Estudios filosóficos de historia de la ciencia

Table of contents :
ÍNDICE
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
PRIMERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. El nacimiento de la ciencia: los filósofos presocráticos . . . . . .
2. La filosofía de la ciencia en Platón, una introducción . . . . . . .
3. El cuerpo infinito en la física de Aristóteles . . . . . . . . . . . . . .
4. San Alberto Magno, científico medieval . . . . . . . . . . . . . . . . .
5. La ciencia en el Renacimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
6. Caramuel y el cálculo matemático . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
7. Un siglo de entusiasmo por la ciencia y la técnica: el siglo XVIII
8. Desarrollo de la ciencia y la técnica en el siglo XIX . . . . . . . . 17
SEGUNDA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
9. Dos defensas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
10. Ciencia con teodicea: Newton y Leibniz . . . . . . . . . . . . . . .
11. Algunos aspectos contextuales de la cristología de Newton
12. Newton: el hombre y Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13. El cálculo de las fluxiones de Newton comparado con
el cálculo infinitesimal de Leibniz . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
14. Hypotheses non fingo: los Principia de Newton . . . . . . . . .
15. Newton: filosofía y ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
TERCERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
16. Conexiones entre la historia de las ciencias y la filosofía .
17. Sobre la pretensión de explicar lo real . . . . . . . . . . . . . . .
18. Comunicación, verdad y realidad. En busca del sentido . . .

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Ensayos 252

Del mismo autor Leibniz y Newton I: La discusión sobre la invención del cálculo infinitesimal Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1977 Leibniz y Newton II: Física, filosofía y teodicea Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1980 Ciencia y fe. Historia y análisis de una relación enconada Madrid, Marova, 1980 ¿Salvar lo real? Materiales para una filosofía de la ciencia Madrid, Encuentro, 1983 Historia del cosmos (con ilustraciones de Sandro Corsi) I: Los antiguos astrónomos II: La astronomía moderna III: La formación del universo Madrid, Encuentro, 1984 Dios y la ciencia Madrid, SM, 1985 Poder y bienaventuranza, Madrid, Encuentro, 1984 La ciencia contemporánea y sus implicaciones filosóficas Madrid, Cincel, 1985 Discernimiento y humildad Madrid, Encuentro, 1988 La razón y las razones. De la racionalidad científica a la racionalidad creyente Madrid, Tecnos, 1991 Sobre quién es el hombre. Una antropología filosófica Madrid, Encuentro, 2000 La filosofía de Pierre Teilhard de Chardin: la emergencia de un pensamiento transfigurado Madrid, Encuentro, 2001 Filosofía de la ciencia: una introducción Madrid, Encuentro, 2002 El mundo como creación. Ensayo de filosofía teológica Madrid, Encuentro, 2002 Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo Madrid, Encuentro, 2002 Pensar a Dios. Tocar a Dios Madrid, Encuentro, 2004 www.apl.name

ALFONSO PÉREZ DE LABORDA

Estudios filosóficos de historia de la ciencia

© 2005 Alfonso Pérez de Laborda y Pérez de Rada y Ediciones Encuentro, S.A.

Diseño de la colección: E. Rebull

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a la memoria de Vicente Martín Pindado, amigo muy querido: me cedió su antorcha, no sé si la llevó bien, no sé si la llevo bien, mas él me la pasó y le sigo agradecido.

Estudios filosóficos de historia de la ciencia

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ÍNDICE

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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PRIMERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. El nacimiento de la ciencia: los filósofos presocráticos . . . . . . 2. La filosofía de la ciencia en Platón, una introducción . . . . . . . 3. El cuerpo infinito en la física de Aristóteles . . . . . . . . . . . . . . 4. San Alberto Magno, científico medieval . . . . . . . . . . . . . . . . . 5. La ciencia en el Renacimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. Caramuel y el cálculo matemático . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7. Un siglo de entusiasmo por la ciencia y la técnica: el siglo XVIII 8. Desarrollo de la ciencia y la técnica en el siglo XIX . . . . . . . .

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SEGUNDA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9. Dos defensas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10. Ciencia con teodicea: Newton y Leibniz . . . . . . . . . . . . . . . 11. Algunos aspectos contextuales de la cristología de Newton 12. Newton: el hombre y Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13. El cálculo de las fluxiones de Newton comparado con el cálculo infinitesimal de Leibniz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14. Hypotheses non fingo: los Principia de Newton . . . . . . . . . 15. Newton: filosofía y ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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TERCERA PARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16. Conexiones entre la historia de las ciencias y la filosofía . 17. Sobre la pretensión de explicar lo real . . . . . . . . . . . . . . . 18. Comunicación, verdad y realidad. En busca del sentido . .

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PRÓLOGO

Reúno aquí un conjunto de páginas antiguas1, previas a un despegue —¿o un derrape?— filosófico. Pero me da la impresión de que, si se leen con cuidado, aparecen no pocos presentimientos y huellas de que algo posterior podía darse y se iba a dar, de que el pensamiento propio quería volar por su cuenta en su propia creatividad. Incluso se adivinan algunas líneas de fuerza de ese despliegue por venir; que entonces comenzaba a venir. No daba puntada sin hilo. Era una manera creativa filosóficamente de ver la historia de la ciencia, me parece, buscando siempre la tarea de pensar. ¿De ir pensando para pensar en plenitud? He dividido sus capítulos en tres partes. La primera parte recoge páginas que se ofrecen según la cronología de lo que tratan, no del momento en el que fueron escritas. La segunda parte retoma íntegros y en sus fechas papeles sobre Newton, comenzando por las dos defensas 2 1 Se editan al presente tal cual entonces aparecieron, excepto nimias y obvias correcciones. Algunos ligerísimos añadidos introducidos irán siempre entre corchetes cuadrados: […], exceptuándose, claro es, cuando los paréntesis cuadrados vienen exigidos en alguna fórmula matemática. El texto publicado ahora es el que considero definitivo, evidentemente. Para las cuestiones del detalle, quiero hacer notar que aquí, en el empleo de las tres maneras de entrecomillado que he terminado por hacer mía, excepto en este prólogo y en el último capítulo, todavía no rige lo indicado en la nota 1 de la página 14 de Tiempo e historia. 2 Son las dos defensas de tesis, una en Bilbao, el 26 de agosto de 1975, la otra en Lovaina-la-Nueva, el 18 de diciembre de 1978. Ambas están publicadas como anejos del volumen I y del volumen II de Leibniz y Newton, pero quizá sea más fácil que a uno le toque la lotería del Niño que encontrarlas. Por eso, dado su interés personal, y creo que filosófico, las incluyo aquí.

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Estudios filosóficos de historia de la ciencia

y algo sobre la cristología newtoniana; algunos luego utilizados parcialmente en una ocasión3; entre ellos está el que, con ayuda de Felipe Hernández —lo cual se lo agradezco infinito, como la ayuda en la puesta a punto de este libro—, he tenido que retraducir del publicado en alemán, pues no encuentro el original castellano. La tercera parte, más bien de miscelánea, ofrece tres aproximaciones que juzgo interesantes: la del capítulo 16, al que me referiré a continuación; la del capítulo 17, que pone la punta en una pretensión, la de explicar lo real —y ¿quién puede tener esa pretensión?, ¿la sola ciencia?—, haciendo una nítida apuesta por la razón; y la del capítulo 18, que nos adentra en la cuestión fascinante de la distinción, si es que es posible, entre el ruido y el mensaje en la comunicación, texto no publicado hasta ahora, pues me quedó siempre la comezón de que hubiera debido retomarse de nuevo por entero, lo que, como se puede ver, ni hice antes ni he hecho ahora; me he dejado manejar por su osadía casi iconoclasta. Me alegro sobremanera de que este capítulo, esencialmente abierto, sea el último de todo el libro4. El capítulo 16 contiene un texto bien antiguo. Es la justificación de cómo debía entenderse —de cómo entendía en mis primeros principios— la historia de la ciencia en una facultad de filosofía. Durante varios años sostuve en el programa que entregaba —¡pues entonces entregaba programa!— lo que en esas páginas se dice. Se notará que destila la tonalidad althusseriana del cierre categorial; un pensamiento en el que me había inmerso en los viejos tiempos lovanienses. Se verá, además, la consideración del descubrimiento y de la cientificidad del continente freudiano de conocimiento. Debo reconocer que entonces, al comienzo, en Salamanca, me hinché a leer a Freud, y recuerdo con sumo gusto los seminarios sobre lectura del fundador del psicoanálisis que en mi universidad salmantina teníamos un pequeño grupito de ‘alumnos’ en torno a José Basabe. Aprendí mucho. Pero la verdad sea dicha, pronto comencé a volar por mí mismo en las cuestiones de la historia de la ciencia, muy fuera del cierre categorial y de los sucesivos continentes abiertos por el conocimiento. Esa es una primera época de 3 En el capítulo sobre Newton de Tiempo e historia. Allá se encontrará una bibliografía puesta al día. 4 Dada la complejidad en el tiempo de la publicación, se pone al final una lista cronológica de los diversos escritos reunidos aquí según la fecha y lugar de su composición.

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Prólogo

donde salió, porque me lo pidió Antonio Cañizares para la colección que él junto a otros dirigía, Ciencia y fe. Historia y análisis de una relación enconada. Por esos mismos años me dediqué, en clase, a Descartes y sus entornos de los siglos XVI y XVII; Copérnico, Kepler y Galileo, estudiados con atento cuidado. Recuerdo también el interés por la matemática griega; Euclides y, sobre todo, el método de exhaución de Eudoxo. Todavía tengo en los cajones apuntes de aquellas sesiones que comenzaron con Descartes; creo recordar que se corresponden al segundo año en que empecé a dar clases, ya en octubre. Luego, nunca más entregué apuntes. Cosa avergonzante: en la primera página de notas que ofrecí a mis alumnos de la Universidad Pontificia de Salamanca, como hablaba del francés Descartes, me salió poner en castellano “curba”. ¡Qué sonrojo! Por ahí siguen esos papeles. Mi historia de la ciencia debía venir entreverada de filosofía de la ciencia. Recuerdo que cuando tuve que dar mi primera lección, a mediados de febrero creo que de 1974, corrí a refugiarme en Karl Popper, del que me sentí luego muy cerca y muy lejos. Muy cerca por el favor que me hacía en mis principiares, por su enorme listura y por los temas que trataba —¿no es verdad que varios de ellos siguen siendo todavía míos?—; muy lejos por todo lo demás, es decir, por el lugar en el que él se encontraba, ciertamente no el mío. Hago notar una cosa: no es lo mismo lo que me acontece, por ejemplo, con Descartes, a quien amo apasionadamente, en su manera genial de escribir filosofía, sobre todo, quizá, en las Meditaciones y en su correspondencia, en su libertad que llega a la osadía creativa sin par, en su apologética, en el deseo que se hace voluntad desaforada, infinita; pero no soy cartesiano, lo que es obvio. Por pura deuda encantada, quiero hacer notar aquí una segunda querencia: mi amor purísimo y sostenido en el tiempo por Alexandre Koyré. De aquellos años salió un libro que sólo era interrogativo en su riente título, recuérdese la cita del Quijote5 que lo abre: ¿Salvar lo real? Materiales para una filosofía de la ciencia. En él se ve la bipolaridad que ya entonces se hacía evidente: historia de la ciencia y filosofía de 5 Pues no, me confundía. El libro en el que aparece esa cita quijotesca es el anterior, Ciencia y fe. ¿Valdrá la equivocación para poner esa cita del Quijote como introducción explicativa a toda mi obra?

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Estudios filosóficos de historia de la ciencia

la ciencia. Y todo ello para pensar. Tenía también tres partes. En la primera —‘cómo razonan las matemáticas’— se hablaba de la construcción de los números, de la teoría de los conjuntos y de la probabilidad, siempre desde el punto de vista de su invención: 178 páginas de pura y dura historia de la ciencia hermeneutizada; pero, como no se trate de una mera recopilación notarial de papeles viejos, ¿puede ser de alguna otra manera? La segunda parte se dedicaba a estudiar ‘planteamientos’ de filosofía de la ciencia; planteamientos heredados que se criticaban con diligencia cuidadosa, buscando abrir caminos propios. Por fin, la tercera, tocaba lo que llamaba ‘algunos problemas fundamentales’; muchas cosas estaban ahí in nuce. Faltaba por desplegarse todavía la creatividad; pero quizá sólo por desplegarse en toda su creatividad, una fuerza novedosa y buscadora de más allás del pensar y de la construcción de realidades, del amejoramiento y de la búsqueda de la verdad, todo lo cual nos conduce a la gloria de la belleza. Enseguida vinieron las casualidades de la vida. Me pidieron desde Italia tres amplias panorámicas de la ciencia en el Renacimiento, en el siglo XVIII y en el siglo XIX; nunca he sabido por qué la primera no la publicaron. Esas mismas casualidades quisieron que no se me pidiera nada sobre el siglo XVII, que seguramente era de lo que más sabía. También sobre Caramuel, aprovechando la celebración del centenario de su muerte, siendo obispo de la ciudad lombarda de Vigevano; personaje del que sólo sabía el nombre cuando me ofrecieron hablar de sus matemáticas. La suerte está en que en el próximo año se celebra el centenario de su nacimiento. Me pareció sumamente curioso dedicar un tiempo a ver lo que pensaba esta personalidad un tanto estrafalaria, pero con vigoroso genio. Las casualidades de lo que entonces era la Editora Nacional —que por los comienzos de los segundos años de la década de los ochenta fue cerrada con devoto empeño, dejándonos empozados a todos los que no tuvimos la presta sutileza de atar muy bien las cuestiones de los contratos para recibir el pago correspondiente en pesantes doblones a costa de lo público— quisieron hacer un libro sobre san Alberto Magno como científico. De ahí sale ese meteorito de mi capítulo albertino. Como se notará, me interesó especialmente la cuestión de la introducción del aristotelismo en el pensamiento del siglo XIII y el problema de la eternidad del mundo. Años después, en Lovaina, me llevó a querer dedicar un curso a la condena en 1277 de

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Prólogo

los 219 artículos, pero el pequeñísimo número de los alumnos y su idiosincrasia me indujeron a, sobre la marcha entrante del primer día de clase, tener que elegir prudentemente como contenido del trabajo común la lectura y el comentario en torno a un precioso libro de Adolphe Gesché, entonces recién publicado: Dieu pour penser, vol. IV, Le cosmos. Pero el plato fuerte se había dado cuando decidí, en el curso salmantino de historia de la ciencia, comenzar por el principio. Dediqué un año a los presocráticos y a Platón. Otro a la física de Aristóteles. Por fin, otro al origen de la cuestión de la creación. De ahí salieron, como se puede adivinar, los tres primeros capítulos de este libro6; pero también los tres capítulos de la creación según los Padres, las páginas 125 a 248 de El mundo como creación. El éxito de los dos primeros años fue total. El tercero, ¿o sería el cuarto?, cuando comencé con Calcidio, Macrobio y compañeros mártires, mis estudiantes —coincidiendo para colmo con uno de los no mejores grupos que me han tocado en mi larga vida de profesor, en la que, todo hay que decirlo, he tenido y tengo estudiantes especialmente buenos—, hicieron que —eso sí, aquel año fue de emperramientos racionales por mi parte y terminamos el curso según lo previsto al comienzo, ¡faltaría más!— mis anhelos profesoriles volaran a su aire. Pero esos anhelos dejaron marca y huella. Fue muy importante en mi punto de inflexión filosófica —si bien no me gusta del todo la imagen, pues parece indicar que antes no había interés filosófico y apologético, a la manera cartesiana, y eso es rotundamente falso— el encargo que otra vez desde Italia me llevó de nuevo a Leibniz tres años seguidos, producto de lo cual son tres capítulos decisivos en mi propio pensar, sin los cuales creo que nada de lo siguiente hubiera visto la luz: “Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad”; “El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz: el vínculo substancial” y “La cosmología de Leibniz: teología de la razón pura — filosofía de la razón práctica”, que se encuentran en las páginas 43 a 134 de Tiempo e historia. Aventuro que nada de lo pensado luego puede comprenderse en su profundidad sin estas segundas páginas leibnicianas7. 6 El dedicado a la filosofía de la ciencia en Platón, cuando ya tenía el trabajo hecho, sin embargo, nunca ofreció la segunda parte, en la que propiamente se hablaría de la filosofía platónica de la ciencia. 7 Pues las primeras están en los dos volúmenes de Leibniz y Newton.

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Estudios filosóficos de historia de la ciencia

Todo lo demás es ya labor de los ratos salmantino-lovanienses, de Pittsburgh, de Ávila, de Ithaca, NY, y, sobre todo, de Madrid. En ello estamos. En estos menesteres de la mirada filosófica a la historia de la ciencia, he ido desgranando temas. De entre ellos, los más importantes han sido, quizá, los que tocan a la crítica de la tradición heredada/asumida de la filosofía de la ciencia, a la racionalidad, a la creación, al espacio y al propio tiempo. Sobre el tiempo fueron otros tres trabajos seguidos, que ocupan a su vez las páginas 223 a 396 de Tiempo e historia. Además, el dar vueltas y considerar la importancia decisiva y contradictoria de las dos teorías que están en la base de la física: la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, tan distintas, tan contrapuestas entre sí, moviéndose en horizontes físicos y filosóficos tan lejanos. En Filosofía de la ciencia: una introducción y en algunos otros lugares se puede ver. Me parece que va a ser decisivo en el futuro lo que se aventura en un consistente trabajo —una corriente con prehistoria y con una nube de otros físicos8— salido hace apenas un par de semanas: Carlo Rovelli, Quantum gravity (Cambridge University Press, Cambridge, 2004). Es notable meditar, entre otras cosas, en la mención que hace del lovgo" de los presocráticos en nota de la anteúltima página, y leer también el pequeño librito que publicó poco antes: Che cos’è il tempo? Che cos’è lo spazio (Di Renzo, Roma, 2004). Es una teoría que unifica en una sola la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Para Rovelli no hay tiempo. Mas ¿tampoco hay temporalidad? ¿Puedo aventurarme a decir que, como filósofo —no como físico, claro es—, en una parte muy importante de mis pensares, decisiva seguramente, no me muevo en otros ámbitos? 8 Citaré a dos, ambos con sendos libros de enorme interés y relativamente accesibles para no especialistas: Lee Smolin, The life of the cosmos, Oxford University Press, Nueva York, 1997, 358 p. y Three roads to quantum gravity, Basic Books, Nueva York, 2001, 245 p., con un postfacio que no tenía la publicación original británica del 2000. El otro es Julian B. Barbour, The end of time. The next revolution in physics, Oxford University Press, Nueva York, 1999, 374 p.; quien tenía publicada una historia del espacio-tiempo, The discovery of dynamics. A study of a Machian point of view of the discovery and the structure of dynamical theories, Oxford University Press, Nueva York, 2001, 746 p., que es reproducción con un prefacio nuevo de Absolute or relative motion, vol. 1, The discovery of Dynamics, Cambridge University Press, Cambridge, 1989, que nunca tuvo el segundo volumen entonces anunciado.

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Prólogo

Algunos, incluso amigos, piensan que de lo único que debo saber es de historia de la ciencia. ¡Ojalá! Mas les aseguro que mi amigo Ted McGuire sabe muchísima más que yo. En todo caso, esa afirmación un tantico destemplada, al menos en los amigos, supone un cierto reconocimiento a quien fue, si no me confundo y abusa de mí la lejanía del tiempo, el primer catedrático de historia de la ciencia en una facultad de filosofía española; de una universidad privada9, claro. Pero en ellos, incluso en algunos de los amigos, esos a los que antes me refería, parece haber una segunda parte: te has empleado luego en cosas de las que ni sabías ni entendías, y para colmo dedicadas a todo; ¿al todo? Ay, qué puedo decir a esta segunda parte. Quizá sea la pura verdad. Pero, refiriéndome sólo a esos amigos, ¿se han tomado el tiempo de leer con cuidado, pues leer a un filósofo, por pequeño que sea, no es cosa fácil ni obvia? Uf, dicen, ¡son tantas! Entiendo. Es muy posible que no les haya merecido la pena adentrarse en el vericueto de un pensamiento, pues tenían cosas más importantes que hacer y su tiempo es limitado; ¿o limitador? Además, sus pensamientos iban por otros caminos, los suyos propios; ¿los suyos propios? ¿Entonces? Esos pensares, ¿son justos? ¿Historiador de la ciencia que un día le picó la mosca y se dedicó a lo que no era lo suyo? No, claro, aunque incluso de ser así no entiendo por qué debería aceptarse una manera tan oficinesca y burocratizada de ver las cosas del pensar, que codicia encajonar a cada uno en la casilla en la que debe estarse quieto, como si de un nicho se tratara en el que, ya inviviente, sólo le falta ir pudriéndose poco a poco. Quiero manifestar una vez más lo malévolo y mortífero que me ha parecido siempre el que nuestras universidades conviertan a los suyos en profesores de una cada vez más pequeña pelismidad, “mi materia”, haciendo que se olvide de por vida el conjunto entero del pensar, el esfuerzo maravilloso de intentar pensarlo todo, de pensar el todo; qué digo, la universidad, pues eso se malogra sólo en las malas de solemnidad, que para bien poco valen, pero ¿no las hay a espuertas? Esa manera de entender las cosas, además, no alcanza a comprender algo esencial: pensaba antes de dedicarme a la historia de la ciencia por el disfrute posesivo de un puesto, y, gracias a Dios, sigo pensando 9

La Universidad Pontifica de Salamanca.

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Estudios filosóficos de historia de la ciencia

todavía en otro alejado en el lugar y en la nomenclatura de aquel. Antes y ahora, eterno y montaraz papador de libertades, sigo siendo el mismo cavilador rumiante de pensares. Y los pensares se van espesando y enredando. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo? No lo sé. Yo no tengo la respuesta. Madrid, 18 de diciembre de 2004 www.apl.name

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PRIMERA PARTE

Estudios filosóficos de historia de la ciencia

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1. EL NACIMIENTO DE LA CIENCIA: LOS FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS

I Ni la observación astronómica ni las realizaciones de la técnica ni la exactitud de las mediciones nacieron con los griegos. Con ellos nació, quizá, algo que es enteramente sutil, casi una inexistencia, pues nació una manera de pensar que buscaba aquello que está por debajo de lo visible, siendo, allí, exactitud; siendo, allí, explicación escondida de aquello que tiene explicación, si es que alguno se empeña en buscar las razones de lo que se nos aparece ante los sentidos. No es, sin embargo, un correr fuera de sí para buscar en otro lugar, en otros mundos, en otras realidades más profundas, aquello que es el interés profundo y definitivo. Lo que los filósofos presocráticos buscan es, claramente, lo de “aquí”, aunque para encontrarlo deban irse hasta “allí”. Hemos de ver el juego inmensamente sutil entre lo visible y lo invisible en el que se realiza todo el pensamiento presocrático —al menos mirado desde el punto de vista del historiador de las ciencias—, pero seremos capaces de contemplar ese juego siempre que tengamos por cierto que lo “invisible” no es un escape de lo “visible”; un escapar de este para irse lejos, hacia lugares recónditos, lugares en donde se da el juego verdadero de las cosas que de verdad nos interesan. No, en los presocráticos no se da esa huida hacia adelante. Lo que ellos buscan es la verdadera realidad de lo visible, por más que encuentren esa verdadera realidad en algo que es invisible para quien no sea capaz de mirar las cosas bien, con perspicacia, con detenimiento, con inteligencia.

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Estudios filosóficos de historia de la ciencia

No hay en ellos una substitución de eso que vemos por otras realidades más importantes, más espirituales a lo mejor, más meramente metafísicas (si es que podemos utilizar desde el comienzo esta palabra). Lo visible no les sirve a los presocráticos de disparadero para escapar de ello con rapidez, para echarse a volar por lo invisible. Por lo que el presocrático se pregunta es por lo que ve, por lo que tiene ante los ojos, ante los oídos, ante los sentidos. Su experiencia es esta, bien visible. Pero, para preguntarse por esto que ve, no se asusta de irse hacia lo que no ve, como no sea con los ojos de la inteligencia, hasta el punto de que sea eso que no se ve la verdadera realidad, la realidad última de lo que se ve. Para decirlo rápido, los enemigos principales de los presocráticos son de dos suertes: por un lado, los experimentados astrónomos babilonios y los agrimensores egipcios; por otro lado, los mitólogos como Hesíodo. Mircea Eliade10 pone a nuestro alcance numerosos mitos de la creación del mundo, que nos van a servir de introducción a Hesíodo, y por él a los presocráticos. Distingue varios tipos de estos mitos cosmogónicos. En el primero de esos tipos, el dios supremo hace surgir al mundo de la nada: «El hacedor de la tierra empezó a pensar de nuevo. Y pensó: “Es así; cuando deseo una cosa, se hará como yo deseo, del mismo modo que mis lágrimas se han convertido en mares”. Así pensó. Y deseó la luz, y se hizo la luz. Y pensó luego: “Es como me suponía; las cosas que he deseado han empezado a existir tal como yo quería”. Pensó entonces y deseó que existiera la tierra, y la tierra empezó a existir»11. El segundo de los tipos de creación hace surgir el mundo de un buceador que lo saca de las aguas. Las creencias de los indios maidus de California son extraordinarias: «En el principio no había sol ni luna ni estrellas. Todo estaba obscuro, y no había nada más que agua por todas partes. Flotando sobre el agua llegó una balsa»12. En ella están 10 Mircea Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, vol. IV, Las religiones en sus textos, Madrid, 1980, pp. 95-162. 11 Relato de los indios winnebagos de Wisconsin, recogido par Paul Radin, en Eliade, Historia, p. 95. 12 En Eliade, Historia, pp. 100-101.

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El nacimiento de la ciencia: los filósofos presocráticos

Tortuga y Padre de la Sociedad Secreta. Cae del cielo una cuerda de plumas y por ella desciende Iniciado de la Tierra, quien, tras atar el extremo de la cuerda a la balsa, se quedó en ella. Tortuga, después de largo silencio, le pide que le consiga algo de tierra seca para que pueda salir de vez en cuando del agua. Sujeta a Tortuga con una cuerda que encuentra por ahí y, mientras Padre de la Sociedad Secreta grita sordamente, Tortuga se lanza al agua. Estuvo fuera durante seis años. Tras ese tiempo, vuelve cubierta de cieno y trayendo un poquito de tierra bajo las uñas, pues el resto lo había perdido. Iniciado de la Tierra raspó esa tierra con un cuchillo. Puso la tierra en la palma de la mano y la amasó en forma de pequeña bola: «Era pequeña como un guijarro pequeño». La depositó en la balsa y la miró, pero no crecía: «La tercera vez que fue a mirarla había crecido de modo que se la podía rodear con los brazos. La cuarta vez que la miró era ya tan grande como el mundo, la balsa estaba varada y alrededor había montañas hasta perderse de vista». El tercer tipo es la creación al dividir en dos mitades una unidad primordial. Con frecuencia es la división en dos de un huevo cosmogónico: «Antiguamente no estaban separados el cielo y la tierra, ni se habían dividido In y Yo, sino que formaban una masa caótica como un huevo de límites obscuramente definidos y que contenía gérmenes. La parte más pura y clara se extendía finamente y formaba el cielo, mientras que el elemento más pesado y espeso quedó sedimentado y formó la tierra»13. El antiquísimo y extenso poema babilonio de la creación comienza con una primera separación del orden y del caos, en una terrible lucha de los dioses que están en las aguas14. El dios Marduk se atreve a enfrentarse a la diosa Tiamat, con la condición de que los demás dioses le reconozcan como señor de todos ellos. Tras una breve lucha, Marduk lanza una flecha sobre Tiamat —cuyo cuerpo ha sido hinchado por los vientos— que le penetra por la boca hasta el corazón. Descuartiza el cuerpo de la diosa y con sus dos mitades forma el cielo 13 De los antiguos mitos japoneses recogidos a comienzos del siglo VIII d. de C., en Eliade, Historia, pp. 106-107. 14 Es el poema babilónico de la creación o Enuma Elish, recogido en Eliade, Historia, pp. 109-120. Existe una edición castellana preparada por Federico Lara Peinado y Maximiliano García Cordero, Editora Nacional, Madrid, 1981.

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y la tierra. Luego, con la sangre de Kingu, el demonio jefe de Tiamat, crea a los hombres de Mesopotamia, los de los negros cabellos. Es digno de ser leído también el himno de la creación del Rigveda: «Entonces no había ni la nada ni la existencia. No había aire entonces ni los cielos por encima. ¿Qué lo cubría? ¿Dónde estaba? ¿Quién lo guardaba? ¿Había acaso agua cósmica, informe en lo profundo? Entonces no había ni muerte ni inmortalidad, ni había entonces una antorcha ni de día ni de noche. Alentaba el Uno sin aire, de sí mismo sustentado. Este Uno existía entonces y ninguno otro. Al principio sólo había tinieblas envueltas en tinieblas. Todo era tan sólo agua no iluminada. El Uno que empezó a existir, envuelto en nada, surgió al fin, nacido del poder del calor. En el principio sobre él descendió el deseo, semilla primordial, nacida de la mente. Los sabios que han escrutado sus intimidades con prudencia saben que lo que es, es afín a lo que no es. Y han lanzado su cuerda sobre el vacío, y conocen lo que arriba existía y lo que existía abajo. Las potencias seminales fecundaron las fuerzas poderosas. Abajo estaba el vigor, y sobre él el impulso. Pero, después de esto, ¿quién sabe y quién puede decir de dónde todo esto procede y cómo sucedió la creación? Los mismos dioses son posteriores a la creación, ¿quién puede en verdad saber de dónde ha surgido? Cuáles son los orígenes de la creación, él, si la modeló como si no la modeló, él lo sabe, el que la vigila desde el sumo cielo, él lo sabe. O quizá tampoco lo sepa»15. La cosmogonía, pues, está integrada en el juego de los dioses. Se busca la explicación de lo que hay, nuestro mundo, remontándose a los 15

Rigveda X, 129, en Eliade, Historia, pp. 121-122.

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principios en los que esto que hay apareció como producto de los dioses. La subida hacia ellos nos da razón de lo que hay; la bajada desde ellos nos ofrece la moralidad, el pensamiento sobre el bien y el mal. Son relatos (mitos) que nos sacan de lo nuestro para buscar las causas de ello en el juego de los dioses. Es ahí, también, donde se coloca el poeta griego Hesíodo en su Teogonía 16. Primero hubo cavo", luego, después, Tierra y Eros. Tierra, en la que mucho cabe, asiento seguro por siempre para todos. Amor, el más bello de los dioses inmortales, que somete el pecho, el corazón, del hombre y de los dioses, y su querer prudente. Caos proviene del verbo caivnw, cuyo significado es el de abrir, entreabrirse una abertura, un agujero, que puede tragarme. Abismo profundo, sin fondo, espantoso. Después apareció la tierra, a la vez que el amor, creador de toda vida. ¿Cómo salió la tierra de ese vacío sin fondo? ¿De dónde vino el amor y cuál fue su papel en esta aurora del mundo? Nada se nos dice, nada se sabe. Simplemente, prosigue el poema, de Caos nacieron Érebo y la negra Noche, y de Noche Éter y Luz del día. De Tierra nació un semejante a ella, capaz de cubrirla por entero, Cielo estrellado, asiento seguro por siempre para los dioses. Engendró también las altas Montañas y el Mar infecundo de rugientes olas. De sus abrazos con el Cielo nació Océano de torbellinos profundos. Luego, el último, Cronos, el de aviesos pensamientos. De la noche nacen, pues, todos los inmensos terrores de los hombres. De Noche nace también Muerte, luchas, desgarramientos de cuerpos, violencias infinitas, mutilaciones crudelísimas, monstruos y confusión. Homero, las tradiciones sagradas de los santuarios, la teología órfica son algunos de los modelos de que se sirve la cosmogonía de Hesíodo. En las viejas tradiciones órficas17, en el origen del mundo están la Noche y el Vacío; la Noche engendró un huevo del que salió el Amor, mientras que de su cáscara rota se forman la Tierra y el Cielo. La Noche es siempre anterior al Día; el Mar viene representado como la fuente de 16 A partir del verso 116. Las partes más importantes del texto de Hesíodo pueden leerse en Eliade, Historia, pp. 126-127. Hay una traducción del texto completo, debida a A. Pérez Jiménez y A. Martínez Diez en Biblioteca Clásica Gredos, Madrid 1978. Edición del texto griego y traducción francesa de Paul Mazon en Les Belles Lettres, París, 1982. 17 Léanse algunos textos en KR 33-41. La sigla se explica en la nota siguiente.

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toda vida. En Hesíodo, en cambio, ese papel le viene dado a la Tierra. Amor —¡que somete el corazón y el querer de los hombres mucho antes de que estos nazcan!— representa en los viejos pensadores una misteriosa fuerza que empuja a unos seres sobre los otros para generar nuevos seres, al estilo de lo que acontece con los humanos. Tenemos ahí, pues, relatos cosmogónicos que, evidentemente, atravesarán por lo ancho y por lo largo todo el pensamiento griego e incluso medieval, si es que no llegan hasta nosotros. En los pensadores presocráticos, todos esos elementos volverán a aparecer innumerables veces. Y, sin embargo, el contexto de pensamiento va a cambiar de manera radical, como vamos a ver al punto. El centro va a ser ahora el hombre, en cuanto que es él quien se pregunta (y lo sabe explícitamente) y en cuanto es él el punto central de la naturaleza. Se podría, quizá, decir que con ellos entra en nuestra historia el principio antrópico.

II Adentrarse en el estudio de los presocráticos es acceder a un mundo de infinita complicación18. De sus escritos queda poco, a veces algunos fragmentos sueltos. Por autores posteriores, quizá muy posteriores, tenemos noticias sobre ellos. El primero de estos autores es Aristóteles, quien gustaba de hacer siempre una historia del estado de la cuestión. Pero, claro está, siempre lo hará —¿por qué, si no, se hubiera interesado en ellos?— desde su punto de vista, el cual no es neutro, por supuesto (¿cabría la objetividad de un punto de vista neutro?). Por eso, en el instante mismo en que nos topamos con Tales de Mileto, encontramos 18 Tenemos dos magníficas ediciones de los textos presocráticos: la dirigida por Conrado Eggers Lan en tres volúmenes de la Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1978-1980, que citaré con la letra G seguida en números romanos del volumen y del número del fragmento (así, G I 339, significa el volumen primero de esta edición, fragmento 339); la traducción por Jesús García Fernández: de G. S. Kirk - J. E. Raven, Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 1974, que citaré, si llega el caso, por KR, seguida del número. En los casos en que exista citaré la numeración de Hermann Diels – Walter Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, 3 volúmenes, Dublín-Zúrich, 1971, por la manera en que ya es habitual, con las siglas DK.

