Filosofia Del Vivir

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Frangois Jullien

Filosofía del vivir T rad u cció n de Elisenda Julibert

Octaedro

C o le c ció n C o n viv en cias 13. F ilo s o fía d e l v iv ir T í t u l o o r ig i n a l: P h ilo s o p h ie d u v iv re , G a l li m a r d , 2011 T r a d u c c i ó n d e E l i s e n d a J u l i b e r t G o n z á le z

C et o u v r a g e a b é n é f i c i é du s o u t i e n d es P r o g r a m m e s d'aide á la p u b l i c a t i o n de r i n s t i u i t f r a n g a i s / M i n i s t é r e fr a n g a i s d es A ffa ires ét r a n g é r e s et e u r o p é e n e s . E sta o b ra s e b e n e f i c i ó d e los P r o g r a m a s de a y u d a p a ra la p u b l i c a c i ó n del I n s t it u í f r a n g a i s / M i n i s t e r i o f r a n c é s de A su n tos E xter io res y E u ro p e o s .

P rim era ed ició n : n o v ie m b re de 2012

© É d i t i o n s G a l l i m a r d 2011 © D e esta ed ició n : E d i c i o n e s O C T A E D R O , S.L. B a i l é n , 5, p r a l . — 0 8 0 1 0 B a r c e l o n a Tel.: 9 3 2 4 6 4 0 0 2 — F a x : 9 3 231 18 6 8 w w w .o ctaed ro .co m — o cta ed ro @ o cta ed ro .co m

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D i s e ñ o d e la c u b i e r t a : T o m á s C a p d e v i l a I l u s t r a c i ó n c u b i e r t a : « C a m i n s » d e Q u i m Lluís R e a l i z a c i ó n y p r o d u c c i ó n : E d i to r i a l O c t a e d r o

Im p resió n: N o v agrafik I m p r e s o e n E s p a ñ a - P r in t e d irt S p a in

A Guilhem, H éléne y Laure, os d ed ico este tem a: vivir.

) SUMARIO

Dicho abruptam ente...

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I Presentes, están ausentes

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II La evidencia y la retirada

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III El entre de la vida

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IV Adentrarse en una filosofía de la vida V La transparencia de la m añana

Sobre el autor

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Dicho abruptamente, ¿acaso vivir no escapa a l pensam iento? «A veces pienso y a veces vivo», escribió Valéry a m od o de ad ag io (am ­ bas cosas estarían divididas hasta el extremo de excluirse m utua­ mente). Pues ¿acaso puede el pensam iento captar la vida? Para empezar, cuando algo nos conmueve y nos desgarra bruscamente, la vida apenas se encuentra en peligro y acalla todo lo dem ás. Nos gustaría expresarlo de alguna fo rm a que no resultara d em asiad o forzada, pero a l h ablar de algo qu e nos estrem ece y h ace surgir un trasfondo olvidado ¿no estam os siempre a punto d e com eter un ex­ ceso de charlatanería, puesto qu e se arranca a la vida d e su silen­ cio y se suspende esa evidencia qu e es vivir? L a dificultad no radica tanto en nom brar el m ás allá com o el m ás acá. Al verbo «vivir» no le importa mezclarse ni confundirse con la m asa d e todos los dem ás verbos, pero solo para retirarse de pronto y ponerse aparte, reuniendo de golpe en su seno todo lo im portante y devolviendo a todos los dem ás verbos a su insignificancia, convertidos en poco m ás que sombras. El verbo vivir, que norm alm ente se oculta y des­ aparece entre los otros, emerge d e nuevo, concentra toda la aten­ ción sobre él mism o y consigue que todos los dem ás se desvanez­ can. ¿Qué es lo que se hunde de pronto e instaura un íntimo pánico en cuanto deja de estar asegurado el sobreentendido discreto que sostenía todo lo demás? Hasta el punto de que, cuando ello ocurre, todo lo dem ás parece apenas una fa ch a d a ... Y es que el verbo vivir no es solo el que subyace a todos los dem ás (mucho m ás que el verbo «ser»); es sobre todo ese verbo

extraño que, a p esa r d e tener un único sentido (un sentido sim ­ ple, obvio, prim ero, inequívoco, del que no es posible dudar), se distien de asom brosam en te y nos pone en tensión, dividiéndonos, p or y en su p o la rid a d . Nos divide entre, por una parte, un sen ­ tido d e constatación, fáctico, elem ental: estar vivo, es decir, no estar m uerto; y, p or otra parte, el mismo sentido, pero intensivo, cualitativo e incluso p ortad or de todos los valores (valere: «estar sano») y, en consecuencia, determ inado por la infinitud: «¡Vivir a l fin!». ¿Acaso es posible desear algo distinto? ¿Qué m ás p o d r ía ­ m os im agin ar ca p a z d e colm ar nuestra espectativa? Y a l m ism o tiem po ese algo ya nos h a sido dado. ¿Qué otra cosa p od ríam os celebrar qu e la «región don de vivir», en las p alabras de Platón y tam bién d e M allarm é? A hora bien, lo qu e nos interesa a q u í no es tanto qu e vivir a b a rq u e estos d os extremos, lo biológico y lo ético, con firién do­ nos a s í nuestra dim ensión hum ana, sino la contradicción a la qu e esta p o la r id a d nos conduce: por una parte vivir es algo res­ pecto a lo cu al no tenem os perspectiva, con lo qu e siem pre nos en con tram os com prom etidos de antem ano, fu era de lo cu al no p od em os im agin arn os (ni siquiera cuando querem os morir); pero p o r otra p arte es algo de lo que siempre estam os distantes, d e lo qu e siem pre carecem os, que se retira (que no alcan zam os jam ás). Es el verbo m ás elem ental y al mismo tiem po nom bra lo absoluto; un verbo «básico» qu e sim ultáneam ente nos sum e en la m ás absolu ta nostalgia. D enom ina la condición de todas las con dicion es a l tiem po qu e señala el horizonte d e todas las asp i­ raciones. Pues ¿ acaso soñ am os ja m á s en otra cosa que en vivir? Una p a la b ra sin infra ni más allá posibles. De m odo qu e vivir n om bra a l m ism o tiem po lo m ás inm ediato y algo que nunca se ve satisfecho: estam os vivos, a q u í y ahora, pero no sabem os cóm o acced er a la vida. ¿Qué es lo que h ace que se nos conceda la vida d e an tem an o, m u cho antes d e que em pecem os apen as a dudar, y a la vez nos resulte un don imposible? Tal vez vivirse nos escap a porqu e la vida p asa y porque m ori­ mos. Pero m e pregunto: ¿no es el lamento por el carácter efím ero d e la vida d e m a s ia d o fácil? ¿No se nos escapará la vida porqu e no es posible «d eten er» el tiem po que «vuela», de acu erdo con

lo qu e tanto se ha d eclam ad o en la m ala p o e s ía ? Que nuestras fuerzas flaqueen, que la vida se agote qu e a p en a s a l n acer la muerte em piece a trabajar en nosotros, e incluso an tes d e h a b er nacido, ¿no es en realidad m ás inquietante? ¿La vida sería tan insoportable si no cam biáram os a cad a instante? Pero si p e rm a ­ neciéramos siem pre idénticos, con den ados a lo m ism o, a l «ser», com o quisiéramos, fija d o (petrificado) en su id en tid a d y sustraí­ do de la muerte, entonces ¿acaso vivir sería vivible, o a l m enos tolerable? Sin embargo, la vida no solo se agota, tam bién se estanca. Se estanca entre las paredes de una habitación, en los gestos e in­ cluso en las am istades, absorbid a m enos p or el h á b ito qu e p o r la norm alidad. Y entonces ya no nos d am os cuenta d e qu e vivimos, qu edam os separados de nuestra vida, porque no es p osible d iso ­ ciar la vida d e este estancam iento discreto en aq u ello qu e se a c u ­ mula en torno suyo corno arenas m ovedizas, im preciso, invisible, don de se em botan y se retraen insensiblem ente nuestras activi­ dades; y de lo que ya no es posible liberarse p ara p o d e r em p ezar de nuevo: para poder dirigirse h acia, y despertar a, la vida (lo que solemos llam ar el «impulso» o la «atención»). En realidad, no es posible separar el com ponente ético y el orgán ico d e algo que no es tanto un efecto d e la perm an en cia com o d e la «dura­ ción» (es decir, ese lento trabajo de esclerosis)’ d e clausura qu e se abren cam ino silenciosam ente p or d ebajo d e la duración, puesto que la vida es de hecho un don, p ero es asim ism o in alcan zable): entonces la cap acid ad d e desarrollo se inhibe in ad v ertid am en ­ te, y el espacio de lo posible se encoge. Para despertarla se han inventado las fiestas, el arte, el teatro, los excesos. L a m oral solo aparece después. Y ¿qué pu ede ap ortar la filosofía? Como vivir es lo m ás elem ental, lo que com partim os con la am eba, pero también el lugar d on de colm am os nuestras asp i­ raciones; y com o estos dos extrem os nos desgarran, siem pre ha existido la tentación de duplicar la vida. Eso es lo qu e trad icio­ nalm ente se h a inclinado a h acer la filosofía: dividir entre, p or una parte, una vida absurdam ente repetitiva, m eram en te m etabólica y en consecuencia con siderada aparen te; y, p or otra parte, una vida eterna, qu e escap a al tiempo, qu e se desarrolla

en el m ás allá, a n c la d a en el Ser, cautiva de la verticalidad, esa vida qu e huye d e la otra y suele llam arse «vida verdadera». Pero cu an d o no rem itim os la plenitud de vivir a cualquier «más allá» o «más adelante», ni la proyectam os a una «región» separadaesperada, es decir, cu an d o no aceptam os que es otra vida la qu e sostiene o colm a esta, la única, tras haberla devalu ado (eso defin e a nuestra m odern idad), entonces es preciso concebir h e­ rram ientas no m etafísicas qu e nos perm itan captar el carácter absoluto de c a d a instante d e vida que se nos ofrece; unas h erra­ m ientas que, despu és d e todo, ni Nietzsche ni ningún otro d e los autores qu e quisieron devolver la vida a la tierra consiguieron forjar. Por eso hoy seguim os desprovistos d e estas herram ientas (y p o r eso hem os relegado el pensam iento serio sobre la vida a la novela —a B alzac o S ten dhal — o a la poesía). Com o sabem os, vivir solo es posible en presente: a q u í y ahora. Pero ya no tenem os la ingenuidad de creer que p od am os a p ro ­ piarn os in m ediatam en te d el a q u í y del ahora. No obstante, tam ­ bién d ebem os d escon fiar d e la tentación contraria: em barcarnos en una m ed iación infinita, la d el discurso racional (el logos d e la filosofía) qu e nos desvía irrem ediablem ente del aq u í y del a h o ­ ra. De a h í que, en este libro, plantee una cuestión, m ás que de m oral, d e estrategia. A unque nos encontremos inmersos d e a n ­ tem an o en la «vida», no p od em os acceder a ella, por eso se nos escap a y sentim os una nostalgia infinita. Es necesario entonces introducir fren te a la vida la separación y la distancia, p ara p o ­ d er descubrirla y abord arla, y a l mism o tiempo evitar dividirla y duplicarla cóm od am en te. En este libro exam inaré, a través de distintas perspectivas, cóm o encontrar algu n a salid a a este atolladero: ¿cómo salir de una in m ediatez co n d en a d a a lo ilusorio y que se convierte en es­ téril, sin renunciar no obstante a ella? ¿Es posible evitar que la inm ediatez d e la vida nos engulla sin aban d on ar la inmediatez? Pero ¿cóm o dejarla aparecer, o m ás bien tras -parentar, en el en­ tre d e su transición? En prim er lugar, p ara que el vivir p u ed a emerger, ap ren d a m os a no diluir la presencia en un tiem po in­ m óvil en el qu e no vivim os ja m ás.

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I Presentes, están ausentes

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i Todos hemos asistido alguna vez a una escena típica, fatal, que se repite imperturbablemente. Pero tal vez no baste con sonreír ante ella. Los turistas descienden del autocar y de un vistazo ya advierten qué fotografiar, lo meten en la cámara y listo. Luego claman, respiran, charlan entre ellos: «¡Qué bonito!». «Bonito» funciona aquí como la etiqueta de un paquete, es un modo de liberarse. Ya solo tienen que volver a lo suyo: están aliviados. En suma, han hecho todo lo necesario para ausentarse del paisaje, para pasar prudentemente de lado, pero con la mejor voluntad del mundo. ¿Acaso pueden tan solo sospecharlo? Y sin duda se han ahorrado la exigencia dramática de estar ahí, de observar con atención. Pero ¿se trata solo de «observar»? ¿No sería mejor que permitieran que aquello con lo que han tropezado los arre­ batase (que se desprendieran de ellos mismos), que ese milagro que los abruma de pronto los dejara en suspenso, interm ina­ blemente, hasta el vértigo, sin poder sustraerse? He afirmado que vuelven aliviados. Pero ¿«aliviados» de qué? Se impone «prudencia» (frente al peligro presentido), pero ¿por qué? Está claro: les alivia haber conseguido evitar afrontar lo que aparecía ante ellos, captaba toda su atención y los des­ bordaba por todas partes. La fotografía se ha convertido en esa herramienta propicia que les permite eludir eso inabarcable que emerge ante ellos: mantenerlo a distancia, «a raya». Inten­

temos nombrarlo con mayor precisión: les permite eludir el ca­ rácter insoportable de lo que no es posible poseer (ni consumir) en ese detalle del paisaje. Incluso afirmaría que da igual de qué detalle del paisaje se trate (es tan inútil ir a Venecia para foto­ grafiar... como viajar lejos para hallar el «milagro»). Cuando tropezamos con un campo, un árbol, un recodo de la carretera, un trozo de tejado... la fotografía sirve de pantalla, y nos prote­ ge confortablemente de la necesidad de hacer frente a algo que emerge de pronto del mundo, a algo común, banal, completa­ mente tópico, pero al mismo tiempo tan increíble, cuando nos detenemos, que no podemos pasarlo por alto, porque parece que no lo hubiéramos visto nunca antes; algo que efectivamen­ te podría hacernos gritar: la última luz, anoche, cuando aban­ donamos el bosque. Algo que nos deja desamparados en senti­ do estricto, es decir que, de pronto, ante su irrupción, todas las murallas interiores retroceden de golpe (esas defensas vitales que sin embargo son imbatibles): al decir que es «bonito» em­ pezamos a circunscribirlo y reabsorberlo en la fortaleza. Sin duda, diremos que las fotografías se toman para «mirar» (y recordar: luego las encontraremos, etc.). E incluso que efecti­ vamente hace falta estar atento, alerta, para escoger las mejores vistas y encuadrarlas bien. Pero atrapar, querer conservar, es también una forma de protegerme de lo que me asalta de re­ pente, como un paisaje, pues lo que ocurre, por poco que me detenga a observarlo, no es que empiece a retenerlo, sino que me estremece inmediatamente, me conmueve de un modo in­ soportable. E incluso, estar atento para escoger, encuadrar bien, es desviarse desde un principio de aquello que el menor detalle de un paisaje posee de infinito, es decir, de algo imposible de alm acenar o de seleccionar. Tomar una fotografía es ponerse a cubierto, interponer algo: liberarse de algo que, como si se tra­ tara de un escote, se advierte inmediatamente como irreduc­ tible y se impone finalmente desnudo, a la vista, sin reservas. Frente a ello, fotografiamos para huir, es decir, para evitar «ser ahí» (d a seiri) por una vez, una vez que es única, delante de un árbol o delante de un campo. O más bien delante «del árbol», «del campo». Se fotografía entonces para recobrar lo habitual,

para volver a lo previsible, lo convenido, y tapar com o sea p o ­ sible ese lugar por el que el pánico del encuentro, del choque, podría punzarnos: para evitar seguir expuestos efectivam en­ te al peligro de estar ante, delante, «presente», aquí y ahora (o, cuando fotografiamos un rostro, el efecto se nos escapa). La fo­ tografía (la «foto-recuerdo») es el instrumento dispuesto para esta elusión. Excepto cuando se trata de una obra de arte — en cuyo caso ocurre lo contrario, por eso es «arte»— la «toma» de unas vistas sirve de excusa para amortiguar el choque y sus consecuencias: para reducir la intrusión del afuera, la fractu­ ra del presente, para restablecer el deslizamiento constante, de modo que el interior y el exterior — el «vo»/el «mundo»— vuel­ van de nuevo a su sitio, prudentemente, guardando las distan­ cias respectivamente, con un m ínimo de inmutabilidad, y si­ gan imperturbables. Asimismo, cuando los estudiantes conectan sus grabado­ ras, siempre les advierto: lo hacen ustedes para librarse de estar presentes y escuchar. Creen que sacarán más provecho de esta clase (que la retendrán mejor y más cómodamente, etc.); pero de hecho lo disponen todo de antemano para poder no escu­ char jamás, para no estar nunca escuchando verdaderamente. No escuchan ahora, puesto que saben que podrán volver a es­ cuchar cómodamente cuando quieran, a d libitum, tantas ve­ ces como deseen: así que es posible escuchar con menos aten­ ción en este momento y dejarlo pasar sin remordimientos: han dispuesto un sistema de seguridad. Pero tampoco escucharán más tarde, porque si (o cuando) ustedes vuelvan a escuchar, el discurso se habrá convertido en algo formal, frente a lo cual ya están protegidos, habituados, y lo escucharán con algo de has­ tío e indiferencia (pues el medio es una forma de precaución para amortiguar el efecto). A las palabras se las lleva el viento, verba volant. Así es, pero intenten atraparlas al vuelo. Tanto da si no lo comprenden todo (por lo demás, ¿qué sería «todo»?); tanto da si se pierden cosas; o si están condenados a olvidar. Acepten lo efímero e incompleto. En cualquier caso, son menos lamentables que esa disolución organizada del presente con el pretexto de preservarlo.

