello, los capítulos, en la última de las asambleas celebradas en el siglo XVI (1573), acordaron no observar la Concor­ dia de Osorno, alegando que el monarca no era parte suficiente para llevar a cabo una modificación como la que había implicado la con­ cordia sin el concurso del papado y aun del propio capítulo. Felipe II no adoptó una decisión inmediata ante esta posición de las órdenes, inclinándose finalmente en su testamento por un nuevo acuerdo que sería sancionado por breve papal ya en 1600. Según el mismo, los pleitos civiles continuarían fuera de la jurisdicción del consejo, que

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sin embargo conseguiría hacerse con los pleitos criminales. No obstabte, y a la vista del espectacular aumento del número de caballeros a partir de 1620, todo parece indicar que este consejo acabó por convertirse, según sugiere E. Postigo, más en un tribunal de «honor» que en el órgano de gobierno de los territorios que le estaban enco­ mendados. El Consejo de Cruzada presenta una problemática similar a la de los dos últimos consejos que acaban de considerarse. Su estableci­ miento estuvo motivado por la necesidad de organizar de forma estable la cobranza, administración y distribución de la hacienda que producían las llamadas tres gracias de la Iglesia. La primera de ellas, la bula de cruzada, constituía en puridad una limosna que la Santa Sede entregaba al emperador como defensor de la cristiandad, un papel que la creciente presencia otomana contribuía a actualizar. La limosna disfrutaba así de una universalidad indiscutida. El subsidio procedía de la época de los reyes católicos, y constituía una ayuda que se percibía sobre los frutos y rentas eclesiásticas. Estaba desti­ nada en principio al sostenimiento de una fuerza de galeras por parte del papado, como aportación a la defensa de la cristiandad. La ne­ cesidad que experimentaba el emperador de contar regularmente con ambas ayudas, cuya administración venía siendo llevada por los or­ dinarios respectivos, debió de influir en la aparición en 1534 de la figura del comisario general de cruzada. Por facultad papal se con­ cedió al emperador el nombramiento de la persona que debía ocupar ese cargo, que posteriormente había de ser ratificado por el propio Pontífice. El comisario sólo ejercía su cargo una vez que le había sido concedida la oportuna comisión apostólica. Su jurisdicción era por tanto de naturaleza estrictamente eclesiástica, delegada de la San­ ta Sede, y auxiliada por la jurisdicción temporal que recibía del mo­ narca a efectos de un mejor desenvolvimiento de su actividad. Esta, recuérdese, no era otra que la administración de estas dos gracias, a las que en 1567 vendría a sumarse una tercera, el excusado, formado primero por los frutos de la tercera casa dezmera de cada parroquia y, desde 1571, por los de la mayor. Muy probablemente, la institucionalización del comisario debió arrastrar asimismo la del consejo, organización que de manera in­ formal venía auxiliándole hasta entonces 67. Desde el comienzo el

67 D. CRUZ A rroyo , El Consejo de Cruzada, memoria de licenciatura, Madrid,

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comisario fue el presidente del consejo, aunque tal titulación se evi­ tase por el criterio de que no convenía a los eclesiásticos la utiliza­ ción de «nombres que denoten grandeza». Al igual que sucede con otros consejos, no existe una cédula fundacional, aunque dispone­ mos de una instrucción de 1554 y una ordenanza de 1573, esta última consecuencia de una visita realizada por miembros del Consejo de Castilla. De ambas, y de otras disposiciones de menor rango, se deduce que los conflictos de jurisdicción tuvieron su parte de res­ ponsabilidad en la creación del consejo. Al menos desde 1522 el emperador había venido advirtiendo a la jurisdicción ordinaria (au­ diencias) que se abstuviese de conocer en apelación o suplicación en «las cosas tocantes a la hacienda de las Bulas», advertencias que en 1542 y 1544 se reiterarían de manera más explícita. Ahora se espe­ cificaba que ni aun en aquellos recursos que viniesen por «vía de fuerza» podrían conocer las audiencias. Una carta acordada de 13 de junio de 1583 reconocía definitivamente jurisdicción privativa al Consejo de Cruzada. Los comisarios subdelegados podrían conocer en causas civiles y criminales —relativas a las tres gracias— «de cual­ quier estado y condición», aunque los reos fuesen «legos y de la jurisdicción seglar», y con capacidad para llevar a efecto las senten­ cias «sin necesidad de implorar el auxilio del brazo seglar». La in­ hibición incluía en este caso al propio Consejo de Castilla, ya que los recursos de fuerza habrían de ser llevados ante el comisario y el Consejo de Cruzada. En la composición de este último se distinguía entre, quienes como ministros de designación real realizaban cometidos muy con­ cretos, con carácter interventor y fiscalizador —y pudiendo mante­ ner un contacto con el monarca para decisisones de cierta importan­ cia—, y quienes constituían un personal ya más marcadamente bu­ rocrático (oficiales, receptores, relatores). A efectos de la predicación y cobranza de la bula, el comisario general designaba tres comisarios subdelegados para cada arzobispado y obispado. A su vez, en cada una de estas cabezas de partido, residían escribanos, alguaciles y tesoreros, en tanto que no menos de 250 religiosos atendían la pre­ dicación de la bula. Todo ello venía a suponer la movilización de cerca de 800 personas, una parte de las cuales entraba posteriormente en contacto con los cogedores de cada una de las ciudades y lugares Universidad Autónoma, 1987. Véase también a J. GoÑl G aztambide, Historia de la bula de cruzada en España (Seminario de Vitoria, 1958).

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de cierta importancia. Según la instrucción de 1554 estos cogédores eran designados por los propios concejos, suponiendo para la Co­ rona de Castilla un total aproximado de 8.000 personas a fines del siglo XVI. En el caso del subsidio y del excusado, la administración terri­ torial, en sus diversos escalones, se desarrollaba de forma parecida, si bien aquí la cobranza y recolección corría a cargo —desde 1572— de los cabildos eclesiásticos. Frente al poder del comisario general, el estamento eclesiástico potenciará sobre todo un organismo asambleario, la Congregación de las Iglesias. A ella asistían, en el caso de Castilla y León, un representante por diócesis —salvo Toledo que particiapaba con dos—, realizando hasta el último tercio del siglo XVII un sostenido esfuerzo a fin de hacer patente al monarca el carácter no ordinario de las ayudas eclesiásticas 68.

El Consejo de Hacienda Se ha aludido en las páginas iniciales de este capítulo al momento (1523) en el cual Carlos V estableció un llamado Consejo de Ha­ cienda, en sintonía con una serie de reformas por él mismo realiza­ das en Flandes entre 1515 y 1520. Este cambio no fue acogido aquí con hostilidad. Cabría afirmar que incluso al contrario: al menos desde la época de Enrique IV la organización de la Hacienda caste­ llana, basada en las contadurías, venía siendo objeto de fuertes crí­ ticas, y a su reforma se habían aplicado ya los reyes católicos. Tras la muerte de Isabel, los problemas habían vuelto a aparecer, y los propios procuradores de cortes no habían dejado de aludir a esta situación. La organización que heredaba Carlos V se basaba en la existencia de dos contadurías, una de las cuales —la mayor— atendía todo lo relativo a la cobranza, administración y libramiento de las diversas rentas—, en tanto que la segunda —la de cuentas— realiza­ ba una función interventora. Al frente de cada una de esas depen­ dencias se encontraban dos contadores mayores de Hacienda, un car­ go originariamente vinculado al mayordomo mayor de la casa real, y que prueba hasta qué punto el diseño de la Real Hacienda se había 68 L. CARPINTERO, La Congregación del clero de los reinos de Castilla y León en el siglo XVII, memoria de licenciatura, Madrid, Universidad Autónoma, 1984.

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configurado sobre esta anterior organización doméstica 69. Una no­ table característica de este sistema era la forma en la que se resolvían los contenciosos de cierta importancia entre los municipios y la Real Hacienda, ya que en ellos los contadores ejercían como juez y como * parte, dando lugar a una situación viciada que fue asimismo denun-' ciada por los procuradores. Las reformas de 1523 modificaron este estado de cosas, si bien no por ello desaparecieron las mencionadas contadurías. El consejo, como ha señalado Hernández Esteve, había venido a situarse «den­ tro del espacio jerárquico funcional entre el monarca y las Conta­ durías Mayores», constituyendo su misión básica la de realizar una labor de control y coordinación sobre el conjunto de la Real Ha­ cienda, y no comprometiendo por tanto la continuidad de las con­ tadurías. El consejo lo era de la Corona de Castilla, no planteándose como una institución centralizadora o aun coordinadora sobre el conjunto de haciendas de que disponía el monarca en cada uno de los reinos de la monarquía. Formaban el consejo dos tipos de ser­ vidores: de una parte, aquellos que en puridad disfrutaban del título de consejeros (tres en total), y, de otra, cuatro personas más (el contador, el secretario, el escribano de finanzas y el tesorero) que desempeñan una labor más específica. En la serie de ordenanzas que se sucedieron entre 1523 y 1525 —y que instauraron una periodici­ dad diaria de reuniones— los cometidos del consejo se organizaron en torno a tres puntos fundamentales: en primer lugar el conoci­ miento del valor de las diversas rentas así como de cualquier tipo de ingreso que llegase a las reales arcas; después, la petición de cuen­ tas a una serie de contadores (cruzada, subsidio, órdenes militares, penas de cámara, casa de contratación) situados bajo su jurisdic­ ción, incluyéndose en esta labor de inspección el examen de los libros de cargo y data del tesorero; finalmente, el consejo tenía com­ petencia sobre el gasto, pudiendo decidir cuáles eran las libranzas 69 La información que aquí se maneja procede de M. QUARTAS RlVERO, «El Con­ sejo de Hacienda: su primera época», Hacienda Pública Española, 74, 1982, págs. 255-266; R. PÉREZ BUSTAMANTE, «Del sistema de contadurías al Consejo de Hacien­ da», Historia de la Hacienda española. Homenaje al profesor Valdeavellano (Madrid, Inst. de Estudios Fiscales, 1982), págs. 681-727; T. G arcía-C uenca A riati, «El Consejo de Hacienda: 1576-1803», La economía española al final del antiguo régimen, M. Artola, ed. (Madrid, Alianza Editorial, 1982), IV, esp. págs. 405-445, y E. HER­ NÁNDEZ ESTEVE, Creación del Consejo de Hacienda de Castilla: 1523-1525 (Madrid, Banco de España, 1983).

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que debían atenderse sin ninguna demora, y conociendo asimismo sobre cualquier gasto en general. El plan de reforma intentaba esta­ blecer una contabilidad centralizada y un control más riguroso sobre los fondos de cada una de las diversas cajas, lo que —dada la compartimentación estructural del sistema— no implicaba que la unidad de caja fuese contemplada como una meta a alcanzar. A estos prin­ cipios obedecía asimismo el importante papel que se asignó a la figura del tesorero, a quien tocaba hacerse cargo del remanente de las diversas cajas, tanto de lo ordinario como de lo extraordinario, y por quien debían pasar obligatoriamente todas las libranzas y con­ signaciones. Dado los cometidos que le habían sido asignados, a partir de 1525 el consejo conoció una progresiva expansión de sus actividades, expansión que modificó en parte las atribuciones que hasta entonces se venían reconociendo a algunos de sus elementos integrantes. Ello fue evidente en el caso de los contadores mayores que, tras la reforma de 1523, habían quedado —al decir de un contemporáneo— «como baldíos». La contaduría había perdido además, a manos del consejo, el conocimiento de los arrendamientos. No obstante no debe dedu­ cirse de ello, como apunta Hernández Esteve, que la contaduría hubiese llegado a perder sus funciones instrumentales en el ámbito estricto del cobro y administración de rentas; fueron sobre todo las decisivas funciones de coordinación, contabilidad y supervisión las que resultaron afectadas. De otro lado, el hecho de que Cobos se hiciese con el puesto de contador mayor desde 1539 hasta su muerte no jugó precisamente en detrimento de esa institución. Ignoramos si estos cambios mejoraron el rendimiento de la Real Hacienda. Sin embargo, dada la nutrida y compleja red de compar­ timentos estancos que era necesario controlar, pueden albergarse ra­ zonables dudas sobre el alcance efectivo de la modificación que aca­ baba de realizarse. Las ausencia del emperador y, sobre todo, la constante necesidad de mayores recursos, frecuentemente impidie­ ron el mantenimiento de una línea de acción medianamente coordi­ nada entre las diversas partes del sistema. Sin duda tal dinámica no era ajena a la difícil situación por la que atravesaba la Real Hacienda a mediados de siglo, ante la cual Felipe II se vio obligado a adoptar nuevas medidas. En 1554 comisionó al doctor Velasco para «visitar los tribunales de las Contadurías de Hacienda y cuentas». El resul­ tado de sus investigaciones fue una demostración de hasta qué punto los viejos problemas continuaban todavía presentes.

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La visita detectó corruptelas ya conocidas (gratificaciones y dá­ divas) entre los oficiales, como asimismo prácticas de patrimonialización y venalidad sobre determinados oficios por parte de los con­ tadores. Estos, al parecer, habían instaurado como costumbre la ce­ lebración de la audiencia que debía tener lugar en la contaduría en su propia casa, donde se realizaban además los remates de determi­ nadas rentas. Las disposiciones correctoras se dirigieron a hacer no­ tar que no iba a permitirse que el consejo quedase al margen de la credibilidad que en punto a justicia quería mostrar la monarquía. A este fin se dotó a la contaduría con tres letrados para resolver «los pleitos y negocios de justicia», aquello que estrictamente fuese «de proceso entre partes»; esos letrados tendrían «la jurisdicción y au­ toridad que han los oidores de las nuestras audiencias». Por la misma razón, en lo que tocase a la defensa de los intereses del Real Patri­ monio se dispuso la presencia de uno de los fiscales del Consejo de Castilla. Catorce años después de esta primera visita, la coexistencia en­ tre contadores y hombres de toga no parecía haberse resuelto satis­ factoriamente. La solución —tras la visita girada en 1568 por el presidente del Consejo de Castilla y de la que saldrían nuevas orde­ nanzas— fue en cierto sentido salomónica: se confirió a la contadu­ ría jurisdicción ordinaria en relación con los asuntos de rentas, pudiendo llegar a conocer incluso en grado de apelación, pero sin por ello excluir el conocimiento de las audiencias; éstas pasaban a ejercer una jurisdicción no privativa, sino acumulativa con el tribunal de la contaduría. Simultáneamente, esta tutela judicial sobre el organis­ mo técnico fue acompañada de un cierto reconocimiento del papel judicial que podían desempeñar los contadores. A éstos y a sus te­ nientes se les permitía intervenir en los «negocios y pleitos», si bien se comprometían a aceptar la supervisión de los oidores. A tenor de lo dispuesto por las Ordenanzas del Pardo de 1593, todo parece indicar que desde los cambios de 1568 fueron los hom­ bres de toga quienes finalmente habían acabado por hacerse con el control del consejo. En estas ordenanzas se incrementaba en uno más el número de los contadores mayores de hacienda —que pasaban así a cuatro—, pero todos ellos perdían el calificativo de mayor y dejaban de disponer de los tenientes letrados que hasta entonces les habían asistido. En la misma línea, a los contadores mayores de cuen­ tas se les asignaba un salario fijo frente a la serie de derechos que anteriormente venían percibiendo. Todo ello con la evidente inten­

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ción de rebajar su rango y conferirles una posición estrictamente burocrática. El sentido final de la operación, obviamente, no era otro que el de potenciar la orientación tribunalicia del consejo y de su presi­ dente. Este pasaba a presidir ambas contadurías, amén del tribunal que tenía su sede en la contaduría de cuentas. Al consejo se le asig­ naba específicamente la administración de las rentas «al por mayor», y bajo su dependencia continuaban una serie de asuntos de funda­ mental importancia (negociación de asientos, expedientes fiscales di­ versos, hacienda extraordinaria). La contaduna pasaba a ocuparse exclusivamente de la cobranza y administración «al por menor», y a su cargo quedaba la consignación y libramiento del dinero. Pero todo ello bajo el control del consejo: cualquier cantidad consignada o librada debía de ir autorizada por cédula real despachada por el consejo. Era también el consejo quien consultaba con el monarca la provisión de oficios que dependían de las contadurías. En consonan­ cia con la línea emprendida, los contadores perdían la atribución que habían recibido en las anteriores ordenanzas para determinar pleitos. El tribunal de oidores de la contaduría tendría conocimiento priva­ tivo en los contenciosos relativos a rentas reales, arrendamientos, encabezamientos y demás; en los pleitos arduos, serían auxiliados por dos ministros del Consejo de Castilla. La configuración presidencialista y togada del consejo se cerró definitivamente con las Ordenanzas de 1602. En ellas se disponía que consejo y contaduría pasasen a formar un solo tribunal que se conocería como Consejo y Contaduría Mayor de Hacienda, justifi­ cándose esta integración por la identidad de los negocios que uno y otra'atendían. Los miembros del consejo y de la contaduría pasaban a denominarse consejeros de Hacienda. El núcleo del consejo que­ daba integrado definitivamente por el presidente, ocho consejeros, un fiscal, dos secretarios y dos ministros del Consejo de Castilla. Un total de ochenta personas formaban la plantilla del consejo, que no conoció cambios institucionales de importancia a lo largo del si­ glo XVII.

Los Consejos de Aragón, Italia, Portugal y Flandes Estos consejos constituían un bloque que, de acuerdo con la terminología de la época, podemos denominar como consejos de pro-

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vincta, y dentro de los cuales debe incluirse el de Indias, atendido en otra parte del volumen. Aunque disfrutando de características similares, el Consejo de Castilla presenta sin embargo una serie de rasgos que le sitúan un tanto al margen de ese grupo. Para empezar se había formado como parte constitutiva del entramado institucio­ nal castellano, lo que le hacía carecer de ese carácter impostado que acusaban los otros consejos. A efectos prácticos, este rasgo funda­ cional confería al mencionado consejo mayores posibilidades de in­ tervención sobre el territorio, viéndose afectado en menor medida por los obstáculos que en los otros casos representaban las institu­ ciones propias —y anteriores— de cada reino. Y no habiendo de admitir tampoco la presencia siempre concurrente de ningún virrey. La posición que el protocolo le confería, como asimismo el relieve político que llegó a adquirir su presidente, no vienen sino a ratificar esta particular situación. Se ha hecho alusión páginas atrás a algunas de las razones que, hipotéticamente, pudieron influir en la fundación del Consejo de Aragón. En realidad, la pragmática fundacional de este organismo no tanto establecía ex novo un consejo cuanto institucionalizaba con fines específicos un cuerpo consultivo contemplado ya por Pedro IV en el Ordenamiento de la Casa y Corte de 1344. Ignoramos cuál pudo ser su evolución durante el reinado de Fernando el Católico, si bien no parece que llegase a alcanzar un especial protagonismo. No se conocen disposiciones de ese período en virtud de las cuales cupiera hablar de una mayor conformación institucional, o bien de una ampliación de las atribuciones —-básicamente judiciales— que le habían sido conferidas en un principio. El consejo constituía un cuerpo de letrados que presidido por el vicecanciller de la corona seguía al monarca en sus desplazamientos. Su presencia no llegó a plantear ningún problema en relación con los consejos que con an­ terioridad venían actuando en cada uno de los reinos de esa corona, que continuaron disponiendo de su particular chancillería. En cierto sentido, los miembros del Consejo de Aragón venían a representar al conjunto de esos anteriores consejos, a quienes correspondía ase­ sorar al monarca «en las causas e negocios» de los reinos de la co­ rona. En aquellas causas que «tocaban» el interés del fisco, el consejo debía incluir la presencia del tesorero general. La pragmática de 1494 no consignaba una específica presencia de consejeros procedentes de cada uno de los reinos, pero la conocida cita de Pulgar acerca del modo con que en 1480 se atendían las cosas de Aragón parece in-

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dicar que Cataluña, Valencia, Aragón y Sicilia disfrutaban de hecho de esta presencia dentro de la corte, lo que no sucedía en los casos de Mallorca y Cerdeña (que mantuvieron siempre una posición más subordinada dada la forma en que se produjo su incorporación a la corona). Una vez establecido el consejo, todos los reinos que entonces formaban la Corona de Aragón —excepto Sicilia— contaban con consejeros en el mismo. Sicilia disponía de un letrado en la corte que, sin vinculación con el consejo, actuaba como asesor en materias de gobierno del reino; el consejo ejercía a su vez funciones de can­ cillería para ese reino. Tras la conquista, el reino de Nápoles quedó en una situación similar, aunque con menor intervención aquí de la función cancilleresca del consejo. En este caso, fue el Consejo Co­ lateral napolitano, compuesto por letrados no regnícolas, el meca­ nismo del que se valió Fernando el Católico para asegurar un cierto grado de control sobre el entramado político del reino. Carlos V no modificó este estado de cosas. Por pragmática de 20 de abril de 1522 confirmó, desde Bruselas, la continuidad del Consejo de Aragón como un organismo que debía residir junto al regente, confiriéndole entonces los títulos de Sacro y Real Consejo. La aparente anormalidad que representaba la tácita adscripción de la presidencia al vicecanciller fue probablemente el pretexto que, en su condición de canciller del Imperio, permitió la entrada de Gattinara en el consejo con derecho a asiento, un logro que después continua­ ría siendo mantenido por Granvela. En 1543 se confirmaron sus ordenanzas, que no eran sino las del período fundacional. El consejo quedaba constituido por el vicecanciller, seis agentes (dos por cada uno de los reinos peninsulares), un abogado fiscal, cuatro secretarios y el tesorero general. A estos quince cargos había que sumar no menos de dieciséis oficios menores 70. Desde su fundación al consejo le habían sido asignadas funcio70 Ver, sobre todo, J. A rrietA, El Consejo Supremo de la Corona de Aragón (1494-1707), tesis doctoral, Universidad de Barcelona, 1987; asimismo, J. L alind E, «El vicecanciller y la presidencia del Consejo Supremo de Aragón», Anuario de His­ toria del Derecho Español, 32, 1962, págs. 177-248, y La institución virreinal en Cataluña (Barcelona, Inst. de Estudios Mediterráneos, 1964); J. G il Puyol , «El du­ cado de Sanlúcar y la Tesorería general del Consejo de Aragón», Actas del II I Con­ greso de Historia de Andalucía (Córdoba, 1983), págs. 81-101; M. ORTEGA LÓPEZ, «Las consultas del Supremo Consejo de Aragón a finales del siglo xvi», Hernán Cortés y su tiempo (Cáceres, Junta de Extremadura, 1987), vol. II, págs. 567-585.

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nes de justicia y de gracia. Ante la progresiva consolidación de las audiencias regnícolas, la primera de esas funciones le fue recortada en aspectos tan decisivos como la apelación o la suplicación. En Cataluña, sus cometidos judiciales se limitaron a las cuestiones pa­ trimoniales y a aquellas otras en las que mediaba privilegio, en tanto que en el reino de Aragón realizaba una actividad fundamentalmente administrativa. En Valencia, la audiencia quedó configurada como tribunal supremo en 1543. Sólo en Mallorca y Cerdeña puéde decirse que el consejo actuaba como órgano supremo de justicia. Esta con­ currencia de las audiencias hizo que el consejo hubiera de dedicarse sobre todo a asuntos de gracia. No por ello debe deducirse que la actividad del consejo careciese de importancia o que fuese una sim­ ple caja de resonancia de la voluntad real. El consejo, consignando su parecer, elevaba al monarca peticiones procedentes de institucio­ nes y potestades regnícolas, lo que confería a sus miembros un cru­ cial papel mediador ante la posibilidad de que el monarca siguiese en todo sus indicaciones. Su importancia se acrecentaba aún más en tanto en cuanto de algunas de esas consultas podían resultar disposi­ ciones normativas de aplicación en el reino, y asimismo por el papel que jugaba al dar forma a los pareceres que el rey le remitía sobre asuntos de la gobernación del reino. No obstante, entre los conse­ jeros y el monarca no existía una total identidad: con cierta frecuen­ cia las decisiones regias no seguían las sugerencias del consejo, par­ ticularmente en la designación de aquellas personas que debían ocu­ par los puestos relevantes de la adminsitración regnícola. La no exis­ tencia de una cámara del consejo, similar a la que existía en Castilla, y la relativa receptividad del consejo a las propuestas que le llegaban del reino, constituían otras tantas características que diferenciaban a este consejo en relación con el que existía para los reinos de Castilla. De igual forma que sucede con otros consejos, tampoco resulta posible fijar una fecha concreta para la fundación del Consejo de Italia, aunque podemos afirmar que su establecimiento tuvo lugar entre 1556 (cuando se designa a Diego de Vargas como secretario de Italia) y 1559 (momento el que aparecen las primeras instrucciones). Tradicionalmente ha venido considerándose que las razones que lle­ varon a su fundación tenían que ver con un supuesto interés caste­ llano por introducirse dentro de la Corona de Aragón. No obstante, ya en 1938 el historiador italiano C. Giardina apuntó una hipótesis contraria, según la cual la instauración del consejo no significaría sino un reconocimiento de la posición autónoma que habían venido

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manteniendo hasta entonces los reinos de Nápoles y Sicilia y, a par­ tir de 1544, el ducado de Milán 71. Recuérdese en este sentido que Carlos V no alteró el juego de relaciones establecidas por el Católi­ co: desde 1519 un letrado del Consejo Colateral napolitano fue lla­ mado a la corte como señal de deferencia hacia el reino, quedando adscrito no a ningún consejo sino al gabinete del emperador. Desde su incorporación, Milán contaba con la presencia de un miembro de su Senado en la corte, en tanto que el regente siciliano continuó desempeñando el mismo papel que en la época de los reyes católicos. Sobre este conjunto de territorios ejercía el nuevo consejo sus atribuciones. Muy probablemente la división del imperio debió de influir en su institucionalización, con la que Felipe II intentaba for­ malizar las relaciones de esos territorios con el centro de la monar­ quía. En principio la fundación del consejo se limitó a la integración de los representantes de estos reinos con el nuevo secretario. No obstante el consejo pasó a hacerse cargo de las funciones de canci­ llería que hasta entonces venían siendo desempeñadas por el Consejo de Aragón, en tanto que la tesorería se mantenía con carácter común para ambos consejos. Un año antes de las instrucciones, en 1558, se nombró presidente del consejo al duque de Francavila. En 1560 Fe­ lipe II informaba al virrey de Sicilia de la separación de las «nego­ ciaciones» de los reinos de Italia de los de Aragón, notificándole que era por ese consejo y no por el de Aragón por donde debían trami­ tarse las causas feudales que venían en vía de apelación. En esta primera fase el secretario tuvo un especial protagonismo, hasta el punto de llegar a situarse por encima de los miembros del consejo, los regentes; de hecho en una visita realizada en 1570 se denunció qqe el secretario había venido actuando como consejero, amén de algunas otras irregularidades sobre percepción de derechos y apro­ piación de causas de cierta importancia. Las Instrucciones de 1579 pueden considerarse por ello, más que las de 1559, como el momento de plena formalización del consejo. En ellas se atendía tanto a la manera de mejorar el funcionamiento del consejo (procedimiento, orden de los asuntos) como a asignar su exacta posición y cometido al secretario. Definitivamente la compo­ sición del consejo se fijaba en un presidente (no letrado), seis regen71 C. GlARDiNA, 11 Supremo Consiglio d3Italia (Palermo, 1936); M. R ivero RO­ DRÍGUEZ, Fundación y formación del Supremo Consejo de Italia, memoria de licen­ ciatura, Madrid, Universidad Autónoma, 1986.

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tes (tres por cada uno de los reinos y los otros tres nombrados discrecionalmente por el monarca), un secretario y cinco oficiales. Esta instrucción estableció el cargo de conservador general del Pa­ trimonio de Italia, introducido a raíz del desorden que las visitas habían puesto al descubierto en materias de hacienda y patrimonio real; con carácter de secretario en un principio, adquirirá rango de consejero de capa y espada tn 1601. El cargo de tesorero fue ocu­ pado por don Luis Fernández de Bobadilla, conde de Chinchón y miembro del Consejo de Aragón, que se incorporaba al de Italia en condición de consejero de capa y espada. Por la calidad de su per­ sona, así como por su pertenencia a dos consejos, el tesorero adqui­ rió una extraordinaria importancia. A diferencia de lo que ocurría en el Consejo de Aragón, los regentes del Consejo de Italia —incluso los de origen italiano— no ejercían ninguna especie de representación de sus reinos. Eran fun­ damentalmente letrados, expertos en el derecho de esos territorios que asesoraban al monarca. Formalmente, su principal actividad era la de un alto tribunal de justicia. En la práctica, el hecho de que los monarcas se hubiesen comprometido a respetar los ordenamientos particulares de cada una de las provincias que dependían del consejo, mermaba considerablemente su campo de acción. Las audiencias reg­ nícolas restringían al mínimo las posibilidades de apelación, salvo quizá en el caso de Milán; en Sicilia por ejemplo la apelación al consejo estaba limitada a los casos feudales y a aquellos en los que estaban implicados extranjeros. A fines de siglo se reconocía que apenas venían al consejo «pleytos de justicia», lo que no obstaba para que el tribunal hubiese ganado una cierta reputación de impar­ cialidad. Pero al margen de la reputación que el ejercicio de la justicia contenciosa pudiera depararle, era sobre todo la justicia distributiva, el ejercicio de la facultad de gracia, lo que confería al consejo una dimensión verdaderamente relevante. Así por ejemplo la provisión de los oficios de Sicilia, tanto «los de poca importancia» como los principales, debía de pasar por la consulta del consejo. En Nápoles la situación era parecida, en tanto que en Milán el gobernador dis­ ponía de mayor margen de maniobra. A través de la consulta, los consejeros podían orientar cuando no influir considerablemente en la decisión final del monarca. Incuestionablemente ésta era una im­ portantísima fuente de poder para los propios consejeros; como asi­ mismo lo era la serie de atribuciones hacendísticas resultantes de la

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obligación de velar por la «conservación y acrecentamiento» del Real Patrimonio (fijar la cuantía del donativo, negociar asientos). El Real y Supremo Consejo de Flandes y Borgoña fue estable­ cido por Felipe II el 7 de enero de 1588 como la institución que había de ocuparse de los asuntos de esos territorios en tanto el rey estuviese ausente de ellos. Tras su establecimiento estuvo la necesi­ dad de liquidar el estado de excepción que progresivamente se había implantado desde la revuelta de 1566, y que en la práctica había significado un aumento considerable del poder de los gobernadores generales en detrimento de las instituciones consiliares —los conse­ jos colaterales— establecidas por Carlos V en 1531. La clarificación de la situación política operada en 1579 —tras la escisión que ese año se produjo entre quienes se habían rebelado contra Felipe II—, así como la posterior reconquista llevada a cabo por Alejandro Farnesio, plantearon a la monarquía la necesidad de redefinir sus rela­ ciones para con aquellos territorios cuya fidelidad parecía asegurada de nuevo. De hecho, ya hacia mediados de la década de los setenta Joachin Hopperus, consejero de estado y guardasellos, había remitido a Fe­ lipe II un escrito en el que solicitaba acabar con los abusos introdu­ cidos por el duque de Alba al amparo de las facultades que le habían sido concedidas. Además de reivindicar el papel de los colaterales, Hopperus apuntaba asimismo la oportunidad de erigir un nuevo consejo formado por naturales de esas provincias que habría de re­ sidir junto al rey, lo cual sería motivo de «contentamiento de los Payses, viendo que se tratan por ellos los negocios» 72. Semejante planteamiento concordaba con esa línea de relativo reconocimiento de la personalidad de los reinos a la que hemos aludido en el caso de los territorios italianos, y cuyos supuestos se aplicarían asimismo en la incorporación de Portugal. Lógicamente Alejandro Farnesio, gobernador en 1586, desaconsejaba al monarca el establecimiento de este nuevo cuerpo, argumentando que ello competía al Consejo de Estado. Tal actitud no impediría que finalmente Felipe II se decidie­ se a llevar adelante el proyecto, aunque no pueda decirse que su establecimiento constituyese una gran novedad. De hecho no supo­ nía otra cosa que el pleno reconocimiento e institucionalización del ministerio colateral que ya bajo Carlos V —e incluso desde la época 72 J. R abasco V ald ÉS, El Real y Supremo Consejo de Flandes y de Borgoña, tesis doctoral, Universidad de Granada, 1978.

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de los duques de Borgoña— había venido asesorando al monarca de esos territorios, si bien de manera itinerante y sin una plena formalización. Inicialmente formaban parte de este consejo el consejero de es­ tado y guardasellos (que haría las veces de presidente), un consejero de los Países Bajos (miembro del Gran Consejo de Malinas en este caso) y otro de Borgoña, con la intención de dar audiencia así a un territorio que como el Franco-Condado quedaba un tanto suelto en la nueva situación. Este último supuesto sin embargo no llegaría a realizarse. Tras la Ordenanza de 1588 el consejo quedó constituido por Nicolás Damat como cabeza del mismo, Jean Charles Schetz como consejero y Alonso de Laloo como secretario. Su ubicación en la corte y su composición inicial —excluyendo a quienes no fue­ sen naturales— podían interpretarse como un cierto contrapeso a la presencia de los gobernadores en Flandes. Y probablemente así fue durante la primera fase de su establecimiento hasta 1598. Su principal cometido era el de velar que no hubiese disminu­ ción o alteración de los «derechos y preeminencias» del rey en esos países, como asimismo cuidar de que el patronazgo fuese correcta­ mente administrado, obligación por la que frecuentemente entraba en conflicto con el gobernador. El presidente gozaba de poderes particularmente relevantes (podía convocar el consejo cuantas veces lo estimase oportuno, contando siempre con la aquiescencia del rey; ordenaba los memoriales de «partes» y decidía cuáles iban a ser discutidos); algunos documentos de la segunda mitad del siglo XVI le atribuyen «lo que toca a justicia, gobierno, y estado» de los Países Bajos, cometido que en su estricta literalidad no parece posible que pudiese ser desempeñado desde la corte y con los medios con los que este consejo contaba. La frase debe entenderse limitada a aque­ llas cuestiones «arduas» que pudieran plantearse en cada una de esas materias. De otro lado, la recuperación de los colaterales con com­ petencias amplias y bien delimitadas en esos campos, impedía asi­ mismo una excesiva expansión de este consejo. La cesión del gobier­ no de esos países a los archiduques hizo desaparecer esta institución en 1598, siendo restablecido en 1627 ya en el reinado de Felipe IV. El 27 de abril de 1587, poco antes de la fundación del Consejo de Flandes, recibía sus primeras ordenanzas el Consejo de Portugal. La similitud que presenta este organismo en relación con los otros consejos territoriales de la monarquía, no debe hacernos olvidar las importantes diferencias que estuvieron presentes en su gestación, de-

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rivadas de las particulares condiciones en que se produjo la incor­ poración del reino de Portugal. Si bien el carácter pactado con que se llevó a cabo la mencionada incorporación no era una novedad —otros reinos se habían incorporado por este procedimiento— , sí lo era sin embargo el hecho de que esa incorporación se hubiese producido con la condición de que el monarca habría de fundar un consejo en la corte para atender los asuntos del reino. Como ha puesto de manifiesto F. Bouza 73, el Consejo de Portugal formaba parte en realidad —y así debe entenderse— del conjunto de merce­ des concedidas por Felipe II en las Cortes de Tomar de 1581, dentro de un diseño político en el que se quería que ese consejo actuase como verdadera «memoria del reino» para un rey que iba a estar ausente de él. De ahí que el núcleo del consejo se encontrase ya contenido en la Patente das Merces concedidas en esa asamblea. En consonancia con esos acuerdos, el Consejo de Portugal vendrá mar­ cado —tanto en su composición como en las materias que en él se trataban— por un acusado sesgo de exclusivismo. Integraban el con­ sejo un canciller mayor, un secretario, dos desembargadores do paço (magistrados expertos en la administración de justicia y cuestiones de la cámara real) y un vebedor de Hacienda, todos ellos naturales del país y a quienes tocaba despachar los negocios del reino. La diferencia más notable en relación con los consejos de Aragón, Italia o Borgoña, estribaba en su carácter estrictamente consultivo, sin ejer­ cer ninguna función adjunta de tribunal. Era por tanto, y específi­ camente, un consejo para «gracias y cosas semejantes», entre ellas, la provisión de los principales oficios —del reino y del imperio pro­ pio— y la presentación de dignidades eclesiásticas. Esta reducción del consejo a cuestiones de gracia jugaba a favor de unas mayores atribuciones del virrey en el gobierno del reino, independientemente de que en última instancia dependiese formalmente del consejo. Los Consejos de Guerra y Cámara Por las mismas fechas que se crearon los consejos de Portugal y Flandes, fueron establecidos asimismo los de Guerra (1586) y Cá­ 73 F. B ouza Á lvarez, Portugal en la monarquía hispánica (1580-1640): Felipe II, las Cortes de Tojnar y la génesis del Portugal católico, tesis doctoral, Madrid, Uni­ versidad Complutense, 1986.

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mara (1588). Ambos tenían en común su condición de organismos desgajados de sendos consejos (los de Estado y Castilla, respectiva­ mente) bajo cuya sombra habían permanecido hasta entonces, reali­ zando una función a la que ahora quería conferirse una mayor auto­ nomía. De la ordenación de un Consejo de Guerra hablan ya algunos documentos de 1522, pero tal mención no debe entenderse como alusiva a la existencia de un consejo plenamente constituido. El Con­ sejo de Guerra lo integraban, sencillamente, los consejeros de estado convocados —no todos necesariamente— por el monarca, en reu­ niones a las que frecuentemente asistían altos mandos militares o expertos en el tema en cuestión. Con anterioridad al establecimiento del consejo, los asuntos de guerra eran llevados por una secretaría, a quien le estaba encomendada que tuviese «cuidado y cargo de la expedición de los despachos y cosas tocantes a Guerra». En 1586, en la convicción de que «el oficio de la Guerra parecía gran máquina para ser governada por uno solo», se adoptaron dos importantes decisiones: por una parte, la secretaría de Guerra se escindió en una de «tierra» y en otra para «las cosas de la mar»; por otra parte, Felipe II nombró a seis consejeros adscritos en exclusiva al Consejo de Guerra, poniendo así de manifiesto su voluntad de separar e in­ dividualizar este organismo en relación con el Consejo de Estado. No por ello los miembros de este último perdieron su derecho de asistencia ni desaparecieron las conexiones hasta entonces manteni­ das: todavía en el siglo XVII ambos consejos realizarán con frecuen­ cia reuniones conjuntas a las que se denomina como «Consejo de Estado y Guerra pleno». La reforma de J 586, según lo expuesto por I. Thompson, estuvo estrechamente ligada al espectacular crecimiento de las exigencias de la guerra a partir de la década de los ochenta. Sólo la obligación —reconocida y aceptada— de hacer frente a la propia defensa que pesaba sobre cada uno de los territorios de la monarquía hispana, puede explicar la aparición tan tardía de un consejo. El basculamiento de las actividades bélicas hacia el atlántico obligó a un tratamiento menos local de la guerra, tal como se puso de manifiesto en la pre­ paración de la empresa de Inglaterra. De ahí los criterios de profesionalización que presidieron la designación de los seis primeros con­ sejeros, expertos todos ellos en administración militar y en situación de servicio activo. Es difícil determinar con exactitud cuál era el contenido de la

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expresión «cosas de guerra». N o significaba, en ningún caso, la po­ sibilidad misma de declarar la guerra, decisión que por su relevancia quedaba circunscrita al ámbito de competencias propio del Consejo de Estado. Según se indicaba en un manuscrito de fines del siglo XVI, «las materias del Consejo de guerra dependen de las determinaciones del consejo de Estado». Para Furió y Ceriol, el de Guerra era uno de los consejos cuya necesidad parecía indiscutible y al cual, amén de asignarle los cometidos correspondientes a cuestiones de técnica militar, se le encomendaba también la tarea de sacar conclusiones prácticas sobre las guerras pasadas. A decir verdad se ocupó más de lo primero que de lo segundo: la obligación de ambas secretarías —y por tanto la del consejo— era la de organizar «el modo de hacer la guerra ofensiva y defensiva», lo que en la práctica venía a signi­ ficar hacerse cargo de cuestiones de reclutamiento e intendencia y, derivadamente, informar acerca de los métodos de financiación. No parece por lo demás que la práctica del recién establecido consejo llegase a originar un vuelco espectacular en la administración de las cosas de guerra. Ni aún a corto plazo: los datos, de nuevo aportados por Thompson, muestran hasta qué punto esta adminis­ tración entró en una fase de profunda desorganización a partir de la década de los noventa, con consecuencias que se harán evidentes bajo Felipe III. El alcance de la aludida profesionalización hubo de ser forzosamente restringido si tenemos en cuenta que, entre 1570 y 1620, el número de servidores fijos del consejo pasó de 100 a 150, un incremento verdaderamente ridículo a la vista de la entidad que para entonces habían alcanzado los asuntos de guerra. El hecho de que el periodo de fundación del consejo coincida con el momento en el que fracasa el sistema de reclutamiento centralizado en Castilla (a partir de entonces en manos de los municipios, la nobleza y los contratistas privados) no deja de resultar ilustrativo en este sentido. Tanto como que después de dos años de recabar información —con fines de reclutamiento— el consejo acabase dando por buenas las cifras de Quintanilla, el contador de los reyes católicos. Asimismo, el que los diversos aspectos de la financiación militar estuviesen re­ partidos entre el Consejo de Hacienda y el de Guerra tampoco con­ tribuía a incrementar la capacidad de maniobra de este último. A pesar de su más acusada orientación profesional el consejo, por último, no pudo evitar dedicar una gran parte de su actividad a resolver cuestiones de jurisdicción, tanto por su condición de tribu­ nal supremo para dirimir asuntos de fuero militar como por las com-

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Apetencias de jurisdicción que inevitablemente se planteaban con los - otros consejos. De ahí que, progresivamente, los asuntos más rele^ vantes y urgentes acabasen finalmente siendo tratados en juntas, coni firmando así la débil repercusión que en esta primera fase tuvo el Aconsejo en orden a una mejor administración de la guerra 74. El 6 de enero de 1588, el año en el que se aumentó hasta die­ ciséis el número de consejeros de Castilla, se dispuso una instrucción para la Cámara, parte integrante hasta entonces del Consejo de Cas­ tilla. La instrucción, que sufriría posteriormente adiciones en 1616 y 1618, establecía que el presidente del consejo lo fuese también de la Cámara, en la cual participarían asimismo aquellos consejeros que fuesen llamados por el monarca. Sistemáticamente, la instrucción enu­ meraba aquellos negocios que con carácter preferente habían de ser atendidos en la Cámara, negocios de los que hasta entonces se había venido ocupando en mayor o menor medida, pero que a partir de ahora le eran formalmente asignados. De una parte se trataba de aquellos negocios «tocantes» al patronazgo real de la Iglesia de Cas­ tilla, Navarra y Canarias; de otra, de la «provisión y nombramiento» de las plazas de justicia para consejos, chancillerías y audiencias. Asuntos por tanto que se enmarcaban dentro de los ámbitos de patronazgo, gracia y merced —aunque la instrucción no recoja todas sus especies—, y vinculados al ejercicio de la justicia distributiva según se ha señalado en otro lugar. El interés de la instrucción por una mejor organización y funcionamiento del patronazgo real es directamente imputable a la acción del secretario personal del mo­ narca Mateo Vázquez, él mismo clérigo y con larga experiencia en los asuntos eclesiásticos. Como competencia de la Cámara continuó considerándose la convocatoria de cortes, en las cuales —y según refiere Juan de Moriana a mediados del siglo XVII— el presidente y los consejeros par­ ticipaban como «asistentes»; a ellos competía asimismo la verifica­ ción de los poderes de los procuradores. Con todo, la principal no­ vedad de esta instrucción radicó, como ha apuntando S. de Dios, en la explícita concesión de jurisdicción que se hacía a. la Cámara para que, además de «ver» los asuntos de gracia, pudiese intervenir asi­ mismo en «los que fueren de justicia». Esta incorporación de juris74 I. A. A. THOMPSON, «The Armada and administrative reform: the Spanish council of War in the reign of Philip II», English Historical Review, vol. 82, págs. 698-725; del mismo, Guerra y decadencia (Barcelona, Critica, 1981).

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dicción convirtió a la Cámara en un tribunal más de los que inte­ graban la polisinodia. El ejercicio combinado de estas atribuciones confirió a la Cámara unas posibilidades de actuación política para las que probablemente no había sido planeada, pero que ejerció sin la menor vacilación: así sucedió por ejemplo en relación con las denuncias que desde 1556 venían haciendo las Cortes de Navarra sobre intromisión de la Cámara en asuntos de gracia y merced, asuntos que aquéllas consideraban privativos —constitucionalmente privativos— del consejo de ese reino, y sin los cuales «se quitaría toda autoridad al dicho reino y Consejo de Navarra» 75.

Secretarios y hombres de confianza: la transición al «valimiento» La existencia de trece consejos a fines del siglo XVI, por espec­ tacular que pueda parecer, no debe llevarnos a una inmediata mag­ nificación de sus poderes y atribuciones. Pese a su condición de miembros de la persona pública del príncipe, y a pesar también de la creciente identidad corporativa que tendían a desarrollar, conviene no desatender ni dar por concluida la presencia de los secretarios. En este sentido ya se ha señalado hasta qué punto el secretario Co­ bos, desde su posición, fue capaz de llegar a controlar la mayor parte de los movimientos de los consejos. Tal como refiere Keniston, los asuntos oficiales llegaban al emperador «tras un examen minucioso por Cobos y los Consejos», pero de hecho era Cobos quien llevaba la dirección de los negocios. Además de su presencia en los consejos de Castilla, Hacienda e Indias, y de su condición de secretario de la Cámara, Cobos disponía de una serie de peones en otros consejos a través de los cuales apuntaba orientaciones y recibía información. No parece que los secretarios hubiesen llegado a perder estas posi­ bilidades de acción en la segunda mitad del siglo XVI: como se ha indicado precedentemente fue el secretario personal del monarca, Mateo Vázquez, quien estuvo detrás de la creación del Consejo de Cámara. Otros consejos aparecen asimismo vinculados a la decisión de determinados secretarios, frecuentemente dentro del contexto de luchas facciónales en el que éstos se vieron envueltos. Así por ejem­ plo, la creación del Consejo de Italia coincide con la aparición en la 75 Ver la introducción de S. DE Dios a Fuentes para el estudio del Consejo Real de Castilla (Salamanca, Diputación, 1986), XVI-CIV.

