Fortunas Familiares

Citation preview

Leonore D avidoff y Catherine Hall

Fortunas familiares H om bres y m u jeres de la clase m edia inglesa

1780-1850

EDICIONES CÁTEDRA UNIVERSITAT DE VALENCIA INSTITUTO DE LA MUJER

Consejo asesor: Giulia Colaizzi: Universidad de Minnesota / Universitat de Valencia María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia Mercedes Roig: Instituto de la Mujer de Madrid Mary Nash: Universidad Central de Barcelona Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo Matilde Vázquez?: Instituto áe la Mujer de Madrid Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia

Título original de la obra: Family Fortunes Men and Women ofthe English middle class 1780-1850

Traducción de Pepa Linares Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez

© Leonore Davidoff y Catherine Hall Hutchinson, 1987 Ediciones Cátedra, S. A., 1994 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 15.550-1994 I.S.B.N.: 84-376-1256-X Printed in Spain Impreso en Gráficas Rógar, S. A. Pol. Ind. Cobo Calleja. Fuenlabrada (Madrid)

Prefacio a la edición española La edición española de este estudio presenta la argumenta­ ción principal de la edición inglesa, sirviéndose de algunos ejemplos significativos procedentes de las numerosas y variadas fiientes del original, que se describen en detalle en la última par­ te de la introducción a este volumen. Al acometer el estudio original, consideramos de esencial im­ portancia investigar la interacción de los factores económicos, so­ ciales y culturales en un nivel local. El análisis que sigue destaca las vidas de personas corrientes, anónimas en su mayoría y ocupa­ das en su existencia cotidiana, que formaban alianzas y creaban redes de religión y parentesco en las que a su vez, se apoyaban. En la edición inglesa, el tapiz de estas vidas se entreteje en el análisis general. Sin embargo, debido a los problemas de traduc­ ción, hemos debido prescindir de numerosos detalles de gran ri­ queza en esta edición, que sólo presenta aproximadamente una cuarta parte del texto inglés. Aunque resulta inevitable que el tono del original, que re­ cuerda a veces a una novela o a una pieza de teatro, haya sufrido alguna merma, esperamos que estas páginas brinden al lector es­ pañol un retrato ameno y pormenorizado de la vida de la clase media inglesa de provincias en un período de cambios cruciales, que abarca desde finales del siglo xvm hasta las primeras déca­ das del siglo xix. L eonore D avidoff C atherine H all

Abril, 1994

Introducción En Fortunas familiares hemos querido estudiar las ideolo­ gías, costumbres e instituciones de la clase media inglesa desde finales del siglo xvm hasta mediados del xrx. La obra se ocupa tanto de los hombres como de las mujeres y, muy especialmen­ te, del lugar asignado a la familia y de la delineación de las di­ ferencias de género en una época de acelerados cambios econó­ micos, políticos y sociales. La hipótesis de este trabajo arranca de nuestra convicción de que sexo y clase operan siempre jun­ tos, y de que la conciencia de clase adopta siempre también una forma sexuada, aunque, naturalmente, la articulación de ambos nunca es perfecta. En efecto, la contradicción de ciertas aspira­ ciones de clase con la búsqueda de una identidad femenina constituyó un factor fundamental para el desarrollo del feminis­ mo a mediados del siglo xix. Nos interesan sobre todo las dos esferas, pública y privada, en que dividió el mundo la clase media, construyendo de este modo un ámbito para la moral y la emoción y otro para la acti­ vidad racional, y convirtiendo estas categorías en fuerzas del mercado. Pero aquí tratamos de ver más allá de la división, con el fin de demostrar que los hombres de la clase media que aspi­ raban a ser «alguien», a contar como individuos por riqueza y capacidad de mando o de influjo sobre los demás, estaban inser­ tos en una estructura familiar que les brindaba la ayuda femeni­ na absolutamente esencial para situarse en la esfera pública.

No tratamos las relaciones entre la clase media y el resto de los estratos sociales, un asunto sin duda interesante pero com­ pletamente distinto al que nos ocupa, porque creemos que, como otros muchos aspectos de la formación de esa clase, ha sido ya profusamente estudiado. No nos ocupamos del hombre de clase media en tanto que empresario, ni de las relaciones en el lugar de trabajo o de la organización del proceso productivo, sino de la trascendencia de la división sexual del trabajo en el seno de la familia para el desarrollo de la empresa capitalista. Rastreamos también las huellas de la tradición y del viejo en­ tramado social e institucional en la nueva conceptualización de los sexos. Hemos intentado reconstruir el mundo desde el punto de vis­ ta de la clase media de provincias, desde su forma de descifrarlo y de vivirlo, ya que nuestro propósito es desarrollar un marco analítico y explicativo que permita comprender la estructura de ese mundo y el porqué del predominio de esas formas morales y culturales concretas. Inevitablemente, el trabajo se ha visto guia­ do, como todo estudio histórico, por los intereses del presente, de ahí que resaltemos lo que, a nuestro juicio, otros han descui­ dado, es decir, la importancia y complejidad de la dimensión se­ xual como elemento estructurante de la vida de la clase media durante este período. Partimos de la premisa de que toda identidad es sexuada y de que la organización de la diferencia sexual es el eje de la socie­ dad. La distinción entre hombre y mujer es un hecho siempre presente que determina la experiencia, influye en la conducta y estructura las expectativas. La identidad sexual se organiza den­ tro de un complejo sistema de relaciones sociales, que se produ­ cen no sólo en instituciones como la familia o la parentela, sino en todos los niveles de la estructura legal, social, política y eco­ nómica. «Masculinidad» y «femineidad» son los productos con­ cretos de un tiempo y de un espacio históricos. Constituyen ca­ tegorías que continuamente se foqan, se discuten, se recrean y se reafirman, en un proceso en el que hay siempre lugar para el cambio y la negociación. Este trabajo compara la división del mundo, frecuentemente aceptada, en público y privado con sus correspondientes catego­

rías teóricas de producción y reproducción. Los estudiosos del marxismo tradicional han prestado mucha atención al ámbito de la producción y del Estado, pero muy poca a los lugares donde se ha relegado conceptualmente a la mujer, como la familia, la esfera privada y el hogar. No obstante, la concepción maixista del circuito de la producción, según la cual éste necesita repro­ ducir la fuerza de trabajo, distribuir e intercambiar los productos, nos remite al ciclo completo del capital y, con ello, a la impor­ tancia primordial del consumo. Semejante proceso de reproduc­ ción social depende de la familia y del trabajo de las mujeres, aunque este último permanezca agazapado tras su categorización como asunto privado. La creación de la esfera privada fue, pues, determinante para elaborar la demanda de consumo, e igualmente esencial para el proceso de acumulación que caracte­ riza a las sociedades modernas. En el estudio histórico de una sociedad cada vez más adap­ tada al capitalismo industrial era inevitable que la clase, es decir, la relación con los medios de producción, distribución e inter­ cambio y sus correspondientes formas culturales, se convirtiera en el segundo eje conceptual. Los debates teóricos de las dos úl­ timas décadas han hecho patente la necesidad de realizar un aná­ lisis de clase menos reduccionista y más centrado en cuestiones de autoridad moral y cultural. Ello implicaría un estudio profun­ do de las reivindicaciones que realiza una determinada clase so­ cial para ejercer legítimamente un poder y una autoridad basa­ dos en sus valores y estilo de vida y respaldados por los privile­ gios económicos o de cuna (por el status, según el término de Weber). Estos aspectos relaciónales de clase abundan en impli­ caciones de género. Pese a todo, el concepto de clase continúa siendo analizado en nuestros días sin aludir a la especificidad sexual. Por nuestra parte, nos centraremos en la naturaleza sexual de la formación de clase y en cómo la diferenciación sexual influye en la perte­ nencia a una clase. La clase media inglesa se foijó en una época de grandes tumultos y amenazas de desorden social y económi­ co. En semejantes condiciones, la eterna separación en catego­ rías sociales que ahonda las diferencias entre los grupos huma­ nos, sin excluir los formados por hombres y mujeres, tuvo que

adoptar una estructura que la dotara de uoa apariencia de orden. Tanto la crítica de la clase media al sistema dominante de los te­ rratenientes como su creencia en la propia capacidad para go­ bernar a la clase trabajadora, que constituyeron los dos pilares de la aspiración burguesa a detentar la autoridad social y moral, se articularon dentro de una concepción sexuada de la clase. La identidad masculina quedó vinculada al concepto emergente de «profesión», en tanto que la femenina era reinterpretada dentro de un marco exclusivamente familiar. Por todas estas razones, la familia, como categoría histórica y analítica, constitutirá el concepto central de nuestro estudio. Pero no debemos subestimar la gran diversidad de formas fami­ liares; en rigor, no existe la «familia», sino las «familias». La fa­ milia de clase media se sometía a la autoridad del paterfamilias: marido, padre y maestro, que, a su vez, se encargaba de repre­ sentar en la esfera pública a sus parientes subordinados. Se re­ quirió un cierto tiempo para que él mismo llegara a considerarse un miembro no exterior de la unidad familiar. Tampoco el con­ cepto de familia se identificaba necesariamente con el grupo que comía o dormía bajo el mismo techo. Por otro lado, el hombre ejercía su dominio a través de la herencia y del apellido, pero la mujer era imprescindible para la supervivencia del grupo. Sólo desentrañando el concepto de familia, conociendo sus límites inestables y sus máscaras cambiantes, podremos saber cuáles eran las relaciones y la vida cotidiana del hombre y de la mujer, tanto dentro como fuera del hogar. La familia se encargaba de mediar entre lo público y lo pri­ vado y de conectar el mercado con lo doméstico. La base de gran parte de la actividad económica descansó en esta institución has­ ta muy avanzado el siglo xix. La mayor parte de la producción generadora de beneficios se realizaba a través de la empresa fa ­ miliar que estudiaremos aquí. Las formas de propiedad, autori­ dad y organización se estructuraron a través de las relaciones de género, del matrimonio, de la división del trabajo y de la heren­ cia. Esto incluía necesariamente la «producción» de niños. Hi­ jos, sobrinos y yernos formaron la plantilla de esta empresa, que, poco a poco, reprodujo las relaciones de mercado en cuanto al trabajo, las materias primas, el capital, el crédito y las compras.

Pero el mercado fue desde el principio básicamente masculino, tanto por sus formas como por el sexo de sus integrantes. Fami­ lia y mercado entraron en un entramado de conexiones muy ela­ boradas, en el que, contrariamente a lo que suele creerse, el se­ gundo nunca fue «asexuado». En todas las sociedades, la organización familiar ha estado arropada por la parentela. Los vínculos de parentesco, sin em­ bargo, son flexibles y pueden extenderse por matrimonio, en es­ pecial cuando cabe la posibilidad de que el cónyuge sea también socio. Incluso otras relaciones no parentales como, por ejemplo, las de amistad, pueden adoptar a veces una situación de paren­ tesco. El reconocimiento de esta pertenencia al círculo familiar enriquece la obtención de recursos y el intercambio de servicios. Cuanto más consistentes son estos vínculos parentales mayor es su capacidad de atemperar las diferencias entre las clases y los antagonismos que inevitablemente surgen una y otra vez en el seno de la estructura social. Las relaciones de familia y parente­ la constan, por definición, de elementos masculinos y femeni­ nos' No obstante, compete sobre todo a las mujeres la función de mantenerlas, en tanto que los hombres desarrollan sus rela­ ciones en organizaciones y ambientes exclusivamente masculi­ nos. Por otra parte, en una sociedad dominada por estructuras tendentes a conservar el poder y la autoridad del hombre, las mujeres pueden también encontrar vías de expresión para sus deseos y necesidades, recurriendo a menudo a la reivindicación de una esfera propia y separada, cuyo resultado, sin embargo, es la neutralización de la expresión directa del antagonismo entre los sexos. En este trabajo hemos prestado una atención especial a los lenguajes de lo público y lo privado, sin duda muy relacionados entre sí, pero vinculados sobre todo al mundo del trabajo y de los hombres, y al del hogar y las mujeres, respectivamente. Las ta­ reas domésticas femeninas, realizadas en la esfera privada del hogar, no se consideraban trabajo, e igualmente oscura resultaba la contribución de la mujer casada a la empresa familiar en for­ ma de actividad, contactos y capital propio. Además, el mundo de la producción dependía de la demanda de consumo generada por la familia burguesa. Esposas, tías, hijas, hermanas, sobrinas

y sirvientas cuidaban del hombre público. Ese hombre, aparen­ temente autónomo como individuo, ensalzado por la política económica y por la religión evangélica, estaba en realidad ro­ deado de un conjunto de parientes del sexo femenino que hacían posible todos y cada uno de sus actos individuales. Pero los ho­ gares de la clase media se levantaron también sobre la energía de los hombres y mujeres de la clase obrera; los unos, en la esfera pública del trabajo; las otras, en la esfera privada de la casa, don­ de invirtieron su fuerza de trabajo en calidad de sirvientas hasta bien entrado el siglo xx. Después de todo, y a pesar de la con­ tundente fantasía de las «dos esferas», ni lo público era tan pú­ blico ni lo privado tan privado. Ambas cosas no fueron sino pro­ ductos ideológicos de contenido concreto, que, a su vez, sólo pueden comprenderse como resultados históricos de un tiempo y de un espacio igualmente concretos. ***

Si el tiempo de nuestra historia se refiere a las turbulentas décadas de finales del xvm y principios del xix, el lugar serán las provincias inglesas más afectadas por la implantación de la eco­ nomía de mercado. La gente que creó tales fiierzas y que, al mis­ mo tiempo, fue moldeada por ellas, pertenecía a los estratos me­ dios de las capitales de provincia, de las ciudades pequeñas y de los pueblos. Las vivencias de la generación nacida en la década de 1780 se foijaron en la encrucijada de la Revolución Francesa, las gue­ rras napoleónicas (auténtica frontera cultural, comparable a la que trazó la «Gran Guerra»), la explosión demográfica y la re­ novación tecnológica. Sus hijos y nietos tuvieron que aprender a vivir en el mundo del ferrocarril y de los grandes cambios de mentalidad: el desarrollo de la ciencia, de la economía política y de las reivindicaciones salariales. Se vieron obligados a luchar por imprimir en las instituciones de gobierno unos cambios que iban a transformar radicalmente su mundo físico y mental, a tra­ vés, por ejemplo, de la Ley de Reforma de 1832, que les propor­ cionó el acceso a la representación parlamentaria; de la Reforma Municipal, que les abrió las puertas del liderazgo local (espe­

cialmente a los «inconformistas», así llamados por no pertenecer a la iglesia anglicana oficial) y de la Nueva Ley de los Pobres, proyectada para controlar a los trabajadores asalariados. Dentro de estos estratos medios, algunos grupos como los fabricantes de armas y los campesinos, cuya competencia había quedado redu­ cida por el bloqueo, prosperaron después gracias a los beneficios de la guerra; otros, como los fabricantes de productos de lana, para quienes el bloqueo resultó nefasto, se fueron definitivamen­ te a pique. Este tipo de familia y de individuo se encontraban situados a medio camino entre dos grupos sociales; por un lado, la aristo­ cracia y la alta burguesía sin títulos, cuyas pretensiones de do­ minio se basaban en la propiedad real, es decir, a la tierra, y, por otro, los artesanos, los empleados pobres y, sobre todo, el prole­ tariado en expansión. Las fuerzas del mercado capaces de cons­ truir o destruir la vida de la clase media aún no formaban parte de instituciones completamente sólidas y fiables. Sistemas de crédito, contabilidad, intercambio de mercancías y financiación eran todavía rudimentarios. Hubo que gestionar las formas líqui­ das del patrimonio, es decir, capital, casas y pertenencias, para asegurar la supervivencia amenazada. Para ello se necesitaba la atención personal del empresario, del agricultor o del profesio­ nal (el gran «patrimonio» de este último eran el talento personal y la reputación). Pese a que los intereses de buena parte de la aristocracia y la burguesía se dirigían ya al capital y a los ingresos de proceden­ cia distinta a la de la tierra, su ethos y su reputación continuaban reflejándose en el lujo, el deporte (especialmente la caza), el patemalismo y la conservación de los cargos honoríficos de go­ bierno. Los dirigentes políticos de las clases medias —cada vez más prósperas y numerosas— se vieron enfrentados a la disyun­ tiva de luchar por incorporarse a esa elite o desarrollar otros va­ lores y aspiraciones en los que fundamentar la legitimidad de un liderazgo propio. De modo que para enfrentarse a aquellas ideas inamovibles, que en ciertos casos suponían incluso el vasallaje feudal, así como al poder y a la nobleza de la «sangre y del semen», nece­ sitaron armarse de la inagotable energía que el movimiento

evangélico ponía a su disposición en calidad de «potente motor de fe», capaz de impulsar la conquista del liderazgo, si no políti­ co al menos cultural, de la nación. Aunque algunos miembros de la alta burguesía, especialmente aquélla en que las esposas apor­ taron rentas urbanas y agrícolas, apoyaban el nuevo y ferviente «entusiasmo» religioso y su marcado interés por la vida domés­ tica, esta forma de conciencia religiosa encontró una respuesta especial en las clases medias, cuyas actividades económicas es­ taban revolucionando las ciudades y el campo. La coherencia moral y religiosa se convirtió en un fin en sí misma; la meta de la bulliciosa plaza del mercado fue proporcionar un régimen re­ ligioso al individuo de clase media, situado exactamente en el «seno de la familia». Un sólido ambiente familiar, un hogar cómodo y caliente, unos niños bien educados y una esposa que, a ser posible, no tu­ viera que ocuparse del negocio, eran pruebas auténticas de pro­ greso. La demostración de probidad resultaba especialmente im­ portante en una época en la que el crédito aún se obtenía en ins­ tituciones locales y la buena reputación financiera constituía un tesoro inapreciable. La familia, la parentela y los vínculos con los correligionarios formaban un escudo protector contra los es­ tragos de la enfermedad, capaz de diezmar en poco tiempo los recursos vitales de cualquier individuo. Pese a los avatares de los ciclos económicos y a la constante amenaza de catástrofe demográfica, la clase media aumentó su prosperidad y edificó sus instituciones, tanto en el sentido orga­ nizativo como en el literal de ladrillo y cemento, durante la pri­ mera mitad del siglo xix. Mientras que el proletariado luchaba por mantener un miserable nivel de vida (o incluso de supervi­ vencia), muchas familias de la clase media gozaban de un supe­ rávit que les permitía continuar mejorando su vida casera, su cultura, básicamente literaria, y la educación de sus hijos. Sub­ rayaban la racionalidad, la ciencia y la fe religiosa para distin­ guirse de lo que consideraban supersticiones y anacronismos propios de la vida rural, que ahora comenzaban a transferirse al proletariado urbano en expansión. Oponían orden y limpieza al temido caos, a la suciedad y a la capacidad corruptora de unas clases de las que ellos mismos acababan de salir. Aquellas mani­

festaciones de cartistas' que pasaban tan perturbadoramente cer­ ca de los hogares de la clase media; aquellas pilas de heno in­ cendiadas por los campesinos hambrientos y desesperados, cu­ yas llamas alumbraban el cielo nocturno de las provincias, no eran sino recordatorios de la fragilidad de las instituciones y es­ peranzas de la clase media. No obstante, los individuos y las familias que formaban par­ te de esta cultura estaban lejos de formar un grupo homogéneo. El refinamiento y la respetabilidad no significaban lo mismo en las provincias que, por ejemplo, en Londres, donde se concen­ traba un número de familias de profesionales y comerciantes mucho mayor que el de las pequeñas ciudades. Industriales y agricultores, comerciantes y abogados (o cualquier otro tipo de hombre que tuviera contacto con estas actividades en algún mo­ mento de su vida) y sus respectivas familias poseían intereses muy variados; existían anglicanos e inconformistas, tories y ra­ dicales; en definitiva, todo un entramado de tendencias y alian­ zas que abrían brecha en los estratos medios. No eran menos va­ riadas sus fuentes de recursos; al final de la escala se vivía sólo un poco mejor que el maestro artesano, pero en el otro extremo se igualaban los ingresos de la clase alta, cuando no su estilo de vida. Sin embargo, los historiadores coinciden en que no era po­ sible llevar una vida de aristócrata por debajo de las 50 libras; la media «establecida» oscilaría al menos en una banda de 100 a 300 libras anuales. De este modo, el grupo del 15 al 25 por 100 de la población susceptible de ser considerado «clase media» di­ bujaba un abanico que iba desde los que poseían capital sufi­ ciente para prestárselo a los demás hasta los que ocupaban el úl­ timo y amargo eslabón de la cadena de crédito. Pero todos experimentaban el mismo interés psíquico y ma­ terial por el valor de la propiedad; todos aspiraban a la moral de una vida fámiliar y ordenada. El orden moral se convirtió en el caballo de batalla de la clase media de provincias. Integraron en 1 Partidarios del Cartismo, movimiento político formado fundamentalmente por trabajadores, así llamado por el documento (Carta Nacional o Carta del Pueblo) que recogía sus aspiraciones reformistas. Se desarrolló en Inglaterra de 1838 a 1848 (N. de la T.).

la vida familiar y religiosa las nociones de rédito diario, semanal y anual en provecho de su causa. Las fiestas de guardar, que en el siglo xvm aún se disfrutaban con alegría pagana, se cambiaron (reduciendo de paso el consumo de alcohol) por celebraciones de los aniversarios de la familia, de la iglesia o de las sociedades de voluntarios. Poco a poco, las «cuentas» se iban sumando a Dios. Aún no existían los conflictos entre ciencia y religión que so­ cavarían los cimientos de la fe a finales del siglo xix. Los pro­ blemas de la vida se solucionaban con planteamientos raciona­ listas y cuantitativos compatibles con una religión salvífica; la compasión y el control marchaban codo con codo, como en el movimiento antiesclavista de las décadas anteriores, mientras que el estudio científico del mundo natural venía a confirmar la sabiduría divina, porque «no hay flor que no muestre el toque de su pincel inigualable». Los profesionales y comerciantes deseaban entender y con­ trolar la «Naturaleza» sin despojarla del carácter sagrado. Los procesos de cálculo, medición y precisión, y sus instrumentos —relojes, barómetros, termómetros y escalas— o la aparición de las tablas de mortalidad y de los mapas detallados por los agrimensores de las grandes fincas inglesas..., todo se proponía deliberadamente en contradicción con el folclore, los cuentos de hadas, lo sobrenatural y las oscuras crónicas familiares que gus­ taban al común de las gentes trabajadoras, a los niños o a los criados. Hasta los artesanos de ciudad abominaron de los «cuen­ tos de vieja». Esta mentalidad categorizadora, junto con la introspección requerida por los valores religiosos, acabó asociándose a la idea de progreso, especialmente en lo relacionado con el control del cuerpo. El juego bullicioso, los carnavales, y, de modo muy es­ pecial, la expresión abierta de la sexualidad, se consideraban comportamientos irracionales o impuros. La sexualidad, relega­ da al núcleo íntimo del matrimonio, sólo servía para la procrea­ ción; nada más ajeno a la racionalización del trabajo que el jue­ go de los cuerpos. El lenguaje del cuerpo y la expresión de la se­ xualidad quedaron suprimidos. Las mujeres, a quienes la preñez y la lactancia convertían en

seres inequívocamente sexuales, fueron identificadas con una naturaleza animal incompatible con las tareas importantes de la vida, al mismo tiempo que se las elevaba al puesto de guardianas de la moralidad. En aquella guerra de contrarios entre lo puro y lo impuro, lo útil y lo inútil, los movimientos científicos y sani­ tarios calificaban de basura y malas hierbas todo lo que conside­ raran nocivo, ya fueran materiales, miradas, sonidos, olores o personas. Esta complicada combinación de lo cultural y lo institucio­ nal vino a enriquecerse más adelante con el influjo romántico llegado del Continente. Las novelas de Walter Scott, con su evo­ cación de la antigua Caballería, y la apasionada retórica de Byron sobre la libertad nacional e individual, presentaban una mar­ cada afinidad con la aspiración de los estratos medios a inde­ pendizarse de la primacía aristocrática. En la hermosura de la Naturaleza —incluso de aquélla reducida de su jardín suburba­ no— las familias de comerciantes, profesionales y empleados asalariados realizaban su modesta versión de una «Arcadia» que aún habita en el imaginario de los actuales ingleses. Pero también esta forma de ver el mundo natural poseía una dimensión sexuada. Se concebía la «Naturaleza» como la fémina que ha de ser penetrada por la mirada del hombre científico o descubierta por el solitario explorador-aventurero. Si la virilidad sublimada encontraba sus metáforas en las ásperas montañas o las tierras salvajes, la mujer y los niños representan la inocencia de la flor doméstica que necesita cultivo y protección. Esta potente y contradictoria mezcla de la moral evangélica con los valores y usos espirituales y sociales, con la racionalidad de la economía política y de la ciencia naciente y con la atrac­ ción emocional y estética del Romanticismo, define las aspira­ ciones de una gran parte de la clase media de provincias. Forma­ dos por estos valores y sostenidos por una prosperidad económi­ ca que alimentaba los elementos de esta cultura, los hombres y las mujeres de mediados dél siglo Victoriano definieron triunfal­ mente el «sentido común».

Un estudio que intenta dar respuesta a ciertas cuestiones conceptuales de carácter general al tiempo que realiza un deta­ llado análisis histórico de su funcionamiento necesita disponer de una amplia panorámica del desarrollo de la vida del grupo y del individuo. Para ello resulta imprescindible adquirir el mayor grado posible de conocimiento de la forma en que las familias y las organizaciones se interrelacionan a lo largo de un segmento de tiempo. Pero este conocimiento pormenorizado habría sido imposible en un estudio a nivel nacional, por eso nos hemos ate­ nido a dibujar un retrato estrictamente local. Puesto que el argumento general se desarrolla en el marco de una economía de mercado, hemos seleccionado ciertas zonas del país bien integradas en las vías del comercio nacional y regional. Y puesto que también deseamos examinar los vínculos que unen la vida moral y la vida doméstica en los distintos estratos de la clase media, hemos manejado tanto zonas urbanas como rurales, aunque se trate de un planteamiento ajeno a las costumbres de la historiografía inglesa, para la cual las clases medias han sido siempre un producto característico de las ciudades, especialmen­ te de las ciudades industríales. Los registros locales, dando fe de la movilidad del entramado de los lazos de parentesco, convier­ ten cualquier intento de establecer una neta distinción entre las poblaciones rurales y urbanas en mera simplificación del perío­ do histórico que nos ocupa. La elección de los condados de Essex y Suffolk sitúa el estu­ dio en un área agrícola de la que el cereal salía regularmente ha­ cia Londres, a unos 80 ó 100 kilómetros. Casi a la misma dis­ tancia de la metrópoli, en dirección norte, se encuentra la ciudad de Birmingham, donde prosperó desde finales del siglo xvm una industria metalúrgica, especialmente dedicada a la fabricación de objetos de latón muy útiles para la vida doméstica de una po­ blación en constante crecimiento. A mediados del siglo xix, am­ bos condados rurales sumaban unos 300.000 habitantes, aproxi­ madamente el mismo número que la floreciente Birmingham.

Por último, tanto en Birmingham como en los condados del este hubo una intensa actividad evangélica, bien en el seno de la iglesia anglicana oficial, bien entre los inconformistas (sobre todo, cuáqueros y congregacionalistas)2. De hecho, la región de nuestro estudio, que cruza las Midlands y se adentra en East Anglia, fue conocida en la época como «la palestra religiosa de In­ glaterra». Para comparar estas dos zonas hemos recurrido a dos tipos de fuentes. La primera consiste en un conjunto de más de 500 personas y 120 empresas familiares, de las que aproximadamen­ te una mitad procede de Birmingham y la otra de la región occi­ dental. Por otra parte, hemos equiparado una lista de 80 organi­ zaciones de Birmingham con otra más pequeña de Essex y Suffolk, procedente de la capital del primer condado, Colchester, y de uno de sus pueblos tomado como muestra, Witham. El material proviene de diarios, cartas, documentos familia­ res y mercantiles, mapas locales, libros de cuentas, registros matrimoniales, testamentos, periódicos, crónicas locales y entre­ vistas con los descendientes de las familias de la zona. Todo ello organizado en cuatro grupos correspondientes a las áreas de Bir­ mingham, Essex, Suffolk y Witham. No obstante, en la presente versión resumida del libro, no ha sido posible presentar la docu­ mentación en detalle. La información de los registros privados y mercantiles fue ampliada gracias a 622 testamentos (392 de Bir­ mingham; 72 de Edgbaston, el principal suburbio de aquella ciu­ dad; y 158 del pueblo de Witham). El material se codificó utili­ zando para el concepto de clase y de ocupación idénticas cate­ gorías a las que presentan los ejemplos de familias que hemos tomado del censo de 1851, el primer censo británico que ofrece detalles sobre la vida de los individuos, tales como procedencia, edad, estado civil y relación con el cabeza de familia. De este censo examinamos 1.413 familias formadas por 8.766 indivi­ duos (de los que el 25 por 100 eran sirvientes). El censo de fa­ milias, como los testamentos, se reñere a los estratos bajos de la clase media en casi un 70 por 100 y a los altos en el 30 por 100 2 Congregacionalista. Perteneciente a una iglesia en la que cada congregación lo­ cal goza de independencia y autogobierno (N. de la T.).

restante (para una descripción más detallada de los métodos y las fuentes véase la edición completa en lengua inglesa).

L as

personas

Las generaciones de la clase media nacidas durante las déca­ das de 1780 y 1790 acusaron de lleno el impacto del movimien­ to evangélico. Su infancia y adolescencia estuvieron impregna­ das de las expectativas, primero apasionantes y luego repulsivas para ellas, que rodearon a la Revolución Francesa, así como de la incertidumbre característica de una sociedad en constante guerra. Por lo general, sus familias habían llegado como emi­ grantes a las comunidades donde tales generaciones crecieron. Toda su prosperidad se fundamentaba en el consumo de la clase media a la que pertenecían y a la que proveían precisamente de aquellas mercancías y servicios que formaron las líneas maes­ tras de su cultura. Las dos familias aquí descritas siguen en todo este modelo, aunque una de ellas viviera del comercio de los tejidos y la ali­ mentación, y la otra se dedicara al sacerdocio, la edición y la literatura. En ambos casos, tales actividades se prolongaron du­ rante tres o cuatro generaciones. Una de las ramas de los Cadbury de Birmingham, dedicada a la pañería, proporcionó su me­ jor adorno a la respetable indumentaria de la clase media. Otra vendía té y café, aunque pronto se especializó también en el cho­ colate, que en esa época se consumía sólo como bebida caliente, muy promocionada dentro del hogar en calidad de estimulante sustitutivo del alcohol. Los Taylor de Essex, por el contrario, producían cultura: conferencias, sermones, grabados, libros e ideas propagandísticas sobre la moral y el correcto comporta­ miento de la clase media. La siguiente descripción pormenorizada de las dos familias dibuja lo que fue la experiencia cotidiana de los distintos temas que desarrollaremos en el texto.

«Dios ha organizado a los hombres en familias», George Cadbury 1839-1922 En 1794, Richard Tapper Cadbury, hijo de un cuáquero fa­ bricante de saiga de Devon, llegó a Birmingham para establecer un negocio de paños. Este gesto inauguró entre la familia y la ciudad ima intensa relación que iba a prolongarse hasta nuestros días. Richard Tapper Cadbury, nacido en 1768, había dejado su hogar a los 14 años para hacerse pañero en Gloucester, de donde más tarde saldría con destino a Londres, ciudad en la que traba­ jó en la industria del lino. A los 34 años, estaba en condiciones de hacerse autónomo y establecerse con un socio en Birming­ ham, convencido de que la expansión económica de la ciudad constituiría una excelente base para sus negocios. En 1796, se casó con Elizabeth Head, de Ipswich. Con ella y con su primera hija, Sarah, se trasladó en 1800 a una casa amplia y rodeada de jardín que se levantaba sobre su tienda de Bull Street, la calle co­ mercial más importante del centro de la ciudad. Con los años, los Cadbury hicieron prosperar aquel negocio, hasta que, a los 60, Richard Tapper Cadbury se retiró con «lo suficiente para vivir», como lo califica su hijo John, dejando la tienda en manos del primogénito, Benjamín. La tienda de Bull Street fue desde el principio un negocio fa­ miliar. Richard y Elizabeth condujeron aquel combinado de ho­ gar y trabajo como una empresa común, aunque ella, en calidad de esposa, no podía participar a tiempo completo. Sin embargo, ayudaba siempre que era necesario y, en ausencia de su marido, supervisaba el negocio, verificaba los pedidos y recibía noticias de él sobre las compras al por mayor y las relaciones con los clientes. Al mismo tiempo, llevaba la responsabilidad de la casa con el creciente número de hijos y los aprendices, parientes y amigos, que de cuando en cuando vivían en ella. En los catorce años que median entre 1797 y 1811, Elizabeth tuvo diez hijos, ocho de los cuales alcanzaron la edad adulta, lo que la mantuvo

casi siempré embarazada o dedicada a la crianza. Tuvo que afrontar la muerte de dos de los niños, uno a los tres años y otro a los trece, y la de su propia madre, que también vivía en la casa familiar. Richard la representa recién recuperada de una enfer­ medad y dispuesta de nuevo «al trajín cotidiano», en una carta que escribe a su hija, estudiante en otra ciudad. El «trajín» con­ sistía en acarrear el agua, mantener limpia la casa, preparar la comida, vigilar a los criados, coser la ropa y zurcirla, gobernar a los aprendices y criar y educar a los pequeños; todo ello sin per­ der de vista el negocio familiar. Esta cobertura de las necesida­ des materiales de la familia y de la casa permitía que Richard se dedicara por completo al comercio que los mantenía a todos. Cualquiera que fuese la actividad del marido: atender a los clien­ tes, viajar a Londres en busca de nuevos tejidos, enseñar el cor­ te a los aprendices, anunciarse en la prensa local o, a medida que prosperaba el negocio, invertir los beneficios en propiedades o acciones, siempre podía contar con el apoyo de la familia. Los parientes cercanos ayudaban también en la tienda. María y Ann, las hijas, echaban una mano cuando era necesario. Los niños pequeños podían hacer recados y llevar mensajes, y, a me­ dida que iban creciendo, aprendían los rudimentos de la venta al público. El mayor, Benjamín, volvió para hacerse caigo del ne­ gocio, y John, el segundo, se estableció como comerciante de té y café en un local contiguo. También los parientes colaterales participaban de una u otra manera, y eran recíprocamente ayu­ dados por los Cadbury. Sarah, la hermana, casada en Londres con un comerciante de tejidos de seda, aportaba una base en la metrópoli. Su hijo, Samuel, fue aprendiz de Richard. Todos los miembros de la familia actuaban como asesores o ejecutivos. Cuando Benjamín contrajo matrimonio con Candía Wadkin, de Lancaster, surgió una intensa colaboración entre ambos consue­ gros, Richard y el padre de la novia. La correspondencia familiar abunda tanto en recomendaciones para contratar un seguro con­ tra incendios o para elegir el momento adecuado de una inver­ sión en acciones de los ferrocarriles como en noticias de los pa­ rientes y amigos. Los dos hijos de la hija de Sarah también cola­ boraron en varios aspectos del negocio familiar en expansión. Ni siquiera los amigos quedaban al margen. Los Cadbury

habían sido cuáqueros desde principios del siglo xvm. Más allá de la mera adscripción a una comunidad religiosa, esto signifi­ caba un entramado de relaciones sociales repartido por todo el país. Todos los jóvenes Cadbury que contrajeron matrimonio, entraron en familias cuáqueras bien establecidas, desde los Sturge y los Gibbin de Birmingham, comerciantes de cereales y ban­ queros, respectivamente, hasta los Wadkin y los Barrow de Lancashire. De hecho, no se celebraban matrimonios si el aspirante no se consideraba un socio conveniente. Emma Cadbury escribe que sus dos hermanas, María y Ann, se quedaron solteras y cui­ daron al padre viudo porque sus pretendientes no eran acepta­ bles. Los cuáqueros de Birmingham formaban una comunidad bien cohesionada y muy consciente de sí misma, que compartía tanto los rezos como las actividades sociales y la vida cotidiana. Se reunían para charlar, comer y celebrar todas sus fiestas y ani­ versarios. Para Thomas Southall, cuáquero, químico y fundador del negocio que llevaba su apellido, fúe un acto natural alojarse en casa de los Cadbury durante la primera estancia en Birming­ ham y establecer posteriormente su negocio frente al de los ami­ gos, en Bull Street. Si bien es cierto que la comunidad cuáquera ponía toda su fuerza al servicio de sus miembros, no lo es menos que contri­ buía a aislarlos del resto de la sociedad. Pero Richard Tapper Cadbury cumplió un significativo papel en las instituciones pú­ blicas y asociaciones voluntarias de gran importancia para la cla­ se media de la época. Fue nombrado por elección ciudadana co­ misario de calles. Nunca fue un hombre de partido en el sentido estricto, aunque se presentó, sin éxito, como candidato Tory por Edgbaston en las elecciones municipales de 1838. Se compro­ metió sobre todo con ciertas actividades filantrópicas y desplegó gran actividad en la liga antiesclavista y la liga antialcohólica, además de trabajar para instituciones como el hospital general, el asilo para sordomudos, el hospital de ojos y la escuela de pár­ vulos. Siempre estaba dispuesto a colaborar con movimientos interconfesionales y a cooperar con los evangélicos anglicanos, por ejemplo con el reverendo William Marsh, en sus campañas para el desarrollo y moralización de la ciudad. Todos le tenían por uno de aquellos «hombres de bien» que frecuentaban en

Birmingham las reuniones sobre los asuntos más relevantes, y el día de su muerte las tiendas de Bull Street echaron el cierre en señal de respeto. Con todo, para su hijo John, la mayor virtud del padre «fue su consistente trayectoria privada en el seno de la familia». Pero la naturaleza de esa «trayectoria» comenzaba a cambiar. El rela­ tivo éxito de su negocio de paños permitió a Richard alquilar una segunda casa en 1812, situada en Islington Row, a las afueras de Edgbaston, lo que en aquella época equivalía a decir en pleno campo. Allí disfrutaban los niños cuidando de un perro y un gato, ádemás de varios pájaros y conejos. Los padres se les unían siempre que era posible. Elizabeth gobernaba dos casas, en un constante ir y venir de una a otra, disfrutando del cuidado del jar­ dín y de sus árboles frutales, de la crianza de los niños y de la prosperidad de su mansión, siempre dedicada al mundo de la fa­ milia y de los amigos. Richard, por el contrario, veía aumentar sus compromisos públicos. En 1829, después de la boda de Ben­ jamín, el mayor, Richard se retiró por completo del negocio, ins­ talándose con Elizabeth y sus hijas María, Ann y Emma en la nueva casa de Edgbaston. Benjamín y Candia se trasladaron a la casa que estaba encima de la tienda y criaron seis hijas y un hijo en la antigua mansión familiar, ahora decorada a su gusto. Ade­ más, alquilaron una casita de campo muy cercana para los meses de verano, hasta que en la década de 1840 también ellos se mu­ daron a Edgbaston. Mientras tanto, John, el segundo, había vuelto de completar su aprendizaje en Leeds y Londres. En 1824, con la ayuda de un modesto capital que le entregó su padre, instaló un negocio de té y café en el local contiguo a la tienda familiar. Al principio vivió en el piso superior con su primera mujer, cuya prematura muer­ te le sumió en la soledad. En 1832, se casó con Candia Barrow, con la que permaneció en Bull Street durante los dos primeros años de matrimonio. Al parecer, Candia lo asumió como algo natural, pero sabemos por el testimonio de una de sus hijas que permaneció en la casa sobre la tienda porque no quería separar­ se de su marido. Después del nacimiento de su primer hijo, tam­ bién ellos se trasladaron a Edgbaston. Allí, en una edificación con apariencia de casa de campo que se levantaba en Calthorpe

Road, a sólo unos cuantos portales de la casa de Richard y Elizabeth, fundaron el que había de ser su hogar durante más de cuarenta años, donde Candía y John criaron a sus cinco varones y a su hija María. «La nuestra era una casa llena de sol», escri­ bió María, evocando para sus nietos y nietas lo que fuera su in­ fancia. «La casa era el centro de atracción para todos nosotros, y sus más sencillos encantos constituían nuestra mayor alegría.» Los padres adoraban la casa y el jardín; en cuanto a la madre, Candía, se dedicó plenamente a la vida doméstica, a los hijos y a la jardinería, pues: nuestro padre estaba tan ocupado con su propio negocio, los asuntos de la ciudad y otros intereses que apenas tenía tiem­ po durante la semana para disfrutar del jardín.

La vida matrimonial de John y Candía fue significativamen­ te distinta a la de la generación de sus padres. El hecho de vivir en Edgbaston privaba a Candía de la relación directa con el ne­ gocio; John, por su parte, salía todos los días de casa, para vol­ ver a última hora de la tarde. La vida en el campo requería una comida vespertina en vez de la acostumbrada al mediodía. No obstante, el negocio seguía siendo familiar, en el sentido de que continuaba manteniendo a la familia y de que su dueño vivía en el hogar. Pero Candía ya no podía ayudar en la tienda ni cuidar de los aprendices, ni tampoco comprometerse con el funciona­ miento de la fábrica que John abrió en 1831, donde se tostaban y se molían los granos para la famosa bebida de cacao. Tampo­ co los niños hacían recados para la tienda. Con todo, la presen­ cia de Candía continuaba siendo esencial para la marcha del ne­ gocio. Su apoyo material y emocional permitió a John trabajar sin problemas hasta la muerte de la esposa, momento en que el negocio se fue a pique. Aquella bancarrota fue achacada a la in­ felicidad del viudo. Sólo sus hijos, Richard y George, lograron de nuevo sacar adelante la empresa con la ayuda del capital he­ redado de su madre. Para el biógrafo de Richard esto demuestra su hombría. «Arrimaron el hombro como hombres auténticos», escribió.

Su educación en la autodisciplina, el esmero y el cuidado por los detalles, así como la abstinencia del alcohol y del ta­ baco o de cualquier otra sustancia que hubiera debilitado su fortaleza física y moral, los mantuvieron siempre en forma.

La autodisciplina resultó necesaria para la nueva fábrica de Boumville, un logro que dependía del trabajo duro y la vida aus­ tera. Como escribiría después George: Si me hubiera casado allí, hoy no existiría Boumville; fue el dinero que ahorré con aquella vida de economías lo que nos sacó de la crisis.

