Etica Y Politica

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Etica y política Ernst Tugendhat

ERNST TUGENDHAT

ÉTICA Y POLÍTICA CONFERENCIAS Y COMPROMISOS 1978-1991

T ra d u c c ió n d e

ELISA LUCENA

ÍNDICE 1991 .......... Pág.

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C ontra la pedagogía autoritaria. Escrito polémico con ­ tra la tesis «E ducar con valor» .....................................

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G itanos y judíos .........................................................................

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R acionalidad e irracionalidad del movimiento pacifista y de sus adversarios . E nsayo de un d iá l o g o ..................

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La R epública Federal de A lemania se ha convertido en un país xenófobo . D iscurso pronunciado en B ergen B elsen contra la expulsión de yazidIe s .........................

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A silo : ¿ clemencia o derecho humano ? ...............................

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M irada

retrospectiva en el verano de

C ontra

la repatriación de libaneses . D iscurso pronun ­

ciado

EN EL ACTO DE PROTESTA CELEBRADO EN LA IGLESIA P asión de B erl In. el 21 de enero de 1987 ................

de la

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S er jud Io en la R epública F ederal de A l e m a n ia ..............

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El problema de la eutanasia y la libertad de expresión ..

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La guerra del G olfo , A lemania e Is r a e l ..........................

117

E l problema de la paz, h o y .........................................................

138

E l debate S inger . Sobre la obra de R einer H egselmann y Reinhard M erkel ( eds .), E n torno al debate sobre la EUTANASIA ........................................................................................

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F uentes o rig in a les .........................................................................

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MIRADA RETROSPECTIVA EN EL VERANO DE 1991 En noviembre de 1949, con 19 años, llegué a Ale­ mania para iniciar mis estudios sobre Heidegger, pro­ cedente de la inmigración judia hacia Venezuela y los Estados Unidos. Sólo mucho después tomé conciencia de que este paso había sido bastante cuestionable. Lo peor no era el hecho en sí, sino el gesto reconciliador con el que había regresado, y que en mí, a quien habían ido bien las cosas durante la emigración, no resultaba decente, y sí escandaloso, frente a la víctimas — los muertos y los supervivientes— . Hay una razón por la que ahora regreso a Latinoamérica. Existen también, desde luego, otras razones de índole privada que no corresponden ser tratadas aquí. Pero me importa que este paso no sea mal entendido. No se dirige contra Alemania sino que me concierne sólo a mí. Al contrario, la República Federal de Alemania me ha acogido bien. En estos momentos, tras la anexión de Alemania del Este y la sorprendente masiva reinci­ dencia en la xenofobia, la situación en este país será cada día más difícil para el espíritu liberal. Por tanto, es posible que en mi partida se encuentre también un componente de libertad política. Quien ha comenzado de un modo tan filosóficamen­ te abstracto como yo con mi antiguo entusiasmo por Heidegger, debe preguntarse por las influencias que después lo condujeron a hacerse más concreto y a inter­ 11

venir. La primera que a uno se le ocurre son los amigos, y, si tuviera que mencionar a aquellos dos que a este respecto fueron los más importantes para mí junto a algunos otros —como modelos y consejeros— , éstos son Margot Zmarzlik y Jürgen Habermas. Por ello les he dedicado este pequeño volumen. Incluso llegaron a participar originalmente en el nacimiento de la pri­ mera de las publicaciones aquí reunidas. Ellas son dos figuras sobresalientes de la generación federal republicana de mi misma edad, para quienes, como para muchos otros, el final de la guerra había conducido a un proceso de reflexión radical que puso en marcha nuevas fuerzas político-morales. «Nunca más» era la consigna, y ambos sabían que no bastaba con decirla. En mi caso, lo que me puso en marcha fue, desde luego, el movimiento estudiantil. Ello venía facilitado por el hecho de que en aquel entonces ocupaba mi primer puesto de responsabilidad una cátedra en Heidelberg. Sea como ñiere, uno debía instalarse en una posición. Si tuviera que nombrar a la persona que en aquel tiempo fue más importante para mí, aparte de Margot Zm arlik, ésta es Andreas Wildt, quien por entonces era aún representante de los estudiantes de filosofía. Se dirigía a mí con una insistencia implacable, grave y paciente que me hizo ver nuevas cosas; y él, por su parte, sabía escuchar. Como yo era incapaz, una vez que aceptaba como correcto un argumento, de no darle mi asentimiento, escribimos en aquel tiem­ po algunos textos — sean, por ejemplo, el de la crítica a Israel o el de la petición de la dimisión del rector («algo asi no debe hacer un colega»), que al día siguien­ te me dejaron exhausto— . La situación era dramática por aquel tiempo en Heidelberg, ya en 1968 y luego otra vez al comienzo de los años setenta, cuando Rolf Rendtorff era el rector 12

y yo el decano de ia facultad más inquieta. En particular solíamos tener considerables discusiones entre los colegas de la facultad, y la mayoría no creia necesario pedir disculpas cuando no se permanecía leal al grupo. Pero fueron precisamente estas discusiones las que condujeron a que yo, quien hasta entonces siempre me había sentido como un extranjero bien adaptado, pero extranjero al fin y al cabo, pudiera sentirme por primera vez completamente identificado con este país. Cuando, antes de mi partida hacia Starnberg en 1975, me despedí de mis colegas del departamento, me detuve unos instantes a reflexionar si no debía expresarles mi agradecimiento por haberme tratado con tanta consideración y falta de consideración como ante sus ojos merecía mi conducta política. También quería expresarles mi agradecimiento porque entre ellos no desempeñaba papel alguno que fuera judio; porque, cuando se enojaban, lo que yo siempre percibía, no se mezclaba ningún antisemitismo; porque ellos tampoco me trataban con guante de seda. Yo era en realidad uno de ellos —una sensación que para alguien que no sea judio quizás resulte difícil de comprender—. En este país se me acogió como a alguien que forma parte de él, y me fue concedido igualmente espacio libre para sentirme como judío y también de otra mane­ ra. Ésta era una de las condiciones previas para que pudiera manifestarme políticamente con franqueza. Fue hermoso sentirse por algún tiempo como uno más. Quisiera mencionar aún otra experiencia. Durante los dos últimos años he acudido con frecuencia, al caer la tarde, a una acogedora taberna. La gente toma su cerveza en la barra, y la mayoría son hombres solos. Allí he sentido, al principio, la antigua angustia judia cuando se sentaba a mi lado alguno de esos corpulentos gigantes de ojos azules. Con qué frecuencia me sor­ 13

prendía entonces lo inofensivos, simpáticos y a menudo interesantes que eran aquellos hombres. Y cuando, a continuación, yo decia que era judio, y la conversación derivaba entonces rápidamente en convencionalismos, ni una sola vez me ofendió que ello ocurriera. Natu­ ralmente, no se debe generalizar a partir de una expe­ riencia como ésta, en la barriada residencial Nicolasee y en una taberna regentada por un extranjero. Ante­ riormente siempre había evitado en lo posible reconocer que yo era judio. Ahora casi me resulta fácil hacerlo, quizás porque me encuentro mejor conmigo mismo. Pero tampoco nadie me lo ha puesto difícil. En cambio, en otros países —los Estados Unidos, Suiza— he vivido en mi propia carne el antisemitismo más absoluto. Pero éstas no debieran ser afirmaciones comparables, pues serian del todo falsas. En mi caso tuve sin duda mucha suerte, pero uno tampoco debería ocultar simplemente este tipo de cosas. Alemania, tan poco hospitalaria, me ha acogido bien. En la época del movimiento estudiantil comenzé a publicar algunos escritos políticos, pero sólo en perió­ dicos locales y sin demasiada difusión. Por ello no he recogido aquí ninguno de ellos. Asimismo, tampoco han sido seleccionadas dos pequeñas declaraciones de finales de los setenta sobre la por entonces llamada Histeria-RAF'.1

1 Ver « K rim inalisicrung dcr K ritik» [«C rim inalización de la critica»], en F. Duve, H. Boíl y K. Staeck, Bríefe zur Verteidigung der Republik [Carlas sobre la defensa de la República], Reinbek, 1977, pp. 153-155; también cabe mencionar el articulo «Dcr “ Stem ” durftc die Standortc für A tom w aflcn produzieren» [«La “Estrella” debió construir guarniciones para arm as atóm icas»], en F. Duve, H. Bóll y K. Staeck, Zuviel Pazifismusl [¿Demasiado pacifismo ?], Reinbek. 1981. pp. 94-96.

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Sólo a partir de 1983 me he comprometido de lleno con dos movimientos políticos, el movimiento por la paz y la lucha por el derecho de asilo. Sobre el pro­ blema de la guerra y la paz pronuncié varias confe­ rencias entre 1983 y 1987, que aparecen reunidas, junto con dos declaraciones menores, en mi libro Nachdenken über die Atom kriegsgefahr und warum man es nicht sieh t [Reflexiones sobre e l peligro de una guerra atómica y por qué no se lo ve]2. De estas con­ ferencias he recogido en el presente volumen tan sólo la primera, que también ha aparecido, popularizada y abreviada, en el semanario D er Spiegel (1983, n.° 47, pp. 80 ss.). Ésta es, además, la que ha recibido mayor atención, a pesar de que hoy en dia es la más obsoleta de todas. Llegué a la discusión sobre la problemática del asilo a través de la «Gesellschaft fiir bedrohte Vólker» [«Sociedad para pueblos amenazados»], organización en la que ocupé años más tarde un puesto en el consejo de dirección federal. Además, pronto me vino a la memoria: mea res agitur. A este respecto he escrito y hablado mucho, pero, debido a las muchas repeticiones, basta con reproducir aqui tres de los discursos ya pu­ blicados. El pequeño discurso pronunciado en la Igle­ sia de la Pasión en enero de 1987 «Contra la repa­ triación de libaneses» (infra, pp. 91 ss.), no lo había escrito y ni siquiera preparado. Se trataba de un discurso improvisado que fue grabado en cinta magnetofónica. Sin embargo, me parece importante porque en él apa­ recen directamente conectados los temas del asilo y de las relaciones entre judíos y alemanes. El segundo tema se encuentra recogido y expuesto con mayor 1

1 Rotbuch-Verlag, 1986; 2.* ed. am pliada en 1987, hoy agotada.

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detalle en los artículos «Ser judio en la República Federal de Alemania» (infin, pp. 95 ss.) y «La guerra del Golfo, Alemania e Israel» (infra, pp. 117 ss.). Durante el discurso de la Iglesia de la Pasión, que ofrecí interrumpiendo desde dentro un silencio que cortaba la respiración, tuve la sensación de estar rea­ lizando un tanteo. Poco después, en la Conferencia de Loccum de diciembre del mismo año, ofrecí una exposición bastante quizás más satisfactoria. Me parece de mayor calidad el artículo sobre la guerra del Golfo, que escribí en aquel mismo año en el espacio que mediaba entre la Conferencia de Loccum y el dis­ curso de la Iglesia de la Pasión. Estoy agradecido al editor del diario Die Zeit por la oportunidad que me brindó. Por fin había llegado a alcanzar una compren­ sión, espero que ajustada, de aquella cuestión que me había mantenido ocupado durante toda mi vida1. En cambio, rompí abruptamente mi compromiso con la problemática del asilo poco después de pro­ nunciar el discurso de la Iglesia de la Pasión. El motivo externo de ello fue una experiencia que, sin duda, resulta más bien grotesca. Por aquella época mi dentista, que era judío, me había sometido a un largo tratamiento odontológico. Sabía que él era bastante conservador en materia de política, pero apreciaba no obstante su trato agradable y delicado, que me pareció caracte­ rísticamente judío (todo aquel que se ocupa de cues­

’ A la edad de IS años escribí e n V enezuela, durante el verano de 194S, un ensayo contra la culpabilización colectiva d e los ale­ m anes. Q uien contem ple desde fuera m i inoportuno aunque logrado regreso a A lem ania, deberia tener en consideración lo difícil que debía resultar para un niño educado en un am biente de em igrantes y con un determ inado sentido d e la justicia llegar a encontrar un juicio ajustado sobre el problem a.

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tiones relacionadas con el antisemitismo debería tener en cuenta que los judíos siempre tuvieron prejuicios aún mayores que los no judíos). Un buen día, tras haber leído algo sobre mí, m e complicó súbitamente en una conversación sobre los refugiados. Según su opinión, estos eran gentes sucias, criminales y codiciosas. Le rogué que interrumpiera definitivamente la conver­ sación, pues nunca podríam os llegar a un acuerdo sobre el tema. Pero él persistía. Tomó de un cajón un artículo del diario Das Bild y me lo pasó a continuación. Perdí completamente los estribos y comenzó a gritar: «¿Cómo puede usted, siendo judío...?». Recogí mi abrigo y, aterrado, me precipité escaleras abajo. Al día siguiente me telefoneó desde la clínica para hacerme saber que no podía continuar con mi tratamiento poique había sufrido un infarto de miocardio. Es asombroso cuánto se puede llegar a odiar. Naturalmente, no hubo ninguna conexión causal que lo provocara, pero hubiera deseado que asi fuera. Nunca más, desde esta trau­ mática experiencia hasta la fecha, he vuelto a mani­ festarme públicamente sobre la temática de los refu­ giados políticos. No cabe duda de que el sentimiento de impotencia es un componente del odio. Y, por aquel tiempo, se imponía cada vez más en mi interior la sensación de que mi actividad política carecía de sentido. En lo que concierne al derecho de asilo y a la xenofobia, ¿acaso no había estado dándome inútilmente de cabezazos contra una pared? Y, también, ¿había llegado a con­ vencer, con mis conferencias sobre la carrera arma­ mentista, a una sola persona que ya no lo estuviera con anterioridad? En esta sombría situación me tropecé con un nuevo incidente. Cierto día, a principios del año 1987, un periodista de la revista L ife me hizo una entrevista 17

acerca de mis puntos de vista políticos. Comenzó con una pregunta que, desde su perspectiva, era del todo inofensiva: «¿Por qué usted, siendo judío, decidió regresar a Alemania en 1949?». La pregunta me dejó estupefacto. Era mi talón de Aquiles. Desde la con­ versación que mantuve con Ruth Stanley en 1984, en el Café Einstein, sabia que esa era «mi» culpa, pero hasta el momento de la entrevista había logrado alejarla de mi mente. Ya no recuerdo mi respuesta, pero desde entonces no la he vuelto a eludir. He aceptado que no soy el único en Alemania para quien las minas, después de cuarenta años, comienzan a estallar. Entre tanto lo he ido asimilando, y ahora creo entrever las conexiones internas de mi desarrollo juvenil, con la esperanza de que el péndulo quede fijo y ya no vuelva a oscilar. Sin embargo, decidí ante todo regresar a Venezuela lo antes posible. Por entonces pasé algunos meses en Sudamérica y, una vez de vuelta en Alemania, me retracté de aquella prematura decisión. No deseaba exageraciones, y por ello me trasladaré a Latinoamérica el año próximo, una vez obtenida la jubilación. Gracias a Alemania he vuelto a encontrar la paz que había perdido durante esta crisis personal prolongada durante cuatro años. (De esta época — en concreto de 1986 a 1987— proceden uno o dos artículos de tema político, en los cuales el tono con el que me expresaba se volvió demasiado estridente; por ello no quisiera sacarlos a relucir aqui ni tampoco nombrarlos.) ¿Cómo responder ahora a aquellos sentimientos de impotencia y a la pregunta de si la filosofía puede en absoluto contribuir en algo al terreno de lo político? Comenzaré con la segunda pregunta. Puesto que lo político ha llegado a ser para mí lo que realmente importa, he venido sufriendo cada vez más el que mi modo de filosofar sea tan abstracto. Me encontré con 18

que era incapaz de decir nada significativo sobre cues­ tiones concretas. La ruptura llegó en 1983 con la con­ ferencia sobre «Racionalidad e irracionalidad». En un principio me había parecido inútil, pero más tarde se convirtió en un gran éxito en el Auditorium Máxi­ mum de la Universidad Libre de Berlín. Paulatinamente comenzé a comprender que la filosofía no puede apor­ tar prácticamente nada a este terreno, y ello se debe a que trata de exponer cada problema concreto en un análogo argumentativo, lo que espera poder hacer con todo. Se puede decir otro tanto de aquellas cuestiones, como lo son sin duda las relacionadas con el derecho de asilo, que poseen un fuerte componente ético. Filo­ sóficamente hablando no es posible, de nuevo, aportar casi nada a la solución de estos problemas, pues en un contexto tal es preciso partir de que lo ético no debe comenzar por ser dilucidado desde la filosofía, sino que existe en primer lugar un consenso y, a con­ tinuación, se debe proceder de nuevo del mismo modo, intentando alcanzar la mayor claridad posible. ¿Y acerca de los sentimientos de impotencia? Natu­ ralmente. debe pensarse que en las cuestiones políticas, en las que los sentimientos y las ideologías son tan fuertes, no es posible convencer a casi nadie, de modo que uno debe conformarse con ofrecer argumentos a quienes piensan ya de un modo similar al propio. Asi­ mismo, a raíz de las muchas cartas recibidas sobre mi artículo acerca de la guerra del Golfo, he podido comprobar que en este punto existe una necesidad y una tarea por realizar. No cabe duda de que hoy en día los problemas se m odifican y agudizan. Como fueron tan pocos los intelectuales alemanes que pudieron decir algo míni­ mamente acertado acerca de la guerra del Golfo, me imaginé, así, que por una vez nos habían dejado de 19

una pieza y quitado el habla la avalancha de cambios inesperados que estaban teniendo lugar en el Este y en Alemania. En este último país ha comenzado una época total­ mente nueva, con nuevas dificultades y nuevos pro­ blemas. Sólo cabe esperar que crezcan junto a ellos las fuerzas para superarlos. Creo, sin embargo, que las cuestiones de carácter global, bien definidas en el caso de Latinoamérica, también aquí las veremos pron­ to subir con fuerza a un primer plano. En el penúltimo artículo de esta obrita aparece indicado, según creo, el cambio de perspectiva con respecto al Tercer Mundo. Por supuesto, no es casualidad que esta conferencia fuera escrita en su origen en español y debiera ser traducida posteriorm ente al alemán. Espero poder estar también presente en Alemania desde el otro lado del Atlántico, donde volveré a ser extranjero. El paso que había dado en 1949, con el que buscaba una iden­ tidad que no me pertenecía, había sido un error aun cuando por sus consecuencias demostró tener pleno sentido. (No soy ningún ético consecuencialista.) Por su especial forma macabra, este error supuso un desatino bastante singular, pero que remite a con­ textos más generales. El primero es el del problema existente para los modernos judíos no religiosos, mien­ tras que el segundo se refiere a la posición que uno debe tomar, sea judío o no, ante la cuestión de la propia identidad colectiva, de lo nacional. El deseo — sin duda comprensible, esto es, «explicable»— de una identidad nacional fue construyendo desde el siglo pasado en la autoconciencia de los judíos europeos secularizados su más grande problema moral. Muchos de ellos lo solucionaron en la forma de una sobre­ identificación con su país anfitrión (en concreto, con Alemania hasta 1933). Muchos otros lo hicieron 20

mediante su aspiración a una patria judía propia, el sionismo. Hablando en los términos religiosos de los judíos, las dos soluciones fueron otros tantos «peca­ dos», consistiendo el sionista en el abandono de la fe, puesto que el retomo a Jerusalén tendría que efec­ tuarse en principio con el advenimiento del Mesías. (Mi extravagancia de 1949 se sitúa en este contexto. Había optado por el deseo de una sobreidentificación, aunque también a destiempo, inmediatamente después del holocausto y a modo de un regreso.) En su obra Von Berlín nach Jerusalem [De Berlín a Jerusalén, Francfort, 1977], Gershom Scholem opone su propia decisión original por el sionismo a la alternativa de buscar un hogar, identificándose con el país de origen (sobreasimilación) y a la de su hermano (universalismo socialista), considerando la primera como la única vía correcta. Tal vez resulte más fácil de apreciar en la actualidad que tanto el sionismo como la búsqueda de una sobreasimilación han demostrado ser callejones sin salida. Cabría preguntar ahora si hubo entonces y hay aho­ ra una solución que sea la «correcta». Creo que sí. Poseer una cierta identidad colectiva normal es, creo, algo correcto. No es correcto y sí malo el desplaza­ miento agresivo hacia el nacionalismo. Y también es pernicioso cuando personas que carecen de una iden­ tidad «normal» del tipo nacional intentan obtenerla por la fuerza. De ahí sólo pueden resultar fracasos y exageraciones. Asimismo, para aquel que sólo posee una identidad restringida y/o compleja del tipo expuesto no le queda más salida, como a cualquier otra persona, que la de aceptarse a sí mismo como quien es. (Puede tener, por supuesto, buenas razones para cambiar, o también puede no tener ninguna razón para ello — y ésa sería ya, en sí misma, una buena razón , pero exis­ 21

ten también malas razones. Así, el motivo de querer tener una identidad inequívoca es una mala razón cuan­ do no se apoya en ninguna otra, en una buena razón.) El cosmopolitismo tampoco es ninguna alternativa. Desde mi punto de vista, los peldaños nacionales per­ manecen impunes, no pueden saltarse ni deformarse. No cabe duda de que cada cual debería comprender­ se a sí mismo desde una perspectiva universalista, pues en nuestros días la ética sólo puede ser entendida como una ética del respeto universal. Pero cada cual, en tanto que ciudadano del mundo, sólo puede compor­ tarse de forma concreta en el terreno de la práctica, y hacerlo como aquel que es, como un «tal o cual» desde la identidad nacional simple o fragmentaría o compleja que él justamente posea. El modo de ver contrapuesto al anterior, el de creer que es posible comprenderse directamente a sí mismo como ciudadano del mundo, sólo había sido sugerido por una situación especial dada en la anterior República Federal. Pero en este punto tampoco deberíamos quedarnos suspendidos en lo ideológico, sino que debemos saber que fue esa situación especial la que, afortunadamente para todos, en estos cuarenta años ha facilitado con mucho el logro de ciertas cosas. E rn st T

Berlín, verano de 1991

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ugendhat

CONTRA LA PEDAGOGÍA AUTORITARIA* ESCRITO POLÉMICO CONTRA LAS TESIS «EDUCAR CON VALOR»

Por lo general las tesis son opiniones presentadas de tal modo que invitan a la controversia. Pero las nueve tesis que quieren reconstruir el ánimo y el valor para educar, anuncian un nuevo evangelio, verdades evidentes que deberían poder percibir todos aquellos que no están adoctrinados malévola o ideológicamente. La Tesis 1 comienza con la frase: «Nos dirigim os contra el error de pensar que la mayoría de edad, para cuya consecución debería educar la escuela, reside en e l ideal de una sociedad futura en la que se dé la com pleta liberación de todas las relaciones vitales condicionadas por el entorno fam iliar.» * E ste escrito polém ico se dirigía contra las «nueve tesis “Mut z u r E rzichung” (“ E ducar con valor”]», form uladas por H crm ann Lübbc en un congreso que tuvo lugar en Bonn e n el año 1978. Aparte de él, las tesis también habían sido suscritas por Hans Bausch, Wilhclm Hahn, G oto M ann, Nikolaus Lobkowitz y Robcrt Spaemann, y repar­ tidas por el M inisterio de Cultura a todos los profesores de BadenW ürttemberg. De las nueve tesis, las cinco prim eras aparecen repro­ ducidas por com pleto en m i articulo. Éste condujo a la aparición de nuevas declaraciones, la de Robert Spaemann aparecida en el diario Die Zeit n.“ 26 y 30 (1978), la de G olo M ann en el Zeit n.° 26 y una réplica de Jürgen Haberm as que file publicada en el Zeit n.° 30.

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Aparentemente, no podríamos sino dar nuestro con­ sentimiento a la tesis anterior, pues sin duda es absurdo creer que la mayoría de edad consiste en la construcción de una tabula m sa, de una nada. Sin embargo, cabe preguntar también contra quiénes se dirigen realmente los autores. Tanto en ésta como en las tesis siguientes, el adversario permanece en la oscuridad, y así se deja convencer mejor. Ahora bien, ¿existen en absoluto concepciones pedagógico-políticas que hagan de la «completa liberación de todas las relaciones condi­ cionadas por el entorno familiar» su meta particular? Desde el escrito de Kant «Beantwortung der Frage: Was ist Aufklárung?» [«Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?», 1784] no se tendría que poder dis­ cutir más acerca del sentido de la noción de la «mayoría de edad». Kant la define como la capacidad de «hacer uso de la propia inteligencia sin la guía de otro»*. Un empleo tal de la inteligencia implica que las «rela­ ciones vitales condicionadas por el entorno familiar» sean examinadas en relación con su razonabilídad — y ello significa, al mismo tiempo: en relación con su rectitud— . Sólo en la medida en que las relaciones mentadas no satisfagan este criterio debe el hombre que ha alcanzado la mayoría de edad exigir una trans­ formación. El que los autores no hayan tomado en consideración este criterio positivo, el que todos tengan clavada la mirada en la transformación de concepciones

* Este opúsculo de Kant se encuentra traducido al castellano con el titulo «¿Qué es la Ilustración?», en Kant: Filosofía de la historia, traducción de E ugenio Im az, FCE, M éxico, 1985,pp. 25-39. La cita se encuentra en la página 25 de esta edición, y dice asi: «servirse de su inteligencia sin la gula de otro». A pesar de que nuestra traducción es algo diferente, creemos que la variación es insignificante para la comprensión de su sentido. (N. de la T.)

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políticas definidas — para ser justificadas en detalle o no— , se funda manifiestamente en que ellos, por su parte, han erigido en fin absoluto la protección de lo establecido. Esta sería una posición contraria a la razón y, en sentido estricto, irracional, a menos que se afirme, con Hegel, que «todo lo racional es real; y todo lo que es real, es racional». Tanto Lübbe como Spaemann son discípulos del neohegeliano Joachim Ritter, cuya tendencia a la abstracción también se puede encontrar en estas tesis. En la frase citada, Hegel per­ vierte el sentido de «razón», convirtiéndolo en su con­ trario. No es preciso, sin embargo, polemizar acerca de la palabra «razón». En cualquier caso, es claro lo que se quiere decir: lo establecido es bueno porque está establecido; ¡vivimos adaptados!. Hablando en términos pedagógicos, ello supone afirmar que la tarea de la escuela es la de educar en la adaptación y aco­ modación a lo existente. Alguien vacilará en imputar a los autores de las nueve tesis una afrenta tal a la razón. Sin embargo, en la frase siguiente ratifican, introduciendo algunas restricciones, la interpretación que acabamos de men­ cionar. «En verdad» — la segunda frase de cada una de las nueve tesis comienza con esta aseveración, que aquí aparece expuesta ex cátedra— «la mayoría de edad, que la escuela sólo puede promover desde las respectivas relaciones fam iliares dadas, es la mayo­ ría de edad de quienes se han emancipado finalm ente del maestro.» Esta frase es tan «bella» que apenas si se entiende lo que en ella se afirm a. En apariencia parece que sólo puede ser entendida así: «desde las respectivas relaciones familiares dadas» debe el alumno subor­ dinarse a «la autoridad del maestro» hasta que haya alcanzado la emancipación, precisamente por haberse 25

identificado con el educador. Quedaría, entonces, sin ser interpretada la mayoría de edad, que así continúa siendo ia capacidad de vivir sin la guia de otro, pero sólo en tanto que uno haya aprendido a dejar de hacer uso de su inteligencia. Alguien podría encontrar gra­ ciosas estas tergiversaciones de tanto ingenio y efec­ tuadas como de pasada, cuando no se tiene en cuenta su sentido demagógico. Todo educador sabe — y hablo aquí también por experiencia propia, la de mi segunda profesión como profesor de Ética en un instituto de enseñanza secundaria de Baviera— que es mucho más sencillo impartir clases de forma autoritaria que esfor­ zarse por activar la preparación del alumno para que alcance su autonomía. En la actualidad se ha fortalecido el carácter autoritario de nuestras escuelas a través del num erus clausus y de la presión ejercida con el propósito de obtener un mayor rendimiento de los alumnos. Y ahora hasta se debe postergar la transmisión de la buena conciencia a aquellos que se han visto enredados en este proceso. Quizás se vea ya con cla­ ridad lo que se quiere decir con la expresión «educar con valor». La frase siguiente y última de la Tesis i reza asi: «Así, si la escuela erigiera en ideal pedagógico la mayoría de edad de una humanidad futura, toda nues­ tra vida se nos revelaría hasta el futuro como dema­ siado menor de edad.» Lo fascinante de este tipo de formulaciones reside en que uno no se siente capacitado para decidir si han sido establecidas con el objeto de atontar al lector o si sus autores han llegado finalm ente a creérselas. Para todo aquel que no se deja embriagar por el pathos de Lübbe tanto como él mismo, no cabe duda de que la capacidad de crítica, que viene indicada por la noción de mayoría de edad, apunta al futuro, mas precisamente 26

por ello no puede ser aplazada su consecución hasta alcanzarlo. Asimismo, no se tiene que considerar tam­ poco la mayoría de edad misma como un estado, sino más bien como un proceso que nunca llegará a su tér­ mino. También en este punto desearían los autores reivindicar el resentimiento de aquellos que se ofenden cuando alguien les anima a reconocerse a si mismos como imperfectos, aun cuando se hayan «emancipado de la autoridad del maestro». Asi pues, como lo existen­ te es bueno, también nosotros somos buenos aprobando lo existente. Y parece que da buen resultado asegurarse de que eso que existe se comporta tan «en verdad» como pretenden. El que haya dejado sin interpretar parte del contenido de la Tesis 1 la puede comprender con la exposición de la Tesis 4, que es la tesis central de todas ellas: «Nos dirigim os contra el error de suponer que la escuela puede hacer a los niños “capaces de critica" porque los educa para que no dejen sin cuestionar nada de lo establecido. En verdad, con ello, la escuela em puja a los niños en brazos de quienes reclaman para si derechos absolutos como sabelotodo ideoló­ gicos. Pero, frente a tales seductores, únicamente estará capacitado para el escepticismo y la oposición critica quien por su educación se encuentre en armonía con lo establecido.» La arm onia o conformidad con lo «establecido» es, por consiguiente, el único rasero de la crítica. De esta premisa se sigue, razonando á la Hegel, una pri­ mera consecuencia lógica que supone la inversión de la primera frase de esta tesis: la escuela debe educar para dejar que todo lo establecido permanezca «sin cuestionar». Otro tanto ocurre, en segundo lugar, con la segunda afirm ación de la tesis, según la cual el único objeto legítimo de la crítica son los críticos de 27

lo existente, los «sabelotodo». Se oculta así que es más bien su propia posición, que considera lo existente como sacrosanto, la que merece como ninguna otra la etiqueta de ideológica y reclama para sí un derecho absoluto que, sin embargo, no se puede fundamentar racionalmente. Por otra parte, se origina la paradoja de que la edu­ cación para la crítica empuja a los niños «en brazos» de «seductores». No obstante, estos autores consideran una ingenuidad manifiesta la concepción liberal según la cual, tan sólo una educación tendente a fomentar la capacidad de juicio propio puede presentar resistencia frente a las ideas políticas poco fundadas, procedan éstas de derechas o de izquierdas. Con Cari Schmitt, quien ha ejercido una influencia tan duradera en la escuela de Joachim Ritter, piensan según las categorías de aliado-enemigo, situando a este último en la izquier­ da. Aunque procuran evitar las palabras «izquierda» y «derecha», el pensamiento de fondo no deja lugar a dudas: la educación para una crítica libre, sólo deter­ minada por la razón y sin conexión alguna con la «armo­ nía con lo establecido» no ofrece ninguna seguridad contra el peligro de la izquierda. Por tanto, se ha de impedir a toda costa esta libre crítica («desarraigada»). La historia conoce bien este modelo. En efecto, siempre que amenaza el peligro de la izquierda, el lado con­ servador se cobra al liberalismo. En nuestro caso, la única novedad consiste en que ahora el liberalismo necesita ser cobrado, aunque hoy en día ya no cabe hablar en la República Federal de Alemania de un peli­ gro procedente de la izquierda. Por ello, los autores de las nueve tesis, no sólo se defienden de la izquierda, sino que, como medida preventiva, consideran también los principios del liberalismo como «errores», revelando asi cierta tendencia al totalitarismo. Éste se hace patente 28

en la Tesis 2, que viene expresada con las siguientes palabras: «Nos dirigim os contra el error de pensar que la escuela puede enseñar a los niños a ser felices porque les anima a reclamar su “derecho a la felicidad1'. En verdad, con ello, la escuela hace fracasar a los niños y los neurotiza. Pero, la felicidad no se consigue con la liberación de tal pretensión, sino que aparece en el ejercicio del derecho.» Cualquier sistema totalitario podría hacer suya una tesis tan menospreciadora del hombre, como la prece­ dente. En un sistema tal, éste no está ahi para lograr la felicidad del hombre, sino que el hombre mismo viene a ser reducido a la función que el propio sistema le asigna. La escuela existe para que los niños aprendan a tiempo a identificarse con esta función. Mientras que la idea de una escuela democrática aspira a promover el proceso de autodespliegue y la felicidad de los niños. La tarea que asume la escuela autoritaria es la de impedir este proceso, recanalizándolo, de modo que el niño «aprenda» a tomar su inclusión y ordenamiento dentro del sistema por su propia autorrealización, o, por hablar en los términos de los autores, a encontrar su felicidad en el «ejercicio del derecho». Según éstos, se «neurotiza» quien, niño o adulto, se enfrenta a lo anterior, armándose de valor para reclamar sus derechos o señalando la contradicción existente entre la conformidad con el sistema y su autodespliegue como persona. Me sor­ prende que estos autores no hayan pensado, al escribir la fiase citada, en lo que está ocurriendo con tales «neu­ róticos» en países como, por ejemplo, la Unión Sovié­ tica. Es evidente que también consideran un error aquella fiase de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, según la cual the pursuit o f happiness es uno de los derechos inalienables de los seres humanos. 29