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escena política del príncipe de Eboli, consejero de estado desde 1556 y en torno al cual, como es sabido, se aglutinó una de las facciones de la corte El primer presidente de ese consejo fue precisamente un ebolista, el duque de Francavilla. La creación de un nuevo consejo podía servir así para incrementar la esfera de influencia de quienes dirigían esos grupos. Este estado de cosas comenzó a cambiar a fines de la década de los setenta. En 1579 Felipe II decidió terminar con las dos facciones que venían disputando en la corte desde los comienzos de su reina­ do, y cuyos orígenes se remontaban a la época de Cobos. Sus res­ pectivas cabezas (el duque de Alba y el secretario Antonio Pérez), aunque por razones distintas, fueron apartadas de la escena política. A partir de ese momento Felipe II comenzó a rodearse de un pe­ queño círculo de personas que —independientemente de que algunas de ellas hubiesen formado parte de esas facciones— parecían asegu­ rarle un comportamiento de neutralidad y una rigurosa fidelidad a su persona. Tratando de consolidar esta orientación Felipe II hizo venir (1579) a un servidor tan reconocido y leal como el cardenal Granvela, que fallecería siete años después de su llegada. Pero para esas fechas la época del secretariado faccional y vinculado a la aris­ tocracia parecía haber concluido. Quienes ahora gobernaban la mo­ narquía, constituyendo el segundo ministerio de Felipe II, no perte­ necían a la alta nobleza, y se encontraban plenamente identificados con el ideal de servicio al monarca. Todos ellos estaban íntimamente convencidos de que sólo a través de una estricta unidad de criterios y de acción podía asegurarse la gobernabilidad de la monarquía a la que servían. El grupo de consejeros íntimos de Felipe II se reducía a un quadrumvirato integrado por Mateo Vázquez, Juan de Idiáquez, Cris­ tóbal de Moura y el conde de Chinchón. El primero de ellos, se­ cretario personal del monarca y hombre de su completa confianza, había mantenido una línea de relativa inependencia en relación con las anteriores facciones, y disponía de una larga experiencia admi­ nistrativa iniciada desde que en 1565 entrara al servicio del cardenal Espinosa; Idiáquez representaba la continuidad de la línea Granvela, y compartía los mismos criterios de profesionalidad que Vázquez. Moura, el miembro portugués perteneciente a la nobleza de ese rei­ no, había jugado un papel crucial durante el proceso de incorpora­ ción, y tenía un gran ascendiente sobre el monarca. Diego Fernández de Cabrera, el conde de Chinchón, aunque vinculado al grupo de

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los Alba había defendido puntos de vista ebolistas en relación con el asunto de los Países Bajos, y mantuvo posteriormente esta línea conciliadora cuando se produjeron las alteraciones de Aragón. Coin­ cidiendo con el empeoramiento de la salud del monarca a partir de 1586, los tres últimos componentes de ese grupo consiguieron —con autorización de Felipe II— organizar una Junta de Estado, con unas competencias más amplias de lo que su nombre parece indicar. En ella los negocios de estado y guerra corrían a cargo de Idiáquez; los de Castilla, Portugal y Hacienda eran responsabilidad de Moura, en tanto que los de Aragón, Italia y Casa Real lo eran del conde de Chinchón. Tal como apunta J. A. Escudero, la existencia de este pequeño grupo de altos consejeros privados permite hablar de un «manejo real de sectores de gobierno por encima del reparto de asuntos que corren por las secretarías». Estas mismas personas, conjuntamente con el secretario Vázquez, fueron responsables asimismo de la crea­ ción de la llamada Junta Grande. Se trataba de una especie de «or­ ganización-sombrilla» —la expresión es de Lowett— a cuyo amparo llegó a germinar un espectacular número de pequeñas juntas de ella dependientes, con un carácter menos informal y con mayores pre­ tensiones de durabilidad que los anteriores comités ad hoc que an­ teriormente habían venido operando. Estas juntas insinuaban así un régimen que pronto alcanzaría plena operatividad. Por de pronto ya se ha visto de qué manera Chinchón, Moura e Idiáquez, habían llegado a suplantar al Consejo de Estado a través de una de estas juntas. En 1593, el veneciano Contarini apuntaba la existencia de una superestructura de juntas por encima de los consejos, extremo éste que las investigaciones no desmienten del todo; así por ejemplo la Junta de Presidentes intentaba asegurar una cierta unidad de direc­ ción en la labor de los principales consejos. Pero las juntas se utili­ zaron además para otros fines: a través de la Junta de Cortes se organizó la estrategia a seguir en la crucial asamblea iniciada en 1588, de la que saldría la primera concesión del servicio de millones. Mien­ tras la Junta Grande realizaba los trabajos de coordinación general, la Junta de Noche, un reducido e íntimo comité formado por Chin­ chón, Moura e Idiáquez, se hacía cargo de la resolución de aquellas cuestiones que se consideraban de mayor entidad. Del relativo arraigo de estas juntas nos da idea lo sucedido en 1593 cuando, tras la muerte de Vázquez en 1591 y la delicada situa­ ción del monarca, se apuntó la posibilidad de que el Consejo de

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Estado —dada 4a situación de minoría regia que se barruntaba— volviese a recuperar su papel. La solución adoptada fue la desapari­ ción de la Junta Grande, pero para ser sustituida por una nueva junta, denominada Junta de Gobierno. Además de Chinchón, Moura e Idiáquez, pasaron a formar parte de ella el archiduque Alberto de Austria —sobrino del monarca— y el propio príncipe. Dado el papel que le fue atribuido al archiduque (hacerse cargo de las audiencias del monarca), así como la personalidad no demasiado fuerte del fu­ turo Felipe III, de hecho fue la Junta de Noche quien continuó go­ bernando la monarquía hasta la muerte de Felipe II. No corresponde analizar aquí las decisiones adoptadas por Feli­ pe III en relación con esta herencia. N o obstante, puede resultar de interés apuntar algunas reacciones inmediatas que se produjeron tras la muerte de Felipe II. Justo un año después de este acontecimiento, en 1599, el secretario del Consejo de Cámara exponía a Felipe III las razones por las que «debía preceder al fiscal del consejo de Cas­ tilla». Tal consulta constituye una de las primeras manifestaciones demostrativas de que la polisinodia empezaba a querer ejercer como sinodiarquía, tratando de colocar a los secretarios en una posición inversa a la que hasta entonces habían venido ocupando. Esta dis­ puta de preeminencias entra en el siglo XVII, y sus huellas recorren por completo la obra de Bermudez de Pedraza, un secretario. Ello quiere decir que los cometidos de profesionalización y burocratizadón que tanto el cardenal Quiroga como el propio Mateo Vázquez habían tratado de imbuir a los consejos arrojaban ahora sus frutos, aunque probablemente no en el sentido que sus impulsores habrían deseado. Desbaratada por Lerma la cúpula secretarial, y ante la re­ nuncia —o la imposibilidad— de volver a establecer un similar me­ canismo de control, los consejos hicieron del siglo XVII su siglo por excelencia. Contemplando el último decenio de la vida de Felipe II, y par­ ticularmente el desenvolvimiento de la Junta de Noche, cabe deducir hasta qué punto el régimen de valimiento estaba ya potencialmente prefigurado en la actuación de los componentes de esa junta, si bien el proceso no resulta tan lineal como a primera vista pudiera parecer. Ciertamente Lerma instrumentalizó a su favor ese esbozo de gobier­ no de favoritos que se insinuó en los últimos momentos del rey prudente, pero no olvidemos que su principal apoyo lo sacó de fuera de ese circuito. Después de todo, Lerma no era un hombre de la administración. Su ascenso sólo puede entenderse por ello como una

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demostración de la importancia que, junto al gobierno de la persona pública del monarca, tenía también el cuidado de su persona natural y de la organización —la Casa real— que se ocupaba de ello. El hecho de que Lerma consiguiese entrar en ese espacio habría de resultar definitivo en su posterior carrera, sobre todo en la medida en que su ubicación se concretó finalmente en torno a la Casa del príncipe. Y ello a pesar de que la gente de la administración no desconocía lo decisivo que, políticamente, resultaba este espacio. En 1579 Mateo Vázquez, informando al monarca sobre los aspirantes al puesto de «Ayo del Príncipe», comentaba a su señor la importancia que tenía realizar una buena elección, ya que si el príncipe llegase a «entrar moço a reinar», entonces el ayo «termía en aquel tiempo gran mano». Paradójicamente, el alcance de esa recomendación es­ capó a quien la había formulado: desde 1585 Lerma formaba parte de la Casa del príncipe. Cuando en 1595 se le apartó de la corte era ya demasiado tarde 76. El régimen político que se asentó a partir de entonces fue una curiosa mezcla entre gobierno de corte y administración consiliar autónoma. Reflejaba la relativa situación de equilibrio a la que se había llegado entre quienes —de acuerdo con los términos de Bermúdez de Pedraza— cuidaban de la persona natural del príncipe y aquellos otros que, más trascendentemente, atendían el gobierno de su persona pública. A la vista de los medios de que dispusieron estos últimos, no deja de ser curioso que fuesen los primeros quienes finalmente acabaran por hacerse con el control de la situación.

1.4.

Monarquía, religión y reinos

Paz, religión y política: los moriscos de Granada La larga y diversa serie de conflictos en los que se vio envuelto Carlos V no fue obstáculo para que Castilla y Aragón disfrutasen, 76 G. MARAÑÓN, Antonio Pérez (Madrid, Espasa-Calpe, 1969); J. A. ESCUDERO, Los secretarios de Estado y del Despacho (Madrid, IEAL, 1976); A. W. LOVETT, Philip II and Mateo Vázquez de Leca (Ginebra, Droz, 1977); W. S. M a l t b y , El gran duque de Alba (Madrid, Turner, 1985); A. F eros CARRASCO, Gobierno de Corte y patronazgo real en el reinado de Felipe III, memoria de licenciatura, Madrid, Uni­ versidad Autónoma, 1986.

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en líneas generales, de un período de prolongada paz interior. Un período que se extiende hasta los comienzos del reinado de Felipe II y que, abiertamente, no se quiebra hasta la revuelta de los moriscos granadinos en la navidad de 1568. Semejante situación no fue ajena a la conclusión que habían tenido los importantes acontecimientos de 1521 (comunidades y germanías), aunque no sólo por ello se explique. La relativamente prolongada estancia del César en estos reinos —entre 1522 y 1529— fue, en sí misma, un importante fator de estabilidad, a lo que debe añadirse la propia voluntad de Carlos por hacer ver que estaba decidido a restablecer el gobierno ordenado que había conocido la monarquía bajo los reyes católicos. A este respecto fue importante que el monarca pudiera disponer de una persona que, como Cobos, le aseguraba un muy aceptable funcio­ namiento y control del aparato de gobierno. Aunque no exento de disputas y de un cierto faccionalismo, puede afirmarse sin embargo que, en lo fundamental, Cobos y su gente mantuvieron hasta la década de los cuarenta una unidad de acción que resultó decisiva. Sobre todo si tenemos en cuenta que se trataba de un sistema que, frecuentemente, debía operar sin contar con la presencia de quien constituía su pieza principal. En el afianzamiento en Castilla de este clima de estabilidad, no debe pasarse por alto la actitud de Carlos para con aquellos intereses que habían resultado derrotados en 1521. A partir de esta fecha, tal y como vienen poniendo de manifiesto recientes investigaciones, el emperador inició una política.de acercamiento a las ciudades que finalmente le llevaría a hacer suyas buena parte de las demandas que aquéllas le habían planteado. En la Corona de Aragón, la consoli­ dación del régimen de virreinatos y audiencias fijó definitivamente el marco superior en torno al cual habría de desenvolverse la acti­ vidad institucional de estos reinos. A diferencia de cómo había pro­ cedido en Castilla, Carlos no podía hacerse cargo aquí de las peti­ ciones de quienes habían sido derrotados. Pero, a cambio, hubo de atender un importante problema —el de los moriscos, convertidos en masa durante las germanías— por ellos suscitado, y cuya entidad y alcance se proyectaba más allá de las fronteras de un solo reino. Tras la revuelta la mayor parte de estos recién convertidos —que lo habían sido por la fuerza— habían vuelto a su anterior culto, y habían hecho lo propio con las mezquitas consagradas en iglesias durante los acontecimientos de 1521. Lógicamente, cualquier solu­ ción que se pretendiera aplicar debía tener muy en cuenta los crite-

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ríos últimamente adoptados para con los moriscos de Granada una vez concluida la revuelta de 1499-1501. En este sentido, y hasta 1511, se había venido siguiendo una línea de cristianización pacífica y gradual, pero a partir de esa fecha —según sugieren A. Domínguez Ortiz y B. Vincent— se había puesto en marcha una política de asimilación forzosa. En líneas generales, Carlos V estaba de acuerdo con la necesidad de conseguir una conversión total, pero —al menos en Valencia— no parecía dispuesto a alcanzarla de cualquier forma. Desde mayo de 1524 disponía de una bula del pontífice en virtud de la cual, aquellos mudéjares que se mostrasen contrarios a la con­ versión, deberían abandonar el reino; sin embargo, Carlos no dio a conocer este documento hasta un año después. Su actitud venía de­ terminada por la condición de hombres de señorío que caracterizaba a los moriscos valencianos; su conversión —si se daba por buena— habría de repercutir de inmediato sobre las rentas percibidas por sus señores a quienes, de otra parte, Carlos debía algo más que recono­ cimiento por su colaboración en la extinción de las germanías. A fin de evitar posibles presiones, Carlos, de acuerdo con el inquisidor general Alonso de Manrique, optó por convocar en Madrid una congregación para estudiar el problema de los recién convertidos. El carácter de esta convocatoria, que recuerda en muchos aspectos la anteriormente celebrada con motivo del asunto del inquisidor Lu­ cero, se justificaba por el propio alcance del tema —se hablaba de tratar en ella también el caso de los moriscos de Granada—, lo que explica asimismo la heterogénea composición —por miembros de varios consejos— de ese organismo. Reunida en febrero de 1525, la congregación resolvió considerar como válido el bautismo de los mudéjares. Se contemplaba no obs­ tante la posibilidad de «oír» a quien considerase que había sido bau­ tizado a la fuerza, pero ello sólo significaba que se le concedía un proceso de conversión más gradual. A pesar de las precauciones tomadas, la realización de los acuerdos de la congregación —que exigían previamente el cumplimiento de una fase de adoctrinamien­ to— se encontró con la resistencia de todo el entramado de poder valenciano, originando asimismo la huida masiva de los moriscos a las zonas de montaña. Carlos V había fijado el 8 de diciembre de 1525 como fecha límite para concluir el proceso de conversión, pero finalmente hubo de rendirse a la evidencia. En noviembre de ese mismo año entró en contacto con representantes de las aljamas mo­ ras a fin de conseguir un acuerdo sobre el proceso de conversión.

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El resultado fue una ¿concordia que se firmó en enero de 1526. En ella se estipuló el carácter irreversible de la conversión, pero se ase­ guraba a cambio durante diez años la observación de una política cultural respetuosa para con la identidad morisca; y una situación fiscal homologable a la de los cristianos viejos. Con todo, para los moriscos el logro más importante fue conseguir garantías de que, durante cuarenta años, la Inquisición no podría proceder contra ellos por causas leves, punto éste cuya interpretación sería fuente inago­ table de problemas. En 1528 ese acuerdo se consideró asimismo vá­ lido para los moriscos de Aragón. La presión de los intereses seño­ riales había resultado finalmente definitiva. Paralelamente, Carlos adoptó la misma actitud en relación con las duras recomendaciones que le habían sido hechas por una con­ gregación reunida en Granada para tratar de los moriscos de este reino. Es posible que, como compensación, Carlos autorizase el es­ tablecimiento de un tribunal de la Inquisición en esa ciudad. En cualquier caso los moriscos hicieron todo lo posible para hacerse acreedores a ese tratamiento: tal y como habían hecho en ocasiones anteriores ofrecieron al emperador un servicio, en este caso de 90.000 ducados. Posteriormente, esta estrategia de ayudas resultaría funda­ mental en el mantenimiento de un statu quo no demasiado lesivo. Desde la conquista del reino los moriscos granadinos habían con­ tado con la protección de los condes de Tendilla —luego marqueses de Mondéjar—, quienes prácticamente de manera hereditaria habían venido ocupando là Capitanía General del reino. Esta situación les permitía jugar como intermediarios en las relaciones del monarca con los moriscos, sobre los que ejercían un completo control. Ello no sin frecuentes fricciones con los representantes de la administra­ ción real ubicados en la chancillería. A partir de los años cuarenta, la Inquisición granadina entró también en conflicto con la capitanía solicitando, en 1543-44, que se respetase su jurisdicción específica. Decidida a alcanzar una mayor presencia en el reino —lo que pasaba por desacreditar el papel que jugaba Tendilla—, la Inquisición uti­ lizó todas las argucias jurídicas que tenía en su mano a fin de en­ torpecer la conclusión de un sustancioso servido morisco que venía siendo negociado por Tendilla. Alegando que las contrapartidas exi­ gidas por el capitán general minaban sus propias competencias, la institución inquisitorial consiguió finalmente que la operación que­ dase bloqueada. Progresivamente el tribunal religioso fue afianzando sus posiciones, coincidiendo con la desaparición del viejo equipo de

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gobierno del emperador (Cobos murió en 1547; Tavera lo había hecho dos años antes) y con la reorganización inquisitorial de Valdés. Este cambio en la correlación de fuerzas se evidenció de inme­ diato en el avance de la actividad inquisitorial misma, que incremen­ tó notoriamente su labor contra los moriscos a partir de la década de los cincuenta, sin dejar de erosionar al mismo tiempo la posición de Tendilla. Coadyuvó a este nuevo rumbo el endurecimiento del clima religioso, consecuencia tanto de los conflictos internos de la propia cristiandad como de los peligros externos que de nuevo pa­ recían amenazarla (y que se concretaron en un general avance de posiciones por los turcos, con incursiones cada vez más audaces). La presión ejercida por esta situación obligó a Felipe II —decidido a mantener una retaguardia sin fisuras— a adoptar una serie de me­ didas dirigidas, en parte, contra el peligro protestante (no demasiado inquietante en la península) y, en una proporción mayor, contra los propios moriscos, considerados ahora como de una peligrosidad es­ pecial dado el papel que empezaba a atribuírseles como quintaco­ lumnistas de los turcos. En 1559 la inquisición aragonesa promulgó un edicto de desarme, procediéndose de igual forma para el reino de Valencia en 1563. En este contexto, la designación en 1564 de Diego de Espinosa como presidente del Consejo de Inquisición, y la de Pedro de Deza (también de ese consejo) como presidente de la Chancillería de Gra­ nada, cerraba definitivamente cualquier posibilidad de que los Mondéjar pudiesen recuperar posiciones. Como se ha indicado en otra parte, la decisión de Espinosa de llevar a cabo una reorganización —con criterios administrativistas— del aparato de poder, hacía pre­ visible que no pudiera esperarse un comportamiento pacífico en re­ lación con el papel que debían jugar las chancillerías en este proceso. El bloque de intereses burocráticos que se movía tras ellas, no perdía ocasión para hacer ver al monarca que, los letrados, al igual que los patrones nobiliarios, también eran capaces de aprontar recursos a la monarquía. Así, a partir de 1559, se inició una operación de revisión de los títulos de propiedad de las fincas poseídas por los moriscos en Granada; la operación, más allá de su primer objetivo, sirvió además para que los letrados —a través de la compra de una parte de las tierras recién expropiadas— alcanzasen mayores cotas de in­ fluencia local. Las resoluciones adoptadas por el sínodo de Granada, así como las posteriores provisiones acerca de «la lengua, vestidos y otras cosas que han de hazer los naturales de este Reyno», acabó

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por colocar a los moriscos en una situación límite, agravada si cabe por los efectos que sobre buena parte de ellos ejercía la crisis de la industria sedera. Ni el envío de negociadores a la corte, ni aun la petición de Mondéjar a fin de que esas disposiciones se derogasen, surtieron efecto. La rebelión estalló en la navidad de 1568 y se prolongó por espacio de dos años. En los momentos de mayor actividad el con­ flicto llegó a movilizar en torno a los 25.000 moriscos, lo que, refle­ jamente, se tradujo en el bando cristiano en el reclutamiento de un ejército que en 1570 —de acuerdo con las estimaciones de I. Thomp­ son— oscilaba entre los cuarenta y sesenta mil hombres. Las bases sociales del movimiento estuvieron situadás en el campo, con prefe­ rencia en los núcleos montañosos, y organizadas a partir de una solidaridad determinada por el linaje. Las ciudades de cierta impor­ tancia, así como sus respectivos hinterlands, permanecieron en ma­ nos cristianas. Esta dinámica se puso de manifiesto desde los prime­ ros momentos de la rebelión: cuando en diciembre de 1568 el primer núcleo de amotinados marchó a Granada con la intención de rebelar el Albaicín, tuvo que regresar sin haber conseguido su propósito. En menor medida algo parecido sucedió con la temida ayuda de los hermanos de religión: si bien pudieron contabilizarse algunos auxi­ lios efectivos, su aportación fue prácticamente testimonial. Lo que no impidió que, incluso por la sola posibilidad de esa ayuda, Feli­ pe II se viese obligado a mantener una constante vigilancia. La sensación de que se encontraban en una situación sin dema­ siadas expectativas influyó, muy probablemente, en la aparición de posturas radicales en el bando morisco. Que en estas circunstancias se tardase más de dos años en dominar el conflicto debe achacarse —aparte de las reconocidas dificultades impuestas por el terreno— sobre todo a las disensiones internas aparecidas en el bando cristiano a propósito de la persona que había de llevar la dirección de las operaciones; y no menos a la magnitud de hombres y recursos que era necesario movilizar. Los enfrentamientos entre la Inquisición y los Mondéjar sirvieron para que, a pesar del acierto con que este último había dirigido las operaciones, acabase finalmente cuestiona­ do en la propia corte, que designó a don Juan de Austria para rele­ varle. Estas tensiones influían a su vez sobre la marcha de la guerra, bien paralizando determinadas operaciones, bien propiciando actos de pillaje y saqueo por parte de las tropas cristianas. Y, además de ello, servían para incrementar el número y la propia resistencia de

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quienes se habían rebelado. Así, en la primera mitad de 1569, el movimiento se extendió más allá de su reducto inicial de las Alpujarras. Asesorado por un consejo en el que figuraba el marqués, don Juan intentó asegurar un mejor funcionamiento de la adminsitración de guerra. El panorama, sin embargo, apenas experimentó cambios en la segunda mitad del año, período durante el cual las acciones cristianas encontraron adecuada réplica por parte de los moriscos. Sólo las disputas internas existentes entre éstos —y que llevaron al asesinato de su caudillo inicial, Aben Humeya— impidieron que la situación pudiera dar un vuelco. Este empantanamiento produjo la retirada definitiva del marqués a la corte, en tanto se disponía que don Juan pasase a hacerse cargo directamente de las operaciones. En febrero de 1570, después de un durísimo asedio, don Juan tomaba el importante reducto de Galera, que prácticamente decidió ya el resultado de la guerra. A pesar de lo cual las operaciones de control del territorio se prolongaron hasta septiembre de 1570. La victoria cristiana permitió aplicar una solución pensada ya desde antes, y que parcialmente había sido puesta en práctica duran­ te la propia guerra con la expulsión de algunos contingentes de mo­ riscos fuera del reino a efectos de asegurar la retaguardia. De acuer­ do con las últimas estimaciones realizadas, entre 70.000 y 80.000 moriscos fueron expulsados y redistribuidos por tierras de las dos Castillas, Extremadura y Andalucía. Con todo, la medida adoptada no resolvió el problema: en algunos casos los moriscos deportados pudieron agruparse en concentraciones de cierta importancia, al tiem­ po que adoptaban un tipo de actividades (comercio, arrería) que les permitía una mayor libertad de movimientos. El bandidaje morisco alcanzó asimismo una cierta importancia en determinadas zonas de la Corona de Castilla, entre cuya población se daba por sentado que pronto tendría lugar una nueva sublevación. El programa de catequización y asimilación que se intentaba llevar adelante no tuvo ningún éxito. Como consecuencia de ello, ya desde 1582 la expulsión comenzó a considerarse como la mejor solución posible, aunque la complicada situación internacional pospusiera su puesta en práctica hasta comienzos del siglo XVII 77. 77 Una última síntesis sobre el tema en A. D omínguez O rtiz y B. Vincent , Historia de los moriscos (Madrid, Rev. de Occidente, 1978). Debe contrastarse con los puntos de vista que aportan J. CARO B aroja , L os moriscos del reino de Granada (Madrid, Istmo, 1976), y L. C ardaillac , Morisques et chrétiens, un affrontement

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Inquisiáón, derecho y reinos: el ejemplo de Aragón Lo ocurrido en Granada hizo que las miradas se volviesen hacia los moriscos de la Corona de Aragón, cuya potencial peligrosidad —por las posibilidades de contacto con los protestantes del sur de Francia, o aun con los propios piratas berberiscos— no era menor que la de los granadinos. Pero aquí, dada la cobertura señorial de que disfrutaban, no podían arbitrarse soluciones tan expeditivas. En Valencia, tal y como ha demostrado R. Benitez, se llegó a una cierta estabilización de la situación de resultas de los dos factores antes mencionados. La Concordia de 1570 significó en este sentido un intento por conciliar todos los intereses en presencia: se impedía la confiscación de bienes de los moriscos acusados de herejía —punto de especial preocupación señorial— y se limitaban además las penas pecuniarias. A cambio, el tribunal de Valencia se aseguraba el pago anual de 2.500 libras por el conjunto de las aljamas. En Aragón la situación, si bien relativamente similar, presentaba sin embargo algunas diferencias derivadas del propio ordenamiento forai aragonés, dadas las posibilidades que éste ofrecía a los señores. Por fuero de cortes estaba establecido que en el caso de confiscación de bienes de un vasallo, éstos habrían de revertir al señor. Ante esta situación la Inquisición optó por imponer multas tan elevadas que, frecuentemente, superaban el propio montante de la confiscación. En 1555 estos conflictos se solucionaron con un acuerdo por el que cesaban las confiscaciones a cambio —como hemos visto que luego se hizo en Valencia— de una determinada cantidad anual (35.000 sueldos) pagada al tribunal inquisitorial. A raíz del peligro turco, y tras el asesinato de algunos familiares del Santo Oficio a manos de los moriscos, los inquisidores hicieron público un edicto (1560) por el que los moriscos habían de entregar las armas, exigiendo a los señores que prestasen toda la ayuda ne­ cesaria al respecto. Ante esta disposición los señores adujeron que se trataba de un nuevo contrafuero, dado que la medida afectaba a su absoluta potestad y les privaba al mismo tiempo de la fuerza polémique (París, 1977). He utilizado asismismo las nuevas perspectivas que abre el trabajo de R. B en ÍTEZ, Política y moriscos en tiempos de Carlos Vy Felipe II (inédito). Ver también a R. GARCÍA CÁRCEL, Orígenes de la Inquisición española. El tribunal de Valencia: 1478-1530 (Barcelona, Península, 1976), y la reedición de la Guerra de Granada, de D. Hurtado de Mendoza (Madrid, Castalia, 1970).

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armada que suponían sus vasallos moriscos. Movidos por ello pre­ sentaron ante el justicia recurso de firma de derecho contra el edicto; en la misma línea, ejercitaron también el derecho de manifestación (por el que cualquier preso había de ser entregado al justicia antes de que se dictase sentencia contra él) cuando algunos moriscos fue­ ron detenidos acusados de llevar armas. El resultado de este enfren­ tamiento fue un tanto ambiguo: los promotores del recurso, dos miembros de la nobleza media que habían incitado además algún que otro tumulto para dar mayor fuerza a sus reivindicaciones, acabaron siendo procesados por «perturbadores» del Santo Oficio; el edicto en cuestión, de otra parte, fue revocado, pero no sin que antes el monarca recriminase a una embajada del reino el excesivo apasiona­ miento que éste mostraba en contra del tribunal. Buscando también aquí una solución duradera, Felipe II presionó sobre la nobleza para que se aviniese a entrar en negociaciones, que finalmente concluirían en la Concordia de 1568. El documento, una vez más, no clausuró el largo ciclo de conflictos que venía teniendo lugar entre la Inquisición y las principales fuerzas del reino, si bien, y en líneas generales, la situación mejoró. A su amparo, el tribunal aragonés conoció entre esa fecha y los comienzos del siglo XVII los máximos índices de actividad, según se desprende de las investigaciones realizadas por J. Contreras; al mismo tiempo, familiares y comisarios incrementaron su presencia, mejoraron su aceptación e, incluso, llegaron a hacerse presentes en tierras de señorío 78. Las fricciones que encontramos en Aragón no eran excepción en el conjunto de la monarquía, donde cada vez existían mayores difi­ cultades para conseguir que los reinos que la integraban aceptasen colaborar de grado en la prosecución de una política universal. A mediados de siglo ninguno de los grupos regnícolas dirigentes igno­ raba que la Inquisición se había convertido en un auténtico instru­ mentum regni, a través del cual se esperaba imponer esa coopera­ ción. De ahí que no deba considerarse al caso aragonés como algo

7S Sobre Jos moriscos de Valencia, S. GARCÍA MARTÍNEZ, «Bandolerismo, piratería y control de moriscos en Valencia», Estudis, 1, 1972, págs. 85-167, y el trabajo de R. Benitez antes citado. De este mismo autor, «Los moriscos valencianos hasta su ex­ pulsión», Nuestra historia (Valencia, 1982), págs. 195-216. Sobre Aragón, CONTRE­ RAS, La Inquisición en Aragón, págs. 113-137; del mismo, «La Inquisición aragonesa en el marco de la monarquía autoritaria», Encuentros sobre la Inquisición aragonesa, 1985, policopiado.

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singular. En 1547, en Nápoles, estalló un motín cuando el virrey don Pedro de Toledo procedió a una nueva —y última— tentativa por introducir la inquisición hispana. Fracasado el intento la monar­ quía no renunció a sus objetivos en el reino italiano: desplegó a partir de entonces, según lo apuntado por P. L. Rovito, una cam­ paña de moralización del aparato administrativo napolitano —pre­ sentado intencionadamente como un lugar en el que reinaba «la co­ dicia y falta de quietud», y donde todo se reducía a «pleitos, sedi­ ciones y guerras civiles»— que fue realizada a través de la visita. Así, el papel central que llegaron a jugar dos institutos de derecho canónico como la inquisición y la visita, venía a confirmar que la titulación de católica que ostentaba la monarquía, a efectos incluso de su interna administración, iba más allá de una proclamación re­ tórica. La preeminencia que se concedía a este objetivo era, precisa­ mente, lo que justificaba una eventual intervención del monarca por encima de los ordenamientos de cada uno de los reinos. En términos generales la utilización de esta estrategia venía im­ puesta por el reconocimiento que de esos mismos ordenamientos había hecho el emperador, y que Felipe II, en la misma línea, tam­ bién observó. Milán, por ejemplo, continuó disfrutando de las Nue­ vas Constituciones aprobadas por Carlos V en 1541. En idéntico sen­ tido, el monarca sancionó en 1552 la edición de la recopilación de los Fueros y Observancias del reino de Aragón, e hizo lo propio en 1588-89 con los dos volúmenes que formaban las Constitutions y altres drets de Cathalunya. Pero no sucedió así en los casos de Navarra y Valencia. En el primero, Felipe II promovió con éxito la publicación de unas Ordenanzas Viejas claramente favorables a sus instancias jurisdiccionales, si bien hubo de autorizar en 1576 la formación de una compilación de doctrina no tan conciliable, y que finalmente vería la luz en 1614 aunque sin promulgación real; en Valencia, don­ de existía una recopilación no oficial de 1548, las cortes no consi­ guieron aprobación para publicar una nueva edición hasta 1580, man­ teniendo después esa característica de no oficial; sin duda las aseve­ raciones que allí se hacían acerca de la autonomía del reino habían influido decisivamente. En cualquier caso no era una situación única: en el reino de Nápoles las dos recopilaciones que se imprimieron en la segunda mitad del siglo XVI —la de Próspero Caravita en 1566 y la de Mateo d’Anna en 1587— tuvieron el mismo carácter que en Valencia. Como se ha indicado, las exigencias derivadas de la aplicación

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de esta política del derecho no resultaban fácil de cohonestar con los supuestos políticos autoritarios de los que frecuentemente hacía gala Felipe II. Conviene no olvidar en este sentido que el monarca se enfrentaba a ordenamientos que, si bien con diferencias entre sí, reconocían no obstante el valor de la costumbre como «principio inspirador básico», defendiendo asimismo un concepto pactis ta de la ley. N o menos relevante resultaba en este sentido el papel que se atribuía a la jurisprudencia, que si moderado en Aragón o Cataluña, resultaba fundamental en Sicilia o Nápoles 79. De acuerdo con la más estricta concepción medieval, estos orde­ namientos conferían al derecho una posición de verdadero soberano. En la recopilación aragonesa de 1552 se recogía, abreviadamente, lo fundamental de la leyenda de los Fueros de Sobrarbe (de los que se hacían proceder los fueros de Aragón), aludiéndose a ellos como con­ firmación de que, en Aragón, «primero huvo Leyes que Reyes». La propia existencia del justicia no venía sino a probar la vitalidad del ordenamiento aragonés, que disponía de un juez mediador destinado a velar estrictamente por la observación de ese ordenamiento; y que llegaba a materializar esa importante función jurisdiccional a través de una específica serie de procesos forales (los de firma y manifesta­ ción entre ellos). Además de esta actividad de pública tutela del or­ denamiento, y con un carácter no menos definitorio de su identidad, competía también al justicia el cuidado de los derechos particulares de los regnícolas (procesos de aprensión y emparamiento). No obstante, sobre el desenvolvimiento de esos ordenamientos se dejaban sentir también las consecuencias de la implatación del régimen pluriconsiliar de la monarquía. Tal y como ha sugerido Lalinde, el hecho de que las decisiones se adoptasen de forma cole­ giada y no unipersonal afectó de inmediato a la magistratura del justicia que, progresivamente, perdió ese carácter ante el ascenso de sus iniciales asesores, los lugartenientes, para acabar por convertirse en una organización colegial. Pronto la nueva corte comenzó a sus­

79 Para los territorios italianos y la estrategia inquisitorial en ellos, A. C erniglia RO, Sovranità e feudo nel regno di Napoli (Nápoles, Jóvene, 1983), 2 vols.; P. L. ROVITO, Respublica dei togati (Nápoles, Jóvene, 1981); V. SciU T l R u s s i, Astrea in Sicilia (Nápoles, Jóvene, 1983). La referencia a las constituciones milanesas, en U. PETRONIO, II Senato di Milano (Milán, Giuffré, 1972). Un somero pero pertinente análisis de los casos restantes, en B. CLAVERO, Derecho de los reinos (Sevilla, Univer­ sidad, 1977); asimismo, J. L alinde , La creación del derecho, págs. 303-377.

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tituir al justicia en la mayor parte de sus actuaciones. Que la mo­ narquía aprovechó esta oportunidad para penetrar en el sistema no ofrece la menor duda: de acuerdo con los datos que ofrecen Colás Latorre y Salas Ausens, una buena parte de los lugartenientes fueron letrados partidarios de la realeza, llegando incluso a defender los intereses de esta última en contra del propio ordenamiento forai. El establecimiento definitivo de la Real Audiencia en 1528 y, en mayor medida, la presencia del abogado fiscal, jugaron también en esta dirección. La presencia del virrey, por último, resultaría decisiva en este proceso. El resultado acumulado de esta erosión era ya percep­ tible antes de la crisis de los noventa. En 1581 el propio justicia llegaría a considerar su corte como un tribunal del rey, en completa contraposición a la que había sido su identidad originaria. Pero la posibilidad de alcanzar un mayor control y estabilidad en el interior del reino exigía, ineludiblemente, asegurarse la colabo­ ración señorial. En este aspecto la Concordia de 1568, si bien per­ mitió un más sólido asentamiento de la Inquisición en el reino, ac­ tivó sin embargo una intensa conflictividad —las más de las veces inducida por los propios familiares inquisitoriales— en el ámbito señorial, especialmente en determinados señoríos. A fin de que la situación no acabara por escapársele de las manos, el monarca acce­ dió a una importante petición de la nobleza en las cortes generales de 1585. En esta asamblea celebrada en Monzón, Felipe II ratificó el fuero «de rebellione vassallorum», que permitía la condena a muer­ te del vasallo rebelado y cuyo alcance, en esta coyuntura, no parece necesario comentar. En los casos más irreductibles adoptó solucio­ nes específicas: así presionó cuanto pudo a fiij de que se fallase a favor de don Francisco Palafox —lo que consiguió— el largo pleito que le venía enfrentando con sus vasallos del señorío de Ariza, en tanto que a otro miembro de este mismo linaje le otorgaba una importante compensación —con cargo a la Hacienda del reino— por la incorporación de la baronía de Monclús al patrimonio real (una solución que había sido utilizada anteriormente en el caso de la ba­ ronía de Ayerbe). Sensible a las peticiones del estamento nobiliario, el monarca intentó asimismo aplicar una solución favorable al señor en el condado de Ribagorza, donde venía librándose un espectacular conflicto desde 1578; la solución arbitrada provocó tal reacción que finalmente se optó por la incorporación (1591). Al tiempo que aplicaba esta política para con el estamento seño­ rial, la monarquía no desaprovechó ocasión para sacar partido de un

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conflicto que, de tiempo atrás, venía enfrentando a la ciudad de Zaragoza —prácticamente un poder aparte, guarnecido por numero­ sos privilegios— con el reino. En este caso el concejo, en 1589, había hecho ejecutar —a pesar de haber sido manifestado— a Antonio Martón, principal cabecilla del enfrentamiento entre montañeses y moriscos iniciado tres años antes, y que se había refugiado en la ciudad esperando que se le incluyera en el perdón general con el que concluyó el conflicto. Como justificación de su actuación la ciudad adujo el privilegio de los veinte por el que, teóricamente en defensa de su foralidad y sin atender otro procedimiento, podía aplicar di­ rectamente justicia contra los culpables de crímenes y delitos simi­ lares a través de veinte personas que la representaban. La actitud de Zaragoza produjo un clima de crispación en el reino que, en otras ocasiones, la ciudad había podido contener gracias al abierto apoyo del monarca. En este caso sin embargo, y ante el giro que tomaban los acontecimientos (los diputados del reino habían iniciado los trá­ mites para abrir proceso a los veinte ante la corte del justicia), el monarca se vio obligado a presionar a la ciudad para que aceptase una concordia con el reino por la que renunciaba a la utilización de este privilegio. Obedeciendo a la misma lógica de afianzamiento de su posición en el reino, el monarca, finalmente, intentó conseguir para el virrey una posición más arbitral y no necesariamente mediatizada por la nobleza, en consonancia con quien ostentaba la representación de la persona del rey y en la convicción de que ello le conferiría mayor auctoritas en la resolución de los conflictos internos. En este sentido presentó en 1587 demanda ante la corte del justicia a fin de conseguir una resolución en la que se reconociese que la designación de virrey no natural no era contraria a los fueros. A diferencia de otras oca­ siones en las que el monarca había designado un virrey no natural, lo que ahora se pretendía era una solución constitucionalizada, con carácter definitivo y no como autorización excepcional. El pleito del virrey estrangero, tal como fue conocido, dio lugar a upa profusa serie de Alegaciones de derecho en las cuales, juristas de una y otra parte, discutieron sobre la naturaleza —real o regnícola— del oficio de virrey. En esta situación se produjo el incendio de la casa en la que residía el marqués de Almenara —a quien el monarca había encomendado la gestión del pleito—, que se vio obligado a volver a la corte. La respuesta del monarca fue inmediata: hizo volver a Al­ menara con la promesa de que sería nombrado virrey tan pronto se

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resolviese el pleito, en tanto que procedía a la sustitución del virrey, conde de Sástago, por el obispo de Teruel. Dado el débil carácter de este último, Almenara era de hecho el auténtico virrey. Su acti­ tud, que ya desde su anterior estancia no se había caracterizado por la moderación, levantó un clima de sensibilización forai que, justa­ mente, se producía coincidiendo con, la llegada de Antonio Pérez. El hasta hace poco poderoso secretario llegaba a Zaragoza en 1590, once años después de que fuera arrestado por orden del propio monarca. Como se ha indicado en otro lugar, la caída de Pérez provocó una importante crisis en el equipo de gobierno de Felipe II, que inició desde entonces un proceso de liquidación de las dos fac­ ciones cortesanas en las que había venido apoyándose, y de una de las cuales era Pérez miembro principal. A lo largo de esos once años el secretario sufrió dos procesos. Por el primero de ellos se le acusó de traficar con la muy reservada información que llegaba a sus ma­ nos; el segundo proceso, cuya resolución conoció estando ya en tierra aragonesa, le condenaba a muerte por el asesinato de Juan Escobedo, que había sido secretario de don Juan de Austria durante su estancia como gobernador en los Países Bajos y una de las piezas fundamentales en la red de información del propio Pérez. Era esa información confidencial —que Pérez llevaba consigo— la que cons­ tituía la faceta más peligrosa y comprometida del caso Pérez, ya que en ella aparecían implicaciones del propio monarca en el asunto de Escobedo. Una vez en tierra aragonesa, Pérez aprovechó su condi­ ción de natural del reino para acogerse al privilegio de manifesta­ ción. A partir de este momento, y sobre todo desde que en julio se tuvo conocimiento de la sentencia real, Pérez puso en práctica una política de acusaciones crecientes contra Felipe II que pronto tras­ cendieron. Obligado a proceder contra él, pero también a actuar con prudencia, el monarca, que tenía noticia del clima en el que se en­ contraba el reino, dio marcha atrás en los dos procesos que sucesi­ vamente llegó a iniciar contra su secretario. Finalmente decidió re­ currir a la Inquisición, aun al precio de, prácticamente, verse obli­ gado a inventar los cargos. El procedimiento no pudo ser menos afortunado: el 24 de septiembre de 1591, cuando era llevado a la cárcel de la Inquisición, estalló un alboroto popular que permitió a Pérez escapar a Francia. Prescindiendo de los posteriores avatares del secretario, de los que aquí no nos ocupamos, la breve estancia de Pérez en Aragón (algo más de un año) creó una situación que obligó al monarca a

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intervenir, dada la reactivación que habían experimentado todas las cuestiones calientes (el papel de la Inquisición, el propio justiciazgo, el nombramiento de virrey extranjero). Y no menos por los pronun­ ciamientos políticos de una radicalizada —aunque minoritaria— opo­ sición fuerista que había llegado a considerar la posibilidad de elegir nuevo rey de Aragón. La política de concesiones selectivas para con la aristocracia, así como la propia situación de insularidad política en la que se encontraba Zaragoza, facilitaron extraordinariamente las cosas al monarca. El ejército real entró en la ciudad sin apenas re­ sistencia. Los principales cabecillas fueron arrestados y procesados. El justicia, que se había sumado a ellos y que prácticamente acababa de acceder al cargo, fue decapitado. En su entierro, el rey permitió que recibiera los honores a los que su cargo le hacía acreedor, mar­ cando con ello —como subrayan los cronistas— una intención po­ lítica no exenta de significado: debía entenderse que su castigo iba contra la persona física y no contra la magistratura. De igual forma procedió con la ciudad, considerando que lo que allí había ocurrido no eran tanto «culpas de la ciudad» cuanto de «algunos particulares». Formalmente a petición de «la Corte General de Aragón y quatro braços de ella en conformidad», el monarca reunió cortes en Tarazona en 1592 en las que se decretaron una serie de fueros mo­ tivados en su mayor parte por los últimos acontecimientos. En vir­ tud de ellos se estableció que, en adelante, el justicia se proveería por el monarca «por el tiempo que fuere de su Real Servicio y durante su beneplácito, mera y libre voluntad»; el tribunal de los diecisiete judicantes, por el que podían exigirse responsabilidades al justicia, se redujo a nueve personas, de las cuales el monarca desig­ naba entre cuatro y cinco. Tratando de evitar un nuevo caso Pérez quedó restringido asimismo el derecho de manifestación. La contro­ vertida cuestión del virrey recibió una solución que se consideró no atentatoria contra los derechos del reino: se permitía que el monarca pudiera nombrar virrey no natural hasta las siguientes cortes, una solución cuya simple reiteración obvió mayores problemas. Junto a otras disposiciones en cuyo detalle no puede ahora entrarse, importa señalar la atención que se prestó en esas cortes a la situación de orden público en la que se encontraba el reino. En este aspecto el monarca no dejó ningún cabo suelto: la fuerza armada propia del reino (la Guarda) pasó de manos de la Diputación a las del presi­ dente de la audiencia. Respondiendo a la misma preocupación apa­ reció en 1594 la Unión y concordia general del Reino, una ordenanza

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elaborada por una comisión de las cortes por la que se impedía que los delincuentes perseguidos pudieran acogerse a ningún fuero. El clima de debate constitucional que se suscitó en las monar­ quías europeas a raíz de los enfrentamientos religiosos, así como la propia actividad desplegada por Pérez en el exilio, confirieron a la revuelta aragonesa —y a los mitos forjados por la historiografía reg­ nícola— una extraordinaria audiencia. Se iniciaría a partir de ella un debate en términos de «absolutismo» versus «libertades» hoy todavía no concluso. Que las medidas adoptadas no fueron encaminadas al desmantelamiento del ordenamiento jurídico aragonés —el propio monarca proclamó su intención de «guardarles los fueros»— como, asimismo, que la actuación de Felipe II puede considerarse «consti­ tucionalmente correcta», según ha llegado a afirmarse, es algo que cabe admitir. Pero debe admitirse también que como consecuencia de lo dispuesto en las cortes de 1592 el monarca había ganado in­ cuestionablemente un estimable margen de intervención, y un mayor control por lo tanto, sobre el reino. La posibilidad de resolver este nudo se encuentra, probablemente, en una más atenta consideración a la historia posterior a 1591, lo que permitirá dilucidar hasta qué punto esos acontecimientos marcaron, o no, un antes y un después en la historia de Aragón. En este sentido, antes que remitir y agotar cualquier explicación con la sola alusión a las medidas de 1591-92, quizá resultase oportuno comprobar la implantación de ese supuesto absolutismo en aquellos ámbitos que, como el derecho, debieron de acusar de manera más sustantiva la materialidad misma de esa implan­ tación 80.