No hay motivo para inquietarse, porque no pretendo volver, por otras vías, al sempiterno proceso contra la técnica, sino sim­ plemente señalar algo que todo el mundo sabe: que la técnica, al multiplicar la presencia, la atrofia. Al prodigar sus aparatos, nos protege y nos preserva. Nos preserva del asalto del presente o de lo que yo llamaría, de un modo menos acertado, su cons­ tante «acoso». La técnica se propone garantizarnos cada vez con mayor eficacia el dominio del «tiempo», al permitirnos no solo ir más veloces sino también programar con mayor rigor el futuro, así como conservar más ampliamente el pasado; y sobre todo nos permite tomarnos la revancha contra la exigüidad del presente mediante una amplificada simultaneidad. Pero todos sabemos que el de la técnica es un falso reino: que al permitir­ nos hacer tantas cosas al mismo tiempo (pasear, escuchar mú­ sica y responder en el portátil a u n tiempo, etc.), nos desvincula subrepticiamente de un presente exigente. Nos mantiene en una composibilidad1 pálida que ya no nos permite el encuen­ tro con nada: hacer zapping, el verbo que señala esta victoria anunciada, va en contra de la disponibilidad a la que aspira. Porque el presente prevalece y es prominente gracias a lo que tiene de exclusivo. Y aunque resulta banal señalar todo lo que la técnica nos hace perder (por ejemplo, hasta qué punto esta­ mos menos presentes al ver una película en la televisión que al hacerlo en el cine), merece la pena señalar las consecuencias, subrayar su evidente banalidad y fijarse en el hecho de que se trata de un signo que apunta a otra cosa: la presencia, al mismo tiempo que se nos ofrece inmediatamente (e incluso, ¿acaso no es lo único realmente inmediato?), es algo que, sin embargo, es necesario conquistar: algo a lo que es preciso acceder.

1. Término filosófico acuñado por Leibniz, que señala el hecho de que todas las p o ­ sibilidades o esencias son compatibles entre sí (a diferencia de lo que ocurre con las rea­ lidades o existencias). (N. de la t.)

2 Heráclito lo planteó de forma tajante: «Sin inteligencia, aunque escuchen, parecen sordos; a ellos podría aplicárseles el refrán: aunque estén presentes, están ausentes» (fr. 34). Lo que leemos aquí, al diseccionar la frase, no es que escuchen sin inteligencia sino que, «aunque escuchen» parecen «sordos», y eso es lo que los hace «ininteligentes». Ausentes, aunque estén presentes, afirma Heráclito: nunca se encuentran. Están ahí, físicamente presentes, en carne y hueso, pero tienen, como suele decirse, el espíritu en otra parte, es decir, en ninguna parte: disperso, disipado, ocioso; no está «despierto» (fr. 89). Aunque Heráclito no se sustrae al dualismo (el cuerpo/el alma), en los primeros tiempos de la filosofía el dualismo no se había desarrollado ple­ namente; el choque de los contrarios en cuestión, la «presen­ cia» y la «ausencia», no se somete aquí a ninguna explicación ni mediación (y con ello Heráclito nos ahorra el psicologismo —y el moralismo— en el que se hundirá posteriormente la tra­ dición). Tampoco se dice que los que carecen de inteligencia, como no escuchan, parezcan sordos. Al contrario: han escu­ chado, pero permanecen sordos. «Ellos» son aquellos a los que Heráclito denomina en algún otro fragmento como los «num e­ rosos» (polloi)] o los «dormidos» (katheudontes ). Pues ¿acaso dormir no consiste precisamente en retirarse temporalmente de la presencia? También la «fórmula» ( phatis ), puesto que está acuñada, se cierne sobre ellos como una condena, y la mera contradicción denuncia la inconsistencia de sus vidas: aunque estén presentes están ausentes. Piensan que están presentes pero no lo están en absoluto. Porque no han acced id o a la pre­ sencia, ni son capaces de satisfacer sus exigencias. En otro fragmento, Heráclito precisa que esta capacidad re­ querida se encuentra en la aptitud de «encontrar»; o, más ri­ gurosamente, que consiste en el encuentro «tal cual». Los «nu­ merosos», en cambio, «no piensan las cosas», afirma, «tal cual las encuentran»; ni, «por instruidos que estén, las conocen» aunque «lo crean» (fr. 17). «Topar con», «encontrar» {enkurein):

existe eso con lo que «me topo», pero que corro el peligro de no tomar en cuenta en mi «pensamiento» ( phronein ), es decir que existe el peligro de que no conciba el encuentro «tal cual», dada su vivacidad, su carácter repentino que me deja desam­ parado. Ocurre entonces, como era de prever, que me contento con representarme aquello con lo que topo según códigos ad­ quiridos, proyectando imágenes convencionales sin permitir­ le irrumpir y, eventualmente, desgarrarme. Heráclito alude a esta posibilidad con aquella expresión contundente, que ha­ bitualmente resulta complicado traducir (suele verterse como: «lo creen» o, mejor, «se lo figuran», «se lo imaginan»). Pero leá­ moslo literalmente: a los numerosos «se lo parece» ( heautoisi dokeousi). Porque están sumidos en la «apariencia», es decir en la opinión (d ox a ) que se han formado de las cosas, de modo que giran en círculo en torno a sus habituales pensamientos y a sus adecuaciones (adaptaciones). Al mantenerse prudentemente protegidos de cualquier posibilidad de confrontación, son in­ capaces de permitir que se abra el menor resquicio por el que pudiera penetrar un presente efectivo. Pues el verbo griego no oculta que semejante encuentro es un «choque» (enkuresis , es el término que se usa, por ejemplo, en Homero, para aludir al encuentro con las tropas enemigas), o lo que anteriormente he denominado como «acoso» del presente. También leemos en Eurípides que los cobardes en el combate son como los «nume­ rosos» o los «ininteligentes»: una vez más «aunque estén pre­ sentes, están ausentes». ¿No es cierto que ausentarse del pre­ sente implica cobardía y renuncia? Presencia-ausencia, presencia pero diluida en la ausencia: este choque de contrarios es algo más que un oxímoron, e in­ cluso que una tensión trágica. Porque efectivamente, para los griegos, este choque amenaza con hacer fracasar a la vida; o sintetiza la dificultad de vivir. Por lo demás, los griegos esta­ ban tan convencidos de que vivir consistía en mantenerse en el ámbito de la «presencia», en lugar de sucumbir a la «ausen­ cia», que la fórmula puede invertirse perfectamente, aunque solo para reafirmar que únicamente es positivo esperar de, y para, la presencia, pues solo la presencia es preciosa. Pero no

sigamos ensañándonos con quienes «aunque estén presentes, están ausentes». Lo ausente debe volver al presente, y esa es la parte más pura de nuestra actividad; o esa es la definición, para los griegos, de lo que puede significar «pensar». Aunque habi­ tualmente se supone que Parménides defendió lo contrario que Heráclito —al plantear un Ser inamovible que era el anverso del «fluir» de las cosas—, lo cierto es que afirmó el valor de la presencia hasta el punto de que solo se atuvo a ella: «Para poder pensar las cosas ausentes obsérvalas como si estuvieran co m ­ pletamente presentes» (fr. 4). Dicho de otro modo, «pensar», la actividad que según los griegos define la existencia, es traer a la presencia; es presentar ante el espíritu, abolir la ausencia. Ya no se trata solo de que yo me mantenga presente —presente-presente en vez de presente-ausente—, es decir, que no permita a la ausencia erosionar mi presencia o socavarla su­ brepticiamente; sino que se trata incluso de conseguir superar, gracias al pensamiento, semejante oposición (y ahí es preci­ samente donde se impone el pensamiento, dada su capacidad para elevar al espíritu). No solamente ya no permito que la au­ sencia contamine a la presencia, sino que incluso reabsorbo la primera en la segunda. Si «pensar» es anular la ausencia, en­ tonces ya no permitiremos al ser encontrarse «escindido» del ser, como veremos de inmediato; ni lo entregaremos a los ju e ­ gos contradictorios, que se retroalimentan, de la «dispersión» y de la «semejanza»; ni seguiremos tolerando, en consecuencia, que una posición singular, sea cual sea, pueda delimitar arbi­ trariamente, a partir de su punto de vista particular, el hori­ zonte de lo pensable. Como efectivamente «ser» y «pensar» se consideran idénticos (fr. 3), no es posible «pensar» lo que «no es», de modo que es lógico que en el pensamiento desaparez­ ca la dimensión de la ausencia; y, por añadidura, que yo pueda aprehender «firmemente» al ser entero con la «mirada» ( leusseirí) de mi pensamiento. Mediante la fuerza de la visión inte­ lectual, las ausencias virtuales se integran «igualmente» y toda distancia se disipa. ¿Qué quedará entonces de la división entre presencia/ausencia? Si las seguimos disociando tal vez sea solo a causa de una inercia del espíritu. De modo que pensar, una

actividad que según los griegos colma la vida, es triunfar sobre esa división. Por lo tanto, Heidegger estaba completamente justificado al afirmar que «ser», para los griegos, significaba «estar presen­ te» (que en ai debía traducirse por pareinai ), y sobre esta idea se fundó la posterior historia de la filosofía occidental, aunque semejante «presencia» permanezca impensada.2 Pues de lo contrario «ser» sería una palabra vacía, inepta, indeterminada, que equivaldría perfectamente a su contrario, la «nada» del noser, como ya había señalado Hegel. Pero sobre todo la visión de los griegos es preciosa —¿acaso es necesario insistir?— porque desvincula la experiencia del ser experimentado como presen­ cia de aquello en que lo convirtió la metafísica. Esta tendió a fijar (a petrificar) la presencia como permanencia y, bajo el es­ pectro pálido de la duración interminable, a confundir el ser mismo con la subsistencia y, con ello, con la substancia, que se convirtió así en algo inerte a causa de su esencialización (en ousia). A partir de ahí, la metafísica ha provocado el desconoci­ miento de la presencia en su aparición y su emergencia (ya no A nw esenheit sino Answesung ):3 ya no piensa la presencia como la irrupción abrupta que supone un acontecimiento y que se experimenta com o el impulso de una abertura y de una emer­ gencia, sino que la concibe de acuerdo con la horizontalidad de una extensión temporal definida por su constancia. En efecto, bajo la gravedad del presente que la metafísica convirtió en algo inmóvil y que perfilaba uniformemente la existencia, ¿no hemos terminado olvidando esa «eclosión» de la presencia que a un tiempo se despoja de la ausencia y se in­ tensifica gracias a su retirada? Para que el presente se abra de inmediato, basta con tropezar de pronto con un detalle del pai­ saje cualquiera, en vez de limitarnos a fotografiar; o con que al encontrar tres árboles en un recodo del camino los confronte­ mos en vez de esquivarlos maquinalmente... Basta una deci-

2. Martin Heidegger, Was ist M etaphysik?, Frankfurt, Vittorio Klostermann, p. 17. [Trad. cast.: ¿Q ué es m etafísica ? Madrid: Alianza, 2000]. 3. Martin Heidegger, D ie Physis b ei Aristóteles, Frankfurt, Vittorio Klostermann.

sión: permitir a esta presencia tener lugar o, como decía He­ ráclito, permitir que se produzca un «despertar» tal cual. De hecho, el «presente» es esa decisión.

3 Pero ¿qué es lo que decidimos? No desviar. Decidimos no apla­ zar (a un más adelante falso-huidizo) lo único que abre a un presente efectivo. Tanto si se trata de los dos cam panarios de Martinville a la luz de la puesta de sol, asomando en un reco­ do del camino —apareciendo y desapareciendo intermitente­ mente—, a los que se une incidentalmente el de Vieuxvicq; o de la muchacha robusta que se dirige a la estación a través del sendero iluminado por la luz del alba, para llevar la leche a los viajeros; o simplemente de los tres árboles a la entrada de una alameda,4 el descubrimiento y el choque son los mismos: de lo que emerge súbitamente a la presencia surge un «placer espe­ cial», nos dice Proust, que relega a todos los demás placeres a una zona sombría y nos provoca una sensación de desamparo. A fin de cuentas, decidimos no sustituir en el interior de nues­ tros espíritus ese encuentro tal cu al por el «tipo de convención» que nos formamos día tras día al hacer una especie de univer­ sal formado con «los distintos rostros que nos han gustado», añade Proust, o «con los placeres de los que hemos disfrutado»; una convención que al cabo de los años va tejiendo una suerte de doxa personal que se extiende sobre cualquier cosa, ese pa­ rásito del «simulacro», como decía Heráclito, que usamos para amortiguar la vida. Sin embargo, para «llegar al meollo» de esta impresión súbi­ ta, ¿es necesario, como afirma el autor de En busca d el tiem po perdido, buscar algo que se encuentra «detrás» (detrás de ese movimiento o de esa claridad): algo «secreto» cuyo «envoltorio» 4. Marcel Proust, A la recherche du tem ps perdu, Gallimard, 1954, «Bibliotheque de la Pleiade», I, Du cote de ch e ; Sw ann, p. 180; A l'om bre d es je u n e s filie s en fleu rs, p. 654 y 717. (Trad. cast.: En busca del tiem po perdido. Por el cam ino d e Sw an n ; A la som bra d é la s m uchachas en flor. Madrid: Alianza, 2011).