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un problema: Aristóteles habla de principio, ajrchv en griego, pero lo hace en un contexto de depurada filosofía, que, evidentemente, no era el caso de Tales19. Tales —dice la tradición que aprendiéndolo de los egipcios20— afirmó que el principio de todas las cosas es el agua. Tal vez —dice Aristóteles— llegó a esta concepción al observar que lo húmedo está presente en todo lo que es vivo, lo que es alimento, lo que es semilla, y que es el agua principio de lo húmedo. No estamos todavía muy lejos del pensamiento que veíamos en Hesíodo, en el cual al comienzo de todo estaban Océano y Tetis, padres de la generación; lo reconoce así Aristóteles al hablar de «los primeros en reflexionar sobre los dioses». Hay, sin embargo, una diferencia grande. Ya no estamos tras la búsqueda de un principio (prwvtista) que nos encadene a la generación que tiene que ver con los dioses, con la cosmogonía. Ahora lo que se busca es otra cosa muy distinta. Lo que Tales considera es «naturaleza» (fuvsi"), toma en consideración la reflexión sobre «todas las cosas» (ta;; pavnta), hace «física» (es un fusikov") y lo que busca es una jerarquización en ella que le dé un lazo unitivo de todas las cosas. No busca qué es lo que se dio primero, sino cuál es el principio del que se derivan las demás cosas, pues tiene el convencimiento de que por debajo de todas las cosas hay una sola que es principio generativo de todas las demás. Con palabras de Aristóteles: «Debe de haber, pues, alguna naturaleza única o múltiple a partir de la cual se generan las demás cosas, conservándose ella», y esto no es ya un esfuerzo cosmogónico o teogónico, sino filosófico. Es ganas de saber cuál es el elemento (stoicei`on) y el principio (ajrchv) de las cosas que existen. Este principio tendrá una característica: el movimiento. Hay un proceso en estas consideraciones filosóficas. Como lo explicará mucho después san Hipólito hablando de Tales, «el agua es principio y fin de todo. A partir de ella, por reunión, se forman todas las cosas y, a la inversa, al disolverse, son llevadas nuevamente hacia ella»21. Aristóteles, Met. 983b, en G I 18 (DK 11 A 12). Así, por ejemplo, Plutarco en KR 70 (DK 11 A 11), G I 5 dice sólo «principio» y no «principio y génesis», no sé por qué razón. 21 Hipólito, Refutación de todas las herejías, I 1, 1, en G I 23. Simplicio, en su comentario a la Física, por dos veces nos habla de ese principio que es «uno y en movimiento», en G I 19 (DK 11 A 13) y en G I 22. 19 20

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No es de mi interés ahora ver si las palabras en que se dice el pensamiento de Tales proceden de él o no; lo que sí lo es, sin duda ninguna, es el hecho de pensar en esa explicación causal, de considerar al mundo como una unidad en la que existe cambio y movimiento por debajo de lo que es mera apariencia, lo que no es en definitiva decisivo, pues otra cosa es la que da cuenta de ella. Todas las cosas son así reducidas, explicadas, asimiladas a una sola, a un único principio, a un elemento que es común a todas ellas. Es el juego del pensamiento sobre lo que es objeto de nuestra experiencia común lo que nos lleva, con Tales, a poder decir: todo es, en definitiva, agua; todo tiene su principio en ella, no simplemente porque nazca de ella, en su seno, sino porque, bien miradas todas las cosas, todas ellas tienen un principio común, un origen único del que proceden y al que se reducen finalmente. De esta manera, por supuesto, el «principio» pide el «movimiento», movimiento que, por debajo de lo que nos aparece, hace posible el principiar de todas las cosas en el agua. El pensamiento ha entrado así él mismo en movimiento. Ahora se va a preguntar al punto cómo es posible este principiar desde el agua y cuáles son los procesos de ida y vuelta que explican ese «todo-es-agua». Serán dos tareas distintas: por un lado, el ahondar en eso que llamo principiar, asunto de pensamiento que busca y es capaz de encontrar orden, quizá incluso de ponerlo; por otro, el encontrar la realidad de esos procesos que se suponen. Una va a ser labor que habrá de mirar al propio conocimiento. La otra, a la existencia de los procesos del cambio y del movimiento. Tales, además, consiguió hacer mediciones de cosas que eran inaccesibles a toda medición. Midió lo inaccesible por la semejanza con lo accesible. Dos triángulos «iguales» (mejor será luego, cuando se diga «semejantes»): un hombre con su sombra (en el instante en que la altura y la sombra son iguales) y una pirámide con la suya, nos hace ver la altura de la pirámide inaccesible a la medida directa22. La inteligencia y 22 Así Plinio y Plutarco, en G I 32 y 33 (DK 11 A 21). Proclo, en G I 34, asegura que también trajo Tales a Egipto la geometría. El mismo Proclo dice que fue Tales el primero que demostró que el diámetro divide al círculo en dos partes, en G I 35 (DK 11 A 20); ciertamente lo hizo, quizá, plausible, pero no lo demostró, léase la larga nota a esta edición. También fue Tales quien vio que los ángulos de la base de todo triángulo isósceles son iguales entre sí, como

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el pensar nos hace conocer, medir, lo «invisible» a través de lo «visible», si es que, con la transposición de inaccesible por invisible, podemos asimilar esta medición con la «medición» de todo por el agua. ¿Tales predijo eclipses? Ciertamente no. En sus tiempos no se disponía de las herramientas astronómicas ni matemáticas para predecir un eclipse solar. Por lo que ahora se sabe, tampoco los babilonios disponían de esos conocimientos, ni se disponía de tablas que les hicieran conocer repeticiones cíclicas de eclipses solares. Si la anécdota es cierta, hace ver las dotes de futurólogo del sabio griego23. Todo es agua. Entonces parece evidente preguntarse sobre dónde reposa, pues, la tierra. La respuesta para Tales es obvia: la tierra descansa sobre agua, como si fuera un leño que flota sobre ella24. ¿Qué tiene de extraño que, después, Aristóteles y otros muchos se pregunten por dónde descansa, a su vez, el agua? Pero, se comprende al punto, si todo es agua, esta no descansa sobre nada, sino que principia a todo y a todo da ella descanso. La pregunta que desde dentro se va a plantear será otra: ¿hay un afuera? Con Anaximandro nada de nuevo hay en la idea de principio, ajrchv. Esa palabra, por supuesto, no la inventaron ni Tales ni él; ya Homero la había utilizado25, pero seguramente es con ellos cuando toma ese sentido pregnante que tiene en Aristóteles26 (y antes de él en Platón) cuando habla de la filosofía de sus antecesores presocráticos. Sus características nos aparecen ya de manera clara: aquello que es primero en cuanto que de él se nutren todas las cosas y que es último por cuanto todas las cosas vienen a caer en ello, en un proceso de nacimiento y de muerte, de engendramiento y de descomposición, de generación y de corrupción. Junto a esa palabra, ya lo sabemos, hay otra que se le asemeja de continuo: elemento, también lo son los ángulos opuestos por el vértice de dos líneas rectas que se cortan entre sí, en G I 37 y 38 (DK 11 A 20). 23 Véase G I 39 a 45; cf. O. Neugebauer, A History of Ancient Mathematical Astronomy, Berlín, 1975, p. 604. 24 Véase G I 18. La pregunta aristotélica en Del cielo 294a, en G I 49 (DK 11 A 14). 25 Véanse las referencias en G I 77 y p. 89 nota. 26 Recuérdese, sobre todo, Met. 983a, en G I 18 (DK 11 A 12); también Met. 998ab, en G I 83. Los elementos son las sílabas y las letras con las que se hace en el lenguaje «la imitación de la esencia» de las cosas, Crátilo 423bc, en G I 80; también Teeteto 201e, en G I 81.

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stoicei`on. Utilizando palabra de Platón en el Timeo, se trata de eso, dando por supuesto que sabemos qué es, que «llamamos principios y establecemos como elementos del Universo»27. Pues bien, para Anaximandro debió resultar un tanto pedestre el calificar al agua de principio de todas las cosas, pues esta calificación seguramente no daba cuenta de todas las cosas; era quizá demasiado sencilla. Por eso recurrió a lo infinito, to; a[peiron, como principio de las cosas, «a partir del cual se generan todas las cosas»28. Es principio y elemento, como dirá Diógenes Laercio29. Nos la dice san Agustín con palabras acertantes: «No pensaba que cada cosa naciera de una sola, como Tales con el agua, sino de sus propios principios, y creía que los principios de las cosas singulares eran infinitos»30. Lo infinito no tiene en Anaximandro un sentido temporal. Tampoco tiene el sentido de una tabla periódica de los elementos en que estos sean infinitos. El uso de esta palabra ya en Homero nos da un sentido mucho más elemental y primario: lo inmenso de la tierra, el vasto Helesponto, los confines de la tierra y del mar, el pueblo incontable, el profundo sueño, la tiniebla profunda, los lazos inextricables31. En una palabra, lo más profundo, inescrutable, inabarcable. Lo que se contrapone a ese vocablo es pevra", límite; peivrata, confines. Platón en un raro texto del Timeo 32, cuando habla confusamente del «lugar», del «sitio» —¿del «espacio»?—, cwvra, que es como un regazo materno, un receptáculo que todo lo contiene, en el que todo nace y que es capaz de asemejarse a todas las cosas, tiene en la cabeza algo que se asemeja al infinito de Anaximandro. Simplemente, el infinito de Anaximandro es el todo; nada, absolutamente nada, haya fuera de él. En ese substrato o receptáculo infinito, en el que no hay todavía delimitación ninguna porque nada está separado de nada por una configuración, un límite, una frontera, es en donde se da un comienzo

27 Timeo 48b, en G I 82. Ese universo, tal como traduce G, corresponde a stoivcei`a tou` pantov". 28 Aecio en G I 84 (DK 12 A 14). 29 Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres, II, 1, en G I 85. 30 Agustín, La Ciudad de Dios, VIII, 2, en G I 88 (DK 12 A 17). 31 Véanse de nuevo las referencias en G I 89-99. 32 Es un largo y complicado pasaje del Timeo 48e-52d. Una pequeña muestra se lee en G I 100.

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de separación, generándose de él las cosas que tienen contrariedad entre sí. Estaban contenidas en él, claro es, pero fuera de toda diferenciación; nada era distinguible porque nada estaba separado. De esa especie de sopa amorfa y homogénea es de donde surge cualquier diferenciación; a partir de ahí es de donde «se generan los elementos». Es, pues, algo previo a aquello que denominó Tales como principio o como elemento, es como el regazo o receptáculo previo que dará a luz cualquier diferenciación posterior33. Así pues, son varias las cosas que aparecen como novedad en nuestro horizonte presocrático. Una naturaleza, pues, no lo olvidemos, el todo es siempre para los presocráticos una «física», en la que buscamos principios o elementos que sean substrato de todas las cosas. Con Tales era un principio material —como lo habrá de llamar Aristóteles—; en cambio, con Anaximandro parece ser algo previo a esa materialidad de lo que ha de ser cada uno de los cuatro elementos, como si fuera un «lugar-desde-el-que-las-cosas-sean», llegando ellas a ser por separación de lo que era infinito, todavía más allá de toda diferenciación. El proceso al que desde Tales me estoy refiriendo toma ahora —para utilizar términos aristotélicos— connotaciones de «mezcla», pues sólo es separable aquello que antes estaba mezclado, y Anaximandro ha puesto las bases para que luego su infinito no sea considerado más que como una mezcla en lo inextricable. También desde ahí es desde donde, supuestos elementos, en esa infinitud primordial habrá de darse la consideración de los «intermedios», pues ni es un elemento ni otro, sino algo que está entre ambos, conteniéndolos a los dos, ya que en el principio estaba todo contenido en lo indiferenciado incluso como elemento34. No digo que ni el intermedio ni la mezcla ni el ser aparezcan de la mano de Anaximandro, sino que su concepción de lo infinito como principio nos lleva de la mano a problemas que se habrán de resolver. La madeja, pues, se nos comienza a hacer mucho más complicada porque el horizonte se nos ha abierto. 33 Véase Aristóteles, Física 204b y Simplicio, en G I 103 (DK 12 A 16) y G I 104 y 126. Las comillas están tomadas del fragmento 104. 34 La palabra griega «intermedio» es unas veces metaxuv y otras mevson. Véase Aristóteles, Física 189b, 203a, 205a; Del cielo 303b; Met. 989a, 988a; De gen. y corr. 328b, 332a y Fis. 187a, en G I 106, 107, 109-115, respectivamente. Sólo el último menciona a Anaximandro, sin embargo. La «mezcla» (mivgma) nos aparece en el último de los textos citados (DK 12 A 16); cf. Met. 1069b, en G I 120).

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Separación pide movimiento, claro es, además de un proceso temporal, en donde se deba hablar de una ordenación del tiempo35; lo recoge Simplicio en un texto que toman por original de Anaximandro, aunque en este sea una intención poética para decirnos que hay esa diferenciación separadora de los contrarios en la que un momento prevalece uno —el día, la luz, el verano— y luego debe dejar paso al otro —la noche, la tiniebla, el invierno—. Así nos explica esto mismo san Hipólito: Anaximandro «habla del tiempo como si delimitara la generación, la existencia y la destrucción»36. La tradición supone que Anaximandro conocía muchas cosas de astronomía, tales como el gnomon y el reloj de sol, los solsticios y equinoccios37, incluso la oblicuidad del Zodíaco38. Esto no es posible, puesto que, excepto para hacer simples mediciones de más o menos, para señalar si estamos por la mañana o por la tarde o si nos acercamos más al verano que al invierno, se necesita una teoría astronómica que en ese momento los griegos no podían tener. Puede haber, sin embargo, el inicio de una tendencia a medirlo todo. Puede que se diera también en él la idea, muy importante para llegar a esta teoría astronómica, de que la tierra está en el centro del cosmos,

Kata; th;n tou` crovnou tavxin, Simplicio, Física 24, 13, en G I 128 (DK 12 B). Hipólito, Ref. 1, 6, 1, en G I 140 (DK 12 A 11). 37 Cf. Diógenes Laercio y Suda, en G I 150 y 151 (DK 12 A 1 y 2). El gnomon es un palito que sirve para medir la altura del sol mediante la sombra que hace. Cada día, la sombra más corta señala el mediodía. Cada año, la sombra de mediodía más corta señala el solsticio de verano y la más larga el de invierno. Hasta aquí no es necesaria otra cosa que la observación; para cualquier otro menester, es necesaria una teoría astronómica, incluso para la simple cuestión de graduar el reloj de sol y orientar la dirección del gnomon. Cf. Árpád Szabó y Erkka Maula, Les débuts de l’astronomie, de la géographie el de la trigonométrie chez les grecs, Vrin, París, 1986, 25-37; el original alemán es de 1982. 38 Cf. Plinio, Historia natural, II, 31, en G I 152 (DK 12 A 5). El Zodíaco y su división en doce partes lo pudieron tomar ya entonces los griegos de los babilonios, pero no la oblicuidad, es decir, la eclíptica. El Zodíaco marca, sencillamente, toda la zona del cielo por donde se mueve el sol al cabo del año; basta observarlo. La eclíptica tiene una inclinación de 23º 30’ con respecto al ecuador, pero que esto lo supiera Anaximandro, como señala Aecio en G I 153 (DK 12 A 22), parece más que aventurado suponerlo. Eulalia Pérez Sedeño, El rumor de las estrellas, Teoría y experiencia en la astronomía griega, Siglo XXI, Madrid, 1986, p. 53, lo supone así, siguiendo más a Heath que a los textos, seguramente. 35

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es decir, del todo ordenado, aunque después no sea indispensable suponer que la propia tierra sea esférica, sino que puede ser considerada como cilíndrica39. Aecio nos transmite como de Anaximandro que la luna es 19 veces mayor que la tierra, pero que el sol es igual a la tierra; que hay un círculo que es 27 o 28 veces mayor, como si fuera una rueda ígnea con sus bordes huecos, llenos de fuego, y que tienen aberturas, orificios —conductos en forma de flauta, dirá san Hipólito—, a través de los que vemos a los astros. Cuando estos conductos se obstruyen, tenemos los eclipses40. En fin, una astronomía todavía extraordinariamente primitiva; en todo caso, muy por debajo de lo que, como he dicho más arriba, se nos plantea ya como problema post-anaximándrico. El también milesio Anaxímenes vuelve a dar vueltas a la cuestión del principio. Tales se ha quedado demasiado corto, se ha quedado en la primera de las evidencias en la respuesta que dio a su búsqueda del principio. Anaximandro, por el contrario, ha ido demasiado lejos en un punto. Ese punto no ha sido tanto el decir que la «física que está por debajo» (th;n uJpokeimevnhn fuvsin) es una e infinita, sino en decir que esta es algo ajovristo", no limitado, por así decir, sin definición, pues piensa él que debe tratarse de algo bien delimitado, wJrismevnhn, del verbo ojrizw, limitar. Este nuevo principio es el aire, es decir, el aire de la atmósfera que rodea a la tierra, que se hace vapor y bruma, el que respiramos41. Quizá no sea suficiente decir, como lo hace Aristóteles42, que hay un cambio en la anterioridad del principio, sin más; que en lugar del agua, el primer principio entre los cuerpos simples es el aire. No son simples connotaciones principiales las que están, por cierto, bajo el pensamiento de Anaxímenes; está esa consideración de una bruma generadora, que se levanta poco a poco y va configurando las cosas, que es respiración,

39 Similar a una columna de piedra, Hipólito y Aecio en G I 159 y 160 (DK 12 A 11 y 25), por más que Diógenes Laercio diga que esférica, en G I 154 (DK 12 A 1). En el centro aproximadamente: Hipólito, Aristóteles (Del cielo 295b) y Teón de Esmirna, en G I 155-157 (DK 12 A 11 y 26). 40 Véanse los textos de Aecio y de Hipólito, sobre todo, en G I 153 y 161168 (DK 12 A 11 12 21 22). 41 Simplicio, Fís. 24, 26, completo en G I 193 (DK 13 A 5). 42 Aristóteles, Met. 984a, en G I 192 (DK 13 A 4).

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principio vivificante, que es “espíritu”. En todo caso, lo que si es cierto es que ese aire es originante de todas las cosas, no sólo porque todas ellas sean reductibles a él, sino, sobre todo, porque él es originante; todas las cosas principian con él. ¿Es infinito este aire? Si lo fuera, lo que no es muy claro, en todo caso lo sería de manera muy distinta al principio de Anaximandro. El principio de Anaxímenes es limitado, casi podríamos decir que tiene consistencia material, no consistencia abstracta como hemos podido descubrir en el infinito de Anaximandro. ¿Infinito en el sentido de la espacialidad? Evidentemente no. Primero tendrá que plantearse el problema de que haya o no algo afuera. Podría serlo en el sentido de que de él se toma por entero para que se originen todas las cosas. Un largo texto de la Refutación de todas las herejías de Hipólito nos hace balance del pensamiento de Anaxímenes. Sin embargo, antes de referirnos a él, tenemos que ver las connotaciones que Aecio43 da al aire: de él se generan todas las cosas y en él se disuelven; como hay un aliento, un hálito, un soplo, nuestra alma, que nos mantiene unidos, también lo hay para el conjunto de todas las cosas, el cosmos. Hipólito44 dice que el principio de Anaxímenes es aire infinito, generándose todo de él, incluso lo divino. Ese aire no se ve si no es cuando se nos hace manifiesto por la contrariedad de lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo móvil. Se mueve, ¿cómo cabría transformación sin que se moviera? Se condensa y se enrarece. Cuando se dispersa de la manera más sutil genera el fuego. Condensado es viento primero; más condensado y comprimido, nubes; luego agua, más tarde tierra y piedras. La tierra es plana y se sostiene en el aire. También lo son el sol, la luna y los astros ígneos. Nacen de la tierra por la bruma húmeda, que al enrarecerse se convierte en fuego y al elevarse se hace astros. Estos no se mueven bajo la tierra, sino que giran alrededor de ella por la noche, justo debajo del horizonte, como un sombrero lo hace en la cabeza.

En G I 208 (DK 13 B 2). Hipólito, Ref. I 7, 1-9, completo en G I 196, 202, 209, 215, 221, 224, 227 y 228 (DK 13 A 7). 43 44

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III El pitagorismo es otro mundo. Con Pitágoras se inicia una larga tradición, que va mucho más allá de la mera sabiduría y desentrañamiento del cosmos: es una manera de vivir, es una ascética y una mística, es una manera de colocarse frente al mundo y frente a la sociedad, es una orden monástica. Para colmo, los pitagóricos son de otras tierras. Estamos ya muy lejos de los milesios, en la parte occidental de la actual Turquía, y tenemos que irnos hasta la otra punta del mundo griego, la península italiana y Sicilia. Sólo más adelante caeremos sobre el centro mismo de la Grecia clásica: Atenas. En los milesios había una preocupación fundante: las cosas todas forman una unidad, constituyen un todo, y ese todo tiene un único principiar, del que todo se origina y al que todo viene a volver, en un proceso que Aristóteles va a llamar de generación y corrupción. Hay una naturaleza, pero no amorfa y desordenada, sino informada de un principio único, que todo, pues, lo ordena, constituyéndolo en cosmos, es decir, un todo con su ordenamiento propio, el único que en definitiva hay, pues todo lo informa y de todo está informado. Pitágoras y sus seguidores miran igualmente todas las cosas e intuyen en ellas algo que es decisivo para ellas, pero que les es invisible, no sólo en tanto que está por debajo y la vista no es capaz de verlo (se va a necesitar la inteligencia para ello), sino que es una invisibilidad distinta, radicalmente distinta. Lo que informa todo no será ya un principio que todo lo principia, sino un por debajo y distinto, una cosa que nada tiene de materialidad de cosa, sin ser una abstracción sin realidad, sin cosidad; una abstracción que nada tiene de cosa, sino que es música, es ordenación según la ordenación musical, de ahí que sea número. En el pitagorismo —al menos tal como lo veo—, en el principio era la música, la belleza de lo oído, la inmaterialidad de los sonidos bellos, ese mundo impalpable, inapresable, que nos viene de fuera, que nos atrapa y se hace con nosotros, que nos informa por dentro a la vez que nos informa de una belleza que se hace con nosotros, estando fuera de nosotros. Sólo quien ha vivido la belleza de lo auditivo y se ha parado a contemplarla para desentrañar su misterio, puede descubrir que la esencia última de la música es número.

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Esa belleza impalpable de la música es ordenable, es número. De ahí que la belleza también impalpable del universo de todas las cosas sea ordenable, sea número. ¿Cómo ha llegado Pitágoras a esta sorprendente y genial idea? Es lo que vamos a ver al punto. Flautas y liras son los instrumentos musicales por excelencia de los músicos griegos. Tubos agujereados en los lugares precisos y con diámetros adecuados. Cuerdas de longitud precisa y tensadas convenientemente. Con esos instrumentos es con lo que se produce el sonido musical. Todo acorde sale de ahí, de esa materialidad construible y medible. Reflexionando sobre esta realidad es como los pitagóricos han llegado a los números45. A

B G

E

C

F D

Vamos a tomar dos cuerdas, AB y CD, que tensaremos a la vez, para que las diferencias en el sonido de las cuerdas proceda sólo de su longitud. En la CD, en los puntos E, F y G, como si fuera la guitarra, podemos, simplemente poniendo el dedo, acortar la longitud vibrante de la segunda cuerda. El punto E es el que hace exactamente que ED sea la mitad de CD. El punto F es el que hace que FD sea exactamente los 2/3 de CD y el G el que hace que GD sea los 3/4 de CD. Hacemos vibrar ambas cuerdas a la vez con sus longitudes enteras y las dos dan la misma nota. Acortamos la segunda poniendo el dedo en E, acortando pues esta segunda cuerda a su 1/2. Al hacer vibrar al unísono AB y ED 45 Véase Robert Baccou, Histoire de la science grecque de Thales à Socrate, Aubier, París, 1951, pp. 120-124, basándose en textos de Teón de Esmirna. De la manera que digo en el texto o de la que fuere, lo cierto es que los más tempranos pitagóricos conocieron esas relaciones. Además de esas páginas de Baccou debe consultarse: Maria Timpanaro Cardini (ed.), Pitagorici, testimonianze e frammenti, 3 vol., Florencia, 1958-1964, con preciosas notas en los textos correspondientes a Hípaso y Teón de Esmirna, en I, pp. 100-101 (DK 18 13), y de Boecio, Inst. mus. II 19, en I, pp. 102-104 (DK 18 141); también los textos correspondientes a Arquitas de Claudio Ptolomeo, Harmon. I 13, en II, pp. 310322 (DK 47 A 16), de Porfirio, In Ptolom. harmon. I 6, en II, 322-326 (DK 47 A 17) y en Teón, en II, 330-335 (DK 47 A 17a). Cf. también W. K. C. Guthrie, Historia de la filosofía griega, vol. I, Gredos, Madrid, 1984, pp. 207-221.

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la relación de longitudes es AB/ED=1/2, mientras que los dos sonidos están en el intervalo de octava. Si punteamos en F, FD se ha reducido a los 2/3 de CD; si hacemos vibrar AB y FD, la relación de longitudes es AB/EF=3/2, produciéndose un intervalo llamado de quinta. Punteando en G, GD constituye las 3/4 de CD; hacienda vibrar ahora AB y GD, la relación de longitudes es AB/GD=4/3, produciéndose el intervalo de cuarta. Los intervalos de octava, de quinta y de cuarta son la base de todos los acordes musicales producidos par la lira griega de siete cuerdas. Así pues, en la base de todos los acordes musicales —porque cualquier otro acorde termina teniendo relación numérica— hay relación entre números. Además, el principiar musical mismo tiene su relación explícita, tiene su explicación en el propio principiar de los números enteros. Son relaciones entre los números 1, 2, 3 y 4. En la música todo sale de renovadas complicaciones de esos acordes básicos. En la aritmética todo sale de renovadas complicaciones de esos números básicos. Para colmo, 1+2+3+4=10. Nos aparece así el sagrado número de los pitagóricos, la tetractys. Número admirable, base de toda numeración, número divino como ningún otro. Hasta ahora la ordenación del cosmos —si es que los milesios hablaran de tal manera, pues Aecio nos dice46 que fue Pitágoras el primero que llamó cosmos al conjunto de todas las cosas, por el orden que en él reina— se ha dado en el principio, con proceso de ida desde él a todas las cosas y de vuelta de todas ellas hasta el principio. Era, simplemente, una ordenación principial, quedando desordenado, si así puede decirse, todo el proceso. Con los pitagóricos, la ordenación del cosmos se hace obvia y férrea en cuanto que responde a la ordenación aritmética y geométrica de los números. «Creyeron (los primeros pitagóricos) que los principios de ellas (las matemáticas) eran principios de todas las cosas existentes». De estos principios, los primeros son los números, por lo que creyeron poder ver semejanzas entre los números y las cosas («tras ver en los números las propiedades y relaciones de la escala musical»), y puesto que las cosas parecían asemejarse a las cosas en su naturaleza (en su “física”) y los números son los primeros de toda la naturaleza, «supusieron que los 46

Aecio, II 1, 1 (DK 14 A 21).

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elementos de los números eran los elementos de todas las cosas existentes, y que todo el cielo era armonía y número». Hay semejanza en la naturaleza misma. Las armonías, concordancias y relaciones en los números significan armonías, concordancias y relaciones en la naturaleza misma de las cosas todas. El ordenamiento de los números se hace ordenamiento cósmico. Según Aristóteles, por tanto, los pitagóricos vieron que los números son formalmente principios del cosmos. Otros pitagóricos, además, según este filósofo, creyeron «que el número era principio, tanto en cuanto materia de las cosas existentes como en relación con sus propiedades y estados, mientras los elementos del número son lo par y lo impar», en donde lo par es elemento limitado y lo impar elemento infinito. Pero todavía hay otros para los que «hay diez principios, que se ordenan en columnas paralelas: límite e infinito impar y par uno y multiplicidad derecha e izquierda macho y hembra en reposo y en movimiento recto y curvado luz y tiniebla bueno y malo cuadrado y oblongo»47. Este largo texto aristotélico nos pone en pista de hondas diferencias entre los pitagóricos, diferencias que quedan perfectamente establecidas en toda su tradición entre los llamados «matemáticos» y los llamados. «acusmáticos»48. Pero, además, nos deja en la niebla de lo que pensaron

47 Todo el párrafo, con sus citas correspondientes, es de Aristóteles, Met. 985b-986a, en G I 349 (DK 58 B 4-5). 39. 48 Textos en G I 345-348. «De ellos, los matemáticos eran admitidos por los otros como pitagóricos, pero ellos mismos no admitían a los acusmáticos, ni admitían que su doctrina fuera de Pitágoras, sino de Hípaso. Unos decían que Hípaso era de Crotona, otros que de Metaponto. La filosofía de los acusmáticos consistía en sentencias orales indemostrables y sin fundamento», Jámblico, Vida de Pitágoras, XVIII, 81-82, en G I 346 (DK 18 4 y 58 C 4).

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los primeros pitagóricos, pues, por ejemplo, ninguna mención se conoce de «oblongo» anterior al siglo IV a. de C., con Platón y Jenofonte. Con Pitágoras y los primeros pitagóricos acontece como con los milesios: apuntan un horizonte nuevo. Sería precipitado decir todo lo que ellos inventaron en matemáticas, pues de cierto que fue poco. Pero, sin embargo, pusieron los raíles por los que una producción matemática importantísima habría de venir. Y lo hicieron en dos ámbito: la aritmética y la geometría. Su aritmética era un estudio de los números enteros y la configuración de series que en ellos se descubren. La unidad para ellos tiene, por así decir, espesor —aunque sea, evidentemente, insecable, pues es uno y no multiplicidad—; se trata de una piedrecilla, una esferilla que se coloca junto a otras idénticas a ella para formar todos los demás números enteros; estos, por tanto, siendo meras abstracciones aritméticas, tienen configuración geométrica. Precisamente la visualidad de la colocación es lo que hace adivinar nuevas y nuevas series de números en las que encontramos relaciones específicas entre algunos de ellos, sin límite, pues esas series van hasta los números tan grandes como se quiera49. De la aritmética nace, por tanto, la figura geométrica, nace su interés por los cuerpos sólidos y su configuración, y las relaciones que dentro de sus distintas líneas y superficies se establecen. Estas relaciones son siempre relaciones numéricas, pues las líneas, las superficies y los volúmenes son medibles. Por eso se establece una correlación estrechísima entre aritmética y geometría. La medición, además, como se comprende enseguida, no es otra cosa que una relación con una magnitud que se toma como unidad. La unidad aritmética es siempre la misma: el uno. La unidad geométrica, en cambio, se establece a voluntad, pues no es otra cosa que una comparación entre, por ejemplo, dos líneas. Precisamente de ahí es de donde sale uno de los más graves escándalos con los que se encontraron Pitágoras y los primeros pitagóricos, hasta el extremo de prohibir bajo las máximas penas revelar el secreto. Este secreto es el de la inconmensurabilidad, el de los números 49 Sobre la teoría de los números de los pitagóricos, puede verse en ¿Salvar lo real? Materiales para una filosofía de la ciencia, Encuentro, Madrid, 1983, pp. 21-38. Sobre el comienzo de las matemáticas griegas, lo mejor es el libro de Árpád Szabó. Evidentemente, aunque mucho más antiguo, también Thomas Heath.

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irracionales. Hay líneas, cantidades geométricas, como el lado y la diagonal de un cuadrado, en las que no es posible tomar ninguna unidad, incluso eligiéndola tan pequeña como se quiera en magnitud, de tal manera que con ella se mida a la vez el lado y la diagonal. Está aquí el número irracional √2. A quien reveló a los no iniciados la naturaleza de la conmensurabilidad y la inconmensurabilidad, el resto de la comunidad abominó tanto de él «que no sólo lo expulsaron de la comunidad y de la casa común, sino que incluso le construyeron una tumba, como si efectivamente hubiera perecido para la vida que, junto a hombres, había llevado quien alguna vez había sido su compañero»50. Pero, desgraciadamente para la comunidad pitagórica, también hubo traidores que dieron a conocer otro gran secreto de los pitagóricos, el de la construcción de figuras regulares. Pero quien lo hizo pereció ahogado en el mar51. Sea lo que fuere de estos descubrimientos por los primeros pitagóricos, lo que sí me parece cierto es el interés de su principiar del cosmos, al decir que «las cosas existen “por imitación” (mivmhsi") de los números»52. De nuevo aquí nos encontramos frente a algo muy importante: un problema. Este problema lo plantea así Aristóteles: «Tampoco se ha explicado de cuál de las dos maneras son los Números causas de las substancias y del ser, si como límites (como los puntos son límites de las magnitudes, y de la manera en que Éurito señalaba el número de cada cosa; tal número, por ejemplo, era el del hombre, y tal otro, el del caballo, imitando con las piedrecillas las formas de los seres vivos, del mismo modo que imitan el triángulo y el cuadrilátero los que reducen los números a las figuras) o porque el acorde musical es una relación numérica, y lo mismo también el hombre y cada una de las demás cosas. Pero ¿cómo son números las afecciones, por ejemplo lo blanco, lo dulce o lo caliente?»53. Música. Números. No estamos lejos de la música celestial de Kepler. El principiar de todo es el número, sus relaciones, sus armonías, que se 50 51 52 53

Jámblico, Vida de Pitágoras XXXIV 246, en G I 363 (DK 18 4). Papo y Jámblico, en G I 362 y 364. Aristóteles, Met. 987b, en G I 360 (DK 58 B 12). Aristóteles, Met. 1092b, según la traducción de Valentín García Yebra.

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hacen armonía musical. ¿Cuál será, pues, el orden de los cielos? Aunque ni Pitágoras ni los primeros pitagóricos lo hayan dicho, la conclusión es obvia54. Por último, también «parece que los pitagóricos han dicho que el vacío (kenovn) existe»55. Es necesario para construir figuras y configuración de números desde la unidad, la piedrecilla con la que, utilizando repetidas unidades todas iguales, se constituyen.

IV Heráclito y Parménides son otro mundo. Puede parecer curioso que surjan en estas páginas sobre el “nacimiento de la ciencia”. Y, sin embargo, ocupan un lugar esencial, como vamos a ver. Hasta ahora teníamos delante la “física” y las “matemáticas”. Faltaba algo decisivo, con dos aspectos: quien habla es el lenguaje de la razón y se habla de lo que es. Aquí es donde dieron pasos de gigante nuestros dos filósofos. Su intervención filosófica, una vez más, es decisiva no sólo por lo que dijeron, sino, quizá, sobre todo, por los problemas que plantea esa intervención; por así decir, porque ponen el dedo en dos llagas filosóficas dolorosas. La palabra clave de Heráclito es esta: razón, lovgo". ¿Puede extrañarnos que san Hipólito, que murió mártir en Roma en 235-236, sea quien más y mejor nos acerque a Heráclito, quien con más empeño consultara y transcribiera fragmentos del libro del vetustísimo filósofo griego, quien más cuidado pusiera en desentrañar el sentido de esa razón, viendo en la marcha del pensamiento de Heráclito una influencia importante en la forma en que heréticos de su tiempo malcomprendían y malinterpretaban el Verbo cristiano? Es notable y extremadamente curioso que así sea. La obra es, como ya sabemos, una refutación de todas las herejías; Hipólito quiere probar que Noeto de Esmirna y sus discípulos, Epígono y Cleómenes, «creyendo ser discípulos de Cristo, no lo son, sino del Tenebroso»56.

54 Cf. Aristóteles, Del cielo 290b (DK 58 B 35) y las notas de Maria Timpanaro Cardini, Pitagorici, III, pp. 198-202. 55 Aristóteles, Fís. 213b, en G I 370 (DK 58 B 30). 56 Hipólito, Ref. IX 8, según la traducción de Agustín García Calvo.