80 Sobre el entramado institucional, A. B onet N avarro, E. Sarasa y G. R e ­ El justicia de Aragón: historia y derecho (Zaragoza, 1985). J. L alinde , L os fueros de Aragón (Barcelona, Librería general, 1985); del mismo, «Vida judicial y administrativa en el Aragón barroco», Anuario de Historia del Derecho Español, 1981, págs. 418-521. Una completa síntesis de historia politicosocial en G. COLAS y J. SALAS, Aragón en el siglo XVI. Alteraciones sociales y conflictos políticos (Zaragoza, Universidad, 1982). Y confróntese con los puntos de vista de L. GONZÁLEZ ANTÓN, Las Cortes de Aragón (Zaragoza, Librería general, 1978). Sobre Pérez, G. MaraÑÓN, Antonio Pérez: el hombre, el drama, la época (Madrid, Espasa-Calpe, 1956); y, asi­ mismo, los documentos que se recogen en G. UNGERER, La defensa de Antonio Pérez contra los cargos que se le imputaron en el proceso de visita (1584) (Zaragoza, 1980), y Antonio Pérez: relaciones y cartas, ed. de A. Alvar Ezquerra (Madrid, Turner, 1986), 2 vols. dondo ,

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Virreyes y reinos Ejemplos híspanos e italianos pueden probar por lo demás que la caracterización de los reinos de la monarquía como espacios de la administración territorial, sometida al gobierno centralista de Ma­ drid, no sea acaso la más adecuada. Sicilia por ejemplo, cuya situa­ ción presenta una cierta similitud con la de Aragón, mantuvo sin mayores confrontaciones su condición de Reyno pactionado en el seno de la monarquía. Este respeto a los ordenamientos particulares no impedía que, al mismo tiempo, pudiera desarrollarse una «línea política continua», establecida a partir de una «consideración unita­ ria del imperio», según ha sugerido G. Mutto. Obviamente, la im­ posición de esta línea exigía la consecución de acuerdos estables con los respectivos grupos dirigentes. Y especialmente con quienes den­ tro de ese bloque constituían el sector letrado. La creación —cuando fue posible— o el reforzamiento de órganos tecnicojurídicos en las capitales de la periferia, respondía a la misma lógica que la organi­ zación polisinodial central, intentando conferir a la vez mayor fun­ cionalidad a cada uno de los respectivos ordenamientos. Lo que Lalinde ha llamado «el tributo» aragonés a «la burocratización de los Austrias» (desarrollo del régimen curial, la oficialidad como prin­ cipal medio de vida) fue, en realidad, una contribución general para todos los territorios de la monarquía. Pero, recíprocamente, la ma­ terialización de esa política implicaba al mismo tiempo el manteni­ miento —con algunos ajustes— de cada una de las instituciones reg­ nícolas. Era en este espacio donde la cooperación de la élite letrada resultaba decisiva; era ella y no los representantes reales quienes de hecho aseguraban la gobernabilidad del territorio. Aunque en nada resultase afectado el entramado señorial sobre el que se levantaban esos sistemas políticos —salvo siempre el prin­ cipio de la jurisdicción última del monarca—, y aunque tampoco se resintiese la representación política que suponía disponer de un pro­ pio «brazo militar» en la mayor parte de los parlamentos, la aplica­ ción de esta línea de actuación proletrada ocasionó frecuentes fric­ ciones con las respectivas aristocracias, que se resistían a ser despla­ zadas de la superior posición política que hasta entonces habían ve­ nido ostentando. En líneas generales los hombres de toga acabaron por hacerse con los puestos cruciales del aparato administrativo, si bien el proceso no fue lineal, originó inevitables compromisos y, en algún caso, sería reconducido de nuevo por la propia aristocracia

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(según parece que ocurrió en Castilla aunque no en este siglo). Por lo demás, la flor y nata de esta aristocracia encontró en el servicio al monarca una parcial compensación. El hecho de que sólo quienes formasen parte de ella podrían actuar como vicarios del monarca les permitió el dominio de los virreinatos, en los que la presencia de nobles castellanos fue dominante. Formalmente el virrey aparecía como un alter ego del monarca, dotado de un poder que le confería idénticas facultades que quien le había nombrado. De ahí que cesase cuando el rey se hacía presente en el territorio en cuestión. El peligro que hicieron patente actua­ ciones como las del Gran Capitán, como se ha indicado en otro capítulo, llevaron a la monarquía a implantar un mayor grado de control sobre esta figura, tal y como puede deducirse a través de las instrucciones a las que debían ajustar su labor. En estos documentos, especialmente en aquellos que gozaban de un carácter reservado, el monarca matizaba con sumo detalle el alcance de esas —inicialmen­ te— amplísimas facultades (militares, de gracia, hacendísticas, de su­ pervisión de la justicia). Así por ejemplo Felipe II advertía al conde de Benavente, virrey de Valencia, que si bien «en el dicho privilegio de lugarteniente general» se le confería un poder «tan cumplido como aveis visto», le recomendaba sin embargo que no usase del mismo para «imponer sisas, ni hazer pragmáticas, ni convocar cortes, ni proveays oficio alguno de ese Reyno, sino solamente encomendarlos [...] y se provean aquí a quien más pareciere convenir». En relación con los oficios principales del reino, el monarca era aún más restric­ tivo y contundente: su voluntad era que «ny les proveays ni enco­ mendéis a nadie, y exceptanseos estas facultades, porque todas son cosas cuya provisión Nos reservamos para Nos». En torno a la im­ portante cuestión del carácter de la potestad que se les confería, los monarcas subrayaron una y otra vez que se trataba de una potestad ordinaria, sometida por tanto a los ordenamientos de sus respectivos territorios. Como ya señalara hace tiempo Chabod, no resultó nada fácil insuflar a los virreyes una concepción burocrática de su cargo, acos­ tumbrados como estaban a una ética caballeresca y al entendimiento de su función como una consecuencia de la vinculación personal que les unía al monarca. Las relaciones de los virreyes con los grupos regnícolas dirigentes estuvieron por ello sembradas de conflictos. La labor que debían desempeñar, y particularmente el cuidado del or­ den público, les hacía optar por procedimientos no demasiado aten-

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tos para con el entramado de jurisdicciones sobre el que debían actuar, y al que frecuentemente consideraban como un obstáculo para su labor. Dado lo fundamental que resultaba el mantenimiento de buenas relaciones con esos grupos, los monarcas no se cansaron de reiterar en sus instrucciones la necesidad de que se observasen los «privilegios y preeminencias» de cada uno de los territorios, e in­ cluso de que las cosas se dejasen tal y como se habían recibido: «Que dexeis esse Reyno de la forma y con la jurisdicción y preemi­ nencias en que lo hallaseis, que asi conviene a nuestro estado y servicio» (Felipe II al duque de Alcalá, virrey de Nápoles). Estas orientaciones no eran del todo compartidas por quienes represen­ taban la real persona. El gobernador de Milán por ejemplo se sin­ tió obligado a recordar a Carlos V que las últimas ordenanzas del Senado, aprobadas por el emperador, conferían a esta institución «mayor possanza que a Su propia Magestad». Sin demasiado recato, los virreyes despreciaban la labor de los togados, a quienes conside­ raban responsables en gran parte de los obstáculos que encontraban en el desempeño de su actividad. Lejos de decantarse por sus agen­ tes, los monarcas preferían no intervenir demasiado. Con frecuencia desautorizaron decisiones de algún virrey a partir de informaciones o embajadas enviadas por los regnícolas. Por otra parte, el virrey se veía obligado a aceptar las interferen­ cias que pudieran resultar de la actuación de aquellos consejos te­ rritoriales que tenían sede en la corte (Aragón, Italia, Portugal), o incluso de aquellos que siendo generales, como el de Inquisición, disponían como sabemos de una red territorial propia y de una ju­ risdicción verdaderamente autónoma; en el caso de Sicilia por ejem­ plo la Inquisición dio amparo a un sector de la nobleza local com­ pletamente enfrentada con el virrey. Excepcionalmente estaban tam­ bién las visitas, realizadas a veces a petición de alguna embajada particular, como sucedió con la que giró en 1561 a Mallorca don Pedro de Vaguer, obispo de Alguer. Si bien no fue esta la única ocasión en que se visitó un virrey, esta actuación siempre fue con­ siderada irregular. En su deseo de respetar los ordenamientos de cada una de las partes de la monarquía sin renunciar, al mismo tiempo, a mantener un cierto grado de control sobre los territorios, los Austrias mayores configuraron finalmente una administración cruzada de jurisdiccio­ nes, frecuentemente concurrentes y de nada fácil reconducción e incluso coordinación. Tal y como en su día apuntara Koenigsberger,

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«la administración imperial resultó ser no tanto materia de dirección positiva desde el centro, como un sistema de controles y equilibrio de fuerzas semiautónomas» 81.

Monarquía, hacienda y reino en Castilla El análisis de la hacienda, en el que hasta ahora no se ha entrado, permite verificar hasta qué punto la monarquía estuvo condicionada por esa lógica. Como en otros campos, también aquí fue obligado adaptarse a cada situación particular, y operar a través del margen —desigual— de maniobra que las haciendas de cada uno de los te­ rritorios permitían. Según podrá comprobarse, la herencia recibida resultó decisiva en las líneas de acción que finalmente se adoptaron. Una importante característica de estas haciendas, excepción he­ cha de Castilla, era el moderado papel que dentro de ellas jugaban las rentas de la corona. Invariablemente, los ingresos derivados de la explotación del patrimonio real y de otros derechos regalianos estaban por debajo de lo que el monarca podía conseguir a través de las ayudas que, de manera no periódica, le concedían las cortes. En consonancia con esta situación, Aragón, Cataluña y Valencia dis­ ponían de asentadas Diputaciones a través de las cuales se canalizaba la hacienda del reino. Las de Aragón y Cataluña habían sido objeto de un importante saneamiento por parte de Fernando el Católico, que les permitió mantener en el siglo XVI una posición solvente. Dotadas de recursos propios y con unos ingresos superiores en al-' 81 A los trabajos de historiadores italianos, citados en la nota 79, debe añadirse G. MuTO, «Sull’evoluzione del concetto di “hacienda” nel sistema imperiale spagnolo», en el colectivo Finanza pubblica e ragion di stato in Italia e Germania nella prima etá moderna (Bolonia, II Mulino, 1984); no he podido incorporar el reciente trabajo de R. MANTELLI, Il pubblico impiego nelVeconomia del regno di Napoli (Nápoles, Inst. Italiano de Filosofía, 1986). Sobre Milán resulta imprescindible el trabajo clásico de F. C habod , L o Stato di Milano nella prima meta del sècolo XV I (Roma, Ateneo, 1955). Sobre el virrey y sus relaciones con los otros poderes, es básico J. L alinde , La institución virreinal en Cataluña (Barcelona, 1964); también E. SALVADOR ESTE­ BAN, «Poder central y poder territorial. El virrey y las Cortes en el reino de Valen­ cia», Estudis, 12 págs. 9-28. Sobre el comportamiento de algunos de estos territorios, R. GARCÍA C árcel , Historia de Cataluña (Barcelona, Ariel, 1985), 2 vols.; H. KOENIGSBERGER, La práctica del imperio (Madrid, Rev. de Occidente, 1975), con intere­ santes consideraciones generales. Un intento de síntesis para Aragón, en E. B ele NGUER, La Corona de Aragón en la época de Felipe II (inédito).

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gún caso a los que disponía el monarca —como sucedía en Catalu­ ña—, estos organismos disfrutaban de competencias que iban más allá del campo estrictamente hacendístico. En Aragón, por ejemplo, la Diputación dictaba medidas sobre el comercio exterior y tenía atribuciones sobre el orden público. Esta situación llegaba a confe­ rirles una cierta proyección politicoconstitucional: junto con el jus­ ticia, la Diputación aragonesa era la encargada de recibir el juramen­ to de los reyes, en tanto que en Cataluña era considerada como parte principal del cuerpo político del principado. En Sicilia, el excesivo celo que mostraba la Diputación por los intereses del reino hizo que el virrey, duque de Medinaceli, se viese obligado a recordar a sus miembros que la defensa de esos intereses era cuestión que a él sólo concernía. El monarca siempre tenía la posibilidad de negociar ayu­ das al margen del parlamento, pero su cuantía era limitada y su negociación problemática. Finalmente, y contando con la oportuna autorización parlamentaria, el monarca podía intentar utilizar esas ayudas como garantía de posibles créditos, tal y como hizo Carlos V en los Países Bajos. En estos territorios el emperador puso en prác­ tica la venta de títulos de la deuda (renten) con la cobertura de una parte de la ayuda ordinaria (beden). El espectacular crecimiento de este tipo de deuda hizo que se crease un tipo de ayuda extraordinaria exclusivamente dedicada a cubrir esas emisiones, con lo que cada estado provincial pasó a contar con una burocracia propia que se hacía cargo de la cobranza y recolección de la bede así como del pago de sus intereses. Tras la guerra contra Francia de 1552-59, el montante de las ayudas extraordinarias redujo a un papel práctica­ mente testimonial la bede ordinaria. De esta forma, lo que inicial­ mente había sido planteado como un auxilio para el emperador, aca­ bó convertido en un ingreso controlado por cada uno de los estados, en los que había surgido un próspero mercado interior de deuda provincial. Hoy por hoy no estamos en condiciones de establecer una com­ paración cuantitativa acerca de las cantidades totales que obtenía la monarquía de cada uno de sus reinos. El subsidio anual oscilaba entre las 100.000 y las 200.000 libras, si bien sólo las aportaciones valencianas parecen haberse mantenido en torno a una media (100.000 libras). Las cantidades obtenidas en estos reinos eran inferiores a las que la corona conseguía en los territorios italianos, donde Nápoles aprontaba los mayores recursos. Cada vez que se celebraban cortes, los monarcas aprovechaban la ocasión para llevar a la asamblea la

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idea de que los peligros de la guerra eran comunes a todos los reinos de la monarquía, intentando romper así con los enraizados princi­ pios del medievo según los cuales el monarca debía «vivir de lo suyo», y las rentas del reino sólo debían utilizarse para cubrir sus obligaciones en el mismo. No parece que en este sentido tuviesen demasiado éxito. Después de 1518 Carlos V convocó en seis ocasio­ nes cortes generales de la Corona de Aragón, en tanto que su hijo sólo lo hizo en dos. La necesidad de revisar este estado de cosas se plantaría crudamente en la época del conde-duque, si bien entonces pudo verse hasta qué punto era ya imposible dar marcha atrás a esta dinámica. En buena medida, si Carlos V y Felipe II no llegaron a presionar demasiado sobre los reinos de la Corona de Aragón ello fue debido a las mayores posibilidades que, alternativamente, ofreció la Hacien­ da Real de Castilla, tanto desde el punto de vista de la propia posi­ ción del monarca en relación con el control de esos recursos cuanto por el propio volumen que éstos alcanzaban. Y, adicionalmente, por la posibilidad de conseguir crédito en base a la propia solvencia del sistema; el hecho de que una de sus rentas estuviese constituida por un porcentaje de las partidas de metal que llegaban de América fue un importante aliciente. A mediados del siglo XVI el total de los ingresos procedentes de las rentas de la Real Hacienda ascendía a una cantidad próxima a los 1.600 millones de maravedís (4.240.000 ducados), de los cuales un 37 % estaba constituido por ingresos que los contemporáneos designaban como fijos. Dentro de éstos, el blo­ que alcabalas-tercias suponía el 56 %, en tanto que el 44 % restante se diluía en una heterogénea serie de impuestos ninguno de los cua­ les llegaba a alcanzar el 7 % de ese total. Los ingresos considerados como no fijos debían esa denominación a una doble circunstancia: bien porque se conseguían a través de una negociación con otros estamentos (así el servicio de las cortes, o el subsidio y excusado concedido por la Iglesia, y autorizado en última instancia por el papado), o bien porque su rendimiento era incierto (como ocurría con lo que llegaba de Indias). Los porcentajes respectivos de este último bloque se presentaban mejor equilibrados: los servicios alcan­ zaban 177 millones de maravedís, la cruzada y el subsidio 207 y lo procedente de Indias 367. Por esas mismas fecha el valor del bloque alcabalas-tercías era de 333 millones de maravedís; a comienzos de siglo su valor era de 300. Si tenemos en cuenta que la alcabala se percibía —hasta un 10 %—

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sobre las transacciones interiores, y que la primera mitad del si­ glo XVI fue un período de fuerte crecimiento económico, el mode­ rado incremento de esta renta sólo puede explicarse como una di­ recta consecuencia del sistema arbitrado para su gestión, el encabe­ zamiento. En virtud de este último la Real Hacienda, a cambio de una cantidad fija previamente estipulada, subrogaba por un período de tiempo la administración de esa renta a la Diputación del Reino. El primer encabezamiento general se suscribió en 1536 por un pe­ ríodo de diez años que empezaron a correr en 1537. Tras algunas prórrogas y nuevas negociaciones se firmó en 1560 un encabeza­ miento por valor de 456 millones y por un período de quince años. Ambos acuerdos resultaron extremadamente favorables para las ciu­ dades, que no regatearon contrapartidas: a cambio de este bajo nivel de alcabalas los procuradores de cortes incrementaron el servicio ordinario con otro extraordinario —hasta un total de 150 millones anuales de maravedís entre ambos servicios—, y se abstuvieron de presentar dificultades cada vez que hubo que renovar, regularmente, esa concesión. En el buen desenvolvimiento del juego alcabalas en­ cabezadas/servicios resultó fundamental la ventajosa situación que, como consecuencia del mismo, pasaron a disfrutar las oligarquías urbanas. Su prepotente posición en el ámbito local les permita, prác­ ticamente, no contribuir —ó apenas— en los servicios. El resultado de este proceso fue que si bien en términos absolu­ tos la fiscalidad creció moderadamente, relativamente y en términos sociales, los pecheros, en determinadas zonas, resultaron especial­ mente castigados. En las Cortes de Toledo de 1538-39 Carlos V intentó plantear las cosas de otra forma —a través de un nuevo impuesto—, pero la resistencia de la nobleza y el recuerdo de las Comunidades que allí se suscitó le hicieron desistir de su empeño. Tal política resultó posible porque, según se ha indicado anterior­ mente, la utilidad que Carlos obtenía de sus rentas iba más allá de las concretas cantidades que éstas podían devengarle al final de cada ejercicio. Gracias a ellas el emperador pudo acceder a una oferta de crédito que le resultaba totalmente indispensable para la financiación de sus guerras. Bien a través de los préstamos a corto plazo concer­ tados con los consorcios de banqueros internacionales —los asien­ tos—, o bien mediante las más modestas cantidades que empezaba a aprontarle el sector de ahorradores privados que compraba títulos de la deuda real —los juros, cuyas anualidades se cobraban sobre las rentas fijas—, Carlos V pudo hacer frente a los costes del imperio.

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Ello, naturalmente, hasta cierto límite. En la década de los cua­ renta el alcance de la deuda empezó a resultar angustioso; hasta el extremo de que Carlos V hubo de autorizar una serie de medidas de urgencia a fin de aprontar recursos (ventas de tierras, de vasallos, de alcabalas). En 1550 el interés de la deuda consolidada (formada por las anualidades de los juros) igualaba prácticamente el montante de la alcabala. En 1557 suponía el 75 % de las rentas fijas, y en 1560 prácticamente el cien por cien. Para esta fecha Felipe II había toma­ do ya algunas decisiones. En la imposibilidad de continuar aplicando la política financiera de su padre, el monarca intentó invertir los términos: depender menos del crédito exterior y recurrir a las fuen­ tes internas. Y previamente imponer una renegociación de la deuda flotante (pendiente con los banqueros) declarando una suspensión de consignaciones en 1557. Fue la primera de las bancarrotas de la Real Hacienda en el siglo XVI, y a la que seguirían operaciones si­ milares en 1560, 1575 y 1596. Una vez ajustadas y realizadas —no sin alguna que otra excepción para con los banqueros más fieles—, la deuda flotante se convertía en deuda consolidada; los acreedores co­ braban en juros. El plan diseñado por los consejeros del monarca disponía asimismo la creación de un banco comercial sobre la Casa de Contratación de Indias, con fondos específicos para hacerse cargo de la cobertura de los últimos juros, y al mismo tiempo para intentar entrar en el mercado de la deuda consolidada, en el que los banque­ ros genoveses estaban obteniendo elevados beneficios. Completando esta política, el monarca incrementó los derechos de exportación (1558-61), revisó el encabezamiento de las alcabalas (1560-62) au­ mentándolo en 123 millones de maravedís, obtuvo un segundo ser­ vicio extraordinario de 150 millones de maravedís (1560), incorporó las salinas a la corona (1564) y alcanzó de la Santa Sede la concesión del excusado (1567), por el cual el monarca incrementaba su parti­ cipación en el diezmo eclesiástico (del que ya disfrutaba los dos novenos a través de las tercias reales). Esta extensión de la fiscalidad permitió un espectacular incremento de la deuda consolidada: los capitales aportados por los juros, que el monarca no tenía obligación de devolver, se multiplicaron por tres entre 1550 y 1573, en tanto que su rédito anual alcanzaba en este último año más de mil millones de maravedís. Entre esta fecha y finales de siglo, el crecimiento sería aún más espectacular. Estas medidas proporcionaron a Felipe II un cierto respiro, pero el plan no pudo realizarse en su totalidad. Al tiempo que la rebelión

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de los Países Bajos y la presión turca dejaban sentir sus efectos, el monarca hubo de aceptar que la posibilidad de asentar una banca propia, que a medio plazo le hubiese permitido prescindir de los poderosos banqueros genoveses, había fracasado. En esta situación el monarca recurrió a las cortes. En la reunión de 1570-71 intentó comprometer a éstas en la búsqueda de medios para conseguir el desempeño de la Real Hacienda, no dejando de insinuar que si tal cooperación no se lograba caerían nuevos impuestos. Ni en esta convocatoria, ni en la de 1573-75, pudo llegarse a un acuerdo. Mo­ lestos por la revisión oficial de los sesenta, los cabildos municipales —que autorizaban el voto decisivo de los procuradores— no se in­ timidaron por las presiones recibidas, si bien la razón principal de que el acuerdo no se cerrase estuvo en la completa imposibilidad de «reduzir a concordia» las soluciones propuestas, prácticamente una por cada ciudad. Felipe II demostró que estaba dispuesto a cumplir sus amenazas. Tras la clausura de las cortes, el monarca subió unilateralmente la alcabala —lo que entraba dentro de sus facultades— hasta situar el encabezamiento en 1.393 millones de maravedís, advirtiendo además que procedería a una completa revisión de las exenciones hasta ahora permitidas. Justificando su decisión, el monarca argumentó que la subida pretendía ajustar algo más el nivel de la alcabala a lo que teóricamente ésta podría rendir si se aplicase estrictamente el 10 %. No por ello la decisión dejó de causar un fuerte impacto. Las ciu­ dades, lógicamente, interpretaron que aquello ponía fin al tácito com­ promiso que hasta ahora habían venido observando. Y, consecuen­ temente, se dispusieron a jugar las únicas cartas de que disponían. Si bien suscribieron globalmente el nuevo encabezamiento, rechaza­ ron hacerse cargo de lo que particularmente les tocaba pagar, obli­ gando al monarca a establecer la administración directa de esta renta (y prácticamente a improvisar el personal que habría de hacerse car­ go de la operación y que hasta ahora le habían suplido las ciudades). Simultáneamente utilizaron todo tipo de estratagemas a fin de atrasar la concesión de servicios en tanto el monarca no se aviniese a nego­ ciar una rebaja en el precio del encabezamiento. Inquieto por los alborotos que empezaron a detectarse en algunas ciudades, y pro­ bablemente convencido de que hasta allí llegaba su poder, Felipe II optó por hacer concesiones: en octubre de 1577 aprobó un nuevo encabezamiento por valor de 1.018 millones de maravedís. En las cortes de 1579 el monarca ofreció la posibilidad de que el nuevo

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encabezamiento pudiera convertirse en perpetuo e, incluso, moderar los nuevos derechos establecidos en los sesenta. A cambio, las ciu­ dades deberían comprometerse, decididamente, en la tarea del de­ sempeño. La oferta no prosperó. Ante la propuesta que se hizo de establecer —con vistas al desempeño— un impuesto nuevo «sobre cualquier género de moliendas», las ciudades, incapaces de llegar a un acuerdo, prefirieron dejar las cosas tal como estaban. La década de los setenta evidenció así que las cortes sólo llegaban hasta donde las ciudades se lo permitían. Todas aquellas propuestas que, con una cierta visión de conjunto, llegaron a formularse, fueron sistemáticamente rechazadas. Tal actitud constituía una evidente de­ mostración de que, en Castilla, los focos de cohesión y movilización política se difuminaba por completo cuando se proyectaban más allá de los recintos urbanos. Para las ciudades la prioridad fundamental pasaba por la continuidad en el mantenimiento de sus circuitos tra­ dicionales (territorio, jurisdicción, fiscalidad) de poder, cuya diver­ sidad, precisamente, bloqueaba la posibilidad de elaborar un plan de conjunto. Esta dinámica mostró su plena vigencia tras la muy difícil situa­ ción en la que se encontró Felipe II a raíz del desastre de la Armada Invencible (1588), evaluada en más de diez millones de ducados (una cifra ligeramente superior al total de los ingresos anuales de la Real Hacienda en esas fechas). Ante el clima creado por este excepcional acontecimiento, las ciudades se mostraron dispuestas a auxiliar al monarca con un elevado servicio, pero a condición de que aquél dejase por completo en sus manos los medios para su cobertura y la ad­ ministración del mismo. Tal se hizo: para recaudar los ocho millones de ducados (3.000 millones de maravedís) que se prometían, el mo­ narca dejaba «entera libertad a las ciudades y villas para que saquen la quantidad que les cupiere de donde mejor les pareciere». Otras condiciones no menos notables acompañaron la concesión. La más espectacular de todas ellas fue la consideración de esta nueva con­ tribución como universal, afectando por tanto a todos los estamen­ tos y no sólo (como en anteriores servicios) a los pecheros; e inclu­ yendo también por primera vez a territorios que, como el reino de Granada, disfrutaban de exención de servicios. En la confección del repartimento por mayor se fijaron los cupos a pagar por cada una de las dieciocho provincias del reino, lo que se hizo utilizando los indicadores de riqueza que parecieron más objetivos; en el repartimento por menor se especificaba lo que co-

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rrespondía pagar a cada partido, y dentro de él a cada uno de sus lugares. En la recaudación de este último tipo de repartimento se evitaron fórmulas que, como el encabezamiento, implicasen cual­ quier asomo de responsabilidad mancomunada. Se permitió que los lugares pudiesen crear arbitrios, «aunque fuesen dificultosos y con­ tra leyes», concediéndoseles incluso la posibilidad de utilizar los re­ cursos municipales como garantías de los préstamos (censos) que los particulares hiciesen con objeto de aprontar las cantidades. Las quejas contra «las diferencias de los extraordinarios arbitrios que en las más de las partes se han dado, para sacar la parte que les toca», no se hicieron esperar. El expolio de los bienes municipales, la imposición indiscriminada de derechos sobre el consumo (sisas), o repartimentos «en que pagan igualmente los pobres que los ricos, e por miserables no lo pueden remediar», fueron la nota dominante. A partir de 1593 el monarca intentó reaccionar contra esta fiscalidad, pero todas las alternativas resultaron papel mojado ante los intereses de quienes controlaban —y se beneficiaban— de la situación. Los millones continuaron como estaban. Si Felipe II y su círculo íntimo de consejeros consideraron que ese era el precio a pagar para con­ seguir una renovación del servicio, que acababa en 1596, se equivo­ caron de pleno. Una parte de los municipios no estaba por la reno­ vación. Otros endurecieron sus condiciones, o apuntaron algunas otras que el monarca consideró no eran de recibo. Felipe II, para­ digma del monarca absoluto, murió sin conseguir que las Cortes de Castilla le renovasen el servicio de millones. Paradójicamente ello sucedía en el reino donde la institución parlamentaria presentaba una faz menos orgánica e interestamental. Para las ciudades la experien­ cia fue rica en enseñanzas. Las hizo más conscientes de su poder y comenzó a suscitar en ellas la posibilidad de que, actuando de ma­ nera más coordinada, podrían utilizar esa fuerza para objetivos no tan parroquianos. Las consecuencias de esta reorientación empeza­ rían a verse en los comienzos del siguiente reinado 82.

82 Una sólida visión de conjunto, en M. A r t OLA, La hacienda del antiguo régimen (Madrid, Alianza Editorial, 1982), que no exime de la lectura de R. C a r a n d e , Car­ los Vy sus banqueros (edición reciente en Barcelona, Grijalbo, 1983), ni de M. U l l o a , La Hacienda Real de Castilla en el reinado de Felipe I I (Madrid, Fund. Universitaria, 1977). Un magistral análisis de las cuestiones crediticias, y no sólo, en F. RuiZ MAR­ TÍN, «Un expediente financiero entre 1560 y 1575», Moneda y Crédito, 92, 1965; «Las finanzas españolas en tiempos de Felipe II», Cuadernos de Historia, anexos rev. Hispa-

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nia, 2, 1968; «Crédito y banca, comercio y transportes en la etapa del capitalismo mer­ cantil», Actas IJornadas de Metodología (Santiago de Compostela, 1975). Sobre los Países Bajos, J. T r a c y , A financial revolution in the Habsburg Netherlands (Califor­ nia University Press, 1985). Sobre el papel de las Cortes, Fiscalidad real y política urbana en el reinado de Felipe II, de J. I. Fortea Pérez (inédito); C. JAGO, «Plabsburg absolutism and the Cortes of Castile», American Historical Review, 1981, págs. 307-326, y más recientemente, «Philip II and the Cortes of Castile», Past & Present, 109, 1985, págs. 24-43. I. A. A. T h o m p so n , «Crown and Cortes in Castile: 1590-1665», Parliaments, Estates and Representation, 1982, págs. 29-45; P. FERNÁN­ DEZ A l b a l a d e jo , «Monarquía y reino en Castilla: 1538-1623», X IV Settimana di Studio, Pratto, 1982, policopiado, recogido en la presente recopilación. A. W. LOVET, «The vote of the Millones», The Historical Journal, 1987, págs. 1-21.

Capítulo 2 «IMPERIO DE POR SI»: LA REFORMULACION DEL PODER UNIVERSAL EN LA TEMPRANA EDAD MODERNA

Al filo del inquietante 1600, próximo ya «el final de las monar­ quías» e inminente «el tiempo en que todo debe ser sometido a los santos y a la iglesia», parecía llegado el momento —si hemos de creer a Campanella— en el que la monarquía hispánica había de acceder a la condición de monarquía universal. Como nuevo «Ciro cristiano» tocaba al monarca hispano hacer posible el establecimien­ to de un orden universal definitivo a cuyo frente, como «árbitro de todo», habría de colocarse el papado romano h La consideración excéntrica cuando no decididamente marginal que ha venido haciéndose de la obra del fraile dominico, ha termi­ nado por ubicar a ésta en un marco ya no sólo comprensiblemente utópico. La impresión —a poco que se ojee la bibliografía más al uso— es que Campanella estuviera refiriéndose además a una pro­ blemática rigurosamente anacrónica: la defensa de una monarquía universal a comienzos del siglo XVII pertenecería a ese orden de cues­ tiones que, interesantes como historia de la marginalidad misma del1 1 Utilizamos la traducción prologada de P. Mariño (publicada en el Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1982), que sigue a la última edición de 1653 (Leyden y Amsterdam); las referencias en págs. 20, 24 y 25, respectivamente. 168

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discurso político, deberían quedar prácticamente fuera de conside­ ración para los estudiosos de las tendencias reales y efectivas del pensamiento político durante la edad moderna. Mal podría conce­ derse audiencia alguna a esa concepción en un momento en el que el orden político parece ya definitivamente encarrilado por las vías de la soberanía y la razón de estado. Más de veinte años después de que hubiera aparecido la primera edición de Les six livres de la République, la presencia de ese tipo de concepciones universalistas poco más que a título de inventario merecerían ser registradas 2. De acuerdo con este criterio no cabría atribuir ningún significado al hecho de que la edición latina (1640) de la Monarchia di Spagna incluyese como addenda un Epilogus et encomium Magni Imperii Romani, una especie de recordatorio de la «paz y tranquilidad» que llegaron a alcanzar los pueblos sometidos al poder universal de ese imperio, obra de Justo Lipsio y publicado por las mismas fechas en las que Campanella redactaba el mencionado trabajo 3. Ni tampoco tendría mayor interés el que la panfletística francesa de las guerras de religión se empeñase en presentar a Enrique IV como «ce grand Roy de la Fleur de Lys [...] appelé par les prophéties à la seignurie du Monde» 4, dentro de un contexto de renovatio imperial del que ni aun la insular Inglaterra quedaba al margen 5. Por último, care­ cería asimismo de importancia la aparición en 1612 del tomo prime­ ro de un trabajo que llevaba por título De la conveniencia de las dos Monarquías Católicas, la de la Iglesia Romana y la del Imperio Es­ pañol, obra asimismo de otro dominico que ostentaba, además, el cargo de cronista real. En línea con Campanella, De la Puente pre2 De la presunta modernidad política, habitual en el tratamiento de Bodin, puede ya empezar a dudarse (P. L. ROSE, «Bodin’s Universe and its Paradoxes», Politics and Society in Reformation Europe, E. I. Kourie y T. Scott eds., MacMillan, 1987, págs. 267-288). En línea con los planteamientos de este trabajo —y que aquí no me ha sido posible incorporar— puede verse ahora, F. BOSBACH, Monarchia Universalis (Göt­ tingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1988), con tratamiento de la cuestión hasta el reinado de Luis XIV. 3 Lo recoge la edición que utilizamos, págs. 338-342. 4 C. ViVΑΝΤΙ, Lotta política e pace religiosa in Francia tra Cinque e Seicento (Turin, Einaudi, reed. 1974), passim, la cita en concreto en pág. 104; asimismo, el trabajo de Yates que se cita en la nota siguiente. 5 Sobre ello, R. KOEBNER, Empire (Cambridge University Press, 1966), págs. 61-76. Asimismo, F. YATES, Astraea (Londres, Routledge, 1975), págs. 29-88; con­ firmando las pistas de este libro, R. STRONG, Arte y poder. Fiestas del Renacimiento: 1450-1650 (Madrid, Alianza Editorial, 1984), págs. 75-169.

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sentaba a la monarquía española como «el primero de los reynos temporales en magestad y grandeza», poco menos que una quinta monarquía cuya continuidad como tal quedaría asegurada siempre que su «suprema potestad temporal» permaneciese oportunamente «subordinada a la espiritual que reside en la cabeza de la iglesia» 6. Los testimonios que acaban de aducirse, que no pretenden ser exhaustivos, invitan cuando menos a una cierta reflexión acerca de la existencia, a comienzos del siglo XVII, de una concepción del or­ den político global no entendido como resultado de un estricto ajus­ te entre formaciones estatales soberanas, tal y como habitualmente viene haciéndose. Si esa era una tendencia que por entonces podía insinuarse, parece cuando menos razonable admitir asimismo la pre­ sencia de un entendimiento de ese orden desde supuestos no preci­ samente estatales, supuestos fuertemente entroncados con los de la cultura política medieval y de cuyas categorías, en el fondo, también ese pretendido diseño estatal se alimentaba. Tal poder universal podía resultar la evidencia misma para los hombres del siglo XVI. Con posterioridad a ese momento sin em­ bargo, todo parece haberse producido como si los historiadores se hubiesen empeñado en desdibujar cada vez más su presencia. La muy asentada tradición historiográfica de considerar al período 1450-1600 como la primera fase dentro del proceso de «formación del estado moderno» ha resultado aquí decisiva: todo aquello que manifiestamente no tuviese que ver con el progresivo desenvolviemiento de ese estado ha venido entreviéndose como supervivencia de un momento anterior, indefectiblemente condenado por ello a una inmediata extinción; y con tendencia a considerar su presencia como algo disfuncional para el equilibrio del nuevo sistema. En un

6 Las citas en págs. 7, 20 y 19, respectivamente. Y un ejemplo más, en este caso de un benedictino, en fray JUAN DE SALAZAR, Política española (Madrid, 1619, reed. IEP, 1945), pág. 19: «... comenzando la Monarquía universal en el Oriente, de las manos de asirios, medos y persas, vino a parar en el Occidente en las de españoles, a quienes la voluntad divina se la concedió con mayores ventajas que a los predece­ sores» (confróntese con el proemio de Campanella, pág. 19 ed. cit.). Sobre estas co­ rrientes de filiación claramente mesiánica, como asimismo sobre la temática de impe­ rio particular a la que nos referimos más adelante, debe consultarse el importante libro de A. MlLHOU, Colón y su mentalidad mesiánica en el ambiente franciscanista español (Valladolid, Seminario americanista, 1983), del que he tenido noticia una vez concluido este trabajo; sobre Salazar y De la Puente en concreto, págs. 356, 402 y 418-421.

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contexto historiográfico caracterizado por la revisión del denomina­ do paradigma estatalista 7, no parece que deba insistirse demasiado en la necesidad de pensar las cosas de otra forma. Sobre todo cuando las consideraciones que aquí van a hacerse conciernen a una forma­ ción política que, como la monarquía católica, hizo del universalis­ mo fundamento constitutivo de su propia identidad 78.

Por de pronto, y a estos efectos, importa no perder de vista el relativo continuum universalista en el que se desenvolvió la monar­ quía hispánica a partir de los reyes católicos, continuum que bajo Carlos V recibió un impulso definitivo. La complaciente imagen del imperio carolino como «fruto tardío» del medievo, asediado por la concurrencia de las nuevas formaciones estatales, no parece contar hoy por hoy con el asentimiento que antes tuvo. Tal y como razo­ nablemente vienen apuntando las investigaciones de J. M. Headley, se hace necesario admitir «la idea y el hecho del imperio como una respuesta viable para un orden estable» 9. Sugerencias semejantes vie­ nen también haciéndose por la propia historiografía alemana. Así por ejemplo, en un coloquio hace poco celebrado en Madrid, H. Lutz apuntó que quizá no debamos llevar demasiado lejos el con­ traste entre un Francisco I, representante del estado moderno, frente a un Carlos V anclado en el imperio medieval, proponiendo alter­ nativamente un modelo interpretativo que pueda dar cuenta de «la mezcla específica correspondiente de elementos tradicionales y mo­ dernos en la autocomprensión y en el sistema político de ambas partes». Más resueltamente aún, H. Angermeier ha criticado el em­ peño en aplicar anteojeras de estado a una época cuya dinámica po­ lítica aparecía dominada por «las tendencias universales»; sobre todo, añade Angermeier, cuando nos consta que «la política de los sobe7 La expresión es de A. M. H e sp a n h a , «Para urna teoría da historia institucional do antigo regime», en la recopilación por él mismo realizada sobre Poder e instituçoes na Europa do antigo regime (Lisboa, Fund. Gulbenkiam, 1985), págs. 27-33. En la misma línea, B. CLAVERO, Tantas personas como estados (Madrid, Tecnos, 1986), y la introduzione de C. MOZZARELLI a L 3'amministrazione nella storia moderna (Milán, Giuffré, 1985), págs. 5-20. 8 Ha abordado recientemente esta cuestión J. L a l in d e , «España y la monarquía universal», Quaderni Fiorentini, 15, 1986, págs. 109-166. 9 J. M. HEADLEY, The Emperor and his Chancellor (Cambridge University Press, 1983), págs. 2-12, esp. pág. 4.

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ranos no discurría por la vía ni la perspectiva de lo nacional», tanto en Francia como «incluso en la anglicana Inglaterra» 10. En esto último merece insistirse. La crisis estructural del orden político medieval estaba lejos de haberse resuelto. Podían haberse insinuado ciertas líneas de solución, pero la propia complejidad de los procesos de poder 11 en ella implicados dificultaban una resolu­ ción pronta y efectiva de la misma. Reyes y corporaciones urbanas principes sibi ipsis podían insinuarse como vencedoras, pero la pre­ sencia al frente de la cristiandad de un poder universal dirimente, de fundamentación natural y orientación antropocéntrica, también con­ taba 12. Es cierto que los reyes decían desenvolverse como «empe­ radores en su reino» 13, pero parece fuera de toda duda que, además, también pretendían actuar como emperadores «fuera de su reino». Quiere ello decir que la idea imperial no dejó de estar presente como referente político en los últimos momentos de la baja edad media y primeros de la moderna. Ni aun el propio nacionalismo regnícola francés, con su componente de galicanismo antiuniversa­ lista 14, consideró contradictorio reivindicar para el monarca ese po­ der universal. Pierre Dubois así lo había hecho en 1306, y lo reite­ raría —desde una matriz cultural distinta— Gillaume Postel doscien­ 10 El título en concreto del coloquio es Posibilidades y límites de una historio­ grafía nacional (Madrid, 1984); las comunicaciones a que se hace referencia en págs. 55-72 y 73-79. 11 La expresión es de P. COSTA, Iurisdictio (Milán, Giuffré, 1969), págs. 84-91, con un sugestivo análisis sobre este mismo momento final. 12 Tal y como lo habían reformulado, Dante, Bártolo y Baldo. Sobre Dante, ver W. U l l m a n , «Dante’s “Monarchia” as an Illustration of a Politico-Religious Renovatio», Scholarship and Politics in the Middle Ages (Londres, Variorum, 1987), cap. VIII, y E . K a n t o r o w ic z , The King’s Two Bodies (Princeton University Press, 1957, reed. 1981), págs. 451-495; la conexión con Bártolo en F . C r o sa r a , «Dante e Bartolo da Sassoferrato», Bartolo da Sassoferrato. VI Centenario (Milán, Giuffrè, 1962), II, págs. 107-198, esp. 122-134. Para Bártolo, en la publicación que acaba de referirse, J. B a sk iew ic Z, «Quelques remarques sur la conception de dominium mundi dans Poeuvre de Bartolus», II, págs. 9-25, y asimismo, M. D a v id , «Le contenu de Phegemonie imperiale dans la doctrine de Bartoie», II, págs. 201-225. Sobre Baldo, J. CANNING, The Political Thought of Baldus de Ubaldis (Cambridge University Press, 1987), págs. 17-70. 13 Sobre el alcance de este brocárdico, W. U l l m a n , «This Realm of England is an Empire», Journal of Ecclesiastical History, 2, 1979, págs. 175-203. 14 La expresión es de D. KELLEY, History, Law and the Human Sciences (Lon­ dres, Variorum, 1984), especialmente el artículo VII, pág. 263, y asimismo interesan­ tes a este respecto, el II y VIII.

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tos cincuenta años después 15. Concluida la elección de Carlos V como emperador, tanto Francisco I como sus inmediatos sucesores no hicieron nunca renuncia de sus aspiraciones a la dignididad im­ perial, al amparo siempre de lo que la coyuntura política permitía 16. En Inglaterra las circunstancias eran otras, pero Enrique VIII tam­ poco rehusó desenvolverse dentro de un estilo imperial: «This Realm of England is an Empire», la conocida frase que encabeza el Act in restraint of Appelas de 1533 se justificaba a partir de la consideración del papado como un permanente usurpador de los poderes del em­ perador tradicional; era precisamente aquel tus in sacris que recono­ cidamente habían venido disfrutando los emperadores desde Cons­ tantino lo que pretendía recuperar Enrique VIII con esa declara­ ción 17. En los reinos hispanos la idea imperial —de corte romanista y fuerte impronta gibelina— que Gattinara intentaba imbuir al empe­ rador 18 no representaba, como tal idea, una novedad. Fundamen­ talmente porque, de por medio, ya existía aquí una previa y distinta idea de imperio, idea —más en concreto— de un imperio particular cuya presencia en la Castilla de la segunda mitad del siglo XV es bien notoria 19, y que asimismo se detecta en los casos de Aragón y Por­ tugal 20. La circunstancia americana, más allá de lo que intuyera Me­ néndez Pidal, resultaría decisiva en la renovación y reelaboración

15 G. ZELLER, «Les rois de France candidats a l’empire», Revue Historique, 1934, págs. 299-301 y 510-511. M a r a v a ll había entrevisto asimismo lo fundamental de esta publicística (Carlos V y el pensamiento político del Renacimiento, Madrid, IEP, 1960, págs. 98-99). Ver también YATES, pág. 123. 16 Z e l l e r , Les rois, págs. 501-514. 17 U l l m a n , This Realm, págs. 197-200. 18 Ver J. HEADLEY, «The Habsburg World Empire and the Revival of Ghibellinism», Medieval and Renaissance Studies, 7, 1978, págs. 93-127, y «Germany, the Empire and Monarchia in the Thought and Policy of Gattinara», Das römisch-deuts­ che Reich im politischem System Karls V (Munich, Oldenbourg, 1982). 19 Como «idea imperial paralela» califica Maravall esta corriente («El concepto de monarquía en la edad media española», Estudios de historia del pensamiento espa­ ñol, Madrid, Cultura Hispánica, 1973, págs. 69-89); asimismo, V. F r a n k l , «Imperio particular e imperio universal en las cartas de relación de Hernán Cortés», Cuadernos Hispanomericanos, 165, 1963, págs. 443-482. 20 Sobre Aragón, y en concreto sobre la «tradición imperialista» catalana, MlLHOU, Colón, págs. 349-389; para Portugal, A. QUADROS, Portugal. Razdo e mistério (Lisboa, Guimaráes eds., 1987), passim, y el libro de D. BlGALLl, Immagini del Prin­ cipe (Milán, Angelli, 1985), passim.

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de esta corriente de pensamiento. Como cumplidamente ha probado V. Frankl, la conquista de Méjico sirvió a Cortés para proponer, en un primer momento, una nueva concepción de imperio, sustentada al margen por completo de la legitimación tradicional 21. El efecto de esta corriente —de fundamentación hispana pero de proyección universal al mismo tiempo— se revelaría a la larga de gran trascen­ dencia: a partir de ella pudo gestarse una formulación neoimperial basada en términos de estricta «supremacía política y militar». Juan Ginés de Sepúlveda sería su primer teorizador. Definitivamente, este humanista castellano hizo de los hispani «los creadores de un nuevo imperio romano, no el imperio universal de la cristiandad medieval, sino un imperio español nacionalista» 22. La importancia de esta par­ ticular renovatio podemos apreciarla con toda claridad a partir del momento en el que Felipe II pasa a hacerse cargo de la herencia de su padre. De acuerdo con lo que ya venía apuntando la historiografía tra­ dicional, las investigaciones más recientes no han hecho sino confir­ mar la complejidad, conflictividad e incertidumbre que durante una década presidió ese momento sucesorio 23. Prescindiendo aquí de esos avatares dinásticos interesa sobre todo advertir que, hasta el último momento, Felipe II no pretendió romper su dependencia para con el Imperio —de quien por otra parte era feudatario—, conven­ 21 Posteriormente Cortés llegaría a unificar ambas concepciones (FRANKL, Impe­ rio particular, págs. 460-465). 22 Sobre esta transformación, Carlos V, págs. 288-310, y en concreto la 310; en el mismo sentido, J. L. PHELAN, «El imperio cristiano de Las Casas, el imperio es­ pañol de Sepúlveda y el imperio milenario de Mendieta», Rev. de Occidente, 1974, págs. 293-310, la cita en pág. 297, y reitrando el argumento, D. A. CREWS, Juan de Valdés and the Imperial Ideology of Charles V (Ann Arbor University Micro­ films, 1984), caps. IV y V. Ya F. C h a b o d detectó esta misma orientación fuera del ám­ bito hispano {Storia di Milano neWepoca di Carlo V, Milán, 1961, págs. 121-134), en tanto que D. BlGALLl ha llamado asimismo la atención sobre esta «curvatura “nazionalistica” » dentro del desarrollo portugués (Imrhagini..., págs. 223-280, esp. 244-249). 23 Una última investigación a este respecto en M. J. RODRÍGUEZ SALGADO, The Changing Face of Empire. Charles V, Philip II and Habsburg Authority: 1551-1559 (Cambridge University Press, 1988); para la perspectiva alemana,, que aquí no se atiende, ver la colaboración de H. LUTZ a la Propyläen Welt Geschichte, VIII-1 (versión española: De la Reforma a la revolución, Madrid, Espasa-Calpe, 1988, págs. 82-104).

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cido de que sin el apoyo de la autoridad imperial que desempeñaba su tío difícilmente podría mantener un control eficaz sobre la parte italiana de su herencia. A estos efectos, Felipe llegaría a solicitar a su tío el vicariato imperial, una petición que Felipe hacía apoyándose en razones fundamentalmente dinásticas, y que su tío rechazó por la influencia que ello podría tener ante el acuerdo político-institu­ cional al que se había llegado en 1555 24. Fue entonces cuando, de­ finitivamente, Felipe II orientó sus esfuerzos a la consecución de una mayor coordinación e integración dentro de lo que ya empezaba a insinuarse como un nuevo imperio 25. En cierto sentido el propio papado, con sus declaraciones, no hizo sino empujarle en esa direc­ ción: entre 1555 y 1559 Paulo IV no se recató de afirmar que estaba dispuesto a que Roma alcanzase el dominio mundial 26. Recíprocamente, tampoco faltaron quienes desde dentro de la monarquía filipina formularon propuestas de esa especie, propuestas cuyo objetivo no era otro que el de demostrar la legitimidad por la que Felipe II, también, podía hacer suyas esas mismas aspiraciones. Ello hasta el extremo de que el elenco de quienes así argumentaron resulta demasiado amplio para ser referido en su totalidad 27. Había, en todo caso, unos trazos comunes. Obligadamente por ejemplo se partía de un antiimperialismo militante, alimentado en lo fundamen­ tal de lo que en el reinado anterior —y motivado por el hecho americano— había denunciado la escolástica castellana. En 1556 Die­ go de Covarrubias resumió esos planteamientos en su Practicomm quaestionum liber, una obra específicamente dedicada al nuevo mo­ narca y que ha sido considerada como la primera «teorización de la 24 En su petición Felipe combinaba la necesidad de conservar «las fuerzas y au­ toridad del Imperio» con el aumento de «la grandeza de nuestra casa y Estados», a lo que su tío respondió que tal concesión sólo serviría para dar pábulo a los rumores de que aquello no tenía otra «mira y fin de hacello hereditario el Imperio» (comenta este documento M a r a v a LL, Carlos V, pág. 160, asimismo RODRÍGUEZ SALGADO, págs. 164-167). Sobre el conflicto entre las dos líneas de los Habsburgo en Italia, K. OTMAR VON A r e t IN, «L ’ordinamento feudale in Italia nel XVI e XVII sécolo», Annali Istituto Storico Italo-Germanico, IV, 1978, págs. 51-93, esp. 70 y sigs. 25 Verosímilmente, la creación del Consejo de Italia se inscribe dentro de este contexto (algunos datos al respecto en mi epílogo a la reedición española del libro de Koenigsberger, La práctica del imperio, Madrid, Alianza Editorial, 1989, págs. 245-258). 26 L u t z , De la Reforma, pág. 102. 27 Puede verse la antología que presenta R. DEL ARCO Y G a r a y , La idea de imperio en la política y la literatura españolas (Madrid, Espasa-Calpe, 1944).