La Tesis 2 se encuentra estrechamente relacionada con la Tesis 5: «Nos dirigimos contra el error de pensar que la escuela ha instruido a los niños para que “miren p o r sus intereses”. En verdad, con ello, ¡a escuela pone a los niños en manos de quienes saben interpretar aquellos intereses desde sus intereses políticos par­ ticulares. Pero, antes de que sea posible m irar por los intereses propios, es preciso estar ya introducido en el seno de las relaciones vitales en las que aquellos se configuran.» Esta tesis debe toda su fuerza retórica al carácter indeterminado de su última frase. Ella recuerda, por una parte a algo que resulta trivial, esto es, que los intereses tan sólo pueden desarrollarse en conexión con las instituciones sociales y políticas. Pero, al mismo tiempo, sugiere que esta conexión sólo es pensable en la forma del acuerdo y que, por consiguiente, los intereses de los individuos no se pueden diferenciar de los que vienen indicados por el rol social que las instituciones les asignan. La ideología del acuerdo que asumen los autores es la posición del totalitarismo. Y, de igual modo, entregan «a ios niños en manos de quienes saben interpretar aquellos intereses desde sus intereses politicos particulares». Las instituciones, no los individuos, son la última instancia. Si fuera «en verdad» así, no existiría ningún derecho funda­ mental ni democracia alguna; las ideas de la Decla­ ración de Independencia norteamericana y las de la Declaración francesa de Derechos Humanos no serían, entonces, más que otros tantos errores. La escuela a la que apunta esta tesis, es una escuela antidemocrática, en la que se educa a súbditos, no a ciudadanos. La Tesis 3 corrobora lo anterior: «Nos dirigim os contra el error de pensar que las virtudes de la diligencia, la disciplina y el orden se 30

han vuelto obsoletas desde un punto de vista peda­ gógico, porque, han demostrado que es posible abusar políticam ente de ellas. En verdad, estas virtudes son necesarias en cualquier circunstancia política. Pero su necesidad no depende del sistema, sino que sefunda en el ser humano.» Resulta impertinente tener que enfrentarse con una «tesis» tal. También ella se dirige contra enemigos nebulosos. Los autores deberían, por cierto, nombrar a quienes, según ellos, han afirmado que las virtudes mentadas son «obsoletas» y no las han relativizado con respecto a otras virtudes. Éstas, no han demostrado ser susceptibles de un uso politicamente abusivo. Lo que sí revelan es el puesto, desproporcionadamente alto, que estas virtudes han venido ocupando en la educación tradicional y en la cultura política alemanas, un puesto que aún ocupan y que incluso se ve rebasado gracias a los autores de las nueve tesis. Así, cuando uno se pregunta en qué lugar de estas tesis se men­ cionan fines educativos positivos, llegamos a la deso­ ladora conclusión de que todas ellas no son sino antí­ tesis, de entre las cuales tan sólo encontram os la excepción de la Tesis 3, en la que la diligencia, la dis­ ciplina y el orden son los únicos fines educativos que se mencionan explícitamente. Pero esta omisión no puede ser un simple descuido. Así, cabría preguntarse qué otros fines educativos podrían considerar los autores. ¿La mayoría de edad? No, porque en la primera tesis le han dado la vuelta, poniéndola cabeza abajo. ¿La autonomía? Tampoco, pues la cuarta tesis acaba con ella. ¿El autodespliegue? De nuevo hay que responder negativamente, ya que la segunda tesis le priva de una base que lo sustente. Por otra parte, en esta última tesis, se hablaba del «ejer­ cicio del derecho». Pero ¿no es éste un fin educativo 31

deseable? En este punto permanece, sin embargo, abier­ to lo que deba ser entendido bajo tal expresión. Los autores han desechado la «razón» y la «felicidad», puntos de referencia obligados para toda moral heredera de la Ilustración. Sólo resta, entonces, proponerse una pseudomoral en la que el hombre —en la termi­ nología de Kant— , no sea ya pensado como un fin en si mismo, sino sólo como medio, de modo que las «virtudes» que de él se esperan no sean sino las virtudes propias de un instrumento. Y, en efecto, por lo que se puede extraer de las nueve tesis, la expresión «ejercicio del derecho» que menciona la Tesis 2 no puede referirse sino a las virtudes «diligencia, disciplina y orden», introducidas posteriormente en la Tesis 3. ¿Es, pues, posible que los autores no se hayan percatado de que con ello han convertido el m odelo o tipo de A dolf Eichmann en la norma directriz de la educación? Las primeras tesis deberían ser las más importantes, tanto desde el punto de vista objetivo como desde el de la intención de los autores, por lo que, en lo que atañe a las cuatro restantes, puede bastar con men­ cionarlas tan sólo. Estas últimas no dependen direc­ tamente de las cinco primeras, sino que persiguen el objetivo de movilizar, con los mismos medios retóricos empleados hasta ahora, diversos resentimientos contra ciertos aspectos muy concretos de la reforma escolar. En la Tesis 6 se trata de atizar el resentimiento contra la nivelación mediante la referencia a la promoción de la igualdad de oportunidades educativas, suponiendo erróneamente que ésta ya se encuentra realizada entre nosotros. La Tesis 7 se dirige «contra el error de pensar que es posible iniciar reformas en la escuela que la sociedad misma no quiere introducir en sus institu­ ciones políticas». Se trata, de nuevo, de un argumento bastante eficaz y carente de todo contenido de verdad, 32

precisamente porque, o bien alude a cualquiera de las reformas que han venido siendo reforzadas por los legisladores, o bien remite a ideas reformistas que no se pueden decretar en absoluto a través de leyes porque promueven un cambio de orientación. Aparte, con esta tesis educativa se niega relevancia política propia a todo derecho. En las Tesis 8 y 9 los autores se hacen eco de la antipatía, especialmente extendida entre los padres, hacia la «cientifización de las clases» y hacia una «educación profesionalizada e institucio­ nalizada en grado máximo», como si quienes persiguen tales fines fueran los mismos que aquellos contra quie­ nes se dirigían las cinco primeras tesis. Lo que Hahn celebra como un «principio comple­ tamente nuevo para la educación» consiste, por tanto, en el desmanteiamiento de todos los errores existen­ tes en la pedagogía desde la Ilustración. Y parece un diagnóstico correcto el que este «principio» «deter­ minará el próximo siglo de política educativa en la República Federal de Alemania». Así, fíeles a su pro­ pia divisa, los autores se sienten animados por el es­ tímulo que supone un acuerdo afirmativo con aquello que ya está en marcha. Y, el que uno tenga que enfren­ tarse con tesis de tan pobre calidad intelectual, con tesis que no han merecido atención alguna en ningún otro país de Europa Occidental, se lo debemos a la actual situación espiritual de la República Federal de Alemania. A los autores les ha dado buen resultado convertir en respetables las ideas pedagógicas autori­ tarias que muchos ya venían acariciando desde hacia tiempo, pero que nadie se había atrevido a articular desde 1945. Y el éxito se debe a que han revestido aquellas ideas de un ropaje retórico que consigue ocultar un poco su tendencia totalitaria. Ahora, como en los viejos tiempos, tendríamos que sentirnos alen­ 33

tados por una educación que no infunde ningún valor, ninguna fantasía, ninguna sim patía y ninguna res­ ponsabilidad en los hombres individuales, por una educación que se realiza a costa de los niños y a costa de la democracia. (1978)

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GITANOS Y JUDÍOS Por su destino son hermanos los gitanos y los judíos. Son dos pueblos que han vivido en Europa a lo largo de los siglos sin un país propio, dispersados, en todas partes discriminados por su diferente modo de ser, expulsados una y otra vez y siempre en busca de nuevas formas de existencia locales y económicas. En la socie­ dad moderna, con su igualdad de derechos, que sólo le fue concedida a aquellos que estaban dispuestos a hacerse iguales, se planteó para aquellos dos pueblos el problema de una integración que suponía la adap­ tación y pérdida de sus propias identidad y tradición. Los nazis, quienes marcaron su modo de ser diferente como algo condicionado por la raza, evitaron a ambos el problema mediante la anulación final que supuso el exterminio físico. ¿Y qué ocurre ahora con los supervi­ vientes, ahora que la pesadilla ha pasado? Pero ¿ha pasado? Para nosotros, los judíos, puede decirse que si. Para un judio asim ilado no se vive mal hoy en día en la República Federal de Alemania. Mas intento ahora imaginarme cómo seria mi vida si los prejuicios que en el pasado existían contra los judíos enviados a Auschwitz hubieran perdurado tan sólidos y enteros como los prejuicios contra los gitanos. Y apartan su m irada del problema real quienes se preocupan por hasta qué punto sigue existiendo aún entre los alemanes un antisemitismo latente, que sólo se sustrae a las consideraciones externas. Quien atiende 35

únicamente a la posibilidad de la discriminación latente de una minoría determinada, cierra los ojos a la abierta discriminación de otras minorías allí donde realmente está teniendo lugar en nuestro país. En suma, el anti­ semitismo no es más que una de las manifestaciones posibles de una enfermedad más profunda. Ésta, con­ siste en una incapacidad para construir la conciencia de la propia identidad colectiva sin despreciar las demás identidades culturales y nacionales, y, de ahí, llegar a negar incluso que los demás también son personas. Por esta razón, los judíos también sirvieron, de una determinada manera, como blanco de esta proyección negativa, quizás porque no había ningún país (ni siquie­ ra un país distinto de Alemania) donde no fueran mino­ ría. En este mismo fundamento se basa el que también los gitanos, aun en nuestros dias, se encuentren en el centro de todos los prejuicios, lo que también ocurre con otras minorías nacionales. En el Tercer Reich, los judíos éramos considerados como seres infrahumanos. Si bien es cierto que en la actualidad rara vez se suele calificar de infrahombres a los gitanos, sin embargo, en el fondo se Ies contempla y trata como a tales. ¿Por qué la denominada superación del pasado se concentra en Alemania casi exclusivamente en los ju­ díos? ¿Por qué se pasó por alto durante el dominio nazi el destino de los gitanos? Existen diversas razones para ello, sin duda, también aquella tantas veces repetida en esta obra, según la cual la República Federal de Ale­ mania se encuentra ahora, como entonces, bajo una presión internacional ejercida a propósito de los judíos y no de los gitanos. Sin embargo, esto se funda, por su parte, en la circunstancia de que los judíos, a diferencia de los gitanos y gracias a una tradición cultural diferente, pudieron disponerse antes a caminar por la senda de la adaptación, de la que ya han recorrido un largo trecho. 36

A consecuencia de lo anterior, hoy en día es mucho más fácil para cualquier alemán distanciarse emocio­ nalmente de la persecución de los judíos que de la de los gitanos. Los judíos ya no se presentan ante los ale­ manes como extranjeros y amenazadores. No son ame­ nazadores porque apenas si existen ya judíos en Ale­ mania. No son extranjeros porque se reconocen sus cualidades, con las cuales hasta creen poder identificarse. Y dicen esto según el punto de vista del que partan; por ejemplo, del de quien piensa en la conjurada sim­ biosis espiritual germano-judía o en el Estado de Israel. Y así, cuando uno se concentra en la persecución judía, resulta menos difícil poder contemplar la época com­ prendida entre 1933 y 1945 como un fragmento de his­ toria extraña, como una mancha pulcramente delimitada. Quien haya leído los artículos comprendidos en el presente volumen, no podrá menos de reconocer que la imagen de la historia se oscurece desde el momento mismo en que nos adentramos en la cuestión de la per­ secución de los gitanos. Con respecto a ellos existe, o al menos así lo parece, sobre todo en la mentalidad y, en parte, en la legislación, una continuidad entre la época del Káiser, la República de Weimar, el Tercer Reich y nuestros días, una continuidad que viene expresada ejemplarmente en una frase que se encuentra en una afirmación pronunciada en 1956 por el Tribunal Federal Supremo: «Las medidas adoptadas contra los gitanos a partir de 1933 por las autoridades nacionalsocialistas, no se diferencian en absoluto de las correspondientes a las acciones acometidas antes de 1933 en la lucha contra la plaga gitana». La polémica jurídica acerca de si los gitanos fueron deportados por los nazis por ser asociales o por razones de carácter racista, es del todo desacertada, y ello, poique, en el fondo, se trataba de que los gitanos eran asociales precisamente en razón 37

de su raza. Si nos comparamos con la persecución nazi de los gitanos, puedo comenzar hablando en primer lugar de «nosotros» como nosotros los alemanes, ya que en este contexto uno se encuentra involuntariamente, como judio, en el bando equivocado, el bando de los opresores y no el de los compañeros de infortunio. Allí donde entra en consideración el rechazo de otras mino­ rías, los judíos alemanes compartimos los prejuicios del resto de los alemanes; no en vano nos hemos esfor­ zado durante tanto tiempo por ser tan alemanes como los alemanes (y con ello no quiero concluir que existen tantos judíos sin prejuicios como alemanes en igual disposición). En segundo lugar, hoy en día, no cabe ya pensar la superación del pasado como el acto de delimitar algo ya acontecido, sino únicamente como una supera­ ción del presente que nos concierne a todos sin excepción. Ya no bastan las categorías de la culpa y la penitencia, categorías que resultan poco fructíferas por ser obsoletas. El problema reside, más bien, en que necesitamos cate­ gorías diferentes. Se puede percibir, con mayor nitidez en el caso de los gitanos que en otros contextos, que los excesos cometidos por los nazis no representaban sino una escalada de esa misma mentalidad que ya estaba presente antes de 1933 y que todavía encontramos hoy entre nosotros. Desde el no querer hacer nada con una minoría, cuyos derechos no son defendidos por ningún otro Estado y que en todo caso nunca podría ser expul­ sada de su patria, pasando por su concentración y traslado forzosos, y de ahí a su confinamiento en los campos de concentración, hay un paso difícil de dar y muy grave, mas no por ello deja de ser un simple paso. Desde nuestra propia perspectiva, la cuestión gitana sólo afecta de forma secundaría a la suerte que correrá este pueblo (y ésta es una cuestión que finalmente ten­ dremos que dejar que la respondan ellos mismos). Nos 38

preocupa ante todo qué será de nosotros mismos. Éste es un problema que sólo es jurídico en segunda instancia, un problema que no permite ser resuelto ni jurídica ni administrativamente porque es, en primer lugar, un problema que atañe a nuestro comportamiento social. El prejuicio, según el cual los gitanos son asociales, no es sino el reflejo de nuestra propia y poco sociable forma de vida. Les llamamos asocíales porque se niegan a adaptarse a esa nuestra forma de vida, la del individuo que habita en la desintegradora sociedad del rendimiento. No basta con dar una orientación más caritativa a las ideas cambiando de opinión en favor de los gitanos, pues ello los convertiría de nuevo en objetos. La pros­ cripción sólo sería levantada cuando nuestras formas de vida ya no se asumieran acríticam ente como la vara de medir de las restantes: cuando lo insatisfactorio y asocial que hay en nuestro modo de vida ya no debería ser reprimido y sepultado en nuestra conciencia; cuando pudiera aparecer, en lugar del miedo a relacionarse con otros, la necesidad de entrar en contacto con los seres humanos que existen a nuestro alrededor. En este punto surge un rayo de esperanza, pues en nuestra generación más joven, se ha venido desarro­ llando la conciencia de que los valores de esta sociedad son insuficientes para el logro de una vida plena. Esta generación ha redescubierto valores que, en ciertos aspectos, les acercan a los gitanos. Encontrar una vía hacia la integración amistosa de los gitanos podría depender de que hallemos un genuino acuerdo con esa contracultura que pertenece a nuestra propia cultura. Pero, también a la inversa: si no renunciamos a dis­ criminar al otro, no podremos más que oprimirlo y relegarlo a la vida en el gueto. (1979) 39

RACIONALIDAD E IRRACIONALIDAD DEL MOVIMIENTO PACIFISTA Y DE SUS ADVERSARIOS ENSAYO DE UN DIÁLOGO

I Parto de la angustiosa vivencia, siempre de nuevo repetida, de la falta de un entendimiento mutuo en lo que respecta a la cuestión de la supervivencia colectiva. Casi todo el mundo occidental puede considerarse dividido en dos grandes sistemas de comunicación relacionados entre si por encim a de las fronteras nacionales y que se amenazan reciprocamente con la destrucción, creando nuevas fronteras cuya línea de demarcación atraviesa a familias y amistades. No se trata del mero establecimiento de fines políticamente contrapuestos. Existe una diferencia más profunda que nos puede llevar a desesperar del otro o, si somos delicados, de nosotros mismos. Me refiero a la dife­ rencia existente en cuanto al lenguaje, a la comprensión, a los supuestos tácitos implícitos en la percepción de las realidades políticas. Cuando los hombres dejan de entenderse, ya sólo pueden aparecer a los ojos del otro como criaturas irracionales. Ello se basa simplemente en el sentido 40

que posee esa falta de comprensión. Por este motivo, no es ninguna casualidad que la acusación más fre­ cuente que lanzan los adversarios del movimiento pacifista contra éstos, y éstos contra aquéllos, no sea otra que la de irracionalidad. Una acusación tal, sig­ nifica siempre, que las razones aducidas por el contrarío para defender sus convicciones son contempladas como insuficientes. Pero, si ya no podemos comprender las razones de los otros, aún podemos intentar explicar sus convicciones a partir de motivos de los que ellos mismos no son conscientes. Un procedimiento de esta especie, implica no poder considerar ya en serio a la parte contraria como un genuino interlocutor, pues desde este momento dejamos de hablar con él para hablar tan sólo sobre él. Este recurso a los motivos psicológicos y psicológico-sociales subyacentes es raciona] y, por tanto, indispensable, pero únicamente cuando ya no podemos entender directam ente una determinada posición. No es racional, sin embargo, si se pone en juego este recurso antes de tiempo, es decir, cuando previamente no lo hemos intentado todo para entender las razones de la otra parte mediante el diálogo. En concreto, tanto en una dirección como en otra, resulta poco convincente la precipitada acu­ sación de irracionalidad que se dirigen ambas partes entre si. Y es poco convincente porque no pueden persuadir a nadie de que todos los representantes de la parte contraria son estúpidos o malvados o ambas cosas a la vez. En la lucha política es muy común difamar al adver­ sario. El diálogo se interrumpe lo antes posible, esco­ giendo cada parte aquellos aspectos del otro que antes lo hagan aparecer como un ser débil. Platón, situó este método retórico, tal y como él lo denominara, frente a aquel otro que señaló como filosófico, donde 41

«filosófico» sólo quiere decir que aspira a establecer un diálogo. No se trata de una mera recolección de puntos de vista, sino de alcanzar por ambas partes la mayor veracidad posible, lo que significa obtener el mayor grado posible de racionalidad intersubjetiva. La exigencia de Platón, según la cual los políticos deben llegar a ser filósofos en el sentido expuesto, ha provocado la hilaridad de muchos a lo largo de los siglos. Sin embargo, en lo que respecta a la cuestión que nos preocupa en la actualidad, y que trata sobre nuestra supervivencia, no podemos permitimos renun­ ciar a una comunicación reciproca. Cada afrenta a la racionalidad supone un paso más hacia el abismo. Pero, esta racionalidad es esencialmente intersubjetiva, y ello porque sólo podemos calibrar la plausibilidad e importancia de nuestros propios fundamentos o razo­ nes cuando los confrontamos con los de la otra parte. Así pues, en adelante imaginaré a un interlocutor que se sitúa en la parte contraria, de quien sé que no es ni estúpido ni malvado y al que supongo una nece­ sidad de mutuo entendimiento tan fuerte como la mía. La conversación con Rudolf—pues ése es el nombre con el que he bautizado a mi amigo— posee el senti­ do de arrojar nueva luz sobre el panorama de los pun­ tos de vista (junto con sus respectivas posiciones de fondo) que aquí aparecen en litigio. No he dado al contrincante de Rudolf un nombre ficticio como el suyo, sino que en este punto me man­ tengo en primera persona con el objeto de evitar una falsa apariencia de objetividad. No pretendo negar mi compromiso político, pues no me considero por encima de los partidos. Naturalmente, de lo dicho hasta aqui, se hace evidente que, en su conjunto, el diálogo es también subjetivo en la medida en que ha sido construido por mi y soy yo mismo quien pone 42

en boca de mi amigo sus argumentos. Al respecto no puedo hacer m ás que esforzarm e en equiparlo con los argumentos más sólidos que conozco, procedentes de conversaciones, de los libros o de mis propias re­ flexiones personales. Y doy por descontado que en este aspecto sólo he logrado una aproximación a la verdadera objetividad. Mas, si esto es así, ¿no seria mejor —como alguien podría objetarme— renunciar al diálogo representado y buscar un diálogo con un interlocutor vivo capaz de aportar argumentos que yo no podría anticipar jam ás? Ciertamente, pero lo uno no excluye lo otro. Las discusiones de palestra y las entrevistas, tienen sus propias posibilidades, pero también sus propias dificultades. Ahora bien, de momento, Rudolf no esta dispuesto a embarcarse sin más en una argumentación denomi­ nada como el titulo de esta conferencia. «¿Es en abso­ luto posible — le oigo preguntar— hablar del mo­ vimiento pacifista? ¿Acaso no consiste el llamado movimiento pacifista en una mezcla de las posiciones más dispares? Pero, si éste no representa a ninguna posición concreta, resulta del mismo modo indeter­ minado hablar de “sus adversarios” . Además, ello hace que resulte enojoso su autonombramiento como “movimiento pacifista”, pues se acepta que sólo aque­ llos que se consideran dentro de este movimiento se preocuparán por la paz. Sin embargo, todos compar­ timos el fin de su mantenimiento, diferenciándonos tan sólo en nuestra concepción de cuáles sean los medios más adecuados para lograrlo.» «Eso es completamente cierto — respondo— , en este punto es del todo necesario realizar distinciones. La referencia global al “movimiento pacifista” que aparece en el título, era sin embargo, obligada, ya que posee una relativa importancia en la conciencia 43

pública. Por consiguiente, tenemos que partir de ella. Además, la referencia global “al” movimiento pacifista tiene a menudo un oculto valor retórico, precisamente cuando tus am igos lo tachan de irracional. Ocurre entonces que se toma como punto de partida el con­ siderar que los fines lejanos de muchos de quienes se cuentan en las filas del movimiento pacifista son utó­ picos, poco realistas y, en este sentido, irracionales. A continuación, se transmite calladamente este juicio a ciertos fines próximos dados, tales como el de impedir el rearme, que también son promovidos por el movi­ miento pacifista.» Asi pues, coincido con Rudolf en que sólo podremos explicar la cuestión de la racionalidad e irracionalidad del movimiento pacifista y de sus adversarios una vez que hayamos establecido una distinción entre diversos planos. Prescindo por completo de una gran parte del movimiento pacifista, a cuyos miembros cabe reprochar su desinformación acerca de numerosos detalles polí­ tico-militares. No informarse o hacerlo sólo parcial­ mente sobre un problema cuya importancia se considera de primer orden y del que se sabe que es controvertido, y mantener al mismo tiempo una determinada postura, es una actitud que, de hecho, conviene como ninguna otra con el calificativo de irracional. Sin embargo, no hay duda de que esta actitud se encuentra en la otra parte en igual medida y, por cierto, en una proporción especialmente elevada. Esta es una circunstancia cuya explicación se encuentra, sencillamente, en que no consideran que el problema posea una importancia de primer orden. Por lo demás, esta forma de irracionalidad, consistente en negarse a estar informado adecuada­ mente, es, desde luego, un fenómeno gradual. Por supuesto, ello no lo hace mejor, sino que constituye propiamente el mal mayor. Aunque ninguno de nosotros 44

es un experto, he procurado definir a Rudolf de modo que esté prácticamente igual informado que yo. Por esta razón, no será difícil ponerse de acuerdo en renun­ ciar a lanzamos recíprocamente la acusación conjunta que acabamos de mencionar. Y, en su lugar, cuando en el diálogo nos topemos con aspectos en los que observemos que no somos lo bastante expertos, habre­ mos de tomarlo como una buena ocasión para infor­ mamos mejor. También se puede expresar lo anterior del siguiente modo: asumo que ambos compartimos, al menos, una misma voluntad de racionalidad. Trataré de responder en dos fases a la petición de Rudolf, según la cual es necesario precisar el discurso sobre el movimiento pacifista, de modo que uno pueda enfrentarse con dos posiciones bien definidas. El míni­ mo denominador común del movimiento pacifista europeo consiste en el rechazo del llamado rearme. Con ello queda señalado el punto decisivo de la dis­ cusión actual. Pero ni Rudolf ni yo estamos dispuestos a reducir el diálogo a este aspecto, aunque, por otra parte, no deja de tener su importancia. Si nos limitá­ semos a esta estrecha definición, no sería posible com­ prender la comunidad que constituyen los movimientos pacifistas de los distintos continentes — de Europa, Norteamérica, Japón. Australia— . ¿En qué consiste esta comunidad? Cabe exponerla, según creo, en dos supuestos empíricos y en una decla­ ración de fines. Los dos supuestos empíricos rezan así: 1) la guerra nuclear es posible; 2) su posibilidad se incrementa día a día. Por su parte, la declaración de fines dice lo siguiente: La guerra nuclear debe ser evitada a toda costa. El acento reside aquí en la expre­ sión «a toda costa». En cambio, el que deba ser evitada a toda costa una guerra en general (y subrayo aquí de nuevo la expresión «a toda costa») es también, desde 45

luego, un fin muy extendido en los movimientos paci­ fistas, pero no existe al respecto ningún consenso. Asi, y en tanto que un rasgo que es definidor del movi­ miento pacifista, quiero hacer hincapié en que éste no es necesariamente pacifista en sentido absoluto, aunque sí lo es en cuanto a la guerra nuclear. Es impor­ tante poner claramente ante la vista, aquellas valora­ ciones que se hallan implícitas en la declaración de fines mentada. En primer lugar, toda guerra es un mal, y ésta es una valoración que en la actualidad (no siempre fue así) comparten todos, ya sea dentro o fuera del movimiento pacifista. Sin embargo, la guerra nuclear es, para el movimiento pacifista, un mal que no puede ser comparado con el de las demás guerras, y ello, porque, en la medida en que supone el completo final de la especie y de la vida, representa el mal más extremo. En segundo lugar, precisamente por ser un mal radical, la guerra nuclear tampoco es parangonable con los restantes valores negativos. Ahora puedo también hacer entender a Rudolf por qué el movimiento pacifista ostenta su nombre con pleno derecho, lo que no implica en modo alguno el que les sea negada la voluntad de paz a quienes no pertenecen a dicho movimiento. No cabe duda de que los adversarios del movimiento pacifista quieren tam­ bién evitar la guerra nuclear en la medida de lo posible. Sin embargo, es justamente en este punto donde resi­ de la diferencia, pues quieren evitarla en la medida de lo posible, no a toda costa. Ello implica una escala de valores diferente. Querer evitar una guerra nuclear en la medida de lo posible significa querer evitarla, a menos que sin ella no sea posible evitar un mal tan grande como éste o aún mayor, como, por ejemplo, la falta de libertad. Para los adversarios del movimien­ to pacifista, la paz es asimismo un valor más alto, 46

pero no el más alto. O ¿existe otro valor más alto toda* vía? (recuerdo la expresión de Alexander Haig: «Hay cosas más importantes que la paz») o decimos, cómo podemos oír de labios de los políticos republicanos federales, que los valores de la paz y la libertad son del mismo rango. Con ello, vemos ahora con claridad hasta qué punto el movimiento pacifista ostenta este calificativo con pleno derecho, pues defiende la idea según la cual la paz o, mejor dicho, la evitación de una guerra nuclear, tiene prioridad absoluta. También puedo ahora establecer sin dificultad un acuerdo con Rudolf acerca de la división de nuestro diálogo. Así, en primer lugar, entrará en discusión el fin próximo del movimiento pacifista, a saber, el recha­ zo del rearme, y en segundo lugar lo hará la posición fundamental del pacifismo nuclear. Entre las dos cues­ tiones no existe ninguna conexión lógica, y ello es así porque sería en principio pensable (aunque existen buenas razones para que ello no ocurra en el terreno de lo empírico) que un pacifista nuclear apruebe el rearme, siempre que sea de la opinión de que el rearme torna improbable el estallido de la guerra atómica. Por supuesto, la combinación inversa es siempre posible (e incluso empíricamente muy extendida), es decir, que alguien rechace el pacifismo nuclear y esté del mismo modo en contra del rearme. Mientras discuto con Rudolf sobre el rearme, puedo dejar abierta la cuestión de las valoraciones últimas y asumir que a ambos nos concierne un idéntico fin, precisamente el de reducir la probabilidad de una guerra nuclear. Por otra parte, hay un punto de vista adicional de especial importancia para Rudolf, el de la necesi­ dad de impedir también nuestra sobornabilidad política. En cualquier caso, es la cuestión de la racionalidad, con la que tendremos que habérnoslas en esta primera 47

parte (sobre todo en su forma más simple), a la que remite la pregunta sobre cuáles sean los medios más adecuados para alcanzar un fin dado. En la segunda parte tendremos que abordar otros aspectos de la racio­ nalidad. En primer lugar, éstos habrán de referirse a ciertas cuestiones evaluativas que también entrarán en juego en la primera parte, como, por ejemplo, la de si es racional — y ello significa ahora: adecuado a la realidad— considerar como bastante alta o bastante baja la probabilidad de una guerra nuclear. En cierta medida, estas cuestiones evaluativas no son decidibles de un modo objetivo. Asi, la racionalidad consistirá aquí en que ambas partes lleguen a darse cuenta de la importancia relativa de este factor subjetivo y de su trascendencia. En segundo lugar, llegaremos a un acuer­ do en lo que respecta a nuestras valoraciones últimas. Mas en este punto, la racionalidad no puede consistir en demostrar que una valoración es tan racional como la otra — ninguna de ellas es racional en sí y por sí—, sino tan sólo en ayudarnos mutuamente a no dejar que nuestras valoraciones y sus implicaciones per­ manezcan en la sombra.I

II Pasamos, pues, al rearme. Quiero suponer que Rudolf fundamenta su visión positiva del rearme del modo siguiente: «Los rusos —afirma— han utilizado la época de la distensión política para incrementar enormemente su armamento, ya sea en el terreno bélico convencional como en el nuclear, en el que cabe des­ tacar, en concreto, el campo de los misiles de medio alcance. Aparte, es conocida su tendencia expansionista, que se manifiesta en su ideología tanto como 48

en la experiencia histórica reciente, léase Afganistán. Como me consta la ingenuidad y tendencia minimizadora que os caracteriza a ti y a los que son como tú en relación con el peligro que amenaza desde el Este, renuncio a entrar en pormenores sobre este punto, ya que, de todos modos, no podría convencerte en tan poco tiempo. Por fortuna, en nuestra cuestión podemos prescindir de las hipótesis acerca de las pretensiones del mando militar soviético. Es suficiente con el mero hecho del desequilibrio armamentistico. Cito del dis­ curso de Kissinger del 1 de septiembre de 1979, que tuvo lugar en Bruselas: «Ni tan siquiera creo que los actuales líderes soviéticos sean particularmente aven­ tureros.» Sin embargo, «nunca ha sucedido en la his­ toria que una nación consiga la superioridad en todas las categorías armamentistas fundamentales y no haya intentado también beneficiarse alguna vez de ello»'. Estoy dispuesto a admitir que Kissinger exagera cuando habla de «todas las categorías armamentistas funda­ mentales», pero doy por demostrada la superioridad soviética en cuanto a las arm as convencionales y a los misiles de tierra de medio alcance. Debido a la superioridad rusa en el terreno de las armas conven­ cionales, no podemos perm itirnos prescindir de la doctrina de la disuasión nuclear flexible. Y la superio­ ridad soviética en el campo de los misiles de medio alcance ha abierto una «ventana de vulnerabilidad» en la estrategia flexible disuasoria. Existe el peligro de un desacoplam iento entre Europa y los Estados 1

1 El discurso de Kissinger aparece reproducido en A. Mechtersheímer y P. Bahrdt (eds.), Den Atomkriegjukrbar und gewinnbar machen?