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El libro de Heráclito recibe el cómodo y común título de Peri; fuvsew". Agustín García Calvo en su edición crítica57 atribuye tres títulos a las tres partes en que se divide: Lovgo" peri pavntwn (Razón general o de las cosas todas), Lovgoß politikovß (Razón política o sea de gobiernos y de almas), Lovgo" qeologikov" (Razón teológica o sea de religiones y ultimidades). El párrafo inicial del libro heraclíteo dice así: «Esta razón, siendo esta siempre como es, pasan los hombres sin entenderla, tanto antes de haberla oído como a lo primero después de oírla: pues, produciéndose todas las cosas según esta razón, parecen como faltos de experiencia, teniendo experiencia así de palabras como de obras tales como las que yo voy contando, distinguiendo según su modo de ser cosa por cosa y explicando qué hay con ella. En cuanto a los otros hombres, les pasa desapercibido todo lo que estando despiertos hacen, tal como se olvidan de todo lo que durmiendo»58. Todas las cosas se producen (del verbo givgnomai) por el logos. Este mismo lógos es el que sirve para distinguir el modo de ser (kata; fuvsin) de cada cosa y para explicarla. Esa razón es a la vez la que se da en todos los procesos reales y la que habla en el libro de Heráclito. Con ella es con la que los hombres se tropiezan a cada paso. Tal razón es la que debe darse de consuno —como dice García Calvo— en la realidad y en nuestro razonamiento sobre ella. Ese logos «no es otra cosa que lenguaje (si el lenguaje puede mencionarse a sí mismo sin convertirse en otra cosa), y por tanto a la vez ordenación, por oposiciones y correlaciones, y a la vez actividad de habla lógica, razón raciocinante»59. Las operaciones de la razón van a ser dos, ambas en contradicción: distinguir lo uno de lo otro y descubrir que lo uno era lo otro. Los ejercicios de la razón, las razones, están privadas de razón, pues la razón Agustín García Calvo, Razón común, edición crítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito, Lucina, Madrid, 1985. Los fragmentos de Heráclito los citaré siempre por esta magnífica edición con las siglas GC y el número que ella le adscribe, seguido siempre entre paréntesis de la numeración de Diels-Kranz. 58 Sexto Empírico, Contra los matemáticos VII 132, en GC 1 (DK 22 B 1). 59 García Calvo, Razón común, p. 34. 57

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está aparte de todas las cosas: «De cuantos he oído razones, ninguna llega hasta tanto como reconocer que lo inteligente (o{ti sofovn) está separado de las cosas todas»60. Las cosas están regidas por la razón, pero ella está aparte de todas las cosas, incluso está aparte de las ideas de los hombres, producto también de la razón. Las razones están, pues, privadas de razón, en cuanto que quieren privatizarla, pues no quieren reconocer que la razón está aparte y fuera de todas las razones. Estando la razón metida en todo, está fuera de todo. La realidad, la fuvsi", no se nos impone por sí misma; al contrario, «gusta de esconderse»61, pues está producida por razón, no nos viene dada en la práctica o de hecho, sino que nos es dada de palabra o en razones; la realidad no es previa y ajena a toda palabra, como algo que está por debajo de las palabras, que es anterior a todo lenguaje. Al apelar a este “de hecho” se toma por verdadero lo que sólo es apariencia. Como interpreta García Calvo, «por debajo de las cosas están las palabras y la razón»62. En las relaciones reales hay una lógica oculta, que debemos descubrir: «ajuste inaparente, mejor que el aparente»63. Es confusión estimar las cosas aparentes y despreciar las ocultas; ambas deben tenerse en igual estimación, como si «inaparente» y «aparente» fuesen una y la misma cosa. La facultad de pensar o de inteligencia es común para todos, comunitaria, no es una facultad propia, privada. «Común es a todos el pensar»64, y debemos hacernos fuertes en lo común de todos, y no en lo privado de cada uno: «Hay que seguir a lo público: pues común es el que es público; pero, siendo la razón común, viven los más como teniendo un pensamiento privado suyo»65. Los que se aplican a su inteligencia propia actúan irracionalmente y son extraños a la razón, por más que sus actos siguen regidos en todo por la razón común, puesto que todo lo rige, incluido lo que está en contradicción con ella. La razón no es

Estobeo, Florilegio III 1, 174, en GC 40 (DK 22 B 108). Temistio, Discursos V 69ab, en GC 35 (DK 22 B 123). 62 García Calvo, Razón común, p. 111. Como el lector podrá apreciar, sigo a cierraojos a este autor. 63 Hipólito, Ref. IX 9, 5, en GC 36 (DK 22 B 54): aJrmonih ajfanhv" fanerh`" krevttwn. 64 Estobeo, Flor. III 1, 179, en GC 2 (DK 22 B 113): to; fronevein, la facultad de inteligencia o de pensar. 65 Sexto Empírico, Cont. mat. VII 133, en GC 4 (DK 22 B 2). 60 61

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privada de uno, sino que es de todos y de cualquiera, por ello es pública. Pero, sin dejar nunca de serlo, no nos damos cuenta de que así sea, haciéndonos extraños a la razón. La mayor parte nos creemos dueños de lo que pensamos, como si nuestros pensamientos fueran cuestión privada, ya que la inteligencia que los produce es del que piensa. Mas, cuando es así, llegamos a convicciones personales, a creencias, no a la verdad de las cosas. «Estar despiertos» y «estar durmiendo»: son maneras de estar, la de «los menos» y la de «los más». Para los primeros, el ordenamiento del mundo «es único y común o público»; en el grupo de los segundos, en cambio, «cada uno se desvía a uno privado y propio suyo»66. Pero esto no significa que los durmientes no sean también «operarios y colaboradores de las cosas que en el mundo se producen»67. Todo está regido por razón; incluso, en contradicción, como negación, lo que no es racional, lo irracional. Callar es hablar con el silencio. Heráclito insiste continuamente en que la razón está siempre en todas las cosas y en todos los procesos reales, mientras que los hombres estamos siempre fuera de esta certidumbre, nos falta conciencia de que así estamos como durmiendo. Hay una lógica de las cosas y la manera de pensar de los muchos está en discordia con ella. ¿Qué dice razón de las creencias de los hombres? Son «juguetes de niños»68, entretenimientos que desvían de la conciencia la verdadera razón de las cosas. Los más se hacen «fabricantes de creencias», incluidos los científicos. ¿Por qué? Porque piensan que los sentidos dan testimonio de la verdad de las cosas, cuando estos no pueden más que ver y oír las cosas como están constituidas por las ideas dominantes. Fabricantes de creencias: ideólogos. Creer en un saber propio introduce irracionalidad entre los hombres. Los hombres se vuelven así bárbaros y razón no habla por sus bocas. «Sin entender tras haber oído, a sordos se parecen: para su caso reza el dicho de que “presentes, están ausentes”»69.

Plutarco, De la superstición 3, 166c, en GC 5 (DK 22 B 89). Marco Aurelio Antonino VI 42, en GC 6 (DK 22 B 75). 68 Cf. GC 12 (DK 22 B 70). 69 Clemente, Stromata V 115, 2.3, en GC 17 (DK 22 B 34). Cf. CG 15 y 16 (DK 22 B 107 y 133+19). 66 67

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¿Qué han hecho «los más»? Dar crédito y halagar «a recitadores de pueblo», tomar por maestros «a la turbamulta»70. En las cuestiones en litigio, aducen «poco fiables avaladores»71, pues presentan a poetas y mitógrafos. Los «filósofos»72, por supuesto, han de ser investigadores de muchas cosas, sin que, como vamos a ver al punto, nos vayamos a quedar en algo que no sea más que mera investigación científica. Observación e investigación científica son instrumentos de desbroce («pues oro los que andan buscándolo tierra excavan mucha y encuentran poco»73), para corregir creencias recibidas; pero quien se quede en los estudios científicos, poco habrá hecho, pues «ello es, en fin, que plurisciencia no enseña a tener seso: que se lo habría enseñado a Hesíodo y también a Pitágoras, y así mismo a Jenófanes y a Hecateo»74. Hesíodo: ordenación en serie de los mitos, una sucesión lineal que introduce, pues, la ideación del tiempo. Pitágoras75: una física con lenguaje matemático. Hecateo de Mileto: la descripción empírica de la geografía y de la historia. Jenófanes: citado aquí, quizá, como predecesor frustrado de Heráclito. Frente a los saberes de la ciencia y de los mitos, ¿cuál es, pues, el buen juicio, el buen modo de pensar? «Es buen juicio saber de lo inteligente sólo, y aquello que era gobernar todas las cosas por medio de todas»76. Como comenta García Calvo77, este saber es un saber en ejercicio, un buscar entender lo inteligente, en donde se supone que se identifica el entendimiento de los hombres con el entendimiento que se ejercita en las cosas; esta identificación queda maltratada por cualquier creencia o saber particular que proceda de una razón o un pensamiento que no es más que privado.

Proclo, In Alcib., 1 525, 21, en GC 20 (DK 22 B 104). Polibio IV 40, 2, en GC 21 (DK A 23 + B 122). 72 Clemente, Stromata V 140, 5-6, en GC 22 (DK B 35). 73 Teodoreto, Curación de las enfermedades griegas I 88, en GC 23 (DK 22 B 22). 74 Diógenes Laercio IX 1, en GC 24 (DK 22 B 40). Las especificaciones que siguen a cada nombre en el texto las tomo, como siempre, de García Calvo, Razón común, p. 84. 75 Se mete también con Pitágoras en dos fragmentos GC 26 y 27 (DK 22 B 129 y 81). 76 Diógenes Laercio, IX 1, en GC 25 (DK 22 B 41): e[sti ga;r e{n to; sofo;n ejpivstasqai gnwvmh o{ t ej h [ n kubernh`sai pavnta dia; pavntwn. 77 Cf. García Calvo, Razón común, pp. 86-87. 70 71

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«Lo inteligente está separado de las cosas todas»78. La razón no se confunde con nuestro ejercicio de la razón, está apartada y fuera de las razones, de la misma manera que, aunque rige todas las cosas, está apartada y fuera de todas las cosas. Hay una contradicción entre ese «estar fuera» y ese «estar dentro», pues la razón está en todas las razones, pero en ninguna de las razones puede estar la razón: la razón está en todo, a la vez que está fuera de todo. Hay aquí guerra79 o principio de contradicción, y es este principio de contradicción el que todo lo rige, el que rige todos los procesos por los que todas las cosas vienen a ser y se transforman unas en otras: «Correlaciones, nociones enteras y a la vez no enteras: “coincidente”/“diferente”, “consonante”/“disonante”, y lo mismo “de todas las cosas, una sola” que también “de una sola, todas las cosas”»80. Contradicción, oposición dialéctica, contraposición; esto es lo que se da siempre en toda relación, pues en ella siempre es la propia relación la que tiene entidad, además de unidad. Pero, a la vez, en uno está lo múltiple, la unidad implica multiplicidades. «Camino arriba, camino abajo, uno solo y el mismo»81. «Pues en uno son principio y fin en contorno de redondel»82. «En unos mismos ríos entramos y no entramos, estamos y no estamos»83. No se trata de la doctrina del fluir perpetuo (pavnta rJei`) como se ha entendido tantas veces, siguiendo a Simplicio, como si lo que la razón revelara fuera la mera fluidez continua de todo lo real, sino que lo que la razón desea revelar en la realidad es la contradicción, pues la condición de la naturaleza, la fuvsi", es ser una componenda, como dice García Calvo, entre dos componentes incompatibles: la idea de la cosa y aquello que está por debajo de las ideas de las cosas. La realidad necesita un ingrediente más, que la naturaleza muestre su cohesión sin la que todo se desparramaría: el movimiento84. Él es el único medio de que la contradicción se manifieste (y oculte) bajo forma

Estobeo, Flor. III 1, 174, en GC 40 (DK 22 B 108). Cf. GC 44 y 45 (DK 22 B 80 y 53). 80 Ps-Aristóteles, Del mundo 5, 396b, en GC 46 (DK 22 B 10). Cf. GC 47 y 48 (DK 22 B 50 y 67). 81 Hipólito, Ref. IX 10, en GC 60 (DK 22 B 60). 82 Porfirio, Cuestiones homéricas v. 200, en GC 61 (DK 22 B 103). 83 En GC 63, véase su largo comentario y justificación en pp. 184-189. 84 Cf. GC 71 (DK 22 B 125). 78 79

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de realidad, como dice bellamente García Calvo. Un nombre de la razón es «fuego»85, no el fuego como «principio» o como «elemento» (eso es razón privada, creencia, opinión), sino el nombre que se da ella cuando se mira, entrando en contradicción consigo misma, mucho más que el inicio de una cosmología heraclítea. ¿Tiempo, sucesión? Instantaneidad: «y las cosas todas las timonea el rayo»86. No hay un proceso con un «antes» y un «después», además de un «ahora»; se niega la ideación habitual del tiempo, emparentada con una conciencia de quien al moverse a sí mismo percibe su propio movimiento, sino una simultaneidad y sucesividad que se da a la vez, en operación dialéctica87. Sería razón propia la de un mortal que idea el tiempo desde su propia condición de mortal que le cierra sobre sí, para luego enseguida dejar paso a otro. Así pues, ¿qué es tiempo? Terminaré estas apretadas páginas con las siguientes extrañas y bellas palabras del Tenebroso: «Tal como revoltijo de cosas echadas al azar es el más hermoso revoltijo, así el mundo»88. Ha aparecido ya en nuestro horizonte otra luz. La primera fue la del principiar, y comenzamos una aventura en su búsqueda. Ahora surge ante nosotros razón, razón que produce todas las cosas del mundo y razón que en nosotros parte en busca de las razones de cualquier principiar y de todo continuar de algún proceso. Razón que es la nuestra y que es el instrumento con el que buscamos con razones las funciones y las maneras de todas las cosas. Descubrimos antes que algo es principio y elemento de todas las cosas del todo, que el mundo es cosmos, que tiene ordenación desde un principio y que esa ordenación se desparrama en el tiempo porque es procesual. Descubrimos ahora que todo decir es decir de razón, que todo decir sobrepasa el terreno de lo «decir-por-decir», puesto que es lenguaje y es también un «decir-algosobre-algo». ¿Razón común? ¿Razón privada? ¿Razones privadas de razón? ¿Razón que participa de la razón general? ¿Razón que produce el cosmos? ¿Cosmos ordenado según razón? ¿El tiempo, una mera ideación de la razón privada? ¿Presencialidad de todo en la razón? ¿Ultimidad de

85 86 87 88

GC 74, 75, 76, 77, 80 y 81 (DK 12 B 90, 65, 31, 76, 66 y 30). Hipólito, Ref. IX 10, en GC 84 (DK 22 B 64). Cf. sobre todo el texto de Hipólito, Ref. IX 9, en GC 85 (DK 12 B 52). Teofrasto, Metafísica 15, en GC 82 (DK 22 B 124).

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la razón frente a las penultimidades de poetas y científicos? Los problemas que se nos plantean desde aquí surgen, pues, a borbotones por el horizonte.

V Yeguas, carros, ejes con sus cubos, doncellas, puertas que se abren, luz, chirridos de los goznes y de los pernos, y al final la diosa: «Oh, joven, compañero de inmortales aurigas, tú que con las yeguas que te llevan alcanzas hasta nuestra casa, ¡salud! Pues no es mal hado el que te ha inducido a seguir este camino —que está, por cierto, fuera del transitar de los hombres—, sino el Derecho y la Justicia. Es justo que lo aprendas todo, tanto el corazón imperturbable de la persuasiva verdad como las opiniones de los mortales, en las cuales no hay creencia [verdadera. No obstante aprenderás también esto: cómo las apariencias habrían tenido que existir genuinamente, siendo en todo (momento) [la totalidad de las cosas»89. El poema de Parménides nos presenta la revelación de la diosa; como dice Alfonso Gómez-Lobo90, hay que interpretarlo, con toda probabilidad, como un viaje que nos conduce al origen último del cosmos, a la fuente última de todo lo que hay. No significaría, en cambio, como muchas veces se ha entendido, un camino que simboliza los procesos del pensamiento racional. Las vías de investigación que son pensables son solamente dos: «una, que es y que no es posible que no sea», esta es la senda que acompaña 89 Sigo de cerca Alfonso Gómez-Lobo, Parménides, texto griego, traducción y comentario, Charcas, Buenos Aires, 1985. Las citas están tomadas de ahí. Esta vez la manera de citar es más sencilla: 1, 18 significa fragmentó 1, verso 18; toda cita debería llevar antes las siglas DK 28 B, pero, al no haber posibilidad de confusión, me lo comeré todas las veces. El poema se lee también en G I 1043-1062 y en KR 342-359. 90 Gómez-Lobo, Parménides, p. 44.

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a la verdad; «la otra, que no es y que es necesario que no sea»91, pero esta nada informa, pues no se podría ni conocer ni mostrar lo que no es. Los anteriores presocráticos —excluido Heráclito— se entregaron al gozo de investigar el cosmos entero. Parménides, en cambio, investiga el punto de partida: el sujeto del que se quiere hablar debe ser sometido a consideración, para ver si es o si no es. ¿Qué significa para Parménides «es» y «ser»? ¿Es un «es» de identidad? ¿Representa «ser» las matrices de predicación, se trate de subsunción, de subordinación o de otros usos? En este caso la segunda vía representaría la matriz de toda proposición negativa. Al parecer, siguiendo a Gómez-Lobo, no son afirmaciones sobre lo verdadero o lo falso, sino que son consideraciones sobre los objetos singulares. El verbo «ser» lo emplea Parménides aquí para hablar de la existencia de individuos singulares. Las dos vías de investigación del objeto señalan: la primera, que el objeto existe; la segunda que el objeto no existe, y que iniciar las investigaciones por esa vía es improcedente, por tanto92. To; ga;r aujto; noei`n e[stin te kai; ei\nai: «pues lo mismo es (para) pensar y (para) ser»93, según la traducción de Gómez-Lobo; pero no la traducción que se ha hecho normalmente: «pues lo mismo es el pensar y el ser». No se trata, pues, de que lo ente parmenídeo sea un ser pensante, sino una afirmación de que lo que no existe no es pensable, no puede ser objeto para el pensar; lo que no es, lo que no existe, no puede ser sujeto de pensamiento. De una y la misma cosa se dice a la vez que es para pensar, para que alguien la piense puesto que puede ser pensada, y que es para ser, es decir, que puede existir. Lo que no es para ser, lo que no existe, por tanto, no puede ser pensado. Lo que no es equivale a lo que no puede ser94. El pensar, noei`n, ha aparecido ya, ahora aparece la facultad de pensar, novo", la mente, como traduce Gómez-Lobo: «Observa empero las cosas que, aunque ausentes, están firmemente presentes para la mente»95. Ausente y presente parecen ser metáforas para el conocimiento humano.

91 92 93 94 95

Fragmento 2, 3 y 5. Gómez Lobo, Parménides, p. 68. Fragmento 3. Gómez Lobo, Parménides, p. 74. Fragmento 4, 1.

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Lo ausente para el conocimiento, seguramente, sensible, está presente para el pensar. Algunas cosas, aunque ausentes, tienen una presencia asentada. «Reunir» y «dispersar», la condensación y la rarefacción de los otros presocráticos, parecían explicar la multiplicidad de las cosas, pero (la mente) «no zanjará la conexión de lo que es con lo que es (to; ejo;n tou` ejovnto")»96 utilizándolas, pues se da esa firme presencia para el pensar. La mente capta lo que es sin necesidad de compartimentarlo, pues hay una perfecta continuidad en lo que es. Además, lo ente no lo tienen los hombres siempre ante sí, sino que es algo ausente, mientras que lo presente es para ellos algo múltiple y separado, discontinuo. Lo que está firmemente presente para el pensamiento es una cosa bien distinta. Pero, junto a Parménides, pongamos atención, según nos ordena la diosa: «Es necesario que lo que es (para) decir y (para) pensar sea, pues es (para) ser, pero (lo que) nada (es) no es (para ser)»97. Si algo es decible y pensable, es necesario que exista; sostener de algo que puede existir es sostener que existe necesariamente para Parménides. Ser, realidad y necesidad equivalen, lo mismo que no ser, irrealidad e imposibilidad: ¿no se dijo al principio que hay una disyunción radical y excluyente entre lo que es, y lo es necesariamente, y lo que no es, que no es necesariamente? Como no hay alternativa alguna entre ser y no ser, todo lo que es accesible al pensamiento y al lenguaje existe de necesidad98. Y los que dicen otra cosa «yerran», son «bicéfalos», «sordos» y «ciegos», «una horda sin discernimiento, que considera al ser y no ser lo mismo y no lo mismo»99. Aceptadas las premisas parmenídeas, ¿de qué sirven las informaciones de los sentidos? ¿Cómo nos dejaremos llevar ya de lo que digan las gentes? ¿Cómo habrá que imponerse esto: «que cosas que no son sean»100? Habrá que apartarse de esa vía de investigación en la que está «el ojo sin meta, el oído zumbante y la lengua»101. Al contrario, recomienda la diosa:

Fragmento 4, 2. Luego véase Gómez-Lobo, Parménides, pp. 77-79. Fragmento 6, 1-2. Lo que está entre paréntesis es, evidentemente, añadido de Gómez-Lobo, según su manera de comprender el texto de Parménides. «Pero (lo que) nada (es) no es (para ser)», traduce a: mhde;n d’ oujk e[stin. 98 Gómez-Lobo, Parménides, pp. 89. 99 Fragmento 6, 7-9. 100 Fragmento 7, 1. 101 Fragmento 7, 4-5. 96 97

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«Juzga en cambio con la razón la combativa refutación enunciada por mí»102. Juzguemos, pues, mediante la razón, lo que ella, la diosa, nos ha revelado. Esta es ahora nuestra labor: dar razón de lo dicho, explicar y fundamentar que efectivamente sea verdad lo que se ha dicho. Lo que era antes revelación de la diosa queda ya a la consideración de nuestra razón. En el largo fragmento 8 encontramos dos partes103. En la primera se nos caracteriza la vía de la verdad. En la segunda, en cambio, se referirán las opiniones, quizá un tanto mejoradas, de los mortales, pero no ya de la diosa. La premisa de la vía de la verdad es muy simple: «que es»104, es decir, según la interpretación aceptada, «existe». Hay un sujeto de la investigación: «lo que es», «lo ente». Si existe, deberá tener una serie de «signos» o atributos, que deberán ser probados a partir de la única premisa. ¿Cuáles son esos atributos? Que lo ente es: ingénito (ajgevnhton), imperecedero105, total, único o solo en su género, inconmovible, completo (telestovn)106, todo junto (oJmou` pa`n)107, uno (e{n) y continuo o cohesionado108. Luego viene una larga prueba de que, efectivamente, de la premisa aceptada se siguen esos «signos». No merece la pena aquí adentrarse en ella. De todas formas sí que nos vamos a fijar en la expresión siguiente: «no fue jamás ni será, pues ahora es todo junto»109. Encontramos en ella una afirmación sobre el tiempo, que ha provocado largas disputas sobre el ser y el tiempo en Parménides. Consideremos el presente to, un instante en el futuro, t+1, y un instante en el pasado, t-1. ¿Lo ente existe en to, pero no existe en t+1 ni en t-1? Lo que existe, ¿existe en todo momento del tiempo, en to, en t+1 y en t-1? La primera manera de entender la expresión defendería la eternidad intemporal. La segunda, la eternidad transtemporal. En la primera no hay duración; en la segunda, el tiempo y lo ente son coextensivos, no habiendo ningún momento del tiempo en que no haya ente. Alfonso Gómez-Lobo110 se inclina por la manera primera de entender el texto de Parménides, ya que este niega todo 102 103 104 105 106 107 108 109 110

Fragmento 7, 5-6. La razón, lovgo". Fragmento 8, 1-49 y 8, 50-61. Fragmento 8, 2. Fragmento 8, 3. Fragmento 8, 4. Fragmento 8, 5. Fragmento 8, 6. Fragmento 8, 5. Gómez-Lobo, Parménides, pp. 128.

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cambio, y si no hay cambio, no hay tiempo. Es un presente intemporal, «existe ahora» (nu`n e[stin), como si de una afirmación matemática se tratara. Hay más aún, pues no sólo se afirma la unidad de tiempo, sino también la unidad respecto al espacio: «Ni es divisible, pues es todo homogéneo. Ni hay más aquí, lo que le impediría ser continuo, ni hay menos, sino que todo está lleno de lo que es. Por ende, es todo continuo, pues lo que es está en contacto con lo [que es»111. No hay divisibilidad, pues no hay manera de diferenciar partes. No hay cambio, no hay movimiento, no hay alteración. Pero, no es que no haya movimiento porque se dé el hecho de que no lo hay, sino porque no puede poseerlo. Además, lo ente no es informe, sino que tiene límites y fronteras muy precisas, y precisamente es así porque es perfecto, superior. Lo ente, pues, es indivisible, a la vez que es inmóvil, completo y bien circunscrito por límites. Pensar en algo y concebir que ese algo no existe es una contradicción; el pensar no puede darse sin lo ente. Cuando expresamos algo, lo decimos, pues ese pensar expresado no podrá darse sin lo ente. Pensar consiste siempre en decir que es: «Lo mismo es pensar y el pensamiento de que es; porque sin lo que es, cuando ha sido expresado, no hallarás el pensar»112. La única realidad es lo ente, y Parménides condena por ello con radicalidad la opinión común: «Es (mero) nombre todo aquello que los mortales han establecido convencidos de que es verdadero: generarse y perecer, ser y no ser, cambiar de lugar y mudar de color resplandeciente»113. Cómo es, en definitiva, esa realidad a la que ha llegado, ese «lo ente» del que trata en el poema nos lo dice con estas palabras: «Además, puesto que hay un límite extremo, está completo desde toda dirección, semejante al bulto de una esfera bien redonda, igualmente equiparada desde el centro en toda dirección; pues no [es correcto 111 112 113

Fragmento 8, 22-25. Fragmento 8, 34-36a. Fragmento 8, 38-41.

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que sea algo más grande ni algo más débil aquí o allá. Pues no existe algo que no sea que le impediría llegar a su semejante, ni existe algo que sea de modo que de lo que es haya aquí más y allá menos, porque es del todo [inviolable. Por ende, siendo igual desde toda dirección, alza uniformemente sus [límites»114. ¿Cómo se ha de entender este símil de la esfera? Algunos lo toman tal cual, sin dar importancia al «semejante». El mundo, según estos, sería un lleno totalmente material, sin vacío, sin ninguna realidad que sea inmaterial. Otros, por el contrario, ven en el símil una mera metáfora. Para ellos, Parménides hablaría de una realidad que no es el mundo, totalmente inmaterial e inespacial, siendo lo ente puramente inteligible e inmenso. Alfonso Gómez-Lobo115 prefiere no llegar en su interpretación a ninguno de esos dos extremos. Lo ente es sólo aprensible por el pensamiento, por eso es muy improbable pensar que sea material, para Parménides. Hay connotaciones espaciales que no parecen ser meramente metafóricas, hay direcciones, hay centro, hay distancias de igual magnitud; en una palabra, hay una determinada manera de estarse en eso que ahora decimos espacio. Esa esfera, podría significar “pelota”, como en Homero116, sin que tengamos necesidad, quizá, de hacer mayores identificaciones. Pero, en todo caso, debe dejarse la posibilidad de que Parménides —discípulo de un pitagórico— haya tenido por debajo una concepción más estrictamente estereométrica. Parece claro

114 Fragmento 8, 42-49, Agustín García Calvo tiene una preciosa traducción del poema —reordenado por él— en Lecturas presocráticas, Lucina, Madrid, 1981; está en la página 204. Su traducción dice así: «Mas, como hay un último linde, es cabal y acabado por doquier, semejante a la masa de bien redonda pelota, del centro en todo sentido igualado: pues ello ni debe ser mayor por acá o por acá menos para nada: que si nada habrá que, sin ser, pararlo pueda en llegarse a lo mismo, ni siendo lo habrá, para hacer que fuera de aquende más de lo que es o allende menor: que es todo sin mengua: pues igual por doquier a sí mismo, lo mismo en su límite reina». 115 Gómez-Lobo, Parménides, pp. 142-144 y 146. 116 Odisea 6, 100 y 115.

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que Parménides niega toda diferencia interna a lo ente, exceptuando la extensión, pues esta es limitada. Lo ente parece tener propiedades espaciales, pero son propiedades abstractas, sin que quepan diferenciaciones; son propiedades cuasi-geométricas. Nada tiene que ver, pues, lo ente parmenídeo con el mundo, con este lugar en el que habitamos. Tampoco se piense, sin embargo, que lo ente conozca o piense. Así resume Gómez-Lobo su interpretación: «Lo ente no es más que el solemne y solitario objeto que la razón puede pensar cuando se atiene estrictamente a los cánones establecidos por la diosa al inicio del discernimiento de las vías»117. La segunda parte de este fragmento 8 refiere opiniones —ya no estamos en la vía de la verdad—, como para probar que también Parménides puede tener opiniones, como los demás filósofos, pero sabiendo muy bien que ha concluido «para ti el confiable razonamiento y el pensamiento acerca de la verdad; a partir de aquí aprende las mortales opiniones (dovxa") escuchando el orden engañador de mis versos»118. Se sabe de ellas algo muy firme desde el mismo proemio, que en ellas «no hay creencia verdadera»119. Son meras falsedades. ¿Por qué, pues, expresarlas? La diosa misma nos lo dice: «De modo que jamás te aventaje ningún mortal con su parecer»120. Él, Parménides, conoce la verdad, pero además es capaz —por ello mismo, seguramente— de derrotar en la lucha a sus rivales, y hacerlo en su mismo terreno, con sus propias armas, en las «opiniones» sobre cosmología. Las «formas» (morfa;") son aquí «fuego» y «noche»121, aunque, no deje de notarse bien, nunca antes ha aplicado la noción de «forma» a lo ente; lo hace sólo ahora, cuando habla de opiniones. Fuego —o luz, como dice luego122— y noche son así dos formas opuestas. Utilizando contrarios la diosa es capaz de elaborar una cosmología, un ordenamiento total del mundo desde su origen. Pero, cuidado, no se tome en serio esto de las «formas» contrapuestas o contrarias, «de las cuales no es correcto nombrar a ninguna». Nadie piense que con ellas se va a explicar el mundo. Al contrario, 117 118 119 120 121 122

Gómez-Lobo, Parménides, p. 148. Fragmento 8, 50-52. Fragmento 1, 30. Fragmento 8, 61. Cf. Fragmento 8, 53-59. En el Fragmento 9, 1.

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ambas deben ser rechazadas cuando se habla en verdad, ya que ninguna de ellas tiene relación con lo ente, y sólo lo ente existe: «Una dualidad inicial (y por ende toda multiplicidad) es ilegítima y el error de los mortales radica en haberla establecido o introducido»123. Toda explicación del mundo que quiera poner sus bases en tales formas contrarias es falsa. El pensamiento parmenídeo tiene algo que deja boquiabierto: una lógica aplastante. Sentadas unas premisas, las deducciones vienen dadas con el filo de la navaja. La razón adquiere con él un estatuto privilegiado convirtiéndose en la gran actriz del teatro filosófico. Los mortales tenemos una facultad de pensar que es la que nos va a hacer llegar hasta el fondo de las cosas todas. Será con ella con la que tendremos que mirar ahora al cosmos, para que nos haga “visible” lo “invisible”. Y, precisamente, lo que ella ve es algo que hasta llegar a Parménides no había sido puesto delante de la consideración: lo que es. Los primeros presocráticos creyeron poder adentrarse en el principiar de las cosas todas del universo con la mera reflexión inteligente, pero ahora es razón —la facultad de inteligencia— la que se nos aparece con toda su potencia, y nos preguntamos cómo es posible que antes hubiera sido pura transparencia. Seguiremos en un “mirar” pero ya no será un mirar-con-los-ojos, sino un mirar-con-los-pensamientosde-la-razón, y lo que miraremos ya no será, simplemente, el universo de las cosas, sino «lo ente». Si con Heráclito aparecían los problemas a borbotones, ahora la problemática es todo un mar.

VI Zenón era también de Elea. Platón, además, en su diálogo sobre Parménides, le hizo defensor acérrimo de su maestro. Pero, la verdad sea dicha, aunque en ese diálogo es verdad que Zenón dice admitir su pensamiento, enseguida añade que lo que él se propone es defender las tesis de Parménides exponiendo las consecuencias a las que habría de llegar quien sostenga lo contrario124. Y ello hasta el punto de que la 123 124

Gómez-Lobo, Parménides, p. 160. Parménides 128a-d, en G II 20, 21 y 25.

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defensa de su maestro «es puramente dialéctica», como dice Néstor Luis Cordero125. La originalidad filosófica de Zenón estaría, pues, en esta utilización meramente formal de la dialéctica, que en él no sería más que una simple técnica de discusión, sin orientación propia. Zenón de Elea ha sido llamado «el iniciador de la filosofía erística»126. Lo suyo sería una suerte de gimnasia mental conducente a la demostración simultánea de una tesis y de su antítesis. Su aporte sería así «exclusivamente metodológico, pues independizó de su contexto conceptual ciertos procedimientos formales utilizados ya por Parménides —entre ellos la reductio ad absurdum— y se sirvió de ellos para argumentar en favor y en contra de determinadas hipótesis»127. Si la comprensión exacta de los filósofos presocráticos es difícil, quizá la de Zenón de Elea es particularmente compleja. Me voy a guiar por el estudio magnífico de Maurice Caveing128, utilizando la traducción de Néstor Luis Cordero cuando ello me sea posible. Zenón nos plantea dos cuestiones, la de la pluralidad y la del lugar y el movimiento. Comenzaremos por la pluralidad. El argumento sobre la pluralidad tal como lo reconstruye Caveing del texto de Simplicio es este: «(a) Si los entes son pluralidad, es que el ser es divisible, y en este caso cada uno de ellos será dividido en dos, cada uno de los cuales será más pequeño que él; al seguir el mismo razonamiento para cada uno de los dos, cada uno de estos será dividido en otros, cada uno de los cuales será más pequeño que él. Indudablemente decir una vez esto es lo mismo que repetirlo indefinidamente, pues ninguna de esas partes será última, ni tal que ella no sea dividida. Pero lo que no tiene partes no tendrá magnitud ni espesor ni volumen alguno129. (b) En este argumento muestra que lo que no tiene magnitud (mevgeqo"), ni espesor, ni volumen, no existe en absoluto130. En la introducción a su edición traducida de los textos de Zenón, G II 20. Galeno en G II 32; cf. 33. 127 Cordero, en G II, pp. 21-22. 128 Maurice Caveing, Zénon d’Élée. Prolégomènes aux doctrines du continue. Étude historique et critique des Fragments et Témoignages, Vrin, París, 1982, p. 242. 129 Reconstrucción en Caveing, Zénon, p, 43. 130 Simplicio, In Arist. Phys., 139, 10, en G II 60 (DK 29 B 2). 125 126

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Si se le agregase a otro ente, no lo haría mayor, pues, al no tener magnitud, aunque se agregue, no sería capaz de producir una magnitud. Y así, lo que está agregado no existiría. Pero, si se le quitase algo, no lo haría menor, y si se le agregara no lo aumentaría; es evidente entonces que tanto lo que se agrega como lo que se quita, no son131. (Por tanto) si lo que es no tuviera magnitud, no existiría. (c) (Mas) si existe, es necesario que cada cosa tenga cierta magnitud y espesor, y que una parte de ella se separe de la otra. Y el mismo razonamiento se aplica a esta parte separada, pues también esta tendrá magnitud. Y separará algo de sí (algo de ella precederá al resto132). Es lo mismo decir esto una sola vez y enunciarlo siempre: nada de ella será esto último, ni ninguna parte dejará de estar en relación con otra. (d) Así, si existe pluralidad (si los entes son pluralidad133), es necesario que esta sea pequeña y grande; pequeña, de modo que no tenga magnitud; grande, de modo tal que sea infinita»134. Como la magnitud de la que se habla tiene siempre un cierto espesor, al dividirla se supone que hay algo que es separador, y que ese ente no es un ente de razón, sino un ente físico, tal que las dos partes divididas ya no tienen nada en común, sino que están separadas. La división es iterable puesto que cada una de las dos partes tiene a su vez un cierto espesor. Ese procedimiento de división es, pues, ilimitado. Supongamos que la división sucesiva se hace siempre en partes iguales. En cada etapa, ninguna de las partes a las que se llega es la última, y en ella se puede realizar otra vez idéntica operación. Cada una de las nuevas partes es más pequeña que la anterior, la mitad si la división se supone dicotómica. Podría parecer que una infinitud de magnitudes tienen una magnitud infinita, pero, en realidad, aquí nos encontramos en el caso de la serie 1/2+1/4+1/8+...+1/2n. En cualquier momento en que Simplicio, Phys., 139, 11-15, en G II 89 (DK 29 B 2). Según la interpretación de Caveing, Zénon, p. 33. 133 Según la interpretación de Caveing, Zénon, p. 33. 134 Todo el fragmento de Simplicio 141, 1-8, en G II 88 (DK 29 B 1). Es la traducción de Cordero, exceptuando los dos pequeños añadidos: «por tanto» y «más», y que al comienzo dice: «si “la multiplicidad” existe...», mientras que aquí se dice, evidentemente, «si “lo que”...». 131 132

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nos paremos en esa serie, lo que resta es aquello que sumado a todos los términos, hace exactamente 1. Propiedad que ya los egipcios conocían bien bajo el mito del «ojo de Horus»135. Cuantas más etapas se realizan, el resto es cada vez más pequeño. Al llegar aquí, Aristóteles136 afirma que la infinitud de términos sólo es potencial y que la suma finita de términos jamás llegará a ser 1, sino que siempre será estrictamente inferior a 1. En las matemáticas modernas, en cambio, al ver que la suma de los términos en número finito va creciendo continuamente, pero que siempre es estrictamente inferior a 1, se dice que la suma existe y que por definición es igual a 1 el límite hacia el que la serie converge, por lo que la suma de una serie infinita de magnitudes es, sin embargo, finita. El problema está en que Zenón es anterior a todo esto, y que el adversario que combate admite a la vez dos cosas: que toda magnitud es infinitamente divisible, y que hay un indivisible que es el último constituyente. Es así porque la magnitud para ellos es algo físico del ser, formado por una multiplicidad de entes. Y esa composición física del ser es pensada desde el modelo de la aditividad matemática de las magnitudes. Al considerar las cosas así, o el indivisible no tiene magnitud, por lo que toda magnitud finita queda diluida en la nada, o sí la tiene, por lo que toda magnitud finita se pone a crecer hasta el infinito. Sólo se puede escapar a la alternativa si se renuncia a la divisibilidad infinita de las magnitudes geométricas (que se han aplicado a la física), o se renuncia a la aditividad de los indivisibles matemáticos, no aceptando, por ejemplo, la existencia actual de todos y cada uno simultáneamente. Los eleatas escogen la primera alternativa al rechazar la pluralidad del ser; Aristóteles, la segunda137. Si se aceptan los supuestos de aquellos a quienes Zenón combate, el infinito actual de la división de una magnitud finita y la composición

135 Es la serie que llega hasta 1/64. La utilizan en sus medidas para cereales, cf. Caveing, Zénon, p. 105, nota 47. En esa serie, cuyo término general es 1/2n, no hay problema mientras n sea un cardinal finito. Otra cosa es cuando se considera un proceso en que la operación infinita se ha realizado actualmente: estamos ya en la potencia del continuo, cf. Caveing, p. 45. 136 Vease Aristóteles, Met. 1001b, en G II 58 (DK 29 A 1); De gen. y corr. 316a y 325a; también Fís. 185b-186a. 137 Cf. Caveing, Zénon, p. 44.