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España imperial de Felipe II» 28. A lo largo de su extensa produc­ ción, Covarrubias había venido manteniendo una constante actitud de rechazo hacia la concepción medieval —ya en ese mismo mo­ mento discutida— del emperador como dominus mundi. Lo que no le impidió sin embargo que, alternativamente, la obra en cuestión apareciese dedicada «Ad Philippum Magnum». No obstante, a poco que se compare la atención que concede Covarrubias a la cuestión imperial con la que —por ejemplo— le presta Vázquez de Menchaca, habrá de concluirse que es a este úl­ timo —si prescindimos de Sepúlveda— a quien más adecuadamente corresponde esa caracterización de primer teorizador de la nueva realidad política. Y ello no tanto por los argumentos antiimperiales que al respecto llega a aducir Menchaca —que sigue fielmente a Covarrubias en este extremo— cuanto por la utilización de una me­ todología jurídica en cierto sentido novedosa 29, aplicada luego, aun­ que circunstancialmente, al análisis de la monarquía filipina. Una reflexión que por lo demás no resulta inducida a partir de la pura dinámica ideal. Tiene su origen, como es sabido, en la discusión mantenida en Trento entre doctores hispanos y franceses a propósito de cuál de ambas monarquías había de preceder a la otra. A esta cuestión, y de acuerdo con esas nuevas orientaciones, dedicará Men­ chaca la introducción de sus Controversias fundamentales 30. Viene a constituir la introducción por esta razón una especie de manifiesto de los nuevos planteamientos, directamente encaminada a probar «la excelsa dignidad de nuestro poderoso Señor y Rey de las Españas» que, según se nos informa ya en la primera prueba, 28 L. Pereñ A, «Diego de Covarrubias y Leyva», Anuario de la Asociación Fran­ cisco de Vitoria, XI, 1956-57, págs. 9-194, esp. 27-31 y 133-168; A. MARÍN LÓPLZ, «La doctrina del imperio universal en Diego de Covarrubias», Anuario de Derecho Público, Granada, 1955, págs. 47-69. 29 F. CARPINTERO, M os italicus, mos gallicus y el humanismo racionalista. Una contribución a la historia de la metodología jurídica», lus Commune, VI, 1977, págs. 108-171, esp. 145-150, una cuestión sobre cuya complejidad ya había avanzado argu­ mentos D. KELLEY («Civil Science in the Renaissance: Jurisprudence Italian Style», History, Law..., VI). 30 Controversiarum illustrium aliarumque usu frequentium (Venetiis, 1564), cito por la edición bilingüe de F. Rodríguez Alcalde, Valladolid, 1931, 4 vols. La intro­ ducción a la que nos referimos ocupa las 111 páginas primeras de la obra, y en ella se informa de las incidencias de Trento, págs. 11-14. Un correcto análisis reciente de esta obra, F. CARPINTERO, Del derecho natural medieval al derecho natural moderno: Fernando Vázquez de Menchaca (Salamanca, Universidad, 1977).

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aventaja «a los restantes príncipes en poder, dominio y extensos territorios». Tal es la declaración de partida, inmediatamente dirigida a afirmar la preeminencia hispana frente a los representantes del monarca francés, pero subvirtiendo al mismo tiempo con sus pro­ posiciones todo el discurso tradicional al respecto. No es tanto la pretensión de superioridad de un monarca concreto lo que se cues­ tiona cuanto los supuestos mismos que venían sustentaado ese tipo de pretensiones. Tanto da en este sentido que se trate del monarca francés como del propio emperador: es la posibilidad misma de que pueda existir un dominus mundi en los términos tradicionales a lo que Menchaca se opone frontalmente. La línea de ruptura iniciada ya por la nueva escolástica castellana se constituye aquí en obligado punto de partida: ni por derecho divino, natural o de gentes, cabía admitir esa instancia universal 31 en el ámbito de lo temporal, una pretensión que ni aún el propio papado podría legitimar. Negadas las instancias tradicionales de validación del poder, e inefectiva su legitimación, Menchaca pasa a hacerse cargo del diseño de una nueva jerarquía cuya fundamentación habrá de encontarse, necesariamente, en el nivel de la estricta factualidad 32. La preemi­ nencia sobre la que se disputa no podrá resolverse entonces invo­ cando razones históricas, sino atendiendo a la propia materialidad y alcance actual de los poderes implicados: «sería absurdo y de una ignorancia crasa, el pretender deducir argumentos del tiempo y po­ derío pasados, para el momento presente y para el actual poder ya completamente mudado». Los «argumentos», según se viene apun­ tando, han de buscarse atendiendo otras consideraciones; así, resul­ tando evidente «que todos consideran como má$ poderosos a los que disfrutaban de más copiosas riquezas» parece conclusión inobjetable que «quien está revestido de mayor poder, es justo goce de mayor dignidad y preeminencia en todos los actos y honores» 33. La inver­ sión, en relación con los planteamientos tradicionales, es notable: «el mayor poderío», y no la sanción de las instancias tradicionales de validación determina la nueva geografía del poder. 31 CARPINTERO, D e l derecho n a tu r a l..., págs. 242-253, y sobre sus antecedentes ver los textos que recoge V. CARRO, L a teo lo gía y los teó logos ju r is ta s españ oles an te el d escu brim ien to de A m é ric a (Salamanca, 1951), págs. 171-390. 32 Apuro aquí algunas sugerencias de COSTA, págs. 86-90 y 314-341. 33 Las referencias de las diversas citas en el vol. I, págs. 33, 42; 55; 29 y 53, respectivamente.

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Consecuentemente la relatividad con que debía entenderse esta ordenación salta a la vista. No obedeciendo a ningún plan preesta­ blecido, las formaciones políticas que habitan este universo se de­ senvuelven dentro de una movilidad que es consecuencia exclusiva de su propia concurrencia, y no menos de su previa ubicación y asentamiento dentro de un ámbito jurídico (el del derecho natural secundario) que la propicia 34. De ahí que «principados» y «monar­ quías» estén «mucho más sujetos que las restantes cosas humanas a los cambios», ya que «todas las cosas que son hoy de derecho de gentes secundario, no son eternas e inmutables». Nada tan natural por tanto como «los cambios en los imperios» 35. De entre estos últimos sólo se reconocerá una condición preeminente a aquel que acredite y mantenga —y sólo en tanto mantenga— la propia facticidad de su «mayor poderío». Las pretensiones del monarca hispano resultaban entonces justificadas. Su mayor dignidad y preeminencia —territorios europeos y posesiones americanas de por medio— po­ dían admitirse incluso como algo notorio, aquello que —citando a Baldo— «se da a conocer por sí mismo» 36. El hecho de que en sus dominios se practicase, además, la «verdadera» religión, no constituía sino un último —pero no menos importante— motivo que definiti­ vamente, y de hecho, convertía al Rey de las Españas en un nuevo dominus mundi 37. «Esplendor de la Hispana nación y oráculo del Orbe cristiano» eran los términos con los que Menchaca cerraba la 34 Sobre las características de estos derechos en Menchaca, CARPINTERO, Del de­ recho natural..., págs. 85-111. 35 La misma idea había formulado en el siglo XV el veneciano Bernardo Giustiniani a propósito de la historia de su república (W. BOUWSMA, Venice and the Defense of the Republican Liberty, California University Press, 1968, págs. 54-55). 36 Referencias en I, pág. 41; II, pág. 381; II, pág. 32; I, págs. 18 y 22; I, págs. 16 y 17. 37 Controversias, I, pág. 92: «Siendo, pues, nuestro muy poderoso Señor y rey de las Españas, vicario, ministro y representante de Dios en la tierra, para gobierno de las regiones que por El le han sido confiadas y siendo éstas mucho más dilatadas y numerosas que las que el mismo Dios confió a todos los restantes príncipes, síguese que el mismo Dios y Rey de reyes parece haberle favorecido y distinguido sobre todos los príncipes de la tierra, razón por la que se ha de anteponer a todos ellos.» En la misma línea de defensa de esa condición para Felipe II, Menchaca, tras haber negado la posibilidad de que el emperador tradicional fuese señor del mundo, porque «sería preciso que tuviera bajo sí los mares, no menos que las tierras, si quería dar a entender que lo era de todas las partes y regiones del mismo», afirmaba a renglón seguido que, precisamente para evitar ese defecto de título, «nuestro muy poderoso rey y señor D. Felipe se denomina señor del piélago o del ponto» (II, págs. 29-30).

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dedicatoria de su obra al monarca. Habremos de convenir cuando menos que la alusión no era nada retórica. Vázquez de Menchaca confeccionaba así un diseño en el que las pretensiones de supremacía de la monarquía católica podían desen­ volverse todavía dentro de un sustrato global de cristiandad. De esta forma imperio particular y aspiraciones de dominio universal podían llegar a concillarse en el marco de una composición relativamente estable. De su idoneidad nos da idea el hecho de que, en adelante, esos argumentos constituirán punto de partida y cita obligada en cualquier reflexión sobre el tema. Aunque con matices propios, las Excelencias de la Monarchia y Reyno de España 38, de Gregorio López Madera, representa en este sentido una demostración ejemplar. Desde el primer momento Menchaca —y con él toda la corriente anterior del imperio particular— se hace aquí presente, si bien, y como hemos apuntado, las Excelencias no constituyen una reedición sin más de la introducción. Diferencias entre uno y otro trabajo las había. Para empezar estaba la desigual explotación que de la misma metodología se hacía, un mos italicus que adoptaba en este caso un desarrollo más conservador que en Menchaca, independientemente de la intención del autor de aproximarse a las posiciones del huma­ nismo jurídico. López Madera se situaba dentro de esa vía media que ya en el mismo siglo XVI se consideraba característica de los hispani 39. De su condición de jurista, que no de historiador, dejaba constancia desde el mismo prólogo, no queriendo que sus «averi­ guaciones, que parecen de historia», se tuviesen por «agenas de su profesión». Pero era aquella la que debía reconocerse. De aplicar su metodología, consecuentemente, se trataba: «pues en las mismas in­ formaciones y allegaciones de derecho, la primera obligación nuestra

38 Madrid, 1597; hay reediciones posteriores. 39 CARPINTERO, M os italicus..., p. 149, con referencia a un juicio de Elias Kembach; en el mismo sentido, con información asimismo interesante a este autor, J. M. P e l o r s o n , Les letrados. Juristes castillans sous Philippe III (Poitiers, 1980), págs. 324-325 y 356-357, encuadrando a López Madera entre «tradición y modernismo», pero con determinación última por el primer aspecto en las cuestiones de fondo. En su Animadversionum iuris civilis liber singularis (1586), había marcado estrictamente hasta donde estaba dispuesto a llegar en su aproximación: «Si Justinianum et Tribo­ nianum accusare nobis liceret, totum jus civile rueret» (referenda en Pelorson, pág. 324, y asimismo R. O re st ANO, Introduzione allô studio storico del diritto romano, Giappichelli, Turin, 1963, pág. 69, con perspectiva comparada de esa reacción).

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es asentar el hecho, para acomodarle al derecho, y siendo el hecho antiguo no podemos asentarle sin tomarlo de las historias» 40. Así pues la fadicidad, como en el caso de Menchaca, constituía el presupuesto desde el que había de partirse. La no consideración —porque «no usan de provança»— de los argumentos tradicionales relativos al poder universal del emperador 41 resultaba entonces ine­ vitable. Como inevitable resultaba asimismo respaldar cualquier pre­ tensión de superioridad a partir de aquellos «requisitos sustanciales» que se encontraban «en todas las repúblicas» 42, los únicos que en realidad permitían establecer una adecuada contrastación. Efectuada ésta, el «Reyno de España» acreditaba condición más que sobrada de monarchia, es decir, de «Reyno más poderoso», que tiene «más Reynos y provincias [...] subjetas» 43. Y cuyo monarcha, si de dere­ cho no podía ser considerado como «señor universal del mundo», venía cuando menos a serlo de hecho: era «el mayor y más poderoso Principe del mundo», y aquel que «posee mas tierras y reynos que ninguno de los Monarchas passados» 44. La «precedencia» de este reino sobre los demás resultaba así cosa tan «cierta y sabida» que difícilmente podría ser contestada. Especialmente si tenemos en cuen­ ta que, independientemente de ese reconocimiento de hecho, esta monarchia podía exhibir además títulos adicionales de legitimidad. A diferencia de las anteriores monarchias, fundadas en «la violencia y fuerza de las armas», sólo la de España había venido actuando con «justissimas causas y aprovados titulos», tal y como últimamente probaban los casos de Navarra, Indias y Portugal 45. El carácter unitario que desde su primera época reflejaba el Reyno de España —fundamento de la monarchia— no venía sino a re­ forzar esas mismas pretensiones 46. El hecho de que sus reyes osten­ tasen «muchos títulos» no alteraba en nada ese fundacional carácter 40 Excelencias, prólogo. Y sobre el principio ius ex facto oritur, al que ahí se alude, O r e st a n o , Introduzione..., pág. 132, y asimismo KELLEY, History, Law..., caps. II y VI. 41 Ibidem, fol. 8: «no hay derecho en que se funde la precedencia de los Empe­ radores», y en general todo el capítulo II, con argumentos ya familiares. 42 Y que no son —dentro de un planteamiento clásico— sino los de religión, justicia y poder (en términos militares y territoriales), ibidem, caps. Ill-VI. 43 Ibidem, fol. 7, con reiteración en numerosos pasajes del texto. 44 Ibidem, fols. 8-11 y 17. 45 Ibidem, fol. 66. 46 Ibidem, fols. 71 y 73.

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unitario. Tales títulos eran resultado de los avatares del propio pro­ ceso reconquistador, del que constituían una especie de memoria viva. De otra parte, ese proceder demostraba la presencia ya en aque­ llos primeros reyes de unos modos imperiales cuya culminación lle­ garía tras la conquista de Toledo por Alfonso VI; fue este monarca quien «a immitacion de Iustiniano y otros de aquellos Emperadores se intitula triumphador magnifico del Imperio Toledano». Nada ino­ cente, esta entrada en una vía decididamente imperial reafirmaba la posición de Castilla como «cabeça de España», y por tanto sus pre­ tensiones para que los demás reinos le reconociesen «superioridad y vassallage» 47. Desde ese momento cabía afirmar que España había alcanzado la condición de «Imperio de por sí» 4849.Posteriormente, el formidable engrandecimiento territorial que había tenido lugar a par­ tir del reinado de los reyes católicos permitía conferir a ese reino condición definitiva de auténtica monarchia, indiscutiblemente «muy mayor [...] que ninguna de las pasadas». Felipe II, «hijo y descen­ diente de la mas larga y continua succession de Reyes y Emperado­ res que jamas ha havido», era sin duda la cabeça apropiada para tan gran cuerpo 49 .

Con la construcción de El Escorial Felipe II, utilizando la mo­ destia como argumento de ostentación, había querido mostrar su doble condición de gobernante universal y salvador de la cristian­ dad 50, de rex y sacerdos. Este cesaropapismoy presente en la primera idea imperial, había alimentado propuestas tan radicales como con­ secuentes ya bajo Carlos V 51. En el reinado de su hijo fue causa, 47 Ibidem, fols. 66-72, y 23 para el conjunto de esas referencias. 48 Ibidem, fol. 48, o también «imperio respecto de sí misma», según se afirma en el fol. 17; López Madera se refiere en concreto a la concesión pontificia del título a Alfonso VIII. 49 Ibidem, fol. 66, incluida la de los romanos; un argumento que se apoya sobre todo en la importancia del espacio americano. Asimismo, fol. 84 para la consideración sobre Felipe II. 50 Ver sobre lo aquí se afirma el brillante trabajo de C. VON DER OSTEN SACKEN, El Escorial. Estudio iconológico (Bilbao, Xarait, 1984), págs. 107-118, y pág. 108 sobre la modestia como ostentación; en este mismo sentido, J. H. ELLIOTT, «The Court of Spanish Habsburg», Politics and Culture in Early Modern Europe (Cam­ bridge University Press, 1987), P. Mack y M. Jacob eds., págs. 5-24. 51 HEADLEY, The Habsburg World..., passim. Sobre la propuesta que un anónimo memorialista hizo al emperador para «quitar el papa del estado temporal», ver J.

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como es sabido, de una larga cadena —de Sicilia a las Indias, pasan­ do por los reinos ibéricos— de conflictos jurisdiccionales, y no sólo, con el papado 52. La delicada situación religiosa por la que atravesó Francia en la segunda mitad de siglo, así como las posibilidades que aún se albergaban de reconquista de Inglaterra, forzaron al papado a una política en la que la defensa de su supremacía hubo de com­ binarse con notables concesiones al monarca hispano. Una línea que sólo a raíz de la conversión de Enrique IV y aun de la propia derrota de la Invencible pudo finalmente modificarse. Consciente del fracaso y aun de la imposibilidad misma de llegar a jugar una política temporal de cierto relieve, el papado optó en­ tonces por acentuar su papel de pastor universal 53. La paz de Vervins, en la que medió Clemente VIII, pudo presentarse así como una recomposición de «las provincias de la christiandad» 54 e, implícita­ mente, como un reconocimiento del papel dirigente que tocaba jugar al Papa dentro de ese ámbito de cristiandad. De hecho en 1-598, el año de la muerte de Felipe II, apareció en Madrid el libro de Luis de Páramo De Origine et Progressu Officii Sanctae Inquisitionis que, a pesar de lo que su título parece indicar, dedicaba más de una tercera parte de su contenido a la jurisdicción espiritual y temporal del pontífice. En tono relativamente conciliatorio se glosaban opi­ niones de juristas, canonistas y teólogos, e incluso —aunque con menos contemplación—, la haereticorum opinio. Previamente sin em­ bargo se había dejado bien sentado que «Iurisdictiones omnes fluunt, & refluunt à Summo Pontifice», que «Papa maior est Concilio, & in illud habet potestatem», y no menos que «Romano Pontifici omnisy

SÁNCHEZ MONTES, Franceses, protestantes, turcos (Madrid, CSIC, 1951), págs. 78-81; entre otras cosas el autor sugería que «si agora se hallase un príncipe que constituye un Imperio y un Pontificado como de antiguo y, por hacer algún bien a la Cristiandad hiciese algún pequeño daño particular, como quitar al papa el dominio temporal, ¿no haría una cosa acepta a Dios y muy en beneficio de la religión cristiana...». 52 Sobre los que todavía informa cumplidamente M. P h il ip p so n , «Felipe II y el pontificado», originariamente en Historische Zeitschfrit, 1878, y recogido en Estudios sobre Felipe I I (Madrid, 1887), R. Hinojosa, ed., págs. 87-192. 53 P. PRODI, II Sovrano Pontefice (Bolonia, II Mulino, 1982), págs. 317-319 y en general el cap. VIII. 54 Según se menciona en el propio tratado, que abunda en este extremo (utilizo la traducción del tratado que recoge J . ROCO DE CAMPOFRÍO, en su Relación de la jornada que su alteza el archiduque Alberto... hizo a Flandes en el año de 1595, ed. de P. Rubio Merino, Madrid, 1973).

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terrestris & coelestis potestas data est, & habet utrumque gladium» 55. De otra parte, el papado tampoco desaprovechó la posibilidad que se le ofrecía de utilizar al monarcha francés como contrapeso al heredero de Felipe II. Abiertamente reconocía Campanella que el papa se veía obligado a promover el «desacuerdo» entre ambas mo­ narquías a fin de no acabar por convertirse en el «capellán» del «Rey de las Españas» 56. Una táctica dentro de la cual parece que deben inscribirse asimismo los Anales de Baronio 57. En su pretensión de adoptar una línea de más decidida presencia pastoral en los asuntos de la recompuesta cristiandad, el papado vino de nuevo a poner sobre la mesa —lo hemos visto en Páramo— la cuestión del poder universal. Una cuestión que simultáneamente —aunque por otras razones— vino a plantearse también en el ám­ bito temporal: la complicada cuestión sucesoria que empezaba a ba­ rruntarse en el imperio en torno a Rodolfo II 5859suscitó todo tipo de expectativas en la corte francesa, activando aquellos «sogni d’impero» a los que tan proclive se mostraba el nuevo monarcha frances 59 . La reordenación política subsiguiente a la crisis bélica abierta en 1618 marcó, definitivamente, las posibilidades de ese resurgir60. Lo que no significa que Campanella, De la Puente, Salazar o Camilo Borrell 61 estuviesen especulando en el vacío. Sin duda para esas /

55 De Origine, págs. 394-414, ns. 1, 41 y 31. U n examen detallado del nuevo im perialism o pontificio en BOUWSMA, Venice..., passim. 56 Monarquía hispánica, págs. 35-36. 57 J. PÉREZ Villanueva , «Baronio y la Inquisición española»; A. BORROMEO, «II cardinale Cesare Baronio e la corona Spagnola»; ambos en Baronio storico e la Contrariforma, Convenio (Sora, 1982), págs. 5-53 y 57-166, respectivamente. El libro de Juan de la Puente al que nos hemos referido al principio iba dirigido estrictamente a refutar a Baronio. 58 Un resumen de este momento y de sus implicaciones en R. J. W. EVANS, Rudolf II and his World (Oxford, Clarendon Press, 1973), caps. I y II. 59 La expresión es de VlVANTI, Lotta politica, pág. 87, fundamental para el cono­ cimiento de este momento; asimismo los trabajos de Zeller y Yates citados preceden­ temente. 60 Pero no la continuidad, aunque fuese como retórica política, de las preten­ siones de imperio; aparte del trabajo de KOEBNER ya mencionado, véase también a P. L euregans, «Luis XVI empereur des français», Revue Historique de Droit Français et Etranger, 44, 1966, págs. 249-261. 61 De este último ver De Regis Catholici Praestantia (Milán, 1611), esp. caps. 5, 48 y 58.

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fechas Sully había pergeñado ya probablemente su Grand Design 62 y, muy poco tiempo después, Solórzano Pereira insinuaría la posi­ bilidad de una nueva legitimación de la parte americana del imperio filipino 63. Pero ello no afectaba en nada a la contemporaneidad mis­ ma de esa reflexión. De ahí que en la primera edición de la Monar­ quía, Besold, por su propia cuenta, volviera entonces a plantearse la cuestión: «¿Debe buscarse y desearse la monarquía universal?»

62 Omitiendo mayores precisiones, ver en todo caso a M. G r e e n g r a ss , France in the Age of Henry IV (Londres, Longman, 1984), págs. 197-198. 63 Lo ha sugerido recientemente A. P a g d e n , «Dispossessing the barbarian», The Languages of Political Theory in Early-Modern Europe (Cambridge University Press, 1987), págs. 79-98, bien que GARCÍA G a l l o había planteado anteriormente lo fun­ damental del asunto («Las Indias en el reinado de Felipe II», Estudios de historia del derecho indiano, Madrid, INEJ, 1972, págs. 426-471).

Capítulo 3 DE «LLAVE DE ITALIA» A «CORAZON DE LA MONARQUIA»: MILAN Y LA MONARQUIA CATOLICA EN EL REINADO DE FELIPE III *

En 1626, en un discurso destinado a poner de manifiesto cuánto importaba la conservación de Milán para la monarchia española, su autor, ya desde las primeras líneas, no vacilaba en considerar a ese estado como «el coraçon y el centro de la Monarchia de V. M., por lo menos de todos los reynos, y estados contenidos en este emispherio» í . Con semejante afirmación, obviamente, no se pretendía sino dejar bien sentado el importante papel que Milán parecía llamado a jugar en el incierto horizonte político que se había abierto en 1618. Hasta tal extremo afectaban a Milán los cambios que estaban tenien­ * Ponencia presentada al Convegno di Studi, «Lombardia borromaica, Lombar­ dia spagnola, 1554-1659, Pavía, septiembre de 1991. 1 Se trata del Discurso en que se representa quanto conviene a la Monarchia Es­ pañola, la conservación del Estado de Milan, y lo que necesita para su defensa y mayor seguridad, y que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid. El discurso fue editado, precedido de un pequeño comentario, por O. TURNER («Il rapporto di don Carlos Coloma dal ducato di Milano, nel 1626, a Filippo IV di Spagna», Rivista Storica Italiana, LXIV, 1952, págs. 581-591), y es el que aquí utilizamos. Ultima­ mente, insistiendo en este mismo aspecto, G. SlGNOROTTO, «Milano e la Lombardia sotto gli spagnoli», en la Storia della società italiana, dir. por G. Cherubini (Milán, Teti, 1984), págs. 189-223, esp. pág. 91. 185

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do lugar que, según se desprende del propio texto, autorizaban la modificación del topos con el que tradicionalmente venía siendo iden­ tificado el espacio milanés: la llave que supuestamente había venido abriendo la puerta de la península 2, se figuraba ahora como corazón, como centro de un sistema del que Italia formaba parte bien que, como veremos, sin constituir el itinerario principal. Viniendo de quien venía, no era esta una valoración a desechar. Carlos Coloma no era precisamente un indocumentado en los asun­ tos de la monarquía católica. Nacido en Alicante en 1573, en el seno de una familia titulada cuyos antecesores habían venido sirviendo a la monarquía en el campo de las armas, a los veintiséis años estaba en posesión de un curriculum militar —Francia y los Países Bajos— que le llevaría a ascender al puesto de maestre de campo general 3. En el reinado de Felipe III, Coloma aparece ejerciendo como gober­ nador de Cambray bajo las órdenes directas de Ambrosio Spinola 4. Cumpliendo precisamente con un encargo de este último en la corte de Madrid, en 1621, sería requerido para que manifestase su opinión en relación con la conclusión de la tregua de los doce años 5. En su respuesta, Coloma argumentó que para alcanzar el éxito era necesa­ ria una más equilibrada repartición del esfuerzo fiscal entre los di­ versos componentes de la monarquía, dentro de un planteamiento en el que se percibían algunos ecos de la unión de armas 6. Verosí2 Algunos ejemplos de la intercambiabilidad con la que no obstante circulaban estas metáforas, en F C h a b o d , Storia di Milano neWepoca di Carlo V (Milán, Einaudi, 1961), págs. 104, 114 y 214, y asimismo, Lo Stato e la vita religiosa a Milano neWepoca di Carlo V (Milán, Einaudi, 1971), págs. 63 y 85; ver también G. ZELLER, «Sauces, Pignerol et Strasbourg. La politique des frontières au temps de la prépon­ dérance espagnole», Revue Historique, 193, 1943, págs. 97-110. 3 Las referencias proceden fundamentalmente de la noticia biográfica que acom­ paña la edición de la obra de COLOMA, Las guerras de los Estados Bajos (Amberes, 1625, reed. Madrid, Atlas, BAE, 1948), V-VI, así como de la propia dedicatoria del libro; información adicional en la nota introductoria de O. TURNER al discurso, y asimismo en G. SlGNOROTTO, Inquisitori e mistici nel Seicento italiano (Bolonia, II Mulino, 1989), pág. 72, y en general el cap. IV. 4 A. RODRÍGUEZ V il l a , Ambrosio Spinola (Madrid, 1904), págs. 339-340, con alguna información sobre la actividad de Coloma desde ese momento hasta su muerte en 1637. 5 Ibidem, págs. 382-392. 6 Lo que no tiene nada de extraño dada la relación de Coloma con quien pasa por ser uno de los primeros mentores del proyecto, Ambrosio Spinola (J. H. ELLIOTT, El conde-duque de Olivares, Barcelona, Crítica, 1990, págs. 251-254, esp. 254. Infor­ mación complementaria en E. B a c ig a l u p e , «Estado moderno e integración politi-

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milmente, su identificación con ese programa debió de facilitar su acceso a los círculos próximos a Olivares, con quien de hecho man­ tendría correspondencia a partir de ese momento 7. En 1625, justo un año antes de la redacción del discurso, osten­ taba los cargos dt maestre de campo general en los estados de Milán y de castellano de la dicha ciudad 8. Todo ello autoriza a pensar que Coloma sabía bien de qué hablaba, aunque ciertamente no había sido el primero en llamar la atención sobre la importancia geopolítica del estado. Con anterioridad, el duque de Alba y Ferrante Gonzaga se habían manifestado en términos similares 9, si bien existían algunas diferencias entre sus propuestas y la de Coloma. Para Alba —como para Gonzaga— Milán constituía un punto nodal dentro del espacio imperial; su posesión, en este sentido, resultaba crucial a la hora de asegurar la comunicación y conservación del heterogéneo entramado territorial que era el imperio carolino. En el caso de Ferrante Gon­ zaga, Milán representaba además la pieza central de un específico diseño de imperio liderado por la potencia hispana y centrado sobre el ámbito mediterráneo, capaz incluso de prescindir de la Germania si llegaba el caso. El proyecto de Coloma era distinto. Su propuesta, en concreto, pasaba por «tener inmóvil» al estado, y ello no tanto para conservar lo que se tenía cuanto por las posibilidades que ofre­ cía Milán para ser utilizada como una formidable plataforma de ex­ pansión: su función sería la de servir de escalera y estribo desde donde expandir 10, y aun «eternizar», un orden imperial fundado exclusivamente en «la Cassa de Austria», por tánto sin las restriccoeconómica: la unión de armas en Flandes», Estado y fis'calidad en el antiguo régi­ men, C. Cremades, edra., Murcia, Universidad, 1989, págs. 381-392; R. BlRELEY, The Counter-Reformation Prince, North Carolina University Press, 1990, págs. 179-180). Coloma era partidario de reanudar la guerra a condición de que la monarquía aban­ donase previamente cualquier otro conflicto. 7 De la que recoge algunas muestras RODRÍGUEZ VILLA (Ambrosio Spinola, cap. XXII en adelante). Durante el reinado de Felipe IV llegaría al cargo de consejero de estado. 8 Según se deduce del elenco de títulos propios que expone Coloma en la primera página de Las guerras. 9 El primero, como es sabido, a raíz de la conocida alternativa de 1544; sobre su pronunciamiento, y sobre el de Gonzaga, C habod , Storia di Milano, págs. 44-139, de donde proceden mis referencias. 10 TURNER, Il rapporto, pág. 586: «el estado de Milan [...], como escalera, y como estribo sirva de poder subir a las demas Provincias de Europa a donde la Monarquía de V. M. pueda extenderse, como serian Alemania, Francia o Grecia».

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dones constitucionales que el imperio histórico imponía y en el que la nación Española —como en la propuesta de Gonzaga— estaba llamada a ocupar su parte capital11. Con todo, las recomendaciones de Coloma no se agotaban en el plano exterior. Si como el propio Coloma sugería el estado se debía tener inmóvil, era fundamental para ello «conservar la paz» de puertas adentro. Consecuentemente, importaba mucho que se envia­ sen gobernadores «de condición pacifica por naturaleza», y «que traygan por masima fundamental, mas el acreditarse de buenos go­ bernadores, que de grandes soldados». La propuesta, un tanto insó­ lita si tenemos en cuenta el cargo de quien la formulaba, no deja de tener su explicación. Con toda probabilidad debe ponerse en rela­ ción con el hervor tacitista que se venía registrando en los Países Bajos a raíz de la actividad de Lipsio, y cuyo ideario Coloma no debió de contemplar con indiferencia 12. La influencia de la pruden­ tia militaris lipsiana puede explicar entonces el sentido de sus reco­ mendaciones, desde la condición pacífica de los gobernadores hasta la conservación a ultranza de la paz, pasando por la adopción de medidas fiscales que permitiesen «sobrellevar» efectivamente a aque­ llos vasallos. Independientemente de su propuesta para articular gobierno in­ terior y proyecto dinástico, el discurso de Coloma contenía al mismo tiempo una cierta interpretación de lo que había sido la reciente historia del estado e, incluso, una predicción en relación con aquellas líneas de fuerza que inmediatamente iban a determinar su evolución. En uno y otro caso sus estimaciones no estuvieron desencaminadas. Cada vez más, la evolución de los acontecimientos vino a poner de manifiesto que el papel de Milán se ajustaba a los términos propues­ 11 Ibidem, págs. 584 y 590, donde en concreto se alude al papel de la nación española como «cabeça de la Monarchia de V. M.»; esta idea de afirmar la nación española —a través de la rehabilitación de su historia— se encuentra también en Las guerras (págs. 2-3). 12 Sobre este clima, así como sobre el pensamiento de Lipsio en relación con la milicia, G . O e s t r e ic h , Neostoicism and the Early Modern State (Cambridge Univer­ sity Press, 1982), págs. 13-117, y esp. 76-97. Las referencias a Tácito en documentos no destinados a la publicidad (como por ejemplo en el informe anteriormente citado de 1621), denotan que su tacitismo no era superficial. Ni pretendía mayor notoriedad: el hecho de que él mismo hubiera realizado una traducción de Tácito, finalmente editada en 1629 sin su autorización, no viene sino a confirmarlo (sobre ello, y sobre la calidad de esa traducción, puede verse a F. SANMARTÍ, Tácito en España, Barcelona, CSIC, 1951, págs. 34-39, 84-96 y 153-154).

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tos por Coloma: no sólo se reconocería que Lombardia era más importante que Flandes; llegaría incluso a proclamarse que Milán era «la llave de esta monarchia» 13. De otra parte, con su recomendación para que se adoptasen medidas de moderación fiscal, Coloma de­ mostraba asimismo una no menos correcta apreciación del sentido en el que se habían venido desenvolviendo las relaciones entre el estado y la monarquía durante el reinado de Felipe III. Aun con toda su concisión, su texto constituye un temprano e inestimable testi­ monio de las transformaciones operadas. Más detenidamente las pá­ ginas que siguen intentarán probar hasta qué punto esta afirmación puede resultar cierta. Nos ha parecido sin embargo que, antes de entrar en materia, era de estricta justicia reconocer públicamente la deuda contraída.

«Teatro del mundo» En realidad, y para ser exactos, el nuevo papel que Coloma con­ fería Milán había comenzado a gestarse un poco antes del reinado de Felipe III. Su origen estaba en la compleja serie de acontecimien­ tos políticos que se habían sucedido entre el desastre de la invencible y la paz de Vervins, acontecimientos que de manera inequívoca se­ ñalaban ya los límites de la empresa filipina. A lo largo de ese de­ cisivo decenio, el deterioro de la monarquía católica podía medirse por la mejora de la posición relativa de sus principales rivales: Fran­ cia, Inglaterra y los rebeldes holandeses. No obstante, la velocidad con la que se sucedían los acontecimientos y el carácter un tanto imprevisto de alguno de ellos (el acceso de Enrique de Borbón al trono francés y su posterior reconciliación con la Iglesia), dificulta­ ban la formación de una alianza estable entre esos mismos rivales 14. A ello se añadía la imposibilidad misma —que a todos afectaba— de continuar la guerra indefinidamente, una circunstancia a partir de la

13 En el primer caso se trata de una consulta del Consejo de Estado, en 1632, que recoge Parker (G. PARKER, España y los Países Bajos, Madrid, Rialp, 1986, pág. 50); la segunda afirmación es de 1633, y corresponde a un miembro de ese mismo consejo (AGS, E, lg. 3340, doc. 20, consulta 12 de agosto de 1633). 14 Un perceptivo análisis de este concreto momento, desde el observatorio inglés, en R. WERNHAM, «Queen Elizabeth I, Emperor Rudolph II and Archduke Ernest», Politics and Society in Reformation Europe (Londres, McMillan, 1987), págs. 437-451.

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cual comenzó a gestarse un pensamiento y una dinámica de pacifi­ cación claramente perceptibles desde 1595, y que el papado tenía gran interés en impulsar 15. Formalmente, la situación no dejaba de tener un cierto parecido con la que había precedido a la paz de Cateau-Cambrésis, lo que explica, como es sabido, que Vervins pu­ diera presentarse como una reedición de la pax cathólica de 1559 16. TNo era ajeno a este clima el que apenas cuatro días después de la firma del tratado, el 6 de mayo de 1598, Felipe II renunciase en su hija Isabel Clara Eugenia los estados de Flandes como dote ma­ trimonial para la boda con su primo el archiduque Alberto 17. La decisión del monarca, independientemente del estupor que llegó a causar entre los contemporáneos 18, de hecho no venía sino a ratifi15 Muy consciente de la posibilidad que se le ofrecía de recuperar su condición —oscurecida por el propio Felipe II— de árbitro universal de la república cristiana, y dispuesto a retomar incluso la iniciativa de una cruzada para frenar el avance turco en la Europa central. Válido todavía a estos efectos, L. VON R a n k e , Historia de los papas (Méjico, FCE, ed. 1988), págs. 335-357. Recientemente, y con atención a esos mismos problemas, A. BORROMEO, «España y el problema de la elección papal en 1592», Cuadernos de Investigación Histórica, 2 (Madrid, 1978), págs. 175-200; del mismo autor, «II cardinale Cesare Baronio e la corona spagnola», Baronio storico e la Controriforma, Convegno (Sora, Centro di Studi Sorani, 1982), págs. 57-166. Sobre el movimiento pacifista, en su vertiente francesa, C. VlVANTl, Lotta politica e pace religiosa in Francia tra Cinque e Seicento (Milán. Einaudi, 1963), passim. Un aspecto poco atendido de la reacción doctrinal hispana ante la actuación papal en V. F r a jesse , «Regno ecclesiastico e Stato moderno. La polémica fra Francisco Peña e Roberto Bellarmino sulPesenzione dei chierici», Annali Istituto Storico Italo-Germanico, Tren­ to, 14, 1988, págs. 273-339, esp. 273-298. 16 Tal y como se hacía constar expresamente en su articulado, donde la necesidad de dar paso a una época de «descanso y reposo» que aliviase a la cristiandad de las «grandissimas perdidas y ruinas» experimentadas a raíz de las «guerras civiles y extrangeras» de los últimos tiempos, se mezclaba con el reconocimiento de los «gran­ dissimos y peligrossisimos progresos y usurpaciones» realizados por «el enemigo común del nombre cristiano», y consecuentemente con la necesidad de contener su avance. Utilizo la copia coetánea del tratado que recoge el doctor Roco de Campofrío en la Relación de la jornada que su alteza el archiduque Alberto mi señor hizo a Flandes en el año de 1595, ed. de P. Rubio Merino (Madrid, 1973), págs. 196-210. 17 Quien en la parte introductoria de Vervins aparecía explícitamente mencionado como «affiçionado al bien común y paz universal de la república Christiana». Las Condiciones de la renunciación se encuentra en CODOIN, vol. 42, págs. 219-228. Sobre lo que significó el virreinato de Portugal desempeñado por Alberto, como relativo antecedente de esta solución, ver ahora F. BOUZA, «La soledad de los reinos y la semejanza del rey», Governare il mondo, Convegno, Sicilia, 1988, policopiado. 18 Ver por ejemplo los comentarios de L. CABRERA DE CÓRDOBA, Historia de Felipe II (Madrid, 1877), IV, págs. 284-286; B. A la m o s DE BARRIENTOS, Discurso

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car un cambio de rumbo iniciado unos cuantos años antes: ese mis­ mo enlace matrimonial —sin especificación de dote— ya había sido propuesto al emperador Rodolfo II, y lo sería después a su hermano y archiduque Ernesto 19. La propuesta, además de intentar recom­ poner las deterioradas relaciones intradinásticas, iba acompañada de un programa de pacificación y reposición de la constitución tradi­ cional, y su objetivo último no era otro que la vuelta a su estado anterior de los territorios ahora divididos. Tales aspiraciones se hi­ cieron patentes en los arcos triunfales que dieron la bienvenida a Ernesto a su entrada en Amberes en enero de 1594 20. Y justamente un año después le serían de nuevo expuestas al archiduque por la nobleza de Flandes 21. La inesperada muerte de Ernesto no alteró esa situación. Su su­ cesor, Alberto, recibió unos Discursos en los que asimismo se le instaba a «tornar a la forma antigua de gobierno» 22, dentro de un lenguaje en el que el amor, la benignidad y la blandura, aparecían como mejor y más apropiado expediente que el rigor 23. Alberto, como es sabido, no desatendería esas sugerencias. Ya un año antes, en el acto de celebración del juramento de fidelidad a los nuevos soberanos, un lugar había permanecido reservado para las seis pro­ político al rey Felipe III, ed. de M. Santos (Madrid, Anthropos, 1990), págs. 32-33 y 58; COLOMA, Las guerras, págs. 177-178. 19 Sobre la cuestión en que llegó a constituirse tal casamiento, R. J. EVANS, Ru­ dolph II ans his World (Oxford University Press, 1984), págs. 55-57. Una ajustada síntesis del plan sobre los Países Bajos en H. R a b e , Recih und Glaubensspaltung (C. H. Beck, Munich, 1989), págs. 389-391. 20 Donde fue recibido «con grandes demostraciones de alegría universal y con mayor magnificiencias que ninguno de sus antecesores en aquel cargo» (COLOMA, Las guerras, pág. 86); ver también P. G ey l The Revolt of the Netherlands (Benn, Londres, 1970), I, págs. 223-224. 21 AHN, E, lb. 714, «Copia de un parecer y aviso que la nobleza de Flandes, assi eclesiásticos como seglares dio con intervención del Consejo de Estado en una Junta que huvo en Bruselas a los 18 y 19 de enero de 1595 por orden del Sr. Archiduque Ernesto», donde se indica la oportunidad de retomar el estilo de gobierno de María de Hungría, basado en el respeto de «los privilegios, leyes, ordenanzas, costumbre, estilo y forma de gobierno antiguos y politicos hechos ya desde el principio por los duques de Borgoña»; entre las sugerencias consta asimismo la necesidad de llegar a «un acuerdo y concierto con los Holandeses y sus aderentes». 22 «D iscu rsos al archiduque A lberto» (1600), CODOIN, vol. 42, págs. 242-276.

23 Sobre esta forma dulce de implantación y legitimación del poder, A. M . H e SPANHA, «Da Iustitia à Disciplina», AHDE, 57, 1987, págs. 493-575, esp. 521-527; tratamiento de época en ALAMOS DE BARRIENTOS, Discurso.

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vincias rebeldes. Posteriormente, el apoyo que tanto el emperador como Jacobo de Inglaterra prestaron a esta dinámica de pacifica­ ción 24 —a pesar de los intentos en sentido contrario llevados a cabo por las provincias rebeldes 25— facilitó el camino para la tregua de 1609 26. Así pues, el primer decenio del nuevo siglo contempló, si no la liquidación, sí al menos el apaciguamiento de un conflicto que prác­ ticamente había absorbido el protagonismo de la política exterior de la monarquía católica durante los últimos cuarenta años. Inevitable­ mente, la implantación de esa línea de actuación —dada la reorien­ tación política que implicaba— impuso algún que otro reajuste en relación con las personas que debían llevarla adelante. Sin duda el más significado de todos ellos lo constituyó el relevo del conde de Fuentes, que desde la muerte del archiduque Ernesto venía desem­ peñando el cargo de gobernador de los Países Bajos. Fuentes se encuadraba dentro de la línea dura que había venido representando el duque de Alba, de quien por otra parte era cuñado y a quien había servido en Italia en los primeros momentos de su carrera 27. Con posterioridad había tenido una destacada actuación en la defensa de Lisboa frente al desembarco inglés de 1589 en apoyo del prior de Crato. Enviado luego a los Países Bajos ante las dudas que había empezado a suscitar la actuación del duque de Parma, su labor —que concluyó con la ocupación de Cambrai— resultó decisiva en la re­ cuperación del prestigio hispano a lo largo de 1595 28. Su relevo, por ello, fue hondamente sentido dentro de los círculos del partido es24 Ver la información que proporciona ROCO, Relación de la jornada, págs. 261 y 292-320. 25 AGS, E, lg. 708: «Traslado de la carta que los estados rebeldes en los países bajos escrivieron al rey de Dinamarca [...] requiriendo que interceda por ellos ante el Rey de Inglaterra su cuñado para que insista y siga las pisadas de la Reyna defuncta en lo de la guerra contra España» (1603). 26 Sobre esas negociaciones, J. M. RUBIO , Los ideales hispanos en la tregua de 1609 y en el momento actual (Valladolid, 1937); más recientemente, G. PARKER, The Dutch Revolt (Londres, Allan Lane, 1977), págs. 225-266. 27 Los datos biográficos proceden de C. FERNÁNDEZ DURO, Don Pedro Enriquez de Acevedo, conde de Fuentes (Madrid, 1884), y J. FUENTES, El conde de Fuentes y su tiempo (Madrid, 1908); algunos datos de interés asimismo en COLOMA, Las gue­ rras, págs. 86-128. 28 Sus planes llegaron a proyectarse incluso más allá de los propios Países Bajos: según fuentes inglesas, había sido el urdidor de un complot para envenenar a la reina Isabel en 1594 (Wernham , Queen Elizabeth I, págs. 441-442).

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pañol en Flandes. El propio monarca, en el despacho de octubre de 1595 por el que disponía la entrega de poderes al archiduque Alber­ to, no dejó de consignar expresamente su satisfacción ante la labor realizada por Fuentes. Dentro de esta misma lógica de compensa­ ción, Felipe II llegaría a ofrecerle el cargo de gobernador de Milán, que Fuentes, en esta primera oferta, no aceptó. No pudo adoptar la misma actitud cuando el monarca, a la vista de las últimas incursio­ nes inglesas de 1597, le nombró capitán general29. Lo que parecía anunciarse como una etapa de definitivo afianza­ miento en la corte —Felipe III le acababa de conferir la condición de grande de Castilla y le había incorporado al Consejo de Estado— quedó interrumpida ante su designación, en 1600, como gobernador y capitán general de Milán. Algún contemporáneo vio en esta nove­ dad la mano del flamante favorito, en un deseo de evitar que en el entorno del monarca pudiera haber otro criterio que no fuese el suyo 30. Tal conjetura, perfectamente verosímil, no excluye en cual­ quier caso la posibilidad de que esa decisión hubiera estado motiva­ da, además, por estrictos criterios de idoneidad 31, basados en la experiencia —incontestable— de Fuentes en los asuntos de política internacional de la monarquía. Si Fuentes podía resultar inapropiado en Flandes, no sucedía así en el norte de Italia. Las instrucciones redactadas para Fuentes permiten pensar que ese tipo de considera­ ciones resultaron decisivas en su designación 32. Por lo demás la preocupación por Italia no era infundada. La paz con Inglaterra y el progreso que adquirían las conversaciones con los rebeldes, obligaban al titular de la nueva casa real francesa a la búsqueda de otros escenarios en los que continuar la pugna con los Habsburgo por la hegemonía de Europa. El norte de Italia pasó a insinuarse entonces como un posible relevo de los Países Bajos, tal

29 Recoge el nombramiento, FUENTES, El conde, págs. 161-163. 30 Ver la carta anónima que recoge FERNÁNDEZ DURO, Don Pedro Enriquez, pág. 541, apéndice O. 31 Hipótesis que, como criterio general de los primeros momentos del gobierno de Felipe III, fue sugerida en su día por P. WILLIAMS, «Philipp III and the restoration of Spanish government: 1598-1603», English Historical Review, 88, 1975, págs. 751-769. 32 Las instrucciones en FUENTES, págs. 167-180, y compárense con las que en 1591 se dieron al condestable de Castilla (las recoge L. Papini, II Governatore dello Estado di Milano, Génova, 1957, págs. 301-318).