En 1872, con el negocio ya consolidado, George contrajo matrimonio y se estableció en un hogar confortable. Su esposa, como su suegra, no tuvo relación directa con asuntos de la fá­ brica. De hecho, George se oponía obstinadamente al trabajo de las mujeres casadas y nunca empleó a ninguna en Boum­ ville. Para Elizabeth Head Cadbury, el negocio había estado tan li­ gado a su vida que, en 1828, temiendo que las nuevas construc­ ciones de Bull Street alteraran la luz que recibía el salón de la casa, escribía: «Aunque debería importarme más lo que supone para la tienda.» Sus nueras y nietas adoptaron ante el trabajo una actitud muy distinta a la que convenía a las mujeres. Para Candía y sus cuñadas la vida matrimonial había comenzado encima del negocio, pero la separación física del espacio del trabajo y la casa, que afectó a todos en mayor o menor medida, simbolizó una rigidez en la delimitación de las esferas femenina y mascu­ lina antes desconocida para ellas. Mientras que Emma Cadbury Gibbons vivió al lado del negocio de su marido, en Digbeth, su casa fue el lugar de las reuniones improvisadas, de las cenas con los socios e incluso el refugio de un primo haragán que supues­ tamente tenía cierta responsabilidad en la fábrica. Pero aquel ho­ gar no sólo presentaba una incómoda proximidad a los hornos donde se trabajaba, sino también a las huelgas y a las manifesta­ ciones de los cartistas. La vida en Edgbaston preservaba de los peligros que amenazaban en el centro de la ciudad, pero men­

guaba sensiblemente la relación de Emma con la empresa fami­ liar. La idea contemporánea, cada vez más firmemente asentada, de que la maternidad constituía en sí misma una profesión se materializaba en los regalados hogares de los Cadbury y en los jardines frondosos de Edgbaston, un ejemplo temprano de la vida de la clase media en la periferia urbana, donde nada impe­ día ya a las mujeres concentrar toda su atención en la casa, el marido y los hijos. Pero ¿qué opción restaba a las solteras una vez que «la mi­ sión de la mujer» quedó limitada a la familia? María, la hija de Elizabeth que no contrajo matrimonio, vivió con sus padres has­ ta que éstos murieron, y cuidó del padre en sus últimos años. Su testamento es todo un testimonio del mundo social y emocional de una mujer soltera, con unos medios económicos relativamen­ te independientes, dentro de una familia extensa y cerrada. En él, dejaba sus recuerdos familiares más entrañables a su querida hermana Emma (Ann, la otra hermana, había muerto años an­ tes), y sus preciosas cucharillas de té, sus cacitos para las salsas y sus tenacillas para el azúcar a los numerosos sobrinos y sobri­ nas. Se sentía económicamente responsable de sus sobrinas, de su vieja sirvienta y de las sociedades filantrópicas a las que ha­ bía pertenecido, entre éstas últimas, la Sociedad de Damas Ami­ gas de los Negros, la Sociedad para la Ayuda a los Ancianos y las Mujeres Enfermas, recibieron un legado de 10 libras cada una. Su vida estuvo dedicada al servicio de la familia y de los amigos, y sus recursos económicos procedieron de aquella em­ presa familiar a la que indirectamente había contribuido. No obstante, las sobrinas, nacidas en las décadas de 1830 y 1840, disfrutaron de nuevas oportunidades. Su hermano Ben­ jamín tuvo siete hijas, a cada una de las cuales dejó la tía 300 li­ bras. Las seis que sobrevivieron se dedicaron profesionalmente a tareas filantrópicas, una posibilidad que no habían tenido sus tías, que fueron pioneras en la lucha para que las mujeres pudie­ ran formar parte del movimiento antiesclavista. La tía Candia había tenido tan mala opinión de las actividades públicas feme­ ninas que realizó todo su trabajo altruista en silencio y sin osten­ taciones, aunque en su familia «brilló como madre y esposa». Para la siguiente generación de Hannah, la dama protectora; de

Elizabeth, la luchadora contra el alcoholismo; de Sarah, la visi­ tadora de prisiones; de Mary, la matrona; de Caroline, la diri­ gente de la Misión de Amigos en Siria; y de Emma, la pionera de la YWCA (Asociación de Jóvenes Cristianas) de Birmingham, no hubo necesidad de tanta modestia, porque la filantropía se había convertido ya en el mundo por antonomasia de las sol­ teras. Cuando en la década de 1840, la madre de Hannah, también llamada Candía, escribe a su hija, que estudiaba en un colegio cuáquero de Lewes, hace hincapié en la continuidad entre las generaciones de la familia. «Los sentimientos de afecto», dice, «dulcifican las desgracias de la vida... Ojalá seamos siempre como fueron nuestros queridos padres y sus amados hijos, y nunca se pierda el amor de la familia...». A los Cadbury este amor les parece un fenómeno natural y perdurable, nacido de su fe cristiana y de su compromiso con la familia y con la honradez en los negocios. Sin embargo, fue un amor estructurado por unas determinadas instituciones legales y económicas, por unas ideas concretas sobre la familia, por unas relaciones estableci­ das entre los sexos, y por la naturaleza masculina y femenina del trabajo. Fue un amor que legitimaba ciertas formas de acción y no otras, que configuraba unas oportunidades para los hombres y otras para las mujeres, y que tenia sus ventajas y sus inconve­ nientes. Y fue, sobre todo, un amor encaminado a unir a una «familia» de empleados, en la que no se admitían los conflictos de intereses. Aquella familia cuyo símbolo más cálidamente ro­ tundo era la humeante taza de chocolate preparada por una ma­ dre amantísima para su marido y sus hijos en una fría noche de invierno.

Una «pluma» familiar: los Taylor de Essex Lord, what is Life? - if spent with these In duty, praise and prayer, However short or long it be We need but little care,

Because Etemity will last When Life and Death are past3. Jane y Ann Taylor, 1806 Isaac y Aun Martin Taylor, nacidos a mediados del si­ glo xvm, representaron la nueva cultura que animaba los conda­ dos de Essex y Suffolk. La familia de Isaac estaba muy bien si­ tuada en el negocio de la orfebrería; su padre, que se trasladó de Worcester a Londres, se ganaba la vida con el nuevo arte del gra­ bado sobre superficies de cobre. Su hermano mayor, Charles, editaba un popular diccionario de la Biblia y fue primer secreta­ rio de la Biblioteca de Londres; en cuanto al más joven, Josiah, hizo fortuna en el mundo editorial. Toda la familia estaba entre­ gada a la religión y a la literatura. A través de la familia materna del sudeste de Essex, Isaac estaba relacionado con Milton y Raikes, los fundadores del movimiento de la Escuela Dominical. El ejemplar de las Divine Songs for Children, del doctor Watt, que el teólogo puritano regalara a la abuela de Isaac una vez que de niña se subió a sus rodillas, era una de las reliquias familiares. El propio Isaac experimentó la conversión durante su adoles­ cencia. Quiso ser ministro de la iglesia, pero se lo impidió una enfermedad producida por el oficio de grabador que aprendió de su padre. Ann Martin procedía de una familia de la clerecía y de la clase alta. Su padre se estableció como agente de fincas en Londres, después de perder el patrimonio en especulaciones in­ mobiliarias. Aquella fe religiosa que adquiriera gracias a Whitfield cuando era niño constituyó la mejor herencia que dejó a su temprana muerte. La posterior boda de la madre de Ann y la lle­ gada de nuevos hermanos aislaron a la joven, que acabó hacien­ do de la capilla el centro de su vida. A través de aquellas activi­ dades en la iglesia, la pareja comenzó a intercambiarse versos. Se casaron hacia 1781, aunque los ingresos de Isaac se reducían a los encargos regulares de grabados que le pasaba su hermano 3 ¡Señor!, ¿qué es la vida? Si transcurre entre ellos/ en el deber, la glorificación y el rezo/ larga o corta/ no debe preocupamos/ porque la eternidad seguirá existiendo/ cuando vida y muerte hayan pasado.

Charles, algunos trabajos por su cuenta y unos ahorros de 30 li­ bras. Ann aportó 100 libras y algunos muebles con los que se instalaron en Islington. Durante los primeros cinco años de matrimonio, murieron dos de sus cuatro hijos. Decidido a trasladarse a una zona menos cara y más saludable en las afueras, Isaac se informó en su con­ gregación y eligió el pueblo de Lavenham, en Suffolk, a unos 90 kilómetros de la capital. Gracias al desarrollo del correo y de los transportes, pudo continuar realizando sus grabados viajando sólo ocasionalmente a Londres. En Lavenham, los Taylor fueron miembros adelantados de su iglesia. Allí abrió Ann una escuela dominical, mientras Isaac se ocupaba de los oficios semanales y los sermones. La pareja era mucho más cosmopolita e instruida que la inmensa mayoría de aquellos adormecidos aldeanos, pero encontraron amigos entre algunas familias de comerciantes y granjeros, donde sus dos brillantes y desinhibidas hijas mayores fueron muy admiradas. No eran ricos, pero poseían educación, recursos personales y una formidable energía alimentada por la fe religiosa con la que deseaban formar a sus hijos y alumbrar a su comunidad. Se cuidaron de mantener los preciosos contac­ tos de Londres, pues Ann Martin añoraba terriblemente a sus amigos. Puesto que una gran parte de los grabados de Isaac se expor­ taba a Francia, los avatares de la revolución y de la guerra influ­ yeron negativamente en sus ingresos. En esa situación, fue sor­ prendido por unas fiebres que estuvieron a punto de acabar con su vida el año de 1792. La joven pareja, que había invertido to­ dos sus ahorros en la reforma de su casa, no disponía de las 30 libras a que ascendían los honorarios médicos. Ann Martin se enfrentaba a la ruina con un niño de seis meses y otros tres de 10,9 y 5 años, respectivamente. Estuvo a punto de perder los nervios y con ellos la fe. Pero no tenía elección; dejó muy a pe­ sar suyo a sus hijos al cuidado de los sirvientes que pudo pagar y se dedicó en alma y cuerpo a la recuperación de Isaac. Tres años más tarde, Isaac aceptó convertirse en ministro de una pequeña congregación en Colchester, a la que sirvió el resto de su vida como ministro independiente, aunque nunca abando­ nó el taller donde continuó elaborando sus grabados para soste­

ner a la familia. Su hijo número diez, Decimus, nació el mismo mes en que llegaron a este pueblo de bullicioso mercado, y Jemima, la última, tres años después. Sólo seis de los diez hijos so­ brevivieron. En Lavenham, Isaac había instruido a varios apren­ dices, que vivían en sus propias casas, sin interferir en la intimi­ dad de los Taylor, pero en Colchester, éstos, más unos cuantos pupilos, solían animar el antiguo edificio, alto y destartalado, que fue casa de tejedores, situado lejos de la calle Mayor. Las ha­ bitaciones del ático estaban destinadas a los niños y las niñas, como lugar apartado donde estudiar y orar en intimidad. El propio Isaac dedicaba dos horas diarias, de 6 a 7 de la ma­ ñana y de 8 a 9 de la tarde, al rezo y la contemplación. Toda su vida estaba organizada para cumplir sus múltiples ocupaciones y satisfacer sus creencias religiosas. Siempre tenía a mano un vo­ cabulario, una enciclopedia y un diccionario geográfico de bol­ sillo para responder a todas las preguntas. Además de la oración y las tareas pastorales, impartía frecuentes conferencias y clases, y practicaba su oficio. Escribió algunas obras de orientación para hombres jóvenes, y otras sobre viajes o historia natural, en­ tre ellas Where Does It Come From? y The History o f the Brown Loaf. Inventó ciertas técnicas pedagógicas, como las fichas de plantas y animales o los grabados de siluetas de anatomía huma­ na, de botánica e, incluso, militares, que los alumnos debían re­ llenar con colores y con los nombres de las diferentes partes. Recordando sus extraordinarias dotes, su hijo sostiene que las características intelectuales de Isaac fueron «método, recur­ sos y tesón en todo lo que hacía». Pese a lo apretado del horario, Isaac encontraba tiempo para dedicar a sus hijos, ya fuera a la hora de las comidas o de las lecciones, en el taller, en los paseos cotidianos y las excursiones especiales, en las tardes familiares o durante sus representaciones teatrales de aficionados. Ann Martin compartía con él muchas de estas actividades, aunque se mantenía muy ocupada con el gobierno de la casa, siempre en precaria situación económica y con la única ayuda de una sirvienta y, ocasionalmente, de alguna feligresa. Igual que su marido, Ann aspiraba a criar a sus hijos de una forma distinta, proporcionándoles cariño, atención y una fe gozosa. Ambos de­ seaban evitar la atmósfera fría, rígida e indiferente de su propia

infancia. Desde el primer momento de su matrimonio, Ann com­ probó que los deberes de madre y esposa, «esas importantísimas relaciones», absorbían todas sus energías y pensamientos. De los 25 a los 30 años estuvo siempre encinta y afanada en la crian­ za y educación de sus hijos, hasta el punto de que en cierta oca­ sión, una amiga mayor que ella le avisó de que la esclavitud de las tareas del hogar la estaba privando de la compañía de su ma­ rido. Para contrarrestar la tensión física y emocional inauguró la costumbre de leer en voz alta durante las comidas que luego practicaría toda la familia, ya que mantenía incluso a los bebés tranquilos en sus sillitas altas. Pero nada pudo impedir que su sa­ lud y su energía acabaran por resentirse de forma alarmante du­ rante el último embarazo, a los 41 años. A pesar de las alabanzas de los Taylor a la vida familiar, el hecho es que se pagaba un alto precio por mantener en pie una familia numerosa con tan esca­ sos recursos. Ann Martin se vio obligada a recurrir a una cuñada joven y a sus hijas mayores. La mayor de todas, Ann, se convir­ tió a los 16 años en la adorada madre adoptiva de su hermana pe­ queña, Jemima. Ann Martin se recuperó gracias a su fe en la fa­ milia, y así lo expresó en varias ocasiones en trabajos impresos. A petición del marido y de los hijos escribió en su madurez algu­ nos libros de gran éxito sobre la vida doméstica (vid. capítulo ni). Cuando los Taylor llegaron a Colchester encontraron un pue­ blo, sede de un importante mercado, de cerca de 10.000 habitan­ tes, que contaba con una docena de parroquias y varias iglesias inconformistas. Pese a lo cual, les pareció muy poco estimulan­ te, tanto en el aspecto secular como en el religioso. La circuns­ tancia les llevó a fijarse en los vecinos más ilustrados, como el anticuario, vegetariano, artista aficionado, músico y agnóstico Benjamín Strutt, que habitaba una casa decorada al estilo me­ dieval en la calle Mayor. Continuaron visitando a sus amigos más afines y familiares de Londres y de otras zonas de Essex y SufFolk: editores, escritores, familias de médicos y sacerdotes. Su intenso inconformismo los condujo a la actividad política, de forma que cuando dejaron el pueblo existían varios grupos cien­ tíficos y literarios excelentemente organizados, como la Socie­ dad Filosófica de Colchester, que habían sido fundados por ins­ piración de las enseñanzas de Isaac.

En 1807, murió el padre de Isaac, dejándole una pequeña he­ rencia, aunque el grueso de la propiedad pasó a los hermanos de Londres, mejor situados que él, y los trámites legales ocuparon años de su vida. En 1810 se produjo uno de los cismas periódi­ cos en la congregación de Colchester, que enfrentó a hermanos y amigos. Isaac se vio forzado a abandonar la congregación, y al año siguiente fue llamado a una rural y aún más modesta en Ongar, a unos 30 kilómetros de Londres. Allí adaptaron una granja a su peculiar estudio-taller, e Isaac dedicó casi todo el tiempo a la escuela dominical, el club de libros, los semanales encuentros nocturnos y las conferencias. Ejerció de pastor en Ongar hasta su muerte, acaecida en 1829, año en que uno de sus sucesores deci­ dió entregarse al trabajo misionero, era David Livingstone, que brillaría en la década de 1830 como el producto más ilustre de la parroquia de Ongar. Cuando la familia llegó a Colchester, en 1796, las hijas ma­ yores de los Taylor acababan de entrar en la adolescencia. Su in­ fancia transcurrió entre los deberes religiosos y el estudio, pero tampoco faltaron los ejercicios físicos e imaginativos. Ann y Jane, las dos mayores, que se llevaban sólo dieciocho meses, compartían todos los juegos, ya que su siguiente hermano, Isaac hijo, venía cuatro años después a causa de la muerte de dos ni­ ños. Desde sus años más tiernos inventaron para sus juegos todo tipo de personajes cambiantes, como «Molí y Bett», dos pobres aunque respetables lavanderas, o «las señoritas Parke», dos pia­ dosas damas que practicaban el bien entre sus vecinos y que, ocasionalmente, eran también princesas. A los 7 años comenza­ ron a garabatear versos y prosas. Sin embargo, nunca renuncia­ ron a imitar a su madre en el manejo de los asuntos domésticos, y para ello «aprendieron a un tiempo la teoría y la práctica de todo lo que se hacía». Aunque todos se educaban en casa, los chicos iban además al colegio. Cuando alcanzaban la mitad de su adolescencia, tan­ to ellos como ellas frecuentaban el taller de grabador del padre y le ayudaban en su trabajo, recibiendo a cambio casa, comida y un pequeño salario, algo normal en la época, que Ann justificó en su madurez escribiendo que el padre lo hacía para proporcio­ nar a sus hijas una autonomía «como mujeres; manteniéndonos

con él en casa creaba en todas nosotras un arraigado sentido de lo doméstico». Los chicos dedicaban además su tiempo a culti­ var un huerto, a explorar la campiña y a realizar rudimentarios inventos mecánicos en las habitaciones del ático. Las niñas de­ bían ayudar en casa. Ann y Jane se repartieron el trabajo por tur­ nos: una semana en el taller —Supra— y otra en casa —Infra. Para escribir tenían que aprovechar los espacios entre sus tareas, paseos y reuniones familiares, además de conseguir de Isaac alguna media hora de rebaja a su rígido horario. Pero nada más lejos de ellas que sentirse irritadas por este control; por el con­ trario, estaban orgullosas de sus habilidades caseras y desprecia­ ban a las finas señoritas literatas. A medida que crecían, los hijos comenzaban a tener sus pro­ pios amigos. Él círculo íntimo de Ann y Jane en Colchester incluía tanto a las hijas del unitario4 doctor Stapleton, de un co­ merciante en lanas o de un tendero anglicano, como a los reto­ ños del agnóstico Strutt. Animados por su padre, crearon la Umbelliferous Society (técnicamente, vástago florecido), donde tan­ to los chicos como las chicas leían sus escritos y debatían los asuntos cotidianos. Con el buen tiempo, el grupo salía al campo y compartía meriendas y «excursiones cíngaras». Cuando la fa­ milia del doctor Stapleton se mudó a unas nueve millas de Dedham, los Taylor acudían a pie a visitar a sus amigos. Allí cono­ cieron a la familia de un rico plantador de cereales, Golding Constable, y admiraron a su hijo John, algunos años mayor que ellos, apuesto y fascinante por su condición de artista en ejer­ cicio. Pero hacia 1807, el círculo había sido diezmado por el flage­ lo de la juventud de la época: la tuberculosis. Las cuatro niñas Stapleton, dos hijas y dos hermanas de los Strutt murieron de ese mal en sólo un año, mientras que el más pequeño de los herma­ nos Taylor fallecía de fiebres tifoideas. Los jóvenes Taylor se hi­ cieron más retraídos y su religión se convirtió en una realidad mucho más vivida. Como escribiría después la propia Jane: «pa­ recíamos más los dueños de algún lejano castillo en la cima de 4 Miembros de una confesión cristiana que rechaza la teoría de la Trinidad para defender la unidad de Dios (N. de la T.).

una montaña que los vecinos de una populosa villa». En 1809, Martin alcanzó la edad de trasladarse a Londres como aprendiz de un editor, e Isaac fue enviado a estudiar pintura miniada. Jane escribía a su hermano desde casa: «Tú, rodeado como estás de amigos e intereses de trabajo, no puedes sentir como nosotros sobre esto.» Unos cuantos años antes, Ann había ganado el con­ curso literario de un almanaque para jóvenes, los Minor’s Pocket Books. Como los editores, Damton y Harvey, especializados en libros infantiles, solicitaran más trabajos, Ann, Jane y el propio Isaac, con sólo 14 años, se convirtieron en colaboradores asi­ duos. En 1804, Ann y Jane escribieron juntas su primer libro, ti­ tulado Original Poems for Infant Minds. Cuando dejaron atrás Colchester, siete años más tarde, habían publicado nueve libros para niños, básicamente escritos por ellas, pero con la aportación del pequeño Isaac, de Jeffrys e incluso de Jemima. Estos escritos se hicieron muy populares gracias a una amplia distribución conseguida por sus contactos de Londres. Ann y Jane conocieron a Josiah Conder, hijo de un librero londinense, a través de los Strutt. En 1810, colaboraron los tres en un libro de poesía para adultos, The Associate Minstrels. Tan­ to el padre de Josiah, que publicó el libro, como la novia de este último o el pequeño Isaac contribuyeron a su aparición. Los con­ tactos editoriales de Londres, a través de los Conder, los Dam­ ton, los Harvey o el tío Charles Taylor fueron esenciales a la hora de promocionar las empresas literarias de todos los Taylor, pero muy especialmente las de Ann y Jane, mujeres jóvenes y aisla­ das en una provincia. Las dos hermanas recibieron pequeñas su­ mas por sus primeros escritos, de 5 a 10 libras, aunque a veces también se les pagaba con ñutas o pescado. Su actitud ambiva­ lente hacia la autoría profesional se aprecia en la orgullosa aspi­ ración a no estipular nunca el precio de la obra y dejarlo en ma­ nos de sus «amigos» editores. Cuando en cierta ocasión perdie­ ron todos los ahorros invertidos en una editorial, Jane escribió: «Bien está, es Dios quien determina lo que yo debo tener.» En la época en que se trasladaron a Ongar, Ann y Jane pasa­ ron una temporada en Londres, estudiando su proyecto de abrir un colegio. No obstante, como las hermanas Bronte una genera­ ción antes, les faltó capital y perspectivas de alumnado. Alivia-

das, regresaron a Ongar, donde Jane se retiró tras su «pantalla de papel». Un año después, el pequeño Isaac se puso enfermo y fue enviado a Devon en compañía de sus hermanas mayores. En au­ sencia de Ann, los Taylor recibieron la petición de la mano de su hija por parte de Joseph Gilbert, ministro independiente y viudo de mediana edad, que se había sentido atraído por la expresivi­ dad religiosa de los escritos de Ann. Sin siquiera conocerlo y fiándose de la opinión de sus padres, según los cuales el amor seguiría a la unión espiritual de la pareja, Ann aceptó el matri­ monio. En 1813, se casó con él y le siguió a varias parroquias del norte, donde crió ocho hijos (nacidos en el plazo de once años), a la sobrina adolescente de la primera mujer de su marido y a va­ rios omnipresentes pupilos y mantenidos. Durante mucho tiem­ po apenas escribió, ya que no podía retirarse a «nutrir (sic) el in­ telecto» para la escritura cuando debía mantenerse siempre aten­ ta al llanto de un pequeño, y no porque hubiera renunciado para siempre a combinar la literatura con las tareas domésticas, sino porque «si algo ha de sufrir, será, sin duda, la literatura». Su hijo nos ha legado sus palabras de conformidad: «No importa, mis queridos niños serán los volúmenes que mejor proclamarán mi fama.» Sin embargo, en las cartas que envió a su mucho más fa­ mosa hermana hay huellas del malestar que sentía al respecto. Dejando aparte una solicitud de las mujeres de Birmingham a la reina en favor del libre comercio —de mujer a mujer—, Ann publicó sólo imas cuantas revistas, un relato para la escuela y unas reediciones de sus poesías. Pero, además de las tareas do­ mésticas, ayudó a su marido a redactar la correspondencia y a desarrollar su vida pública como teólogo puritano5. Cuando los^ hijos se hicieron mayores, tomó parte activa en asuntos filantró­ picos y religiosos, visitando a los enfermos, enseñando en la es­ cuela dominical y dirigiendo reuniones de madres. Fue miembro de la Sociedad Local del Socorro Mutuo, de la Biblioteca del Li­ bre Comercio, del Asilo de Ciegos y de la Sociedad Antiescla­ vista, al tiempo que gestionaba la propiedad de un amigo que ha­ bía dejado la zona. Ann mantuvo siempre unas estrechas reía5 Grupo protestante que surgió durante el siglo xvi en la iglesia de Inglaterra, par­ tidario de ciertas reformas rituales y doctrinales, así como de una estricta disciplina re­ ligiosa (N. de la T.).

ciones con la familia de Ongar; los visitaba; tenía en su casa a Jemima, la hermana, durante meses; y envió a su hijo Josiah a vi­ vir con los abuelos desde los 5 a los 10 años (un contacto que confirmó la herencia del hermano mayor de Isaac, Josiah, de quien probablemente tomó su nombre el muchacho). Jane no se casó. El «asunto de su vida» fue la «dedicación desinteresada, tierna e infatigable» a la recuperación de su her­ mano Isaac. Durante todo aquel tiempo continuó escribiendo, entre otras cosas, su novela Display (1815) y un libro dedicado a una colección de ensayos morales en rima. Sin embargo, la mis­ ma timidez que le impidió impartir clase en la escuela dominical de Ongar nunca le permitió considerarse una profesional. Su pri­ mer poema conocido a la edad de 8 años, parece asumir una prohibición de autoría para las mujeres: To be a poetress I dont’t aspire From such a title I humbly retire But now and then a line I try and write ...6

Desde pequeña, como hiciera Charlotte Bronte, renunció a los «castillos en el aire». Sólo la convicción religiosa pudo con su desconfianza. Siguiendo la tradición del doctor Watt y la se­ ñora Barbauld (los dos escritores de poemas para niños, de con­ fesión inconformista, nacidos en el siglo xvm, que Jane había conocido en Suffolk), Jane consideraba la literatura su «sacerdo­ cio», convencida de que una mujer soltera tenía la misión espe­ cial de «ocuparse de los asuntos de Dios». Pero sus escritos también sirvieron para aumentar los ingre­ sos familiares. Sus Hymnsfor Infant Minds aportaron 150 libras en 1810, mucho más de lo que un cura o un maestro rural gana­ ban anualmente. De 1816 a 1822, fue directora de una revista evangélica para jóvenes, en la que colaboraban la señora Sherwood y el poeta cuáquero de la vida cotidiana de Suffolk, Bernard Barton. Jane también apoyó las aventuras literarias de su madre y otras actividades, siempre dentro del ámbito familiar. 6 A ser poetisa no aspiro/ al título con modestia renuncio/ pero ahora y luego una línea intento, y escribo...

A principios de su treintena mantuvo «una relación» que no lle­ gó al matrimonio por algún motivo. Poco después, se le declaró un cáncer de mama, por lo que su médico, padre de un amigo, le aconsejó que suspendiera todos sus esfuerzos literarios. Jane continuó escribiendo poemas ocasionalmente hasta su muerte en 1824, a la edad de 41 años. Pese a la tradición familiar, Isaac y Ann Martin nunca qui­ sieron que sus hijas fueran escritoras. Consideraban que la lite­ ratura era una profesión a la vez precaria e inapropiada. Como deferencia hacia ellos, los primeros escritos de Ann y de Jane fueron anónimos. Isaac, el hermano, era mucho más comprensi­ vo, como lo demuestra el que en cierta ocasión echara en cara a Ann que se ocupara en zurcir unas medias en vez de escribir. Aun así, él, como el propio marido de Ann que también anima­ ba a su mujer a escribir, desdeñaba a las mujeres que se permi­ tían aires de literatas. Isaac hijo había recibido varias ofertas, incluso cuando estu­ vo enfermo en sus primeros veinte años, para ejercer como deli­ neante o como pastor en el extranjero. Se convirtió en un cono­ cido miniaturista y escritor de obras científicas, filosóficas y teológicas; su History o f Enthusiasm llegó a ser un clásico del género. Se casó a los 37 años, casi inmediatamente después de la muerte de Jane. Según Jemima, no podría haberlo hecho de ha­ ber seguido viva su hermana. Se trasladó a un pueblo cercano a Ongar, donde realizó con su sobrino Josiah Gilberf varios inven­ tos, entre ellos una espita de cerveza y una impresora que se uti­ lizó en las algodoneras de Manchester. El mayor de sus once hi­ jos, otro Isaac, se hizo filólogo y canónigo anglicano; otros dos fueron arquitecto y científico, respectivamente. Martin fue el único Taylor que no escribió nunca, pero se dedicó a la edición. Jeffrys escribió e ilustró muchos libros populares para niños so­ bre historia natural, y nunca abandonó sus inventos mecánicos. Jemima cuidó a los padres hasta su muerte, cuando ella conta­ ba 31 años. Luego se fue a vivir con Ann y se casó con un ministro inconformista, del que tuvo cinco hijos, entre ellos un clérigo y una escritora. Los trabajos de los Taylor solían estar ilustrados con sus pro­ pios dibujos o grabados. Sus libros alcanzaron un gran éxito; al­

gunos de ellos conocieron treinta ediciones y continuaron publi­ cándose hasta bien entrado el siglo xix. Sólo en Inglaterra y Es­ tados Unidos se hicieron 100 ediciones de Original Poems y de Original Hymns, además de numerosas traducciones y reedicio­ nes hasta la década de 1930. Walter Scott y Southey leyeron aquellos libritos a sus propios hijos, en tanto que Keats reco­ mendaba a su joven hermana que leyera a Jane Taylor, y Browning, que escribió un poema basado en una de sus historias, con­ sideraba la poesía infantil de Jane la más perfecta en su género. Durante nuestro trabajo de campo hemos recibido numerosas re­ ferencias a su obra por parte de la gente. Los Taylor, padres e hijos, produjeron en total setenta y tres obras. Todos escribieron para los jóvenes, pero los dos Isaacs y Jeffiys abordaron también asuntos de carácter científico, filosó­ fico y teológico. Al contrario que su predecesora, la señora Barbauld, que escribía tanto libros infantiles como panfletos radica­ les, Ann Martin y sus hijas sólo escribieron para las mujeres, las jóvenes o los niños. La primera publicación de Ann, en su ado­ lescencia, consistió en un manifiesto electoral en favor del can­ didato evangélico Tory por Colchester, pero nunca volvió a dar a la imprenta temas similares. En su generación, un nuevo canon de sensibilidad femenina comenzaba a imponer ciertas limita­ ciones a las mujeres. Como escribía Isaac de su hermana Jane: nunca dejó de dedicarse a la infancia y a la juventud, y no sólo porque creyera estar capacitada para ello, sino, en gran parte, porque en este modesto ámbito se encontraba a salvo, y porque mientras se mantuviera en él nadie podría acusarla de presunción.

Los Taylor constituyen un ejemplo especialmente dramático de la vida de la clase media. Socialmente aislados y en cierta for­ ma separados de sus orígenes familiares por el compromiso a que los empujaba su fervor religioso, así como de sus vecinos, por su educación superior y cultura cosmopolita, debieron de experimentar una gran inseguridad personal. Durante la década de 1790, los sentimientos pro Iglesia y pro Rey levantaron a los aldeanos de Lavenham contra ellos, obligándolos a dejar el pue­

blo. En Colchester, el miedo a una invasión bonapartista llegó a tal extremo que en 1802 enviaron a los hijos mayores al campo. La grave enfermedad de Isaac padre evidenció su vulnerabilidad económica. Perdieron a cinco de sus hijos a causa de las terribles enfermedades endémicas de su tiempo. En palabras de Ann Taylor Gilbert: «La prosperidad estaba siempre al borde de un pre­ cipicio, dispuesta a estrellarse contra el barro. La enfermedad y los accidentes poseían las llaves de todas las puertas.» Toda su capacidad de resistencia procedía de la religión y de la familia. Explicando y defendiendo estas instituciones, a través del púlpito, las conferencias, los libros y los grabados, esta fa­ milia de literatos consiguió labrar su propia suerte. Ellos crearon y dieron sólida envoltura y cauce a un mensaje que contribuyó a formar la clase media de provincias a principios del siglo xdc.

PRIMERA PARTE

Religión e ideología

Introducción Los hombres de la clase media inglesa de finales del si­ glo xvm vivían en un mundo que les negaba en lo esencial el po­ der público. La capacidad de influir en los demás que podían conquistar con su actividad profesional o mercantil no encontra­ ba traducción en el terreno político-social. Pero aquellos profe­ sionales, comerciantes, industriales y granjeros que habían pros­ perado al margen del mundo de la sangre y de la tierra, acaba­ ron por crear asociaciones y por establecer alianzas que dotaban de sentido a su vida y representaban todo un desafío para el po­ der establecido. Para la mayoría de estos hombres, la vara de medir su estatura moral era la fe religiosa, no la alcurnia o la posesión de bienes materiales. Se ha dicho que durante el si­ glo xvm, la «nación» o, lo que es igual, aquella parte del «pue­ blo» que aceptó el régimen de 1688 y que tomó parte en el go­ bierno responsable de la defensa de los derechos tradicionales de los ingleses libres, se había extendido hasta incluir a todos los que aspiraban a formar la «buena sociedad». Sin embargo, para ser miembro de esta última se requerían unos ingresos indepen­ dientes, ya procedieran del campo o de la ciudad. A finales del siglo xvm, esta asociación de gentilhombres, con unos ingresos y un estilo de vida que no dimanaban del trabajo mental o ma­ nual, ya no era aceptada por la mayoría de los estratos medios. Había nacido un concepto nuevo de superioridad: la salvación, por el que el hijo del artesano de un pueblo cualquiera, capaz de

formarse a sí mismo y hacerse pastor de almas, se equiparaba al aristócrata. El metodismo7había provocado un vigoroso renacimiento de la religión durante el siglo xvm, pero estaba inevitablemente li­ gado a los estratos bajos y a los pobres. Por el contrario, el evangelismo anglicano, un movimiento que permaneció dentro de la iglesia establecida, tuvo orígenes sociales muy distintos. El he­ cho de que muchos de sus protagonistas procedieran de una pe­ queña aristocracia desclasada, formada por familias que habían perdido dinero y prestigio, ayudó a los evangélicos a implantar­ se entre las clases medias con mayor facilidad que los metodis­ tas. El éxito evangélico entre los comerciantes e industriales, profesionales o agricultores, fue igualado por los nuevos disi­ dentes, en especial por los de carácter independiente, aunque también por los antiguos disidentes, sobre todo unitarios8y cuá­ queros. La pertenencia a un grupo religioso llegó a ser el eje de la cultura de estas clases. Los hombres deseaban actuar como servidores fieles de Dios; querían demostrar su fe a través de las tareas eclesiásticas, de sus trabajos públicos y de sus negocios, pero estas actividades también les proporcionaban poder e influencia en otras esferas. Un hombre capaz de administrar los asuntos de Dios y de cuidar de las finanzas de su iglesia estaba capacitado, sin duda, para cualquier otra responsabilidad pública. Entre él y su Dios no ca­ bía ninguna autoridad secular. El rechazo de los inconformistas a la intervención estatal en sus asuntos procedía de la convicción de que ningún poder secular poseía tal derecho; la libertad reli­ giosa para ellos no se limitaba a la facultad de predicar en paz, sino que incluía la prerrogativa de administrar sus propios asun­ tos, casarse en sus propias iglesias y oficiar públicamente si así lo deseaban. Pese a la tradicional hostilidad entre la iglesia y los disiden­ 7Iglesia cristiana, nacida del movimiento religioso dirigido por John Wesley, que abogaba por una estricta moralidad social e individual (N. de la T.). 8Miembros de un grupo protestante que mantienen que Dios es un solo Ser y re­ chazan la doctrina de la Trinidad, subrayando la libertad de la fe, la tolerancia hacia otras opiniones como principio esencial de la religión, y el uso de la historia de la re­ ligión y de la experiencia, interpretadas por la razón, como guía de conducta (N. de la T.).

tes, ciertas aspiraciones de la época crearon un sentimiento co­ lectivo de comunidad religiosa. Muchos cristianos entusiastas, con nombres diferentes, comprobaron que podían trabajar juntos por ciertas causas morales que borraban antiguas diferencias. Se crearon vínculos entre los cristianos comprometidos de las co­ munidades urbanas y rurales, tanto anglicanas como disidentes. Incluso los unitarios, tan ajenos a la alianza con los nuevos mo­ vimientos religiosos, compartían la creencia de que con la fuer­ za de la religión y de la probidad moral «los hombres cristianos salen del seno de su familia llevando consigo el espíritu de Dios». El vínculo entre cristianismo, espiritualidad y familia era fundamental. En las nuevas alianzas y posiciones de principios del siglo xix, la importancia de la familia se mantuvo en todos los grupos. La doctrina concreta sobre la hombría, la femineidad y la familia podía variar de un grupo a otro, pero sus coinciden­ cias fueron suficientes para proporcionar a la cultura de la clase media de la época un conjunto de creencias y prácticas tenden­ tes a convertir lo masculino y lo femenino en dos mundos dis­ tintos y separados. Las divisiones en el seno de la clase media se suavizaron gracias a las consecuencias «naturales» de esta dife­ rencia sexual. Anglicanos, congregacionalistas, cuáqueros y uni­ tarios coincidieron al menos en lo siguiente: 1) el hogar habría de ser la base de un orden moral adecuado al mundo moral dél mercado; 2) el mundo de la economía política necesitaba de la economía doméstica; y 3) los hombres podrían operar en ese mundo moral sólo si se sentían a salvo en un hogar vigilado y cuidado por sus mujeres. Estas ideas inspiraron la creación de una cadena de instituciones y sociedades que formaron el pilar de la nueva cultura de la clase media. El poder de la salvación y de la influencia a través de la fuerza moral estaba por encima de las clases. Banquero o pobre, «dama» o «hembra», esclavo o li­ bre, todo ser humano podía aspirar a la salvación. Sin embargo, el significado de esta salvación y sus efectos prácticos depen­ dían de la posición de la clase a la que se estuviera ligado. «El rico en su castillo y el pobre en su choza» tenían también un lu­ gar en la jerarquía de los salvados. La estabilidad del siglo xvm se había quebrado por los efectos combinados de las revolucio­

nes francesa y americana, del cambio económico y del cambio intelectual que supuso la Ilustración. Las décadas de 1780 y 1790 fueron particularmente ricas en disturbios sociales, polí­ ticos y económicos que produjeron grandes transformaciones en las relaciones de clase y en el poder político. Hubo también dé­ cadas en las que salieron a la palestra ciertas cuestiones sobre las diferencias entre los sexos y sus antagonismos, a propósito de la revisión del matrimonio y la familia, demostrando que las nue­ vas formas de organización social consideraban posible y desea­ ble un cambio en las relaciones. La adecuada relación entre los sexos se convirtió en una cuestión a debate tanto para la conser­ vadora Hannah More como para la radical Mary Wollstonecraft. Este mismo debate entre conservadores y radicales resurgió en las tormentosas décadas de 1830 y 1840, cuando los evangé­ licos se enzarzaron en una discusión pública con los socialistas, y John Angelí James, destacado ministro independiente de Carr’s Lañe, Birmingham, entabló su particular batalla contra las feministas utópicas. La línea política se cruzaba frecuentemente con otras alianzas políticas y religiosas, ya que pocas radicales eran feministas y no todas las tories eran evangélicas. Sea como fuere, el debate sobre las diferencias sexuales, la «cuestión de la mujer», como se llamó entonces, ocupó un puesto de excepción en el corazón, en la mente y en la vida espiritual de la clase me­ dia inglesa. Durante esta época se produjo un cambio significativo. Aquellos activos hombres y mujeres de las décadas de 1780 y 1790, profundamente conmovidos tanto por la experiencia de la Revolución Francesa como por las frecuentes conversiones re­ ligiosas en la edad adulta, eran de una raza muy distinta a los «cristianos de cima» de 1830 y 1840, nacidos ya en una sociedad influida por las tareas evangelizadoras y el renacimiento religio­ so. Aparecieron nuevas formas seculares y de reacción en el seno de las iglesias. Aunque muchos se hacían eco del cura evangélico de Essex, que insistía en que el socialismo era el vie­ jo enemigo de toda la vida con ropajes nuevos, Inglaterra pre­ sentaba un mapa político y social muy distinto al de la década de 1790. Los hombres de la clase media habían obtenido la re­ presentación parlamentaria, los inconformistas conquistaron el

derecho a oficiar, y los estratos medios habían establecido su mundo cultural, cambiando decisivamente las relaciones de clase. En esta sección, el capítulo primero estará dedicado al papel que cumplió la religión en la clase media. En él intentaremos ex­ plicar los beneficios espirituales y materiales que proporcionó a los individuos. En el capítulo II expondremos las doctrinas y prácticas religiosas en relación con la diferencia entre los sexos, con el fin de demostrar que teórica y prácticamente estuvieron encaminadas a la creación de dos esferas separadas. En el capí­ tulo III, expondremos la doctrina religiosa que articuló el clero, y sus consecuencias para la ideología doméstica. Sirviéndonos del ejemplo de la reina Carolina para demostrar los cambios acaecidos en la actitud pública hacia el matrimonio y la sexuali­ dad, estableceremos las vías de trasmisión ideológica en el seno de la clase media y analizaremos la ideología doméstica y su conversión en el «sentido común» de los hombres y mujeres de la clase media.

«Lo único necesario»: la religión y la clase media My boast is not that I deduce my birth From loins enthroned or rulers of the earth But higher far my proud pretensions rise The Son of Parents passed into the skies9. William Cowper

El censo religioso de 1851 demuestra con toda claridad que la asistencia a las iglesias y a las capillas era más frecuente en la clase media que en la clase obrera. Como han señalado muchos historiadores de la religión, la fe religiosa constituyó más «una marca y un acto de clase» que el fundamento de una amplia uni­ dad social. La adscripción religiosa sirvió para dotar de una identidad singular a ciertos grupos y a ciertas clases dentro de una sociedad cada vez más consciente de sus divisiones, en la que la iglesia establecida, renunciando a su papel nacional, se hacia cada vez más sectaria. Una de las principales fuentes de identidad fue la vinculación de la clase media a la forma cristia9 No me jacto de deducir mi nacimiento/de espaldas entronizadas o leyes de la tie­ rra/pues mucho más alto llega el orgullo de mi pretensión/a que el Hijo del Padre me acepte en los Cielos (N. de la T.).

na de vida, de modo que, a mediados de siglo, la adhesión al pro­ testantismo evangélico había llegado a considerarse condición de la honorabilidad, cuando no de la nobleza personal. Aunque no hubiera sido un precepto religioso, la asistencia a iglesias y capillas constituía una necesidad social. La respetabilidad englo­ baba la asistencia a la iglesia, el culto en familia, la observancia del Sabbath10 y el interés por la literatura religiosa. Como co­ mentaba el periodista conservador T. W. Croker en 1843, «hay una especie de tinte cristiano en toda la sociedad». En efecto, ese «tinte» afectó a muchos que ni siquiera sen­ tían el entusiasmo religioso que sacudía a Inglaterra a finales del siglo xvrn y principios del xrx, pues la devoción de los cristianos comprometidos cumplió un papel de vital importancia en la creación de los usos culturales e instituciones que habrían de convertirse en el sello distintivo de las clases medias. En la dé­ cada de 1840, por ejemplo, cierto granjero de Essex, en la setentena, se sintió obligado a recoger en su diario el arrepentimiento por haber cazado una perdiz en domingo; un acto indeseable para sus creencias. ¿Por qué fueron la fe y la práctica religiosa tan atrayentes para los hombres y mujeres de la clase media? ¿Cómo llegó a ser definido «lo único necesario»? Ante todo, porque ofrecía a los individuos una identidad y un grupo al que podían asirse en una sociedad que estaba cambiando rápidamente. Si es cierto, como se ha argumentado, que el inconformismo satisfizo las profun­ das necesidades asociativas de la gente que experimentaba la desestabilización en un período de gran dinamismo social, con mayor razón podría decirse lo mismo del «cristianismo auténti­ co», cuyo renacimiento afectó tanto a los anglicanos como a los disidentes de la época que estamos tratando. La fe religiosa transmitía la seguridad de saber cómo actuar y cómo distinguir el bien del mal. Fue esa fe la que dio fuerza a la esposa de un co­ merciante de Essex para afrontar en una diligencia la vergüenza de pedir a un viajero que dejara de proferir juramentos. Y fue también esa fe la que dio a los disidentes el coraje de afrontar la 10 El primer día de la semana (domingo) que muchas iglesias cristianas observan en commemoración de la resurrección de Cristo (N. de la T.).

hostilidad y el desprecio hasta que estuvieron en condiciones de reivindicar sus derechos. La fe y la práctica de la religión proporcionaron a los arren­ datarios de granjas, pequeños fabricantes y profesionales que lu­ chaban por establecerse, una fuerte confianza en sus aspiracio­ nes y una razón para rechazar ciertos valores de la aristocracia y de la clase alta. En cuanto a las mujeres de la clase media, esos mismos valores religiosos las dotaron de una identidad distinta a la de las damas del ideal aristocrático, pues el cristianismo com­ prometido, pese al conservadurismo político de muchos de sus seguidores, fue profundamente meritocrático. Cualquier indivi­ duo, hombre o mujer, podía ser redimido en Cristo. Cualquiera que fuese la jerarquía establecida dentro de la iglesia o la capilla, el núcleo de la comunidad religiosa era la igualdad espiritual, porque todos disponían del mismo acceso al Señor. Finalmente, la religión y la moralidad suministraron los fundamentos de la reivindicación de una posición social y un poder típicos de la clase media. El cielo sancionaba la valía de cada cual. Fue la es­ posa de un arrendatario de Essex quien transcribió los cuatro versos del famoso William Cowper que abren este capítulo. Si la fe religiosa ofrecía a los individuos sentido de la identi­ dad y de la pertenencia al grupo, no eran menos importantes la tranquilidad personal y la seguridad en un mundo incierto e ines­ table. Cuando encaraban la muerte o la bancarrota, las dos des­ gracias más frecuentes para las familias de la clase media, la re­ ligión les proporcionaba sentido y explicación, en tanto que las instituciones religiosas les suministraban la ayuda y los cuidados necesarios. Las satisfacciones de la religión eran eternas, a salvo de las catástrofes que se abatían sobre la salud y la riqueza. El renacimiento evangélico que comenzó a finales del si­ glo xvm hizo de la religión el eje central de la cultura de clase media como se constata en el aumento de las prácticas caritati­ vas, el desarrollo de la literatura religiosa y las escuelas domini­ cales; la construcción de iglesias y capillas y el aumento del nú­ mero de sus congregaciones. Hacia 1820, Birmingham podía presumir de sus cuatro congregaciones baptistas, cuatro meto­ distas y cuatro independientes, así como de un creciente número de iglesias anglicanas.