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aditiva de esta magnitud por medio de elementos indivisibles, no hay manera de escapar de la contradicción: o una cosa finita está compuesta de una infinidad de cosas nulas, o una cosa existente está compuesta de una infinidad de cosas no existentes. Si está compuesta de cosas existentes, volvemos a caer en contradicción, pues entonces está compuesta de una infinidad de cosas de magnitud finita. De ahí que las cosas sean a la vez sin magnitud e ilimitadas en magnitud. Como señala Caveing, «el dilema es, pues, refinado»138; allá por donde quiera escapar el contrincante de Zenón encuentra una contradicción. Para terminar con el argumento contra la pluralidad, voy a referirme brevemente a la cuestión sobre la caída del grano de mijo: «Un grano de mijo, o la milésima parte del mismo, cuando cae, ¿produce algún sonido?»139. ¿Cómo es posible que el conjunto de muchas cosas que no producen ningún sonido tomadas una a una, sí lo produzcan? Evidente, pues toda doctrina de la percepción es, para los eleatas, engaño de la «opinión». Pero, hay algo más, pues en el argumento se presupone que los hechos sensibles, en lo “físico”, son expresables en términos aritméticos (el sonido final es una suma de sonidos); que la realidad física es divisible indefinidamente; que las partes, por pequeñas que sean, conservan la propiedad aditiva de las magnitudes, es decir, que las leyes de la aritmética son las de la naturaleza. Los pitagóricos140 serían en este caso contemplados por las contradicciones que muestra Zenón: ¿los hechos físicos son hechos matemáticos, puesto que los números son la realidad de las cosas? Ahí es donde viene la puntada del argumento de Zenón. Hay un desacuerdo, pues, entre los hechos y los principios141. La cuestión del lugar es otro de los argumentos de Zenón, como nos lo dice Aristóteles142. Su argumento puede resumirse así: todo ente está en alguna cosa; por tanto, si el lugar existe, estará en alguna cosa, y 138 Caveing, Zénon, p. 46. Sobre este argumento de la multiplicidad, léase Juan Filópono, Fís. 49, 2, en G II 45 (DK 29 A 21) y 80, 23, en G II 47. 139 Simplicio, Fís. 1108, 18-28, en G II 68 (DK 29 A 29), refiriéndose a Aristóteles, Fís. 250a. 140 Véase, aunque posterior a Zenón, Arquitas, en un texto recogido por Porfirio, In Ptolom. Harm. 56, en Timpanaro Cardini, Pitagorici, II, pp. 359-369 (DK 47 B 1). 141 Cf. Caveing, Zénon, pp. 47-55. 142 Cf. Física 209a y 210b, en G II 65 y 67 (DK 29 A 24); Simplicio, Fís. 562, 3-6, en G II 63 (DK 29 B 5).

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todo lo que está en alguna cosa está en un lugar; por tanto el lugar estará en un lugar, y así sucesivamente; pero ello es imposible, por tanto no hay lugar. De nuevo hay que decir que eran los pitagóricos143 quienes asignaban extensión espacial y colocación a nociones que incluso nada tenían de físicas, con su juego de lo limitado y lo ilimitado que conlleva la existencia de vacíos para separar a las unidades físicas, que cuando están en contacto constituyen magnitudes. Lo ilimitado es para ellos un conjunto de lugares posibles para los puntos (los constituyentes últimos de toda física), que son los que lo determinan, lo limitan y estructuran las cosas sensibles. Como toda magnitud está constituida por puntos, y en ella es en donde se localiza cada punto, hay un lugar del lugar, hasta el infinito. Y ahí es donde pincha la crítica de Zenón; al suponer que el espacio geométrico es un sistema de puntos físicos reales, todo se nos va de las manos. Habrá, pues, que distinguir entre los puntos físicos reales y los puntos geométricos ideales144. Pasaremos ahora a los cuatro célebres argumentos cinemáticos que recoge Aristóteles en la Física. El primero de ellos es el de la dicotomía: «El primer argumento es acerca de la inexistencia del movimiento, pues el móvil debería llegar antes a la mitad que al final del recorrido»145. Aristóteles busca lo que él cree implícito en el argumento de Zenón, y lo critica: «El argumento falso de Zenón sostiene que no es posible recorrer los infinitos (tw`n a[peirwn) o estar en contacto con cada uno de ellos, en un tiempo limitado»146. Aquí es donde distingue Aristóteles dos sentidos de infinito, lo que le sirve para resolverse la aporía: el infinito por división y el infinito por composición («el infinito en cuanto a las extremidades»), el cual resulta por la adición de una infinidad de términos. En este caso tendremos una magnitud infinita, lo que no acontecerá en el infinito por división. Es como si el móvil fuera contando las sucesivas mitades a medida que las sobrepasa, y como estas son cada vez más pequeñas, no terminaremos nunca de contarlas, pues son una Véase Aristóteles, Met. 990a y Fís. 213b. Cf. Caveing, Zénon, pp. 57-63. 145 Fís. 239b, en G II 73 (DK 29 A 25). 146 Fís. 233a, en G II 74. Cordero traduce: «magnitudes infinitas», sin que en el texto aristotélico aparezca la palabra mevgeqo". Véase también Fís. 263a, Tópicos 160b, De lin. insec. 968a, en G II 77 (DK 29 A 22); Simplicio, Fís. 1013,416, en G II 75; Juan Filópono, Fís. 81,7, en G II 76. 143 144

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infinidad, aunque no lo sea su magnitud. Estamos en un problema físico, cada mitad es un “punto” que desempeña doble función, la de ser un comienzo y un fin. Al ser así, ni la línea ni el movimiento serán continuos, al tener dados en acto los subsegmentos. El móvil, a su vez, deberá realizar infinitas tareas, franqueando una infinidad de pares de puntos contiguos: efectuar una infinidad de contactos reales, realizar una infinidad de llegadas y de salidas. Cada una de esas tareas necesita un tiempo, pequeño, quizá, pero no nulo. Al ser infinitas tareas, el tiempo necesario también será infinito, ¡luego no cabe el movimiento!147. El segundo argumento es el de Aquiles y la tortuga: «El corredor más lento no será nunca alcanzado por el más rápido, pues es necesario que el perseguidor llegue primero al lugar de donde partió el que huye, de tal modo que el más lento estará siempre nuevamente un poco más adelante»148. Pero el texto de Aristóteles no termina ahí, pues todavía afirma varias cosas más, comenzando por decir que esta nueva argumentación es substancialmente la misma de la «dicotomía», que por otro camino llega a la misma conclusión: el móvil más lento nunca será alcanzado. Afirma también Aristóteles que en ambos casos, en «dicotomía» y en «Aquiles», existe la imposibilidad de llegar a un «límite», es decir, a la extremidad común de ambos recorridos; la solución es la misma también ahora: la correspondencia biunívoca entre los intervalos decrecientes del espacio y del tiempo, y la infinitud potencial de los puntos. La solución implica que se conceda que es posible recorrer completamente una línea finita, es decir, alcanzar el punto terminal situado más allá de todos los puntos que forman una infinitud, como son los descritos por el proceso de la «tortuga»; solución que subraya la importancia de la doctrina del infinito potencial149. Sea A el espacio recorrido por Aquiles, T el de la tortuga, R el retraso inicial de Aquiles sobre la tortuga, y n la relación de velocidades. Entonces se tendrá: A=nT=R+T, por lo que R=nT-T=(n-1)T, de donde se deduce que T=[1/(n-1)]R, de aquí que, una vez recorrida la «línea finita» Por lo largo, léase Caveing, Zénon, pp. 66-79. Fís. 239b, en G II 78 (DK 29 A 26). M. Caveing se queja de que nadie tome en consideración todo el texto de Aristóteles, que va de la línea 14 hasta la 29. Él si que lo hace; la traducción de N. L. Cordero no lo hace. Para todo el argumento, véase Caveing, Zénon, pp. 79-94. 149 Cf. Caveing, Zénon, p. 91. 147 148

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que es posible recorrer, el trayecto total de Aquiles es: A=R+[1/(n-1)]R, o lo que es lo mismo, A/R=n/(n-1), en la que so n es un número entero, obtenemos relaciones del estilo: 2/1, 3/2, 4/3, 5/4, ..., n/n-1, bien conocidas de los griegos. La primera de ellas, la relación doble, es la del argumento de la «dicotomía»150. En «Aquiles» encontramos, como en la «dicotomía», una infinitud de tareas del tipo «llegar» y «volver a salir», y que esto conlleva un tiempo, por mínimo que sea, por lo que nos enfrentaremos a una infinitud (numerable) de tareas separadas; al adicionar esos tiempos requeridos, nos encontraremos, pues, ante la imposibilidad de realizarlas en un tiempo finito. El punto terminal está más allá de los infinitos puntos que la tortuga va marcando, luego Aquiles jamás lo alcanzará. Conclusión perfecta de dos premisas contradictorias: la infinita divisibilidad de las magnitudes y la realidad actual de la división, que lleva a un punto de división que se transforma en dos puntos contiguos (el de llegada y el de salida), y esto de manera actual. Se presupone, además, que cada tarea exigida requiere un tiempo mínimo, por pequeño que sea. La argumentación de Zenón se rompe cuando la existencia de los puntos sea únicamente potencial, y sólo se evalúen las sumas de longitudes decrecientes; entonces aquellos «puntos» de división dejarán de tener medida alguna y para nada intervendrán ya en la evaluación de las longitudes. Lo mismo deberá lograrse con el tiempo. Una distancia finita puede recorrerse en un tiempo finito, llegando hasta el punto terminal de la línea finita que se recorre, que es el único punto actualmente existente de toda la línea, junto con el de salida. Lo que queda rechazado con claridad por el argumento de Zenón es el mundo físico que presupone. Pero, vistas las cosas de esta manera, ¿por qué un argumento «Aquiles», si substancialmente, como ya dijera Aristóteles, es el mismo de la «dicotomía»? Hemos visto antes, en todo caso, que este argumento es más general que el anterior, pues la relación n/(n-1), en donde n es un número entero, sólo en uno de sus casos, cuando n=2, es la «dicotomía». Los pitagóricos amaban relaciones numéricas múltiples como la que ahora tenemos entre manos. Pero cabe otra razón151. El adversario 150 Cf. Caveing, Zénon, p. 80. Simplicio, en el comentario al texto de Aristóteles, pone el ejemplo de que la velocidad de Aquiles sea diez veces mayor que la velocidad de la tortuga, Fís. 1013b, en G II 79. 151 Cf. Caveing, Zénon, pp. 93-94.

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de Zenón, ante la «dicotomía», arguyó contra él (podemos suponer) de la siguiente manera: en nuestra infinita divisibilidad llegamos a un segmento de línea tan pequeño que nuestro móvil, por lenta que fuera su velocidad, lo recorrerá en un instante, por lo que se necesitará un número finito de instantes para recorrer la distancia total, que no es sino 2n veces ese diminuto segmento. Con ello, diría el adversario de Zenón, tras la «dicotomía», todavía cabe el movimiento en mi mundo. De ahí, para cerrar esa posibilidad, que no lo es, el argumento de «Aquiles», en el que el móvil recorre intervalos de longitud decreciente, y con una relación de decrecimiento cualquiera; de esta manera el móvil podría franquear «en un instante» lo que un móvil más lento tardaría más tiempo. Con el nuevo argumento de «Aquiles», esa expresión «en un instante» deja de ser lo que dice: vuelve a ser un cierto intervalo de tiempo divisible a voluntad. Por pequeño que sea, afirma Zenón en este nuevo argumento, vuelve a haber un «punto» medio en el segmento a recorrer por el móvil. El adversario de Zenón no tiene escapatoria: deberá admitir que el tiempo es infinitamente divisible, como lo es el espacio; que hay que hacer una correspondencia entre cada «instante» y cada «punto». Y, precisamente, al llegar aquí es cuando Zenón le vuelve a acorralar todavía más en las cuerdas con el argumento de la «flecha». El argumento de la flecha, como lo presenta Aristóteles, dice así: «El tercer argumento es el que se expone ahora: la flecha arrojada está inmóvil. Esto se deduce de suponer que el tiempo está compuesto de partes; pero si no se admite esto, no se inferirá la conclusión»152. Poco antes, Aristóteles ha resumido su posición diciendo que «ni el movimiento ni el reposo son posibles en el ahora (tw`/ nu`n), es decir, en el instante)»153. Y líneas después, justo antes de exponer el primero de los argumentos contra Zenón, ha dicho, según la traducción de Cordero: «Pero Zenón razona en falso; dice que, si siempre todo está en reposo o se mueve, la flecha arrojada está inmóvil, pues lo que se mueve está siempre en un instante (en el ahora) cuando está en el espacio igual a sí mismo (en lo igual a sí mismo)»154. Sin entrar en otras graves dificultades 152 Aristóteles, Fís. 239b. Para todo el argumento, véase Caveing, Zénon, pp. 94-105. 153 Aristóteles, Fís. 239b. Sobre el ahora debe leerse un texto apabullante de Platón, Parménides 152be y 156d-157b. 154 Fís. 239b. Entre paréntesis lo que sería una traducción más ceñida.

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del texto aristotélico, sí hay que hacer notar al punto un añadido posible: traducir nu`n por «instante»; y otro imposible: traducir kata; to; i[son por en «el espacio igual a sí mismo», basándose en que Juan Filópono lo entiende por «en el lugar»155. Lo que a nosotros la palabra «espacio» nos denota, ni por asomo le podía venir a la cabeza a un griego presocrático cuando decía «lo igual» o «el lugar» o «la región»156. El argumento parece poderse reconstruir así157: cualquier cosa está en reposo cada vez que está en el lugar que le es igual; en todo momento la flecha que se mueve está en el instante; en el instante la flecha está en el lugar que le es igual; por consiguiente, la flecha arrojada está inmóvil. Según la crítica de Aristóteles, hay un razonamiento en falso de Zenón (¡que es lo que él buscaba!), pues, si el tiempo está compuesto de instantes, «cada vez que» significa dos cosas simultáneamente: «en todo período de tiempo» y «en todo instante». Precisamente aquí es donde Zenón había llevado a su adversario con el argumento de «Aquiles»: debía aceptar que el tiempo es infinitamente divisible como lo es el espacio, con una divisibilidad actual que unía biunívocamente cada punto de la trayectoria con cada instante del tiempo tardado en recorrerla. Esta correspondencia es premisa de la «flecha», la cual añade a «Aquiles» una nueva afirmación absurda: el movimiento se resuelve en una sucesión de reposos. Aceptando, pues, las premisas que Zenón pone en evidencia, todo queda inmovilizado para siempre. El argumento del estadio, cuarto que aparece en la Física de Aristóteles, es demasiado largo de transcribir, bastará simplemente con el comienzo: «El cuarto argumento es acerca de unos cuerpos iguales que, en un estadio, se mueven en direcciones opuestas frente a otros cuerpos iguales, algunos desde el fin del estadio y otros desde la mitad, a igual velocidad»158. La palabra que Cordero traduce por «cuerpo» es o[nko", que significa «masa», «grosor de un cuerpo», el volumen que ocupa; el verbo significa inflar, engordar. Zenón quiere, sin duda, hacernos ver que se trata de «masas» iguales en número y en tamaño; hay tamaño, grosor, ocupación de un volumen, una cierta realidad física Juan Filópono, Fís. 816, 30, en G II 85. Tampoco a Platón, a Aristóteles o a Euclides. 157 Cf. Caveing, Zénon, pp. 98 y 105. 158 Comienzo del argumento del estadio, Aristóteles, Fís. 239b-240a, en G II 86 (DK 29 A 28). 155 156

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pesante que se concentra en esa «masa». No es algo divisible a voluntad, sino un todo que forma una unidad, no un amasijo de elementos, no son sólo una «magnitud», que es esencialmente divisible. Es algo que debe tomarse en bloque, es decir, es un cuerpo, junto a otros cuerpos todos iguales. La disposición de esas masas, que bien podrían ser esféricas, la hemos recibido de Alejandro de Afrodisia a través de Simplicio159:

AAAA BBBB CCCC

«El falso razonamiento (de Zenón) consiste en que se supone que un cuerpo de igual tamaño es capaz de pasar a la misma velocidad y en el mismo tiempo tanto frente a un cuerpo en movimiento como frente a un cuerpo en reposo»160. Estas palabras del texto de Aristóteles (en las que, nótese bien, utiliza «magnitud», mevgeqo", y no «masa», presuponiendo, evidentemente, que toda magnitud es divisible) se han entendido como si fueran un reproche por no haber comprendido algo obvio, que existen velocidades relativas. Esas distancias recorridas por un móvil con respecto a un referencial (en reposo) o a otro (en movimiento, a su vez), distintas entre sí, suponen al tiempo infinitamente divisible. Para Aristóteles no hay problema, esa divisibilidad potencialmente es posible. Su crítica a Zenón, pues, está en que este ignora su concepción del infinito potencial. Lo que dice Zenón quedaría, por tanto, así: a velocidad igual, uno de esos bloques macizos pasa en el mismo tiempo delante de bloques iguales, unos en movimiento y otros en reposo. Como esas «masas» son como bloques sin partes, no acontecerá que se puedan distinguir partes de B que pasan más o menos rápidamente ante los bloques A en reposo y los bloques C en movimiento; el tiempo de pasada de B en cada bloque, i, es indivisible. En una misma duración, d, B pasa ante nA y ante 2nC. A la vez será: d=ni, d=2ni; por ello ni=2ni161. 159 160 161

Simplicio, Fís. 1016, 9 - 1019, 27, en su mayor parte en G II 87. Fís. 240a. Cf. Caveing, Zénon, p. 116. Por lo largo pueden leerse pp. 105-117 y 153.

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La hipótesis de este argumento será, también, la pluralidad discreta de los elementos indivisibles. Los puntos consecutivos de cualquier magnitud son tratados aquí como esas «masas», esos bloques. Y con esas hipótesis prueba Zenón que se llega a cosas absurdas. No hay paso de un «punto» al «punto» inmediatamente siguiente al pasar de un «instante» al «instante» inmediatamente siguiente162.

VII Comenzamos este capítulo con algunos ejemplos de relatos de cómo se ha originado nuestro mundo, mejor, la tierra que vemos, el agua que nos rodea y espanta, los diversos animales y plantas que nos sirven de alimento y de ayuda. Se partía de la vida de todos los días y se buscaba un entroncamiento de ella con aquello que la originó. Era como un remontar a «aquellos tiempos» primordiales en los que lo que ahora vemos se originó. Por supuesto que ese nuestro mundo fue enseguida un mundo complejo, difícil, tanto como se quiera, pero el camino era este: los orígenes de nuestro mundo están en el juego de los dioses. La cosmogonía está enlazada intrínsecamente con la teogonía. Ahí es donde vimos un comienzo diferenciador. Los primeros presocráticos eran pensadores con voluntad de no alzarse hasta la teogonía, pues lo que buscaban era un principiar de todo, sí, pero un principiar intramundano. En ningún momento querían salirse de la consideración de las «cosas», y el principio del que hablaban era «cosa» como las demás, aunque, quizá, de estructura muy compleja. Eran, pues, deliberadamente «físicos». Luego, ya lo hemos visto, se hicieron necesarios varios desarrollos de la filosofía presocrática. El oficio del «físico» era un oficio de pensamiento, no meramente de agudo descubridor. La consideración de lo que hay se realiza primordialmente por esa facultad que nos sirve pensamientos, a la que denominamos razón. Ahora bien, no se trata de algo 162 Caveing, Zénon, dedica todavía sus pp. 117-125 a la alusión que Aristóteles hace a la diagonal en los Primeros analíticos 65b, como otro argumento más. Luego dedica toda una larga parte, pp. 129-157, al testimonio de Platón sobre Zenón. Por fin, un cuarto capítulo, pp. 159-180, a dilucidar quienes son los adversarios de Zenón.

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que nos viene al pelo como algún tercer ojo que nos haga ver de manera mucho más penetrante. Razón es hacedora de mundo, por eso nuestra razón es descubridora de mundo. Siempre, claro es, que no nos empecinemos en nuestras simples razones y busquemos con decisión una elevación de nuestra razón a razón común. Mirando así las cosas es como vemos el sentido de su complejidad, seguimos sus meandros. Por el contrario, quien se limite a su propia visión observadora, ese jamás alcanzará lo que realmente hay, pues se agarrará a las meras apariencias de lo que hay. Más tarde, o a la vez, vino la consideración de lo que hay desde el punto de vista de eso que hay de común a todo lo que hay: que es. Apareció con luz deslumbradora lo que es, lo ente, el ser. Toda predicación de la razón, toda «lógica», por tanto, se refiere siempre a lo que es. Hay un hablar de lo que es que tiene premisas férreas y de ellas se sacan consecuencias que nadie puede poner en duda, pues si lo hace resquebraja el edificio entero que la lógica nos construye sobre lo que es, construcción que no es otra cosa que desvelamiento de la verdad, pues sólo uno es el camino de la verdad. El resto de los caminos lleva sólo a la creencia, a la opinión. Dura ascética la de la vía de la verdad. Principio, elemento, razón, ente, ser, he ahí algunos de los conceptos que han salido a nuestro encuentro de la mano de los presocráticos. Pero también han aparecido muchas más cosas, muchos más problemas. El principiar era sólo un comienzo, faltaba todavía un proceso, un inmenso proceso que explicara cómo de aquellos principios que están en el origen causal de las cosas sale el universo entero de las cosas, universo ordenado, bien ordenado, en un cosmos. Además de los «físicos» aparecieron quienes pensaron que «todo es número», dando importancia decisiva a la aritmética y a la geometría, aunque no fuera más que in nuce, como series de números en los que se puede encontrar un ordenamiento que los constituye al pasar de uno al siguiente y que sirve para encontrar la suma de los términos. De esta manera apareció entre los números un inmenso conjunto de relaciones, generadoras, además, de relaciones entre las cosas de la «física». Apareció, lo acabo de decir, la «lógica» de lo ente, y esa inmensa sutileza de que razonando, con tal de que sea razonando bien y montados en premisas seguras, se desvela la verdad de las cosas, del cosmos.

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Surgió ante nosotros, finalmente, algo que estaba ya en filigrana en todos los pensadores presocráticos: el pensamiento sobre el espacio (si es que nos sirve esta palabra nuestra para expresar lo que los presocráticos querían pensar), el pensamiento sobre el tiempo, la inmensa maraña de la divisibilidad de las magnitudes, es decir, el problema del continuo, como hoy lo llamamos. Nos salió al encuentro esta abismal problemática, porque ya antes nos había surgido la necesidad de enfrentarnos al movimiento, si es que queríamos pasar procesualmente de los principios a la actual existencia del cosmos ordenado. Y el movimiento se hace en el cambio, cambio de posición, paso del tiempo. Nos había aparecido esa realidad geométrica que es la magnitud, divisible hasta llegar a alguna unidad, que esta es ya indivisible. Pero, lo vimos pronto, la indivisibilidad en geometría no tiene sentido. Sí lo tiene en cambio la indivisibilidad en aritmética, si se toman en consideración los únicos números que son «físicos», es decir, «naturales»: los números enteros; más aún si consideramos que las relaciones entre ellos son ya relaciones físicas entre objetos físicos, si toda aritmética es la base de cualquier geometría y, sobre todo, es la esencia misma de la «física». Pero al llegar aquí nos hemos encontrado con ese ejercicio pasmoso de pensamiento que es la inmensa aporía, continuada, sin dejar respiro alguno al enemigo hasta conducirle al desánimo, a la derrota, a la perplejidad, que son los argumentos de Zenón. Si hubiera que resumir en tres palabras todo lo que hasta este momento hemos pensado con los presocráticos y quienes nos van a legar una problemática de la que aún no hemos sido capaces de desenredarnos por entero, estas podrían ser: «logos», «lo ente», «uno y múltiple». Las relaciones entre la «lógica» y la realidad, entre la «física» y la realidad, entre la «física» y la matemática; el problema del continuo y de los indivisibles. Sí, es verdad que todo ello es considerado normalmente como filosofía, como parte de la historia de la filosofía, pero, visto como aquí se ha hecho, ¿qué duda cabe que estamos en los orígenes mismos de la filosofía de la ciencia, por no decir, pura y llanamente, de la ciencia? Y, si no, ¿de qué habla la ciencia?, ¿qué es la ciencia, si es que la queremos tomar en su historia? El camino que hemos recorrido va a llegar ahora a su cumbre con los últimos presocráticos, en quienes la «física» y la «lógica» nos van a

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dejar en un portillo abierto en la cuerda de la sierra, desde donde veremos ya los fértiles valles de la filosofía clásica griega. El hablar así, evidentemente, me pone en un aprieto pues parecería que quiero insinuar que la filosofía de Platón y de Aristóteles es una tierra de llegada, anunciada desde antes como tierra de promisión, cuando no es este mi pensamiento. Al fin y al cabo esa no sería otra cosa que una manera indigesta de decir que “en última instancia” nuestro propio pensamiento es final, meta, llegada, y decir esto es una soberana insensatez filosófica y científica. En todo caso, no puedo jamás dejar de ser historiador, y este, por supuesto, no es alguien que vive la historia sin saber por dónde ha ido. Ni soy griego ni romano, sino español de finales del siglo XX [y comienzos del XXI, ya]. Por eso, lo que sí sé —debo saber, al menos— es cuáles son los horizontes —para bien o para mal, eso es otro cantar— que se han ido abriendo, la problemática que ha sido orientada de esta manera o de la otra; sí sé, en cada momento —de otro modo, ¿qué historiador sería?—, cuáles son los problemas que han fundado la reflexión posterior, aquello que no ha sido dejado de lado como sin interés, sino que ha sido retomado después porque ahí había algo que dilucidar, sobre lo que cavilar, que resolver. Vistas las cosas así, la filosofía presocrática desemboca, casi por entero, en la filosofía clásica griega —si exceptuamos la vena delgada de los atomistas, que tiene continuación constreñida a Epicuro y a Lucrecio, si es que hablamos de «física», como aquí hacemos, aunque, cualquiera lo puede ver, sus indagaciones sean todavía hoy problemáticas, pues miraban lo que funda todo decir y toda realidad. Desde ahí puede verse sin dificultad que hay una lectura actual de los presocráticos, pues es una lectura que se cose con el hilo de la filosofía de la ciencia de hoy. Quien haya leído detenidamente estas páginas, lo habrá podido ver.

VIII Empédocles fue «devoto y amigo de Parménides, y más aún de los pitagóricos»163. De lo primero no cabe duda, pues muchas de sus posiciones son continuación o discusión con las del también itálico como 163

Simplicio, Fís. 25, 19, en G II 261 (DK 31 A 7).

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él. Más difícil de comprender es si fue de hecho pitagórico, no porque bastantes de sus pensamientos no lo sean en verdad, sino porque sabemos demasiado poco y con demasiada inseguridad de quiénes eran y qué decían los primeros pitagóricos, para decidir una influencia de ellos sobre Empédocles. De Parménides toma él la figura del «esfero», pues en él la palabra es masculina y no femenina como en su maestro, al que otras veces llama «uno». En una fase previa a la ordenación del cosmos había absoluta unidad, perfección, divinidad y reposo: «Allí ni se distinguen los veloces miembros del sol ni el frondoso género terrestre, ni el mar. Así, permanece firme en el hermético reducto de la Armonía el redondo Esfero que goza de la quietud que lo rodea164. No hay disputa ni lucha inconveniente en sus miembros165. Pero (era) por todas partes igual (a sí mismo) y completamente [ilimitado 166 redondo Esfero que goza de la quietud que lo rodea . Pues de su espalda no se elevan dos ramas, ni hay pies en él, ni rodillas veloces, ni órganos genitales, sino que era un Esfero (por todas partes) igual a sí mismo»167. Aristóteles168 entendió desde lo suyo este «esfero», comprendiéndolo como «mezcla», lo que para él es una combinación química de los elementos, pero de cierto que no es así en Empédocles. Aecio, por su parte, se refiere a él diciendo que en su pensamiento «lo Uno es esférico, eterno e inmóvil y que lo Uno es la Necesidad, constituyendo su materia los cuatro elementos y, su forma, el Odio y la Amistad»169. Pero, al menos, comete dos errores, el de calificar al Uno de «eterno», cuando precisamente Empédocles, en contra de Parménides, quien niega 164 Plutarco, Sobre la faz que aparece en la órbita de la luna 926D. Simplicio, Fís. 1183, 28, en G II 496, traducción de Ernesto La Croce (DK 31 B 27). 165 Plutarco, Principalmente los que gobiernan deben hablar con el filósofo 777C, en G II 497 (DK 31 B 27a). 166 Estobeo I 15, 2, en G II 498 (DK 31 B 28). 167 Hipólito, Ref. VII, 13, y Simplicio, Fís. 1124, 1, en G II 499 (DK 31 B 29). 168 Gen y cor. 333b, en G II 291. También Met. 1069b, 1075b, 1092b y Fís. 187a. 169 Aecio I 7, 28, en G II 287 (DK 31 A 32).

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que haya crecimiento en el ser, nos dice: «Algo doble diré: una vez creció hasta ser Uno solo desde muchos, y otra vez se separó hasta ser muchos desde Uno»170. El segundo error sería el de identificar a lo Uno con la Necesidad, pues la Necesidad es el proceso que transforma por el Odio lo Uno en lo múltiple y por la Amistad lo múltiple en lo Uno171. No hay aquí fijismo, sino proceso; como si la doctrina de Parménides hubiera sido considerada la fuente de la que debiera seguirse la ineludible multiplicidad, la diversidad que vemos en todas las cosas. No es que de lo «Uno» se separen los contrarios, a la manera de Anaximandro —dice Aristóteles172—, sino que para Empédocles, y también para Anaxágoras, «existe lo Uno y lo múltiple»; según él, se da una separación desde una «mezcla» original, por lo que seguramente malentiende, como ya he dicho, al filósofo presocrático. La diferencia entre Empédocles y Anaxágoras es que el primero «establece un itinerario circular, y el segundo un sentido único». Hay, pues, una alternancia cíclica entre el Uno y lo múltiple. ¿Por qué esta alternancia? Empédocles no nos da razones, como no sea esta: necesidad. El «vasto juramento»173 nos lo enseña: el Odio desune mientras su opuesto, la Amistad, lucha contra él. El principio no es único, sino doble, como un motor bipolar de toda la alternancia cíclica. No son fuerzas externas, pues la Amistad es proclamada «innata en los miembros de los mortales»174. ¿Todo movimiento viene generado por esas fuerzas de amor y odio? No es necesario que lo sean de manera directa, pues son principios «que determinan las condiciones básicas para que exista la realidad cósmica y su desarrollo dinámico»175. Así nos lo explica Hipólito, intercalando dos versos del poema original de Empédocles: «El funesto Odio es artífice y autor de la generación de todas las criaturas, mientras que la Amistad lo es de la finalización del mundo de

170 Fragmento 17, 1-2 y 16-17, de Simplicio, Plutarco y Clemente, Stromata V 15, en G II 486 (DK 31 B 17). 171 Cf. Hipólito, Ref. VII 29, en G II 297. 172 Fís. 187a en G II 295 (DK 31 A 46). 173 Cf. Aristóteles, Met. 1000b, en G II 296 (DK 31 B 30); Hipólito, Ref. VII 29, en G II 583 (DK 31 B 119). 174 Clemente, Stromata V 15, en G II 486 (DK 31 B .17), verso 22. 175 Como dice precisamente La Croce en G II, p. 167, en nota.

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las criaturas, de su transmutación y de su reintegro a un orden único. Respecto de ellos, Empédocles afirma que constituyen un par inmortal e inengendrado y que no han experimentado un comienzo de su nacimiento, hablando del siguiente modo: Pues así como antes eran, así también serán, y nunca, creo, el tiempo inconmensurable quedará vacío de este par. ¿Quiénes son ellos? El Odio y la Amistad; pues su generación no tuvo comienzo, sino que eran y siempre serán»176. Generación y destrucción en «sucesión eterna», en donde hay predominio «por turnos»177. Teníamos de comienzo una unidad homogénea en el «esfero» y, de pronto, «el Odio comienza a predominar»178; se inicia así la separación de las cuatro raíces, con lo que se constituye el “marco cósmico” adecuado: «Escucha, primero, las cuatro raíces de todas las cosas: Zeus brillante, Hera dadora de vida, Aidoneo y Nestis, que con sus lágrimas hacen brotar la fuente mortal»179. Nótese que no son «elementos», sino «raíces». Lo más probable es que Zeus designe el fuego, Hera a la tierra, Aidoneo al aire y Nestis al agua. A partir de aquí la imaginación poética de Empédocles se desparrama. Habrá, pues, «combinaciones y separaciones, pero no legítimas generaciones y destrucciones»180. Tampoco hay, por supuesto, vacío: «No hay nada en el Todo que sea vacío o lleno»181. Las criaturas se componen a partir de los elementos, sugiere el fragmento guardado por Simplicio, como se hace la composición de un cuadro a partir de las pinturas: «Y como cuando los pintores decoran las ofrendas religiosas —hombres bien diestros en su arte por la comprensión que poseen— Hipólito, Ref. VII 29, en G II 301 (DK 31 B 16). Simplicio, Del cielo 293, 18, en G II 302 (DK 31 A 52). 178 Simplicio, Fís. 1184, 2, en G II 308 (DK 31 B 31). 179 Aecio I 3, 20, en G II 313 (DK 31 B 6). El mismo texto de Aecio traduce las «raíces»; también lo hace Hipólito, Ref. VII 29, en G II 314 (DK 31 A 33). En esa interpretación he seguido a La Croce, G II, p. 176. 180 Aecio I 24, 2, en G II 325 (DK 31 A 44), cf. I 30, 1, en G II 324 (DK 31 B 8). 181 Ps.-Aristóteles, Sobre Meliso, Jenófanes y Gorgias 976b, en G II 326 (DK 31 B 13) y G II 327 (DK 31 B 14). 176 177

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ellos, tomando pinturas multicolores en sus manos y mezclándolas con armonía, con un poco más de unas y menos de [otras, ejecutan con ellas figuras que se asemejan a todas las cosas, creando árboles, hombres y mujeres, fieras, aves y peces que se nutren en el agua, y también dioses de larga vida, superiores en dignidad»182. Precisamente aquí es en donde puede haberse dado el “malentendido” aristotélico, para quien las cosas se constituyen a partir de los elementos, según Empédocles, de igual manera que una pared se produce con ladrillos y piedras, por mezcla y yuxtaposición de pequeñas partículas; seguramente es una manera de comprender al filósofo itálico desde los atomistas183. El lenguaje de Empédocles es mucho más vagaroso y poético, incluso cuando se refiere a la producción de las criaturas. Véase por este fragmento: «Y la amable tierra, en los crisoles de su amplio pecho, obtuvo dos octavas partes del fulgor de Nestis, y cuatro de Hefesto. Y nacieron los blancos huesos milagrosamente ajustados con el cemento de Armonía»184. Esta producción se hace, en todo caso, siguiendo ciertas proporciones, aunque no es seguro que esas proporciones sean matemáticas al estilo de los pitagóricos: «Y la tierra se encontró con ellos en proporciones casi iguales, con Hefesto, con la lluvia y con el éter resplandeciente. tras amarrar en los puertos terminales de Cipris, ya en proporción un poco mayor o menor que el máximo. Y de ellos nació la sangre y otras formas de carne»185. Simplicio, Fís. 159, 27, en G II 329 (DK 31 B 23). Aristóteles, De gen. y corr. 334a, en G II 331 (DK 31 A 43). Ligando esto con la imagen de la pintura, Galeno, Sobre la naturaleza del hombre de Hipócrates XV 32, en G II 330 (DK 31 A 34). 184 Se recoge en Aristóteles, Del alma 410a, en G II 332 (DK 31 B 96). Léanse las frases con las que es introducido. 185 Simplicio, Fís. 32, 3, en G II 333 (DK 31 B 98). 182 183

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El ciclo cósmico tiene dos caminos, el del Odio creciente, que va desde el Esfero inicial hasta el predominio absoluto del Odio, y el de la Amistad creciente, que termina con la reconstrucción del Esfero: «El movimiento y el reposo se dan por turnos, el movimiento cuando la Amistad crea lo Uno de lo múltiple y cuando el Odio crea lo múltiple de lo Uno, y el reposo en los tiempos intermedios»186, tal como entiende Aristóteles este ciclo. Que haya reposo en el momento inicial y final del cielo, en el Esfero, no cabe duda. Que también lo haya en el momento contrario a este, cuando el Odio lo domina todo, como parece que se insinúa en ese texto aristotélico, hay que ponerlo en duda. «Desorden cósmico» es llamado ese terrible momento en que el Odio lo domina todo: «allí ni se distingue la brillante figura del sol ni el frondoso género terrestre, ni el mar», momento en que, al decir de Plutarco187, «la tierra no participaba del calor, ni el agua del soplo del aire, ni nada pesado había arriba, ni nada liviano abajo; en cambio, los principios de todas las cosas se hallaban sin mezclarse, sin amarse y solitarios, sin admitir entre sí combinación o comunicación, sino huyendo unos de otros y evitándose y trasladándose con sus propios obstinados movimientos». En esa máxima tenebrosidad es donde aparece la amabilidad: «Cuando el Odio alcanzó el fondo máximo del torbellino y la Amistad llega al centro del remolino, allí entonces todos ellos confluyen hasta ser Uno solo, no en seguida, sino uniéndose voluntariamente por uno y otro lado. Y al mezclarse estos surgieron millares de razas mortales; pero muchos permanecieron sin mezclarse, alternando con los que [estaban confundidos —todos aquellos que el Odio retenía en suspenso. Pues él aún, no [sin reproches, se alejó totalmente de ellos hacia los últimos límites del círculo, sino que en parte permanecía y en parte había abandonado los [miembros.