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y como el asunto de Saluzzo ya había puesto de manifiesto 33. Fran­ cia podía instrumentar además el deseo de algunos príncipes y po­ tentados italianos de que el monarca francés tuviese «pie en Italia» 34. Entre esos potentados se contaba especialmente Venecia, tradicional defensora de la necesidad de un contrarresto al poder hispano en la península, y cuyo comportamiento expansivo precisamente había sido uno de los motivos que se adujeron para la venida de Fuentes 35. La política de orientación italiana iniciada por la casa de Saboya a partir de 1603-05 alimentaba asimismo la posibilidad de un conflicto abier­ to que, sin embargo, tardaría aún algún tiempo en producirse 36. Al nuevo gobernador tocaba por tanto ejercer el papel de árbitro de Italia que, tácitamente, se le reconocía al monarca católico 37. No era éste un papel que intimidase a Fuentes a quien, mas que el con33 Sobre las relaciones entre Francia y la monarquía católica en este período de transición, véase J. L. C a n o DE G a r d o q u i , La cuestión de Saluzzo: 1588-1601 (Va­ lladolid, Universidad, 1962), y también La conspiración de Biron (1602) (Valladolid, Universidad, 1970). Interesa asimismo el fundado planteamiento que hace A. EIRAS R o e l , «Política francesa de Felipe III: las tensiones con Enrique IV», Hispania, 31, 1971, págs. 245-336, esp. 258-266. 34 C a n o d e G a r d o q u i , La cuestión, pág. 147. 35 En una carta anónima de la época se afirma que «el conde de Fuentes [...] va a Milan para dar a entender a los venecianos que tienen dueño algunos lugares de los confines de aquel ducado, que de cien años a esta parte están incorporados y debajo del patrocinio y jurisdicción de la Corona de Castilla» (FERNÁNDEZ DURO, Don Pedro, pág. 542). 36 Lo que, ciertamente, no influyó en una reducción de sus costes; así por ejemplo el comendador mayor sostenía que para la reputación del monarca y la seguridad de «los estados que V. M. tiene en Italia», era necesario «que se provea todo lo que pudiere para que estén bien prevenidos, sin otro fin sino de estarlo» (AGS, E, consulta del Consejo de Estado, lg. 1898, doc. 265, 12 de octubre de 1606, subrayado nuestro; la postura del consejo era contraria a una intervención abierta, apoyando la táctica de «embidar de falso»); la construcción del famoso fuerte de Fuentes se inscribe dentro de este contexto. Sobre la complejidad de este momento, A. CORRAL CASTA­ ÑEDO, España y Venecia: 1604-1607 (Valladolid, Universidad, 1955); C . PÉREZ BUS­ TAMANTE, «El dominio del Adriático y la política española en los comienzos del siglo XVII». Revista de la Universidad de Madrid, 3, 1953, págs. 57-80; C . SECO SERRANO, «Venecia, Roma, España. El conflicto de 1606-1607 y sus consecuencias», Homenaje a ]. Vicens Vives (Barcelona, 1965), II, págs. 637-652. Sobre la actitud de Saboya, J. L. CANO DE GARDOQUI, «Orientación italiana del ducado de Saboya», Hispania, 125, 1973, págs. 565-595; A. BOMBIN PÉREZ, «Política antiespañola de Carlos Manuel I de Saboya», Cuadernos de Investigación Histórica, 2, 1978, págs. 153-173. 37 Evidencias en este sentido en A . E iras R o e l , «Desvío y mudanza de Francia en 1616», Hispania, 25, 1965, págs. 521-560, esp. 537.

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creto desempeño de esa función, preocupaba sobre todo su falta de sintonía en relación con la política conservadora y pacifista que se planeaba desde la corte 38. Tal política chocaba abiertamente con los criterios de Fuentes, convencido de que sólo una política de signo contrario conseguiría frenar la desreputación de la monarquía. Como consecuencia de los diversos puestos en los que había servido, Fuen­ tes disponía de una percepción global del imperio hispano que daba una gran consistencia a sus planteamientos; así, tanto la fortificación de las principales plazas del ducado como incluso la propia cons­ trucción del fuerte que llevaría su nombre 39, formaban parte de una visión estratégica de la monarquía que ya empezaba a considerar a Milán como «el Teatro del mundo y la plaça de armas que da per­ fection al Imperio de V. Magd. con punto substancialissimo» 40. En defensa de esa concepción, Fuentes se opondría en 1608 a «las pazes de Flandes» que estaban a punto de firmarse 41. Y, en la misma línea, dos años más tarde abogaría decididamente por una sucesión hispana al Imperio, previendo las consecuencias que para «los feudos de Milán y aun todo lo de Italia», podrían derivarse de la Bruderzwist que se venía librando en el Imperio desde 1604 42.

38 Así, por ejemplo, ante la propuesta de Fuentes de hazer ruido para intimidar a «los Potentados de Italia», la opinión de un sector de los consejeros de estado fue que, «el prevenir las armas», debía hacerse «no para inquietar a Italia sino para no consentir que Italia se inquiete» (AGS, E, lg. 1898, doc. 41, 31 de marzo de 1604). 39 La importancia que concedía Fuentes a estas construcciones se aprecia ya desde su estancia en Portugal (ver el «Discurso sobre el Armada de S.M. que nro. Sr. haga felicissima y victoriosa y de lo que ocurre deverse ha^er para seguridad de lo de Portugal», Lisboa, 18 de julio de 1584, obra del propio Fuentes, y en el que se sostiene que «para la perpetua seguridad de esta tan gran maquina de pueblo como es Lisboa habría que empezar a construir algunos fuertes», BN, ms. 775, fols. 238-243); sobre el fuerte del Adda, FUENTES, El conde, págs. 46-89. 40 AGS, E, lg. 1898, doc. 153, 25 de mayo de 1605. 41 Además de considerarlas contrarias a la reputación del monarca, Fuentes ad­ vertía que «el día que no tubiese V.Md. exercito en Flandes sin duda que le acercarían tanto la guerra que se vería de quanto mayor daño sera la paz no haciendosse como conviene al servicio de V.Md.» (AGS, E, lg. 1898, doc. 153, 12 de julio de 1608; también lg. 1297, doc. 42, 5 de noviembre de 1608. Fuentes llegó incluso a proponer algunas sugerencias «sobre mudar la forma de govierno que agora se tiene en Flandes», BN, ms. 775, fols. 411-412, donde consta el agradecimiento del monarca ante el celo de Fuentes). 42 AGS, E, lg. 709, doc. 89 (1610). Un más detallado análisis de este momento en E. STRAUB, Pax et Imperium (Paderborn, Munich, 1980), págs. 109-129, utilizando asimismo parte de esta referencia documental; un punto de vista contrario a la im-

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En este punto la propuesta de Fuentes era perfectamente consecuen­ te: desde los primeros momentos el gobernador había venido desen­ volviéndose dentro de una línea no demasiado atenta para con los derechos y atribuciones que tocaban al emperador en esos territo­ rios 43, línea que con su propuesta intentaba asentar definitivamente. Y que no carecía por lo demás de antecedentes: ahí estaba la propia actuación de Felipe II como fáctico vicario imperial en el norte de Italia 44. A mayor abundamiento, la tendencia que empezaba a de­ tectarse en la corte de Felipe III de considerar al Kaiser, y aun al propio Reich, «como instrumentos de la política española» 45, no hacían sino reforzar los planteamientos de Fuentes. Las protestas de Rodolfo II contra el proceder de Fuentes, que en 1603 le llevarían

portancia de la solidaridad dinástica en M. SÁNCHEZ, Dinasty, State and Diplomacy in the Spain of Philip III, tesis (John Hopkins, 1988; UMI, Ann Arbor, 1990), esp. págs. 225 y sigs. Sobre el momento imperial ver B. C h u d o b a , España y el Imperio (Madrid, Rialp, 1962), págs. 306-326, y asimismo H. LUTZ Reformation und Gegen­ reformation (Oldenburgh, Munich, 1982), pág. 99. 43 Ver por ejemplo, para el caso de Finale, J. L. CAN O G a r d o q u i , Incorporación del marquesado de Finale (Valladolid, Universidad, 1955), con información muy in­ dicativa sobre el comportamiento de Fuentes, preocupado asimismo por procurar la grandeza de la casa (págs. 41 y 53). Sobre Correggio y Piombino, además de Finale, ver también M. SÁNCHEZ, Dinasty, págs. 171-200, y asimismo los datos que propor­ ciona K. OTMAR v o n A r e t i n , «L’ordinamento feudale in Italia nel XVI e XVII sécolo», Annali Istituto Storico Italo-Germanico, Trento, 1978, IV, págs. 75, y 78. 44 El título, que tradicionalmente se consideraba vinculado al de duque de Milán, había sido otorgado por Carlos V a Felipe II, con la intención de fortalecer su posi­ ción en Italia. El acto tuvo que llevarse a cabo con completa discreción, dado el enrarecido clima intradinástico creado a partir de la sucesión Carolina. Por ello Feli­ pe II encontró serias dificultades para su concesión por el nuevo emperador, que sólo se mostraba dispuesto a renovarlo siempre y cuando Felipe II residiese en Italia. Esta exigencia, que Felipe no estaba dispuesto a cumplir, vino a relegar al monarca hispano a la condición de simple feudatario del Imperio (ver C. RlLEY, The State of Milan in the Reign of Philip II, tesis, Oxford, 1979, págs. 14-17, a quien sigo; en la misma línea, M. J. RODRÍGUEZ SALGADO, The Changing Face of Empire, Cambridge Uni­ versity Press, 1988, págs. 165-168), lo que no obstó para que en momento posterior, y en distinto contexto, Felipe llegara a ejercer como efectivo vicario (CHUDOBA, España..., pág. 239). Independientemente de ello, el monarca hispano no descuidó la construcción de un ordenamiento feudal propio sobre esos territorios (VON ARETIN, Uordinamento..., págs. 51-94), algo que hasta cierto punto resultaba obligado si te­ nemos en cuenta la consideración de imperio de por sí que Felipe II trató de imprimir a su herencia (ver nuestro trabajo «Imperio de por sí. La reformulación del poder universal en la temprana edad moderna», en esta misma recopilación). 45 S t r a u b , Pax..., cap. III.

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a solicitar su destitución, no tenían así ninguna posibilidad de pros­ perar 46.

«El Govierno Tirano» Los problemas a los que Fuentes hubo de hacer frente como consecuencia de ese doble papel de árbitro de Italia y vicario impe­ rial, no fueron precisamente de pequeña entidad. Con frecuencia, cuando preveía que alguna de sus decisiones podía no coincidir del todo con la orientación de la corte, Fuentes optaba —como se ha indicado— por una política de hechos consumados 47. Dada la com­ pleja articulación espacial de la monarquía, la misma distancia se convertía en un argumento a favor de ese tipo de soluciones. Pero no sólo : en ello jugaba también el particular entendimiento que Fuen­ tes tenía de su cargo, y que hacía asimismo extensivo al gobierno interior del estado. La frase puesta en boca de Fuentes de que, «el rey manda en Madrid, yo mando en Milán» 48, resume ejemplarmen­ te esa concepción. En la corte tal afirmación podía considerarse be­ névolamente como una cierta manera de decir las cosas por parte del anciano gobernador y, también, como algo que por simple prudencia debía además pasarse por alto. Ello naturalmente hasta cierto punto. La monarquía no dejaba de disponer de los oportunos mecanismos de control con los que hacer frente a ese tipo de situaciones, meca­ nismos que a la altura de 1606-07 fueron activados. No era la primera vez que se disponía una visita general a los territorios de Italia. Aquí el instituto era ya suficientemente cono­ cido 49. Tanto como para que fundadamente haya podido afirmarse

46 Referencias en V ON ARETIN, L ’ordinamento, págs. 59 y 76, con inform ación asim ism o sobre la creación, p or parte del em perador, de la plenipotencia, una instancia adm inistrativa que adem ás de hacerse cargo de los recursos de los feudatarios im pe­ riales trataba de im pedir, justam ente, la difum inación de esos feudos dentro del nuevo ordenam iento hispano. 47 Ver CANO DE G a r d o q u i , Incorporación, pág. 29; por lo demás la propia corte tam poco rechazaba del tod o ese proceder. 48 FUENTES, El conde, II, pág. 33, dentro de un contexto que se com prueba d o ­ cumentalmente en la anterior nota. 49 Ver P. L. RoviTO , Respublica dei togati (Milán, Jóvene, 1981), y V. SciUTl

RUSSI, Astrea in Sicilia (Milán, Jóvene, 1983); asimismo, M. RlVERO, Inquisidores frente a virreyes (Madrid, 1989), inédito. Con específica atención a Milán, M. RlZZO,

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que, por esas fechas, la visita se había convertido en un ejercicio poco menos que ritual, algo que «in sostanza non mutava nulla» 50. Pero quizá no hasta el extremo de que la advertencia que en 1577 hiciera Scipio di Castro al virrey Colonna hubiera perdido todo su valor: «Cuando el réy se mueve a hacer una visita a un estado quiere decir que tiene al que lo gobierna en para poco» 51. No obstante, y contra lo que pudiera parecer en un primer momento, la visita que a fines de 1606 52 comenzó a realizarse en Milán no debe conside­ rarse como una automática e inmediata respuesta, por parte de la corte, al modo con el que Fuentes venía gobernando el estado. Aun­ que esto último algo tuvo que ver con esa decisión, todo parece indicar que el ciclo de visitas iniciado entre 1606-07 fue directa con­ secuencia de la situación de inestabilidad política que en esos mo­ mentos se registraba en la propia corte. Y cuyo punto culminante se alcanzaría a fines de 1606 y comienzos de 1607 con la detención, acusados de corrupción, de los principales hombres de confianza del valido Lerma. El acontecimiento, tradicionalmente considerado como manifestación emblemática de la crisis moral que se arrastraría luego durante todo el siglo XVII 53, refleja asimismo —y desde la perspec-

«Potere amministrativo e associazioni corporative a Milano nel Cinquecento», Archivio Storico Lombardo, 1986, págs. 27-52, y también la ponencia presentada en este mismo Convegno (agradezco al profesor Rizzo que me haya facilitado copia de la misma). 50 U. PETRONIO, Il Senato di Milano (Milán, Giuffré, 1972), pág. 179. No obs­ tante, y al menos para los reinos de Sicilia y Nápoles, la visita conoció una reactiva­ ción efectiva a partir del primer cuarto del siglo XVII, tendiendo a perder efectividad después de 1651 (ROVITO, Respublica, págs. 101 y sigs. ; SciUTI RUSSI, Astrea, págs. 207-208). 51 M. R ivero, «Doctrina y práctica política en la monarquía hispana: las instruc­ ciones dadas a los virreyes y gobernadores de Italia en los siglos XVI y xvn», Inves­ tigaciones Históricas, IX, 1989, págs. 197-213, esp. 210. Ver también, en el mismo sentido, las indicaciones de R. MANTELLI, II pubblico impiego nelVeconomía del regno di Napoli (Nápoles, Inst. Italiano de Filosofía, 1986), pág. 126. 52 Dado que apenas he consultado el amplio conjunto documental de la visita (que se encuentra en AGS, Visitas de Italia, lgs. 267-287 y 399-405), no he podido precisar el momento exacto de su comienzo. Una referencia documental de Petronio {El Senato..., pág. 184) sitúa la presencia del visitador en Milán ya en 1606, proba­ blemente en el último trimestre del año; las primeras fricciones con Fuentes datan de comienzos de 1607. 53 Ver al respecto C. PÉREZ BUSTAMANTE, La España de Felipe III, en la Historia de España de R. Menéndez Pidal (Madrid, Espasa-Calpe, 1979), XXIV, passim, y en concreto págs. 121-140.

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tiva más decididamente política que aquí nos interesa— la quiebra del régimen de facción única que el favorito había conseguido im­ poner desde los comienzos de su valimiento 54. Dada la consistente posición que a pesar de todo disfrutaba todavía Lerma, la detención hubo de presentarse como una operación estrictamente dirigida con­ tra unas personas que habían incurrido en delito de corrupción, al margen de su vinculación al más inmediato entorno del valido. Ob­ viamente, quienes habían movido los hilos de esa operación no ha­ bían dejado de incluir en sus cálculos el coste que ello acarrearía a la reputación de Lerma 55. Entre los afectados por la situación se encontraba el poderoso don Pedro Franqueza, conde de Villalonga, un catalán que con an­ terioridad había venido ocupándose de los asuntos de Italia, y tras cuya designación se sabía que había estado la mano de Lerma 56.

54 Una fisura que irá ensanchándose hasta devenir auténtica grieta entre 1610-1615; véase especialmente A. FEROS, Gobierno de corte y patronazgo real en el reinado de Felipe III, memoria de licenciatura (Madrid, Universidad Autónoma, 1986), págs. 105-132. 55 Ver J. M. P e l o r s o n , «Para una reinterpretación de la Junta de Desempeño General (1603-1606), a la luz de la visita de Alonso Ramírez de Prado y de don Pedro Franqueza, conde de Villalonga», Actas del IV Symposium de Historia de la Admi­ nistración, Madrid, INAP, 1983, págs. 613-627; del mismo, Les letrados, juristes cas­ tillans sous Philippe II I (Universidad de Poitiers, 1980), págs. 459-463. Las dificulta­ des que encontró Lerma para conseguir la renovación de la ayuda fiscal de las cortes debe encuadrarse dentro de este contexto (P. FERNÁNDEZ A l b a l a d e j o , «Monarquía y reino en Castilla: 1538-1623», recogido en esta recopilación). 56 Interesado por muchas razones en continuar manteniendo un control personal sobre esos territorios. Así, por ejemplo, nos consta que Lerma había conseguido pingües beneficios gracias a la explotación de permisos de saca de trigo de Sicilia (B. Y un CASALILLA, «La situación económica de la aristocracia castellana durante los reinados de Felipe III y Felipe IV», La España del conde-duque de Olivares, Valla­ dolid, Universidad, 1990, págs. 519-551, en concreto la 529). A la misma lógica obe­ deció la designación en 1599, como virrey de Nápoles, de su cuñado Fernando Ruiz de Castro, sexto conde de Lemos; un cargo que, tras su muerte en 1601, sería de­ sempeñado interinamente por su hijo menor Francisco hasta 1603, y que posterior­ mente (1610) volvería a ser ocupado por uno de los más eximios miembros de ese linaje, don Pedro Fernández de Castro. Entre ambas fechas, que enmarcan el virrei­ nato del conde de Benavente, Franqueza ordenó una investigación sobre las finanzas del reino. Además de constituir un intento para no perder el control sobre el reino, la investigación no era ajena al clima de faccionalismo político que venimos aludien­ do; de hecho la inspección fue desempeñada por Gonzalo de Sotomayor, un criado de Franqueza, que no ocultó que el único destinatario de su correspondencia era el propio conde de Villalonga (MuTO, Finanze pubbliche, págs. 82-83).

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Como consecuencia de su cargo, Franqueza había venido mantenien­ do estrechas relaciones con los hombres de confianza de Fuentes, especialmente con su secretario particular Isidro Morán 57, quien pos­ teriormente —y ya fallecido— resultaría uno de los principales in­ culpados en la visita. Con toda probabilidad esas relaciones debieron de pesar lo suyo a la hora de decidir que la visita se llevase adelan­ te 58 pero, independientemente de ello, la gobernación de Fuentes ya había proporcionado suficientes motivos como para adoptar esa de­ cisión. En torno a 1606 Milán y otras ciudades del estado habían remitido a la corte una serie de informes en los que se recogían resumidamente los «excesos» del gobernador, dejando ^constancia de «como son maltratados del Conde, y reducidas a la última desespe­ ración» 59. Junto a la denuncia del proceder harto expeditivo del conde 60, así como de su no excesiva preocupación por actuar de acuerdo con las formalidades y el debido orden del derecho 61, las

57 Quien en 1601 se dirigía a Franqueza en términos de «el más reconocido ser­ vidor que tendrá jamás», añadiendo a continuación que «es para mí grandísima con­ fianza en mandarme vuestra merced que le sirva, y assi lo haré con mucha puntua­ lidad, y con la misma encaminaré el dinero, y aunque yo no soy de los ricos todavía servire a vuestra merced con el mío como se lo devo, a quien aseguro cierto que será para mi la mayor merced del mundo, y que sin cerimonia puede hechar mano del mío como del que tubiere en su arca, que está tan a la voluntad de vuestra merced, quanto y a quien le torno a suplicar con el encarecimiento que puedo» (BN, ms. 775, fols. 550-551, 2 de agosto de 1600). 58 Incluso el propio Fuentes no parece haber mantenido malas relaciones con el factotum de Lerma (ver la carta que le dirige Franqueza el 23 de mayo de 1604 felicitándole por «el succeso de los esguinzaros», y considerándole como «el más gallardo, valiente y bien afortunado español que a nascido en esta Corona», BN, ms. 775, fol. 558). 59 Ambos informes se encuentran en el AGS, E, lg. 1899, does. 95 y 98; ninguno de los dos lleva fecha, pero se encuentran entre papeles de 1606-1607, y con toda probabilidad son inmediatamente anteriores o simultáneos a la visita. 6° Que había llegado a detener «mientras estavan en su Tribunal al Vicario y doze de provisión», por oponerse a las nuevas imposiciones militares (doc. 98). 61 En los asuntos de justicia, «tanto criminales quanto civiles», había procedido «contra las ordenes del Estado y particulares instrucciones de Su Mgd. delegando las causas criminales, dando solo las ordenes de atormentar los culpados con el dado, tormento tan atroz que no se da sino despues de haverse referido los indicios en el Senado con decreto del mismo Senado, y llego este albedrío hasta condenar a galera, quitar las causas civiles a los juezes a quien tocavan y cometellas a quien le parecía, hazer decretos en terminos de justicia sobre el memorial de sola una parte, cosa que no acostumbra S. Magd. en estos Reynos, con hallarse presente y ser absoluto Sr. de ellos; y en casi todos los negocios de momento haze juntas particulares de personas

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quejas manifestaban su oposición a toda una serie de novedades in­ troducidas por el gobernador relativas al sostenimiento y financia­ ción de las tropas últimamente acantonadas en el estado. Intencio­ nadamente, los agravios expuestos dejaban entrever asimismo hasta qué punto Fuentes venía apoyándose en una particular e informal organización presidida precisamente por Isidro Morán, «que abso­ lutamente mandava el estado y la persona del Conde». De ello re­ sultaba un completo desvirtuamiento del orden tradicional recono­ cido «por las ordenes de Vormes», y con repercusión asimismo so­ bre el papel de instancia de representación política que desempeñaba el Consejo de Italia en relación con Milán 62. Obviamente el visitador se hizo cargo de esa información y, so­ bre sus pistas, continuó profundizando. Del celo con que desempe­ ñaba su tarea nos dan idea las relaciones nada cordiales que mantuvo con Fuentes desde los primeros momentos 63, y que poco después llevarían al gobernador a solicitar la sustitución del visitador por una persona «de limpieza y consciencia conocida» que investigase los supuestos excesos 64. Fuentes hacía su petición sabedor de las infor­ maciones que durante este período habían ido llegando a los conse­ jos de Estado e Italia, y que confirmaban punto por punto lo que con anterioridad se había expuesto por parte de las ciudades del estado. Lo confirmaban e incluso lo ampliaban, insistiendo especialsacandolos de sus propios tribunales, cossa por lo pasado jamas usada en aquel esta­ do» (doc. 98). 62 Así por ejemplo tras aludir a la importancia de ese Consejo (institutido «con mucha prudencia de los gloriosos antecesores de Su Magd. de personas parte italianos, parte que ayan platicado alla para que los agraviados puedan con confianza y satis­ facción acudir donde intervienen personas conocidas de ellos»), se informaba que Fuentes «començo a no querer obedecer las ordenes que se davan por este Consejo», no dejando ello de causar «desesperación a los subditos», y sobre todo «cessando el fruto del verdadero establecimiento de aquel Estado que los antecesores de V. Magd. habían fundado sobre este Consejo». De esta forma, la inobservancia de Fuentes g las exigencias del orden tradicional levantaba el peligro de que pudiera desarraigarse «la fidelidad y devoción de aquellos subditos, la qual por otra via no se podra tan fácilmente mantener» (doc. 98). Sobre el papel del Consejo en el momento inme­ diatamente anterior puede verse ahora M. RlVERO, El Consejo de Italia y el gobierno de los dominios italianos de la monarquía hispana durante el reinado de Felipe //, tesis doctoral (Universidad Autónoma de Madrid, 1991). Sobre las órdenes de Worms, P e t r o n io , Il Senato, págs. 77-92. 63 AGS, E, lg., 1989, docs. 55 y 57, 5 de abril de 1607. 64 Argumentando precisamente que «jamas se ha visto que los governadores sean visitados» (AGS, E, lg. 1899, doc. 158, 7 de septiembre de 1608).

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mente en una larga serie de irregularidades cometidas en relación con el avituallamiento del ejército 65. En la corte tales denuncias no se consideraban infundadas pero, a pesar de ello, el monarca consideró obligado recordar al visitador que bajo ningún concepto sus órdenes le autorizaban «a hazer inquisiccion sobre la persona y actiones del Conde» 66. Aunque el propio monarca llegaría a escribir a Fuentes certifi­ cándole la alta estima en la que le tenía67, nada impediría ya la conformación de una determinada imagen de lo que había sido el gobierno de Fuentes. Ejemplarmente lo resume en este sentido un documento relativamente imparcial de 1610 68 donde, con nombres y apellidos, se consignaba la composición del entramado informal de poder que de manera efectiva había venido gobernando el estado en los últimos tiempos. A su frente, bien es verdad que de manera un tanto testimonial, se situaba al conde. Se reconocía en efecto que a sus setenta y cinco años, «muy travajado de dar victorias a su Rey», ninguna responsabilidad le cabía 69. Pero ello no había impedido que bajo su gobernación hubiera llegado a constituirse un régimen al que, sin vacilación, cabía calificar como auténtico «Govierno Tira­ no». Y que, no por casualidad, resultaba señalado con todos aquellos rasgos (constitución de juntas, secretarios personales convertidos en auténticos validos, postergación de la magistratura tradicional —el Senado y los senadores en este caso— , corrupción generalizada) que el arbitrismo primero y más decididamente crítico venía presentando en Castilla como encarnación misma del mal gobierno. 65 Ver la relación de cargos que presenta el visitador en AGS, ibidem. Sobre el tema en cuestión, durante el reinado de Felipe II, ver M. RlZZO, «Militari e civili nello Stato di Milano durante la seconda metà del Cinquecento», Clio, 4, 1987, págs. 563-596. 66 Un dato que el inquisidor ya había intentado evitar colocando al conde en una situación de «engañado de sus ministros», pero que no le libró de la real advertencia, que el monarca incluso hizo extensiva al proceder del visitador para con los restantes súbditos (AGS, E, lg. 1899, doc. 127, 10 de octubre de 1608). 67 AGS, ídem. 68 Se trata de un cuadernillo manuscrito de 50 folios firmado en Lyon, a 29 de septiembre de 1610, por «un fiel vasallo de V. Magd.», con interesantes detalles sobre su peripecia personal que aquí no proceden; se encuentra en AGS, SP, lg. 1903. 69 «[...] los magnates tomaron tanto mando y autoridad que como el buen Señor estava tan cascado y la maquina era grande y las resoluciones tardas, cogíanle de cansado y con nombre de el conde manda o a mandado se hazia lo que ellos querían o mandavan» (fol. 5 vto.); los setenta y cinco años son los que se indican que tenía el conde en el momento de acceder al cargo.

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«Un Rey Justo a quien acudir» La respuesta a esta situación no se hizo esperar. La corte, ante los informes que le llegaban de la visita y sin esperar a su conclusión, se decidió a intervenir. Desde comienzos de 1608 venían estudián­ dose en el Consejo de Italia las medidas a tomar, que finalmente se conocieron a mediados de año 70. Por una parte, el monarca escribía al gobernador indicándole que «diese licencia» a las ciudades de Mi­ lán, Cremona y Pavía, para enviar sus oradores a la Corte. De otro lado, y a través de una pragmática remitida al mismo tiempo al gobernador y al Senado, se prohibía la delegación de causas fuera de los tribunales 71. Ambas disposiciones suponían una evidente desau­ torización al gobierno de Fuentes, poniendo de manifiesto que la monarquía no estaba dispuesta a permitir ninguna alteración en la constitución tradicional del estado 72, sobre la cual al gobernador correspondía un papel estrictamente tutor. Por la misma lógica tam­ poco debía interferir el envío de embajadas por parte de los milaneses: era éste el único hilo que permitía mantener un contacto directo con esos súbditos, resultando ello además constitucionalmente exigible 73. Extraordinariamente molesto —por lo que de pública desautori­ zación implicaba— ante el hecho de que se hubiese remitido copia de la pragmática al Senado, Fuentes demoró su publicación en tanto remitía al monarca una relación en la que exponía los inconvenientes que resultarían de su aplicación 74. Haciendo notar su nada airosa 70 La información en AGS, E, lg. 1899, doc. 238; el Consejo emitió su consulta en 29 de mayo. 71 «Copia de la pragmática que se mando publicar en el Estado de Milan para que ninguna causa civil ni criminal se delegue a jueces ni Juntas particulares, sino que corra por los Tribunales a quien toca» (AGS, E, lg. 1899, doc. 245), 26 de julio de 1608. 72 Que no «se conozca ni cometa causa ninguna sino fuere por los Tribunales a quien tocare, guardando inviolablemente las constituciones del mi estado, y las orde­ nes que por mi y mis predecesores se huviesen dado, y los estatutos de cada ciudad» (pragmática del 26 de julio). 73 En el mismo sentido que podía serlo la obligación del representante real de asistir a las convocatorias del parlamento; así se lo recordaba en 1600 Felipe III al virrey de Nápoles, el conde de Olivares (R. VlLLARl, La revuelta antiespañola en Ñapóles, Madrid, Alianza Editorial, 1979, págs. 26-27). 74 Se trata de una «Relación de los inconvenientes que resultaran del efecto de la Pregmatica» (AGS, E, lg. 1899, doc. 241), de 30 de septiembre de 1608; aunque no aparece firmada por Fuentes, es evidente que se trata de una defensa de su actuación.

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situación, Fuentes contraatacaba intentando dar la vuelta al propio argumento de la pragmática: era precisamente su condición de re­ presentante de la real persona lo que le había obligado a proceder en la forma en que lo había hecho. El ejercicio de la superintendencia implícita en ese cargo no era algo que pudiera entenderse en térmi­ nos de estricta pasividad: «Siendo tan cierto que los Jueces y Tribu­ nales no son bastantes para el buen Govierno y cumplida adminis­ tración de la Justicia», la intervención del representante real resultaba entonces poco menos que obligada. Y tal era lo que había motivado la delegación de las causas 75. No menos convencido se mostraba Fuentes en relación con el envío de oradores a la corte, algo que el gobernador opinaba no debía concederse por tratarse de asuntos sin entidad, y sin otro «fundamento» que el de «fines particulares» 76. Punto por punto, la consulta del Consejo de Italia de 23 de di­ ciembre de ese mismo año trataba de hacer ver al monarca cuánto de indebida apropiación e interferencia jurisdiccional estaba implíci­ to en el planteamiento de Fuentes 77. Si bien era cierto que el go­ bernador debía tener siempre «grande advertencia y cuydado de que los Tribunales hiciesen su oficio con la libre autoridad que conve­ nía», de esa atividad tutelar no se deducía sin embargo que a él tocase «de dar los remedios de justicia». Claramente establecían las Ordenes de Worms que ese ámbito era privativo del Senado y res­ tantes tribunales; de ahí que la delegación, en tanto suponía exclu­ sión de los jueces y de la vía ordinaria, resultase inadmisible. La pretensión de legitimar la delegación a partir del tan invocado recur­ so de los súbditos, no eximía a aquélla de ajustarse al debido pro­ cedimiento y oportuna justificación. En todo caso, los «remedios» debían actuar «en conformidad de lo que disponen las constituciones del Estado y ordenes de Bormez», es decir, «obligar con la Super­ intendencia a que el Tribunal haga Justicia y no con quitarle la causa del». Lo dicho no obstaba para que el consejo enfatizase a 75 «[···] porque aunque están señalados Juezes y tribunales y aya ordenes para poder recusar a los sospechosos, no pocas vezes aconteze que los subditos ni se atreven ni pueden averiguar en juicio su rrazon, y estos no pudiendo acudir a V. Magd. van al Governador, a quien dicen sin miedo todo lo que pasa»; entre las posibilidades de este último (aparte de incluir jueces adjuntos o de redistribuir la actividad entre los tribunales) está la de resolver, «delegando el Pleito a cierta persona de los que sirven a V. Magd. como vee que es necesario y expidiente». 76 AGS, E, lg. 1899, doc. 238. 77 AGS, SP, lg. 1099, fols. 31-39.

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continuación lo «útil» que resultaba a las ciudades el enviar sus ora­ dores a la corte, aun cuando «no consiguiesen otra cosa que rescibir el contento que teman de haver podido [por medio de ellos] repre­ sentar y dezir sus quexas a V. Magd.». Ningún procedimiento mejor para comprobar que, por encima de cualquier circunstancia, tenían «Rey Justo a quien acudir» 78. En esta situación de fuego cruzado el monarca resolvió tirando por la calle de enmedio. El 19 de febrero de 1609 dispuso que se enviase orden al conde para que «suspenda el efecto de la pregmatica hasta otra orden de V. Magd.» 79. Con toda probabilidad, en la de­ cisión final del monarca habían influido las recomendaciones que en noviembre de 1608 le habían sido hechas por el comendador mayor en relación con esta cuestión 80. Para este anciano y preeminente miembro del Consejo de Estado, la pragmática, que «se consultó por un Tribunal como el de Italia y en materia de Justicia», podía resul­ tar «conveniente». Pero la cuestión estaba en el hecho de que, al mismo tiempo que al gobernador, también se hubiese enviado copia al Senado. Además de la explícita desautorización y humillación que ello suponía para el conde, se corría el riesgo de que «el Senado piense que ha de ser dueño absoluto de la Justicia, y que oprima las partes sin que haya recurso contra lo que quisiere hacer, y que pier­ da el respeto al Governador como lo ha hecho otras vezes». De ahí la especie de vía media que sugería al monarca y a la que éste, en líneas generales, se acomodó 81. La protesta del Consejo, poniendo de manifiesto lo que no dejaba de ser una cierta inconsecuencia por parte del monarca, no prosperó 82. En la postura del Consejo de Italia, en cualquier caso, había algo más que la voluntad de impedir que el gobernador se excediese en 78 AGS, E, lg. 1899, doc. 238, 23 de diciembre de 1608. 79 AGS, E, lg. 1899, doc. 240. 80 A petición del propio monarca (AGS, E, lg. 1899, doc. 161, de 6 noviembre de 1608). La postura del comendador es del todo punto comprensible dada su perte­ nencia a la vieja generación de los hombres de Felipe II. Tradicionalmente, represen­ taba una línea de decidida intervención en el exterior (EIRAS, Política francesa, pág. 305); como consejero de Estado había venido defendiendo sistemáticamente los pun­ tos de vista de Fuentes. 81 La recomendación del comendador era aplicar la pragmática para «el corriente ordinario de negocios comunes», y reservar al gobernador la facultad de «usar de otras formas y terminos» (lo que habitualmente venía haciendo) en los casos de «calidad», «no embargante la pregmatica». 82 AGS, SP, Ib. 1089, fols. 45-46, 17 de febrero de 1609.

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sus atribuciones. Su insistencia obedecía también al deseo de man­ tener las que habían venido siendo sus competencias tradicionales en relación con el gobierno de Nápoles, Sicilia y Milán. Probablemente el recelo de este organismo tenía que ver con la relativa recuperación de posiciones que habían experimentado los consejos de Estado y Guerra en los comienzos del reinado de Felipe III 83, una circuns­ tancia que virreyes y gobernadores, amparándose en su condición de suprema autoridad militar, intentaban explotar a su favor. Con fre­ cuencia enfrentados a sus respectivos consejos territoriales 84, el Con­ sejo de Estado —del que no pocas veces eran consejeros— aparecía para ellos como una inmejorable instancia de apoyo desde la que podían hacerse oír. En el fondo de esa conexión estaba lá recompo­ sición y recuperación política de una aristocracia marginada en gran medida desde reinados anteriores, y frente a la que se había venido contraponiendo, oportunamente, la presencia de letrados. Estos últimos, ciertamente, no estaban inermes. Su capacidad de maniobra en el seno de la monarquía era harto conocida 85. Letrados de corte y letrados regnícolas sustentaban una visión del orden po­ lítico que con frecuencia se traducía en espontánea complicidad. Cla­ ramente pudo percibirlo el conde de Fuentes recién instalado en la gobernación de Milán 86. Y no dejaría después de ponerlo de mani­ fiesto durante toda su gobernación. En la alianza letrada encontraría el conde precisamente el más serio obstáculo frente a su autoritario modo de gobierno. De ahí que no contemplando ninguna especie de compromiso con el patriciado que dominaba el estado 87, y enfren83 WILLIAMS Philip II I and the restoration, p á g s. 751-769. 84 J. L a l i n d e apunta este dato a propósito de las relaciones entre los virreyes catalanes y el Consejo de Aragón (La institución virreinal en Cataluña, Barcelona, Inst. de Estudios Mediterráneos, 1964 págs. 268-270), pero el fenómeno probable­ mente es general (S. DE LuxÁN M e l ÉNDEZ, El Consejo de Portugal: 1580-1640, Ma­ drid, Universidad Complutense, 1988, págs. 156-159). 85 Ver por todos R. AjELLO, Arcana Juris (Florencia, Jóvene, 1976). 86 En 1601, en una consulta del Consejo de Estado, se aludía a una carta del conde en la que éste ponía de manifiesto el entendimiento que existía entre los tribunales de Milán, «assi de Justicia como de Hazienda y los otros magistrados fiados en que han de ser ayudados por los del Consejo de Italia que son de su profession» (subra­ yado nuestro); la autoridad del Senado (en las relaciones con el Papa o el Emperador; en la falta de información que para con él mismo observaba) era otro de los puntos que llamaban la atención de Fuentes, quien concluía que, «en esto se hazen sobera­ nos» (AGS, E, lg. 1897, doc. 117, 3 de junio de 1601). 87 G. VlSMARA, «II patriziato milanese nel Cinque-Seicento», Potere e societa negli

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tado a una inagotable espiral de demandas militares, Fuentes, en la búsqueda de apoyos, intentase jugar la baza de los contados, algo que precedentemente —y con criterio puramente instrumental— ya habían intentado también anteriores gobernadores 88. Dentro de esta línea, Fuentes estaba decidido a implantar un reparto de la carga fiscal que atenuase efectivamente los fuertes contrastes que existían entre ciudad y contados 89. Pero, con ello, Fuentes ponía en cuestión el complejo equilibrio político interno sobre el que se sustentaba el propio estado. Y lo hacía además sin tener las espaldas bien cubier­ tas: careciendo de un respaldo firme en la corte y sobre la base —incierta— del apoyo que eventualmente pudieran otorgarle los pro­ pios contados. El resultado fue el incremento de la conflictividad por motivos fiscales y un goteo constante de reclamaciones ante los con­ sejos de la corte 90. Su posición resultaba así extremadamente frágil. Si a pesar de todo fue mantenido en el puesto hasta su muerte en julio de 1610, tal cosa sólo se explica como consecuencia de su his­ torial de servicios, de su avanzada edad y aun por el descrédito que para la propia Corona hubiese implicado su mudanza 91. stati regionali italiani del Cinquecento e seicento, ed. E. Fasano Guarini (Bolonia, II Mulino, 1978), págs. 152-171; U. PETRONIO, «Burocrazia e burocrati nel ducato di Milano dal 1561 al 1706», Per Francesco Calasso (Bulzoni, Roma, 1978), págs. 479-552; del mismo, y muy especialmente, «La burocrazia patrizia nel ducato di Milano nell’etá spagnola: 1561-1706», Veducazione giuridica (Perugia, Lib. Universitaria, 1981), IV/i, págs. 253-328. 88 Sobre la situación en época de Felipe II informa cumplidamente RlLEY, State Milan, págs. 154-158 y 210-216. Un oportuno encuadramiento general en G. C hito LINI, «Contadi e territori: qualche considerazione», introduciendo un número espe­ cífico de Studi Bresciani (núm. 12, 1983, págs. 33-48), dentro del cual interesan es­ pecialmente las aportaciones de B. MOLTENI («I contadi dello Stato di Milano fra XVI e XVII secolo», págs. 115-135), con información sobre la actividad de Fuentes, y asi­ mismo C. PoRCHEDOU (págs. 137-147) y C. Stefanini (págs. 5-31). Interesa también RlZZO, Militari e civili, passim. Sobre la situación inmediatamente posterior, D. Se ­ lla , Lo Stato di Milano in età spagnola, (Turin, UTET, 1987), págs. 56-59, y L. F acini, La Lombardia fra seicento e settecento (Milán, Angelli, 1988, págs. 91-106). 89 Punto éste que requiere una detallada investigación; mis deducciones proceden de AGS, Visitas, lg. 267, doc. 5, Discorso del Cavalli, Procuratore de Contadi dello Stato di Milano alVlllustris & Eccellentis. Sig. Conte di Fuentes Govematore d‘esso stato per S.M. Catholica & Suo Capitán General in Italia (30 de octubre de 1600); asimismo, AGS, SP, lg. 1983, doc. 2, Discorso di Cesare Piazoli, Sindico del Contado di Como, sopra Vorigine de lie gravezze del Stato di Milano (1614). 90 Imposible de resumir aquí en detalle, pero (entre 1602 y 1607) puede seguirse en AGS, E, lg., 1292, doc. 53; lg. 1897, doc. 250; lg. 1898, doc. 63; lg. 1898, does. 146 y 179. 91 Véase, por ejemplo, el informe de la Junta de dos (Idiáquez y Moura) «sobre

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«La necesaria sustentación del estado» En el desencadenamiento de la disputa faccional de 1606-07 la crisis de la Real Hacienda había tenido una importancia decisiva. Además de poner de manifiesto la situación real de la monarquía, la suspensión de pagos de 1607 vino a reforzar la posición del grupo que empezaba a aglutinarse en torno al hijo de Lerma. Inevitable­ mente, el conflicto faccional comenzó a proyectarse más allá del estricto ámbito cortesano, en dirección hacia las terminales territo­ riales de las redes conectadas con ese centro, entre las que se contaba Milán. En el estado, la situación hacendística no aparecía menos complicada que la que se registraba en la corte, lo que explica la especial atención que desde el primer momento prestó el visitador a este aspecto. Ello hasta el extremo de que el gobernador se vio obli­ gado a intervenir dado lo que la visita empezaba a desvelar sobre los manejos de su círculo de colaboradores más inmediatos. Argu­ mentando esta vez en términos de estricta rentabilidad, y apoyando cuantitativamente sus aseveraciones, Fuentes intentó poner de ma­ nifiesto que a pesar de la desastrosa herencia de la que inicialmente había tenido que hacerse cargo, sus resultados podían considerarse más que aceptables 92 A la altura de 1609 exculpaciones de ese tipo carecían en cierto sentido de importancia. Preocupaba más el conjunto de la situación,

las consultas y papeles del Consejo de Italia que tratan de quexas del Governador de Milan» (AGS, E, lg. 1899, doc. 99, 28 de mayo de 1607); concluyendo sobre esas quejas: «[...] y assi parece a la Junta que no se deve hacer cosa de que pueda resentirse y desconsolarse estando tan al cavo de la carrera y aviendola pasado tan honrada­ mente, y en materia de ínteres tan honradamente como se sabe, y hasta agora no se ha visto action suya de que se pueda inferir que no tiene el juicio y entendimiento muy entero, por lo qual le desea la Junta larga vida para que si se huviere de mudar sea quando el lo pida (o quando Nro. sr. lo ordenare), y no en tiempo que puedan dezir sus enemigos que le echaron, que esto no conviene al servicio de V. Magd. ni a la quenta que se deve tener con el onor de quien tanto y tan bien ha servido». 92 BN, ms. 8695, fols. 415-419, «Relación por mayor a modo de discurso de algunos abusos y daños notables que se han seguido a la hazienda [de S.M.] y servicio en el exercito de Milan por omissiones, ausencias y remitencias de los Veedores generales y Contadores del Ejercito puestos por Su Magd. [...] desde los últimos seis meses del año 1592 hasta los primeros meses del año 1600»; el balance de Fuentes en fols. 419-421, «Relación de algunos servicios y beneficios que el Sr. Conde de Fuentes a hecho en materia de hacienda Real durante su govierno en el Estado de Milan», 12 de noviembre de 1609.

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cuya gravedad venía siendo reiteradamente denunciada. El momento parecía obligado para que desde la corte se adoptasen medidas y, de hecho, la lenta máquina consiliar se había puesto a ello. Así, el 16 de marzo de 1609 el Consejo de Italia exponía al monarca la necesidad que había de «poner orden en los patrimonios Reales» de esos Reynos y Estados. Datos en mano, la consulta ponía de manifiesto la imposibilidad en la que se encontraban esas haciendas —cqyos gastos excedían a sus patrimonios— para atender adecuadamente el pago de los entretenimientos y pensiones que pesaban sobre cada una de ellas; a fin de arreglar la situación, el consejo proponía la consignación de una serie de rentas particulares para hacer frente con certeza al si­ tuado que sumaban esas dos partidas 93. De ello dependía el que 2.758 personas pudieran percibir, con orden y regularidad, un sus­ tento al que la propia monarquía se había comprometido. Se espe­ raba con ello poner «un razonable orden» en la «distribución» de la Real Hacienda. La consulta específica sobre Milán 94, elaborada a partir de los datos remitidos por Fuentes en el vilanço de 1608, mostraba con relativa precisión la nada halagüeña situación de esa hacienda. Una deuda de 406.523 escudos y un déficit medio anual de otros 330.782 95 constituían los dos aspectos más inquietantes, uno y otro directa consecuencia de la formación de «los ultimos exercitos», momento desde el cual se había «mudado y alterado todo» 96. Con el objeto de reparar esos daños la propuesta del consejo, de acuerdo con las

93 Para los perceptores de esos ingresos la operación no estaba exenta de costes: la certeza en el cobro sólo cubriría un tercio de la cantidad que en principio les correspondía, en tanto que el resto quedaba en una situación más aleatoria, depen­ diendo en concreto del cash flow de cada tesorería; para evitar presiones particulares, como había venido sucediendo antes, se establecía un riguroso turno de antigüedad (para más detalles, AGS, E, lg. 1900, doc. 124). Una reciente investigación —que aquí no se ha podido incorporar— sobre la situación de la hacienda militar en Italia puede verse ahora en B. J. GARCÍA GARCÍA, El duque de Lerma y la pax hispánica, memoria de licenciatura (Madrid, Universidad Complutense, 1991). 94 AGS, E, lg. 1900, doc. 125, 22 de septiembre de 1609. 95 «Cada año van excediendo los gastos necesarios al introito de las rentas que sacan del dicho Estado en cantidad de 330.782 escudos.» 96 En este aspecto no se exageraba. Tan sólo entre 1607 y 1610 el número de efectivos estacionados en Milán se había multiplicado por más de dos, pasando de 10.000 a 26.000 hombres (L. RlBOT, «Milán, plaza de armas de la monarquía», In­ vestigaciones Históricas, 10, 1990, págs. 205-237, con información sobre el momento posterior; ver también AGS, E, SP, lg. 1089, fols. 112-116).