También en la iglesia anglicana se produjo un renacer evi­ dente tanto en el número de sus miembros como en el creci­ miento de las sociedades caritativas, la construcción de templos o las actividades de sus enérgicos clérigos, recogidas por los ar­ chivos. William Marsh, amigo personal de Wilberforce y Si­ meón y eminente activista de la primera generación de clérigos evangélicos, fue el entusiasta rector de Saint Peter de Colchester durante la década de 1820 y el responsable de la renovación del edificio de la iglesia, de la incorporación de una tribuna y de la ampliación de trescientos puestos. En 1829, se trasladó a Birmingham, donde fue el primer pastor de la nueva iglesia de Saint Thomas, construida especialmente para la clase trabajadora. Aquí el famoso «Marsh milenario»11llegó a tiempo de crear una feligresía tan devota como la que había dejado en Colchester. Gran parte de este esfuerzo anglicano, en el plano local o na­ cional, constituyó la respuesta a la actividad de las iglesias disi­ dentes. Los miembros de los nuevos grupos disidentes, esto es, los congregacionalistas o independientes y algunos baptistas12, crecieron con rapidez desde la década de 1780 y alcanzaron su máximo entre 1850 y 1875. Hacia 1800 había en todo el país cerca de 300.000 inconformistas, incluyendo a los metodistas, en una población de alrededor de cinco millones. El aumento de las congregaciones fue particularmente llamativo en las provin­ cias; Birmingham, Essex y Suffolk se encontraban en la banda del más alto índice de práctica religiosa en 1851. Colchester se preciaba de ser la ciudad con mayor asistencia a la iglesia en ese mismo año, en tanto que Birmingham alcanzaba la mayor activi­ dad evangélica. Según el censo de 1851, menos de una de cada diez personas era devota y casi la mitad de estos fieles eran an­ glicanos. Pero la debilidad del número quedaba compensada por la notoriedad, ya que entre los miembros públicamente más co­ nocidos de la clase media pocos estaban dispuestos a admitir que no eran creyentes. Hubo, sin duda, oposición a la influencia evangélica, especialmente en las turbulentas décadas de 1790, 11Milenario. Se aplica a cierta creencia según la cual Jesucristo y sus santos reina­ rían sobre la Tierra durante mil años antes del Juicio Final (N. de la T.). 12Miembros de un grupo cristiano que bautizan a sus adeptos por inmersión y que, por lo general, siguen la doctrina calvinista (N. de la T.).

1830 y 1840, pero eso no impidió que los cristianos auténticos dejaran su impronta en muchos aspectos de la cultura de clase media, dando a la sociedad «un tinte cristiano». La base social de los cristianos evangélicos era variada. Los evangélicos, es decir, los reformadores que dentro de la iglesia anglicana abrazaron en la conversión una fe religiosa mucho más activa, fueron inicialmente reclutados en los márgenes de la alta burguesía y de la clase de los comerciantes, pero a finales del siglo xvm la base principal procedía de los estratos altos de la clase media. La disidencia evangélica tuvo en cierto modo una clientela menos elevada; la mayor parte de sus bases provenía de la clase media y de la clase media baja. Los unitarios y los cuá­ queros fueron un caso especial: sus miembros estuvieron des­ proporcionadamente representados entre las clases medias altas, de modo especial entre los comerciantes adinerados y fabrican­ tes de la Inglaterra industrial. Entre la clase media identificable de Birmingham y de East Anglia de ese período, la fidelidad re­ ligiosa se repartió entre anglicanos, independientes, unitarios y cuáqueros, con sólo un pequeño porcentaje de baptistas y meto­ distas. La afiliación encontrada en el curso de nuestra investiga­ ción arroja un 40 por 100 de anglicanos y un 54 por 100 de fie­ les no pertenecientes a la iglesia establecida. Los anglicanos evangélicos influyeron en el estado religioso de la nación desde la década de 1780. Respondiendo en parte al reformismo y al énfasis en la religión revelada típicos de los me­ todistas, la primera organización identificable, esto es, la secta de Clapham, constituyó la punta de lanza de William Wilberforce y Hannah More, quienes, pese a sus orígenes mercantiles y burgueses, lograron quebrar la identificación del entusiasmo metodista con los estratos sociales más bajos de la sociedad. El exiguo grupo inicial fue creciendo gracias a sus relaciones con el poder y a su gran dinamismo. La pujanza del movimiento evangélico se debió también a su forma de sentir la crisis que afrontaba la sociedad británica, en especial después de la Revolución Francesa. Para ellos, la nación estaba sufriendo una degeneración moral. Los acontecimientos franceses eran una advertencia de lo que se avecinaba si no se producía una revolución de la moral y las costumbres del país,

que empezara por la salvación personal. Partiendo de su convic­ ción de la naturaleza perversa del hombre, los evangélicos sub­ rayaban la importancia de la conversión y de la transformación del espíritu individual por la gracia. La fe individual era la llave de la regeneración moral, así como la religión del hogar y de la familia era la célula primaria de la fe. Inicialmente, los evangélicos intentaron hacer sentir su in­ fluencia amonestando a los poderosos; pronto, sin embargo, es­ pecialmente en el contexto de la crítica década de 1790, dirigie­ ron el mensaje a una base social más amplia. A través de grupos como la Sociedad para la Búsqueda de Almacenes Baratos y la Sociedad Bíblica para Inglaterra y el Extranjero, trataron de pro­ pagar su literatura; en cuanto a la vida parroquial, intentaron transformarla contratando clérigos simpatizantes con su causa. La idea que los evangélicos tenían sobre la parroquia fue sensiblemente distinta a la de sus contemporáneos. Para ellos, se trataba de una palestra activa, en la que el párroco celebraba con regularidad los oficios divinos, cuidaba de sus feligreses y los instruía. Allí no se ahorraban esfuerzos para conquistar un alma, mediante los oficios eclesiásticos o las visitas privadas, o me­ diante el desarrollo de las escuelas dominicales, clubs y encuen­ tros, que pusieran la auténtica religión al alcance de cualquiera. La tarea requería los esfuerzos de todos y cada uno, clérigos y laicos, hombres y mujeres. La parroquia servía, entre otras co­ sas, para atenuar las diferencias de clase, pues quienes allí se reunían eran almas que habitaban la misma casa celestial. Una de las primeras tareas que se impusieron los evangélicos fue la de introducir a sus miembros en puestos estratégicos den­ tro del clero, aunque para ello hubieron de obtener dinero y con­ quistar ciertas influencias. En 1851, el evangelismo sostenía a un buen número de clérigos en East Anglia y Birmingham. El po­ der era de los llamados «santos», es decir, de los canonizados, pues de ellos se esperaba una moralidad sin dudas ni fisuras. La militancia evangélica se nutrió de los principios y el apoyo de la disidencia, entre otros, y si avanzó entre los anglicanos, no es menos cierto que reclutó un buen número de seguidores entre las congregaciones de disidentes. La comunidad de la iglesia congregacional de Tacket Street, en Ipswich, ofrece un ejemplo típi­

co de la clientela que los independientes integraban en sus filas: «pañeros, fabricantes de malta, molineros, granjeros ricos, abo­ gados, ingenieros, armadores e impresores», hombres que, junto a sus familias, trabajaban duro y habitaban las nuevas casas de las modernas calles de Ipswich; entre ellos, algunos tuvieron cargos en el municipio y fiieron líderes locales. Los disidentes del siglo xvm se mantuvieron al margen de la política nacional o regional, sin que el enriquecimiento de sus fá­ bricas o comercios se tradujera en puestos de importancia cívica o nacional. No obstante, a mediados del siglo xix, las cosas ha­ bían cambiado decisivamente, y los inconformistas estaban ya organizados en grupos de presión con fines reformadores. El cambio de la «disidencia» al «inconformismo» supuso también el abandono de las conexiones con la oposición política radical de finales del siglo xvm y el comienzo de una actitud dominada por una estricta definición religiosa y un lento desplazamiento hacia la integración. Hacerse miembro de una congregación inconformista cons­ tituía un acto de voluntad invidual. Dado que todos los miem­ bros de una parroquia eran fieles en potencia de la iglesia angli­ cana local, frecuentar una capilla inconformista significaba en­ frentarse a lo establecido y suscribir un determinado cuerpo de doctrina. La congregación suministraba una comunidad en la que llevar a cabo esta elección y el posterior apoyo para soste­ nerla. El renacer independiente de los primeros años del siglo xix acentuaba, como hicieron los evangélicos, la relación del indivi­ duo con Cristo como eje de la conversión. El renacimiento reli­ gioso mismo estaba inspirado en la unión del «santo» con el hijo de Dios. La doctrina subrayaba la responsabilidad personal, has­ ta el punto de que el correcto uso del «talento», del tiempo y del dinero, se convirtió en un imperativo moral. El fracaso de un hombre en los negocios se tenía por gerencia culposa de la ha­ cienda que Dios le había dado. Sólo la integridad sostenía el cré­ dito. Este sentido de la responsabilidad abarcaba también el mantenimiento de los miembros dependientes: esposas, hijos y criados. Cada capilla independiente se consideraba una comunidad de creyentes cuyos miembros debían ser aceptados por el grupo,

es decir, por la iglesia, en tanto que «sociedad organizada de per­ sonas que profesan la fe en Nuestro Señor Jesucristo». Los miembros ejercían la disciplina sobre sí mismos y elegían a sus ministros (a quienes además pagaban) y a sus diáconos. En comparación con los anglicanos e independientes, los cuáqueros fiieron un grupo minúsculo, lo que no les impidió destacar en riqueza e influencia. Tradicionalmente, los cuáque­ ros se apartaban del resto de las comunidades por su vestimenta y lenguaje, ya que la mayor parte de ellos vivía en el seno de sus propias comunidades, formando familias extensas y grandes en­ tramados de amistades que les facilitaban los medios de vida. Entraban en la congregación por nacimiento o conversión, y sa­ lían de ella por expulsión o renuncia voluntaria. Casarse fuera del círculo de amistades significaba renunciar, pues la práctica de la endogamia era normal entre ellos. Sus ministros nunca fue­ ron profesionales ni recibieron salario alguno. El ministerio de­ pendía por completo de la vocación, tanto para hombres como para mujeres. A pesar de su quietismo y de sus tendencias místi­ cas, también ellos se vieron influidos por el renacimiento evan­ gélico a través de uno de sus hombres más sobresalientes, el ban­ quero de Norfolk, John Joseph Gumey. Gracias a este acerca­ miento al resto del mundo religioso, acabaron por formar parte de la hermandad del cristianismo comprometido. Anglicanos e inconformistas hallaron grandes zonas de coin­ cidencia, que, por encima de otros desacuerdos, les permitieron una cooperación plena. El núcleo compartido de su sistema reli­ gioso era la creencia en el pecado original, y en la posibilidad de redimirlo gracias a la divina misión de Cristo. El centro de la ex­ periencia cristiana estaba en la conversión; algo así como una inundación del alma por la gracia divina, una disolución del yo o identidad individual, y un poner la voluntad en manos de Dios y de su gracia, a través de su hijo Jesucristo. «El Espíritu Santo», escribía una cuáquera de Essex, esposa de un comerciante: debe operar un cambio en la naturaleza de cada hombre antes de que éste merezca plantarse ante un Ser de infinita pureza, para que el yo renuncie a sí mismo y se arrodille en el polvo ante Cristo, que lo es todo.

La renuncia al yo y la fusión con Cristo, que se subrayaba constantemente, en especial por las escritoras, era la parte esen­ cial del renacimiento que proporciona la conversión. El autorrepudio y el olvido de uno mismo resultaron menos problemáticos para las mujeres que para los hombres, pues en éstas se avenía bien con su posición dependiente, con el supuesto influjo que emanaba de su debilidad y con la necesidad de ser protegidas por los hombres. La «rendición incondicional» del corazón a la «divina obe­ diencia» se convirtió en un elemento obsesivo para los cristianos comprometidos, siempre asaltados por el pánico a volver a las andadas. De esta preocupación por el poder invasor del pecado y por sentirse uno mismo débil, incapaz y depravado, nació el au­ toanálisis y el autosacrificio. Pero el sacrificio del yo era una cuestión poco clara, pues si para comprobar el estado del alma era imprescindible mantenerse en perpetua vigilancia ante cual­ quier signo de pérdida de la gracia, esta práctica evangélica aca­ bó por reforzar firmemente el yo, aunque se tratara de un yo de nuevo cuño. Esto posibilitó la aparición de importantes cambios en las pautas de conducta, basados en un nuevo código moral. Los cristianos comprometidos libraban una lucha constante con sus intransigentes yoes, superando debilidades y negando impul­ sos básicos. «Cuando quiero mato mis deseos», escribía una jo­ ven cuáquera de Essex. En esta lucha contra el propio yo, atri­ buían un poder especial a la oración individual. El meticuloso examen de uno mismo y de los hijos conti­ nuaba en la familia y se extendía al conjunto de la congregación, donde se inspeccionaban los asuntos personales y los negocios de sus miembros. El pastor y los varones adultos vigilaban al resto de los fíeles, llegando a juzgarlos cuando era necesario. La vinculación de la moralidad personal con los asuntos mundanos (independientes y cuáqueros podían ser expulsados por irregula­ ridades en materia pecuniaria) facilitaba una cuidadosa y cohe­ rente regulación de la vida, que ofrecía recompensas psíquicas y materiales. Pero los clérigos y pastores de la religión eran algo más que el símbolo representativo del Padre divino, especialmente para sus hijos. Catherine Marsh y sus hermanas acometieron la re­

dacción de la biografía de su padre William como «un sagrado deber». La metáfora supera el ámbito familiar y está deliberada­ mente utilizada para reforzar la idea de que la congregación de creyentes era también una familia. Cuanto más pequeña era aquélla, mayor resultaba en teoría el poder del pastor. La importancia de las «relaciones familiares» era mucha para los cristianos comprometidos, pues no ignoraban que el or­ den moral sólo podía mantenerse en el seno del hogar, y que sólo en ese espacio podría ejercerse algún control sobre la machaco­ na realidad del tiempo y de la naturaleza. El rezo familiar en to­ das las sectas, preferible incluso a la oración individual, y la pro­ liferación en las casas del salón donde tenía lugar, indican el puesto de excepción concedido a la familia. Ésta rezaba colecti­ vamente por los éxitos y fracasos de cada uno de sus miembros, de forma que cada uno de ellos debía rendir cuentas también en público. El rezo familiar se situaba entre los oficios públicos y la devoción privada. El padre y cabeza de familia dirigía a sus miembros dependientes: esposa, hijos, criados y, en su caso, aprendices: pues contribuye al buen orden de la familia, al desempeño de las obligaciones con los parientes, al perfeccionamiento de los jóvenes, a la moralidad de los criados y al bienestar de la sociedad en general. Los auténticos cristianos compartían, además, la preocupa­ ción por lo precario de la vida humana y la abrumadora impor­ tancia de la vida eterna, concebida como casa celestial. Los pas­ tores se aprovecharon de este temor para mantener la fidelidad y el apego a la iglesia. Todos estaban de acuerdo en volver la es­ palda al «mundo», pero no coincidían plenamente en dónde co­ menzaba éste. Los más estrictos rechazaban los deportes, el tea­ tro y los juegos de cartas; otros, las novelas, y algunos llegaban a prohibir la música en casa y los cuadros en las paredes. Todos coincidían en que la reclusión en el hogar proporcionaba la base para una perfecta vida religiosa, y, puesto que la función natural de las mujeres era ocuparse de la esfera doméstica, nada impe­ día considerarlas más «naturalmente» religiosas que los hom­

bres. La experiencia de la conversión solía describirse como un proceso de limpieza y purificación de la suciedad contaminado­ ra del mundo. «¡Límpiame, oh Señor!» escribió María Marsh, la piadosa mujer de William, «Purifícame y seré tan blanca como la nieve». El concepto de limpieza adquirió una importancia es­ pecial para las mujeres, por los temores aparejados al poder con­ taminante de la sexualidad. Una de las características distintivas de la clase media fue su interés por el decoro de las funciones corporales y la limpieza de la persona. El mantenimiento de esta pureza era a la vez un objetivo religioso y una tarea práctica para las mujeres. Sin embargo, los cristianos comprometidos necesitaban un espacio para la introspección individual que resultaba problemá­ tico para unas mujeres ocupadas en las tareas cotidianas de la casa y en la crianza de los hijos. Mientras que el hogar signifi­ caba el retiro para el hombre, para las mujeres de clase media era el espacio de sus responsabilidades. Las mujeres que creían ha­ ber encontrado la verdadera religión se sentían preocupadas por­ que las obligaciones del matrimonio supusieran una merma de su compromiso espiritual, por acercarlas en exceso a los asuntos mundanos, ocuparlas en el gobierno de la casa e imponerles la preocupación del vestido y el entretenimiento. No dudaban de que la corriente de la vida familiar, con su elevado número de hi­ jos nacidos a intervalos cortos y la continua implicación de la es­ posa en las empresas productivas, las arrastraría lejos de aquella quietud contemplativa imprescindible para desarrollar la expe­ riencia religiosa. Para los hombres, los problemas relativos a la llamada al recogimiento eran distintos, pues su vida cotidiana llevaba em­ parejadas frecuentes incursiones a la amenazante esfera mun­ dana, y la pureza no formaba parte de su «herencia natural». La estrategia de William Wilberforce consistió en organizar sus ta­ reas diarias con tanta minuciosidad, que siempre encontraba tiempo para la oración y el autoexamen. La otra posibilidad era delegar en las mujeres la tarea de realizar por ellos el trabajo es­ piritual. Enfrentados a la contradicción entre el mundo público y la vida privada espiritual, los hombres desarrollaron aún un tercer recurso, que consistía en retirarse de los negocios tan

pronto como tuvieran «suficiente para vivir» y hubieran disfru­ tado de unos años de trabajo, para dejar después al hijo o al so­ brino la responsabilidad de la empresa. Un próspero pañero de Ipswich, ministro cuáquero activo, se retiró en la cincuentena y construyó su propia casa en Rushmere, a las afueras de la ciu­ dad. Allí, resolvió convertirse «en un buen administrador de mi tiempo y mis medios». Por una parte, deseaba la libertad para disfrutar de las «delicias del reposo», al que creía tener derecho por el «duro trabajo» que había realizado desde sus primeros años, pero también para predicar y dedicarse a otras tareas reli­ giosas. Para él, la reclusión en el hogar era una huida del mun­ do, tal como había soñado en su juventud, y, como otros mu­ chos, citaba la obra de Cowper, The Task, donde se expresaba la convicción de que la vida doméstica y rural acercan al hombre más a Dios13. La importancia de la relación personal con Jesús y el interés por el alma individual dejaban poca atención para otros asuntos más seculares; de ahí que los devotos comprometidos tendieran a ser apolíticos, considerando que la política podía ser una de las muchas trampas del mundo. Sus energías políticas se centraban en las cuestiones de tipo moral (o eclesiásticas); pocos entre ellos adoptaban un compromiso abierto con algún partido. Pero las campañas morales estaban estrechamente ligadas a intereses de tipo político. Catherine Marsh, la hija del evangéli­ co William Marsh, estaba firmemente convencida de que su pa­ dre, ayudado por un grupo de cristianos comprometidos, había salvado Birmingham de los horrores del desorden cartista. La ciudad, escribe, «que era el escenario de las revueltas cartistas» se convirtió «en un lugar apacible y ordenado», gracias a la in­ tervención de los evangélicos. Las grandes manifestaciones del Sindicato Político de Birmingham, el famoso levantamiento de 1839 (el llamado Bull Ring) y la amenaza nada desdeñable de 13 Oh blest seclusion from a jarring world/ What could I wish that I possess not here/... Not slothful, happy to deceive the time/ Ñor waste it, and aware that human life/ Is but a loan to be repaid with use (note: meaning interest)/ When He shall cali His debtors to account (Oh! bendito retiro del agitado mundo/ qué podría desear que no posea aquí/... no un perezoso y feliz engañar al tiempo/ tampoco perderlo, y saber que la vida humana/ no es más que un préstamo que debo pagar con su uso (nota: in­ tereses)/ cuando Él llame a sus deudores a rendir cuentas).

socialistas y owenitas, habían planteado una dura lucha, de la que, al fin, salió victorioso el Ejército de Cristo. En la década de 1820, evangélicos y disidentes se unieron en una ambiciosa campaña de propaganda de la vida cristiana, creando para ello el Ejército de Cristo sobre la base de sus ideas comunes en materia de conversión y religión personal. El acuer­ do, sin embargo, incluía también el desprecio por la política so­ cialista. Su meta era desafiar la influencia socialista y cartista y reinterpretar la crisis política de las décadas de 1830 y 1840 en términos religiosos y morales, como habían hecho sus antepasa­ dos en la de 1790. El problema, a sus ojos, era el pecado, no la representación política, tal como lo definió el ministro indepen­ diente John Angelí James. En las décadas de 1830 y 1840, los cristianos comprometi­ dos respondieron con vigor al doble desafío del owenismo y el cartismo. James, que centraba sus ataques en la naturaleza atea de Owen y de la Revolución Francesa, creía, como otros mu­ chos, que la mejor medicina contra el socialismo era la «reli­ gión real». El reverendo Charles Craven, predicando en Saint Peter de Birmingham, en 1843, sobre un asunto tan importante como la construcción del nuevo templo, resaltaba el hecho de que ninguno de los alborotadores de los distritos industriales fiiera frecuentador de la iglesia. Las ciudades industriales, con­ vertidas en «semilleros de vicio», gastaban en policía y prisio­ nes lo que hubieran debido destinar a iglesias y escuelas. En 1841, el milenario Marsh, acusaba desde el púlpito a la Re­ volución Francesa de ser el Anticristo, avisando a sus queridos hermanos de que: Los tiempos del peligro han llegado. Qué es el cartismo sino lo opuesto a todo gobierno humano. Qué es el socialis­ mo sino lo contrario a todo control religioso o moral y la in­ fidelidad en su forma más dañina, pues se aproxima a sus victimas con los ropajes de la filantropía y desata todas las pasiones pecaminosas del hombre, para después caigar sobre la religión los males que sólo la religión es capaz de mitigar y erradicar.

El reverendo evangélico Charles Taylor se hace eco de las mis­ mas ideas en su parroquia de Suffolk cuando afirma que el so­ cialismo de la década de 1840 es «el mismo veneno de siempre vendido en frascos nuevos... comunidad de bienes, comunidad de esposas y ninguna religión». La lucha de los cristianos comprometidos para salvar a In­ glaterra de la impiedad y el ateísmo adoptó una fórmula pura­ mente religiosa. Catherine Marsh, al reflexionar sobre los «estremecedores» sucesos de 1848, comenta el «origen satánico e infiel» del movimiento revolucionario y la tendencia de éste, en su opinión, a reducir a las mujeres a la esclavitud, pero nunca se le pasó por la cabeza la posibilidad de estar haciendo política en el sentido convencional. La lucha evangélica que ocupaba la mente y el corazón de aquellos ingleses no adoptó la forma del discurso político, de las urnas o las elecciones, sino la del ser­ món, el panfleto, la Escuela Dominical, la sociedad de auxilio y la visita caritativa. En ella intervinieron hombres y mujeres de sectores muy significativos de la clase media, que atacaban sin desmayo cualquier manifestación de ateísmo, convencidos de que el «trabajo» inspirado en el amor cristiano regeneraría a la sociedad inglesa. La coincidencia de evangélicos de todas las confesiones en este punto hizo posible la alianza de anglicanos e inconformistas, en un intento de rescatar a aquellos que, de otra manera, estarían condenados al fuego eterno. La comunidad religiosa Ya hemos visto que la adscripción a una iglesia o capilla pro­ porcionaba tanto a hombres como a mujeres una comunidad de personas afines, convencidas, además, de su superioridad moral. Todas las confesiones se encontraban vinculadas a mundos mucho más amplios. Los cuáqueros se extendían por el todo el país, mien­ tras que evangélicos, independientes y anglicanos intentaban cons­ truir una comunidad de intereses desde principios del siglo xrx. La crítica al mundo y la huida de la sociedad de los «cristia­ nos auténticos» necesitaban apoyarse en una fuerte apuesta ide­ ológica capaz de crear una cultura alternativa, que se produjo,

como era de esperar, desde el hogar, la iglesia, la capilla y sus instituciones auxiliares. Los unitarios, por su parte, sostenían ciertos intereses incompatibles para otros grupos, de ahí que tu­ vieran que buscar un espacio propio para desarrollar sus tenden­ cias intelectuales y sociales. Pero, en todos los casos, las organi­ zaciones religiosas se extendían a través de lazos de negocios y de parentesco. Todos los grupos ofrecían a los individuos un universo com­ partido. Un mundo que se extendía más allá de las fronteras in­ glesas y que se articulaba a través de asambleas anuales de fíe­ les, como los grandes encuentros de mayo que tenían lugar en Exeter Hall, o de las misiones de ultramar. Un mundo que pro­ metía, además, la ulterior reunión de todos los creyentes en la vida eterna. Las constantes asambleas de fieles proporcionaban una estructura de relación alternativa a la del calendario social de la aristocracia y la clase alta; eran el contrapunto a la caza y a las carreras, ligadas a las estaciones agrícolas, y a las reuniones en clubs y cafés de los hombres de la clase media durante el si­ glo xvm. Los «cristianos comprometidos» necesitaban crear un orden social en el que las escenas domésticas y la vida en la igle­ sia se impusieran sobre «las diversiones y extravagancias de un mundo engañoso», por eso construyeron un entramado que ofre­ cía a los individuos apoyo y comprensión. La comunidad religiosa tenía una especial importancia para los jóvenes y adolescentes, sobre todo para los varones que cum­ plían su formación lejos del hogar. La iglesia o la capilla actua­ ba como «familia» religiosa, proporcionando alojamiento, amis­ tad, contactos comerciales y apoyo emocional. También las mujeres solas encontraban allí la protección necesaria. Como era lógico esperar, proporcionaban igualmente la oportunidad de en­ contrar una pareja; con mayor razón en el caso de las mujeres que, por lo general, no disfrutaban de otros contactos sociales. Recibir la comunión o convertirse en miembro de una capilla constituían actos fundamentales para la vida del hombre y de la mujer. La entrada a una congregación era para el hombre joven un rito de pasaje que coincidía con el fin de su formación o el comienzo de un compromiso profesional. Para la joven, con me­ nos oportunidades de relación, suponía, además, asumir respon­

sabilidades en otra familia, enseñar en la escuela dominical o cumplir deberes relacionados con la iglesia. En ocasiones, la re­ beldía juvenil se manifestaba en la adscripción a una iglesia o capilla distinta a la de los padres. Todos los miembros de la familia solían pertenecer a la mis­ ma iglesia. Por otra parte, los parientes pobres se beneficiaban del sentido del deber de los más prósperos, incluso cuando per­ tenecían a una congregación distinta. Los individuos con menos recursos suplían su falta de éxito material ofreciendo a la iglesia tiempo y energía. En los casos en que la suerte hubiera tratado de forma distinta a los componentes de una misma familia, la adscripción a una comunidad religiosa contribuía a mantenerlos unidos. La frustración debió de ser muy grande para los menos afortunados en aquellos casos en que sus parientes no respon­ dían a las expectativas generadas por los preceptos morales. Y tampoco faltaron ocasiones en que los deberes familiares y re­ ligiosos entraron en abierta contradicción. Pero la comunidad religiosa ofrecía también la posibilidad de acceder a una posición honorable en un momento en que la clase media desafiaba el tradicional concepto aristocrático de acceso al honor. Al menos en teoría, la religión era «lo único ne­ cesario». Con ella, hombres y mujeres adquirían una identidad, cada uno en su esfera, y se incorporaban a un grupo social que les proporcionaba ventajas económicas y fuerza moral para ha­ cer frente a las circunstancias. Su mundo privado y sus ideas re­ ligiosas aumentaban en ellos la conciencia de poder; como decía Cowper, el honor no derivaba ya de la herencia del mundo, sino de la herencia del cielo. A mediados de siglo, los funerales por la muerte de varios prohombres del inconformismo en Birmingham y Essex parali­ zaron la ciudad. El entierro de John Angelí James, en 1859, constituyó un acontecimiento público en el que participaron mi­ les de personas; familiares, amigos, compañeros de congrega­ ción y una gran cantidad de público acompañaron al entierro. Era la confirmación pública de los valores inconformistas. El clérigo anglicano, bien establecido, cumplía un papel de liderazgo en las ocasiones cívicas, como el final de la guerra o la coronación del rey, que aprovechaba para demostrar y consolidar

su poder. Si la participación de los grupos en estas procesiones expresaba el reconocimiento público de su importancia, la clere­ cía debía aparecer siempre en primera línea. Pero, poco a poco, también los clérigos disidentes fueron invitados a colaborar en estos actos, como ocurrió, por ejemplo, con motivo de la inau­ guración del hospital de Colchester y Essex en 1820. El clérigo formaba la elite junto a los dignatarios de la ciudad, comisarios de calles, oficiales públicos, concejales, regidores y alcaldes de los municipios. La presencia de las señoras era importante por­ que constituían la mayor parte del público asistente, sin embar­ go, los participantes eran siempre hombres. Ellas colaboraban formando una masa admirada y respetable. Pero la posición que proporcionaba la adscripción religiosa no siempre presentaba una dimensión tan mundana. La obliga­ ción de los cristianos comprometidos era dar mayor importancia a las demostraciones de piedad y a la negación del yo. Su identi­ dad residía en la «auténtica religión», y ésta no nacía del rango social, sino de la sujeción del yo a la voluntad divina. Sin em­ bargo, tal aspiración no carecía de problemas, pues pocos esta­ ban dispuestos a negar por completo la importancia del rango o a renunciar a expresar la moralidad a través del vestido y del comportamiento público. El reconocimiento de la igualdad en Cristo tenía que saber combinarse con un saludable respeto por la jerarquía social. La religión real exigía independencia de pensamiento, habi­ lidad para afrontar la vida con los propios medios, desafecto por los intereses de la sociedad y un reconocimiento pleno de los va­ lores de la razón, la verdad y el espíritu. La religión era, cierta­ mente, lo único imprescindible para liberar al individuo de los valores de la vieja sociedad y para permitirle establecer «con orgullo» otros de nuevo cuño, basados en la fe. Cristianos autén­ ticos, creyentes comprometidos, cualquiera que fuese la denomi­ nación, coincidían en afirmar que si sus creencias estaban avala­ das por la fe o la razón, ello les daba el derecho y el coraje de sostenerlas.

«Todos sois uno en Cristo Jesús»: los hombres, las mujeres y la religión. No hay ya judío o griego, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús.» Gálatas 3,28 La religión podía ser «lo único necesario» para los hombres y las mujeres de la clase media, pero no todos la vivían de la misma forma. En efecto, la discusión sobre el papel del hombre y de la mujer en la esfera pública y privada constituyó unos de los ejes de la práctica religiosa de la época. El puritanismo del si­ glo xvn, al destacar la individualidad del creyente y la religiosi­ dad familiar inauguró el debate de la posición relativa de los hombres y las mujeres en el seno de la iglesia. Los más radica­ les —familistas, extremistas y diggers14— fueron silenciados muy pronto, pero dejaron una estela de fe en la libertad indivi­ dual y de conciencia de la igualdad espiritual de los hombres y las mujeres en la unidad «con Cristo Jesús». Sobre este fondo se 14 Miembros de un grupo partidario de la abolición de la propiedad privada, que en 1694 cultivaron algunas tierras comunales (N. de la T.).

estableció la distinta naturaleza religiosa del hombre y la mujer, sus derechos relativos en el seno de la iglesia y su función en el mundo. Se escucharon muchas opiniones, desde las de los angli­ canos evangélicos hasta las de los metodistas primitivos o las fe­ ministas owenitas, pero, en definitiva, las tendencias más radica­ les sobre el papel de la mujer fueron acalladas por la ortodoxia del siglo xix. El número de mujeres que asistía a la iglesia era notable­ mente superior al de los hombres; en general, se tenía la convic­ ción de que la mujer era mucho más sensible a la religión. La moral personal, que constituyó el eje de los intereses cristianos durante el siglo xix, se avenía bien con la situación de la mayoría de las mujeres de la clase media, enclaustradas en un universo de familiares y amigos u organizadas en sociedades de orantes que les ofrecían una especie de subcultura femenina de reconoci­ miento y apoyo. Los hombres, por su parte, encontraban mundos muy distintos al de la iglesia para desarrollarse, aun cuando, a menudo, los intereses comerciales entraran en manifiesta con­ tradicción con los preceptos religiosos, y la subcultura masculi­ na se estructuraba en formas de virilidad problemáticas para el punto de vista religioso. Sin embargo, nada impidió que los va­ rones asumieran el liderazgo eclesiástico, en tanto que las muje­ res quedaban relegadas a la clase de tropa. Ahora bien, ¿cómo se llegó a la distinción entre las dos esferas partiendo de la igualdad espiritual?, y ¿en qué doctrinas religiosas se basó esta práctica? Las esferas separadas no constituyeron un hecho establecido desde el principio, sino que se fueron creando a través de la doc­ trina y de la práctica. La doctrina de la masculinidad Las mujeres estén sometidas a los maridos como convie­ ne, en el Señor. Y vosotros, maridos, amad a vuestras muje­ res y no os mostréis agrios con ellas. Hijos, obedeced a vues­ tros padres en todo, que esto es grato en el Señor. Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, por que no se hagan pusilá­ nimes. Siervos, obedeced en todo a vuestros amos según la

carne, no sirviendo al ojo, como quien busca agradar a los hombres, sino con sencillez de corazón, por temor del Señor. Colosenses, 3,18-22 Estos versículos de la epístola de San Pablo a los Colosenses fueron uno de los pasajes favoritos de los libros de oraciones para la familia. Los cristianos debían cumplir sus deberes de acuerdo con su posición social. En el hogar, lo natural era que el esposo mandara, y la mujer, los hijos y los criados obedecieran. Así rezaban las leyes de Dios y de los hombres. El hogar repre­ sentaba la unidad social básica, y dentro de cada uno había una familia, a la que pertenecían también los criados. Sobre la idea de la familia como forma primaria y natural de la organización social se levantó todo el pensamiento cristiano. La familia terre­ nal era la prolongación de la familia del Cielo. Los buenos cris­ tianos «creen firmemente en una vida futura que los reunirá de nuevo, en la que cada uno reconocerá al otro y juntos serán feli­ ces para siempre». En esta capacidad del hogar para proporcio­ nar felicidad se apoyaba el reverendo George Bull, de Birmingham, cuando afirmaba no haber conocido nunca un ateo capaz de establecer una familia feliz. El círculo doméstico era una «es­ cuela de carácter». Imposible llegar a ser un adulto responsable y bien integrado si la piedad y el sentido de la religión no se ma­ maban con la leche materna. La práctica religiosa en el seno familiar adquiría mayor im­ portancia a medida que el trabajo y el hogar se distanciaban. Los rezos familiares se convirtieron en una excelente forma de man­ tener la religión en la familia. Estas celebraciones adquirieron cada vez mayor popularidad a lo largo del siglo xix; así lo de­ muestran las continuas ediciones de libros como las Family Prayers de Henry Thomton, encargadas de subrayar las palabras de San Pablo sobre el poder y la autoridad del cabeza de familia y la obediencia debida de sus miembros dependientes. Los cristianos comprometidos asumían que el cabeza de fa­ milia tenía también sus deberes y responsabilidades. Los cléri­ gos evangélicos, cualquiera que fiiera su filiación, se encargaban de elaborar la doctrina de la hombría según los dictados del cris­

tianismo, ayudados en su misión por una gran cantidad de escri­ toras que producían millares de artículos y folletos. La preocu­ pación por la forma de ser hombre superó a todas las ideas sobre la femineidad, ya que el varón se consideraba la imagen de Dios, en tanto que la mujer se definía como lo otro. El discurso de los cristianos comprometidos con este tema presentaba un conjunto de ideas reiteradas y coherentes, aunque contradictorias, sobre el carácter que habría de mostrar el hombre nuevo, es decir, el hombre cristiano de clase media. La masculinidad de los cristia­ nos tenía que ser distinta a la del siglo xvm. Gran parte de los nuevos valores del cristianismo evangélico subrayaba la limpie­ za moral y la importancia del amor y la sensibilidad hacia los dé­ biles, y con ello se situaban frontalmente contra los valores y las costumbres de la aristocracia. La naturaleza masculina de los aristócratas se basaba en el deporte y los códigos de honor pro­ cedentes de la milicia, que encontraban su mayor expresión en la caza, la equitación, la bebida y la frecuentación de mozas y burdeles. El hecho de que una gran mayoría de los evangélicos de primera hora procediera de la baja aristocracia, imprimió un cierto radicalismo al nuevo modelo de hombre. Muchos de estos evangélicos se ganaban la vida con empleos de la clase media, a menudo de tipo sedentario. También ellos deseaban tener poder y capacidad de influir en los demás, pero necesitaban hacerlo desde otros supuestos. Sus fines no eran políticos o materiales, sino morales y religiosos. Un alma convertida era la riqueza más preciada. La influencia religiosa de los cristianos comprometidos abrió nuevas oportunidades para los hombres. William Marsh, amigo de Simeón y de Wilberforce y ministro en Colchester y Birmingham, aporta un ejemplo acabado de esta nueva identidad masculina. Según su hija Catherine, mostró desde su más tierna infancia una «delicada sensibilidad» que le dotó de «una gracia casi femenina» en los últimos años de su vida. Sus compañeros de estudios le conocían por «Billy, el de la Biblia». En cierta ocasión, un criado se burló de él, porque el «señorito Billy» no era lo suficientemente hombre como para proferir juramentos; el joven se prestó a decirlos para probar su hombría y después llo­ ró contrito por haber caído en la trampa. Destinado en principio

al ejército, como sus hermanos mayores, respondió a la llamada de la religión como hombre «asumiendo una misión distinta y más elevada al servicio del Gran Capitán de su salvación, y lu­ chando bajo su bandera contra el pecado». Aquella llamada le proporcionó una firmeza y una capacidad de sacrificio que equi­ libraban «la dimensión pueril de su sensibilidad femenina», y, «por la gracia de Dios, se convirtió en un ejemplo de la auténti­ ca masculinidad, que está formada de todo lo que es puro y ver­ dadero, fuerte, tierno y perdurable». La hombría cristiana supuso una ruptura radical con la tradi­ cional asociación del pastor de almas a los goces del mundo ru­ ral. Pero, al dar la espalda a estos goces, el clérigo evangélico se exponía a las dudas sobre su identidad masculina. La nueva per­ sonalidad podía interpretarse como un síntoma de debilidad que le aislaba de sus iguales entre las fuerzas vivas y la clase alta. Por otro lado, como ministro activo se relacionaba con los inferiores, formando una comunidad en Cristo. Sólo la apasionada fe evan­ gélica ponía a su disposición la fuerza necesaria para superar ta­ les barreras. Los hombres como Marsh acabaron por demostrar que se podía ser hombre de otra forma. Viajaba con frecuencia y predicaba tanto en su parroquia como lejos de ella. Su nueva iglesia de Saint Thomas en Birmingham, vacía al principio, se llenó pronto de partidarios entusiastas, hasta el punto de que, veintitrés años más tarde, cuando volvió a visitar Colchester, la calle que conducía desde la estación hasta el centro del pueblo rebosaba de ex feligreses y amigos deseosos de otorgarle una bienvenida propia de un héroe. Su conocida intervención para resolver la crisis de un banco de Colchester en 1825 habla a las claras de una autoridad más fundamentada en la moral que en la habilidad física o en el poder del dinero y el magisterio. El evangelismo hizo de la emoción y el trabajo las mayores virtudes masculinas. La llamada de la religión, siempre presen­ te en la tradición protestante, era fundamental para el evangéli­ co, pero no era menos digno de un hombre su trabajo, que cons­ tituía una forma más de servir a Dios en el mundo. Se trata de un concepto necesario para el crecimiento de una clase media naci­ da de la actividad comercial. Los cuáqueros constituyeron un buen ejemplo de esta asociación del honor y la competencia en

los negocios y tareas profesionales con la hombría y la respeta­ bilidad. El mundo comercial no poseería la gloria que tuvo la guerra en el pasado o la lucha política en el presente, pero con­ fería sentido a la vida. No obstante, esta idea de la honradez llevaba aparejada un desdén por la riqueza que resultaba contradictorio con la situa­ ción. Uno de los aspectos clave de la religiosidad evangélica era su rechazo del «mundo» y su refugio en lo doméstico. William Cowper, en sus apologías de la vida rural y doméstica justifica­ ba la retirada del campo de batalla, ya fuera éste militar, político o económico. Sin embargo, el hombre privado tenía su misión en el mundo, y allí era donde debía mantener los principios religio­ sos contra los ataques a su hombría e incluso a su virilidad. Pues­ to que todo lo desvalido, desde el esclavo negro al zorro destina­ do a la caza, era despreciado por su naturaleza débil o delicada, los evangélicos rechazaron los deportes sangrientos, y apelaron a los «sanos sentimientos morales» de una «sensibilidad mascu­ lina» que en nada se parecía al «sentimentalismo afeminado». Si la ternura era tanto un sentimiento cristiano como un atributo del hombre, debía ser también absolutamente compatible con la masculinidad. Como es lógico, esta representación de la hombría cristiana era menos problemática en el clérigo, que no debía separar de su vida el trabajo espiritual. La iglesia era para él una prolongación del hogar y de la familia. Pero, al contrario que la mujer, el hom­ bre debía cuidarse de no depender en exceso de la vida familiar. Aunque «un tierno amor por el hogar y sus ocupantes ha sido en muchos casos el principal lazo con la virtud y la salvación de la ruina», un apego exagerado podía debilitar el carácter y crear sentimientos de dependencia que no compaginaban bien con la masculinidad. Por mucho que fiiera su respeto de la delicadeza y del amor, la autoridad del cabeza de familia procedía de la auto­ ridad de Dios en el Cielo, y entre los derechos del patriarca esta­ ba también la salvaguarda de la ley y de la costumbre. En efecto, estamos ante el lenguaje del viejo patemalismo articulado en un código distinto. Los derechos, que antes depen­ dían de la propiedad, especialmente la de la tierra, procedían ahora de otra parte. No se trataba de que la propiedad fiiera mala