186 Aristóteles, Fís. 250b, en G II 338; véase Simplicio, Fís. 157, 25, en G II 334 (DK 31 B 17). 187 Plutarco, Sobre la faz que aparece en la órbita de la luna 926D, en G II 340 (DK 31 B 27).

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Pero siempre, cuanto más se alejaba, tanto más se producía la amable e inmortal embestida de la irreprochable Amistad. En seguida se hicieron mortales aquellos que antes conocieron la [inmortalidad, y mezclados los que antes eran puros, trocando sus rumbos. Y al mezclarse estos surgieron millares de razas mortales, dotadas de toda clase de figuras, algo maravilloso a contemplar»188. Al comienzo de estas páginas ya advertí que aparecerían en los pensadores presocráticos textos que nada tendrían que envidiar a los viejos poemas de Hesíodo. Sin embargo, ahora al leerlos sabemos que su lectura anuncia la de los mitos y alegorías de la obra platónica, cargados de sentido, portillos por los que el pensamiento atraviesa altas cumbres. El poema de Empédocles se refería también a los fenómenos físicos, pero ahí no hemos tenido suerte, son muy pocos los fragmentos que nos quedan, por lo que sólo podemos acercarnos a su pensamiento astronómico por comentarios indirectos189. La luna es un disco de aire congelado que recibe su luz del sol. La luz sería corporal. Sus concepciones sobre el hombre y los seres vivientes son de indudable belleza190, de la que supo aprovecharse Platón en su mito del andrógino. Se interesa también en la reproducción y en la embriología191. Igualmente en la relación entre pensamiento y sensación. La visión sería producida por una luz que parte del ojo, pero otras veces, como advierte Aristóteles, se diría que se produce por emanaciones que de los objetos llegan a los ojos192. En su interés por la manera en que se efectúa la respiración, utiliza el símil de la clepsidra, como nos recoge también Aristóteles:

Simplicio, Fís. 32, 11, en G II 342 (DK 31 B35). Cf. G II 346-371. 190 Cf. G II 383-393. 191 Cf. G II 395-406. 192 Cf. Aristóteles, De las sensaciones 437b (DK 31 B 84), en donde toma un largo fragmento del poema de Empédocles. Cf. Teofrasto, De las senaciones 78, en G II 427 (DK 31 A 86), Sobre la luz, Aristóteles, Del alma 418b, en G II 375 (DK 31 A 57); Filópono, Del alma 334, 34, en G II 376 (DK 31 A 57). La luz, para Empédocles, es corporal. 188 189

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«De este modo todos los seres inspiran y expiran: en todos ellos se [extienden a lo largo de la superficie del cuerpo tubos de carne vacíos de sangre, y en sus bocas, abundantes conductos perforan los últimos extremos de la piel de parte a parte, de tal modo que la [sangre es albergada, al tiempo que se obtiene un libre acceso para el éter. Entonces, cuando la delicada sangre se retira de allí, el éter hirviente irrumpe con furiosas olas, y cuando ella salta fuera, se produce la expiración. Tal como cuando [una muchacha juega con una clepsidra de brillante bronce: Cuando coloca su esbelta mano sobre la boca del tubo y la sumerge en la masa de agua plateada que retrocede, nada de lluvia penetra en el vaso, sino que es apartada por el volumen de aire que presiona desde dentro sobre los [abundantes orificios, hasta que ella deje de contener la abundante corriente. Entonces, [por el contrario, al retroceder el soplo aéreo penetra una cantidad equivalente de [agua. Del mismo modo, cuando el agua se halla en la profundidad del bronce estando cubierta la boca o poro por la carne mortal, el éter exterior que presiona por entrar retiene la lluvia controlando su superficie sobre las puertas de la criba estrepitosa, hasta que ella suelte la mano. Entonces, al revés de lo que antes ocurría, al avanzar el soplo aéreo una cantidad equivalente de agua emprende [la retirada. Y lo mismo sucede con la delicada sangre que se agita a lo largo de [los miembros cuando volviendo sobre sus pasos se retira al interior, al punto desciende la corriente de éter, precipitándose en oleadas, pero cuando aquella salta hacia afuera, en seguida expira una cantidad [semejante»193. 193 Aristóteles, De la respiración 473a, en G II 394 (DK 31 B 100). Los poros aparecen numerosas veces, cf. G II 419-425. Respiramos por la nariz y por los poros del cuerpo entero. Véase también Platón, Timeo 79ac. La clepsidra servía

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Empédocles nos deja, seguramente, sumidos en perplejidad. Habíamos intuido como un camino ascendente, aunque sólo fuera en los problemas que nos iba sembrando. Y, de pronto, parece que recaemos en la simple y mera “poesía”, como si todo el esfuerzo de los presocráticos anteriores hubiera caído en saco roto, como si el continuado trabajo intelectual que ha sido el suyo nos hubiera dejado en el mismo lugar en el que estábamos. Sin embargo, es posible que esta impresión de desánimo sea inexacta. Por dos razones. La primera ya la he apuntado. Algunas de las delicias de la manera platónica de hacer filosofía ya han aparecido en nuestras páginas. Y en Platón se dan cita los senderos más elevados de la filosofía y de la filosofía de la ciencia antigua y medieval. Pero, además, son múltiples los temas concretos, astronómicos, meteorológicos, biológicos; más aún, disponemos ya de los colores fundamentales con los que tenemos que salir hacia una aventura quijotesca: la de pintar el universo entero.

IX Con Anaxágoras nos aproximamos de nuevo a Mileto, pues era de Clazomene, cerca de Esmirna. Fue además discípulo de Anaxímenes; ciertamente no discípulo de aulas, pero sí de doctrina. Aunque de familia muy poderosa, renunció a su herencia, es decir, a toda ambición política y de fortuna. «Todo su interés se concentró en el conocimiento puro, esto es, en la contemplación “desinteresada” de la naturaleza y, particularmente, de la naturaleza celeste»194. Ya nos lo dijo Aristóteles: la para trasvasar líquidos. Era como una regadera con un extremo del tubo estrecho y el otro ancho y perforado. Al meter el extremo ancho, si tapamos el extremo estrecho, no entra líquido; si destapamos, sí entra. Una vez llena, si tapamos, el líquido no caerá; al destaparla, caerá. Los poros de la piel son como los poros del extremo ancho. El extremo estrecho, la nariz. El liquido, la sangre que llena los conductos internos del cuerpo. Cuando la sangre se retira hacia los poros, entra aire por la nariz; cuando los abandona, nos sale el aire por la nariz. La inspiración y la expiración se producen, pues, por el movimiento oscilatorio de la sangre. Tomo la explicación de la nota de La Croce, G II, pp. 216-217, quien a su vez la recoge de D. J. Furley, “Empedocles and the Clepsydra”, en Journal of History of Philosophy, 77 (1957) 31-34. 194 Ángel J. Cappelletti, La filosofía de Anaxágoras, Sociedad Venezolana de Filosofía, Caracas, 1984, p. 189.

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gente piensa que Anaxágoras y Tales conocen cosas maravillosas pero inútiles, «porque no buscan los bienes humanos»195. Lo que él busca es contemplar el cielo y el orden existente en todo el universo, en el cosmos (tou` qewrh`sai to;n oujrano;n peri; o{lovn kovsmon tavxin)196. Dos anécdotas nos muestran, seguramente, la esencia misma del anaxagorismo. La cabeza de un carnero con un solo cuerno fue ocasión de que Lampón, el adivino, lo interpretara como signo de que, en las luchas por el poder entre Tucídides y Pericles, vencería aquel a quien se le había manifestado. Anaxágoras, tras la disección anatómica de la cabeza del animal, demostró que se trataba de una anomalía congénita. Plutarco, que es quien nos refiere la historia, señala pudorosamente que «entonces Anaxágoras fue admirado por los presentes, pero un poco más tarde lo fue Lampón, ya que Tucídides fue desterrado y todos los asuntos del pueblo quedaron confiados por igual a Pericles»197. Llamaba al sol «piedra incandescente por la inmensurabilidad del incendio: “mydros” es, en efecto, el hierro al rojo vivo»198. Que esto era así lo anunció a todos con la predicción de la piedra caída desde el cielo en Egospótamo, que, al decir de Plutarco, «aún hoy es exhibida y venerada por los habitantes de Quersoneso»; Anaxágoras habría predicho que «al producirse algún deslizamiento o sacudimiento de los cuerpos enclavados en el cielo, uno de ellos se desprendería y sería arrojado y caería»199. La predicción no podía ser otra que el anuncio previo de la naturaleza de lo que podía caernos de los cielos, que un día se vio confirmada por la caída de un meteorito «del tamaño de una carretada y de color marrón», según Plinio200.

195 Aristóteles, Et. Nic. 1141b, en G II 647 (DK 59 A 30); María Araujo y Julián Marías en lugar del «decimos» de Eggers Lan en su traducción en G II, proponen «dice la gente», no sea que se vea Aristóteles implicado en ese decir. Cf. Platón, Hipias mayor 283a. 196 Aristóteles, Et. Eud. 1216a, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 30 (DK 59 A 30). 197 Plutarco, Pericles 6, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 25 (DK 59 A 16). 198 Olimpiodoro, Sobre los meteoros, p. 17, 19 Stüve, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 26 (DK 59 A 19). 199 Plutarco, Lisandro 12, en G II 736 (DK 59 A 12); también en Cappelletti, Anaxágoras, p. 23. 200 Plinio, Hist. Nat. 11 149, en G II 737 (DK 59 A 11); en Cappelletti, Anaxágoras, p. 23.

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Nos encontramos, pues, ante una actitud filosófica en la que la “vida teorética” predomina sobre la “vida práctica”. Es la suya una actitud que representa «una mezcla de iluminismo y de religiosidad, que preanuncia al estoicismo». Las dos anécdotas anteriores nos hacen ver que en los hechos de la naturaleza «no hay por qué tratar de encontrar recónditos significados»201, sino que su explicación está en su referencia a otros hechos naturales; el fundamento último de nuestra conducta, ¿qué otro puede ser que la experiencia sensible y la razón? En Anaxágoras se nos prefiguraría, pues, una actitud ilustrada y racionalista. En todo caso, es ya contemporáneo de los sofistas. En Anaxágoras, como antes en Empédocles (más joven que aquel, pero que publicó antes sus obras)202, el monismo jónico del único principio se ve roto. Ya antes, quizá, lo había roto también Leucipo. Son parmenídeos en cuanto que consideran inmutables a los elementos, al ser; en él no se da ningún cambio substancial ni cualitativo. Consideradas las cosas de manera absoluta, es verdad que de la nada, nada se produce. Pero no por eso dejan de lado el que en la naturaleza se producen cambios; nuestros sentidos son testigos del cambio, por lo que, sin rechazar la afirmación anterior, hay que «salvar los fenómenos». Dentro de los movimientos, el movimiento local es incuestionable; desde él debe explicarse el cambio, el devenir, por medio del ser múltiple y no único. Se darán desde aquí, al decir de Cappelletti, tres pluralismos: el cuantitativo de los atomistas; el cualitativo limitado de Empédocles y el cualitativo ilimitado o atomismo cualitativo de Anaxágoras203. ¿Por qué serían sólo cuatro los elementos inengendrados que todo lo componen? ¿Por qué no muchos, ilimitados, infinitos? ¿Por qué no tantos como diferencias percibimos en las cosas? Para Aristóteles la respuesta de Anaxágoras será gratuita; para él es más efectivo hacer como los matemáticos: derivar todo de principios limitados en especie o en cantidad204. Las palabras iniciales del libro, único, que escribiera Anaxágoras dicen así:

Cappelletti, Anaxágoras, pp. 190 y 192. Aristóteles, Met. 984a, en G II 631 (DK 59 A 43); en Cappelletti, Anaxágoras, p. 35. 203 Cf. Cappelletti, Anaxágoras, pp. 208-209. 204 Aristóteles, Del cielo 302b. 201 202

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«Juntas estaban todas las cosas, infinitas en cuanto a la cantidad y en cuanto a la pequeñez. También su pequeñez, en efecto, era infinita. Y como todas estaban juntas, nada era allí manifiesto a causa de la pequeñez. A todas, pues, el aire y el éter las envolvían, por ser ambos infinitos. Ellos son, así, las más grandes entre todas las cosas en cuanto a la cantidad y en cuanto a la magnitud»205. El conjunto de «todas las cosas» (oJmou` pavnta) constituye una «mezcla» (mi`gma) única, como afirma Simplicio en las palabras con las que introduce el texto anterior. Esa mezcla primordial estaba formada por infinitas clases de cosas, infinitas en número y divisibles en partes cada vez más pequeñas, también hasta el infinito. Infinitas, pues, en cuanto al número y en cuanto a la pequeñez. En esa «mezcla» inicial, nada imponía sus características propias al resto, por lo que no tenía entonces ninguna determinación o cualidad especial; todo en ella era indefinido e incapaz de ser percibido. Aire y éter son dos substancias gaseosas que representan dos grados de sutileza y de calor: «Uno disperso y leve-caliente; el otro compacto y espeso-frío, según diferencia Anaxágoras el aire y el éter»206. Aire y éter son, pues, lo más grande de todo en el doble sentido de la cantidad y de la magnitud. Por su sutileza tienen primacía, lo que responde, además, a la observación. Luego, según el proceso al que enseguida nos vamos a referir, aire y éter «se separan de la pluralidad que los rodea, y lo que los rodea es infinito en cuanto a la cantidad»207. Antes de esa separación estaban juntos en la mezcla originaria. El movimiento que se inició en ella produjo la separación y diferenciación del aire y del éter con respecto a la multiplicidad de cosas que los rodeaba, pasando ellos ahora a rodearlas a todas para constituir «lo circunvalante» (to; perievcon). Antes de proseguir debemos detenernos en la insistencia de Anaxágoras en que «en (la dirección) de lo pequeño no existe, pues, 205 Simplicio, Fís. 155, 23, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 149, también en G II 677 y 836 (DK 59 B 1). Eggers Lan traduce katei`cen por «sujetaban», en vez de «envolvían», como hace Cappelletti. 206 Teofrasto, De las sensaciones 59, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 48, en G II 719 (DK 59 A 70). Eggers Lan traduce un texto algo más largo. 207 Simplicio, Fís. 155, 31, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 149, en G II 715 (DK 59 B 2). Eggers Lan traduce «lo abarcante».

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algo que sea lo más pequeño, sino que siempre hay algo todavía menor». La razón es parmenídeamente clara: «Porque es imposible que lo que en verdad es no sea». Ahora bien, lo mismo acontece en la dirección de lo mayor: «De lo grande siempre hay algo todavía mayor»208. No hay partes últimas, como debe ser afirmado con Zenón contra Leucipo. Ya veremos, por otro lado, lo que es cada vez mayor por lo grande. Quede ahí, sin embargo, que hay una divisibilidad infinita por lo pequeño y algo inagotablemente grande. No puede haber vacío. Cada cosa tomada en sí es, a la vez, grande y pequeña. Para ver cómo se salió de aquella mezcla originaria, a la que todavía tendremos que volver enseguida, utilizaremos lo que nos aporta Hipólito de nuestro filósofo. Dice así: «Este (Anaxágoras) dijo que el principio (ajrchv) de todas las cosas es el Nous y la materia (u{lh); el Nous como lo operante y la materia como lo que llega a ser. Estando, pues, todas las cosas juntas, al sobrevenir el Nous, las ordenó. Dice que existen infinitos principios materiales (uJlikav" ajrca;") y que los más pequeños entre ellos son infinitos. Todas las cosas participan del movimiento y, siendo movidas por el Nous. Las semejantes se juntan. Y las cosas que están en el cielo fueron ordenadas por el movimiento circular, pero lo grueso y lo húmedo, lo tenebroso y lo frío y todas las cosas pesadas se juntaron en el medio, y de ellas, solidificadas, se construyó la tierra. Pero las cosas contrarias a estas, lo cálido y lo luminoso, lo seco y lo liviano, fueron impulsadas hacia la parte superior del éter»209. ¿El «intelecto» (nou`") estaba mezclado con todas las cosas? Evidentemente, no. Sólo él «era incontaminado y puro»; los principios son así dos: Aristóteles los asimila a «lo uno» y «lo otro»210. Sabemos que son el «nous» y la «materia» o, mejor, «todas las cosas». «Homeomerías» será el nombre de los componentes de cada una de esas cosas.

208 Simplicio, Fís. 164, 17, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 149, en G II 694 y 838 (DK 59 B 3). 209 Hipólito, Ref. I 8. 1-2, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 34, en G II 701 y 721 (DK 59 A 42). Eggers Lan pone «intelecto» por nous. 210 Cf. Aristóteles, Met. 989ab, en G II 680, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 44.

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Para algunos comentaristas homeomerías sería la traducción aristotélica de la palabra genuinamente anaxagórica, «semillas» (spevrmata). Poco importa aquí. No hay ni nacer ni perecer en su concepción: «Ninguna cosa, en efecto, nace ni perece, sino que de las cosas existentes se forman, mezclándose, y se deforman, separándose; y así, bien podría llamarse al nacer ‘mezclarse’ y al perecer ‘separarse’»211. Ahí en la mezcla están unidos infinitos elementos, que son los que luego, por la acción del «intelecto», se entremezclan y se separan desde la mezcla original. En ella, por tanto, está dada de antemano la infinita multiplicidad de todas las substancias que encontramos en el universo. Es una multiplicidad que nos aparece como unidad, inerte, que necesita de un principio externo para ponerse en movimiento y ordenarse: «Al ser puesto en movimiento y ordenado, se dan en el Cosmos las diferentes substancias. Aparecen entonces la carne, el hueso, la madera, etc.; y en cada una de estas substancias determinadas hay partículas de todas las demás sin excepción». Esas son las homeomerías, no importa que las consideremos orgánicas o inorgánicas, simples o compuestas, con tal de que «constituyan una clase o especie, definida por un conjunto estable y diferenciable de cualidades»212. La perplejidad de un texto muy posterior nos hace ver el pensamiento que se encierra bajo ese concepto de semillas u homeomerías: «Anaxágoras, tras admitir la doctrina de que nada se genera de la nada, suprime la generación e introduce la división en lugar de la generación. En efecto, absurdamente dice que todas las cosas están mezcladas entre sí y se dividen al crecer. También en la misma semilla hay pelos, uñas, venas, arterias, nervios y huesos, y resultan invisibles por la pequeñez de las partes; pero al crecer, poco a poco, se dividen. En efecto, dice, ¿cómo se generaría pelo de lo que no es pelo, y carne de lo que no es carne?»213. La afirmación de estas semillas se hace a través de un razonamiento que toma como ejemplo la digestión y asimilación de los alimentos. 211 Simplicio, Física 163, 20, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 152, en G II 686 y 825 (DK 59 B 17). 212 Cappelletti, Anaxágoras, p. 229. Aristóteles explica el concepto de homeomería en Meteorológicas 388a, en G II 669. 213 Escolios a la oración fúnebre de Gregorio Nazianceno a su hermano Basilio el Grande, XXXVI 911, en G II 674 (DK 59 B 10).

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En la simiente de un animal están ya presentes sus pelos, uñas y dientes. Cuando crezca, todas estas cosas se separarán y aparecerán como tales. Cappelletti214 ve en un texto de Aecio el mejor comentario al fragmento anterior. ¿Cómo podría surgir algo del no ser? Comemos alimentos como pan y de ellos surgen pelos, uñas, carne, etc. Por ello, deberá afirmarse que todas esas cosas están ya en el alimento, y que dentro de él, hay partes productoras de sangre, otras de pelos, otras de nervios, otras de uñas, por más que esas partes no sean visibles. Quien se quede en la sensación no será capaz de aceptar dichas partes, que serán visibles únicamente para la razón. Hay semejanza entre las partes de los alimentos y las cosas que ellas producen, por eso las llamó homeomerías, «y manifestó que ellas son principios de los entes, estableciendo que las homeomerías constituyen la materia y que la causa eficiente es el Nous, que todo lo ordena»215. De los alimentos, aquello que no corresponde a ninguna de las partes de nuestro cuerpo se evacua. Esas partes que tienen, por ejemplo, la cualidad de hueso, son divisibles hasta el infinito, y jamás llegaremos, según Anaxágoras, a una parte que sea no ser hueso. La magnitud es divisible hasta el infinito; también lo es la cualidad, sin que por ello desaparezca, por pequeña que se haga la división de su parte correspondiente. Son, pues, átomos de cualidad, pero no de magnitud216. En virtud de las homeomerías, «todas las cosas están en todo», ninguna existe por separado, «sino que todas tienen en sí una parte de todas»217. En el comienzo todas las cosas estaban unidas en la mezcla originaria; luego, en cualquier momento del proceso subsiguiente, también lo están. Pero en las homeomerías, ¿hay cualidades solamente, o más bien substancias? Sin duda que lo segundo, si es que nos atenemos a lo que se ha entendido desde Aristóteles. Como dice Lucrecio: «Huesos muy pequeños dan lugar a los huesos; diminutas vísceras originan a las vísceras»218. Para Anaxímenes el aire es dos cosas a la vez: principio del que todas las cosas se originan y principio de movimiento. Esta postura ya Cf. Cappelletti, Anaxágoras, p. 230. Aecio I 3, 5, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 38 (DK 59 A 46). 216 Cf. Cappelletti, Anaxágoras, p. 231-232. 217 Simplicio, Fís. 164, 26, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 150, en G II 841 (DK 59 B 6). También los textos G II 688-698. 218 Lucrecio I 837-839, en Cappelletti, Anaxágoras, p, 36 (DK 59 A 44). 214 215

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no es defendible en los tiempos de Anaxágoras, pues lleva a problemas filosóficos insolubles. Por eso nuestro pensador ya no será monista sino dualista: hay el intelecto y hay infinitas homeomerías. La mezcla originaria es una masa indefinida compuesta por las infinitas homeomerías, que se neutralizan las unas a las otras; de esta manera esa mezcla, siendo de una diversidad infinita se nos aparece como una sola naturaleza. El Nous es principio de movimiento de esa mezcla originaria. Merced a él, «en la separación de lo indefinido se unen entre sí las cosas afines y, puesto que en el todo había oro, se produce el oro, y puesto que había tierra, se produce la tierra; y de un modo semejante sucede con cada una de las demás cosas, no porque nazca sino porque estaban ya de antemano contenidas». Esa separación y esa diferenciación se efectúan por el Nous, por medio del cual «nacen los mundos y la naturaleza de las demás cosas». Hay así una sola «causa del movimiento y del llegar a ser»: el Nous219. ¿Cómo realiza esta tarea el nous? Por medio de un movimiento circular, ya lo hemos leído en el texto de Hipólito transcrito más arriba. Fragmentos considerados del propio Anaxágoras nos lo enseñan: «Y el Nous dispuso la rotación del conjunto, de manera que rotase desde el comienzo». Aunque, es verdad, el Nous «conoció todas las cosas que se entremezclaban y las que se separaban y las que se dispersaban», y es de todas ellas la más «liviana», no por eso deja de ser cosa, aunque no se mezcle con las demás cosas y sea autónomo e infinito220. Como dice Cappelletti, «cuando se analiza la manera en que el Nous ordena la mezcla primordial y la transforma en Cosmos, se llega a la conclusión de que su papel es, ante todo, el de un motor mecánico»221. Lo primero que realiza el Nous es aquel «movimiento circular» al que se refería Hipólito, la «rotación del conjunto» que nos transmite Simplicio. Bien lo entendió así Aristóteles también cuando critica a Anaxágoras, o mejor, lo entiende a su modo, como si el Nous fuera un precedente de su motor inmóvil que mueve sin moverse él222. Sin embargo, sabemos que el Nous sí 219 Simplicio, Fís. 27, 2, en Cappelletti, Anaxágoras, pp. 33-34, en G II 688 y 702 (DK 59 A 411). 220 Simplicio, Fís. 162, 24 y 156, 13, en Cappelletti, Anaxágoras, pp. 151-152 (DK 59 B 12); también en G II 698, 703, 805 y 847. Lo que Cappelletti traduce por «liviana» (leptovth") Eggers Lan traduce por «sutil». 221 Cappelletti, Anaxágoras, p. 245. 222 Aristóteles, Fís. 256b, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 43, en G II 704 (DK 59 A 56).

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que se mueve, nos lo dice un fragmento que es considerado del propio Anaxágoras: «Y después que el Nous comenzó a mover, se separó de todo lo que se movía»223. Platón se desilusionó mucho con esto224. Alguno, señala Cappelletti225, ha podido decir que el Nous se presenta como «materia racional», más que como pura razón o inteligencia. No olvidemos que aunque, en general, en todo hay de todo, «menos de Nous», hay cosas en las que también hay Nous. El Nous se mezcla con cosas, como si una cosa más fuera, aunque cosa especial: «Es, en efecto, la más liviana de todas las cosas y la más pura»226. Se podría decir, quizá, como resumen, que el «intelecto» de Anaxágoras es razón, pero es también cosa. Es como un motor que mueve mecánicamente a todas las cosas por rotación. El Nous está a medio camino entre lo puramente espiritual y lo meramente material. No es constituyente principial de todas las cosas, pero, sin embargo, algo tiene de cosa todavía. El «todas las cosas» de Anaxágoras es un conjunto pasivo, sin capacidad de moverse a sí mismo, necesita de la intervención externa del «intelecto» para que se produzca la rotación generadora del universo que vemos. El «intelecto», por el contrario, es activo: «Y el Nous dispuso la rotación del conjunto, de manera que rotase desde el comienzo. Primero, empezó a rotar en lo pequeño; luego, da vueltas en un espacio227 mayor y ha de hacerlo en uno mayor todavía. Y el Nous conoció todas las cosas que se entremezclaban y las que se separaban y las que se dispersaban. Y cómo iban a ser y cómo fueron las que son ahora, todo lo dispuso el Nous, y la rotación misma por la cual rotan ahora los astros, el sol, la luna y también el aire y el éter en cuanto están separados. Y la rotación misma produjo el hecho de la separación. Y así se separa lo denso 223 Simplicio, Fís. 300, 31, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 152, en G II 848 (DK 59 B 13). 224 Cf. Fedón 91c-99d. 225 Cf. Cappelletti, Anaxágoras, p. 246: W. Windelband, La filosofía de los griegos, México, 1941, p. 136. 226 En DK 59 B 12, citado en la nota 220. 227 La palabra «espacio» no responde a nada en el original griego, la añade, supongo que para mejor comprensión, el traductor Cappelletti. El mismo texto lo traduce así Eggers Lan: «comenzó a rotar desde lo pequeño, y rota más, y rotará más aún».

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de lo raro, lo caliente de lo frío, lo luminoso de lo obscuro, lo seco de lo húmedo»228. El «intelecto», por supuesto, cumple la función de ordenarlo con inteligencia, ¿cómo, pues, seguiría Anaxágoras denominándole «aire»? ¿No se acercará más, por el contrario, a lo divino? Así lo considerará, por ejemplo, Aecio: «Anaxágoras considera que el Nous ordenador es Dios»229. Una vez impreso por el Nous el movimiento de rotación, la masa infinita de homeomerías se va ordenando «circunvalando» unas partes a las otras. Aire y éter están relativamente separados de las otras cosas. El Nous está separado absolutamente. Las homeomerías son infinitas en cuanto a su cantidad y en cuanto al número de las cualidades. Aire y éter lo son en cuanto mayores que todas las cosas por cantidad y por magnitud. Nous lo es porque nada lo limita y «circunvala» al cosmos entero y al aire y al éter. El Nous «es infinito y autócrata y no se mezcla con cosa alguna, sino que él sólo existe por sí mismo»230. Se separa, pues, del cosmos, de una manera mucho más radical que el aire y el éter. Nos falta todavía por ver algo de ese acto separador provocado por el Nous dentro de la «mezcla» originaria: «Lo compacto, lo húmedo, lo frío y lo sombrío se juntaron allí donde está ahora (la tierra), pero lo raro, lo caliente y lo seco se alejaron hacia la zona exterior del éter231. Con estas cosas separadas se constituye la tierra. De las nubes, en efecto, se separa el agua; del agua, la tierra; y de la tierra se coagulan las piedras, gracias al frío. Estas, por su parte, van más lejos que el agua»232.

En DK 59 B 12, citado en la nota 220. Aecio I, 7, 15, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 40 (DK 59 A 48). Eggers Lan traduce así: «Anaxágoras dice que el dios es un intelecto creador del mundo» El original reza así: jA nou`n kosmopoio;n to;n qeovn. 230 En DK 59 B 12, citado en la nota 220. 231 Simplicio, Fís. 179, 3, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 152, en G II 722 y 850 (DK 59 B 15). 232 Simplicio, Fís. 155, 21, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 152, en G II 851 (DK 59 B 16). 228 229

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Con la continuación del texto de san Hipólito copiado más arriba vamos a hacernos una idea precisa de cómo entendía Anaxágoras el conjunto de cielo y tierra: «La tierra es plana en su forma y sigue siendo un meteoro a causa de su tamaño, porque el vacío no existe y el aire, que es muy fuerte, la sostiene. Sobre las partes húmedas de la tierra se formó el mar a partir de las aguas que allí había, las cuales, al evaporarse, dieron lugar a los sedimentos, igual que los ríos que allí corren. Los ríos, por su parte, toman cuerpo a partir de las lluvias y de las aguas que hay dentro de la tierra. Esta es, en efecto, hueca y tiene agua en sus cavidades. El Nilo crece en verano, al volcarse hacia él las aguas que provienen de las nieves de las zonas antárticas. El sol, la luna y todos los astros son piedras incandescentes arrastradas por el movimiento circular del éter. Hay también, más abajo de los astros, ciertos cuerpos, para nosotros invisibles, que giran junto con el sol y la luna. Del calor de los astros no nos damos cuenta por la gran distancia (que los separa) de la tierra. No son, sin embargo, ellos tan calientes como el sol, por cuanto tienen una región fría. La luna está más baja que el sol y se halla más próxima a nosotros. El sol sobrepasa en magnitud al Peloponeso. La luna no posee luz propia sino del sol. La revolución de los astros se cumple debajo de la tierra. La luna se eclipsa al interponerse la tierra, a veces también al hacerlo los cuerpos que están por debajo de la luna. El sol, al interponerse la luna en el novilunio. El sol y la luna dan vueltas empujados por el aire. La luna cambia muchas veces de dirección por no poder dominar al frío. Este (Anaxágoras) fue el primero que definió lo relativo a los eclipses y a las iluminaciones. Dijo que la luna es semejante a la tierra y que hay en ella llanuras y precipicios. La vía láctea es un reflejo de la luz de los astros en (las regiones) no iluminadas por el sol. Las estrellas errantes surgen como chispas brotadas del movimiento del eje de la esfera. Los vientos se originan al ser enrarecido el aire por el sol y al dirigirse (las partes) calentadas hacia el polo y ser rechazadas. Los truenos y los rayos se producen por el calor que acomete a las nubes. Los terremotos acontecen al chocar el aire de arriba con el que está debajo de la tierra: al ser este agitado, también se sacude la tierra que sobre él se apoya. Los animales tuvieron su

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comienzo en lo húmedo y, después, el uno del otro. Y nacen machos cuando el esperma segregado por las partes derechas se une con las partes izquierdas de la matriz; hembras, en cambio, cuando sucede al revés»233. En lo que resta, nos moveremos al hilo del relato de Hipólito. Respecto a la forma de la tierra, Simplicio añade que la tierra es plana y en forma de tambor, sostenida por el aire que tiene debajo y al que cubre «como una tapa» sin permitir que se desplace234. Aristóteles, de quien Simplicio ha tomado su explicación, refiere cómo se hace posible esto, al decir de Anaxímenes, Anaxágoras y Demócrito: «Pues también estos (los cuerpos que tienen superficie plana) se mantienen firmemente contra los vientos por la resistencia que ofrecen; y esto mismo dicen que hace la tierra, por su superficie plana, contra el aire que está debajo: al no tener el aire lugar suficiente para moverse por estar debajo de la tierra, permanece compacto, como el agua en la clepsidra»235. Según el mismo Aristóteles, los que intentan mostrar que el vacío no existe —como lo acaba de hacer Anaxágoras para mostrar la estabilidad de la tierra—, no hacen otra cosa que señalar al aire, pero no al vacío: «Demuestran, en efecto, que el aire es algo, retorciendo odres, y prueban también que el aire es resistente, encerrándolo en clepsidras»236. No las tiene todas consigo Aristóteles en las explicaciones de Anaxágoras, incluso le parece tonto afirmar no sé qué subires y bajares de aires y éteres que así sostendrían la tierra, coacciones y torbellinos que la pondrían en el centro, pues la concentrarían en el centro del cielo237. Diógenes Laercio nos cuenta que, según Anaxágoras, al comienzo los astros se movían como por una cúpula, siendo el polo perpendicular a la 233 Hipólito, Ref. I 8, 3-12, en Cappelletti, Anaxágoras, pp. 34-35 (DK 59 A 42); se lee a trozos en G II 723, 724, 738, 742, 744, 751, 753, 757 y 771. 234 Simplicio, Del cielo 520, 28-30, en G II 725 (DK 59 A 88). Nada dice Anaxágoras de la de la relación entre la altura y el diámetro en el cilindro que sería la tierra. Para Anaximandro dicha altura sería un tercio del diámetro de la base (DK 12 A 10, 11 y 55). 235 Aristóteles, Del cielo 294b, en G II 727. 236 Aristóteles, Fís. 213a, en G II 729 (DK 59 A 68), en Cappelletti, Anaxágoras, p. 46. 237 Cf. Aristóteles, Meteor. 365a y Del cielo 295a, en G II 731 y 732 (DK 59 A 89 y 88), en A. J. Cappelletti, Anaxágoras, pp. 53-54.