[¿Hacer que la guerra atómica pueda ser ¡levada adelante y ganada?]. Rowohlt, 1983, pp. 48 ss.

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Unidos, entre la disuasión efectuada mediante misiles de corto alcance y la realizada a través de misiles inter­ continentales. Por tanto, sólo es racional —y lo con­ trario seria irracional— desear que los Estados Unidos instalen misiles de corto alcance, siempre y cuando la Unión Soviética no desmantele los suyos. No es otro, por cierto, el sentido del acuerdo bilateral firmado por la OTAN el 12 de diciembre de 1979. «Muy bien, Rudolf. En lo que concierne a tu primera puntualización acerca de mi ingenuidad, he de decir que no tomo a los lideres soviéticos por buenas per­ sonas, sino que les creo capaces de la más completa falta de escrúpulos a la hora de conseguir sus propó­ sitos. Sin embargo, tu evaluación de sus intenciones, tal y como la has expuesto, me parece muy poco rea­ lista. Te recomendaría la lectura del libro/4 la sombra de la bomba atómica, de George Kennan, el padre de la política de contención. Allí aparece publicada su exposición de 1978 sobre “Los fines de la estrategia soviética”, en la que el autor enumera con bastante precisión los criterios que, a su juicio, emplean los líderes soviéticos para las intervenciones militares, en la medida en que tales criterios pueden ser extraídos a partir de su comportamiento y de su ideología. No cabe duda de que también ésta no pasa de ser más que una opinión, si bien empíricamente fundada, y puedes alegar que las opiniones contrarias reclaman de igual modo una fundamentación empírica. Así, en este punto se mantiene como un comportamiento racio­ nal intersubjetivo tan sólo nuestra disposición para hacernos más expertos y, además, la capacidad de reconocer que aquí se dan apreciaciones diferentes. Tendremos que delimitar y comprobar con exactitud en todo momento cuál es la importancia relativa que corresponde a tales cuestiones evaluativas para la ulte­ 50

rior argumentación. En concreto, coincido contigo en que nuestras distintas apreciaciones de los objetivos político-militares soviéticos poseen una importancia emocional, demagógica, para nuestro problema actual —el rearme— ; pero carecen de valor desde el punto de vista racional. Quisiera, sin embargo, dar todavía un paso más, asumiendo hipotéticamente durante el desarrollo de nuestra argumentación una apreciación tuya que he considerado antes como inverosímil. Hay un segundo complejo de incertidumbre empírica que podemos, quizás, abordar de un modo semejante. Me refiero al problema de la dimensión que alcanza el desequilibrio relativo a los misiles de largo alcance. Según los resultados obtenidos por el Instituto de inves­ tigación para la paz de Estocolmo, parece tratarse de una proporción de 2:1 en favor de la Unión Soviética. Tú sabes que existen muchos otros resultados que se desvían de los anteriores en ambas direcciones. De ello se colige que las diferencias se basan, en gran parte, en cierta inseguridad acerca del concepto de “misiles de largo alcance”. En efecto, cabe preguntarse si en ese concepto han de incluirse los misiles de medio alcance franceses y británicos, y, si es asi, si sólo deben entrar en consideración los ya existentes o también los proyectados para el futuro. Por otro lado, tampoco es seguro si hay que contar igualmente los denominados forw ard baxed systems de los norteamericanos, o si también habremos de incluir los sistemas navales, y, de ser así, cuáles, etc. Tanto los expertos como las delegaciones para el desarme discuten sobre estas cues­ tiones. ¿Tenemos que hacer nosotros otro tanto? Desde tu perspectiva, es indudable que deberíamos hacerlo, pues opinas que el punto de vista del equilibrio es esen­ cial en todos los niveles, pero, como no considero que esto sea como crees, me resulta fácil complacerte tam51

bien en esta apreciación. Puedes, así, fijar un desequi­ librio numérico tan desfavorable para Occidente como desees; estoy dispuesto a admitir hipotéticamente su suposición. Y ahora puedo concentrarme en un punto que no entraña ninguna cuestión evaluativa, sino que concierne al principio del equilibrio, que tú has dado por supuesto. Sobre este aspecto me veo obligado a desentonar con el modo como me he expresado hasta ahora y a emplear palabras de disgusto. Considero demagógico este argu­ mento del equilibrio, que preside la entera argumen­ tación de la defensa del rearme, precisamente porque superficialm ente presenta una fuerte apariencia de plausibilidad y racionalidad, pero que, contemplado de cerca, resulta irrelevante. La apariencia de plausi­ bilidad resulta del hecho de que la categoría del equi­ librio numérico ha sido relevante para todas los tipos tradicionales de arm as y de guerras. El argumento sobre la existencia de un desequilibrio debe de causar una honda impresión en el hombre de la calle, quien se embarca en la discusión de este asunto sin saber muy bien qué es lo que ocurre. Los rusos poseen misi­ les de tierra de medio alcance, nosotros no tenemos ninguno, luego sólo podremos defendemos de ellos si también fabricamos esa clase de armas. Sin embargo, ¿es éste el caso? ¿Cómo se presenta la situación cuando nos adentramos en ella con una mayor precisión y un mejor conocimiento? La función de los misiles nucleares es la de permitir la disuasión, es decir, el enemigo se ve amenazado por un daño para él inaceptable. Mas para ello no se requiere equilibrio alguno. Bastaría un único submarino norteamericano, el Poseidón, con sus 140 cabezas nucleares, para lograr la disuasión frente a una agresión ejercida mediante misiles SS-20.» 52

«Y el acoplamiento con los Estados Unidos?», in­ terrumpe Rudolf. «Si los Estados Unidos desean ese acoplamiento, pueden conseguirlo con el submarino mencionado, y si no lo desean, tampoco lo lograrán mediante misiles de tierra.» «Supongamos que tienes razón —declara Rudolf—. Si el equilibrio es irrelevante, se apreciaría, en el mejor de los casos, que el establecimiento del equilibrio mediante el rearme no es imprescindible. De todos modos, seria ópticamente mejor, y sobre todo es impor­ tante la amenaza que representa a la hora de inducir a los rusos a una reducción de los SS-20. Y de tu argu­ mentación seguiría que el equilibrio mediante el rearme no es peijudicial en ningún aspecto. ¿Por qué lo atacas con tanto encono?» «Porque —respondo— mediante los nuevos misiles en proyecto se infringirá otro principio, el único que es decisivo para la era atómica. Me refiero al principio de la estabilidad relativa. El argumento determinante contra el rearme establece que éste provocará nece­ sariamente, entre otros, efectos desestabilizadores, lo que significa incrementar en alto grado el peligro del estallido de una catástrofe nuclear. Lo anterior se fun­ damenta en algo que ya conoces: que tanto los misiles Crucero como los Pershing II poseen una precisión de tiro desconocida hasta la fecha. Ambos son idóneos para un ataque sorpresa, los unos debido a su extre­ madamente reducido tiempo de vuelo y los otros debido a su capacidad para volar sin ser detectados por las técnicas de radar. Es cierto, que también los SS-20 poseen una precisión de tiro considerable, si bien esa precisión es, en esencia, menor que en el caso de los anteriores. La diferencia decisiva radica, sin embaigo, en que los nuevos misiles norteamericanos podrán 53

amenazar a una parte del corazón del territorio sovié­ tico, mientras que no existe la correspondiente amenaza hacia los Estados Unidos por parte de los soviéticos. En este contexto suele recordarse, con todo derecho, la crisis de Cuba. El esfuerzo de la Unión Soviética por hacerse cuanto antes con un potencial de misiles superior al de los Estados Unidos había sido ya per­ cibido en tiempos de Kennedy como una grave ame­ naza tan grave, que el presidente lanzó a la Unión Soviética un ultimátum con el que se arriesgaba a provocar el estallido de una guerra nuclear. Por lo demás, la instalación de estos misiles debe ser contemplada también a la luz de dos nuevas con­ cepciones estratégicas norteamericanas, de las cuales la primera es tan decisiva, que se ha convertido en el factor desencadenante del movimiento pacifista. Esta concepción se refiere a ciertos proyectos que hunden sus raíces en el último año de la legislatura de Cárter, en el que se estableció cómo hacer que una guerra nuclear pueda ser llevada a cabo y ganada mediante ataques selectivos. Los nuevos misiles son muy apro­ piados para este tipo de ataques selectivamente orien­ tados. Estos planes deben parecer mucho más ame­ nazadores si se los pone en conexión con el concepto de la llamada escalada horizontal, esto es, con una doctrina que Cárter anunciara durante la crisis de Irán y Afganistán. Según ésta, en un enfrentamiento con la Unión Soviética que tuviera lugar fuera del territorio europeo — y esto es algo que los americanos definen como una cuestión vital— , tendrán que entrar en con­ sideración los posibles contraataques que puedan efec­ tuarse también en Europa. Asi pues, cuando hablas de la capacidad de presión nuclear que Europa puede ejercer, debes considerar igualmente la de la Unión Soviética. Y en este punto te ruego que no digas: ¿qué 54

me importan las preocupaciones de los rusos? Cuando los rusos se sientan amenazados en exceso, de forma refleja surgirá una amenaza similar para nosotros. En todas las grandes crisis internacionales tendremos que contar, a partir de ahora, con que cada una de las partes temerá un ataque preventivo de la otra, y, llegado el caso, buscará adelantarse a ella. A lo anterior se añade el peligro, incrementado por la disminución de los tiempos de vuelo, del estallido de una guerra nuclear provocado por errores informáticos. La segunda nueva estrategia, en la que se incluyen los nuevos misiles, es el denominado Plan Rogers, en el que también ha tomado parte nuestro ministro de Defensa Wómcr. Por lo general es poco conocido, aunque en tu caso no cabe duda de que has leído en el FAZ las detalladas descripciones de este plan reali­ zadas por Adelbert Wcinstein2. La nueva estrategia, que al parecer ha sido incorporada en parte en el "manual de campo” del ejército americano con el título provisional de “airland battle" \ consiste en destruir las reservas del ejército soviético y la totalidad de su sistema militar tan pronto como se inicien las hostili­ dades — como informa Weinstein, se trata de 2.685 objetivos, fijos y móviles— . Este nuevo modus operandi será posibilitado por las m odernas arm as de precisión, que, sin embargo, deben ser transportadas (me limito a citar a tu informador Weinstein) mediante misiles Pershing II y Crucero, supuestamente sin cabe­ zas nucleares (¿cómo podrían saber los soviéticos si los misiles que se aproximan a ellos contienen cabezas1 1 Ver el Frankfurter Allgemeine Zeitung dei 12 de noviem bre (p. 7) y del 30 de noviem bre d e 1982 (p. 12). ’ Ver el inform e de R. N ikuta aparecido en el taz [ Tagezeitung] del 27 de septiem bre de 1983, p. 9.

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nucleares?). Ello significa que el plan mencionado debe­ ría permitir levantar el umbral atómico. Sin embargo, lo que de hecho se logra es suprimir las fronteras, no sólo entre las guerras defensivas y ofensivas, sino tam­ bién entre las guerras convencionales y atómicas. Y esto es así, en primer lugar, porque no está garantizada la restricción de las cabezas nucleares convencionales4 y, en segundo lugar, porque la Unión Soviética se apre­ suraría a buscar el modo de destruir inmediatamente esos misiles y aparatos aéreos, valiéndose para ello, llegado el caso, incluso de armas nucleares. Llego así a la conclusión — y no veo cómo alguien pueda discutirla— de que la instalación de los misiles Pershing II y Crucero sería a todas luces desestabílizadora en extremo.» «Admito — reconoce Rudolf— que tienes razón en que lo decisivo aquí es el concepto de desestabili­ zación, pero ¿quieres suponer entonces que la insta­ lación en curso de los SS-20 no tiene efectos igualmente desestabilizadores?» «No cabe duda de que asi es desde el punto de vista político, aunque desde el militar es una cuestión con­ trovertida. Como aquí no podemos entrar en los deta­ lles, quiero responder a tu pregunta con un simple sí, si bien, según lo ya expuesto, considero que, en esencia, siempre será menor la proporción que alcance la deses­ tabilización provocada por los SS-20 que la que pudie­ ran ocasionar los nuevos misiles norteamericanos. Y de nuevo te pregunto: ¿qué es lo que quieres decir con el presente argumento? ¿Quieres decir que, cuando

4 Según Nikutta, en el nuevo «m anual de cam po» se ha previsto desde un principio la «integración de las arm as convencionales, atóm icas y químicas».

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los soviéticos ponen en práctica una medida desestabilizadora, tienen los norteamericanos el derecho de hacer lo mismo? Pero ¿cabe hablar aquí de derechos? ¿Se deslizan de nuevo, inadvertidamente, en la cuestión ideas sobre el equilibrio que son inadecuadas y, en esa medida, irracionales, ideas que proceden, como en este caso, incluso del terreno del derecho? En el ámbito del derecho puede darse el caso de que, si alguien hace algo contra un segundo, y éste procede de un modo análogo con respecto al primero, se obtiene como resultado un equilibrio. Pero de la suma de las desestabilizaciones de las dos partes en litigio no se obtiene un resultado nulo, es decir, la estabilización, sino una desestabilización potenciada. Creo que hemos avanzado lo suficiente como para concentramos en la única cuestión relevante, la de si el rearme es racional, en el sentido de que supone un medio adecuado para aumentar nuestra seguridad e invulnerabilidad. Ello sólo se cumpliría si los nuevos misiles fueran apropiados para disuadir a la Unión Soviética de un ataque con sus SS-20. Sin embargo, estos misiles no son adecuados para el fin mencionado, y no lo son porque los misiles de tierra norteameri­ canos, en contraposición a, por ejemplo, los misiles instalados en submarinos, serian destruidos por un ataque de los SS-20 antes de que aquellos pudieran iniciar el contraataque. Los misiles que el rearme ha previsto como armas de segundo ataque sólo son pensables como armas de primer uso. De ello se deduce que no sólo son inadecuados para impedir un ataque de los SS-20, sino que provocan directamente el aumen­ to de la probabilidad de un ataque. Estos misiles actúan, según una expresión ya utilizada, como imanes. Por tanto, sólo podrían conducir a la destrucción de Europa y no a su defensa; no lograrían evitar los ataques mili­ 57

tares, sino que precisam ente los provocarían. Mas ello significa que la instalación de los nuevos misiles en proyecto es irracional, y no es irracional porque consideremos que los SS-20 no representan amenaza alguna, sino porque y en la medida en que reconocemos ese carácter amenazador.» «Aún me queda, sin embargo, una objeción de peso — afirma Rudolf—. ¿No ves que el movimiento paci­ fista trabaja hombro con hombro con Moscú, atacando con ello por la espalda a los norteamericanos en las negociaciones de Ginebra? Si los rusos no contaran con el rearme, no se habrían sentado a la mesa de nego­ ciaciones ni habrían hecho las pocas concesiones que han hecho.» «Es cierto, Rudolf, que el fin próximo del movimiento pacifista coincide con los intereses de Moscú, pero ¿es ése un argumento? Únicamente lo sería si todo aque­ llo que interesa a Moscú, Occidente lo lesionara, y a la inversa. Sin embargo, este argumento sólo se puede esgrimir con ciertas restricciones. Cuando la elevada probabilidad de una guerra nuclear representa para una de las partes el mal más temible que le cabe esperar, entonces es también ese mismo mal lo que la otra parte teme. Así pues, este argumento es, al igual que el del equilibrio, inadecuado y, por tanto, irracional, así como fuertemente demagógico, justo por poseer en apariencia una plausibilidad tan grande. Quisiera ocuparme ahora de tu otro punto de dis­ cusión, es decir, la disposición de la Unión Soviética para negociar. Tú mismo puedes observar que en la base de negociación actual de los norteamericanos se reciben algunas concesiones de la Unión Soviética, pero muy pocas. Estoy de acuerdo contigo en que los soviéticos no hacen concesiones voluntariamente. Pero yo hubiera deseado una posición negociadora de los 58

norteamericanos de una especie por completo diferente, una posición que se orientara hacia la disminución, no al incremento, de las amenazas recíprocas.» «Te estás ablandando — prorrumpe Rudolf—. El marco de negociación sólo es ventajoso ahora que el movimiento pacifista está contribuyendo a un debili­ tamiento de la posición norteamericana. ¿Sí o no?» «Admito que asi es. Pero no se puede tener ambas cosas, pues nos encontramos en este momento ante una ponderación de mercancías. Me alegra, desde luego, cualquier reducción de los SS-20 que los norteameri­ canos puedan conseguir de los rusos. Pero, situados ante la horrible tesitura de elegir entre la amenaza con el rearme, aprobando también con ello su probable realización, o elegir conformarnos en caso de apuro con un número no reducido de los SS-20, sería irracional no decantarse por el mal menor.» ... «Repasemos de nuevo lo dicho hasta ahora —pro­ pone Rudolf—. Quizás tu argumentación sea adecuada, pero siempre que alguien asuma, como tú haces, que la probabilidad del estallido de una guerra nuclear es relativamente alta. Sin embargo, si alguien considera que esa probabilidad es ínfima, ¿no continuara siendo bajo el aumento de aquella probabilidad que tú ase­ gurabas para el caso del rearme? En este caso cobran un peso considerable aquellos puntos a mi favor que calificabas como de una importancia por completo secundaria. El primer punto se refiere a que no corre­ mos ningún riesgo de provocar una crisis en la Alianza si decimos sí al rearme: el segundo remite a las con­ cesiones que obtenemos de la Unión Soviética: el ter­ cero consiste en que la OTAN no tiene por qué dejar al descubierto su punto flaco político cediendo en las negociaciones; y el cuarto, por último, consiste en que podemos hacemos menos vulnerables a las amc59

nazas. Así, Aiois Mertes escribe, en un artículo apa­ recido en el Europa-Archiv del presente año, que el peligro de una guerra “es mínimo”, residiendo ese peligra más bien en una “latente sumisión” a la presión soviética, por lo que el rearme es presentado como una medida ra c io n a l¿ P u e d e s impugnar la raciona­ lidad de esta posición?» «En estos momentos, Rudolf, me resulta cada vez más difícil imaginarme una situación definida de tal modo que los rusos pudieran situamos bajo una presión nuclear, ya fuera en el caso de que careciéramos de los nuevos misiles o en el caso de que si los tuviéramos. Y a este respecto, debes tener-presente que estos misiles no son armas de segundo ataque ni pueden impedir, por tanto, las amenazas. Sin embargo, en este punto puede que haya pasado por alto algún aspecto. Si asi fuera, también sería racional una postura como la de Mertes, lo que significa que sería racional abogar por el rearme, aunque sólo si uno cree en principio que sería posible descartar el peligro del estallido de la guerra, y sólo si uno se concentra exclusivamente en la amenaza procedente del Este, desatendiendo la que pueda percibir la Unión Soviética. Así, ésta es la posible racionalidad del rearme, pero se trata sin duda de una racionalidad inmanente que deja en la oscuridad los aspectos más esenciales de la situación y que, por ello, es irracional cuando se la considera en su globalidad.» No obstante, Rudolf ha puesto el dedo en la llaga. Mertes no es un caso aislado. Hasta donde alcanzo a ver, por lo general es característico de los defensores del rearme el considerar que la probabilidad de la guerra*

* A. M ertes, «Friedenshaltung-Friedensgcstaltung» [«M antener ia paz-C rear la paz»], Eumpa-Archiv, 1983, pp.187 ss.

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es bastante baja, mientras que sus adversarios la con­ sideran elevada. De esta cuestión evaluativa parecen depender muchas cosas.

III Lo anterior nos conduce a la segunda parte de nuestra discusión, que concierne a la posición fundamental sostenida por el movimiento pacifista, que insiste en el pacifism o nuclear. Dos premisas sirven de base para esta reivindicación: I ) la guerra atómica es el mayor mal pensable, y 2) la guerra atómica es, según las condiciones actuales, posible, y lo será más aún en lo sucesivo. La primera premisa debiera ser ina­ pelable. ¿Qué ocurre con la segunda? «Temo, Rudolf. que no es consistente una posición como la de Mertes. No se puede, como él hace, con­ siderar primero que amenazar con una guerra atómica es políticamente esencial y creer, en segundo lugar, que la posibilidad del cumplimiento de esta amenaza es prácticamente nula, ya que en ese caso la amenaza dejaría de ser creíble. Mertes escribía: “en vista de los intereses de supervivencia de las grandes potencias”. ¿Acaso no sabemos que el verdadero problema, una vez descartados los fallos de las computadoras, reside en que ios interesados pueden maniobrar contra su voluntad hacia una situación sin salida en la que los acontecimientos se les escapen de las manos? Ello no se funda en alguna debilidad humana, sino que corresponde simplemente al sentido mismo que toda amenaza posee. En la crisis de Cuba, Jruschov había hecho concesiones porque los soviéticos se encontraban en una posición de inferioridad extrema en cuanto a armamento nuclear, pero lo que parece seguro es que 61

fue destituido por esta razón. ¿Qué ocurrirá la próxima vez? Cuando aquel que es amenazado no se rinde, el que amenaza se siente presionado para emprender la acción, pues de lo contrario sus amenazas no volverían a ser tomadas en serio en ocasiones venideras. Y, si de nuevo todo va bien en la ocasión siguiente, ¿qué ocurrirá en la siguiente a ésta? Weizsácker escribe en su obra Wege in der Gefahr [Sendas hacia el peligro]: “La Tercera Guerra Mundial es posible” (p. 110). Y en el Capitulo 8 expone lo ante­ rior con una fórmula matemática que Afheldt resume como sigue: “Si la intimidación se mantiene creíble durante mucho tiempo, la probabilidad de un empleo efectivo de las armas será mayor que cero durante ese tiempo. Pero, si esta probabilidad se mantiene de forma constante en un valor superior a cero, entonces ésta se hará igual a 1 después de un período de tiempo consi­ derable, lo que significa que la guerra será, por tanto, segura” 4.» Rudolf subraya que ésta es, justamente, una reflexión a largo plazo, citando la expresión de Afheldt «después de un período de tiempo considerable». «Es cierto que para períodos de tiempo reducidos lo anterior no permite ser expresado matemáticamente con precisión. Y parece ser cierto que la probabilidad, que fijamos siempre para un corto espacio de tiempo, crece rápidamente con el transcurso del mismo, aun cuando no se halle presente el rearme. Ello se funda, sobre todo, en las ideas que las dos superpotencias poseen acerca de en qué medida se debe tem er una guerra atómica restringida. Pero, contemplado en su*

* H. Afheldt, Veríeidigung undFrieden [Defensa v p a z \ Hanser, 1976, p. 22.

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totalidad, existe un peligro todavía mayor que el rearme, peligro que reside en los planes norteamericanos para una aniquilación de la Unión Soviética. Estos planes consisten, en concreto, en un ingente rearme realizado mediante misiles crucero instalados en submarinos. La Unión Soviética carece de algo equivalente con lo que ejercer oposición. En este punto podemos utilizar aquella cita de Kissinger que tú habías introducido al comienzo de la discusión, si bien en otro sentido y en relación con lo ya m encionado sobre el rearme convencional y atómico de los norteamericanos. Ello puede conducir al frente soviético a generar una reac­ ción de cortocircuito. No quiero explicar lo anterior con mayor deteni­ miento. Está claro que la cuestión de cuál sea la pro­ babilidad de una catástrofe nuclear es subjetiva; sólo que la suposición de que ésta es próxima a cero es poco realista y, en esa medida, irracional. Pues la con­ ducta racional consiste en que, en vista de las diferentes alternativas presentes en un curso de acción dado, se toman en consideración dos parámetros, que son, en primer lugar, la probabilidad y, en segundo lugar, el valor o disvalor de las alternativas. El disvalor del acon­ tecimiento con el que aquí nos enfrentamos es el más alto que cabe pensar. De nuevo no es posible exponer de un modo formal, matemático y objetivo, el producto de estas dos opiniones, es decir, de la opinión sobre la probabilidad y de la opinión sobre el disvalor del acon­ tecimiento. Por supuesto, también aqui desempeñan un papel los factores subjetivos. Personas diferentes poseen formas distintas de amor por el riesgo. En efecto, algunos hacen todo lo posible para evitar un suceso relativamente improbable aunque especialmente temible, mostrando cierta despreocupación ante otros sucesos que presentan una probabilidad relativa mayor, pero 63

que son menos graves. Otros, se conducen de distinta manera. Pero, como los individuos siempre pueden diferenciarse psicológicamente, ante una igualdad de probabilidades debe crecer la angustia frente al creciente temor que infunde un acontecimiento posible, y “debe” ser así si el sujeto en cuestión es racional. Con frecuencia se acusa al movimiento pacifista (naturalmente Rudolf no lo hace, pues es demasiado racional) de ser irracional, alegando que está determinado por el miedo o la angus­ tia. Se comete asi el error de admitir que los afectos son irracionales. Sin embargo, los afectos tan sólo son irracionales cuando no se adecúan a la realidad, pero la carencia de afectos es igualmente irracional cuando no se corresponde con la realidad. No es la angustia, sino la falta de ella lo que es irracional cuando se trata de un peligro probable de grandes dimensiones. Por otra parte, la conducta racional supone una elec­ ción entre determinadas alternativas. Asi pues, ten­ dremos que probar qué aspecto presentan dichas alter­ nativas, es decir, si el producto de la probabilidad y el disvalor de las mismas es mayor o menor que el peligro al que nos arriesgamos con la guerra atómica y, por tanto, con aquel suceso cuyo disvalor es el más grande en que se pueda pensar y cuya probabilidad se encuentra en algún lugar entre 0 y 1. Debido a los factores subjetivos mencionados, no es posible hallar una respuesta inequívoca para esta pregunta —y eso es algo que ya sabíamos desde un principio— . A la racionalidad pertenece la penetración en la subjetividad de los factores, en su poco clara decidibilidad. Mas, seria nuevamente irracional dejar de contar con estos factores desde un primer momento por la sola razón de que son subjetivos. Es preciso dilucidar a continuación en qué consis­ te la alternativa mencionada, y consiste precisamente 64

en la renuncia de Occidente a la disuasión mediada por armas nucleares, es decir, a la disuasión frente a un ataque convencional. O, formulado de otro modo, consiste en renunciar a ser los primeros en el empleo de armamento nuclear, por lo que, si quiere ser creible, no cabe duda de que esta renuncia debe incluir, no sólo una declaración de propósitos, sino también la correspondiente transformación de la estructura militar y, por tanto, el desmantelamiento del conjunto de los misiles de corto alcance. Esta es una excitante propuesta que fue planteada el año pasado por cuatro destacados políticos nortea­ mericanos McGeorge Bundy, George Kennan, Robert McNamara y Gerard Smith, y que apareció simultá­ neamente en el Foreign Affairs y en el Europa-Archiv1. Desde luego, esta propuesta sólo puede ser una alter­ nativa real si el Este procede del mismo modo. La Unión Soviética ya ha manifestado verbalmente que está dispuesta a renunciar a tomar la iniciativa, y la disposición a la renuncia de los m isiles de corto y medio alcance ha sido reiterada por Andropov en una entrevista publicada por el diario Pravda el pasado 27 de agosto. También podríamos tomarle la palabra. Por último, la amenaza de responder a un ataque con­ vencional con un contraataque nuclear ha pertenecido siempre, desde un principio, a la estrategia m ilitar occidental y nunca a la oriental. Si llegara a cumplirse la propuesta de los cuatro políticos norteamericanos, significaría que las dos superpotencias tan sólo con­ tarían con armas intercontinentales, cuyo único sentido sería el de neutralizarse recíprocamente. Con esto no quedaría eliminado el peligro de una catástrofe atómica.

’ Eumpa-Archiv, 1982, pp.183 ss.

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pero su probabilidad se vería drásticamente reducida. Ello basta para nuestra reflexión actual.» «De acuerdo —declara Rudolf— ¡Pero ahora que­ remos ver a qué nos enfrentamos con ello! La propuesta de los cuatro políticos americanos fue contestada por cuatro alemanes, a saber, KarI Kaiser, Georg Leber, Mertes y el general Schulze, en un articulo que apareció en el número siguiente de la misma publicación*. Debe­ rías leerlo, pues es excelente, y en él no encontrarás la acostumbrada fundamcntación de la doctrina de la disuasión atómica, según la cual está justificada por ser más barata. Coincido contigo en que el aigumento que funda la amenaza del asesinato en masa en el punto de vista de los costes económicos es de una frivolidad inconcebible. No, la ftindamentación que aquí buscamos dice que debemos evitar también la guerra convencional, lo que sólo puede lograrse mediante una disuasión efectuada con armas nucleares. Según nuestros autores, la paz vendría asegurada por el riesgo incalculable que entraña la amenaza de una réplica nuclear flexible.» «No alcanzo a ver —respondo— que este argumento sea tan sólido como afirmas. Puede ser que la amenaza de una escalada atómica haya contribuido durante algún tiempo a evitar la guerra, aunque eso es algo que no se puede probar. Con respecto al desarrollo técnico actual, que ha hecho concebible la guerra atómica, me parece más plausible la argumentación contraría, según la cual la probabilidad misma de una guerra nuclear es hoy en Europa mayor de lo que sería sin las armas atómicas. Pero, aun si prescindimos de los desarrollos más moder­ nos, la doctrina de la réplica flexible será considerada progresivamente como un engaño, y ello porque la auto-

* Eumpa-Archiv, 1982. pp. 352 ss.