convendría retirar, cuya «corteza» deberíamos rasgar? ¿No ha­ bría aquí un resto de metafísica al que Proust recurre, e incluso subraya, para afirmar con mayor énfasis que es necesario pe­ netrar, investir, hundirse en este presente en vez de deslizarse a través de él? Pues ¿no es posible contemplarlo como fenómeno y sin suponerle ninguna esencia oculta? ¿Por qué incurrir, para realzar ese presente, en el lenguaje característico de la Revela­ ción y dotarlo de misterio? E, incluso, ¿acaso es necesario es­ perar volver aquí un día, tomando el mismo tren, como hace el Narrador, y recrearse en la idea de que podremos vivir junto a esa muchacha maravillosa y que la acompañaremos, sin te­ ner que separarnos ya jamás, en todos sus trabajos cotidianos? Me pregunto por qué, para asegurar el instante, es necesario forjarse la ficción de alguna otra vez. ¿Por qué no atenerse al carácter único del encuentro, y querer siempre conservar, pro­ teger, mantener? ¿No es esta una nueva y discreta forma de es­ capar del presente? Ello no impide que Proust concluya cada una de estas esce­ nas con lo esencial: el esfuerzo que hay que hacer para acceder a ese presente y permitir la «embriaguez» que le corresponde. Pero evitar el supuesto de un mundo oculto, que subyace a esas manifestaciones repentinas, evitar aferrarse a la idea de un po­ sible desdoblamiento entre el ser y la apariencia, exige aún más empeño y atención. Es una «obligación penosa», dice Proust, pero sirve para «satisfacer un entusiasmo»: para salir de ese ser ordinario, «reducido al mínimo», con el que vivimos. Gracias a esa m añana de viaje, a la interrupción de la rutina, al favor del cambio de lugar y de hora, las facultades «dormidas» se m o­ vilizan y su «presencia» de pronto resulta «indispensable». Mi «ser al completo» ha sido convocado para hacer frente, sin que pueda permitirme aún el lujo de ninguna sospecha o desdén dualista: pues la sacudida en cuestión afecta desde la respira­ ción y el «apetito» hasta la «imaginación». Sin embargo, Proust nos advierte que la tentación de dejar escapar una vez más ese momento que nos asalta —de inte­ grarlo de inmediato a los demás, de no prestar atención a lo que ha emergido— es muy grande: la tentación de dejar que

las dos campanas «se reúnan con todos los árboles, los tejados, los perfumes, los sonidos, que distinguí de los otros a causa de ese placer oscuro que me procuraron pero en el que jam ás profundicé». Por lo demás, este aplazamiento del presente para más tarde es un pensamiento que ya ha expresado (en boca de Saint-Loup), y consiste en una forma de evitar asumir lo que de pronto nos interpela: es la «procrastinación» (aplazamos para «mañana»...). Pero es obvio, y nadie lo ha dudado jamás, que aplazar el encuentro es perder definitivamente la posibilidad del presente que se nos ofrece, un «presente» que por lo demás, y por suerte, en francés tiene dos sentidos: el de momento a c ­ tual y el de don.5 Todos conocemos perfectamente este peligro. Pues e scam o ­ tear el presente afecta a todas las empresas y a todos los in s­ tantes. Por ejemplo, al leer: cuando leo, la tentación de a p la z a r se debe a que puedo releer. Y lo mismo ocurre cuando escri­ bo: puedo corregir. Cuento con que, apenas concluya esta fra­ se, puedo volver sobre ella, lo que me permite una presencia disminuida, debilitada, menos atenta, mientras actúo. Una vez más podemos hacer intervenir la oposición de los contrarios: al leer en este instante pero a sabiendas de que puedo releer, estoy «presente-ausente». Dicho de otro modo, cuento con que podré rehacer para evitar hacer; y con que podré leer para evi­ tar leer. El horizonte de una segunda vez me permite pasar por alto la primera, de modo que finalmente ninguna de ellas se produce jamás. Ahora mismo espero la siguiente frase para ali­ viarme de la precedente, y prosigo la lectura como si me desli­ zara, eludiendo constantemente lo que debo afrontar. Esquivo así el choque del encuentro, el de un sentido imprevisible y su exigencia: aplazan do, me preservo de un desamparo demasia­ do violento. Es decir que, precisamente, eludo el esfuerzo ac­ tual de hacerme cargo de la experiencia prometiéndome estar en mejores condiciones en algún momento posterior, en una segunda oportunidad, para asumirla: pero ¿hasta qué punto 5. Por suerte, también en castellano la palabra «presente» tiene los dos sentidos que menciona el autor. (N. de la t.)

puedo realmente equivocarme en esto? Es la pereza de «ya lo intentaré luego». Porque tan pronto como releo la frase que acabo de leer, vuelvo sobre un sentido ya amortiguado, más o menos orde­ nado, asumido, asimilado y así pues neutralizado, en suma, un sentido al que he empezado a despojar de su extrañeza: lo encuentro ya manipulado por un principio de costumbre y de confortable familiaridad. Sin embargo, ¿acaso lo capto mejor? ¿Acaso el hecho de que me resulte menos desconcertante sig­ nifica que lo comprendo mejor? Incluso subrayar, marcar con una cruz en los márgenes o con un rotulador fluorescente, son apelaciones al más tarde, formas de aplazar (descansar), hui­ das: se quiere conservar esa indicación para evitar tener que volver a encontrar. AI anticiparme a la posibilidad de una re­ lectura, me protejo sin remordimientos del descubrimiento y de su acontecimiento; y acepto, mediante una especie de pacto tácito conmigo mismo, ser tolerante con la desatención o la au­ sencia (e incluso concederle legitimidad): con la disolución del presente.

4 En efecto, definir el presente por la «atención» es algo muy com ún en la historia de la filosofía. Pero examinemos si esta concepción es completamente satisfactoria: ¿acaso la atención consigue por sí sola constituir el presente? No olvidemos la di­ ficultad de fondo con la que toparon los griegos al pensar el «tiempo». Al concebirlo, como cualquier otra cosa, en térm i­ nos de «ser», quedaron atrapados en la siguiente constatación: que el futuro no «es» aún; que el pasado ya no «es»; y que el pre­ sente, al ser solo el punto de tránsito entre el pasado y el futuro, tiene apenas la extensión de un punto (puramente geométri­ co) y, en consecuencia, queda desprovisto de existencia feno­ ménica. En efecto, se dirá, el tiempo debe existir puesto que lo dividimos (en «pasado», «presente» y «futuro»). Y así es, sin embargo el propio Aristóteles admite que estas divisiones no

existen (se trata de un m ériston sin méré). La existencia del tiempo sería pues «oscura» (amudrós). Frente a esto, Agustín operó un giro importante. Al abordar el problema del tiempo desde la nueva perspectiva existencial que supone la relación cristiana con Dios, hizo surgir la figura constitutiva de un yosujeto: la razón de la distensión y separación del tiempo solo debe buscarse en el interior de uno mismo, en el espíritu, pues él es distentio animi. Los tres tiempos corresponden de hecho a tres actividades: el futuro es lo que «espero», el pasado es aqu e­ llo que «recuerdo» y el presente es aquello que me m antiene «atento» (atiendo): de modo que el tiempo se definió stricto sensu por la «atención».6 Pero Agustín también se encuentra en un aprieto cuando pretende asignar un lugar a esta «atención» que constituye el presente, puesto que la considera como algo que se inscribe entre las otras dos modalidades expansivas, am bas igual de acaparadoras: la espera (del futuro) y el recuerdo (del pasado). ¿Acaso el pasado no se transforma (se transvasa) casi directa­ mente en futuro? ¿Qué margen, qué fisura, qué pausa (imposi­ ble) puede tolerar ese quasi, ese tiempo intermedio (la transi­ ción del presente)? ¿Cuál es el intersticio que se sustrae de esas dos disposiciones —la expectativa y la memoria, las principales actividades que rivalizan y se confrontan— «donde» podría surgir una «atención» (específica del presente)? Especialmente porque todo «dónde» verdadero se encuentra en otra parte. Efectivamente, como Agustín piensa esta diferencia de los tiempos a partir del sistema de las preguntas sobre el lugar en latín —el lugar «de donde venimos» (unde: el futuro), «hacia donde» vamos (quo: el pasado), «por donde» pasamos (qua: el presente)—, para él este presente no es más que el «punto» de tránsito, sin extensión, sin existencia, que «vuela» entre el fu­ turo y el pasado —el lugar «donde estar» (ubi) está reservado a Dios, pues solo Él «existe», no en el «tiempo» sino en la «eter-

6. San Agustín, Confesiones, XI. Véase a este respecto Du «temps». Élém ents d'u ne philosophie du vivre, Grasset, 2001, cap. IV. [Trad. cast.: D el «tiem po»: elem entos d e una filosofía de vivir. Madrid: Arena, 2005.)

nidad»—. Pero no es nuestra «a-tención» (en la «cercanía» del presente)7la que se relaciona con este punto, sino nuestra «in­ tención» (in-tentio ), el único modo realmente intensivo, que nos proyecta completamente hacia Él, convirtiéndonos, y nos permite reencontrarlo. Será precisa toda la sutileza del análi­ sis fenomenológico de HusserI, deudora de la de Agustín, para extender esa atención fugaz siquiera a las dimensiones de la es­ cucha de una melodía, de forma que tal atención se distenderá entonces entre la «pro-tención» hacia los sonidos inmediata­ mente futuros y la «re-tención» de los sonidos que acaban de desvanecerse y disiparse, como la «cola de un cometa», en el pasado.8 Sin embargo, tampoco el análisis husserliano de la pro- y la re-tención permite conferir extensión a la atención, y en con­ secuencia solo otorga existencia al presente en la dependencia con respecto a un objeto temporal (Zeitobjekt ) como la melodía; pero ¿no está el presente condenado efectivamente a reclamar siempre el apoyo «objetivo», sin el cual semejante atención pier­ de su pertinencia (y el presente su consistencia)? Prueba de ello es lo que también podemos leer en Bergson. Dado que la aten­ ción puede extenderse o contraerse a voluntad, como la aber­ tura entre las dos puntas de un compás, Bergson considera que la atención en el presente podría abarcar, «además de mi últi­ ma frase», la precedente e incluso todas las frases anteriores, es decir que podría ser «extensible indefinidamente»: pero ello convierte en relativa, cuando no arbitraria, la distinción que establecemos entre nuestro presente y nuestro pasado, pues el «presente» ocupa, según Bergson, «exactamente el espacio de ese trabajo». Bergson desemboca así en la noción de una «aten­ ción a la vida» que se prolonga en duración y «abarcaría», en un «presente indiviso», todo un pasado. Pero como se advertirá,

7. En francés, prés significa «cerca» y, por tanto, la palabra présent («presente») co n ­ tiene la idea de cercanía. (N. d é la t.J 8. Edm und HusserI, Texte zu r Phanom enologie des inneren Zeitbewusstseins, Hamburgo, Félix Meiner; y Vorlesungen zur Phanom enologie des inneren Zeitbewusstseins [Trad. cast.: Lecciones d e fen o m en o lo g ía d e la conciencia interna d el tiem po. Madrid: Trotta, 2002.]

Bergson incurre fatalmente en el condicional, y se condena a la mera declaración de intenciones.9 E incluso incurre de pronto en un mal lirismo (el canto de un «presente perpetuo»): nuestra percepción «se agudiza», «todo» cobra nueva vida en nuestro interior, nos promete Bergson, «vivimos más»... Es una caída desafortunada pero inevitable, a fin de cuentas, en cuanto re­ nunciamos al apoyo del «objeto» temporal y nos sumimos en un subjetivismo mal entendido, abandonado a la autosugestión e inevitablemente retórico, porque al darle vía libre, sin nada a lo que aferrarse, ya no es posible sustraerse a él. Por ello procuro romper con la concepción atávica de un pre­ sente por extensión, tanto si es el de nuestra «atención» como si se trata del de nuestra «acción» de un modo más ostensible, tal como lo capta la sensación, según lo concibieron ya los estoicos. Crisipo, por ejemplo, afirmaba que el presente tenía la extensión del paseo cuando paseo. Pues ¿dónde empieza, dónde termina, una acción (la «acción» debe distinguirse del gesto percibido)? Aunque el presente, como ese punto donde florece la duración, es infinitamente divisible, puesto que el tiempo mismo es divisi­ ble hasta el infinito —una idea que siempre ha resultado inquie­ tante—, yo puedo a b riré 1presente y hacerlo emerger, al plantarle cara a la tentación de postergar. O al dejar de contar con que lo que ocurre vuelva a ocurrir, y atenerme estrictamente a lo que ocurre sin esperar lo que vendrá después, no tanto por su even­ tual rareza (un paisaje «bello»), como por lo que el acontecimien­ to tiene de singular e inapelable: eso es lo que produce efectiva­ mente el «paisaje» (como los campanarios de Martinville). De modo que la atención no basta para constituir el presen­ te, no solo porque sigue dependiendo de algo que nos m an ­ tiene atentos, sino también porque su extensión no está clara sino que se deshilacha. En cambio, no postergar depende úni­ camente de uno mismo, es una decisión y permite establecer un límite. No postergar permite establecer una barrera (en el curso hemorrágico del «tiempo»), a partir de la que el presente 9. Henri Bergson, La Pensée el le M ouvant, en Oeuvres. PUF, 1959, pp. 1386-1392. [Trarl. cast.: F l tiempo y lo moviente. Madrid: Espasa-Calpe, 1976).

puede acumularse. Hablemos de «un» presente, no de «el» pre­ sente. Digamos que, en cuanto dejo de aplazar, me anclo en el presente. Un presente «prende» como el fuego, se enciende, se despliega (se otorga) y se consume. Pues si no existe un orden extensivo (la eterna pregunta de ¿cuál sería el «intervalo» de duración?), es porque se trata lógicamente de un orden inten­ sivo y a él debe transferirse la intentio que Agustín reservaba a la eternidad; o porque solo puede poseer algo de cuantitati­ vo a través de lo cualitativo. Entonces extraigo el instante de lo inestable y lo promuevo en su contrario, en el ahora tal cual del encuentro y de la confrontación. Basta con recordar de qué está hecho el «ahora»:10 m anu tenere, «agarrar con la mano» y «mantener». «Nunca nos halla­ mos en el tiempo presente», decía amargamente Pascal. No obstante, aunque este espíritu se opone por completo al del eterno retorno nietzscheano, sus horizontes confluyen. Lo con­ trario: no siempre, sino una sola vez, semel, que no puede ocu­ rrir más que una sola vez. Pero, el objetivo es en los dos casos el mismo esfuerzo (efecto): solo existe presente mediante la deci­ sión (resolución) de asumir lo que ocurre. Ya no persigo retener, repetir o preservar. Renuncio a todo eso hasta el punto de no despreciar m ás lo «efímero», esa profundidad en la que enraíza cualquier lamento y cualquier poema, desde Homero.

Pero ¿es posible vivir ahí? La exigencia de no postergar implica otra que parece contradictoria y, sin embargo, es complemen­ taria. Un complemento necesario: en la relación entre estas dos exigencias, que desafía lo que de otro modo desdeñaríamos por parecem os una paradoja, se despliega nuestra vida. Por una parte, como hemos visto, me niego a aplazar, en la medida en que no pretendo «suspender» el «vuelo» del tiempo, dicho 10. En francés, m ain ten a n t («ahora») evoca el origen latino de la expresión, m anu tenere. (N. d e la t.)

con la solemnidad del poeta, sino que permito que aparezca: en la medida en que abordo el tiempo como m om ento. De hecho, «momento» viene de «movimiento» (m om entum viene de movimentum), pero ya no como algo susceptible de m edirse (en lon­ gitud), sino más bien susceptible de cavarse y de llenarse. Pero ¿de qué puede llenarse un momento si no es de presencia? De lo que puede contener procede su capacidad. Hasta el punto de que en ocasiones su contenido parece desbordar. Según Proust, el acontecimiento (del trastorno amoroso) ya no cabe entero en el momento en que ocurre. Un momento no tiene principio y fin, sino que atraviesa umbrales y grados en función de su in­ tensidad. Se recorta despegándose del fondo, rompe con su e n­ torno, se retira de lo ordinario, hace valer su cualidad (hasta en lo más banal: un «buen momento»), se repliega en su unici­ dad: un momento es siempre singular y, en la medida en que lo constituya un encuentro no sesgado, es decir, una confronta­ ción, depende efectivamente de lo voluntario. «El momento de» (partir, actuar, decidir...): se trata pues de una fórmula impera­ tiva. De ahí el rechazo al aplazam ien to que diluye el momento al anticiparlo y aguardar el siguiente, en vez de permitir que acoja en su seno la presencia. Pero, por otro lado, acepto la de­ mora, lo cual supone una contradicción que equilibra el recha­ zo al aplazamiento, y entre esta aceptación y aquel rechazo se abre la brecha donde vivir. Con ello hago algo más que aceptar. Contar con la dem ora, significa que no me limito a mi proyecto, que doy «tiempo al tiempo», que sé esperar un resultado que ya no me pertene­ ce. Me desprendo de la impaciencia de acumular: para poder «atrapar» (de acuerdo con el célebre y manido carp e dierrí) ¿aca­ so no hace falta haber dejado madurar? Lo cual implica que no me identifico enteramente con mi papel de sujeto con voluntad, sino que sé reconocer que el proceso está abierto, se me escapa, en mí mismo y en mi espíritu: que el discurrir inaugurado ya no depende del «yo»; que interviene una operatividad que «hace su camino», como se dice, y «me» sustituye discretamente, sin que sea capaz de darme cuenta ni de sospecharlo, incluso aunque todo ello se produzca en mí y me concierna a mí (el «sujeto»).