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directrices por él mismo apuntadas, sugería la reducción de pensio­ nes, entretenimientos y ventajas y, asimismo, una disminución y re­ distribución de los efectivos militares. A partir de las economías que razonablemente podían conseguirse con ese plan de acción, el con­ sejo esperaba ir «remediando algunas cosas». Especialmente, según se recalcaba en la consulta, aquellas que resultasen «mas forzosas y urgentes». La sugerencia no era nada inocente. Con ella el organis­ mo consiliar venía a sugerir al monarca la necesidad de reorientar sus prioridades: más prioritario en este sentido que los gastos de guerra debían considerarse aquellos otros derivados de «la necesaria sustentación del estado». A esto último debía atender el monarca «antes y primero de todas las cosas». Todo un recordatorio consti­ tucional podía invocarse para ello 97 y, ya más efectivamente, unos compromisos fiscales (el mensual y las tasas de la cavalleria en con­ creto) que sustentaban esa prioridad. Consecuentemente, ningún caso de necesidad podía anteponerse al caso mayor que de hecho repre­ sentaba la necesaria sustentación del estado, dentro de la cual «el salario de los Tribunales», el de «los lectores publicos de la Univer­ sidad», y las garantías de los tenedores de juros resultaban compo­ nentes intocables 98910. En defensa de esa justa distribución, el consejo no desaprovechó la ocasión para censurar, abiertamente, algunos sueldos y gastos nue­ vos que Fuentes consignaba en el vilanço " . El monarca, según nos consta en la resolución de la consulta, haría suyas esas indicaciones. Así, cuando en marzo de 1610 —notorios ya los movimientos del duque de Saboya y Enrique IV 100— se dirigió de nuevo al consejo 97 «[·■ ·] y es forzoso demas de hacerse las reformaciones que arriva se han dicho, que V. M. se sirva de conformarse con las ordenes que sus predecesores dieron en aquel Estado, y las recordaron puntualmente el Emperador y rey Don Phelipe». 98 «[■ ··] y que quando haya de haver alguna falta en ninguna manera se permita que sea en esto, sino en otras cosas que no sean tan precisas y necesarias». En relación con los juros, cuyo situado gravaba esas mismas rentas, se apuntaba la posibilidad de cubrir el pago de sus intereses a partir de los censos de los pueblos, lo que llegó a efectuarse ( F a c i n i , Lombardia, págs. 107-136). Sobre la indeterminación de lo que pueda ser necesidad prinàpaly M. STOLLEIS, Staat und Staatsräson in der frühen Neu­ zeit (Frankfurt, Suhrkamp, 1990), págs. 1181-119 y 184-185. 99 En opinion de los consejeros la autorización de esas partidas, consideradas como de exclusiva competencia del monarca, sentaban un peligroso precedente para quienes accedieran después al cargo (AGS, E, lg. 1900, doc. 26, 26 de septiembre de 1609). 100 El 20 de abril de ese año habían firmado el Tratado de Bruzólo (ver A. B o m b í n , La cuestión de Monferrato, 1613-1618, Vitoria, 1975, págs. 18 y sigs.).

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ordenándole que despachase un poder autorizando a Fuentes a em­ peñar las rentas de la Cámara de Milán, hizo constar en él que sólo debía utilizarse «en caso de gran necesidad y no tener de otro dinero que valerse» 101. A pesar de lo cual el consejo se sintió en la obli­ gación de recordar a Felipe III el incierto rendimiento de la opera­ ción 102, poniendo asimismo de manifiesto hasta qué punto ello com­ prometía incluso la propia sustentación del estado, «uno de los que más importan a la grandeza y Monarchia de V. Magd.» Como pronto pudo comprobarse, tales temores no carecían de fundamento. De inmediato lo puso de manifiesto la ciudad de Milán, conocedora probablemente de esas diferencias y no mal relacionada con los miembros del consejo. En un memorial de mayo de ese año la ciudad, que ya contribuía al sostenimiento de los dos tercios or­ dinarios de Lombardia y cuya Cámara no se encontraba en una situación particularmente boyante, manifestaba su oposición al he­ cho de que hubieran de alojarse en ella más de una cuarta parte de los 20.000 soldados que Fuentes pensaba reclutar 103. Independien­ temente de elementales razones de buen gobierno, la ciudad aducía para ello los privilegios, títulos honerosos y contratos que a este res­ pecto le amparaban. Con ellos acreditaba «haver comprado esta livertad» en la que se había venido manteniendo hasta la fecha; ni «aun en los tiempos mas reboltosos», añadía, había sido «molestada de la casa de Austria con ningún alojamiento», siendo esta una si­ tuación que incluso el propio monarca había reconocido reciente­ mente 104. Como cabía esperar el pronunciamiento del consejo, en línea con lo anteriormente manifestado, reconocía abiertamente los fundamentos que asistían a la ciudad para oponerse a las últimas 101 AGS, SP, Ib. 1089, fols. 96-97, 26 de marzo de 1610. 102 Ya lo había hecho notar con anterioridad (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 92-94, 22 de diciembre de 1609, «Consulta sobre la confirmación que pide el Conde de Fuentes de los 115.000 escudos de principal a 8 por 100 que vendió con pacto de redimir sobre la ferma de la sal y dado de la mercancía, y facultad para poderlos vender a menos»). 103 Exactamente 5.195; además de alojamiento, socorros y magazines para la tropa, la orden de Fuentes suponía asimismo el pago de 8 sueldos al día por soldado, con el añadido de que la cantidad total había de repartirse por todo el estado, alterándose con ello la relación establecida entre la ciudad y las tierras (AGS, E, lg. 1900, doc. 96, 27 de mayo de 1610). 104 De ahí que además de insistir en que semejante carga era «contraria a la dispusicion de todas las Leyes y particularmente a las ordenes de Bormez», aludiese también la ciudad a algunas gracias y contratos últimamente negociados con Felipe III.

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disposiciones de Fuentes 105, advirtiendo asimismo al monarca que a pesar de la gravedad de la situación, el gobernador no podía mo­ dificar unilateralmente los acuerdos ya establecidos 106. Tal y como se recogía en una nota marginal de esta última con­ sulta, la noticia de la muerte de Enrique IV —el 14 de mayo— in­ vitaba a pensar que en el contexto general europeo «podría aver novedad». Análogamente, la inmediata muerte del conde de Fuentes —el 22 de julio de ese mismo año— debió de suscitar similares expectativas en relación con la situación interna del estado. Las no­ vedades, que las hubo, no lo fueron sin embargo en el sentido de una inmediata pacificación. Antes al contrario: hasta la llegada en los primeros días de diciembre del nuevo gobernador don Juan Fer­ nández de Velasco, condestable de Castilla, el conflicto que venimos describiendo se acentuó. La causa de este agravamiento venía moti­ vada por la situación de interinidad creada tras la desaparición de Fuentes. Amparándose en sus atribuciones militares y en algún que otro precedente, el castellano de Milán —conde de Gelves y sobrino del fallecido gobernador— reivindicaba para sí la titularidad del go­ bierno interino, una pretensión a la que frontalmente se oponía la magistratura milanesa por entender que era al Consejo Secreto a quien correspondía desempeñar ese cargo. Durante más de un mes llovieron sobre la corte memoriales de una y otra parte 107, en una disputa en la que, claramente, se ventilaba la resolución del largo contencioso anterior. Así, para Gelves aquello no era sino una maniobra de algunos ministros que, desaparecido «el fierro que los avia tenido en raya», pretendían ahora «que no huviese quien siguiese las pisadas del con-

105 Por ejemplo, y en relación con la no observancia de los privilegios de Milán, el consejo afirmaba que «no puede creer que el Governador aya tenido intención de executar este pensamiento, sino que ha dicho que lo quiere hazer disimulando algún otro buen fin del servicio de V. Magd. [...] mas sea como fuere el Consejo es de parecer que se le avise de officio que no es la real mente de V. Magd. que se haga tal novedad». 106 Como solución contemplaba la posibilidad de una contribución extraordina­ ria, «por una sola vez», quedando en claro que se trataba de una decisión del monarca ante el caso de necesidad que suponía la inminente llegada de un ejército extranjero. 107 La primera denuncia que se ha podido encontrar de los consejeros del Consejo Secreto data de 27 de julio; la réplica del conde Gelves es de un día después. El consejo de Italia las recibió el 7 y el 16 del mes siguiente (AGS, E, lg. 1299, doc. 138, 15 de agosto de 1610).

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de» 108. Por muy directas que pudieran presentarse, denuncias de ese estilo difícilmente podían mover el ánimo de los consejeros de Italia. Mucho más cuando era manifiesta la enemiga que el propio Gelves tenía para con el sector letrado y con el modo de gobierno que éstos representaban 109. Informados de la situación, los miembros del con­ sejo no desaprovecharon la ocasión para dejar constancia de su opi­ nión al respecto: las pretensiones del castellano en relación con el gobierno del estado no se fundaban «en razón ny costumbre», un juicio que hacían asimismo extensivo al propio mando del ejérci­ to 110. Para ellos, consecuentemente, era el Consejo Secreto quien debía gobernar en una ocasión semejante, dado que era ese colegio quien «sucede en la autoridad del Governador». Intentando reforzar su argumento los consejeros hacían notar que, por otra parte, sólo con el apoyo del Consejo Secreto podría conseguirse una ayuda para el sustento de la tropa 111; dada la presencia en el consejo milanés de «algunos naturales y otros muy confidentes al estado», cabía es­ perar que «los subditos tendrán por buena la declaración que hiciese el Consejo», y que con toda probabilidad «la reciviran bien» 112. 108 AGS, E. lg. 1299, doc. 138, 15 de agosto de 1610. 109 Radicalmente opuesto al gobierno de las armas. Ver AGS, E, lg. 1300, does. 127, 132, 137 y 138, donde se recogen los puntos de vista de Gelves; una muestra: «Como el dicho gran canziller es letrado y fue siempre enemigo de la forma de governar que tubo el Conde de Fuentes, y por el consiguiente poco aficionado a la milizia, y lleva tras si el presidente del Senado» (doc. 133). 110 AGS, SP. Ib. 1089, fols. 116-121. 111 La presencia en el estado de un ejército de más de 24.000 hombres constituía un argumento decisivo en las consideraciones de los consejeros. Sobre todo, teniendo en cuenta que el sostenimiento de ese contingente superaba con mucho el montante de aquellos ingresos específicamente consignados a este fin; en tanto que el mensual y demás «graveças anexas y ordinarias» suponían 35.000 escudos, la atención de los efectivos acantonados exigía más de 100.000. De ahí los rumores que llegaban de Milán —y que el consejo hacía saber al monarca— sobre la posibilidad de una nega­ tiva general a continuar pagando las contribuciones ordinarias; una medida que de otra parte no carecía de oportuna justificación constitucional («que este exercito tan numeroso no era necesario en esta ocasión para la necesaria defensa de aquel estado» [subrayado nuestro]; referencias en AGS, SP, Ib. 1089, fols. 116-122, 23 de agosto de 1610). 112 Ello naturalmente no sin las oportunas garantías, y no sin asegurar una cierta reciprocidad en el esfuerzo a la propia monarquía: lo recaudado constituiría caja aparte en la real tesorería, «con orden precisa que no se convierta en otros efectos», en tanto que el monarca debía enviar «el mayor socorro que se pueda en dinero para que cuanto antes cese esta contribución» (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 115-116, 123 vto., 10 y 23 de agosto de 1610, respectivamente).

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Si bien la propuesta como tal no llegó a materializarse, el mo­ narca sin embargo quiso dejar bien sentado hasta qué punto estaba dispuesto a seguir la línea política que le indicaban sus consejeros de Italia. En cédula de 26 de agosto informaba a los miembros del Consejo Secreto milanés que, no habiendo gobernador, sólo a ellos competía «todo el govierno assi de Estado como de guerra», desau­ torizando expresamente en una segunda cédula —también a ellos dirigida— las pretensiones del castellano 113. A este último se le ha­ cía saber asimismo la resolución adoptada, en un tono que por lo demás no permitía albergar muchas dudas 114. Al resolver de esta forma la cuestión del gobierno interino el monarca, tácitamente, venía a reconocer al Consejo Secreto como «anchora y fuente de todo el govierno», como organismo «en quien se conserva y vive toda la jurisdicción y authoridad real», tal y como el propio grupo togado había venido reclamando a lo largo de la disputa 115. El consejo se hacía reconocer de esta forma una posición constitucional que —de acuerdo con sus propias afirmaciones— re­ sultaba comparable a la del Parlamento francés, el Colateral napoli­ tano, o aun a la de el propio Consejo de Estado de la monarquía. El hecho de que llegara a defenderse que, en una situación de go­ bierno interino, era el consejo milanés quien tenía «las vezes» del monarca no carecía de importancia. Suponía por de pronto la trans­ formación de «los consejeros» en «governadores» y, a través de una interpretación radical de la lex regia, confería a esa corporación una iurisdictio propia incluso en ausencia de su cabeza 116. La diarquía 113 Esta última con fecha de 29 de agosto (ambas se encuentran en AGS, E, lg. 1299, doc. 171); el texto incorporaba literalmente las recomendaciones de los conse­ jeros. La cédula advertía incluso a los miembros del consejo milanés que el castellano no podía «librar dineros ningunos sino es en la forma que en ese dicho Consejo se apuntare». 114 En sendas cédulas que repetían el texto de las dirigidas al Consejo Secreto; el monarca le recordaba que «sere muy servido que sin replica ninguna lo cumpláis assi como todo lo espero de vras. obligaciones y zelo con que acudís a las cosas de mi servicio» (AGS, E, lg. 1299, doc. 172, 26 y 29 de agosto de 1710, respectivamente). 115 Y puesta de manifiesto en algún que otro «papel sin nombre de autor ni impresor», aparecido durante el debate; así el titulado «Muerto el Governador del Estado de Milan, sobre quien ha de governar en tanto que su magestad provee» (AGS, E, lg. 1299, doc. 114, de donde proceden mis referencias). 116 Era esta por lo demás una interpretación nada ajena a la propia tradición milanesa, tal y como Alciato ya la había formulado (Q. SKINNER, The Foundations of Modern Political Thought, Cambridge University Press, 1978, I, págs. 130-134; H.

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milanesa se insinuaba así como una efectiva triarquía. Que la propia monarquía llegara a solicitar —poco tiempo después— una indaga­ ción sobre la naturaleza del Consejo Secreto no fue, con toda pro­ babilidad, una decisión ajena a la transformación que venimos descri­ biendo 117. «Sobrellevar aquellos subditos» En un trabajo no demasiado conocido redactado por estas fechas, el napolitano Alberto Pecorelli 118 comentaba en términos encomiás­ ticos la designación de representantes del poder real que reciente­ mente había sido hecha por el «Consiglio di Spagna». En su opinión, esa elección era demostrativa de los principios de «buon governo» —fundados en la «ragione Catholica di stato»— por los que se regía la monarchia de la que él mismo era súbdito. En concreto, las tres personas que habían sido elegidas para ocupar los virreinatos y la gobernación italianas, dejaban traslucir una decidida voluntad de ha­ cerse cargo de «la natura e’i costumi de’sudditi»; así, el tremebondo duque de Osuna resultaba el hombre apropiado para poner freno a la «poco moderata licenza della vivace Siclia», en tanto que el circonspetto conde de Lemos parecía reunir las condiciones ideales para intentar levantar al «cadente, s’io non dico depresso regno di N a­ poli». Idéntica trascendencia —si no más— encerraba para Pecorelli el envío a Milán de don Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla y ya con anterioridad gobernador de ese mismo estado entre 1592 y 1600. Su «senile prudenza» resultaba indispensable a fin de contrarrestar «il terrore del Conte di Fuentes» que, si bien «havea

M orel , «La place de la lex regia dans l’histoire des idées politiques», Etudes offertes à Jean Macqueron, Aix-en-Provence, Facultad de Droit, 1970, págs. 545-555, esp. 550); las citas proceden de la «Respuesta al papel impreso sin nombre», favorable a la postura del gobernador (AGS, E, lg. 1299, doc. 113). 117 Ver en concreto AGS, SP, lb 1091, fols: 169-179: «Consulta sobre la forma y asiento del Consejo Secreto de Milan», 5 de abril de 1622, con todo tipo de argu­ mentos contrarios al reconocimiento de esa nueva situación, y apuntando que ya desde los primeros duques de Milán había quedado establecido «que huviese un solo Supremo Consejo y que este fuera el Senado» (fol. 171 vto.). 118 U. PECORELLI, II Ré Catholico, escrito entre 1613 y 1620 según sugiere J. Beneyto, su editor (Madrid, CSIC, 1942), pág. 8; personalmente, me inclino hacia la primera de esas fechas (las citas, en págs. 77-78 y 91-92).

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nettato quel paese di bravi e mal viventi», no había dejado de acre­ ditar al mismo tiempo una manifiesta inclinación a resolver las cosas «estragiuditialmente». Era esa una forma de proceder que en modo alguno podía ser permitida por «il Ré Catholico». Como conclusi­ vamente sostenía Pecorelli, «il rigore deve seguiré gli ordine della legge ch’altramente è pericoloso». Con toda probabilidad, consideraciones de este tipo no habían estado ausentes en el momento de elegir al nuevo gobernador, aun­ que no sólo ellas hubiesen influido en la decisión 119. De por medio había jugado también el principio de acuerdo con el que momentá­ neamente se había estabilizado el conflicto faccional cortesano, y que se había traducido en un reparto de parcelas de poder en el ámbito de la monarquía. En el caso de los territorios italianos en concreto tal acuerdo había hecho posible que la ascendiente facción de Uceda se hiciera con el virreinato de Sicilia 120, en tanto que los lermistas controlaban Nápoles y Milán. Independientemente de esas diferen­ cias, existía sin embargo un cierto acuerdo en la idea de que los asuntos de Italia requerían una consideración unitaria. El impulso riformistico de 1610 121 arranca precisamente de este contexto; su alcance, por tanto, se extiende más allá del estricto ámbito napoli­ tano al que habitualmente se le viene recluyendo. Naturalmente, ello no obstaba para que, a partir de ese dato inicial, cada uno de los 119 Si bien carecemos de una investigación sobre su anterior período como go­ bernador, el hecho de que no exista constancia de una especial conflictividad durante el mismo haría buena la imagen de Pecorelli. 120 La influencia de la lucha faccional cortesana en la designación de Osuna al virreinato de Sicilia puede verse ahora en F. BENIGNO, U ombra del rey (Catania, CUECM , 1990), págs. 56-73, presentándolo como demostración de la presencia de la periferia en las decisiones políticas del centro; del mismo, pero orientado ya hacia la actividad virreinal de Osuna, «Messina e il duca d’Osuna», II governo della città, D. Ligresti, ed. (Catania, CUECM , 1990), págs. 173-207. Sobre las expectativas sus­ citadas en Sicilia en un primer momento, V. SciUTI RUSSI, II governo della Sicilia (Florencia, Jóvene, 1984), págs. XXI-XLII y 5-51. 121 La expresión es de V. I. COMPARATO, Uffici e. societá a Napoli: 1600-1657 (Florencia, Olschki, 1974), pág. 245, cuyo cap. VI aborda el proyecto lermista. Ver .también a este respecto G. G alasso , «Le riforme del conte di Lemos e le finanze napoletane», Mezzogiorno medievale e moderno (Turin, Einaudi, 1975), págs. 201-229, y MUTO, Finanze pubbliche, págs. 91-107; en la página 84 se plantean ya los prece­ dentes de esa consideración unitaria de las provincias del imperio. Información sobre las conexiones clientelares en L. LÓPEZ MORILLO, «Monarquía, nobleza castellana y feudalidad de oficios en el virreinato de Nápoles», coloquio sobre Señorío y feuda­ lismo en la península ibérica, Zaragoza, 1989, policopiado.

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componentes de la troika virreinal pudiera luego desarrollar su par­ ticular versión de esa reforma. Lemos, según se ha escrito, no era «una pedina del Lerma»; aparecía como «portatore di una visione autónoma che trova spazio nel disegno strategico del Lerma» 122. Una caracterización que, sal­ vando concretas diferencias de patrón, podría aplicarse también a Osuna. Dada su condición de presidente del Consejo de Italia, el condestable participaba obviamente de esa convicción reformista, si bien tanto su prudenza senile como su propia experiencia en ese y en otros puestos de la monarquía —había sido consejero de estado desde 1601 hasta su designación como gobernador— confería a sus planes un tono más realista y concreto. Tal había sido su criterio en momentos anteriores y ante situaciones bien comprometidas para la monarquía 123. Si bien ese realismo le hacía coincidir con las posi­ ciones del favorito, ello no hasta el extremo de suscribir el pacifismo entreguista en el que, con frecuencia, acababa cayendo la política exterior de Lerma. Sus pareceres —completamente opuestos— a pro­ pósito de la tregua con los rebeldes holandeses así parecen sugerir­ lo 124. De ahí, como tendremos ocasión de ver, su relativa obsesión para que Milán no acabara encaminándose por los mismos derroteros. Por de pronto el condestable había planteado toda una serie de peticiones antes de aceptar su nombramiento. Entre ellas figuraba la pretensión de que los virreyes de Sicilia y Nápoles «le acudan con todo lo que les pidiere» y, asimismo, la concesión de «autoridad absoluta en todas las provisiones militares, assi del ejercito como de estado». Obviamente pretensiones de esa naturaleza no podían dejar de resultar desmesuradas a los miembros del Consejo de Estado, pero interesados como estaban en una rápida solución de la situación milanesa consiguieron arbitrar una solución satisfactoria 125. Después de todo, si el condestable era enviado a Milán para remediar la si­ tuación de aquellos vasallos era necesario atender sus peticiones, nada infundadas por otra parte: de hecho, en una consulta de octubre de ese año, el propio consejo había informado al monarca de lo «apre­ 122 Μυτο, Finanze puhbliche, pág. 92.

123 E ir a s ,

Política francesa, pág. 281, nota 99.

124 RUBIO, Ideales hispanos, págs. 50-51, 63-64 y 106-108.

125 Que pasaba por admitir la posibilidad de una ayuda militar de los virreyes y de una segura asistencia en dinero por parte del monarca (AGS, E, lg. 1300, doc. 101, 11 de agosto de 1610).

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tado» que se hallaba aquel estado, encareciéndole la necesidad de buscar algún alivio para con tan «buenos y leales súbditos» 126. Desde Génova, donde había acudido a recibirle «toda la nobleça de Milan mostrando contento general», el condestable ratificaba la exactitud de las informaciones del consejo; allí mismo había tenido que comprometer algunas medidas de alivio con los síndicos y pro­ curadores de ciudades y contados 127. Su sorpresa sería aún mayor en Milán: «el desconcierto general de todo» superaba incluso sus peores previsiones 128. El 17 de diciembre, a los cinco días de su llegada a Milán, informaba ya sobre la adopción de unas primeras disposiciones relativas a disciplinamiento de la tropa y reducción del gasto militar. Perseveraría desde entonces en esa labor, convencido de la urgencia de poner orden en «una máquina que destruye mas el Estado estando assi que haría el enemigo en guerra rota». Era «consciente no obstante —y así lo hacía saber— de que por muchos desaguaderos que consiguiera tapar, tal cosa, por sí sola, no alcan­ zaría a paliar «la falta de hazienda» que se experimentaba; no al menos «sin vibo dinero de España» 129130. Esa era justamente una de las cuestiones que había negociado con el monarca en el momento de su partida. Encontrándose aquellos vasallos sin «sangre en las venas», tal requisito llegaba incluso a resultar formalmente exigi­ ble 13°. Como el propio Consejo de Italia haría notar en más de una ocasión, la necesidad de «sobrellevar aquellos subditos», a los que se adeudaba más de 600.000 ducados, formaba parte de las obligacio­ nes del buen gobierno y, ya más interesadamente, era la única forma de que en adelante pudieran continuar sirviendo al monarca. Existía además un argumento último frente al cual ni aun la permanente falta de dinero podía aducirse, especialmente si lo que estaba en juego era la seguridad del estado y aun de la propia monarquía. Cuando tales consideraciones habían pesado decisivamente en el

126 AGS, E, lg. 1900, doc. 120, 11 de octubre de 1610. 127 Relativas a la moderación de la carga fiscal precisamente (AGS, SP, Ib. 1089, fol. 170 vto., 1 de diciembre de 1610). 128 AGS, E, lg. 1299, doc. 190, 12 de diciembre de 1610. 129 AGS, SP, Ib. 1089, fols. 171-174, 17 y 26 de diciembre de 1610). 130 «[...] todavía es grande el sentimiento y gasto passado, y necesario y justo ir sobrellevando estos vasallos con que se disminuyen las rentas y se multiplica la obli­ gación de socorrer V. M. al Condestable para lo presente y para lo de adelante» (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 176 vto.-177, 16 de enero de 1610).

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caso de Flandes, no cabía proceder con distinta lógica en Milán 131. Entre enero y agosto de 1611 el nuevo gobernador desplegó una actividad que, si por razones obvias no puede calificarse de frenética, resultó cuando menos intensa. Observando una línea de actuación respetuosa en todo con la jurisdicción de cada uno de los tribunales del estado 132, tal y como se había venido insistiendo desde el Con­ sejo de Italia, el condestable dirigió la mayor parte de su esfuerzo a aligerar el peso de la carga militar. Así, activó hasta donde le fue posible el licénciamiento de capitanes y oficiales, reformó y moderó efectivos y sueldos militares que Fuentes había establecido sin facul­ tad real y, todavía, «en beneficio de la Real Cámara», puso en mar­ cha una operación de «extinción y abajamiento» de una serie de rentas situadas sobre el censo de la sal y la tasa de caballos 133. El 4 de febrero el condestable remitió al consejo un informe en el que, tras cuantificar los daños causados por las últimas moviliza­ ciones 134, prácticamente le conminaba a que adoptase medidas. En su argumentación utilizaba tanto razones de estricta justicia —du­ rante los últimos años el montante del mensual se había utilizado para acudir a las movilizaciones extraordinarias ordenadas por el monarca—, cuanto de pura conveniencia: atrapados los contribuyen­ tes entre ese adelanto forzoso y los pagos —inaplazables— de las gravezas ordinarias, existía el riesgo de que el sistema pudiera llegar a colapsarse, a «pararse». Consecuentemente el monarca, además de poner en práctica una cierta política de gestos —remitiendo «cartas de alago y consuelo» a las ciudades—, debía también dejar constan­ cia de que no volverían a producirse exigencias de ese tipo. Y todavía más: el reconocimiento de la deuda debía acompañarse con alguna 131 Como escribía un confidente al condestable: «[...] no le digan a V.E. que no ay dinero porque sera decirnos que se deje perder esto y no se yo que importe menos el Estado de Milan que los de Flandes [...] advirtiendo que con poco se asegura esto y que lo de Flandes es enfermedad incurable, y mayormente que a aquellas provincias y a las de Alemania de ninguna parte se puede acudir con tanta seguridad como de aquí» (AGS, E, lg. 1299, doc. 203, 26 de diciembre de 1610). 132 «Que de negocios de govierno tiene poco de que dar quenta a V. M. por ser tan recien llegado, como porque dexando correr por los Tribunales los que se ofrecen y les toca conforme a las ordenes de V. M., tienen menos embarazo y cuydado los Governadores» (AGS, SP, Ib. 1289, fol. 177, 16 de enero de 1610). 133 AGS, SP, Ib. 1089, fols. 210-214, 20 de julio de 1611. 134 Que suponían una deuda de 650.000 ducados para con las tierras del estado; independientemente de ello, se adeudaban asimismo 90.000 ducados a los tercios de Nápoles y 45.000 a los de Sicilia (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 189-190 vto.).

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demostración —ya no testimonial— que acreditase su «cuydado de pagalla». El envío de una «buena suma» —200.000 ducados— podría operar milagros en este sentido. Movido por estas consideraciones, el consejo llegaría a presentar al monarca un plan para la liquidación de la deuda 135. La respuesta «de mano de Su Magd.» fue suficien­ temente explícita: «Por aqui no ay forma de azer ese socorro, escrivase alia que procuren buscar lo que mejor se pudiere». De inmediato, los acontecimientos vinieron a demostrar que los temores del condestable no eran infundados. En mayo daba cuenta de la dificultad con la que se iban cobrando las rentas de la cámara; la «suavidad y maña» con la que se intentaba proceder poco servían cuando se había empezado ya a «cobrar por execuciones». Una se­ gunda carta de 29 de julio informaba que en Cremona se habían negado a pagar el mensual, habiéndose registrado incidentes de cierta importancia 136. La situación, que no sin apuros había podido re­ conducirse, encerraba un peligro «lleno de consequendas»: tanto por lo que implicaba de pérdida del respeto «a los ministros de V. Magd.» cuanto, sobre todo, por la posibilidad de que el ejemplo pudiera llegar a extenderse. Reconociendo el fundamento que am­ paraba esos comportamientos 137, el consejo insistía en que se les debía de dar «satisfacción real en lo que han gastado», y que era importante «que se vea que no se les engaña con palabras». El envío de «caudal» resultaba imprescindible. En la imposibilidad de proce­ der en este sentido, pero haciéndose cargo de la gravedad de la si­ 135 Una parte, hasta 200.000 ducados, se cubriría renunciando el monarca a cobrar los atrasos que se le debían del mensual; otros 253.000 ducados se situarían sobre aquellas rentas que lo permitieran, que quedarían así consignadas para financiar esa cantidad durante un plazo de cuatro años; los 200.000 ducados restantes deberían ser enviados «de contado» por el monarca, como un «socorro» (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 190 vto.-192, 18 de abril de 1611). 136 Exactamente por las razones apuntadas por el condestable, tal y como comen­ taban los consejeros de Italia (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 218-228, y en concreto 225-226, de donde procede nuestra información). 137 «[■ ··] que no toca a aquellos subditos dar las pagas a los soldados sino a la Regia Camara [...] [y que el monarca debía de ordenar] que se recibiesen en quenta de las otras graveças que pagan el dinero que han gastado aquellos subditos en las pagas que han dado a los soldados en socorro de la Regia Camara [...] porque sino se hazian buenos los dchos. socorros y pagamentos anticipados seria introduzir una nueva carga y graveza sobre aquellos subditos [...] que como cosa que derechamente toca al Principe a ellos no les paso jamas por el pensamiento de recibir o consentir» (ibidem, fols. 223 vto.-224).

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tuación, el monarca autorizaría finalmente la venta de juros y el establecimiento de un arbitrio sobre el heno; los fondos que con ello pudieran conseguirse suplirían el envío que no podía hacerse desde la corte 138. En agosto, en el papel en el que daba cuenta al duque de Lerma de los puntos que debería seguir la reforma militar, el condestable solicitaba asimismo al valido que intercediese ante el monarca a fin de que «Su Magd. le haga merzed de darle licencia para venirse a servirle cerca de Su Real Persona» 139. En apoyo de su petición, el gobernador hacía valer lo «consolado» que se encontraba ya el es­ tado, «casi olvidado del trabajo que ha padecido», algo que los miem­ bros del Consejo de Estado no dejaban de reconocer. Aunque algo exagerado, el balance no era del todo inexacto 140. Precisamente por ello cabe sospechar que la licencia solicitada era una forma de hacer patente su desacuerdo en relación con la respuesta que la monarquía venía dando a sus peticiones 141. A comienzos de septiembre, sin contestación todavía a su solicitud de retiro, volvía a plantearlas. La necesidad de que el monarca enviase «dinero de contado» adquiría ahora dimensiones de una auténtica cuestión de principio. No sólo se trataba de la dudosa posibilidad de que los arbitrios propuestos, «aviendo de salir de la costilla del mismo Estado», pudieran com­ pensar adecuadamente el anticipo realizado. Estaba sobre todo el reconocimiento mismo de lo «mucho de justicia y equidad» que había en las peticiones de aquellos «buenos vasallos» y, consecuen­ temente, en la obligación inexcusable que alcanzaba al propio mo­ narca de «irlos sobrellevando» 142. El accidente sufrido por el condestable el 6 de noviembre 143 138 Ibidem, fols. 225 vto.-227 para mayores detalles. 139 AGS, E, lg. 1900, does. 183 y 247. 140 Ver por ejemplo AGS, SP, Ib. 1092, fol. 44, donde se afirma que consiguió ahorros por 200.000 ducados al año (7 de octubre de 1626). 141 Como lo prueba el hecho de que en ese mismo documento insistiese en el envío de 257.000 ducados, a lo que el monarca tampoco accedió. 142 Los consejeros, que obviamente suscribían ese punto de vista, plantearon al monarca la necesidad de no desatender la petición del condestable, sugiriendo incluso que había que hacerlo «antes que la demasiada carga cause algún daño irreparable» (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 236-238, 20 de septiembre de 1611, «Consulta avisando a S. Magd. de lo que el Condestable escribe cerca de las necesidades de la Camara y Estado»). 143 Que al parecer le dejó «muy ofendida y gastada la parte del cerebro que responde a la memoria y a la imaginativa»; en el mismo sentido: «despues del acídente

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impidió por el momento que las diferencias entre el monarca y su representante en Milán pudieran adquirir mayores proporciones. Pero ello no alivió —antes al contrario— la situación interna del estado. La incapacidad del gobernador —cuya anterior petición de licencia no había obtenido todavía respuesta del monarca— sacó a la luz toda una serie de tensiones internas que, hasta el momento, habían podido ser controladas. Así, los sectores afectados por la reforma militar aprovecharon la ocasión para poner de manifiesto la particular —y según ellos perjudicial— forma con la que el condes­ table la había venido poniendo en práctica. Tanto el veedor general como el contador principal del ejército informaron regularmente a los miembros del Consejo de Estado acerca de la crítica situación que se vivía en el estado, denunciando la «confusión» que se había establecido en el gobierno y apuntando la posibilidad de que esta­ llase algún motín entre la tropa 144. Especial importancia se concedía al hecho de que los secretarios del gobernador, contando con su autorización, hubiesen fabricado una estampilla con su firma 145, algo que tampoco la propia magistratura milanesa estaba dispuesta a acep­ tar. El asunto acabó siendo tratado en los consejos de Estado e Italia donde, aparte de concretar algunas soluciones de urgencia 146, se instó sobre todo al monarca para que enviase a la mayor brevedad nuevo gobernador. Tal se hizo: el 10 de mayo de 1612 el condestable abandonaba Milán. Poco tiempo después llegaba el nuevo goberna­ dor, don Juan Hurtado de Mendoza, marqués de San Germán y de [...] nunca a tenido dispusicion para el govierno, ni la memoria le a servido, faltándole totalmente el nombre de las cosas» (AGS, E, lg. 1302, doc. 19, 12 de febrero de 1612, y doc. 29, 6 de marzo; las alusiones son constantes en la documentación). 144 Referencias en AGS, E, lg. 1302, doc. 234, 31 de enero de 1612, y en general en todo el legajo; en esas denuncias volvió a aparecer el conde de Gelves, reiterando —sin éxito— algunas de sus peticiones. 145 La cuestión, que no estuvo exenta por lo demás de los oportunos controles y requisitos formales para su utilización, en AGS, E, lg. 1302, doc. 7, 8 de enero de 1612. 146 Entre ellas la creación de una junta que impidiera el manejo de la situación por los secretarios, y que especialmente habría de vigilar «que no pase negocio nin­ guno contra las constituciones del Estado, ordenes de Bormez y otras reales antiguas y modernas, y que remita los negocios al Consejo Secreto, Tribunales y otros minis­ tros a quien pertenecieren conforme a las Leyes y constittuciones del dicho Estado» (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 259-264, esp. 262 vto.; la junta, al parecer, no llegó a constituirse ante la rápida llegada del sucesor; la consulta de Estado en AGS, E, lg. 1901, doc. 144, 18 de febrero de 1612).

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la Hinojosa, primo del duque de Lerma y del arzobispo de Toledo 147. «Italia es el centro de Europa» En una consulta en la que rápidamente se pasaba revista a la reciente gobernación del condestable, los consejeros de Italia se des­ hacían en elogios sobre los resultados de su labor. Aducían para ello que a pesar de la enfermedad que le había afectado durante los úl­ timos meses —y de la que parecía recuperarse—, el gobernador ha­ bía conseguido dejar allí depositado «gran golpe de dinero», algo que bien podía considerarse como «felicidad que jamas la ha alcançado aquel Estado» 148. Tal optimismo, probablemente influido por las expectativas de paz que parecían abrirse, era excesivo a todas luces. La supuesta felicidad más parecía responder a un puro voluntarismo que a la realidad. Se basaba, por una parte, en los efectos de algunas economías un tanto forzadas conseguidas a raíz de la reformación de la gente de guerra y, asimismo, en la no consideración a efectos contables de una serie de pagos que no por ello dejaban de existir ni de obligar 149. En todo caso, no era ese un estado de ánimo exclusivo de los consejeros de Italia. También los de Estado parecían compartilo, tal y como se desprende de su actitud ante las peticiones expuestas por el vizconde de Scaramuza, representante en la corte de los negocios de Milán. En sendos memoriales, Scaramuza pedía solución para aquellas dos cuestiones que, si bien ya debatidas con anterioridad, no habían sido todavía efectivamente resueltas: la forma en que la monarquía debía pagar los socorros que adeudaba desde 1610, y la debida sustentación a la tropa que cubría la defensa ordinaria del

147 Y primo asimismo del propio condestable, a quien había servido durante su primer gobierno en Milán (referencias en B ombín , Cuestión Monferrato, págs. 23-24, 167 y 173). 148 En concreto 380.000 ducados, según relación firmada por el tesorero general (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 273-276, 18 de junio de 1612). 149 Según se deduce de los propios comentarios que en este sentido hacía Hiñojosa al consejo (AGS, SP, Ib. 1089, fols. 282-285, 14 de septiembre de 1612), inclu­ yendo una manipulación —acortando las fechas— del balance; quejas militares en AGS, E, lg. 1302, does. 105 y 120.

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estado 150. De modo prácticamente unánime 151 los consejeros se pro­ nunciaron reconociendo la obligación que existía de atender ambas peticiones, recomendando al monarca que se hiciese cargo de ellas 152. Obviamente, tales indicaciones sólo podían ponerse en práctica siempre y cuando la hacienda cameral estuviese en condiciones de afrontar esas exigencias, algo que por lo que sabemos no parecía que fuera a alcanzarse de un día para otro. De hecho el nuevo goberna­ dor, al poco de su incorporación, ya había informado sobre «las necesidades tan extremas» en las que se encontraba esa hacienda. Tras una reunión con ministros y personas «de las mas platicas» del estado, Hinojosa había propuesto al consejo la adopción de una serie de medidas que permitiesen «socorrer la penuria de aquella Cama­ ra» 153. En octubre de 1613 informaba de la puesta en marcha —no sin dificultades— de los nuevos arbitrios, culpando a «los rumores de guerra» y subsiguientes negociaciones de la tardanza en la ejecu­ ción del plan 154. Consciente de que con una guerra de por medio la posibilidad de mejorar la hacienda se desvanecía por completo, Hinojosa intentaba minimizar la entidad del conflicto que acababa de iniciarse 155, pero también había mucho de voluntarismo en esa 150 AGS, E, lg. 1901, doc. 152, 3 de agosto de 1612; el vizconde hacía especial hincapié en el compromiso de devolución de la deuda contraído por el monarca, que suponía asimismo la completa imposibilidad de exigir —como se intentaba hacer— ninguno de los arbitrios (caso del heno) sugeridos por el condestable. 151 Con alguna diferencia a propósito del alcance y del momento en que debía llevarse a cabo la reformación de la gente de guerra. 152 Felipe III no desatendió esas recomendaciones: incluso llegó a consignarlas por escrito en una cédula expresamente dirigida a Hinojosa, justificándolas él mismo en «consideración al tiempo sosegado que corre» (la cédula a la que inmediatamente se alude en el texto en AGS), ídem. 153 Siempre con la mira puesta en «escusar en quanto huviese lugar el acudir a V. M. para los socorros de España». Con las medidas propuestas (basadas en un aumento en el precio de la estara de sal, en el dado de la mercancía y, asimismo, en la reducción del interés de juros y censos) se esperaba recaudar hasta 200.000 ducados al año, una cantidad que permitiría cubrir los gastos de la gente de guerra y, al mismo tiempo, mantener las obligaciones que se habían establecido sobre las rentas ordina­ rias. Los miembros del consejo insistían en que ello debía considerarse como una medida temporal hasta que se consiguiese ajustar el vilanço, un objetivo que com­ prometía al propio gobernador a realizar una política de economías (el plan, que fue aprobado sin apenas modificación, en AGS, SP, Ib. 1089, fols. 299-305, 16 de enero de 1613). 154 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 53-54. 155 Una actitud en la que, probablemente, influía asimismo la relación de amistad que existía entre el gobernador y el duque de Saboya (C. SECO, «Los antecedentes

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consideración. Sobre todo si tenemos en cuenta que ya desde la ocupación del marquesado realizada por Carlos Manuel en abril de 1613, la cuestión de Monferrato había empezado a dejar notar sus efectos sobre la hacienda del estado. En mayo, ante la imposibilidad de enviar dinero de inmediato, el consejo había tenido que autorizar a Hinojosa a que vendiese rentas de la Cámara 156, una solución cuya inconsecuencia sería denunciada por el propio Hinojosa y, más decididamente, por el magistrado ordinario 157. Tales advertencias no surtieron ningún efecto. A mediados de 1614 el consejo ponía de manifiesto la «falta del vilanço» que, de nuevo, afectaba a la tesorería general» 158, situación que un año después no había mejorado: por entonces el principal que gravitaba sobre las rentas de la Cámara ascendía ya a más de 900.000 escudos 159. El magistrado, recordato­ rio constitucional de por medio, insistía: las precisas necesidades de­ bían cubrirse «por otra via que con vender las rentas Reales», de otra forma «faltara la sustancia y la posibilidad de sustento del estado». No obstante, para esas fechas la guerra era ya un hecho irrever­ sible cuyas exigencias, a pesar de las peticiones de dinero efectivo que se hacían desde Milán, la monarquía no estaba en condiciones de atender. La falta de asistencia financiera fue acompañada en este de la conjuración de Venecia de 1613». Boletín Real Academia de la Historia, 136, 1955, págs. 37-71, esp. 62. BOMBIN, Cuestión Monferrato, pág. 24, aludiendo a la influencia que ejercía el duque sobre el gobernador; de este trabajo procede la infor­ m ación que m anejam os sobre el conflicto).

156 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 23-24, 18 de mayo de 1613; el consejo encarecía al gobernador que antes de utilizarlo apurase todos los recursos disponibles. 157 Hinojosa ponía de manifiesto la imposibilidad de conseguir ningún ajusta­ miento con las rentas «si mientras se encamina por una parte se venden y consumen por otra»; el magistrado, a su vez, retomaba el discurso de la inconstitucionalidad enfatizando la necesidad del estado (AGS, SP, Ib. 1090, fols. 41-43, 28 de septiembre y 2 de octubre de 1613). 158 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 71 vto.-72, 10 de septiembre de 1614; entre 1613 y 1614, el desajuste del vilanço casi se multiplicó por cuatro, ascendiendo a 442.850 escudos. 159 Exactamente a 914.545 escudos (téngase en cuenta que el total de los ingresos camerales oscilaba en torno a 1.200.000 escudos). A fines de 1614 las rentas vendidas acumuladas (desde la época de Fuentes) ascendían a 600.000 escudos; las que se ven­ dieron con posterioridad —y a fin de que resultasen atractivas— incluyeron «pactos extraordinarios» que, al decir del magistrado, «no se devian admitir sino en casso de extrema necessidad» (AGS, SP, Ib. 1090, fols. 112-113 y 123-124, 6 de julio y 31 de agosto de 1615).

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caso por una total falta de criterios a la hora de dirigir el conflicto, dentro de una línea de actuación que finalmente llevaría al goberna­ dor a firmar el tratado de As ti en junio de 1615. Tradicionalmente considerado como un importante jalón dentro del proceso de la decadenáa española, el tratado marcó en efecto un punto de inflexión. Reciente aún el acuerdo con los rebeldes holandeses, As ti fue visto como un paso más dentro de lo que empezaba a figurarse como un incontenible proceso de desreputaáón y desautoridad 160. Asti, como es sabido, permitiría a Carlos Manuel de Saboya reivindicar el papel de libertador de Italia, en abierto desafío a la dominación que la monarquía católica venía ejerciendo desde Cateau-Cambresis 161. Pero, independientemente de su efecto sobre la reputación de la mo­ narquía, el tratado repercutió asimismo sobre la lucha faccional que se venía librando en su seno, afectando a la ya de por sí delicada posición del favorito. Por de pronto éste se vio obligado a aceptar la sustitución de su hombre en Milán por un nuevo gobernador, don Pedro Alvarez de Toledo y Ossorio, marqués de Villafranca y so­ brino a su vez del gran duque de Alba 162. Para Lerma el momento no podía resultar más inoportuno: en enero había conseguido la designación de su yerno —el conde de Lemos— como presidente del Consejo de Italia, en una maniobra claramente dirigida a forta­ lecer su propia posición 163. Lógicamente, tanto la destitución de Hinojosa como la apertura de una posterior investigación para de160 Ver el significativo comentario de Paulo V a propósito de la tregua con los holandeses que recoge PÉREZ BUSTAMANTE {La España, pág. 271). 161 Y generando una tradición historiográfica que sería luego reactivada en el Risorgimento. Ver las indicaciones que porporciona C. SECO, «Asti: un jalón en la decadencia española», Arbor, 107 (154), págs. 277-291; mi información procede de BOMBIN, Cuestión Monferrato, págs. 139-170. Sobre la utilización del acontecimiento por parte de Carlos Manuel, así como de la polémica generada a raíz de la interven­ ción de Tassoni, ver últimamente P . M e r l i n , Tra guerre e tornei. La corte sabauda nelVetá di Carlo Emmanuele I (Turin, Soc. Ed. Internazionale, 1991), págs. 184-204. 162 V e r al r e sp e c to lo s d a to s q u e p r o p o rc io n a BOMBIN, Cuestión Monferrato, p á g s. 170 y 262. 163 El fortalecimiento en cierto sentido era recíproco: a pesar de su prestigio, Lemos finalmente había perdido el control sobre el proceso reformador por él mismo iniciado en Nápoles (sobre las razones del fracaso napolitano ver COMPARATO, Uffici, págs. 279-288; MuTO, Finanze pubbliche, págs. 102-103); su puesto en la corte suponía una nueva oportunidad, que Lerma trató de apurar proponiéndole como consejero de estado (A. FEROS, Gobierno, págs. 113-115). La pérdida del favor real comenzó a percibirse sobre todo a partir de 1615, coincidiendo con el ascenso del confesor real Aliaga, una pieza clave en la constitución de la facción opuesta a Lerma

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purar responsabilidades, suponían un duro golpe para los planes del valido 164. Superior incluso a lo que a primera vista pudiera parecer: no era sólo la destitución de una hechura del favorito lo que estaba en peligro, sino la pérdida de la propia posición hegemónica que hasta entonces había venido disfrutando su facción. El reajuste que inmediatamente tuvo lugar indica que Lerma comenzaba a perder la partida165. El tratado de Asti, según se ha dicho, puso crudamente al des­ cubierto «el estado de las cosas de Italia». Sobre ellas se debatió intensamente a lo largo de 1616 en el seno del Consejo de Esta­ do 166, a cuyos componentes preocupaba especialmente la actitud del duque de Saboya 167. Como el propio Lerma hacía notar —consul­ tas de agosto y diciembre—, resultaba increíble que «un Potentado aya sido causa de tanto daño». Su pretensión de «ygualdad con V. Magd.» empezaba a tener efectos sobre el proceder de otros po­ tentados vecinos e, incluso, existía el riesgo de que trascendiese a «toda Italia» 168. El panorama, considerados «los pocos amigos» con los que podía contar la monarquía, resultaba inquietante para los consejeros. Tanto como para que considerasen seriamente la posibilidad de que el monarca llegara a «pasar a Italia» 169, una (FEROS, ibid., y también J. NAVARRO L a t o r r e , Aproximación a fray Luis de Aliaga, Zaragoza, Dpto. de Historia Moderna, 1981, págs. 42-45 y 47-49). 164 La vinculación de Hinojosa con la corrupción lermista fue inmediata (ver los testimonios que recoge BOMBIN, Cuestión Monferrato, págs. 162-163). 165 Tal y como tradicionalmente ha venido reconociendo la historiografía a raíz de la designación de Osuna (Nápoles) y Villafranca, ambos viniendo a significar un importante apoyo a la línea en la que venía insistiendo dede Venecia el embajador marqués de Bedmar; no obstante, conviene no olvidar que Francisco Ruiz de Castro —otro miembro de la familia Lemos— fue designado virrey de Sicilia tras dejar la embajada de Roma (ver por todos a BUSTAMANTE, La España, págs. 301 y 334; la información sobre el conde de Castro en F eros, Gobierno, pág. 75). 166 Se trata —entre otras— de las consultas de 14 de enero, 11 de agosto y 14 de diciembre de 1616 (AGS, E, lg. 1912, does. 134, 89 y 118, respectivamente, de donde proceden las referencias de todo el párrafo). 167 Reticente a la observación del acuerdo en todos sus términos, y especialmente en el punto relativo al desarme; ver BOMBIN, Cuestión Monferrato, págs. 177-182 y 188-192. 168 Según informaba el veedor general, la gente del exercito «dizen con lagrimas lo que toda Italia manifiesta con alegría, y todos los de ella están tan llenos de esperanças que en el modo de hablar tan diferente de lo que solian se hecha de ver lo que maquinan entre si» (consulta de enero, cit, resumen de una carta del veedor). 169 Para restaurar el prestigio de la monarquía {consulta de agosto, id.; la cuestión se venía considerando desde 1615, BOMBIN, Cuestión Monferrato, págs. 122 y 212).