en sí misma, siempre que el propietario hiciera frente a sus obli­ gaciones, pero la hombría de bien ya no requería la adscripción a la aristocracia terrateniente. La auténtica superioridad, como la auténtica hombría, se fraguaban dentro, no fiiera del ser huma­ no. Sin la salvación, lo que habría significado la pérdida de la vida interior, los hombres no podían aspirar a ser «personas de bien». Con ella, sin embargo, combinaban la autoridad divina y humana. La piedad, la vida doméstica y un sano sentido de la responsabilidad en los negocios fueron los atributos del hombre nuevo. La doctrina sobre la femineidad Si la habilidad para mantener y dirigir la casa y la familia constituía el eje de la masculinidad, la femineidad de la mujer se expresaba sobre todo en su dependencia. Y, siendo la dependen­ cia el núcleo de la concepción cristiano-evangélica de la mujer, la nueva femineidad construida por esta religión no podía des­ cansar sino en la madre y cónyuge piadosa. Como en el caso de los hombres, los ingredientes de este nuevo concepto tuvieron una larga historia. Los clérigos puritanos habían escrito y predi­ cado la importancia del amor matrimonial y la responsabilidad de la mujer en la educación religiosa de los hijos, contra la idea mucho más secular de lo doméstico que sostenían las clases al­ tas y mercantiles del siglo xvm. No había nada nuevo en la reite­ ración de las palabras de San Pablo sobre la dependencia feme­ nina; el matiz estaba en la justificación evangélica de la «esfera de las mujeres» y en la particular combinación de lo que se con­ sideraban ingredientes «naturales» de la femineidad. La primera justificación de la subordinación de la mujer al hombre se encuentra en el mito de la caída. Eva debía purgar el pecado de haber traído la transgresión al mundo. De ahí que el parto fuera considerado por muchos pensadores religiosos «la hora de la aflicción femenina». Sin embargo, su capacidad de dar a luz representaba también el acceso a la salvación a través de la maternidad de María, la madre de Jesús. De esta forma construyeron los cristianos el vínculo entre el cuerpo de la mu­

jer y sus deberes familiares. La salvación para el género femeni­ no estaba en su responsabilidad como madres, esposas, hijas o hermanas; sólo mediante el servicio a la familia podía guardarse la mujer de aquella parte peligrosa de sí misma que, siempre asociada a la sexualidad, la devolvía a Eva. Como escribía John Angelí James: «La cumbre de la excelencia femenina está en ser una buena esposa: es la mayor gloria de la mujer desde la caí­ da.» La femineidad debía ser refrenada en la familia, fuera ésta la de origen, la adquirida por matrimonio o la de la iglesia. La falta de vínculos familiares dejaba a la mujer expuesta a su pro­ pio «exceso», es decir, a una vida carente de sentido y siempre acechada por su incontinente sexualidad. Ningún cristiano auténtico podía dudar de la subordinación social de la mujer respecto al hombre, puesto que ésta y no otra era la enseñanza bíblica. No obstante, y al mismo tiempo, tam­ poco podía dejar de creer firmemente en el derecho de las muje­ res a la salvación y a la igualdad espiritual con el hombre. Pero igualdad espiritual y subordinación social debían ser compati­ bles. Por otro lado, la dependencia en el matrimonio no implica­ ba que la mujer fuera menos importante que el hombre, sino sólo que operaba en «una esfera distinta de acción». La separación en dos esferas sexuadas no parecía una jerarquización porque la contribución de la mujer al mantenimiento del hogar y de la fa­ milia era tan vital como la del hombre en el mundo exterior. Los maestros y predicadores tendían a realizar interpretacio­ nes menos positivas del mensaje bíblico sobre la mujer que sus equivalentes femeninas. Se tenía por cierto que las sociedades cristianas cumplieron un importante papel en la elevación de la situación femenina, especialmente en lo que respecta a la labor civilizadora del protestantismo en este campo. Dado que la mu­ jer había sido creada para los hombres, o, más exactamente, para un hombre, era fácil pensar que el hogar habría de ser «el esce­ nario apropiado de su acción e influencia». Desde este punto de vista, los adelantos que hicieron posible en la sociedad inglesa la retirada de la mujer al hogar donde, a salvo de los peligros del «mundo», podía crear su paraíso moral, fueron un signo de pro­ greso. La idea de un hogar íntimo, separado del mundo, poseía una inmensa fuerza moral. Manteniendo a la mujer en casa, su

especial aptitud para la fe aseguraba el espacio de una auténtica religión basada en la familia. Allí, separadas de las tentaciones mundanas, las mujeres estaban siempre disponibles para la reli­ gión y para el desarrollo de sus «naturales» características de pa­ sividad y gentileza. El hogar era, pues, el espacio por excelencia de su misión. En esta peculiar estructura inglesa del hogar, la mujer se transformaba en depósito de influencia moral, y con ello se sal­ vaba a sí misma y salvaba a los demás de la caída que ella había provocado. En el claustro doméstico de una piadosa familia, po­ dían las mujeres, como violetas plantadas al abrigo del viento, desarrollar su auténtica naturaleza. Sus características naturales contribuirían, entonces, a hacer más eficaz su capacidad de in­ fluir sobre los demás a través del «poder pasivo de la ternura». La profesión de la mujer, como dijo la famosa evangélica Hannah More, era ejercer de madre y esposa, pero una vez rea­ lizado adecuadamente este trabajo podía pensar en alguna tarea religiosa o altruista. En todo caso, la familia era lo primero, y las exigencias de la vida espiritual debían ser compatibles con la responsabilidad hacia los hijos. La cuestión del empleo femeni­ no fue siempre espinosa. ¿Cómo conciliario con la concepción evangélica del encierro hogareño para salvaguardar la morali­ dad? John Angelí James, predicando a su congregación, forma­ da en su mayor parte por miembros de la clase media, tuvo que reconocer que no había nada intrínsecamente negativo en que las mujeres ayudaran a sus maridos en el negocio cuando fuera ne­ cesario, aunque puntualizaba que las posibles interferencias lo hacían desaconsejable. Existía, pues, cierta ambigüedad entre los evangélicos a la hora de definir las responsabilidades del hombre y de la mujer. Parecía claro que la mujer desempeñaba un papel subordinado, sin embargo poseía capacidad de influir; era evidente que el ho­ gar y los hijos constituían su esfera de acción, pero no estaba menos comprometida en ayudar al hombre en el mantenimiento de la familia, o en mantenerla ella misma. La ambigüedad y la no delimitación de los detalles hicieron del papel de la mujer un asunto susceptible de negociación antes que un código fijo. En­ tre el reconocimiento de su capacidad de influir y la demarca­

ción de la esfera femenina, quedó un territorio a reivindicar, ya que la ética protestante dotó a la mujer de una fuerte conciencia de sí misma y le confirió una responsabilidad en la salvación de su propia alma que acabaría inspirándole la acción social en fa­ vor de los débiles. La posibilidad de que el cristianismo com­ prometido aumentara el poder de las mujeres a través de su ca­ pacidad de influencia moral fue un punto ampliamente debatido. Estas creencias sólidas, aunque poco rígidas, sobre la natura­ leza de la auténtica religiosidad femenina se expandieron por toda Inglaterra en la década de 1780. Los defensores de la mi­ sión religiosa de la mujer hubieron de enfrentarse a otras fórmu­ las de la época, como la mantenida por Mary Wollstonecraft. En todo el país se oían los sermones que alababan a la mujer piado­ sa, más preciada que los rubíes para el hombre a quien Dios hu­ biera proporcionado una ayuda tal, y no faltaban en los mismos púlpitos los panegíricos a la muerte de alguna de ellas. Memo­ rias y biografías inmortalizaban la dulce influencia de las her­ manas, las esposas, las madres y las hijas. Tales textos aportaban el equivalente femenino (no importa que algunos de sus autores fueran hombres) a las enseñanzas de los clérigos en favor de la división del trabajo entre los sexos, determinada por «la razón y la revelación». Representaban, junto con las cartas y diarios pu­ blicados por las mujeres religiosas, una especie de «púlpito im­ provisado», como llamó cierto historiador a la escena en que la familia rodeaba a la moribunda para escuchar atentamente sus últimas palabras. Aquellos escritos dieron a las mujeres religio­ sas tanta voz como sus novelas, poesías y ensayos. Sin embargo, el público por excelencia del discurso femeni­ no era la familia; la audiencia de la mujer casada estaba forma­ da por el marido, los hijos y los criados; la de la mujer soltera, por hermanos, sobrinos, padres y correligionarios, estos últimos en su calidad de integrantes de la otra familia, la de la iglesia. Como aseguraba cierto ministro congregacional en un librito de­ dicado a las jóvenes de su iglesia, la misión de la mujer consis­ tía en desplegar su buen gusto, su sentido de la economía, su pie­ dad y su fe inteligentes, con el fin de acelerar unas veces y fre­ nar otras «esa poderosa máquina que es la vida masculina, para que pueda funcionar y ofrecer resultados». El hombre, por su

parte, debía guiar la poderosa máquina «con masculina determi­ nación», exportando al mundo exterior la santidad y la esperan­ za nacidas en el seno de su familia. Ésta era, pues, la doctrina so­ bre las dos esferas, ahora bien ¿qué ocurría en la práctica? El sacerdocio Como exponente profesional del cristianismo, el clérigo o ministro estaba situado en el corazón de la práctica cristiana. Su conducta y su hogar se encontraban continuamente expuestos a la mirada ajena. El ministro era el hombre «consagrado», es de­ cir, el espejo del hombre cristiano. No obstante, la teoría sobre el comportamiento más adecuado variaba según la adscripción. Los unitarios se mostraban menos interesados en el examen doc­ trinal del puesto de la familia y de las dos esferas, pero en la práctica hacían las mismas distinciones y asumían las mismas divisiones «naturales» que el resto de los grupos. En su reacción contra la laxitud de gran parte del aparato clerical del siglo xvm, los evangélicos anglicanos recordaron a los clérigos el carácter vocacional de su ministerio y el consiguiente compromiso acti­ vo con la parroquia. Los deberes de un ministro eran tanto pas­ torales como espirituales, ya que los evangélicos subrayaban la importancia de las visitas a los feligreses y la ampliación de las actividades religiosas, más allá de los meros oficios dominica­ les, a la vida social, materializada en clubs y asociaciones que dieran satisfacción a las necesidades de la feligresía. El sacerdo­ cio, no se cansaban de repetir, era una vocación específica. Pero ese sacerdocio ofrecía también el progreso social a los jóvenes ambiciosos. El juego favorito de cierto muchacho de Wolverhampton consistía en imitar la prédica del pastor subido a una silla, pues incluso la juventud detecta dónde se encuentra el poder. Marsh se convirtió en un modelo reconocido para todos los aspirantes a sacerdotes. Al fin y al cabo, presumía de haber dado al mundo veintidós misioneros y clérigos, inspirados por su predicación y ayudados por sus contactos, durante sus quince años en Colchester. Los contactos familiares eran también muy útiles, especialmente los que se establecían a través del elemen­

to femenino, que cuidaba siempre de mantener vivas las amista­ des y alianzas entre los miembros de la familia y de la iglesia. Las hijas de los clérigos mostraban una fuerte propensión a con­ traer matrimonio con los colegas de su padre, y los hijos varones solían abrazar el sacerdocio siguiendo el ejemplo del padre, del tío o del abuelo. No era una cuestión de herencia o de negocio familiar, ya que los clérigos tenían prohibido asociarse, pero el hijo de un clérigo recibía un capital en cultura, educación y con­ tactos, que le abría muchas puertas. La familia y los contactos amistosos solían constituir el camino hacia el sacerdocio del jo­ ven anglicano, cuya iglesia revitalizada y cuyo magisterio refor­ mado ofrecían grandes oportunidades a un muchacho entusiasta. Oportunidades que, como cabe esperar, estaban vedadas a las mujeres, excepto para las cuáqueras que ejercían una forma de sacerdocio no profesional. El rigor cada vez mayor en la forma­ ción que desarrollaron los ministros disidentes no sólo los capa­ citaba para ejercer sus funciones, sino que impedía el acceso tan­ to a las mujeres como a los hombres menos adecuados. Como en otros muchos casos, el aumento de los formalismos se tradujo en marginación de las mujeres. Aun así, la empresa clerical conti­ nuó siendo un asunto de la familia, que reproducía, con mayor énfasis ideológico, los modelos organizativos de las otras profe­ siones. Las relaciones del clero anglicano y del clero disidente con su grey eran de distinto signo. La manutención del primero de­ pendía de la iglesia establecida, que se encargaba de administrar las donaciones, mientras que, en el caso del segundo, la propia comunidad de los fíeles elegía y pagaba a su ministro, que no es­ taba subordinado al patronazgo como el anglicano. Con todo, tanto para los anglicanos como para los disidentes, el dinero marcaba claramente la posición. Los que ocupaban el último peldaño de la escala jerárquica tenían que complementar sus in­ gresos impartiendo clases o conferencias públicas. Los ministros gozaban de la educación suficiente para ello, así como de un ina­ gotable manantial de alumnos entre sus parroquianos. A finales del siglo xvm y principios del xix, esta práctica estaba tan exten­ dida entre los anglicanos como entre los disidentes. Sin embar­ go, en la medida en que se pretendía asumir todos los deberes

del ministerio, se hacía menos aceptable ocupar el tiempo en otros menesteres. Para los anglicanos, el aumento del nivel de vida y de la productividad agrícola, así como la conmutación del diezmo y la subida de su estipendio a mediados del siglo xix, hi­ cieron menos necesaria esta práctica, pero muchos ministros no conformistas veían amenazada su supervivencia sin ingresos ex­ traordinarios. Cualquiera que fuese su posición dentro de la jerarquía, el clérigo gozaba de una buena situación. Como es obvio, estable­ cerse en una comunidad resultaba mucho más fácil para los cu­ ras procedentes de la clase alta, o relacionados con ella, que po­ seían riquezas o cuantiosos ingresos privados. De la estatura mo­ ral y política de aquellos hombres se esperaban actos como el que realizó William Marsh con ocasión de la crisis bancaria de 1825, a la que ya hemos aludido. Los agricultores y otros cuentacorrientistas, reunidos en el día de mercado de Colchester, se enteraron de la quiebra de otros bancos y se precipitaron a re­ tirar sus ahorros del banco local. Uno de los empleados de la entidad ganó corriendo la vicaría para solicitar la ayuda del «amigo de Colchester». Marsh tenía en su casa una fuerte suma procedente de las limosnas. Extendió un cheque por la misma cantidad contra su banco de Londres y se lo envió a uno de los directores de su iglesia, en señal de que asumía el riesgo en caso de pérdida. Después, tomó las bolsas de plata y oro y salió con ellas a la calle para demostrar a la multitud que no temía deposi­ tarlas en el banco. Restablecida la confianza, el banco de Col­ chester evitó la crisis. La influencia de Marsh en la comunidad local, primero en Colchester y luego en Birmingham, se basaba en la devoción que despertaba en sus feligreses. En efecto, el ministro era una figura importantísima en su vida. Pero el clero no siempre obtenía el respeto a que aspiraba. En general, deseaba ser considerado un vehículo para mejorar la vida de sus fíeles, un «instrumento cultural» capaz de ilustrar el campo atrasado y los guetos urbanos. Como reivindicaba cierto vicario de Suffolk, eran jardineros que «convertían en vergeles los campos baldíos», fertilizando la tierra con el «Agua de la Vida». Pero la mirada crítica de los comerciantes y agricultores disidentes a los ingresos del clero y a los gastos dispendiosos de

sus familias desmitificaron bastante la relación entre el pastor y su rebaño. Tales disputas en nada se parecían al clero idealizado que pintaba la literatura. El ideal de la iglesia anglicana a mediados de siglo era que cada parroquia disfrutara de un clérigo residente, preferiblemen­ te casado y con familia, que diera ejemplo y dedicara todo su tiempo y energía al ministerio. El matrimonio se consideraba imprescindible porque tenía la virtud de asegurar «los afectos de la vida doméstica», cuya ausencia constituía la principal acusa­ ción contra el celibato de los curas católicos. Pero un clérigo re­ sidente y casado necesitaba una casa y no todas las parroquias disponían de una, por eso se tomaron medidas al respecto desde finales del siglo xvm. Por todo el país se puede seguir a través de los registros censales un movimiento de compra de casas y cons­ trucción de rectorías, que una vez ocupadas se convertían en lu­ gares muy frecuentados por los parroquianos en virtud de la fun­ ción que se esperaba de los clérigos. La casa del cura debía res­ ponder a una cuidada organización que hiciera compatibles los intereses seculares y espirituales. La esfera privada, si la había, era poco importante, ya que toda la familia debía ofrecer un con­ tinuo ejemplo de comportamiento de género en todos los aspec­ tos de la vida. La esposa del ministro La profesionalización del ministerio y el aumento de los de­ beres clericales suscitó un nuevo interés en el papel de la esposa. En su popular novela de 1809, Coelebs in Search o f a Wife, Hannah More, la más famosa de todas las evangélicas, ofrece una pintura de la perfecta mujer de clérigo. El doctor Barlow es el rector evangélico de una parroquia rural, en la que se desarrolla casi toda la narración: un ministro activo, movido por el deseo de derrotar a la ignorancia, auténtico cristiano bíblico, que pre­ dica con claridad y conoce a sus feligreses. El doctor Barlow vive feliz con una excelente esposa, cuya principal aportación es un capital que había permitido al marido ampliar su campo de actuación. Lo mismo que María Marsh o la esposa de un minis­

tro independiente de Witham y la primera y la segunda mujer de John Angelí James habían dado a sus respectivos maridos. Como en todos los proyectos familiares de la clase media del pe­ ríodo, un buen matrimonio era aquél que comportaba una im­ portante diferencia material. Pero lo más importante según Hannah More era la piedad y la prudencia de la señora Marsh, su identificación con la misión del esposo, su apoyo cotidiano y su gestión de los asuntos domésticos, que permitía al pastor dedi­ carse plenamente a los asuntos públicos. Las esposas de los ministros cristianos solían quejarse de que las ocupaciones de sus maridos los mantenían frecuente­ mente alejados de casa. Maria Marsh lamenta la ausencia de Wi­ lliam, pero acepta gustosa las responsabilidades extradomésticas sabiendo que «si su servicio a Dios me priva de su compañía, más la disfrutaré cuando volvamos a encontramos en casa». La señora Marsh organiza su casa para ofrecer la máxima hospitali­ dad. En efecto, representa a la esposa ejemplar del clérigo que administra una casa con cinco hijos, tres o cuatro criados, una suegra en la puerta contigua e innumerables visitantes, a menu­ do, jóvenes discípulos de su marido que pasan allí largas tempo­ radas. Maria ahorra a su marido «cualquier preocupación sobre las disposiciones a tomar para que todo esté en su sitio», y parti­ cipa tanto en los deberes como en los honores cotidianos. Antes de ser madre, Maria ayudaba a su marido en la organización de las frecuentes reuniones. Él, por su parte, siempre está dispuesto a instruirla, quererla y rezar por ella. Una de las actividades más importantes de la señora Marsh es la instrucción religiosa de sus hijos y criados, que incluye la oración con cada uno por separado para solicitar el perdón de los errores cometidos. Los niños más pequeños son responsabilidad directa de la madre, en tanto que el señor Marsh se hace cargo de los adolescentes. Puesto que la influencia moral de la madre re­ sultaba fundamental para la regeneración religiosa, se convirtió en la sagrada misión de las esposas de los clérigos. Además de sus lecciones cotidianas de religión, la señora Marsh impartía a sus hijos enseñanzas bíblicas las tardes del domingo, junto al fuego en invierno o en el jardín durante el verano, donde se reu­ nían con los vástagos de las mejores familias de Colchester, e

instruía también en la religión a los hijos de los comerciantes los sábados por la tarde. Pero, María Marsh, como su hija Catherine a la muerte de la madre, no se limitaba a la escuela dominical instalada en una co­ chera contigua a la rectoría (la familia había renunciado a utili­ zar coche para ahorrar dinero con fines caritativos), por el con­ trario, las Marsh, respondiendo al patemalismo de sus orígenes patricios y a su fe evangélica (típica de la primera generación de los «santos»), asesoraban a los pobres, distribuían las sopas gra­ tuitas, ofrecían en el lavadero situado a espaldas de la casa un re­ frigerio dominical a los parroquianos que llegaban desde lejos para seguir los oficios, y ayudaban «con entusiasmo» a sus es­ posos y padres en todas las sociedades típicas de la época, entre ellas la bíblica, la misional, la de los judíos, la del libro de rezos, la de la homilía, la de la fe religiosa y la antiesclavista, a menu­ do reunidas en un comité de damas separado. Presidían las reu­ niones en la vicaría para celebrar, dentro de la tradición puritana, los aniversarios de cada una de esas sociedades, en las que se rendían cuentas (temporales y espirituales), se renovaban entu­ siasmos, y se intercambiaban impresiones entre amigos y corre­ ligionarios para organizar nuevas acciones para la causa. En el ejercicio de estas actividades, la señora Marsh tuvo ocasión de encontrarse con Hannah More, a quien admiraba profundamen­ te y con quien mantuvo correspondencia. Las tres hijas de los Marsh estaban tan comprometidas con la familia evangélica como su madre. Después de la muerte pre­ matura de María y del matrimonio de sus dos hermanas con sen­ dos clérigos, Catherine recogió el testigo materno. Desde su in­ fancia habían sido formadas para auxiliar a ministros de la igle­ sia: «Mis queridas niñas se comportan deliciosamente», escribía María Marsh, en 1827, «todo su dinero de bolsillo va a parar a los pobres». En otra época, Catherine Marsh, que nunca llegó a casarse, podría haber sido una excelente sacerdotisa, pero nunca pudo realizar tales aspiraciones. En efecto, las hijas de los mi­ nistros, como otras muchachas con inquietudes religiosas, se quejaban de que, a diferencia de lo que ocurría con los varones de la familia, sus «juegos devotos» carecían de trascendencia. Nunca se les permitió la interpretación directa de la Biblia. Cat-

herirle Marsh, como otras muchas, abrigaba sentimientos contra­ dictorios sobre las limitaciones de la esfera femenina, a la vez que sentía una exagerada admiración por el padre. Durante sus «reuniones de trabajo» con otras jóvenes, que siempre acababan con la intervención del reverendo Marsh, nunca pudo Catherine hablar ante la presencia de un clérigo. En todo había sido ins­ truida por su madre. En 1824, por ejemplo, durante una reunión de costura a la que asistió María en Ipswich, se estableció como materia de discusión «los obstáculos que impedían un auténtico ejercicio de la oración» y se afirmó que «las señoras trabajan y los caballeros hablan», a no ser que a las primeras se les requie­ ra expresamente la opinión. María y Catherine poseían ideas muy claras sobre «los deberes de la mujer hacia el ministro or­ denado» y, como Elizabeth Fry, estaban convencidas de la impo­ sibilidad de superar los límites del ámbito de su competencia, excepto cuando se las invitaba a ello. Pero, aun así, y antes de que se produjera la «invitación», era generalmente necesario el permiso del padre, esposo o hermano clérigo. John Angelí James, «obispo» de Birmingham A lo largo del período se produjo un cambio tanto en los clé­ rigos como en el apoyo de los miembros femeninos de la fami­ lia. En Inglaterra, la desaparición gradual de una iglesia nacio­ nal condujo a nuevas reivindicaciones de legitimidad por parte de los clérigos anglicanos, y lo mismo ocurrió con los viejos di­ sidentes ante el ascenso de los nuevos, pero en todos los casos las mujeres fiieron marginadas de la producción. Y aunque mu­ chas obtuvieron de su alianza con los clérigos la misión de in­ fluir moralmente sobre su entorno, es un hecho cierto que el re­ nacer religioso aumentó la autoridad de los clérigos, tanto en su calidad de guías políticos como en su situación profesional. Y, al margen de las diferencias en el terreno de los ingresos o del po­ der político o la actividad doctrinal, los clérigos eran hombres «importantes», oradores respetados por la clase media de las provincias y sustentadores de una nueva moral masculina basa­ da en la integridad. A través del compromiso educativo y filan­

trópico, conquistaron además un excelente puesto personal en las instituciones de la clase media. La separación de los hom­ bres y las mujeres en dos esferas era el eje de su mensaje. La di­ visión del trabajo en los hogares clericales y el papel auxiliar de las mujeres expresa bien a las claras sus creencias sobre el pues­ to de la mujer. La vida privada y pública del ministro inconformista más co­ nocido de Birmingham, John Angelí James (considerado el «obispo» oficioso de la ciudad), refleja tanto las nuevas posibili­ dades para los hombres como la contribución silenciosa de las mujeres a su realización. Nacido en 1775, James fue hijo de un pañero de Dorset y de una piadosa baptista. Tras recibir una edu­ cación somera, se hizo aprendiz de pañero y se convirtió en cris­ tiano practicante. En la escuela dominical decidió ser ministro. Su padre, más partidario de que acabara el aprendizaje, se opuso al principio, pero acabó cediendo. En 1804, después de dos años de estudio, füe invitado a Carrs Lañe, una pequeña congregación independiente del centro de Birmingham, en la que reciente­ mente había estallado una disputa. Con sólo 20 años, escasa edu­ cación y nula experiencia, John Angelí James se convirtió en el dirigente de una parroquia. Sin embargo, para 1812, año en el que pronunció un sermón muy bien acogido en el marco del en­ cuentro anual del grupo auxiliar de Birmingham de la Sociedad Bíblica para Inglaterra y el Extranjero, su reputación como gran predicador prosperaba tanto como la fortuna de la congregación de Carrs Lañe. El estipendio inicial de James se fijó en 120 libras al año, su­ ficiente para un joven soltero en régimen de pensión. En 1806, contrajo matrimonio con la hija de un respetable médico de Bir­ mingham, que aportó a sus finanzas una buena herencia. Carrs Lañe no poseía casa para el vicario, de forma que la pareja fue a vivir a un edificio heredado por la esposa. En 1819, murió ella, dejándole un hijo y una hija, pero en 1822 James había vuelto a casarse con una viuda londinense, cuya fortuna rondaba las 20.000 libras. Por esa época, probablemente, la familia se trasladó a Hagley Row, un barrio nuevo de las afueras de Edgbaston, donde permaneció todo lo que le quedaba de vida a Ja­ mes. El traslado a Edgbaston representaba un cambio sustancial.

Al principio, los miembros de la parroquia vivían en el entorno, pero el crecimiento de la ciudad y la búsqueda de mejores ba­ rrios por parte de los miembros más prósperos de la clase media trasladó al grueso de la congregación lejos de la sede parroquial. En 1818, superada la crisis política y aumentada la parro­ quia, los medios económicos permitieron construir una iglesia nueva y mucho más grande. La capilla original de 1746 había sido prácticamente reconstruida en 1802, y en 1812 se añadieron varias galerías para acomodar a un número creciente de fieles. Esta última expansión coincidió con un período de gran activi­ dad. James se había hecho famoso en la ciudad. Se mantenía ac­ tivo en varios frentes: el movimiento misional interior y exterior y las asociaciones altruistas, antiesclavistas, antialcohólicas, o la Sociedad para la reforma de las prisiones y para la escuela de párvulos, además de otras de carácter más mundano, como la Sociedad de las artes o el movimiento contra el tráfico de opio. El alto concepto que James tenía de la posición de los minis­ tros, le estimulaba a utilizar toda su influencia sobre los fieles, tanto en la región como en el país. Asumía el papel de dirigente de su grey y adoptaba un tono fuertemente admonitorio en la iglesia. Creía en la autoridad del pastor porque estaba igualmen­ te convencido de la «llamada» reservada a los elegidos. Su lucha por reivindicar el papel del pastor superaba los límites de la con­ gregación. Trabajaba por conseguir una apreciación generaliza­ da de la situación del ministerio, aumentando la educación de sus miembros. A pesar de su insuficiente preparación y de sus intensos sentimientos antiintelectuales, o precisamente por ello, influyó para que se creara el Spring Hill College, en Birming­ ham, en 1858, dedicada a la formación de los ministros. La labor de James como pastor fue siempre tan importante para él, que la vida familiar y eclesiástica apenas se distinguían. En su opinión, el ministerio era la más alta misión que podía asumir un hombre. «Nuestra forma de ser», proclamaba, «como la de las mujeres ha de resultar intachable... Ocupamos un espa­ cio público, y como el ángel delante del sol, debemos estar siem­ pre expuestos a la vista ajena.» No cabe duda de que James habría apreciado la descripción que se hizo de él una semana después de su muerte, calificándole de «hermoso espécimen de

humanidad santificada, hombre excepcional en este mundo pe­ cador». James creía su deber aconsejar con todo detalle a sus feligre­ ses en cualquier aspecto de la existencia. Era un asesor de la vida cotidiana, en su dimensión doméstica, comercial o pública. El comportamiento dominical de la feligresía se encontraba entre sus mayores preocupaciones. Actuaba en calidad de conciencia de los fíeles; una conciencia que no cesaba de reprenderlos. Es­ taba igualmente convencido de que la congregación debía pro­ curar a sus pastores un nivel de vida decente, tal como lo man­ daban las Escrituras, evitando así que el ministro se dedicara a la dirección de escuelas o cualquier otra actividad para ganarse la vida. Se trataba de un sueldo justo, no de un acto de caridad. No debe sorprendemos que James tuviera muy claras sus ideas sobre la misión de la esposa del pastor, quien, según sus palabras: «Está casada con un hombre cuyo patrón es Dios y cuyo puesto de trabajo es la iglesia de Cristo, donde se dedica a salvar almas; de forma que las consecuencias, falle o acierte, son eternas e infinitas. Actúe, pues, la mujer en consonancia.» La capacidad de influir de la esposa, por su proximidad al pastor, era casi tan grande como la del marido. La esposa debía ser pru­ dente en sus palabras, con el fin de evitar los favoritismos entre los feligreses y guardar la información que obtenía en su calidad de consorte. Si el hombre debía aprovechar todas las oportuni­ dades de expresarse en público, la mujer era la guardiana del dis­ curso privado. Como madre «se afanará por exceder todas las excelencias maternales» (la cursiva es suya) y como ama de casa, deberá administrarla con juicio y orden. Nada más impor­ tante, puesto que gran parte del respeto de los feligreses hacia su pastor dependía de la vida familiar de éste. «La ternura del ho­ gar formará una aureola de beatitud... será el marco de su vida pública.» La tarea esencial de la esposa del pastor en relación con la iglesia consistía en ejercer las actividades propias de su sexo. En este sentido, representaba la división del trabajo entre los cléri­ gos y sus mujeres dentro de la congregación. «Ejercerá una dis­ creta influencia sobre la formación del carácter y de los hábitos piadosos de las jóvenes», por lo que «conviene que las frecuen­

te y visite en la enfermedad». Si hacemos caso de los testimo­ nios, entre ellos el de su propio marido, la segunda mujer de Ja­ mes fue la perfecta compañera de un ministro y contribuyó a ele­ var la dignidad y la posición del marido. Entre sus actividades formales encontramos la dirección del grupo femenino de la Asociación Bíblica para Inglaterra y el Extranjero y la pertenen­ cia a los comités de damas de la Asociación para la escuela de párvulos y para la escuela dominical de Carrs Lañe. La historia del propio John Angelí James fue como sigue. Nacido en una modesta familia de la campiña occidental y con una elemental educación por todo bagaje, conquistó una sólida posición local, e incluso nacional, gracias a dos ventajosos ma­ trimonios y a una gran dosis de entusiasmo religioso. Su obra más famosa The Anxious Enquirer after Salvation se tuvo por el libro religioso más popular de Inglaterra después de The Pilgrim s’ Progress. Su congregación llegó a contar con más de mil miembros y su funeral constituyó el mayor acontecimiento pú­ blico de Birmingham. El revitalizado ministerio religioso podía sentir oigullo de aquel hombre. Pero James fue también un hom­ bre de clase media, firmemente convencido, en la teoría y en la práctica, de la división de hombres y mujeres en dos esferas se­ paradas. La organización de la iglesia: la voz y el voto de las mujeres Puede que el aspecto diferenciador de las iglesias disidentes, frente a la iglesia establecida, residiera en su estructura de auto­ gobierno. Ser miembro de la iglesia anglicana no requería nin­ gún tipo de adscripción formal, bastaba con la «confirmación» para convertirse en miembro activo, ya que cada feligrés era par­ te potencial de la congregación. Pero optar por un grupo disi­ dente suponía rechazar la iglesia oficial y comprometerse con una comunidad alternativa (esto es, con la reunión de los cre­ yentes en la iglesia), y ser responsable de su capilla o casa de en­ cuentros, elegir al pastor y a sus representantes, pagarles un suel­ do, mantener el edificio y seleccionar entre los miembros de la congregación a los dirigentes. Sin estas actividades comunales

no podía existir ni la hermandad ni la auténtica práctica reli­ giosa. Los miembros tenían derechos y obligaciones. Los derechos consistían en participar en el banquete divino, opinar en la elec­ ción del pastor, tomar parte en la elección de los administradores y admitir o rechazar a otros miembros, así como gozar del asesoramiento del pastor y del apoyo y la oración de la iglesia. To­ dos estos elementos, de una u otra manera, formaban la praxis de las congregaciones disidentes. Las variaciones se explican por el carácter independiente de las diferentes sectas, con sus diferen­ tes intereses, pero en todas unos varones tenían más derechos que otros, y todos los hombres más que las mujeres. Precisamente el papel de la mujer en «los asuntos de la co­ munidad» constituyó el tema más debatido a finales del si­ glo xvm y principios del xix. La igualdad espiritual, que las muje­ res se encargaban de recordar, no significaba igualdad social, ahora bien ¿cuáles eran sus consecuencias para la organización de la iglesia y para la reconocida importancia de la salvación in­ dividual? Dado el predominio numérico de las mujeres en la vida religiosa activa de la época, no parecía un asunto fácil de soslayar. En cualquier caso, ni siquiera existía acuerdo en el papel de los hombres para el gobierno de la capilla. Lo que no deja de sorprender, teniendo en cuenta que la forma que adoptara la re­ presentación constituía la clave de muchos asuntos políticos de la época. ¿Debían tener mayor peso los ricos en la toma de deci­ siones? ¿Era legítimo que su elevada contribución económica les dotara de una influencia formal añadida a la que ya ejercían in­ formalmente? ¿Qué derechos tenían los donantes regulares en comparación con los miembros que participaban activamente en la comunidad? ¿Cuánto poder correspondía al pastor y cuál de­ bía ser su intervención en los encuentros en la iglesia? No exis­ tían reglas sencillas, ya que las discusiones e interpretaciones de las respuestas contradictorias que se hallaban en la Biblia con­ ducían a conclusiones distintas sobre la naturaleza de la práctica correcta. El concepto de santidad individual y de unidad en Cris­ to ofrecía a todos los creyentes, ricos o pobres, hombres o muje­ res, la posibilidad de participar en la organización de la comu­ nidad.

En la iglesia independiente de Carrs Lañe, en Birmingham, creada tras una rigurosa secesión calvinista durante la Antigua Asamblea de 1747, y que llevó una severa existencia antes de la llegada de John Angelí James, en 1805, se estableció con firme­ za el voto de las mujeres. Esto no significa, sin embargo, que su administración fuera abierta o democrática. En 1822, James sub­ rayaba sus propias ideas sobre la organización eclesiástica en Christian Fellowship or the Church Member’s Guide, que empe­ zaba con una cita de San Pablo: «Todos sois uno en Cristo Jesús, unidos por el amor.» No obstante, se cuidaba de aclarar que esto no significaba en absoluto la igualdad. Y aunque consideraba «totalmente impropio que los ricos intenten gobernar la herencia de Dios», sostenía que no era menos inadecuada la aspiración de los jóvenes o inmaduros «a la igualdad de derechos, que a me­ nudo se manifiesta de forma incontinente». En todas las socie­ dades, insistía James, hay individuos que tienen más poder que otros, aunque esto debía ser el resultado del «carácter y la efica­ cia» de cada uno, nunca de la «posición». James atacaba los de­ rechos de la cuna y la riqueza, en favor de los procedentes del mérito personal y la sabiduría, sirviéndose de una retórica muy radical. Pero igualmente sostenía la superioridad de los mayores sobre los jóvenes, y la de aquellos que poseían más conocimien­ to, experiencia o «carácter». James estaba justificando en parte el ascenso de una elite masculina, que, bajo su propio liderazgo, ejercía un auténtico gobierno de la iglesia. Una élite compuesta de diáconos, elegidos por hombres, entre lo más florido de las congregaciones, muchos de los cuales ejercieron durante largos períodos, demostrando una gran lealtad a James. Los derechos de las mujeres se debatieron con calor en una serie de cartas y artículos publicados en el Congregational Magazine de los independientes, en 1837. Los participantes se cen­ traban en la interpretación del consejo de San Pablo a los Corin­ tios: Las mujeres cállense en las asambleas, porque no les toca a ellas hablar, sino vivir sujetas, como dice la Ley. Si quieren aprender algo, que-en su casa pregunten a sus maridos, por­ que no es decoroso para la mujer hablar en la iglesia.

Las lecturas de este pasaje fueron muchas y muy variadas. Algunos pensaron que la oración quedaba expresamente prohi­ bida a las mujeres, como a los «ebrios e idólatras», porque re­ presentaba una «fuerte violación de la naturaleza», profunda­ mente injuriosa para la modestia femenina. A veces una misma congregación sostenía distintas opiniones; entre los cuáqueros, por ejemplo, algunos defendían la oración de las mujeres, pero otros puntualizaban que «la admisión de las mujeres ha elevado tanto el número de oradores que las asambleas de la iglesia han acabado por ser silenciosas». Sin embargo, no faltaron interpre­ taciones más liberales de las palabras de San Pablo. J. A. James defendía la interpretación liberal. En su opinión, el pasaje había sido «mal interpretado», pues la prohibición apostólica del magisterio femenino no incluía necesariamente la prohibición del voto en las asambleas. «Por la naturaleza de las cosas», afirmaba parece razonable pensar que la mujer es igualmente capaz y está igualmente interesada en dar su voto. La práctica de este derecho no se opone a los dictados de la razón, a la autoridad de la revelación, a las analogías de la sociedad civil o a los principios generales del gobierno de la iglesia. «Hombres o mujeres», dice San Pablo, «todos somos uno en Cristo Jesús». Son sin duda palabras generosas, pero, en la práctica, la con­ gregación de Carrs Lañe no siguió «los dictados de la razón», ni las «analogías de la sociedad civil» constituían precisamente un ejemplo. El que fue ayudante de James en los años de su vejez, afirma categóricamente en la biografía del «obispo» que sólo los hombres ejercían el voto en las asambleas, y, si consideramos que los estatutos de la congregación estipulaban que las cuentas debían presentarse anualmente a una asamblea especial, forma­ da por varones, cabe imaginar que las mujeres no parecían suje­ tos capaces de manejar los asuntos relacionados con la propie­ dad o el dinero. Pero la magnífica gestión de James impidió que las contradicciones entre la teoría y la práctica alteraran la calma de su reino de Carrs Lañe.