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tierra, pero que luego adoptó su inclinación, por lo que parte de su trayectoria —hay que deducir con evidencia, aunque no se afirme aquí— se hace por debajo de la tierra238. La expresión de que la tierra «sigue siendo un meteoro» puede llamar a engaño: meteoro significa, simplemente, aquello que está en lo alto o que se eleva, que está suspendido en el aire por el procedimiento que fuere. Es de notar que el sol, la luna y los astros son, todos por igual, masas incandescentes o piedras de fuego239. Sol y luna son de tamaño respetable, por no decir grande240. La luna tiene llanuras, montes y precipicios, como la tierra, ya lo hemos dicho; su mezcla es muy rara porque en ella «lo frío se combina con lo terrestre» y «lo nebuloso se entremezcla con lo ígneo»241. Nos dice Aecio que Anaxágoras, concordando con Tales, con Platón, con los estoicos y con los matemáticos, concibe «las fases de la luna como debidas a la coincidencia de su curso con el sol, que lo ilumina; los eclipses de luna se producen al caer sobre ella la sombra de la tierra, cuando esta se sitúa entre el sol y la luna», aunque algunos dicen que para Anaxágoras los eclipses se deben también «a los cuerpos que están debajo de la luna»242. Queda bien claro ya que la luz de la luna procede de la iluminación del sol: «El sol presta a la luna su brillo»243. Los solsticios se producirían por la presión del aire en los polos244. 238 Diógenes Laercio II 9, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 18, en G II 760 (DK 59 A 1). Cappelletti, p. 72, nos recuerda que la idea de que esta inclinación no es originaria sino que se produjo después se encuentra también en Empédocles; cf. Aecio II 8, 2, en G II 355 (DK 31 A 58): «Dice Empédocles que al ceder el aire al impulso del sol se inclinaron los polos, y las zonas boreales se elevaron mientras que las meridionales se deprimieron, de tal modo también el mundo entero se inclinó». 239 Aecio II 20, 6, en G II 739 (DK 59 A 72). Cf. Jenofonte, Recuerdos de Sócrates IV 7, 6-7, en G II 740 (DK 59 A 73), en Cappelletti, Anaxágoras, p. 48. 240 Cf. Diógenes Laercio II 8, en G II 741 y Aecio II, 21, 3. en G II 743 (DK 59 A 1 y 72), en Cappelletti, Anaxágoras, pp. 18 y 48. 241 Aecio II 30, 2, en G II 748 (DK 59 A 77), en Cappelletti, Anaxágoras, p. 50. 242 Aecio II 29, 6-7, en G II 754 (DK 59 A 77), en Cappelletti, Anaxágoras, p. 50. 243 Plutarco, Sobre la faz que aparece en la órbita de la luna 929b, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 152, en G II 759 y 853 (DK 59 B 18). No olvide el lector que, a la vez, la luna es una «piedra ígnea», aunque, quizá, muy débil, no como la del sol, que no se puede mirar de frente como dice Jenofonte, cf. texto citado en nota 239. 244 Aecio II 23, 2, en G II 744 (DK 59 A 72), en Cappelletti, Anaxágoras, p. 48.

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¿Sostiene Anaxágoras la existencia de otros mundos? Por un lado afirma inequívocamente la unicidad del mundo: «No están entre sí separadas las cosas que forman parte de este único universo ni hay corte de hacha entre lo caliente y lo frío y entre lo frío y lo caliente»245. Otro fragmento de Anaxágoras parecería indicar lo contrario, pues al hablar de la diversidad de todas las cosas compuestas establece la analogía siguiente: «Y que dentro de los hombres hay también ciudades pobladas y tierras cultivadas, como entre nosotros, y que igualmente hay allí un sol, una luna y demás astros, como entre nosotros»246. Para algunos el «único» del primero de los textos sólo querría poner énfasis en la unidad del mundo, no en que este sea único. Para otros, por ejemplo Cappelletti247, no hay contradicción más que aparente. La acción de un único Nous en una única mezcla daría un único cosmos, si se considera este como un macrocosmos. Otra cosa es si se mira por lo menudo en el microcosmos, el cual, como parte que refleja siempre el todo, reproduce el único orden del macrocosmos. Valga la explicación, que, en todo caso, es muy sugestiva. En todo hay parte de todo, dice Anaxágoras, pero esto no acontece con el Nous. Sin embargo, en los seres vivientes, sí que se encuentra una parte de Nous248, constituyendo el alma de cada uno de ellos: «Y a cuantas cosas tienen alma, tanto a las más grandes como a las más pequeñas las rige el Nous»249. Porque, habrá que decir, el Nous es como un aire especialmente sutil250, y por eso puede perfectamente dividirse para constituir las almas de los seres vivientes. Pero no todos tienen igual porción de Nous, sino que, cuanto más complejos son, mayor cantidad de él contienen. «El hombre es el más inteligente de los animales por el hecho de tener manos»251, como atribuye Aristóteles a Anaxágoras. 245 Simplicio, Fís. 175, 11; 176, 29, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 150 (DK 59 B 8), en G II 843. 246 Simplicio, Fís. 34, 29, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 149 (DK 59 B 4); también en G II 804 y 839. No sé cuál es la razón por la que Cappelletti en su traducción se come «y que igualmente hay allí un sol, una luna y demás astros, como entre nosotros», DK y G lo tienen, él mismo lo retoma en p. 276. 247 Cappelletti, Anaxágoras, pp. 276-277. 248 Cf. Simplicio, Fís. 164, 23, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 151, en G II 697, 803 y 846 (DK 59 B 11). 249 DK 59 B 12, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 151, en G II 703, 80S y 847. 250 Cf. Aecio IV 3, 2, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 58, en G II 795 (DK 59 A 93). 251 Aristóteles, De las partes de los animales 687a, en Cappelletti, Anaxágoras, 61, en G II 668 y 808 (DK 59 A 102).

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Hay, pues, una estructura en los seres vivientes: todos tienen un principio de vida y de movimiento, algunos tienen más, un principio de pensamiento. Dice Aecio que para Anaxágoras «todos los animales tienen una razón activa, pero no tienen el entendimiento pasivo, que se denomina intérprete del Nous»252; tienen alma, inteligencia, razón activa, que Anaxágoras llama lovgo", pero no tienen capacidad de pensamiento. Por eso Aristóteles le reprochará que confunda en una sola palabra, Nous, la inteligencia o razón activa y el alma o principio de movimiento y de vida253. ¿Quién es el que percibe? Para Anaxágoras es el aire sutil o alma aquella partícula de Nous a la que me acabo de referir. Por sí mismos, los sentidos son incapaces de llegar hasta el fondo de las cosas: «Por la flaqueza (de nuestros sentidos) no somos capaces de reconocer la verdad»254. La razón es la que puede ver la pequeñez de las partes en las homeomerías, pero no así los sentidos. Por ello puede decir que «lo que aparece, pues, es un aspecto de lo que se oculta»255. ¿Es esta manera de pensar un inicio de escepticismo? «La simple lectura de los fragmentos conservados, con sus aseveraciones cosmológicas, biológicas, antropológicas y aun teológicas, con su tono de serena pero firme certeza, nos demuestra que no estamos en presencia de un escéptico, aun cuando su pensamiento no se sustraiga totalmente al ambiente sofístico»256. Quede bien claro, en todo caso, que para Anaxágoras la verdad sensible no es ni mucho menos la última verdad. La última verdad no nos la dan los sentidos —que nos dicen que la nieve es blanca—, sino la razón —que nos afirma que la nieve es también negra—257; la razón es la que ve hasta el fondo, la que descubre que todo está en todo, que Aecio V 20, 3, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 61, en G II 806 (DK 59 A 101). Cf. Aristóteles, Del alma 405a, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 60-61, en G II 800 (DK 59 A 100). 254 Sexto Empírico, Contra los matemáticos VII 90, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 153, en G II 834 y 855 (DK 59 B 21). 255 Sexto Empírico, Contra los matemáticos VII 140, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 153, en G II 835 y 856 (DK 59 B 21a). 256 Cappelletti, Anaxágoras, p. 303. 257 Léase Sexto Empírico, Hipotiposis pirrónicas I 33, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 59, en G II 832 (DK 59 A 97); también Cicerón, Acad. II 31, 100, en Cappelletti, p. 60, en G II 833 (DK 59 A 971). 252

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hay partes de todo en todo, que hay Nous y que partes de él se encuentran en todas las cosas que tienen vida258. Con Anaxágoras nos encontramos ya en los umbrales de una filosofía de la ciencia que entra en su mayoría de edad. No son, simplemente, primeros vislumbres lo que en él encontramos. No son intuiciones fundadoras en las que, luego, deberemos asentarnos. Es mucho más que eso: es un pensamiento complejo sobre el mundo. No se reniega de la experiencia sensible de los sentidos. Se tiene voluntad expresa de dar cuenta de los fenómenos que aparecen ante nuestros ojos. Se busca explicación concreta a todos los fenómenos con los que nos topamos, sin que nada quede sustraído a esa búsqueda, sin que existan terrenos acotados. Y todo ello se hace contando con razón. Es el intelecto quien nos hace desentrañar aquello que, si no fuera por él, estaría oculto. La verdad de las cosas y del universo mundo se alcanza con una consideración que no es sólo ni meramente sensible. Yendo por este camino de lo sensible, jamás llegaremos a tener ante nuestros ojos lo que es el objeto final de nuestra búsqueda: el verdadero orden del cosmos. Sin que ello signifique —es la pura evidencia— que busquemos otra cosa que aquello que también nos es dado por los sentidos, aunque nos sea dado en ellos de forma mermada, incompleta, sin agudeza; hasta el punto de que si alguien se queda ahí, yerra. Vistas las cosas desde la altura de Anaxágoras, podemos vislumbrar algo muy importante que anteriormente no podía, quizá, ser explicitado, no había llegado a ser problemático. Cabe una explicación “monista” del mundo. Cabe una explicación “dualista” del mundo. La explicación monista hace surgir ante nosotros todas las cosas como salientes de un principio único. Las derivaciones, luego, nos podrán llevar muy lejos, pero el origen es claro: hay un único principiar. La explicación dualista pide dos principios: uno al que deberemos dar el nombre de “material” y otro al que impondremos el nombre de “espiritual”. El punto al que hemos llegado no significa que los primeros presocráticos deban ser llamados materialistas, ni siquiera monistas, pues ambos son nombres de una problemática, mejor, soluciones a una problemática que es nuestra, pero que en absoluto era la suya. Cabría, 258 Sobre la clepsidra en Anaxágoras, puede leerse Ps.-Aristóteles, Problemas 914b-915a, en Cappelletti, Anaxágoras, p. 46-47, en G II 730 (DK 59 A 69), no dejen de verse las notas de ambas versiones.

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quizá, un retroceder en nuestros pensamientos a un terreno en el que todavía no se había impuesto esa elección, para desde él comenzar a pensar de nuevo. En todo caso, la elección desde Anaxágoras y desde los atomistas se impondrá en el pensamiento de la filosofía de la ciencia, no tanto porque ellos nos lo preceptuaran, como porque desde ellos se nos impone una problemática que conlleva una elección.

X El pitagorismo tuvo un gran resurgir en tiempos de Platón y Aristóteles. Años después se dijo que el Timeo fue comprado por el viejo Platón por una suma exorbitante y sacado a la luz como suyo259. De esta generación de pitagóricos que se acercaron a Sócrates y al joven Platón, el autor más importante es Filolao, italiano de Crotona o de Tarento, escritor del primer libro pitagórico en el que se recogen todas las antiguas enseñanzas de la escuela260. De este libro, como es norma entre los presocráticos, nada queda, excepto el saber que, seguramente, no llevaba nombre de autor, y que se titulaba Sabiduría de Pitágoras o Enseñanzas pitagóricas, por ejemplo, lo que, junto al eclecticismo de su contenido, explica que Aristóteles se refiera a él con la frase: «Los llamados pitagóricos dicen que...». Se puede concebir, junto a Conrado Eggers Lan, que Filolao viviera hacia fines del siglo V y muriera en la primera o segunda década del siglo IV. Su libro lo escribió en griego jónico y más tarde fue traducido al dialecto dórico261. Hay algo que se viene arrastrando desde Parménides como un problema grave, además de confuso, cuando él decidió que el ser es algo «limitado». Desde entonces lo «ilimitado» causa dificultades de sutileza extremada. Lo hemos visto ya, por ejemplo, en Zenón y en Anaxágoras. Sobre ello tiene Filolao algo que decirnos. Pero ya no serán «principios», aunque así los denomina todavía Aecio, siguiendo probablemente a Teofrasto: «El pitagórico Filolao dice que los principios son el límite (to; pevra") y lo ilimitado (to; a[peiron)»262. Según el pitagórico hay 259 260 261 262

Cf. G III 104-107. Diógenes Laercio VIII 85, en G III 102 (DK 44 A l). Cf. Eggers Lan en la introducción. a su traducción, G III, p. 80. Aecio I 3, 10, en G III 108 (DK 44 A 9).

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una acción, la de armonizar, la de componer armónicamente «cosas ilimitadas y cosas limitantes (ejx ajpeiron te kai; perainovntwn)» en un cosmos, tanto en su conjunto como en lo que en él existe263. No es que las cosas limitantes al armonizarse con las ilimitadas las limiten y todo quede ya bien. Veámoslo con palabras que proceden de los fragmentos propios de Filolao: «Es forzoso que las cosas existentes (ta; ejovnta) sean todas limitantes o ilimitadas, o bien tanto limitantes como ilimitadas; no podría haber sólo cosas ilimitadas ni sólo cosas limitantes. Puesto que es manifiesto que las cosas existentes no constan de cosas todas limitantes ni de cosas todas ilimitadas, es evidente que el cosmos y las cosas que hay en él han sido compuestas armoniosamente (sunarmovcqh/), con cosas limitantes y cosas ilimitadas. Esto lo demuestra también lo que sucede en los hechos (ejn toi[ß e[rgoi"). En efecto, aquellos hechos que provienen de cosas limitantes son también limitantes, pero los hechos que provienen de cosas limitantes como de cosas ilimitadas son limitantes y no limitantes, y los que provienen de cosas ilimitadas aparecen como ilimitados»264. ¿Qué significa cosas limitantes? No se trata de cosas limitadas, que limitan a otras. Por otro fragmento del mismo Filolao sabemos que si todas las cosas fueran ilimitadas, «nada sería cognoscible (gnwsouvmenon)265. También sabemos, como nos hace ver Conrado Eggers Lan266, que el mismo Filolao en otro de los fragmentos nos enseña que «todas las cosas que se conocen contienen un número (ta; gignwskovmena ajriqmo;n e[conti), pues sin él nada sería pensado ni conocido (ou[te nohqh`men ou[te gnwsqh`men)»267. Estaríamos, pues, ante algo que indica una posibilidad o imposibilidad de mensurarlas, una aptitud que tienen de ser Diógenes Laercio VIII 85, en G III 110 y 176 (DK 44 B 1). Estobeo, Extractos I 21, 7a, en G III 111 y 179 (DK 44 B 2). Mírese también la traducción italiana y las notas del texto en Timpanaro Cardini, Pitagorici, II, pp. 194-198. 265 Jámblico, Intr. arit. Nicómaco 7, 24, en G III 119 y 178 (DK 44 B 3). 266 Cf. G III, p. 98, nota. 267 Estobeo, Extractos I 21, 7b, en G III 179 (DK 44 B 4). 263 264

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medidas o de no serlo, es decir, de ser conmensurables o inconmensurables, cualquiera que sea la unidad de medida que se tome. No es, por tanto, un conjuntamiento armónico de contrarios, sino que, seguramente, se parece más a la armonía que en el tratado de los números se da entre números racionales y números irracionales. No habría que entender ta; eovnta y ta; e[rga como cosas existentes frente a cosas reales, sino como «cosas existentes» y «hechos», en las que se dan las dos facetas de limitantes e ilimitantes. Los hechos no hacen referencia a algo empírico o a algo parcial de un conjunto, sino que toman la realidad en su sentido más general, pero sabiendo bien que el conocimiento es el de una razón que mira desde lo semejante a lo semejante (uJpo; tou` oJmoiu` to; o{Jmoion), por lo que el criterio de ese conocimiento es la razón que resulta «de las ciencias matemáticas»268; dichos hechos son, pues, los objetos de la matemática, de la astronomía, de la música, en los que tienen existencia real la armonía de lo limitante y de lo ilimitado, de lo par y de lo impar. Que el número es principio de todas las cosas, lo afirmaban ya los primeros pitagóricos. Hay una asimilación entre limitado e ilimitado y par e impar (es Aristóteles quien dice limitado en donde Filolao pone limitante). En la Metafísica269 lo limitado es lo par, mientras que lo ilimitado es lo impar. En la Física270 es de otra manera: «Los pitagóricos dicen que lo ilimitado es lo par; este, en efecto, al ser encerrado y limitado por lo impar, provee la infinitud a los seres». Serían dos grupos de pitagóricos, en el primero de los cuales se hallaría Filolao271. El diez, la tetractys272, sería también el número perfecto, y Filolao lo consideraría como «principio de salud»273. Es también «fe, porque, según Filolao, poseemos fe firme en la Década y en sus partes en relación con las cosas que existen, al ser comprendidas no a la ligera»274. Es también Sexto Empírico, Contra los matemáticos VII 92, en G III 173 (DK 44 A 29). Met. 986a, en G III 122. 270 Fís. 203 a, en G III 123. 271 Lo dicen así, aunque no acabo de entender la razón, a la luz de G III 124 (DK 44 B 5). 263. 272 Léase el largo texto de Espeusipo, Theologumena Arithmeticae 82, 10, en G III 129 (DK 44 A 13). 273 Luciano, Al saludar por error 5, en G III 128 (DK 44 A 11). 274 Theol. Arithm. 81, 15, en G III 130 (DK 44 A 13); Eggers Lan dice no poseer fe firme en que esto sea de Filolao. 268 269

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«“década”, en cuanto “receptora” de lo infinito»275. Es característico también de Filolao la consideración del carácter sacro de los ángulos, ligando tipos de ángulos a divinidades, más que a consideraciones científicas sobre ellos276. Curiosamente, en cuanto a la importancia del diez, aquí lo que prima es el doce. Por esto puede suponer Eggers Lan que Pitágoras, constructor de los cinco cuerpos cósmicos que aparecen en el Timeo, ha pasado luego a ser quien derive del dodecaedro la esfera del universo, como dice de él Aecio277. ¿Qué decir de las teorías musicales de Filolao? En primer lugar que nuestro filósofo pitagórico es contemporáneo de Sócrates. En segundo lugar que sabemos mucho sobre los conocimientos musicales de Platón a través de lo que él mismo nos dice en sus diálogos278. Por ello se puede decir que, caso de que sean auténticos algunos de los fragmentos supuestamente tales de Filolao, estamos ya muy cerca de las teorías musicales platónicas, hasta el punto de que no es sencillo dilucidar quién influyó a quién. El texto principal, probablemente auténtico, dice así: «Esta es la situación en lo que concierne a la naturaleza y a la armonía: la realidad de las cosas, que es eterna, y la naturaleza misma admite conocimiento divino pero no humano, tanto más que no seria posible que ninguna de las cosas existentes y conocidas por nosotros llegara a ser si no contara con la realidad de las cosas de las cuales está compuesto el mundo, tanto de las limitantes como de las ilimitadas. Pero puesto que los principios no son semejantes ni congéneres, les habría sido imposible ser ordenados cósmicamente, si no hubiese sobrevenido una armonía, cualquiera fuera el modo en que surgiere. No necesitan de armonía las cosas semejantes ni las congéneres sino las que son desemejantes, de distinto género y velocidad. Tales cosas deben ser conectadas estrechamente por la armonía, si han de mantenerse cohesionadas en el mundo. 275 Lido, Sobre los meses I 15, en G III 131 (DK 44 A 13). Se juega con la similitud entre demavß y dektikhv. 276 Léanse los largos extractos de los comentarios de Proclo a los Elementos de Euclides en G III 133-136. También Platón, Fedro 246e-247a, en G III 138. 277 Aecio II 6, 5, en G III 139 (DK 44 A 15). Véase la nota de Eggers Lan. 278 Basta recordar, por ejemplo, República 530d-531c, en G III 140. En el Timeo 34b-37a se habla de proporciones matemáticas, armonía musical y del alma del mundo.

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La extensión de la escala musical está formada de intervalos de una cuarta y una quinta. La quinta es mayor que la cuarta en un tono entero. En efecto, desde la cuerda más alta hasta la media hay una cuarta; desde la media hasta la más baja hay una quinta. Y desde la más baja hasta la tercera hay una cuarta, desde la tercera hasta la más alta hay una quinta. Entre la tercera y la media hay un tono entero. La cuarta es expresada por la relación de 3 a 4, la quinta por la relación de 2 a 2, la octava por la del doble. Así la escala musical abarca 5 tonos enteros y 2 semitonos menores, la quinta 3 tonos enteros y 1 semitono menor, la cuarta 2 tonos enteros y 1 semitono menor»279. El alma es «una suerte de armonía»280. Lo sabemos por Platón. Macrobio, mucho después, piensa que ya Pitágoras y Filolao lo dijeron antes que aquel281. Pero nos aparece aquí, una vez más, el problema de tener que desdecir a Platón (del que sabemos mucho) para decidirnos a decir que lo que dice este antes lo dijo otro, Filolao (del que apenas sabemos). Un cierto pitagorismo es ya platonismo.

XI Un fragmento de Aristóteles que nos ha guardado Simplicio en su comentario al libro sobre el cielo nos va a poner en el centro mismo del atomismo de Leucipo y Demócrito: «Demócrito considera que la naturaleza de las cosas eternas está constituida por pequeñas substancias (mikra;ß oujsiva") infinitas en número; supone, además, que estas se hallan en un espacio (tovpon) diferente de ellas, infinito en extensión (a[peiron tw`i megevqei). Para denominar a este espacio (to;n me;n tovpon) se vale de los términos vacío (kenvon), nada (oujdevn) e infinito, y a las substancias las llama Juan Estobeo, Extractos de Física, Dialéctica y Ética I 21, 7d, en G III 181 (DK 44 B 6); con interesantes anotaciones, léase también en Timpanaro Cardini, Pitagorici, vol. III, pp. 202-212. 280 Aristóteles, Del alma 407b, en G III 150 (DK 44 A 23). 281 Macrobio, El sueño de Escipión I 14, 19, en G III 151 (DK 44 A 23). 279

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algo (devn), sólido (nastovn) y ser (o[n). Piensa que las substancias son de una pequeñez tal que escapan a nuestros sentidos. Ellas presentan diversas formas, figuras diversas y diferencias en su magnitud. Estas, a las que toma como elementos, se generan y forman por agregación de volúmenes visibles y, en general, perceptibles. Estas substancias luchan y se mueven en el vacío debido a su desemejanza y a las demás diferencias que hemos mencionado y, al moverse, se encuentran y se enlazan de un modo tal que las hace ponerse en contigüidad y en recíproca proximidad, sin que por ello constituyan, en realidad, una naturaleza única; es, en efecto, del todo absurdo que dos o más cosas lleguen a ser una cosa. Señala que la causa (aijtiva) de que sus substancias permanezcan reunidas durante un cierto tiempo son los entrelazamientos y adhesiones de los cuerpos. Algunas de ellas son irregulares, otras ganchudas, otras cóncavas, otras convexas y otras, finalmente, se diferencian de otros múltiples modos. Considera que permanecen ligadas y reunidas hasta el momento en que les adviene una necesidad (ajnavgkh) más poderosa desde el exterior, que las sacude con violencia y, apartándolas, las dispersa. Afirma la generación y su contrario, la disgregación, no sólo respecto de los animales, sino también de las plantas y de los mundos y, en general, de todos los cuerpos sensibles. Si, entonces, la generación es una agregación de átomos y la corrupción una disgregación, también, en opinión de Demócrito, la generación tendría que ser alteración»282. No vamos a entrar aquí en el problema complejo de ver lo que en la teoría de los atomistas es de Leucipo y lo que es de Demócrito, si es 282 Aristóteles, fragmento 208 Rose, en Simplicio, Del cielo 294, 33, en G III 310, 361, 388, 349 (DK 68 A 37). Nótese que al traducir por «espacio» la expresión «infinito en extensión» nos llama a comprender «espacio infinito». La palabra que es traducida por «espacio», poco o nada tiene que significar de nuestro espacio. De ahí que «infinito en extensión» debiera decirse «infinito en magnitud», pues de magnitud se trata, de esa magnitud, mayor o menor, que todo sólido tiene y a cuyo estudio se van a dedicar muy pronto numerosas páginas de los Elementos de Euclides. Con todo y con eso, la palabra que María Isabel Santa Cruz de Prunes y Néstor Luis Cordero traducen por «espacio» no es de los atomistas, sino de Aristóteles, pues como nos lo dice este con pulcritud aquellos ponen «vacío», «nada» e «infinito».

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que se pueden establecer diferencias significativas. Para los atomistas «todas las cosas son infinitas» y pueden cambiarse unas por otras y «el todo (to; pa`n) es vacío y está repleto de cuerpos; los átomos son para ellos los principios a cuya persecución han salido los atomistas; ese todo al que nos acabamos de referir es infinito, en una parte lleno y en otra vacío, siendo ambos elementos283 (igualmente, esos elementos que los presocráticos buscan). Los planteamientos principiales de los atomistas son conectados con Parménides por su acérrimo enemigo Aristóteles: «Concordando, por una parte, con los fenómenos y, por otra, con quienes sostienen sólo la existencia de lo uno porque no podría existir el movimiento sin el vacío, dice Leucipo que el vacío es el no ser y que nada de lo que es, es el no ser, pues lo que realmente es, es absolutamente pleno», sin que el que sea conlleve el que sea uno284. Hay, pues, por un lado los átomos, sólidos y llenos, que son ser, los cuales se mueven en lo que viene a ser el otro lado de la cuestión, el vacío, «al que llamó no ser, diciendo que este existe no menos que el ser»285. En algo se asemejan, al decir de Aristóteles, las opiniones de Anaxágoras y las de los atomistas, pues para ambos «todo está mezclado con todo», vacío y «pleno» (plhvre") se encuentran en todas en partes de las cosas, aunque lo pleno es ser y lo vacío es no ser286. Así pues, por naturaleza no hay otra cosa que átomos y vacío, mientras que «todas las otras cosas son objeto de opiniones», podríamos decir: cuestiones de pensamiento; «las cualidades son por convención (poiovthtaß de; novmoi eijnai)», por naturaleza, es decir, por «física», sólo hay átomos y vacío287. Nada hay conforme a la verdad en las apariencias sensibles, sino que en ellas lo que hay lo hay únicamente conforme a la opinión (dovxa); dulce, amargo, caliente, frío, color, son meras convenciones; se opina que hay cualidades sensibles, «pero en ellas en verdad no existen»288. Por convención (novmoi) significa según la opinión (nomistiv), respecto de nosotros (proß; hJma`"), sin que diga nada de la Diógenes Laercio IX 30-31, en G III 293 (DK 67 A 1). Aristóteles, De gen. y corr. 325a, en G III 296 (DK 67 A 7); cf. Met. 985b, en G III 298 (DK 67 A 6). 285 Simplicio, Fís. 28, 4, en G III 297 (DK 67 A 8). 286 Aristóteles, Met. 1009a, en G III 305. 287 Diógenes Laercio IX 44-45, en G III 306 (DK 68 A 1). 288 Sexto Empírico, Contra los matemáticos VII 135, en G III 135 (DK 68 B 9). 283 284

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naturaleza de las cosas, para hablar de lo cual dicen «en realidad» (ejte h`i), que deriva de «real» (ejteovn), es decir, verdadero289. Esos átomos son cuerpos, son los cuerpos naturales primeros e indivisibles: «a ellos, en efecto, los llamaban “naturaleza”»290. Su naturaleza es la misma, «como si cada uno por separado fuese de oro»291. Como nos explica Aristóteles, para Demócrito es imposible que se den estas dos cosas a la vez: que de dos cosas se genere una unidad y que de una unidad se generen dos cosas, y esto es así, nos dice, «pues las magnitudes, es decir, los átomos, constituyen las substancias (ta;ß oujsivaß poiei`)292. Diciéndolo a la inversa, «las substancias son átomos»293. Al tener los átomos idéntica naturaleza, están «constituidos por una misma substancia»294. La substancia de todas las cosas es única, idéntica para todas, la que constituye eso mismo que se llama naturaleza, es decir, «física»; pero no es algo intangible, etéreo, sino que es cuerpo con extensión, tiene dimensiones, hay que ponerlo en un lugar, por pequeño que sea, junto al que hay otros lugares, llenos también como él o vacíos. No es que la corporalidad sea extensión, sino que al ser los átomos tangibles, si no fuera por su ínfima pequeñez, y corporales, ocupan y tienen extensión, puesto que tienen magnitud. En un cuadro así en el que, además, como ya sabemos, los elementos son lo lleno y lo vacío, nos transmite Hipólito que Leucipo afirma la infinitud de los átomos, los cuales «siempre se mueven y están en generación y cambio continuos»295. Posibilitado el movimiento ya desde la propia atomicidad, pueden seguir afirmando los atomistas, como nos transmite Aecio296, no sólo que los átomos son infinitos en número, sino «que el vacío es infinito en extensión (magnitud)». Nótese bien, por tanto, que lo originante, una vez puestos los elementos de lo pleno y lo vacío, es que aquellos, los átomos, tienen grandor o magnitud; son, por así decir, cuerpos

289 290 291 292 293 294 295 296

Galeno, Sobre los elementos según Hipócrates I 2, en G III 308 (DK 68 A 49). Simplicio, Fís. 1318, 33, en G III 312 (DK 68 A 58). Aristóteles, Del cielo 275b, en G III 316 (DK 67 A 19). Aristóteles, Met. 1039a, en G III 313 (DK 68 A 42). Diógenes de Enoanda, fr. 5, col. 2, en G III 314 (DK 68 A 42). Simplicio, Fís. 43, 26, en G III 315. Hipólito, Ref. I 12, en G III 320 (DK 67 A 10). Aecio I 18, 3, en G III 322 (DK 67 A 15).

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(geométricos) con sus tres dimensiones, pero no aislados, sino que, infinitos en número, se ven rodeados o de otros átomos con grandor, o de vacío (pues el no ser también es) que tiene igualmente su grandor o magnitud separadora. Hablar de “extensión”, si no es ciñéndose estrictamente a lo que aquí digo, es incorrecto si uno quiere referirse a los atomistas primeros; nada tienen que ver, evidentemente, con Descartes, para quien la substancia misma de la corporalidad es la extensión, mera extensión geométrica. Demócrito es consciente, para Aristóteles, de que hay acción recíproca entre unas cosas y otras, «no en tanto son diferentes, sino en tanto hay en ellas algo idéntico», lo que actúa y lo que es actuado son a la postre una misma cosa, pues de otra manera no podrían unas cosas ser accionadas por otras297. Es el ser lo que les hace idénticos, lo que los hace «inalterables e inmodificables en virtud de su solidez»298. Esta solidez es, evidentemente, tan grande y certera que, como ya sabemos, «no pueden recibir afecciones ni transformaciones»299. Eso que les hace idénticos, hace a los átomos «indivisibles y también inalterables, por el hecho de ser sólidos y no contener vacío, pues afirmaban que la división de los cuerpos se produce gracias al vacío»300. Lo semejante producirá lo semejante, pero no lo diferente301. ¿De dónde viene, por tanto, lo diferente? Entre las cosas hay diferencias, y las hay porque también hay diferencias en los átomos. Hemos visto que estos son idénticos en el ser, pero no lo son en tres respectos. Aristóteles nos lo dice así: «Afirman (los atomistas), en efecto, que esas diferencias son tres: figura (sch`mav), orden (tavxin) y posición (qevsin), pues dicen que el ser (to; o[n) se diferencia únicamente por estructura, contacto y dirección; de estos la estructura es la figura, el contacto es el orden y la dirección es la posición. A difiere de N por la figura, AN de NA por el orden, I de H por la posición»302. Aristóteles, De gen. y corr. 323b, en G III 317 (DK 68 A 63). Diógenes Laercio IX 44, en G III 325 (DK 68 A 1); cf. G III 326 (DK 68 A 43). 299 Plutarco, Contra Colotes 1110F, en G III 327 (DK 68 A 57). 300 Simplicio, Del cielo 242, 15, en G III 328 (DK 67 A 14). 301 Cf. Aristóteles, Fís. 203a, en G III 331; Simplicio, Fís. 28, 15, en G III 336 (DK 68 A 38). 302 Aristóteles, Met. 985b, en G III 333 (DK 67 A 6). 297 298

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La estructura tiene que ver con la configuración que vamos a llamar geométrica del átomo, el contacto con su manera de relacionarse con otros átomos al componerse con ellos, la dirección tiene que ver con la efectiva composición con otros átomos en un compuesto. Hemos introducido ya movimientos en los átomos, pero estos mantienen su estructura siempre idéntica a sí misma, no sólo en su ser irrompible, sino en su configuración, móvil como es todo átomo. El movimiento local nunca jamás destruirá ni amañará esa configuración constante, que mantiene al átomo siempre dentro de sus propios límites. El átomo es sólido, nada hay en él de una ameba. Pero el átomo no es independiente de todos los demás, porque ni lo es en su ser ni lo es en la ordenación que le pone en contacto con los demás átomos; hay en él un ponerse en contacto, un hallarse situado dentro del movimiento, sin que en ningún momento se trate de un ordenamiento estático, sino dinámico y complejo. Hay también en el átomo un volverse hacia el otro átomo, orientándose con respecto a ellos, tomando una posición, para formar compuestos. Todo ello queda muy bien simbolizado, con una figura que dicen procede del mismo Demócrito, con el ejemplo silábico: los elementos letras adquieren su significado al combinarse en sílabas y palabras, como si fueran ya moléculas303. Aristóteles304 se extraña de que para Demócrito sólo la figura (tal como él entiende en definitiva a los atomistas) sea lo que pertenezca a lo indivisible, puesto que ella es la que diferencia a unos átomos de otros comparados individualmente. Y es así la interpretación aristotélica puesto que para él los átomos son «causa material», «materia» (u{lh/) homogénea, como dice Simplicio comentando la Física de su maestro305. De cierto que los atomistas estaban lejos de estas consideraciones, como se ha visto a la perfección en el texto citado anteriormente, en donde pudimos contemplar las más que sutiles diferencias entre el vocabulario atomista y la traducción aristotélica. La «figura» o «estructura», como le llamaban los propios atomistas, no tiene preferencia alguna por ser esta o aquella, de ahí que sea «infinito 303 Cf. notas de Santa Cruz de Prunes y Cordero al texto anterior, en G III, pp. 197-200. Léase también Aristóteles, De gen. y corr. 327a; Fís. 188a, 184b, en G III 337, 338 y 343 (DK 68 A 38 y 45). 304 De gen. y corr. 326a, en G III 345. 305 Simplicio, Fís. 28, 15, en G III 336 (DK 68 A 38).

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el número de figuras de los átomos»306. Ya hemos visto en el texto con el que abrí esta sección que los átomos tienen formas irregulares, y unos son ganchudos, otros cóncavos, otros convexos y de muy distintos modos. Con mucho espanto lo refiere Cicerón al denunciar los flagrantes errores de Leucipo y Demócrito cuando dicen «que hay ciertos corpúsculos, algunos lisos, otros ásperos, otros redondos, otros angulosos o ganchudos, algunos curvos y casi encorvados, de los cuales se formaron el cielo y la tierra, no por cierto designio, sino por un encuentro fortuito»307; errores que, como se puede apreciar, arrastran a consecuencias que el filósofo latino no resiste. En todo caso, nótese bien la postulación de infinitas figuras para explicar la infinita variedad de lo que nos es visible. Esta variedad infinita será criticada por Aristóteles, lo que llevará a una postura más circunspecta de Epicuro308. Los átomos venían caracterizados por tres cosas, como hemos visto. En ocasiones se añade una cuarta: «Estos átomos, que en el vacío están separados unos de otros y que difieren entre sí por sus figuras, magnitudes, posición y orden»309. Otras veces se resuelven estas diferencias en dos, como en este texto de Aristóteles: «Demócrito, por su parte, afirma que los seres primeros no se generan uno de otro; pero, sin embargo, el cuerpo común a ellos es principio de todo, diferente en sus partes por su magnitud y su figura»310. Aecio ha reducido ya esas diferencias a dos: magnitud y figura. Hay variedad en la magnitud, hasta el punto de que Aecio en el mismo texto dice que Demócrito «asegura que es posible que exista un átomo tan grande como el mundo»311. Para Diógenes Laercio, «los átomos son infinitos tanto por su magnitud como por su número»312. Luego se dirá que para Epicuro los átomos debían ser pequeñísimos, imperceptibles por 306 Simplicio, Fís. 28, 15, en G III 347 (DK 68 A 38); Fís. 28, 4, en G III 342 (DK 67 A 8). 307 Cicerón De la nat. de los dioses I 24, 66, en G III 351 (DK 67 A 11); también léase Contra académicos II 37,121 (DK 68 A 80). 308 Aristóteles, Del cielo 302b y 303a. 309 Simplicio, Del cielo 242, 15, en G III 357 (DK 67 A 14). 310 Aristóteles, Fís. 203a, en G III 358 (DK 68 A 41); cf. fr. 208 Rose, en G III 361 (DK 68 A 37). 311 Aecio I 3, 18, en G III 359 (DK 68 A 47). 312 Diógenes Laercio IX 44, en G III 360 (DK68 A 1).