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disuasión es tan grande como la disuasión del otro. Ya hemos visto con anterioridad que la amenaza no se puede mantener durante mucho tiempo sin que empiece a contar con que ocurrirá aquello con lo que se amenaza. También opino que la amenaza con la guerra atómica, que al menos resultaba comprensible, aunque suponia despreciar a los hombres, ha dejado de ser racional desde que una de las partes en conflicto se ha hecho con el monopolio de estas armas. No obstante, si piensas, al contrario que yo, que los cuatro autores están en lo cierto hasta el punto de creer que el estallido de una guerra europea será siem­ pre más probable si Occidente no amenaza con adelantarse en el empleo de armas nucleares, entonces debe de surgirte la pregunta de si, de entre las dos opciones posibles, has escogido aquella alternativa que representa el mayor de los males pensables o aque­ lla cuya probabilidad es, según tú, mayor, y que repre­ senta un mal también considerable, aunque restringido. Debes decidir, pues, entre dos probabilidades que se encuentran entre los valores extremos de 0 y 1. Sin embargo, atendiendo a las dimensiones del mal, la decisión se establece entre una cantidad finita y otra infinita. Habrá que considerar a continuación la guerra atómica, cuya probabilidad de que permanezca en un valor reducido está dada, pero también lo está la pro­ babilidad de que signifique el fin absoluto de la especie y de la vida, por lo que en este sentido deja ya de repre­ sentar una cantidad finita, limitada. Cuando alguien, como yo, admite que la probabilidad de la guerra se reducirá mediante la renuncia a tomar la iniciativa en el empleo de armas atómicas, se ofrece por sí misma la opción del pacifismo nuclear. Éste se basa en aquella suposición empírica relativa a las pro­ babilidades. Es característico de los pacifistas nucleares 67

el que también cuando alguien, como tú, admite que la probabilidad de la guerra seria mayor —y no importa cuánto mayor— sin la amenaza nuclear, abogan enton­ ces por la amenaza con la guerra atómica, y ello porque pretenden a toda costa descartar la posibilidad del mayor de los males pensablcs.» Esta posición, que, como ya vimos al principio, pertenece a la definición del movimiento pacifista propuesta por mí, no ha sido descrita aún adecuada­ mente, mientras que la alternativa se expresa tan sólo como guerra convencional. Con el fin de avanzar en nuestra discusión precisando la diferencia, al fin y al cabo decisiva, que existe entre Rudolf y yo, podemos dar un nuevo paso. Deben ser cuestionadas, por su parte, la necesidad y la índole específica de la guerra convencional. Descarto aqui la opción que rechaza toda disponibilidad para emprender una acción beli­ gerante. Ésta sería la posición del pacifismo radical, con la que el movimiento pacifista, como ya se ha dicho, no se compromete del todo. La posición inter­ media, situada entre el pacifismo nuclear y el radical, no permite una definición exacta, pues en ella se hallan, naturalmente, matices muy diferentes. Por tanto, en este punto no puedo más que presentar una posición posible que es, de hecho, mi propia posición. Ésta puede ser resumida en dos puntos: 1) se pondrán en juego, con preferencia sobre la innegable prioridad militar, todos aquellos medios políticos que supongan medidas sobre las que construir una confianza mutua; 2) no habrá amenazas con armas nucleares ni con nin­ gún medio m ilitar en absoluto. Occidente excluirá asi la posibilidad de tomar la iniciativa en el empleo de las armas nucleares y la posibilidad de una guerra ofensiva, y lo hará, no sólo con palabras (como ha ocurrido hasta ahora), sino valiéndose de la estrategia 68

y de las armas. En suma, se trata de una defensa en sentido estricto. La concepción más elaborada que existe hasta la fecha de este modelo se encuentra en la obra de Horst Afheldt Verteidigung und Frieden [Defensa y paz] (1976). Mas, no es preciso asumir la concepción de Afheldt hasta en sus últimos detalles; lo que importa es llegar a ver por vez primera que en el modelo descrito reside la verdadera alternativa y la más hondamente realista. Y es irracional que haya sido tan desprestigiada en la discusión pública. También aqui radica la irracionalidad en permanecer anclados en esquemas de pensamiento anticuados que superfi­ cialmente parecen plausibles, pero que no abordan la peculiaridad de la situación militar, que viene deter­ minada por la introducción de la tecnología arm a­ mentista más moderna. Cómo se suele fundar la nece­ sidad de las armas atómicas y, en concreto, de las armas de neutrones, en la gran superioridad de los pánzeres soviéticos, parece ser un lugar común en la literatura técnica militar de vanguardia el que la moderna técnica de munición de precisión ha tomado obsoletos los gran­ des ejércitos de pánzeres*. «Permítasenos, sin embargo —continúa ahora Rudolf—, afrontar el caso que tú consideras desfavorable, con el objeto de poder dilucidar sus valores subya­ centes. Admite, por tanto, que este concepto defensivo no conduce a resultados satisfactorios; admite, como ya lo has establecido al principio, que el Este tiene y mantiene propósitos agresivos explícitos contra Europa

* Ver, por ejem plo, Paul F. W alker, «W irksam e V erteidigung mit intelligcnten Abwchrwaffcn» [«Defensa eficaz con armas defen­ sivas inteligentes»], en Spektrum der Wissenschaft. 10/1981, publi­ cado en U. Albrecht (ed.), Rüstung und Abriistung [Armamento y rearme], Spektrum der Wissenschaft, 1983, pp. 100 ss.

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Occidental, que no existe ninguna pantalla de protec­ ción atómica y que, llegado el caso, los soviéticos no se dejarán intimidar por la defensa convencional y puramente defensiva, por lo que en realidad también la defensa misma se viene abajo.» «Debo conformarme —respondo— con correr ese riesgo. Los riesgos gravan todas las concepciones, y la falsedad de los argumentos usuales consiste en no hacer explícita la presencia de tales riesgos. El problema reside en cuáles de ellos pueden ser asumidos y con­ testados.» «Coincido contigo en este punto», reconoce Rudoif. Estaremos de acuerdo en que tanto el movimiento pacifista como sus adversarios dejan sin explicar los puntos de vista relativos a sus valoraciones últimas. Pero no se dan cuenta de ello, es decir, no describen de un modo racional esas valoraciones. Los unos y los otros demuestran ser, pues, falsos y demagógicos al recurrir únicamente a la cara positiva de sus res­ pectivas posiciones. Cuando Alois Mcrtes, modelo para muchos, escribe que «la paz y la libertad [...] ocupan el mismo rango que los más elevados valores éticos»10, suena desde luego bastante bien, pero resulta insostenible desde un punto de vista lógico. La realidad tiene un aspecto menos halagüeño de lo quieren supo­ ner los portavoces de los dos bandos. Debemos decidir si. en caso de conflicto, querremos dar la primacía a la evitación de la guerra atómica o al mantenimiento de nuestro sistema político. La posición de Mertes A. M cries, «Sicherheilspolitik fur dic 80cr Jahrc» [«Política de seguridad para los años ochenta»], en D. Lulz (cd.), Sicher­

heilspolitik am Scheideweg'1 [iPolitica de seguridad en la encrucijada'!], Schriftenrcihe der B undeszentralc fur politische Bildung, Bonn. 1982, p p .7 1 ss.

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afirm a, sin disim ulos, que el objetivo de mantener nuestro sistema político entraña el riesgo de una guerra atómica, lo que significa que la paz no es del mismo rango, sino que se sitúa en segundo lugar. Y el pacifista nuclear afirma, también sin disimulos, que si nuestro sistema político sólo puede mantenerse con la amenaza, es decir, resignándose a aceptar la guerra atómica, tendremos entonces que correr el riesgo de provocar el hundimiento del propio sistema político. De lo que se trata en ambos casos —y esto es algo que hay que dejar claro— es de los riesgos, pero en última instancia son precisamente esos riesgos los que importan. ¿Cuál es el riesgo mayor? Ésta es la única pregunta que cabe plantearse aquí. Cuando se comparan probabilidades, uno puede formarse al respecto distintas opiniones, mas no cuando se comparan los males posibles. ¿O tal vez sí? Muchos, por cierto, hablan como si la pérdida de nuestro sistema político fuera un mal parangonable con el que representa la guerra atómica, pero en tales discursos no soy capaz de reconocer más que una noto­ ria carencia de fantasía. También es un falso supuesto el pensar que la posición contraria puede ser parafra­ seada con el lema «m ás vale rojo que muerto». La palabra «muerto» es aquí incorrecta, pues se refiere al individuo. El hundimiento del todo es diferente de la muerte de muchas de sus partes individuales. Asi­ mismo, quien está dispuesto a defender con las armas su propio sistema político, cuyas ventajas conoce de sobra, llegado el caso no estará dispuesto a arriesgar por él la existencia del mundo. No es otro el sentido que siempre tuvo la máxima dulce et decorum est pro patria morí, es decir, que para el individuo resulta razonable, en tanto que considerado como parte de un todo, sacrificarse por el mantenimiento de la intc71

gridad de ese todo. Ahora bien, ¿por qué todos nos sacrificamos en una guerra nuclear? En este caso ya nadie se sacrifica por el todo, sino que éste sería sacri­ ficado por nosotros. La negativa incondicional a una guerra atómica no es una consecuencia directa, como siempre se ha supuesto erróneamente, de la preocu­ pación por la mera supervivencia propia. Al contrarío, he observado que son sobre todo personas orientadas hacia un individualismo extremo las que sienten menos temor ante la perspectiva de una guerra atómica, ya que para ellos la destrucción del todo representa mera­ mente una de las formas posibles de la propia muerte individual, que en este caso se vería cuantitativamen­ te reproducida millones de veces. Por el contrario, para aquellos que se contemplan a sí mismos en primer lugar como formando parte de un todo que les tras­ ciende (y ello es algo constitutivo de los seres huma­ nos), la novedad y peculiaridad de la guerra atómica reside en que conduce a la aniquilación del propio todo, y en concreto del todo universal, que abarca, espacial y temporalmente, a cada una de las totalidades particulares. Frente a lo anterior, todos los riesgos políticos — y desde mi punto de vista son riesgos bastante impro­ bables— suponen, desde la situación actual hasta el caso extremo de que la Unión Soviética se apoderase de Europa o de la Tierra entera, otros tantos males de una dimensión que, si uno no se deja engañar, no es comparable con ningún otro mal. La amenaza con la guerra atóm ica, cuya perversidad hemos olvidado la mayoría de nosotros a lo largo de los decenios y gracias a la sola costumbre, implica, si lo miramos de cerca, un claro y fantástico etnocentrísmo atlántico. Pensemos en cuántos países se encuentran dominados en la actualidad por el sistema soviético (y reconocemos 72

que esto ocurre de hecho). Pensemos en cuántos otros países, relacionados con nuestro propio sistema occi­ dental, impera el terror y la tortura (y toleramos esta situación, fomentándola incluso de manera indirecta). Pensemos, además, que en una gran parte de la Tierra mueren de hambre cada año millones de personas, lo que no ocurriría sin el armamento que les suminis­ tramos (y también toleramos esto). ¿Tendremos que concluir entonces que, partiendo de su mera posibilidad (posibilidad remota, si la consideramos con calma), también podría amenazamos un destino que ni siquiera es peor que los hasta ahora enumerados, un destino que amenazaría con la ruina, no sólo de nuestros ene­ migos y de nosotros mismos, sino de todas las cosas? Resulta grotesco este concepto cuando se lo considera en una dimensión temporal. ¿Quién sabe cómo se desa­ rrollará el mundo una vez que esté subordinado a un único poder hegemónico, totalitario quizás? ¿Cómo podéis pretender anticiparos y asegurar que, en el caso expuesto, más valdría que el mundo cesara de existir de una vez por todas? «Quiero ahora plantearte una última pregunta —afir­ ma Rudolf— para ver en qué medida lo que dices tiene para ti un valor de principio. Suponte que no sean los soviéticos, sino los nazis. ¿Qué aspecto tomaría enton­ ces el asunto desde tu punto de vista?» «Ya sabes, Rudolf, que dentro de unos límites haría todo lo imaginable, como matar y arriesgar mi propia vida, pero aquello que carece de limites tendría que ser también evitado a toda costa. Intenta formarte una imagen concreta de la situación. Prescindo ahora de la posibilidad de que la guerra atómica signifique el fin de toda la especie. Piensa en una situación res­ tringida. Y ahora piensa en qué es lo peor que nos une a los nazis. Imagina que ello ocurriera hoy en día 73

en la Europa del Este. Ahora como antes, hombres, mujeres y niños serían acorralados en ciudades y aldeas y posteriormente fusilados. Ahora como antes, exis­ tirían cámaras de gas. Y bien, ¿cabría hablar entonces de una liberación mediante amenazas y con la eventual realización de la guerra atómica? Piensa que ante el inminente holocausto nuclear, aquellos de nosotros que aún se mantuvieran con vida, y que aún poseyeran armas, si de ellos dependiera, suplicarían su propio fusilamiento y el de sus hijos. Y piensa también que, si aún existieran cámaras de gas, permaneceríamos voluntariamente en fila ante sus puertas.» (1983)

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LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA SE HA CONVERTIDO EN UN PAÍS XENÓFOBO DISCURSO PRONUNCIADO EN BERGEN-BELSEN CONTRA LA EXPULSIÓN DE YAZIDÍES*

Hablo aquí como judío, como perteneciente a un pueblo que tuvo que sufrir de un modo especialmente horrible bajo la persecución nazi, persecución que acabó finalmente en los campos de concentración: uno de ellos era el de Bergen-Belsen. Por aquel entonces mi familia tuvo la suerte de ponerse a salvo a tiempo, de modo que yo pertenezco a los supervivientes. Sin embargo, durante el periodo de mi niñez comprendido entre los ocho y los once años viví lo que los yazidíes viven ahora, el miedo a no llegar a ser acogido en ninguna parte. Este miedo, lo sé por experiencia propia, es un miedo ante la muerte. La pri­ mera etapa de la emigración de mi familia fue Suiza. Y el que no fuésemos también expulsados de este país se debió a la casualidad de que mi padre ejercía una profesión que Suiza necesitaba en aquella época. Pero

* Los yazidíes (del árabe yazidvyun) son una m inoría religiosa del sureste de Anatolia, m ezclada entre los turcos y los arm enios. Hablan la lengua kurda y uno d e sus d ogm as e s la rehabilitación futura del diablo. (N. de la T.)

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muchos otros judíos fueron devueltos sin piedad a Ale­ mania por las autoridades suizas, y ello por los mismos motivos egoistas por los que hoy son expulsados de la República Federal los yazidíes y tantos otros. La República Federal de Alemania ha vuelto a con­ vertirse, en nuestros dias, en un país xenófobo, lo que indica lo poco que han cambiado las actitudes de fondo del pueblo alemán desde la época nazi. Inmediatamen­ te después de la guerra, surgió en muchas de las per­ sonas de esta tierra el sincero deseo de construir una Alemania diferente. También se llegó a redactar aquel articulo de nuestra Constitución según el cual se garan­ tiza asilo incondicional a todas las personas perseguidas por razones políticas. Ni qué decir tiene que este articulo no es más que papel mojado. La mayor parte de las autoridades y tribunales alemanes hacen lo imposible por socavar este articulo en su integridad, retrocediendo con ello — y debemos llamarlo por su nombre— a la tradición de la mentalidad nazi. Lo verdaderamente grave del caso no es el que procediendo de este modo se esté atentando contra la Constitución, sino la inhu­ manidad de esta conducta. Es una lamentable tradición alemana la de pensar que el orden jurídico es, en cuanto tal, sagrado, de modo que somos capaces de cometer los mayores crímenes contra la humanidad basándonos tan sólo en las correspondientes disposiciones judiciales existentes. ¿Acaso no es lamentable tener que recordar expresamente que no hay artículos ni disposiciones judiciales sagrados, sino que lo único que debiera serlo es la vida y la integridad humanas? Se ha reflexionado mucho sobre si quienes fra­ guaron la masacre judía desde sus despachos no fueron tan culpables como aquellos que ejecutaron directa­ mente los asesinatos. Sin embargo, ¿no son también responsables de una terrible culpa las autoridades 76

suizas, que sabían con certeza que estaban enviando a los judios a una muerte segura? Y, si esto es así, ¿qué ocurre en el caso de las autoridades alemanas, que continúan expulsando a los yazidíes y a otros pueblos que buscan asilo en nuestro pais? ¿Y qué decir de la culpa de todos nosotros, que permitimos que se actúe en nuestro nombre de una forma tan inhu­ mana? El Ministerio del Interior ha querido prohibir esta manifestación, que celebramos ante las mismas puertas de un campo de concentración, valiéndose del argumento de que nuestra presencia perturbaría el silencio debido a un lugar destinado a la conme­ moración. Pero, si los muertos aún pudieran oir, nada perturbaría más su reposo que este impúdico argu­ mento. Un lugar conmemorativo que no sea, al mismo tiempo, un lugar de advertencia para el futuro, pierde su sentido. Si el recuerdo de los sucesos horripilantes que aquí ocurrieron en otro tiempo no nos mueve a cambiar, si no nos conduce a hacer todo lo posible por impedir que vuelvan a repetirse, entonces, quienes aquí sufrimos una vez habremos sufrido en vano. No, esta manifestación no podía celebrarse en un lugar más adecuado que éste. Resulta hipócrita acusara la presente manifestación de abusar del recuerdo del asesinato de los perseguidos durante el régimen nazi. Dondequiera que los hombres se vean perseguidos se tratará siempre de una y la misma cosa. Una persecución es una persecución, y el asesinato en masa no es sino la consiguiente etapa final de toda discriminación, como lo demuestra, no sólo la persecución de los judios y de los gitanos en el Tercer Reich, sino también el genocidio de los arme­ nios en Turquía. Y preguntar cuándo se quitará la vida en ese pais a los últimos yazidíes es, probablemente, una mera cuestión de tiempo. 77

Los ensayos por presentar el asesinato en masa de los judíos como algo absolutamente excepcional, sólo pueden cumplir la función de vemos descargados de la necesidad de aprender de lo ya ocurrido, algo que pueda servimos para el futuro y para el presente. Su función es la de protegernos frente a problemas simi­ lares que nos rodean en la actualidad. Ser antisemita ya no es una cuestión espinosa ni delicada en Alemania, pero también resulta fácil dejar de serlo, quizás porque ya no queda prácticamente ningún judio. El desprecio del antisemitismo es una coartada para que cada cual se sienta autorizado para dar vía libre a su xenofobia y a su desprecio de los hombres. Incluso es posible que existan judíos, posiblemente hasta representantes oficiales de la comunidad semítica, que consideren esta manifestación como una profanación de un monumento conmemorativo. Espero, sin embargo, que no sea éste el caso, pues la insistencia en la pecu­ liaridad del destino judio, como seguimos oyendo del Estado de Israel, no corresponde a la verdadera tradición judía. La verdadera tradición judia aparece expresada en una breve historia con la que quisiera finalizar: Un anciano rabino preguntó un dia a sus discípulos: ¿Cómo se determina la hora en que ¡a noche acaba y comienza el día. ¿Será cuando se puede distinguir desde lejos a un perro de una oveja?, preguntó uno de los discípulos. No, dijo el rabino. ¿Será cuando se puede distinguir desde lejos a una palmera datilera de una higuera?, preguntó otro discípulo. No, dijo el rabino. Ello sucede cuando puedes mirar al rostro de cualquier hombre y ver en él a tu hermano o a tu her­ mana. Hasta ese momento permanecerá la nochejunto a nosotros.» Bergen-Belsen, 18 de mayo de 1984 78

ASILO: ¿CLEMENCIA O DERECHO HUMANO? Pocas veces ha sido llevada una discusión política de un modo tan falto de altura y con tanto engaño consciente o inconsciente; pocas veces fue una dis­ cusión política la expresión de una bancarrota moral tan com pleta com o la acontecida en nuestro pais durante los meses últimos a propósito del derecho de asilo. Asi, si queremos en absoluto volver a pisar tierra firme, no podemos más que comenzar por los fundamentos. Con este fin, permítasenos suponer que la mayoría de los seres humanos poseen algo que desde antaño se ha venido denominando conciencia moral. El núcleo de la moral consiste en eso que se ha designado como la Regla de oro, una regla muy antigua existente en muchas culturas y que el lenguaje popular ha expresado con la siguiente fórmula: no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Si se emplea en sentido positivo, la frase anterior dice así: trata a tu prójimo como quieres que te traten a ti. De ahí se desprenden una serie de mandatos que remiten a otra serie de dere­ chos, imágenes especulares de aquellos. De estas obli­ gaciones, la más fundamental es la de respetar la dig­ nidad humana del prójimo, lo que, formulado negativamente, significa que no debemos humillar a quienes nos rodean. Inmediatamente a continuación de esta norma fundamental, sigue una consecuencia 79

directa de la Regla de oro, la de que cada uno de noso­ tros desearía, desde su sentido de la propia estima, ser tomado en serio, esto es, ser respetado como per­ sona. El que nosotros respetemos a los seres humanos en este sentido no quiere decir sino que los respetamos absolutamente en tanto que sujetos de derechos, y por ello es por lo que se derivan de esta norma fun­ damental las demás normas morales. Cuando a f rmo que la mayoría de los seres humanos poseen una conciencia moral, quiero decir que son conscientes de que no les está permitido humillar a otras personas. Quien atenta conscientemente contra esta norma, o es un monstruo — es decir, carece de conciencia moral— , o haciendo esto se daña a sí mismo en lo más profundo de su ser, pues la conexión existente entre la conciencia de la propia dignidad como persona y el respeto por la dignidad humana de los demás es tan estrecha, que al desdeñar a los otros tampoco pode­ mos respetamos a nosotros mismos. Asi, como resulta tan peligroso para nuestra auto­ estima dañar conscientemente a los otros, y como, por otra parte, tenemos motivos tan fuertes para no prestar atención a los intereses y a la dignidad de nuestro prójimo como son los motivos del poder, del egoísmo y del egoísmo de grupo, asi como también el de la simple comodidad, por ello nos da buen resultado a la mayoría de nosotros reprimir nuestra conciencia, desterrándola en mayor o menor medida al terreno de lo inconsciente. Nos convertimos en monstruos, pero no lo notamos. El sentido de todo discurso moral y político debería ser el de hacer que nos ayudemos mutuamente a reconducir ese proceso de adormeci­ miento de nuestra conciencia moral. ¿Se refiere esto último también al discurso político? ¿Qué tiene que ver la política con la moral? Con 80

frecuencia muy poco, pero en si misma, bastante. Cuanto mayor sea la concentración de los poderes económico y político, mayor será nuestra impotencia como individuos para defendemos a nosotros mismos y a los demás frente a esos poderes. El Estado, posee­ dor del monopolio de la autoridad, representa la mayor de las concentraciones de poder. De ello debemos deducir que el Estado lim ite su propio poder y el poder de las instancias económicas en favor de los derechos de los individuos. Por tanto, un Estado sólo será legítimo si su actuación se orienta al bienestar y a la dignidad humana de las personas que viven en su territorio, y, por cierto, de todas las personas en igual medida. Pero, es indudable que lo anterior no es un asunto que atañe únicamente al Estado en cuanto tal. El Estado democrático es nada más y nada menos que la mayoría de sus ciudadanos, y ello significa que la cuestión de si nos conducimos moralmente o como monstruos se manifiesta en nuestro trato individual y, por encima de todo, en si exigimos del Estado un comportamiento moral o perm itimos simplemente que se conduzca como un monstruo. Ahora bien, denominamos derechos humanos a aquellos derechos morales que los individuos poseen de cara al Estado. En efecto, los derechos humanos que un Estado menciona de forma expresa en su cons­ titución son la serie de derechos fundamentales que el Estado mismo reconoce como obligatorios, también en el aspecto jurídico. Asimismo, en la base de estos derechos fundamentales se encuentra, desde el punto de vista jurídico, el respeto de la dignidad humana. Por este motivo resulta muy acertado el comienzo de la Constitución de la República Federal de Alemania, cuyo primer artículo se inicia con la frase: «La dignidad

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del hombre es inviolable». Sin embargo, en lo referente a los principios fundam entales particulares que se derivan de este principio fundamental del derecho, han sufrido un proceso histórico desde los primeros catálogos de derechos fundamentales, establecidos originalmente en relación con la Declaración de Inde­ pendencia de los Estados Unidos y la Revolución fran­ cesa. Seria erróneo, sin embargo, deducir de lo anterior que los derechos humanos son históricamente relativos. Tan sólo estuvieron condicionados por la historia, pues dependían de experiencias concretas que atrajeron la atención de las personas sobre determinados males y determinados efectos del poder estatal y no estatal. Mas, resulta un tanto extraño que, cuando en alguna ocasión algún derecho fundamental hasta entonces no reconocido se convierte en foco de atención, ya no es posible anularlo. Un ejemplo de ello, represen­ tativo de nuestro tiempo, es la igualdad de derechos de las mujeres. Este derecho ya no puede ser impug­ nado, y da la impresión de haber sido reconocido como tal de una vez por todas, al menos sobre el papel. Nos encontramos sumergidos de lleno en un nuevo proceso histórico de reconocimiento de derechos. Los derechos humanos clásicos eran, en conjunto, derechos liber­ tarios como el derecho a la integridad física y moral o el derecho de libertad de expresión. Las constitu­ ciones de las democracias occidentales se limitan a estos derechos libertarios, y en su elaboración tomaron parte ciertos prejuicios históricos y económicos. Ya existía por entonces la experiencia de la miseria social, pero aquellos que eran politicamente representativos podían permitirse cerrar los ojos ante la gravedad de la situación. En la Declaración Universal de los Dere­ chos Humanos de las Naciones Unidas, firmada en 1948, presionaron los países comunistas y los del Tercer 82

Mundo para que los llamados derechos sociales —como el derecho a un trabajo remunerado que ase­ gure una existencia conforme a la dignidad humana— fueran reconocidos como perteneciendo al mismo rango que los derechos libertarios o libertades. De hecho, crece dia a día el número de juristas y filósofos que consideran bien fundada la Declaración'. Y en la actualidad debería ser fácil observar cómo no se reconoce la dignidad humana de hombres que son privados del acceso a los recursos necesarios para la conservación de la vida y mueren de hambre, o de hombres que vienen al mundo impedidos y no reciben ayuda alguna. Asimismo, en la actualidad se está consiguiendo paulatinamente que se considere el derecho al asilo como un derecho fundamental que no puede dejarse al buen criterio de la clemencia del Estado de acogida. Este proceso se debe también a circunstancias histó­ ricas. Los millones de refugiados existentes tras la Segunda Guerra Mundial tuvieron una ocasión para que el derecho de asilo fuera incluido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, un derecho que, por cierto, habia permanecido hasta entonces en el terreno de la mera retórica. Las singu­ lares averiguaciones realizadas acerca de la persecución política y racista en la Alemania de la época nazi cul­ minaron con el articulo 16 de nuestra Constitución, que se opone a aquella situación con la siguiente frase: «En caso de persecución política, toda persona tiene

1 V er Paul S icg h art, The L aw fui Righls o f M ankind, O xford. 1985, y Susan M ollcr O kin, «L iberty and Wclfare: Som c Issues in Hum an Rights T heory», en J. R. Pennoch y J. W. Chapm an (cds.). Human Righls (Momos 23).

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derecho a asilo, y a disfrutar de él.» Calumnian al consejo parlamentario quienes hoy le imputan el no saber lo que hacia, por no haber sido capaz de prever desde un principio cuántos refugiados podría haber en nuestro pais. Y es una calumnia, porque no había por entonces menos refugiados que en la actualidad; la única diferencia reside en que en aquella época no procedían del Tercer Mundo. Si el consejo parlamen­ tario no pudo prever algo, fue el avance progresivo del chauvinismo, del racismo y del conformismo des­ pués de un corto período de tiempo durante el cual prometimos solemnemente que ciertas cosas no vol­ verían a suceder en Alemania. La falta de sensibilidad actual ante la suerte de los refugiados debe sorprender en una población cuya quinta parte — diez millones— ha sufrido en sus propias carnes lo que significa la huida. Ello supone una nueva muestra de hasta qué extremo se está tratando de desterrar de la memoria todo lo que vivimos en aquella época. También en nuestros dias el derecho de asilo inter­ nacional está empezando lentamente a ser reconocido como tal, y esto es asi porque se ha venido relacio­ nando la concepción clásica de los derechos fun­ damentales con la idea según la cual el Estado sólo tiene deberes para con sus propios ciudadanos, pero tanto sólo hacia dentro, no hacia fuera. Y ésta es una idea que, atendiendo a la creciente interdepen­ dencia entre las naciones, debe parecer arcaica. El filósofo del derecho estadounidense Bruce Ackerman ha dado que pensar últimamente, al afirm ar que el Estado no se puede concebir como un club privado y que no tiene ningún derecho a prohibir la inmi­ gración de los extranjeros. La mera circunstancia de haber llegado antes a un país es un fundamento moral tan débil para denegar la entrada y la parti­ 84

cipación de quienes lo requieren como la pertenencia a una determinada raza nación2. En este país se suele afirm ar hoy en día que la República Federal de Ale­ mania no es un país para la inmigración. Pero, si el argum ento de Ackerman es correcto, ningún país tendría el derecho de afirm ar eso de si mismo. En la actualidad progresa el derecho al asilo en bastante menor medida que el derecho a la inmigra­ ción, pues el primero sólo es válido para quienes son perseguidos por razones de índole política. Con la ayuda de la Regla de oro podemos damos cuenta con facilidad de que este derecho es, en realidad, un dere­ cho fundamental que tan sólo precisa un impulso his­ tórico. No necesitamos más que ponemos en el lugar de los refugiados políticos para reconocer de inmediato que, llegado el caso, no sólo querríamos ser admitidos, sino que contemplaríamos como un escarnio a nuestra propia dignidad humana el que se nos denegara la admisión solicitada. Precisamente, porque muchos miembros del consejo parlamentario sufrieron esta suerte, les resulta evidente la necesidad del derecho de asilo. Pero el escéptico podría ahora alegar que, como la mayoría predominante de quienes hoy viven en este pais no han vivido ni temido nunca el exilio político, estarían autorizados para rechazar este dere­ cho. Esto sería, sin embaigo, una tergiversación del verdadero sentido de la Regla de oro. La moral no es un contrato de seguros. Los derechos humanos redundan siempre en beneficio de las minorías, de los más débiles o de los inconformistas políticos, y por ello les resulta tan fácil a los que detentan el poder

1 Bruce A ckerm an, Social Juxtice in the Liberal State. Yate University Press, 1980, pp. 17 ss.

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o pertenecen a la mayoría silenciosa, menospreciar los derechos humanos. De ahi que sea tan precario su estatuto. Pero, en lo que toca a cómo nos compor­ tamos en relación con el derecho humanitario, aunque todavia resulte lo más desacostum brado, creemos poder decir con fundamento que en ese com porta­ miento se muestra que atribuimos un valor a los dere­ chos humanos. Precisamente porque todos aquellos que han ela­ borado cada una de las constituciones han sido cons­ cientes del precario estatuto de los derechos humanos, han procurado que sea particularmente difícil alterar el artículo de la Constitución correspondiente al dere­ cho de asilo. Llego así a la discusión actual sobre este último articulo. Esta discusión resulta grotesca por dos razones. En prim er lugar, porque, según el articulo 19 de la Constitución alemana, ninguno de los derechos fundamentales «puede ser alterado en su contenido esencial». Asi, no puede ser presentada a debate la transformación del derecho de asilo, lo que sería imposible desde el punto de vista del derecho constitucional. ¿Cómo habremos de entender entonces el que todos actúen como si una transformación tal fuera posible, los unos exigiéndola, los otros recha­ zándola? La respuesta reside en que ninguno de los dos bandos se ocupa de la cosa misma, sino única­ mente de la apariencia y de su propia imagen. De este modo, el CDU y el CSU quieren aparecer como aquellos que hacen lo imposible para preservar al pueblo alemán de algo que ellos representan como si se tratara de una plaga de langostas. Por su parte el FDP y el SPD quieren aparecer en escena inter­ pretando el papel de defensores de la Constitución. El segundo absurdo consiste en que ya no queda prác­ ticamente nada que defender en Alemania. En efecto, 86

lo peculiar del artículo 16 reside en que, como de todos modos ya garantiza la Convención de Ginebra reconocida intemacionalmente, prohíbe volver a expul­ sar a los perseguidos por razones políticas cuando llegan por primera vez — aunque sea ilegalmente— al propio territorio. Pero, además de lo anterior, ordena de forma positiva que les sea permitida la entrada. Esto supone, sin embargo, m antener las fronteras abiertas. Mas, la República Federal de Alemania al igual que todos los demás Estados de Europa, ha cerra­ do sus fronteras a cal y canto. El artículo 16, por tanto, continúa siendo poco más que papel mojado. Espe­ cialmente grotesca parece en este punto la posición adoptada por el SPD, pues en el seno de esta ridicula discusión miente por todos los demás. Así, por una parte se jacta de haber contribuido a cerrar las fron­ teras, mientras que por otra declara que no cabe plan­ tear siquiera la derogación del artículo 16. Entonces, ¿para qué seguimos necesitando este artículo, como no sea para un mero lavado de cara? El inconveniente verdaderamente grave, del que la anterior discusión sin sentido debiera distraemos, es la Ley de procedimientos de asilo, una ley profunda­ mente inhumana que está vigente desde 1982. Basán­ dose en ella se procede a menudo a desgarrar las familias de quienes solicitan asilo, separando a los hijos de sus padres, a las mujeres de sus esposos: se les obliga a vegetar en campos de concentración (eufemísticamente denominados «refugios colectivos»), donde son apiñados en un pequeño espacio donde sufren la vigilancia de perros adiestrados, carecen de permiso de trabajo, per­ ciben una reducida ayuda social y no tienen derecho a un subsidio de enfermedad. En esta degradada situación, los refugiados, condenados a la ociosidad, es frecuente que deban esperar años a que se abra el proceso de su 87

reconocimiento’. En este punto no se atenta únicamente contra un solo derecho fundamental, sino que aqui esta­ mos hablando de todo un grupo de hombres retenidos, como si hieran infrahumanos, en una situación de paten­ te ilegalidad. En la medida en que seguimos tolerándola, hacemos de nuestro Estado un Estado de monstruos, y no nos hacemos mejores evitando responder de ella como en la época de los señores, pues nos ocultamos tras las hermosas palabras de una pretendida interven­ ción en favor del artículo 16. Al menos, esta enojosa situación podría ser abolida con facilidad si la Ley del procedimiento de asilo fuera derogada. Al mismo tiempo se invertiría el proceso de reconocimiento, lo que significa que, a aquellos refugiados a quienes aún les conviniera acudir a noso­ tros pese al cierre de fronteras, les seria concedido desde el primer momento un permiso de residencia provisional (como Canadá nos ha enseñado con los tamiles** encallados en sus costas). Asimismo, obten­

1 Ver la detallada exposición acerca de la repercusión de estas disposiciones en Tessa HofTmann (cd.). Abgelehnt, Ausgewiesen, Ausgetieferi [Repudiado, proscrito, extraditado), G escllschaft fur bedrohte Vólker, Gotinga. Postfach 20 24. Una cstremcccdora docu­ m entación relativa a los efectos producidos por las retenciones en el sum inistro de m edicam entos se encuentra en «Abschrccken statt Heilen» [«D esalentar en lugar d e curar»], editado por el grupo de m édicos A syl, Berlín, s.a. ( I9S6). U na panorám ica de la copiosa literatura existente sobre el problem a puede encontrarse en Robert Schncidcr. Pogrom, n.® 122 (1986). pp. 69-70, y también en Vorgange, 1986. cuaderno 4. pp. 103-109. * Los tam iles form an un pueblo de raza m elanohindú que habita en el sur de la India y en la isla de C eilán. Uno de los pueblos m ás cultos de esta región, han sufrido constantes discriminaciones debido, fundamentalmente, a sus pretensiones de constituir un listado tamil autónom o. (N. de la T.)