Adecuarse a la demora significa que considero el momento presente como una inversión. En la jerga de los financieros, un lenguaje fuerte que se atiene a la efectividad (la preocupación por el rendimiento), se habla del «retorno de la inversión». Pero mejor sería hablar de retorno de la inmanencia: al mismo tiem­ po que afronto este momento de ahora, este momento que sé que es único, sin darme cuenta ya estoy invirtiendo y capita­ lizando. Luego, un día, «llega algo», como el resultado, «por sí solo», sponte sua. Ese «algo» que llega produce una abertura, despliega su efecto: el «choque». El sujeto ya no es un «yo» sino el proceso inaugurado. Ese «algo» es indefinido pero deíctico a un tiempo. Es indeterminado en la medida en que es imprevis­ to, está fuera de contexto, y no puedo prever su duración; y al mismo tiempo esta recaída se me impone de pronto, y me con­ duce 110 se sabe dónde, aunque de una forma completamente ostensible, tras habérseme escapado. Se dice que «llega», pero ¿qué es lo que llega? Cada vez, como si fuera la única, practico, me entreno, estudio las escalas, me desvivo: pero los resultados son pobres, los titubeos y la torpeza persisten. Pasa el tiempo, me olvido; y de pronto una mañana, al volver al piano, me descubro, asombrosamente, tocando la sonata sin dificultades, como si me hubiera sido dada: se diría que el momento «presente» es el producto de un trabajo subte­ rráneo que se ha ido elaborando a lo largo de los días. De modo que lo inquietante ya no es el «pienso» sino de dónde (me) viene el pensamiento. ¿Qué noche lo ha gestado? Pues hasta mi pen­ samiento, el m ismo que según creo gobierna (mi «libertad») autárquicamente (estoicamente), es un proceso de transforma­ ciones y maduraciones silenciosas cuya coherencia escapa a la causalidad del Sujeto que «soy» (atinada crítica nietzscheana al cogito, pues el «sujeto» resulta ser un proceso).11 Anoche bus­ caba penosa e infructuosamente las palabras y las ideas. Y al levantarme hoy la página se escribe sola, se me impone como

11. Friedrich Nietzsche, D er W illezur zur M acht, Stuttgart, Krbner, § 484, p. 338 (cf. Trad. fr.: Geneviéve Bianquis, L a Volonté de puissance, Gallimard, «Tel», I, § 147-148, pp. 64 -65. [Trad. cast.: En torno a la volu n tad d e poder. Barcelona: Planeta De Agostini, 1986].

si viniera a mi encuentro e irrumpiera: como si me la dictaran (suele hablarse de «inspiración»). Volvamos al ejemplo de la lectura, o más bien admitamos que existen dos relecturas. Al leer evitamos aplazar perezo­ samente el presente de la lectura en una segunda lectura que supuestamente repara la primera ausencia. Pero, cuando ha transcurrido el tiempo y hemos dejado de lado el libro, o inclu­ so lo hemos olvidado, al releerlo no hacemos más que actuali­ zar la lectura pasada y recordarla. Pues la relectura saca parti­ do inadvertidamente de infinitas ramificaciones que se me es­ caparon, y termina imponiendo de forma clara, operativa, sin interferencias, lo que hasta entonces solo podía discernir con dificultades. Como si la lectura no hubiese dejado de avanzar­ en silencio, y el texto, liberado de lo que lo oprimía o parasitaba su abordaje, liberara su «potencial». Al cabo de un tiempo de olvido (un falso olvido: la memoria seguía trabajando inadver­ tidamente), descubro el texto de una forma más original y radi­ cal que la primera, que lo capta mejor y me asombra con todo lo que no había leído en él. En esos casos, releer ya no es una forma de pereza, sino que implica un progreso tan inesperado como inadvertido. Más sutil que el arte de hacer (inmediatamente, desvivién­ dose) es el de dejarse hacer (confiando en la maduración): es lo que ocurre cuando el sujeto pone entre paréntesis su in i­ ciativa para dejar que el proceso inaugurado se desarrolle por sí solo y a largo plazo. Sin embargo, cuando el distanciamiento no es una forma de renuncia (ni ese sustraerse supo­ ne refugiarse en la irresponsabilidad, o la inactividad en la pasividad); y cuando las facultades provocadas son silencia­ das para que los factores y las condiciones implicadas puedan movilizarse más y liberar en consecuencia, en y por su evo­ lución, la dificultad encontrada, entonces el enfrentam iento con esas dificultades resulta heroico pero de poco efecto. La duración habrá quedado desprovista de ella m isma. De h e ­ cho ese «para que» que acabo de mencionar es precisamente lo que conviene corregir, pues está determinado por la finali­ dad: en él no puede haber proyecto, y esto es lo que hace tan

delicado el hacer (dejar) que se produzca el acontecimiento d e su erte qu e sea el momento mismo el que finalmente, de una forma más impersonal, pueda surgir del efecto, sin que haya sido previsto. Ello implica dar crédito a la virtud del desarrollo; y tal vez esta sea la razón por la que nuestra sociedad contemporánea suele despreciar un valor como la dem ora (y por la que la edu­ cación, por ejemplo, que necesariamente debe servirse de la demora, se ha convertido en una tarea tan difícil). Una cultura como la actual, que se anticipa de antemano y en consecuencia se apresura hacia los objetivos, y que se encuentra subyugada a la fascinación del «en tiempo real» (la tecnología de la comu­ nicación lo permite), ignora la generosa contribución de la de­ mora. Pero una civilización (como un individuo) solo es fuerte en función de la dilación que sea capaz de soportar: de lo que una generación sea capaz de plantar (como recurso futuro) sin pretender cosecharlo ella misma (yo no veré la sombra de los robles que he plantado en la colina). ¿Acaso no ocurre lo mismo con la política?

6 Asimismo, cuando he dicho que el rechazo del aplazamiento y la aceptación de la demora abrían un espacio donde es posible maniobrar; o que la demora y el aplazamiento, lejos de ser si­ nónimos, abren el espacio a partir del que es posible desplegar la vida, se trataba sobre todo de señalar lo siguiente: que vivir no puede ser tanto una cuestión de moral como de estrategia, porque como sabemos el «bien» y el «mal» son solamente ca­ tegorías derivadas, que representan una elección más ideal, o social, que propiamente efectiva. Entiendo que vivir es una cuestión «estratégica» en el sentido de que en la vida se libera una capacidad de obrar que, pensada en función de la situación que se afronta, puede perseguir un máximo efecto explotando tanto el aplazamiento como la demora: no eludir el presente y al mismo tiempo dejarlo fructificar.

Lo cual conduce a mantener ambas cosas: a responder a la apelación del presente, ese «instante» que pasa extendiéndo­ se como una exigencia a rechazar la repetición-conservación; pero asimismo a dejar intervenir a la inmanencia y a su capaci­ dad de alumbrar. Ello también puede dar lugar a una alterna­ tiva y a una elección: ¿estoy esquivando o dejando que ocurra algo? ¿Estoy evitando el encuentro, y dejando escapar el aco n ­ tecer del presente y la plenitud del momento que ofrece? ¿O acaso no aplazo sino que ya no fuerzo el acontecimiento? Tal vez no lo evito sino que, al dejarlo reposar, consigo que un filón se acumule silenciosamente, de ahí que pueda surgir inespera­ damente el presente «vivo» (ese «virgen, vivo y bello, hoy»). El pensamiento chino es especialmente idóneo para aludir a esa operatividad que se desarrolla a partir de sí misma, avan­ zando en silencio, y de la que aprendemos a disponer al captarla como una «fuente», sin pretender no obstante gobernarla. Por­ que la lengua china, que no conjuga, no puede marcar distintos tiempos, pero mantiene la función verbal en una única forma que equivale a nuestro infinitivo; tampoco distingue entre la voz activa y la pasiva, y evita de buena gana enunciar un sujeto gramatical, que queda implícito en la frase; tampoco intervie­ ne en ella la oposición entre el «ser» y el «no ser», la existencia y la nada, ya que sus principales categorías son las del «curso» y la energía empleada o la «capacidad» (d a o y de ); y asimismo expresa menos la relación de medio y fin, de intención, que la de las condiciones y las consecuencias (la «raíz» y las «ramas», ben-mo). D ao («tao»), la palabra clave de este pensamiento, nombra simultáneamente el autodespliegue de la inmanencia y el arte de utilizarla, el proceso y el procedimiento (el d a o del mundo y «mi» dao). Así, en las distintas escuelas, se dice que hay que saber dejar advenir al efecto, como reposición, o «re­ torno», de una inversión previa, confiando en encontrarnos en la tendencia iniciada y adecuarnos sabiamente a la demora (en vez de abrumar al mundo con nuestro deseo e impaciencia); y en el taoísmo resulta decisiva la actitud de «desprendimiento» y distanciamiento que conducen de forma «natural» (ziran ) a ese resultado.

Un texto como el Tao Te Ching de Lao Zi12 no tiene incon­ veniente en pensar lo que nosotros denominamos la moral en términos de estrategia: «El sabio se pone él mismo por detrás» para poder «avanzar». No por modestia o porque haya hecho un voto de humildad, sino porque, al decidir situarse en un se­ gundo plano, permite al efecto realizarse plenamente (§ 7). Esta dem ora es en sí misma la portadora del efecto. En vez de querer obtener un resultado de antemano mediante nuestra acción, es preferible dejar discretamente que el proceso se ponga en mar­ cha y desemboque p o r sí solo en el resultado: en eso consiste el arte de «no actuar» (wu wei). Pues querer obtener resultados inmediatamente es situarse de antemano en el estadio final del proceso y, en consecuencia, colocarse de entrada en el punto en que el proceso se colma, de modo que uno mismo se pone en una situación de peligro (§ 9). En vez de «tenerlo completamen­ te en nuestras manos», más vale detenerse tan pronto como sea posible para preparar el terreno al advenimiento sponte sua del efecto que, de acuerdo con su propia maduración y con las con­ diciones, se asentará mejor y así será más sólido. Pues el efecto se encuentra implicado progresivamente en la situación, y se desarrolla de acuerdo con esta sin ejercer violencia. Así, el Tao Te Ching afirma lapidariamente, pero sin que su­ ponga paradoja: «completo por parcial; recto por curvo; pleno por vacío», etc. (§22). Pues no es posible aspirar directamente a lo «completo», a lo «recto», a lo «pleno»; sin embargo, al situar­ nos en el estado inverso, permitimos que el curso continuo de las cosas adopte («naturalice») el efecto esperado y tienda por sí mismo a realizarlo. «De donde» (ze), significa la relación entre las condiciones y las consecuencias, y permite entender la im­ plicación del desarrollo. Lo que habitualmente (subjetivamen­ te) consideramos como la virtud de la paciencia no es más que el beneficio que nos brinda dejar trabajar a la dem ora. O, dicho de un modo m ás agresivo: «Si se quiere debilitar, primero hay que reforzar; si se quiere eliminar, primero hay que estimular; si se quiere quitar, primero hay que entregar», etc. La traduc­ 12. Lao Zi, Tao Te Ching: Los libros d el Tao. Madrid: Trotta, 2006. (N. d é la t.)

ción política (en Wang Bi) es: en vez de abatir al tirano, dejadle tiranizar hasta que el exceso termine socavando su propia p o ­ sición y se hunda solo... Traduzco «primero», pero lo que dice el chino e x actam en ­ te es: de forma «inherente», «inmanente», «intrínseca» ( gu ). En esto consiste, según Lao Zi, la «sutil inteligencia» ( wei ming). Sin embargo, cabe preguntarse si esta, al llevar tan lejos la idea de que lo uno se encuentra implicado en lo otro y existe plena­ mente por su contrario, no pone en peligro el campo de per­ tinencia, el «en sí» (kath'hautó, en griego), de cada uno de los términos confrontados. ¿Puede tener algún significado el «ser» cuando ninguna determinación coincide ya consigo misma, sino que encuentra su origen en su opuesto? Y ello nos llevará a preguntarnos si los chinos, que jamás pensaron en términos de «ser» sino de proceso, no están en mejores condiciones para entender el fenómeno de la vida. Porque la vida es proceso. Y, en efecto, tal vez habría que llegar hasta ese punto, hasta el pensamiento de lo procesual, para ver finalmente tambalearse la firme oposición entre la «presencia» y la «ausencia» que da sentido al Ser, una oposición a la que Occidente, desde la época de la Antigua Grecia, se aferra con fuerza, incluso en Heráclito y su famoso «todo fluye».