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tanto, «mientras que Demócrito supone que existen también algunos átomos muy grandes»313. Los átomos son indivisibles. ¿Lo serán sólo físicamente?, ¿también teorética o lógicamente? Me parece evidente que para los atomistas primeros lo serán en ambos sentidos. Para ellos el átomo es un presupuesto de ese gran ser roto en pequeños trozos de ser inmersos en ese otro no ser que es nada. Esta atomicidad es como un presupuesto para su explicación del mundo. Es cada uno de ellos un trozo inviolable de ser que llena una cierta magnitud, pequeñísima quizá. Esto es un dato primero. Distinguir en ese ser partes, osar dividirlo es contrario a la evidencia supuesta. La opción a la que se referían las interrogaciones con las que inicié el párrafo no cabe en los atomistas presocráticos, pues ella acepta una diferencia entre «extensión» y «magnitud»: la magnitud llena una cierta extensión; si esta es divisible, aquella tiene partes, por lo que pudiera ser también divisible. Pero así la extensión es ya algo abstraído de cualquier magnitud, algo que coloca a la «materia» en un lugar, el cual lugar puede estar lleno de «ser» o lleno de «no ser». La invisibilidad de los átomos es, pues, una evidencia primera, evidencia que nos sumirá en un mar de cuestiones. Aristóteles en un larguísimo texto repite, o quizá reconstruye, el argumento de los atomistas para probar que, efectivamente, no hay magnitudes que sean siempre divisibles, sino que hay magnitudes indivisibles314. No se olvide, antes de reflejar la argumentación, que en lo que toca a la indivisibilidad los átomos tienen como nota característica su magnitud. Dividamos, si fuera posible, la magnitud. Al final habrá partes con magnitud o partes sin magnitud. Las primeras serían todavía divisibles. Las segundas serían nada, por ser nada si las agregamos nada resultaría, pues nunca llegaríamos a un todo con magnitud. Compongamos la magnitud con elementos sin magnitud, ¿cómo lo haríamos? Es absurdo. Ni en el proceso de división de la magnitud nos puede desaparecer esta, ni los elementos de una magnitud son sin magnitud. Ahora bien, si esos elementos de magnitud tienen magnitud, se plantea de nuevo el problema de su divisibilidad. No es posible que la 313 Dionisio de Alejandría, en Eusebio, Preparación evangélica XIV 23, 2-3; G III 362 (DK 68 A 43). El texto de Epicuro en Carta I 55, en G III 363 (DK 68 A 43). 314 Aristóteles, De gen. y corr. 315b, en G III 368 (DK 68 A 48b).

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magnitud sea totalmente divisible, por lo que hay, conforme a la evidencia primera, magnitudes indivisibles, precisamente los átomos. Otro texto aristotélico nos pone ante la evidencia primera de los atomistas con respecto a la divisibilidad de la magnitud. Existen lo «sólido», lo «lleno» y el «vacío», los «poros» como los llamaba Empédocles. Debe haber algunos sólidos en los cuales no exista nada de vacío o de poros, porque si se dividiera el sólido y aparecieran continuamente poros, resultaría que los poros formarían un continuo y «no podría existir sólido alguno aparte de los poros, ya que sólo habría vacío»315, hay, pues, sólido indivisible y fuera de él vacío. En un sentido similar, aunque con sabor más parmenídeo, nos lo dice este texto: «Cada uno de los seres es un ser en sentido fuerte; pero en el ser nada hay que no sea, de modo que en él tampoco hay vacío. Y si en los seres no hay vacío y sin vacío es imposible la división, ellos, en consecuencia, no pueden estar sujetos a división»316. Aristóteles critica esta indivisibilidad de la magnitud, porque «al afirmar la existencia de cuerpos atómicos, necesariamente entran en conflicto con las ciencias matemáticas»317; «si alguien afirmase que existe una magnitud mínima, resultaría que, al introducir este mínimo, estaría cuestionando los postulados de las matemáticas»318. Lo mismo opina el escolio a los Elementos de Euclides X, 1: «Que no existe una magnitud mínima, como dicen los partidarios de Demócrito, se prueba también por el teorema según el cual es posible obtener una magnitud más pequeña que cualquier magnitud dada»319. En Parménides al ser todo uno y lleno no había movimiento. Donde no hay vacío separado, como pensaban «los antiguos filósofos», según Aristóteles, «lo que es no puede moverse»; Leucipo, sin embargo, «concordando por una parte con los fenómenos y por otra con quienes sostienen sólo la existencia de lo uno porque no podría existir el movimiento sin el vacío, dice que el vacío es el no ser y que nada de lo que es, es el no ser»320. Para Leucipo y Demócrito, siguiendo de nuevo a Aristóteles, De gen. y corr. 325b, en G III 364 (DK 67 A 7). Filópono, De gen. y corr. I 8, 36a, en G III 366. Léanse también Aristóteles, Fís. 187a, en G III 370 (DK 29 A 22). 317 Aristóteles, Del cielo 303a, en G III 371. 318 Aristóteles, Del cielo 271b, en G III 372. 319 En G III 374. 320 Aristóteles, De gen. y corr. 325a, en G III 376 (DK 67 A 7). 315 316

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Aristóteles, «existe un intervalo (diavsthma) diferente de los cuerpos», que provoca discontinuidad; si no fuera así, «no podría existir el movimiento local, es decir, de traslación y crecimiento», puesto que sin vacío nada se movería ante la imposibilidad de que lo pleno reciba algo, si recibiera un cuerpo a otro, podrían coexistir muchos y «la consecuencia es que lo que es más pequeño contendría a lo que es más grande, ya que muchas cosas pequeñas forman una grande»; la contracción y condensación de ciertos cuerpos, así como el aumento, pueden producirse gracias al vacío321. Con astucia, en otro lugar, dice Aristóteles que «dan cabida al movimiento local quienes sustentan la existencia del lugar independientemente de los cuerpos que a él llegan, así como quienes afirman el vacío»; él mismo opta por lo primero, los atomistas prefirieron lo segundo, o mejor dicho, por no tener que optar por la opinión coherente de los atomistas debe «inventarse» la independencia entre el «lugar» y los «cuerpos»322. Los átomos limitan siempre con un vacío exterior, por pequeño que sea en la contigüidad de un átomo junto a otro átomo Además los átomos se desplazan, siendo este movimiento local inherente a ellos. Diógenes Laercio nos dice que los átomos «se desplazan en el universo arremolinándose y de este modo generan todos los compuestos, fuego, agua, aire, tierra; pues también estos son compuestos de ciertos y determinados átomos»323. El movimiento de los átomos es un errar en todas las direcciones de manera espontánea y azarosa, con movimiento meramente mecánico de choques mutuos, los cuales producen «arremolinamientos», racimos de átomos que están en el origen de todo, pues todo está compuesto de ellos. Los átomos, diferentes entre sí, como ya sabemos, «se desplazan en el vacío y, al encontrarse unos con otros, entran en colisión; algunos rebotan al azar; otros se enlazan conforme a la simetría de sus figuras, magnitudes, posiciones y órdenes, y se mantienen unidos, dando así por resultado la generación de los compuestos»324. Con palabras de Aristóteles referidas a los atomistas: «Todos los 321 Aristóteles, Fís. 213a, en G III 377 (DK 67 A 19). Léase también Del cielo 305b, en G III 380 (DK 68 A 46a), en donde, evidentemente, hay que entender «lugar» en donde se traduce «espacio». 322 Aristóteles, Fís. 214a, en G III 378 (DK 67 A 19). 323 Diógenes Laercio IX 44, en G III 396 (DK 68 A 1). 324 Simplicio, Del cielo 242, 15, en G III 382 (DK 67 A 14).

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cuerpos se derivan de la combinación (sumplokhv), es decir, del entrelazamiento (ejpavllaxi")»325. El movimiento es además «eterno», sin que, para Aristóteles, expliquen «la causa de que sea así y no de otra manera»326. Desde ese entrelazamiento de los átomos se forman por agregación todas las cosas que vemos, pero sin formar una naturaleza única, por lo que permanecerán unidos y ligados hasta el momento en que «les adviene una necesidad más poderosa» que ejerce violencia sobre ellos y, apartándolos, los dispersa327. Aristóteles da el nombre de generación a esa reunión y de corrupción a esa separación328. Primero es, pues, el movimiento local, es decir, el movimiento de los átomos en el vacío, y es movimiento «local» porque se trata de un movimiento «en un lugar»; todos los demás movimientos se dan en los compuestos329. Los átomos se desplazan por el vacío, «decían, en efecto, que ellos se agitan (peripavlassesqai); y este no es sólo el primero sino el único cambio que atribuían a los elementos, reservando los restantes cambios a los compuestos formados por los elementos: crecer y disminuir, alterarse y generarse y corromperse resultan, según ellos afirman, de la agregación y disgregación de los cuerpos primarios»330. Esos átomos sólidos de tamaños diferentes tienen también pesos diferentes, evidentemente, lo cual ya no acontece en los compuestos, puesto que «vemos que muchas cosas cuyo volumen es más pequeño son más pesadas», dependiendo el peso del compuesto de la mayor o menor cantidad de vacío que encierre331. El peso de cada átomo es relativo a 325 Aristóteles, Del cielo 303a, en G III 383 (DK 67 A 15). La palabra utilizada por los propios atomistas debió ser «entrelazamiento», cf. Simplicio, Del cielo 609, 25, en G III 384. 326 Aristóteles, Met. 1071b, en G III 385 (DK 67 A 18); Del cielo 300b, en G III 386 (DK 67 A 16); Simplicio, Del cielo 583, 20, en G III 387 (DK 67 A 16); Cicerón, Sobre los fines I 67, 17, en G III 394 (DK 68 A 56). 327 Aristóteles, fr. 208 Rose, en G III 388 (DK 68 A 37). Sobre la formación de los compuestos, léase Plutarco, Contra Colotes, 1110F, en G III 393 (DK 68 A 57); Simplicio, Fís. 36, 1, en G III 398 (DK 67 A 14). 328 Aristóteles, De gen. y corr. 325ab, en G III 392 (DK 67 A 7); 315b, en G III 397 (DK 67 A 9) y en G III 399. 329 Aristóteles, Fís. 265b, en G III 400, no es «en un espacio», sino «en un lugar». Cf. Cicerón, De la nat. dioses 1 26, 73, en G III 426 (DK 68 A 51). 330 Simplicio, Fís. 1318, 33, en G III 412 (DK 68 A 58). 331 Aristóteles, Del cielo 309a en G III 415 y 634 (DK 68 A 60); cf. De gen. y corr. 326a en G III 414 (DK 68 A 60).

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su tamaño332. Será luego Epicuro quien atribuya al peso la causa del movimiento. Aecio nos ha guardado lo que puede ser el único fragmento que nos queda de Leucipo. Estas son las palabras de Aecio: «Leucipo dice que todo ocurre por necesidad y que esta es el destino. Dice en Acerca del intelecto: Nada se produce porque sí, sino que todo surge por una razón (ejk lovgou) y por necesidad»333. Como dice otro texto, «desde siempre, desde un tiempo infinito, la necesidad gobierna absolutamente todo, “tanto lo que ha sido como lo que es y lo que será”»334. Sin embargo, como recuerda san Hipólito, no dice Leucipo «qué es la necesidad»335. Mucho antes también Aristóteles se había preguntado eso que dicen los atomistas «que es siempre así o que se produce siempre así», achacando a Demócrito «que no piensa que sea preciso indagar la causa del “siempre”»336. De los átomos «surgió el cielo y la tierra sin que nada les haya obligado, sino en forma fortuita»337. O, como dice también el mismo Cicerón, «todas las cosas derivan del azar, si bien el azar les asigna una plena necesidad»338. Pero, se pregunta Aristóteles, ¿no tendrán causa las cosas que decimos se deben al azar?, o ¿será esta una causa oculta a la razón humana, «porque es algo divino y extraordinario»339? Otra manera de acercarse a lo mismo es decir que «la causa de este cielo y de todos los mundos es la espontaneidad: espontáneamente, en efecto, se produce el torbellino (divnh) y el movimiento que ha separado los elementos y ha instalado el universo en su orden presente»340. Espontaneidad (to; aujtovmaton) es, pues, lo «automático». El resumen puede ser este: «Todo se produce por necesidad, porque la causa de la generación de todas las cosas es el torbellino, al que Demócrito llama necesidad»341. Teofrasto, De las sensaciones 61, en G III 416 y 633 (DK 68 A 135). Aecio I 25, 4, en G III 427 (DK 67 B 2). Cf. Simplicio, Fís. 28, 15, en G III 428 (DK 68 A 38). 334 Ps.-Plutarco 7, en G III 429 (DK 68 A 39). 335 Hipólito, Ref. I 12, en G III 430 (DK 67 A 10). 336 Aristóteles, Fís. 252a, en G III 431 (DK 68 A 65). 337 Cicerón, De la nat. dioses, I 24, 66, en G III 432 (DK 67 A 11). 338 Cicerón, Sobre el destino 17, 39, en G III 433 (DK 68 A 66). 339 Aristóteles, Fís. 196b, en G III 438 (DK 68 A 70); 195b, en G III 436, y Simplicio, Fís. 330, 14, en G III 437 (DK 68 A 68). 340 Aristóteles, Fís, 196a, en G III 443 (DK 68 A 69). 341 Diógenes Laercio IX 45, en G III 447 (DK 68 A 1). 332 333

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Hemos visto ya los «entrelazamientos» de los átomos que producen todos los compuestos. Hemos visto que esos entrelazamientos se producían porque los átomos tienen movimiento, se desplazan en el vacío que siempre les rodea chocando unos con otros, combinándose y descombinándose en su incesante agitación. Hemos visto también que esos átomos entre sí se juntan, se aproximan unos a otros entrelazándose, se da entre ellos una «juntura (aJfhv)»342, es decir, no pierden jamás su individualidad, siempre hay entre un átomo y otro algún intervalo de vacío, pues ellos nunca fluyen uno en otro. Hemos visto, finalmente, que ese continuo agitarse es «eterno» (ajivdion) se da desde «siempre» (ajei;). De ahí que Aristóteles escriba así de ellos: «Dicen que el tiempo es ingenerado y, precisamente por esta razón, señala Demócrito que es imposible que todas las cosas hayan sido generadas; el tiempo, en efecto, es ingenerado (to;n ga;r crovnon ajgevnhtovn ei\nai)»343. Simplicio nos transmite el tan íntimo convencimiento que Demócrito tenía de la eternidad del tiempo, que tomó al tiempo no generado como ejemplo evidente de que no todas las cosas han sido generadas344. No hay, por tanto, para los atomistas ni comienzo ni fin del tiempo, de la misma manera que tampoco lo tienen los átomos y el vacío. También el tiempo es infinito345. La referencia más larga y completa a la cosmogonía de los primeros atomistas nos la ha conservado Diógenes Laercio. Dice así: «Los mundos surgen por la caída de los cuerpos en el vacío y por su enlace mutuo, y la naturaleza de los astros deriva del aumento experimentado según el movimiento. El sol gira en una órbita mayor, alrededor de la luna; la tierra está suspendida, girando alrededor del centro, y tiene forma de tambor (…) Los mundos son infinitos y se disuelven en los átomos. Se originan así: al separarse del infinito (kata; ajpotomh;n ejk th`" ajpeivrou), muchos cuerpos diferentes en cuanto a su figura son llevados hacia un gran vacío (eijß mevga menovn) y, al reunirse, producen un único torbellino, en el cual chocándose y girando en todos los sentidos, se van separando, reuniéndose 342 343 344 345

Cf. Filópono, De gen. y corr. 158, 26, en G III 389 (DK 67 A 7). Aristóteles, Fís. 251b, en G III 448 (DK 67 A 71). Cf. Simplicio, Fís. 1153, 22, en G III 449 (DK 68 A 71). Cf. Ps.-Plutarco, 7, en G III 429 (DK 68 A 39).

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con sus semejantes. Cuando su cantidad los equilibra y ya no pueden continuar girando, los tenues salen al vacío exterior, como si hubieran sido filtrados; los restantes permanecen unidos y, enlazándose, se ponen recíprocamente en movimiento y conforman un primer conglomerado esférico. Este desprende una especie de membrana que abarca (perievconta) en sí misma a todos los cuerpos. A medida que estos giran en torbellino en virtud de su resistencia al centro, la membrana exterior se hace más tenue, pues sus componentes se van separando de ella continuamente, llevados por la fuerza del torbellino. Así se formó la tierra, por la reunión de los cuerpos llevados hacia el centro. Pero la membrana circundante (= abarcante) aumentó nuevamente por el influjo de cuerpos exteriores. Al ser llevada ella misma por el torbellino, fue apropiándose de todo aquello que rozó. Algunos de estos cuerpos, combinándose, formaron un conglomerado que fue primero húmedo y cenagoso y que luego, secándose y moviéndose junto con el torbellino total, se inflamó y constituyó la naturaleza de los astros. Así como el mundo tiene origen, crecimiento y disminución, tiene también corrupción, según necesidad; pero él no dice qué es esta»346. La caída no implica que se deba a una caída producida por el peso de los átomos (esa será la solución epicúrea a muchos problemas), y de implicarlo sería un anacronismo de Diógenes Laercio. Podría significar, simplemente, penetración. El centro al que se refiere es, obviamente, el centro del torbellino al que enseguida se refiere, y no el centro del mundo, pues existen infinitos mundos, como dirá al punto. Al separarse del infinito, ¿significará que hay como una «masa de materia» previa?; parece evidente que no, según lo que llevamos visto de los atomistas; ¿significará como piensan algunos que «infinito» se refiere a cwvra (que no aparece aquí sino en un texto de Galeno, refiriéndose a los atomistas347)? Me inclino más a pensar que se trate de ese infinito pulular de átomos y de vacío sin todavía ninguna especie de configuración; no olvidemos que Diógenes Laercio quiere hacer surgir ante nuestros ojos Diógenes Laercio IX 30-33, en G III 453 (DK 67 A 1). Galeno, Sobre los elementos según Hipócrates I 2, en G III 395 (DK 68 A 49). No se olvide la comparación que vimos entre vacío, nada e infinito. 346 347

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el mundo, valiéndose de los presupuestos atomistas de Leucipo y Demócrito. El «gran vacío» puede ser a la perfección una expresión enfática, puesto que en lo previo sólo hay átomos y vacío, sin grandores especiales. En la reunión se produce un único torbellino, instrumento con el que todo se va a constituir. Los átomos penetran en ese torbellino hasta que se alcanza un «equilibrio», a partir de entonces «ya no caben más» y los más tenues deben escapar de él. Se da ahora una «filtración» diferenciadora. Es posible conjeturar que la «membrana» se forma con esos átomos más tenues que escaparon del torbellino; es, quizá, una membrana sujetadora y limitadora. El torbellino hace que todo tienda hacia el centro, más cuanto menos tenue, de manera giratoria, como una espiral. La membrana pierde átomos que se adentran en el torbellino y recibe átomos que proceden del exterior. Hipólito nos refiere también cómo los cuerpos «a partir de lo circundante (ejk tou` perievconto") se reunieron y confluyeron en un gran vacío, chocando entre sí», se combinaron los de figura semejante o formas parecidas, se enlazaron y dieron origen a los astros348. También Aecio nos ha conservado en un texto largo la cosmogonía de los atomistas; nos cuenta cómo «el mundo se estableció asumiendo una forma (schvmati) curva»349. Ya lo sabemos, «hay infinitos mundos generados y corruptibles»350. ¿De qué otra manera podría ser, admitidos los supuestos atomistas? Azarosamente se forma un mundo aquí, azarosamente se forma otro mundo allí, sin desgana ninguna, sin reposo, continuadamente, infinitas formaciones, infinitas desformaciones. ¿Qué de extraño, por tanto, que entre ellos los haya «no sólo semejantes, sino tan perfecta y absolutamente iguales que ninguna diferencia los separa, cosa que ocurre también entre los hombres»?. Sea así, como dice Cicerón351, o no lo sea, lo cierto es que para los atomistas la «disolución y corrupción del mundo» no se produce sino para poder dar «nacimiento a un mundo», hay infinitos mundos sucesivos (cuando menos); los mundos «que se transforman en otros mundos formados por los mismos átomos, son idénticos

348 349 350 351

Hipólito, Ref. I 12, en G III 452 (DK 67 A 10). Aecio I 4, en G III 454 (DK 67 A 24). Diógenes Laercio IX 44, en G III 455 (DK 68 A 1). Cicerón, Contra Acad. II 17, 55, en G III 458 (DK 68 A 81).

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por su especie pero no por su número»352. Así se expresa san Hipólito resumiendo la opinión de los atomistas: «(Afirma Demócrito) que hay infinitos mundos y que ellos difieren por su magnitud; dice, además, que en algunos de ellos no hay ni sol ni luna, que en algunos el sol y la luna son más grandes que los de nuestro mundo y que en otros mundos hay más de un sol y más de una luna. Las distancias entre los mundos son desiguales y en algunas partes del vacío hay más mundos y en otras menos; mientras que algunos mundos están desarrollándose, otros han alcanzado su pleno desarrollo y otros están en vías de decadencia; y mientras que en algunas partes hay mundos en formación, en otras los hay que están en declinación; además, los mundos perecen cuando se abalanzan uno sobre otro. Dice, además, que hay varios mundos carentes de animales, de plantas y de todo elemento húmedo (…) Un mundo se desarrolla hasta que ya no tiene la capacidad de englobar algo exterior a él»353. ¿Tiene cada mundo una expansión ilimitada? Vemos que no: «El mundo perece cuando un mundo de mayor magnitud se sobrepone a uno más pequeño»354. Entre los mundos hay diferencias. En cada mundo hay crecimiento, decadencia y destrucción. Esta animación y esta dirección que se da en el mundo, nos advierte Aecio, nada tiene que ver con providencia alguna, ya que dicha animación y dirección proceden de «una naturaleza irracional»355. Fue muy grande el interés de Demócrito por las matemáticas, como nos lo muestran los títulos de varias de sus obras perdidas, pero ha llegado muy poco a nosotros, un único texto que nos guardó Plutarco. Si seccionamos un cono por un plano paralelo a su base, ¿las superficies conseguidas serán iguales o desiguales?; si desiguales, «harían que el cono fuese irregular, presentando muchas incisiones escalonadas y ásperas; si iguales, sería un cilindro, «y el cono

352 353 354 355

Simplicio, Del cielo 310, 5, en G III 459 (DK 68 A 82). Hipólito, Ref. I 13, 2, en G III 460 (DK 68 A 40). Aecio II 4, 9, en G III 461 (DK 68 A 84). Aecio II 2, 2, en G III 465 (DK 67 A 22).

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parecerá tener las propiedades del cilindro, es decir, estará constituido por círculos iguales y no desiguales, lo cual es absurdo»356. Todo son átomos y vacío, también el sol y la luna, que «están constituidos por átomos lisos y redondos»; el alma también está constituida por ese tipo de átomos357, y esta es ígnea358 o, como dice Aristóteles, «es fuego, porque este es el más sutil e incorpóreo de los elementos y originariamente se mueve y es capaz de mover todas las otras cosas»359. Y el alma y el intelecto «son la misma cosa»360. El alma se mueve a sí misma y mueve al cuerpo, «lo mismo dice Demócrito, pues afirma que las esferas indivisibles y en movimiento, como no pueden permanecer quietas, arrastran consigo y mueven al cuerpo entero»361. Es el alma «lo que provee el movimiento a los seres vivos», para los atomistas, y por esa razón «el rasgo característico de la vida es la respiración»362. El alma es, para ellos, perecedera, «pues se corrompe junto al cuerpo»363.

XII Con los presocráticos nos hemos iniciado en el camino de las ciencias, de una manera muy especial en el qué decir del universo entero, en cómo decir ese decir y en desde dónde hacerlo. No ha sido mi interés hacer un elenco de decires presocráticos en la prehistoria, quizá, de eso que hoy llamamos ciencia, sino que he buscado con ahínco eso que es el despertar de los primeros filósofos griegos al camino del conocimiento, fijándome sobre todo en el conocimiento del mundo, del universo de todas las cosas. Nos topamos primero con una novedad: su interés por el principiar, pero no tanto de lo que aconteció en aquellos tiempos que fueron 356 Plutarco, Sobre las nociones comunes 1096E, en G III 524 (DK 68 B 155). Se ha creído ver relación entre ese texto y uno de Arquímedes en que cita a Demócrito, en Met. I, en G III 525. 357 Diógenes Laercio IX 44, en G III 575 (DK 68 A 1). 358 Cf. Aecio IV 3, 5, en G III 576 (DK 68 A 102). 359 Aristóteles, Del alma 405a, en G III 577 (DK 68 A 101). 360 El mismo texto, en G III 579. 361 Aristóteles, Del alma 406b, en G III 583 (DK 68 A 104). 362 Aristóteles, Del alma 404a, en G III 585 (DK 67 A 28). 363 Aecio IV 7, 4, en G III 592 (DK 68 A 109).

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tiempos originales y originarios, cuanto en encontrar el o los principios de donde se originan todas las demás cosas. Pero, adentrándonos en ese camino del principiar, nos hemos encontrado, de la mano de los filósofos presocráticos, con problemas sin número. El principio que principia todo debe ser ilimitado, la diferenciación de su interioridad como límites es lo que da origen a las demás cosas, siendo entonces eso ilimitado a manera de receptáculo que contiene en sí a todo lo demás. Esa especie de receptáculo puede llegar a ser meramente receptáculo de algo distinto de él mismo, dando cabida dentro de sí no sólo a todas las demás cosas, sino también a eso mismo que es principiar de todo lo demás. Se nos abre así la perspectiva de cómo y quién limita a lo ilimitado, el problema de esa ilimitación que es infinita, de ese receptáculo (pero, no lo olvidemos, esta palabra es palabra platónica) que puede distinguirse como vacío en el que se está lo lleno, con lo que hemos establecido ya la posibilidad de una diferencia con lejanas consecuencias. Queda planteado ya, en todo caso, el juego infinito de hacerse las cosas que tenemos a la vista desde el principiar en el que se originan, un hacerse que es también deshacerse. El movimiento aparece, pues, en nuestro horizonte. Un movimiento que es cambio en ese hacerse-deshacerse, pero que también es mero relacionarse extrínsecamente con las demás cosas, estar en esta o la otra posición con respecto a las demás cosas, no en relación con su principiar, sino en la mera relación de colocación con lo principiado. ¿Cómo llegamos a saber todo esto? No es pregunta insensata, pues somos nosotros quienes sabemos, o al menos decimos saberlo. Decimos conocer con un conocimiento que no es ver ni oír ni gustar ni palpar. En nuestro “nosotros” hay algo más, escondido en un principio. Ahora caemos en cuenta de que hay “decir”, de que hay “palabra-que-dice”, de que hay logos. Lo hay en nosotros. El saber tiene comercio con él. El conocer es la manera que el logos tiene de hablar en nosotros. ¿Somos nosotros logos que discursea?, ¿participamos en el logos que, con su discurso, es el verdadero principio que principia todas las cosas, incluidas las que parecían antes elementos constituyentes de todas las demás? ¿Es ese logos el que produce el cosmos? No sólo hay, pues, un principio cósico o receptáculo, hay mucho más; hay un principio productor de orden cósmico, que emite una palabra que se constituye en discurso productor del universo entero de

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El nacimiento de la ciencia: los filósofos presocráticos

todas las cosas. Porque todo es no sólo lo que se generó desde el principio en el principio, sino que es, sobre todo, producto ordenado de una lógica. Por esto tiene sentido utilizar nuestra razón —lo que nos constituye en nuestra más íntima intimidad— buscando siempre las razones de todas las cosas, porque nuestra razón es un arma poderosa, decisiva, única, en esa búsqueda. Con una condición, que no sea apropiación individual, sino construcción rigurosa del discurso. Este, por tanto, encuentra (¿o participa?) el discurso que produce mundo. Nuestro discurso es, sin embargo, discurso-sobre-el-ser-de-lo-que-es, no es imaginación. Es construcción rigurosa de consecuencias inimaginables de lo que nos es dado. Habría aquí la posibilidad equivocada de ver eso que se nos da como ya dado, como mera cosa de la que nosotros tenemos que tomar posesión, hacernos propietarios. Pero hay otra posibilidad mucho más excitante, descubrir que el ser es sujeto de la producción, principio originante, pastor del discurso, aquello que es previo y condición de todo, precisamente lo que hace posible el todo como tal, motor y fuente de orden. La producción de mundo del discurso del ser es la razón de ser del ser. Otra posibilidad se nos presenta. Distinta, pero igualmente hija de todo nuestro principiar. Para ella deberemos quedarnos en el mero principiar, sin caer en el logos o en el ser como sujeto. Debemos para ello quedarnos en la mera física. Prohibirnos ir más allá de la física. Hacerlo no sólo porque no es necesario para dar razón de lo que vemos, sino porque irse más allá es la manera más segura de no dar razón de nada, como no sea de lo meramente imaginado, añadido. Todo es física. En este caso, el sujeto que habla y piensa queda en la penumbra, desaparece de la escena, se esconde en la objetividad, se hace ojo que todo lo contempla desde fuera, pero sin que ningún fuera tenga realidad. Es una objetividad reductora de cualquier imaginario sujeto. Se dan razones, pero no razón. Se dan sujetos convencionales, pero no hay sujeto (aunque quien hable sea un sujeto). El discurso es discurso sin sujeto, porque el sujeto ha muerto en la reducción. Ni siquiera ha muerto; no es necesario, es explicable, pues el alma son átomos pequeñísimos, redondos y lisos. Nada más hay que decir. Todo irse más allá de la física está rigurosamente prohibido. Principio de objetividad, aunque de un sujeto que se empeña en desaparecer, tras sus propias palabras, en las meras razones.

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Con los presocráticos, decía, nació la ciencia. Para que esta naciera nos legaron un horizonte preñado de problemas, el conjunto de los cuales es lo que ha venido en denominarse filosofía. Hemos puesto, por tanto, los primeros hitos de la filosofía de la ciencia. Hemos visto, también, cómo nacen dos posiciones: la una viene regida por el principio de objetividad, la otra por el principio antrópico. Esta segunda es, seguramente, la más sugestiva en definitiva.

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2. LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA EN PLATÓN, UNA INTRODUCCIÓN

I Una lectura detallada de Platón es sobrecogedora. Se parece a una sinfonía inacabada, cambiante, hermosísima, que dura la vida entera, la suya y la del lector. Es como una novela río, en la que suceden acontecimientos radiantes y extraños, llenos de limpieza unos; inmersos en una niebla espesa, cargada de sombras amenazantes, otros. Es una obra filosófica que nos abre sus puertas cuando nos adentra (acompañándonos además con una pertinaz ironía) en problemas de muy obscura solución, en la que el pensamiento nada en la duda, zozobra en la dureza del no saber cómo decir lo que tampoco se llega a saber siempre en verdad. Se adivina lo que no se logra alcanzar, o apenas se toca con los dedos de la mano. Es también una obra de pensamiento cargada de luz radiante, luz mediterránea. Pero se dan vueltas y más vueltas a los eternos problemas, sin que jamás las soluciones queden fijadas para siempre; porque en todo momento se puede, se debe, volver sobre ellos y, con la nueva manera de mirar, todo se ha desplazado, todo es profundamente distinto, aunque tenga todavía un cierto aire de familia. Por esto (y por muchas cosas más) la lectura de Platón es apasionante. Si esta lectura se hace por quien está interesado en la historia de la ciencia, mejor dicho, en la filosofía de la ciencia que pone sus bases a la historia de la ciencia, entonces adquiere resonancias impensadas. Me gustaría ser capaz de hacer comprender algunas de estas resonancias en lo que ha sido mi lectura. Leído desde aquí, Platón, en mi opinión, sigue

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siendo hoy para nosotros un contemporáneo, no en la mayor parte de sus soluciones, por supuesto, aunque sí en muchos de sus planteamientos y puntos de vista fundantes. Es posible, sin embargo, que estemos ahora saliendo de su influencia, si es verdad que hay que establecer una «nueva alianza» entre ciencia y filosofía. En esta lectura hay, sin duda, una gran dificultad: ¿cómo adentrarse en la selva que es la obra de nuestro filósofo? ¿Qué hilo tomar para ir desenmarañando lo imposible? ¿En qué punto entrar en inmersión en ese océano, para desentrañar sus maravillas patentes y ocultas? ¿Cómo asir su lenguaje tan poéticamente hermoso? ¿Dónde encontrar la luz que nos permita caminar entre la noche cerrada y la claridad deslumbradora? Una solución sencilla sería la de hacer una lectura cronológica de esta vasta obra, amparándose en la cronología establecida por los estudiosos de Platón que aparece ya como relativamente aceptada en sus líneas más importantes. Digo sencilla, de la misma manera que Rémi Brague dice sencillamente que una lectura del Menón sólo cuando lee por entero el diálogo es en verdad una lectura y no un mero paseo rápido por el texto platónico364. Mis lecturas platónicas siguieron orden cronológico, pero no creo que fuera ahora demasiado acertado para la exposición, por la largura de su detalle. Menos aún sería la de aceptar una lectura sistematizadora de nuestro autor, que sólo encorsetaría desde fuera lo que desde dentro es etéreo y sutil como el viento del pensamiento. Será otro, pues, el procedimiento elegido. ¿Cómo, además, leer a Platón pasando por encima de esa inmensa tradición platónica? Acceder a él, a sus textos, sin detenerse en la legión de sus comentadores antiguos y modernos, sin meditar y discutir a los estudiosos que nos presentan las riquezas de sus propias lecturas, ¿es una pretensión posible? En Platón sí; seguramente lo es en todo filósofo. Y pienso que sí porque él nos da sólo un pensamiento. Un pensamiento 364 «C’est pour témoigner de cette perfection que nous devons chercher la raison de tout ce que Platon a écrit. Nous faisons donc là un postulat, car nous pensons être obligé de le faire. (...) Un second postulat gouverne notre méthode d’interprétation, qui d’ailleurs se déduit du premier. Si Platon était un écrivain intelligent et soigneux, il devait éviter le “remplissage”. Ce qui veut dire que tout ce qui dit Platon a de l’intérêt», Rémi Brague, Le restant. Supplément aux commentaires du Ménon de Platon, Vrin, París, 1978, pp. 44-45.

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La filosofía de la ciencia en Platón, una introducción

vivo, por cierto, que en su tradición múltiple cambia, se enriquece, sufre frecuentes metamorfosis que dejan preñadas épocas enteras del pensar. Pero siempre es eso: un pensar. No me intereso en una tradición viva, la de una comunidad platónica, estructurada religiosamente como aquella de los pitagóricos, si es que alguna vez la pudo haber. Me intereso por un pensamiento. Y lo hago desde otro pensamiento. Me intereso por problemas, por ideas, por puntos de vista sobre el mundo, por soluciones señaladoras de nuevos problemas. Sé, por cierto, que ese pensamiento tiene un contexto, que fuera de él es de difícil interpretación, pues se convierte en demasiado esotérico. Me gustaría ser diligente en esta información. Pero, en definitiva, me interesa su interpretación, comprender lo que supone, lo que resuelve, lo que apunta, lo que dice. Aunque, insisto, me interesan ideas, y me intereso por ellas desde ideas. También sé que no hay ideas si no son ideas-encarnadas, las mías y cualesquiera otras, con mayor razón las de Platón, por tanto. Pero, para decirlo por lo breve, el platonismo es un pensamiento, no una doctrina de salvación, no una iglesia. En esta mi lectura me he ayudado de aquellos estudios que me han valido para comprender mejor lo que en Platón leía, porque ponían su empeño en llegar a Platón desde la cercanía de su texto, sabiendo bien que toda lectura es hermenéutica, pero que no toma al texto del filósofo por pretexto. Esos estudios platónicos son inmensa legión; me he acercado, sin embargo, a aquellos que por muy variadas razones he escogido; de cierto que están entre los mejores y más recientes, aunque también es verdad que no están todos los que debieran. En todo caso, en ningún momento he olvidado que lo que aquí propongo, aunque es mi lectura de Platón, es una lectura de Platón. Lo que termino de decir me abre la posibilidad de adentrarme, sin más, en el estudio de la filosofía de la ciencia de Platón. No digo sin más por ingenuidad, sino porque he de procurar en todo momento ser consciente de lo que significa, según lo dicho, una lectura de Platón. Tal va a ser mi empeño en lo que sigue. Lo haré con todo el respeto del que sea capaz para encontrar siempre la punta del hilo platónico, pero sin miedo o complejo de que, en esta lectura, soy hermeneuta, es decir, leo desde mí mismo, desde mi tiempo, desde mis ideas, desde mi propio pensamiento, desde mis simpatías, desde mi interés por una filosofía de la ciencia que abre caminos a la historia de la ciencia; soy yo,

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Estudios filosóficos de historia de la ciencia

pues, quien leo, un “yo” cargado de connotaciones infinitas, mucho más allá de las puramente personales, claro está. Este es mi empeño en la lectura de Platón (y en las demás que hago). El resultado está por ver.