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drían todos los derechos fundamentales habituales, tales como el de la libertad de cambio de residencia, el de libre establecimiento de residencia y el derecho al trabajo. Este permiso de residencia podría serles desposeído si se demostrara que no cumplen la con­ dición del artículo 16. De paso, se comprobaría que éste es el único método capaz de lograr que el proceso de reconocimiento experimente la agilización por todos deseada. Mas, con ello se conseguiría muy poco mien­ tras la mayoría de los tribunales dedicados a nuestro asunto continúen administrando justicia con un claro menosprecio por los hombres, pues declaran lo injusto como justo y autorizan al Ministro de Interior para expulsar a los refugiados, a quienes tildan de pseudoasilados, a países donde Ies aguarda la prisión, la tortura y la muerte4. No cabe duda de que esta jurisprudencia bárbara, que dice hablar «en el nombre del pueblo», no podrá cambiar mientras permanezca sin m odifcar la concien­ cia misma de ese pueblo. El mínimo moral absoluto consistiría en impulsar la abolición de la Ley del reco­ nocimiento de asilo. Esto supone actuar dentro del marco de la Convención Internacional de Refugiados, que no apela al articulo 16. El siguiente impulso, de más largo alcance, iría encaminado al reestablecimiento del artículo 16 y a la consiguiente apertura de fronteras, algo que Alemania tendría que hacer en solitario. Sin embargo, esto significaría quizás exigir demasiado a nuestro xenófobo pais. Pero, incluso este impulso resul­ ta aún comparativamente reducido cuando pensamos

4 Pueden encontrarse algunas pruebas de sentencias ju ríd icas sobre estos casos en el folleto de Amnistía Internacional, Protección pana perseguidos políticos, febrero de 1986, pp. 44 ss. y 72 ss.

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en la tesis de Ackerman, según la cual, un Estado que no permite la entrada de inmigrantes — por tanto, de los llamados refugiados laborales— no merece ostentar el nombre de Estado de derecho. Los señores de Bonn, quienes acusaron de enemigos de la Constitución a algunos jóvenes y los expulsaron del servicio público a pesar de haberse limitado a ejer­ cer su derecho a la libre expresión, deberían preguntarse a sí mismos con qué nombre desearían que se los deno­ minara. De hecho, esos mismos señores han suprimido un derecho que viene confirmado por la Constitución. Además, con la Ley del reconocimiento de asilo han logrado, cuando menos, sembrar el odio y hacer que la Constitución comience a desmoronarse por su propia base — la garantía de la dignidad humana de todos los hombres y no sólo de los alemanes— . En suma, han proyectado nuestro sistema jurídico y nuestra cul­ tura política hacia un pasado que se remonta aún más allá de 1949. (1986)

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CONTRA LA REPATRIACIÓN DE LIBANESES DISCURSO PRONUNCIADO EN EL ACTO DE PROTESTA CELEBRADO EN LA IGLESIA DE LA PASIÓN DE BERLÍN, EL 21 DE ENERO DE 1987 Creo que me ha sido asignado el papel de hablar sobre la situación en la que se encuentra el Derecho. Sin embargo, quisiera cumplir lo antes posible con esta tarea para decir algo más a continuación. La situación del Derecho es inequívoca, pero en ella, lo decisivo no es, como muchos piensan, aquel artículo de la Constitución que declara: «En caso de persecución política toda persona tiene derecho a asilo, y a disfrutar de él», sino cierto parágrafo que se sitúa en el ámbito del Derecho Internacional y que ha sido aceptado por la Convención de Ginebra. Según se dice allí, no se puede autorizar la expulsión de las personas a un país en el que sean objeto de persecución por razones de orden político, social, religioso o racial. Debemos atender aquí a una distinción tan leve como importante. En efecto, aunque lo encuentro absur­ do, se acepta con frecuencia que sólo alguien que ha sufrido una persecución efectiva en su pais corres­ pondiente puede ser considerado como un perseguido político. Sin embargo, en el examen de la cuestión que nos ocupa podemos prescindir de tales sutilezas. 91

La expulsión debe ser rechazada siempre que una per­ sona sufra algún tipo de persecución, ya sea de manos del Estado o de grupos aislados, en el país al que se le expulsa y por razones de grupo de la índole que acabamos de mencionar. Quisiera pedir disculpas al Padre Quandt antes de criticar dos palabras que él ha empleado. En primer lugar, no es por alguna suerte de generosidad por lo que estas personas permanecen junto a nosotros, sino que se trata de un simple derecho. Pero no menos falsa es la palabra tolerancia, y esto por la misma razón, es decir, porque el Estado tiene la obligación de no expulsar a estos hombres, y la circunstancia de que los tribunales de administración declaren lo contrario no cambia en nada las cosas. Y quienes así hablan no son únicamente el señor Kewenig y sus iguales del Ministerio del Interior, pues no podrían hacer justicia de injusticia si los tribu­ nales no estuvieran tan corrompidos politicamente como lo están. Asi, cuando afirmo que «la situación del Dere­ cho es inequívoca», alguien podría objetarme que «los tribunales dicen algo diferente». Por este motivo, resulta ya imposible en nuestro país invocar al Derecho. Tan sólo nos resta recurrir a los argumentos morales. Una vez llegados al siguiente punto, cuyo tema es, precisamente, la repatriación de libaneses. no puedo eludir el hecho de mi pertenencia al pueblo judío. El Líbano es un país constituido por muchos grupos, y sabemos que esos mismos grupos han convivido pací­ ficamente en otro tiempo. No podemos limitamos a afirmar que «el origen del problema reside en conflictos intergrupales». Resultará difícil para aquellos alemanes que no sean judíos aceptar lo que me dispongo a afir­ mar, y tampoco lo es para mí. También lo hemos repe­ tido no hace mucho: «Aquí deben poder ser expresadas distintas opiniones.» Pero hay cosas que los alemanes. 92

como es comprensible, no pueden decir. Y corro el riesgo de ser mal interpretado por los unos y por los otros. Tampoco yo lo he dicho hasta ahora. Mas, por una vez, se hace fácil reconocer que una de las prin­ cipales causas de lo que ocurre hoy en el Líbano es el Estado de Israel. Nada puede resultarm e más difícil que la frase que voy a pronunciar ahora, quizás porque probable­ mente sea la que más se presta a malentendidos. Con­ sidero que el sionismo es un error funesto. Los judíos no teníamos derecho a marchar hacia Palestina e inten­ tar fundar allí un Estado judío. La única razón que nos avalaba era que nosotros mismos habíamos sido perseguidos. Sin embargo, hablando de este modo no quisiera, por asi decirlo, calentar los ánimos contra el Estado de Israel. La situación ha llegado a ser extre­ madamente complicada. El error al que me refiero se remonta al pasado de la historia judia y, por tanto, de la historia europea. Y éste es el aspecto de la cuestión que nos atañe, no sólo a mí, sino a todos nosotros y a ustedes todos por ser alemanes. Es importante para mi, que tanto ustedes como los amigos palestinos y libaneses aquí reunidos sepan de la existencia de diversas concepciones entre los judíos, muchos de los cuales han señalado ya el carácter dudoso del experimento que supone el sionismo. Éste ha sido caracterizado mediante dos aspectos de rai­ gambre centroeuropea: 1. La actitud colonialista. Alguien dijo: «Queremos fundar nuestro propio Estado allí donde no hay nada», presuponiendo asi que nada hay donde sólo hay árabes. 2. Los propios judíos han interpretado errónea­ mente el judaismo en el sentido nacionalista. Y este falseamiento del judaismo depende íntimamente del nacionalismo centroeuropeo alemán, polaco y de otros 93

pueblos, asi como del antisemitismo. Sería falso afirmar que la fundación de Israel fue una consecuencia nece­ saria de la persecución judia, aunque pienso que nadie puede decir en Alemania, por muy complejo que ello pueda resultar, que los alemanes no estuvieron de algún modo ligados por su destino a la fundación del Estado de Israel y, por consiguiente, a sus posteriores conse­ cuencias y a las desgracias desencadenadas por este acontecimiento. Por tanto, no podemos hacer como si en el caso de los refugiados palestinos y libaneses se tratara de unos refugiados cualesquiera. Mas. con ello no pretendo degradar la suerte que corren otros refugiados. Tan sólo quisiera señalar que en el asunto que nos ocupa se ha dado la peculiaridad de que los alemanes comparten una misma responsabilidad. Me resulta incomprensible cómo puede haber pasado desa­ percibido este aspecto. Por último, desearía concluir mi participación en este acto con un antiguo cuento judío en el que se muestra la verdadera tradición de mi pueblo, cuyo núcleo se identifica con la verdadera tradición cristiana y con la verdadera tradición islámica: Un rabino preguntó a sus discípulos: «¿Cómo reco­ nocemos que la noche toca a su f in y comienza el día?» Los discípulos preguntaron: «¿Será, quizás, cuando somos capaces de distinguir a un perro de un ternero?» «No», dijo el rabino. «¿Será cuando somos capaces de distinguir a una higuera de un almendro?» «No», dijo el rabino. «¿Cuándo enton­ ces?», preguntaron los discípulos. «Ello ocurre —dijo el rabino— cuando al mirar en el rostro de cualquier hombre ves a tu hermana y a tu hermano. Hasta ese momento la noche permanecerá junto a nosotros.» ( 1987)

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SER JUDÍO EN LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA He aceptado, en un momento de notable impru­ dencia, hacerme cargo de la redacción de una ponencia titulada «Ser judio en la República Federal de Ale­ mania». Como carezco de la competencia científica necesaria para este tema, sólo puedo hablar desde un punto de vista subjetivo. A lo anterior se añade algo más, y es que mi perspectiva subjetiva puede resultar atípica para las conciencias de la mayoría de los judíos —muy pocos— que viven en Alemania y, especial­ mente. en la República Federal. No fue por un descuido por lo que llegué a Ale­ mania. sino de forma intencionada. En concreto, hacía cuatro años que la guerra había terminado y yo había cumplido ya los diecinueve. Antes de 1949, recién acabada la contienda, había escrito un artículo contra la estigm atización colectiva de los alemanes. Esto sucedía durante mi exilio en Sudamérica. El torpe ensayo de aquel muchacho de quince años suponía una reacción contra la opinión, por entonces muy extendida en los círculos de em igrantes, según la cual había que destruir al pueblo que había ocasionado tal barbarie o que, en cualquier caso, la había per­ mitido. Me parecía absurdo un modo de pensar tan negativo. De haber persistido en él, los ju d ío s no hubiéramos logrado más que invertir la inhumanidad de los nazis, adoptándola por nuestra cuenta. En aque95

líos m omentos creí necesario rom per este círculo vicioso. Pero ¿no resultaba indigno y, en esa medida, quizás equivocado, que un judío como yo decidiera inten­ cionadamente regresar con tanta apremio al país de la masacre? Es probable que así fuera, mas no porque se tratara una fecha demasiado temprana. Durante los años que siguieron a la guerra, existió en Alemania una notable disposición para la reflexión. Inmedia­ tamente después llegó la época de la normalización, y tan sólo durante los últimos años hemos comenzado a notar muchos de nosotros, judíos y no judíos alar­ mados por sucesos como el de Bitburg, que ninguna de las dos partes ha logrado todavía una adecuada superación del pasado. Creo que las dificultades con las que se encuentran ambas partes son de igual calibre, si bien por razones opuestas. La realidad es compleja, por lo que resulta natural que se repriman ciertos aspectos parciales y se tomen posiciones indiferenciadas. Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en lo que antes he relatado sobre mi propia reacción juvenil. Después de haber percibido, creo que con razón, la falsedad de una determinada actitud judía, llegué a formarme un punto de vista contrario al anterior, pero que resultó ser igual­ mente falso. ¿Es posible lograr un diálogo entre judíos y ale­ manes? En el examen de la cuestión acerca de su iden­ tidad histórica, los alemanes chocan inevitablemente contra su pasado nacionalsocialista. Por otra parte, cuando los judíos se preguntan cómo quieren enten­ derse a si mismos, no pueden evitar la reflexión sobre su propia historia y, por tanto, sobre la larga historia de las persecuciones que han sufrido. Y estas perse­ cuciones encontraron su forma más extrema en el exter­ 96

minio sistemático del judaismo europeo emprendido por los nazis, una modalidad de persecución hasta entonces considerada como imposible. Nos hallamos ante dos perspectivas contrapuestas de una misma y única historia. La existencia de perspectivas diferentes, conduce también a que muchos de los sucesos que acontecen en la actualidad, ya sea en la República Federal de Alemania, en Israel o en cualquier otro lugar, no sólo son valorados de distinto modo, sino que parecen incluso diferentes en su misma facticidad. Se trata, sin embargo, de un único acontecimiento objetivo. Lo que quiero decir es que, por el mero hecho de ser racional, me resisto a que estos sucesos objetivos deban ser con­ templados desde perspectivas contradictorias. Y, aunque en los juicios de valor tienen que quedar seguramente aspectos subjetivos, no por ello dejaré de pensar que un suceso concreto como, por ejemplo, un asesinato, debe ser valorado esencialmente de la misma forma por todos, pues de lo contrario no podríamos perseverar en la idea de una comunidad moral universal. Pero, quien desee continuar en esta idea, en la medida en que le concierne, tendrá que buscar un diálogo tanto con el interlocutor afectado por la misma preocupación como con aquel a quien no le afecta, porque con esta actitud se abre la posibilidad, no de tener que renunciar a la perspectiva propia, sino más bien de impedir las deformaciones de las percepciones objetiva y valorativa con que nos amenazan las experiencias subjetivas. Lo anterior parece ser válido para todas las situaciones vitales individuales y colectivas, y por esta razón, para regresar a nuestro caso concreto, parece tan importante el logro de un diálogo entre alemanes y judíos a la hora de sentar las bases de un mutuo entendimiento. Con ambos, judíos y alemanes, ocurre 97

algo diferente de lo que sucede, por ejemplo, con los franceses o los católicos, pues la identidad de ambos es confusa. Por supuesto, los dos grupos no se excluyen entre sí. Nunca en el pasado llegaron a hacerlo, pues existieron judíos que eran alemanes al mismo tiempo, es decir, judíos alemanes, y también hoy volvemos a encontrar judíos en la República Federal de Alemania, si bien poco numerosos. Es un hecho, aunque muchos consideran que este hecho no tendría que darse. Y aquel que, siendo judío, decide vivir en Alemania por una decisión consciente y no es forzado a ello, se planteará el problema de su identidad judia a la vista del pasado nazi de Alemania de forma aún más dra­ mática, pues su vida en este país parece estar espe­ cialmente necesitada de una legitimación. Comenzaré la discusión de este punto con el relato de un breve episodio en el que me vi envuelto hace poco tiempo. Un hombre instruido, considerablemente mayor que yo y que había viajado en varias ocasiones a Israel, se dirigió a mí un dia con las siguientes pala­ bras: «No sabía que usted fuera de origen judio.» Tras un breve momento de vacilación, decidí responder lo siguiente: «No soy de origen judío, sino judío a secas.» Mi interlocutor, quien se encontraba algo desconcer­ tado, puntualizó: «Pero usted no es un judío practicante, ¿no es cierto?» Esta pregunta me sorprendió, pues a mi oponente no se le hubiera ocurrido de haber sido yo israelita. Poco después tomé consciencia explícita de por qué me habia llamado la atención el tono provocativo de mi propia respuesta. La razón de ello había de encon­ trarse en el hecho curioso de una actitud que se halla bastante generalizada en Alemania, donde se suele evitar la denominación «judío» sustituyéndola por la expresión «de origen judío». Este circunloquio no se 98

da en otros países, o, al menos, desconozco que así sea. ¿Por qué no se atreven en Alemania a llamar a nadie judio? Supongo que no lo hacen porque para ellos, éste es un término delicado, o quizás pueda uno aventurarse a decir que la palabra «judio» es sentida como una mancha, como algo de lo que uno debe aver­ gonzarse. Y, como fuera que yo mismo había vacilado por un instante antes de ofrecer mi respuesta, recordé con cuánta frecuencia había evitado, no sólo, pero sí sobre todo en este país, reconocer abiertamente que soy judío. Asi, este pequeño diálogo había sido significativo para ambas partes. En lo que a mí respecta, mi actitud ponia de relieve la ambivalencia existente a lo largo y ancho de la historia judía entre el intimo orgullo de ser judío y la conciencia de que para el mundo exterior representa algo de escaso valor o, en todo caso, cho­ cante. Bastante más significativo parece el aspecto siguiente. En efecto, en la reacción de mi interlocutor se reflejaba algo que, desde mi punto de vista, carac­ teriza el modo con que los alemanes afrontan el pro­ blema de su relación con los judíos, lo que ocurre, precisamente, porque no se plantea la cuestión de la idea que este pueblo tiene de sí mismo. Se contempla a los judíos, como resulta comprensible, desde el exte­ rior, ya sea desde la perspectiva del antisemitismo o desde la perspectiva de la superación. En último tér­ mino, significa considerarlos en su calidad de víctimas del antisemitismo. Si preguntásemos a un alemán no judio que especificara quiénes sí lo son, pensaría en primer lugar en los judíos creyentes y también, acto seguido, en Israel. Esta visión es tanto más curiosa cuanto que se opone bruscamente a aquella definición de los judíos que imperaba en Alemania antes de 1945. ¿Tendremos 99

que decir que este cambio de punto de vista se debe a la falsedad de la antigua definición, pues condujo al exterminio? Sin embargo, esa definición no tenía por qué haber conducido al exterminio. Su indudable fal­ sedad se debía simplemente al error teórico del recurso a la raza, pero la definición era inaplicable por el mero hecho de ser una definición. La aplicación práctica de la misma acabó englobando a la clase compuesta por aquellos que eran de origen judío. Asi, se llamaba judío a todo aquel cuyo origen lo era, independiente­ mente de que la persona en cuestión se considerara a sí misma como tal o no. Y muchos de nosotros comen­ zamos a percibimos como judíos directamente después de iniciada la reacción contra el antisemitismo. Sartre se quedó corto al interpretar aquella autoconciencia judia como una m era proyección del antisemitismo. Pero no me atañe aquí la pregunta de cuál sea el criterio correcto con el que discernir la identidad de los judíos. No creo que tenga demasiado sentido una cuestión normativa de este tipo, y, en todo caso, en estos momen­ tos tan sólo habré de ocuparme de una cuestión des­ criptiva de carácter fáctico, la de cómo responden los judíos a la pregunta sobre su identidad. Aunque ya no resulta tan evidente desde el resta­ blecimiento de la tradición religiosa, en la época de la emancipación han existido y existen, en primer lugar y como siempre, la solución religiosa y, a continuación, según creo, tres alternativas. En total serían, pues, cuatro maneras posibles de entender la identidad judía. En la autobiografía de Gershom Scholem Von Berlín nach Jerusalem [De Berlín a Jerusalén] aparecen des­ critas con claridad las tres posibilidades no religiosas en términos de otras tantas soluciones diferentes, que responden a las que él mismo y sus hermanos esco­ gieron. Los dos hermanos mayores buscaron la asi-

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müación, mientras que Wemer, el tercero de los her­ manos, optó por el socialismo y el propio Gershom se pasó a las filas del sionismo. Scholem describe estas dos opciones diferentes como si la historia hubie­ se demostrado entretanto que únicamente su propia decisión por el sionismo ha resultado ser la correcta. Sin embargo, ¿está en lo cierto? ¿Son realmente los acontecimientos históricos los que deciden sobre si es adecuado o no el modo como uno se comprende a sí mismo? Y, aun cuando asintiéram os lo anterior, ¿cabria realmente afirmar, dada la precaria situación de Israel, que la historia ha reivindicado la solución sionista? De este modo no se hace justicia a un buen número de judíos que en la actualidad siguen en dis­ tintos países el camino de la asimilación o, al menos, la toleran. Claro que podríamos decir que esta última solución no es una genuina solución judia, pues consiste en aspirar o en resignarse a la paulatina renuncia de una identidad semítica. Sin embargo, sea o no en el fondo judía, se trata de una opción real que todo judio posee por el mero hecho de serlo, a no ser que la opción representada por la asimilación se vea obstaculizada, como ya ocurriera durante la época nazi, por el anti­ semitismo. Tan sólo podemos acusar de inautenticidad a esta opción si, como Scholem cree reconocer en su familia, su aceptación implica la negación y el engaño de sí mismo. Mas, si esto es así, en primer lugar se plantea la pregunta de si existe acaso alguna solución no religiosa que permita el logro de la identidad judía sin que haya que contar con el peligro de caer en el autoengaño. En segundo lugar, no se entiende cómo la idea de una asimilación gradual sólo deba ser posible bajo el aspecto del engaño de sí, no pudiendo ser tam­ bién una solución plenamente realista. Por lo demás, 101

la circunstancia de que en la idea de la asimilación entren en juego con frecuencia tanto el autoengaño (que omite el hecho del antisemitismo) como la nega­ ción de sí (que supone negar aquello que se es por ser judio), demuestra que la identidad judía no puede ser reducida a la religiosa. Continuamos siendo judíos aunque hayamos dejado de ser religiosos. De lo con­ trario, la asimilación hubiera sido algo de lo que podría haberse prescindido sin más. El verdadero conflicto que nos interesa aquí es, sin embargo, el representado por los dos hermanos menores de Scholem. M ientras que la asimilación, cuando se logra sin pasar por el autoengaño, es una solución legitima, si bien no es judía en sentido positivo, sí lo son otras dos posibilidades de interpretación de la circunstancia de ser judío que ya no la consideran en términos religiosos. La primera, es la solución del sionismo, caracterizada por su insistencia en la sin­ gularidad de los judíos, quienes ya no son contemplados desde una perspectiva religiosa, sino nacional. Pode­ mos, asi, referirnos a la solución sionista seguida por Scholem como a una solución particularista. Con el objeto de entender en lineas generales la solución restante, es preciso observar que la inter­ pretación socialista de Wemer es tan sólo una de las múltiples formas posibles con las que acercarnos a la comprensión de la propia identidad ju d ía A grandes rasgos, esta solución viene caracterizada por la supe­ ración de la identidad judía misma en el ámbito de lo universal, por lo que la experiencia judía es interpretada en términos de una sensibilización ante cualquier injus­ ticia, pasada, presente o futura, que una persona pueda sufrir. Esta concepción universalista de la identidad judía ha dejado de ser perceptible desde la Segunda Guerra Mundial. Se mantiene, no obstante, a través 102

de figuras tales como Marek Edelmann, el antiguo comandante segundo de la sublevación del gueto de Varsovia. El pasado año apareció en el nuevo periódico Babvlon — vol. I (1986), pp. 92-107— un artículo redactado en alemán donde Edelmann, médico en la actualidad y residente en Lodz, respondía con las pala­ bras que siguen a la pregunta acerca de lo que para él significaba hoy ser judío: «Significa ponerse del lado de los débiles...» (p. 106). Hemos de reconocer que ésta no puede ser una definición de la identidad judia. Por ello, Edelmann tropieza con algunas dificultades terminológicas al afrontar una nueva pregunta, la de cómo entender a aquellas personas que, no siendo judias, se sitúan igual­ mente del lado de los débiles. Sin embargo, esto es secundario para la idea que aquí nos interesa. En efecto, es del todo legitimo declararse a uno mismo del lado de los débiles y de los humillados sin que ello implique que las demás personas no pueden hacer otro tanto. Así, cuando alguien como Edelmann pronuncia una frase como la citada se está refiriendo a la necesidad de apelar a una consecuencia que los judíos debieron extraer de la parte de experiencia que les ha tocado vivir, la de aprender el significado de la humillación para, de este modo, proyectar en lo universal esa espe­ cial sensibilidad ganada a través de la experiencia histórica. Tenemos que admitir que esta tercera solución no religiosa para la construcción de una identidad judia puede desembocar, llegado el caso, en la primera, la solución que representa la asimilación. O, para decirlo con mayor exactitud, quien opta por la vía del uni­ versalismo no aspira a la asimilación, pero si la tiene en cuenta. Sin embargo, esta derivación no puede hacer las veces de un argumento en contra de la opción uni-

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versalista, a no ser que se asuma que la continuidad de la comunidad judia es un valor en sí. Suponiendo que esto sea cierto, esto es, que la colectividad judia debe ser incondicionalmente mantenida, entonces coin­ cidirán en este punto las opciones religiosa y nacional, aunque, en sentido estricto, el universalismo se fun­ damenta únicamente en la tradición religiosa. Surge asi la pregunta de si honradamente no tendríamos que aceptar que tan sólo la fe judía puede fundar el impe­ rativo de sufrir por la pervivencia del pueblo judío, pues este sufrimiento carece de sentido cuando ya no se le considera impuesto por Dios. Si tomamos en serio lo anterior, el sionismo apa­ recerá ante nuestros ojos como una opción bastante cuestionable. Ésta parece derivarse de dos pensamien­ tos, más básico el primero, reactivo el segundo. El pensamiento reactivo consistía en su origen en consi­ derar la fundación de un Estado judío como la única posibilidad aún en pie de hallar un refugio frente al antisemitismo creciente. Este pensamiento comenzó a ejercer una atracción arrolladora durante los años más tenebrosos del nazismo, una época en la que nin­ gún país del mundo parecía estar dispuesto a acoger a los judios. El sionismo fue originado por la perse­ cución nazi, y en la actualidad casi nadie parece percibir en Alemania que, desde los años de la posguerra, ha dejado de ser una opción minoritaria del pueblo judío para convertirse en una opción seguida por la mayoría. Debemos distinguir este principio más bien reactivo y, en cierto modo, pragmático del sionismo de un prin­ cipio fundamental que viene a constituir una nueva definición de la particular identidad judía. Resulta bastante difícil justificar esta nueva definición. Aquí se sitúan, de un lado, la solución religiosa y la uni­ versalista, y quizás hasta la que busca la asimilación. «

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Del otro, se encuentra únicamente la solución nacional. Los sionistas dijeron: «Queremos ser un pueblo como los demás», un pensamiento que contradice la tradición judia. Por nuestra parte, podríamos mostramos inge­ niosos y añadir: si friésemos un pueblo como los demás, no seríamos el pueblo que somos. Con lo expuesto en último lugar quiero poner fin a estas reflexiones acerca de la identidad judia. No creo que necesite confesar expresamente que yo me comprendo a mi mismo, a mi ser-judío, en el sentido de la opción universalista. En lo que a mí respecta, he pretendido poner de relieve que cada una de las tres opciones no religiosas analizadas, presentan difi­ cultades, y que la fijación en Israel existente en la actualidad, por parte de judíos y no judíos, no hace justicia a la compleja autocomprensión judía. Y, aunque desde el final de la guerra se han convertido en minoría y su voz ha dejado de ser tan audible como en otro tiempo, todavía existen en la actualidad posiciones judias antisionistas. Como era de esperar, la opción universalista es la que fracasa con mayor facilidad a la hora de entablar un diálogo con los alemanes. Pero éste no es un fracaso que tenga que darse necesariamente, pues una vez que los interlocutores poseen cada uno su propio punto de vista, tendrían que ser capaces de elevarse al mismo tiempo a un plano objetivo desde el que defender aque­ llas posiciones. Y, cuando se inicia el diálogo con una posición no judía, muchos de los judíos que se ven a si mismos de acuerdo con el universalismo, corren el riesgo de adoptar una actitud que contradiga o desmienta ese mismo universalismo que debe ser salvaguardado. La asimetría es una dificultad peculiar que aparece en el caso especial del diálogo entre judíos y alemanes. No existe guerra alguna entre ellos, pues ésta sería una 105

situación simétrica, recíproca. Pero se da la circunstancia de que los alemanes han perseguido a los judíos y, hasta donde les fue posible, los exterminaron. Pienso que hay un peligro que amenaza a ambos, y es el de caer en los correspondientes casos típicos e invertir las posi­ ciones en la discusión, abandonando cada parte el lugar que le corresponde. Como consecuencia de ello, el diá­ logo fracasaría irremediablemente de un modo u otro. Ya he señalado con anterioridad que el diálogo sólo puede ser válido, según creo, cuando las dos partes que en él participan afianzan primero sus respectivas posiciones particulares para, a continuación, abrirse paso hacia un plano objetivo. Si se acepta lo anterior, entonces el diálogo puede verse amenazado aún por dos tipos posibles de debilidad. El primero consiste en negar en mayor o menor grado la asimetría de la situación particular, lo que sucede cuando nos afe­ rramos tanto al plano universal que perdemos de vista los hechos concretos, es decir, nos conducimos en el diálogo como si el genocidio no hubiera ocurrido o como si fuera posible abstraer de que unos hechos corresponden a una de las partes y los demás, a la otra. Aunque sea indirectamente, todos participamos en este tipo de relaciones, y esto es algo que cada una de las partes debe tener presente cuando piensa tanto en sí misma como en la contraria. El otro peligro al que aludíamos consiste en tener un apego tan excesivo por lo particular que no nos permita elevamos al mismo tiempo por encima de él. En lo que atañe a la parte judia, esta situación puede conducir a una característica arrogancia moral, a una actitud que el historiador judío Michael Wolffssohn ha descrito en un articulo publicado en 1983 en Die Zeit como la postura del «nosotros los buenos, vosotros los malos». Wolffssohn escribe: «Independientemente