Parece evidente que la ausencia de seguridad en las Escritu­ ras acerca de los derechos de los hombres y de las mujeres in­ trodujo el desconcierto en las congregaciones independientes, que, en la práctica, acabaron por excluir a las mujeres del voto y de las decisiones administrativas. Una ambigüedad similar rei­ naba en las asambleas de los unitarios. Estos últimos conferían poder a los contribuidores financieros, en tanto que entre los in­ dependientes sólo contaba la salvación a través de la actividad comunal. Pero ambos tuvieron problemas con las mujeres. Ellas aportaban dinero, pero nunca lo administraron, sin embargo, los colaboradores varones se tenían por creadores de riqueza y por gestores, dentro y fuera de la iglesia. La contradicción es aún mayor considerando que las cuantías aportadas por las mujeres fueron muy elevadas. Es probable que los cálculos que Prochaska ha establecido para la intervención de las mujeres en las ta­ reas filantrópicas, a pesar de su mezquina representación formal, sirvan también para la ayuda femenina a las congregaciones di­ sidentes. Sin embargo, las cuentas no se traducían en derechos de representación. Para eso había que aportar y, además, ser hombre. No obstante, tanto los hombres como las mujeres tenían a su disposición ciertas formas de influir en la comunidad religiosa que habrían resultado inconcebibles en la sociedad exterior. Los hombres, expulsados de los cargos públicos de la sociedad por su fe disidente, aprendieron a gestionar la iglesia, a dirigir asam­ bleas, a levantar actas y contar votos, a debatir, analizar y alcan­ zar compromisos y a establecer facciones y alianzas..., en defi­ nitiva, a operar dentro del complejo mundo de la comunidad, ad­ quiriendo con ello una formación útil para otras formas de go­ bierno representativo. Para las mujeres fue diferente. La religión ofrecía un espacio vital privado, un lugar para la realización per­ sonal en una sociedad que, en general, no valoraba su sexo, aun­ que casi siempre a cambio de la separación de cualquier respon­ sabilidad pública. Con todo, la propia confusión en cuanto a la posibilidad de que las mujeres votaran, hablaran o impartieran enseñanzas, sugiere que no existía una prohibición formal. La relativa autonomía de las congregaciones disidentes obli­ gó a negociar constantemente el poder, el liderazgo y la parte de­

bida a las mujeres en el proceso. A pesar de la doctrina sobre las esferas separadas, las mujeres pudieron ejercer un cierto lideraz­ go en las congregaciones más pequeñas. La fuerza de la perso­ nalidad o la riqueza neutralizaba a veces la repugnancia de la propia interesada y de sus correligionarios al ejercicio femenino del poder. Sin embargo, parece evidente que a medida que se asentaban las distintas concepciones ideológicas del papel de la mujer co­ menzaban a cerrarse los espacios. En las zonas rurales, las mu­ jeres habían realizado ocasionalmente tareas de supervisión, vi­ gilancia y administración de la parroquia, por su pertenencia a familias de terratenientes y agricultores. Por lo general, se trata­ ba de viudas, pero llegó un momento en que ni siquiera ellas pa­ recieron adecuadas; incluso las nominalmente elegibles acaba­ ron por delegar el voto. Sus tareas parroquiales pasaron gradual­ mente a manos de varones, pequeños propietarios de tierras o comerciantes, que empezaban a formar un nuevo estrato clerical. La presencia de las mujeres molestaba a los entusiastas cristia­ nos que buscaban la reforma de la iglesia y el respeto a través del gobierno de la parroquia. Era algo antinatural, un signo de los viejos tiempos poco civilizados de la organización parroquial. Se acogían a la comparación con aquellas formas extremas de metodismo, consideradas vulgares por los nuevos reformadores, que permitían a las mujeres administrar y predicar públicamen­ te. Cuando, en 1814, un entusiasta pastor evangélico tomó pose­ sión de su parroquia de Suffolk, calificó a sus fieles de bárbaros, dados al alcohol y a la caza furtiva, que ni siquiera poseían una escuela de señoras para impartir la educación básica. Su biógra­ fo, también pastor evangélico en Suffolk, subrayaba el grado de «deterioro» de la ciudad: ninguno de los trabajadores es capaz de leer tolerablemente, y, cuando el señor Charlesworth se situó en el atril, fue una mujer (el subrayado es suyo) la empleada encargada de dar las respuestas. Tanto el reverendo como la señora Charlesworth se sentían responsables de «enseñar a esta gente limpieza y buenos moda­

les», sin olvidar la apropiada división de los sexos. El reverendo Charlesworth retiró a la empleada y la sustituyó por un granjero casi analfabeto. Existen ejemplos similares para otras funciones eclesiásti­ cas. Las pocas mujeres que ejercían como diáconas en las igle­ sias baptistas desaparecieron en la década de 1780. Las predica­ doras metodistas comenzaron también a encontrar problemas. Incluso en el caso especial de los cuáqueros descendió el predo­ minio de las mujeres sobre los hombres en el ejercicio del mi­ nisterio religioso que había caracterizado al siglo xvm. La justi­ ficación de la presencia femenina en el magisterio cuáquero se basaba en que el Espíritu Santo podía inspirar las palabras de los dos sexos, separando así la predicación de cualquier otro discur­ so público. Como comentaba Joseph John Gumey a su familia, después de escuchar la predicación de las mujeres antiesclavis­ tas en Estados Unidos: No apruebo que las mujeres hablen en público, ni siquie­ ra cuando lo hacen a favor de la causa antiesclavista, a no ser que ocurra bajo la influencia inmediata del Espíritu Santo. Entonces, y sólo entonces, es legítimo. Su hermana, Elizabeth Fry, dejó escrito que sólo se sentía có­ moda hablando cuando «me protege el amor y el poder», una protección que la situaba a salvo de los ataques de su propia fa­ milia, perteneciente a la comunidad cuáquera, y del mundo exte­ rior, cuando rebasaba los estrechos límites de la esfera femenina. Thomas Clarkson, un luchador antiesclavista que se retiró a las proximidades de Ipswich y que trabajó en estrecha colabora­ ción con los cuáqueros, pese a ser un evangélico anglicano, es­ cribió en 1807 un Portrait o f Quakerism, en tres volúmenes. En su obra defendía a las mujeres cuáqueras por ser más espiritua­ les que los hombres y, especialmente, por su modestia en la con­ versación, la mirada, el comportamiento y la indumentaria, que las distinguía de todas las demás mujeres del mundo. Sin em­ bargo, resaltaba que las cuáqueras tenían una «dimensión públi­ ca que ninguna otra mujer tiene». Y ahí estaba el problema. ¿Era posible conciliar el ministerio cristiano con los deberes propios

de la mujer? ¿Puede una dama tierna y refinada mancharse con el contacto del mundo exterior? No era un problema de fácil so­ lución. Las mujeres cuáqueras no participaban en su propio nom­ bramiento más que sus hermanas anglicanas, congregacionales o unitarias. Su poder para predicar y enseñar era sólo una conce­ sión especial que pudo conciliarse difícilmente con las caracte­ rísticas femeninas. John Bright, radical, miembro del Parlamen­ to, y uno de los cuáqueros Victorianos más sobresalientes, es ca­ lificado de convencional en materia de relaciones entre los sexos por uno de sus contemporáneos: «Adoraba lo que él mismo lla­ maba encanto femenino», escribe: pero nunca soportó que las mujeres fueran autónomas. Ni si­ quiera creía capaces a sus hermanas de pensar por ellas mis­ mas ante una oferta de matrimonio... En cierta ocasión me comentó que las hijas no deberían tener derecho a recibir la herencia de sus padres cuando existían hermanos varones que podían invertirla en negocios. Sin duda, hubo muchas voces masculinas capaces de contes­ tar esta opinión, pero la brecha entre la luz interior de la igualdad espiritual y las estructuras exteriores de la sociedad era cada vez más profimda.

Seglares y mujeres Para los cristianos más comprometidos y, desde luego, para los racionalistas religiosos, la elección no era el ministerio, sino la vida activa al servicio de la congregación, combinando la fe con las obras mundanas. Eran muchas las formas de actuar en favor de la iglesia. Cierto molinero de Witham, que abandonó la iglesia de Inglaterra en 1787 para unirse a la fe congregacional, con una devoción que pudo costarle la herencia ante el disgusto paterno, creó una profimda atmósfera religiosa en su hogar prac­ ticando la oración en familia. Como gozaba de suficientes re­ cursos económicos, ayudaba a la comunidad abriendo su casa a

los ministros locales más próximos, quienes se beneficiaban tan­ to de su hospitalidad, consejo y sostén financiero como de una excelente biblioteca. Fue también secretario de la sociedad de socorro mutuo para la asistencia a las viudas necesitadas y a los hijos de los ministros protestantes disidentes en los condados de Essex y Hertford. Junto a su primo, ofreció generosamente tiem­ po y dinero para fundar la Unión Congregacional de Essex, una organización que resultó de vital importancia para enlazar las cé­ lulas dispersas de la iglesia reunida. Además de las labores convencionales en la parroquia o la iglesia, existían muchas formas de satisfacción para los hombres con el tiempo y la vocación necesarios para dedicarse a la co­ munidad. Como evangelizadores, como aportadores de cultura a los trabajadores pobres o como gestores de la prosperidad de su propia clase, su actividad, vinculada a las iglesias, confirmaba la idea extendida entre los propios contemporáneos de estar vi­ viendo en la época del asociacionismo. Estas empresas que mo­ vilizaban no sólo riqueza material, sino el talento y la experien­ cia de miles de personas, constituyeron el arma más eficaz del arsenal evangélico. En los primeros tiempos del evangelismo, Simeón, uno de los padres fundadores, recomendaba a John Venn, un amigo de la secta Clapham, que galvanizara las fuerzas de unos 70 individuos importantes de su congregación. «Sírvete de ellos», le sugería, tanto de los hombres como de las mujeres. La querida Ame­ lia (tía de Venn) dirigirá la sección de mujeres, con 20 ó 30 de ellas a sus órdenes. Los hombres trabajarán bajo tu direc­ ción. Una sugerencia revolucionaria para los anglicanos. Servirse de los laicos nunca supuso que las mujeres rompieran con la tra­ dición de la iglesia establecida, para situarse peligrosamente cer­ ca del vulgar entusiasmo de los metodistas. Los evangélicos, sin embargo, abrían los brazos a la participación femenina, siempre que se supiera mantener dentro de su esfera. Tomemos el ejemplo de Amy Camps, nacida en 1800, en Colchester, y formada «bajo» uno de los primeros evangélicos,

el reverendo Robert Storry, y, más tarde, por William Marsh, ambos en Saint Peter. Soltera hasta los 50 años, dedicó toda su vida a la religión y supo conquistar un puesto a la alargada som­ bra evangélica de la parroquia. Empezó visitando la escuela de la «querida señora Marsh» para niños pobres, apoyando la aso­ ciación bíblica y visitando hospitales. Su especial dedicación a los enfermos y moribundos le proporcionó una gran cantidad de datos sobre los asuntos parroquiales, que después transmitía a los ministros y a otros dignatarios eclesiásticos. «Mis enfermos mueren continuamente», escribió en su diario, en 1838, «pero otros nuevos me ocupan de tal forma que no queda tiempo para las conversaciones útiles». Las mujeres muy devotas actuaban en el corazón mismo del movimiento evangélico, pues aunque no predicaban en público, sí podían convertir en privado. Ya fuera para los miembros de su familia, para los amigos íntimos, los vecinos, los pobres de la ciudad o la gente que encontraban durante sus viajes, en las dili­ gencias, barcos o posadas, las mujeres como Amy Camps siem­ pre predicaban el Evangelio, de viva voz o a través de su abun­ dante correspondencia. Si, como en el caso de la Marsh, tenían éxito (aunque ella no se jactaba nunca) pasaban a ocuparse ade­ más del ministro. Cualquier intento por su parte de convertir esta presencia en una tarea formalmente estructurada se llevaba a cabo bajo el control y dirección de los profesionales varones, y dependía siempre de la buena o mala voluntad hacia ellas de es­ tos últimos. A los 21 años, Amy Camps, moldeó su personalidad a imitación de una amiga soltera, de más edad, que se llamaba a sí misma «visitadora de enfermos»; su primera tarea consistió en frecuentar el hospital de la beneficencia de Colchester para ha­ blar con los internos. Como en otros muchos casos, la «carrera» de Amy sufrió un parón cuando tuvo que enclaustrarse para cui­ dar a una madre viuda y moribunda. Antes de la muerte de ésta, Amy se había convertido en visitadora y maestra de la escuela dominical, funciones creadas por los hombres como William Marsh, siguiendo el consejo de Venn sobre la utilización de los laicos. La gran oportunidad de Amy llegó en 1834, año en que co­ menzó a visitar el recién inaugurado hospital de Essex y Col-

chester. Tres años más tarde anota: «gracias a mi amigo, el reve­ rendo doctor Seaman, se me han abierto puertas inesperadas»; se refería al permiso para visitar formalmente a los pobres en la nueva Cámara Sindical. Sin embargo, en noviembre de 1842, la llegada de un comité de clérigos con ideas muy estrictas sobre el papel de la mujer, que la denunció por «predicadora y oradora», le bloqueó el acceso a los hospitales. Desde ese momento, sólo los ministros de la religión podían visitar a los pacientes. Amy Camps puso su decisión en manos de Dios y, abriendo la Biblia al azar, encontró en el Eclesiastés, X-4, lo siguiente: Si el humor del que manda se levanta contra tí, no dejes tu puesto. Sus apoyos clericales dieron resultado, y el nuevo vicario de Saint Peter, que había sustituido a Marsh, en vez de prohibirle el trabajo, le prometió nombrarla miembro vitalicio del hospital. Siempre expuesta a la mirada ajena, Amy intentó publicar su ex­ periencia, pero fue rechazada por la editorial. Descorazonada, volvió una vez más a uno de sus amigos clérigos, quien la acon­ sejó editar por su cuenta un folleto, que pronto comenzó a ven­ derse con profusión. Aunque las mujeres como Amy Camps proyectaban toda su vida en la religión, existían otros modos que, pese a su invisibilidad formal, permitían cierta actividad femenina en las congre­ gaciones. La limitación para actuar en público impulsó a muchas de ellas a cumplir papeles menos notorios, por ejemplo, a crear cadenas de información que mantenían al día a los administra­ dores oficiales. Cuando los hombres y las mujeres se compro­ metían en actividades relacionadas con la iglesia o a la capilla, lo hacían siempre según unas líneas claras de demarcación. Los hombres asumían la parte formal; las mujeres, la informal. Los hombres decidían; las mujeres apoyaban. Los hombres tomaban posesión de su puesto en el mundo; las mujeres permanecían vinculadas al hogar. Las actividades iniciadas e impulsadas por John Angelí Ja­ mes en Carrs Lañe, siguieron siempre estas normas. Allí se unían teoría y práctica, y los hombres y las mujeres contribuían

de la forma apropiada a cada sexo. Carrs Lañe estableció su pro­ pia escuela del Sabbath en 1813, donde James separó rígida­ mente los sexos para lo que él creía el bien de la institución y de los profesores y alumnos. Se consideraron innecesarias las reu­ niones mixtas de profesores y se dividieron todas las actividades en esferas separadas. Lo mismo ocurrió con la acomodación de los alumnos en clases de chicos y de chicas cuando se construyó el nuevo edificio, hasta tal punto que las visitas del ministro se realizaban a diferentes horas y en diferentes lugares para evitar la mezcla. Un comité de hombres dirigía la escuela de chicos de Carrs Lañe y, aunque la de chicas estaba regida por mujeres, ambas quedaron formalmente sujetas al juicio de los hombres, a través de un «comité general» compuesto por James, el tesorero de la iglesia y diez caballeros más, que se encargaban de organizar la vida cotidiana de la escuela de los chicos y de supervisar la de las chicas. El comité de señoras estaba formado por la señora James, las esposas de varios diáconos y algunas solteras devotas, y todas ellas informaban regularmente al secretario del comité masculino. Este secretario transmitía lo que consideraba necesa­ rio y ponía al día las actas. Ajuicio de James, los grupos de visita a los distritos; las ins­ tituciones de socorro, de recreo y de instrucción espiritual y tem­ poral; así como la Asociación Misional o la Asociación Bíblica constituían actividades apropiadas para las mujeres. También era aceptable la distribución de folletos, siempre que se cuidaran las zonas visitadas; en cuanto a las visitas a los pobres y a los enfer­ mos, nada más adecuado para el carácter femenino. «Es ahí», afirmaba James, donde no puede haber nada que ofenda a la modestia feme­ nina o que estimule su vanidad, pues la quietud de esos luga­ res evita que la mujer quede expuesta a la mirada grosera o inquisitiva, o al cumplido exagerado y la adulación empala­ gosa; allí está sola con el dolor, con su conciencia o con su Dios.

Esta convicción de que cuanto más privada era la vida de la mujer cristiana, mejor se preservaban sus características femeni­ nas estuvo en la base de muchas empresas entusiastas. Mientras los James y sus equivalentes estuvieran allí para dirigirlo y pre­ sentárselo al público, el trabajo cotidiano podía dejarse en ma­ nos de las mujeres. Y, aunque nunca se confió en ellas para la creación de los nuevos complejos institucionales, ni se las creyó capaces de administrar el dinero, nadie dudaba en enviarlas a reunirlo para cubrir los gastos de las nuevas capillas. Sólo en calidad de parientes de los clérigos podían las muje­ res ampliar su campo de actividades, más allá de la enseñanza y de la visita a los enfermos, con la escritura. El registro de la vida privada espiritual era una tradición para los cristianos auténticos, que, a menudo, comenzaba en la niñez, con los cuadernos de cumpleaños y los diarios, y que se prolongaba toda la vida. Cier­ ta hija de un comerciante de Colchester y esposa de un modesto pañero de Ipswich, dejó al morir varios volúmenes de «efusiones piadosas». Amy Camps destinó una parte considerable de su he­ rencia a la publicación postuma de su diario. Las madres publi­ caban los diarios de sus hijas muertas prematuramente, y las hijas publicaban hagiografías de la vida espiritual de sus madres. El propósito de estos escritos era, en parte, un ejercicio de in­ trospección y, en parte, un ejemplo difundido mediante la pa­ labra. Pero había también canales menos privados de expresión re­ ligiosa para las mujeres, como los poemas, himnos y cuentos, que, privada o localmente, alcanzaban una gran difusión. La es­ critura era el lugar privilegiado de unas mujeres que cada vez en­ contraban más cortapisas para la expresión pública. Unas, como Amy Camps, costeaban la edición de sus libros. Otras, encontra­ ban dinero para ello a través de suscripciones. Algunas disfruta­ ron de un público numeroso e incluso consiguieron una situa­ ción más profesionalizada. Las hermanas Ann y Jane Taylor se convirtieron en las escritoras más famosas de libros para niños en la región, sin salir de la peculiar esfera femenina. Pero hubo mujeres que consiguieron publicar en revistas de tirada local e incluso nacional, gracias a la simpatía de ciertos editores religio­ sos. No obstante, la publicación de los escritos femeninos cons­

tituyó siempre un problema; por un lado, estaban las dudas sobre la conveniencia de mostrar su yo intimo, y, por otro, el peligro de la ambición mundana, que si ya era fatal para el hombre, debía serlo doblemente para la mujer. Estos escritos se basaban en un sueño, el sueño de un mundo en el que las mujeres pudieran sig­ nificar algo, ser alguien e influir sobre los demás como lo hacían los hombres. La religión era la clave de ese mundo, en el que las mujeres serían valoradas por el trabajo de su espíritu, ya que no podían serlo por su poder material, y en el que la «carrera reli­ giosa» proporcionaba sentido a la experiencia femenina y cauce a la expresión de algunas de sus aspiraciones.

C ap ítu lo III

«El semillero de virtud»: la ideología doméstica y la clase media Felicidad hogareña, única gloria del del Paraíso sobrevivida a la Caída ... eres la semilla de la virtud. William Cowper, The Task, libro III El hogar... semillero de virtud. John Angelí James La iglesia y la capilla fueron el centro de articulación y difu­ sión de las nuevas creencias y prácticas relacionadas con la masculinidad y la femineidad. Pero la sociedad de finales del si­ glo xvm y principios del xix abundaba en otras muchas ideologías que exigían un nuevo orden social y familiar. La actitud pú­ blica hacia la moral privada estaba cambiando, como lo demues­ tra el caso de la reina Carolina y el resuelto ataque que suscitó contra el doble patrón para hombres y mujeres. El debate públi­ co sobre la familia y la sexualidad se materializaba con toda su carga novedosa en panfletos, manuales, novelas y revistas, que la clase media leía con avidez. Dos escritores evangélicos del si­ glo xvm, William Cowper y Hannah More, influyeron en la defi­

nición de la vida hogareña y de las diferencias entre los sexos. A estos siguió una multitud de escritores menores, sobre todo mujeres, que se servían de todas las vías de introducción de es­ tas ideas en la vida cotidiana del hogar, desde el cuarto de los ni­ ños a la cocina. Cada uno a su modo, tales escritos hacían paten­ te una contradicción entre la supuesta superioridad de la mujer y su posición subordinada en la sociedad, que no habría de resol­ verse en los primeros tiempos de la sociedad victoriana. Como cabía esperar, la literatura sobre las diferencias sexuales se atuvo al principio a los protagonistas de las dos esferas, no obstante, el discurso sobre el puesto de la mujer y la misión de la mujer se centró paulatinamente en el sexo femenino. El puesto de la mujer no se discutía sólo intelectualmen­ te, sino también con hechos prácticos. En las décadas de 1830 y 1840, el lenguaje fue haciéndose cada vez más secular, y la teoría de las esferas separadas y complementarias del hombre y la mujer, originalmente vinculada al evangelismo, se trasformó en el sentido común de la clase media británica. En 1820, «la desconcertante cuestión doméstica» galvanizó a la sociedad inglesa. «De todas las cuestiones que he conocido en mi vida», escribía Hazlitt, «no conozco otra que enardezca de esa forma los sentimientos populares. Ha echado raíces en el seno de la nación, entrando en todos y cada uno de los hogares del reino...» La «desconcertante cuestión doméstica» afectaba incluso a las aventuras sexuales e infidelidades de los reyes y las reinas. Se hablaba de escándalos en las alturas, de matrimonios sin amor, de exóticos placeres de los ricos. Y, más concretamen­ te, se habló del impopular Jorge IV y de su divorcio de una mu­ jer que nunca había amado, Carolina de Brunswick. Para lograr­ lo, Jorge había planteado una demanda contra ella en la Cámara de los Lores, que la situó en el punto de mira de un público cada vez más letrado. Jorge y Carolina se habían casado en 1795; nueve meses des­ pués nació su única hija, Carlota. Fue un matrimonio de conve­ niencia. La pareja se separó casi inmediatamente, y si la vida amorosa del príncipe era de dominio público, las amistades poco convenientes de su mujer y la charla imprudente de ésta tuvieron también graves consecuencias. En 1806, se abrió una «discreta

investigación», que no pudo probar nada, para demostrar la exis­ tencia de un hijo ilegítimo de Carolina. Aunque salvó el honor, la princesa abandonó Inglaterra. Pero, a la muerte de Jorge III, Carolina decidió volver. Indignada por la pretensión de Jorge de que su nombre desapareciera de la liturgia, tomó un barco y pisó tierra inglesa en medio de una fuerte controversia, completa­ mente resuelta a hacer valer sus derechos de reina. Jorge se mos­ tró incapaz de negociar alguna salida y volvió a insistir en el di­ vorcio, haciendo caso omiso de la preocupación de sus minis­ tros. Sus conocidas infidelidades le cerraban las puertas de una posible apelación a los tribunales eclesiásticos; entonces, se le ocurrió recurrir a la Cámara de los Lores por un procedimiento especial que permitía imponer castigos sin juicio legal. El juicio comenzó el 17 de agosto de 1820. Todos los pares estaban obligados a asistir. También la reina se encontraba pre­ sente; era la única mujer en un cámara abarrotada de hombres. El público, que lo seguía con pasión, se decantaba mayoritariamente por la reina. El país esperaba: ¿Habría cometido adulterio Carolina con su criado Beigami? ¿Se podía confiar en los testi­ gos extranjeros? ¿Hizo el amor la pareja en el barco? ¿La ayudó él a vestirse y desvertirse, con ocasión de un baile de disfraces? ¿Conseguría el rey desembarazarse de ella? Al finalizar el juicio, la reina estaba prácticamente absuelta. Este episodio se ha considerado tradicionalmente un mo­ mento importante para la política radical, ya que el juicio refle­ jaba a las claras la corrupción del sistema político. Pero el asun­ to era algo más que «una farsa típica de la vieja corrupción», ya que la agitación, «barrida por el melodrama y el romance regio», acabó en un triunfo conservador. Sólo siete meses después de su final, se negó toda ayuda a la reina cuando intentaba asistir a la coronación de Jorge. Carolina murió poco después, «con el co­ razón roto». La importancia de este asunto no estaba sólo en que Caroli­ na fuera inocente de las acusaciones, sino en la doble moral que se había atrevido a pedirle cuentas a ella, permitiendo que el ma­ rido saliera indemne. Para probar su inocencia, Carolina se pre­ sentó como una víctima desventurada, «una pobre mujer desam­ parada», como se describió a sí misma. Los agravios que había

recibido de ciertos hombres demandaban que otros la salvaran de ese terrible mal. Carolina fue la heroica virtuosa, el símbolo de la dependencia de las mujeres. Los «hombres de bien» y los «valientes» deberían levantarse para protegerla. Los hombres del país sentían en su carne los insultos a la reina. La ternura y el respeto con que se trataba a la mujer en Inglaterra, se decía, era el símbolo de su avanzado estado de civilización, y su mejor or­ namento, «la virtud doméstica». Los ingleses debían apoyar a esta «pobre mujer agraviada» para probar su masculinidad. La mayor parte de las súbditas que ofrecieron su lealtad a Carolina apelaba a la caballerosidad y esperaba que los hombres actuaran por ellas. Predominó la imagen de una «mujer desvalida» y des­ pojada por el poder de la corona. Una imagen poco coherente si se tiene en cuenta lo que sa­ bemos de Carolina. Una de las principales acusaciones de Jorge contra ella era su falta de control, sus indiscreciones verbales y la exposición de su intimidad, características impropias de una femineidad frágil, pasiva y dependiente. Durante el espectáculo del juicio, Carolina fue identificada con un ideal que expresaba una cierta concepción del matrimonio y del hogar cada vez más extendida. La reacción ante este episodio constituyó uno de los primeros rechazos públicos de una cierta concepción del matri­ monio y de la sexualidad en favor de otra. La opinión pública se alineó con «John Bull» y el contenido de su «Ode to George the Fourth and Caroline his wife»15, escrita en 1820. El «pueblo» deseaba que Jorge cumpliera sus obligaciones domésticas, porque sólo así se lo imaginaba buen padre de la na­ ción. Lo doméstico quedaba equiparado a lo regio. El padre del rey, Jorge ni, era un monarca muy popular en el momento de su muerte, en 1820. Durante los últimos años de su vida, había adoptado las virtudes más admiradas por las clases medias: piedad, dignidad, honradez y amor a la vida hogareña. Por el contrario, su hijo «despreciaba los vínculos domésticos». En efecto, la regencia de Londres representaba todo lo contrario a lo que parecía serio a la clase media, especialmente en su ver­ 15 A Father to the nation prove/A Husband to the Queen,/And safely in they peopie’s Love/Reign tranquil and serene (Si demuestras ser Padre para la patria/y mari­ do para la reina^reinarás tranquilo y sereno/gozando del amor de tu pueblo).

sión de provincias. Las prostitutas de clase alta, los palcos de la ópera, los paseos en carruaje por el parque para exponer la mer­ cancía sexual, la vida regalada, el goce sexual vigoroso y sin am­ bages, todo era anatema para los cristianos auténticos. El apoyo a la reina rebasó las tradicionales posiciones políti­ cas, prefigurando alianzas futuras más basadas en el consenso moral que en el meramente político. En Birmingham, los grupos de la clase media local organizaron actos cuando el juicio pare­ cía decantarse contra la reina. En el Essex rural, un industrial de la seda, de confesión unitaria, ayudó a instalar las luces y a orga­ nizar una procesión. El asunto se enfocaba cada vez más desde el punto de vista moral; el amparo a una mujer débil y virtuosa, la defensa del matrimonio, y el rechazo del divorcio, construye­ ron, durante un momento frágil y breve, una mayoría moral de­ masiado fuerte para el rey y su gobierno. El rey, se dijo, también era un marido. La opinión pública decretó que la familia real también tenía que ser una familia. Reyes y reinas debían ser pa­ dres y madres en sus propias casas si querían ser padres y ma­ dres de su pueblo. El caso de la reina Carolina señaló un punto significativo de la actitud pública hacia el matrimonio y la sexualidad, se convir­ tió en la reafirmación del carácter intachable de la mujer inglesa y de los vínculos entre femineidad, virtud y honra. Pero, ¿cómo se asociaban estos conceptos al matrimonio, la masculinidad y la femineidad? Y ¿por qué triunfaron sobre otros, por ejemplo, so­ bre la preocupación del siglo xvm por la insaciable voracidad se­ xual de las mujeres? Esta preocupación por las virtudes caseras, el matrimonio, el hogar y los hijos era sin duda nueva, aunque el reajuste de las ideas establecidas hubiera comenzado ya en el si­ glo anterior. Los clérigos formaban la vanguardia a la hora de formular las normas del comportamiento masculino y femenino. Pero a los escritos y prédicas eclesiásticas se unían espontáneamente los seglares que, movidos también por un interés religioso, escri­ bían sobre la vida doméstica, contribuyendo con ello a estable­ cer los códigos sociales de la clase media británica para varias generaciones. Algunos de estos escritores llegarían a ser muy fa­ mosos, como en el caso de William Cowper o Hannah More.

Otros, a veces sólo conocidos en el ámbito local, seguirían entu­ siasmados el ejemplo de los profetas de la vida doméstica. La concepción del mundo que proponían estas obras de los ideólo­ gos de la familia separaba a los hombres y a las mujeres en dos espacios distintos y bien definidos. Estas creencias ayudaron a configurar las instituciones y las costumbres sociales y tuvieron sus efectos en la realidad material, pero también se enfrentaron a las críticas. El discurso sobre la masculinidad y la femineidad no estaba cerrado, al fin y al cabo leer y escribir podían convertirse en actividades peligrosas, especialmente para las mujeres. La lectura ocupaba ya un puesto importante en la vida de la clase media a finales dél siglo xvm, pero con la expansión bur­ guesa de principios del xix la cultura literaria conoció un gran auge. En las ciudades especialmente, tenderos, comerciantes y empleados clericales accedieron a la cultura de la clase media que antes estaba en manos de una minoría adinerada. Este tipo de gente era sensible en extremo a los consejos de teológos como Isaac Watts, para quien «la pérdida de tiempo» producía tan «dolorosas y fatales consecuencias» que aconsejaba dedicar las horas de ocio a leer y a pensar. El protestantismo fue siempre «una religión de libro», basada en el acto privado de la lectura y la reflexión. Eran muchos los lectores que se iniciaban con te­ mas religiosos y pasaban después a otros intereses. La necesidad de guía e información para afrontar un mundo cada vez más complicado produjo una fuerte demanda de manuales de conse­ jos para todos los aspectos de la vida privada y de los negocios. En pocas palabras, la posibilidad de acceder «a la buena socie­ dad» dependía en parte de la capacidad de leer, hablar y pensar con corrección. Las alusiones a las lecturas y a los autores favoritos aparecen continuamente en cartas, diarios y memorias demostrando la im­ portancia de los libros y la facilidad para adquirirlos. A medida que aumentaba su conciencia política, el público de provincias se aficionaba a la literatura y buscaba con interés «los temas controvertidos». El compromiso político de ciertos sectores de la dase media, bien representados en una ciudad como Birming­ ham, se plasmaba en las imprentas de los grupos que defendían los intereses de los habitantes de provincias y expresaban su des­

contento hacia los círculos cortesanos de Londres y hacia el peso excesivo de las ciudades industriales. Cowper es con gran diferencia el autor más citado en los re­ gistros locales, pues en él se concitan el interés por la salvación individual y la alabanza de la vida hogareña. Sus poemas más conocidos reflejan el tranquilo transcurrir cotidiano del tiempo en el hogar, el jardín, los campos y los bosques. Para varias ge­ neraciones de cristianos comprometidos que vinieron al mundo en las décadas de 1780 y 1790, Cowper fue todo un símbolo de sus miedos y esperanzas. Cuando Maria Marsh se trasladó des­ de el bullicioso centro de Colchester a su nuevo hogar en los al­ rededores de Edgbaston, a poca distancia de la iglesia de su ma­ rido, se acordó de los versos de Cowper16. Al celebrar lo doméstico, Cowper reúne en sus poemas las divisiones económicas, políticas y religiosas, y se convierte en un escritor adorado por sus contemporáneos. Hannah More, su colega femenina, no logró tanta devoción, pero sus libros ins­ tructivos constituían un excelente regalo para las jóvenes, y su única novela Coebels tuvo una amplia acogida. Ella fue la auto­ ra favorita de varias figuras tan influyentes en Birmingham como John Angelí James. «Ciertas dudas» sobre su cristianismo no impidieron, sin embargo, que Byron se convirtiera en el segundo autor preferido por los lectores locales. Todo un ejemplo de cómo la ficción conlleva riesgos difíciles de controlar, pues si la lectura puede ser una vía de integración también puede constituir una forma de resistencia. Los libros de Byron no sólo despertaban entusiasmo en las personas con sentimientos radicales, sino también en otras de sensibilidad completamente distinta. La mujer de un cuáque­ ro, curtidor en Essex, comparaba la apariencia y el temperamen­ to de su adorado marido a los de Byron, a pesar de su enclaustramiento en una austera familia de nueve hijos; en tanto que cierta hija de un estricto granjero cuáquero leía a Scott, Southey y Byron, con delectación. En 1833, se editó en Colchester una 16 The calm retreat, the silent shade/With prayer and praise agree/And seem by Thy sweet bounty made/For those who follow Thee (El retiro en calma, la sombra si­ lenciosa/armonizan con la oración y la alabanza/y parecen obra de Tu generosidad/ para aquellos que han decidido seguirte).

colección de joyas poéticas para jóvenes de ambos sexos, que abarcaba el partenón del gusto de la clase media, Cowper, Hemans, Barbauld, Nathaniel Cotton, Scott, Barton, las hermanas Taylor y Byron. La heterodoxa combinación de estos autores amados por los hombres y las mujeres de la clase media introdujo en su sistema de valores elementos contradictorios, hasta el punto de que aquel hermoso lenguaje y aquellas románticas asociaciones podrían haber sido muy peligrosos sin la presencia de la religión y sus connotaciones domésticas actuando como elemento equilibra­ dor. Estas tensiones conmovían de forma particular el ánimo fe­ menino. El apasionado relato de Madame de Staél, Corinne cau­ só un enorme impacto en las posteriores generaciones de muje­ res. La narración exalta a una mujer de talento, triunfadora en el clima de libertad artística e intelectual de Italia, que acabó por convertirse en el símbolo de la potencia creativa femenina. Co­ rinne se enamora de un inglés, Oswaldo, que representa todas las virtudes del hogar, pero la muchacha renuncia al amor para conquistar Italia con su baile, su charla, su actuación, sus impro­ visaciones, su música, su pintura y su canto, mientras Oswaldo contrae matrimonio con una mujer pasiva y sin pretensiones. Corinne era la «fantasía de la perfecta heroína», la Childe Harold femenina. El tema del reconocimiento público a través del arte estaba llamado a seducir a las posteriores generaciones de escritoras inglesas, para quienes el éxito representó siempre un asunto espinoso. No menos irresistible, incluso para los miem­ bros más severos de los hogares ingleses, resultaba el elogio de la libertad cultural de Corinne en el sur de Europa. En su poema, Corinne at the Capital, la anglicana Felicia Hemans (quien con­ fesó la indescriptible fascinación que ejercía Corinne sobre ella) dedica cinco versos a describir el recibimiento delirante de Co­ rinne en Roma, la belleza de su voz y de su aspecto, y su habili­ dad para la música. Sin embargo, para la Hemans, esta heroína que despreciaba los encantos del hogar no podía ser perfecta. La lectura no era únicamente una forma de instrucción, de conocimiento de uno mismo y de definición personal, sino un profundo placer individual y colectivo, aunque a veces constitu­ yera también una fuente de auténtica confusión. Los grupos de

discusión sobre los textos eran moneda corriente entre la clase media; tanto la lectura como el debate solían desarrollarse en el ámbito familiar. Escribir en periódicos, diarios, cartas y memo­ rias, en poesía o en prosa, era la ocupac ión favorita de muchos hombres y mujeres, y, aunque para algunos fue un medio de vida, para la inmensa mayoría constituyó un placer personal y una forma de edificación para amigos y parientes. La escritura y la edición de textos se convirtieron en un ex­ pansivo sector de la economía, que reflejaba la división del tra­ bajo dentro del negocio familiar, siguiendo las habilidades ca­ racterísticas de sus miembros masculinos y femeninos. George Dawson, famoso predicador de Birmingham, dejabá en manos de su esposa la preparación de los sermones para la edición, en tanto que la hermana del clérigo escribía notables narraciones para niños. Estas publicaciones, tan caras a la cultura de las cla­ ses medias, gozaban de un extenso mercado local y nacional. Los escritores populares estaban presentes en la conversación y la correspondencia; formaban el alimento espiritual de su públi­ co lector. La gente discutía sus ideas y sus obras, se fascinaba con sus vidas y visitaba con devoción sus casas y jardines. Eran la respuesta a las necesidades de unos lectores ávidos de instruc­ ción y entretenimiento Estos escritores formaron un público y definieron con sus respuestas los cambios del mundo, las cos­ tumbres y creencias de la clase media. William Cowper (1731-1800) fue el autor más famoso entre los miembros de esa clase, en la zona de Birmingham y East Anglia. Primogénito de un clérigo, Cowper recibió una modesta he­ rencia y quiso ser abogado, pero una enfermedad mental le im­ pidió completar su instrucción. Durante el resto de su vida se mantuvo gracias a la generosidad de amigos y parientes. Sus in­ tereses, conservadores en lo social, se identificaban con los de las clases medias, y su modelo de vida seria y tranquila, así como su experiencia religiosa encontró muchos adeptos. The Task, la más popular de sus obras, fue publicada en 1785, cuan­ do el autor había entrado en la madurez. Cowper critica muchos aspectos de la vida aristocrática y, como otros evangélicos,-predica la regeneración del mundo so­ cial y político. La religión, a la que se había convertido de adul­

to, dio sentido a su vida; para él, la salvación espiritual era la «aspiración más noble» de los hombres17. El mensaje religioso de Cowper resaltaba la importancia del compromiso íntimo por encima del «entusiasmo» público. La oración en privado y la vida hogareña eran sus elementos esen­ ciales. La misión de la vida consistía en aprender a recorrerla con Dios, y la libertad fundamental estaba en reconocer sus obras. La unión de la libertad individual con la fe vino a ser una alternativa legítima a la tradicional asociación del honor con la clase. El auténtico honor para Cowper residía en la fe religiosa, no en la tierra o en las riquezas. Cowper creía firmemente que el campo permitía desarrollar una vida religiosa que la ciudad era incapaz de ofrecer. Desechando la masculinidad del valor militar y del triunfo público, defendía una conducta modesta para el va­ rón, fundamentada en la reflexión, la paz, la protección del débil y de los animales (odiaba de modo especial la caza, como sím­ bolo del poder del hombre sobre el mundo animal), ya que has­ ta la más insignificante de las criaturas era hija de Dios y tenía derecho a la vida. Pero si la hombría no estaba en función de la clase o el valor, tampoco dependía de la habilidad para hacer di­ nero. Para Cowper, el auténtico hombre será aquél capaz de dis­ frutar de «la inactividad y el silencio» y su mente «estará libre de la ansiedad por aumentar sus riquezas». En el universo de Cow­ per no había sitio para los hombres de la clase media que se afa­ naban en sus ilimitados intereses personales. Ningún negocio constituía para él una meta seria, fuera de la inquietud religiosa. Su crítica del juego libre del mercado, de las fábricas construidas con sangre, del comercio dirigido con la espada y de las asocia­ ciones de hombres unidos por el interés, refleja un fuerte paternalismo. Cowper proclamaba tanto la libertad individual de la conciencia como la aceptación de la jerarquía social, pero mu­ chos de sus lectores pensaban que la independencia en materia religiosa estaba indisolublemente unida a la reivindicación de los derechos políticos. Uno de los pasajes más evocadores de The Task revive las 17 To feed upon inmortal truth/To walk with God, to be divinely free/To soar, and to anticipate the skies... (Nutrirse de la verdad inmortal/caminar junto a Dios; ser di­ vinamente libre/remontarse y anticipar el cielo...).

delicias de una tarde de invierno en el campo. Después de abrir el correo y leer los periódicos, la familia se entretiene junto a la chimenea, protegida por las cerradas contraventanas no sólo del viento y de la lluvia, sino también de los desórdenes sociales de las décadas de 1780 y 179018. Estamos ante un canto a las alegres tazas de té, al cómodo sofá (que es el auténtico protagonista del poema), a la «charla social» y, en definitiva, a la reunión de la fa­ milia. «Yo te corono rey de los placeres íntimos/del calor de la chimenea, de la felicidad del hogar.» «La aguja teje vigorosa», mientras alguien lee en voz alta; luego vienen la cena y la sobre­ mesa, «aquí sobra la baraja». Tales son las delicias de la vida ho­ gareña. Pero el amor de Cowper por lo doméstico no se limita al interior, sino que abarca también el jardín, donde «la naturaleza cultivada se engalana a gusto de su dueño». Pese a su alta procedencia social, Cowper se ganó el favor de las clases medias; nunca habló por experiencia propia, sino por la de otros; nunca se casó ni tuvo hijos, pero fue el poeta del ho­ gar y la domesticidad. Marginal, esclavo de su mente desequili­ brada, habitante de un oscuro rincón provinciano, sin vínculos con ninguna actividad comercial o deportiva, sólo él podía re­ presentar en sus poemas un universo distinto, más amable, más sereno y más puro. Cowper proponía una masculinidad centrada en el sosiego de la vida doméstica y rural, antes que en el ansioso mundo de la ciudad y el comercio. Para muchos hombres empeñados en el mercado era sólo un sueño con escasas posibilidades de realiza­ ción, pero un sueño que ofrecía cierto alivio a la tensión y a las contradicciones de la vida cotidiana. Sus jardines suburbanos debieron de ser lo más parecido que conocieron al mundo des­ crito en The Task. Pero no faltaron los seguidores del modelo de Cowper. Después de hacerse con «lo suficiente para vivir», abandonaron los negocios y se dedicaron a la vida contemplad18 Now stir the fire, and cloge the shutters fast/Let fall the curtains, wheel the sofá round/And while the bubbling and loud hissing um/Throws up a steamy column, and the cups/That cheer but not inebríate, wait on each/So let us welcome peaceful evening in (Ahora aviva el fuego y cierra pronto las ventanas/echa las cortinas y vuelve el sofá/y mientras la tetera borbotea, silba alto/y arroja una columna de vapor, y las ta­ zas/que alegran, pero no embriagan, esperan su tumo/dispongámonos a pasar en el ho­ gar un tarde tranquila).

va. Al fin y al cabo, «el empresario ideal» era una sola de las propuestas de masculinidad de la clase media provinciana. En cuanto a la femineidad, Cowper tenía poco que decir; de hecho, sus protagonistas, hombres o mujeres, se entretienen con las mismas cosas. No obstante, como evangélico la consideraba si­ tuada en aquella esfera privada que él definió y enalteció, ya que los deberes del hogar y los rezos privados de la vida doméstica proporcionaban el camino más recto hacia Dios. Y si la «misión más noble» era «andar el camino con Dios», las mujeres debían aspirar a esa dignidad. ***