II La evidencia y la retirada

i Que la ñesta «es lo que viene antes de la fiesta» no es solo un tema para colegiales que están aprendiendo a argumentar. De modo que, a pesar de la trivialidad, ¿qué señala? Que la fiesta es lo que viene antes de la fiesta no significa solo que la antici­ pación sea más hermosa que la realidad; o que vivamos más a través de la imaginación que de la realidad; en suma, que toda fiesta resulte decepcionante comparada con lo que habíamos esperado. Seguramente sería absurdo quedarse ahí, limitarnos a esta clave psicológica. Tiremos un poco más del hilo para ver qué saca a la luz este dicho banal: ¿acaso no descubrimos una no coincidencia más esencial, la única a partir de la que es posible pensar en qué consiste vivir? Porque el hecho de que la fiesta no coincida con la «fiesta»; de que cuando tiene lugar se pierda; de que, cuando se dice «es la fiesta» ya no lo sea en absoluto, todo esto tiene alguna coherencia, incluso una coherencia verificable en cualquier enunciado, y que tampoco escapa a la lógica (a la «lógica» del logos). No se trata de que yo, personalmente, no sepa ser contemporáneo a la fiesta; lo que ocurre más bien es que la fiesta, al reproducir fielmente todos los signos que acre­ ditan la «fiesta», no puede ser contemporánea de sí misma en su manifestación. Esto es así porque cuando las marcas (M erkm al , en lenguaje lógico) mediante las que se define la «fiesta» tienen lugar, advienen positivamente, ya no se trata en absoluto de la

fiesta, e indican que la fiesta se sustrae en su emergencia; que lo que ella supone de efectivo (simultáneamente de concreto y de activo) se sustrae a ese carácter positivo; y en consecuencia se encuentra perdido en la definición. La fiesta ya se ha retirado cuando se producen las marcas tangibles en las que se aqu ieta y que la determinan. Aprovechemos para detenernos un momento en esta tri­ vialidad, procuremos no desdeñar esta banalidad. Cuando se afirma de alguien que es «virtuoso», y se lo reconoce y califica en adelante de ese modo, ¿no es cierto que, en algún sentido, sospechamos desde ese preciso instante que ya no es virtuoso? Sospecham os que, en cuanto reúne todas las exigencias de la virtud, ya no la puede satisfacer. Una prueba de ello son las c o ­ millas de precaución que acompañan al calificativo y parecen insinuar, puesto que lo distancian del enunciante, que uno no querría ser objeto de semejante enunciado. Al establecery asig­ nar la «virtud», aquello que nos permite reconocerla y definirla se encuentra asimismo determinado; y, por ello mismo, lim i­ tado, sellado, petrificado, acuñado. Se orienta hacia el estereo­ tipo: se ha convertido en algo convenido. En la medida en que se aplica y se verifica meticulosamente en cada acto, pierde la generosidad fecunda, desbordante, inspiradora-insolente, que da lugar efectivam ente a la virtud. Y entonces la persona a quien calificamos de «virtuosa» (o a quien suponemos «virtuosa») es tan solo, com o sabe cualquiera menos el aludido, alguien n e ­ cesitado de virtud: la calificación (la etiqueta) se gana al precio de la capacidad. Y también cuando decimos de alguien que es «piadoso», cuando lo señalamos como tal, y aislamos y desta­ camos en él esa cualidad, sabemos que la piedad es entonces pálida, insulsa, avara, mezquina: se encuentra limitada a sus rasgos. El simple hecho de que sea posible identificarla con los signos tangibles hace que pierda esa fuerza (ese impulso) que se despliega sin objeto, sin plan, inasible de tan expansivo, y que constituye efectivamente su grandeza. De acuerdo con lo que parece actualmente la versión más auténtica, surgida de las tumbas, el Tao Te Ching comienza con las siguientes palabras:

La virtud superior no es virtuosa, por eso posee virtud; la virtud inferior no puede liberarse de la virtud, por eso carece de virtud. (§38) Aunque semejante planteamiento parezca ponernos al filo de la contradicción, y desafía claramente el llamado principio de no-contradicción, puesto que el predicado contradice el su­ jeto en dos ocasiones, no existe paradoja en él (ni pensamiento abstruso o místico). Pero conviene advertir desde un principio que la capacidad debe considerarse al margen, es decir, tan lejos como sea posible, de sus determinaciones tangibles: no se deja reducir a las características o propiedades que pretenden defi­ nirla y que la ponen de manifiesto. No se trata de que aquello que permita intuir la «virtud» sea la oposición entre el parecer y el ser, es decir, que podamos tildarla de hipocresía: esta duplici­ dad que presuponemos habitualmente no es pertinente en este contexto. El hombre «virtuoso» no es sospechoso de ser virtuoso solo en apariencia. Por el contrario, lo que ocurre es que él h e ­ cho de que se atenga rigurosa y asiduamente a la virtud (de que no se «libere» jamás de ella), de que esté tan concienzudamente adherido y unido a la definición del ideal de virtud, y de que rea­ lice actos virtuosos que son perfectamente reconocibles como tales y consecuentemente loados, lo conduce a malograr aquello que hace de la virtud una emanación inagotable. La falta de coincidencia se produce, pues, entre lo que llamaré, para diferenciar los términos, lo efectivo y lo determ inante : entre, por una parte, una capacidad que en la práctica, en su desarrollo, desborda y desafía cualquier determinación posible; y, por otra parte, la determinación que se codifica y contribuye a la defini­ ción, convirtiéndose en algo limitado y, por lo tanto, especificable. Pues, en el estado de la calificación ya solo queda una parce­ lación de determinaciones particulares, completamente ordena­ das, las cuales, dado el meticuloso etiquetaje que suponen, se en­ cuentran separadas de su fondo, desgajadas de su emergencia.13 13. Véase S ip a r le rv a snns dirc. Du logos e td 'n u lres ressources, Seuil, 2006, cap. 5.

Porque lo propio del enunciado, del logos (y sobre todo del principio de no-contradicción, que es su primer axioma), con­ siste en asignar a un objeto la característica que le es propia, suponiéndole propiedades, es decir, determinaciones «especí­ ficas» que constituirían su «ser», lo que permite que sea acce­ sible al conocimiento e incluso hace posible la ciencia. El Tao Te C hin gse opone precisamente a todo esto. Pero ¿qué camino alternativo propone? No es el carácter «fluido» de las cosas lo que se opone a la definición (de acuerdo con el antiguo argu­ mento griego del «movilismo», en Heráclito); ni siquiera el que malograría lo individual y lo cambiante, ambos inefables, bajo la estabilidad que el lenguaje impone a las cosas convirtiéndo­ las propiamente en «cosas». No, el problema de fondo es más bien que la determinación (cualquier determinación) capta la qu ietu d pero no la em ergencia ; que la definición se sitúa en el después, no en el antes; en el estadio de lo acabado, de lo esté­ ril, de lo que ya no es fecundo. En el estadio de lo que ya se ha desarrollado completamente, desplegado, y se encuentra así en vías de agotarse (ya no es): la verdadera virtud se burla de la virtud, del mismo modo que la verdadera elocuencia se burla de la elocuencia. Por su parte, la definición (codificación) capta la capacidad de las cosas cuando esta ya se extingue. Lo vivo se deja entonces percibir y dividir analíticamente en propiedades o cualidades precisamente porque estas se encuentran ya en vías de aislamiento y disolución. Sin duda, la definición capta el «ser» en su coincidencia, pero no el proceso del que emerge esa capacidad. De ahí que la fuente del proceso, según Lao Zi, se encuentre siempre en retirada. Cuando una nación exhibe todo su poder, o cuando se ad­ mite que es la más poderosa, cuando se cree que ha alcanza­ do el m áxim o poder, que está en su apogeo, el poder ya se ha debilitado: el proceso de declive ha empezado (como atestigua invariablemente la historia). Se produce una falta de simulta­ neidad entre, por una parte, los signos visibles del efecto y, por la otra, la fuente del mismo (la «madre» dice el Tao Te Ching). Porque la manifestación es un resultado y, por lo tanto, algo ob ­ soleto. Lo efectivo se encuentra en la propensión (mientras que

aquello que es posible reconocer e identificar como tal, el «tal» de la esencia, según la definición, en su estadio realizado, eti­ quetado, ha empezado discretamente a invertirse). Así es como entiendo otro pasaje del Tao Te Ching: Todo el mundo conoce lo bello en cuanto bello, y eso es entonces lo feo; todo el mundo conoce el bien en cuanto bien, y eso es entonces el mal (§ 2). Lo que se reconoce como «bello», o como «bien», y contri­ buye a la definición, no solo se encuentra abocado a languide­ cer, sino que incluso constituye algo contra lo cual empieza a inventarse una nueva belleza, unos nuevos valores que no son aún completamente identificables ni enunciables. Todos los que contribuyen a la renovación del arte o del pensamiento entienden esta idea. Ello explica que muchas veces su obra se ignore o se discuta durante mucho tiempo. Una consecuencia debe señalarse: si el estadio de la culm i­ nación manifiesta —c o lm a d a — es el agotamiento, la plenitud efectiva, desde su origen, es lógicamente deficiente. Lao Zi es coherente al reconocer que la «virtud superior» (el origen), al no ofrecer todavía signos de virtud, parece «ausente»; se dice que tiene la profundidad de «un pequeño valle» (§ 41). Y tam ­ bién que «parece faltarle la gran conclusión», que «la plenitud máxima parece vacía» (§ 45). Asimismo, la «elocuencia» parece «balbuciente» {ib). Detengámonos ahora en este «parece»: lejos de denunciar una ilusión voluntaria o el carácter engañoso de la apariencia, este parecer muestra cómo se transparenta n ece­ sariamente en el dorso —«por detrás»— esta capacidad innata, cuando aflora en el ámbito de lo tangible. Pero, asimismo, esa es la razón por la que, se añade, «con el uso, no se agota»: del mismo modo que no evita realizarse e imponerse, permanece en retirada, no deja que se produzca la plena quietud. Prueba de ello es el valor que en pintura tienen los bosquejos (aunque ¿cuánto tiempo nos ha llevado reconocer su valor en Europa?): según Baudelaire, existen cuadros que han sido «creados» pero

no «terminados» (y por desgracia existen otros que han sido «terminados» pero no «creados»...). Porque el esbozo nos des­ cubre — contra la tradición ontológica, la misma que pretende que cuanto más determinada es una cosa, más «es»— que la obra es más efectiva cuanto más cerca del origen, del proceso, se mantiene: más vale abandonarla antes de terminarla, para que pueda seguir siendo obra; más vale no terminarla para evi­ tar que se realice. «Acabar» un cuadro, decía Picasso, es como rematar al toro, matarlo.

2 Llamo c o lm a d o al momento que se opone a la em ergencia, es decir, al momento donde todo ha llegado al término de su de­ sarrollo, es patente y coincide: es el momento de la definición y del enunciado, del logos (¿y, por añadidura, el de la verdad?). El momento en que se ofrece todo, en que todo es evidente y está saturado, pero también, precisamente por ello, el momento en que nada sigue actuando; y en consecuencia, como ocurre en el lienzo, el momento en que efectivamente se ve algo pero d eja de aparecer. Este cara a cara inmóvil, que ya no ofrece nuevos ses­ gos, ni descubre nada nuevo, se vuelve estéril: un cuadro «ter­ minado» (que ya no está en proceso ). Como la mar inmóvil: ha dejado de ascender pero aún no se retira. «La mar estaba sere­ na», escribe Hugo, «pero el reflujo comenzaba a dejarse notar». Sí, es necesario, efectivamente, que el reflujo comience a dejar­ se notar para que esa quietud misma aparezca; la retirada debe haberse iniciado, aunque discretamente, para que semejante evidencia pueda emerger. También se dice del navio que está detenido, en punto muerto, cuando no avanza ni retrocede. Lo mismo ocurre a las tres del mediodía, cuando se ha al­ canzado el punto álgido de la m añana y todavía no se ha ini­ ciado la puesta del sol: cuando, a plena luz del día, las cosas, completamente inmóviles, resultan perfectamente nítidas, en el punto álgido de su caracterización y su calificación, cuando ninguna oscuridad amenaza su visibilidad, ni ninguna nube

amenaza con ensombrecerlas. No es posible ninguna oblicui­ dad o estrategia: las cosas se hunden en un letargo. Como la luz ya no puede aumentar pero todavía no disminuye, todas las cosas han llegado al paroxismo, al colmo, de su determi­ nación. Ya no revelan ninguna insuficiencia con respecto a un origen, reposan perfectamente en su «propiedad» o cualidad, es posible acotarlas por todos lados: razón por la cual ya no se distinguen. Es decir que, precisamente dada su completa evi­ dencia, ya no tenemos perspectiva sobre ellas, ni acceso a ellas, de modo que efectivamente las vemos, e incluso son lo único que vemos, pero ya no las percibimos (lo cual no tiene nada de paradójico o, cuando menos, en este punto ha empezado a di­ solverse la paradoja). Según Agustín, también la Creación ente­ ra, el Cielo y la Tierra, claman con insistencia, en todas partes y en todo momento, «evidencias» de Dios y, no obstante, somos incapaces de percibirlas (Confesiones, XI, 4). De modo que ine­ vitablemente, para poder aparecer en este mundo, Dios se reti­ ra. Para que podamos sentir su omnipresencia está obligado a ausentarse. Convendría pues oponer entre sí estos dos momentos: el de la evidencia (de lo colm ado) y el de la retirada, el de la evidencia que ya no permite discernir y el de la retirada que hace posible la aparición de las cosas. Por una parte, en el estadio evidente de lo colm ado (de la mar en calma, o de la virtud reconocida, de lo bello convencional y, sobre todo, de la celebración de la fiesta...) conviene sospechar que hay algo que inevitablemente se ha perdido, volver de lo colm ad o a la em ergen cia : retroceder desde las marcas características que constituyen la definición hasta aquello de lo que esas marcas son una realización y un menoscabo, aquello que inevitablemente se ha retirado. Debe­ mos descubrir, bajo la realización, aquello que en tal realiza­ ción, en lo que tiene de llana evidencia, se ha retirado: hasta el punto de que esa evidencia misma, que lo satura todo, que ya no admite nada nuevo, que inhibe cualquier acceso, se torna invisible. Por otra parte, precisamente en el momento opuesto, el de la retirada, se descubre lo realizado pues, al salir de su evidencia, aparece. Porque en el momento de retirada se inicia

una desaturación de la determinación que despeja y disuelve la opacidad. Con la reducción de la presencia, cuando la ausencia empieza a atravesarla, se ilumina de pronto lo que estaba de­ masiado manifiestamente dado, desplegado, descubierto, para dar lugar a alguna evolución o a algún descubrimiento. La razón de este efecto no es tanto que, de forma subjetiva y psicológica, esta reducción de la presencia comience a inducir una ausencia, a destilar una añoranza (según el antiguo tópico del lirismo: retirada-añoranza) que, al poner fin a la satisfac­ ción, haría desear de nuevo. La retirada iluminadora tampoco se debe solo a la reconocida virtud de lo negativo, que establece un contraste marcado, como las sombras del cuadro realzan los colores. De hecho, en esta ruptura entre la em ergencia y lo colm ado, lo que sale a la luz y surge incidentalmente en el pen­ samiento es nada menos que la no-coincidencia consigo m is­ mo, con lo que escapa a la lógica (la del «ser» y el enunciado), de modo que lo vivo está vivo y puede sentirse efectivamente. Eso hace del momento de retirada una experiencia instructiva. La em ergencia parece pero no aparece (solo la poesía consigue dar señales de su presencia, sobre todo la poesía moderna y «ma­ tinal», Rimbaud y Chair); lo colm ad o es evidente, pero, como ya no sobresale, no se discierne (así ocurre con el cuadro «ter­ minado», o con la carta robada guardada sobre la chimenea). Pero como la retirada no impone (el «ser» de la presencia impo­ ne), deja que lo otro atraviese al «yo» de modo que este empieza a disolverse, y que rasgue lo pleno y lo vacío, de forma que lo pleno pierde su opacidad y puede entonces tener pleno efecto, pues solo la retirada permite aparecer, es decir que hace surgir el fondo (retirándose) del que brota esa emergencia. Así ocurre, ya no cuando comienza a ponerse el sol, sino al an ochecer: cuando la luz comienza a retirarse no solo ocurre que las cosas surjan de nuevo bajo los rayos oblicuos, sino so­ bre todo que descubrimos algo que constituye la virtud de la luz (aunque no sea exactamente «algo»), invisible pero que se deja ganar por la oscuridad, aunque ofreciéndole resistencia y desmarcándose. O en el otoño: en la retirada del verano que despliega por todas partes su progreso y lleva a la naturaleza a

su apogeo, no solo se percibe la nostalgia de esa plenitud pa­ sada y de su esplendor. Surge, porque resurge de la diferencia, «algo», que no es un objeto, más fundamental que cualquier de­ finición y cuyo origen escapa, y aporta ese despliegue que, por comodidad (por sintetizar), denominamos «naturaleza». Tanto el anochecer como el otoño, son temas banales como pocos, que habitualmente relegamos al comentario o a la confidencia, o que nos conducen muy pronto al mal lirismo. Sin embargo, convendría no desdeñarlo que nos ofrecen, aunque torpem en­ te (dado su carácter sentimental), de ese algo efectivo (del que todo enunciado determinante se desvía y termina m alogran­ do). La poesía está ahí (se inventa) para sacar a la luz algo (un «algo» imposible) que el logos perdió. Y asimismo, solo cuando en uno mismo se retira la vida, a causa de la vejez o de la enfermedad (a diferencia de cuando aumenta su fuerza o se desarrolla y madura), com ienza a per­ cibir «lo que» es vivir. Basta leer las variaciones de Montaigne sobre ese objeto imposible en su último ensayo («De la expe­ riencia»): como, día a día, gradualmente y a trompicones, a tra­ vés de pausas y caídas, la vida lo va abandonando inadverti­ damente, termina discerniendo y cobrando conciencia de ese sentimiento que precede a cualquier sentir y que la plenitud de la vida anterior recubría; el mero sentimiento de estar vivo (del que también da cuenta Rousseau en las Confesiones y Las en ­ soñaciones). Lo mismo ocurre cuando me separo de ti: reparo entonces en la fuerza de nuestro vínculo (pues la presencia, al prolongarse, se pierde). No quiero poner a prueba la intensidad del vínculo, ni calculo maliciosamente intensificarlo mediante la ausencia, sino que simplemente lo evidente aturde, la pre­ sencia obstruye; y la llegada de la separación viene a despejar la presencia, de modo que esta deja de recubrir de opacidad la relación.