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de que uno haya vivido en la esfera de influencia de los verdugos o no, en la medida en que éramos judíos, pertenecimos al grupo de las víctimas, a las fuerzas de la luz y del bien. Todo judío, estuviera confinado o no en algún campo de concentración, podía cargar Auschwitz en su cuenta y, por cierto, en el lado de los' haberes.» Y de ahi nace en los judíos, escribe Wolffssohn, una inclinación a presentarse a sí mismos como «petulantes» y «sermoneadores» (DieZeil, 1983, n.° 22, p. 9). Esto ocurre cuando se produce una fijación tal en la particularidad de lo fáctico que se olvida que el reparto de papeles también pudo haberse efectuado en sentido inverso. Se estiliza así lo fáctico hasta con­ vertirlo en algo consustancial a las cosas, de modo que se condena a los alemanes como si su propia esen­ cia fuera la responsable de lo ocurrido. Pero de este modo es imposible establecer un diálogo orientado al logro de un entendimiento mutuo entre las partes. Podemos encontrar en el lado contrario la imagen reflejada de la actitud que acabamos de exponer. Ello tiene lugar en el momento en que los judíos alemanes se ven en la tesitura de tener que hacer frente a una más o menos confesada asignación colectiva de culpa. Ocurre entonces, que se trata a los judíos con cierta cautela y no como a personas del todo normales. Y, como a nadie le agrada vivir catgando con sentimientos de culpa, no será difícil que esta culpa sentida haga que la realidad sea tergiversada, negada y vivida desde una actitud que no la toma en cuenta. Así es como queda imposibilitado todo diálogo desde el ángulo alemán, aunque quien a él accede desde el lado judio lo haga sin el arma de la culpabilización colectiva. A la vista de lo que venimos exponiendo, se ori­ ginan algunos curiosos malentendidos, como los que surgieron a raiz de los sucesos acaecidos durante el 107

mes de mayo de 198S en Bitburg. Desde la perspectiva judía parecía moralmente imposible que el Presidente de los Estados Unidos pudiera rendir homenaje a los soldados que combatieron con Hitler, pues ello suponía negar el carácter especial de aquella guerra, que no había sido más que una campaña encaminada a la con­ quista y al exterminio. Muchos alemanes, sin embargo, consideraron que esta actitud había sido mal inter­ pretada, pues según ellos debía rendirse homenaje a los soldados por el mero hecho de ser personas. Así, parecían darse únicamente dos posiciones. O bien se negaba que esta guerra había sido mala en el sentido moral, o bien prevalecía el sentimiento de ser víctimas de una culpabilización colectiva. En eso parece consistir, por tanto, la inclinación al sentimiento de culpa que hace que se niegue la difícil realidad. El sentimiento de una culpa colectiva en el lado alemán y la culpabilización de los alemanes por parte de los judíos son perjudiciales para toda posible comprensión de lo que entonces ocurrió y de lo que hoy ocurre. Como afirmó el Presidente de la República Federal de Alemania, Weizsacker, en su discurso del 8 de mayo de 1985, no existe ninguna culpa colectiva. Si atendemos a su concepto mismo, la culpa sólo puede ser personal. No puedo sentirme culpable de lo que mi padre haya podido hacer. De todos modos, sí puedo avergonzarme de eso que mi padre ha hecho. En concreto, cabe hablar de una especie de vergüenza por aquello que ha ocurrido en nombre del propio pueblo. No sé hasta qué punto puede servir de ayuda la identificación de un senti­ miento moral relevante con la vergüenza y no con la culpa, pues todo sentimiento negativo, también el de la culpa, puede llegar a obstaculizar el proceso del conocimiento. Por otra parte, si alguna persona reco­

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nociera no sentir vergüenza alguna tras el conocimiento de ciertas situaciones, tendríamos que admitir que la persona en cuestión no había conocido realmente las relaciones implícitas en tales situaciones. Nadie duda de que el diálogo entre judíos y ale­ manes no judíos es difícil, pues, en ambos bandos, cuando no se falsea la realidad, las emociones se entre­ m ezclan inevitablemente con las palabras. De este modo, toda emoción suscitada por un factor parcial de la realidad tenderá a producir el efecto de cerramos los ojos ante la propia realidad globalmente considerada. Sin embargo, que algo sea difícil no significa que sea imposible. Continúa siendo practicable el acceso al conocimiento objetivo de los estados de casos históricos. Para ello habrá que descartar la posibilidad de dos visiones diferentes de las cosas, una alemana y otra judia. Si asi fuera, tampoco habría diálogo alguno. ¿Y no tendrá que valer esto para el logro de una visión crítica tanto de la historia judía como de la alemana? Un ejemplo de ello es la libertad para criticar a Israel. A principios de este año acudi a una iglesia de Berlín donde tenía lugar una manifestación contra la repatriación de libaneses y palestinos. Tras haber expre­ sado, en calidad de judío, mi crítica al Estado de Israel, algunos de los participantes del acto se dirigieron a mí con estas palabras: «Opinamos exactamente igual que usted, pero nosotros, por ser alemanes, no podemos decirlo. Sólo usted, como judio, puede hablar así.» ¿Es realmente cierto que lo que se puede decir depende de quién lo diga? ¿Por qué los alem anes no deben criticar a los judíos? Siendo judío, uno desearía que lo hicieran, porque de lo contrario los judíos se man­ tendrían en un estatuto especial, y, además, porque todo aquello que sólo puede ser pensado y no dicho tendrá, al final, repercusiones nefastas.

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Por supuesto, muchos judíos acaban adivinando la presencia del antisemitismo siempre que chocan contra alguna crítica procedente de personas que no son judías. Es así como se otorgan a sí mismos el esta­ tuto especial al que antes aludía. Y, como sea que muchos alemanes presienten el temor de que algunas observaciones críticas puedan ser interpretadas como expresiones del antisemitismo, cuando se discute en Alemania acerca de cuestiones judías en presencia de algún judío, no es difícil que se origine una situación tan delicada que haya de ser tratada con pinzas. Per­ sonalmente, a lo largo de los treinta y ocho años que llevo viviendo en este pais, apenas si he llegado a percibir algún rastro del antisemitismo y, en todo caso, en bastante menor medida que en otros países. Mi experiencia personal no es, desde luego, gcneralizable. Sin embargo, merece tanta atención como el hecho de que se dan afirm aciones de tono antisemítico el que en muchos aspectos los judíos poseemos carta blanca en Alemania precisamente por ser lo que somos. El antisemitismo es un tabú, y por ello no podemos decir que lo hay ni tampoco que no lo hay. En este pais a menudo se persigue con gran inquietud todo posible indicio del peligro que representa el retomo del antisemitismo. Desconozco si este proceder es correcto. En último término, el antisemitismo no es sino un síntoma. El recientemente fallecido autor judíoitaliano Primo Levi, uno de los supervivientes de Auschwitz, escribía en el prefacio de su libro Si esto es un hombre (que trata sobre ese campo de concen­ tración) que la obra no había sido redactada con el propósito de levantar nuevas acusaciones, sino para indicar hasta qué extremos había conducido una idea muy extendida entre muchas personas y pueblos, la idea según la cual todo extraño es un enemigo. Ésta

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es la ¡dea cuya última consecuencia fueron los campos de exterminio. Creo que esta convicción continúa estando muy extendida en nuestro pais, aunque también creo que ya no se manifiesta tanto contra los judíos —precisa­ mente porque es un tabú— como contra otras minorías, entre las que podemos contar a los gitanos, los turcos y los refugiados políticos. Y temo que aquellos que se inquietan yerran en el verdadero objeto de su inquie­ tud cuando señalan unilateralmente al antisemitismo. En este punto se hace patente la auténtica dificultad que entraña el establecimiento de un diálogo apropiado con los alemanes, la dificultad que encuentran un buen número de judíos para formarse una visión particula­ rista de si mismos. Precisamente porque tienen a la vista su propia particularidad, estos judíos permanecen anclados en el antisemitismo. La consecuencia de ello no es que esta forma de autocomprensión impida a los judíos llegar a un entendimiento con los alemanes. Quizás en este aspecto, las dos partes se entienden demasiado bien. Contemplada desde el lado de los alemanes, la fijación mencionada en el antisemitismo ofrece la ventaja de que gracias a él pueden ser eludidos los problemas realmente virulentos de la xenofobia actual. Se da así la posibilidad de un acuerdo en el diálogo que no es precisamente ni objetivo ni razonable, sino distorsionado por ambas partes mediante factores subjetivos que, no obstante, se apoyan entre si. Quizás pueda resultar superfluo dedicar estas últi­ mas palabras a reiterar que sólo he hablado por mí. La expresión «ser judio» que aparece en el título era demasiado pretenciosa. Se trataba tan sólo de las refle­ xiones y los interrogantes de un judío. (1987) 111

EL PROBLEMA DE LA EUTANASIA Y LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Una modesta publicación berlinesa sigue actual­ m ente con curiosidad, quizás tam bién con cierta ansiedad, la confrontación establecida entre el Ins­ tituto Filosófico de la Universidad Libre de Berlín y determ inados grupos de m inusválidos que han abortado el Sem inario de Ética Práctica de Beate Rossler, en el que se debía discutir, entre otras mate­ rias, el problema de la eutanasia. Me gustaría saber cuál es el efecto que produce en nuestras cabezas la clausura forzada del seminario. Y, aunque no cabe duda de que los efectos serán tan diferentes como diferentes son nuestras cabezas, hablaré tan sólo de lo que afecta a la mía propia (pero otras piensan de igual modo). Creo que puede resultar de alguna utilidad com­ parar el estallido del seminario con una bofetada, dife­ renciándolo asi de otras formas posibles de boicotear este tipo de sesiones. En cualquier caso, yo lo he vivido como si se tratara de una bofetada. Y la primera reac­ ción que uno siente cuando recibe una bofetada es la indignación, y en este caso fue ésa, precisamente, la sensación que experimenté. La segunda reacción puede ser (aunque no necesariamente) la del desencanto, y es este desencanto el objetivo que se propone la otra parte. Una bofetada, en tanto que un acto simbólico de violencia, es un medio de comunicación extremo, 112

aunque siempre moral, que por lo general se efectúa desde una posición de inferioridad y se asemeja en cierto modo a un grito: «¿Es que no ves, es que no veis cómo se pisotean nuestros intereses y nuestros derechos?». La moral consiste, en gran medida, en probar si los puntos de vista de los demás pueden ser aceptados por todos. Pero resulta desconcertante hasta qué punto se ha olvidado el cumplimiento de esta tarea cuando miramos retrospectivamente al desarrollo de la dis­ cusión filosófica sobre la eutanasia que ha ido abrién­ dose paso a lo largo de los últimos años. Esta ausencia, también se halla presente en mis conferencias uni­ versitarias. Al volver a repasar ahora la «Declaración de los filósofos de Berlín» (sobre la interrupción de un seminario impartido en Duisburg), que yo mismo habia firmado junto a otros, no pude evitar que durante su lectura mi cabeza oscilara de un lado a otro en señal de negación. No había allí ni una sola palabra de com­ prensión para el sufrimiento de los minusválidos. Nos habíamos limitado a izar una bandera en favor de la pacifica libertad de expresión y discusión. Sin duda es cierto que la universidad y muchas otras instituciones se fundan en este derecho. Pero ¿es válido en sentido absoluto? Supongamos que se anunciara en un instituto cualquiera un seminario sobre las leyes raciales de Núremberg y, por cierto, no para su análisis histórico, sino más bien para su examen normativo, es decir, con el objeto de dilucidar si debe­ rían darse por buenas algunas reformas o intensifica­ ciones de ciertos aspectos de las leyes citadas. ¿Acaso no nos uniríam os m uchos de nosotros al bando de los agitadores? ¿Resulta descabellada la comparación? Desde la perspectiva de los minusválidos habría que contestar 113

con un no rotundo, pues sienten que la discusión sobre la eutanasia amenaza su propia existencia: «¡Pero eso es injusto!», objetan algunos. Ante esta situación, podemos responder de dos modos. En primer lugar, aun cuando fuera injusto, tendríamos que respetar el que estas personas se sientan amenazadas. En segundo lugar, cabria preguntarse si ese sentimiento es injusto, en el sentido de que no hay razón alguna que lo justi­ fique. «Si en un futuro se acabara con las vidas de aquellos niños que nazcan con tales o cuales caracte­ rísticas, tampoco existiríamos nosotros si llegásemos a caer bajo esta reglamentación.» «¡Pero si no nos proponemos en absoluto establecer tales normativas!». Mas, tampoco esto es del todo cierto si contemplamos en su conjunto la discusión que sobre la eutanasia se está desarrollando en Alemania. Siempre se tienen a la vista normativas como la de Singer, cuya obra se suele tomar muy en cuenta en la mayoría de los seminarios que tratan sobre este tema. Si esto es así, sí hemos de tener muy presente que con la discusión de problemas como el mencionado, amenazamos a una minoría ya de por sí discriminada, ¿no seria más correcto entonces dejar de lado esta temática en las futuras reuniones universitarias? En este punto chocamos contra una consideración opuesta a la anterior. No podemos dejar de lado esta temática, y no porque apelemos a una abstracta libertad científica, sino porque en la base del interés filosófico por la problemática de la eutanasia existe un importante problema práctico. Me refiero a las personas que sufren graves males incurables, sobre todo a los recién nacidos y a todos aquellos que no pueden expresar su voluntad. El homicidio aparece, en muchos casos, como lo único que cabe hacer en interés del niño, pero no se permite que el médico lo lleve a cabo porque nuestras

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leyes, fundadas en concepciones éticas que ya no son en modo alguno evidentes, lo prohíben. Por ello, se practica en muchos casos la llamada eutanasia pasiva, consistente en dejar morir al enfermo mediante la suspensión de la acción. Este tipo de eutanasia puede efectuarse, por ejemplo, permitiendo que el paciente muera de inanición, frente a lo cual el homicidio activo tan sólo añade un plus de crueldad. Una anticuada teoría de la acción, sostiene, que el omitir difiere esencialmente del hacer. Así, matamos cuando extraemos personalmente de su enchufe la clavija que mantiene en funcionamiento una bomba de oxígeno; no matamos, por el contrarío, cuando la clavija se desprende por si sola y no hacemos nada por evitarlo. Estos son los subterfugios de una ética extremadamente rígida que no parece estar pensada para los hombres. Por tanto, aquí parece existir una necesidad de actuar, es decir, una necesidad de clarificación y dis­ cusión. Alguien podrá, sin embargo, contradecirme. Una de las posibles objeciones podría alegar que en ningún caso está permitido decidir sobre la vida de personas que no pueden expresarse. Mas ¿por qué no? Desde la perspectiva de la propia persona, ¿no pueden existir fuertes razones en apoyo de la con­ cepción contraria, toda vez que comparecen ciertas condiciones extremas? Además, alguien objetará que no existen límites claros entre los casos desesperados y aquellos que no lo son. Pero ¿realmente nos está permitido, por la mera razón de que no existen fronteras nítidas, solucionar el problema decidiéndonos en favor de una de las partes mientras abandonamos a la otra a su desgracia? De lo que se trata ahora no es de promulgar una determinada respuesta a todos estos interrogantes. 115

Tan sólo quisiera poner en claro que éstas son cues­ tiones de importancia vital, cuestiones que deben ser, por tanto, discutidas y dilucidadas, y, por cierto, urgentemente. El que estas cuestiones constituyan el punto de partida de la discusión sobre la eutanasia, muestra por qué resulta descabellada la comparación con las leyes de Núrembeig que antes mencionábamos. En efecto, aunque en el presente statu quo de la dis­ cusión de este problema el resultado afecta negativa­ mente a los intereses de los minusválidos, al mismo tiempo afecta positivamente a los intereses de todos. Y ello es así porque a todos debe interesarnos que nuestro propio hijo no sea tratado de forma inhumana si llegara a suceder que naciera con alguna minusvalía. (Y lo que aqui denomino «inhumano», ni lo he decre­ tado yo ni le está permitido a nadie hacerlo.) Estamos, pues, involucrados en un proceso de clarificación que a todos nos atañe por igual. Y precisamente por no existir una frontera clara, sino una ancha franja gris de incertidumbre, tampoco cabe la posibilidad de separar la eutanasia buena de la mala. Esto significa que el sentimiento de amenaza experimentado por los minusválidos reclamara también que la discusión se restrinja únicamente a aquellas cuestiones relativas a la eutanasia más urgentes y nece­ sarias desde el punto de vista ético, cuestiones a las que tampoco nosotros quisiéramos renunciar. De ahí se deduce un dilema moral que, sin embargo, podría atenuarse si nosotros, los que filosofamos sobre estas cuestiones, lográsemos la participación de los minus­ válidos. Sin embargo, debemos permitir que sean ellos mismos quienes decidan si desean incluirse en la dis­ cusión. (1990) 116

LA GUERRA DEL GOLFO, ALEMANIA E ISRAEL En cierta ocasión pregunté: «¿Cómo se ha produ­ cido la decadencia actual de la cultura política? ¿Cómo hemos llegado a esta bancarrota declarada de los inte­ lectuales? Me siento como si me trasladara a la época de 1914. Desde luego, no se respira el mismo entu­ siasmo, pero sí la misma ofuscación. ¿Cómo es que todos os habéis convertido, de forma más o menos m atizada, a la línea oficial?» «Quizás — alegó mi amigo— porque es la correcta» «Quizás — le respon­ dí— pero ¿lo habéis visto claramente, o lo que os deter­ mina a hablar asi es el vago bienestar de una supuesta normalidad recobrada? Para empezar, imagínate la escena siguiente: Han pasado unos años desde la catás­ trofe. Una mujer se asoma a la ventana con su hijo. Los dos miran al exterior. Fuera está oscuro, como si el hollín lo inundara todo. A causa de los rayos ultra­ violeta, nadie debe salir a la calle. La mujer comienza a contar al niño cómo eran las cosas antes y qué fue lo que ocurrió. El niño pregunta: “¿Y por qué nadie hizo nada para evitarlo?” Ésta es la pregunta que ahora va dirigida a ustedes, la pregunta que hace que hombres y mujeres se lancen a las calles. Difaman ai llamado movimiento pacifista quienes le preguntan por qué no se han manifestado ante la invasión de Kuwait o el gaseamiento de los kurdos o ante otros sucesos igualmente horribles. Con­ 117

viene señalar, en primer lugar, que no existe ningún «movimiento pacifista», sino sencillamente un buen número de personas que se sienten aterrorizadas ante ciertos hechos. En segundo lugar, la conexión entre angustia y moral caracteriza a eso que se ha venido denominando movimiento pacifista, y es legitima. Las m asas no salen a las calles por meras razones morales, por muy fuerte que éstas puedan ser (como, por ejemplo, en el caso de la catástrofe kurda, pro­ longada durante decenios). En 1983 ocurrió esto mismo. Las masas sólo se manifiestan cuando también se sienten angustiadas. Y no deberías menospreciar nuestra angustia, pues es racional cuando se teme la contam inación del planeta. ¿O acaso tu acusación consiste en calificar de egocéntrica la angustia que alguien pueda sentir por sí mismo o por sus hijos? ¡Y qué importa! Además, la mayoría de los manifestantes transforman esa angustia particular en una angustia dirigida al resto de los hijos y hombres del Estado, del país, del mundo. Angustia y moral no pueden ser separadas.» «Quizás tengas razón — dijo mi amigo— , pero vosotros os habéis dejado engañar por la angustia, de modo que tenemos que responder al hijo de aquella mujer: “no pudimos hacer nada por evitarlo; fue ine­ vitable, y todo lo demás hubiera sido cobarde e inmo­ ral”.» «¿En serio? ¿Aceptará el niño tu respuesta?» A lo largo de las dos secciones siguientes intentaré demostrar a mi amigo y a los amigos de mi amigo que están equivocados. Para comenzar, quiero someter a prueba la fundamentación de la guerra del Golfo, tal y como nos fue presentada hasta el estallido de la misma el 16 de enero, y tal y como debería seguir siendo válida en la actualidad. Según reza la fundamentación aludida. Saddam Hussein invadió Kuwait, 118

y por ello se le obligó a retirarse de aquel país. Muy poco después del comienzo de la guerra se añadió un segundo fundamento, para muchos el de mayor peso. En efecto, el ingente armamento de Irak, que com­ prendía incluso armas no convencionales, junto con las amenazas proferidas por Saddam, que manifestaban un claro desprecio de los seres humanos, presentaban a Irak como una amenaza terrible, sobre todo para Israel. Por ello, tal y como hoy se afirma, las guerras también son necesarias cuando son preventivas. Resulta comprensible que el segundo fundamento mencionado, haya subido en Alemania a un primer plano. Entraré en este aspecto en la segunda sección. En la primera, sin embargo, prescindiré de Israel. Aun­ que este modo de proceder puede resultar algo artificial, no se debería, como mi amigo hace, resaltar primero uno de los fundamentos para, una vez refutado, pasar al siguiente. Esto no favorecería en nada la claridad de pensamiento.

I La fundamentación oficial de esta guerra reza así: un país no debe invadir a otro. Cuando esto ocurre se le deberá obligar, mediante la guerra si es necesario, a emprender la retirada del territorio por aquél invadido. Este es un buen principio. Pero si ha de ser un principio tendrá que poder ser aplicado en general, pues de lo contrario surgiría la sospecha de que se trata de un pretexto. ¿Por qué se plantea el problema precisamente en el caso de Kuwait? O, mejor dicho, ¿por qué precisamente ahora? Pienso en la entrada de la Unión Soviética en Afganistán, o en la invasión de Panamá por los Estados Unidos. 119

Alguien podría responder que el principio men­ cionado no sirve para las superpotencias. Por consi­ guiente, el principio tiene que ser suavizado en cierta medida, de modo que su validez se limite únicamente a aquella situación en la que un país mediano ataca o invade a otro menor. Los Estados Unidos permanecen, así, libres para emprender una guerra contra Panamá, Nicaragua u otros países, de Latinoamérica en parti­ cular. Y nadie les impedirá hacerlo, porque nadie puede impedírselo. Quizás se pueda alegar que es mejor un principio restringido como éste que ninguno en abso­ luto. Sin embargo, aun dentro de esta restricción, el principio no ha sido aplicado hasta la fecha. Recor­ demos la entrada de Israel en el Líbano, la invasión de Irán por Irak, la de Chipre por Turquía, la del Timor Oriental por los indonesios, y asi sucesivamente. Alguien podría replicar que alguna vez debe ser el principio, pero entonces estamos autorizados para preguntar por qué ese comienzo debe darse aquí y ahora. ¿Y no es natural que se afirm e: aqui, por el petróleo; ahora, por la desaparición de la bipolaridad Este-Oeste? Desde el final de la guerra fría, los Estados Unidos apenas si han reducido su extremadamente nutrido arsenal armamentístico. Por tanto, necesitan nuevos pretextos que justifiquen este hecho, como lo confirm a el entusiasmo existente en Norteamérica ante la eficacia demostrada por las nuevas armas. No cabe duda de que ello satisface los intereses de los complejos m ilitares-industriales norteamericanos, asi como los intereses políticos de los Estados Unidos. Bush ha dejado claro en su discurso sobre el Estado de la Nación que aspira al establecimiento de un nuevo orden mundial presidido por los Estados Unidos. Alguien podría argumentar que la fundamentación de toda guerra está, en su mayor parte, sobredetermi­ 120

nada. Los intereses de las industrias petrolífera y arma­ mentista, la hegemonía de los Estados Unidos e, inclu­ so, el principio moral convergen en este punto. Pero éste es un pensamiento poco limpio. Este aspecto de la fundamentación es el decisivo, pues sin él la guerra no tendría lugar. Es cierto que no es posible conducir a la guerra a un pueblo (o a una parte del mundo) si no se ofrece ningún principio moral que la justifique, ya que no podrá llevarse a cabo una guerra que no se proponga conseguir algún «bien» en el sentido tradi­ cional del término. Sin embargo, es justamente por eso por lo que es preciso distinguir entre los funda­ mentos aparentes y los reales. Así, supongamos ahora que es falso por completo que el fundamento de esta guerra sea el llamado prin­ cipio del Derecho Internacional. Entonces, si aceptamos lo anterior, se infringirían otros dos principios funda­ mentales que toda guerra «justa», esto es, bien fundada, debe seguir: 1. Aun cuando una guerra esté en sí misma bien fundada, sólo estará justificada si se han agotado todos los medios no bélicos posibles para evitar el mal. 2. En la previsión de los males que la propia guerra conlleva, éstos no deben encontrarse en una proporción des­ mesurada con respecto a la del mal que ha de ser evi­ tado mediante la guerra. Los dos principios han sido claramente infringidos en el caso que nos ocupa. Pero la mera infracción de uno de ellos habría bastado para hacer de esta guerra una guerra injusta. Que nadie me pregunte cómo han de fundamentarse estos principios. Quien tenga dudas puede preguntarse cuál sería su decisión en el caso de un enfrentamiento entre individuos. Por tanto, no sólo no fue inevitable la guerra del Golfo, sino que, por infringir el Derecho Internacional, 121

no tendría que haber comenzado y debió haber sido detenida desde un primer momento. Únicamente fue inevitable en la medida en que los norteamericanos, anticipándose a la guerra, reunieron una fuerza militar a la que no podían retirar sin más razón y a la que, en cualquier caso, no podían abandonar a la espera de una decisión. Nadie está dispuesto a construir para Saddam Hussein. quien antes de su ofensiva a Kuwait había consultado a la embajadora norteamericana, un puente capaz de evitar una completa pérdida de imagen ante su propio pueblo y ante los restantes pue­ blos árabes. La situación presenta el mismo aspecto en otros circuios del mundo árabe, y el mundo occidental no debería imaginarse que puede adoptar la frívola actitud de cerrar los ojos ante este hecho. Sin embargo, esto hace que resulte problemática la identidad del vengador autorizado. La guerra, al menos por el momento, está sancionada por la ONU, lo que no impide que sea decla­ rada por los Estados Unidos junto con algunos países europeos aliados. ¿Por qué el esclarecimiento del pro­ blema kuwaití no es, en primer lugar, un asunto que atañe al mundo islámico? No supone un argumento en contra de la posibilidad aludida por esta pregunta la circunstancia de que un buen número de Estados del Oriente Próximo se hayan unido a las filas de la alianza norteamericana (en lugar de ocurrir la anexión, llegado el caso, en sentido inver­ so). Quienes allí detentan el poder (y sólo con que contaran con más armas podrían fácilmente ocupar el lugar de Saddam) defienden su propia supervivencia, no los intereses de su pueblo. El ejemplo de Jordania ofrece una buena ilustración de la verdadera situación existente en esta región del mundo, pero me faltan espacio y tiempo para exponerla con mayor detalle. 122

Es importante observar que esta guerra avanza cada vez más hacia una contienda entre ei opresivo y estéril mundo industrial, que se hace llamar a si mismo «Occidente», y el vital y humillado mundo del islam, de gran riqueza petrolífera y pobre industrialización, poseedor de una gran tradición humanista y de un potencial de ilustración semejante al de Occidente. Es importante observar cómo en la ligereza con que Occidente lleva a cabo esta guerra se entremezclan claros elementos racistas. Europa estuvo allí donde fueron acometidas las guerras más espantosas, deshumanizadoras y criminales de este siglo. Sin embargo, el potencial de arrogancia que posee un europeo o un norteamericano es, como resulta evidente, inagotable. Ningún Vietnam, ningún Auschwitz ha generado conocimiento, sino tan sólo monumentos para el recuerdo. Un indicio de esta conducta es el punto de vista de los norteamericanos ante las pérdidas posibles oca* sionadas por la guerra. Ésta es conducida según el principio de que las pérdidas propias deben ser man­ tenidas en un número tan bajo como sea posible. No cuentan los miles, quizás cientos de miles dentro de poco, que no son norteamericanos (de todos modos las tropas norteamericanas son, principalmente de color). No todos los hombres son iguales. «Se actúa asi por razones de política interior», responderán. Desde luego, mas no por ello deja de ser significativa esa actitud para el sufrimiento que los norteamericanos han acarreado hasta ahora a Latinoamérica, Vietnam, etc., el mismo sufrimiento del que revestirán al mundo de ahora en adelante. Este punto de vista está profundamente arraigado en la visión que los norteamericanos tienen de sí mis­ mos, y está produciendo un efecto desastroso en las 123

masas desde que este pueblo ha salido de su anterior aislamiento para disponerse ahora a implantar un nuevo orden mundial. Los Estados Unidos poseen en su haber una larga tradición en materia de política interior, tal vez la menos mala de la modernidad. Y, en este aspecto, es mucho lo que tenemos que aprender de ellos. Sin embargo, su idea de un Estado de derecho democrático estuvo desde un principio casi exclusivamente orientada a la política interior. De puertas afuera imperaba el Lejano Oeste, los propios intereses y no los derechos humanos. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos comienza con la profunda frase «o// men are created equal». Sin embargo, en la práctica de la polí­ tica exterior rige la siguiente: «some men are more equal than others». Sería ingenuo suponer que la polí­ tica exterior de un Estado democrático puede lograr inmunizarlo contra las monstruosidades. Resulta impo­ sible pensar en un pueblo peor preparado que el nor­ teamericano para desempeñar su papel autoimpuesto de policías del mundo. Para concluir, quisiera añadir unas palabras sobre la excelente distinción de Max Weber entre la ética de la intención y la ética de la responsabilidad. La diferencia entre estas dos éticas consiste en que la primera respeta ciertos principios, independientemente de cuáles sean las consecuencias («deben mantenerse las promesas», «ios crímenes deben ser castigados»). La segunda, en cambio, atiende al juicio ético de las consecuencias. La presunta ñindamentación de la gue­ rra actual, si realmente fuera competente, pertenecería a la ética de la intención. Fiatjustitia, pereat mundus. El principio de proporcionalidad corresponde, sin embargo, a la ética de la responsabilidad. En efecto, para reparar un crimen no se debe perpretar otro más 124

monstruoso todavia. Asesinar a miles de niños ino­ centes (aunque sólo sean semitas) no es ningún delito de caballeros. Y nadie debería correr el riesgo de con­ taminar el mundo entero so pretexto de salvaguardar un principio de la ética de la intención. La otra fundamentación de la guerra, encierra una idea procedente de la ética de la responsabilidad: la de pensar que se trata de una guerra necesaria por razones preventivas.