Hannah More (1745-1833), la segunda escritora clave del hogar para el público provinciano, procedía de una clase similar a la de Cowper. Hija de un aristócrata que había perdido su he­ rencia, dirigió, junto a sus cuatro hermanas y con buenos resul­ tados, una escuela de Bristol, en 1757. Durante cierto tiempo fue una dramaturga de éxito, amiga de Garrick y comprometida con el mundo intelectual de Londres. Sin embargo, en la década de 1780, sintió la llamada del evangelismo y, como Wilberforce, acabó por convertirse. A partir de ese momento, escribió obras religiosas y morales, comenzando por Thoughts on the Impór­ tame o f the Manners o f the Great to General Society, en 1788. Durante la década de 1790, su conservadurismo la llevó a luchar encarnizadamente contra Paine y los radicales. «Los Panfletos del Almacén Barato», escritos en lenguaje sencillo para los po­ bres, junto con su trabajo pionero en la creación de la escuela do­ minical (para disgusto de otros anglicanos estrictos) se conside­ raron contribuciones vitales para la estabilidad de la sociedad británica en los difíciles años que siguieron a la Revolución Francesa. Al final de su vida perdió popularidad por la rigidez de sus ideas religiosas y por el excesivo didactismo de su literatura, pero desde finales de la década de 1780 hasta principios de la de 1830 fue una autora popular, tan conocida como citada. En 1807, Hannah More publicó anónimamente su única no­ vela, Coebels in Search o f a Wife, Comprehending Observations ofDomestic Habits and Manners, Religión and Moráis. El éxito

fue inmediato. Escribió el Coebels con la intención de llegar «a las regiones medias del mapa social... a los suscriptores de las bi­ bliotecas ambulantes». El Coebels fue escrito como una novela, es decir, en el género literario de la clase media, con todas las ca­ racterísticas del realismo formal. El tiempo y el espacio eran lo­ calizabas. Los personajes eran gente real con caracteres reales, aunque muchos de ellos se acercaban más a una representación idealizada de los vicios y las virtudes. El Coebels no es otra cosa que el pensamiento de la More sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres, tanto en la clase media como en las cla­ ses altas, hecho ficción narrativa. Para la época de su publica­ ción, las feroces luchas de la década de 1790 habían terminado. Mary Wollstonecraft estaba muerta; el imperio napoleónico, es­ tablecido; los radicales de la clase media, silenciados; y la in­ fluencia jacobina, en su punto más bajo. La represión de Pitt, las guerras francesas y las campañas para reformar los hábitos y la moral dieron resultados. Hannah More podía contemplar ahora más de veinte años de polémica propaganda con cierta ecuani­ midad. El Coebels es la historia de un joven que, tras perder a sus queridos padres, hereda una cómoda renta de la tierra y una fe en la felicidad hogareña que le impulsa a buscar esposa. Como se trata de una novela que quiere enseñar, además de entretener, el propio Coebels, supuestamente, se encarga en el prefacio de re­ chazar el amor entendido como pasión y sufrimiento, y propone un sentir refrenado por la razón y la religión. En las décadas de 1780 y 1790, los evangélicos sostenían que la reforma de los hábitos y la moral debía comenzar en la clase alta. El escenario de la novela de la More no es otro que el de la buena sociedad terrateniente: un mundo donde no parece regir el tiempo, estable y decididamente preindustrial, sin chi­ meneas, sin fábricas, sin suburbios londinenses, sin clase media y sin artesanos de la ciudad; poblado por caballeros y pobres tra­ bajadores que, como en la mayor parte de la literatura de este tipo, interactúan idealmente en una comunidad orgánica. Este concepto se relaciona con la creencia en un orden jerárquico na­ tural de la sociedad. Jerarquía, patemalismo y dependencia eran los elementos necesarios para la estabilidad del sistema: «afecto

mutuo, provecho mutuo y mutua obligación» era el cemento que aseguraba tanto la unidad de la familia como la del Estado. No obstante, la fe de la More en la potencia, sabiduría y capacidad de las clases altas estaba atemperada por la crítica. De hecho, los personajes más favorecidos en el Coebels no poseen título algu­ no; son simples caballeros que actúan como ejemplo para sus su­ periores. Esta crítica implícita de la aristocracia debió de tener algún peso en la fama de Hannah More entre las clases medias, como había ocurrido en el caso de Cowper. Tras la muerte de sus queridos padres, Coebels visita Lon­ dres. La metrópoli le impresiona por la ausencia de ese «auténti­ co» cristianismo que es la religión para un evangélico. Decide abandonar Londres y trasladarse a casa de los amigos de sus pa­ dres en el campo. En «The Grove», Coebels encuentra un hogar que admira con todo su corazón. El señor Stanley, un sencillo ca­ ballero rural, dirige, eficazmente apoyado por su esposa, una fa­ milia verdaderamente religiosa. Hannah More creía que la naturaleza, la costumbre y el de­ coro imponían dos esferas distintas para el hombre y la mujer. Los hombres estaban naturalmente formados para «las aparicio­ nes públicas en el gran teatro del mundo». Por el contrarío, las mujeres se encontraban mejor dotadas para la pequeña escala de lo doméstico, para observar el mundo «desde la diminuta eleva­ ción de su propio jardín», espacio que Hannah More considera la extensión de la escena hogareña. Los retratos del señor Stan­ ley y del propio Coebels ofrecen ejemplos de una auténtica hom­ bría. Lo que más destaca en el señor Stanley, y que todo el mun­ do se encarga de resaltar sin la más leve sombra de menosprecio, es la autenticidad de sus sentimientos religiosos y de su piedad. «The Grove» se nos presenta como un lugar lleno de felicidad y de satisfacciones, cuyo círculo doméstico es encantador y atrac­ tivo, y donde, incluso los domingos, reina una tranquila alegría cristiana. La seriedad no puede existir sin el rigor, como la ale­ gría no puede existir sin la suavidad. El señor Stanley no es aquel aristócrata de la vieja escuela dieciochesca, dedicado a la caza, el tiro, la pesca o a las alegres borracheras, sino un propietario movido por un fuerte imperativo moral: la prosperidad de su ha­ cienda y el bienestar de sus arrendatarios. En los personajes de

Hannah More no existe la disociación entre lo masculino y la sensibilidad emocional que luego tomará carta de naturaleza. Coebels es un hombre con sentimientos, aunque sujeto a la ra­ zón. La percepción de las cualidades de Lucille, la hija del señor Stanley, para convertirse en una buena esposa, provoca una olea­ da de emoción en el joven, que es hombre capaz de conmoverse y llorar, por ejemplo, con los recuerdos de su querido progenitor. Pero se trata de características compatibles con una masculini­ dad tierna y considerada, que impone su autoridad sin violencia y que razona con los demás. E igualmente masculina se juzgaba la capacidad para gozar de la vida doméstica y la voluntad de responsabilizarse de la educación de los hijos e hijas. Pero, si la indiferencia ante la mujer y los hijos era rechazable, la promiscuidad sexual, la bebida y la disipación resultaban odiosas. También las mujeres cumplían un papel en la búsqueda de la salvación, pero su ámbito aparece en el Coebels rigurosamente circunscrito. Las hijas de la señora Stanley estaban educadas para ser buenas esposas y madres. Para Coebels, la educación de las mujeres debe orientarse a proporcionar al hombre la compa­ ñía ideal y a realzar el entorno doméstico para hacerlo más atrac­ tivo que la «sociedad» exterior. Sin embargo, en los pasajes de­ dicados en la novela al examen de cuestiones morales o religio­ sas nunca se oye una voz femenina. Aunque Hannah More subraya las cualidades naturales de la femineidad, insiste continuamente en que la mujer ha de apren­ der a ser femenina. Tras sus palabras se aprecia una tensión en­ tre lo que la mujer siente y lo que debería sentir. Los hombres, decía, prefieren a las mujeres tranquilas y virtuosas, que no ex­ hiben su talento. Las esposas modestas, que encuentran su reali­ zación personal en el servicio a los demás, hallarán su compen­ sación en la capacidad de influir sobre ellos. El poder era del hombre, la influencia de la mujer. El ejemplo de las mujeres me­ joraba a las personas del círculo familiar. La influencia moral permitía a las mujeres desarrollar su yo personal. Una de las formas de influir sobre los demás, en opinión de la More y de la mayoría deJos evangélicos, eran las enseñanzas de San Pablo. El santo, sostenía nuestra escritora, no ha necesi­

tado conocer nuestra época, pues sus consejos provienen de la verdad absoluta y sus palabras son un manantial de fortaleza. Hannah More necesitaba las ideas paulinas para contrarrestar dos concepciones de lo femenino presentes en la década de 1790. La primera de ellas era la de la sociedad galante, que Hannah condenaba por su vacuidad y egoísmo; la segunda, la de las críticas radicales, en la línea de Mary Wollstonecraft, a las formas establecidas de femineidad. Ambas negaban para Han­ nah la auténtica naturaleza de la mujer. Las mujeres de la socie­ dad que Coebels conoce en Londres son desagradables, egoístas e hipócritas, y se preocupan tanto por las apariencias que no co­ nocen la auténtica felicidad. En el Coebels aparece un personaje que alude a la Wollsto­ necraft, se trata de la señorita Sparkes, una vecina de los Stanley, soltera, de 45 años, que presume de intelectual y política, que caza y pone las herraduras a los caballos; habilidades bien poco femeninas. Es ingeniosa, atrevida, aficionada a lo maravilloso y a lo increíble, y se muestra segura de sí misma hasta el punto de ser la única mujer del libro que «toma la palabra». Llega a «The Grove» montada a caballo y armada de sombrero y fusta, pre­ tendiendo saberlo todo sobre los caballos, es decir, entrometién­ dose en el terreno de los hombres. Le gustan más los hombres que las mujeres, aunque, naturalmente, ellos no la estiman. Su desprecio por la economía doméstica («esos penosos oficios» que «resecan el ingenio, degradan el intelecto, deprimen el espí­ ritu, deterioran el gusto y cortan las alas a la imaginación») pro­ voca en los caballeros que se encuentran en la hacienda una apa­ sionada defensa de las virtudes domésticas. Pero, la señorita Sparkes, lejos de callarse, pica el anzuelo y expresa claramente su envidia de las ventajas de los hombres en el mundo, especial­ mente, del acceso al poder y a la gloria. Con el retrato de la señorita Sparkes, Hannah More refleja su rechazo de las reivindicaciones radicales y feministas, que exi­ gían la palabra y los derechos civiles para las mujeres. Deman­ das absurdas para la consideración de la escritora. Desde su punto de vista, los sexos son distintos, y las mujeres deberían aprovechar las ventajas de su ámbito en vez de luchar contra la separación, tratando de convertir su capacidad de influir moral­

mente en una forma de poder. Cuando la señorita Sparkes se va, los presentes comentan su rechazo de la gentileza y la pasividad, atributos que todos valoran por ser «característicos de los cris­ tianos y de las mujeres». La señorita Sparkes, como la propia Mary Wollstonecraft, era rara, marginal y poco femenina. En ciertos aspectos, Hannah More se muestra profundamen­ te antifeminista. El Coebels no se limita a propagar las ideas de San Pablo sobre la obediencia debida en las mujeres, sino que es la propia estructura de la novela lo que coloca a la mujer en una situación claramente subordinada. La ironía del caso reside en que se trata de un libro escrito por una mujer que nunca se casó, que consiguió un enorme respeto en el mundo de la religión y de las letras, que dirigió con eficacia un buen colegio y que siempre mantuvo su independencia. ¿Eran sinceras aquellas palabras so­ bre la subordinación de su sexo? La respuesta está en el mensa­ je contradictorio de su obra. Por un lado, confina a la mujer al ámbito de lo privado y lo doméstico; por otro, defiende su in­ fluencia moral en un mundo depravado. Afirma que la política no está hecha para la mujer, pero sostiene que empieza en el ho­ gar y que el único modo de salvar a la nación es reformarla des­ de sus cimientos, comenzando por el compromiso religioso de las familias. Insiste en que la mujer es capaz de utilizar la razón si se la educa apropiadamente. La femineidad podía ser un he­ cho natural, pero se plasmaba en una instrucción y unas expre­ siones sociales y culturales. No cabe duda de que son ideas con­ servadoras, aunque algunas de ellas serían más tarde separadas de este marco teórico y articuladas de nuevo en un concepto más radical de la capacidad de poder latente en la mujer. Escritores como Cowper y Hannah More desempeñaron un papel importante en la codificación de la ideología de la diferen­ cia sexual. Pero también inspiraron a otros escritores y pensado­ res que, aunque nunca se hicieron famosos, no por ello partici­ paron menos en la definición de lo masculino y lo femenino en el ámbito doméstico. Los-escritores de provincias, en particular, tuvieron un gran peso en la creación de los modelos cotidianos de una clase media que carecía de los recursos de la baja aristo­ cracia representada por Cowper o Hannah More. Esos autores provincianos se encargaron de materializar para la vida de cada

día los valores abstractos y utópicos del fantasioso mundo pinta­ do en el Coebels o en The Taks. Por lo general, trabajaban a par­ tir de su propia experiencia como madres, padres, ministros de la religión, médicos o dibujantes. No se trataba de intelectuales en el sentido de grandes pensadores o creadores de fama nacional, sino más bien de lo que Gramsci denominó «intelectuales orgá­ nicos», es decir, gente con capacidad para estructurar la expe­ riencia que compartía con su propia clase social, y para expre­ sarla literariamente. Cundían las publicaciones de panfletos, manuales, ensayos, sermones y poesía, en muchos casos por sus­ cripción pública, y las colaboraciones en periódicos locales, revistas parroquiales, anuarios y libros para regalo. Unos alcan­ zaron el éxito, otros pasaron casi desapercibidos, pero en su con­ junto hicieron de intermediarios, trasladando las aspiraciones de Cowper y de Hannah More a las narraciones biográficas o auto­ biográficas y a los consejos prácticos para la vida. Lo doméstico pasaba de ser utopía abstracta a sabiduría práctica por obra de sus escritos. Ann Martin Taylor fue una de esas autoras. Nació en 1757, en el seno de una familia en decadencia de la pequeña aristocra­ cia. Parte de su vida de casada transcurrió en Essex. Uno de sus temas centrales era lo que consideraba la auténtica aristocracia, es decir, la posibilidad de que una persona con medios limitados y muchas responsabilidades pudiera mantener su puesto en la sociedad a través de la religión. Para decirlo con una fiase de Cowper, su «aspiración más noble» era andar el camino de Dios. Puesto que la escritura y la edición constituían el negocio de la familia Taylor, Ann fue invitada en la madurez a publicar sus modestos pensamientos sobre la vida familiar, los parientes y los hijos. Los consejos de corrección y constancia en los negocios que impartía en su obra su marido Isaac a los jóvenes habrían servido igualmente para las tareas domésticas de las lectoras de Ann. Entre 1814 y 1818, la señora Taylor publicó Correspondance Between a Mother and her Daugther at School (en cola­ boración con su hija Jane), Maternal Solicitude For a Daughter’s Best Interests, Practical Hints to Young Females on the Duties o f a Wife, a Mother and the Mistress o f a Family y Reciprocal Du­ ties o f Parents and Children, además de varias novelas didácti-

cas. Su obra era el fruto de su propia experiencia de la mater­ nidad. Para la Taylor un matrimonio logrado constituía el eje de la vida religiosa, y, a su vez, la religión era lo que daba solidez a la vida del hogar, espacio de la salvación y esperanza de reforma moral a largo plazo para el mundo. La misión de la mujer casa­ da consistía en mantener el atractivo del fuego del hogar para guardar al hombre de las tentaciones exteriores. De esa forma, el puesto de la mujer, para Ann Martin, estaba en la casa. Un con­ sejo ocioso en su caso, pues, como sabemos, la familia de los Taylor era el centro de su taller de grabación, pero necesario para otras mujeres que se dejaban distraer de sus obligaciones. Al igual que Hannah More, la señora Taylor creía firmemente en la autoridad del padre como cabeza de familia. «No cabe nada más inculto», declaraba que el hecho de que la esposa dispute el poder al marido, pues la naturaleza, la razón y las Escrituras coinciden en de­ clarar a quién corresponde.

La obra de la señora Taylor detalla los deberes de los padres hacia sus hijos. Aunque ambos comparten las responsabilidades, presta una atención especial a los deberes matemos. Reflexio­ nando sobre el bagaje cultural de su propia familia, afirma que la mejor herencia que los padres pueden transmitir a los hijos es la laboriosidad y la independencia, que se aprenden perseveran­ do en la transformación de la voluntad infantil, aunque al mismo tiempo, aconseja escuchar y tratar con respeto a los niños. Como madre, declara que los «estudios y negocios» de su vida han consistido en guiar a los hijos en la dirección adecuada. Ése fue su oficio, como el de su marido había sido el de grabador y mi­ nistro independiente. Ann Taylor apuntaba a principios del si­ glo xix la idea de la maternidad como profesión que se definiría con mayor claridad en'las décadas de 1830 y 1840. Educar a los hijos era en sus palabras «el mayor interés y la mayor fuente de felicidad y alegría para una madre inteligente». Pero eso reque­ ría unas esposas y madres instruidas. ¿Cómo podrían realizar tan importante labor sin una preparación adecuada, sin método, or­

ganización y perseverancia? «Hacer todo con orden y decencia», escribía, «es el precepto que debería regir tanto para nuestros in­ tereses religiosos como para el resto de los casos de la vida». Un hogar ordenado marchará en la dirección que le imponga su dueña. La Taylor denuncia con ardor la práctica de confiar a los criados el cuidado de los niños. Quiere hijos que lleguen a ser personas regidas por la razón y por la fe, no gigantes o hadas que sigan las fantasiosas supersticiones de los sirvientes. La educa­ ción dentro del hogar es lo más adecuado para ella porque per­ mite a los padres ejercer el control sobre todas las situaciones y comenzar la instrucción de sus hijos antes incluso de que acudan al colegio. Es el punto de vista de quien sabía que sus ideas no eran compartidas por la mayoría. Aunque más tarde acabarían por implantarse, lo cierto es que aquellos cristianos pioneros se consideraban guerreros de la domesticidad, y utilizaban todas las armas a su alcance para convencer a una sociedad alejada de la vida espiritual. En el caso de Ann Taylor, esas armas eran la tin­ ta y la pluma, además de las editoriales evangélicas. Con ellas, extraía de su experiencia un sentido que servía también para los demás. Sus escritos, que al principio realizaba para sí misma, la hicieron más consciente de su propia maternidad, y no dudó en presentar esta última ante el público con una consistencia que quizás no había tenido en la práctica. Gracias a ellos recibió un reconocimiento popular a su labor de madre que de otra forma no habría conocido. Fueron las mujeres como Ann Martin Tay­ lor quienes insistieron en la importancia vital de las tareas aso­ ciadas a la maternidad, no los hombres que se las impusieron. Como en Hannah More, volvemos a encontrar en la señora Taylor la contradicción entre la estrechez de la esfera femenina y la fuerza del influjo moral que emanaba. «La clave de la felici­ dad pública y privada está en el cuarto de los niños», insiste, aña­ diendo que éste necesita «la mano habilidosa y la inteligencia de una madre cristiana» antes que «los servicios mercenarios de unos criados ignorantes». «Es en esa habitación insignificante», es decir, en el cuarto infantil, «donde se manufactura (si se me permite la expresión) lo que luego será la felicidad o la desdicha del salón de la planta baja, y es de allí desde donde se expandirá a lugares lejanos». No debe asombramos que el lenguaje comer­

cial aplicado a la maternidad llegara a convertirse en un tópico durante los años posteriores, pues ser madre era, en efecto, el ne­ gocio reservado a la mujer. Pero son muchos también los consejos de la señora Taylor para la correcta gestión de la casa. Por ejemplo, llevar un libro de cuentas para la buena administración. Los había impresos, con sus columnas para cada entrada y para cada día del año, que ayu­ daban a desentrañar los misterios de la contabilidad. Recomien­ da también el ahorro, particularmente en los grandes gastos como el salario de los criados, y el pago regular a los proveedo­ res. El orden de una casa significaba, por ejemplo, madrugar para organizar a los sirvientes, tener las comidas a la hora en punto y hacer que los criados cumplieran los horarios. Los ma­ nuales de la señora Taylor incluían también las recomendaciones propias de la dueña de una casa contigua al negocio del marido, con su correspondiente responsabilidad sobre aprendices y pupi­ los. Su obra, foijada en la misma fragua que la de Hannah More, abría un nuevo camino para las mujeres, pues reconociendo sus capacidades, las redimía de la fatiga y de la insignificancia. Con todo, lo más importante de estos escritos es la escala a la que se produjeron, el mercado que crearon y su importancia para los valores que formaron la cultura doméstica de la clase media. Los escritores menores no fueron los únicos empeñados en la tarea de acercar las utopías domésticas de finales del siglo xvrn al público medio. En el segundo cuarto del siglo xix, surgieron varias figuras de trascendencia nacional que iban a conducir el proceso hasta sus últimas consecuencias. La señora Ellis y John Loudon, cada uno a su manera, se comprometieron con la trans­ formación de la vida cotidiana de las familias de clase media, proponiendo formas de auténtica realización del ideal domésti­ co. Ambos fueron conscientes de su papel de ideólogos y se em­ peñaron en formar opinión y crear adeptos. Ampliaron los este­ reotipos sexuales, ofreciendo posibilidades nuevas y reiterando viejas devociones. Sir obra data de las turbulentas décadas de 1830 y 1840, años en los que arreciaba el conflicto político y social, tanto dentro como fuera de Inglaterra. En este clima pre­ sentaban a la familia como factor de estabilidad y fuente de va­ lores sólidos, de la misma forma que Cowper y Hannah More lo

habían hecho en la década de 1790. Al mismo tiempo que socia­ listas y feministas buscaban nuevas formas de matrimonio y de relación entre el hombre y la mujer, estos pensadores condicio­ naban la armonía social y la realización individual a la familia estable. Como en la década de 1790, los debates sobre la masculinidad y la femineidad, la familia y el hogar, se centraron en el significado de la distinción de los sexos. ¿Estaban las mujeres naturalmente subordinadas a los hombres? Y, de ser así, ¿cómo entender la igualdad espiritual? ¿Podían ser iguales los hombres y las mujeres? ¿Quería esto decir que ellas podían comportarse como los hombres? ¿Era la esfera doméstica la única adecuada para la mujer? ¿Era legítimo que la mujer tuviera un «trabajo re­ munerado»? Cowper y Hannah More dibujaban en sus escritos una socie­ dad orgánica, basada en la tierra, en la que no existía una sepa­ ración sustancial entre producción, reproducción y consumo. La casa era una unidad en la que las actividades de los dos sexos es­ taban separadas pero se complementaban. Sin embargo, en las décadas de 1830 y 1840 esta concepción era no sólo inapropia­ da sino imposible. Las familias de la clase media ya no compar­ tían (o al menos comenzaban a no desearlo) el espacio de la casa con el del negocio, por el contrario, alejaban su intimidad de las presiones del lugar de trabajo, de sus empleados y aprendices. Todos los escritores de 1830 y 1840 asumían el hecho de la se­ paración como algo perfectamente natural. Al contrario que Hannah More, la señora Ellis escribía para el conjunto de una sociedad formada por hombres y mujeres. Sus novelas y libros de consejos hablaban de un mundo en el que la esfera doméstica se hallaba ocupada por mujeres, niños y cria­ dos, en tanto que los hombres constituían una presencia invisi­ ble, físicamente lejana, que, sin embargo, gozaba de la autoridad y el poder. John Loudon, por su parte, instruía a la clase media en la construcción y mantenimiento de casas y jardines, enten­ diendo siempre que esos hogares estaban alejados de cualquier tipo de fábricas u oficinas. Daba por descontado que los hom­ bres se ocupaban de los negocios mientras las mujeres permane­ cían en la «esfera doméstica», que ya no era, como para Cowper, una forma de vida común a ambos sexos.

El segundo cambio importante tuvo lugar en las décadas de 1830 y 1840. En su forma original, la inspiración para los modelos familiares de comportamiento dimanó de la revolución religiosa de finales del siglo xvm. Primero Cowper y More, lue­ go Isaac y Ann Taylor y su generación se convirtieron siendo ya adultos, de ahí su ingenuo entusiasmo por la fe recién descubier­ ta. Sin embargo, para muchos escritores de la última etapa, la re­ ligión dejó de ser el centro para convertirse en una parte más de su bagaje intelectual. Muchos de los protagonistas del ideal do­ méstico aún se inspiraban en la «religión real»; no obstante, para otros muchos, el hogar no se estructuraba en términos predomi­ nantemente cristianos; habían dejado de necesitar el impulso re­ volucionario de la religión salvífica. Ellis y Loudon, cada uno según su historia y sus intereses, ejemplifican estos cambios. Sarah Stickney Ellis fue probable­ mente la más famosa ideóloga de la vida doméstica, entre las muchas de su condición que vivieron en el segundo cuarto del si­ glo xix. Había nacido en 1799 y su padre fue un agricultor arren­ datario. Como se esperaba de ella que comenzara enseguida a contribuir al mantenimiento de la casa, dividió su tiempo entre las responsabilidades familiares y la literatura; esta última le proporcionó un precario vivir desde mediados de la década de 1830. A los 37 años, comenzó a escribirse con el señor Ellis, su futuro esposo, que trabajaba entonces para la Asociación Mi­ sional de Londres. La relación con él aumentó su interés por la religión, y en 1837, antes del matrimonio, se unió a la iglesia congregacional. Nunca tuvo hijos propios, pero se responsabili­ zó de sus hermanastros y hermanas, de sus sobrinos y sobrinas y de sus tres hijastros. Sus consejos a las madres se basaban en una larga experiencia personal, aunque su insistencia en el instinto maternal no deja de resultar peregrina en una mujer que sólo ha­ bía conocido la maternidad por adopción. Ya casada continuó escribiendo prolíficamente, y en 1848 estableció en su mansión del campo una escuela para niños, que representó una contribu­ ción económica para su hogar. Sus obras más conocidas fueron las colecciones sobre espo­ sas, madres, hijas y mujeres de Inglaterra. Las raíces sociales de la señora Ellis se hundían en los estratos medios de la clase me­

dia provinciana. Su padre había sido agricultor arrendatario; su marido, profesional de segundo orden; ella misma, maestra y es­ critora combativa. Sin embargo, se dirigía sobre todo a mujeres que no tenían necesidad de ganarse la vida, demostrando que el ideal doméstico pesaba más en su literatura que su propia expe­ riencia personal, aunque se mostrara orgullosa de su indepen­ dencia económica. La clase media que la señora Ellis represen­ taba era, según sus palabras «el pilar que sostiene la fuerza de la nación»; una clase social que se distinguía por su inteligencia y su capacidad moral. «Las falsas ideas de refinamiento», hacían a sus mujeres, «menos influyentes, menos útiles y menos felices que antes». Se trataba de una crisis de carácter nacional, que ella intentaba paliar encontrando la forma de fortalecer «la pequeña moral de la vida doméstica». Vemos cómo una vez más se pide a la familia que contribuya a la estabilidad de la nación. Los hombres no disponían de tiempo, ocupados como estaban en el mundo de la política y los negocios, pero las mujeres, por su ca­ pacidad moral y su posibilidad de ejercer un auténtico poder dentro del universo familiar, tendrían que acometer la regenera­ ción de la sociedad desde sus cimientos. Esta tensión entre la idea de la mujer como «criatura limita­ da» y el continuo encumbramiento de su poder potencial im­ pregna la obra de la señora Ellis y contribuye a explicar su po­ pularidad. Como en Hannah More, la defensa de la separación en dos esferas se mezcla con la convicción de que el influjo fe­ menino podía exceder ampliamente la estrechez de su círculo vi­ tal. Influencia era el secreto del poder de las mujeres como es­ posas y madres, y ello significaba que no había necesidad de buscar otras formas de legitimación. Las contradicciones entre subordinación e influencia, entre poder moral y silencio político, preocuparon a todos los protago­ nistas de la polémica sobre «la misión de la mujeD>. Si el mundo moral era su ámbito ¿para qué necesitaba el mundo público de los negocios y la política? La mujer podía encontrar el sentido de su vida en la familia, la profesión femenina por excelencia; y el amor que allí recibía debería satisfacer todas sus necesidades. Esposas e hijas, «enclaustradas en la casa-jardín» practicarían las virtudes domésticas que hacían felices a los demás.

La señora Ellis, no sabemos si conscientemente o no, contri­ buyó a hacer más rígidas ciertas ideas sobre la inadecuación de los trabajos poco refinados para las mujeres. Aspiraba a un pú­ blico lector mucho más amplio que el de Hannah More, porque su idea de lo doméstico era también más asequible en la prácti­ ca. Todas las mujeres pueden ser madres, decía, pues ... el corazón de la mujer, con toda la ternura de sus más sa­ grados sentimientos, es el mismo al abrigo de una casa que bajo el dosel de un árbol...

Esta democratización de lo doméstico estaba sólidamente arraigada en la clase media, no en los estratos rurales de la pe­ queña aristocracia. Ya no iba acompañada del deseo de abando­ nar las ciudades ricas e industriales de Inglaterra para volver al idílico agro patriarcal. Y, lo que es más, las mujeres no necesita­ ban comprometerse religiosamente para seguir sus preceptos. Las organizaciones religiosas habían dejado de ser el ámbito en el que aquéllas realizaban sus tareas; la nueva «atmósfera» in­ cluía también a las que «no quieren abandonar el mundo, sin por ello abandonar a Dios». El tono de la señora Ellis es en todo, sin excluir la cuestión de las relaciones entre los sexos, el de los res­ petables moralistas de ligero «tinte cristiano» que dominaron la Inglaterra de mediados del siglo xdc.

La señora Ellis esperaba regenerar la sociedad a través de la benéfica influencia femenina. John Claudius Loudon pensaba que creando las condiciones para una vida doméstica adecuada en los suburbios contribuía a promocionar las virtudes sociales. Loudon se ocupaba más de la vida material que de la espiritual. Él ofrecía a las clases medias inglesas la oportunidad de realizar los sueños de Cowper y de Hannah More construyendo casas de verdad y jardines auténticos, donde se cultivaban los placeres de la vida doméstica. Loudon, nacido en 1783, hijo de un agricultor escocés, fiie aprendiz de un horticultor y jardinero. Autodidacta a medias, fundó y dirigió una escuela de agricultura y creó una

empresa familiar dedicada a la jardinería, la agricultura, la horti­ cultura y la literatura del diseño, con la ayuda de sus hermanas, primero, y de su mujer, después. A los 20 años se trasladó a Lon­ dres, pero no contrajo matrimonio hasta los 47. Su mujer fue Jane, la hija de Thomas Webb, un fabricante de Bigmingham. Proyectó y construyó una casa semiindependiente en Bayswater (precursora de la villa semiindependiente victoriana) para él y para su mujer, al lado de sus tres hermanas. Allí escribió y editó todas sus obras, ayudado por Jane y las hermanas, a las que él mismo había enseñado a ilustrar sus publicaciones. El libro mejor conocido de Loudon, The Suburban Gardener and Villa Companion, se publicó en 1838. Desde 1804 hasta su muerte, acaecida en 1846, escribió libros y artículos sobre los más variados temas de arquitectura, jardinería, mobiliario, inver­ naderos, cuidado de las plantas, cementerios y agricultura, ade­ más de crear y dirigir tres revistas, y dedicarse al diseño de jar­ dines botánicos y cementerios por todo el país. Jane Webb Lou­ don no se limitó a ayudarle en la edición y en el resto de sus ac­ tividades, sino que escribió ella misma 19 libros, entre otros un manual titulado Gardeningfor Ladies. Su marido estaba consi­ derado «el árbitro del gusto de las nuevas clases medias en ma­ teria de entorno doméstico». El principal interés de Loudon era práctico. Prometía a sus lectores unos conocimientos técnicos de la construcción de edi­ ficios sencillos e inteligibles. El The Suburban Gardener and Vi­ lla Companion les garantizaba «un tratamiento accesible a los que poseen escasos conocimientos de las cosas del campo y la jardinería». Ofrecía de un modo práctico y directo consejos para cultivar las plantas, escoger los muebles y crear un hogar y un jardín cuidado hasta sus últimos detalles. A Loudon le fascinaba hacer las cosas por sí mismo; tanto él como su mujer, además de diseñar jardines, cuidaban y plantaban el propio. Sus intereses abarcaban los aspectos científicos y técnicos de lo doméstico. Su mayor contribución a la cultura de la clase media consis­ tió en la posibilidad de crear una vida doméstica en los subur­ bios. «Con esta obra», afirmaba en The Suburban Gardener, «probaremos que una residencia suburbana que posea una pe­ queña parcela contiene todos los ingredientes esenciales para la

felicidad». Loudon comprendió que la vida rural era posible para muy pocos, pero si el hogar y el espacio dedicado al trabajo de­ bían estar separados, el suburbio proporcionaba una solución. Loudon creía que la contribución de todos los miembros de la familia al hogar y al jardín reducía sensiblemente los gastos. Pero, estaba además la satisfacción del trabajo personal: «El ma­ yor encanto de estas creaciones es la satisfacción de hacerlas uno mismo», insistía. Aunque la idea del hogar estaba fuertemente unida a la de propiedad, Loudon sabía que no todos los miem­ bros de la clase media tenían acceso a una casa propia y que, de hecho, solían vivir en casas alquiladas y cambiar a menudo de domicilio. De ahí que sus modelos fueran lo suficientemente fle­ xibles como para cubrir las más modestas y las más ambiciosas pretensiones de vida doméstica. La vida suburbana, tal como él la veía, reproducía la de la aristocracia a una escala más sencilla. «¿Hay algo más racional», pregunta a sus lectores: que la satisfacción del creador aficionado, del cabeza de fa­ milia que, cuando vuelve a casa las tardes del verano, riega las hileras de árboles, disfrutando del frescor que proporcio­ na a las plantas y del contento de sus hijos, que observan sus movimientos?

Como en Cowper, encontramos una justificación del trabajo manual, que no desmerece la categoría de quien lo realiza. Por otra parte, la vida suburbana aportaba conocimientos científicos tanto a los adultos como a los niños, a través del conocimiento de los árboles o de los insectos, y contribuía a formar el gusto. Las mujeres, por ejemplo, descubrirían que se podía pasar del amor contemplativo por las plantas a la creación del propio jar­ dín florido. Esto no tenía por qué resultarles más difícil que la confección de un vestido. Loudon aconsejaba los setos y los muros de matojos para defender la intimidad; hecho éste muy importante para la vida suburbana, ya que las miradas curiosas y el excesivo interés por la vida ajena se consideraban cosas in­ dignas del placer doméstico.. Loudon deseaba un público que adoptara su punto de vista y tuviera capacidad de difundirlo pa­

cíficamente por toda la sociedad. La audiencia femenina, los clérigos y los maestros, es decir, cualquier persona en condicio­ nes de influir en los demás era especialmente importante para él. Hombres y mujeres debían colaborar en la vida doméstica. Am­ bos disfrutarían de ese hogar suburbano, «el lugar del bienestar y la alegría» para el hombre social y su mujer, cada uno en su propia esfera. Loudon estimula la especialización en el seno del hogar. Las mujeres tenían una personalidad «naturalmente» casera, mien­ tras que la de los hombres estaba más capacitada para la vida de puertas afuera. Las mujeres tendían «naturalmente» al amor por las flores y el color, tan vinculados al jardín casero. La domesti­ cación de lo femenino que propone Loudon se puede comparar con la diferencia que él mismo establece entre la flor plantada en el arriate y la flor de la maceta. La última, dice «está completa­ mente domesticada» por eso puede recibir «una atención espe­ cial». Loudon pretendía crear los cánones estéticos de las clases medias; tarea en la que reservaba un papel especial a la mujer. Sin buen gusto no había moral, y las mujeres debían ser las suministradoras de la estética. Estaba convencido de que en el curso de treinta años la sociedad habría sufrido una auténtica re­ volución a través del desarrollo de las familias, basado en la apropiada educación íntima de las mujeres. Pero éstas no sólo in­ fluían a través del gusto, sino que ellas mismas eran la expresión más acabada de lo estético, ya que la belleza se expresa en las formas femeninas como en ningún otro lugar. «La suprema be­ lleza», decía Loudon, «para la mente del hombre está en encon­ trar una mujer con encanto; cualquier otra manifestación de lo bello es sólo relativa». La belleza y el amor por la posesión eran para él las dos virtudes más excelsas: las que más se aproximan a las cualidades femeninas; así, las amables ondulaciones, las transformaciones casi insensibles, las superficies suaves y tersas, las formas circulares o cóni­ cas, todo esto es hermoso, salvo cuando comporta un mal moral o alguna deformidad en relación con el hombre.

La mayor belleza de la mujer para Loudon es siempre tierna y delicada; lo más alejada posible del hombre. Para realizar este ideal estético propone ciertos materiales utilizados en pequeñas cantidades, muebles elegantes y columnas, formas redondeadas y suaves, ornamentos y colores dulces. Pero la belleza que defi­ ne Loudon, y que intenta materializar en los diseños de sus casas y jardines, reside en última instancia en la moral que ejemplifi­ can las mujeres. Como otros ideólogos de lo domestico, Loudon eleva la con­ dición femenina al tiempo que encierra a la mujer en su esfera relativa. En su condición de hombre no percibe en ello el más mínimo problema. La belleza femenina es el árbitro del gusto. Las mujeres pueden inculcar el buen gusto en los demás tanto con su presencia física como con su actitud moral. Para la déca­ da de 1840, el buen gusto significa ausencia de vulgaridad y está sustituyendo a la salvación como signo de superioridad social. Pero esta doctrina vuelve a constreñir a las mujeres con una con­ cepción de lo femenino que resalta sobre todo su apariencia y su comportamiento. Ser ancha, pesada o fuerte era ser fea, y esto significaba tener que asumir un fracaso moral y físico. La virtud de las mujeres reside en la contención. Como la planta en la maceta, limitada y domesticada, controlada sexualmente, no debe prodigarse en ambientes a los que no pertenece, ni exponerse a las «malas yerbas» que crecen al calor del desor­ den social. Pero esta contención implica también un forma de dominio; su puesto en la familia será como esposa, hija o her­ mana, bajo la autoridad del varón que la guarda. En Loudon, la misión religiosa y moral que había conferido a la mujer el movi­ miento evangélico se ha cambiado por una contrapartida secular. La mujer representa el gusto, que es condición de la moralidad, pero ella también se ha convertido en un objeto. Al subrayar la relación de las formas femeninas con la virtud moral y proponer un escenario estético que materialice el ideal, los escritores como Loudon introducen en lo doméstico nuevos elementos de gran importancia. El cuerpo femenino vuelve a estar en el cen­ tro de la femineidad, pero es ya un cuerpo contenido y domes­ ticado.

SEGUNDA PARTE

Estructura económica y oportunidades

Introducción A medida que los ideales domésticos se convertían en la base de la actividad económica, la familia y el hogar se racionaliza­ ban como una empresa. Las instituciones económicas de este pe­ ríodo habían evolucionado a partir de unas costumbres y de una tradición legal y financiera que favorecía a los hombres y rele­ gaba a las mujeres a un puesto subordinado, pero sólo una exi­ gua elite con la supervivencia garantizada se concedía el lujo de prescindir del trabajo productivo de la mujer. Los cambios pro­ ducidos en el capital líquido y la reinterpretación de las formas de propiedad por parte de la clase media, permitieron mantener a las mujeres mientras sus capitales estaban en circulación. Se ha dicho que la búsqueda de irnos ingresos suficientes para alimen­ tar a la parentela dependiente —esposas, hijos, hermanos jóve­ nes o parientes adultas— produjo un efecto sobre el mercado y sobre las decisiones relacionadas con la inversión y la produc­ ción de la clase media en su conjunto, llevada de la necesidad de extraer el beneficio máximo. En sentido contrario, la actividad económica afectaba pro­ fundamente a la familia: el tamaño y localización de la empresa, la mano de obra y los problemas de disciplina, los tipos de pro­ ducto y su distribución, los locales y la tecnología, la tranquili­ dad laboral, la dirección del personal, todo, en definitiva, estaba vinculado a la vida familiar. La idea de la familia y de la pro­ ducción produjo efectos muy intensos en la estructura de la cla­

se emergente. A finales del siglo xvui y principios del xix, una gran parte de la prosperidad de la clase media se debía a que las instituciones que había creado esa misma clase producían una gran riqueza material y una gran confianza social, en un mo­ mento en que la nación se disponía a gozar de los beneficios del imperio ultramarino. Pero el éxito de los métodos productivos también dependió de las brutales condiciones de explotación de los hombres, mujeres y niños de la clase obrera, aparentemente inevitables, según proclamaba la ideología de la clase media. La imperiosa necesidad de conquistar el ideal burgués de moral y bienestar hizo casi imposible que los empresarios fueran cons­ cientes del precio que pagaban sus empleados, y la expansión in­ dustrial del capitalismo desplazó a los trabajadores manuales. Para los burgueses, la existencia se justificaba simplemente con una vida domesticada y devota de Dios. Los procesos, a menudo desagradables, que habían hecho posible aquella vida, quedaban excusados por la divina sanción de los fines. Desde finales del siglo xvm, aumentó la acumulación de ca­ pital de la clase media. Una prosperidad debida a una amplia oferta de bienes y servicios, tanto en Inglaterra como en el ex­ tranjero, muchos de los cuales eran consumidos por esa misma clase; unas veces, adelañtándose a los patrones aristocráticos de consumo, y otras, imitándolos. Ambos estratos ampliaron sus ri­ quezas y desarrollaron su sentido del gusto con los productos que llegaban de las Indias Orientales y Occidentales. Los nuevos métodos de producción creaban una demanda de nuevos productos. El drenaje de la tierra significaba producir un mayor número de tejas y caños de cerámica para abastecer a los municipios, y la innovación técnica y producción masiva de las herramientas agrícolas crearon varias fortunas locales. Las in­ dustrias metalúrgicas de Birmingham fabricaban máquinas im­ pulsadas por vapor y herramientas diseñadas para fabricar, a su vez, otras mercancías, pero también placas de acero para cocinas y otros aparatos domésticos. Los artículos más producidos en Birmingham, durante el si­ glo xvm, fueron botones, hebillas y juguetes; espadas, pistolas y objetos de cartón piedra. Esta industria fue extendiéndose gra­ dualmente hasta hacerse famosa por la calidad de sus acabados,

y abarcar desde cabeceros metálicos de cama hasta servicios de mesa de plata, desde tuberías hasta alfileres y agujas, y desde plumas de acero a cacerolas y sartenes. Cuando se introdujo el latón, la clase media «colocó latón dorado y plateado en las es­ caleras, y elegantes y sencillos ornamentos de ese metal en coci­ nas, establos y fachadas». Ganchos y bisagras, azucareros y mangos, pestillos de puertas y ventanas, guarniciones de caba­ llos y carruajes, botones, hebillas, alfileres para abrigos y som­ breros, cajas para el rapé y para los hilos, tijeras y marcos, puños de paraguas y bastones, campanillas para la hora del té e, inclu­ so, collares para perros; todo procedía de las fábricas de metal de Birmingham, el «perfecto emblema de la prosperidad respeta­ ble». En ambas áreas, las familias locales vivían de la fabrica­ ción y venta de relojes, papel, cristal para los invernaderos, gra­ bados, libros de himnos, acuarelas, carruajes y vehículos ligeros, arriates y plantas para el jardín. Pero la prosperidad de la clase ihedia se debía tanto a la fa­ bricación y venta de estos productos como a la prestación de ser­ vicios. El crecimiento del mercado de la propiedad y la oleada de construcción de casas a finales del siglo xvm constituyó un te­ rreno abonado para la profusión de asesores y agentes, arquitec­ tos e ingenieros, diseñadores y jardineros de paisajes, banqueros y abogados. Las fájbricas necesitaban también diseñadores in­ dustriales y científicos para el desarrollo de sus productos, así como la mejora de carreteras, puentes, barcos y todo tipo de transportes. Las aspiraciones culturales de la clase media aumentaron también la demanda de maestros, músicos, pintores y escritores. El gran interés por la salud y la mejora del aspecto físico requi­ rió médicos, y el aumento de comunidades anglicanas e inconformistas demandaba clérigos. Algunos de esos creadores de productos y servicios culturales eran expertos dedicados a des­ cribir y explicar a la propia clase media en términos materiales y espirituales, así como a diseñar los rasgos de lo que debía ser un estilo de vida, si no aristocrático, al menos respetable. Escritores, editores, libreros (y, en el extremo último, fabricantes de papel) hicieron su agosto gracias a esta moda. La segunda parte de esta obra examina en primer lugar la re­

lación de los hombres y de las mujeres con la propiedad, la evo­ lución de la empresa familiar y sus vínculos con la estructura demográfica de los hogares. En segundo lugar, se ocupa de las nuevas pautas de instrucción y formación profesional de los hombres. Las actividades laborales del siglo xix fueron en extre­ mo variadas y dedicadas en su mayoría al servicio personal de un patrón. La meta de los hombres de clase media era conseguir con ellas independencia económica y una posición pública. El último capítulo se centrará en las relaciones de la mujer con la economía en una época en la que las expectativas sociales y las formas de la propiedad fortalecieron las barreras que impedían su acceso a los negocios y a la actividad profesional; asimismo, aportará algunos documentos sobre las graves consecuencias que estos modelos trajeron para las personas en condiciones pre­ carias, y las contrastará con el provecho que los hombres extra­ jeron del trabajo y el capital femenino, tanto en el hogar como en las empresas

«Lo suficiente para vivir»: los hombres, las mujeres y la propiedad «Las chicas», dijo el señor Dombey, «no tienen nada que ver con Dombey e Hijos». Charles Dickens, 1848

La búsqueda del beneficio en esta época estaba subordinada en muchos casos a la creación y defensa de un «establecimien­ to», término con el que se designaba una combinación de la em­ presa, la familia y la casa. La organización económica y la for­ mación financiera y del personal se mezclaba con los asuntos domésticos. Hombres y mujeres se sentían implicados en la em­ presa, pero sus posiciones diferían radicalmente tanto en la rela­ ción con la propiedad como en el uso que se hacía de su mano de obra. Con el desarrollo del capitalismo industrial, la prosperidad y los ingresos siguieron esta distribución del poder y los recur­ sos entre los sexos. En la Inglaterra de finales del siglo xvm lo más importante era aún la tierra. La propiedad rural constituía la mayor fUente de riqueza, poder y dignidad social; auténtico patrimonio y funda­ mento de la ciudadanía..Con todo, en el momento que nos ocu­ pa, el concepto de tierra se hallaba sometido a un profundo cam-

bio. La solidez y estabilidad de la tierra comenzaba a represen­ tar una desventaja en comparación con formas más flexibles de propiedad, por ejemplo, en los momentos de crisis, cuando no cabía más remedio que venderla. La tierra significaba, además, patronazgo, es decir, contrapartidas en forma de servicios, pro­ tección y favores. La rápida pérdida de los vínculos personales y los nuevos conceptos de política económica fortalecían la identificación del honor masculino con la independencia. De ahí que la idea de «hombría» de principios del siglo xix tuviese tanto de político como de sexual. La masculinidad se convirtió en una parte fun­ damental de la reivindicación de liderazgo por parte de la clase media, como puede comprobarse a través de las opiniones que se expresaban sobre la dependencia y sobre los partidarios de con­ servar los servicios personales de los hombres. Pero la masculini­ dad suponía talento y voluntad para alimentar y proteger a las mujeres y a los hijos. Aunque los hombres actuaran en el merca­ do en calidad de agentes libres, debían preservar los vínculos mo­ rales de la sociedad en sus actividades privadas y filantrópicas. A principios del siglo xix, los hombres de la clase media re­ afirmaban su independencia del poder aristocrático gracias a la ayuda que recibían de los «parientes y amigos» de su clase, y a las nuevas formas de identidad profesional que les proporciona­ ban el reconocimiento de sus iguales. Las reuniones informales, como los clubs, que estaban todavía en transición hacia institu­ ciones más establecidas, fueron típicas de la vida económica del momento, ya que el comercio y la actividad fabril del siglo xvm «estaban tan poco institucionalizadas como la política». Las de­ cisiones sobre el aumento de la propiedad y la gestión de los ne­ gocios se tomaron dentro de la familia o de la parentela hasta que en el siglo xix pasaron a depender de las esferas económicas y legales del sistema. La fuerte expansión de los negocios y las actividades profe­ sionales de finales del siglo xvm y principios del xix, se funda­ mentó en formas personales de interacción. La empresa como tal no existió legalmente hasta bien entrado el siglo xix, aunque los clientes, financiadores y empleados actuaran como si existiera. La personalidad del empresario y de sus socios constituía la em­

presa, cuyo carácter informal se hacía patente tanto en la facili­ dad con que aparecía y desaparecía con la muerte o la bancarro­ ta de su dueño como en las expectativas de grandes aumentos de beneficios. La gestión de la mayor parte de los negocios y actividades profesionales era sencilla y flexible, y se desarrollaba directa­ mente en el seno de la familia. El empresario, junto con su mu­ jer, sus hijos, sus criados y otros ayudantes, realizaba las tareas comerciales, fabriles o profesionales. Si llegaban momentos de expansión, se añadía al grupo un socio. Pero esta asociación no necesitaba plasmarse en un contrato formal; era sólo una rela­ ción entre dos personas que pretendían obtener un beneficio aportando capital, herramientas, mercancías, talento y trabajo. Casi como un miembro de la familia, cada socio actuaba en ca­ lidad de agente del otro y respondía de todas las deudas. «La re­ lación de los socios es, en cierta forma, una relación de herma­ nos que se representan uno a otro.» El término familiar no es casual aquí. El hecho de que la ma­ yor parte de la producción de bienes y servicios se llevara a cabo dentro de la estructura parental, convertía a la mujer en un «so­ cio» de facto, aunque la doctrina de la cobertura estableciera que su existencia legal sólo era posible bajo la protección del marido y en función de la personalidad de este último. Legalmente, no habría podido ejercer de socio, ya que desde cualquier punto de vista práctico, la mujer casada estaba civilmente muerta. Las mujeres solteras también se consideraban «socias» con frecuen­ cia por ser potencialmente susceptibles de contraer matrimonio. Esta sociedad requería una participación activa. Era un tipo de relación en la que ningún extraño habría podido sustituir a cada persona concreta. Los socios eran personalmente responsa­ bles para protegerse mutuamente del fraude y de la mala gestión en una época de creciente inestabilidad financiera y social. Exis­ tía además el peligro de que la sociedad anónima arruinara a la empresa individual. Por esa razón, el cabeza de familia seguía representando los intereses de los suyos, mientras que la relación personal de los socios era equivalente a la empresa. Esta última solía juzgarse en función de la calidad de sus socios, sin excluir elementos de tipo moral o religioso.