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propuesta que no dejaba de tener su fundamento : en última instancia era el propio equilibrio del sistema sobre el que se asentaba la mo­ narquía católica lo que la actitud del duque de Saboya ponía en cuestión. La diferencia, entonces, ya no venía a serlo tanto con el duque en concreto, «sino con todos los que le toman por el instru­ mento para lo que haze». Consecuentemente, el daño que de ello podía resultar era enorme, tanto en Italia como fuera de ella. Los frutos que cabía esperar de la tregua de 1609 podían reducirse a nada si Saboya tomaba el relevo como nuevo escenario de conflicto, una eventualidad nada remota por otra parte. De hecho la situación de Saboya, tal y como el propio confesor del monarca ponía de mani­ fiesto, se aproximaba cada vez más a la de los Países Bajos en el momento de la revuelta 170. Que a la vista de esas consideraciones Villafranca reanudase las hostilidades contra el duque en septiembre de 1616, resulta entonces perfectamente lógico. En cierto sentido la cuestión de Monferrato reintroducía a Italia en la gran historia, justamente cuando esta última parecía alejarse del mundo mediterráneo 171. Así parecía entenderlo Aliaga cuando, exponiendo al monarca las razones de fondo del conflicto, no du­ daba en recurrir a aquella máxima imperial con la que tradicional­ mente se habían venido explicando los avatares políticos de la pe­ nínsula: «Que Italia es el centro de Europa y a donde en todas ocasiones de guerra ha acudido gente de toda ella que ha dificultado el assiento de las cosas». Lombardia, ciertamente, no ocupaba una posición periférica dentro de esa representación espacial. No obstan­ te, y según venimos constantando, una cosa era la importancia que 170 «[...] el exemplo de Flandes obliga a tener cuydado, que nadie pensara que unos mercaderes habían de ser poderosos para començàr y sustentar la guerra como se ha visto, ni lo fueran si no les huviera asistido al principio Francia, y los demas que los favorecieron, y estos mismos principios parece que lleva la obstinación del duque de Saboya, y assi es menester hacer la guerra poderosamente» {consulta de agosto, id., [subrayado nuestro]; apurando las implicaciones del ejemplo, el propio Aliaga enfatizaba a renglón seguido cuánto importaba a la monarquía conseguir «que en Italia no entren herejes», ya que de esta forma «se conserva la fee en Italia y se assegurara mas en España»). La comparación no carecía de fundamento en esos mo­ mentos (V. CONTI, «II modello politico olandese in Italia durante la prima meta del Seicento», Modelli nella storia del pensiero politico, Florencia, Olschki, 1987, I, págs. 145-163). 171 La sugerencia, como es sabido, se encuentra en BRAUDEL {La Méditerranée et le monde méditerranéen a Vépoque de Philippe II, Paris, A. Colin, 1966, II. págs. 469 y sigs.).

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desde una perspectiva general se estuviera dispuesto a reconocer al estado de Milán y, otra bien distinta, el énvío en momento posterior de las correspondientes asistencias. La gobernación de Villafranca tampoco se vio libre de esa contradicción. Ya a primeros de diciembre de 1615 —había llegado a Italia el 19 de noviembre— informaba al consejo de la difícil situación financiera en la que se encontraba 172, situación que se agravaba aún más ante la resistencia que encontraba para poner en práctica unas medidas que —después de todo— ha­ bían sido autorizadas por la propia corte 173. Al igual que Fuentes y otros gobernadores que le habían prece­ dido, Villafranca se apoyó decididamente sobre la organización mi­ litar a su disposición, intentando gobernar el estado de acuerdo con esa lógica. Tal elección —como cabía esperar— levantó la inmediata oposición de la magistratura milanesa, nada conforme con el carácter expeditivo de ese proceder 174 ni con las situaciones de favoritismo que al amparo de esa jurisdicción militar se permitían 175. Si a pesar de ello Villafranca se mantuvo en esa línea fue porque se sabía res­ paldado. No olvidemos que en el reajuste que acababa de producir­ se, Uceda había conseguido del monarca una cédula que ponía en sus manos el despacho de las materias graves y arduas concernientes a los territorios de Italia 176. Todo parece indicar que, con esta me­ dida, el hijo de Lerma pretendía contrarrestar la posición que aca­ baba de conseguir Lemos al frente del Consejo de Italia, asegurán­ dose así desde la corte —y a expensas de la facción derrotada— un control directo sobre Sicilia, Nápoles y Milán. Antes incluso de la consecución de esa cédula los consejeros de Italia ya habían podido notar un cierto cambio en el proceder del monarca, perceptible en 172 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 161-162, relativos a la insuficiencia, como «remedio», de los 300.000 ducados que llevaba, cuyas letras, de otra parte, se habían protestado. El panorama, en todos los sentidos, era desolador (AGS, SP, Ib. 1090, fols. 185-187). 173 Ver, por ejemplo, AGS, SP, Ib. 1090, fols. 172-174, «Consulta sobre el poder que pide Don Pedro de Toledo para empeñar las rentas del estado de Milan», 27 de abril de 1616. 174 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 208-209, «Consulta sobre lo que el Magistrado ordi­ nario de Milan ha escripto a Su Magd. para pasar el dinero de la Thesoreria general de la caxa del estado a la del exercito», 19 de octubre de 1616. 175 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 209-211, «Consulta representando a Su Magd. lo que el Magd.0 ordinario advierte ha passado con Don Sancho de Luna, castellano de Milan, sobre la molienda de aquel Castillo». 176 La cédula es del 27 de agosto de 1617; la resume y comenta FEROS, Gobierno, págs. 114 y 128.

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la jurisdicción que ahora parecía reconocerse al Consejo de Estado en relación con una serie de materias (justicia, hacienda, mercedes) de las que tradicionalmente eran ellos quienes se habían venido ocu­ pando 177. Hasta tal extremo llegaron las cosas que, en agosto de 1616, y con motivo de algunas resoluciones que afirmaban la jurisdicción militar del gobernador, los consejeros consideraron de todo punto necesario rogar al monarca que no alterase «la policía y forma de governar la Italia» tal y como había sido introduzida por Carlos V y assentada luego por su hijo 178. El Consejo de Italia, recordaban los letrados, había sido introducido para escuchar «las quexas de los súbditos» y vigilar «lo que hazen los virreyes», realizando una su­ perintendencia que las últimas disposiciones amenazaban seriamente. Las repercusiones que de ello podían seguirse eran de importancia. Independientemente de que «la mucha autoridad de los Governadores de las armas destruía las Provincias», las últimas resoluciones hacían peligrar los supuestos de representatividad sobre los que se sustentaba el propio orden político-territorial. Después de todo, la falta de reconocimiento de que era objeto el consejo constituía al mismo tiempo una cierta devaluación de aquella corporación colegial en la que se hacían presentes buena parte de los sujetos territoriales que componían la monarquía. Y hacia los que el monarca no dejaba de estar constitucionalmente obligado 179180. Unas consideraciones que sin embargo no parece que influyeran en el ánimo del monarca, a que dejó bien en claro quién contaba ahora con el favor real 18°.

177 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 211-213, «Consulta representando el consejo a Su Magd. tres puntos en materia de Justicia y Hazienda conveniente a su Real Servicio en el estado de Milan en conformidad de las ordenes antiguas», 14 de octubre de 1616. 178 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 196-202, consulta del 22 de agosto de 1616. 179 Ibidem, fol. 197: «[...] y como aquellos reynos no pueden gozar de la felice presencia de V. Magd. y se han de governar por personas que no conocen y presidiar con milicia española, se compuso este Consejo de tres italianos, uno por cada Reyno y Estado, y de otros tantos españoles muchos años alla, y les obliga V. Magd. con juramento a defender los fueros de cada Provincia a fin de que sepan los italianos que V. Mag. resuelve las cosas de Italia siendo primero bien informado de naturales y personas platicas della, a los quales corre obligación de ampararla y defenderla». 180 «Cúmplase lo que tengo mandado». En el mismo sentido se pronunciaría en relación con otra decisión de Villafranca a propósito de la problemática cuestión del gobierno del estado en ausencia del gobernador (AGS, SP, Ib. 1090, fols. 203-205, 3 de obtubre de 1616. La discusión en el Consejo de Estado en AGS, E, lg. 1912, doc.

De «llave de Italia» a «corazón de la monarquía»

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Sabedor de este respaldo, Villafranca podía entonces no inquie­ tarse demasiado ante la oposición que tanto el Consejo de Italia como la magistratura milanesa pudieran manifestar. Pero la conti­ nuidad de ese apoyo no dejaba de depender en cualquier caso de su capacidad para resolver militarmente —y con medios escasos— la situación que Hinojosa le había dejado. Consecuentemente, la recu­ peración de posiciones llevada a cabo por el duque de Saboya en los primeros meses de 1617 —que hizo que de nuevo volviera a consi­ derarse en la corte la posibilidad de una paz a cualquier precio 181— tuvo inmediata repercusión. El 5 de febrero de 1617 el gran canciller, Diego de Salazar, al tiempo que informaba de la muerte del caste­ llano de Milán a raíz de la ocupación de Cravacore, aprovechaba la ocasión para hacer patente a Lerma lo «espantada» que se encontra­ ba la ciudad de Milán y la «confusión babilónica» que reinaba en el ejército, solicitando el envío de un «personaje» capaz de reconducir la situación 182. Doce días después, visto que los «malos sucesos» —saqueo de San Damiano— continuaban, Salazar se reiteraba en su denuncia contra Villafranca, advirtiendo de la gravedad de una si­ tuación en la que «no ay govierno de guerra ni de paz» 183. Esta vez el escrito de Salazar iba acompañado de otro suscrito por los miem­ bros del Consejo Secreto en el que, cumpliendo con lo que enten­ dían era su obligación, daban cuenta del «discontento universale» que imperaba en aquellos súbditos, atemorizados por el curso de la guerra y expoliados al mismo tiempo por insufribles exigencias fis­ cales 184. En marzo el Consejo de Italia ratificaba: «el daño de estas cosas [...] nace de la cabeça»; al parecer, Dios no había comunicado 109, 26 de octubre de 1616; la resolución final en SP, Ib. 1090, fol. 214, 28 de noviembre de 1616). 181 Una cumplida información de este momento en BOMBIN, Cuestión Monferra­ to, págs. 207-213. 182 AGS, E, lg. 1916, doc. 155; el propio canciller, comentando su sugerencia en nota de su puño y letra, indicaba a Lerma que «esta [carta] mia quando le parezca ser de sustancia, la vea solamente Su Magd.». 183 AGS, E, lg. 1916, doc. 156. 184 AGS, E, lg. 1916, doc. 178, 17 de febrero de 1617. Sobre la presión fiscal en este momento, AGS, SP, Ib. 1090, fols. 218-219, «Consulta acompañando dos cartas originales y otras quatro del Consejo Secreto que han escrito a Su Magd. significando el trabajoso estado en que se halla por las nuevas imposiciones que le piden para sustentar el exercito que se ha recogido a el, y la cavalleria que esta en Piamonte y Montferrato y para pagar los daños de los alojamientos»; en el mismo sentido, fols. 219-228.

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Imperio y monarquía

a Villafranca «el don de saber Governar Estados ni mandar exerci­ tos» 185. Con la misma falta de ambigüedad —y aprovechando una mejora de la situación militar— replicaba Villafranca a las denuncias que acababan de remitirse a la corte 186. Derechamente, el gobernador daba cuenta al monarca de las «pasiones particulares» que habían movido esos escritos, tras los que se intuía la presencia del enfren­ tamiento faccional187. Como el propio Villafranca hacía notar, una parte de sus firmantes (el presidente del magistrado ordinario, el del Senado) eran hechuras del marqués de la Hinojosa. En cierto sentido el atrevimiento del que hacían gala, venía a decir Villafranca, era responsabilidad de la propia monarquía: tenía que ver por una parte con el hecho de que no se hubiera procedido con el debido rigor contra el anterior gobernador y, por otra, con la tolerancia que se estaba teniendo ante lo que contemporáneamente sucedía en Nápoles 188. Con nombres y apellidos Villafranca daba cuenta de quiénes constituían ese grupo de detractores, así como de las razones 189 que les habían movido. Lo que de continuar esos desacatos podía resultar era evidente: tales acontecimientos, advertía el gobernador, sólo podían ser «principios de otros mayores peligros» 190. Desde el campo de Occimiano, el marqués de Montenegro —a quien Villafranca nombraría posteriormente maestre de campo— hacía patente al Consejo de Estado esos mismos temores 191. Villafranca entretanto no había permanecido inactivo. Aprove185 Ni, al parecer, le había dado «condición para grangear los coraçones de los subditos, cosa que tanto importa para obtener felices subcesos en la paz»; el mo­ narca respondía esta vez: «Quedo enterado de esto y voy mirando en lo que con­ vendrá hazer, y el Consejo continue en avisarme de lo que entendiere y se le ofreciere». 186 «No ay república mas conforme que la de los ladrones, y entre jitanos jamas se han visto diferencias, ni mayor obediencia que entre amotinados» (AGS, E, lg. 1914, doc. 90, 15 de abril de 1617). 187 Conexiones con la corte incluidas, según se desprende de las alusiones —en la correspondencia— a los de aca y los de alia. 188 Refiriéndose a la oposición que empezaba a encontrar Osuna en el virreinato, y que había originado el envío a la corte de un delegado para informar del descon­ tento (C omparato, Uff id, pág. 294). 189 N o muy honorables según el gobernador («El Gran Canciller [...] sintió que yo le quitase a un nieteçuelo treinta y cinco escudos que tenia de ventaja»). 190 Pudiendo también suceder que con el ejemplo de Ñapóles, «los de aquí hagan cabeza, que haver dos en un cuerpo es monstruosidad». 191 AGS, E, lg. 1916, doc. 11, 19 de abril de 1617, apoyando naturalmente la labor de Villafranca.

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chando que el gran canciller había solicitado la jubilación al monar­ ca, decidió adelantársela motu proprio y nombrar interinamente en su lugar al presidente del magistrado extraordinario. La medida, como era de prever, provocó una nueva y airada reacción en los círculos de la magistratura milanesa 192. La actitud del Consejo de Italia tam­ poco le fue a la zaga. En consultas de 15 y 19 de mayo de ese mismo mes 193, los consejeros solicitaron del monarca la inmediata restitu­ ción del canciller en el ejercicio de su cargo, señalando la «extraor­ dinaria novedad» que suponía esa resolución, «una cosa tan nueva en aquel Estado que no hay exemplo no solo de haverlo hecho, pero de imaginarlo». Con su actuación, afirmaban los consejeros, el go­ bernador había usurpado atribuciones que sólo al monarca toca­ ban 194, abriendo así la puerta «para desconcertar allí y en los demas Reynos de V. Magd. la pulicia del govierno y inntroduzir el menos­ precio y desobediencia de las Reales ordenes». Incluso el propio papel constitucional del gran canciller dentro del govierno politico, con su capacidad «para oponerse al Governador en todo lo que viere que excede de las [órdenes] de V. Magd.» 195, quedaba así seriamente comprometido. El hecho de que Villafranca —a pesar de sus afir­ maciones en sentido contrario— hubiese realizado esa demostración movido por «disgusto particular suyo», hacía aún más censurable su actuación. A la vista estaba que la oposición era general196; quienes eran tildados por Villafranca de haber urdido una conjura, habían actuado en realidad por puro celo del real servicio 197.

192 A quien con toda probabilidad hay que imputar la, autoría de una carta sin firma procedente de Milán, y de la que se responsabilizaban unos autodenominados Criados de V. Magd. En ella se denunciaba al gobernador como «caballero de poca sustancia y de poca fe», más interesado en la persecución de los afectos a Hinojosa que en atender debidamente la gobernación del estado (AGS, E, lg. 1912, doc. 84, 7 de mayo de 1617); además de causar «la ruyna del estado», su continuidad en el cargo comprometía la propia reputación del monarca. 193 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 238-247, de donde proceden las citas que siguen. 194 «[···] y que de ninguna manera ni aun en caso de vacante por muerte o por otra causa puede el Governador por las ordenes de V. Magd. y por la Instrucción que tiene meter mano en este oficio que depende totalmente de la sola autoridad de V. Magd.» 195 «En tanto modo que no son legitimas las ordenes del Governador en materia de hazienda y govierno sino están firmadas del Gran Canciller.» 196 «[■ ■ ·] que no solo tiene discordia con los ministros militares, sino que abier­ tamente se declara por enemigo con los de Justicia, govierno y hazienda.» 197 Argumento que el consejo reiterará posteriormente a propósito del descuydo

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Para el consejo, consecuentemente, la restitución del canciller de­ puesto, aunque fuese por «un día», constituía una auténtica cuestión de principio. La dimisión con la que amenazaba el gobernador si se procedía en ese sentido resultaba sencillamente intolerable; sólo por pura prudencia la restitución podría posponerse, todo lo más, hasta la conclusión de la campaña contra Saboya 198. A la vista de la si­ tuación el monarca, antes de tomar una decisión, requirió de Villafranca nuevas explicaciones que, una vez remitidas, las envió al con­ sejo solicitándole que se pronunciase sobre la manera en que se po­ dría acomodar aquello «con mucha suavidad y con reputación de todos». Aun teniendo en cuenta esta indicación, no puede decirse que la respuesta del consejo se caracterizase por su politesse. Siste­ máticamente la consulta desmontó una a una las justificaciones adu­ cidas por Villafranca 199, dando cuenta al mismo tiempo al monarca de las razones por las que él mismo debía ser el primer interesado en la reposición del gran canciller. Se trataba en definitiva de que «toda Italia» entendiese «que V. Magd, quiere con resolución y efec­ to que las regalías y preeminencias reservadas a su soberanía queden intactas y que ninguno se atreva a poner mano en ellas, de la qual resolución depende el principal fundamento de la seguridad y con­ servación de su Imperio». Un «remedio mas suave» no parecía po­ sible a los miembros del consejo, especialmente cuando les constaba que Italia estaba «toda ella escandallada de novedad semejante» y «a la mira de la resolución que V. Magd. tomara para hazer de ello mil consequendas». El relevo efectivo de Villafranca tardaría menos de un año en producirse. Sin duda la oposición levantada dentro del estado contra su estilo de gobierno había sido determinante a la hora de adoptar esa decisión. Pero también habían intervenido otros factores, tal que el propio acuerdo alcanzado con Saboya el 9 de octubre de 1617. El llamado convenio de Pavía constituía en este sentido la última pieza que imputaba Villafranca al magistrado ordinario (uno de los firmantes de los escritos contra él dirigidos) en el manejo de los fondos (AGS, SP, Ib. 1090, fols. 260-263, 31 de julio de 1617). 198 AGS, SP, Ib. 1090, fols. 253-255, 7 de junio de 1617. 199 Fundadas en motivos de edad, salud, de jubilación formalmente concedida, de alguna situación anterior relativamente similar, y aun por el mismo servicio que venía prestando al monarca en tiempos tan difíciles; no es posible entrar aquí en detalles. La consulta en concreto, en AGS, SP, Ib. 1090, fols. 277-281, 25 de septiembre de 1617. De ella proceden todas las referencias del texto.

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de un amplio plan de pacificación, cuyas líneas habían sido estable­ cidas en los acuerdos de París y Madrid suscritos un mes antes 200. Un plan que, por otra parte, contó desde el primer momento con la oposición del triunvirato italiano. Reiteradamente, Villafranca, Bedmar y Osuna hicieron patente su oposición a la política exterior que se venía siguiendo por el Consejo de Estado en relación con Italia201. Su apuesta, como es sabido, no resultaría. La situación de la monarquía en los primeros meses de 1618 resultaba así un tanto paradójica: con Lerma a punto de desaparecer definitivamente de la escena política eran sin embargo algunos de los hombres más significados del nuevo valido quienes más contrariados y decepcionados se sentían. La paradoja tiene, naturalmente, su ex­ plicación. Tal y como vienen sugiriendo las investigaciones más re­ cientes 202, el ascenso de Uceda no había sido una reedición sin más del proceso que había llevado a su padre al poder. Donde antes había habido una facción relativamente cohesionada, ahora eran grupos e intereses fragmentados quienes venían operando, grupos que una vez desaparecido Lerma entrarían en un inevitable proceso de confron­ tación. El ascendiente del recién llegado Baltasar de Zúñiga en el Consejo de Estado, así como el propio deseo del monarca de inter­ venir más asiduamente en las tareas de gobierno, convertían la toma de decisiones en un proceso tan complejo como a veces imprevisi­ ble 203. Esta inestable correlación de fuerzas es fundamental a la hora de explicar la remoción de Villafranca, el sacrificio de Bedmar a raíz de la conjura, y el inicio desde Nápoles de la campaña contra Osuna 204. En cualquier caso, el período de inestabilidad abierto en 1618 no 200 Y que implicaron a Francia, Venecia y el papado; sobre estos acuerdos, y las dificultades de su aplicación, BOMBIN, Cuestión Monferrato, págs. 237-260. 201 Ver los testimonios que recogen PÉREZ BUSTAMANTE, El dominio, págs. 77-80, y C. SECO S e r r a n o , «El marqués de Bedmar y la conjuración de Venecia de 1618», Boletín Real Academia de la Historia, 15, 1955, págs. 300-342, esp. 322-328. 202 En concreto, A . FEROS, Gobierno. 203 Ver en este sentido el matizado análisis que realiza P. B r ig h t w e l l a propósito de «Spain and Bohemia: The Decision to Intervence, 1619», European Studies Review, 12, 1979v págs. 117-141, y su continuación, en la misma revista, en págs. 371-379; asimismo, el artículo de este autor aparecido anteriormente en el volumen 9, 1979, págs. 409-431. Interesa también el análisis de conjunto de J. H. ELLIOTT, El condeduque de Olivares (Barcelona, Crítica, 1990), págs. 77-103. 204 Sobre Bedmar puede verse el artículo de SECO, El marqués de Bedmar, passim; sobre los avatares de Osuna, BENIGNO, L ’ombra, págs. 81-117.

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supuso en principio cambios apreciables en relación con la política que tradicionalmente se había venido observando para con el estado. Al igual que había sucedido en ocasiones anteriores, y al amparo también del apaciguamiento que acababa de conseguirse, el nuevo gobernador fue oportunamente instruido a fin de que atendiese las continuas peticiones de alivio que se venían haciendo desde Milán 205. Y tal parece en efecto que hizo: en octubre de 1618 el vicario de provisión, los oradores de las ciudades y los síndicos del ducado y condados del estado, daban «humilissimas y devotissimas gracias» a Felipe III por el envío como gobernador del duque de Feria que, desde su llegada, venía procurando con éxito «aliviarlos en parte del peso de la soldadesca de que quedavan miserablemente oprimi­ dos» 2062078. La solución que finalmente se dio a la cuestión —pendiente desde Villafranca— de la jubilación del gran canciller 207, demuestra el reconocimiento del que todavía disfrutaban los supuestos del pa­ radigma político jurisdiccionalista 208 y de su particular modo de integración política. Ciertamente la serie de acontecimientos inducidos a partir de la 205 Y cuya veracidad el Consejo de Italia se encargaba de acreditar (ver, entre otras, AGS, SP, Ib. 1090, fols. 256-257, 268-270 y 303-304, entre finales de 1617 y primera mitad de 1618). 206 Sus primeras medidas se habían traducido en una importante reducción de efectivos (AGS, SP, E, lg. 1923, doc. 140, 17 de octubre de 1618), confirmada asi­ mismo por otras fuentes (AGS, SP, Ib. 1090, 29 de octubre de 1618). Los firmantes de la carta aprovechaban la ocasión para informar al monarca que la factura de los últimos cinco años de guerra ascendía a «más de quinze millones de oro», motivo por el cual solicitaban la total desaparición de la tropa no ordinaria y la reducción de alguna de las gravezas. 207 El 28 de noviembre el consejo fue consultado en relación con la nómina que enviaba el duque de Feria para cubrir la vacante de gran canciller. Abierta y unáni­ memente los consejeros, repitiendo argumentos de anteriores consultas, censuraron e incluso señalaron la ilegitimidad del proceder de Villafranca en relación con la desti­ tución de Diego de Salazar. Una parte de ellos, y por razones de simple oportunidad (ej hecho de que Salazar tuviese ya en mano los despachos de la jubilación, su propia edad), se inclinó por elegir un nuevo canciller entre los que proponía Feria, siendo ésta la decisión por la que finalmente optó el monarca; no obstante, algunos (el conde de Chinchón, Montoya de Carmona) consignaron su voto particular contrario, insis­ tiendo en que Salazar fuese restituido «antes de poner en execucion la jubilación» y que, hecho eso, pasase a ejercer el cargo el presidente del Senado —a quien «por vacante le pertenece»— antes de nombrar un nuevo canciller (AGS, SP, Ib. 1090, fols. 335-341, 28 de nobiembre de 1618). 208 Sobre el término, A. H e sp a n h a , Vísperas del Leviatán (Madrid, Taurus, 1989), págs. 215-230, y la propia bibliografía del autor que allí se recoge.

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defenestración de Praga, en mayo de ese año, obligarían a la monar­ quía católica a todo un replanteamiento de su particular estrategia de imperio, tanto desde el punto de vista de los criterios que regían la articulación entre sus diversos componentes como incluso de aque­ lla concepción de imperio propio planteada por Felipe II. La idea que por entonces pretendió impulsarse pasaba por uña unión de territo­ rios cimentada sobre la cooperación de las armas, en tanto que un programa de una más efectiva solidaridad entre los miembros de la Haus Österreich —implícito ya en el tratado de Oñate— arrincona­ ba las anteriores formulaciones de imperio independiente 209. Pero por lo mismo la necesidad de llevar a la práctica décisiones de al­ cance general, tal y como se pretendía desde la corte, hacía cada vez más difícil la continuidad de una actuación basada en la idea de composiciones políticas puntuales con cada uno de los territorios, así como en el mantenimiento de sus respectivos ordenamientos. De ello habría de resultar esa dinámica de confrontación interna que, como es sabido, caracteriza el reinado de Felipe IV. Nuestro cono­ cimiento sobre el papel jugado por Milán durante este período es más bien limitado 210 y nuestra encuesta, ya excesivamente larga, tampoco pretende abordarlo. Todo parece indicar sin embargo que, aún en los momentos más críticos del siglo, Milán se aproximó a esa inmovilidad recomendada por Coloma. Con toda probabilidad la preservación de su entramado institucional y de los supuestos constitucionales que lo conformaban, observada durante el reinado de Felipe III, resultó decisiva a estos efectos.

209 Sobre la unión de armas, ELLIOTT, Olivares, cap. VII; ver también los matices de H. E rnst , Madrid und Wien: 1632-1637 (Münster, Aschendorff, 1991), págs. 19-34. La interpretación del tratado de Oñate en términos de un proceso de «unidad de ambas casas» en STRAUBB, Pax, págs. 116-119; en contra, SÁNCHEZ, Dynasty, págs. 263-285, y véanse asimismo las consideraciones de E rnst , págs. 13-19. Algún obser­ vador relativamente cercano ya estableció que el fortalecimiento de la solidaridad dinástica fue consecuencia de los acontecimientos ocurridos entre el tratado de Asti y la conjuración de Venecia: «En ce temps prit fin la mésintelligence qui était dans la maison d’Autriche entre la branche d’Espagne et celle d’Allemagne, depuis le différent du fils et du frère de Charles-Quint pour la succession de l’empire» (ver la obrita de L ’Abbé de Saint-Réal, Conjuration des Espagnols contre Venise [1674], Re­ print Edictions de Kerdraon, Paris, 1987. pág. 26). 210 Para las implicaciones imperiales de Milán en el nuevo contexto bélico, STRAUBB, Pax, págs. 132-135, y también B rightWELL, Spanish Origins, pág. 429, nota 30.

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II. MONARQUIA Y CORTES

«Pues en un reino las ciudades y los pueblos, que suelen ser convocados por los reyes a las consultas públicas y acudir a ellas por medio de sus legados y procuradores y por la ley y la tradición, tienen facultad de deli­ berar en los públicos consejos del reino, como sucede en Castilla, donde todas las ciudades vienen a constituir una sola, de la que son ciudadanos todos cuantos lo son de cada ciudad en particular.» (Juan Ginés de Sepúlveda, Démocrates Segundo, hacia 1545.) «La España debemos considerarla compuesta por varias repúblicas con­ federadas, bajo el gobierno y protección de nuestros reyes. Cada villa la hemos de mirar como un pequeño reino, y todo el reino como una villa grande.» (León de Arroyal, Cartas, 1789.)

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Capítulo 1 MONARQUIA Y REINO EN CASTILLA: 1538-1623 *

Cuando en su quehacer cotidiano el historiador de oficio se en­ cuentra obligado a referirse al llamado estado moderno creo que, de alguna forma, experimenta la sensación de que el tema se le escapa de las manos. Es como si de repente tuviese que desconectar de sus saberes más cercanos para empezar a recibir lo que se le comunica desde otros ámbitos, desde ciencias sociales como la Política o el Derecho. Abrumado un tanto por la ingente literatura que una y otra disciplina le remiten, acepta sin cuestionar el paradigma que se le sugiere. El estado moderno irrumpe ante él como una especie de locomotora lanzada a toda marcha que, en su camino, va arrasando lo que encuentra. De lo anterior apenas queda nada, y lo que so­ brevive a la embestida arrastra, como supervivencia, una vida lán­ guida cuya disolución próxima se intuye. No tiene nada que hacer frente a la técnica, racionalidad y burocracia que el Leviatán despliega. La expresión estado moderno quiere tener algo de grandioso. No le falta razón a Bartolomé Clavero cuando escribe que, en buena medida, la aceptación de este término por parte de los historiadores se produce «bajo el presumible entendimiento» de que, en él, hu* Comunicación presentada en la XIV Settimana di Studio del Istituto Internazionale Francesco Datini, Pratto, abril, 1982. Tema: «L ’emergenza storica nelle attivitá terziarie» 241

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Monarquía y cortçs

biese llegado a encerrarse «toda la sustancia de una compleja realidad histórica» 1. Una realidad que, por otra parte, tiende a ser analizada casi siempre desde los supuestos y categorías de la nuestra. Aunque naturalmente hay excepciones 2. Ya en un conciso trabajo de 1952, el historiador del derecho Rafael Gibert aludía —a propósito de la dicotomía contemporánea entre sociedad/estado aplicada a otras épo­ cas— a los peligros que podían resultar de una lectura exclusivamen­ te presentista del pasado. En este sentido Gibert señalaba que su propuesta no debía entenderse como una simple sustitución de tér­ minos —donde ahora hay estado y sociedad antes hubo rey y reino— que formalmente permitiese salvar las apariencias. De lo que se trata es de asumir la importancia de la discontinuidad como principio. Volviendo al ejemplo al que aludía Gibert, y que a nosotros parti­ cularmente nos interesa, ello implica que la dualidad rey/reino no debe homologarse a la de estado/sociedad. Frente a la posición de pasividad de este último término en relación con su par, el reino aparece sin embargo como «algo más que el objeto y el término de la acción de reinar» 3. Es decir, el reino es también poder. En la literatura medieval y moderna la relación entre ambos se representa, simbólicamente, como la de un cuerpo cuya cabeza es el rey y cuyos miembros constituyen el reino. Desde esta perspectiva, el proceso de constitución del estado mo­ derno no puede abordarse como si sólo este último hubiese dispues­ to del monopolio de la iniciativa histórica. El estado llegó a alcanzar el «monopolio del poder» a través de una gradual eliminación de los otros estados —poderes— que formaban parte de lo que Hintze designó como la constitución estamental. Pero esta eliminación no sólo no estuvo exenta de resistencias, sino que ni siquiera fue irre­ versible en todos los casos. Francia e Inglaterra son dos ejemplos perfectamente antitéticos en relación con la fuerza de cada uno de los polos de esa constitución 1 «Institución política y derecho: acerca del concepto historiográfico de “Estado moderno” », Revista de Estudios Políticos, 19, 1981, págs. 43-57, en concreto la 43, y la bibliografía que allí se cita. 2 Bastaría con recordar los trabajos de Otto HlNTZE, Historia de las formas po­ líticas (Madrid, Rev. de Occidente, 1968). Sobre las razones de fondo de este proceso, y sus divergencias, K. DYSON, The State Tradition in Western Europe (Oxford, Mar­ tin Robertson, 1980). 3 «La ciudad castellana bajo los Reyes Católicos», Archivo de Derecho Público, 1952, págs. 85-97, esp. 86-87.

Monarquía y reino en Castilla: 1538-1623

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estamental. La monarquía hispana es un caso peculiar. Precoz ejem­ plo y arquetipo frecuente en los manuales de lo que suele denomi­ narse como estado moderno, es reconocido sin embargo que su evo­ lución posterior distó mucho de adaptarse a aquél. De ahí que cuan­ do se procede al estudio de la decadencia hispana, se invoque como argumento preferente la existencia de oscuras fuerzas disgregadoras que echaron por tierra el edificio central anteriormente construido, en una especie de versión anticipada de lo que luego sería la historia de los siglos XIX y X X . En la presente comunicación es mi propósito introducir algunas modificaciones en este planteamiento, procedien­ do a abordar la historia del siglo XVI no tanto desde la óptica del estado moderno cuanto a partir de las relaciones rey-reino. Mi ar­ gumento principal es que el reino no sólo fue un elemento enorme­ mente activo durante este período, sino que la posterior crisis del siglo XVII se entiende mejor cuando se aborda desde esta perspectiva. La mayor peculiaridad del reino en Castilla radicó en que, de hecho, su poder fue monopolizado por uno sólo de sus componen­ tes, las ciudades. Su trayectoria reproduce, en consecuencia, el des­ tino de aquellas. Lejos de difuminarse, el poder del reino fue en aumento en los comienzos de la modernidad. Salió airoso de la crisis del siglo XV y tanto Carlos V como Felipe II se vieron obligados a gobernar con él. Bajo Felipe III emergió con fuerza renovada, lle­ gando a tutear a la propia monarquía. Sin embargo no albergó nunca un proyecto revolucionario, limitándose a defender tenazmente los intereses urbanos que representaba. A pesar de intentarlo por todos los medios, la monarquía no pudo nunca definitivamente con este peso muerto. De esta pugna sin perspectivas derivan precisamente los rasgos internos más característicos del siglo XVII castellano.

En la Castilla de la baja edad media el reino es «la forma en la que se organiza politicamente la Comunidad». Con el reino se iden­ tifican las cortes, que constituyen su expresión institucional 4. A lo largo del siglo XV, y sin que conozcamos bien las razones, se opera en las cortes una doble reducción: por una parte el monarca tiende a convocar, cada vez más, a uno solo de los estados del reino, al tercer estado; a su vez, dentro de este estado así primado, se constata*I, 4 M. GARCÍA-GALLO, Manual de Historia del Derecho Español (Madrid, 1979), I, págs. 699 y sigs., 814 y sigs. para todo este punto.

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un progresivo descenso en el número de quienes son convocados a participar, descenso que tras la incorporación de Granada queda fi­ jado en dieciocho ciudades. Esta evolución se consuma en las Cortes de Toledo de 1538-39, a partir de cuya convocatoria las dieciocho ciudades monopolizan definitivamente esta asamblea. Así pues desde el primer tercio del siglo XVI las cortes, que formalmente representan al conjunto del reino, se convierten de hecho en la específica plata­ forma del poder interurbano en Castilla. La historia de este poder queda desde entonces íntimamente vinculada a aquella institución. En la evolución de la Corona de Castilla, esta transformación que experimentan las cortes ocupa un puesto muy singular dentro de un determinado lugar ideológico. Habitualmente viene siendo considerada como el último jalón dentro de un largo proceso de pérdida de libertades urbanas que se inicia en Castilla a mediados del siglo XIV, y que habría tenido en la derrota de las comunidades uno de sus hitos más significativos. En el período que se extiende entre la introducción del sistema de regimiento y las Cortes de To­ ledo de 1480 se consuma escalonadamente esta degradación. El mo­ narca, con el regimientoy inicia el proceso, al que inmediatamente después se suma la nobleza. De la acción combinada de ambos po­ deres resulta la liquidación política de la ciudad, que la acción del gobierno absoluto de los Austrias vendría a culminar doscientos años después. Cualquiera puede atisbar en esta propuesta explicativa la exis­ tencia de numerosas zonas oscuras, por no decir de auténticos agu­ jeros negros. Con argumentos consistentes, en la Settimana de 1980, Benjamín González Alonso se refirió a algunos de ellos a propósito del supuesto monopolio de la pequeña nobleza sobre los cargos mu­ nicipales 5. Creo desde luego que hay que perseverar en esa vía. Pero antes que insistir con evidencias de este tipo desearía llamar la aten­ ción sobre la dependencia funcional de esta interpretación en rela­ ción con la cuestión estatal que apuntábamos al principio. La deca­ dencia de las libertades urbanas es el espejo en el que, correlativa­ mente, ha de mirarse la fuerza del estado moderno. Está última es la causa de la extinción de aquellas. Sólo que al aceptar esta vía discursiva sospecho que estamos imputando al monarca un progra5 B. GONZÁLEZ A l o n s o , «Sociedad urbana y gobierno municipal en Castilla», ahora recogido en Sobre el Estado y la Administración de la Cotona de Castilla en el antiguo régimen (Madrid, Siglo XXI, 1981), págs. 57-83.

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ma estatal que éste estaba lejos de suscribir. Bastaría un elemental comparatismo para percatarnos que las llamadas nuevas monarquías no llegaron a serlo a través de un inevitable —e imparable— proceso de burocratización-sumisión de aquellas comunidades que regían. Ni éste era, además, su propósito. En su afianzamiento, antes que re­ currir a medios de fuerza que podían volverse contra ellas, echaron mano de todo tipo de recursos y compromisos. La incorporación pactada de los poderes del reino a su proyecto no fue, tampoco, inusual en su proceder. Suscribo plenamente lo afirmado por Ed­ ward Fox: «La tentation naturelle de voir dans le titre de monarchie l’apparition d’un embryon d’état doit être repoussée» 6. Puede argumentarse sin embargo que buena parte del mundo urbano occidental —dentro del cual estaban incluidas las villas cas­ tellanas— era hechura directa de estas monarquías. Potencialmente por tanto esta dependencia permitiría la intervención de los monar­ cas sobre sus ciudades cuando lo estimasen necesario. Contra este planteamiento me remito a la afirmación de Daunton sobre el caso inglés: la mediación real fue una forma de alcanzar «more freedom than the fully fledged continental communes» 7. La cuestión reside en efecto en no interpretar la intervención real unidireccionalmente, agotándola en la alusión a esta o aquella acción autoritaria preestatal. Teófilo Ruiz acaba de demostrar, para el caso de Burgos, hasta qué punto la monarquía castellana estaba interesada en transferir el con­ trol de la ciudad a los caballeros villanos a fin de contrarrestar el incremento de poder nobiliario que siguió a la ocupación de Anda­ lucía. Antes que él, y en 1945, Isaac Baer había intuido certeramente lo que estaba detrás del regimiento 8. Consecuentemente, las relacio­ nes entre monarquía y ciudades no deben leerse desde la óptica cen­ tralización monárquica versus poderes urbanos autónomos; o al me­ 6 E. W. Fox, L ’autre France (París, Flammarion, 1973), pág. 33. Para los aspectos aludidos véase sobre todo a J. RUSSELL-MAJOR, Representative Government in Re­ naissance France (Yale University Press, 1980), esp. cap. VIL P. WILLIAMS, The Tudor Regime (Londres, Oxford University Press, 1979), passim. M . WOLFE, The Fiscal System of Renaissance France (Yale University Press, 1972), págs. 97-104. 7 M. J. DAUNTON, «Towns and Economic Growth in Eighteenth Century En­ gland», Towns in Societies, P. Abrahams, ed. (Londres, Cambridge University Press, 1979), págs. 260-261, referido al caso de Londres. 8 T. RuiZ, Sociedad y poder real en Castilla (Barcelona, Ariel, 1981), caps. I y VI. I. BAER Historia de los judíos en la España cristiana (Madrid, Altalena, 1981), I, pág. 245.

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nos no debe conferirse a este hecho el carácter de un antagonismo de esencias. Lo que preocupaba a las oligarquías urbanas era asegu­ rar y reproducir su poder municipal y, en este sentido, no parece que el regimiento constituyese precisamente un obstáculo. La impre­ sión es más bien que se trató de lo contrario 9. Con idénticas precauciones han de considerarse las relaciones en­ tre nobleza y ciudades. Sin duda en los dos primeros tercios del siglo XV se registran en Castilla situaciones en las que «los nobles disminuían las libertades ciudadanas con el progreso de sus seño­ ríos» 10. Pero, también en este caso, ello no debe interpretarse como demostración de un irreductible antagonismo entre ambas partes. Convendría señalar en primer lugar que la ciudad no es algo antité­ tico en relación con el señorío. Utiliza y se sirve, por el contrario, del mismo sistema de privilegio que rige a aquél, si bien lo ejerce desde una perspectiva colectiva. La ciudad es también señorío 11. Después, y en segundo lugar, la existencia de cualesquiera vínculos que un noble pueda mantener con una determinada ciudad no con­ vierten a ésta, automáticamente, en una sucursal nobiliaria. Salvo ca­ sos de sumisión voluntaria, el noble «queda sometido a la igualdad municipal; la ciudad como tal no es objeto de su señorío» 12. La propia entidad jurídica de la ciudad, su derecho, impide formalmente esta pretendida manipulación 13. Es más: como ha señalado Owens a propósito del caso toledano, la participación de la pequeña nobleza en las revueltas urbanas del siglo XV no respondía a una territorialización de la ciudad, sino a una defensa de los propios intereses urbanos en los que esta nobleza estaba implicada. Asimismo, la vin­ culación de algunas ciudades con determinados nobles no refleja tan­ to la posible prepotencia de éstos cuanto una consciente voluntad 9 Para un planteamiento general imprescindible, Y. B a r e l , La ville médiévale (Grenoble, Presses Universitaires, 1975), págs. 365-380. Ejemplos concretos, J. BONACHIA, El concejo de Burgos en la baja edad media (Valladolid, Universidad, 1978), págs. 120-124 esp.; M.a LLANOS, Revolución urbana y autoridad monárquica en Mur­ cia (Murcia, 1980), págs. 99-109; B. Y u n C a sa l il l a , Conflictividad social y crisis de subsistencias en Córdoba (Córdoba, 1980), págs. 50-60. 10 L. SUÁREZ, Nobleza y monarquía (Valladolid, 1975), pág. 102. 11 B. CLAVERO, «Derecho y privilegio», Materiales, 4, 1979; ídem, Derecho co­ mún (Sevilla, 1977), págs. 89-99. J. M e r r in g t o n , «Ciudad y campo en la transición del feudalismo al capitalismo», La transición del feudalismo al capitalismo, R. Hilton, ed. (Barcelona, 1977), págs. 238-276. B a r e l , La ville médiévale, cap. I. • 12 G ibert, Ciudad castellana, págs. 90-91. 13 M. Weber , Economía y sociedad (Méjico, FCE, 1979), págs. 945-959.

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política urbana insatisfecha en relación con la línea adoptada por el monarca 14. Finalmente debe tenerse en cuenta, como hemos apun­ tado, que nobleza y patriciado urbano no son necesariamente excluyentes; a través de esa «internai transformation» a la que se ha re­ ferido A. B. Hibbert, la nobleza acabó por convertirse en muchos casos en patriciado urbano 15. Y aunque en el caso castellano no sea esa la tónica general, no escasean sin embargo evoluciones de este tipo, tal y como podremos ver más adelante. Todo ello, en mi opi­ nión, permite entender mejor por qué la nobleza «no consumó irre­ vocablemente su dominio de las ciudades» 16.

En la confusa pero decisiva centuria que se extiende entre 137Q y 1480 las ciudades castellanas atravesaron, ciertamente, un difícil trance, pero la situación no se saldó con una derrota general a manos de la acción combinada de los nobles y del monarca. Y este es un hecho que no debemos olvidar: las ciudades castellanas no fueron barridas en la reacción nobiliaria que conoció Castilla entre 1370 y 1480. La historia urbana castellana no desembocó en un mar señorial similar al del este europeo. Una parte de este mundo urbano fue sacrificado en el proceso, pero sobrevivió un sólido bloque cuya presencia y fuerza es más que evidente en el último tercio del si­ glo XV. Y si esto es así, ello quiere decir que las ciudades, a pesar de sus dependencias fundacionales, o de la incómoda vecindad no­ biliaria, no fueron entes pasivos durante ese siglo largo. Por el con­ trario, una parte de ellas pugnó por conseguir y ganar un espacio propio, cosa que en buena medida llegaron a alcanzar. Si la revolución Trastámara fue promovida por los intereses de la nobleza, no por ello los monarcas de esa casa fueron un juguete en manos de aquélla. Progresivamente, en la búsqueda de su propia consolidación, retomaron la lógica monárquica de sus antecesores. De alguna forma esta circunstancia abrió nuevas perspectivas a las

14 J. OWENS, Despotism, Absolutism, and the Law in Renaissance Spain (Ann Arbor, University Microfilms, 1973), págs. 25-37. El subtítulo de este trabajo es «Toledo versus the Counts of Belalcázar (1445-1574)». 15 A. B. HIBBERT, «The Origins of the Medieval Town Patriciate», en Abrahams, Towns, págs. 91-103. 16 GONZÁLEZ A lonso , Sobre el Estado, pág. 62. G iberT, Ciudad castellana, passim.