II Entre los dos fundamentos que hemos citado para la guerra del Golfo —reparación y prevención— no existe una separación nítida, como ya lo he sugerido anteriormente. Podemos decir: obligamos a Irak a retirarse de Kuwait, y lo hacemos con el propósito de evitar, al mismo tiempo, que invada a otros países. (La relación existe, pero no es, desde luego, una cone­ xión lógica, pues Irak podría retirarse de Kuwait y, sin embargo, invadir acto seguido a otro país.) Según creo, existen buenas razones por las que las guerras preventivas no son reconocidas por el Dere­ cho Internacional. Con una ética de la responsabilidad no frenada por una ética de la intención, se crean muchos desastres. El fin no justifica los medios. Pero debemos entrar en los detalles de este asunto. Los peligros ulteriores más importantes que se derivan del expansionismo iraquí afectan a Arabia Saudi y a Israel. Ciertamente, estos peligros no deben tratarse como si fueran simples bagatelas. Mas, podrían haber sido prevenidos con los medios apropiados, quizás estacionando pequeños contingentes norteamericanos en ambos países. Este modo de proceder tal vez no 125

resultara políticamente demasiado sencillo, pero si hubiera sido posible. En la actualidad oímos a menudo en Alemania la siguiente reflexión: «Nos encontramos en un dilema, por una parte, estamos a favor de Israel, con respecto al cual nos sentimos especialm ente obligados; por otra parte, estamos a favor de la paz; ambos se excluyen mutuamente, pero, como el primero es más importante, tendremos entonces que aprobar la guerra.» Vayamos por partes. En primer lugar, existe de hecho esa obligación especial. Cualquier observador objetivo lo admitiría, y no hablo ahora como judio. Los alemanes han intentado exterminar a los judíos y han perecido millones de ellos. Y, ahora, el gas neurotóxico alemán ha llegado a Irak. Aunque el método haya sido indirecto, el hecho es y continúa siendo terrible. Si se entiende correctamente la expresión, tendremos que hablar aquí de una «culpa colectiva». Con ello quiero decir (y no se me tuerce el gesto at pronunciar esta expresión): quien pertenece, también de nacimiento, a una colectividad que ha hecho algo malo, tiene que distanciarse explícitamente de ello y obrar en consecuencia. Cabría preguntarse ahora cuál es el significado que en este caso posee la expresión «obrar en consecuencia». Y bien, significa tener una especial conciencia de nuestra responsabilidad frente al otro (la situación es análoga cuando se da entre individuos), en particular allí donde se trata de cosas que son consecuencias directas de la propia conciencia culpable. Asi pues, dice algo correcto quien afirma en Alemania «estamos a favor de Israel; si, debemos estarlo». La pregunta que ahora se plantea es la de qué significa estar a favor de Israel. La frase vuelve a ser análoga a aquella en la que alguien se preguntara a si mismo, en el caso de un 126

individuo, qué significa estar a favor de una persona a la que, por ejemplo, hemos perjudicado, humillado y perseguido. Existen dos casos extremos (y un buen número de casos intermedios, mezclados). El primero de ellos se da cuando la culpa sentida no es asimilada y superada conscientemente, por lo que permanece siendo irracional e incontrolada. A consecuencia de ello, nos conducimos frente a nuestro prójimo haciendo todo aquello que el otro cree que tendríamos que hacer. Entregamos asi en sus manos nuestra propia autonomía, ofreciendo a nuestro prójimo la posibilidad de mani­ pular nuestra culpa. Existen personas y también Estados capaces de manejar el sentimiento de culpa ajeno del mismo modo como un virtuoso toca el piano. Así pro­ ceden los israelíes con los alemanes. La otra posibilidad consiste en asimilar y superar la culpa racionalmente. Así, cuando declaro «él me preocupa», la frase ya no quiere decir que me someto a los posibles deseos irracionales del otro, sino que, más bien, conservo mi facultad autónoma de juzgar y pregunto: ¿cómo puedo ayudar al otro, dónde residen sus verdaderos intereses? (Ello no supone, desde luego, tomar nada de su autonomía.) Los propios judíos se hallan divididos con respecto a esta pregunta. La mayoría sionista, en particular los israelíes, piensan que esta guerra les favorece, pues evita una eventual invasión futura por parte de Saddam. Como es natural, a lo anterior se une el deseo de no tener que alterar el propio statu quo, especial­ mente en lo que respecta a los sirios y, sobre todo, a los palestinos, humillados por los israelíes. De ahí se deriva tam bién su rechazo a la Conferencia del Oriente Próximo. Los demás judíos, principalmente no sionistas, argumentan del siguiente modo: 127

1. El armisticio debe ser decidido inmediatamen­ te, pues cada día en que se prolonga la guerra puede suponer el riesgo de un ataque a Israel con gas tóxico. 2. Ante la objeción según la cual los iraquíes podrían iniciar posteriormente una ofensiva a Israel, responden, en prim er lugar, que los israelíes de la región ya poseen armas nucleares. En segundo lugar, responden sobre todo que la fijación en Irak resulta algo corta de miras. El odio a Israel, parte de Palestina y abarca a la totalidad del mundo islámico. Una vez derrocado Saddam, Occidente rearmará a otros países del Oriente Próximo, como ya hizo antes con Irak. Asi, será otro país el que inicie más tarde la guerra contra Israel. 3. El odio que los mahometanos sienten hacia Israel no es infundado. Los sionistas les robaron una parte de su país, y desde la fundación del Estado de Israel en 1948, se ha vuelto cada vez más deshumanizadora la relación entre el Estado oficial de Israel y los árabes, tanto en su territorio como en otros que mantienen ocupados ilegalmente. Durante este periodo se dieron ciertos intentos de acercamiento por parte de los palestinos, quienes contemplaban la posibilidad de un reconocimiento del Estado de Israel. Sin embar­ go, la intransigencia de Israel ha empujado a los pales­ tinos y mahometanos a una situación tan desesperante que han vuelto a poner su única esperanza en la guerra. Saddam se ha aprovechado de ello, y parece fuera de toda duda que nunca llegará a estabilizarse la situación en el Oriente Próximo mientras Israel no cambie radi­ calmente de método. No se trata únicamente de mi visión personal. Desde la invasión del Líbano se ha formado en Berlín y en Zúrich el llamado «grupo judío», cuyos miembros se hacen llamar a sí mismos (no sin cierta arrogancia, 128

tal vez) «judíos críticos». Algunos de los integrantes de este grupo ofrecieron una declaración dos semanas después del estallido de la guerra. Sus frases más rele­ vantes son las siguientes: «Si los Estados Unidos gana­ ran finalmente la guerra junto con sus aliados, el mundo islámico intentará, a largo plazo, aniquilar a Israel mediante armas nucleares. Tan sólo un pronto armis­ ticio logrará impedir nuevas desgracias. Israel única­ mente podrá lograr la calma y la segundad anheladas con el tiempo, cuando se conceda a los palestinos, bajo el reconocimiento del Estado de Israel, el derecho a la autodeterminación.» Por consiguiente, la discusión del asunto que nos ocupa resulta también controvertida entre los judíos. Y, antes de preguntar lo que esto significa para los alemanes, quisiera recurrir a una corta mirada retros­ pectiva a la historia, ya que en Alemania se sabe muy poco sobre nosotros. Debido a su religión, los judíos han tenido desde siempre una inclinación a reaccionar éticam ente a ios reveses de su destino, si bien han existido dos posibilidades extremas. Los unos dicen: «Sabemos lo que significa ser una minoría perseguida. Ello no debería volver a ocurrir nunca, en ninguna parte. Lo importante es que cada uno de nosotros es un hombre, un hijo de Dios, no si se es judío, cristiano o mahometano, alemán o polaco.» Los otros afirman: «Queremos ser un pueblo como los demás. Politica­ mente, también queremos ser una nación. Y nuestro fin último no deben ser los derechos de los hombres, sino la supervivencia y el bienestar de nuestro pueblo.» Quiero denominar a la primera de las soluciones judías citadas — las dos especies proceden, como es natural, de fuentes propias de la religión judia— la solución universalista. A ella pertenecen todos los grandes humanistas judíos, como Karl Marx, Sigmund 129

Freud, Albert Einstein, Martin Bubcr y cientos de nom­ bres, más otros cientos de miles sin nombre. La otra solución, la «particularista», (autoafírmación del pueblo judío), ha sido promovida fundamentalmente por ese sionismo desarrollado a lo largo de los siglos. En el pasado, incluso después de 1933, predominó el judaism o universalista. El giro se produjo 1944, durante el año postrero de la guerra, cuando las grandes organizaciones judias de Norteamérica, que hasta entonces habían sido mayoritaríamente antisionistas, desesperadas, hubieron de tomar buena nota de que Inglaterra y los Estados Unidos, no sólo no habían dirigido una guerra en Europa en nombre de lo bueno moral y contra los crímenes nazis, sino que tampoco parecían dispuestos a salvar a los judíos de Europa — y hubiera sido posible hacerlo— . En efecto, ni uno sólo de los aviones destinados al bombardeo de Hamburgo o Dresde fue desviado por los aliados para que destruyeran las vías ferroviarias que conducían a Auschwitz (ver D. S. Wyman, The Abandonment o f the Jews; America and the Holocaust 1941-1945, Pantheon, 1984). El panorama era desolador para los judíos norteamericanos: Nadie nos ayuda. En ese momento, los sionistas consiguieron la mayoría decisiva en las organizaciones judías estadounidenses. Este cambio no es sólo comprensible, sino prác­ ticamente inevitable. Menos comprensible y quizás menos inevitable fue la posterior radicalización pro­ gresiva del particularismo, primero en Israel y luego, a consecuencia de ello, también en la mayoría de los judíos norteamericanos. Pero también deberíamos saber que muchos judíos dicen y dijeron antes, mientras y después de los nazis: estamos contra el sionismo, en primer lugar porque esta interpretación nacionalista, sin la llegada del Mesías, 130

contradice la tradición judía, y, en segundo lugar, por­ que no puede prosperar un Estado cuya fundación se ha construido sobre una injusticia. Lo trágico de este último punto reside en que para la mayor parte de los judíos (y de los judíos europeos en su totalidad), Pales­ tina se presentaba en aquella época como un país vacío. Parecía ser algo insignificante el que allí vivieran árabes. Tal era la mentalidad europea que imperaba por entonces. Sin embargo, en la actualidad deberíamos tener un conocimiento más ajustado de la verdadera situación. Ahora bien, estas dos corrientes del judaismo no deben contem plarse como si fueran dos hermanos separados. Además, el particularismo no se corresponde sin más con el sionismo. Existen israelíes que han conservado un modo de pensamiento universalista. No obstante, éstos siguen siendo una minoría, y por ello se les difama. Los judíos no sionistas se sienten solidarios con Israel. Esta palabra, al igual que la discusión sobre el sentimiento de culpa, puede ser entendida en dos sen­ tidos. Los judíos de pensamiento universalista dicen a los israelíes: «Sentimos como vosotros. Sin embargo, no tenemos a la vista vuestros deseos a corto plazo, sino vuestros intereses a largo plazo. Y éstos sólo podrán ser satisfechos cuando decidáis finalmente tener también en cuenta los intereses y temores del resto de hombres y mujeres que viven en Palestina. Esto significa que tenéis que reflexionar sobre la otra parte de nuestra tradición judía. Vivís al día. Siempre os ofusca el peligro más próximo, pretendéis entonces superarlo y creáis con ello nuevos sufrimientos. Y todo vuelve a repetirse otra vez. ¿Dónde acabará esto?» Lo que quiero decir es que, contemplado a largo plazo (y habrá que hacerlo algún día), lo que es mejor

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para el resto del Oriente Próximo también lo es para Israel, y viceversa. ¿Es una visión demasiado idealista? Sin embargo, se trata de un simple hecho, pues allí donde ha de convivir un núm ero progresivamente mayor de personas o de grupos de personas, esta con­ vivencia sólo será posible si con el tiempo abandonan sus hachas de guerra e intentan llegara un mutuo enten­ dimiento, tomando en consideración sus intereses res­ pectivos. Una tarea difícil, pero no existe otra alter­ nativa. Tras este excurso sobre el enfrentamiento presente en el seno de la comunidad judía (un tema que repre­ senta el núcleo de mis declaraciones), retorno a la relación de Alemania con Israel. En estos dias es fre­ cuente que muchos se dirigan a mí con las siguientes palabras: «Todo eso está muy bien, pero sólo usted puede decirlo por ser judío. Si lo dijésemos nosotros seríamos arrojados a la ultraderecha, que niega que tengamos alguna responsabilidad para con Israel.» Estoy espantado. ¿Queréis decir, replico, que, según eso, os creéis obligados a afirmar algo que tenéis por falso? ¿No existe entonces ninguna objetividad? Y todo ello será tanto peor cuanto que aquí no se trata de meros puntos de vista, sino de opiniones que en Alemania determinarán a la acción. ¿Es cierto que hemos de verlo todo de forma perspectivista? De nuevo, el problema se plantea tanto en el caso de los individuos como en el de las colectivi­ dades. ¿Deben coincidir el modo como yo me juzgo a mí mismo y el modo como otro me enjuicia? Ese relativismo total, tan popular en la filosofía francesa contemporánea y tan del gusto de nuestras jóvenes generaciones, es, por supuesto, un sin sentido. Si fuera cierto, nunca podría una persona pedir consejo a otra. En cambio, sí hemos de reconocer que, cuando 132

una persona ha cometido alguna injusticia con otra, debe saber que en el futuro tendrá que tener cuidado con los consejos. Con frecuencia, lo mejor en estos casos es abstenerse de ofrecerlos. Sin embargo, en lo que respecta a la otra parte, la segunda persona tampoco podrá esperar de la primera que haga todo lo que ella quiere. Siempre — y esto me parece lo más impor­ tante— deberá mostrarse cautelosa la primera persona en su tono y forma de comportarse, en la medida en que — como nadie dudará— no se haya sobrepuesto a su culpa. En este asunto, sin embargo, si desea intervenir en absoluto, tendrá que esforzarse por ser tan impla­ cablemente objetiva como le sea posible, y objetiva frente a todo, incluidos los propios y mezquinos inte­ reses. Aunque nunca sea definitivo el conocimiento que podamos tener de la situación de un individuo o de una colectividad, estaremos perdidos en el momento en que nos dejemos distraer en nuestro juicio cons­ cientemente (o sólo con conciencia parcial) por moti­ vaciones ajenas a la cosa. Sólo evitando esto último podrem os pretender com portarnos según el m ejor punto de vista posible. Admito, sin embargo, que por ser judío me resulta más fácil ver ciertas cosas, pero, o mis observaciones son falsas, o también un alemán no judío tendría que poder ver esas cosas del mismo modo como las veo yo. Y bien, antes he distinguido entre la asimilación racional e irracional de la culpa sentida con respecto a los judios. De lo dicho se desprende que, si se diera una asimilación racional, la responsabilidad especial que los alemanes tienen frente a Israel en razón de su culpa, tendría que coincidir con la responsabilidad especial que los judíos universalistas tienen frente a Israel en razón de su común pertenencia a un mismo 133

pueblo. Desde luego, también cabe lo contrario: que los deseos irracionales de los israelíes (hacer prevalecer sus intereses a corto plazo) formen una alianza funesta con los deseos irracionales de los alemanes (el perdón de su culpa). Permanece aún la cuestión de por qué los alemanes han asim ilado la culpa del holocausto de un modo tan irracional. Es esta asimilación irracional la que les predispone al doblegamiento cuando los israelies los señalan con el dedo. Ese doblegamiento parece ser un fenómeno generalizado, aunque en los alemanes es particularmente notable, y se manifiesta incluso frente a los norteamericanos. Ambos se relacionan con el final de la Segunda Guerra Mundial. Con res­ pecto a los norteamericanos se suele emplear la con­ signa «solidaridad». Sin duda es posible que uno tenga buenas razones para ser solidario con los norteame­ ricanos, pero en este punto vuelve a plantearse la pre­ gunta de si no existen quizás dos tipos de solidaridad, una racional y adulta y otra irracional e infantil. La última puede tener consecuencias nefastas tanto en lo político como en lo humano. No soy ningún psicólogo social, y reconozco enten­ der muy poco de tales mecanismos. Cuando un pueblo como el alemán se considera excluido del resto de los paises europeos, parece haber aún otro motivo capaz de determinarlo a la evidente degradación que supone la participación en una guerra injusta. Hay que repartir un pastel ideal y material, y nadie quisiera llevarse la peor parte. Esto demuestra una vez más cómo es que los Estados Unidos son tan poderosos en la actualidad. Sin embargo, bien pudiera existir una razón dife­ rente que explique el doblegamiento ante los judíos. Me pregunto por qué resulta tan difícil la asimilación

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racional de esa conciencia de culpa. Es cierto que la monstruosidad de lo acontecido es inigualable, pero aún existe, quizás, algo diferente que expondré tan sólo a modo de hipótesis. ¿No podría ser que el sen­ tim iento persistente de la culpa y el antisemitismo subliminal se mantengan con vida apoyándose mutua­ mente? Esto entraña la tesis de la presencia efectiva de un antisemitismo subliminal. Dudo en afirmarlo porque no he realizado ninguna investigación empírica y porque, durante mis cuarenta años de visita en este país, prácticamente no he llegado a experimentar en mi propia piel ningún antisemitismo. Quisiera, no obstante, referir una pequeña y sor­ prendente observación que alude a algo tan insignifi­ cante como universalmente extendido en Alemania: que no está permitido ofender a nadie en serio. Y suce­ de una y otra vez, sea cual sea el país de que se trate, que se pregunta a alguno de los nuestros si es judío. Pero resulta curioso que sea en Alemania y sólo en Alemania donde la pregunta mencionada se expresa según la fórmula siguiente: «¿Es usted de origen judío?» En tales ocasiones no puedo evitar sentirme un poco ofendido e impelido a responder: «No soy de origen judio, sino judio a secas.» Alguien me explicó no hace mucho que los alemanes hablan así porque no son capaces de imaginar lo que pueda caer bajo el concepto de judío cuando la persona a quien se lo aplica no es ni religiosa ni ciudadana de Israel. Sin embargo, todavía restan dos cuestiones por resolver. Así, en primer lugar, cabe preguntarse por qué son los alem anes los únicos que asi se expresan. Y, en segundo lugar, no se comprende por qué no ha de ser suficiente el que nosotros mismos podamos imaginar con bastante claridad lo que cae bajo el concepto de 135

judio, como en mi caso por ejemplo (y posiblemente en el de la mayoría de los judíos), en el que ser judio significa poseer una única identidad indudable. Parece, pues, inevitable aventurar otra explicación. Bien pudiera ser que con esta pomposa fórmula se recomiende a los alemanes una determinada medida cortés de prudencia. Significará, entonces, que pre­ guntar directamente a alguien si es judío supone acer­ carse demasiado a esa persona. Mas ¿por qué es esto así? Me imagino que sólo puede ser poique quien interroga, experimenta el serjudio como algo sospechoso, como una mancha. Junto a ellos, nosotros, los judíos, nos enorgullecemos y presumimos de serio. Para ello hemos acudido a nuestro sistema, apelando a la difícil expresión «pueblo ele­ gido», aunque resulta tan absurdo esto como el que nos encontréis sospechosos. Sin embargo, si en realidad casi todos habláis de este modo («¿es usted de origen judío?»), ¿no se estará demostrando, en un aspecto bastante inofensivo al parecer, que queréis decir que los judíos están afectados de una mancha? Y admitiendo, además (de un modo algo hipoté­ tico), que lo anterior sólo es un síntoma, ¿no se com­ prende realmente entonces que habéis recibido del sistema el sentimiento irracional de la culpa, quizás porque resulta muy difícil desembarazarse de deter­ minados prejucios, en apariencia inofensivos, proce­ dentes de la época nazi y antes incluso, del mismo modo como nos resulta difícil a nosotros liberarnos del prejuicio de ser el pueblo elegido, un prejuicio que ha pesado sobre nosotros desde un principio? ¿Y no es acaso este prejuicio profundamente inhumano, pues sirve también de base para la orientación adoptada por Israel frente a su entomo islámico? ¿No tendríamos que admitir los judíos que aqui radica nuestra parte 136

de culpa, y que nuestra arrogancia y vuestro antise­ mitismo se complementan? Tal vez el modo más sencillo con el que contamos los judíos y los alemanes para identificar los hechos básicos, sea un aspecto tan insignificante como el mencionado, pues todo lo que es demasiado signifi­ cativo conduce con suma facilidad a irrupciones de lo irracional. Tales aspectos insignificantes podrían constituir, quizás por prim era vez, el principio, no sólo de un ciego reconocimiento mutuo, sino de una verdadera comprensión recíproca exenta de todo menosprecio subliminal y de todo disimulo. «¿Supones, entonces, que en esto reside el fun­ damento de que queramos entrar en la guerra por Is­ rael?» Es un fundamento, pero no existe ningún fun­ damento moral objetivo y razonable para esta guerra. Muchos, quizás, sienten también un inconsciente placer voluptuoso ante la perspectiva de la guerra, y en ello se encuentran en el mismo barco que los norteameri­ canos, los ingleses y los franceses, los unos de forma más explícita, los otros con algo más de timidez. Lo esencial es, sin embargo, que en Alemania, la guerra ha vuelto a ser admitida en la corte. (1991)

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EL PROBLEMA DE LA PAZ, HOY 1 ¿En qué consiste el problema de la paz? ¿La que­ remos todos, y se trata exclusivamente de cómo alcan­ zarla lo antes posible? La guerra del Golfo ha vuelto a poner de relieve que existe, al parecer, algo dentro de muchos de nosotros que disfruta con la guerra. La guerra supone una recaída en aquello que se ha venido denominando status natume, en el estado de naturaleza en el que, como Hobbes dijo, el hombre es un lobo para el hombre. Ésta es una descripción con la que, por cierto, se dice algo correcto, pero que representa una ofensa para los lobos, pues ni estos ni otros ani­ males pertenecientes a otros géneros —exceptuando al hombre— se matan entre sí. Creo que se puede llegar a comprender por qué ocurre lo anterior. Los otros animales no se encuentran en un estado de socialización. La socialización reporta a los hombres numerosas ventajas, pues hace la vida más fácil, segura y quizás más cultivada. Sin embaigo, también implica, como Freud señalara (y como resulta evidente por lo demás), que los hombres tienen que renunciar a su salvajismo, una conducta que puede ser observada en los niños y que seguramente — para expresarlo con la mayor neutralidad posible— compone una parte de nuestro ser junto al estado de socialización, siendo reprimida por éste. Así podemos comprender 138

que el estado, en el que se permite y aun se prescribe aquello que se prohíbe por encima de todo en la vida civil —el asesinato— , contiene algo fascinante para nosotros. Todos hemos sufrido injusticias en la vida, algunos más, otros menos, y matar representa la ven­ ganza más liberadora. Por tanto, las guerras, inde­ pendientem ente de la evaluación de sus objetivos, parecen poseer algo que afecta positivamente a nuestro sentimiento. Existe un segundo factor que a mi modo de ver parece ser tan universal como el que acabamos de describir, pero que en todo caso está considerablemente extendido. Podemos denominarlo el factor de com­ petencia o factor futbolístico. Muchos de nosotros no nos concebimos como hombres, sino como miem­ bros de una determinada colectividad, como valen­ cianos o berlineses, españoles o alemanes. Y no sólo nos concebimos a nosotros mismos como miembros de esa colectividad, sino que también establecemos límites con respecto y frente a otras colectividades. Sí sucede entonces que tales identificaciones no co­ existen pacíficamente, lo que también sería posible, viéndolas tan sólo bajo el aspecto de la superioridad y la inferioridad, aumentará en este caso el sentimiento de autoestim a del hombre cuando su colectividad, por ejemplo su nación, vence a otra, ya sea en un juego como el fútbol, ya sea bajo las condiciones irrestrictas de la guerra. Este segundo factor emocional, que aumenta nuestra disponibilidad para la guerra, podría reducirse si valiera la pena que los hombres interpre­ taran su identidad de un modo diferente. Esto ocurriría si llegaran a concebirse, en primer lugar, como hom­ bres, y, a continuación, como miembros de esta o aque­ lla colectividad, lo que significaría entender su iden­ tidad particular como miembros de una colectividad

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de manera que esa identidad se situara junto a otras colectividades y no frente a ellas. ¿Cómo alcanzar esta tolerante concepción de la propia identidad? Pro­ bablemente normalizando el sentimiento de autoestima, es decir, una vez que dejemos de estar dominados por resentimientos y no suframos ya, por tanto, bajo el peso de los sentimientos de inferioridad. La supresión del sentimiento de ser despreciado o menospreciado presupone por su parte la reducción de la injusticia en la estructura de la sociedad. La primera razón que he aducido por la cual nos place la guerra, esto es, el deseo de un regreso al estado de naturaleza, también permite ser suprimida mediante el desmantelamiento de las injusticias estructurales presentes en nuestra sociedad. Asi pues, si disfrutamos del salvajismo primigenio debido a nuestra necesidad de venganza, y si esta necesidad surge de las injusticias que nos parece haber sufrido, entonces el desmante­ lamiento de la injusticia social contribuiría a reducir el placer que inspira el estado de naturaleza. Por consiguiente, en la medida en que el problema de la paz reside en una inclinación humana a disfrutar con la guerra, podríamos afirmar que la pregunta que interroga por la paz encontraría su respuesta a través de la justicia social. No cabe duda de que el problema de la paz consiste en algo más que en la inclinación señalada. Pero quería mencionarla justo al principio porque a menudo se la omite y porque parece ser una condición necesaria, aunque nunca suficiente, de toda guerra. Existen, en concreto, dos condiciones más. Una de ellas es la ideo­ logía, en cuyo nombre se emprende la guerra. Me refie­ ro al presunto fundamento por el que entra en guerra un Estado, un fundamento que en casi todos los casos posee un sentido ético para quienes creen en él. Así,

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por ejem plo, se puede alegar que los otros no son creyentes, o que han hecho o habrían hecho algo moral­ mente malo, como se dijo en la guerra del Golfo. En siglos precedentes el fundamento no tenía que ser necesariamente moral, pudiendo consistir simplemente en los intereses colectivos de la propia nación. Sin embargo, en vista de la creciente brutalidad y totalidad de las guerras de este siglo, sería prácticamente ina­ ceptable cualquier otro fundamento diferente del moral. Es notable el hecho de la necesidad siempre vigente de un fundamento ideológico para la guerra, como también es notable el que este fundamento deba seguir siendo, aun en nuestros dias, ético. Esto demuestra, que los dos motivos por los que nos agrada la guerra nunca son lo bastante fuertes como para hacer posible por si solos el estallido de un conflicto bélico. Aunque una parte de la personalidad de los hombres sería feliz regresando al estado de naturaleza, la aversión que contra esta inclinación siente la otra parte de su personalidad es tan intensa, que no entrarían en guerra sin la com parecencia de un presunto fundamento moral. La segunda condición adicional para el estallido de una guerra consiste en los intereses de los grupos de poder, como son los dirigentes militares de un Esta­ do, los industriales (en particular los fabricantes de arm as) y, por supuesto, la clase política dirigente. Aparte, hay que contar con aquello que esta última y también el pueblo mismo consideran como intereses nacionales, y así ocurrió seguramente en la última guerra con los intereses hegemónicos de los Estados Unidos y, asimismo, con los correspondientes intereses de los demás países aliados. Creo también que han de estar presentes estos tres factores para que la guerra comience. En primer lugar, 141

los hombres deben estar predispuestos a ello, lo que siempre se da. En segundo lugar, y como genuina causa eficiente de la guerra, han de concurrir los intereses de los poderosos en el Estado. Y, por último, debe presentarse también el motivo ideológico. En un Estado democrático, quienes tienen el poder no pueden llevar a cabo guerra alguna sin su propio pueblo, y eso sig­ nifica que no pueden hacer una guerra sin convencer antes a ese pueblo con una argumentación ideológica. La tradición filosófica del llamado problema de la guerra justa, que, sin embargo, sería mejor traducirlo como el problema de la guerra justificada, se refiere exclusivamente al aspecto que he denominado fundamentación ideológica. En este punto tengo que poner en claro dos cosas antes de proseguir En primer lugar, se podría pensar que la cuestión acerca de la guerra justa, o, mejor dicho, justificada, es parcial, pues deja de lado las otras dos causas de la guerra. Debemos observar, sin embargo, que esas otras dos causas no tienen nada que ver con el problema de la justificación. Ambas, son condiciones de fondo, y la primera, en particular, no se refiere a una guerra concreta. Así, quien crítica estos dos factores no está criticando ésta o aquella guerra, sino la disponibilidad general que para llevarla a cabo existe en un país o bien en sus grupos de poder. Únicamente el pacifista radical se limita a una crítica de estos dos factores fundamentales: la disposición psicológica y los inte­ reses de los poderosos, y ello porque para él no hay razón alguna capaz de justificar una guerra. Los demás, entre los cuales me cuento, quienes estamos conven­ cidos de los terrores de la lucha armada aunque cree­ mos que en casos excepcionales puede estar justificada una guerra o una revolución, haremos asimismo todo lo posible por reducir el influjo de estos dos factores. 142

Para ello exigiremos estructuras sociales justas, inten­ taremos restringir el poder de los poderosos y aboga­ remos porque ese poder no esté organizado de tal modo que haga parecer lucrativa la guerra contra el país vecino o contra otros países. Pero, además de todo esto, los que no son pacifistas radicales también se ocupan de la cuestión acerca de si está justificado el supuesto fundamento moral que sirve como pretexto para la guerra. Llego asi al segundo punto adicional. En relación con la reciente guerra del Golfo, muchos han planteado el problema de la justificación. Muchos otros se han burlado de ello, pues la cuestión les resulta anticuada e impregnada de un falso moralismo. Creo, sin embar­ go, que eso no es cierto. Tan sólo el pacifista radical tendría derecho a rechazar de plano el problema de la justificación, ya que para él no puede existir ninguna justificación en absoluto. Mas, debemos observar que el pacifista radical o bien se instala en una posición dogmática y, por tanto, no justificada, o bien ha de aportar la prueba que demuestre que todas las guerras están, por principio, injustificadas. En todo caso, pode­ mos concluir que la pregunta por la justificación es inevitable. Muchos creen que las reglas de la guerra justa con­ forman un código de conducta cuyo origen se retrotrae a la filosofía medieval, pero que, en primer lugar, no son justificables, ni aplicables por lo demás a una guerra moderna. Sin embargo, la mayoría de estas reglas son aplicables a cualquier guerra. Aparte, creo también que no deberíamos contemplar tales reglas como algo sagrado e intocable, sino que, a nuestro juicio, tendrían que pasar a mejor vida. El punto de referencia de la justificación de tales reglas parece residir, pienso, en que deben ser entendidas por analogía con la justifi­ 143

cación posible del comportam iento violento de un individuo con respecto a otros. Alguien podría objetar que los individuos, al contrarío que los Estados, se com portan siem pre entre sí según las condiciones impuestas por la legalidad. Sin embargo, esto no es así, pues existen situaciones de emergencia y relaciones entre los hombres en las cuales apenas si llega a inter­ venir la ley, como, por ejemplo, en el caso del matri­ monio. Queremos decir que un enfrentamiento entre cónyuges no debe ser nunca violento, en el sentido de que nunca podrá ser dirimido mediante el recurso a la fuerza física. Pero ¿no existen excepciones? Y, en casos excepcionales, ¿no pueden los niños emplear la violencia física contra sus padres? Así pues, parece posible extraer una analogía entre los comportamientos individuales y las reglas de con­ ducta existentes entre Estados. Tomemos dos reglas tradicionales que poseen una importancia crucial en la teoría de la guerra justa. La primera afirma que el otro Estado debe haber cometido alguna injusticia contra el propio. Y podemos añadir que esa injusticia tiene que haber sido considerable. Pero, aun entonces, la solución de la guerra sólo será legítima cuando previamente se haya hecho todo lo posible para ofrecer una solución que no implique el uso de medios bélicos. Y la segunda regla, afirma que una guerra sólo estará justificada cuando, en la medida en que sea posible preverlo, los daños que ocasione no excedan a los que el conflicto debería remediar. Los dos principios —el de la necesidad de probar la inutilidad de todos los medios no bélicos antes de emprender una guerra y el principio de proporcionalidad— fueron obviamente infringidos durante la reciente guerra del Golfo. Fue, por consiguiente, una guerra injustificada. La utilidad de estos principios es notoria. El sentido del primero 144

radica en que, antes de emplear la violencia contra alguien, debe serle concedida la oportunidad de retrac­ tarse de lo que ha hecho —desde luego sometiéndolo a una presión, pero sin utilizar la fuerza—. En cuanto al segundo principio, podemos ver sin dificultad que aplicamos las mismas regias que en el caso de un indi­ viduo. Si el mal es considerable, permitimos— e inclu­ so recomendamos— el empleo de la fuerza como últi­ mo recurso (pero únicamente cuando es el último recurso que nos resta y cuando no se tema que tendrá consecuencias peores que el mal que debería remediar). Este principio de la proporcionalidad excluye, como es evidente, casi todas las guerras que pudieran darse en las condiciones actuales, y conduce prácticamente a la posición de los pacifistas, mas no, desde luego, como un punto de vista dogmático, sino como uno fundado racionalmente. Ahora bien, hay otros aspectos de la justificación de una guerra para los cuales, la tradición de la guerra justa no posee una respuesta tan clara. Según creo, estos aspectos podrían ser dilucidados siguiendo el mismo método, es decir, mediante la aplicación de la analogía del caso individual. (En teoría podríamos pensar que una analogía tal es inapropiada, debido a la diferencia fundamental existente entre un conflicto entre individuos y uno colectivo. Sin embargo, la ana­ logía parece ser útil en casos simples.) Quiero men­ cionar dos aspectos que parecen tener su importancia en la discusión actual sobre la guerra del Golfo y sus consecuencias. En primer lugar, se plantea la pregunta de si se debe no sólo reaccionar ante el mal que se nos ocasiona, sino también ayudar a un tercero. Este era el problema suigido en relación con el mal cometido contra Kuwait, pero también con respecto a la catástrofe kurda. La 145