El principio de la responsabilidad personal subyace a la lar­ ga controversia sobre la introducción de la responsabilidad limi­ tada y la evolución de la sociedad anónima. Sólo con el desa­ rrollo de las auditorías públicas de cuentas, y con el registro for­ mal de las compañías, fiie posible desviar el riesgo de la persona y de la familia del empresario. No deja de ser significativo que la implantación de la responsabilidad limitada tuviera lugar a mediados de siglo bajo la égida de la doctrina del laissez-faire. Pero en la práctica era difícil lograr cualquier variante de este tipo de responsabilidad cuando apenas se podía distinguir entre las cuentas domésticas y las del negocio. La lenta distinción de las finanzas dependió de la separación, igualmente irregular, de los espacios físicos de la casa y el trabajo. El examen de los li­ bros de cuentas demuestra que incluso cuando existían registros formales, se producía un desorden frecuente entre los ingresos y los gastos, aunque las cuentas de la casa y de la empresa se lle­ vaban por separado. Poco a poco, a lo largo de los siglos xvm y xix se fue desarrollando una mayor precisión en los métodos contables, producto en parte de una concepción del mundo men­ surable y cuantitativa, muy relacionada con la expansión de los negocios y las actividades profesionales. Los primeros comer­ ciantes necesitaron desarrollar mecanismos sencillos para regis­ trar sus importaciones y exportaciones y para tener una idea con­ sistente del balance comercial de su negocio. Tales necesidades aumentaron los conocimientos rudimentarios de aritmética entre ciertos sectores de las clases gobernantes, «hasta ahora extraor­ dinariamente ignorantes en la materia». Una ignorancia que afectaba tanto a las mujeres como a los hombres. Gran parte de las cuentas de la época se limita a describir los activos en vez de calcular beneficios, según la gestión tradicio­ nal de la hacienda. Sin embargo, incluso estas prácticas tan pri­ mitivas permitían formular las metas futuras de la empresa y analizar su rentabilidad. La extensión de la sociedad como fór­ mula alentó los planes a largo plazo y el conocimiento cuantiñcable, ya que si un socio moría o se arruinaba, el valor total de la empresa debía calcularse mediante rudimentarios conceptos de depreciación. Esto estimulaba la transferencia de las cuentas desde los libros diarios a los libros mayores cada tres meses, ade­

más de los balances de pérdidas y beneficios cada cierto tiempo. La producción no se realizaba necesariamente de una mane­ ra regular, en semanas, meses o años. Las fuentes de ingresos eran muy variadas; en cuanto a los recursos, se utilizaban tanto para cubrir una depresión en el negocio como por la pérdida de una cosecha, una enfermedad en la familia o el matrimonio de un hijo. Podría decirse que aquellos hombres encontraban la fuerza necesaria para su organización en el compromiso cristia­ no, especialmente en la práctica protestante de «rendir cuentas» a Dios. Entre los cuáqueros y otras sectas inconformistas, sobre todo, constituía un deber religioso el conocimiento de los pro­ pios medios y la adecuación a ellos, en oposición a la extrava­ gante tendencia aristocrática a jactarse de las deudas. Estos gru­ pos formaron la vanguardia de las campañas encaminadas a cal­ cular con precisión el valor de las cosas. Los cuáqueros, por ejemplo, füeron los primeros en rechazar el regateo y exigir los precios fijos, lo que les confirió una inigualable reputación de «hombres de negocios» fiables. Los miembros de las sectas inconformistas sancionaban pú­ blicamente la disciplina de los métodos, de forma que la situa­ ción financiera de cada individuo era conocida por el resto, y la irregularidad o el fracaso en las finanzas podía condenarse con la expulsión del grupo, como ocurrió en 1823, en una iglesia de Colchester, cuyo párroco explicaba: Hemos considerado necesaria la suspensión del caigo de diácono del hermano J. B., a causa de su bancarrota, con el fin de salvaguardar el honor de la iglesia, aunque, en defe­ rencia a su celo e indiscutible integridad, la hemos impuesto por el corto término de tres meses.

No obstante, aparecían nuevas ideas sobre la actividad co­ mercial, que se dejaban sentir en la práctica cotidiana. Cierto contemporáneo recoge la impresión que le causaron las noveda­ des del marketing mucho más sofisticado que conoció durante su periplo por los países d.e Oriente: «La costumbre de vender el trigo al muestreo, en vez de transportarlo en vagones hasta el

mercado, según los usos antiguos, se ha hecho universal.» Las columnatas del edificio de la lonja del trigo, construido por aso­ ciaciones de hombres de clase media, dominaban lo que en otro tiempo fue una plaza de mercado. Estos hombres, que a menudo dirigían molinos de trigo, se convirtieron en el blanco de todos los ataques como símbolo del nuevo orden económico. Molinos, molineros y comerciantes de trigo fueron agredidos físicamente en más de una ocasión. Si se daba a los productos precios uniformes, a la fuerza de­ berían ser equivalentes, de ahí que la homogeneización de los pesos y medidas se convirtiera en bandera de los reformadores. Este cálculo de la rentabilidad, que los agentes estatales y los al­ guaciles hacían inevitable, influyó en los agricultores. Un habi­ tante de Essex, que cultivaba más de 1.000 acres de tierra, afir­ maba verse «más en el papel del que emplea capital que en el de un agricultor». La aplicación del cálculo racional afectó también a las ideas sobre la existencia humana. Desde el tercer cuarto del siglo xvm comenzaron a crecer los seguros de vida, que se consideraban lina forma más de propiedad líquida. La necesidad de evaluar y medir la duración de la vida, de separar la salud de la enfermedad, requería médicos y agentes de seguros; en definitiva, expertos ca­ paces de realizar ¿des evaluaciones. Para calcular las cuotas y las indemnizaciones de las pólizas se necesitaba una definición más precisa de la duración de la vida individual. La necesidad de co­ nocer la edad exacta promovió las primeras estadísticas y la de­ manda de un censo nacional, que culminó con el registro civil de nacimientos, muertes y matrimonios, de 1837. Por último, tam­ bién la expansión de la ciencia contribuyó a crear este pensa­ miento racional y cuantitativo, especialmente en su aplicación tecnológica, tan importante, por ejemplo, para los fabricantes de Birmingham, desde la década de 1740. El éxito de muchos pro­ ductos no dependía sólo de la innovación científica, sino del pro­ ceso de homogeneización que permitía crear partes intercambia­ bles y, por ejemplo, sustituir fácilmente las piezas de un arado. La evaluación del material y de la acción en términos mone­ tarios constituía la quintaesencia del talento y el prestigio mas­ culinos. Los expertos eran el mayor desafío de la clase media a

la aristocracia, pues, contra ellos, los nobles no podían presentar más habilidades que las del juego, la esgrima, el deporte y la promiscuidad sexual. Por el contrario, los hombres de la clase media eran sobre todo sedentarios y letrados, y preferían mani­ pular la pluma y la regla a la espada y la pistola. Si bien era cier­ to que esas actividades implicaban un control intelectualizado del mundo, no lo era menos su eficacia práctica en el terreno económico para crear riqueza y poder. Desde este punto de vista, lo que realmente contaba no era la posesión de la tierra per se, sino la forma de utilizarla. Los pri­ mogénitos de las familias terratenientes consideraban que la conservación de la hacienda en una sola persona garantizaba su poder y su posición, pero los hombres de las clases medias favo­ recían la partición de la herencia, es decir, una división casi idén­ tica de la propiedad entre todos los herederos. También la for­ mación de sociedades proporcionaba a las clases medias una fle­ xibilidad que no poseían los aristócratas, ya que éstos sólo podían aumentar sus propiedades por herencia, compra o ma­ trimonio. La alianza con un socio, sin embargo, suponía la reno­ vación del personal, de las herramientas y de los recursos de la empresa, sin necesidad de efectuar matrimonios, aunque éstos solían realizarse para consolidar la relación. Samuel Galton, un acomodado banquero de Birmingham, que se había convertido en gran terrateniente en el momento de su muerte, acaecida en 1832, dividió tanto la tierra como el ca­ pital líquido en tres partes iguales que dejó a cada uno de sus tres hijos. También las hijas recibieron idénticos fideicomisos que les producirían rentas lucrativas. Tal actitud era universal entre la clase media. En conjunto, hijas e hijos eran tratados como si tu­ vieran los mismos derechos en cuanto al valor de lo heredado, aunque recibían distintos tipos de propiedad. Conviene no olvidar que tanto los negocios como la agricul­ tura o la actividad profesional debía ser lucrativa si quería atraer el interés de los deudós, aunque estas formas de herencia y estas estrategias económicas convivían con una mentalidad general que no subrayaba la continuidad de las empresas. Era frecuente que un hombre se comprometiera con distintos socios o cambia­ ra de tipo de negocio. No parece que existiera interés en dar a la

empresa una fuerte identidad. Esta flexibilidad se debía a la au­ sencia de una estructura corporativa previamente establecida; por eso, hacia la mitad de la centuria se produce una mayor iden­ tificación de la familia con su negocio concreto, más cercana a la compañía privada que a la gestión del empresario individual o la simple alianza con un socio. La fluidez relativa de los negocios está directamente conec­ tada con el puesto que la actividad comercial tuvo en la clase media. Contrariamente a lo que muchos sostienen, las metas económicas y empresariales no dominaban la conciencia de los hombres de esa clase. Ya hemos hablado aquí de la prevención hacia el exceso de actividad que podía restar energías para el compromiso religioso. En palabras de cierto cervecero: «Es muy grave el error de algunos hombres que se dejan poseer por su ne­ gocio y le sirven como esclavos.» Se trata de una opinión bastante extendida, que era posible por el vacío de instituciones fiables para conseguir capital o in­ vertirlo. El problema del sistema bancario es sólo uno de los más conocidos. Los pequeños bancos de provincias, en particular, quebraban continuamente. Una incertidumbre tal, unida al he­ cho de que la financiación solía ser local o, como mucho, regio­ nal, convertía la reputación de las personas en la clave de su su­ pervivencia. El comportamiento del empresario, de su familia y de su parentela, así como su situación material, constituían signos visibles de capacidad moral y financiera, como rezaba el dicho: Mantón las apariencias, pues son tu mejor argumento para lograr el crédito del mundo.

Como han reconocido muchos historiadores de la economía, el capital y el crédito se obtenían a partir de fuentes personales. La pertenencia a una iglesia o capilla era una forma particular­ mente eficaz de dar a conocer la propia integridad. Las socieda­ des de voluntarios también procuraban a sus practicantes crédito y contactos de negocios. No cabe duda de que estas ventajas au­ mentaban el atractivo de ciertos grupos como, por ejemplo, los masones, que florecieron en aquel período.

De todos los mecanismos que desarrolló la clase media para resolver sus problemas de liquidez, crédito y equilibrio entre pa­ trimonio y dependencia, ninguno tan significativo como la for­ ma en que hombres y mujeres gestionaban la propiedad. La cos­ tumbre de que los hombres retuvieran el uso de la propiedad de las mujeres, al mismo tiempo que les aseguraba la manutención, significaba que el matrimonio de las hijas o de las hermanas no tenía por qué convertirse en una pérdida de recursos, por el con­ trario, podía suponer una ampliación de socios, contactos y íuentes de financiación. Con todo, no existía la más mínima posibilidad de que las mujeres fueran consideradas agentes económicos activos, ni si­ quiera de que asumieran la gestión de su patrimonio. La idea de la «provisión» destinada a ellas, en su calidad de sujetos depen­ dientes, procedía de la aristocracia, pero se adaptó a las formas de la clase media. La provisión se hacía de tal manera que los administradores del sexo masculino tomaban el capital de la mu­ jer para utilizarlo en provecho de sus propios intereses económi­ cos. El fideicomiso personal (distinto al fideicomiso caritativo) se creó para mantener intacta la propiedad de la tierra y para asegurar, al mismo tiempo, la protección de las hijas tras el ma­ trimonio. En particular garantizaba que los hijos de las hijas re­ cibirían una parte de la hacienda del abuelo. Esta práctica de confianza fue muy utilizada por la clase media porque permitía separar el capital de los ingresos para manutención, como aca­ bamos de ver, y ofrecía la ventaja secundaria de preservar parte de la fortuna familiar de los acreedores, incluso en los casos de responsabilidad ilimitada. El núcleo de cualquier fideicomiso (personal o caritativo) consistía en separar de la propiedad legal, conferida a uno o más fideicomisarios o administradores, los derechos del bene­ ficiario a concretar los ingresos de la propiedad. Estos adminis­ tradores de confianza podían actuar sobre la propiedad, vender o arrendar el título legal y establecer contratos. En la medida en que el beneficiario recibía la rentabilidad, la discreción del ad­ ministrador debía estar garantizada. Dado que los fideicomisa­ rios eran, por lo general-, familiares o «amigos», el fideico­ miso ocupó un puesto intermedio entre el sistema de herencia

dominado por la familia y la legislación impuesta por el Estado. Según la unión consensual, toda la propiedad líquida de la mujer, excepto la tierra, pasaba a manos de su marido después del matrimonio. De modo que, a menos que hubiera un adminis­ trador de confianza, los recursos de la familia quedaban expues­ tos en su totalidad ante posibles deudas. Por otro lado, hijas y viudas eran el blanco favorito de los cazafortunas, incluso en los estratos modestos. La clase media se veía obligada, pues, a de­ fender la vulnerable propiedad femenina, al mismo tiempo que el concepto de dependencia de la mujer se elevaba a categoría social y política. Uno de los elementos integrantes del papel masculino era la gestión y control de la propiedad para mantener a las perso­ nas dependientes. El fideicomiso, formal o informal, se convir­ tió en el reconocimiento de ese papel. Sin embargo, los profe­ sionales parecen haberlo utilizado menos para defender a sus viudas. El patrimonio de este grupo solía consistir en ingresos por tarifas de servicios, pequeñas inversiones, pensiones, subs­ cripciones, rentas vitalicias, rentas o hipotecas, más que en tie­ rras, edificios, maquinaria, herramientas o depósitos de mer­ cancías. La posibilidad de que la mujer fuera inversora ni siquiera se consideraba, aunque, de hecho, sus inversiones financiaron la expansión urbana, ya que a finales del siglo xvin, el 20 por 100 del capital prestado con garantía hipotecaria era de su propie­ dad. Pero, el capital de las mujeres financiaba las sociedades anónimas que había detrás de los servicios municipales y de los ferrocarriles. Las viudas y las solteras formaban parte de ese grupo de inversores que suele demandar un ingreso regular, sin preocuparse de administrarlo. La renta anual se convirtió, así, en la forma clásica de provisión para los individuos dependien­ tes, ya fueran familiares del sexo femenino, «amigos» o anti­ guos criados. Consistía en adquirir la renta de un capital para que el beneficiario percibiera un ingreso fijo y regular. Esta renta era incluso más cuidadosamente controlada por parte del donante o de las personas que lo representaban, ya que en este caso, al contrario que en el fideicomiso, el beneficiario no tenía interés en el capital, sino únicamente en la renta. Estos ingre­

sos eran en cierta forma pensiones y se podían adquirir por compra. Las fuentes de ingresos eran, como puede verse, muy varia­ das, sin olvidar aquellas que procuraban «rentas señoriales» a sus beneficiarios, sin necesidad de intervención alguna. Aunque aprovechaban tanto a hombres como a mujeres, no cabe duda de que las últimas dependían de estos recursos en mayor medida. A veces no había más remedio que reunir varias fuentes de in­ gresos a la vez para aprovisionar a hombres sin propiedades o con escasa capacidad de recibir financiación. Desde principios del siglo xvm, se conocía la práctica del seguro contra los imprevis­ tos a través de las sociedades mutuas, pero en la clase media la responsabilidad de las esposas y los hijos transformó esta figura en la adquisición de pólizas de vida, un subproducto que, de nue­ vo, significaba un aumento indirecto de capital. Es patente que los profesionales, incluso algunos que ingresaban hasta 1.000 li­ bras anuales, eran sus mejores clientes, por ser quienes podían dejar a sus familias en peor situación en caso de ruina; así, los empleados civiles, médicos y clérigos constituyeron el público por excelencia del seguro de vida. Ninguna forma económica expresa mejor el concepto de res­ ponsabilidad masculina sobre las mujeres y los niños que el se­ guro de vida. La Mutualidad Victoriana de la Construcción de Birmingham aconsejaba contratar estos seguros en 1850: «por­ que confirma los únicos ingresos ciertos» que pueden proveer a las necesidades de los dependientes en caso de muerte del titu­ lar: «el deseo de juntar una provisión para otras personas, de ase­ gurar el bienestar de aquéllos a los que la muerte puede arreba­ tar su protector natural, es el objeto del seguro de vida; derecho y obligación, al mismo tiempo, del hombre civilizado». Pero, la planificación racional creaba mala conciencia, como si estuvie­ ra demostrando una sombra de duda sobre la fe en la providen­ cia divina. Así escribía un defensor del seguro de vida en 1804: «No estoy hablando contra una dependencia religiosa y masculi­ na (sic) del Autor de nuestros días.» Este conjunto de métodos financieros crearon fuentes de re­ cursos para los hombres de laclase media y aumentaron su ex­ periencia gestora. Al controlar los destinos familiares, ampliaron

contactos y conocimientos valiosos para la gestión de los asun­ tos locales, de lo que es buena prueba la figura del fideicomiso. Con el paso del tiempo, los hombres que gozaban de instrucción legal o financiera, o al menos de experiencia en los negocios, se convirtieron en fideicomisarios y ejecutivos. Los registros loca­ les más variados revelan la constante aparición de algunos de ellos en posiciones semipúblicas, no sólo en calidad de fideico­ misarios de personas, sino también de ciudades, actividades reli­ giosas y caritativas, casas de beneficencia, distribuciones de bie­ nes para pobres, fundaciones escolares y capillas. Con ello flore­ cía tanto su reputación de hombres de negocios como su fortuna personal. La Sociedad Equitativa de Seguros de Essex y Suffolk se creó en Colchester en 1803. Gestionada como fideicomiso de empresas, proporcionaba seguros de incendios a toda la región. Durante los primeros años estuvo dirigida por hombres de nego­ cios, profesionales y agricultores de la zona, pero después la ges­ tión pasó a un administrador a sueldo. Los directores aceptaban o rechazaban las propuestas, decidiendo hasta los más mínimos detalles; analizaban las solicitudes para abrir sucursales; realiza­ ban personalmente las inspecciones que consideraban necesa­ rias; y, por último, firmaban y examinaban las pólizas y los en­ dosos. «Ni ellos ni sus secretarios poseían formación alguna en materia de seguros; tampoco disponían de estadísticas u otras fuentes de información; por tanto, se veían obligados a tener un cuidado extremo» (la cursiva es nuestra). De ahí que la supervi­ sión de las pólizas constituyera para banqueros, carniceros, co­ merciantes; molineros, cerveceros y otros profesionales, un im­ pagable aprendizaje del mundo de los negocios, además de una fuente de conocimiento de los asuntos locales, movimiento de mercados, transacciones de tierras, proyectos de construcción, prosperidad y fracasos de los individuos y sus familias. A través de esta experiencia adquirieron los hombres de la clase media aquella competencia personal en los negocios que se consideraba parte de la condición masculina. Un modelo que se tenía por tan natural en el hombre como la maternidad en la mujer, y que, sin embargo, era producto de la experiencia y de la creación de formas económicas, sociales y legales, que subra­

yaban la responsabilidad y la autoridad masculinas en la cada vez más expansiva esfera económica. La característica de la propiedad de la clase media era su fle­ xibilidad. Los bienes materiales podían complementarse con ta­ lento personal y experiencia, o ser sustituidos por estas virtudes. No obstante, este elemento personal de la propiedad de clase media se desarrollaba en una estructura de parentela, de «amis­ tad» y de comunidad. El empresario individual que sólo se dedi­ cara a buscar el beneficio máximo apenas aparece en los regis­ tros locales. Los lazos familiares vinculaban a los empresarios de provincias con Londres e, incluso, con el extranjero. Comer­ ciantes, agricultores, industriales y, especialmente, banqueros, dependían de los medios londinenses, por eso los familiares es­ tratégicamente situados ayudaban a engrasar las ruedas del ne­ gocio. Pero no era necesario ir tan lejos, poique a nivel local, la amistad y la parentela también facilitaban los caminos por don­ de discurrían los bienes y servicios. Comprometer a los parientes y amigos en el negocio signifi­ caba, además, ponerse a salvo del sabotaje o de la filtración de secretos comerciales. De todos los miembros de la familia, nadie tan eficaz como los jóvenes, y lo mismo vale para los hijos de los amigos. Por lo general, estos jóvenes realizaban su aprendi­ zaje profesional en los negocios de los amigos paternos, pues, aunque la familia inmediata era lo más importante en ciertos as­ pectos, como la crianza de los más pequeños, los límites de la parentela eran muy fluidos, y las definiciones de amistad o rela­ ción familiar, muy dúctiles. Esta flexibilidad servía para crear un entramado de recursos materiales y económicos, que estrechaba los lazos personales sobre la base del bienestar común. No se trata ni de altruismo ni de instrumentalización. Por ejemplo, la escasez de salidas fiables para la inversión hizo que el capital so­ brante se invirtiera en servicios personales a cambio de otros be­ neficios, lo que, al mismo tiempo, contribuía a crear sólidas re­ laciones. Un joven sobrante en la empresa familiar podía apren­ der el oficio en la casa de un colega del padre, aportando su mano de obra a su familia sustitutiva. A cambio, sus verdaderos padres podían confiar en que sus hijos estaban convenientemen­ te cuidados y vigilados.

Con todo, estas relaciones no siempre gozaban de una armo­ nía inequívoca, pues no faltaron las contradicciones entre el in­ terés del negocio y el interés de la relación personal. Por ejem­ plo, este último podía aconsejar ayudas en dinero o servicios que resultaban peijudiciales para el negocio. Los banqueros de pro­ vincias, sobre todo, se encontraban a veces en estas situaciones, cuando ni siquiera estaban respaldados por mecanismos más im­ personales, como los seguros contra la morosidad. Se puede de­ cir que los amigos y parientes fracasados constituían, en el me­ jor de los casos, una pesada carga. Pero no era imposible que la familia y los amigos fallaran, bien porque sus consejos no resultasen adecuados, bien porque no proporcionaran los servicios más necesarios o, incluso, por­ que se negaran a prestarlos. Archibald Kenrick se instaló como fabricante de hebillas en Birmingham, a finales del siglo xvm, con la ayuda de sus padres. En poco tiempo, la necesidad de di­ nero para reforzar su crédito, le llevó a casa de los dos ancianos en busca de un préstamo. Según su diario, la madre se negó, adu­ ciendo «la escasez de sus ingresos y la necesidad de hacer una provisión para mis hermanas». No obstante, el padre se avino a prestarle 100 libras, deduciéndolas de la herencia. «Mi madre consintió de mala gana, poique las tenía ahorradas para mis her­ manas.» Archibald se queja de lo duro que le resulta comenzar «desde cero y muy desanimado» y admite que debería «haber hablado con mayor apasionamiento». Sus padres le recorda­ ron que habían hecho todo lo que estaba en sus manos por sus hijos y que «viven con mayor austeridad que cualquiera de no­ sotros...». Esta combinación de vínculos materiales, sociales y emo­ cionales podía resultar explosiva. Los conflictos entre familia­ res o amigos influían en los negocios, provocando éxitos o fra­ casos. En la siguiente generación de los Kenrick, Samuel se asoció con su tío Archibald, el año de 1812. Pero un desacuer­ do llevó a Samuel a romper la sociedad y pasarse a la compe­ tencia. Como cabe imaginar, la deserción produjo sentimientos muy complejos entre los afectados. Especialmente en el caso de Marianne Kenrick, hija y hermana de los anteriores socios, y, por tanto, prima de Samuel, con quien había contraído matri­

monio poco antes de que se formara la sociedad. Marianne se encontraba dividida entre su marido, por una parte, y su padre y su hermano, por otra. Samuel fue presa de sentimientos para­ noicos hacia las personas con las que, en otro tiempo, había vi­ vido y trabajado. En ningún otro caso eran más evidentes los lazos entre pa­ rentela, amistad y negocios como en la relación de socios. La forma más común de asociación, a gran distancia de todas las demás, era la del padre con su hijo o hijos, hermanos, tíos y sobrinos. O bien las hermanas se casaban con los socios de los hermanos, o bien los cuñados se asociaban después de la boda, vinculando así los destinos de las familias a los de la empresa. La relación de los socios, y otras formas análogas de vincu­ lación formal dentro de la clase media, arrojan alguna luz sobre las complicadas mezclas de afecto e interés entre los parientes y sobre lo que parece haber constituido una práctica comercial es­ tricta, cuando no severa. Una de las formas más comunes de ob­ tener el dinero para asociarse, por ejemplo en un hombre joven, consistía en aceptar un préstamo del padre o de algún pariente adulto y devolverlo con sus intereses correspondientes, una vez obtenida su parte en los beneficios. Esto valía incluso cuando el hijo era socio del padre y los beneficios procedían de la empre­ sa familiar. El arreglo era tanto un anticipo de la herencia como una for­ ma de extraer el máximo provecho del patrimonio y reducir al mínimo el desgaste de los recursos familiares. También en los sustratos más bajos se llevaban a cabo planteamientos parecidos. Cierto anciano granjero vendió sus aperos a sus hijos después de obtener el permiso del terrateniente para traspasarles el usufruc­ to de la tierra. Con el interés de la venta, que sus hijos le abona­ ron religiosamente, les compraba a ellos mismos la leche que después vendía para pasar su vejez. Y lo mismo podía ocurrir con las herencias postiñortem. Los hijos (o los nietos) tenían la opción de volver a comprar la empresa con los recursos que ha­ bían heredado. Esto proporcionaba a los legatarios cierta flexibi­ lidad si elegían no hacerle, aunque sólo las presiones solían im­ pedírselo.

Estas prácticas solían limitarse a los parientes del sexo mas­ culino. Las hijas y las nietas recibían una parte equivalente de la hacienda, pero no podían aspirar a convertirse en socias. El futu­ ro uso que ellas dieran a sus herencias no parecía preocupar a na­ die, ya que los testamentos nada dicen de controles e imposicio­ nes al respecto. El hecho de que entre las generaciones de hom­ bres se produjera esta relación basada en el crédito y la deuda, que no existía entre las mujeres, demuestra claramente la vincu­ lación de la propiedad al género. Al hijo, o al hombre joven, se le prestaba el capital con la condición de que lo devolviera cuan­ do lo permitieran las circunstancias. La hija estaba subordinada al padre (o hermanos) de forma personal, al menos hasta que se casase y dependiera del marido. En todo momento se encontra­ ba al servicio personal del cabeza de familia, que podía enviarla a prestar a ayuda a los hermanos u otros parientes; dado que ca­ recía de medios para devolver materialmente su sustento o he­ rencia, financiaba estos últimos con servicios o trabajando para la empresa. El hermano de Rebecca Kenrick formó parte de la sociedad del padre con todos los elementos de un acuerdo for­ malmente suscrito y una participación creciente en los benefi­ cios. A ella, el padre la dotó de un ingreso fijo de 300 libras anuales, procedentes del negocio, para uso personal. Rebecca gobernaba la casa de uno de sus hermanos, cuidaba de la madre anciana y pasaba largas temporadas en casa de otros hermanos cada vez que las cuñadas aumentaban la numerosa descendencia de los Kenrick. Estos acuerdos intergeneracionales reflejan la flexibilidad del patrimonio de la clase media, al tiempo que evidencian la di­ visión de los papeles, activo para el hombre y pasivo para la mu­ jer, que caracterizó su configuración. Gracias a su carácter flexi­ ble, la mancomunidad de parientes y amigos apoyaba en todo momento y neutralizaba las aspiraciones potencialmente compe­ tidoras para la empresa familiar de algunos hijos adultos. El res­ to de los hijos varones se desviaba hacia otras empresas; en cuanto a las hijas, podían aportar a sus maridos como socios o dedicarse a la empresa de estos últimos. La «libre elección» de la pareja era buena para el sistema, aunque siempre estaba controlada por la compatibilidad de valo­

res morales e intereses religiosos. En los estratos más bajos de la clase media, la elección se realizaba entre los parientes locales, los amigos o los correligionarios. Cuanto más próspera era una familia y más amplio su campo de operaciones, mayor era tam­ bién la oportunidad de elegir una pareja fuera del área local, aun­ que nunca se elegía al margen de la «comunidad». Los varones gozaban de la posibilidad de encontrar a sus futuras esposas en las familias de parientes o amigos donde completaban su educa­ ción, lo que, por otra parte, podía desatar múltiples conflictos, como en el caso de la división de la familia Kenrick al que he­ mos aludido, pues Samuel contrajo matrimonio con una prima que era, además, la hija de su socio principal. Los registros de ambas zonas demuestran que los matrimo­ nios entre hermanos o primos eran escasos. En el primer caso, dos hermanos varones de una familia podían casarse con dos hermanas de otra, o bien hermano y hermana contraer matrimo­ nio con una mujer y un hombre que también fueran hermanos entre sí. Las alianzas resultantes podían formalizarse o no a tra­ vés de una sociedad. Tampoco faltaban ocasiones en las que la siguiente generación de primos volvían a contraer matrimonio entre ellos mismos. En estos enlaces, las conexiones no se ce­ ñían a las dos personas implicadas, sino que abarcaban a los pa­ dres políticos, doblemente relacionados, y, por tanto, doblemen­ te interesados en sus sobrinos, sobrinas, nietos y nietas. Estos matrimonios entre parientes contrarrestaban las tendencias cen­ trífugas de una herencia divisible. Podría decirse que esta elección libre controlada era una es­ pecie de seguro para la unidad de las relaciones locales, regiona­ les y nacionales de las familias de la clase media, y una forma de mantener la afinidad de criterios y la honradez de las operacio­ nes económicas y financieras. Incluso los segundos matrimo­ nios, pese a su potencial conflictivo entre los hijos de las distin­ tas uniones, ampliaban los contactos y aumentaban los recursos, porque las relaciones con la familia del cónyuge fallecido no solían interrumpirse. El matrimonio sellaba, además, intensas relaciones de amistad entre las familias. El papel de las alianzas a través del matrimonio tuvo un re­ conocimiento explícito en la cultura de la clase media, a través,

por ejemplo, de los apellidos. Aunque se mantenía la convención patrilineal en el hijo mayor, que adoptaba el apellido de su padre, uno de los hijos menores podía llevar como primero o segundo uno de los matemos, ya füera el de la propia madre, ya el de la abuela. Así, el industrial metalúrgico Richard Garrett de Suffolk llamó a su tercer hijo Newson porque la familia materna había aportado la granja, cuya fragua se convirtió en el fundamento de la industria familiar. También las familias de la clase alta utiliza­ ban esta figura de forma ocasional, pero entre ellas era más co­ mún suprimir del todo el apellido paterno, pues la supervivencia del apellido femenino podía ser la condición para heredar la tie­ rra. Tales sustituciones eran bastante frecuentes en la clase me­ dia, aunque el reconocimiento voluntario de la línea materna no se producía más que en un puesto subordinado, como primer o segundo nombre de los hijos no primogénitos. Una forma distinta pero no menos efectiva de este reconoci­ miento de la interrelación financiera de las familias se puede rastrear en el lenguaje comercial, como encontramos en el poe­ ma que cierto viajante del comercio ferretero de las Midlands ci­ taba en una carta de 1811 a su novia, la hija de un pañero a la que había conocido en la capilla durante uno de sus viajes de tra­ bajo19. La estrecha conexión entre la sociedad y el matrimonio in­ fluía en el ciclo vital de los jóvenes varones. Se daba el caso de que el socio más joven se instalaba en el local del negocio, per­ mitiendo que el de más edad se trasladara a una residencia inde­ pendiente. De ahí que la media de edad para contraer matrimonio fuera más alta en la clase media que en el resto de la población. Los datos fiables para ambas zonas demuestran que la media de los varones se situaba en los 29 años y la de las mujeres en los 26,5, muy por encima de las cifras generales. El matrimonio tardío parece responder a la necesidad de construirse una posi­ 19 If the stock of our bliss is in stranger’s hands rested/The fiind ill-secured oft in bankruptcy ends/But the heart is given bilis, which are never protested/When drawn on the firm of Wife, Children and Friends (Si las existencias de nuestra dicha descan­ san en manos ajenas/el capital inseguro a menudo acaba en bancarrota/pero el cora­ zón emite facturas que nunca son protestadas/cuando se giran a la empresa de la es­ posa, los hijos y los amigos).

ción más que a una estrategia de natalidad, ya que los registros locales revelan una combinación inusual de matrimonios madu­ ros y familias numerosas. La media de hijos alcanzaba los 7,4, con intervalos de catorce a veinte meses entre los nacimientos. Los hijos varones de estas familias dejaban la escuela a los 14 años para comenzar su aprendizaje formal o informal y la­ brarse un porvenir. Incluso cuando iban a heredar el negocio pa­ terno, se les enviaba a adquirir experiencia a la empresa de algún conocido. Para ello se aprovechaban los entramados familiares o amistosos. Excepto en los pocos casos en que se negociaba al­ gún tipo de gratificación, la experiencia en los métodos del ne­ gocio que adquirían los jóvenes aprendices se consideraba sufi­ ciente, entre otras razones porque muchas empresas no podían absorber el gran número de hijos propios. Por otra parte, no siempre nacían los hijos suficientes, y po­ día ocurrir que sólo nacieran hijas. En estos casos, se recurría a la «adopción» informal de sobrinos o de hijos de «amigos». Al­ gunas parejas sin hijos adoptaban una sobrina, especialmente en los casos en que los padres de la pequeña tenían familia nume­ rosa o carecían de recursos, pero su función era la de simple acompañante y parece haber requerido menos formalidades, de ahí la escasez de datos registrados. Pero también podía ocurrir que el hijo no estuviera dispues­ to a seguir los pasos del padre. El molinero y plantador de ce­ reales de Essex, Golding Constable, tuvo un primogénito retra­ sado que escasamente lograba mantenerse como guardabosques, mientras que su hijo segundo, John, como es bien sabido, se negó a entrar en el negocio e insistió en formarse artísticamente en Londres. Quedaba aún Abram, el pequeño, pero sólo contaba con 7 años. Golding nunca consideró la posibilidad de que las tres hijas ocuparan su puesto, porque los Constable tenían aspi­ raciones refinadas. Abram Constable no contrajo matrimonio y el negocio se vendió cuando aún vivía. La escasez de hijos podía suplirse no sólo con sobrinos, sino con el trabajo de los hermanos jóvenes o de los cuñados, con lo que se estrechaban los lazos entre las familias de la esposa y el marido. El contingente de hermanos jóvenes estaba asegurado por el gran número de hijos de cada familia; por otra parte, la po­

sibilidad de vivir fuera de casa, bajo la supervisión de un herma­ no o hermana mayor, aliviaba los conflictos de los adolescentes con sus padres. En algunos casos, el hermano mayor o el cuña­ do aceptaban al hermano pequeño a cambio de una inversión en la empresa. La experiencia de la familia Shaen, de Essex, ilustra algu­ nos de estos puntos. Samuel Shaen era un unitario, formado como abogado, que dedicaba gran parte de su tiempo a las ta­ reas agrícolas. El mayor de sus nueve hijos, llamado también Samuel, fue enviado a una escuela del sur dirigida por un mi­ nistro unitario, relacionado por matrimonio con la congrega­ ción de Essex. A los 16 años, el muchacho era aprendiz en el despacho de abogado de su tío paterno en Londres, ya que en 1820, Ann Shaen, la hermana de Samuel, se había casado con un abogado de la ciudad. En medio de un gran nerviosis­ mo y de numerosos consejos paternos, Sam partió a Londres, donde se alojaría en casa de una hermana de su madre casada con un primo, comerciante en maderas. Los hijos medianos de la familia Shaen no encontraron tan fácil acomodo, pues los gastos de la familia habían aumentado y la caída de precios agrícolas en la posguerra había afectado negativamente a la economía de Essex. Benjamín emigró a Australia a los 16 años, y su hermano pequeño, William, le habría seguido de no ser por cierto patrocinador que le costeó la escuela y los estu­ dios de leyes. Parece que William visitaba con frecuencia a la familia de su bienhechor. Los Shaen ofrecen un buen ejemplo de una socialización a través del aprovechamiento de las redes familiares formadas por tíos y tías, paternos o matemos, por los contactos religiosos y por el tradicional sistema de patroci­ nio con adopción, sin olvidar la válvula de escape que repre­ sentaban las colonias, famosa para todos los lectores de nove­ las victorianas. Lo que acabamos de describir confirma que el gran número de hijos, lejos de ser considerado una sangría para la familia, constituía la clave del mantenimiento de la trama que sostenía las relaciones económicas. Ello no quiere decir que no existieran desajustes entre necesidades y recursos o que no estallaran con­ flictos entre los individuos y las familias. No obstante, el inter­

cambio entre parientes, amigos y socios ayudaba a superar las dificultades. Considerando la perspectiva del grupo en su con­ junto, antes que la de los individuos o las familias nucleares, pa­ rece evidente que el modelo contribuía a la supervivencia y el progreso de la clase media en un entorno demográfica y econó­ micamente hostil. Los ciclos vitales que hemos visto proporcionaban a los va­ rones jóvenes suficiente tiempo para su formación. El hecho de que los cambios profesionales coincidieran con el matrimonio o con otros acontecimientos de tipo familiar confirma que la crea­ ción del llamado «establecimiento» significaba un paso hacia la integración. Tanto la boda como la perspectiva de una familia numerosa obligaban a construirse una vida respetable, además de proporcionar la atmósfera doméstica que se consideraba im­ prescindible para la vida religiosa y el progreso de la empresa. Por otra parte, representaban la gran recompensa a los deberes tristes y aburridos de la vida de negocios. Una vez que habían conseguido situar en la vida a su nume­ rosa prole, los hombres de la clase media tendían a retirarse de la vida activa para asumir nuevas tareas de tipo político o científi­ co, o bien para interesarse por el trabajo voluntario y la vida re­ ligiosa, lo cual se combinaba bien con el disfrute de sus casas y jardines. Pero, cualquiera que fiiera la motivación, el hecho es que el retiro de los padres daba a los hijos la oportunidad de asu­ mir mayores empeños. John, el sobrino de Archibald Kenrick, escribía a su tío cuando éste estaba considerando un cambio en los acuerdos con su socio para retirarse gradualmente de la em­ presa: La posibilidad de ese tiempo de descanso hacia el decli­ nar de la vida es una de las razones más poderosas que mue­ ven a un hombre a resistir año tras año la dureza de los nego­ cios; sin ella, no se justificaría la completa dedicación de nuestra mente a los asuntos del mundo durante el resto de nuestra existencia.