3 Pero ¿qué tiene de inquietante esta división (entre la em ergen­ cia y lo colm ad o, o entre la evidencia y la retirada)? Nada menos que la necesidad de pensar en otra forma de coherencia, a poco que tiremos de este hilo (¿acaso esta «coherencia» desborda la lógica?). La primera forma de lógica, que se cree única, es obvia y triunfante (al menos en el logos europeo tal como lo estable­ ció Aristóteles); pero el hecho de que jamás haya confrontado ninguna otra forma ¿no la hace en alguna medida inconscien­ te? La lógica occidental extrae su coherencia de la coincidencia, que descansa en la determinación-definición y sirve de norma al enunciado predicativo: así, es la lógica de lo «propio», que presupone una identidad fundada en el Ser, la que establece el axioma primero de la no-contradicción. Esta lógica encuen­ tra, en el m arco de la filosofía clásica, su anclaje subjetivo en la «evidencia»; como presencia perfecta del objeto pensado, en tanto «idea», que produce así la «claridad» en el espíritu que la percibe; y se ilustra en la concepción tradicional de la verdad como adecuación y conformidad, en la que se fundó la ciencia. Pero no es menos cierto que esta misma lógica evidencia su debilidad cuando se trata de pensar la vida, pues la separa constantemente de ella misma al considerarla según las deter­ minaciones que la congelan, y no de acuerdo con lo que acabo de llamar su carácter efectivo. El carácter efectivo no incumbe al «ser», ni consiste en «algo», ni siquiera es un «objeto» posi­ ble. Cuando se aprehende la «vida» a partir de la disyunción entre la em erg en cia/lo colm ado, empieza a abrirse una brecha en esta adecuación tan bien urdida por la razón que pretende abarcarlo todo con sus tentáculos («tela de araña» decía Nietzs­ che). Entonces ¿acaso no vemos cómo ese resquicio práctica­ mente inadvertido abre una brecha al oponer la em ergencia y lo c olm a d o ? Desde que la vida optó por la vía del conocimiento (de la esencia, de la adecuación, de la lógica, de la verdad...), ¿a qué ha renunciado la filosofía? Al fenómeno de la vida, es decir, de la vida en tanto que vida, que pasa incesantemente a ser lo

contrario (o si no, es la muerte). Parece difícil no sospechar que la filosofía se ha desviado de la vida (ha huido de la vida), para poder pensar más cómodamente (adecuadamente) sus «obje­ tos», inevitablemente petrificados (precisamente ese apaño es el que Nietzsche le reprochaba a la filosofía). Solo es posible pensar la vida como desapropiación constan­ te de lo propio, puesto que pasa constantemente a su contrario, como quien escapa sin tregua de sí mismo, y esta es la única de­ finición posible, aunque sea una antidefinición. (La alternativa, la opción de la adecuación, mata la vida.) Pero, entonces ¿cómo es posible la no-coincidencia de algo consigo mismo? ¿Introdu­ ciendo un término que gobierne la identidad del «sí mismo»? Hasta la virtud que «no abandona» la virtud se considera des­ provista de virtud, pues la virtud efectiva («superior») ya se ha retirado de ella; y lo que se reconoce como «bello» es ya una forma de belleza muerta, es decir, que ya no es efectiva, una for­ ma donde lo bello se encuentra en retirada, donde la evidencia, al saturarlo todo, ya no discierne, y solo la retirada permite la aparición... Pero el problema entonces es atribuir coherencia a este pensamiento de la no-coincidencia, sin dejar que se hunda en el misterio, rescatarlo del abismo de la Fe y de su absurdum , donde solo Dios desafía a la lógica (del Satz como enunciado al Satz como «salto», de acuerdo con lo que señalaba tan atina­ damente el filósofo alemán).wY también evitar que caiga en la paradoja o la provocación, que solo pueden durar el tiempo de una exhalación. ¿Cómo es posible no abandonar la vida al exo­ tismo o a los juegos de retórica (el culto del oxímoron) cuando nos damos cuenta de que desafía, de la forma más ostensible, la «evidencia» de la lógica? Primero debemos preguntarnos si es posible separar de forma tan contrastada los contrarios: como he señalado al c o ­ mienzo, la evidencia de las cosas se agota en lo colm ado, pero, puesto que esta evidencia subjetiva es la piedra de toque de la

14. Martin Heidegger, Identilal w u l Differenz, Klett-Colta, p. 28 (cf. Trad. André Préau, Qiiestions I el II, op. cit., p. 273-274). [Trad. cast.: Id en tid a d y D iferencia.Barcelona: Anthropos, 1988).

verdad, ¿en qué se apoya el racionalismo? Por un lado, sabemos que la mirada exterior se ahoga en la presencia; por otro lado — contrapartida que tiene consecuencias en la experiencia sen­ sible—, sabemos que la mirada del espíritu —pues también el espíritu sería «mirada», una metáfora tan antigua en Occidente como la metafísica— se apoya en la presencia de la idea en sí. Sin embargo, esto supone aceptar que para contener la ambi­ valencia característica de la evidencia basta con desdoblar el mundo postulando lo inteligible por una parte y lo físico por otra. De hecho, incluso la «evidencia» intelectual puede ser una forma de pereza: veo como evidente en mi espíritu lo que me parece obvio, pero tal vez se deba solo a que estoy tan familia­ rizado que ya no soy capaz de darme cuenta de la arbitrariedad, a que he perdido la capacidad de cuestionarme las cosas. La coincidencia, cualquier coincidencia, el simple hecho de que se produzca una coincidencia, ya sea de la vista o del entendi­ miento, impide seguir progresando, trabajando: el acuerdo re­ conocido comporta la amenaza del letargo. La «evidencia», sea cual sea, del espíritu o de la percepción, siempre corre el ries­ go de esa comodidad y esa renuncia. Y del mismo modo que la evidencia de las cosas hace que ya no las veamos, la evidencia de las ideas hace que ya no las pensemos. Cuando digo: «Es evi­ dente», me detengo, depongo las armas y no sigo cuestionando. Pero deberíamos preguntarnos si esta evidencia lógica a la que pretendemos apelar para evitar incurrir en prejuicios, no disi­ mula un prejuicio todavía más tenaz; o si no estará basada en una ceguera más profunda. En consecuencia, se trata de un doble programa en los dos frentes o por am bos lados. Por una parte, siempre es necesario reconsiderar de un modo más exigente la condición y el dere­ cho de una evidencia lógica, esforzándose por disipar la oscu­ ridad en vez de por disimular un acomodo: de ello depende que pueda seguir sirviendo de punto de pertinencia irrecusa­ ble (universal) del pensamiento, y que el conocimiento pueda, cuando menos, apoyarse, ya que no puede fundarse, en ella. Puesto que no es necesario renunciar a esta evidencia (de la

coincidencia) en la que se apoya la razón. Por otra parte, toda­ vía no hemos acometido un trabajo que, dado su carácter de­ safiante, resulta inmediatamente sospechoso: el de sacar a la luz otra forma de coherencia alternativa, una lógica no lógica, la de la no-coincidencia o la de la impropiedad que, al escapar al poder de determinación del logos, sea legítimamente capaz, junto al conocimiento de los objetos, de dar cabida a ese objetono-objeto («junto a», es decir, sin mala conciencia pero también sin bravuconería inútil) e iluminar ese carácter efectivo de la vida. Pues no quiero circunscribir esa no-coincidencia propia de la vida en lo inefable, ni abandonarla al culto de lo irracional o al misticismo compensatorio. Pero ¿cómo es posible articu­ lar serenamente ambas cosas, dar carta de naturaleza tanto a una como a la otra, al «saber» de la ciencia y al «pensamien­ to» de la vida, considerando que la misma oposición entre ellas es abstracta? ¿No es cierto que también estos términos están petrificados? De modo que habrá que empezar mostrando de qué es ca­ paz esta yuxtaposición o este «junto a» (de los dos regímenes de coherencia): de la coincidencia o de la no-coincidencia, los dos alias que se ilustran respectivamente en la evidencia y la retirada. ¿No se trata de la polaridad misma del pensamiento? Precisamente, el pensar se produce en el espacio que se abre entre una y otra, en esa tensión, la que existe entre lo «propio» y su subversión. E incluso podría añadirse que la oposición de las dos exigencias es la que nos conduce a pensar, la que hace avanzar al pensamiento. Pero será preciso profundizar riguro­ samente en las implicaciones de semejante coexistencia, pues­ to que quisiéramos evitar que lo que ha empezado a abrir una «brecha» en la racionalidad, en forma de «retirada», quede ab­ sorbido en el seno de la intersección entre los territorios de la religión frente a la ciencia. No obstante, podría objetarse que la coexistencia ya está ad­ mitida, e incluso en parte regulada, aunque no legalizada, en el seno mismo de la filosofía. Y que Descartes ya percibió en su cogito el punto de emergencia de la evidencia, a partir del que todo comienza; y que este le permitió desterrar la duda, pues

lo estableció como principio de la filosofía sobre el que cons­ truir la ciencia; e incluso que hizo de él la primera regla de su método, puesto que la idea «se presentaba» tan claramente, es decir, inmediatamente, al espíritu, y esta coincidencia, al re­ sultar completa, servía de fundamento de la verdad (algo que no obstante no le impidió, como sabemos, meditar en el «uso de las pasiones», en el Tratado de las pasiones, su gran logro, ni siquiera le impidió poner en este texto «toda la placidez y la felicidad de esta vida»,15 como confiesa en un aparte el filósofo «enmascarado»...). Sin embargo, conviene señalar que el hecho de que Descar­ tes meditase tanto sobre las pasiones, que le gustara distinguir su diversidad y que pensara que en ellas se encuentra lo que da encanto e intensidad a la vida, no implica necesariamente que se desmarcara ni un milímetro de la lógica de lo «propio» y de su pertinencia. Ni el hecho de que, tanto antes como después de Descartes, jam ás se haya dejado de pensar que la esencia del hombre es el «apetito», o que el poder del conatus (o del Trieb o de la pulsión) es la expresión misma de la vida (ni siquiera el que se haya concebido a Dios como la vida misma, en Spinoza, o al ser como la voluntad de poder, algo en lo que desgraciadamen­ te incurrió Nietzsche). Incluso cuando se piensa en la impetuo­ sidad y en el carácter desbordante de la vida, esta se encuentra siempre considerada como una especie de «esencia», de modo que no contradice en absoluto, ni siquiera se distancia (deja de coincidir ) un poco, de sí misma: la vida no bulle precisamente en su concepto; el tránsito de un «uno mismo» a su otro no está comprometido. De modo que aunque Descartes considere la dualidad del cuerpo y el alma, o busque, por el contrario, a tra­ vés de alguna glándula cerebral o de los espíritus animales, un punto de mediación o de transición entre ambos, jam ás pone en tela de juicio el principio de identidad, sino que lo confirma en todo momento: no deja que la vida perturbe su pensamien­ to, que trastorne lo más mínimo el método del conocimiento.

15. Carta al marqués de Newcastle, marzo o abril de 1648.

4 Bajo las figuras de la evidencia y la retirada se dividen pues esas dos opciones fundamentales, y lo que debe construirse es la relación entre ambas. La filosofía es bifronte, una doble confrontación: coherencia de la coincidencia o de la no-coinci­ dencia, lógica de lo propio o de lo impropio (los regímenes de la hom ología o de la heterología). Se trata de identificar el objeto/ sujeto o de pensar la vida. Pero ¿cómo es posible no advertir que, en esta línea de demarcación, la fenomenología, en vez de promover las condiciones de una coexistencia, se ha desgarra­ do? Entre, por una parte, el principio de evidencia al que vol­ vemos una y otra vez (Husserl), el único comienzo imaginable y la condición de posibilidad de la ciencia; y, por otra parte, la mediación de la retirada, la única que nos permite pensar el Ser (Heidegger), y llevarlo a distanciarse de sí mismo en cuanto «ser ahí». La fenomenología ¿surge entonces de algo que consi­ dera menos una tensión fecunda que una ruptura y una alter­ nativa (Evidenz/Entzug )? Se diría que así es, puesto que se ha dejado fascinar por la evidencia o por la retirada; ya sea por lo que se presenta irrefutablemente a la inteligencia del espíritu (a partir de lo cual ese mismo espíritu puede partir para estable­ cer firmemente el conocimiento); o por la apelación a ir siempre más lejos, al fondo sin fondo, despojándose de la verdad, hasta el punto de que tal verdad llega finalmente a renunciar a ella misma como «verdad». La coincidencia a partir de la que, siguiendo los pasos de Descartes (en las M editaciones m etafísicas ), es posible hacer emerger siempre, a un bajo precio, la subjetividad (que se con­ cibe entonces como yo «puro» o «trascendental»), es precisa­ mente la que afirma que la «evidencia» no es solo el punto de partida sino también la única justificación inquebrantable de la ciencia; y es además el único modo de que la cosa se presente a la conciencia (no simplemente el modo en que la suponemos o la vislumbramos); la que afirma que la evidencia se correspon­ de, pues, exactamente con la cosa, de modo que la mirada del

espíritu alcanza así «la cosa misma», y que ello ocurre incluso en un estadio antepredicativo (es decir, como «evidencia pri­ mitiva»). En sentido estricto, antes de Descartes, no se exigía la evidencia, sino tan solo la claridad, por una cuestión de ne­ cesidad lógica (el deion oti de los griegos). Sobre la evidencia «vivida» del «existo», Husserl fundó lo absoluto («apodíctico») del conocimiento. No obstante, desde el punto de vista que nos preocupa en este caso, la pregunta no se ha resuelto y no hemos conseguido avanzar. Porque seguimos sin entender cómo es posible que esa evidencia «vivida», aprehendida exclusivamen­ te en la intuición de un instante, llegue a dar cuenta del carác­ ter efectivo de la vida, es decir, de la vida considerada como un movimiento y alternancia de contrarios que hace que la vida sea vida, desapropiación de lo propio, y escape a ella misma. «Evidente» significa, en suma, la culminación de lo «pro­ pio», término más allá del cual no es posible avanzar: ya no es un axioma establecido (como lo era en Aristóteles), sino (taño en Descartes como en Husserl) una presencia subjetivamente experimentada. Pero ¿cómo es posible entonces estar segu­ ro de poder congelar así la presencia, completamente aislada, en nuestro espíritu? A ello responderá Heidegger de un modo ejemplar, al desenclaustrar lo «propio» (Heidegger, en ¿Qué es m etafísica?, donde inicia la ruptura): si es cierto que la ciencia, en su «propia» determinación (exclusivamente centrada en lo viviente), de la «nada», no puede conocer nada, entonces se descubre ella m isma dependiente de esa «nada» a la que quiere darle la espalda (pero que, no obstante, se encuentra incorpo­ rada en su seno: y por lo tanto la ciencia se encuentra necesa­ riamente empujada, para aprehenderse a sí misma, más allá de sí misma). Parece pues que ni siquiera la ciencia coincide con­ sigo m ism a (es decir, que ella misma es zwie spáltig ); que no puede encerrarse en sí misma (en su «ser ahí») más que desbor­ dándose; que el fundamento no tiene fondo, que abre un «sin fondo» abismal, A bgrund, en el que enraíza sin sospecharlo el árbol cartesiano de la filosofía. Y así, resultará imposible esta­ blecer un punto de partida radical: siempre estaremos obliga­ dos a remontarnos m ás atrás para encontrar el origen (en busca