única diferencia existente entre estos dos casos remite a aquel estatuto de las Naciones Unidas según el cual la soberanía de un Estado es invulnerable. Cuando un gobierno comete alguna acción horrible dentro de las propias fronteras del país, no es posible hacer nada, de modo que la seguridad de Kuwait pudo ser resta­ blecida mediante el recurso a la fuerza, pero no la de los kurdos. Ello supone una restricción que no encuen­ tra analogía alguna en el caso individual. Esta res­ tricción ha entrado a formar parte de los estatutos de las Naciones Unidas sencillamente porque esos esta­ tutos fueron elaborados por los gobiernos, y a todo gobierno le interesa mantener una soberanía absoluta. El principio de la prestación de auxilio, como tal, parece ser también útil en el caso individual. En efecto, cuando veo que se comete una terrible injusticia contra alguien, tengo la obligación de involucrarme en ello, recurriendo incluso a la fuerza o a la violencia en el caso de nece­ sidad. Pero en este punto se engarza otro principio. En efecto, si la ley puede remediar el mal, entonces, en tanto que una institución anónima, esa misma ley tiene siempre prioridad sobre mi actuación individual. Hay una regla ética que dice que, si podemos salir del estado de naturaleza, entonces también debemos hacerlo. Ésta parece ser una regla sobre la que cabria dudar si los Estados Unidos la han respetado. Desde luego, superficialmente lo han hecho. La institución que ten­ dría que decidir la cuestión de la guerra es, también para los Estados Unidos, la de las Naciones Unidas. Pero la política de este país y la aplicación de las reso­ luciones de la ONU ponen de relieve que la partici­ pación de esta última institución apenas si ha logrado ocultar que tan sólo ha servido para encubrir lo que ha sido en realidad la política de los Estados Unidos. 146

Además, los Estados Unidos no han emprendido nin­ guna acción para reformar la estructura de esa insti­ tución. Podían, por ejemplo, haber constituido un par­ lamento con dos cámaras similar al de los sistemas democráticos y suprimido el derecho de veto de unas cuantas potencias, un residuo del final de la Segunda Guerra Mundial. Creo que se puede afirmar, en primer lugar, que, si contásemos con un parlamento de este tipo, que se aproximara a un gobierno m undial, ningún Estado aislado tendría derecho a declarar la guerra a otro con el pretexto de auxiliar a una parte de sus ciudada­ nos. Y, en segundo lugar, también cabe pensar que, en esta situación, aquel Estado que tiene el poder de poner en marcha la medida mencionada también está obligado a transform ar la única asamblea mundial que poseemos en un cuerpo con verdadera legitimidad, así como a transferir a las así reformadas Naciones Unidas el poder exclusivo de intervenir en los conflictos intcrestatales y, en casos extremos, también en los intraestatales. En lugar de esto, parece ser que los Estados Unidos se preparan para desempeñar el papel de comisarios del mundo. La razón por la cual la inter­ vención de una institución legal es preferible a la inter­ vención de individuos, consiste en eso que se suele llamar ayuda, y que en los casos individuales sirve con demasaida frecuencia de pretexto para encubrir motivos egoístas. Y allí donde un individuo o un Estado no se limita a prestar ayuda en un caso concreto, sino que define esa asistencia como su política general, tal y como hacen los Estados Unidos en estos momen­ tos, entonces esa gran potencia, que a todos quiere ayudar, aparece más bien ante los ojos de las potencias menores como un gigante que hace lo que mejor le conviene. 147

II

Con las últimas palabras llegamos ya a la discusión de la problemática actual. El problema de la paz es el problema de la paz, hoy. ¿Cuáles son las perspectivas de paz existentes en estos momentos? ¿Cómo debemos interpretar la última guerra acontecida y cuáles son sus consecuencias? ¿Qué deberíamos haber aprendido? Y, por último, ¿cuáles son los principios que nosotros, ciudadanos de Estados europeos, tendríamos que defender? Mencionaré tres puntos: Primero: Esta guerra no hubiera sido posible duran­ te el periodo de la bipolaridad de las superpotencias. Es sorprendente con qué rapidez ha enviado Occidente sus tropas contra el Tercer Mundo, tan pronto como el Segundo Mundo hubo perdido importancia. Es nota­ ble que ni hubo desarme entonces ni lo hay ahora. Al contrario, el mundo occidental se prepara para una serie de intervenciones en los países del Tercer Mundo. La propia OTAN ha sido instrumentalizada para este fin. En relación con nuestro propio armamento, en los países europeos tendríam os que establecer dos principios contra su desarrollo. En primer lugar, debe­ ríamos prohibir toda exportación de armamento, y no sólo, como se ha venido exigiendo hasta ahora, la exportación de armamento a territorios en crisis, sino a todas las regiones, pues las crisis se crean mediante la exportación de armas, como ya hemos visto con claridad en el caso de Irak. Por otra parte, en cuanto se clarifique la situación en la Unión Soviética, dejará de haber excusas que justifiquen la presencia de armas y de tropas en nuestros países, a excepción de un con­ tingente nominal. Asimismo, tendríamos que exigir un desarme total. 148

Segundo: Un fenómeno asombroso acontecido con motivo de la guerra del Golfo fue la facilidad con la que casi todos los países se pasaron a las lineas de los Estados Unidos. Creo que hay dos razones que lo explican. La primera consiste en que estos países se dieron cuenta de que allí podían hacerse con un buen botín, tanto en el sentido material como en el ideal. Les parecía importante participar en esa guerra imperialista. La segunda es evi­ dente, y reside en que los Estados Unidos ejercieron presión sobre aquellos que dudaban (como los alemanes). Es notable hasta qué punto los Estados Unidos están dispuestos a ejercer presión, justo como también hicieron hace algunos años a propósito del referéndum sobre el ingreso de España en la OTAN, No acierto a comprender cómo se ejerce exactamente esta presión, pero resulta evidente que se da. La moraleja que los europeos deberían extraer de esta indigna situación es la de intentarlo todo hasta que Europa aprenda a verse a sí misma como una potencia independiente y capacitada para contribuir en el futuro a restringir el poder de los Estados Unidos, que en la actualidad es prácticamente ilimitado. Cuando una persona o un Estado dispone de un poder incompa­ rable con respecto al de otras personas o al de otros Esta­ dos, significa que dicha persona o dicho Estado representa un peligro para los demás, no obstante sus posibles buenas intenciones. De ahí que los Estados Unidos supongan, en la situación actual, el problema número uno para la paz mundial, y aún no ha sido fijada la posición que adoptarán los demás países para protegerse de ello. La presión, en sus más variadas formas, llegará a ser más importante que el uso directo de la fuerza. Esta situación actual es una fase que no podría haberse dado de otra manera, toda vez que la bipolaridad ha tocado a su fin. No puede durar eternamente, mas el período de transición está lleno de peligros. 149

Tercero: Los peligros afectan especialm ente al Tercer Mundo. La oportunidad con la que cuentan los Estados Unidos viene favorecida por la concor­ dancia existente en este punto entre sus intereses y ios de los europeos. El mundo septentrional se une en su totalidad contra los países del Sur. Este antago­ nismo es, en primer lugar, de naturaleza económica. En efecto, el Norte se convertirá más que nunca en una fortaleza contra el Sur. Su divisa consiste en no permitir en ningún caso que el Tercer Mundo participe de las riquezas, sino más bien conservarlas para sí y acrecentarlas; dejar que la población del Tercer Mundo caiga lentamente en una miseria aún mayor que la presente; rechazar el establecimiento de un mercado equitativo de materias primas y defenderse contra toda inmigración. Así pues, el problema más urgente no será el de la paz, sino el de la justicia, mientras que el peligro principal será el progresivo aumento del bienestar en una parte de la Tierra a costa de la otra parte. La guerra servirá únicamente de ultima ratio a la que se recurra para alcanzar lo que en con­ diciones normales se obtendría mediante la presión económica. ¿Qué hacer? Es bastante difícil responder a esta pregunta, pues el problema de la justicia global es un problema moral, y la moral no suele desempeñar nin­ gún papel en la actuación de los Estados. Se precisarían intereses propios que concordaran con los manda­ mientos éticos. Ésta era. en parte, la situación predo­ minante en los años sesenta, cuando muchos Estados se desembarazaron de su anterior estatuto de colonias y las superpotencias rivalizaban por favorecer al Tercer Mundo. Y lo que caracteriza y vuelve sofocante a la situación, es que el interés del mundo septentrional, por ganarse las simpatías de los Estados menos desa-

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rrollados, se ha esfumado desde el momento en que la Unión Soviética inició su retirada. No tengo ninguna receta que explique cómo se puede detener este proceso tan terrible para miles de millones de hombres. Tam­ poco es posible adivinar las sanciones que esperan a los países del Norte si continúan persistiendo en su conducta injusta. A pesar de ello, posee cierto sentido esforzarse por ver la situación tal cual es. Aparte, conviene recordar lo que ya he dicho acerca de la (pre­ sunta) fundamentación ética, que corresponde a toda acción bélica, pero también a toda acción política en absoluto. Los Estados septentrionales pretenden tran­ quilizar sus conciencias con respecto a los países menos desarrollados económicamente, y una de las pocas cosas que podemos hacer es impedírselo. Deberíamos indicar qué acciones satisfacen el mandamiento moral de la justicia. En prim er lugar se trataría, pues, de defender un sistema económico mundial justo. La guerra del Golfo ha demostrado que, cuando los países occidentales quieren, pueden poner en circulación sin dificultades enormes sumas de dinero que podrían ser empleadas productivamente. Un segundo paso consistiría en que los Estados occidentales se abrieran incondicionalmente a la inmigración. La idea, según la cual, el problema de la justicia tan sólo puede ser entendido como un asunto intraestatal, como incluso John Rawls ha supuesto en su Teoría de la justicia, está anticuada. La justicia es algo a lo que todos tene­ mos derecho. Y el hecho de que alguien haya nacido al otro lado de nuestras fronteras no puede ser decisivo para negarle aquí sus derechos. Las irrestrictas leyes de inmigración, atentan pues, contra los derechos humanos fundamentales tan pronto como compren­ demos que estos derechos no son intraestatales. Nos hemos acostum brado a contem plar estos derechos 151

como derechos constitucionales, pero también se hallan contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, y en su calidad de universales deben ser contemplados asimismo de acuer­ do con las normas fundamentales de la ética. Recuerdo que, hace treinta años, un amigo —y es significativo que procediera del Tercer Mundo— me expuso por primera vez las ventajas de una mezcla de pueblos. Instintivamente, retrocedí. El miedo que muchos euro­ peos sienten ante esta idea carece de fundamento, pues nunca tendrá lugar una genuina mezcla, debido a que la practica totalidad de los seres humanos anhelan permanecer con y en su propio país, aun cuando deban tomar en consideración las desventajas que esa pre­ ferencia entraña. Sin embargo, sí podría darse una mezcla considerable, si bien no como el efecto de una política de inmigración justa, sino como un resul­ tado favorecido por el pueblo, cuando suija en él una disposición para la paz. Al comienzo de esta confe­ rencia intenté poner de manifiesto que una de las con­ diciones del asentimiento de un pueblo a la guerra consiste en que los hombres poseen una agresiva iden­ tidad propia. Si existiera una mezcla de pueblos diver­ sos dentro de un mismo Estado, se tomaría más difícil el desarrollo de tal identidad. Para terminar, quisiera subrayar de nuevo que la justicia ha sido el punto de referencia de la mayor parte de mis observaciones sobre la paz. Hemos visto que el problema de fondo de la política internacional actual es la injusticia. Asimismo, hemos visto que tas guerras resultan del esfuerzo por consolidar y propagar la injus­ ticia, y que ellas mismas poseen el rango de una ultima ratio. Pero hemos visto también que las dos condiciones subliminales que contribuyen a preparar a un pueblo para entrar en guerra — el interés por un retorno al 152

estado de naturaleza y la identificación particularista y agresiva con la propia colectividad— podrían ser debilitadas si se lograra establecer una sociedad justa. Finalmente, los intereses de los poderosos en las guerras, tienen siempre algo que ver con la injusticia. En este caso no se trata de la injusticia entendida como un estado de desigualdad social, sino en una actitud espi­ ritual. Platón utiliza para ello el concepto de pleonexia, que podría ser traducido como el dçseo de tener cada vez más. más que antes y más que los demás. Una per­ sona dominada por este sentimiento es injusta. Y eso es lo que impulsa a todas las personas situadas en el poder, cuando en ciertas circunstancias persiguen lan­ zarse a una guerra. Y, sí considerásemos que vale la pena establecer una sociedad justa, ciertam ente no superaríamos la pleonexia. pero sí la domesticaríamos un tanto. En todo caso, éstas son observaciones utópicas, pues desconocemos cómo hacerlas realidad. Quisiera finalizar con una cuestión para la que no dispongo de ninguna respuesta, y me temo que ninguno de nosotros la tiene. La problemática de la paz es la problemática de la vida y la muerte, y por eso es un problema que atañe a nuestros intereses propios y, desde luego, a nuestros intereses propios colectivos. La cues­ tión de la supervivencia depende, sin embargo, de la justicia social, que, por su parte, no es un problema de intereses propios, sino un problema ético. Por otra parte, este fin ético — la justicia social— no será rea­ lizado si se considera que no merece la pena descubrir intereses propios — y esto significa intereses econó­ micos— que concuerden con los mandamientos éticos. Y ésta es, por tanto, la cuestión acerca de nuestra super­ vivencia para la cual carecemos de respuesta. El mar­ xismo creyó haberla encontrado. Marx suponía, en primer lugar, que la economía colectiva es económi­ 153

camente superior a la economía capitalista y, en segundo lugar, que la economía colectiva conduce a la justicia. La fe de los marxistas y del propio Marx en estas con­ vicciones era tan fuerte que pensaron no necesitar nin­ guna teoría de la justicia y ningún concepto normativo de la ética. La realidad, es decir, lo económico, les conduciría así, forzosamente, a lo justo, por lo que no necesitaban desarrollar un concepto separado de la justicia. Marx solía burlarse de lo normativo, si bien una motivación constante de la mayoría de los marxistas fue el deseo de justicia, aunque esta motivación ha sido más implícita que explícita. La decadencia actual del marxismo es un nuevo factor con el que hay que contar, tanto en el sentido positivo como en el negativo del problema de la paz, tal y como se presenta en nues­ tros días. Percibo el aspecto positivo en el necesario desencanto frente a los presupuestos que acabo de men­ cionar. Los antiguos marxistas se han percatado final­ mente de que la tesis de la superioridad de la economía colectiva sobre la capitalista y la tesis de la realización automática de la justicia en una economía colectiva, son falsas. En efecto, son falsas porque, para empezar, no han sido verificadas en el llamado socialismo existen­ te en la realidad, y, además, porque no permiten elaborar otros modelos que pudieran verificar las tesis citadas. Es algo positivo liberarse de las ilusiones. Pero, en segundo lugar, quienes han sido marxistas pretenden en la actualidad rechazar sin dilación sus contenidos doctrinales y, con ello, también su defensa de la justicia, y es aquí donde observo el aspecto negativo de la crisis del marxismo. Deberíamos salvar de esta crisis no sólo la idea ética de la justicia, sino también algo que con­ sidero una aportación duradera de Marx, como es. el haber comprendido que la justicia no permite ser rea­ lizada a base de prédicas morales, sino tan sólo una 154

vez que se descubren ios pertinentes motivos econó­ micos. Asi pues, nos vemos ante dos errores contra­ puestos en relación con esta concepción de Marx. El primero, el error tradicional, seria el de afirmar que podemos conseguir algún resultado en el plano social mediante un puro esfuerzo ¿tico. El segundo es el error del propio Marx, quien creía que la moral y la economía están tan estrechamente unidas entre sí que podemos desatender la dimensión ética como un elemento inde­ pendiente de nuestra conducta. Este adiós a la moral y a la problemática de los derechos humanos ha tenido, como sabemos, efectos terribles en el desarrollo del llamado socialismo existente en la realidad. No podemos ni debemos despedimos de la dimensión moral enten­ dida como una dimensión autónoma. Por otra parte, si nos aferramos a la moral en el sentido expuesto, surgirá la cuestión de cómo establecer la conexión entre los fines éticos y la función de la economía. Sabe­ mos que la economia capitalista, que parece ser la más fuerte de todos los sistemas económicos, es intrínse­ camente injusta y provoca guerras, siendo, con dife­ rencia, el factor que puede poner en mayor peligro a la paz. Debemos, pues, conservar el sueño de la justicia — aunque sólo sea por nuestro común interés en la supervivencia, si no la queremos por ella misma— . Pero también debemos conservar la convicción de Marx de que la justicia no permite ser realizada sin una ade­ cuada forma de economía. Pero no sabemos cómo podría modificarse el sistema capitalista ni cómo se podría alcanzar una nueva forma de economía no capita­ lista que fuera eficaz j? que, al mismo tiempo, permitiera hacer de la justicia una realidad. Esto es lo que considero el núcleo del problema de la paz hoy. (1991) 155

EL DEBATE S1NGER SOBRE LA OBRA DE REINER HEGSELMANN Y REINHARD MERKEL (EDS.), EN TORNO AL DEBATE SOBRE LA EUTANASIA, FRANCFORT (STW 943), 1991

¿Hay un debate Singer? A decir verdad no, pues un debate se compone de argum entos a favor y en contra. Aquí, en cambio, una de las partes apenas argu­ menta, sino que difama e impide la discusión misma. Desde hace dos años no pueden tener lugar en Ale­ mania seminarios que traten de la obra de Peter Singer Etica práctica. En algunos de los artículos de este volumen (como los de Hegselmann, Anstotz, Singer) el lector podrá experimentar un atisbo de la tremenda cantidad de difam aciones, tergiversaciones y citas falseadas que una parte de la campaña fabricó contra el huésped australiano y su anfitrión. El libro se articula en dos partes. La primera con­ tiene algunos escritos acerca del tema en cuestión, mientras que la segunda se dedica al llamado «debate». Quizás la obra habría ganado aún más en valor si hubie­ ra dejado hablar a la parte contraria. Los editores escri­ ben que el libro es, «en cierta medida, partidista». Esto afecta, sin embargo, tan sólo al punto decisivo, consistente en que todos — incluido el artículo de R. Wittmann, el único que rechaza la posición de Singer 156

en casi todos los aspectos— propugnan con decisión el derecho a la libertad de expresión y a la necesidad de la discusión. No obstante, los autores defienden posiciones que en parte son fuertemente divergentes. La lectura de la mayoría de los artículos resulta muy interesante. Con respecto al punto central de la discusión sobre la eutanasia de los recién nacidos, que en último tér­ mino también debería ser discutida con independencia de Singer, la mayor parte de los artículos demuestran una unanimidad indiscutible. Y coinciden en que debe dejarse morir a los recién nacidos aquejados de minus­ valías graves, cuya perspectiva futura sólo ofrece tor­ mentos y no curación. Los artículos de H. Kuhse y R. Merkel subrayan la mendacidad de aquellos que rechazan tan sólo de palabra lo que ha venido siendo practicado y jurídicamente tolerado desde hace tiempo. Uno no acaba de ver que la condena a la vida de esos infelices sea únicamente la consecuencia de la ense­ ñanza religiosa de la santidad absoluta de la vida. Esta enseñanza no es necesariamente cristiana, pues, si el Dios cristiano es compasivo, ¿podrá mandar la crueldad? Como pone de relieve Helga Kuhse, para una ética secularizada la vida puede no tener una impor­ tancia prioritaria con respecto a otros valores, sino tan sólo los seres vivientes, los intereses de los indi­ viduos. Algunos de los autores señalan en este concepto lo inadecuado del derecho a la vida, pues nadie lo impugna. Se trata, más bien, de que en estos casos extremos, también ha de ser reconocido el derecho a morir, que resulta directamente del derecho al cum­ plimiento de intereses fundamentales. Algunos de los autores de este libro hacen referen­ cia a lo perverso que resulta, frente a la visión interior de los individuos, la equiparación de la pregunta de 157

Singer acerca de si pirra el individuo la vida es todavía digna de ser vivida, con la formulación de los nazis de una vida que no es digna de ser vivida. Si estamos obligados en absoluto a sopesar entre el sufrimiento y la vida (y a veces lo estamos, ya sea para nosotros mismos o para otros que no pueden expresarse), la pregunta de si una vida tal es todavía digna de ser vivida, es indispensable, independientemente de que se use esta palabra u otra. Los autores difieren en sus opiniones respecto a la cuestión ulterior de si en estos casos sólo tenemos que dejar m orir al niño (y acaso no sólo podemos, sino que es un deber moral hacerlo), o si también debe­ mos participar activamente en su muerte. En ningún lugar de la obra se profundiza en este problema. Quie­ nes rechazan la eutanasia activa, argumentan de un modo más bien tradicional afirmando que hade hacerse tal distinción. El contraargumento dice así: la distinción se desmorona conceptualmente, y la eutanasia pasiva no suele reportar más que la prolongación del dolor y del tormento. Una nueva cuestión, que hace comprensible la reac­ ción de espanto suscitada en Alemania por Singer, es la de si llegado el caso se permitirá provocar el aborto de fetos o tan sólo la muerte de recién nacidos, aunque para esto no se piensa en la perspectiva del niño o del feto, sino en el punto de vista de la carga que supone para la familia. El ejemplo estándar es la Trisomía 21 (mongolismo). Ninguno de los autores recomienda este nuevo paso, y, de hecho, no llega a discutirse en ninguna parte de la obra. Sin embargo, debe hacerse, y quisiera ofrecer lo siguiente como tema de reflexión: I. Singer distingue claramente entre este segundo paso y el primero. Por esta razón es injusto cuando en las acusaciones contra él dirigidas se confunden los dos 158

pasos. Cada uno es libre de aceptar el primero y recha­ zar el segundo. En cuanto al segundo (que sólo trata de un «puede», no de un «debe»), para Singer es fun­ damental la circunstancia de que los recién nacidos no son todavía «personas», es decir, carecen aún de un comportamiento consciente orientado a su futuro y, por tanto, podría permitirse en este caso una muerte no dolorosa. 2. La aguda censura que suele hacerse entre fetos y recién nacidos —basada, pues, en el naci­ miento— posiblemente sea razonable, pero en modo alguno deja de resultar problemática, y ésta es la razón por la que el autor no habla tan sólo de los abortos fundados del modo expuesto. 3. En la actualidad se reconoce por lo general (y jurídicamente se permite) la praxis (muchos de quienes se indignan a causa de Singer la recomiendan) según la cual se permite el aborto hasta la semana vigésima segunda de la gesta­ ción, no sólo cuando se localizan daños graves en el feto, sino también en el caso de diagnósticos tales como la Trisomia 21. ¡Y, sin embargo, parece que tamaña inconsistencia no debe ser discutida! En las discusiones sobre las tesis de Singer han tenido un peso considerable las reacciones de algunas asociaciones de minusválidos. Dos de los artículos de esta obra — los de D. Bimbacher y U. Wolf— se refieren específicamente a los miedos y argumentos de los minusválidos, y eso es importante. Bimbacher opina que, por razones utilitaristas, han de tomarse en consideración las sentidas reacciones de los minus­ válidos, aun cuando se las tenga por injustificadas. Desde luego, esto es cierto en el sentido de que hay que tomar en consideración las opiniones de los demás, pero, si eso hubiera de influir en la argumentación ética como tal, éste sería, sin duda, el fin de toda ética. Bimbacher se mantiene en contra, pues de lo contrario 159

«el utilitarismo se comprometería con la estrategia conservadora de tener que apoyar ciertos inconve­ nientes sociales graves durante tanto tiempo como pudiera seguir molestando su eliminación a las almas sensibles». Los minusválidos suelen aducir un argu­ mento de aparente solidez que afirm a lo siguiente: «si este método se hubiera ejercido antes, se nos habría asesinado». Sin embargo, esto es falso porque, a dife­ rencia del segundo paso avanzado por Singer, ninguno de los autores de este volumen ha pensado en los recién nacidos capaces de sobrevivir. El término global «minusválido» resulta en extremo engañoso. Así, el argumento sólo posee una importancia relativa con respecto al aborto selectivo. No obstante, también contra esta posición ofrece Ursula Wolf materia de reflexión en su artículo más interesante, en el que la autora declara: «Supongamos que una sociedad acuerda que, debido a la superpoblación, en el futuro nadie deberá tener más de dos hijos. ¿Implica esto que se negará el derecho a la vida los niños ya existentes, pero que han nacido en tercer y cuarto lugar?» La autora también señala los riesgos de mantener una posición como la defendida por algunos minus­ válidos, una posición más extrema incluso que la antes mencionada, y que supone rechazar la posibilidad de una futura curación realizada mediante las técnicas de la ingeniería genética. Según Wolf, esto conduciría a poner en duda la noción clásica de la medicina y la curación mediante el lema «en lo posible ellos deben permanecer tan impedidos como lo estamos nosotros». Al final del libro aparece reproducida una decla­ ración de solidaridad firmada por un filósofo alemán, quien protesta contra los que impiden la libertad de discusión «sin tomar con ello una posición a favor o en contra de las tesis de Singer». Es notable que este

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asunto se haya quedado limitado al círculo de los cole­ gas de la profesión y que, en un problema que de nin­ gún modo es especifico de los filósofos, el público alemán haya reaccionado con tanta indolencia a esta grave falta contra las libertades científica y de expresión que la Constitución garantiza. Los mismos que en 1968 se indignaban ante ciertas limitadas transgresiones sim bólicas de reglas, toleran hoy que se impida la discusión de un tema eminentemente social. ¿Cómo es posible? En efecto, seria macabro adoptar la actitud policial de proteger contra los minusválidos la cele­ bración de ciertos actos. Sin embargo, conviene recor­ dar, en primer lugar, que nadie lo ha reclamado hasta ahora, y, en segundo lugar, cabe pensar que las aso­ ciaciones de minusválidos instrumentalizan para sus actos, ciertos sentimientos de culpa que la sociedad alberga con respecto a ellos. Mas, no por eso deja de ser su objetivo explícito llegar a ser ciudadanos con los mismos derechos fundamentales y deberes que los demás. Tan sólo en el ámbito germanohablante reaccionan de este modo los minusválidos. El pasado año debía celebrarse en Bochum un congreso internacional de ética médica, pero hubo de ser trasladado a la ciudad holandesa de Maastricht, donde finalmente pudo tener lugar. No deja de ser cierta la explicación evidente, según la cual, en Alemania tenemos que reaccionar de un modo especialm ente sensible ante cualquier debate serio acerca de la eutanasia después de los crí­ menes que cometieron los nazis utilizando, precisa­ mente, el eufemismo de «eutanasia». Sin embargo, esta explicación no es suficiente. Los holandeses no encuentran estos crímenes menos horribles que los alemanes. Según creo, la razón de que los alemanes y sólo los alemanes procuran o bien toleran que se 161

paralice la discusión abierta de esta cuestión tan urgen­ te, remite desde luego al pasado nazi, pero su origen es más profundo. Llama la atención la proporción que alcanzan la irracionalidad y la intolerancia, las tergiversaciones y la incapacidad demostrada por parte de los contrincantes en la discusión para realizar dis­ tinciones. Supongo que son los sentimientos de culpa no superados y reprimidos de nuevo los que han gene­ rado en este país una tendencia tan marcada a convertir en tabúes ciertas convicciones éticas tradicionales y poco reflexionadas hasta el momento, y a impedir una discusión tolerante como la que debería ser natural en toda sociedad democrática. El propio Singer piensa del mismo modo. Para ello basta comparar su articulo de este volumen con el artículo «On Being Silenced in Germany», que apareció en el New York Review o f Books del 15 de agosto. Un título tan acertado como vergonzoso para nosotros. ( 1991)

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FUENTES ORIGINALES «R ückblick ¡m H crbst 1991» [«R etrospectiva en el verano de 1991»]: escrito a m odo d e Introducción para este volumen. «G egen d ie autorí tare Pádagogik. Streitschrift gegen die Tbesen “ M uí z u r Erziehung”» [«C ontra la pedagogía autoritaria. E scrito polém ico contra las tesis “ E ducar con valor”»]: Die Zeit, 2 de ju n io de 1978. p. 48. «Z ig eu n er und .luden» [«G itanos y ju d ío s» ]: Prólogo para la obra de Tilman Zülch (ed.), In Auschwitz vergast. bis heute verfolgt.

Zur Situation der Roma und Sinti in Deutschland und Europa [Ga­ seados en Auschwitz. hasta hoy perseguidos. Sobre la situación de los tomantes y zíngaros en Alemania v Europa], Reinbcck. 1979, pp. 9-11. «Rationalitat und Irrationalitát der Fricdensbewegung und ihrer Gegncr. Versuch eines D ialogs» [«R acionalidad c irracionalidad del m ovim iento pacifista y de sus adversarios. Ensayo de un diá­ logo»]: Verlag und Versandbuchhandlung Europaischc Perspektivcn Gm bH (Schriflenreihe des Arbeitskreises Atomwaffenfreies Europa e. V., vol. 7). Berlin, 1983. «Die Bundesrepublik ist cin frem dfcindliches Land gcwordcn» [«La República Federal de A lem ania se ha convertido en un país xenófobo»]. D iscurso pronunciado en B crgen-B clsen contra la expulsión de yazidics: Prólogo a la obra de Robin Schncidcr (ed.),

Die kurdischen Yezidi. Ein Volk a u f den Weg in der Untergang [Los yazidies kurdos. Un pueblo en el sendero hacia el ocaso], K asscl, 1984, pp. 9-11. «A syl: G nadc o d e r M enschcnrccht?» [«A silo: ¿clem en cia o derecho hum ano?»]: Kursbuch, 86 (1986), pp. 172-176; tam bién en K . B arw tg y D. M icth (cds.), Migration und Menschenwürde [Migración y dignidad humana]. M aguncia. 1987, pp. 27-82. «Gegen die Abschicbung in den Libanon» [«Contra la repatriación de libaneses»]. Discurso pronunciado en un acto de protesta celebrado en la Iglesia de la Reforma de Berlin el 21 de enero de 1987: Kirche aktuell [La Iglesia actual], Berlín, febrero de 1987, pp. 27-29.

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«A is Jude in der Bundesrcpublik Deutschland» [«Ser judio en la República Federal de Alemania»]: Loccumer Prvtokolle, 66 (1987): Geschichte - Schuld - Zukunft [Historia - Culpa - Futuro], Evangclische Akadem ic Loccum, 1988, pp. 6-8. «D as E uthanasieproblem un die R edefrciheit» [«El problem a de la eutanasia y la libertad de expresión»]: taz (tagezeitung), 6 de junio de 1990. «Der Golfkricg, Deutschland und Israel» [«La guerra del G olfo, Alemania e Israel»]: Die Zeit, 22 de febrero de 1991, pp. 62 ss. «Das Fricdcnsproblem heute» [«El problem a de la paz, hoy»]: conferencia pronunciada en Valencia el 30 de abril de 1991; edición alem ana en Kursbuch, IOS (1991), pp. 1-12. «Die Singcr-Dcbatte» [«El debate Singcr»]. Sobre Raincr Hegselm ann y Reinhard M erkel (eds.), Zur Debatte über Euthanasie [En tom o al debate sobre la eutanasia], Francfort 1991 (stw 943): Die Zeit, 18 de octubre de 19 9 1, p. 47.

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Guerra y paz, inmigración y xenofobia, gitanos, kurdos y ju ­ díos, eutanasia y educación autoritaria, son problemas sociales candentes, de extraordinaria gravedad, que no sólo comprometen hoy las decisiones de los políticos, sino también la conciencia y la acción de todo ser humano a quien preocupe el destino del pró­ jimo y el suyo propio. Para Ernst Tugendhat. uno de los más importantes pensado­ res alemanes del momento actual, la discusión ética no resuelve los problemas políticos, como los que se tratan en este libro, pero ayuda al ciudadano a pensar por sí mismo y a despejar crítica­ mente la mistificadora nebulosa de la propaganda en que preten­ den atraparlo las ideologías de grupos, partidos-y superpotencias, como tan manifiestamente se evidenció durante la guerra del Gol­ fo. Expatriado de niño a Latinoamérica por el origen judio de su familia, el joven Tugendhat retornó tras la segunda guerra mun­ dial a su país, donde ha enseñado en la Universidad Libre de Ber­ lín y de donde recientemente ha decidido volver a alejarse, desi­ lusionado ante la marea de intolerancia y racismo que ve crecer entre sus compatriotas.

Cuadernos de

Filosofía y Ensayo ISBN 84 - 309 - 3136 - 8