II Entraremos buceando en el mar platónico a través de un texto del Platón anciano. El contexto es la estupefacción en que uno queda sumido al hacer el aserto de que uno sea muchos y muchos sean uno365; de que hay unidades con existencia verdadera, que tienen existencia idéntica desde siempre y que en nada se turban por el nacimiento o por la muerte, sino que guardan su unidad al través de cualesquiera avatares en la infinita dispersión y multiplicidad366. Viene el texto al que nos dirigimos después de que, siguiéndole nosotros por el diálogo, acabamos de admitir la tradición que procede de los antiguos —más cercanos a los dioses que nosotros, piensa él—, de que todo lo que hay está sacado de lo que es uno y de lo que es múltiple, de lo sin límites o infinito y de lo limitado. Nos habla Platón de los conocimientos del gramático y de cómo el sonido musical nace de sonidos graves y agudos, que son combinación de precisos intervalos medidos por ritmos y por metros, y que de ahí es de donde sale la armonía367. Dice así el texto elegido: «Cuando, pues, tú hayas agarrado todo esto, llegarás a ser sabio, y cuando hayas dominado, estudiándola así, alguna otra unidad en no importa qué, habrás llegado a estar en posesión de tu razón (e[mfrwn); pero quedarse en la multitud infinita de las cosas

Cf. Filebo 14c. Cf. Filebo 15b. 367 «Dans l’infinité que constitue la variété des sons, distinguer l’aigu et le grave, savoir quel nombre précis d’intervalles les separent, quelles limites comportent ces intervalles et de quelles combinaisons ou harmonies ils sont capables, toutes mesurables par des nombres; mesurer de même façon les nombres ou les rythmes dont sont susceptibles les mouvements du corps; voilà ce qui substitue, à un vague bavardage sur l’un et le multiple dans le domaine des sons, une science définie qui est la musique. Distinguer de même, dans l’infini du son articulé, voyelles et non-voyelles, consonantes et muettes, connaître leur nombre précis et leurs multiples combinaisons, voilà ce qui constitue une science, la grammaire», A. Diès, pp. XXIV-XXV de su edición del Filebo en Les Belles Lettres. 365 366

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individuales y en la infinita multiplicidad que encierran, te impide, en cada caso, hacer pensamiento (poiei` tou` fronei`n) y ser alguien que cuenta (ejllovgimon) y hace números (ejnavriqmon), supuesto que, respecto de ninguna de ellas, has podido alcanzar número definido (ajriqmo;n oujdevna) alguno»368. Hay algo, pues, que tenemos que agarrar bien, es decir, comprender algo decisivo casi con las manos para que no se nos escape, algo que nos hace sabios. Hay algo a dominar en su unidad, que queda escondida en las múltiples multiplicidades de las cosas. Una vez asido eso fundamental, estaremos ya en posesión de la razón. Estar en dicha posesión se logra cuando se cuenta y se hacen números. No se trata de los números del contable, sino de los de aquel que ha encontrado el número que subyace a la cosa, que sabe del ritmo y de la armonía de la cosa. El sabio, por tanto, ha agarrado el número subyacente, la proporción de los intervalos, su ritmo y armonía íntimas, que hace unidad en una (aparente) multiplicidad (para quien no ha sabido llegar hasta estas profundidades), lo ha captado y lo ha poseído; ha puesto medida a la infinita, por ilimitada, multiplicidad (que queda fuera de toda cuenta y razón), encontrando la unidad en el número bien delimitado y delimitador. Hay que rechazar así la multiplicidad infinita de lo real; hay que encontrar su unidad. Esto puede hacerse. Pero esto no está en la obviedad de lo visible. El universo de todas las cosas no está regido por lo irracional (por la fuerza de lo sin razón, de lo sin palabra), por el azar de lo ciego, sino por la inteligencia y sabiduría que lo ordena y lo dirige como quien gobierna, por el nous 369. Es ahí en donde entran los saberes, y, sin embargo, hay saberes con saber-de-ciencia370 (ejpisthvmh) muy distintos, pues unos se dirigen a lo que nace y muere, mientras que otros se dirigen a lo que es siempre eterno e inmutable, mirándolo bajo el respecto de la verdad; el segundo de estos saberes tiene más de la verdad que el primero371. Pero, dejémoslo ahí por ahora. En las páginas últimas del mismo Filebo encontramos a Sócrates contento por llegar al final, en el que se encuentra con un «cosmos 368 369 370 371

Filebo 17de, tr. Samaranch en Aguilar, modificada por mí. Cf. Filebo 28d. Así le gusta traducir epistéme a Juan David García Bacca. Cf. Filebo 61e.

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incorporal», un orden, una ordenación de todas sus cosas, de las relaciones y proporciones entre sus elementos372. Hablemos de lo que quiera que fuere, todo lo que no tiene medida y proporción, lleva en sus mismas entrañas la miseria y la corrupción. Por otro lado, jamás alcanzaremos el bien —preocupación que Platón nunca olvida— a través de una perspectiva única, sino por la conjunción común de estas tres perspectivas: de la belleza, de la simetría o proporción y de la verdad; por su mezcla y unión que establecen relaciones mutuas, comercio recíproco. Se pregunta Sócrates poco después si será el placer o la intelección, el pensamiento, el nous, quien se asemeje más a la verdad. De cierto que, responde Protarco, el interlocutor de Sócrates, ha de ser este quien sea idéntico a la verdad, o se la asemeje más, o contenga más de ella. Continúa preguntándose por qué será más medido que lo que tenga que ver con él y con el saber con saber-de-ciencia. Por supuesto que no el placer, por el que en el diálogo se pregunta, tampoco ninguna otra cosa, sino él. Y, por fin, se pregunta también qué otra cosa tendrá mayor relación con la bondad que él. Ninguna, responde373. Hemos encontrado, pues, junto a Platón, aquello que establece la relación mutua, el comercio recíproco entre la belleza, la medida o proporción y la verdad. Es esto el pensamiento, la intelección producida por esa facultad de pensar que poseemos. Todo lo que en el placer es desmesura e intemperancia, es en el pensamiento medida de proporciones, comprensión mesurada del ordenamiento del «cosmos acorporal». Es en la intelección en donde hemos de buscar y con ella hemos de encontrar. Nos han salido ya muchas cosas importantes en nuestro primer contacto con el pensar platónico. Cierto que de un Platón maduro, anciano, incluso, en plena posesión de lo que necesita para ahondar en su visión del mundo (que es por donde va nuestro propio interés en estas páginas). Hay saberes con saber-de-ciencia, algunos de los cuales llegan a penetrar lo hondo de lo que hay, si es que saben no quedarse en la multiplicidad de lo cambiante y mudable, sino que aciertan a inteligir en lo que es siempre y jamás cambia. Hay un cosmos de todas las cosas, el verdadero cosmos, podremos decir, que no es corporal ni está 372 Cf. Filebo 54b-65a. Diès en nota a su edición nos da como textos paralelos: ordenación de un cuerpo, de una casa (Gorgias 504a); ordenación de una ciudad (Leyes 734e, 741a). 373 Cf. Filebo 65ce.

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ensamblado por lo corporal, sino que contiene una muy precisa ordenación, que no sólo podemos percibir, sino que podemos también agarrar, asirla con fuerza y certeza absoluta, siendo sólo ella el lugar en donde está la verdadera certeza. Para todo ello, para esta «posesión de la razón», de una razón que es intelección y palabra, contamos con el pensamiento, que no es sólo encadenamiento de razones a partir de supuestos aceptados como seguros, o al menos fundantes (lógica, entendida como hoy), sino que tiene mucho más que ver con una facultad del pensar que nos hace percibir ese hondón, que nos hace contable y numerable con números374 definidos el ordenamiento (ya no mundanal) del cosmos y de todo lo que en él hay; el ordenamiento de lo que (en verdad) hay, pues no todo lo que es aparente es en verdad. Hay algo, pues, que unifica, que da unidad, que hace lo uno, y que no queda desparramado por la multiplicidad, la cual es ya desde aquí sólo aparente. Y ese algo tiene no sólo mucho, sino todo que ver con el nous, la intelección, el pensamiento producido por esa facultad de pensar, que establece el comercio recíproco, las relaciones ajustadas entre belleza, proporción y verdad; ella es la que nos da acceso real a la verdad. El mundo platónico no es un mundo esquizofrénico, con divisiones estancas, en donde las cosas van por suelto, sino que es unitario hasta producirnos pasmo; aunque es un pensamiento que no todo lo tiene adquirido desde su comienzo, como hemos de ver enseguida. Nótese que también aquí, en la realidad científica platónica que quiero bosquejar, hay preocupación fundante por lo bello y, en definitiva, por lo bueno. Tras nuestro chapuzón en el mar platónico, vamos a leer algunas páginas de otro diálogo de plena madurez, anterior al Filebo: el Sofista. Stanley Rosen375 ve en el Sofista el «drama del original y de la imagen». El segundo acto de este drama lo denomina «imágenes», cuya sexta y última escena relata «la batalla de los gigantes»376, pues hay un combate de gigantes, nos dice Platón, con relación al ser, a la existencia (peri; th`" oujsiva")377; el término ousía lo utiliza Platón cuando quiere 374 No se trata de ningún álgebra del pensamiento ni de ninguna cabalística del número. Lo hemos de ver. 375 Stanley Rosen, Plato’s Sophist. The drama of original and image, Yale University Press, New Haven y Londres, 1983, 341 p. 376 Sofista 232a-249d. 377 Sofista 245e-249d. Cf. Hesíodo, Teogonía 675-715.

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una noción más amplia que to ón378, y el Extranjero desvía de esta noción a aquella otra su relato de la batalla. Para uno de los bandos de esos gigantes la ousía es cuerpo, son los materialistas, «terribles hombres» que Teeteto afirma haber conocido en buen número. Los otros son «los amigos de las formas», pues defienden «algunas formas noéticas e incorpóreas» del dominio de lo invisible, las cuales formas379 son el verdadero ser o existencia, la ousía; no toman los cuerpos directamente, sino que se sirven de formas intermediarias. Los primeros, los materialistas, todo lo que está visible en el cielo lo bajan a la tierra, para agarrarlo con sus manos. Los otros gigantes actúan con suma precaución y se defienden desde lo alto de algún lugar invisible. Lo que para los primeros es la única verdad, para los segundos queda roto por su lógos en pequeñas piezas, y el resultado es más un devenir moviente que una ousía. Sobre estas doctrinas se libra desde siempre una «guerra interminable»380,

378 Sofista 246a. N. L. Cordero en su traducción de Gredos pone «sobre la realidad»; Rosen traduce «concerning being»; Diès dice «au sujet de l’existence», y en nota escribe a este propósito que «l’existence (oujsiva) s’oppose ici, au devenir (gevnesi") comme ce qui est ou l’être (to; o[n) s’oppose, ailleurs (Timée 27c), à ce qui devient (to; gignovmenon). Notre dialogue ne fait point de distinction métaphysique profonde entre l’existence et l’être: une chose est parce qu’elle participe à l’existence (oujsiva, Soph. 250b, 251e, Crat. 401c) ou parce qu’elle participe à l’être (o[n, Soph. 256ae, 259a), et le passage de l’abstrait au concret est continue». 379 Aquí, tanto Diès como Rosen y Cordero ponen «formas» en lugar de «ideas». No hay solución en la discusión de qué traducir por ijdeva o eijdwv". Yvon Lafrance, siguiendo a Léon Robin, prefiere «Idée»; los anglosajones suelen poner «form» en lugar de «idea»; hemos visto que en la nueva traducción de Gredos ponen también «forma». Y. Lafrance en La théorie platonicienne de la Doxa, Les Belles Lettres-Bellarmin, Montréal y París, p. 128, nota 68, dice que prefiere «idea», aunque puede tomarse en el sentido corriente de idea, a «forma», pues esta traducción puede confundir la «idea platónica» con la «forma aristotélica». Nos dice que se ha enterado demasiado tarde de la propuesta de Luc Brisson, quien pone «forma inteligible» (coincidiendo con la traducción de Diès a este pasaje), en Le Même et l’Autre dans la structure ontologique du Timée de Platon, Klincksieck, París, 1974. Tenga el lector siempre presente esta dificultad. 380 Sofista 246c. «Who are these “gods”? To begin they are not “Idealists” in the modern sense. They accept matter, as we may call it or “moving genessis”. To use lógos to dissolve bodies is not the same as to use forms to “produce” bodies. Second, the Stranger never identifies himself as one of the “gods”. On the contrary, he introduces them as a camp of predecessors, all of whom he is rejecting. There is them no prima facie reason to identify the Stranger’s forms with those of the “gods”», Rosen, Plato’s Sophist, p. 213.

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nos dice el Extranjero que hace de interlocutor principal del diálogo, pues este no es Sócrates, como suele ser habitual en los diálogos platónicos. ¿Qué decir, prosigue Platón, de esa lucha? Que los segundos son amables, mientras que dialogar con los primeros es más difícil, si no imposible. En este punto el Extranjero establece un importante principio de interpretación: «Lo que se ha acordado entre los mejores es más valioso que lo acordado entre los peores»381; nuestro interés, termina, no está en esos personajes, sino en la verdad. El Extranjero en diálogo con Teeteto primero y luego respondiendo él a sus propias preguntas, interpreta a los materialistas382. Los materialistas, para los que el alma está, obviamente, entre los seres corporales, deben terminar reconociendo que hay almas justas e injustas, inteligentes y no inteligentes, que devienen tales por la posesión o no posesión y por la presencia o ausencia de la justicia, de la inteligencia, cosas todas ellas difícilmente visibles, convienen el Extranjero y Teeteto. El Extranjero toma pie en esas, aunque sean pocas, realidades incorporales que los materialistas deben aceptar, para preguntarse cómo lo explicarán y si no se encontrarán aquí en dificultades. Por pocas que sean las realidades que deben reconocer como incorporales los materialistas, prosigue el Extranjero, basta con ellas, pues algo habrá en común383 entre ellas y las corporales, y les ha de ser difícil explicar qué sea eso. Quizá, continúa, aceptarían la proposición de que el to ón es «todo aquello que posee una cierta potencia (duvnamin: poder capacidad o virtud), ya sea de actuar sobre cualquier cosa natural, ya sea de padecer, aunque sea en grado mínimo y a causa de algo infinitamente débil, incluso si esto ocurre una sola vez»384, los seres no son otra cosa que potencia. Sofista 246d, tr. Cordero en Gredos. Cf. Sofista 246e-247c y 247c-248a. 383 «The connatural element is the sought-for ousia. This suggest the following problem. If ousia is common to corporeal and incorporeal beings, it cannot be merely the one or the other. But if it is a mixture, then it cannot be the connatural element from which the being of each follows. The way in which the Stranger formulates his question here suggest, I believe, that he is already thinking of a sense of “ousia” as superordinate to both visible and invisible beings. “Ousia” in this sense cannot name a “thing” and does not stand for a reified conception of being. We come closer to this sense of “ousia” with expression “the whole”. In other words, “ousia” is here synonimous with to; o{lon», Rosen, Plato’s Sophist, p. 216. 384 Sofista 247de, tr. Cordero en Gredos. Hubiera sido mejor poner «cosa», pues nada hay aquí de «cosificación». El paréntesis es mío. 381 382

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Los «amigos de las formas» piensan, en esa interpretación de su postura que se labran el Extranjero y Teeteto, que por el cuerpo tenemos comunión con el devenir (gevnesin), para lo que nos servimos de la sensación, mientras que por los razonamientos (dia; logismou`) del alma lo tenemos con el «genuino ser» (th;n o[ntw" oujsivan)385. Esto último es lo siempre idéntico, mientras que «la génesis» es continuamente «otra», distinta, variable. Se enreda ahora el Extranjero en una discusión sutil con materialistas y formalistas, que lleva a Stanley Rosen a decir que no sabemos si lo hace «irónica o seriamente», aunque de hecho Teeteto se lo toma en serio, y en este punto del diálogo acontece «otra peripecia, esta vez con consecuencias fundamentales para la entera discusión»386, pues el Extranjero de pronto maldice así: «¡Y qué, por Zeus!, ¿nos dejaremos convencer con tanta facilidad de que el cambio, la vida, el alma y el pensamiento (frovnhsin) no están realmente presentes en lo que es totalmente (tw/ pantelw`" o[nti), que no vive ni piensa (fronei`n), y que esto no vive, ni piensa, sino que, solemne y majestuoso, carente de intelecto (nou`n), está quieto y estático»387. Terrible doctrina, reconoce Teeteto. «Ontoteología teológica», dice Stanley Rosen388, quien cree ver así dos ontologías distintas que se muestran en el Sofista: la doctrina del ser en el alfabeto eidético y la concepción de la ousía como divina. Pero el Extranjero nada hace para reconciliarlas, ni siquiera se refiere al hecho de que introduzca dos concepciones distintas del ser; lo pasa en silencio. Una doctrina del ser como poder o potencia ofrecida a los materialistas a su favor y, en contra de los amigos de las formas, la afirmación del ser como comprehensivo y divino, nos hace notar Rosen. ¿Qué hará el filósofo? Tendrá, pues, una regla absoluta, que «ya sea que afirme lo uno o la multiplicidad de las formas, no admita que el todo (to; pa`n) está en reposo y que no escuche en absoluto a quienes hacen cambiar a lo que es en todos los sentidos, sino que, como en la elección propia de los niños, dirán que el ser y el todo, simultáneamente, están

385 Cf. Sofista 248a; «genuine being», dice Rosen, mientras que Diès pone «existence réelle» y Cordero dice «esencia real». 386 Rosen, Plato’s Sophist, p. 222. 387 Sofista 248e-249a, tr. Cordero en Gredos. 388 Rosen, Plato’s Sophist, p. 223.

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en reposo y cambian»389. El Extranjero nada dice explícitamente sobre si el intelecto es puro cambio o pura permanencia. Los textos que acabamos de ver, en su enorme complejidad, nos sirven, además, para establecer similitudes y diferencias entre las nociones de nous, frónesis y diánoia. Es esta una labor penosa, de extraordinaria complicación y de difícil justificación, como no sea en un estudio de detalle, pero debemos gastar un poco de tiempo en ella, al menos para calibrar en algo lo que significa. Nous es en Platón el intelecto, la intelección, la inteligencia, las miras o intenciones, la atención del espíritu, incluso390. Es el nous de Anaxágoras como vemos en el Fedón: «Pero oyendo en cierta ocasión a uno que leía de un libro, según dijo, de Anaxágoras, y que afirmaba que es la inteligencia (nou`") lo que lo ordena todo y es la causa de todo, me sentí muy contento con esa causa (aijtiva/) y me pareció que de algún modo estaba bien el que la inteligencia fuera la causa de todo, y consideré que, si eso es así, la inteligencia ordenadora lo ordenaría todo (tovn ge nou`n kosmou`nta pavnta kosmei`n) y dispondría cada cosa de la manera que fuera mejor»391. Otro texto tardío, de las Leyes, dice así: «Otra (de las dos cosas que inducen a creer en los dioses), lo relativo a cómo están reguladas las revoluciones de los astros y de todas las demás cosas de que es dueña la inteligencia que todo lo ha ordenado»392. El segundo concepto, frónesis, significa pensamiento, cualidad de inteligencia o razón, virtud de sabiduría o prudencia; es la acción de pensar. Así, leemos en el Fedón: «¿Lo hará (aprehender la verdad) del modo más puro quien en rigor máximo vaya con su pensamiento (th`/ diavnoia/) solo hacia cada cosa, sin servirse de ninguna visión al

389 390

Sofista 249cd, tr. Cordero en Gredos. Cf. Édouard des Places, Lexique de Platon, Les Belles Lettres, París, 1970,

2 vol. 391 Fedón 97bc, tr. García Gual en Gredos, modificada por mí. Traduce nou`" por «mente», como Luis Gil en la suya. En cambio, Conrado Eggers Lan pone «intelecto». Prefiero «inteligencia», que García Gual sugiere en nota junto a «mente», pues esta palabra significa otra cosa; puede hacer pensar en sentidos más modernos, que nada tienen que ver con esa cualidad incisiva y penetrante del intelecto platónico. 392 Leyes 966e, tr. de J. M. Pabón y M. Fernández-Galiano en Centro de Estudios Constitucionales.

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reflexionar (dianoei`qai), ni arrastrando ninguna otra percepción de los sentidos en su razonamiento (logismou`), sino que, usando sólo del pensamiento (th/` diavnoia/) puro por sí mismo, intente atrapar cada objeto real (tw`n o[ntwn) puro, prescindiendo todo lo posible de los ojos, los oídos y, en una palabra, del cuerpo entero, porque le confunde y no le deja al alma adquirir la verdad y el saber cuando se le asocia?, ¿no es ese, Simmias, más que ningún otro, el que alcanzará lo real (tou` o[nto")?»393. El tercer concepto diánoia significaría, pues, pensamiento, pero más como acto de la facultad discursiva del entender; discurso, opuesto a opinión o intención; es la facultad del reflexionar. ¿Quién es el único enemigo mortal al que hay que combatir con el razonamiento del discurso sin desfallecer? El que liquida el saber con saber-de-ciencia, el pensamiento y el intelecto. Pero ¿quiénes son los insensatos que eso hacen? Los que todo lo fijan en la inmovilidad de un todo, y los que mueven todo en todo sentido, como niños394, ya lo hemos visto. ¿Qué hay que poner, pues, además del reposo y del movimiento, del uno y de la multiplicidad? Una tercera cosa, el ser (to; o[n), que abraza a la vez a uno y a otro, siendo distinto de ellos, pues por sí no es ni reposo ni movimiento395. Unión, desunión; acuerdo, desacuerdo. Es, ciertamente, doctrina difícil la que expone aquí Platón, según él mismo señala. Así acontece, nos dice, con las letras396 y todo lo que con ellas se hace. Es necesario aquí un saber con saber-de-ciencia para adentrarse en las complicaciones de este discurso, precisamente la dialéctica: «Quien es capaz de hacer esto: distinguir una sola Forma (Idea) que se extiende por completo a través de muchas, que están, cada una de ellas, separadas; y muchas, distintas las unas de las otras, rodeadas desde fuera por una sola; y una sola, pero constituida ahora en una unidad a partir de varios conjuntos; y muchas diferenciadas, separadas por completo; quien es capaz de esto, repito, sabe distinguir, respecto de los géneros, cómo algunos son capaces de comunicarse con otros, y cómo Fedón 65e-66a, tr. García Gual en Gredos. Cf. Sofista 249cd. Con los textos que siguen a este «en las secciones del diálogo más obscuras y más ampliamente discutidas», Rosen, Plato’s Sophist, p. 229; por eso me limitaré a citar los textos que he elegido, al menos por ahora. 395 Cf. Sofista 250bc. 396 Cf. Sofista 253ab. 393 394

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no»397. Ahí se encuentra el don dialéctico del filósofo. Sus razonamientos se aplican siempre a la forma o idea del ser o de lo real; y esto los ojos vulgares no lo ven398. El filósofo ha descubierto ya tres géneros: el reposo, el movimiento y «el ser sí mismo (tov te o[n ajuto;)»399. Y este es mixtura de ambos. Entra aquí también el juego de lo mismo y lo otro en la consideración platónica, que le lleva a decir que «respecto de cada forma (idea), entonces, hay mucho de ser, pero también una cantidad infinita de no-ser»400. Pero, al llegar a este punto, deberemos reconocer que, lo mismo que le aconteció a la ciencia, que se rompió en mil pedazos, le acontece al ser. Sin embargo, separarlo todo es olvidar la filosofía: «La aniquilación más completa de todo discurso (pavntwn lovgwn) consiste en separar cada cosa de todas las demás, pues el discurso se originó, para nosotros, por la combinación mutua de las formas (ideas)»401. Pues bien, ya nos hemos adentrado en Platón. Lo hemos hecho por un texto (siempre hay que escoger una puerta para entrar en el campo) del filósofo en posesión plena de su pensamiento. He querido hacerlo así, puesto que el Platón decisivamente interesante en lo que nos ocupa será el del Timeo, diálogo escrito después del Sofista y antes del Filebo, con los que nos hemos entretenido hasta ahora. Tirando desde aquí, podremos recuperar pensamientos anteriores de nuestro filósofo, quien a lo largo de su larga vida, sin dejar jamás de preocuparse de pensar y por el pensar, va deslizándose hacia intereses cosmológicos de más en más evidentes, que tienen un preámbulo necesario en su concepto de ciencia, al que dedica el Teeteto (final de una larga discusión sobre la dóxa y la epistéme), y que luego se hacen fuertes, sobre todo en el diálogo ya citado, además de en diversos pasajes de otros como, por ejemplo, el Político y las Leyes.

397 Sofista 253de, tr. Cordero en Gredos. El paréntesis es mío. ¿“Forma”, “Idea”? 398 Cf. Sofista 254ab. Con “ser” y “real” hay también dificultad. 399 Sofista 254d; Cordero traduce «el ser mismo». 400 Sofista 256e; el paréntesis es mío. Diès lo ilustra con un texto precioso de Malebranche: «Ma main n’est pas ma tête, ma chaise, ma chambre... Elle renferme, pour ainsi dire, une infinité de néants, les néants de tout ce qu’elle n’est point». 401 Sofista 259e, tr. de Cordero en Gredos; el paréntesis es mío.

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Ha quedado claro algo de importancia decisiva. No vale sólo con ir derechos a la cosmología platónica. Es de todo punto necesario detenerse en el cómo del acceso al conocimiento y en el qué del intelecto ordenador que, como hemos, vagamente, entrevisto, es hacedor de mundo. Ha quedado claro también que, al menos, la verdad y la verdadera realidad de las ideas constitutivas de la unidad que queremos conocer y que, no lo olvidaremos, han producido mundo, se nos han adentrado en nuestro discurso, y no podremos ya dejarlas marchar. Y también ha quedado claro que tampoco podremos dejar escapar a las ideas o formas ni al ser402. Ha quedado claro por dónde tenemos que movernos en el mar platónico.

III Un texto primerizo en el que se nos aparecen los «números» es el célebre diálogo de Sócrates con el joven esclavo a propósito de la irreductibilidad de la diagonal del cuadrado, en el Menón. Al comprender dónde está esa irreductibilidad y por qué hay ahí irracionalidad (no deje de notarse tamaña afirmación, que hemos heredado sin la perplejidad enriquecedora que para los griegos tenía), así como de qué manera esas relaciones son proporciones entre números, nos introduciremos en algo que ahí aparece, simplemente, como resplandor de la luz que luego, mucho después, hemos de descubrir. A Platón le interesa, en el pasaje que vamos a leer, exponernos su teoría de la reminiscencia. A nosotros, en cambio, nos atrae más lo que sobre los números aparece, aunque sin olvidar que trata sobre ellos, precisamente, en el contexto de un saber que tenemos desde antes de comenzar a saber, sin saber bien, sino de manera muy vaga e inconexa, que ya se tenía dicho saber, pues, para Platón, el ir sabiendo es ir recordando. No se olvide tampoco que, para él, lo primordial, los orígenes, los principios, 402 Sí ha de quedar fuera de nuestras perspectivas ese libro imposible, el Parménides, cargado de problemas, quizá insolubles, en el que se explica Platón (!) sobre lo uno y lo múltiple. Aristotelizando, podríamos decir: es demasiado obvio que trata de metafísica, cuando lo que aquí nos ocupa es la física. No es que yo haga mohines a la metafísica, como cualquiera puede saber, pero es que ese libro, tan influyente luego en plotinianos y platónicos posteriores, es, posiblemente, una larga y difícil ironía de un enorme filósofo irónico; un “diálogo imposible”.

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son un lugar del que vamos cayendo al irnos alejando de ellos, distanciándonos por sucesivas degradaciones, y es imprescindible el ir remontando esforzadamente ese sucesivo retroceso. La ascética de esa vuelta a los orígenes (para él siempre mejores) es el camino peculiar del platonismo. Ascética moral, claro, pero también ascética cognitiva. Pero antes de ir al texto, hay que detenerse en una exclamación de Menón que todo lector de Platón hace suya: «Y ahora, según me parece, me estás hechizando, embrujando y hasta encantando por completo al punto que me has reducido a una madeja de confusiones», que merece esta maravillosa respuesta de Sócrates (también de Platón a sus lectores de hoy): «No es que no teniendo yo problemas, problematice sin embargo a los demás, sino que estando yo totalmente problematizado, también hago que lo estén los demás»403. Vamos a lo nuestro ya. Y vamos a comenzar en el encuadramiento de la conversación, porque el punto clave de ella no es directamente las matemáticas, aunque de ellas se hable, pero es extraordinario para entender cómo se logra «conocer», según Platón. Me ayudaré del precioso estudio de Rémi Brague404, quien divide el diálogo en tres partes: 1ª) dialéctica (70a1-81a4); 2ª) geometría (81a5-89e4); 3ª) política (89e5100c2). Las palabras que ponen título a las partes son del propio diálogo y dan cuenta del contenido. A la primera parte le corresponde en la serie geométrica de las dimensiones la línea, además, la noción epistéme y el número 2 de sus interlocutores, Sócrates y Menón. A la segunda, la superficie, la dóxa y el número 3, pues entra el esclavo en el diálogo y no consta que se vaya. A la tercera, el volumen, la aíszesis y el 4, ya que se añade al diálogo Anito, quien tampoco consta que, enfadado o no, se vaya. Se corresponden también con individuo, oikía y pólis. Pero, nótese bien, el diálogo es como una pirámide truncada, pues, precisamente, 403 Menón 80a y c, tr. Olivieri en Gredos. Me aprovecho de sus explicaciones y de las de A. Ruiz de Elvira en su traducción del Centro de Estudios Constitucionales. Un comentario muy detallado del texto en Charles Mugler, Platon et la recherche mathématique de son époque, Heitz, Estrasburgo, 1948, pp. 359-409. Para Mugler, las matemáticas no son una propedéutica platónica para la dialéctica, sino el fin de su reflexión metafísica. H. Cherniss mostró su absoluto desacuerdo con tal opinión en “Plato as mathematician”, Review of Methaphysics, 4 (1951) 395-425; recogido en Selected papers, Brill, Leiden, 1977, pp. 222-252. 404 Rémi Brague, Le restant. Supplément aux commentaires du Ménon de Platon, Vrin, París, 1978, 246 p.

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falta el 1; no, simplemente, como nos sucedería a nosotros, el número 1 (para los griegos los números comenzaban con el dos), sino la unidad, que unifica, que lleva al aunamiento del todo, que lo origina. ¿El equivalente del 1 es el nous, como parece probable?, ¿es el alma? Para Brague asistimos en el Menón a una constante degradación, pues por su marco antropocéntrico —recuérdese que es Menón y no Sócrates quien pregunta por la areté, por la virtud— se ha quedado en una dialéctica falseada, ya que no puede trascenderse a sí misma; se queda en la diánoia, sin poder pasar a la noésis. Al no poder romper ese cuadro, viene la degradación. El Menón «se prohíbe cualquier trascendencia», puesto que la pregunta de Menón a Sócrates, ¿de qué manera viene (paragivgneszai) la virtud a los hombres?405, lo encierra en una cuestión que trata de la génesis, es decir, que se pregunta por la pluralidad de las cosas buenas, impidiéndole sobrepasar ese punto de vista; se queda en una versión del antropocentrismo «que excluye en un mismo gesto la cuestión de la esencia de la areté y la toma en consideración del Bien como Uno»406. No deje de verse el uso matemático del verbo givgneszai: adición, división siguiendo la diagonal y multiplicación, en el proceso por medio del cual una superficie engendra una línea407. Esto se retoma en la física del flujo que —«¿no admitís vosotros, de acuerdo con Empédocles, que hay ciertas «emanaciones de las cosas?»408— permite una teoría de las sensaciones que quedan explicadas por efluvios, lo que no es otra cosa sino la aplicación sofística a las cosas sensibles de un modelo lingüístico que toma la palabra desde el punto de vista de la retórica, como percibe Brague409. La teoría de las emanaciones o efluvios no sería otra cosa que una generalización de esto, pues vale para la vista y para el oído, como también para la figura. Es estar, por tanto, en el terreno de la retórica de Gorgias. La labor de Sócrates va a ser entonces la de retomar la génesis, hacer que las doctrinas del flujo se critiquen a sí mismas, y dar de ella un concepto riguroso. Como Menón pone la memoria por encima de todo, porque conserva el pasado que fija, Sócrates realza la memoria, pero hace ver 405 406 407 408 409

En Menón 70a, 86d y 100a. Brague, Le restant, p. 139. Menón 84d y e. Brague remite a Euclides, Elementos, VIII, 24. Menón 76c, tr. Olivieri en Gredos. Cf. Brague, Le restant, p. 143.

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que «la alternativa entre los vestigios del pasado y la misma eternidad no es última»410, y la teoría de la reminiscencia hará que el flujo juegue contra sí mismo. La reminiscencia, al llenar lo vacío, tiene un momento de fijeza. El flujo de los efluvios, el flujo de sonidos, no hace lógos; «si las cosas no saben callarse, son, paradójicamente, privadas de lógos, irracionales»411. En la hondura permanente de las cosas, y no en un flujo superficial ininterrumpido, es donde el lógos tiene su punto de partida. Los efluvios son olvido; la memoria permite la identidad de la cosa. La segunda parte del diálogo encuentra al discípulo de Gorgias en gran perplejidad: «Estoy entorpecido de alma y de boca, y no sé qué responderte»412, dice Menón. Precisamente esa alma será el centro de la segunda parte, del diálogo también; el centro está ocupado por el alma y, a la vez, por las matemáticas, tratadas en representaciones de superficies, como vamos a ver. Las matemáticas adquieren aquí su sentido «en un proceso de educación del alma»413; nos dan un modelo riguroso de esa educación. El proceso de la duplicación del cuadrado a partir de su diagonal demuestra la posibilidad de la reminiscencia. D E

A L

D

A 410 411 412 413

C

H O G

F

B K

N

C

B

Brague, Le restant, p. 147. Brague, Le restant, p. 149. Menón, 80b, tr. Olivieri en Gredos. Brague, Le restant, p. 157.

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M

J

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Todo el razonamiento de Sócrates con el joven esclavo avispado414 parte de que este «sabe», porque lo ve en la figura dibujada, qué es un cuadrado, figura que tiene sus cuatro lados, AB, BC, CD y DA, iguales. Por los puntos medios de los lados se trazan dos líneas, EF y GH, iguales a ellos y entre sí. El cuadrado ABCD es mayor que el cuadrado AGOE. La primera ocurrencia sería pensar que un cuadrado tiene doble superficie si su lado es doble. En nuestros cuadrados todo el mundo ve que el menor es sobrepasado por el mayor no en dos veces, sino en cuatro. Por eso si doblamos la línea AB de dos pies de longitud, hasta ser AJ, de cuatro pies, el cuadrado AJKL es cuatro veces el ABCD, como se ve con sólo continuar la línea DC hasta el punto medio M, y la BC, hasta N. El esclavo reconoce un cuadrado en la figura que Sócrates le dibuja en la arena; sabe que aquello es cuadrado, mas sólo después sabe qué es un cuadrado: una figura trazada con cuatro segmentos iguales. Pasa así del sentido normal al sentido técnico de la palabra cuadrado. ¿Cómo se efectúa ese pasaje?, ¿cómo razonar ajustadamente con figuras falsas? A esto, según Brague, responde la teoría de la reminiscencia. Continuemos.

S

Q

P C

D

N E

F

R

G A

B

Z

El avispado esclavo piensa que, para doblar ABCD, habrá que quedarse solamente en el cuadrado que tenga tres pies de lado, AZ. Pero entonces es fácil llevar el lado EF hasta el punto R, y la línea HG hasta S, para contar y ver que el cuadrado de origen es de cuatro pies 414

Cf. Menón 82b-85c.

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La filosofía de la ciencia en Platón, una introducción

(cuadrados), mientras que el nuevo lado AZPQ, tiene nueve; luego sobrepasa al que dobla al cuadrado original, que debería tener ocho. Nótese bien que, como hemos hecho, hemos encontrado ya un procedimiento para aproximarnos al lado del cuadrado doble, es decir, para encontrar aproximadamente lo que nosotros llamamos √2. Sabemos que sería una proporción colocada entre dos proporciones, como sigue L Z V D

A

K Y U 4/4