precisamente de ese punto que no obstante escapa al entendi­ miento, donde efectivamente se encuentran los opuestos que coinciden; donde, precisamente cuando relegamos a la nada, la afirmamos; donde es el Ser en sí mismo el que, simultánea y contradictoriamente, «se evidencia y se retrae», «se da y se hur­ ta»: donde el Ser no puede revelarse, en el acontecer del ser ahí, más que «retirándose» como Ser, etc.). ¿Qué ventaja tiene esta concepción (heideggeriana) para pensar el hecho de vivir ? Y, sobre todo, ¿qué podemos aprender de la figura de la «retirada» al cuestionar el prestigio de la evi­ dencia y explorar en el «Ser»? Que si el Ser se piensa inicialm en­ te como algo que es traído a la presencia, y ello por oposición al presente-duración (detenido) del ser ahí de la metafísica, al dar un paso más, pero hacia atrás, insignificante, nos vemos lleva­ dos a considerar que solamente la «retirada» del Ser, aunque «oculta», permite la emergencia del presente como «devenir». Dicho de otro modo, a fin de que se entienda mejor la depen­ dencia original frente a lo Otro y el modo cómo esta m ina todo pensamiento de lo propio o de la coincidencia: solo a partir de una retirada la presencia es lo que es: entonces, la presencia ya no es pensada solamente por contraste con el presente, sino que, en un sentido más originario, es su contrario: la «retira­ da». Así, lo «propio» (la coincidencia) se vuelve impropio en su fundamento y exige ir siempre m ás allá. Según Heidegger esto es lo que ya podía hallarse en el p ensa­ miento antiguo de los griegos, según el cual se concebía la lle­ gada del ser, o la presencia, la physis, en su emergencia original y su «crecimiento», pero que inmediatamente se definió d e m a ­ siado propiam ente (llanamente, a fuerza de «petrificar» diría yo) como la «naturaleza». Pues, aun cuando concibamos la n a ­ turaleza como «eclosión» constante, emergencia y crecimiento del aparecer (Aufgehen ) —como emergencia, de acuerdo con la conocida fórmula de Heráclito—, sabemos que a ella también «le gusta ocultarse» y que esta ocultación, que constituye su reserva, es lo único que garantiza su emergencia. Lo mismo ocurre con lo que, por un exceso de rigor, denominamos inade­ cuadamente «verdad». Pues si los griegos concibieron la verdad

como «desvelamiento» (aléth eia, Unverborgenheit), es precisa­ mente (tesis desde entonces recurrente hasta la saciedad) por­ que remitía más esencialmente a un «velamiento» ( lethé ) que no solo constituía su fundamento, la reserva o la condición sino que, dada su dimensión opuesta, gobernaba constantemente a la verdad desde el interior; un «velamiento» que, al retirarse en beneficio del desvelamiento, también se sustraía en él.

5 Convendría preguntar qué nos permite esclarecer la disyun­ ción entre la em ergen cia y su realización (una disyunción que procedería de la disociación del «Ser» y del «devenir», de la re­ tirada del Ser que permite el despliegue del devenir, o del «ve­ lamiento» y del «desvelamiento»). La respuesta debería con­ tribuir por añadidura a dar cuenta de que la impropiedad, o la n o-coincidencia, constituye el carácter efectivo de la vida y su renovación. A menos que, por defecto, la coincidencia que con­ firmaba la «evidencia», ya no pudiera constituir ese punto de partida ineludible —ni, como tal, el «fundamento» de la cien­ cia—, puesto que se abre siempre más allá de sí misma en su contrario, a través del cual se pone en fuga: se orienta hacia una no-coincidencia más esencial en nombre de la cual deberemos concluir que la ciencia, cuando no sale del pensamiento de lo «propio», de acuerdo con la célebre frase, «no piensa». Desde el momento en que un término no puede encerrarse en sí mismo, coincidir consigo mismo, sino que remite a algo anterior de lo que depende (pero que se ha retirado de él para permitirle exis­ tir hasta el punto de haber quedado «olvidado»), la impropie­ dad fundamental de todo enunciado (que se refiera a lo «pro­ pio») está asegurada. El momento posterior de coincidencia, colmado, no es más que la huella (petrificada por la «lógica») de esta imposibilidad de fundamento, abismal y vertiginosa in ­ cluso, que se debe únicam ente a la retirada misma. La cuestión es entonces a qué desposesión, propiamente interminable, nos conduce la desapropiación. Cuando desen­

trañamos el fundamento de cada determinación para buscar aquello de lo que depende (algo que se retira simultáneamente y se ilumina en ella); y cuando admitimos que nada puede fun­ darse en sí mismo, o que lo «propio» no es un «sí mismo», sino aquello de lo que procede (es decir, cada vez que descircunscri­ bimos la presencia para interrogarnos sobre su origen), ya no es posible detener este movimiento de regresión, ni dejar de bus­ car el fundamento del fundamento, de caer por esa brecha, de retroceder en busca de una luz más clara que proyecte asim is­ mo una ulterior oscuridad. Ya no queda «evidencia» (ninguna presencia aislable o «propia») a la que asirse. Incluso, en caso de que nos detengamos finalmente en un «primer» término que consideremos el más originario (ese «algo», com pletam en­ te indeterminado, del «existe algo» inicial, es gibt), ese primer término, fatalmente, ya no significará nada: tan solo nombrará la imposible propiedad en la que descansa todo enunciado. Heidegger también justifica en muchas ocasiones tanto la necesidad de pensar lo «propio» como el orden, no de la esen­ cia sino del origen, no del fundamento sino de su imposibili­ dad. Para conseguirlo señala la necesidad de pasar de la «re­ presentación» a la «comprensión» (vorstellen/verstehen ), y de deshacerse del modo de pensamiento rigurosamente correc­ to (a fuerza de aislar) del entendimiento; e incluso apela a la disolución de la «idea misma de la lógica» en el «torbellino de una pregunta más originaria». Y todo ello podría servir para señalar momentáneamente el camino, integrando la contra­ dicción y legitimándola de diversos modos, pero sin embargo no bastaría. Durante una época he seguido el pensamiento de Heidegger, pero aquí debo abandonarlo. Porque me parece que Heidegger nos condena, al menos en dos puntos, cuando in­ tentamos pensar la desapropiación característica del vivir (que conduce a oponerse a la identidad impuesta habitualmente al concepto), es decir, cuando tratamos de evidenciar aún más la falta de coincidencia propia del concepto-no-concepto. En primer lugar, no me parece que Heidegger haya consegui­ do elucidar la relación entre la no-coincidencia más esencial en lo que se refiere a la lógica (de lo propio o de la coincidencia) de

la que se desmarca: como no explicitó qué coherencia proponía frente a la otra, aquella sobre la que se erige el conocimiento, se vio obligado a justificarlas ambas y a mantenerlas en para­ lelo. Y ello supone el riesgo, cuando menos, de verse obligado a abandonar la ciencia, el estatuto del objeto y de la técnica, y también el de la política (un asunto en el que, como sabemos, naufragó su pensamiento); y también supone el riesgo de verse obligado a regresar bajo mano al qu ia absurdum de la teología, e incluso de terminar recurriendo una vez más al apofatismo. Me parece que tampoco consiguió aclarar cómo debía el pen­ samiento, no ya renunciar a lo «propio» (al conocimiento), sino evolucionar activamente de lo propio a lo impropio (y al revés), y operar en esta diferencia (que da lugar al pensamiento) entre la coincidencia y su falta (más bien, la descoincidencia ); entre la inmediatez de la evidencia que nos proporciona la claridad de un asidero y un apoyo posibles (como tales, indispensables para la labor de pensar) y el ahondamiento (la profundización) en la regresión infinita propia de la retirada. Por lo demás, como Heidegger se replegó en la «pregunta por el Ser», ¿acaso no terminó abandonando el análisis existencial que, sin embargo, era la orientación que había considerado ini­ cialmente adecuada para acceder al Ser (como se ve en el aná­ lisis de la angustia de Ser y tiem po )? Al centrarse exclusivamen­ te en la pregunta ontológica, y al reconducir y reducir así toda descoincidencia a la única relación del Ser y del devenir, en provecho del Ser, inevitablemente, no pudo evitar caer, una vez más y a despecho de las negaciones habituales, en las comodi­ dades de la regresión y de la hipóstasis; y, al hacerlo, de repente, la filosofía a b a n d o n ó la vida una vez más. En efecto, el pensamiento de Heidegger deja una vez más en la oscuridad esos dos momentos que nos alertaron, a pesar de incorporarlos y de combinarlos entre sí, tanto el momento de la culminación como el de la retirada: de la retirada de la emergen­ cia en el seno de lo colmado, y también de la retirada de lo col­ mado donde aparece aquello que esa culminación de la eviden­ cia ya no permitía discernir. En definitiva, el pensamiento heideggeriano se aproxima pero no da cuenta de lo que Lao Zi hizo

aflorar, sin necesidad de explicitarlo, y que es un indicio cuya pista nos lleva más lejos. Como se ha visto, Lao Zi nos muestra, por ejemplo, que desde el punto de vista fenomenológico, y sin superponerle nada (sin aplastarla), la virtud «superior», anterior, ya se ha retirado de aquella virtud que coincide con sus marcas tangibles y que es posible definir, una virtud inferior y reduci­ da; y así, lo que llamamos propiamente «virtud» ya no es virtud efectiva, sino tan solo una virtud desvirtuada y codificada. Pero, ¿cómo es posible atenerse a eso simple, a ras de la experiencia, lo propio de lo vivo o de lo «efectivo», sin dejar que lo sepulte el aparato ontológico? ¿Cómo evitar desviarse de lo vivo ? Que el hacerse efectivo sea la retirada de lo que se hace efec­ tivo no implica sin embargo que sea posible substancializar ese «algo» (en definitiva, ahí es donde fracasa la ontología). De h e ­ cho cualquier pensamiento que retroceda hasta el «Ser» para situar en él lo efectivo (su «ocultarse» constituye la esencia del Ser, según Heidegger, etc.) es un callejón sin salida. Asimismo, tal vez el propio Heidegger, al hacer camino, habría traicionado la llamada a volver a «las cosas mismas», zur S ach e selbst, que no deja de plantear la filosofía de una a otra época, con perseve­ rancia, al menos desde Aristóteles, por más que Heidegger acu­ sase a Husserl de no haberla escuchado. El riesgo de esta trai­ ción es que la reflexión queda confinada a unos términos cada vez más alejados de la experiencia, o que dejan escapar la expe­ riencia; y que el filósofo ya solo puede recurrir al juego interno del lenguaje y de la etimología; y se encuentra, en resumen, al servicio de su única herramienta, sin ninguna otra sustancia, de modo que su empresa fallida ya solo puede compensarse (¿acaso hace falta insistir?) por lo que tiene de vaticinio. Nos preguntamos, pues, si en realidad Heidegger percibió/concibió fenomenológicamente (y no metafísicamente) la «retirada». En definitiva, basta fijarse en el modo como Heidegger dio cuenta del fenómeno del «claro», Lichtung'6 (un tema sin embar­

16. Sobre lodo en Das Ende d erP h ilo so p h ieu n d d ieA u fg ab e des Denkens, en Z u r Sache des D enkens, Tübingen, Max Niemeyer, p. 72 (trad. fr.: Questions I lIy lV , Gallimard, «Tel», p. 295). [Trad. cast.: E l fin a l de la filosofía y ¡a tarea d el pensar. Madrid: Tecnos, 2000.)

go célebre donde los haya). Advertimos el claro del bosque, nos dice, por contraste con la frondosidad del bosque (Dickung ); pero estrictamente hablando se trata del «aclaramiento» más que del «claro» (aunque esta sea la traducción consagrada), puesto que se refiere no a la ausencia de árboles en una zona dada y cir­ cunscrita, sino a una rarefacción que atraviesa completamente el bosque (los leñadores hablan de despejar el monte bajo para que los árboles crezcan mejor). No se trata de suprimir, sino de expurgar, de hacer menos tupida la broza, de despejar en vez de vaciar. No se desbroza completamente, pero gracias a lo que se retira vuelven a abrirse perspectivas. De modo que «aclara­ miento», recuerda Heidegger, significa «hacer más ligero» (etivas lichten ); y no tiene nada en común, insiste, «ni en la lengua ni en cuanto a la cosa», con la semántica de licht que significa «claridad» o «luminosidad». Pero después, de pronto, Heidegger concede (recapitula) (¿por qué traiciona de pronto la lógica de la imagen?): «no obstante» ( gleichw ohl ) sigue en pie la posibilidad «de una conexión de hecho entre las dos», la luz, Licht, puede «efectivamente» (nam lich ) coincidir con la Lichtung («caer en ella»: einfallerí), de modo que esta será la única que permitirá la llegada de la luz que se propagará en el claro. ¿Por qué, de pronto, este giro? Y ¿a qué se debe la concesión? ¿Por qué no atenerse al hecho de que solo interviene el acla­ ramiento: de que es la retirada (de los árboles) la que p rop ia­ m en te a c la r a ? Al desbrozar y limpiar, al hacer menos frondoso el bosque, esa simple retirada basta para que se produzca la aparición. Los árboles destacan más porque al haber despe­ jado la m aleza se distinguen los unos de los otros y dialogan d inám icam ente entre ellos (como muestra tan bien la pintura china en sus representaciones con el pincel). Al dejar pasar la ausencia a través de la presencia, al filtrar el vacío, más que la luz, aunque sin permitirle extenderse, esa retirada permite efectivamente a lo pleno restante, al evidenciarse, realizar su pleno efecto (¿acaso ese aclaramiento no se experimenta tam ­ bién en la penumbra?). La desaparición es la condición de la aparición, de modo que la presencia no puede aclararse a sí m isma, obstruye; por eso es precisa la retirada. Pero entonces

¿por qué invocar ad em ás la luz (como hace Heidegger), por qué hacer del «aclaramiento» una región particular (un lugar pri­ vilegiado), la única claridad en la que puede aparecer todo lo que «es»? ¿Por qué no atenerse a la virtud de la poda y querer que la luz venga a inundar el claro? La poda m ism a ya es una forma de aclarar. No es el rayo de luz el que, Lichtstrahl, desde fuera, trae la claridad, sino que esta surge del simple esclare­ cimiento, por rarefacción, de lo opaco. Pues de lo contrario, como ocurre en Heidegger, se corre el peligro de caer in fin e en la vieja representación metafísica (que nos apresuramos a considerar sepultada) de la Luz que esclarece la «idea».

6 Si hasta ahora he procurado evitar lo religioso para pensar la retirada, es porque sin duda el terreno no deja de deslizarse ha­ cia ella, hacia su abismo: en contexto europeo, la retirada de uno mismo inclina hacia el abismo. En la concesión de su Hijo, Dios se retira. Se despoja de sí mismo para hacerse hombre y salvar a los hombres: un gran mito que alumbra la vida. Al m e­ ditar sobre la retirada de «algo» inicial (ese algo del «hay algo» original, es gibt ), Heidegger parece evidenciar su inspiración. Pues, de hecho, la figura cristiana de Dios es la que ha permi­ tido pensar de forma más radical en Occidente la impropiedad originaria o la no-coincidencia de lo uno consigo mismo, que es la única forma de dar vida al concepto de vida; la única for­ ma donde el concepto de vida puede vivir, a diferencia de lo que ocurre cuando coincide consigo mismo, cuando queda ence­ rrado y detenido en sí mismo, cuando el concepto hace de él algo inerte: la única forma, en resumen, donde la vida, triun­ fando sobre la identidad de la esencia que la fijaría, puede ha­ llar su concepto. Dios se torna hijo (él, el Padre), esclavo (él, el Señor), se sacrifica y muere (él, el Eterno). Es necesario que Dios se abandone a sí mismo y renuncie a sí mismo, se vuelva otro y llegue a experimentar lo contrario de él, para convertirse en el «Dios vivo» (como «Espíritu»).