Resulta significativa que la vuelta al ámbito doméstico re­ presente para los hombres maduros la liberación de los nego­

cios y el traslado de su casa lejos de la empresa. El retiro de los agricultores solía implicar su traslado al centro urbano, hasta el punto de constituir un grupo típico de la vida ciudadana. Tam­ bién los industriales afincados en el medio rural buscaban en a ciudad el descanso de sus anteriores compromisos empresa­ riales. Las empresas desaparecían por razones muy distintas. La primera de ellas era, sin duda, la incapacidad de su gestor, pero estaban también la bancarrota, la imposibilidad de encontrar un sucesor y la enfermedad o la muerte, no sólo del cabeza de familia, sino de los familiares o amigos. La muerte del padre dejaba en manos de los hijos la responsabilidad del negocio, que en otros tiempos habría podido gestionar la viuda. No obs­ tante, a veces suponía también la liberación de las tareas de la empresa para los deudos si había por medio una herencia sus­ tanciosa. En cualquier caso, un hombre podía abandonar su empresa siempre que la dejara en buena situación. Y siempre existía la posibilidad de que una inversión de amigos o familiares, una he­ rencia o una dote por matrimonio permitiera retirarse al empre­ sario, si era su deseo. El hecho de que a partir de ese momento se dedicara a compartir la vida doméstica con la familia o los amigos, al jardín, a la filantropía, a la ciencia, a la política o a la religión, no se consideraba signo de holgazanería, sino una vir­ tud positiva. En este sentido concreto, el no encontrarse activa­ mente comprometido con los negocios era una especie de «honor», que presenta ciertas afinidades con la noción de retiro propia de la cultura aristocrática. Podría decirse que la meta del «establecimiento» era la su­ pervivencia y el bienestar de la familia en su sentido más amplio. Los hombres de la clase media no se limitaban a unir la empre­ sa a la familia; para ellos la primera parece constituir simple­ mente la base de la segunda. La vida doméstica era aún el ideal mayor. Incluso cuando se trasladaba al campo, el interés familiar estaba por encima de la necesidad de controlar las tierras o de encontrar el apoyo de un aristócrata. Thomas Webb, un indus­ trial de Birmingham (padre de Jane Webb Loudon) adquirió una casa de campo a pocos kilómetros de la ciudad en 1821, tras su­

frir una bancarrota y la muerte de su esposa. Poco después, cele­ braba el traslado en un poema que confirmaba plenamente el concepto de Cowper sobre el retiro doméstico. En él, Webb re­ conocía haber deseado la llegada de aquel contacto con la Natu­ raleza durante sus largas jomadas de trabajo y daba gracias a Dios por haberlo conseguido20.

20 When business, oft by profit led/Employ’d my lab’ring hands and head/A cot, I hop’d on rising ground/Would at some distant day be found/Where I might view in humble pride/The vast expanse of nature wide/There know what sweets, away from strife/Attend upon a well spent life/To heaven, I bend the grateful knee/For in this place the whole I see (CuandÓ a menudo buscaba el beneficio en los negocios/em­ pleando la fuerza de las manos y de la cabeza/pensaba en el refugio en la colina/que en un lejano futuro me esperaba/donde compartir con modesto orgullo/la vasta ex­ tensión de la abierta naturaleza/y conocer el descanso, lejos de la batalla. Ahora, al servicio de una vida bien vivida/al Cielo doy las gracias de rodillas/por todo lo que desde este lugar contemplo).

«Los hombres deben actuar»: el hombre y la empresa Un moderado vestir, una casa decente, la posibilidad de recibir a los amigos y de comprar libros, y, en especial, de mantener a la familia, son y serán siempre objetivos del de­ seo racional de la mayoría de los seres humanos. Thomas Malthus, 1798

Hasta aquí hemos examinado las formas económicas, socia­ les y legales que adoptó la empresa de clase media, gestionada en sus orígenes a partir de métodos característicos de la hacien­ da rural combinados con otros de tipo mercantil. El personaje creador de esta empresa fue el varón de clase media, quien, para llevarla a cabo, se sirvió de ciertos recursos ideológicos; entre otros, de la profunda convicción en que ésta, y no otra, constituía su misión. Y así era realmente, ya que toda su identidad depen­ día del talento para operar como agente económico. Ser adulto significaba según sus propios valores conseguir unos medios de vida que hicieran posible un establecimiento doméstico, donde el hombre y sus parientes pudieran vivir una vida racional y mo­ ralmente aceptable. De esta clase nació un tipo de hombre determinado a mani-

pular el entorno económico, que se preparaba para ese fin sin perder nunca de vista su certeza de encontrarse en un mundo configurado con energías religiosas, donde, pertrechado única­ mente por sus escasas fuerzas, se medía con un nuevo destino: el mercado. Pero, el contraste entre esta intensa actividad personal y los inmensos recursos que necesitaba habría podido enfriar los ánimos más ardientes. Lejos de compartir la jactanciosa certeza del paterfamilias de finales de la época victoriana, la identidad masculina de principios del xix era muy frágil, ya que se encon­ traba en pleno proceso de formación, siempre enfrentada a la condescendencia de la pequeña aristocracia y a la larga tradición del orgullo artesano. Un buen ejemplo de los sentimientos de este varón de clase media nos lo ofrece cierto comerciante de semillas, autodidacta en la mejor tradición de su clase. Después de haber experimentado en su carne las fluctuaciones del nego­ cio hasta el punto de haber tenido que esconderse de los acree­ dores una o dos veces, decía con amargura: «Un día tenía que ser hombre y al otro ratón.» La equiparación de identidad masculina y trabajo no era, por otra parte, absoluta. Es probable que los aspectos de la actividad económica que hoy nos parecen más importantes, y que sólo confiaríamos a las manos de un experto, estuvieran definidos de una manera muy vaga en aquel momento. El interés residía en la meta o función, no en una identidad determinada exclusivamen­ te por el trabajo. La gente cambiaba de actividad y se ganaba la vida de muchas formas distintas. El trabajo se producía en olea­ das, como, por ejemplo, en las cosechas, donde colaboraban to­ dos los que estaban en condiciones de hacerlo. Esta circunstan­ cia creaba espacios de tiempo libre para la vida social. La com­ pra y la venta se acompañaban de una gran cantidad de tazas de té y jarras de cerveza, en casa o en la posada, mientras se inter­ cambiaban noticias locales. Como muchas actividades se lleva­ ban a cabo en régimen de subcontrata, gran parte de la produc­ ción se realizaba fuera de la empresa, convirtiendo al comer­ ciante y al fabricante en simples coordinadores. Las personas de escaso patrimonio participaban de las relaciones mercantiles en la frontera, allí donde la producción artesana se mezclaba con el mercado.

Tanto los hombres como las mujeres debían repartir equili­ bradamente tiempo y energías en una amplia gama de obligacio­ nes. No obstante, la tendencia a hermanar la identidad masculi­ na con la profesión aparece en documentos oficiales como el censo. Desde su comienzo, en 1801, las familias quedan dividi­ das más o menos en agricultoras o «fabricantes mercantiles». En 1831, se abandona el concepto de familia como unidad y se divide a los varones adultos en grandes grupos profesionales. Pero el procedimiento no es regular, dada la dificultad en decidir si «mujeres, niños y criados» debían ser clasificados sin profe­ sión o con la del cabeza de familia. Para 1851, la profesión se concentra ya sólo en el hombre adulto y aparece perfectamente definida la división sexual del trabajo, que, a su vez, contribuye a igualar identidad masculina y ocupación. Los hombres de la clase media que alcanzaron la madurez a mediados del siglo xix vieron encauzadas sus vidas profesiona­ les más sistemáticamente que sus abuelos. Su identidad mascu­ lina dependía más de sus actos que de su ser religioso o familiar. Los hombres clasificados en el tercio alto de la clase media o en sus dos tercios más bajos rebasaban las categorías profesio­ nales establecidas; incluso entre los que gozaban de ingresos in­ dependientes había quienes tenían la renta de una pequeña gran­ ja y quienes disfrutaban de auténtico lujo. También resultaba de­ terminante para la distribución de los grupos el hecho de vivir en una gran ciudad como Birmingham, rodeada de suburbios, en una ciudad con mercado o en un pueblo. Dentro de Edgbaston, la mitad de los cabezas de familia y un tercio de las mujeres per­ tenecían a los estratos altos de la clase media, el tipo de concen­ tración más novedoso de mediados del siglo. Tomando Birmingham y las regiones del este como un con­ junto (y utilizando la ocupación de los cabezas de familia en 1851), los comerciantes forman el grupo más amplio, segui­ dos de los profesionales y de todo tipo de asalariados. En las áreas rurales, los granjeros son aproximadamente un 10 por 100, equilibrados en las zonas urbanas por los fabricantes (12 por 100) y ciertos grupos de posaderos. Los retirados y los ren­ tistas son uno de cada diez. Los cabezas de familia tienden a ser mayores en la clase me­

dia alta, y suelen tener también unos cinco años más que sus es­ posas, en contraste con la mayor igualdad entre los matrimonios en las escalas sociales más bajas. Esta circunstancia refleja una posición de autoridad y unos medios para conseguirla, tanto en la familia como en la empresa. Algunos de los grupos, por ejem­ plo, los abogados, presentan una edad más avanzada en el casa­ miento y también mayor número de solteros. La necesidad de formación y de acumular capital, así como la ambición por ascender socialmente se sentían como el cum­ plimiento de un ciclo vital más que como un puesto estático en la estructura social. Tanto el éxito industrial como el profesional muestran este modelo, aunque el primero se centra en la acumu­ lación de capital y la obtención de beneficios, y el segundo en la formación y el talento personales. Una distinción parecida se produce entre los hombres que utilizaban su mano de obra, grande o pequeña, es decir, los gran­ jeros y los fabricantes. Para otros, como abogados, médicos y tenderos, el interés principal era el trato con la clientela. Sus clientes se repartían por todo el espectro social y su posición in­ fluía directamente en el de estos profesionales.

P roporción

de los varones cabezas de familia dentro

DE LAS CLASES, POR PROFESIONES

(Muestra total) Porcentajes Comer­ ciantes

Manufactureros

Granjas Molinos

Clero

Leyes

62

52

70

48

42

44

71

94

98

38

48

30

52

58

56

29

6

2

100

100

100

100

100

100

100

100

100

Media baja Media alta Total

Media baja Media alta Total

Médicos Profesio­ Asalarianales dos

Posaderos

Independientes

Retirados menos de 55 años

Retirados más de 55 años

Total

56 44 100

38 62 100

70 30 100

66 34 100

N = 1143 Fuente: muestra del censo de 1851

La identidad profesional requería una formación específica, que inmediatamente se convirtió en uno de los intereses funda­ mentales para el futuro de los muchachos de la clase media. Las discusiones al respecto consideraban necesaria la preparación re­ ligiosa y científica, como parte de una vocación general de auto­ control y de control del mundo exterior. Los historiadores han prestado cierta atención a las nuevas formas de disciplina laboral impuestas entre las clases trabajadoras, pero no tanta al hecho de que estos hábitos debían ser aprendidos también por los empre­ sarios. Como recuerda Isaac Taylor en su manual para jóvenes Self Cultivation Recommended: «Los hombres no juegan como niños.» Si la regularidad era el alma del negocio, debía serlo tam­ bién para una escuela que tendía a crear hábitos metódicos y de aplicación al trabajo. Pero sobre todas las cosas, la formación buscaba acostumbrar a los jóvenes a «comportarse debidamen­ te», según la definición de la masculinidad: «El hombre, necesi­ te o no ganarse la vida, debe ser activo.» La educación consistía, pues, en «instruirse, autocontrolarse y actuar con energía». El período comprendido entre finales del siglo xvm y princi­ pios del xix debe entenderse como una transición del sistema de preparación informal de los niños en el seno de la familia, de la parentela y de la comunidad, al sistema de instituciones creadas concretamente para la educación y la formación profesional. Los chicos aprendían las letras con sus madres o con cualquier otra persona del género femenino, pero también a abrocharse los bo­ tones y a cuidar su higiene personal. Recibían la enseñanza en grupos muy reducidos de escuelas privadas o en grupos mixtos en la propia casa hasta la edad de siete años. De los siete a los ca­ torce asistían a alguna escuela, para pasar después a un aprendi­ zaje más o menos formal. Las instituciones educacionales para los chicos que nacieron en esa época aún no estaban fundamentadas en modelos meritocráticos. Entre profesores y alumnos existía una relación de pa­ tronazgo, parentela o amistad. No obstante, la transición, avan­ zado ya el siglo xvm, se aceleró por la inquietud que producía en los inconformistas el futuro de sus hijos en una sociedad domi­ nada por la iglesia oficial. Las academias inconformistas modi­ ficaron el currículum clásico de la enseñanza típica de la iglesia

de Inglaterra, pensada para crear clérigos, caballeros y aboga­ dos. Los inconformistas promocionaron los conocimientos prác­ ticos y científicos, influidos por las ideas roussonianas sobre la individualidad del niño. Estos reformadores de la enseñanza hacían hincapié en la ex­ periencia y en el estímulo de la mentalidad científica entre los jóvenes, subrayando la importancia de los conocimientos útiles. En las primeras décadas del nuevo siglo, las nuevas escuelas pu­ sieron en práctica este ideario. A medida que disminuía la figu­ ra del aprendiz, se levantaban escuelas especiales para la milicia, la marina, la ingeniería y el comercio, dirigidas a menudo como negocios familiares por hombres expertos en estos campos. La reforma de la educación para los jóvenes estaba en el aire desde hacías varios años. Para fundar una escuela pública había que someterla a inspección, ya que las investigaciones que reali­ zaron los Comisarios de Caridad en la década de 1830 revelaron el terrible estado en que se encontraban muchos locales en todo el país, sin excluir las escuelas Rey Eduardo de Birmingham del siglo xvi y la Escuela Real de Gramática de Colchester, esta últi­ ma un auténtico fiasco educativo. Estas instituciones padecían la competencia de un gran número de academias privadas y de otras escuelas que constituían empresas familiares. Sólo una exi­ gua minoría de familias ricas y cultas enviaba a sus hijos a las es­ cuelas públicas o a los internados. Muchas continuaban formán­ dolos en casa o los ponían bajo la tutela de un clérigo, en régi­ men externo o interno. Las tres mayores escuelas de Birmingham para chicos refle­ jaban las diferencias dentro de la clase media y los cambios que se estaban produciendo en la enseñanza. Las distintas clases de escuela —fideicomisos de caridad, asociaciones de familias o sociedades anónimas— ilustran los fenómenos que hemos exa­ minado en el capítulo anterior. La escuela de gramática Rey Eduardo fue fundada por un comité de caridad, y regentada por un grupo de fideicomisarios y administradores dominado por in­ tereses anglicanos y tories. Se había convertido en una especie de reserva para las familias de elite, con su currículum clásico ideado para formar comerciantes, grandes industriales y profe­ sionales de clase alta, aunque no faltó un pequeño grupo de in-

conformistas tanto entre los administradores como entre los alumnos. A principios del siglo xrx, algunos padres comenzaron a interesarse por un currículum más comercial, según el gusto del grupo «inglés», localizado sobre todo en las ocho pequeñas escuelas subsidiarias de los alrededores de la ciudad. En la déca­ da de 1830, el profesorado y los administradores, aun defen­ diendo los estudios clásicos como base de la educación, recono­ cían que «siendo ésta una ciudad manufacturera» y, teniendo en cuenta «la alta proporción de latín y griego» en sus enseñanzas, era deseable ampliar el sistema educativo. Las matemáticas, que hasta ese momento no se habían impartido, fueron aceptadas como parte fundamental de la educación. Hubo también una propuesta de trasladar la escuela a las afueras de la ciudad, por considerar que su céntrica localización en New Street arriesgaba moralmente la educación de los alumnos, pues la zona estaba plagada de prostitutas y existía el peligro de que los alumnos oyeran «constantemente la jerga de los cocheros» y asistieran a «escenas de vicio y depravación». Los mayores problemas de la Escuela de Gramática eran la pobreza de la educación y la ausencia de disciplina, por no ha­ blar del recurso demasiado frecuente a la palmeta. A finales de la primavera de 1833, se produjo una revuelta que fue aplacada por la policía. El nuevo régimen estableció sencillas reglas de or­ den como, por ejemplo, pasar lista, que fueron incapaces de me­ jorar el clima entre los profesores y alumnos. A estos últimos se les negó la instrucción en «matemáticas y ciencias». Hazelwood, la escuela privada inconformista, estaba regenta­ da por la familia Hill, mediante una sociedad del padre con los hijos. Los Hill eran radicales en materia política y religiosa. Su clientela procedía de las familias de comerciantes y fabricantes, la mayoría de ellas inconformistas, que deseaban para sus hijos una educación orientada hacia los asuntos privados y públicos. Según sus ideales de autonomía y autocontrol, la disciplina de la escuela se dejaba en-la medida de lo posible en manos de los propios alumnos, pues la capacidad de gobernarse a sí mismo y la representatividad constituían las claves del funcionamiento de las congregaciones y aportaban una buena experiencia práctica para abordar los «asuntos públicos».

Era imprescindible enseñar los hábitos de orden que luego requerirían los negocios. La organización de la escuela de día es­ taba rígidamente estructurada mediante una campana que anun­ ciaba cada uno de los cambios. La puntualidad era obligada; para ello, un monitor tocaba la campana o producía cualquier otra señal más de sesenta veces diarias. Tres veces al día se con­ vocaba la asamblea general para comprobar que todos se encon­ traban presentes; los chicos marchaban al ritmo de la campana, del tambor y de la banda. La señora Hill regía un negocio fami­ liar de 150 alumnos, y Catherine Hill, la hermana, se encargaba de comprobar la limpieza de los internos todas las mañanas. La Escuela de Propietarios de Edgbaston, creada en 1813, pertenecía a una sociedad anónima de comisionados, formada por hombres en su mayoría activos en el mundo de los negocios de Birmingham. Las familias patrocinadoras representaban la espina dorsal de la clase media de la ciudad: comerciantes, fa­ bricantes y cirujanos bien establecidos, que solían vivir a las afueras. Todos esperaban que los hijos siguieran sus pasos, por eso deseaban para ellos una educación que los instruyera en la vida cívica y comercial. El currículum clásico de la escuela, con­ venientemente modificado, y el tono de sus modales no movía a controversias, se limitaba a concentrarse en el desarrollo de una generación de «personas correctas y útiles», que serían los ciu­ dadanos de Birmingham en la segunda mitad del siglo xix. La generación adulta creía que la educación no acababa en la adolescencia, cuando el muchacho medio entraba en el negocio. Birmingham poseía varias academias y centros de formación para las especializaciones, incluso colegios médicos. Samuel Li­ nes y sus lujos establecieron una renombrada Academia de Di­ bujo que no se limitaba a enseñar técnicas tradicionales como la acuarela, sino que ofrecía, además, la enseñanza del diseño liga­ do a la fabricación de productos metálicos. Lines sabía que entre los ingenieros, los fundidores de plomo, los charoleros de laca japonesa y otros ciudadanos de Birmingham, cuyos empleos de­ pendían de los conocimientos del arte ornamental, tenían «un gran afán de instrucción». A estos jóvenes, les ofreció clases a las 5 de la mañana, antes de que comenzaran su jomada laboral. Las escuelas que hemos visto hasta aquí eran grandes y esta­

ban bien organizadas. Pero la mayor parte de la enseñanza en esa época era más informal y menos cara. Los padres enviaban a sus hijos a escuelas adaptadas a sus recursos y necesidades. Algunos los llevaban a escuelas regentadas por parientes, en régimen ex­ terno o interno, no sólo por la afinidad, sino también porque las tarifas resultaban menos costosas. La pequeña escuela dirigida por una familia se encontraba sometida a los vaivenes del co­ mercio local, así como a la incapacidad o muerte de su limitada plantilla. Los precios de las escuelas de chicos eran muy varia­ dos; en general, los propietarios y maestros se parecían a John Beckett, un maestro de Birmingham que cobraba menos de 20 libras en la década de 1780 según su testamento. Muchos jóvenes, entre ellos los hermanos Hill, esencialmen­ te autodidactas, se preocuparon de crear toda una plétora de clubs, institutos y otras organizaciones para aumentar su educa­ ción. Clubs de lectura, sociedades de debate, institutos mecáni­ cos, sociedades literarias y filosóficas, clubs populares, socieda­ des artísticas, ateneos y hermandades aparecían y desaparecían continuamente. Los había para todos los gustos y para todos los estratos, algunos estaban abiertos incluso para los artesanos de alto rango. Su estructura mixta era igual, cualquiera que fuera su rango. Clases, conferencias, exposiciones, libros y periódicos es­ taban a disposición de los miembros a cambio de una cuota de admisión y una suscripción anual; el coste determinaba el nivel social de la clientela. Al menos ofrecían un salón caliente donde encontrar a los amigos en una atmósfera informal. Al principio no eran más que la parte trasera de un establecimiento público, pero, poco a poco, se albergaron en auténticos edificios cons­ truidos a propósito. Una de las funciones más importantes de la institución consistía en proporcionar experiencia para gestionar una oficina, hablar en público, llevar las cuentas y levantar actas; cosas todas muy útiles en el mundo de los negocios. Muchas de estas organizaciones estaban vinculadas a varias sectas religiosas de la-zona. A mediados de siglo, un tercio de las 183 parroquias de Essex gozaba de alguna provisión para educación de adultos entre los anglicanos. Por su parte, los inconformistas tenían tamhién clases, bibliotecas, asociaciones de debates y conferencias públicas, conectadas con sus capillas.

Pero, quizá nada influyó tanto en la educación de la época como la escuela dominical, donde el estudio y la enseñanza se com­ plementaban con la lectura individual y la discusión entre ami­ gos. Contribuía a crear un sentimiento de pertenencia a un gru­ po afín, consolidaba las relaciones de amistad y confería sentido a lo que para muchos era una concepción nueva y radical del mundo. Los estudios encauzados al desarrollo personal incluían téc­ nicas básicas de lectura, escritura y cuentas, así como aspectos técnicos de especial importancia en una ciudad como Birming­ ham. Los aprendices y dependientes de comercio solían llevar la voz cantante de los grupos de discusión, incluso de aquéllos de­ dicados a fines filantrópicos o religiosos, como la Hermandad y la Sociedad de Hombres Jóvenes de Birmingham. La posibili­ dad de educarse para cualquiera de estos jóvenes era muy gran­ de en la segunda y tercera décadas del siglo xix, y, con ello, la de abrirse nuevos caminos. Las organizaciones, formales o infor­ males, creadas con vistas al desarrollo personal respondían a un esfuerzo comunal. Lejos de la imagen del estudiante solo ante su bujía, el futuro hombre público se encontraba a menudo enfras­ cado en discusiones sobre todo tipo de temas, de la Revolución Francesa y la geología local a la existencia de la Trinidad, con un grupo de jóvenes, ante unas pintas de cerveza en la taberna «La rosa y la corona» o en el salón trasero de la casa de su maestro. El desarrollo comercial se vio impulsado por el rápido creci­ miento demográfico y por los cambios en el estilo de vida. Cuanto más crecía la ciudad, más variado era el comercio. El transporte local y regional se desarrollaba igualmente gracias, primero, a las carreteras y los canales, y, después, al ferrocarril, y aumentaba la especialización. Poco a poco se separó la manu­ factura casera del comercio al por menor. Pero este último se combinaba aún con el trabajo en la granja, especialmente entre los carniceros, que mataban sus propias reses. Las familias de granjeros podían tener un hermano a cargo de la tienda y otro a caigo de la granja. El comercio al por menor presentaba distin­ tas necesidades de capital y mantenimiento. El de productos frescos era más fácil y barato, mientras que el de productos esta­ cionarios, pañerías, librerías y ferreterías, requería mayor finan­

ciación y una rotación más lenta. La venta al por menor de cier­ tos productos aumentó durante el siglo xvm; por ejemplo, pañe­ rías y mercerías comenzaron a distribuirse por todo el país, gra­ cias a la producción mecánica de los textiles y a la mayor efica­ cia del transporte. Otros, como los fogones, permanecieron en manos de distribuidores locales, continuando la costumbre de cobrar en productos y servicios, aunque también lo hacían en di­ nero. En este eslabón último del comercio menos formal y me­ nos costoso desempeñaron las mujeres un papel independiente. Aunque, con la excepción de la confección de vestidos y la som­ brerería, el comercio grande y próspero quedó en manos mascu­ linas. Los cambios más importantes en el pequeño comercio de la época consistieron en su localización y métodos. Antes de trans­ formar los edificios en tiendas donde exponer y vender la mer­ cancía, las principales formas de venta habían sido las ferias y mercados itinerantes. La fabricación masiva de los «géneros de fantasía» —entre los más importantes, los «juguetes» de Bir­ mingham— aumentó las posibilidades de los viajantes y buho­ neros, pero, a la larga, se convirtieron en productos de tienda es­ pecializada y precio fijo. Las ferias se convirtieron también poco a poco en centros de comercio al por mayor, como la gran feria de corderos de Ipswich (donde se llegaron a vender más de 100.000 animales en irnos cuantos días) o en actos sociales. Los mercados no fueron completamente sustituidos por las tiendas, pero cambiaron sus productos. El mercado semanal de fogones continuaba limitado a la zona a mediados de siglo. La li­ quidación de enseres caseros por muerte o bancarrota del dueño representaba otra importante fuente de adquisición de muebles, libros, cuadros, plata, ropa de casa y porcelanas. Los que desea­ ban artículos más adaptados a la moda que los ofrecidos en fe­ rias y mercados locales, hacían sus compras en Londres, gracias al ferrocarril. Incluso en la época de las diligencias, los granje­ ros y los médicos de Essex realizaban escapadas ocasionales a la capital no sólo con fines turísticos, sino también para adquirir instrumentos quirúrgicos, abrigos o cucharillas de plata. Las tiendas exhibían sus productos a la moda londinense y aprove­ chaban los días de inspección para renovar sus depósitos.

Los locales del pequeño comercio solían ser alquilados y, casi invariablemente, parte del edificio donde la familia tenía su domicilio. En el centro de las grandes ciudades, la separación del domicilio y la tienda no fue un fenómeno común hasta la se­ gunda mitad del siglo. El comercio era la actividad más flexible de las realizadas por la clase media, como demuestra su facilidad de adaptación a las circunstancias familiares. El régimen de al­ quiler de los locales permitía invertir en equipos y existencias. La práctica comercial se aprendía en casa, con los padres y los parientes, aunque para las ramas más complicadas de estas acti­ vidades existía un aprendizaje formal. A la educación básica se añadían unos cuantos conceptos comerciales, además de la ex­ periencia que suponía adoptar ciertas responsabilidades para ir aprendiendo «las costumbres del negocio», por ejemplo, llevar libros diarios o tratar con clientes y proveedores. La familia continuó siendo la mano de obra fundamental para el pequeño comercio. Si se trataba de vender comida, ésta se preparaba en la cocina familiar, cuando no se plantaba y se recogía en la propia huerta. Por el contrario, el comercio al por mayor dependía de empleados y aprendices, aunque sus jovencísimos trabajadores solían mantener con sus patrones y patronas una relación muy parecida al servicio personal. Las fami­ lias tendían a emplear a correligionarios para no pertubar su ar­ monía. En ese ambiente, el empleado solía ser barato y dócil, pues recibía un trato amable de su patrón o patrona. El hecho de vivir con ellos dejaba pocas opciones de comportamiento al jo­ ven y, por otra parte, tampoco se descartaba el uso de la fuerza para imponer la disciplina. El trabajo barato reducía costes y permitía utilizar el capital para los malos momentos o la ex­ pansión. El pequeño comercio aportó nuevas formas de prosperar, es­ pecialmente en las zonas rurales. Muchos comerciantes urbanos procedían de los estratos más altos de los antiguos sirvientes do­ mésticos, y ambos grupos mantenían lazos muy estrechos con los pequeños granjeros. El servicio personal que demanda este tipo de comercio no estaba bien considerado, más bien se tenía por un abuso del comerciante. La literatura local expresa estas inquietudes. Cierto ministro unitario de Birmingham se vio obli­

gado a recordar a su congregación que el pequeño comercio no era intrínsecamente innoble. Conservar la dignidad y la confianza de los correligionarios era la mejor forma de conquistar una reputación local para abrir un comercio, que se nutría automáticamente de una clientela for­ mada por los grupos religiosos y políticos afines, tanto en la ciu­ dad como en el campo. No obstante, el comercio especializado podía constituir un arma de doble filo. Fue el caso de un próspe­ ro cervecero cuáquero que era, además, secretario de la Liga de Colchester contra la Ley del Grano21y conocido por sus ideas ra­ dicales, que animaba a su socio a no dejarse amilanar, aunque su forma de vida estaba basada en una discreción que a veces se in­ terpretaba como servilismo. En la región oriental, tanto el predominio anterior del co­ mercio de la lana como la presencia de los comerciantes retira­ dos de Londres, produjeron una elite local acostumbrada al po­ der del comercio. En Birmingham, la concentración de inconformistas en el comercio les proporcionó prestigio y acceso a los círculos sociales de la ciudad. Sin embargo, no siempre resulta­ ba fácil, sobre todo para la primera generación, ganar la acepta­ ción social dedicándose al pequeño comercio. Y no todos los tenderos aspiraban a hacerlo. Especialmente las personas con fuertes creencias religiosas gustaban del comercio como forma respetable de vida. La gradual separación del lugar donde se pro­ ducían los bienes del lugar donde se ponían a la venta contribu­ yó a dividir la cultura artesana del siglo xvm. A medida que la producción masiva llevaba a Birmingham una avalancha de agentes comerciales pertrechados de una variada gama de pe­ queños productos metálicos abría sucursales de grandes indus­ trias, como la de aperos de labranza en Ipswich, y se cerraban las fraguas de los establecimientos ferreteros que antes poblaban la calle Mayor de las ciudades con mercado. Los pequeños comer­ ciantes se dieron cuenta de que debían aprender nuevos métodos de presentación y ventaje estos bienes mejor acabados, aunque algunos sectores, como, por ejemplo, los comestibles necesita­ 21 Las Leyes del Grano regulaban el comercio interior y exterior del trigo inglés. La última fue rechazada en 1846 (N de la T.)

ban aún la preparación final del comprador. Tanto los miembros de la familia como los empleados que vivían en su seno eran im­ prescindibles para las tiendas pequeñas, de ahí que este comer­ cio siguiera siendo el típico negocio familiar en el tercer cuarto del siglo xix. En las provincias, la práctica «bancaria», en principio limita­ da a sencillas transacciones dineradas, evolucionó lentamente hasta las operaciones mercantiles, sobre todo para el comercio del té, de los comestibles, de la lana, e, incluso, entre los pasto­ res que llevaban el ganado hasta Londres. Los empresarios po­ dían ser socios de un banco, además de gestionar sus propios ne­ gocios. En la década de 1830, muchos abogados, comerciantes, fabricantes, clérigos y médicos ejercían aún funciones de ban­ quero, aunque sólo fuera para recibir depósitos o invertir los ahorros de los trabajadores que desconfiaban del nuevo invento: los bancos. No obstante, durante este período floreció la banca en todo el país; ciudades como Birmingham se convirtieron en las mayores fuentes de capital fuera de la financiación familiar. Los bancos dentro de un radio de 90 kilómetros a partir de Londres podían tener más de seis socios, y para realizar sus operaciones les bas­ taba con disponer de sumas muy modestas. Estas circunstancias hicieron más necesaria que nunca una conducta intachable en materia de finanzas y un conocimiento íntimo de los asuntos lo­ cales. Muchos empresarios se dedicaron a la banca para finan­ ciar sus propios negocios, y no cabe duda de que se hicieron grandes fortunas, pese a los riesgos de la responsabilidad ilimi­ tada. Los locales se encontraban con cierta frecuencia en el piso bajo del domicilio familiar del banquero. Cuando un banco provincial prosperaba solía establecer su­ cursales y agencias en otras zonas de la región, gestionadas por los familiares. A lo largo de las repetidas bancarrotas, los gran­ des absorbían a los pequeños, lo que creó una gran zozobra en­ tre ciertos banqueros, temerosos de que determinadas «personas de mala fe» extendieran rumores sobre su crédito para precipitar la «ruina» de los recursos bancarios. La imperiosa necesidad de confianza que tenían tanto la institución como el director (una ocupación nueva) se refleja en la abundancia de cuáqueros entre

el personal bancario de las áreas locales. Riqueza y poder confe­ rían al banquero una elevada posición social que, a menudo, le proporcionaba también la relación con la clase alta local. Aunque la recompensa era alta, el oficio resultaba proble­ mático. El banquero estaba obligado a conocer íntimamente a cada uno de sus clientes, pero no podía demostrar en público sus preferencias hacia tal o cual grupo. Dada la estrecha relación de los ciudadanos en la iglesia y de las familias en la vida social re­ sultaba muy difícil rechazar una operación o expresar dudas so­ bre la situación financiera de los clientes y conciudadanos. De ahí que la mayor parte de las bancarrotas se debiera a la finan­ ciación de ciertas empresas por razones de amistad personal. El problema era particularmente grave en los bancos regionales, que se encontraban muy vinculados al destino de la industria principal. No pocos banqueros de Essex y Suffolk concedieron préstamos a la agricultura durante la prosperidad debida a la guerra, para después verse atrapados por la depresión del campo durante la década de 1820. También la dependencia de Londres, mayor que la de cual­ quier otra empresa local, constituía un problema para estos ban­ cos regionales. Una sólida confianza de sus paisanos y unos la­ zos directos, preferiblemente personales, con los grandes bancos londinenses eran las únicas garantías de crédito y liquidez para un banco local en los momentos críticos. Un fatídico domin­ go, 18 de diciembre de 1826, habría podido colapsarse todo el sistema bancario, de no haber sido por la familia Moilliet, que viajó de Ginebra a Londres para que el joven James Moilliet reu­ niera todo el oro necesario gracias a sus contactos en la City. Cuando volvieron a Birmingham, el tesoro, del que la propia Amelia Moilliet llevaba parte en su bolsa personal de viaje, sal­ vó la situación. La familia del banquero dependía íntimamente de la fortuna de la banca. Su vida era objeto de particular inspección por par­ te de la comunidad local,~y sus miembros femeninos intervenían en los asuntos de la ciudad. Por otra parte, las mujeres de los banqueros debían mantener el orden y la limpieza del local, pro­ porcionar información y ayudar entre bastidores. Aunque los banqueros a tiempo completo eran pocos, el poder de que dis­

frutaban era muy grande, entre otras razones porque este oficio se convirtió en una práctica habitual entre las clases altas. Pero ello no impidió que el banquero de clase media continuara fiel a los valores familiares de su grupo religioso, y, sobre todo, a una particular concepción del mundo que unía el orden a la contabi­ lidad. Estos hombres defendían con ardor la necesidad de medir y cuantificar el mundo social, ya que, después de todo, una de las principales funciones de la banca consistía en convertir la «riqueza personal» en dinero. Desde el siglo xvm, la industria manufacturera se consideró la fuerza motriz de Inglaterra; el motor del progreso Victoriano. Aunque a mitad de la centuria, sólo una quinta parte de la clase media de Birmingham se dedicaba a esta actividad, la ciudad pasó a ser conocida por su carácter «industrial». A los aislados cerveceros, molineros y arrendatarios del campo vinieron a unir­ se varias fundiciones e industrias de fertilizantes. La posibilidad de emprender más de un negocio era menor en la industria que, por ejemplo, en el comercio. Aun así, se en­ cuentran casos de granjeros y taberneros que poseían hornos de ladrillos, y un pequeño grupo de ellos fabricaba tejas y tuberías a escala industrial. No obstante, en Birmingham, muchos indus­ triales se limitaron a las distintas ramas tradicionales de la pro­ ducción metalúrgica de la ciudad. El desarrollo del comercio del metal y la invención de nuevos procesos de estampación y fun­ dición abarataron los productos, mejorando además su acabado. Desde el siglo xvm, los fabricantes de Birmingham habían inves­ tigado nuevas técnicas de mercado. «Allí donde se vislumbraba un beneficio», escribía William Hutton, el primer historiador de la ciudad, y él mismo industrial y comerciante, «la vista del ciu­ dadano de Birmingham lo captaba». La ciudad se hizo famosa por su ausencia de restricciones y su carácter innovador. A lo largo de este período, la venta tendía a separarse de la fabricación. Los recientes historiadores de Birmingham han coincidido en que los pequeños talleres constituían la mayor or­ ganización del comercio del metal. Así ocurría aún en la década de 1840, aunque la introducción del vapor imponía cada vez ma­ yores empresas y desembolsos de capital. Los pequeños maes­ tros, que predominaban en el acabado metálico, no pudieron se­

guir compitiendo y cayeron en la dependencia financiera de ex­ traños o se subcontrataron. Al contrario que en el caso de las operaciones comerciales, la tendencia en la fabricación era a la interdependencia y a la formación de cadenas de crédito a largo plazo. La dimensión de la empresa no estaba necesariamente rela­ cionada con la utilización de maquinaria complicada, ni siquiera con la de la fuerza de vapor. Las herramientas manuales aún se utilizaban profusamente en la fabricación a gran escala, y la pe­ ricia del empleado, la experiencia de «su cabeza, su mano y su vista» aún eran imprescindibles. Las mejoras en diseño y tecno­ logía cumplían también un papel en la expansión fabril. El gran logro de la industria pionera de Birmingham (los trabajos de Boulton y Watt en el Soho) había mezclado «la mecánica y la química» con «el gusto y la elegancia»; en otras palabras: tecno­ logía y diseño. Los hijos de estos fabricantes, crecidos en semejante atmós­ fera, disfrutaban de grandes oportunidades de hacer carrera. Ja­ mes Watt, cuyo padre fue profesor de matemáticas y carpintero de navio, desarrolló su talento en el taller familiar. Aunque la formación básica continuaba realizándose en régimen de apren­ dizaje, la novedad de los procesos no permitía imponer condi­ ciones estrictas de ingreso por parte de los gremios. Lo más co­ mún era el aprendizaje dentro de la familia o con otros parientes. Ni los hijos de Boulton ni los de Watt fueron aprendices, pero re­ cibieron una educación dirigida a los negocios que, en el caso del joven James Watt, supuso también una temporada en los ta­ lleres de acero de Wilkinson, donde aprendió dibujo y carpinte­ ría. Entre ambas familias existían relaciones establecidas por matrimonio, y el trato que el joven Watt recibía en la casa era semifamiliar. El paso siguiente para el esperanzado y joven fabricante era la asociación. En realidad, todos los fabricantes de clase media dependían de su capacidad para asociarse, ya que las necesida­ des financieras eran muchas y los conocimientos necesarios muy variados. Por lo general, se necesitaba más de un socio para cubrir estas exigencias. Boulton se asoció con Watt para produ­ cir máquinas de vapor, a las que este último contribuía con sus

conocimientos mecánicos, a la vez que formaba sociedad con Fothergill para la fabricación de «juguetes» (pequeños objetos metálicos». Cuando no se encontraba un socio entre los familia­ res o los amigos, se contrataba a un gestor, que, ocasionalmente, podía ser un exindustrial, aunque, por lo general, se trataba de un hombre más joven en situación de formarse su propio porvenir y de llegar a ser socio de la empresa con el tiempo. Como en el caso de los socios, la familia y la parentela cons­ tituían la fuente principal de financiación, tanto en capital como en facilidades crediticias. El matrimonio de Archibald Kenrick en 1793 le aportó 500 libras, más otras 500 al año siguiente, cuando su mujer cumplió los 21, que le permitieron establecer un nuevo negocio tras la crisis del comercio de hebillas en Bir­ mingham. Igualmente decisivos fueron los préstamos de otros miembros de la familia. El primogénito de Archibald, llamado como su padre, recibió en 1825, 2.000 libras en concepto de fi­ deicomiso, por su matrimonio con Anne Paget. El suegro aportó nuevos préstamos en momentos de crisis financieras agudas. Los Kenrick fabricaban a gran escala, pero la mayor parte de los procesos se realizaba en tomo al hogar, con la participación de la esposa y los hijos. Las mujeres ayudaban con trabajos sen­ cillos como la fabricación de plumas de acero. En los momentos de mayor trabajo, podían etiquetar los productos, escribir cartas o llevar los libros. Las empresas manufactureras, cualquiera que fuera Su tama­ ño, tenían problemas específicos de gestión y control de los em­ pleados, cuyo número aumentaba constantemente. Una impor­ tante minoría de estas unidades podía alcanzar las dimensiones de la manufactura de acero de los Ransome de Ipswich, que su­ ministraban piezas al ferrocarril con una mano de obra de más de 1.000 hombres a mediados de siglo. En los distritos rurales aislados, la primera generación de trabajadores estaba bajo un régimen paternal, estricto pero benévolo. Las pensiones para los empleados más veteranos y los regalos, como la pierna de cerdo de Navidad, se mezclaban con ocasionales bastonazos del patrón y multas exorbitantes por salirse de la fila. Allí donde la mano de obra era fundamentalmente femenina, las mujeres de la familia del patrón supervisaban a las empleadas, como hicieron las cua­

tro hijas de George Courtauld en su fábrica de seda. Este con­ tacto directo desagradaba a la sociedad. Incluso los hombres de la clase media hacían todo lo posible por mantenerse alejados del trabajo manual y del contacto con los obreros. Mientras los talleres de Birmingham fueron más pequeños, un maestro del metal podía pasar el día junto a sus trabajadores y «no era infre­ cuente que se pusiera el delantal, examinara el trabajo, lo envol­ viera, preparara las facturas y enviara las piezas acabadas...»; pero «este primitivo estado de cosas» no iba a durar. El traslado gradual de los fabricantes a las áreas suburbanas parece haber sido tanto la causa como el efecto de la separación del hogar y el taller. Algunos se acogieron a una fórmula inter­ media antes de romper completamente la antigua costumbre. Ja­ mes Watt, por ejemplo, continuó trabajando en casa y recibien­ do allí a sus ayudantes, que llegaban desde la fábrica situada a escasa distancia. El desarrollo de un suburbio como Edgbaston parece haber completado la separación para muchos, especial­ mente para los mejor situados. Sólo en las áreas rurales aparta­ das pudo un próspero manufacturero proyectar la ampliación de su taller de maquinaria agrícola, incluyendo su nueva casa den­ tro del complejo industrial. No cabe duda de que apartarse del ruido y las incomodidades de la producción, así como del trato con los trabajadores socialmente inferiores estimulaba estos traslados. Los manufactureros querían alejarse de la peligrosa proximidad de los pobres, especialmente durante los momentos de tensión política durante la década de 1840. En materia de clases, Birmingham era una sociedad relativa­ mente integrada, gracias a la importante presencia de los incon­ formistas, de modo que los manufactureros se encontraban a gusto dentro del sistema local. La educación comenzó a repre­ sentar una gran ayuda para los jóvenes que deseaban hacer ca­ rrera en la industria, sobre todo a partir de la segunda genera­ ción. No obstante, algunos de los fabricantes estaban más intere­ sados en desafiar los valores tradicionales de la clase alta, bien desde el terreno religioso, como en el caso de los cuáqueros, bien desde el de la crítica social. James Watt escribía estas senti­ das palabras sobre la diferencia entre la riqueza que proporciona la tierra y la que procede de la inventiva y de la producción:

El terrateniente no ha hecho nunca por sí mismo nada pa­ recido a mi condensador, antes bien, se limitó a heredar pasi­ vamente su propiedad, mientras yo trabajaba para crear mi in­ vento, y sólo Dios sabe con cuánto esfuerzo del cuerpo y de la mente.

No todos los fabricantes inventaban condensadores, pero Watt expresa aquí la diferencia esencial que separa a la clase media de la aristocracia dieciochesca. En las tierras de cultivo del sur y del este, la agricultura de mediados del xvm se basaba exclusivamente en el sistema inglés de