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ciudades, que vieron cómo aumentaba su cotización política. No es casual por ello que las cortes, como expresión del poder interurbano, alcanzasen un creciente protagonismo bajo Juan I (1379-1390) 17. Convocados como potestad política —en paridad con los otros po­ deres del reino— los procuradores no desaprovecharon la ocasión para conseguir del monarca «una serie de garantías adicionales, re­ ferentes a sus señoríos patrimoniales y consiguientes derechos de carácter fiscal y jurisdiccional» 18. Garantías que, a su vez, consti­ tuían un precioso fundamento legal presto a ser aducido en aquellos momentos en los que, cediendo a otras presiones, la monarquía se apartaba de esa imagen judicial por la que habían apostado los pro­ curadores 19. Cuando así ocurría, las hermandades tomaban el rele­ vo; su «politización» bajo Juan II (1406-54) y Enrique IV (1454-74) debe explicarse a partir de este hecho 20. Un proceder mancomunado que, sin embargo, no llegó a excluir puntuales acciones de un inu­ sitado radicalismo urbano 21. Desaría subrayar que, con todo, no son estos datos tan especta­ culares los únicos ni, probablemente, los que con más propiedad pueden ayudarnos a entender la exacta naturaleza del cambio expe­ rimentado por el mundo urbano durante este período. Paralela y simultáneamente a estos acontecimientos se ventiló una transforma­ ción interna que permitió, a una parte de este mundo urbano, arribar a los comienzos de la modernidad en una posición de relativa consis­ tencia. El término que encuentro más apropiado para describir este pro­ ceso es, si se me permite la expresión, el de un empatriciamiento. Por tal expresión entiendo no sólo una obvia apropiación, concen­ tración y transmisión del poder urbano en manos de un reducido número de familias políticas, sino el hecho —más trascendente— de que estas familias llegaron a disponer de los principales resortes de ese poder como de algo propio y en su propio beneficio utilizado. 17 L. S u á r e z , Juan I (Madrid, 1977), págs. 334-335. J. M. PÉREZ PRENDES, Cortes de Castilla (Barcelona, Ariel, 1974), págs. 58-59. 18 CLAVERO, Derecho común, pág. 94. 19 O w en s , Despotism, Absolutism, cap. I,- ídem, Rebelión, monarquía y oligar­ quía murciana (M urcia, 1980), págs. 13-45. 20 A. A lv a rez DE M o r a l e s , Las hermandades (Valladolid, 1974), págs. 108-121, quien alude a la «politización». 21 A. P r e t e l ,. Una ciudad castellana en los siglos X IV y XV. Alcaraz (Albacete, 1978), págs. 156-176, esp: 152.

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Este empatriciamiento es consecuencia de una anterior evolución oligárquica, pero ni se explica sólo por ella ni a ella sola se reduce. El carácter sistémico y reproducible del poder patricio diferencia a éste de la práctica, más informal e intermitente, de una oligarquía 22. Sólo la dependencia de esa concepción esencialista de la ciudad y de la burguesía a la que se ha aludido anteriormente puede haber lle­ vado a Teófilo Ruiz a calificar este proceso —para el caso de Bur­ gos— como de «antinatural», cuando se trata más bien de una de­ rivación lógica 23. En la búsqueda de los factores que propiciaron este cambio hay que partir de un hecho capital: los progroms antijudíos de 1391. Estas matanzas desorganizaron las funciones que hasta entonces ve­ nía desarrollando la población judía, alterando las relaciones entre sociedad global cristiana y microsociedad judía. Dentro de esta últi­ ma se inició un proceso de redistribución poblacional y de recon­ versión de actividades, al tiempo que comenzaba una dinámica de conversiones masivas hasta entonces desconocida 24. A nuestros efec­ tos este punto es de vital importancia: la conversión «opened the doors to public office» 25 y, a medio plazo, sentó las bases para una convergencia entre la oligarquía cristianovieja y parte de la oligar­ quía judía recién convertida. Y ello independientemente de que el encuentro no estuviese exento de resistencias ni se confirmase uní­ vocamente en todos los casos 26. Lo que importa es que durante la primera mitad del siglo XV se constituyó en Castilla un bloque his­ tórico patricio como consecuencia de la fusión de dos oligarquías que, hasta entonces, venían prosiguiendo caminos similares aunque no necesariamente coincidentes 27. Pruebas de esta aproximación las hay antes de 1391 28, pero es después de esta fecha cuando la velo­ cidad se hace crítica y el proceso irreversible 29. 22 Sobre este punto, B a r e l , La ville médiévale, cap. 2, parte II.

23 Sociedad y poder real, pág. 48. 24 Un buen resumen en L. SuÁREZ, Judíos españoles en la Edad Media (Madrid, Rialp, 1980), cap. IX. 25 A. MACKAY, «Popular Movements and Progroms in Fifteenth Century Spain», Past & Present, 55, 1972, pág. 45. 26 Ver los matices de Mackay sobre los destinos del patriciado judío una vez convertido, págs. 46-52. 27 Sobre las peculiaridades del patriciado judío, SuÁREZ, Judíos, págs. 92-104. 28 BONACHIA, El concejo de Burgos..., 60-61. 29 Incluso en Toledo, J. C . G ó m e z -M e n o r , «La sociedad conversa toledana en la primera mitad del siglo XVI», Toledo judaico, 1973, págs. 51-66.

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Ën un artículo pionero de 1957, Francisco Márquez anotó cui­ dadosamente las vías de penetración de la oligarquía judía en los reductos municipales cristianos. Principalmente se sirvieron de su privilegiada posición en la corte para conseguir aquellas prebendas que estimaban más convenientes. Sus preferencias apuntaron funda­ mentalmente hacia oficios municipales, sobre los que consiguieron poder «transmitirlos a su descendencia lo mismo que cualquier otro bien patrimonial» 30. Trabajos posteriores han ratificado ampliamen­ te este dato, confirmando cómo a partir de 1420 la patrimonialización de los oficios municipales es ya una realidad ampliamente ex­ tendida en Castilla. Regidurías, juraderías y, sobre todo, escribanías llegaron a convertirse así en cargos vitalicios primero y hereditarios luego 31. Con todo, el proceso de privatización y patrimonialización de oficios municipales en Castilla, constituye tan sólo un aspecto entre otros dentro de la operación de afianzamiento oligárquico iniciada con el regimiento. Operación que en una primera fase (la segunda tendrá lugar bajo los Reyes Católicos), se completa con la serie de ordenanzas municipales que se suceden en el primer tercio del si­ glo XV. Con ellas, la oligarquía urbana se dota de un instrumento que modifica cualitativamente su propia práctica de poder urbano, y que transforma a aquélla en un auténtico patriciado. Definitiva­ mente esas constituciones municipales garantizan «la prevalencia del patriciado urbano en la ciudad y al frente de su gobierno, así como las posibilidades de reproducción de dicha prevalencia» 32. Como 30 «Conversos y cargos concejiles en el siglo XV», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, LXIII, 1957, esp. pág. 503. 31 Ibidem. F. TOMÁS Y VALIENTE, «Origen bajomedieval de la enajenación y pa­ trimonialización de oficios públicos en Castilla», Actas del I Symposium de Historia de la Administración (Alcalá de Henares, 1979), págs. 3-37. J. C er d a RuiZ F u n e s , «Hombres buenos, jurados y regidores en los municipios castellanos de la baja edad media», ibid., págs. 161-206. J. Y u n C a sa l il l a , Crisis de subsistencias, pág. 56. 32 J. PARDOS M a r t ín e z , «Para la historia de las haciendas municipales», Home­ naje al profesor García de Valdeavellano, en prensa; aquí se indica, utilizando las actas de cortes, que «el establecimiento de una normativa reguladora a nivel general de la esfera municipal se generaliza en la década de los treinta». Para Murcia, DÍAZ L l a n o s , Revolución urbana..., págs. 99-109. Para Segovia, A. HERRERO Historia jurídica y social de Segovia (Segovia, 1974), págs. 278-280. Para Toledo, A. M a r t ín G a m e r o , Historia de Toledo (Toledo, 1862, reed. 1976), II, págs. 817-831. E. B e n it o R u a n o , Toledo en el siglo XV (Madrid, CSIC, 1961). Para Andalucía, M. A. L a d e r o QUESADA, Andalucía en el siglo XV (Madrid, CSIC, 1973), págs. 76-88; del mismo,

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botón do muestra resulta altamente ilustrativa la manipulación patri­ cia de la hacienda local burgalesa entre 1430 y 1476, desde la impo­ sición de sisas hasta la constitución de rentas sobre los impuestos municipales. Un cariz que se refleja asimismo en las relaciones y en la estrategia de Burgos para con los lugares de su señorío. Y sin duda no es éste un caso excepcional 33. La ampliación del número de oficios municipales de resultas de la política de los Tras támara hubo de suponer en muchos casos gra­ ves fricciones mientras que, en otros, obligó a una remodelación más o menos negociada del poder municipal. Algo de esto último se adivina en. la transacción que tiene lugar, en 1433, entre el poder tradicional que representa la Junta de los Nobles Linajes de Segovia y los titulares de las regidurías vendidas por Juan II 34. Hay otros casos, como el de Toledo, que demuestran bien a las claras las difi­ cultades objetivas de una convergencia entre viejo y nuevo poder. Sin embargo, la nueva realidad acabó por imponerse y los acuerdos fraguaron. Incluso en casos tan conflictivos como el de Toledo 35. La importancia del cambio puede aquilatarse, indirectamente, ob­ servando la historia desde abajo. La serie de agitaciones urbanas (entre 1449 y 1474) a las que se han referido Márquez y MacKay testimonian, fundamentalmente, una fuerte oposición plebeya al pro­ ceso de empatriciamiento, independientemente de que algunas de estas revueltas pudieran estar movidas por antiguos miembros de la vieja oligarquía desplazados en el nuevo ajuste 36. El dato más reve­ lador en este sentido lo constituye la aparición de esa especie de Historia de Sevilla (Sevilla, 1980), II, pág. 137. M. GONZÁLEZ, «Ordenanzas del concejo de Córdoba», Historia, Instituciones, Documentos, 2, 1975, págs. 193-315. 33 P a r d o s , Para una historia; J. A. BONACHIA, «Las relaciones señoriales del concejo de Burgos con la villa de Lara y su tierra» (inédito). Para Murcia ver espe­ cialmente los trabajos de D. M e n jo t , «L ’impôt royale à Murcie au début du XVe siècle», Le Moyen Age, 1976; idem, «Finances et fiscalité municipales ordinaires à Murcie au Bas Moyen-Age», Annales de la Faculté des Lettres de Nice, 1978. 34 HERRERO, Historia de Segovia, págs. 278-279. 35 Como vienen demostrando los eruditos trabajos de J. C. GÓMEZ MENOR, So­ ciedad conversa, y Cristianos nuevos y mercaderes de Toledo (Toledo, 1970); tam­ bién J. Y u n C a sa l il l a , Crisis de subsistencias, pág. 56. Un documento de 1514, referente a Segovia, nos muestra hasta qué punto la «lógica» comercial conforma la actitud del patriciado urbano de esta ciudad, A. G a r cía S a n z , «Posiciones econó­ micas y actitudes políticas en Segovia en 1520», Toledo renacentista 1975, II, págs. 145-170. 36 MÁRQUEZ, Conversos y cargos, pág. 524; M a c k a y , Popular movements, 63.

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contrapoder popular que es la comunidad, como término específi­ camente «antagónico del de regimiento o ciudad» 37. No casualmen­ te datan de 1422 y 1425 los primeros testimonios de este término «para designar a la universitas de los ciudadanos, exceptuando de esta los miembros del Consejo» 38. Esta escisión entre ciudad patri­ cia y ciudad plebeya aflorará violentamente en el episodio de las comunidades 39. En el siglo XV el proceso de empatriciamiento continúa. Ensaya, y con éxito, fórmulas de control aún más refinadas. En esta línea puede interpretarse por ejemplo la progresiva reducción, a partir de 1430, del número de ciudades convocadas a cortes. Mientras que en las de 1391 participaron 125 procuradores de 49 concejos, en el ayun­ tamiento del rey con sus ciudades de 1435 sólo son convocadas 17 ciudades. Desde entonces esa cifra tiende a mantenerse estable 40. Sin pretender que esta reducción fuese exclusivamente movida desde den­ tro de las ciudades, creo en cualquier caso con Pérez Prendes que la definitiva estabilización del número de las convocadas llegó a con­ ferir a éstas, «de derecho», un privilegio para ser ejercido «frente al resto de las ciudades». De ahí que cuando por alguna de las ciudades excluidas se solicitase al monarca derecho de voto en cortes, las dieciocho en bloque indicasen al rey «que no acceda... porque dello nacerían grandes daños para aquellas que poseen ya este derecho, y además porque está prohibido por la ley» 41. En un reinado tan inestable como el de Enrique IV, quienes per­ tenecían a ese privilegiado círculo podían tener la relativa seguridad de que no serían enajenadas de la Corona, una seguridad que se hacía extensiva asimismo a sus restantes privilegios 42. De esta for­ ma, el distrito territorial de cada una de estas ciudades contaba con

37 J. I. GUTIÉRREZ N

ie t o ,

«Semántica del término comunidad», Toledo renacen­

tista, 1975, II, págs. 55-120.

38 A. RUCQUOI, resumen de la comunicación presentada al Congreso sobre La ciudad hispánica, La Rábida, 1981. 39 OWENS, Rebelión..., pág. 59. J. PÉREZ, La révolution des comunidades de Castille (Burdeos, 1970), págs. 515-546. 40 W . PlSKORSKY, Las Cortes de Castilla en el período de tránsito de la edad media a la moderna (1935, reed. El Albir, Barcelona, 1972), págs. 37-39. PÉREZ PRENDES, Cortes de Castilla, pág. 101. 41 PlSKORSKY, pág. 43. Cortes de Valladolid de 1506. 42 Sobre la importancia de este punto, A. M. G uiLARTE, El régimen señorial en el siglo XVI (Madrid, IEP, 1962), págs. 181-184.

I

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cierta protección frente a las numerosas donaciones y mercedes del monarca. Y cuando no ocurriera así, siempre podían hacer oír su voz en las propias cortes 43. Ya en el reinado de los Reyes Católicos, la guerra sucesoria de 1475-79 y la posterior conquista de Granada (1482-92) ofrecieron una oportunidad inmejorable a las ciudades para consolidar sus posiciones. Tanto militar como financieramente las ciudades fueron un apoyo insustituible para la monarquía. Y desde luego no desaprovecharon la ocasión para conseguir, a cambio, sus­ tanciosas contrapartidas: en las Cortes de Toledo de 1480 obtuvie­ ron de los monarcas la restitución de las tierras que les habían sido usurpadas de sus distritos en diversas circunstancias y tiempos 44; después amarraron la situación en relación con las corporaciones gremiales y la reglamentación de sus ordenanzas 45; con la creación del Consulado de Burgos en 1494, las ciudades del interior, repre­ sentadas por quien era su cabeza, consiguieron incluso —aunque no con éxito total— someter a las ciudades comerciales de la perife­ ria 46. Con la expulsión de los judíos en 1492 su papel se acrecentó aún más. Ante la quiebra del sistema de arrendamiento que aquéllos dominaban, la corona se vio obligada a dejar en manos del patriciado urbano desde 1495, a través de los encabezamientos, la gestión del principal bloque tributario de la Real Hacienda, el de las alcabalas y tercias 47. Cuando las élites urbanas comprendieron que el afianzamiento del poder monárquico no amenazaba sustancialmente sus reductos de poder local, disminuyeron sus reservas hacia la presencia de los delegados de aquél en los recintos urbanos. Después de haber sido 43 Ver la actitud de la monarquía en relación con Córdoba y Toledo en O wens, Despotism, Absolutism, págs. 45-50. J. P. M ol ËNAT, «Tolède et ses finages», Mélanges de la Casa de Velâzquez, 1972, págs. 327-377. E. CABRERA, El condado de Belalcâzar (Córdoba, 1977), caps. IV y V. 44 MOLENAT, Tolède, pág. 335. 45 Planteamiento general en B arel, La ville médiévale, págs. 270-274. BERNAL, COLLANTES y T eran , «Sevilla: de los gremios a la industrialización», Estudios de Historia Social, 5-6, 1978, págs. 8 1-90 y 2 1 9 -2 2 0 . P. I r a d i e l M u r u g a r r e n , Evoluàôn de la industria textil castellana (Salamanca, 1974), págs. 146-165. J. I. FORTEA PÉREZ, Córdoba en el siglo XV I (Córdoba, 1981), págs. 268-273. 46 Ver especialmente el prólogo de Ruiz Martín a la obra de F. MELIS, Mercaderes italianos en España (Sevilla, 1976), esp. pág. XXVI. 47 M. A. LADERO, La hacienda real de Castilla en el siglo XV (La Laguna, 1973), págs. 30-32. Fue un proceso que a partir de entonces se inició. Algunas ciudades encontraron fuerte resistencia para implantarlo (OWENS, Rebelión..., págs. 65-67).

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contestado bajo Enrique IV, el corregidor empezó a ser aceptado sin grandes recelos. En 1489 el cabildo de Palencia en pleno eligió al corregidor como representante de la ciudad ante la corte 48. La no convocatoria de cortes entre 1480 y 1499 no encubre, tampoco en este caso, ningún golpe autoritario. Según ha señalado Miguel Angel Ladero, las Juntas de Hermandad funcionaron como un auténtico sustituto de las cortes, si bien con la particularidad de que el control ejercido por los monarcas desde arriba no impedía que, desde abajo, las ciudades manipulasen ampliamente 49. Pero, sobre todo, la con­ tinuidad de estas juntas durante casi veinte años supuso un hecho de mucha mayor trascendencia: tal y como ha sugerido recientemen­ te S. Halliczer, «la experiencia de la Hermandad ayudó a las ciuda­ des castellanas a transformar su imagen política al disolver los loca­ lismos, y al crear un modelo con el que se podían identificar grupos más numerosos en un verdadero sentimiento nacional» 50. Si tene­ mos en cuenta que la serie de crisis sucesorias en las que se vio envuelta la monarquía a partir de 1496-97 propició una alta frecuen­ cia de convocatorias, ahora de cortes, creo que podemos aceptar que la institución no era un cadáver político al filo del 1500. No quisiera sin embargo dar una impresión desorbitada en rela­ ción con los logros alcanzados por el patriciado urbano, tanto desde una perspectiva interurbana como intraurbana. Su proyecto político no pretendió nunca trascender los marcos de la constitución estamen­ tal. Dentro de ella, de lo que se trataba era de salvaguardar y po­ tenciar la imagen y los poderes del reino. En su defensa se organi­ zaron las hermandades, y de él hicieron también bandera los comu­ neros que, en una situación radicalizada, llegarían a situarlo incluso por encima del rey 51. Las veleidades de republicanismo independen tista, que llegaron a darse, no tenían ninguna posibilidad real 52. Sin duda alguna fue el reino quien, tras la larga y compleja crisis cons­ titucional, se afirmó definitivamente como uno de los polos de la 48 S. H alliczer , «Construcción del Estado, decadencia política y revolución en la Corona de Castilla: 1475-1520», Homenaje a E. Gómez Orbaneja (Madrid, 1977), pág. 305. 49 LADERO, La hacienda real..., págs. 214-215. M. LuNENFELD, The Council of Santa Hermandad (Miami Press, 1970), págs. 61-83. 50 H a l l ic z e r , Construcción..., pág. 306. 51 J. M.a Maravall, Las comunidades de Castilla (Madrid, Alianza Editorial, 1979), págs. 60-75.

52 LADERO, Andalucía..., págs. 102-103; Maravall, Las comunidades..., cap. IV.

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constitución estamental castellana. Un desenlace que por lo demás, y en el Occidente europeo de comienzos del siglo XV, no tenía nada de excepcional 53. No es sorprendente en este sentido —aunque sólo se haya empezado a subrayar últimamente— que Carlos V goberna­ se de forma «consultiva» y haciéndose eco de las peticiones del rei­ no. Ni que éste quedase reducido a las dieciocho ciudades desde 153 8-39 54. Carlos V había autorizado en 1525 la creación de la Diputación de las Cortes de Castilla, un comité destinado a velar por la obser­ vancia de lo acordado en esas asambleas. En 1536 este organismo pasó a hacerse cargo de la administración del encabezamiento gene­ ral de alcabalas 5556. Cuando se afirma que en el siglo XVI la compe­ tencia de las cortes se redujo tan sólo a cuestiones de orden fiscal, convendremos al menos que tal reducción no era una nimiedad. La constitución de un sistema fiscal descaradamente prourbano, permi­ tió prácticamente la libre manipulación en la distribución social y espacial de la carga tributaria. De ello se resentía ya el mundo rural en la primera mitad del siglo XVI 56. Desde las cortes podía asimismo denunciarse el comportamiento de los otros dos estamentos del rei­ no en aquellas cuestiones que, de una u otra forma, suponían una amenaza a la integridad fiscal del realengo; así por ejemplo en el caso de la amortización eclesiásica, así también a propósito de la competencia desleal de la fiscalidad señorial 57. La presencia en cor­ Representative Government..., cap . 7. 54 En lo que alcanzo a conocer creo que el primero en ávanzar esta hipótesis fue O wens, Despotism, Absolutism; después se ha manifestado en este mismo sentido C h . HENDRICKS, Charles V and the Cortes of Castile, Ann Arbor, 1976 (cito por el resumen de Russell-Major, Representative Government..., págs. 193-195). La depen­ dencia de ambos autores en relación con las tesis de Russell-Major es clara. De todas formas es justo reconocer que ya en 1949 RAMÓN C arande (Carlos V y sus ban­ queros, Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, II, págs. 140-150) había avan­ zado esta interpretación. 55 F. T omás Y Valiente , «La diputación de las Cortes de Castilla», Anuario de Historia del Derecho Español (AHDE), 1962, págs. 347-649, esp. 369-371. 56 A. DOMÍNGUEZ O rtiz, «La población del reino de Sevilla en 1534», Cuadernos de Historia de la revista Hispania, 7, 1977, pág. 345. V . FERNÁNDEZ VARGAS, «Los despoblados de la región leonesa», Revista Internacional de Sociología, 15-16, 1975, págs. 11-12. J. SÁNCHEZ Montes , 1539. Agobios carolinos y ciudades castellanas (Gra­ nada, 1975), págs. 118 y 123. C arande , Carlos V..., II, págs. 247-251. 57 G uilarte, El régimen señorial..., págs. 141-143 y 245-247. C arande , Car53 R u s s e l l -M a jo r ,

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tes era, por último, una excelente oportunidad para asegurar privi­ legios propios, tal y como oportunamente expusiera Luis de Ortiz en 1558 58. La sola fiscalidad era, claro está, una formidable arma política. El César aceptaba este juego si bien, a cambio, no permitió nunca a los procuradores que se salieran de él; así, cuando en 1523 y en 1525 pretendieron anteponer la contestación a las peticiones de cor­ tes a la concesión del servicio, la maniobra no tuvo ningún éxito 59. Por lo demás, el propio Carlos V propició un planteamiento de las cortes como si de un ayuntamiento del rey con sus ciudades, y sólo de eso, se tratase. De ahí que cuando las circunstancias le aconseja­ ban convocar también a la nobleza y a los eclesiásticos, como en 1527, tuviese mucho cuidado en que los brazos deliberasen separada y no conjuntamente 60. Así ocurrió también en las Cortes de 1538-39, en las que el emperador planteó la posibilidad de implantar una sisa general 61. La negativa a esta ayuda por parte sobre todo de la nobleza —la Iglesia resolvió por otros medios—, reforzó aún más el compromiso entre Carlos V y las ciudades. El pacto que se estableció a raíz de esas cortes es conocido: congelación del encabezamiento general de las alcabalas por un plazo de diez años (que llegaría a prorrogarse hasta veinticuatro) a cambio de una renovación incrementada de los servicios. Un acuerdo que protegía así los intereses de quienes resul­ taban más beneficiados en la continuidad del sistema fiscal. De ahí que ante la imposibilidad de proceder a una revisión de este último, cada vez fuese mayor la dependencia en relación con los asientos y que, asimismo, hubiera de activarse el mercado de los juros. Data

los V..., II, pág. 524. FORTEA, Córdoba en el siglo XVI, págs. 98-104. Sobre la amor­ tización eclesiástica, M. D a n v i l a , El poder civil en España (Madrid, 1885), II, págs. 76, 89, 101, 106 y 124. 58 El Memorial de Luis de Ortiz (Ed. Inst, de España, 1970), pág. 38. 59 PÉREZ P r e n d e s , Cortes de Castilla, págs. 112-113. 60 D a n v il a , El poder civil..., II, pág. 74. 61 En estas cortes la nobleza, que no quería dejarse llevar a terreno de pecheros, insistía al monarca en que permitiese la «comunicación» entre los brazos, «porque de otra forma —argüía— no nos paresce que justamente podran venir en medios los unos sin los otros para resolver conjuntamente». El Emperador fue tajante: no era consejo lo que pedía, sino ayuda. Y lo que ofrecían los nobles no era «dar medio, sino querer Cortes». Ver SÁNCHEZ MONTES, 1539. Agobios..., págs. 57-76. Sobre las estrategias subyacentes, PÉREZ PRENDES, Cortes de Castilla, caps. I y II.

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también de 1540 la adopción de una serie de expedientes y recursos de urgencia (ventas de alcabalas, de lugares, exenciones de jurisdic­ ción) que, aunque intermitentemente utilizados, acabarán por con­ vertirse en práctica común para la Hacienda de los Austrias 62. No suficientemente valorados en principio, estos expedientes resultarán a la larga extremadamente peligrosos 63. Intentando liquidar el proceder hacendístico de su padre, Feli­ pe II pugnó inicialmente por instaurar un sistema de financiación que no le atase de manos hacia el futuro. En este sentido, la única solución que con ciertos visos de racionalidad podía adoptarse era relativamente sencilla: menos crédito y más impuestos. No era un hallazgo original. Enfrentado a esos mismos problemas, también Francisco II intentaba rebajar la participación de las ayudas externas para potenciar decididamente las fuentes internas. Los medios cabía preverlos: ampliación de la esponja fiscal y presiones sobre la igle­ sia 64. El incremento de los derechos de exportación (1558-61), la revisión del encabezamiento de las alcabalas (1560-62), la incorpo­ ración de las salinas a la Corona (1564) y el excusado eclesiástico (1567), recogen la puntual réplica hispana. Pero el asentismo genovés era otra cosa. Y desde luego no podía liquidarse por decreto. Los fundamentales trabajos de Ruiz Martín nos han mostrado que, ni aún estudiando cuidadosamente una estrategia de recambio, había podido ser reducido en la primera tentativa de 1557-60. El monarca trataba ahora de implicar al reino en la nueva baza que preparaba contra los asentistas. En las Cortes de 1571, con su característico talante autoritario, Felipe II expuso a los allí convocados cuáles eran sus bazas: o los procuradores se encargaban de buscar medios para que «se desempeñase y desembarazase la hacienda y patrimonio que tiene empeñado y embarazado» o, ineluctablemente, lloverían nue­ vas «rentas» 65. Concretando una respuesta, los comisarios de Cortes elaboraron un plan para el desempeño que, además de asegurar la continuidad del encabezamiento durante treinta años, ofrecía asimis­ mo a cada una de las dieciocho ciudades la posibilidad de utilizar 62 S. Moxo, «Las ventas de alcabalas», AHDE, 1971, págs. 487-553. A. D omín­ ORTIZ, «Ventas y exenciones de lugares», AH DE, 1964, págs. 168-207. 63 Ya que amenazaba la integridad de los distritos territoriales, judiciales y fisca­ les, sobre los que actuaban las ciudades de voto en cortes. 64 WOLFE, The Fiscal System..., págs. 105-126. 65 Actas de las Cortes de Castilla, 1571, págs. 311-313.

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aquellos medios «que según la calidad de la tierra y provincia pare­ ciese se podrían en ella usar». El plan no fue aceptado por el colec­ tivo de procuradores que, de alguna forma, querían manifestar su oposición al estilo autoritario del monarca 66. Felipe II decidió en­ tonces guardar sus cartas para una segunda mano. La cuestión volvió a plantearse de nuevo en la convocatoria de 1573-75. Nos consta que ahora las cortes tenían asignado un papel muy preciso dentro de la estrategia general con la que se trataba de montar el decreto de 1575 67. Pretendía el monarca además captar en su favor el sentimiento de hostilidad del reino hacia el sistema que los asentistas representaban. De ahí que a pesar de que los pro­ curadores reiterasen una oferta muy similar a la de 1571 68, Felipe II acabase por aceptarla en líneas generales. Conscientes de su posición, los procuradores insistían además en la necesidad de que se aban­ donasen los expedientes fiscales que tan perjudiciales venían resul­ tando para sus circuitos de poder local. Asimismo pusieron especial énfasis en que había de ser el reino, y sólo él, quien tuviese «la administración y libre facultad» para llevar adelante el proyecto. El monarca, ahora en tono conciliador, accedió a que los procuradores se desplazasen a consultar a sus ciudades respectivas. Pero no por ello descuidó, en un alarde de prácticas de autoridad y clientelismo, el envío de las oportunas misivas a corregidores, obispos y nobles, indicándoles con más o menos sutileza en qué sentido y cómo ha­ brían de presionar sobre los procuradores 69. A pesar de tales precauciones, la reanudación de las cortes mos­ tró que los procuradores no venían con una actitud unificada. Había diferencias en cuanto al tipo de poder concedido, y las había asimis­ mo en relación con los medios que debían adoptarse y aun en cuanto a su duración. La búsqueda de una posible convergencia entre las diversas propuestas, dio como resultado la confección de unos Ca-

66 Ver la respuesta del monarca en 1555 a las peticiones de los procuradores (D anvila , El poder civil..., II, pág. 156). 67 A. W. L ovett, Philip II and Mateo Vázquez de Leca (Droz, Ginebra, 1977), págs. 69-73. 68 Oferta que el monarca aceptó en sus principales puntos: fundamentalmente congelación del precio del encabezamiento y del de la sal. Se permitiría un incremento de la alcabala, fijado por el reino, durante diez años, y sólo con vistas al desempeño. Se pensó también en un impuesto sobre la harina. Ver lo que se dice más adelante. 69 Actas..., págs. 511-561.

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pítidos en los que las propuestas más radicales —y menos operati­ vas— resultaron primadas. Conscientes de ello, sus autores se esfor­ zaban en hacer ver al monarca que aquello no era una táctica para bloquear las negociaciones, sino consecuencia de la dificultad de «reduzir a concordia» propuestas tan diversas 70. Esto sucedía el 21 de septiembre. El 1 de octubre llegaba la contestación real: se posponía por el momento el camino del desempeño y se instaba al reino a buscar un medio alternativo, «con la brevedad que la necesidad lo requería». El desenlace es conocido: el encabezamiento general de 1562 se multiplicó por tres, pasando de 456 a 1.393 millones de maravedís. Ello no equivalía sin embargo a una ruptura entre rey y reino. Si bien el monarca no quiso escuchar las peticiones de los procuradores para que la vía del desemepeño no quedase bloqueada, aquella postura no era definitiva. Por una parte al monarca no podía escapar la existencia de algunos indicios de inquietud urbana ya en 1574, que ahora en 1576 se reiteraban con más insistencia 71. Pero, sobre todo, ocurría que el monarca necesitaba contar con la baza del reino para poder llevar a cabo su estrategia antiasentista. En las siguientes cortes se produjo una nueva —y última— ne­ gociación entre ambas partes. Por parte del reino sus términos ver­ saron sobre la vuelta al encabezamiento de 1562 a cambio de un arbitrio general, sobre cuya modalidad concreta discutían los procu­ radores. Sus comisarios delegados alumbraron finalmente un proyec­ to: un encabezamiento general que incluiría por primera vez a todas las alcabalas y tercias, con carácter perpetuo 72, al tiempo que, para poder realizar el desempeño, se establecería un impuesto «sobre cual­ quiera género de moliendas» que podría durar veinte años como máximo. Por su parte el monarca se comprometía a retrotraer el precio de la sal al nivel anterior a su incorporación a la corona y a 70 No obstante, la falta de respuesta del monarca en relación con el plan para extinguir la deuda consolidada debió de influir en la actitud de los procuradores; Actas..., págs. 263-266 y 317-333. 71 En febrero habían aparecido algunos «cartones» en Valladolid y Medina del Campo; en uno de ellos se solicitaba «que los procuradores de Cortes no concediesen a su Magestad ninguna cosa de lo que pedía en las Cortes», AGS, Patronato Real, lg. 72, fol. 71. Para 1576, F. CHACÓN, Murcia en la centuria del quinientos (Murcia, 1979), págs. 329-330. Probablemente ello influyó en la rebaja del encabezamiento. 72 Es decir, incluidos tanto aquellos lugares que disfrutan de exenciones, como las alcabalas de aquellos lugares arrendados o administrados directamente por Ha­ cienda. AGS, PR, lg. 78, fol 126.

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moderar, además, los derechos de exportación sobre la lana. Los restantes puntos del proyecto recogían sistemáticamente cuanto des­ de 1570 se había venido reclamando en orden a dotar de más con­ sistencia los poderes del reino, quien se aseguraba la autogestión del nuevo tributo. Tampoco esta vez hubo acuerdo. Y todo parece in­ dicar que la ausencia del mismo se debió más a una falta de enten­ dimiento entre las ciudades que a las posibles reservas del monar­ ca 73. Este último decidió a partir de ese momento renunciar —al menos hasta 1588— a la colaboración del reino en sus planes 74. La década de los setenta evidenció así no sólo la incapacidad del reino para concretar un auxilio al monarca, sino también la imposi­ bilidad de las cortes para imprimir una dirección a los diversos in­ tereses de las ciudades. Pero como consecuencia de ello estas últimas vieron cómo el favorable trato fiscal del que hasta entonces habían venido disfrutando se venía abajo. El encabezamiento se mantendría definitivamente en el nivel de 1577 y, hasta 1589, sólo se concederían prórrogas bianuales. José Ignacio Fortea ha reconstruido puntual­ mente los efectos que de ello se derivaron para una ciudad como Córdoba 75. No obstante, esta endémica falta de acuerdo que parece perseguir a la asamblea de ciudades no era conecuencia sólo de in­ tereses más o menos parroquianos. Detrás de ella existía una decisiva pugna entre renta y mercancía, en la cual se ventilaba nada menos que el destino mismo del sistema urbano castellano. Se conservan en Simancas preciosos testimonios de las discusio­ nes libradas durante la celebración de estas últimas cortes. Entre ellos destacan dos memoriales que sobre el medio de la harina ela­ boró Alvarez de Toledo —procurador por Madrid— en 1574 y 1579, y cuyas tesis se adivinan detrás del memorial redactado por los co­ misarios de cortes. Se deduce de ellos, y de otros testimonios, la entidad y relevancia de los problemas que allí se debatían. En prin­ cipio, había coincidencia general en señalar que las modificaciones ocurridas en el encabezamiento eran la directa responsable del adel­ gazamiento de los caudales y del acavamiento de los tratos, y no

73 AGS, PR, lg. 77, fol. 503, «Sumario de lo que el Reyno pidió en las Cortes del año 1579 para lo del Desempeño», con la respuesta del monarca. Ver también fols. 59 y 26, «Lo que el Reyno acordó por la mayor parte». 74 F . R u iZ MARTÍN, Lettres marchandes échangées entre Florence et Medina del Campo (París, SEVPEN, 1965), LI-LXIII. 75 Córdoba en el siglo XVI, págs. 413-470.

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menos de la huida hacia espacios fiscales que, como el señorío, se prometían más desgravados. Se matizaba no obstante, como hacía Alvarez de Toledo en 1579, que lo insoportable de la situación pro­ cedía de que hubiesen coincidido en el tiempo las consecuencias del decreto de 1575 con el crecimiento de las alcabalas, «lo qual ha sido y es causa de que se sienta más el crecimiento» 76. Dado el papel absolutamente central del capital comercial en el crecimiento econó­ mico que hasta entonces se había venido registrando 77, la necesidad de concretar una novedad fiscal que no aplastase el beneficio comer­ cial era más que obvia. Alvarez de Toledo quería hacer ver que el interés del reino convergía objetivamente con el del rey: «vasallos y reyno pobre y afligido no pueden hazer rey y señor rico». Invocaba por ello al escolástico bien común como justificación decisiva para adoptar su medio de la harina. Desde este argumento general esperaba que podrían conseguirse ciertas ayudas. Entre ellas, de in­ mediato, las de la Iglesia y la nobleza, a quienes podría pedirse que arrimaran el hombro. Después, podía esperarse que el monarca re­ conociese aquel tributo como otorgado por los procuradores 78. A éstos, en cualquier caso, habría que exigir que recabasen de sus ciu­ dades un poder que no les atase de manos a la hora de tomar deci­ siones. Por encima de todo, Alvarez de Toledo quería dotar al reino de una capacidad de decisión política propia y autónoma. Y ello porque, como «ministros» del reino, los procuradores no lo eran «menos que de sus ciudades, sino mucho más»; por esta calidad habrían de «preferir el bien universal al bien particular». Al menos desde un punto de vista teórico no puede decirse que el capital comercial no estuviese a la altura de las circunstancias. Comprendiendo lo que le iba en el envite se defendía racional y lúcidamente. Advertía desde luego que en aquella tesitura se jugaba sus propias posibilidades de reproducción. La baja de alcabalas que 76 El memorial, en AGS, PR, lg. 78, fol. 26: «[...] que no ha causado el daño y trabajo con que se halla el Reyno solo el crescimiento de las alcavalas, sino el Decreto y falta de dinero para el comercio». 77 Ibidem, «que el agua de los reynos y moradores de ellos es de tal manera el comercio que, mientras es mayor, mayores riquezas y mayor número de ricos pro­ duce, y sustenta chicos y grandes, que ninguno ay que no viva y falte de contento». 78 «De manera que no solo tiene Su Magestad el poder necesario que todos re­ quieren para imponer la imposición [...] pero no usa de el [...] queriendo tener y recibir lo que pide de mano del Reyno, con consentimiento y otorgamiento de sus procuradores y ciudades».

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se pedía a cambio de la harina no sólo «abriría el trato»; sería oca­ sión además para estimular «otros dineros de personas particulares que están secretos y no quieren tratar con ellos porque los caudales se les consumen y embeven en las alcavalas que agora ay», de tal forma que «no los emplean sino en comprar censos o juros o lugares porque en estas cosas no pagan ellos alcavala». La ofensiva de la renta era en efecto la cuestión central y el demonio interno que se trataba de exorcizar. Sin su liquidación no había garantías de que las actividades productivas reemprendiesen su marcha 79. Por diversas razones sin embargo la batalla estaba perdida. En primer lugar porque, desde bastante antes de los ochenta, era el propio patriciado urbano quien había pospuesto la lógica comercial frente al rentismo. Basta con observar los testamentos de los merca­ deres burgaleses ya desde fines del siglo XV ; trabajos en curso de realización permiten sospechar que, posteriormente, el patriciado ur­ bano practicó —y no sólo intermitentemente— una estrategia de territorialización que iba más allá del mero cuidado que podía su­ ponerle el control de sus distritos rurales 80. Después, la compra de juros por amplios estratos de la población urbana hizo que los in­ tereses de una parte de la misma estuviesen más atentos a la situación de la Hacienda Real que a la de su propio municipio 81. En esta situación se entiende que, enfrentado al prepotente capitalismo ge­ novés, el pequeño capitalismo castellano —tal y como vienen reite­ rando los trabajos de Ruiz Martín— fuese incapaz de mantener un espacio propio. Al no poder cubrir el papel que el monarca les había asignado, éste no tuvo otra opción que ir entregando gradualmente el control de su Hacienda a los asentistas. Pero en todo caso los 79 Con la reinversión de capitales, «como antes les solían emplear en lanas, sedas, paños y otras mercaderías para dentro y fuera del reyno, con lo qual bullirá el co­ mercio que esta cesado; los ganaderos y labradores se alentarían con la recuesta de las lanas y contrataciones, y los oficiales y travajadores se sustentarían y tendrían que hazer en todo el año». 80 B. C a u n e d o POTRO, Mercaderes y comercio en el golfo de Vizcaya en la época de los Reyes Católicos, tesis doctoral (Universidad Autónoma de Madrid, 1981), vol. II, págs. 49-244. Para un planteamiento general ver B a r e l , La ville médiévale, págs. 305-320. Asimismo trabajos en curso de Julio Pardos e Hilario Rodríguez sobre Burgos en el siglo XVI. 81 Ver las reservas de los tenedores de juros hacia aquellos puntos del desempeño que abogaban por la liquidación de la deuda consolidada, AGS, PR, lg. 78, fol. 49. Un análisis puntual en F. CHACÓN, «Un factor de descapitalización. Las rentas del Estado en Murcia durante el siglo XVI», Murgetana, 53, 1978.

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genoveses, al propiciar desde su posición hegemónica todos aquellos medios y expedientes que de una u otra forma fomentaban el rentismo, se limitaban a dar el empujón definitivo a un proceso que ellos no habían creado. Cuando a este bloque se agregaron los in­ tereses de aquellas zonas que, por circunstancias diversas, habían quedado al margen de los grandes tráficos y en cuyas economías imperaba el autoconsumo, la suerte del proyecto de Alvarez de To­ ledo estaba echada 82. Motivado por esta compleja red de intereses, el comportamiento de las cortes es menos errátil de lo que a primera vista pudiera parecer. Se entienden así las razones que impidieron que el sector más progresivo del patriciado urbano llegase a conseguir unos um­ brales mínimos de consenso. Y se entiende asimismo el porqué esa institución no pudo convertirse en una plataforma unitaria desde la que articular un proyecto específico de patriciado urbano. A la al­ tura de 1580 el sistema urbano castellano empezaba a convertirse —la expresión es de Weber— en una gigantesca pensionópolis. Su comportamiento en el primer servicio de millones confirma su interés por no ir más allá de ese ámbito local en el que voluntariamente había querido recluirse.

El nuevo ciclo bélico —y atlántico— que se abría con la década de los ochenta, amén de implicar notables mutaciones en la práctica y en los escenarios de la contienda, supuso asimismo —como ha cuantificado Irving Thompson— un espectacular incremento en la demanda y en los costes de la guerra. Estas circunstancias hacían aún más difícil que Felipe II pudiera desembarazarse de la banca genovesa, tal y como el propio monarca hubo de reconocer a raíz de la preparación de la Armada Invencible 83. Paradójicamente sin embargo, la posterior derrota de esta armada —que supuso una pérdida superior a los 10 millones de ducados— serviría para forzar al monarca, de nuevo, a incluir al reino entre sus planes. 82 AGS, PR, lg. 78, fol. 50, donde se contraponen la tierra «delgada y miserable» de Guipúzcoa, Vizcaya, las montañas de Burgos, León, Galicia, Asturias, Soria, Cuen­ ca, Salamanca, Segovia y Avila, frente a la tierra «gruesa y abundante» de Castilla la Nueva y Andalucía para negar la validez de la harina, que favorece «a los hombres de negocios y los ricos que tienen tierras gruesas y abundantes y pagan mucha alca­ bala». 83 Ruiz M a r t í n , Lettres..., LXIII-LXIII.

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Los procuradores en efecto reconocieron que aquella circunstan­ cia excepcional obligaba a una ayuda inmediata. Pero apagado el fervor inicial surgieron todo tipo de dificultades a la hora de instru­ mentar esa ayuda. Entre los medios que se barajaron en los primeros momentos no faltaron quienes, como Pedro de Foronda o Bernar­ dino de Avila, proponían arbitrios cuya sola observancia produciría «el remedio des tos reynos» 84. Pero evidentemente no era esta la vía que deseaba el monarca. En los primeros días de octubre de 1588 los corregidores facilitaban al monarca los nombres de aquellos pro­ curadores que podrían estar dispuestos a secundar sus planes. Simul­ táneamente se escribía a cargos eclesiásticos y, en general, a personas de confianza del monarca, para que utilizasen toda su influencia sobre los procuradores de cortes. La propuesta de Valladolid, que se recibía el 19 de noviembre, resume con bastante exactitud cuál era el tipo de compromiso al que las oligarquías urbanas se mostraban dispuestas. Los capítulos con los que la villa vendría en la concesión del servicio incluían, en pri­ mer lugar, el reconocimiento del carácter excepcional —no prorrogable— del impuesto. Después, y en relación con la forma en que habría de ser recaudado su montante, se indicaba que éste sería fi­ nanciado sobre la base de una sisa en los mantenimientos, frente a la cual no cabría excepción alguna. Se añadía, por último, que ante la urgencia de la situación el monarca había de permitir a la ciudad «tomar a censo sobre sus propios la parte de la cantidad que la cupiere de pagar». Los réditos y el principal de estos censos se sa­ tisfarían sobre las sisas, que además de dar cobertura a esta deuda se prolongarían hasta satisfacer «los demás censos que esta villa tiene situados sobre sus propios» 85. Con matices que derivados de cada caso concreto luego se añadirían, la propuesta de Valladolid recogía lo más sustancial de la estrategia patricia. El monarca, que captó de inmediato por donde iban los tiros, aceptó sin más dilación la oferta que se le hacía. Dejaba «entera livertad a las ciudades y villas para que saquen la quantidad que les cupiere de donde mejor les paresciere»; siempre, claro está, que la contraprestación que esperaba es­ tuviese a la misma altura 86. 84 AGS, PR, lg. 78, fols. 228 y289. 85 Nos consta que idéntico procedimiento fue arbitrado por Burgos. Comunica­ ción de Julio Pardos. 86 AGS, PR, lg. 80, fol. 116.

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Sentado este principio de acuerdo quedaba la tarea de reducir a los municipios reticentes. Y de integrar en una escritura las diversas condiciones particulares que, previsiblemente, cada ciudad querría hacer valer. Considerando que esta circunstancia demoraría un acuer­ do en firme hasta comienzos de 1590, Mateo Vázquez informaba al presidente de la Junta de Cortes de la apurada situación en la que se encontraba el monarca, y para cuyo remedio convendría hacer ver a los poderosos locales que no se les iban a regatear facilidades 87. Probablemente, esta circunstancia explica que a comienzos de 1590 los municipios hubiesen conseguido hacer buenas la mayor parte de sus condiciones particulares. El 19 de marzo el reino informaba al rey de lo que «era necesario para que se le responda y declare y conceda para otorgar la escritura», y este informe era ya básicamente la primera escritura de millones que se firmaría en abril de ese mismo año 88. Sustancialmente la escritura incorporaba lo que, a título in­ dividual, habían venido reivindicando las ciudades entre septiembre y diciembre de 1588 89. Visto con cierta perspectiva, el primer servicio de millones se nos ofrece como un precipitado compromiso que sólo las acuciantes ur­ gencias del monarca permiten explicar. De otra forma no puede en­ tenderse que éste llegara a estampar su firma en un documento que, a partir de ese momento, confería a los poderes locales una libertad de maniobra —y el monarca tenía que saberlo— que iba más allá de los fines recaudatorios para los que se concedía. Las ciudades, si bien renunciaron a las posibilidades que ofrecía la ocasión para relanzar un debate político de altura entre rey y reino, no puede decirse sin embargo que procediesen con improvisación. Disponían para ello de toda su experiencia anterior. Desde su reducto central, forzaron pri­ mero la tributación de los otros estamentos del reino que, precisa­ mente, no eran convocados a cortes. Después, actuando de forma estrictamente insolidaria, rechazaron el posible encabezamiento del nuevo impuesto a fin de no asumir la más mínima responsabilidad mancomunada 90. Finalmente, arrancaron del monarca cláusulas