Si es posible declarar a este Dios vivo, no es tanto porque descienda a la Tierra y viva entre los hombres; ni porque el Hijo pueda servir de mediador para llegar hasta Él; ni siquiera porque al resucitar triunfe sobre la muerte del hombre. Lo es sobre todo porque, en su Hijo, «Dios» se opone ejemplarmen­ te a sí mismo, y lo hace en su propio interior; se despoja de sí y escapa a sí mismo, en vez de reposar (mortalmente) en sí mismo (y esta es precisamente, entre todos los monoteísmos, la idea original del cristianismo). Ello hace del cristianismo un pensam iento fecundo y lo caracteriza, en su mensaje grie­ go, como una confrontación escandalosa con la filosofía y, por ello mismo, la com pensa (piénsese en la intuición genial de Pablo al confrontar la «locura» de la Cruz a la sophia del m un­ do): hacer de la promesa evangélica lo otro de la filosofía, es alzar de golpe la segunda al nivel de la primera, mostrar su carencia e invertirla. La confrontación donde la una subsana la carencia clamorosa de la otra es reveladora: frente a la in o­ cua identidad (impasibilidad) de las esencias que planteaba la filosofía, surge una dramatización que mantiene en tensión la vida; o frente a lo «propio» en que se basaba el conocimiento, surge la impropiedad originaria que hace que la vida esté lla­ mada a separarse de ella misma para recalificarse en su con­ trario y no dejar de ser en vida. Juan supo advertir este filón inagotable, tirar de este hilo promisorio (XII, 25): «quien vive preocupado solam ente por su vida, terminará por perderla»; es necesario renunciar a la vida para que ella se despliegue (eternamente). En efecto, desde el momento en que, como hicieron los grie­ gos, pensamos en términos de esencia o de «propiedad», ya solo es posible seguir pensando la diferencia y la dehiscencia pro­ pia de la vida desafiando lo propio o desapropiando, pues ya no quedan más recursos (en el contexto teórico que sería el de Europa y frente a ese régimen de la determinación-definición de lo propio, al que aboca el logos ) que introducir abiertamen­ te la ruptura y volver a la función-ficción del relato, el mito. En resumen, frente al discurso del conocimiento, parapetado en la no-contradicción, no queda ninguna otra vía para pensar

la vida que concebir ese otro discurso (que es sin embargo un discurso-no-discurso) donde la palabra reivindica en Dios m is­ ino la contradicción (Cristo es completamente hombre y Dios a ]a vez). La desapropiación se convierte en la esencia misma de la vida: Dios muere como esclavo en la cruz. Porque, al atener­ nos a la ciencia, es decir, al limitar la existencia de las cosas a su definición, al relegarlas a sus determinaciones o propieda­ des, en suma, al obligarlas a coincidir completamente consigo mismas, a encerrarse en sí mismas, dejamos huir la vida de su interior: la episteme, la «ciencia», como ya advertía Aristóteles, procede de la misma raíz que stenai, «detenerse»... Despojemos pues, una vez más, a la religión de sus trabas o de su corteza (ese gesto que desde antaño alegoriza la actividad filosófica): lo religioso, en Europa, no aspiraba principalmente a mantener la esperanza en un más allá y mostrar la finalidad última, o al menos no es esto lo que la hizo lógicamente necesa­ ria. De forma más decisiva, sirvió para señalar esa otra verdad, una verdad que en su caso lo era por inadecuación originaria y que, como conciencia de la vida reprimida por la racionalidad de la ciencia, solo podía irrumpir a través de su contrario: el Misterio. Como no podía establecer en plano de igualdad una contralógica, de la descoincidencia o de la impropiedad, era necesario consagrarla en «Dios». Y a esa fuente han acudido a beber una y otra vez, más o menos clandestinamente, los filó­ sofos («teósofos») que, en el pensamiento alemán, se negaron a admitir la cómoda división entre razón y fe, o entre ciencia y religión, a la que se aferró el pensamiento clásico hasta la Ilus­ tración; esos pensadores alem anes quisieron encontrar una forma de coherencia específica (una coherencia ilógica) para el fenómeno de la vida: de Eckhart a Boehme («Comprender el no en el sí y el sí en el no»); o de Boehm e a Hegel («Pensar la pura vida, esa es la tarea», confiesa en sus escritos de juventud); o de Hegel a Heidegger, quien toma del primero la idea (romántica) de una ciencia que, contrariamente a su definición cartesianohusserliana, se esfuerce por superar lo finito para acceder al «saber infinito», el único capaz de contener «efectivamente» la vida en su concepto.

Una nota de Jean Hyppolite en su gran obra Génesis y estruc­ tura de la «Fenom enología d el espíritu»,17 lo señala al pasar: «la base del hegelianismo» es una determinada interpretación del cristianismo, «según la cual Dios solo es realmente Dios al ha­ cerse hombre», «al conocer la muerte y el destino humano para superarlos». Pero nos gustaría, en ese gran ovillo hegeliano, observar cómo, una vez más, se tira del hilo que divide (¿y aca­ so no es ese el hilo principal?). Nos gustaría mostrar cómo se desarrolla esa idea, innegable pero embarazosa, pues a fin de cuentas Hegel no hizo otra cosa, al desarrollar su pensamiento, que intentar dar una forma lógica a esa irracionalidad origina­ ria a la que el pensamiento de la vida lo confrontaba; es decir, intentar pensar el concepto de la vida a fin de insuflarle vida a ese concepto (en términos hegelianos, elevarse al «concepto absoluto»). Pues, aunque Hegel mantiene como telón de fondo la imagen (crística) de un Absoluto que se divide y se desga­ rra para devenir absoluto, en la medida en que esta diferencia interna sigue siendo completamente cualitativa (algo que lo distancia de Schelling), Hegel no deja de empeñarse con todas sus fuerzas en integrar (absorber) esa diferencia en la filosofía; y cuanto más grande es el esfuerzo para acabar con la resisten­ cia, más fecundo es el pensamiento. Ciertamente, en este largo camino de la conciencia, des­ pués de haber considerado la naturaleza como contradictoria de la «fuerza», simultáneamente positiva y negativa, y después de que lo verdadero se haya desprendido de la «cosificación» de la «percepción», W ahrnehmung, es decir, de una lógica de la representación que se contenta con aislar y yuxtaponer las propiedades, Hegel desemboca inevitablemente (en el momen­ to más intenso de L a fen om en olog ía del espíritu )18 en una nue­ va certidumbre, que finalmente eleva a la conciencia de sí: la

17. Jean Hyppolite, G en ése e l structure d e «La Phenom énologie de Vesprit», París, Aubier, 1 9 4 6 , 1, p.146. [Trad. cast.: Génesis y estructura d e la «Fenom enología del espíritu». Barcelona: Península, 1974.] 18. Friedrich Hegel, Phán o m en olo gie des Geistes, cap. IV', «Die Wahrheil der Gewissheit seiner Selbst», Félix MeinerVerlag, p. 122 y ss. [Trad. cast.: Fenom enología del espíritu. Madrid: FCE, 2000.)

certeza de que lo propio de cada determinación es en general revelarse en su contrario. Y por lo tanto es necesario sacar a las determinaciones de su enclaustramiento y su quietud para que pueda aparecer su movimiento interno y su «fluidez», Flüssigkeit, o, añade Hegel, su «inquietud». Pues la única propiedad de lo vivo, cuya forma superior es el su-jeto y ya no la sub-stancia, es que no pueda coincidir jamás plenamente consigo (ser «igual» a sí mismo, a menos que esté muerto), sino que para ser él mismo deba pasar a su contrario, contradiciéndose inter­ namente y convirtiendo esta negación de sí mismo en la única identidad posible: entonces será un «sujeto» que, en vez de per­ mitir la reificación que le impone la identidad (como ocurría en Descartes con la res cogitans), permita integrar en su seno el «proceso» de la vida, un término que a pesar de que en adelante será antagónico, Hegel funde aquí con el de proceso, en la ex­ presión das Leben ais Prozess. Pero también sabemos hasta qué punto la dialéctica de He­ gel traicionó esta intuición de la vida, al introducir la finalidad de una superación, reabsorbiendo la contradicción en la supe­ ración y volviendo así al pensamiento de la coincidencia final (el Saber absoluto) que vendría a clausurar el proceso. Hegel se aproximó al concepto de la vida, es decir, a su contenido descoincidentey desapropiante, pero no fue capaz de mantenerse fiel a él; volvió in fin e a la pertinencia que otorga el acuerdo y la propiedad, volvió al fin a la verdad clásica. Por largo y doloroso que resulte el desarrollo hegeliano del Espíritu, que prosigue implacablemente de etapa en etapa y obliga sucesivamente a abandonar la certidumbre precedente, no es a fin de cuentas más que un proceso temporal —como la miseria del hombre en la tierra— cuyo final es la Reconciliación-adecuación. Sin duda, en Europa un pensamiento de la no coincidencia siem ­ pre es heroico y supone un esfuerzo sobrehumano. Pero n u n ­ ca se sobrepone al vértigo y, frente al reino del logos —el de la determinación-definición—, al no encontrar apoyo más que en la dramatización y en la escatología religiosas, está abocado a la carencia y la irracionalidad: acuciado por un «absurdo» que solo puede salvar, precisamente, el misterio del absurdum . Esto

lo convierte al mismo tiempo en una opción fascinante y ten­ tadora. Lo cual nos obliga a volver una vez más a la pregunta inicial: el pensamiento de la no-coincidencia que permite pen­ sar la vida ¿está excluido de la coherencia de la lógica? O ¿cómo encontrar una forma de sustraerse a la alternativa entre el abis­ mo del misterio y la conversión, o el retorno a la lógica de lo «propio» que traiciona inevitablemente la vida?

(

Para sustraernos a esa alternativa deberíamos retroceder hasta los posicionamientos culturales originalesy desatar las cadenas que, tal vez inadvertidamente, traban a nuestro pensamiento; devolverle la libertad de maniobra a la inteligencia, a cualquier forma de inteligencia, permitirle de nuevo una iniciativa nos permitiría empezar desde una posición más elevada. Viajar (mediante el pensamiento) ya no es exótico, sino ex-óptico. El interés de recordar el pensamiento chino una vez más (¿debo insistir?) se debe a que nos brinda la posibilidad de percibir la cuestión desde otro punto de vista: de observarla bajo una nueva luz, sustrayéndola finalmente del marco atávico que le es propio, Europa, y en el cual su destino se encuentra un tanto constreñido, por ingenioso que sea el esfuerzo posterior de la filosofía por desprenderse de él. El pensamiento, como la vida, y como cualquier actividad, también se estanca. Pero como el pensamiento chino no se ha consagrado a la determinacióndefinición de lo propio que constituía el patrón de rigor del logos griego, ni ha conocido jam ás la representación religiosa de un gran Relato y su nudo-desenlace dramático, ve en todo esto un punto delicado, «sutil», que es preciso abordar con una inte­ ligencia igualmente «sutil» y oponiéndose a la opinión común: sin embargo, en el pensamiento chino la vida no es un proble­ ma, ni un desafío a la razón. Después de haber afirmado que la virtud «superior», eminen­ te, tiene la profundidad de «un pequeño valle», pues parece defi­ ciente (o, de acuerdo con las fórmulas precedentes que nos han

farniliarizado con este enunciado: que «el camino que avanza parece retroceder», «el camino plano parece accidentado», etc.), el Tao Te Chingno tiene inconveniente en establecer la no coin­ cidencia que permite pensar la vida (§ 41): «el gran cuadrado no tiene ángulo(s)». Se trata de una fórmula que inevitablemente pone en crisis la lógica del logos, pero ¿acaso apela al misterio? Pues, del mismo modo que la «virtud» que «no se libera de la virtud» carece de «virtud», el cuadrado que no se libera de su determinación de cuadrado, que se mantiene en su definición de cuadrado («cuadrado-cuadrado»), se descubre limitado, es­ téril, incapaz de desplegar su «amplitud» o «grandeza» de cua­ drado. Pero ¿qué quiere decir aquí «grande»? Es evidente que no se trata de una cuestión de tamaño (en este sentido, el tao también puede declararse «pequeño»), sino de la definición a n ­ terior: el «cuadrado», en vez de replegarse en su determinación, de cerrarse en su adecuación, se mantiene en el despliegue, en la emergencia; en una determinación que le evita suscribir una definición de «cuadrado» y quedar an clad o en ella. «Grande» significa pues que no se deja fijar a su determi­ nación sino que se sustrae a la clausura y evita quedar in m o ­ vilizado, detenido, establecido como una esencia sujeta al c o ­ nocimiento (y de ahí, en consecuencia, el elogio taoísta de la «ignorancia», la única que permite aprehender la vida). Cuando se trata de caracterizar el tao, la «vía», Lao Zi reconoce que solo es posible caracterizarlo como «grande» aunque «forzando»; pero esta denominación, lejos de constituir un atributo estable, se abandona tan pronto como se asigna. Se denuncia tan pron­ to como se enuncia; la formulación está sometida a constante transformación: F o rz a n d o , lo llam o g ra n d e , g ra n d e significa que p a rte , que p a rte significa q ue se aleja, que se aleja significa que v u e lv e (§25).

Advertimos que, de forma deliberada, entre un término y otro, el enunciado escapa a sí mismo, se desapropia de lo uno

para reapropiarse de lo otro, y evidencia así una impropiedad que, sin embargo, no constituye un fallo (que nos remita al fa­ m oso inefable), sino el proceso mismo de la «vía» (de la vida), m ediante el cual, descoincidiendo constantemente de sí mis­ m a se renueva y avanza constantemente. En vez de reposar en cada término propuesto, este enunciado se desprende sistemá­ ticam ente de sí mismo y se desvía: cada uno de los términos ya no constituye un «término» —es decir, ya no delimita ni «rema­ ta» el sentido—, sino un lugar de paso. El término posterior no supera al precedente, ni siquiera añade algo, sino que recupera lo que al anterior se le escapaba, al aislar y delimitar el sentido, y lo salva de la determinación en la que se habría estancado. Se comprenderá por tanto que, aunque ello suponga rom­ per con toda una tradición de traducción (corrección), no sienta la tentación de enmendar esta fórmula del Tao Te Ching (que sigue inmediatamente al «gran cuadrado no tiene ángulo(s)»): «La gran obra evita advenir»; y que, sin temer semejante ra­ dical idad del sentido, no tenga prisa por adoptar aquello que no es más que una versión débil de lo que se reconcilia con el sentido com ún esperado de la lógica: «La gran obra se concluye durante la noche» (w an , con la clave añadida del sol, sustituida por m ian, «evitar»).19 No solamente esta lectio facilior es des­ esperadamente simple y mina de antemano todo lo que daría que pensar, sino que además hace aguas en la concatenación de estos enunciados; mientras que la opción que yo suscribo se integra perfectamente en este desarrollo, remite a la perfec­ ción a lo que ya sabemos del esbozo y lo esclarece: la obra se afirma mejor como obra —sigue siendo efectiva — cuanto más evita hundirse en una determinación completa; y al quedarse en el umbral de la actualización definitiva preserva, en el seno m ism o de su representación, esa profundidad de la que ella está hecha y de donde procede su emanación, es decir, esa pro­ fundidad que la mantiene viva. Al retirarse de la quietud que le 19. «Es lento p erfeccio n ar el gran Jarrón», traducen poetizando Pierre Leyrisy Fran